Edward Schillebeeckx CRISTO Y LOS CRISTIANOS Gracia y Liberación
EDICIONES CRISTIANDAD Huesca, 30-32
Publicado anteriormente JESÚS, LA HISTORIA DE UN VIVIENTE 692 págs. Ene. en tela
Este libro fue publicado por la editorial H. Nelissen, Baarn 1977 con el título GERECHTIGHEID EN LIEFDE
Revisión de A. DE LA FUENTE ADANEZ
Derechos para todos los países de lengua española en EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1982 '
«Y tú practica la lealtad y la justicia, espera siempre en tu Dios» Os 12,7
Lo tradujo al castellano A. ARAMAYONA
Depósito legal: M. 390.—1983
A MI PADRE
ISBN: 84-7057-327-6
CONTENIDO
SUMARIO
Jesús, historia de una nueva praxis
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AUTORIDAD DE LA EXPERIENCIA Y AUTORIDAD DEL NT I. II. III.
Autoridad de las nuevas experiencias Autoridad del NT canónico Una falsa alternativa
21 58 64
LA EXPERIENCIA DE LA GRACIA EN EL NT Sección primera I. II.
Noción de gracia en el Tenak La gracia en el judaismo primitivo
92 94
Sección segunda I. II. III. IV. V. VI.
Teología de la gracia en Pablo El paulinismo fuera de las cartas auténticas de Pablo Futuro de un mundo mejor (1 Pedro y Hebreos) Las Iglesias en proceso de consolidación hablan de un mundo mejor Jesús, el testigo del Dios-Amor: el joanismo Cristo, el testigo de que Dios es justo: el Apocalipsis
Sección tercera I. El concepto de gracia y su contenido II. Hacer la unidad del universo III. El Dios de la gracia, Jesucristo, el Pneuma
105 170 212 284 296 424
453 502 , 521
Sección cuarta I. II. III.
Buscad primero el reino de Dios Las Iglesias neotestamentarias en las circunstancias concretas de la historia Experiencia neotestamentaria de la gracia y experiencias sociales
528 532 548
i u
IV. V. VI.
CONTENIDO SUMARIO
Vida de gracia y poder político en el NT Vida de gracia y ética en el NT Israel y la Iglesia neotestamentaria
554 572 586
ELEMENTOS ESTRUCTURALES DE LAS TEOLOGÍAS DE LA GRACIA I. II. III.
Dios y su historia con el hombre Nuestra historia: seguir a Jesús Una historia sin final histórico
622 624 625
LA GLORIA DE DIOS Y LA AUTENTICA HUMANIDAD I. II. III. IV.
El hombre y su futuro Recuerdo crítico de la humanidad doliente Dimensiones de la salvación del hombre Salvación cristiana
637 653 713 727
EPÍLOGO
823
índice onomástico
855
índice general
865
PROLOGO
Moisés, el que había sido abandonado en el río, educado bajo la protección de los egipcios y cuidado por la hija del faraón al margen de su pueblo, los hebreos, «fue adonde estaban sus hermanos» (Ex 2,11a) y «los encontró transportando cargas» (Ex 2,11b). En este primer encuentro con los suyos «vio cómo un egipcio maltrataba a un hebreo, uno de sus hermanos» (Ex 2,11c). Moisés se encolerizó y dio muerte al egipcio. Al día siguiente, en un segundo encuentro con su pueblo, vio «a dos hebreos riñendo» (Ex 2,13). Movido por su afán de justicia, quiso terciar entre ambos y poner término a la riña. Pero los suyos, los hebreos, lo rechazaron (Ex 2,14): «Esperaba que sus hermanos comprendiesen que Dios los iba a salvar por su medio, pero no lo comprendieron» (Hch 7, 25-28: discurso de Esteban). Algún tiempo después, mientras descansaba junto a una fuente, Moisés vio cómo unas muchachas que habían llevado a abrevar su rebaño eran apartadas brutalmente por unos pastores empeñados en que sus rebaños abrevasen primero. También entonces, con santa indignación, Moisés se alzó contra la violencia (Ex 2,15c-17). Cuando acontecieron estos tres episodios, Dios no había llamado aún a Moisés. Se trataba de un joven que, sin pensarlo dos veces, impulsado por su corazón, tomó la defensa de los oprimidos. Pero, al mismo tiempo, sus hermanos no lo aceptaban como jefe. Pasaron muchos años, «y los israelitas se quejaban de la esclavitud y clamaron. Los gritos de auxilio de los esclavos llegaron a Dios. Dios escuchó sus quejas y se acordó del pacto hecho con Abrahán, Isaac y Jacob; y viendo a los israelitas, Dios se interesó por ellos» (Ex 2,23-25). Dios llamó entonces al hombre que había demostrado tal solidaridad con los suyos: Moisés, de quien más tarde se escribiría que hablaba con Dios como con un amigo, «como habla un hombre con un amigo» (Ex 33,11), «cara a cara» (Ex 33,11; Nm 12,6-8). «El Señor le dijo: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos... a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). «Te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas» (3,10). Moisés debía decir a su pueblo: «Yo soy me envía a vosotros» (3,14), o sea, «os tengo presentes» (Ex 3,16). El nombre de Dios significa ser solidario con el pueblo. Moisés, un siervo doliente de Dios «que soporta las cargas del pueblo» (Dt 1,37; 4,21-22; Ex 32,30-32), «un profeta de los tuyos, de tus hermanos» (Dt 18,15-18), es el libertador de Israel. «Por la fe, Moisés, ya
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PROLOGO
crecido, rehusó ser adoptado por la hija del faraón, prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios al goce efímero del pecado. Estimaba mayor riqueza el oprobio del ungido de Dios (el pueblo) que los tesoros de Egipto» (Heb 11,24-26). «Porque la Ley se dio por medio de Moisés, el amor y la lealtad se hicieron realidad en Jesucristo» (Jn 1,17). Unos cuantos justos habrían podido salvar la ciudad de Sodoma (Gn 18,23-32), un solo justo habría bastado para salvar a Jerusalén (Jr 5,1), y «muchos» son salvados gracias al profeta doliente, al siervo justo y doliente de Dios (Is 53). El Nuevo Testamento confiesa que el único «justo doliente», el único y exclusivo «profeta doliente» escatológico, Jesucristo, ha salvado al mundo entero. Ni la visión opuesta al sufrimiento ni el mensaje, aunque sea el de Jesús, proporcionan por sí mismos la salvación. Ambos fueron, de hecho, rechazados. Tampoco la pasión como tal otorga la salvación. Sólo el testigo doliente, el crucificado, el hombre que se compromete hasta el extremo por la justicia y el amor, y que por ello sufre a manos de otros y en favor de ellos, por causa de un Dios volcado hacia la humanidad: sólo él trae la salvación. El hombre cae al fin de rodillas ante un hombre que entrega su propia vida y se muestra solidario con la identificación misericordiosa de Dios con los hombres vulnerables y, a la vez, malvados e insondables. Se postra ante él: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). «Otras muchas cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, me parece que los libros no cabrían en el mundo» (Jn 21,25). Estas palabras reflejan la valentía con que el Nuevo Testamento actualiza no sólo el Antiguo Testamento, sino también los testimonios relativos a la vida de Jesús de Nazaret. La biografía real de los cristianos constituye un quinto evangelio: forma parte del núcleo de la cristología. EDWARD SCHILLEBEECKX
INTRODUCCIÓN
LA HISTORIA
JESÚS, DE UNA NUEVA
PRAXIS
1. Todo comenzó con un encuentro. Unos hombres —judíos de lengua aramea y quizá también griega— entraron en contacto con Jesús de Nazaret y se quedaron con él. Aquel encuentro y todo lo sucedido en la vida y en torno a la muerte de Jesús hizo que su vida adquiriera un sentido nuevo y un nuevo significado. Se sintieron renovados y comprendidos, y esta nueva identidad personal se tradujo en una solidaridad análoga con los demás, con el prójimo. El cambio de rumbo en sus vidas fue fruto de su encuentro con Jesús, pues sin él habrían seguido siendo lo que eran (cf. 1 Cor 15,17). No fue un resultado de su iniciativa personal, sino algo que les sobrevino desde fuera. Aquel encuentro sorprendente e imprevisto con el hombre Jesús se convirtió en el punto de partida de la concepción neotestamentaria de la salvación. Esto quiere decir que la «gracia» debe expresarse en términos de encuentro y experiencia, y nunca al margen del hecho concreto y liberador del encuentro. Pero implica además que cualquier reflexión ulterior sobre el significado de la gracia y la salvación debe referirse siempre a la primera «experiencia fontal», sin la cual cualquier teología de la gracia cae pronto en mitología y ontología (en su sentido menos favorable). Así, pues, la historia de una nueva existencia, de una nueva praxis, se inició con un encuentro. Pero la interpretación comienza antes de que surja la pregunta sobre qué sentido tiene lo que se ha experimentado. La identificación interpretativa es un momento intrínseco de la misma experiencia, al principio quizá implícito, pero luego reflejo y consciente. Los discípulos de Jesús comenzaron a reflexionar sobre el proceso de renovación que el mismo Jesús había suscitado y promovido en ellos. Lo tematizaron y precisaron y le concedieron un lugar en su conciencia, ocupada por otros muchos asuntos e ideas: lo que ya sabían adquirió una nueva perspectiva, ahora con un punto de referencia totalmente nuevo. Apoyándose en su experiencia común, llegaron a lo que podríamos llamar una teoría cristiana de la gracia, un primer paso hacia lo que en la tradición cristiana se denomina «teología de la gracia»: una soteriología, una exposición temática de lo que significa la redención y la salvación cristianas. Estas vivencias se pusieron también por escrito. Todos los libros del Nuevo Testamento, evangelios o cartas, se ocupan de la salvación experimentada en Jesús y a través de él. Las experiencias de gracia reflejadas en ellos para alabanza de Dios se refieren a un mismo acontecimiento fundamental, si bien cada escrito lo formula de un modo distinto. Esto nos
LA HISTORIA DE UNA NUEVA PRAXIS
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INTRODUCCIÓN
lleva a preguntarnos cuáles son los elementos que configuran, constituyen y soportan las ideas neotestamentarias sobre la gracia. Pregunta que afecta al contenido de tales ideas en su estructuración lógica y en cuanto invitación coherente que se dirige a un hombre en busca de felicidad y plenitud existencial para el mundo y para sí mismo. Sin embargo, tanto los sinópticos como el paulinísmo y el joanismo (por mencionar sólo tres corrientes fundamentales en el Nuevo Testamento) contaban con una prehistoria en la que ya se había dado una experiencia de la gracia y una tematización de la misma: el Antiguo Testamento, la época intertestamentaria y el cristianismo primitivo. En el ambiente cultural en que vivían los cristianos neotestamentarios y en que fue escrito el Nuevo Testamento, el viejo sueño judío de un reino de justicia sobre la tierra bajo el domino teocrático de Israel había dado lugar, tras una serie de decepciones, a la concepción de un mundo temporal y espacial en dos planos: el antiguo eón y el nuevo eón futuro, de origen celestial, que descendería a la tierra o al que «ascendería» al menos una parcela de la tierra, el mundo de los justos. En ambos casos, cualquier renovación de la vida se entendía como un modo de existencia supraterrena, celeste. Sin embargo, no se trataba propiamente de un «más allá», sino de una participación y una estancia terrena y misteriosa en las esferas supraterrenas del cielo, si bien no podemos suponer que aquella gente de la Antigüedad fuese tan ingenua como para no advertir que existía una diferencia entre lo que ellos pensaban y los modelos según los cuales trataban de articular la realidad pensada. De todos modos, para ellos «modelo» y «realidad» estaban mucho más estrechamente unidos que para nosotros. Y en tal mentalidad existía una serie de presupuestos que compartían de algún modo los cristianos que se expresan en el Nuevo Testamento. Al mismo tiempo, la noción neo testamentaria de gracia siguió desde el principio los senderos trazados por la tradición judía, para la cual la infelicidad es consecuencia de la desobediencia a los mandamientos de Dios, de modo que el hombre se ve enredado en la culpa y en el pecado. Y la salvación se entiende, obviamente, como una reconciliación del pecador con Dios que permite tener acceso a su reino. La idea es fundamental, pero para nuestra mentalidad de hoy no tiene en cuenta todo lo que puede significar una experiencia de no salvación. De hecho, si en algún caso tiene el hombre derecho a hablar es a la hora de determinar lo que siente como falta de salvación y de libertad (aunque también pueda tener en este campo zonas oscuras). Así, la experiencia de no salvación formulada en la tradición judía podía dar lugar, en una nueva tematización, la cristiana, a la experiencia de la «salvación en Jesús» (y ésta es precisamente la temática que encontramos en el Nuevo Testamento). Escuchar y experimentar que Jesucristo abre una nueva vía de salvación colocaba a aquellos discípulos ante un peligro: el de limitarse a rellenar con el nombre de «Jesús» la vieja imagen sociorreligiosa del mundo. Si la desgracia es pecado, y la salvación es, por tanto, reconciliación y perdón de los pecados, entonces Jesús es el hombre que expió la culpa del pecado con su muerte en la cruz, el que nos introduce en el reino de Dios,
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librándonos de la muerte y llevándonos al reino pneumático de la luz, al mundo propio de Dios. Esto entraña el grave peligro de que Jesús no sea más que un punto simbólico de referencia para lo que, a partir de otras fuentes, entendemos como salvación y perdición. Vemos, sin embargo, que el Nuevo Testamento se opone constantemente a una representación tan al alcance de la mano, por más que aparezca una y otra vez en las comunidades cristianas. Los autores neotestamentarios emplean ciertamente ideas religiosas pertenecientes a ese ambiente cultural, pero las distinguen claramente de sus experiencias de Cristo. En la historia neotestamentaria de las experiencias de gracia con Cristo en las comunidades cristianas intervienen además una serie de presupuestos vitales y antropológicos derivados de una cultura que, sobre todo en los últimos decenios del siglo i, se vuelve cada vez más amorfa y sincretista, no por falta de ideas, sino por exceso de ellas. Desde el punto de vista cultural, Palestina no era Siria, como tampoco Siria era Asia, la provincia romana del Asia Menor, ni ésta se igualaba a Grecia y Egipto, cuya cultura, accesible en las dos grandes bibliotecas alejandrinas, era muy superior a la colección palestinense de Qumrán. Se van entrelazando tradiciones judías, orientales, helenistas y, poco a poco, también cristianas. Este conjunto pluriforme fue una especie de crisol cultural, del que más tarde (en el siglo 11) surgiría, en una síntesis completamente nueva, una propia filosofía religiosa de la vida: la gnosis o gnosticismo. En particular, la mentalidad de la Antigüedad tardía, cuyo miedo a los demonios refleja un singular descontento frente al mundo y la sociedad, ejerce una gran influencia en el Nuevo Testamento, sobre todo cuando éste rechaza tal mentalidad. Quien observe todas estas cosas comprenderá con facilidad que no nos es posible actualizar inmediatamente la teología neotestamentaria de la gracia y la salvación. Cada vez resulta más claro que un análisis puramente teológico del concepto que el Nuevo Testamento tiene de la gracia no puede ser fuente de inspiración y orientación para los cristianos de hoy, a menos que vaya acompañado de un análisis de las mediaciones históricas de ayer y de hoy. La historia nos muestra, por otra parte, que el radicalismo o el monismo en torno a la gracia han dado lugar, en la historia de la Iglesia, a una constante «contrahistoria»: Pablo da lugar a la carta de Santiago y, sobre todo, a las Pseudo-Clementinas, Agustín a Pelagio, Báñez a Molina, el jansenismo a la «doctrina jesuítica sobre la gracia», Martín Lutero a Tomás Münzer, la doctrina tradicional sobre la redención a las actuales teologías de la liberación. Prácticamente, cada teología de la gracia suscita su propia crítica. Esta es reprimida invariablemente, pero siempre reaparece de alguna forma y, con frecuencia, termina por ser más o menos rehabilitada e incorporada a una nueva síntesis. Tal historia pendular indica que en el hombre (sobre todo si es realmente religioso) hay algo que se opone a una exaltación de Dios a costa del hombre. Lo cual demuestra que una teología de la gracia, si no tiene eso en cuenta, choca contra una protesta surgida de lo profundo del hombre y desperdicia su oportunidad. Por otro lado, ninguna teología de la gracia que quiera ser cristiana
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INTRODUCCIÓN
LA HISTORIA DE UNA NUEVA PRAXIS
y coherente puede ignorar la iniciativa absoluta de Dios sin lesionar al mismo tiempo las posibilidades de nuestro ser humano. Cualquier hombre tiene múltiples experiencias de «gracia», siempre que no adopte una postura egoísta en la vida y sepa que vive merced al favor y a la benevolencia de los demás. Las personas alcanzan su propia identidad precisamente al ser reafirmadas por los demás (dentro de unas estructuras y de una sociedad que nos lo permitan). En esa solidaridad, mucha gente experimentará en ocasiones un profundo misterio de misericordia universal y, tal vez, se dirigirá «a Dios» en oración. En este libro me propongo analizar la experiencia neotestamentaria de la gracia y la salvación de Dios en Jesucristo como orientación hacia lo que podríamos llamar primer paso de una soteriología cristiana moderna.
den conseguir —a partir de lo ya alcanzado— a través de la historia de las formas, de la redacción y de la tradición. Desde el punto de vista literario, la moderna exégesis dominante cometió un error al comenzar por el final. Sin embargo, no conviene olvidar que al menos los primeros historiadores de las formas (sobre todo M. Dibelius) se inclinaban por un análisis preferentemente literario de los textos. Pero su intención era más histórica que literaria. Les interesaba el Jesús histórico (cuya existencia se llegaba a negar en ocasiones), como interesa también hoy, aunque desde un planteamiento distinto. Si queremos ver el movimiento cristiano no como la religión de un libro ni como un proceso desencadenado por una literatura estimulante, sino como un movimiento impulsado por una persona que vivió realmente en la historia, ese planteamiento histórico seguirá siendo válido y fundamental, incluso desde el punto de vista religioso. La tradición de la historia eclesial de Jesús es, a este respecto, el presupuesto necesario para una argumentación histórica en el problema de Jesús. Pero si consideramos el Nuevo Testamento como una literatura que nos obliga a leer y comprender (y eso es ante todo para el exegeta y el creyente), entonces, como queda dicho en el primer volumen, pp. 79ss, no será precisamente la historia de las formas y de la redacción la que nos haga comprender qué quiere decir el texto (aceptar una determinada tradición y descartar otra es ya un hecho «redaccional»; por tanto, desde el punto de vista literario, todo es «redacción» en un texto). Pero entonces no se podrá comenzar por dividir el texto en redacción y tradición, fragmentándolo en unidades independientes. Hay que verlo en su conjunto. Si el cristianismo no vive sólo de unos libros sagrados —aunque éstos sean inseparables del mismo y representen en cuanto tales un fragmento de gracia— y si los textos neotestamentarios, además de otras funciones lingüísticas, tienen una función de referencia, es decir, indican un hecho histórico en, con y sobre Jesús de Nazaret, entonces no adelantamos nada con eludir las cuestiones críticas invocando la lógica particular del «lenguaje religioso» sobre la base de que tales textos son religiosos. Desde luego, no se puede negar la autonomía de este lenguaje, que tiene sus propios criterios y su propia lógica. Al contrario, es de gran importancia teológica y su reconocimiento evita muchos seudoproblemas teológicos. Pero esto no implica que entre los diversos lenguajes —histórico, religioso, etc.— no sea posible una comunicación y que un mismo hombre deba moverse, al mismo tiempo, en unos lenguajes totalmente cerrados y separados entre sí. Estos serían como jaulas donde permanecerían prisioneros tales hombres en una situación esquizofrénica: por un lado, el creyente; por otro, el historiador. No obstante, para mí está claro (más aún que en el primer volumen) que, aunque se tenga una intención histórica —la cual sólo puede lograrse a través de los textos disponibles—, hay que emplear ante todo el método literario, y sólo después utilizar otros métodos que nos ayuden a sondear lo que históricamente «está detrás». Creo que así obtendremos una imagen del Jesús histórico más matizada y a la vez más rica que la que presentan los que hoy recorren el camino inverso. Por otro lado, esto apunta
2. La perspectiva aquí adoptada no es la misma que en Jesús, la historia de un viviente, obra de la que ésta es continuación. A diferencia del primer volumen, aquí no trato de indagar qué hay en el «Jesús histórico» que haya podido llevar a la confesión de fe que de él hace el Nuevo Testamento; ahora se trata directamente de ver cómo el Nuevo Testamento ha integrado lo que los cristianos experimentaron en su encuentro con Jesús, el Señor. Yo diría que el primero es un libro «sobre Jesús» que no se olvida de Cristo, mientras que éste es un libro «sobre Cristo» que tiene presente a Jesús de Nazaret. Consecuencia de ello es que también el método empleado es distinto del de mi libro anterior. Algunos críticos de Jesús, la historia de un viviente han incurrido, con respecto al libro, en el mismo error que ellos me achacan con respecto la Sagrada Escritura, puesto que no respetan el género literario y el tipo de comunicación de un texto determinado (en este caso concreto, de mi libro). No han leído y comprendido el libro «tal como aparece», sino que han pretendido señalarle un lugar en la historia de las ideas, o bien, reaccionando contra la historia de las formas y de la redacción y propugnando justamente la necesidad de una elaboración analítico-estructural de los textos como un conjunto homogéneo, no han interpretado correctamente mi texto en su propio género literario, sino que lo han considerado como una obra motivada por una única intención literaria dominante (la de adentrarse, del modo más adecuado posible, en la historia de los orígenes del cristianismo). En el primer volumen no me interesaban los textos neotestamentarios en cuanto tales. En cambio, sí me interesan en éste. Aquí no se estudia ya la historia de las formas, de la redacción y de la tradición para llegar lo más cerca posible del «Jesús histórico», sino que se analizan los textos en su unidad y en su conjunto, a la vez que su contexto literario particular, teniendo presente el trasfondo de la cultura literaria de la época y la realidad sociocultural concreta del mundo en que vivían las personas a las que iban dirigidos estos textos del Nuevo Testamento, destinados a ser leídos en la liturgia. Es de lamentar que la exégesis moderna del Nuevo Testamento no partiera de este método literario de «leer» y «comprender» los textos «tal como aparecen», para después investigar qué.nuevas perspectivas se pue-
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INTRODUCCIÓN
a lo que he llamado estudio nunca acabado del acontecimiento de Jesús. La utilización de determinados métodos es también un acontecimiento dentro de una historia. Sin embargo, prescindiendo de si se ha juzgado correctamente la intención de mi primer libro sobre Jesús, en este segundo volumen ya no intento precisar la aparición de Jesús en nuestra historia ni tampoco las reacciones preneotestamentarias ante este hecho: es una temática que supongo tratada (aunque no «solucionada» de una vez por todas) en mi primer libro. Lo que aquí nos interesa directamente es cómo el cristianismo neotestamentario experimentó y tematizó la salvación en y a través de Jesús y cuáles son las mediaciones históricas que (entonces y ahora) envuelven este testimonio neotestamentario, el cual constituye una orientación normativa para nuestra experiencia e interpretación de la salvación en Jesús. Por tanto, nos hallamos ante un planteamiento y un género literario distintos del primer volumen. Un autor que escribe sobre Jesús no debe ser juzgado a partir de unos criterios «cristológicos» previos, sino por el planteamiento y la perspectiva que adopte. Una cristología actual que quiera ser fiel a Jesús y al evangelio, capaz de influir en nuestra conciencia sedienta y de tener un papel mediador en la salvación, sólo puede construirse por etapas. Quizá después de este segundo volumen se pueda dar comienzo a lo que llamamos «cristología». Yo diría que también este segundo volumen es un «prolegómeno». Y no movido por un escepticismo crítico (ni por miedo a generalizaciones precipitadas), sino porque la visión escatológica cristiana me hace pensar que una cristología significativa para nuestra vida sólo es posible en forma de pro-legomenon —palabra penúltima, búsqueda del legomenon o palabra justa—, pues en nuestra historia la redención me es conocida exclusivamente por los fragmentos, vividos de manera personal y colectiva, en que se apoya la promesa crítica y productiva, hecha por Jesús, de un futuro definitivo e indefinible de salvación. En ningún sitio veo una redención «objetivamente realizada». No obstante, creo que nuestra acción en favor del hombre y de su liberación política, por fragmentaria que sea, tiene en sí y por sí un valor definitivo, incluso en los fracasos, y creo también que el Dios vivo le ofrece un futuro todavía mayor. El cristiano, incluso en su concepción cristiana de la gracia y de la redención, tiene que ser consciente de su condición humana. A él querría dedicar este segundo volumen en cumplimiento de una promesa que hice en el primero.
PRIMERA PARTE
AUTORIDAD DE LA EXPERIENCIA Y AUTORIDAD DEL NUEVO TESTAMENTO
En muchos creyentes, y especialmente en algunos estudiantes de teología, se observa cierta resistencia ante una actividad teológica cuyo punto de partida sea la Escritura y la tradición (un método que, para lograr resultados positivos presupone el conocimiento de varias lenguas muertas: hebreo, griego, latín, por mencionar sólo algunas). Opinan que una teología moderna y viva debería partir de las experiencias actuales del hombre. Quieren comenzar «por el otro extremo». Yo creo que el problema, planteado en tales términos, es un falso dilema (véase más adelante). Sin embargo, este planteamiento nos sitúa ante una reserva que muchos teólogos del pasado formularon contra las «experiencias». Al parecer, no se daban cuenta de que con ello socavaban las raíces de toda «revelación divina». En mi opinión, semejante divorcio entre fe y experiencia es una de las principales causas de la crisis actual entre los cristianos fieles a la Iglesia. Para entender qué se entiende por «teología de la gracia», de la redención y de la salvación, empezaré por un análisis de la autoridad que reside en las «experiencias» y otro de la autoridad, aparentemente contraria a la anterior, que compete a la Sagrada Escritura. En tales análisis no se trata directamente de la experiencia en el sentido superficial de «esto no me dice nada» o «esto tiene un sentido para mí», aunque ello tenga que ver con el fenómeno que vamos a analizar. Tampoco se trata de experiencias en el sentido de sensaciones, estados de ánimo y sentimientos ni de tipos de vivencias, si bien tales aspectos emocionales son importantes, sobre todo en las experiencias religiosas. En nuestro análisis, el interés se centra en la peculiar fuerza cognitiva, crítica y productiva de las experiencias humanas. En este aspecto, la revelación tiene muchísimo que ver con la «experiencia».
CAPITULO PRIMERO
AUTORIDAD
DE LAS NUEVAS
EXPERIENCIAS
«Volved al duro fundamento». L. Wittgenstein Bibliografía sobre el concepto de «experiencia»: Th. Adorno, Negative Dialektik (Francfort 1966; ed. española: Dialéctica negativa, Madrid 1975); Thesen über Tradition, en Ohne Leitbild (Francfort 1967) 29-41; Ian G. Barbour, Myths, Models and Paradigms (Londres 1974); Issues in Science and Religión (Londres 21968); H. D. Bastían, Verfremdung und Verkündigung (Munich 1967); H. Berger, Erfahrung und Gesellschaftsform (Stuttgart 1972); P. Berger y Th. Luckmann, Die gesellschaftliche Konstruktión dcr Wirklichkeit (Francfort 1969; ed. española: Construcción social de la realidad, Buenos Aires 1968); H. Blumenberg, Legitimitát der Neuzeit (Francfort
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AUTORIDAD DE LAS NUEVAS EXPERIENCIAS
1966); P. Engelhardt, Die Frage nacb Gott, en Neues Glaubensbuch (ed. J. Feiner y L. Vischer; Friburgo de Br. "1975) 21-64, 72-100; H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode (Tubinga 21965) 329-344 (ed. española: Verdad y método, Salamanca 1977); L. Gilkey, Naming the Whirlwind: The Renewal of God-language (Indianápolis y Nueva York 1969); A. Hahn, Religión und der Verlust der Sinngebung (Francfort 1964); E. Heintel, Einführung in die Sprachphilosophie (Darmstadt 1972); H. Heuss, Verlust der Geschichte (Gotinga 1959); H. Holzhey, Kants Erfahrungsbegriff (BasileaStuttgart 1970); M. Kaiser, Identitat und Sozialitdt (Munich-Maguncia 1971); F. Kambartel, Erfahrung und Slruktur. Bausteine zu einer Kritik des Empirismus und Formalismus (Francfort 1968); W. Kasper, Glaube und Geschichte (Maguncia 1970) 120143 (ed. española: Fe e historia, Salamanca 1974); A. Kessler, A. Schoff, Ch. Wild, Erfahrung, en Handbuch philosophischer Grundbegriffe II (Munich 1973) 373-386; B. Liebbrucks, Über das Wesen der Sprache, en Erkenntnis und Dialektik (La Haya 1972) 1-20; J. B. Metz, La dificultad de decir sí: «Concilium» 95 (1974) 157-162; D. Mieth, Narrative Ethik: FrZPhTh 22 (1975) 297-326; Dichtung, Glaube und Moral (Maguncia 1976); H. Müller, Erfahrung und Geschichte (Munich 1970); W. Pannenberg, Die christliche Legitimitát der Neuzeit, en Gottesgedanke und menschliche Freiheit (Gotinga 1972) 114-128; J. Pieper, Überlieferung (Munich 1970); M. Polanyi, The Great Transformation (Nueva York 1974); H. H. Price, Thinking and Experience (Hutcheson University 1953); L. Richter, Erfahrung, en RGG (Tubinga 31958) 550-552; L. Reinisch (ed.), Vom Sinn der Tradition (Munich 1970); P. Ricoeur y E. Jüngel, Metaphorische Wahrheit, en Metapher (número especial de EvTh) (Munich 1974) 22-44 y 45-70; H. Rombach, Erfahrung, en Lexikon der Pddagogik I (Friburgo de Br. 21970) 375-377; W. Schapp, In Geschíchten verstickt (Hamburgo 1953); Philosophie der Geschichte (Leer 1959); R. Schaffler, Religión und kritisches Bewusstsein (Friburgo-Munich 1973); E. Schlink, Thesen zur Methodik einer kontextuellen Theologie: KuD 20 (1974) 87-90; W. Schneiders, Die wahre Aufkldrung (Munich 1974); S. Schmidt, Bedeutung und Begriff (Braunschweig 1969); W. Stegmüller, Hauptstrbmungen der Gegenwartsphilosophie (Stuttgart 31965); Probleme und Resultate der Wissenschaftstheorie II: Theorie und Erfahrung (Berlín 1970); M. Theunissen, Gesellschaft und Geschichte (Berlín 1969); J. Track, Erfahrung Gottes. Versuch einer Annaherung: KuD 22 (1976) 1-21; Religióse Interpretation der Wirklichkeit: KuD 20 (1974) 106-136; S. Unseld, Zur Aktualitat Walter Benjamins (Francfort 1972); B. Willms, Theorie, Kritik und Dialektik, en Über Th. Adorno (Francfort 1968) 44-89; Benjamin Lee Whorf, Sprache, Denken, Wirklichkeit (Hamburgo 1963); K. A. Wolff, Versuch zu einer Wissenssoziologie (Berlín-Neuwied 1968); J. Wossner (ed.), Religión im "ümbruch (Stuttgart 1972); P. Zulehner, Sükularisierung von Gesellschaft, Person und Religión (Viena 1973); Geschichte. Ereignis und Erzdhlung, en Poetik und Hermeneutik (ed. R. Koselleck y W. Stempel) (Munich 1972); Neue Anthropologie (ed. H. G. Gadamer y P. Vogler), 4 vols. (Stuttgart-Munich 1972-1973). Por lo que se refiere a la relación entre experiencia (empiría) y ciencia, problema no tratado explícitamente, pero sí presupuesto en este capítulo, es importante la siguiente bibliografía: H. Albert, Traktat über kritische Vernunft (Tubinga 1968); Plddoyer für krilischen Rationalismus (Tubinga 1971); K. O. Apel, Scientistik, Hermeneutik, Ideologiekritik, en Hermeneutik und Ideologiekritik (Francfort 1971) 7-44; L. Boon, De nieuwe visie op de wetenschap. Een overzicht: «Mens en Maatschappij» 43 (1974) 350-379; M. Gatzemeier, Theologie ais Wissenschaft?, 2 vols. (Stuttgart-Bad Cannstatt 1974 y 1975); L. Gilkey, Religión and the Scientific Future (Nueva York 1970); D. S. Greenberg, The Politics of Puré Science (Nueva York 1967); A. D. de Groot, Een minimale methodologie op sociaal-wetensckappclijke basis (La Haya 1971); J. Habermas, Gegcn einen positivistisch halbicrten 'Rationalismus (Francfort 1969);
EXPERIENCIA INTERPRETADA
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I LA EXPERIENCIA ES SIEMPRE EXPERIENCIA INTERPRETADA
«La distinción entre descubrimiento e invención o entre hecho y teoría muy pronto resultará bastante artificial». Thomas S. Kuhn El término germánico correspondiente a «experimentar» (erfahren) significa originalmente «viajar por todo el país» (durch das Land fahren) 1: el que viaja conoce y con ello aprende. Experimentar quiere decir aprender a través del contacto «directo» con los hombres y las cosas. Es la capacidad de elaborar percepciones. En el proceso de aprendizaje a través de la experiencia, lo que se va viviendo se pone en relación con nuestros conocimientos adquiridos ante1 En las lenguas germánicas, «experimentar» (erfahren) significa conocer algo no simplemente de oídas, sino por haber ido en su busca y haber estado en contacto vital con ello. En latín, experiri es alcanzar un conocimiento a base de logros y fracasos.
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nórmente. Entonces se produce una interacción: el descubrimiento de la realidad, una vez efectuado y expresado en palabras, nos abre nuevas perspectivas; dirige la atención de nuestras vivencias hacia algo determinado, selecciona y delimita, orienta nuestra mirada. Se convierte así en el marco en que interpretamos experiencias nuevas,-pero al mismo tiempo, con las nuevas experiencias, ese marco interpretativo es sometido a crítica y resulta corregido, modificado o renovado. La experiencia se produce de una forma dialéctica: en una interacción entre percepción y pensamiento, pensamiento y percepción. La función de la experiencia no consiste en almacenar un material continuamente nuevo en unos esquemas mentales preexistentes e inmutables, que recibirían así una confirmación permanente (aunque también se den experiencias de tipo confirmatorio). No, la interacción entre experiencia y pensamiento consiste en que el contenido siempre imprevisible de nuevas experiencias pone constantemente en movimiento al propio pensamiento. Por una parte, el pensamiento hace posible la experiencia; por otra, la experiencia hace necesario un nuevo pensamiento. Nuestro pensar permanece vacío si no cuenta constantemente con una experiencia viva. Es verdad que reconocemos una diferencia entre lo objetivo y lo subjetivo, pero estamos ya liberados del dualismo cartesiano de la subjetividad y la objetividad. No es posible analizar plenamente la experiencia de nosotros mismos y del mundo en términos de diferencia entre lo objetivo y lo subjetivo. «Hallar salvación en Jesús» no es, pues, una experiencia subjetiva o un hecho objetivo. La experiencia de la salvación es a la vez experiencia e interpretación. Al experimentar, identificamos lo experimentado, y lo hacemos sometiendo lo que experimentamos a modelos y conceptos, esquemas o categorías ya conocidos, para ver si encaja o no. Veo una cosa y digo: una silla. Al experimentar este objeto, lo interpreto e identifico en el acto mismo de la experiencia. No interpreto, en efecto, la cosa como una silla, sino que veo una silla, de modo que el ver es ya una interpretación. Lo mismo ocurre con la visión de je. La fe religiosa es la vida humana misma en el mundo, pero experimentada como encuentro y, por tanto, como descubrimiento de Dios. Esto no es una interpretación en el sentido de una teoría que se establece a posteriori teniendo en cuenta unas experiencias recordadas; es el modo en que los hombres religiosos experimentan los hechos de su vida. La experiencia influye en la interpretación y la suscita, pero también la interpretación influye en la experiencia. La experiencia es activa, se hace con todo lo que uno es y tiene, y no es posible establecer una clara distinción entre lo que pertenece al objeto y al sujeto. Lo que experimentamos como objetivo —como algo frente a nosotros— depende de nuestras ideas y cuadros de referencia, pero también de nuestros proyectos e intereses que entran en juego. Por otra parte, cualquier nuevo contenido de la experiencia es objeto de expresión; una experiencia nueva es también un hecho de lenguaje. El lenguaje es un elemento constitutivo de la experiencia. Pero en el lenguaje que utilizamos como previamente dado está recogida toda una tradición de experiencias, la cual condiciona a su'vez nuestras propias expe-
riendas. Para el creyente, esto significa que el dato religioso originario es expresado en las estructuras de las tradiciones vigentes; las experiencias están sujetas a una mediación social. Precisamente por ello la experiencia no es competente si no tiene en cuenta los presupuestos de su nacimiento 2 . Además, existe una forma social objetiva en la que —por ejemplo, en Occidente— vivimos aquí y ahora. Esta forma social no se da sólo fuera de nosotros, sino que también vive en nuestro interior. Así, el sujeto de la experiencia es en realidad una parte de la sociedad dada, no un «individuo abstracto». Las necesidades personales, las expectativas y las posibilidades de experiencia están ya en buena medida condicionadas por la sociedad en que vivimos. Nuestro mundo concreto de experiencias es también un mundo manipulado. De ahí que las nuevas experiencias no posean autoridad si no se tiene en cuenta todo esto. La experiencia es, por consiguiente, un conjunto lleno de matices, en el que se dan cita la vivencia, el pensamiento y la interpretación, así como también el pasado, el presente y las expectativas de futuro. Esto nos plantea con toda crudeza la cuestión de la objetividad y subjetividad de lo que llamamos «nuevas experiencias» y, por tanto, la cuestión del peso que corresponde a nuestra autoridad. La capacidad de respuesta o, dicho de otro modo, la caja de resonancia que existe en nosotros y nos hace capaces de captar y elaborar una llamada que viene de fuera —o de lo más profundo de nosotros mismos— influye en la magnitud y profundidad de nuestra experiencia. El compromiso personal no elimina de por sí la apertura a lo que se nos presenta objetivamente. Un hombre dotado de capacidad musical percibirá en una sinfonía mucho más que otro de menor sensibilidad para la música. ¿Significa esto que tal hombre es más subjetivo? ¿No será más bien que su capacidad subjetiva le abre a todo lo que se encierra en la realidad sinfónica? En otras palabras: nuestras experiencias reales no son puramente objetivas ni puramente subjetivas. No son lo primero porque no podemos cambiar arbitrariamente una cosa en otra. Al menos en parte existe un «dato» que no podemos manipular o modificar por completo; en la experiencia se nos presenta una oferta de realidad. Pero tampoco son puramente objetivas, ya que la experiencia aparece cargada y coloreada por los recuerdos y sensaciones, proyectos y deseos de la persona que tiene la experiencia. Los datos irreductibles de nuestras experiencias forman, pues, un conjunto en el que ya existe previamente una interpretación. Experimentamos interpretando, sin que podamos trazar una línea divisoria clara entre el momento de la experiencia y el de la interpretación. Hay, sin embargo, en nuestras experiencias elementos interpretativos cuyo fundamento y fuente se hallan directamente en lo experimentado como contenido de una experiencia consciente y, por tanto, transparente en cierto modo; y al mismo tiempo hay elementos interpretativos que provienen de otra parte, de algo externo a tal experiencia. Así, una expe2 Cf. W. Korff, Norm und Sittlichkeit (Tübinger Theologische Studien 1; Maguncia 1973) 131-142.
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riencia de amor entraña en sí misma unos momentos interpretativos alentados por la propia experiencia concreta habida en ese campo. El amor vivido ya sabe qué es el amor, sabe incluso más de lo que en ese momento es capaz de expresar. Esta identificación interpretativa es un elemento esencial y constitutivo del amor experimentado. Posteriormente tal experiencia de amor podrá quizá expresarse además en un lenguaje, como el de Romeo y Julieta, el del Cantar de los Cantares o el de los himnos de Pablo a la caridad, o quizá en la descripción filosófico-fenomenológica de lo que es amor. Esta tematización ulterior no significa para el amor una superestructura indiferente o superflua. La interpretación y la experiencia influyen la una en la otra; el amor real vive de la experiencia amorosa y de la expresión interpretativa de sí mismo, la cual permite profundizar la experiencia y, a partir de ella, lo revela al sujeto. Como veremos más adelante al analizar el Nuevo Testamento, esto es válido también para lo que los hombres creyentes llaman experiencia de la gracia, la cual precisamente tiene estrechas relaciones con la experiencia del amor. Este análisis muestra que no hay experiencia sin «teorización»: sin errores, hipótesis y teorías. Las experiencias concretas, privadas, las denominadas «experiencias directas», están siempre sujetas a la mediación de conceptos generales, tanto en las experiencias prerreflejas como en la empiría científica y en la experiencia filosófica. Esto vale también para lo que llamamos «experiencias religiosas». En todos esos campos experimentamos la realidad siempre a través de modelos. Así, la experiencia cotidiana de la salida del sol es una experiencia directa, pero está sujeta a la mediación de un modelo de la realidad, lo mismo que se ajustaba a un modelo la «experiencia científica» de Copérnico y Galileo. En las experiencias precríticas, los modelos quedan ocultos, no reparamos en ellos. De ahí la crítica de E. Husserl al «mundo vivido» o al «lenguaje vivido» de M. Merleau-Ponty, ya que las llamadas «experiencias inmediatas» están envueltas en «construcciones» humanas. De lo dicho se desprende que el hombre es un ser racional que construye: una existencia que proyecta. A pesar de ello, el criterio último es siempre la realidad: ésta puede destruir o, al menos, obstaculizar o modificar nuestros proyectos. Los hombres viven de suposiciones e hipótesis, de proyectos y «construcciones» y, por tanto, de «pruebas y errores»; sus proyectos pueden verse constantemente bloqueados debido a la resistencia u oposición de la realidad, que no siempre encaja en esas anticipaciones racionales. Tales proyectos son muy diferentes entre sí y, en cuanto tales, no tienen una validez universal. Pero cuando la realidad opone una resistencia a esos proyectos y los modifica implícita e indirectamente, entramos en contacto con una realidad independiente de nosotros, con algo que el hombre no ha pensado, ni hecho, ni proyectado. Entonces se manifiesta un dato no manipulable, una fuerza «trascendente», algo que procede «de otra parte», que se impone frente a nuestros proyectos y, no obstante, hace posible cualquier planificación, producción y reflexión humanas y las orienta de un modo crítico-negativo. Evidentemente, al hombre no le basta con el pensamiento humano, si bien todo lo que se manifiesta supone la
mediación de su pensar y obrar. Gracias a la resistencia de la realidad se abren nuevas perspectivas, sorprendentes e inesperadas. En este sentido, la experiencia real sólo resulta productiva cuando se someten a crítica las ideas obtenidas gracias a la resistencia de la realidad, cuando se experimenta algo nuevo o se observa de repente en un nuevo contexto aquello de que ya se tenía experiencia. Por nuestra parte, debemos experimentar, suponer, plantear hipótesis, «inventar», si es que queremos que la realidad venga a confirmar, corregir, destruir y reorientar lo que hemos ideado. Esta resistencia continua de la realidad frente a nuestros conocimientos racionales nos lleva a elaborar modelos nuevos, no comprobados. El distanciamiento y la desorientación de lo adquirido y proyectado nos va acercando a la verdad. Con ello cae por tierra la «normatividad» o dogmatismo de lo «fáctico» o del «puro dato». El principio hermenéutico que lleva a descubrir la realidad no es la evidencia, sino el «escándalo» que nos produce la resistencia de la realidad 3 . La realidad es siempre diversa y más vasta de lo que pensamos. Es siempre una revelación sorprendente para el pensamiento, el cual se limita a ser testigo de tal revelación. En estas experiencias de una realidad que se resiste a todas nuestras invenciones terminaremos por encontrar también el fundamento de lo que con razón llamamos «revelación». Si la realidad se limitara a confirmar o «verificar» nuestros proyectos humanos, nunca sabríamos con exactitud si nos hallamos ante la «realidad». La confirmación puede hacer aparecer algo de la realidad, pero no tenemos ninguna garantía de ello; un proyecto lógico orientado de otra manera puede «casar» igualmente con la realidad. Un proyecto elaborado dentro de un sistema puede tener la misma coherencia, pero ésta no decide de por sí sobre su verdad. De ahí que muchos científicos eviten el término «verdad» y hablen sólo de validez de las ideas científicas. No les falta razón, pues, a algunos teóricos de la ciencia para quienes el principio de verificación (al menos como principio universal) no constituye un método decisivo, máxime teniendo en cuenta que sólo la simple convención es lo que decide en qué punto se debe poner término a una verificación sin fin. En cambio, la «negatividad» se muestra fecunda desde el momento en que nos permite revisar nuestras ideas anteriores en contraste con la realidad; en cuanto «manifestación de la realidad», posee un significado muy positivo, aunque sea de forma dialéctico-negativa y crítica; los hombres aprenden en los fracasos: cuando ven bloqueados sus proyectos yfíeben comenzar de nuevo a tientas, con un exquisito respeto a la resistencia que ofrece la realidad y a la orientación que en ella se insinúa. Esto indica que la experiencia humana es finita, que el hombre no es dueño de la realidad a pesar de todas sus planificaciones, sin las que, por otro lado, serían imposibles las experiencias. El hombre no es capaz de un conocimiento absoluto, pero se resiste a refugiarse en el escepticismo. Como un imán oculto, la realidad guía constantemente nuestros planes
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3 W. Kasper, en Glaube und Geschichte, op. cit., 235, llega a la misma conclusión partiendo de un análisis diferente.
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y pensamientos: nos hacemos más sabios con los fracasos que nos reorientan. Esta conciencia implícita del imán oculto tiene algo extraordinariamente positivo. Se trata de un saber que no es totalmente objetivable y articulable. Precisamente por eso, la experiencia negativa de contraste no es un fin en sí misma; de serlo, resultaría destructiva e improductiva. La resistencia hace que nuestros intentos de planificación se vean constantemente reorientados. Gracias a ella, «la verdad» estimula y guía los intentos ulteriores. Esto muestra que el hombre es un ser racional que construye teorías, pero también que está sujeto en este punto a la norma de una realidad que él no ha proyectado. Los hombres no son espejos inmaculados sobre los que la realidad proyecta sus imágenes. Al contrario, por así decirlo, es el hombre quien proyecta teóricamente el mundo, pero experimentando continuamente la contradicción producida por la peculiaridad y diversidad de esa realidad que lo lleva siempre a seguir buscando y que siempre le lleva ventaja. Así, pues, la manifestación de la realidad en la actividad humana de proyectar y experimentar nunca se efectúa recurriendo directamente a la «experiencia». La autoridad de las experiencias se mostrará en un recurso dialéctico a la experiencia. Esta se ve sostenida y estimulada por una referencia permanente a la inagotabilidad de lo real. Lo que abre el camino hacia una vida humana no es el dominio de la realidad, sino el dejarse guiar por ella en todos los proyectos de dominio: tener algo que decir y luego escuchar las reacciones. Así determinan los hombres su camino: en la vida cotidiana, en la ciencia, en la religión. Teniendo en cuenta toda esta negatividad o la «resistencia», podemos decir que la intensidad —y también la autoridad— de la experiencia vital culmina en el «sufrimiento», en el sufrimiento del fracaso y del hundimiento, en el sufrimiento del dolor y del mal, en el sufrimiento del amor. Ahí residen los grandes momentos de la manifestación de la realidad en y a través de las experiencias finitas del hombre.
miento caiga en el escepticismo y que la voluntad renuncie a la verdad? A Nos preguntamos, pues, por un pensamiento que no se cierre dogmáticamente a nuevas experiencias y por una concepción de las experiencias humanas en la que éstas no bloqueen, como una amalgama caótica y carente de sentido, cualquier pretensión de alcanzar la verdad. De esto se infiere ya que la autoridad de las experiencias no tiene su origen en el mismo experimentar ni en una capacidad de experimentar emocionalmente lo fascinante y tremendo (como afirma R. Otto). La cualidad de la vivencia no es la medida, sino lo medido; la autoridad de las experiencias (nuevas) depende de la misma realidad sorprendente, que siempre aparece como algo distinto de lo que nosotros pensamos. La realidad con que el hombre tiene que habérselas en su experiencia es un acontecimiento sorprendente y siempre imprevisible. Parece innegable que las instancias autoritarias y los grupos conformistas suelen mostrar una desconfianza casi connatural frente a las experiencias nuevas o, sencillamente, frente a la «experiencia». Recelan como por instinto que en las experiencias pueda aparecer una autoridad que signifique una crítica contra la normatividad de lo fáctico y contra toda autoridad que pretendiese afirmarse como simple «facticidad» contingente y, por tanto, como poder. Pero, por otro lado, se ven obligados a reconocer la fuerza crítica y productiva —la autoridad— de las experiencias, como lo demuestra el hecho de que en muchas ocasiones traten de manipular las nuevas experiencias. Resulta también sorprendente que «los dominadores» (da lo mismo en qué campo) invoquen la experiencia sólo cuando ésta no posee una función crítica y productiva y confirma lo ya establecido. De hecho, también esas experiencias son instructivas y no pueden ser ignoradas; pero en ellas aparece sólo un aspecto de la autoridad de las experiencias. Las experiencias que abren nuevas perspectivas son las que ponen en crisis un modo establecido de pensar y actuar. Pero precisamente por miedo a la reflexión y al cambio que ellas exigen, tales experiencias suelen ser objeto de manipulación: no se deja que actúe su fuerza crítica, sino que se las «integra», privándolas de su carácter punzante. Sólo teniendo en cuenta todas estas circunstancias se puede hablar de la autoridad de las experiencias, de cómo presuponen la libertad y adquieren un espacio en el plano institucional. El problema es si «el sistema», es decir, no sólo la sedimentación del conjunto de las diversas experiencias ya habidas y asimiladas, sino también las «experiencias» muchas veces «manipuladas» —y, por tanto, transmitidas ideológicamente— pueden dejar sitio a experiencias nuevas. No se trata de una adaptación superficial a lo ya establecido, sino de una modificación de lo adquirido, quizá en su conjunto, sin eliminar la fuerza crítica que procura el recuerdo de experiencias anteriores. Una experiencia nueva, «divergente», es un desafío: somete a crítica los modelos de experiencia dominantes. Por esta razón,
II EXPERIENCIA OPERATIVA
«Y ahora te predigo algo nuevo, secretos que no conoces; ahora son creados, y no antes, ni de antemano los oíste, para que no digas: 'Ya lo sabía'». Is 48,6b-7
El análisis anterior encierra dos cuestiones: a) ¿Cómo debe estar constituido nuestro pensamiento para hacer posible la experiencia? Nos referimos a experiencias en las que lo real se presenta de tal forma que trasciende todos nuestros proyectos y aparece, por tanto, como autoridad. b) ¿Cómo debemos entender una «experiencia» que, por un lado, derribe el dogmatismo del pensamiento humano y, por otro, evite que este pensa-
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Cf. un análisis del «dogmatismo» y el «escepticismo» en R. Schaeffler, Religión und kritisches Bewusstsein, op. cit., 235-242 (no obstante, sobre esta obra tengo graves reservas; cf. la cuarta parte).
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la experiencia nunca es «inofensiva». Además, es comunicable. Quien ha tenido una experiencia se convierte eo ipso en testigo: tiene un mensaje. Cuenta lo que le ha ocurrido. Y este relato abre a los demás una nueva posibilidad de vida, pone algo en movimiento. La autoridad de la experiencia se vuelve, pues, operativa al ser narrada. La competencia experiencial tiene una estructura narrativa5. El conjunto de experiencias de un individuo recibe el nombre de «experiencia vital o personal», la cual coincide con un convencimiento de tipo vivencial. Cuando se trata, en cambio, de un colectivo histórico, hablamos de tradición, conjunto de experiencias transmitidas en una colectividad que hace historia, como es el caso del cristianismo, el budismo, el Islam, las culturas occidentales o africanas. La experiencia se conserva mediante el recuerdo y el lenguaje, se convierte en un «depósito» vivo que se transmite como tradición. Las experiencias transmitidas —la tradición— son a la vez un medio para objetivar nuevas experiencias y para integrarlas en lo ya adquirido. La experiencia es tradición de la experiencia; por tanto, la experiencia y la tradición no se contraponen de por sí, sino que la una hace posible la otra. Asimismo las experiencias nuevas son posibles únicamente en el ámbito de una tradición. Nuestros pensamientos y experiencias están influidos histórica y socialmente. Reflexionar significa pensar con presupuestos. Esta vinculación a una tradición cultural de experiencia es positiva porque posibilita la comprensión; pero, por otro lado, es negativa porque limita nuestra comprensión, tiene carácter selectivo y orienta de antemano las experiencias nuevas. En su orientación, tal comprensión está limitada por las características de la propia tradición 6 . Debido a ello, también las tradiciones antiguas están sujetas al reto de las experiencias nuevas.
Estas no basan, evidentemente, su autoridad única y exclusivamente en el hecho de ser nuevas. No tenemos, en efecto, ninguna garantía de que la historia de las experiencias humanas sea sólo progresiva y nunca regresiva. El discernimiento de los espíritus, la discretio spirituum, es, por tanto, un elemento esencial de lo que hemos venido en ñamar competencia o autoridad experiencial. Esta capacidad de discernimiento es precisamente fruto de unas percepciones elaboradas críticamente. Ya hemos dicho que la experiencia es interpretativa y que la interpretación hace posible la experiencia: la autoridad experiencial es, por tanto, una competencia que procede de unas experiencias y apunta a nuevas experiencias. Si la competencia experiencial es una autoridad conseguida a partir de experiencias pluriformes, pero orientadas en un determinado sentido —lo cual no quiere decir apertura anárquica al futuro, apertura carente de un recuerdo crítico de las experiencias pasadas—, y si al mismo tiempo está abierta a nuevas experiencias, entonces la posibilidad ulterior de integrar tales experiencias —no manipulando, sino dando una interpretación nueva a lo ya adquirido— indica la fuerza vital de una determinada tradición de experiencias. Lo cual prueba que esa tradición es auténtica y que se funda en la verdad. La credibilidad de la tradición se ve así reforzada o confirmada. De hecho, cuando una tradición —permaneciendo dinámicamente la misma, sin eclecticismos ni falsas adaptaciones— es capaz de dar un espacio real a las experiencias nuevas, sobre todo a las «divergentes», aparecen con mayor claridad sus propias virtualidades. En cambio, una tradición (religiosa) que no sepa qué hacer con las experiencias nuevas y, por tanto, las niegue, las evite o prescinda de ellas como si se tratase de «tentaciones modernas del demonio», pierde autoridad moral, aun cuando para justificar tal rechazo invoque tradiciones antiquísimas y venerables (unas tradiciones cuyos presupuestos no están claros). Además, se corre el peligro de que la colectividad aferrada a esa tradición se convierta en un «resto sagrado» que afirma su identidad formando un ghetto o recurriendo a posturas agresivas. En realidad, ese grupo no se apoya en la autoridad de su tradición experiencial, sino en la letra de lo que en otro tiempo sirvió para expresar sus experiencias auténticas en una determinada situación histórica. Los puntos culminantes se convierten así en puntos de estancamiento. Lo mismo se puede decir en el plano individual. Quien ha tenido una experiencia personal o ha llegado a un convencimiento práctico procurará integrar las experiencias nuevas dentro de su misma experiencia personal. Unas veces lo conseguirá; otras, no tanto. Y, con el tiempo, la resistencia de las experiencias nuevas puede llevarle a revisar algunos presupuestos de sus propias convicciones. Al principio, el interesado suele transigir o corregir en parte sus puntos de vista. Sólo cuando fracasen todos los intentos de integración se verá ante la posibilidad de cambiar radicalmente su convicción personal, al menos si quiere ser coherente consigo mismo. (También es posible que, cuanto mayor sea la evidencia de la experiencia, 6e afirme el propio derecho con mayor obstinación y agresividad). Esto demuestra una vez más la autoridad de las experiencias críticas (al margen de que se formulen certera o erróneamente). Sin embargo, podemos pre-
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5 Bibliografía sobre la «narratividad»: R. Barthes, Mythologies (París 1957); E. Bochinger, Distara und Nahe (Stuttgart 1968); R. Dithmar, Die Fabel (UTB 73; Paderborn 1971); W. Harnisch, Eschatologische Existenz (Gotinga 1973); A. Jolles,. Einfache Formen (Darmstadt 21958); R. Koselleck, Historia magistra vitae, tJber die Auflósung des Topos im Horizont neuzeitlich bewegter Geschichte, en Natur und Geschichte (Hom. K. Lowith; Stuttgart 1967) 196-218; R. Koselleck y W. Stempel (eds.), Geschichten und Geschichte (Munich 1972); C. Lévi-Strauss, Das wilde Denken (Francfort 1968); G. Lohfink, Erzahlung ais Theologie. Zur sprachlichen Grundstruktur der Evangelien: StZ 99 (1974) 521-533; J. B. Metz, Erinnerung, en Handbuch philosophischer Grundbegriffe I (Munich 1973) 386-396; El futuro a la luz del memorial de la pasión: Conc 76 (1972) 317-334; Breve apología de la narración: Conc 85 (1973) 222-238; D. Mieth, Narrative Ethik: FrZPhTh 22 (1975) 297-326; Dichtung, Glaube und Moral (Maguncia 1976); F. Mildenberger, Theologie für die Zeit (Stuttgart 1969); W. Nestle, Vom Mythos zum Logos (Stuttgart 1940); K. Reinhardt, Vermachtnis der Antike (Gotinga 1960); W. Schapp, In Geschichten verstrickt (Hamburgo 1953); Philosophie der Geschichte (Leer 1959); K. Stierle, L'histoire comme exemple, l'exemple comme histoire: «Poétique, Revue de théorie et d'analyse littéraires» 10 (1972) 176-198; H. Weinrich, Tempus. Besprochene und erzahlte Welt (Stuttgart 21971); Literatur für Leser (Stuttgart 1971); Teología narrativa: Conc 85 (1973) 210-221; H. Zahrnt, Religióse Aspekte gegenwartiger Welt- und Eebenserfa.hrung: ZThK 71 (1974) 94-122. 6
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guntarnos si un cúmulo de experiencias negativas logra de por sí que el partidario fiel de una causa cambie radicalmente sus convicciones. El cristiano y también el estoico dirán: ni la muerte ni la vida, ni la angustia ni la tribulación, nada podrá separarnos... Ni el sufrimiento ni algunas pruebas empíricas parecen capaces de apartar al verdadero creyente de su fe en que Dios lo ama. Por muchos que sean los indicios empíricos en contra, no podrán hacer vacilar una fe semejante. Encontramos aquí una serie de elementos no cognoscitivos y emocionales que actúan en la experiencia y en la convicción personal. La experiencia de fe sabe convivir con la duda. Dentro de sus distintos proyectos vitales, cada cual puede aducir, a pesar de las experiencias en contra, buenas razones para apoyar su convicción personal: la historia de nuestra experiencia humana nunca es claramente negativa o positiva. Especialmente las convicciones de tipo religioso o pararreligioso, e incluso ateo, son extremadamente resistentes a la falsificación derivada de experiencias negativas. Si se quiere mantener la importancia que la experiencia tiene para la fe, la experiencia negativa no podrá ser la última palabra. Además, los elementos emocionales han de apoyarse últimamente en el momento cognoscitivo o en la evidencia experiencial de la convicción de fe. Si careciese de importancia el valor peculiar del aspecto cognoscitivo o de evidencia, no cabría la posibilidad de distinguir lo ilusorio de lo real. Si una convicción vital no tiene ninguna relación con las experiencias actuales, perderá su densidad e importancia, aun cuando parezca que la convicción no se disipa hasta que se ofrecen alternativas de mayor peso 7 . Esto quiere decir (y quedará aún más claro en páginas posteriores) que la experiencia de lo nuevo y de lo sorprendente será también una experiencia de lo habitual, si bien de un modo distinto a como se había imaginado. A través de los distanciamientos o experiencias negativas descubrimos lo que nos es familiar, pero lo vemos de un modo que nos resulta sorprendente. Lo nuevo implica también un conocer de nuevo. Así, pues, el distanciamiento del sujeto no queda eliminado, sino que constituye un elemento esencial en el propio conocimiento de la verdad, presenta lo nuevo como algo que hasta cierto punto nos es familiar y esperado, aun cuando supere todas nuestras expectativas. Lo nuevo no es nunca lo radicalmente diferente, por la sencilla razón de que nosotros mismos somos en nuestras experiencias una parte de esa realidad que se abre ante nosotros. La realidad ya se ha mostrado, pero de tal forma que no podemos reconocer esa manifestación de lo que nos es familiar si no nos distanciamos de nosotros mismos 8 .
' I. Barbour, Myths, Models and Paradigms, op. cit., 130. 8 Si lo que se experimenta fuese «lo radicalmente distinto», la experiencia perdería de hecho, sobre todo para la revelación, su significado hermenéutico.
III REVELACIÓN Y EXPERIENCIA
«Yo declaro a favor de la experiencia y apelo a la experiencia... A quien me escucha, le digo: 'Es tu experiencia. Reflexiona sobre ella, y aquello sobre lo que no puedas reflexionar trata de alcanzarlo como experiencia'... No tengo ninguna doctrina. Me limito a mostrar algo. Muestro la realidad. Muestro algo de la realidad, algo que no se ha visto o se ha visto demasiado poco». M. Buber Bibliografía (además de la citada al principio de este capítulo). 1. Concepto de «revelación» Th. P. van Baaren, Voorstellingen van openbaring phaenomenologisch beschouwd (Utrecht 1951); H. Berkhof, Christelijk geloof (Nijkerk 31973) 43-109; H. Bouillard, La formation du concept de religión en Occident, en Humanisme et fot chrétienne (París 1976) 451-462; W. Bulst, Offenbarung (Dusseldorf 1960); R. Bultmann, Das Problem der «Natürlichen Theologie», en Glaube und Verstehen I, 19, 294-312; Die Frage der natürlichen Offenbarung, en op. cit. II, 79-104; Der Begriff der Offenbarung im Neuen Testament, en op. cit. III, 1-34; K. Goldamer, Religionen, Religión und christliche Offenbarung (Stuttgart 1965); F. G. Downing, Has Christianity a Revelation? (Londres 1964); E. Heck, Der Begriff Religio bei Thomas von Aquin (Paderborn 1970); F. Konrad, Das Offenbarungs-verstandnis in der Evangelischen Theologie (Munich 1971); H. Kuitert, Zonder geloof vaart niemand wel (Baarn 1974); R. Latourelle, Theologie de la révélation (Brujas 1963; ed. española: Teología de la revelación, Salamanca 31977); W. Luypen, De erwtensoep is klaar (Bilthoven 1970); Theologische overwegingen (Brujas 1971); Theologie ist Antropologie (Meppel 1974); Christelijk geloof. Een confessionele hogeschool?, en Tussentijds (Tilburg 1975) 203-235; J. Moltmann, Gottesoffenbarung und Wahrheitsfrage, en Perspektiven der Theologie (Munich-Maguncia 1968) 13-35; G. Moran, Theology of Revelation (Londres 1966); G. Scholem, Offenbarung und Tradition ais religiose Kategorien im Judentum, en Über einige Grundbegriffe des ]udentums (Francfort 1970); Fr. Schupp, Auf dem Weg zu einer kritischen Theologie (Friburgo 1974); N. Seyboldt y otros, Die Offenbarung. Von der Schrift zum Ausgang der Scholastik (Handbuch der Dogmengeschichte 1/1; Friburgo de Br. 1969); W. Veldhuis, Geloof en ervaring (Bilthoven 1973); H. Waldenfels, Offenbarung (Munich 1969).
2. Lenguaje de fe, lenguaje religioso o lenguaje de la revelación Ian Barbour, Myths, Models and Paradigms (Londres 1974); P. Barthel, Interpretación du langage mystique et theologie biblique (Leiden 1967); L. Bejerholm (y G. Horning), Wort und Handlung (Gütersloh 1966); K. Bendall y F. Ferré, Exploring the Logic of Vaith (Nueva York 1962); M. Black, Models and Metaphors (Ithaca 1972); W. T. Blackstone, The Problem of Religious Language (Nueva York 1963); J. Bochenski, The Logic of Religión (Nueva York 1965); E. Bonvini, Interro-
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ción religiosa, la Iglesia, y a las evidentes adherencias socioculturales asumidas por la misma Iglesia. En esta actividad, el teólogo es bastante vulnerable, pues se sitúa en una clara actividad de búsqueda, y sus afirmaciones se mueven en el terreno de lo experimental e hipotético. No está decidido de antemano lo que en tales experiencias es importante y no importante para la fe cristiana. El teólogo busca la fuerza cognitiva y productiva de las nuevas experiencias y su significado en vez de limitarse a trabajar en torno a los conceptos con que, en el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia, se formularon las experiencias anteriores 9 . Pero tal búsqueda no es caótica ni arbitraria, pues el teólogo procura —mediante el discernimiento de espíritus— determinar si las nuevas exeperiencias son realmente el eco actual de una primera inspiración y orientación, de modo que, recordando el misterio bíblico de Cristo, actualizan su identidad, o si, por el contrario, no se produce en ellas un distanciamiento. En cualquier caso, del análisis de las experiencias en su contexto histórico se desprende que contraponer sin más la autoridad de una revelación transmitida y la autoridad de unas experiencias nuevas es, por lo menos, ingenua y precrítica. Muchas veces se dice: de acuerdo, admito la importancia de tales experiencias, pero además tenemos la autoridad de la revelación, de la «palabra de Dios». Otros, en cambio, confunden lo que denominamos «experiencias» con las vivencias de tipo pietista o «personal»; según sea su postura religiosa, interpretan lo que decimos en una línea pietista o bien lo rechazan basándose en un racionalismo antipietista. Siempre que en mis conferencias he tocado estas ideas ante «teólogos liberales», éstos han rechazado despectivamente tales «experiencias». En cambio, cuando he hablado sobre el tema ante un grupo de orientación más bien pietista, los oyentes han quedado entusiasmados. Creo que ninguna de las dos categorías se enteraba de lo que les quería decir. Debemos partir de que la «revelación» forma parte de la autocomprensión de todas las religiones. Religiones y religiones de revelación son términos sencillamente sinónimos. Este dato, aceptado en historia de las religiones, no quiere decir que, además de las verdades accesibles a la razón humana, existan otras de carácter suprarracional que serían objeto de fe religiosa.
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1.
Religión y religiones de revelación
El carácter narrativo de los testimonios sobre experiencias nuevas, las cuales abren a otros un nuevo camino en su vida, es un rasgo constante en el Nuevo Testamento. Todo él, a lo largo de sus escritos, es la historia de nuevas experiencias —experiencias de gracia—, aun cuando en su argumentación procure ajustar a los cauces evangélicos experiencias que tienen una orientación distinta (y que a menudo han sido manipuladas por la mentalidad «evidente» de la época). Originalmente, la autoridad reside más en las experiencias narradas que en la argumentación «apologética». Gracias a un acervo anterior de experiencia cristiana, el Nuevo Testamento, que es el testimonio de unas experiencias colectivas de gracia, constituye una tradición. Es sobre todo, también para nosotros en la actualidad, un recuerdo crítico y productivo en el que se nos ofrece la oportunidad de una experiencia, al menos cuando consideramos aquellas primeras experiencias cristianas atendiendo más a su contenido que al viejo aparato conceptual con que fueron formuladas, aun cuando ambos elementos constituyeran para los autores del Nuevo Testamento una unidad perfecta en cuanto experiencia interpretada. Uno de los cometidos fundamentales de la teología es precisamente intentar expresar en palabras las nuevas experiencias, junto con la crítica que ellas implican para las experiencias anteriores, y también reflexionar sobre las mismas y formularlas como un interrogante dirigido a la tradi-
2.
¿Dos planos de verdad?
La teología medieval comienza ya a identificar la revelación con una serie de verdades que se añaden cuantitativamente a las de la razón, se comunican de una forma autoritaria y deben ser aceptadas mediante sometimiento a una autoridad externa 10 . No obstante, esta teología distingue entre revelación y verdad de fe. En la teología medieval, la revelación no es la doctrina sobre la salvación, sino una proposición relativa a su origen. El concepto de revelación tiene una función de «metalenguaje», expresa ' J. B. Metz, La dificultad de decir sí: Conc 95 (1974) 157-162. 10 Por ejemplo, Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 1, a. 1.
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algo sobre el origen y la fuente inobjetivable de determinados enunciados. Para Tomás de Aquino, todo lo que el creyente considera a la luz de la revelación de Dios es «revelable», es decir, objeto de la revelación u . Con el trasfondo de la Ilustración y del deísmo imperante en aquella época, el Concilio Vaticano I sanciona, en un contexto antideísta, la identificación entre la revelación y una serie de verdades adicionales que superan la razón a. Lo que anteriormente era un metalenguaje teológico se emplea ahora como lenguaje-objeto. El lenguaje «objetivante» del deísmo rechazado por el Concilio Vaticano I se convierte así en un presupuesto particular de este concilio. De ello resulta que la revelación consiste formalmente en una ampliación cuantitativa de nuestros contenidos de conocimiento gracias a una comunicación divina: la revelación se convierte en un conglomerado de verdades y proposiciones, en el objeto de la fe, junto a una serie de verdades accesibles a la razón 13 . Para la Ilustración, la revelación era la forma histórica, externa, de un contenido ya inmanente en la razón crítica del hombre, y el ideal religioso-moral del hombre consistía en descubrir sus propios contenidos, independientemente de la ayuda que pudiese prestar la forma externa de las revelaciones históricas (las cuales, sin duda, tuvieron una utilidad pedagógica en el pasado). La revelación venía a ser el desarrollo de una totalidad inmanente de sentido que se justifica por sí misma y alcanza su plenitud en la historia M. La salvación y la redención equivalían así a una determinación hecha posible por el desarrollo autónomo de la razón crítica y de la libertad humana. La Ilustración rechazó una revelación que ya en la escolástica del Barroco se presentaba como un incremento cuantitativo de un saber inaccesible a la razón y añadido a las verdades ya adquiridas en el plano racional. En nombre de la razón crítica y de la libertad en proceso de emancipación, la Ilustración protestó contra una información divina que alienaba la razón y la libertad, contra una revelación concebida en términos de autoridad y sumisión en la que nada tienen que hacer la experiencia y la teoría humanas. Con este panorama de fondo, las Iglesias oficiales, sobre todo la católica, se muestran más bien reservadas ante el tema de las experiencias (entendidas muchas veces también como «estados de ánimo» en el sentido más restringido de la palabra: impresiones puramente subjetivas e internas), sobre todo cuando la experiencia se convierte en criterio de los enunciados teológicos. Tal reserva resultó más comprensible cuando el moder-
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nismo parecía interpretar las proposiciones de fe como puros símbolos, como cifra de las experiencias y deseos del hombre. Se comenzó a ilustrar el concepto de revelación en términos antitéticos: no partiendo de experiencias humanas, sino ex auditu, a partir de una escucha amparada en la autoridad de un Dios que se revela verticalmente en nuestro mundo 15 . La reserva era explicable además en una época en que la razón humana, la «angosta» razón ilustrada, era concebida de un modo a-histórico y estrictamente racionalista como un saber de simple dominio (no obstante, muchos filósofos de la Ilustración se mostraron especialmente discretos a propósito de las posibilidades de la razón humana). Equiparar la experiencia a un «saber de dominio» que desemboca en un saber absoluto (como dice más tarde Hegel, pero no la Ilustración) está en contradicción con la propia naturaleza de la experiencia16. Según hemos dicho, la experiencia se convierte en tradición, y la tradición suscita nuevas experiencias. Sin embargo, la reserva de las Iglesias oficiales frente a las experiencias no era una proposición de fe, como lo demuestra el mismo Concilio Vaticano I, el cual ve una fuente de la comprensión de la fe precisamente en la mediación existente entre contenido de fe y experiencia humana 17 . Por lo demás, a lo largo de los siglos, la teología cristiana ha sido un intento de unir entre sí la fe y la experiencia del hombre. Pero la historia nos enseña que tales intentos han llevado en muchas ocasiones a una reducción de la fe, aunque deberíamos preguntarnos hasta qué punto no se trataba de experiencias limitadas, manipuladas e interpretadas unilateralmente. Una vez que el deísmo de la Ilustración desapareció del horizonte de la vida cristiana, la Iglesia pudo abrirse algo más a las experiencias humanas. Sin embargo, el resultado de la Dei verbum, la constitución dogmática del Vaticano II sobre la revelación, es una especie de compromiso entre la reacción antideísta del Vaticano 1 1 S y la anterior concepción cristiana de la revelación como autocomunicación histórico-salvífica de Dios, del Dios misericordioso hecho hombre 19 . En la constitución pastoral Gaudium et spes, del mismo Vaticano II, se concede más espacio a la experiencia humana: Dios se revela revelando el hombre a sí mismo 20 . La revelación de Dios está relacionada con la comprensión del mundo y de sí mismo y, consiguientemente, con la experiencia interpretada.
" Op. cit., q. 1, a. 3 ad 2.
12
Denz.-Sch., nn. 3004-3005. Denz.-Sch., n. 3008 (véanse nn. 3004 y 3015). Bibliografía sobre la Ilustración, por lo que se refiere a nuestro tema: Peter Gay, The Enlightenment: An Interpretaron, 2 vols. (Londres 1966 y 1969); H. Hinske, Was ist Aufklarung? (Francfort 1973); W. Oelmüller, Die unbefriedigte Aufklarung (Francfort 1969); H. M. Wolff, Die Weltanschauung der Deutschen Aufklarung in geschichtlicher Entwicklung (Berna-Munich 21963); W. Schneiders, Die wahre Aufklarung (Francfort 1969); F. Valjavec, Geschichte der abendlándischen Aufklarung (Viena 1961). 13 14
15 Cf. P. Grelot, Du bon usage des documents du «magistere». A propos du décret «Lamentabili», Proposition n. 36, en Humanisme et fot chrétienne (Mélanges scientifiques du Centenaire de Hnstitut Catholique de París; París 1976) 527-450. 16 H. G. Gadamer, Wahrheit und Metbode, op. cit., 329-344. 17 «E mysteriorum ipsorum nexu inter se et cum fine hominis ultimo» (Denz.Sch., n. 3016). 18 Dei Verbum, n. 6. 19 Dei Verbum, nn. 1-5. 20 Gaudium et spes, n. 41.
•
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3.
Encuentro con el mundo, pensamiento y lenguaje: experiencia y revelación
No intento ofrecer una teología «completa» de la revelación con todo lo que ella implica para la vida de la Iglesia. Me interesa únicamente mostrar cómo la revelación se basa en la experiencia: sin experiencia no hay revelación. El problema se plantea en los términos siguientes: por un lado, ningún argumento que venga desde fuera de la fe cristiana podrá nunca justificar esta fe; por otro, la salvación que se nos ofrece generosamente no podrá quedarse fuera de la vida y de la experiencia humana. Esto indica ya que la relación entre fe y experiencia exige una mediación y que no se puede hablar de una correlación plena y directa. Dios se revela revelando el hombre a sí mismo. La revelación, por su propia naturaleza, tiene que ver con la experiencia humana. Así lo demuestra el hecho de que se nos dé —por ejemplo, en el Antiguo y el Nuevo— mediante un lenguaje humano. Pero el lenguaje es fruto de una experiencia común. La revelación es una experiencia expresada con palabras; es la acción salvífica de Dios en cuanto experimentada y expresada por el hombre. El lenguaje de fe, además, no es directamente descriptivo y asertivo. Desde el punto de vista lingüístico, el concepto de «revelación» constituye una protesta contra el carácter exclusivo del lenguaje directamente descriptivo y declaratorio. El concepto de revelación expresa metateóricamente una determinada forma de hablar, es decir, un lenguaje que no habla primariamente describiendo y explicando, pero que a pesar de ello hace indirectamente expresable la realidad debido a experiencias reales 21 . Analicemos esto con más detenimiento. a)
Dios se revela en términos humanos.
H. Kuitert ha planteado el problema nítidamente: todo discurso humano sobre lo que viene «de arriba» («esto está revelado») es pronunciado por el hombre, es decir, «desde abajo»22. El cristianismo, sigue diciendo, consiste en proyecciones, palabras y costumbres concebidos aquí abajo, no allá arriba. Conocemos las revelaciones de Dios sólo en forma de ideas y palabras humanas acerca de la revelación divina. Según T. Baarda, «la tesis de que 'todo lo que se diga sobre lo de arriba proviene de abajo' significa en sí demasiado o demasiado poco» 23 . Ignoro qué quiere decir el autor exactamente, pero me hago cargo del problema. «Demasiado poco» significa que el «hablar desde abajo» se apoya en una iniciativa de 21
K. O. Apel, Transfortnatian der Philosophie II (Francfort 1973) 264-307' Fr. Schupp, Auf dem Weg zu einer kritischen Theologie, op. cit., 89-94; A. GrabnerHaider, Semiotik und Theologie (Munich 1973) 135ss. 22 H. Kuitert, Zonder geloof vaart niemand wel (Baarn 1974) 28. 23 Tesis 19 de la disertación de Tj. Baarda, The Gospel Quotations of Aphrahat the Persian Sage (Amsterdam 1975).
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arriba; el lenguaje religioso es un discurso de tipo responsorial. «Demasiado» me parece más problemático. De todos modos, es preciso admitir que lo responsorial es, al mismo tiempo, interpretativo; en cuanto tal, vuelve a provenir «de abajo». Pero con ello no se resuelve el problema. Al analizar la experiencia vimos que los hombres «tienen experiencias» sobre todo cuando sus planes y reflexiones, sus anticipaciones de saber, chocan con la resistencia de la realidad, la cual se manifiesta así indirectamente. Esta resistencia preside toda nuestra labor de reflexión: en ella se muestra una realidad independiente de cualquier planificación humana, procedente no del hombre, sino «de otra parte». Esto no significa que provenga «de arriba», pero sí que algo que escapa al conocimiento humano dominante hace posible tal conocimiento, lo orienta y destruye ciertas identificaciones. El fundamento del pensar humano es lo no concebido por los hombres. Quizá esto sugiere que la verdad no radica tanto en nuestro discurso responsorial cuanto en algo que suscita preguntas y en nuestra ignorancia consciente. En la absoluta claridad de nuestras respuestas reside precisamente lo relativo, lo que procede de nosotros mismos, lo que es superado por una realidad que no podemos aclarar nunca por completo y que nos interpela. En cualquier experiencia tocante a lo que el hombre conoce o puede, éste percibe una limitación. Y en tal experiencia de sus límites no es ya el prisionero del sistema de su efímera planificación. De ahí que la razón no sea racional si no conoce esa experiencia del límite. La realidad es siempre distinta y mayor de lo que el hombre imagina. Aquí radica, en sentido de crítica negativa, la experiencia de que el hombre no sea capaz de justificar las posibilidades de su propia existencia, de su conocimiento y potencialidad mediante sus propios proyectos y reflexiones. Lo cual plantea la cuestión de si la realidad, precisamente porque trasciende la planificación del hombre, no puede ni debe entenderse como un don que libera al hombre del imposible intento de considerarse fundamento de sí mismo, a la vez que le permite pensar y planificar sin límite alguno, aunque tal realidad independiente de él sea precisamente el fundamento y la fuente de la acción responsable del hombre a través de la razón, la libertad y los proyectos. Sin embargo, con esto no queda claro el carácter personal de ese don: un don procedente de la mano de un Dios vivo y creador que es el fundamento de todo sentido y abre con ello un futuro a los hombres. Pero este discurso sobre Dios no es algo inventado por nosotros mismos, sino que lo encontramos ya en nuestra tradición humana como una posibilidad histórica de la experiencia humana; lo encontramos como testimonio de una experiencia previa, sobre todo en muchas religiones. Dado que este discurso sobre Dios es el origen y el fundamento de nuestra cultura y sigue siendo una importante fuerza social, quien quiera vivir responsablemente en nuestro mundo no podrá eludir la confrontación (quizá dura) con esa tradición del discurso religioso. Pero entonces habrá que preguntar si tal discurso no tiene su propio contexto precisamente en unas experiencias fundamentales de sentido en las que, al mismo tiempo, las experiencias fundamentales de falta de sentido, como el sufrimiento originado por el
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mal y la injusticia, el sufrimiento provocado por el dolor y las deficiencias y el sufrimiento nacido del amor, son elaborados como elementos no susceptibles de racionalización y solución y que ninguna acción humana de tipo proyectivo y productivo logrará jamás eliminar. Esta aparición y desaparición de sentido nos indica que el sentido nos es inapresable y nos viene de la realidad: nos interpela, nos invita, nos provoca. Todo ello tiene una estructura tal que, para lograr suscitar plenamente tal experiencia de sentido, habremos de recurrir —tal vez a tientas— al modelo de persona, prescindiendo de la necesaria distancia que media entre dos personas por íntima que sea su relación. Podemos preguntarnos si la experiencia de Dios no tiene una clara base precisamente en el contexto de las experiencias de sentido. En otras palabras: si dentro de nuestro horizonte experiencial no se abre una perspectiva hacia un sentido que no es reducible a nuestra historia de proyectos, invenciones y racionalizaciones y que, no obstante, se manifiesta precisamente en esa historia de proyectos humanos. Pero esto no es posible a menos que tal perspectiva sea experimentable como perspectiva: como signo de una salvación futura, más amplia y definitiva; o, dicho de otro modo, a menos que se den efectivamente experiencias parciales de sentido, de salvación o de «totalidad». Lo que hace que las experiencias de contraste, con toda su negatividad, sean productivas es el sentido que se experimenta en ellas, que se capta al padecer el contraste. Tal es la razón de que las experiencias parciales de sentido y de salvación se realicen en la praxis: no se trata de una teoría de la salvación desligada de la praxis. Una opción de fe desligada de la experiencia humana es irracional (se le llame o no puro «decisionismo» o «intuición»). En tal caso, lo que decide sobre la objetividad y validez de la revelación de Dios es el juicio subjetivo. Sólo la experiencia parcial de sentido y salvación en el ámbito de nuestra historia permite hablar de una promesa de sentido total sin que ésta sea un discurso vacío o una interpretación estéril. Sólo entonces podemos entender razonablemente la revelación como manifestación de un sentido trascendente en nuestro horizonte histórico de experiencia y en la aceptación de tal manifestación. El ofrecimiento de la gracia y la respuesta creyente son dos facetas de una misma e idéntica realidad compleja, de modo que podemos afirmar con Lévinas: «El llamamiento se percibe en la respuesta» M. Pero ello no quiere decir que la acción de Dios se reduzca a la acción humana. Esta, por su naturaleza, es sólo una indicación. La trascendencia radica en la experiencia humana y en su formulación de fe, pero en cuanto indicación intrínseca de lo que ha suscitado esa experiencia y ese lenguaje. En la respuesta religiosa se manifiesta la interpelación divina. No se puede hablar de la revelación de un modo descriptivo y objetivante, al margen de la fe de la comunidad. Lo cual no es negar la validez objetiva de la revelación, sino sólo una objetividad «científica» de tipo objetivista
y reductivo (una objetividad restringida que no puede servir de modelo para lo que nosotros llamaríamos «objetividad»). Sólo en la experiencia histórica del hombre y en su praxis aparece la revelación como acción de Dios, acción que, debido a su trascendencia, no puede sumarse simplemente a la actuación mediante la cual los hombres históricos confieren sentido a las cosas. Y si no puede sumarse a la acción humana, tampoco es reducible a la acción liberadora del hombre. Por eso tiene razón A. Vergote al afirmar que el lenguaje religioso necesita modelos de verticalidad desde arriba y de verticalidad desde abajo, a fin de dar una imagen a la «trascendencia» y expresar simbólicamente la «inmanencia»2S. Pero se trata de un sentido de profundidad o de altura en el encuentro directo o en la convivencia histórica de los hombres en el mundo. El don o gracia de Dios no se manifiesta desde arriba ni desde abajo, sino de frente: en el encuentro con los demás hombres dentro de nuestra historia humana.
24 E. Lévinas, Auírement qu'étre ou au-dela de l'essence (La Haya 1974); «la 'provocación' que viene de Dios consiste en su invocación» (190).
b)
¿Es la revelación una interpretación?
Se dice a veces que la revelación no se da en la experiencia, sino en su interpretación. En tal caso, la revelación sería tan sólo una interpretación. Ya hemos explicado que la experiencia es un fenómeno dialéctico, una íntima trabazón de encuentro con el mundo (sobre todo, en y por la praxis), pensamiento y lenguaje dentro de una «red de historias». La existencia humana es esa trama dialéctica. El encuentro de diversas generaciones con el hombre y el mundo hace que el lenguaje de una cultura sea lo que es. Por tanto, la experiencia es el horizonte previo y prerreflejo, la totalidad (inconclusa) del modo en que un determinado grupo de hombres se sitúa ante su mundo y este mundo llega hasta ellos. Una tradición de experiencia es la expresión histórica constante del modo en que ciertos hombres se relacionan con el mundo, viven en él y lo comprenden. En otras palabras: es el horizonte histórico de la experiencia de determinados hombres. El lenguaje religioso implica la misma trama dialéctica de encuentro con el mundo, pensamiento y lenguaje. En el pensar, hablar y experimentar, el lenguaje religioso es la expresión de un encuentro peculiar con el mundo. La religión significa, pues, una forma peculiar de existencia humana, una forma específica de unidad dialéctica entre encuentro con el mundo, pensamiento y lenguaje. Así, en las experiencias humanas interpretativas, responsoriales y expresadas en palabras, la revelación se convierte formalmente en «revelación» aceptada. Ahora bien, ¿qué tipo de relaciones hay en esa unidad dialéctica? ¿Es religioso el encuentro del hombre creyente con el mundo? ¿Es religioso su modo de pensar? ¿Y su modo de hablar? ¿Se trata de experiencias religiosas o de interpretaciones religiosas de experiencias humanas? ¿Tienen las experiencias importancia desde el punto de vista religioso o son 25
A. Vergote, Interprétation du langage religieux, op. cit., 95-116.
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simplemente experiencias humanas corrientes interpretadas en clave religiosa? Plantear en términos antitéticos la unidad dialéctica del encuentro con el mundo, el pensar y el lenguaje equivale a destruirla. Lo «religioso» no se puede separar en uno de estos tres elementos de una única experiencia que es interpretativa en su mismo experimentar y en la que el lenguaje constituye un componente esencial. Según L. Gilkey, hay criterios que permiten considerar como importantes, desde el punto de vista religioso, ciertas experiencias al margen de la interpretación y del lenguaje religioso 26 . Yo no llego a entenderlo. Las experiencias llevan siempre —aunque implícitamente— una interpretación y una carga de teoría. El mismo criterio depende de modelos y paradigmas, como lo demuestra el hecho de que el propio Gilkey identifique a priori la «búsqueda de lo definitivo» con el problema religioso. Podría ser cierto, pero hay que demostrarlo críticamente. No obstante, así se determina el lugar y el contexto en que el lenguaje religioso tiene un sentido comprensible, y queda claro por qué hay hombres que no quieren hablar en términos religiosos. Por eso yo preferiría decir que para el creyente esa unidad dialéctica es religiosa, de modo que, en la «jerarquía» de los tres elementos, el aspecto «antecedente» tiene una mayor densidad que lo que se expresa inadecuadamente en el aspecto «subsiguiente», si bien no se trata de elementos cronológicos, sino de tres momentos de un análisis de lo que abarca la «experiencia». Así, en el conjunto de esta unidad dialéctica, el lenguaje, y concretamente el lenguaje religioso, es el momento más débil. Aun suponiendo que lo religioso, o la fe, es coextensivo con la revelación —ésta se manifiesta en la respuesta religiosa—, tampoco será posible reducir el elemento de revelación a una interpretación de fe. Se da un ofrecimiento de revelación y una experiencia humana que la interpreta. El hombre religioso no sólo interpreta de una forma distinta, sino que vive en un mundo distinto y tiene experiencias distintas de las del no creyente. Así, para el creyente, el paso del Mar Rojo puede tener de hecho validez como expresión de una experiencia y no como una interpretación o superestructura secundaria, separable de ese contexto de experiencia27. Debemos precisar con más detalle, remitiéndonos a la revelación y su correlato, la fe religiosa, por qué hemos dicho que la experiencia es «interpretada». Partamos del ejemplo aducido por L. Wittgenstein: a la hora del crepúsculo vemos un pequeño matorral y creemos que es un conejo28. ¿Qué ocurre en realidad? ¿Vemos algo, o vemos algo como si..., o lo in-
terpretamos como si...? La distinción es sutil, pero tiene su importancia. Sobre todo cuando tenemos experiencias de totalidad, nos encontramos en una especie de «crepúsculo» en el que son posibles experiencias —o tal vez interpretaciones— muy diferentes. Es conocida la parábola de J. Wisdom 29 . Tras un largo período de ausencia, dos individuos vuelven a la jungla, donde habían dejado su jardín sin encargar a nadie que lo cuidase. Al llegar, ven que, al lado de la maleza, hay flores primorosamente cuidadas que embellecen el jardín. Se entabla una conversación entre el «creyente» y el «no creyente». El primero dice: «Aquí ha tenido que estar un hombre, un jardinero». Pero tras indagar más detenidamente, hay que rechazar tal hipótesis. Y lo mismo la de que alguien hubiera venido mientras todos estaban durmiendo. Un jardinero habría quitado la maleza. Sin embargo, es claro que el jardín ha recibido algún cuidado. «Aquí se esconde algún designio», dice el primero. Ciertos detalles parecen indicar la presencia de un jardinero; otros (la maleza: algo sin sentido) indican más bien su ausencia o quizá la intervención de algún malvado. Pero ni el cercado, ni los perros guardianes, ni la alambrada electrificada presentan huellas de un visitante misterioso. El creyente, entonces, dice: «El jardinero debe de ser alguien invisible, a quien no se puede oír ni tocar». El escéptico replica: «¿Qué queda entonces de tu jardinero del principio? ¿Cómo se puede distinguir un jardinero real al que no se puede ver, ni escuchar, ni aferrar de ningún modo, de un jardinero inventado por nosotros? Estas afirmaciones están condenadas a morir sin remedio». Al final, el primero sigue convencido de la existencia de un «Dios bueno», mientras que el otro no puede imaginárselo. Tales enunciados, dice Wisdom, no reflejan ninguna diferencia en relación con lo que los dos individuos han visto realmente en el jardín: maleza y cosas bellas. A esas alturas, añade Wisdom, la «hipótesis del jardinero» ha dejado de ser experimental. La diferencia entre el que la niega y el que la acepta no estriba en que uno espera algo y el otro no. El enunciado «tiene que haber un Dios bueno» no es una predicción de unos sucesos de este mundo distintos de los que espera quien no cree en Dios. En otras palabras: ese enunciado no proporciona información alguna sobre lo que ha sucedido en realidad: «sentido» y «sinsentido». Se trata de enunciados vacíos de información y, desde el momento en que quieren ofrecer una información, son seudoenunciados. A. Flew saca de la parábola esta conclusión y eleva el pensamiento científico a la categoría de criterio y paradigma de todo conocimiento. Wisdom interpreta la parábola de modo diferente. Para él, la discusión no termina en un «no ha lugar», en que no hay ningún problema o motivo de discusión entre el creyente y el no creyente. El creyente afirma algo referente a lo que él ha experimentado (el jardín). Por tanto, ¿no será que el punto de controversia entre ambos individuos tiene un carácter «no experimental»? El uno, al hablar del jardín, utiliza el término «Dios»; el segundo, no. Además de esta diferencia referente a lo que dicen sobre
26 L. Gilkey, Naming the Whirlwind, op. cit., 305-413; cf. N. Schreurs, Naar de basis van ons spreken over God: de weg van L. Gilkey: TvTh 11 (1971) 275-292; Ervaring en interpretatie van de religieuze dimensie: een reactie, op. cit., 293-302. 27 Por lo demás, ése es el caso de los llamados «enunciados fundamentales» en las ciencias empíricas. En vez de reflejar «hechos elementales puros», encierran un gran número de teorías e interpretaciones (cf. W. Pannenberg, Teoría de la ciencia y teología, op. cit., 58-66). 28 L. Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen (Francfort 1969) 194e.
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J. Wisdom, Gods, en A. Flew, Logic and Language I (Oxford 1951) 194-214.
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el jardinero, hay otra que se refiere a la actitud, a las emociones y a las cualidades de la vivencia. Una denominación semejante, en cuanto expresión de una actitud, aunque no puede ser probada, puede referirse a lo experimentado, al jardín, y no es arbitraria. Así, el amor de Dios es diferente al amor humano; no es incompatible con la «permisión del sufrimiento», antes bien, parece compatible con todo. Pero Flew pregunta a Wisdom: ¿Qué queda entonces del concepto de «amor»? ¿Qué diferencia hay entre el enunciado «Dios nos ama» y el enunciado «Dios nos odia», cuando cualquier circunstancia (favorable o adversa) es compatible con ambos enunciados? Al explicar la parábola, A. Flew subraya los elementos que denotan una semejanza, una consonancia entre las experiencias del creyente y las del no creyente, mientras que J. Wisdom pone de relieve la diferencia existente en la interpretación de las mismas. El primero ve el jardín, objeto de la experiencia de ambos, como creación de Dios; el otro lo ve como una realidad que se basta a sí misma. La parábola continúa (en el mundo de la filosofía de la religión). Dos hombres hacen un viaje juntos. El primero ve siempre el viaje como una peregrinación a la ciudad celestial; interpretando las cosas más placenteras del camino como un aliento para seguir, y los obstáculos como una prueba para su cometido. El segundo no cree en nada de eso; para él se trata de un viaje sin objeto. Como no hay posibilidad de opción, no se alegra en los trayectos hermosos y soporta como puede los momentos dolorosos del viaje. La discusión que mantienen estos dos hombres muestra que no hay diferencia en las experiencias «experimentales» de cosas agradables o desagradables, pero sí en el sentido y objetivo del viaje. «Cuando alcancen el último recodo del camino, se verá que uno de los dos tenía razón» 30. En el fondo, esta idea de una verificación escatológica es correcta. «Juzgará a los vivos y a los muertos». Pero el cristianismo quiere evitar un «puro escatologismo» desde el momento en que se remite a la experiencia efectiva de un acontecimiento histórico: Jesús. El cristiano hace un enunciado sobre Dios, pero referido a una realidad terrena —Jesús de Nazaret—, y sólo sobre esta base tiene sentido para él la verificación escatológica. Tiene que haber desde ahora una base de experiencia. Sin ella los enunciados religiosos son, «de momento», puramente hipotéticos: no se puede saber. Para otros —según el ejemplo de R. M. Haré—, los enunciados creyentes o no creyentes sobre la totalidad expresan una «mirada» o «postura» 31. Dos hombres pueden estar plenamente de acuerdo sobre los elementos demostrables de su experiencia, pero disentir radicalmente a la hora de expresar su propia opinión al respecto. Así, lo que el «progresista» interpreta como claro síntoma histórico de una distensión en la política rusa, el «anticomunista» lo verá como una prueba más de la diabólica astucia de la Unión Soviética con vistas a monopolizar el domino mundial. 30 31
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AUTORIDAD DE LAS NUEVAS EXPERIENCIAS
J. Hick, Faith and Knowledge (Londres 21967) 150-151. R. M. Haré, en New essays, op. cit., 99-103.
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Los hechos pueden ser experimentados o interpretados en un sentido o en el otro. Los enunciados referentes a los mismos muy difícilmente pueden ser refutados. Según Haré, tienen sentido como expresiones de una «mirada», como una postura que precede a cualquier conocimiento del mundo y constituye un presupuesto del mismo. Para Haré, este nivel de sentido es más profundo que el de los enunciados puramente descriptivos, pero no es verificable ni falsificable. Posteriormente, la discusión cambió de terreno. En ambos casos —creyente y no creyente— parece tratarse de un «ver como» (ver el mundo como creación de Dios, como autosuficiente). La pregunta sería: ¿Qué es esto exactamente? ¿Habría que decir: «Yo experimento, veo algo como...», o bien: «Yo interpreto lo experimentado o visto como...»} Muchos de los participantes en la polémica han abandonado el puro empirismo y sostienen que la misma experiencia es interpretativa; la diferencia surge a la hora de determinar si la identificación se limita al plano de la interpretación o llega al de la experiencia. Considerar, por ejemplo, un acontecimiento como experiencia de gracia es para unos efectivamente una experiencia de gracia, mientras que para otros significa interpretar como gracia una experiencia de un hecho accesible a todos los hombres. Según R. Hepburn 32 , los teístas y los ateos tienen las mismas experiencias, pero las interpretan de modo diferente. En muchos autores se dan todavía presupuestos «empiristas», y en especial el aspecto «cognitivo» se identifica con una verificabilidad de tipo empírico; cuando tal verificación es imposible, los enunciados son simples expresiones de unos estados psíquicos33. John Hick 34 opina que sería más exacto decir: «Yo experimento o veo algo como (una silla, un arbusto, un conejo)»; I. Barbour 35 , en cambio, prefiere decir: «Yo interpreto algo como...», si bien habla sólo de una diferencia de acento. En mi opinión, el error de Barbour radica en el punto de partida: en su interpretación, parte de experiencias que son ilusiones o proyecciones (al atardecer se confunde un arbusto con un conejo), aunque tengan una base en la experiencia de la realidad. Si la experiencia es interpretativa, puede haber también falsas interpretaciones. De hecho, las experiencias se nos dan dentro de un concepto (experimento o veo una silla). Somos conscientes de la posibilidad de distintos marcos de referencia. Lo grave del problema es que las personas conscientes nunca tienen una experiencia no interpretada. La alternativa en que Hick y Barbour colocan el problema deforma la complejidad del dato real. No sólo la conciencia refleja, sino incluso la prerrefleja, identifica al tiempo que experimenta. Ambos autores descuidan demasiado el momento de la identificación y se fijan exclusivamente en el momento interpretativo que se da en tal identificación. La 32
R. Hepbutn, Christianity and Paradox (Londres 1958). J. H. Randall, The Role of Knowledge in Western Religión (Londres 1958); P. Munz, Problems of Religious Knowledge (Londres 1959). 34 J. Hick, Faith and Knowledge, op. cit., 142-143. 35 I. Barbour, Myths, op. cit., 51-52. 53
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psicología de la forma o estructura 36 ha mostrado que, por ejemplo, un conjunto de bloques dibujados puede verse de maneras distintas según desde donde se mire: no sólo se interpreta, sino que se ve de manera distinta. Las cosas se ven dentro de un marco u horizonte. El momento estructural no es algo añadido, sino un componente intrínseco de la percepción. Por tanto, también varía el modo de ver. Podemos pensar conjuntamente las diferentes perspectivas, pero no verlas todas al mismo tiempo. El momento de la identificación reside, pues, en la experiencia misma (podríamos decir que vemos «la interpretación» o, mejor aún, que vemos interpretando). No hay datos neutrales de experiencia, pues las interpretaciones alternativas influyen en el modo de experimentar el mundo. La naturaleza y la historia humana son asimismo «ambivalentes»: pueden ser contempladas como «figuras» sobre trasfondos distintos y, por tanto, experimentarse de modos distintos 37 . Precisamente en el lenguaje metafórico o simbólico se expresa una determinada visión alternativa de la realidad del mundo. Este lenguaje simbólico es el único modo adecuado38 para poder expresar determinadas dimensiones. Sólo quien considere el lenguaje directamente descriptivo como lenguaje adecuado y, por tanto, como criterio de todo discurso hablará de un lenguaje «sólo simbólico». Pero tal postura olvida que no existe un lenguaje directamente descriptivo y que todo lenguaje de este tipo entraña una teoría y una interpretación. También el hombre religioso experimenta así la gracia: no se limita a interpretarla. Por ello, me parece un punto de vista demasiado estrecho afirmar que el no creyente se apoya exclusivamente en sus experiencias; mientras que el creyente se sirve de esas mismas experiencias para construir castillos. No se trata de contraponer experiencia e interpretación, sino de «experiencias interpretativas» de otro tipo. Tanto el creyente como el no creyente interpretan al tiempo que experimentan. Como dice L. Wittgenstein, el mundo es diferente para el hombre feliz y para el desgraciado39; éste vive en otro mundo. Decir que Dios es bueno, incluso en el sufrimiento, supone una definición de «bueno» en la que «Dios» y «bueno» concuerdan entre sí, con lo cual se destruye nuestra estrecha noción de bondad. Sólo cuando llamamos «bueno» a Dios sabemos lo que un cristiano entiende por «bueno»; entonces se llega a una noción de bondad que es escatológica y se funda en experiencias parciales. De este análisis se deduce que no hay razón para contraponer una concepción «proposicional» de la revelación (por ejemplo, el credo) y una
concepción experimental40, puesto que se da una unidad dialéctica entre el encuentro con el mundo, el pensamiento y el lenguaje. Los enunciados, si quieren comunicar sentido y verdad, deben estar enraizados como experiencia en la existencia humana. De hecho, si la fe religiosa se limita a decir «amén» a unas proposiciones enunciativas, esta aceptación (o, eventualmente, rechazo) no significa nada de hecho. El lenguaje religioso no es válido sino en el contexto experiencial —lingüístico y no lingüístico— de tal lenguaje. No es posible prescindir de una concepción proposicional de la revelación, pero hay que mantenerla en relación con la experiencia inherente al lenguaje proposicional. El elemento «revelación» se da a conocer, pues, en el encuentro experiencial con la realidad mundana, en la interpretación de tal experiencia como momento intrínseco de la misma y en el lenguaje religioso de la fe, si bien (con la misma «secuencia lógica») en una medida cada vez menor y más débil, ya que el saber «dominativo» y los «proyectos» humanos aumentan en la misma medida. El dejarse determinar por la sorprendente apertura de la realidad se expresa de forma humana y limitada.
36 Por ejemplo, P. Guillaume, Psychologie de la forme (París 1942) 48-114. Cf. también E. Strauss, Vom Sinn der Sinne (Berlín 21956). 37 Cf. A. Jeffner, The Study of Religious Language (Londres 1972) 116-125. 38 Es decir, acorde con la realidad correspondiente. Por tanto, no significa «exhaustivo»; sólo queremos decir que el lenguaje directamente descriptivo no se puede erigir en norma de un conocimiento «adecuado», como si tal lenguaje no fuese también inadecuado y no estuviese cargado en su descripción de una serie de teorías. 39 L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus. Logischphilosophische Abhandlung (Francfort 61969) n. 6.43 (pág. 113).
c)
¿Puede expresarse la realidad de la revelación?
Hemos dicho que la trascendencia radica en la experiencia humana, pero de forma que el contenido de la experiencia supone una referencia intrínseca a aquello que hace posible tal experiencia y cuya realidad no depende de ella. ¿Podemos decir algo sobre esa realidad que se nos escapa? ¿Es posible expresarla de algún modo? Opino que es posible y necesario: a) en una dirección «mística» y P) en una dirección ética. a)
Tematización mística de lo inefable.
En la llamada tematización mística o «religiosa» se quiere expresar el fundamento y la fuente de la respuesta de fe del hombre religioso, por más que se proceda a tientas y, dada su trascendencia, se emplee un lenguaje simbólico. No nos hallamos, pues, ante un esquema de «dos mundos»: el nuestro y otro distinto. Precisamente nuestra realidad es distinta y más amplia de lo que nosotros creemos; ella misma —y no otro mundo, ultraterreno— es una revelación sorprendente de algo que los hombres nunca habían pensado. Para el creyente, la existencia del hombre y del mundo es ya un símbolo o manifestación de lo divino, pero de tal modo que se da siempre una identidad necesaria entre revelación y ocultamiento de lo divino. En toda manifestación de lo divino se experimenta la reserva esencial de Dios: Dios nunca se manifiesta por completo en ninguna de sus manifestaciones. La realidad seguirá sorprendiéndonos. Esto vale también para la religión y para el lenguaje religioso de fe, que revelan a Dios a la vez que lo ocultan y que hablan en sus propios signos de un Dios * P. de Pater, Het theologisch verificatiebeginsel en de analytische filosofie, en Tussentijds, op. cit., 139-150.
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que ya se manifiesta en signos: el hombre, el mundo y su historia. La insuficiencia de nuestro lenguaje sobre Dios no constituye, sin embargo, un motivo para guardar silencio (como ocurre en las ciencias). Esta realidad que se nos escapa, pero que constituye nuestro fundamento, si po es expresada de algún modo, aunque sólo sea con la «pobreza» de unas expresiones simbólicas, corre el peligro de quedar relegada en el olvido: lejos de las miradas y del corazón del hombre. Debido a ello, la confesión de fe y la liturgia son una anamnesis o recuerdo necesario y peligroso. La relación con lo no conocido y no expresado es un elemento constitutivo de la razón crítica del hombre; el «dogmatismo», en cambio, identifica lo real con lo expresado adecuadamente, mientras que el escepticismo, ante nuestra ignorancia, se sume en el mutismo. El conocimiento crítico de la propia ignorancia no renuncia a la verdad, si bien rechaza cualquier tipo de saber absoluto. Se atreve a expresar imperfectamente lo inefable, convencido de que eso está más cerca de la realidad que el silencio empecinado o la suficiencia dogmática. Desde Kant, la filosofía ha abordado este problema distinguiendo entre la «cosa en sí» y el «objeto para mí», distinción tan inevitable como incomprobable 41 . Inevitable porque lo real no se agota por el hecho de ser conocido; incomprobable porque el hombre no puede distinguir lo que no conoce; debería conocer la «cosa en sí» precisamente en lo que se distingue de la «cosa para nosotros». Además, tal distinción cae de nuevo en nuestra conciencia, al menos en la medida en que deja abierto un espacio a lo que no cae dentro de nuestra misma conciencia: «un espacio» que no podemos llenar «mediante una posible experiencia ni mediante la razón pura», como afirma el propio Kant 42 . La dificultad radica en cómo se puede describir el modo en que lo real se da a conocer a la conciencia precisamente bajo el aspecto que se le escapa. Este conocimiento de la propia ignorancia forma parte de la estructura de la razón crítica, en la que la relación con lo no conocido es un elemento constitutivo del pensamiento limitado del hombre, continuamente superado por la realidad. La realidad y la verdad «se dan» al conocimiento humano precisamente en la medida en que el hombre experimenta y tiene en cuenta la insuficiencia de su propio pensamiento y lenguaje. De ello se desprende que lo suprarracional forma parte de la estructura de la racionalidad humana, sin que sea preciso invocar un esquema de «dos mundos». Supuesta tal estructura del pensamiento humano, la reacción ante lo inefable que aflora en la tradición humana no puede ser el silencio, por más que de ello sólo podamos hablar con lenguaje aproximativo y siempre sujeto a crítica. Este lenguaje religioso, simbólico, es experimentado por el creyente como un don gracioso de aquel a quien él confiesa en su fe. El Dios vivo es para el creyente la fuente, el motor y la condición de posibilidad de tal lenguaje. Y éste —por humano que sea— no es una inicia41
R. Schaeffler, Religión und kritisches Bewusstsein, op. cit., 240-241. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, en Gesammelte Schriften (ed. de la Koniglich Preussische Akademie der Wíssenschaften; Berlín 1911) tomo 4, pág. 185, n. 289. 42
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tiva autónoma del hombre, sino que tiene su origen en la fuerza y autoridad que le confiere la realidad. El hombre no es dueño de la realidad, sino su administrador. De ahí se sigue que el lenguaje sobre Dios y su revelación no se pueda desligar de una experiencia que interpreta a la luz de la fe la realidad del hombre y del mundo. Toda proposición sobre el Dios que se revela es una proposición sobre el hombre y su mundo, pero bien entendido que todo enunciado religioso sobre el hombre y su mundo es asimismo un enunciado sobre Dios. La teología no es antropología, pero un enunciado teológico es al mismo tiempo un enunciado antropológico. En otras palabras: la religión implica en su raíz una determinada concepción —religiosa— del hombre y del mundo. Dios es siempre mayor que el modo como se da a conocer a los hombres en nuestra historia, mayor que la salvación del éxodo de Egipto, mayor también que el juicio en la cautividad babilónica. Y Jesús llega a decir que sus discípulos harán cosas más grandes que las realizadas por él mismo. La teología simbólica y «negativa» acepta los mil nombres dados a Dios por el hombre y quizá añada otros más en consonancia con nuestro tiempo, pero a la vez reconoce que ninguno de ellos es adecuado y deja abierto un espacio por el que pueda sorprendernos la realidad. La fuente de nuestra vida es para muchos algo anónimo, pero el creyente y teólogo procuran constantemente dar nombre a esa realidad última, no dejándola en el anonimato, aun «a sabiendas de que no saben». Sin embargo, no entendería correctamente la tematización «contemplativa» de lo inefable quien afirmara que tal «contemplación» se basa por completo en sí misma y no tiene una fuerza crítica propia. La acción de gracias y la alabanza no son de hecho acciones con una finalidad —-«útiles para...»—, sino que poseen un valor y un sentido en sí mismas. Poseen además una fuerza crítica. Muestran claramente que el lenguaje sobre lo divino no se entiende correctamente sino en la medida en que se somete a crítica, al tiempo que urge la necesidad de tal discusión, sin la cual el hombre, para detrimento de su humanidad, quedaría abandonado a la soledad de un diálogo consigo mismo. El lenguaje litúrgico y simbólico y la tematización teológica dan expresión a lo absoluto, pero sin expresarse en términos absolutos. Este lenguaje no es «dogmático» ni escéptico. La liturgia y la teología hablan de lo inefable, y precisamente por ello son un recuerdo peligroso para todos los hombres, un contrapeso al exclusivismo característico de todo «saber dominativo». Lo que en las ciencias posee una función de «condición secundaria» tiene que ver «de algún modo» (aquí la expresión es apropiada) con lo que constituye el tema del lenguaje religioso. La realidad es siempre diferente de como la pensamos. Va revelando como con cuentagotas su misterio, de modo que lo nuevo nunca es la negación de lo que ella misma había revelado: la esperanza se ve sorprendida por lo inesperado, pero nunca decepcionada. La verdad del lenguaje religioso y la confianza de la esperanza tienen su origen en la misma fuente que esa novedad que reaparece constantemente y supera todas nuestras concepciones y expectativas religiosas. De ahí que la revelación penetre en ese lenguaje religioso aproximativo que se ve obligado a hablar de la 4
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misma revelación a pesar del ocultamiento. Este lenguaje no es la verdad, pero sí un signo de ella. Cuando se tiene explícitamente en cuenta la distinción entre «verdad» y «manifestación», se puede hablar de la verdad o fuerza iluminadora de la manifestación (en nuestro caso, del lenguaje religioso). Debido al predominio del pensamiento científico en la cultura occidental, el pensamiento simbólico de la fe religiosa se suele relacionar con el estadio infantil de la existencia humana 43 ; ello supone una preferencia exagerada por la «razón instrumental» (muchas veces de tipo positivista). El lenguaje religioso tendría un valor emocional, pero no cognoscitivo. Así, J. Piaget, identifica lo «cognoscitivo» con una comprensión orientada esencialmente a la «regularidad», a las explicaciones y deducciones de tipo causal "A. Según esto, el saber simbólico no posee valor alguno cognoscitivo o de verdad 45 , sería un «pensamiento infantil». Esta valoración se debe única y exclusivamente a que el pensamiento simbólico nunca es verificable empíricamente; por ello sería «un pensamiento mítico y colectivo propio de primitivos» 4é. No obstante, para Piaget el pensamiento simbólico, religioso, no es una «actividad carente de sentido»: toda la actividad del hombre es reducible a la ciencia. La tarea específica del lenguaje ideológico-religioso consiste, según esa concepción, en la coordinación de los valores, los cuales son más importantes que su significado cognoscitivo 47. No es preciso demostrar que tal concepción del pensamiento puramente científico e instrumental es incapaz de captar el valor cognoscitivo inherente al pensamiento simbólico del lenguaje religioso. Denota una concepción puramente cientificista de la existencia humana, cuya peculiaridad no se tiene en cuenta, y una determinada concepción de la racionalidad humana que ignora el presupuesto suprarracional que hace posible tal racionalidad. En último término, las ciencias no crean los fenómenos psíquicos, sociales o religiosos que pretenden explicar racionalmente; no crean al «hombre en el mundo» con sus dimensiones sociales, psíquicas, éticas y religiosas. Y la parte objetivada del hombre y del mundo, la parte que estudian las ciencias, no es el hombre entero, ni la naturaleza o la historia en su totalidad. No obstante, sería ingenuo suponer que concepciones como la de Piaget, en una forma popularizada, no alimentan muchos espíritus en esta época de (neo)positivismo, con el consiguiente perjuicio para la fe. Podemos considerar empíricamente comprobable que el hombre se aliena de su propio ser cuando cree que le basta con el pensamiento simbó43 J. Piaget, Biologie et connaissance (París 1967); La jormation du simbole chez l'enfant (Neuchátel 1945); Sagesse et illusions de la philosophie (París 1965). 44 J. Piaget-Inhelder, L'image mentale chez l'enfant (París 1966) 450-451. 45 Op. cit., 449-450 y 458. 46 J. Piaget, Pensée égocentrique et pernee socio-centrique: «Cahiers Internationaux de Sociologie» 10 (1951) 34-49. 47 J. Piaget, Sagesse et illusions, 67 y 92. Cf. también W. de Bont, Religieus en rationeel denken: TvTh 9 (1969) 79-81. Cf. la crítica de J. Pohier, Psychologie et théologie (París 1967).
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lico de la conciencia religiosa; lo sabemos por la crítica que Marx, Feuerbach y Freud hacen a la religión. Sin embargo, en esta cultura occidental de vía única se puede comprobar también cómo el exclusivismo y absolutismo de un pensamiento puramente científico y técnico (que no reflexiona sobre sus propios presupuestos) elimina o atrofia una serie de ámbitos de nuestra existencia humana, produciendo asimismo una alienación del hombre 48. Es muy ilustrativo el hecho de que el hombre que no adora a un Dios divino se postra ante un Dios no divino 49. La verdad sobre el hombre en su encuentro con el mundo no se agota en su dominio del mismo mundo mediante la ciencia y la técnica. Este intento humano, evidentemente legítimo, choca siempre con la resistencia que la realidad opone a todo conocimiento exclusivamente dominativo y manipulante. De todos modos, la ciencia hace, por así decirlo, hablar a la realidad. Pero ésta, con frecuencia, no dice lo que se espera. Por tanto, la resistencia de la realidad y el recuerdo de un sufrimiento no racionalizable —sufrimiento debido al mal y a la injusticia, al dolor, al amor, etc.— pertenecen a la estructura de la razón crítica del hombre, la cual pretende ser liberadora en la práctica. Las ciencias en cuanto tales no son reductivas (aunque a menudo lo parezcan); se limitan a plantear problemas limitados, a los que se puede dar una respuesta acertada, pero siempre limitada en su planteamiento. Sólo son reductivas cuando se las considera como la única respuesta. De ahí que no puedan discutir (o criticar) la esencia del hombre o de la religión; estos temas son accesibles únicamente a la filosofía, la reflexión crítica y la teología. (3)
Expresión ética de lo inefable.
De lo dicho se desprende que la religión no es «sólo» ética ni se puede reducir a la ética. Sin embargo, existe una estrecha relación entre religión y ética, de forma que la ética confiere una densidad real a la tematízación «mística». La ética emplea un lenguaje distinto del de la religión 50. La noción de bien y mal precede lógicamente a la noción de Dios y de cumplimiento de su voluntad. Esto quiere decir que no podemos definir en primer tér48
G. Gusdorf, Mytbe et métaphysique (París 1953) 189, y la crítica moderna a la razón puramente instrumental en H. Marcuse, Der eindimensionale Mensch (Neuwied 71969); J. Habermas, Technik und Wissenschaft ais Ideologie (Francfort 41970) 48-103; M. Horkheimer, Zur Kritik der instrumentellen Vernunft (Francfort 1967). 49 M. Bellet, Naissance de Dieu (Brujas 1975); P. Tillich, Dynamics of Faith (Londres 1957) 1-4. 50 Cf. G. Rombold, Die Frage nach dem Unbedingten, en K. Krenn, Die wirkliche Wirklichkeit Gottes (Munich-Paderborn 1974) 77-91; H. Kuitert, De wil van God doen, en Ad Interim (Hom. R. Schippers; Kampen 1975) 180-195; D. Z. Philips, God and Ought, en I. Ramsey (ed.), Christian Ethics and Contemporary Philosophy (Londres 1966) 133-139; H. G. Hubbeling, Criterium ais kenmerk en norm (Discurso inaugural en Groninga; Assen 1968).
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mino nuestras obligaciones morales partiendo de Dios y de su voluntad. Por otro lado, el hombre creyente puede y debe ver la voluntad de su Dios en aquello que ha aprendido a considerar bueno o malo. Así, el conocimiento de la voluntad de Dios está sujeto a una mediación histórica, y ello de un modo esencial, pero que no va en detrimento de la seriedad de la voluntad divina. Los medievales tenían razón cuando —con un modelo hoy superado de «naturaleza»— decían que la ley natural es la norma ética inmediata y, por tanto, una mediación histórica entre el precepto y la voluntad de Dios (lex aeterna) y nuestra conciencia ética. Lo ético posee cierta autonomía, pero el hombre creyente o religioso ve en la realidad de Dios la fundamentación más profunda, la fuente y la base de lo ético. La gracia y la religión son, por tanto, esencialmente una tarea ética: un individuo religioso no puede desgajar la vida de gracia y la vida ética. «Llevad a la práctica el mensaje y no os inventéis razones para escuchar y nada más» (Sant 1,22). «Ese encontrará su felicidad (makarios, como en las bienaventuranzas) en practicarla» (Sant 1,25c). «Los que ya creen en Dios pongan su empeño en señalarse en hacer el bien. Eso es lo bueno y lo útil para los demás» (Tit 3,8b). La carta de Santiago reacciona contra un monismo religioso de la gracia: «¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Es que esa fe podrá salvarlo?» (Sant 2,14). Además de la mística kerigmática del Nuevo Testamento, encontramos aquí un eco auténticamente neotestamentario, que recoge de lleno la espiritualidad del Tenak, donde Yahvé quiere la justicia ya en este mundo. Es una «tematización» ético-práctica del misterio de Dios, del fundamento y la fuente de la experiencia religiosa, es una «interpretación» peculiar, casi necesaria, del misterio inefable. Lo que Dios es debe inferirse de nuestro compromiso incondicional con el prójimo, de nuestras relaciones interhumanas y de la creación de estructuras liberadoras, sin las que la salvación del hombre resulta imposible. Sin embargo, el hombre es un ser limitado en su comportamiento ético responsable y conoce la experiencia de tal limitación (cf. la cuarta parte de este libro). La racionalidad de la conducta humana es racional sólo en la medida en que deja libre espacio al acontecimiento sorprendente de la realidad, el cual supera la racionalidad ética del hombre. No es posible dominar totalmente el futuro a través de una planificación racional y éticamente responsable (por muy necesaria que ésta sea). Por eso, la ética de la liberación humana constituye el contexto experiencia! en que es posible perfilar con la máxima claridad el problema de Dios. A pesar de su relativa autonomía (en virtud de la cual es posible una ética no fundada en la fe, y «no creyente» no se identifica con «no ético»), el ethos exige, en definitiva, la religión y una tematización «mística» del sorprendente hecho del mundo. y)
Relación entre configuración «mística» y ética.
En todas las religiones, a la hora de representar o «explicitar» la fuente de revelación de la vida humana, aparecen dos tendencias, combinadas
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entre sí o enfrentadas polémicamente51. Recurriendo a nociones de la tradición religiosa judía, podríamos decir que la corriente hasídica (M. Buber) es «teórico-práctica». Las dimensiones mística y ética son un rasgo típico de casi todas las religiones. Al dar un nombre personal al fundamento último y fuente del ethos e invocar el nombre de Dios, estamos indicando de la única forma que nos resulta posible, la simbólica-real, cuál es la fuente de toda ética. Así sucede en la liturgia religiosa de acción de gracias y de alabanza. Por tal motivo, el pensamiento teológico, más que una tematización teórica de dicho fundamento (exceptuando la forma de la teología negativa), es la «teoría» que debe garantizar en un plano argumentativo la trascendencia inefable de Dios, tal como de él se habla en la historia de los hombres religiosos; la «teoría» que debe examinar la posición y el contexto humano experiencial en que puede conservarse y activarse esa historia con pleno sentido. La teología es un esbozo que intenta garantizar la salud de un credo y de una liturgia, enraizados en una profunda experiencia humana, y articular unos contextos de experiencia en los que el lenguaje sobre Dios puede tener un sentido. La auténtica «tematización» del elemento real de revelación dentro de la experiencia humana se realiza tanto en la liturgia simbólica de la invocación explícita y en la adoración (elemento «místico») como en la configuración ética (elemento «ético»). Se puede preguntar qué elemento posee mayor densidad real: la referencia indirecta y «ortopráctica» a Dios en el comportamiento ético o la referencia simbólico-indirecta a la fuente de esa praxis mediante la invocación explícita: «Dios mío», «Dios nuestro». A mi juicio, ambas son indispensables; pero —considerando la estructura experiencial de la revelación— el lenguaje simbólico-religioso sobre Dios debe su densidad real a la mediación de la existencia ética. En esta perspectiva querría seguir a E. Lévinas: «Todo lo que sé de Dios y todo lo que puedo percibir de su palabra y decirle razonablemente debe hallar una expresión ética» 52. La salvación no se alcanza primariamente mediante una correcta interpretación de la realidad, sino obrando según las exigencias de la realidad. Se puede obrar «justamente», sin poseer un modelo teórico correcto de la realidad y sin ser cristiano en un plano confesional53. Ser cristiano implica esencialmente alabar y dar gracias a Dios en la liturgia. Pero estas dos expresiones carecerán de base y densidad reales sí no las acompaña el ethos de un amor 51
Cf., por ejemplo, la polémica —en mi opinión, exagerada por ambas partes— entre C. Verhoeven y J. Sperna Weiland, en Ethiek en Religie (Congreso de teología moderna, celebrado el 21 de octubre de 1974): «Radarpeiling» 10 (1975) n. 2, 7-17 y 17-23. 52 E. Lévinas, Difficile liberté. Essais sur le ]uddisme (París 1963) 33. También K. Rahner ve la profundidad del amor místico a Dios originariamente en el radicalismo del amor al prójimo: Sobre la unidad del amor a Dios y el amor al prójimo, en Escritos de Teología VI (Madrid 1967) 271-292; también E. Schillebeeckx, Stilte, gevuld met parabels, en Politiek of mystiek (Brujas 1973) 69-81 (cf. la cuarta parte de este libro). 53 Cf. también G. Schiwy, Strukturalismus, op. cit., 22-23.
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y una justicia humanos, que ayudan, salvan y liberan al hombre. La tematización religiosa (siempre indirecta o «simbólica») carece de fundamento si pierde su base de experiencia, es decir, el ethos o conducta humana que se siente responsable del destino de la humanidad, pero busca el sentido, el fundamento y la fuente del éxito histórico no en la autonomía personal, sino en el misterio gratuito que orienta todas nuestras experiencias, las derriba y les da una nueva orientación: «Mis planes no son vuestros planes» (Is 55,8). El problema de la religión y del ethos reaparece hoy con toda su magnitud cuando se pregunta qué relación existe entre redención y autoliberación emancipadora. Este libro se propone señalar el camino hacia una solución coherente.
sorprendente, éste manifiesta en nuestra historia lo que nunca habríamos podido imaginar. Y eso que nunca habríamos imaginado aparece en la inmanencia de nuestras experiencias históricas. En el encuentro con Jesús, la autoridad de la experiencia (cristiana) suscitada por él coincide con la autoridad de la revelación divina. Hasta aquí he prestado quizá menos atención al concepto de revelación tal como se presenta en las distintas religiones que a la concepción específicamente judeocristiana.
4.
Creer por la autoridad
Tras dedicar tanto espacio al tema de la experiencia humana en cuanto mediación de la revelación divina, podemos preguntarnos qué es lo que queda del «creer tras haber oído» (Rom 10,14.17). Queda todo, aunque no en el sentido precrítico de una fe ciega en una autoridad exterior y autoritaria. La fe religiosa es creer «por la autoridad de Dios», no por la autoridad de unos proyectos humanos. Si la experiencia (tanto la cotidiana como la científica) se realiza en un movimiento dialéctico de proyectos y experiencias y de una crítica de tales proyectos basada en la resistencia de la realidad, la autoridad de Dios se manifiesta precisamente en el hecho de que los planes de Dios son muy distintos de los planes humanos. La «realidad» se manifiesta en el pensamiento del hombre y en la «actuación directiva» de Dios. Esto es lo que debió de experimentar constantemente Israel en su historia. Lo importante no era lo eme Israel proyectaba y cavilaba sobre la salvación —eso precisamente lo llevaría a la ruina—, sino la forma sorprendente en que el Dios de Israel corregía esos planes, los destruía, les daba una nueva orientación, para terminar él mismo concediendo la salvación de una manera totalmente inesperada, una salvación que satisface las expectativas más profundas y, a la vez, supera cualquier idea de la misma. Esta fe es creer por la autoridad de Dios. La religión no consiste en un mensaje que hay que creer, sino en una experiencia de fe propuesta como mensaje. Por una parte, el mensaje religioso es expresión de esta experiencia colectiva; por otra, su anuncio es el presupuesto para que otros puedan tener la misma experiencia. La revelación tiene lugar en las experiencias históricas humanas acaecidas en este mundo, pero al mismo tiempo nos invita a salir de la vulgaridad de nuestro mundo limitado. Por tanto, no se presenta como un recurso inmediato a nuestras experiencias corrientes del mundo. En cuanto experiencia, la revelación es una superación de los límites en el ámbito de la existencia humana. La estructura experiencial de la revelación aparece con la máxima claridad en la revelación cristiana, que comenzó con el encuentro histórico de unos hombres con otro hombre: Jesús de Nazaret. De la forma más
5.
Una experiencia actual de la salvación en Jesús
Si el hombre cambia, es decir, si las nuevas experiencias significativas modifican la idea que tiene de sí y del mundo, también cambia lo que experimenta como salvación y felicidad. Evidentemente, en todos estos cambios hay una serie de «constantes antropológicas» formales, pero sus matices varían constantemente. El problema, por tanto, consiste en determinar cómo debemos articular la salvación en Jesús —es decir, la razón por la que hoy, en el siglo xx, seguimos necesitando a Jesús— para que responda a nuestras expectativas de salvación (analizadas críticamente) y a nuestra realidad personal, sin que por ello Jesús y su salvación queden recortados a la medida de nuestros criticables deseos y anhelosS4. El problema de muchos cristianos, su crisis, no consiste en que hayan cambiado los tiempos y se reproche a los cristianos que cambian con el tiempo y con los nuevos problemas que éste plantea. La crisis consiste, por una parte, en que Jesús es presentado como salvación y gracia en unos términos que ya no son válidos en nuestro mundo de experiencia (es decir, en términos de experiencias anteriores); por otra, en que ya no parecemos capaces de dar, de palabra y obra, razón de nuestra esperanza (1 Pe 3,15). ¿Vivimos de acuerdo con la fe y la esperanza que confesamos en nuestro credo? 5S ¿No existe quizá una falsa adaptación? Si el servicio de los cristianos al mundo es un servicio prestado a Dios, entonces en la medida en que cumplamos nuestro cometido específicamente religioso, cristiano, ipso jacto prestaremos un servicio específicamente cristiano al mundo, un servicio que no un simple duplicado de lo que el mundo ya hace (y quizá perfectamente). De lo dicho hasta aquí resulta claro que la revelación posee una estructura experiencial. El bien que unos hombres experimentan en Jesús es identificado como salvación procedente de Dios. Lo que los cristianos experimentan realmente en Jesús no es una pura consecuencia ni una simple experiencia «directa», sino una experiencia interpretativa: una experiencia de fe; una experiencia nueva y sorprendente que ellos quieren colocar expresamente en la línea de su tradición religiosa judía, gracias a la 54 H. Kuitert y E. Schillebeeckx, Jezus van Nazareth en het heil van de wereld (Baarn 1975) 16. !S Cf. Unsere Hoffnung. Ein Glaubensbekenntnis in dieser Zeit (Arbeitshilfen zur Synodenvorlage; Ausburgo 1975) 19.
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cual su experiencia interpretativa de Jesús adquiere los rasgos con que se nos presenta. A partir de ahí se desarrolla naturalmente la llamada prueba de la Escritura (fundada en el Tenak): se quiere tematizar la continuidad de las nuevas experiencias con Jesús dentro de una tradición de fe centrada en la alianza de Dios con su pueblo. Al mismo tiempo, esto conduce a una reinterpretación de esa historia a partir de la experiencia de una nueva historia. Y de ahí surge, en fin, una concepción religiosa de toda la historia: la unidad de un plan divino, de un designio o disposición de Dios que se desarrolla en y a través de la historia humana. Cuando surjan situaciones nuevas, la comunidad cristiana se limitará a decir, empleando nuevas formulaciones e incluso conceptos filosóficos más o menos complicados, que en Jesucristo experimenta la salvación definitiva que viene de Dios. Cuando los antiguos términos y elementos interpretativos no responden ya a las nuevas situaciones, y cuando cambian las necesidades y exigencias, cambian también los elementos interpretativos. Pero en todos esos cambios subsiste la experiencia original: dentro de las propias y distintas circunstancias, se sigue experimentando en Jesús la salvación que viene de Dios. Tales cambios no producen, en cuanto tales, crisis alguna. Mientras subsista la base experiencial —la experiencia de salvación en Jesús—, las eventuales crisis se limitarán prácticamente al ámbito de la interpretación de conceptos. En cambio, la situación se hace crítica cuando cae por tierra la base de experiencia, cuando ya no se ve por qué hay que buscar la salvación en un Jesús que vivió hace dos mil años. Entonces no hay ya experiencia de salvación en Jesús. Y tener que esperar la salvación de alguien apoyándose únicamente en la autoridad de otras personas, sin ninguna base en la experiencia personal, termina por destruir la fe. Esta va muriendo silenciosamente, debido a su propia inconsistencia y al fallo de las experiencias humanas. Naturalmente, también es posible opinar que la fe cristiana se opone diametralmente a toda experiencia humana, que creemos en contra de cualquier clase de experiencia y que no existe ninguna correlación o nexo entre fe y vida. Pero entonces Dios sería tan trascendente, tan «totalmente distinto», que un hombre de carne y hueso concluirá inmediatamente que él no tiene nada que ver con un Dios tan ajeno a su propia vida. Tal concepción se opone al conjunto de experiencias a partir del cual nació y se desarrolló el cristianismo judío; ignora la historia de sus orígenes. Además reduce la experiencia humana a sus elementos proyectivos y productivos y pasa por alto lo que, precisamente en la experiencia, se presenta como acontecimiento sorprendente y arrollador y corrige y confunde todos nuestros planes y realizaciones. Eso justamente es lo que convierte al individuo en «persona experimentada». Si no es posible aceptar la salvación ni hablar de ella a nadie en virtud de una autoridad puramente externa, los cristianos que continúan experimentando la salvación decisiva en Jesús podrán ayudar a los demás a conseguir una nueva posibilidad de experiencia, siempre que, partiendo de su propia comprensión cristiana, busquen lo que, dentro de nuestro es-
quema actual de experiencias y expectativas, puede proporcionar un contexto para una nueva experiencia de la salvación de Dios en Jesús. A veces pienso: si no hubiéramos empleado nunca la palabra «Dios», ¿cómo se podría incluir con pleno sentido esta palabra en nuestro lenguaje? Es una idea que merecería ser estudiada. Por lo demás, eso es lo que ocurre a veces en una conversación humana normal, al menos cuando la palabra «Dios» no aparece demasiado pronto ni demasiado tarde.
LA FORMACIÓN DEL CANON CAPITULO II
AUTORIDAD
DEL NUEVO TESTAMENTO
CANÓNICO
Bibliografía: Los artículos más importantes sobre la formación del canon neotestamentario están recogidos en E. Kásemann (ed.), Das Neue Testament ais Kanon (Gotinga 1970). Véase además: N. Appel, Kanon und Kirche. Die Kanonkrise im heutigen Protestantismus ais kontroverstheologisches Problem (1964); W. Bauer, Rechtgláubigkeit und Ketzerei im altesten Christentum (Tubinga 1964); P. Benoit, Inspiration de la tradition et inspiration de l'Ecriture, en Mélanges M. D. Chenu (París 1967) 111-126; J. Beumer, Die Inspiration der Heiligen Schrift (Handbuch der Dogmengeschichte I/3b; Friburgo de Br. 1968); H. Freiherr von Campenhausen, Die Entstehung der christlichen Bibel (Tubinga 1968); J. Frank, Der Sinn der Kanonbildung (Friburgo de Br. 1971); J. Leipoldt y S. Morenz, Heilige Schriften (Leipzig 1952); O. Loretz, Das Ende der Inspirationstheologie: Chancen eines Neubeginns I (Stuttgart 1974); K. H. Ohlig, Die theologische Begründung des neutestamentlichen Kanons in der alten Kirche (Dusseldorf 1972); K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura (Barcelona 1970); A. Sand, Kanon. Von den Anfangen bis zum Fragmentum Muratorianum (Handbuch der Dogmengeschichte I/3a; Friburgo de Br. 1974); B. Vawter, Biblical Inspiration (Filadelfia-Londres 1972); Faith and Order-report: The Authority of the Bible (Lovaina 1971).
En mi primer libro sobre Jesús señalaba cómo el reagrupamiento de los discípulos (comienzo de la formación de la Iglesia), una vez que superaron el pánico tras el apresamiento y la muerte del Maestro, la experiencia pascual y el envío del Espíritu son sólo aspectos distintos de un único acontecimiento salvífico en el que los discípulos experimentaron a Jesús como el Resucitado que estaba en medio de ellos. El «movimiento de Jesús», iniciado durante su vida, entró así en nuestra historia definitivamente como movimiento de Cristo. Este movimiento no cesa de contar por todas partes lo que Jesús hizo, lo que le ocurrió, lo que ocurre al movimiento mismo y lo que puede ocurrir a todos los que escuchen tal historia. En esto consistía su buena noticia para los hombres. Lo que los discípulos vivieron con Jesús es el punto de arranque de un movimiento religioso y, por tanto, la fundación efectiva de la Iglesia. El encuentro con sus dirigentes era un eco de lo que Jesús mismo fue, hizo y dijo. Lo que había animado a Jesús comenzó a animarles, por amor a Jesús, también a ellos; el mensaje estaba respaldado por unos hombres. El movimiento y su gobierno estaban sujetos a la única norma de Jesús de Nazaret. Esta referencia religiosa al Jesús histórico era esencial. Los relatos de este movimiento cristiano, que iba formando en numerosos lugares grupos de adeptos, cristalizaron poco a poco en determinadas tradiciones y modelos. Tras varias generaciones de vida cristiana, de praxis y reflexión, había surgido toda una literatura cristiana, en la que se inter-
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pretaba la experiencia cristiana a la luz del Tenak, la Biblia de los primeros cristianos, que posteriormente, sobre la base de la novedad experimentada en Jesús, recibiría el nombre de «Antiguo Testamento», constituyendo una parte esencial de la Biblia cristiana. En aquella literatura cristiana se narraba, de formas diversas y a veces divergentes, lo que había acontecido a Jesús y a sus discípulos. Debido a la variedad y a las diferencias cada vez más notables que se observaban en tales escritos, en los que, a juicio de algunos, habían surgido también desviaciones respecto al anuncio original de Cristo, se llegó a preguntar en cuáles de todos aquellos escritos se podía reconocer plena y auténticamente el movimiento cristiano. De hecho, las generaciones posteriores no tuvieron ya ocasión de conocer históricamente a Jesús. Algunos de estos escritos, en los que se daba testimonio de Jesús y su «comunidad», eran empleados en el culto de muchos grupos cristianos. Sin embargo, había notables divergencias entre las diversas comunidades cristianas: aunque estaban de acuerdo con respecto a muchos escritos, algunas se negaban a utilizar en sus reuniones litúrgicas ciertos textos que otras tenían en gran estima. En un largo proceso de maduración, y contando con una crítica recíproca, de toda una gama de literatura cristiana se escogieron determinados textos, que los cristianos reconocieron como «Sagrada Escritura» (junto con su Biblia judía o grecizada). Bajo el impulso del Jesús histórico, interpretado a la luz del Tenak, una serie de libros cristianos fueron considerados «Escritura»: el Nuevo Testamento como parte de la Sagrada Escritura (si bien no había acuerdo entre los judíos de la época de Jesús sobre los escritos que eran graphé o pertenecían al Tenak). En otras palabras: los escritos elegidos fueron «canonizados» como norma para la transmisión de la historia de Jesús. En esa base se apoyaban las numerosas comunidades cristianas diseminadas por el mundo antiguo para considerarse «la única Iglesia universal o católica de Cristo». Así se alcanzó una identidad de grupo normativa y clara que en adelante tendría como fundamento esta literatura canónica aceptada (no sin numerosas controversias) por todas las Iglesias cristianas*. 56 Canon (cf. también H. Beyer, kanon, en ThWNT III, 600-606); este término griego es una palabra tomada del semítico qane, que significa «caña, vara (utilizada para medir), bastón, estaca», y de ahí «medida, regla». Los LXX nunca traducen este término como kanon (lo encontramos, en cambio, en 4 Mac 7,21). El griego kanon significa regla, instrucción o ley y, por tanto, pauta, norma o criterio. Así, los gramáticos alejandrinos redactaron un canon de autores cuyo griego servía de norma. Sin embargo, dado que, según la mentalidad griega, el bien y la belleza están en la misma línea (kalokagathia), «canon» significa también la ley moral y el ideal de vida. Este significado se encuentra asimismo en los filósofos: filosofar quiere decir «establecer normas o cánones» (Epicteto, Diss. II, 11-24). En el Nuevo Testamento, kanon aparece en Gal 6,15-16 y 2 Cor 10,13-16 (tres veces). En la segunda carta a los Corintios, canon o norma son Cristo y el «apostolado». En la Iglesia primitiva, «canon» se emplea para afirmar la unidad, incluso externa, de las numerosas comunidades cristianas extendidas por el mundo; los libros del Nuevo Testamento se convierten así en la pauta de la única Ecclesia catholica ortodoxa. La Escritura es
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El punto de partida del movimiento cristiano lo constituían, en un conjunto inextricable, el ofrecimiento de salvación por parte de Jesús y la respuesta cristiana de fe. Y así como la presencia viva de Jesucristo resucitado entre los suyos en la tierra fue el comienzo y el estímulo permanente del movimiento cristiano, así algunos textos cristianos, debido a su contenido, fueron elevados al rango de norma canónica, al tiempo que las numerosas comunidades de fe, identificándose con tales textos, se consolidaban en una mutua identidad de grupo, claramente reconocible para todos los creyentes. El movimiento cristiano se reconoce plenamente en el contenido de esos escritos. De igual modo que el comienzo del movimiento cristiano fue obra de la comunidad y de sus dirigentes, así también la posterior consolidación de tal identidad fue, históricamente, obra de la comunidad y de sus dirigentes, mediante el reconocimiento conjunto del valor canónico de determinados textos doctrínales, que, utilizados oficialmente desde hacía largo tiempo por las comunidades cristianas en su liturgia, fueron confirmados después por la jerarquía de la Iglesia como los únicos oficiales. Esta confirmación global tuvo lugar en la segunda mitad del siglo IV. En Oriente se impuso la autoridad de Atanasio; las Iglesias africanas fijaron su postura en los sínodos celebrados a finales del siglo iv y principios del V; Occidente siguió la autoridad de Agustín (en cualquier caso, estas resoluciones episcopales o sinodales son una ratificación de tradiciones mucho más antiguas, y las Iglesias cristianas siguen empeñadas en una discusión que ha llevado al concepto, aún vigente en la actualidad, de escritos «protocanónicos» y «deuterocanónicos»).
asegurada institucionalmente frente a cualquier posible distorsión o falsificación en el transcurso del tiempo. Recibe una ratificación oficial. En su origen, este reconocimiento general, históricamente espontáneo y necesario (si bien hubo controversias en algunos casos marginales) no supuso ningún extrañamiento. Al contrario, el proceso de canonización respondía a la creciente concienciación de un movimiento esencialmente «evangélico» que, en su expansión, no habría sido capaz de mantener su autenticidad e identidad sin fijar al menos unas reglas fundamentales e introducir una serie de elementos institucionales. Para los miembros del movimiento cristiano, la normatividad canónica de estos textos no significaba una coerción confesional ni tampoco una prohibición formal de toda crítica y hermenéutica. Dentro de esta literatura, llamada ahora «neotestamentaria», se da incluso una crítica recíproca (cf. la segunda parte del libro). Existencialmente, aquellas comunidades no podían actuar de otra forma; se trataba de identificarse en concreto con tales textos. Y, de hecho, se identificaron plenamente con estos modelos cristianos y no con otros (aunque muchos cristianos leyeran con agrado literatura cristiana no canónica). Para unos cristianos que habían promovido esta institucionalización y se habían reconocido en ella no había graves problemas. Estos surgen cuando tal «institución» es transmitida a las nuevas generaciones cristianas, que no han vivido el nacimiento de la «Escritura canónica». Entonces la «institución» tiene que ser legitimada; necesita una explicación y una justificación. No porque haya perdido eficacia —las instituciones tienden a consolidarse—, sino porque el significado y la naturaleza de la institución elegida son para las generaciones posteriores una «entidad histórica»; aquello se presenta a las nuevas generaciones como tradición (y no primariamente como expresión de una experiencia propia). En cuanto testimonio de unas experiencias propias, la Escritura es un ofrecimiento, una posibilidad de experiencias abierta a otros. Pero, en cuanto institución histórica, se presenta a las nuevas generaciones como una exigencia fundada en la autoridad, desvinculada ya, al menos directamente, del proceso de experiencia personal. Institucionalmente, la autoridad es, por así decirlo, anterior a la experiencia de fe de los creyentes posteriores. En otras palabras: la autoridad no se revela en la definición de la propia experiencia interpretativa; tiene una precedencia «jurídica», si bien ésta no es más que la expresión institucional de la autoridad que se había manifestado en las experiencias cristianas precedentes. En la fase de formación del canon, la autoridad de la Escritura no es realmente jurídica o formal (una autoridad desde fuera). Al principio, estos escritos no fueron considerados como lo serían después, debido precisamente a la fijación institucional del canon; más tarde se dirá que la Sagrada Escritura del Nuevo Testamento tiene autoridad, porque está inspirada por Dios. Pero al principio el planteamiento era muy distinto. Un grupo religioso, los cristianos, cautivados por Jesús, que para ellos era la salvación procedente de Dios, habían reconocido su identidad en unos escritos inspirados que recogían las experiencias de otros cristianos dentro de una tradición cristiana en formación y de una regula fidei o norma de fe ya exis-
La lógica inmanente de una identidad de grupo conseguida a través de unos escritos canónicos tiene, desde el punto de vista sociológico, profundas consecuencias. En efecto, estos escritos, mediante su canonización, adquieren, no sólo por su contenido inspirado, sino más allá del mismo, un significado nuevo, institucional y, por consiguiente, social dentro de la comunidad. Desde un punto de vista institucional, los textos definen la identidad cristiana del grupo. En lo sucesivo, en virtud de su canonización oficial, serán más vinculantes precisamente porque el grupo y sus dirigentes les reconocen un valor normativo social. Debido a su canonización o elevación al rango de norma del evangelio cristiano y de la vida según el evangelio de Cristo, estos textos se caracterizan por el hecho de que el proceso de formación a través del cual unos hombres se vinculan al mensaje evangélico y a su praxis consiguiente se convierte en un proceso a través del cual los creyentes se integran pedagógica, ética y socialmente en un grupo social que determina su propia identidad a partir de la relación con tales textos. La canonizado:! de los documentos originarios de la fe es también una primera institucionalización del mensaje cristiano o de la verdad liberadora del movimiento cristiano, el cual consolida y garantiza así su identidad de grupo. La verdadera historia de Jesús queda el «canon de la verdad», «canon de la fe» (regula fidei) y «canon de la Iglesia» (la Iglesia como canon). Los escritos extracanónicos se leían también (sobre todo entre los catecúmenos), pero no dentro del culto litúrgico.
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tente: las líneas fundamentales de lo que sería el símbolo de fe. En el desarrollo de su identidad cristiana los habría ayudado también la lectura litúrgica de tales escritos. Para ellos, esta literatura tenía autoridad en un plano existencial, de contenido; era la expresión de su visión de Jesús y de su identidad cristiana. Aquellos cristianos, en fin, podían formular esta autoridad existencial en un lenguaje de fe y decir: «Estos escritos han sido inspirados por Dios», de igual modo que todo el movimiento cristiano había encontrado su origen y su inspiración en Jesús, el enviado de Dios. Pero lo primero no fue la autoridad formal, sino el acontecimiento de una nueva experiencia de salvación, narrado en unos textos cuyo sentido evocador o impulsivo se había experimentado, reconocido y afirmado existencialmente. Lo importante era la autoridad de la experiencia misma de Jesús, a la que se reconocía un valor decisivo para la vida de la Iglesia; ahí es donde se veía un sentido y se hallaba inspiración. La autoridad primigenia de la Biblia reside, pues, en el elemento de revelación que pasa por la experiencia y la interpretación de aquellos primeros cristianos. Una peculiaridad de la comunidad eclesial es que toda ella encontró una expresión auténtica de lo que le había ocurrido en su experiencia cristiana. En otros términos: aquí se hace justicia al elemento de revelación que siempre se nos escapa: aun recurriendo a palabras pobres y humanas, la revelación encuentra un modo de expresarse. La canonización explícita significa además un «consagración institucional» de los textos suscitados por Jesús, unos textos que inspiran y orientan la vida y poseen un atractivo interno. En el plano institucional adquieren (para los cristianos) una autoridad jurídica y formal que puede crear problemas a las generaciones posteriores, dado que no han vivido el proceso de formación del canon. De hecho, la canonización de estos escritos implica una ratificación de la historia de Jesús. En esta ratificación normativa de determinados relatos, que les confiere un carácter oficial —necesidad ineludible de todo movimiento en expansión—, se esconde una primera posibilidad de esclerosis para la historia del Jesús viviente, una historia que deben hacer suya los cristianos de todos los tiempos. Nace el peligro de que las eventuales «remodelaciones» de esa historia se miren, si no como algo imposible, al menos con desconfianza. La identidad dinámica de un grupo puede convertirse en estabilidad social: de ser un movimiento en torno a Jesucristo, el cristianismo puede pasar a ser la religión de un libro, en la que quien establece la orientación de la comunidad de fe no son ya los miembros de la misma con sus dirigentes carismáticos, sino los «escribas». En virtud de esta canonización, las respuestas de fe al ofrecimiento salvífico de Jesús, las respuestas que encontramos en los textos canónicos con cierta variedad, pero también con una unidad de fondo, pueden aparecer como algo independiente, aislado (con el consiguiente peligro de que se lean prescindiendo del contexto literario no canónico en que nacieron). Con el tiempo, todo esto puede hacer creer que el tema de Jesús, tan rico e inagotable, no admite otra respuesta de fe que la que hallamos en el Nuevo Testamento. Además se pierde la sensibilidad para las mediaciones
históricas, contingentes, implícitas en las anteriores respuestas de fe y en sus consecuencias éticas, y —lo que es más grave— se puede olvidar la tensión existente entre Jesús y el Nuevo Testamento, con el riesgo de convertirlo en una especie de «libro rojo». La canonización no debe hacernos olvidar que esta literatura ha establecido como modelo únicamente la historia fundamental. Queda abierta la posibilidad de nuevas historias de experiencias cristianas, siempre que éstas sean remodelaciones legítimas de la historia original y se hable en ellas de la persona de Jesús teniendo en cuenta la mediación de otros condicionamientos históricos. En los siglos posteriores a la fijación del canon bíblico, las Iglesias así lo entendieron también, no tomando la Escritura como letra, sino como pneuma: como inspiración y orientación concreta y precisa. Escribieron su historia de Jesús teniendo en cuenta los rasgos de su propio mundo cultural, fieles a la historia primigenia, pero dibujándola, y a veces desdibujándola, de acuerdo con el espíritu de su época. (¿No es eso lo que ha ocurrido a lo largo de los siglos en el terreno artístico con las «imágenes de Cristo»?) 57 . Sin cerrar los ojos ante los peligros reales de una institucionalización de los documentos cristianos origínales, no conviene olvidar que el movimiento cristiano, sin una fijación del canon, se habría volatilizado hace mucho en un eclecticismo o esoterismo, como lo demuestran algunos claros ejemplos de escritos cristianos extracanónicos de la Antigüedad. No se puede hacer de Jesús cualquier cosa cuando el momento de la revelación no confirma precisamente nuestros proyectos e ideas, sino que se resiste a todos nuestros planes. No obstante, debemos admitir que los límites entre lo que la Iglesia incipiente llama «Nuevo Testamento» (como libro) y otros escritos de la Antigüedad cristiana son, en ciertos casos, vagos y poco precisos. Desde el punto de vista de la literatura cristiana, se puede decir que la Iglesia primitiva supo resolver la cuestión con gran acierto. Para quienes ven en la Iglesia «la comunidad de Dios» —los cristianos—, esta Biblia es un fragmento de gracia; o, dicho en lenguaje religioso, encuentra su inspiración en Dios, al igual que Jesús y su comunidad. Así, pues, la unidad y tensión dialéctica entre ia Iglesia como movimiento y la Iglesia como grupo identificado institucionalmente por sus escritos sagrados forma parte de la realidad histórica que podemos llamar de hecho «Iglesia de Cristo». Y es de notar que el término «movimiento» es aplicable tanto a la comunidad de fe como a sus ministros o dirigentes, de igual modo que la «institución» se da en el elemento ministerial y en la comunidad. Teniendo en cuenta la historia de la formación del canon, difícilmente podemos poner lo institucional de la Iglesia exclusivamente del lado del ministerio y el movimiento exclusivamente de parte de la comunidad. La historia nos ensaña que a veces los que se mueven son los ministros, mientras que la comunidad permanece paralizada como grupo establecido; también a veces ocurre lo contrario. 57
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Véase un buen ejemplo de cómo representar hoy a Cristo en G. BiemerR. Russ, Wenn das Antlitz sich vergibt. Christusbilder von Roland Peter Litzenburger (Stuttgart 1975), en especial los temas del «Cristo ecológico» y «el grito por la creación» (pp. 105-106).
PARTIR SOLO DE LA EXPERIENCIA CAPITULO III
UNA FALSA
ALTERNATIVA
Al principio de nuestro análisis sobre la autoridad de las experiencias y del Nuevo Testamento aludíamos a que algunos opinan que la teología debería partir de las experiencias actuales, y no ya de la Escritura y la tradición. Apoyándome en razones antropológicas, hermenéuticas y religiosas, considero que tal postura es una falsa alternativa. 1. Los hombres viven efectivamente en el presente, pero cuentan con un pasado y tienden hacia un futuro. El presente es importante en extremo, debido precisamente a que constituye el punto de intersección entre el pasado y el futuro. Pero el presente no es un punto absoluto de partida; en cuanto presente, supone también una tradición de experiencia. Aun cuando se rechace el propio pasado, colectivo o individual, no se supera ese pasado, que es un fragmento del propio presente oculto. Precisamente cuando esa oposición es más fuerte, el pasado se manifiesta como un presente opresivo. La relación con el futuro, que es determinante para la praxis, y la relación hermenéutica y teórica con el pasado no pueden considerarse en ningún caso como alternativas. La relación con el futuro no es posible sino a través de nuestra relación con el pasado, y viceversa, nuestra relación con el pasado, sea del tipo que sea —tradicional o crítica—, supone ya una decisión sobre el futuro; de ahí que la relación con el pasado no tenga nunca un carácter puramente teórico-hermenéutico. La vinculación de la fe cristiana a la historia pasada de Jesús y del cristianismo no es inconciliable con una orientación teológica hacia el futuro, con tal de que, como he dicho, no se contraponga unilateralmente el futuro al presente y al pasado. Esta rotunda contraposición suele olvidar que una determinada orientación hacia el futuro supone siempre la mediación de unas experiencias actuales y pasadas que nos han sido transmitidas. La importancia que el pasado tiene para cualquier nuevo presente aparece clara en el proceso de la tradición. La eventual repercusión del pasado en el presente depende de la respuesta que demos a la cuestión de hasta qué punto la historia del pasado encierra un futuro que aún no hemos tenido en cuenta, hasta qué punto esa historia es capaz de iluminar la experiencia de un presente posterior en su relación al futuro S8. Con razón J. B. Metz, partiendo de esta correlación hermenéutica, concluye que la pérdida de 38
W. Pannenberg, Teoría de la ciencia y teología, op. cit., 212ss.
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identidad «no puede remediarse mediante una reactualización teórica de las tradiciones cristianas» so. La tarea de la teología cristiana consiste precisamente en establecer una interrelación entre «el análisis del presente» y un análisis de la experiencia histórica de la vida cristiana y de la reflexión hermenéutica sobre tal experiencia, a fin de sacar de ese conjunto una orientación que nos permita vivir como cristianos de modo responsable y abierto al futuro. El presente es, de hecho, la «situación hermenéutica» que vivimos. Pero no podemos considerar ese presente como punto culminante de la historia. El presente tiene también sus presupuestos y zonas oscuras, a la vez que muestra una sensibilidad peculiar que no tuvieron nuestros antepasados. El presente es sin duda una fuente original de nuevas experiencias e ideas en cuanto momento de una nueva praxis. PeTo también en este punto puede ser unilateral. La actualidad, en cuanto tal, no puede ser un criterio, una norma para juzgar de todo. Nuestra experiencia actual está «situada» y es tan limitada como la de cualquier hombre a lo largo de la historia. No obstante, constituye el horizonte dentro del cual pensamos, experimentamos e interpretamos todas las cosas. Es necesario analizar e interpretar ese presente si queremos armarnos de la fuerza crítica que nos permita oponernos a ciertos presupuestos de nuestro tiempo que se consideran evidentes. En mi opinión, el primer requisito —aun en el caso de que se adopte una actitud de oposición— es no negar la solidaridad con el propio pasado, sino reconocerla. Rechazar radicalmente el pasado tiene como consecuencia una pérdida de identidad, pues el rechazo radical no es una liquidación del pasado; el modo más seguro de convertirse en víctima del propio pasado es negarlo o ignorarlo. Es preciso, además, comprender la verdad originaria de las instituciones y tradiciones, sobre todo cuando nos resulten extrañas. Por regla general, al principio no eran represivas u opresivas; se hicieron tales después, cuando cambiaron los tiempos. Casi siempre nacieron como instrumento para liberar y proteger a los débiles. Por ello es necesario indagar desde cuándo y por qué una institución o tradición se convirtió en absurda, esclerótica y opresiva. Jacques Ellul M ha mostrado históricamente que, por ejemplo, las leyes positivas fueron creadas en realidad por las clases dominantes, pero rara vez fueron decretadas para favorecer la posición de dominio de tales clases; al contrario, su objetivo originario era frenar palmo a palmo el poder de la clase dominante y evitar la arbitrariedad. 59
J. B. Metz, «El procedimiento hermenéutico es un procedimiento que en cuanto tal dice relación a la praxis, en la medida en que trata de clarificar no sólo las condiciones y el horizonte de comprensión dentro de un contexto determinado de conocimiento y de acción, sino también el problema del cambio de tales condiciones y horizontes» («Politische Theologie» in der Diskussion, ed. H. Peukert [MagunciaMunich 1970] 80); tampoco W. Pannenberg (op. cit., 109-110 y 202-204) considera el hecho hermenéutico como algo puramente contemplativo. ™ J. Ellul, Aliénation et temporalité dans le Droit, en Temporalité et aliénation (Cahiers Castelli; París 1975) 191-205. 5
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«ROMANTICISMO DE LOS ORÍGENES»
En sus orígenes hay una especie de autolimitación, aunque no debida a propósitos altruistas, sino simplemente como exigencia del grupo para poder subsistir. Sólo posteriormente, al cambiar las relaciones, las leyes (mantenidas como inmutables) adquieren con frecuencia un significado reaccionario. Por lo demás, la afirmación de que la ley —como tipo de la «institución»— sirvió originariamente para consolidar el poder de la clase dominante es una tesis más positivista que marxista61. La máxima alienación consiste precisamente en no tener leyes; entonces surge el caos del poder de los más fuertes. Todo esto quiere decir que la alienación nace cuando se atribuye a unas leyes hechas en el pasado un peso supratemporal. Esas leyes son las que critica Karl Marx: tras la máscara de «valores absolutos», están al servicio de los fuertes y poderosos. Para superar el pasado hay que conocerlo. En este sentido, la ciencia histórica es una catarsis 62 , una liberación de lo que sociológicamente está inconsciente en nosotros, pues nuestro origen nos permanece oculto. Por esta razón, un enraÍ2amiento creativo en el propio pasado es presupuesto de un nuevo futuro. 2. Por otra parte, desde un punto de vista hermenéutico, está igualmente fuera de lugar lo que llamaríamos un «romanticismo de los orígenes». A menudo se juega con el término primum o principium en su doble acepción de comienzo y principio (norma); entonces resulta que el origen es la norma que preside todo, la «esencia» de un movimiento, tradición o institución: norma normans, non normata. También ahí hay un fondo de verdad 63 . Cuando se trata de un movimiento histórico, el origen tiene, de hecho, carácter normativo. Sin embargo, en este punto debemos tener en cuenta muchas implicaciones hermenéuticas. Ninguna época, ni siquiera la de los orígenes, se puede absolutizar al margen de la historia otorgándole una normatividad exclusiva. Por lo demás, el comienzo, considerado como canon o norma, nunca ha sido un problema en los orígenes, sino en fases ulteriores. Las preguntas sobre el carácter normativo de los comienzos están siempre condicionadas por el horizonte histórico, posterior de quien las formula. Ni Pablo ni los evangelistas consideraron sus propíos escritos como graphé o Sagrada Escritura; esto lo harían las generaciones posteriores, no las iniciales, cuando existe una larga tradición cristiana en la que se dan diferentes opiniones (igualmente, los libros de K. Marx no se convierten en «canon» hasta que se consolida el partido comunista). Sólo entonces el período inicial se convierte globalmente en norma (aunque con cierta selectividad), y una determinada tradición teológica habla incluso del «final de la revelación con la muerte del último apóstol». Al parecer se trata de un fenómeno sociológico propio de casi todos los grupos con identidad propia (también para algunos marxistas ortodoxos la «revelación marxista» concluye con las obras de Engels y Lenin; cualquier
«revisionismo» es una traición). Cuando se intenta una interpretación actualizadora —llamada por otros «reformista»— del patrimonio antiguo surgen siempre «comunidades separatistas». Esto indica que cualquier recurso a las fuentes o al origen se mueve en un círculo hermenéutico, en el que el presente y lo que está entre el pasado y el presente (toda la tradición cristiana) tienen ya una función de mediación. Cuando intentamos someter el presente a la crítica de los orígenes, quedamos «desconcertados». No podemos descalificar a priori el período intermedio entre ambos —la tradición— como una apostasía (a partir de A. Harnack, el fenómeno se da sobre todo entre los teólogos protestantes); pero tampoco podemos legitimar a priori la tradición (como hacen con frecuencia ciertos teólogos católicos). En cualquier caso, no podemos pasar por alto el período intermedio entre los orígenes y el presente, ya que así no conseguiríamos ver las condiciones que en cada época, incluida la de los orígenes, hacen posible una comprensión correcta de la verdad de los orígenes cristianos. La idealización de los orígenes denota en muchas ocasiones un dualismo hermenéutico: un núcleo o esencia y un revestimiento o forma histórica. Pero también en la fase de los orígenes o comienzos del cristianismo se da una mediación de fe y condicionamientos históricos. Para resolver nuestros problemas no basta determinar exegéticamente, por ejemplo, cómo funciona en la Iglesia primitiva el ordenamiento eclesial. Es claro que nuestro planteamiento nos remite también a la mediación de los orígenes desde el momento en que pensamos que éstos se hallan condicionados históricamente. Lo que en el pasado fue una estructura legítima de la Iglesia (teniendo en cuenta los condicionamientos históricos) puede llegar a parecer, en otras circunstancias sociales, una estructura ilegítima, cristianamente desfavorable o inconveniente. Ya no sería un despliegue válido de los orígenes. Por tanto, no cabe más que una justificación bíblica indirecta, que tenga en cuenta las mediaciones históricas: en cualquier época, las experiencias sobre el mundo y el hombre y las estructuras sociopolíticas vigentes en ese momento influyen en la figura concreta que asumen la fe y la Iglesia. ¿Qué razón hay para que los cristianos no hagamos hoy lo que siempre ha hecho la Iglesia? Ni las antiguas estructuras de la Iglesia ni nuestra exigencia de reforma estructural de la misma pueden fundamentarse directamente en la Biblia; por tanto, no podemos absolutizarlas. Diríamos incluso que, por ser lo religioso una dimensión del conjunto de la cultura, toda religión (también el cristianismo) es al mismo tiempo liberadora y alienante. En nuestro mundo no existe una Iglesia exclusivamente de santos y «puros»; para el catolicismo eso sería incluso una «herejía». Pero, por esta misma razón, la teología debe estar en constante alerta para ver hasta qué punto la religión sabe mantener la tensión crítica con la cultura total en que vive. Es una situación cargada de peligros y riesgos; sin embargo, ninguna religión puede sustraerse a ellos, a no ser que se convierta en un ghetto ajeno al mundo y sin eficacia en nuestra historia. Lo dicho prueba suficientemente que es una falsa alternativa preguntar si debemos partir de la Escritura y la tradición o de nuestras experiencias
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L. Dumont, Homo hierarchicus (París 1967). H. Marrou, De la connaissance historique (París 31958) 233-234. W. Dupré, Anfang, en Handbuch philosopbischer Grundbegriffe I (Munich 1973)^9-90; P. Levert, L'idée de commencemcnt (París'1961). 62
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NT Y «EXPERIENCIAS ACTUALES»
actuales. Presente y pasado no son «dos cosas» yuxtapuestas. El mensaje neotestamentario y nuestras vivencias actuales no son en realidad dos cosas yuxtapuestas o contrapuestas. Están en mutuo contacto. Este mensaje se halla presente entre nosotros aquí y ahora, al menos en forma de pretensión eclesial. Cuando hablamos de dificultades de comunicación entre la Biblia y nuestro tiempo actual, nos hallamos ante el problema de que la Iglesia alega hoy, fundándose en el pasado, una pretensión de sentido y verdad. Mientras miremos el pasado como algo que hay que buscar en un punto lejano, apartado de nuestra cultura y de nuestra mentalidad actual, estaremos en un terreno teórico abstracto que sólo admite análisis formales de la estructura hermenéutica de nuestra experiencia. El esquema «presente-pasado» valora en sentido negativo la distancia entre el presente y el pasado: existe una «dificultad de comunicación». Evidentemente, se parte de que tiene que haber una comunicación y una unidad con el pasado. El esquema opera ya con una interpretación. Pero no está claro por qué ese hiato tiene que ser forzosamente negativo. Otros podrían afirmar que el pasado, debido precisamente al presente, debe continuar siendo pasado, algo ya definitivamente superado, y que ei presente es una emancipación del pasado. Pero también en este caso se parte de un presupuesto y una interpretación: de que la influencia del pasado sobre el presente, mediante una comunicación consciente, impide la comunicación en el presente y futuro. En ambos casos es imposible mantener la contraposición abstracta entre presente y pasado; ambas posturas condicionan él presente y el pasado en un sentido positivo o negativo. Todo esto significa que el problema de la comunicación se plantea siempre dentro de un marco interpretativo: a) partiendo de la idea de una emancipación crítica frente a una «prehistoria autoritaria», b) o de la idea de una prehistoria que —de una u otra forma— es normativa para nosotros, c) o bien de la idea de un sentido más profundo que se nos ofrece entre las cosas normales y casuales de la historia. Siempre que se habla, pues, de comunicación se da una interpretación. Con razón habla H. G. Gadamer del papel fundamental —de la primacía— que tiene el lenguaje en nuestro diálogo histórico 64 , y P. Ricoeur afirma que la primera tarea de la reflexión es «acordarse en el lenguaje» 65. Pero no hay que elevar al lenguaje al rango de entidad metafísica: es simplemente un modelo de la realidad. Por tanto, no se puede solucionar hermenéuticamente el problema de la comunicación de una forma puramente teórica. 3. Existe, en fin, un motivo religioso para afirmar que la contraposición entre «Nuevo Testamento» y «experiencias actuales» es una abstracción. El precedente análisis de la relación existente entre revelación y experiencia ha demostrado que la religión necesita del mundo para ser ella misma y que el mundo precisa de la religión para mantenerse vitalmente atento a los presupuestos de su propia racionalidad que superan a la razón.
Hemos dicho que los enunciados teológicos sobre Dios están sujetos a la mediación de los enunciados antropológicos (en cuanto que son momentos de la experiencia humana). La historia humana ya se había iniciado cuando Jesús entró en ella, y sigue su marcha con o sin Jesús. El símbolo fundamental o la manifestación de Dios es la realidad mundana del hombre y su historia dentro de la naturaleza. La experiencia religiosa coincide con una determinada interpretación del hombre y del mundo. El lenguaje religioso está esencialmente unido a la posibilidad de dar una expresión religiosa a nuestras experiencias del mundo. Esta hermenéutica fundamental del hombre y del mundo sigue siendo la raíz de una interpretación específicamente cristiana del Nuevo Testamento y de la gran tradición bíblica del cristianismo. A la luz de Jesucristo, el propio evangelio es una hermenéutica de las experiencias fundamentales del hombre. Lo que nos interpela en Jesús es su humanidad: ella abre nuestras posibilidades más profundas, y en ella se expresa Dios. La revelación divina llevada a cabo en Jesús nos remite al misterio del hombre. Por tal motivo es imposible e inútil pretender que los hombres acepten la revelación cristiana antes de que hayan aprendido a experimentarla como la definición de su propia vida. Pretenderlo va contra la estructura de la revelación. Es esencial, por tanto, un continuo movimiento pendular entre la interpretación bíblica de Jesús y la interpretación de nuestras experiencias actuales. No se puede comenzar con un extremo prescindiendo del otro so pena de fracaso (para el cristiano) en la interpretación de la Biblia y en la de las propias experiencias. Precisamente el Nuevo Testamento y su «historia efectiva» nos ayudan a comprender nuestras experiencias en su carácter de actualización del recuerdo escatológico de Jesucristo o a rechazarlas como una fantasmagoría. Se puede «partir» de un análisis crítico de las experiencias actuales para juzgarlas después a la luz del evangelio (que en todo caso será preciso conocer). Se puede partir asimismo de un análisis exegético de la Escritura y de la tradición, siempre dentro del propio contexto sociocultural, para después relacionar el mensaje encerrado en ellas con nuestras experiencias actuales (pero la formulación de tal mensaje nos resultará extraña mientras no consigamos expresarlo en términos de experiencias actuales; por supuesto, interpretadas críticamente). La contraposición entre ambos puntos de partida es, por tanto, un falso dilema. Ninguno de los dos puede prescindir del otro: la revelación se realiza en experiencias. La escucha actual de la revelación cristiana se realiza en las experiencias interpretativas actuales (con la mediación del anuncio vivo de la Iglesia).
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H. G. Gadamer, Wabrheit und Methode, op. cit., 361-414. P. Ricoeur, Finitude et culpabilhc (París 1960) II/2, 142.
Por lo que se refiere al problema de la relación existente entre revelación y experiencia, lo dicho hasta aquí muestra que en ningún caso podremos avanzar con un análisis «puramente teológico» de los documentos neotestamentarios y eclesiales ni con un recurso adialéctico a la experiencia humana. Se necesita lo siguiente: a) Un estudio de los motivos que han dado lugar a determinada articulación o desarrollo de la fe en la vida de la Iglesia primitiva y posterior. Aunque tales motivos no sean decisivos,
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NT Y «EXPERIENCIAS ACTUALES»
nos permiten entender mejor los argumentos empleados y valorar indirectamente el resultado final, b) Un análisis de las razones en que se apoyan, por ejemplo, los argumentos de las cartas a los Colosenses y a los Efesios frente a las cartas auténticas del apóstol Pablo y a cuya luz pueden sacarse algunas conclusiones. Se trata, pues, de ver por qué las cartas deuteropaulinas, por ejemplo, rechacen ciertas interpretaciones alternativas en su polémica contra las tendencias presentes en algunas Iglesias. De hecho, fueron decisiones históricas. Rechazar, en un momento dado, una de las alternativas históricamente posibles puede significar una renuncia al sentido del impulso cristiano originario, c) Hay que explorar el camino a través del cual se han ido expresando las nuevas visiones de fe e investigar cómo estas nuevas visiones se han integrado en las anteriores: ¿ha sido por simple adición o por actualización de la fe recibida? d) Este triple estudio debe ir acompañado por la investigación de las mediaciones histórico-sociales y políticas. ¿Por qué, por ejemplo, los primeros cristianos adoptan una postura de lealtad frente a las fuerzas romanas de ocupación? ¿Es una consecuencia interna de su concepción de la gracia —normativa para todos los cristianos— o una postura prudente, condicionada por las circunstancias históricas, que permitió proclamar el evangelio en una situación opresiva? e) Sólo raras veces será posible realizar un estudio del carácter de un autor neotestamentario. Sin embargo, a juzgar por sus cartas auténticas, Pablo es un individuo difícil y agresivo, de carácter extremista, que no sólo había perseguido cruentamente a los cristianos, sino que tras su conversión al cristianismo se distingue por sus constantes reacciones agresivas frente a sus adversarios y por las divergencias que tiene con casi todos sus colaboradores (Marcos, Apolo, Bernabé, Lucas... Pedro). Su concepción exclusiva, casi agresiva, de la gracia tiene también que ver con su carácter: en sus cartas no hay más que una norma, Jesucristo, pero es el «Cristo de Pablo», su evangelio (Gal 1,8; 1 Cor 4,15; Gal 5,10; cf. 1 Cor 1, 12-13). En la tradición neotestamentaria de la fe, la revelación de Dios está siempre sujeta a la mediación de signos humanos, como es el lenguaje, en el que entra todo lo que es propio del hombre: su experiencia, formación, educación, su estilo y forma, toda su personalidad. El hecho de que los rasgos caracterológicos —«normales» o «anormales»— de cada autor neotestamentario hayan dejado su huella en los diversos escritos forma parte del carácter profundamente humano de la revelación de Dios, la cual nada tiene que ver con un juego de manos.
rada. «Mis planes no son vuestros planes» (Is 55,8). Los profetas sabían esto no por una especie de conexión telegráfica especial con el cielo, sino por su propia experiencia religiosa interpretada. Si en este libro parto de la historia neotestamentaria, en la que unos cristianos articularon su experiencia de la gracia, este punto de partida teológico no está en contradicción con un punto de partida desde el «otro extremo», desde nuestras experiencias actuales. Además, nos encontramos frente al hecho incontrovertible de que Jesús de Nazaret apareció en nuestra historia y dio lugar a una historia increíble: de libetación para muchos hombres, pero también de esclavitud para otros. De cualquier forma, el cristianismo es una parte de nuestras experiencias actuales. Este efecto positivo y negativo de Jesús, al que los cristianos llaman Cristo, es un dato insoslayable tanto para el cristiano como para el no cristiano: constituye nuestra prehistoria y la de todos los que de algún modo han entrado en contacto con el cristianismo, a través de las Iglesias cristianas o de la cultura occidental influida por el cristianismo, lo cual constituye una dimensión —quizá oculta— de su propio presente. El hecho de que otras personas puedan decir algo similar basándose en su propia tradición religiosa —religiosidad judía, budismo, hinduismo, Islam— es un motivo más para meditar sobre el significado de nuestras propias pretensiones cristianas. Los cristianos están convencidos de poseer un mensaje destinado a todos los hombres, pero esto no significa que tengan el monopolio de la verdad.
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Así, pues, en la dimensión de una historia totalmente humana, la revelación es para el creyente una obra de Dios experimentada por el mismo creyente, interpretada en lenguaje religioso y, por tanto, expresada de un modo humano. En este complejo contexto, el momento de revelación que penetra todo con su autoridad no es el acto de la experiencia interpretativa, sino lo que en ella se experimenta. El análisis realizado a lo largo de estos tres capítulos nos lleva a concluir que en nuestras experiencias humanas podemos experimentar algo que supera nuestra experiencia y que se presenta én ella como gracia inespe-
SEGUNDA PARTE
LA EXPERIENCIA DE LA GRACIA EN EL NUEVO TESTAMENTO
JUSTIFICACIÓN METODOLÓGICA
Dentro del Nuevo Testamento, la palabra «gracia» (charis) no aparece en el Evangelio de Marcos, que tampoco emplea el término griego afín eleots (misericordia otorgada por gracia), usado por los LXX. Mateo emplea tres veces la palabra eleos, pero nunca charis. En el Evangelio de Juan no aparece el término «gracia» (ni charis ni eleos), excepto cuatro veces charis en el prólogo (muy probablemente, el término existía ya en el himno tradicional que Juan integra orgánicamente en su evangelio, modificándolo de acuerdo con su propio estilo). Tampoco aparece en la primera ni en el segunda carta de Juan. Encontramos la palabra charis en la primera carta a los Tesalonicenses y en la carta a los Filipenses, pero sólo en las fórmulas tradicionales de saludo. Lucas la emplea con más frecuencia (ocho veces, más siete el término eleos; y diecisiete en los Hechos de los Apóstoles), pero por lo general no en un sentido teológico (excepto eleos, donde Lucas sigue a los LXX). Sorprende, pues, que en el corpus paulino aparezca charis unas cien veces, de ellas unas sesenta en las cartas auténticas de Pablo '. Los datos estadísticos no dicen de por sí mucho, y a veces nada. Pero invitan a reflexionar. En cualquier caso, de estos datos estadísticos2 se desprende —teniendo en cuenta el contenido de charis en los diversos contextos— que el empleo teológico explícito de charis en el Nuevo Testamento corresponde casi exclusivamente a Pablo y a su escuela. Esto no quiere decir que Pablo nos ofrezca una «teología de la gracia», ni que una teología de este tipo no exista en otros lugares del Nuevo Testamento, ni —menos todavía— que los restantes escritos no conozcan la realidad que Pablo designa como gracia. Sin embargo, se observa que Pablo utiliza con frecuencia en su vocabulario personal el término charis; esto sugiere que la palabra se asocia en él a temas típicamente paulinos (dentro del Nuevo 1 Relación de los pasajes en que aparece charis en el Nuevo Testamento: a) Corpus paulino: Rom 1,5; 1,7b; 3,24; 4,4; 4,16; 5,2; 5,15a y 15b; 5,17; 5,20; 5,21; 6,1; 6,14; 6,15; 6,17; 7,25; 11,5; 11,6; 12,3; 12,6; 15,15; 16,20; 1 Cor 1,3; 1,4; 3,10; 10,30; 15,10; 15,57; 16,3; 16,23; 2 Cor 1,2; 1,12, 1,15; 2,14; 4,15; 6,1; 8,1.4.6.7.9.16.19; 9,8; 9,14; 9,15; 12,9; 13,13; Gal 1,3; 1,6; 1,15; 2,9; 2,21; 3,19 (preposición); 5,4; 6,18; Flp 1,2; 1,7; 4,23; 1 Tes 1,1 y 5,28; 2 Tes 1,2; 1,12; 2,16; 2,18; Ef 1,2; 1,6; 1,7; 2,5; 2,7; 2,8; 3,2; 3,7; 4,7; 4,29; 6,24 (3,1 y 3,14: preposición); Col 1,2; 1,6; 3,16; 4,18; 1 Tim 1,2; 1,12; 1,14; 5,14 (preposición); 6,21; 2 Tim 1,2; 1,3; 1,9; 1,10; 2,1; 4,22; Tit 1,4; 2,11; 3,7; 3,15 (1,5 y 11,11: preposición); Flm 3 y 25. b) Resto del Nuevo Testamento: Le 1,30; 2,40; 2,52; 4,22; 6,3234; 7,47 (preposición); 17,9; Hch 2,47; 4,33; 6,8; 7,10; 7,46; 10,45; 11,23; 13,43; 14,3; 14,26; 15,11; 18,27; 20,24; 20,32; 24,27; 25,3; 25,9; Jn 1, 14-17; Heb 2,9; 4,16; 10,29; 12,15; 12,28; 13,9; 13,25; Sant 4,6; 1 Pe 1,2; 1,10; 2,19; 3,7; 4,10; 5,10; 5,12; 2 Pe 3,18; 2 Jn 3 (en 1 Jn 3,12, charin es preposición); Jds 4; Ap 1,44; 22,21. 2 Cf. R. Morgenthaler, Statisttk des Neutestamentlichen Wortschatzes (ZurichFrancfort 1958); id., Statistische Synopse (Zurich-Stuttgart 1971); G. Morrish, A Concordance to the Septuagint (Londres 1974).
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JUSTIFICACIÓN
METODOLÓGICA
Testamento), lo cual no quiere decir que sean exclusivamente paulinos, pues pueden recoger una temática intertestamentaria (cf. infra). Si comparamos esta estadística terminológica con la teología de la gracia (charis y grada) de la patrística, vemos que la «gracia» nunca ocupó formalmente el centro de la reflexión teológica hasta las últimas obras de san Agustín en su polémica con Pelagio. Esto no significa que hablar de la gracia equivalga a un enunciado «de segundo orden», es decir, a un enunciado sobre otro enunciado que dice algo distinto. En tal caso, la gracia no sería un dato inmediato de experiencia, sino un enunciado ulterior sobre una determinada experiencia: la experiencia de Jesús como Cristo. La tematización o reflexión posterior sobre la gracia como momento de experiencia es una empresa de segundo orden, una especie de reflexión «objetivante» sobre lo que ya se ha dado en la experiencia. Desde el punto de vista cronológico es una empresa que supone una larga tradición de experiencias de gracia: en la «teología de la gracia» se analiza formalmente un aspecto de la experiencia relativa a la salvación de Dios en Jesús. Según esto, en el Nuevo Testamento hallamos solamente un punto de partida para una teología de la gracia. La experiencia de la gracia no se identifica simplemente con una determinada articulación de la misma, pero el empleo de ciertos términos (por ejemplo, charis, eleos) para expresar tal experiencia es un primer paso que nos encamina a entender mejor lo que el Nuevo Testamento quiere decir con su experiencia cristiana. En la primera parte del libro hemos dicho que se da un influjo mutuo entre la experiencia y la interpretación; el momento interpretativo del lenguaje concreto repercute sobre la propia experiencia. No carece de sentido, pues, que analicemos el léxico de que disponían los autores neotestamentarios para expresar el carácter gracioso de sus experiencias cristianas y veamos en qué dirección el campo semántico de tales términos pudo orientar su interpretación de la experiencia de salvación en Jesucristo. Sin embargo, este influjo no es decisivo, pues su nueva experiencia pudo superar la fuerza y el marco expresivo de las experiencias anteriores. La tradición y la novedad pueden coincidir en la utilización de un mismo término (por ejemplo, charis). Esto constituye a la vez una pauta metodológica, sobre todo porque el Tenak, o Antiguo Testamento, es el contexto más importante para interpretar el Nuevo Testamento. Así, en primer lugar, estudiaremos el significado de charis (gracia) en el lenguaje profano y religioso del helenismo. Pero, como los judíos de habla griega tradujeron al griego los términos que expresaban la concepción hebrea de la gracia, con el consiguiente trasvase de conceptos hebreos a palabras griegas, deberemos estudiar también el concepto que los LXX tenían de la gracia, así como el campo semántico hebreo anterior, el cual tuvo una influencia directa en el nacimiento de la literatura del Nuevo Testamento. Pero como, según hemos visto, esclarecer la estructura formal de la revelación equivale a decir algo sobre su contenido, poco se podrá decir con sentido sobre «la gracia» sin hablar del contenido salvífico que se experimenta como don. El problema de la gracia en el Nuevo Testamento debe proporcionar además una respuesta a la cues-
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METODOLÓGICA
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tión de cómo experimentaron los cristianos del Nuevo Testamento la salvación de Dios en Jesús. Empleando términos tradicionales, el tratado de la gracia es, de hecho, una tematización de segundo orden con respecto a la doctrina sobre la redención, una especie de «formalización» de la misma. Y ésa es la razón de que no queramos disociarlos.
LA ACTIVIDAD GRACIOSA DE YAHVE SECCIÓN PRIMERA
EL CAMPO SEMÁNTICO
Bibliografía: H. J. Stoebe, hesed (bondad), en Diccionario teológico manual del Antiguo Testamento I (Madrid, Ed. Cristiandad, 1978) 832-861; id., hanan (y hen), ibíd. I, 815-829; H. Wildberger, ""aman ('emet), ibíd. I, 276-319. También los términos correspondientes griegos en ThWNT, espec. charis, IX, 366-377 (W. Zimmerli); eleos, II, 474-483 (R. Bultmann); aletheia, I, 233-237 (G. Quell); hosios, V, 488-492 (F. Hauck); M. Bailly, charis, en Dictionnaire grec-franeais (París 9s. f.) col. 2124 C-2125 B; W. Bauer, Griechisch-Deutsches Worterbuch (Berlín 21952) s.v. charis, col. 1592-1595; H. G. Liddell y R. Scott, charis, en Greek-English Lexicón (Oxford 1966) 1978-1979. Además, F. Asensio, Misericordia et veritas (Roma 1949); Kl. Berger, «Gnade» im frühen Christentum: NTT 27 (1973) 1-25; P. Bonnetain, Gráce, en DBS III, 701-1319; N. Glück, Das Wort Hesed (BZAW 17; Berlín 1927); J. Haspecker, Der Begriff der Gnade im Alten Testament, en 2LThK IV, 977-980; A. Jepsen, Gnade und Barmherzigkeit im Alten Testament: KuD 7 (1961) 261-271; id., ^aman Oemet), en Diccionario teología del Antiguo Testamento (Madrid, Ed. Cristiandad, 1973) 310-343; W. Lofthouse, Cheen and chesed in the Oíd Testament: ZAW 51 (1933) 29-35; U. Masing, Der Begriff Chesed im alttestamentlichen Sprachgebrauch (Hom. I. Kopp; 1954) 27-63; D. Michel, Aemaet. Untersuchung über «Wahrheit» im Hebr.: «Archiv für Begriffsgeschichte» 12 (1968) 30-57; J. Montgomery, Hebrew hesed and Greek charis: HThR 32 (1939) 97-102; G. Morrish, A Concordance to the Septuagint (Londres 1974); H. Rowley, The Biblical Doctrine of Election (Londres 1950); H. Stoebe, Die Bedeutung des Wortes Haesaed im Alten Testament: VT 2 (1952) 244-254; Th. Vriezen, Geloven en vertrouwen (Nijkerk 1957); G. Wetter, Charis (UNT 5; Leipzig 1913); J. Wobbe, Der Charisgedanke bei Paulus (NTAbh 13/3; Münster 1932).
CAPITULO PRIMERO
NOCIÓN
DE GRACIA
EN EL
TENAR
I LA ACTIVIDAD GRACIOSA DE YAHVE
1.
Hanan: entregarse con amor
Entre los teólogos (exegetas) que estudian el significado semántico de los términos hebreos existen varias interpretaciones. Para verlo, basta
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comparar los estudios sobre hanan y hen de W. Zimmerli, A. Jepsen y H. J. Stoebe en los distintos diccionarios teológicos. Es lo que sucede sobre todo cuando el significado etimológico de una palabra es desconocido o incierto, ya que entonces el contexto en que se halla tal palabra tiene una importancia fundamental para determinar su significado básico. Además, el significado peculiar de un término en un texto está condicionado formalmente por su contexto. Entonces la interpretación teológica —que a menudo depende de motivos confesionales, especialmente cuando se toca la teología de la gracia— ejerce una gran influencia. Esta reserva vale también para el análisis que sigue. El significado de la raíz hnn (hanan) es «ser benigno, compadecerse de alguien». Lo que aquí destaca no es tanto la idea de inclinarse hacia alguien con una especie de condescendencia (de todas formas es algo que se sigue debatiendo entre los especialistas) cuanto la ida de dedicarse, aproximarse a una persona, de modo que esta dedicación no significa sólo ni preferentemente un sentimiento interior, sino una acción determinada en la que se concreta la aproximación benevolente. Lo que sobre todo cuenta en hanan (a diferencia de la charis griega) es la dedicación al prójimo. El mundo hebreo no conoce el dualismo entre un sentimiento interior que luego se expresa externamente en actos de benevolencia. La gracia (hanan) es la benevolencia que se expresa en un don o regalo. Yahvé es misericordioso con Jacob en el don de sus hijos (Gn 33,5). El don de la tora es el favor de Dios (Sal 119,29). No hay, por tanto, dualismo alguno entre la actitud interior, o benevolencia de gracia, y los dones o regalos externos. El mismo don es la entrega de una persona a su prójimo. Se puede decir que «lo que importa son las cosas pequeñas», no sólo el sentimiento interior. La palabra hanan (ir al encuentro de alguien con benevolencia) no tiene primariamente un sentido religioso. El campo semántico del término refleja, ante todo, el trato normal entre los hombres: ahí tiene su contexto existencial. Este concepto de benevolencia presupone en la persona que es objeto de la misma una privación, privación que puede traducirse en una petición suplicante, hasta el punto de que hanan es sustituido a veces por otra palabra hebrea que significa «responder» Canah). La persona privada de algo —o de todo— recibe algo gracias a la benevolencia de otra persona, lo que implícitamente quiere decir que el bienhechor, al dar, se entrega al otro de corazón, con una solicitud que es a la vez respuesta a la privación suplicante de ese otro. Gracia, en el sentido del verbo hanan, significa, por tanto, una solicitud cordial de una persona hacia otra, al menos como respuesta implícita a una enorme privación, sea o no formulada ésta por la persona que recibe el don. Pero precisamente de esta estructura se desprende que la posición del bienhechor con respecto al necesitado es parecida a la del superior con respecto al inferior. Por tal razón, hanan, junto con sus derivados, dice relación a la actitud del rey para con sus subditos, de los cuales tiene que preocuparse. Hanan significa mirar por los demás y, por tanto, en muchas ocasiones, mirar desde la propia altura (pero nunca en sentido desfavorable). El término posee, pues, los matices de tener en
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cuenta a alguien, inclinarse hacia alguien y, finalmente, mostrarle benevolencia. Sobre todo en la literatura sapiencial, hanan adquiere el significado concreto de compadecerse de los pobres (Prov 14,31) y de los indigentes (Prov 28,8), dándoles algo (Sal 37,21; 37,26; 112,5). El verbo se aplica también a la actitud del vencedor que «respeta» o «perdona» a los que ha derrotado en la guerra. Hanan adquiere así el significado de conceder perdón, indultar u otorgar gracia (aspecto que no recoge el término griego charis, por lo cual los LXX prefieran traducir hanan por eleos más que por charis) 3. La gracia que se concede tras una guerra supone la estipulación de una alianza (Dt 7,2). El amor de benevolencia se convierte así en amor de alianza con una nota de reciprocidad. En un plano puramente «profano», gracia y alianza son términos correlativos, aunque hanan implique de por sí un amor de alianza. Partiendo del marco de las relaciones intrahumanas, se recurre a este significado «profano» para expresar las experiencias relativas a Dios. En este sentido religioso, hanan asume en todo el Tenak un significado típico que ejercerá una clara influencia en el Nuevo Testamento. De las sesenta veces aproximadamente que aparece el término hanan, en más de cuarenta el sujeto es Dios; veintiséis de ellas corresponden a los salmos, que son, por tanto, el testimonio más importante de la benevolencia veterotestamentaria de Dios. Si, en el Nuevo Testamento, Pablo ve la relación de Dios con el hombre sobre todo bajo el prisma de la gracia, en los Salmos hallamos un «monismo» similar. También aquí es característica la correlación entre privación y favor: Dios responde a la oración suplicante de los justos. Es de notar a este respecto que la «súplica», a la que responderá la actitud de gracia, es expresada mediante un término derivado de la raíz hanan (sobre todo en los salmos de lamentación) 4 . La gracia y la petición de gracia (impotencia) son términos correlativos y proceden de la misma raíz (hnn). Precisamente la forma reflexiva de hanan significa pedir que se tome en consideración la situación propia y se atienda al propio estado de miseria; o, en términos generales, pedir la gracia de que la plegaria, si no atendida, sea al menos escuchada (cf. 1 Re 8,30.45; 2 Cr 6,35-39; Sal 6,10). La petición de gracia tiene, pues, un doble fundamento. Por una parte, la propia deficiencia (situación de necesidad: Sal 4,2; 6,3; 9,14; 25,16; 52,2), que debe especificarse según los distintos casos: debilidad (Sal 6,3), soledad (Sal 25,16), calamidades de diverso tipo (Sal 31,10; 123,3), gran miseria (Sal 86,3). Por otra parte, fe en la misericordia de
Dios y en su solicitud misericordiosa {hanan) 5. La gracia solicitada es, en general, que sea escuchada la petición (Sal 4,2), la cual se especifica en cada caso: curación (Sal 6,3; 41,5), liberación de la miseria provocada por los enemigos o por la desgracia (Sal 9,14), liberación de la angustia (Gn 42,21; 2 Re 1,13; Job 19,16), redención o salvación (Sal 26,11), «restablecimiento» (Sal 41,11), perdón de los pecados (Sal 51,3), fuerza (Sal 86,16), liberación de una amenaza de muerte o del seol (en muchos salmos de lamentación), etc. La «gracia» que se suplica o se obtiene tiene relación con la «vida humana». Es muy significativo que en todos estos textos la gracia se experimente como gracia precisamente en una situación de diálogo: la oración. En todos ellos aparece expresamente la convicción de que Yahvé tiene una solicitud especial por los débiles, los pobres, los perjudicados a manos de otros, los perdidos y oprimidos. Lo demuestra ya el uso religioso de hanan, pero más aún la súplica honneni, «ten piedad de mí», con que se concluye la petición concreta de un favor (Sal 4,2; 6,3; 9,14; 27,7; 30,11; 41,5.11; 51, 3-4; 86,16). Lo mismo sucede en la fórmula de bendición: «Dios tenga piedad de ti» (Nm 6,25; Sal 67,2). La gracia mira a los hombres sencillos y humillados: Dios los «levanta». En eso consiste la gracia. En sí no es algo exclusivo de la espiritualidad del Tenak; oraciones de súplica similares forman parte del patrimonio religioso de otros muchos pueblos. Lo específico de esta confianza en la solicitud misericordiosa de Dios (hanan) es que Israel y el israelita orante fundan todo ello en la gracia de alianza o hesed (cf. infra) de Yahvé y, por tanto, en la promesa de la solicitud de Yahvé hacia su pueblo (Sal 51,3 y 119,58; 2 Re 13,23). Considerando la pecaminosidad del hombre, toda situación de necesidad se resume en «he pecado contra ti» (Sal 41,5), de forma que el hanan, o solicitud y compasión de Dios por el hombre, implica también el perdón de los pecados. Sobre este trasfondo adquiere pleno significado la bendición «sacerdotal» en que se suplica la solicitud graciosa de Dios. «Dios te dé su favor (hanan), hijo mío» (Gn 43,29), dice el patriarca José a Benjamín. En la bendición de Aarón (Nm 6,25; cf. 6,27), el nombre de Yahvé y su favor se invocan sobre el pueblo. Esto indica una voluntad original de gracia por parte de Dios, prometida al pueblo en virtud de una alianza particular. Pero la gracia de Dios es un don libre, como se dice claramente a Moisés, el mediador de la alianza: «Yo me compadezco de quien quiero y favorezco (hanan) a quien quiero» (Ex 33,19). En su significado teológico, hanan no puede vincularse demasiado a la alianza (a diferencia de hesed), ya que hanan implica a fin de cuentas la libertad soberana de Dios en su misericordia6. Pese a la diferencia existente entre el interlocutor divino y el humano, una situación de hanan supone cierta reciprocidad. Gracia es
3 En relación con la protección del débil (cf., por ejemplo, Job 19,21), hanan, en un sentido menos denso, puede significar simplemente «tratar a alguien o hablar con él de modo amistoso» (Prov 26,25). 4 En la forma hitfal, hanan significa pedir suplicando: Gn 42,21; 2 Re 1,13; Job 19,16; Est 4,8; 8,3; pedir a Dios suplicando: Dt 3,23; 1 Re 8,33.47.59; 9,3; 2 Cr 6,24.37; Os 12,5; Sal 30,9; 142,2. Esta forma da lugar a derivados sustantivos que significan oración de petición (1 Re 8,30; 2 Cr 6,21; Jr 37,20; 38,26; Prov 18, 23; Sal 28,2.6; 31,33, etc.).
5 Más tarde se llega a una postura más legalista: en la miseria se apela a la gracia de Dios, haciendo referencia a la propia fidelidad y al cumplimiento de los mandamientos de Dios (Sal 26,11). ' En Ex 33,19 hallamos una repetición de hanan y de raham; este último término explícita un matiz de .hanan: la ternura y compasión cariñosa.
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«ponerse en marcha juntos», como dice delicadamente Ex 33,12-23: «Moisés dijo al Señor: Mira, tú me has dicho que guíe a este pueblo, pero no me has comunicado a quién me das como auxiliar, y, sin embargo, dices que me tratas personalmente y que gozo de tu favor; pues si gozo de tu favor, enséñame el camino, y así sabré que gozo de tu favor; además, ten en cuenta que esta gente es tu pueblo. Respondió Yahvé: Yo en persona iré caminando para llevarte al descanso. Replicó Moisés: Si no vienes en persona, no nos hagas salir de aquí. Pues ¿en qué se conocerá que yo y mi pueblo gozamos de tu favor sino en el hecho de que vas con nosotros? Esto nos distinguirá a mí y a mi pueblo de los demás pueblos de la tierra. Yahvé le respondió: También esa petición te la concedo, porque gozas de mi favor y te trato personalmente. Entonces él pidió: Enséñame tu gloria. Le respondió: Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza y pronunciaré ante ti el nombre 'Yahvé', porque yo me compadezco de quien quiero y favorezco (hesed) a quien quiero; pero mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida» (Ex 33,12-23). En este texto flota toda la temática del Tenak sobre la gracia: elección, protección, caminar juntos, mutuo conocimiento del nombre del otro —hablarse de tú—, el rostro de Dios dirigido al hombre, a Israel —Dios se vuelve hacia Israel—, mientras que, por otro lado, este Dios de gracia sigue siendo un Dios oculto que, manifestándose en el ocultamiento, mantiene despierto el deseo de Israel. Es sorprendente sobre todo: «Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza y pronunciaré ante ti el nombre 'Yahvé', porque yo favorezco a quien quiero». El texto insinúa que el nombre de Yahvé significa favor libre y soberano 7 . El Dios de la libertad soberana no es ya el potentado caprichoso del Oriente antiguo, sino el Dios de Israel, Yahvé, solícito y compasivo. El nombre de Dios que aparece en el Éxodo: «Soy el que soy» (Ex 3,14) se explica aquí en el sentido de soy un Dios solícito por los hombres, como rey (hanan) y como padre y madre al mismo tiempo (raham) (la influencia de Ex 33, 19 puede verse en 2 Re 13,23; Is 30,18 y probablemente en Is 27,11). Dios es un Dios de los hombres. Es curioso que los grandes profetas escritores no aludan al hanan de Dios (a excepción de Am 5,15, el cual, tras haber amenazado con la desgracia como posibilidad extrema, habla también de la misericordia de Dios con el resto de José) 8 . Esto indica que, para esos profetas, lo más importante es la amenaza de desgracias debidas a las infidelidades cometidas contra Yahvé, y no el favor divino. El reverso de la única misericordia de Dios es el juicio. Finalmente, la fuerza crítica y eficaz del favor de Dios en el Tenak se ve corroborada por el culto litúrgico. «Piadoso» se convierte en un atributo doxológico que emplea la liturgia para alabar a Dios en forma de rima: rahum wehannun, Dios compasivo y piadoso (Ex 34,6; y en
orden inverso, Ex 20,5-6; Dt 5,9-10). En once textos encontramos esta doble fórmula: Ex 34,6; Jl 2,13; Jon 4,2; Sal 86,15; 103,8; 111,4; 112,4; 145,8; Neh 9,17.31; 2 Cr 30,9; unas veces sólo hannun**, otras con elementos adicionales: «Tú eres un Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel» (Ex 34,6; sobre hesed y "emet, cf. infra); esta ampliación de ia fórmula significa que el favor divino se mantendrá a pesar de las negativas del pueblo. La alabanza litúrgica aparece también en la proclamación festiva del nombre de Yahvé dentro del marco de la alianza sellada en el Sinaí (Ex 34,6; este texto ha influido en Nm 14,18; Jl 2,13; Jon 4,2; Sal 86,15; 103,8; 145,8; Neh 9,17. Probablemente, Ex 34,6 debe considerarse como una especie de etiología u «origen» de esta oración litúrgica en el templo) 10 . La experiencia de la benevolencia de Dios —que en sí es ya un hecho dialogal— culmina en una especie de antífona: en la acción de gracias y en la alabanza litúrgicas. Este aspecto será también característico de la experiencia neo testamentaria de la gracia.
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Quizá nos encontramos ante una yahveización de la antigua idea mesopotámica —asiría o babilónica— de un Dios prepotente y arbitrario, gran potentado. 8 También en textos secundarios; por ejemplo: Is 27,11; 30,18.19; 33,2; 26,10.
2.
Hen, derivado principal de hanan
El verbo hanan carece de sustantivo. El nombre hen —infinitivo sustantivado del verbo hanan— habría sido el más adecuado para expresar en forma nominal los significados de «gracia»: hanan significa mostrar a alguien hen (favor). Tal era inicialmente el significado de hen, como aparece en un texto de Zacarías: «Sobre la dinastía davídica y los vecinos de Jerusalén derramaré un espíritu de compunción (hen) y de pedir perdón» (Zac 12,10). Resulta extraño, sin embargo, que hen (sólo en singular) se emplee raramente en frases que tienen a Yahvé como sujeto y, además, que los Salmos, donde principalmente hallamos el término hanan, salvo algunas excepciones (sin importancia teológica: Sal 84,12 y 45,3) no utilicen la palabra hen11. El distanciamiento del significado etimológico de hanan se debe a que hen centra la atención en un rasgo y cualidad de una persona, debido a lo cual otra —siempre un superior con respecto a un inferior (en especial el rey: 1 Sm 16,22 27,5; 2 Sm 14,22; 16,4; 1 Re 11,19; Est 5,2.8, etc.)— le profesa sentimientos de benevolencia. Se trata de hallar benevolencia «a los ojos» de un superior (la corte real es, sin duda, el contexto existencial del empleo de hen, aunque posteriormente se democratizará el sentido de la palabra; por ejemplo, Gn 32,6). En la mayoría de casos, hen va acompañado de «a los ojos de»: se es agradable a juicio de otro. Originariamente, este derivado de hanan significa «fijarse en», «tener en cuenta». Pero, a diferencia de hanan, la 9
Ex 22,26; Sal 116,5. Cf. J. Scharbert, Formgeschichte und Exegese von Ex 34,6-7 und seiner Parallelen: Bib 38 (1957) 130-150. " En el libro de los Proverbios aparece con frecuencia (Prov 1,9; 3,4; 3,22; 4,9), pero en sentido «profano», de tal forma que hen pasa a ser una simple propiedad; por ejemplo, «una gacela con hen», o sea, una gacela grácil y hermosa. 10
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mirada no va del bienhechor al favorecido, sino en sentido contrario. Por consiguiente, hen no es siempre el resultado, sino más bien el objeto o motivo de que alguien encuentre complacencia en otra persona (cf. 2 Sm 15,25). Cada vez más, tener hen es el motivo de que una persona goce del favor de otra. En otras palabras, el desarrollo semántico de hen (a diferencia de hanan) tiende a excluir al sujeto del hen y a reflejar únicamente el motivo o la cualidad de alguien por la que un tercero se muestra benevolente hacia él. En la literatura sapiencial llega hasta tal punto esta evolución, que hen termina por designar las cualidades de una persona o incluso de un animal, sobre todo al donaire y a la elegancia. Así, especialmente en la literatura sapiencial más reciente, una «gacela con hen» es simplemente una gacela grácil y esbelta, o bien se habla de una «mujer hermosa», de una «diadema esplendente» (Prov 11,16; 1,9; 3,22; 4,9), de la gracia que fluye de los labios del esposo (Sal 45,3; cf. 84,12). Aunque los especialistas introducen aquí una serie de matices, podemos afirmar que el término hen tiende a prescindir totalmente del significado fundamental de hanan en cuanto iniciativa de solicitud por alguien. Esto es tanto más notable cuanto que los LXX traducen el término hebreo hen siempre por charis (gracia, en cuanto algo que se recibe; cf. infra) n. En el término hen no desaparece la idea de mostrarse complaciente, pero se desplaza: el hen no es el don de gracia otorgado con una actitud de hanan; el tener hen (venga de donde venga) es, por el contrario, la razón de que una persona mire favorablemente a otra, la cual obtiene el favor de la primera. De ahí el significado de «hallar gracia a los ojos de otro», de un tercero 13, que en la mayoría de casos es un superior; y, finalmente, de Dios. «Noé halló gracia a los ojos de Dios» (Gn 6,8; Ex 33, 12; 33,13.16.17). Debido a ese desplazamiento, hen puede ser una fórmula general, incluso una simple fórmula de cortesía, en el sentido de «por favor»: «Mátame, si he hallado gracia ante tus ojos» (Nm 14,15 = «por favor, quítame la vida»). En el lenguaje «profano» o en el trato normal entre la gente es muy frecuente este empleo de hen, gracia. «(Putifar) tomó afecto (favor; halló gracia; alcanzó la benevolencia de...) a José» (Gn 39,4); Jacob envía un regalo a Esaú, para obtener la gracia —alcanzar el favor— de Esaú (Gn 32,6). Lo que suscita el aprecio del otro, o sea, el hen, puede ser en realidad un don de Dios, pero la palabra ya no lo dice. Un ejemplo típico de esto es que Yahvé otorga hen a los israelitas a los ojos de los egipcios, de forma que éstos regalan a los israelitas en su partida objetos preciosos (Ex 3,21; 11,3; 12,36). En Sal 84,12, Dios da a los suyos hen y kabod, «favor y gloria», es decir, el aprecio de los demás (cf. también Gn 39,21). Se trata siempre de un tercero: «ser bien visto por otro». La diferencia entre hanan y hen estriba, pues, en que, si bien Dios es la causa del hen que alguien tiene ante un tercero, la palabra no se refiere al dador, sino al aprecio y reacción favorable de un tercero. No es que hen
(charis, gracia) haya perdido toda relación con el significado original de hanan en cuanto solicitud benévola por alguien (tal es la tesis de Zimmerli), sino que tal solicitud benévola se ha desplazado, refiriéndose ahora al reconocimiento de que alguien posee hen. Este desplazamiento semántico en el empleo del término hen nos permite ver una interesante evolución. Dado que en el campo semántico de hanan no existe un sustantivo correspondiente, el lugar es ocupado por otro sustantivo: el término hesed. Aunque procede de una raíz totalmente distinta de hanan, sirve de hecho como forma sustantiva (la gracia) del verbo hanan (ser benévolo)14. En los LXX, a excepción de algunos casos tardíos (cf. infra), hesed no es traducido nunca por charis, sino por eleos (compasión), mientras que, por otro lado, el verbo griego elein (compadecerse) corresponde en los LXX normalmente a hanan. En otras palabras: estos traductores vieron claramente el nexo existente entre hanan y hesed, a pesar de que ambos términos tengan diferentes raíces. II CONCEPCIÓN JUDIA DEL «HESED» Y LA «'EMET» DE DIOS
Como en el caso del auténtico significado de hanan y hen, los filólogos (teológicos) discuten también sobre la noción de hesed; a veces, en la discusión intervienen inconscientemente motivos teológicos y confesionales. ¿Indica hesed una interrelación de derechos y deberes? ¿O va más allá de las obligaciones interpersonales e incluso de la relación basada en la alianza? ¿Supone hesed una relación de comunión entre dos partes o es el fundamento de tal relación? La etimología de hesed es muy incierta y no indica una dirección concreta; sin embargo, es seguro que el término tiene su base en unas relaciones interhumanas y, sobre todo, procede de las relaciones recíprocas existentes en un grupo humano sociológicamente estable. Propiamente, hesed es la postura y la conducta de los miembros de un grupo, gracias a las cuales éste encuentra su cohesión. Pero con esto no se dice nada todavía sobre la opinión que se tiene con respecto a las características del propio grupo. Tras la aparición del importante estudio de N. Glück, al que han seguido numerosos exegetas, en los últimos años se ha producido un sensible cambio en la interpretación. Con Glück, muchos han afirmado que hesed no significa una bondad y benevolencia espontánea y sin motivo, sino una forma de conducta resultante de una relación vital determinada y regulada por derechos y obligaciones, como la relación entre marido y mujer, padres e hijos, rey y subditos. Aplicado a Dios, hesed significaría el amor basado en la alianza. El sen* tido de hesed como bondad y benevolencia generosa sería secundario, sobre todo debido a la unión de hesed con rahamim (bondad) y otros términos muy precisos, como 'emet. Por su propia naturaleza, hesed es
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Cf. Gn 39,21; Ex 3,21; 11,3; 12,36; Sal 84,12; Prov 3,34; 13,15. " Unas cuarenta veces en el Antiguo Testamento.
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" Así, W. Zimmerli, en ThWNT IX, 366-377.
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una fidelidad recíproca: presupone una relación vital entre las partes interesadas y dentro de un contexto común (por ejemplo, mediante la ratificación de una alianza); el hesed funciona en ese ámbito de comunión. En los estudios más recientes se ha abandonado este punto de vista un tanto extremo. Por ser una relación interhumana, el hesed está relacionado sin duda con la comunión, pero con ello no se dice nada sobre la naturaleza propia del hesed. No podemos comprender el uso hebreo de hesed en una colectividad humana a partir de nuestras concepciones modernas. En hartan se trata primariamente de la solicitud de una persona por otra, no de algo que demuestre una relación común. También en hesed es capital la dirección que parte de la persona que demuestra hesed, pero la relación no es nunca unilateral: evoca siempre una reciprocidad. Lo mismo sucede con hanan, pero este término, a diferencia de hesed, no implica tal reciprocidad. Existe hesed entre el anfitrión y el invitado (Gn 19,19), entre parientes (Gn 47,29), entre aliados (1 Sm 10,8) y también entre quien ha recibido un favor y quien lo ha hecho (1 Re 20,31; Jue 1,24; Jos 2,12.14). Sin embargo, es un falso dilema preguntar si el hesed es fundamento de la relación mutua o la relación fundamento del hesed. En Gn 21,23, Abimelec pide a Abrahán que le otorgue hesed, como él ha hecho con Abrahán, para así poder establecer una alianza con él. En 1 Sm 20,8, David invoca el pacto que Jonatán había hecho con él y le suplica, en virtud de tal pacto, que demuestre también ahora hesed. Se puede pedir hesed en virtud de una alianza, pero también se puede solicitar una alianza en virtud del hesed demostrado. Si bien un pacto implica derechos y obligaciones, esto no explica el significado peculiar de hesed, aunque sí indique que tal significado afecta en especial a las partes que han establecido o van a establecer un pacto. En otras palabras, hesed requiere una respuesta en el hesed mismo. Está clara la reciprocidad, pero no el significado específico de la misma. En el uso de hesed se alternan el singular y el plural, sobre todo en los textos tardíos (Sal 106,1.7.45; cf. también Is 55,3; 63,7; Sal 17,7; 25,6, etc.). Hesed es, por tanto, una actitud básica que se traduce en actos de bondad y amistad. A este respecto, hesed dice algo peculiar sobre la actitud recíproca, y ese elemento peculiar es lo que determina propiamente el hesed, que supera la esfera de lo obligatorio y evidente en una relación interpersonal. En los textos narrativos antiguos, hesed indica una bondad y benevolencia inesperadas y sorprendentes, algo con lo que no se contaba (1 Re 20,31; también Gn 39,21; 40,14; 47,29; 20,13; 21,23; Jos 2,12; 1 Sm 15,6; 2 Sm 3,8 y 16,17). Un hesed de este tipo hace posible una alianza, pero no es su presupuesto: trasciende el esquema de prestación y contraprestación. Hesed, en cuanto relación interhumana, es difícil de traducir a las lenguas modernas. Gracia y benevolencia son insuficientes. Esencialmente, hesed es algo que acontece palpablemente en una situación concreta, pero que la supera; tiene que ver con el compromiso por la vida de otro e implica, por tanto, toda la persona del sujeto del hesed. Aunque se realiza en las estructuras sociales existentes (padres é hijos, rey y subditos, sig-
natarios de una alianza), supera la estructura de derechos y obligaciones. Hesed no es simplemente buena voluntad expresada realmente en obras, sino generosidad, bondad inesperada y arrolladura, que, olvidándose de sí, se muestra totalmente abierta y disponible para el «otro». De quien recibe ese hesed o compromiso de amor se debe esperar un hesed igual, es decir, sorprendente y que no se quede en el ámbito de las obligaciones. El hesed no se refiere sólo a la reciprocidad, sino a la calidad de ésta: a la sobreabundancia en el amor y en la respuesta de amor. El empleo religioso y teológico de hesed tiene sus raíces en esta perspectiva de las relaciones interhumanas. Propiamente, pues, se trata de un uso muy antropomórfico, pero también del lenguaje más adecuado para poder decir algo sobre la actitud de Dios para con el hombre y para bosquejar la posible profundidad de la respuesta personal del hombre. La importancia decisiva de hesed para establecer la relación entre Dios y su pueblo radica en el hecho de que hesed ha sido incluido entre los predicados divinos de los himnos y de la liturgia, en los que el Tenak proclama la esencia de Dios como «Dios de los hombres» (Ex 34,6-7); el Señor es «un Dios compasivo y clemente, paciente y rico en hesed y 'emet» (esta fórmula resuena en Nm 14,18; Jl 2,13; Jon 4,2; Sal 86,15; 103,8; 145,8; Neh 9,17). Es significativa la explicación ulterior de este hesed: un Dios que «conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos» (Ex 34,7). Se contrapone una misericordia que llega «hasta la milésima generación» (de ahí el nexo entre hesed y yemet: fidelidad) y el castigo que a lo sumo alcanza a la cuarta generación. En el segundo mandamiento del decálogo (Ex 20,5b-6; cf. también Dt 7,9), el hesed de Dios es mencionado junto con su «celo»: es un Dios celoso, que defiende sus derechos y castiga a los que le «aborrecen» hasta la quinta generación, «pero actúo con lealtad (hesed) por mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos». Hesed indica, pues, la sobreabundancia de gracia, que es mucho mayor que el castigo que merece la maldad (cf. Rom 5,18-21). En ese texto se pone también de relieve la sobreabundancia de la gracia de Dios, que ya se había mencionado en el primer mandamiento (Ex 20,2), y se relaciona con la antigua manifestación de hesed por parte de Yahvé: la liberación de Egipto. Así es Dios, así lo fue y lo seguirá siendo: sobreabundancia de gracia. Gn 32,10-13 —una oración de Jacob— expresa oportunamente (según la concepción yahvista) esta espiritualidad del Tenak. Por su fe, Israel está convencido de que Yahvé recorre, por así decirlo, inadvertidamente el mismo camino del mundo pecador («caminar juntos» es una expresión que ya hemos visto en relación con hanan) para conducirlo finalmente a puerto seguro. El conjunto se expresa con el término hesed. «Vosotros intentasteis hacerme mal, pero Dios intentaba hacer bien» (cf. Gn 50,20). Pero es en los Salmos (de los 237 pasajes en que aparece hesed, 127 corresponden a los Salmos) donde más aparece este carácter sorprendente y admirable del hesed de Dios. Hesed está relacionado también con el milagro (Sal 107,8.15.21.31), y el judío piadoso suplica a Dios
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que haga «un prodigio de lealtad» (hesed) (Sal 17,7; 31,22). El hesed de Dios es el trasfondo grandioso sobre el que brilla cada una de las demostraciones divinas de gracia (de ahí también el empleo del plural; Sal 6,5; 25,3.7; 31,17; 44,27; 69,17-18; 109,21.26; 119,88.124.149.159). El judío invoca en su oración este hesed pidiendo ser escuchado en sus súplicas (Sal 119,149), ser salvo (Sal 109,26) y redimido (Sal 44,27; 130,7), seguir con vida (Sal 119,88.159) y ser perdonado (Sal 25,7). Como término paralelo de hesed encontramos a veces yesitah, que significa ayuda o cualquier tipo de salvación (Sal 36,11; 103,17). Dado que el hombre es pecador, el hesed de Dios significa también compasión y perdón de los pecados (Sal 86,5; Ex 34,7a; Neh 9,17). La gracia es también perdón de los pecados. Este hesed superabundante, mantenido fielmente por Yahvé, se expresa a menudo en una especie de binomio, con una fórmula conocida también en el lenguaje «profano», pero utilizada sobre todo en relación con Dios: hesed waemet, gracia y fidelidad o lealtad de Dios (sobre todo en los Salmos: 25,10; 40,12; 57,4.11; 85,11; 89,15; 138,2; también Sal 61, 8; 86,15; 115,1; Gn 24,27; cf. 24,49; 32,11; 47,29; Ex 34,6; 2 Sm 2,6; 15,20; Prov 3,3; 14,22; 16,6; 20,28). Hesed está siempre en primer lugar (a excepción de Os 4,1; Miq 7,20; Sal 89,25), lo que ha llevado a W. Zimmerli 15 a afirmar que 'emet es un determinativo de hesed, es decir, el hesed prometido, afirmado bajo juramento, el amor perpetuo de Dios (éste es probablemente el significado de la fórmula en Jos 2,14; 2 Sm 15,20; Prov 3,3; 14,22; 16,6; 20,28). Sin embargo, parecen más convincentes los argumentos aducidos por A. Jepsen 16 y, sobre todo, por H. Wildenberger17, según los cuales en esta fórmula no se puede ver siempre una endíadis, sino la alusión a dos atributos divinos independientes: su amor y su fidelidad (en especial Sal 85,11-12, donde hesed y 'emet se encuentran y actúan claramente como dos personas; también Sal 89,15, donde hesed y 'emet aparecen como dos hipóstasís ante el trono de Dios). Referido al hombre y a Dios, 'emet significa alguien en cuyas palabras, actos o amor se puede confiar, alguien en quien es posible apoyarse: con el matiz de veracidad (de la raíz aman: que da estabilidad, seguridad; por tanto, también durabilidad). Como los hombres suelen ser infieles y mentirosos, 'emet se refiere sobre todo a Dios: Dios es un 'el 'emet, un Dios fiel y leal, un Dios en el que se puede confiar (Sal 31,6) incluso eternamente (Sal 146,6). Dios es rico en hesed y 'emet (Ex 34,6; Sal 86,15), y en especial sus palabras son de fiar (2 Sm 7,28; Sal 132,11, etc.; el salmo 119 tiene gran importancia en este sentido porque es un himno de alabanza a los preceptos de Dios, eternos y dignos de toda confianza). Por tal motivo, el hombre que ora puede invocar también la 'emet de Dios: su hesed y su 'emet son escudo y protección (Sal 91,7; 40,12).
Los LXX traducen generalmente 'emet por «verdad» (aletheia) y algunas veces por pistis (confianza, motivo de confianza o seguridad); hay quienes están de acuerdo en ello, pero no los filólogos modernos. De todos modos, «verdad» (motivo de confianza) es uno de los significados fundamentales de 'aman y 'emet; y, referido al hombre, en muchos casos se puede traducir por «verdad». Referido a Dios, 'emet significa siempre fidelidad, validez eterna y lealtad (también en Is 59,14-15; Sal 25,5; Sal 19,10; Sal 119). Hasta el libro de Daniel no tiene 'emet, referido a Dios, el significado específico de verdad revelada por Dios (Dn 8,26; 10,1; 11,2) e incluso el de veracidad de Dios (Dn 8,12; quizá Ecl 12,10 y, sobre todo, Sal 51,8 apuntan ya en esta dirección)18. Al principio casi no se pensaba explícitamente en la respuesta que el hombre debe dar al hesed de Dios, aunque tal respuesta estuviera implícita en la frase «aquellos que me aman» (Ex 20,6; Dt 5,10), que se refiere precisamente al hesed de Dios. Oseas dedica gran atención a esta reciprocidad, que él expresa mediante la imagen del amor de Dios a su pueblo (Os 2,21). Los bienes que Dios ofrece como esposo son «la justicia y derecho, el afecto y cariño, la fidelidad». Encontramos aquí, entre hesed y rahamim, una conexión que será cada vez más frecuente (rehem es el seno materno, Jr 20,17; la parte débil del hombre, Gn 43,30; rahamim es el plural abstracto de rehem y significa el amor cariñoso, natural y emocional de la madre hacia su hijo y, por tanto, la compasión: Os 11,8; Gn 43,30; 1 Re 3,26; Prov 12,10; Is 63,15; se utiliza siempre en la relación de un superior con un inferior). Unido a rahamim, el hesed de Dios adquiere el significado de amor maternal delicado, casi vulnerable. Así sucede especialmente en Oseas. Pero esta conjunción de los dos términos se hace cada vez más frecuente (Jr 16,5; Zac 7,9; Sal 25,6; 40,12; 103,4; Dn 1,9; la relación es menos estrecha en Sal 69,17). La solicitud libre y cordial de Yahvé por Israel es el fundamento de la alianza (Os 2,21). Por ello, Yahvé espera también el hesed de Israel como reconocimiento agradecido de lo que él ha hecho. En su discurso contra el pueblo, el profeta clama: «No hay verdad ni lealtad Cemet), ni conocimiento de Dios en el país» (Os 4,1-2). «Vuestra lealtad (hesed) es nube mañanera, rocío que se evapora al alba» (6,4). El hesed exige, pues, reciprocidad: la gracia, hesed, es un vínculo recíproco de amor entre Dios y el pueblo. Pero esta reciprocidad, debido al don esponsalicio de Yahvé, es también una gracia y parece consistir en el hesed y la 'emet con que se trata al prójimo, al compatriota19. El hesed de Dios es el presupuesto y al mismo tiempo el modelo del hesed recíproco de Israel (Os 10,12): «sed buenos con Dios». Oseas lo resume también en una doble fórmula: «lealtad y jus-
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W. Zimmerli, op. cit., 373, nota 78. Cf. A. Jepsen, hesed, en ThWAT VII, 338-339, y H. Stoebe, bañan, en DTmAT I, 815-829. " H. Wildberger, ->emet, en DTmAT I, 307. 16
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'" H. Wildberger, op. cit., 316, supone aquí influencias extrañas, quizás iranias. F.n el judaismo predomina ese sentido. Así resulta comprensible la traducción de los LXX ('emet es aquí aletheia o verdad). " Lo mismo se puede decir de numerosos términos veterotestamentarios. Cf. sobre rl término «amor»: W. Grossouw, Wat leert het nieuwe testament over de liefde tot God?: TvTh 3 (1963) 230-251.
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ticia» (12,7), donde el acento recae en las relaciones interhumanas, entendidas precisamente como hesed recíproco para con Dios (cf. también «defender el derecho y amar el hesed» en Miq 6,8). Siguiendo a Oseas, Jeremías aduce el ejemplo del antiguo noviazgo (Jr 2,2), una época que también Dt 6,5 y 11,1 recuerda como tiempo en que Israel amaba a Dios. Aquí se ve que hesed no es de por sí sinónimo de fidelidad (pues Israel había olvidado su antiguo amor de juventud), sino que se refiere formalmente a la cordialidad y generosidad espontánea que implica la entrega de sí. Jr 31,3 subraya, por su parte, que el hesed de Dios precede siempre a la respuesta del hombre. Además de Os 6,6 y 10, 7.12, también hablan de la reciprocidad del hesed Jr 9,23; 16,5; 31,3 y el Deuteroisaías (Is 54,8-10). Lo mismo sucede con la *emet o fidelidad constante: «respetad al Señor y servidlo con *emet» (1 Sm 12,24; cf. también Sal 15,2; Sal 145,18; 1 Re 2,4). Pero es poco frecuente la *emet humana. La fidelidad mutua es, por tanto, una visión escatológica: llegará un día en que Jerusalén será llamada ciudad de 'emet (Zac 8,3), una ciudad en la que también Dios podrá confiar (para Is 10,20, esto se refiere a un resto de Israel). Llama la atención, sin embargo, que el carácter recíproco de hesed y 'emet se aplique raras veces de una forma directa a la relación del hombre con Dios. La respuesta humana a la gracia y a la fidelidad de Dios consiste, por un lado, en la alabanza de Dios por su hesed (lo cual vale también para su 'emet) y, por otro, en el amor, verdad y veracidad para con el prójimo (el 'emet recíproco que mira directamente a Dios aparece sólo en algunos textos tardíos: 2 Cr 31,20; 32,1). El problema del hesed humano, entendido como respuesta al hesed de Dios, se plantea sin ambages en Gn 24 y en el libro de Rut. Si los hombres quieren vivir en el amor benevolente de Dios, deben estar dispuestos a darse mutuamente muestras de hesed (Gn 24,49; Rut 1,8; 3,10). El amor que Dios nos tiene es el fundamento de nuestro amor al prójimo, en el que adquiere una forma concreta la reciprocidad entre Dios y el hombre. Por eso se suele decir que la respuesta del hombre al hesed de Dios está en la fdaqah, la justicia (dentro de la comunidad de Israel) (1 Re 3,6): esto lleva a la salvación y la paz, a una vida sin menoscabo en el seno de la comunidad. Pero también el gran mandamiento, «amar a Dios de todo corazón» (Dt 6,5; 10,12; 11,13; 13,4; 30,6) —que, como insinúa la palabra hesed, supone una entrega de sí absoluta y cordial— tiene que ver con el hesed propio de Dios. En los textos más recientes, esta cordialidad y bondad del hesed se suele subrayar con la adición de tub (bondad) o tob (bueno) (Ex 33,19 con 34,6; Is 63,7; Sal 69,17; 100,5; 106,1; 107,1; 118,1.2.3.4.29; 136,1-26; Esd 3,11). Ahora bien, la auténtica respuesta del hombre al amor y fidelidad de Dios consiste no sólo en recordar su hesed (Sal 106,7), meditarlo (Sal 48, 10), comprenderlo (Sal 107,43; la gracia y el conocimiento de Dios van estrechamente unidos) y en esperar sin tregua la ayuda benévola de Dios (Sal 33,18.22; 147,11), sino también en alabarlo: en la doxología el hombre ensalza y alaba agradecido el hesed y la 'emet de Dios. La gracia culmi-
na en la liturgia, como se observa en ciertas fórmulas doxológicas, sobre todo en la estrofa antifonal: «porque es eterno su hesed» (bondad arrolladura; Sal 136; 107). Según los libros de las Crónicas, en todas las asambleas litúrgicas se canta: «Dad gracias a Yahvé porque es bueno, porque es eterno su hesed» (1 Cr 16,34; 2 Cr 5,13; 7,3.6; Est 3,11); esta alabanza se entona incluso en tiempo de guerra (2 Cr 20,21). Por esta razón, también «el día» por antonomasia, cuando cambien los tiempos, será celebrado como un día en que se cantarán las alabanzas del hesed de Yahvé (Jr 33,11; cf. también Eclo 51,12). El amor misericordioso de Dios suscita el gozo (Sal 31,8; 90,14; 101,4; 138,2). Por ello se habla entusiásticamente de la gracia y del favor de Dios con imágenes espaciales y temporales: el hesed llena la tierra (Sal 33,5; 119,64) y llega hasta el cielo (Sal 36,6; 57,11; 103,11; 108,5), es perpetuo (Sal 89,3; 103,17; 138,8). La 'emet (en muchos casos unida al hesed) también es objeto de alabanza (Is 38,19; 40,11; Sal 57,11; 71,22; 108,5; 115,1; 117,2; 138,2). El tema de la reciprocidad nos conduce a la relación existente entre hesed y berit, amor misericordioso y alianza, o amor de alianza. Es característica la expresión, más bien infrecuente, habberit ufhahesed, la alianza y el hesed (Dt 7,9-12; 1 Re 8,23; Dn 9,4; Neh 1,5; 9,32; 2 Cr 6,14). Precisamente el Deuteronomio (y los textos dependientes de él) es consciente de la relación existente entre gracia (hesed) y alianza (Dt 5,10; 7,9.12). No es que el hesed sea una relación resultante de la alianza (aunque esto no es falso materialmente). De hecho, en los textos más antiguos del Deuteronomio, la berit o alianza está subordinada al juramento hecho por Yahvé a los patriarcas; la propia alianza se basa en la libre decisión del amor de Yahvé: Dt 7,8 pone en primer lugar el amor de Dios. La conexión entre hesed y alianza aparece asimismo en la literatura deuteronomista. Luego hesed no se puede traducir sin más por «amor de alianza». En 1 Re 8,21.23, la alianza viene a ser «el documento de las obligaciones que implica el establecimiento histórico de la alianza»7SS, pero en 8,23 se advierte una restricción. También en Sal 89,29 y 89,3-4, el fundamento de la alianza es el hesed de Dios, y no al revés. La alianza es una manifestación exterior, aunque fundamental, del hesed divino. La alianza, sin embargo, encuentra su realización plena sólo en la reciprocidad. «Con misericordia eterna te quiero, dice el Señor, tu redentor... así juro no airarme contra ti ni amenazarte... no se retirará de ti mi misericordia, ni mi alianza de paz vacilará, dice Yahvé, que te quiere», comenta el Deuteroisaías (Is 54,8-10). Pero esta paz, que incluye hesed y ''emet, implica la conversión de Israel a Dios: «Tendrás firme asiento en la justicia» (Is 54,14). La realización definitiva de esta conversión es escatológica: tiene lugar en la nueva alianza (Is 55). El concepto de gracia en la espiritualidad del Tenak se encuentra, finalmente, con una limitación: «¿Se anuncia en el sepulcro tu lealtad (hesed) o tu fidelidad en el reino de la muerte?» (Sal 88,12). Mientras no hay perspectivas de vida eterna, también el hesed de Yahvé parece chocar con Así, H. J. Stoebe, hesed, en DTmAT I, 855.
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una barrera. No obstante, el salmista creyente no lo considera como tal: «Tu lealtad (hesed) vale más que la vida» (Sal 63,4). Esta espiritualidad choca con el problema de la muerte, donde el amor de Dios tiene su final como objeto histórico. Pero mientras hay vida, se puede decir: «No os pondré mala cara, porque soy hasid» (Jr 3,12): lo es quien actúa con hesed21. En resumidas cuentas: en la vida y en la muerte, «tu diestra me sostiene» (Sal 63,9). La última y suprema posibilidad del hesed divino aparece como una perspectiva insospechada que va más allá de la muerte.
llegan a ser los predicados divinos más importantes en la liturgia o doxología: Dios es fiel y leal, un Dios que cuida de los hombres, un Dios de los hombres. No obstante, es soberanamente libre, pero con una libertad que es la del amor, no de la arbitrariedad; el reverso de la gracia es, por tanto, el juicio. El amor y la lealtad de Dios —su gracia— llegan a ser una especie de hipóstasis: Yahvé envía la gracia como si se tratara de un enviado a los hombres (Sal 57,4); la gracia sale al encuentro del hombre (Sal 59,11.18.19; 89,15; 85,11) y le siguen toda la vida (Sal 23,6). La gracia se experimenta; funciona en una relación de plegaria. Esta estructura dialogal culmina, por parte del hombre agraciado, en la respuesta leal de una conducta ético-religiosa encaminada a la salvación, prosperidad y paz de todo el pueblo de Dios —justicia y amor al prójimo—, pero también en la liturgia doxológica, es decir, en la acción de gracias y en la alabanza gozosamente dirigidas a Dios. La gracia tiene, pues, dos dimensiones: ética y místico-litúrgica. Dado que el hombre es pecador, la solicitud benévola de Dios tiene también siempre el significado de compasión, misericordia y perdón de los pecados. Pero la gracia va todavía más lejos: Dios está siempre dispuesto a ayudar y conceder todo tipo de salvación o yesutah (cf. Sal 36,11; 103,17). Aunque el hombre agraciado se encuentra un tanto confundido por la perspectiva de la muerte y de la desgracia última, sigue siendo capaz de creer —a pesar de todo— en el amor y lealtad definitiva de Dios para con el hombre: «tu diestra me sostiene» (Sal 63,9; cf. 63,4) 22 .
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Conclusión E S P I R I T U A L I D A D DE LA GRACIA EN E L
TENAK
Una vez que hemos analizado en sus expresiones «técnicas» las experiencias de gracia o salvación en Israel, podemos decir que el favor y la gracia de Dios no aparecen primariamente como una cualidad interior de Dios, sino como su inclinación generosa hacia los hombres que se manifiesta en muestras de amor sorprendentes e inesperadas. Ahora bien, el favor de Dios va más lejos que cualquier prueba de amor, dado que su hesed consiste, ante todo, en un compromiso en favor de toda la vida del hombre. Para expresar esto, Israel utiliza términos de su lenguaje normal y cotidiano. Hanan designa la benévola condescendencia de Dios, subrayando su preocupación por los hombres, en especial su solicitud y solidaridad con los débiles y oprimidos, con los que padecen necesidad. Hesed, en cambio, se refiere principalmente al amor que está por encima de cualquier obligación, a la sobreabundancia gratuita, cosa que, sin embargo, se considera «evidente» en una relación de comunión tanto por parte de Dios como —en cuanto respuesta al que nos ha amado primero— por parte del hombre. El sobreabundante favor del amor que Dios nos tiene exige como respuesta histórica nuestra justicia y nuestro amor al prójimo. Incluso los textos en que hesed significa específicamente amor de alianza subrayan la prioridad de la iniciativa amorosa de Dios (de todos modos, en ocasiones encontramos también la idea de que Dios debe recompensar con su hesed o favor el cumplimiento de sus preceptos). La sobreabundancia de gracia, la fidelidad y lealtad de Dios tienen en la espiritualidad de Israel una posición tan central que «gracia y fidelidad» 21 El adjetivo hasid, traducido generalmente como «piadoso» o «fiel», designa propiamente al que practica hesed (Jr 3,12; Miq 7,2; Sal 4,4; 12,2; 18,26; 32,6; 43,1; 86,2; 145,17). En algunos textos, Yahvé es llamado hasid (Jr 3,12; Sal 145,17). Los hasidim son los creyentes piadosos y fieles a Dios. En principio, todo Israel es «la congregación de hasidim» (Sal 50,5), de los fieles a la alianza. Hasid significa, pues, miembro de la comunidad de fe de Israel, del ámbito en que Dios muestra su favor (cf. Sal 31,8.17.22.24; 32,6.10; 52,10.11; 85,8.9.11, etc.); un hasid es alguien con el que se participa el favor o la gracia. A partir de la época de los Macabeos, algunos restringen el alcance de este título y lo reservan para el grupo judío que luchaba por la pureza de su fe.
22 En relación con los significados del término «gracia» en el Antiguo Testamento, podemos recordar que la etimología del correspondiente término germánico significa descanso, comodidad, gracia, ayuda, agradecimiento.
LA «CHARIS» HELENISTA CAPITULO II
LA GRACIA
EN EL JUDAISMO
PRIMITIVO
I LA «CHARIS» HELENISTA
Los judíos fieles a Yahvé que, en la diáspora, vivían en territorios donde se hablaba prevalentemente griego y que utilizaban esta lengua en su vida diaria se vieron obligados a traducir su Biblia hebrea al griego. Con ello, la espiritualidad del Tenak entra en estrecha relación con el lenguaje religioso del helenismo. ¿Qué términos griegos debían emplear para traducir la espiritualidad judía de la gracia? ¿Cuál es el significado específico griego de tales términos? El sentido peculiar de los términos griegos podía enriquecer o empobrecer la Biblia originalmente hebrea introduciendo nuevos significados. Sorprendentemente, los LXX no traducen el hesed hebreo por charis (salvo en algunas partes tardías de dicha traducción; cf. infra), sino que charis es la traducción de hen, que se ha distanciado mucho del concepto de gracia, mientras que hesed es traducido generalmente por eleos (compasión, misericordia). Por tanto, teológicamente, la charis de los LXX significa muy poco en la terminología de la gracia. Por su parte, la charis del Nuevo Testamento poco o nada tiene que ver con hen —la charis de los LXX—, pues equivale al hesed hebreo (en los LXX, eleos). ¿Qué ha sucedido para que chatis no corresponda en los LXX al concepto de gracia? Para dar una respuesta, estudiaremos en primer lugar el significado griego de charis. Charis y chairo (alegrarse) tienen en griego una misma raíz: char-, algo que brilla o lanza destellos y así alegra al hombre o le agrada, algo que le proporciona alegría y placer. En sentido objetivo, char- es, pues, algo o alguien que resulta agradable; en sentido subjetivo, encontrar placer en, anhelar o saborear algo, hallar agradable algo —palabras, acciones, personas o cosas—, alegrarse de ello, tener gusto o anhelar, recrearse en algo. En todo el campo semántico griego de charis encontramos el mismo significado básico. De ahí nacieron tres grandes líneas semánticas: a) Charis es algo que proporciona alegría, mientras que chara (alegría) es la reacción consiguiente. En concreto, charis es atractivo amoroso, donaire, encanto, algo que produce agrado. Lo esencial no es que una cosa, acción, palabra o persona sea bella y atractiva (aunque esto se dé por supuesto), sino que eso que «deslumhra» produce alegría; se trata de lo placentero y agradable
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que procede de la elegancia, belleza y donaire. En este sentido, charis refleja un modo de ver la vida típicamente griego. En relación con este significado, charis recibe también el sentido de favor del destino (simbolizado por las tres Carites o Gracias, las tres diosas del destino), b) En estrecha relación con lo anterior, charis significa también simpatía, aprecio, favor, benevolencia, cuidado solícito por alguien, tanto en sentido activo, sobre todo por parte de un emperador o dignatario para con sus subditos (en esto consiste la verdadera relación con el hebreo bañan), como en sentido pasivo: la charis es el favor, el don o la limosna, así como la benevolencia o simpatía, que una persona experimenta de otra, siempre como favor que proporciona alegría, c) Consecuencia de ello es que, de acuerdo con la concepción griega, la charis exige una respuesta. La charis (demostración de amor) produce charis, es decir, una actitud que se traduce en el reconocimiento del favor. La expresión «dar gracias» significa precisamente reconocer la «gracia» o favor recibido. Tal es el tercer significado de charis. De ahí viene la expresión, más o menos gastada por el uso, tois theois charis, «gracias a Dios (a los dioses)». A diferencia del hesed hebreo, en la charis griega se pone especialmente de relieve la idea de una contraprestación obligatoria (charis), aunque tal obligación no parece ser primaria. El agradecimiento es gratia reddita: como si con el agradecimiento se devolviera la charis recibida (la devolución va implícita en el agradecimiento). Los autores griegos (también Pablo) juegan a veces con estas dos acepciones de charis: agraciar y agradecer (Sófocles, Aristóteles) 7i . En la lengua griega, los tres significados profanos que acabamos de ver tienen también aplicación en el ámbito religioso: la benevolencia de los dioses; pero en griego (extrabíblico) charis no es un concepto religioso central ni tampoco un concepto explícitamente filosófico. Sólo en la Estoa, la charis divina llega a ser un concepto fundamental. Cleantes escribió un libro (que no ha llegado hasta nosotros) titulado Veri chantos (Sobre el amor como gracia). Por ciertos testimonios sabemos que en este libro se subrayaba el sentimiento de benevolencia. A la arete, la virtud griega del hombre fuerte y bueno, la charis añade el aspecto gozoso y atractivo de la virtud (kalokagathia, o sea, kalos kai agathos, el bien acompañado de la belleza que agrada a la vista, que suscita aprecio); charis es el encanto de la verdadera vida virtuosa. Es curioso que la escuela estoica hable de la gracia (charis) de Dios, pero no de su ira. En el griego de la Antigüedad tardía, o época imperial, charis evoluciona sorprendentemente en dos direcciones distintas (lo cual tendrá cierta repercusión en el Nuevo Testamento griego): a) Charis es un término que designa favor o merced que alguien obtiene del emperador (por ejemplo, una concesión o subvención legal) o de un alto funcionario. En este sentido se habla a menudo de la filanthropia del emperador (cf. Tit 3,4). Charites son entonces los dones concedidos M, mientras que charis (en sin25 Por ejemplo, Aristóteles, Etica a Nicómaco V, 8,1133a. " Hai to Sebaston charites (muestras del favor imperial) se dice en una inscripción oriental del siglo i a. C. (Orientis Graeci inscriptiones selectae, ed. W. DittenberKcr [Leipzig 1903] 669.44).
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guiar) indica más bien un sentimiento favorable o benévolo. Un caso típico de favor (imperial) o de charis en sentido jurídico es el del indulto, la concesión de gracia, o sea, la remisión o condonación de un castigo (así, en el Evangelio de Lucas, Barrabás es «agraciado»), b) Existe también, según algunos especialistas, un segundo tipo de evolución en el griego de la Antigüedad tardía, si bien en mi opinión no deja de ser problemático: charis (gracia, favor) pasa a ser sinónimo de poder, en el sentido de «poder de lo alto», procedente de esferas supraterrenas, sobrenaturales. Es cierto que el griego clásico (por ejemplo, Eurípides) conocía el poder de la charis o de demostración de amor, pero ahora se trata de otra cosa: charis alude a un poder de tono esencialmente religioso, a una energía procedente de un mundo superior que invade a determinados hombres. Charis se convierte así (a diferencia del griego clásico) en un concepto específicamente religioso. La dynamis de la gracia (virtus gratiae) es una fuerza supraterrena que se manifiesta sobre todo en los taumaturgos. Y la charis se revela como fuerza sobrenatural en milagros, portentos y obras de magia. Pero este último aspecto es el que me parece problemático. Líddell-Scott no mencionan este significado, si bien conocen la charis en el sentido de demostración de homenaje que el hombre debe a los demonios a . Ahora bien, en la hermética posterior y en la de la gnosis se hablará del poder de gracia en algunos hombres de Dios *; lo que me parece problemático es que esa charis esté relacionada con prodigios y magia. Si comparamos el concepto griego de charis con el campo semántico de los términos hebreos hesed, hanan y hen, advertimos grandes afinidades, pero también notables diferencias. En primer lugar, charis no es, como hesed, un concepto específicamente religioso en el griego clásico. Sin embargo, es sorprendente la afinidad existente entre el hebreo hen y la charis griega; esto explica que los LXX prefieran traducir hen por charis y no por eleos. El hecho de que traduzcan hanan y hesed por eleos (compasión) indica que no consideraban adecuada para ello la charis del griego clásico. En el hesed divino y en su solicitud (hanan) por los hombres, Dios no se mueve por las cualidades «resplandecientes» que ve en el hombre, sino que es su solicitud amorosa la que hace «agradable» al hombre. Por otro lado, la charis griega nunca tiene el significado de perdón de los pecados (sólo en el griego de la época imperial adquiere charis el significado de absolución, lo cual influirá en la literatura intertestamentaria y también en el Nuevo Testamento). El griego de la época imperial se presta especialmente para traducir hesed por charis, hecho que —una vez concluida la traducción de los LXX— influirá en los judíos de habla griega. Pero, al margen de todo esto, la charis griega parece demasiado «humanista» para poder ser la traducción de un término tan marcadamente religioso como hesed. Ahora bien, ¿cómo se enfrentaron al problema los propios traductores de la Biblia al griego? ¿Influyó la peculiaridad del griego en la espiritualidad de la gracia propia de la interpretación greco-judía del Tenak? Finalmente,
¿se dio, con posterioridad a la traducción de los LXX, en la literatura de los judíos de habla griega una evolución que permita explicar el empleo que el Nuevo Testamento hace de charis?
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Liddell-Scott, charis, op. cit., col. 1979 A. Corpus Hermeticum I, 32; XIII, 12.
II LA GRACIA EN LOS LXX Y EN LA PRIMERA LITERATURA JUDIA
Como queda dicho en páginas anteriores, el concepto de hesed, que tiene un carácter eminentemente religioso sobre todo en los Salmos, no lo traducen los LXX por charis, sino por eleos (compasión). Sólo hay tres excepciones: Est 2,9 y 2,17 (en ambos casos: «hallar gracia ante alguien»), Eclo 7,33 (charis domatos: favorecer con un don) y 40,17 (la charis es como un paraíso bendecido). Vistos en un marco más amplio, a la luz de la historia de la tradición, estos textos, más bien tardíos, de los LXX son sintomáticos. Resulta, en efecto, que las traducciones griegas posteriores (después de Cristo, Símmaco y la Quinta), a diferencia de los LXX, traducen normalmente el hesed hebreo por charis, a la vez que un judío de habla griega como Filón prefiere traducir hesed por charis y no, como los LXX, por eleos. Estos hechos demuestran que, cuando se terminaba la traducción de los LXX y sobre todo después, surgió una tendencia grecojudía a traducir, en contraposición a los LXX, hesed por charis. Esta tendencia se ve confirmada en el Nuevo Testamento, o, mejor dicho, el Nuevo Testamento, en lo que respecta al uso del término charis, se encuentra dentro de un proceso histórico en el que hesed tiende a traducirse cada vez más por charis, y no por eleos. Probablemente esto obedeció a que, sólo una vez concluida la traducción de los LXX, la charis griega se hizo popular en su sentido religioso, lo cual es seguro por lo que toca a los judíos de habla griega, mientras que en el griego clásico no se registra un fenómeno análogo. Según los estudios, ya antiguos (1913), de G. Wetter 27 , ese cambio en el concepto griego de charis está relacionado con el naciente culto al emperador, cuando se empezó a darle el título de kyrios. De los papiros de la época se desprende que también los judíos de la diáspora empleaban entonces la palabra charis en un sentido claramente religioso (desconocido en el griego clásico). Según esta opinión, el significado teológico de charis, gracia (traducción del término religioso judío hesed), habría nacido debido a una influencia no judía sobre el cristianismo. ¿Fue así en realidad? Hen (en los LXX, charis), como hemos dicho, no aparece en los Salmos (salvo en algunos casos de carácter no teológico), mientras que los mismos Salmos son el testimonio principal de la espiritualidad veterotestamentaria del hesed o de la gracia. Por eso el empleo de hen es tanto más sorprendente en la literatura sapiencial, sobre todo en la tardía. Aquí este 27 G. Wetter, Charis, op. cit., 29; también H. Conzelmann, charis, en ThWNT IX, 362-392.
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término designa a menudo una cualidad o conducta en virtud de la cual una persona resulta agradable a los ojos de otra, «agrada» a los demás y los dispone favorablemente (significado típico tanto del hebreo hen como de la charis griega). Si bien es cierto que en el Tenak hebreo aparece en repetidas ocasiones tal significado en relación con Dios (ser agradable a los ojos de Dios), llama la atención que en la literatura judía posterior a los LXX este concepto de «ser agradable de Dios» sufre una nueva y particular evolución. «Los que temen al Señor encontrarán charis» (Símmaco: Eclo 32,16; pero ya Eclo 35,20 = 35,16: «El que sirve al Señor según su agrado, halla charis en él»). Cada vez más expresamente, charis aparece como la recompensa futura de los que temen a Dios, de los justos. «Los que confían en él comprenderán la verdad, los fieles a su amor seguirán a su lado; porque reserva a sus devotos charis y eleos» (Sab 3,9); o bien: «Como su alma era agradable a Dios, se dio prisa en salir de la maldad... Reserva a sus elegidos charis y eleos» (Sab 4,14-15). Y en otro texto sapiencial se lee: «Porque Dios no le concedió charis, y le falta toda sabiduría» (Eclo 37,21). En códices importantes leemos en Prov 8,17: «Los que buscan la sabiduría recogerán charis». De estos textos se infiere que charis y eleos se emplean, más claramente que en los LXX, de una forma paralela y que ambos son, por decirlo así, el premio escatológico de los elegidos. Esta nueva tendencia es aún más clara en la literatura apocalíptica. Por una parte, charis es la recompensa escatológica de los justos; por otra, es el término que, por así decirlo, designa globalmente todo lo que significa «salvación futura». En el Henoc griego se dice que el malvado no posee charis (99,13). Resulta complicado saber qué se entiende aquí por charis, ya que, por un lado, charis «se formaliza» y, por otro, es intercambiable con una serie de términos relativos a la salvación: eirene (paz), eleos (compasión), soteria (salvación), phas (luz), zoe (vida), agalliasis (alegría), y entre ellos, charis (Hen[gr] 5,4-8; cf. en 1,8 una enumeración similar más breve). Todos estos términos son bastante abstractos e intercambiables, si bien charis tiende a englobar los demás. La Didajé cristiana será un elocuente testimonio a este respecto; aludiendo claramente al «venga a nosotros tu reino» del padrenuestro, dice: «Venga tu charis, acabe este mundo» (Did 10,8). En esta «cultura de intercambio» de términos abstractos pueden intercambiarse fácilmente, por ejemplo, eleos, charis y eirene (paz) (el fenómeno se observa también en las fórmulas de saludo de las cartas privadas y «oficiales»). Es también de notar la formación de ciertas combinaciones de términos: charis (gracia), «conocimiento» (luz y vida) y «no pecar más», «observar la ley o los mandamientos de Dios» constituyen una amalgama muy frecuente que nada tiene de casual. Es particularmente usual la combinación de charis y gnosis (conocimiento), como también charis y cumplimiento de la ley, «no pecar más» 28. Se ha visto en ello un intelectualismo hele-
nizante, pero no se ha tenido en cuenta la situación concreta de los judíos de había griega que, en la diáspora, vivían un compromiso religioso; en aquel mundo ajeno a su fe adoptaban una actitud apologética y propagandística cuando entraban en contacto con paganos simpatizantes del judaismo. En su apologética y propaganda partían de la espiritualidad del Tenak, pero hablando de manera que los entendiesen sus oyentes de habla griega. Tal tendencia se inicia claramente en el Eclesiástico y tiene su continuación en todo el judaismo alejandrino. Frente a la sabiduría griega de la razón se pone de relieve la superior sabiduría revelada por Dios. Si Job 28 dice que la sabiduría es insondable para el hombre y permanece oculta en Dios, Prov 8,22-31 afirma que es accesible a los hombres que saben buscarla. La sabiduría ya no es la preferida exclusiva de Dios (Prov 8,30), sino una anfitriona regia, maestra de los hombres que aceptan su invitación (Prov 9,1-3; 9,4ss). La sabiduría tiene, pues, un papel mediador en la revelación. La salvación divina se ¡revela mediante el llamamiento personal de la sabiduría (Prov 1-9). La sabiduría es la mediadora de la revelación29. Debido a esta influencia helenista y a la apologética propagandística de los judíos de la diáspora, la sabiduría reveladora empalma con la sabiduría creadora. Yahvé crea «con sabiduría y pericia» (Prov 3,19; cf. Job 38-43; Sal 104,24; Sal 136,5). La sabiduría fue creada antes que las demás cosas (Eclo 1,4.9.10a; Job 28,27). En Eclo 24,5-6, la sabiduría tiene un sentido universal, cósmico, se convierte en una especie de «logos del mundo» (la sabiduría que penetra en todas las cosas: razón del mundo y —rasgo auténticamente griego— norma ética), pero la apologética judía añade que esta sabiduría universal del Eclesiástico equivale a la ley judía, la tora, la charis o gracia de Dios concedida a Israel x . «Todo esto es el libro de la alianza del Altísimo, la Ley que nos dio Moisés como herencia para la comunidad de Jacob» (Eclo 24,23). En otras palabras: la sabiduría cósmica (griega) es relacionada por los judíos con la historia de Israel y con el don de la tora a Israel; la sabiduría ya no es accesible sin más para todos los hombres, y por eso se añade: «a los que le temen»: «la repartió entre los vivientes, según su generosidad; se la regaló a los que le temen» (Eclo 1,10). Esta tensión entre universalidad y exclusividad concedida por gracia a Israel se manifiesta asimismo en Eclo 24,6-8, donde se dice: «regí ( = la sabiduría) las olas del mar y los continentes y todos los pueblos y naciones» (24,6); pero se añade: «Por todas partes busqué descanso... entonces
28 TestLev 18,9; Testjud 24. La historia de la redacción de estos Testamentos constituye un factor de inseguridad. Muy probablemente son de origen judío (si-
«lo II a. C), pero contienen retoques e interpolaciones de manos cristianas. Cf. |. Hecker, Uníersuchungen zur Entstehungsgeschichte der Testamente der ziv'ólf PaIriarchen (Leiden 1970), y L. Rost, Einleitung in die alttestamentlichen Apokryphen, Vseudepigraphen, einschliesslich der grossen Qumranscbriften (Heidelberg 1971). " F. Christ, Jesús Sophia (Zurich 1970); M. Hengel, Judentum und Hellenismus (Tubinga 21973) 275-313; C. Larcher, Etudes sur le livre de la Sagesse (París 1969); lí. Wilckens, Weisheit und Torheit (BHTh 26; Tubinga 1959); R. G. HamertonKclly, Precxistence, Wisdom, and the Son of Man {Cambridge 1973); B. Lang, Frau Wrisheit (Dusseldorf 1975). " Cf. también K. Schubert, Einige Beobacbtungen zunt Verstandnis des Logoshenríffes im frührabbinischen Schrifttum: «Judaica» 9 (1953) 65-80, espec. 67-88.
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el creador del universo me ordenó, el creador estableció mi morada: Habita en Jacob, sea Israel tu morada» (24,7.8). En otras palabras: la sabiduría que vale para todos los hombres se da como charis de la elección de Dios a Israel. Un dato anterior: «Ponedlos por obra (las prescripciones y mandatos de Yahvé), que ellos serán vuestra prudencia y sabiduría ante los demás pueblos» (Dt 4,6), es recogido en un contexto sapiencial (cf. Sal 1 y 119, que proceden del siglo n i a. C ) . La identificación de la sabiduría hipostasiada con la tora judía aparece con particular claridad en la traducción de los LXX de Prov 8,22-31 (que se desvía bastante del texto hebreo). La sabiduría reveladora es preexistente y realiza la creación de Dios. Los caminos de la sabiduría son caminos de vida (8,35). En realidad, se está pensando en la Tora 31 . Un salmo sapiencial originalmente hebreo, recogido en Baruc, habla al judaismo de la diáspora y le recuerda los «mandatos de vida» (Bar 3,9); Israel «ha abandonado la fuente de la sabiduría» (3,12); «aprende dónde se encuentra la prudencia, el valor y la inteligencia; así aprenderás dónde se encuentra la vida larga, la luz de los ojos y la paz» (3,14); «¿quién subió al cielo para cogerla, quién la bajó de las nubes?» (3,29); «investigó el camino de la inteligencia y se lo enseñó a su hijo Jacob, a su amado Israel. Después apareció (ophthé) en el mundo y vivió entre los hombres» (3,37-39); «es el libro de los mandatos de Dios, la ley de validez eterna; los que la guarden vivirán» (4,1); «¡dichosos nosotros, Israel, que conocemos lo que agrada al Señor!» (4,4). Es un himno a la sabiduría de Israel, que procede de Dios y va mucho más allá de la sabiduría griega. La ley es una luz (Eclo 45,17; Bar 4,2; cf. también TestLev 14,4; 19,1; 4 Esd 14,20-21; ApBar[sir] 59,2) 32 . Sabiduría, revelación, inteligencia y conocimiento, vida, cumplimiento de los mandatos o ley de Dios, luz y paz son, en la literatura sapiencial, conceptos casi equivalentes que terminan por unirse con la charis de Dios hacia Israel: el don de la ley, que el hombre —por ser libre— puede abandonar o cumplir; sin embargo, Dios juzgará a cada uno según sus obras. En estos ambientes de la diáspora, abiertos a la propaganda entre los paganos, el proselitismo o acceso de los paganos a la sinagoga judía fue visto en la perspectiva de estas especulaciones sobre la sabiduría = tora. En tal situación misionero-catequética, la antigua expresión «hallar gracia ante Dios» se convirtió, por decirlo así, en un tópico o fórmula típica para designar la gracia de la elección divina de los paganos, los «temerosos de Dios» convertidos a la religión judía. Ahora son partícipes de la gracia de la sabiduría de la revelación de Dios a Israel 33 . La conexión de la charis con la revelación de los misterios ocultos en Dios y, consiguientemente, con el conocimiento de la sabiduría revelada se convirtió en un tópico para los judíos del período helenístico, tanto en 31
R. Meyer, Tradition und Neuschopfung im antiken ]udentum, en Berichte über die Verhandlungen der Sachsischen Akademie 110-112 (Leipzig 1965) 7-88. 32 Cf. también Strack-Billerbeck, II, 357. 33 Kl. Berger, Gnade, op. cit., 4. A la bibliografía sobre la charis paulina hay que añadir D. J. Doughty, The Priority of Charis. An Investigation of the Theological Language of Paul: NTS 18 (1972) 163-180.
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la apocalíptica sapiencial reciente como ya en la hasídíca o anterior M (esta temática está presente también en el paulinismo). Sin embargo, adquiere un significado en los ambientes misioneros greco-judíos de la diáspora. Los no judíos conocen y participan de la revelación de Dios a Israel, del credo y de la ética (las buenas obras) de Israel. Este hecho es considerado de una forma especial como charis de Dios. Abrahán, el padre de todos los creyentes, se convierte —ya antes del cristianismo— en el modelo de la elección y justificación «por gracia», sin merecimientos. Charis es la gran gracia de la conversión de un pagano a la fe de Israel, a la sabiduría de Israel o revelación de Dios 35 . Así, con anterioridad a Pablo, en el judaismo griego se establece una relación entre la charis o gracia y la justificación por la fe en el Dios de Israel o, más concretamente, por la fe en el don (charis) divino de la ley. Charis y conversión, o justificación por la gracia —por la gracia de la ley—, se resumen en esta primera literatura judía mediante la fórmula «hallar gracia ante Dios». Charis, concesión de gracia, se emplea preferentemente (sin excluir la santificación ulterior) para indicar el gran momento en que un pagano, debido a la libre elección por parte de Dios, recibe por la fe la revelación o «doctrina salvífica» (el credo y la etica) de la religión de Israel. (Con esto se ponen las bases de la idea neotestamentaria, sobre todo paulina, de la relación existente entre elección, conversión, justificación y bautismo cristiano; pero el punto determinante ya no es la ley, sino Cristo. Sin embargo, la temática existe en el judaismo). Charis, gracia, equivale así a la conversión del pecador a Yahvé, único Dios verdadero de Israel y, a través de Israel, de todos los pueblos. En este marco, charis supone esencialmente un conocimiento de la verdadera revelación (en el sentido de gnosis o epígnosis). En contraposición con lo que Wetter sostuvo en su tiempo, el Nuevo Testamento, por lo que respecta a la gracia, no refleja ninguna influencia njena al judaismo. Sí refleja, en cambio, la influencia del elaborado concepto judío de gracia que tenía su contexto existencial en la situación misionera, catequético-apologética, del judaismo de la diáspora (un concepto ¡udeo-helenista que sería «mitigado» en su significado expresamente reliK¡oso por el auge del significado de la charis griega en la época imperial). Precisamente en esta espiritualidad de los judíos de la diáspora arreció ln discusión en torno al conflicto sobre «la gracia y las obras». Se trataba di- una problemática típicamente judía en tales ambientes. Israel fue escocido en virtud del don divino de la tora o ley; esto hace que los pecadores judíos sean muy distintos de los paganos, que no conocen a Dios ni la ley tic Israel. Pero en Israel hay sólo un pequeño grupo de hombres realmente «justos» que realizan «obras de justicia» y que obtendrán la charis H
Cf. J. Fichter, Die altorientalische Weisheit in ihrer israelitisch-jüdischen Ausl'iih'.ni'R (BZAW 62; Giesen 1933). Sobre todo, A. J. Festugiére (La révélatéon J'l Uriñes Trismégiste I, París 1950) ha analizado cómo la idea de la «sabiduría irvclaila» y el interés por la sabiduría del Oriente antiguo atrajeron a una élite InicliTlual desde la ocupación helenista del Próximo Oriente hasta los siglos II y III clfNpués de Cristo. " l'or ejemplo, Filón, Immutationes, 104ss.
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de Dios como recompensa por sus obras 36 . Sin embargo, el Dios de Israel es rico en misericordia: se compadece de aquellos judíos cuyas manos están vacías de buenas obras, pero en especial se apiada de los paganos, que no hacen buenas obras debido a que ni siquiera poseen la ley. Dios justifica «gratis» al pecador. La posesión de la ley es la elección, la chatis divina, versión judía del hesed de Yahvé que reposa sobre Israel. En otras palabras: lo que antes era hesed, gracia de Dios, ahora es la ley. En su lucha contra los dominadores que pretendían abolir en Israel la ley incluso por las armas, el primer judaismo se centró en la ley. Hesed, charis y ley quedan identificados. Este judaismo no ve contradicción entre justificación por la gracia y justificación por la ley o por las obras de la ley. Por eso no se podrá plantear ninguna antítesis ni decir: «justificación sólo por la gracia» (de acuerdo) y, «por tanto, no por las obras» (la conclusión no es lógica). Ahora bien, la justificación sólo por la fe en la sabiduría o revelación de Dios en la ley es esencial para este primer judaismo. Quien no tenga presente tal concepción judía interpretará casi irremisiblemente de un modo falso la doctrina paulina sobre la justificación. En esta línea de sensibilidad judía por la trascendencia de Dios se subraya que el Creador es también la única causa de la salvación. El hecho de que sólo Dios otorgue el perdón de los pecados se fundamenta en la omnipotencia de su acto creador. Esta tradición mantenía vivo el tema de los héroes de la historia de la salvación —Noé, Melquisedec, Abrahán, Isaac, Jacob, Esaú— que hallaron gracia ante Dios sin que anteriormente hubiesen realizado ninguna obra buena (cf. Heb 11; Rom 4 y 9,20-22). Según Filón, «todo es gracia»: el mundo de los hombres y de las cosas es dorea, energeia, charisma de Dios. Dios es anterior a nuestra voluntad, su charis es previa a todas las cosas. Nadie es justo ante la faz de Dios (Hen[gr] 81,5). «Porque el mundo entero es ante ti como grano de arena en la balanza... Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes y cierras los ojos a los pecados de los hombres para que se arrepientan» (Sab 11,23). La elección gratuita es «anterior a la creación de todas las cosas». La contraposición entre kata charin (por gracia) y ka? opheilema (por mérito) es judía (y no sólo paulina); esta distinción tiene su contexto en la distinción entre judío piadoso y justo que cumple la ley y el judío que, como tal, en virtud del don de la ley, goza de la elección gratuita de Dios 37 . Por otra parte, la gracia de Dios se hace visible sobre todo cuando el judío se abre a la gracia divina confesando humildemente su condición de criatura y de pecador. «La charis se adelanta al hombre modesto» (Eclo 32,10). «Dios se burla de los burlones y concede su charis a los humildes» (Prov 3,34). La espiritualidad que afirma que la gracia se alcanza precisamente en la debilidad es, en esta línea literaria del judaismo primitivo, un
credo, ya que «a los más humildes (elachistos) se les compadece (eleos) y perdona» (Sab 6,6) (en Pablo encontramos afirmaciones similares, entendidas en sentido cristológico). En esta literatura —que coincide globalmente con los últimos libros del Antiguo Testamento y con los escritos del Nuevo— hay dos temas sobre la charis (que volvemos a encontrar, en un marco cristológico, en Pablo): a) la contraposición judía entre gracia y obras x en relación con la teología de la creación y de la alianza; la justicia proviene de la gracia de elección de Dios, si bien existe una identidad entre «fe» y «obras»; b) la contraposición histórico-salvífica entre charis y hamartia, entre gracia y pecado: «allí donde domina la charis, desaparece el pecado» (Hen[grj; Testamentos de los Doce Patriarcas; cf. supra). Según el judaismo primitivo, la salvación y el perdón de los pecados proceden únicamente de la gracia de Dios (concepción de todo el judaismo) en virtud del don divino de la ley: ésta es el gran don exclusivo de Dios a Israel. En Qumrán, el tiempo escatológico de salvación es también el tiempo de la plenitud perfecta y del cumplimiento pleno de la ley (4QFlor); al tiempo del pecado siguió el de las obras de los justos preparadas por Dios. En la versión judía alejandrina, a diferencia de la concepción de los fariseos, la justificación por la gracia es formulada con gran precisión. Por otro lado, hay también judíos que cumplen escrupulosamente la ley; su recompensa será la charis. Existe una gran diferencia entre la concepción de este judaismo y la concepción rabínico-farisea de la ontología de la Tora, en la que la revelación de Dios a través de la historia es reemplazada en realidad por la revelación mediante el libro sacrosanto de la Biblia, centrada en la ley (de tal modo que los libros históricos y proféticos tienen sólo una autoridad derivada de la Tora). Así, pues, el problema de la gracia y las obras, la gracia y el pecado, la gracia y la justificación es —sobre todo en la tradición sapiencial tardía, que sigue actuando de manera especial en el judaismo alejandrino— un problema que está sobre el tapete ya antes de Pablo. La diferencia fundamental entre el judaismo y el cristianismo consiste en que para éste el punto de referencia de la justificación por la gracia no es la ley, sino Jesús, el Cristo. El punto central no es la contraposición entre «gracia» y «obras», sino entre la gracia de la ley y la gracia de Cristo. Esto es lo que queremos analizar a continuación.
36
Todo el Eclesiástico; 4 Esd 8. Cf. H. Reventlow, Rechtfertigung im Horizont des Alten Testamente (Munich 1971), y R. Gyllenberg, Rechtfertigung und Altes Testament bei Paulus (Stuttgart 1973). 37
" El concepto de «obras» tiene distintos significados dentro del judaismo. Cf. O. Bertram, erga (nomou), en ThWNT II, 642-645; Strack-Billerbeck, III, 160-162. lín la literatura del rabinismo primitivo se habla de «obras» (m/fasim), a veces de «buenas obras» (mtf-asim tobim, que en ocasiones son obras no obligatorias) y, finalmente, de «obras de la ley» (miswot, en singular miswah) (cf. G. Liedke, Swh, en Tlil InndWAT II, 530-536). Miswah significa propiamente una orden —mandato o |H(ihibición—, así como su ejecución y, por consiguiente, con respecto a la tora, «obras de la ley»: hacer lo que exige la ley. La ley es el principio de gracia de la conducta nioral; las obras de la ley son la respuesta humana al don misericordioso i Ir la ley por parte de Dios.
UN NUEVO CAMINO DE SALVACIÓN SECCIÓN SEGUNDA
EXPERIENCIA E INTERPRETACIÓN DE LA GRACIA EN EL NUEVO TESTAMENTO
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todos modos, ese análisis teológico carecerá de valor si no se analizan al mismo tiempo las «mediaciones históricas», como explicaremos en la sección cuarta de la segunda parte de la presente obra.
CAPITULO PRIMERO
TEOLOGÍA
DE LA GRACIA
EN PABLO
INTRODUCCIÓN
La estructura formal de la revelación indica en cierta manera su contenido. Si, a través de las experiencias de unos hombres, conocemos la revelación formalmente como tal en la conciencia del creyente, sabremos ya no poco sobre su contenido. Presentar una teología completa sobre la gracia en el Nuevo Testamento es una empresa imposible, como sería injustificable elegir arbitrariamente el material neotestamentario, al menos para quien quiera hallar un fundamento bíblico que permita entender hoy el mensaje evangélico a partir de las exigencias y problemas del momento. Por tanto, me propongo analizar atentamente los grandes bloques de tradición del Nuevo Testamento: el paulinismo, el joanismo, la teología (emparentada con estas dos tendencias, pero con matices propios de la primera carta de Pedro y de la llamada carta de los Hebreos, las últimas cartas apostólicas y, en fin, el Apocalipsis cristiano). Dado que ya he estudiado los evangelios sinópticos en mi libro Jesús, la historia de un viviente, aquí no vuelvo sobre ellos, al menos de forma directa. El análisis que sigue intentará mostrar cómo todos los autores describen una misma experiencia fundamental —la experiencia de la salvación decisiva y definitiva de Dios en Jesús—, pero cada uno desde su propio horizonte experiencial y hermenéutico y desde las dificultades y problemas presentes en las comunidades cristianas a las que se dirigen sus cartas o su evangelio (Juan); dicho de otro modo: intentará mostrar cómo experimentan interpretando. A partir de la diversidad de tales experiencias interpretativas y de su comparación mutua aparecerán unos principios estructurales configurativosl que sirven a los cristianos actuales de inspiración y orientación normativa para formular de nuevo, respetando el patrimonio de la fe transmitido por los apóstoles y con la franqueza con que actuaron los autores del Nuevo Testamento, la misma experiencia cristiana fundamental, interpretada de acuerdo con nuestro tiempo y dentro de nuestro horizonte (también sometido a crítica) de experiencia y comprensión. De 1 Véase lo que he escrito sobre «el criterio de la norma proporcional» en Geloofsverstaan: interpretatie en kritiek (Theologische Peilingen 5; Blocmendaal 1972) 98-105 (ed. italiana: Intelligenza della fede, Roma 1974).
Si consideramos como una unidad exegética las cartas indudablemente auténticas de Pablo —primera a los Tesalonicenses, primera y segunda a los Corintios, Gálatas, Romanos, Filipenses y Filemón—, advertimos que su concepto de la charis sufre una evolución. Si al principio utiliza Pablo este término con el significado normal que le da el vocabulario griego, en un determinado momento lo convierte en la palabra clave con que se refiere al acontecimiento salvífico de Dios en Jesús. Tras la preparación de la carta a los Gálatas, la línea divisoria está evidentemente en la carta a los Romanos (donde aparece con mayor frecuencia el término charis: 24 veces). Su propia experiencia de un acto muy específico de amor por parte de Dios, su vocación al apostolado entre los paganos, constituye para Pablo el punto a partir del cual da una denominación técnica al acontecimiento salvífico en cuanto gracia procedente de Dios. Bibliografía (principalmente sobre s'daqah, justicia): Kl. Berger, «Gnade» im frühen Cbristentum: NTT 27 (1973) 1-25; J. Blank, Schriftauslegung in Theorie und Praxis (Munich 1969) espec. 129-187; Paulus und Jesús (Munich 1968); G. Bouwman, Gods nerechtigheid bij Paulus: TvTh 11 (1971) 141-157; H. Cazelles, A propos de quelques termes difficiles relatifs a la justice de Dieu dans l'Ancien Testament: RB 58 (1951) 169-188; L. Cerfaux y A. Descamps, Justice et justification, en DBS IV (1949) 1417-1510; A. Descamps, Les justes et la justice dans les évangiles et le christianisme primitif (Lovaina 1950); id., La justice de Dieu dans le Bible grecque (Studia Hellenistica 5; Lovaina 1948) 59-92; J. Dupont, Les beatitudes, 3 vols. (París 1973); A. Dupont-Sommer, Les écrits esséniens découverts pres de la Mer Morte (París 1959); J. Eckert, Die urchristUche Verkündigung im Streit zwischen Paulus und seinen Gegner nach dem Galaterbrief (Ratisbona 1971); J. M. Fiedler, Der licariff der Dikaiosyné im Evangelium des Matthdus, auf seine Grundlage untersucht (llnlle 1957); W. Grossouw, De vrijheid van de christen volgens Paulus: TvTh 9 (1969) 269-283; De brief van Paulus aan de Galaten (Bussum 1974); W. Grundmann, Der Lchrer der Gerechtigkeit in der Theologie des Apostéis Paulus: RQumran 2 (1960) 237-259; R. Gyllenberg, Rechfertigung und Altes Testament bei Paulus (Stuttjiurt 1973); E. Kásemann, Gottesgerechtigkeit bei Paulus, en Exegetische Versuche und ñcsinnungen II (Gotinga 21965) 181-193 (ed. española: Ensayos exegéticos [SaImtuinca 1978]); O. Kaiser, Gerechtigkeit und Heil bei den israelitischen Propheten und uricchischen Denkern des 8.-6. Jahrhunderts: NZSTh 11 (1969) 312-328; K. Kertrluc «Rechtferligung» bei Paulus (Münster 21966); G. Klein, Gottes Gerechtigkeit ,il\ \hcma der neuesten Paulus-Vorschung: VuF 12 (1967) 1-11; K. Koch, Sdq im Alten
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TEOLOGÍA DE LA GRACIA EN PABLO UN NUEVO CAMINO DE SALVACIÓN
Testament. Eine traditionsgeschichtliche Untersuchung (Heidelberg 1953); id., s'daqa, en ThHandWAT II (1976) 507-530; T. C. de Kruyff, Justice and Peace in the New Testament: Bijdr 32 (1971) 367-383; S. Lyonnet, De iustitia Dei in Ep. ad Romanos: VD 25 (1947) 23-34, 118-121, 129-144; 193-203; 257-261; U. Luck, Gerechtigkeit in der Welt. Gerechtigkeit Gottes: WuD 12 (1973) 71-89; D. Lührmann, Der Verweis auf die Erfahrung und die Frage nach der Gerechtigkeit, en G. Strecker (ed.), Jesús Christus in Historie und Theologie (Hom. H. Conzelmann; Tubinga 1975) 185-196; Rechtfertigung und Versóhnung: ZThK 67 (1970) 437-452; R. Mach, Der Zaddik in Talmud und Midrasch (Leiden 1957); C. Müller, Gottes Gerechtigkeit und Gottes Volk. Eine Untersuchung zu Rómer 9-11 (Gotinga 1964); F. Mussner, Der Galaterbrief (HThKNT 9; Friburgo de Br. 21976); F. Notscher, Das Reich Gottes und seine Gerechtigkeit (Mt 6,33; vgl. Lk 12,31): Bib 31 (1950) 237-241; A. Oepke, Dikaiosyné tou Theou hei Paulus in neuer Beleuchtung: ThL 78 (1953) 257-264; H. Reventlow, Rechtfertigung im Horizont des Alten Testaments (Munich 1971); K. H. Schelkle, Gerechtigkeit nach dem Neuen Testament: BuL (1968) 83-94; E. Schillebeeckx, Jesús, la historia de un viviente (Madrid, Ed. Cristiandad, 1981) 97-162; H. H. Schmid, Gerechtigkeit und Weltordnung. Hintergrund und Geschichte des alttestamentlichen Gerechtigkeitsbegriffs (BHTh 40; Tubinga 1968); G. Strecker, Der Weg der Gerechtigkeit (FRLANT 82; Gotinga 31971); P. Stuhlmacher, Gerechtigkeit Gottes bei Paulus (FRLANT 87; Gotinga 1975); P. Trude, Der Begriff der Gerechtigkeit in der aristotelischen Rechts- und Staatsphilosophie (Berlín 1955); Rechtfertigung im neuzeitlichen Lebenszusammenhang. Studien zur Interpretation der Rechtfertigungslehre (Gütersloh 1974). También los comentarios a las cartas paulinas.
I «CHARIS»: UN NUEVO CAMINO DE SALVACIÓN
1.
«Charis» y el «evangelio» de Pablo en sus primeras cartas
El trasfondo sobre el que se desarrolla la noción de charis en el Nuevo Testamento es el deseo de gracia con que comienzan o terminan las cartas cristianas. Ya en su carta más antigua, en la que no aparece el concepto de charis, Pablo saluda a los cristianos de Tesalónica al principio y al final de su misiva con la fórmula: «La gracia (he charis) de nuestro Señor Jesucristo os acompañe» (1 Tes 1,1 y 5,28). Este saludo de gracia se encuentra en todas las cartas del corpus paulino 2 . Los griegos y los judíos de habla griega comenzaban sus cartas con la palabra chaire (¡salve!) (cf. Hch 23,26; 15,23). Los judíos solían utilizar un doble saludo 3 . Muchos exegetas sostienen que fue el propio Pablo el que cristianizó tal saludo. Pero esto es un tanto problemático, ya que en la literatura greco-judía anterior a Pablo era corriente la doble expresión «gracia (eleos) y paz» (Tob 7,12; cf. 2 Sm 2 Rom 1,7b y 16,20; 1 Cor 1,3 y 16,23; 2 Cor 1,2 y 13,13; Gal 1,3 y 6,18; Flp 1,2 y 4,23; 1 Tes 1,1 y 5,28; 2 Tes 1,2 y 2,18; Ef 1,2 y 6,24; Col 1,2 y 4,18; 1 Tim 1,2 y 6,21; 2 Tim 1,2 y 4,22; Tit 1,4 y 3,15; Flm 3 y 25. 3 Cf. J. Th. Nelis, II Makkabeeen (Bussum 1975) 46-48.
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15,20; ApBar[sir] 78,2; Est 9,30: «paz y verdad»), mientras que eleos y charis son empleados en esta misma época como términos equivalentes (cf. supra). Fuera de las fórmulas de saludo, no aparece charis en la primera carta a los Tesalonicenses. En esta carta Pablo es, por decirlo de algún modo, el transmisor fiel de una tradición anterior a él, muy antigua, quizá la más antigua, y también de un lenguaje judeo-helenístico. Desde el principio, Pablo habla «del evangelio de Dios» (1 Tes 2,2; 2,8; 2,9), que es al mismo tiempo «el evangelio de Cristo» (3,2). Comienza su carta aludiendo a «nuestro evangelio» (1,5), mientras que en 2,4 habla simplemente del «evangelio» que Dios le ha confiado. Este evangelio abarca la confesión de la «fe en Dios» y de la «fe en el Jesucristo venidero»: se han «convertido a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero» y «aguardar la vuelta desde el cielo de su Hijo, al que resucitó de la muerte, de Jesús, el que nos libra del castigo que viene» (1.9-10). Este es el kerigma prepaulino, monoteísta y cristológico, destinado a los paganos, en el que se ha cambiado quizá la expresión original «Hijo del hombre» por la de «Hijo de Dios» (probablemente una confesión bautismal). El mensaje cristológico está orientado aquí escatológicamente a la parusía, pero sobre la base de la resurrección de Jesús de entre los muertos. «¿No creemos que Jesús murió y resucitó? Pues también a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él» (4,14). Este es el evangelio de Dios, de Cristo, nuestro evangelio, dice Pablo. Su predicación y aceptación se apoyan en la elección amorosa de Dios (1,4), que «os ha llamado a su reino (hasileia) y gloria» (2,12). Son palabras del cristianismo primitivo anterior a Pablo, de los cristianos judíos de habla griega (el cristianismo «de Esteban»). Ese evangelio —«la palabra divina de la predicación» (2,13)— no es «palabra humana, sino... palabra de Dios» (2,13b), que Pablo predica «con la fuerza exuberante del Espíritu Santo» (1,5). En toda la primera carta a los Tesalonicenses nada se dice sobre la charis y la justificación, que después serían conceptos clave de Pablo. La idea central de esta carta es la inminente parusía de Jesús (2,19; 3,13; 4,15; 5,23; idea que, fuera de aquí, dentro de las cartas auténticas de Pablo, reaparece en 1 Cor 15,23). No obstante, esta carta permite adivinar cuántas dificultades había encontrado Pablo en su predicación a los paganos (2,16). Su predicación de la salvación a los paganos contiene ya los principios que posteriormente desarrollará el propio Pablo. El motivo inmediato de la carta parece ser dar una respuesta al problema surgido en la comunidad: habían muerto cristianos (4,13-18; cf. también 5,10: «despiertos o dormidos»). Pablo anuncia la expectación del cristianismo primitivo sobre la pronta venida de Jesús; su aportación personal consiste en dar una respuesta a la comunidad, inquieta a causa del destino tic los cristianos muertos, pues se temía que éstos no estuviesen presentes cu la parusía de Jesús. Pablo responde dentro de un marco judío apocalíptico (4,15-17): los cristianos que han muerto («los difuntos en Cristo», 4,16b) resucitarán e irán al cielo o serán «arrebatados» o «conducidos» ¡iI ciclo junto con los que queden vivos, yendo al encuentro de Cristo
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(4,16-17). Por tanto, unos resucitarán, y otros (los que todavía viven) «serán arrebatados». Evidentemente, se esperaba la parusía como algo inminente. Esto muestra que determinadas circunstancias históricas han influido en un dogma tan fundamental como el de la resurrección. Posteriormente, Pablo hablará sobre el tema de modo diferente. De todos modos, los cristianos poseen ya el don escatológico del Espíritu (4,8; 5,19). En las dos cartas de Pablo a los cristianos de Corinto (la carta a los Gálatas se sitúa cronológicamente entre ambas) aparece con mucha frecuencia la palabra charis (10 veces en 1 Cor, 18 en 2 Cor). Se emplea en sus distintas acepciones griegas: como acción de gracias (1 Cor 10,30; 15,57; 2 Cor 2,14; 9,15) y, sobre todo, como demostración de favor u obra de amor, aludiendo concretamente a la obra de caridad (limosna) de los cristianos de Corinto en favor de los pobres de la comunidad de Jerusalén (1 Cor 16,3 y, sobre todo, 2 Cor 8,1.4.6.7.9.16.19). Esta generosa dádiva de amor (charis) es a la vez una demostración del favor de Dios a estos corintios, que ya tienen todo lo suficiente (2 Cor 9,8) y pueden dar a los pobres lo que íes sobra (9,8). Aparece aquí el término charis en el sentido de algo que se entrega como deuda de honor, y Pablo le da un fundamento cristológico: «Porque ya conocéis la generosidad (charis) de nuestro Señor Jesucristo: siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2 Cor 8,9; cf. Flp 2,6-11). En estas cartas charis tiene también el sentido de auxilio, asistencia o demostración de favor por parte de Dios (2 Cor 9,8 y 12,9; pero, como se verá más adelante, se trata de la charis de Dios para con el apóstol). Llama la atención, sin embargo, en estas cartas (directa o indirectamente) la combinación de gracia y ministerio apostólico (1 Cor 3,10; 15,10; 2 Cor 1,12 y 12,9), de forma que también aquí «gracia» tiene el significado técnico de revelación salvífica de Dios en Cristo y, por tanto, designa la elección al cristianismo: «el favor que os ha concedido mediante Jesucristo» (1 Cor 1,4), el llamamiento a la vida cristiana. La gracia tiene, pues, un sentido absoluto: «os exhortamos también a no desperdiciar esta gracia de Dios» (2 Cor 6,1). Aquí se pone más de relieve la elección general al cristianismo que la elección al ministerio apostólico, por el que se da a conocer la revelación de la salvación. En todos estos casos, «gracia» tiene el significado griego de «hecho rico de todos los dones» (1 Cor 1,5-6), como Pablo define en 1,4 la «gracia» al afirmar que los ricos corintios «en ningún aspecto se quedan cortos». «Gracia», pues, no tiene aún el significado técnico paulino, como tampoco en 2 Cor 9,8: «Poder tiene Dios para colmaros de toda clase de favores». Entre estos abundantes dones de la gracia, el punto central lo ocupa, igual que en la primera carta a los Tesalonicenses, la parusía: «Mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Cor 1,7b). Sin embargo, la «comunión con su Hijo», otorgada a través de la resurrección de Jesús (1 Cor 1,9), adquiere mayor énfasis: «Nosotros predicamos un Mesías crucificado» (1 Cor 1,23). En contraposición con la primera carta a los Tesalonicenses se subraya, ante todo, el fundamento de la parusía —la muerte y resurrección de Jesús— sobre la base de una tradición prepaulina (y no coinci-
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dente con la de la parusía del Hijo del hombre): según el núcleo de 1 Cor 15,3b-5a o 15,3b-7 (también los elementos prepaulinos presentes en Rom 1,3-4). La muerte y la resurrección son en lo sucesivo para Pablo el núcleo de su evangelio (cf. 1 Cor 1,23; 2 Cor 2,12; 5,18-21, etc.). Por lo demás, las dos cartas a los Corintios tratan del ministerio apostólico en cuanto «servicio de reconciliación» (2 Cor 5,18-21; esta perícopa será estudiada más adelante). Es, sin duda, interesante lo que se dice en 1 Cor 1,9: «Fiel es Dios, y él os llamó a ser solidarios de su Hijo, Jesucristo, Señor nuestro»; a partir de la carta a los Gálatas se expresa mediante el concepto de charis Theou, la gracia de Dios (Gal 2,19-21). En Pablo, charis pasa a ser un concepto teológico técnico. «El evangelio» se identifica ahora con lo que Pablo llama en Gálatas el evangelio de la justificación. El contenido del Evangelio de Pablo es aquí la cimentación de la vida cristiana en la charis de Dios y, por tanto, un rechazo del «camino de salvación» de la justicia humana basada en las obras de la ley. La «verdad del evangelio», su contenido, es ahora la justificación del pecador en virtud del misterio de Cristo (Gal 2,14). El Evangelio de Pablo es to euangelion tes akrobystias (2,7), como el de Pedro es to euangelion tes peritomes, o sea, Pablo predica el evangelio a los incircuncisos, y Pedro a los judíos (circuncisos); pero ambos lo hacen por mandato divino. Precisamente este mandato divino tiene una gran importancia en el empleo que la carta a los Gálatas hace de charis. Pablo se considera mediador de algo que ha recibido de Dios en Jesucristo. En toda la carta el Apóstol transmite lo que ha recibido de Dios 4. De hecho, en la literatura del primer judaismo charis era la gracia de una revelación que se ha recibido y se vuelve a transmitir. Por eso, cuando Pablo inicia sus cartas con un deseo de gracia, está indicando cómo entiende él su apostolado. Existe un nexo histórico entre la antigua expresión «el Señor esté con vosotros» y la expresión neotestamentaria «la gracia esté con vosotros», ya que en el primer judaismo se reemplazaba a menudo el nombre de Dios por «la gracia» (en la línea de un uso creciente de sustantivos abstractos). Así, pues, el empleo de charis no se inspira directamente en el hesed del Antiguo Testamento, sino en el sentido que este término recibió en los ambientes sapií-nciales y apocalípticos: charis es el conocimiento y la doctrina (lo que NO refiere a la salvación y a la conducta moral) recibidas a través de la revelación (para Pablo, en y a través de Cristo). Esto explica asimismo el primer empleo técnico de esta palabra por parte de Pablo. El Apóstol habla de un favor de Dios muy concreto: «la gracia que se me ha concedido» es desde el principio una alusión al llamamiento divino de Pablo como apóstol de los paganos (Gal 1,15-16; 2,9; 1 Cor 3,10; Rom 1,5; 12,3; 15,15; cf. también 1 Cor 15,10); de ahí que su visita apostólica a la comunidad NCII asimismo una charis, un hecho gozoso (2 Cor 1,5; quizá Flp 1,7; cf. Ef 1,2; 3,6-7). Frente al empleo general de charis en las fórmulas de saludo, lit revelación graciosa de la salvación por parte de Dios (charis) es perso* K. Hcrgcr, Gnade, op. cit., 8-10.
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nalizada en Pablo, con lo cual se orienta a un servicio muy determinado en favor de los demás: la predicación apostólica del evangelio por medio de Pablo a los paganos. La gracia fue concedida a Pablo «para que anunciara a Cristo entre los paganos» (Gal 1,15; Rom 1,5; 12,3; 15,15; cf. Ef 3,2: «con vistas a vosotros»; también Ef 3,6-7; cf. 1 Cor 3,10). En Gal 1,15 este concepto de charis es objeto de una especie de definición: el apóstol elegido es llamado por la gracia en virtud de que se le ha revelado el Hijo de Dios, contenido del evangelio. En este primer empleo técnico de charis se da una clara relación con el ministerio apostólico. Aquí charis significa, como en toda la apocalíptica, la comunicación de un conocimiento sobrenatural (fundado en una visión vocacional). Esta gracia de Pablo es reconocida «por las columnas de Jerusalén» (Gal 2,9): éstos reconocen la charis de Pablo y, con ello, la legitimidad de su visión vocacional y del evangelio recibido en la misma. En la línea de la concepción que el primer judaismo tenía de charis, este término significa aquí la visión vocacional de Pablo, cuyo contenido es su dedicación a los paganos. Gracia es la doctrina ortodoxa, revelada (frente a la doctrina falsa y extraña; cf., por ejemplo, Heb 13,9; también 1 Tim 1,3-4 y Tit 3,7-9 contraponen charis y pistis a falsa doctrina). «Abandonar la gracia» (Gal 1,6) quiere decir pasarse a un evangelio distinto. Charis significa, por tanto, sobre todo teniendo en cuenta Gal 1,6; 1,15 y 2,21, la verdadera doctrina recibida por Pablo en la revelación. «Charis» es una apocalypsis, una revelación de la que Pablo es apóstol. En la carta a los Gálatas, «gracia» tiene el significado judío de nueva revelación divina de la salvación: relación típicamente sapiencial y apocalíptica entre charis y (epi)-gnosis o conocimiento de revelación (cf. también 2 Pe 1,2-3 y 3,18); Jesucristo como vía iluminadora de salvación, lumen gentium. «Os advierto además, hermanos, que el evangelio que os anuncié no es invento humano; porque tampoco a mí me lo ha transmitido ni enseñado ningún hombre, sino una revelación de Jesucristo» (Gal 1,11). En determinados círculos del judaismo primero no se aplica el término charis a la sabiduría humana, sino precisamente a la sabiduría de la revelación. No de hombres; sin consultar a nadie (1,16c); «yo subí por una revelación» (2,2); «la verdad del evangelio» (2,5.14); «ellos reconocieron el don que he recibido» (2,9): todas estas expresiones se refieren a la charis en cuanto verdad divina revelada. En ese primer empleo técnico del concepto de gracia por parte de Pablo, la gracia es la doctrina de salvación transmitida a los apóstoles por el Padre a través de Jesús, es decir, la doctrina de la elección de todos los hombres en Jesucristo. Con tal doctrina, Pablo no «inutiliza» la gracia de Dios, es decir, la elección de Israel (2,21). En el cristianismo primitivo, la «gracia» es, por tanto, esencialmente revelación en y por Jesús, el Cristo y el Hijo; Jesús es el único maestro (cf. Jn 1, 14-17: «gracia y verdad» en la acepción del primer judaismo). Jesús es la nueva revelación que supera a la mosaica. El concepto implica, por consiguiente, la elección de aquel a quien se concede tal revelación.
2. ha «charis» greco-judía: carta a los Gálatas y Evangelio de Lucas Resulta sorprendente que el concepto de charis casi no aparezca fuera del corpus paulino y de los textos del Nuevo Testamento influidos por el paulinismo. Lucas, su evangelio y los Hechos de los Apóstoles, constituye a este respecto una excepción notable. Y vamos a ver cómo también la idea lucana de gracia hunde sus raíces en el ámbito de los judíos de la diáspora que «misionaban» entre los paganos. En Lucas predomina el significado de charis propio de los LXX, que no traduce el hesed hebreo, sino el hen: un significado muy vinculado a la charis auténticamente griega: proporcionar alegría a otros debido al atractivo o a determinadas cualidades agradables o éticas, serles propicio, «hallar gracia a los ojos de alguien». Así, los cristianos hallaban charis ante todo el pueblo (Hch 2,47), es decir, gozaban del favor del pueblo (también Hen 7,10: cita de Gn 41,40-41 según los LXX, y Hch 7,46; este mismo significado tiene sin duda Hch 4,33). Es característico también que Esteban, «lleno de gracia (charis) y poder, realizaba grandes prodigios y señales en medio del pueblo» (Hch 6,8); aquí parece resonar ya el significado que tomará charis en la época imperial: poder ultraterreno (cf. páginas anteriores); pero puede también significar simplemente charis en cuanto hen. Cuando Lucas (Le 1,30) dice que «María ha encontrado charis ante Dios» no se trata formalmente del hesed, sino del hen, es decir, Dios se complace en María y le concede su favor. Lo mismo podemos decir de Le 2,52: «Jesús iba creciendo en saber y en charis ante Dios y ante los hombres»; literalmente: el adolescente agradaba a todos, a Dios y a los hombres, debido a su sabiduría y atractivo. También, en Hch 18,27, Apolo, «con su charis, contribuyó mucho al provecho de los creyentes, pues rebatía vigorosamente en público a los judíos, demostrando con la Escritura que Jesús es el Mesías»; anteriormente se dice que Apolo era «un hombre elocuente y muy versado en la Escritura» (Hch 18,24; cf. Prov 22,11). También aquí charis equivale a hen, ser apreciado por los demás debido a determinadas cualidades o talentos (quizá esté presente también el significado de «poder», virtus gratiae, que adquiere charis de la época imperial). Hablar de manera convincente se expresa a menudo con la fórmula en chariti (cf., por ejemplo, Col 4,6) (por tanto, no se trata formalmente de los «dones de gracia» de Apolo). Le 2,40 oscila entre charis como hesed y como hen: «Jesús... adelantaba en saber y la charis de Dios lo acompañaba»; en este pasaje se trata de la gracia y la benevolencia de Dios. En otras palabras: el hen que posee Jesús (Le 2,52) tiene su origen real en el hesed de Dios (Le 2,40). Posteriormente, Lucas emplea charis en el sentido griego de agradecimiento (Le 6,32; 6,34; 17,9) y en el sentido general de favor, dones o demostraciones de favor (Hch 24,27; 25,3; 25,9). Sin embargo, el significado propiamente teológico del empleo lucano de charis está en otros lugares. Jesús habla «palabras de charis» (Le 4,22), «el evangelio de la charis de Dios» (Hch 20,24), «la palabra de su gracia» (Hch 20,32) y, finalmente, dieron testimonio de la «palabra de la gracia
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de Dios» (Hch 14,3). Son cuatro textos en los que existe una estrecha vinculación entre charis y palabra o evangelio, lo cual constituye dentro del Nuevo Testamento un concepto de gracia típico de Lucas. Pablo relaciona en la mayoría de casos euangelion (evangelio o buena noticia) con dynamis o fuerza, no con charis. ¿Qué sentido tiene charis en esos cuatro textos? Le 4,22 nos ofrece una pauta. El Jesús de Lucas comienza su vida pública con una homilía sinagogal sobre el texto de Is 61,1-2: el Espíritu de Dios que está sobre el ungido, el cual ha sido enviado por Dios para anunciar a los pobres la buena noticia (eu-angelisasthai), sanar a los ciegos, poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor (en el que se anula la acumulación injusta de propiedades). Esto concuerda con la imagen que Lucas ofrece de Jesús (Le 7,21). La reacción de los oyentes a las palabras de Jesús fue según Lucas: «Todos estaban extrañados de que salieran de su boca unas palabras tan llenas de charis. Decían: ¿No es éste el hijo de José?» (Le 4,22). Aquí charis no significa únicamente «atractivo». Del contexto se deduce que charis tiene en este caso el primitivo significado griego de «algo que proporciona alegría». El término charis está «provocado» por eu-angelion, un mensaje que proporciona gozo: charis es el evangelio anunciado a los pobres. A ellos se refiere la gozosa novedad. Propiamente, el término charis en este contexto explica el eu (el elemento de bondad y gozo) de eu-angelion. Lucas emplea aquí la palabra en su sentido griego original (charis es «lo que da alegría»), acercándose más al hen que al hesed hebreos. Lucas subraya así, mediante su concepto de charis, el carácter alegre del evangelio, que llega hasta el corazón de los hombres (cf. también Hch 4,33). No obstante, esta concepción típicamente griega y específicamente lucana de la gracia es al mismo tiempo propia del primer judaismo helenista. Ya hemos dicho que en el judaismo helenístico sapiencial era muy corriente el empleo de charis en el sentido hebreo de hen (no de hesed). Hemos dicho también que, en la literatura greco-judía intertestamentaria, charis, en cuanto sabiduría suprahumana, y revelación formaban casi una pareja de términos. Y es de notar que Lucas emplee en dos ocasiones «sabiduría y charis» como expresión unitaria (Le 2,40 y 2,52), al igual que en la literatura sapiencial. Cuando Lucas emplea charis en sentido teológico (Le 4, 22; Hch 14,3; 20,24 y 20,32), lo hace siempre en relación con la predicación de la palabra de Jesús o de la tradición apostólica. Los oyentes se extrañan precisamente de esa palabra, del evangelio: ¿No es éste el hijo de José? (Le 4,22). La charis de las palabras de Jesús denota una sabiduría sobrehumana: una sabiduría revelada, procedente de lo alto, no una sabiduría humana racional, producto del conocimiento humano. Aquí radica el concepto lucano de gracia, en el mismo terreno que el concepto que ofrece Pablo en la carta a los Gálatas: es el concepto helenista que los judíos de la diáspora tenían de charis como sabiduría supraterrena revelada (la cual —ahí reside el matiz griego de Lucas— proporciona alegría a los hombres, los alegra). Esto explica también por qué Lucas dice en Hch 11,23 que la expansión de la Iglesia es una «charis de Dios», concluyendo que «él (Bernabé) se alegró mucho de eljo» (11,24). La charis para
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Lucas no consiste (formalmente) propiamente en «una prueba absoluta de gracia» (como para Pablo en la carta a los Romanos), sino en la dimensión gozosa de la sabiduría divina comunicada a los hombres en Jesús y en el evangelio de la Iglesia. Así, como Pablo, Lucas puede unir entre sí charis y dynamis, poder de la gracia (Le 4,33; 6,8; 20,32; cf. 14,26; 15,40; 18,27, etc.). Si la palabra euangelion 5 (con su prehistoria judía y griega) tiene su contexto existencial preferentemente entre los judeocristianos de habla griega anteriores a Pablo y Marcos (los cuales estaban abiertos a los paganos), charis tiene un contexto semejante: se refiere a la sabiduría judeocristiana, desconocida para los paganos, «proveniente de arriba», comunicada por Jesús a los elegidos y transmitida por éstos en el evangelio o en la predicación eclesial a todos los que quieren escucharla. En un tono casi paulino, Lucas puede afirmar: «Creemos que nosotros nos salvamos por la charis del Señor Jesús y ellos lo mismo» (Hch 15,11, precisamente en un «relato» en el que se discuten las concepciones de Pablo; cf. también Hch 13,43; 14,26; 15,40). Este concepto de charis es el que prevalece en la carta de Pablo a los Gálatas. II JUSTIFICADOS POR LA FE EN CRISTO: LA CARTA A LOS GÁLATAS Y 2 COR 5 , 1 8 - 2 1
En nuestro análisis del concepto de charis no ha aparecido todavía una contraposición entre «gracia» y «ley», pues también para los judíos la ley era una charis o revelación graciosa de Dios que estaba reservada a Israel; también en este caso van de la mano la elección y la gracia en cuanto revelación de una sabiduría superior. Por eso, sin polemizar contra la ley, Pablo puede formular su doctrina ttobre la justificación en 2 Cor 5,18-21: «Dios, mediante Cristo, estaba reconciliando el mundo consigo, cancelando la deuda de los delitos humanos» (5,19) y «al que no tenía que ver con el pecado, por nosotros lo cargó con el pecado, para que nosotros, por su medio, obtuviéramos la justicia de Dios» (5,21). La muerte de Jesús es una muerte expiatoria por la que non borrados los pecados, y la propia justicia de Dios o fdaqah pasa a ser nuestra justicia. Esta idea, central en la carta a los Romanos (dikaiosyne tou Thcou), está ausente por completo en la carta a los Gálatas, pero en KU formulación básica presupone, a mi juicio, la doctrina paulina sobre la jiiNtificación expuesta en la carta a los Gálatas. En la segunda carta a los Corintios esta perícopa sobre la reconciliación y la justificación no está ' (.'.(. Jesús, la historia de un viviente, 97-103, y el estudio, aparecido posteriorluriile, de (!. Strccker sobre el concepto de evangelio, Das Evangelium Jesu Christi, rn (i. Strccker (cd.), Jesus Christus in Historie und Theologie (Hom. H. Conzelmann; TUIIIIIHH 1973) 503-548.
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en un contexto de polémica contra las obras de la ley, sino en relación con el «servicio de reconciliación», el apostolado peculiar de Pablo. Ahora bien, este apostolado se dirige precisamente a los paganos, a los incircuncisos, a los no judíos. Por tanto, no podemos dejar de preguntar si la charis de la revelación de Dios en la reconciliación por medio de Jesucristo sobrepasa a la charis de la Tora. En efecto, si Dios ha reconciliado el mundo consigo en Cristo, de modo que esa reconciliación es realmente perdón de los pecados, vía de salvación hacia Dios, entonces se afirma el principio de solus Christus; la charis de la ley queda superada por la gracia manifestada en Cristo, y ningún pagano convertido al cristianismo puede ser obligado a la circuncisión y a la ley. Para Pablo, no aceptar esto es «apostatar de la gracia», es decir, de Cristo, como única vía de salvación. Con Jesús se ha manifestado una nueva revelación y, por tanto, una autoridad nueva. «Si la justificación se consiguiera con la ley, entonces en balde murió Cristo» (Gal 2,21; también 5,4)- El dilema será, pues, «salvación en la ley» (5,4) o «salvación en Cristo». Se trata de la autoridad decisiva y definitiva de la revelación de Dios o charis: la ley o Jesucristo. En la comunidad de los gala tas había surgido un nuevo conflicto. Se había «acordado» anteriormente entre los apóstoles (Gal 2,6-10) que el ámbito misionero de Pablo eran los paganos, y el de Pedro los judíos (también los de la diáspora); así se había logrado resolver, al menos básicamente, el primer gran conflicto. Pero en la comunidad de los gálatas los problemas no eran los mismos que habían planteado los judaizantes dentro de la comunidad cristiana. Pablo entra en conflicto con un grupo que considera necesaria la circuncisión también para los paganos que quieren hacerse cristianos. Estas personas practican además una especie de «piedad de calendario» (según las distintas posiciones del sol y de la luna) y toda suerte de costumbres cultuales (Gal 4,10). Con ello presionan a los demás cristianos y crean desórdenes (1,7; 5,10). Pablo interpreta la tesis de aquella gente de un modo polémico y afirma que «por tal razón» defienden la necesidad de observar la ley judía, aunque ellos mismos no la cumplen (5,2-3; 6,12-13). Gal 2,15 considera a sus adversarios como «judaístas» en el sentido fariseo (como se insinúa en Hch 15,5; cf. Gal 2,15), «judaizantes» que pretendían combinar la fe cristiana con la religión judía, lo cual es interpretado por Pablo como querer ser justificados por la ley (4,21; 5,4). Pablo dice que esto es apostatar de Cristo (1,6-7; 5,4), una consecuencia quizá no pretendida ni prevista por sus adversarios. Yo creo que en Galacía había una forma de sincretismo que luego revestirá en Asia Menor unos rasgos más acusados y en el que desempeñaba cierto papel la peritome judía (la circuncisión, la cual estaba entonces de moda también entre los no judíos) (Colosenses; Efesios; Hebreos; escritos joánicos). El «error» de los gálatas va, a mi entender, en esa dirección (cf. Gal 3,19-20; 4,8-10, donde se habla, al igual que en la carta a los Colosenses, de «las fuerzas del cosmos», que tienen algo que ver con la ley —tanto la tora como el nomos, ley— que rige a los hombres). Pablo piensa en términos apocalípticos: Cristo se ha entregado por nuestros pecados, para sacarnos de «este eón» según los designios de nues-
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tro Dios y Padre (Gal 3,4). En Cristo resucitado ya está presente el eón venidero, y nosotros con él: la Jerusalén de arriba está ya presente en la comunidad cristiana terrena (4,26); se trata de una «nueva humanidad» (6,15). Esto lo expresa Pablo diciendo que Dios llama a los hombres en chariti, o sea, graciosamente. Charis indica aquí que el llamamiento de Dios acontece por gracia (no así en 5,4). El término «gracia» se emplea en sentido absoluto (1,6 y 5,4): se trata de un sistema de la gracia en contraposición con el sistema de la ley. Nunca aparece la expresión charis Christou (y menos aún charis Jesou), sino la charis «de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6,18; cf. Rom 16,20-24; 1 Cor 16,23; 2 Cor 13,13; Flp 4,23; 1 Tes 5,25; Flm 25; cf. 2 Tes 3,18 y 2 Cor 8,9). En otras palabras: el Cristo resucitado es para Pablo la charis de Dios. En ningún caso llama Pablo al Jesús histórico «una gracia» (a diferencia, por ejemplo, de Lucas y de las cartas deuteropaulinas). En la carta a los Gálatas, charis es una forma de designar el llamamiento de Dios (1,6; 1,15) o es una especie de hipostatización de la gracia de la acción salvífica de Dios (2,20c-21 y 5,18); es también una gracia que hemos recibido (5,4), es decir, la existencia cristiana en cuanto don de Dios; y, sobre todo, Pablo llama charis a su ministerio apostólico. En resumidas cuentas, la idea de gracia tiene en la carta a los Gálatas el significado de «régimen de gracia», sistema de gracia, frente al «sistema de la ley» (cf. Gal 5,4). Esta contraposición se expresa en «la verdad del evangelio» (2,5.14), caracterizado como evangelio libre de la ley (cf. 2,15-21). El llamamiento misericordioso por parte de Dios adquiere, debido a este contexto polémico, el significado de «independientemente de nuestras obras de la ley», sin mérito alguno por nuestra parte (2,15-21, donde Pablo presenta breve y vigorosamente su doctrina sobre la justificación). Este favor mira tanto a los judíos como a los gentiles, si bien Pablo ve cierta diferencia en la pecaminosidad de unos y otros: los paganos son pecadores «en cualquier caso» (fysei, por naturaleza, por nacimiento); los judíos lo son también, pero no por nacimiento, ya que por nacimiento mora más bien en ellos la promesa de Dios (en Gal 2,15 no explícita la idea, pero sí en Rom 3,2). No obstante, esta distinción es importante, como lo reconocieron muchos movimientos del primer judaismo. En cuanto al problema de la relación entre gracia y obras existen en el primer judaismo dos tradiciones: a) Dios concede la gracia no por las obras del individuo, sino por la elección de Israel y la alianza con los antepasados; h) Dios recompensa según las obras. Según la primera concepción, todos los israelitas son elegidos: «justos»; en ellos descansan las promesas a pesar de sus pecados. Únicamente los paganos son los auténticos «pecadores» (cf. Gal 2,15). I .es falta la gran gracia de la ley. La nueva cuestión que sé plantea con el cristianismo es si la elección depende de la posesión de la ley o del don de Cristo resucitado. En lo que se refiere a la relación esencial entre grada y elección están de acuerdo Pablo y sus adversarios. La divergencia indica en si la elección tiene como centro la ley o Jesucristo. El llamamiento gracioso de Dios significa que «el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo»; por eso, «tam-
lió
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bien nosotros hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe en Cristo y no por observar la ley, pues por observar la ley no será rehabilitado ningún mortal» (Gal 2,16; también 3,2.5.10). Pablo argumenta aquí apoyándose en la concepción rabínico-farisea de la justificación. Todos estaban de acuerdo en que sólo Dios justifica y salva al hombre 6 . Aquí se trata únicamente de la vía de tal justificación por la gracia de Dios 7 . Para los judíos, esto ocurre mediante la fe en la gracia de la tora; para Pablo mediante la fe en la gracia de Cristo. Pablo contrapone ambas vías de salvación. Para la concepción judía rabínico-farisea, la llamada «ortodoxa» fe y obras constituyen un conjunto unitario; para ella, la fe en Dios es una obra de la ley, incluso el primer mandamiento de la ley. La doctrina de la justificación por la fe es veterotestamentaria (Gal 3,6-9). Fue Abrahán quien «introdujo» este primer mandamiento de la confianza de fe en Dios (cf. Sant 2,20-24). En cambio, para Pablo, la «fe en Cristo» no es un ergon, una obra de la ley, aunque sea una intensa actividad del hombre (Gal 5,6). Fe y obras se contraponen mutuamente (Gal 2,16; 3,2.5.10). Pablo rechaza la observancia de la ley en cuanto principio salvífico. E n cuanto principio salvífico, también Cristo exige una vida ética consecuente y demostrada con obras (2,17-19; 5,13-15). Es evidente que Pablo considera la ley como un sistema o régimen legal, una «ley a la que estamos sometidos» (4,4), un sistema de poder. Cristo ha vencido a «los elementos de este mundo» (4,3-9). El poder de la ley y, por consiguiente, la tutela bajo la ley, han sido destruidos por Jesús en la cruz (3,13; 4,5; cf. 2,11) Creer que Cristo ha destruido el poder de la ley equivale a creer en la gracia de Dios (2,21). Por tanto, la muerte en cruz es la única fuente de salvación (3,1b). Pero no es eso propiamente lo que se discute. Resulta sorprendente que en la carta a Jos Gálatas brille por su ausencia el concepto central de la carta a los Romanos: la «justicia de Dios». Pablo argumenta desde un plano judío: ser justificado quiere decir que el hombre ya no es considerado culpable (cf. Gn 15,6; Sal 32,2). Se trata del juicio escatológico de Dios (cf. Gal 5,5); únicamente Dios justifica o absuelve. La fe en Cristo nos hace, pues, partícipes de las promesas del Antiguo Testamento; la bendición de Dios a Abrahán, el orgullo judío de llamarse «hijo de Abrahán» 8 , es también patrimonio de los prosélitos 9 una bendición otorgada a Abrahán en sus hijos y previsión de la heredad que le fue prometida (Gal 3,6-14): la kleronomia, la participación en los bienes o herencia (nahalah). Este concepto procede de la tradición sacerdotal y deuteronomista. «La heredad de Israel» es «la tierra que Yahvé vuestro Dios, os dará» (Dt 4,21.38; 12,9; 14,4; 19,10, etc.; también Jr 3,19; 12,14-15; 17,4; y Sal 105,11; 135,12; 136,21-22). Por otro lado, Israel es para Jeremías la heredad de Dios (Jr 2,7; 12,7-9; 10,16; 50,11; también Sal 68,10). Quien vive en esa heredad o comunidad con Israel 6 7 8 9
F. Mussner, Galaterbrief, op. cit., 168-169. Grossouw, Galatenbrief, op. cit., 102-103 y 106. Strack-Billerbeck, I, 116-120; III, 539-541. Op. cit., II, 523 (cf. Jn 8,33).
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está en comunión con Yahvé (1 Sm 26,19; 2 Sm 14,16). En el judaismo, la heredad de Yahvé es sinónimo de la salvación mesiánica. Por el hecho de que Dios pronunció la promesa de la heredad futura, tal promesa es indefectiblemente válida. Ahora bien, la ley vino después de esa decisión divina sobre la ley, demasiado tarde para poder cambiar nada 10. Pablo habla de la charis de esta promesa (3,18), o sea, de la voluntad graciosa de Dios. En tiempos de Pablo, «heredad» significa también todo lo que no se ha adquirido con el propio trabajo u ; de ahí que el concepto de kleronomia, heredad, sirviera de hecho para poner de relieve la contraposición entre gracia y obras (Gal 4,7; cf. Rom 8,17 y Mt 21,37-38). Por tal razón, Pablo llama a los cristianos hoz ek písteos (Gal 3,7.9): hombres de fe, «hombres para quienes la fe es el punto de partida, la fuente y el origen de toda su vida» 12. Con esta interpretación del texto, Pablo puede incluir todas las naciones en las promesas de Abrahán n. Para él, el Antiguo Testamento habla ya de «justificación de todos los pueblos por la fe» (Gal 3, 8.14). Como antes la ley, la fe se convierte ahora en un régimen o en un sistema: «una vez llegada la fe» (Gal 3,25; 3,23a). No obstante, hay una diferencia entre ambos sistemas: la ley «vino» (genomenon), mientras que la fe «es revelada» (Gal 3,23.25): la fe es misterio, oculto por los siglos en Dios, que se revela ahora con Cristo en el tiempo. Para Pablo, «judío» y «pagano» son primariamente conceptos religiosos, lo cual significa que tanto la religión judía como la pagana están superadas en Cristo: «ya no hay judío ni griego..., pues vosotros hacéis todos uno, mediante Cristo Jesús» (Gal 3,28); o bien que el cristianismo constituye un tertium genus junto a judíos y paganos («judíos, griegos, la comunidad de Dios»; 1 Cor 10,32). La fe en Cristo como salvación que viene de Dios libera a los cristianos de lo que, tanto en el judaismo apocalíptico como en el paganismo, era la tutela del hombre bajo los cosmocratores o espíritus celestes (Gal 4,3.9), que dominaban a los judíos por medio de la ley (3,19: el mediador de la ley no es Moisés, sino un cosmocrator espiritual; para los paganos, es el nomos o la ley de la naturaleza, Gal 3,23; para ambos, 4,9). Negar a Cristo quiere decir volver a ponerse bajo la tutela de estos cosmocratores espirituales, sean buenos 0 malignos. Pablo habla de la ley en cuanto minoría de edad bajo la tutela de los cosmocratores, pero no la rechaza en cuanto sometimiento a Cristo (nomos tou Christou, Gal 6,2). El Apóstol es contrario tanto a un sometimiento a la ley como a un libertinismo pneumático (Gal 5,13-15). La alternativa no es propiamente obras de la ley o gracia, sino elección (gracia) en virtud del don o posesión de la ley (la cual exige obras) o en vir10
Véase en Heb 7,1-22 un razonamiento análogo sobre el sacerdocio levítico después de la promesa hecha a Abrahán. Un evidente tópico del primer judaismo. " Grossouw, Galatenbrief, op. cit., 135-136. 12 Grossouw, op. cit., 123-124. " Conectando Gn 12,3 (griego) con Gn 18,18; cf. F. Mussner, Galaterbrief, 220. 1 ,n evolución seguida parece ser Gn 12,3 ->• 18,18 ->• 22,18 -» 26,4 -» 28,4 -»• Sal 72, .'7 -+ Eclo 44,21 -> Ilch 3,25 -> Gal 3,8 (Grossouw, op. cit., 124, nota 17).
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TEORÍA PAULINA DE LA GRACIA
tud del don de Jesucristo y de la fe en él (una fe que tiene que hacerse efectiva, sobre todo en el amor fraternal y en otras obras). Así se deduce de la conclusión final que Pablo saca de su concepción de la gracia (Gal 3,28).
sino como algo debido (kaf opheilema)». «Por gracia» califica la relación entre el hombre y Dios (cf. también Rom 4,16); charis, por decirlo así, no es aquí un sustantivo, sino una cualidad de la acción de Dios en el hombre: generosa, sin poner ninguna clase de condiciones.
III TEORÍA PAULINA DE LA GRACIA: LA CARTA A LOS ROMANOS
Puede ser una casualidad, pero Rom 15,25-29 —donde se habla de la colecta para los pobres de Jerusalén (cf. 2 Cor 8)— no utiliza ya el término charis. Ello podría indicar que en la carta a los Romanos charis se emplea temáticamente con un significado muy específico. En realidad, este donativo a los hermanos de Jerusalén es una especie de deuda de honor (Rom 15,27). Este énfasis griego en una obligación de honor no permite utilizar el término charis después de todo lo que Pablo ha dicho sobre la charis en la misma carta a los Romanos. Tras mostrar que todos, judíos y paganos, si bien por distintos motivos, son pecadores y están alejados de Dios, Pablo dice: «Pero graciosamente van siendo justificados por su charis, mediante el rescate presente en Jesucristo» (Rom 3,24). «Por su gracia» se subraya aún más por medio de «graciosamente»: ¿orean te autou chariti. Dorean significa «en forma de don», con la posible acepción secundaria de «a fondo perdido»; como si el dador no tuviera que recibir nada a cambio y hubiese sido bueno «en balde» (por ejemplo, en el Job griego 1,9; cf. 2 Cor 11,7, donde se dice que Pablo predica «en balde», es decir, sin pretender una remuneración económica por parte de su comunidad). El término «gracia» en la carta a los Romanos índica el carácter particular de la acción salvífica de Dios: la liberalidad graciosa de Dios frente a la humanidad pecadora. Pablo llama charis o gracia al amor benévolo de Dios que sale a nuestro paso debido a una magnanimidad gratuita, absolutamente libre, inmerecida, excesiva y, valga la palabra, inútil como tal. Charis es aquí un amor que sale al encuentro sin poner ninguna condición. La gracia es absolutizada hasta tal punto que algunos ven en ella una especie de salvoconducto para el libertinismo (Rom 6,1). 1 Cor 15,10 demuestra que Pablo no pretende nada de esto y que la gracia no es «vana»: «Ese favor suyo no ha sido en balde»; pero este mismo carácter de «inutilidad» es una gracia: «He rendido más que todos ellos, no yo, es verdad, sino el favor de Dios que me acompaña». También 2 Cor 6,1: «Os exhortamos a no desperdiciar esta gracia de Dios». Pablo define la gracia del modo siguiente: «Y si es puro favor, ya no se basa en las obras; si no, el favor dejaría de serlo» (Rom 11,6). Además de la expresión adverbial dorean (en balde, graciosamente), Pablo utiliza también otras expresiones adverbiales, sobre todo kata charin (como favor inmerecido); por ejemplo, en Rom 4,4: «Ahora bien, a uno que hace su trabajo el salario no le vale como-gratificación (kata charin),
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El tema de la carta a los Romanos es «la buena noticia, fuerza de Dios para salvar a todo el que cree, primero al judío, pero también al griego, pues por su medio se está revelando la justicia que Dios concede única y exclusivamente por la fe» (Rom 1,16). Literalmente dice el texto: «en ese evangelio se revela la justicia de Dios desde la fe hasta la fe». En un contexto en que no se habla directamente del crecimiento dinámico de la vida de fe en el individuo y en la Iglesia (tal es el caso de las cartas a los Colosenses y Efesios), sino del sistema salvífico de la ley o de la gracia, la fórmula desde (ex) ... hasta (eis) significa la plenitud, es decir, que la justificación pertenece en su conjunto ai ordenamiento de la fe. Es cierto que la frase «única y exclusivamente por la fe» tiene sabor targúmico, pero refleja exactamente el alcance de la frase griega. En esta carta, Pablo quiere desarrollar una teoría cristiana de la gracia. A continuación (movido por el interés teológico que nos lleva a analizar este texto) presentaré la estructura del pensamiento de Pablo de acuerdo con el siguiente esquema: 1. Ni el paganismo ni el judaismo procuran la salvación en el sentido de justicia de Dios (1,18-3,20). 2. La revelación de la justicia de Dios (3,21-31), ejemplificada a través de: a) una versión paulina de un midrás tradicional, procedente del primer judaismo, sobre Abrahán (4,1-23); b) una versión paulina de un midrás, procedente también del primer judaismo, sobre Adán (5,12-21). 5,1-11 es un texto de transición entre ambas partes y constituye un resumen de 3,21-31. 3. La justicia de Dios, realizada en la conversión a la fe en Cristo: el bautismo cristiano (6,1-11). 4. Parénesis cristiana: comportamiento cristiano como consecuencia de la justicia de Dios (6,[1.]12-13); con una exposición sobre la ley de la carne y del espíritu (7,1-25 y 8,1-27), otra sobre el combate cristiano (7 y 8,1-27) y un cántico de alabanza a la gracia de Dios en Cristo. 5. Partiendo de la manifestación de la justicia de Dios en Cristo, Pablo se pregunta cómo hay que considerar últimamente la elección divina de Israel (9,1-11,35) (Este tema lo tratará expresamente nuestro libro en el capítulo sobre «Israel y la Iglesia en el Nuevo Testamento). 1.
Ni el paganismo ni el judaismo procuran salvación o «charis»
En Rom 1,18-3,20, Pablo muestra que, a pesar de las diferencias fundamentales del plan divino de salvación en lo que se refiere a judíos y palíanos, todos son pecadores y necesitan reconciliarse con Dios.
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TEOLOGÍA DE LA GRACIA EN PABLO TEORÍA PAULINA DE LA GRACIA
Sigue en pie lo que se decía en Gal 2,15: «Nosotros éramos judíos de nacimiento, no de esos paganos pecadores». Israel posee el verdadero conocimiento de Dios, de Yahvé; no es a-theos, o sea, «sin Yahvé», como los paganos (cf. también Ef 2,1-2: «También vosotros ( = paganos) estabais muertos por vuestras culpas y pecados, pues tal era vuestra conducta, siguiendo el genio de este mundo, siguiendo al jefe que manda en esta zona inferior, el espíritu que ahora actúa eficazmente en los rebeldes»). Esto no es propiamente una concepción cristiana, sino tradicionalmente judía: Israel posee en la Tora el conocimiento de Dios y de su voluntad; los paganos están excluidos de tal conocimiento. Es verdad que Israel peca, como pecan los paganos; pero, a pesar de ello, Israel es el pueblo elegido. Dios tiene en consideración su elección y su alianza, por la que se muestra clemente con la pecaminosidad de Israel. Esta era la concepción judía previa a Pablo sobre el pecado de Israel y el de los paganos. Ahora bien, Pablo subraya que, en lo que se refiere a la conducta personal, a pesar de esa prerrogativa de Israel, no existe diferencia alguna entre paganos y judíos. En particular, el primer judaismo (después del exilio) ve al mundo dividido en dos grandes bloques de pueblos: «judíos» y «no judíos», o sea, el pueblo de los paganos (goyim) frente a Israel, el l am, laos o pueblo de Dios M (aunque tal distinción no tiene ninguna importancia en los textos más antiguos del Tenak). La diferencia es ante todo de naturaleza religiosa, de modo que los pueblos paganos son considerados como «extranjeros» y «enemigos de Israel» (2 Re 17,33; 18,33; 19,12.17; Jr 3,17; 31,10). A este respecto, es esencial el hecho de que los goyim no invocan el nombre de Dios (Jr 9,25; 10,2.25; 14,22; 16,19; Ez 23,30; Sal 79,6); son «pueblos olvidados de Dios» (Sal 9 y 10), esto es, paganos (en sentido judío). Israel busca su fuerza en una separación estricta de estos pueblos. De ahí que al principio, en el Deuteronomio, no se hable de que la elección de Israel implicaba una misión a todos los pueblos; éstos pueden a lo sumo maravillarse ante Israel (Dt 6,4). Sin embargo, algunos textos (una línea que parte de Gn 12 y llega a Is 60 pasando por Ex 12) tienen una concepción distinta: Israel ha sido elegido para conducir a Yahvé todas las naciones. El exilio y la diáspora favorecieron precisamente esta evolución, en la que la Tora 15, como «el siervo de Yahvé», es denominada «luz de los goyim» (Is 49,6). Pero, en realidad, pecan tanto los paganos como los judíos: Pablo afirma esto como punto de arranque (Rom 1,18) para analizar a renglón seguido esta pecaminosidad universal en los paganos (1,19-32) y después 14 A. R. Hulst, <«« (goy), en ThHandWAT II, 290-325; W. Grundmann, demos, en ThWNT II, 62,64; G. Bertram y K. L. Schmidt, ethnos, op. cit., II, 362-370; H. Strathmann y R. Mayer, laos, op. cit., IV, 29-57. La diferencia originaria de estos términos consiste en que ^ammim significa «pueblos» (los hombres), mientras que goyim son esos mismos hombres en cuanto agrupados en estados, reinos, es decir, sobre la base de las formas específicas sociopolíticas, históricas (y, por consiguiente, religiosas) que los distinguen entre sí. Sólo más tarde goyim se aplicará en especial a los pueblos no judíos, «no creyentes» o paganos. 15 Cf. Jesús, la historia de un viviente, 354-355 (véase allí la referencia a Is 49,6).
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en los judíos (2,1-13 y 2,17-29). En lo que se refiere a los paganos, aunque no conocen la voluntad de Dios mediante la Tora, tienen una conciencia (Rom 2,15) por la que de algún modo saben lo que es bueno o malo a través del mundo creado (2,14-15) y conocen el misterio absoluto de Dios (1,19-23; un dato sapiencial: Sab 13-15,19; Job 12,7-25). Conocen a Dios, pero no lo reconocen en su conducta (Rom 1,21), se han perdido en la idolatría (Rom 1,23; cf. Sab 13-15,19). Pablo evoca claramente aquí el principio sapiencial del yeser o capacidad humana de libre decisión (Eclo 15,14-15; cf. infra). «No tienen disculpa» (Rom 1,20b = Sab 13,8). Ahora bien, Dios recompensa según las obras (Eclo 4,1.9.10; 21,5): la inmoralidad de los paganos, que Pablo observa en las ciudades de la diáspora, es para él expresión de la ira de Dios, resultado lógico del no reconocimiento práctico del único Dios verdadero. Quien no tiene Dios se construye ídolos y convierte en todo lo imaginable a simples seres creados (1,24-32). El requisito fundamental para que los cristianos acepten el cristianismo es, por tanto, la conversión al único Dios verdadero (1 Tes 1,5; cf. Hch 14,15; 17,22-31; cf. infra el capítulo titulado «Hacer la unidad del universo»). Sin embargo, también los judíos pecan a pesar de que conocen a Dios y su voluntad en la Tora. No pueden apelar al hesed y la 'emet de Dios (cf. Rom 2,4) para disimular su propia pecaminosidad. (También esto es un dato sapiencial: Eclo 5,1-6; el reverso del hésed es la ira de Dios: Eclo 5,6. El libro del Eclesiástico ejercía gran influencia entre los fariseos, a los que Pablo había pertenecido). «Dios pagará a cada uno según sus obras» (Rom 2,6; también es un principio del Eclesiástico). La retribución por el mal y la ira de Dios afectan tanto a los judíos como a los paganos; pero, debido a la situación de privilegio del israelita, «en primer lugar al judío, pero también al griego» (Rom 2,9), lo cual puede aplicarse también, con ciertos matices, a la retribución del bien (2,10-11). Pese a que Israel goza del privilegio de la ley (que los judíos llaman charis de la ley), Dios paga a cada uno según sus obras, sin favoritismos (2,11-12). Porque «no basta escuchar la ley para estar a bien con Dios, hay que practicar la ley para recibir su aprobación» (2,13). En este texto, los argumentos del cristiano Pablo son puramente judíos, y se muestra de acuerdo con ellos. Pablo afirma, pues, el principio judío de la recompensa según las obras. No podemos olvidarlo al analizar Rom 4-5. Pablo no puede aducir en Rom 2 un principio que le sirve para explicar el tema de la pecaminosidad humana universal para atacarlo después en Rom 4-5. En otras palabras, ¡i juzgar por lo que dice en Rom 2, es imposible que en Rom 4-5 pretenda atacar ese principio judío relativo a la remuneración. A partir de esta pecaminosidad universal, Pablo se pregunta en qué consiste la situación privilegiada del judío. Trata aquí, una vez más, de conectar con la concepción del primer judaismo, según la cual «el saber y la verdad están plasmados en la Tora» (Rom 2,20b) y, por consiguiente, Israel es «la luz de los goyim» (lumen gentium): «luz de los que viven en tinieblas» (Rom 2,19). Sin embargo, Pablo dice: «Mientras te glorías de In ley, ¿afrentas a Dios violando la ley?» (2,23); evidentemente, un mal
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ejemplo para los goyim (2,24, donde se cita la versión griega de Is 52,5). El ser judío, cuyo signo es la circuncisión, ¿no otorga, pues, ningún privilegio? Sí (2,25), con la condición de que se cumpla aquello que la circuncisión significa, es decir, la legislación de la alianza de Dios. Pero también es verdad lo contrario: un pagano que cumple lo que dice la Tora, aunque no la conozca formalmente, «será ante Dios como si estuviera circuncidado» (2,26). Un pagano de buena conducta ética es una condenación para el israelita pecador, aunque éste se aferré al código de la ley (2,27). Siguiendo una concepción muy extendida en el primer judaismo, y sobre todo entre los judíos de la diáspora, dice Pablo: «Judío se es por dentro, y circuncisión es la interior, hecha por el Espíritu» (2,29). Toda esta exposición es judaica, y Rom 1,18-2,29 podría haber sido escrito perfectamente por un judío no cristiano. Pero téngase presente que, cuando Pablo habla sobre la pecaminosidad universal de la humanidad, no piensa en individuos (aunque sólo individuos pequen), sino en «bloques» o colectividades, pues tanto peca el pueblo de Dios como los goyim o pueblos paganos; la observancia efectiva de la ley por los individuos —paganos (2,14-15) o judíos (cf. 2,25 y 2,28-29)— sólo aparece de pasada. Se trata del status del judío o del pagano en cuanto tales, y la pecaminosidad se da en ambos. Lo que Pablo quiere decir es que los dos bloques (toda la humanidad: judíos y no judíos) viven en un sistema en que domina el pecado; literalmente: «Acabamos (o sea, yo, Pablo, pero es algo en que cualquiera estará de acuerdo) de probar (Rom 1,18 y 2,9) que todos, judíos y paganos, están bajo el dominio del pecado (hamartia)» (3,9). En otras palabras: antes de la venida de Cristo, la humanidad vivía bajo el dominio del pecado. Pablo está pensando en clave «apocalíptica» en términos de la sucesión de eones: con la actividad de Jesús, con su muerte, ha llegado el nuevo eón, el eón en que domina la charis. Pero entonces, ¿en qué es superior el judío? (3,1). Pablo responde en una línea judía: «en mucho, bajo cualquier aspecto» (3,2). En primer lugar, porque a Israel se le confiaron los logia tou Theou, las palabras de Dios. La infidelidad de los israelitas no anula la fidelidad de Dios con Israel (3,3-4). «Sólo Dios es leal» (Rom 3,4b), dice haciéndose eco del Eclesiástico: Kyrios monos dikaiothesetai (Eclo 18,2: «el Señor es el único sin tacha»; cf. Sal 51,6b: «Tus argumentos te darán la razón, del juicio resultarás inocente»). Por otro lado, el pecado del pueblo de Dios hace resaltar la misericordia de Dios (3,5), aunque no se puede abusar de ello e interpretar falsamente esta afirmación (2,5b-8). A modo de conclusión (en 3,20b) añade Pablo: «pues la función de la ley es dar conciencia del pecado» (formalmente como pecado). Pero, fuera de estos dos aspectos de la superioridad de Israel respecto a los demás, «nosotros, los judíos, ... no tenemos ninguna ventaja» (3,9). Y Pablo repite la conclusión que ha sacado antes: la acusación contra todos, judíos o no judíos; la humanidad es una historia de pecaminosidad. La historia humana está bajo el dominio del pecado (cf. 3,9b), a pesar de la conciencia humana (o de la sophia o sabiduría humana), con la que podemos discernir de algún modo el bien del mal,- y a pesar del nomos o del
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don de la tora a Israel, la cual es para Pablo, pese a todas sus observaciones críticas a propósito de la ley, una realidad perteneciente a «la alianza de la promesa» (cf. Rom 9,4; es «la ley de Dios», 7,22.25; 8,7; es santa, 7,12; justa y buena, 7,12; está destinada por Dios «a dar vida», 7,10; cf. Gal 3,12). Pero «la carne y la sangre», el hombre en cuanto sarx, no está en condiciones de no pecar; ni el nomos ni la sophia le dan fuerza para ello (cf. Rom 8,3; Gal 3,21). Pablo encuentra este dato de la experiencia sapiencial ya formulado en el Tenak, y así concluye su exposición sobre la universalidad del pecado (en el sentido indicado) con una serie de citas bíblicas. Estas tienen como objetivo hacer callar a los judíos, pues el Tenak está destinado precisamente a ellos (3,19). Por eso dice: «El mundo entero (pas ho kosmos) queda convicto ante Dios» (3,19). Y con una cita bíblica (Sal 143,2: «nadie podrá justificarse ante él») prepara, a modo de conclusión, su siguiente exposición, añadiendo de su propia mano «por las obras de la ley»: «pues nadie (la sarx débil) es justo a los ojos de Dios por las obras de la ley» (3,20). Esta conclusión no se sigue de la exposición de Rom 1,18-3,19. Por tanto, Rom 3,20 es el final de 1,18-3,19, pero no una consecuencia directa de este pasaje, sino una preparación de lo que viene a continuación. Lo cual significa además que en toda la sección precedente aparece un «nuevo» concepto de justicia, distinto del de «absolución del saddiq o fiel a la ley», que estaba vigente en el judaismo oficial. Lo vamos a ver en las páginas que siguen. 2. a)
Revelación de la «justicia de Dios» en Jesucristo
Sedaqah, justicia: del judaismo al cristianismo paulino.
El concepto de justicia —en forma masculina, sedeq; en forma femenina, fdaqah (en los LXX, dikaiosyne)— tuvo en Israel y en el primer judaismo una historia muy interesante: a partir del concepto profano se llegó al concepto religioso, incluso sagrado, de justicia, el cual se bifurca posteriormente en dos corrientes dentro del judaismo: por un lado, una justificación basada exclusivamente en la gracia de Dios; por otro, la justicia humana frente a Dios en virtud de la observancia de la ley. Este proceso está relacionado no sólo con la espiritualidad de Israel, sino también con circunstancias de tipo histórico-social. Tras un empleo profano de fdaqah, el concepto religioso de «justicia» se fue desarrollando en una época de concepciones teocráticas y nacionalistas, según las cuales la autoridad y el poder jurídico eran sagrados. En Israel toda autoridad se ejercía entonces en nombre de Yahvé, el único rey verdadero de Israel, tanto en el ámbito religioso como en el temporal. La justicia humana estaba en relación con la justicia de Dios. Religión y sociedad eran una misma cosa: el pueblo de Dios. Sin embargo, posteriormente, también en tiempos de Jesús, los judíos no gozaban de independencia. Autoridad y sociedad, autoridad y religión, quedaron separadas. El pueblo de Dios estaba sometido ii una autoridad extranjera, la cual tenía en sus manos el ejercicio de la
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justicia. Como consecuencia de ello, el concepto de justicia se «desacraliza» y ocupa a menudo un puesto marginal en la vida religiosa de los judíos. Pablo se enfrentará vigorosamente a esta situación. Pero es curioso que Pablo, en este punto, empalma con la corriente apocalíptica del primer judaismo, la cual, si bien no era la concepción judía oficial y farisea —considerada por algunos como «heterodoxa» dentro del judaismo—; constituía una tendencia muy virulenta dentro de la espiritualidad judía (también en la comunidad de Qumrán) que se desarrolló desde mediados del siglo II antes de Cristo hasta finales del i después de Cristo. A veces se dice que el concepto veterotestamentario de fdaqah está estrechamente relacionado con el pensamiento del Antiguo Oriente sobre un orden cósmico avalado por Dios 16. Sin embargo, la raíz sdq (fdaqah) no tiene nada que ver en el Tenak con el orden del mundo (hay otros términos para designar ese orden). El concepto de justicia tiene más bien su contexto experiencial en todo el conjunto de la actividad humana y en sus consecuencias, buenas o malas, para la comunidad y para el sujeto agente. En primer lugar, encontramos el concepto en relación con el rey, el cual se preocupa de que la justicia reine en el pueblo y en su beneficio (2 Sm 8,15; 1 Re 10,9; Jr 22,3.15;' 23,5; 33,15; Ez 45,9; cf. Dt 33,21). En su condición de justo o saddiq, el rey debe ser, por decirlo así, el sol que hace vivir al pueblo (2 Sm 23,3); es el protector de los débiles y debe administrar justicia, es decir, declarar saddiq a quien ha sido inculpado injustamente (2 Sm 15,4). Por su parte, el subdito es justo si no se rebela contra el rey (1 Sm 24,18; 26,23); si es leal a su rey, posee fdaqah ante él (2 Sm 19,29). Es decir, la justicia implica también el reconocimiento público de las buenas acciones de un hombre; tal reconocimiento es esencial para que dicha conducta justa alcance su pleno e íntegro sentido. Existen también relaciones de justicia entre amos y siervos (Gn 30,33). Sedaqah es entonces el fiel compromiso del siervo frente a su amo, aun prescindiendo de toda esperanza de recompensa. Precisamente por su fidelidad, el siervo alcanza «justicia» a los ojos de su señor. También, sobre todo a propósito del saddiq, se habla de justicia entre iguales (2 Sm 4,11; 1 Re 2,32), mientras que no es posible la fdaqah entre personas de la misma sangre. (En el único texto en que aparece, Gn 30,33, se trata de una relación laboral entre Jacob y su suegro). Existe también justicia entre el anfitrión y su invitado (Gn 44,16). Moisés dice a sus asistentes: «Escuchad y resolved según justicia los pleitos de vuestros hermanos, entre sí o con emigrantes» (Dt 1,16), «que la sentencia es de Dios» (Dt 1,17c). La justicia se refiere, pues, a relaciones de tipo comunitario; tiene que ver con una determinada forma de «fidelidad a la comunidad». G. von Rad llama saddiq a la persona «que reconoce y cumple las exigencias de la comunidad a la que pertenece» ". Pero ¿en qué terreno? Es de notar que, 16 Esta es la tesis sostenida en el libro de H. Schmid, Gerechtigkeit und Weltordnung, op. cit. 11 G. von Rad, Weiskeit in Israel (Neukirchen 1970) 108 (ed. española: La sabiduría en Israel, Madrid, 1973).
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cuando hay dos grupos en litigio, se perturba la fdaqah. La mentalidad hebrea no entiende que ninguna de las dos partes tenga razón. En los conflictos se da una polarización: uno es bueno; el otro obra mal. No obstante, en tal caso no se da fdaqah ni en uno ni en otro. Tendrá que venir la sentencia a restablecer la justicia. Incluso un hombre justo cuya conducta se ha hecho sospechosa para la opinión pública —por ejemplo, mediante una acusación— pierde su fdaqah, se convierte en objeto de escarnio por parte del pueblo (Ex. 33,7-8). En tales pleitos, lo principal no es la justicia del juez (Lv 19,15), sino el restablecimiento de la justicia del acusador o del acusado. La fdaqah no se restaurará sino con el castigo del verdadero culpable. La absolución de una de las partes es, por tanto, condena de la otra, y así reina de nuevo la fdaqah (Dt 25,1-3; 19,19). La fdaqah es, por tanto, la situación de quien vive, en la esfera personal y social, de una manera íntegra e irreprochable. Tal estado de prosperidad, bienestar y felicidad está relacionado con la buena conducta, cuyos frutos son precisamente ésos. Sin embargo, la acusación por parte de otro hace que incluso el saddiq pierda su justicia: es el justo doliente, cuya justicia se pone públicamente en duda. Él concepto de fdaqah indica, pues, una íntima relación entre las obras buenas del hombre y su situación de prosperidad, bienestar, salud y felicidad; en una palabra, la vida. Mediante su actividad, el hombre se crea una atmósfera, un campo de fuerzas, que lo rodean permanentemente como desgracia o felicidad, también ante los ojos de los demás. Precisamente este «a los ojos de» constituirá toda la problemática en torno al concepto de fdaqah, suscitará la idea del «justo doliente» y, por fin, pondrá en crisis la religiosidad judía. En efecto, los problemas del saddiq no se reducen a ser acusado falsamente. Los justos tendrán también la experiencia de que la relación entre buena conducta y vida sana y feliz se perturba con frecuencia: es el problema de Job. La relación, supuestamente evidente, entre una vida ética justa y una vida sana y feliz se convierte con el tiempo en un problema religioso, especialmente cuando la espiritualidad judía se centra totalmente «en este mundo» y no espera ningún futuro después de la muerte. En ningún texto anterior al destierro encontramos la fdaqah vinculada a una norma divina, e incluso posteriormente raras veces aparece este térmio en relación con la tora (cf., sin embargo, Dt 4,8; Sal 19,10 y Sal 119). Las concordancias, con sus estadísticas de palabras, muestran claramente que la raíz sdq (justicia) aparece dos veces de cada tres en Isaías, Ezequiel, Salmos o Proverbios, es decir, en textos que recogen tradiciones relativas a Jerusalén y al culto o bien de tipo sapiencial. Estos textos suelen tener como trasfondo la relación entre justicia divina y justicia humana. La justicia es aquí como una atmósfera que envuelve a Dios y sus actos (Sal 89,17; 97,2). Desciende del cielo para restablecer la justicia humana lesionada (Sal 85,11-14; 99,4). La conducta humana tiene que ser restablecida constantemente (Sal 118,19-20; 24,5-6; 68,3-4). En la tradición sacerdotal, ese restablecimiento se realiza sobre todo por medio del culto, probablemente mediante los sacrificios hechos en el templo (Sal 4,6; 51,21; Dt 33,19). No se trata, pues, de la justificación de un pecador, sino preci-
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sámente de un saddiq u hombre (ya) justo 18. Según la liturgia de entrada 19, sólo el saddiq puede traspasar el dintel del templo (Sal 118,19-20); el pecador debe quedarse al fondo del templo (cf., en el Nuevo Testamento, la parábola del fariseo justo y el publicano pecador, Le 18,9-14). El sacerdote declara justo al que se presenta como saddiq: «no culpable en el sentido de la ley»; por tanto, saddiq hu, hayoh yihyeh, «él es justo, vivirá» (modelo litúrgico en Ez 18,9; cf. Ez 33,12-14 y Sal 15,5b y 24,5)*>. Lv 18,5 había dicho-. «Cumplid mis leyes y mis mandatos, que dan vida al que los cumple. Yo soy el Señor». En la liturgia de entrada, el sacerdote puede constatar la situación de saddiq sólo exteriormente y, por tanto, expresarse sobre ella de una forma «forense», jurídica. Aparece aquí claramente la relación esencial entre conducta justa y fiel a la ley y vida (vida saludable en la salvación). Yahvé es «el Dios de mi justicia» (mí defensor) (Sal 4,2; cf. Sal 35,27; 31,2-3; 71,2; 143,1; también 36,7-11), o sea, Dios es mi salvación y mi prosperidad, incluso en el sentido de que le debo mi prosperidad; o, en caso de calumnia, Dios restablecerá mi verdadera situación de saddiq. La justicia humana y divina están tan estrechamente vinculadas entre sí que a veces resulta difícil determinar quién es el auténtico sujeto de la misma (Sal 146,8). No obstante, se trata siempre de un significado fundamental de fdaqah: ser reconocido como justo también por los demás. En una concepción religiosa de la justicia, ser justo «a los ojos de Dios» es el elemento decisivo, lo que el saddiq acusado u oprimido por los hombres estima, a fin de cuentas, mucho más que lo que éstos pueden pensar de él. En los salmos reales, el rey es el mediador entre Israel y la justa sentencia de Dios (Sal 72,1-6). La cimentación religiosa de la justicia en Yahvé no destruye la relación, típica de la sedaqah, entre conducta justa, bienestar y aprecio por parte de los demás'(Sal 72,7; 92,13; 58,12; 75,11; 112,3.9), ya que el hombre religioso, aun ultrajado por otros, puede poner su esperanza en la justicia o justificación de Dios. Esto es decisivo. Pero sigue en pie la idea de que Dios «justifica» no al pecador, sino al saddiq. Este es quien halla justicia en Dios (Sal 69,28-29; 143,1). Tal es el tono con que se expresa en los salmos de lamentación el saddiq afligido por la desventura o la calumnia. En la literatura profética, el término fdaqah no aparece con mucha frecuencia. Según los profetas babilónicos, la justicia ha desaparecido del pueblo a causa del pecado del reino del Norte, Israel (Jr 3,11; Ez 16, 51-52). No obstante, Dios sigue siendo saddiq (Jr 12,1); surge así la espe-
ranza y la búsqueda de una nueva justicia (Jr 4,1-2; Sof 2,3). Ezequiel es quien relaciona por primera vez fdaqah con la observancia de la ley (E^ 14,14; 18,5-9.14-17.20). En Jeremías la justicia adquiere matices escatológicos y se relaciona con el futuro rey salvífico (Jr 23,5) y la nueva Siól» (31,23; 50,7). Fuera de la tradición sacerdotal de Ezequiel no se establece ninguna relación entre fdaqah y la concepción cultual de la misma en las tradiciones sacerdotales y deuteronomistas. Según el Deuteroisaías, la justicia está al llegar en un futuro próximo (Is 46,13; 51,5), y se trata, como en los Salmos, de la «justicia redentora» de Dios (Is 46,12; 48,1; 51,1.7). En cambio, para el Tritoisaías, esta justicia está todavía muy lejos (Is 59,14). En esta literatura la justicia de Dios es una fuerza que se derrama sobre el pueblo fiel como una corriente de agua (Is 48,18). El sedeq (masculino) proviene del cielo, para que H fdaqah (femenino) pueda germinar en la tierra (Is 45,8). El Mesías que ha de enviar Dios es el saddiq, el justo (Sal 45,4; Jr 23,5), el hombre que configura la justicia divina como justicia humana. Finalmente, en la perspectiva de una salvación definitiva o escatológica (Is 41,1-7; 46,12-13), fdaqah será sinónimo de estado de salvación. En el versículo del profeta Habacuc, que Pablo citará por dos veces (Gal 3,11; Rom 1,16-17), lo que establece una relación entre fdaqah y vida saludable es la confianza (en la palabra profética): «El saddiq, por fiarse (creer), vivirá» (Hab 2,4) (texto que hay que interpretar en la misma línea de Ez 33,12-14). En la introducción a su traducción griega de un texto hebreo de su abuelo, el autor del libro del Eclesiástico dice: «Lo que se expresó originalmente en hebreo no conserva el mismo sentido traducido a otra lengua. Y no sólo este libro, sino también la Ley y los Profetas y los restantes libros son muy distintos en su lengua original» (prólogo al Eclesiástico). Esto lo dice una persona que domina el hebreo y el griego. Los judíos de habla griega encontraban dificultades a la hora de traducir el concepto hebreo de fdaqah. Los griegos poseían una idea muy particular de justicia. Aunque dikaiosyne tenía originalmente también un significado religioso (la hija de Zeus se llama «Dike»), la función de este concepto adquirió en el pensamiento griego un significado totalmente distinto. «Justicia» es una virtud o actitud humana moral, sobre todo en el ámbito sociopolítico y, por tanto, no sirve para traducir la fdaqah religiosa. Por tal motivo, los I,XX traducen la palabra hebrea por dikaiosyne, pero también —para evitnr la reducción que ello implicaba— por salvación, redención, etc., mientras que ciertos términos hebreos, como hesed, amor de alianza y piedad, Tan también traducidos por la palabra dikaiosyne. De esta forma, dikaiosyne recibe en el lenguaje de algunos judíos de habla griega toda la riqueza inherente a fdaqah21, una riqueza semántica de la que un no judío no podía percatarse. La dikaiosyne greco-judía significa, por tanto, que el homUic fiel a Dios se encuentra comprometido, dentro de sus relaciones sociales y humanas, en un mundo en que se realizarán definitivamente las pro-
18 Según K. Koch, en ThHandWAT II, 520, la justificación de un pecador por Dios o que Dios lo rehabilite es impensable para la mentalidad judía. A esta tesis se opone H. Reventlow, Rechtfertigung im Horizont des Alten Testaments, op. cit. Además, es de notar que existe un doble concepto de fdaqah: a) hacer justicia al saddiq (que sufre) y b) el concepto posterior, equivalente a perdón de los pecados (sobre todo en algunos círculos judíos no oficiales). " Cf. K. Koch, Tempeleinlassliturgien und Dekaloge, en R. Rendtorff y K. Koch (eds.), Studien z. Theol. der alttest. Überlieferungen (Hom. G. von Rad; Neukirchen 1961) 45-60. Cf. Sal 15; 24; Is 33,14b-16. 20 W. Zimmerlí, Ezechiel I (BKAT XIII/1; Neukirchen) 406-409.
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11 Cf. Tí. Cazelles, Quelqucs termes difficiles, op. cit., 169-188; también J. Friedler, llrr Begriff der Dikaiosyne, op. cit.
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mesas y el derecho de Dios. Comienza así una tendencia en la que no sólo fdaqah, sino también dikaiosyne lleguen a ser los términos principales que sinteticen ese don de Dios que es la correcta actitud religiosa y ética. No obstante, esta tendencia se consolida sólo en una corriente del primer judaismo. Ya en el libro de los Proverbios encontramos indicios de un primer desplazamiento semántico. Sedaqah significa aquí la justicia que el hombre se procura mediante un comportamiento sensato, de modo que Yahvé actúa, por decirlo así, desde lejos (Prov 3,33; 10,3.6-7; 18,10). La justicia está unida, en clave sapiencial, a la conducta inspirada por la sabiduría y la inteligencia (Prov 1,3; 2,9); en vez de la relación entre justicia y culto, surge ahora una vinculación de la justicia con la sabiduría y la inteligencia. No obstante, sigue en pie la antigua relación entre la «conducta recta» y la vida o salvación. «El que busca la justicia, vivirá» (Prov 11,18-19; 11,30), y «en la casa del honrado hay abundancia» (15,6). Por lo que se refiere a este concepto, y también a la religión judía, surge una crisis que se refleja en Job y en el Eclesiastés, si bien la solución de ambos es muy distinta. En estos libros ya no es evidente, ni mucho menos, la relación entre una conducta justa y buena y una situación feliz y saludable (Job 22,2-3; 36,6-7; 33,26; 35,6-8). A pesar de su desesperada situación, Job está convencido de su justicia. La historia de Job es muy significativa para nuestro problema. Job, que desde su inmerecida miseria se lamenta al principio de que Dios no obra con justicia (Job 34,5), oye cómo su amigo Elihú dice que el Dios creador no tiene favoritismos; todos y cada uno de los seres han sido creados por él: los príncipes (sarim), los nobles (soHm) y los pobres (dallim) son iguales ante Dios (34,19). La justicia de Dios se manifiesta sobre todo, según argumenta Elihú, en que Dios tritura a los poderosos (kabbirim), cuando éstos, apartándose de Yahvé, cometen tales injusticias sociales que provocan el clamor de los pobres al cielo (Job 34,28). Por otra parte, el hombre no puede tener razón contra Dios (4,17; 9,2; 25,4). Pero ése es precisamente el problema de Job, quien se considera saddiq, o sea, «no culpable en el sentido de la ley». El problema de la justicia de Dios se plantea precisamente a partir de las experiencias de contraste que se tienen de la injusticia existente en el mundo 72 . Job descubre que la historia del sufrimiento humano no admite ninguna explicación teológica y que la teología de la relación entre conducta justa y recompensa terrenal no tiene sentido. Nada le reprocha su conciencia humana. Pero ¿qué es el hombre frente a Dios? Frente al Santo ningún hombre es saddiq o justo (Job 9,2; 40,8). La conexión anterior no queda completamente destruida: tiene que haber alguna relación entre la conducta ético-religiosa y la salvación. Pero ¿acaso conocemos los hombres la auténtica justicia según el corazón de Dios? Lo que Job pone en duda es el concepto tradicional que su religión
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tiene de Dios. Lo que él somete al juicio crítico de la experiencia humana es la idea de un Dios garante de una justa recompensa y armonía entre una vida acorde con el derecho y un bienestar material. Ese Dios no es Yahvé, el Dios vivo, sino un engendro del pensamiento teológico. Frente a tal concepto de Dios reivindica los derechos del hombre 3 . Rebelándose contra un determinado concepto de Dios, este saddiq, en su miserable situación, confía en el verdadero Dios, el cual está más allá de cualquier sistema teológico. Job ve que nuestro mundo humano «no funciona»; se niega a justificar teológicamente semejante situación; en eso consiste su rebeldía. Un Dios que quisiera una historia tan absurda no sería Dios. La justicia de Dios tiene que ser distinta de la que se deduce de todas esas tentativas de armonización. Job sigue teniendo fe en el derecho del hombre a la felicidad y a la prosperidad, pero al mismo tiempo cree en el Dios verdadero. Permanece abierto a la gracia de Dios. Job es, en cierto modo, el preludio veterotestamentario de Jesús de Nazaret con su anuncio de un reino de Dios en el que mora la justicia. Qohélet (nombre que significa presidente o predicador en una asamblea y que se traduce, a través del latín, por Eclesiastés) parte de la misma experiencia crítica y llega a una reacción parecida, pero con una solución burguesa completamente distinta. Qohélet comienza su libro con lo que podría ser el lema del mismo: «¡Vanidad de vanidades; vanidad de vanidades, todo es vanidad!» (Ecl 1,2)... «Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas» (1,8). Para este autor se ha roto por completo la relación tradicional entre vida recta y felicidad y prosperidad humana. Si miramos a nuestro alrededor, podemos ver cómo un saddiq, pese a su justicia, puede perecer en este mundo, mientras que gente malvada prospera por su maldad (Ecl 7,15; 8,14). A partir de ahí, este analista de la cultura llega a una prosaica conclusión: «No exageres tu honradez ni apures tu sabiduría: ¿para qué matarse? No exageres tu maldad, no seas necio: ¿para qué morir malogrado?» (Ecl 7,16-17); es como afirmar «una de cal, otra de arena». El autor del Eclesiastés reivindica a su modo (no como Job) el derecho a vivir una vida humana. Experimenta, como Job, una ruptura entre el individuo y su entorno. Y opta por el individuo. La persona humana y sus actos son considerados con mayor autonomía respecto a la naturaleza y a la sociedad; la armonía de un orden perfecto del mundo cede ante los derechos del individuo. Esto es claramente signo de un gran cambio cultural que se produjo desde mediados del siglo n i a. C. Se pasan por alto las anomalías sociales y se busca un refugio en la interioridad, en clara contraposición con los tiempos de los profetas. «Todo es vanidad y caza de viento, torcedura imposible de enderezar, pérdida imposible de calcular» (Ecl 1,15). Era una época en la que la actividad política de los «ciudadanos» se veía muy 11
a
Cf. J. Jocz, God's «poor» People: «Judaica» 28 (1972) 7-29; también H. Donner, Die soziale Botschaft der Propheten im Lichte der Gesellschaftsordnung in Israel: «Oriens Antiquus» 2 (1963) 229-245.
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Pr. Stier, Das Buch Ijob. Hebraisch und Deulsch (Munich 1954) 237-238; cf. también G. von Rad, Weisheit in Israel (Neukirchen 1970); J. Blank, Begegnung tnit dem Heiligen ais Krise und Entscheidung, en J. Sudbrack y otros, Heilskraft des Heiligen (Friburgo 1975) (45-77) 64-68. 9
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limitada debido a la dominación extranjera. El Eclesiastés ve perfectamente que existe mucha injusticia: «En la sede del derecho, el delito; en el tribunal de la justicia, la iniquidad» (3,16; cf. 4,1). ¿Qué se puede hacer? «Si ves en una provincia oprimido ei pobre, conculcados el derecho y la justicia, no te extrañes de tal situación: cada autoridad tiene una superior, y una suprema vigila sobre todas» (Ecl 5,7). La mirada de Qohélet no es menos aguda que la de los profetas. Su crítica social no es religiosa, sino más bien un precedente de nuestra crítica profana moderna: se limita al análisis de los hechos. Pero el Eclesiastés capitula ante los hechos, no encuentra ningún asidero. Frente al mundo y a la sociedad se impone una actitud general de pesimismo con cierta dosis de duda existencial. «Y así aborrecí la vida, pues encontré malo todo lo que se hace bajo el sol; que todo es vanidad y caza de viento» (Ecl 2,17). «De día su tarea (la del hombre) es sufrir y penar, de noche no descansa su mente» (2,23). Se crítica el proceder humano. La vieja evidencia de que vida recta significa vida buena y feliz ha desaparecido, borrado por las nuevas experiencias. Pero el reverso de este pesimismo es un universalismo creciente. Qohélet evita el nombre de Yahvé y emplea el nombre genérico de Elohim, pero en el sentido de «el Elohim» (con artículo). No se fija tanto en la historia de Israel cuanto en la historicidad del hombre, en la condición humana. Este modo de pensar no es oriental, sino de influencia griega24. Existe una ruptura entre la omnipotencia de Dios y las injusticias existentes en el mundo. No es que el Eclesiastés dude de Dios, sino de todo lo que el hombre tiene en la cabeza. Además, la muerte convierte a todo en algo sin sentido (Ecl 3,19-21). Todo acaba con la muerte, tanto para los buenos como para los malvados. Esto constituye una experiencia negativa para el autor. Y polemiza (como Job) contra la anterior «teología de los sabios», los cuales creían poder descifrar el misterio de la vida y daban la impresión de saber exactamente qué está de acuerdo y qué en desacuerdo con la fdaqah. Todo eso le parece pura teoría en contradicción con la experiencia de la vida. También aquí descubrimos una crítica del concepto ortodoxo de fdaqah y del de recompensa, tal como se utilizaba con demasiada facilidad. La crítica griega contra los dioses pesa sobre el Eclesiastés, si bien éste sigue creyendo en que Dios guía al mundo. Si Job era un monumento religioso en toda la historia humana, el Eclesiastés es un documento humano. La literatura sapiencial posterior vuelve, en cierto sentido, a la doctrina de la «sabiduría antigua». El sofer o escriba (cf. Eclo 38,24-39,11) Ben Sirá (entre 190 y 175 a. C.) se enfrenta en Jerusalén al liberalismo helenista que ya antes de los Macabeos había reinado en la ciudad (cf. Eclo 37, 19-26). Aduce sorprendentemente experiencias pasadas por el tamiz de la crítica (34,9-13; o gr. 31,9-13). La Tora y la antigua sabiduría profética (en la que Moisés es llamado también profeta, 46,1) son objeto de su veneración (Eclo 38,34; 39,7-8). A fin de cuentas, los escribas como Ben Sirá están prácticamente en el mismo terreno que el profetismo antiguo; 24
M. Hengel, Judentum und Hellenismus, op. cit., ,241-274.
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interpretan la Escritura teniendo en cuenta la realidad presente. Al igual que en el helenismo con su veneración por los «héroes del pasado» (de viris illustribus), surge por entonces entre los judíos el tópico de los grandes guías de Israel: evidentemente, un tema preferido en la predicación sinagogal para exhortar y animar a los fieles. Con ello se llega además a una especie de sucesión (apostólica) (Eclo 44,17; 46,12; 48,8) 2S : la continuidad de la tradición confiere autoridad a esa transmisión. Sobre este trasfondo, afirma Ben Sirá que las buenas obras significan realmente vida y salvación; quien lo niegue es un necio (Eclo 16,22-23). Ataca con dureza a los ricos opresores (13,2-5), pero no de manera «distanciada», como el Eclesiastés; la búsqueda desenfrenada de riquezas lleva, en su opinión, a una conducta injusta (11,10; 31,5). Como anteriormente los profetas, también él pone en la picota la falta de conciencia de quien, a pesar de ello, traspasa el dintel del templo y se presenta como saddiq (34,24-27 = gr. 31,24-27). Ben Sirá se remite al viejo principio judío de la retribución: Dios recompensa según las obras (4,1.9.10; 21,5). Sin embargo, es nueva la idea de la compensación: la sobreabundancia de obras buenas, por ejemplo, obras de caridad, pueden constituir un contrapeso a los pecados cometidos; la fdaqah expía el pecado (3,30; lo cual no significa un perdón de los pecados por gracia). Además, la antigua noción de recompensa tiene aquí un nuevo fundamento (griego): Dios otorga a cada hombre su propio yeser o capacidad de libre decisión, que le permite cumplir los mandamientos de la ley (Eclo 15,14-15; algo similar a lo que en el cristianismo se llamará «pelagianismo»). El hombre posee en sí mismo el poder y la libertad de elegir entre «la vida y la muerte» (15,17) y, por tanto, de optar (siguiendo el principio de la íntima relación entre conducta justa y vida próspera) por un comportamiento bueno o malo. En continuidad, pues, con las antiguas tradiciones de Israel, pero también como reacción frente a la aristocracia helenizante de Israel —y, por tanto, con ayuda de ideas griegas—, Ben Sirá intensifica la piedad en torno a la ley. Ahora bien, tal énfasis en el libre albedrío humano es algo nuevo (greco-judío) en Israel. Sin meditarlo mucho, Israel había puesto el fundamento del bien y del mal en el Dios soberano, sin considerar que ello afectara a la santidad divina. Para Ben Sirá, la antigua "emuna o fidelidad de la fe reside en la libre decisión del hombre: observar la ley o rechazarla en la práctica. Lo que se ha venido en llamar piedad típicamente judía adquiere así un fundamento filosófico de tipo griego. Por primera vez en la historia judía se habla expresamente de una doctrina de los dos caminos (Eclo 2,12): es una implicación del libre albedrío humano (yeser). No obstante, éste tiende naturalmente al mal; a partir de ahora se empleará la expresión «carne y sangre» para designar la debilidad de la criatura humana y su propensión al pecado (14,18; 17,31). Sabiduría, fidelidad a la ley y fdaqah se identifican prácticamente (cf. 1,14; 1,26). Toda sabiduría es obediencia a la Tora (19,20.22-24; 1,26). " Flavio Josefo, Contra Apionetn, 1,41, habla en este contexto de la diadoche, cu el sentido de una sucesión profética.
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De esta forma, la sabiduría universal se reduce a un don exclusivo que Dios otorga a Israel, lo cual va contra la sabiduría racional de la joven aristocracia judía helenizante de Jerusalén (Eclo 3,21-24). Tal exclusivismo se manifiesta también en la afirmación de que todas las naciones tienen un arconte o protector espiritual (un «ángel custodio», como consecuencia del fin del «henoteísmo», para el que cada pueblo tiene su propio dios), pero sólo Israel es directamente propiedad del Señor (17,17). A la vista del talante libertino de los ricos de entonces, Ben Sirá critica a la clase acomodada que cree que Dios es misericordioso y perdonará los pecados (5,1-6). Sin embargo, la gracia de Dios tiene un anverso y un reverso: hesed e ira (5,6), dice nuestro autor. Pablo recogerá este tema de Eclo 5,4: «No digas: He pecado y nada malo me ha sucedido, porque él es un Dios paciente; no digas: El Señor es compasivo y borrará todas mis culpas. No te fíes de su perdón para añadir culpas a culpas, pensando: es grande su compasión y perdonará mis muchas culpas» (Eclo 5,4-6). Para los adversarios de Ben Sirá, lo principal era la vida regalada, y la experiencia mostraba que este bienestar era independiente de una vida recta o mala. A esto Ben Sirá opone de nuevo la antigua doctrina sobre la retribución, aun cuando ésta había sido ya criticada por Job y el Eclesiastés (también Sal 49 y 73). Los petimetres que seguían la moda helenizante conocían evidentemente esa crítica y disfrutaban al máximo de lo que la vida podía ofrecerles. Ben Sirá sigue, no obstante, firme en su idea: la infidelidad a la ley provoca (ya en esta vida) el castigo de Dios. Se da una relación esencial entre la buena conducta y la vida feliz y dichosa (recompensa divina) (cf. Eclo 2,8; 3,14-15.31; 4,10.13.28; 5,7-8; 6,16; 7,1-3; 9,11-12; 10,13-14; 11,17). A juzgar por su insistencia en la idea de la recompensa, Ben Sirá la considera como carne propia. Propiamente, no se trata ya de una especie de justicia inmanente, sino del ser de Dios; Dios garantiza la recompensa del bien y el castigo del mal: «Pues él es un Dios de la recompensa» (35,13; 17,23). Esta idea está estrechamente relacionada en la obra de Ben Sirá con su fe en la creación. Es interesante su reacción frente a la idea (que se va imponiendo como resultado de ver que la vida humana es un camino de sufrimientos) de que Dios no se preocupa de los hombres o incluso que es la causa del mal en el mundo (una tesis griega de la época). En sus himnos a la creación, Ben Sirá exalta las obras buenas y útiles de Dios (39,24-34). Con esa actividad creadora de Dios relaciona el principio de la retribución (40,10) como una especie de teodicea racional (cf. en especial 40,1-41,4). Critica el pesimismo dominante. A pesar de todo, el mundo es bueno; la libertad humana es responsable del mal que existe en él, pero el bien triunfa finalmente en la tierra mediante la recompensa y el castigo. De esta forma se da una armonía perfecta en la creación (cf. Eclo 42,15; 42, 22-25), aunque sea un equilibrio dialéctico (de ahí la idea de «bipolaridad», Eclo 42,24 y también 33,13-15). Los colores luminosos y los rincones oscuros de la creación y de la historia constituyen, en opinión de Ben Sirá, una armonía admirable. Sin el mal no podría verse el fulgor del bien. Así, toda la doctrina de Ben Sirá tiene como lema: Kyrios monos di-
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kaiothesetai, «el Señor es el único sin tacha». Aparece aquí en la fe judía la teodicea, en el sentido literal de la palabra. Mediante su teoría especulativa, el hombre justifica el proceder mismo de Dios. El Señor llena todo de su gloria, y en una línea estoica, al menos en lo que respecta a la terminología, exclama Ben Sirá: «El lo es todo» (43,27). El escriba Ben Sirá, que hace suyas las antiguas tradiciones de Israel, acepta —por motivos apologéticos y propagandísticos— algunas ideas griegas fundamentales. La concepción que Ben Sirá tiene de la vida es aún «terrena»: nada sabe de una vida después de la muerte ni de una resurrección (como poco tiempo después afirmarán Daniel y los libros de los Macabeos). No obstante, sigue manteniendo su principio de la retribución. No pertenece, pues, todavía a la literatura hasídica y es cronológicamente anterior a la fragmentación del judaismo en diversos «partidos religiosos». Sin embargo, hallamos ya en él muchos de los elementos que caracterizarán posteriormente a algunos de esos grupos: «Hasta la muerte lucha por la justicia, y el Señor peleará a tu favor» (4,28). Percibimos aquí un tono auténticamente judío, si bien en el ámbito de un pensamiento influido por el helenismo, dado que el autor escribe también para no judíos. No se puede minusvalorar la repercusión que el libro del Eclesiástico tuvo en los fariseos posteriores y en todo el primer rabinismo, si bien los rabinos no aceptaron el libro como «Sagrada Escritura». En particular, las ideas de Ben Sirá sobre la recompensa y la retribución se convertirán en un dogma rabínico M. La crítica griega contra los dioses, que influyó evidentemente en la crítica del Eclesiastés, y también la nueva experiencia religiosa de Job con su crítica de la imagen tradicional de Dios, provocaron poco a poco un renacimiento religioso, en el que influyó también la creciente experiencia de la historia humana como itinerario lleno de injusticias y sembrado de «justos dolientes». La sabiduría humana racional del helenismo no daba una respuesta satisfactoria a esta historia de frustraciones y fracasos. Como reacción frente a la sabiduría helenista nacieron, a partir del siglo n, en todo el mundo helenista una serie de movimientos religiosos que apelaban a una sabiduría superior, revelada (cf. capítulo II, II). Inmediatamente después de Ben Sirá, a pesar del influjo de sus ideas, también en Israel se impuso esta corriente, especialmente en la apocalíptica primera y hasídica. La fdaqah religiosa, en el sentido de entrega a la voluntad salvífica de Dios manifestada en el don de la Tora, se convierte en el concepto central de la salvación escatológica concedida por Yahvé (Dn 9,24). También en los comienzos del movimiento esenio la justicia es una idea religiosa central. Su fundador, nunca llamado por su nombre, es el «Maestro de fdaqah», y la comunidad de adeptos esenios reúne a los «hijos de la justicia» (1QS 3,20.22; 9,14). A pesar de la marcada exigencia de obediencia u la Tora, aquí se da una ruptura con la concepción antigua de que Dios justifica únicamente al saddiq. Al contrario, Dios justifica precisamente al "• Cf. en especial SalSl 9,7-9; Strack-Billerbeck, I, 583; IV, 7; y R. Mach, Der '/.addiq, op. cit., 41ss.
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pecador. Su justicia se relaciona con el perdón de los pecados (lQS 11,2-4; 1QH 3,21; 7,30) 27 . En la apocalíptica posterior (siglo i d. C ) , la fdaqah sigue siendo el término preferido para designar la salvación (4 Esd 7,114). Al final de los tiempos, no habrá entre los hombres «fe» ni fdaqah (4 Esd 5,11; cf., en el Nuevo Testamento, Le 18,8b). Entonces se manifestará la fdaqah de Dios (cf. Pablo en Rom 3,21: «Ahora se ha manifestado la justicia de Dios»), no tanto como justicia punitiva cuanto como misericordia de gracia, precisamente para quienes no han reunido en el cielo tesoros de obras buenas (4 Esd 8,48-49). Se trata, pues, de una justificación basada no en obras buenas, sino en la gracia. Esta concepción es ya propiamente judía. La diferencia con el cristianismo estriba no en la justificación por la gracia, sino en la cuestión de si este don gracioso de Dios se identifica con el don salvífico de la Tora o con el don divino de Jesús, manifestado como el Cristo. Sin embargo, esa concepción no era lo que llamaríamos concepción «judía oficial». En ella se observa, más bien en la línea del Eclesiástico, una evolución posterior de la idea de retribución y apremio. La sinagoga judía reducía la fdaqah a una actividad humana, sobre todo a las «buenas obras» (la tríada clásica: limosna, ayuno, oración) que acumulan un tesoro de méritos en el cielo. Con este espíritu se comprende la consternación del autor de 2 Baruc, quien se sorprende dolorosamente de que haya podido ocurrir la caída de Jerusalén (en el año 70), donde los judíos habían acumulado tantos tesoros de méritos (2 Bar 14,4-7). Este buen hombre comienza a dudar de las promesas de Dios e incluso del sentido que tienen las obras buenas a . Su relato refleja bastante bien la doctrina oficial del judaismo en la época neotestamentaria. Sin embargo, no se puede considerar esta «doctrina oficial» como la praxis concreta del pueblo y de los hombres piadosos. Ellos sabían que su vida dependía sólo de la misericordia de Dios y no de sus propios méritos s .
influencia de Pablo, el cristianismo primitivo preneotestamentario apenas utilizó este lenguaje. Por otro, el concepto de «justicia» propio del judaismo ortodoxo y oficial. Mateo enumera, curiosamente, las tres categorías judías de «obras buenas»: limosna, ayuno y oración (Mt 6,1-4.5-14.16-18), y precisamente como sinónimo de la perfección cristiana. «Justo» es el hombre virtuoso que cumple los mandamientos de Dios (Mt 1,19; 13,17; 23,29; cf. Le 1,6; 2,25; Hch 2,22). «Justicia» no es aquí el concepto paulino de salvación, sino una vida moralmente virtuosa (Mt 5,20; 6,1-33), pero como consecuencia de la fe en la redención de Jesús. Mateo no critica el concepto judaico de justicia, por más que eche en cara a los dirigentes judíos el que hayan olvidado el mandamiento principal: la misericordia (Mt 23,23-24); les echa en cara su hipocresía: cargan pesados fardos sobre los débiles y pobres (Mt 23,3-4). También Lucas utiliza una idea similar: «Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos si ellos le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar» (Le 18,7-8a). Es la misma vieja idea de que Dios hace justicia al saddiq (doliente). De ahí que se relacione frecuentemente con la anterior idea judía del «justo doliente» (por ejemplo, Mt 5,6.10). En este sentido, una determinada tradición presenta a Jesús como el saddiq, «el justo» (pero sólo en la obra posterior de Lucas: Hch 3,13-15; 7,25; 22,14; aunque estos textos podrían reflejar también la idea griega de dikaios). El concepto auténticamente paulino de «justicia divina» —procedente del primer hasidismo, de la apocalíptica y de Qumrán— no aparece en ningún otro lugar del Nuevo Testamento, a excepción de un importante pasaje: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33; cf. Le 18,14); en otras palabras: aquí encontramos el concepto salvífico escatológico de la fdaqah de Dios, de la iustitia Dei, que, fuera del paulinismo, no aparece en el Nuevo Testamento, al menos con el término «justicia». Es verdad que el Nuevo Testamento ofrece una concepción unitaria de la gracia de Cristo y de su perdón de los pecados; pero, en lo que respecta al empleo del término fdaqah, está influido claramente por dos distintas corrientes y temas judíos. Pablo, para explicar la gracia y la salvación en Jesucristo, recurrirá al antiguo concepto de «justicia de Dios» (vivo todavía en su tiempo en determinados círculos no oficiales), frente al empleo, corriente en los círculos oficiales judíos, de «justicia» como calificación de un obrar humano y ético (liel a la Tora), al que Dios hará justicia. A su modo, Pablo pasó por la experiencia de Job. Aprendió por propia experiencia que no es posible runfiar en la valoración de las propias obras buenas, pues él había considerado y vivido existencialmente su actividad perseguidora de los cristianos como algo agradable a Dios. Más tarde tuvo que pensar: ¡cómo es poil)lc! Aquella idea religiosa de justicia interpretada con esquemas humanos < iiyó por tierra gracias a su experiencia de la misericordia de Dios en Crisiii. Para Pablo, el error de su actividad anterior no consistía propiamente • •II su celo ético por lo que él consideraba bueno en conciencia, sino en liiiber equivocado el «objeto»: atacaba lo que precisamente era la fuente • Ir la santificación y de la gracia. Ese fue su error fundamental («su ignoiincia», como dirá más suavemente la escuela paulina, 1 Tim 1,13). Recu-
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Esta panorámica muestra que, en tiempos de Jesús y del nacimiento del Nuevo Testamento, había dos corrientes en la concepción judía de fdaqah: por una parte, la idea de una justificación por gracia, no en virtud de las obras, aunque la gracia se manifiesta también en la observancia de la ley; por otra, Dios justifica o hace justicia al saddiq, no al pecador. Esta última concepción era la tesis de las clases dirigentes de Israel (exceptuados los herodianos, los círculos clericales prerromanos). Además, se trata de dos temas diferentes que no tienen por qué considerarse como antitéticos. Es de notar que, en una perspectiva distinta —cristológica—, encontremos en el Nuevo Testamento las dos corrientes judías que acabamos de ver. Por un lado, el paulinismo, la justificación por la exclusiva misericordia de la gracia divina, si bien, fuera de la escuela paulina y del ámbito de 27
Sobre Cf. la ture (Nueva 25 Cf. R. 28
todo, P. Stuhlmacher, Gerechtigkeit Gottes, op. cit., 154-166. obra de A. Marmorstein, The Doctrine of Merits in Oíd Rabbinic LiteraYork 21968). Mach, Der Zaddiq, op. cit., 39ss.
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rriendo a la antigua idea religiosa de justicia —justicia de Dios—, trata, por un lado, de establecer un nexo entre Israel y la Iglesia, mientras que, por otro, acentúa la novedad que supone Cristo. El don salvífico escatológico de Dios no es la Tora, sino Jesucristo; él es quien, en lo sucesivo, dará a cada uno según sus méritos (Rom 2,1-16; 1 Cor 4,3-5). También para Pablo el don libre de la justicia por parte de Dios se manifiesta en una conducta cristiana ética. Si eliminásemos de los escritos paulinos las exhortaciones éticas, nos quedaríamos con menos de la mitad. El «problema de Pablo» estriba en que su renovación de la antigua fdaqah religiosa de Dios (y de la concepción que sobre la misma tenía el movimiento hasídico y apocalíptico) se sitúa, dentro de su polémica, en el contexto oficial judío de la temática sobre la «justicia humana» o conducta ética. Pablo concilia bastante sutilmente la gratuidad de la gracia con el mérito o [retribución cristiana. Se entremezclan dos tipos de problemas, y algunos cristianos encuentran dificultades a la hora de seguir el hilo de sus argumentos (cf. 2 Pe 3,15-16). Pablo tiene que dar un contenido nuevo a la idea de iustitia utilizada por el judaismo oficial; pero semejante operación semántica llevada a cabo por un solo hombre dentro de un campo semántico distinto (vigente también entre los cristianos judíos) es siempre una empresa arriesgada: o no tiene éxito o da lugar a malentendidos. Sant 2,24 presenta su opinión con no menos audacia que Pablo: «Ya ves que un hombre está rehabilitado por las obras, no por la fe sola». Se trata de armonizar «la justicia humana», la ética, con la dikaiosyne tou Theou, con la justicia de Dios o la vida de gracia. Más tarde, Agustín se enfrentará a una empresa aún más difícil. Se encuentra con un concepto de justicia secularizado, bien arraigado en el mundo greco-romano —uno de los elementos más humanistas y filantrópicos de la cultura antigua tardía— y debe conciliario con la iustitia Dei o gracia de Dios. En el marco de la dikaiosyne humanista y pagana, eminentemente ética (la actitud cardinal al menos de la antigua ética dogmática greco-romana), tiene que hablar de la gracia que Dios concede sin méritos humanos. También entre él y el piadoso presbítero Pelagio (que en realidad era también un crítico de su sociedad y para quien la gratia romana significaba favor, lo cual equivalía entonces en las altas esferas del Imperio romano a nepotismo y corrupción) surgieron bastantes malentendidos que, lejos de aproximarlas, endurecieron las posiciones de ambos. Dado que Jesús se expresó (al menos en la medida en que podemos reconstruir sus palabras) no en términos de justicia, sino de reino de Dios, eludió de hecho un problema que procedía (en parte) más del concepto de iustitia que de la realidad en cuestión. Este problema, cuando se lee a Pablo, puede empañar el problema de fondo. Pablo no se refiere tanto al problema de la «gracia» y de la «actividad humana» cuanto al de si la salvación definitiva se encuentra en el don divino de la Tora o en el don divino de Jesucristo. El primer problema está subordinado al segundo y, fuera de este contexto, se convierte en una especie de diálogo de sordos en el que se emplean dos códigos de señas. Esto quedará más claro en el análisis siguiente.
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b)
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La justicia de Dios, revelada en Jesucristo (Rom 3,21-5,21).
Cuando Pablo, frente a la pecaminosidad general del mundo —judíos y paganos—, presenta la charis que Dios muestra en Jesucristo, a la acusación de que «todos están bajo la ira de Dios» contrapone a Jesús como Cristo; se trata de un dato apostólico: «Ahora, en cambio, independientemente de toda ley, se ha manifestado la justicia de Dios» (3,21b). Pero Pablo añade: «Avalada por la ley y los profetas (el Tenak)» (3,21b). De un lado, la novedad en Jesús, manifestado como Cristo; de otro, lo avala todo el Tenak. ¿Qué es lo que avala? «La justicia que Dios otorga por la fe en Jesucristo a todos los que tienen esa fe. A todos sin distinción» (3,21b-22), o sea, tanto a judíos como a paganos. El punto de partida de la nueva argumentación es la conclusión a que llega en los capítulos anteriores: «porque todos pecaron y están privados de la presencia de Dios» (3,23). Pero al mismo tiempo dice como contraste: «Graciosamente todos son justificados por la generosidad de Dios, mediante la redención presente en Jesucristo» (3,24). La «redención» (apolytrosis) se centra aquí en la muerte de Jesús en la cruz: «expiación por su propia sangre» (3,25). Ahí es donde se manifiesta la «justicia de Dios» (cf. 3,21), y de tal forma «que así demuestra Dios que él es justo y que justifica a quien alega la fe en Jesús» (3,26). En estos versículos (3,21-26) se refleja el núcleo de lo que Pablo quiere demostrar en Rom 4-5 mediante una argumentación de tipo judío. Ya en Rom 3,27-31 anticipaba las conclusiones: no hay motivo alguno de orgullo (3,27). El Dios vivo no es sólo Dios de los judíos. Del Tenak no se puede concluir lo contrario. El Dios único es también Dios de los paganos (3,29). Sin atenuar el sentido histórico-salvífico de la Tora querido por Dios (3,31b), el Tenak da más bien pie a afirmar que «Dios justificará en virtud de la fe» (3,30) a los judíos y a los no judíos. Pablo quiere demostrar ahora esa tesis. En su argumentación hay que distinguir dos tipos de problemas: la contraposición judía entre gracia y obras (Rom 4) y la contraposición entre gracia y pecado, pero teniendo presente que la segunda cuestión está implicada en la primera y ésta influye en la segunda. a)
Versión paulina del midrás sobre Abrahán (Rom 4,1-25).
En esta sección Pablo habla de la justificación por la fe: «por gracia» (kata charin) se contrapone aquí a «como deuda» (kaf opheilema) (Rom 4,4). El análisis de Rom 1-3 ha mostrado que, debido a la pecaminosidad universal, la «redención», la victoria sobre el pecado o la reminión de los pecados es una gracia de Dios, tanto para los judíos como para los paganos. La verdadera justicia consiste en pertenecer a Jesús, confesar II Jesús como Cristo, resucitado de la muerte. En Cristo, la contraposición religiosa entre pueblo de Dios y goyim o paganos pertenece totalmente ni pasado. Para demostrarlo, y sobre todo para que puedan entenderlo los judíos (los cristianos de Roma a los que Pablo dirige su carta eran en su mayoría
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de origen judío), Pablo quiere relacionar el hesed o charis de Dios con el fenómeno de Jesucristo. Para ello recurre, de una forma típicamente paulina, a un antiguo miarás judío sobre Abrahán (Rom 4,1-25) 30 . El nervio de esta exposición es que, según el propio Tenak, la justicia (fdaqah) está unida esencialmente a la fe, de igual modo que está unido, según la tradición judía, el hesed (o favor de Dios) y la justicia o fdaqah: gracia, justicia y fe forman, desde el punto de vista judío, un único conjunto unitario. En el desarrollo de la argumentación de Pablo se combinan, pues, dos datos: por un lado, el trinomio preexistente (al menos en determinados círculos judíos) de gracia, justicia y fe; por otro, el dato cristiano apostólico de la fe en Jesucristo como salvación procedente de Dios. De esta fusión de determinados conceptos del primer judaismo con el credo fundamental de la fe apostólica no se sigue directamente la contraposición entre ley y charis o entre ley y Cristo, que es la que interesa a Pablo. Por eso va a modificar el midrás judío sobre Abrahán, a fin de que aparezca claramente tal antítesis. Comparando este midrás con la versión paulina del mismo se ve que los versículos Rom 4,6-8; 4,13-15 y 21.24-25 son una reelaboración redaccional del material tradicional judío. Lo esencial de la modificación consiste en que Pablo identifica la contraposición judaica entre charis (gracia) y ergon (obra) con una contraposición entre gracia y obras de la ley (como ya se insinúa en la conclusión de 3,20, donde se añade ex ergon nomou, «por la observancia de la ley») y, además, en que, casi sin darse cuenta, termina contraponiendo gracia y pecado. Tal modificación da lugar a la contraposición entre la charis de Cristo y la Tora. Veamos esto más detenidamente. Rom 4,6-8 se refiere ya a la versión que Pablo ofrece del midrás sobre Abrahán: «En esta línea llama también David dichoso al hombre a quien Dios hace valer la justicia independientemente de las obras: 'Dichosos los que están perdonados de sus culpas, a quienes han sepultado sus pecados. Dichoso el hombre a quien el Señor no le cuenta el pecado' (Sal 32,1-2)» (Rom 4,6-8). La gracia se contrapone no sólo a la falta de obras, sino a la presencia del pecado. Esto último indica la necesidad de la muerte de Jesús: «Nos valdrá a nosotros porque tenemos fe en el que resucitó de la muerte a Jesús Señor nuestro» (4,24). También 4,13-15 pertenece a la reelaboración redaccional que Pablo hace del peser tradicional sobre Abrahán: las promesas hechas a este patriarca no se basan en la ley, sino en la justicia de la fe. El período de la soberanía de la ley no sólo impedía el cumplimiento de la promesa, sino que, en vez de charis, producía la ira de Dios (4,14-16). Finalmente, 4,24-25 indica que la «justicia de la fe» implica esencialmente el perdón de los pecados. No sólo se trata de las obras 30 Cf. Strack-Billerbeck, III, 186-217; O. Schmitz, Abraham im Spatjudentum und im TJrchristentum, en Aus Schrift und Geschichte (Hom. A. Schlatter; Stuttgart 1922) 99-123; E. Jacob, Abraham et sa signification pour la fot chrétienne: RHPh 2 (1962) 148-156; H. J. Schoeps, Paulus (Tubinga 1959) 144-152; I. Jacobs, The Midrashic Background for James II, 21-23: NTS 22 (1976) 457-464; R. le Déaut, La nuit pas-
éale (Roma 1963) 100-110.
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de la ley, sino de la pecaminosidad, de la ira producida por la ley y de la charis dimanada de Cristo. Por ello, charis equivale a perdón de los pecados. Casi sin darse cuenta, Pablo cambia la contraposición judía entre gracia y obras por la contraposición entre gracia (perdón de los pecados) y pecados. El fundamento de la misericordia de Dios, de la elección, ya no dice relación al don de la ley, sino a la nueva situación exclusiva de Jesucristo. Para Pablo, la elección se da exclusivamente por la fe en Cristo; debido a ello, quiere dejar sin efecto la elección basada en el don y posesión de la ley. Hace suyo el midrás tradicional sobre Abrahán, pero lo modifica con vistas a ese propósito. La fe apostólica en la salvación de Dios en Jesucristo no puede por menos de socavar la posición privilegiada del judaismo, basada sobre todo en la charis de la ley, y Pablo deberá mostrar que, con o sin la Tora, todos los hombres son pecadores y necesitan la charis del perdón misericordioso de Dios. Es muy de notar que estos primeros capítulos contraponen vigorosamente la ira de Dios y su gracia, y no ocupa un lugar central la observancia de la ley, sino la pecaminosidad de todos los hombres, incluidos los judíos, los cuales cumplen los preceptos de la ley. La ira de Dios es precisamente fruto de la ley («la ley no trae más que ira, pues donde no hay ley no hay violación posible», 4,15). Si la gracia se contrapone a la ira, también la charis se contrapondrá a la ley. De la versión paulina del midrás sobre Abrahán se sigue este díptico: charis, justicia y fe frente a ira, ley y obras. Aparece así una oposición no judía entre «fe» y «obras»: concepción que no entenderán muchos judeocristianos. Pero hay que comprender correctamente las intenciones e ideas propias de Pablo. Tanto «obras» como «fe» tienen en su exposición un significado particular: «las obras» son relacionadas con la Tora (obras de la ley) al igual que la «fe» es identificada con la fe en Cristo. Para un cristiano, la salvación tiene que vincularse a Jesucristo; ése era el núcleo de la tradición: «la salvación no está en ningún otro» (Hch 4,10-12). De esta forma, Pablo debía mostrar que la ley no podía ser un don escatolóKÍCO de salvación. El no niega que la fe tenga que hacerse efectiva «en obras» (sobre todo en obras de amor fraterno, Gal 5,6, y «en todo lo justo», «en cualquier virtud o mérito que haya», Flp 4,4-9, y hasta en el compromiso ético «por todo lo que es bueno, conveniente y acabado», Rom 12,2; 12,21; 2 Cor 8,13b, etc.). Pablo se refiere a otra cosa: así como el judío declara su fe en la Tora mediante el cumplimiento de la ley, «sí también el cristiano confiesa a Jesús como Cristo mediante la fe. La opción está entre la exclusividad salvífica de la ley o de Cristo. Por eso l'nblo concluye de su midrás sobre Abrahán: «Esa es la razón de que la promesa dependa de la fe, para que, siendo gratuita, esté segura para toda la descendencia; no sólo para la descendencia que sigue la ley, sino también para la que sigue la fe de Abrahán. Que él es nuestro padre común, lo dice la Escritura: Te he destinado a ser padre de todos los pueblos» (4,16-17). «Nuestro padre común Abrahán» es padre no sólo de los judíos, niño de todos los pueblos; mucho antes de que existiese la ley, Dios inauguró en él su plan salvífico de gracia y de fe para todos los hombres. «Dia
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touto ek písteos, hiña kata charin» (4,16a): Lo que Pablo acentúa es la fe exclusiva en Cristo, y la expresión «de esta forma, gratuita» (pues para muchos judíos la ley era precisamente la gran charis). No se pone el acento en la gracia, sino en esa gracia —la gracia de la fe en Cristo—, pues también los judíos creían que la salvación viene por hesed o misericordia de Dios. El objetivo de la argumentación de Pablo es que la ley, por ser causa de ira, constituye un obstáculo para la charis de Dios. Pablo, invocando la figura de Abrahán, anterior a la Tora, rompe el carácter restrictivo de una elección divina de gracia sólo en favor de los circuncisos (Rom 4,10: «Abrahán aún no había sido circuncidado en aquel entonces»). Se trata de un nuevo concepto de elección, sin condiciones previas (esto es judío), pero no limitada a un pueblo, aunque pase por Abrahán como padre de todos los pueblos: salvación, «primero al judío, pero también al griego» (Rom 1,16; 2,10; cf. 9,1-11,35; cf. infra el capítulo sobre «Israel y la Iglesia»). La condición de hijo de Abrahán queda así desligada de la Tora. El único camino de salvación, el que ha existido desde muy antiguo, es el de la fe: la fe de Abrahán en el Cristo futuro, en la descendencia de Abrahán. «Seguir las huellas de la fe que tuvo nuestro padre Abrahán antes de circuncidarse» (4,12b).
dad tiene la charis en cuanto potencia del segundo. Si en Rom 4 Pablo pasa casi inadvertidamente de las obras de la ley a los pecados, en Rom 5-6 olvida las obras de la ley al contraponer la gracia y el pecado. Colocadas fuera del ámbito salvífico de la gracia, esas obras son para Pablo expresión de hasta qué punto depende de la ley esa potencia llamada pecado. La tipología de Adán, otro midrás tomado del primer judaismo 31 , domina esta nueva exposición. Pablo utiliza este midrás tradicional para destacar la singular posición escatológica de Cristo como único mediador de la gracia de Dios. Sólo quien está vinculado a Jesucristo por la fe participa de la elección de Dios y se halla en el ámbito de la charis de Dios, lo cual implica una serie de consecuencias éticas: vivir sin pecado. Frente a la ética de la Tora aparece ahora la ética del que se halla unido a Cristo por la fe y el bautismo y «está muerto al pecado» (6,11; 6,17-18; 6,22). Para explicar este carácter exclusivo de Cristo (solus Christus), Pablo (como hizo en Rom 5 con el midrás sobre Abrahán) relaciona ahora el midrás tradicional sobre Adán con la ley (Rom 5,12-21). (También la tradición recogida en Heb 2,6-9 conoce este midrás sobre Adán, relacionado con Sal 8,5-7 y Gn 1,27-28, como lo conoce Pablo en 1 Cor 12,45, si bien en este caso sin conexión con la ley). En su nueva argumentación, Pablo utiliza ese procedimiento a fin de esclarecer la contraposición entre Cristo y la ley. La ley proporcionaba a la potencia del pecado una buena ocasión de dominio, pues el pecado es formalmente una transgresión de la ley. La ley manifiesta el pecado en cuanto pecado y también su proliferación. Rom 5,13-14 interrumpe la argumentación para poner de relieve la universalidad del pecado. De lo contrario, el nexo entre pecado y ley no aparecería con tanta nitidez. Pablo quiere, pues, mostrar por qué en el período comprendido entre Adán (que vivía bajo una prohibición divina, Gn 2,17) y la legislación mosaica, pese a ser un período «sin leyes», dominaba la muerte (como castigo del pecado). También aquellos hombres eran pecadores, aunque no porque transgrediesen un mandamiento o precepto que se les hubiera dado expresamente: murieron por el pecado de Adán, que fue la transgresión de una ley. Ahí tenemos el tipo y el antitipo del díptico: universalidad de la desgracia imputable a un primer Adán frente a la universalidad de la salvación presente en el segundo Adán, Cristo. La tipología alcanza su punto culminante en la sobreabundancia de la gracia frente n la proliferación del pecado. Así como en la fe de Israel Dios castiga hasta la cuarta o quinta generación, pero muestra hesed «hasta mil generaciones» H , en la universalidad del pecado y de la gracia Pablo subraya la sobreabundancia de la gracia, que supera cualquier posible medida: «el don de gracia que correspondía a un hombre solo, Jesucristo» (5,15b), el nuevo Adán u hombre nuevo. «Sobra de gracia y de perdón gratuito por obra de uno solo, Jesucristo» (5,17). La gracia supera sin medida la proli-
¡3) Versión paulina del midrás sobre Adán (Rom 5,12-21). En Rom 5,1-11, Pablo hace un resumen de lo ya dicho: justificados por la fe, vivimos en paz con Dios por mediación de Cristo. Esta vida es una «situación de gracia» (5,2) que, por una parte, aún no es la consumación escatológica, aunque sí una esperanza razonable de la misma (5,2), y, por otra, se ve confirmada y consolidada entre tanto por los sufrimientos y contrariedades que todavía hay que soportar. Porque si Dios nos amó «cuando éramos aún pecadores» (5,8b), la fe nos permite afrontar el juicio con mayor confianza, una vez que «Dios nos ha justificado por la sangre de Cristo» (5,9). La reconciliación ya se ha realizado (5,11), pero la redención (o sea, la salvación corporal y espiritual) tiene aún que llegar (cf. 8,24). Tras detenerse en estas consideraciones, Pablo continúa su exposición. El tema es ahora la contraposición entre gracia y pecado, como si se tratara de dos campos de fuerza independientes: el de la charis (gracia) y el de la hamartia (pecado); la época de la iniquidad, en la que dominaba la gran potencia del pecado, frente al período del dominio apacible de la señora Charis; el viejo eón frente al nuevo, pues Pablo, en esta carta, no piensa en individuos, sino en «eones»: un período de desgracia y otro de salvación, inaugurado éste por la muerte propiciatoria de Jesús. En Rom 5-6 desaparece la contraposición entre judíos y paganos y es sustituida por la contraposición entre el primer eón, el reino del pecado (para judíos y paganos), y el segundo eón, el reino de la gracia, «primero para el judío, pero también para el griego» (cf. Rom 1,16). Ahora se trata de precisar qué efectividad tiene la potencia que domina el primer eón y qué efectivi-
b
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" J. Jervell, Imago Dei. Gen. 1,26-27 im Spatjudentum, in der Gnosis und in tlcn paulinischen Briefen (Gotinga 1960); E. Brandenburger, Adam und Christus (WMANT 7; Neukirchcn-Vluyn 1962). " Cf. supra, p. 87.
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feración del pecado (5,12-21); «no hay proporción entre las consecuencias del pecado de uno y el perdón que se otorga» (5,16); «... mucho más los que reciben esa sobra de gracia y de perdón gratuito, viviendo reinarán...» (5,17). En especial, Rom 5,20 destaca la sobreabundancia por ambas partes para subrayar la inmensa sobreabundancia de la gracia. (Es difícil traducir fielmente el texto griego de 5,20. La Vulgata dice: ubi abundavit delictum, superabundavit gratia: epleonasen frente a hypereperisseusen). Cuando el pecado ya ha llegado al límite, la gracia sigue siendo abundante. Pablo ofrece aquí, sin lugar a dudas, una concepción cristiana del antiguo hesed judío de Yahvé: el multo magis del hesed de Dios en Cristo. Sólo aquí se habla de la charis de Dios (5,15) en Cristo. Pero hay una segunda contraposición entre estos dos bloques de fuerza universales, el del pecado y el de la gracia. En el dominado por el pecado y la muerte se produce una opresión tiránica de los hombres; en el dominado por la gracia, el hombre está liberado y actúa libremente: «Si por el delito de aquél solo la muerte inauguró su reinado..., mucho más los que reciben esa sobra de gracia y de perdón gratuito, viviendo reinarán» (5,17). El antiguo vínculo entre «conducta recta» y «vida» se convierte así en un vínculo esencial entre gracia y vida (cf. 5,10; 5,17.18.21; 6,4), en contraste con el vínculo igualmente esencial entre pecado y muerte: «Mientras el pecado reinaba dando muerte» (5,21a), «la gracia reina concediendo una justicia que acaba en vida eterna» (5,21b). En 5,18-19 vuelve a aparecer la tipología Adán-Cristo, ahora bajo el aspecto de lo que está en el origen de los dos bloques de fuerza o eones: por un lado, un único delito de un solo hombre —multiplicado por los propios pecados de cada individuo (5,20)— supuso la condena de todos los hombres; por otro, el acto de fidelidad de uno solo, Jesucristo, se convirtió en justificación o en amnistía para todos los hombres. Este acto de fidelidad (5,18) de un solo hombre, que nos ha reportado charis y salvación, es para Pablo el sacrificio obediente de Jesús en la cruz (4,25; 5,6; 5,8; 5,9-11).
Sal 15,56; 24,5) «en nombre de Dios»: «Así dice Yahvé» (Ez 18,9b). La cuestión del perdón de los pecados es algo distinto: pertenece exclusivamente a Dios. Sólo en algunos círculos «no oficiales» del primer judaismo se opinaba que Dios concede el perdón no sólo al saddiq, sino también al pecador. El cristianismo primitivo unió estas dos concepciones judías: Dios concede el perdón de los pecados en Cristo, el cual realizó la expiación de los pecados mediante su muerte cruenta («justificados por su sangre», Rom 5,9). Así se pone de relieve el carácter de gracia tanto del sacrificio expiatorio como del perdón de los pecados. En Gristo, Dios lleva a cabo, únicamente Dios, la reconciliación (2 Cor 5,17-19). Esta combinación de dos concepciones judías diferentes explica, en mi opinión, la curiosa bipartición que encontramos en Rom 4,25: «Entregado por nuestros delitos y resucitado para nuestra justificación»; sacrificio expiatorio y justificación y absolución (tras el sacrificio expiatorio), pero ya no en un sentido «forense», sino por medio del perdón de los pecados; «muertos al pecado y vivos para Dios, mediante Cristo Jesús» (6,11; 6,22), es decir, gracias a la charis de Dios (5,15). Bautizarse, entrar en la comunidad de Dios, es para Pablo perdón de los pecados y justificación33, los cuales coinciden formalmente con la conversión al cristianismo: la vinculación a Gristo por la fe, signo de la elección misericordiosa de Dios. Pablo llega así a distinguir formalmente entre la justificación (iustificatio impii) y la santificación que se sigue de ella, una distinción que pierde prácticamente su importancia en las comunidades cristianas ya establecidas (como se observa ya en las cartas a los Colosenses y a los Efesios; cf. infra). No obstante, de Rom 1-6 se infiere que la redención por medio de Jesús, charis y perdón de los pecados, está esencialmente unida a la exigencia de llevar una vida ética y religiosa: las obras de la gracia son esenciales en la concepción paulina de la gracia. La vida de gracia es propiamente «vida sin pecado» (como dirá también el joanismo; cf. infra). Como consecuencia de esta estrecha conexión de la charis de Dios con la muerte de Jesús en la cruz, la noción sapiencial y apocalíptica que el primer judaismo tenía de la charis, en el sentido de una sabiduría comunicada sobrenaturalmente por revelación (cf., sobre todo, en la carta a los (¡álatas), aunque no desaparece por completo, pasa a segundo término en la acepción técnica que la gracia tiene en la carta a los Romanos (y no reaparecerá hasta Rom 8). Esto confiere a la idea paulina de charis un NÍgnificado muy específico: gracia de Dios es la muerte de Jesús en la cruz, «porque todos pecaron y están privados de la doxa o gloria de Dios (ho 'I'heos: el Padre); pero graciosamente (como puro don gratuito) van siendo justificados por la generosidad de Dios, mediante la apolytrosis (resolte), que hemos obtenido en Cristo Jesús: Dios nos lo ha puesto delante como hilasterión (sacrificio expiatorio) —para quien cree— con su propia mingre» (3,23-25b). Es decir, Pablo une la charis del perdón de los peca-
y)
Concepción paulina de la justificación.
En esta larga exposición (Rom 3-5), la charis aparece vinculada a la muerte de Jesús en la cruz, considerada evidentemente como una muerte para expiación de los pecados, la cual se identifica a su vez con el perdón de los pecados. Pero no era ésta la concepción que el judaismo tenía de expiación de los pecados. El sacrificio expiatorio era la exigencia «canónica» para obtener la absolución «forense» o jurídica de los pecados, en el sentido de «no culpable (ya) ante la ley»; pero este plano jurídico no significa de por sí el perdón de los pecados, reservado exclusivamente a Dios. En el judaismo «oficial», una persona era absuelta de sus pecados si era saddiq o, en el caso de haber transgredido la ley, si había reparado la transgresión mediante un sacrificio expiatorio. En ambos casos, esa persona es saddiq en el plano de la ley. Eso era suficiente, pues el sacerdote declaraba a uno saddiq y le reconocía el- derecho a la vida (Ez 18,9;
" 7.a comunidad de Qumrán, que admite el perdón escatológico de ios pecados v I» justificación por la gracia, los condiciona a la pertenencia al «resto» escatológico ilr Qumrán.
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dos puramente escatológico (judío) a un hecho histórico, el sacrificio expiatorio de Jesús. Aunque la resurrección de los creyentes es un acontecimiento futuro, el perdón escatológico de los pecados es ya una realidad actual. Y aunque la salvación no se ha realizado todavía plenamente en la dimensión de nuestra historia, es ya una realidad presente en ella y una parte esencial de la misma: la santificación, la liberación del pecado y la vida para Dios. El ésjaton actúa ya en la historia. Por importante que sea este nexo casi exclusivo de la charis con la muerte de Jesús en la cruz, es también una restricción del concepto general que el Nuevo Testamento tiene sobre la gracia. Dicho de otro modo: esta charis centrada en un punto adquiere en el conjunto del Nuevo Testamento un contexto más amplio. Y es dentro de tal contexto donde la concepción paulina sobre la gracia adquiere su pleno y auténtico sentido. En la carta a los Romanos, la problemática de la gracia se reduce fundamentalmente al problema de la iustificatio impii: la conversión al cristianismo, un hecho que en el resto de los escritos neotestamentarios no suele ocupar un puesto central. Se trata de un planteamiento del cristianismo primitivo, mientras que más tarde las preocupaciones presentes en el Nuevo Testamento serán más bien la santificación de los cristianos, su fidelidad y perseverancia. Por otro lado, en la carta a los Romanos, la cual, a diferencia de la carta a los Gala tas, ofrece una síntesis al margen de la problemática suscitada por los adversarios, toda la exposición dogmática está al servicio de la parénesis exhortatoria (Rom 6-7): la santificación del cristiano, en quien no ha muerto la inclinación al pecado. De hecho, aunque la Tora específicamente judía no obliga a los cristianos, permanecen en vigor las consecuencias éticas de la vida de gracia.
«entrado al servicio de Dios» (6,22). Tal distinción corresponde a lo que Rom 4 había afirmado sobre «Jesús Señor nuestro, entregado por nuestros delitos y resucitado para nuestra justificación» (4,25, aunque Pablo ve normalmente la muerte y la resurrección como un conjunto unitario que posee fuerza salvífica). Esta distinción formal de dos aspectos en el único acto salvífico de Jesús permite afirmar fundadamente en Rom 6: muertos al pecado, vivos para Dios. Pablo considera tanto más necesaria esa distinción cuanto que para él (a diferencia de las cartas deuteropaulinas) el bautismo no es un «resucitar con» Jesús. El bautismo es sólo «un morir con» y un «ser sepultado con» Jesús, un «morir al pecado» (6,3; 6,4; 6,6; 6,7). El propio Jesús ha resucitado de entre los muertos (6,9), nosotros aún no. «Una resurrección semejante» a la de Jesús (6,5) tiene, mientras esperamos nuestra resurrección, un significado distinto. La vida de Jesús resucitado «es un vivir para Dios» (6,10b); y esto significa que «vivir», en el auténtico sentido de la palabra, dice siempre relación a vivir para Dios, en comunión con Dios. Por ello, el bautismo cristiano significa: a) «no ser ya esclavos del pecado» (6,6), morir al pecado de una vez para siempre (6,10) y, por tanto, «vivir para Dios» (6,11); b) pero no significa todavía haber resucitado con Cristo, salvo en un sentido espiritual, «como muertos (por el pecado) que han vuelto a la vida» (6,13), a la vida para Dios sin pecado. Quien vive de este modo, va ganando «una santidad que lleva a la vida eterna» (6,22), es decir, a la resurrección corporal. Pero esa ganancia es, al mismo tiempo, un don de Dios: «la paga del pecado es la muerte, mientras que el don (charisma) de Dios es la vida eterna por medio de Cristo, Jesús Señor nuestro» (6,23; cf. 6,22). b)
3.
Consecuencias ético-religiosas de la vida de gracia
En Rom 6,1-7,25 Pablo fundamenta el imperativo de la moral cristiana sobre el indicativo de la reconciliación llevada a cabo. La soteriología, o doctrina sobre la salvación, desemboca en una forma de vida cristiana. a)
El indicativo del hecho bautismal.
«El pecado no tendrá dominio sobre vosotros» (6,14a), pues «ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (6,14b); «gracias a Dios, aunque erais esclavos del pecado, respondisteis de corazón a la doctrina básica que os transmitieron y, emancipados del pecado, habéis entrado al servicio de la justicia» (6,17-18). «Vosotros no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia» (6,14). Este paso del eón del pecado al de la gracia se realiza en cada cristiano por el bautismo: «vinculándonos a Cristo Jesús» (6,3). «Participando en su muerte», el bautizado está «muerto al pecado y vivo para Dios, mediante Cristo Jesús» (6,11). Pablo distingue dos aspectos: a) «muerto al pecado» (6,11) o «emancipado del pecado» (6,22), y h) «vivo para Dios mediante Cristo Jesús» (6,11) o
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Imperativo de la ley de gracia.
Debido a que la redención, en cuanto salvación corporal (o resurrección), aún no se ha realizado, la vida reconciliada con Dios tiene que vivirse en las condiciones del viejo eón, de una sarx aún no sanada o de una humanidad débil, cuyo exponente es «el ser mortal» (6,12) M. «Servir en virtud de un espíritu nuevo» no modifica la estructura de la sarx o del hombre débil, que ve el bien y en el fondo lo desea, pero que —«abandonado a sí mismo» (7,25b)— no puede realizarlo (7,18b-21). Pablo utiliza uquí (7,7-25) el tema estoico de la escisión antropológica entre el logos (razón) y la sarx, pero cristianizando tal escisión en forma de conflicto entre «el régimen del Espíritu de la vida de Cristo» (8,2) y «los bajos instintos» de la sarx (8,6); aquí se trata del hombre en su conjunto, que tiende al bien y lo hace por el Espíritu divino (8,2-4), pero que, «por sí mismo», contra los criterios de la razón (7,25b), hace el mal. En esta sección, sarx es el propio hombre en su debilidad física y ética, debido a la falta del Espíritu de Dios en Cristo. Dado que el Espíritu de l)ios es el fundamento de la futura resurrección corporal —«vivir según '•I nneuma» (cf. 1 Cor 15,29; 2 Cor 5,5; Rom 8,23; Flp 3,21)—, el soma " E. Schweizer-R. Meyer, sarx, en ThWNT VII, 98-151. ID
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TEOLOGÍA DE LA GRACIA EN PABLO
DOCTRINA DE PABLO SOBRE LA JUSTIFICACIÓN
o cuerpo humano tiene en Pablo, especialmente en Rom 7 y 8, un papel esencial en este empleo de sarx; de no ser así, no tendrían ningún sentido aquí expresiones como «ser mortal» (8,11; 7,24) y «miembros del cuerpo» (7,5; 7,23). En todo ello subyace la contraposición estoica entre el nous, la razón, que está dirigida hacia el bien, y el soma, el cuerpo, que no puede ser dominado por el espíritu. En Rom 7 y 8 se emplean siempre soma y sarx como términos equivalentes, y toda la exposición se desarrolla bajo el lamento: «¿quién me librará de este soma tou thanatou (de este ser mío —corporal—, instrumento de muerte)» (7,24), del cuerpo que, dominado por la muerte, no es aún un cuerpo pneumático. El cuerpo físico, en cuanto no resucitado, es para Pablo un foco de pecado: «En la sarx no anida nada bueno» (7,18), y en 7,22-23 aclara que esta sarx dice relación evidente con el cuerpo humano (no resucitado). Rom 7,24 habla de soma, y 7,25 concluye con sarx. Así dice: «no reine más el pecado en vuestro cuerpo mortal» (6,12). El «cuerpo de pecado» (6,6) es, sin duda, el «cuerpo de muerte» (7,24). Rom 7,14-25 supone, pues, claramente la escisión estoica entre sarx (soma) y nous. Sarx o soma es el cuerpo sometido al dominio de la hamartia o pecado, aún no liberado. El nous y la sarx tienen sus propias leyes: «la ley del nous» (7,22-23) y la «ley de la sarx» (cf. 7,23), al igual que se habla también «del régimen del pecado y de la muerte» (8,2) y «de la ley de los miembros» (7,23). No obstante, este principio estoico utilizado por Pablo se convierte en la contraposición paulina entre sarx, o sea, el conjunto del hombre que no tiene pneuma, y pneuma, el hombre que posee la gracia del pneuma de Dios. Esto se infiere de una formulación como «cuando estabais sujetos a la sarx» (7,5); en otras palabras, mediante el don del pneuma, fundamento de la resurrección futura (cf. 8,24), el cuerpo humano es despojado en principio de su condición de sarx. En principio, el cristiano que posee el pneuma no puede ya pecar (un principio que el «joanismo» formulará aún más drásticamente). Ahora bien, un «cuerpo mortal» es, en este razonamiento, un cuerpo sometido todavía al dominio de la muerte, dado que él mismo es fruto del poder del pecado (5,21; 6,23; 8,10; cf. 1 Cor 15,56). Para un cristiano, la muerte aún no ha sido vencida: es el último enemigo (1 Cor 15,26), si bien «el régimen del pecado y de la muerte» (Rom 8,2) está derogado para el bautizado en posesión del pneuma de Dios. Un cristiano tiene, pues, que vivir ya en el cuerpo según las exigencias del pneuma. La renuncia a la sarx en el bautismo es, al mismo tiempo, un imperativo ético para toda la vida cristiana (8,13). Lo contrario de «en la sarx» es «en Cristo» (8,1) o la inhabitación del Pneuma (8,3; cf. 8,10; 13,4) o «en el Señor» (Flp 4,1). Por el bautismo, el hombre es una «nueva criatura» (2 Cor 5,17). Por eso, «revestios del Señor Jesucristo y no deis pábulo a los bajos deseos (sarx)» (Rom 13,14; cf. Gal 5,16). Sarx y pneuma (en sentido cristiano) aparecen aquí como grandes potencias vivientes (cf. también Gal 5,16-17; Rom 8,5-14). Esta sarx tiene una actitud hostil a Dios (8,6; cf. 8,8; 7,14-25). Dado que el cuerpo es todavía mortal y, por tanto, constituye la puerta de acceso para los ataques de la hamartia, «el cristiano gime en lo íntimo... a la espera del rescate del cuerpo»
(8,23), es decir, no a causa de su cuerpo, sino porque espera un cuerpo «pneumático». En Pablo —como en toda la cultura antigua tardía— no son separables lo físico y lo ético. Sarx es -—sin olvidar la relación formal con el cuerpo mortal— el hombre privado de pneuma; y dado que el cuerpo, a pesar del don del pneuma recibido en el bautismo, aún no es pneumático, sigue siendo una tarea ineludible para el cristiano la lucha contra cualquier clase de pecaminosidad: la lucha del «hombre nuevo» contra «el hombre viejo» (cf. Rom 6,6; Gal 5,24): «el hombre viejo fue crucificado con él, para que se destruyese el cuerpo pecador y así no seamos más esclavos del pecado» (6,6). En todo esto no se trata de «pecados corporales», de una especie de hostilidad frente al cuerpo humano, sino de pecados de cualquier tipo, si bien el cuerpo mortal, en el razonamiento de Pablo, es el exponente de nuestra falta de redención corporal. Sin embargo, ho tkanatos, la muerte no es para Pablo siempre la muerte física, aunque tal dimensión esté implicada formalmente (5,12-14); esta muerte tiene también un significado ético-religioso (1,32; 6,16; 6,21; 7,5; 7,8-13; 8,6-13; cf. 2 Cor 5,14; 7,10). Lo mismo se puede decir del concepto de apoleia o corrupción (Rom 2,12; 9,22; cf. 8,21; también 1 Cor 1,18; 8,11; 15,18; 2 Cor 2,15; 4,3; 1 Tes 5,3; Flp 1,28; 3,19) y del concepto de phthora, caducidad (Rom 8,21; Gal 6,8; 1 Cor 15,42).
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Conclusión DOCTRINA DE PABLO SOBRE LA JUSTIFICACIÓN
De todo lo que Pablo dice acerca de la justificación (cartas a los Gálatas y a los Romanos, con un breve y vigoroso resumen en 2 Cor 5,18-21 y Flp 3,8-9), resulta claro qué entiende Pablo por «fe» y por «obras de la ley». Fe es ponerse bajo la guía de Jesucristo; «obras de la ley» es aceptar la soberanía de la Tora, de la que Pablo ha demostrado que está bajo el dominio de la «ley del pecado». Casi inadvertidamente, la Tora, la ley, se convierte, a lo largo de la argumentación, en «ley del pecado», de forma tal que también las obras de la ley forman parte del ámbito histórico en que domina la «señora Hamartia». Para un judío no cristiano, la argumentación de Pablo tiene que resultarle extraña, pero el Apóstol escribe para judíos cristianos, los cuales experimentan de hecho la salvación definitiva de Dios en Jesús. Al principio había dicho que la justicia de Dios recompensa según las obras (obras de la ley; 2,6-10) y, por tanto, procura «justicia» a quien observa la ley; pero en los capítulos posteriores (preparados mediante la interpolación paulina de la cita de un salmo en Kom 3,20) se dice que «ser saddiq» ante la ley no es una manifestación de la justicia de Dios (véase el anuncio del tema en 1,17 y la proclamación ilc este hecho en Jesucristo, 3,21-23). Esta manifestación se ha hecho patente «independientemente de toda ley» (3,21a), aunque respetando el propósito fundamental del Tenak (3,2lb). Está claro que Pablo contrapone
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entre sí la ley en cuanto principio de salvación y Cristo en cuanto vía d salvación y, partiendo de la fe en la salvación en Cristo, niega que la ley sea principio de salvación (por mucho valor que haya podido tener). Se trata exactamente de la fe apostólica: «En ningún otro está la salva" ción» (Hch 4,12). Los judíos habían interpretado erróneamente su Tenak> centrándose en la ley y en la circuncisión, cuando el verdadero fundamento de Israel (cf. Rom 9,30-33) es la fe de Abrahán en la «descendencia prometida» por Dios, Jesucristo (Gal 3,16). El resultado fue que, con su «celo por la ley de la justicia», los judíos «no alcanzaron el fin de la ley» (9,31). Pablo interpreta este hecho del modo siguiente: «Olvidándose de la justicia de Dios y porfiando por mantenerla a su modo, no se sometieron a la salvación de Dios» (10,3), es decir, rechazaron el nuevo eón, en el que domina la charis (el nuevo eón que la carta a los Hebreos identificará simplemente con la «charis de Dios»; cf. infra). La Didajé afirmará: «Venga a nosotros la charis —el nuevo eón—, y pase 'este mundo' (el primer eón)» s , y l Clem 7,4 dirá, en una línea paulina, que la sangre que Jesús ha derramado por nuestra redención ha traído «al mundo entero la charis de la metanoia (conversión)». En sentido paulino, la charis es la salvación universal de la humanidad en cuanto actuación salvífica de Dios en Jesucristo. Por eso, Pablo puede afirmar en Gal 3,22: «La Escritura encerró todo en el pecado, para que lo prometido se dé por la fe en Jesucristo a todo el que cree». La «Escritura» es aquí la promesa hecha a Abrahán y contenida en el Tenak; y dado que Dios habla en la Escritura, Pablo puede concluir en la carta a los Romanos: «Synekleisen ho Theos tous puntas eis apeitheian, hiña tous pantas eleese (Rom 11,32): Dios encerró a todos en la rebeldía, para tener misericordia de todos», judíos y paganos. En lo sucesivo, «las obras» serán expresión y consecuencia de la «salvación en Jesús», no de la «salvación en la ley»; a pesar de todo, Pablo no critica las obras de la ley en cuanto tales, sino en cuanto principio de salvación. 4.
Seudopaulinismo y carta de Santiago
Bibliografía (véase también la bibliografía ofrecida anteriormente sobre la fdaqah): Th. Boman, Die Jesus-Überlieferung im Lichte der neuen Volkskunde (Gotinga 1967) 196-207; M. Dibelius, Der Brief des Jakobus (Meyer 15; Gotinga 101959); F. Grosheide, De brief aan de Hebreeen en de brief van Jakobus (Kampen 1955); Irv. Jacobs, The Midrashic Background for James II, 21-23: NTS 22 (1976) 457-464; J. Kittel, Der geschichtliche Ort des Jakobushriefes: ZNW 41 (1942) 94-102; J. Marty, L'építre de Jacques (París 1935); M. Meinertz, Der Jakobusbrief (BNT 9; Bonn '1932); A. Meyer, Das Ratsel des Jakobushriefes (Giessen 1930); J. Michl, Die kathoUschen Briefe (RNT 8; Ratisbona 1953); F. Mussner, Der Jakobusbrief (HThK; Friburgo de Br. 31975); H. Rendtorff, Horer und Tater. Eine Einführung in den Jakobusbrief (Hamburgo 1956); A. Schlütter, Der Brief des Jakobus (Stuttgart 21956); J. Schneider, Die Briefe des Jakobus, Petrus und Johannes (NTD 10; Gotinga 1961); E. Tobac, Le probléme de la justification dans saint Paul et dans saint Jacques: RHE 22 (1926) 797-805. 35
Didajé 10,8, preces eucarísticas; cf., por ejemplo, C. Kirch, p. 4, nota 3.
El hombre «encontrará su felicidad... en la práctica de la ley» (Sant 1,25): «Ya ves que un hombre se justifica por las obras, no por la fe sola» (2,24). Esto parece una antítesis de Pablo. Pero no es así. Sin embargo, no se puede negar que el énfasis que encontramos en Sant 2,14-26 tiene algo que ver con el «paulinismo», tal como éste era entendido de hecho por algunos cristianos procedentes del paganismo. El propio Pablo tuvo que enfrentarse con una especie de seudopaulinismo (Rom 3,8; 6 1cf. Gal 2,11). El problema de si es Pablo quien se opone al grupo de Santiago o éste el que critica a Pablo depende, entre otros cosas, de la datación de la carta. Para algunos autores, la carta de Santiago es el escrito más antiguo del Nuevo Testamento ib ; otros la datan a mediados del siglo n 3 7 , pero sin razón, ya que después del 70 las comunidades judeocristianas (a las que se dirige la carta, 1,1) no significaban nada; otros, en fin, la hacen contemporánea de la carta de Pablo a los cristianos de Roma y le asignan, por tanto, una fecha en torno al año 60 M (aunque el autor no conoce Roma). Todo indica que la carta de Santiago procede del grupo de discípulos de Santiago el Menor, el gran jefe de la Iglesia madre de Jerusalén, y que es anterior al año 70 (entre el 50 y el 60). Para entender la doctrina de Santiago sobre la justificación, hay que situarla en el contexto de la teología de los pobres, que caracteriza la carta (1,9-11; 2,1-23; 5,1-6). El autor no conoce la teología paulina de la cruz; está evidentemente más interesado en Jesús de Nazaret, el gran profeta del amor, y parece moverse en la tradición Q; además, está familiarizado con las fuentes propias de Mateo y de Lucas. Su modelo teológico es el de la humillación y la exaltación, la pobreza y la riqueza. «Pobres de Jerusalén» es, por lo demás, un término técnico en el Nuevo Testamento; son «el resto de Israel», los pobres (Sof 3,12; cf. Gal 2,10; 2 Cor 8,9; Hch 11,29). Se sabe que los cristianos de Jerusalén procedían de las clases más pobres de la ciudad. Así, los judíos que perseguían a la joven Iglesia (Hch 7,25; 1 Tes 2,14-16) son para Santiago «los ricos» que persiguen a los pobres. Santiago desarrolla su teología de los pobres sobre todo en 2,1-13. Critica la mentalidad mundana; existe el peligro de que la violenta diferencia de clases típica de la Antigüedad se introduzca también en la Iglesia. Supongamos que en una asamblea cristiana «entra un personaje con sortijiis de oro y traje flamante» y «entra también un pobretón con traje mu. giirnto»; si se le dice al vestido flamantemente: «Tú siéntate aquí cómodo rn este lugar de honor», y al pobre: «Tú quédate de pie o siéntate aquí en el suelo junto a mi estrado» (2,2), ¿es conciliable tal actitud con l a fe en nuestro Señor Jesucristo? (2,4 con 2,1). Santiago afirma que Di 0 s «cli'ii» de modo distinto: antepone a los pobres y les ofrece el puesto de " F,n especial, G. Kittel, Der geschichtliche Ort des Jakobushriefes, op. cit.a 'M 102; Th. Boman, Die Jesus-Überlieferung, op. cit., 196-207. " A. Tlarnack, M. Dibelius, K. Aland, etc. '" AHÍ, I'. Mussner, Der Jakobusbrief, op. cit., 19.
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honor (2,5). Lo que carece de interés es precisamente lo que Dios escoge (cf. 1 Cor 1,27-28). Dios llama a los pobres, y vosotros afrentáis al pobre (2,6), mientras que —Santiago aduce aquí un tema habitual en el Antiguo Testamento— son los ricos los que oprimen a los pobres (2,6b; cf. Sab 2,10; 17,2; Hab 1,4; Am 4,1; 8,4; Zac 7,10; Jr 7,6; 22,3; Ez 18,12; Is 59,9; Miq 6,11-12, etc.). Esto es un comportamiento «impío» (Jr 5, 26-27; Is 59,9), un ultraje al nombre de Jesús que ha sido impuesto a los cristianos, a los pobres, en el bautismo (2,7): una humillación del pobre exaltado por Dios (cf. también Prov 14,21; Eclo 10,27). Para Santiago, el amor al prójimo y la ayuda a los pobres es «la ley del reino» (2,8; cf. Lv 19,18); esta ley del amor tiene el supremo rango real entre todas las obras de la ley. No cumplir esta ley del amor es como despreciar toda la ley (2,10-11). Denegar el amor al prójimo y el socorro a los pobres equivale a cometer un homicidio (2,11; cf. Eclo 34,26, texto que influye sensiblemente en la parénesis de la carta de Santiago). El autor llama a esto «la ley de hombres libres» (2,12), «ley perfecta, la de los hombres libres» (1,25), o sea, la que lleva al hombre a ser libre. La ley de los hombres libres es el eleos, la misericordia (2,13), la solidaridad con los pobres. El cristianismo es amor al prójimo y, sobre todo, solidaridad con los pobres y los oprimidos. De ahí que el juicio de Santiago contra los ricos antisociales sea particularmente duro (5,1-6): «Vamos ahora con los ricos: llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima... Atesorasteis... para los últimos días. Mirad: el jornal de los braceros que segaron vuestros campos, defraudado por vosotros, está clamando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos... Condenasteis y asesinasteis al inocente: ¿no se os va a enfrentar Dios?». Se trata, sin lugar a dudas, de un lugar común del judaismo, pero puesto ahora en relación con la «fidelidad a nuestro Señor Jesús» (2,1). En este judeocristianismo de la Iglesia de Jerusalén tiene un gran peso el Jesús sinóptico, su predilección por los pobres y sus invectivas contra la servidumbre a las riquezas, así como la apertura del reino de Dios a los pobres, tullidos y ciegos (cf. Le 6,20; 14,13; 14,21; Me 4,19; 9,38 par.; 10, 21 par.; Mt 11,5 y Le 7,22; Mt 6,24 par.; 6,19-20 par.; 10,9-10). Cuando Santiago habla de «obras», piensa ante todo en las obras del amor al prójimo (cf. también Jn 4,34; 7,17; 9,31; 15,14). En este marco habla de la función de la fe y de las obras en la justificación (2,14-26). «La fe sin obras es inútil» (2,14-20). Santiago no se opone a Pablo, sino a un seudopaulinismo. Supongamos, dice, que a un pobre de solemnidad se le dan unos golpecitos amistosos en la espalda y se le dice quedamente: «A tener ánimo, ¿eh?», o algo similar. ¿Qué sentido tiene eso? (2,14): «Pues lo mismo la fe: si no tiene obras, ella sola es un cadáver» (2,17). «Tener fe» es algo que hay que demostrar con obras en consonancia; sin éstas, la fe puede ser una pura fantasía, palabras vacías (2,18; cf. Is 58,7; Prov 3,27-28). Precisamente la falta de misericordia para con los pobres (2,1-13) ofrece a Santiago una buen ocasión para atacar un falso concepto de «justificación sólo por la fe»: la «fe sin obras» (2,26) es inútil, una empresa inacabada; para Santiago, «obras» son los
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actos de amor al prójimo; como dice también el propio Pablo: «Lo que vale es una fe que se traduce en amor» (Gal 5,6). De todos modos, no deja de ser sorprendente que tanto Pablo como Santiago presenten como fundamento bíblico de su modo de entender la justificación el modelo de Abrahán (Rom 4; Sant 2,21-23) y que ambos citen Gn 15,6. Pablo concluye de tal exégesis: «Por tanto, independientemente de las obras» (Rom 3,28); Santiago, en cambio: «Por tanto, no independientemente de las obras» (Sant 2,24). En realidad, como vamos a ver, no hay propiamente oposición entre Santiago y Pablo, pero parece innegable, a juzgar por todo el contexto, que Santiago tenía ante la vista una especie de «seudopaulinismo». Estudiemos, en primer lugar, el fundamento bíblico de Sant 2,21-26. Sant 2,21 remite, en definitiva, a Gn 22, 9.10.12, al sacrificio de Isaac (cf. Heb 11,17); pero pone este texto en relación con Gn 15,6 (según un principio hermenéutico de la época, «en la Tora no hay 'antes' ni 'después', o sea, orden cronológico»)39. Sant 2,21 cita textualmente Gn 22,9, excepto una palabra: escoge la expresión «ofreció en sacrificio» (presente en Gn 22,2.13: anapherein) como fórmula técnica del sacrificio. Esta disponibilidad de Abrahán para sacrificar al hijo de la promesa, Isaac, este ergon u obra fue el motivo de su justificación por Dios. Gn 22,16-18 dice realmente: «Por haber obrado así, por no haberte reservado tu hijo, tu único hijo, por eso te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes...». Santiago, con razón, ve en la frase «por haber obrado así» un ergon, una obra. Por otro lado, Gn 15,16 dice: «Abrán creyó al Señor, quien se lo reputó como justicia». Un texto del Génesis habla de «justificación por la fe»; el otro, de justificación «por las obras». Santiago los combina: en la justificación hay una synergeia de fe y obras; synergei {he pistis) tois ergois autou (Sant 2,22), es decir, la fe de Abrahán colabora con sus obras (synergei); la fe y las obras forman un todo indisoluble. lili las «obras» se hace efectiva y «se realiza» la fe (2,22b); así resulta clara la verdad contenida en la Escritura: «Abrán creyó al Señor...» (Gn 15,6), por lo cual no sólo quedó «justificado», sino que pasó a ser «amigo tic Dios» (2,23). La fe de Abrahán se muestra en su disponibilidad para Nttcriíicar a Isaac. Por tanto, la fe justifica, pero «no sola», sino en cuanto que se demuestra con obras. Abrahán no es un ejemplo de la iustificatio e mía fide ni tampoco e solis operibus, sino exactamente de esa synergeia o colaboración entre «fe» y «obras». Lo peculiar de esta argumentación estriba en que une Gn 22 con Gn 15,6. Ahora bien, esto no responde a una invención de Santiago, pues tal nexo existía ya en el primer judaismo. La idea npnrece ya, todavía un tanto vaga, en 1 Mac 2,52: «Abrahán demostró ÑU fidelidad en la prueba y Dios se lo reputó como justicia» (este dato ha AD MIIIO recordado por F. Mussner) ; aparece más expresamente en Eclo 40, 20 21, donde el sacrificio de Isaac (Gn 22) está ya en relación con el juramenio que Dios hizo a Abrahán y, por tanto, con la fe de Abrahán (Gn "• I. Jacobs, The Midrashic Background for James II, 21-23: NTS 22 (1976) 463. " I'. Mussner, Der Jakobusbrief, op. cit., 145.
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15); y, todavía con mayor claridad , en el Pseudo-Filón , quien «interpreta» sencillamente Gn 15 a base de Gn 22, según una hermenéutica ya comprobada en el primer judaismo. Dios —y no Santiago— es, pues, quien declara «justo» a Abrahán, «amigo de Dios», en virtud de su synergeia o concurso de fe y obras (2,23). La conclusión general (aplicable no sólo a Abrahán) es la siguiente: «Ya ves que el hombre es justificado por las obras, no por la fe sola»; o lo que es lo mismo: el hombre se justifica por la fe, pero una fe demostrada con obras. Una exégesis convincente. Santiago no defiende, pues, en absoluto el principio del mérito; está totalmente de acuerdo con Pablo en que la fe debe hacerse efectiva en el amor fraternal, ya que, de lo contrario, es inútil (Sant 2,14-17; Gal 5,6). Ahora bien, ergon significa para Santiago obra del amor; mientras que para Pablo significa (en las cartas a los Gálatas y a los Romanos) obras de la ley. Pablo podría suscribir perfecta y totalmente la «justificación» de Santiago, pero él se enfrenta a unas personas que consideran la Tora como camino de salvación también para los paganos convertidos al cristianismo. El camino de las obras de la ley se opone al de la fe en Cristo, hecha efectiva en el amor (Rom 3,20.27.28; 4,2.6; 9,12.32; 11,6; Gal 2,16; 3,2.5.10). Sin embargo, esta fe en Cristo exige, como sostiene Santiago, «buenas obras» (Rom 2,7; 13,3; Flp 1,6; paulinismo: Ef 2,10; Col 1,10; 3,17; 2 Tes 2,17). Pablo acepta además la «recompensa según las obras» (Rom 2,6; 14,10b; 1 Cor 3,12-17; 9,23-27; 10,11.12; 2 Cor 5,10; 6,1; Flp 2,12; 3,8.14). Santiago, en cambio, critica a los cristianos que dicen «Señor, Señor», que «creen» (cf. Mt 7,21), al tiempo que humillan a los pobres. La posterior controversia entre Agustín y Lutero no tiene nada que ver aquí. Para Pablo y para Santiago no hay fe si no hay amor fraterno y solidaridad con los pobres menospreciados. Pero ambos se enfrentan a distintas «falsas doctrinas». También Santiago afirma que justifica la fe en Cristo (2,14; 2,17; 2,18; 2,20; 2,22; 2,26), pero una fe consecuente, manifestada en el amor; de lo contrario, no habría manera de saber si hay fe (2,18). Santiago se dirige, evidentemente, a cristianos procedentes del paganismo, que creen ahora en el único Dios verdadero («Tú crees que hay un solo Dios; muy bien hecho...», 2,19), y están entusiasmados por esa nueva experiencia. Sin embargo, «también los demonios oreen y tiemblan» (2,19c). Lo tremendum del monoteísmo 43 no justifica (aquí se ve claramente que Santiago no tiene presente al auténtico Pablo): debe impulsar a un amor solidario. Un creyente es «un ejecutor de la palabra» (1,25), «pone por obra la ley» (1,25), es «cumplidor de la ley» (4,11); pero esto es lo que Pablo afirma con la misma fuerza en Rom 2,13. Además del de Abrahán, Santiago aduce un segundo ejemplo de la fuerza justificante de la fe que se «demuestra» con obras: el caso de la prosti41
I. Jacobs, op. cit., 462-464. Pseudo-Filón, Líber Antiquitatum Biblicarum, 18,5 (ed. Kísch, 159; trad. inglesa de M. James, Londres 1917, 123-124; trad. española en Apócrifos del AT II, Madrid, Ed. Cristiandad, 1983). 43 Y entonces era un motivo corriente (Josefo, Lh bello judaico V, 438; OrMan 4). 42
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tata Rajab (tema popular en el primer judaismo y en el cristianismo primitivo; cf. Sant 2,25; Heb 11,31), una pagana que, por su fe demostrada con obras, no sólo fue salvada de la ruina de la ciudad (Jos 6,22-25), sino que, según una leyenda judía, llegó a ser madre de una numerosa descendencia de profetas y sacerdotes M; según Mt 1,5, también antepasada de Cristo. Por tanto, la fe sin obras de amor es «un cadáver» (2,26). Pablo y Santiago están básicamente de acuerdo; éste critica la caricatura que algunos hacen del paulinismo. No obstante, la teología de las antiguas comunidades judeocristianas de Jerusalén, centradas en Jesús de Naxaret, presenta unos rasgos diferentes de la teología paulina, centrada en «el Crucificado». Son dos aspectos distintos de un mismo Jesús; pero Santiago ve en él no tanto al que ha entregado su vida en holocausto cuanto al gran profeta del reino de Dios para los pobres, al profeta del amor radical al prójimo. Para Pablo, en cambio, esto aparece con la máxima fuerza en su sacrificio expiatorio. Santiago se mueve en una tradición que recuerda profundamente lo que Jesús hizo; Pablo, en una tradición que reflexiona sobre las consecuencias de la muerte de Jesús. Los resultados son los mismos. Santiago pone el acento en Jesús; Pablo, en Cristo. Pero los resultados, repito, son los mismos: Jesús de Nazaret es el crucificado resucitado. Tanto la ortopraxis de Pablo como la de Santiago ponen de relieve una misma ortodoxia. Finalmente, Santiago se sitúa en la misma línea de tradición que la primera carta de Pedro. No se trata sólo de contactos literarios (Sant 1,1 - » 1 Pe 1,1; Sant 1,10-11-> 1 Pe 1,24; Sant 1,18-» 1 Pe 1,23; Sant 4,6 - » 1 Pe 5,5; Sant 4,10 -> 1 Pe 5,6; Sant 5,20-» 1 Pe 4,8); en Santiago es también central el problema del sufrimiento (típico de Me, 1 Pe y Heb). Creer significa tener confianza en Dios (1,3; 1,6-8) (en el sentido judío); es una fe en el futuro escatológico y, por tanto, una «fe en Jesucristo» (2,1), pero a la vez una fe o una «ortodoxia» que se manifiesta en la ortopraxis del amor (1,21-27; 2,14-26) y en la dimensión ética de la obediencia de fe a Dios (1,27b; 3,18; 4,13-15). También para Santiago «la ley» es el evangelio de Jesucristo (1,21-22). Pero la fe tiene que pasar la prueba de los peirasmoi (1,12-18): el sufrimiento acrisola la fe. Santiago se resiste a decir que es Dios quien tienta (1,13). Sólo bondad emana de Dios, que es la fuente de todo esplendor (1,13-17) y el creador de la luz. Los cristianos han sido «engendrados por Dios» mediante el bautismo y son así como «primicias de sus criaturas» (1,18; de igual modo que Israel es el «primogénito de Dios», Ex 4,22; Jr 2,3; cf. Rom 16,5; 1 Cor 15,20, 16,15; Ap 14,4), primicias de la nueva creación de Dios (en especial los cristianos judíos de Jerusalén). Pero este nacimiento de Dios (véase también el joanismo, que tiene fuentes palestinenses) va acompañado dr «dolores de parto» «por la vida»: «Dichoso el hombre que resiste la prueba, porque, al salir airoso, recibirá en premio la vida que Dios ha promrtido a los que lo aman» (1,12). En 5,7-11, el autor vuelve a hablar de ente padecimiento previo a la parusía. M
Strack-Billerbcck, I, 22.
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En la carta de Santiago reconocemos todos los rasgos propios de la primitiva comunidad de Jerusalén (aramea y greco-judía) a través quizá de los judíos helenistas de la ciudad. Es de notar que las primeras alusiones a la carta de Santiago las hallamos en Egipto (Alejandría). ¿Tenemos en esta carta una referencia a las comunidades judeocristianas de Alejandría no mencionadas por Lucas? El autor se llama a sí mismo «Santiago» (el Menor) y dirige su carta a las doce tribus de Israel «en la diáspora», a la comunidad primitiva en cuanto «resto de Israel». Aquí habla sin duda, con su característico «entusiasmo», del cristianismo palestinense, que no posee una cristología elaborada, pero ha conservado un «recuerdo peligroso» de la actuación de Jesús. Esto nos permite hacernos una idea sobre los malentendidos que «el paulinismo» había suscitado en la Iglesia primitiva (cf. también 2 Pe 3,15). En la carta de Santiago percibimos un eco vivo de la tradición Q, amante de la paz, un tanto replegada en sí misma, volcada hacia la parusía y el juicio final; una tradición que lleva el sello de unas comunidades muy concretas: las comunidades judeocristianas.
realizar algunas «suturas». Una división razonable sería la siguiente: 1) «Flp A»: l,l-3,la y 4,2-7.10-23 (datable quizá entre el 55 y el 60), y 2) «Flp B»: 3,lb-4,1.8-9 (de fecha posterior; la fusión redaccional de ambas partes habría ocurrido, como muy tarde, en los años noventa) 45 . Pero en lo que respecta a nuestra exégesis teológica, este problema tiene poca importancia. Mi opinión personal es que la segunda parte de la carta muestra rasgos deuteropaulinos y supone una «veneración de Pablo» en la escuela paulina (3,1-15).
IV DE PABLO AL PAULINISMO: LA CARTA A LOS FILIPENSES
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No existe acuerdo entre los exegetas sobre la autenticidad paulina de esta carta. Hay, sin embargo, muchos datos que inducen a suponer que algún miembro de la escuela de Pablo fusionó dos cartas del Apóstol relativas a dos situaciones totalmente diferentes, y que para ello tuvo que
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Jesucristo como «Soter»: bienhechor y salvador
En la segunda parte (más tardía) de su carta (Flp 3,lb-4,1.8-9), Pablo emplea efectivamente un tono más áspero que en la primera. ¿Qué ha ocurrido? Filipos, la comunidad preferida de Pablo, parece haber caído en algunos errores doctrinales, que sólo podemos reconstruir a partir de la reacción del propio Pablo. En toda Grecia, pero sobre todo en la Macedonia oriental, el sincretismo de la Antigüedad tardía, debido sobre todo a la presión de ciertos propagandistas dentro de la comunidad cristiana, comienza a enturbiar la fe apostólica. Junto a la fe cristiana se desarrollan ciertos elementos procedentes del judaismo, del helenismo y de Asia Menor. Pablo interpreta —sin razón— este fenómeno como una nueva forma de judaización del cristianismo, ya que los propagandistas son favorables a la circuncisión (Flp 3,3), y ello en una comunidad con predominio de los cristianos de origen pagano. Sin embargo, en la carta a los Colosenses, la «circuncisión» significa claramente una especie de religiosidad mistérica, por la que el fiel se despoja del «hombre viejo» y, mediante la iniciación, se llena de «lo divino». También entre los paganos la circuncisión (judía o no), dado el sincretismo de la época, era tenida en gran estima: formaba parte de la «nueva moda». En Filipos, los falsos maestros se consideran «perfectos» (cf. 3,15), llenos del pneuma, aunque no defienden un libertinismo basado en la gracia (3,15-16). Sin embargo, niegan que el sufrimiento conduzca n la glorificación. Según la interpretación de Pablo, rechazan la cruz (3,18). Invidentemente, sus adversarios obran así movidos por un entusiasmo «pneumático» por la perfección (3,12-16). Es de notar que Pablo interpreta In postura de estos cristianos entusiastas como una negación de la resurrección, al menos en el sentido de que ya no sienten la necesidad de la resurrección (cf. también 1 Cor 15,12; como algunos afirmarán posteriormente: «la resurrección se ha efectuado ya», cf. 2 Tim 2,18). Ya Filón había hablado de una «llamada de lo alto» hacia lo divino, que sería característica ele ciertos hombres llenos de pneuma, convencidos de que estaban de paso por la tierra, ya que su politeuma o auténtica patria era el cielo46. Estos " Así, J. Gnilka, Der Philipperbrief, 5-11. '" «Serán llamados hacia lo alto» (pros to theion ano klesis) (Filón, Plant., 23). I ',u el Apocalipsis griego de Baruc ano klesis equivale a la entrada en el paraíso. l'Hinliién l'Ip 3,14 habla de ano klesis.
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falsos maestros hablan claramente de un Soter o salvador, se jactan de hacer una interpretación alegórica del Tenak y (como en Gal y después en Col) conceden importancia a la piedad de calendario y a las estaciones. En pocas palabras: una espiritualidad entusiasta que, según la visión de Pablo, pasa por alto la cruz y la esperanza en una resurrección todavía por llegar y se recrea en experiencias «pneumáticas» de perfección, plenitud y cumplimiento (3,12-16). D. Georgi y J. Gnilka ven en ello la filosofía o concepción helenista del theios aner, según el modelo del sinaitismo mosaico que hallamos, por ejemplo, en Filón 47 . El problema consiste en si esa elaborada filosofía del theios aner es una construcción de gente erudita, suponiendo que en ella se hable de «taumaturgos» 48 . Es cierto, de todos modos, que se tiene conocimiento de «hombres de Dios» en el sentido de hombres que disfrutan de una unión mística con Dios. En este sentido, la expresión refleja bien lo que estaba ocurriendo en Filipos (aunque tampoco aquí se hable de taumaturgos). Pero no entiendo, como afirma J. Gnilka"9, que la falsa doctrina consistiera en una sobrevaloración del Jesús histórico como taumaturgo. En tal caso, esa gente formaría parte de una tendencia universalista del judaismo griego de la época, según la cual sería suficiente para la salvación humana el Jesús terreno con su dynamis divina; la cruz y la resurrección serían, en cambio, superfluas. La fuerza divina de Cristo se traduciría en el optimismo y el ímpetu de estos cristianos, en contraste con la debilidad y apariencia enfermiza de Pablo (que fue, al parecer, un hombre de complexión débil, poco agradable y enfermiza, debido a lo cual tenía quizá un carácter agresivo). Para aquella gente, los padecimientos y la debilidad van en descrédito de la fuerza de la predicación y de sus mensajeros. En mi libro Jesús, historia de un viviente adopto una postura crítica respecto a una cristología del theios anerm. En Filipos no encontramos indicio alguno de tal cristología. Se trata de una mística judía heterodoxa de los «perfectos», personas que, por estar llenas del Espíritu, viven ya
en el cielo, poseen «el verdadero conocimiento» y utilizan las Escrituras, interpretadas alegóricamente, para expresar sus experiencias celestiales. Se trata de una especie de falso «pentecostalismo», un estadio ulterior de lo que encontramos en la segunda carta a los Corintios; en ambos casos, estos propagandistas centran su actividad en Grecia. En este crisol cosmopolita empieza a manifestarse algo que luego aparecerá de una forma más nítida en Asia Menor. La ano klesis o «llamamiento de o hacia lo alto» (una idea que Pablo toma evidentemente de sus adversarios) indica una estancia de estos «pneumático» extáticos en las esferas celestes. Las cartas a los Hebreos y a los Colosenses criticarán este fenómeno, pero de un modo bastante positivo; lo que hacen es «cristianizar» esa tendencia (cf. infra). Pablo, en cambio, la ataca, pues teme que con ella se corra el peligro de destruir los principios de la fe apostólica. «¡Ojo con esos perros, malos obreros, circuncisos! Porque los circuncisos somos nosotros, que damos culto con el Espíritu de Dios» (3,2). A tal herejía Pablo opone lisa y llanamente «la rectitud que viene por la fe en Cristo» (3,9). La unión «pneumática» con Cristo —«el ser en Cristo»— encuentra su fundamento en la «justicia de Dios» (dikaiosyne tou Theou, tema principal de la carta a los Romanos). De hecho, los cristianos de Filipos conocen la doctrina de Pablo sobre la justificación. Frente al ansia de perfección de los herejes, Pablo presenta el «ser Iglesia en camino» (3,12-16 y 3,17-21), y sobre todo critica el desconocimiento de la cruz (3,18) en que pueden incurrir tales vivencias místicas. Pablo ataca, pues, la experiencia de una «escatología realizada» por parte de cristianos que creen vivir ya en el cielo. Ya Filón había escrito: «La región celeste en que moran los sabios como ciudadanos es para ellos su propia patria» 51. En un pasaje tomado quizá de un canto anterior, Pablo dice: «Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos como salvador (Soter) al Señor Jesucristo» (3,20). «El transformará la bajeza de nuestro ser reproduciendo en nosotros el esplendor del suyo, con esa energía que le permite incluso someterse el universo» (3,21). Pablo admite que la patria de los cristianos es el cielo, donde mora el Soter Cristo, pero aún tienen que venir la resurrección, la glorificación y la vida eterna. Pablo emplea aquí, por primera vez, un término religioso del vocabulario griego: soter, bienhechor, quien otorga soteria o salvación, o sea, perdón de los lacados, protección frente a las potencias demoníacas y el don de la vida rterna 52 . Al parecer, soter y politeuma eran términos corrientes en labios
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Filón, Vita Moysis II, 69-70. Cf. C. R. Holladay, Theios Aner in Hellenistic-Judaism: A Critique of the Use of this Category in New Testament Christology (Cambridge 1974) obra mecanografiada. La conclusión a que llega este estudio es que existían diversas representaciones de ese tipo y que theios tenía por lo menos cuatro significados diferentes. Theios aner es: a) una persona inspirada; b) una persona que tiene una relación particular con Dios; c) un hombre extraordinario, y d) un hombre divino. Sin embargo, nunca aparece claro que theios aner sea un hombre divino que hace milagros. En la mística greco-judía, este concepto significa aproximadamente lo que entendemos por un «hombre de Dios». En Filón y Josefo, los grandes héroes de la historia de Israel son llamados simplemente «hombres de Dios», en el sentido de hombres que tienen una relación mística con Dios, pero no en el sentido de taumaturgos. 49 J. Gnilka, Philipperbrief, op. cit., 269-270. 50 Jesús, la historia de un viviente, 393. Nótese que el título lleva un signo de interrogación. Tras la aparición del libro de Holladay, prefiero no hablar de una cristología del theios aner (aunque sí, como lo he hecho, de una cristología del hijo de David salomónico). 48
" Filón, Conf. ling., 78. " 11. Haerens, Sóter et Satería (Studia Hellenistica 5; Lovaina 1948).
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Cristo sujeto activo del mismo. No obstante, tampoco Pablo es ajeno a la idea de que Cristo es Señor no sólo de la Iglesia, sino también del universo (cf. 1 Cor 15,25-28).
blicamente la verdadera grandeza de este hombre, una grandeza que está oculta a los ojos del mundo. Esa es la lección moral que Pablo da a sus cristianos con ayuda del himno cristológico. El himno cristológico prepaulino que Pablo incorpora a su carta no tenía la misma intención que ahora tiene en Pablo. Su autor quiere ofrecer una cristología, una confesión de fe en Jesucristo como Cosmokrator, Señor del universo, al que está sometido todo, en el cielo, en la tierra y en el abismo. Ahora bien, las interpretaciones del himno difieren bastante entre sí, aunque existe cierta unanimidad en cuanto a la estructura: a) 2,6-7a; b) 2,7bc-8b; c) 2,9, y d) 2,10-11; en otras palabras: preexistencia - encarnación - exaltación - reconocimiento universal de Cristo Jesús soberano. La diversidad de interpretaciones obedece a que muchos exegetas siguen partiendo de una neta distinción entre influencias «judeopalestinenses» y «helenistas», lo cual ya no es sostenible desde un punto de vista histórico; en el siglo i d. C , el judaismo, incluso en Palestina, se caracteriza por una mezcla sincretista de influencias judías, griegas y helenístico-orientales. E. Lohmeyer y J. Jeremías piensan en un contexto puramente judeo|>nlestinense: el himno sería una combinación del siervo doliente de Dios (Is 53) con el Hijo del hombre del libro de Daniel (Dn 7,13). E. Kasemann ve en él un modelo griego gnóstico: el mito del anthropos o el reíalo mítico del hombre primordial, identificado en la literatura sapiencial, y también en Filón, con la Sabiduría o Logos. En el himno, Cristo es el «ntitipo del adam o primer hombre desobediente; es el hombre escatolóH¡co obediente que, sometiéndose libremente a la muerte, ha destruido el poder de la muerte y ha liberado al hombre. Esta opinión, con diversas modificaciones, es compartida por numerosos exegetas que ven el himno como una combinación de tradiciones palestinenses y griegas. Un buen representante de esta tesis es J. Jervell en su obra ya clásica Imago dei56. D. Georui, por el contrario, quiere subrayar la influencia de Is 45,23, es decir, Iti influencia judeohelenista de los LXX, como ocurre en Sab 1-9, donde III snbiduría entra en el hombre sabio, pero no se identifica con él. El himno, en cambio, habla de una identificación. No obstante, Georgi indica ion razón que en Sab 3 y 4 la muerte de un sabio es una «exaltación» V que la doxología de Flp 2,11 muestra rasgos afines a los de Sab 18,13. I,. Cerfaux había descubierto ya una clara afinidad entre este himno cristoIónico y el Isaías griego (Is 49,4; 53,8; 53,12; 49,7) S1, opinión compartida por J. Sanders, quien precisa que las analogías con el texto hebreo de 58 INIIÍHS son aún más significativas, sobre todo en el caso de Is 53 . Por olio lado, Sanders ve también afinidades con la apocalíptica judía, en la i|tir ciertos «seres celestiales» se muestran celosos del hombre, quieren luiu'i-sc «semejantes a Dios» y se rebelan contra él 59 . G. Strecker busca
2. El canto del realmente Grande, es decir, del Humilde (Flp 2,6-11) Desde el punto de vista teológico, en la primera sección de la carta (l,l-3a y 4,2-7.10-23) es importante el himno cristológico, uno de los numerosos himnos compuestos en honor de Cristo por cristianos procedentes del judaismo helenista que se interesaron por la misión evangélica a los paganos. Pablo hace suyo el himno con un propósito claramente parenético: «Entre vosotros tened la misma actitud de Cristo Jesús» (Flp 2,5), tras lo cual comienza el himno. Esto quiere decir que, prescindiendo del significado que tuviera el himno al margen de la carta, Pablo ve en él un modelo de lo que él mismo exige a sus cristianos: que se traten con tapeinophrosyne, es decir, que consideren humilde y modestamente a los demás superiores a sí mismos y se preocupen más de los intereses ajenos que de los propios (2,3-4). Preciamente en el himno (2,8) la tapeinosis de Jesús tiene una importancia capital. ¿En qué consiste esta humillación de Jesús? El «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo» (2,7). En esta cultura de la Antigüedad tardía, doulos es el hombre en cuanto sometido a las potencias celestes, supraterrenales, que determinan el destino humano (cf. también Gal 4,3-4.8-9; Rom 8,21; fuera de Pablo, Heb 2,15 y passim; cf. infra sobre Col 2,20). Doulos es la condición humana tal como la entendía la Antigüedad tardía: un juguete en manos de la heimarmene o destino y de otras muchas potencias suprahumanas53. Sobre todo en la carta a los Hebreos (cf. infra), la condición humana significa humillación, especialmente para un ser celeste preexistente, que, según la interpretación de Sal 8,5-7 en el judaismo primitivo, es «inferior a los ángeles» M. También para Filón tapeinosis significa la existencia humana vana, caduca, condenada a la muerte 55 ; ser hombre quiere decir entrar en la ardua historia de padecimientos de la humanidad. El hecho de que Jesús haya aceptado esta existencia humana libremente y obedeciendo hasta la muerte, el punto más profundo de la condición de douleia o esclavitud del ser humano, demuestra la grandeza del hombre que abraza libremente tal humillación. Al menos para Pablo, es una cuestión secundaria determinar si la dignidad de Cristo consiste en una preexistencia «escatológica» (res rapienda) o en una preexistencia «protológica» (res rapta); lo que pretende decir con este himno es que la verdadera grandeza se manifiesta en la humildad, en la identificación con el hombre esclavizado y caído, y que precisamente tal actitud obtiene definitivamente la bendición de Dios. Dios mismo proclamará pú53 54 55
J. Jervell, Imago Dei, op. cit., 229. Cf. infra, sobre Heb 1,6-10. Filón, Quis rerum divinarum heres, 29.
I. Jervell, op. cit., 212-213. L. Ci-rfaux, L'hymne au Christ-Serviteur, op. cit., 117-130. F. 'I'. Sanders, Christological Hymns, op. cit., 60. í. A. Sanders, Dissenting Deities, op. cit., 281-282 (1 Hen 6,2; Vida de Adán i).
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la solución totalmente en la misma línea, de acuerdo con Flp 3,20-21 í0 . E. Schweizer, L. Ruppert y G. Nickelsburg hacen hincapié en que el «justo doliente» y exaltado del Deuteroisaías era identificado ya en el primer judaismo con el Hijo del hombre apocalíptico61. Finalmente, R. HamertonKelly realiza una síntesis, hermosa en abstracto, según la cual en Flp 2,5-11 confluyen el redentor celeste de la apocalíptica judía y el anthropos celeste del Corpus Hermeticum 1,12-14 62. Lo cierto de esta posición es que en el siglo i d. C. se entremezclan de modo sincretista la apocalíptica judía, el misticismo griego y las tradiciones sapienciales63. De todo este conjunto de interpretaciones se colige que la investigación se ocupa más de los contextos religiosos que del significado del himno en la estructura de la carta a los Filipenses. Naturalmente, existe una estrecha relación entre ambos aspectos. Lo más importante de toda la discusión es saber si la forma dei, la «categoría de Dios», de que habla Flp 2,5, es una res rapta o una res rapienda: si el «ser igual a Dios» es una condición preexistente de Cristo o algo a lo que se aspira (como los ángeles en la apocalíptica judía). En otras palabras: si se trata de una preexistencia protológica (es decir, de la divinidad de Cristo) o de una preexistencia escatológica. Lo primero que se puede —y, en mi opinión, se debe— preguntar es cómo Pablo, dado su objetivo parenético, entendió el himno. No se trata de una inclinación preexistente, sino de la obediencia en el ámbito de la existencia humana. La opción por la humillación se atribuye únicamente al hombre Jesús: «Así, presentándose como simple hombre, se abajó... hasta la muerte», mientras que en 2,7 se habla de una kenosis, o sea, de la encarnación misma. Existe una diferencia entre la kenosis o autovaciamiento, el «hacerse hombre», y la tapeinosis o humillación, término que se refiere a la muerte. Aquel que por su propia naturaleza es realmente grande no sólo «se despoja de su rango» al hacerse hombre, sino que, en cuanto hombre, acepta la muerte ignominiosa de cruz. Por ello me pregunto si, en contra de lo que sostienen muchos exegetas, la expresión «hasta la muerte y muerte en oruz» no formaba parte del himno original, pues de lo contrario no tendría sentido distinguir entre kenosis y tapeinosis; de hecho, la forma serví comprende ya la mortalidad y la muerte, pero no de por sí la humillación de una muerte en cruz. El hyper del «(super)encumbramiento» («Dios lo encumbró sobre todo»), en mi opinión, se refiere primariamente al resarcimiento divino por esa doble humillación —kenosis y tapeinosis—; Dios honra no sólo la primera, sino también la segunda «degradación»; de ahí el hyper. Por tanto, a tenor del espíritu del himno y de su comprensión por parte de Pablo, debemos convenir en que se trata de una preexistencia protológica en sentido estricto. Es, pues, evidente que
para los contemporáneos esa postura de humilde identificación con la condición humana de esclavo contrastaba rotundamente con lo que la literatura de la época (intertestamentaria) escribía sobre los ángeles soberbios que se mostraron celosos del hombre, «imagen de Dios» y «señor de la creación» (Gn 1,28), e intentaron poner su trono en lo más elevado del cielo **, 0 bien intentaron hacer caer al hombre, culmen de la creación, incitándolo a «ser como Elohim» (Gn 3,5) 65. En mi opinión, el trasfondo de este himno —además del Siervo de Yahvé (L. Cerfaux y J. A. Sanders han mostrado las claras afinidades terminológicas que existen entre esta figura y el himno)— es la especulación del primer judaismo sobre el hombre como imagen de Dios y señor del mundo (Gn 1,26), relacionada por la exégesis judía de tipo peser con Sal 8,5-7: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo del hombre (el ser humano) para que te ocupes de él? Lo hiciste poco menos que un dios, lo coronaste de gloria y dignidad; le diste el mando sobre las obras tic tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies» (citado también en Heb 2,6-9). Imagen de Dios y señor del mundo eran en este tipo de especulación ideas correlativas **, al igual que en todo el Nuevo Testamento, Cristo, ctkon de Dios, va unido siempre a la idea de su mediación en la creación: <*1 sostiene el universo (Heb 1,3; Jn 1,3; Col 1,15-17; 2 Cor 4,4; cf. la tradición sapiencial: Sab 7,21.25-26; 9,12 con 16,21; Eclo 1,4; Prov 8,30), concepciones particularmente familiares en el judaismo helenista. Detrás de este himno está, sin duda, la especulación del primer judaismo sobre el primer hombre, el adam desobediente, y el futuro «hombre celestial», rscatológico y obediente (cf. en Pablo 1 Cor 15,22.45; Rom 5,12-21), y no un mito helenista (difícil de encuadrar cronológicamente) sobre el anthropos, pese a cierto parentesco de ideas. En la carta a los Hebreos aparece el mismo pensamiento —la encarnación significa un rebajamiento «por delntjo de los ángeles»—, así como la exaltación sobre los ángeles, pensada por Dios desde la eternidad, es la recompensa benévola por esa humillación transitoria (cf. infra). Gn 1,26 y Sal 8,5-7, tal como eran entendidos m el primer judaismo, pueden explicar todo el himno en su situación histórica. (No es imposible que en esta exégesis judía hayan influido ciertos mitos de Canaán y del Oriente antiguo, pero —dada la inseguridad que trina en el aspecto cronológico— creo que tal influencia está aún totalmente por demostrar, a pesar del Corpus Hermeticum I, 12-14). Con fren inicia se actúa como si los autores neotestamentarios hubiesen escrito sus (Hilas pastorales en una gran biblioteca. Cada época tiene idea y concepi iones que pasan a formar parte de su «patrimonio común». (Quienes hoy Imlilnn de «vivencias existenciales» o de «alienación» humana no tienen 1 mi qué saber nada de existencialismo o marxismo). I'ero lo importante es que la concepción del primer judaismo sobre el
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G. Strecker, Redaktion, op. cit., 75. E. Schweizer, Erniedrigung, 30; L. Ruppert, Jesús ais der Leidende Gerechte? (Stuttgart 1972) 70; G. Nickelsburg, Resurrection, Immortality, op. cit., 77-78. 62 R. Hamerton-Kelly, Pre-existence, op. cit., 167. 63 Res rapta es el botín ya conseguido; res rapienda es el botín que todavía se debe conseguir. Cf. P. Schoonenberg, Kenosis: Conc 11 (1966) 51-71. 61
"' I [en(csl) 29,4-5. " I Icn(esl) ibíd. "" I. Jcrvcll, Imago Dei, op. cit., 230-231. II
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hombre como imagen de Dios y señor del universo o cosmokrator tiene su contexto histórico en las tradiciones reales palestinenses. Muchos exegetas han indicado que la prehistoria yahvista de Israel contenida en el Génesis, la de los patriarcas y la de los orígenes se configuran a partir de la situación de la monarquía unificada de Israel y Judá bajo David y Salomón67. En otras palabras, Gn 2-11 tiene como trasfondo las condiciones sociohistóricas de la época davídica. David, visir de Dios y soberano de Israel, es el modelo según el cual se describe «el adam» que vive en el edén del Génesis. En la tradición yahvista, el «hombre» o adam tiene unos rasgos semejantes a los que más tarde asumirá el rey de Israel: el adam es propiamente «el rey». El hombre tiene una condición real dentro del universo, de igual modo que David fue «sacado del polvo» —de la nada— y elevado a la condición real (cf. 1 Re 16,2). Además, ya en la estructura semiíeudal de Canaán, el rey y los cortesanos son llamados «hijos de hombre» (gentileshombres) frente al «hombre» sencillo, el vulgo. Todo el Oriente antiguo conocía en su lenguaje esa diferencia (y casi todas las lenguas poseen denominaciones análogas de tipo aristocrático, que se irán democratizando con el tiempo; para los primeros colonizadores, los «negros» o «amarillos» no eran «hombres» o, más exactamente, eran hombres, pero no hombres blancos o gentileshombres, «hijos de hombre»). Inicialmente, hijo de hombre era el individuo que poseía una condición legal muy privilegiada: príncipe, rey, notable o persona de alto linaje. David, un pobre pastor («sacado de los apriscos») se convirtió en príncipe (2 Sm 7,8; 7,9: «famoso como los famosos de la tierra», un hijo de hombre, en expresión de la época). En Sal 80,16-17, David es llamado príncipe, «el que está a tu diestra»: un «hijo de hombre». Esto tiene consecuencias importantes. En efecto, nobles, príncipes y reyes formaban en el Oriente antiguo, como también en la Jerusalén preisraelita, una especie de consejo regio del Dios celestial junto a su consejo celeste de elohim. Cuando David se convierte en príncipe, entra con toda su familia real a formar parte de la corte celestial con sus ángeles en el monte Sión (Sal 89,5.7). Los «hijos de hombre» forman
parte del consejo celeste 68 . Si tienen que salir a luchar, combatirán «las estrellas» o los ángeles celestiales con ellos e Israel (cántico de Débora, fue 5,20). El rey David es una especie de «ángel de Dios» (1 Sm 29,9; 14,17.20). La nobleza de Israel, sus «hijos de hombre» son llamados frecuentemente elohim debido a su condición y a su pertenencia al consejo celestial de Dios (Sal 82; 45,6; 58,1). Pero son solamente «hijos del Altísimo», «como ángeles y estrellas». En Sal 8,5-7 (una proyección retrospectiva del rey David al «primer hombre») se dice de Adán: Yahvé lo hizo poco menos que un elohim o ángel. Creerse superior es, según esto, una especie de usurpación. De un «hijo de hombre» como el príncipe de Tiro, que se tenía por Dios (Ez 28), y del rey de Babilonia, que pensaba subir «por encima de las estrellas (ángeles) de Dios» (Is 14), se dice «que caenin del cielo» (a la fosa). El Yahvista y también Ezequiel democratizarán el concepto de «hijo dt* hombre»: todos los hombres son gentileshombres. Pero todo noble u «hombre» es, por tanto, sólo hombre; de este modo, el hijo de hombre se tonvierte finalmente en «un gusano de nada» (Job 25,5-6). Es interesante ver cómo la antigua historia de los nefilim —«los grandes» de este mundo (< ¡n 6,1-4), o sea, los «hijos de hombre»— fue interpretada en el primer ¡lulnísmo. Ya no son (como en la historia original) nobles, príncipes, vasallos o notables del pasado, sino «ángeles caídos» (que habían estado asorlmlos con hombres de los que nació una raza de gigantes). La idea de que ION notables de Israel eran miembros de la corte celestial adquiere así un «entido mítico. En la apocalíptica del primer judaismo renacen estas antiguas ideas, que lutbftm permanecido olvidadas. Con ayuda de ideas griegas se llegó a un ••universo en dos pisos» w. En vez del único grupo de los nobles dirigentes, (iptiircc ahora (gracias a la democratización del concepto de hijo de homl'i< ), junto a los ángeles de la corte celestial, todo el pueblo elegido de Cada nación tiene su propio guía celeste («los ángeles de las nacio). Así como David era una especie de «ángel de Dios» durante la moiifn, de igual modo en tiempos más democráticos todo el pueblo ele-~cn realidad, su resto santo— es «como estrellas» o ángeles del (Dn 12,3). La figura celestial «como un hijo de hombre» (Dn 7,13) 'I mismo tiempo el «príncipe celestial» en la corte celeste, en la que
67 Bibliografía. General: H. Wolff, The Kerygma of the Jahwist: Int 20 (1966) 131-158; R. Clements, Ahraham and David (SBTh 215; Londres 1967); W. Brüggeman, David and his Theologian: CBQ 30 (1968) 156-181; B. Mazar, The Historical Background of the Book Génesis: JNES 28 (1969) 73-83; A. Alt, Kleine Schriften tur Geschichte des Volkes Israel, 3 vols. (Munich 1953-1959). Análisis parciales: W. Wifall, Son of Man. A Pre-Davidic Social Class?: CBQ 37 (1975) 331-340; id., The Breath of this Nostrils, Gen 2,7b: CBQ 36 (1974) 237-240; id., Gen 3,15. A Protevangelium: CBQ 36 (1974) 361-365; id., Gen 6,14. A Pre-Davidic Royal Myth?: BTB 5 (1975) 294-301; id., David, Prototype of Israels Future: BTB 4 (1974) 94-107; W. Brüggeman, The Trusted Creature: CBQ 31 (1969) 484-498; id., Kingship and Chaos: CBQ 33 (1971) 317-332; id., Neariness, Exile and Chaos: CBQ 34 (1972) 19-38; id., Of the same flesh and bone: ibíd. 32 (1970) 532-542; id., From Dust to Kingship: ZAW 84 (1972) 1-18; J. Wijngaards, Vazal van Jahwe (Baarn 1965). Las promesas hechas a Abrahán reflejan las circunstancias sociopolíticas del reino de Israel, y las promesas de la alianza reflejan las circunstancias de la llamada alianza davídica presente en 2 Sm 7.
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I Collins, Son of Man and Saints of the Most High: JBL 93 (1974) 50-66. itiiimnü representaciones existían en Egipto; con ellas están emparentadas las • iiinrH reales de Israel (H. Frankfort, Ancient Egyptian Religions, Nueva York i i
I Collins, Son of Man, op. cit., 55-60. En las obras citadas en la nota 67 i linio, las de Wifall y Collins) se descarta de un modo convincente lo que, il opinión, no estaba claro en la prehistoria del concepto «Hijo del hombre» . t(/i, la historia de un viviente, 426-439). Esta revisión del tema no aporta nada • mihiT rl empleo del término «Hijo del hombre» en el Nuevo Testamento. Pero rtii por qué Jesús pudo recibir tanto el título de Hijo de David como el de i|p| hombre: orin¡nnr¡nmente, ambos títulos eran casi sinónimos.
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ocupa un puesto como jefe y representante de Israel en la tierra: un eikon celeste del Israel terreno. Esta historia del concepto «hijo de hombre», ligada originalmente a David y a sus hijos —príncipes y notables, y como tales miembros de la corte celeste—, adquirió una importancia fundamental para el cristianismo, una vez que resurgió en la apocalíptica con la figura del hijo celeste del hombre, protector del hijo terreno de David y de Israel como pueblo de Dios. En el cristianismo primitivo, «Hijo de David» e «Hijo del hombre» están estrechamente ligados, y toda esa prehistoria judía establecerá en el cristianismo primitivo una íntima relación entre cristología y angelología (cf. lo que decimos infra sobre la carta a los Hebreos y el joanismo). Esto nos permite entender de algún modo la identidad joánica del Espíritu y el Paráclito, así como la tendencia del cristianismo primitivo a llamar a Jesús «ángel» («cristología angélica»), o la misma carta a los Hebreos, cuyo interés principal es mostrar que el que está sentado a la diestra de Dios no es un ángel, sino un hombre (Heb 1,5-14 hasta 2,1-9) y, en fin, una de las más antiguas fórmulas «trinitarias»: Padre, Cristo y Ángel (cf. infra). En mi opinión, este análisis demuestra que el canto cristológico de Flp 2,6-11 es plenamente comprensible a la luz del «hijo de hombre» de la exégesis judía de Gn 1,26 y Sal 8,5-7 en combinación con el «siervo doliente» del Deuteroisaías. Este análisis, en caso de que otros lo consideren correcto, sería una prueba más de las dificultades que el cristianismo tuvo que encontrar en la cultura de la Antigüedad tardía, especialmente entre la aristocracia cultural de la época, a la hora de proclamar la salvación o redención por medio de un hombre —no de un ángel o un héroe celeste—, y de un hombre mortal crucificado, e introducirla en una cultura centrada en esferas y seres celestes, que esperaban nostálgicamente el advenimiento de un redentor celestial. Obviamente, el cristianismo hubo de hacer frente a la tentación de interpretar a Jesús según las pautas marcadas por las expectativas de la época. Es de notar, sin embargo, que —fuera del joanismo (cf. infra)— el Nuevo Testamento, comenzando por el paulinismo, ve el carácter celestial de Jesús de una forma fundamentalmente escatológica: la exaltación de Jesús por Dios después de su muerte, según un plan pensado por Dios desde la eternidad, en el que Jesús, don escatológico apocalípticamente preexistente en Dios, está ya dispuesto para los tiempos futuros, pero sin que ello signifique una interpretación «protológica» de esa preexistencia, dato muy antiguo en el cristianismo primitivo. En estos ambientes cristianos (fuera del joanismo) se trata de una preexistencia escatológica (apocalíptico-sapiencial). De este Jesús escatológico preexistente dice la carta a los Filipenses que se hizo uno más entre los hombres (anthropon): entra en nuestra historia humana como hombre. A diferencia de los primeros «hijos de hombre», Jesús acepta el destino humano «por debajo de los elohim» o ángeles y no pretende nada más. Asume la humilde condición humana. En una época en la que se busca la ayuda de seres celestes, esto representa evidentemente un acto de «autovaciamiento»: Jesús no es un elohim ni quiere serlo. Más aún: este autovaciamiento (kenosis) se hace miín intruso me-
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diante la tapeinosis, la profunda humillación de una existencia humana ya humillada, o sea, mediante la aceptación por parte de Jesús del tabú más horroroso de aquel tiempo: la muerte en cruz. Kenosis y tapeinosis son experimentadas por el hombre Jesús como un acto de obediencia, no a las fuerzas del destino o heimarmene, sino al Dios vivo. En esto radica la auténtica grandeza que se ha manifestado en su superexaltación por Dios (el cual tasa todo en su auténtico valor), al menos por lo que se refiere a los seres celestes y a los que creen en él, los hombres que cantan este himno a Cristo. Pero el mundo aún no lo ve; se queda en el aspecto que ello tiene de ignominia: un ser humano, inferior a los ángeles y muerto en la cruz. No se puede decir (según el tenor de este himno cristológico) que Dios se limita a afirmar y reconocer la grandeza y el valor que por sí misma posee esa humillante solidaridad con lo que la Antigüedad tardía consideraba «humanidad despreciada». Era muy grande la tentación en tal sentido, pero es ajena a este himno cristológico. Tanto más cuanto que este himno es el único texto del Nuevo Testamento, que yo sepa, donde se dice expresamente que la exaltación de Jesús es para él mismo una charis o favor de Dios. Es ante todo Jesús quien recibe una gracia: ho Theos... echarisato auto to onoma hyper pan onoma, es decir, Dios le favoreció con la charis de «un título que sobrepasa todo título» (Flp 2,9b): el título de Kyriós (el título sinagogal de Adonay o Dios) (Flp 2,11b). En esta exaltación Dios le concede su propio nombre, con lo cual está claro para los creyentes que él, Dios, es un Dios de los hombres y, por tanto, todos los seres del cielo, de la tierra y de los abismos deben doblar la rodilla ante este Humilde que, desde el punto de vista cósmico, es sólo un hijo de hombre, no un ángel: un «derrotado». Según el tenor de este canto del Humilde, la salvación, aunque proviene de Dios, debe encontrarse en una modalidad determinada de existencia y vida humana. A pesar de todas las ideas sobre la preexistencia, en este himno se acentúa, por un lado, el «autovaciamiento» y el sufrimiento injusto de la existencia histórica de Jesús y, por otro, el hecho de que esto no es definitivo. Una vida semejante posee por sí misma un valor definitivo, irrevocable. Se vive así no porque se espere una recompensa: eso estaría en contradicción con la incondicionalidad de la entrega en kenosis y tapeinosis. Además, lo pasado, pasado está. Esta irrevocabilidad, incluso humana, no puede ser la última palabra, sobre todo cuando el interés no está sólo en unos «valores», sino también en el hombre vivo que los encarna. Luego la afirmación divina de la profunda irrevocabilidad y de la postura definitiva y decisiva de Jesús tiene que significar algo real para la propia persona de Jesús. De lo contrario, no se trataría ya de un hombre, sino de unos ideales, valores y conceptos abstractos, o de una abstracción, «la humanidad», o del ben adam, al que hay que sacrificar todos los hombres concretos70. En cualquier caso, antes de actualizar «con esque'" Entre otros, G. ter Schegget afirma que tras la muerte de Jesús no comienza una nueva fase, con todas las consecuencias que esta abstracción implica (cf. Het lied van de mensenzoan, op. cit., 138).
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mas modernos» este himno cristológico, habrá que reconocer que, según el tenor de este canto al Hijo del hombre, la charis de Dios significa un compadecerse de la persona del Jesús muerto por sus ideales, y no simplemente una corroboración divina de los valores e ideales por los que Jesús vivió y por los que de hecho fue condenado a muerte. De ser cierta esta última hipótesis, estaríamos ante un Dios de ideales grandiosos, pero no ante un Dios de los hombres. Aun dentro de una cultura antigua preocupada por los seres angélicos, está claro de qué se trata. El testimonio de la carta a los Filipenses consiste en que Dios es un Dios de los hombres. Con todos sus rasgos hieráticos, orientales, judeohelenistas, este himno cristiano es un canto a la misericordia de Dios con el hombre precisamente en su condición humana más dolorosa. Al mismo tiempo, es también un canto de alabanza a la verdadera grandeza del hombre, oculta en la insignificancia de la humillación. Este himno muestra también que su esquema fundamental no es el esquema paulino de «muerte-resurrección», sino el de «encarnación-exaltación». Tras su muerte, Jesús es sencillamente «objeto» de la acción de Dios, lo cual tampoco tiene nada que ver con el modelo de la katabasis (descenso) y anabasis (subida) (como, por ejemplo, en Ef 4,8-10; Jn 3,13). Jesús es «superexaltado» (hyperhypsosen) por Dios. En esta concepción interviene también un esquema espacial: Jesús sube al más alto de los cielos, por encima de las esferas celestes en que moran los ángeles, hasta la morada de Dios (la misma idea aparece en la carta a los Hebreos, con la que este himno tiene grandes afinidades; cf. infra). En otras palabras: el Jesús que como hombre estaba colocado por debajo de los ángeles, es encumbrado por Dios sobre todos los ángeles, «a la diestra de Dios»; es verdad que el himno no dice expresamente esto último, pero está implícito en su entronización como Señor del universo. Por ello, tanto los ángeles como los hombres y los seres de los abismos (2,10b) deben doblar la rodilla ante su nuevo Señor y Dueño, ante el Humilde exaltado: Jesús de Nazaret. La exaltación o ascensión al cielo (formalmente no se emplea el modelo de la resurrección) de Jesucristo (cf. también 1 Tim 3,16; Heb 1,3-4) es presentada según el modelo de la entronización de un soberano universal, con las tres fases tradicionales entonces: a) presentación, b) proclamación, c) proskynesis (doblar la rodilla o rendir tributo y venerar) y exomologesis (aclamación) por parte de todos los asistentes. El trasfondo de este modelo es el texto griego de Is 42,22-25. En Isaías todos los pueblos son llamados a la salvación por Yahvé, y es ante el Dios único Yahvé ante quien «se doblará toda rodilla y jurará toda lengua» (Is 45,23b en el contexto de 45,22-25; cf. Rom 14,11, que cita directamente Is 45,23). Flp 2, 10-11 aplica todo esto a Cristo: el universo, todas las potencias superiores e inferiores, deben rendir homenaje al nuevo soberano presentado por Dios, el cual (por primera vez se cita el nombre) es Jesucristo, Jesús, el hombre histórico que ha compartido solidariamente nuestro destino humano. La universalidad se hace «cósmica»: todo lo que en el universo no es Dios debe reconocer la supremacía, el señorío del Jesús exaltado, del nuevo kosmokrator; no de un tirano, sino de una persona que sabe lo que signi-
fica ser hombre y lo ha vivido en su propia carne. Es interesante observar que en la carta a los Filipenses esta kyriotes o señorío de Cristo no se refiere —como Pablo hace casi siempre— a la comunidad o a la Iglesia de Dios, sino al universo. Para Isaías, esta grandiosa inauguración era un acontecimiento futuro, escatológico. Según una concepción extendida en aquella época, en el juicio final serían aniquiladas todas las potencias demoníacas (cf. Ap 19,20; 20 14; Mt 25,41). En la carta a los Filipenses tales potencias no son destruidas, sino sometidas: su servil aclamación es un elemento esencial de la entronización 71. Aquí no se dice que el dominio de Cristo tenga una duración limitada (como se insinúa aún en 1 Cor 15,14), aunque Pablo siga afirmando el sometimiento de Cristo a Dios. Esto se expresa también en la doxología que (a tal fin) añade muy probablemente el propio Pablo: «para gloria de Dios Padre» (2,11b; cf. también 1 Cor 15,24; 3,23; 11,3; Rom 15,7). La salvación del hombre y la gloria de Dios son para Pablo una misma cosa; pero Dios es Dios, y únicamente él. Este acto de solidaridad de Jesús con la «humanidad degradada» (según los esquemas de la Antigüedad tardía) Pablo lo convierte en modelo de vida ético-religiosa para los cristianos. Precisamente por eso cita este himno cristológico. El himno no puede decirnos cómo esa solidaridad de los cristianos debe manifestarse en las situaciones actuales. Hay una serie de condicionamientos históricos que el cristiano tiene que analizar e interpretar personalmente.
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Conclusión LA «CHARIS» DE JESUCRISTO EN LAS CARTAS AUTENTICAS DE PABLO
Pablo remite repetidamente al principio del solus Christus, con una exclusividad y una insistencia en la gracia que se dirían nacidas de su celo. «Por él perdí todo aquello y lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo e incorporarme a él, no por tener la propia justicia que concede la ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que Dios concede como respuesta a la fe» (Flp 3,8-9). «Quiero así tomar conciencia de su persona, de la potencia de su resurrección y de la solidaridad con sus sufrimientos, reproduciendo en mí su muerte para ver de alcanzar como sea la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,10-11). Esta es sencillamente la doctrina de Pablo sobre la gracia. No hay otro principio de salvación fuera de Jesucristo. Todos los otros caminos de salvación, incluso el de la Tora, quedan cerrados por esta exclusividad. La revelación de la salvación está históricamente unida a Jesús, sobre todo a su muerte en la cruz, y se concede a los elegidos; este dato se halla implicado en el concepto judío que Pablo tiene de charis: la charis es elección. «Porque Dios los eligió primero, destinándolos desde entonces a que reprodujeran los rasgos de su Hijo, de modo " Cf. también F. Hahn, Christologische Hoheitstitel. Ihre Geschichte im frühen Chrtstentum (Gotinga 1963) 120-121.
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que éste fuera el mayor de una multitud de hermanos; y a los que había predestinado, los llamó; a los que llamó los rehabilitó, y a los que rehabilitó les comunicó su gloria» (Rom 8,29-30). El carácter exclusivo de Cristo hace que la comunidad cristiana tenga una identidad social como grupo. ¿Cómo se puede hablar entonces de una universalidad cristiana? Pablo resuelve el problema invocando la charis peculiar de la predicación apostólica: por medio de la predicación, especialmente la de Pablo, la revelación de la salvación se unlversaliza al ser comunicada a todos los pueblos. La charis, el don del misterio salvífico revelado a los escogidos, se hace al mismo tiempo universal mediante la charis específica del apostolado. «Dios estaba reconciliando el mundo consigo... poniendo en nuestras manos el mensaje de la reconciliación» (2 Cor 5,19). «Somos, pues, embajadores de Cristo y es como si Dios exhortara por nuestro medio. Por Cristo os lo pido, dejaos reconciliar con Dios» (2 Cor 5,20). La particularidad (relación con la muerte histórica de Jesús en la cruz y con la comunidad elegida de Dios) se convierte en universalidad a través de la predicación por todo el mundo. Esta tensión es patente en el concepto paulino de gracia. Si en virtud de la predicación a todos los paganos se prepara la conversión escatológica de Israel (Rom 9,1-11,33; cf. infra), la exclusividad de la charis en Cristo es un acontecimiento universal que afecta a toda la humanidad. La universalidad no es un dato objetivado, sino una tarea que debe realizarse mediante la misión y presencia en todas las partes del mundo en virtud de la elección o de la existencia cristiana efectiva (esto es lo que Pablo llama elección). La charis abarca, pues, la revelación de Dios y la paradosis apostólica o tradición, es decir, la predicación de un evangelio liberado de la ley, que para Pablo viene a expresar lo que él entiende por «gracia». La luz de todos los goyim, «luz del mundo», es Jesús en cuanto Cristo, es decir, el resucitado de la muerte, el viviente. Charis es la revelación —en el tiempo— del misterio y de la voluntad salvíficos preparados por Dios desde toda la eternidad y, al mismo tiempo, la fuerza para aceptar ese misterio de la revelación y cumplir las exigencias éticas que se derivan del mismo en la praxis. En otras palabras: charis o gracia, en el sentido paulino, es conocimiento «sobrenatural» del misterio de la salvación, o fe en tal misterio, y una fuerza ética; ambos, mediante el perdón de los pecados y la justificación, sellados por el bautismo, hacen del hombre una nueva criatura (2 Cor 5,17). Cuando se trata del carácter gratuito e incondicional del favor de Dios, se pone el acento en la riqueza y superabundancia del mismo (Rom 5,15; 5,20; 6,1; 2 Cor 9,8; 9,14). Dado que esta riqueza que Dios ha dado al hombre en Cristo (1 Cor 1,14; 1 Cor 2,12; 2 Cor 9,8.14) afecta al pecador, la charis es al mismo tiempo redención: liberación, salvación, reconciliación y rescate (2 Cor 6,1; Gal 2,21), la justicia de Dios en el hombre (Rom 4,5; 5,7.21; 2 Cor 5,21b). La totalidad de la gracia divina como salvación para el hombre es el único hombre Jesucristo (Rom 5,12b; cf. 8,32), el crucificado y resucitado. Para Pablo, la gracia es, pues, participación en la pasión y muerte de Jesús a través de la fe y del bautismo (Gal 3,26.27; Rom 6), una participación sobre todo en su condición: «Por la fe
en Cristo Jesús sois todos hijos de Dios» (Gal 3,26), huiothesia o adopción (carta a los Gálatas, Rom 8,14-15) y, por tanto (Rom 8,15), posesión del Pneuma (Rom 8,9), fundamento de la herencia que obtendremos de Dios con Jesús (Rom 8,17; cf. 8,29; Gal 4,5). Para Pablo, la gracia es comunión de vida con Dios en virtud de la mediación de Jesucristo en la fuerza del Espíritu; y, en consecuencia, liberación para el amor fraterno y para todo «lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya» (Flp 4,8), «para el amor recíproco y un interés unánime por la unidad» (Flp 2,2) o, en una palabra: para el amor (1 Cor 13,1-13). El objetivo y el sentido último de toda esta iniciativa salvífica de Dios es la salvación del hombre para gloria del Padre (Rom 5,2; 2 Cor 4,15). La charis (gracia) produce charis (acción de gracias) (2 Cor 9,10): «para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11b).
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EL CRISTIANISMO EN ASIA MENOR
CAPITULO II
EL PAULINISMO FUERA DE LAS CARTAS AUTENTICAS DE PABLO
Introducción EL CRISTIANISMO EN ASIA MENOR
De muchos datos se deduce que, después del año 70, el centro de todo el cristianismo se trasladó al Asia Menor occidental, el entonces proconsulado romano de Asia, y concretamente a Efeso. Esta ciudad era en aquel tiempo capital de la región y residencia del procónsul romano y, en el plano eclesial, lo que podríamos llamar una «ciudad episcopal». Aquí confluirán el paulinismo y el joanismo (en Efeso se recopiló más tarde el corpus joánico, si bien en Egipto se han hallado manuscritos muy antiguos del Evangelio de Juan). Aunque toda la oikoumene de entonces era helenista, el helenismo de Asia Menor presentaba unos rasgos orientales más marcados, ya que esta zona era punto de confluencia de culturas orientales y occidentales, con sus propias características sociales (la mujer, por ejemplo, especialmente la viuda, gozaba de mayor consideración que en Palestina o incluso que en Grecia, al menos en la región ática). El cristianismo de Asia Menor tiene incluso su «propia gramática» dentro de la koiné helenista general (el griego corriente de la época). La exuberancia oriental, la necesidad de experiencias pneumáticas, la impresión de vivir en un mundo de ángeles y demonios, todo ello era en aquella región un problema existencial. Tras las acciones humanas buenas hay espíritus buenos; tras las malas, potencias malignas, demoníacas o kosmokratores, frente a los cuales se busca protección mediante ritos muy diversos. La astrología y los cómputos basados en el calendario, según las distintas fases del sol y de la luna, eran parte integrante de la vida de muchas personas; se consultaban ansiosamente los horóscopos. En una cultura de este tipo, ansiosa de salvación y de una vida consolidada y segura, cualquier tipo de vida —incluido el cristianismo— tenía su oportunidad. La gente de Asia Menor buscaba un camino, una filosofía de la vida: cosa tanto más significativa si tenemos en cuenta que vivía en una zona geográfica que era punto de confluencia de diversos mundos. Los autores neotestamentarios que se dirigen a los cristianos de Asia Menor piensan y sienten en sintonía con ese clima cultural, pero se muestran críticos cuando el sincretismo choca con el principio del solus Christus. Quizá estos autores cristianos, a la hora de reaccionar, no siempre entendieron
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correctamente las intenciones y necesidades de los habitantes de Asia Menor ni vieron las implicaciones de su deseo de compaginar la sobria fe apostólica con la necesidad oriental de «experiencias» y vivencias intrapsíquicas. Lo cierto es que los autores de las cartas emplean el lenguaje de estos cristianos «escurridizos», pero no ceden un milímetro ante ellos cuando opinan que existe el peligro de comprometer el monismo de la gracia de Dios en Cristo. Las cartas a los cristianos de Colosas y de Efeso son un buen ejemplo al respecto. Muestran cómo sus autores siguen la doctrina de su maestro «Pablo», pero actualizándola a tenor de las nuevas situaciones profanas y eclesiales. Así, pues, con la autoridad del Nuevo Testamento, son un modelo para cualquier «reinterpretación» teológica de la fe apostólica y, por tanto, para la inculturación del cristianismo en otra cultura. Bibliografía (sobre las cartas a los Colosenses y a los Efesios): D. Amand, Vatalisme et liberté dans l'antiquité grecque (Lovaina 1945); P. Benoit, Rapport littéraire entre les ¿pitres aux Colossiens et aux Ephésiens, en Neutestamentliche Aufsatze (Hom. J. Schmid; Ratisbona 1963) 11-22; E. Best, One Body in Christ (Londres 1955); M. Dibelius y H. Gteeven, An die Kolosser, Epheser, an Philemon (Tubínga '1953); C. Colpe, Zur Leib-Christi-Vorstellung im Epheserbrief, en Judentum, Urchristentum, Kirche (Hom. J. Jeremías, BZNTW 26; Berlín 21964) 172-187; J. Dupont, Gnosis (Lovaina-París 21960); A. J. Festugiére, L'idéal religieux des Grecs et í'Evangile (París 21932); id., La révélation d'Hermés Trismégiste, 4 vols. (París 19441954); J. Gnilka, Der Epheserbrief (HThKNT X/2; Friburgo de Br. 21977); H. Gross, Der Engel im Alten Testament: «Archiv für Liturgiewissenschaft» 6 (Ratisbona 1959) 28-42; H. Hegemann, Die Vorstellung von Schópfungsmittler im hellenistischen Judentum und Urchristentum (TU 32; Berlín 1961); J. Huby, Les ¿pitres de la captivité (París 21947); J. Jervell, Imago Dei. Gen. 1,26-27 im Spatjudentum, in der Gnosis und in den paulinischen Briefen (FRLANT 76; Gotinga 1960); E. Kasemann, lixcgetische Versuche und Besinnungen (Gotinga 41965) I, 158-168; II, 253-262 y 262-267 (ed. española: Ensayos exeg¿ticos (Salamanca 1978); Kolosserbrief, en RGG 'III, 1727-1728; E. Lohmeyer, Die Briefe an die Philipper, an die Kolosser und an l'hilemon (Gotinga "1964); E. Lohse, Christusbotschaft und Kirche im Kolosserbrief: NTS 11 (1964-1965) 203-216; id., Die Briefe an die Kolosser und an Philemon (Gotinga "1968); J. Meuzelaar, Der Leib des Messias (Assen 1961); J. Michl, Engel, rn RAC V, 53-200; Fr. Mussner, Der Brief an die Kolosser (Dusseldorf 1965); id., Christus, das All und die Kirche (Tréveris 21968); P. Pokorny, Epheserbrief und Unostische Mysterien: ZNW 53 (1962) 160-194; Der Epheserbrief und die Gnosis (Hcrlín 1965); H. Schlier, Machte und Gewalten im Neuen Testament (Quaest. disp. 1; Friburgo de Br. 1958); id., Der Brief an die Epheser. Ein Kommentar (Dusseldorf M965); id., Christus und die Kirche im Epheserbrief (Tubinga 1930); P. Schubert, l'urm and Functions of the Pauline Thanksgivings (BZNW 20; Berlín 1939); C. H. Talbcrt, The Myth of a Descending-Ascending Redeemer in Mediterranean Antiquity: N'l'S 22 (1976) 418-440; G. Thompson, The Letters of Paul to the Ephesians, to the Colossians and to Philemon (Cambridge 1967).
I CRISTO, PLENITUD DE DIOS; LA IGLESIA, PLENITUD DE CRISTO: CARTA A LOS COLOSENSES
La carta a los Colosenses quiere mostrar el significado universal de Cristo mediante su triunfo sobre las potencias cósmicas y precisar así la posición de la Iglesia y el cometido del ministerio apostólico. El punto central de su testimonio cristiano es la presencia viva de la salvación de Dios en Cristo, otorgada ya a los hombres, si bien esta salvación actual está orientada hacia la esperanza del futuro escatológico, manifestado al mundo mediante la predicación apostólica de la Iglesia (1,5). A este respecto, la realidad viva de Cristo es el fundamento de la comunidad y de su esperanza (1,27) para el mundo. Fuera de los saludos (1,2; 4,18), el término charis se emplea en el sentido paulino de «gracia del ministerio apostólico» (3,16) y una vez en relación con la vocación cristiana: «Desde el día en que escuchasteis la buena noticia y comprendisteis de verdad lo generoso que es Dios» (1,6). Evidentemente, «gracia» tiene aquí el significado —típico en el primer judaismo y en el cristianismo primitivo— de sabiduría o verdad revelada, manifestada a los escogidos y transmitida por la gracia del ministerio apostólico a fin de que otros puedan ser partícipes de esta elección (cf. supra). Consecuencia de ello es la charis en el sentido de acción de gracias por la gracia obtenida, acepción clásica en todas las cartas helenistas y en el judaismo griego. La comunidad de Colosas ha conocido y aceptado como verdad la palabra anunciada por Epafras (1,7-8). Se trata de la «gracia de Dios» (1,6; cf. Gal 5,4). En este sentido, la. carta a los Colosenses no tiene un concepto propio de gracia; el autor se limita a analizar su contenido, es decir, el contenido de la sabiduría, que estaba oculta como misterio en Dios desde la eternidad, pero ha sido revelada en Cristo y se transmite mediante el ministerio apostólico en la Iglesia. El conflicto paulino entre gracia y buenas obras es ajeno al autor; está superado. El autor hace hincapié en la necesidad de buenas obras, rasgo común a todas las cartas deuteropaulinas (1,10; 1,21; 3,17; cf. Ef 2,10; Tit 1,16; 3,1; 1 Tim 2,10; 5,10; 2 Tim 2,21; 3,17). Quien escribe la carta a los Colosenses procede de la escuela de Pablo. La concepción paulina de la salvación definitiva y exclusiva de Dios en Cristo es para él una norma apostólica: «Cristo es nuestra vida» (3,4). Pero esta perspectiva salvífica es actualizada en unas situaciones completamente nuevas.
1.
Trasfondo hermenéutico de la carta a los Colosenses: la «filosofía de la vida»
En Asia Menor, especialmente en ciudades como Colosas y Efeso, vive gente de muchos países, gente sin patria, que busca una salvación individual y tiende a un eudemonismo celeste72. Tales personas presienten una ruptura cósmica, una especie de catástrofe universal, un divorcio entre el mundo superior (celestial) y el inferior (terrenal). El problema del sentido y del absurdo se vive en una dimensión cósmica y se expresa en un anhelo salvífico de restaurar la unidad cósmica. En este contexto, algunos han hablado de una especie de «acosmismo pancósmico», un sentimiento de la unidad del universo en el que lo terreno quedaría como reabsorbido. Las nuevas concepciones sobre la vida y los nuevos modos de comportamiento reciben el nombre de philosophia, pero tienen poco que ver con la filosofía griega. «Filosofía de la vida» es la expresión helenista con que se designa un comportamiento religioso. Así, los judíos helenistas llamaban «filosofía» a toda la mentalidad no judía 73 , y Josefo llama simplemente «escuelas filosóficas» a los grupos religiosos existentes en el judaismo, como fariseos, saduceos y esenios74. También las religiones mistéricas eran llamadas entonces «filosofías». (Por tanto, la reacción de la carta a los Colosenses contra la «filosofía» no puede considerarse, pese a que así suceda con frecuencia, como desconfianza del Nuevo Testamento frente a la filosofía o al pensamiento cristiano; es algo totalmente diferente). ¿A qué filosofía religiosa se refiere la carta a los Colosenses? Del análisis de ésta sacamos una idea bastante fragmentaria. La filosofía que constituye un peligro para la comunidad (2,8) se funda evidentemente en una respetable tradición (2,8) y pretende transmitir un recto conocimiento y saber (sophia: 1,9.28; 2,3.23; 4,5; synesis o saber espiritual: 1,9; 2,2; gnosis o conocimiento: 2,3; epignosis, conocimiento profundo, es un término que en el helenismo equivale simplemente a gnosis: 1,6.9.10; 2,2; 3,10), pero sobre todo un conocimiento de los stoicheia tou kosmou (2,8.20) —expresión que aparece en muchos textos neotestamentarios—, «potencias del mundo», seres celestes o ángeles (2,18) o fuerzas (personales) cósmicas (2,10.15). Stoicheia, elementos, significa literalmente lo que está dispuesto siguiendo un orden regular (por ejemplo, los eslabones de una cadena); por tanto, principio o fundamento. El término se aplicaba sobre todo a los elementos que consideraban constitutivos del universo: agua fuego, aire y tierra. En el sincretismo helenista, estos principios constitutivos del mundo fueron mitologizados: se convirtieron en seres vivientes. Pero también las estrellas forman parte de estos «elementos» y determinan el curso del universo y el destino del hombre. Así, también los doce signos " Véase también la bibliografía de las pp. 532s sobre la espiritualidad de la Antigüedad tardía. " Por ejemplo, 4 Mac 5,11. 14 Josefo, De bello judaico II, 119; Antiquitates, 18,11.
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del zodíaco son llamados stoicheia15; de ahí la gran importancia de los horóscopos (también en Qumrán se ha encontrado un gran número). Quien conoce el curso de los astros obtiene poder; mediante la magia o iniciación, el hombre puede poner a su servicio el poder de estos seres celestes. Para los judíos de la época, las estrellas estaban ya «desespiritualizadas», pero cada una estaba gobernada por un ser celeste espiritual, un ángel, y el arcángel Uriel dirigía todos los movimientos de las estrellas en el cielo (1 Hen). Sin embargo, en este período de sincretismo, por lo menos en el ámbito de la fe popular, las estrellas eran veneradas como seres divinos (la frontera entre «estrellas» y «ángeles» era un tanto vaga). El hombre es un ser constituido por los mismos elementos fundamentales: es un microcosmos dentro de un macrocosmos (esta idea fue divulgada por el estoicismo). Así, pues, el concepto fundamental de la filosofía contra la que reacciona la carta a los Colosenses es el de stoicheia tou kosmou, las potencias celestes que se veneran para obtener el acceso al pleroma o plenitud (divina) (2,9); en otras palabras, el culto de los ángeles tenía como objetivo la experiencia de una plenitud divina (2,10). En la carta a los Colosenses no se precisa la relación entre stoicheia y pleroma. ¿Se trata de potencias amenazadoras que, en caso de no ser veneradas, obstaculizan el acceso al pleroma (plenitud)? De todos modos, el hombre no puede gozar de la plenitud divina si no rinde culto a tales potencias cósmicas. Libremente, el hombre se muestra dispuesto (ethelothreskia, 2,23) a honrar a tales ángeles (2,8) y a observar toda una serie de tabúes: «No tomes, no pruebes, no toques» (2,21), y a celebrar una serie de festividades de acuerdo con el calendario (2,16). Mediante una ascesis rigurosa, el iniciado se aparta del mundo (2,11; 2,23), observa con exactitud los días y períodos que la astrología declara «sagrados» (2,16) y se abstiene de determinadas comidas y bebidas (2,16.21). De esta forma, sigue la orientación de las leyes del cosmos, que, por ser leyes del macrocosmos, son también norma para el microcosmos del hombre. El mundo es, pues, por decirlo de algún modo, el soma, el cuerpo de un único Logos o «espíritu» universal, presente en todas las cosas. También la escuela estoica —que en su origen no fue un fenómeno específicamente griego, sino creado por griegos que vivían fuera de su patria que estaban en contacto con la espiritualidad del Asia Menor— se movía en este mismo clima intelectual (en cualquier caso, estas corrientes religiosas buscan el logos o la razón: «La religión, dentro de los límites de la razón pura», podríamos decir de la escuela estoica, siguiendo una expresión de Kant). No se trata, por tanto, de una gnosis, sino de un sincretismo de la Antigüedad tardía, del que nacerá la gnosis ulterior. Lo importante en él es la necesidad de sentirse colmado de las fuerzas divinas que vienen del «alma» de la realidad, sobre todo de la epourania (las esferas celestes con sus habitantes misteriosos). En aquel tiempo cabía la posibilidad de pertenecer simultáneamente a
varios grupos religiosos. El peligro para los cristianos era creer que en esas filosofías de la vida se podía encontrar una experiencia suplementaria, una seguridad adicional. (El problema es parecido al de algunos cristianos actuales que practican el budismo-zen).
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Diógenes Laercio, IV, 102.
2.
Reacción de la carta a los Colosenses
Si Pablo invitaba a elegir entre la «ley» y «Cristo», la carta a los Colosenses responde al desafío de esa filosofía de la vida con el mismo espíritu. La alternativa es ahora vivir kata stoicheia tou kosmou o vivir kata Christon (Col 2,8). No es posible combinar «estos ángeles» y «Cristo» como dos caminos distintos de salvación, pues desde el punto de vista apostólico la salvación está sólo en Cristo y, por tanto, hay un solo camino de salvación. A partir de este nuevo clima espiritual, lo que Pablo llama «la gracia que es Cristo» recibe una interpretación distinta. El criterio sigue siendo el mismo: la salvación de Dios en Cristo Jesús. El autor habla de la gracia de Cristo en una nueva situación hermenéutica, de la que procede la nueva terminología utilizada por la carta a los Colosenses para abordar el tema de la salvación actual en Cristo. La carta dice que el pleroma divino (la plenitud) habita sólo en Cristo, y habita, y ello somatikos, como si se tratase del propio soma, corporalmente (2,9). El autor recoge aquí los términos clave de la filosofía de la vida. Sólo en Cristo se da la «plenitud». Y cita un himno conocido por los colosenses: 1,12-20. Cristo es el Señor, el Kyrios de la Iglesia: así lo enseña la doctrina apostólica; pero la carta a los Colosenses quiere situar a Jesús en el conjunto del macrocosmos con sus esferas celestes. Cristo es el eikon de Dios, es decir, aquel en quien Dios se nos manifiesta (1,15), la visibilidad de Dios (Sab 7,25-26: la sabiduría es el eikon de la bondad de Dios). Cristo, pues, se halla totalmente en la dimensión divina, por encima del cosmos: es prototokos, «nacido antes que toda criatura» (1,15b) y pro pontón (1,17) («antes que todo»), preexistente en sentido sapiencial (cf. Prov 8,22; Eclo 1,4; 24,9; Sab 9,9 y 9,4). Cristo es el «primogénito», anterior a los demás (cf. también Heb 1,6), ya que es el mediador de la creación. En cuanto Señor, está frente al mundo creado, aunque también él haya sido creado. Creado, pero preexistente. Se trata de una preexistencia escatológico-apocalíptica, sapiencial: Jesús es el bien salvílico escatológico, preparado por Dios desde la eternidad para manifestarlo a su debido tiempo. (Este texto no habla de preexistencia en sentido tfinitnrío, de una existencia previa de la segunda persona de la Trinidad). Esta confesión apostólica del Kyrios es explicada luego con una terminología que se remonta a la escuela estoica y que quizá era utilizada también por esta filosofía de Asia Menor (pero no en relación con Cristo): •«Por su medio se creó el universo» (1,16). Dios es el creador, pero «por medio de Cristo». En la escuela estoica existía un himno de alabanza a la l'hysis o naturaleza universal: o physis, ek sou panta, en soi panta, eis se l>anta: «Oh naturaleza, todo proviene de ti, todo está en ti, todo tiende
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hacia ti» 76 . Este panteísmo había sido eliminado ya en el judaismo helenista, pero su terminología pasó al cristianismo primitivo a través de la sinagoga griega. Ya Pablo conocía la tríada: ex, eis y dia («de», «a» y «por», 1 Cor 8,6; Rom 11,36), pero el ex quo (de quien) se dice únicamente de Dios (1 Cor 8,6), mientras que sólo a Cristo se aplica el in quo (en quien), a quo (dia: por medio de) y ad quem (a quien). Sólo Dios es creador 77 . No debemos olvidar que lo que se dice de Cristo en la primera estrofa del himno cristológico de la carta a los Colosenses se enmarca en la perspectiva de lo que se afirma en la segunda estrofa: la salvación escatológica que Jesús nos ha traído. Esa es la razón de que él exista como consejero en el protón, o sea, antes de la creación, la cual existe por él. Así se expresa el significado cósmico-universal de Jesús (cf. 1 Cor 8,6; también Jn 1,3; Heb 1,3; 2,10). Todo —también los seres celestiales— existe «en él». Se mencionan cuatro clases de seres celestes: «majestades y señoríos» (kyriotetes o legiones celestiales; cf. 1 Cor 8,5) y «soberanías y autoridades» (archai y exousiai), o sea, «seres supraterrenos» (cf. 1 Cor 15,24; Rom 8,38; también Ef 1,21; 3,10; 6,12) 78. Por ser Señor, Cristo está por encima de todas las potencias (además de Col 2,10.15, cf. Ef 1,21; 1 Pe 3,22). «Todas las cosas fueron creadas para él» significa que Cristo es el sentido del universo. El tiene el mundo en su mano, el universo tiene en él su consistencia (synestekenai es también un término del platonismo medio y del estoicismo que expresa la admirable unidad y cohesión del universo). El mundo se mantiene organizado gracias al Logos (cf. también Eclo 43,26; Heb 1,3). Y se da la razón de ello: kai (que aquí significa «porque»); en mi opinión, esta frase no pertenece a la segunda estrofa, sino al final de la primera, ingeniosamente modificada en la carta a los Colosenses (cf. infra). El universo tiene en él su consistencia, «porque él es la cabeza del cuerpo» (1,18, pegado a 1,17), como cabeza mantiene ligado al soma o cuerpo. Esa era precisamente la idea de la espiritualidad del Asia Menor: el Logos es la cabeza del cosmos, que es su cuerpo cósmico79. En este sincretismo de la Antigüedad tardía, la idea del cuerpo cósmico iba unida a nociones iranias m. Según estas ideas, el Dios supremo está preñado y da a luz todo el universo: de su cabeza proviene el cielo; de los pies, la tierra, etc. El cosmos como cuerpo del Logos divino y los elementos como miembros de ese cuerpo responden a una idea muy extendida en aquel tiempo (en el ambiente panteísta). Entonces estaba de moda este aforismo: «Zeus es la kephale (cabeza) del cosmos y con su fuerza está presente en todo el universo» (de un fragmento órfico). La escuela estoica sabe también que todo el cosmos está lleno de Dios y los hombres son
miembros de ese único cuerpo. Esta imagen era conocida también en el judaismo helenista81. Para Filón, lo más cercano a la morada de Dios es el mundo supraterreno, celestial, soma tou Logou o cuerpo del Logos, el cual es su cabeza: su principio vital u . El himno cristiano se inspira en esos cantos al Logos: «El (Cristo) es también la cabeza del cuerpo». En un ambiente helenista, esto significaría que él da vida y consistencia al cosmos83. Pero la carta a los Colosenses corrige drásticamente la idea de aquella cultura. La idea básica es que sólo en Cristo está la salvación y el principio de vida (relación caput-corpus). La corrección que introduce la carta a los Colosenses es: entiendo por «cuerpo» la Iglesia. Por tanto, no el cosmos. Esto cambia toda la perspectiva del sustrato cultural y religioso de la época (e incluso quizá del himno cristológico citado en la carta). El trasfondo cósmico es corregido en términos histórico-salvíficos y eclesiológicos. De hecho, Cristo ejerce ya su soberanía universal (para Pablo esto era un acontecimiento escatológico futuro), pero lo hace únicamente como cabeza de la Iglesia, su cuerpo, al que proporciona vida y energía. La carta a los Colosenses afirma, pues, que el cosmos no es «cuerpo de Cristo», sino sólo la Iglesia. En otras palabras: el soma tou Christou está en un único punto del mundo, allí donde está la Iglesia M. Contrariamente a lo que muchos sostienen, la carta a los Colosenses no presenta un horizonte cósmico, sino eclesiocéntrico, si bien la Iglesia es entendida a partir de la representación del cosmos como cuerpo del Logos, el cual confiere vida y consistencia. Resultado de esta corrección es que Cristo ejerce su soberanía sobre el mundo por medio de la Iglesia, y desde ahora. Cristo es Señor del universo, «cabeza de toda soberanía y autoridad», dice expresamente Col 2,10, pero esas potencias no son su cuerpo. Y el señorío cósmico se manifiesta en que la Iglesia, mediante su predicación, anuncia a Cristo a todos los pueblos (Col 1,27-28). Para la carta a los Colosenses, la Iglesia es el lugar en que Cristo ejerce, aquí y ahora, su dominio universal: mediante la predicación de la salvación y de la reconciliación. El sentido del himno —a tenor de la función que cumple en la carta (y esto es lo que nos interesa)— se indicaba ya en 1,13-14: «Porque él nos sacó del dominio (exousia) de las tinieblas, para trasladarnos al reino (basileia) de su Hijo querido, por quien obtenemos la redención, el perdón de los pecados». Exousia (en hebreo, memsalah) significa «ámbito
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Marco Aurelio, VI, 23,2. Filón dice acerca de la sabiduría: dia hes ta hola elthen eis genesin (De fuga, 109): «Por medio de ella tuvieron existencia todas las cosas». 78 Strack-Billerbeck, III, 583. 79 Ya en Platón, Timeo, 31b; 32ac; 39e; 47c-48b. 80 Así, E. Lohse, An die Kolosser und an Philemon, op. cit., 93. 77
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81 H. Hegermann, Die Vorstellung vom Schopfungsmittler, op. cit., 58-59; 63-66; 100-101. " Filón, De somniis I, 128. " «Cabeza» no debe entenderse aquí en un sentido veterotestamentario. En el Tcnak, «cabeza» significa «jefe», «señor»; no sugiere la idea de principio vital, que es de lo que aquí se trata. «Cabeza» debe entenderse, pues, en su sentido helenista. Además, en el Antiguo Testamento «cabeza» no se opone nunca a «cuerpo». 14 Además, aquí hay una diferencia con respecto al soma de Pablo. En 1 Cor 12 V Rom 12 se habla de las relaciones recíprocas existentes entre los miembros de un mismo cuerpo, no de una relación «cabeza-cuerpo». 1 Cor 1,13 va ya más en la línea Je la carta a los Colosenses: el único cuerpo, en el que hemos sido bautizados, y el «cuerpo eucarístico».
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de poder»; la carta a los Colosenses piensa en términos más espaciales que temporales (en consonancia con el trasfondo cósmico, este carácter espacial adquirirá cada vez mayor importancia en las cartas posteriores). Estamos ante una transferencia de poderes: así como un rey puede trasladar a todo un pueblo de su lugar de residencia a otro lugar, así también Cristo ha sacado a los cristianos del ámbito «de este mundo», donde ciertos seres supraterrenales determinan con horóscopos el destino humano, y los ha trasladado a otro ámbito, a un reino (basileia) cuyo único soberano es Cristo. Pablo habla del «reino de Dios» en futuro (1 Tes 2,12; Gal 5,21; 1 Cor 6,9-10; 15,50): únicamente en 1 Cor 15,23-28 se habla del «reino de Cristo», pero se trata de una soberanía temporal y transitoria, que dura hasta que Cristo devuelva su poder al Padre; hasta entonces no comienza el reino de Dios. En la carta a los Colosenses, en cambio, Jesús ejerce su soberanía ya ahora; ya ahora «Cristo es todo en todo» (3,11). Esta concepción espacial tiene muchas consecuencias. Los cristianos, en virtud de su bautismo, no sólo mueren con Jesús, sino que resucitan con Cristo (2,12); han sido «trasladados»: moran allá arriba, en el ámbito celestial de Cristo (1,13), soma Christou. Sólo ese mundo superior está lleno de la fuerza de Cristo. Pero ese mundo es la Iglesia. La conclusión es obvia: «Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios... vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,1-4). No hay que buscar los epigeia, lo terrenal, sino los epourania, lo celestial. La carta a los Colosenses se mueve, pues, en el horizonte de la espiritualidad de Asia Menor, pero llamando a las cosas por su nombre cristiano: todo esto, una vida repleta de realidades celestes, sólo es posible en Cristo, que ha resucitado realmente y vive junto al Padre. La carta a los Colosenses se limita a afirmar este punto de la fe apostólica —nada nuevo, por tanto—, pero en un ámbito completamente distinto. Los stoicheia tou kosmou, los principios celestes que rigen este mundo, siguen existiendo, pero los cristianos no viven ya en ese mundo (2,20), sino en otra parte, «allá arriba». El autor puede mostrar así que la plenitud celeste que estos hombres buscan en la «filosofía» es concedida sólo por medio de Cristo. Procura relacionar la «fe apostólica» con la «experiencia humana» de una forma similar a como obran los modernos teólogos de la correlación. Pero profundicemos en este modelo presente en la carta a los Colosenses. De hecho, la traslación de los cristianos al mundo de arriba, en cuanto «cuerpo del Señor resucitado», tiene un contenido puramente apostólico: se trata de la apolytrosis (1,14), la redención o liberación, lo que en la carta a los Colosenses equivale al perdón de los pecados por el bautismo cristiano (1,14; cf. Ef 1,7). Pablo consideraba el pecado como una potencia, un tirano que domina al hombre (Rom 5,12), pero una potencia que ha sido vencida por la superpotencia de Jesús, por su muerte en la cruz (Rom 8,3; 2 Cor 5,21; cf. Rom 5,25). También para la carta a los Colosenses, el contenido de la salvación es perdón de los pecados y comunión de vida con Dios en Cristo; pero esto se entiende en el sentido de una derrota del poder de los seres celestes que manejan en la tierra el bien y el mal.
Y tal derrota es obra de la muerte expiatoria de Cristo. En la cita de otro fragmento se dice: «Dios os dio vida con él, perdonando todos nuestros delitos, cancelando el recibo que nos pasaban los preceptos de la ley; éste nos era contrario, pero Dios lo quitó de en medio clavándolo en la cruz. Destituyendo a las soberanías y autoridades, las ofreció en espectáculo público, después de triunfar de ellas por medio de Cristo» (2,13c-15). La muerte reconciliadora en la cruz, cuya consecuencia es el perdón de los pecados (2,13c), es explicada en 2,14-15. La culpa contraída por el pecado es interpretada con esquemas jurídico-rabínicos: el pecador se encuentra ante Dios como el deudor frente al acreedor, el cual posee el recibo de la deuda. Según el judaismo oficial, Dios no cancela el recibo si no se ofrecen en compensación buenas obras, méritos y sacrificios expiatorios 85. La comunidad cristiana proclama que, mediante la muerte expiatoria de Jesús, Dios ha cancelado el recibo y ha perdonado nuestros delitos: nadie puede demostrarnos lo contrario, pues los documentos acusatorios han sido cancelados. Los pecados, por consiguiente, han perdido su vigencia. La carta a los Colosenses recuerda aquí un dato del cristianismo primitivo: la remisión de los pecados en virtud de la muerte de Jesús en la cruz, en la que hemos sido sumergidos por el agua bautismal. Gracias a ello, el poder de los espíritus celestes ha sido derrotado: éstos son conducidos como prisioneros tras el carro triunfal en el que el soter o vencedor hace su entrada grandiosa después de la batalla: «ha ofrecido en espectáculo público» a los jefes derrotados (2,14-15). La derrota es visible para todos: en la vida de los cristianos, que nada tiene ya que ver con tales seres supraterrenos, demonios y kosmokratores. Para los cristianos no significan nada: en Cristo ya no hay motivo para temores cósmicos, el grave problema de aquel tiempo. Esta es la experiencia de gracia que proclama la carta a los Colosenses, una experiencia en la que el perdón de los pecados abre la perspectiva a una radical confianza en Dios por Cristo, mediante la cual los creyentes se convierten en hombres libres que ya no tienen por qué temer nada ni a nadie. Si la salvación está únicamente en Cristo, el cristiano está liberado de «devociones a ángeles» (2,18) y de todos los tabúes (2,21) que prohiben comer o beber esto o aquello (2,20-21). Y añade el autor: todo eso son dones buenos que Dios nos otorga (2,22). La «vida cristiana allí arriba» no está, pues, tan al margen de lo terreno como podría sugerir este modelo. En la segunda estrofa del himno cristológico (l,18b-20) se pone de manifiesto el fundamento de los predicados cósmicos que en la primera estrofa se aplican a Cristo. Cristo es arche (principio), o sea, prototokos ek ton nckron (1,18b), el primogénito de entre los muertos. También en la literainra sapiencial, la Sabiduría (y en los escritos intertestamentarios, el Logos) es llamada arche (Prov 8,23). En la carta a los Colosenses no se dice que Cristo sea arche tes ktiseos tou Theou (comienzo y principio de la creación di- Dios; cf. Ap 3,14). Es arche por ser «el primogénito de entre los muerios», el primero que ha resucitado y, por consiguiente, aparche (primicia) Snack-Billerbeck, III, 78-79.
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de la futura resurrección (cf. 1 Cor 15,20.23), «autor (archegos) de la vida» (Hch 3,15), «el primero de los muertos en resucitar» (Hch 26,23), «el primero en nacer de la muerte y el soberano de los reyes de la tierra» (Ap 1,5): una tradición del cristianismo primitivo. La carta a los Colosenses dice: «Para tener en todo la primacía» (1,18), es decir, Jesús, el Cristo, es el primero (proteuon: el que precede a todos y a todo, el que tiene prioridad absoluta) en el orden de la creación y en el de la resurrección o salvación. Ahora se aduce la razón de todo ello: «Pues Dios, la Plenitud total, quiso habitar en él» (1,19; pan to pleroma). También aquí recoge el himno cristológico una expresión típica de la espiritualidad cósmica de Asia Menor. El autor (o el himno) no retroceden ante lo que, comparado con la fe tradicional, podría calificarse de «modernismo». La idea de pleroma nada tiene que ver aquí con el gnosticismo, pues en la gnosis del siglo n no se dice que Dios sea pleroma; este término se aplica al conjunto de emanaciones procedentes de Dios, es decir, el mundo «pneumático» supremo y más próximo a Dios, un mundo separado de lo terrenal por un muro. En la gnosis cristiana posterior, Jesús es el fruto perfecto del pleroma: que desciende del mundo del pleroma como redentor para reunir de nuevo en este pleroma todo lo que primigeniamente era «pneumático». En la carta a los Colosenses, el pleroma es Dios mismo, lo cual nos sitúa ante un concepto veterotestamentario: Dios llena el cielo y la tierra (Jr 23,23; Is 6,3). Aquí se trata de un concepto corriente en la Antigüedad y procedente del sincretismo. El contexto precisa el significado exacto de esa plenitud. Pero el trasfondo de la idea se halla en la distinción entre Dios y el mundo. El Corpus Hermeticum (6,4) llama al mundo «pleroma del mal»; Dios, en cambio, «pleroma del bien», y el cosmos, que está unido íntimamente a Dios, son llamados pleroma tes zoes (Corp. Herm. 12,15), «plenitud de la vida». El sincretismo aparece en el hecho de que los mismos escritos herméticos llaman a Dios «el universo» (el todo), y tal plenitud no admite duplicados, sino que es única (ibíd., 16,3). De este modo, Dios mismo es el pleroma, porque es el Dios único que llena todas las cosas8é. Todo lo que aquí se dice viene a coincidir con la idea que en aquel tiempo se tenía comúnmente de Dios. El pleroma es Dios. Tal es también el sentido que tiene pleroma en la carta a los Colosenses. Pablo empleaba pleroma ya en sentido judío (Rom 11,12.15; 13,10; 15,29; 1 Cor 10,26). Pero el concepto teológico-cósmico pasa a ser en la carta a los Colosenses una idea cristológica y soteriológica: «Pues Dios... quisó habitar en él» (Col 1,19). Esto coincide con la antigua teología deuteronomista: Yahvé escoge su morada (versión griega de Dt 12,5.11; 14, 23; 16,2.11; 26,2; 2 Mac 14,35; también 3 Mac 2,16). La skenosis o morada no significa en absoluto plantar la propia tienda, sino «habitar en algún sitio» (por un período más o menos largo). La práctica coincidencia de las consonantes del hebreo skn y del griego skene —que se refiere efecti86
Atnphoteron henos ontos (Corp. Herm., Kolosser, op. cit., 99).
16,3). Cf. OdSl 7 (E. Lohse, An die
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vamente a una tienda— indujo a los LXX a traducir el término hebreo equivalente a «morar» por skenoun, «plantar la tienda»; en hebreo, esto ocurre sólo en casos excepcionales, como Gn 9,27; Jue 8,11 87 . En el lenguaje religioso se emplea esta palabra para expresar que Dios habita «en medio de los suyos» (Nm 5,3; 35,34), sobre todo en Israel (Ex 25,8; 29, 45-46; Ez 43,9, etc.), en el monte de Sión o en Jerusalén (Is 8,18; Jl 4, 17.21; Sal 135,21) o en el cielo, oculto por una nube (1 Re 8,12). La idea de que Dios hace habitar sólo su nombre en un lugar es más reciente. Col 1,19 (katoikein, también en 2,9) dice: Dios habita en Cristo, y ello «para por su medio reconciliar consigo el universo» (1,20). Col 2,9 precisa lo que en el himno cristológico se entiende por «habitar»: el pan to pleroma o plenitud total es la de Dios (no theiotes, sino theotes, es decir, el propio ser divino). La plenitud divina se puede encontrar sólo en Cristo, por lo que las devociones a ángeles no tienen sentido y son inútiles en cuanto camino de salvación. Col 2,9 no explica sólo qué es esa plenitud, sino también cómo habita: somatikós. Este término se emplea de muy distintas maneras. Somatikós se refiere a la verdad, a la realidad de la inhabitación de Dios en el hombre Jesús. Soma es la realidad en oposición a la apariencia o, por lo menos, a una copia de la realidad, a una realidad umbrátil: «Esto es sólo una sombra de las cosas venideras: la realidad misma (soma) se halla en Cristo», dice Col 2,17. Somatikós significa en Col 2,9, por tanto, que la plenitud de Dios habita realmente en Cristo. Esto, a su vez, está en relación con Col 1,18, donde la Iglesia es llamada soma tou Christou. En otras palabras: así como la Iglesia es el soma de Cristo, así Cristo es el soma de Dios. Por estar lleno de Dios, Cristo llena a la Iglesia. «En Cristo habita realmente la plenitud total de la divinidad» (2,9). En Col 1,20 se da por supuesto que el mundo necesita reconciliación, uunque no se aduzca el motivo. El punto de partida es que la situación existente no está en orden, algo ha fallado. Se advierte una ruptura cósmica entre el mundo superior y el inferior de la que son víctimas los hombres, como se ve en la historia humana, hecha de sentido y absurdo, de sufrimiento y culpas, en una vida sometida a la presión del destino. Los hombres quieren con frecuencia el bien, pero hacen el mal. Esto constituía un grave problema en la antigüedad. Por tanto, la reconciliación deberá consistir en un restablecimiento de esa ruptura cósmica. La argumentación de III carta a los Colosenses se propone, pues, demostrar que el universo está reconciliado por el hecho de que, en virtud de la resurrección de Cristo V de su exaltación junto a Dios, el cielo y la tierra (el hombre) están silimdos de nuevo en el orden previsto por Dios en su creación. La diastasis entre mundo inferior y mundo superior, origen de todas las desgracias, es imperada por el hecho de que la plenitud de Dios habita corporalmete en i-1 hombre terreno Jesús, que ha traído la reconciliación y ejerce su sobe"' A. R. Hulst, Skn, en ThHandWAT I I , 904-909; W. Michaelis, skene, en TliWNT V I I , 369-396; R. de Vaux, Le lieu que ]ahvé a choisi pour y établir son IIWII (Hom. L. Post, BZAW 105; Berlín 1967) 219-228.
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ranía en el mundo. También en la Iglesia, comunidad de los creyentes en Cristo, el conjunto está bajo una sola cabeza, Cristo. Así, la paz cósmica se realiza y se manifiesta ya en la Iglesia (1,2o) 88 . Porque Cristo es el mediador de la reconciliación, del ésjaton, también es el mediador del protón, de la creación. El nexo entre creación y Cristo (primera estrofa del himno) consiste en que Cristo, en cuanto redentor, es fin, sentido, eschaton de la creación. Sin embargo, el autor, siguiendo una línea paulina, añade que esto acontece por medio de la sangre derramada en la cruz, y así une la theologia gloriae (del triunfo) y la theologia crucis (mediante la pasión y la muerte) (cf. también Col 2,14-15). La paz universal queda restablecida no por medio de un drama supraterreno, sino por medio de la muerte histórica de Jesús en la cruz. Los enunciados soteriológicos de la segunda estrofa nos permiten comprender correctamente la cristología cósmica contenida en la primera estrofa. Esto se desprende de la identificación del «cuerpo de Cristo» con la Iglesia: por medio de la Iglesia, el Cristo exaltado ejerce su soberanía de paz en todo el mundo, ya que, en su calidad de cabeza, da vida a su cuerpo, la Iglesia. «La paz de Cristo» (3,15) se realiza por medio de la Iglesia y en la Iglesia. En otras palabras, la paz cósmica ya está realizada, pero de momento sólo en la comunidad eclesial, el ámbito del poder de Cristo. Hemos dicho que Col 1,13-14 muestra cómo hay que comprender en esta carta el himno cristológico. Es de notar (hecho insólito en el resto del Nuevo Testamento) que se afirma la dimensión cósmica de Cristo (su papel en la creación), pero sin más explicaciones. Todo lo cósmico se reduce a que el cristiano ya no tiene motivo para albergar temores cósmicos, observar horóscopos o seguir los dictámenes del destino (2,16-23). «El secreto de Dios es Cristo» (2,2); el Cristo anunciado por la Iglesia a todos los pueblos (cf. el contexto 1,24-2,5: el ministerio apostólico de Pablo) es la esperanza del mundo y el fundamento de la comunidad eclesial. La predicación de este misterio de Cristo descubre al mundo su futuro escatológico (1,5; cf. 1,23 y 1,27). El contenido del mensaje eclesial es «Cristo» (1,27), nuestra esperanza. A la «filosofía» de Asia Menor la carta a los Colosenses contrapone simplemente la fe apostólica, traducida a una filosofía que es la predicación del Jesús crucificado y resucitado. En Col 1,21-23, el autor señala que los cristianos de Colosas eran antes paganos, es decir, atheioi en sentido judío: no «ateos», sino personas que viven al margen del único Dios verdadero. Un motivo más para no volver, ahora que son cristianos, al sendero que ofrecen las doctrinas salvíficas no cristianas. Siguiendo la doctrina de Pablo, el autor pone de relieve que su conversión a Cristo se realizó «por la fe» (2,12; 3,3). Sin embargo, «fe» tiene aquí un significado particular: se contrapone a la experiencia «engreída» (2,18) de «plenitud» que se da en los partidarios de la philosophia, un engreimiento que no es estar llenos de Dios, sino de sí mismos (2,18): «gente que se recrea en humildades y
devociones a ángeles, que se enfrasca en sus visiones y se engríe tontamente con las ideas de su amor propio» 89. El autor critica la experiencia extática de una especie de «visión» del orden oculto del universo, que se daría cuando el iniciado (en esa filosofía de la vida) se despoja de sus antiguas vestiduras y se pone las nuevas. Col 2,23 añade: «Esto tiene fama de sabiduría por sus voluntarias devociones, humildades y severidad con el cuerpo», pero nada tiene que ver con la time, con el honor; no es plenitud del Espíritu, sino narcisismo y amor propio (time significa en los círculos mistéricos elección y divinización). En la «filosofía de la vida» (o religión) practicada en Colosas tenía gran importancia la experiencia de un estado de felicidad. Pero, según la carta, quien no está en Cristo como cabeza (2,19) no puede ser llenado, ya que la vida va de la cabeza al cuerpo, y sólo en Cristo se encuentra somatikds (corporalmente) la plenitud de Dios (2,9). Son cristianos quienes «han obtenido su plenitud en él» (2,10). De ahí que el misterio salvífico de Dios sea Christos en hymin, Cristo en vosotros (1,27), es decir, el Cristo predicado a las naciones y aceptado por los cristianos en la fe (cf. 2 Cor 1,19: ho en hymin dia hemon kerychtheis, «el Cristo que os hemos predicado nosotros»). «El misterio de Dios, Cristo» (2,2), no es una experiencia placentera de carácter subjetivo, sino una fe en el Cristo predicado. El Nuevo Testamento muestra cierta reserva frente a experiencias místicas no sometidas a la crítica de la fe apostólica. También Pablo se muestra orí tico frente a tales experiencias.
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88
Sobre el tema de la «reconciliación cósmica», cf. Ascls 11,23; Strack-Billerbeck, I, 420. En la gnosis es impensable una reconciliación entre el cielo y la tierra.
3.
La carta a los Colosenses y Pablo
La carta a los Colosenses es claramente una actualización de la visón cristiana de Pablo dentro del horizonte experiencial y hermenéutico de Asia Menor. Existen puntos esenciales de contacto con Pablo: «Para nosotros no hay más que un Dios, el Padre, de quien procede el universo y a quien estamos destinados nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien existe el universo y por quien existimos nosotros» (1 Cor 8,6); o bien: «¿Quién podrá privarnos de ese amor de Cristo?... ni muerte ni vida, ni ángeles ni soberanías... ni alturas, ni abismos, ni ninguna otra criatura podrá privarnos de ese amor de Dios presente en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,11-39). La carta a los Colosenses dice en definitiva lo mismo. Pero el uutor tiene nuevos puntos de vista. Dios habita en Cristo realmente como si se tratara de su propio cuerpo (Col 2,9). Cristo es la cabeza de toda soberanía y autoridad (2,10) no sólo en un sentido apocalíptico y escatolónico, sino desde ahora. Pablo no conoce esta soberanía actual (1,15-20; 2,9-10; 3,1-2; 3,11), si bien las diferencias son más aparentes que reales, lin efecto, en la carta a los Colosenses, Cristo ejerce esta soberanía actual como cabeza de la Iglesia, de su cuerpo (1,24), es decir, a través de la " El texto de Colosenses es muy oscuro (quizá está corrompido). En mi opinión, lu i inducción de Lohse es la que mejor refleja la filosofía de la vida que se combate 'ii In carta. Cf. E. Lohse, An die Kolosser, op. cit., 168 y 173-178.
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misión universal de la Iglesia (un elemento paulino). Su cuerpo no son las potencias angélicas, que también le están sometidas. Cristo gobierna —en este mundo— allí donde se reúnen los consagrados en Cristo (1,2), unidos por el amor, que es el «cinturón perfecto» (3,14). La predicación del evangelio (1,5.23.27) «a toda criatura bajo el cielo» (1,23; cf. 1,26-27; 4,3-4) se refiere a la dimensión cósmica, es decir, universal, de la salvación en Jesús. Queda intacta la esperanza en un acontecimiento futuro; no desaparece la tensión escatológica, sino que constituye el núcleo de lo que se llama «evangelio» (1,5; 1,23; 1,27). No obstante, la mirada hacia adelante es, más que en Pablo, una mirada hacia lo alto, con una dimensión más espacial: allá arriba está ya reservada la heredad (1,5). La fides quae creditur, el contenido de la fe (cf. 2,7 y 1,23), adquiere más relieve que la fides qua. Para Pablo, la esperanza se fundamenta en la fe (Rom 4,18); en la carta a los Colosenses, la esperanza es el contenido del evangelio predicado por el mundo. También el bautismo adquiere un nuevo significado. Para Pablo, el bautismo cristiano es un morir con Cristo, sobre todo un morir al pecado, una prenda del Pneuma y, por tanto, motivo de esperanza en la resurrección futura con Cristo (Rom 6,1-11). En la carta a los Colosenses, el bautismo no es sólo un morir con Cristo, sino sobre todo un resucitar con él (Col 2,12 y 3,1, si bien esta carta aún no afirma lo que se dirá en la carta a los Efesios: ya ahora estamos sentados con Cristo a la derecha de Dios, Ef 2, 6). Sólo esperamos todavía que se manifieste lo que ya somos, pero que está oculto en Dios (Col 3,3). La carta a los Colosenses acepta, en la medida de lo posible, la filosofía de la vida que ella misma critica, pero sólo para mostrar que la plenitud celeste de vida sólo se halla en Cristo, el resucitado. Pablo orienta sus exhortaciones éticas hacia la futura resurrección, si bien sobre la base del bautismo; en cambio, la carta a los Colosenses acentúa la realidad actual. «Si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba» (3,1). Ya no se habla de la doctrina de Pablo sobre la justificación en cuanto tal. La carta a los Colosenses es un paulinismo en unas circunstancias distintas, una teología que quiere actualizar a Pablo, lo cual implica sin duda muchos riesgos, como también los implicaba la concepción de Pablo sobre la fe apostólica. El «hombre nuevo» de que el cristiano se reviste en el bautismo (Col 3,10a), creado a imagen (eikon) del Creador (3,10b) supone también una desviación con respecto a Pablo. Este hablaba de «revestirse de Cristo» (Gal 3,27; Rom 13,14); la carta a los Colosenses, de revestirse «del hombre nuevo», configurado a imagen de Dios, o sea, según Cristo. Pero la novedad de esta vida en el ámbito de Cristo, sin la tiranía de las potencias celestes, significa concretamente misericordia amorosa, bondad para con el prójimo, preocupación por los demás y no por uno mismo, inducir a los demás al buen camino, ser tolerantes (3,12): cinco virtudes que se practican sin duda en la convivencia humana de cada día. El autor añade: estar dispuestos a perdonar como Cristo, en cuyo nombre hemos sido bautizados (3,13) y, sobre todo, la ágape o amor (3, 14), pues es el syndesmos (vínculo que une partes separadas) de la perfec-
ción (genitivo final); el amor es un vínculo que lleva a la perfección. Une entre sí a los miembros de la comunidad en el único cuerpo de Cristo, produciendo así la perfección en ella. Tal es «la paz de Cristo» (3,15) que el autor desea a la comunidad (cf. Jn 14,27; 1 Tes 3,16). Esta expresión no significa propiamente una «paz del alma», ya que la paz es, por decirlo así, el medio en que vive el hombre nuevo, el cuerpo de la Iglesia, esa parte del mundo que ya ha sido reconciliada, donde reina la paz y de donde debe provenir una actividad que sea fuente de paz para el mundo (la carta a los Efesios pondrá este punto en el centro de su temática). La carta a los Colosenses es, por tanto, una nueva versión de la experiencia de salvación de Dios en Cristo —una experiencia nueva—, que, sin embargo, es la misma de la fe apostólica. Es una soteriología eclesiológica, no individualista, sino comunitaria, una cristología aplicada. Partiendo de la cristología apostólica, se desarrolla eclesialmente el tema de la gracia, de la salvación en Cristo, con un significado «cósmico», es decir, un mensaje de paz para todos los hombres.
II LA PAZ DE CRISTO ENTRE LOS PUEBLOS: LA CARTA A LOS EFESIOS
Según la carta a los Efesios, Pablo la escribe desde la cárcel. Lo cierto es que su autor es más paulinista aún que el de la carta a los Colosenses. Por otro lado, el estilo, la redundancia, incluso el fondo cultural son tan típicos de Asia Menor que la carta podría atribuirse al propio Pablo. Dice el texto que Tíquico (según Hch 20,4, natural de Asia Menor) llevará la carta (¿se trata del autor de la misma?). Los mejores manuscritos no dicen a qué comunidad se dirige la carta. Además, el autor afirma en Ef 3,1-2 no conocer a los lectores de su carta, mientras que, según Hch 19,10, Pablo estuvo durante dos años en Efeso. No se alude en la carta a circunstancias particulares de una comunidad determinada. El autor adopta una actitud impersonal frente a sus lectores. A mi juicio, la carta a los Efesios es una versión «asiática» de la carta a los Romanos. Temáticamente, el autor pretende exponer «la esperanza a que están llamados los cristianos» (1,18) sobre el trasfondo cultural de Asia Menor en la Antigüedad tardía. Probablemente, se trata de una especie de encíclica enviada a diferentes iglesias de Asia Menor. Indicio de ello es 1,1, donde originalmente no se leía «en Efeso». Podríamos suponer una fórmula similar a «a los creyentes de...», que Tíquico debería complemr con el nombre de la comunidad eclesial en que iba a ser leída la carta (Laodicea, Hierápolis, Efeso, etc.). Posiblemente, el primer «editor» de la curta la halló en Efeso y añadió «en Efeso», o bien publicó una copia en I» que ya estaba escrito «carta a los Efesios». Efeso era además la capital ile las iglesias de Asia Menor. En esa actualización del pensamiento de la carta a los Romanos, el
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autor de Ef parece conocer bien la carta a los Colosenses (no al contrario; cf. Col 1,5 con Ef 1,13-14; Col 1,23 con Ef 3,6; la cita de Is 52,7 en Ef 6,15 —cf. Ef 2,17— es secundaria con respecto a Col). Así, pues, el autor reescribe, por decirlo así, a su modo la carta a los Colosenses. (Esta relación entre Ef y Col podría explicarse también diciendo que ambas se apoyan en el mismo material, sin que se dé un conocimiento directo de Col por parte de Ef). El concepto clave de la carta a los Efesios es la eirene o paz, la cual constituye el contenido de su buena noticia, el «evangelio de la paz» (Ef 6,15), es decir, el misterio de Cristo anunciado a todos a través del ministerio apostólico, pero también a través de toda la Iglesia (5,15); paz que se consigue tras un denodado combate contra las potencias de las tinieblas (6,12-17), que para el autor son potencias misteriosas del cielo. Con el triunfo sobre esas fuerzas celestes enemigas del hombre se establece un puente entre los pueblos —judíos y no judíos— en la paz de una Iglesia constituida por judíos y paganos. La mentalidad y el talante de Asia Menor explican el estilo recargado de la carta (el de la carta a los Colosenses es, en cambio, hierático y seco). Exposiciones que ocupan catorce versículos son interrumpidas por fórmulas como «gracias a su gloriosa generosidad» (1,6), «estáis salvados por pura generosidad» (2,5b), «por el gran amor que nos tuvo» (2,4), «qué gran esperanza», «qué tesoro es la herencia», «qué extraordinaria su potencia» (1,18), «su espléndida e incomparable generosidad» (2,7), etc. En parte, este estilo se explica también por el patrimonio tradicional, confesiones de fe e himnos, procedente de modelos veterotestamentarios (sinagogales) o de los cánticos cristianos de alabanza que se recitaban con ocasión del bautismo de un catecúmeno. La insistencia en la predestinación y en la superabundancia de la gracia denota además grandes afinidades con el ambiente de Qumrán (una relación, más bien indirecta, que los exegetas han ido precisando en los últimos años). El autor escribe un griego muy bueno. Sobre todo, los tres primeros capítulos son una perla de construcción literaria, en la que no podemos detenernos. Prescindiendo de una introducción de carácter orientativo (una extensa acción de gracias en forma de himno), la carta consta de dos partes: a) una parte dogmática: «Para que comprendáis qué esperanza abre su llamamiento» (1,18), «llamados a la esperanza» (1,15-23), que se explica en Ef 1,3; b) una parte de exhortaciones éticas o parenética, fundamentada en la parte dogmática: «Vivid a la altura del llamamiento que habéis recibido» (4,1), que comprende Ef 4-6. Como hijo de su tiempo y del ambiente cultural con sus ideas universales y cósmicas, el autor ve con simpatía las concepciones de su época, si bien sólo las considera válidas y lícitas cuando se acepta en serio la responsabilidad histórica de la Iglesia. Es típica la expresión: «A Dios dé gloria la Iglesia con Cristo Jesús» (3,20-21). Si en algún sitio del Nuevo Testamento se nos ofrece la base para una teología «política», es sin lugar a dudas en la carta a los Efesios, si bien el autor no alcanzó a ver las consecuencias o implicaciones históricas de tal teología. Esto es lo que querríamos dejar claro en el análisis que sigue.
1.
Presupuestos religiosos y culturales de la carta a los Efesios
Cuando se escribió la carta a los Efesios, Jesús era ya un «trozo de cultura», una parte integrante del sincretismo de la Antigüedad tardía. En otras palabras, se habían convertido al cristianismo judíos y paganos que tenían una mentalidad sincretista. Estos aportaron todo su bagaje cultural a la Iglesia. El interrogante que subyace al intento de la carta a los Efesios es el siguiente: ¿hasta qué punto pueden los cristianos conciliar su cultura con la verdadera orientación de la fe apostólica, que aquí —como en la carta a los Colosenses— se identifica con la fe apostólico-paulina y, a través de ella, con el misterio de Jesús? Es de notar que en la carta a los Efesios encontramos un dato único fuera de los cuatro evangelios: en Ef 4, 20-21 «Jesús» es contrapuesto a «Cristo» 90 . ¿Responde este hecho a una reacción ante ciertas especulaciones cósmicas sobre Cristo o ante una concepción de Cristo plasmada al margen de Jesús de Nazaret (o, como diría Pablo, al margen de su entrega sacrificial a la muerte), según los presupuestos religiosos de la cultura de Asia Menor? (cf. infra). El problema que acucia constantemente a «la comunidad de Dios» (Ef) es el de una Iglesia que no es del mundo, pero vive en el mundo. Por tanto, hay que preguntar si la Iglesia mantiene una tensión crítica y creativa frente a ese entorno sociocultural, que es el suyo propio y que constituye la atmósfera que respiran a diario sus miembros. A diferencia de la carta a los Colosenses, la dirigida a los Efesios no es abiertamente polémica (como tampoco lo es Rom en comparación con Gal). No se habla en ella de adversarios, como en Gal y Col. Podríamos decir que la relación de Ef con Col es similar a la de Rom con Gal. La polémica se desarrolla en un tono más sereno en lo que al tema se refiere. En la carta a los Efesios no encontramos indicio alguno de devociones a ángeles (como en la carta a los Colosenses). El análisis de la misma carta nos dirá si en ella se da un distanciamiento implícito con respecto a una cristología que desemboca en una especie de entusiasmo cósmico de liberación y en una identificación con el universo, en la atmósfera de fraternidad cosmopolita que por entonces empezaba a tomar cuerpo (estimulada sobre todo por la escuela estoica y por la unidad del Imperio helenístico-romano). A mi entender, es mucho más difícil identificar el trasfondo cultural de Ef que el de Col o Gal, por ejemplo, donde encontramos referencias explícitas a las tesis de los adversarios. Aunque suponiendo que ese trasfondo sea el sincretismo de la Antigüedad tardía, éste presenta rasgos muy diversos. De ahí que las interpretaciones exegéticas difieran sensiblemente. Según H. Schlier y E. Kasemann, en la carta subyace un modelo gnóstico, mezclado con elementos estoicos de una síntesis del mundo y de una w Los exegetas han prestado poca atención a este punto. Cf., sin embargo, K. I.arsson, Christus ais Vorbild (ASNT 23; Upsala 1962) 226; K. Wegenast, Das Verstündnis der Tradition bei Paulus und in den Deutero-Paulinen (Neukirchen l%2); J. Gnilka, Der Epheserbrief, op. cit., 227-229.
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fraternidad universal. En opinión del cristólogo checo P. Pokorny, se trata dé una forma mitigada de gnosticismo, mientras que C. Colpe habla del mito del hombre primordial, un salvador que desciende de las esferas superiores para liberar a las almas sumidas en lo corporal y terrenal. J. Gnilka investiga en la dirección del «filonismo»: el Logos, cabeza del cosmos, presentado como un macrocosmos. E. Schweizer está convencido que lo que ha influido en la carta a los Efesios es el modelo del Adán escatológico; el tono triunfalista y quietista de este modelo explicaría por qué la carta acentúa tanto la necesidad de buenas obras. J. Dupont, en fin, un especialista en gnosticismo y estoicismo, ve sencillamente en la carta las especulaciones estoicas en torno al soma y al pleroma. El hecho de que sean posibles tantas interpretaciones diferentes es la mejor prueba de que nos hallamos ante un trasfondo cultural sincretista, un hervidero de ideas que se han encontrado y han ejercido una influencia mutua, pero que difícilmente son reducibles a un denominador común. De la carta a los Colosenses se desprendía que el cosmos era considerado como un anthropos (macrocosmos del microcosmos que es el hombre) y como soma o cuerpo del Logos. Esto tiene evidentemente su importancia, pero no es «filonismo» (el cual es una versión particular de ideas sincretistas). La carta a los Efesios ha podido tomar esa idea de la carta a los Colosenses. Creo que lo procedente es dilucidar los presupuestos de la carta a los Efesios partiendo del texto de la misma (y no de los conocimientos sobre las religiones de la Antigüedad, los cuales son simplemente una ayuda). Sólo así podremos saber en qué medida la mentalidad sincretista ha influido en la carta a los Efesios. Según esto, aparecen tres nociones fundamentales.
que son los primi motores del mundo astral, I, q. 53 y q. 110). Estas fuerzas celestes actuaban en la naturaleza y en la historia. La vida y la muerte estaban sujetas de algún modo al influjo de estos kosmokratores, «soberanos del universo», como se solía decir. También el Nuevo Testamento comparte esta imagen del mundo, si bien no muestra mucho interés en la minuciosa clasificación de estas jerarquías celestes (a diferencia de la literatura intertestamentaria, con sus interminables especulaciones sobre los coros angélicos). Por otro lado, en esta representación del universo no se distingue con precisión entre seres celestes buenos (ángeles) y malos (demonios), aunque se suele pensar que algunos ángeles pecaron (lo cual no aparece en el Nuevo Testamento fuera de una cita de un libro apócrifo en la carta de Judas y en la segunda de Pedro) 91 . Habitan en la atmósfera inmediata a la tierra, en las «regiones inferiores», en el espacio aéreo terreno (cf. Ef 2,2), donde habita «el genio de este mundo terrenal» (2,2), el espacio aéreo considerado en la cosmología antigua como «caótico» (la zona de las nubes, rayos y truenos y granizo), en contraposición a la eterna quietud armónica y al curso fijo de todo el mundo astral supraterreno. A pesar de este primitivo criterio geocéntrico, en esa imagen del mundo todo gira en torno al inmenso mundo estelar (según esta espiritualidad, la tierra no era el centro de la tierra; basta leer 1 Hen para ver hasta qué punto los astros eran, para estos hombres, el centro de todas las cosas, aunque se trate propiamente del hombre). Otra tradición cuenta que una parte de los ángeles caídos está cautiva en cavernas subterráneas (carta de Judas y segunda de Pedro, cf. infra). Este pluralismo está relacionado con la temática de la Antigüedad tardía, intertestamentaria, sobre el «traslado» del reino de los muertos, que antes se localizaba en el mundo subterráneo (el seol o el hades) y que ahora se sitúa en las esferas celestes superiores (la muerte se convierte así en una «ascensión del alma», en una anabasis). En opinión de otros, estos «espíritus de la atmósfera» sólo al final de los tiempos serán precipitados a las cavernas subterrráneas del infierno (cf. Le 10,18; Ap 12,9-12; 20,10). Este interés por el mundo astral (asimismo influido por la astróloga científica del Oriente) comienza a manifestarse hacia el siglo n a. C , entre otras cosas como reacción frente al «racionalismo» dominante del espíritu griego. En esta situación se fue desarrollando una actitud de simpatía hacia el Oriente: ex oriente lux. Surge entonces por todas partes una «literatura de revelación» en torno a una sabiduría suprarracional: sabiduría sibilina, hermética, órfica, judeo-apocalíptica y astrológica. Viejas ideas fragmentarias se desarrollan hasta convertirse en «filosofías de la vida», si bien los primeros escritos datables de este tipo no son anteriores a los siglos II y n i d. C. (lo cual es causa de una gran inseguridad). Para judíos y cristianos, estos espíritus eran criaturas de Dios, sometidas últimamente a él. El monoteísmo judío y cristiano no conoce un dualismo metalísico. Por tanto, la redención es posible o, al menos, no queda excluida.
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a)
Potencias espirituales celestes.
Ya en Ef 1,21-22 se afirma que Cristo, después de su resurrección de la muerte, «(fue puesto) por encima de toda soberanía, poder y dominio», tres denominaciones o clases dentro de la jerarquía de los espíritus celestes. Y nosotros acabamos de decir que el problema vital del hombre antiguo estaba condicionado por los planteamientos astrológicos o «celestes» de la época. La discordia entre los espíritus celestes y los hombres era un supuesto habitual en esta cultura, como también en el judaismo apocalíptico (Hen[et] 56,5). Esta imagen del mundo contaba con un terreno muy propicio. Como ocurre en todas las épocas, también entonces el hombre veía que no es dueño de su propio destino, de sus actos y omisiones. Queremos el bien y hacemos el mal, dice Pablo haciendo suya una idea estoica. El hombre se sentía dominado por fuerzas y poderes que no puede controlar: un hecho inherente a la condición humana que todas las épocas han intentado explicar. La Antigüedad lo explicaba recurriendo al «destino», el fatum, la heimarmene, que para algunos era una entidad indeterminada, pero para la mayoría era una realidad espiritual viva que mora en las alturas. (Todavía en el siglo x m , Tomás de Aquino dedicará toda una quaestio no sólo al fatum, S. Th. I, q. 116, sino a los ángeles,
189
"' Cf. infra, sobre la carta de Judas y la segunda de Pedro y también la síntesis (Ir Ins pp. 496s.
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La fractura que observamos en la creación de Dios tiene, pues, que ser efecto de una causa no divina. La escisión existente en nuestro mundo humano —creado por Dios y, en consecuencia, bueno, pero pecador de hecho y, por tanto, hostil a Dios— se proyecta en esta antigua mentalidad al mundo de las potencias celestes, donde parece dominar la misma mezcla de bondad y maldad. Si no hay ángeles ni demonios, el propio hombre es un demonio, lo cual le resulta inaceptable a pesar de todas sus experiencias de falta de sentido; se siente débil, pero también lleno de buena voluntad. Algo de este mecanismo psicológico funcionaba ya en aquella vieja imagen del mundo. Es de notar en especial que ni el Tenak ni el Nuevo Testamento muestran interés por estos espíritus celestes en sí mismos, sino sólo por sus relaciones con el hombre y con el mundo humano. Satanás les interesa únicamente porque es «el dios (príncipe) de este mundo» (Ef 2,2; cf. Ap 12,9-12; 20,10; Le 10,18, etc.). La idea dominante es que «el mundo entero está en poder del malo» (1 Jn 5,19). Todas las potencias celestes parecen ser aliados del diablo (Ef 1,21; 2,2). La tierra es para los cristianos el campo de batalla en el que han de resistir al poder tiránico de esas potencias celestes: «Porque la lucha nuestra... es la del cielo, contra las soberanías, contra las autoridades, contra los jefes que dominan en estas tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal» (Ef 6,12; cf. Rom 8,35-39; 2 Cor 4,4; carta a los Hebreos). Según esta concepción, pecar significa someterse a las potencias celestes (Ef 2,1-3; cf. 2 Cor 4,4). Y el perdón de los pecados mediante la muerte de Jesús en la cruz es ipso jacto un triunfo sobre las potencias del cielo. En la Antigüedad, la antropología y la ética están enmarcadas en un contexto cósmico, dominado por espíritus celestes. Por tal motivo, también la resurrección de Jesús es ipso jacto una entronización del señorío de Jesús sobre todas las potencias angélicas. No obstante, el mundo terreno sigue su curso. Por ello, las potencias celestes siguen siendo una realidad amenazadora; sobre todo, sigue existiendo la muerte, el último enemigo (cf. 1 Cor 15,24-28). En todo el Nuevo Testamento se advierte cierta inseguridad sobre si estas potencias celestes han sido sometidas o no por Cristo. Tres factores pueden ser una explicación de ello. En primer lugar, el género literario de los himnos, en los que Dios es alabado por sus prodigios realizados, como si todo se hubiera cumplido (debido a la seguridad de la esperanza; ya en Sal 97 y 98; Le 1,46-55; 1,68-69; Ap 11,17-18; Heb 1,6-14). Por otro lado, la antigua imagen del basileus o soberano: el rey domina precisamente en y por la lucha contra sus enemigos (cf. Sal 110). Luego la soberanía universal de Cristo, proclamada por la comunidad de Dios, significa que Cristo domina en y por el combate contra las fuerzas del mal, que en la Antigüedad tardía eran Satanás y sus huestes. Aunque todavía se dé una resistencia activa, Cristo ejerce su dominio. Finalmente, tiene también su importancia en este punto el «ya» y el «todavía no» de la salvación, típico del Nuevo Testamento. Lo esencial de esta imagen del mundo es que en la vida del hombre existen potencias y fuerzas que condicionan su destino de una forma que él no puede controlar. La lucha contra el mal no es sólo una lucha contra
la debilidad humana (Ef 6,12a) ni, por tanto, un simple llamamiento a la «buena voluntad»; va mucho más lejos (6,12b). Existe un nexo esencial entre la redención por medio de Cristo y la liberación frente a las potencas (celestes) enemigas del hombre.
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b)
Mitos de redención en la carta a los Efesios.
Cuando la carta a los Efesios habla sobre la redención cristiana, parece claramente influida por dos caminos de salvación aceptados en el mundo antiguo. a)
La brecha abierta en el muro.
Los griegos habían afirmado, varios siglos antes de Cristo, que el potemos, guerra, hostilidad y discordia, es «la ley de las cosas» (presocráticos). A partir de esta experiencia, surgieron mitos de redención: los hombres intentaban precisar e identificar en tal experiencia de contraste qué es lo que está debilitado y herido en el hombre. Estas experiencias presuponen al menos la conciencia implícita de una perspectiva de sentido, la cual, por lo demás, se hace explícita en las experiencias originarias de sentido y felicidad. Todo esto conduce a la expectación proyectiva de un sentido global que también se intenta identificar. Y estas identificaciones interpretativas son las que dan lugar a los mitos de redención. ¿Con qué mito polemiza la carta a los Efesios? En Ef 2,14-17, por muy cristianas que sean su inspiración e interpretación, subyace una tradición que tenía una orientación distinta. En el contexto de la carta a los Efesios se expresa la idea de que en la Iglesia, comunidad de Dios, el cristianismo aparece como una realidad nueva: unión de judíos y paganos. La Iglesia es el espacio en que se repara la ruptura entre los pueblos y donde éstos son reconciliados. Tal es la soteriología peculiar de la carta a los Efesios. Pero la terminología empleada en ella deja entrever otro mito distinto. Así lo confirma Ef 4,8-9, donde se habla de una reconciliación basada en el hecho de que un mediador divino repara la ruptura existente entre el mundo superior y el inferior mediante un acto de «descenso» y «ascenso», mediante un recorrido por los mundos supraterrenos, terrenos y abismales, para retornar después a los epourania o esferas celestes. Este modelo de redención estaba muy extendido en aquel tiempo. Pero pensemos ante todo en la tradición de Israel (influida siempre por Canaán). «Ascenso» y «descenso» (lalah, «subir», y yarad, «bajar») K tienen en el Tenak un significado teológico cuando se habla de Yahvé, de i|iiien se supone que mora en las alturas. La manifestación misericordiosa ile Yahvé entre los hombres es, por tanto, un «descenso» (katabasis) y un «ascenso» (anabasis), lo cual no constituye propiamente un antropomorfismo, sino una expresión de la trascendencia de Yahvé. Yahvé visita a su -2 G. Wehmeier,
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pueblo, «desciende» para liberarlo (Ex 3,8; Is 31,4; 63,19; Sal 144,5-8) o para castigarlo (Gn 17,7; Miq 1,3). A este respecto son de particular interés los salmos sobre «Yahvé rey» (sobre todo Sal 47; 68; 97). En ellos se dice que Yahvé sube a los cielos y es entronizado como soberano universal (Sal 47,3 con 47,6; 47,10 y 97,9). En Sal 68,19, Yahvé, en su subida al cielo, lleva consigo a prisioneros que le ofrecen dones como tributo: se trata de la soberanía universal de Dios (Ef 4,8-9 cita precisamente este salmo). Ascenso al cielo y soberanía universal de Dios son términos coincidentes. En consecuencia, Dios es llamado 'elyon, Altísimo, por encima de los demás dioses (los cuales se convertirán más tarde en "elohim o ángeles; Sal 97,9) y de quienes ostentan el poder político y militar en la tierra (Sal 47,10). En cuanto "elyon, Dios es soberano universal (por ejemplo, Sal 7,18; 9,3; 50,14; 92,2) al que hay que alabar debido a su majestad. Este antiguo nombre de Yahvé es muy usado en la época anterior a Cristo y en toda la literatura intertestamentaria: «el Altísimo» con «su reino eterno» (Dn 4,12.22.29; 5,18; 7,18-27), la soberanía universal de Yahvé. ¿Y qué más obvio que presentar la fe cristiana en un Dios que ha visitado en Jesús a Israel siguiendo el modelo de la anabasis-katabasis de Yahvé y relacionar la resurrección de Jesús con los salmos sobre «Yahvé rey»: la entronización de Cristo como soberano universal por haber triunfado sobre todas las potencias celestes? Es verdad que este motivo procede del antiguo Canaán, aunque haya sido yahveizado; pero el cristianismo judío podía recurrir a su propio arsenal para desarrollar este modelo de katabasis-anabasis. Esto tiene, sin duda, un importante papel en la carta a los Efesios. Se trata de un motivo judío fácilmente vinculable a mitos extrajudíos. Así, en el libro de Henoc etiópico (14,9), «el salvador» choca, en su recorrido por los cielos, con un muro de cristal que separa el mundo celeste del terrenal. También en el Testamento de Leví (2,7) y en el Apocalipsis de Baruc (2,1-2) se habla de una barrera cósmica. En su ascensión, este salvador y héroe abre una brecha en el muro. Esto no es propiamente gnosis, aunque la gnosis posterior empleará estas categorías para presentar su concepción global de la vida. En el judaismo helenista, la ruptura entre los dos mundos se convirtió en un tema frecuente (Hen[et] 56,5). En la gnosis, además, no se conoce una reconciliación entre ambas partes del mundo, pero sí una redención. Sólo en el Corpus Hertneticum se llama al mundo terrenal «pleroma del mal» y a Dios «plenitud del bien» (Corp. Herm. 12,15). Esta reconciliación cósmica consiste en que un héroe celeste reconcilia las dos partes del mundo divididas por una barrera infranqueable, haciendo de ambas un «solo hombre», el único gran macrocosmos. Es un drama cósmico que tiene lugar en las esferas superiores y que aporta a los hombres salvación y redención. Ideas análogas circulaban por toda el área mediterránea. El autor debió de tener noticia de ellas, como se deduce de la terminología empleada («muro divisorio», un «solo hombre»), pero ya no se trata de un drama mítico, sino del acontecimiento histórico de la cruz (cf. infra).
0)
Todo es uno: patita hen.
Los estoicos propagaban por entonces con gran éxito un camino de redención completamente distinto. No negaban la necesidad de redención, pero tampoco la veían como un acontecimiento mítico. Todo está reconciliado y unificado desde la eternidad. Existe en el mundo una armonía oculta, en la que cada cosa tiene su sitio y que va en beneficio del conjunto total. El Logos penetra todos los seres, da vida y regularidad a todos y coloca a cada uno en su puesto. Es eliminado todo el mundo angélico; no hay nada supraterreno. Lo supraterreno es el alma de todo lo que vive. El principio vital unificador de todas las cosas es trascendente y, al mismo tiempo, inmanente. Los estoicos «toleran» los numerosos «espíritus» del pensamiento popular, pero no les conceden ninguna importancia. Dios es todo, pero está, en cierto sentido, por encima de todo. Es el Padre de todos los seres. Todo el cosmos es un cuerpo animado por un Pneuma o Logos. «Todas las cosas son uno». Debemos llegar a ese conocimiento más profundo para poder contemplar la armonía y alcanzar la redención. La redención consiste, según esto, en la liberación de uno mismo a través del conocimiento. Sin duda, tras la terminología de Ef 4,5-6 hay una idea estoica (reinterpretada cristianamente): «Esforzaos por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu... un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, entre todos y en todos». La terminología del panta hen aparece aquí en la versión que le había dado el judaismo griego de la época: «un solo Dios, un solo templo, una sola ley, un solo pueblo». La fórmula de Ef 4,5-6 denota influencias del helenismo y del judaismo, pero conserva su propio carácter cristiano, tanto en sentido exclusivo como inclusivo: para la carta a los Efesios, Dios es el Padre de todo, no simplemente origen común de todas las religiones, las cuales expresan en una forma mítica y bajo los más diversos nombres divinos lo que los estoicos designan con la expresión «un solo Dios y Padre de todo». Dios no está ligado a un solo país o pueblo, sino que es «el Padre del universo y está sobre todo» (Ef 4,6; cf. 1,10.23; 3,9-10.15). Aunque este fondo cultural explica la insistencia de la carta a los Efesios en la unidad, la paz y la fraternidad universal, no se trata de una unidad o una paz basadas en el Logos cósmico que anima todas las cosas, ni de una unidad basada en un soberano romano universal, ni de una unidad basada en un mito de redención, sino de una unidad basada en la muerte histórica de Jesús en la cruz y en su exaltación junto al «Padre de todos». 2.
La paz cristiana
¿Qué se entiende en Ef 1,10 por «hacer la unidad del universo por medio de Cristo», que para el autor es el contenido del misterio o designio divino? El sentido de esta frase se explica en 2,1-21. Para la carta a los 13
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Efesios está en primer plano un hecho histórico: la escisión entre los pueblos: judíos y no judíos. Los paganos estaban excluidos de la promesa hecha a Abrahán en beneficio de Israel; por tanto, estaban alejados de Dios, eran atheoi (4,8; cf. Col 1,21). No tenían acceso al Dios verdadero; la prueba más clara era que no podían acercarse al sancta sanctorum del templo. La Tora era un muro divisorio entre los pueblos. Esto no responde a una interpretación cristiana, sino que es un enunciado del propio judaismo93. La ley era un distintivo de los judíos, los separaba de los paganos. La ley judía constituía así un obstáculo para la paz entre los pueblos. Así se consideraban los judíos y así eran considerados por los paganos. Cuando, en el mundo de la Antigüedad tardía, la philanthropia estoica o amistad universal tendía a convertirse en una especie de solidaridad internacional, la actitud aislacionista de los judíos suscitaba una reacción antijudía casi general (ya en el propio libro de Ester). La carta a los Efesios comparte la convicción de que la ley judía es la causa de la discordia y hostilidad existentes en los dos grupos humanos (2,14-15). La carta subraya además que la ley impide a los mismos judíos el acceso a Dios: según la ley, también ellos son pecadores. La ley, en cuanto muro divisorio, adquiere una expresión simbólica en el templo de Jerusalén, donde una pesada cortina delimitaba los lugares en que no podían penetrar los no judíos bajo pena de muerte (cf. la acusación contra Pablo: Hch 21,28-29; 24,6). Precisamente por eso, los paganos eran atheoi (Ef 2,22), estaban excluidos de la comunión con el Dios de Israel (2, 12-13). «Ahora, en cambio, gracias a Cristo Jesús, vosotros, los que antes estabais lejos, estáis cerca por la sangre de Cristo» (2,13). El autor se sitúa en el punto de vista judío y alude a Is 57,19: «Paz al lejano, paz al cercano, dice el Señor». «Cercanos» son los que poseen los plenos derechos de un israelita; «lejanos», los paganos y los pecadores públicos judíos (por ejemplo, los recaudadores). «Acercar» pasó a ser un término técnico, procedente del proselitismo judío, para expresar la aceptación de un individuo como miembro privilegiado de la comunidad judía (aceptación que implicaba la circuncisión). En la carta a los Efesios, este término se aplica al bautismo cristiano. Gracias a la muerte de Jesús, los paganos obtienen el acceso al Dios de Israel, al único Dios verdadero (cf. 2,1-3). Por tal motivo, «Cristo es nuestra paz» (2,14), el que trae la paz escatológica anunciada en Is 57,19; 52,7; Zac 9,10 y Miq 5,4. Los extranjeros (xenoi) y residentes (paroikoi) se convierten en «conciudadanos» (Ef 2,19). También éstos son términos jurídicos judíos. Los rabinos aplicaban las leyes prescritas en el Tenak para los emigrantes (Lv 19,33-34) a los prosélitos religiosos. Los emigrantes residentes (paroikoi) obtenían parcialmente los derechos civiles de los judíos. En el Nuevo Testamento reciben por el bautismo plenos derechos de ciudadanía. El templo, muro divisorio entre judíos y no judíos, era un símbolo terreno de la morada celestial. Desde el punto de vista arquitectónico, mediante la representación del firmamento en la cortina (cf. infra, sobre
la carta a los Hebreos), el templo reproducía «a modo de sombras» la estructura del universo. Así, la imagen judía del muro divisorio podía contemplarse en el templo sobre un trasfondo cósmico: un muro cósmico que separaba la morada celeste de Dios, con su corte celestial, del mundo humano. Ambas figuras son complementarias y correlativas. Nadie puede por sí mismo ascender de la tierra a lo alto. La fractura cósmica es, en definitiva, la «diástasis» que existe entre el Dios trascendente e inaccesible y la criatura pecadora, simbolizada en la tierra por el pueblo de Dios, Israel, con su sancta sanctorum, que ningún no judío podía traspasar; el judío, solamente representado por el sumo sacerdote. (La carta a los Hebreos analiza más detalladamente este tema). El divorcio existente entre judíos y no judíos en la tierra es símbolo de la trascendencia sagrada de Dios sobre las criaturas. Cristo ha destruido los dos muros divisorios y ha fundado la paz universal: ha reunido (en la Iglesia) los dos pueblos (judíos y no judíos), y de este modo, unidos, les concede el acceso a Dios: «Porque él es nuestra paz: él, que de los dos pueblos hizo uno y derribó la barrera divisoria, la hostilidad, aboliendo en su vida mortal la ley de los minuciosos preceptos: así, con los dos, creó en sí mismo una humanidad nueva, estableciendo la paz, y a ambos, hechos un solo cuerpo, los reconcilió con Dios por medio de la cruz, matando en sí mismo la hostilidad. Por eso, su venida anunció la paz..., pues gracias a él unos y otros, por un mismo Espíritu, tenemos acceso al Padre» (Ef 2,14-18). El texto, de factura hímnica, está lleno de alusiones a la literatura del Antiguo Testamento y del primer judaismo. Ef 2,17-18 relaciona Is 57,19 con 52,7: tras la adquisición de la paz, ésta tiene que ser «anunciada»; en otras palabras, el ministerio o anuncio de la reconciliación es parte esencial de la reconciliación (cf. 1 Cor 5,17-21) **. Si podemos decir que la carta tiene como trasfondo un «mito cósmico», poco ha quedado de él: lo que interesa al autor es el hecho de la pacificación entre los hombres y con Dios; en la carta, la Iglesia es la nueva humanidad en la que ya no hay enemistad alguna —todos forman entre sí un solo cuerpo (1,23)—. La carta a los Efesios es un «evangelio de paz» (6,15), por el que se anuncia a los paganos «la inimaginable riqueza de Cristo» (3,8). Y el autor dice que Dios lo ha dispuesto todo de tal forma que «desde el cielo, por medio de la Iglesia, se dan a conocer a las soberanías y autoridades las múltiples formas de la sabiduría de Dios» (3,10). El modelo cósmico está sin duda presente, pero la carta a los Efesios piensa históricamente: el anuncio del «bautismo del |>erdón de los pecados» y de la «nueva vida» muestra claramente a las fuerzas del mal que los hombres pueden ahora evitar el pecado, es decir, la esclavitud de las fuerzas del mal, y tener libre acceso a Dios (3,12; cf. 3,4). La reconciliación entre todos los hombres es libre acceso a Dios (2,18 y 3,12). Evidentemente, de acuerdo con este razonamiento, los espíritus malos quieren impedir que los hombres de la tierra tengan acceso a Dios: idea que tenía un papel importante ya en la representación de la
93
Strack-Bilkrbeck, III, 588-591; Josefo, Contra Apionem, 1,11.
195
" Cf. Sab 9,8; TestLev 5,1-2; ApBar(sir) 4,3-6; 4 Esd 7,26; 8,52; 13,36; TestDan 5,12. También, Gal 4,26; Ap 3,12; 22,10; SalSl 17,25.
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LA PAZ DE CRISTO ENTRE LOS PUEBLOS
serpiente del libro del Génesis. Al hombre se le prohibió, como castigo de su pecado, el libre acceso al Edén, donde podía pasear libremente con Dios por el jardín. Los querubines vigilan la entrada, al igual que vigilan el arca de la alianza y el sancta sanctorum del templo. Una serie de ideas antiguas, junto con otras nuevas derivadas de ellas, estaban vivas en el judaismo helenista, el cual había podido conocer en este núcleo del sincretismo otros mitos distintos. La carta a los Efesios «desmitifica» todo esto, pues el autor dice sobriamente que lo único que nos impide el acceso a Dios es nuestra pecaminosidad. Sin embargo, tal pecaminosidad está sujeta al viejo dominio de los malos espíritus (2,1-3). Pero el marco cósmico, religioso y cultural, no desaparece por completo. «Por eso dice la Escritura: Subió a lo alto llevando cautivos, dio dones a los hombres. Ese 'subió' supone necesariamente que había bajado antes a lo profundo de la tierra; y fue el mismo que bajó quien subió por encima de los cielos para llenar el universo» (4,8-9). Tanto Ef 2,14-16 como 4,8-9 reflejan un modelo cósmico de redención, al que se enfrenta evidentemente la carta. Sin embargo, el autor interpreta ese modelo en términos radicalmente nuevos (suponiendo que se trate de un modelo no israelita o no judío). En Ef 4,8-9 aparece claramente el esquema del «ascenso-descenso»: un modelo israelita y judío que, ni por su antigüedad ni por su forma, se ha desarrollado totalmente en su propio terreno. La idea es que la salvación universal debe llenar todas las cosas. Pero esta gente piensa también en términos espaciales, cósmicos: el universo abarca lo supraterreno, lo terreno y lo infraterreno. Por tanto, un salvador universal tiene que recorrer todos esos lugares y «llenarlos» con su llegada (el autor no habla del mundo subterráneo, pues para él la zona más profunda es nuestra tierra). Pero, a pesar de todas estas imágenes, lo que en definitiva afirma la carta a los Efesios es que la salvación universal se nos ha dado «con su sangre» (1,7), mediante su muerte en cruz; y su paso triunfal por las diversas esferas del universo significa en concreto el perdón de los pecados (1,7). Esto es puro paulinismo trasplantado al contexto de la Antigüedad tardía y de Asia Menor. El elemento cósmico de la carta a los Efesios consiste en que el pecado es considerado como una vida (libremente aceptada) bajo el dominio del diablo (2,1), mientras que la decisión salvífica de Dios es la anakephalaiosis o reunificación de todas las cosas (ta panta) por medio de Cristo (1,10). ¿Qué es esta anakephalaiosis, que constituye el núcleo de la carta? El término griego no tiene nada que ver con «poner bajo una cabeza» o, dicho de otro modo, con kephale (cabeza, jefe), sino con kephalaion, repetición o recapitulación, en el sentido de síntesis concisa y reiterativa (cf. también Rom 13,9; Heb 8,1). El término viene de la gramática griega; el gramático Quintiliano escribe: «Rerum repetitio et congregado, quae graece anakephalaiosis dicitur...» 95; anakephalaiosis o recapitulación es recomponer las partes que estaban dispersas. Esto concuerda perfectamente con el núcleo de la carta a los Efesios, es decir, con 2,14-16. No se trata de «poner todo bajo una sola ca-
beza (kephale), Cristo» (aunque esto sea verdad desde un punto de vista material), sino de que Cristo «reúne» todas las cosas, establece la paz. Dado que la carta a los Efesios habla de Cristo como kephale, cabeza (1,22), algunos exegetas, a pesar de la gramática griega, creen que el autor entiende por anakephalaiosis «poner todo bajo una cabeza» (como dicen muchas traducciones de la Biblia), lo cual no responde, en mi opinión, al conjunto de la carta 96 . Ef 1,22 dice: «Todo lo sometió bajo sus pies», Cristo es el Señor de todas las cosas (cita de Sal 8,6: la exaltación de Jesús sobre todas las cosas). Pero en ningún caso se dice en la carta que Cristo sea también kephale, cabeza de todo. La carta a los Efesios se opone precisamente (a diferencia de la carta a los Colosenses) a ello: «Dios lo hizo, por encima de todo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo» (1,22; también 4,15b y 5,23). En la carta a los Colosenses Cristo es la «cabeza de todas las cosas» porque es cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Así, pues, la carta a los Efesios mantiene también la función de Cristo como cabeza de la Iglesia, y sólo de la Iglesia (la carta a los Colosenses es incongruente en este punto). De lo contrario, dentro de este mismo contexto habría que admitir un doble sentido de la palabra «cabeza»: cabeza de todas las cosas (posición de la carta a los Colosenses) lo es sólo en cuanto Kyrios, Señor, al que están sometidas todas las cosas (lo cual es de hecho una idea veterotestamentaria: gr. Jue 10,18; 11,8.9.11; Is 7, 8-9); en cambio, «cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo» tiene un significado helenista, estoico: el principio unificador que llena todo con su vida y energía. En mi opinión, la idea de Christus, caput omnium, cabeza de todas las cosas, es ajena al espíritu de la carta a los Efesios, y el autor de ésta —si conoce la dirigida a los Colosenses— corrige aquí Col 2,10. La carta a los Efesios es, pues, más paulina que la carta a los Colosenses. Porque Cristo ha resucitado y ha sido exaltado al cielo, es el Señor universal de todas las cosas: «exaltado por encima de las potencias celestes» y «de todo título reconocido no sólo en esta edad, sino también en la futura» (1,21). Pero cabeza lo es sólo de la Iglesia, porque esto significa perdón de los pecados y vida. En la medida en que se da perdón de los pecados y vida nueva en el Espíritu, las potencias espirituales están también sometidas en esa misma medida a Cristo, dentro de la comunidad eclesial. Por tal motivo, el perdón de los pecados implica asimismo una lucha constante contra las fuerzas del mal (6,12). La visión, sobria y nada «cósmica», de la carta H los Efesios consiste en que las potencias están sometidas a Cristo en la medida en que los hombres dejan de pecar. En esta visión, instrumento de salvación lo es únicamente la Iglesia, no el mundo. «No dejéis resquicio ni diablo» (4,27). Anakephalaiosis significa, pues, en mi opinión, reunir, pacificar (lo cual, además, responde mejor al espíritu de la lengua griega).
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Quintiliano, 6,1.
u La Bible de Jérusalem traduce: «ramener toutes les choses sous un seul chej, Ir Christ», con la ambigüedad inherente al francés chej. La New Bible traduce, en mi opinión, correctamente: «that the universe, all in heaven and on earth, might be lnniiífhr into a untty in Christ».
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El propósito de toda la carta, incluido 1,10, es afirmar que Cristo es el pacificador universal. Con ello no se niega el aspecto cósmico de tal pacificación, pero se sitúa en un marco eclesiológico: por medio de la muerte de Jesús y de su resurrección, todos los hombres, sin distinción, tienen ahora la posibilidad de obtener el perdón de los pecados y el acceso a Dios. Ahora ya es posible una «vida consagrada». El poder del pecado —los «espíritus malignos»— ha sido ya derrotado y sometido a Cristo. Esto confiere a la Iglesia de Dios un cometido cósmico, es decir, universal. A excepción de esos «espíritus malignos», no encontramos en la carta a los Efesios ningún elemento «cósmico»: menos aún que en Pablo, para quien toda la creación material gime en espera de que se manifieste la redención definitiva del hombre. Otra variante de Efesios con respecto a Colosenses, análoga a la que acabamos de ver (el cuerpo de Cristo no es el cosmos, sino únicamente la Iglesia), es la relativa al concepto de kephale o cabeza: Cristo no es cabeza, de la Iglesia y además cabeza del universo (así opina, entre otros muchos, Gnilka); en la carta a los Efesios todo está sometido a Cristo, pero Jesús es cabeza únicamente de la Iglesia. Su resurrección es presencia entre nosotros, pero tal presencia es la comunidad de Dios, no una especie de omnipresencia cósmica. En la carta a los Efesios, Cristo es Kyrios, Señor de «ta panta», y kephale, cabeza de la Iglesia. Precisamente porque soma, cuerpo (y, por tanto, también su pleroma, plenitud) está reservado a la Iglesia, para la carta a los Efesios Cristo no es un «caput mundi», un soberano del mundo, a no ser por medio de la obra de pacificación que lleva a cabo la Iglesia97. Es de notar además que la carta a los Efesios elude el empleo del título «Hijo de Dios»; sólo lo emplea una vez (4,13) y quizá contra una cristología cósmica en la que el mundo es llamado cuerpo del «Hijo de Dios». En mi opinión, es un hecho evidente que se da una transformación eclesial del concepto cósmico, típico de la Antigüedad tardía, según el cual el cosmos es «cuerpo del Logos» (ya desde Col; cf. Ef 1,23; 5,23); el autor saca una serie de consecuencias válidas también para el concepto de kephale (que Col no había tenido en cuenta). La carta a los Efesios no conoce, o al menos no emplea, predicados de Cristo relacionados con la creación. Pero sí emplea expresiones de carácter cósmico: anchura y largura, altura y profundidad (3,18), las cuatro dimensiones de todo posible objeto, cosa o ser viviente, del universo. Esta terminología proviene probablemente, de manera directa o indirecta, de la escuela estoica, pero nuestro autor alude con ella al amor (y conocimiento) universal de Cristo (3,19).
Cristo, como cabeza de su Iglesia, es llamado «redentor de la Iglesia» (5,23b). «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella: quiso así consagrarla con su palabra, lavándola en el baño del agua, para prepararse una Iglesia radiante» (5,25-27). Aquí luego la imagen varía: «Somos miembros de su cuerpo» (5,30). ¿Miembros de la Iglesia, del Señor? ¿O miembros de su cuerpo glorificado en cuanto miembros de la Iglesia? Ambas imágenes parecen confundirse: Iglesia y cuerpo de Cristo son «una sola carne», como el hombre y la mujer en el Génesis (Gn 5,31-32). De hecho, según afirma la carta a los Efesios, en Gn 2,24 se alude ya a la relación entre Cristo y su Iglesia, a su íntima unión. Por tal motivo, la carta a los Efesios introduce el concepto de pleroma, conocido ya por la carta a los Colosenses, donde es la plenitud de Dios que habita en Cristo. Pero la carta a los Efesios adopta de nuevo una perspectiva eclesial: en cuanto cuerpo, la Iglesia misma es pleroma Christou (1,23; 3,19; 4,13; 5,18). Si la carta a los Colosenses se mueve en un plano cristológico y cristocéntrico (Cristo es el pleroma de Dios), la carta a los Efesios —sobre la base de aquélla— se mueve en un plano eclesiológico; el autor actualiza la carta a los Colosenses en sentido eclesiológico: la Iglesia es el pleroma de Cristo. El punto de partida de esta interpretación es Col 1,19 y 2,9-10: Cristo es la plenitud de Dios y los cristianos «han obtenido por él esa plenitud» (Col 2,10). En cuanto al contenido, la carta a los Colosenses conoce ya la idea de la Iglesia como pleroma Christou, pero alude a ella sólo de pasada. La carta a los Efesios desarrolla en sentido eclesiológico el contenido soteriológico de la carta a los Colosenses (estamos llenos de la plenitud de Cristo). La Iglesia, plenitud de Cristo, es el espacio llenado por el poder vivificante de Cristo, el espacio en que se encuentran los creyentes. El pleroma explica así la función de Cristo como cabeza en relación con la Iglesia, su cuerpo. La carta a los Efesios habla indistintamente de «plenitud de. Dios» (en Cristo) y de «plenitud de Cristo» (en la Iglesia). Por ello, la Iglesia de la carta a los Efesios se encuentra ya «en los cielos», en la morada celeste (cf. 2,6). Para esta carta es el pleroma lo que para Pablo es el Pneuma o Espíritu. Aunque Cristo «ha llenado el universo» (4,10), únicamente la Iglesia es su soma y pleroma, el campo de acción de Cristo, donde Dios actúa en Cristo en el mundo. Para la carta a los Efesios, la Iglesia no es un espacio cerrado; Cristo se sirve de ella como de medio para llenar el universo. En la carta a los Efesios se trata de un proceso histórico en el que la Iglesia hace de mediadora de la salvación y de la paz para el mundo. Nos encontramos, en definitiva, ante el concepto moderno de la Iglesia como sacramentum mundi, de igual modo que Cristo es el medio salvífico de Dios. Ln Iglesia es el ámbito de salvación: en ella están reconciliados judíos y paganos, formando la nueva humanidad que prefigura lo que debe ocurrir en el mundo. La carta a los Efesios sabe que los cristianos pecan, que niegan la esencia de la eclesialidad (cf. Ef 4-6). La Iglesia, «radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido» (5,27), es considerada como una magnitud independiente, como una «entidad», y se habla de ella como de un imperativo;
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Aunque Pablo conoce la idea de Cristo como cabeza (1 Cor 11,3), no habla de Cristo como cabeza de la Iglesia: «Cristo es cabeza de todo hombre, el hombre cabeza de la mujer y Dios cabeza de Cristo». Lo afirmado en 1 Cor 11,3 suena así en Ef 5,23: «El marido es cabeza de la mujer, como Cristo, salvador del cuerpo, es cabeza de la Iglesia», es decir, animación y principio vital. Pablo sabe también que Cristo es Señor de todas las cosas (por ejemplo, Flp 2,9-11), pero no «cabeza de todas las cosas». En el mundo de la Antigüedad tardía, «cabeza» no significaba «jefe», «guía», sino el principio vital que está presente en todas las cosas.
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pero no una entidad que flota por los aires en cualquier sitio a modo de «modelo ejemplar», sino que tiene un rostro (¿dónde?, ¿cómo?) concreto entre los cristianos, aunque todavía esta Iglesia deba crecer hacia la dimensión de Cristo (4,15b-16) y sea necesario construir la comunión «en el amor» (4,16b; cf. también 4,12b-13).
rrección corporal). Por la fe y el bautismo, los cristianos han resucitado ya con Cristo (Colosenses), y la carta a los Efesios añade expresamente: están sentados ya a la derecha de Dios junto a su Señor (2,6). La carta a los Efesios habla, pues, de sesosmenoi (2,8-10): estamos ya redimidos; «estáis salvados por pura generosidad» (2,5.8), poniendo marcadamente de relieve la acción de Dios: en Cristo, Dios nos ha bendecido (1,3), escogido (1,4), favorecido (1,6), perdonado (4,32), resucitado (2,6). «De hecho, gracias a esa generosidad estáis ya salvados por la fe; es decir, no viene de vosotros, es don de Dios; no es por lo que hayáis hecho, para que nadie se engalle. Somos realmente hechura suya, creados, mediante Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios nos asignó de antemano como línea de conducta» (2,8-10). Esto es puro paulinismo, pero con otros matices. La justificación en el bautismo es considerada como un paso de la muerte a la vida (cf. ya Rom 4,5). La expresión «justicia de Dios» tiene unas resonancias y reminiscencias tan judías que no dice nada a los cristianos procedentes del paganismo. En cambio, están familiarizados con el término «vida»: una vida no sometida a fuerzas destructivas ni dependiente de ellas, que no es producto de un misticismo ascético, sino don obtenido en Cristo y que sólo se puede recibir mediante una respuesta de la fe. Ser bautizado significa pasar de la muerte a la vida (3,1-3; cf. Col 2,13); Pablo decía «morir al pecado» (Rom 6,10-11; cf. Col 2,12). En la carta a los Efesios, la justificación consiste en que los muertos son llamados a la vida (2,5; 2,1.3; cf. Rom 1,18-3,20; Ef 2,3 y 5,6 con Rom 2,5-11; cf. Jn 5,24; 1 Jn 3,14 y Le 15,24.32). Esto implica morir al pecado y, por tanto, santidad, la propia santidad de Dios. Pero en la carta a los Efesios «resucitar a la vida» no se refiere al futuro de la resurrección corporal (como en 2 Cor 4,4; Flp 1,2.3; Mt 19,28; 26,29; Ap 3,21), sino a la resurrección espiritual que se da ya ahora: los cristianos han muerto con Cristo, han resucitado con él y se sientan junto a él en las alturas (Ef 2,6; cf. la analogía existente entre 1,19-23, a propósito de Cristo, y 2,1-10, a propósito de los cristianos). La escatología, más aún que en Pablo, se centra en el presente, pero no se opera ninguna desmitificación del ésjaton: la redención final pertenece al futuro (4,30; cf. 1,13-14), si bien algunos cristianos proponen constantemente la idea de que ya hemos resucitado (¡aleluya!), la cual se manifiesta en experiencias «pneumáticas» que olvidan el «todavía no» de la redención. Dado que en todo el Nuevo Testamento no son separables la cruz y la resurrección, la carta a los Efesios, al igual que Pablo, puede insistir en la muerte de cruz para hablar de la resurrección, pero también puede hacer lo contrario (por ejemplo, Ef 1,17-2,10 frente a 2,11-22; asimismo 1 Cor 1,17-2,5 frente a 1 Cor 15,12-19). A diferencia de la carta a los Colosenses, en la carta a los Efesios la mediación de Cristo en la creación se hace escatológica: «hacer la unidad del universo» en Cristo (1,10). Si la carta a los Colosenses dice: «por su medio se creó el universo» (Col 1,16), la carta a los Efesios dice que sólo Dios es el creador del universo (3,3b); Cristo es el mediador en la orden de la salvación, el cual es la paz escatológica de toda la creación. No obs-
A mi juicio, en la carta a los Efesios se da una drástica desmitificación de una «cristología cósmica» que quizá existía por entonces. La carta quiere inculcar en los cristianos la idea de que la Iglesia debe ser para el mundo un sacramentum pacis, un signo efectivo de pacificación. Del pasaje tradicional de tono cósmico que subyace a Ef 2,15-16 (cf. 4,8-10) se desprende que el autor piensa en términos históricos y eclesiales, no en términos pancósmicos. Pleroma debe entenderse, por tanto, fundamentalmente en sentido pasivo: la Iglesia está llena (llenada) por la fuerza divina vivificante de Cristo. Con este sentido se mezcla otro activo-medio: «La Iglesia, que es su Cuerpo, la plenitud del que llena totalmente el universo» (to pleroma tou ta patita en pasin pleroumamenou, 1,23). En vez de recurrir a la dimensión «cósmica» de la carta a los Efesios, nosotros podríamos hablar de la responsabilidad que la Iglesia tiene para con el mundo, de su obra universal de paz, dado que «la paz de Cristo» se concreta en eí cuerpo de Cristo. La carta a los Efesios no anuncia —a pesar de las ideas y circunstancias propias de la Antigüedad tardía— un individualismo o privatización de la salvación (cf. 4,12-13). Las aclamaciones al Kyrios —«¡Señor! ¡Señor!»— no pueden ser un obstáculo para la realización de una pax Christi histórica, aunque la carta a los Efesios tenga en gran estima los «cánticos inspirados» y los himnos de alabanza a Dios (5,18-19). La Iglesia, en cuanto pleroma de Cristo, es el ámbito en que se derrama el amor de Cristo (3,18-19). Cristo ejerce su poder salvífico en el mundo mediante el amor de los creyentes (cf. también 5,25ss), el mismo amor con que él aceptó su muerte (5,2 y 5,25b). Es una obra eclesial de paz, fruto no del poder, sino del amor. 3.
Edificación interna de la comunidad eclesial
Los cristianos a los que se dirige esta carta provienen del paganismo. Estos cristianos han sido bendecidos y consagrados por Dios (1,3-4), llamados a la esperanza (1,15-23), llevados a la vida (2,8-10) y convertidos en conciudadanos de la Iglesia de Dios en la tierra (2,17-22): han sido acogidos en «la paz de Cristo», la comunidad de Dios y son, por tanto, pacificadores. En la carta a los Efesios, la expresión «llevados a la vida» equivale últimamente a lo que Pablo llamaba «justificación». Estos autores, en su ortodoxia, no se dejan arrastrar por ningún fetichismo terminológico. En la carta a los Efesios desaparece por completo la distinción, tan importante para Pablo, entre justificación (por medio del bautismo en la fe) y santificación y soteria o salvación en cuanto acontecimiento escatológico (resu-
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tante, la carta a los Efesios asigna a Cristo en esta mediación salvífica un papel más activo que Pablo, el cual emplea frecuentemente la forma pasiva (Rom 1,17; 1 Cor 6,11; 15,22; 2 Cor 1,19-20; 5,21; en forma activa: 2 Cor 5,19 y 2,14). Así, en la carta a los Efesios la charis o gracia se convierte en el principio de la acción salvífica: «estáis salvados por pura generosidad» (2,5.8), por la gracia hemos sido perdonados (1,7) y en virtud de la gracia Pablo se convierte en «ministro del evangelio» (3,7). La carta a los Efesios no conoce la polémica contraposición entre gracia y obras. Para el autor, la justificación consiste en haber sido creados para hacer el bien, lo cual ya es un don de Dios (2,10). En conjunto, «somos realmente hechura suya, creados por él», una nueva criatura (2,10; cf. 2 Cor 5,17). Ser llevados a la vida tiene, por tanto, un doble significado: a) vivir, en contraposición a la muerte; de esta forma, la vida es un don del Creador, no una recompensa por las buenas obras; pero b) vivir es también un modo de vida (2,3; 4,1.17; en este sentido, la Biblia griega habla más bien de «caminar» que de «vivir»). En la carta a los Efesios, «vida» responde más bien al primer significado (la justificación de Pablo); sin embargo, una vez «llevado a la vida», el cristiano tiene también que vivir, o sea, hacer el bien, «vivir a la altura del llamamiento» (4,1-6). La nueva vida se da por pura generosidad, a fin de hacer posible un nuevo modo de vida. La carta a los Efesios presenta la misma obra de salvación en términos de creación. «Somos realmente obra de Dios» (2,10) se refiere a la nueva creación de la salvación, mientras que Pablo emplea tal expresión para designar la condición de criatura (Rom 1,20). Nuestro estado de gracia es obra de Dios. La redención es, por tanto, una obra creadora de Dios, vinculada a Cristo. Para la carta a los Efesios, el vínculo que liga la «creación» (ktisis) a Cristo (2,15; 3,9; 4,24; cf. Col 3,10; 1,16) se sitúa dentro del orden salvífico, que es una «creación», el sentido definitivo de la primera creación. Se pone así de relieve la gran fuerza creadora de la gracia. La acción salvífica de Dios se hace visible en el terreno de nuestra historia humana a través de las buenas obras del «hombre nuevo» (2,10; cf. 2 Cor 9,8; Col 1,10). No hay contradicción, pues, entre lo que hace Dios en Cristo y lo que hace la Iglesia como plenitud de Cristo. El modelo de esta (nueva) creación del hombre por Dios es Cristo. A diferencia de Pablo, la carta a los Efesios habla de un «re-crear» kata Theon (4,24), no «a imagen de Dios». En las deuteropaulinas, el cristiano no se reviste en el bautismo «de Cristo» (Pablo), sino del «hombre nuevo», que no es «Cristo», pero se ajusta a la medida de Cristo (cf. infra). Este cambio de «creados a imagen de Dios» (Col 3,10) por «creados según Dios» no es, en mi opinión, una simple consecuencia de la alusión a Gn 1, 26-27. Es cierto que tras el kata Theon está la idea de eikon (imagen) de Dios de Col 3,10. Pero hay más: la carta a los Efesios ve la gracia como la creación realmente plena: el hombre nuevo es imagen de Dios y no creado a imagen de Dios; sólo ahora, por medio de la redención de Cristo, el hombre es kata Theon, imagen de Dios. Por eso se dice: «procurad pareceros a Dios» (5,1). Es claro que el autor relaciona su terminología creacional exclusivamente con el orden de gracia'de la salvación escatológica:
la paz del universo. La relación entre creación y salvación es distinta, por ejemplo, de la que aparece en el himno cristológico de Col 1,15-21 (no obstante, he dicho que la primera estrofa de este himno recibe su significado protológico de la segunda). En este sentido, la carta a los Efesios tiene un carácter menos mítico en su exposición que la carta a los Colosenses (y que los textos afines a Col l,15ss). Sólo ahora, gracias a Cristo, surge el hombre paradisíaco del Génesis (cf. Ef 4,21c; cf. Col 3,10; 1,15; 2 Cor 4,4). Da la impresión de que lo que Pablo llama en Rom 1,18-3,20 la situación de los judíos y de los no judíos —es decir, de todos los pueblos— «bajo la ira de Dios» (o, en otras palabras, la historia anterior a la llegada de Jesús) la carta a los Efesios lo ve como el caos primigenio anterior a la creación: como discordia. Con Jesucristo todas las cosas son creadas... en la paz. Lo mismo vienen a decir las repetidas alusiones que hace la carta a la oposición entre tinieblas y luz (aunque estos dos términos se empleen también en la apocalíptica, en la Antigüedad tardía, entre los fariseos y en Qumrán). «Antes, sí, erais tinieblas, pero ahora, como cristianos, sois luz» (5,8-14). «Dijo Dios: Que exista la luz. Y la luz existió» (Gn 1,3). Y vio Dios que todo era bueno, que era muy bueno. Para la carta a los Efesios, esto ya se ha realizado en Cristo, y no de un modo mítico-apocalíptico (Cristo como sabiduría preexistente, consejera en la primera creación, como por ejemplo en la carta a los Colosenses), sino de un modo histórico: por su cruz y su resurrección, como creación del «hombre nuevo», del hombre del amor fraterno (4,31-32), el cual «mantiene el vínculo de la paz» (4,3), «soportándose mutuamente con amor» (4,2b). Sin embargo, con la creación (el bautismo) del hombre nuevo no todo se ha llevado a término. Esta nueva creación debe empezar a caminar, iniciar su propia historia: edificación y crecimiento. Debe alcanzar el desarrollo del «hombre perfecto» (4,13), en el sentido de «hombre maduro» (el que no es menor de edad): «el desarrollo que corresponde a la plenitud de Cristo» (4,13b). El autor habla una vez más en términos espaciales: Dios ha determinado de antemano una medida para la Iglesia ya elevada hasta Cristo en los cielos. En la preexistencia apocalíptica de todos los bienes salvíficos está determinada la medida definitiva de la Iglesia, la cual debe crecer en la tierra hasta conseguir esa medida, eis metron helikias tou pleromatos tou Christou, el nivel de la edad perfecta que corresponde a la iglesia como «plenitud de Cristo». De esa visión nace la fuerza para caminar por la tierra; es un proceso que puede ser frenado, pero que se impondrá, apoyándose en la visión —de una promesa—, mientras haya «hombres nuevos». La carta a los Efesios no piensa exclusiva ni principalmente en el individuo, sino en un proceso eclesial. Dado que la Iglesia ya está «elevada», su crecimiento no es un movimiento espacial hacia arriba, diño una expansión interna. La Iglesia, en cuanto espacio, es «la ciudad celestial» (2,19ss; 2,5-6; 3,18), que debe ser llenada con «hombres nuevos».
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LA «TEOLOGÍA POLÍTICA» DE EF
4.
Salvación del hombre para gloria de Dios
El autor concluye el comienzo hímnico de su carta con las palabras: «para liberación de su patrimonio, para himno a su gloria» (l,13e). La gracia debe desembocar en acción de gracias, la cual es parte esencial de la gracia y no una superestructura superflua de la misma. Siguiendo el modelo de la beraká, o bendición sinagogal judía (modelo de la plegaria eucarística cristiana; cf. Ex 18,10; 1 Cor 1,4-8; 2 Cr 2,12; Nm 6,24-26), la carta a los Efesios describe en el himno introductorio, a título de confesión de fe, la obra redentora de Dios en Cristo, de la que los lectores han oído hablar en la catequesis bautismal (1,13), en la que comienzan a creer (1,13b) y para la que han sido sellados en su bautismo (1,13b) con el Espíritu escatológico prometido, presente ya en ellos como prenda de la herencia futura o de la salvación escatológica consumada (l,13d). Y después de la alabanza: «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo!», se enumeran, como era normal en toda beraká, en forma de confesión, las razones para alabar y dar gracias a Dios: Dios nos ha bendecido en Cristo, nos ha elegido en él, para alabanza de su gloriosa generosidad, que ha derramado sobre nosotros por medio de su Hijo querido, revelándonos su designio secreto, que consiste en llevar todas las cosas a la unidad en Cristo, en el que nosotros también participamos... nosotros que ya esperábamos en Cristo, por quien fuimos sellados con el Espíritu prometido (cf. 1 Pe 1,3-5; esto indica que en ambos casos se utilizan probablemente modelos de alabanza usados tras la recepción del bautismo cristiano). El himno empieza con la inserción en tois epouranois (1,3), en las moradas celestiales, idea que, como hemos visto, es una de las predilectas del autor (1,3; 1,20; 2,6; 3,10; 6,12). Los dones de la gracia son llamados «bendiciones celestiales» (1,3). Son de notar las expresiones: «bendito sea Dios, Padre» (1,3), «en Cristo» (núcleo de 1,3-14) y «sellados con el Espíritu Santo» (1,13c). El himno cristiano de alabanza o eucharistia (eulogia) comienza evidentemente a adoptar una estructura de la doxología «trinitaria». «En Cristo», el cristiano ha sido destinado a la huiothesia o adopción: hijos de Dios (1,5) que llevan una vida consagrada (1,4); en él nos demuestra Dios su amor y lleva a cabo su designio: «revelándonos su designio secreto, conforme al querer y proyecto que él tenía para llevar la historia a su plenitud» (1,10; cf. Gal 4,4; Me 1,15). En la muerte de Cristo en la cruz se nos ha dado el «rescate» (apolytrosis; cf. la síntesis que ofrecemos más adelante), es decir, los cristianos han sido liberados del pecado (perdón de los pecados) y se les ha otorgado una «nueva sabiduría» que viene de lo alto (1,8-10). Todo el himno explica, en fin, qué se entiende con ese término tan repetido de charis. En mi opinión, es justamente la definición del concepto judío (sapiencial e intertestamentario) de gracia. Mysterion (1,9) es traducción de la palabra hebrea sod™, que prácticamente aparece sólo en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento. Significa 98
Cf. M. Saebo, sod, en ThHandWAT II, 144-148; G. Schrenk, boule, en ThWNT I, 631-636.
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reunión de un grupo de allegados en la que se toman decisiones: resolución que se toma tras haber hablado sobre un determinado proyecto. Si lo hablado y convenido en secreto no se puede contar a otros, sod significa también «secreto», «misterio» (Prov 11,13; 20,19). Desde el punto de vista religioso, sod es originariamente el consejo celeste de Yahvé («en la asamblea de los santos»; Sal 89,8; 82,1; Jr 23,18.22), y finalmente, el designio de Dios. Este término ha sido traducido al griego por diversas palabras, que aparecen casi todas en el preludio hímnico de la carta a los Efesios (y que, precisamente por ello, hacen pensar en una liturgia sinagogal): eudokia tou thelematos, «el querer de su voluntad» (1,5); mysterion tou thelematos, «el designio secreto que él tenía» (1,9); boule tou thelematos, «el designio de su voluntad» (1,11). En este concepto encontramos plenamente desarrollado el significado que tenía charis en el primer judaismo y en la época intertestamentaria: la revelación de un plan de salvación y un designio, ocultos en Dios desde la eternidad, que es confiada a unos allegados o predestinados, en virtud de tal resolución y en un momento preestablecido de nuestra historia; esos allegados o predestinados reciben una «sabiduría de lo alto» y transmiten el misterio a otros (en la carta a los Efesios, por primera vez, esto se lleva a cabo no sólo mediante el ministerio apostólico, sino también mediante toda la comunidad eclesial, 6,15). El contenido de tal designio y, por consiguiente, del «evangelio» es la paz: «el evangelio de la paz» (6,15), formulado en 1,10 como «hacer la unidad del universo o pacificar todas ias cosas en Cristo». Así, este concepto de gracia está ligado esencialmente a la profunda sabiduría en que tanto insiste la carta a los Efesios. Conclusión LA «TEOLOGÍA POLÍTICA» DE LA CARTA A LOS EFESIOS
Tras el análisis que acabamos de realizar, resulta totalmente inexacta la afirmación, bastante corriente por cierto, de que Pablo piensa en términos de historia de la salvación, mientras que la carta a los Efesios lo hace en términos cósmicos. En la carta a los Efesios, la responsabilidad eclesial de predicar la paz y «aunar» todos los pueblos es la perspectiva específica del «evangelio de la paz» (Ef 6,15): la paz universal. Particularmente en aquel hervidero de pueblos que era Asia Menor no resultaba extraña la idea de una fraternidad cosmopolítica. En tal sentido, la carta a los Efesios no es cósmica, sino cosmo-política. No se basa en un sentimiento cósmico-romántico de unidad, sino en la reconciliación que la muerte de Jesús en la cruz ha traído a todos los hombres, o sea, en el perdón de los pecados y en una vida renovada que es el fundamento de cualquier clase de puz. La carta a los Efesios lo llama «liberación», apolytrosis; Jesús pagó con su muerte el rescate para liberar a la humanidad cautiva en manos de unas espantosas potencias celestes. Aquel cuyos pecados han sido perdonados y cuya vida está renovada, se halla libre de esos dominadores celestes
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del mundo. Sólo a través del pecado y de la injusticia humana pueden seguir influyendo en el hombre. El hombre nuevo, creado por medio de Cristo, es un hombre libre, no esclavizado ni encadenado. Pero los hombres no dejan de ser hombres. Las fuerzas sobrehumanas del mal siguen actuando en esa medida como los grandes adversarios de la tarea de pacificación que el hombre re-creado en Cristo está llamado a cumplir, para lo cual tiene que «abrocharse el cinturón de la verdad, ponerse por coraza la honradez, bien calzado» (6,14), dispuesto a luchar «no contra hombres de carne y hueso, sino contra las soberanías, contra las autoridades, contra los jefes que dominan...» (6,12). No necesitamos hacer una «exégesis materialista» para resucitar, en unas circunstancias históricamente distintas, en unos tiempos y contextos culturales diversos, la fuerza extraordinaria e innovadora de este evangelio de paz anunciado a los pueblos. Una actualización moderna de la carta a los Efesios (la cual es, a su vez, una actualización de Col y Rom) abre grandes perspectivas, si bien de tipo religioso: la reconciliación y la paz entre los hombres mediante el acceso común a un mismo y único Dios. La carta a los Efesios proporciona un fundamento bíblico para una teología política y una teología de la liberación, pero al mismo tiempo constituye una crítica de las fórmulas que se limitan a copiar lo que el mundo ya hace. La dimensión religiosa —con su singular fuerza liberadora y crítica— es el núcleo esencial de la teología liberadora de la paz que hallamos en la carta a los Efesios. Esta no puede decirnos cómo se debe hacer hoy tal teología, pero nos ofrece estímulos, orientaciones y elementos críticos que debemos tener muy en cuenta al efectuar la actualización para nuestra época, si queremos llegar a resultados concretos fundados en la fe apostólica: la salvación de Dios en Cristo. Naturalmente, las fórmulas y la sensibilidad de la carta a los Efesios pertenecen a la cultura de la Antigüedad tardía, y muchos conceptos de la carta presentan afinidades con otros de Qumrán. (No sé cómo, pero probablemente no de un modo directo, sino a través de tradiciones comunes; quizá porque, tras el desastre del 70, algunos miembros de Qumrán se convirtieron al cristianismo; de hecho, muchos de ellos emigraron entonces a Egipto, Siria, TransJordania y Asia Menor). En cualquier caso, debido a la fe apostólica expresada en ella, la carta a los Efesios es completamente diferente de la espiritualidad de Qumrán, a pesar de sus afinidades. Sobre todo, la idea de ser una comunidad que se identifica con «el resto» es totalmente ajena al cristianismo apostólico, pese a que los cristianos dan gracias por haber sido elegidos; de hecho, la elección se vive como una condición de la que hay que hacer partícipes a los demás. Lo que más llama la atención en la carta a los Efesios es, en mi opinión, su gran valentía ante el futuro. En una época en que las comunidades cristianas eran células casi invisibles en medio del mundo, grupúsculos minoritarios en las grandes ciudades, sin posibilidad de influir en el «gran mundo» ni en la sociedad circundante, una magnitud despreciable, el autor de la carta se atreve a decir que la «comunidad de Dios» es el gran instrumento universal de paz en el mundo, una comunidad que acepta la lucha
contra los que él llama «grandes dominadores del mundo» y grandes potencias, que promueven la discordia. Esta comunidad cristiana no tiene miedo ante tales potencias, las cuales encuentran en ella un obstáculo.
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III UNA COMUNIDAD SE INTERROGA SOBRE LA «FE VERDADERA»: LA SEGUNDA CARTA A LOS TESALONICENSES
En este análisis del paulinismo deberíamos analizar, además de la segunda carta a los Tesalonicenses, las pastorales, pero prefiero hablar de ellas en otro capítulo (tras analizar la carta a los Hebreos), ya que las pastorales, junto con la carta de Judas y la segunda de Pedro, reflejan una situación «apostólica tardía» o incluso posapostólica. En la segunda carta a los Tesalonicenses sigue resonando la voz apostólica del maestro del paulinismo, pero todos los elementos de la carta revelan una situación pospaulina. El autor de la carta se presenta como «Pablo, Silvano y Timoteo» (1,1a); así empieza también una carta ciertamente auténtica de Pablo, la primera a los Tesalonicenses (donde los tres aparecen como una especie de equipo pastoral). La carta va dirigida «a los que en Tesalónica forman la Iglesia de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo» (1,1b). Bibliografía: P. Andriessen, Celui qui retient la venue du Seigneur: Bijdr 21 (1960) 20-30; L. W. Dewailly y B. Rigaux, Les ¿pitres de saint Paul aux Thessaloniciens (París 1954); M. Dibelius, An die Thessalonicher I.II. An die Philipper (HNT 11; Tubinga 31927); E. van Dobschütz, Die Thessalonicherbriefe (Meyer 10; Gotinga 71909); A. Oepke y otros, Die kleineren Briefe des Apostéis Paulus (Gotinga 21962); B. Rigaux, Saint Paul. Les ¿pitres aux Thessaloniciens (París 1956); K. D. Schunk, Der «Tag Jahwes» in der Verkündigung der Propheten: «Kairos» 11 (1969) 14-21; A. Strobel, Untersuchungen zum eschatologischen V'erzogerungsproblem (Leiden 1961); W. Trilling, XJntersuchungen zum zweiten Thessalonicherbrief (Erfurter Theol. Studien 27; Leipzig 1972).
Así como la carta a los Efesios es una actualización de la carta a los Colosenses, de igual modo la segunda a los Tesalonicenses es una actualización de la primera. Los temas de la misma nos muestran una comunidad evidentemente inquieta, insegura sobre algunos puntos de la fe. La comunidad, que había sido instruida por la predicación de Pablo, no sabe afrontar las nuevas situaciones que se le presentan. A esto se refiere la segunda carta a los Tesalonicenses, invocando la autoridad de Pablo, responsable de la tradición paulina. Tesalónica era la ciudad portuaria más importante de Macedonia, el principal punto de unión entre Roma y las provincias romanas de Asia Menor, a la vez que capital de la «provincia Macedoniae». Tales ciudades fueron siempre un punto de reunión de las más diversas ideas. Sus habi-
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tan tes griegos acogieron con agrado las ideas orientales, procedentes de Asia Menor, en particular la «exuberancia oriental». Así se desprende también de la segunda carta a los Tesalonicenses. Lo característico de esta carta es su interpretación del juicio escatológico, al que, según 1 Tes 1,10, escaparán los cristianos, pues —como Pablo había enseñado— Jesús los preservará del castigo que viene. La segunda carta a los Tesalonicenses afirma, en cambio, que el evangelio del juicio final implica precisamente para los cristianos un juicio sobre su comportamiento ante el «evangelio de nuestro Señor Jesús» (2 Tes 1,8). En relación con la primera a los Tesalonicenses, esto supone (al menos en cuanto a la letra) un aspecto totalmente nuevo. En la comunidad de Tesalónica se había difundido, al parecer, una expectación escatológica exagerada (2,1-2). Los cristianos se habían convertido en una especie de «adventistas»: si Cristo está al llegar —como Pablo les había enseñado—, ¿para qué seguir trabajando y ocuparse de los asuntos cotidianos? Además, quizá otros miembros de la comunidad se preguntaban por el sentido que tenía el sufrimiento de los cristianos: a los paganos les va bien, mientras que nosotros vivimos en la opresión y el desprecio (1,4-10). ¿Acaso es esto liberación cristiana? El autor responde a esta problemática. Los cristianos han sido «escogidos como primicias para salvaros (sotena) consagrándoos con el Espíritu y dándoos fe en la verdad» (2,13). Esto es ciertamente paulino, si bien Pablo no habló nunca de «fe en la verdad» en sentido absoluto, sin añadir una serie de precisiones al respecto. «Dios nuestro Padre, que nos ha amado tanto y que graciosamente nos ha dado un ánimo indefectible y una magnífica esperanza» (2,16). La carta se ocupa precisamente de esta esperanza: de la parusía o de la llegada inminente de Cristo o de «la gloria de nuestro Señor Jesucristo» (2,14). Respecto a esta venida, se advierten en Tesalónica síntomas de una tensión psíquica exagerada y fenómenos sospechosos (2,1-17). El autor reacciona afirmando que de hecho no conocemos el día de la llegada de Cristo. Es posible que algunos estimaran que Cristo estaba a punto de llegar. Pero, si Pablo dice que Cristo vendrá como ladrón nocturno —lo cual puede ocurrir en cualquier momento—, antes de esta venida tienen que cumplirse algunas condiciones. Hay síntomas que anuncian la venida de Cristo, pero no vemos todavía ningún signo de ello. La segunda carta a los Tesalonicenses no piensa, pues, en un acontecimiento que pueda ocurrir de hoy a mañana. Enumera dos clases de signos o condiciones que deben cumplirse previamente: por un lado, una apostasía masiva, unida a la aparición del «impío», del hombre claramente opuesto a Dios (2,8-12), que más tarde será llamado «anticristo»; por otro, un «factor que frena» tal venida (2,6a y 7b). Él primer motivo está tomado del relato bíblico sobre Antíoco IV Epífanes, el modelo de «hombre impío», causa de la apostasía de muchos judíos en tiempos de los Macabeos (cf. 1 Mac 1,41-58; 2,15-18). Ya Dn 9, 26-27 y 12,11 interpretan este hecho en una perspectiva escatológica. La segunda carta a los Tesalonicenses remite al primer libro de los Macabeos, cuando dice que este hombre «sin ley» es «aquel que se enfrentará y se pondrá por encima de todo lo que se llama- Dios o es objeto de culto,
hasta instalarse en el templo de Dios, proclamándose él mismo Dios» (2 Tes 2,4; cf. Dn 11,36 junto con Ez 28,2). Este hombre que conculca todas las leyes (judías; de ahí que se le llame «hombre sin ley», «hombre destinado a la ruina») no ataca sólo al Dios de Israel, sino toda manifestación de «religiosidad», excepto la que se refiere a su insignificante persona; se trata de Antíoco IV, el cual mandó erigir una estatua suya en el santo templo de Israel: gesto sumamente blasfemo e impío, una abominación para los judíos creyentes en Yahvé (Dn 11,31; cf. también 9,26-27, que los evangelios sinópticos interpretan en una perspectiva cristiana: Me 13,14; Mt 24,15). Este hecho histórico fue un trauma para el Israel teocrático. El «impío» se convirtió en un tópico del primer judaismo: el antimesías de Israel (ofreceremos una síntesis de esta evolución en el capítulo sobre «salvación religiosa y poder político en el Nuevo Testamento»). Los cristianos de origen judío tomaron este concepto (interpretado en el judaismo ya de una forma escatológica) del antidiós y antimesías de su tradición judía reciente y lo trasplantaron al cristianismo. Ahora bien, argumenta la segunda carta a los Tesalonicenses, por difíciles que puedan ser los tiempos (en este sentido, está ya presente «el misterio de la impiedad», 2,7), aún no vemos en torno a nosotros ese poder escatológico antidivino y antimesiánico. A pesar de «los dolores de parto mesiánicos», la parusía no está al llegar. El segundo factor que explica el retraso de la parusía es llamado ho katechon arti (2,7b), literalmente: «lo que todavía frena». Es un factor que «retiene» de momento la aparición del «adversario» antidivino y antimesiánico. La segunda carta a los Tesalonicenses dice: «Sabéis a lo que me refiero» (2,5-6), y no da más explicaciones. Aquí interviene un dato «apócrifo» intertestamentario. En textos como Jds 6 y 2 Pe 2,4, donde so cita un escrito apócrifo identificable (el libro de Henoc), se dice que los ringeles caídos permanecerán de momento encerrados en cavernas subterráneas, vigilados por los ángeles celestiales, en espera del juicio final. En otras palabras, se trata de una variante del tema judío-apocalíptico del «encadenamiento provisional de Satanás» (cf. en especial Ap 20,1-3.7-10; 9, I VI5; Le 4,13 contiene un débil eco de tal idea). To katechon (2,6a) y ho katechon (2,7b): algo o alguien que «frena» (la alternancia de «el» [masculino | y «lo» [neutro] puede significar un sujeto colectivo). El que frena (o los que frenan) es (o son), por tanto, los ángeles que en nombre de Dios retienen, hasta los últimos días, a las fuerzas diabólicas, antidivinas. I''.Monees se dejará en libertad al antimesías y comenzará la lucha final rucutológica entre Satanás y el ungido de Dios (para el cristianismo, Jesucristo). No se puede decir sin más que la segunda carta a los Tesalonicenses »c rsté refieriendo a este teologúmeno judío. Para el autor, el «impío» no r» Satanás, sino un instrumento de éste (2,9). Por otra parte, la expresión ron que se alude al ángel que frena a Satanás («apenas se quite de en medio el que por el momento lo frena»: ek mesou genetai, 2,7) es poco mira nula y bastante oscura. Existían muchos modelos intertestamentarios irlittivos a la gran lucha del final de los tiempos. Y, sin duda, la segunda
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carta a los Tesalonicenses se refiere a uno de ellos. La ambigüedad de la expresión puede obedecer también a la vaguedad de las formulaciones de estas tradiciones intertestamentarias. En cualquier caso, el autor habla de una «parusía especial de Satanás» (una manifestación acompañada de portentos y prodigios) (2,9), lo cual hace pensar que se trata de la batalla apocalíptica entre Satanás y el ungido de Dios (lo de menos es la forma en que se produce). Los cristianos procedentes del judaismo hicieron suyo este teologúmeno judío. Pero en la batalla final Jesucristo destruirá «con su aliento» (2,8) a Satanás. Lo que la segunda carta a los Tesalonicenses (lo mismo que el Apocalipsis) presenta como un acontecimiento dramático del final de los tiempos —el triunfo de Cristo sobre las potencias (hoy las llamaríamos «infernales», pero entonces las llamaban «celestes»)—, en las cartas a los Gálatas, a los Colosenses, a los Efesios y a los Hebreos aparece como un acontecimiento que en principio se ha llevado a cabo con la muerte de Jesús y constituye para los propios cristianos una manifestación histórica de la resistencia a las fuerzas sobrehumanas del mal (cf. Ef 6, 11-17). (El propio Pablo no habría hablado nunca con ese lenguaje mítico de los apócrifos, aunque conocía tan bien como la segunda carta a los Tesalonicenses dicho teologúmeno). Sin embargo, la conclusión que la segunda carta a los Tesalonicenses saca de esta historia mítica (que refleja una profunda realidad humana) es realmente paulina: el autor recuerda a los cristianos las obligaciones que deben cumplir en el mundo (3,6-15). «El que no quiera trabajar, que no coma» (3,10) —un dicho que ya entonces reflejaba una cruda experiencia humana—, dice a los que estaban pendientes de la parusía («¡Jesús viene!»). El autor amenaza con sanciones eclesiales —excommunicandus vitandus (cf. 3,6; 3,14)—, si bien en esta excomunión hay cierto tono de fraternidad (3,15). Otro problema que afectaba a la comunidad era el sufrimiento de los cristianos, problema que terminaría por ser una amenaza para los entusiastas del «¡Jesús viene!»; iba minando el espíritu tras la exaltación inicial, como la postración que sigue a los estados de paroxismo. Sin embargo, la solución que ofrece la segunda carta a los Tesalonicenses es típicamente rabínica, en la línea del Eclesiástico (cf. 2 Tes 1,6; el principio del «ojo por ojo»; el autor no parece advertir la relación con el primer problema). Dios castiga a los malvados y recompensa a los justos (1,8-9). Pero él sabe por Pablo que el sufrimiento de los cristianos es un «sufrimiento por el reino de Dios» (1,4-5; Pablo lo dice de una forma distinta, en términos cristológicos). Una idea típica de la segunda carta a los Tesalonicenses es: «Hará justicia contra los que se niegan a reconocer a Dios y a responder al evangelio de nuestro Señor Jesús», mientras que los cristianos «que aceptan el evangelio» son recompensados (1,5): en ellos «será glorificado el nombre del Señor Jesús» (1,12 con 1,10). Evidentemente, estas expresiones y esta terminología no son paulinas, sino veterotestamentarias. Es de notar la dura reacción contra quienes «se niegan a responder al evangelio» y «a reconocer a Dios» (esta expresión es la definición clásica de los «paganos»). ¿A quién se alude en la primera frase? ¿A los judíos, que reconocen a Dios, pero niegan el evangelio de Cristo? ¿A los que persiguen y
agobian a los cristianos (1,4b)? ¿O a los «adventistas» cristianos de 2,1-3? Es difícil determinarlo; pero la amenaza de «excomunión» (3,6; 3,14) y ciertas expresiones de carácter absoluto, como «fe en la verdad» (2,13b), «amor a la verdad» (2,10) y «no dar fe a la verdad» (2,12), sin ninguna aposición cristiana (como sería «la verdad del evangelio», según se dice en otros lugares del Nuevo Testamento), y, en fin, el recurso a argumentos de autoridad, sobre todo a la de Pablo (aunque el propio Pablo conoce la autoridad de la predicación apostólica, el recurso a Pablo en esta carta tiene unas resonancias distintas; cf., por ejemplo, 2,5): todo esto denota una situación eclesial posterior. Lo más probable es que se aluda a cristianos que ofuscan el evangelio y sacan de él falsas conclusiones. Ante la nueva situación que se había creado en la comunidad de Tesalónica, Pablo habría respondido con más fuerza y precisión, no recurriendo a datos apócrifos, sino al núcleo de la fe apostólica. La segunda carta a los Tesalonicenses no constituye una pieza fundamental dentro del Nuevo Testamento. También esto tiene su importancia teológica; no todos los autores del Nuevo Testamento estaban en las mismas condiciones que Pablo, o que las cartas a los Efesios y a los Hebreos, por dar la exacta respuesta pastoral que requerían las circunstancias. Quienes hablan en el Nuevo Testamento son creyentes, pero también hombres, que interpretan sus experiencias de la salvación en Jesucristo.
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EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO CAPITULO III
SUFRIR POR LOS DEMÁS. FUTURO DE UN MUNDO MEJOR
Introducción Considerando el tenor y el contenido de la llamada carta a los Hebreos, como asimismo de la primera carta de Pedro, me he visto obligado a presentar ambos escritos neotestamentarios en un mismo capítulo (dividido en dos «cuestiones»). Numerosos detalles de mayor o menor importancia indican que los dos escritos están estrechamente relacionados en lo que respecta a su espiritualidad y temática. Siguiendo la línea del Evangelio de Marcos, descubrimos en ambos, como si se tratase de un hilo briscado, la «necesidad» y libertad de un sufrimiento por los demás que es portador de salvación y abre la puerta al futuro, un «amor indefenso» que desarma, pero es a la vez vulnerable. Por eso, un autor —el de Hebreos— llama a Jesús «sumo sacerdote», y el otro —el de la primera carta de Pedro— presenta conscientemente a la comunidad cristiana como pueblo de Dios sacerdotal. El antiguo sacrificio cultual es reemplazado por el «sacrificio espiritual» de la solidaridad con el sufrimiento de los otros.
CUESTIÓN PRIMERA
SUFRIMIENTO DEL INOCENTE: LA PRIMERA CARTA DE PEDRO
I EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO POR LOS DEMÁS
Bibliografía: R. Bultmann, Bekenntnisse und Liedfragmente im ersten Petrusbrief (Coni. Neot. 11; Lund 1947) 1-14; W, Dalton, Christ's Proclamation to the Spirits (Roma 1965); R. Gundry, «Verba Christi» in 1 Peter. Tbeir Implications Concerning the Authorship of 1 Peter and the Authenticity of the Gospel Tradition: NTS 13 (1966-67) 336-350; H. Gunkel, Der erste Brief des Petrus (SNT 3; Gotinga 31917); J. N. Kelly, A Commentary on the Epistles of Peter and of Jude (Black's NTC; Londres 1969); R. Knopf, Die Briefe Petrí und luda (Meyer 12; Gotinga 71912); J. Michl, Die Katholischen Briefe (RNT 8; Ratisbona 31968); K. H. Schelkle, Die Petrusbriefe. Der Judasbrief (HThK XIII/2; Friburgo de Br. "1976); A. Schlatter, Die Briefe des Petrus (Stuttgart 1964); id., Petrus und Paulus nach dem ersten Petrusbrief (Stuttgart 1937); J. Schneider, Die Kirchenbriefe (NTD 10; Gotinga
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1967); E. Schweizer, 1 Petr. 4,6: ThZ 8 (1952) 152-154; E. G. Selwyn, The First Epistle of St. Peter (Londres 21947); C. Spicq, La prima Petri et le témoignage évangélique de saint Pierre: StTh 20 (1966) 37-61; id., Les ¿pitres de saint Pierre (Sources Bibliques; París 1966); G. Thevissen, De eerste brief van Petrus (Roermond 1973); R. Thurston, Interpreting First Peter: JETS 17 (1974) 171-182; H. J. Vogels, Christi Abstieg ins Totenreich und das Lauterungsgericht an den Toten (FThSt; Friburgo de Br. 1976); G. Wohlenberg, Der erste und der zweite Petrusbrief (KNT 15; Leipzig 1915).
La primera carta de Pedro muestra rasgos del cristianismo de Pablo —podríamos llamarla «paulina»—, pero tiene una teología peculiar. Uría serie de pequeños indicios hacen pensar en una fecha de composición más bien «tardía». «Como cristiano» (hos christianos, 4,16) se ha convertido ya en una denominación técnica habitual. También 1 Pe 1,12b, donde se dice que el mensaje ha sido transmitido a las comunidades «por medio de los que os trajeron el evangelio», apunta a una generación cristiana posterior. A diferencia de la concepción que el cristianismo primitivo tenía de la redención como liberación de los cristianos ante la ira de Dios en el juicio final (1 Tes 1,10), en esta carta, al igual que en la segunda a los Tesalonicenses (2 Tes 1,8), el objeto del juicio de Dios es la postura de los cristianos ante el evangelio de la Iglesia (1 Pe 4,17; cf. la diferencia entre estos dos textos y otro, bastante paralelo, de Pablo: 1 Cor 11,32). No obstante, surgen continuamente voces que aducen nuevos argumentos para defender la paternidad petrina de la carta (Schelkle, Kelly, Gundry, Spicq; cf. bibliografía). En mi opinión, sólo demuestran que detrás de la carta hay una tradición protocristiana, «petrina». El propio autor, bajo el nombre de Pedro, afirma haber escrito la carta «por mano de Silvano» (5,12). Pero Silvano fue durante años colaborador de Pablo (cf. 1 Tes 1,1 y Hch 15,40; 18,5) y acompañó a Pablo en sus viajes misioneros. Esto explica el «paulinismo» de la carta. Por otro lado, las referencias explícitas al Deuteroisaías en el Nuevo Testamento (por ejemplo, en 1 Pe 2,22-25; cf. 1,24) indican un estadio bastante avanzado de reflexión teológica. La carta va dirigida a diversas comunidades cristianas de origen pagano existentes en Asia Menor, y ha sido escrita, como se puede concluir de diversas alusiones, en una época en que los cristianos eran perseguidos por los paganos (cf. 4,12; 3,16; 4,14-15; 5,7-9), síntoma de una incipiente persecución de la Iglesia, quizá anterior a la de Domiciano (81-96). Para el autor, el contenido del evangelio es «la salvación de vuestras almas» (sotena psychon, 1,9), sobre la base del kerigma de Cristo muerto y resucitado, que el autor precisa de un modo singular, como ta eis Christon pathemata («los sufrimientos por Cristo») y como hai meta tautd doxai («los triunfos que seguirán», 1,11). La pasión y la muerte de Jesús, entendidas como muerte expiatoria, son propuestas como modelo a los cristianos que sufren (2,21-25; 3,17-18, etc.).
EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
1.
El sufrimiento en favor de los vivos
En la primera carta de Pedro, el Cristo doliente ocupa el punto central como modelo para los cristianos que sufren (1,6; 2,19-20; 3,9.14.17; 4, 14-16.19; 5,6.9.10); se trata, evidentemente, de un «sufrimiento inmerecido» (2,20; 3,17; 4,15). Para el autor, la charis o gracia es la «salvación de Dios en Jesús» (1,10; 1,13). Charis sigue teniendo el significado de «misterio revelado», oculto en Dios desde la eternidad y manifestado escatológicamente: «Os rescataron ... con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto y sin mancha, escogido desde antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos por vosotros» (1,20; cf. 1,10; también hay aquí muchos rasgos comunes con la carta a los Hebreos). El carácter relativamente «tardío» de la carta se muestra en que los ángeles quisieron ver las consecuencias de este designio eterno de Dios (1,12c) y en que los profetas, en todos sus libros, «indagaban, queriendo saber» algo de este misterio o designio divino. Pero esta charis miraba «a vosotros» (1,10; 1,12), «por vosotros» (1,20): los elegidos. En la carta aparece con fuerza el énfasis sapiencial y apocalíptico en la predestinación de los elegidos a los que se revela el misterio. El contenido de este misterio abarca dos grandes capítulos: a) la muerte de Jesús, vista como «muerte expiatoria» (los significados neotestamentarios de esta expresión no se tratan en el análisis sobre cada autor, sino en la síntesis que ofrecemos más adelante): «El, en su persona, subió nuestros pecados a la cruz, para que nosotros muramos a los pecados y vivamos para la justicia» (2,24, en el contexto de 2,22-23, que también tiene analogías con la carta a los Hebreos; además, 1,2b; 1,11; 2,21; 3,18a; 4,1). El precio o rescate pagado para ser liberados «del modo de vivir idolátrico que heredasteis de vuestros padres» (1,18; el autor escribe a cristianos procedentes del paganismo) es «la sangre preciosa» (1,20); b) la resurrección de Jesús (1,3c; 1,21b; 3,18c; 3,21c; 4,13c). No sin razón habla 1,11 de «los triunfos» (hai doxai), en plural. En efecto, la resurrección, exaltación o ascensión constituye un largo viaje: en primer lugar, un descenso al mundo inferior, donde los «espíritus» están prisioneros (3,10; cf. 4,6). Allí Jesús comienza su anuncio del «kerigma eclesial» de la muerte y la resurrección (universalidad de la salvación en Jesús). Luego, sube por todas las esferas del cielo (3,22): «después de someter ángeles, autoridades y poderes» (3,22b), «llegó al cielo», y «está a la derecha de Dios» (3,22a). En esta ascensión al cielo, pasando a través de las morada^ celestiales de los ángeles (donde se realiza su sometimiento), Jesús llega al santo de los santos, junto al trono de Dios (la carta a los Hebreos se detiene también en este tema). La muerte expiatoria y la resurrección de Jesús son, sin duda, la «fe apostólica» en que se apoya toda la primera carta de Pedro. Ambos datos aparecen en la carta como fórmulas ya fijas y acuñadas, en una línea paulina. Sin embargo, esto no es lo especifico de la carta; se trata de una peculiaridad que, sin dejar de ser paulina, confiere a la primera carta de Pedro un carácter que no es típico del «paulinismo».
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En esta carta no se hace en absoluto hincapié en «el sufrimiento» como tal (como tal vez en Pablo), sino en el sufrimiento inmerecido, en contraposición con el que merecemos por nuestra estupidez o nuestros pecados. Pablo y los suyos —si se les preguntara— no negarían esta distinción, pero, de hecho, carece de importancia en el paulinismo. En la carta primera de Pedro constituye el núcleo de toda su exposición: se trata del justo que sufre y, teniendo en cuenta 2,21-24, en relación expresa con el siervo doliente de Yahvé del Deuteroisaías. Esta referencia explícita es una prueba de que estamos ante un estadio cristiano posterior en el empleo de las pruebas de la Escritura: ya en el cristianismo primitivo se alude en ocasiones al Siervo doliente de Yahvé, pero sin referencias a la Escritura 1. En dos pasajes y casi con las mismas palabras, la primera carta de Pedro habla de agathopoiountes paschein, padecer por hacer el bien (2,20s y 3,17), en contraposición con el sufrimiento merecido (2,20; 3,17; 4,15). Aparece expresamente en 3,17, donde se dice que «es mejor» (kreitton) la primera categoría: el sufrimiento inmerecido; «más valdría padecer porque uno hace el bien, si tal fuera el designio de Dios, que por hacer el mal». Esta es, en mi opinión, la clave hermenéutica para entender la primera carta de Pedro. En 2,19, el autor da a este sufrimiento —el del «justo doliente»— los nombres de charis y kleos, o sea, gloria, honor, con lo cual charis no se interpreta como hesed, sino como el hen hebreo, es decir, como algo que de por sí no nos es dado por Dios, sino que Dios encuentra agradable y bueno en nosotros (cf. supra el análisis de charis como hen), como algo que es «agradable a los ojos de Dios». El sufrimiento inmerecido —que Dios no quiere positivamente para nosotros (se censura al amo que trata injustamente a sus esclavos; el sufrimiento inmerecido no es una gracia otorgada por Dios, sino algo causado por la injusticia de los otros; el «si tal fuera el designio de Dios» de 3,17 viene a ser una permisión por parte de Dios, 4,19)— es una charis en el sentido de que Dios está detrás de tal sufrimiento, se identifica con él; se trata de algo «agradable a sus ojos» (cf. 2,19 con 2,20b). Tal sufrimiento «indica que el Espíritu de la gloria, que es el de Dios, reposa sobre vosotros» (4,14). Por tal motivo, el autor añade: «que a ninguno de vosotros lo castiguen...» (4,15). La carta no defiende una mística del sufrimiento, pero esto no significa que para ella no tenga un especial significado el sufrimiento en favor de otros. Pero ¿por qué? El sufrimiento merecido (castigo) no es charis ni honor (2,19 y 2,20); no tiene nada de particular. Tal padecimiento tiene un valor expiatorio del delito cometido; remedia la falta. Pero el sufrimiento inmerecido (4,19), «padecer porque uno hace el bien» (2,20b y 5,17), «sufrir por ser honrados» (3,14), «sufrir por ser cristiano» (4,16), «sufrir por hacer el bien» (3,17), es padecer por los demás y expía el mal hecho por otros. A eso se refiere la primera carta de Pedro. Por eso, ' Cf. Jesús, la historia de un viviente, 265-268. Ef 6,15 cita al Deuteroisaías [ Is 57,19 [gr.]), pero no así el texto paralelo de Col 4,3.
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SUFRIR POR LOS DEMÁS
EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
el «siervo doliente de Dios» (2,21-25, que cita expresamente el cántico del Siervo de Yahvé, Is 53,9 y 53,4) es «el Jesucristo que sufre» (3, 17-18ss), el hypogrammos (2,21) de todos los cristianos (literalmente: las letras, vocales y consonantes, que los alumnos debían copiar según el modelo de la «caligrafía» del maestro). El tema de la primera carta de Pedro es la imitatio Christi, el «seguimiento de Jesús» de los sinópticos. La idea de que Dios puede convertir el sufrimiento inmerecido en un valor positivo para los demás aparece ya en la literatura intertestamentaria 2 y también en algunos escritos que (según la concepción católica del canon) forman parte del Antiguo Testamento: además de en el cántico del Siervo de Yahvé, en algunos libros sapienciales y en el primer libro de los Macabeos 3 ; pero en el Nuevo Testamento, en virtud de la pasión y muerte de Jesús, esto constituye un dato esencial. Para 1 Pe 2,21, los cristianos han sido llamados a mostrarse dispuestos a aceptar ese sufrimiento inmerecido por los demás. Su fundamento y modelo es: «Porque también Cristo sufrió por vosotros» (2,21b). El autor no se refiere a lo que más tarde se llamará el «sufrimiento vicario» (cf. infra), sino al sufrimiento en favor de los demás. En esto estriba la charis peculiar y el honor peculiar de ese sufrimiento. Jesús, el inocente (2,22), «subió en su persona nuestros pecados a la cruz» (2,24a; Is 53,4; cf. infra la síntesis sobre «llevar los pecados»). El valor para los demás consiste en que así «morimos a los pecados y vivimos para la justicia» (2,24b; 2,24c; Is 53,6). El autor no habla sólo de «sufrimiento inmerecido» —que quizá se aguanta con enfado e imprecaciones—, sino de que «cuando lo insultaban no devolvía el insulto... se ponía en manos del que juzga rectamente» (2,23). A la hora de dar una explicación, 1 Pe 3,16 exige «buenos modos y respeto» ante los «difamadores». Hay que imitar el ejemplo de Jesús: «No devolváis mal por mal ni insulto por insulto; al contrario, responded con bendiciones» (3,9). El «siervo doliente» no se mueve por venganza o rabia. Ya he dicho que la carta primera de Pedro no se refiere a un sufrimiento «vicario», sino a un sufrimiento por los demás, en favor de los otros. ¿Cómo? Refiriéndose a las fuerzas de ocupación romanas, hostiles a los cristianos, dice la carta: «Portaos honradamente entre los paganos; así, ya que os tachan de malhechores, las buenas acciones de que son testigos los obligarán a rectificar el día que Dios los visite» (2,12); y también: por vuestro sufrimiento inmerecido y vuestra buena conducta cristiana (3,16 en relación con 3,17), «los que denigran vuestra buena conducta cristiana quedarán en mal lugar» (3,16). Ahora bien, «ser denigrados a causa del bien» significa que el justo que sufre hace meditar a los demás y quizá los mueve a conversión. La estrecha relación entre «vivir de un modo ejemplar» y «dar gloria a Dios» es común a todo el Nuevo Testamento (1 Pe 3,15; 2,12; 2,14; 3,1; 3,16; 4,4; 4,19; cf. Mt 5,16;
también la insistencia en los buenos modos frente a los obstinados en Tit 3,2; 2 Tim 2,24-25; finalmente, Gal 6,1; 2 Cor 10,1; Sant 1,21; 3,13). En el Nuevo Testamento, la vida honrada, el amor y los buenos modos dicen siempre relación al arrepentimiento del prójimo. El dominio de uno mismo, la paciencia, la mansedumbre del «siervo doliente» sin ira (2, 22-25) tienen un significado soteriológico, redentor para los demás, mientras que el sufrimiento merecido vale tan sólo para quien lo padece (expiación de las propias culpas). A esto se refiere el «es mejor» de 3,17 y, en cuanto al contenido, de 2,20; Jesús ha ido por delante en este punto (3,18; 2,21). En 2,12 aparece nítidamente el tema del «saddiq doliente» o del justo eliminado por sus enemigos, los cuales se verán obligados a verlo exaltado en la corte celestial y a reconocer sus propias culpas diciendo: «Este es un verdadero hijo de Dios». El justo que sufre es rehabilitado por la corte celestial, y deberán reconocerlo públicamente los que antes lo habían denigrado 4 . Este motivo, mezclado con tradiciones de tipo sapiencial, es el trasfondo de toda la primera carta de Pedro. Aún más: es la anticipación del juicio final. Para esta carta, el fruto específico del sufrimiento por los demás es «avergonzar a fin de que puedan rectificar» (3,16; 2,12; cf. 3,1), o sea, a fin de que se conviertan. «Porque también Cristo sufrió una vez por los pecados, el inocente por los culpables, para llevarnos a Dios» (3,18). Mediante el sufrimiento de Jesús por los pecadores (los demás), rectifican y se convierten a Dios. Lo mismo ocurre con el sufrimiento cristiano por los demás: es en favor de otros, los lleva a la metanoia. Por tanto, «dado que Cristo sufrió (por los demás)... armaos también vosotros del mismo principio» (4,1). Percibimos aquí un vivo eco del Evangelio de Marcos. Es totalmente ajeno al pensamiento de la primera carta de Pedro afirmar que para mí «es mejor» padecer inmerecidamente, porque después —en el «más allá» y quizá ya desde ahora— yo seré recompensado por centuplicado. La carta ve el «sufrimiento salvífico» como algo que beneficia a los demás: dikaios hyper adikon (3,18), el inocente por los culpables, pero de suerte que, a través de ese sufrimiento inmerecido, los culpables (que merecen ciertamente sufrimiento o castigo) son llevados al arrepentimiento y a Dios. El ansia apocalíptica de venganza, que encontramos en algún libro intertestamentario, como el de Henoc, en el sentido de que nosotros, que sufrimos sin merecerlo, lanzaremos pronto una carcajada cósmica-escatológica sobre nuestros opresores, cuando nosotros seamos glorificados y contemplemos los tormentos infernales de los que hasta ahora nos han oprimido (una estrofa de la «Internacional» viene a decir lo mismo), está en los antípodas de lo que la primera carta de Pedro piensa y dice expresamente. Su objetivo no es transformar a los opresores en oprimidos, sino llevarlos al bien. Es cierto que la carta concede que, lo mismo que ha ocurrido con Cristo (3,22), el sufrimiento de todos los justos (1,6-7; 4,13) por los demás recibe la bendición y confirmación esca-
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2
Strack-Billerbeck, II, 279-280; III, 260-261; cf. también H. Kessler, Die theologische Bedeutung des Todes Jesu (Dusseldorf 1970) 256-264; K. H. Schelkle, Petrusbrieje, op. cit., 212-213. 3 2 Mac 7,37-38; cf. Jesús, la historia de un viviente, 267.
4 Ibíd., 250-257 (con la bibliografía, sobre todo las obras de L. Ruppert y G. Nickelsburg).
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tológica por parte de Dios. «Dios concede gracia a los humildes» (5,5c-6). Pero ése no es el tema fundamental de la carta: el siervo doliente «se pone en manos del que juzga rectamente» (2,23), «se pone en manos del Creador» (4,19b). Esto implica, sin embargo, que ya ahora tiene razón, antes de que se pronuncie públicamente la sentencia, y que, por consiguiente, su posición existencial posee en sí misma —y no mediante algo externo— un valor decisivo y definitivo, que precisamente por eso es confirmado por Dios, aunque en el intervalo, a los ojos del mundo, no esté claro su comportamiento, resulte ambiguo y quizá suscite desprecio. La primera carta de Pedro no es un relato kerigmático al estilo de los cuatro evangelios. Sin embargo, su lectura —una vez planteada, con ayuda de los evangelios, la «cuestión del Jesús histórico» (véase mi primer libro sobre Jesús)—, obliga a reconocer que estamos ante un perfecto reflejo de lo que debió de ser Jesús de Nazaret y de cómo fue acogido por los cristianos de la segunda generación, según la experiencia de este cristiano autor de la primera carta de Pedro 5 . En el «seguimiento de Jesús» realizado por estos cristianos se refleja la imagen de lo que Jesús fue realmente. (Para la primera carta de Pedro son importantes los siguientes textos de la tradición Q: Mt 24,42-51 par.; 23,12 par.; 6,25 par.; 5,10.11.12.16; de la tradición propia de Lucas: Le 2,20; 6,33; 24,25-26; y en relación con 1 Pe 5,2 también Le 12,32). En la primera carta de Pedro se expresa nítidamente la idea de que no sólo el kerigma apostólico, en cuanto proclamación de la resurrección, procura la salvación a los hombres, sino también la praxis cristiana, el fenómeno histórico, contemplado por los no cristianos (epopteuontes: 1 Pe 2,12; 3,2) de cómo los cristianos, sin palabras (aneu logou, 3,1), abren una brecha en la testarudez de los otros, de los paganos, mediante su praxis de siervos dolientes, mediante una conducta en la que se perfila ya la visión del hombre del futuro. Y esto aun cuando se vea que ese amor inerme, lejos de desarmar o doblegar a los otros, recibe en pago una patada más fuerte todavía. ¡Aun entonces!, dice la primera carta de Pedro. Sin embargo, la indefensión no significa ingenuidad impotente: tales cristianos, dice el autor, tienen que defenderse, tienen que explicar los motivos de su esperanza, pero siempre «con buenos modos y respeto» (3,15-16). La gran diferencia de la primera carta de Pedro con la carta a los Hebreos (cf. infra) radica en el hecho de que la primera, aunque interpreta el sufrimiento por los demás como un «sacrificio expiatorio», no lo entiende en un sentido cultual (sacrificium propitiatorium), sino como un desafío dirigido a los demás: el desafío del amor inerme. Ahí reside la esperanza, de la que el autor dice que los cristianos tienen que estar «dispuestos siempre a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida una explicación» (3,15). Los cristianos deben narrar la historia de su esperanza, pero —añade el autor— no de una forma triunfalista, sino con «buenos modos y respeto» (3,16): es una esperanza basada en el sufri-
miento por los demás, a fin de que éstos lleguen a reflexionar y a convertirse: «ser llevados a Dios» (3,18), de igual modo que los cristianos, pecadores, alcanzaron la conversión por medio de los padecimientos de Jesús por los demás.
5
Cf. C. Spicq, La prima Petri, op. cit., 37-61; R. Grundry, Verba Christi, op. cit., 336-350; H.-J. Vogels, Christi Abstieg, op. cit., 72-73. '
2.
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El sufrimiento en favor de los muertos
Existe, sin embargo, un significado más profundo en la concepción de la primera carta de Pedro, en su meditación sobre el sufrimiento de Jesús por los demás. Las cartas a los Efesios y a los Colosenses pensaban sobre todo en las potencias angélicas celestes. La primera carta de Pedro, en cambio, las nombra sólo en una ocasión y de una forma incidental: la exaltación de Jesús junto al Padre es, naturalmente, una exaltación por encima de todos los seres del cielo (3,22b); se trata casi de un «cliché». El autor introduce una referencia al «mundo inferior». Es el autor neotestamentario que habla expresamente del descenso de Jesús a los infiernos (3,19; implícitamente en Hch 2,24; cf. Mt 12,40; Rom 17,7). Habla, además, de la actividad que Jesús realizó allí: «anunciar» (en el Nuevo Testamento siempre se trata de anunciar la salvación; existen algunos paralelos, pero siempre implícitos: Mt 8,11-12 par.; Le 13,28-29; tradición Q, y, sobre todo, Jn 5,25-27: «Sí, os aseguro que se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado, en que los muertos escucharán la voz del Hijo de Dios y al escucharla tendrán vida»). La primera carta de Pedro se apoya claramente en una tradición cristiana anterior. Muchos exegetas (movidos también por motivos confesionales relativos a la idea de purgatorio), mostrando un gran conocimiento de la literatura intertestamentaria, pero sin realizar un análisis estructural de la función de 3,18-22 en el contexto inmediato y mediato de toda la carta, han evocado todo un targum sobre la predicación de Cristo, después de su muerte, a los «ángeles caídos» que permanecen encarcelados en los abismos infernales y son juzgados definitivamente por Jesús resucitado. Para unos teólogos se trata de un anuncio de la salvación (incluso para los ángeles caídos); para otros, de un juicio condenatorio definitivo. Del texto se desprende inmediatamente que el descenso de Jesús a los infiernos debe entenderse como sinónimo de «morir», o sea, descender al íeol o mundo inferior (Gn 37,35; Nm 16,30; Is 5,14; 38,18; Ez 26,20; 31,14-17; Sal 22,30; 28,1; 30,4.10; 55,16; Job 7,9; 33,24; Prov 1.12; 5,5, etc.). La expresión, tal como se utiliza en la primera carta de Pedro, no pretende decir que Jesús murió realmente, contra supuestas hipótesis de docetismo o muerte aparente. No observamos indicio alguno de peligro docetista. La traducción: «Sufrió la muerte en su cuerpo, pero fue resucitado para la vida. Así fue (poreutheis) y proclamó la victoria a los espíritus encarcelados» (3,18c-19), es ambigua. El descenso a los infiernos parece ser un momento de la ascensión de Jesús, cuando el Jesús glorificado habría predicado el evangelio a estos «espíritus encarcelados». Pero, para el autor, la resurrección es un resurgir del mundo de los muertos
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(ek nekron, 1 Pe 1,3.21). El descenso a los infiernos forma parte, pues, de la muerte de Jesús, no de su resurrección. No obstante, para algunos círculos del primer judaismo, el abismo infernal de los ángeles caídos no estaba situado en el mundo subterráneo, sino en las esferas inferiores del cielo, donde moran también los difuntos justos. Pero el problema decisivo es si aquí se trata de «ángeles». Expresamente se afirma que estos individuos son «injustos». El en ho griego no se refiere a «el Espíritu en el que...», sino que significa «al mismo tiempo»: al tiempo de su pasión y muerte fue al mundo de los muertos, donde «predicó a los espíritus encarcelados» (antes de su glorificación). ¿Quiénes son estos espíritus? De hecho, en el judaismo inicial y en el cristianismo (cuando ya no se entendía el significado original de «hijos de Dios» de Gn 6,1-6) 6 , estaba vivo un mito relativo a la caída de los ángeles (puesto en relación también con el mito griego de la caída de los titanes) 7 . Según una tradición, estos ángeles fueron encarcelados en el mundo subterráneo. Incluso Jds 6 y 2 Pe 2,4 se refieren implícitamente al libro apócrifo de Henoc, el cual habla de ángeles (Hen[gr] 6-11, en el llamado Apocalipsis de Noé). Pero en ninguna parte del mismo se dice que estos ángeles estuviesen encarcelados. En una visión, Henoc puede visitar a los ángeles y anticiparles su condena definitiva. Considerado en sí mismo, prescindiendo del contexto, 1 Pe 3,19 podría decir que el autor atribuye a Cristo simplemente el papel de Henoc. Pero entonces habría que suprimir todo el contexto. ¿Por qué la primera carta de Pedro cita el kerigma eclesial sobre la muerte expiatoria y la resurrección (3,18; 3,22) y el versículo hímnico: thanatotheis men sarki, zoopoietheis de pneumati (sufrió la muerte en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu; 3,18c)? Estos fragmentos de un himno cristológico y estas fórmulas kerigmáticas tienen en sí un carácter de alabanza a Dios y de confesión de fe, pero aquí son citadas (como en Pablo, Flp 2, 6-11) con una intención parenética. La clave para su interpretación es 3,17. Con tales citas el autor pretende decir que de hecho es mejor sufrir por los demás que recibir un castigo merecido, con lo cual invita a la perseverancia en las persecuciones. El autor quiere mostrar que la muerte expiatoria de Jesús —la muerte de un inocente por los culpables (3,18b)— se ha realizado de hecho en favor de otros: de nosotros, los cristianos,
e incluso de ios espíritus encarcelados. En 4,1 vuelve a tomar el hilo de sus exhortaciones, y toda la cita (con la explicación del autor) es completada, por un lado, con epathen (3,18: padeció; según una lectura variante: apethanen, «murió») y, por otro, prosiguiendo el hilo del discurso en 4,1: Christou oun pathontos, «por tanto, dado que Cristo sufrió...». El sufrimiento en favor de los demás (en cuanto modelo para los cristianos) se ilustra con una serie de ejemplos en 3,18-22. En cualquier caso, de esto se infiere que el autor pretende afirmar que la muerte de Jesús no se ha realizado sólo en beneficio de los cristianos, sino también de esos espíritus encarcelados (kai tois pneumasin). En esta «sección dogmática», introducida en el cuerpo parenético, hay una serie de enunciados cristológicos (3,18 y 22) y bautismales (3,21). En 1 Pe 3,20-21 se habla del bautismo siguiendo ei esquema del tipo y el antitipo: antes y ahora. Por un lado, muchos se hundieron en el diluvio universal, y sólo unos pocos fueron salvados; por otro, ahora, por el bautismo, hay salvación para muchos (3,21a); 3,21b explica lo que significa exactamente el bautismo. 1 Pe 3,18-22 quiere ilustrar por qué es mejor sufrir por los demás que por las propias culpas. En 3,18 se dice que la muerte de Jesús va en beneficio de los pecadores. Con esto empalma 3,19, que alude a un nuevo hecho de Cristo: por qué su pasión redunda en beneficio de los demás. «Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcelados» (3,19), en otras palabras, teniendo en cuenta el contexto, tal predicación tuvo que ir también en beneficio de tales espíritus. El sufrimiento inmerecido de Jesús y su glorificación no sólo van en beneficio de nosotros, los que creemos en él y que anteriormente éramos pecadores, sino también en beneficio de los espíritus encarcelados, hasta los cuales Jesús descendió. Lo que se dice en 3,18 (sobre el fruto de los padecimientos de Jesús: para él, glorificación; para los cristianos, perdón de los pecados) va también en beneficio de «estos espíritus». El autor quiere ofrecer otro ejemplo para ilustrar lo dicho en 3,17. En 3,19, pues, se alude a un nuevo momento soteriológico, como se deduce de su marco estructural. La intención de 3,19, como la de 3,18, es afirmar que, mediante la muerte de Jesús, «son llevados a Dios» (3,18) también estos espíritus. Todo el texto y el contexto nos obligan a ver en 3,19 un acto salvífico y redentor de Jesús, no una condena. Y esto nos da ya cierta idea sobre quiénes son los «ángeles caídos». En 3,20-21 queda bastante claro que pneumata se refiere simplemente a los difuntos que se habían mostrado obstinados en tiempos del diluvio y habían sido castigados por ello (en la cárcel: para el primer judaismo, la parte del mundo de los muertos en que moraban los injustos); también ellos se benefician de la muerte de Jesús. Nyn sozei baptisma, «ahora salva el bautismo» (3,21), y no sólo el arca con unos cuantos supervivientes. Los padecimientos de Jesús no licnen valor expiatorio sólo «para vosotros» (3,18), sino para la multitud que perdió la vida en el diluvio. Ahora se obtiene la salvación por el mismo medio con que algunos se salvaron del diluvio: «por medio del a^ua» (3,20b; dia hydatos). Esta es la tipología que explica 3,21; el bautismo es el antitipo del arca en el diluvio. Los vivientes son salvados por
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6 Cf. C. Westermann, Génesis (BK I, 1; Neukirchen 1974) 491-517. Aquí, el autor yahvista no pensaba en ángeles, sino en hijos de Dios o «hijos de hombre» nobles, como David y el faraón, los reyes y notables, que escogían todas las mujeres a su arbitrio, razón por la cual, según el relato J, Dios castiga al hombre a vivir como máximo ciento veinte años. Sin embargo, el primer judaismo y el cristianismo interpretaron Gn 6,1-4 como si la historia se refiriera a los ángeles. 7 Cf. Ascjr 9-11; OdSl 22; 24; 42; EvPe 10,41-42; EvNic 17ss. Véase M. Hengel, ]udentum und Hellenísmus (Tubinga 21973) 163, 347-348, 423-424. Él problema fundamental es si 1 Pe 3,19 se refiere a esta explicación de Gn 6,1-4 o más bien al relato que sigue a continuación (el diluvio). Cf. los estudios más recientes sobre el tema, que por cierto difieren bastante entre sí: W. Dalton, Christ's Proclamation to the Spirits, op. cit., y H.-J. Vogels, Christi Abstieg ins Totenreich, op. cit., cuyos argumentos me parecen decisivos.
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medio del bautismo cristiano, que es «la petición de una buena conciencia» (del perdón de los pecados y la santificación) (3,21c; syneideseos agathes eperotema. En la Iglesia antigua, el bautismo iba unido a una oración, una epiclesis, más que a una fórmula bautismal de tipo indicativo). Esta petición da fruto en virtud de la resurrección de Jesús (3,21c). Pablo había dicho: «Entregado (muerto) por nuestros delitos y resucitado para nuestra justificación» (Rom 4,25; cf. supra); la inmersión en el agua nos limpia «de pecados», y al «emerger del agua» obtenemos una buena conciencia, o sea, la justificación. Lo que ahora, por medio del bautismo, va en beneficio de los pecadores vivos, dice la primera carta de Pedro, es útil también para los pecadores de antaño, los cuales no escucharon las admoniciones de Noé y por tal motivo fueron castigados con la muerte del diluvio. Esto se debe a la predicación realizada por Jesús en su descenso a los infiernos. La muerte de Jesús tiene también valor expiatorio para los pecadores de la antigua alianza. Esta idea reaparece, sorprendentemente, en la carta a los Hebreos, tan afín a la primera de Pedro: «Una muerte que librase de los delitos cometidos con la primera alianza» (Heb 9,15). La primera carta de Pedro no pretende limitar esta reconciliación a los pecadores de la época de Noé. «En tiempo de Noé» es un tópico, un ejemplo para aludir a todos los injustos de la antigua alianza (cf. también Mt 24,27-39 par.; Heb 11,7; 2 Pe 2,5); también el Yahvista considera el diluvio como un castigo infligido por Dios a toda la humanidad pecadora. 1 Pe 3,19 se refiere, pues, a una predicación de la salvación que Jesús, después de su muerte, dirige a todo el mundo de los muertos (nada se dice sobre si estos muertos han respondido a su llamada; cf. infra, en relación con 1 Pe 4,6). Los pneumata, o espíritus, de 3,19 son los nekroi, los muertos, de 4,6. A menudo, en el judaismo helenista (ya en la literatura sapiencial: Sab 2,3; 15,11; 16,14), pneumata son las almas de los muertos (mientras que precisamente en el Henoc griego, al que con tanta frecuencia se recurre, los ángeles son llamados pneumata sólo excepcionalmente, en su Apocalipsis de Noé; también allí pneumata se suele referir a las almas de los difuntos; Hen[gr] 22,3.6-9.11-13; cf. también Heb 12,23, que habla claramente de «las almas de los justos llegados a la meta» en la antigua alianza). El destino de las «almas» de los hombres que perdieron la vida en el diluvio es narrado ampliamente en Gn 6,5-9,24 (al que, por su terminología, remite 1 Pe 3,19, y no a la historia de los «hijos de Dios» de Gn 6,1-4) 8 . Además, la primera carta de Pedro utiliza constantemente otros nombres para designar a los «ángeles» (cf. 1 Pe 1,22; 3,22). Finalmente, estos «espíritus» son también prisioneros, se encuentran «encarcelados» (3,19), es decir, en la parte del seol o mundo subterráneo en que moran los injustos (cf. también Le 12,57-59 par., texto al que se alude claramente; también Hen[gr] 22 habla de dos lugares distintos para los muertos, según sean justos o pecadores). 8
Vogels, Christi Abstieg, op. cit., 101-105.
EL EVANGELIO DEL SUFRIMIENTO
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La posibilidad, no de una conversión de los muertos, sino de s>u reconciliación por medio de las buenas obras de los vivos, se afirmó con fuerza en el primer judaismo desde 2 Mac 12,43 (aunque este «purgatorio» no llegó a ser un dogma rabínico hasta el siglo n d. C ) . La idea de reconciliación, ya mencionada en 1 Pe 3,19, se precisa en 4,6. Estos muertos, una vez juzgados, es decir, una vez que se sopesa lo que en ellos hay de bueno y de malo, pasan a «vivir en la esfera pneumática (celeste) de Dios» (4,6b). Jesús proclama su mensaje de salvación precisamente para poder realizar esa krisis o distinción (hiña krithosin). El autor está pensando en la «desobediencia» de los paganos que persiguen a los cristianos. Por ello vuelve a citar un dato de tradición: «él... está preparado para juzgar a vivos y muertos» (4,5). Cristo está preparado también para juzgar a estos paganos. La predicación a los muertos apunta en primer lugar al juicio, pero después también ellos vivirán. Evidentemente, aquí no se trata del juicio final, ya que la salvación sigue siendo posible: krithosi men, zosi de (4,6; cf. 1 Cor 3,12-15: «salir con vida, como quien escapa de un incendio»). El autor quiere consolar a los cristianos perseguidos y avisar a sus perseguidores, recordándoles el juicio ineludible que les espera después de morir (4,5; prueba de ello es el juicio de los pecadores en tiempos de Noé: 3,19-20). «¿Para qué, si no, se anunció el evangelio a los muertos? Para que después de haber recibido en su carne mortal la sentencia común a todos los hombres viviesen por el Espíritu con la vida de Dios» (4,6). No se dice en sarki y en pneumati, sino sarki y pneumati, lo cual en la primera carta de Pedro significa siempre lo mismo (cf. 4,2; 3,18): sarx es el ámbito natural del hombre no redimido; pneuma es el ámbito «pneumático» (3,18; 4,6). Se trata de la situación del hombre entero después de morir. «Recibir la sentencia en carne mortal» se refiere al castigo después de la muerte, la cual es provisional: purificadora, ya que después vivirán «por el Espíritu en la vida de Dios». Aquí se contrapone kata anthropous y kata Theon: la suerte de todos los hombres (cf. 1 Pe 1,16) es que tanto los vivos como los muertos son juzgados; pero, al igual que Dios, vivirán en el ámbito del Espíritu. Los vivos son una especie de modelo del juicio que deben sufrir los muertos, al igual que Dios es el modelo de la vida de los muertos purificados. En 1 Pe 3,19 y 4,6, el autor se refiere a un juicio de purificación para los muertos, que tendrá lugar una vez que Jesús haya «predicado» y que ofrece una oportunidad definitiva de salvación. Por lo que se refiere al núcleo dogmático, el autor subraya el valor salvífico universal de la muerte expiatoria de Jesús. Esta muerte ofrece un futuro incluso a los que han malogrado su vida en el pecado. Gracias a la purificación y el perdón, hay un futuro también para los muertos, en virtud de la fuerza infinita de los padecimientos de Jesús en favor de los demás, tanto vivos como difuntos. De acuerdo con la tradición cristiana (cf. Rom 6,10; Heb 9,26-28; 7,27; 10,10), esa fuerza de los sufrimientos de Jesús por los demás es para I Pe 3,18 un hapax, algo que ocurre «una vez por todas» en nuestra historia humana; en consecuencia, todos los «justos dolientes» podrán padecer también en favor de los demás. La teoría de una condena definitiva
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SUFRIR P O R
LOS DEMÁS
de los ángeles encarcelados9, si nos atenemos a un análisis estructural y terminológico, no tiene ninguna posibilidad de encontrar un apoyo en el texto de la primera carta de Pedro; además, hace totalmente incomprensible el pasaje de 3,19-21. Naturalmente, hay que distinguir la forma y el contenido: por una parte, el descenso a los infiernos (el morir) y la proclamación de la salvación (por parte de Jesús muerto); por otra, el valor expiatorio que la muerte de Jesús tiene incluso para los injustos muertos de la antigua alianza (es decir, para los muertos que no han conocido a Cristo, entonces y ahora). II PUEBLO DE DIOS SANTO, REAL Y SACERDOTAL
El fruto salvífico de la muerte expiatoria de Jesús y de su glorificación a la derecha de Dios es sencillamente la comunidad cristiana, presentada como «linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo adquirido por Dios, para publicar las proezas del que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz. Los que antes no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia» (2,9-10; cf. 2,5 con Ap 1,6 y 5,9, el único lugar del Nuevo Testamento en que se llama a la comunidad cristiana «pueblo de Dios sacerdotal y real»). Esta perícopa encierra numerosas referencias al Tenak (Ex 19,6; Is 43,20; Os 1,9; 2,1.3; cf. Rom 9,25-26). Indudablemente aquí no se aborda el problema de la relación entre la Iglesia e Israel, pero la primera carta de Pedro afirma que la comunidad cristiana es laos, o sea, pueblo de Dios. El autor se dirige patentemente a una comunidad de paganocristianos; para ellos no constituye problema la relación entre la Iglesia e Israel. La evocación de Os 2,25 —antes no erais mi pueblo, pero ahora sois pueblo de Dios— se aplica en primer término a los paganos (2,10, como Rom 9,25-26; cf. Hch 15,14; Tit 2,14). En su condición de pueblo santo, la comunidad cristiana ha sido «sacada del mundo» (1,1), «consagrada» (1,2), de igual modo que Dios es «el Santo» (Nm 15,40; Dt 7,6; 26,19) y también lo es Cristo (1 Pe 1, 19). «Consagrada» tiene para esta comunidad perseguida un significado especial. Son cristianos que padecen persecución (5,9), viven retirados «como forasteros y emigrantes» (2,11; 1,17; 1,1). Esto no sólo extraña a los simpatizantes (4,3-4), sino que da pie a burlas y vituperios (2,12; ' Esta teoría no hizo su aparición en la exégesis moderna hasta 1890, tras la publicación del libro de F. Spitta, Christi Predigt an die Geister (Gotinga 1890), y fue aceptada sin más investigaciones por la mayor parte de los exegetas. En la exégesis católica aparece con la obra de K. Gscbwind, Die Niederfahrt Christi in die TJnterwelt (Münster 1911). También H. Küng la defiende en su libro Ser cristiano. En mi opinión, se trata de una tesis condicionada por factores de tipo confesional, aceptada por algunos exegetas católicos sin la oportuna crítica.
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3,9.15-16; 4,14). Aunque extranjeros, los cristianos están al servicio del mundo: «Portaos honradamente entre los paganos, así... las buenas acciones... los obligarán...» (2,12). Deben vencer el odio con buenas y hermosas acciones (kalokagathia) (2,12). Pero la comunidad de Dios no es sólo santa, sino también «sacerdotal». El autor lo explica cuando habla de «ofrecer sacrificios espirituales que acepta Dios por Jesucristo» (2,5b). Aquí reaparece en primer término la idea de «sufrir por los demás»: es una charis, no en el sentido de gracia (hesed) que Dios nos envía (son los hombres los que hacen sufrir a los cristianos), sino de hen que tienen los cristianos, beneplácito a los ojos de Dios. Es un sacrificio «propiciatorio» en virtud del cual este pueblo es sacerdotal «por Jesucristo» (una vez más nos hallamos cerca de la carta a los Hebreos): un «siervo doliente» sacerdotal, es decir, que padece por los demás. El autor es consecuente hasta en los detalles con su concepción fundamental. Los cristianos, por ser un pueblo sacerdotal, deben proclamar las proezas de Dios (aretai, un término marcadamente helenista) que ellos mismos han experimentado (2,9b). El ideal de Israel era ser el pueblo sacerdotal y real de Yahvé (Is 61,6; 62,3). Según la primera carta de Pedro, ese ideal se ha cumplido en la Iglesia. Ahora tiene todo el pueblo acceso directo a Dios en Cristo; todos ofrecen sacrificios espirituales (2,5) y todos publican las proezas (2,9). El autor dice esto a cristianos procedentes del paganismo, «los que no habían alcanzado misericordia y ahora han alcanzado misericordia» (2, 10). La gracia es «acceso a Dios» por medio de la muerte y resurrección de Jesús (2,18). La comunidad eclesial es ahora «el templo», cuya «piedra angular» es Cristo (2,6-7), por quien todo tiene consistencia (cf. Sal 117,22 con 1 Pe 2,4 y 2,7; Is 28,16 con 1 Pe 2,4.6; Is 8,14 con 1 Pe 2,8). La piedra desechada es Israel, despreciado y desechado antes por los paganos, los cuales persiguen ahora a los cristianos. La Iglesia es el Israel doliente. Pero este pueblo está ahora totalmente rehabilitado (según Sal 117,22; cf. Mt 21,42; una aplicación diferente de la que ofrece 1 Pe). En Is 28, 16, el pueblo y sus dirigentes están en guerra con los asirios; tienen confianza, pero no en Dios, sino en la ayuda de los egipcios paganos; olvidan que Yahvé es la única piedra angular que da consistencia a todo el edificio de Israel. También el rabinismo interpreta este texto en sentido mesiánico. Según 1 Pe 2,6-7, quien confía en Cristo, no será confundido. Finalmente, Is 8,14 es una amenaza profética: en caso de incredulidad, Israel encontrará en Yahvé la piedra en que tropiece: otro pasaje que los rabinos interpretan mesiánicamente. En la primera carta de Pedro se critica a Israel por no haber reconocido a Jesús como el Cristo, el siervo doliente, y por no haber aceptado su muerte como un acontecimiento mesiánico. El verdadero fruto esperado siempre por la comunidad de Dios es la «herencia celestial», la tierra prometida, que no decae, ni se mancha, ni se marchita (1,4; otro pasaje muy afín a la carta a los Hebreos y griego en su terminología). Este fruto definitivo es soteria, salvación (1,9-10; término helenístico; cf. infra en la síntesis), un concepto que en el Nuevo Testamento tiene carácter mesiánico (Le 1,69.71.77; 2,11; Jn 4,22; Hch 4,12;
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LA GRACIA DE DIOS Y EL MUNDO FUTURO
5,31; 13,23; 1 Tes 5,9-10; Rom 1,16; Heb 5,9; 2 Pe 3,15; Jds 3; 1 Jn 4,14; Ap 12,10). Dice el autor: «Vosotros no visteis a Cristo, pero lo amáis» (1,8a); «creéis en él sin verlo» (1,8b); «sentís un gozo indecible, radiantes de alegría, porque obtenéis el resultado de vuestra fe, la salvación personal (sotena)» (1,9: la «salvación de vuestras almas», expresión greco-judía). Este «resultado» es sencillamente «la gracia» (1,10; 1,13), y en otro lugar, «la bendición» o «la gracia de la vida» (3,9). La gracia es la salvación de Dios en Jesús, lo cual sólo encontrará su plenitud en la parusía (1,13). El intervalo comprendido entre la ascensión de Jesús y la parusía es para la comunidad cristiana perseguida un éxodo hacia el exilio. En este período, los cristianos deben: a) ser un modelo para el mundo a través de sus acciones santas, buenas y agradables (2,12); b) imitar a Cristo, paciente e inocente, en sus padecimientos sufridos en favor de los demás (2,21-25; 3,18-4,6); c) hacer frente como cristianos al emperador, cuando se trata de los asuntos de Dios (5,8-9), pero si éste no es el caso, acatar respetuosamente las instituciones civiles (2,13-17; cf. infra en la síntesis). La primera carta de Pedro pone de relieve la auténtica grandeza del hombre humilde, el cual está bajo la gracia de Dios (5,5c). «Haceos humildes para estar bajo la mano poderosa de Dios» (5,6). La predilección que Dios muestra por los justos que sufren, denigrados y oprimidos, es un tema que la primera carta de Pedro tiene en común con la carta a los Hebreos y con todo el Nuevo Testamento. Y esto lo dice el autor también en relación con los responsables de la Iglesia (5,1-4 y 5,5). Cada uno tiene una tarea específica dentro de la comunidad, pero «todos, en el trato mutuo, revestios bien de humildad» (5,5b). Ya se trate de ministros eclesiales, ya de simples miembros de la Iglesia, «las dotes (charismata) que cada uno ha recibido úselas para servir a los demás, como buenos administradores de la múltiple gracia (charis) de Dios» (4,10). El fruto de la muerte expiatoria y de la resurrección de Jesús es, por tanto, la comunidad cristiana en cuanto pueblo de Dios (2,9-10), un pueblo real y sacerdotal que tiene libre acceso a Dios (3,18; 2,9-10), debido a «haber nacido de nuevo» (1,3; 1,33) por medio del bautismo (3,20-21), creyendo y esperando en Dios (1,21) y practicando el amor fraterno (1, 22). Esta esperanza mantiene a la comunidad orientada hacia el fin, la salvación (1,10), la herencia celestial (1,14), «reservada en el cielo para vosotros... dispuesta a revelarse en el momento final» (l,4-5b), pues el acabamiento es escatológico (1,5b; 1,6; 1,20; 4,5.7-17; 5,10). Charis, pues, tiene aquí también el significado de designio divino o misterio oculto en Dios (1,12c; cf. 1,4-5), que los ángeles desean contemplar (1,12c) y que fue investigado por los profetas (1,10-12), pero que se ha revelado únicamente a los cristianos mediante la predicación evangélica de Jesús como Cristo (1,12). Sin embargo, ya los profetas habían descubierto que este misterio divino es un plan salvífico que lleva a la glorificación pasando por el sufrimiento (1,11). Lo cual significa que el sufrimiento de Jesús por los demás es «según las Escrituras» y, por consiguiente, es asumido en el designio divino (la «necesidad divina» del Evangelio de Marcos). La
muerte de Jesús no es un fracaso, sino algo previsto en el designio inescrutable de Dios (cf. 1,19-20). El autor concluye: «Dios, que es todo gracia y que os llamó por Cristo a su eterna gloria, él en persona os restablecerá, afianzará, robustecerá y dará estabilidad» (5,10). Este breve resumen de la doctrina cristiana —centrado en el «Siervo doliente», en el sufrir por una buena causa— es definido por el autor, al término de su carta, como «la verdadera charis de Dios» (5,12b), en la que sus lectores deben perseverar (5,12c).
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CUESTIÓN SEGUNDA
LA GRACIA DE DIOS Y EL MUNDO FUTURO: LA CARTA A LOS HEBREOS Bibliografía: P. Andriessen y A. Lenglet, De brief aan de Hebree'én (Roermond 1971); J. Bonsirven, Saint Paul, Épitre aux Hébreux (París 61943); F. Bruce, The Epistle to the Hebrews (NLC; Londres 21967); «To the Hebrews» or «to tbe Essenes»: NTS 9 (1962-63); A. Cody, A History of Oíd Testament Priesthood (Roma 1969); J. A. Fitzmyer, Furtber Light on Melchisedek from Qumran Cave XI: JBL 86 (1967) 25-41; G. Friedrich, Das Lied vom Hohenpriester im Zusammenhang von Hebr 4,4-5,10: TZ 18 (1962) 95-115; R. G. Hamerton-KeUy, Pre-existence, Wisdom, and the Son of Man (Cambridge 1973); A. T. Hanson, Jesús Christ in the Oíd Testament (Londres 1965); A. J. Higgins, The Priestly Messiah: NTS 13 (1966-67) 211-239; M. de Jonge y A. S. van der Woude, 11 Q Melchisedek and the New Testament: NTS 12 (1965-66) 301-326; J. L. Martyn, History and Theólogy in the Fourth Gospel (Nueva York 1968); W. A. Meeks, The Prophet-King (Leiden 1967); O. Michel, Der Brief an die Hebrder (Meyers kritischexegetische Komm. 13; Gotinga lz 1966); H. W. Montefiori, Rabbinic Literature and Gospel Teachings (Londres 1930); G. Schille, Erwagungen zur Hohenpriesterlehre des Hebrderbriefes: ZNW 64 (1955) 81-109; C. Spicq, L'épitre aux Hébreux, 2 vols. (París 1952); V. Taylor, The Atonement in the New Testament Teaching (1940); A. Vanhoye, La structure littéraire de l'épitre aux Hébreux (Brujas-París 1963); G. Vermes, The Dead Sea Scrolls in English (Harmondsworth 1962); R. Williamson, The Epistle to tbe Hebrews (1964); id., Philo and the Epistle to the Hebrews (Leiden 1970); A. S. van der Woude, Melchisedek ais himmlische Erlosergestalt in den neugefundenen eschatologischen Midraschim aus Qumran-Hóhle XI: OTSt 17 (1965) 354-373 (cf. también M. de Jonge); Y. Yadin, The Dead Sea Scrolls and the Epistle to the Hebrews: «Scripta t lierosolimitana» 4 (1958) 36-55.
Introducción Debido a la complicada exégesis sinagogal que emplea la carta a los Hebreos, debido también a la valoración negativa que —sobre todo a partir de los años cincuenta— algunos exegetas I0 han hecho de este es10 A mi juicio, el principal responsable de esta actitud es el comentario, por lo demás muy importante, de C. Spicq, L'épitre aux Hébreux, op. cit.
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crito neotestamentario y debido, en fin, a diversas tendencias antisacerdotales presentes en la cultura y en las Iglesias de nuestro tiempo, esta carta es para muchos creyentes un texto desconocido. Y es lástima, porque quien ha logrado comprender de alguna manera el carácter de la exégesis judía y se ha liberado de las concepciones de determinados exegetas, descubre en la carta a los Hebreos el documento humano más exquisito de toda la literatura neotestamentaria y, al mismo tiempo, una desmitificación de ciertas imágenes «sacrales» sobre el sacerdocio a pesar del grandioso aparato escénico que aparece en el escrito. En lugar de una «rejudaización» sacral de Jesús como el Cristo y de una helenización radical de la cristología, el lector percibe en esta carta el vivo latir de un corazón judeocristiano que —conociendo el acervo cultural griego de la comunidad a la que se dirige el autor— no tiene más interés que articular la experiencia de la fe apostólica (la experiencia de la salvación decisiva y definitiva de Dios en Jesús) mediante expresiones hondamente humanas pertenecientes a su propio mundo intelectual y vivencial, y ello ante la inminencia de una apostasía quizá masiva en vísperas de una persecución de la Iglesia. Aunque la última conclusión pastoral de la carta («salgamos, pues, a encontrarlo fuera del campamento», 13,13) plantea en la actualidad problemas críticos (que, en cualquier caso, no pueden ignorar los condicionamientos históricos que se dan cita en la espiritualidad del hagiógrafo), el autor de la carta tiene mucho que decirnos hoy a los cristianos, y en muchos casos de una forma patética. A diferencia de Pablo, la carta a los Hebreos no está muy interesada en la contraposición entre gracia y ley, si bien no la desconoce (10,1; cf. 8,5), ni tampoco en la contraposición entre Antiguo y Nuevo Testamento (8,6); su tema central es la contraposición entre la impotencia e insuficiencia del culto judío, mosaico y la gracia eficaz del ministerio de Jesús, llevado a cabo con fidelidad a Dios y en solidaridad con los hombres que sufren. Pero este contraste entre ambos elementos es sólo parte de una dialéctica más fundamental entre lo que el autor llama, según las categorías de la apocalíptica greco-judía, «este mundo» o eón presente y la oikoumene mellousa (2,5), el mundo futuro o eón futuro. La perspectiva del autor es «cósmico-ecuménica», y la contraposición entre la Iglesia y la sinagoga es sólo una parte llamativa de la misma: un hecho, lógicamente, doloroso para un cristiano de origen judío que, antes de convertirse al cristianismo, había vivido en la diáspora de Alejandría, estaba familiarizado con algunas ideas griegas de moda por entonces en Egipto y se había entregado como ningún otro al estudio de la espiritualidad judía, especialmente a la del llamado «sinaitismo» de las corrientes menos «ortodoxas» o místicas del primer judaismo en la segunda mitad del siglo i d. C. Dentro de esa espiritualidad judía, el autor de la carta a los Hebreos intentará transmitir fielmente el patrimonio de la fe apostólica. Una de las principales razones de que el autor escribiera esta carta —propiamente no es una carta, sino una especie de homilía que debió de pronunciarse con ocasión de una asamblea litúrgica cristiana— fue sin duda el peligro de una apostasía. Así se deduce (dentro del contexto más
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amplio de las exhortaciones contenidas en 5,11-6,12 y 10,19-39) principalmente de 10,25 y 6,6. Algunos cristianos de origen judío volvían la espalda a la Iglesia para volver a su fe anterior o bien porque se sentían atraídos por la religiosidad sincretista y cómoda de la Antigüedad tardía. Por otra parte, según parece, una de las razones del cansancio y la frustración existentes en el cristianismo de la época era la actitud de la Iglesia, que algunos consideraban demasiado sobria, respecto a los ángeles en su relación con Cristo. Todo el ambiente religioso, con su gran interés por los ángeles, que en el mundo de la Antigüedad tardía eran de una importancia realmente existencial, hacía que algunos cristianos no se sintieran a gusto en el cristianismo. Este mundo se hallaba en fuerte contraste con la distanciada actitud del cristianismo apostólico frente al problema capital de la época: el hado y las potencias espirituales celestes. La cultura de entonces no centraba precisamente su preocupación e interés en el hombre, y menos en un hombre crucificado. Según la carta a los Hebreos, este modo de proceder implica una total incomprensión del significado de la vida de Jesucristo. El autor acusa a estos cristianos de inmadurez teológica, la cual les hace frágiles ante la apostasía de la fe (5,11-6,12). Tales cristianos no distinguen entre el «bien» y el «mal»; cosa que, en este contexto, significa su incapacidad para distinguir entre una cristología sana y una cristología falsa. En particular, no comprenden las implicaciones cristológicas del Antiguo Testamento; precisamente esta laguna es la que propiciaba la apostasía de los cristianos de procedencia judía. Por eso el autor quiere ilustrar qué significa que Jesús es el Cristo, es decir, (para él) el Mesías sacerdotal escatológico. Para garantizar una correcta comprensión de este misterio, quiere establecer un sólido fundamento con materiales tomados del Tenak. Como ningún otro, quiere garantizar el fundamento judío del cristianismo y mostrar que el propio Tenak confería un carácter provisional al sacerdocio levítico. No conocemos bien las circunstancias sociales que llevaron a esa apostasía. Pero lo cierto es —como se desprende de la carta a los Hebreos— que los cristianos pasaban por una difícil situación social. Debido al paganismo de toda la vida pública (incluidas las diversiones ciudadanas), los cristianos se aislaron totalmente de la vida civil, y la carta a los Hebreos alienta esa postura. Por tal razón, los romanos los llamaban «misántropos». Ya entre los años 54-68, Tácito escribía en su ensayo sobre Nerón que los chrestiani se caracterizaban por su odium generis humaniu. La carta a los Hebreos alude a encarcelamientos y confiscación de bienes (10, 32-34), y el tema de los padecimientos de los cristianos recorre de punta a cabo toda la carta. La fractura entre la Iglesia y la sinagoga (el judaismo era una religio licita, reconocida o tolerada, en el Imperio romano) comenzó a tener consecuencias en el plano social. Los cristianos fueron declarados fuera de la ley. Quizá debido a estas contrariedades, algunos abandonaron la Iglesia; no aparecían ya por las reuniones (10,25). El autor de la carta a los Hebreos se presenta como un apologeta cris11
Tácito, Ñero (cf. Kirch, n. 25).
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tiano que quiere mostrar cómo Jesús es el cumplimiento de todas las promesas del Antiguo Testamento; en otras palabras, quiere mostrar que el cristianismo tiene una base judía, auténtica y sólida. Ofrece una cristología basada en su estudio personal (un estudio que sigue la línea de la exégesis sinagogal de la época) de las Escrituras del judaismo. En mi opinión, esta carta no intenta en absoluto ofrecer una justificación teológica de la ruptura fáctica entre la Iglesia y la sinagoga, ruptura que tendría una especie de confirmación oficial en Heb 13,10 («nosotros tenemos un altar del que no tienen derecho a comer los que dan culto en el tabernáculo», interpretado erróneamente —cf. infra— como una exclusión de los judíos de la celebración eucarística de los cristianos). Esta interpretación está en contradicción con todo el espíritu de la carta a los Hebreos y también con la complicada exégesis sinagogal empleada por el autor para mostrar la base judía del cristianismo. El autor de la carta a los Hebreos no tiene ninguna intención de desvalorizar la Tora, cosa que sí observamos en Pablo en su carta a los Gálatas (cf. supra). Las instituciones veterotestamentarias son indudablemente insuficientes y provisionales, pero son también prefiguraciones de la verdad futura, Cristo Jesús. Fuera de lo que en el Antiguo Testamento es imperecedero (cf., por ejemplo, Heb 11), para el autor de la carta ya ha cumplido su función todo lo que se halla en el mismo. El autor es un alejandrino helenista, pero a la vez un judío de cuerpo entero. En cuanto judío de la diáspora convertido al cristianismo, quiere, partiendo de esos dos ámbitos culturales, exponer el cristianismo en toda su pureza: la salvación de Dios únicamente en Cristo Jesús. Si en la carta a los Hebreos hay oposición entre la Iglesia e Israel, tal oposición se sitúa en un marco más amplio de tipo ecuménico-cósmico. El propio autor dice que su auténtico tema (2,5) es el de la oikoumene mellousa, el mundo o eón futuro. El trasfondo religioso-cultural es la apocalíptica judeo-helenista de la Antigüedad tardía: la suposición de que existen dos regímenes cósmicos o eones. En el ambiente alejandrino en que se desenvuelve el autor, el esquema de los dos planos se ha helenizado, dando lugar a un mundo visible y transitorio frente al kosmos noetos, el mundo suprasensible de las ideas (concepción platónica). Como helenista, el autor conoce perfectamente esta concepción griega de un mundo dividido en dos planos, pero como judío (perfecto conocedor de la Biblia de los LXX) mantiene el esquema judío «histórico» de un «mundo actual» en contraposición al mundo futuro, es decir, el esquema de la apocalíptica judía (helenista). Es lo que sostiene, en mi opinión convincentemente, R. Williamson, frente a la incomprensible caricatura que C. Spicq ofrece de la carta a los Hebreos (a pesar de una serie de indicaciones de indudable valor). Sin embargo, como ocurre frecuentemente, también se puede caer en el extremo contrario. Williamson olvida un aspecto muy real de la apocalíptica de aquel tiempo. Para la apocalíptica, en efecto, lo que en la historia hay que considerar todavía como «actual» o «inminente» existe ya en las esferas celestes n. Eso es lo que piensa la
carta a los Hebreos: «La obra de Dios estaba terminada desde la creación del mundo» (4,3c); para la apocalíptica, todos los bienes salvíficos preexisten en las esferas celestes (epourania). Este aspecto queda bastante desfigurado en el estudio de Williamson. La historia terrena tiene una relación misteriosa con esa «historia» supraterrena, preexistente, atemporal. Pero cuando se aproxime el tiempo final, desaparecerán las fronteras que dividen ambas historias; todo lo que exista sobre la tierra podrá entonces participar en las reuniones festivas celestes (cf. 12,22-24). En esta apocalíptica de los dos eones encontramos, pues, una dimensión horizontal, histórica (este mundo en contraposición al mundo futuro), y otra vertical, en dos planos (el mundo terrenal frente a la realidad eterna, celestial). (Ambas dimensiones aparecen claramente en 8,5-6 y 9,23-28). Esta apocalíptica judeo-helenista es precisamente el punto de vista de la carta a los Hebreos; forma parte de los presupuestos del autor, de su mundo cultural e intelectual. (Por eso debemos distinguir críticamente entre lo que el autor pretende decir en un plano cristiano —la salvación de Dios en Jesús— y los presupuestos culturales que utiliza para tematizar sus enunciados de la fe). Mucho antes de la carta a los Hebreos, el llamado helenismo había sido judaizado y utilizado en esta apocalíptica (mientras que en el caso de otro judío alejandrino, Filón, observamos una relación inversa: el esquema apocalíptico judío es absorbido y neutralizado por el esquema filosófico griego). El autor de la carta a los Hebreos puede, pues, tomar tranquilamente de su entorno alejandrino una terminología filónica, pero dentro de su propio esquema judeo-helenista, esencialmente distinto del de un Filón. La carta a los Hebreos no habla en absoluto de una helenización del cristianismo, ni siquiera a través de una «rejudaización» sacerdotal. El autor se sitúa en la tradición de los judíos de la diáspora, una tradición que, por ejemplo en el libro de la Sabiduría, había adquirido ya una forma puramente judía, si bien utilizando categorías de tipo griego. La datación de la carta es una cuestión que debemos dejar abierta. La cita ya la primera carta de Clemente (escrita el 96). Por tanto, la fecha más tardía tiene que oscilar entre los años 93 y 97. Por otro lado, es de notar que en Heb 13,7 el autor demuestra conocer ya una veneración cristiana hacia los apóstoles: los cristianos tienen que recordar a los grandes responsables que ha tenido la Iglesia —«su vida y cómo acabaron su vida»—; en rigor, viven ya en un período «posapostólico». Parece, además, inminente una persecución de la Iglesia. Hubo persecuciones de judíos y cristianos en Alejandría ya en el 38 y en el 66; en Roma, bajo Claudio, en el año 49 13, y bajo Nerón en los años 63-66 14 (durante esta última coloca la tradición la muerte de Pedro y de Pablo). Siguen las dos grandes persecuciones de Domiciano (81-96) y de Trajano (98-117). ¿Es la carta a los Hebreos inmediatamente anterior a Domiciano? ¿O fue escrita entre Domiciano y Trajano? Es una cuestión que debemos dejar abierta (al menos por el momento). 11
12
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SUFRIR POR LOS DEMÁS
Cf. Jesús, la historia de un viviente, 109-113.
14
Suetonio, Vita Caesaris Claudii, 25,3-4. Tácito, Annales XV, 44.
PRESUPUESTOS RELIGIOSO-CULTURALES DE HEB
I PRESUPUESTOS RELIGIOSO-CULTURALES DE LA CARTA A LOS HEBREOS
1.
«Este mundo» y el «mundo futuro»
Los dos mundos —éste, el de la creación (9,1), y la oikoumene mellousa o mundo futuro (2,5; cf. 6,5; 9,9-10)— son, por un lado, la realidad terrena, provisional y perecedera; por otro, la realidad celeste, imperecedera y definitiva. Nos encontramos evidentemente ante una terminología helenista. Sin embargo, la carta a los Hebreos ve en Jesús, el Hijo, el gran punto de ruptura —dentro de nuestro mundo— entre ambos mundos. Por ser el Hijo, Cristo está por encima de los eones, mientras que el eón nuevo está sometido únicamente a él: Cristo está por encima de todas las potencias celestes (1,4-9; 1,13-14; 2,2-4), es el heredero de todo (1,2), Señor y maestro (2,5-9). Esto rompe el esquema helenista de los dos planos. El autor modifica una serie de conceptos helenísticos para poder esbozar una imagen de la historia de tipo apocalíptico, judeocristiano. 1. El primer eón es «este mundo creado» (9,11): el mundo visible (11,3), material y pasajero (1,10-12; 7,12.18.23; 8,7.13; 12,26-27), el cual, según las ideas de la época (sobre todo en la apocalíptica) está sometido a unos kosmokratores celestes, o sea, a distintos ángeles del cielo (2,5). A este primer eón —el mundo en que vivimos— pertenecen también las instituciones humanas: son defectuosas (8,7) y terrestres (9,1). También Israel, con su sacerdocio, su ley y sus instituciones pertenece a esta primera creación (2,2). Hay también ángeles que han dictado a los hombres la Tora judía y los han sometido a ella (2,2-4; cf. Ex 19,16.19; 20,18; también Hch 7,53; Gal 3,19; Col 2,14-15) 15 . La carta a los Hebreos supone que nuestro mundo terrestre está sometido a los ángeles (cf. 2, 5-9; 1,4). Esta concepción, muy difundida en la Antigüedad, se encuentra ya de algún modo expresada en Sal 8,6-7, donde se dice que en la creación el hombre fue hecho «poco menos que los elohim» o ángeles. En la literatura apocalíptica judía, este «poco menos que» se interpreta como «por poco tiempo», es decir, provisionalmente: en espera del tiempo en que tales relaciones fueran totalmente cambiadas, o al menos modificadas, por un acontecimiento apocalíptico, escatológico. «Poco inferior» a los ángeles se entendía entonces como «por breve tiempo» (cf. 2,7), no por siempre (cf. 12,2). En los círculos apocalípticos judíos de la época se tenía la convicción de que el «Hijo del hombre», en su exaltación, obtendría una nueva relación con las potencias celestes angélicas e incluso dominaría sobre ellas 16. Un representante destacado de este eón es la muerte, entendida como 15
También Josefo, Antiquitates, 15,5,3 (cf. Kirch, n. 34). " Por ejemplo, Hen(heb) 10,3.
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sometimiento o esclavitud a los ángeles malos del cielo, especialmente al diablo (2,14-16). El miedo existencial del hombre antiguo, que vivía entre el sentido y el absurdo, tiene en esta cultura como explicación el sometimiento del ser humano a diversas potencias espirituales, supraterrenas, humanamente incontrolables, que parecían determinar la suerte de los hombres y guiar su destino. En la carta a los Hebreos tiene una importancia fundamental la interpretación cristiana del pensamiento apocalíptico, según la cual ese sistema duraría poco y esas relaciones cambiarían de sentido gracias al Hijo del hombre, Cristo, descendiente de Abrahán. Para el autor, esto es un signo de la predilección de Dios por lo inferior, lo débil, sea cual sea su posición en el cosmos; una idea que aparece frecuentemente en la carta a los Hebreos. En consecuencia, la charis o gracia tiene de por sí en la carta el matiz de misericordia divina para con los débiles, los jóvenes que carecen de derechos de primogenitura, para con Rajab, la prostituta, para con todos los que sufren. Nada es insignificante para la charis de Dios, y menos aún el humilde: Dios lo ensalzará. Esta carta, llena de conceptos sobre el sacerdocio judío, ajenos a nuestra mentalidad, encierra un humanismo profundísimo, más claro que en ningún otro escrito neotestamentario, aunque envuelto en una sacralidad exterior, que la carta a los Hebreos quiere precisamente desmitificar. 2. A este primer eón se contrapone el segundo eón, apocalíptico: la oikoumene mellousa (2,5), identificada en la carta a los Hebreos con Cristo y los suyos, junto con todos los moradores del cielo. Es el mundo de las realidades imponentes (1,4; 7,19.22), de una realidad permanente e imperecedera (10,34), suprasensible (11,1) e inconmovible (12,28), duradera. A este mundo invisible e imperecedero no pertenece el mundo astral, o sea, el firmamento, que en la carta a los Hebreos aparece ya claramente desmitificado, convertido en parte integrante del mundo material y pasajero (cf. 1,10-12; 9,11; 12,26). Al segundo eón, imperecedero, la patria celeste (11,16), pertenecen los ángeles del cielo. Según el judaismo helenista, éstos fueron creados con una naturaleza imperecedera (versión griega de Gn 1,1; el texto hebreo habla de la «creación del cielo y de la tierra», o sea, de nuestro cosmos, pero los LXX lo interpretaron como «creación de nuestra tierra y del cielo de los seres celestes»). Además, estos seres celestes previamente creados asisten a Dios en la creación del cosmos y de todo lo que en él existe (cf. Job 38,7; Ap 7,1; 14,18; 16,5). En aquel tiempo, esta idea era patrimonio común de toda la teología judía. Por eso, la carta a los Hebreos subraya que todo ha sido creado (1,2) por medio del Hijo, Jesús (y no por medio de los ángeles, 1,3); todo le está sometido, y, por tanto, también el mundo futuro (2,5). Todo lo que en el primer eón, el nuestro, es imperecedero y tiene valor permanente pertenece también al «mundo futuro», como la fe de los justos del Antiguo Testamento (Heb 11) y, sobre todo, el «amor fraterno» (13,1), que es una de las cosas que siempre durarán. Por lo demás, según la apocalíptica judía, el eón celeste actuaba ya, de un modo oculto, en el viejo eón. Los epourania o las cosas celestes abarcan, pues, todo lo que es invisible, imperecedero y no está sometido al curso del tiempo (3,1;
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6,4; 9,23). Como hemos visto, «la obra de Dios quedó terminada con la creación del mundo» (4,3c); es decir, para la apocalíptica, todos los bienes celestes —y, en primer lugar, Cristo— preexisten ya en los cielos. Este enunciado no es de tipo metafísico, sino sapiencial y apocalíptico (pero no por eso «menos real»). Todo lo que ha sido rescatado históricamente mediante el sacrificio de Jesús pertenece, pues, al ámbito del «mundo futuro» de los epourania o cosas celestes, un mundo preexistente, pero que tiene aún que venir a nuestro chronos o tiempo (9,23; 3,1). Todo lo que en el primer mundo, pasajero, no tiene una relación de relieve con el mundo futuro —para la carta a los Hebreos— ha concluido ya su misión con la venida de Cristo. En cambio, lo que posee esta relación es imperecedero. Así, los hombres de fe del Antiguo Testamento, la Ecclesia ab Abel (la expresión no aparece, pero sí el contenido; cf. 11,4), pertenecen a la comunidad de Dios, que es «celeste» en Cristo; pertenecen al «mundo futuro»; están en el mundo, pero no son de este mundo, en el sentido que le da el autor de la carta a los Hebreos. Sin embargo, para cuanto en la tierra participa ya del mundo venidero, el mundo primero sigue su curso normal (9,9). Él nuevo mundo es un kairos u oportunidad de vida que deja atrás lo que es viejo (9,9-10), pero los chronoi —nuestro tiempo cronológico (cf. 3,13)— siguen simplemente su marcha hasta alcanzar el telos o fin (cf. 3,14; 6,11). Es de notar que para la carta a los Hebreos el kairos del acontecimiento de Jesús se sitúa en el plano de nuestro chronos terrenal (9,11). La humanidad del «hijo» (1,2) no es un acontecimiento mítico o supratemporal, sino que se presenta en la dimensión de nuestros chronoi o historia terrena. Jesús murió «en la cúspide de los tiempos» (epi synteleia ton aionon), y los cristianos viven en el tiempo terreno comprendido entre la ascensión de Jesús y la parusía (10,13; 9,28). La carta a los Hebreos pone, pues, de manifiesto la historicidad de Jesús, pero también la importancia eternamente válida de lo que Jesús ha llevado a cabo históricamente (10,14). De una forma absolutamente ajena a la mentalidad griega, el autor afirma que ciertos hechos acontecidos en la cronología de nuestro tiempo terreno pueden tener una importancia decisiva y definitiva (escatológica). El hecho de que se pueda afirmar tan rotundamente el acervo cristiano apostólico —la relación fundamental a Jesús como acontecimiento histórico— con un espíritu alejandrino, y a la vez en contra de la sensibilidad de cualquier alejandrinismo griego, es para mí uno de los signos más evidentes de que la referencia religiosa al Jesús histórico constituye una nota característica del cristianismo y de que renunciar a esa relación es atentar contra la esencia del cristianismo. El cristianismo en cuanto religión se caracteriza por su referencia a una fuente histórica, a un individuo histórico, y no en primer término por una referencia a experiencias humanas, ejemplares, por más que éstas sean esenciales, dado que no es posible ver la salvación en Jesús más que en el acto en que se resuelve una problemática existencial humana 17. Precisamen-
te por eso, para la carta a los Hebreos la historia del sufrimiento humano constituye la gran prueba del cristianismo, tanto para Jesús como para los cristianos (2,18). La carta insiste en que Jesús no es simplemente un modelo de los problemas eternos del hombre (como si fuera un representante mítico del destino humano); toda la carta muestra que Jesús ha sido un hombre entre los hombres, humano en todos los aspectos (kata panta, 2,17), que ha participado de nuestra condición en su realidad de hombre concreto, no como eikon o modelo de la situación humana. En la carta a los Hebreos nos habla un judío con mentalidad griega que somete la graecitas a la crítica del cristianismo apostólico, pero sigue pensando con esquequemas en gran parte griegos, como se deduce de numerosos pasajes de la carta. En ella el cristiano mira realmente hacia lo alto, hacia el mundo invisible de los ángeles donde mora Dios, pero simultáneamente mira hacia adelante: hacia el mundo futuro, hacia la próxima parusía de Cristo Jesús (9,28; 10,25.27.37; 12,26-27). Para él, este mundo de la parusía es la charis venidera, en la que el cristiano vive en un «ya» pero «todavía no». 3. Son, pues, dos las dimensiones de la realidad: la del mundo terreno y transitorio y la del mundo imperecedero que se ha manifestado en nuestra historia con Cristo. Sobre ambas domina Dios, el cual, dada la supremacía del mundo «celeste», es llamado «Padre de los espíritus celestes» (12,9; cf. Ap 22,6; y más en general Hen 37,4; 59,2; cf. Nm 16,22; 27,16). Por ser el gran mediador entre el primer eón y el futuro, «el Hijo», Cristo, ocupa un puesto de dominio sobre todas las cosas (1,2; 2,5). Y por ser en la tierra el punto de ruptura entre ambos mundos, abarca los dos, «nombrado por Dios heredero de todo, lo mismo que por él había creado los mundos (o eones) y las edades» (1,2). Por tal razón, Jesucristo no es sólo el punto de ruptura de los dos eones, sino al mismo tiempo también su lazo de unión: es el vínculo entre lo que en el mundo creado es imperecedero, sobre todo en virtud de la fe en Dios, y lo esencialmente imperecedero del segundo eón. De hecho, también en nuestro mundo creado existen hombres, de los cuales el autor dice con tono emocionado (sapiencial): «El mundo no se los merecía» (11,38).
17
Cf. supra, pp. 68-69.
2.
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El midrás de Melquisedec
En una primera lectura, Heb 7 parece ofrecer una argumentación particularmente enigmática en relación con Melquisedec y el culto judío. El culto a que se refiere la carta a los Hebreos no es el del templo de Jerusalén —se trata, en definitiva, de la situación de los judíos de la diáspora—, sino del culto sacrificial ligado a la tienda de la alianza en la época fundacional de Israel: travesía del desierto, donación de la ley en el Sinaí y culto. El autor es un judío de la diáspora, y como tal nos remite al punto culminante de la historia de Israel: a Moisés, guía y responsable del pueblo de Dios, y al paso de Israel por el desierto camino de la tierra prometida. Este tema constituye también el núcleo de su escrito: el nuevo
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Moisés, mayor que Moisés, «pionero de su salvación» (2,10; 12,2), Jesús, nos precede a la tierra prometida, a la patria celeste de Dios y al cielo de los seres espirituales (cf. Heb 3,1-6; 11,23-31; 13,20-21; 12,2; también 2,14.15.18; 3,1; 4,15; 5,2; e implícitamente 1,2; 10,4; 12,23; 13,13). Mediante una exégesis sinagogal de tipo peser18, la carta a los Hebreos muestra cómo, en los momentos decisivos de su historia, el pueblo falló siempre. Pese a la inclusión de Abrahán y de la figura de Melquisedec, en el centro de la exposición está Moisés. Pero se trata de un Moisés muy peculiar, tal como, a partir de la tradición deuteronomista, aparece lo venera el primer judaismo: el guía del pueblo es además profeta, rey y hierofante o sumo sacerdote; por añadidura, siguiendo la línea de Dt 5,23; 9,9.18.26, asume también los rasgos del siervo de Dios doliente (cf. Hch 7,17-44, donde Moisés aparece como el enviado de Dios incomprendido y rechazado)19, y por la misma época, entre los judíos más «ortodoxos», adquiere el significado de gran legislador de Israel, el hombre de la Tora. Un judío de la diáspora como Filón habla incluso del divus Moyses, el divino Moisés20. La carta a los Hebreos no desconoce ese mundo intelectual (alejandrino), en el que la temática sapiencial se ve influida por lo que se ha venido en llamar sinaitismo del primer judaismo. El autor sigue esa tendencia general, pero sin asumir ninguna de sus formas concretas, como sería, por ejemplo, la de Filón. En un contexto similar, la carta a los Hebreos menciona a Melquisedec en Heb 7. La exégesis del autor se basa en dos principios hermenéu ticos de la interpretación bíblica de entonces: a) quod non in thora, non in mundo2l, lo que no se encuentra en el Tenak o en los libros sagrados del judaismo debe considerarse como no existente (una especie de argumentum e silentio), y b) la regla hermenéutica sinagogal de Rabí Hillel: si dos pasajes distintos de la Sagrada Escritura contienen una misma palabra (en este caso, Melquisedec), ambos textos son complementarios y se explican entre sí 22 . Así, la exégesis un tanto enigmática de la carta a los Hebreos resulta más clara. En efecto, tanto Gn 14,18-20 como Sal 110,4 hablan de Melquisedec; luego ambos textos deben aclararse mutuamente. Sin embargo, la carta a los Hebreos no es la primera en haber visto esa relación. No sólo Filón había explicado ya ambos textos mediante tal prin-
cipio exegético23 (identificando a Melquisedec con el Logos y Sumo Sacerdote celestial): en trece fragmentos procedentes de la gruta 11 de Qumrán hallamos una tradición que identifica a Melquisedec con el caudillo escatológico de las huestes angélicas del cielo 24 . A mi juicio, esto debe situarse en el marco apocalíptico del «universo en dos pisos»2S. La batalla escatológica que dirige en la tierra el mesías rey y guerrero es repetida o precedida en el cielo por la lucha entre los buenos espíritus y los malos. El jefe de los ángeles buenos es Miguel, que al mismo tiempo es Melquisedec. Aquí predomina el mesianismo real, guerrero (que responde a una fase ulterior en la comunidad de Qumrán). La concepción del mesías rey, Melquisedec, y la filoniana del mesías sumo sacerdote, Melquisedec, reflejan el sincretismo dominante en la época. En Qumrán, en Filón y en la carta a los Hebreos encontramos siempre el mismo método midrásico de la exégesis sinagogal con el resultado de que el mesías futuro adquiere los rasgos de Melquisedec. En la carta a los Hebreos, sin embargo, Jesús-Melquisedec no es un ángel, sino «el Hijo», un hombre. Según el Génesis, Abrahán, tras haber vencido a cuatro reyes, se encuentra con un quinto rey, que es presentado como Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Altísimo. La carta a los Hebreos interpreta melek salem (Gn 14,18, donde tiene el sentido de «vasallo», un rey que está dispuesto a someterse) como «rey de Salem»: rey de paz, Melquisedec, o melek del zedeq, «rey de justicia». Esta etimología constituye en la carta un preludio de su interpretación cristiana de Cristo-Melquisedec, rey de justicia y de paz. Al igual que la exégesis protojudaica, la carta a los Hebreos muestra un marcado interés por el hecho de que en el Génesis Melquisedec desaparece del relato tan de repente como había aparecido (la realidad es que el redactor final incluyó en el relato del Génesis una leyenda o tradición local prejerosolimitana). A este dato se le aplica luego el primer principio exegético: lo que no se halla en el Tenak no existe; por tanto, Melquisedec es un ser sin comienzo ni fin. Pero apareec como rey y sacerdote26; por tanto, es un sacerdote rey «sin padre, madre y genealogía, sin principio de sus días y sin final de su vida, lo cual le asemeja al Hijo de Dios» (Heb 7,3) 27 . Lo cual viene a indicar que Melquisedec es sólo un antitipo: el «tipo» a que se asemeja es Jesús, el Hijo de Dios. Melquisedec es, pues,
18
Cf. en el glosario de términos técnicos (al final del libro) peser y miarás. J. Jeremías, Moyses, en ThWNT IV, 852-853; L. Perlitt, Moses ais Prophet: EvTh 31 (1971) 588-608; en la bibliografía citada, J. L. Martyn, History and Theology, 122-125; W. Meeks, The Prophet King, lOOss, 117-125 (cf. infra, sobre el «joanismo»). 20 Filón, Quest. in Exodum II, 29: «Transmutatur in divinum, ita ut fiat Deo cognatus, vereque divinus». También en otra obra de Filón: De vita Moysis I, 155; II, 107, 111, 214. Cf. Josefo, Antiquitates II, 201-204, 233ss; V, 326. Véase W. Meeks, The Prophet King (Leiden 1967) 103-107, 110-111 y 192-195. Cf. infra sobre el «joanismo». 21 Tal es la expresión de Filón, Quod det, 178; Sttack-Billerbeck, III, 694-695; M. de Jonge y A. S. van der Woude, 11 Q Melch: NTS (1965-1966) 320-321. 22 R. Williamson, Philo and to the Hehrews, op. 'cit., 440.
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Filón, Leg. Alleg. III, 82. " A. van der Woude, op. cit.: OTS 17 (1965) 354-373; M. de Jonge y Van der Woude, 11 Q Melch, op. cit., 301-326; J. Fitzmyer, Further Light, op. cit., 25-41. Para este último autor, Melquisedec es sumo sacerdote; para los otros dos, no. 25 Cf. Jesús, la historia de un viviente, 107-114 (con datos bibliográficos). 26 Desde el punto de vista de la historia de las religiones, está claro que, originariamente, el sacerdocio y la realeza iban unidos; sólo después se diferenciaron como dos funciones distintas. Cf. L. Dumont, On the Comparative Understanding of NonModern Civilizations: «Daedalus» 104/2 (1975) 153-172. 27 «Asemejándolo al»: aphomoiomenos (participio pasivo); cf. De Jonge y Van ,1er Woude, art. cit.: NTS (1965-1966) 321, nota 4.
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PRESUPUESTOS RELIGIOSO-CULTURALES DE HEB
un personaje eterno, un ser preexistente de origen celestial (así también en la exégesis qumráníca sobre Melquisedec). Pero la lectura del Génesis permite ir más allá dentro de esta perspectiva. Melquisedec imparte a Abrahán la bendición sacerdotal, no al revés. «Está fuera de discusión que lo que es más bendice a lo que es menos» (7,7): esto es evidente desde el punto de vista judío (cf. 2 Pe 2,19). Melquisedec es, por tanto, superior a Abrahán. Las consecuencias de esta idea son amplias, pues en contrapartida por la bendición Abrahán paga a Melquisedec un diezmo de su botín de guerra. Un judío sabe que todo hijo de Abrahán debe pagar un diezmo a los sacerdotes levíticos (Nm 18,21-24; Heb 7,5). Pero aquí es Melquisedec quien recibe el diezmo, y lo recibe de Abrahán, el padre de los judíos, el padre también de la estirpe sacerdotal de los hijos de Leví y depositario de todas las promesas (Heb 7,6). Por tanto, en el relato del Génesis no se dice sólo que Abrahán, rico ya en promesas, recibe ahora la bendición sacerdotal (por decirlo así, Abrahán es consagrado sacerdote por el sumo y eterno sacerdote Melquisedec), sino también que está subordinado a Melquisedec. La conclusión del midrás es evidente: el sacerdocio levítico judío tiene un rango inferior al de Melquisedec. Ser sacerdote en la línea de Melquisedec significa pertenecer a un orden trascendente, muy superior al del sacerdocio judío. Aunque en tiempos de Abrahán no había sacerdotes levíticos, esto no crea problema: ya «estaban presentes en su padre» Abrahán (7,10). En Abrahán fueron los propios sacerdotes judíos quienes pagaron el diezmo en vez de recibirlo (7,10); así reconocieron la superioridad del sacerdocio en la línea de Melquisedec. La carta a los Hebreos ha leído el relato del Génesis a la luz de Sal 110,4, y llega a la conclusión de que también el sacerdocio del futuro Melquisedec mesiánico es muy superior al sacerdocio levítico. Sal 110,4, donde se habla de Melquisedec, dice: «Tú eres sacerdote perpetuo en la línea de Melquisedec». Este pasaje muestra que en Israel se esperaba un sacerdote escatológico (también Qumrán interpreta este versículo en sentido mesiánico, y el propio salmo es ya una interpretación de tipo peser de Gn 14). La carta a los Hebreos une ambos textos bíblicos para concluir que el sacerdote mesiánico y escatológico de la promesa (Sal 110,4) es un sacerdote «en la línea de Melquisedec», del cual el Génesis ya afirma que es muy superior al sacerdocio levítico: es un sacerdote eterno, real, al margen de la sucesión aarónica y levítica. Para los judíos, Sal 110 es un salmo davídico, compuesto, pues, en una época posterior a la ley mosaica. Y este salmo anula todas las prescripciones de la ley mosaica sobre los sacerdotes (Heb 7,12-14; sobre todo, 7,28). Para los judíos es además evidente que jesús no procede de la tribu de Leví (7,13), sino de la de Judá, la cual nada tiene que ver con el sacerdocio (7,13-14; cf. Gn 49,10; Miq 5,1; Sal 110; Is 11,1.10; también Mt 22,43-45; 1,2; Le 3,33; Ap 5,5). Jesús no es sacerdote según los esquemas oficiales del judaismo. Desde el punto de vista judío, no es sacerdote, sino laico (como, fuera de la carta a los Hebreos, lo afirma todo el Nuevo Testamento). Sin embargo, la carta a los Hebreos quiere superar la distinción judía entre sacerdotes y laicos y llama
a Jesús Mesías escatológico sacerdotal, mediante el cual todos tienen ahora acceso a Dios (mientras que en el judaismo sólo el sumo sacerdote —y aun éste, una sola vez al año— podía entrar en el santo de los santos. Esto es evidente si se piensa (7,15) que Jesús es presentado como sacerdote «en la línea de Melquisedec», o sea, según un sacerdocio que no depende de una genealogía o de un linaje levítico (7,15-17; en toda esta comparación carecen de importancia el pan y el vino que intervienen en el rito mediante el cual Melquisedec establece su alianza con Abrahán. Esto responde a un midrás cristiano posterior, opuesto al tenor de la carta a los Hebreos, la cual, si bien conoce dirigentes y responsables de la Iglesia, Heb 13,7, nunca los llama «sacerdotes», pues el único sacerdote es Jesús). «En la línea de Melquisedec» indica el carácter perpetuo de este sacerdocio, algo que forma parte, pues, de la oikoumene mellousa, del segundo eón o mundo futuro: algo que Dios ha dispuesto ya antes de la creación del mundo, que se manifiesta en el tiempo y que es permanente en el cielo. El sacerdocio levítico, en cambio, sólo puede continuar por sucesión, conforme van muriendo los sacerdotes individuales (7,23-24). Para una mente que razona según categorías griegas (y judías), esta multiplicidad de sacerdotes es ya un signo de imperfección y provisionalidad. La peculiaridad del sacerdocio de Jesús-Melquisedec se ve confirmada por el hecho de que la constitución como sacerdote —a diferencia del sacerdocio judío— va acompañada de un juramento divino (7,20-22; cf. Sal 110,4; se trata de un argumento judío). Yigael Yadin 28 sostiene que el objetivo de la carta a los Hebreos es mostrar que Jesús, aun no proviniendo de una tribu sacerdotal (7,14), es sumo sacerdote y de un rango superior al sacerdocio en la línea de Aarón. Jesús es Mesías real y sacerdotal: es esto lo que la carta a los Hebreos querría inculcar a un grupo de creyentes que esperaban dos mesías (un grupo parecido al de Qumrán), diciéndoles que Jesús asume en sí ambas funciones mesiánicas. En mi opinión, sin embargo, esta interpretación no es totalmente correcta. Es cierto que, al comienzo de la carta, la realeza del Mesías se manifiesta en la exaltación de Jesús sobre el mundo y sobre todos los ángeles, pero en relación con el Mesías sacerdotal nunca se acentúa esta realeza, sino el carácter eterno de su sacerdocio. La carta a los Hebreos no persigue el propósito que le atribuye Yadin, si bien en aquel tiempo existía la problemática indicada por este autor. La carta a los Hebreos se sitúa más bien en la tradición del mesianismo sacerdotal. Dado que el sacerdocio de Jesús es superior al sacerdocio judío y pertenece a una línea distinta, su ministerio es el de una alianza totalmente nueva (7,22; cf. 8,6-13; 10,15-18); es un sacerdocio que encierra la fuerza de vida eterna, preexistente y resucitada o exaltada (7,16). No es de extrañar, por tanto, que la obra de este sacerdote sea denominada «causa de salvación eterna» (5,9); «de ahí que puede también salvar hasta el final a los que por su medio se van acercando a Dios, pues está siempre vivo para interceder por ellos» (7,25). " Y. Yadin, The Dead Sea Scrolls, op. cit., 36-55.
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Todo esto nos puede parecer una exégesis fantástica del Tenak; pero no lo era para los judíos de entonces. Naturalmente, el autor —antes de iniciar su argumentación— contaba con la imagen de Cristo procedente de su experiencia cristiana. Experimenta de una forma decisiva y definitiva la salvación de Dios en Jesús, junto con la fe apostólica, que llevaba ya varios decenios de existencia; comparado con eso, todo lo demás significa poco. Propiamente, la carta a los Hebreos no necesita estos argumentos basados en la Escritura, que pueden incluso ser interpretados erróneamente. La experiencia cristiana posee en sí una autoridad que no se basa en pruebas sacadas de viejos textos, por sagrados que sean. Por otra parte, nadie tiene nuevas experiencias al margen de la tradición en que está inserto y que le permite articular lo nuevo. En esta perspectiva, la exégesis midrásica de la carta a los Hebreos, a pesar de los problemas críticos que plantea, tiene una importancia particular, especialmente en la época del primer judaismo y del cristianismo primitivo.
II UNA CONCEPCIÓN SACERDOTAL DE LA GRACIA Y LA SALVACIÓN
1. a)
CONCEPCIÓN SACERDOTAL DE LA GRACIA
SUFRIR POR LOS DEMÁS
Fundamento: Jesús es «de Dios» y «de los hombres»
Jesús es el Hijo, no un ángel.
«En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por un Hijo, al que nombró heredero de todo, lo mismo que por él había creado los mundos y las edades» (Heb 1,1-2). Así comienza este predicador su homilía, con un tono solemne, oriental. Quizá su núcleo sea un himno cristiano, como los que hallamos en los círculos de la misión judeohelenista de los cristianos a los paganos (por ejemplo, Flp 2,5-11; Col 1, 15-20; 1 Tim 3,16; 1 Pe 3,18-22; Jn 1,14)29, pero más probablemente es el mismo autor quien redacta este exordio hímnico. El mensaje que se nos ha transmitido a lo largo de los siglos por medio de los profetas tiene ahora su culminación y expresión definitiva en el Hijo. «El Hijo» ocupa el puesto central. Por ser el Hijo, Jesús es «reflejo de la gloria de Dios» e «impronta de su ser» (1,3; charakter; 2 Cor 4,4 y Col 1,15 hablan de eíkon de Dios. El significado es «impronta», cf. Sab 7,25-26). Jesús es el charakter'® de 29 Así, R. Fuller, fundamentos de una cristología neotestamentaria (Madrid, Ediciones Cristiandad, 1978) 212-242. 30 Charakter aparece sólo aquí, dentro del Nuevo Testamento, y sólo dos veces en los LXX (Lv 13,28; 2 Mac 4,10); en la literatura intertestamentaria se encuentra una vez. Se .trata de un término platónico que la carta a los Hebreos ha tomado del
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la hypostasis de Dios (cf. Sab 16,21), dice la carta a los Hebreos; lo cual significa que en Jesús se hace visible lo que hace que Dios sea Dios. Los atributos de Jesús son aquí los de la sabiduría (Sab 7,26; cf. Sab 7,25-8,1; 9,12; cf. Sal 110,1). La adición de estos atributos a la mención del Hijo no es sólo consecuencia de la solemnidad con que comienza la homilía. El autor prepara con ello la imagen del sacerdote que nos va a presentar: como reflejo e impronta de Dios y como mediador de la creación (Heb 1,3b), Jesús está en el ámbito de Dios. La realidad que es Dios se ha manifestado anteriormente de muchas maneras, lo cual significa (para un espíritu griego) que se ha manifestado de un modo fragmentario e imperfecto, mientras que ahora lo hace «de una vez por todas» en el Hijo, en un hombre de carne y sangre (2,14), que ha pasado la prueba del dolor y de la tentación (2,18), y que ha conocido por propia experiencia nuestras debilidades (3,15; y en especial 5,7-9). En la humanidad de Jesús vemos (charakter) quién y cómo es Dios. Como ningún otro autor neotestamentario, el de la carta a los Hebreos ha mostrado así concretamente la forma en que Jesús es eidos o charakter, impronta y expresión de Dios. La pertenencia de Jesús al ámbito de Dios es designada en términos de charakter, o sea, en términos de visibilidad humana, lo cual indica al mismo tiempo que Jesús pertenece también al ámbito de nuestra existencia humana y define el segundo aspecto del «sacerdocio». Por un lado, Jesús es la manifestación visible de Dios, que se revela en la fidelidad a Dios (cf. infra); por otro, es un hombre como nosotros: el Hijo conoce «los días de su vida mortal» (5,7), una vida humana normal; por ello es el hermano de los hombres (1,5-2,18), primogénito de muchos hermanos (2,10). Ambos aspectos —Jesús toma partido por la causa de Dios y, al mismo tiempo, es solidario con los hombres y defiende su causa— llevan al autor de la carta a los Hebreos al convencimiento de que todo lo que la experiencia cristiana apostólica denomina salvación de Dios en Jesús puede expresarse igual de bien en términos sacerdotales. El autor no pretende evidentemente decir nada nuevo, sino articular la fe apostólica en unos términos que, por alguna razón, gozan de favor en las iglesias en que la homilía es pronunciada o leída. Antes de desarrollar el tema, la carta a los Hebreos cita (tomándolos quizá de una antología) siete textos del Tenak para mostrar, con ayuda de una exégesis de tipo peler, que el Hijo está por encima de todos los ángeles del cielo31. Al parecer, quiere disipar algunos malentendidos existentes en aquellas iglesias e insistir una vez más en la fe tradicional en el Jesús glorificado, antes de precisar su forma de entender la exaltación o perfección de Jesús. En algunos ambientes de la época, los ángeles eran «los liturgos del cielo y de la tierra» encargados de ordenar todas las coambiente alejandrino, donde tal palabra estaba muy extendida; sin embargo, la carta u los Hebreos utiliza su significado formal para expresar un dato de la tradición sapiencial. 11 Cf. S. Kistemaker, The Psalm Citations in the Epistle to the Hebrews (Amsimlnm 1961) 88-94. 16
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sas ; la liturgia celestial es un elemento esencial de la apocalíptica judía y se sitúa en el contexto de la expectación de un mesías sumo sacerdote33. Esta digresión, con la que el autor quiere dejar claro que Jesús no es un ángel, sino un hombre, pero que está por encima de los ángeles, tiene que ver también con la figura de Melquisedec (un elemento estructural de la carta), ya que precisamente en la tradición sobre Melquisedec esta figura enigmática era considerada, en el primer judaismo, como un ángel determinado M. Por tal motivo, el comienzo de la carta coloca en pleno centro «al Hijo», que se ha hecho hombre y no es ángel. Las siete citas del Tenak responden en su totalidad a la traducción griega. Son las siguientes: a) Sal 2,7 (Heb 1,5a). Qumrán lo interpretó como una profecía mesiánica (lQSa 2,11). También el cristianismo primitivo vio el texto en una perspectiva mesiánica, pero originalmente sólo en relación con la resurrección de Jesús (Rom 1,4; Hch 13,33); posteriormente, la cita fue combinada con Is 42,1, y de esa combinación resultó lo que se ha venido en llamar «palabras del cielo» con ocasión del bautismo de Jesús (Me 1,11 par.) o de su transfiguración (Le 9,35). b) 2 Sm 7,14 (Heb 1,5b). También este texto fue interpretado en Qumrán mesiánicamente (4QTest). En 2 Cor 6,18, Pablo lo une con Is 52,11, y Ap 21,7 con Sal 88,26 (griego). La carta a los Hebreos lo emplea para apoyar la condición eterna, permanente, del Hijo en su relación especial con el Padre, c) Dt 32,43 (Heb 1,6), una tradición que tiene afinidades con Le 2,13, donde se habla de ángeles con ocasión del nacimiento de Jesús. Dt 32,43, que originariamente se refería a Dios, es aplicado a Jesús en la carta a los Hebreos: él es venerado por encima de todos los ángeles, d) Sal 103,4 (Heb 1,7); originalmente citado en el marco del Pentecostés cristiano (Hch 2,2). La carta a los Hebreos lo utiliza para mostrar que, a diferencia del Hijo, los ángeles han sido «creados», e) Sal 44,7-8 (Heb 1,8-9). En este salmo real se dice del rey: «Dios es mi trono». La carta afirma aquí indirectamente que el hijo es ho Theos, Dios (Heb l ^ b ^ ) 3 5 . f) Sal 101,26-28 (Heb 1, 10-12); aplicado a Jesús: es creador y juez escatológico. g) Sal 110,1 (en griego, 109,1) (Heb 1,13). Este versículo es citado frecuentemente en el Nuevo Testamento (Rom 8,34; Ef 1,20; Col 3,1; 1 Pe 3,22; Ap 5,1; Me 12,35-37, etc.). Jesús es preexistente, como la sabiduría. Lo que al principio se consideraba como prueba de la Escritura en favor de la resurrección o exaltación de Jesús se convierte, en la carta a los Hebreos, en un argumento probatorio de su preexistencia. 32
Toda la literatura intertestamentaria habla de la liturgia celeste, en la cual tienen un papel fundamental los ángeles; cf. en especial TestXII y, como ejemplo, TestRub 6; TestSim 7; TestLev 2,3.8.18, etc.; también Qumrán: 1QS 9,10-11; 1QS 6,4-6; lQSa 2,18ss. 33 K. G. Kuhn, The Two Messiahs of Aaron and Israel, en Kr. Stendahl (ed.), The Scrolls and the New Testament (Nueva York 1957) 54-64; E. Kásemann, Das wandernde Gottesvolk, 125ss. 34 Qumrán: HQMelch; cf. M. de Jonge y A. van der Woude, art. cit.: NTS 12 (1965-66) 301-326, y A. van der Woude, art. cit.: OTSt 17 (1965) 345-373. 35 R. Brown, Does the New Testament cali Jesús God?: ThS 26 (1965) 562-563.
Esta polémica sobre los ángeles tiene en Heb 2,5-8 una rotunda y decisiva conclusión basada en Sal 8,5-7. El hombre es «un poco inferior a los ángeles»; brachy ti («un poco») puede tener también sentido temporal: «por poco tiempo», y así se entendía entonces este versículo del salmo. Dentro de poco, el hombre humillado será coronado con honor y todas las criaturas deberán someterse a él (2,5-8). El fondo de toda esta argumentación (ya intertestamentaria) es Gn 1,26: el hombre es «imagen de Dios» y «señor del universo» 36. Jesús es el último Adán, a quien están sometidas todas las cosas. Es el humillado exaltado. Con ayuda de Sal 110,1, la carta a los Hebreos nos ofrece aquí una exégesis de Sal 8 (ambos textos aparecen también en 1 Cor 15,25-27, donde Jesús es el «hombre del cielo» y el «último Adán», 1 Cor 15,22.45). En la carta a los Hebreos no se habla expresamente de Adán, sino del «hombre» y de «Jesús» 37, vistos siempre en una misma línea (tres veces auto, aplicable tanto a cualquier hombre como a Jesús; Heb 2,5-7; cf. 2,10-18). Todos los hombres, incluido Jesús, están sometidos provisionalmente al poder de los ángeles. Pero Jesús resucitado es el hombre escatológico exaltado por encima de todos los ángeles, los cuales ahora tienen que adorarlo. La humanidad de Jesús es una identificación sacerdotal con el pueblo, con sus hermanos. Jesús, el Hijo —y no los ángeles—, es el mediador entre el cielo y la tierra. La carta a los Hebreos polemiza claramente con una «cristología angélica», de la que tenemos otros indicios en la Iglesia primitiva M, o con un culto a los ángeles por encima de la fe en Cristo: una mezcolanza de apocalíptica judía y de misticismo judeohelenista, una serie de ideas que circulaban por las sinagogas griegas, alejandrinas, donde se daban cita la influencia de Qumrán (o de una mentalidad análoga) y el sincretismo típico del platonismo medio. Ese es, sin duda, el trasfondo de la carta. Después de su aclaración introductoria, el autor inicia el desarrollo del tema. Los dos aspectos del Hijo, es decir, su condición de «reflejo e impronta de 36
J. Jervell, Imago Dei, Gen I, 26ff im Spatjudentum, in der Gnosis und in den paulinischen Briefen (Gotinga 1960) 15-51 y (sobre Pablo) 171-336. 37 W. WifaU, Son of Man: CBQ 37 (1975) 331-340. En mi opinión, este autor arroja una nueva luz sobre los conceptos de «Adán» e «hijo de hombre». Los dos proyectan a los tiempos de los orígenes las circunstancias sociales del período davídico. Originariamente, «hijo de hombre» quería decir «gentilhombre» frente al «hombre» vulgar. «Hijo de hombre» es, pues, un notable, una persona que posee una condición social superior. Con el proceso normal de democratización, este concepto, empleado inicialmente para designar a quien pertenece a una clase privilegiada •—la corte davídica—, se aplica luego a todos los hombres. «Hijo de hombre» —gentilhombre o «gentleman»— se refiere entonces a todos los hombres. La acepción original, en el sentido de preeminencia, vuelve a implantarse más tarde, pero en un contexto totalmente distinto: el contexto religioso de la apocalíptica. 38 J. Barbel, Christos Angelos (Bonn 21964); A. Bakker, Christ an Ángel? A Study of Early Christian Docetism: ZNW 32 (1933) 255-265; J. Daniélou, Théologie du judéo-ehristianisme (París 1958) 167-198; G. Kretschmar, Studien zur frühchristlichen Trinitatstheologie (Beitr. z. Hist. Theol.; Tubinga 1956); R. Longenecker, The Christology of Early Jewish Christiantty (Naperville 1970); M. Werner, Die Entsehung des christlichen Dogmas (Leipzig 1941).
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Dios» (estar de parte de Dios) y de «hermano de los hombres» (estar de parte de los hombres), sobre todo con la disponibilidad al sacrificio de sí mismo, proporcionan al autor el concepto de «sacerdocio». A partir de aquí procede a una reinterpretación de la tradición apostólica en toda su integridad: una cristología, soteriología y doctrina sobre la gracia de tipo sacerdotal, o sea, mesiánico-sacerdotal. Esta cristología, fundada en el amor al hombre, aunque utiliza una noción sacerdotal muy sencilla, nos resulta difícil de entender debido a las complicadas comparaciones con el culto sacrificial veterotestamentario y judío del gran Día de la Reconciliación (kippur) y con el culto de la época mosaica. Esto, que parecería una rejudaización sacral del laico Jesús, para la carta a los Hebreos constituye una desmitificación de la imagen judía del sacerdocio. Para el autor, sacerdocio, en el auténtico sentido de llevar los hombres a Dios, es el amor del Jesús humano, que padece por los demás, fiel a Dios y solidario con la historia del sufrimiento humano.
Asumir la vida «de carne y de sangre» (2,13-14) significa para el Hijo una humillación: para él, hacerse hombre significa degradarse por debajo de los ángeles. Esto constituía el punto más difícil para muchos de los cristianos a quienes se dirige la carta. Al menos provisionalmente, dice la carta a los Hebreos, Jesús es el inferior, el sometido: se trata de un dato sinóptico y neotestamentario que la carta sitúa en una perspectiva cósmica, en la que el mundo de los espíritus pertenece a una realidad más alta que el mundo terreno de los hombres. Materialmente, esta humillación es idéntica a la mencionada en el himno cristológico de Flp 2,6-11, pero la carta a los Hebreos le confiere un contenido más humano. El autor podría haberse referido directamente a las palabras y hechos evangélicos del Jesús terreno, tal como se narraban en las comunidades cristianas, pero prefiere hacerlo de una forma indirecta, recurriendo a la Escritura. El modelo es ahora Moisés (superado, evidentemente, por Jesús). Moisés era hijo (adoptivo) del faraón (Ex 2,10); pero, afirma la carta a los Hebreos, cuando vio el sufrimienter de su pueblo (Heb 11,23-27), se solidarizó «con sus hermanos» (2,11; 2,17; 5,1; cf. 12,2) y se puso del lado de sus hermanos ante Yahvé, el Dios de Israel (11,25; 3,1-6). Moisés prefirió aceptar la humillación del sufrimiento solidario a gozar de los placeres a que estaba destinado por ser hijo adoptivo del faraón (el contenido formal de la morphe ton Theou —la categoría de Dios— y del homoioma ton anthropon —el hacerse semejante al hombre— de Flp 2,6-11 recibe su significado, en la carta a los Hebreos, del modelo de Moisés; en realidad, es la propia vida de Jesús lo que induce al autor a emplear tal modelo, bien conocido por los judíos de la época). Moisés volvió la espalda a los tesoros de Egipto para ponerse solidariamente de parte de su pueblo escarnecido (11,26). Lo mismo ocurre con Jesús: a pesar de ser «el Hijo», se solidariza con la causa del hombre y se hace hombre pasible (2,9-18; 4,15) a fin de liberar a sus hermanos de la esclavitud (y, por tanto, del sometimiento a los ángeles) (2,15). También en este punto, Jesús, el nuevo Moisés, es superior al primero: el autor lo ve así al considerar que el sufrimiento de Moisés fue una participación en los padecimientos de Jesús (13,13; Jesús es el punto de ruptura, pero también el vínculo entre los dos eones). Como en la esclavitud egipcia de los judíos, sus hermanos, estaba en juego la causa de Dios, «Moisés apartó su mirada» (11,26: apeblepen) de la felicidad que le estaba destinada y la puso en los sufrimientos de su pueblo. Esta interpretación de la figura de Moisés muestra, por un lado, cómo la experiencia cristiana de Jesús podía ser accesible así también a los judíos y, por otro, cómo el motivo interpretativo, o el modelo, condiciona el modo de experimentar a Jesús y de hablar de él en el Nuevo Testamento. Teniendo presente la imagen de Moisés, dice el autor: «Hijo y todo como era, sufriendo aprendió a obedecer (es decir, asumiendo situaciones humillantes para él)..., se convirtió así en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen a él» (5,7-9). A la vista de la historia real ile los padecimientos humanos, la carta a los Hebreos considera que este modo de proceder de Dios es adecuado: «De hecho, convenía que Dios, lin del universo y creador de todo, proponiéndose conducir muchos hijos
b)
El núcleo de la carta a los Hebreos.
En Heb 3,1-6 y 4,15-5,10 se formulan los dos aspectos del tema que será desarrollado en 7,1-10,18 39. En 3,1-6 se habla de la fidelidad de Jesús a Dios; en 4,15-5,10, de su solidaridad con los hombres que sufren40: las dos facetas del sacerdocio de Jesús. «De eso nos queda mucho por decir», confiesa el autor (5,11), mientras que en 8,1 afirma expresamente que el núcleo de su exposición es la exaltación de Jesús junto a Dios. El hecho de que Jesús, el Hijo preexistente (1,2), sea hombre tiene como consecuencia (de acuerdo con la concepción del autor) que, por su humanidad, al igual que sus hermanos los hombres, es «un poco inferior a los ángeles» (2,5-8; Sal 8,5-7), lo cual, como hemos visto, se interpretaba entonces en el sentido de que está «por poco tiempo debajo de los ángeles». Con gran realismo se subraya aquí la verdadera humanidad de Jesús: ser hombre significa (para el hombre de la Antigüedad tardía) estar sometido a los seres celestes superiores. Ello implica que Jesús es un hombre que puede vivir desde dentro el destino humano: lo comparte. Así, debido a que vive en un mundo sometido a espíritus buenos y malos, Jesús puede, en su solidaridad con todos los hombres, ser tentado (4,15) y sufrir (2,10-14; 5,7; 2,16-18; 12,2-3, etc.). «Por esta razón no tiene él reparo en llamarlos (a los hombres) hermanos» (2,11), de igual modo que «Dios no tiene reparo en que lo llamen su Dios» (11,16). El autor es capaz de sintetizar en una frase breve y densa toda una cristología soteriológica. 39 En relación con la estructura de la carta a los Hebreos (que tengo presente, pero que no sigo en esta exposición teológica), cf. A. Vanhoye, La structure littéraire, loe. cit. * G. Schille, Erwagungen, op. cit., y G. Friedrich, Das Lied vom Hohenpriester, op. cit., ven detrás de Heb 4,15-5,10 un antiguo himno cristológico. Tal hipótesis me parece poco convincente; estos autores minusvaloran la capacidad creadora del autor de la carta a los Hebreos.
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a la gloria, al pionero de su salvación lo consumara por el sufrimiento» (2,10). El dei (Cristo debía padecer), un tanto duro y apriórico en los Evangelios de Marcos y de Lucas, aquí es suavizado y se convierte en un modo obvio de redención y liberación. La doble idea de estar del lado de Dios, lo cual para el Hijo hecho hombre (3,1-6) significa fidelidad a Dios, y de tomar partido por el hombre, o sea, compadecerse solidariamente sobre todo del hombre que sufre (4,15-5,10), traduce en la carta a los Hebreos la única realidad del sacerdocio. El problema es el siguiente: ¿cómo puede Jesús hacer de mediador entre Dios y los hombres, si renuncia a su posición divina y se somete a la suerte de la condición humana? ¿Cómo puede «consumarse» ese servicio? El autor no reflexiona sobre el significado de la encarnación en cuanto tal; su perspectiva es el «mundo futuro» (2,5). Por eso considera que la consumación de Cristo, la glorificación de Jesús a la derecha de Dios, es el kephalaion, núcleo de su exposición (8,1). Sólo así se analiza plenamente el concepto de sacerdocio, y sólo así s? logra superar la humillación o sometimiento de Jesús a los ángeles, resultante de la encarnación. El acento recae en el sacerdocio celeste de Jesús. En efecto, durante su vida terrena, Jesús puede «estar de parte de Dios» únicamente en términos de fidelidad obediente del hombre a Dios (3,1-6). Mediante tal fidelidad se manifiesta su charakter Theou, es decir, en ella se hace visible quién y qué es Dios: un Dios de los hombres. Esto implica una serie de consecuencias. Aunque la existencia humana de Jesús, obedeciendo fielmente a Dios hasta la entrega de su propia vida, constituye un aspecto esencial de su sacerdocio, lo que se acentúa es su sacerdocio consumado, o sea, celestial. Sólo entonces es elevado, por encima de los ángeles, al ámbito supremo de la realidad: junto a Dios. De hecho, el punto capital de toda la exposición de la carta a los Hebreos es la íeleiosis o consumación. El resultado es que uno de los nuestros nos ha precedido a las alturas supremas, por encima de las siete esferas celestes y del mundo de lo ángeles, hasta llegar al santo de los santos, donde mora el Dios vivo. Sólo entonces la causa del hombre puede ser defendida por un hombre ante Dios en el plano más alto. Sólo así el futuro deja de ser una utopía y se convierte en una esperanza real y fundada para el hombre. «Entró en el mismo cielo, para presentarse ahora ante Dios en favor nuestro» (9,24), «se sentó para siempre a la derecha de Dios» (10,12); así puede representarnos ante Dios (5,1) para interceder por nosotros (2,17b). Al mismo tiempo, la carta a los Hebreos quiere mostrar la predilección de Dios por lo que es inferior y está humillado. Dios eligió lo que estaba por debajo de los ángeles; «¿a cuál de los ángeles dijo jamás: siéntate a mi derecha?» (1,13; 2,16; 2,5; cf. Is 41,8-9). Dios tiende la mano al que está debajo (epi-lambanein), se preocupa de él, se compadece de él, se interesa por la suerte de los hombres, de la descendencia de Abrahán. «Por eso, como los suyos tienen todos la misma carne y sangre, también él asumió una como la de ellos, para con su muerte reducir a la impotencia al que tenía dominio sobre la muerte, es decir, al diablo, y liberar a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos.
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Porque no es a los ángeles, está claro, a los que él tiende la mano, sino a los hijos de Abrahán. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos» (2,14-17). Ese es el núcleo de la carta a los Hebreos (8,1): la concepción teológica que tiene el autor de la experiencia de la salvación de Dios en Jesús. El autor analiza después en detalle los dos aspectos de la misma, por lo menos en el sentido de que los explica (de una forma inteligible para los judíos cristianos) partiendo del modo judío de entender el culto o ministerio sacrificial. Ahora bien, según el modelo sacrificial judío (Dt 18,5; Nm 3,12.41; 8,6) hay que distinguir —pero no separar— dos funciones en el sacerdocio. Un sacerdote debe: a) «representar a los hombres ante Dios» (5,1); por tanto, interceder ante Dios en favor del hombre (2,17b); b) «ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (5,1b); por tanto, «expiar los pecados del pueblo» (2,17c). Si relacionamos lo que la carta a los Hebreos llama núcleo de su exposición, y que constituye la línea maestra de su cristología soteriológica, con ese modo judío de entender el culto sacerdotal, habremos de concluir que el autor quiere ilustrar y hacer inteligible la fe apostólica tradicional mediante la vida terrena de Jesús —en cuanto fidelidad a Dios en solidaridad con los hombres— y mediante la muerte y resurrección o glorificación del mismo Jesús junto a Dios, con la mirada puesta no sólo en los judíos convertidos al cristianismo que centraban su vida religiosa en el culto, sino también en aquellos otros que (contaminados por el sincretismo del primer judaismo) soñaban con participar en la «liturgia celeste» de los ángeles. Lo que el autor califica en 8,1 como «núcleo de la exposición» —Jesús está sentado a la derecha de Dios (un dato de la fe cristiana tradicional)— va a explicarlo en términos de una «liturgia celestial» por la cual queda derogado el culto sacrificial judío. Si en el paulinismo la gracia de Cristo invalida la ley, en la carta a los Hebreos anula el culto (judío). La gracia de la ley y la gracia del culto son sustituidas por la gracia definitiva de Jesucristo: la ley y el culto tuvieron un significado positivo, pero provisional. c)
Jesús es el sumo sacerdote escatológico.
«Todo sumo sacerdote es tomado de entre los hombres y establecido en favor de los hombres» (5,1). El sacerdocio o mediación presupone un llamamiento y una investidura («tomado de» quiere decir elección, pero también «segregación»); nadie puede arrogarse esa dignidad (5,4). Tampoco podía hacerlo el sumo sacerdote escatológico. Dios es quien le establece en el ministerio sacerdotal {5,5). Esto tuvo lugar «cuando Dios dijo: Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy (Sal 2,7), o como dice en otro pasaje: Tú eres sacerdote perpetuo en ia línea de Melquisedec (Sal 110,4)» (Heb 5,5b-6; 5,10). Combinando Sal 2,7 y Sal 110,4, el autor quiere fundamentar bíblicamente su decisión de relacionar el dato tradicional (filiación y resurrección de Jesús) con el concepto de sacerdocio. Y era necesario si tenemos en cuenta que Heb 5,5b-6 es el único texto del Nuevo Tes-
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tamento en que aparece tan curiosa argumentación. Esta consiste en lo siguiente: si Sal 110,1 se aplica a Cristo, a su exaltación junto al Padre (o a su «estar sentado a la derecha de Dios») —como sucede generalmente en toda la Iglesia primitiva (Me 12,36; 14,62; 16,19; Mt 22,44; 26,64; Le 20,42-43; 22,69; Hch 2,34; 5,31; 1 Cor 15,25; Ef 1,22; Col 3,1; y en Heb 1,3; 1,13; 8,1; 10,12-13; 12,2; 5,6-10; 6,20; 7,3.11.15.17.21. 24.28; cf. Flp 2,9 y 1 Pe 3,22)—, entonces hay que ser consecuentes y aplicar también a Jesús Sal 110,4: la exaltación real (110,1) de Cristo es al mismo tiempo su exaltación como sacerdote (Sal 110,4) (cf. también Heb 1,5; 1,13; 7,21): «Oráculo del Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, que voy a hacer de tus enemigos estrado de tus pies» (Sal 110,1) y «el Señor lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec» (Sal 110,4). La cita de Sal 2,7 en la carta (Heb 5,5b-6; cf. 5,10): «El me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» aún hace más chocante la combinación de Sal 110,1 y 110,4 en relación con Jesús, «el Hijo» (cf. Heb 1,2). El hecho de que no sólo un versículo de este salmo (Sal 110,1) se refiera a Jesús, sino que todo el salmo debe comprenderse cristológicamente es un caso único en el Nuevo Testamento; en ningún lugar Jesús o «Cristo» es llamado (sumo) sacerdote. ¿Se trata de un «hallazgo» del autor de la carta a los Hebreos? ¿Es algo puramente arbitrario? ¿O ya había en la tradición cristiana razones de peso para esa nueva interpretación? Esto último es lo que realmente sucedió. Ya antes de la carta a los Hebreos, la muerte de Jesús es explicada en términos de sacrificio, es decir, en términos procedentes del culto sacrificial judío. Ya Me 10,45 dice que la muerte de Jesús es «un rescate por muchos». También en 1 Cor 1,30 y 7,23; Rom 3,14; Col 1,14; Ef 2,18 y 1,7; 1 Pe 1,18; 1 Tim 2,5-6; Ap 1,5 y 5,9, el ministerio redentor de Jesús es expresado con términos tomados del ministerio sacrificial judío. Pablo presenta a Jesús como cordero inmolado (1 Cor 5,7; también las cartas deuteropaulinas: Ef 5,2; y, bajo la influencia del paulinismo, 1 Pe 1,9; 3,18). Juan habla del «cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29-36; cf. Jn 19,36). Finalmente, en el libro del Apocalipsis aparece unas veintiocho veces la expresión «cordero inmolado». Además de esto, Pablo alude al «propiciatorio» (hilasterion; en hebreo: kapporet) de la tienda de la alianza (Rom 3, 24-25). El tema de que «Jesús es una ofrenda» puede ser considerado, pues, como común a todo el Nuevo Testamento: «víctima» en sentido sacrificial. Por lo demás, esta idea estaba presente en la liturgia cristiana con anterioridad al Nuevo Testamento: en las «palabras de la institución de la eucaristía», interpretadas como sacrificio de la alianza (Le 22,20a; Me 14, 24; 1 Cor 11,25) o como sacrificio expiatorio (Mt 26,26-28). Cristo es una ofrenda: en esto consiste simplemente el patrimonio apostólico para el autor de la carta a los Hebreos. A pesar de ello, en esta fe apostólica tradicional no se dice nunca expresamente que Jesús, además de ofrenda, sea oferente y sacerdote. No obstante, esta idea no puede considerarse inventada por el autor de la carta a los Hebreos. Además de esta carta, hay dos textos neotestamentarios que aluden al sacerdocio de Jesús. El primero
vagamente: Pablo dice de Jesús que «está a la derecha de Dios e intercede en favor nuestro» (Rom 8,34; en el fondo, esto es lo mismo que la carta a los Hebreos llama sacerdocio celeste de Jesús: Heb 7,25). El segundo texto (Ap 1,13) es más claro: Jesús aparece vestido de túnica talar sacerdotal, con una faja dorada a la altura del pecho, que era la que llevaban los sacerdotes (cf. infra lo que decimos sobre el Apocalipsis). Podemos, pues, afirmar con fundamento que el paso que da la carta a los Hebreos —llegar a una interpretación cristológica de Sal 110,4 a partir de Sal 110,1— es casi obvio, incluso tomando como punto de arranque la tradición cristiana. Además, esta interpretación cristiana se vio favorecida por el hecho de que en el primer judaismo, por ejemplo, en Qumrán, ya se interpretaba Sal 110,4 en sentido mesiánico41. Así se explica que ningún otro texto del Nuevo Testamento llame a Jesús «sacerdote», mientras que tal denominación resulta obvia para la carta a los Hebreos. En cuanto al contenido, la afirmación de que Jesús es sacerdote la hallamos en todo el Nuevo Testamento, pero sólo la carta a los Hebreos lo dice de una forma explícita. El cristianismo primitivo no podía formular este contenido mediante expresiones de tipo sacerdotal, al menos por lo que se refiere al ministro del sacrificio, porque «sacerdote», según la concepción judía, coincidía con «levítico»: perteneciente a la tribu de Leví. Y Jesús no procedía de esta tribu, sino de una tribu laica, la de Judá. Pero el autor de la carta a los Hebreos puede llamar sin reservas a Jesús «sacerdote», porque a lo largo de toda su exposición (sobre todo en Heb 7) ha separado la figura del sacerdote del requisito judío de un origen levítico. Sin embargo, la carta a los Hebreos no elimina los restantes significados y funciones —también judíos— tocantes al contenido del ministerio sacerdotal: representar ante Dios a los hombres y propiciar la expiación de los pecados. Estas dos funciones son precisamente los ejes sobre los que gira toda su exposición. La carta a los Hebreos puede así hablar sin ambages del mesianismo sacerdotal de Jesús, sin que ello signifique entrar en conflicto con el resto del Nuevo Testamento. Esta carta no es, desde ningún punto de vista, una «rejudaización». Podemos afirmar, por el contrario, que desmitifica la figura que el judaismo y la Antigüedad tardía tenían del sacerdote como pontífice sacralizado, desde el momento en que la humaniza en una línea de solidaridad con el hombre que sufre; Dios confirma esa actitud existencial y Jesús defiende en el cielo ante Dios la causa de los hombres. 41 Muchos autores aceptan en la actualidad que Qumrán interpreta Sal 110,4 mesiánicamente (bien en la línea mesiánico-sacerdotal, bien en la mesiánico-real). Cf. las obras citadas de Yadin, Rigaux, Fitzmyer, Higgins, De Jonge, Van der Woude, Schille, Friedrich; además, E. Kasemann, Das wandernde Gottesvolk. Bine Unlersuchung zum Hebraerbrief (FRLANT 37; Gotinga 1938) 124ss, y Hamerton-Kelly, Preexistence, op. cit., 245. Unos están en contra (por ejemplo, S. Kistemaker, The Psalm Citations, op. cit., 88-94) y otros a favor (por ejemplo, F. M. Cross, The Ancient Library of Qumrán [Nueva York 1961] 218-219) de la tesis según la cual Qumrán poseía testimonia, es decir, una lista de textos veterotestamentarios, que eran interpretados mesiánicamente. Cf. también F. Bruce, To the Hebrews, op. cit., 221, nota 6.
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CONCEPCIÓN SACERDOTAL DE LA GRACIA
SUFRIR POR LOS DEMÁS
«Cristo» significa «sumo sacerdote mesiánico».
De nuestro análisis se deduce también el significado especial que la carta a los Hebreos confiere al término tradicional «Cristo». Muchos exegetas han observado que esta carta habla como ningún otro escrito neotestamentario (fuera de los evangelios y de los Hechos de los Apóstoles), de Jesús en muchos casos en forma absoluta, sin añadir «Cristo» (así, 2 9 • 3,1; 4,14; 6,20; 7,22; 10,19; 12,2.24; 13,12 y 13,20; prescindiendo dé Jesús = Josué en 4,8). Otras veces, en cambio, la carta a los Hebreos utiliza el término «Cristo» sin mencionar a Jesús: ho Christos (5,5; 9,28; 3,14; 6,1; 9,14). Sin contar 11,26, donde «el Cristo» o el Ungido es el pueblo judío, ni Christos sin artículo (3,6; 9,11; 9,24), ni tampoco la expresión, tres veces repetida, Iesous Christos (10,10; 13,8; 13,21) 42 , son unos diez los pasajes de la carta a los Hebreos en que «Jesús» se refiere enfáticamente al Jesús de Nazaret histórico. Esta interpretación es seductora, sobre todo para quien tiene al Jesús de Nazaret terreno como norma y criterio de su pensamiento cristológico. No obstante, opino que esa interpretación del empleo absoluto de «Jesús» en la carta se basa en un espejismo. En casi todos los textos que hablan de «Jesús», este nombre va acompañado inmediatamente por el término «sacerdote», en el sentido del mesianismo sacerdotal. En la tradición de tal mesianismo, «Ungido» o «Cristo» significa precisamente «sacerdote». Jesús sumo sacerdote significa, pues, simplemente, Jesucristo. De alguna forma, en la carta a los Hebreos, cuando se habla de «Jesús» en forma absoluta, se entiende siempre «Cristo». Así, en Heb 3,1: «Jesús, el apóstol y sumo sacerdote», significa: Jesús, el sumo sacerdote enviado por Dios. O bien: «Tenemos un sumo sacerdote extraordinario ( = un Cristo), Jesús» (4,14). «Hasta el lugar donde como precursor entró por nosotros Jesús, hecho sumo sacerdote ( = Cristo)» (6,20). «Jesús, pionero y consumador de la fe» (12,2: Jesús como consumador, para la carta a los Hebreos, la esencia de su imagen sacerdotal, cf. 8,1). «Jesús, el mediador ( = sacerdote = Cristo) de una nueva alianza» (12,24; lo mismo en 13,20). En Heb 7,21 se afirma solemnemente el título de Cristo o sacerdote en relación con Jesús (7,22). Quedan sólo dos textos en los que «Jesús» parece empleado en forma absoluta: «la sangre de Jesús» (10,19) y «Jesús... murió fuera de las murallas» (13,12), donde se alude a un hecho muy concreto de la vida del Jesús terreno: su crucifixión en el Gólgota, que entonces se hallaba extramuros de la ciudad de Jerusalén. De hecho, aquí es importante la sutil distinción entre lo que acontece a Jesús en la tierra y lo que le acontece en el cielo (distinción que encontramos también en Pablo; por ejemplo, Rom 8,11; 2 Cor 4,10; Gal 6,17). Lo que en el Nuevo Testamento se denomina constitución de Jesús como Cristo o como Hijo de Dios —el reconocimiento público de la misma en la resurrección (Rom 1,4; Hch 2,36)— la carta a los
Hebreos lo llama «constitución celeste» de Jesús (en el sentido de consumación o entrada en vigor) como sacerdote mesiánico ( = Cristo). Incluso el texto de Heb 5,5: «Tampoco Cristo se adjudicó los honores de sumo sacerdote» —donde esperaríamos el empleo del término «Jesús»: tampoco Jesús se atribuyó el título de Cristo—, no es una objeción, sino una confirmación a este respecto. En dicho texto aparece ho Christos, lo cual da a entender que ni siquiera el único sumo sacerdote verdadero (el sacerdote mesiánico) se adjudicó esta dignidad mesiánica, sino que le fue conferida benévolamente por elección. En mi opinión, la interpretación según la cual «Cristo» significa para la carta a los Hebreos «(sumo) sacerdote» resulta bastante evidente considerando el contexto global de Lv 4,1-5,13, especialmente 4,3-12, donde se habla de «cristo», del sacerdote como ungido, que ofrece sacrificios por los pecados (éste es el marco en que se mueve la reflexión de la carta a los Hebreos). En contraste con la clara actitud del Nuevo Testamento, esta carta no muestra un interés especial por el Jesús terreno; el autor utiliza «modelos (judíos)» conocidos por sus oyentes. Si lo hace en relación con Jesús se debe sin duda a lo que él ha oído sobre Jesús en la predicación apostólica. No obstante, se centra en el modelo conocido por los judíos (cristianos) —Moisés y el sinaitismo— a fin de poner de manifiesto precisamente el significado salvífico de Jesús. La carta a los Hebreos sigue la línea de la tradición sapiencial y de las especulaciones del primer judaismo sobre las características reales y sacerdotales del Mesías o Cristo. Desde la época de los Macabeos, surge en el judaismo el problema de si las funciones reales y sacerdotales iban unidas o no 43 ; también en Qumrán se advierte una continua oscilación. Durante mucho tiempo esta comunidad esenia subrayó el mesianismo sacerdotal, mientras que los fariseos acentuaban el mesianismo real, davídico. Sin embargo, poco a poco se fue delineando en Qumrán la tendencia a unir el mesianismo real (de tono guerrero) con el sacerdotal o bien a esperar dos mesías distintos. En lo que respecta a la terminología, la carta a los Hebreos no sigue la línea del mesianismo de tipo real-guerrero, sino la del mesianismo sacerdotal, tal como estaba (o había estado) vigente en la comunidad de Qumrán, entre aquellos fieles judíos que querían «vivir como los ángeles», «esperando el mundo del futuro» ¥>. Aun no siendo ésta la intención primordial de la carta, el autor une ambos rasgos mesiánicos atribuyéndolos a una única persona que procede de Judá (7,14). Esto es desconocido tanto en Qumrán como en la literatura apócrifa. Para la carta a los Hebreos, Jesús es el Cristo, o sea, el sumo sacerdote escatológico, al igual que Melquisedec es rey y sumo sacerdote. Si se destaca el aspecto real es para poner de manifiesto la superioridad escatológica de Jesucristo sobre los ángeles; sin embargo, en esta realeza el autor ve más el carácter celeste, imperecedero y eterno de la mesianidad sacerdotal de Jesús: es un sacerdocio eterno «en la línea de Melquisedec» (cf. 5, 43
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Algunas traducciones dicen a veces «Jesús» donde, en el texto griego, sólo aparece «él». '
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Jesús, la historia de un viviente, 418-423. Cf. A. S. van der Woude, Die messianischen Vorstellungen der Gemeinde von Qumrán (Assen 1957) 218. 44
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10; 6,20; 7,8.16.17.21.24.25.28; 10,12.14). De acuerdo con la imagen sacerdotal que ofrece la carta a los Hebreos (el hombre doliente y fiel a Dios, con una clara alusión al Siervo de Yahvé), podríamos hablar de un sacerdocio análogo a lo que los exegetas anglosajones suelen denominar «Servant Messianism». 2.
El servicio de Jesús, sacerdote mesiánico
Un sacerdote, según Heb 5,1 y 2,17b, defiende a los hombres ante Dios y, según Heb 5,1b y 2,17c, ofrece sacrificios a Dios para expiar los pecados. ¿Cómo y dónde encuentra el autor esta doble función en el ministerio mesiánico de Jesús? 1)
Solidaridad de Jesús con el sufrimiento humano.
La carta a los Hebreos fundamenta la capacidad de Jesús para representar ante Dios los intereses del hombre apoyándose en su llamamiento o elección divina (5,5); sin embargo, esta elección tiene un contenido humano muy concreto: «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado» (4,15); «es capaz de ser indulgente con los ignorantes y extraviados, porque a él también la debilidad lo cerca» (5,2); «en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo de la muerte» (5,7); «Hijo y todo como era, sufriendo aprendió a obedecer» (5,8). La carta a los Hebreos —al igual que Marcos y la primera carta de Pedro— ve expresamente el ministerio sacerdotal de Jesús en su solidaridad con el sufrimiento humano. La solidaridad humana y la disponibilidad para entregarse al sacrificio constituyen, en la perspectiva de la carta a los Hebreos, el proyecto vital de Jesús (10, 5-7). «En todo igual que nosotros, excluido el pecado». La idea de que el Mesías no tiene pecado es una afirmación desconocida en la literatura rabínica, pero también un dato corriente en la apocalíptica judía 45 . Se trata de una tradición arraigada en el cristianismo primitivo (Jn 8,46; 2 Cor 5, 21; 1 Jn 3,5; 1 Pe 2,22). A pesar de toda su disponibilidad para el sacrificio, Jesús conoció debilidades y tentaciones (4,15; 5,7): «a gritos y con lágrimas» puede ser una alusión a los acontecimientos de Getsemaní mencionados por los sinópticos, pero puede inspirarse también en Sal 116 y Sal 22,3.25; 31,23; 39,13; 69,14 (salmos que influyen también en el 45
CONCEPCIÓN SACERDOTAL DE LA GRACIA
SUFRIR POR LOS DEMÁS
SalSl 17; TestLev 18. También Filón, De specialibus legibus I, 230, denomina al sumo sacerdote, que es el logos divino, «un sacerdote sin pecado». En relación con la humanidad de Jesús, igual a la de todos los hombres menos en el pecado, Heb 2,11 dice en una frase un tanto enigmática: «El consagrante y los consagrados son todos del mismo linaje» (ex henos). Sea cual fuere el contexto histérico-religioso de esta fórmula, lo que la carta a los Hebreos quiere decir con esta frase es que Jesús, origen de la santificación, y los hombres provienen de la misma estirpe de Adán, son realmente hombres kata panta: en todo (Heb 2,17).'
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relato sinóptico de la pasión). Para la mentalidad judía, la obediencia es un componente esencial de la filiación (cf. Heb 10,5-10; Jn 4,34; 5,30; 6,38-40). La carta a los Hebreos dice: «aunque él era Hijo de Dios...». Se trata, en efecto, de una obediencia prestada en la situación humillante de sometimiento a los ángeles, es decir, a la muerte (cf. Heb 2,15), del mismo modo que Moisés, «aunque era hijo del faraón», fue obediente a Dios por solidaridad con sus hermanos (11,24-26). «Por la dicha que le esperaba, sobrellevó la cruz, despreciando la ignominia» (12,2b). Jesús aprendió a obedecer en una situación de sufrimiento. Emathen apti" hón epathen (5,8) es un dicho griego corriente en la pedagogía de los antiguos: algo así como «la letra con sangre entra»; los griegos decían (haciendo un juego de palabras): el pathos (sufrimiento) lleva al mathos (doctrina o sabiduría) ^ (cf. también Heb 12,2-13). Según esto, la traducción correcta sería: «en la escuela del sufrimiento» conoció Jesús los designios que Dios tenía en relación con su vida. De esta forma fue fiel a los intereses de Dios (3,1-4,13): «Fue fiel al Dios que lo nombró» (3,2); también como Moisés, pero de una forma eminente (3,2-6), pues Moisés fue «el fiel en la casa de Dios», mientras que Cristo es fiel como Hijo, constituido sobre la casa de Dios (3,6a). En la carta a los Hebreos, el servicio sacerdotal de Jesús, realizado con fidelidad a Dios y solidaridad con la humanidad que sufre, estriba en la muerte de Jesús en la cruz, interpretada por el autor como sacrificio sacerdotal de expiación y de alianza. De hecho, la expiación de los pecados es una de las dos funciones que debe realizar el sacerdote: «ofrecer sacrificios por el pueblo». La fórmula técnica de Lv 4,1-5,13 (repetida en diversas ocasiones) dice así: «El sacerdote realiza así por ellos la expiación de sus pecados (también de los propios); y así se les (le) otorga el perdón» (Lv 4,20; 4,26b; 4,31c; 4,35c; 5,6b). Se trata de fórmulas rituales. La carta a los Hebreos atribuye la fórmula estereotipada «el sacerdote realiza así por ellos (el pueblo) la expiación de los pecados» a Jesús, el verdadero «sacerdote ungido» o el Cristo (como es llamado en repetidas ocasiones el sacerdote en Lv 4,1-5,13). El autor ZXI2XYZ& expresamente esta satisfacción de Jesús por los pecados de los hombres, contraponiéndola a lo que hacen los sacerdotes judíos. A los sacrificios judíos, que se repetían «muchas veces», y al sacrificio del gran Día de la Reconciliación, que tenía lugar «una vez al año», la carta a los Hebreos contrapone el ephapax definitivo, el sacrificio único, irrepetible y suficiente del sumo sacerdote Jesús (7,23; 10,1-2.11-12). Aquí aparece también la idea griega de que «lo múltiple» es necesariamente fragmentario e imperfecto, mientras que «lo único» es perfecto (cf. también 1,1). Pero el autor ve algo más en todo esto. Dada la naturaleza eminente de su sacerdocio en la línea de Melquisedec (7,1-28), Jesús ofrece un sacrificio perfecto (consumado por Dios): su propia vida. Es lo que se explica con la escenografía del kippur en 9,1-28. El sumo sacerdote judío 44
Por ejemplo, Filón, De fuga, 138; Quis rerum divinarum heres, 73; cf. Prov 3, 11-13; 13,24; 22,15; 23,13-14.
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LOS DEMÁS
ofrece en ese día, una vez al año, un toro como sacrificio por sus propios pecados y por los de su tribu sacerdotal (7,27); después entra en el santo de los santos para incensar el propiciatorio, que se encuentra sobre el arca de la alianza47; entra por segunda vez para rociar el arca con la sangre del animal. Según este ritual, ofrece un segundo sacrificio, un macho cabrío, por los pecados de todo el pueblo, y vuelve a rociar el propiciatorio con su sangre. En Heb 9,1-10, estos dos sacrificios cruentos y la utilización de la sangre en el santo de los santos, donde está el arca o «trono de Dios», son considerados como una sola cosa, que el autor compara con la muerte de Jesús en la cruz, a fin de mostrar la insuficiencia de los sacrificios rituales (9,11-22). La carta a los Hebreos presenta la intención más profunda de Dios con respecto a Jesús y el «aprendizaje de Jesús en la escuela del sufrimiento» como un diálogo entre el Padre y el Hijo en el momento de la encarnación (pero ya en nuestro mundo): «Por eso, al entrar en el mundo, dice él: Sacrificios y ofrendas no los quisiste, en vez de eso me has dado un cuerpo a mí; holocaustos y víctimas expiatorias no te agradan; entonces dije: Aquí estoy yo (en el libro hay un título que se refiere a mí) para realizar tu designio, Dios mío» (10,5-7). Las palabras de Sal 40,7-9 se presentan como pronunciadas por Jesús al entrar en el mundo de los hombres. Jesús rogó con gritos y lágrimas a quien podía salvarlo de la muerte (5,7), pero la libre aceptación de su muerte formaba parte del propio proyecto vital de Jesús, marcado por la fidelidad frente a la misión que Dios le había encomendado. Al igual que Pablo, el autor de la carta a los Hebreos centra la redención realizada por Jesús en la muerte (y resurrección) de Jesús. «Por esa voluntad hemos quedado consagrados, mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, única y definitiva» (10,10). El significado de la vida de Jesús reside en su muerte en la cruz, entendida como sacrificio voluntario de la propia vida (9,14; 9,22; 9,25.26.28) o en el ofrecimiento de sí como sacrificio (10,9; también 2,10.18; 4,15; 5,9), que por lo demás es ya una interpretación tradicional en el cristianismo (1 Tes 5,10; Gal 2,20; Mt 20,28; Jn 3,16; 12,12-13, etc., y posteriormente: 1 Jn 3,16; 4,10). «Una vez para siempre» (7,27; 9,12; 10,10; cf. 9,26 y 9,28), o sea, de una forma irrefutable, decisiva y definitiva; ya no son necesarios otros sacrificios. En esta ofrenda sacrificial, el autor subraya la entrega de la persona de Jesús, con lo cual relativiza, sin negarla, la «teología de la sangre» que encontramos en la carta a los Hebreos debido al contexto del kippur en que el autor sitúa la muerte de Jesús y a la teología de la sangre que, según la interpretación de Lv 17,11, es propia de los sacrificios expiatorios judíos''*. También la muerte en la cruz es consi47 El autor de la carta a los Hebreos interpreta esto como si el humo del incienso, a modo de nube, evitara que el arca de la alianza fuese vista por el sumo sacerdote (Heb 9,1-10). Según el autor de la carta, no se puede hablar de acceso libre. 48 La sangre es la vida de toda carne, pero Dios ha puesto la sangre al servicio del altar. De este modo, la sangre, a través de la vida, trae la reconciliación (Lv 17, 11). Cf. D. J. McCarthy, The Simbolisme of Blood and Sacrifice: JBL 88 (1969) 166-176.
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derada como un sacrificio cruento (1,3; 9,7; 9,18; cf. 9,25; 10,29; 13,12; 13,20). Por el amor que se expresa en su entrega al sacrificio, Jesús es «el mediador de una nueva alianza, cuya sangre derramada clama con más fuerza que la de Abel» (12,24; aquí las imágenes van del sacrificio del kippur al asesinato del justo Abel) y cuyo fruto es sobre todo (cf. infra) el perdón de los pecados y el acceso a Dios. Indudablemente, no se pone aquí el acento en el carácter cruento de la muerte, sino en la entrega de sí mismo realizan en esta muerte cruenta (cf. supra; también 2,6-10.17.18; 5,7; y todo el capítulo 9). El autor relaciona la idea, ya corriente en el Nuevo Testamento, de la muerte de Jesús en la cruz como sacrificio expiatorio (el llamado esquema soteriológico)49 con el sacrificio cruento realizado por un sacerdote judío. La imagen, presente en todo el Nuevo Testamento (cf. en especial 1 Pe 1,9 y los pasajes mencionados anteriormente), de la «sangre preciosa» no experimenta en la carta a los Hebreos ninguna «espiritualización» (debida al énfasis en el amor y en la voluntariedad), sino una mayor «humanización»: se subraya la disponibilidad para ofrecer la propia vida en solidaridad con los hermanos que vienen oprimidos por el miedo a la muerte (cf. 2,15) y están sumidos en el sufrimiento. La carta a los Hebreos considera la muerte en la cruz como sacrificio de expiación y de alianza e integra así las dos tradiciones: la muerte en la cruz como sacrificio de alianza (1 Cor 11,25; Me 14,24; Le 22,20a y Mt 26,28a) y como sacrificio de expiación (Mt 26,28b) so . El Tenak distinguía claramente estas dos clases de sacrificio: el sacrificio de alianza se realizaba con vistas a la comunión con Dios; de ahí que concluyera con el acto de comer la carne sacrificada. La carne del sacrificio de expiación, en cambio, no podía ser comida: debía ser quemada fuera del campamento o de las puertas de la ciudad hasta reducirla a cenizas (Lv 16,27; Heb 13,11). Sin embargo, con el tiempo todos los sacrificios fueron considerados expiatorios, pues el hombre, para entrar en comunión de alianza con Dios, tiene antes que purificarse de sus pecados. Por eso, en la carta a los Hebreos, los modelos no pueden interpretarse por separado. Lo que interesa al autor es el sacrificio personal de Jesús. Existe una íntima conexión entre las imágenes de la alianza, la reconciliación e incluso la sangre de Abel (la cual nada tiene que ver con la alianza y la reconciliación). (En 9,18-22 se ve claramente cómo la idea del kippur desemboca en la del rito previsto para establecer la alianza). Sin embargo, la imagen que el autor tiene especialmente ante los ojos es la del sacrificio expiatorio (y, por tanto, el perdón de los pecados). El contexto de su exposición es el yom hakkippurim, el gran día judío de la reconciliación (9,1-10). Fuera del lenguaje sacerdotal, kippur significa lograr la reconciliación mediante la entrega de un don; en el lenguaje sacerdotal adquiere el sentido preciso de lograr la reconciliación mediante un rito conciliatorio previsto por la ley (Lv 4,31-35) 51 . Para el judaismo, 49 51
Jesús, la historia de un viviente, 265-268. F. Maass, kpr, en DTmAT I, 1152-1171.
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lhíd., 275ss.
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como para la literatura rabínica, sólo Dios puede perdonar los pecados. El rito sacrificial tiene un valor de reconciliación cuando se realiza de la manera prescrita por Dios (Lv 7,11): entonces los pecados no son tenidos en cuenta. Reconciliación significa, según esto, eliminar, no imputar y expiar los pecados (Heb 2,17; cf. Sal 65,4; Eclo 3,3.30). Para la carta a los Hebreos, el único y definitivo sacrificio kippur es la muerte de Jesús en la cruz, mediante la cual han sido cancelados todos los pecados (9,15. 22.26.28; 10,17-18): «Mediante sangre no de cabras y becerros, sino suya propia, entró de una vez para siempre en el santuario, consiguiendo una liberación irrevocable» (9,12). Debido a su carácter irrevocable y definitivo, este sacrificio expiatorio es también el sacrificio de una nueva alianza: «Por esa razón es mediador de una nueva alianza: para que, después de una muerte que librase de los delitos cometidos con la primera alianza, los llamados puedan recibir la herencia perenne, objeto de la promesa» (9,15). La aspersión de toda la tienda de la alianza por Moisés (no Aarón, el cual debía ofrecer el sacrificio de expiación) era un rito conseoratorio por el que la tienda y todos sus enseres quedaban sustraídos al uso profano y consagrados a Dios. Así, para la carta a los Hebreos, la muerte de Jesús en la cruz no es sólo purificación de pecados, sino también santificación, en el sentido de entrega personal al Dios de la alianza. De esta forma, los cristianos no son ya «terrenales» o «de este eón», sino celestiales: pertenecen «al mundo futuro» (cf. 9,21-23). Con la purificación de los pecados (10,2) y la santificación (hagiazein; 10,10; 13,12; cf. también Jn 17,19) no se consuma todavía, según la carta a los Hebreos, el sentido del auténtico sacrificio: éste exige una teleiosis, una consumación por parte de Dios (10,14). Por mucha importancia que tenga el sacrificio personal de Jesús, sin esa consumación divina se reduciría, para la carta a los Hebreos, a un inútil sacrificio por amor. Esa consumación es lo que ahora le interesa: «Estamos en el núcleo de la exposición» (8,1); o como dice en 2,5: «Estamos hablando propiamente del mundo futuro» (cf. 8,1-2; 10,1; 11,1 y 2,5). ¿En qué consiste esa consumación? 2)
Abogado del hombre ante Dios.
En el resumen (5,7-10) de lo que luego analizará detalladamente, el autor presenta de una forma técnica los tres momentos principales que se dan en un sacrificio definitivo y eficaz: a) ser escuchado (5,7); b) ser consumado (5,9), y c) ser proclamado y constituido sumo sacerdote (5,10). «Estamos en el núcleo de la exposición, y es que tenemos esa clase de sumo sacerdote: uno que en el cielo se sentó a la derecha del trono de su Majestad» (8,1). El autor nos ha anticipado este tema en repetidas ocasiones (por ejemplo, 7,19; 7,25b). Lo que expone ampliamente en 5, 11-10,39 lo había resumido en 5,9-10: a) a gritos y con lágrimas ofreció oraciones y súplicas a Dios...; debido a su piedad (es decir, a su temor de Dios, eulabeia, a su humilde fidelidad a Dios) fue escuchado (5,7); b) en él se consiguió la consumación definitiva o teleiosis del sacrificio
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(5,9), en contraposición con los estériles sacrificios de animales (8,1-9,28); c) por ello Jesús es proclamado sumo sacerdote en el pleno desempeño de sus funciones (5,10) y es «causa de salvación eterna» (5,9), pues su consumación consiste en que «Dios lo proclamó sumo sacerdote en la línea de Melquisedec» (5,10): es un sacerdocio real eterno (7,1-28) como el de Melquisedec, pero de un rango superior (7,25); d) el consuelo evangélico que el autor ofrece en la parte parenética, con que concluye su carta, tiene como fundamento esa base dogmática (10,19-39). a)
Dios consuma el sacrificio de Jesús.
«Hijo y todo como era, sufriendo aprendió a obedecer, y así consumado (teleiotheis), se convirtió en causa de salvación eterna para todos..., siendo proclamado (prosagoreutheis) por Dios sumo sacerdote en la línea de Melquisedec» (5,8-10). La perícopa establece una estrecha relación entre teleiotheis y prosagoreutheis, dos formas de «pasiva teológica», donde la persona que actúa es Dios, sin que ello se explicite. Precisamente en la relación entre ambos elementos, la carta a los Hebreos ve el kephalaion, el núcleo y compendio de lo que quiere decir a lo largo de toda su exposición. ¿De qué tipo es esta relación? Nos lo dice la noción hebrea de «sacrificio», que constituye el trasfondo de la carta a los Hebreos. La raíz de qarab51 significa acercarse o estar cerca, tanto en sentido espacial (acercarse a una persona o cosa) como en sentido temporal (acercarse un acontecimiento); en el plano teológico se tirata principalmente del tiempo de la salvación o del juicio: Is 51,5; 56,1; Ez 36,8. Acercarse «espacialmente» a alguien, que en sentido teológico es «acercarse a Dios», significa «acercarse a Yahvé» (Ex 16,9; Lv 16,1), lo cual coincide materialmente con «ponerse ante el Señor» (cf. Lv 9,5; Dt 4,11; Ez 44,15-16). En las partes más antiguas del Tenak tiene el significado concreto de ir al lugar sagrado (o lugares sagrados) donde Yahvé está presente (Ex 3,5; Dt 5,26-27; 4,11; Gn 28,16-17; 32,31), especialmente al monte santo (Dt 4,11), a la tienda de la alianza (Lv 9,5; Nm 18,22) y, sobre todo, al santuario, donde se halla el arca de la alianza, trono de Yahvé (Jos 3, 4, etc.). En todos estos textos más antiguos encontramos la idea de que ningún mortal puede acercarse a la morada de Yahvé sin que muera (Ex 3,5; Jos 3,4; cf. Gn 28,16.17). Cuando se dice que el pueblo se aproxima a Yahvé, lo hace a una respetable distancia (Dt 5,26-27; Ex 16,10: separado por una nube). Sólo Moisés puede acercarse realmente a Yahvé (Dt 4,11; 5,26-27; Ex 19,12). Posteriormente, sólo los sacerdotes pueden 52 J. Kühlewein, qrb, en ThHandWAT I I , 132-133; J. Schneider, proserchomai, en ThWNT I I , 680-682; K. Schmidt, prosago, ibíd. I, 131-133; K. Weiss, prosfero, ibíd. IX, 67-70; H. Preisker, engys, ibíd. I I , 329-332; J. Statnm, Erlosen und Vergeben itn Alten Testament (Berna 1940); S. Lyonnet, De ratione expiationis: V D 37 (1959) 336-352 y 38 (1960) 66-75. Véase la obra general de R. de Vaux Les institutions de l'Ancien Testament, 2 vols. (París 1960-61) I I , 294-348 y 245-430 (ed. española: Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona 1964).
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acercarse al santuario de Dios (al menos en las tradiciones sacerdotales: Nm 1,51; 3,10.38; 17,28; 18,7). En épocas ulteriores, la presencia de Yahvé no está vinculada tan exclusivamente a los santuarios; Dios es un «Dios cercano» (Jr 23,23), siempre y en todas partes (Dt 4,7; Is 55,6; Sal 145,18). Acercarse a Dios significa entonces dirigirle oraciones y súplicas, pedir su ayuda (1 Re 8,59; Sal 22,12; 69,19; 119,169). Además de este significado genérico, «aproximarse a Dios» tiene, en el lenguaje sacerdotal, cultual, una acepción muy específica. En la forma hifil (hiqrib), qarab es el término técnico que significa presentar ofrendas sacrificiales, sobre todo en los grandes bloques de tradición: Lv, Nm y Ez 43ss (el sustantivo qorban significa sacrificio u ofrenda sacrificial en sentido genérico, sin ningún matiz específico: Nm 15,4; 15,25; 18,9; Lv 22,18). Para el autor de la carta a los Hebreos, estos dos significados —el genérico y el sacerdotal— expresan los dos aspectos de lo que él considera como el ministerio sacerdotal judío: acercarse a Dios en el sentido de suplicarle e interceder en favor de los hombres y acercarse a Dios para presentarle ofrendas y sacrificios en expiación de los pecados (Heb 5,1 y 2,7). Uniendo ambos aspectos, acercarse a Dios quiere decir ofrecerle sacrificios para expiar los pecados y obtener gracia. «Sacrificar» significa acercarse a Dios o «acercarse al tribunal de la gracia» (4,16). Como siempre, la carta a los Hebreos piensa con categorías propias del sinaitismo: Moisés, el monte de Dios, la tienda de la alianza, donde se halla el arca de la alianza en el santo de los santos y, encima de ella, el propiciatorio de oro (kapporet) (1 Cr 28,2; Jr 3,16-17; Sal 132,5.7), el verdadero trono de Dios, «trono de la misericordia de Dios» (ya en Is 16,5 griego), contrapuesto a su «trono de juez» (Sal 9,5.8; 122,5; Prov 20,8). (La idea es que Yahvé se sienta en uno u otro trono según que actúe como juez o se muestre favorable y otorgue charis). La carta a los Hebreos interpreta el sentido de todo este ministerio sacerdotal judío como una súplica para obtener charis, hesed o gracia divina mediante la ofrenda de un sacrificio o «acercándose a Dios». En la carta a los Hebreos, la gracia adquiere así un tono sacrificial, y en este sentido es «oficialmente» más judía que el concepto paulino de gracia, por más que Pablo interprete el hecho de la cruz como sacrificio expiatorio. La carta a los Hebreos habla sólo de la charis de Dios, nunca de la gracia de Cristo (aunque sí de su amor y solidaridad); pero ve la gracia de Dios desde el punto de vista de la mediación sacerdotal de Jesús. El contexto de toda la argumentación de la carta a los Hebreos es que en el gran Día de la Reconciliación, el yom hakkippurim (Lv 23,27.28; 25,9), la fiesta del kippur, la sangre de los animales sacrificados debe ser llevada al santo de los santos, donde el sumo sacerdote rocía con esa sangre el «trono de la gracia de Dios», el propiciatorio del arca de la alianza (9,1-10). La sangre del sacrificio debe llegar hasta Dios, si los participantes en el sacrificio quieren tener acceso a él. Esto es lo que la carta a los Hebreos llama teleiosis o consumación del sacrificio: el acceso a Dios. Pese al fuerte simbolismo —estos sacrificios son «esbozos de las realidades celestes» (9,23), es decir, de la liturgia celeste; son «una som-
bra de los bienes definitivos» (10,1; cf. 9,8-9 y 10,24)—, los sacrificio5 de animales no podían conseguir dicha teleiosis. «La ley posee sólo t^f sombra de los bienes definitivos y no la imagen misma de lo real» (10,1)' por tanto, «con los sacrificios, siempre los mismos, que se ofrecen in¿ e ' fectiblemente año tras año, los que se acercan nunca pueden obtener 1* teleiosis» (10,2; también 9,8-10). De ahí el autor puede concluir que <
7$
53 La anastasis ek nekron en Heb 11,35a se refiere a un retorno desde la muerta a la vida terrena, no a la resurrección (universal). La carta a los Hebreos no utilj^ el descensus ad inferos, a diferencia, por ejemplo, de 1 Pe 3,10: los ángeles caíd.Qs están encarcelados en el mundo subterráneo, donde moran también los difuntQs (1 Pe 4,6). Tras su muerte, Jesús desciende a ese mundo subterráneo y después as^ ciende, atravesando todas las esferas celestes, hasta sentarse a la derecha de Dj 0 s (1 Pe 3,22). Esto indica el sometimiento de los demonios y los ángeles a Cri slQ (1 Pe 3,22). Cf. también Ef 4,8-10.
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un «estar junto a Dios» («descanso para el pueblo de Dios», 3,7-19). «Entrar en el descanso» significa, por tanto, tener acceso a Dios. Y eso es precisamente lo que el autor entiende por teleiosis: acceso al santuario, lo cual significa ahora «acceso al mismo Dios» sin sombras ni símbolos; un acceso (10,19; 4,16; 7,9b; 7,25; 10,22; 12,22) libre y franco (10,19; 10,35; 4,6; 3,6; en parrhesia). b)
Acceso a Dios.
A primera vista se tiene la impresión de que la carta a los Hebreos presenta la ascensión de Jesús al cielo según el modelo griego y oriental del viaje de un héroe por los aires y las diferentes esferas celestes hasta llegar al cielo supremo (9,11; 1,6; 4,14; 7,26; 8,1-2; 9,23-24). El acceso a Dios supone una ascensión al cielo, en la que Jesús llega finalmente al verdadero santo de los santos, a la mansión misma de Dios (9,11; 1,6), donde toma asiento a la derecha de Dios (el puesto de honor y, al mismo tiempo, el lugar reservado al sacerdote y juez escatológico; también 5,9; 7,25; 9,24). El problema es, según se mire, bastante sencillo y bastante complicado. También los semitas compartían la vieja imagen de un mundo dividido en diversas esferas celestes. Como otros muchos orientales, simbolizaron esta idea del cosmos en la estructura de la tienda mosaica de la alianza (y posteriormente en el templo de Jerusalén). Esta tienda comprendía «el santo», o sea, la zona anterior a la tienda propiamente dicha, y el «santo de los santos», o sea, el santuario o «santísimo», donde estaba el arca con el trono de Dios (cf. también 9,1-10). Entre el santo y el santo de los santos había una cortina de separación, en cuya cara exterior estaba dibujado todo el firmamento. Cuando el sumo sacerdote, en la fiesta del kippur, pasaba al otro lado de la cortina llevando la sangre de los sacrificios, era como si atravesara todas las esferas celestes o epourania para llegar al trono de Dios. En la otra cara de la cortina estaban bordados los querubines (Ex 16,1.31; 36,8.35). Detrás de ella estaba el santuario, defendido —como en otro tiempo el paraíso perdido— por querubines con espadas de fuego (Gn 3,24; por lo demás, se trata de una transferencia sacerdotal de la tienda de la alianza a la historia de los orígenes). En su conjunto, la tienda de la alianza simbolizaba, pues, el universo, con su fanum (santo) y profanum, y todas las moradas celestes, en las que reina, oculto a los ojos de todos, el Inaccesible, Yahvé, rodeado en círculos concéntricos por las diferentes moradas de las diversas jerarquías de ángeles y bienaventurados54. Sólo los arcángeles supremos —«los ángeles de la presencia»— habitan en el espacio reservado a Dios, en su calidad de asistentes al trono. Los demás ángeles viven en las regiones celestes inferiores y reciben órdenes a través de las nubes oscuras (o de la cortina)55. Strack-Billerbeck, II, 266. H. Bietenhard, Die himmlische Welt im XJrchristentum und Spátjudentum (WUNT 2; Tubinga 1951). 55 Strack-Billerbeck, I, 784-891, 976; II, 229, 266-267; III, 807; IV, 507.
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Aunque con muchas variantes, todo el mundo oriental se imaginaba así las esferas celestes, de las que el sanctuarium terreno era una copia (los especialistas han encontrado algo similar en el código de Hammurabi). En Sab 9,8 se dice: «Me encargaste construirte un templo... copia del santuario que fundaste al principio» 5Ó. Se da un influjo mutuo entre la imagen del mundo y su simbolización en la tienda de la alianza, que es una copia del universo. La carta a los Hebreos piensa en la tienda de la alianza y en el cielo real. Para ella, todos los sacrificios del Antiguo Testamento están encerrados en ese simbolismo, en la obra humana perteneciente al primer eón (9,11c). «Con esto da a entender el Espíritu Santo que, mientras esté en pie el primer tabernáculo (la tienda de la alianza), el camino que lleva al santuario no está patente. Esto es un símbolo de la situación actual (de este eón)» (9,8-9). Mediante su ascensión al cielo, tras atravesar todas las esferas celestes «reales», Cristo ha llegado de una vez por todas hasta Dios. En esencia, esto quiere decir que Jesús vive glorificado junto al Padre. El acceso a Dios está abierto para los cristianos. Ahora bien, ¿qué significa ese acceso para Jesús y para nosotros?
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También en la literatura intertestamentaria: TestLev 5,1-2; TestDan 5,12 (cf. Gal 4 26; Ap 3,12 y 22,10); ApBar(sir) 4,3-6; 4 Esd 7,26; 8,52; 13,36; 1 Hen 90, 28-29;' SalSl 17,25 (cf. Gal 4,26; Ap 2,9; 3,12; 21,2-3,10; 22,10).
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han de heredar la salvación?» (1,14). En estos textos observamos hasta qué punto el mundo antiguo estaba obsesionado por la creencia en los demonios y, por otro lado, miraba nostálgicamente a las esferas superiores del cielo, donde moran los ángeles: un mundo misterioso al que casi todos los hombres de la Antigüedad tardía querían echar una ojeada. La fe en la redención por medio de Jesús es, pues, una liberación de esas angustias cósmico-existenciales. Si Pablo escribía: «Porque estoy convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni soberanías... ni ninguna otra criatura podrá privarnos de ese amor de Dios, presente en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,38-39), la carta a los Hebreos afirma con el mismo espíritu: «El mismo ha dicho: 'Nunca te dejaré, nunca te abandonaré' (Dt 31, 6.8). Con esto podemos decir animosos nosotros: El Señor está conmigo, no temo; ¿qué podrá hacerme un hombre?» (Heb 13,5b-6). (El autor se refiere a ciertos síntomas que predecían una nueva persecución de la Iglesia, obra del emperador, pero dirigida por el «ángel de la nación»; cf. Apocalipsis y 1 Pe 5,7-9). La exaltación de Jesús a la derecha del Padre es, pues, el reconocimiento divino de la «fuerza del sacrificio» (cf. 9,14), es decir, del sacrificio personal de Jesús, que tiene un valor decisivo y definitivo por el amor demostrado a los hombres y la fidelidad a Dios. Sin embargo, en opinión del autor de la carta, tal valor no reside propiamente en el mismo hecho del sacrificio, pues «por la charis de Dios, la muerte que él experimentó redunda en favor de todos» (2,8c-9); ese sacrificio es la muerte de Jesús y, en cuanto tal, no sólo supone el final del sacrificio, sino también del oferente. Sólo la resurrección y la exaltación llevan al sacrificio a la «consumación». Sólo la misericordia de Dios por la muerte de Jesús confiere a esta muerte un valor perpetuo y eterno.
tuario de la tienda. Lo que entonces se efectuaba de una forma simbólica se realiza ahora literalmente en Jesús. Su estar sentado a la derecha de Dios es la inauguración solemne del sacerdocio celestial de Jesús. Y no se trata propiamente de una ascensión a los cielos: la carta a los Hebreos piensa más bien en un recibimiento en los cielos: ser «recibido» o «acogido», como el autor denomina la resurrección de Jesús (cf. 13,20, inspirado en el texto griego de Is 63,11-12, donde aparece ho agagon, Dios, que tomó a Moisés por la diestra). Por un lado, tras el sacrificio de su vida, Jesús es «consagrado sacerdote» en su exaltación; por otro, esta inauguración es la confirmación del sacrificio personal y del ministerio sacerdotal de Jesús (contra el socinianismo posterior, según el cual Jesús no es sacerdote hasta que llega al cielo, por más que algunos textos de la carta a los Hebreos pueden dar pie a tal interpretación: 5,7-8; 8,4; 10,5-10). Lo que se pretende decir es que la liturgia perfecta o consumada es la liturgia celeste, verdadero acceso al Dios celestial, servicio sacerdotal al «mundo futuro», al segundo eón (cf. 8,1-9,28), liturgia que se realiza «estando sentado» (10,11 frente a 10,12). Esta postura para la oración aparece únicamente en un texto del Tenak (2 Sm 7,14-19 en conexión con Ex 17,12): David se sienta en presencia de Dios. En lo que respecta a Jesús, la reconciliación se ha efectuado mediante el sacrificio de la cruz. En el cielo, Jesús ya no ofrece sacrificios (frente a ciertas teorías teológicas posteriores sobre el sacrificio, que pretenden basarse precisamente en la carta a los Hebreos). No obstante, continúa su ministerio sacerdotal: sobre la base del consumado sacrificio de su vida (en aoristo, 8,3; cf. 9,25.26.28), el Jesús sentado ahora a la derecha del Padre (9,24; 10,12) hace de mediador ante Dios en favor de los hombres, pero no ofreciendo nuevos sacrificios o continuando en el cielo su postura sacrificial, sino sólo «intercediendo por nosotros» —«semper interpellans pro nobis»— (2,5; 2,17; 5,1; 7,24-25; 8,1-2; 10,1; 11,1). Este concepto, que tiene tanto relieve en la carta a los Hebreos, no está ausente en otros libros del Nuevo Testamento: «Tenemos un defensor ante el Padre, Jesús, el Cristo justo» (1 Jn 2,1-2); o en Pablo (Rom 8, 34), si bien en estos textos se evita el término «sacerdote». Según esto, sólo subsiste una de las dos funciones sacerdotales, dado que el sacrificio está ya realizado y consumado. El ministerio celeste de Jesús consiste, pues, en una intercesión perpetua. El representa nuestros intereses ante Dios (2,5; 8,1-2; 10,1; 11,1; cf. ya en 2,17; 5,1; 7,24-25). La función sacerdotal de Jesús en el cielo es preocuparse de su pueblo, guiarlo, protegerlo y defenderlo. Por tal razón, la carta a los Hebreos llama a Jesús «sumo pastor» (13,20; como en Is 63,11). En cuanto exaltado, Jesús ha sido «consumado» o «constituido» en su sacerdocio: es el liturgo del culto celeste (8,1-9,28; cf. 1,7.14; 10,11), leitourgos ton hagion (8,2), o sea, liturgo del santo de los santos, del santuario celeste57. Según Eclo 24,6-14, la sabiduría tenía primero su tien-
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La liturgia celeste de Jesús: intercesión perpetua.
El sacrificio de Jesús en la cruz no es sólo purificación o perdón de los pecados (10,2), ni sólo consagración (10,10), sino también «consumación» (10,14); los tres momentos están en pretérito perfecto: purificados de una vez por todas (10,2), consagrados de una vez por todas (10,10), transformados de una vez por todas (10,14). Los dos primeros son actos realizados por Jesús, mientras que el tercero, el de la consumación, va más allá de su sacrificio, aunque está basado en el mismo: es un acto de la gracia misericordiosa de Dios, no un hecho terreno, sino celeste. Así, Jesús, consumado él mismo (teleiotheis, 5,9), es nuestro consumador (teleiotes): «consumador de la fe» (12,2). Precisamente ahí reside el fracaso de los sacrificios del Antiguo Testamento (7,18-19; 9,9); además, su fuerza purificadora y santificadora tenía un carácter legal (9,13-14), y esto impedía toda una consumación y acceso a Dios (por ejemplo, 11,39-40). Teleiosis, en este contexto sacrificial (Ex 29,9; Lv 4,5; 8,33; 16,32, todos en su versión griega), es una consagración, es decir, un reconocimiento oficial por parte de Dios del sacerdocio de Jesús (cf. 5,9; 6,19-20; 7,26; 8,4). Quien-en el judaismo era ungido sacerdote podía entrar en el san-
57 En Lv 16,2-3 (griego), ta hagia o ton hagion (Heb 9,12.25; 10,19; 13,11) es la parte interior de la tienda de la alianza, donde está el trono de Dios, el arca de
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da «en el cielo» y su trono «sobre columna de nubes», pero luego Dios le ordenó establecer su morada en Israel: allí realiza un ministerio sacerdotal en el templo y ejerce un dominio regio en la ciudad de Jerusalén. (Toda la carta a los Hebreos se mueve en la tradición de la sabiduría preexistente, identificada en Jn 1,1 con «el Logos»; en Heb 1,3, con «el Hijo» sumo sacerdote). Lo mismo sucede en la carta a los Hebreos: una vez que la sabiduría retorna en el Hijo hecho hombre a Dios —a la Jerusalén celestial (cf. infra)—, Cristo ejerce en el cielo sus funciones de sacerdote y rey. Por otra parte, ya el Tenak había identificado la tienda de la alianza, o «la tienda», con el cielo (Sal 104,2). Para la carta a los Hebreos, la «tienda» no es el cuerpo glorificado de Jesús, como algunos han interpretado; el instrumento de salvación y redención es el cuerpo terreno de Jesús (10,10). «La tienda» es el cielo, entendido como morada de los seres celestes, donde Jesús ha iniciado ya su liturgia y ha comenzado a ejercer sus funciones reales: ésa es la «verdadera tienda» (9,11-12). El Eclesiástico había dicho: «En la santa morada, en su presencia ofrecí culto» (Eclo 24,10). En esta liturgia celeste, Jesús nos ha «precedido» como pionero e inaugurador (archegos tiene en 12,2 un contexto algo distinto del de 2,10-13). En 12,2 Jesús es llamado «archegos y consumador», es decir, el que pone todo en movimiento y nos lleva a la consumación; en 2,10 es más bien el pionero, el guía que va delante de su pueblo o el «sumo pastor» (13,20) que lleva a su rebaño a la meta final, a Dios. Jesús, pues, es quien toma la iniciativa y la lleva en nosotros a buen término (12,2); durante todo el camino, nos precede (12,2 con 2,10) y lleva a los suyos de la paroikia o peregrinación por sitios extraños al lugar del descanso (2,10; cf. infra).
ha concedido el acceso al santo de los santos; pero, una vez que Jesús está junto a Dios, se convierte en medio o puerta de acceso para llegar hasta Dios. El es «archegos y teleiotes de la fe» (12,2), es decir, ha sido el primero en llegar hasta Dios, va delante de nosotros y es nuestro guía; pero, al mismo tiempo, nos lleva hasta Dios, concediéndonos así la «consumación» o el acceso a Dios: éste es el contenido de nuestra fe. Mediante el sacrificio de su vida, consumado por Dios, Jesús ha abierto un nuevo camino hacia Dios (10,20), el único que conduce a la meta final. Hodos prosphatos kai zosa (10,20), un camino nuevo y vivo (prosphatos significa en el lenguaje ritual «recién sacrificado», de ahí que sea «nuevo»; zosa, vivo, se contrapone al cadáver de los animales sacrificados). A ese nuevo camino hacia Dios se refiere un espléndido pasaje de sabor oriental (12,18-24), presentándolo —en contraposición con el acontecimiento estéril, angustioso e inquietante del Sinaí (12,18-21)— como un acontecimiento agradable, pacífico y delicioso: una solemne procesión en la que forman los cristianos para entrar en la panegyris o asamblea solemne de los ángeles en el cielo (12,22-24; también en el Sinaí, cuando fue otorgada la ley, intervinieron los ángeles). «No os habéis acercado a un monte tangible ni a densos nubarrones y tormenta... Tan espantoso era el espectáculo, que dijo Moisés: Estoy temblado de miedo. En cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celeste; a los millares de ángeles en fiesta; a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo; a Dios, juez de todo; a los espíritus de los justos llegados a la meta; al mediador de una nueva alianza, Jesús, y a la sangre de la aspersión, que clama con más fuerza que la de Abel» (12,18-24): una joya oriental de exuberancia cristiana y fe sobria que al mismo tiempo refleja todo el mundo cultural de la Antigüedad tardía en que vive el autor (primero y segundo eón). Indudablemente no se trata de una reunión sinagogal, sino de una reunión «episinagogal» (10,25; aunque no está claro que la carta a los Hebreos intente tal contraposición, ya que la literatura intertestamentaria no parece distinguir entre «sinagoga» y «episinagoga»). En cualquier caso, se trata de una asamblea festiva de tipo escatológico, en la que ya participa la Iglesia terrena, si bien todavía espera la parusía (10,37-39). El Jesús encumbrado hasta Dios no es, por tanto, sólo el liturgo del santo de los santos celestial, donde Dios mora junto con su corte y el mismo Jesús intercede siempre por nosotros. Jesús es, al mismo tiempo, el liturgo de la «antetienda», es decir, de la zona celeste donde habitan los simples ángeles, una zona a la que la Iglesia terrena ya se ha incorporado (8,5-6). «La tienda de su sacerdocio» (8,5-6; cf. 9,11-12) abarca tanto el tabernáculo o santo de los santos como la «antetienda», donde ya ha sido acogida la «Iglesia terrena». A diferencia de Ap 21,2, no es «la ciudad del Dios vivo» (Heb 12,22; cf. 3,12; 9,14; 10,31) o «la Jerusalén celeste» (12,22) la que desciende a la tierra, sino la Iglesia la que asciende al cielo: los cristianos han sido elevados ya a la Jerusalén celeste. Esta zona incluye tres categorías: a) los ángeles (12,23); h) la ekklesia ton prototokon (12,23); ecclesia (qahal) es, en la tradición deuteronomista, la de-
3.
El fruto del ministerio sacerdotal de Jesús
La salvación de Dios en y por Jesús, sacerdote único (cf. 7,25), es el fruto del servicio del Jesús terreno y celeste. El es «el pionero de nuestra salvación» (2,10) o la «causa de salvación eterna» (5,9; cf. 10,1-8), porque nos hace posible el acceso a Dios. a)
La Iglesia de Dios en la tierra, participación en la liturgia celeste de Jesús.
Jesús ha sido llevado a la consumación por Dios mismo (2,10; 5,9; 7,28) y «ha entrado hasta el otro lado de la cortina» (6,19; cf. 9,3). Está sentado a la derecha de Dios. Esta consumación tuvo lugar a fin de que Jesús nos llevase también a nosotros a la consumación: el «consumado» se convierte en nuestro «consumador» (12,2; 11,40). Únicamente Dios le la alianza (cf. Eclo 24,10). La carta a los Hebreos distingue algunas veces entre «la tienda», o sea, el santo o «antetienda» y el santo de los santos. Según este esquema, Jesús atravesó la tienda (donde se realiza el sacrificio) y llegó al santo de los santos (Heb 8,5).
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nominación solemne del pueblo de Dios congregado (cf. Ex 4,22; también Hch 7,38); «la asamblea de los primogénitos» significa (sobre este punto discuten los exegetas, pero creo que sin motivo) la comunidad cristiana terrena, los cristianos «(ya) inscritos en el cielo» (12,23), los cuales tienen, por tanto, allí su domicilio, pues pertenecen ya al mundo futuro, al segundo eón (cf. 2,5; 6,5; 9,11; 10,1); c) finalmente, «los espíritus (pneumata) de los justos llegados a la meta» (12,22-23), es decir, los justos del Antiguo Testamento (cf. Prov 3,1; 4,7-13) y los cristianos difuntos58. Como liturgo de la totalidad de la tienda de la alianza —del santo de los santos y del santo—, Cristo es también liturgo principal en la liturgia eclesial que se celebra en la tierra, vestíbulo del cielo. La liturgia eclesial es una participación en la liturgia de Jesús, Cristo o sumo sacerdote, el cual ora sentado en medio de sus multitudes celestes (9,24-28; 12,23). La Iglesia es la parte de la humanidad que ya está reconciliada y redimida, una especie de antecámara del cielo, pero «acogida» ya en las moradas de los ángeles y los santos (12,22-23). «El tabernáculo mayor y más perfecto» (9,11-12) (del que la tienda mosaica es sólo una sombra) es el mundo celeste de los ángeles, el mundo futuro o «eón venidero» (9,11) S9 . Para la eclesiología de la carta a los Hebreos esto significa que la Iglesia terrena es la «antetienda» por donde hay que pasar de camino hacía el santo de los santos, el acceso para llegar a Dios. La carta a los Hebreos no conoce la expresión «la Iglesia, cuerpo de Cristo» (paulinismo), y el autor no habla nunca de la Iglesia de Cristo. Esta es una comunidad de Dios, en la que Cristo es mediador y, al igual que Moisés, guía, pionero y precursor (2,10; 6,19-20) del pueblo de Dios. La comunidad cristiana es una «casa de Dios» (cf. 3,2-6), y Jesús, en cuanto Cristo, está puesto al frente de la casa de Dios (3,6). El autor añade: «y esa casa somos nosotros» (3,6b). Por ello, los cristianos son metochoi tou Christou (3,14), compañeros de Cristo, del sumo sacerdote (con la reserva que aduce constantemente la carta: «siempre que mantengamos firme hasta el final la actitud del principio», 3,14b; pues la comunidad a la que se dirigía la carta había sufrido numerosos casos de apostasía). La liturgia eclesial de este mundo, participación en la liturgia celeste de Jesús m, es para la carta a los Hebreos un sacrificio de alabanza y de 58 Vneumata, además de otros significados, tiene el de «los muertos» (por ejemplo, 1 Pe 3,19). 59 La liturgia de las Constituciones Apostólicas II, 25,5 llama a la Iglesia «verdadera tienda del testimonio», es decir, aquella parte de la tienda mosaica de la alianza donde se guardaban en el arca las dos tablas de piedra del decálogo y el libro de la alianza (Dt 10,5). En Ex 25,16 y 31,19, las tablas del decálogo son llamadas «tablas del testimonio». Heb 9,4 las denomina «tablas de la alianza» (también Dt 4, 13; 1 Re 8,31; cf. Heb 9,19). Entre los judíos de habla griega se ponía más énfasis en el decálogo que en la Tora (cf. Jesús, la historia de un viviente, 209-212). 60 Sobre todo en la apocalíptica, que esperaba la venida de un mesías sacerdotal, era comúnmente aceptada la idea de una liturgia celeste, en la que los escogidos participan ya en la tierra. (Cf. en TestXII: TestRub 6; TestSim 7; TestLev 2, 3.8.18; en Qumrán: 1QS 9,10-11; 1QS 6,4-6; lQSa 2,18ss). Las fuentes antiguas de este culto celeste se hallan en Ez 40-48 y Ex 25-255.
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acción de gracias (13,15). En Lv 7,12.15; 2 Cr 2,9.31; Sal 50,13-23; 107, 22; 116,17 se habla de tres clases de sacrificios de comunión, relacionados con la ofrenda de roscas ácimas y pan fermentado. Además de los sacrificios de alabanza y de acción de gracias, otra forma de ofrenda era la servicialidad fraterna (koinonia, eulogia: aquí se trata claramente de una colecta para los pobres recogida durante el servicio litúrgico). Sin embarbo, el autor de la carta no menciona nunca expresamente la liturgia eucatística, que indudablemente tenía que conocer. ¿Obedece este hecho a la «disciplina del arcano», el deber de guardar secreto ante los extraños? Algunos exegetas hallan en Heb 13 varias alusiones a la eucaristía: a) probablemente, una colecta para los pobres durante la eucaristía cristiana (13,16); b) «el tributo de labios que bendicen su nombre» (13,15b); c) «un sacrificio de alabanza» (13,15, donde se alude a un banquete con pan ácimo); d) «para consagrar al pueblo con su propia sangre» (13,12; cf. 9,18-20; 10,10.14.29); e) «una sangre de alianza eterna» (13,20), fórmula litúrgica ya presente en la eucaristía de la Iglesia primitiva; f) el contexto mismo de la carta: en la hipótesis de que este escrito fuera inicialmente una homilía destinada a ser leída durante la celebración eucarística, una especie de lectura sinagogal (dado que la carta a los Hebreos no es propimente una carta), 13,20-21 podría ser la conclusión del sermón, al que seguirían inmediatamente la anamnesis y doxología del canon eucarístico; g) finalmente, 13,10 podría ser una referencia latente, pero bastante clara a la eucaristía, a la que no tienen acceso los judíos no cristianos. Estos argumentos, en su conjunto, son sugestivos, pero no me convencen, y el último, que pretende ser el más fuerte, menos aún que los demás. En efecto, Heb 13,10 se refiere al altar del Gólgota, a la crucifixión de Jesús fuera de las murallas de la ciudad: también la carne de los sacrificios en la fiesta del kippur debía ser quemada fuera de la ciudad, sin que los sacerdotes pudiesen comerla. La contraposición con el kippur consiste en que Jesús realizó el sacrificio de su vida fuera de las murallas (13,12) «para consagrar al pueblo con su propia sangre» (13,12b). Por otra parte, en mi opinión, el texto no dice nada de excluir a los judíos de la eucaristía cristiana. Por lo demás, esta parte conclusiva de la carta empalma lógicamente con 13,9: «No os dejéis arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas, lo importante es robustecerse interiormente por gracia y no con prescripciones alimenticias, que de nada valieron a los que las observaban». Se trata del carácter definitivo del sacrificio de la cruz, que ha anulado por completo las prescripciones alimenticias y los sacrificios de animales. La carta a los Hebreos no fija su atención en la eucaristía, sino en el sacrificio de Jesús en la cruz, al igual que -—en el Nuevo Testamento— las llamadas «palabras de la institución» presentes en los evangelios sinópticos son una interpretación teológica de la muerte de Jesús en la cruz, y no propiamente palabras de la institución (aunque la Iglesia puede ver en ellas con razón una base bíblica de su celebración eucarística). De hecho, en el sacrificio eucarístico de alabanza y acción de gracias de la Iglesia se celebra este significado de la muerte de Jesús; pero, desde el punto
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de vista del Nuevo Testamento, no se puede transferir sin más el significado del sacrificio de la cruz al de la eucaristía. En particular, la carta a los Hebreos, que con tanta fuerza e insistencia subraya que el sacrificio de la cruz se ha realizado «de una vez para siempre», no habría aplicado a la eucaristía unas expresiones e interpretaciones que se refieren a la muerte expiatoria de Jesús (y que en cuanto tales estaban recogidas ya en la liturgia antigua, como es el caso de la expresión «sangre de la alianza eterna», donde se refieren a la cruz y no a la eucaristía). En la carta a los Hebreos no se plantea la cuestión de las relaciones recíprocas entre la cruz y la eucaristía. El autor dice únicamente que la liturgia eclesial es una participación en la liturgia celeste, la cual ya no es un culto sacrificial, sino una intercesión perpetua ante Dios sobre la base del sacrificio histórico de la vida de Jesús. Para la carta a los Hebreos, la liturgia de la Iglesia terrena es un sacrificio de acción de gracias y de alabanza, a la vez que una participación en la intercesión celeste de Jesús; sólo así existe en la carta una referencia a la eucaristía de la Iglesia (naturalmente, teniendo en cuenta todo el contexto). Sin embargo, Heb 13 no alude a la eucaristía, tal como ésta será interpretada posteriormente por la Iglesia (lo cual no es en sí un argumento contra la teología posterior de la eucaristía; únicamente decimos que tal teología no puede apoyarse en Heb 13).
Sin embargo, esta comunidad de Dios, aunque ya habita en la «antetienda» celeste, tiene todavía su tienda en la tierra. Por ello sigue aguardando la «segunda venida, ya sin relación con el pecado» (9,28c); es decir, la primera venida de Jesús «en relación al pecado» tenía como objetivo soportar y expiar nuestros pecados. Esta reconciliación, sin embargo, es definitiva, realizada de una vez por todas; posee una fuerza eterna (9, 25-26; 7,28; 10,10; 10,14; 9,12c). Su segunda venida no se propone ya una reconciliación, que ya no es necesaria; tiene como único objetivo «la salvación» de los que anhelan su llegada y «el juicio» de los demás (9, 26-28). Para el autor, la consecuencia de esta tensión dialéctica es que «aquí no tenemos ciudad permanente, andamos en busca de la futura» (13,14), «al encuentro del Señor» (9,28; cf. 2,5; 11,10.14.16.38; 12,22; cf. también Flp 3,20; Col 3,1-2). Los cristianos que viven en este mundo se aproximan al cielo, a Dios (12,23b) y a Jesucristo (12,24), pero están aún en camino hacia Jesús. Se acercan. Mediante el encuentro con Jesús se produce un encuentro con Dios: los cristianos «se acercan al tribunal de la gracia de Dios» (4,16), pues son «hijos de Dios» (8,10-12) y así participan ya de los bienes salvíficos (10,32). Están ya consagrados (hegiasmenoi, 10,10): han entrado ya «en el descanso» (4,3), están junto a Dios, la salvación. Sin embargo...
b)
c)
El «ya» de la esperanza (6,19-20).
Muchos pasajes de la carta a los Hebreos conocen la tensión entre el «ya» y el «todavía no»; además, en el texto aparece repetidamente la expresión «pero ahora» (nyn de). «Lo que ha sido» se contrapone a «lo que ahora es», y «lo que ahora es» se encuentra en tensión frente a «lo que aún tiene que llegar» (por ejemplo, 2,8; 9,24; 9,26; 11,16; 12,26). Esta dialéctica está relacionada con la preexistencia sapiencial y escatológica de todos los bienes salvíficos y con la tensión existente en nuestra historia entre el primer eón y el segundo, que ya está presente y, sin embargo, es un «eón futuro», un mundo futuro. El intervalo entre protón y ésjaton, entre lo primero y lo definitivamente último es la historia humana de sufrimientos, pecados, culpas e injusticias. Así se explica que Dios —el absolutamente primero y el definitivamente último de la creación—, si quiere llevar a los hombres en y por Jesús a ese ésjaton, haga recorrer a Jesús el mismo camino humano, el camino de nuestra historia de dolor: soportando nuestros sufrimientos, nuestra angustia, el peso de nuestros pecados, a fin de llegar, a través de la existencia humana, el «primero» a la consumación, a la vida escatológica con Dios, de modo que también nosotros, en virtud del sacrificio de su vida y asistidos siempre por su intercesión solícita ante Dios en el cielo, lleguemos —por él y con él— a la vida escatológica con el Dios vivo, con los ángeles, con todos nuestros seres queridos ya difuntos. El fruto definitivo de la redención de Jesús, gracias a —literalmente (según el espíritu de la carta a los Hebreos)— su servicio pionero, es un nuevo camino para llegar a la vida (10,20).
El «todavía no» de la fe.
Aunque ya están santificados (10,10; hegiasmenoi), los cristianos son también hagiazomenoi, están en camino hacia la santificación (10,15-18) en virtud del Espíritu que mora en sus corazones. Han entrado ya «en el descanso» (4,3), pero «se tienen que esforzar por entrar en ese descanso» (4,11). Jesús nos ha abierto «un acceso nuevo y viviente a través de la cortina» (10,20). Partiendo de la tierra —el profanum— y atravesando el fanum de la «antetienda» y la cortina, ha llegado finalmente al santo de los santos; he entrado allí «como precursor» (6,19-20). En cuanto cristianos, estamos ya en la «antetienda», pero aún no hemos atravesado la cortina (6,19; 10,20): para nosotros sigue existiendo el katapetasma (la cortina) de la fe. Sin embargo, la esperanza es el ancla más firme y estable de nuestras almas. La esperanza ha entrado ya en el santo de los santos (6,19b), en el cual ha penetrado el precursor Jesús (6,20; 9,12). La fe no puede llegar tan lejos. La cortina que separa la antetienda y el santo de los santos sigue intacta (6,19) para la fe cristiana61. Sólo con la fe tenemos, pues, acceso a Dios. La comunidad de Dios es «celeste», pero todavía 61 Esto implicaría que la carta a los Hebreos no conoce la tradición sobre el «desgarramiento de la cortina» con ocasión de la muerte de Jesús. Sin embargo, ese «desgarramiento» tiene lugar en el templo de Jerusalén reconstruido por Herodes, que la carta a los Hebreos no menciona en absoluto (se dirige a judíos de la diáspora). La carta a los Hebreos está interesada únicamente en la tienda mosaica de la alianza, en la época fundacional de Israel.
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no es «escatológica», en el sentido de «aún no llegada a la consumación» (cf. 10,37): no es de este mundo, pues ya está en la «antetienda», pero todavía no se encuentra en el santo de los santos. Esta situación del «todavía no» hace posible el sufrimiento en el mundo, pues los cristianos viven aún en la tierra. Como hemos dicho varias veces, el sufrimiento tiene una importancia fundamental en la carta a los Hebreos (10,32-34; 12,1-3; 13,3; 5,7-8, etc.). Pero este sufrimiento significa para los cristianos una participación en los padecimientos de Jesús (13,13; 12,4-13). En concreto, el modelo sapiencial interpreta el sufrimiento como un castigo pedagógico del hijo por parte del padre que lo ama (Prov 3,12-13; 13,24; 22,15; 23,13-14; Eclo 22,3.6; 30,1.3.13; Job 5, 17-22; cf. Ap 3,19 y 1 Pe 4,12-16). Este principio pedagógico, corriente en la Antigüedad tardía, se aplica en Heb 2,5-8 a Dios Padre en relación con el Hijo y con todos los cristianos. Desde el punto de vista teológico hay que distinguir entre el modelo utilizado por la carta a los Hebreos (sabiduría humana y pedagógica: un principio no-teológico condicionado por el ambiente cultural) y el principio teológico del lenguaje religioso: el sufrimiento cristiano como participación en la pasión de Jesús. Si el mismo Jesús fue objeto de hostilidades (2,10; 12,2), los cristianos no deben temer la persecución de la Iglesia. Dado que los enemigos de Jesús ya han sido derrotados en principio por Jesús en su ascensión al cielo (2,14, donde la muerte de Jesús es el principio del destronamiento de Satanás; cf. 1,13; 2,8; 10,13), mientras nuestra vida terrena se desarrolla todavía «en este eón» (cf. 2,7-9), nuestros sufrimientos pueden ser una participación en los padecimientos de Jesús, los cuales han vencido ya al sufrimiento y a la muerte (12,4-13; 13,13). Jesús puede además consolarnos en el sufrimiento (2,18), pues aprendió «sufriendo» (5,8) y «es capaz de compadecerse de nuestras debilidades» (4,15). El sufrimiento de los cristianos es, como el de Jesús, un sufrir «fuera del campamento» y «yendo al encuentro de la ciudad del futuro» (13,13b-14) (cf. infra). Según la carta a los Hebreos, la vida de los cristianos tiene un pie en este eón y otro en el eón nuevo. Tal es el régimen de la fe: los cristianos tienen aún ante sí la cortina que la esperanza ya ha atravesado, mientras que la fe todavía no ve. Esto da pie al autor para ofrecer todo un tratado sobre la fe (Heb 11), evocando a los grandes creyentes de la historia sagrada de Israel 62 . El autor se refiere a la ciudad celestial, invisible pero real, donde están los creyentes del Antiguo Testamento (11,7.9-10.13-16.17). Las cosas prometidas para el futuro existen ya, apocalípticamente, en el cie62 Entre otros, E. Kasemann (Das tvandernde Gotlesvolk, op. cit., 117-118) sostiene que la carta a los Hebreos utiliza aquí una fuente judía anterior al cristianismo. Desde el punto de vista de la crítica literaria, tal tesis es difícilmente demostrable. Pero sí es cierto que en la época helenista del judaismo se formó (también en la apocalíptica), siguiendo el modelo grecorromano, el modelo «de viris illustribus», la historia de los grandes héroes de la historia patria. Heb 11 se mueve en esta tradición del primer judaismo relativa a la veneración de los héroes de la patria y, en consecuencia, no tiene por qué depender de una «fuente», sino que refleja la atmósfera sinagogal en que se solía exhortar a los fieles'.
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lo. Son reales, aunque no se vean. Aquéllos fueron creyentes, a pesar de no haber visto a Jesús ni haber oído hablar de él: creyeron en el mundo invisible y futuro de Jesús. Esa fe debe servir de ejemplo a los cristianos, los cuales ven cómo se ha cumplido lo que no vieron sus antepasados (11,40; 6,12). En todo el contexto, creer es tener fe en Dios (pistis epi Theon, 6,1; cf. l l , l s s ; en especial 11,16). En contraposición con el concepto judío de fe utilizado por Pablo, la carta a los Hebreos utiliza (en una línea joánica) el concepto de fe (griego y) judeo-helenista. Creer significa dar crédito a lo que no se ve, confiar en ello. La fe es hypostasis de las cosas celestes —de los epourania—, en cuanto que son futuras; y también elenchos de las cosas celestes, en cuanto que son invisibles (cf. 11,1; se trata, una vez más, de una fórmula acuñada por el autor). Aquí aparece exactamente el doble significado que él atribuye al «eón venidero» (cf. supra): la oikoumene mellousa, aunque futura en el plano temporal, en el plano espacial es algo que está preparado junto a Dios desde la eternidad. Creer en la ciudad escatológica de Dios es, por tanto, una hypostasis y un elenchos. Hypostasis significa lo que está oculto debajo de algo y le sirve de soporte y apoyo. De ahí el significado de fundamento, prenda, garantía, y también derecho de propiedad, documento de compraventa, etc.; en otras palabras: lo que objetivamente confiere seguridad a otra cosa; por ejemplo, algo (digamos un documento de compraventa) en virtud de lo cual se pueden reivindicar unos bienes que no son directamente «visibles» o no están a disposición. Puede significar también el aspecto subjetivo de esa seguridad: estar convencido de algo o confiar en algo (por ejemplo, Heb 3,14). Hypostasis tiene, pues, un significado objetivo y otro subjetivo: el contexto decidirá de cuál se trata. De todos modos, en el término hypostasis el convencimiento o seguridad subjetivos descansan sobre una base objetiva. Esto es lo que precisamente quiere poner de relieve Heb 11,1. La solidez de la base explica la firme confianza subjetiva que estos creyentes demuestran o, más exactamente —según el espíritu de la carta los Hebreos—, que Dios mismo acredita en la Escritura. También elenchos —prueba—, que no puede tener un significado subjetivo, confirma la interpretación según la cual en la carta a los Hebreos hypostasis tiene un sentido primariamente objetivo. Por ello «es la fe anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven» (11,1). La fe confiere sustancia a la esperanza, y por tal motivo el futuro, a pesar de las decepciones sufridas, no es para el creyente incierto y angustioso. La fe es la matriz que sostiene la esperanza; evita que la esperanza sea una fantasía. La carta a los Hebreos quiere mostrar asimismo que la fe trasciende lo que se percibe exteriormente y se palpa con las manos, aquello de que se puede disponer. Por eso, los creyentes suelen ser objeto del escarnio de la gente que se apoya tan sólo en datos empíricamente verificables; son perseguidos y maltratados, «tipos utópicos» de los que se ríe la gente, como ocurrió con Noé, el cual, bajo un cielo sereno, construía un arca para salvarse (11,7). Enumerando una serie de figuras del pasado, la carta a los Hebreos quiere poner de manifiesto ese aspecto. Así, Abrahán debió aban-
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donar su casa, todos sus bienes y su propio país, y «salir sin saber adonde iba» (11,8), pero Dios le había prometido una larga descendencia en la tierra adonde debía ir (11,8b). Su mujer, Sara, era vieja y estéril. Pero Abrahán creyó (11,11). Cuando por fin nació el hijo de la fe y de la promesa, Abrahán tuvo que ofrecer en sacrificio la prueba empírica del primer cumplimiento de la promesa de Dios: a Isaac, el hijo prometido. «Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac, y era su único hijo (objeto de las promesas) lo que ofrecía el depositario de la promesa» (11,17). La conclusión es que «con fe murieron todos éstos, sin recibir lo prometido» (11,13). No obstante, esta fe no era una simple confianza en promesas o anuncios, sino una experiencia, una visión velada de realidades invisibles por medio de la fe. «Han visto la salvación y la han saludado de lejos» (11,13b). Siguieron siendo caminantes, «peregrinos en la tierra» (11,13). Según la carta a los Hebreos, la tierra prometida a la que se dirigieron no era un trozo de tierra de «este mundo», sino del «mundo futuro», del segundo eón; para ellos este mundo era la evidencia de su fe, más real que la tierra misma en que tenían que vivir. Una y otra vez aparece el mismo motivo en la carta a los Hebreos: Dios cuida de los que sufren, de los despreciados, de los débiles y estériles, precisamente para confirmar su fuerza a través de tantas debilidades: «su debilidad se convirtió en fuerza» (11,34b; cf. Pablo: 2 Cor 12,9). La carta a los Hebreos vuelve al tema de la elección de los fracasados, débiles y doloridos, incluyendo en la lista de los grandes creyentes a una prostituta: Rajab (11,31; cf. Jos 2,9; Mt 1,5 la incluye en su genealogía de Jesús; cf. la pecadora pública de Le 7,50 y Sant 2,25. La figura de Rajab parece haber sido uno de los temas de predicación preferidos en la sinagoga y en la Iglesia primitiva. Cf. también 1 Clem 12,7). Para Dios, nadie es insignificante (por lo demás, la Iglesia naciente reclutaba a sus fieles más bien en los estratos más bajos de la sociedad: era una Iglesia de pobres, pequeños y esclavos en el sentido más literal). Sin embargo, es un dato indiscutible en la tradición judeocristiana. Cuando Yahvé bendice —a través de un patriarca—, suele hacerlo cancellatis manibus (como traduce la Vulgata), poniendo los brazos en cruz, de forma que la verdadera bendición —la que se imparte con la mano derecha— recaiga sobre el más joven y pequeño, y no sobre el primogénito, que goza de «todos los derechos» (cf., por ejemplo, Dt 21,17; Gn 27,39-40; 48,14-16; 49,3-4). También Moisés fue un ejemplo: despreció los derechos que le correspondían como hijo del faraón, «prefiriendo ser maltratado con el pueblo de Dios» (11,24-27). Es un largo desfile de gente sumida en el desprecio y el dolor, pero que tenía una fe inconmovible; de ellos afirma la carta a los Hebreos con una gran hondura humana: «el mundo no se los merecía» (11,38); eran hombres del nuevo eón, del mundo futuro, «pero de todos éstos... ninguno alcanzó la promesa» (11,39b). Ahí reside la fuerza de su fe, y ello nos muestra qué entiende el autor de la carta por «fe». «Dios preparó algo mejor para nosotros, y no quiso sin nosotros llevarlos (a los creyentes del Antiguo Testamento) a la meta» (11,40). «Para nosotros» y «sin nosotros» se refiere a la comunidad de Dios, a los cristianos. Nin-
guna de aquellas grandes figuras de la fe vio el cumplimiento de la promesa, porque el tiempo escatológico se inicia con la exaltación de Jesús junto a Dios (2,10; 5,9; 7,28; 10,24); sólo entonces es posible tener acceso a Dios (9,11.12; 10,19-20). Para los justos pertenecientes al pasado judío, precristiano, que no pudieron alcanzar la «consumación» a través de la ley y del culto (7,19; 9,9; 10,1), ese acceso se hizo posible con la exaltación de Jesús junto a Dios y, por tanto, con el comienzo de la Iglesia celeste en este mundo, es decir, «no sin nosotros» (11,40). Esto implica, según la concepción de la carta a los Hebreos, que los justos del Antiguo Testamento y los creyentes del Nuevo forman el único pueblo de Dios: pertenecen «a la ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celeste» (12,22; cf. también 9,15), «al reino eterno (de Dios)» (13,14). La fe en esta ciudad da cuerpo a la esperanza en el mundo futuro, invisible y preexistente, que para nosotros no se ha realizado todavía. Esta digresión sobre la fe le fue sugerida al autor de la carta a los Hebreos por el último versículo del capítulo anterior: «Somos hombres de fe para salvación de nuestras almas» (10,39b). El intervalo entre la ascensión y la parusía es un régimen de fe para los cristianos que viven en este mundo: la cortina que separa el primer eón del segundo permanece intacta. Debido a ello, la carta a los Hebreos insiste repetidamente en la necesidad de perseverar en el «ya» y en el «todavía no» de la vida cristiana (12,1-13; 3,12-14; sobre todo 3,14b; 3,6c; 10,36; 12,1-13). Esto implica una serie de consecuencias éticas. La praxis requerida por lo que los sinópticos llaman «reino de Dios» se ajusta en la carta a los Hebreos al siguiente enunciado: si los cristianos constituyen la «asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo» (12,23), tienen que llevar un modo de vida celeste (12,14; 13,9). Sin embargo, «esta dimensión celestial» es algo evidente: consiste, ante todo, en «el amor fraterno, que es una de las cosas que permanecerán para siempre» (13,1), es decir, las cosas celestes del segundo eón que es preciso realizar ya en nuestro mundo histórico. En particular, el autor exhorta a los cristianos a no faltar a las asambleas litúrgicas (10, 25); si hacemos eso, «ultrajamos al Espíritu de la charis (gracia)» (10,29, pneuma charitos; cf. ya Zac 12,10). Aquí la carta a los Hebreos alude evidentemente a la apostasía y afirma que es uno de los pecados que no pueden ser perdonados; es un pecado contra el Espíritu Santo, el cual es un «Espíritu de la gracia»; equivale, por consiguiente, a rechazar la gracia de Dios que el Cristo celeste implora ante el Padre en favor nuestro y que Dios concede en virtud del sacrificio agradable que Jesús le ha ofrecido en la tierra con su propia vida. Esta gracia no se puede aventurar (12,15). En el trasfondo (5,2 y 10,26) está, sin duda, el dato de la tradición judía (Nm 15,22-30) y neotestamentaria (Me 3,28-30 par.), según la cual «los pecados contra el Espíritu» no pueden ser perdonados. No obstante, la carta a los Hebreos está pensando en algo especial: existe un único pecado de ese género. La argumentación es muy interesante: «Por esa razón es mediador de una alianza nueva: para que, después de una muerte que librase de los delitos cometidos con la primera alianza, los llamados puedan recibir la herencia perenne, objeto de la promesa» (9,15; también 9,27-28). 18
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A primera vista parece que, según la carta a los Hebreos, no hay perdón para los pecados cometidos por los cristianos: «ya no quedan sacrificios por los pecados» (10,26), «queda sólo la perspectiva pavorosa de un juicio y el furor de un fuego dispuesto a devorar a los enemigos» (10,27). Algunos ven equivocadamente en estos textos un indicio de que en la Iglesia no existía aún en este período la praxis de la paenitentia secunda o confesión (restringida posteriormente a la confesión auricular). Esto lo confirmaría la idea, presente en la carta, de que los cristianos no ofrecen sacrificios expiatorios, sino sólo acción de gracias y alabanza por el sacrificio definitivo de la cruz, realizado y consumado por Cristo. Pero aquí se trata de una cuestión diferente. El autor sabe perfectamente que también los cristianos tienen que combatir (12,4) y necesitan ser corregidos, exhortados y perdonados (cf. 12,1; 13,1-3; 13,20-21). Por otro lado, habla de una «liberación irrevocable» (9,12b). Cristo nos salva eis to panteles (7,24-25: hasta el final), es decir, en todas partes, siempre y de todos los pecados (cf. también 1,3; 4,15-16; 9,14; 9,27-28; 10,12-18). No se puede, por tanto, limitar el perdón de los pecados. La cuestión no consiste directamente en distinguir entre pecados graves, cometidos con malicia, y pecados cuyo origen radica en nuestra debilidad e ignorancia, aunque el autor de la carta conozca tal distinción, ya tradicional (5,2; 10,26). Se trata exclusivamente de la apostasía de la fe, pues en este caso las circunstancias son distintas. En la apostasía se da la espalda a la salvación, se reniega del principio de la redención y del perdón de los pecados, y entonces «ya no quedan sacrificios por los pecados» (10,26). «Pues para los que fueron iluminados una vez, han saboreado el don celeste y participado del Espíritu Santo, han saboreado la palabra favorable de Dios y los dinamismos de la edad futura, si apostatan es imposible otra renovación, volviendo a crucificar para que se arrepientan ellos al Hijo de Dios, es decir, exponiéndolo al escarnio» (6,4-6). Entonces se niega y rechaza el principio de toda conversión. Formalmente, el autor tiene razón en lo que podría parecer rigorismo: quien rechaza el principio de toda redención está en contra de la misma redención. Ese pecado es imperdonable, no porque la misericordia de Dios tenga límites, sino porque ese hombre rechaza el perdón. El hecho de que los apóstatas puedan volver a Cristo en la comunidad de Dios, la Iglesia, no entra en la perspectiva del autor de la carta, quien parece incluso excluir tal posibilidad (10,26). Los que crucificaron a Jesús lo hicieron «por ignorancia», afirma una tradición del cristianismo primitivo (Hch 3,17; Le 23,34; también Pablo persiguió a los cristianos por ignorancia, 1 Tim 1,13b). Sin embargo, los cristianos —dice la carta a los Hebreos— poseen un conocimiento mayor: saben quién es Jesús; por tanto, marcharse «después de haber recibido el conocimiento de la verdad» (10,26) significa pecar contra la luz (12,15). Para la carta a los Hebreos, se trata de un pecado de por sí voluntario y grave, el cual además —y aquí estriba su imperdonabilidad— e x c i t e el principio de la conversión. No se puede apelar a un principio que se niega. El hombre de la Antigüedad tardía no capta todavía el papel que en las «apostasías» modernas, silenciosas, puede tener una psicología humana compleja y unas
determinadas circunstancias sociales. De hecho, el autor de la carta a los Hebreos no conocía probablemente ningún caso de arrepentimiento y retorno. Desde el punto de vista formal, el razonamiento que aduce la carta es convincente para quien cree. Por otro lado, tampoco se trata de una tesis aislada en la Iglesia primitiva. En el Nuevo Testamento, Cristo no juzga a los cristianos por sus pecados, pues Jesús ha expiado por ellos (los libra del castigo futuro, 1 Tes 1,10). Los cristianos son sometidos al juicio de Cristo cuando cometen voluntariamente pecados contra el mismo Cristo (cf. Jn passim; 2 Tes 1,8), o sea, en el caso de una apostasía culpable (de todos modos, la carta a los Hebreos considera cualquier apostasía culpable de por sí). Precisamente por tal razón el autor exhorta repetidamente a perseverar: «No renunciéis a vuestra valentía» (10,35), «os hace falta constancia» (10,36). Además: «falta poco, muy poco, para que llegue el que viene; no se retrasará» (10,37). Es difícil sostener, como hacen muchos, que en la carta a los Hebreos desaparece la tensión escatológica de la parusía —la línea temporal—, siendo reemplazada por el esquema griego de un mundo en dos planos: la línea espacial de dos mundos superpuestos verticalmente, el visible y el invisible. En la carta a los Hebreos, la imagen griega del mundo se inserta en la concepción judía de un tiempo que transcurre entre el protón y el eschaton. Para el autor, el tiempo y el espacio son esenciales, como lo son en la apocalíptica judía de los dos eones. El autor de la carta a los Hebreos mira tanto hacia arriba como hacia adelante, hacia el futuro. «En busca de la ciudad futura» (13,14), «al encuentro del Señor» (9,28; cf. 2,5; 11,10.14.16.38; 12,22; también Flp 3,20; Col 3,1-2). Lo peculiar de esta imagen del mundo, difícilmente concebible para nosotros, es que para el autor «mirar hacia lo alto» significa precisamente «mirar hacia adelante»: la oikoumene mellousa (2,5) —«nuestro tema propiamente dicho»— es el «mundo venidero», el mundo futuro, el cual, como todos los bienes escatológicos de la salvación, preexiste apocalípticamente allá arriba, junto a Dios desde toda la eternidad. Y no sería muy difícil «traducir a nuestro tiempo» la carta a los Hebreos sin recurrir a la concepción cósmica del autor. El hombre actual (que tiene otras imágenes del mundo, no menos relativas) se daría cuenta de hasta qué punto la carta a los Hebreos es un documento humano con una carga religiosa realmente extraordinaria. 4. Una espiritualidad cristiana derivada de una concepción sacerdotal de la gracia La carta a los Hebreos no sólo indica las consecuencias éticas (10, 19-39) derivadas de su concepción dogmática. En unas cuantas frases densas, características del autor, nos ofrece también como conclusión su punto de vista sobre la «espiritualidad cristiana»: a) «Salgamos a encontrarlo fuera del campamento» (13,13), «a la oikoumene mellousa» (2,5) o mundo futuro (13,14); b) «entrar en el descanso» (3,7-4,11).
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La comunidad del éxodo.
En el kippur, la gran fiesta de la reconciliación, «los cadáveres de los animales, cuya sangre lleva el sumo sacerdote al santuario para el rito de la expiación, se queman fuera del campamento» (13,11). Los sacerdotes no podían comer la carne de los sacrificios expiatorios (13,10). La carta a los Hebreos no está pensando en la ciudad herodiana de Jerusalén; de ahí que no diga «fuera de las murallas» (como en 13,12, donde se alude a la crucifixión de Jesús, que tuvo lugar fuera de las puertas de Jerusalén, en el Gólgota), sino «fuera del campamento», la «ciudad» del pueblo de Dios que, guiado por Moisés, se dirige a la tierra prometida; allí, de tanto en tanto, se detiene por poco tiempo durante su peregrinación y habita en tiendas. También Jesús «murió fuera de las murallas» (13,12); pero él lo hizo «para consagrar al pueblo con su propia sangre» (13,12b). Hiña hagiase (para consagrar) se refiere aquí no tanto al sacrificio expiatorio (con el cual se relaciona normalmente este término) cuanto al sacrificio de alianza (cf. 9,13; 10,29; 12,23-24). Una serie de recuerdos de acontecimientos ocurridos en el pasado lejano de Israel, compendiados en la fórmula «fuera del campamento» (13,13), son relacionados, según la costumbre del autor (que constituye en él casi una segunda naturaleza), con el acontecimiento histórico del Gólgota. También Abrahán salió de la idolátrica Jarán (Heb 11,8), y Moisés del Egipto pecador (11,25). Todos los grandes creyentes abandonaron las ciudades o lugares permanentes de residencia, e incluso los campamentos provisionales, y se dirigieron al desierto (11,37-38) en busca de la ciudad celeste: «el mundo no se los merecía» (11,38). Moisés levantó su tienda «fuera del campamento» (Ex 33,3-7), porque, tras la construcción del becerro de oro, Dios se había negado a seguir morando «en medio de su pueblo». Debido a ello, «Moisés levantó la tienda de Dios y la plantó fuera, a distancia del campamento, y la llamó 'tienda del encuentro'. El que tenía que consultar al Señor salía fuera del campamento y se dirigía a la tienda del encuentro» (Ex 33,7). Todos permanecían ante la tienda; únicamente Moisés entraba en ella, y entonces bajaba la columna de nube y se quedaba a la entrada de la tienda. Moisés traspasaba las esferas del cielo, más allá de la nube, hasta donde moraba Dios: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (Ex 33, 9-11). A esto alude Heb 13,13-14, a la luz de Jesús, el nuevo Moisés, cuando el autor aprovecha la circunstancia de que Jesús sufriera fuera de las murallas (en el Gólgota) para sacar una conclusión pastoral, espiritual: «Salgamos, pues, a encontrarlo fuera del campamento, cargados con su oprobio, que aquí no tenemos ciudad permanente, andamos en busca de la futura» (13,13-14). La Iglesia terrena es una comunidad del éxodo en camino hacia la ciudad que está más allá de la nube mística, donde Jesús mora ya junto a su Dios y nuestro Dios. La tienda fuera del campamento es, pues, el santuario en que el Cristo exaltado está ahora sentado a la derecha de Dios. La comunidad debe abandonar las moradas estables de la tierra y dirigirse a esa tienda de Moisés, permaneciendo ante su entrada,
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que por ahora sólo ha traspasado Jesús, el nuevo Moisés, si bien lo ha hecho como precursor. La ciudad que los cristianos tienen que abandonar no es, para la carta a los Hebreos, simplemente «la ciudad de los hombres», sino la «ciudad pagana» de los hombres, la sociedad pagana existente concretamente en la historia. Dejar la ciudad, «cargados con su oprobio» (13,13; oprobio y escarnio de todos los creyentes; cf. Heb 11) «para hacerse inferiores». Para la carta a los Hebreos, la ciudad rodeada de murallas o, en tiempos anteriores, el campamento es evidentemente la imagen de «este eón», mientras que la tienda a que se dirigen los cristianos es el «eón venidero». La comunidad de Dios es, por tanto, una paroikia («parroquia» en sentido bíblico), es decir, una comunidad del éxodo compuesta por los que, como «extranjeros y advenedizos», están en camino en este mundo hacia el mundo futuro. Teniendo en cuenta el tenor global de la carta, no puedo creer que su autor, al decir «fuera del campamento», esté pensando en Israel, como afirman algunos exegetas, según los cuales 13,13 sería una especie de corroboración oficial de la separación existente entre la Iglesia y la sinagoga. El versículo tiene una mayor amplitud: abandonar este eón para pasar al mundo futuro. Teniendo en cuenta que lo transitorio y precario en Israel (como en todas partes) pertenece a este eón, Heb 13,13 implica también una invitación dirigida a los cristianos procedentes del judaismo (los «hebreos» que dan título a esta carta) para que abandonen decididamente los inútiles ritos cultuales (sobre todo las prescripciones alimentarias, cf. 13,9) del Antiguo Testamento. La carta a los Hebreos, siguiendo la tradición del antiguo Israel, predica el modelo de la comunidad eclesial del éxodo, como los restantes libros del Nuevo Testamento; pero esta carta, junto con la primera de Pedro, es la que se muestra más radical. Se trata del éxodo de una «comunidad de Dios» marginal en el mundo, crítica frente al mundo, que vive al lado de la sociedad del mundo y construye dentro de sí una comunidad nueva, cristiana (véase en un capítulo posterior el análisis de las mediaciones históricas y sociales, sin las cuales no se entiende lo que en esta espiritualidad está condicionado históricamente y no constituye una norma para todos los cristianos). Considerando las circunstancias históricas y sociales en que debía desenvolverse la espiritualidad del éxodo, estas comunidades cristianas, vistas desde fuera, parecerían grupos secretos, cerrados en sí mismos, aislados, lo cual daba pie a constantes suspicacias, sospechas y maledicencias. Plinio, buen conocedor de Egipto y de Asia Menor, en un informe sobre los cristianos destinado al emperador, los define como una comunidad «llena de nuevas y perversas supersticiones» y dice (obviamente a causa de su aislamiento y de su alejamiento de la sociedad pagana) que son «personas que tienen odio al hombre»; de igual modo se expresa Suetonio w . Esto explica las constantes alusiones de la carta a los Hebreos a los padecimientos que sufren los cristianos. Su invitación, en tales circunstancias, sonó de hecho como un «¡fuera de esta ciudad terrena, pagana!». De hecho, no iba a pasar mucho tiempo antes de que los cristianos se fue63
Plinio, Epist., 10,96,8; Suetonio, Ñero, 16,2.
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tan literalmente al desierto (los padres del yermo). La carta a los Hebreos dice, en definitiva, mediante una extensa exposición, lo mismo que la Didajé formula lapidariamente: «Venga la charis y acábese este mundo» M, eltheto charis kai pareltheto ho kosmos houtos, un texto en el que la charis o gracia se identifica claramente con el «mundo futuro» de la carta a los Hebreos, para la cual ese mundo implica también la charis o benevolencia de Dios para con los hombres. Esta comunidad neotestamentaria del éxodo (según el espíritu de la carta a los Hebreos), dado su carácter marginal y su talante crítico frente al mundo, significa una crítica para la sociedad. Sin embargo, el modelo del «éxodo» o de «Emaús» que se aplica a la Iglesia en la carta a los Hebreos es místico-litúrgico y se desenvuelve en el ámbito intraeclesial (quizá no había otra posibilidad en aquella época).
que celebra el sábado (Ex 16,23-30; 31,15; 34,21; 35,2; cf. Is 58,13-14; Sal 92). e) El descanso alcanzará su plenitud en el mundo venidero (Is 32, 18), siendo el sábado un anticipo del mismo. En estas tres últimas acepciones, el descanso es descanso sabático: el de Dios después de la creación, el de los judíos cada sábado y el escatológico. La carta a los Hebreos añade el descanso de Jesús a la derecha de Dios, la liturgia que celebra estando sentado (Heb 10,12-13). f) La idea de descanso está relacionada, finalmente, con la redención, especialmente con la gran reconciliación del kippur (Lv 16,30-31; en ese día, en opinión de algunos rabinos, no hay pecado en todo Israel). El descanso es, por consiguiente, reconciliación, santidad y justicia (que también esto significa el descanso sabático). La carta a los Hebreos habla de «descanso» siguiendo esta línea tradicional. La primera vez que aparece «descanso» (3,11) se trata del «descanso de Dios» (en relación con Sal 95,11; también Heb 4,3; 3,18; 4,1; 4,4; 4,10). Josué, que condujo a Israel hasta el descanso, la tierra prometida, no pudo concederlo; quien lo concede es el Josué del Nuevo Testamento, Jesús (3,7-4,11; cf. Mt 11,28; Jn 14,2). Sólo la obediencia cristiana de la fe garantiza el acceso al descanso de Dios (3,19; 3,12; 4,2; 4,3) gracias al «descanso de Cristo» (cf. 10,12-13). Heb 3,7-11 fundamenta esta promesa del descanso futuro en Sal 95,7-11, y Heb 4,4 en Gn 2,2. El descanso es un lugar preparado (Sal 95) y también una condición o situación (Heb). Pronto se utilizarán imágenes como templo, ciudad, etc., para aludir a la misma realidad. Las cosas prometidas por Dios tienen una certeza de fe: sucederán, porque —en una perspectiva apocalíptica— se presentan como ya existentes, para lo cual se emplean indiferentemente categorías de tipo temporal o espacial (cf., por ejemplo, 3,11 y 3,14). En la carta a los Hebreos, el descanso tiene siempre un matiz litúrgico. El descanso cristiano es, pues, presente (4,3) o futuro (4,11). Pero «descanso» tiene también en la carta a los Hebreos el significado de «descansar sobre», poder apoyarse en una persona o cosa, descansando así sobre ellas. Así como los judíos «descansaban» sobre la ley y los sacrificios de animales, así los cristianos «descansan» directamente sobre Dios, mediante el contenido de su fe, que da cuerpo a su esperanza (Heb 11). El descanso es, por decirlo de alguna manera, la iustificatio per fidem de la carta a los Hebreos; es presente y escatológico, y no será plena realidad hasta después de la paroikia o peregrinación terrena de los «extranjeros en este mundo» (4,3; 4,11). El descanso subsiguiente a esta peregrinación no es, por tanto, una anapausis (un dolce jar niente), sino una katapausis, es decir, el descanso después de una dura batalla 66 . El «descanso» no es inactividad (cf. Gn 49,15), sino
b)
Entrar en el «descanso de Dios».
El autor de la carta a los Hebreos —como queda dicho— es un cristiano que ha meditado sobre el problema del sufrimiento, especialmente por lo que se refiere a los justos: el viejo problema de Job. Para él y sus cristianos se trataba, sin duda, de un problema existencial y personal. Por ello, pese a su valentía y perseverancia, anhela el descanso. También en este punto muestra su afinidad con una espiritualidad hondamente judía 6S . Lo vemos claramente en Heb 3,7-4,11. En el Tenak es Dios quien «lleva al descanso» (Ex 33,14; cf. Is 28,12). La nahat o descanso comprende muchas cosas: materiales, sociales, personales y religiosas, a) Existe reposo después de la guerra: la paz como descanso (Jos 14,15), cuando cesan las hostilidades de los enemigos (Dt 12, 9-10); descanso político (Is 28,12), un período exento de adversidades y desgracias (Ex 5,5; Sal 94,13); finalmente, el descanso merecido en el campamento (Is 57,2). b) La menuhah es la tierra prometida en cuanto lugar de descanso, Canaán, con todos sus bienes, los que ha proporcionado ya y los que proporcionará en el futuro (Jos 1,13.15; Dt 3,20; 12,9). c) «Descanso» es también el descanso del sábado. Ante todo, el descanso de Dios en el séptimo día de la creación (Gn 2,2; Ex 20,11; 31,17); así, para Heb 4,1-5, «el descanso» es una realidad preexistente relacionada con Gn 2,2, pues este descanso de Dios después de la creación es precisamente el que tendremos en el «mundo futuro». Es un descanso que está dispuesto para nosotros desde toda la eternidad. «Descanso de Dios» es también un nombre que se da al santo de los santos o tabernáculo de la tienda de la alianza, al arca con el propiciatorio, el «trono de Dios» (cf. 2 Cr 6,41; Sal 132.8.14). d) Descanso es asimismo el gozo y reposo semanal del judío 64
Didajé, Preces encáusticas, 10,6 (cf. C. Kirch, n. 3). De entre las obras citadas en la bibliografía, cf. en especial: C. Spicq, Ep. aux Hébreux II, 95-104; R. Williamson, Philo and the Epistle to the Hebrews, 548-557; G. Braulik, Menuchach. Die Ruhe Gottes und des Volkes im Lande: BuK 23 (1968) 75-78; F. Stolz, nuah, en DTmAT volumen II; O. Hofius, Katapausis. Die Vorstellungen vom endzeitlichen Ruheort im Hebraerbrief (Tubinga 1970). 65
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Katapausis (no anapausis) es el término que en griego bíblico equivale al hebreo m'nuhah, o sea, «descanso de Dios». En la carta a los Hebreos, este término tiene un sentido bíblico (Sal 95,11, donde se refiere a la entrada en la tierra santa, y especialmente en el templo de Jerusalén). Katapausis es la morada de Dios en la Jerusalén celeste de los últimos tiempos, pero en el contexto sacerdotal de la carta a los Hebreos es la entrada en el santo de los santos celeste, en la que Jesús nos ha precedido (cf. Hofius, op. cit., 43), las moradas escatológicas del descanso de Dios. El término está relacionado, pues, con sabatismos (Heb 4,9) (Hofius, op. cit., 102-
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EL ÚNICO FUNDAMENTO ESTABLE DEL CREYENTE
la terminación y cesación de todas las alienaciones, sufrimientos y decepciones padecidas. En la carta a los Hebreos, el descanso no está relacionado nunca con «sacrificio expiatorio». Sólo después del sacrificio realizado (por Jesús) y consumado (por Dios) comienza para Jesús el descanso a la derecha de Dios. Es un descanso como el de Dios (cf. 4,10), caracterizado por un hesed y una 'emet, un amor y una fidelidad, expansivos: la gracia. Cristo, en su descanso, no cesa de interceder por nosotros para que el descanso sea un vivir totalmente para los demás, sin alienaciones, sufrimientos ni lágrimas, sin pensar en recompensas, un ser totalmente para los demás. El descanso bíblico, consumado en Jesucristo, es de hecho la sociedad de unos hombres plenamente libres, cuyo descanso consiste únicamente en vivir desinteresadamente para los demás, teniendo como centro transparente a Dios y a Cristo.
cede ahora eternamente por nosotros. Cristo es el mismo hoy, ayer y siempre: en su preexistencia junto a Dios, en su manifestación históricamente entre nosotros y en su posterior exaltación junto a Dios. La carta a los Hebreos es una teología mesiánico-sacerdotal de la gracia. El autor no conoce sacerdotes en la Iglesia. Habla sólo de «vuestros dirigentes» (13,7), pero se refiere a los dirigentes apostólicos de la Iglesia, ya difuntos: «Acordaos de aquellos dirigentes vuestros que os expusieron la palabra de Dios y, teniendo presente cómo vivieron y acabaron su vida, imitad su fe» (13,7). La carta a los Hebreos se escribió, pues, en una época en que ya existía cierta veneración hacia los apóstoles. Por otro lado, la carta habla también de dirigentes de la Iglesia que todavía viven (13,17) y que trabajan por la salvación de la comunidad (pero tampoco los llama «sacerdotes»). El Nuevo Testamento no conoce sacerdotes en la Iglesia (habla de sus dirigentes y representantes); en el Nuevo Testamento, únicamente Jesús es sacerdote (Heb y también Ap), mientras que el conjunto de la comunidad de Dios recibe el nombre de pueblo de Dios sacerdotal (y sólo en dos textos que citan pasajes del Antiguo Testamento: 1 Pe 2, 9-10 y Ap 5,10). Según la carta a los Hebreos, la vida evangélica es la gracia que permite una nueva vida (10,20: la entrega sacrificial de sí mismo en solidaridad con todos y al servicio de todos). El autor contrapone a esto la estéril liturgia sacrificial de toros, cabras y novillos, vano intento de conseguir el acceso a Dios. Jesucristo, en cambio, nos ha abierto ese acceso: es el pionero, guía y consumador de nuestra fe; él es el acceso a Dios: el nuevo camino hacia la vida (10,20). En todo esto consiste el logos parakleseos (13,22), es decir, el consuelo evangélico o aliento que el autor pretende inculcar con su carta. El fundamento de este consuelo es la «visión dogmática» que él ha expuesto, una «enseñanza superior» (6,1). Jesús es la expresión última y definitiva, decisiva y perfecta de Dios entre nosotros (1,1-2): lo es mediante su ministerio sacerdotal de purificación de los pecados (reconciliación) y de santificación —una vez que ha sido consumado por Dios— mediante su intercesión perpetua: «Por la gracia de Dios, la muerte que él experimentó redunda en favor de todos» (2,9). La muerte de Jesús adquiere en la carta a los Hebreos un significado salvífico a partir de su resurrección y exaltación a la derecha de Dios, aunque tal exaltación presupone el sacrificio de su vida. La muerte y la exaltación son dos momentos inseparables de la doctrina sacrificial de la carta a los Hebreos. Esta dogmática cristiana es un consuelo evangélico, dado que el contenido de la fe cristiana es la fuente y Ja sustancia de la esperanza (3,6; 4,14; 10,23; 11,1). El sacerdocio de Cristo es aparabaton: indestructible e inalienable (7,24). En todo esto hay una correlación con nuestra existencia humana: «Así tenía que ser nuestro sumo sacerdote» (7,26; cf. 7,25). Era conveniente que los hombres, sumidos en tantas historias de sufrimientos, fuéramos liberados por una persona que se identificase personalmente con tales padecimientos (2,10). Lo que más interesa al autor no es una doctrina ni tampoco la predicación terrena y las palabras vivas de Jesús. Le interesa su
Conclusión LA «CHARIS» IMPERECEDERA, ÚNICO FUNDAMENTO PERMANENTE Y ESTABLE DEL CREYENTE
«Jesucristo es el mismo hoy que ayer y será el mismo siempre» (13,8), dice literalmente la carta a los Hebreos. Esto significa que Jesús sacerdote ( = Cristo) es el segundo eón, lo nuevo, permanente e imperecedero, que ha estado dispuesto desde la eternidad (preexistente) en Dios; es el protos y el eschatos, el alfa y la omega de todas las cosas (2,10) y el «creador de los dos eones»: del primero y del segundo. A diferencia de ciertas «doctrinas complicadas y extrañas» (13,9), la doctrina de Jesús —y la doctrina sobre Cristo— es «inmutable»: él es ho autos, el mismo; esto es lo que se subraya en 13,8. No está sometido al cambio de los tiempos. Cuando el autor exhorta a los cristianos a que no vuelvan a las viejas prescripciones alimentarias (13,9c) y alude a «ciertas doctrinas extrañas» (13,9a), se refiere una vez más al peligro que existía en el cristianismo de los últimos decenios del siglo i en relación con las prácticas religiosas sincretistas (cf. Gal, Col, Ef y 1 Pe). Al carácter caduco de estas cosas la carta a los Hebreos opone el carácter imperecedero de la gracia de Dios que se ha manifestado en la exaltación celeste de Jesús como Cristo: un sacerdocio perpetuo. Debido a ello, «apoyémonos interiormente en la chatis o gracia de Dios» (13,9b, en el contexto de 13,9a y 13,9c). El problema básico para la carta a los Hebreos es dónde se funda la estabilidad y la firmeza (recuérdese la definición de fe y de esperanza). El autor responde: en el eón venidero o la charis de Dios (cf. lo que dice la Didajé, la gracia preparada desde toda la eternidad, manifestada históricamente en Jesús, el cual inter115): la celebración litúrgica celeste del sábado, que en realidad implica el descanso de la dura lucha mantenida en la tierra, pero no en el sentido de inactividad, sino en el de celebración activa en el descanso. El término katapausis no tiene, por tanto, un significado platónico y gnóstico.
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SUFRIR POR LOS DEMÁS
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praxis, la cual no coincide en contenido con el relato evangélico o kerigmático de su vida, como sucede en los cuatro evangelios, sino que es, por así decirlo, «formalizada» en el núcleo más radical de la misma, cuya máxima expresión es el sacrificio de la cruz: la entrega personal al sacrificio en solidaridad con los hermanos que sufren. Para este testigo neotestamentario —la carta a los Hebreos—, las palabras y el mensaje de Jesús no tienen sentido si no se plasman en la trayectoria de una vida concreta: la del sufrimiento de todos los hombres. La Iglesia de la carta a los Hebreos no habla: camina y se detiene de tanto en tanto para celebrar la liturgia. En este sentido, la carta es una crítica incomparable del verbalismo sacerdotal, si bien el autor necesita toda una brillante homilía para explicárnoslo. La comunidad del éxodo que aparece en la carta a los Hebreos es una Iglesia que alaba a Dios en la oración y en la acción de gracias. La carta procede de Asia Menor o, en todo caso, como yo sospecho, va dirigida a las comunidades cristianas de Alejandría en Egipto. Algunos exegetas sostienen que la carta a los Hebreos trata más del «principio Cristo» (en la línea de la cristología idealista del siglo xix) que de Jesús de Nazaret, el cual no aparece nunca en la carta como un personaje histórico concreto. A este respecto hay que admitir que, aunque el autor habla de Jesús de una forma muy humana, emplea para ello categorías formales.
que fue anunciada al principio por el Señor y que nos han confirmado los que la oyeron» (2,3). El autor quiere ofrecernos una «catequesis adulta» (6,1). Lo que le interesa es el acceso a Dios, acceso que sólo es posible, siempre sobre la base de la vida terrena de Jesús, a partir de su elevación al santuario de Dios. Este es el punto central que lo encadena a Jesucristo y que absorbe toda su atención. La carta a los Hebreos no es un evangelio ni tampoco una carta, sino una especie de conferencia u homilía, pero el autor quiere exponer dentro de un determinado marco interpretativo la experiencia cristiana de la salvación de Dios en Jesús. Debido a ello, la carta a los Hebreos constituye, dentro del Nuevo Testamento, uno de los ejemplos más claros para explicar el problema de la relación entre experiencia e interpretación (teológica). El autor experimenta a Jesús como sumo sacerdote; para él no se trata de una simple superestructura, que para un judío de formación griega podía resultar particularmente acertada, considerando la imagen del universo y los presupuestos religiosos de que disponen tanto el autor como sus oyentes. Es una experiencia y, al mismo tiempo, una interpretación, lo cual ayuda a comprender que haya otros autores neotestamentarios que ofrecen una experiencia y una interpretación distinta de Jesús, aunque todos ellos saben que están hablando de un único Jesús. Desde el punto de vista teológico, esto es liberador. Nos abre una posibilidad e incluso nos impone una tarea: inspirados por lo que el Nuevo Testamento nos dice sobre las experiencias interpretativas en torno a Jesucristo, y desde nuestro propio horizonte experiencial, podemos tener una nueva experiencia y ofrecer una distinta interpretación de Jesús, permaneciendo tan fieles a la tradición apostólica como lo fue el autor de ia carta a los Hebreos al ofrecernos su nueva interpretación de Jesús como sumo sacerdote.
El género literario de la carta a los Hebreos es claramente distinto del de los sinópticos, quienes, por ejemplo, condensan la pasión de Jesús en el relato de Getsemaní y el camino hacia el Gólgota y las pruebas soportadas por Jesús en el relato de las tentaciones en el desierto; la carta a los Hebreos es más temática, «más especulativa» (5,7; 2,10-18; 4,15; 12,2). No ofrece, como los evangelios, una «teología narrativa», sino una teología temática, «argumentativa». Según esto, ¿son los sinópticos más (o menos) históricos que la carta a los Hebreos? El autor de ésta presenta de hecho una imagen completa de Jesús, si bien partiendo de su fidelidad a Dios y de su solidaridad con el sufrimiento humano. No nos ofrece una fotografía, sino un dibujo de Jesús, lo mismo que los sinópticos. Sabe que Jesús procedía de Judá (7,14) y que el Gólgota estaba situado fuera de las murallas de Jerusalén (13,12). Heb 1,5 podría aludir a los relatos (sinópticos) del bautismo de Jesús, y Heb 1,6 a los cánticos que, según Lucas, los ángeles recitaron junto al pesebre (Le 2,9-15. A pesar de su carácter temático, la exposición indica hasta qué punto el autor de la carta a los Hebreos estaba familiarizado con las tradiciones cristianas). Sabe también que Jesús encontró resistencias y hostilidades (12,3). Aunque el autor «cita» directamente pocos «hechos» de la vida de Jesús y prefiere narrarla con palabras y hechos del Antiguo Testamento (sobre todo, relativos a Moisés), esto constituye para él un argumento que, lejos de debilitar, refuerza su exposición. En 12,28 se habla del reino de Dios (típico de los sinópticos), si bien dentro de la imagen propia del mundo de la carta a los Hebreos. Un buen número de pequeños detalles indican que la carta conoce la llamada, «tradición de Jesús». Y la da por supuesta: «Una salvación
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MANIFESTACIÓN PERSONAL DE LA GRACIA DE DIOS CAPITULO IV
LAS IGLESIAS EN PROCESO DE CONSOLIDACIÓN HABLAN DE SALVACIÓN EN JESÚS
Las llamadas «cartas pastorales» (1 Tim, 2 Tim y Tit), la carta de Judas y la segunda de Pedro tienen la característica de ser una especie de encíclicas: van dirigidas a todas las provincias de la Iglesia o a sus dirigentes, en una época relativamente tardía, es decir, en la transición de la segunda a la tercera generación cristiana. La conciencia de que empieza una «época posapostólica» se manifiesta ya en la tendencia a transmitir el material de la tradición «sin alteración alguna», sin actualizarlo, y a emplearlo como criterio frente a ciertas doctrinas erróneas. También se tiene conciencia de la importancia del ministerio eclesial de los dirigentes, los cuales tienen que guiar a las comunidades cristianas en unos tiempos cada vez más alejados cronológicamente de la primavera apostólica, en la que algunos hombres podían contar aún cómo había sido su trato personal con Jesús.
I JESUCRISTO, MANIFESTACIÓN PERSONAL DE LA GRACIA DE DIOS: LAS CARTAS PASTORALES
Bibliografía: N. Brox, Die Pastoralbriefe (Ratisbona 1969); R. Deichgraber, Gotteshymnus und Christusbymnus in der frühen Christenheit (Gotinga 1967); M. Dibelius, Die Pastoralbriefe (HNT 13; Tubinga 31955); G. Holtz, Die Pastoralbriefe (ThHNT 13; Berlín 1965); J. Jeremías, Die Briefe an Timotheus und Titus (Gotinga 7 1954); Th. de Kruyff, De Pastorale Brieven (Roermond 1966); O. Merk, Glaube und Tat in den Pastoralbriefen: ZNW 66 (1975) 91-102; H. Roux, Les épitres pastorales (Ginebra 1959); G. Schille, Frühchristliche Hymnen (Berlín 1965); E. Smelik, De brieven van Paulus aan Timotheus, Titus en Pilemon (Nijkerk 31961); W. Stenger, Der Christusbymnus in 1 Tim 3,16. Aufbau-Christologie-Sitz im Leben: TrThZ 78 (1969) 33-48; E. Schweízer, Erniedrigung und Erhohung bei Jesús und seinen Nachfolgern (Zurich 1962); Kl. Wengst, Christologische Fortneln und Lieder des Urchristentums (Gütersloh 1973); B. Weiss, Die Briefe Pauli an Timotheus und Titus (Meyer 11; Gotinga 71902).
Estas cartas van dirigidas a los responsables de unas comunidades cristianas compuestas cada vez más por cristianos procedentes del paganismo y que se iban distanciando poco a poco de la espiritualidad del Tenak y también de su propia cuna. Es la gran cicatriz de la lucha de la Iglesia contra el ángel de Dios, de la lucha de Jacob con su hermano Esaú. Como antaño Israel, .ahora la Iglesia lucha contra este mal.
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Sin embargo, hay todavía muchos judíos en las comunidades cristianas, según se desprende de las reacciones que observamos en estas cartas. Además, las comunidades viven del kerigma, de los himnos y confesiones de fe compuestos por cristianos judíos. Probablemente, las tres cartas (1 Tim, 2 Tim y Tit) fueron escritas por el mismo autor, y presuponen —como la carta de Judas y la segunda de Pedro— una tensión. Por una parte hallamos una ortodoxia que se está consolidando: «la fe como Dios quiere» (1 Tim 1,4c), «la Iglesia de Dios vivo, columna y base de la verdad» (1 Tim 3,15b), «los principios de la fe y de la buena enseñanza» (1 Tim 4,6), «las palabras saludables de nuestro Señor Jesucristo y la doctrina propia de la piedad» (1 Tim 6,3; 2 Tim 1,13), «el precioso depósito que habita en nosotros» (2 Tim 1,14), «la doctrina sana» (2 Tim 4,3; Tit 2,1). Por otra, lo que las cartas llaman «fábulas» (1 Tim 1,4), «vana palabrería» (1 Tim 1,6; Tit 1,10), «prurito de discutir sobre cuestiones de palabras» (1 Tim 6,4; 2 Tim 2,14; 2,23; Tit 3,9), «charlatanerías profanas» (2 Tim 2,16). La carta a Tito compendia todo esto diciendo «fábulas judaicas» (Tit 1,14) que circulan «sobre todo entre los judíos convertidos» (Tit 1,10). Las disputas giran evidentemente en torno a la ley (3,9). Sin embargo, esto no tiene nada que ver con los judaizantes de tiempos anteriores. Los falsos maestros a que se alude «prohiben el matrimonio y el comer ciertos alimentos» (1 Tim 4,3; cf. también Tit 1,14-15). De una forma más genérica, 1 Tim 4,7 habla de «fábulas profanas de viejas», y 1 Tim 1,4 de «fábulas y genealogías interminables» (cf. 1 Tim 1,4; 2 Tim 4,4; Tit 1,14; 3,9; también 2 Pe 1,16). Se trata de formas de sincretismo existentes en los últimos decenios del siglo i. Hay además gente «que pretende que la resurrección se ha efectuado ya» (2 Tim 2,18). Estas cartas contraponen a lo que ellas llaman «sutilezas» la sana tradición apostólica: «la verdad» (un concepto que se repite con frecuencia), ya «fijada por escrito» en gran parte. «Mucha verdad es ese dicho y digno de que todos lo hagan suyo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar pecadores» (1 Tim 1,15, texto tomado, evidentemente, de lo que más tarde se llamará «Nuevo Testamento»; cf. Mt 9,13 par.; Le 15,2; 19,10; también 2 Tim 2,11; Tit 3,8). «Esto es mucha verdad: si morimos con él, viviremos con él...» (2 Tim 2,11-13; se alude sin duda a textos cristianos, quizá himnos, que reconocemos en Rom 6,5; 8,17; Mt 10,33; 1 Cor 1,9). En cuanto tales, estas cartas, que quieren ofrecer a los responsables de las iglesias una serie de directrices (las cartas no están dirigidas a las comunidades, sino a sus dirigentes, lo cual es ya una novedad), tienen, obviamente, un contenido menos dogmático; sin embargo, encontramos en ellas, aunque sea de forma un tanto estereotipada, varias formulaciones dogmáticas en las que la persona de Jesucristo es llamada «gracia de Dios»: el hombre Jesús es la manifestación personal de la gracia de Dios entre los hombres. «Se hizo visible la bondad de Dios y su amor (philanthropia) por los hombres» (Tit 3,4; philanthropia es un término helenístico que en los LXX se emplea en vez de eleos o misericordia, como traducción a veces del término hebreo hesed). «El nos salvó y nos llamó a una vida consa-
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grada, no por méritos nuestros, sino por aquella decisión suya y aquella gracia que nos concedió en Cristo Jesús antes de que empezaran los tiempos, manifestada ahora por la aparición en la tierra de nuestro salvador, Cristo Jesús» (2 Tim l,9b-10). «Gracia», en este texto, es la gracia de Dios (Tit), es decir, su gracia se ha manifestado en la aparición de Jesucristo. En Tit 3,4; 1,3; 2,10 y 1 Tim 2,3-4, Dios es llamado «nuestro salvador»; también en 1 Tim 2,3; por lo demás, también Cristo es llamado «nuestro salvador» (2 Tim 1,9-10; Tit 3,6). En Tit 2,11 se dice: «La gracia de Dios se hizo visible, trayendo salvación para todos los hombres». Así, pues, el núcleo dogmático de las cartas pastorales parece ser Tit 3,4; 2,11; 2 Tim l,9b-10; a estos textos hay que añadir 1 Tim 2,5: «No hay más que un Dios y no hay más que un mediador entre Dios y los hombres, un hombre, Cristo Jesús». El hombre Cristo Jesús es la manifestación de la gracia de Dios en el mundo; o más precisamente, es la manifestación personal de la gracia de Dios en la tierra, pues Tit 2,13b habla de «el gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo», teniendo toda la frase un único artículo (tou tnegdou Theou kai soteros hetnon Christou Iesou); al parecer, aquí se subraya la unidad de ambos (Dios y Cristo) con más énfasis del que se habría atrevido a poner Pablo. Cristo parece ser «el gran Dios y salvador» (así también en 2 Pe 1,1). Sin embargo, es posible (gramaticalmente, ambos genitivos forman una endíadis) —y yo creo que necesario— considerar Christou Iesou como aposición de doxes, es decir, la epifanía o parusía de la gloria del gran Dios y salvador en Jesucristo. «Esperamos la revelación de la gloria del gran Dios y salvador nuestro», y la revelación de esta gloria de Dios es Jesucristo en su parusía. Así como Jesús es en este mundo la manifestación de la charis o gracia de Dios, así su parusía es la manifestación de la doxa o gloria de Dios. Este parece ser, en mi opinión, el razonamiento que sigue la dogmática de todas las cartas pastorales. «Dios y salvador» es una endíadis helenística procedente de la religiosidad griega. No es en las cartas pastorales, que todavía están muy marcadas por el influjo paulino, sino en la segunda carta de Pedro, mucho más helenista, donde se da un paso más al llamar, quizá, a Jesucristo «Dios y salvador» (1,1; cf. infra). De todos modos, en la segunda de Pedro, que no tiene nada de paulina, Jesucristo es el sujeto de la doxología. La gracia y, en definitiva, la doxa de Dios se manifiestan «en el único mediador entre Dios y los hombres, un hombre, Cristo Jesús» (1 Tim 2,5); en mi opinión, ésta es la única exégesis correcta de estas cartas (1 Tim 1,15-17; 2,3-6; 6,14-16; 2 Tim 1,9-10; 4,1; Tit 1,2-3; 2,11-14; cf. 3,4). Tampoco 2 Tim 2,1 habla de la «gracia de Jesucristo», sino —ateniéndonos al griego— de la «gracia (de Dios) que está en Jesucristo» y de la «salvación que está en Cristo Jesús» (2 Tim 2,10). Las cartas pastorales —fieles a Pablo— piensan siempre en la mediación entre Dios y los hombres. Además, esas «fórmulas» dogmáticas de las cartas pastorales dan la impresión de ser fórmulas litúrgicas. Pero en las mismas fórmulas, tras mencionar la manifestación de la gracia de Dios en Jesucristo, se recuerda la muerte de Jesús como rescate y muerte expiatoria: «un mediador..., un hombre, Cristo Jesús, que se
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entregó como precio de la libertad de todos» (1 Tim 2,5-6); «nuestro salvador, Cristo Jesús, que ha aniquilado la muerte y ha irradiado vida e inmortalidad por medio del evangelio» (2 Tim 1,10); «Jesucristo, gloria del gran Dios y salvador nuestro, que se entregó por nosotros para rescatarnos de toda clase de maldad y purificarse un pueblo elegido, entregado a hacer el bien» (Tit 2,13-14). La gracia de Dios se ha manifestado en Jesús para redimirnos por medio de su muerte; así, «mucha verdad es ese dicho y digno de que todos lo hagan suyo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar pecadores» (1 Tim 1,15). Por el bautismo participamos de la gracia: «Se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los hombres, y entonces, no en base a las buenas obras que hubiéramos hecho, sino por su misericordia, nos salvó con el baño regenerador y renovador, con el Espíritu Santo que Dios derramó copiosamente sobre nosotros por medio de nuestro Salvador, Jesucristo» (Tit 3,4-5). Se atenúa la rígida distinción que Pablo hace entre «justificación» y «salvación» (cf. Rom 5, 9-10). «Dios nos salvó y nos llamó a una vida consagrada, no por méritos nuestros, sino por decisión suya y por su gracia» (2 Tim 1,9; cf., sin embargo, Tit 3,5-7, donde se alude a «salvación», 3,5, y «justificación», 3,6b). Así como la gracia salvífica de Dios se ha hecho visible a todos los hombres (Tit 2,11), así también la muerte de Jesús en la cruz es el testimonio de la voluntad salvífica universal de Dios: «Dios, nuestro salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad» (1 Tim 2,3b-4; el autor basa esta universalidad en el monoteísmo y en el único mediador, Jesucristo, «porque...», 2,5). En otro pasaje se habla de un «salvador de todos los hombres, sobre todo de los fieles» (1 Tim 4,10). Si junto a todo esto tenemos en cuenta la esperanza en la parusía venidera, en la que «se manifestará» la gloria de Dios (no sólo su gracia; Tit 2,13 y todos los textos que hablan de la esperanza), tendremos el núcleo explícito de la cristología de estas tres cartas. La resurrección no es objeto de tematización, pero se da por supuesta en todo momento (claramente en 2 Tim 2,18). Es de notar en estas cartas la sobriedad dogmática, exenta de elementos apocalípticos. Particularmente interesante es, finalmente, el modo como 1 Tim 3, 14-16 cita un himno cristológico. El análisis gramatical muestra que el autor cita esta pieza sin modificación alguna, tal como existía en la tradición (mientras que Pablo, en tales circunstancias, no tiene inconveniente en introducir «retoques» de acuerdo con los propósitos de sus cartas). Aquí encontramos la reproducción literal de un himno, que al mismo tiempo es una confesión de fe, norma de fe para la comunidad cristiana y criterio para sopesar la falsedad de ciertas doctrinas. El himno cristológico se compone de tres estrofas dísticas y va precedido de una frase que introduce la cita como tal: «Sin discusión, grande es el misterio de nuestra religión (o piedad)»: 16b 16c
«El se manifestó en la carne, justificado en el espíritu;
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16d 16e 16f 16g
se apareció a los ángeles, fue anunciado a los paganos, se le dio fe en el mundo, fue elevado a la gloria».
En este himno 67 son de notar los contrastes «carne/espíritu», «ángeles/paganos», «mundo/gloria». El esquema «alto-bajo» estructura interna y totalmente las tres estrofas, que se caracterizan por la tensión entre «manifestación» (en la carne) y «elevación a la gloria». El principio estructural es la contraposición, que hemos encontrado en repetidas ocasiones, entre el reino terreno de la sarx (carne) y el reino supraterreno del pneuma, de lo celeste, del ámbito divino. El himno, siguiendo una línea judeo-helenística, piensa en los dos grandes ámbitos del universo: el de lo «sárkico» y el de lo «pneumático». Cristo se ha manifestado en el ámbito carnal (v. 16b), pero ha sido elevado al ámbito «pneumático» de la doxa o gloria de Dios (v. 16g); eso es lo que afirman los versículos inicial y final del himno. Para comprender lo que se dice entre estos dos versículos hay que recordar los salmos sobre «Yahvé/rey» (cf. supra el análisis de la carta a los Efesios). Cuando en Israel comenzó a consolidarse la idea de que el Dios de Israel es el «creador del cielo y de la tierra», esta concepción fue relacionada con la idea de la soberanía universal de Dios y, en conexión con ella, fue creciendo la conciencia de que Israel era la «luz del mundo» (Is 49,5-9) y de que tenía una misión que realizar entre los paganos. La soberanía universal de Yahvé se convierte así, siguiendo un esquema monoteísta, en una elevación sobre todos los elohim (residuo del antiguo politeísmo) (Sal 97,9). Conforme se fue matizando la idea de creación, se acentuó la trascendencia de Yahvé: Yahvé está sentado en lo alto, en el ámbito supremo del cielo, por encima de todos los ángeles, al tiempo que su gloria llena el cielo, la tierra y todas las naciones (Is 66,18-19; Sal 72,19; 57,6). Este trasfondo nos proporciona la clave para entender el himno, dado que el Jesús terreno ha sido elevado hasta el trono de Dios: la soberanía universal de Cristo, al igual que la gloria de Yahvé, llena el cielo, la tierra y todos los pueblos. Esto es lo que dicen los versículos 16c-16f en forma poética. «Justificado en el espíritu». El Jesús terreno, ultrajado y muerto, un «justo doliente», fue rehabilitado en el proceso judicial llevado a cabo en el cielo. «Rehabilitado», es decir, confirmado en sus derechos: de ese proceso, el condenado sale lleno de gloria (dikaioun, cf. Le 7,29 y Rom 3,4, que citan Sal 50,6 según los LXX: nikan, o sea, salir triunfante en un juicio). «Se apareció a los ángeles» y «fue anunciado a los paganos» indican la soberanía universal de Cristo: en el cielo los ángeles reconocen que Jesús ha sido elevado por encima de ellos, mientras que en la tierra es 67
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Cf. G. Schrenk, dikaio, en ThWNT II, 218; E, Schweizer, Erniedrigung und Erhohung bei Jesús und seinen Nachfolgern (Zurich 21962) 164, nota 273; J. Delorme, La résurrection de Jésus dans le langage du Nouveau Testament (Lectio Divina 72; París 1972) 135; E. Schillebeeckx, Jesús, la historia de un viviente, 500s; W. Stenger, Der Christushymnus in 1 Tim, op. cit, 33-48.
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proclamado en todos los lugares «el Señor Jesús». «Se le dio fe en el mundo» (v. 16f): también aquí el kosmos, el mundo carnal, se contrapone al mundo «penumático» de la gloria de Dios. Cristo, aunque elevado al mundo celeste de Dios, es «creído» también en la tierra. En otras palabras, el que ha sido elevado al cielo une el ámbito celeste, «pneumático», con el terreno, carnal, en su persona y en la fe de los cristianos. Aunque Cristo ha sido exaltado junto a Dios, la «gloria de Dios» presente en él llena todo el universo mediante la fe. En Jesucristo se ha superado el abismo existente entre lo terrenal (epigeia) y lo celestial (epourania): un tema que ya hemos encontrado en las cartas a los Efesios y a los Hebreos. Un hombre ha sido glorificado junto a Dios y constituido Señor del universo, tanto de los ángeles como de las naciones. Tal es la confesión de fe que este himno cristológico presenta en forma de canto y de alabanza a Dios; un himno que tiene su origen en las comunidades cristianas greco-judías, las cuales contaban con tradiciones de tipo sapiencial (cf. Eclo 24,2-22 y 1 Hen 42,1-10) 6S. La primera carta a Timoteo emplea este himno litúrgico, además, como criterio de la comunidad cristiana, «columna y base de la verdad» (1 Tim 3,15c), frente a posibles herejías. De esto se desprende que las comunidades posapostólicas siguen subrayando la importancia del fundamento de los apóstoles y continúan viviendo de la fe en Jesucristo exaltado al cielo, que en el pasado fue la manifestación de la charis de Dios en la tierra, ahora es proclamado por medio de la fe y pronto —con la parusía— será la manifestación de la gloria de Dios. Esta es la cristología que anuncian las tres cartas pastorales. Sin embargo, únicamente la segunda carta a Timoteo subraya el sufrimiento de los cristianos como si fuera su situación normal: «Todo el que se proponga vivir como buen cristiano será perseguido» (2 Tim 3,12; cf. 2,3). La manifestación en la sarx (como hombre; en este himno no se habla directamente de la preexistencia) se considera como una situación «carnal», o sea, como impotencia y padecimiento. En este aspecto, el himno es típico del cristianismo primitivo: un himno dedicado al justo verdaderamente grande, el justo doliente; tal es el tenor de casi todos los himnos cristológicos antiguos. En conclusión, las cartas pastorales aplican el concepto paulino de charis —la charis como elección de Pablo al ministerio apostólico (cf. supra)—, en un sentido muy general, al «ministerio eclesial» en cuanto tal: «Te recuerdo que reavives la charis de Dios que recibiste cuando te impuse las manos» (2 Tim 1,6); «no descuides la charis que posees, que se te concedió por indicación de una profecía con la imposición de manos del colegio de responsables» (1 Tim 4,14; cf. la síntesis que ofrecemos al hablar de las diferencias de la gracia en beneficio de todos). 68 No obstante, llama la atención que en los himnos antiguos cristológicos y en las profesiones de fe se silencie a menudo el significado salvífico de la muerte de Jesús; cf. P. Smulders, Some Riddles in the Apostles' Creed: Bijdr 31 (1970) 234-260, espec. 243-244 y 252-253. Sin embargo, la muerte de Jesús suele estar implícita en la idea de sarx o humillación, a que aluden sobre todo los himnos. La sarx (carne o humanidad) implica esencialmente la muerte, pero no la muerte violenta en la cruz.
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«NUESTRO DIOS Y SALVADOR JESUCRISTO»
II «NUESTRO DIOS Y SALVADOR JESUCRISTO»: LA CARTA DE JUDAS Y LA SEGUNDA DE PEDRO
Bibliografía (Jds y 2 Pe): Véase la bibliografía del cap. II, apartado II, sobre 1 Pe, donde se incluye la relativa a 2 Pe. b) Además: V. Luz, Erwagungen zur Entstehung des Vrühkatholizismus, eine Skizze: ZNW 65 (1964) 88-111; W. Marxsen, Der «Frühkatholizismus» im Neuen Testament (Neukirchen 1958); Fr. Mussner, frühkatholizismus: TThZ 68 (1959) 237-245. a)
Estudiamos las dos cartas conjuntamente, porque responden a un mismo espíritu, critican las mismas herejías y presentan en muchas ocasiones concordancias literales; la crítica interna muestra que la segunda carta de Pedro es una reelaboración, o tal vez una rectificación, de la carta de Judas.
1.
Consolidación de la Iglesia y actuación de los carismáticos
Estas dos cartas muestran que las líneas fundamentales de la fe apostólica están ya fijadas canónicamente e incluso que comienza a formarse un canon bíblico neotestamentario. 2 Pe 3,15-16 conoce ya una colección de cartas paulinas, las cuales, junto con la Biblia, el Tenak, reciben el nombre de «Sagrada Escritura» (cf. 2 Pe 3,16c). A partir de este momento, al problema de la exégesis del Antiguo Testamento se añade el de la hermenéutica o interpretación de lo que pronto se llamará «Nuevo Testamento» (2 Pe 1,20-21). De hecho, la segunda carta de Pedro se refiere a dificultades inherentes a la interpretación de las cartas paulinas. El autor de esta carta pretende además armonizar la autoridad de Pedro con la de Pablo, las dos grandes columnas de toda la Iglesia. La enseñanza apostólica es un «patrimonio» de la Iglesia (Jds 17; 2 Pe 3,12). La autoridad de la tradición oral va extendiéndose a lo que más adelante será llamado «Nuevo Testamento». Ya han pasado varias generaciones cristianas (2 Pe 3,4), y muchos han abandonado la Iglesia (2 Pe 2,20-22). Los autores de estas cartas, responsables en la Iglesia de aquel tiempo, escriben como si se tratara de encíclicas destinadas a la Iglesia universal (2 Pe 3,2.16) e incluso a las generaciones futuras (2 Pe 1,15), apoyándose en un patrimonio ya fijado por escrito (2 Pe 3,15-16), no sólo del paulinismo (2 Pe 3,16c), sino también de tradiciones sinópticas (2 Pe 3,16). Va en aumento la función del magisterio eclesiástico, pues corresponde a la Iglesia la interpretación de tales escritos (2 Pe 3,15-16; 1,20-21). La delimitación entre lo que pertenece y lo que no pertenece a la fe cristiana se fija, por así decirlo, en un «canon escrito» (2 Pe 2,21). La paradosis o tradición constitutiva está llegando a su fin (Jds 3), y únicamente ella —«la santa fe» (Jds 20)— es ahora norma (2 Pe 1,12; 1,1; 2,21; 1,12-13.15; 3,1-2; Jds 3.5.17). La Escritura recibe la denominación de «inspirada» (2 Pe 1,
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20-21); pero esto se refiere todavía al Tenak (cf. 1 Pe 1,19), el cual no admite interpretaciones arbitrarias y se ha convertido ya en un Übro de los cristianos: «Ante todo, tened presente que ninguna predicción de la Escritura está a merced de interpretaciones personales; porque ninguna predicción antigua aconteció por designio humano; hombres como eran, hablaron de parte de Dios movidos por el Espíritu Santo» (2 Pe 1,20-21; cf. Me 12,36; Hch 3,21; 2 Tim 3,16). La cristología está fijada en fórmulas concisas, que deben aceptarse como un precepto cristiano (2 Pe 1,11; cf. 3,2), mientras que la escatología se coloca en un plano privado, como un hecho interior (2 Pe 1,19), aunque vinculado todavía a la expectación apocalíptico-cósmica de una conflagración universal (2 Pe 3,10-13; el incendio universal, el final de nuestro mundo terreno, constituye un elemento esencial de la imagen del mundo vigente en la época). El reverso de la naciente ortodoxia es la avidez con que los cristianos leían libros apócrifos judíos y cristianos (los apócrifos judíos eran reelaborados añadiendo interpolaciones cristianas). Estas dos cartas, pese a su carácter oficial, hacen referencia al libro apócrifo de Henoc de una forma explícita (Jds 14) o implícita (2 Pe 2,4-5). Encontramos también alusiones implícitas a la Asunción de Moisés, un apócrifo judeocristiano (Jds 6 y 9; 2 Pe 2,10-11 y 3,5). Debido precisamente al empleo de la literatura apócrifa, la Reforma se mostró reacia a aceptar la canonicidad neotestamentaria de estas cartas. Por la misma razón, algunos Padres de la Iglesia rechazaron la carta de Judas. Apelando a los apócrifos, se introdujeron en el Nuevo Testamento diversas leyendas (que no por eso perdieron su carácter legendario). Pero no podemos olvidar que la segunda carta de Pedro corrige en cierto modo la ligereza con que la carta de Judas emplea los apócrifos (cf. infra la síntesis titulada «Victoria sobre las potencias demoníacas»). Además, no se debe perder de vista que esta consolidación de la Iglesia a finales del siglo i no es un fenómeno específicamente cristiano. Por entonces, toda la cultura muestra cierta predilección por las normas fijas, por la estabilidad y la «ortodoxia», tanto en la vida religiosa pagana como en la judía (en este período se intensifica la ortodoxia rabínica) y en la cristiana. En la cultura aparece un pesimismo general, especialmente tras el período de esplendor del estoicismo. Esto conduce a una consolidación de las posiciones adquiridas en toda la cultura del Imperio romano. La estabilización del cristianismo eclesial es una parte o una variante de ese proceso, si bien se apoya en los criterios peculiares de una Iglesia en constante crecimiento. Esta situación explica también el carácter de las herejías combatidas en ambas cartas. Ciertos cristianos tienen experiencias extáticas (Jds 8), gracias a las cuales están «llenos» y presumen de poseer un conocimiento más profundo de las cosas divinas (2 Pe 1,5-6; 1,2.3.8; 2,20; 3,18). Se consideran «pneumáticos», llenos del Espíritu, mientras que los simples fieles de la Iglesia serían «psíquicos», gente que no conoce la exaltación del pneutna. Es una especie de movimiento carismático-pneumático, siempre presente en el cristianismo primitivo y que la segunda carta de Pedro
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interpreta como «petulancia» (2 Pe 2,18); se caracteriza por una interpretación puramente subjetiva, claramente arbitraria y fantástica de la Escritura (2 Pe 1,19-21; 3,16). Tales individuos abusan del «evangelio de la libertad» (2 Pe 2,19; Jds 4), especialmente del optimismo y monismo paulino de la gracia (Jds 4; 2 Pe 3,15b-16). A diferencia de otros tiempos (o de otros lugares), cuando se exageraba la fuerza de los ángeles y los responsables de la Iglesia explicaban que tales seres celestes estaban «sometidos a Cristo» (Pablo, Col, Ef, Heb, 1 Pe), estos cristianos pneumáticos se creen superiores a los ángeles (Jds 8-10.16; 2 Pe 2,10-11); así se les había anunciado antes a ellos. Tales personas interpretaban quizá todo esto en una línea de libertinaje. Ambas cartas recomiendan a estos cristianos que tengan más respeto a los ángeles (Jds 8-10; 2 Pe 2,10-11). Los «pneumáticos» critican abiertamente, en su delirio de libertad, lo que tradicionalmente era considerado como «disposiciones divinas desde la creación» (Jds 8.16.25), como si existiese oposición entre el orden de la creación y el de la salvación (¿precursores de Marción?). En su desbordamiento «pneumático», niegan (en la práctica) la parusía, el «todavía no» de la existencia cristiana en favor del «ya» (Jds 4 y 18; 2 Pe 2,2; 3,3-4). ¿Se ha convertido «Cristo Señor» en un mito para su vida? (2 Pe 1,16). A diferencia de los anteriores «pneumáticos», éstos se ríen de una parusía de la que siempre se dice que está al llegar, pero que nunca viene (2 Pe 3,3); no son evidentemente «pneumáticos» adventistas. Niegan incluso el señorío de Cristo (denominado ya con el término griego despotes, soberano) (Jds 4; 2 Pe 2,1). En estos fenómenos, interpretados hasta cierto punto por los autores de las dos cartas, hay una serie de motivos que más tarde, en el siglo n , se plasmarán en el fenómeno llamado «gnosis», la cual recoge diversas tendencias y motivos de la cultura antigua y los aglutina en una nueva doctrina sobre la existencia. Se trata de una forma de sincretismo. Por otro lado, aún no ha hecho su aparición ningún cisma. Se trata de cristianos que viven en comunión de fe, participan de la misma mesa (2 Pe 2,13; 2,14; Jds 12.2.4); para ambos autores, sin embargo, estas posiciones son manifestaciones heréticas (Jds 19; 2 Pe 2,1): en realidad, estos cristianos han abandonado «el camino recto» (2 Pe 1,15), lo cual es peor que si nunca hubiesen sido cristianos (2 Pe 2,20-22). Los autores combaten una tendencia que quiere convertir el cristianismo en un «mito» y disociar el kerigma del ethos. Hace su aparición una «antiteología» frente a la teología oficial de la Iglesia, que se sabe vinculada a Cristo. Lo que quizá pretenden estos individuos es que la Iglesia oficial resucite y sancione una serie de «verdades silenciadas». Nos hallamos quizá ante un primer síntoma de lo que en el siglo II será una ruptura con la gran Iglesia: el cristianismo se separará de sus orígenes en Israel y el Antiguo Testamento. Una Iglesia compuesta únicamente por cristianos procedentes del paganismo pierde el contacto con su base judía. La Iglesia oficial trata de salvar lo salvable apelando al kerigma de Cristo, basado últimamente en el Antiguo Testamento; sin embargo, ya germina la semilla de la «anti-Iglesia» del siglo n : todavía está oculta, pero el terreno parece agitarse.
2.
¿Del «Dios de Jesús» al «Dios Cristo»?
Es de notar que la doxología, que antes los autores dirigían siempre a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu, se dirige ahora al mismo Cristo (2 Pe 3,18), «Señor y salvador» (2 Pe 1,11; 3,2), utilizando dos títulos helenísticos, despotes y soter, que se aplicaban al emperador romano; lo cual implica una crítica a la divinización del emperador. Ahora Cristo es llamado el Señor del reino escatológico, transferido al más allá (2 Pe 1,11). Aunque la charis o gracia de Dios sigue siendo el origen de toda la vida cristiana (Jds 21; cf. 2 Pe 1,3), la conducta cristiana adquiere ahora unos rasgos marcadamente morales (2 Pe 1,11); lo que antes decía el nombre de charis es ahora mandamiento (2 Pe 2,21; 3,2). Se advierte (sobre todo en 2 Pe 1,4) una helenización más acentuada del vocabulario (ahora debida no ya a los judíos griegos, sino directamente a paganos convertidos al cristianismo). También la Iglesia oficial pierde la aportación del elemento judío y de la espiritualidad del Tenak. Comienza a perfilarse la «Patrística». Jds 3 habla de sotena koine: la redención o salvación común a toda la Iglesia universal. La segunda carta de Pedro comienza (1,1) con la frase «el Dios y salvador nuestro Jesucristo», en la que ambos títulos (Dios y salvador) tienen un único artículo; en otras palabras, el Dios Jesús, que es nuestro salvador. Este es el único pasaje de todo el Nuevo Testamento donde parece que Cristo es llamado «Dios y salvador». «Dios y Soter» es un binomio empleado en la religiosidad helenista pagana para denominar a Dios. La segunda carta de Pedro se refiere sin duda a este hecho. Pero cabe preguntar si «Dios y Soter» se refieren directamente a Jesús. La segunda carta de Pedro habla en otro lugar de «Kyrios y Soter» (1,11; 2,20; 3,2.18) en el mismo sentido. La cuestión es si se dice lo mismo en 1,1: tou Theou hemon kai soteros lesou Cristou (1,1), y en 1,2 se dice: tou Theou kai lesou tou Kyriou hemon. En el v. 2 se hace claramente una distinción: «de Dios ( = el Padre) y de Jesús Señor nuestro», si bien desde el punto de vista gramatical es también posible leer: «de nuestro Dios y salvador Jesucristo». Sin embargo, 1,2 tiene el primer sentido, y no el segundo (como en las cartas pastorales); 1,1 significa, pues, a la luz de 1,2: «de nuestro Dios y nuestro salvador Jesucristo». La expresión helenista «Dios y Soter» se emplea deliberadamente, pero realizando la oportuna corrección cristiana. Tal es también el significado de otros textos neo testamentarios que hablan de «Dios y Soter» (Tit 1,4; 2,13; 2,6) y que, cuando se trata únicamente de Jesús, emplean la expresión «Kyrios y Soter». Desde el punto de vista terminológico, la segunda carta de Pedro hace suya una segunda expresión, típica de la religiosidad helenista, que tendrá una gran influencia en las iglesias patrísticas. La salvación de Dios en Jesús —la experiencia fundamental del Nuevo Testamento— se interpreta aquí mediante la expresión theias koinonoi physeos, «participar de la naturaleza de Dios» o del ser propio de Dios (2 Pe 1,4; el famoso consortium divinae naturae). En cuanto tal, dicho concepto proviene de la filosofía griega, y en particular del estoicismo, pero ya estaba introducido en el judaismo de
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la diáspora. Para el estoicismo, el hombre es una parte, un miembro de la única gran naturaleza o physis divina. En el judaismo helenista, con su preciso concepto de creación, esto se había transformado tiempo atrás en un don por el que se participa del ser de Dios w. «Partícipe de la naturaleza de Dios» era para los judíos de habla griega una expresión corriente. A pesar de que la terminología es helenista, el contenido es judío y cristiano. Literalmente, aunque no con demasiada elegancia, el texto dice: «A fin de que vosotros por medio de ello (o sea, de las extraordinarias promesas de Dios) consigáis participar de la naturaleza de Dios, escapando así (apophygontes) de la ruina que el egoísmo causa en el mundo» (como consecuencia y, al mismo tiempo, presupuesto de la participación divina). No se habla de una afinidad natural con el ser de Dios. El autor dice que los cristianos, desde antiguo, «participan de la naturaleza de Dios» como fruto del cumplimiento de las promesas divinas y, por consiguiente, como gracia, escapando así de la ruina de un mundo egoísta. Aunque la terminología es griega, el contenido responde a la tradición apostólica: morir al pecado y tener acceso a Dios. Y el autor concreta: esta participación en lo imperecedero de Dios es la fe, a la que se le añade la virtud, el criterio, el dominio propio, la constancia, la piedad, el cariño fraterno y, sobre todo, la caritas (1,5-7). Quien actúe y se comporte de este modo tiene acceso al reino de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. De este modo, hasta los paganos griegos pueden entender lo que quiere decir esta tradición judeocristiana. La segunda carta de Pedro hace lo que ya habían hecho con sus comunidades cristianas las cartas a los Romanos, Colosenses y Efesios: procurar que sus lectores concretos entendieran lo que se les decía. El «reino de Dios» greco-judío es explicado ahora a hombres griegos. Lo que éstos entienden con tal mensaje es también claro: no se puede hablar de una participación de la naturaleza divina si no se lleva una vida religiosa y ética. La interpretación de la «experiencia de la salvación en Jesús» no está ligada al lenguaje de Canaán, porque la salvación es para todos, incluidos los griegos. Estos pueden expresar en su propio idioma sus propias experiencias de salvación en Jesús. Es evidente que ello implica una serie de peligros, pero también la expresión judía de la experiencia de Cristo implicaba muchos peligros. La segunda carta de Pedro, empleando expresiones comprensibles para un griego, afirma que tal participación divina a) es una gracia, fruto de las antiguas promesas de Yahvé; b) se manifiesta en una vida religiosa y ética, y c) se opone diametralmente a una vida egoísta. Así tiene un tono más judeocristiano. La segunda carta de Pedro contrapone este acontecimiento, llevado a 65 Tal es el caso de los judíos de habla griega, como Josefo: «partícipe de la theia physis» o la naturaleza divina (Contra Apionem I, 232), y, lógicamente, el platónico Filón (Decaí., 104; Legum Allegoriae, 38). Cf. J. Gross, La divinisation du chrétien d'aprés les Peres grecs (París 1938) 109-111; H. Hanse, metecho, en ThWNT II, 830-832; K. H. Schelkle, Die Petrusbriefe, op. cit.; A. Festugiére, L'idéal religieux des grecs et, l'évangile (París 1932) 48-53.
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cabo por medio de Jesús, a las «fábulas» (1,16). Dios ha dicho a una persona histórica: «Este es mi hijo, a quien yo quiero, mi predilecto» (1,17). La carta alude aquí a una tradición sinóptica: la de la transfiguración de Jesús (que quizá era primigeniamente un «relato de apariciones»). Dios confirma oficialmente que este Jesús es Hijo de Dios, y como tal volverá, según ha sido anunciado por los profetas (1,19) en el Antiguo Testamento (no se hace referencia a un pasaje concreto: todo el Tenak es una sola «profecía sobre Cristo»). Pero esta parusía constituye un problema en algunas comunidades. Hay gente que se burla diciendo: «¿En qué ha quedado la promesa de su venida? Nuestros padres murieron, y desde entonces todo sigue como desde que empezó al mundo» (3,4). ¿Qué ha sido de ese fin del mundo que estaba al llegar? El autor responde: «Para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día» (3,8); Dios tiene paciencia con nosotros (3,9), paciencia que «es una gracia para salvación nuestra» (3,15b). El autor pinta el fin del mundo como un incendio universal: esta concepción helenista del fin del mundo aparece también en toda la literatura extracanónica; es un tema pagano relacionado con el tema profético del «fuego del juicio escatológico» (Is 33,11-12; Jl 2,3; Zac 12,6). Tal cosmología no forma parte del enunciado de fe, sino de unos esquemas humanos. El fin del mundo ocurrirá (3,7) cuando los cuatro elementos se desintegren abrasados por el fuego y las estrellas desaparezcan con estruendo (3,10 y 3,12). En su lugar aparecerá «un cielo nuevo y una nueva tierra» (3,13). Sin embargo, con estas imágenes el autor se refiere al juicio de Dios sobre nuestra historia (3,10c; 3,12c): un mundo nuevo «en el que habite la justicia» (3,12c). Cuanto más santa y justa sea la conducta de la comunidad de Dios, tanto más rápidamente se realizará esta visión (3,11) ™. (También en Hch 3,19-20 la conversión de Israel es una condición para la parusía, mientras que para Pablo la conversión de los paganos es presupuesto para la conversión de Israel y para la llegada de la parusía). A pesar de ciertos rasgos tardíos y de claros indicios de estabilización, estos representantes de las comunidades cristianas siguen fieles a la fe apostólica, pero demuestran menos valentía que sus predecesores a la hora de actualizar creativamente esa fe. Para ellos, la tradición es más un «precepto», un deber, que una orientación permanente para la tarea de actualización ante los nuevos problemas. La norma vinculante y orientadora de la fe apostólica adquiere los rasgos de una «ortodoxia» —en el sentido de actualización más bien restrictiva— si la comparamos con la actitud creadora que los predecesores habían realizado en relación con la misma fe apostólica.
70 Esta idea judía aparece ya en el cristianismo primitivo; cf. Strack-Billerbeck, I, 164.
CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE JUAN CAPITULO V
JESÚS, EL TESTIGO DEL DIOS-AMOR: EL JOANISMO
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according to John (JBC 2; Londres 1968) 414-466; J. Willemse, Het vierde Evangelie. Eeen onderzoek naar zijn structuur (Hilversum-Amberes 1965); Studies in John (Hom. J. N. Sevenster; Leiden 1970).
Introducción
Bibliografía general: En cada apartado ofrecemos la bibliografía correspondiente al tema de la misma. A continuación indicamos los principales comentarios de fecha reciente sobre Juan, así como bibliografía sobre el conjunto de su evangelio o, al menos, sobre las líneas fundamentales del mismo. Ch. K. Barrett, The Gospel according to St. John (Londres 1958); J. Blank, Krisis. Untersuchungen zur johanneischen Christologie und Eschatologie (Friburgo 1964); F. M. Braun, Saint lean. La Sagesse et l'Histoire (Hom. O. Cullmann, NTS 6; Leiden 1962) 123-133; R, E. Brown, The Gospel according to John, 2 vols. (AB 29 y 29 A; Nueva York 1966 y 1970; ed. española: El Evangelio según Juan, Madrid, Ed. Cristiandad, 1979); R. Bultmann, Das Evangelium des Johannes (Gotinga 1950); H. van den Bussche, Het vierde evangelie, 4 vols. (Tielt 1959, 1960, 1955 y 1960); O. Cullmann, Der johanneische Kreis. Sein Platz im Spatjudentum, in der Jüngerschaft Jesu und im Urchristentum. Zum Ursprung des Johannesevangeliums (Tubinga 1975); C. H. Dodd, The Interpretation of the Fourth Gospel (Cambridge 8 1968; ed. española: La interpretación del Cuarto Evangelio, Madrid, Ed. Cristiandad, 1978); A. Feuillet, Études johanniques (París-Brujas 1962); E. Kasemann, Jesu letzter Wille nach Johannes 17 (Tubinga 1966); R. Kysar, The Fourth Evangelist and hís Gospel (Minneápolis 1975); H. Leroy, Rátsel und Missverstandnis. Ein Beitrag zur Formgeschichte des Johannesevangeliums (Bonn 1968); B. Lindars, The Gospel of John (NCB; Londres 1972); G. W. McRay, The Fourth Gospel and Religionsgeschichte: CBQ 32 (1970) 13-24; J. L. Martyn, History and Theology in the Fourth Gospel (Nueva York 1968); J. Mateos/J. Barreto, El Evangelio de Juan. Análisis lingüístico y comentario exegético (Madrid, Ed. Cristiandad, 21981); W. A. Meeks, The Prophet-King. Moses Traditions and the Johannine Christology (NTS 14; Leiden 1967); Am I a Jew?, en J. Neusner (ed.), Christianity, Judaism, and other GrecoRomains Cults I (Leiden 1975) 163-186; L. Morris, The Gospel according to John (Londres 1972); U. Müller, Die Geschichte der Christologie in der johanneischen Gemeinde (SBS 77; Stuttgart 1975); T. Pollard, Johannine Christology and the Early Church (Cambridge 1970); G. Reim, Studien zum alttestamentlichen Hintergrund des Johannesevangeliums (SNTS 22; Cambridge 1974); J. A. T. Robinson, The Destination and Purpose of St. John's Gospel: NTS 6 (1959-60) 117-131; J. Robinson y H. Koester, Trajectories through Early Christianity (Filadelfia 1971); J. N. Sanders, The Gospel according to St. John (Londres 1968); R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium, 3 vols. (Friburgo de Br. 1965, 1971 y 1975; ed. española: El Evangelio de san Juan, Barcelona 1981); id., Die Johannesbriefe (Friburgo de Br. 51975); S. Schulz, Das Evangelium nach Johannes (NTD 4; Gotinga 1972); T. C. Smith, Jesús in the Gospel of John (Nashville 1959); Sj. van Tilborg, «Nederdaling» en incarnatie: de christologie van Johannes: TvTh 13 (1973) 20-33; W. C. van Unnik, The Purpose of St. John's Gospel: StEv 1 (1959) 382411; B. Vawter, The Gospel
Desde hace algún tiempo hay quien ve en el Evangelio de Juan un ejemplo de teología de la liberación'; otros, en cambio, lo consideran como expresión de un budismo cristiano 2 . Ello desmuestra que, frecuentemente, se busca en las Escrituras la corroboración de las propias aspiraciones, ideas y opciones previas. Como en los análisis precedentes, lo que ahora nos interesa del joanismo es su teología, y no directamente el análisis literario de los textos (que debemos dar por supuesto). También para Juan, el núcleo de la fe apostólica es: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él» (3,16). Tal es la tradición del cristianismo primitivo, si bien expresada en términos joánícos. Pablo ya había dicho: «Dios no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8,32); «Cristo murió por nosotros cuando éramos aún pecadores; así demuestra Dios el amor que nos tiene» (Rom 5,8). Es innegable en estos textos la referencia a la disponibilidad de Abrahán a sacrificar a Isaac, el hijo de la promesa (Gn 22,16). Pero este dato de la tradición cristiana tiene en el joanismo un sentido particular, debido sobre todo a que los portadores de la tradición joánica eran originariamente cristianos judeo-palestinenses, procedentes no de los círculos ortodoxos oficiales, sino de lo que hoy llamaríamos comunidades marginales «heterodoxas» de la espiritualidad judía, presentes en el sincretismo judío del siglo i d. C. Antes de insistir en este marco judío heterodoxo del joanismo es necesario destacar que esta tradición joánica tiene sus raíces en la tradición más antigua de la Iglesia: en la tradición de ]erusalén. En consecuencia, primero buscaremos las claves que nos permitan comprender el cuarto evangelio. Después analizaremos la teología joánica, en parte siguiendo la estructura concreta del Evangelio de Juan y en parte —y sobre todo— siguiendo los motivos teológicos específicamente joánicos.
I CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE JUAN Bibliografía (además de la general antes indicada): J. Beutler, Martyria. Traditionsgeschichtliche Untersuchungen zum Zeugnisthema bei Johannes (Francfort 1972); J. Bowman, Samaritanische Probleme (Stuttgart 1967); J. H. Charlesworth, John and 1 2
Fr. Herzog, Liberation Theology (Nueva York 1972). J. B. Burns, The Christian Buddhism of St. John (New Jersey 1971).
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EL JOANISMO
CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE JUAN
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Merece especial atención la llamada «vocación» de los cuatro primeros discípulos. El propio Bautista lleva a dos de los suyos hasta Jesús; éstos se hacen discípulos de Jesús (1,35-37) gracias al testimonio de Juan. Esto confirmaría la hipótesis de que la comunidad joánica tuvo su origen en los círculos bautistas (cf. infra); sin embargo, el evangelista tiene aquí ante todo una intención teológica. Uno de esos dos discípulos, Andrés, presenta a su hermano Simón Pedro ante Jesús, quien lo llama inmediatamente «Cefas», «Piedra» (1,41-42). Después Jesús mismo llama a Felipe (1,44), que era de la misma ciudad que Andrés y Pedro. Felipe, a su vez, trata de convencer a Natanael (1,45). El evangelista persigue un objetivo muy particular al relatar esta historia. Los dos primeros discípulos, hasta entonces discípulos del Bautista, siguen a Jesús depués de oír las palabras de Juan: «Ese es el cordero de Dios» (1,36). Estos dos primeros discípulos preguntan a Jesús: «¿Dónde vives?» (1,38), y Jesús les responde: «Venid y lo veréis» (1,39). Por su parte, Felipe dice a Natanael, que al principio no estaba muy convencido: «Ven y lo verás» (1,46b). Finalmente, Jesús dice a Natanael: «Verás el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar por ese Hijo del hombre» (1,51). Los «llamamientos» son, pues, a una invitación «a ver». Sólo en el caso de Felipe, Jesús le dice simplemente: «Sigúeme», sin haberlo visto antes. Pero será Felipe quien más tarde pida a Jesús: «Preséntanos al Padre», a lo que Jesús responde: «Quien me ve a mí, está viendo al Padre» (14,9). «Ver y creer» y «creer sin ver» (cf. 1,15 y 20,29) tienen un papel muy particular en el cuarto evangelio. Los discípulos «creen en Jesús» (2,11) desde el principio. Pero son llamados propiamente a ser los futuros testigos: por ello tienen que haber «visto», a fin de que crean también los que no han visto a Jesús ni las obras realizadas por él (cf. 19,35; 20, 29.31). También «los judíos» ven los signos de Jesús y, sin embargo, no creen (12,37). El Evangelio de Juan distingue perfectamente entre un «ver» (expresado en la mayoría de casos con el término blepein) y otro «ver» (idein). Es preciso que los discípulos, que pronto serán testigos, «vean y crean», mientras que en atención a la comunidad joánica (la segunda y tercera generación de cristianos, que no han visto al Jesús histórico) se dice: «Dichosos los que tienen fe sin haber visto» (20,29b). Sin embargo, el testimonio de los discípulos es creíble porque son testigos oculares (1,34; 3,11; 3,32; 15,27; 19,35; 20,30; cf. también 1 Jn 1,1-3; 4,14). Aquí observamos ya que existe cierta relación entre el Evangelio de Juan y Lucas (Le 1,2; Hch 1,21-22), si bien no se funda en un contacto directo, sino en una tradición común a ambos: «Vosotros sois testigos, pues habéis estado conmigo desde el principio» (Jn 15,27; cf. Le 1,2). No sin razón sitúa Juan el relato de la vocación de algunos discípulos •—cuatro— antes de que Jesús realice el primer signo (2,2-11). Pedro, llamado ya «Piedra» (1,42), establecerá, después de la experiencia pascual, como norma para la sustitución del malogrado apóstol Judas, que el candidato haya sido testigo «desde los tiempos en que Juan bautizaba» (Hch 1,22). Los cuatro discípulos «siguen a Jesús», es decir, creen en él (1,37.38.
1. a)
Jesús, el projeta escatológico mayor que Moisés
El testigo ocular de Dios.
En la unidad literaria Jn 1,19-51 intervienen ya todos los testigos de Jesús: además de Juan Bautista (1,19-33), aparece el Padre (1,32-34.37; cf. 8,18), el propio Jesús (1,31.47.51; cf., por ejemplo, 8,14.18), las «obras» de Jesús (1,36; cf. 10,25), el Tenak o Escritura (1,39.45), el «Espíritu Santo» (1,32.33.34; cf. 15,26), los discípulos (1,34-51; cf. 15,27. 41.45) y el evangelista que escribe (1,19-51) (cf. 19,35 y, en el capítulo adicional, 21,24).
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EL JOANISMO
CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE JUAN
40.43), «tras haber visto» (1,35-51): ven y creen, a fin de que más tarde otros crean sin ver. Los dos discípulos del Bautista —«prescindiendo» de la historicidad de esta alusión joánica (que tiene todos los visos de ser históricamente auténtica)— son necesarios desde el punto de vista teológico, en orden a garantizar el testimonio del propio Bautista (1,19-34). De lo contrario, faltaría un eslabón en la cadena de testimonios. Todo esto es importante para Juan, pues también Jesús da testimonio de lo que ha visto y oído junto al Padre (3,11.32.33-34; 4,44; 5,31; 7,7; 8,14.18; 13,21; 18,37). Tiene que estar garantizada la continuidad de todos estos testimonios. Para el joanismo, atestiguar significa no hablar por sí mismo, sino decir lo que se ha visto y oído; comunicar las palabras de la persona que envía. Esto vale para los discípulos (17,8; 17,14; cf. 16, 12-15; 17,6-8; 17,16-18) y para el Bautista: «Yo ya lo he visto, y doy testimonio de...» (1,32; cf. 1,33), e incluso para el Paráclito, el Espíritu Santo: «No hablará en su nombre, sino que comunicará lo que le digan» (16,13). Recordará únicamente lo que ha dicho Jesús (14,26). Vale, en fin, para el mismo Jesús: «El Hijo no puede hacer nada de por sí; primero tiene que vérselo hacer al Padre» (5,19.30; 3,11; 8,28; 14,10.24; 17,4.8). Dar testimonio significa hablar de lo que se ha visto y oído (3,11; 12,50; 5,19.30; 8,26.28.38.40; 16,13; 1,32-33.34; 19,35; 1 Jn 1, 1-3). _ Si exceptuamos a Jesús, de todos los demás discípulos hay que decir: «A Dios nadie lo ha visto jamás» (1,18), «el único que ha visto al Padre es el que procede de Dios» (6,46; 3,31; cf. 7,28-29; 8,26). En último término, todo testimonio religioso remite, a través de Jesús, a la propia veracidad de Dios (7,28-29; 3,31-33). Lo que Juan pretende en el fondo es mostrar que todos estos testimonios tienen su fundamento en la verdad y veracidad de Dios: el Logos preexistente, que está «con Dios» desde el principio, es el fundamento último de todos los testimonios. Desde un principio Jesús «estaba con él»: «Al principio ya existía la Palabra, la Palabra estaba junto a Dios» (1,1); Jesús, por tanto, puede ser testigo. Y este testigo principal dice a sus discípulos: «También vosotros sois testigos, pues habéis estado conmigo desde el principio» (15,27). El «al principio» de la Palabra se halla en continuidad con el «al principio» de la presencia de los discípulos del Bautista —más tarde discípulos de Jesús— junto al Bautista y junto a Jesús. La frase «al principio ya existía la Palabra» (1,1), de por sí ya muy importante, sirve para garantizar el testimonio de Jesús: él estaba allí junto a Dios, desde el principio; por ser testigo ocular, tiene buenas razones para hablarnos del Padre, de lo que ha visto y oído del Padre: «Yo soy quien da testimonio...» (8,18) de la palabra de Dios. El estaba en el principio con Dios para poder dar testimonio de Dios. Jesús habla solamente «las palabras del Padre» (cf. 5,20b.32.36; 14,10; 3,35b). Para ello se hizo sarx (1,14a). Su sarx es la skene tou martyriou, la «tienda del testimonio» (cf. el griego de Nm 4,3-4): el tabernáculo de Dios, el lugar en que Dios mora en medio de nosotros. Jn 1,14-16 sigue la línea de la tradición sinaítica (pero siguiendo los pasos de una ínter-
pretación del primer judaismo). La humanidad de Jesús, la encarnación de la Palabra, es la realización de la promesa de que «Dios habita en medio de su pueblo» (Lv 26,11-12; Ex 25,8; Ez 37,27; 43,7; 48,35; Jl 4,21; Zac 2,14; 3,8, etc.). No se trata de «habitar en tienda» si bien su estancia humana entre nosotros es provisional (cf. infra). Jn l,14a.b se refiere a la tienda de la alianza, «la tienda del testimonio» (cf. también Ap 15,5; Hch 7,44; Heb 8,2.5; 9). Ya en Jn 2,19-21, el Jesús joánico habla del «templo de su cuerpo»; «habitó entre nosotros» (eskenosen, 1,14b): Jesús, en su sarx, es el tabernáculo, la tienda del testimonio. El libro del Apocalipsis dirá: «Esta es la morada (skene) de Dios con los hombres; el habitará (skenosei) con ellos» (Ap 21,3). Jn 1,14 dice que, en Jesús, Dios habita entre nosotros. La sarx es la tienda de la Palabra entre nosotros. «Hemos visto su gloria» (1,14c), «lleno de gracia y verdad» (l,14e). Jesús ha venido «para ser testigo de la verdad» (18,37). Como Hijo único (monogenes, cf. infra), ha visto a Dios (1,18). Este acontecimiento está en continuidad con «damos testimonio de lo que hemos visto» (1,18; 3,11). El «nosotros» que Jesús emplea excepcionalmente en 3,11, mezcla el testimonio de los responsables de la comunidad joánica, basado en los testigos oculares, con el testimonio de Jesús, el testigo ocular de Dios: desde el principio, «al lado del Padre» (1,12). «Quien viene de arriba... da testimonio de lo que ha visto y oído» (3, 31.32). El es la Palabra de Dios: es lo que ha oído al Padre. De ahí que Jesús pueda decir: «Yo soy testigo de mí mismo» (8,14); lo cual equivale a decir —aunque en un sentido distinto, ya que «el Padre es más que yo» (14,28c)—: «el Padre que me envió es también testigo en mi causa» (8,18b). De un modo casi monótono, el tema del testimonio se repite constantemente a lo largo del cuarto evangelio, aunque no siempre se emplea esta palabra: Jesús nada puede por sí mismo, nada hace por sí mismo, no juzga por sí mismo. Habla sólo lo que dice el Padre, hace lo que hace el Padre y dice la verdad que ha oído a Dios. Ha sido enviado un testigo, para atestiguar como testigo auricular y ocular: Jesús ha sido enviado por el Padre (3,17; 4,34; 5,36-37; 6,38-39.44.57, etc.). Así, el Espíritu Santo, que da testimonio de Jesús, es enviado por el mismo Jesús o, a ruegos de Jesús, por el Padre (14,26; 15,26; 16,7). Juan el Bautista ha sido enviado por Dios (1,6.33); los discípulos son enviados por Jesús (17,18; 20,21). Este tema del cristianismo primitivo sobre la misión recibirá en el Evangelio de Juan una doble especificación, gracias al modelo del profeta escatológico semejante a Moisés y mayor que Moisés y al modelo del «ascenso» y «descenso».
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b)
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El profeta escatológico y definitivo.
«El mensaje que oís no es mío, sino del Padre que me envió» (14, 24). Jesús ha venido «de parte de Dios» (16,30; 16,28; cf. 8,47; 13,3). En mi opinión, toda la concepción de Juan está inspirada en las solemnes palabras que Yahvé pronuncia en el Deuteroisaías: «Vosotros sois mis
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CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE JUAN
testigos» (Is 43,10). En Is 43ss, la «causa de Dios» es vista ante un grandioso tribunal universal: «Que se reúnan las naciones y se junten los pueblos... vosotros sois mis testigos —oráculo del Señor— y mis siervos, a quienes escogí, para que supierais y me creyerais, para que comprendierais quién soy yo... Yo, yo soy el Señor; fuera de mí no hay salvador... vosotros sois mis testigos... yo soy Dios..., el creador de todas las cosas... fuera de mí no hay Dios justo y salvador... ante mí se doblará toda rodilla». Por lo que se refiere a Jesús, en el Evangelio de Juan aparece la misma exclusividad, confirmada por muchos testigos: fuera del Padre y del Hijo no hay salvación y redención. «Yo soy», dice Jesús (cf. infra). Todo este razonamiento de Juan nos acerca al tema del profeta escatológico semejante a Moisés, pero superior a él: una expectativa popular existente en el primer judaismo, que remite a su vez a una tradición deuteronómica (Dt 18,15.18-19; 32,47; Ex 23,20-23 y 33,2). Esta tradición del profeta escatológico no iba unida originariamente a la expectación de Elias (Mal 3,23-24; cf. Eclo 48,10-11), sino que formaba parte de la tradición de Moisés 3 , pues resulta evidente que en Mal 3, 23-24 el precursor, Elias, es un dato secundario (cf. Mal 3,1, que se refiere al profeta originario semejante a Moisés). De hecho, en el primer judaismo, la figura de Elias tiene la función de precursor del Mesías 4 . Esta tradición secundaria se basa en una tradición anterior, deuteronómica. En el Deuteronomio, Moisés es un predicador, un profeta. El Deuteronomio se nos presenta en conjunto como un discurso de Moisés (cf. Dt 5,1.5.14; 6,1): él es el mediador entre Dios y el pueblo (Dt 5,5). Pero Moisés es además un mediador doliente: no se limita a interceder por el pueblo (Dt 9,15-19; 9,25-29), sino que sufre por su pueblo, por Israel (Dt 1,37; 4,21-22). Para el Deuteronomio, Moisés es el profeta doliente5. Los profetas posteriores no tendrán inconveniente en presentarse con los rasgos proféticos de Moisés (cf. Jr 1,7 con Ex 4,10; Jr 1,9 con Ex 18,18; Jr 15, 1, donde se habla expresamente de Moisés; cf. también Elias y Elíseo, 1 Re 19,19-21; 2 Re 2,1-15 con Dt 34,9 y Nm 27,15-23: el dúo MoisésJosué). Es de notar que este modelo prof ético de Moisés es una tradición que no procede de Judea (cf. infra los matices que esto procura al Evangelio de Juan), sino del reino del norte (está enraizada en la tradición del Sinaí y del Horeb, cuyo centro es el santuario de Siquén). En esta tradición se dice: «Cuando hay entre vosotros un profeta del Señor, me doy a conocer a él en visión y le hablo en sueños; no así a mi siervo Moisés, el más fiel de todos mis siervos. A él le hablo cara a cara; en presencia y no adivinando contempla la figura del Señor» (Nm 12,6-8), «como habla un hombre con un amigo» (Ex 33,11), «cara a cara» (Ex 33,10-11). El «Deuteronomio» dice constantemente del Moisés profético que es el
«siervo de Yahvé», el siervo de Dios (Ex 14,31; Nm 12,7.8; Dt 34,5; Jos 1,2.7; Sab 10,16; Is 63,11). Moisés es además un siervo doliente de Yahvé, que «soporta las cargas del pueblo» (Nm 17,14; cf. Is 53,4). Moisés es el siervo de Yahvé doliente que expía los pecados de su pueblo. Algunos estudios recientes han mostrado la probabilidad de que el motivo del «justo doliente» (un motivo en sí independiente) esté mezclado en el Deuteroisaías con el motivo de «Moisés siervo de Dios, prof ético y doliente», el «Siervo de Yahvé» del Deuteroisaías (sobre todo, en Is 42, 1-4; 49,1-6; 50,4-lla; 52,13-53,12). No se pueden yuxtaponer, como si se tratase de tres bloques sin conexión alguna, el Protoisaías, el Deuteroisaías y el Tritoisaías en la redacción final del libro de Isaías. El análisis estructural exige una visión del conjunto. El Moisés profético-real, que soporta las cargas de su pueblo, es el siervo doliente del Deuteroisaías: es real (cf. Is 41,21; 43,15; 44,6; 52,7), pero con un marcado énfasis en su carácter profético. El Deuteroisaías, al hablar del siervo de Dios doliente, utilizó una terminología que recuerda vivamente la naciente figura del profeta escatológico semejante a Moisés 6 . Lo mismo que Moisés, el Siervo transmite la ley o la disciplina (tora) y el derecho (Is 42,1-2), pero ahora al mundo entero. El siervo doliente semejante a Moisés es «la luz del mundo» (Is 49,5-9; 42,1-6). Lo mismo que Moisés, es mediador de la alianza (Is 42,6; 49,8), guía del nuevo éxodo, en esta ocasión del exilio babilónico. En este éxodo vuelven a juntarse las doce tribus de Israel (Is 49,5-6; 40,3), y el profeta escatológico hará surgir nuevamente agua de la roca y ofrecerá a su pueblo un «agua de vida» (Is 41,18; 43,20; 48,21; 49,10). El Siervo de Dios doliente es el Moisés del nuevo éxodo (Is 43,16-21): el siervo de Dios mosaico que expía los pecados, sufre por el pueblo y de hecho presenta todos los rasgos que el primer judaismo atribuía materialmente al profeta escatológico-mesiánico semejante a Moisés (cf. la carta a los Hebreos, que algunos —y en muchos aspectos, no sin razón— denominan «joánica»). Siguiendo la línea del Deuteroisaías, el motivo del profeta escatológico semejante a Moisés dio lugar en el primer judaismo a una «mística de Moisés», fenómeno que los exegetas han denominado «sinaitismo». Algu-
3
Strack-Billerbeck, IV, 792. Op. cit. IV, 784-789 y 792-798. Op. cit. II, 280-281; G. von Rad, Tbeologie des Alten Testaments (Munich) I, 293, y II, 289 (ed. española: Teología del Antiguo Testamento, 2 vols.; Salamanca 2 1973 y 31974). 4
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6 En el primer judaismo, Moisés recibe los nombres de profeta, rey y sacerdote. Moisés profeta: en Filón (cf. W. Meeks, The Prophet-King, op. cit., 115-116 y 125192); en Josefo (W. Meeks, op. cit., 137-138); en los apócrifos (ibíd., 147-156); en Qumrán (ibíd., 172-173). Moisés sacerdote: en Filón (ibíd., 113-120); en Josefo (ibíd., 136-137); en Qumrán (ibíd., 174-175). Moisés rey: en Filón (ibíd., 107-117); en Josefo (ibíd., 134-136); en Qumrán (ibíd., 147-154). Moisés hierofante o iniciador místico: en Filón (ibíd., 120-122); en el samaritanismo (ibíd., 243-244). Finalmente, Moisés como «ser divino» (divus Moyses): en Filón (ibíd., 103-107, 110-111); en el samaritanismo (ibíd., 256); y Moisés en cuanto paráclito o abogado ante Dios: en Josefo (ibíd., 137); en Filón (ibíd., 118); en el samaritanismo (ibíd., 254-255). Todo este conjunto es lo que nosotros denominamos «sinaitismo». Cf. bibliografía en la nota 8.
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CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE JUAN
nos rasgos de esta mística los encontramos ya en el Eclesiástico: «Amado de Dios y de los hombres, bendita es la memoria de Moisés: le dio gloria como de un Dios, lo hizo poderoso entre los grandes; a su palabra se precipitaban los signos, le mostró poderosamente el rey, lo mandó a su pueblo y le mostró su ¿orla; por su fidelidad y humildad lo escogió entre todos los hombres, le hizo escuchar su voz y lo introdujo en la nube espesa; puso en su mano los mandamientos, ley de vida y de inteligencia...» (Eclo 45,1-5: palabras en que se perciben ya algunos motivos joánicos). Pero esta mística de Moisés siguió evolucionando en el primer judaismo. La muerte de Moisés es considerada ya (como para Juan la muerte de Jesús) una elevación y anabasis, una ascensión al cielo 7 . El Moisés glorificado junto a Dios comunica además, mediante la gracia de un nuevo nacimiento, el acceso a la visión de Dios. En esta tradición, Moisés asume los rasgos de una figura mesiánica, real s . Para Filón, Josefo y el rabinismo posterior, Moisés es de hecho un rey mesiánico, al mismo tiempo que el siervo doliente de Yahvé: divino (theos, no ho theos; cf. Jn 1,1c con Jn 1,1b). Esta mística de Moisés floreció también entre los samaritanos, hasta tal punto que algunos historiadores hablan no sólo de «sinaitismo», sino también de «samaritanismo». Aunque no se ha aclarado suficientemente la relación de la tradición joánica con Samaría, muchos exegetas ven fuertes contactos entre la comunidad joánica y la misión samaritana (cf. Jn 4). Aunque aún no se ha dicho la última palabra sobre el tema, parece innegable cierta relación entre «joanismo» y «samaritanismo» 9.
Al analizar la peculiar .tradición joánica he visto confirmadas las ideas básicas de mi libro Jesús, 'la historia de un viviente. También esta tradición veía al principio en Jesús el profeta escatológico semejante a Moisés, pero superior a él: una tradición de la Iglesia antigua, de la que se encuentran claras huellas en el Evangelio más antiguo, el de Marcos. Me 1,2 inicia su Evangelio con una referencia explícita a Ex 23,20; Mal 3,1 e Is 40,3 (en la época de Jesús, éstas eran las fuentes en que se inspiraba la idea del «profeta escatológico»). «Mira, te envío mi mensajero por delante, para que te prepare el camino» (Me 1,2). «Por delante» de Jesús es enviado Juan Bautista, el cual debe anunciar «al profeta que viene después de Moisés y es mayor que Moisés»: «un profeta de entre vosotros, de entre vuestros hermanos» (cf. Dt 18,15-18 con Me 6,4). Además, en Me 6,14-16 se rechazan tres falsas identificaciones de Jesús como profeta: a) Jesús no es Juan Bautista resucitado (Me 6,14), cuyo cadáver está en la tumba (Me 6,29); b) tampoco es Elias, quien de hecho había sido identificado con el Bautista (Me 1,2 y 9,11-13); c) finalmente, Jesús no es «un profeta comparable a los antiguos» (Me 6,15). No, él es el «profeta en la línea de Moisés», «semejante a Moisés, pero mayor que Moisés», el profeta escatológico: Elias, después Moisés, después Jesús (Me 9,2-9). La conclusión es obvia: «Escuchadlo» (Me 9,7; una referencia implícita a Dt 18,15, que en tiempos de Jesús se incluía en la tradición del profeta escatológico semejante a Moisés). En todos los evangelios hallamos el motivo de que Jesús es profeta, pero «no comparable con los antiguos». En ningún texto se ataca la concepción de Jesús como el profeta, sino la idea de que sea un profeta «comparable a los antiguos». Encontramos exactamente lo mismo —visto desde otro ángulo— en la tradición joánica. Esto llama tanto más la atención cuanto que la comunidad joánica (a través del «discípulo que Jesús amaba»; cf. infra) tenía sus más antiguas raíces claramente en los círculos jerosolimitanos de Esteban, es decir, en la Iglesia madre de Jerusalén: se trataba de cristianos greco-judíos que posteriormente huyeron de Jerusalén a Samaría, y luego a Siria o Alejandría (aunque no dispongo de argumentos concluyentes para afirmar esto último). Precisamente en este contexto, el discurso de Esteban que Lucas presenta en Hch 7 es extremadamente interesante (al menos porque se han demostrado algunas afinidades entre el Evangelio de Juan y ciertas tradiciones de Lucas). El discurso de Esteban (Hch 7,2-53), en mi opinión, presenta a Jesús como el profeta escatológico semejante a Moisés, pero mayor que él. Moisés «fue elocuente y hombre de acción» (Hch 7,22), pero los ioudaioi (los habitantes de Judea) no comprendieron que Dios quería procurarles la salvación (sotena) por medio de Moisés (7,25), el cual había sido enviado como «jefe (archon) y liberador (quien expía pagando el rescate con muchos padecimientos: lytrotes)» por Dios «al pueblo» (7,35), y ello «realizando prodigios y signos» (7,36). «Fue Moisés quien dijo a los israelitas: Dios suscitará entre vuestros hermanos un profeta como yo» (7,37; donde se hace referencia explícita al texto clásico sobre el profeta escatológico semejante a Moisés [Dt 18,15.18-19], según la interpretación del primer judaismo). En estos círculos de Esteban, asen-
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7 M. McNamara, The Ascensión, art. cit.: «Scripture» 19 (1967) 65-73; W. Meeks, The Prophet-King, op. cit., 216-257; G. Wehmeier, Hh, en ThHandWAT 11,^272-290. 8 Bibliografía: sobre la mística y la tipología mosaicas (el profeta escatológico mayor que Moisés, el sinaitismo, etc., y su influencia en el Evangelio de Juan): T. Glasson, Moses in the Vourth Gospel, 20-31 y 48-105; W. Meeks, The Prophet-King, espec. 100-175 y 286-319; J. L. Martyn, History and Theology, 122-125; H. H. Teeple, The Mosaic Eschatological Prophet (Filadelfia 1957); L. Perlitt, Moses ais Prophet: EvTh 31 (1971) 588-608; F. Schnutenhaus, Mosestraditionen, op. cit.; H. Gressmann, Der Messias (Gotinga 1929) 182-192; F. W. Young, Jesús, the Prophet: A Re-examination: JBL 68 (1949) 285-299; E. L. Alien, Jesús and Moses in the New Testament: ExpT 67 (1956) 104-106; R. H. Smith, Exodus Typology in the Vourth Gospel: JBL 81 (1962) 329-342; R. Bloch y otros, Móise, l'homme de l'Alliance (París 1955) 93-167; R. le Déaut, La Nuit paséale (Roma 1963) 298-338; A. Lacomara, Deuteronomy, art. cit.: CBQ 36 (1974) 65-84; J. P. Miranda, Der Vater, der mich gesandt hat (Berna-Francfort 1972). También: M. Abraham, Légendes juives apocryphes sur la vie de Móise (París 1925); id., John and Qumran (ed. por J. H. Charlesworth; Londres 1972). 9 W. Meeks, The Prophet-King, 216-220; con algunos matices distintos en Am I a Jew?, op. cit., 163-186; G. Wesley Buchanan, The Samaritan Origin, op. cit., 149175; E. Freed, Samaritan Influence, op. cit., 580-587; O. Cullmann, Der johanneische Kreis, op. cit., 55-56; J. Bowman, Samaritanische Prohleme, op. cit.; H. Kippenberg, Garizim und Synagoge, op. cit.; J. Macdonald, The Samaritan Doctrine of Moses: ScJTh 13 (1960) 149-162; The Theology of the Samaritans (Londres 1964); J. Beutler, Martyria, op. cit., 347-349. Cf. también R. Coggins, Samaritans and Jews (Oxford 1975).
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tados primero en Jerusalén (a los que alude también el «discípulo amado» joánico), Jesús es considerado como el profeta mosaico de los últimos tiempos, enviado por Dios y rechazado por su pueblo (Hch 7,17-44): una temática joánica. (Más adelante quedará claro que el concepto joánico de «cordero de Dios» tiene su origen en la tradición del siervo de Yahvé mosaico, en la versión del Deuteroisaías). Todo esto significa que el primer judaismo, mediante la combinación del Deuteroisaías y el Tritoisaías10, puso a disposición del cristianismo la figura del «ungido con Espíritu de Dios» y, por consiguiente, el significado mesiánico del siervo de Yahvé mosaico. Además de la tradición de un Hijo de David mesiánico, existía la de un mesías mosaico: el profeta escatológico. En la tradición joánica no sólo aparece la peculiar relación del profeta escatológico semejante a Moisés con Dios, sino también la específicamente mosaica con el pueblo escogido de Dios. Desde el principio, el Evangelio de Juan defiende la mesianidad de Jesús (ya inmediatamente después del prólogo, en la perícopa sobre Juan Bautista: 1,41). Sin embargo, si miramos con atención, veremos que Juan no defiende el mesianismo davídico, sino el mosaico: el profeta escatológico mesiánico semejante a Moisés, un motivo vigente en ciertos ambientes palestinenses y samaritaños. La peculiaridad de este mesías mosaico parece constituir el trasfondo del resumen joánico de la actividad de Jesús: Jn 12,44-50 (cf. Jn 3,2; 3,14a; 6,14; 7,31.30; 9,17). Los exegetas de diversas filiaciones deben admitir que en esta perícopa el Evangelio de Juan refleja la tendencia fundamental del joanismo. En ella —con una mirada retrospectiva a la actividad pública de Jesús— Juan resume la automanifestación de Jesús. Jn 12,44-50 constituye una unidad literaria, pero está integrada como un elemento parcial en el proyecto final del cuarto evangelio, dentro del cual tiene como objetivo exponer el núcleo de la cristología joánica. Y este evangelio joánico —el mensaje del Jesús joánico— dice así: quien cree en Jesús, cree realmente en el Padre, que lo ha enviado; quien ve a Jesús ve al Padre. «Yo he venido al mundo como luz, para que ninguno que cree en mí quede a oscuras» (12,46; cf. el prólogo). Jesús no ha venido para juzgar, sino «para salvar al mundo» (12,47). Sus palabras son de salvación y de vida. Rechazar a Jesús es rechazar al Padre, que lo ha enviado. Tal es el resumen. Ni siquiera un exegeta tan cauto como R. Schnackenburg se atreve a negar aquí la presencia de la llamada «tradición sinaítica» n . Tanto en Jn 12,50 como en Dt 32,47 se establece una relación entre «encargo recibido de lo alto» y vida eterna. «Moisés les dijo: fijaos bien en todas las palabras que yo os he conminado hoy, y mandad a vuestros hijos que pongan por obra todos los artículos de esta ley. Porque no son palabra vacía para vosotros, sino que por ella viviréis...» (Dt 32,46-47). En el primer judaismo, la Tora era llamada luz y vida. Sin embargo, afirma Juan, «no fue Moisés quien os dejó el pan del cielo» (Jn 6,31-53): «yo soy el pan
de la vida» (6,35). Jesús habla desde una relación personal con Dios (8,26; 3,32). Es la tradición que identifica al enviado con la persona que lo envía, «porque lleva mi nombre» (Ex 23,20-23) 12 : «un criado no es más que su amo ni un enviado más que el que lo envía» (Jn 13,16); «porque no he bajado del cielo para realizar un designio mío, sino el designio del que me envió» (Jn 6,38); «el que busca el prestigio del que lo ha enviado, ése es veraz» (7,18; cf. 8,18.26.29.42). Jesús es el enviado escatológico y definitivo de Dios, en él reside la plenitud de la gracia y la verdad (1,14; 1, 14-18 se sitúa en la tradición del sinaitismo; cf. infra). Esta idea es de gran importancia porque la preexistencia —si bien es una idea joánica— no puede identificarse siempre con «venir de Dios» (por ejemplo, 13,3; 7,28-29; 8,42). «Ser enviado por Dios» no significa de por sí «ser preexistente»; la preexistencia tiene un contenido formal diferente. Debemos, en fin, tener muy en cuenta el enunciado de Juan: «El Padre es más que yo» (14,28). «Quien me recibe a mí recibe al que me ha enviado» (13,20). «Moisés» se dirige a su pueblo basándose en su trato íntimo y peculiar con Dios, en un encuentro «cara a cara» con Dios (cf. supra). Juan compone todo su evangelio según este modelo: Moisés y el profeta escatológico semejante a Moisés. Desde el punto de vista exegético, se ha señalado que esta figura escatológica de Moisés es uno de los principios estructurales del Evangelio de Juan 13. Por otro lado, numerosos exegetas (cf. infra) han insistido en la importancia hermenéutica de las «fiestas judías» (precisamente en su significado mosaico). También a numerosos exegetas les ha llamado la atención el hecho de que, en el Evangelio de Juan, Jesús es «acogido» en Galilea y Samaría, mientras que Judea, Jerusalén y su comarca —los ioudaioi, como dice Juan— rechazan a Jesús. Es de notar asimismo que el Jesús joánico realiza milagros de tipo «mosaico» y también milagros que, en su día, realizaron los profetas del reino del Norte (la Galilea de entonces), especialmente Elias y Elíseo (Jn 2,1-11; cf. 1 Re 17,1-6 y 2 Re 4,1-17). Una serie de detalles demuestran la simpatía de la comunidad joánica hacia Samaría (Jn 4,7-28; 1,47-51). Además, el cuatro evangelio no conoce el concepto de «hijo de David» (tradición jerosolimitana). Y algunos especialistas señalan varios «samaritanismos» en el Evangelio de Juan (Efraín: Jn 11,54; el monte Garizín: 4,20, etc.). En particular, la huida de los círculos de Esteban a Samaría debió de influir en las raíces más hondas de la tradición joánica (4,31-38). Numerosos indicios hacen suponer que los «helenistas» de Jerusalén, judíos de habla griega que pertenecían a la comunidad más antigua de la Iglesia de Jerusalén —los llamados «círculos de Esteban»—, estuvieron relacionados con las raíces más antiguas del joanismo. Ya hemos aludido al discurso de Esteban, cuyo punto central es el mesías mosaico. Y hemos dicho que esa idea del mesías profético mosaico del final de los tiempos está relacionada con el «justo doliente». En el mismo discurso, el Jesús «mosaico» recibe el
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Cf. Jesús, la historia de un viviente, 409-417 y 451-463. R. Schnackenburg, ]ohannesevangelium, op. cit., .II, 529.
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" Sobre la identificación judía entre el que envía y el enviado, cf. Strack-Billerbeck, ! v)0; II, 558; K. Rengstorf, apostólos, en ThWNT I, 414-420. " Jesús, la historia de un viviente, 444-445.
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nombre de «Justo... asesinado» (Hch 7,52). Pero hay otras afinidades entre este discurso y el Evangelio de Juan. Ante todo, la actitud de los círculos de Esteban, que rechazan el templo como lugar fijo para adorar a Dios, motivo por el cual, a diferencia de los otros judeocristianos (Hch 8,1), fueron perseguidos por los judíos. Esteban compara la construcción del templo con la apostasía de quienes adoraron el becerro de oro (Hch 7,41-48). También Juan desvincula la adoración a Dios tanto del templo de Jerusalén como del monte Garizín (Jn 4,20-23): «Se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén... se acerca la hora o, mejor dicho, ha llegado, en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre con espíritu y verdad» (4,21.23b). Dios habita ahora en la sarx (Jn 1,14a) de un Jesús que va y viene de Judea y Galilea; esa sarx es «la tienda del encuentro» (eskenosen, 1,14b). También Esteban habla en su discurso expresamente de la «tienda del testimonio» (Hch 7,44: he skene tou martyriou; cf. skenoma: Hch 7,46). «El Altísimo no habita en edificios construidos por hombres» (discurso de Esteban, Hch 7,48). La revelación definitiva de Dios ya no está ligada a un país o a un lugar determinado, sino a la persona itinerante de Jesús. Es de notar además la discusión de que nos habla Jn 7,42-52. Según unos, el Mesías no puede venir de Galilea (7,42), pues la Escritura dice que el Mesías davídico debe venir de Judea, de Belén, la ciudad en que nació David. En este pasaje es importante la contraposición que Juan encierra en el término hoi ioudaioi, los de Judea: contraposición entre Galilea y Judea. Sin embargo, esta contraposición (geográfica) tiene resonancias religiosas. «Se originó división (schisma) entre la gente» (7,43). Para los de Judea (sumos sacerdotes y fariseos, 7,45), creer en Jesús equivale más o menos a «venir de Galilea» (7,52), lo que les lleva a decir: «Estudia y verás que de Galilea no puede salir el profeta» (7,52b). En otras palabras: Juan ve en Jesús al profeta del Norte, al mesías escatológico mosaico, y no al mesías judío davídico. Las tradiciones sobre los milagros de Jesús provienen también de Galilea 14, y los signos que realiza Jesús en el Evangelio de Juan apuntan a Moisés, Elias y Elíseo. Moisés es no sólo el «siervo de Yahvé doliente», sino también rey. El reinado de Jesús no es de este mundo, sino que estriba en su trato personal, cara a cara, con Dios; no es un hijo de David de este mundo. Jn 1,51 es muy significativo en este contexto: «Sí, os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar al servicio del Hijo del hombre». Este texto alude claramente a «Betel», el lugar de la revelación de la gloria de Dios (Gn 28,12). Jacob vio cerca de Jerusalén la escalera, el punto de contacto entre lo celeste y lo terrenal. Para Juan, en cambio, ese lugar es sólo el Hijo del hombre, no Jerusalén: Jesús —su cuerpo como templo (Jn 2,21; cf. 1,14b)— es en lo sucesivo el lugar de la revelación de Dios, el lugar donde Dios es adorado «con espíritu y verdad» (4,23). En el discurso de Esteban se habla también del Hijo del hombre, pero de un Hijo del hombre que está «de pie» (Hch 7,55-56), es decir, de Je-
sus, que actúa con autoridad «a la derecha de Dios» como Paráclito o defensor de la causa de Esteban, del «justo doliente». Al igual que Moisés en el pasado, Jesús ahora provoca una división de actitudes: aceptación o repulsa, dice Esteban repetidamente en su discurso. Dios quería «salvar por medio de Moisés» al pueblo, pero «no lo comprendieron» (7,25), «nuestros padres no quisieron escucharlo, lo rechazaron» (7,39). Son, pues, numerosas las afinidades entre el Evangelio de Juan y el discurso de Esteban. Ahora bien, tras la muerte de Esteban, los cristianos que giraban en torno a él huyeron a Samaría (Hch 8,1), donde obtuvieron un buen éxito con ocasión de la primera gran misión judeocristiana (Hch 8). También los samaritanos rechazaban el culto del templo de Jerusalén (aunque estaban vinculados al monte Garizín; pero eran menos radicales que los círculos judíos heterodoxos y, sobre todo, que los cristianos pertenecientes a los círculos de Esteban). Sin embargo, y esto explica quizá el éxito de aquella misión cristiana, debido a que tenían los mismos presupuestos sincretistas, heterodoxos para el judaismo (sobre todo en lo tocante al sinaitismo), poseían muchos elementos en común con aquella gente de Jerusalén, como Esteban y Felipe (los círculos de Esteban). Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, quiere destacar, sin duda, el papel de Pedro en la misión de Samaría 15, pero deja traslucir que la iniciativa partió de Felipe, un hombre del círculo de Esteban (Hch 8). El Evangelio de Juan muestra el mismo interés por la misión de Samaría (Jn 4). Juan quiere mostrar que fue el propio Jesús quien quiso aquella misión eclesial; para ello utiliza el modelo joánico de los dos planos: la vida de la Palabra encarnada, Jesús, es puesta en el mismo plano que la vida de la Iglesia. Lucas narra acertadamente la expansión del evangelio «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría, y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Conoce la tradición según la cual los «helenistas» de Jerusalén, judíos heterodoxos convertidos al cristianismo, es decir, el círculo de Esteban, tomaron la iniciativa de esta misión. En el Evangelio de Juan (Jn 21) no se puede negar cierta tensión entre este grupo de primeros cristianos y Pedro y «los Doce». El grupo «joánico» acepta plenamente la autoridad de los apóstoles (no se puede hablar, como sostienen algunos, de antipetrinismo), y ésta actúa en favor de la peculiaridad cristiana del grupo: Pedro tiene que admitir el destino del «discípulo preferido» (Jn 21,15-23; destino que viene a coincidir con la peculiaridad cristiana de la comunidad joánica); no obstante, Pedro ejercía cierto control sobre este grupo misionero (Hch 8,14-17). (La tensión se advierte también en Mt 10,15: «No entréis en las ciudades de Samaría; los habitantes de Judea daban un rodeo para no atravesar Samaría cuando se dirigían a Galilea). En el relato de la samaritana, el Jesús joánico dice: «Levantad la vista y contemplad los campos; ya están dorados para la siega» (Jn 4,35). Jn 4 muestra que Jesús siembra y la misión samaritana de los discípulos de Esteban recoge (cf. Jn 4,37-39; Hch 8,34-40). Ya vamos conociendo las raíces más antiguas, palestinenses, del Evan-
Ibtd., 444ss.
" Ihhl.,
101-102 con 333-345.
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gelio de Juan. Unos cristianos pertenecientes a los círculos judíos llamados «heterodoxos» mostraron desde el principio —ya cuando estaban en Jerusalén—, dentro de la única Iglesia, su peculiaridad como cristianos (el círculo jerosolimitano de Esteban); estos cristianos tuvieron que huir de Jerusalén, mientras que los cristianos más acordes con la ortodoxia judía no tuvieron dificultades con los judíos y permanecieron en Jerusalén (Hch 8,1), no sin mostrar cierta reticencia frente a aquellos «desertores» cristianos. El judaismo «heterodoxo», los cristianos que en Jerusalén seguían la línea de Esteban y el «samaritanismo», son las primeras grandes raíces fundamentales del Evangelio de Juan 16. Esta es, en una síntesis prudente, la tendencia que han seguido las investigaciones sobre Juan en los últimos años (y digo «prudente» porque algunos exegetas van mucho más allá y sostienen, entre otras cosas —a mi modo ver, sin razón—, que el responsable de toda la tradición joánica fue un samaritano convertido) ". Así, el esquema, teóricamente superado, de «cristianos judíos» y «cristianos de origen pagano» se ve ampliado con la idea de que en ei seno del cristianismo judío hay que contar con más diferencias de las que se pensaba. El judaismo (y el cristianismo) palestinense era más helenista y sincretista de lo que habíamos imaginado, sin dejar por ello de ser auténticamente judío. Históricamente, no se puede considerar el Evangelio de Juan como una rara avis «helenista» en el conjunto del Nuevo Testamento. El carácter originariamente palestinense del joanismo es sólo una de las muchas pruebas que podríamos aducir a este respecto 18 .
contra los naturales de Judea la figura de «Moisés». «Hay uno que os acusa, Moisés, en quien ponéis vuestra esperanza» (Jn 5,45). Ya en 1,17 se ve una contraposición entre «Moisés» y «Jesús». Jesús es para Juan la realización suprema y definitiva del profeta escatológico semejante a Moisés (Dt^ 18,15.16-19; cf. Jn 4,25; 8,28; 12,49-50). Para Juan, el reinado de Jesús es efectivo, pero él no es un rey davídico, sino mosaico. El primer judaismo y el samaritanismo hablaban de «Moisés rey» 19. Para Juan es el profeta real semejante a Moisés (cf. Jn 3,14 con Nm 21,8-8 [griego]; cf. también Jn 19,18 con Ex 17,12; y la estancia de Jesús en el desierto en la versión de Juan: Jn 6; asimismo, Jesús y Moisés como «el pastor»: Jn 10). Algunos autores, especialmente T. Glasson, ven además un paralelismo entre Moisés y Josué, por una parte, y Jesús y sus discípulos, por otra 20 (a mi juicio, esto es poco claro, si no improbable; lo mismo que la hipótesis de A. Lacomara, para quien Juan sigue en el discurso —o discursos— de despedida de Jesús el modelo del discurso de despedida de Moisés21). Personalmente, sostengo que la primera inspiración de la tradición joánica reside en la identificación de Jesús de Nazaret con el profeta escatológico semejante a Moisés, que supera todas las expectativas (cf. el discurso de Esteban en los Hechos de los Apóstoles); sostengo asimismo que esta identificación de Jesús como el nuevo Moisés, el cual habla con Dios «cara a cara», como si fuese su amigo, utiliza otro motivo: el de las figuras de salvadores celestes que descienden y ascienden, modelo que tiene también raíces judías.
Todo esto viene a confirmar el punto de vista que adopto en esta discusión (teniendo en cuenta los estudios joánicos de los últimos diez años). La tradición joánica tiene unas raíces hondamente judías, palestinenses, pero no tanto en la «ortodoxia» judía cuanto en las comunidades marginales, no oficiales (razón por la cual algunos historiadores las califican de «heterodoxas»), no fariseas, pero auténticamente judías. La tradición joánica se mueve en la tradición del sinaitismo característico del primer judaismo (aunque con rasgos propios debidos a la influencia del samaritanismo); en otras palabras: está en la línea de la mística judía de Moisés (línea que a partir de ahora, para abreviar, llamaremos «sinaitismo»). La reacción del Evangelio de Juan (contra ciertas tradiciones joánicas) demuestra palpablemente que esa mística sinaítica en torno a Moisés podía ser un peligro para los cristianos. El cuarto evangelio critica (aunque no es ése su objetivo primario) los peligros que el propio joanismo encerraba en su seno, y la crítica se hace cada vez más acerba: desde el Evangelio de Juan, pasando por la primera carta, hasta llegar a la segunda. Desde su posición sinaítica propia, el Evangelio de Juan (análogamente a como Pablo esgrime la figura de Abrahán contra «los judíos») aducirá como argumento 14
O. Cullmann, Der johanneische Kreis, op. cit., 45-56; J. Martyn, History and Theology, 97-100. 17 Esta es la tesis, errónea en mi opinión, de B. W. Buchanan, op. cit., 175. Cf. también R. Kynar, The Fourth Evangelist, op. cit., 160-162. 18 No faltan motivos para hablar de cierto «joanismo» en la carta a los Hebreos.
2.
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El modelo joánico del descenso y ascenso
En el diálogo entre Nicodemo y Jesús (según la redacción definitiva del evangelio) aparece expresamente el modelo del ascenso y del descenso. Este modelo tiene una función específica en el diálogo. Pero ante todo (por motivos teológicos) considero conveniente analizar «el modelo» en sí mismo. Evidentemente, para el Evangelio de Juan es fundamental la distinción entre lo terreno o «carnal» (ta epigeia) y lo celeste (ta epourania) (3,12), distinción que ya hemos encontrado en la carta a los Hebreos (la cual tiene muchas afinidades con el joanismo) y también en Rom 7 y 8 (en un sentido más antropológico). Juan nos explica exactamente esta distinción. «Dios es pneuma» (4,24), y el autor nos aclara: «De la carne (sarx) nace carne, del espíritu (pneuma) nace espíritu» (3,6). El ser está determinado por su origen. Desde el principio, únicamente la esfera celeste es «pneumática», y lo terrenal es «carnal» (sarx). El ser del hombre no tiene, pues, " T. Glasson, Afoses in the Fourth Gospel, op. cit., 20-31; W. Meeks, The ProphetKing, op. cit., 107-117, 129-130, 134-136, 147-154, 177-196 y 227-238. 20 T. Glasson, op. cit., 48-105. 21 En mi opinión, es acertada, aunque un tanto exagerada, la interpretación que í.acomara (op. cit.) hace del discurso de despedida de Jesús a la luz del discurso de despedida pronunciado por Moisés.
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CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE JUAN
nada que ver con lo «pneumático» (afirmación totalmente ajena al gnosticismo), aunque sea una criatura buena de Dios (1,3). Si el hombre desea participar en las realidades o esferas pneumáticas, tiene que nacer de nuevo virginal o pneumáticamente «del (agua y del) Espíritu» (3,5; cf. 1,13); de lo contrario, no podrá entrar en el reino de Dios (3,5), pues ese reino es pneuma (4,4). Aunque el hombre es criatura de Dios, es «no pneuma», «no Dios», no tiene en su ser un núcleo pneumático. No obstante, el Pneuma, Dios, es creador de la tierra y del hombre (1,2), el cual, en cuanto hombre, no tiene «gracia y verdad» (1,14b), es decir, no posee la sabiduría que viene de lo alto. Sobre este trasfondo resulta comprensible el cuarto evangelio. La salvación, la vida eterna del hombre, sólo es posible gracias a una iniciativa de lo alto, del reino pneumático. La luz, que es un elemento propio del reino pneumático, tiene que aparecer en este mundo carnal. Mediante imágenes de tipo espacial —descender y ascender—, el Evangelio de Juan desarrolla todos estos conceptos. Pero el mismo evangelio (cf. infra) anulará radicalmente esas categorías espaciales insistiendo en la reciprocidad de las relaciones de amor entre Dios-Pneuma y el hombre creyente, gracias a Jesucristo, que ha sido enviado por el Dios-Pneuma. El mayor «mitólogo» de todos los autores neotestamentarios es, al mismo tiempo, un exponente de la «desmitificación». La idea de «descender» o «bajar» responde a la imagen del mundo que tenía la Antigüedad: arriba, aquí, debajo. El cielo, el lugar donde Dios habita por propio derecho, es el plano más alto de nuestro universo (Sal 29,3.10; 104,3). Esta concepción suponía ya la superación de otra más antigua, según la cual la morada de Dios estaba «vinculada» a una piedra, una zarza o un lugar de culto. Si Dios vive «allá en lo alto», cualquier teofanía o manifestación de Dios será considerada como un «descenso» de Dios. Descenso (katabasis, katabainein) es, en el Antiguo Testamento, una terminología de revelación, mientras que la anabasis, el ascenso, significa el final de la revelación de Dios (cf. Gn 17,22; Sal 47,6; 68,19). Es de notar a este respecto que en el discurso de Esteban se alude «al Dios de la gloria que se aparece a...» (Hch 7,3) y a que Dios «bajó a librar a su pueblo» (Hch 7,34). En el Antiguo Testamento, «bajar» y «subir» están relacionados, pues, con las revelaciones de Dios (cf. Ex 24,16 con Ez 9,3; 11,23; cf. también Is 13,14-15; Prov 30,4). A este respecto, es particularmente interesante el caso del ángel que trajo a Tobías el remedio de Dios. Una vez cumplida su misión, dice el ángel: anabaino pros ton aposteilanta me; «subo ahora al que me envió» (Tob 12,20; es la misma terminología «joánica»). Desde el punto de vista judío, «bajar» y «subir» era una imagen corriente mucho antes de que hiciese su aparición cualquier tipo de gnosis. Teniendo en cuenta aquella imagen del mundo, «descender» y «venir de Dios» eran términos sinónimos. Con esta base estamos en condiciones de analizar Jn 3,13-21 y 3,31-36.
sino a su envío desde lo alto. En 3,13-21, el Evangelio de Juan razona exactamente al revés; parte de unos supuestos distintos (el punto de vista de los himnos de la Iglesia antigua a partir de la experiencia pascual): sólo sube quien antes ha bajado (3,13; cf. Ef 4,8-9). Por eso, Juan aplica al Jesús terreno, en virtud de su preexistencia, atributos que el Nuevo Testamento reconoce sólo al Jesús resucitado o pone en labios del Jesús terreno tomándolos del Cristo exaltado. Como Jesús viene de arriba, puede «dar testimonio de lo que ha visto y oído» (3,32) mientras vivía junto al Padre. Esto es una novedad en el Nuevo Testamento. Por su preexistencia (cf. 1,18; 6,38.46; 8,26.40; 15,15), el Jesús joánico puede con autoridad revelarse —ego eimi, yo soy...— y puede revelar al Padre como salvación, meta y camino para todos (14,4-11), como acceso o «camino hacia el Padre» (14,9b). Lo que el Hijo posee singularmente del Padre —el conocimiento de Dios (17,6), la vida (5,26; 6,57), la gloria (17,5.22)— puede comunicarlo plenamente —«de su plenitud» (1,16)— a los demás, siempre que crean en él (como Moisés en el discurso de Esteban: «Moisés recibió palabras de vida para transmitírnoslas. Pero nuestros padres no quisieron escucharlo», Hch 7,38-39).
a) Jn 3,31-36. «Jesús viene de arriba» (3,31) y, por consiguiente, «está más alto que nadie» (3,31b). Esto se debe no sólo a su resurrección,
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Con esta katabasis o descenso del cielo, es decir, con el envío de Jesús por parte del Padre, Juan no ofrece una teología trinitaria, sino una cristología. Debido a su preexistencia, el Jesús terreno posee el don del conocimiento y poder salvífico: «El enviado de Dios comunica los mandatos de Dios: él —gramaticalmente, en mi opinión, este pronombre no se refiere a Dios, sino a Jesús— otorga sin medida su Espíritu. El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en su mano» (3,34). Aquí no se acentúa solamente la muerte y resurrección de Jesús, sino también su envío, lo cual no quiere decir que se deje de lado la particular importancia que reviste la muerte. Todo lo contrario: la muerte recibe un particular significado joánico. Según esto, en la actividad terrena de Jesús en Galilea y Jerusalén, quien habla no es el Cristo glorificado retroproyectado sobre el Jesús terreno, como sucede en el relato kerigmático de los sinópticos, sino el Jesús terreno a partir de sus experiencias «preexistentes» al lado de Dios. Jesús habla con plena conciencia de que procede «de arriba» (3,31a). A pesar de su unidad con el Padre, en la tierra Jesús no está «al lado del Padre» (implícito en 17,5); Jesús está al lado del Padre solamente en su preexistencia y su «posexistencia» (3,13.31; 6,62; 13,1; 16,28). Sin embargo, en la tierra «el Padre está en él» y «él con el Padre» (14,10; 14,11; 14,20; 10,30.38; 16,32; 17,21), y el Padre está «con el Hijo» (16,32). Por tanto, quien ya ahora, durante la vida terrena de Jesús, «crea en el Hijo posee vida eterna» (3,36). En la tradición Q se decía que tomar postura ahora, a favor o en contra de Jesús, es una decisión de graves consecuencias, escatológicas (o, lo que es lo mismo, futuras) (Mt 10,32-33 = Le 12,8-9; son los propios sinópticos los que aclaran esta idea: Mt 12,32; Le 12,10; también en Me 3,28-29; probablemente se evoca un logion de Jesús: «dichoso el que no se escandaliza de mí», Q Le 7,23 = Mt 11,6). En Jn 3,36
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esta tradición adquiere un claro significado cristológico actual. Quien no crea durante la vida de Jesús, estando en contacto con él, ya está juzgado; quien crea, tiene vida eterna. No ver la vida quiere decir no ver el reino de Dios (3,3).
salvación y el juicio van unidos a la aparición de la persona de Jesús en nuestro mundo. De este resumen del modelo interpretativo joánico (Jn 3,13-21 y 3, 31-36) se deduce que el Evangelio de Juan utiliza un material de la tradición cristiana: a) La preexistencia es un dato prepaulino (Flp 2,6-11) y, en sentido sapiencial, paulino (el tema del envío: 1 Cor 10,4; 8,6; Rom 10,6-7; Gal 4,4-6; también Heb 1-3 es sapiencial). El Evangelio de Juan añade algunos rasgos propios (6,62; 8,14.58; 17,5.24) en relación con la plena conciencia que tiene Jesús de su propia preexistencia («preexistencia protológica»). b) En el Evangelio de Juan, la idea de la elevación de Jesús sobre todas las cosas está ya como implícita en el dinamismo de la encarnación y no sólo alcanza su punto culminante después de la muerte de Jesús, sino que comienza plenamente con su muerte, tras la cual acontece el retorno de Jesús al Padre, c) Juan y los sinópticos muestran una notable afinidad en el tema del «reino de Dios» (3,5; cf. 3,3), aunque para Juan significa «entrar en el mundo superior, celeste, del pneuma» (3,12.13.31; 8,21). d) «El Hijo del hombre». Juan conoce al «Hijo del hombre» de Daniel (Jn 5,27) y también el significado primariamente sinóptico del Hijo del hombre que ha de venir como juez (Le 12,8 par.; Me 8,38 par.; 13, 26 par.; 14,62 par.; Le 11,30 par.; 12,40 par.; 17,24.26.30 par.; Mt 13, 41; 19,28; 25,31; Le 18,8; 21,36). También los sinópticos relacionan la glorificación con el Hijo del hombre escatológico (Me 8,38 par.; 13,26; Mt 25,31), pero Juan piensa que esa gloria actúa ya en el Jesús terreno (de todos modos, se pueden encontrar indicios de ello ya en Le 22,69; 23,42-43; 24,26; Hch 7,55-56). Juan ha recogido la fórmula sinóptica y neotestamentaria «estar sentado a la derecha de Dios» en su concepto de «elevación»: no es, por consiguiente, un acto sucesivo y posterior a la fase de humillación: la crucifixión es ya elevación (Jn 3,14; 8,28; 12,32-34). Asimismo, el segundo grupo de enunciados sinópticos sobre el Hijo del hombre, es decir, los referentes a la pasión, muerte y resurrección (por ejemplo, Me 8,31 par.), los encontramos en Juan (3,14, aunque no con la misma estructura bimembre). Tanto en los sinópticos como en Juan subyacen, entre otros textos, Is 53 y 52,13. Conceptos preexistentes adquieren en el Evangelio de Juan un matiz distinto (12,23-24 con 12,34c; 13,31-32; 17,1-2). Sólo en lo tocante al tercer grupo de enunciados sinópticos sobre el Hijo del hombre no se observa ninguna relación entre Juan y los sinópticos22. En 3,13; 6,27.53.62; 12,23 y 13,31.32 aparece un tipo no sinóptico de Hijo del hombre, que desciende y asciende. En el Evangelio de Juan, más aún que en los sinópticos, el Jesús terreno es el «Hijo del hombre», pero Juan difiere de ellos tanto en la terminología como en el contenido. Juan desarrolla aquí un tema específico, independiente del material presinóptico. Evidentemente, en este punto no hay una base en común entre los sinópticos y Juan. La diferencia tiene su origen, al parecer, en la peculiaridad cristológica del modelo joánico: el contenido de katabasisanabasis no es para Juan un modelo, sino una realidad en relación con Je-
3) Jn 3,13-21. Si 3,31-36 habla de la katabasis u origen celestial de Jesús, 3,13-21 habla de la anabasis o retorno del Hijo al Padre: «nadie ha subido nunca al cielo excepto el que bajó del cielo...» (3,13). Ho Matabas (en aoristo, que indica un hecho realizado de una vez por todas en la encarnación) y, por otra parte, anabebeken (en perfecto), es decir, el que bajó ha subido, mora ya permanentemente en los espacios celestes. Según el Evangelio de Juan, la preexistencia de Jesús explica el significado pleno y auténtico de la fase final de la vida de Jesús: su elevación (muerte) y su resurrección o glorificación. Pero el retorno al lugar del que salió Jesús, el Hijo del hombre (3,13; 6,62; 13,31; 12,23), el retorno al Padre (13,1; 14,28; 16,5.28; 17,11.13; 20,17) se efectúa a través de la muerte. En el Evangelio de Juan, la muerte de Jesús es el comienzo de la elevación definitiva: «lo mismo que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto» (3,14b), también el Padre eleva a su Hijo al morir éste. Esta analogía con la elevación de la serpiente (Nm 21,8-10; 2 Re 5,21) es un dato del cristianismo primitivo, pero solamente Juan lo relaciona con la muerte de Jesús, entendida como elevación vivificante, la cual en el resto del Nuevo Testamento no tiene lugar sino después de la muerte, en la resurrección (de todos modos, Juan no niega este aspecto; cf. infra). En cuanto salvación (para el creyente), la muerte de Jesús es al mismo tiempo juicio escatológico (kekritai: 16,11; 12,31) para quien no cree. Dada la crítica situación en que se encontraba la comunidad joánica, frente a unos «judíos» que rechazaban la idea de un Mesías humillado y ejecutado, el Evangelio de Juan nunca habla abiertamente de la condición «kenótica» o de humillación del Hijo del hombre. Al contrario, lo importante en la vida de Jesús es la Palabra hecha hombre. La misma cruz aparece como la manifestación suprema del amor del Hijo y del Padre (3,16): la hora de la glorificación (12,23; 17,1; 13,1). Quizá Juan basa su concepción en Is 52,17, donde aparecen los dos términos, típicamente joánicos, «elevación» y «glorificación» (hypsothenai y doxasthenai: Is 52,13). Jesús ha venido del cielo «no para juzgar al mundo, sino para que el mundo por él se salve» (3,17). Vida-corrupción, salvación-juicio aparecen como términos contrapuestos: «El que no cree ya está juzgado» (3,18; 3,36); al que cree no se le juzga (3,18a; 5,24; cf. también 1 Jn 3,14). Juan concluye su breve exposición aludiendo al prólogo del evangelio: «El juicio consiste en esto: en que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus acciones eran malas. Todo el que practica lo malo detesta la luz y no se acerca a la luz, para que no se descubran sus acciones. En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz para que se vean sus acciones, porque están hechas como Dios quiere» (3,19-21). La propia encarnación es un jucio del mundo en la medida en que este mundo no reconoce la luz que luce en las tinieblas. En el Evangelio de Juan, la
a
R. Schnackenburg, ]ohannesevangelium, op. cit. I, 411-423.
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sucristo, el Hijo del hombre. El material del cristianismo primitivo adquiere en Juan otro significado, porque él parte de otro modelo cristológico. En el Evangelio de Juan, las pruebas que los sinópticos y todo el Nuevo Testamento aducen sobre la resurrección y exaltación de Jesús se convierten en pruebas de su preexistencia protológica.
habla de una anabasis y katabasis del personaje femenino de la sabiduría (Eclo 24; Bar 3,27-4,4; Sab 9,10; 7,27 y 8,10; 6,18-20; 8,13.17), siempre con un propósito salvífico (Sab 9,18; cf. 10,1.4.6.13.15). Lo mismo sucede en la literatura apocalíptica (1 Hen 42,1-2; 2 Bar 48,36; 2 Esd 5,9-10). Además, en su angelología, el judaismo precristiano conocía el modelo de la katabasis-anabasis. Primeramente, en relación con el mafak yahweh o ángel de Dios (Gn 19,1.13; 22,11-18; 16,13a; Ex 23,20-21): «tres hombres» que son un «ángel de Dios» (Gn 18,2-22; cf. Gn 32,24.25; Os 12,5; Jue 13,6.8). También se habla de «ir y venir de ángeles» (Ex 3,8; Jue 13,20), siempre con propósitos de ayudar, salvar o liberar (Gn 19,12ss; 22,11; 48,15-16; Jue 6,1 lss; Ex 3,2: aquí para sacar a Israel de Egipto). También «el ángel de la presencia» es un ángel salvador (Is 63,9). En Tob 3, 16-17.21; 8,3; 9,8-16; 12,3.14.15.19-20, el arcángel Rafael es un ángel que baja y salva. Asimismo, en los apocalipsis judíos no canónicos se habla de ángeles que descienden y ascienden25. En Qumrán también se conoce el tema de un ángel que baja y salva 26. Posteriormente, se mezcló esta angelología con tradiciones sapienciales. De tal unión nacieron identificaciones como sabiduría = logos = ángel. Según 1 Hen 42,1-2, la sabiduría bajó para establecer su morada en Israel, pero no habiendo logrado sus propósitos tuvo que volver a su lugar de origen y estableció su morada en el cielo, junto a los ángeles. En Sab 10,6, la sabiduría, como ángel de Yahvé, es la que salva a Lot. Israel fue sacado de Egipto por la sabiduría (Sab 10,15-16), mientras que en Sab 18,15 quien realiza esta acción es el ángel de Yahvé. Por otro lado, en Sab 9,1-2 la sabiduría es el Logos (cf. Eclo 24,3), el cual es presentado de nuevo en Sab 18,5 como ángel. Finalmente, Sab 9,17 une entre sí sabiduría y espíritu santo. Por tanto, la idea de una figura celestial que redime y salva, identificada más o menos nítidamente con la sabiduría, el logos, un ángel o con el espíritu santo, es un dato judío anterior al cristianismo, y plenamente vigente en los ambientes espirituales «no oficiales», pero auténticamente judíos. Así lo confirma Filón, quien identifica igualmente sabiduría, logos, pneuma y ángel2T.
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Esto nos ofrece ya una primera panorámica provisional del Evangelio de Juan: este evangelio es una actualización de tradiciones del cristianismo primitivo, siguiendo el modelo de la anabasis-katabasis. Esto dio pie a R. Bultmann para ver en Jn 3,13-21 y 3,31-36 un elemento gnóstico del mito del salvator salvandus et salvatus, un personaje redentor, una especie de prototipo mítico de la necesidad que tiene el hombre de redención y del modo en que «el hombre» puede alcanzar la redención, al igual que el «Adán» del Génesis es un prototipo de lo que el ser humano es últimamente en su posibilidad positiva y realidad fáctica. Después de Bultmann, el cual se apoyaba simplemente en los resultados a que entonces había llegado la escuela de la historia de las religiones, nuevas investigaciones históricas han comprobado que el mito gnóstico de un salvador que desciende del cielo era conocido de hecho en el siglo n d. C , pero en él había influido el judaismo y quizá también el cristianismo 2i . El dios anthropos (hombre primordial) está además íntimamente ligado a la concepción gnóstica del mundo y es inseparable de ella. El Evangelio de Juan no tiene, pues, nada que ver con la gnosis. Por otra parte, la gnosis no cayó «del cielo» en el siglo n d. C. La gnosis utiliza una serie de tradiciones anteriores a ella, y la tradición en que se inscribe el evangelista Juan es un ambiente espiritual que ofrecerá a la literatura «hermética» y a la gnosis ulterior un rico y variado material. Existe además el problema de si este «mito de salvación» es un elemento constitutivo de la gnosis posterior. Parece innegable (prescindiendo de las discusiones en torno a la gnosis) que ya antes del cristianismo y de la gnosis existían varias figuras de salvadores sujetos al esquema de descenso y ascenso, tanto en el mundo greco-romano como en el judaismo. Los dioses que descienden a este mundo para actuar como salvadores son un motivo greco-romano anterior al nacimiento del Nuevo Testamento 24 , conocido por el judaismo helenista. Ya en la literatura sapiencial se 23
Así, C. Colpe, Die religionsgeschichtiiche Schule. Darstellung und Kritik ihres Bildes vom gnostischen Erlósermythus (Gotinga 1968); E. Brandenburger, Adam und Christus (Neukirchen 1962); H. M. Schenke, Der Gott «Mensch» in der Gnosis (Gotinga 1962); U. Müller, Messias und Menschensohn in jiidischen Apokalypsen und in der Offenbarung des ]ohannes (Gütersloh 1972) espec. 114-116; cf. H. Joñas, Gnosis und spatantiker Geist, 2 vols. (Gotinga 31964 y 21966); R. Longenecker, The Christology of Early Jewish Christianity (Naperville 1970). 24 Véanse los nuevos estudios de G. W. McRae, The Jewish Background of the Gnostic Sophia-Myth: NT 12 (1972) 86-100; id., The Coptic Gnostic Apocalypse of Adam: HeyJ 6 (1965) 27-35; B. L. Mack, Wisdom Myth and Mytho-logy: Int 24 (1970) 46-60; id., Logos und Sophia. Untersuchungen zur Weisheitstheologie im hellenistischen Judentum (Gotinga 1973); H. B. Kuhn, The Angelology of the Noncanonical Jewish Apocalypses: JBL 67 (1948) 211-219; C. Talbert, The Myth of a Descending-
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Ascending Redeemer, op. cit., 418-440. Cf. Tácito, Historia, 4, 83-84; Virgilio, Églogas, 4; Horacio, Odas I, 2. 25 Testjob, 2-5; ApMo (ed. R. H. Charles, Oxford 1913, II, 127-129). Cuando muere Adán, bajan unos ángeles y llevan su alma al cielo; allí es purificado (37,2-3) y llevado por Miguel al tercer cielo, en espera del juicio final (37,4-6). También 3 Mac 6,18-31; TestAbr 9,17-18; 6,4; 8,11; 1,5-10; 7,3-17. 26 HQMelq: Melquisedec aparece aquí como un ángel salvador. 27 Cf. H. A. Wolfson, Philo (Cambridge, Mass., 21948) I, 253-266. La sabiduría es el Logos (De somniis I, 108-109; Legum allegoriae I, 65); el pneuma es la sabiduría (De creatione, 135; De gigantihus, 22,27); el logos es un ángel (Quis divinarum rcrum heres, 42,205; De cherubin, 35). La interrelación existente entre logos, hijo unigénito y ángel de Yahvé aparece claramente en De agricultura, 51. En Confus. linguarum, 146-147, se emplean indistintamente los términos «hijo», «logos» y «ángel», y en De somniis I, 215, se identifican con el sumo sacerdote. No obstante, hay que irner en cuenta que el logos no es para Filón una persona junto a Dios, sino la expresión del pensamiento de Dios; cf. R. Williamson, Philo and the Epistle to the llchrcws (Leiden 1970) 415ss.
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De todos estos datos se puede concluir, en mi opinión, que el trasfondo del Evangelio de Juan, en lo tocante al modelo utilizado, tiene que buscarse en ambientes judíos donde hallemos mezcladas las tradiciones sapienciales y la angelología judía. El hecho de que unos seres celestes y trascendentes reciban diversos nombres es un fenómeno típico del primer judaismo (y de la época helenista). El «salvador celestial» recibe diversos nombres: sabiduría, logos, ángel, hijo, «hombre», sumo sacerdote. Las Odas de Salomón M, escritas más o menos en la misma época que el Evangelio de Juan, suponen una ruptura radical con la «cristología angélica»; sin embargo, el Cristo redentor se representa siguiendo el modelo de la anabasiskatabasis29. A pesar de su carácter cristiano, estas Odas se inspiran abiertamente en el primer judaismo. El resultado de todo esto es que ya en la época del primer judaismo, con anterioridad al cristianismo, algunos círculos judíos no oficiales conocían el modelo de la anabasis-katabasis, y precisamente en relación con la figura de un salvador y redentor celeste: logos, sabiduría, ángel, una terminología que encontramos además en la llamada «cristología angélica» de los primeros Padres de la Iglesia30. El «modelo» en cuanto tal procede del primer judaismo. Implícitamente, este modelo está presente en Pablo: preexistencia, descenso, ascenso, parusía (Rom 8,34b; 1 Cor 15,24-27; Flp 3,20; cf. incluso 1 Tes 1,10; 4,16-17), si bien la anabasis aparece indirectamente en términos de exaltación. Gal 4,4-5 habla del «envío del Hijo» con un objetivo salvador (cf. Jn 3,17; 1 Jn 4,9; también Rom 8,3, que emplea el término típicamente joánico pempein, «enviar»). Asimismo: «entregó a su Hijo» (Rom 8,32, paredoken; en Juan, didonai; por ejemplo, Jn 3,16). Estas fórmulas de envío y entrega tienen sus raíces en la sabiduría judía (Sab 9,10; 9,17; Sab 9,17a. También es enviado el ángel de Yahvé: Gn 19,13; Ex 23,20-21, etc.). La idea del «envío» en relación con el título «Hijo de Dios» es quizá típica del judaismo egipcio31. Incluso en Gal 4,4-14 se da cierto nexo entre «Cristo» y «ángel». En la carta a los Hebreos, este modelo aparece más explícito: a) pre-
existencia (Heb 1,2; 9,11.26); b) descenso (2,17; 2,9.10.14.15; 5,8; 10, 10); c) ascenso (7,25-26; 9,12-24); d) parusía (9,28; 10,37). En esta carta es de notar que los títulos principales relacionados con el modelo de katabasis-anabasis son precisamente «Hijo del hombre» (Heb 1,2; 3,6; 4,14; 5,5.8; 6,6; 7,3; 11,28) y «Sumo Sacerdote» (4,14-16) y, además, que «el Hijo» es llamado apaugasma, imagen de Dios (1,3; Sab 7,26). Como hemos visto, esta carta sostiene cierta polémica contra los ángeles: Cristo no es un ángel, sino que se ha hecho hombre (1,4-2,16). En el cristianismo antiguo el culto a los ángeles constituía indudablemente un grave problema (cf. también Col 2,18). Al igual que las Odas de Salomón (y posteriormente Tertuliano), la carta a los Hebreos intenta eliminar el elemento «ángel» del conjunto conceptual formado por Hijo, Logos, Ángel, Sumo Sacerdote, Sabiduría.
28 Cf. J. H. Charlesworth (ed.), John and Qumran (Londres 1972); R. Harris y A. Mingana, The Odes and Psalms of Solomon (Manchester 1920); R. A. Culpepper, The Odes of Solomon and the Gospel of John: CBQ 35 (1973) 298-322. 29 OdSl 12; 29; 37; 41; 42; en especial, 12 y 22-23. Cristo es a la vez Hijo de Dios (OdSl 36; 41; 42) e Hijo del hombre (OdSl 36 y 41). Cf. J. Charlesworth, op. cit., 127-128. 30 Justino, Apol. I, 46 y 63; II, 10; Dial, contra Tryphonem, 61; 62; 126; 128-129; Hijo, Sabiduría, Ángel o Logos. También el Pastor de Hermas; OrSib 8; Epist. Apostolorum, 3; 13; 14 (Cristo asume la figura de un ángel en la anunciación a María). En Tertuliano, en cambio, vemos la intención expresa de eliminar «Ángel» del conjunto «Sabiduría, Logos, Hijo, Pneuma»; es un rasgo típico del pensamiento norteafricano (cf. Adv. Marc, 9). 31 Cf. Jesús, la historia de un viviente, 446-465; me parece, con todo, una pura hipótesis que esto sea típico del judaismo egipcio, como se ha afirmado en algunas ocasiones.
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El Evangelio de Juan emplea claramente ese mismo modelo judío: 1)
Preexistencia: Jn 1,1-3.10; 1,30.31; 3,31; 6,51; 8,58; 17,5.24.
2) Descenso con propósitos salvíficos: envío (3,17) o «entrega» (3,16; 6,38; 8,23.42); así, el Padre es visto en el Hijo: 14,9; 1,18; el que ha bajado «bautiza con Espíritu Santo» (1,33; 20,22), quita los pecados (1, 29), da vida eterna (3,16; 5,21.25.26; 6,26.51; 17,36) y vence «al jefe del mundo» (12,31). 3) Ascenso redentor: «volver al Padre» (13,3.33.36), «ser exaltado» (en el doble sentido) (12,32 y 12,28); ser glorificado (12,23; 13,32; 17,5); «irse» (16,7); enviar al Espíritu (14,16-17.25-26; 15,26-27; 16,7-11.13-15), preparar a los creyentes un sitio «en el cielo» (14,3). 4) Parusía: 5,28-29; 14,2-3 («hasta luego»), y en el capítulo adicional (Jn 21,22); «el último día» (6,39; 6,40) en contraposición a «aquel día» (14,20; 16,23; cf. 20,19-20: el día de la Pascua). Los títulos utilizados en relación con este esquema son Logos, Hijo de Dios, Hijo del hombre, títulos típicos de este modelo del primer judaismo. El único título que, como hemos dicho, ofrece problemas es el de «Hijo del hombre», pues en el Evangelio de Juan existen dos concepciones distintas: 1) el tipo sinóptico de «Hijo del hombre» (Jn 1,51; 3,14-15; 5,27; 8,28; 12,34) y 2) el tipo no sinóptico (3,13; 6,27.53.62; 12,23; 13,21-32): un Hijo del nombre que desciende y asciende. ¿Hay que ver en el Evangelio de Juan, como en la carta a los Hebreos, una «anticristología angélica», especialmente en 1,51 (cf. Ap 19,10; 22,8-9) y en 5,1-9? El Paráclito es el «Espíritu de verdad» (14,16; 15,26; 16,13; cf. infra). G. Johnslon sostiene que Juan rechaza la identificación prejoánica del ángel Miguel ion el «Espíritu de verdad» 32. También en Qumrán el «espíritu de verdad que da testimonio» sería un ángel (1QS 3,18-25), y el Paráclito sería muy " Cf. G. Johnston, The Spirit-Paraclete in the Gospel of John (Cambridge 1970) 122; O. Bctz sostiene la tesis contraria en Der Paraklet (Leiden 1963).
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probablemente el ángel Miguel . Según esto, habría existido en el cristianismo primitivo una especie de cristología judía que consideraba a Cristo y al Espíritu como «dos ángeles», a la cual se opondría el Evangelio de Juan. Con tales supuestos llama realmente la atención que el Evangelio de Juan, en el relato del sepulcro vacío, no relacione la fe en la resurrección con ninguna aparición angélica (el evangelista no conoce ni quiere recoger esa tradición). Al igual que las Odas de Salomón y posteriormente Tertuliano, el Evangelio de Juan sería un intento de eliminar al «ángel» del bloque formado por el Logos, la Sabiduría, el Hijo, el Espíritu y el Ángel. Si este análisis es correcto, parece claro que el Evangelio de Juan está enraizado en el /«¿eo-helenismo y también en los círculos «bautismales» palestinenses (Jn 1,6-8; l,35ss): esta tendencia (por motivos diversos) ha prevalecido en las investigaciones joánicas de los últimos años sobre las anteriores interpretaciones gnósticas de este evangelio34. Es muy significativo que Juan, inmediatamente antes de la perícopa en que, por así decirlo, presenta su modelo, diga: «Si no creéis cuando os hablo de lo terrestre (ta epigeia), ¿cómo vais a creer cuando os hable de lo celeste (ta epourania) ?» (3,12). El libro de la Sabiduría había dicho: «Apenas adivinamos lo terrestre (ta epigeia), pues ¿quién rastreará las cosas del cielo (ta epourania)?» (Sab 9,16). En relación con esta oposición entre lo terrestre y lo celeste (la esfera pneumática) dice el libro de los Proverbios: «¿Quién subió al cielo y luego bajó?... ¿Quién fijó los confines del orbe? ¿Cuál es su nombre y su apellido, si es que lo sabes?» (Prov 30,4). Y antes el Deuteronomio: «Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: ¿quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará para que lo cumplamos?» (Dt 30,12). Finalmente: «¿Quién subió al cielo para cogerla, quién la bajó de las nubes?... investigó el camino de la inteligencia y se lo enseñó a su hijo Jacob, a su amado Israel. Después apareció en el mundo (epi tes ges ophthe) y vivió entre los hombres (en tois anthropois synanestraphe)» (Bar 3,29.37-38). De hecho, en algunos escritos la sabiduría, no habiendo logrado su propósito de encontrar una morada en la tierra, la abandona (Hen[et] 42,1-2), o bien vuelve para castigarla (sobre todo en el esquema rabínico del descenso y ascenso)35. No se puede negar la afinidad de estos textos con el Evangelio de Juan, o entre Jn 3,12-31 e Is 55,8-11: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos... Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes más que vuestros planes. Como bajan la lluvia 33 G. Quispel, Qumran, John and Jewish Christianity, en Charlesworth (ed.), John and Qumran, op. cit., 137-155. 34 O. Cullmann, Der johanneische Kreis. Sein Platz im Spatjudentum, in der Jüngerschaft Jesu und im Urchristentum. Zum Ursprung des Johannesevangeliums (Tubinga 1975). 35 Strack-Billerbeck, II, 425.
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y la nieve del cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra..., así será mi palabra (rhema), que sale de mi boca (exelthein): no volverá a mí vacía, sino que hará (syntelesthein) mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 55,8-11). Las categorías utilizadas por Juan existían ya en el judaismo, y la angelología del primer judaismo admitía que los seres celestes tienen una existencia de tipo celeste y personal. En el joanismo se dan cita la preexistencia sapiencial (escatológica) y la existencia celeste de seres celestes personales. Precisamente estas ideas podían aparecer en la tradición prejoánica como una especie de «cristología angélica», a la que se opone muy probablemente (aunque sólo de un modo incidental) el Evangelio de Juan (y la carta a los Hebreos), en particular mediante una cristologización del concepto de Paráclito (cf. infra). Una idea fundamental del cuarto evangelio es que la historia de la salvación no tiene su origen en Belén (7,41-42), ni en la casa de María y José (6,41-42), sino en el cielo (1,18; 3,13; 6,32-33; 7,28-29; 17,5.24): Jesús viene del cielo enviado por Dios. Aquí tenemos la clave más importante para entender las intenciones que Juan tiene en su evangelio y también para entender el llamado «dualismo» joánico, con el que Juan, siguiendo la línea del Antiguo Testamento, quiere ante todo aludir a la trascendencia del Pneuma de Dios sobre todo lo terreno, como se formula agudamente en el citado texto de Is 55,8-11. «A Dios nadie lo ha visto» (1,18; 6,46; Ex 33,20). Para ello es preciso «venir de Dios». La consecuencia de «ser de Dios» y, por consiguiente, del descenso de Jesús es que el Jesús joánico habla en la tierra de «lo que ha visto y oído» (3,32 y 3,31); «hablamos de lo que sabemos; damos testimonio de lo que hemos visto» (3,11). Jesús hace «todo lo que ve hacer al Padre» (5,19), y «yo juzgo como me dice mi Padre» (5,30); «lo que aprendí de él se lo digo al mundo» (8,26). Y también: «Yo no he hablado en nombre mío; no, el Padre que me envió me ha encargado él mismo lo que tenía que decir y que hablar» (12,49). De lo cual se desprende que «ver y oír» equivale a haber sido enviado por el Padre para llevar a cabo la tarea de predicar. Jesús habla en nombre del Padre. Esto es lo que hace en los evangelios sinópticos, pero en el Evangelio de Juan adquiere un significado particular dentro del modelo del descenso y ascenso. 3.
Jesús pone a los hombres ante una opción: fe o incredulidad
Bibliografía (además de la ya citada): G. Baumbach, Gemeinde und Welt im Joh: «Kairos» 14 (1972) 121-136; Joh. Beutler, Martyria (Francfort 1972); J. Blank, Krisis, o|>. cit.; O. BScher, Der johanneische Dualismus im Zusammenhang des nachhiblischen judentums (Gütersloh 1965); K. L. Carroll, The Forth Gospel and the Exclusión of ('.hristians from the Synagogue: «Bulletin of the John Rylands Library» 40 (1957) 19-32; E. Grá'sser, Die antijüdische Polemik im Johannesevangelium: NTS 10 (1964l%5) 74-90; E. Kasemann, Jesu letzter Wille nach Joh 17 (Tubinga 1966) 116-119; I í. Lcroy, Ratsel und Missverstandnis, op. cit.; J. Louis Martyn, History and Theology in the Fourth Gospel (Londres 1968); Th. H. Olbricht, lis Works are Evil 21
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(John. 7,7): «Restoration Quarterly» 7 (1963) 242-244; R. Schnackenburg, op. ctt. II, 328-346; L. Schottroff, Der Glaubende und die feindliche Welt (WMANT 37; Neukirchen 1970); G. Steinberger, La symbolique du bien et du mal selon saint ]ean (París 1970); W. Wilkens, Zeichen und Werke. Ein Beitrag zur Theologie des 4. Evangeliums in Erzahlungs- und Redestoff (AThANT 5.5; Zurich 1969) 114-121.
para él (5,24-26), pero condena para el que no cree (5,27-30). Cada milagro es un signo, un indicio de obras todavía mayores (5,20-22): la resurrección de Lázaro es un signo de algo más importante: la resurrección de Jesús y el juicio final. También la afirmación de que Jesús es «el pan de vida» (6,35.48.51) provoca fe e incredulidad. Así como los judíos en el desierto, a pesar del milagro del maná, «murmuraban contra Moisés» (Ex 16,7-9), así también «los judíos protestaban contra él porque había dicho que él era el pan bajado del cielo» (6,41). Ellos conocen el origen de Jesús: es el hijo de José; conocen a su padre y a su madre. «¿Cómo dice ahora que ha bajado el cielo?» (6,42). Conocen el origen terreno de Jesús, pero el auténtico origen celestial de Jesús permanece oculto a «los judíos». A los que murmuran contra él les dice que nadie puede descubrir su verdadero origen mediante la carne y la sangre; para ello se precisa una gracia de lo alto «que tire» (6,44); es necesario «proceder de Dios» (6,46b) para conocer el verdadero origen de Jesús. También la actualización eucarística que sigue inmediatamente —«el pan que voy a dar es mi carne, para que el mundo viva» (6,51b)— produce una división entre los judíos. «Quien come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él» (6,56). Son palabras «intolerables» (6,60.71) incluso para «muchos discípulos» (6,60-61), sin duda fieles de la comunidad joánica. Jesús es alimento, vida eterna para los hombres, porque viene del cielo: «Sólo el pneuma (lo celeste) da vida, la sarx (lo terrestre) no sirve para nada» (6,63). Lo que da vida es creer que el cielo ha llegado a los discípulos en la sarx de Jesús. No creer en ello significa no entender nada de Jesús, incredulidad. «Desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás» (6,66). Esto se refiere asimismo a la situación de la comunidad joánica. La primera carta de Juan nos ofrece un cuadro aún más crudo de tal situación: aquellos herejes eran miembros de la comunidad (1 Jn 2,19), pero se han separado ya abiertamente de la misma (schisma; en aoristo), aunque continúan influyendo entre los miembros de la comunidad: «inducen a error» a la fiel comunidad joánica. Súbitamente, en el Evangelio de Juan irrumpen en escena «los Doce» (6,66) y, por boca de Pedro, hacen una confesión de fe: «Creemos y sabemos que tú eres el Consagrado por Dios» (6,69). Incluso en el colegio de los Doce se produce una división (6,70-71). También se entabla una discusión tras las palabras de Jesús: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (7,16). «Nadie sabe de dónde viene» el Mesías, afirmaba una conocida tradición judía. Sin embargo, «unos vecinos de Jerusalén» (7,25) decían: «Este sabemos de dónde viene» (7,27a). Mientras discuten, Jesús predica en el templo: «Sabéis quién soy y de dónde vengo» (7,27a); «sin embargo, yo no estoy aquí por decisión propia; no, hay realmente uno que me ha enviado, y a éste no lo conocéis vosotros» (7,28). El razonamiento es que, si los judíos no conocen a Dios, ¿cómo van a conocer el verdadero origen de Jesús? Conocen perfectamente el origen carnal (sarx) de Jesús, pero precisamente éste es un envío por parte del Padre, y eso —lo peculiar— no lo han entendido.
a)
Jesús y «los judíos».
Ya en la primera presentación de Jesús como salvador celeste en la tierra, y en todo el cuarto evangelio, la aparición de Jesús lleva a una «crisis» entre creyentes y no creyentes. Unos creen en él, otros lo rechazan. Jesús provoca una división entre los espíritus, lo mismo que (Juan piensa en ello) la palabra de Dios «haya luz» (Gn 1,3) produjo una separación entre la luz y las tinieblas, entre el día y la noche (Gn 1,3-5). El «dualismo» surge cuando el hombre decide aceptar o rechazar a Jesús. Para Juan, este dualismo no es anterior a tal decisión (la cual, en caso de que sea positiva, dada nuestra condición «carnal» [sarx], es consecuencia de la «atracción» del Padre o, en otras palabras, consecuencia de una gracia; 6,44-46). El dualismo o división entre los espíritus se produce mediante la postura que se adopte en relación con Jesús (de cualquier forma, Juan se refiere a esta decisión, y no directamente a los hombres que aún no han tenido ocasión de conocer a Jesús; éstos son creyentes o incrédulos «potenciales», teniendo en cuenta que Jesús envía sus discípulos «al mundo», 17,15.18). La crisis que se produce en relación con Jesús tiene un papel de primer orden en el prólogo del Evangelio de Juan: a) 1,9-11: el grupo formado por los incrédulos, que no quieren conocer la luz; b) 1,12-13: los creyentes, que, en virtud de la gracia de Dios, reconocen a Jesús como luz: los hijos de Dios o la comunidad cristiana. Además del testimonio de Juan Bautista sobre Jesús como «salvador celeste», se alude a otros tres testimonios que tienen aún más importancia: el de la propia actividad de Jesús (las obras del Padre realizadas por Jesús, 5,36), el del Padre (5,37) y el de la Sagrada Escritura (5,39). Pero todos estos testimonios parecen ser sólo una corroboración de la división entre los espíritus. Juan pretende, pues, mostrar que Jesús provoca la fe y la incredulidad, que no se limita a dar «vida», sino que al mismo tiempo se opone a la incredulidad en su condición de juez (15,16-30; 7,15-24). Quien cree no es juzgado; quien no cree está ya juzgado por su incredulidad (3,36; 9,39): ellos son los que deciden su suerte. Siempre que aparece una expresión «yo soy...» (cf. infra), sigue una discusión acerca de la fe y la incredulidad (5,9b-47; 6,41-47; 6,52-58; sobre todo 6,60-71; 7,25-36; 7,40-52; 7,53-59; 8,12-59; 9,35-41; 10,19-21; 10,22-39; 11,45-54). Lo mismo ocurre después de un signo milagroso de Jesús. Tras la curación del inválido (5,1-10) aparece claro que «los judíos» quieren matar a Jesús (5,18). El Jesús joánico se defiende siempre de la misma forma: él nada hace por sí mismo (7,18; 8,28; 14,10), hace «las obras del Padre» (5,19-20), lo que el Padre le ha encargado (10,18; cf. 4,34). La curación del inválido es vida
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La afirmación de que Jesús es la «luz del mundo» (8,12) subraya que «Jesús pertenece a lo de arriba», mientras que los otros «pertenecen a lo de aquí abajo» (8,23). «Yo no soy de este mundo» (8,23b). A esta afirmación sigue una de las controversias más violentas de Jesús con «los judíos» (8,33-59); Jesús les reprocha que no son verdaderos hijos de Abrahán, sino mentirosos y, por tanto, hijos de Satanás, el padre de la mentira (8,44). No Abrahán, sino el Hijo es quien puede hacer libre al hombre (8,36), pues Jesús «es la verdad, y la verdad os hará libres» (8,32). Por su parte, los judíos le acusan diciendo: «Ahora estamos seguros de que estás poseído por el demonio» (8,52). Jesús reacciona de la forma habitual: vosotros no conocéis a Dios, «yo, en cambio, lo conozco bien» (8,55). Si Jesús lo negara, sería un embustero (8,55b). Jesús es perdón de los pecados, cosa que no ocurre con la descendencia de Abrahán. La «verdad» es la revelación de la salvación por parte de Jesús (prólogo), la cual otorga vida divina y perdón de los pecados: la libertad de los hijos de Dios (cf. 8,36; Gal 4,4-5). Sólo Jesús lleva a la verdadera libertad. Por ser Hijo, él es libre (8,36), pneumático o perteneciente a lo de arriba (cf. 8,23). En 8, 37-47, «de arriba» y «de abajo» viene a ser una contraposición entre los hijos de Dios y los hijos del diablo. La comunidad joánica distingue aquí entre «hijos de Abrahán desde el punto de vista étnico» (sperma Abraham, 8,33.37) y tekna, hijos, descendientes de Abrahán, pero que obran según el espíritu de su padre (visión que ya posee Jr 4,4; 9,25; Ez 36,26-27). Así, en el Evangelio de Juan, la distinción judía entre «judío» y «no judío» es reemplazada por la distinción entre los que «proceden de Dios» (judíos y paganos) y los demás (judíos y paganos) que son incapaces de oír la voz de Dios en Jesús. Jesús está por encima de Abrahán (8,58; cf. Ex 3,14). Esa es la razón de que «los judíos» quieran lapidar a Jesús (8,59). Pero Jesús «sale del templo», el lugar de la presencia de Dios en Israel. Detrás de sí deja un vacío. En Jn 9 discuten el ciego de nacimiento curado por Jesús y los fariseos: «Pues eso es lo raro, que no sepáis de dónde procede cuando me ha abierto los ojos... si éste no procediera de Dios, no podría hacer nada» (9,30.33). Pero el ciego curado es excomulgado y expulsado de la sinagoga. Más tarde, cree «en el Hijo del hombre». «Yo soy el Hijo del hombre» (9,35-37; cf. 4,23-26). En 9,39, este título va unido a una función judicial: «He venido a este mundo para abrir un proceso (krima, krisis)». Tras abrir los ojos del ciego de nacimiento, Jesús le otorga la luz de la fe verdadera: la fe en Jesús, el Hijo del hombre que introduce a los hombres en la gloria de Dios (12,31-36; texto relacionado también con el Hijo del hombre). Los fariseos, viendo, están ciegos, mientras que el ciego ve (9,41). Con ocasión de la fiesta de la Dedicación se produce otra discusión sobre Jesús como Mesías e Hijo de Dios (10,22-39). Ya anteriormente su mesianidad ha sido objeto de controversia (7,40-44). Algunos opinan que Jesús es realmente el profeta (7,40); otros piensan que es el Mesías (7, 41), hijo de David y, por consiguiente, Mesías nacionalista; un tercer grupo objeta, en cambio, que el Mesías no va a venir de Galilea (7,41b-43),
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pues la Escritura dice que será del linaje de David y vendrá de Belén (Miq 5,1). Se origina así un «cisma» entre el pueblo a propósito de Jesús (7,43a). Entonces (10,22-39) el tema de la mesianidad de Jesús da lugar a una polémica con «los judíos» (10,24). Jesús repite: «Yo y el Padre somos uno» (10,30). Esto lo consideran una blasfemia (10,33). Jesús aduce como prueba la Escritura, en la que se dice: «Yo os digo que sois dioses» (Sal 82,6). Y se proclama «Hijo de Dios» (Jn 10,36), porque quien hace las obras de Dios es su Hijo (10,37-38). Ahora bien, como Jesús no hace más que las obras del Padre, deben admitir que «el Padre está conmigo y yo estoy con el Padre» (10,38). «Hijo de Dios» significa «nacido de Dios» (1,12-13; 8,35b.36.47). Si cualquier «signo» de Jesús provocaba una dura discusión, la resurrección de Lázaro fue, al parecer, la gota que hizo rebosar el vaso: «Los sumos sacerdotes y fariseos» (11,47) convocaron una reunión del sanedrín: «desde aquel día estuvieron decididos a matarlo» (11,53). Todo el cuarto evangelio está dominado por esta dialéctica entre fe e incredulidad. ¿Quiénes son esos incrédulos, llamados por Juan «los judíos»? Sobre esto se ha discutido mucho. Pero en la discusión se parte simplemente de que Juan es el único que utiliza la expresión «los judíos» (hoi ioudaioi) en un sentido totalmente peculiar. Desde el punto de vista terminológico, en el cuarto evangelio se suelen distinguir cuatro sentidos: «los judíos» son a) simplemente el pueblo judío (en este sentido, 2,6.13; 3,1); b) los de Judea, habitantes de Jerusalén y sus alrededores (11,8.9); c) las personas hostiles a Jesús, de modo que «los judíos» se convierten en símbolo de los «incrédulos» (6,41.52, etc.); d) las autoridades de Jerusalén o los dirigentes del pueblo judío (1,19; 2,18.20). Sin embargo, M. Lowe, en un reciente estudio, puramente semántico, del término hoi ioudaioi tal como se utilizaba en la literatura de aquel tiempo, ha demostrado -—en mi opinión de una forma convincente— que Juan se limitó a seguir el uso palestinense de su época: hoi ioudaioi son los judíos que vivían en Judea, en contraposición con los galíleos. Los judíos de la diáspora empleaban, en cambio, la expresión ioudaioi en su sentido general: «los judíos». Los cuatro evangelios (excepto Le 7,3) usan el término sólo en su acepción palestinente; esta regla se ve confirmada por la perícopa sobre la samaritana (Jn 4), que utiliza el término ioudaioi en su acepción samaritana, dado que los habitantes de esta región se consideraban hijos de Jacob y, por tanto, pertenecientes al pueblo de Israel'3*'. Por tanto, '" M. Lowe, Who were the Ioudaioi?: NTS 18 (1976) 101-130. En tiempos de Jesús, ]udaea era la región de Judea (el antiguo reino del Sur), territorio sometido n In autoridad del procurador romano (Pondo Pilato), a quien no estaba sometida (mlilea. En ocasiones, ]udaea se aplicó al reino de Herodes el Grande (es decir, casi todo el territorio de Israel). «Israel», en cambio, significa el pueblo, en el sentido de «los judíos», y el territorio de Israel, mientras que los judíos de la diáspora hablaban de «los judíos», no de «Israel». En el lenguaje de Palestina, hoi ioudaioi eran siempre «los naturales de Judea», los habitantes de Jerusalén y su entorno (o sus autoridades). Los pnlcstincnses hablaban en sentido mesiánico del «rey de Israel» (de los judíos); los judíos de la diáspora y los romanos, en cambio, del rey de los ioudaioi, es decir,
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para Juan, los que crucificaron a Jesús, debido a que no creían en él, porque tenían una idea demasiado estrecha de la ley, eran gente de Judea; en otras palabras: Juan critica el judaismo religioso que ve representado
en la sinagoga de su tiempo, la cual se halla frente a la comunidad joánica. Critica el judaismo oficial de la sinagoga (M. Lowe no incluye este importante aspecto en su magnífico estudio semántico). El pensamiento de Juan discurre en dos planos: los judíos de Judea en tiempos de Jesús son un modelo de lo que hacen los judíos de la sinagoga en tiempos de Juan. Por tanto, no hay que ver a los «habitantes de Judea» y a los «judíos» de la época de Juan como un símbolo de la incredulidad (tal interpretación es lícita como actualización del texto, pero no responde a su significado. Insistimos: para Juan, los habitantes de Judea en sentido histórico, los que vivían en tiempos de Jesús, son un símbolo de lo que hacen los judíos de la sinagoga en tiempos de Juan: el tipo y el antitipo se entrecruzan en el relato.
de los naturales de la Judea (el romano Pilato, según Jn 19,19, mandó escribir este título en la cruz de Jesús, mientras que en Jn 1,49 y 12,13 aparece la expresión «rey de Israel»; la autoridad de Pilato abarcaba únicamente Judea, mientras que Galilea estaba bajo la jurisdicción de Herodes Antipas). En los cuatro evangelios siempre es Pilato el primero que emplea la expresión «rey de los judíos (de Judea)». En realidad, Pilato podía sentirse molesto de que alguien pretendiera ser «rey de Judea». Para Juan, ioudaioi tiene siempre el sentido de «naturales de Judea» (a excepción del empleo de ioudaioi en Jn 4 —encuentro con la samaritana— en sentido samaritano). Estando en Perea, dice Jesús: «Vamos a Judea», pero los discípulos le advierten inmediatamente que los ioudaioi, los habitantes de Judea, quieren lapidarlo (7, 1.7-8). Se trata de la población de Jerusalén o de sus autoridades (11,19.31.33.36.45; 10,19.24.31-33; 5,10.15.16.18 a la luz de 7,1 como referencia a 5,18; a la luz de 6,25, también 7,11.13.15.35; 9,22; 19,38; 20,19; «por miedo a los judíos», mientras que en Galilea nadie tenía reparo en seguir a Jesús públicamente; también 7,11.15.35; 9,18.22). «Lo que ha dicho a los de Judea» se lo dice ahora a los discípulos galileos (13,33; también 8,21; 7,34.36; 8,22-31.48.52.57). Frente al galileo Jesús, los de Judea argumentan: «Nosotros descendemos de Abrahán y nunca hemos sido esclavos de nadie» (8,33; cf. 7,41.52; en Galilea había numerosos prosélitos y judíos de ascendencia judía poco pura; Judea dirigió la rebelión contra los Seléucidas. Para Juan, pues, ioudaioi no son los judíos, sino los de Judea. Evidentemente, el término puede referirse no sólo al pueblo, sino también a las autoridades de Jerusalén, como cuando decimos que los franceses son partidarios de una alianza: se alude al gobierno francés (así, en 18,12.14; 18,31.36.38; 19,7.12.14.21.31). Se trata, pues, de una acepción normal, no específicamente joánica. El sanedrín de Jerusalén no tenía ningún poder fuera de Judea, ámbito de jurisdicción del procurador romano. Josefo habla del «sanedrín de los jerosolimitanos» (Vita, 62); sólo después del año 67 (al ampliarse el poder del procurador de Roma) obtiene el sanedrín autoridad sobre Galilea (cf. Hch 13, 27-28). Al referirse a las autoridades, Juan se atiene al modo corriente de hablar en Palestina: ioudaioi son las autoridades de Jerusalén. En toda la confrontación entre Pilato, Jesús y los ioudaioi, el Evangelio de Juan no se refiere nunca al «pueblo», sino a las autoridades judías: los de Judea (sumos sacerdotes) y el romano pagano son «incrédulos» (19,6.15; «ellos» en 19,18.40 son los de Judea que aparecen en 18,38, los cuales en 18,28-29 conducen a Jesús de la casa de Caifas al pretorio romano). También en 1,19, los ioudaioi que van a ver a Juan el Bautista proceden de Jerusalén. Existe una sola excepción a este respecto (Jn 4), que, sin embargo, confirma este uso palestinense. En el diálogo con la samaritana, hoi ioudaioi son todos los judíos, pues también los samaritanos se consideraban parte de Irael. Aquí se trata del uso samaritano del término: «La salvación viene de los judíos» (4,22). En este contexto, Jesús no podía establecer una contraposición entre «Israel» y los samaritanos sin molestar a éstos, que también consideraban a Jacob padre suyo (4,12; cf. R. Coggins, Samaritans and Jews [Oxford 1975]). La samaritana llama a Jesús ioudaios (4,9) en sentido samaritano: «judío» en cuanto distinto de «samaritano». (Los judíos acusaban a los samaritanos de profesar una forma desviada de la fe judía, la cual procedía originariamente de la tribu de Judá a través de Judea). Dicho de otro modo: en el lenguaje samaritano ioudaios tiene un sentido religioso: el que profesa el judaismo, uno que es «de Judea por religión». Podemos, pues, concluir (con una matización
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Como hemos dicho, en los últimos diez años la investigación sobre los escritos joánicos tiende a interpretar el cuarto evangelio como un diálogo entre la comunidad joánica y la sinagoga*1. A mi juicio, esta opinión es correcta sólo en parte. De hecho, el drama relatado por Juan se desarrolla en dos planos: el de la tradición cristiana sobre la vida de Jesús y el del conflicto que entonces vivía la comunidad joánica. Pero el problema consiste en saber qué grupos son los implicados en el conflicto. J. L. Martyn —y los muchos que le siguen— afirma que se trata de la comunidad joánica y de la sinagoga. Cerca de la comunidad joánica debía de existir una sinagoga muy activa, hostil al cristianismo. Los adversarios de Jesús son, de repente, tanto los dirigentes judíos de Jerusalén en los primeros decenios del siglo i como los protagonistas de la sinagoga judía en los días del evangelista. Ambas perspectivas están entremezcladas. Así, Jn 3,5.6.7.9 nos habla más de la situación de la comunidad joánica que del Jesús histórico. Muchos judíos abandonaban la sinagoga y se hacían cristianos. Estos individuos —el anacronismo con respecto al tiempo de Jesús es demasiado para Jn 4) que el término ioudaios se puede traducir siempre en el cuarto evangelio por «habitante de Judea» (uso palestinense). Fuera de los sinópticos, que (a excepción de Le 7,3) utilizan la misma terminología que Juan (judíos frente a galileos), los restantes escritos del Nuevo Testamento reflejan el lenguaje de los judíos de la diáspora: ioudaioi significa simplemente «los judíos». (En el fragmento tradicional de I Tes 2,14-16 ioudaios se emplea todavía en sentido palestinense: naturales o habitantes de Judea). Según esto, el Evangelio de Juan tiene una vena de oposición a Judea (no a los judíos), quizá debido a que los que hicieron crucificar al galileo Jesús eran de Judea y también a la antigua animosidad que existía entre los judíos de Judea y los de Galilea («¿acaso puede venir algo bueno de Galilea?»). 57 Sobre todo a partir de J. L. Martyn, History and Theology in the Fourtb Gosl>d, op. cit. XIX-XXI (cf. las recensiones de R. Brown, en USQ 23 [1968] 392-394, V R. Schnackenburg, en BZ 14 [1970] 7-9); T. C. Smith, Jesús in the Gospel of lohn (Nashville 1959); H. M. Teeple, The Mosaic Eschatological Prophet (JBL, Mon. Ser., 10; Filadelfia 1957); F. Schnutenhaus, Mosestraditíonen, op. cit.; J. A. T. Roblnson, The Destination and Purpose of saint John's Gospel: NTS 6 (1959-60) 117131; W. C. van Unnik, The Purpose of saint John's Gospel: StEv 1 (1959) 382-411; I. Jteuler, Martyria (Francfort 1972) 339-364; E. Grasser, Die antijiidische Polemik im Johannesevangelium: NTS 10 (1964-65) 74-90.
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elocuente— eran «expulsados de la sinagoga» (aposynagogos: 9,22; 12, 42; 16,2) 3S . Además había judíos que eran cristianos en secreto: personas del tipo de Nicodemo en el Evangelio de Juan. «Nicodemo» representa en este evangelio a los cristianos que no rompen sus ligaduras judías con la sinagoga, los «discípulos secretos» (12,42-43; 9,16; 2,23-25). En 3,1-12, Juan presenta un diálogo de Jesús con Nicodemo, pero esta conversación es al mismo tiempo una discusión entre la comunidad joánica y las personas del tipo de Nicodemo que había en ella. Así se deduce de una expresión que, de no ser así, resultaría ininteligible: Jesús habla aquí de pronto en primera persona del plural («nosotros...»), lo cual constituye una excepción en el estilo de Juan: «Nosotros hablamos de lo que sabemos; damos testimonio de lo que hemos visto» (3,11). Por una parte, leemos: «Lo que yo aprendí de él se lo digo al mundo» (8,26; 5,30; 12,49); por otra: «Nosotros —la comunidad joánica— contemplamos su gloria» (1, 14c). De este modo, la comunidad puede dar testimonio de lo que Jesús ha visto y oído junto al Padre. Los dos planos históricos —Jesús y la comunidad— se entrecruzan. La sinagoga próxima a la comunidad joánica está evidentemente dentro de la tradición del sinaitismo, el cual caracterizaba a muchas sinagogas de la diáspora.l¿a mística de Moisés39. En esta oposición entre Iglesia y sinagoga, «los de Judea» son para Juan los que rechazan el evangelio cristiano apoyándose en la ley mosaica, los que no aceptan la verdad tal como ha sido revelada en la persona de Jesús; son el prototipo de los incrédulos de los tiempos de Juan. La expulsión de los cristianos judíos de la sinagoga es retroproyectada a la época de Jesús. Según esto, el Evangelio de Juan no es —como se solía decir en el pasado— un documento misionero, sino un documento redactado por una comunidad cerrada en sí misma frente al mundo y preocupada por neutralizar los ataques de una sinagoga que estaba en sus inmediaciones. También R. Schnackenburg y R. Brown, en sus importantes comentarios sobre Juan, se refieren al alto grado de importancia que tiene la polémica antijudía en el cuarto evangelio: «los judíos» son contemporáneos de Juan, representantes de la sinagoga (próxima), que rechazan agresivamente el mensaje cristiano. R. Brown no ve, sin embargo, en «los judíos» un contenido étnico, geográfico ni tampoco religioso, sino un símbolo de todos los que rechazan la fe cristiana. (Tal interpretación es posible en cuanto actualización del texto, pero no parece ser ésa la intención de Juan). Juan no utiliza esa terminología en sentido «simbólico». «Los discípulos de Moisés» se contraponen a los «discípulos de Jesús» (9,38), mientras que para Juan la comunidad cristiana es el nuevo Israel. Parece innegable que el Evangelio de Juan, a pesar de las raíces judías y palestinenses de la tradición joánica, se distancia del judaismo oficial. Las
CLAVES PARA ENTENDER EL EVANGELIO DE JUAN
citas de la Escritura tienen un carácter polémico (por ejemplo, 5,45), u controversias sobre el mesianismo de Jesús son un tema dominante en i el evangelio (cf., por ejemplo, 7,27.41-42; 12,34). Lo mismo hacen!» sinópticos, pero menos defensiva y agresivamente. Si, tal como opinij Evangelio de Juan tiene hondas raíces judías, pero más bien en el judaíit «no oficial», «heterodoxo», sincretista, del siglo i, se comprende qui distanciara del rabinismo fariseo posterior al año 70. Sin embargo, h pulsa de Juan va mucho más lejos. Personalmente, considero muy acl das las palabras de W. Meeks: «El cuarto evangelio es más antijudíi los puntos en que es más judío» 40. De hecho, en sus duros ataques coi los guías o pastores judíos, Juan utiliza un tema corriente en el Anta Testamento y en el judaismo. Precisamente en la dureza de ese ataqiü «los judíos» Juan se muestra netamente judío. A continuación veras cómo Juan sigue la línea de la crítica judía tradicional, profética, con los dirigentes del pueblo de Dios. Tal crítica implicará, naturalmente,! secuencias mucho más dolorosas si es un cristiano (por muy judío JE sea) quien se enfrenta a judíos no cristianos. En los recientes estudios (sobre todo anglosajones) sobre Juan se¡: vierte un consenso cada vez mayor entre los exegetas sobre el trasfa: del Evangelio de Juan: la Iglesia joánica y su resistencia apologéti; defensiva frente a una sinagoga judía potente y militante. No obsto me pregunto si eso refleja totalmente la intención del Evangelio de JE No hay duda de que la polémica existía, pero el interés de Juan, masen los no cristianos, se centra en las consecuencias del conflicto parí comunidad joánica, es decir, para los cristianos judíos. En mi opinión: se trata prioritariamente de una Iglesia a la defensiva frente a los ¿c ataques de la sinagoga (lo cual es un hecho innegable); las constante¡ claras exhortaciones a conservar la unidad, que aparecen incluso en el I curso (o discursos) de despedida del Jesús joánico indican, en mi opii que también en la comunidad joánica existía un conflicto entre los i tianos judíos y los cristianos de origen pagano. Juan piensa en el pdi que corre la unidad interna de la Iglesia: los judíos convertidos al crií nismo sobrevaloraban su pertenencia a la descendencia étnica de Abril (l,12c-13, una clara intervención joánica en el himno al Logos; tani 8,33-35). Evidentemente, los cristianos judíos de la comunidad joániot consideraban superiores a los cristianos de procedencia pagana. Jua:: en ello un peligro para la unidad eclesial: «Tengo otras ovejas que nc de este recinto; también a ésas tengo que conducirlas; escucharán mi y se hará un solo rebaño con un solo pastor» (10,16), y «Jesús < morir por la nación (Israel); y no sólo por la nación, sino también reunir a los hijos de Dios dispersos» (11,52). En mi opinión, aquí s fleja la polémica entre los cristianos judíos y los cristianos de origei
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K. L. Carroll, The Fourth Gospel and the Exclusión of Christians from the Synagogue: «Bulletin of the John Rylands Library» 40 (1957) 19-32; W. Meeks, The Prophet-King, op. cit., 318. 39 Cf. notas 8 y 9.
¿
* W. Meeks, Am I a Jew?, en J. Neusner (ed.), Christianity, judaism, and Creco-Roman Culis I (Leiden 1975) 163-186.
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gano. Aquéllos son judíos helenistas familiarizados con la mística de Moisés o sinaitismo. Esto entrañaba el peligro de considerar a Jesús como un portador del Logos semejante a Moisés, en el mismo plano que los profetas o que Juan Bautista. En tal caso, Jesús sería sin duda el más grande, pero en la misma línea que los grandes portadores del Logos, especialmente Moisés (cf. 4,12; 5,43; 6,32; 8,53). El problema es, por tanto, si se puede seguir lo mismo a Jesús que a Moisés. Tal es el dilema que aparece, en formas diversas, en todo el Nuevo Testamento. Ello va en menoscabo del carácter exclusivo de la «salvación en Jesús», y lo que quiere Juan es afirmar la exclusividad de Jesús. Para entender mejor la intención del Evangelio de Juan, conviene recordar que, cuando se escribió el cuarto evangelio, la ruptura entre la Iglesia y la sinagoga no sólo era un hecho, sino que había sido confirmada oficialmente, aunque quizá no tuviera aún carácter jurídico. Hacia el año 90, en el Shemoné esré (la plegaria judía de las Dieciocho Bendiciones) se incluyó una excomunión de los cristianos judíos por la que se los expulsa oficialmente de la sinagoga41. La Iglesia e Israel estaban en franca oposición. Dado que para Juan «fe» es la fe en Jesucristo, su planteamiento equivale a poner de un lado la fe y la Iglesia; del otro, la incredulidad y la sinagoga. Juan utiliza el material tradicional sobre las disputas de Jesús con las autoridades judías, que condujeron al rechazo definitivo de Jesús y a su crucifixión, pero al mismo tiempo proyecta la situación de su tiempo, con las tensiones que la caracterizan, al tiempo de Jesús. Las controversias sobre la mesianidad (mosaica) de Jesús reflejan la situación en que se encontraba la Iglesia en tiempos de Juan, para lo cual el evangelista actualiza una serie de datos de la tradición de Jesús. Así, la polémica de Juan en torno a la fe y a la incredulidad en tiempos de Jesús debe leerse a la luz de la polémica entre la cristología joánica y el rabinismo fariseo, el cual, sobre todo después del año 70, era el único grupo de peso dentro del judaismo y el representante de la ortodoxia judía. El cuarto evangelio aparece, pues, como un testimonio de la autorrevelación de Jesús, la Palabra encarnada, que provoca una crisis entre creyentes e incrédulos42. De ahí surgen los dos bloques: por un lado, hoi ioudaioi («los de Judea»; término empleado 71 veces); por otro, los discípulos de Jesús —«la Iglesia» en germen—, los cuales creen desde el principio en Jesús como Cristo; es decir, creen (en el sentido joánico de «fe») de un modo ya cristiano (a pesar de su falta de madurez y de sus muchas incomprensiones) en el Jesús terreno como salvador que Dios ha enviado del cielo. El concepto joánico de fe incluye la existencia sinóptica de metanoia o conversión. «Creer» significa aceptar la autorrevelación de Jesús y vincularse a la persona de Jesucristo; es reconocer las pretensiones de
Jesús como Hijo del Padre venido del cielo para salvar a todos los hombres. La «incredulidad», por el contrario, es negar la mesianidad de Jesús o la salvación escatológica (6,64 con 6,41-42; 7,5.26-27.31.41). Fe significa creer que Jesús es el único salvador. La vinculación personal a Jesús (pisteuein eis) implica, por tanto, una confesión cristológica (pisteuein bote...; cf. en especial 17,20b con 17,8 y 17,21d). Creer significa, pues, «acercarse a Jesús» (5,43) o, como se dice en el prólogo del evangelio, «recibir a Jesús» (1,12; 5,43; 13,20). Los primeros discípulos «acuden a Jesús» (2,11; 1,37.47), es decir, se hacen sus discípulos porque creen en él. Propiamente no es Jesús quien los llama (cf. 1,35-51), sino que le han sido dados por el Padre (17,2.9.12; 6,44). Para Juan, la fe prepascual puede ser ya una fe cristiana, ya que la muerte y resurrección de Jesús, a pesar de toda su importancia, no constituyen el único acontecimiento salvífico: éste comienza ya con la aparición de la Palabra encarnada en la tierra, aun cuando el Jesús terreno no pueda todavía otorgar la salvación escatológica o al Espíritu Santo (7,39), sino solamente signos de salvación (cf. infra). Desde el punto de vista joánico, creer en la persona del Jesús histórico (terreno) es ya una fe realmente cristiana. Esa fe en Jesús es la que tienen los auténticos discípulos (2,11; 6,67-69; 13,19; 14,1.10; 16,27.30-31; 17,8; 20,8.25.29), pero el término se emplea también en un sentido más amplio para designar la fe imperfecta que se basa en los prodigios divinos realizados por Jesús (4,1; 6,60-66; 7,3; 8,31; 9,28; 19,38). Sin embargo, a diferencia del Jesús de los sinópticos, el Jesús joánico exige la fe en su propia persona, mientras que, por ejemplo, para Pablo el objeto directo de la fe cristiana es inmediatamente la muerte y resurrección de Cristo (Rom 4, 24-25; 10,9, etc.). Juan exige creer en el Jesús que se ha manifestado históricamente, pues Jesús es ya la presencia escatológica del Padre entre nosotros: «Quien me ve a mí está viendo al Padre» (14,9; 7,16-17). La nueva vida y la nueva identidad comienzan con el contacto con el Jesús terreno; el Paráclito que ha de venir llevará a plenitud la visión de fe (14,26). De esta forma, coinciden plenamente el testimonio inicial del Jesús terreno y el testimonio ulterior del Espíritu Santo (15,26-27) 43 . Jesús sabe, pues, que sus discípulos creen en él antes de la Pascua. Los discípulos, a pesar de sus incomprensiones (4,33; 14,5.8; 16,17-18; 17, 29-30; 11,8.16; 18,10-11; también 13,37; 16,29-30), creen en él con un compromiso personal: «¿A quién vamos a acudir?» (6,68; 16,27). Los discípulos ya han hecho lo más importante: han aceptado a Jesús como salvador enviado por Dios (16,27; 17,8; 17,14.25; también 8,14; 7,16-17). Antes de su pasión, Jesús refuerza la fe de sus discípulos preparándolos para las pruebas que les esperan (13,19; 14,1.29; 16,31-32). No obstante, Jesús deja que esa fe pase primero por la prueba (2,3-4; 4,48.50; 11,25. 26; 6,6; 6,68: «¿también vosotros queréis marcharos?»).
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Strack-Billerbeck, IV, 212-213; 218-219; espec. 293-333; cf. W. Doskocil, Der Bann in der Urkirche (Munich 1958) 40-43; J. Martyn, History and Theology, op. cit., 148-150. Después del año 70 hubo expulsiones de la sinagoga, incluso antes de que Gamaliel II legalizara, hacia el 90, la excomunión definitiva. 42 Cf. supra; también J. Blank, Krisis, op. cit. (tesis de toda la obra).
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" F. Mussner, Die fohannehchen Parakletsprüche und dle apostolische Tradition: NZ 5 (1961) 56-70.
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Desde el principio, los discípulos son el rebaño confiado a Jesús (10, 3-4; 10,14-15): se los ha confiado Dios (10,6; 10,9.10.24a; cf. 11,52; 17,2.9.12; 18,37). Jesús dice a estos discípulos: «El padre mismo os quiere, porque vosotros ya me queréis y ya creéis que yo salí de '¡unto a Dios» (16,27). Partiendo de la preexistencia de Jesús, en virtud de la cual el Jesús terreno es la presencia escatológica de la salvación, la cristología joánica actualiza el material utilizado en gran parte por los sinópticos y, una vez actualizado, lo proyecta al período anterior a la Pascua (partiendo formalmente no de la resurrección, sino de la preexistencia). b)
Luz y tinieblas.
A pesar de lo dicho, el dualismo que implica la decisión entre fe e incredulidad tiene unas razones más profundas, relacionadas con el modelo de la katabasis-anabasis. Es la ruptura entre los epigeia (lo terreno) y los epourania (lo celeste o la esfera de lo pneumático), que ya hemos visto en la carta a los Hebreos. En el Evangelio de Juan son constantes las antítesis como «de arriba»-«de abajo», luz-tinieblas, verdad-mentira, vidamuerte, Dios-«el jefe de este mundo». Estos términos positivos o negativos, según los casos, resultan intercambiables dentro de su categoría. Y es de notar que estas antítesis están relacionadas con la aceptación o el rechazo de la revelación de Jesús (por ejemplo, 15,22.24; 9,41). Se trata de un dualismo existencial, de una especie de «monismo» de la gracia: la única realidad es la fuerza del bien y de la verdad, manifestada en Jesucristo. El mundo terreno «está en poder del maligno» (1 Jn 5,19), «del jefe de este mundo» (Jn 12,31). Leyendo el prólogo del Evangelio de Juan podemos observar que este himno al Logos tiene hondas raíces en la literatura sapiencial. Sin embargo, aunque la literatura sapiencial considera la creación como algo bueno que Dios nos ha dado, se muestra escéptica frente a un mundo creado en el que no se descubre la luz de la revelación de Dios (Prov 30,1-14; Job 28; Eclesiastés; Sab 7 y 9; cf. Jn 1,4). El hombre no tiene en sí salvación alguna ni posee un conocimiento que le permita superar los límites de este mundo (Sab 9,13-17). Es «carne y sangre», sarx; un ser que necesita el don de la sabiduría, que proviene de lo alto: la revelación (Sab 7,1-2; 10,17ss; cf. también 1QH 15,21-22). La sabiduría no es innata al hombre (Sab 7,1-30), «procede de Dios» (Sab 9,6). «Apenas adivinamos lo terrestre y con trabajo encontramos lo que está a mano; pues quién rastreará las cosas del cielo?» (Sab 9,16; cf. Jn 3,12). Sin la sabiduría celeste el mundo es skotia, tinieblas. Estas tinieblas no son una potencia cósmica, sino la creación privada de luz, el hombre carente de sabiduría revelada. En sí, el mundo es «no Dios», «no luz», tinieblas. Desde este punto de vista, existe un abismo entre «lo terrestre» y «lo celeste», a menos que el hombre reciba una iluminación de lo alto. Para que haya luz en el mundo es preciso que la sabiduría baje del cielo y establezca su morada entre nosotros. La ausencia de sabiduría o revelación es «carencia de luz», tinieblas de la criatura (cf. Jn 9,4-5; 11,9-10;
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3,19-21). Juan, al igual que «los sabios»44, no está pensando aquí en potencias demoníacas; a diferencia de los sinópticos, su evangelio no conoce curaciones de endemoniados operadas por Jesús. En el Evangelio de Juan, el diablo es la imagen o la esencia de la incredulidad (8,44), del mismo modo que en la primera carta de Juan el anticristo es la imagen y el nombre que se aplica al incrédulo o hereje (1 Jn 4,3; 2,18-27; también 2 Jn 7). El diablo es el jefe de este mundo, no porque el mundo le pertenezca, sino porque es su zona de jurisdicción, es decir, ostenta unos derechos sobre un mundo que rechaza la luz. Jesús le priva de tales derechos (12, 31; 14,30; 16,11). Para Juan, «pecar» es rechazar la luz; «mundo», según esto, es sinónimo de «tinieblas» (cf. 1,10 con 1,5). Esto está en consonancia con la línea sapiencial (Eclo 1,9-10; 24,6-7; Bar 3,36-39; Prov 8,1-36; 11,1-31; también 1 Hen 93,8; 69,8; 101,8 y 11QS 18,5-6). La sabiduría se manifiesta entre los hombres, pero éstos la rechazan (Eclo 24,7; Prov 1,24-25.29-30.32; Bar 3,12-13; 4,1; 1 Hen 42,1-2; 93,8; 94,5). «Yo (la sabiduría) regí las olas del amar y los continentes y todos los pueblos y naciones. Por todas partes busqué descanso y una heredad donde habitar. Entonces el creador del universo me ordenó, el creador estableció mi morada: en Jacob debes plantar tu tienda, sea Israel tu heredad. Desde el principio, antes de los siglos me creó, y no cesaré jamás» (Eclo 24,6-9). «Yo salí de la boca del Altísimo y como niebla cubrí la tierra» (Eclo 24,3). La sabiduría se dirige especialmente a Israel, la propiedad de Dios (Ex 19,5; Dt 4,20; 7,6; 14,2; 26,18; Sal 135,4; Is 43,21; Mal 3,17; cf. Eclo 17,17; 24,1.2.12; Bar 3,36-37). Sin embargo, también el pueblo de Dios rechaza la sabiduría (Prov 1,24-25. 29.32; Bar 2,12-13; 4,1-2). Por tal motivo, algunos individuos —«el resto»— son escogidos de Israel, para que en ellos more la sabiduría (Eclo 24,19-22; 1,10-20; Sab 6,12-16; 7,27-28; 8,21; 9,2.17; Prov 8, 17.21). Los sabios se convierten gracias a ella en «amigos de Dios» (Sab 7,27), en «hijos de Dios» (Sab 5,5), pues «la sabiduría es reflejo de la luz eterna, espejo nítido de la actividad de Dios e imagen de su bondad» (Sab 7,26). «La sabiduría es confidente del saber divino» (Sab 8,4) y otorga a los sabios «un puesto entre los hijos de Dios» (Sab 9,4; 5,5; 7,27; cf. Jn 1,12-13). Muchos de estos textos tienen un tono «joánico». Ya en la literatura sapiencial esta tradición se combina con la del «justo doliente» y el «profeta doliente», «al que cuentan entre los hijos de Dios» (Sab 5,5)4S. En Sab 2,12-17a aparece en primer plano el tema del justo prudente, que padece persecución y está rodeado de «adversarios». Es objeto de muchos ataques, pero el «hijo de Dios» o justo desenmascara (elenchos; cf. Jn 16,8-11) a sus adversarios (Sab 2,14a). ¿Quién " G. von Rad, Weisheit in Israel (Neukirchen 1970) 391 (ed. española: La sabiduría en Israel, Madrid, Ed. Cristiandad, 21983). 45 G. Nickelsburg, Resurrection, Immortality, op. cit.; L. Ruppert, Jesús, ais der Iridende Gerechte?, op. cit.; cf. Jesús, la historia de un viviente, 260ss; también Kl. Berger, Die Auferstehung des Propheten und die Erhohung des Menschensohnes (Gotinga 1976).
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engaña y miente: él o sus adversarios? (cf. Sab 2,21; 5,6; Jn 7,12; 12, 19b). Precisamente en Sab 2,13.16.18 y 5,5 se habla del poder y sabiduría del «hijo de Dios», el cual es «glorificado» por Dios ante sus adversarios. En efecto, el conflicto no queda resuelto con la muerte del sabio y justo. La glorificación divina del que ha padecido injustamente lo rehabilita frente a sus enemigos y es, por tanto, un ofrecimiento de la gracia para su conversión (Sab 3,1-9; 5,lss). Esta glorificación por parte de Dios no hace «hijo de Dios» al justo y sabio rechazado y hostigado, sino que demuestra que ya lo era y que poseía la vida eterna antes de su muerte. Estas tradiciones, vivas ya en el primer judaismo, se mezclaron con ideas apocalípticas. Sin duda es sorprendente la anología de su estructura con el Evangelio de Juan. Ese es el horizonte experiencial en que Juan articulará su evangelio: experiencia de la salvación de Dios en Jesús. Como hemos dicho, en él han influido también otras tradiciones, en especial la angelología del primer judaismo, con sus ideas de ángeles que descienden con una misión salvífica, tradición que hallamos también en la literatura sapiencial. En Sab 10,6, la sabiduría viene para salvar a Lot bajo la forma de un «ángel de Yahvé». La sabiduría se identifica además con el Logos (Sab 9,1-2; cf. Eclo 24,3), el cual parece ser «un ángel» en Sab 18,5. La sabiduría divide a la humanidad, produce una «crisis». La idea de «crisis» es un dato prejoánico, común a toda la corriente sapiencial (Prov 8,17; 1,28; Sab 6,12; Prov 1,20-33; Eclo 6,27). Juan recoge todo un conjunto de tradiciones judías. Su evangelio tiene como trasfondo un «dualismo», no tanto entre el bien y el mal cuanto entre salvación y condena, según se opte por la aceptación o el rechazo de la luz de la revelación. Así lo confirma el significado de «gracia y verdad» en el prólogo de Juan: uri don de Dios que da vida y que se revela en Jesús, sabiduría salvífica de Dios. Salvación es acoger a Jesús como el enviado de Dios, como el que viene del cielo; rechazarlo equivale a juicio y perdición. La salvación viene de lo alto, de Dios. Toda salvación comienza, por tanto, con un movimiento desde arriba. Este modelo, que es anterior a Juan, hará posible la experiencia propia de la comunidad joánica en relación con Jesucristo. Jesús de Nazaret es para Juan el don salvífico de Dios que desciende a este mundo, un don escatológico y definitivo que sólo algunos —un resto del judaismo y del paganismo— aceptan, mientras que para los demás es motivo de condena. La oposición entre «luz» y «tinieblas» sigue en pie con la venida de Jesús, la Palabra encarnada. Juan describe este drama histórico desde dos planos: el Jesús histórico en Jerusalén y Jesucristo en la situación de la comunidad joánica.
procedentes del paganismo griego. Más en concreto, estas raíces palestinenses tienen su terreno en Jerusalén, pero no en la tradición del judaismo oficial, sino en la del llamado judaismo «no oficial». Aquel cristianismo judío tenía en Jerusalén sus peculiaridades. Los Hechos de los Apóstoles insinúan ya cierta tensión entre «los Doce» y el grupo que Lucas llama «los siete diáconos», si bien Lucas parece restar importancia a dicho conflicto: «Los helenistas se quejaron contra los hebreos» (Hch 6,1); ambos grupos estaban formados por cristianos judíos de Palestina, y «los helenistas» son los de lengua griega. Los que Lucas llama «hebreos» son «los judíos» de Juan. A fin de resolver el problema, siete «helenistas» fueron nombrados diáconos, según dicen los Hechos. Pero (siempre a tenor de lo que dicen los Hechos) la tarea de éstos sobrepasaba con mucho la labor que les correspondía como diáconos: son predicadores de la fe como los apóstoles y tienen cierta autonomía, si bien bajo la supervisión de los Doce. Aquí aparece una comunidad cristiana ortodoxa, que acepta plenamente la autoridad de los Doce, pero al mismo tiempo reivindica el reconocimiento de su peculiaridad cristiana. No está separada de la gran Iglesia ni tiene aspiraciones separatistas, pero posee su propia visión del evangelio cristiano. Sus componentes están claramente a la defensiva, dado que los dirigentes cristianos oficiales muestran cierta desconfianza frente a ellos, en especial en lo que respecta a sus pretensiones misioneras en Samaría. La tradición sinóptica depende principalmente de las tradiciones de los Doce, mientras que en el Evangelio de Juan sólo en una ocasión (Jn 6,70) se habla expresamente de «los Doce» (galileos). Jesús tenía amigos no sólo en Galilea, sino también en Jerusalén, los cuales pertenecían a estratos sociales «superiores» y formaban parte de los «íntimos» de Jesús. Jn 21, capítulo añadido posteriormente, puede aclarar un tanto esta situación. Pedro, representante de los Doce y reconocido expresamente como tal (Jn 21,15-17), se halla en una relación de tirantez con «el discípulo que Jesús amaba» (21,20-23). Este discípulo amado no es, pues, uno de los Doce. La peculiaridad de los cristianos de Esteban se revela además en el hecho de que son perseguidos por los judíos y tienen que huir de Jerusalén (Hch 8,1), mientras que los demás cristianos no son perseguidos, dado que no critican abiertamente el templo. Al parecer, existía entre los cristianos pertenecientes al círculo de los Doce cierto recelo frente a la actividad misionera que los cristianos pertenecientes a la línea de los Siete desarrollaban en Samaría (Hch 5,8 con 8,14). Según esto, debemos preguntarnos si el «discípulo amado» tenía alguna relación con el grupo de Esteban. En Jn 21,24, el «autor» del evangelio es identificado con el «discípulo amado» y, por tanto, con alguien que mantiene cierta tensión con Pedro, el portavoz de los Doce. El «autor» no forma parte, pues, del grupo de los Doce (cosa que ya insinúa el cuarto evangelio; este autor no es ciertamente Juan, uno de los «hijos del trueno»; el propio Evangelio de Juan excluye tal posibilidad; cf. Jn 21,2 con 21,7). Es muy significativo además que las tradiciones joánicas sobre los Acontecimientos ocurridos en Jerusalén y en Samaría sean más fidedignas
4.
La tradición joánica y el «Jesús histórico»
De todo lo dicho resulta claro que el joanismo denota ciertas conexiones con los círculos jerosolimitanos del grupo de Esteban: cristianos judíos de lengua griega. En otras palabras: resulta claro que las raíces primigenias del Evangelio de Juan son judías y no han de buscarse entre los cristianos
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desde un punto de vista histórico y geográfico que las tradiciones sinópticas, y es también significativo que el cuarto evangelio aluda en ocasiones expresamente a un testigo ocular (el discípulo amado; cf. Jn 19,34); en cambio, lo que Juan dice de Galilea tiene como apoyo no el testimonio de un testigo ocular, sino tradiciones en parte divergentes y en parte concordantes con los sinópticos. El «discípulo amado», pues, está relacionado con la peculiaridad cristiana de la tradición joánica. Algunos sostienen que es una figura simbólica: la misma comunidad joánica. Pero, de ser así, no se entendería el vivo contraste con la figura histórica de Pedro. Tras el motivo o la figura idealizada del «discípulo amado» se esconde un discípulo histórico de Jesús, pero no perteneciente al grupo de los Doce. Se habla expresamente de él en 13,23-26; 19,26-27; 20,3-10; 21,7.20-23.24. No es probable que el evangelista se llamara a sí mismo «discípulo amado»; tal apelativo se debe más bien a la «escuela» o grupo joánico (también las cartas deuteropaulinas demuestran cierta veneración por Pablo). Este discípulo ocupa el sitio de honor junto a Jesús en la última cena (13,23-26; quizá en su propia casa); aparece como «testigo presencial» de la crucifixión (19,26-27 y 20,3-10). De todo esto se deduce que, según la concepción del Evangelio de Juan, el primer transmisor del joanismo es el discípulo amado, el cual vivía en Jerusalén y, por sus relaciones, tenía acceso al sumo sacerdote (Jn 18,15). Formaba parte de un grupo de discípulos distinto del de los pescadores galileos. En otras palabras: Jn 21 demuestra que tanto la tradición joánica como el cuarto evangelio se basan en la palabra de un testigo ocular ya muerto: el «discípulo amado» (cuyo nombre ya no es posible determinar). El Evangelio de Juan (2-20) está escrito de acuerdo con su espíritu: «Este es el discípulo que da testimonio de estos hechos: él mismo los ha escrito y nos consta que su testimonio es verdadero» (21,24). «Nos consta»: es decir, el grupo directivo joánico sabe que la tradición joánica se remonta al discípulo amado, el cual fue testigo presencial de los hechos ocurridos en Jerusalén. Con ello no se afirma que el discípulo amado sea además el evangelista (también las cartas deuteropaulinas, escritas únicamente según el espíritu del Apóstol, circulan con el nombre de Pablo). Es evidente que Jn 21 se escribió después de morir el discípulo amado, sobre el cual se había corrido el rumor de que no moriría. Que ya está muerto se desprende de 21,24-25, donde se corrige una tradición joánica anterior. El discípulo «se queda» (menein), pero no como la comunidad joánica se había imaginado. A diferencia de Pedro, el discípulo amado no es un mártir, pero tiene autoridad para la comunidad joánica por ser testigo presencial. Jn 21 quiere poner de relieve esa autoridad, una vez que ha muerto el anciano garante de la tradición joánica. Podemos ver en el caso del evangelista o autor del cuarto evangelio una relación similar a la que el autor de la carta a los Colosenses o a los Efesios tiene con Pablo. El autor del cuarto evangelio, sin embargo, relaciona varias intenciones teológicas con el discípulo amado: Jesús le confía el cuidado de María (19,26-27), y en el Evangelio de Juan es quien primero cree en
la resurrección de Jesús: es el modelo del verdadero creyente (20,8). En otras palabras: para el evangelista este discípulo no es sólo un personaje histórico, sino también —rasgo típicamente joánico— una figura ideal del creyente (también el fundador de Qumrán queda en el anonimato y es venerado en dicha tradición como «el Maestro de Justicia»). Podemos preguntarnos si es cierto que el Evangelio de Juan no alude al discípulo amado antes del relato de la última cena (Jn 13). En dos ocasiones se habla en forma anónima de «otro discípulo» (1,35 con 40 y 18,15), pero sin añadir «que Jesús amaba». R. Schnackenburg, para probar que el discípulo amado era un habitante de Jerusalén, se funda en que este personaje aparece por primera vez en Jn 13 (última cena). Sin embargo, es de notar que Natanael, que tampoco era uno de los Doce, tiene un papel de primer orden en la perícopa sobre el llamamiento de los primeros discípulos (1,45-51). Juan muestra un evidente interés también por los «íntimos» de Jesús que no pertenecían al grupo de los Doce. Por tanto, en Jn 1,35.40 y 18,15 «el otro (discípulo)» es el discípulo que posteriormente será llamado (por la «escuela» joánica) «el discípulo que Jesús amaba»; es uno de los dos primeros discípulos de Jesús, y antes lo había sido del Bautista. De acuerdo con el cuarto evangelio: a) el discípulo amado aparece sólo en los relatos que se refieren a Judea; b) al principio es discípulo del Bautista y lo es todavía cuando se une a Jesús; c) está presente en los últimos momentos de la vida de Jesús; d) es conocido del sumo sacerdote de Jerusalén; e) es el portavoz de un «grupo joánico» (Jn 21); f) es testigo presencial de varios acontecimientos al final de la vida de Jesús.
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Así resulta clara la relación entre los círculos bautismales, Jerusalén y Samaría. Hemos visto además en páginas anteriores que el Evangelio de Juan no está enraizado en el judaismo oficial, «rabínico», sino en los círculos «heterodoxos» de la espiritualidad palestinense. Así como en mi libro Jesús, la historia de un viviente se decía que los credos del cristianismo primitivo son ecos en los que se puede percibir un determinado aspecto del Jesús histórico (pp. 372ss), así ahora podemos preguntarnos por la relación existente entre Jesús y el joanismo. Jesús, en su época de discípulo de Juan Bautista (3,22ss), estuvo evidentemente en contacto con grupos judíos marginales (análogos a aquel movimiento «bautista»). Su interés por Samaría, despreciada por el judaismo oficial, es atestiguado no sólo por el Evangelio de Juan, sino indirectamente también por Lucas: la parábola del samaritano misericordioso (Le 10,25-37); además, «cuando atravesó Jesús por entre Samaría y Galilea» (Le 17,11), curó a diez leprosos. El único de entre ellos que volvió a Jesús y le dio las gracias era... un samaritano (17,16). Hch 7 y 8 ponen el círculo de Esteban en relación con la misión de Samaría. Aparte de la tradición de los Doce, Lucas conoce otra que habla de setenta (setenta y dos) discípulos; aunque esta última está inspirada en el Antiguo Testamento, concuerda con la tradición joánica de que, además de los Doce, había otro círculo de amigos de Jesús. La tradición de Lucas, al igual que Jn 4, nos permite 22
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entrever la actitud abierta de Jesús hacia los samaritanos. Además, en Mt 11,25-27 encontramos una tradición, que se suele considerar con demasiada facilidad como un bloque «errático» del joanismo en la tradición sinóptica. «Mi Padre me lo ha enseñado todo; al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar». Es verdad que el pasaje tiene sabor «joánico», pero nada nos demuestra que proceda directamente de la tradición joánica y no de la tradición del cristianismo primitivo, de la cual el joanismo es un eco entre otros. Si Jesús tiene una vivencia tan intensa de Dios como Padre y ve en él una figura paterna —cosa que atestiguan los sinópticos y el paulinismo no menos que el joanismo—, difícilmente se podrá negar que (dentro de este esquema experiencial) Jesús tuvo que experimentarse como el Hijo, aunque no tengamos ninguna prueba explícita de ello, a menos que Mt 11,25-27 —quizá independientemente del joanismo— sea un eco de tal situación. En tal caso, debemos considerar el joanismo, a pesar de su peculiaridad, como un eco real de determinadas manifestaciones y acontecimientos históricos de Jesús, lo mismo que los sinópticos y el paulinismo. Seguir viendo el Evangelio de Juan como una interpretación de Jesús de tipo extrajudío, greco-pagano, no concuerda con las adquisiciones históricas que sobre los escritos de Juan han conseguido las investigaciones de los últimos años; en mi opinión, sería mantener una posición ya superada. La peculiaridad del joanismo frente a los sinópticos y frente al paulinismo consiste en que lo que ellos hacen de una forma un tanto «inconsciente», en el Evangelio de Juan aparece como algo consciente e intencionado: actualizar eclesialmente el recuerdo de lo que Jesús dijo e hizo. Juan muestra que en cualquier hecho el Jesús histórico es exactamente el mismo que actúa en su Iglesia. El propio Juan lo explica en su modo de entender al Paráclito o Espíritu Santo, cuando hace decir a Jesús: «Mucho me queda por deciros, pero no podéis con tanto ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os irá guiando en la verdad toda» (16,12-13). Juan 15-17 es el ejemplo más bello a este respecto: el evangelista, guiado por el Espíritu, conduce a los cristianos a un conocimiento más profundo del acontecimiento de Jesús. Todo el Evangelio de Juan es, por consiguiente, un «recuerdo» (14,24) a la vez que «una comprensión más honda de la fe» o una actualización de lo recordado. La referencia más clara a esto se encuentra en 3,11 (donde, a pesar de que es Jesús el que habla, se emplea la fórmula «nosotros»): «Nosotros hablamos de lo que sabemos». Aunque el Evangelio de Juan no presenta, como los sinópticos, a un Jesús que habla del futuro reino de Dios, el autor se considera autorizado por el don del Espíritu para anunciar un conocimiento más profundo de la fe: para él, ese reino de Dios es Jesucristo. Y así habla también de ese reino de Dios cuando pone en labios de Jesús las palabras: «Yo soy el camino que lleva a la verdad y a la vida». Juan hace exactamente lo mismo que los sinópticos. Lo que ellos hacen matemáticamente, Juan lo hace de un modo temático, en virtud del Espíritu, que es el único que le puede inspirar lo que Jesús ha dicho y hecho. Para Juan, el Jesús histórico es la «plenitud de gracia y de verdad» (l,14e), es.decir, la cúspide definitiva
de la revelación de Dios, en la que confluyen tanto la prehistoria (a partir de la creación de la luz) como la «historia de la actividad» que el Jesús exaltado realiza en la Iglesia. Al igual que en los sinópticos y en el paulinismo, la pretensión del joanismo es que la tradición joánica se remonta a Jesús, bien a través del testimonio directo del garante de tal tradición, el discípulo amado, o bien a través de tradiciones que en parte están emparentadas con la tradición sinóptica de Jesús y en parte se distancian de ella debido a la selección joánica y a la presencia de otras tradiciones (las cuales muestran cierto parentesco con la tradición específica de Lucas). En principio, el Evangelio de Juan, como fuente para un conocimiento histórico de Jesús, tiene el mismo valor que los sinópticos y, probablemente, es incluso más históricamente fiable que los sinópticos en lo que respecta a los sucesos acaecidos en Judea (aunque esto último no sea siempre susceptible de confirmación histórica en lo que toca a los detalles).
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La tradición joánica experimentó además todo un proceso evolutivo. Debido a que la comunidad joánica acogió a samaritanos convertidos, se fue acentuando en ella el elemento judío «heterodoxo». Por eso en el Evangelio de Juan no vemos sólo una reacción contra el judaismo oficial, sino también contra los peligros inherentes a la tradición joánica, sobre la que pesaban unos impulsos espirituales procedentes del sincretismo judío; esto ocurrió sobre todo después del año 70, cuando el joanismo negó a ambientes (quizá en Siria) donde aún era más dominante el sincretismo. El cristianismo judío que hallamos en las Pseudoclementinas (y que muestra muchas afinidades con el joanismo) fue una de sus víctimas. El cuarto evangelio critica ciertas tendencias presentes en su comunidad que podían poner en peligro el carácter exclusivo de Jesucristo. Así, en una fase ulterior de la tradición joánica (de la que dan testimonio el Evangelio y las cartas de Juan) surge una polémica contra los peligros inherentes al joanismo (ya en el prólogo; cf. infra), y la primera carta de Juan insiste, con más fuerza que el evangelio, en el valor expiatorio de la muerte de jesús (4,9-10; 2,1-2; 3,5.8, etc.), mientras que 2 Jn 7 se enfrenta a los cristianos de la comunidad joánica «que no confiesan que Jesús es Cristo venido en carne mortal»; en otras palabras, una polémica claramente antidocetista, prescindiendo de si el autor entendió exactamente lo que sus adversarios, utilizando un lenguaje veterojoánico, querían decir sobre Jesús. (Sin embargo, de todo esto —y de otros datos convergentes— se desprende que el movimiento que en la historia de la Iglesia posterior será llamado «docetismo» tiene sus orígenes en círculos judíos, no en los greco-paganos. Así, por el libro de Tobías nos enteramos de que un ser celeste, un ángel, puede tomar figura humana y, una vez cumplida su misión, abandonarla). Todas las tendencias básicas del Evangelio de Juan resultan comprensibles si se tiene en cuenta el ambiente del judaismo palestinense con su sincretismo cultural, ambiente que influye en el gnosticismo del siglo n y se parece bastante al judaismo «heterodoxo» que alienta en Qumrán.
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Son los precursores de lo que G. Scholem llama «judaismo místico» 46. Es patente además que el Evangelio de Juan utiliza fuentes o tradiciones prejoánicas, en especial el llamado «Libro de los signos» y un relato de la pasión. Cada vez se está más de acuerdo en que existe una influencia recíproca (pero no dependencia literaria) entre el acervo tradicional sinóptico y el joánico47. Se supone que la tradición sinóptica escrita influyó en la tradición prejoánica oral, y viceversa. En particular, se cree que Lucas experimentó el influjo de una forma anterior de la tradición joánica, cuando ésta se encontraba en proceso de formación. La investigación está todavía en los comienzos, impulsada sobre todo por exegetas anglosajones. Sin embargo, el evangelista es un autor, no un compilador, y no se le puede confundir con el redactor final del evangelio o con un grupo joánico de «editores». De cualquier forma, Jn 21 —y también las cartas de Juan—, en comparación con Jn 2-20, muestra claramente, desde un punto de vista histórico, que se trata de una tradición joánica propia. Globalmente podemos decir que el joanismo no es una variante de otros textos neotestamentarios, sino una forma peculiar de expresar la fe del cristianismo primitivo, distinta del paulinismo y de los sinópticos; es quizá la tradición de un grupo minoritario que se veía obligado a defender su peculiaridad, pero que se consideraba parte legítima de la gran comunidad de Dios en Cristo que el mismo grupo aceptaba. Esta forma de cristianismo joánico es, en sus raíces, tan antigua como el cristianismo de los Doce y, muy probablemente, procedía del círculo jerosolimitano de Esteban. Con estos datos podemos pasar a analizar lo teología joánica. 5.
Estructura del Evangelio de ]uan
Para concluir los prenotandos sobre el Evangelio de Juan debemos aludir, aunque sea brevemente, a la macroestructura del cuarto evangelio. Ya hemos visto que Juan coloca teológicamente en una misma perspectiva dos planos distintos: la actividad terrena de Jesús y la vida de la Iglesia. Hace temáticamente lo que los sinópticos hacen quizá de una forma menos consciente: contempla al Jesús terreno a la luz de las situacio* G. Scholem, Major Trends in Jewish Mysticism (Nueva York 1954) 40-79; cf. M. Gaster, Studies and Texis in Folklore, Magic, Medieval Romance, Hebrew Apocrypha and Samaritan Eschatology, 3 vols. (Londres 1925-1928) I, 156-158. 47 H. Dodcí, La tradición histórica en el cuarto evangelio (Madrid, Ed. Cristiandad, 1978) 335-364; J. Blinzler, ]ohannes und die Synoptiker (Stuttgart 1965; ed. esp.: ]uan y los sinópticos, Salamanca 1968); G. Reim, Studien zum alttestamentlichen Hintergrund des Johannesevangeliums (Cambridge 1974); J. A. Bailey, The Traditions common to the Gospels of Luke and John (Leiden 1963); A. Dauer, Die Vassionsgeschichte im ]ohannesevangelium (Munich 1972); E. F. Siegman, St. John's Use of the Synoptic Material: CBQ 30 (1968) 182-198; F. L. Cribbs, St. Luke and the Johannine Tradition: JBL 90 (1971) 422-450; C. K. Barrett, John and the synoptic Gospels: ExpT 85 (1974) 228-231; Fr. Schnider y W. Stenger, Johannes und die Synoptiker. Vergleich ihrer Parallelen (Munich 1971).
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nes posteriores de la Iglesia. Pero precisamente esta conciencia explícita de Juan implica al mismo tiempo una neta distinción entre la comunidad de los discípulos con Jesús antes y después de Pascua. El cap. 12 del Evangelio de Juan es una gran cesura que divide la obra. El ministerio terreno de Jesús, el Preexistente, acaba con la mención de «los griegos» que desean ver a Jesús (cf. infra la exégesis de este texto), el deseo que tienen los paganos de experimentar la «salvación en Jesús» (12,20-36) y, por otra parte, con la sentencia definitiva sobre «los judíos» (12,37-43), tras lo cual se hace un resumen de la predicación de Jesús (12,44-50). Así concluye la primera parte del evangelio y comienza la segunda: la hora de la partida de Jesús que corre hacia «aquel día», el día del envío del Espíritu por Jesús resucitado y el día del nacimiento de la Iglesia (7,39; 16,7). Sin embargo, ya en la primera parte (Jn 2-11) hay una serie de anticipaciones escatológicas que, con ayuda de la transición que es Jn 12, permiten ver una continuidad entre ambas partes del evangelio. Antes de «aquel día» los apóstoles no han orado en el nombre de Jesús (16,26): aún no se les había dado el Espíritu (7,39; 16,7). El día de la Pascua (donación del Espíritu) brinda a los discípulos un conocimiento más profundo (14,20; cf. 2,22; 12,16; 13,7) y los capacita para «cosas mayores» (5,20; 14,12). En ese momento comienza el verdadero «seguimiento de Jesús» (13,36; cf. 12,26; 14,4-6). En este período, el significado de Jesús se centra en el ámbito de Israel, pero en cuanto que Israel tiene una misión universal: «Israel en cuanto luz del mundo». En esta fase prepascual, en la que la actividad de Jesús se limita a Israel, se vislumbran ya algunas anticipaciones de la fase escatológica de la Iglesia. En efecto, el envío de Jesús a Israel es un envío al mundo (3,11-15); sobre todo, la visita de Jesús a Samaría (4,1-42) es una anticipación de la que se deduce que el propio Jesús quiere que la salvación que él trae de parte de Dios sea salvación para el mundo entero (4,42b): llegará un tiempo en que Dios no será adorado en el monte Garizín, como hacen los samaritanos, ni tampoco en el monte Sión (Jerusalén), sino que se le dará culto con espíritu y verdad (4,24). «Se acerca la hora, o mejor dicho, ha llegado» (4,23a): aquí en Samaría se anticipa claramente la hora de Jesús, como se anticipó también en el milagro de Cana (2,4.11). La hora que se se acerca es, pues, «el día» (16,26): la partida de Jesús hacia el Padre, con el envío del Espíritu de la verdad; el comienzo de la etapa de la Iglesia, dirigida por el Espíritu de Cristo. Ese día —la Pascua y el nacimiento de la Iglesia-—, cuyo comienzo es la muerte y resurrección de Jesús, es al mismo tiempo el momento del llamamiento dirigido a los paganos: entonces serán atraídos hacia el rebaño de los «verdaderos israelitas» (12,32); de hecho, esta idea es expresada en el contexto de la perícopa sobre los griegos que buscan a Jesús (12,20-23), a los que responde Jesús: «Ha llegado In hora» (12,23). La muerte de Jesús en la cruz señala el momento en que los paganos son llamados o «atraídos» al redil, al que ya pertenecen los verdaderos israelitas, como es el caso de Natanael (1,46-51). Aun cuando «los judíos» interpretan erróneamente la partida de Jesús, el Evangelio de Junn esconde tras cada incomprensión un núcleo de verdad más alta. Ellos
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suponen que Jesús quiere ir a los paganos (7,35), del mismo modo que entendieron el sacrificio voluntario de Jesús como un suicidio (8,22). De hecho, su ida al Padre es también un ir a los paganos: «Tengo otras ovejas que no son de este recinto» (10,16), y a este respecto dice también: «Entrego mi vida por las ovejas» (10,15b), «no sólo por la nación (Israel), sino también para reunir a todos los hijos de Dios dispersos» (11,52; cf. 18,37). La situación eclesial a partir de la Pascua tiene una anticipación prepascual en la actividad de Jesús. Juan, aunque tiene una clara conciencia de la distinción entre estos dos períodos, ve en ellos una unidad y continuidad esenciales: el Jesús terreno es el Cristo glorificado, que actúa en su Iglesia, el único rebaño compuesto por «verdaderos israelitas» y por «hijos de Dios dispersos» procedentes del paganismo. La visión joánica de la Iglesia y de Israel se diferencia muy poco de la del paulinismo (Rom 11,16-22; Ef 2,11-22). Para Juan, la separación no es entre judíos y no judíos, sino entre la fe en Jesús y el rechazo de su persona. Con varías anticipaciones que indican la unidad fundamental existente entre los dos períodos de la vida de Jesús, el cuarto evangelio —después del prólogo— se divide claramente en dos grandes partes: Jn 2-11 y (tras el capítulo 12, que sirve a la vez de conclusión e introducción) Jn 13-20 y 21.
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II PRESENCIA DE JESÚS EN LA TIERRA COMO PALABRA HECHA HOMBRE
1.
Prólogo del Evangelio de ]uan
Bibliografía (además de los comentarios generales ya citados): 1. Logos, estructura del himno al Logos, «encarnación»: C. K. Barrett, The Prologue of Saint John's Gospel, en New Testament Essays (Londres 1972) 27-48; Kl. Berger, Zu «das Wort ward Fleisch», Job 1,14a: NT 16 (1974) 161-166; M. E. Boismard, Le prologue de saint Jean (París 1953; ed. española: El prólogo de san }uan, Madrid 1970); P. Borgen, Observations on the Targumic Character of the Prologue of John: NTS 16 (1969-70) 288-295; F. Christ, Jesús Sophia. Die SophiaChristologie bei den Synoptikern (AThANT 57; Zurich 1970) 35ss; Ch. Demke, Der sogenannte Logos-Hymnus im Johanneischen Prolog: ZNW 58 (1967) 45-68; C. H. Dodd, The Prologue of the Fourth Gospel and Christian Worship, en F. L. Cross (ed.), Studies in the Fourth Gospel (1957); W. Eltester, Der Logos und sein Prophet, en Apophoreta: BZNW (Berlín) 30 (1964) 109-134; A. Feuillet, Eludes Johanniques (París 1962); R. G. Hamerton-Kelly, Pre-existence, XVisdom and the Son of Man (Cambridge 1973) 197-242; M. D. Hooker, The Johannine Prologue and the Messianic Secret: NTS 21 (1974) 53ss; id., John the Baptist and the Johannine Prologue: NTS 16 (1969-70) 354-358; E. Kasemann, Aufbau und Anliegen des johanneischen Prologs, en Exegetische Versuche und Besinnungen I (Gotinga 1964) 155-180; G. Klein, Das wahre Licht scheint schon: ZKTh 68 (1971) 261-326; J. S. King, The Prologue to the Fourth Gospel: Some Unresolved Problems: ExpT 86 (1975) 372-375; P. Lamarche, Le prologue de Jean: RSR 52 (1964) 497-537; B. Lang, Frau Weisheit. Deutung einer biblischen Gestalt (Dusseldorf 1975); H. Langkammer, Zur Herkunft
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Por el prólogo de su evangelio sabemos que, para Juan, Jesús de Nazaret fue anunciado en la Iglesia desde un primer momento como la Palabra hecha hombre. A partir de esta visión de fe, Juan expone lo que conoce de la «tradición de Jesús», desde el bautismo de Jesús en el Jordán hasta sus signos y obras, sus palabras o logia, su muerte y resurrección. Estas tradiciones del cristianismo primitivo son adaptadas por Juan al modelo de la katabasis-anabasis. El Bautista, los signos, las palabras y obras de Jesús y, sobre todo, su muerte se convierten así en «testimonio» de su origen celeste y de su identidad personal más honda: su singular unidad con el Padre. La comunidad joánica, que está animada por el Espíritu, pero que en tiempos de Juan ya no es directamente testigo presencial de lodos estos hechos, actualiza toda la «tradición de Jesús» (según la tradición conocida en tal comunidad) a tenor de su propia situación eclesial y Ninuicndo el modelo prejoánico —muy apreciado dentro de la comunidad— del profeta mesiánico mayor que Moisés con el consiguiente modelo de la katabasis-anabasis. Para la segunda o quizá ya tercera generación de cristianos tienen, obviamente, una importancia especial la evidencia, la fuerza V In validez de los testimonios. Para la comunidad joánica se trata de una cuestión absolutamente vital. ¿Cuál es el fundamento de la fe cristiana ptirn nosotros, que no hemos visto a Jesús ni lo hemos conocido directamente?
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Observaciones preliminares.
Jn 1,1-18 es un prólogo al cuarto evangelio con su problemática especial. Cuando analizábamos los presupuestos para entender el Evangelio de Juan, veíamos que el primer judaismo solía utilizar diversos nombres para designar una única realidad. La sabiduría y el logos estaban ya entonces identificados. El término «logos» era utilizado por los judíos de habla griega para hacer inteligible a la mentalidad griega la tradición sapiencial judía. Si entonces se hablaba de «la sabiduría» en sentido absoluto, lo mismo se podía hacer con el «logos», la palabra. Sab 9,1-2 hablaba ya de sabiduría y palabra (logos). La sabiduría era la Tora, la ley, llamada también «palabra de Dios» (Sal 119; Sab 3,37-38 con 4,1-2; Eclo 24,23-24) *. La ley mosaica era el logos (en Jn 1,17 desaparece el título de «Logos», pero en realidad el Logos-Jesucristo se contrapone aquí a Moisés). En otras palabras: ya en el primer judaismo se establecía una relación entre las especulaciones judías sobre la sabiduría y la idea helenista de «logos» a fin de introducir la sabiduría judía en el ámbito de la sabiduría helenista. Esta es la razón de que en el prólogo se hable no de «Sabiduría», sino de «Logos» (término que no vuelve a aparecer en el cuarto evangelio y es, por tanto, exclusivo de este himno prejoánico a Cristo). Pero quizá esto no es suficiente si tenemos en cuenta el entorno cultural sincretista del Evangelio de Juan. Las especulaciones judías sobre la sabiduría se mezclaron con el llamado «sinaitismo» o «mística de Moisés»49. Esta tendencia identifica la sabiduría o logos con la «luz de los orígenes» de Gn l,lss, con imágenes que volvemos a encontrar en los targumes palestinenses so . Especialmente sugerente es la locución de Jn 1,5: la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no pudieron aprehenderla (katalambanein). Este es el único caso en que el himno al Logos no emplea la fórmula «recibir». El versículo alude claramente a la luz del Génesis: la luz que ilumina las tinieblas del caos primordial; estas tinieblas tuvieron que ceder ante la luz de la creación de Dios. En cualquier caso, todas estas tradiciones judías explican suficientemente el empleo absoluto del concepto de «logos» en el Evangelio de Juan. En cuanto tal, es un dato greco-judío anterior al cristianismo. Todos los exegetas, incluso los que consideran inútil una reconstrucción científica, admiten que el prólogo de Juan es una reelaboración de un himno prejoánico al Logos. Podemos preguntarnos, sin embargo, si las reconstrucciones científicas sirven para algo y si los resultados a que llegan no se obtienen más rápidamente analizando el prólogo dentro del evangelio. Además, esas reconstrucciones encierran un peligro, dado que implican una serie de presupuestos sobre cuya base lo que para un 48
Strack-Billerbeck, II, 353-358; III, 129ss; J. Jervell, Imago Dei, op. cit., 69. Sobre todo (aunque no exclusivamente), en Filón: W. Meeks, The Prophet-King, op. cit., 100-130; en Josefo: Meeks, op. cit., 131-145; en los pseudoepígrafos, Meeks, op. cit., 146-163; en Qumrán, op. cit., 164-174. 50 M. McNamara, The Ascensión and Exaltation: «Scripture» 19 (1967) 65-73; Logos of the Fourth Gospel, op. cit., 115-117. 45
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exegeta es un elemento redaccional, para otro es tradición. En algunos versículos, los exegetas están de acuerdo por lo que respecta a su carácter prejoánico, pero se discute precisamente sobre los más importantes. En los últimos estudios y grandes comentarios sobre Juan exiten divergencias esenciales a la hora de interpretar prácticamente casi todos los versículos importantes. Además, a menudo se olvida que incluso los versículos reconocidos únicamente como prejoánicos son también redaccionales, es decir, reciben su sentido específico del prólogo y del Evangelio de Juan y no del himno prejoánico. Como consecuencia de las dificultades con que se chocan tales reconstrucciones, en los últimos años se han buscado otros caminos totalmente nuevos. Así, por ejemplo, M. Rissi 51 propone considerar el prólogo como una combinación de dos himnos cristológicos distintos (1,1-12 y 1,14.16. 17); otros H llegan a la conclusión de que el himno está «incompleto» y que hay que completarlo con el núcleo de Jn 3,13-21.31-36, que formaría parte del himno. Es innegable que la propuesta de M. Rissi resuelve de hecho muchas dificultades, pero resulta prácticamente indemostrable. Considerar que el himno acaba en 1,12, como sostienen E. Kasemann y otros muchos, no explica que en 1,14-18 aparezcan varios términos que no vuelven a aparecer en el resto del evangelio (charis, gracia; skenoun, habitar o plantar la tienda; pleroma, plenitud). Rissi, partiendo de que 1,12 constituye sin duda un final perfecto, añade la hipótesis de que 1,14-18 recogería un himno cristológico distinto (o sea, 1,14.16.17). Personalmente, opino que una reconstrucción que pretenda tener alguna probabilidad de éxito debe partir de una comparación, pero no entre el prólogo y las posibilidades sapienciales anteriores al cristianismo, sino entre el Evangelio de Juan y su primera carta, que son dos testimonios de comunidad joánica; tal comparación permite concluir que en la primera carta de Juan la problemática intraeclesial de la comunidad joánica constituye un conflicto mucho más agudo. La fase posterior de la corriente que la primera carta de Juan califica de «herética» aparece ya germinalmente en el Evangelio de Juan (que insta a la unidad de los cristianos y ataca claramente ciertas tendencias presentes en la comunidad). Esos datos germinales, si tenemos en cuenta las interpolaciones de Juan en el himno, habrán tic tener alguna relación con las tendencias peculiares del himno cristológico prejoánico, himno que evidentemente conocen el Evangelio de Juan y I Jn 1: «En él (el Logos) estaba la vida» (Jn 1,4). «El Logos estaba junto a Dios» (1,1.2). «El Logos se hizo sarx» (1,14a). «Nosotros hemos visto su gloria» (l,14b).
«el Logos, que es la vida» (1 Jn 1,1c). «la vida, que estaba junto al Padre» (1,2). «la vida se manifestó» (1,2; cf. 4,2). «Lo que vieron nuestros ojos (la Palabra)» (1,1).
11 M. Rissi, Die Logosliedcr, op. cit., 321-336; primer himno: Jn 1,1-13; segundo himno: Jn 1,14.16. " A«(, L. Trudinflcr, Prolog of John, op, cit., 11-17.
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En ambos casos se trata del Logos preexistente, que es vida y se ha manifestado históricamente entre nosotros (Jn 1,14a; 1 Jn 1,2), mientras que «nosotros» —o sea, la comunidad cristiana (joánica)— lo hemos «visto». La autorrevelación de Dios en la Palabra hecha hombre para la salvación de los hombres, la visibilidad (sarx, phanerosis) de la Palabra salvífica, es evidentemente el núcleo del himno litúrgico que la comunidad joánica entonaba como cántico de acción de gracias y de alabanza. Pero esta profesión de fe en forma de himno daría pie a interpretaciones diferentes que fueron causa de disensiones dentro de la comunidad joánica. La naturaleza de tales disensiones aparece vagamente en el propio Evangelio de Juan, que ataca duramente a «los judíos». Ya hemos dicho que Juan, aunque habla de las disputas de Jesús con los dirigentes judíos de su tiempo, contempla esta «crisis» a la vez bajo el prisma de lo que ocurría entonces en la comunidad joánica: Juan se opone a la interpretación de Jesús que sostienen ciertos judíos cristianos de su comunidad, los cuales, en su condición de hijos de Abrahán, pretenden ser superiores a los cristianos de origen pagano, provocando así la desunión dentro de la comunidad. Esto se relacionaba, sin duda, con el sinaitismo y la mística de Moisés: un «contemplar a Dios» de tipo «sinaítico». Tales tendencias tienen contornos mucho más precisos en la primera carta de Juan. Esta no se limita a llamar a estos perturbadores de la paz «anticristos» (1 Jn, sobre todo 4,2-3; también 2,18-22), sino que insiste, con más fuerza aún que el evangelio, en el amor fraterno (2,9-11; 3,11-24; 4,7-21), atacando duramente la «contemplación sinaítica de Dios» de la mística de Moisés: «El que no ama no conoce a Dios» (1 Jn 4,8); «a Dios nadie lo ha visto nunca» (cf. Jn 1,18); «si nos amamos mutuamente, Dios está con nosotros, y su amor está realizado entre nosotros» (1 Jn 4,12); «quien no ama a su hermano, a quien está viendo, a Dios, a quien no ve, no puede amarlo» (1 Jn 4,20), y finalmente: «Sabemos que ha venido el Hijo de Dios y nos ha dado entendimiento para conocer al Dios verdadero» (1 Jn 5,20). Jesús, el Hijo, y el amor fraterno son el único camino que conduce a la visión de Dios: «Para saber si conocemos a Dios, veamos si cumplimos sus mandamientos» (1 Jn 2,3), y estos mandamientos se resumen en el mandamiento del amor fraterno (1 Jn 2,7-11; esta identidad se expresa aún con mayor firmeza en 2 Jn 6).
significar «morir» y «ser elevado» (anabasis) M: el doble sentido que hallamos también en el Evangelio de Juan en relación con la muerte de Jesús: «elevación» (la de la cruz) y «exaltación» junto a Dios. El targum a Sal 68,18 habla de la muerte de Moisés como si fuese una elevación o subida al cielo (tema del «rapto»). En la mística mosaica sinaítica del primer judaismo, la muerte carece de importancia, es «absorbida» por la «gloria» que Moisés ha recibido de Dios. Por eso es de notar que, si bien el Evangelio de Juan no ignora la pasión y muerte de Jesús —incluso llama a Jesús «cordero de Dios» (1,29b.36)—, presenta su muerte como el punto culminante de la visibilidad de la gloria de Dios en Jesús: una modificación del himno cristológico, pero en la línea del mismo. Esta tendencia fue precisamente la que adquirió dimensiones alarmantes en la situación que refleja la primera carta de Juan; el autor de esta carta insiste repetidamente en el valor expiatorio de la muerte de Jesús (1 Jn 3,5.8; 5,6) y, sobre todo, en que Jesús ha venido o ha sido enviado «para expiar nuestros pecados mediante el sacrificio de su vida» (1 Jn 4,10). La primera carta de Juan se opone inequívocamente a una infravaloración de la muerte de Jesús, tesis totalmente lógica en la mística mosaica del sinaitismo judío. Considerando, en fin, que la comunidad joánica tenía sus raíces en Palestina, podemos entender la reacción de Juan frente a cierta forma de veneración del Bautista en su comunidad. También esto puede estar relacionado con el sinaitismo. En tal caso podría haber muchos portadores del Logos: Moisés, los profetas, el Bautista, Jesús. Lo cual llevaría a negar el carácter singular de Jesús como «Hijo». Sobre este trasfondo (que se deduce del Evangelio y de la primera carta de Juan; 2 Jn 7 se llega a decir que algunos herejes niegan que «Jesús ha venido en carne mortal») destaca nítidamente el tenor peculiar del himno prejoánico: la visibilidad de la gloria de Dios en el hombre Jesucristo. La manifestación de Jesús entre nosotros es salvación y gracia. La encarnación es redentora y salvadora. Tanto el cuarto evangelio como la primera carta de Juan subrayan conjuntamente el hecho de la muerte de Jesús; pero en el himno no se hace mención de ella. La humanidad misma de Jesús es ya ahora gracia de Dios entre nosotros. Ese es obviamente el entusiasmo fundamental que mueve a la comunidad joánica. Esta teología supone, en el Nuevo Testamento, una corrección de la insistencia exclusiva de Pablo en la muerte y resurrección. Por otra parte, esta teología encierra el peligro de silenciar el significado peculiar de la muerte de Jesús. Sobre todo, la primera carta de Juan critica el carácter unilateral de esta teología de la encarnación (theologia gloriae) y subraya dentro de ella la muerte expiatoria de Jesús (theologia crucis), lo cual ya hace de una forma germinal el Evangelio de Juan.
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El sinaitismo de una contemplación directa de Dios (criticado también en el Evangelio de Juan: 1,18; 5,37; 6,46; 14,8) tuvo también consecuencias para la visión judeocristiana del significado de la muerte de Jesús. De hecho, en el prólogo no se alude a la muerte de Jesús, a menos que (cosa posible) esté implícita en la humanidad de Jesús precisamente como sarx creada, finita, terrena. Sin embargo, en el himno, el prólogo pasa por alto, valga la expresión, la muerte de Jesús: el Logos se ha manifestado como hombre, y nosotros —la comunidad cristiana posterior— hemos visto su gloria. Esta gloria «absorbe» la muerte de Jesús, la cual, en la perspectiva del himno, no tiene significado alguno. Esto no es ajeno al sinaitismo. Precisamente en los targumes encontramos un- término arameo que puede
" Targum Sal 68,18; cf. M. McNamara, The Ascensión and the Exaltation of Chrht in the Gospel, op. cit., 65-75; id., Targum and Testament (Grand Rapids 1972) 143; (d., The New Testament and the Palestinian Targum to the Pentateuch (Roma l%6) 145ss.
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Teniendo en cuenta la triple reacción del Evangelio de Juan frente a determinadas tendencias existentes en la comunidad que canta este himno al Logos, y omitiendo los versículos que reflejan claramente esa reacción, el himno cristológico prejoánico queda como sigue:
entenderse además como un auténtico himno cristiano. La triple reacción de Juan lo transforma en un himno totalmente nuevo; literariamente no se trata solamente de interpolaciones, sino de una nueva composición de todo el himno. Antes de analizar tales «interpolaciones», veamos más de cerca este hipotético «cántico de la comunidad joánica».
I.
Al principio ya existía la Palabra (1,1a) y la Palabra existía con Dios (1,1b) y la Palabra era Dios (1,1c): ella al principio estaba con Dios (1,2)
II.
Mediante ella se hizo todo (1,3a); sin ella no se hizo nada de lo hecho (1,3b) Ella contenía vida (1,4a) y esa vida era la luz del hombre (1,4b)
III.
Esa luz brilla en las tinieblas (1,5a) y las tinieblas no la han comprendido (1,5b)
IV.
Estuvo en el mundo (1,10a) pero el mundo no la conoció (1,10c)
V.
Vino a su casa (1,11a) pero los suyos no la recibieron (1,11b) Pero a todos los que la recibieron (1,12a) los hizo capaces de ser hijos de Dios (1,12b)
VI.
Y la palabra se hizo carne (1,4a) y habitó entre nosotros (1,14b) y hemos contemplado su gloria (1,14c) llena de gracia y de verdad (l,14e) De su plenitud todos nosotros recibimos (1,16a) y gracia sobre gracia (1,16b).
Nos hallamos ante un himno cristológico perfectamente coherente. Dadas sus características, no es descabellado suponer que dos himnos distintos (1,1-12 y 1,14-16) se combinaron con anterioridad a Juan para formar un único himno. Jn 1,12 da indudablemente la impresión de ser una terminación de 1,1-11 (así opina, entre otros, E. Kasemann). La combinación de dos himnos independientes (M. Rissi) es una posibilidad plausible (aunque abstracta). Prescindiendo de 1,14.16, Jn 1,1-12 podría ser incluso un perfecto cántico sapiencial a la Tora (el «libro de la Sabiduría» en forma de himno). Pero, en labios de una comunidad cristiana, 1,1-12 puede
El himno prejoánico se inspira claramente en la tradición sapiencial, pero también tiene que ver con ciertas especulaciones en torno al Génesis, de las que tenemos algunos ejemplos en los targumes palestinenses. El himno se desarrolla en fases, todas ellas referidas últimamente a la Palabra hecha hombre: tinieblas, mundo, lo suyo ( = su casa), sarx y «nosotros» van precisando y concretando progresivamente la venida de la Palabra, que se identifica con Jesucristo. El tema constante es «no fue acogido» (conocido), excepto en 1,5, en donde se dice que las tinieblas no pudieron comprender (ou katelaben, aprehender) a la luz. «La luz que brilla en las tinieblas» (1,5) es una alusión (aún no a «el mundo») a las tinieblas del caos informe de los orígenes (Gn 1,2), que fueron vencidas por la palabra del Dios creador: «Que exista la luz» (Gn 1,3): las tinieblas tuvieron que dejar paso a la luz de la creación, no pudieron dominarla; «Dios separó la luz de las tinieblas» (Gn 1,4b). Desde entonces, esa luz ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9b)54. Sin embargo, aunque la luz estuvo en el mundo desde su creación, el mundo no la conoció (l,10a.c). Entonces vino (elthen, en contraposición al «estar» en el mundo) a «lo suyo». Si este himno comunitario procede de una comunidad cristiana de raíces palestinas, no es preciso interpretar «lo suyo» en el sentido de Filón (el mundo como «hijo de Dios») ni en el sentido sapiencial griego (el mundo como obra realizada por las manos de Dios; el Logos), aunque tampoco se pueda excluir esta interpretación en la comunidad joánica, sino más bien como la venida del Logos a Israel: en Moisés, en la ley, en los profetas, quizá también en Juan Bautista (teniendo en cuenta el sinaitismo de algunas tendencias existentes en la comunidad). Debemos, pues, mantener la ambigüedad de la expresión «lo suyo», en el sentido de que los cristianos judíos de la comunidad joánica entendían «Israel», mientras que los que provenían del paganismo la interpretaban como «el mundo» en cuanto don del Dios creador. Pero tampoco «los suyos» lo recibieron. Sin embargo, la obra de la Sabiduría o Logos no ha sido inútil: un resto lo M Erchomenon eis ton kosmon, «que viene al mundo», desde el punto de vista «ramatical puede referirse tanto a «la luz» como a «todo hombre». Juan habla por primera vez de la «venida» de la luz en 1,11; en los versículos precedentes se dice que la luz «brilla» y que «estaba en el mundo». Teniendo en cuenta la estructura del prólogo, donde los «verbos» (de tanta importancia para Juan) van siempre al principio, opino, siguiendo a la Vulgata, que erchomenon se refiere al hombre: la luz que estaba en el mundo ilumina a todo hombre que «viene al mundo». El pospositivo erchomenon eis ton kosmon no puede referirse, en mi opinión, a la venida de la luz. líncontramos una construcción análoga en 1,3: «Sin ella no se hizo nada de lo hecho». liste elemento «pospositivo» puede referirse solamente, dentro del contexto joánico, a lita cosas «terrenas».
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recibe, los hijos de la luz, los «hijos de Dios» (1,12; cf. Sab 7,27). El Logos vino a la sarx, se hace un hombre concreto, Jesús (1,14). Nosotros, es decir, los cristianos —la comunidad joánica— hemos reconocido en él la gloria de Dios, y él estaba lleno de gracia y de verdad, es decir, de la sabiduría de la revelación (cf. infra). Nosotros formamos parte de los «hijos de Dios», pues de su plenitud hemos recibido gracia y seguimos recibiéndola continuamente (1,16). Ese parece ser el espíritu que animaba el himno de la comunidad joánica. Y es posible que esta comunidad, de origen palestinense, transformara un himno judío preexistente, que hablaba del Logos y estaba dedicado a la Tora o la Sabiduría, en un himno dedicado a Jesucristo; el evangelista habría añadido Jn 1,14.16 para convertir toda la pieza en un himno a Cristo. Todas las fases de la manifestación histórico-salvífica de la luz confluyen en Jesús. El es la luz que brilla en el caos primordial, la luz del mundo, la luz de Israel: mediante su encarnación, en la que hemos conocido la gloria de Dios. Apoyándose en la teología joánica, que hasta cierto punto era una «teología de la comunidad» ya antes de la redacción final del cuarto evangelio, el autor incluye una serie de interpolaciones a fin de corregir algunas tendencias que se habían desarrollado en la comunidad y comprometían la unidad eclesial. Estas tendencias son plenamente comprensibles si es correcta la suposición de que tales tendencias estaban muy influidas por el sinaitismo de algunos cristianos judíos pertenecientes a la comunidad joánica.
tiene raíces palestinenses e incluso vinculaciones con círculos bautismales (Jn l,35ss señala que es el Bautista quien conduce a los primeros discípulos hasta Jesús, con lo cual el evangelio sitúa el origen de la comunidad joánica en los círculos bautismales; cf. también las discusiones con los discípulos del Bautismo, 3,24-30). Sin embargo, el prólogo y el Evangelio de Juan no aluden a un «movimiento en torno al Bautista» exterior o paralelo a la comunidad joánica, sino presente en el seno de la misma: el sinaitismo de algunos cristianos procedentes del judaismo. La interpolación de 1,6-8 se corresponde con las de 1,15 y 1,18. La tendencia prejoánica a que se refiere el himno de la comunidad parece consistir más bien en haber puesto casi en un mismo plano a Moisés, a Juan Bautista y a Jesús en cuanto portadores del Logos divino. Por ello, el evangelista hace de Juan Bautista el primer testigo de Cristo, el prototipo del discípulo cristiano o de la Iglesia (1,15; 1,27), que orienta hacia la luz verdadera (1,6-9) y es amigo del esposo (3,30). La interrupción debida a 1,6-8 hacía necesaria la adición del versículo joánico de transición 1,9, mediante el cual Juan vuelve a la idea de 1,4-5 y quizá la precisa (siguiendo lo expuesto en 1,6-8): «la luz verdadera, la que alumbra a todo hombre» (1,9) conecta de nuevo con 1,4b (sólo es una hipótesis, pues también 1 Jn 2,8 habla de la «luz verdadera» sin ninguna referencia al Bautista).
1) Jn 1,6-8 y 1,15. En estos versículos del prólogo, Juan subraya que la verdadera luz no es Juan Bautista, sino otra persona: Jesús (1,9). El Bautista no era esa luz, sino que vino para dar testimonio de ella. En particular, la inclusión de 1,6-8 y 1,15 ha llevado a Bultmann (y a otros autores que comparten su tesis) a considerar este himno al Logos como un cántico nacido en un movimiento bautismal de orientación gnóstica: un himno al Logos dedicado a Juan Bautista. Por las Pseudoclementinas55, de fecha un poco más tardía, sabemos que en el siglo n existía un movimiento que veneraba a Juan Bautista como mesías. De hecho, en el Evangelio de Juan encontramos indicios de una polémica contra los que veneraban al Bautista. Sin embargo, esto no prueba que tal himno al Logos estuviera dedicado al Bautista o que en tiempos del Evangelio de Juan esa veneración fuese un movimiento rival al margen del cristianismo. (Desde el punto de vista histórico pudo haber surgido perfectamente en la comunidad joánica; baste para ello pensar en el cisma que se cernía o que ya existía en la comunidad, a tenor de lo que dice la primera carta de Juan). Sin embargo, Bultmann había apuntado en la dirección correcta de lo que hoy es un supuesto comúnmente aceptado 56 : que la comunidad joánica 5S
Cartas Pseudo-Clementinas, Recognitiones I, 54: PG 1, 1237-1238; I, 60: col. 1240; cf. G. Strecker, Das ]udenchrístentum in den Pseudo-Clementinen (TU 70; Berlín 1950). K O. Cullmann, Der Johanneische Kreis, op. cit., 53-56.
2) Jn l,12c-13. La interpolación que sigue a 1,12 responde a las dificultades que la comunidad joánica tenía sobre todo a causa de los cristianos judíos partidarios del sinaitismo: «No nacen de linaje humano, ni por impulso de la carne, ni por deseo de varón, sino que nacen de Dios» (1,13). Esta interpolación exigía una repetición del tema (véase la estructura del texto griego): «a los que creen en su nombre» es una determinación cristiana de «a todos» y «a ellos» de l,12ab. La filiación divina (1,12) —que, debido a la adición de «los que creen en su nombre», significa ser hijos de Dios en Cristo— no se basa en una consanguinidad de tipo étnico ni en la pertenencia a la estirpe de Abrahán en sentido corporal, sino en un nacer pneumáticamente de Dios. El hecho de que esta interpolación aparezca precisamente aquí implica que Juan sabe que algunos cristianos judíos interpretan los vv. 11-12 del himno comunitario como una venida del I.ogos al mundo y una venida particular del Logos a Israel, a «su casa» (Moisés, la ley y los profetas), lo cual era obvio desde un punto de vista ¡upiencial. Todos los que reciben esa luz pueden ser llamados «hijos de Dios» (cf. Sab 5,5 y 7,27). Pero Juan añade inmediatamente que una conningiiinidad étnica no supone una situación de privilegio (1,13). 3) Jn 1,17-18 y l,14d. En estas interpolaciones joánicas Jesús es llamado monogenes. El uso de este término denota un interés específicamente joiinico (cf. l,14d; además 1,18; 3,16 y 3,18) e indica que l,14d y 1,18 Non interpolaciones joánicas (la construcción un tanto distorsionada de I,l4cdc se explica perfectamente considerando que l,14d es una interpoliitión). Monogenes no significa «unigénito» (monogennan), sino «único», fl único en su género (mono-genes) y, por consiguiente, el «amado sin
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posible parangón» 57 . Doxan hos monogenous para Vatros (1,14) significa literalmente: la gloria que él, como el amado sin parangón del Padre, recibe del Padre («Padre de la gloria» es un título que se aplica a Dios en la liturgia del cristianismo primitivo; cf. Ef 1,17; 2 Pe 1,17; también 1 Pe 1,21; Rom 6,4 e incluso Me 8,38 par.). En Jesús ve la comunidad la gloria de Dios (gloria que resultaría inalcanzable de cualquier otra forma). He hablado ya del sinaitismo y del samaritanismo (entre los que existe, por lo demás, una estrecha relación) de la comunidad prejoánica. Moisés era venerado como profeta, rey y sacerdote, guía del pueblo de Dios, siervo doliente de Dios y «mistagogo»; tras «padecer en favor del pueblo», fue «arrebatado» hasta Dios 58 . Por medio de la iniciación mistagógica se pasaba a ser «nacido de Dios», lo cual implicaba una determinada «visión de Dios» 59. «Los judíos» ponen su esperanza en Moisés (Jn 5,45), creen en él (6,32) y son sus discípulos (8,28-29). En la comunidad joánica se da esta mística mosaica junto con la fe en Jesús precisamente entre los cristianos provenientes del judaismo (cf. Sab 7,22) 60 . Juan quiere resaltar el carácter singular de Jesús como portador del Logos frente a otros portadores como Moisés, los profetas y el Bautista. Esto explica la interpola57 En particular, R. Brown (op. cit. I, 186s) ha hecho notar que monogenes no procede de mono-gennan, sino de mono-genos: único en su género, que traduce el término hebreo yahid (por ejemplo, Gn 22,2.12.16), que en griego equivale también a agapetos (el hijo único amado sin parangón; cf. también Jn 3,16.18; 1 Jn 4,9). Los LXX traducen unas veces agapetos (amado sin parangón) y otras monogenes (único en su género: una propiedad preciosa; y en este sentido se puede aplicar también al hijo unigénito). Isaac, hijo de Abrahán, el cual tenía más hijos, es llamado monogenes (Heb 11,17). Sólo más tarde, en la controversia arriana, Jerónimo traducirá este término (Jn 1,18; 3,16-18) por unigenitus. Aúneme el joanismo habla teniendo presentes a los creyentes «nacidos de Dios» (1,15; 1 Jn 4,9), nunca afirma que Jesús, el Hijo, ha nacido del Padre. La doctrina escolástica de que el Hijo procede intratrinitariamente del Padre «per modum generationis» (nacimiento) no tiene ninguna base joánica (prescindiendo de su eventual valor específicamente teológico). No obstante, a R. Brown se le escapa el especial trasfondo cultural de la expresión monogenes para Vatros. Es significativo que la expresión monogenes para Vatros se remonta, en la exégesis judía, a un midrás de Gn 28,12 y Ez 1,26: «una figura parecida a un hombre, que parecía un trono». La gnosis egipcia posterior utiliza estos dos textos para decir que «con {para) el Señor de los ejércitos mora un primogénito (cuyo sentido es el de 'amado sin par') llamado 'Israel' y que contempla a Dios» (cf. J. Doresse, Les üvres secrets des gnostiques d'Egypte, 2 vols. [París 1958-59] I, 189; también, P. Winter, Monogenes para Vatros: ZRGG 5 [1953] 335-365). Para Jn 1,51 y 3,13, esta figura celestial es sin duda el Hijo del hombre, que antes era la imago celestial de Jacob = Israel (Miguel). También Moisés fue «testigo del Padre» (cf. Jn 5,37a), es decir, testigo del Tenak (5,37b alude a la revelación del Sinaí). Los judíos vieron la voz de Dios (Ex 20,18). Véase también J. Jervell, Imago Dei (Gotinga 1960) 115; cf. J. Giblet, Le témoignage du Veré (]earf 5,3147): «Bible et Vie Chrétienne» 12 (1955) 49-59. 58
W. Meeks, The Vrophet-King, 195ss y 216-257. Véase, por ejemplo, la mística mosaica de Filón, Quaest. in Ex. 46 (Meeks, op. cit., 100-130). 60 Cf. la bibliografía de la nota 8. 59
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ción de 1,17-18; sobre todo: «A Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que está en el seno del Padre, quien lo ha explicado» (1,18). En este texto, Juan vuelve a utilizar la expresión «el amado sin parangón», especificándola ahora como Hijo amado único en su género. En los mejores manuscritos leemos: «Dios (Theos) amado sin parangón»; sin embargo, Juan conoce sólo la expresión monogenes hyios, el Hijo único amado sin parangón (3,16; 3,18), y por este sentido nos tenemos que inclinar, considerando que la contraposición entre Theos (Dios) y ho Pater (el Padre) no es joánica. Juan quiere decir que «el Hijo está en el seno del Padre»61. El Hijo es ho on, el que está en el seno del Padre. Esto no alude al retorno de Jesús al Padre, sino al hecho de que el Padre nunca deja «solo» a Jesús, ni siquiera en su condición de sarx: «Yo estoy con el Padre y el Padre está conmigo». Así como la expresión «Hijo amado sin parangón» indica el amor del Padre al Hijo, la expresión «Jesús está en el seno del Padre» se refiere al amor con que el Hijo responde al amor de su Padre. La unidad de amor entre el Padre y el Hijo sigue existiendo en la Palabra hecha hombre, en el Hijo. «Estar en el seno de» o «recostarse en el seno de» es una locución semítica que se aplica a las relaciones amorosas (la unión conyugal, Gn 16,5; Dt 13,7; 28,54.56; un lactante en el pecho de su madre, 1 Re 3,20; también la solicitud de Dios por Israel, Nm 11,12; cf. «en el seno de Abrahán», Le 16,22-23). Juan recalca en 1,18 el amor recíproco entre el Padre y el Hijo, por el cual únicamente el Hijo es el que nos puede hablar del Padre, de Dios: Jesús es la revelación definitiva de Dios. Moisés dio solamente la ley; Jesús da «la gracia y la verdad», la sabiduría escatológica de la revelación (1,17). Dado que, en la interpolación de 1,17, Juan hace suya una fórmula del himno originario —la «gracia y verdad» de 1,14e (charis aparece cuatro veces en el prólogo y ninguna en el resto del evangelio)—, la presencia de «gracia y verdad» en 1,17 no sirve de criterio para afirmar que ello es resultado de la redacción final de Juan. En el himno originario aparece ya l,14e: «Hemos contemplado la gloria del Logos, lleno de gracia y de verdad». U. Müller —a mi juicio sin razón—, basándose en el supuesto de que la teología de la comunidad prejoánica es una cristología del theios aner 0 taumaturgo 62 , interpreta la expresión «gracia y verdad», de acuerdo con lns conclusiones de G. P. Wetter en su estudio sobre la charis ( = fuerza sobrenatural que posee el hombre de Dios) a, en el sentido de «lleno de gracia y poder» (Hch 6,8, en relación con Esteban). Ahora bien, si es correcta la hipótesis del sinaitismo de los cristianos judíos en la comunidad joánica, podemos suponer, en este caso más que en ningún otro, una in41 Muy probablemente, el error que cometen estos manuscritos (los mejores) se debe a una mala lectura de abreviaturas (la abreviatura de huios es h-ios; la de 1 heos es th-os o h-os). Son fácilmente confundibles. Además, el estado de estos mannitcritos hace pensar en un estadio posterior, en el que se hablaba ya explícitamente ilc la divinidad de Jesús. " El nuevo estudio de U. Müller, Die Geschichte der Christologie, op. cit., 37, irniü 59, siRue la línea de R. Bultmann. *' G. 1>. Wcttc-r, Charis (cf. supra, p. 78), sobre todo 128ss y 152ss.
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fluencia de la tradición del Éxodo y del Sinaí sobre esta comunidad: Ex 33-34, con los típicos conceptos del sinaitismo «gloria» (Ex 33,18.22), «gracia y verdad» (hesed y "emet) (Ex 34,6.9; 33,12-13; 33,16-17), «la morada de Dios en la tienda» (Ex 33,9-11) y su caminar con el pueblo (Ex 33,14-16; 34,9) M. Pero debemos añadir inmediatamente que hesed (gracia) y yemet (fidelidad, amor de alianza) son leídos en la perspectiva del primer judaismo, con unos esquemas greco-judíos. Al analizar (en páginas anteriores) estos dos términos hebreos decíamos que, en los textos posteriores del Antiguo Testamento, 'emet había perdido su significado de fidelidad y amor de alianza, hasta llegar a significar simplemente «verdad», sabiduría revelada. También charis (gracia) adquirió en el lenguaje grecojudío (especialmente en la literatura sapiencial y apocalíptica) el significado de gracia de la sabiduría revelada y de la consiguiente vida sin pecado (un tema central también en 1 Jn 3,4-10). Los elementos sinaíticos, incluidos hesed y 'emet, ya no equivalían en el marco del primer judaismo, y en especial del sinaitismo, directamente a solicitud amorosa y fidelidad de alianza (una idea ajena efectivamente al prólogo), sino a un amor cuya manifestación es el don de la verdad, de la sabiduría revelada. Sin embargo, creo que no tiene sentido negar la influencia de las tradiciones del Sinaí y del éxodo sobre la base de estas transposiciones semánticas. Para el sinaitismo, Moisés era sobre todo el que había traído la sabiduría divina de la revelación mediante el don de la ley; para los cristianos judíos partidarios de la mística mosaica en la comunidad joánica, Moisés (también el Bautista) era un portador del Logos (como afirma Filón expresamente). Juan ve ahí un peligro. Así se explica la interpolación: «Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad (de las que habla el himno en 1,14a) se hicieron realidad en Jesucristo» (1,17); es decir, la sabiduría plena y definitiva de la revelación nos ha sido dada por Jesús, el cual es superior a Moisés. Evidentemente, esto es una «interpolación» de Juan pese a que utiliza un término no joánico (charis) tomándolo del himno prejoánico (l,14e). Esto explica también para qué en 1,15 vuelve a aparecer el Bautista: para dar testimonio de la prioridad absoluta del Jesús celeste. Todas estas interpolaciones obedecen también a que Juan se da cuenta de los peligros que se ciernen sobre la comunidad a causa del sinaitismo. El evangelista quiere resaltar la gracia y la verdad, es decir, la verdad de la doctrina o revelación de Jesús, de la luz y la vida que el Padre nos ha otorgado plenamente en el Hijo, en Jesucristo.
(por ejemplo, Jn 5; 17; 20); hay capítulos compuestos con cierto descuido. Literariamente todo esto indica que el evangelio está formado por unidades redactadas previamente, que tomaron cuerpo mientras se plasmaba la teología de la comunidad y que finalmente fueron compendiadas en un «único evangelio». Comparando el Evangelio de Juan con sus cartas vemos que «ambos autores», a pesar de las diferencias, se basan en una teología comunitaria fundamentalmente única. Quien quiera investigar este evangelio con unos criterios rigurosamente literarios debe comenzar por analizar las unidades literarias existentes dentro de este evangelio para alcanzar después una visión de conjunto. Difícilmente se puede negar que en este evangelio, tal como aparece ante nosotros, han intervenido distintas «manos», aunque sobre la base de una fidelidad al joanismo. No siempre será posible, pues, eliminar las «tensiones». El evangelio no es obra de un solo hombre, ni siquiera en su redacción definitiva. Es claro que todo el prólogo, considerado como una unidad literaria, gira exclusivamente en torno a Jesucristo, aclamado como «Palabra que está junto a Dios». En el conjunto de su evangelio, el autor no está interesado en las distintas fases histórico-salvíficas de la manifestación del Logos: en el caos primordial, en el mundo, en «su casa» y, finalmente, en Jesús. Sin embargo, tampoco se pueden pasar por alto todas esas fases. En el prólogo (sobre todo en los versículos no comprendidos en el himno comunitario) confluyen todas en la aparición histórica del Logos, Jesús de Nazaret. Precisamente el pensar en distintos planos es típico del cuarto evangelio. El acontecimiento de que habla el prólogo es la aparición de Jesús en la tierra. El Evangelio de Juan habla del Jesús de Nazaret que ha vivido en la tierra. Y este Jesús terreno, que preexiste junto a Dios (1,1-2), es el origen y el futuro de todo lo creado (1,3.4). Vino a nosotros como una luz que brilla sobre el caos primordial, sobre lo no divino; era la luz del primer día de la creación, por la que se separó el día de la noche, la luz de las tinieblas (Gn 1,3-5): la «luz del mundo» (la del Génesis; cf. Jn 9,4-5), la luz que ilumina a todos los hombres que viven en el mundo (1,10). Vino al mundo, a «su casa», la obra de sus manos (un cristiano judío podía interpretar estas expresiones como «vino a Israel, al pueblo de Dios») (1,11). No se limitó a descender del cielo a esta realidad terrena (o, mejor, «subceleste»), sino que se manifestó en forma realmente carnal (sarx); es decir, en la condición propia de «este mundo de abajo», caduco y creado (1,14). En esta sarx aparece el Logos, Jesucristo (cf. Jn 1,1 con 1,17), como luz en las tinieblas (1,5), una luz que ilumina a todos los hombres (1,4.9b: lumen gentium). El Bautista dio testimonio de él (1, 6-8). Jesús fue el que vino al mundo (1,10), a «su casa» (1,11) 65 , y el que
h)
El prólogo en sí mismo.
El Evangelio de Juan, que ha de considerarse como un conjunto desde el que son comprensibles sus partes, y viceversa, en el aspecto literario plantea un problema especial: junto a pasajes compuestos magistralmente 64
M. D. Hooker, The ]ohannine Prologue, op. cit., 53ss; la tesis es, en defintiva, correcta, pero el autor no advierte la «relectura» de los temas sinaíticos por parte del primer judaismo.
*' La traducción «gracia por gracia» en vez de «gracia sobre gracia» es defendida rnire otros por R. Brown, Evangelio según Juan I, 189, pues Juan vería una oposición iiulicnl entre la ley y Cristo. Sin embargo, esta opinión no se ajusta al contexto global >lrl evangelio de Juan. En diferentes perícopas, Juan quiere mostrar que todo el l'rnnk habla sólo de Jesucristo. El Antiguo Testamento es testigo de Cristo, de igual mudo que el papel de Juan Bautista consiste exclusivamente en dar testimonio de
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hace capaces a todos los que lo acogen, o sea, como precisa Juan, a todos los que creen en su nombre, de ser hijos de Dios (1,12), mediante un nacer de Dios (1,13) de forma virginal o pneumática (1,13). Pero la venida de Jesús al mundo está rodeada de fe e incredulidad. No obstante, nosotros —la comunidad joánica— pudimos reconocer la gloria de Dios en su manifestación carnal (sarx), una gloria que él recibió del Padre en su calidad de «Hijo único amado sin parangón» (1,14). El es la plenitud de la sabiduría definitiva y divina de la revelación (1,14). Juan Bautista dio testimonio de su preexistencia y, por consiguiente, lo que ha revelado es totalmente diferente de lo que este Jesús ha revelado (1,15). La comunidad recibe la vida de la plenitud de gracia de Jesús y seguirá viviendo de ella día tras día 66 . La ley dada por Moisés se desvanece ante esta sabiduría perfecta
y definitiva de la revelación de Jesucristo (1,17). De ningún otro viene la salvación, que es Dios-Pneuma: conocerlo. El Dios «de lo alto» es inaccesible e inalcanzable para los hombres que son «de abajo» (Jn 6,46; 5,37; cf. también la carta a los Hebreos y Pablo). Para acercarse a él y reconocerlo es necesario venir de lo alto y, por consiguiente, haber descendido. Y esto ha ocurrido sólo con el Hijo único amado sin parangón, el cual ama también al Padre (1,18b; 7,29; 8,55, etc.). Únicamente él, debido a su unidad con el Padre, puede hacer que conozcamos a Dios. Jesucristo es la revelación escatológica de Dios (1,18). Jesucristo es la venida a nosotros de la Palabra que está con Dios («Yo no estoy solo, está conmigo el Padre», 16,32; 8,29), es la luz entre las tinieblas: «Yo soy la luz» (8,12; 12,46; 3,19), el nuevo día de la creación: allí donde brilla Jesús, se retiran, como en la creación, las tinieblas de nuestro caos; se retiran ante la luz surgida entre las tinieblas en virtud de la Palabra de Dios (Gn 1,3-5): «Llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche» (Gn 1,5); «¿No hay doce horas de luz? Si uno camina de día, no tropieza, porque hay luz en este mundo. Pero si alguien camina de noche... Mientras estoy en el mundo soy la luz del mundo» (Jn 9,4-5; cf. 8,12; 12,46; 1,4-5.7.8.9; 3,19.21; 5,35; 8,12; 11,9-10; 12,35-36.46). En Jesús la Palabra viene también como vida para los hombres: «Yo soy la vida» (11,25; 14,6). Su descenso es la venida a un mundo que es el suyo, el mundo de la creación. Esta venida es también una encarnación: la Palabra vino como sarx creatural, como hombre igual a nosotros. Para Juan, lo fundamental no es la encarnación de 1,14 (como, por ejemplo, en la carta a los Hebreos), sino su «venida», su «envío» como luz y vida para todos. Pero en el fondo ambos aspectos son una misma realidad: por y en su sarx, la luz y la vida han venido a nosotros. Su «envío» se exterioriza en la sarx. La encarnación es la «venida de la luz» a las esferas terrenas, a nuestras tinieblas. A diferencia, por ejemplo, de los sinópticos, de la primera carta de Pedro y Heb, el Evangelio de Juan no presta mucha atención al «ser carnal (sarx)» de Jesús en cuanto tal. Sin embargo, sólo en y por la sarx está entre nosotros lo celeste —la Palabra—, y sólo mientras la sarx sea un hecho (cf. infra). La idea que en Jn 1,14 se expresa mediante el término egeneto (la Palabra se hizo carne) aparece en 1 Jn 1,2 con el término ephanerothe (se manifestó), en ambos casos con el mismo significado. En otras palabras: la terminología no nos ofrece ningún dato preciso para entender teológicamente la encarnación; lo que realmente interesa al joanismo es que el Logos se ha hecho visible en el hombre Jesús. Con ello no se dice todavía expresamente qué cristología sostiene el Evangelio de
Jesús. Ahora bien, los testigos hablan de lo que han visto y oído (Jn 1,32-34; 3,11.32; 19,35, etc.). De ahí que Juan quiera aclarar que en el Tenak se habla realmente de un «contemplar la gloria de Dios»: Jn 12,41 con Is 6,9-10. Se trata claramente del «sinaitismo» que más tarde desembocará en la mística judía de la merkabah (cf. G. Scholem, Major Trenas in Jewish Mysticism, op. cit., 40-79; F. W. Young, A Study of the Relation of haiah to the Fourth Gospel: ZNW 44 [1955] 215-232. Además, antes de la cita de Is 6 aparece la de Is 53,1 (el siervo doliente y rechazado) y de Is 6,9-10 (texto hebreo, interpretado por Juan en el sentido de que en la visión de Isaías, Cristo era el objeto de la visión y el sujeto que hablaba). Por consiguiente, también el Tenak profetiza el rechazo de Cristo (cf. Jn 12,41 con Jn 1,14). En Jn 1,14 se trata, pues, de la teofanía de Dios ante Moisés (Ex 33,17-34,9): Moisés no pudo ver el rostro de Dios (Ex 33,20; Jn 1,18), pero Dios le concedió ver «su gloria» (Ex 33,18.22; 34,5-6) (cf. nota 57). Para Juan, esto significa que Moisés vio la gloria de Cristo, lleno de gracia y de verdad (rab hesed ufemet), como en el caso de Isaías. Debido a ello, Moisés es testigo de Cristo (Jn 5,46). Juan, por tanto, no quiere contraponer en 1,17 la ley y la fe en Cristo, sino solamente distinguir entre «la ley dada por Moisés», o sea, el testimonio sobre Cristo, y la realidad de Cristo mismo, la revelación viva de la plenitud de hesed y >emet (cf. también R. le Déaut, La nuit paschale, op. cit., 298-338). En 9,28 podemos ver además que Juan no quiere oponer Moisés a Jesús: Moisés es un testigo de Cristo porque «ha visto». Precisamente por ello, Moisés no es un defensor, sino un acusador de los judíos que rechazan a Jesús (cf. J. Jervell, Imago Dei, op. cit., 115). Todo esto corrobora la «hipótesis» de que la mística sinaítica de Moisés constituye el trasfondo del Evangelio de Juan. También el midrás joánico de Abrahán apunta en la misma dirección: Abrahán vio «el día de Jesús» (Jn 8,45 y 8,56). Los «verdaderos israelitas» son para Pablo los judíos (creyentes); para Juan, los primeros testigos cristianos (Jn 17,20-21; cf. 1,41.45; 1,47-49; 6,37; 17,2-3); los paganos son «atraídos» por Jesús (cf. 12,32 en relación con la pregunta de los griegos que quieren ver a Jesús, 12,21). En otras palabras: Jn 1,16-17 dice que en Jesús se ha manifestado como realidad histórica el «misterio» que Moisés pudo «contemplar». 66 Eis ta idia. Juan utiliza de nuevo esta expresión en 19,27: tras la muerte de Jesús, el discípulo amado se lleva a su casa (eis ta idia) a María, la madre de Jesús. Por tanto, Jn 1,11 dice que la luz vino a su casa. Para un lector judío, esta expresión significa que «vino a Israel», pero en el contexto de las especulaciones (targum) palestinenses sobre el Génesis puede significar también que «vino al mundo»: «la luz del mundo» (cf. Jn 9,4-5) es la luz creada por Dios en el primer día de la creación (Gn 1,2), antes de que hubiera estrellas, sol o luna en el' firmamento. (Ya Bultmann había
nilvertido que los LXX nunca se refieren a Israel en cuanto pueblo de Dios con la rxpresión ta idia, sino con laos epiousios; no obstante, dado el entorno sincretista loiínico, esta tesis no me parece decisiva). Tengo la impresión de que, en el Evangelio dr Juan, ta idia (los que no recibieron a Jesús) es Judea (Jerusalén y sus alrededores). (¡nlllea sí recibe a Jesús.
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Juan; para conocerla es preciso analizar la visión que tiene el cuarto evangelio de las relaciones entre sarx y doxa o gloria de Dios; el término egeneto, en cuanto tal, no nos ofrece ninguna indicación al respecto. Jn 1,14 ve en la manifestación del Logos en la carne la realización de la promesa relativa a que «Dios pondrá su morada entre su pueblo» (Lv 26,11-12; Ez 37,27; 43,7; 48,35; Jl 4,21; Zac 2,14; 3,8, etc.). En otros pasajes, el Jesús joánico se llama a sí mismo anthropos, hombre (8,40), pero un hombre «que os ha comunicado la verdad (de la revelación)» (8,40). No hay que contraponer sarx y anthropos. Jesús es el único acceso para llegar al Padre (Jn 1,18): «Yo soy el camino» (Jn 14,6; 10,9). De ahí que «toda inspiración que confiesa que Jesús ha venido en la sarx procede de Dios» (1 Jn 4,2), es «hijo de Dios» (Jn 1,12), «nacido de Dios» (1,13). Las tinieblas no podrán «avasallar» (12,35; el mismo verbo que en 1,5) a los cristianos, como tampoco el tenebroso caos primordial pudo hacerlo con la luz de la creación. Jesús es el Hijo único amado sin parangón, que también ama al Padre: el Padre está con el Hijo (16,32), en el Hijo (17,21), es una sola cosa con el Hijo (6,30); ambos son la misma «vida» (1,1; 5,26; 11, 25; 14,6; 17,3). «El Padre está conmigo» y «yo estoy con el Padre» (14,10; 14,11; 14,20; 10,30-38; 16,32; 17,21). De Jn 1,1 a 1,18, el himno queda transformado en una nueva unidad literaria: el prólogo de Juan, la introducción al cuarto evangelio. Un conocimiento preciso del himno comunitario (de su origen) nos permitiría conocer mejor el prólogo y el Evangelio de Juan. Pero, como no disponemos de esa información histórica, ninguna reconstrucción científica podrá proporcionarnos más datos de los que nos puede ofrecer un análisis literario del Evangelio de Juan y de su primera carta. En otras palabras: tal reconstrucción no puede facilitar una exégesis mejor de los escritos joánicos; a lo sumo puede ser un resultado de la misma y, por tanto, no aporta nada nuevo. No obstante, la distinción entre «redacción» y «tradición» (la cual es, dentro del prólogo, también «redacción») puede ayudar a conocer ciertas reacciones presentes en el Evangelio de Juan. Es de notar que la atención de Juan, como la de los sinópticos, se centra en el Jesús terreno y no directamente en el Cristo resucitado. Para Juan, la luz que es Jesús brilla durante su vida terrena. Dice Jesús a sus discípulos: «Todavía os queda un rato de luz; caminad mientras tenéis luz... mientras hay luz, creed en la luz» (12,35.36), y «mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo» (9,5). El Jesús terreno es la presencia del mundo pneumático de la luz entre nosotros; con su muerte desaparece esa presencia de la luz. Por ello, cuando Jesús se haya ido, enviará al Pneuma (14,16-17.25-26; 15,26-27; 16,7-11.13-15). Mientras él está visiblemente presente, «aún no hay Espíritu» (7,39b), ni es necesario: la luz del mundo pneumático está ahí, con Jesús, si bien amortiguada por la sarx, todavía no como Pneuma. Cuando Jesús se haya ido, vendrá de lo alto otro Paráclito para recordar a los discípulos todo lo que Jesús les ha dicho sobre el mundo pneumático, sobre Dios (3,32; 3,11; 8,26). La primera carta de Juan hablará, en cambio, de una «permanencia de la luz» después de la muerte de Jesús: «Se van disipando las -tinieblas, y la luz verdadera
ya brilla» (1 Jn 2,8) 61 . Para el Evangelio de Juan hay luz mientras Jesús está entre nosotros en su sarx. También aquí interviene «la separación de las tinieblas y la luz» (Gn 1,4b): «Llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas noche» (Gn 1,5). La luz, que está entre nosotros en la sarx de Jesús sólo por «poco tiempo» (cf. también 7,33; 13,33; 14,19; 16,16-22), dura «mientras es de día» (9,4): «Mientras estoy en el mundo soy la luz del mundo» (9,5). Sin embargo, Juan no habla en el prólogo de la partida de Jesús. Muchos exegetas ven en Jn 1,18 una anabasis o retorno de Jesús al cielo, quizá por la idea que suscita la expresión eis ton kolpon (normalmente se lee: en to kolpo, «en el seno de...»; pero también se puede interpretar como «estar recostado en [eis] el seno de otro»: o sea, amar a alguien y ser amado por él). Yo no veo ahí ninguna anabasis. Además, ésta no estaría de acuerdo con la función del prólogo en relación con el evangelio. Este prólogo o introducción habla de la katabasis, la venida de Jesús (de lo alto) entre nosotros. Obviamente ésta es una perspectiva cristiano-eclesial y, por consiguiente, una visión ulterior a la muerte y resurrección de Jesús; esta perspectiva presupone en realidad el retorno de Jesús. Sin embago, Juan habla —como cristiano— partiendo de la preexistencia de Jesús; también el Jesús joánico habla en el cuarto evangelio a partir de su preexistencia. Esta es la diferencia fundamental con respecto a los sinópticos, los cuales ponen en labios del Jesús terreno palabras del Señor, del Cristo ya resucitado y presente en la Iglesia. En cambio, Juan hace hablar al Jesús terreno de lo que «ha visto y oído» en su preexistencia al lado del Padre (3,11.31-32; 8,26; cf. también 5,19; 5,30; 12,49). Lo que Juan sabe de la «tradición de Jesús» —que no es poco, aunque raras veces se puede demostrar en los detalles— es considerado en el Evangelio de Juan a la luz de un conocimiento de fe según el cual Jesús viene de lo alto. El evangelista dice esto muchos años después de la muerte de Jesús, partiendo obviamente de la experiencia de la comunidad joánica (l,14b.c), experiencia que ha llegado hasta el autor del cuarto evangelio a través del primer testimonio ocular y de la tradición viva y se ha convertido, gracias al Pneuma, en una experiencia de fe contemporánea a la comunidad (de ahí que en 3,11 se emplee la primera persona del plural [«nosotros»]: «Nosotros hablamos... y damos testimonio de lo que hemos visto»; Jesús habla aquí en primera persona del plural. Los dos planos —«Jesús» y «la comunidad»— confluyen en un «nosotros» que Juan no pone nunca en labios de Jesús, el cual siempre dice «yo» o «él»; cf., por ejemplo, 17,2). Sin embargo, el prólogo no piensa todavía en la anabasis; dibuja sólo la primera hoja del tríptico de la revelación: la venida del Logos como sarx entre nosotros. Después, en el evangelio mismo, sigue una historia kerig" 1 Jn 4,2 habla de homologein Iesoun Christon en sarki elelythota, «confesar que Jesucristo ha venido en la carne» (elelythota es el perfecto pasivo de erchomai, venir), es decir, «se ha realizado ya» su venida en carne mortal. Esto no significa en absoluto i|uc Jesús, al volver junto al Padre, deje de ser «hombre». Se trata de la fe en la icntidad histórica de Jesús.
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mática de la vida de Jesús: desde su bautismo hasta su retorno al Padre, pasando por su elevación en la cruz, mediante la cual la doxa de Dios se afirma plenamente en la figura de Jesús. El prólogo es solamente la obertura del evangelio y, por tanto, no constituye una unidad literaria independiente, cuyo objetivo sería presentar de antemano el tema de la katabasis y la anabasis. En la sarx de Jesús se manifiesta progresivamente en la historia la doxa o gloria del Padre (1,18 y en especial 12,28), aunque ésta sea visible sólo a los ojos de la fe. Por el momento no es preciso decir nada sobre la muerte de Jesús. (Obviamente no sucede lo mismo con el himno prejoánico en honor de Jesús: aquí nos hallamos ante un himno cristológico completo en sí mismo que, al menos expresamente, no menciona la muerte de Jesús. No se puede decir lo mismo de los himnos cristológicos presentes en el Nuevo Testamento; remiten a una fase más antigua, anterior al mismo Nuevo Testamento. De por sí, esto no dice nada aún sobre la valoración que la comunidad joáníca hacía de la muerte de Jesús). Juan emplea, pues, un modelo espacial, típico de todo el pensamiento de la Antigüedad tardía: los epigeia o esferas terrenas y los epourania o esferas celestes eran entonces la realidad. Sin dejar de ser espacial, esta imagen expresa unas relaciones reales, existenciales. «Vida», en sentido auténtico, es la vida «celeste» o pneumática. Quien es de arriba tiene «vida» en sí (cf. 8,23). De ahí las repetidas expresiones que encontramos en Juan: Jesús ha bajado de (apo) Dios, del (apo) cielo (6,38) y ha venido a (eis) la esfera terrena, el cosmos. Además de apo («de» en sentido de procedencia), Juan utiliza también la preposición ex («de» en sentido de origen): bajado del cielo (3,13), salido del Padre (ex, 16,28). Finalmente, Jesús «procede de Dios» (para, 6,46). Jesús baja de las esferas celestes a la tierra. Pero esta imagen espacial pretende también decir algo sobre el ser de Jesús: aunque Jesús deja de estar al lado del (para) Padre, el Padre no lo deja solo (8,29; 16,32): en el Jesús terreno, «el Padre está conmigo y yo estoy con el Padre». El Jesús terreno tiene carácter celeste. Su venida es una iniciativa del Padre. Por ello, Jesús ha sido enviado por el Padre (3,17.34; 4,34; 5,23.24.30.36.37; 6,29-38.39.40.57; 7,16.18.29; 8,16.18.26.29.42; 9,4; 10,36; 11,42; 12,44.45.49; 13,20; 14,24; 15,21; 16,5; 17,3.8.18.21.23.25; 20,21), no hace nada en su propio nombre, sino en el nombre de Dios (5,43). Ha venido para hacer la voluntad del Padre (4,34; 8,29; 10,18; 12,49-50; 14,31; 15,10), la obra de Dios (3,55b; 5, 20b-23; 14,10; 17,4) y habla lo que el Padre le dice (12,49; 14,10.24; 17,8). Son los términos técnicos empleados en toda misión profética. Sin embargo, el modelo de la katabasis radicaliza esas expresiones: en Jesús se ha hecho presente la realidad celeste, pneumática, en la sarx, un elemento de nuestro cosmos. La dimensión «vertical» se hace «horizontal», frontal: se da «abajo», en la persona de Jesucristo. Quien ve a Jesús está viendo al Padre (14,9). Dios se ha manifestado en Jesús como un Dios de los hombres y para los hombres. Un dato común a todo el Nuevo Testamento adquiere en el Evangelio de Juan una expresión completamente singular. Lo que en otros escritos (por ejemplo, en el Evangelio de Marcos) se
llama «secreto mesiánico», la progresiva manifestación de la verdadera identidad de Jesús, en el Evangelio de Juan lo expresa en las reiteradas preguntas acerca del «origen» de Jesús: el origen de una persona determina su propio ser. Esto es clarísimo en los relatos sobre los «signos»: ¿de dónde viene este vino tan selecto? (2,9), ¿dónde podremos comprar pan? (6,5), ¿de dónde vas a sacar agua viva? (4,11). Y, sobre todo, la pregunta que Pilato hace a Jesús durante su proceso: «¿De dónde vienes tú?» (19, 9). En este modelo espacial, el origen determina la identidad de una persona. La respuesta de Jesús es siempre: «Yo sé de dónde he venido y adonde voy» (8,14b; 7,28-29; cf. 9,29-30). Así aparece en todo el relato kerigmático de la vida de Jesús tal como lo narra el cuarto evangelio. 2.
Jesús, presentado a Israel por ]uan Bautista
Antes de que la Palabra encarnada, Jesús de Nazaret, comience a revelarse, es presentado solemnemente a Israel por un profeta enviado por Dios (1,31) como el Mesías venido del cielo o portador escatológico del «Espíritu Santo»: de la salvación, la vida y la luz. Juan subraya especialmente en todo su evangelio los testimonios en que puede confiar la fe cristiana. Del relato de 1,19-34 se desprende que Juan conoce la tradición cristiana según la cual la actividad pública de Jesús comenzó con su bautismo a manos de Juan. Y es de notar que el cuarto evangelio ofrece datos geográficos sobre el lugar donde Juan bautizaba: la orilla oriental del Jordán, «Betania» (no la Betania próxima a Jerusalén), es decir, «la casa de la barca», el sitio donde se podía pasar de la orilla occidental a la oriental (1,28). Sabemos por los sinópticos que mucha gente acudía a Juan (Le 3,7; Jn 3,33); un lugar por donde se cruzaba el río era adecuado para llevar a cabo una actividad bautismal que, como dicen los sinópticos, tenía como escenario una zona desértica: TransJordania (Perea, contigua a Judea). Estos datos aducidos por Juan son muy probablemente históricos. Sin embargo, Juan reelabora las tradiciones que conoce y las sitúa desde el principio en la perspectiva de la cristología joánica. En Juan desaparece por completo la peculiaridad histórica de la actividad del Bautista, que los sinópticos habían retocado ya en un sentido cristiano. La tarea y la actividad del Bautista son cristianizadas por completo, transformadas en un testimonio de Dios sobre Jesús como el Mesías que viene de lo alto (1,6-8. 19-23; 3,23-30; 5,33-35). El Bautista ni siquiera es ya un precursor, sino que va al lado de Jesús y actúa junto con él (1,29.34-36; 3,22-30; pero en 3,28 Juan afirma que el Bautista ha sido enviado por delante de Jesús). Juan Bautista es el primer discípulo de Jesús, figura de la verdadera IgleNÍII. ¿Cuál es el cometido concreto del Bautista en el Evangelio de Juan? 1. Aspectos negativos. Juan no consiente que le atribuyan un significnilo mesiánico (1,20; 3,28); niega ser Elias o el precursor (1,21) y niega *cr «el profeta», el «profeta escatológico superior a Moisés», tal como se CNpcrnba en tiempos de Jesús (1,21b). Consta históricamente que, al menos
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a comienzos del siglo n, algunos movimientos bautistas veneraban a Juan Bautista como Mesías 68. El Evangelio de Juan fue escrito, a lo sumo, unos decenios antes, cuando muy probablemente ya eran perceptibles tales tendencias. Juan les contrapone la figura del Bautista.
quien presenta a Jesús como «cordero», como el siervo doliente de Dios: «cordero de Dios» (1,29-30; 1,36; en 19,33-34 presenta quizá rasgos pascuales; cf. infra). Con estos testimonios cristológicos del Bautista (1,31), Jesús inicia su vida pública. De esta forma, en el cuarto evangelio, el bautismo de Jesús a manos de Juan Bautista tiene un significado distinto del que tiene en los sinópticos. El «acontecimiento celeste», que los sinópticos relacionan únicamente con Jesús como una especie de vivencia interna entre Jesús y el cielo —la voz procedente del cielo—, en el Evangelio de Juan es compartido también por el Bautista, el cual hace las veces de la «voz del cielo»: da testimonio del origen celeste de Jesús. El mismo Bautista ve cómo una paloma desciende del cielo sobre Jesús y permanece sobre él (el menein joánico) (1,32): Jesús posee duraderamente al Espíritu (cf. Is 9,2; 61,1). Aquí no se hace mención de la voz celeste, sino que es el propio Bautista el que expresa su mensaje: «Yo ya lo he visto y doy testimonio de que éste es el elegido de Dios» (1,34; eklektos, Is 42,1, citado más literalmente aún que en los sinópticos; cf. Me 1,11; Mt 3,17; lo cual puede confirmar que en la tradición sinóptica la voz celeste es —dramáticamente— la voz de Dios mismo, como leemos en Is 42,1). El testimonio de Juan, a que ya aludía el prólogo, quiere decir que Jesús es el salvador preexistente que viene del cielo y quita los pecados del mundo; él únicamente puede otorgar a los hombres el don de la salvación, el Pneuma y, con ello, la vida eterna (3,34; 6,63; 7,37-39). Todo el significado del bautismo de Jesús a manos de Juan consiste en dar testimonio de este hecho. Lo cierto es que el evangelista se apoya en tradiciones del cristianismo primitivo, si bien las actualiza y acomoda a la situación de la comunidad joánica. En la unidad literaria 1,19-51 destacan tres elementos que son fundamentales para todo el Evangelio de Juan: la «definición» de la identidad de Jesús, los testimonios de esta identidad (tema que ya hemos visto anteriormente) y, en fin, la «crisis» o incredulidad frente a la identidad mesiánica de Jesús: a) Jesús es «el Cristo» o Mesías (cf. 1,41), «el cordero de Dios» que quita el pecado del mundo (1,29-36), es decir, el Siervo de Dios del Deuteroisaías (1,29.36; cf. Is 53,7; 53,11), «sobre el que se posa el Espíritu (de Dios)» (1,32-33), «el elegido de Dios» (1,34; Is 49,7; 42,1), «el Ungido» anunciado en el Tenak (1,45): «el Hijo de Dios», «el rey de Israel» (1,49) y, finalmente, «el Hijo del hombre» (1,51). Todo esto se aplica a Jesús, «el hijo de José de Nazaret» (1,45); él es el Mesías. Los primeros discípulos dicen: «Hemos encontrado al Mesías» (1,41), o sea, «al Ungido con Espíritu Santo» (Jn 1,33b; cf. Hch 10,38). En otras palabras: el Bautista presenta a Jesús ante Israel como el Mesías (1,31) y lo hace desde un principio en la figura del Siervo doliente de Dios: «el cordero de Dios». b) Sin embargo, no se puede olvidar el reverso de la medalla. Jesús provoca división entre los espíritus. Así sucede ya en la presentación que «•I Bautista hace de Jesús (1,19-34). Frente al testimonio del Bautista se lormnn dos bloques encontrados: «los judíos de Jerusalén» (1,19a), los • imies envían «sacerdotes y levitas» (en realidad, pertenecientes al círculo
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2. Aspectos positivos. 1) El Evangelio de Juan conoce el dato de la antigua tradición cristiana según la cual el Bautista presentó a Jesús como el mayor y más fuerte (Jn 1,27.30; Me 1,7 par.). También este dato ha sido reelaborado por la cristología joánica: Jesús es el preexistente: «Detrás de mí viene un hombre que se me ha puesto delante, porque existía antes que yo» (1,30; cf., en el prólogo, 1,15). 2) Sin embargo, el Bautista tiene también para Juan una función de «precursor». Es el que prepara el camino al Señor (1,23). Resulta, pues, lógico preguntar por qué el Bautista tomó la iniciativa de bautizar, si no era el Mesías, ni Elias, ni el profeta escatológico semejante a Moisés (1,25). La respuesta la da el propio Bautista en el Evangelio de Juan: «Yo he venido a bautizar con agua para que él (Jesús) se manifieste a Israel» (1,31). El prólogo ya había dicho: «No era la luz, era sólo testigo de la luz» (1,8). El Bautista joánico bautizaba, pues, sólo a fin de presentar, en su calidad de testigo de Dios, ante Israel a Jesús como el Mesías. Para el Evangelio de Juan, la importancia del bautismo de Jesús a manos de Juan Bautista radica en que, realizado en el nombre de la voz profética del Antiguo Testamento, es la presentación solemne de Jesús a Israel como Mesías. Pero el Bautista precisa su posición con respecto a Jesús. En las iglesia joánicas era obviamente difícil de entender por qué Jesús se había hecho bautizar por Juan. «Aquel que viene detrás de mí; yo no merezco desatarle la correa de las sandalias» (1,27). Ho opiso mau, «el que viene detrás de mí», es una expresión rabínica que equivale a «mi discípulo». Por otro lado, la expresión no ser digno de desatar las sandalias de alguien «es también una fórmula rabínica que significa «ser discípulo de alguien», esta acción era tan humillante que el propio maestro rehusaba que sus discípulos la realizaran. Jn 1,27 viene a decir: Yo tengo un discípulo, Jesús, pero realmente soy yo su discípulo. Enviado por Dios (1,6; 1,33), Juan está al servicio de Jesús; su tarea consiste en presentar a Jesús ante Israel como el Mesías que viene del cielo (1,30), como el que trae la salvación, lleno del Pneuma de lo alto: «él bautiza con el Espíritu», es decir, comunica (de su plenitud, 1,16) el Pneuma o lo celeste (1,33). En consecuencia, el bautismo de Jesús a manos de Juan (el cuarto evangelio ni siquiera dice expresamente que Jesús fuera bautizado por Juan) no representa una humillación, sino, por el contrario, el solemne reconocimiento de su misión salvífica encomendada por el Padre. 3) El Bautista proporciona además a Jesús sus primeros discípulos (1,35-39; cf. 3,29). El evangelista sugiere con esto que la competencia existente entre los discípulos del Bautista y los de Jesús, que parece ser un hecho en tiempos del evangelista (quizá una tensión intraeclesial), no había existido entre el Bautista y Jesús. 4) Según Juan, es el propio Bautista Pseudo-Clementinas, cf. supra, nota 55.
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de los fariseos, 1,24) para que indaguen sobre Juan (1,19b). En el relato posterior del llamamiento de los primeros discípulos de Jesús, «Natanael» es llamado el «israelita de veras, un hombre sin falsedad» (1,47). Por una parte, aquí hay una contraposición entre «Israel» y «Judea» (los judíos de Jerusalén; cf. 18,3.12; 11,47; 18,14; 9,22 con 11,57); por otra, estos judíos de Jerusalén aparecen desde el principio como los adversarios de Jesús (tienen una función inquisitorial), mientras que «Natanael» es el verdadero israelita. Ante «los judíos», el testimonio del Bautista es más bien reservado: aunque dicen haber venido a causa de la importancia del movimiento del Bautista, pronto queda claro que su intención es observar críticamente a Jesús. El Bautista se limita a responder: «Entre vosotros está ese que no conocéis» (1,26). Sólo cuando «los judíos» se han marchado precisa lo que había dicho a los «judíos» de una forma enigmática (1,27): «Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (1,29). Juan sugiere con ello que «los judíos» no pueden entenderlo todavía: no lo conocen (1,26). Evidentemente, el Bautista ha venido para presentar a Jesús ante Israel (entendido aquí no como el «reino del Norte» contrapuesto a Judea, sino como todo el pueblo judío en cuanto pueblo de Dios). Sin embargo, en el cuarto evangelio los habitantes de «Judea» (Jerusalén y su entorno) aparecen claramente como los que rechazan a priori a Jesús; existe cierta contraposición entre el verdadero israelita «que ve» y el «natural de Judea que no ve». La oposición luz-tinieblas (prólogo) adquiere ya una forma concreta, antes de que Jesús inicie su vida pública, con el anuncio del Bautista. La presentación de Jesús provoca ya una división entre los espíritus. El Evangelio de Juan pasa luego a relatar de una manera kerigmática la trayectoria mesiánica de Jesús.
Johannes, op. cit.; J. Montgommery Boice, Witness and Revelation in tbe Gospel of John (Grand Rapids 1970); P. van Diemen, La semaine inaugúrale et la semaine termínale de l'évangile de Jean. Message et structures, 3 vols. (Roma 1972); R. T. Fortna, Source and Redaction in the Fourth Gospel's Portrayal of Jesús' Signs: JBL 89 (1970) 156-165; J. Gaffney, Believing and Knowing in the Fourth Gospel: ThS 26 (1965) 233-236; J. C. Hindley, Witness in the Fourth Gospel: ScJTh 18 (1965) 319-337; S. Hofbeck, Semeion, Der Begriff der «Zeichen» im Johannesevangelium unter Berücksichtigung seiner Vorgeschichte (Münsterschwarzwach 1966), espec. 158160; Morris Inch, Apologetic Use of «Sign» in the Fourth Gospel: «The Evangelical Quarterly» 42 (1970) 35-38; W. Nicol, The Semeia in the Fourth Gospel (Leiden 1972); P. Riga, Signs of Glory: the Use of «semeion» in St. John's Gospel: Int 17 (1963) 402-410; H. Schneider, «The word was made Flesh». An Analysis of the Theology of Revelation in the Fourth Gospel: CBQ 31 (1969) 344-356; L. Schottroff, Der Glaubende und die feindliche Welt (Neukirchen 1970), espec. 247-257; C. Traets, Voir Jésus et le Pére en Lui selon l'Évangile de Saint Jean (Roma 1967); A. Vanhoye, Notre foi, oeuvre divine, d'aprés le quatriéme évangile: NRTh 86 (1964) 339-348; R. Walker, Jüngerwort und Herrenwort. Zur Auslegung von Job. 4,39-42: ZNW 57 (1966) 41-54; W. Wilkens, Zeichen und Werke (Zurich 1969).
3.
Jesús se revela en sus obras y palabras
En una extensa exposición evangélica, Juan presenta el testimonio que Jesús da de sí mismo. Además de recoger siete expresiones que comienzan con la fórmula «yo soy» (autorrevelación de Jesús «por la palabra»), Juan relata siete grandes signos milagrosos realizados por Jesús. Tanto las expresiones «yo soy» como los signos realizados por Jesús son referencias implícitas a los tiempos del éxodo, si bien Juan las hace pasar por la retícula sapiencial del primer judaismo. En ellas Jesús aparece como una persona cuyas palabras y acciones provocan una división entre los espíritus: unos creen en sus palabras y obras; otros (para Juan son siempre «los judíos») no creen. a)
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Al abordar esta problemática tenemos que contar con las discusiones de los exegetas sobre el llamado «libro de los signos», una tradición o quizá incluso una fuente que el cuarto evangelio (del mismo modo que Mateo y Lucas utilizaron la tradición o fuente Q) actualizaría en su cristología y soteriología. Cada vez es mayor el acuerdo sobre esta hipótesis de una subyacente colección de signos o milagros de Jesús 69 . «Jesús realizó en presencia de sus discípulos otros muchos signos que no están en este libro. Hemos escrito éstos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y con esta fe tengáis vida gracias a él» (Jn 20,30-31). Estas palabras parecen ser de hecho una conclusión (aunque el evangelio continúa). Sin aceptar una terminología errónea («una cristología del taumaturgo», en el sentido de theios aner), podemos admitir que el «libro de los signos» (al igual que Q es sobre todo una colección de logia de Jesús) es una colección que recoge una tradición de milagros operados por Jesús. Jesús es visto como un taumaturgo que socorre a los hombres. Su humanidad constituye el punto central: el hijo de José de Nazaret (1,45), un individuo cuyos padres son conocidos por todos (1,45; 2,1.12; 7,2-5). Esto no significa que tal tradición de milagros fuera la cristología de la comunidad prejoánica. Prueba concluyeme de ello es el himno al Logos, cantado por la comunidad de una manera diferente a como aparece en el prólogo. La comunidad prejoánica cree en el «Logos encarnado», pero considerado principalmente como taumaturgo, como un «bienhechor» en cuyas acciones se puede contemplar la gloria de Dios. El cuarto evangelio quiere mostrar, sin embargo, que la glorificación de Jesús alcanza su punto culminante en su crucifixión. Lo que podemos decir sobre la reacción de Juan frente a
La autorrevelación de Jesús mediante «signos» y «obras».
Bibliografía (además de la ya citada, especialmente los tres grandes comentarios sobre Juan publicados por R. Brown, B. Lindars y R. Schnackenburg): J. Becker, Wunder und Christologie: NT 16 (1969-70) 130-148; R. Bultmann, Evangelium des
"' Véase el extenso resumen de Gospel, A growing consensus: NT and bis Gospel (Minneápolis 1975). logie in der johanneiseben Gemeinde
R. Kysar, The Source Analysis of the Fourth 15 (1973) 134-152; id., The Fourth Evangelist También U. Müller, Die Geschichte der Christo(SBS 77; Stuttgart 1975).
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esta tradición de milagros es que él quiere resaltar la importancia de la muerte de Jesús. Las diferentes interpretaciones exegéticas sobre la función de los «signos» y las «obras» en el Evangelio de Juan 70 no obedecen tanto a un análisis directamente terminológico y estructural del texto y del contexto en que aparecen los términos semeion (signo) y ergon (obra) en el Evangelio de Juan cuanto a reconstrucciones, hechas hasta ahora de un modo bastante arbitrario, de una cristología del theios aner, que sería la característica del «libro de los signos». Lo característico de la comunidad joánica se interpreta en muchos casos como una polémica de Juan contra esa unilateralidad. Según Fortna, Brown, Lindars y —con algunas diferencias de matiz— también Wilkens y Schnackenburg 71, el «libro de los signos» defiende una «fe en los signos» (creer porque se ve), que el Evangelio de Juan acepta pero al mismo tiempo supera mediante una «fe superior»: creer sin haber visto. J. Becker72 opina que Juan rechaza la fe en los signos: la verdadera fe significa creer en las palabras de Jesús. Wilkens y Schnackenburg73, y sobre todo F. Schnider y W. Stegner74, sostienen que los signos proporcionan una visión más profunda de la fe cristológica: los signos nos colocan ante la alternativa de decidir entre fe e incredulidad, pero el objetivo es la fe en las palabras de Jesús. De esta forma, la fe en la palabra de Jesús es condición previa para poder ver con fe los signos: se ve porque se cree. La fe en la palabra de Jesús lleva a ver los signos, y esto lleva a un saber, es decir, a un conocimiento de fe más profundo. Luise Schottroff75 ve varias contradicciones internas en el concepto joánico de fe en los signos (sobre todo, Jn 7,13 y 4,48). Juan habría unido dos tradiciones: una en la que el signo ejerce una función legitimadora; otra en la que Jesús se niega a hacer signos como medio para mover a la fe. Lo que importa a Juan es la manera de ver los signos: ahí radica la diferencia entre fe verdadera y falsa. Se rechaza una fe en las señales que no lleve a la fe en el origen celeste de Jesús. Pero si el signo logra ese efecto, entonces tiene de hecho una función propia. W. Nicol 76 (también Wilkens y Schnackenburg) afirma que Juan pretende corregir la cristología unilateral y pobre del «libro de los signos»: Juan subraya la visibilidad de la doxá o gloria en la sarx o las acciones humanas de Jesús. Bajo la dirección del Espíritu Santo como Paráclito, Juan quiere examinar la historia de Jesús en su dimensión di-
vina: el creyente ve en los signos de Jesús su gloria. Finalmente, para R. T. Fortna 77 , el objetivo de Juan es actualizar su propia fuente: en los signos la fe debe reconocer la mesianidad, la filiación y la gloria de Jesús, cuya máxima expresión es la muerte. En vez de subrayar la resurrección como prueba de la mesianidad de Jesús, el Evangelio de Juan pone el énfasis en la muerte vivificante de Jesús. También son de esta opinión J. Becker 78 y R. Schnackenburg79. En general (a excepción de Nicol, a quien se critica precisamente este «punto ciego») se supone que el cuarto evangelio quiere corregir el carácter unilateral de la «cristología del taumaturgo» existente en el «libro de los signos»: enriquece la cristología propia de su fuente, espiritualiza su soteriología y contrapone a la fe en los signos una fe más madura y completa. Así se podrían resumir los resultados a que han llegado las «investigaciones sobre Juan» en los últimos tiempos. Recientemente, C. R. Holliday, partiendo directamente de las fuentes, ha confirmado algunas ideas relativas al hombte-theios aner, pero ya de una manera tan diferente que hablar de una cristología del theios aner es un simple devaneo de eruditos 80 . Por ello estoy convencido de que cualquier reconstrucción del llamado «libro de los signos», todas las cuales han partido hasta ahora (a excepción de W. Nicol) de una cristología del theios aner, está condenada al fracaso. Por lo demás, sea cual fuere la específica orientación teológica del «libro de los signos», para nuestros objetivos temáticos o «dogmáticos» es suficiente leer el texto de Juan tal como aparece ante nosotros, con todas sus posibles tensiones (tensiones que de hecho sólo pueden explicarse mediante la crítica de las formas y de la redacción, o sea, distinguiendo en el Evangelio de Juan lo que es tradición y lo que es redacción).
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Cf. la bibliografía indicada al comienzo de esta parte. R. Fortna, Jesús' Signs, op. cit., 156-165; R. Brown, Evangelio, op. cit. I, 402s; B. Lindars, Gospel of John, op. cit., 203; W. Wilkens, Zeichen und Werke, op. cit., 44-59; R. Schnackenburg, Johannesevangelium I, 344-356. 72 J. Becker, Wunder, op. cit., 145-146. 73 W. Wilkens, Zeichen und Werke, op. cit., 44-59; R. Schnackenburg, op. cit. I, 350-354 y 508-524. 74 Fr. Schnider y W. Stegner, Johannes und die Syrtoptiker. Vergleich ihrer Parallelen (Munich 1971), espec. 83. 75 L. Schottroff, Der Glaubende und die feindliche Welt, op. cit., 247-257. 76 W. Nicol, Semeia, op. cit., 125-137. 71
1)
Los signos realizados por Jesús.
Juan enumera siete signos realizados por Jesús: el milagro del vino en Cana (2,1-11), la curación (a distancia) del hijo de un funcionario real (4, 46-54), la curación de un inválido (5,1-9), la multiplicación de los panes (6,1-14), Jesús camina sobre las aguas (6,16-21; aquí no se utiliza el término «signo»), la curación de un ciego de nacimiento (9,1-41) y la resurrección de Lázaro (11,1-44). El Evangelio de Juan da a estos hechos el nombre de semeia, signos (2,11; 4,54; 6,14.26; 9,16; 12,18; cf. H,47), y en algunos casos también ergon, obra (5,20.36; cf. 7,21). Ambos términos se utilizan bastante indiscriminadamente (cf. 7,3 con 7,31; 9,3-4 con '>,I6; 10,25.32.37.38 con 10,41; 12,37 con 15,24). Se advierte una clara conexión entre el concepto joánico y el sinóptico ele «signo». En ambos casos, Jesús no acepta la exigencia de los judíos de (|nc realice signos (llamados en los sinópticos la mayoría de las veces dyna\K. Fortna, Jesús' Signs, op. cit., 152-166. J. Becker, Wunder, op. cit., 114-147. \\. Schnackenburg, Johannesevangelium I, 350-356 (cf. 508-524). ('.. R. HoIIaday, cf. supra, nota 48.
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meis, demostraciones de poder) (Jn 2,18; 6,30; Me 8,11-12; Mt 12,38-39; 16,1.4; Le 11,16.29). La expresión semeia kai terata («signos y prodigios», Jn 4,48) es típica del Antiguo Testamento y se remonta a la concepción deuteronomista de los profetas (Dt 6,22; 7,19; 13,2-3; 26,8; Ex 7,3; Jr 32,20-21; Is 8,18; 20,3; Sal 78,43; Neh 9,10; Hch 4,30; 5,12; 14,3; 15,12; Rom 15,19; 2 Cor 12,12; 2 Tes 2,9; Hch 2,19-22.43; 6,8; 7,36) 81 . En líneas generales podemos decir que teras indica el carácter asombroso de un hecho, mientras que semeion dice referencia a Dios con motivo de un hecho milagroso, y dynameis (por ejemplo, Gal 3,5; Hch 2,22) significa obras realizadas con poder (los tres términos aparecen juntos en Heb 2,4). Juan utiliza una sola vez la expresión técnica semeia kai terata (4,48). Más allá de esta tradición prejoánica, «signo» se remonta al 'o/ (plural 'otot) bíblico; de hecho, los siete signos del Evangelio de Juan están relacionados con los signos mosaicos, reelaborados en una línea sapiencial, de la época del éxodo ffi. Los LXX traducen 'oí por semeion, signo, testimonio del Dios de Israel; 'ot es un signo revelador. También los signos realizados por los profetas se dan en una realidad visible o palpable e implican un contenido de revelación83; son acciones significativas (o simbólicas) que anticipan creativamente las cosas futuras. Así, por ejemplo, en Is 60ss, el enviado escatológico, aunque no trae aún la gloria cósmica, la hace resplandecer en los signos que él realiza. En la visión joánica de Jesús, la Palabra hecha hombre, estos signos asumen un profundo significado. Los signos del Jesús joánico no anticipan, sino que realizan la salvación escatológica aquí y ahora en lo que Jesús hace en el presente. Jesús es aquí más que un profeta. A pesar de esta diferencia fundamental de contenido, el concepto joánico de signo tiene formalmente el mismo significado que los signos realizados por los profetas: son acciones reveladoras. Tanto los milagros mosaicos del éxodo —signos del gran Moisés— como los signos proféticos (en el primer judaismo se habla además del «profeta» o del «cordero» Moisés) constituyen muy probablemente el trasfondo sobre el cual se puede explicar el concepto joánico de signo. En la concepción joánica, un semeion sirve para llevar a los hombres a un conocimiento más profundo y no a que crean porque han visto signos. Ya en el relato del llamamiento de uno de los discípulos, Natanael (que, como solían hacer los fariseos, «estaba sentado debajo de una higuera», es decir, estudiaba la Tora), Juan previene contra «creer porque se ha visto» (1,50; al incrédulo Tomás le dirá: «¿Porque me has visto tienes fe? Dichosos los que tienen fe sin haber visto», 20,29). Los «signos» tienen en el cuarto evangelio un alcance cristológico, son considerados en una óptica diferente de las «obras». Los signos, en cuanto sucesos que se ven y mueven al asombro (2,23; 6,2.14), invitan a la reflexión (3,2; 7,31; 9,16; 11,47). Pero si se perciben sólo como hechos que producen asombro, son
realmente inoperantes para la fe cristológica, máxime cuando se buscan con afán sensacionalista (4,48). En su sentido auténtico no son comprensibles al margen de una fe cristológica (3,11; 6,26; 11,4.40). El «signo» es independiente del concepto típicamente joánico de «testimonio», el cual suscita una fe fundamentada; los signos «muestran» a quienes creen realmente la gloria del Logos, que en Jesús actúa en este mundo en la sarx o humanidad. «Nosotros hemos visto su gloria» (1,14b): también en los signos milagrosos de Jesús. Para los débiles, para los que creen de una manera no cristológica, tales signos son cosas portentosas sólo perceptibles en su exterioridad, sin otro significado ulterior (cf. 12,37). En cuanto «signos» en sentido joánico, las obras de poder realizadas por Jesús tienen una orientación totalmente cristológica; pero, en cuanto «obras», tienen carácter mesiánico, es decir, son un testimonio que implica cierta validez, la cual decide sobre la fe o la incredulidad84. Sin embargo, esta distinción entre ambos conceptos no es tan nítida en el Evangelio de Juan. No obstante, esta diferencia de tipo formal tiene como consecuencia que los «signos» y las «obras» ofrezcan una perspectiva distinta de Jesús. Los signos se limitan a la actividad revelatoria de Jesús en la tierra: cesan a partir de 12,37 (se hace una breve «mención» de ellas en 20,30). Los signos comprenden, pues, la actividad revelatoria de Jesús en su vida terrena. Jesús promete, sin embargo, a sus discípulos que «harán obras aún mayores» (14,12), pero el Evangelio de Juan no habla nunca de «signos» realizados por los discípulos. Los signos son expresión de la actividad revelatoria de Jesús en cuanto Logos encarnado en la tierra. Son anticipaciones de lo que sucederá en la Pascua. Las obras, en cuanto motivo de la fe, están en un plano inferior al de las palabras de Jesús (10,38; 14,11). Estas son comparables con sus signos: son revelaciones elocuentes y expresivas de Dios (6,35.48.51; 9,5; 11,25-26), pero a condición de que el creyente comprenda su carácter de signos y no se quede simplemente en lo portentoso del hecho. En cuanto revelación, los signos se refieren siempre a una respuesta cristológica de fe. Desde el punto de vista joánico, las apariciones del Jesús resucitado no son «signos», al menos en el sentido de «anticipaciones»; no se sitúan en el plano de la autorrevelación de Jesús al mundo, sino que son cristofanías ante sus propios discípulos (14,22) y, al igual que la muerte y la resurrección, pertenecen al ámbito de la «verdad» (cf. infra). En los signos, Jesús muestra a la fe su gloria, muestra que él es el Logos encarnado (cf. 2,11: milagro de Cana; 11,40: resurrección de Lázaro, donde se hace visible la gloria de Dios: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios, para que ella honre al Hijo de Dios», 11,4). En la sarx de Jesús se hace visible a la fe, a través de los signos milagrosos, su doxa o gloria; este aspecto resulta particularmente patente en los signos simbólicos o demostraciones de poder: la multiplicación de los panes, la curación de un ciego realizada por Jesús, la luz, la resurrección de los muertos. Al narrar los signos de Jesús, Juan pretende mostrar
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Jesús, la historia de un viviente, 166, nota 2. K. Rengstorf, semeion, en ThWNT VII, 256. G. Fohrer, Die symbolischen Handlungen der'Prophetett (Basilea-Zurich 1953).
"' R. Schnackenburg, ]ohannesevangelium I, 351-354. 24
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que éstos indican la «presencia» de la salvación escatológica, presente en Jesús en virtud de su preexistencia celeste. Los signos ilustran lo que decía el prólogo: él es sarx y, no obstante, Logos. Los semeia (signos) tienen una forma terrena, «carnal» (sarx), pero revelan una profunda dimensión cristológica.
creer; y Jesús no desaprueba la fe motivada por «haber visto sus obras», pero hace notar constantemente que ésa no es la fe cristiana verdadera y perfecta. Por otro lado, el propio evangelista nos da a entender que la fe del discípulo predilecto de Jesús es propiamente el modelo de la comunidad creyente: ante el sepulcro vacío «vio y creyó» (20,8). Sin embargo, en este caso no había nada que ver: sólo un sepulcro vacío. Las iglesias joánicas tenían planteado el problema de cómo puede ser objeto de fe para las generaciones posteriores la vida y muerte histórica de Jesús. También en el Evangelio de Juan el Jesús histórico es, evidentemente, la única norma, pero las generaciones posteriores no lo ven ni oyen su voz directamente. Para Juan, lo pasado históricamente tiene una peculiar validez universal: a través de las mediaciones históricas. Por eso insiste en la mediación de los testigos fidedignos (19,35; 21,24; 1 Jn 1, 1-3), lo cual no significa que las generaciones posteriores deban apoyarse únicamente en el convencimiento personal de esos mediadores, pues de algún modo debe darse últimamente un testimonio objetivo de Dios. En tiempos de Juan, la cuestión del testimonio de Dios había llegado a ser un problema de primer orden. Ello explica la importancia del testimonio que atestigua que Jesús ha sido enviado por Dios: Juan Bautista (1,8; 1,19-34; 5,33), las obras que Jesús realiza (5,36; 10,25; 10,37-38; 14,11), la doctrina que anuncia (7,17), sus palabras (10,38; 14,11; cf. 12,48) y, finalmente, también la «Escritura» (5,39). Como creyente, Juan sabe que las palabras de Jesús tienen en sí mismas una fuerza probatoria (8,14); en cambio, para los extraños las cosas son muy diferentes (cf. 5,31-32). El Jesús joánico rechaza, no obstante, los testimonios que los hombres dan sobre él (5,34) o al menos no los necesita. Jesús acepta sólo el testimonio de su Padre (5,37; 8,18), el testimonio futuro del «Espíritu de la verdad» (14,17; 15,26; 16,13), del Paráclito (15,26), y, en fin, la veracidad de su propio testimonio y revelación. Por ser preexistente, él puede hablar apoyándose en su propia experiencia de Dios. Así, pues, el concepto joánico de fe se apoya siempre en un testimonio, y Juan parece compartir la idea judía sobre las condiciones de un «testimonio válido». En el interrogatorio de testigos, por lo menos dos de ellos tienen que concordar en su declaración (Jn 8,17; cf. Dt 17,6; 19,15); entonces el testimonio es «veraz» (alethes), fidedigno. Por eso llama la atención que en la primera carta de Juan se habla de tres testigos concordantes: en primer término, el Espíritu; después, el agua y la sangre (1 Jn 5,7-8). El propio Juan habla en 19,34 del agua y la sangre que salieron del costado traspasado de Jesús en la cruz: el bautismo cristiano (Jn 3) y la eucaristía cristiana (Jn 6,51b-58), asumidos «en el Espíritu». Rt Espíritu, en efecto, es el principio vital que confiere fuerza a los sacramentos de la iniciación (3,6 y 6,63). Animados por el Espíritu Santo, los sacramentos eclesiales dan un testimonio histórico de Jesús a las generuciones futuras, las cuales no han conocido al Jesús terreno. La acción siilvífica de Dios, realizada en el envío y, finalmente, en la muerte del I lijo hecho hombre históricamente, tiene su continuación en la Iglesia viva, la cual garantiza a las generaciones futuras, a través de la predica-
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Las «obras» de Jesús. Cuando Juan llama «obras» a los portentos de Jesús, tales obras dan testimonio de él como el enviado de Dios (5,36; 10,25.37-38; 14,11; 15, 24); son un testimonio fiable (10,38; 14,11), resolutivo (15,24) de que el Padre ha enviado a Jesús (5,36; cf. 9,4) o de que «el Padre está en Jesús» (10,38; 14,11). Jesús realiza sus obras en nombre del Padre: actúa junto con el Padre (4,34; 5,17.19) o su Padre actúa por medio de él (14, 10). Las obras del Jesús joánico se sitúan, pues, en el contexto del envío histórico de Jesús por el Padre 85 . Precisamente las «obras» provocan la «crisis» entre la fe y la incredulidad; suscitan la fe y someten a juicio la incredulidad (10,25-26; 15,24). Las obras de Jesús tienen su culminación en «la obra» que ha realizado en su muerte en la cruz (17,4; 19,30): una realización libre y obediente de las obras que el Padre le ha encomendado llevar a cabo. Según la concepción judía, y sobre todo sapiencial, del padre y del hijo, éste hace las obras del padre, es decir, lo que el padre le ha encomendado que lleve a cabo, sobre todo si ello implica un envío; el hijo actúa en nombre de su padre. Desde la perspectiva del espectador, las obras son el motivo para creer que Jesús ha sido enviado por Dios. «Si yo no hago lo que me encarga mi Padre, no creáis en mí; pero si lo hago, aunque no creáis en mí, creed en mis obras» (10,38); «creedme, yo estoy con el Padre y el Padre está conmigo; al menos dejaos convencer por las obras mismas» (14,11). Propiamente se debería creer en Jesús sobre la base de su palabra («yo soy...»), pero si no se tiene esta confianza en la persona de Jesús, ahí están las obras que Jesús realiza. El Jesús joánico no critica a quienes creen por «ver las obras» (20,19; 1,50), pero no se refiere a una fe basada simplemente en los milagros (4,48; 6,26.36). Lo decisivo es que se comprenda el significado salvífico de la persona de Jesús (8,14; 7,16-17). Las obras realizadas por Jesús pueden suscitar la fe en que el Padre está en Jesús, o sea, en que Dios realiza esas obras por medio de Jesús (3,33-34). De ahí la recriminación: «Aunque habéis visto, no tenéis fe» (6,36). Para las comunidades joánicas, que no han conocido al Jesús histórico, es válido el principio de «creer sin haber visto» (20,29). Por ello Juan se cuida mucho de no rechazar nunca la fe basada en el ver, pero la considera inferior al «creer sin haber visto». El cuarto evangelio quiere mostrar que los cristianos de la segunda o tercera generación no se hallan en una posición menos favorable que los primeros discípulos durante la vida de Jesús. El insistió ya en la necesidad de estar vinculados a su persona. Esto es para Juan 85 E. Haenchen, Der Vater, der mich gesandt hat: NTS 9 (1962-1963) 208-216; R. Schnackenburg, Johannesevangelium I, 347-350.
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ción y los sacramentos, la vida que Jesús comunicó como anticipo durante su vida terrena a los hombres que entonces creyeron en él (cf. 19,34 con 1 Jn 5,8). El testimonio que Dios dio sobre Jesús durante su vida terrena sigue siendo válido (memartyreken, en perfecto, 1 Jn 5,9): los cristianos «tienen» (echein, término típicamente joánico en el sentido de menein: tener permanentemente) el testimonio de Dios; lo han recibido en Jesús y lo siguen teniendo de un modo vivo en los sacramentos de la Iglesia.
de hecho la impresión de que el contenido de las palabras y acciones de Jesús se reduce a que él es una cosa con el Padre; creer esto significa para el creyente «vida», salvación (20,31): creer que Jesús es una sola cosa con el Padre es una fe vivificante que da la salvación. El Evangelio de Juan no dice mucho más. Quizá todo el misterio de este evangelio consiste en la identificación del «reino de Dios» de los sinópticos con «Jesús de Nazaret» 88. Así como para los sinópticos todo el contenido de la salvación se resume en el concepto de «reino de Dios», así también en el Evangelio de Juan la salvación se compendia en la persona de Jesús: el reino de Dios es Jesús, uno con el Padre y, por tanto, salvación para nosotros. Hay que leer el Evangelio de Juan teniendo en cuenta esta identificación a través de la fe. Lo que en los sinópticos, a lo largo de su relato, es una indicación vacilante que no se aclarará hasta la muerte y resurrección de Jesús, el Evangelio de Juan lo coloca en primer plano: aparece ya en el prólogo. Cuando se nos presenta Juan Bautista, cuando Jesús predica y hace milagros, cuando muere, el lector sabe ya que en Jesús está actuando el Hijo de Dios hecho hombre, la Palabra. Unos creen, pero otros no. Los que creen ven en Jesús la gloria del Padre: «Felipe, quien me ve a mí está viendo al Padre» (14,8-10); «creedme, yo estoy con el Padre, y el Padre está conmigo; al menos dejaos convencer por las obras mismas» (14, 11). En Jesús hay que creer fiados de su palabra (10,38; 14,11). Cuando ello no es posible, ahí están las obras de Jesús, que indican la misma dirección: en ellas Dios está activamente presente (10,38). Los signos realizados por Jesús pueden conducir a la verdadera fe; predisponen favorablemente a una apertura inicial (14,11; cf. 10,37.38). Lo que Jesús dice es para Juan revelación, pues Jesús habla consciente de ser uno con el Padre. Las obras de Jesús son asimismo una forma de testimonio divino acerca de Jesús. Donde está el reino de Dios —que es Jesús— están también los signos y la praxis del reino de Dios. La gloria de Dios, que se manifestó en los grandes prodigios del éxodo, está ahora vitalmente presente en el Jesús joánico. Los signos realizados por él significan esa presencia y, al mismo tiempo, son una ayuda y una guía que lleva a Jesús en cuanto uno con el Padre. Creer significa reconocer esta unidad y vivir de ella. Los signos desvelan y ocultan a la vez. Desvelan la gloria de Dios en Jesús (2,11; 11,4.40), pero la ocultan a los que no creen (6,36; 9,39.41; 15,22-24). De esta forma, Juan puede hablar de ver la gloria de Dios en Jesús. Al principio se trata de percibir: se ve lo que hace Jesús. Pero ese «ver» implica en el creyente una «atracción» del Padre a la fe: «Nadie puede acercarse a mí sí el Padre que me envió no tira de él» (6,44); «nadie puede acercarse a mi si el Padre no se lo concede» (6,65). A mi juicio, Juan no considera nunca esta atracción como un testimonio interior (según opinan muchos autores) 89 . Ciertamente, Jn 5,37 dice: «Y
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Creer, ver (u oír) y conocer.
¿Cómo es posible que los «signos» —que propiamente son «anticipaciones»— y las obras del Jesús joánico sean una legitimación de Jesús si presuponen ya la fe? Juan utiliza diversos términos para expresar la idea de «ver»: idein, theorein, blepein. Ver o contemplar (theorein) puede significar un ver de tipo corporal (9,8; 10,12; 20,6), una percepción del espíritu (4,19; 12, 19), un ver a través de la fe (14,17-19) y una visión directa, celeste (17, 24). De igual forma, se da también un oír exterior (6,60; 9,27.40; 10,20; 12,29; 19,8) y un oír interior o a través de la fe (5,24; 8,43.47; 18,37; cf. 10,3.16.27). Con frecuencia se nota en el Evangelio de Juan un tránsito del ver externo de los signos y obras (2,23; 6,2; 7,3), claramente accesible al blepein (ver) de cualquier persona, a un ver a través de la fe, accesible sólo al creyente (14,17.19; cf. 6,62) *. Por tal motivo, Juan puede decir «contemplar» (theorein) en lugar de «creer» (cf. 6,40 con 12,45). Creer es creer que Jesús ha sido enviado por el Padre (5,24a; 6,35b; 13,16; 17,8. 21 con 22.23). Juan rechaza una fe basada simplemente en los milagros (2,23). Pero los signos y las obras de Jesús dirigen la atención hacia la persona que las realiza, pueden despertar un primer interés por la persona de Jesús y provocar en los hombres una «crisis»: decidirse a favor o en contra de Jesús, el cual afirma personalmente que realiza todas estas cosas en virtud de su unión con el Padre. Tras relatar los primeros signos realizados por Jesús, dice Juan: «Así, en Cana de Galilea, comenzó Jesús sus signos, manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él» (2,11). Juan ya había hablado en el prólogo de la «gloria»: «Nosotros hemos visto su gloria, gloria de Hijo único del Padre» (1,14); y más tarde dice el evangelista: «Hemos escrito estos signos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y con esta fe tengáis vida gracias a él» (20,31). En los signos, nosotros —la comunidad joánica— contemplamos la gloria del Padre en Jesús. Los signos manifiestan la unidad de Jesús con el Padre, una unidad que contiene todo lo que Jesús dice con sus palabras: fuera de este contenido es poco o nada lo que se nos dice 87 . El Evangelio de Juan da M F. Mussner, Die johanneische Sehiveise und die Frage nach dem historischen Jesús (Friburgo 1965) 18-24; C. Traets, Voir Jésus, op. cit., 214-225. 87 R. Bultmann ya defendió la tesis de que Juan dice sólo que Jesús es «revelación de Dios». Las investigaciones llevadas a cabo desde entonces no han supuesto ningún avance: Juan exige fe en que Jesús «viene de Dios». Cf. los estudios de J. M. Boice, Witness and Revelation, op. cit., y de J. Hindley, Witness, op. cit., 319-337.
'" Cf. S. Hofbeck, Semeion, op. cit., 158-166. " Así, J. Bonsirven, f.pitres de saint ]ean (París 21954) 263-264; A. Vanhoye, ,irt. cit.: NRTn 86 (1964) 339-348; H. Schneider, The Word made Flesh, op. cit., 544-356.
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el Padre mismo que me envió sigue dando testimonio en mi favor», pero este testimonio debe buscarse «en las Escrituras» (5,39). ¿Hay que relacionar el testimonio del Padre (5,37) con «la instrucción por medio del Padre» de 6,45? Para Juan, la fe plena va unida a una regeneración de lo alto, del Espíritu, que no será otorgado hasta la Pascua (cf. infra). Creer en Jesús como maestro legitimado por Dios a través de los signos es solamente el comienzo de la fe auténtica (2,23-25; 6,26-33); creer sinceramente es creer en la realidad más profunda de Jesús: en su unidad con el Padre (3,36 y 3,18). Ver a Jesús, en el sentido de idein, significa conocer quién es él personalmente, creer en su nombre (1,12-13). Ser instruidos por Dios (cf. Is 54,13) equivale a ser atraídos por Dios mediante la enseñanza (Jn 3,31-36), o sea, nacer de Dios (cf. 8,47; 3,5). De esta «atracción» (helkein) se habla, además de 6,45, sólo en 12,32, donde se dice que el Crucificado «atraerá» hacia sí a todos. La fe se basa en el testimonio personal de Jesús y en sus obras (5,36), pero también en una instrucción impartida por el Padre (6,45). Así, la fe es para Juan una gracia de elección (6,39; 17,2.6.12.24): «los que tú (Padre) me has confiado». Por otra parte, la incredulidad entraña una culpa propia: «Si yo no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían culpa; ahora, en cambio, no tienen excusa» (15,22). El «ver» unido a la «atracción» del Padre, descubre en los hechos de la vida terrenal de Jesús el misterio de su persona. Así, Juan habla de «ver a Dios» y «ver su gloria»: en la percepción humana se realiza la experiencia de la salvación divina, dentro de la comunión de vida y de amor entre Jesús y el Padre. El «ver joánico» es un comprender la vida histórica de Jesús en su presencia como Señor en la Iglesia. No necesitamos proyectar nuestras distinciones modernas en la variada terminología del Evangelio de Juan (ver, creer, conocer); para Juan se trata de distintas denominaciones de un mismo acto de fe. A pesar de las manifestaciones «en signos» (2,11; 11,40) y de la autorrevelación de Jesús mediante sus palabras y obras (14,10; cf. 10,38), al Jesús preexistente no se llega sino a través de la fe. No obstante, hay una diferencia entre la fe en Jesús antes y después de la comunicación del Espíritu en la Pascua: el Espíritu Santo conduce a los creyentes a «la verdad plena» (16,13). Por eso, Jn 17 —el (último) discurso de despedida— habla más de «conocer» que de «creer»: se acerca la hora en que la fe de los discípulos alcanzará «la verdad plena». «Y ésta es la vida eterna, reconocerte a ti como único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo» (17,2.7.8). La primera carta de Juan expone este aspecto con más precisión: «Lo que existía desde el principio, lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: hablamos de la Palabra, que es la vida» (1 Jn 1,1), «porque la vida se manifestó, nosotros la vimos, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba de cara al Padre y se manifestó a nosotros; eso que vimos y oímos os lo anunciamos ahora» (1 Jn 1,2-3). Como en el prólogo del evangelio, también aquí se refleja el núcleo de la fe de la comunidad joánica. Sin embargo, entonces ya no vivía nadie que hubiese-conocido al Jesús histórico.
¿Quiénes son, pues, esos «nosotros» que dan testimonio de que la realidad divina y eterna se hizo perceptible y palpable en el hombre (sarx) Jesús? La primera carta de Juan no se refiere a todos los creyentes, sino a «los testigos»: éstos dan testimonio de lo que han visto (cf. Jn 1,34; 3,11; 3,32; 19,35; 1 Jn 1,2; 4,14). Desde el punto de vista joánico, el testimonio se fundamenta en el hecho de haber visto y oído. Lo que se ve es objeto de fe: «la vida» (1 Jn 1,2) que se manifestó a unos testigos oculares. Pero éstos han muerto. La comunidad eclesial se remite al Jesús histórico; Jesús es la fuente. La primera carta de Juan se propone unir la comunidad con el Jesús histórico, el único mediador entre Dios y los hombres (1 Jn 5,11-12; Jn 6,57; 14,6). El joanismo no quiere saber nada de una mística directa con Dios; toda mística está sujeta a la mediación de una singular figura histórica humana, el Logos divino. Esta unidad constituye propiamente el objeto de la fe. De ahí que los primeros y directos testigos presenciales del acontecimiento tengan como cometido dar testimonio directo del mismo. La norma última es siempre la persona de Jesús de Nazaret. Pero ¿cómo puede este hecho del pasado ser objeto de fe para las generaciones posteriores? El propio Jesús apela en el joanismo a testigos que confirman su pretensión de ser una sola cosa con Dios y de haber sido enviado por él: Juan Bautista (Jn 5,33), sus propias obras (Jp 5,36; 10,25; cf. 10,37-38; 14,11), la Sagrada Escritura (Jn 5,39), su doctrina (Jn 7,17) y sus palabras (Jn 10,38; 14,11). No acepta, en cambio, testimonios humanos (5,34). EÍ único testimonio que cuenta es el de su Padre (5,37; 8,18) y el futuro testimonio del Paráclito, «del Espíritu de la verdad» (15,26). También la primera carta de Juan pone el acento en el testimonio de Dios (1 Jn 5). Sin embargo, hay diferencias con respecto al Evangelio de Juan. La primera carta de Juan, refiriéndose a Jesús, el Hijo de Dios que se ha manifestado en la historia, habla sólo de los testimonios externos de los predicadores (1 Jn 1,2; 4,14), y en 1 Jn 5,9-10 el testimonio se refiere (se emplea el perfecto) a un hecho histórico. En 1 Jn 5, 10a. 11 se dice: «Quien cree en el Hijo de Dios tiene dentro el testimonio... y el testimonio consiste en esto: en que Dios nos ha dado vida eterna, vida que está en su Hijo». Y además: «Los que dan testimonio son tres: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres apuntan a lo mismo» (1 Jn 5,8). El testimonio de Dios es evidentemente distinto de esos tres. «El testimonio dado por Dios» (memartyreken, perfecto) tiene por objeto que Jesús es su Hijo (5,9-10), mientras que el testimonio del Espíritu en el bautismo y en la eucaristía están en presente. No se trata obviamente de un «testimonio interno» de Dios, sino de un testimonio exterior que se conserva en el corazón90. El creyente acoge el testimonio de Dios y lo guarda en su corazón: el incrédulo no lo hace, y por eso no tiene la vida (5,10). En la predicación eclesial sigue resonando el testimonio del Pneuma (1 Jn 5,7-8) sobre la vida y la muerte de Jesús y sigue actuando efi*° Así argumenta, y en mi opinión de modo convincente, R. Schnackenburg, Die Jiihanncsbriefe (Friburgo 21963) 270-271.
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cazmente en los sacramentos del bautismo («agua») y de la eucaristía («sangre»). Por tanto, el significado de 1 Jn 5,9-12 es que el testimonio dado por Dios acerca de su Hijo ha sido recogido en el interior de los creyentes y es una realidad permanente (menein) en la fe y en los sacramentos. Así explica el joanismo el problema que tenían la segunda y la tercera generación de cristianos en torno al «creer sin haber visto». Es posible un encuentro pneumático con Jesús, y este encuentro empalma con el Jesús histórico gracias al Espíritu, que actúa en la Iglesia.
soy» (13,19); b) con un predicado indirecto: «¿A quién buscáis? Contestaron: A Jesús Nazareno. Les dijo Jesús: Yo soy» (18,5.6.8); también en 6,20: «Yo soy, no tengáis miedo». Si tenemos en cuenta la forma gramatical absoluta, aquí parece resonar el carácter santo y excelso del «yo soy» de la primera categoría. A estas expresiones se podrían añadir otras menos densas (tales como 4,26; 8,18; 8,23; 7,34.36; 12,26; 14,3; 17,24); c) finalmente, con un predicado (alegórico) directo: «yo soy el pan de la vida, el agua viva, la vid verdadera, la puerta y el buen pastor, la resurrección y la vida, el camino, la verdad y la vida» (6,35.51; 8,12; 9,15; 10,7.9.11.14; 11,25; 15,1.5; 14,6). En el Antiguo Testamento aparecen pocas veces las expresiones absolutas «yo soy». La fuente directa de Juan está principalmente en algunos pasajes griegos del Deuteroisaías, en especial Is 47,8.10: «Dice Yahvé: 'ani hu» (Yo soy; en los LXX: ego eimi), pero también Gn 28,13.15; Ex 3,14; Ez 20,5, etc. 91 . En estas expresiones se subraya fuertemente el monoteísmo yahvista: yo soy Dios y no hay otro (Is 45,5.6.18.21). Propiamente es una alusión al nombre de Yahvé. El Jesús joánico quiere así poner el acento en el monoteísmo —el Padre único— y en el único y definitivo enviado, Jesús. Y es Jesús mismo quien convierte últimamente este «yo soy» en contenido de la fe cristiana (8,24; 13,19) y de la confesión de fe (8,28). Por otro lado, la expresión ''ani wehu, «yo soy el que...» se emplea en la liturgia, y de modo especial en la liturgia de la fiesta de las Chozas, donde sustituye al nombre de Dios 92 , algunas expresiones «yo soy» son pronunciadas por Jesús en el marco litúrgico de esta fiesta (cf. infra). Además hay paralelos en la literatura sapiencial donde la sabiduría se presenta a sí misma diciendo: «yo soy...» (Eclo 24; Prov 5,5-6; 6,23; Tob 1,3; Sal 118; cf. Gn 24,48). Lo mismo sucede en textos tardíos del primer judaismo (4 Esd 5,1; 1QS 4,16-30) 93 . «Yo soy» es, por tanto, una fórmula veterotestamentaria de revelación. Sin embargo, los exegetas siguen discutiendo si la literatura veterotest a mentaría y judía puede explicar plenamente el peculiar uso joánico de la fórmula «yo soy». Las afinidades de este uso con la literatura no ya mandea, sino premandea, y especialmente con los textos de la gnosis copta, son, en opinión de algunos investigadores, muy llamativos**. En mi
b)
La autorrevelación de Jesús «por la palabra».
Bibliografía: 1. Expresiones «yo soy»: R. Brown, Evangelio según Juan II, 1512-1519; R. Bultmann, Evangelium des Johannes, op. cit., 167ss; D. Daube, The «I am» of Messianic Presence, en New Testament and Rabbinic Judaism (Londres 1956); C. H. Dodd, Interpretación, op. cit., 104ss; A. Feuillet, Études johanniques (París 21966) 72-83; Les Ego Eimi christologiques du quatriéme Évangile: RSR 54 (1966) 5-22 y 213-240; Ph. H. Harner, The «I am» of the Fourth Gospel (Filadelfia 1970); R. Kysar, The Fourth Evangelist, op. cit., 119-127; G. MacRae, The Ego-Proclamation in Gnostic Sources, en E. Bammel (ed.), The Trial of Jesús (Londres 1970) 123-139; I. de la Potterie, Je suis la Voie, la Verité et la Vie (Jn 14,6): NRTh 88 (1966) 917-926; R. Schnackenburg, Johannesevangelium, op. cit. II, 59-70; H. Zimmermann, Das absolute Ego eimi ais die neutestamentliche Offenbarungsformel: BZ 4 (1960) 54-69, 266-276. 2. Yo soy el pan de la vida, el agua viva, etc.: J. Blank, «Die johanneische Brotrede» und «Ich bin das Lebensbrot»: BuL 7 (1966) 193-207 y 255-270; P. Borgen, Bread from Heaven (Leiden 1965); Observations on the Midrashic Character of John 6: ZNW 54 (1963) 232-240; R. Borig, Der Wahre Weinstock (Munich 1967); G. Bornkamm, Vor•johanneische Tradition oder nachjohanneische Bearbeitung in der eucharistischen Rede Johannes 6?, en Geschichte und Glaube II (Munich 1971) 51-64; J. D. Derretí, The Good Shepherd: St. John's Use of Jewish Halahah and Haggadah: ThS 27 (1973) 25-50; K. M. Fischer, Der johanneische Christus und der gnostische Erlóser, in Gnosis und Neues Testament, en K. W. Troger (ed.), Studien aus Religionswissenschaft und Theologie (Berlín 1973) 245-267; O. Kiefer, Die Hirtenrede (Stuttgart 1967); Th. Preiss, Étude sur le ch. 6 de l'Évangile de Jean: ETR 46 (1971) 144-156; G. Richter, Zur Formgeschichte und literarischen Einheit von Job 6,31-58: ZNW 60 (1969) 21-55; R. Schnackenburg, Zur Rede vom Brot aus dem Himmel: eine Beobachtung zu Joh 6,52:~S>L12 (1968) 248-252; A. J. Simonis, Die Hirtenrede im Johannesevangelium (Roma 1967); J. Whittaker, A Hellenistic Context for Joh. 10,29: «Vigiliae Christianae» 24 (1970) 241-260.
En su condición de Hijo preexistente hecho hombre, el Jesús joánico «da testimonio de lo que ha visto y oído» (3,32). A este respecto son importantes las expresiones que emplean la fórmula ego eimi, «yo soy...». Estas expresiones, en número de siete, se pueden dividir en tres categorías: a) las utilizadas en sentido absoluto, sin predicado: «Si no creéis que yo soy, os llevarán a la muerte vuestros pecados» (8,24); «cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces comprenderéis que yo soy» (8,28); «antes que naciera Abrahán, yo soy» (8,58);- «para que creáis que yo
" Ph. Harner, The «I am», op. cit., 15-36 y 56-57; R. Brown, Evangelio, op. cit. I, 1515ss; Schnackenburg, op. cit. II, 63; Dodd, Interpretación, 104ss; R. le Déaut, La nuil paséale (Roma 1963) 329. "' Por ejemplo, Misná, Sukkah, 4,5; Ph. Harner, op. cit., 20-22; 61-62; R. Brown, «/». cit. I, 537. " I. de la Potterie, Je suis la Voie, op. cit., 917-926. ** Según G. McRay, The Ego-Proclamation, op. cit., 123-139, los paralelos de la literatura gnóstica copta son aún más llamativos. En Nag Hammadi, códice VI, hay un gran número de expresiones del tipo «yo soy...» («yo soy el conocimiento», etc.) l vc^nse la edición de Leiden, The Facsímile Edition of the Nag Hammadi Códices, I vols. [Leiden 1972-1976]). Estas expresiones indican la trascendencia de la figura drl redentor, que supera tanto el simbolismo profano como el judío. También,
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opinión, difícilmente se puede negar en el joanismo la influencia de un judaismo sincretista, típico del Oriente helenista95. Pero ya hemos dicho que en los últimos años se ha ido afirmando la convicción (avalada por los textos) de que ciertas ideas greco-judías han pesado sobre los conceptos joánicos y sobre ciertos conceptos gnósticos posteriores, y no al contrario. Además podemos preguntarnos si merece la pena hablar de elementos pregnósticos cuando de hecho todos los enunciados básicos no son gnósticos. En Juan es el propio redentor Jesús quien entrega su vida por los creyentes (10,11.17); se trata de un hombre histórico real que es la Palabra de Dios; aunque íntimamente unidos entre sí, redentor y redimidos son realidades distintas (10,14); en ningún momento la asunción al cielo de los redimidos se expresa en términos de retorno; al contrario, Jesús debe preparar un puesto a los creyentes, pues en cuanto hombres no pertenecen entitativamente al reino pneumático, celeste (14,1-4); por último, la ascensión de Jesús al cielo no aparece visualizada*. Juan utiliza conceptos procedentes del judaismo «heterodoxo», no oficial, sincretista, de los primeros decenios del siglo i d. C , del que surgirá la gnosis posterior. Las expresiones «yo soy» acompañados de predicados alegóricos aparecen en el Evangelio de Juan, dentro del marco de fiestas litúrgicas importantes para el judaismo, en las que se repetían las expresiones «yo soy» del Antiguo Testamento (en cualquier caso, estas fiestas no son la base de la estructura literaria). Según la explicación que el autor da de su plan: «La ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad se hicieron realidad en Jesucristo» (1,17), el Jesús joánico se atribuye en forma eminente lo que dicen Moisés y la ley en el Antiguo Testamento. Aunque no se puede afirmar que la redacción actual del Evangelio de Juan conserve rigurosamente el marco de las festividades judías, según el cual Juan habría estructurado los caps. 5-10, numerosos exegetas han señalado que Jesús dice: «yo soy esto o aquello» precisamente con ocasión de festividades judías («la fiesta de los judíos» 2,6.13; 4,9; 5,1; 6,4; 7,2; 11,55; 18,20; 19,40.42; Juan muestra interés en mantener el vínculo históricosalvífico con Israel: 4,22; cf. 1,31.49; 3,16; 12,13) 97 . El sábado judío y la (reacción cristiana frente a él (aunque aquí no se encuentre ninguna expresión «yo soy») aparece en 5,1-47; la Pascua, en 6,1-71; las Chozas, en 7,1-8,59, y los días posteriores a la misma, en
9,1-10,21; también aparece la fiesta de la Dedicación del templo (Hanukká), durante la cual Jesús se presenta con toda singularidad y superioridad sobre el trasfondo de la temática salvífica de esta fiesta. Es de notar además que, cuando Jesús pronuncia estas expresiones «yo soy», las cuales provocan fe e incredulidad, está en Jerusalén. En Jerusalén se decide, según la visión de Juan, la batalla entre la fe y la incredulidad. En esta ciudad acontece la decisión definitiva (7,25-26.32.45-52). «Jerusalén» es para Juan el símbolo del no creer en Jesús, del «mundo» que no ha acogido a Jesús, la luz que brilla en el mundo (1,10; 15,18-25). Antes de analizar las siete expresiones «yo soy», veamos brevemente la discusión en torno al sábado (5,1-47), que caracteriza de antemano la atmósfera en la que Jesús pronuncia las palabras «yo soy».
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R. Schnackenburg ve en este lenguaje joánico un influjo del helenismo oriental. Cf. el estudio, ya antiguo, de E. Schweizer, Ego Eimi. Die religionsgeschichtliche Herkunft und theologische Bedeutung der johanneischen Bildreden (Gotinga 1939). 95 G. Scholem, Major Trends in Jewish Myslicism (Nueva York 1946); Jetvish Gnosticism, Merkabah Mystichm and Talmudic Tradition (Nueva York 1960). 96 K. M. Fischer, Der johanneische Christus und der gnostische Erloser, in Gnosis und Neues Testament, en K. W. Troger (ed.), Studien aus Religionswissenschaft und Theologie (Berlín 1973) 245-267, sostiene que Juan presupone de hecho algunos mitos gnósticos, al menos en una forma premandea (contra R. Bultmann), pero que Juan supera en los puntos esenciales ese «gnosticismo». 97 En especial, R. Brown, Evangelio, bajo el título «Jesús y las fiestas principales de los judíos» I, 412.
El Jesús joánico actúa en sábado (5,9b) para auxiliar a desamparados que, en vez de beneficiarios, son víctimas de este día de descanso. Junto a la Puerta de los Rebaños de la ciudad de Jerusalén, Jesús cura, junto a una piscina, en día de sábado, a un inválido (5,1-9; la piscina de Betesda en Jerusalén ha sido descubierta modernamente en unas excavaciones arqueológicas). El enfermo, que llevaba exactamente treinta y ocho años inválido, es quizá un símbolo del pueblo judío, peregrino en el desierto durante treinta y ocho años (Dt 2,14). Jesús lo cura, y esto da origen a una controversia (5,10-47). Jesús responde: «Mi Padre, hasta el presente, sigue trabajando y yo también trabajo» (5,17). Todos los días trabaja Dios con amor, y Jesús también. Jesús se presenta aquí como Hijo del Padre, y los judíos dicen: «Se hace igual a Dios» (5,18c). Jesús contesta que él hace sólo lo que ha visto hacer al Padre (5,19). «Quien oye mi mensaje y da fe al que me envió posee vida eterna y no se le llama a juicio; no, ya ha pasado de la muerte a la vida» (5,25), «porque el Padre dispone de la vida y ha concedido al Hijo disponer también de la vida» (5,26). Tomando como punto de partida la «vida» que Jesús da en sábado al inválido, Juan hace un comentario de lo que había dicho ya en el prólogo: «La Palabra se hizo hombre... nosotros hemos visto su gloria» (1,14), o sea, la hemos visto en los signos prodigiosos de Jesús; una gloria que el Hijo único «recibe del Padre» (1,14c), pues «está lleno de gracia y de verdad» (l,14d). Para el Hijo, su unidad con el Padre es un don: como el Padre, también Jesús posee la plenitud de la vida en sí mismo, pero esto es para Jesús un don y una misión que le otorga el Padre. Aunque son una sola cosa, el Padre y el Hijo son dos personas distintas: «Yo no puedo hacer nada de por mí; yo juzgo como el Padre me dice..., porque no persigo un designio mío, sino el designio del que me envió» (5,30). El testimonio que Juan Bautista ha dado de Jesús (1,15 y 1,19-51) es de gran valor (5,33-35), pero la identidad de Jesús queda más patente a través de sus obras (5,36) y del testimonio de su propio Padre (5,37). Esta perícopa caracteriza ya la atmósfera de las siete expresiones «yo soy». 1) ]n 6. Cercana ya la fiesta (6,4), que en otro lugar es llamada «Pascua de los judíos» (2,13), el Jesús joánico se llama a sí mismo «pan
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venido del cielo» (Jn 6). En la rememoración del éxodo en la fiesta de la Pascua se evocaba el maná, «pan del cielo», que sirvió de sustento a los israelitas a pesar de las murmuraciones del pueblo (Ex 16,7.8.9; Jn 6,41. 43.61). En la tradición judía había varios relatos midrásicos sobre el maná, que se utilizaban en las predicaciones de la sinagoga. Además, el banquete pascual de los judíos estaba relacionado con el tema del banquete mesiánico (Is 25,6; 26,19, etc.) y con temas sapienciales: «El que me come (a la Sabiduría) tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed» (Eclo 24, 20). En el rabinismo, el maná estaba relacionado con el alimento de la Tora 98 . En este contexto, Jesús se llama pan del cielo, lo cual se hace visible en el milagro de la multiplicación de los panes (6,1-15). Jesús realiza el signo; después lo explica (6,22-71), dado que los judíos no reconocen en esta señal el significado de la persona de Jesús (6,26-27): «el Enviado por Dios» (6,29). Por ello, dice Jesús: «Mi padre es quien os da el verdadero pan del cielo, porque el pan de Dios es el que baja del cielo y va dando vida al mundo» (6,33). La persona de Jesús, que ha bajado del cielo, es salvación para todos los hombres, salvación que se expresa mediante el símbolo del maná o pan que da vida y que los judíos recuerdan en esta fiesta. Con ello se dice una vez más que Jesús es el nuevo Moisés, pero mayor que Moisés (cf. 1,17). Jesús da el pan verdadero (6, 33) y dice claramente: «Yo soy el pan de la vida» (6,35.48). Dando un rodeo, Jesús ha ido preparando pacientemente a los judíos para esta revelación de sí mismo. A diferencia de los sinópticos, el Jesús joánico apela directamente a la fe en su propia persona como único camino salvífico que conduce a la vida (6,35; 6,36-40). Como sucedió en el éxodo mosaico, también ahora «murmura el pueblo» (6,42). Murmura contra la idea de la preexistencia. Jesús explica que «acercarse a él», o sea, creer en él, presupone una gracia o una «atracción» del creyente por parte del Padre (6,44; 6,65). Entonces continúa Jesús revelándose: «Yo soy el pan de la vida» (6,48), indicando que el sustento que da este pan es la vida eterna (6,48.51a). Después esta idea se aplica implícitamente a la eucaristía: «El pan que voy a dar es mi carne, para que el mundo viva» (6,51b-58); «si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros» (6,53-56). Una vez más se entrecruzan el plano histórico de la vida de Jesús y el de la actualización de la comunidad joánica (Jn 6,51b-58 no tiene por qué ser una adición de alguna mano posterior). En esta parte, Jesús interpreta claramente en sentido eucarístico el pan y el cordero pascual, símbolos de la Pascua judía. «Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún» (6,59), «estando cercana la Pascua» (6,4). Es típicamente joánica la presentación adramática, dispersa, de lo que los sinópticos narran como tres tentaciones de Jesús, de una forma dramática y con intervención de Satanás (6,15; 6,31; 7,3).
2) Jn 7,1-8,59. Esta perícopa se sitúa en el marco de la fiesta judía de los Tabernáculos: Jesús sube a la fiesta (7,1-13), actúa durante su celebración (7,14.25-36) y vive el último día de la misma (7,32-52). La fiesta de los Tabernáculos se celebraba seis meses después de la Pascua. Originalmente era la fiesta de la vendimia, en otoño. Su nombre (sukkot) se debía a que se celebraba al aire libre, en los viñedos, donde se construían cabanas o chozas ( = tabernáculos). Posteriormente se historificó, sirviendo para rememorar la estancia en tiendas en el desierto y, sobre todo, la tienda de la alianza, donde se encontraba el arca: la presencia de Dios entre su pueblo. En tiempos de Jesús, esta fiesta, que tenía una duración de siete días y se prolongaba incluso uno o dos días más, se caracterizaba por una grandiosa ceremonia en que intervenían la luz y el agua. En las primeras noches de celebración tenía lugar la fiesta de la luz, en recuerdo de la columna de fuego que precedió a los israelitas en tiempos de Moisés (Ex 13, 21; cf. Zac 14,7; en Sab 18,3-4 la columna de fuego se identifica con la Tora, «luz del mundo»). Durante la noche se encendían en el templo cuatro candelabros de oro, «en el atrio de las mujeres» (cf. Jn 8,20); toda la ciudad de Jerusalén resplandecía con las luces que estaban colocadas en las piscinas. En efecto, también el agua tenía una función importante en esta festividad (originalmente se trataba de implorar la lluvia que fecundara los campos). Según la Misná, esta fiesta significaba «la alegría por la creación del agua» (Sukká 5,1). Al resplandor, grupos de hombres respetables realizaban danzas rituales. Con el primer canto matutino del gallo se iba en procesión solemne a la fuente de Siloé. Una vez allí, se recogía en una jarra de oro agua, y se volvía de nuevo en procesión al templo pasando por la Puerta de las Aguas. El sumo sacerdote tenía en alto unos momentos la jarra de oro con el agua, que arrojaba después en una gran cubeta, la cual, a través de diversos canales, iba a parar al suelo (tehom). Como la fiesta de los Tabernáculos cerraba el ciclo de la lectura de la Tora y se comenzaba de nuevo con la lectura del Génesis, se organizaban cortejos que llevaban en procesión los rollos de la Tora: la Sabiduría es la Tora (Eclo 24,23-29), y la Sabiduría o Tora es «el agua viva». En otras palabras: luz, agua y doctrina o sabiduría (la ley) constituían las tres ideas clave de esta festividad, que en la época de Jesús estaba unida además a una intensa expectación mesiánica.
98 Brown, Evangelio I, 493ss; Schnackenburg, II, 57-58; J. Blank, Die johanneische Brotrede, op. cit.; H. Leroy, Ratsel und Missverstándnis, op. cit., 100-124; W. Meeks, The Prophet-King, op. cit., 91-98.
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«Se acercaba la fiesta judía de las Chozas, y sus parientes le dijeron: Márchate de aquí y vete a Judea... si haces esas cosas, date a conocer a todo el mundo» (7,2.4b): es el anhelo de un mesianismo de carácter nacionalista y sensacionalista. Estos «parientes» no han comprendido todavía a Jesús (7,5; cf. 6,26). La respuesta es clara: Jesús no quiere hacerlo (7, 8), «pues para mí, el momento no ha llegado aún» (7,8). Más tarde, sin embargo, «subió él también, no abiertamente, sino a escondidas» (7,10). También él va a Jerusalén para la fiesta de la luz, del agua y de la Sabiduría-Torá, pero no va con la intención que suponen sus parientes. Jesús no quiere una «epifanía»; va «de incógnito». En Jerusalén había muchos «rumores» sobre él (7,11-13).
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En Jn 7 y 8 se explican los tres conceptos clave: Jesús es el maestro, el agua viva, la luz del mundo. Jesús sube a Jerusalén en secreto, sin que sus parientes lo sepan, y se pone a enseñar en el templo (7,14). Los discípulos iban a la fiesta de la Sabiduría-Torá, del agua y de la luz. Jesús no, aunque también se encuentra en Jerusalén: él es la Sabiduría, el Maestro. Ya en el primer judaismo, la ley era considerada como la Sabiduría preexistente que había puesto su morada en Israel, y de modo especial en el monte Sión. En el prólogo del Evangelio de Juan esta Sabiduría preexistente es el Logos hecho hombre: Jesús de Nazaret. La doctrina de Jesús es la Sabiduría divina y preexistente del Padre. Frente a la incomprensión de los judíos, el Jesús joánico reacciona como comentando el prólogo del Evangelio de Juan (7,16-24): «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (7,16); él es el Logos encarnado; esto se aplica ahora a su enseñar y a su enseñanza. Lo que él enseña es la doctrina del Padre. Jesús es la nueva Tora. Sin embargo, del relato se desprende constantemente que los oyentes no comprenden la preexistencia de Jesús y su envío por parte del Padre (7,25-36). Jesús habla ya de «su partida» (7,31-36). Los judíos creen que se va a ir a la diáspora, fuera del pueblo judío, con los paganos, «los griegos» (7,35-36). Es decir, los judíos discuten sobre el interés de Jesús por una misión que traspasa los confines de Israel. Quienes así hablan son judíos cristianos pertenecientes a la comunidad joánica. En 8,21-22 llega a tal punto esta incomprensión que las palabras de Jesús sobre su «partida» se interpretan como una alusión al suicidio. Juan está pensando aquí en su comunidad, compuesta por cristianos procedentes del judaismo y del paganismo (cf. 11, >¡ 51 y 12,20ss). j El último día de la fiesta (7,37) tiene lugar la gran ceremonia del agua. ,j Jesús dice que es «fuente de agua viva» (7,37-52). El agua que da Jesús | es el Pneuma (7,39, pero Jesús dará este Espíritu una vez que haya sido ? «elevado»). El agua viva o corriente, el agua de fuente —particularmente importante en algunos círculos bautistas de Asia Menor— era desde hacía mucho tiempo un símbolo de la salvación de Dios (Jr 2,13; 17,13; Is 12, 3; 43,20; 44,3); también Moisés hizo brotar agua de la roca (Ex 17,6), y existe la fuente escatológica del templo (Sal 78,16; Ez 4,1-12; Zac 13,1; 14,8; cf. Ap 22,1.10); finalmente, este tema alcanzó un gran desarrollo en la literatura sapiencial, donde se observa una correlación (aún más explícita que en Is 44,3 y Ex 36,25) entre el agua y el Pneuma (Eclo 15,3; 24,30ss; Bar 3,12; cf. Sab 7,25; Cant 4,15). También para el rabinismo, la Tora y el Pneuma son «agua viva» ". Jesús dice: Yo soy el agua de la vida. En labios del Jesús terreno, estas palabras son sólo una promesa, pues él dará el Espíritu Santo sólo después de su glorificación (cf. 17, 1-2; 20,22). Sin embargo, él es desde ahora el portador del Espíritu (Eclo 1,32-33): para los demás, «aún no hay Espíritu» (7,39b). Después de la 99 Th. Preiss, Étude sur le ch. 6, op. cit., 144-156; J. Blank, Die johanneische Brotrede, op. cit., 193-207; 255-270; Strack-Billerbeck, II, 435-436, y III, 434-435. También en Qumrán: el documento de Damasco, QD 19,34.
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glorificación de Jesús, los cristianos «sacarán agua con gozo de las fuentes de la salvación» (Is 12,3; Jn 7,37). Pero una vez más no creen en Jesús (7,40-52). Tras el pasaje de Jn 8,1-11, Jesús toma el tercer tema de la fiesta de las Chozas: «Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no andará en tinieblas, tendrá la luz de la vida» (8,12; 9,15). Jesús viene al mundo de las tinieblas desde el mundo celeste de la luz (8,13-20): «Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo» (9,5). Pero «las tinieblas no lo comprendieron» (1,5; 8,19). Mediante las imágenes de la doctrina, el agua viva y la luz, el Jesús joánico se anuncia como el redentor o salvador preexistente y hecho hombre; deja detrás de sí el significado salvííico de la ley como agua viva y luz del mundo. Jesús no va a la fiesta de las Chozas, sino a Jerusalén, para anunciar que él es la verdadera fiesta: la Sabiduría del Padre, el agua de la vida y la luz del mundo. La salvación de Dios en Jesús: el tema resulta monótono, pero el Evangelio de Juan no tiene nada más que decir. Jesús es «Yo soy»: así habló Yahvé de sí mismo. Sólo en Jesús está la salvación, porque sólo Dios es la salvación del hombre; Jesús ha sido enviado por este Dios cuyo nombre es «Yo soy». En cuanto enviado, se identifica con el que lo envía. Cumple el designio del Padre, anuncia su doctrina y no dice nada que no haya oído al Padre. Al revelarse, Jesús revela también al Padre: a Dios. 3) Jn 9,1-10,21. Estamos en los días que siguen a la fiesta de las Chozas. Ahora se demuestra que Jesús es «Luz» con la curación de un ciego de nacimiento (9,1-41; curación realizada también en sábado). Aun «viendo», los judíos no creen (9,41). Y Jesús explica su misión de salvación para los hombres: «Yo soy la puerta de las ovejas» (10,7), es decir, el acceso al Padre del cielo (10,1-21). Como un pastor, Jesús va delante de sus ovejas camino del redil (10,4). «Yo soy el buen pastor» (10, 11), un pastor que entrega su vida por las ovejas (10,10b). En el primer judaismo, Moisés era pastor y guía de Israel, e Israel era su rebaño; por su parte, el profeta doliente recibía el nombre de «cordero» (en el sentido
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de Judas Macabeo, sino también el fuego milagroso que ardió en el altar de los holocaustos en tiempos de Nehemías. Josefo da a esta fiesta el nombre de phota (las luces): fiesta de la iluminación1C0. Desde hacía mucho se relacionaba en Israel la fiesta de la Dedicación del templo con la de las Chozas. Según 1 Re 8,2 y 2 Cr 5,4-6, Salomón eligió para la dedicación del nuevo templo la fiesta de las Chozas; pues también el santuario de Betel fue consagrado en esta fiesta (1 Re 12,32). Y, según Esd 3,1-4, el altar del templo destruido se reconstruyó con la mirada puesta en la fiesta de las Chozas. Así, con el tiempo, esta fiesta conmemoró también el fuego del sacrificio, de la lámpara de Dios que ardía en el santo de los santos como signo de que Yahvé moraba en medio de su pueblo, fuego que, según la leyenda, tenía origen celeste (se trataba de un fuego nuevo y sagrado encendido directamente por el sol celeste). La fiesta de la Dedicación se celebraba «a la manera» de la fiesta de las Chozas, como recuerdo de la victoria de los Macabeos; era la fiesta de la purificación del templo, que los sirios habían profanado en los años 167-164 a. C ; finalmente, se convirtió en la fiesta que, el 25 de diciembre, celebraba la «morada» o presencia de Dios entre los hombres (1 Mac 4,41-61), día en el que los cristianos celebrarían más tarde el nacimiento de Jesús 101. En la fiesta del fuego sagrado, los sacerdotes recitaban la siguiente oración: «Señor, Señor, Dios, creador de todo, terrible y fuerte, justo y compasivo, único rey y bienhechor, único protector... que salvas a Israel de todo mal, que elegiste y consagraste a nuestros padres: recibe este sacrificio por todo tu pueblo, Israel. Guarda tu santuario y santifícalo. Congrega a los nuestros dispersos, da libertad a los que viven como esclavos entre los paganos... planta a tu pueblo en tu lugar santo, como dijo Moisés» 102. Juan no aplica todo esto directamente a Jesús. Primeramente inserta otra expresión «yo soy». Jesús es el pastor. La ocasión para decir esto es que en Jn 10,19-21 se alude a un «cisma» provocado por las palabras de Jesús. Al caer la tarde se juntan en un solo redil los rebaños pertenecientes a distintos pastores. Cuando llega el día, viene cada pastor y «llama a sus ovejas». Estas reconocen su voz y salen fuera pasando por la puerta del redil. El pastor va delante de su rebaño y lo lleva a los lugares de pasto. Juan muestra aquí la unión que existe entre el pastor y sus ovejas (10, 3b-4), las cuales tienen en Palestina su nombre propio. Las ovejas siguen espontáneamente a su pastor. Los creyentes van «detrás de Jesús»; y el pastor no abandona a su rebaño, como suelen hacer los mercenarios (10, 12). A los que no creen la voz de Jesús les resulta «extraña». Juan critica 100
Josefo, Antiquitates, 12,325. Cf. A. Schalit, Evidence of an Aramaic Source in Josephus' Antiquities of the Jews: «Annual of the Swedish Theological Institute» 4 (1965) 163-188. 101 J. Morgenster, The Vire upon the Altar (Leiden 1963); también R. de Vaux, Les institutions de VAnden Testament II (París 1960) 420-424 (ed. española: Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona 1964). 102 Cf. J. Nelis, II Makkabeeen (Bussum 1975) 65-68.
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aquí a los falsos pastores de Israel, que engañan al pueblo. Son «ladrones y bandidos —pastores mercenarios—, extraños». Jesús no es sólo el verdadero buen pastor, sino también la entrada o puerta del redil (10, 7-10): el camino que conduce a una vida abundante (10,10), mientras que los demás caminos llevan a la desventura. (En la literatura gnóstica posterior son muy corrientes las expresiones del tipo «yo soy la puerta»; cf. también «yo soy el camino», Jn 14,6, prácticamente idéntico a 10,9). Jesús conduce a las ovejas a «verdes praderas» (vida en plenitud) (Sal 23, 2; Ez 34,12-15). El es el «buen pastor» (10,11-15), pero el pastor Jesús tiene también otras ovejas que no son de este redil (10,16). Jesús entrega su vida por sus ovejas (10,11b), pero también las otras oirán su voz: «se hará un solo rebaño con un solo pastor» (10,16b). Todos los hijos de Dios dispersos por el mundo (11,52; cf. 17,20) son congregados por Jesús en la única comunidad eclesial, que acoge también a paganos y samaritanos. La comunidad de la Iglesia es ahora el rebaño de Yahvé, formado por judíos y paganos, «nacidos de Dios». Y esta unidad es fruto de la muerte de Jesús (10,11 y 10,17). La imagen del pastor pasa, en 10,22-30, a motivos tomados de la fiesta de la Dedicación. Una buena ocasión para ello eran las palabras sobre «dar la vida por el rebaño». Por lo demás, el tema del pastor se repite en 10, 26-30, en la perícopa relativa a la estancia de Jesús en Jerusalén durante la fiesta judía de la Dedicación (10,22). En 10,36 se habla de hagiazein (consagrar), expresión típica de la fiesta del templo (cf. Nm 7,1 [gr.], donde este término se aplica a la consagración de la tienda de la alianza por medio de Moisés, mientras que en Nm 7,10-11 [gr.] se habla de enkainizein, que literalmente significa «renovar»; de ahí el nombre de enkainia para designar la fiesta de la Dedicación). Jesús se encuentra en el templo, en el «pórtico de Salomón» (el lugar en que, según Hch 5,12, se reunían los primeros cristianos). El Jesús joánico habla con los «judíos»: con los judíos de tiempos de Jesús, pero también —de acuerdo con la visión joánica de los dos planos— con los judeocristianos de la comunidad joánica. El tema real es el valor salvífico de la muerte de Jesús. La disputa con «los judíos» sobre la mesianidad de Jesús (10,24-30) nos permite comprender que Jesús no habló históricamente de una forma tan clara sobre su propia mesianidad (como se desprende del propio contexto joánico). Juan es consciente de ese «dato sinóptico». Pero él escribe desde la fe y para hombres que tienen fe. Una vez más, la gente no entiende ¡i Jesús (cf. Le 22,68). Lo cual significa para Juan que los que no creen no han sido escogidos por Dios; el Padre no se los ha encomendado a Jemís. El envío de Jesús al mundo es una «santificación» (consagración) por obra del Padre (10,36). Jesús es el templo de Dios entre nosotros, sustituye al altar del templo, pues él está consagrado en su humanidad por el hecho de ser Jesús eí Cristo y el Hijo de Dios (10,22-39). Aquí la santificación de Jesús va unida (a diferencia de 17,19) con su envío al mundo. I,os judíos se irritan una vez más, «porque tú, siendo un hombre, te haces Dina» (10,33). Jesús es el nuevo santuario, el nuevo altar consagrado por I Vos; dn la libertad a todos los que viven como esclavos entre los pueblos.
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«Les da la vida eterna» (10,28), es decir, la presencia de Dios entre nosotros. En el marco de las grandes festividades judías, en los momentos en que aparece claramente la identidad religiosa de Israel en cuanto pueblo elegido de Dios, Jesús afirma que está por encima del sábado (5,1-47), que es el maná verdadero que baja del cielo (6,1-71), que da a conocer la Tora o doctrina y la voluntad de Dios, que es el agua viva —el que da al Espíritu Santo— y la luz del mundo, de modo que queda superada la fiesta de las Chozas, que es fiesta de la Tora, del agua y de la luz (7,1-8,59). En su humanidad, Jesús mismo es personalmente el altar de los sacrificios consagrado por Dios (10,22-39). Y todo esto se debe a que él, en virtud de su preexistencia junto al Padre, es en su humanidad (sarx egeneto) la luz celeste que brilla en las tinieblas del mundo. Pero sólo algunos reconocen la luz: los que Jesús ha hecho capaces de ser hijos de Dios (1,12-13), los «nacidos de Dios» (1,13). Sólo lo que es «pneumático» conoce la realidad «pneumática» o celeste (epourania). Muchos no lo reconocen: «Vino a su casa, pero los suyos no lo recibieron» (1,11). Fuera de un contexto litúrgico judío, el Evangelio de Juan conoce otras tres expresiones «yo soy» (de las cuales se desprende que utilizar las festividades judías «como marco» no es un procedimiento literario constante, como sucede en Jn 1 en relación con los días primero, segundo y tercero después del primer día de la creación de la luz. Es algo que sirve de trasfondo, pero no constituye el principio estructural del relato).
paralelismo semítico se dice que el que tiene fe en Jesús, vive; y aunque muera, vive; y quien cree no muere. La muerte queda excluida de esta vida de fe. En otras palabras: con la fe la muerte física no es una muerte definitiva, sino que asume un significado diferente, queda delimitada. La comunión de fe con la vida, que es Jesús, es más fuerte que la muerte. «¿Crees esto?» (11,26c), a lo que Marta, como en otra ocasión Pedro, responde con una profesión de fe: «Yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo» (11,27). «Que tenía que venir al mundo» es una adición de Juan al credo clásico: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Jn 20,31).
5) Jn 11,25. «Yo soy la resurrección y la vida; el que tiene fe en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que está vivo y tiene fe en mí no morirá nunca» (11,25-26). Junto con las expresiones absolutas «yo soy», ésta es la más significativa. En presencia de Jesús, la muerte ya no significa muerte. Jesús es la vida, incluso para los muertos. El es el dador de la vida (cf. 5,21.26; 4,50-53), especialmente de la vida interior, divina; y un signo visible de ella es la vida corporal, la resurrección. En efecto, la vida se ha hecho sarx, hombre (cf. Jn 1,14 y 1 Jn 1,1-3). Quien cree que Jesús es vida puede ya comprender que Lázaro volverá a la vida cuando aparezca Jesús (en el relato de Juan, esto no es una deducción a partir de la resurrección de Jesús). Al mismo tiempo, la resurrección de Jesús es una «obra» de Dios en Jesús, un signo de la futura resurrección de Jesús. Jesús es «la resurrección y la vida» (11,25), dos términos que no son simplemente sinónimos. Precisamente porque Jesús es la vida —«en él estaba la vida» (1,4)—, la vida hecha hombre (como la primera carta de Juan comenta el himno al Logos de la comunidad joánica: «La vida se manifestó... la vida eterna que existía con el Padre y se manifestó a nosotros», 1 Jn 1,2), él es también vida para el cuerpo: la resurrección corporal está paradójicamente implicada en la humanidad de Jesús bajo el aspecto «sárkico» de su vida divina y es, por tanto, «signo» de esa vida divina. De ahí la audaz paradoja de Juan: quien cree en la vida, en Jesús, vive, aunque muera; quien cree en la vida, no muere (11,26). Con este
6) Jn 14,6. «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie se acerca al Padre sino por mí» (14,6). En esta perícopa se pone el acento en «yo soy el camino»; Jesús es el camino hacia la verdad y la vida. Revela la verdad que conduce a la vida verdadera y así lleva los creyentes al Padre. Es el único camino que abre el acceso al Padre. Si Juan tiene siempre como trasfondo a Moisés, podemos aquí evocar el texto de Dt 1,29-33: «No os aterroricéis, no les tengáis miedo. Yahvé, vuestro Dios, va delante... y en el desierto ya has visto que el Señor, tu Dios, te ha llevado como a un hijo por todo el camino hasta llegar aquí. Pero ni por ésas creísteis a Yahvé, vuestro Dios, que había ido por delante buscándoos lugar donde acampar...». También Jn 14,1-4 comienza diciendo: «No estéis agitados, fiaos de Dios (cf. Dt 1,30) y fiaos de mí» (14,1). Así como Moisés, guiado por Yahvé, va en busca de un lugar donde acampar, así también «yo (Jesús) voy a prepararos sitio» (Jn 14,2b.3). «Cuando vaya y os lo prepare, volveré para llevaros conmigo; así, donde esté yo, estaréis también vosotros. Ya sabéis el camino para ir adonde yo voy» (14,3-4). Si Yahvé había ido delante de su pueblo, ahora Jesús va delante de los suyos para prepararles un lugar donde acampar: un lugar en el cielo. El mismo es ese camino. Dice Felipe: «Preséntanos al Padre» (14,8), y Jesús le contesta: «Quien me ve a mí está viendo al Padre» (14,9b). Jesús es el único camino que lleva a Dios, trae hasta nosotros al Padre mediante su humanidad y su actividad humana. «Creedme» (14,11a) y, si no podéis creer fiados en mi palabra, «dejaos convencer por las obras mismas» (14,1 Ib) que yo hago. 7) Jn 15,1-10. «Yo soy la vid verdadera, mi Padre es el labrador» (15,1). Según algunos testimonios judíos, junto a la puerta de entrada al •
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rioso» (Ecío 24,3-12). Israel es la viña del Señor, y la sabiduría judía es como el vino. «Yo te planté, vid selecta de cepas legítimas» (Jr 2,21); «sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los paganos y la trasplantaste» (Sal 80,9.12); «Dios de los ejércitos, vuélvete, mira desde el cielo, fíjate, ven a inspeccionar tu viña, la cepa que tu diestra plantó, el hijo a quien diste poder» (Sal 80,15-16; en la traducción de los LXX: «hijo del hombre»; cf. también Ez 2,21). Israel, hijo de Dios, es una vid que Yahvé ha plantado y cultivado. En Ez 17,6-8 se aplica esta imagen a Sedecías, rey de Israel. Sólo en la literatura extrabíblica se aplica la imagen al Mesías m. Es de notar que Juan añade el adjetivo «verdadera» a la palabra «vid» (la vid verdadera es Jesús). El Jesús joánico es el verdadero Israel; el significado eclesial tiene así un fundamento cristológico. La forma «yo» tiene su explicación en el marco sapiencial, en el que la sabiduría dice de sí misma: «Yo soy como una vid» (Eclo 24,17). ¿Y qué hace un buen viñador? En invierno corta los sarmientos secos; en primavera elimina los brotes superfluos (cf. Jn 15,2). Poda y limpia para que la vid dé mucho fruto. Juan ve la vid, pues, bajo el aspecto de su fecundidad (lo mismo ocurre en el Eclesiástico); su interés inmediato no radica en la fuerza nutritiva del vino. Jesús es la vid, los cristianos son los sarmientos que están «en él» (15,4). Juan alude luego a los cristianos que han sido apartados por estar secos (15,6; cf. 1 Jn 2,19). La limpieza de primavera da pie a Juan para decir (en el discurso de despedida) que los discípulos de Jesús están «ya limpios por el mensaje (de vida) que os he comunicado» (15,3b; en el Evangelio de Juan, los discípulos de Jesús son al mismo tiempo los cristianos de la comunidad joánica, los cuales han sido purificados con el agua del bautismo en el nombre de Jesús). Condición para dar mucho fruto es permanecer en Jesús (15,4). «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (15,5): es la inmanencia de la vid en los sarmientos y de los sarmientos en la vid (15,4.5.9). Juan recalca la reciprocidad en el amor (15,9-10), pues proporciona la alegría perfecta (15, 11): «Sin mí no podéis hacer nada» (15,5c). Dar fruto es, en definitiva, amar a Jesús y cumplir sus mandamientos, al igual que Jesús ama al Padre y cumple sus mandamientos (15,9-10).
para que vivamos, y vivamos en plenitud (10,10), porque él es la misma plenitud (1,16; 5,25-26; 6,57). Juan dice, en definitiva, que Jesús es lo que da o, dicho en términos modernos, es el «sacramento primordial» de Dios. Por eso, algunos textos de Juan fueron elaborados en una línea eclesial-sacramental ya en la comunidad joánica (y durante el proceso de formación previo a la redacción final del cuarto evangelio). Típico a este respecto es lo que —erróneamente desde el punto de vista joánico— se ha venido en llamar «duplicados» presentes en Jn 6,51c-59. En relación con este punto, los exegetas pueden clasificarse en tres grupos: los «sacramentalistas» 105, los que sostienen que Juan interpreta los sacramentos de una manera espiritualista m y, finalmente, los que afirman que el Juan original no habló de sacramentos ni los interpretó de una forma pneumática por la sencilla razón de que no es admisible que la eucaristía se practicara desde un principio en todas las comunidades cristianas m. Sin embargo, todos están convencidos de que Jesús revela a Dios en su visibilidad humana; en otras palabras: de que Jesús es sacramento de Dios, un don de Dios a este mundo terreno (3,16; 6,32). El Evangelio de Juan actualiza ese dato en la comunidad joánica, en la que el bautismo y la eucaristía son una continuación del Jesús histórico sobre el fundamento de Jesucristo, activamente presente en la comunidad.
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Estas son las siete expresiones «yo soy» del Evangelio de Juan. Dado que el evangelista narra también siete «obras», debemos admitir que este número, lejos de ser casual, es un modo de expresar la idea de «perfección». Se trata de una soteriología basada en una cristología (pero no nos hallamos ante un principio estructural desde el punto de vista literario, sino ante una manifestación del pensamiento joánico en distintos planos; quedarse en una de estas pistas sería empobrecer el pensamiento joánico). Jesús no es el Padre, pero es la revelación escatológica de Dios, que lo ha enviado para este fin. Habla por experiencia propia (3,11.31-32; 8,26; 12, 49) y es, por tanto, el único acceso al Padre (14,6). Creer en él es participar de la salvación, de la vida, que ha obtenido del Padre; ha venido ApBar(sir) 36 y 39,7.
c)
Ultimas palabras «públicas» de Jesús «al mundo».
Antes, el Evangelio de Juan había dicho al lector que el sanedrín estaba decidido a matar a Jesús: «No calculáis que, antes que perezca la nación entera, conviene que uno muera por el pueblo» (11,50). Juan ve en estas palabras una afirmación de la muerte redentora de Jesús «no sólo por la nación (Israel), sino también para reunir a los hijos de Dios (cf. 1, 12) dispersos» (11,52). Jesús está en Jerusalén con motivo de la última fiesta de la Pascua. Algunos griegos dicen a Felipe que quieren «ver a Jesús» (idein, es decir, no quieren simplemente «hablar» con Jesús). El «ver» joánico es el principio de una posible fe. Estos griegos desean saber quién es realmente Jesús. Felipe y Andrés informan a Jesús sobre esta buena disposición para creer. Pero en el relato joánico la respuesta de Jesús, incomprensiblemente (a primera vista), parece un tanto ruda: «Ha llegado la hora de que se manifieste la gloria del Hijo del hombre... Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda infecundo; en cambio, si muere, da fruto abundante... Ahora me siento agitado; ¿le pido al Padre que me libre de esta hora? ¡Pero si para esto he venido, para esta hora! ¡Padre, manifiesta la gloria tuya!» (12,23-28). Algunos griegos desean ver a Jesús, y él... em"" En especial, R. Brown, Evangelio según ]uan I, 71-73; H. Schlier, Joh 6, n|i. cit., 123. "" Cf. R. Kysar, The Fourth Evangelist, op. cit., 249-258. "" Kysnr, op. cit., 259.
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pieza a hablar de su crucifixión (12,32-33). ¿Tiene esto algún sentido? Jn 12,20-22 es un episodio bastante oscuro. De todos modos, Jesús responde directamente a la búsqueda religiosa de estos paganos (quizá prosélitos judíos): sólo con su muerte será Jesús importante para los paganos. La glorificación de Jesús lo hará umversalmente accesible. Con su muerte, Jesús «tirará de todos hacia sí» (12,32), también de los paganos. (No sin intención dice Juan que «los judíos» interpretaron mal las palabras de Jesús acerca de su partida como un «irse con los paganos», 7,35. La partida de Jesús hacia el Padre es también, sin duda, un dirigirse a los paganos). De repente aparece de nuevo en el relato «la multitud» en torno a Jesús (12,29). Juan incluye aquí lo que los sinópticos presentan en el marco de Getsemaní: «Ahora me siento agitado; ¿le pido al Padre que me libre de esta hora? ¡Pero si para esto he venido, para esta hora! ¡Padre, manifiesta la gloria tuya!» (12,27-28). Esto lo había explicado antes Jesús en su conversación con Andrés y Felipe por medio de unos logia que encontramos también en la tradición sinóptica: el grano de trigo tiene que morir para que dé fruto (12,24) m; «quien tiene apego a la propia existencia, la pierde; quien desprecia la propia existencia en el mundo, éste la conserva para una vida sin término» (12,25); finalmente: «el que quiera servirme, que me siga» (12,26). Lo que los sinópticos llaman «seguir a Jesús», en Juan es «servir a Jesús» (12,26; 13,13.16; 15,20). Jesús habla —primero a varios discípulos, después a toda la multitud— de la necesidad (dei) de su muerte. Morir es para Jesús «retornar» (cf. 7, 34.36; 8,21.22; 13,33.36; 14,2-4; 17,24), ir al Padre. Es la hora de la glorificación (cf. infra). Le turba la perspectiva de su muerte (12,27), que él sabe que va a ser violenta (12,32-33). Pero el Jesús joánico sabe que esta perspectiva es precisamente el sentido de toda su vida: la voluntad del Padre (10,38), que le ofrece este cáliz (18,11). Para Juan, la muerte es un ataque del «jefe de este mundo» (12,31; cf. 14,30 y 16,11): un dato corriente en el primer judaismo y en el Nuevo Testamento («el dios de este mundo», 2 Cor 4,4; Beliar: 2 Cor 6,15; cf. también Ef 2,20; «para reducir a la impotencia al que tenía dominio sobre la muerte, es decir, al diablo», Heb 2,14b). Las tinieblas son la zona en que domina la muerte, de la que sólo el Hijo puede liberarnos (5,24), ya que la luz de Jesús es vida (12,50a; prólogo). Pero como Jesús es una sola cosa con el Padre, ese ataque satánico significa la derrota del jefe de este mundo, «que será echado fuera» (12,31). ¿Fuera de dónde? No del cielo (como en Ap 12), ni del mundo, que para Juan sigue siendo tinieblas (12,25; 13,1; 15,18-19; 16,33; 17,15-16; cf. «el mundo entero está en poder del malo», 1 Jn 5,19). «Echado fuera» significa para Juan «ser condenado», rechazado. Satanás pierde todo poder contra los creyentes, que dirigen sus ojos a la cruz levantada (cf. 3,14-15; 19,37) y son «atraídos» por el Crucificado (12,32). En lo sucesivo, Satanás no tendrá influencia alguna sobre
los creyentes. Juan ve en la muerte de Jesús su comunión de vida con el Padre, en virtud de la cual la muerte ha sido derrotada y se ha convertido en salvación para muchos (12,32). Jesús tira de todos «hacia sí» (14,3). La representación espacial de una elevación al cielo (elevación en la cruz) es también un acontecimiento personal: Jesús es el que proporciona la comunión con el Padre. Su última exhortación «al mundo» es: «Creed en la luz» (12,36). Las últimas palabras que Jesús dedica en público «al mundo» dan una visión de su muerte en la cruz como glorificación y victoria sobre la muerte y Satanás y del comienzo de la «atracción» redentora sobre todos los hombres. «Para eso» ha venido al mundo (12,27c). Pero también estas palabras encuentran resistencia (12,34). El «mundo» no comprende a Jesús: «Dichas estas palabras, se marchó y se escondió de ellos» (12,36b). En adelante, Jesús hablará a «los suyos» (13,1) y no al mundo, que lo ha rechazado (cf. 18,20). Se esconde del mundo hasta que vuelva a enfrentarse con los dirigentes judíos ante el tribunal del pagano Pilato. Pero ni ellos ni Pilato —«el mundo»— comprenden a Jesús: lo expulsan. El evangelista concluye la primera parte de su evangelio: 1) con una mirada retrospectiva: «a pesar de tantos signos como le habían visto realizar, no creían en él» (12,37-43), y 2) con un breve resumen de la autorevelación de Jesús (12,44-50). Juan trata de entender este rechazo total de un modo teológico, a la luz del Antiguo Testamento. Evidentemente, el evangelista quiere desvirtuar unas objeciones que se formulaban en su comunidad: si está tan claro que Jesús viene «de lo alto», ¿qué explicación tiene ese rechazo? Juan aduce la doctrina judía y neotestamentaria de la «dureza» de corazón: la voluntad divina no anula la libertad del hombre para pecar (12,38-43). La revelación escatológica de Dios en Jesús coloca a cada hombre ante una decisión definitiva. Pero a Juan le preocupa además la incapacidad de algunos hombres para creer. A este respecto reelabora de una forma peculiar Is 6, 9-10. Su doctrina sobre la dureza de corazón es más rígida que la de los sinópticos (cf. Me 4,12; Mt 13,13-15; Le 8,10 y Hch 28,26-27). A Juan no le resulta difícil relacionar el mal o el bien realizado por el hombre con el Dios que decide todas las cosas. También la pasión y muerte de Jesús le parecen consecuencia de una voluntad positiva de Dios (18,11). Jesús es el salvador de todo el mundo (4,42 y 12,47); los que no son salvados están juzgados (3,17-18; 12,47). No obstante, Juan no defiende un designio divino de reprobación, pues muchos judíos, incluso miembros del sanedrín, creen en Jesús (12,42; cf. 3,1; 7,50-51; 19,38-39). Culpable es quien no cree (9,39-41), si bien Juan pone la razón última de ello en Dios. Estos textos reflejan la propaganda anticristiana de una sinagoga militante contra la comunidad joánica. En la síntesis de la autorrevelación de Jesús (12,44-50), el evangelista resume la cristología joánica (3,13-21.31.36) y la pone en labios de Jesús como su última declaración pública («gritó», 12,44, aunque no se alude a «oyentes»). La perícopa constituye una unidad literaritt independiente. Quien cree en Jesús cree propiamente en el Padre, que lo ha enviado. Quien ve a Jesús ve al Padre. «Yo he venido al mundo
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108 En el rabinismo, el grano de trigo es un símbolo de la resurrección (universal). Cf. Strack-Billerbeck, II, 551; III, 475; también 1 Cor'15,37.
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como luz, para que ninguno que cree en mí quede a oscuras» (12,46; cf. el prólogo). Jesús no ha venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo (12,47); el juicio es sólo la contrapartida del rechazo de esta gracia (12,48). jesús pronuncia sólo palabras de salvación que proceden de Dios; rechazarle es rechazar a Dios, el Padre. Todo lo que Jesús hace y dice lo hace como enviado, no por sí mismo; este cometido significa «vida eterna», salvación. Es de notar, sin embargo, que en este resumen está ausente por completo el modelo de la katabasis-anabasis. El modelo utilizado es el de la «misión», según el cual el enviado es como el que envía (cf. 6,32-33.38.46; 7,18.28; 8,18.26.29.42), modelo que encontramos también en otros lugares del Nuevo Testamento m: la identificación profética del enviado y el que envía (el modelo del «mensajero de Dios»). Sin embargo, el Evangelio de Juan aporta algo específico: lo decisivo es precisamente la persona del enviado. Se trata del mensajero escatológico de Dios, el cual exige fe en su propia persona y no sólo en las palabras que anuncia en nombre de Dios: su misma persona viene «de Dios», es la presencia de Dios entre nosotros. «Tened fe en Dios y tened fe en mí» (14,1): es necesario creer en Jesús para tener comunión con Dios (cf. también 14,8-11). Jesús es una luz: el creyente ve en él al Padre. Por ello, Juan quiere, por así decirlo, «justificar» a Jesús: él nada puede hacer para «ser así»; nada hace ni puede hacer de por sí (5,19): hace sólo las obras del Padre. Cabría echar la culpa a Dios, pero esto es impensable para un judío (cf. 12,47-48.49-50). Sus palabras se proponen únicamente purificar (15,3), santificar (17,17), dar vida (8,51) y liberar (8,31-32). Que, de hecho, juzguen se debe sólo a la incredulidad (17,6.14.17). Quien no cree está ya juzgado: su incredulidad lo juzga (3,18), y el juicio escatológico (12,48) no es más que una confirmación eterna. En este sentido, Jesús no juzga (8,26a y 12,47). Sólo Dios es (desde el punto de vista judío) el juez definitivo. Aunque el Padre «ha delegado en el Hijo toda potestad de juzgar» (5,22), el Hijo juzga «como le dice el Padre» (5,30). Evidentemente, Juan quiere cimentar teológica y cristológicamente el duro juicio que él mismo emite sobre los judíos incrédulos. Todo ello refleja las tensiones que en aquel tiempo había entre el judaismo (quizá también judíos cristianos) y la comunidad joánica.
despedida propiamente dicho abarca 13,31-14,31, y concluye con las pal*' bras «levantaos, vamonos» (14,31). En realidad siguen otros dos discursea de despedida y una oración solemne de Jesús (Jn 17) recitada en presencia de sus discípulos. Aquí se advierten varios estratos. Los exegetas están cada vez más de acuerdo en que Jn 15 reactualiza las ideas fundamentales del discurso de despedida del evangelista (13,31-14,31) teniendo en cuenta la nueva situación de la comunidad joánica, mientras que Jn 16 sería una nueva versión o «relectura» de Jn 13,31-14,31, es decir, del discurso de despedida «propiamente dicho». Como se puede ver por una serie de «suturas», Jn 15-17 fue insertado posteriormente en el primer «esbozo» del evangelio, si bien el «conjunto» es teología joánica. Para nuestro propósito, este problema redaccional no tiene gran importancia. Lo que nos interesa es la teología del evangelio canónico, y no formalmente su complejo proceso de formación. En Jn 13-17 Jesús habla a «los suyos» (13,1; cf. 10,3.12; 10,14; 17, 6.10) a los «que el Padre le ha confiado» (17,2.12.24) y que el cuarto evangelio llama ahora por primera vez teknia (13,33), «hijos míos» ( = hijitos», expresión corriente en la primera carta de Juan). En 15,14-15 dice el Jesús joánico: «Ya no os llamo siervos..., os llamo amigos» (también Moisés hablaba con Dios «como con un amigo», Ex 33,11). «Los suyos» y «los discípulos» son para Juan todos los creyentes, los cristianos. En Jn 13-17, los discípulos de Jesús no son «ministros», sino representantes de la comunidad cristiana de los creyentes. La expresión hoi idioi, «los suyos», recuerda lo que Juan ha dicho sobre el buen pastor: «las ovejas escuchan su voz; llama a las suyas por su nombre» (10,3); «las ovejas conocen su voz» (10,4b). «El buen pastor da su vida por las ovejas» (10,11): conoce a los suyos. El discurso de despedida y la oración solemne (Jn 17) son, pues, palabras de un buen pastor que está ahí para dar su vida por los suyos (hablar de oración «sacerdotal» no responde al pensamiento joánico, pues el cuarto evangelio no ve a Jesús como sumo sacerdote, sino como pastor mosaico, mayor que Moisés). Estos capítulos forman un conjunto (pese a la historia de su formación): conversaciones de Jesús con «los suyos», hoi idioi (13,1): por un lado, con los discípulos (13-16); por otro, con el Padre (Jn 17), «su propio Padre», Pater idios (5,18). El amor del I'adre a Jesús y sus discípulos, el amor de Jesús al Padre y a los discípulos y el amor de éstos al Padre y a Jesús constituyen un elemento afeclivo que traspasa todos estos diálogos. Son los que no «pertenecen al mundo» (17,14.16): es Dios o son «nacidos de Dios» (1,3). Así llega a su culmen la división de los espíritus. «Ahora comienza un juicio contra este mundo» (12,31). Juan inicia sus discursos de despedida con una reflexión: «Sabía Icsús que había llegado para él la hora..., había amado a los suyos que vivían en el mundo y los amó hasta el extremo» (13,1). Durante la última iviui Jesús se levanta para realizar una «acción simbólica: el lavatorio de ION pies. Lo hace, como dice el evangelista, «sabiendo que el Padre había puesto todo en su mano, y sabiendo que había venido de Dios y que a Dios volvía» (13,3; cf. 7,28.33; 8,14.21-22; 16,18-30). El tiempo de su
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Resumiendo la actuación pública de Jesús, se puede decir, a tenor de lo que expone el Evangelio de Juan, que Jesús es la luz del mundo (12, 35-36.46; cf. 1,9), habla del Padre (12,49-50; cf. 1,18) y tiene para nosotros un mensaje de vida (12,44-50; cf. 1,12-13). A partir de ahora, Jesús hablará a «los suyos». d)
Conversaciones con «los suyos»: discurso de despedida.
Jn 13 comienza con la última cena (que en el Evangelio de Juan, a diferencia de los sinópticos, no es una cena pascual judía). El discurso de 109
Cf. Jesús, la historia de un viviente, 451-454. .
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manifestación en el mundo (9,5) ha llegado a su fin (17,11.13). El poder que el Padre le ha dado significa aquí (13,3), considerando el contexto, la libertad de Jesús, el cual no es enviado a la muerte en contra de su voluntad. Aunque esta muerte es también obra de Satanás, «el jefe de este mundo» (14,30), ese soberano del mundo «no tiene poder sobre mí» (14, 30b; cf. 7,30.44; 10,28-29). Jesús ha venido de Dios (13,3), «está más alto que nadie» (3,31; cf. 8,44). En otras palabras: la muerte de Jesús es la última «obra» que él realiza por mandato del Padre. El lavatorio de los pies está dentro de esta perspectiva, y Juan da sobre el mismo una doble interpretación: a) es un ejemplo para los cristianos, los cuales tienen que estar al servicio de los demás (13,12-17): para eso son enviados, también ellos, al mundo (13,20; cf. 17,18); b) es una anticipación del valor salvífico que la muerte de Jesús tiene como servicio (13,6-10); Pedro no comprende todavía este último aspecto. Ya hemos dicho que «la partida de Jesús» no sólo fue entendida erróneamente por los judíos (7,33-34), sino que los discípulos no la entendieron (7,36; 13,36). Jesús se había expresado con un «término enigmático» (masal, cf. 16,29; 16,17-19): con el término hypagein (subir, marcharse). «Me buscaréis..., pero no sois capaces de venir al lugar donde voy a estar yo» (7,34), al menos de momento (13,36). «Cuando vaya y os prepare un sitio, volveré para llevaros conmigo; así, donde esté yo, estaréis también vosotros» (14,3). A la espera de ello, Jesús da a conocer su testamento: el mandamiento nuevo del amor (13,31-35; 14,15-24; 15,12-17; 16,27; 17,21-26). Lo «nuevo» de este testamento no está en oposición al «Antiguo» Testamento, el cual ya conocía como mandamiento supremo el amor (Lv 19,18 con Dt 6,4-5). Es nuevo porque le da un nuevo fundamento el amor de Jesús hasta la muerte (cf. 15,13), como dirá la primera carta de Juan: «Hemos comprendido lo que es el amor, porque aquél (Jesús) dio su vida por nosotros; ahora también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16). Esta misma carta viene a decir por qué en su comunidad el mandamiento del amor es llamado «nuevo» (1 Jn 2,6-8; también 2 Jn 5). El amor fraterno en la comunidad joánica se funda en su experiencia del amor de Jesús, amor que es la medida (kathos, como) del amor fraterno (Jn 13,34). Y este amor es el distintivo del verdadero cristianismo (13,35): «nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. No amar es quedarse en la muerte» (1 Jn 3,14). En 17,21-26 se actualiza aún más expresamente este mandamiento a tenor de la situación en que se encuentra la Iglesia joánica: «que todos sean uno»; y se aduce un dato cristológico: «como tú, Padre, estás conmigo y yo contigo, que también ellos estén con nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste». El amor joánico describe un movimiento circular: «al que me ama lo amará mi Padre y yo también lo amaré» (14,21); «el Padre mismo os quiere, porque vosotros ya me queréis» (16,27); «tú, Padre, me amabas ya antes que existiera el mundo» (17,24); «el amor que tú me has tenido esté con ellos y también yo esté con ellos» (17,26); «yo unido con ellos y tú conmigo, para que queden realizados en la unidad; así sabrá el mundo que tú me enviaste y que los has amado a ellos como
a mí» (17,23). Y la medida de este amor es «dar la vida por los amigos» (15,13). El punto de partida de este movimiento circular del amor está en el Padre y se manifiesta en el Hijo: «No me elegisteis vosotros a mí, fui yo quien os elegí a vosotros» (15,16), idea que la primera carta de Juan formula del modo siguiente: «Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a Dios, sino porque él nos amó a nosotros y envió a su Hijo para que expiase nuestros pecados» (1 Jn 4,10). La comunión de vida entre el Padre y el Hijo se extiende hasta la unión mutua de los creyentes (14,20; 10; 17,21.23; 17,11.21.22). Entre «Dios con nosotros» y «nosotros con Dios» está Jesús, el Hijo. El distintivo (13,25; cf. 17,23) del cristianismo tiene su fundamento último en el amor mutuo de los cristianos, que es reflejo del amor mutuo entre el Padre y el Hijo y participación en el mismo; porque Jesús se ha entregado hasta la muerte, los cristianos han sido acogidos en ese amor. El amor fraterno tiene una base cristológica y religiosa, es un hecho religioso. Tal amor es una actividad pneumática vital; no es «de este mundo», de un mundo que no es capaz de recibirlo (cf. 14, 22-24). El amor fraterno y la unidad eclesial se apoyan en una unión vitai con Dios en Cristo (17,23; 10,38; 14,10.11.20.23; 15,4-5). En definitiva, también los cristianos participan de la gloría que Jesús ha recibido de Dios (17,22). Esta unidad fraterna es tan fuerte, que Juan, a diferencia de lo que leemos en 10,16 y 11,52, ya no habla de una Iglesia formada por judíos y paganos. Semejante división está superada: judíos y paganos constituyen una sola cosa, idea que en Jn 15 explica mediante una imagen: «Yo soy la vid verdadera..., vosotros los sarmientos» (15,1.5); «manteneos en ese amor» (15,9b), lo cual equivale también a «cumplid mis mandamientos» (15,10; véase 1 Jn 3,24; 2 Jn 6). De toda esta exposición sobre el amor se desprende que para Juan la esencia más profunda de Jesús consiste en su unión personal con el Padre y que ahí radica el misterio de la redención cristiana: ¡Abbal Por otro lado, la reciprocidad de estas fórmulas (yo con vosotros, vosotros conmigo, nosotros con ellos) «desmitifica», por decirlo de algún modo, el carácter espacial de las imágenes joánicas (salir de Dios, retornar a Dios), como se deduce también del concepto joánico de «moradas celestes». Además del mandamiento del amor, en los discursos de despedida y en la oración pastoral de Jesús se da «primeramente» una interpretación del contenido del acontecimiento que el Jesús joánico denomina «ir al Padre». Dice Jesús a los discípulos, «agitados» por la muerte inminente de su Maestro (14,1): «Creed en Dios y creed en mí» (14,1b). La fe en Jesús debe ser tan incondicional como la confianza en Dios; o mejor aún: con su fe en Dios, los discípulos deben seguir confiando en Jesús. «Conviene» a los discípulos que Jesús se vaya (16,7; 14,28). Pero Jesús no se va sin más; se va para hacer algo por los discípulos, los cuales no pertenecen «naturalmente» a la esfera pneumática, celeste: Jesús se va para «preparar un silio» a los suyos (14,1-3). La imagen que en aquel tiempo se tenía del cielo era la de un lugar
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con distintos puestos no . Jesús habla de «la casa de mi Padre» (14,2), que es la suya. Aquí no se trata de un «retorno» gnóstico de unos hombres cuyas almas serían «pneumáticas»; precisamente a ellos les va a reservar Jesús, que ha salido de Dios, un sitio; de por sí son «de este mundo», no del Pneuma. Es preciso, por tanto, que Jesús envíe desde el cielo el «Pneuma». Ese es el sentido de su partida. Juan piensa últimamente en un puesto en el cielo después de la muerte, pero directamente se refiere a algo distinto que no quedará patente hasta Jn 20, pero que ya se vislumbra en 14,3: «Yo volveré» (cf. también 14,8). En su escatología actualizada, Juan no alude a la parusía del final de los tiempos, sino al don de la Pascua: entonces, el día de la Pascua, Jesús y el Padre «vendrán con los discípulos y vivirán con ellos» (14,23). «No os dejaré desamparados, yo volveré» (14,18). «Aquel día» (14,20; 16,23), es decir, el día de la Pascua, «conoceréis que yo estoy con el Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros» (14,20). Los «puestos» (monai) que Jesús quiere preparar están en relación con el menein (permanecer) joánico m : el permanecer en Jesús y el permanecer de Jesús con los discípulos como don pascual. Precisamente gracias a su muerte y a su ida al Padre, Jesús hace posible que él tenga una «morada pascual» (menein) en sus discípulos. Lo que en la Iglesia primitiva se atribuye a la parusía de Jesús, para Juan es ya un acontecimiento pascual (pero con una proyección al período posterior a la muerte): los discípulos están ya «donde está Jesús» (14,3; cf. 12,26; 17,24), pues Jesús volverá y «morará en ellos»; ellos mismos, pues, serán los «puestos celestes». En efecto, ya desde la cruz comienza Jesús a atraer «hacia arriba», es decir, hacia sí (12,32). Ya conocéis, dice Jesús, el camino que conduce al cielo (14,4): «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14,6); Jesús es el camino que lleva a la revelación plena y vivificante de la sabiduría y de la salvación. «Nadie se acerca al Padre sino por mí» (14,6b). Como en otro tiempo Moisés pidió a Dios que le «enseñase su gloria» (Ex 33,18 gr.), así ahora dice Felipe: «preséntanos al Padre» (14,8). Pero Jn 14,9-11 recuerda el prólogo: «Nosotros hemos visto su gloria, gloria de Hijo único del Padre» (1,14c); «Felipe, quien me ve a mí está viendo al Padre» (14,9). «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (3,16). Si Jesús es este camino de vida, los discípulos tienen que dirigirse exclusivamente a él: «cualquier cosa que me pidáis alegando mi nombre, la haré» (14,14; esta idea se encuentra desarrollada en 16,23-24.26-27; cf. también 1 Jn 5,14-15 y 2,1). Por su parte, Jesús, que ya durante su vida terrena era un buen pastor, un abogado o paráclito, después de su muerte enviará «otro abogado», «que esté siempre con vosotros» (14,16), «el Espíritu de la verdad» (14,17), que el mundo no puede recibir, «el Espíritu Santo» (14,26). Juan alude cinco veces a este tema (14,12-17; 14,26; 15,26; 16,7b-11.13.14), cada vez con nuevos matices (más adelante habla110 Cf. Strack-Billerbeck, IV, 1019-1020; G. Fischer, Die himmlischen Wohnungen Untersuchungen zu Job 14,2-3 (Berna-Francfort 1975); R. Grundry, In My Father's House are many «monai» (Jn 14,2): ZNW 58 (1967) 68-72. '" J. Heise, Bleiben. Menein in den johanneischen Schriften (Tubinga 1967).
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remos de las funciones del Paráclito joánico). En la Pascua, el Jesús resucitado pedirá al Padre que dé el Espíritu a los discípulos. En la Pascua no sólo el Padre y el Hijo, sino también el Espíritu Santo, «vendrán con los discípulos y vivirán con ellos». «Los dos (el Padre y el Hijo) nos vendremos con él y viviremos con él» (14,23). Entonces se cumplirá la vieja esperanza: «Dios morará entre los hombres» (Ex 25,8; 29,45; Lv 26, 11-12; Ez 37,27; 43,7; 48,35; Jl 4,21; Zac 2,14, etc.). «Gracias al Espíritu que nos dio, conocemos que Dios está con nosotros» (1 Jn 3,24). Si la encarnación de la Palabra (1,14a) era ya un «habitar Dios entre los hombres» (1,14b), para Juan la cristología es una soteriologta, salvación: el habitar de Dios entre nosotros se hace realidad en nosotros con la Pascua. «Manifiesta la gloria de tu Hijo», levántame en la cruz, «para que yo manifieste la tuya», atrayendo en la cruz todas las cosas hacia mí (17,2; 12,31), pues el Padre ha dado a Jesús plena autoridad sobre los hombres (5,27) para darles vida eterna (17,2). «Autoridad sobre toda carne» (pasa sarx) (17,2 con 5,27, que habla de la autoridad del Hijo del hombre) relaciona la «autoridad» (exousia) con el concepto de «Hijo del hombre» (cf. Dn 7). En esta oración pastoral de Jesús (Jn 17) se trata evidentemente de la entronización del Hijo del Hombre. A la pregunta: «¿Quién es este Hijo del hombre?» (12,34c), Jn 17 responde: es Jesús, que vuelve a su gloria. Jesús solicita la gloria (17,5) que, según el prólogo (Jn 1,1-4), tenía cuando estaba «con el Padre». El Hijo del hombre es, por tanto, el Logos. La escatología actual comienza para Juan con la Pascua (20,19-20) y no con la encarnación en cuanto tal, la cual, no obstante, es su fundamento. Durante su vida terrena, Jesús dará la salvación sólo como anticipo, mientras que con su elevación en la cruz y su resurrección Jesús da el don de vida del Espíritu. Juan no dice, pues, que Jesús viene en el Espíritu. Viene él mismo, y, además de este don, el Espíritu es un don futuro del Resucitado (20,22). En el Evangelio de Juan aparecen como dos magnitudes independientes la venida de Jesús y el envío del Espíritu (14,17-18; repetido en 16,16.19, donde la partida de Jesús es comparada con los dolores de parto: tras unos momentos de dolor, viene la alegría de una nueva vida, 16,20-22). La muerte de Jesús es simplemente una breve interrupción: después «volveré a vosotros» (14,18), «me veréis» (14,19) en las apariciones pascuales: «ellos vieron al Señor» (20,20), «hemos visto al Señor» (20,25; cf. también 20,18.29). Como aliento durante su breve ausencia, Jesús promete y da la «paz» (14,27; nuevamente en 16,33), pero no una paz cualquiera, «como la desea el mundo» (14,27b), sino la paz en cuanto salvación escatológica (Is 52,7; líz 37,26), el primer don que el resucitado hará a los discípulos el día de la Pascua (20,20.21). Estos tienen, pues, que estar alegres ahora que Jesús se va «por un poco» (14,28), «porque el Padre es mayor que yo» (14, 28b): una vez que haya sido glorificado por el Padre, Jesús volverá trayendo dones más copiosos y definitivos. De ahí que «os conviene que yo me vaya, porque, si no me voy, no vendrá vuestro abogado (Paráclito)» (16,7). La partida de Jesús es el envío del Espíritu Santo (cf. 16,7b; tam-
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bien Jn 20). De esto se desprende una vez más que la humanidad de Jesús (1,14) no es para Juan más que redención y don salvífico: la muerte de Jesús, por ser su elevación junto al Padre, constituye un elemento esencial y plenificante, sin el que resultaría imposible el don escatológico del Espíritu. Afirmar que Juan minimiza el significado salvífico de la muerte de Jesús está en contradicción con la esencia misma del cuarto evangelio. La vida terrena de Jesús es el anticipo de un signo; el signo es su muerte; la realidad (lo significado) es su resurrección, el don pascual del Cristo glorificado. Sin embargo, la paz y el amor de la comunidad joánica, sensiblemente «recluida en sí misma», son objeto «del odio del mundo» (15,18-27). «Tened presente que (el mundo) primero me ha odiado a mí» (15,18). El evangelista quiere consolar a su comunidad con su propia visión de Jesucristo. La sinagoga vecina, por cuya causa ha tenido que sufrir la comunidad joánica, plantea problemas a los cristianos. El Jesús joánico les da ánimos, dirigiendo duras palabras contra los que no creen, los cuales son culpables y en el fondo se oponen a Dios: «Odian a mi Padre» (15,22-25). Y se apela una vez más al Paráclito, el cual hará de fiscal contra el «mundo» incrédulo: dará testimonio de Jesús (15,26) a través del testimonio de los discípulos (15,27): «probará al mundo que hay culpa» (16,8). Los «judíos» expulsarán definitivamente a los discípulos de la sinagoga (16,2; cf. también 9,22 y 12,42, rasgos típicos de la época de la comunidad joánica); más aún: llegará un día en que matarán a los cristianos pensando que con ello están haciendo una obra grata a Dios; sabed entonces que lo hacen «porque no nos reconocen ni al Padre ni a mí» (16,2-3). Finalmente, en 16,16-33 la cristología joánica se hace aún más precisa: «Salí de junto al Padre y vine a estar en el mundo, ahora dejo el mundo y me vuelvo con el Padre» (16,28). Es una clara formulación del modelo de la katabasis-anabasis, el cual, durante el proceso de formación del Evangelio de Juan, se deslizó, en lo que llamaríamos una segunda versión, hacia el modelo del profeta escatológico semejante a Moisés, pero incomparablemente mayor que Moisés, en una época en que se afirma cada vez más claramente la divinidad de Jesús. De ahí la reacción de los discípulos: «Esto es hablar claro y no andarse con rodeos» (16,29); «ahora sabemos que viniste de parte de Dios» (16,30): la confesión joánica de fe. El relato «reformula» palabras anteriores de Jesús, vistas ahora a la luz del inminente acontecimiento pascual. No olvidemos que Jesús ha hablado del Hijo del hombre siempre en tercera persona, incluso en el Evangelio de Juan. Desde el punto de vista evangélico y literario, su persona sigue envuelta en el misterio. Sin embargo, aunque sus discípulos pronuncian con entusiasmo esa profesión de fe, Juan recuerda a sus lectores el pánico que los invadió cuando Jesús fue apresado: «se dispersarán cada uno por su lado», «me dejaréis solo» (16,32, aunque en 18,8 es el propio Jesús, como buen pastor, el que toma la iniciativa a fin de que los suyos-queden en libertad: «dejad que éstos se marchen», 18,8-9). Según el Evangelio de Juan, Jesús añade: «Yo no estoy solo, está conmigo el Padre» (16,32b).-
Está para llegar la cohorte que apresará a Jesús y que es un instrumento «del jefe de este mundo» (14,30). «¡Levantaos, vamonos!» (14,31; con estas palabras comenzaba «originariamente» el relato de la pasión, que ahora comienza en 18,1). La actualización de Juan tiene algo más que contar.
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III RETORNO AL PADRE: DON DE LA SALVACIÓN
1.
El cordero de Dios
El Evangelio de Juan habla en dos ocasiones de Jesús como «cordero de Dios» (1,29; 1,36; se emplea el término amnos, mientras que el Apocalipsis utiliza arnion), y las dos en la perícopa sobre Juan Bautista. Desde antiguo, el cordero era en el Antiguo Testamento imagen de un sufrimiento inmerecido (2 Sm 24,17) e impotente (Sal 44,12.23). Ya en el período nómada de Israel, el pueblo de Dios era llamado «rebaño de ovejas», expresión que encerraba cierta crítica contra la cultura agraria (Dios se complace más en las ovejas ofrecidas por Abel que en los frutos del campo ofrecidos por Caín). La ofrenda que agrada a Dios es una oveja o cordero. Los pastores gozan de las preferencias divinas: Moisés, que era pastor de ganado, pasa a ser profeta y pastor, y el joven pastor David es llamado a ser rey de Israel. «Yo, como cordero manso llevado al matadero»: este texto de Jr 11,18-19 inspiró al Deuteroisaías, que compara al «siervo doliente de Dios» con un cordero llevado al matadero (Is 53,7). La novedad (con respecto a Jeremías) es que aquí se conecta la idea del sufrimiento por los demás con la imagen del «cordero». Todo ello no tiene de por sí un significado mesiánico. El siervo doliente no evoca la idea de un mesías, sino la del profeta doliente, o al menos es posible relacionarlo con ella. En Hen(et) 89-90, Israel es llamado «rebaño de ovejas», y David recibe el nombre de cordero; los «corderos» quizá son aquí originariamente «profetas» (Mt 7,15 llama a los falsos profetas «lobos con piel de oveja», lo cual presupone la idea de los profetas como «corderos»). La idea básica is que «el cordero» es imagen del profeta doliente. Tal parece ser la coni rpción que el cristianismo primitivo tenía del profeta. Y el relato sinóptiu> de la última cena resulta incomprensible si se prescinde del trasfondo •Ir Is 53 (aunque los textos neotestamentarios más antiguos no citan nunca < x¡ilícitamente este pasaje). Es sintomático que Hch 8,31-33 haga interpreuir precisamente a Felipe, un miembro del círculo de Esteban y dirigente • Ir la misión de Samaría, el texto de Is 53,7-8: «como cordero llevado al iniiludcro, como oveja...». Así, pues, si el profeta escatológico semejante a Moisés, el siervo doliente de Dios, constituye el trasfondo del Evangelio de Juan (como ya lirmus dicho), resulta lógico ver en el cordero de Dios joánico primariamente al siervo doliente, al Mesías mosaico. De momento me parece inne-
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cesario, para explicar el carácter mesiánico del siervo del Deuteroisaías (Is 53, en griego pais Theou), recurrir al término arameo talyd (término que puede significar tanto «cordero» como «hijo» y «siervo»), dado que «el siervo doliente de Dios» se halla en la perspectiva del siervo doliente de Dios mosaico, el cual es el profeta escatológico. Los rasgos del siervo doliente no pertenecen al mesianismo davídico, sino al mosaico. Prescindiendo de si el «siervo de Yahvé» y el «profeta escatológico semejante a Moisés» están explícitamente unidos ya en el Deuteroisaías, tal tendencia aparece claramente en el conjunto de la redacción final del libro de Isaías. Por consiguiente, no es fácil negar que el «siervo» tenga caracteres del mesianismo mosaico. «El cordero de Dios que carga con los pecados del mundo», como cargó el Moisés doliente con el peso y los pecados del pueblo, es el profeta que, como un cordero, fue llevado al matadero (Is 53,7). Sin embargo, dado que el cristianismo primitivo identifica a Jesús también con el cordero pascual (por ejemplo, 1 Cor 5,7; menos claramente en 1 Pe 1,18-19, donde se alude más bien al cordero del sacrificio en general), podemos admitir que el cordero de Dios joánico tiene secundariamente también el significado de «cordero pascual» (o al menos de «cordero sacrificial»); así, Jn 19,14.36 hace coincidir la condena a muerte de Jesús por Pilato con la hora sexta, es decir, la hora en que eran sacrificados los corderos en la Pascua, y, mediante una referencia a la Escritura, da a entender que en el caso de Jesús se ha cumplido la prescripción relativa a tales corderos: «no le quebrarán ni un hueso» (19,36). No obstante, estas dos alusiones no pueden explicar la utilización (en Jn 1) de la expresión «el cordero de Dios que carga con los pecados del mundo». Detrás de esta fórmula está el cordero del Deuteroisaías, quizá identificado ya en Is 53 (en el conjunto del libro de Isaías) con Moisés, el pastor que da la vida por sus ovejas, por su pueblo; en cualquier caso, Juan ve en Jesús al «Siervo de Yahvé», identificado con el profeta escatológico —del mesianismo mosaico— «que lleva las cargas del pueblo» (Nm 17,14; cf. Is 53,4). Siguiendo la línea del sinaitismo típico del primer judaismo, el cuarto evangelio puede ver en la muerte de Jesús una exaltación. Existen al menos algunos indicios en el primer judaismo que apuntan en esa dirección.
zaro resucitado, los pies de Jesús con perfume de nardo puro y de mucho precio. Juan ve en este gesto una prueba de que María ha conocido la auténtica y sacratísima identidad de Jesús. Fue tan abundante la unción previa a la muerte de Jesús que esta acción expresó la fe en la gloria de Jesús, manifestada incluso en su muerte. Pero ya en 3,14-15 aparecía la muerte de Jesús, también bajo la imagen de la «erección», como una elevación: «Lo mismo que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (cf. Nm 21,8-9). La muerte de Jesús es una elevación salvadora. Sin embargo, esta muerte sigue produciendo turbación, incluso a Jesús (12,27; Sal 43,5). En el Evangelio de Juan, este escándalo de la cruz no es eliminado, sino asumido en la majestad de la persona de Jesús, mediante la cual la muerte es derrotada ipso jacto. Su muerte es la «hora del Padre» (7,30; 8,20; 12,23; 13,1; 17,1), «la hora de que se manifieste su gloria» (12,23; 17,1; 13,1). Esta concepción de la muerte de Jesús tiene su fundamento en el concepto joánico de «cordero de Dios», que en su significado fundamental es deuteroisaiano. En Is 52,13 encontramos los dos conceptos empleados por Juan: «ser elevado» (hypsothesetai) y «ser glorificado» (doxasthesetai). Reflejando una nueva concepción frente a otros cristianos neotestamentarios, Juan utiliza dos categorías: por un lado, la erección o elevación «en la cruz»; por otro, la resurrección y glorificación después de la muerte. ¿Tiene esto algo que ver con las dos categorías («exaltación» y «resurrección») que encontramos en el cristianismo primitivo y que responden a una distinción (al menos formal, no de contenido) cuya problemática recibe en el Evangelio de Juan una solución que no coincide con la del cristianismo extrajoánico? Si es correcto nuestro análisis sobre el «cordero de Dios» y el sinaitismo mosaico del primer judaismo, el interés primario (aunque no exclusivo) del Evangelio de Juan se centra, a mi juicio, en la elevación y glorificación del siervo doliente de Dios mosaico. Jesús no realiza plenamente su obra salvífica hasta que es elevado en la cruz: en ella atrae a todos hacia sí (12,32) y se convierte en fuente de «vida eterna» (3,14-15). Dios otorga entonces lo más valioso, a su propio Hijo (3,16), «para la salvación del mundo» (3,17; cf. 4,42b). El Jesús joánico dice antes de su pasión: «Ha llegado la hora de que se manifieste la gloria del Hijo del hombre» (12,23), y pide: «Padre, manifiesta la gloria tuya» (12,28). «Entonces se oyó una voz del cielo: Acabo «le manifestar mi gloria y volveré a manifestarla» (12,28b), y Jesús comenta: «Esa voz no era por mí, sino por vosotros» (12,30). Juan entiende por «glorificación» la plenitud del poder salvífico: «Nosotros hemos visto ni gloria... lleno de gracia y de verdad» (7,14c.e; 13,32; 17,1-2). Los anunciados cristológicos son siempre para Juan enunciados soteriológicos: • oiiuinicación de la gloria de Jesús a los creyentes. «Padre, ha llegado la lioin; manifiesta la gloria de tu Hijo, para que tu Hijo manifieste la tuya, pues le diste autoridad sobre todos los hombres para que dé vida eterna i lodos los que le has confiado» (17,2; en su oración al Padre, Jesús habla
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ha elevación en la cruz
Se erigió la cruz de un crucificado. Esta imagen sirve a Juan para expresar que la muerte de Jesús es ya una elevación, una glorificación. La majestad y la gloria de Jesús se consuman ya en su muerte. Esta concepción de la muerte de Jesús es, en cierto modo, nueva frente a la de los sinópticos. Ya antes del relato de la pasión hay en el Evangelio de Juan varias alusiones a la muerte de Jesús: 2,17; 5,18; 7,1.19.25; 12,23.27; y a la elevación en la cruz: 3,14; 8,28.38; 12,32-33; cf. 18,32; 19,37. A este respecto tiene una importancia particular la unción de Jesús en Betania (12,1-11). Seis días antes de la Pascua, María unge, en presencia del Lá-
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«del Hijo» en tercera persona); esto significa que el sentido último y auténtico de la glorificación de Jesús es el don pascual de vida eterna a los creyentes. La vida de Jesús es fecunda para los hombres sólo a través de su muerte (12,24). Jesús pide a este respecto «la gloria que tenía junto a ti antes que existiera el mundo» (17,5). Y constantemente aparece de nuevo: «glorifícame ahora» (17,5; cf. el término «ahora» en 12,27.31ab.23; 13, 31): ahora, en la hora de la pasión (12,27), de la traición (13,31), de la elevación en la cruz (12,31), de la glorificación (12,23). Todo ello es «necesario» (dei, 12,24). Morir al mundo significa vivir (12,25). La hora de la gloria coincide en parte con la muerte de Jesús, vivida como voluntad del Padre (18,11). Si Jesús ha venido «para que vivan y estén llenos de vida» (10,10), entonces ha venido para sobrellevar «esta hora» (12,27c), pues sólo el Crucificado glorificado puede dar la vida que viene del Padre (3,14-15; 7,39; 16,7; 17,1-5). De ello se desprende que Juan no ve a Jesús como «un Dios que va por el mundo» con una figura prestada (como es el caso de las apariciones angélicas). De ser así, ¿por qué no podía dar vida eterna mientras estaba en este mundo (7,39; 16,7)? Tampoco lo ve como alguien que en su muerte se hubiera despojado de toda su humanidad para convertirse simplemente en «Hijo preexistente». De ser así, ¿por qué apareció realmente como hombre, si sólo con su partida podía otorgar el Espíritu (7,39; 16,7)? ¿Qué explicación tendría entonces su «resurrección de entre los muertos» (20,9)? En el Evangelio de Juan no tiene ningún fundamento la hipótesis —lanzada en particular por E. Kásemann— de un docetismo ingenuo que desembocaría en un ser posexistente sin humanidad112. Tal hipótesis está en contradicción con el grano de trigo (12, 24) —unión de muerte y resurrección— y con las palabras: «yo me desprendo de mi vida para recobrarla de nuevo» (10,17-18) y, en fin, con la terminología de la resurrección que el cristianismo primitivo emplea en relación con Jesús (sobre todo, 2,22 y 20,9). La Palabra hecha carne tiene que ser, en el Evangelio de Juan, un signo de la salvación futura; la gran actividad salvífica de Jesús se inicia cuando Jesús «atrae» a todos hacia sí desde la cruz (12,32); 19,31-37 explica esta «atracción» como elevar la mirada hacia el Jesús traspasado en la cruz (cf. 19,37; 17,28) m . «Manifiesta la gloria tuya» (12,28; cf. 17,2): muestra que eres un «Dios para nosotros»; haz honor a tu nombre, santifícalo (cf. Ez 36,23; 28,23; Sal 138,2). El nombre de Dios es la cara de Dios dirigida al hombre114, «Dios en cuanto revelación». Pero este nombre"—lo revelado— es en el Evangelio de Juan la unidad del Padre y del Hijo (cf., por ejemplo, 13,31; 17,5; 5,36; 10,38; 11,4.40; 14,10), al igual que la gloria o doxa es el Padre que se revela en el Hijo. Jesús ha revelado este nombre a sus discípulos (17,6) y «ellos lo han aceptado: se han convencido de que salí de tu lado y han creído que tú me enviaste» (17,8d); 112
E. Kásemann, ]esu letzter Wille, op. cit., 51. A. Dauer, Die Passionsgeschichte, op. cit. (nota 47) 231-294. 114 H. Bietenhard, onoma, en ThWNT V, 258-261, y A. S. van der Woude, sm, en ThHandWAT II, 935-963. 115
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«yo les he dado la gloria que tú me diste, la de ser uno como lo somos nosotros» (17,22); «yo les he revelado tu nombre» (17,26); «por eso creemos que viniste de parte de Dios» (16,30). En esto consiste la gran diferencia con el «creer basado en signos» de Nicodemo, el cual veía simplemente en Jesús un maestro legitimado por Dios a través de signos (3,2; cf. también 2,23 con 3,36: «creer en el Hijo», en la unidad del Padre y del Hijo, 3,35b). La glorificación es, por tanto, la revelación de la unidad de amor existente entre el Padre y el Hijo enviado. Jesús ha revelado ese nombre: la santidad de Dios («Padre santo», 17,11), la justicia de Dios («Padre justo», 17,25), el amor de Dios: «les he revelado tu nombre y seguiré revelándolo, para que el amor que tú me has tenido esté con ellos y también yo esté con ellos» (17,26); «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16, un eco del «santificado sea tu nombre» del cristianismo primitivo, Le 11,2; Mt 6,9). La voz del cielo, mensajera del Padre, dice: «Acabo de glorificar este nombre» y «volveré a glorificarlo» (12,28). Jn 13,31.32 (tras la salida de Judas) ofrece una detallada imagen del acontecimiento «pasado» (aoristo) y del «venidero» (futuro): a) Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y b) Dios es glorificado en él. c) Si Dios es glorificado en él, d) Dios mismo lo glorificará, e) lo glorificará muy pronto (13,31-32). Ante todo está claro que se trata de una glorificación recíproca (en pasado y en futuro): del Hijo y de Dios. En b) y c) se dice que Jesús glorifica a Dios; en d) y e), que Dios glorificará a Jesús. Según b) y c), Dios mismo es glorificado en la persona (cf. también 14,13; 17,10) del Hijo del hombre; en d) se dice que Dios glorifica en su persona al Hijo del hombre. «Glorificación» e «Hijo del hombre» son términos correlativos. La frase «volveré a manifestar mi gloria» (12,28) se refiere, pues, al acontecimiento pascual en su conjunto: muerte, resurrección, envío del Espíritu. Ahora bien: ¿cuándo ha glorificado el Padre a Jesús? Lo ha hecho, sobre todo, en los «signos» realizados por Jesús (2,11; 9,3) y en el gran signo anticipatorio de la resurrección de Lázaro: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para doxa (gloria) de Dios, para que ella glorifique al hijo de Dios» (11,4). Finalmente, con las palabras «acabo de manifestar mi gloria», Juan se refiere u toda la obra salvífica que Jesús ha realizado en la tierra (cf. 17,4), pues el Padre siempre estuvo al lado de Jesús, nunca lo abandonó (8,16.29.54; 16,32). El Padre fue glorificado también en Jesús por el hecho de que los suyos aceptaron sus palabras (17,6.8-11). Toda la vida de Jesús fue una revelación de Dios como Padre de Jesús. «Glorificar» significa al mismo tiempo rehabilitar y justificar a alguien, mostrar que tenía razón frente a todos sus enemigos. La muerte de Jesús es un triunfo y un juicio sobre el «jefe de este mundo» (12,32). Solamente «desde lo alto» puede Jesús sacar a los hombres de las tinieblas, del mundo dominado por Satán. Es verdad que sigue habiendo tinieblas, pero los iicyenies (que pertenecieron a las tinieblas) han sido trasplantados a otra TNÍCTH de vida (cf. también Col 1,13: «Nos sacó del dominio de las tinieblas para trasladarnos al reino de su Hijo querido», o sea, «fuera del pedido»; cf. también la carta a los Hebreos). Juan, al hablar de la elevación
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en la cruz, dice plásticamente que será levantado «de la tierra» (ek tes ges, 12,32) hacia el cielo. El movimiento hacia lo alto es salvífico (cf. también 3,14-15): «verán al que traspasaron» (19,37). Juan cita aquí Zac 12, 10-14, un lamento de Israel por un hombre asesinado con la colaboración del pueblo (cf. también Is 53); en dicho texto, «ver» es expresión del arrepentimiento y conversión de los habitantes de Jerusalén. Entonces deben reconocer su injusticia: hemos asesinado a un «siervo doliente de Dios». Ven su propio yerro u s . Juan no se refiere tanto a una condenación cuanto a una última oportunidad de salvación. Tiene ante los ojos la serpiente levantada en alto (3,14) «para seguir con vida» (Nm 21,8). En 8,28 dice Juan: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces comprenderéis que yo soy y «atraeré a todos hacia mí» (12,32). Al hablar del costado traspasado de Jesús piensa también en 7,38: «Como dice la Escritura: de su entraña manarán ríos de agua viva», y añade el propio Juan: «Decía esto refiriéndose al Espíritu que iban a recibir...» (7,39; cf. 4,14; 7,38). Ver con fe (7,39) al Jesús traspasado (19,37) es una gracia para la vida eterna, pero es un juicio para quien no cree. La única condición es la fe (3,15.16; 6,37 con 6,40; 6,45bc). Un mesías doliente era inconcebible para el mesianismo davídico judío. Juan relaciona la muerte de Jesús principalmente con «Cristo» (2,1-11; 6,1-15; 12,1-9; 19,13-42), mientras que emplea el término «Señor» (20, 18.20.25) y, sobre todo, «Hijo de Dios» (2,13-22; 5,1-18; 9,1-44; 20, 1-23) para referirse al Resucitado. Pero Jesús de Nazaret es Hijo del hombre, Cristo e Hijo de Dios. Juan reconoce en Jesús al Mesías, pero no un Mesías davídico, sino mosaico, concepto que, como hemos dicho, se había formado en el primer judaismo, especialmente en el sinaitismo y en el samaritanismo: el Moisés mesiánico (Ex 16,7.8.9 ha influido en esta concepción). El profeta mesiánico sería una nueva figura de Moisés; Jesús es el cumplimiento de Dt 18,15-19 (cf. Jn 4,25; 8,28; 12,49-50; 6,14; 7,40.52; 5;44-47). Para Juan, Jesús es el Mesías-rey, pero no davídico, sino mosaico, llamado ya «siervo doliente de Dios». No se puede decir que «Moisés» es un principio estructural del Evangelio de Juan, como tampoco lo son las festividades judías: lo característico del cuarto evangelio es una mezcla de diversos modelos evocados por el recuerdo de la tradición de Jesús. La elevación en la cruz, que el «mundo» no puede conocer, es a los ojos de la fe la entronización de Jesús. Si el bizantinismo posterior representa a Jesús en la cruz como emperador, para Juan la cruz es un trono: «aquí tenéis a vuestro rey» (19,14; cf. 19,19) es una frase con la que Pilato expresa sin saberlo una honda verdad. Para Jesús, su muerte es la «obra» última, la consumación de toda su tarea: «Todo está cumplido» (19,30). Juan pone en labios de Jesús un último discurso de revelación, cuyo escenario es una especie de tribunal universal como en Is 40ss. En el pretorio de Pilato, representante de la incredulidad pagana, y ante los sumos sacerdotes (que, según Juan, acuden a Pilato), representantes a su vez de 5
" Jesús, la historia de un viviente, 258-262 y, sobre todo, 457-465 y 474ss.
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la incredulidad judía, Jesús es juzgado como «rey de los judíos». Jesús admite ser rey (18,33-38a), pero su dignidad real y su actuación como rey no son «de este mundo». No obstante, él es rey, según constata Pilato (18,37). Pero también Pilato es «de este mundo», no «de la verdad» y, por tanto, no lo entiende (18,37-38): no es «de Dios». Después del escarnio y flagelación a manos de sus soldados, Pilato quiere dejar en libertad a Jesús, debido en parte a que se había dado cuenta de los motivos reales de los acusadores y en parte al miedo que le dicta su religiosidad pagana. «Aquí tenéis al hombre» (19,5). La acusación se dirigía contra «este hombre» (18,29). Pilato no pretende decir con esto nada importante; simplemente expresa su desprecio hacia los judíos: este hombre, disfrazado burlescamente de rey, es solamente un hombre, sin ambiciones como rey; vuestras acusaciones son ridiculas. Un momento antes había dicho: «Aquí tenéis a vuestro rey» (19,14). El relato está tan empeñado en su objetivo que los sumos sacerdotes (en el Evangelio de Juan, el pueblo judío no aparece en ningún momento de la escena ante Pilato) gritan con el tono menos judío que cabría imaginar: «No tenemos más rey que el César» (19,15). Después del año 70, los judíos recitaban cada día en la undécima bendición de la Plegaria de las Dieciocho Bendiciones: «Sé tú, oh Dios, nuestro rey, nuestro único rey». Ahora bien, si Pilato no pretende decir nada importante con el ecce homo, Juan sí. Este hombre es para él el rey Hijo de Dios. La cruz, el punto más bajo de la condición «carnal» (sarx) de Jesús, es para Juan el punto culminante en la manifestación terrena de lo que Jesús es en realidad: un rey que viene del ámbito del Pneuma, no «de este mundo». Jn 19 tiene una gran densidad teológica m. Pilato no encuentra a Jesús culpable de la acusación de pretender ser rey de Judea, territorio controlado por el procurador de Roma. Sin embago, a fin de no perder el favor del emperador (19,12), Pilato dicta sentencia de muerte sobre la base jurídica de «rey de los judíos» (19,19). En definitiva, Jesús es rey. Todo el proceso de Jesús, en el Evangelio de Juan, es una epifanía real: una hora de glorificación. Ahora dicen los judíos: «Se presenta como Hijo ¡le Dios» (19,7), y Lv 24,16 prevé que tal hecho sea castigado con pena de muerte. Tras acusar a Jesús por motivos políticos, aducen ahora acusaciones de carácter religioso. Con ello se desenmascaran; sus anteriores acusaciones eran solamente una coartada. Juan pone una fuerte carga de ironía en su relato: el pagano teme crucificar a este rey de los judíos, ve su inocencia e intuye en él algo numinoso, mientras que los sumos sacerdotes (18,35; 19,6; 19,15) piden a gritos su crucifixión. En 19,16b-22 concluye Juan este tema de la realeza. Jesús, moribundo, confía a su madre, representante del Israel que cree y espera la salvación, ul cuidado de la comunidad cristiana, «al discípulo amado» (19,26-27; cf. el Irma de! «discípulo amado»: 13,23-26; 19,26-27; 20,3-10, y el capítulo (¡mil del cuarto evangelio: 21,7.20-23.24). Este discípulo es el gran porta"* 1-11 análisis más penetrante, a mi juicio, es el de R. Schnackenburg, Johannesntmngrlmm III, 299-309; sin embargo, cf. W. Meeks, The Prophet-King, op. cit., (S1-H7.
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dor originario de la tradición de la comunidad joánica, en cuyo testimonio y tradición se apoya el evangelista. En el Evangelio de Juan aparece por primera vez expresamente con ocasión de la última cena (13,23-26); probablemente era un judío de habla griega procedente de Jerusalén, del llamado «círculo de Esteban», que pronto hubo de huir de la ciudad, probablemente a Samaría. Para el Evangelio de Juan, el discípulo amado es, en cierto modo, lo que Pablo para las cartas deuteropaulinas. Según la fórmula de adopción (declarar a alguien hermano o hermana; cf. Sal 2,7 y el texto griego de Job 12) (Jn 19,26-27), la comunidad joánica debe acoger a todos los que, como María, buscan la salvación mesiánica y confían en Jesús (milagro de Cana: 2,1-11). Esa es una tarea permanente para la comunidad cristiana. Pero también María acoge al discípulo amado 117. Finalmente, Juan muestra que Jesús, al «entregar el espíritu» o morir, realizó su último acto sacrificial. Para ello utiliza un término inusitado (paredoken, 19,30b), y no las frases habituales: «expirar» o exhalar el último suspiro (así, Me 15,37; Le 23,46; Mt 27,50 utiliza un término similar). Juan hace de ello un don y una entrega: Jesús entrega su vida. «Por eso me ama mi Padre, porque yo entrego mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente» (10,17-18). Todo esto lo resume Juan con el término paredoken: «Y, reclinando la cabeza, entregó el espíritu» (19,30b). «El cáliz que me ofrece el Padre, ¿voy a dejar de beberlo?» (18,11). De ahí que el Jesús joánico diga también: «Tengo sed» (19,28): sed del cáliz que el Padre le ofrece, como se dice en otro lugar: «Para mí es alimento... la voluntad del Padre» (4,34). Jesús quiere consumar su obra. Se le da una bebida amarga (que entonces servía de refresco), pero con ello se cumple la Escritura: Sal 69,22, donde al justo doliente, vestido con atuendo ridículo, se le da a beber vinagre: sufrimiento. Entonces dice Jesús: «Todo está cumplido» (19,30). Ha llegado a su término la tarea encomendada por el Padre (cf. 14,31; 17,4).
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3. Glorificación del Padre y del Hijo: resurrección y envío del Espíritu como don pascual Bibliografía (además de los comentarios sobre Juan): J. E. Alsup, The PostResurrection Appearance Stories of the Gospel-Tradition (Stuttgart 1975); J. Baumbach, Gemeinde und Welt im ]ohannesevangelium: «Kairos» 14 (1972) 121-136; 117 Por ejemplo, R. Schnackenburg, op. cit. III, 323-328. Si bien esta interpretación de las palabras joánicas de Jesús en la cruz deja lugar a dudas, teniendo en cuenta las tendencias del Evangelio de Juan, me parece más acertada (en cuanto interpretación de Juan) que las interpretaciones patrísticas y medievales y que la de Bultmann, para quien María sería símbolo del cristiano judío, y el discípulo amado lo sería del cristiano procedente del paganismo. Decir que así se infravalora el papel de María, como el propio Schnackenburg admite (III, 325), es más una reacción derivada de la mariología actual que del Evangelio de Juan y de la situación de la mujer en la sociedad antigua. El énfasis recae en que María fue confiada al discípulo amado, no en que éste fue confiado a María.
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Juan habla de «subir» (6,62), «levantar» (8,28; 12,34) y «glorificar» (12,23; 13,31), sin recurrir a los temas típicos de un «viaje por los cielos». Su esquema del mundo responde simplemente al que estaba vigente en la Antigüedad: Dios mora en las alturas, en el último piso del universo (cf. Sal 29,3.10; 104,3; etc.). Katabasis y anabasis, descenso y ascenso, están relacionados (dentro de esta imagen del mundo) con la revelación de la doxa, de la gloria de Dios («Dios baja» significa que Dios manifiesta su gloria; cf. Ex 24,16; Ez 9,3; 11,23; Is 13,14-15). Para designar el retorno al Padre, Juan utiliza sobre todo tres términos: a) hypagein, «subir a» (7,33; 8,14.21.22; 13,3.33.36; 14,4.5.28; 16,5.10.17); b) poreuesthai, «irse» (7,35; 14,2.3.12.28; 16,7.28); c) anabainein, «ascender» (por ejemplo, 3,13; 6,62; 20,17). Es de notar, ante todo, que también los sinópticos, en relación con la muerte de Jesús, hablan de hypagein (Mt 26,24; Me 14, 21) y poreuesthai (Le 22,22.23); Lucas utiliza también el verbo anabainein, que en él tiene un doble significado: «subir» a Jerusalén, pero para morir allí (Le 18,31). Al igual que en Juan (16,16-19), tampoco en Lucas comprenden los discípulos el sentido de esta «subida» (Le 18,34). «Subir a» es, pues, una expresión equívoca, enigmática118. Hasta Jn 16,29 no dicen '" H. Leroy, Ratsel und Missverstandnis, op. cit., 51-57.
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los discípulos que empiezan a entender algo: «Salí de junto al Padre y vine a estar en el mundo, ahora dejo el mundo y me vuelvo con el Padre» (16,28). «Marcharse» implica, por tanto, la muerte de Jesús, pero esto no basta para entender totalmente el sentido de anabasis. Analicemos más de cerca los otros aspectos de este «retorno». Ante todo digamos que la muerte de Jesús, su partida, es una despedida definitiva del mundo, y, por tanto, un juicio sobre el mundo: el mundo, los incrédulos, «no me verán más» (14,19; cf. 7,34-37), pero esto supone también su muerte (8,21-22). Sin embargo, para los «suyos», para los discípulos, la muerte de Jesús es solamente una breve separación: «Vosotros sí me veréis, pues de la vida que yo tengo viviréis también vosotros» (14,19); Jesús volverá por ellos (14,3.18.28; 16,16-17). Y precisamente este aspecto se expresa en el elemento consumatorio de la glorificación. Tras la muerte de Jesús, al acercarse al sepulcro vacío, nadie piensa, ni la Magdalena ni Pedro —a excepción del «discípulo amado», que «vio y creyó» (20,8)—, en la resurrección de Jesús. Juan recalca expresamente: «Porque hasta entonces no habían entendido lo que dice la Escritura: que tenía que resucitar de entre los muertos» (20,9; ek nekron anastenai). Juan utiliza, pues, la terminología con que el cristianismo primitivo describía la resurrección y que Juan mismo había aplicado a Jesús en 2,22 (egerthe). Es totalmente ajena a Juan la idea de una glorificación consistente en despojarse de su «figura humana». Es absolutamente ajoánico pensar que la humanidad de Jesús es solamente una condición temporal y transitoria, aun cuando la condición «sárkica» de Jesús desaparezca con su muerte y resurrección. Para Juan, esta sarx es un templo —«la tienda del encuentro» (1,14a; ya en 2,21, Jesús habla del «templo de su cuerpo», que los judíos destruirán y que él reedificará en tres días, 2,19-20). Esa es la respuesta que Jesús da a los judíos que le piden un signo (2,18): no es ya un signo anticipatorio, como todo lo que había hecho el Jesús terreno, sino el acontecimiento prefigurado por todos esos signos, lo «significado» en todos ellos y, por tanto, «el signo» por antonomasia. Tras la inspección del sepulcro vacío, como si nada hubiera ocurrido, «los discípulos se volvieron a casa» (20,10). Sin la gracia de la Pascua no hay fe en la resurrección, y un sepulcro vacío no es todavía una experiencia pascual. Por otro lado, el sepulcro vacío tampoco provoca temor y miedo. Al contrario, en el relato de Juan, Pedro se comporta como quien inspecciona cuidadosamente el sepulcro y observa que el sudario está correctamente plegado. Juan quiere, sin duda, refutar aquí la leyenda que circulaba «entre los judíos» hacia los años 70-90, según la cual el cadáver había sido robado. ¡Ningún ladrón se habría preocupado de dejar con tanto cuidado y orden el sudario! Para Juan no tiene otro significado la inspección del sepulcro. Al mismo tiempo, 20,9 demuestra que Juan conoce la tradición del cristianismo primitivo: Jesús debía (según la Escritura) resucitar de entre los muertos (el «deber» divino se basa en las Escrituras: 1 Cor 15,5-8). La aparición de Jesús a María Magdalena- es una escena de reconoci-
miento en la que María reconoce por la voz al Maestro como buen pastor que llama a los suyos por su nombre (10,3-4; 19,27): «María». Esta escena es importante porque precisa el significado del «ascenso» de Jesús al Padre. «Suéltame, que aún no estoy arriba con el Padre» (20,17). ¿Distingue aquí Juan entre «resucitar» e «ir al Padre»? Cuando Jesús se aparece a María, ¿ha resucitado realmente, pero aún no ha subido, cuando en 20,19, aquella misma noche, otorga a los discípulos la gracia pascual, evidentemente «de parte del Padre»? Aquí se ve que todo esto, desde el punto de vista joánico, no constituye problema. Para Juan, «ir al Padre» es un único acontecimiento: muerte, resurrección, don pascual. ¿Qué otra cosa podría significar que Jesús «ha resucitado», pero aún no «está glorificado», y ya lo está aquella misma tarde? Pero el evangelista precisa su pensamiento. María debe contar a los discípulos lo que ha visto: no, como en los sinópticos, que Jesús ha resucitado, sino: «Anda, ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre, que es vuestro Padre; a mi Dios, que es vuestro Dios (20,17bc). El Jesús joánico llama expresamente a los suyos «hermanos», y lo explica: mi Padre es ahora también vuestro Padre. El don pascual ha dado comienzo. En efecto, Jesús se marcha para preparar un sitio «en la casa del Padre» (14,1-3) y, por medio de la Magdalena, dice a los discípulos: mi Padre es ahora también vuestro Padre. El sentido global de su partida consiste en esa «preparación». «Aquel día —la Pascua— conoceréis que yo estoy con el Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros» (14,20), y «los dos vendremos a él y viviremos con él» (14, 23b). Jesús aún no ha «subido» plenamente, pues cumple precisamente esa promesa. «Aún no estoy arriba con el Padre» (20,17a) y «subo» (20,17b) son representaciones de tipo espacial, pero que dicen relación al único acontecimiento pascual: resurrección y glorificación que se realizan en la persona de Jesús, gracia pascual, que se realiza en los diccípulos m. La gracia pascual es el don del Paráclito prometido (14,16-17.26; 15,26-27; 16,7b-l 1.13-15), el logro de lo pedido en la oración (16,23-26), la realización de obras aún más grandes (14,12), la venida del Padre y del Hijo (14,21-23) y, por consiguiente, la experiencia del gran amor de Dios (14, 23; cf. supra). «Yo subo» es un proceso continuo: el don pascual, permanente y siempre nuevo, que el resucitado otorga a su comunidad, el proceso de santificación de los suyos, a los que Jesús llama ahora «mis hermanos». Los dos datos de la tradición —«resurrección» y «exaltación»— encuentran en la cristología joánica una solución sorprendente, soteriológica: Jesús es glorificado también en sus discípulos (a través de la experiencia pascual de éstos), del mismo modo que el Padre es glorificado en el Jesús resucitado (cf. 17,22). «Ir al Padre» es para Juan la pasión y muerte de Jesús, su resurrección gloriosa y su entronización junto al Padre, y la gracia pascual del Espíritu concedida a los discípulos. El envío del Espíritu forma parte del «ir al Padre». Mientras no se dé explícita-
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'" Cf. R. Brown, Evangelio, op. cit. II, 1304; R. Schnackenburg, Johannesevangelium III, 377-378; W. Thüsing, Die Erhóhung und Verherrlichung im Johannesevangelium (Münster H970) 263ss.
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mente el Espíritu, Jesús está «todavía subiendo». Esto demuestra que el propio Juan es consciente de que «subir» es un modelo o una imagen. Magdalena va a los discípulos y les dice, utilizando una fórmula pascual corriente en la Iglesia: «He visto al Señor» (20,18)12D. No se puede, pues, disociar la «elevación» que tiene lugar en la muerte de Jesús de la elevación inherente a la resurrección. Toda la vida de Jesús es un «ser glorificado»: la cruz es el punto culminante de la glorificación acontecida a lo largo de toda la vida terrena de Jesús y, al mismo tiempo, es el comienzo de la glorificación resultante de la resurrección. Juan no ve la muerte separada de la resurrección, según la imagen del grano de trigo que muere para dar fruto (12,23-24). El hecho de que Jesús pida que se manifieste la gloria que él tenía en su preexistencia junto a Dios (17,5) implica que no la posee durante su vida terrena. Pero Juan ve toda esa vida terrena como un proceso continuo y dinámico de glorificación. Así, la doxa o gloria de Dios se manifestó ya en el signo de Cana (2,11) y en la resurrección de Lázaro (11,40). Juan, a diferencia de los sinópticos (Me 9,2-10; Mt 17,1-9; Le 2,28-36), no necesita una transfiguración especial. La vida de Jesús es un único acontecimiento dinámico que revela la unidad entre el Padre y el Hijo, un acontecimiento glorioso que abarca su vida, muerte y resurrección. La muerte no es, pues, un presupuesto del que se siga como recompensa la resurrección. La «elevación en la cruz» (hypsothesetai, 12,34) no es lo mismo que la glorificación (doxathesetai, 12,23), pero tampoco es posible separarlas. Para Juan, la muerte misma produce un efecto que en el resto del Nuevo Testamento se atribuye a la resurrección, pero la muerte se contempla desde la resurrección y, más aún, desde la preexistencia. La glorificación es para Juan revelación de la unidad de amor entre el Padre y el Hijo, la cual alcanza su máxima expresión en la cruz: en el Padre, que ha entregado a su propio Hijo por nosotros (3,16), y en el Hijo, que muestra en la muerte su obediencia al Padre (17,4; 10,30; 14,20; 17,lss). Al anochecer de aquel día —el día de Pascua (como se ve por lo que sigue)—, Jesús se aparece a sus discípulos (20,19-23). Estos, que por miedo «a los judíos» habían atrancado las puertas, se llenan de alegría al ver que Jesús está en medio de ellos y les desea (20,20.21) el gozo pascual que les había prometido (14,27). Les muestra sus manos y el costado traspasado; Juan quiere decir que el Crucificado es el Resucitado (20,20b). El Resucitado envía entonces a los discípulos y les da el Espíritu Santo: «Como el Padre me ha enviado, os envío yo también. A continuación sopló sobre ellos y les dijo: Recibid (el) Espíritu Santo» (20,21-22; cf.
Sab 15,11 y, sobre todo, Gn 2,7). Como Juan omite el artículo («Espíritu Santo»), adquiere un particular relieve el «soplo del Espíritu de vida», el nuevo hálito de vida que viene de lo alto, mediante el cual los discípulos son acogidos en un ámbito pneumático, celeste: «han nacido de Dios» (cf. 1,13), son «hijos de Dios» (1,12; cf. 3,5-9). La ida de Jesús al Padre significa para los discípulos que ellos mismos son enviados al mundo, dotados para ello con el Espíritu Santo. En otras palabras: la resurrección alcanza su plenitud con el envío del Espíritu y es inseparable de él.
120 Lucas, que en su evangelio presta especial atención al papel de las mujeres, no relata ninguna aparición de Jesús a mujeres; lo mismo ocurre en Marcos. Se habla de apariciones a mujeres sólo en Mt 28,9-10 (y en Juan). En otras palabras: la tradición de que Jesús se apareció en primer lugar a unas mujeres es relativamente tardía y se limita a Mateo y Juan. Muy probablemente, la aparición de Jesús a las mujeres se ha desarrollado a partir de la tradición de la aparición angélica; por tanto, en cuanto tal sería una tematización teológica, no un dato histórico.
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También las apariciones de los sinópticos están siempre relacionadas con el envío o misión al mundo (Me 16,15; Le 24,47; Mt 28,19-20). Juan había aludido ya a una misión (13,20; especialmente en la oración de despedida, 17,18) y, sobre todo, al envío del Espíritu. «De su entraña manarán ríos de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (7,39). La comunidad cristiana, que no es «del mundo», es enviada por Cristo al mundo. En esta ocasión, Juan considera el envío con la asistencia del Espíritu primariamente como una misión de reconciliación: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los imputéis, les quedarán imputados» (20,23). Al unir el Pneuma y el perdón de los pecados, Juan utiliza un motivo del Antiguo Testamento y del primer judaismo (Ez 36,25-27), pero también una tradición del cristianismo primitivo: el bautismo es perdón de los pecados y don del Espíritu (cf. 1 Cor 6,11; Hch 2,38; 22,16; Heb 10,22). La vinculación de Juan a la tradición aparece clara en el hecho de que su evangelio raramente habla, fuera de este texto, del perdón de los pecados (sólo en 1,29; 8,24; cf. 8,34; 9,34). Pero el bautismo cristiano estaba relacionado con el «bautismo con Espíritu» (Me 1,8; Hch 1,5; 2,38; 11, 16). Esta tradición refleja el mismo trasfondo que Jn 3,5-6 y 20,21-23. El Bautista, al hablar de Jesús, «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (1,29), había dicho: bautizará «con Espíritu Santo» (1,35; tampoco en este texto se emplea el artículo). «A menos que uno nazca de agua y Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (3,5). «De la carne nace carne, del Espíritu nace espíritu» (3,6). Este nacimiento del Espíritu es el acontecimiento pascual de los discípulos, el nacimiento virginal o pneumático a que aludía el prólogo (1,13). El origen determina el ser de un hombre. La Pascua es para estos discípulos el bautismo con Espíritu Santo por medio del cordero que quita el pecado del mundo; pero ellos mismos son enviados además para continuar en el mundo este servicio de reconciliación m . Aunque Juan relaciona aquí el don del Espíritu solamente con el perdón de los pecados, debemos tener presentes los cinco pasajes en que se promete el envío del Espíritu (14,16-17.26; 15,26-27; 16,7b-ll.13-15). En estos textos, el Espíritu recibe el nombre de parakletos, auxiliador, abo'" Juan no se refiere a una consagración ministerial. El cuarto evangelio habla de los discípulos como comunidad.
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gado en un proceso y, por tanto, intercesor; en sentido religioso, «intercesor ante Dios». En el primer texto en que se habla del Paráclito, Jesús dice que enviará «otro Paráclito» (14,16-17), lo cual significa que Jesús, durante su vida terrena, fue también un Paráclito, un buen pastor (1 Jn 2,1, en cambio, llama «Paráclito» al Espíritu y al Cristo celeste). Pero este Paráclito es «el Espíritu de la verdad» (14,16-17), «el Espíritu Santo» (14,26), de modo que el contenido y las funciones del Pneuma son transferidos al «Paráclito». ¿Qué funciones tiene, según el Evangelio de Juan, el Espíritu dentro de la comunidad cristiana y, quizá, frente al mundo? En 14,16-17 se dice solamente que el Espíritu es una gracia pascual (cf. también 7,39); enviado por el Padre (15,26; 16,7) a ruegos de Jesús (14,16), Jesús lo envía, pero «de parte del Padre» (15,26). El Paráclito es llamado aquí «Espíritu de la verdad». Como hemos visto, «verdad» tiene en el joanismo el significado de sabiduría revelada: «de lo alto» (14,17b; cf. 7,16-17.28; 8,28). «Ser de Dios» (8,47) y «ser de la verdad» (18,37) son sinónimos (14,17b): este Espíritu que nos otorga el conocimiento de la revelación «vive ya con vosotros y está entre vosotros» (14, 17b). La primera carta de Juan precisa esta idea: el Espíritu que da testimonio de la verdad (1 Jn 5,6) y que preserva a la comunidad de la mentira y el error (1 Jn 4,6). El Espíritu guía, pues, a la Iglesia hacia la verdad (Jn 16,13; también esto es típico del sinaitismo) m. Su cometido es «enseñar» y «recordar» (14,26), o sea, el Espíritu, tras la partida de N Jesús, recuerda a los discípulos todo lo que Jesús ha dicho y hecho, la revelación de Jesús sobre sí mismo (16,13-15). El Espíritu lleva a «la verdad plena», como se dice (16,12-13) en contraposición al simple «recuerdo» (14,25-26). En efecto, Jesús había dicho: «Mucho me queda por deciros, pero no podéis con tanto ahora» (16,12). Juan quiere, pues, decir que la comunidad, bajo la dirección del Espíritu, no es sólo una comunidad que interpreta lo que Jesús ha revelado, sino que es guiada por el Espíritu «a la verdad toda». La comunidad es, por decirlo de algún modo, la prolongación de la revelación de Dios en Jesús, y lo es siempre como referencia al único Jesús: «Comunicará lo que le digan y os interpretará lo que vaya viniendo. El manifestará mi gloria porque tomará de lo mío y os lo interpretará. Todo lo del Padre es también mío, por eso digo que tomará de lo mío y os lo interpretará» (16,14-15). Lo que Dios haga a través del Espíritu está relacionado con Cristo. En este sentido, no son posibles nuevas revelaciones del Espíritu. Sin embargo, no se puede negar que Juan admite iniciativas del Espíritu Santo: guía «a la verdad toda», «comunicará lo que le digan y os interpretará lo que vaya viniendo» (16, 13). En otras palabras: mediante el Espíritu, la comunidad cristiana está unida a Jesús de Nazaret, el Cristo. El Espíritu es el principio conductor de la tradición eclesial. Confirma y lleva a plenitud la revelación de Jesús. Da testimonio de Jesús (15,26). De ahí que 1 Jn 5,6 diga que «el que atestigua es el Espíritu», convenciendo al «mundo» de su sinrazón (16, m Filón, Moysis II, 265. En relación con Moisés se afirma que el Espíritu divino «lo conduce a la verdad».
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8-11) y, por tanto, de la razón de Jesús (15,26). El Espíritu establece un nexo entre la autorrevelación de Jesús y la «doctrina» de la Iglesia en un mundo que no es capaz de entender lo «pneumático» o «la verdad». El Espíritu es el intérprete de la revelación de Dios en Jesús: «aquel día conoceréis...» (entonces «sabréis», 14,20). Como el envío del Espíritu está íntimamente relacionado con la misión de los discípulos en el mundo (20, 21-22), Jesús había prometido: «Cuando venga el abogado que os voy a enviar yo de parte de mi Padre... él será testigo en mi causa». Pero «también vosotros sois testigos» (15,26-27): el Espíritu habla al mundo a través de la Iglesia. Para Juan, el Espíritu está sólo en la Iglesia y actúa en el mundo sólo a través de la Iglesia. En el Evangelio de Juan no aparece nunca una actuación directa del Espíritu en el mundo; éste convence al mundo únicamente de su culpa, pero aun eso lo hace por medio de la comunidad (también por medio del Evangelio de Juan). La primera carta de Juan habla a este respecto de chrisma (unción), cuya función es idéntica a la que el Espíritu tiene en el cuarto evangelio (1 Jn 2,20.27). También Juan había dicho que el origen determina radicalmente el ser de un hombre (Jn 3,5-6). Para la primera carta de Juan, el Espíritu es un principio celeste, pneumático, conferido «en» el bautismo, en virtud del cual se vuelve a nacer como «hijos de Dios» (1 Jn 3,1; 3,24; 4,13); Jn 20,17 dice «hermanos» de Jesús. El don pascual del Espíritu es en el joanismo esencialmente el don de un principio divino de vida por el que el hombre se convierte en «hijo de Dios»: un don divino de vida. Ahora bien, «nacer de Dios» es al mismo tiempo «ser de Dios» (1 Jn 3, 9.10; cf. 4,4 con 5,4). «Y esta prueba tenemos de que estamos con él (con Dios) y él con nosotros, que nos ha dado el don de su Espíritu» (1 Jn 4,13), es decir, que nos ha hecho partícipes de su Espíritu. El Espíritu es, por tanto, el principio cristiano de vida (cf. «el Espíritu que da vida», Jn 6,63). Por tal motivo, la primera carta de Juan se atreve a hablar, recurriendo a una imagen de la generación, de to sperma tou Theou (1 Jn 3,9), «la semilla de Dios», en virtud de la cual no sólo quedan perdonados los pecados, sino que el hombre pneumático o «hijo de Dios» no peca más: «Como ha nacido de Dios y lo vive, le resulta imposible pecar» (1 Jn 3,9, si bien la carta pone en guardia para que de ahí no se saquen conclusiones erróneas). Dentro de este contexto, la primera carta de Juan menciona el chrisma o unción con el Espíritu Santo: «A vosotros, además, el Consagrado os confirió una unción, y todos tenéis ya conocimiento» (1 Jn 2,20). También aquí la función del Espíritu es «enseñar»: «Además, la unción con que él os ungió sigue con vosotros, y no necesitáis otros maestros. Esa unción suya... os va enseñando todo en cada circunstancia» (1 Jn 2,27). Es típico también que la confesión correcta, ortodoxa, de fe en Cristo permite conocer quién posee «el Espíritu de Dios» (1 Jn 4,2): «Toda inspiración que confiesa que Jesús es el Cristo venido ya en carne mortal procede de Dios» (1 Jn 4,2b). Así, pues, la primera carta de Juan actualiza la doctrina joánica sobre el Espíritu, ajusfándola a las circunstancias concretas de la comunidad, en
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la que habían surgido herejías: tales hombres están poseídos por «otros espíritus» (cf. 1 Jn 4,1)- Mediante la enseñanza interior del Espíritu Santo sabemos ciertamente que somos guiados en todo y estamos llenos de la gracia pascual del Espíritu Santo, la cual va unida a la gracia del bautismo (Jn 3,5-6). Podemos además afirmar que la Iglesia joánica utiliza la fórmula bautismal veterosiríaca. En ésta, antes del bautismo, se realiza una unción que comunica al Espíritu Santo; sigue a continuación el bautismo con agua y, finalmente, la eucaristía; la primera carta de Juan —siguiendo exactamente este orden— habla de «el Espíritu, el agua y la sangre» (1 Jn 5,7): unción prebautismal, bautismo y eucaristía m . El Espíritu es conferido antes del bautismo; la intención que se persigue con ello es expresar que el Espíritu hace que la palabra escuchada por los catecúmenos llegue a ser un acto pleno de fe: hace que entiendan lo que han oído. Esto es joánico (cf., sin embargo, Hch 10,44 con Tit 3,5; 1 Pe 1,23; Sant 1,18). Se confiere el bautismo a personas que ya creen. Así, se otorga la comunión de vida con el Padre y el Hijo a quien ya cree (14,23). También el Jesús resucitado se aparece sólo a los creyentes, no al «mundo» ni a la incredulidad (14,19). (Todo esto indicaría que la tradición joánica sufrió un desplazamiento: parte de unos judíos griegos que vivían en Jerusalén pasa a Samaría y sus alrededores y llega a Siria. Algunos sostienen que el movimiento continúa desde Siria hacia Asia Menor o bien hacia Alejandría de Egipto. Estas dos últimas hipótesis no son, en mi opinión, demostrables. Además, es posible que esa fórmula bautismal siríaca fuera el modelo bautismal primigenio de Palestina).
Juan llama al Espíritu Santo «Paráclito» sólo en un sentido determinado: que el Espíritu debe garantizar la presencia de Cristo en los cristianos después de la Pascua (Brown supone —equivocadamente— que Jn 14, 17-23 no se refiere a una venida del Espíritu y de Jesús, sino únicamente a una venida de Jesús en el Espíritu). Basa su argumentación en el hecho de que todo lo que el Evangelio de Juan dice del Paráclito se afirma en otros lugares del mismo evangelio también de Jesús. La idea de Paráclito fue necesaria para salvar la distancia que media entre Jesús y la Iglesia que se había producido con la muerte de los testigos presenciales. A este respecto es importante el papel que desempeña el doble motivo de MoisésJosué y Elías-Eliseo, así como el «motivo de la relación sucesiva» entre Jesús y el Espíritu Santo: cuando Jesús muere, su «espíritu prof ético» pasa a su sucesor (cf. Dt 34,9; 2 Re 2,9-15)12é. I. de la Potterie w habla de una identificación teológica. Juan querría distinguir las dos fases de la historia de la salvación: la obra terrena de Jesús y el período de la vida de la Iglesia, en el que el Espíritu actúa como Espíritu de Cristo. R. Schnakkenburg m no niega otras influencias heterogéneas, pero considera que el contenido del concepto aparece ya en la primera comunidad cristiana de Palestina (tanto en la tradición de Marcos: Me 13,11 con Jn 15,26-27, como en la tradición de Q: Le 12,11-12 par. Mt 10,20; cf. también Le 21, 14-15). Bruce Vawter129 sostiene la interesante tesis de que el Paráclito joánico depende de Ezequiel y que tal concepto expresa una doble función: la de «testigo profético» de Jesús (cf. Jn 15,26-27; 16,8-11) y la función «sacerdotal» de intercesor ante Dios (15,26). (Esta explicación parece depender demasiado de la carta a los Hebreos. Pero es innegable que también el Apocalipsis presenta al Cristo celeste como sumo sacerdote; cf. infra). Otros autores 13° opinan que el concepto de Paráclito sirve a Juan como instrumento para interpretar cristológicamente el Pneuma o Espíritu de Dios, haciéndolo totalmente «dependiente» de Jesús. Existe, en fin, entre los exegetas una tendencia a ver en el concepto de Paráclito un intento joánico de cristianizar el concepto general de Pneuma: el Paráclito sería una interpretación cristológica del Pneuma a fin de mantener una relación de continuidad entre la revelación histórica de Jesús y la situación hermenéutica concreta de la comunidad joánica. Pero ¿por qué necesita Juan el concepto de «Paráclito?» Podía haber cristianizado directamente el «Pneuma», como sucede en el paulinismo y en el resto del Nuevo Testamento. Han tenido que intervenir otros factores. En cualquier caso, el concepto de «Espíritu de la verdad» (utilizado en Jn 14,17; 15,26; 16,13) es también corriente en Qumrán (QM 4,23-24). Esto quiere decir que,
El Espíritu es, pues, en el joanismo la gracia pascual y bautismal, la cual está relacionada con la esencia de lo cristiano —principio de la comunión de vida con Dios en Cristo— y, por tanto, con la revelación histórica de Dios en Jesús, cuya continuidad es garantizada por el Espíritu, y, finalmente, con el ésjaton. No obstante, subsiste el problema (históricoreligioso) de por qué Juan identifica el Paráclito con el Pneuma. Según G. Johnston m, en el Evangelio de Juan se da una doble noción de Paráclito. Por un lado, una noción polémica contra las especulaciones del primer judaismo sobre un ángel-paráclito, intercesor ante Dios. En Qumrán, este ángel o paráclito recibe el nombre de «espíritu de la verdad», y el ángel Miguel es identificado con el patrono de Israel. A fin de subrayar la exclusividad salvífica de Jesús, Juan habría dado al Espíritu Santo, el don pascual de Jesús, el nombre de «Paráclito», el cual sería una realidad totalmente dependiente de Jesús. Por otra parte, Juan habría identificado el poder activo presente en determinados responsables de la comunidad con el Espíritu de Dios. Uniendo ambos conceptos, el Espíritu de Cristo sería el Espíritu que actúa en los maestros de la Iglesia y garantiza la fiel continuidad con la revelación originaria de Jesús. En opinión de R. Brown125, 123 124 123
J. Ysebaert, Greek Baptismd Terminology (Nimega 1962). G. Johnston, Spirit-Paraclete, op. cit., 119-146. R. Brown, Evangelio según Juan II, 1520-1530,
'3* G. Bornkamm, Der Varaklet im Johannesevangelium (Hom. R. Bultmann; StuttKiin 1949) 12-35. 1,7 I. de la Potterie, Le Paraclet, op. cit., espec. 90ss. '" R. Schnackenburg, Johannesevangelium III, 156-173. "* Bruce Vawter, Ezekiel and John, op. cit., 455ss. '" J. Blank, Krisis, op. cit., 329; S. Schulz, Die Stunde der Botschaft. Einführung in die Thcolngic der vier Evangelien (Hamburgo 1967) 359.
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en determinados círculos del primer judaismo, «Espíritu de la verdad» era una fórmula usual. El Paráclito, Espíritu de la verdad, tenía en tales círculos el sentido, eminentemente jurídico, de «abogado» m. Estas figuras de intercesores tienen una gran importancia en Qumrán m . El primer judaismo utiliza el concepto de «Paráclito» en el sentido de consejero y abogado del «justo doliente» en un mundo en el que parece que el bien lleva siempre las de perder y el mal siempre triunfa («dualismo» no ajeno al joanismo). En mi opinión, no podemos por menos de considerar la figura judía del paráclito Miguel como el modelo que Juan tenía presente al hablar del «Espíritu de la verdad» como Paráclito (por tanto, sin dependencia de Qumrán). Yo no veo que en Juan haya influido el gnosticismo y sí, en cambio, la línea «heterodoxa» del primer judaismo. Por eso creo que deberíamos tomar en serio la obra de G. Johnston. Al analizar la carta a los Hebreos, decíamos que el autor de esta homilía insiste en que quien está sentado a la derecha de Dios no es un ángel, sino el hombre Jesús, el Hijo. Indudablemente, algunos círculos del cristianismo primitivo reaccionaron contra una especie de cristología angélica. Además, el término griego parakletos estaba tan extendido en todo el mundo helenista, y en el primer judaismo palestinense, que en hebreo se transcribía simplemente el término griego (peraklit, junto al término hebreo melis). El ángel mediador e intercesor parece ser una idea corriente ya en el libro de Job. Juan, partiendo de su propia cristología, se opone también a la idea de un «ángel paráclito», un guía espiritual de la comunidad cristiana, como Miguel lo era de Israel. No obstante, hay que admitir las indicaciones de R. Brown, G. Johnston y O. Betz: el concepto joánico de Paráclito fue sugerido por la angelología del primer judaismo, pero Juan le da un tono polémico (o sería el resultado de un problema anterior ya resuelto en la comunidad joánica antes de la aparición del evangelio); la hipótesis «gnóstica» es, en mi opinión, totalmente superflua. En los cinco textos en los que Juan habla del Pneuma se refleja la identidad de la Iglesia joánica y, por tanto, también del cuarto evangelio: nos hallamos ante una actualización eclesial, temática y consciente, del mensaje de Jesús. Juan ve la autoridad para «realizar este cometido en el don pascual del Espíritu que conduce a la Iglesia a la verdad plena. El Evangelio de Juan es consciente del desarrollo que la propia comunidad joánica hace de la tradición o del dogma. E invocando a Jesús, Juan solicita el reconocimiento oficial de esta visión de Jesús (Jn 21): Pedro tiene que aceptar el destino peculiar del «discípulo amado» (21,21-22). El joanismo esoribe de nuevo la fe de la tradición apostólica actualizándola a las circunstancias de la propia comunidad. Juan no escribe por sí mismo, sino que, cuando él habla de Jesús, es el Espíritu Santo quien habla «no
en nombre propio» (16,13): «tomará de lo mío y os lo interpretará» (16, 15). Con esta conciencia, Juan se atreve a escribir su propio evangelio, en el que reproduce —interpretándola de nuevo— la anterior tradición de Jesús. En la línea de esta actualización pneumática que hace Juan del mensaje de Jesús sobre el reino de Dios resultan comprensibles las palabras finales del cuarto evangelio: «Otras muchas cosa hizo Jesús. Si se escribieran una por una, me parece que los libros no cabrían en el mundo» (21,25). Todas las comunidades del mundo deben, en efecto, escribir su propia historia de Jesús, el Viviente. Entre todas esas historias, el joanismo es una concepción de Jesús como lo son el paulinismo y los sinópticos. La gran Iglesia la ha reconocido como una concepción legítima; y ese reconocimiento es lo que busca Jn 21.
131 O. Betz, Der Paraklet, op. cit., 56-72, 113-116. Esto lo admite también R. Brown, Evangelio II, 1523s. Cf. nota 57 en p. 522. 132 QD (Documento de Damasco de Qumrán) 5,17-19; Rollo de la guerra 13,10; 17,6-7.
Con todo lo dicho estará claro que Juan representa una escatología marcadamente actualizada, personalizada en la figura del Jesús glorificado, el cual «mora» con el Padre y el Espíritu en la comunidad cristiana. El creyente posee ya la vida eterna. El juicio y la vida eterna se han hecho realidad en la muerte de Jesús, con su retorno al Padre. La muerte es ya el comienzo de la glorificación, no propiamente por sí misma (tampoco lo ve así Juan), sino como momento constitutivo de la ascensión a Dios. Juan no elimina la realidad angustiosa de la muerte, sino que la ve en cuanto padecida por el Hijo preexistente. Por tanto, no es posible separar la muerte de la resurrección: el morir de Jesús es una victoria sobre la muerte o, dicho de otro modo, es una sola cosa con la resurrección. Para Juan, la resurrección (20,9) —invisible para «el mundo»— es el reverso de la muerte de Jesús. Pero la resurrección significa que Jesús, precisamente en cuanto hombre, recupera su gloria preexistente (17,5). No se despoja de su humanidad, sino sólo de la caducidad de la sarx. En este sentido existe una radical diferencia con las concepciones de la época sobre los seres celestes (por ejemplo, el ángel Rafael en el libro de Tobías), los cuales asumen la «forma de un hombre» y, cuando vuelven al cielo, se despojan de ella. Si fuese ésta la concepción de Juan, tendríamos que eliminar del cuarto evangelio el capítulo 20. El Jesús joánico muestra las manos y el costado traspasado (20,20), no como prueba antidocetista, sino para subrayar la identidad existente entre el Jesús histórico y el Cristo celeste. De todos modos, para Juan no coincide la «vida eterna» con la resurrección, como ocurre en Pablo. La vida eterna ya ha comenzado, pero precisamente por ello, gracias a la unión vital de Dios en Cristo, la muerte ya no es una realidad perniciosa para el cristiano: morir es ir al Padre. No veo ninguna razón que nos obligue a admitir que el aspecto futuro, «pendiente» (que aparece en el Evangelio de Juan a pesar de que ha actualizado la escatología en clave de personalización) se remonta a un posu-iior «censor» eclesiástico, por más que en el evangelio canónico se adviertan tensiones entre tradición y redacción. La experiencia del «ahora» fscntológico es tan fuerte en la comunidad joánica, que es el propio evangelista quien reacciona contra una especie de visión anticipada de Dios 27
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(1,18; 5,37; 6,46; 14,8). Juan, aunque sigue la línea de una tradición sinaítica, se muestra muy moderado, aun cuando las «moradas celestes» que Jesús ha ido a preparar (14,1-4) están «habitadas» por los cristianos ya desde la Pascua, pues «vendremos (en la Pascua) a ellos y moraremos (menein) con ellos» (14,23). La reciprocidad del amor —yo en vosotros, vosotros en mí— quiebra las imágenes espaciales de descenso y ascenso. Sin embargo, esta vida celeste de los cristianos que viven en la tierra sigue teniendo una dimensión futura. También Juan conoce un futuro para los muertos: «Se acerca la hora en que escucharán su voz los que están en el sepulcro y saldrán» (5,28). Juan distingue entre «aquel día» (sobre todo 14,20), es decir, la Pascua, y «la resurrección en el último día» (6,39b). Esta distinción se afirma expresamente: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (6,54; esto constituye, sin embargo, una especie de duplicado en el que lo dicho se explica luego en términos «sacramentales»; cf. también 12,48); el propio evangelista hace la misma distinción en 6,40. Juan cristologiza la escatología general, pero no «desescatologiza» el ésjaton cristiano. Se sigue manteniendo el «ya» y el «todavía no», pero en una comunidad que vive en el «ya» de la gracia pascual. Esta tensión se refleja en un texto indiscutiblemente joánico: «Yo soy la resurrección y la vida: el que tiene fe en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que esté vivo y tiene fe en mí, no morirá nunca» (11,25). En esto precisamente consiste la paradoja joánica de la vida eterna ya comenzada del cristiano, que es «de Dios» desde la Pascua (como Jesús) y que, a pesar de ello, espera la resurrección del final de los tiempos: grano de trigo, al igual que Jesús.
lio de Juan) y en una fase todavía posterior a su concepción y nacimiento (Mateo y el relato lucano de la infancia). La confesión comunitaria de que Jesús es el Hijo de Dios se convierte también en una confesión bautismal (cf. Hch 8,37, el llamado «texto occidental»; Heb 4,14; Col 1,12-13). Debido a ello, así como Jesús aparece con ocasión de su bautismo como el Hijo de Dios, así también los cristianos aparecen con ocasión del bautismo cristiano como «hijos de Dios» (Gal 3,26-27; 4,6; Rom 8,14-15 con 1 Cor 12,13). Ya en el fragmento prepaulino de Rom 1,3-4 se dice que Jesús procede humanamente de David, pero que fue constituido Hijo de Dios por y desde su resurrección. La resurrección aparece aquí como confirmación divina de lo que se había afirmado en el primer párrafo: la dignidad davídico-mesiánica de Jesús. Es sumamente inseguro que en el primer judaismo el Mesías recibiera de hecho el título «Hijo de Dios». ¿Cómo llegó, pues, el cristianismo primitivo a atribuir a Jesús este título? Tenemos ante todo que Jesús se dirige a Dios llamándolo Abba. Como en los evangelios sinópticos (especialmente Me 14,36), el Jesús joánico llama en la oración a Dios Abba, «Padre» (Jn 11,41-42; 12,27-28; 17). Históricamente, es un hecho seguro que la figura de Dios como Padre llenó totalmente la conciencia de Jesús 133 . Aunque el Nuevo Testamento no nos ofrece datos claros al respecto, el hecho cierto de que Jesús tenía clara conciencia de Dios como Padre nos permite concluir que Jesús mismo se consideró Hijo del Padre. Lo uno implica lo otro. La confesión cristiana de fe se basa, entre otras cosas, en la visión que Jesús tenía de sí mismo ya antes de la Pascua, como se dice también en un logion de Q: «Mi Padre me lo ha enseñado todo; al Hijo lo conoce sólo el Padre y al Padre lo conoce sólo el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar» (Mt 11,27 = Le 20,22; cf. Jn 10,15, si bien difícilmente se puede hablar aquí de que Mt y Le dependan directamente de Juan). Se trata de una idea sapiencial del primer judaismo. Esta tradición de Q indica que la cristología del Hijo responde a un estadio muy antiguo de la interpretación cristiana de Jesús y no es una creación del joanismo. Tanto la tradición Q como el Evangelio de Juan remiten a una tradición palestinense, probablemente de tipo sobre todo sapiencial, si bien aquí confluyen otras líneas de tradición, especialmente la especulación apocalíptica sobre el tema de la filiación (cf. infra). En realidad, el logion de Q explica la comprensión que Jesús tenía de sí mismo a la luz de su experiencia del Abba. Otras expresiones neotestamentarias indican esa misma dirección: Jesús es «el Hijo amado» (Me 1,11; 9,7; 12,6 par.), «el Hijo único» (Jn 1,14.28; 3, 16.18; 1 Jn 4,9), «el primogénito» (Rom 8,29; Col 1,15.18; Heb 1,6). Tenemos también una prueba de Escritura. Jesús fue condenado a muerte por Pilato como «rey de los judíos». También esto es históricamente cierto. El hecho de la resurrección, atestiguado ya en 1 Cor 15,3ss, os para los cristianos una confirmación divina de las pretensiones mesiánicus de Jesús. Pero ésa era la piedra de escándalo para los judíos: es ab-
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Para Juan, Jesús es un don del Padre: el verdadero pan para todos los hombres (6,32). Dios da a su propio Hijo (3,16) la propiedad singular y más preciosa del Padre (1,14.18; 3,16.18; 1 Jn 4,9). Por eso, Juan habla con frecuencia del «Hijo» en sentido absoluto (3,16.17.35.36ab; 5,19bc. 20.21.22.23ab.26; 6,40; 8,35-36; 14,13; 17,1; cf. el controvertido texto de 1,18) y también del «Hijo de Dios» (3,18; 5,25; 10,36; 11,4, y en las confesiones de fe: 1,34; 1,49; 11,27; 20,31); habla, además, de «el Padre y el Hijo» (5; 3,35; 6,40; 14,13). Fuera de Juan, el Nuevo Testamento habla sólo en casos excepcionales en términos absolutos de Jesús (Mt 11,27 = Le 10,22; Me 13,32 par. Mt 24,36; Mt 28,19; además: 1 Cor 15,28; Heb 1,2.8; 3,6; 5,8; 7,28). En la historia de la tradición, el predicado «Hijo de Dios» está originariamente unido con la elevación/ resurrección de Jesús (Hch 2,36; 4,25-26; 5,30-31; 13,13; Rom 1,3-4); sólo más tarde se relaciona con el bautismo de Jesús en el Jordán (Me 1, 11; Mt 3,16-17; Le 3,21-22; Jn 1,34). El predicado se aplica después al Jesús preexistente (Gal 4,4; Rom 8,3; 1 Cor 2,7; 8,6; Flp 2,6ss; Evange-
'" ("f. Jesús, la historia de un viviente, 232-244.
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surdo que Dios confirme a un crucificado maldito en el madero de una cruz. De ahí que los cristianos se preocuparan de buscar en la Escritura pruebas para mostrar que, según los designios de Dios, el Mesías tenía que padecer y, por otro lado, que también la Escritura establecía un nexo entre la resurrección y el hecho de ser hijo de Dios (2 Sm 7,12-14). En diversos lugares del Nuevo Testamento se cita este texto de Samuel: Rom 1,3-4 134; Le 1,32-33; Heb 1,5; Hch 13,33-34; todos ellos remiten a tradiciones más antiguas. Además, especialmente en Hch 13,33-34 y Heb 1,5, la prueba escriturística de 2 Sm se une a la de Sal 2,7. De Sal 2 y 89 se deduce una estrecha relación entre Mesías e Hijo de Dios. Lucas llama a «los nacidos de la resurrección» «hijos de Dios» (Le 20,6): «ya no pueden morir» (20,36a). Tenemos, sobre todo, la línea sapiencial. En el libro de la Sabiduría, el «hijo de Dios» se caracteriza por poseer la «vida eterna» (Sab 2,23; 6,19; 1,15; 3,4; 4,1; 8,13.17; 15,3). Al mismo tiempo, se procura un marco sapiencial al siervo de Dios del Deuteroisaías (Sab 2,13) I35 . También los mártires son llamados «hijos de Dios», porque se les promete la vida eterna (2 Mac 7,34). Recordemos un texto citado anteriormente: «¿Quién subió al cielo y luego bajó?... ¿Cómo se llama su hijo?» (Prov 30,4). Hablando del Hijo de Dios, Jesucristo, se dice que su resurrección manifiesta o hace patente que él es y era el Hijo de Dios (Rom 1,4). El libro de la Sabiduría viene a decir lo mismo: la exaltación del sabio y justo por Dios muestra que ya era «hijo de Dios» cuando otros lo ultrajaban y rechazaban. Porque lo era, al ser exaltado queda de manifiesto su condición: entonces se desvela su identidad oculta. En este contexto aparece claro el significado de las apariciones neotestamentarias: entonces es evidente para quienes creen que de hecho Jesús era y es el Hijo de Dios y que posee vida eterna. En ellas el «Hijo de Dios» se revela también como el Viviente (cf. Gal 1,12.16; Hch 9,3ss). Se trata de un conocimiento de la filiación divina de Jesús que no proviene «de los hombres» (Gal 1,1.16; Mt 16,16-18), sino de una revelación (Gal 1,16; Mt 16,17). El tema de Sab 2-5 es claramente perceptible en los sinópticos y en Pablo (Gal 1,12-16): el Hijo de Dios, oculto en un principio, desconocido en su verdadera identidad, es conocido con su resurrección o exaltación. También el Evangelio de Juan parte de esta revelación dada con la resurrección, pero une las perspectivas prepascual y pospascual: a pesar de los malentendidos, ya antes de la Pascua reconocen los discípulos a Jesús como Hijo de Dios; «los judíos», en cambio, no lo reconocen. Como la ley (Is 51,4-6), Moisés (Eclo 24,7) y el Profeta (Is 42,6.7.16; 49,5-6.8-9), Jesús es Hijo de Dios, «la luz del mundo» (Le 2,32; Evangelio de Juan). Precisamente porque Jesús es ya, ocultamente, el Hijo de Dios, puede «manifestar», antes de la manifestación pascual, su gloria mediante una trans-
figuración (Me 9,2-13) o mediante obras y signos (Evangelio de Juan). No sólo en la experiencia que Jesús tenía de Dios como Abba, sino también en las tradiciones del primer judaismo había motivos que permitían calificar con razón al Mesías Jesús con el título de «Hijo de Dios». Finalmente, la línea apocalíptica ha influido también en la cristología del Hijo. Sin embargo, en la literatura apocalíptica no aparece nunca, que yo sepa, el título de «Hijo» para designar al portador escatológico de la salvación, mientras que en la apocalíptica posterior, sobre todo en 1 Hen 48,10 m, se confunde el concepto de Hijo del hombre con los de Mesías e Hijo de Dios. En tiempos de Jesús, el concepto de Hijo del hombre estaba muy extendido en el judaismo no oficial, «heterodoxo». También en las Odas de Salomón se habla de una figura de redentor que desciende y asciende, designado con los nombres de «Logos» (OdSl 12,16.29.37.41), «Hijo de Dios» (OdSl 36,41.42) o «Hijo del hombre» (OdSl 36,41). Aquí se emplean además en sentido absoluto los términos «Padre» e «Hijo» (OdSl 3,7; 7,12.15; 19,2; 23,18.22; 31,4, etc.). Aunque las Odas reflejan una influencia cristiana (probabilísimamente no joánica), documentan el uso de los términos Hijo, Sabiduría, Logos y Hombre o Hijo del hombre en el judaismo helenista de Palestina 137. En estos ambientes, el Hijo del hombre es un ser que viene del cielo. También en el grupo de Esteban tenía un papel importante la figura del Hijo del hombre (Hch 7,56). Ya hemos dicho que en el primer judaismo, debido en parte a influencia griega, la trascendencia de Dios se expresaba atribuyéndole diversos nombres. Esta variedad de nombres era expresión de la singularidad de una persona. En particular, el círculo de Esteban tuvo cada vez mayor conciencia de que en Jesús se había realizado la revelación definitiva de la salvación de Dios y que tal revelación era muy superior a la de la Sabiduría en la Tora. Pero tanto la Tora como la Sabiduría de Dios que habla en la Tora eran consideradas como realidades preexistentes. La superioridad de Jesús sobre la revelación salvífica inherente a la ley implicaba casi necesariamente la idea de preexistencia 138 en el sentido de ser anterior a la creación y de mediador en la acción creadora, nombres que se aplicaban ya a la revelación de la Sabiduría en la ley. Los cristianos, haciendo suyos estos predicados, expresaron que Jesús es la revelación escatológica de Dios, es decir, la revelación plena y definitiva de la salvación. Este es también el objetivo fundamental de todo el Evangelio de Juan. Pablo había dicho lo mismo: «De él viene que vosotros, mediante Cristo Jesús, tengáis existencia, pues él se hizo sabiduría que viene de Dios: nuestra justicia, consagración y redención» (1 Cor 1,30).
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O. Betz, Wbat do we know about Jesús? (Londres 1968) 87ss y 96ss. Cf. supra, pp. 302-305, y Jesús, la historia de un viviente, 260-262; G. Nickelsburg, Immortality, op. cit., 62; Kl. Berger, Die Auferstehung des Propheten und die Erhóhung des Menschensohns (Gotinga 1976) 209-213. • 135
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™ U. B. Müller, Messias und Menscbensohn, op. cit., 52ss, 81ss y lllss. '" C. H. Talbert, The Myth of a Descending-Ascending Redeemer in Mediterránea» Anliquity: NTS 22 (1976) 418-440; J. H. Charlesworth, The Odes of Solomon (Oxford 1973): «Hijo del hombre» como título mesiánico (127-128). "" P. Schafer, Die Torah der messianischen Zeit: ZNW 65 (1974) 27-42. Además, la idea de la preexistencia de Jesús es una tradición más antigua que los relatos de ln infancia de Mateo y Lucas; cf. M. Hengel, Der Sohn Gottes (Tubinga 1975) 112.
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Para Juan, Jesús es el evangelio, el mensaje: «la Palabra». El reino de Dios predicado por Jesús es para Juan Jesús mismo: el amor de Dios ha ofrecido, en el don de Jesús de Nazaret, en su Hijo único, de una vez por todas la salvación a todos los hombres, una salvación que no viene del mundo, sino de Dios en y por el hombre Jesús, el cual se identifica con la voluntad salvífica del Padre y, al mismo tiempo, con los hombres, cuyas cargas y culpas ha cargado sobre sí: es el cordero de Dios. Por ser Hijo de Dios, este «ser salvífico» que es Jesús tiene su origen en Dios: Jesús es la iniciativa de Dios, independientemente de cualquier esfuerzo humano. En su sarx o condición humana nos ha mostrado quién es Dios para nosotros y qué significa el hombre para Dios. Ese es el mensaje joánico, expresado con ayuda de los conceptos clave del judaismo palestinense «heterodoxo». Lo invisible —el Dios inaccesible— se nos ha hecho visible en Jesús. Detrás de Jesús de Nazaret hay un designio divino y un plan divino que están relacionados con los proyectos del Dios creador. El núcleo del joanismo radica en que Jesús no es un «fenómeno religioso» contingente e histórico, capaz de inspirar a los hombres, sino la personificación histórica de un designio consciente del Dios creador y salvador: Jesús es «el redentor del mundo» (Jn 4,42; 1 Jn 4,14). Solamente a partir de Dios (6,46; 7,29; 9,33; 16,27-28; 17,8) o del mundo pneumático (4,24; 3,6) es posible comprender a este hombre. En la libre iniciativa del hombre Jesús actúa una iniciativa más fundamental: la iniciativa del Padre. Jesús es enviado (3,17.34; 4,34; 5,23.24.30.36.37; 6,29.38.39.40. 57; 7,16.18.29; 8,16.18.26.29.42; 9,4; 10,36; 11,42; 12,44.45.49; 13,20; 14,24; 15,21; 16,5; 17,3.8.18.21.23.25; 20,21). Esa es la razón de que el Jesús joánico repita una y otra vez: Yo no hago nada por mí mismo (5,30) ni puedo hacerlo (5,19), sino que hago lo que el Padre me dice (3,35b; 5,20b.23.36; 14,10); yo digo y hago lo que he visto y oído junto al Padre (8,28.38.40; 12,50; 15,15; cf. 5,20 y 3,11); cumplo solamente la voluntad del Padre (4,34; 8,29; 10,18; 12,49-50; 14,31). El Padre da a Jesús lo que el Padre es realmente: su nombre (17,11.12). Da a Jesús su propia doxa o gloria (17,22.24). Pone en labios de Jesús sus propias palabras (17,8); ha puesto todo en su mano (4,34; 13,3). Sobre todo, el Padre ha concedido a Jesús «disponer también de la vida» (5,26), esa plenitud de vida de la que pueden participar los demás. El Padre ha confiado también a Jesús los que creen en él (6,37.39; 9,24; 10,29; 17,2.6.9; 18,9). En otras palabras: Dios da a su propio Hijo (3,16). En Jesús Dios se da a sí mismo para la salvación del mundo. En esta grandiosa iniciativa salvífica coinciden la acción del Padre y la de Jesús: el Padre está con Jesús (8,29; 16,30), ambos son —aunque el Padre sea mayor (14,28)— una sola cosa (10,30; 17,11.22) con un amor recíproco inmanente (10,38; 14,10.11.20; 17,21.23). Con el Padre, ho Theos, Jesús tiene una relación de unidad y de dependencia.
Jesús y Dios de una manera funcional, como se ve en la argumentación utilizada por el propio Jesús joánico (10,34-38): Jesús es para Juan realmente un hombre, pero un hombre que tiene una relación única y trascendente con Dios. Quien le conoce, conoce al Padre (8,19), y quien ve a Jesús ve al Padre (14,9). Las palabras y acciones de Jesús revelan su propia persona 139, o sea, revelan el misterio de su unidad de vida con el Padre. En este sentido, la función es su misma persona. El Padre y Jesús son dos personas, pero una sola cosa en el amor, en la voluntad y en las obras. Jesús revela a Dios, al Padre, revelándose a sí mismo. El joanismo no precisa esta dualidad en la unidad del Padre y del hombre Jesús (1,14; 1,30; 4,29; 8,40; 9,11.16; 10,33), que es el Hijo. También para Juan, dentro de esta unidad formada por dos personas estrechamente unidas entre sí, el Padre es «mayor» (14,28): el Padre es el objetivo de la vida de Jesús (13,1; 14,12.28; 16,10.17.28; 17,11.13; 20,17). Dios mismo ha venido a nosotros en Jesús. En la vida, muerte y resurrección de Jesús, Dios se ha revelado como un Dios de los hombres: «Dios es amor» (1 Jn 4,8 y 16). «Quien hace el bien es de Dios, quien hace el mal no ha visto a Dios» (3 Jn 11b). De todo esto se desprende que plantear la alternativa de una cristología «desde abajo» o «desde arriba» es un dilema moderno y falso. Por eso en este libro y en el anterior sobre Jesús no he querido utilizar esa terminología.
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De lo dicho resulta claro que Juan representa una cristología funcional, pero no en el sentido moderno del término. Es sorprendente ia preferencia de Juan por emplear verbos en vez de sustantivos. Ve la relación entre
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m J. Riedl, Das Heihwerk Jesu nach Jobannes (Friburgo 1973); John A. T. Robinson, The Use of the Fourih Gospel for Christology Today, en Christ and Spirit in the New Testament (Hom. C. Moule; Cambridge 1973) 61-78; H. Schlier, Der Offenbarer und sein Werk nach dem Jobannesevangelium, en Besinnung auf das Neue Testament II (Friburgo 1964) 254-260; K. Wennemer, Theologie des «Wortes» im )ohatinesevangelium: Schol 38 (1963) 1-17.
EL APOCALIPSIS CAPITULO VI
CRISTO, EL TESTIGO DE QUE DIOS ES JUSTO: EL APOCALIPSIS
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Voy a limitarme a analizar las implicaciones teológicas del libro del Apocalipsis, que también ha recibido el nombre de «evangelio en forma de himno». ¿Qué visión tiene el Apocalipsis de la salvación de Dios en Jesús? Es claro que este Apocalipsis cristiano ha dado gran pábulo a la imaginación de los cristianos, e incluso de los científicos. El opúsculo de Otto Bocher nos ofrece una panorámica, de fácil lectura pero superficial, de los estudios exegéticos sobre el Apocalipsis realizados desde 1700 en adelante'. * El autor de esta «revelación» nos ofrece un apocalipsis cristiano que se sitúa en la tradición apocalíptica judía y utiliza materiales anteriores. Ve la lucha de la humanidad, la Iglesia, en favor del bien y en contra del mal —la lucha por la justicia— a la luz del combate apocalíptico-escatológico que sostienen, por un lado, Dios, el Cristo inmolado y Jerusalén y, por otro, el Dragón, la Bestia y Babel; se trata, en definitiva, de la lucha 1
O. Bocher, Die Johannesapokalypse, op. cit., 1-25. En un opúsculo, casi a modo de fichero, el autor recoge todo lo que los exegetas han dicho sobre el Apocalipsis; sigue la exposición, un tanto precipitada y apodíctica, de la «posición personal» del autor. El trabajo es, sin embargo, de gran utilidad. '
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entre Cristo y Satán. El ésjaton nos permite entrever la estructura de nuestra historia. Pero esta visión apocalíptica no pretende describir el curso concreto de la historia humana, sino que presenta un grandioso cuadro apocalíptico: el poder soberano del Cristo muerto y resucitado, que ha ocupado para siempre su trono junto a Dios (tal es el núcleo del kerigma cristiano) y ejerce la justicia divina en el mundo. En el género literario de la apocalíptica, la historia terrena se desarrolla en dos planos: las esferas celestes de los arcontes o ángeles celestes protectores de los pueblos 2 y nuestra historia terrena. El vidente apocalíptico contempla, por decirlo así, las esferas celestes y obtiene un profundo conocimiento de la historia humana. Lo peculiar de este apocalipsis cristiano consiste en que no es atribuido a un gran personaje del Antiguo Testamento, como Henoc, Moisés o Elias. El autor se presenta como «Juan, hermano vuestro, que comparto con vosotros la lucha, el linaje real y la constancia cristiana» (1,9), como un «siervo de Dios» (1,1; 22,6); se trata evidentemente de un dirigente de la Iglesia, pues se sabe llamado y autorizado (10,7) a escribir a las iglesias; posee el carisma profético (19,10; 22,8) y dirige un mensaje a siete iglesias locales cuya sede metropolitana —valga la expresión— es Efeso, capital del proconsulado romano de Asia. Es curioso que este libro, dirigido en forma de carta a varias iglesias de Asia Menor, a pesar de ser conocido en toda la Iglesia hacia los años 120-150, fue aceptado como canónico antes en Occidente que en Oriente, donde no lo fue hasta el año 691 (sínodo Trulano). La redacción final del libro se suele datar entre los años 81 y 96 (hacia el final del mandato del emperador Domiciano), debido a que entonces se obligó a los cristianos a dar culto al emperador. Lo históricamente cierto es que el emperador Domiciano mandó erigir en Asia Menor templos para la celebración de dicho culto. Los cristianos se opusieron a tales prácticas (Ap 13,4.12; 14,9.11; 16,2; 19,20). Muy probablemente, el Apocalipsis se escribió en su forma definitiva tras la muerte de Domiciano, es decir, a comienzos del pacífico gobierno de Nerva (96-98). Al parecer, el plan original de la obra se limitaba a los siete sellos, tras los cuales debía ocurrir la manifestación de Dios, la resurrección y el juicio universal. En realidad, después del séptimo sello prosigue una serie de nuevas visiones: la de las siete trompetas y la de las siete copas. No aparecen, sin embargo, tres grandes elemento típicos de la expectación apocalíptica del fin del mundo: la intervención del profeta escatológico, la gran prueba final y la afluencia de los paganos a Jerusalén con el retorno de todos los judíos dispersos. Los hechos ocurridos en tiempos de Domiciano indujeron, sin duda, al autor a modificar su plan original. Debido a tales circunstancias, ve en Domiciano la figura bajo la cual se manifestará Satán al final de los tiempos. Lo que en un principio se consideraba un acontecimiento escatológico (el contenido del libro cerrado con los siete sellos) se convierte ahora en un hecho preescatológico. El tiempo final es 1
Jesús, la historia de un viviente, 109-113.
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inaugurado entonces con las figuras de Satán, del anticristo y del falso profeta, que son los adversarios de Dios, de Cristo y del profeta escatológico. Así resulta un esquema un tanto «dualista»; incluso la comunidad eclesial tiene un antagonista en la gran prostituta, la «ciudad terrena». Las siete cartas (2,1-3,22), algo desligadas de lo que es propiamente apocalipsis, fueron incluidas más tarde orgánicamente en el conjunto. Así, la oristofanía (que originariamente iba antes de 4,1) tiene ahora una doble función: con respecto a las siete cartas (1,9-11) y (siguiendo el proyecto original) también con respecto al apocalipsis de los acontecimientos escatológicos (1,19). Ap 2,1-3,22 perturba, pues, el significado peculiar de la cristofanía. La visión de la manifestación de Cristo estaba relacionada originariamente sólo con el apocalipsis, pero fue adaptada después y convertida en un encargo de exhortar a las siete iglesias de Asia Menor. Algunos intérpretes opinan que el autor del Apocalipsis es un judío, y no procedente de la diáspora. Pero esta hipótesis no puede apoyarse en el hecho de que el autor piensa evidentemente en hebreo y escribe en un griego bastante deficiente. Precisamente en los círculos apocalípticos se solía deformar intencionadamente la lengua griega (incluso la koiné del lenguaje cotidiano). Los apocalípticos son «exegetas» del Antiguo Testamento: no pretenden aportar nada nuevo, sino ver qué les dice el Antiguo Testamento acerca de los sucesos contemporáneos y escatológicos, combinando para ello diversos textos veterotestamentarios. Propiamente no citan textos del Antiguo Testamento, sino que piensan con ellos. La lengua griega utilizada por los judíos es para estos apocalípticos demasiado «vulgar» para expresar adecuadamente tales realidades excelsas y escatológicas. El único lenguaje adecuado es el «de Canaán». Los «barbarismos» semíticos que encontramos en el griego empleado por los apocalípticos obedecen no a una incapacidad, sino a una intención. Como cualquier otra obra apocalíptica, el Apocalipsis es un libro que habla de la resistencia espiritual de los cristianos; el autor quiere dar ánimo a los creyentes: Cristo vendrá pronto. Los tiempos escatológicos están a la vista. El Apocalipsis nace aproximadamente en la misma época que los grandes apocalipsis judíos: el cuarto libro de Esdras y el apocalipsis siríaco de Baruc. Todas estas obras surgen con el nuevo florecimiento de la antigua apocalíptica, a raíz de la persecución de judíos y cristianos en tiempos de Domiciano. A
autor (A. Feuillet); otros, en cambio, no ven en la obra ninguna incoherencia, sino una síntesis de los conceptos de Hijo del hombre, Mesías real y Siervo de Yahvé (cordero) (J. Comblin), mientras que otros autores, en fin, explican las incoherencias aduciendo la fidelidad del autor apocalíptico a las tradiciones veterotestamentarias, que no siempre resulta posible armonizar (H. Kraft). El género apocalíptico no admite fácilmente una sistematización lógica, pues tiene su propia lógica. El autor se inclina por una «cristología del cordero» (cf. infra). Cristo, muerto y exaltado, es ya Señor de la comunidad; a esto se contrapone una «cristología del Mesías» en el sentido nacionalista judío, una figura combativa que triunfa sobre todas las naciones. El autor encuentra esta última tendencia en sus fuentes veterotestamentarias (muy utilizadas por la exégesis intertestamentaria de la época) y la incluye en su obra, subordinándola a su propia «cristología del cordero». Es lógico, por tanto, que haya incoherencias. La apocalíptica judía palestinense tenía un carácter particularista y nacionalista, mientras que el judaismo de la diáspora era universalista. Estas tendencias, que no habían sido reducidas a una síntesis, pasaron al cristianismo primitivo. En el «libro de los siete sellos» aparece en primer plano la «cristología del cordero». En su primera aparición en el Apocalipsis, Jesucristo es presentado como «el testigo fidedigno, el primero en nacer de la muerte y el soberano de los reyes de la tierra» (1,5). El trasfondo de estos tres títulos parece ser el kerigma eclesial de la muerte de Jesús, de su resurrección de la muerte y de su exaltación a la derecha de Dios. El Apocalipsis aplica el término martys o «testigo» tanto a todos los que profesan la fe cristiana («todos profetizarán», Jl 3,1-6) como también, y sobre todo, a los profetas, del mismo modo que el título «siervo de Dios», con que se presenta el autor (1,1), se refiere tanto a los profetas carismáticos como a todos los cristianos. El título «siervo de Dios» se atribuía desde antiguo a los profetas (Am 3,7). Un profeta, en su calidad de «testigo», es (antes del exilio) más bien un «profeta de desventuras»; debido a ello, los padecimientos del profeta (en contraposición a los profetas taumaturgos) eran considerados como una legitimación de sus palabras proféticas. En el Apocalipsis, martys no significa propiamente «mártir», sino el «profeta doliente» (cf. infra la relación de este concepto con el de «cordero»). La expresión «testimonios de Jesús» remite precisamente a Jesús, el profeta doliente que ha dado testimonio de la resurrección universal mediante su muerte y resurrección. Este era el concepto que se tenía de «profeta» en la época del Nuevo Testamento. También la idea que el Apocalipsis tiene de «testigo» implica el sufrimiento profético y la fe en la resurrección (1,5; 3,14; 2,13; cf. 10,11 en relación con el profeta escatológico; también 17,6: la idea del asesinato de los profetas). Jesús entregó su vida en la cruz por el reino de Dios; por ello es el «testigo fidedigno». Jesús es también «el primero en nacer ( = primogénito) de la muerte», no en el sentido que esta expresión tiene en Heb 1,6, sino simplemente como «el primero en resucitar» (el Apocalipsis no habla nunca, salvo en 20,5.6, de «resurrección», sino de «el que estaba muerto y ahora está vivo de
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Los exegetas discuten sobre la relación que tienen dentro del Apocalipsis los conceptos «Hijo del hombre», «Mesías real» y «cordero», en el sentido del siervo de Yahvé de Is 53 o en el de cordero pascual. Unos atribuyen esta indeterminación a las diversas fuentes utilizadas por el Apocalipsis (U. Müller); otros, a los dos amanuenses que habrían ayudado al
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nuevo») (cf. Rom 8,29; Col 1,15.18). El título de «primogénito» (1,5-6) indica la relación de Cristo con la comunidad eclesial. El es Señor de la comunidad. El tercer elemento se refiere a la soberanía universal de Cristo. Es clara la reminiscencia de Sal 89,28: «Yo lo nombraré mi primogénito, excelso entre los reyes de la tierra». En este mismo salmo se habla también de «testigo fidedigno». El Apocalipsis no ve la exaltación de Cristo formalmente como una elevación por encima de los ángeles, como ocurre en la carta a los Hebreos, sino como una elevación por encima de los reyes y emperadores de la tierra, los cuales persiguen a la comunidad de Cristo y ejercen su poder sobre la misma (aunque el autor ve tras estos poderes terrenos que martirizan a los cristianos la acción de fuerzas demoníacas y satánicas, 17,18; 19,19; cf. 21,24). «Rey de reyes y Señor de señores» (1,4; cf. también 17,14 y 19,16) era un título que originalmente se atribuía a Dios (cf. Dt 10,17; Sal 89,28; 136,2-3; 2 Mac 13,4; y en la literatura intertestamentaria, por ejemplo, Hen 9,4; 63,4; 3 Mac 5,34. Lo encontramos también en otro texto del Nuevo Testamento: 1 Tim 6,15) 3 . Al igual que Dios, Cristo posee la basileia tou kosmou (11,15), es decir, ejerce de hecho el dominio sobre el mundo. Esos tres títulos (1,5) sintetizan el credo cristiano fundamental, actualizado en consonancia con una situación específica de persecución contra la Iglesia. Mediante su resurrección de la muerte, con la cual ha conseguido su propia comunidad, Cristo se convierte también en soberano universal, es decir, ejerce su soberanía universal sobre su comunidad eclesial que vive en la tierra y lucha contra las fuerzas del mal y su aliado, el Imperio romano. Este kerigma tiene el siguiente orden: muerte (expiatoria) de Jesús, constitución de Jesús como Señor de la comunidad y, finalmente, como Señor de la historia (1,5; cf. Ap 5). Este es, en mi opinión, un rasgo típico de la cristología de Asia Menor, presentada aquí, a diferencia de las cartas a los Efesios y Colosenses, en forma de drama apocalíptico. En la cristofanía descrita en 1,12-20, este testigo, Señor de la Iglesia y soberano del mundo, se aparece al autor como Hijo del hombre (llamado en 1,7 «el que viene entre las nubes», con una referencia consciente a Dn 7,13-15; 7,27; 10,5-6). Hijo del hombre es un concepto fundamental en la apocalíptica, y en el Apocalipsis —aun dentro de una interpretación cristiana— tiene el sentido propio de la apocalíptica judía. Aunque en Jesucristo son idénticos conceptos como Hijo del hombre, rey mesiánico y Siervo de Dios o cordero, el Apocalipsis los considera distintos y no mezcla nunca el concepto de «Hijo del hombre» con el de «Mesías» o el de «cordero». El «Hijo del hombre» no es, por tanto, el juez venidero, como tampoco lo es en el libro de Daniel, donde el juicio se reserva a Dios (cf. Ap 1,14.16). En el Apocalipsis, Cristo en cuanto Hijo del hombre actúa sólo como Señor y protector de la comunidad cristiana. En la cris-
tofanía de 1,12-20 aparece como Señor de la comunidad y así encarga al autor la tarea de enviar cartas a las comunidades cristianas. El Hijo del hombre aparece en medio de siete candelabros de oro (1,12; cf. la visión que tuvo Moisés de los siete candelabros, Ex 25,40; también Zac 4,2-6, en donde los candelabros representan al Espíritu Santo). Los siete candelabros simbolizan —según explica el autor (1,20; cf. 2,5)— las siete iglesias, «entre las cuales anda el Hijo del hombre». Quizá piensa el autor en el candelabro de siete brazos del templo (Ex 25; en Ap 11,1-2 el templo es «la comunidad»). Además, el Hijo del hombre sostiene en la mano derecha las siete estrellas (1,16), que son «los ángeles de las siete iglesias» (1,20). Difícilmente se puede concluir de esta imagen (como pretende H. Kraft) que los ángeles de las iglesias son mensajeros oficiales de las comunidades (emisarios y representantes de las iglesias filiales en la Iglesia metropolitana de Efeso). Son quizá verdaderos ángeles, arcontes, protectores de las comunidades, identificados al mismo tiempo con ellas. (Admitiendo esta identificación apocalíptica, no resulta ilógico que el Hijo del hombre mande al vidente que escriba a un ángel). Cristo es, pues, el Señor de los iconos celestes de las siete iglesias de la tierra. El vidente apocalíptico envía en nombre del Hijo del hombre o Señor de la Iglesia sus cartas a cada uno de los dirigentes (celestes) ele las siete iglesias, es decir, a toda la Iglesia (después del 70 el centro del cristianismo estaba en Asia Menor). El Apocalipsis describe al Hijo del hombre, por ser Señor de la Iglesia, también como sumo sacerdote (1,13; la idea aparece con menor claridad en Dn 10; Ex 28,4.27; Ez 9,2): lleva vestiduras sacerdotales y una faja dorada a la altura del pecho como los sacerdotes (no la faja de los nobles, como muchas veces se ha afirmado) 4. El Hijo del hombre de Daniel era claramente un personaje redentor; en el Apocalipsis dispone de los siete espíritus, o sea, del Espíritu Santo (1,13). El Apocalipsis acentúa así los rasgos sacerdotales insinuados en el libro de Daniel (Dn 10,5), si bien el autor, fuera de aquí, no muestra interés por el sacerdocio y el culto. La función judicial del Hijo del hombre mira sólo a la comunidad eclesial, no a los enemigos de ésta. También la espada de doble filo, símbolo del juicio (1,16; 2,12.16), indica el juicio sobre las iglesias (véase Is 49,2 y 11,4; 27,1; 34,5; 66,16). Finalmente, cuando el Apocalipsis vuelve a hablar del Hijo del hombre (14,14-20), éste aparece como el que reúne a los creyentes. En resumidas cuentas, el Apocalipsis utiliza «Hijo del hombre» en el mismo sentido que Daniel: el Hijo del hombre con «los santos del Altísimo» (Dn 7,13.18.27), con los cuales se identifica (es el sentido elástico, «colectivo» a la vez que «individual», del «Hijo del hombre» daniélico). Esto indica que para el autor el tema central es el futuro de la Iglesia. Todos los textos que no utilizan tradiciones anteriores judías y en los que el autor habla formalmente como cristiano (sobre todo 1-3; 5,1-14; 7,13-17; 14,1-5; 22,6-21, por citar sólo los fragmentos cristianos más importantes) se refieren a la comunidad eclesial: la promesa a los cristianos que han padecido martirio (7,13-17)
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«Rey de reyes» era (en el reino de los Aqueménidas) un título reservado al rey supremo neobabilonio.
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Josefo, Antiquitates, 3,154.159 y 171.
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que han sido sellados con el nombre del Cordero (14,1-5); la perseverancia de los cristianos (14,12-13); la comunidad, esposa del Cordero (19,7b-8; 21,9; cf. también todo el cap. 5; la promesa a los cristianos fieles, 22,7.12. 14.17, y las exhortaciones a las siete iglesias, 1-3). La cristología del Apocalipsis tiene una orientación eclesíológica.
una realidad. En el Apocalipsis no sólo el pueblo de Dios en su conjunto es «sacerdotal y real», sino también cada uno de los miembros de la comunidad. Los cristianos participan de la soberanía de Cristo gracias a su amor. En este punto el Apocalipsis está más cerca del paulinismo (por ejemplo, Rom 8,34-35; 2 Cor 5,14-15; Gal 2,20) que del joanismo, donde se subraya la reciprocidad del amor, y el amor de Cristo tiene un sentido más amplio (Jn 13,1) y no se centra tanto en la cruz (también Jn 15,13; 1 Jn 3,16). El Apocalipsis, en cambio, acentúa que la iniciativa del amor está en Cristo, lo cual es también joánico: «El nos amó (primero) a nosotros» (1 Jn 4,10 y 16). La comunidad cristiana, pueblo de Dios sacerdotal, realiza ya la visión del Antiguo Testamento: es un pueblo soberano, lo cual implica la caída de Satán y de sus aliados terrenos, a los que se opone la comunidad gracias «a la sangre del Cordero»: «Porque han derribado al acusador ( = Satán) de nuestros hermanos, al que los acusaba día y noche ante nuestro Dios; ellos lo vencieron con la sangre del Cordero y con el testimonio que pronunciaron sin preferir la vida a la muerte» (12,10d-ll). Cristo triunfa ya, en la dimensión de nuestra historia terrena, sobre Satanás y el emperador, porque los cristianos se niegan a dar culto al emperador y ellos mismos, dando testimonio de Dios (de su soberanía exclusiva) con su martirio, triunfan sobre el mal. Cristo ejerce su soberanía sobre el mundo por medio de la Iglesia. Gracias a la muerte y exaltación de Jesús, Satanás ha sido arrojado del cielo (12,12) y ahora vaga errante por la tierra (una imagen apocalíptica) y persigue a la Iglesia. Esta, sin embargo, resiste, es decir, triunfa, si bien como testigo sufriente, en virtud del testimonio cruento de Jesús. Existe, pues, una relación entre Cristo «Señor de la comunidad» (Hijo del hombre) y Cristo «rey de reyes» (rey mesiánico). El factor que une ambos conceptos es el concepto de «Cordero». ¿Qué entiende el autor por arnion, «cordero»? Este título aparece en veintiocho ocasiones, si bien no se trata de un título mesiánico del primer judaismo. Arnion significa propiamente «corderino» (diminutivo de aren) y «carnero» y también «ariete», pero con el tiempo adquirió simplemente el significado de «oveja» o «cordero». La apocalíptica tiende a presentar las figuras escatológicas en forma de animales, de acuerdo con sus propiedades particulares y características. En el Apocalipsis, el Cordero apocalíptico se contrapone a la Bestia, el Imperio romano (Ap 12-14). Teniendo que presentar a Cristo en forma de animal apocalíptico distinto de las restantes figuras apocalípticas, una imagen muy adecuada era la del «cordero». Al analizar anteriormente el Evangelio de Juan, dijimos que el cordero era un símbolo veterotestamentario del sufrimiento del débil e inocente y que ese nombre se aplicó de hecho a los profetas y testigos, y muy probablemente también al profeta escatológieo mosaico. La identificación de Jesús con el cordero inocente inmolado en sacrificio adquirió un significado realmente mesiánico desde el momento en que Jesús fue reconocido como el Mesías. El Evangelio de Juan llega a identificar al pastor con su sebaño, un buen pastor que da su vida por las ovejas, el rebaño de Yahvé. Surge así el concepto
La obra salvífica de Cristo en favor de su comunidad presenta una triple perspectiva. Jesucristo es «el que ama» a la comunidad (1,5-6). De este amor proceden los dos dones que él ha otorgado a la comunidad (cf. 3,9; 3,19 y quizá 20,9): a) la redención por medio de su sangre, y b) el traspaso de la soberanía de Jesús a la comunidad cristiana (l,5b-6). a) La muerte de Jesús es vista como una victoria sobre Satán y la muerte y, por tanto, como perdón de los pecados: rescate con la sangre de Jesús (veremos con más detalle esta idea en la síntesis). Jesús ha liberado a su comunidad, la ha rescatado de la tierra (14,3), liberándola así del dominio del diablo (cf. también 5,9; 7,14; 12,11; 14,3-4). Se trata del perdón de los pecados, pero también de la libertad para oponerse a la divinización absoluta del poder imperial en el mundo. El Apocalipsis distingue tres aspectos en la redención: triunfo sobre la muerte (esphages), redención (egorasas) y constitución como pueblo de Dios sacerdotal (epoiesas basileian) (5,9-10). Al igual que en la carta a los Hebreos (cf. Rom 3,25; 5,9; 1 Cor 11,25; Ef 2,13), la expresión «su sangre» (probablemente un tema comente en la tradición eucarística cristiana) indica el valor expiatorio de la muerte de Jesús. Los creyentes son, según esto, «primicias de la humanidad para Dios y el Cordero» (14,4), que «han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero» (Ap 7,14) y llevan en Cristo nuevas «vestiduras blancas» (también 6,11; 7,9.13; 22,14). Esto es una realidad no sólo escatológica (3,5; 6,11), sino también presente (3,4; cf. 3,18; y 7,14, que no se refiere sólo a los «mártires perfectos», sino a todos los miembros de la comunidad). Esta vestidura blanca, que se llevaba realmente para el bautismo cristiano, es la purificación de los pecados. De ahí la bienaventuranza: «Dichosos los que lavan su ropa» (22,14); ello da derecho a la ciudadanía escatológica celeste (22,14b). También en Ex 19,10.14, «lavar la ropa» constituye un elemento intrínseco de la santificación. El Apocalipsis no piensa —como, por ejemplo, la carta a los Hebreos— en categorías cultuales. El autor no une la muerte al concepto de «Hijo del hombre», sino normalmente al título cristológico de «Cordero», con el que se relacionan también otros acontecimientos de Cristo (cf. 7,14; 7,17; 12,11; 13,8; 14,1.4; 15,3; 19,7.9; 21,9.27). La muerte salvífica de Jesús constituye, pues, el fundamento de este Apocalipsis cristiano. b) En virtud de esta «muerte por amor», los cristianos son «linaje real y sacerdotes para su Dios y Padre» (1,6; cf. 5,9-10; 20,6; 7,15 con 1 Pe 2,5-9, el único texto neotestamentario en que Ex 19,6 se aplica a la comunidad cristiana). Según Ex 19,6, el objetivo de la alianza es establecer un reino de sacerdotes. El autor del Apocalipsis se refiere directamente a Is 61,6; pero lo que en Isaías es escatológieo, en el Apocalipsis es ya
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de «cordero de Dios», que quita no sólo el pecado de Israel, sino también el del mundo s . También en el Apocalipsis, «el Cordero» por antonomasia tiene un sentido mesiánico. Cuando «el Cordero» aparece por primera vez en el Apocalipsis, se dice de él que «estaba como degollado» (5,6), y en 5,12 se habla del «cordero que está degollado» (también en 13,8). El término hos («como») —cf. «como un Hijo del hombre» (Dn 7,13)— es simplemente una figura estilística utilizada en la apocalíptica para expresar realidades «celestes» que el hombre no es capaz de entender. Así, la muerte expiatoria de Jesús es para el autor el punto central del título cristológico de «cordero». En virtud de esta muerte, las cristianos han llegado a ser «pueblo de Dios», del mismo modo que Israel, por medio del éxodo de Egipto —celebrado en la Pascua—, se convirtió en el pueblo de Dios (es significativo que Moisés sea llamado en 15,3 «siervo de Yahvé»). Dios rehabilita al siervo doliente: «Tus justas sentencias se han promulgado» (15,4c; en el cántico de Moisés, Ex 15,1). En Jesucristo confluyen los títulos de Moisés, siervo de Yahvé, profeta doliente, profeta escatológico y cordero inmolado. Jesús, cordero que ha entregado su propia vida por los suyos, Hijo del hombre que, exaltado junto a Dios, es ahora Señor de la Iglesia, es también Soberano universal: debido precisamente a lo que él ha hecho con su muerte por el pueblo cristiano de Dios, recibe de Dios la soberanía universal sobre el mundo (l,17b-18). Además de tener en su diestra las siete estrellas —las comunidades cristianas—, Cristo posee los «siete espíritus de Dios»: «Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas» (3,1; cf. 4,5; 5,6 y 1,4). En 4,5 y 5,6 vemos que estos espíritus son siete ángeles que están al servicio de Cristo, originariamente quizá los siete asistentes al trono de Dios, los arcángeles (cf. 1,4; Tob 12,15), pero el Apocalipsis se refiere simplemente al «Espíritu Santo», con sus siete dones (cf. Zac 4,2-6; Is 61,1-2 [gr.]; si bien, debido a las tradiciones utilizadas, las dos concepciones se muestran todavía un tanto oscilantes. Dios es tan trascendente que sólo se puede hablar de él recurriendo a seres excelsos, celestes). En 1,4 encontramos una fórmula «trinitaria»: «Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, de los siete espíritus que están ante su trono (obviamente, el Espíritu Santo) y de Jesucristo»; éste es el orden más antiguo en las fórmulas trinitarias. En el Apocalipsis hay también otras fórmulas «ternarias», como Dios, Cristo, ángeles (3,5). Al igual que Dios, Cristo tiene a su servicio a «los siete arcángeles». Otorga a los cristianos el Espíritu de Dios. En 5,6 (Zac 4), el Cordero de siete ojos simboliza a «los siete espíritus de Dios enviados a la tierra entera», es decir, a servidores de Cristo: Cristo actúa en la tierra a través de su Espíritu. Esto supone que la «fuerza divina» ha sido transmitida a Cristo: él es Señor de la acción salvífica de Dios en el mundo. En 6,10, el autor llama a Dios «el Soberano, el Santo y Veraz», y en 3,7 llama a Cristo «el Santo y Veraz». Ningún texto judío llama «el Santo» al Mesías. Sólo Dios es «el Santo» (Is 40,25; Jl 6,10; Hab 3,3; cf. Is
1,4; 41,14). El Apocalipsis aplica este nombre divino a Cristo, quien recibe además el título de «principio (arche) de la creación» (3,14; cf. arche en 21,6 y 22,13). Esta expresión puede significar «primicia de la creación» o bien «mediador de la creación» (por ejemplo, Prov 8,22; Sab 6,22; 9,2; Eclo 24,9; también Col 1,15-17). Es de notar que el autor dirige estas palabras a la comunidad de Laodicea, que tuvo contactos con el paulinismo. Ateniéndonos al Apocalipsis, es difícil determinar si el autor se refiere también a una función mediadora en la creación; el carácter eclesiológico de las siete cartas parece apuntar más bien al sentido de «primicia de la creación» (lo cual se corrobora por el hecho de que el autor reserva el nombre de «Señor universal» [pantokrator] exclusivamente a Dios; cf. infra). De ahí que no pase de simple hipótesis la pretensión de leer, en vez de amen (Is 65,16), amon, que en lenguaje sapiencial significa «consejero en la creación» y, por tanto, mediador de ella. También en el libro de Henoc el Hijo del hombre es anterior a todas las criaturas, pero no tiene una función mediadora en la creación6. La preexistencia es aquí escatológica: Cristo exaltado es el primero y la cabeza de la creación. No es sólo «amén» y «primicia de la creación», sino también «Alfa y Omega»: las fórmulas triádicas, utilizadas constantemente en el Apocalipsis, denotan una influencia griega; en el primer judaismo servían para expresar la eternidad de Dios por encima del presente, del pasado y del futuro. Cristo es aquí «el primero y el último» (cf. 1,17; 22,13). La versión griega de Isaías elimina siempre «el último» cuando el texto hebreo habla de «el primero y el último» (Is 41,10.14; 43,1.5; 44,2). Un judío griego no podía llamar a Dios «el último», dado que «último» es esencialmente un concepto temporal (el texto griego de Job 19,25 traduce el término hebreo «el último» por «el eterno»). En cambio, una mentalidad hebrea y cristiana no encuentra ninguna dificultad en ello. Tal mentalidad presupone la idea de que nuestra historia tiene un final, un objetivo hacia el que se orienta, y todo el proceso, de principio a fin, está en las manos de Dios y también en las de Cristo. En 1,17-18, a la expresión «principio y fin» siguen las palabras: «el que vive. Estuve muerto, pero como ves estoy vivo por los siglos de los siglos». También «el que vive» es un predicado divino (Sal 42,3; 84,3; Jos 3,10; cf. Dt 32,40; Dn 4,31 y 12,7). Sin embargo, en el cristianismo primitivo y en el judaismo el concepto «vida» expresaba el conjunto de los dones escatológicos de la salvación (cf. Jn; Ap 2,7; 2,10; 3,1; 7,17). Cristo posee plenamente los dones escatológicos, «los siete espíritus»; él es «el que vive» y tiene, por tanto, las llaves del reino de la muerte (1,18b), que en el Antiguo Testamento era un poder reservado exclusivamente a Yahvé (1 Re 2,6; Sab 16,19; Job 13,2). Uno de los últimos acontecimientos escatológicos será la aniquilación «de la muerte y el abismo» (20,14). En la carta a la Iglesia de Filadelfia se dice que Cristo, el Hijo del hombre, tiene la llave de David (3,7). En Is 22,22, el mayordomo de la 6
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H. Kraft, Die Offenbarung, op. cit., 107-110.
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S. Mowinckel, He that Cometh (Oxford 1956) 372 (ed. española: El que ha de venir, Madrid 1975); Strack-Billerbeck, I, 85. 28
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corte tiene la llave de oro, que es un signo de la autoridad real de David; él posee la facultad de «cerrar y abrir». Este «tener las llaves» significa que Cristo posee autoridad para admitir o excluir a alguien del reino de Dios (cf. 3,8) (en el Nuevo Testamento se trata del poder para admitir o excluir a alguien del bautismo; cf. Mt 16,18.19 y Hch 8,20-25). Debido precisamente a que Cristo, Señor de la Iglesia, tiene el poder de las llaves, ni la muerte ni el infierno podrán nunca prevalecer sobre la Iglesia. Sólo en un pasaje, en una cita de Sal 2, el Apocalipsis llama a Cristo «Hijo de Dios» (2,18; cf. 2,26-27). Pero, por otro lado, Dios es llamado «Padre» únicamente en relación con Cristo (1,6; 2,28; 3,5.21; 14,1). Esta «reserva» en el empleo del título «Hijo de Dios» se explica quizá por el hecho de que el autor utiliza tradiciones judías: el judaismo no considera «Hijo de Dios» como título específicamente mesiánico. En un contexto propiamente apocalíptico el Ungido mesiánico del judaismo aparece «envuelto en un manto teñido de sangre» (19,13). Esta sangre no es la del Cordero, sino la que ha teñido las vestiduras del Mesías en el combate que éste ha sostenido. El nombre de este combatiente mesiánico es «Palabra de Dios». Esto significa que en él se hace visible la acción triunfante de Dios. «Palabra» no es aquí el nombre o la «persona» de Jesús, sino una denominación; en el texto se dice kekletai, «así lo llaman» o «éste es el nombre que recibió al ser exaltado junto a Dios»; él es, pues, «rey de reyes» (19,16). Tiene también el significado de «testigo fidedigno». En 1,2.9; 6,9 y 20,4, el título «Palabra de Dios» está unido siempre a «los testimonios de Jesús» (martyria Iesou). A diferencia del Evangelio de Juan, «Palabra de Dios» no tiene en el Apocalipsis un sentido absoluto. Cristo, en cuanto persona concreta, es la manifestación de la actividad salvífica de Dios, la revelación de Dios. Nunca se atribuye al Logos de Dios, como se hace en el cuarto evangelio, el papel de mediador en la creación. Cristo, en cuanto Palabra, es en el Apocalipsis el único portador de la revelación de la salvación. El título de Kyrios, Señor, que se atribuye a Dios trece veces, es aplicado en ocasiones a Cristo (11,8; 14,13; 22,20.21; en 11,4 no está claro si el texto se refiere a Dios o a Cristo). Es significativo, no obstante, que este título, dado a Cristo por el cristianismo primitivo, aparezca propiamente sólo en una fórmula tradicional. En la parte realmente apocalíptica del libro, únicamente Dios recibe el nombre de «Señor». El autor conoce también la fórmula tradicional maranatha (erchou Kyrie Iesou, «ven, Señor Jesús») (22,20.21). Y reserva a Dios el nombre de Kyrios en un sentido incluso antiimperial. Si Domiciano se hacía llamar «Señor y Dios nuestro» 7, el Apocalipsis llama a Dios ho Kyrios kai Theos hemon, «Señor y Dios nuestro» (4,11). Aunque el Apocalipsis aplica a Cristo diversos predicados divinos, su autor se muestra muy reservado con ciertos nombres de Dios. Solamente Dios, no Cristo, es el pantokrator, «el soberano de todo» (1,8 y otras ocho veces). En los LXX, pantokrator es siempre la traducción del hebreo «Dios
de los ejércitos» (Deus Sabaot), predicado divino utilizado por los profetas posteriores. En ningún caso recibe Cristo el nombre de pantokrator, Señor del universo. Dios es el único creador y en su acción creadora no cuenta con ningún mediador. Pero Cristo está por encima de todo lo creado, incluidos los ángeles. Y esta excelsa posición la obtuvo al ser exaltado después de su muerte. Su reino —«ha recibido su autoridad del Padre» (2,28)— se extiende, en el orden de la salvación, a su comunidad y a todos los pueblos. Solamente Dios es «el que es y era y ha de venir» (1,8; 4,8c). Según algunos exegetas, este atributo divino fue elegido intencionadamente en contraste con la divisa del Ñero reáivivus: «era y ya no es y volverá» (cf. infra la síntesis sobre la Iglesia y la autoridad del Estado). Se creía que Nerón, ya muerto, seguía viviendo en algún país de Oriente, del que regresaría con un ejército para castigar a Israel y reinar triunfante en Jerusalén. Nerón se convirtió finalmente en el antimesías escatológico y, para los cristianos, en el anticristo: Satanás bajo la forma de Nerón. Esta leyenda romana, judaizada y aceptada también por los cristianos, tiene indudablemente un papel en el Apocalipsis (cf. 17,8; 13,3.14). Ello indica que el Apocalipsis está interesado por la Iglesia frente al poder imperial que la persigue. El mundo y las comunidades están ya sometidos a Cristo en razón de su muerte expiatoria. ¿Quién es este «Cristo» en el Apocalipsis? Llama la atención que este libro nunca emplee el nombre de Jesús como sujeto del verdadero drama apocalíptico. En ocho ocasiones emplea el autor este nombre sin ningún elemento adicional (y siempre en genitivo). Cristo es Jesús, cuya venida aguarda ansiosamente la comunidad (1,9; 14,2; 17,6), en el que se espera y confía con fe y del que se da testimonio incluso con la muerte (1,9; 12,17; 19,10; 20,4). En todos los casos, Jesús es objeto de una acción de la comunidad. Cuando Cristo actúa, el Apocalipsis no emplea nunca el nombre de Jesús. Fuera del gran bloque apocalíptico de la obra, donde el sujeto agente es «Jesucristo», él aparece siempre como el que revela (1,1), promete a los discípulos la paz y la gracia (1,5; 22,21) y ha de venir muy pronto (22,20). Esto indica que los conceptos utilizados en el gran bloque central, apocalíptico, de la obra tienen en su significado formal un carácter veterotestamentario y judío: se refieren al Cristo o Ungido. En su condición de conocedor de ia Biblia, el autor pretende claramente aplicar una serie de conceptos judíos a Jesucristo; dicho con otras palabras: hace un intento personal de interpretar cristianamente la apocalíptica judía (a veces incluso algunas piezas tradicionales, como es el caso de Ap 12). Desde el punto de vista metodológico, esto significa que el Apocalipsis cristiano debe ser interpretado primariamente desde unos presupuestos veterotestamentarios y judaicos de cuño clara y netamente apocalíptico.
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Suetonio, Domitianus, 13: «dominus et deus nos'ter».
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Estos títulos gloriosos de Cristo no agotan ni expresan el ser de Cristo, cuyo auténtico nombre no se manifestará hasta la parusía y la revelación piona de Dios. Ya en 3,12, el autor pone en labios del Hijo del hombre: «(¡i-abaré en él el nombre de mi Dios, el nombre de la ciudad de mi Dios,
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la nueva Jerusalén que baja del cielo de junto a mi Dios y mi nombre nuevo». Pero no se dice cuál es ese nombre nuevo. Es claro que ni el vidente lo conoce. También en 19,12 se dice de Cristo victorioso: «Ceñían su cabeza mil diademas y llevaba grabado un nombre que sólo él conoce». Los cristianos lo llamamos ahora «Palabra de Dios», pero ése no es aún su nombre definitivo, el cual será revelado en la parusía. La persona y el nombre son una misma cosa. El Apocalipsis deja expresamente intacto el misterio de la identidad escatológica de Jesús. Esta no se manifestará hasta que la revelación alcance su plenitud. Tampoco el vidente apocalíptico sabe nada de ese «nombre nuevo». El ser más profundo de Jesús nos está todavía oculto. Sabemos solamente que él nos ha traído la salvación de parte de Dios; esto es lo que experimenta la comunidad de Cristo. Aún no conocemos su verdadero nombre, el nombre que es una sola cosa con su persona. Sabemos solamente que él nos revela a Dios. El autor quiere decir, evidentemente, que el ser de Cristo está íntimamente unido al ser de Dios. La parusía nos mostrará el «cómo». Seamos, pues, humildes, no por «minimismo» (el autor deja entrever una realidad mucho más grandiosa de lo que podríamos suponer con estos títulos gloriosos), sino por respeto religioso y, sobre todo, porque la revelación de Dios no será definitiva más que en la parusía. Y no podemos adelantarnos a ella.
pretérito el fundamento dogmático (cristológico) de «lo que va a suceder después» en su orden exacto (1,20). La muerte de Jesús, fundamento de su exaltación y soberanía escatológica, constituye el núcleo dogmático de esta visión. (También en Ap 12 un hecho pasado, concretamente el nacimiento y la vida de Jesús, es el contenido de una visión apocalíptica). El fundamento de la soberanía universal de Cristo es que «ha vencido el león de la tribu de Judá, el retoño de David; él abrirá el rollo y sus siete sellos» (5,5). En 5,9 se precisa en qué consiste esta victoria (enikesen): «Con tu sangre los has adquirido para Dios». Jesús es Señor de la historia porque con su muerte ha adquirido una comunidad de entre todas las naciones y lenguas (5,9). El rescate de la comunidad por Jesús es también su triunfo; su propia muerte es la victoria; él es «el vencedor» (Ap 2 y 3), y lo es en cuanto «león de la tribu de Judá» (Gn 49,9) a la vez que virga Jesse o «retoño de David» (Is 11,10). (La apocalíptica judía —por ejemplo, 4 Esd 12,31-32— llama al Mesías «león de la estirpe de David»). Cristo, vencedor mesiánico, cumple las promesas del Antiguo Testamento. El empleo del término «victoria» en relación con la muerte expiatoria de Jesús se funda, al parecer, en la concepción que el primer judaismo y el cristianismo primitivo tenían del mundo como zona de influencia de Satanás en su lucha contra Dios y su pueblo. La victoria sobre el mundo es, al mismo tiempo, un entrar en la zona de influencia de Dios, es la garantía de la victoria histórica en el combate escatológico de Satanás contra Dios. En el cielo, en cambio, esa victoria se da con la muerte de Cristo en la cruz. La apocalíptica es siempre interpretación de la historia: pasado, presente y futuro; el presente es en ella la época inicial que precede inmediatamente a la escatológica. Cristo, por ser Señor de la comunidad, es para los creyentes la fuerza que, en el presente de la comunidad, determina todas las cosas. El Apocalipsis presenta esta visión antes de hablar del acontecer terreno: la vida pasada de Jesucristo es determinante para lo que acontece en el presente. El «libro de la historia» es el símbolo apocalíptico de la soberanía universal de Cristo. Es posible que este «libro» sea un documento tal como se confeccionaban en la antigüedad: en doble copia, de modo que el texto escrito en la parte interna está sellado, mientras que el duplicado, escrito en la parte externa, carece de sellos 8 . De cualquier forma, esto carece de importancia en el caso del Apocalipsis. El autor piensa en el «libro sellado» de Is 29,11-12: «Cualquier visión se os volverá como el texto de un libro sellado: se lo dan a uno que sabe leer, diciéndole: Por favor, lee esto. Y él responde: No puedo, porque está sellado». Se trata de la teoría veterotestamentaria de la «obstinación». Debido a su pecaminosidad, ningún hombre entiende el designio de Dios y su gobierno en el mundo. Nadie está abierto a las profecías (veterotestamentarias): todas ellas están consignadas en el libro de los siete sellos, que sólo el exegeta carismático, el vidente, es capaz de entender. Este comprende lo que los profetas han querido decir y lo que han preanunciado sobre los aconteci-
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Tras los mensajes dirigidos a las siete iglesias de Asia Menor, el autor nos ofrece una interpretación apocalíptica de la historia. El vidente contempla las esferas celestes. Lo primero que ve es la liturgia celeste, en la que toda la corte celestial proclama a Dios pantokrator (4,8), creador del universo (4,11). Lo que en otros lugares del Nuevo Testamento recibe el nombre de «designio de Dios» es expresado aquí en términos apocalípticos: el himno de alabanza al Dios creador, que tiene en su mano el mundo y la historia. Sólo entonces se explica el objetivo final del plan divino de la creación: entonces aparece el Cordero glorificado. Ap 5 expone en forma de grandiosa visión lo que en otros lugares del Nuevo Testamento se expresa en forma de profesión de fe y de himno: la glorificación de Jesús después de su muerte. Cristo ha vencido y por ello tiene poder para abrir el gran libro de la historia, del acontecer apocalíptico. El es el Señor de la historia. El vidente contempla su entronización. En medio del consejo celeste, el Cordero «toma» el poder de la diestra del que está sentado «invisiblemente» en el trono (5,7), y todos lo aclaman (5,9-12); a esta aclamación se unen todas las criaturas (5,13). (Esta visión dice lo que en otros lugares hallamos en forma de citas hímnicas; por ejemplo, Flp 2,9-11 y 1 Tim 3,16). Comienza así (tras la cristofanía de 1,9 y 19, separada de 4,1 por las cartas) el relato de la visión apocalíptica, que se desarrolla en las esferas celestes. Ap 5' ofrece, por decirlo así, en
' O. Roller, Das Bucb mit sieben Siegeln: ZNW 36 (1937) (98-113) 100-107.
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mientos escatológicos. La cristofanía era necesaria: el Señor de la historia otorga este conocimiento al vidente; el autor nada puede entender por sí mismo. Sus visiones están llenas de retazos del Tenak, de la palabra de Dios. En su calidad de vidente, es el exegeta de las profecías veterotestamentarias. El Cordero «con siete cuernos y siete ojos» (5,6), es decir, con la plenitud de la fuerza y la sabiduría, es el único digno de abrir este libro. El vidente se limita a mirar. Así resulta claro también el contenido del libro sellado. Sería un error considerar este libro, según pretende O. Roller, como un pagaré (similar al recibo de que se habla en Col 2,13-15). La deuda, en efecto, está ya saldada por la muerte de Cristo, con lo cual se cumple la condición para poder abrir el libro: el perdón de los pecados otorgado a la comunidad mediante la sangre del Cordero (5,9-10). El libro sellado no puede ser, por tanto, un pagaré. ¿Por qué temen tanto los miembros de la corte celestial que no haya nadie capaz de abrir los sellos? Precisamente porque esperan con anhelo el final de la historia luctuosa de la humanidad, es decir, a alguien que sea digno de abrir el libro. Según la lógica apocalíptica, los acontecimientos escatológicos se realizan siguiendo un orden y un esquema determinados. Los dolores escatológicos no pueden comenzar antes de ser anunciados: un acontecimiento condiciona al otro (a esto alude 2 Tes 2,5-8 con su katechon: lo que frena la llegada del anticristo). No pueden comenzar los acontecimientos escatológicos si antes no se rompen los sellos del escrito que los contiene. El Cordero recibe el libro: Cristo es el Señor de la historia en virtud de su exaltación tras la muerte. Con la apertura del libro —se van abriendo los sellos uno tras otro—, la historia se hace escatológica para consuelo de la comunidad perseguida y sufriente que ahora se encuentra a las puertas del tiempo final: ¡Cristo viene! ¡Maranatha! Los acontecimientos escatológicos constituyen, pues, el contenido del hiblion sellado: «lo que va a suceder después de esto» (meta tauta, 4,1; concretamente, lo expuesto en 6,1-22,5). La posesión del libro es, al mismo tiempo, símbolo de la soberanía universal de Cristo (cf. 5,9 con 5,12). Ap 5 es, a fin de cuentas, una celebración doxológica de la supremacía del Cordero: él tiene en sus manos la llave de la historia, pues ha cancelado todas las culpas con su sangre. Por él, una historia de lágrimas se convierte en un acontecimiento en el que Dios enjugará todas las lágrimas (7,17c; 21,4). Siempre que el autor habla de la soberanía universal de Cristo, tal dominio va unido a su condición de Cordero (junto al bloque de textos que habla del «Mesías judío»). Este Cordero no es sólo sujeto de la exaltación (como sostiene Tr. Holtz), sino que en el Apocalipsis aparece en la misma medida como inmolado y como exaltado. El concepto de «Cordero» implica su exaltación (lo mismo ocurre con el Siervo de Dios, doliente y exaltado). De ahí que, debido a la inmolación y exaltación del Cordero, se pueda decir a continuación: «Tú hiciste de ellos linaje real y sacerdotes para nuestro Dios, y serán reyes en la tierra» (5,9.10). El siervo del Deuteroisaías, el cordero, es al mismo tiempo un sujeto «colectivo» e «individual», como el hijo del hombre: hijo del hombre y «pueblo de los santos
del Altísimo». Todo esto corrobora la idea (típica de la teología de Asia Menor) de que Cristo, Señor de la comunidad, extiende su autoridad a toda la historia humana. La idea de la apocalíptica judía sobre la historia —que gira en torno al «pueblo de Dios»— adquiere en el Apocalipsis una dimensión eclesiológica, y la historia universal se contempla siempre desde la Ekklesia; el Apocalipsis «cristianiza» el núcleo de la apocalíptica judía. «El pueblo de Dios» (sin contraposición alguna entre Israel y la Iglesia) es para el Apocalipsis simplemente el pueblo que Dios ha adquirido para sí mediante la muerte de Cristo (5,9). Precisamente la constitución de este pueblo de Dios por obra de Jesús, por medio de su muerte, cumplimiento de la antigua promesa, constituye la condición previa para la entronización de Cristo como soberano universal; esta soberanía se manifiesta ya provisionalmente en la participación de los cristianos en ella (5,10; cf. 1,6; 7, 1-17; 14,1-4): en la resistencia que los cristianos oponen a las fuerzas del mal. Esto justifica ya el himno universal de alabanza y de acción de gracias, máxime teniendo en cuenta que han sido llamados cristianos «de toda nación y raza, pueblo y lengua» (7,9; cf. 10,11; 13,7; 14,6; 17,15). Los cristianos «serán reyes en la tierra» (5,10). La apertura del primer sello muestra ya que la Iglesia, «las doce tribus de Israel», está en el centro de la soberanía universal de Jesús (7,1-8). Dado que Cristo ha sufrido una muerte expiatoria y ha adquirido así un pueblo de Dios, es aclamado como Señor del mundo y de la historia. La soberanía universal de Cristo, que hace libres a todos los hombres, se lleva a cabo con la misión de la Iglesia en el mundo; en el Apocalipsis, esta misión no se concreta tanto en la predicación por medio de la palabra, del kerigma o evangelio, cuanto en la predicación por medio de la praxis evangélica de oponerse al poder absoluto del emperador. La comunidad cristiana ejerce su soberanía —de momento, en la dimensión de la historia— oponiéndose como testigo doliente al absolutismo imperial. Esta idea, en distintas circunstancias de la comunidad, no es ajena a Ef 2,14-18 ni a Mt 28,18-19, donde se da a Jesús plena autoridad, razón por la cual la Iglesia es enviada al mundo. En el Apocalipsis, el acontecimiento mesiánico —Cristo— no es el ésjaton de los tiempos, sino el centro de nuestra historia real, cuyo significado no se manifestará hasta que llegue ese ésjaton, en la parusía. Se trata de una concepción específicamente cristiana, no judía, del mesianismo, si bien el autor del Apocalipsis considera que ese «centro» es el preludio de los últimos tiempos. Así encuentra espacio la dura y progresiva realidad de la historia terrenal. El Cordero tiene «siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios» (5,6), la fuerza y la sabiduría del Espíritu Santo. Por medio de la resistencia que la comunidad opone con sus mártires, Cristo gobierna ya en el mundo con el poder de Dios. Gracias a la muerte de Jesús, Satanás ha sido derrotado en el cielo y arrojado de él, pero ahora lucha en la tierra contra el pueblo de Dios rescatado por Cristo. Según Ap 5, esta victoria de Cristo es contemplada en visiones proféticas. Primero se celebra doxológicamente el triunfo definitivo del Cordero (a la vez que se aclama a Dios); Cristo ha adquirido con su muerte y exal-
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tación un pueblo de Dios real y sacerdotal (5,9). Este acontecimiento ya realizado es reconocido por toda la creación con un «amén» universal (5, 13). No es preciso ni posible buscar cronologías exactas en un apocalipsis. Lo que éste busca es el sentido radical y último de la historia. Aunque el vidente puede detener la vista en las esferas celestes, el apocalíptico sabe demasiado bien lo que le sucede al pueblo de Dios en la tierra. Si bien el gobierno celeste de Cristo, Señor de la Iglesia, consiste primariamente todavía, durante este primer eón, en la resistencia de la Iglesia en la tierra, los acontecimientos celestes y los terrenos discurren inevitablemente entremezclados. Precisamente eso es apocalíptica. Por un lado, Cristo «ha vencido» {5,5); por otro, se afirma que «combatirán contra el Cordero, pero el Cordero los vencerá porque es Señor de señores y Rey de reyes, y los llamados a acompañarlo son escogidos y fieles» (17,14). Esta dialéctica apocalíptica está presente a lo largo de todo el libro del Apocalipsis. Por medio de su Iglesia, Cristo ejerce ya ahora su dominio sobre el mundo, pero cuando llegue la parusía tendrá un dominio directo sobre todas las cosas, y su comunidad seguirá también entonces en el centro: participa de la soberanía. En el tiempo, la Iglesia se halla bajo el signo del «ya» y «todavía no». Es perseguida por enemigos, como queda claro al abrir los sellos del libro. Enemigos de toda clase atacan a la comunidad de Cristo. La Iglesia sufre persecución. Al abrir el quinto sello, se ve que muchos mártires esperan en el cielo con anhelo al final de todas las pruebas y claman a grandes voces a Dios para que vengue tanta sangre derramada (6,10; cf. Sal 79,5.10). Cada uno de ellos recibe una vestidura blanca, pero se les dice que deben tener calma «todavía por un poco» (6,11): han de venir más mártires (6,11c). Para el vidente está claro que aún tiene que acontecer en la tierra la gran prueba escatológica. La conclusión es obvia: los mártires ya caídos son aquí los del Antiguo Testamento. Estos pertenecen ya a la «historia celeste» y comprenden su sentido (7,14-17). Al abrir el sexto sello (6,12-17), queda claro que también la historia terrena ha alcanzado su cénit (6,127,17). Pero, antes de que se produzca el golpe decisivo, hay que dilucidar —de una forma apocalíptica, para consuelo y exhortación de la comunidad— quiénes son los salvados. De ahí la visión de los siervos de Dios marcados con el sello. El autor ve a los salvados por Cristo como un pueblo de Dios sacerdotal. El «sello» de los marcados tiene este mismo sentido. El sumo sacerdote llevaba una especie de pectoral con sellos, en los que estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (Ex 28, 11.21; 39,6.14 = 36,13.21 [LXX]). «En la parte delantera del turbante» (Ex 28,37), es decir, en la frente, llevaba además otro sello, en el que estaba grabado: «Consagrado al Señor» (Ex 28,36; cf. Ez 9,34). El autor se refiere, pues, al resto santo de Israel, equiparado al «pueblo de Dios sacerdotal» cristiano. De entre las distintas listas de las doce tribus de Israel (Gn 49,1-28; Nm 13,4-16; Ez 48; Dt 33,6-29; 1 Cr 2,1-8,40), el autor elige la de Gn 49. La tribu de Dan es allí «culebra junto al camino, áspid junto a la senda» (Gn 49,17), lo cual explica que el Apocalipsis no la mencione (según una tradición judía, el anticristo-procede de esta tribu; los
cristianos la acomodaron para afirmar que Judas Iscariote pertenecía a tal tribu). Además del resto santo de Israel, al número de los salvados al final pertenece una muchedumbre innumerable de personas procedentes del paganismo, todas ellas marcadas con el sello: «Consagrado al Señor» (7,9). El ángel que todo lo interpreta explica entonces la visión (7,13-17): son los bautizados, que se purificaron en la sangre del cordero: el pueblo de Dios sacerdotal está compuesto por el resto santo de Israel y la comunidad de la Iglesia. Al abrir el último sello, que debía de iniciar —originalmente— la apoteosis final, «se hizo silencio en el cielo por cosa de media hora» (8,1). Esto es una reminiscencia de 1 Re 19,11-12, donde se relata la aparición de Dios a Elias en el monte Horeb: Dios no estaba en el viento, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en el murmullo de una tenue brisa (cf. también Hab 2,20; Zac 2,17). Sin embargo, el autor abandonó su primer plan redaccional. Queda en suspenso la apoteosis final. El «silencio» adquiere así una función distinta: el espanto de la lucha a muerte entre las fuerzas divinas y satánicas se describió más tarde en las nuevas visiones de las siete trompetas y las siete copas. Aparece ahora cierto «dualismo» entre el bien y el mal. Las cuatro primeras trompetas anuncian fenómenos cósmicos y catastróficos (8,2-12). Pero es todavía peor lo que viene al sonar las tres trompetas restantes (8,13-11,19). Casi todas las antiguas plagas de Egipto caen sobre la tierra, ahora de forma más terrible. Entre la sexta y la séptima trompeta tiene lugar una singular teofanía, la de un ángel del Señor (10,1-7), a la que sigue la llamada del profeta escatológico (10,8-11,2; la presencia de esta «pareja» tiene como objetivo garantizar un testimonio jurídicamente valido; cf. 11,4 con Zac 4,3.11-14). Pero entonces sube del abismo una bestia (11,7), el anticristo, el Imperio romano, cómplice de Satanás. A éste se opone (tras la séptima trompeta) «su Ungido», Cristo, el Mesías (11,15). Se llega así a una nueva fase del tiempo escatológico: de un lado, el Mesías, al que precederá el profeta escatológico; de otro, el antimesías, la bestia, cuyo seudoprofeta escatológico aparecerá también muy pronto. En Ap 12 encontramos una «apocalíptica» en toda su plenitud. La lucha que libran el bien y el mal se desarrolla en dos planos: la lucha «metafísica» entre Satanás y Dios (Ap 12) tiene una contrapartida terrena en la lucha política de la bestia (el emperador) y su seudoprofeta contra Cristo y su Iglesia (Ap 13). Esto vuelve a repetirse en la batalla final (el apocalíptico va ampliando constantemente la perspectiva mediante nuevos comentarios): por una parte, en el plano terreno, la aniquilación de las potencias políticas terrenas, que se oponen a Dios y a su Ungido (Ap 19); por otra, en el plano «celeste», la aniquilación de las potencias demoníacas y caóticas, que, dirigidas por el dragón (Satanás), han combatido contra Dios, Cristo y su comunidad. En la unidad apocalíptica de Ap 15, el autor reelabora una tradición judía sobre la lucha entre Miguel y el antimesías. Todo sigue sucediendo «en el cielo» (cf. 12,1). Satanás se dirige contra la mujer encinta, Israel, que lleva en sus entrañas al Ungido. El hijo mesiánico (cf. Is 7,14; 26,17;
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Miq 4,10), una vez alumbrado, es «arrebatado» (siguiendo una tradición judía) hasta Dios (12,5-6); su función es puramente escatológica. El autor se limita a incluir esta tradición en su relato (con las consiguientes incoherencias) para indicar que han comenzado los dolores de parto mesiánicos (cf. Is 66,6-8). Pero Miguel vence en el cielo a Satanás (12,7-9), «la serpiente primordial» (12,9; «primordial» hace referencia a Gn 3,1. Ya en la traducción griega de Is 27,1 la serpiente es identificada con Satanás). Este desciende ahora a la tierra para continuar su lucha. Precisamente con el descenso de Satanás a la tierra (cf. también Le 10,18; Jn 12,31) se inicia en este mundo la última (o penúltima) batalla: «¡Ay de la tierra y del mar! El diablo bajó (a la tierra) contra vosotros rebosando furor» (12,12). En el cielo resuena el cántico de alabanza por la caída de Satanás (12,10-12). Al mismo tiempo se da a entender que ya se ha completado el número de los marcados con el sello (6,11): «los hermanos» de los mártires del Antiguo Testamento, es decir, los cristianos, «con la sangre del Cordero y con el testimonio que pronunciaron» (12,11) han completado el número de los mártires «previstos». Ahora puede comenzar definitivamente la salvación. Pero no para un apocalíptico. Satanás ataca ahora en la tierra a Sión (el Mesías, ya nacido, permanece oculto «por breve tiempo» en el cielo). La mujer (Sión y la comunidad eclesial) huye al desierto (12,14). «Satán se detuvo en la arena del mar» (12,18; en el Antiguo Testamento, el mar es símbolo del poder del caos). Esto es como un presagio de desventuras. La lucha celeste (Ap 12) asume ahora una dimensión terrena, política (Ap 13). Del mar sale una bestia (el instrumento de Satanás: el Imperio romano, el monstruo de las siete cabezas). Satanás confiere a Roma «su poder, su trono y gran autoridad» (13,2b). El autor hace una parodia del culto romano al emperador describiéndolo con expresiones tomadas de la exaltación celeste de Cristo y la subsiguiente doxología. El esquema «dualista» exige este procedimiento (cf. 2 Tes 2,8-9). Pero aquí se dice, en términos del judaismo palestinense, que el poder imperial es dado por Satanás (exactamente lo contrario de lo que dice Pablo en Rom 13,1, donde la autoridad imperial viene «de Dios»: concepción de la diáspora judía). Así como Cristo es semejante a Dios, así el anticristo —la bestia, contrafigura diabólica de Cristo— es semejante a quien lo envía: Satanás. Sobre la bestia de las siete cabezas (siete emperadores, cuya identidad se nos escapa) dice el autor: «Una de sus cabezas parecía tener un tajo mortal, pero su herida mortal se había curado» (13,3). Se trata de otra parodia en la que se recurre a términos de la resurrección: quizá alude a la difundida leyenda del Ñero redivivas o al reciente asesinato del emperador Domiciano. Un emperador muere y viene otro. El solemne traspaso de poderes se cierra con una doxología satánica en términos bíblicos casi blasfemos (13,4). A fin de redondear la figura del antagonista, la bestia romana tiene su seudoprofeta, del mismo modo que el Mesías tiene su precursor: «salió otra bestia de la tierra» (13,11-18). (También Job 40 habla de una fiera salida del mar y de otra salida de la tierra: Leviatán y Behemot). Tenemos así dos frentes antagónicos: de un lado, Satanás, el anticristo y el seudo-
profeta; de otro, Dios, Cristo y el profeta escatológico (10,8-11,2). (Cristo no es aquí «el Profeta», el Testigo o Cordero, sino el Mesías judío, el cual tiene un precursor profético. Esto denota la presencia de una tradición distinta. Tampoco se hace mención del Cordero). La concepción del seudoprofeta satánico responde a una interpretación anterior de Cristo como el Profeta. De hecho, el Cordero es una figura profética. La segunda bestia tiene apariencia «de cordero» (13,11), es decir, de profeta, «pero hablaba como un dragón» (13,11c), o sea, como un seudoprofeta. La segunda bestia, el seudoprofeta, no es, pues, una figura política; tiene carácter autónomo. Quizá se alude a quienes establecen compromisos con la primera bestia, «la veneran» (cf. 13,12) y dan culto al emperador. (Seudocristos y seudoprofetas eran un hecho real en el cristianismo primitivo; cf. Me 13; Mt 24,24). Todos ellos son .reWoprofetas: no sufren y, sin embargo, realizan prodigios espectaculares (cf. supra sobre Ap 1,5; estos falsos profetas hacen hablar incluso a las estatuas: un viejo tópico, 13,15, aunque quizá no debiéramos decir «viejo»). Quien ofrece sacrificios al emperador es marcado o tatuado con una señal indeleble (13,16-17; esta marca es la cifra 666, cuyo significado conocían los primeros lectores, aunque a nosotros se nos escape: ¿corresponde quizá al nombre o a la abreviatura del nombre del emperador entonces reinante?). En Ap 14 reaparece el Cordero: es la fase de la salvación definitiva (14,1-5), del anuncio del juicio final (14,6-13) y de la siega (14,14-20). «Las primicias de la humanidad» (14,4b) entonan un cántico nuevo que sólo ellos conocen (14,3), agrupados en torno al Cordero en el monte Sión. «Ellos han sido adquiridos» (14,4b; 14,4-5 es, al parecer, una «glosa», no en sentido ascético, ajeno al Apocalipsis, sino en el sentido de las «cinco vírgenes prudentes», de la comunidad. Cf. Mt 25,1-12; Col 1,22). En 14, 6-13 se anuncia el juicio sobre todos aquellos que veneran al emperador y se insiste en la perseverancia de los cristianos. Está cercano el tiempo de la siega y de la vendimia (14,14-20; cf. Jl 4,13 y Dn 7,13. Este fragmento procede de una tradición en la que «una figura semejante a un hijo del hombre», 14,14, parece ser un simple ángel. El autor aduce el material que la ofrece su tradición y no se preocupa de eliminar las incongruencias). Un apocalíptico nunca parece capaz de llegar a la apoteosis. Da la impresión de que con su relato intenta arrancar a los lectores el anhelo del capítulo final: «¡Maranatha! ¡Ven, Señor!». Por segunda vez queda en suspenso la apoteosis. Vienen ahora las visiones de las siete copas del furor de Dios (Ap 15-16; cf. Ez 9 y 10, y una nueva serie de plagas de Egipto). Sin embargo, el autor consuela a la comunidad. El conocido cántico de Moisés es entonado ahora en honor del Cordero (15,1-4; Ex 15; Dt 32). En Ap 17 encontramos un nuevo «dualismo»: Babel, «la gran prostituta», probablemente la diosa Roma, en cuyo honor había erigido el emperador Augusto un magnífico templo en el corazón de Asia Menor, en Pérgamo (la prostitución es en el Antiguo Testamento símbolo de la idolatría). Roma es «la gran Babilonia, madre de las prostitutas y de las abominaciones de la tierra» (17,5), «borracha de la sangre de los consagrados y de la sangre de los testigos de Jesús» (17,6); «la mujer que viste es U gran
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ciudad, emperatriz de los reyes de la tierra» (17,18): Roma y el Imperio romano. De 14,7 en adelante (una adición posterior), un ángel explica «el misterio» (no se trata de un misterio propiamente tal, sino de un código que es preciso descifrar). A nosotros nos resulta aún más misterioso el enigma. Pero, con toda probabilidad, es una referencia a la leyenda del Ñero redivivus. La mujer está montada en una bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos (17,3); «las siete cabezas son siete colinas donde está asentada la mujer» (17,9), es decir, las siete colinas de Roma. Hay también «siete reyes» (17,10a): «cinco cayeron, uno está ahí, otro no ha llegado todavía y, cuando llegue, durará poco tiempo. La bestia que estaba ahí y ahora no está es el octavo y al mismo tiempo uno de los siete, y va a su ruina» (17,10). Sabemos sobre todo por Suetonio, Tácito y los Sibilinos (cf. infra: «Gracia y poder político») que, tras la muerte del tirano Nerón, nació una leyenda —cosa corriente en tales casos— según la cual Nerón no había muerto, sino que había huido a Oriente, de donde regresaría para vengarse de Jerusalén y de los judíos. Nerón se convirtió así en antimesías y, para los cristianos, en anticristo. Nerón tiene, pues, su propia parusía, es decir, el retorno del anticristo («el octavo y, al mismo tiempo, uno de los siete», «el que estaba ahí y ahora no está, pero volverá»). No es posible determinar la identidad de estos siete reyes, ya que el siete es un número apocalíptico, no «histórico». Lo cierto es que, tras el asesinato de Domiciano (al que alude quizá 13,3), todo el mundo esperaba la caída del Imperio romano. La muerte del emperador supuso para judíos y cristianos un breve período de tranquilidad. Con la parusía del anticristo comienza la última fase. Ap 18 es una lamentación por la caída de la gran ciudad (18,9-20), la cual tiene de repente un «rostro» distinto. Emerge aquí una tradición diferente, antimetropolitana: «Pueblo mío, sal de Babilonia pata no hacerte cómplice de sus pecados ni víctima de sus plagas» (18,4; cf. Jr 51,45; también Heb 13,13). La ciudad no aparece aquí como lugar de culto del emperador, sino simplemente como una «gran ciudad» de comerciantes, marineros y reyes, como una «malvada» ciudad portuaria (cf. 18, 9-20, donde a estas tres categorías se contraponen los santos, los apóstoles y los profetas). En Ap 19 se canta el himno de acción de gracias por la aniquilación de la gran prostituta. El vidente contempla además cómo las dos fieras —el Imperio romano y el seudoprofeta— son derrotadas por el general en jefe mesiánico (19,11-16). Este «Mesías militar» tiene en el Apocalipsis un papel secundario, pero el autor lo encuentra en su tradición y lo incorpora: es «el Ungido», «el jinete que cabalga sobre su blanco caballo» (19,11.19), el Mesías de la expectación nacionalista judía. Este Mesías destruye al anticristo y al seudoprofeta: una posible alusión al asesinato de Domiciano, cuya muerte supuso un período de tranquilidad para la Iglesia. El Mesías «lleva razón en el juicio y en la guerra» (19,11; cf. Is 11,4). No encontramos aquí indicio alguno de que se distinga entre el juicio pronunciado sobre la Iglesia y el juicio pronunciado contra sus enemigos. Los frentes contrapuestos son aquí el Mesías y «las naciones» (cf. SalSl 17, donde el Mesías aparece vestido con un manto guerrero teñido de sangre).
Ap 19,11-16 (o 19,11-21) es una reelaboración de una tradición judía. La cristología de Ap 19,llss no coincide con la cristología eclesiológica del Cordero característica del autor. El Mesías no tiene en este caso ningún rasgo del Cordero. Lo único que de él se dice es que lleva grabado un nombre que ningún mortal conoce (19,12; cf. Is 62,2b). Si la muerte de Domiciano supuso un período de tranquilidad para la Iglesia. Esto significa, según la lógica apocalíptica, que algo le ocurrió también a Satanás; de lo contrario, no se explicaría ese período de paz en la tierra. De hecho, el vidente contempla cómo un ángel importante (quizá Miguel) atrapa a Satanás, lo arroja al abismo, echa la llave y pone un sello encima (20,1-3; «después tiene que estar suelto por un poco de tiempo», 20,3b; cf. también Jds 6 y 2 Pe 2,4). En Ap 12 Satanás había sido arrojado del cielo a la tierra; ahora es expulsado de la tierra y confinado en el mundo subterráneo. Después será dejado de nuevo en libertad «por un poco de tiempo», es decir, para la batalla final. El autor no se pregunta por qué el dragón encadenado será dejado en libertad para la última batalla. Lo que interesa a la apocalíptica es simplemente la lucha entre el bien y el mal; por otra parte, el motivo de la lucha definitiva entre la bestia del caos y Dios estaba muy extendido en la Antigüedad. Así como la creación fue un triunfo de Dios sobre las fuerzas del caos, así también el mundo creado está continuamente amenazado por esas potencias caóticas. Ap 20,lss tiene como trasfondo el viejo mito de la «caída de los ángeles». Uno de los ángeles se ha adueñado de la llave que permite llegar hasta las fuerzas del caos, derrotadas en la creación; con ella abre las puertas del abismo, a fin de que, análogamente a lo ocurrido al principio, estas fuerzas del caos puedan lanzar en los últimos tiempos un poderoso ataque contra la creación buena de Dios. Este motivo estaba ligado en el primer judaismo a diversas tradiciones veterotestamentarias (cf. Is 24,21-22). Ahora bien, si Satanás queda fuera de escena durante algún tiempo, esto significa que también la tierra va a tener un período de tranquilidad. El autor tiene así oportunidad de incluir otro tema tradicional: el reino mesiánico de los mil años. El período de paz dura todo ese tiempo; este dato nos hace recordar Sal 90,4: un día de la creación, o un día de Dios, equivale a mil años terrenos. El texto alude al séptimo día de la creación, en el que Dios descansó. Según la tradición del primer judaismo, durante el descanso de Dios el Mesías asume el gobierno del mundo; es el reino intermedio del Mesías. (También en Pablo encontramos indicios de esta tradición: Cristo devolverá su soberanía a Dios, y tras este reinado de Cristo comenzará propiamente el reinado de Dios, 1 Cor 15,17-28). Ap 20,4ss conoce este reinado intermedio, pero no precisa quién es el que está sentado en el trono (20,4; cf. Dn 7,9 y 7,26-27; también Mt 19,28: los apóstoles estarán sentados con Cristo en el trono y juzgarán a las doce tribus de Israel). Se trata del «juicio final», en el que «algunos» participarán de la soberanía real de Cristo. ¿Quiénes? Todos los decapitados: «las almas de los decapitados por dar testimonio de Jesús y proclamar el mensaje de Dios» (20,4b), «los que no habían rendido homenaje a la bestia» (20,4c). listos son «los que han vuelto a la vida» (20,4d): ya no están muertos,
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sino que viven y son reyes con Cristo durante mil años. «Esta es la primera resurrección» (20,5b). Es decir, son escogidos los testigos, los mártires, muertos por Dios (en Israel y en la comunidad): han resucitado ya antes de que se produzca la resurrección universal (la «segunda» resurrección). Aquí se advierte la doble concepción veterotestamentaria de la resurrección: la resurrección individual, la idea de que «los devotos están en manos de Dios», con Dios (Sal 19,9; 49,16; 73,23ss; Job 19,25), y la resurrección de todo el pueblo (Is 26,19 [LXX] - » E z 31,1-14-»Dn 12,2). Para distinguir entre el «vivir ya con Dios» de los devotos, testigos o mártires y la resurrección de todo el pueblo (la resurrección universal como condición previa para el juicio universal), el autor da a la resurrección de aquéllos el nombre de «primera resurrección (anastasis)». Pero piensa más en un «ser arrebatado hasta Dios» que en una resurrección propiamente corporal: «las almas de los decapitados». La corporalidad queda fuera de su campo visual. Los demás, en cambio, están muertos (20,5a) hasta que llegue el juicio escatológico. Solamente los vivos son «sacerdotes del Santo» (20,6; cf. Is 61,6). El reino intermedio del Mesías es aquí una consecuencia de dos concepciones mesiánicas presentes en el primer judaismo 9 . Para la primera, el triunfo del Mesías sobre los enemigos de Israel señalaba el comienzo del tiempo salvífico definitivo y sin fin. La segunda consideraba el reino de Dios como una realidad totalmente trascendente. En ésta, la historia terrena tiene un final, al que sigue la resurrección universal como condición previa para «poder ser juzgados»; sólo entonces comienza el nuevo eón. Pero ambas corrientes terminan por fusionarse (por ejemplo, 4 Esd 7,28ss). Según esto, el reino definitivo de Dios va precedido de un reino mesiánico no definitivo, sino provisional (4 Esd dice que tendrá una duración de cuatro mil años). Según 4 Esd 11-12, el Imperio romano será reemplazado por el imperio del Mesías nacional de Israel. En este contexto se había extendido la idea de que el Mesías vivía ya en alguna parte y muy pronto aparecería en público. De Ap 12 se desprende que la tradición del Mesías judío ya se había unido con la tradición del «hijo del hombre celeste» mediante la idea de «rapto» (cf. 4 Esd 13 y ApBar[sir] 53). La interpolación de Ap 20,1-6 es una mezcla de dos concepciones mesiánicas vigentes en el primer judaismo. En 4 Esd 7,26ss, una vez transcurrido el período del reino mesiánico, el Mesías desaparece para siempre, y entonces comienza el reinado de Dios. El Apocalipsis, en cambio, atribuye al Mesías una significación definitiva en el nuevo eón; la Jerusalén celeste es la esposa del Cordero (21,9). El reino milenario es en el Apocalipsis un tiempo celeste de transición: el tiempo en que los santos viven con Dios antes de la resurrección universal. (La teología dogmática dedujo de aquí que los santos tienen una visión directa de Dios inmediatamente después de su muerte, antes de la resurrección universal. Sustancialmente, ése es el significado de Ap 20,4-6). «El reino de los mil años» avivará más tarde la fantasía
de muchos cristianos bajo el nombre de «quiliasmo» o «milenarismo». Cierta teología, desconociendo el trasfondo histórico y las intenciones del Apocalipsis, ha «neutralizado» este dato identificando este reino milenario con la época de la Iglesia que transcurre entre la muerte de Jesús y la parusía. El Apocalipsis se limita a transformar una tradición judaica en una teología sobre el destino final de los testigos y mártires. Por lo demás, Ap 20-21 está redactado según el modelo de Ez 37-40 (reino mesiánico: Ez 37; Gog y Magog: Ez 38-39; la nueva Jerusalén: Ez 40ss). Transcurridos mil años, Satanás es dejado de nuevo en libertad (Ap 20,7). Gog es el príncipe, el caudillo de los enemigos de Israel; Magog, en cambio, es originariamente el nombre de un país o pueblo (Gn 10,2; 1 Cr 1,5). Pero, con el tiempo, «Gog y Magog» se convierten en una figura simbólica del futuro anticristo. De nuevo aparece aquí el esquema «dualista», y dado que el Apocalipsis quiere recoger todas las tradiciones, la composición del libro resulta un tanto confusa debido a la presencia de numerosos duplicados. Por otro lado, la lógica apocalíptica es rígida. Como introducir un reino de mil años da lugar a dos épocas salvíficas, también la segunda, la definitiva y trascendente, debe ir precedida por nuevos dolores escatológicos. Cada vez que aparece en escena la salvación, está presente también Satanás. Por eso es dejado en libertad inmediatamente antes del acto final de los acontecimientos apocalípticos. Con esta finalidad el autor recurre a la tradición de Gog y Magog: el ataque final de los pueblos a la ciudad santa de Dios (20,9). Todos los demonios pertenecientes a las fuerzas infernales del abismo, una vez liberados por Satanás, que había sido dejado previamente en libertad, combaten dirigidos por él para decidir la batalla a su favor. Sin embargo, el autor del Apocalipsis hace concluir esta rebelión satánica con una derrota: el diablo y sus satélites son destruidos (sin que, al parecer, Dios intervenga para nada), son arrojados «al lago de fuego y azufre», por el que ya habían sido devoradas las dos bestias (20,10). Para el autor no se trata de una aniquilación, sino de «un tormento eterno» (20,10b), a diferencia de los pecadores, que son destruidos por dicho fuego (20,15). A la batalla final sigue el juicio universal (20,11-15) y la apoteosis (prevista en el plan original después de la apertura del séptimo sello, 8,1). La teofanía no se describe (Dios es demasiado trascendente): hay un trono de juez y «el que está sentado» (20,11). Su aparición es mencionada de pasada: «Huyeron de su presencia la tierra y el cielo y desaparecieron definitivamente» (20,11). Aquí no hay, como en el caso de las visiones de las trompetas (8,5-12; 9,1-21), conflagración universal ni conmociones cósmicas del sol, la luna y las estrellas. La desaparición del antiguo valle de lágrimas es consecuencia únicamente de la aparición del Dios vivo. Dios viene para juzgar. Desde el punto de vista judío, el juicio final es incumbencia exclusiva de Dios: en la literatura rabínica, el Mesías no es el juez escatológico universal10, y tampoco lo es en el Apocalipsis. En este juicio, Cristo es solamente el abogado de los suyos (cf. 3,5). El juicio se realiza exacta y
9 H. Bietenhard, Das Tausendjáhrige Reich, op. cit.; P. Volz, Eschatologíe, op. cit., 71ss y 273; H. Kraft, Die Offenbarung, op. cit., 254-257; Strack-Billerbeck, III, 824ss.
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Strack-Billerbeck, IV, 1100-1105.
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minuciosamente de acuerdo con unos libros. Estos son dos (20,12): en el primero está escrito lo que cada uno ha hecho y ha dejado de hacer (recompensa según las obras); el segundo es «el libro de la vida», en el que están escritos los nombres de los elegidos por la gracia divina. Son las dos grandes tradiciones judías: «justificación por las obras» y «justificación por la gracia, sin mérito alguno». Tampoco en este caso hace el autor una síntesis; se limita a incluir las dos tradiciones. Ambas tienen su puesto: justicia y amor. El juicio final es universal: la muerte y el abismo tienen que entregar sus muertos (20,13), y ambos, muerte y mundo abismal, son ahora arrojados para siempre al lago de fuego (cf. Is 25,8; también 1 Cor 15,26; la muerte es el último enemigo): ésa es la «segunda muerte» (20,14). Además de la muerte y del abismo, son arrojados al «lago de fuego» todos aquellos que no están inscritos en el libro de la vida (pero aquí no se dice, a diferencia de lo que afirma 20,10 respecto del diablo y las dos bestias, que tales individuos sean atormentados. Está claro que el lago de fuego es un lugar de destrucción). El factor decisivo es, pues, la gracia: «el libro de la vida». No estar inscrito en el libro de la vida es el fin definitivo: los no inscritos desaparecen. Con 20,11 se puede decir que «desaparecen definitivamente». El Apocalipsis no conoce, al parecer, un «infierno destinado a los pecadores».
con Israel son un tema tradicional (a partir de Oseas; Jr 2,2; Ez 16,1-63; Is 50,1; 54,5-6; 62,4-5. Normalmente se produce una personificación de las ciudades). También el primer judaismo atribuye sólo a Dios, no al Mesías, la imagen del esposo: imagen de la inauguración de la época escatológica y definitiva de la salvación. Una vez más nos encontramos con dos concepciones: la renovación escatológica de la primera Jerusalén, pero siguiendo el modelo celeste (por ejemplo, Job 13,10-18; 14,15; Is 52,lss) y una Jerusalén radicalmente nueva (apocalíptica posterior: 2 Bar 4,3; 4 Esd 7,26; Hen 90,29; cf. Heb 12,22); esta segunda concepción judía se impuso especialmente después de la caída de Jerusalén en el año 70. La nueva Jerusalén es la ciudad perfecta, la «ciudad predilecta» (20,9). El autor se la imagina no como una ciudad romana, sino como una gran ciudad babilónica de forma cúbica (cf. Ez 40; 48,31-35). En la descripción que el vidente hace de la ciudad celeste (21,9-22,5; cf. Is 60,1-11) resaltan su ligereza y luminosidad (21,22-27) y el agua, de importancia vital para los orientales (21,6; cf. también 7,17; 22,17). El agua es el don salvífico de la vida (Dios es la fuente de agua viva, Jr 2,13). «Quien tenga sed, que se acerque; el que quiera, coja de balde agua viva» (22,17; 21,6). A diferencia de Jn 4,7, el Apocalipsis ve en ello un acontecimiento escatológico: los ríos paradisíacos del ésjaton (Ap 22,1; Ez 47, 1). El río ya no viene del templo, sino directamente de Dios y Cristo: salvación sin mediaciones cultuales. Esta ausencia de la función mediadora del culto se expresa sobre todo en el hecho de que en la ciudad de Dios no hay templo: «Templo no vi ninguno; su templo es el Señor Dios, soberano de todo, y el Cordero» (21,22). Por lo general, en el primer judaismo, y también en Qumrán, la reconstrucción del templo es el acontecimiento escatológico u ; pero se da también cierta animadversión contra el templo concreto. Estas dos actitudes aparecen en el cristianismo primitivo (a veces fusionadas: destruiré este templo, pero en tres días volveré a levantarlo; cf. Is 66,1-3; Hch 7,49). En Ap 3,12 y 11,1-2, la propia comunidad es llamada «templo» o al menos «columnas del templo». En otros textos se habla además de un templo celeste (se trata de una tradición diferente; 7,15; 11,19; 14,15.17; 15,5.8; 16,1-17). Lo de antes ha pasado (21,4; cf. Is 43,18-19). Todos ven a Dios y a Cristo (22,3-4). La tierra se ha convertido en cielo. Dios y Cristo, el Cordero, están sentados en un trono. Ambos son objeto de latreia o adoración (22,3c). Se ha cumplido lo que exigía Dt 10,12: honrar a Dios «con todo el corazón y con toda el alma». La ciudad celeste celebra la verdadera liturgia porque Dios está presente en ella. Israel soñaba que Dios establecería de nuevo en los tiempos escatológicos su morada entre su pueblo (Lv 26,11: «Pondré mi morada entre vosotros»; Ez 37,27; Zac 2,14; cf. Is 52,8; 60,2; Zac 8,8; 9,14; Sal 102,17; texto griego de Is 38,33). Opsontai to prosopon autou (Ap 22,4): «lo verán cara a cara»
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Ahora puede comenzar ya la apoteosis: el nuevo cielo y la nueva tierra. A este respecto, el primer judaismo conocía también dos concepciones: por un lado, que la antigua tierra (y la antigua Jerusalén) sería renovada (pues se tenía el convencimiento de que las obras de Dios no pueden tener fin ni Dios destruye la obra de su creación); por otro, el viejo mundo estaba tan corrompido que era necesaria una nueva creación y, por consiguiente, la desaparición del mundo viejo. El autor, como auténtico apocalíptico, defiende la «nueva creación», pero sin la dramática aniquilación del mundo viejo: éste huye simplemente de la presencia de Dios (20,11). El autor se inspira en Is 65,17, donde ya están unidas las dos concepciones; el texto hebreo habla de una creación totalmente nueva («yo voy a crear»), mientras que la versión griega elimina la expresión «yo voy a crear» y traduce: «de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento». Al hombre del futuro le ocurrirá lo mismo que a un niño el día de Reyes: desea que le regalen un tren y se lo imagina con todos los detalles posibles; cuando lo recibe el día de Reyes, se da cuenta de que es muy distinto, pero es tan bonito que olvida todo lo que sobre él había imaginado antes. El autor sugiere algo parecido. La «nueva creación» es un tema capital en la apocalíptica. Esta nueva creación es, a fin de cuentas, la bajada de la Jerusalén celeste «a la tierra», ataviada como novia que se adorna para el Cordero (21,1-2; cf. 22,17): la Jerusalén celeste es ahora una realidad terrena (ya no existe la tierra). Ya en 19,7.9 se decía: «Han llegado las bodas del Cordero, la esposa se ha ataviado», «dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (cf. 2 Cor 11,2; Ef 5,31-32; pero en el Apocalipsis se trata de un acontecimiento puramente escafológico). Las bodas de Dios
11
Strack-Billerbeck, III, 852. La reconstrucción del templo es también en Qumrán el gran acontecimiento escatológico (CD 4,17-18; lQpHab 12,1 lss). 29
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EL TESTIGO DE QUE DIOS ES JUSTO
LA VISION DE UN MUNDO NUEVO
(cf. Sal 17,15; 42,3; también 1 Cor 13,12; 2 Cor 3,18, etc.). Los judíos aplicaban esto al encuentro cultual con Dios en el templo. Pero ya no hay templo. El acontecimiento capital del período definitivo de la salvación es la presencia radiante de Dios entre los suyos a través de Cristo. De ahí que toda la ciudad esté bañada de luz y resplandor (21,22-27). El cielo y la tierra no necesitan ya sol ni luna: el «resplandor de Dios» ilumina a todos y a todo a través de Cristo, la «lámpara» (21,23; Cristo no devuelve su poder al Padre, sino que brilla glorioso junto al Padre). Al aparecer Dios, desaparecen el sol y la luna, pues su luz ya no es necesaria para alumbrar el día y la noche. «Allí no habrá noche» (21,25; 22,5; cf. Is 60,11; Zac 14,7). «Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará con ellos y ellos serán su pueblo; Dios en persona estará con ellos y será su Dios. El enjugará las lágrimas de sus ojos, ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (21,3-4; cf. 7,17b; el texto es una amalgama de pasajes bíblicos; cf. supra: «Pondré mi morada entre vosotros» y «enjugará las lágrimas», Is 25,8; «desaparecerán las angustias de antaño», Is 65,16; lo de antes ha pasado, Is 43,18-19). La voz de Dios proclama: «Todo lo hago nuevo» (21,5). Todo el Apocalipsis está dirigido hacía esa realidad nueva (1,8.17 —» 21,6; 3,12-» 21,2; 7,17-> 21,4; 19,20-» 21,8). La visión de Isaías (Is 65,17) tiene aquí un grandioso cumplimiento: una humanidad nueva sin historia de dolores, sin malicia y sin lágrimas. Es un retorno al designio primigenio de Dios. El mar demoníaco ya no existe (21,1); existe sólo la ciudad santa y justa de Dios (21,2; cf. Is 65; 64,11-13; 60,10-14; Ag 2,7-9; Zac 2,1-5). Ahora es posible un trato directo con Dios, como en el paraíso terrenal al comienzo de la creación. Así ve este apocalíptico el futuro. Su visión procede del kerigma eclesial sobre la muerte y exaltación de Jesús, que él transforma en una epopeya acumulando los más diversos textos veterotestamentarios: la epopeya del hombre del futuro, según Dios lo previo desde la eternidad. En el epílogo (22,6-12) del libro del Apocalipsis han intervenido claramente varias manos. Los apocalípticos se mueven siempre en círculos y no encuentran la manera de terminar. El núcleo de este epílogo es el deseo «del Espíritu y la esposa»: «¡Ven!» (22,17). El autor tiene ante los ojos la liturgia de la comunidad, en la que alguien recita las palabras: «¡Ven, Señor Jesús!» (22,17a); la comunidad que escucha la lectura responde: «¡Ven!» (22,17b; cf. Didajé 10,6: «El que sea digno que se acerque»; cf. Is 55,1). Evidentemente, «el Espíritu» es aquí una figura que asiste a la comunidad y la inspira en sus oraciones e invocaciones (cf. Rom 8,26); considerando precisamente esta función, el Evangelio de Juan llama al Espíritu «otro Paráclito». También en las cartas del Apocalipsis es un «espíritu» el que transmite el mensaje a la comunidad (cf. Jn 16,13). De hecho, es el mismo Paráclito de la comunidad joánica. Cristo actúa en la Iglesia terrena por medio del Pneuma (de todas formas, en el Apocalipsis el Pneuma es claramente una figura angélica en la que hallamos rasgos coincidentes con la tradición de una cristología angélica). En esta perspectiva del futuro, apenas se- habla de los hombres, aun-
que se trata también de ellos. El vidente está sobrecogido por lo que se le ha permitido contemplar: Dios y Cristo, que todo lo rectifican mediante una creación totalmente nueva. De los hombres dice tan sólo que todos «serán reyes por los siglos de los siglos» (22,5b) y que nadie será esclavo. Las fuerzas del mal han desaparecido, lo mismo que la primera tierra, llena de lágrimas y dolor: «ya no hay sitio para ello». El último libro de la Biblia judía y cristiana supone el cumplimiento de la visión de la gracia, hesed o charis de Dios, expresada antaño en forma de bendición sacerdotal sobre Israel: «El Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,25; cf. Sal 118,27). Todavía más: la petición mosaica de ver el rostro de Dios, anteriormente denegada (Ex 33,12-23), obtiene ahora una respuesta positiva: opsontai prosopon autou (Ap 22,4), lo verán cara a cara y «serán reyes por los siglos de los siglos» (22,5b). Los humildes y oprimidos, los afligidos y perseguidos son ahora exaltados.
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El libro del Apocalipsis, con unas imágenes que a menudo nos resultan incomprensibles (pero que entonces tenían plena vigencia), es una hermenéutica simbólica de la fe en la exaltación de Cristo «a la derecha de Dios». La carta a los Hebreos había presentado este dogma del cristianismo primitivo en términos de una grandiosa liturgia eclesial. El Apocalipsis lo describe como una lucha dramática entre las fuerzas del bien y las del mal, en la que al final el bien obtiene el triunfo. Pinta con vivos colores los ataques del mal; Cristo y Dios parecen intervenir poco o nada en la lucha: se limitan a triunfar (prescindiendo de la tradición judía sobre el jinete mesiánico montado sobre el caballo blanco: vuelve del campo de batalla con la ropa salpicada de sangre, pero salpicada sólo por fuera, prueba de que es la sangre de otros). La comunidad perseguida tiene su apoyo en esta fe. El vidente se fija únicamente en la Iglesia y las potencias del mal. El Apocalipsis es así el libro más eclesiocéntrico de todo el Nuevo Testamento. Esta fe cristiana y esta esperanza de aquellas minorías cristianas esparcidas por todos los dominios imperiales condujeron (junto con otros factores) a la caída del Imperio romano. Para nosotros, el Apocalipsis no es solamente un evangelio de esperanza, sino también —en las circunstancias actuales— una base real para una teología cristiana de la liberación, que es a la vez una teología del martyrion: dar testimonio hasta la muerte de que únicamente el bien tiene derecho a la existencia. Promover el bien, oponerse al mal, como un sueño de Dios: una nueva creación, que es lucha de todos los hombres contra el caótico Leviatán, posibilidad insondable de la profundidad última de nuestro ser humano. Si el Génesis describe el comienzo de la acción divina con la creación, el último libro del Nuevo Testamento describe el futuro último de este mundo creado. No hay creación buena sin lucha continua contra las potencias del mal, sean cuales fueren las formas concretas que éstas adopten en el plano histórico. Para el Apocalipsis, éstas eran sobre todo la esclavitud promovida por el Imperio romano en cuanto potencia perseguidora de los cristianos. El Apocalipsis no tiene en cuenta aún las potencias que persiguen a los hombres.
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EL TESTIGO DE QUE DIOS ES JUSTO
Cuando los cristianos dejaron de ser perseguidos por los romanos, se mostraron leales (como se ve ya por la primera carta de Clemente), y tal es el caso del ciudadano romano Pablo hacia lo que no era —sobre todo para los cristianos que vivían en Roma— una potencia de ocupación, sino su propia autoridad política. En el libro del Apocalipsis, el vidente apocalíptico está tan sobrecogido por lo que contempla que casi se olvida del hombre. Quizá ése es el misterio de todo este libro. Quien se pierde, se encontrará. La ciudad de Dios es una ciudad de los hombres, porque procede «de Dios». Con una forma típica de su época y condicionada por la historia, el Apocalipsis es una fuente de inspiración y orientación para los cristianos de hoy, si bien no debemos retroproyectar sobre el Apocalipsis lo que para nosotros es una actualización conforme con nuestro tiempo.
SECCIÓN TERCERA
LA EXPERIENCIA DE LA GRACIA EN LA INTERPRETACIÓN DEL NUEVO TESTAMENTO
Los precedentes análisis no nos permiten llegar a una síntesis definitiva. No obstante, en el fondo de las distintas interpretaciones neotestamentarias encontramos la misma experiencia fundamental: todos los escritos dan testimonio de la experiencia de la salvación de Dios en Jesús. Esta experiencia está condicionada no sólo por las diversas circunstancias geográficas y culturales, sino también por las dificultades que padecían las diversas comunidades locales. No obstante, tales análisis permiten elaborar una síntesis descriptiva. De ella podemos extraer los elementos constitutivos que nos orienten, en cuanto cristianos, para formular nuestra experiencia de la salvación decisiva en Jesús.
CAPITULO PRIMERO
EL CONCEPTO DE GRACIA
Y SU
CONTENIDO
I LA IDEA DE «CHARIS» O GRACIA
V 1.
Una nueva posibilidad de vida
Al igual que los conceptos veterotestamentarios hesed y hanan, «gracia» significa en el Nuevo Testamento el amor benevolente y misericordioso —a la vez que soberanamente libre— de Dios a los hombres, un amor que no debe entenderse en un sentido exclusivamente interno, como un sentimiento de benevolencia de Dios y en Dios, sino como una benevolencia divina realmente salvadora que se manifiesta o revela en los dones de redención y liberación, salvación y felicidad, que Dios concede generosamente en la historia y que los hombres pueden experimentar por medio de la fe (la noción veterotestamentaria de hesed y hanan hace imposible entre los cristianos judíos todo «dualismo» entre la interioridad y su expresión).
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EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
LA IDEA DE «CHARIS» O GRACIA
La gracia es una nueva vida, gratuita (Pablo) y gozosa (Lucas), que Dios nos ha preparado en Jesucristo y que nos ofrece en el plano de nuestra historia terrena (Heb 10,20; 2 Pe 1,15; Jn 14,6; un camino de salvación: Hch 16,17; 9,2; 19,23; 24,14; 1 Cor 12,31. «El camino» es una expresión oriental, típica de la Antigüedad tardía, que designa una praxis y una mentalidad que llevan a la salvación). Se trata, pues, de una nueva posibilidad de vida, un modo de existencia, en el que el hombre experimenta realmente salvación y redención, liberación y renovación, felicidad y plenitud. Para el Nuevo Testamento se trata de seguir el camino de la vida de Jesús con Dios, plasmado en su solicitud por los hombres, en solidaridad con el Dios que se preocupa de todos; es una actitud vital, existencial, mediante la cual el impulso de Dios, su amor y fidelidad misericordiosos —hesed y 'emet—, en los que realmente se puede confiar, son continuados por los hombres en nuestra historia terrena. El hombre cuenta para ello con la ayuda de Dios. Su nueva posibilidad de vida, proclamada por Jesús en su predicación y en sus parábolas y demostrada y vivida en su praxis y muerte, recibe en el Nuevo Testamento nombres distintos, pero en el fondo se trata de una única realidad. El paulinismo habla de ser adoptados como hijos (huiothesia), el joanismo de nacer de Dios. Ambas concepciones quieren decir que el cristiano participa en la singular relación vital que une al hombre Jesús, el Hijo, con el Padre a través del Espíritu (tres conceptos —Padre, Hijo, Espíritu— que en el Nuevo Testamento se refieren a Dios, pero en cuanto que se preocupa del hombre). El concepto de «gracia» designa ante todo el llamamiento a participar en esa peculiar comunión de vida con Dios: la vocación cristiana, consecuencia del designio libre y gratuito de Dios, que llama a los hombres al camino del evangelio (Gal 1,6; 2 Tim 1,9). En segundo lugar, en virtud de ese llamamiento, es decir, en cuanto obediencia de la fe (Gal 3,5; 1 Cor 1,12; Rom 6,16; 5,15, etc.), designa la vida cristiana: una existencia concedida por gracia, en el ser y el obrar, en la que la conducta responsable se vive como una realidad apoyada, guiada y orientada por la fuerza de Jesús, que en cuanto dynamis divina (Le 4,33; 6,8; 20,32; 14,26; 15,40; 18,27; 1 Cor 1,18; 6,14; 2 Cor 4,7; 12,9-10; 2 Tim 2,1; Rom 1,16; Ef 2,12-13, etc.) «va dando fruto creciente en vosotros» (Col 1,6-7) «mediante la fe que se traduce en amor (al prójimo)» (Gal 5,6). Este llamamiento divino se nos ha manifestado personalmente en Jesús y ha tomado cuerpo en su llamada personal a la conversión, a que recorramos un camino distinto del que hasta ahora seguíamos, porque el reino de Dios está cerca (Me 1,14-15). Para aquellos que no han oído esta llamada histórica de Jesús, el gozoso mensaje del evangelio predicado por la comunidad cristiana en el mundo es ya una gracia y una fuerza (Hch 5,20; 20,24-32; Le 4,22; 1 Cor 15,2; Sant 1,1; 2 Tim 1,1; Ef 6,15, etc.). Además, la gracia de que habla propiamente el Nuevo Testamento es sobre todo el acontecimiento de Jesús, su aparición personal en nuestra historia. Una serie de textos pertenecientes a diferentes libros del Nuevo Testamento tratan de formular concisamente qué experimentan los cristia-
nos como salvación de Dios y cómo experimentan a Dios en cuanto salvación. — «La gracia y la verdad se hicieron realidad en Jesucristo» (Jn 1,17). — «La gracia otorgada por Dios, el don de gracia que correspondía a un hombre solo, Jesucristo» (Rom 5,15 con 5,17). — «La gracia de Dios se hizo visible, trayendo salvación para todos los hombres» (Tit 2,11). — «Se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los hombres» (philanthropia, término empleado excepcionalmente por los LXX para traducir el hebreo hesed) (Tit 3,4). — «Dios, la plenitud total, quiso habitar en él» (Col 1,19). — «Es en éste en quien habita realmente la plenitud de la divinidad y por él... habéis obtenido vuestra plenitud» (Col 2,9). — «Un mediador entre Dios y los hombres, un hombre, Cristo Jesús» (1 Tim 2,5). — «Por él tenemos acceso al Padre» (Rom 5,2). — «Nos salvó... con el Espíritu Santo que Dios derramó copiosamente sobre nosotros por medio de nuestro Salvador, Jesucristo» (Tit 3,6). — «En esto se hizo visible entre nosotros el amor de Dios: en que envió al mundo a su Hijo único» (1 Jn 4,9); «mirad qué magnífico regalo nos ha hecho el Padre: que nos llamemos hijos de Dios; y además lo somos» (1 Jn 3,1). — «Dios... que nos llamó... a participar de la naturaleza de Dios» (2 Pe 1,4c). Estos textos muestran cómo la conciencia religiosa, la experiencia religiosa de Dios, tiene en el Nuevo Testamento como punto focal la relación con el hombre Jesucristo. ¿Es Jesús el punto de referencia simbólico de una especie de mística ontológica? ¿O es realmente un acontecimiento histórico del acceso específicamente cristiano a Dios? El Nuevo Testamento sostiene, en algunas ocasiones con gran insistencia, este último punto de vista. El joanismo, aunque es el máximo representante de una determinada mística de Dios, se opone a cualquier conato de lyein ton Iesoun (1 Jn 4,3), es decir, a todos aquellos que pretenden «destruir» a Jesús de Nazaret en beneficio de Cristo como principio celeste o pneumático (cf. el empleo de «Jesús», y no «Jesucristo», en Ef 4,21). Se advierte aquí el mismo interés que movió a escribir los tres primeros evangelios. Esta manifestación de la benevolencia de Dios en Jesucristo, el cual nos otorga el Espíritu suyo y de Dios, tiene una prehistoria. Sin embargo, dado que el Nuevo Testamento está como fascinado por su experiencia de In gracia de Jesús, muestra menor interés por la revelación divina de la gracia fuera del cristianismo. Esto produce psicológicamente cierta estrechez de miras que conducirá pronto a unos planteamientos en términos de tesis y antítesis. No obstante, al lado de este entusiasmo de fe por lo que NC ha experimentado y se experimenta en Jesucristo, estos cristianos saben iitic la misericordia universal de Dios se ha manifestado de modos muy diferentes antes de Jesucristo: fundamentalmente, en la historia común a lodos los hombres, en la peripecia humana con la naturaleza, la cual sus-
EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
cita una conciencia ética e incluso religiosa (sobre todo Rom 1,18-22), y particularmente a través de la historia de Israel en el crisol de la historia de los pueblos circundantes (Heb 1,1; Rom 2,1-3,20). Sobre este trasfondo histórico, universal y particular, aparece Jesús de Nazaret (Rom 3,21-4,5) como el «amén» de Dios a todas sus promesas hechas a Israel y, por tanto, a todos los pueblos (2 Cor 1,20).
{aunque a la luz de la resurrección) el carácter de gracia inherente al mensaje y a la praxis de Jesús. Sin embargo, podemos decir de todo el Nuevo Testamento que la muerte y resurrección son la culminación constitutiva de la gracia de Dios en Jesucristo. Jesús no es confirmado por Dios sino después de asirse en su muerte a la mano de Dios y saberse asido por Dios en esa situación tan oscura para él 2 : «Por la gracia de Dios, la muerte que él experimentó redunda en favor de todos» (Heb 2,9). La carta a los Hebreos subraya especialmente que es un acto exclusivamente divino del Padre lo que confiere a la eficacia del sacrificio de Jesús su sentido constitutivo «pleno». Esto no elimina el elemento del amor de Jesús hasta la muerte, sino que lo presupone, ya que Dios lo confirma y sella en la resurrección o glorificación de Jesús. Por consiguiente, la resurrección de Jesús es un acto libre y soberano de Dios, aunque su manifestación inicial fue la comunión de vida de Jesús con Dios, en virtud de la cual ha aceptado su pasión y muerte. Precisamente esta comunión es, por parte de Dios, una demostración de gracia para con Jesús, una gracia que en la exaltación o resurrección muestra su dinámica interna y alcanza su plenitud. Sólo tras haber alcanzado esta plenitud —calificada en Flp 2,9 expresamente de «gracia» en relación con Jesús: echarisato; cf. también Heb 2,9— puede afirmarse que Jesús «se convierte en causa (fuente) de salvación eterna» (Heb 5,9). Hablando del Jesús histórico, también el Evangelio de Juan (pese a que pone el acento en la gracia que ya se ha manifestado en el Jesús terreno) dice lo siguiente: «Aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39, texto que excluye radicalmente la posibilidad de que Jesús, después de su muerte, vuelva a ser Logos a-sarkos posexistente, no encarnado, como en su preexistencia). El Nuevo Testamento enseña, pues, que sólo Jesús resucitado da escatológicamente salvación: en el Pneuma, el Espíritu suyo y de Dios (Rom 8,14-18; 8,29; Gal 4,4-7; Ef 1,3-5; Tit 3,6, etc.; cf. infra), es decir, el Espíritu mediante el cual el cristiano, en virtud de la gracia de la fe y del bautismo (Rom 6; Gal 3,26-27; Tit 3,5), se hace semejante a Jesús, o sea, participa de su relación con Dios y de su servicio radical a los hermanos (Rom 8,29) y su entrega al prójimo.
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2.
La gracia de Jesús y de Cristo resucitado
En todas las partes del Nuevo Testamento se afirma que la aparición de Jesús en la tierra es la gracia de Dios. No obstante, hay marcadas diferencias de matiz. En los cuatro evangelios, el acontecimiento global de Jesús y en torno a Jesús es un signo de la gracia de Dios. Para Marcos, desde el bautismo de Jesús; para Mateo, Lucas y Juan, desde el primer momento de la venida de Jesús al mundo (Jn 1,14; 3,16; 12,46-47; cf. también 1 Jn 4,9 y 14). Dones de esa gracia son no sólo su muerte y resurrección, sino también su mensaje sobre el reino de Dios en favor de la humanidad y toda su praxis, su trato con los hombres, especialmente cuando comía con ellos y aliviaba sus problemas, y de modo particular su contacto con los pecadores, pobres y oprimidos, gente discriminada desde el punto de vista religioso y que padecía las consecuencias sociales de tal discriminación. Ya antes de la Pascua se tiene la impresión de que tomar postura a favor o en contra de Jesús implica una decisión sobre el destino de la propia vida: es una decisión a favor o en contra del reino de Dios \ En los cuatro evangelios canónicos y en el resto del Nuevo Testamento, el sumo don de la gracia es el amor de Jesús hasta la muerte: su pasión y muerte como fracaso de su vida, una vida que, con dolor, pero también con todas sus fuerzas, pone en manos de su Dios (cf. Rom 5,9-11; 1 Cor 15,2-3; 2 Cor 3,17-18; Heb 10,29; 1 Pe 2,21; 2 Tim 1,10b, etc.): «Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos lo regale todo?» (Rom 8,32); «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que tenga^ vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él» (Jn 3,16). Sobre todo en Pablo y en las tradiciones neotestamentarias influidas por Pablo, la gracia de Dios en Cristo se condensa hasta tal punto en la muerte y resurrección de Jesús, que esas tradiciones tienden a reducir y limitar la charis aparecida en Jesús exclusivamente a su muerte y resurrección. Pablo nunca vincula la idea de charis al mensaje y la vida de Jesús de Nazaret, sino sólo a Jesucristo, resucitado de la muerte; no vincula la charis a Jesús, sino únicamente a Cristo (Jesús) resucitado (Gal 2,19; cf. 1 Cor 1,30; 2 Cor 5,21). Sólo el Señor Jesús es gracia. Sin la resurrección de la muerte, la actividad terrena de Jesús queda inconclusa, es incluso problemática. En cambio, los cuatro evangelios evitan esta concepción exclusivamente kerigmática del Jesús muerto y resucitado; en su anuncio evangélico reconocen
II CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
1. Adopción y nueva creación (paulinismo), nacer de Dios (joanismo): don del Pneuma La salvación de Dios, que se nos ha otorgado por la vida de Jesús y que culmina en su muerte y resurrección, se presenta temáticamente como 2
1
Cf. Jesús, la historia de un viviente, 124-246. "
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E. Schillebeeckx, Jesús y el fracaso de la vida humana: Conc 113 (1976) 407-420 (véase también la cuarta parte de la obra).
EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
a) filiación divina, y b) don del Espíritu Santo. Antes de resumir lo que el Nuevo Testamento entiende por «riqueza de la gracia de Dios» (Ef 1,7b; 2,4-7; 3,8), debemos analizar con más detalle estos dones fundamentales, pues son la base de las demás explicaciones.
bio, va en otra dirección; no habla nunca de huioi tou Theou (hijos de Dios), sino de tekna tou Theou (Jn 1,12-13; cf. «hijitos», Jn 13,33, expresión que se repite en la primera carta de Juan). Tekna son los «nacidos». Las obras joánicas no conocen, pues, la idea de adopción, sino sólo la de nacimiento de Dios (Jn 3,3-8; sobre todo, 1 Jn 2,29 con 3,1; 3,9 con 3,10; 5,1 con 5,2; también 4,7; 5,4.18; cf. además 1 Pe 1,3; 1,23; Tit 3,5). Como se desprende de la terminología empleada, sperma tou Theou, «semilla de Dios» (1 Jn 3,9), el autor no se refiere a una adopción, sino claramente a un «nacer de Dios» para el que sirve de modelo la procreación humana (1 Jn 5,1). Pero no se trata de un nacimiento humano o terreno, sino pneumático: «A los que lo recibieron, los hizo capaces de ser hijos (tekna) de Dios. A los que le dan su adhesión, y éstos no nacen de linaje humano, ni por impulso de la carne ni por deseo de varón, sino que nacen de Dios» (Jn 1,12-13); en otras palabras: su nacimiento es pneumático; han sido concebidos del Espíritu Santo. El nacimiento define mejor que la adopción las características y la naturaleza del «nacido», o sea, del cristiano. «De la carne nace carne, del Espíritu nace espíritu» (Jn 3,6; cf. Rom 8,5 y 8,9, donde no aparece la idea de «nacimiento»). Por tanto, «nacer de Dios» significa «proceder de Dios» (1 Jn 3,9 con 3,10; cf. también 4,4 con 5,4). En la expresión «nacer del Espíritu» (Jn 3,6), el Pneuma adquiere ante todo el significado veterotestamentario e intertestamentario de fuerza efectiva de Dios o «fuerza de lo alto», o sea, propia de las esferas celestes (epourania, cf. Jn 3,12) y, en sentido eminente y trascendente, propia de Dios: «Dios es pneuma» (Jn 4,24), y Pablo dirá también: «Cristo es pneuma» (2 Cor 3,17), si bien en el sentido corriente (tradicional): Jesús resucitado pertenece por completo al ámbito celeste y pneumático, a la esfera de lo divino en cuanto distinto de lo terreno. El mundo pneumático (superior) se contrapone aquí al mundo terreno e incluso humano. Por haber nacido del Espíritu, también los cristianos reciben una naturaleza «celeste», pneumática. El Espíritu es, pues, una especie de chrisma, de unción, por la que nuestra naturaleza humana se hace pneumática (1 Jn 2,20.27). Materialmente, el sperma tou Theou (1 Jn 3,9) es lo mismo que la nueva naturaleza pneumática que recibimos del Pneuma; significa de hecho lo mismo que Jn 1,12-13 («no nacen por deseo de varón»). Todos los cristianos hemos sido «concebidos virginalmente», o sea, por obra del Espíritu. Esta terminología tiene su origen quizá en el ambiente sincretista greco-judío del joanismo, pero el sperma pneumatikon joánico se opone radicalmente a las acepciones que esta expresión tiene en el estoicismo y en la Antigüedad tardía. El hombre posee un ser pneumático no naturalmente, en virtud de su espíritu, sino porque ha nacido de nuevo, en virtud de la gracia, de manera pneumática, «celeste», deiforme. Precisa y únicamente por esta razón la nueva naturaleza implica (y para el joanismo ya desde ahora) la vida eterna, la vida propia de Dios (Jn 3, 16-18.36; 5,24; 1 Jn 3,14; 5,11-13). El Espíritu es «un Espíritu que da vida» (Jn 6,63; 2 Cor 3,6; 1 Pe 3,18), pues la verdadera vida viene del Pneuma, de lo alto (Pablo pondrá el acento más en el «todavía no» que en el «ya» de esta realidad; cf., por ejemplo, Rom 8,2 con 8,11).
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a)
Filiación divina.
Ya los sinópticos hablan de filiación: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque a ésos los va a llamar Dios hijos suyos» (Mt 5,9); «para ser hijos de vuestro Padre del cielo» (Mt 5,45). En sí, este concepto se halla presente en la conciencia religiosa del hombre en general. Lo específico del Nuevo Testamento consiste en que esta peculiar comunión de vida con Dios se realiza por mediación de Jesús de Nazaret, Cristo, Hijo de Dios, «de cuya plenitud todos recibimos» (Jn 1,16; cf. Col 2,9.10). ¿Qué modelo utiliza el Nuevo Testamento para explicar esta nueva relación de gracia con Dios? Además de los textos que hablan de «ser hijos de Dios» sin ningún otro elemento adicional (Mt 5,9; 5,45; Ef l,5ss), encontramos dos modelos en los que se tematiza esta experiencia cristiana: el modelo jurídico de la adopción y el ontológico del «nacer de Dios»; a éstos hay que añadir el modelo de la creación, que concreta el contenido del modelo de la adopción. El primero es de procedencia veterotestamentaria y judía: «Ellos descienden de Israel, fueron adoptados como hijos (huiothesia)» (Rom 9,4). Hasta la época helenística no habló Israel de Dios como Padre de los justos como individuos (cf. en especial Sab 2,13-16; 12,21; 14,5; Eclo 23,1-4; 51,10; también 3 Mac 5,7; 6,8; 7,6). Ya antes hablaba del pueblo de Dios como hijo de Dios (Ex 4,22-23; Os 11,1-11; Is 43,1-7; 63,8-9; Mal 1,2-3), pero no sobre la base de un origen o nacimiento natural de Dios, como suelen los pueblos vecinos presentar la creación de Dios, sino de una elección gratuita (Dt 14,1-2; Is 1,2-9; Mal 1,2-3): mediante la alianza, que en sí es un concepto jurídico, por muy profunda y real que sea la vida vivida en esta alianza con Dios. El Padre ha hecho al pueblo elegido hijo de Dios (Dt 32,6-43; Is 43,6-7; Mal 2,10). Nunca se habla de «haber nacido de Dios», si bien en el Antiguo Testamento encontramos con frecuencia un eco de esta concepción de los pueblos vecinos; Dt 32,6 llega a decir: «¿No es él tu padre y tu creador, el que te hizo y te dio la vida?» 3. En el primer judaismo, la filiación divina, como el Espíritu, constituye un bien salvífico escatológico de los tiempos mesiánicos (Mal 3, 17-18; cf. Sab 2,18; 5,5; también en la literatura intertestamentaria) 4 . Cuando Mt 5,9 vincula la bienaventuranza escatológica con «ser llamados hijos de Dios», se refiere a esta filiación. El paulinismo hará suya esta tradición y hablará de huiothesia o adopción (Rom 8,14-17; 8,23; 9,26; Gal 3,26-28; 4,5-7). El joanismo, en cam3 O. Betz, «Von Gott gezeugt», in Judentum, Urchristentum, Kirche (Hom. J. Jeremías; Berlín 1960) 3-23. * Jub 1,24-25; 1 Hen 62,11; AsMo 10,3; SalSl 17,27.30.
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CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
A los nacidos de Dios, los tekna o hijos engendrados, se les ha proporcionado el principio de vida divino, el Pneuma Santo. De ahí que tanto la adopción paulina como el «nacer de Dios» joánico s superen con mucho la idea de una adopción puramente jurídica o incluso moral: «y además lo somos» (1 Jn 3,1), si bien en virtud de la gracia. Por eso, sobre todo en la primera carta de Juan, se observa que la práctica cristiana (1 Jn 2,29; 3,9-10; 4,7; 5,1-2) tiene un fundamento muy profundo, pneumático (3,9). Aparece aquí un concepto de gracia que comprende a la vez una elevación (pneumática) y una gracia sanante, en el sentido de principio y fuerza para la praxis ética de un cristiano que vive en un mundo aún no redimido y amenazado. En el paulinismo podemos encontrar quizá un tercer modelo, que profundiza en sentido realista el modelo jurídico de «adopción». Nos referimos al modelo de creación, para el cual la gracia es una nueva creación del hombre, aspecto que falta en el modelo joánico, dado que el modelo de «nacimiento» es ya bastante realista. Pablo emplea, además del modelo de adopción, el de creación: «Donde hay un cristiano, hay humanidad nueva» (kaine ktisis; 2 Cor 5,17; Gal 5,15). También las cartas deuteropaulinas utilizan este modelo: «creados en Jesucristo» (Ef 2,10); «el hombre nuevo creado a imagen de Dios» (Ef 4,24); «el hombre nuevo que... se va renovando a imagen de su Creador» (Col 3,10). El hecho de que este modelo de creación sea propio del paulinismo indica que sirve para precisar el modelo de adopción; indica también que la redención es una obra creadora de Dios, vinculada a Cristo hasta el punto de que en él se unifican «creación» y «salvación» (Ef 2,15; 3,9; 4,24; Col 1,15-16; 3,10). Esta es la idea fundamental que servirá para estructurar la posterior teología de la gracia: creación, nueva creación, consumación obedecen al plan concreto que Dios ha proyectado para el hombre. La gracia como salvación del hombre se inserta en un orden de paz que abarca todas las cosas. La adopción y la nueva creación por la gracia (paulinismo) o el nacimiento de Dios en virtud de la gracia (joanismo), precisamente por ser gracia y no una forma de ser humana, se realizan (gracias a la fe, Jn 1,12, y a la justificación paulina por la fe) en el bautismo y por medio del Espíritu (Jn 3,5 con 3,6; 1 Pe 1,3; 1,23; Tit 3,5; cf. Rom 6). Aunque originariamente, en el Nuevo Testamento, el bautismo cristiano está relacionado con el perdón de los pecados (cf., por ejemplo, Hch 2,38; 22,16; 1 Cor 6,11; también Heb 10,22), el cristianismo primitivo vio también el bautismo como bautismo con Espíritu (Me 1,8 par.; Hch 1,5; 2,38; 11,16; 19,2-3) y subrayó, en consecuencia, su aspecto de «nacimiento»: «el baño regenerador y renovador con el Espíritu Santo» (Tit 3,5). Aunque el modelo de adopción sea en cuanto tal minimista y el de nacimiento sea maximista, en ambos casos se expresa una misma realidad: «ser semejantes a Dios» (joanismo: Jn 5,18; paulinismo: Flp 2,7). Dicho 5 R. Brown, Evangelio según Juan I, 209ss; cf. también JBL 72 (1953) 213-219; H. Leroy, Rátsel und Missverstandnis, op. cit., 124-136; R. Schnackenburg, Johannesbriefe, op. cit. (21963) 175-183.
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de otro modo: el paulinismo completa, gracias al modelo de creación, la idea de adopción con una realidad que supera el carácter jurídico de este modelo, mientras que el joanismo rebaja el modelo ontológico entendiéndolo como nacimiento en virtud de la gracia (sin emplear la terminología de la ktisis o creación) y no considera el nacimiento como un atributo natural del ser del hombre. Todo esto se confirma por el hecho de que para ambas interpretaciones (modelos) la filiación divina —por adopción 0 por nacimiento— es obra del Pneuma de Dios e implica la «posesión del Pneuma». b)
Don del Espíritu Santo.
Como fundamento de todos los demás dones, el don del Espíritu Santo, que acompaña a la filiación divina, es el gran don salvífico otorgado por Dios en y por Jesús resucitado (Gal 3,5; 4,6; 5,18.25; 1 Cor 2,4; 2,10-12; 6,11; 7,40; 2 Cor 1,22; 4,13; 5,5; 13,13; Rom 5,5; 8,9-11; 8,14-15.23; 12,11; 15,13.19; Flp 1,27; 2,1; 1 Tes 4,8; Hch 1,5; 2, 4.17.38; 4,31; 5,22; 6,3; 8,15.17-19; 10,44.47; 15,19; 19,2; Jn 3,6; 6,63; 14,17; Ef 1,14; 2,18.22; 3,16; 4,30; 5,18; Col 1,8; 2 Tes 2,13; 1 Tim 3,16; Tit 3,5; Heb 6,4; 10,15.29; 1 Pe 1,2; 4,6; 1 Jn 3,24; 4,13). El nexo que establece el joanismo entre nacimiento de Dios y posesión del Pneuma, y el paulinismo entre adopción y Pneuma, conduce en este último caso a la fórmula Pneuma huiothesias, «Espíritu de adopción» (Rom 8,14-17; 8,23; 9,26; Gal 3,26-28; 4,5-7; cf. Mt 5,9; 5,45; Jn 12, 36; Ef 1,3-5). A diferencia del joanismo, Pablo hace hincapié en que hemos recibido el Espíritu Santo sólo como anticipo, como garantía (arrha, arrhabon) (2 Cor 1,22; 5,5; cf. Ef 1,14). La comunión de vida con Dios (1 Pe 1,4) por adopción o nacimiento es llamada en el Nuevo Testamento: a) «comunión (koinonia) con el Padre» (1 Jn 1,3; 1,6; Juan expresa a menudo esta idea con el término menein, «permanecer»; cf. infra); b) «comunión con el Hijo» (1 Cor 1,9; Col 2,6; 1 Jn 1,3; 2,24); c) «comunión con el Espíritu Santo» (2 Cor 13, 13; Flp 2,1; Heb 6,4); d) comunión recíproca entre los hombres, fraternidad humana arraigada en el Espíritu (Jn 17,11.21-22; 1 Jn 1,3.7 y passim; 2 Cor 9,13, etc.). En esta comunión de vida con Dios somos «compañeros de Cristo» (Heb 3,14) y «partícipes del Espíritu Santo» (Heb 6,4), que 2 Pe 1,4, utilizando conceptos del estoicismo, denomina consortium divinae naturae (theias koinonoi physeos), pero no en el sentido griego (nótese el contexto ético de 2 Pe 1,4), sino en el de la «adopción» paulina y el «nacer de nuevo de Dios» joánico. No obstante, debemos señalar que cada vez es más frecuente el uso de conceptos religiosos de tipo helenistaoriental: un procedimiento correcto si tenemos en cuenta que la salvación en Jesús está destinada a todos los hombres y no sólo a los que hablan el «lenguaje de Canaán». Pero cuando la Iglesia esté formada casi exclusivamente por cristianos de origen pagano, esto será una fuente de dificultades, que irán en aumento a medida que el cristianismo se aleje de sus orígenes judíos, veterotestamentarios. De hecho, el Nuevo Testamento pre-
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CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
supone todo el Antiguo y se limita además a la experiencia con Cristo. Sin la tradición veterotestamentaria, el Nuevo Testamento, cerrado en sí mismo, estaría incompleto. La comunión de vida del cristiano con Dios es una participación gratuita e inmerecida en la íntima relación y en la comunión recíproca del Padre y del Hijo, Jesucristo (Jn 14,20; 17,21.23; cf. Jn 10 y todo el discurso de despedida, sobre todo de 13,31 en adelante). La comunión con Dios no es posible sin la unión con Jesús, y nunca al margen de Jesucristo (ahí radica la diferencia entre esta «comunión» y cualquier idea griega de «participación» en la naturaleza divina). Entre «Dios en nosotros» y «nosotros en Dios» (Evangelio de Juan) está siempre la mediación del hombre Jesús, el Cristo e Hijo. Para hablar de esta comunión con Dios, el joanismo utiliza expresiones como «vivir en» (menein) (1 Jn 1,10; 2,14; 1,8; 2,4.6.24.27.28; 3,6; 3,24; 4,13.15.16; en el Evangelio de Juan: Jn 15, 4.5.7; 14,17; 15,9.10, etc.), «tener» a Dios o al Hijo (1 Jn 2,23; 5,12; 2 Jn 9) o «estar con Dios» (1 Jn 3,10 con 3,9; 2,5; 5,20), subrayando siempre la reciprocidad («el Padre está conmigo, yo con el Padre») (Jn 6, 56; 15,4-11; 14,20; 17,21.23.26; 1 Jn 3,24; 4,13.15.16). (Estas fórmulas no son en muchas ocasiones creación del joanismo, sino que tienen su origen en la cultura religiosa greco-judía y en el sincretismo oriental en que viven las comunidades joánicas. En mi opinión, concuerdan sobre todo con la corriente mística que desemboca en la llamada «mística hermética», que habla también de un «nacimiento en el Pneuma» 6 . Por otro lado, la idea de «nacer de Dios» estaba muy extendida desde hacía tiempo en el Oriente). En Juan, «conocimiento de Dios» (que se basa también en el concepto veterotestamentario y judío de «conocer a Dios») es sinónimo de «comunión con Dios» (por ejemplo, Jn 17,3; passim en la primera carta de Juan). De todos modos, el joanismo no habla nunca de una salvación a través del conocimiento; es más, Juan parece oponerse a ciertas herejías, existentes en la comunidad joánica, según las cuales ya en la tierra se da una especie de «visión beatífica de Dios» (Jn 1,18; 5,37; 6,46; 14,8-9; 1 Jn 4,12) y, sobre todo, a una especie de mística de la identidad en la que Jesús queda fuera de escena (en especial Jn 1,18; cf. 14,9 y 12,45).
4,2-3; 1 Cor 12,3). El Espíritu garantiza a las generaciones cristianas posteriores la unión entre el testimonio apostólico y actual sobre Jesucristo y el acontecimiento histórico de Jesús. El Espíritu actúa en el recuerdo cristiano del Jesús histórico (Jn 14,26; 15,26; 16,13-14 con 1 Jn 1,1-3: «lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos», si bien aquí no se trata de testigos oculares directos, sino de lo que se experimenta en la comunidad sobre la base del testimonio de los primeros testigos presenciales y de la tradición apostólica. En todo este proceso interviene el Pneuma). La comunión con Dios está sujeta a la mediación de Jesucristo. La comunión de vida con Dios se hace así experimentable en la fe gracias al don del modo de ser pneumático que recibe el fiel bautizado, don inherente a la inhabitación del Espíritu (Rom 8). En un principio se subrayó la posesión del Pneuma, que se manifestaba en ciertas experiencias carismáticas extraordinarias (Hch 2,38; 8,15-16; 10,45; 19,6), experiencias más bien externas, aunque no carentes de un intenso impulso interior. Pero, con el tiempo, la experiencia del Espíritu asume cada vez más en el cristianismo neotestamentario el carácter de una conmoción sobria, pero intensamente ética: «El amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha dado» (Rom 5,5); «quien cumple sus mandamientos está con Dios y Dios con él, y así, gracias al Espíritu que nos dio, conocemos que Dios está con nosotros» (1 Jn 3,24); «esta prueba tenemos de que estamos con él y él con nosotros, que nos ha hecho participar de su Espíritu» (1 Jn 4,13; el texto griego dice: «nos ha dado de su Espíritu»). Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, paciencia, agrado, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí (Gal 5,22), «un Espíritu de valentía, de amor y de dominio propio» (2 Tim 1,7), «un Espíritu de sabiduría y revelación» (Ef 1,17). La comunión de vida con Dios, experimentable en la fe a través del Espíritu, otorga al creyente un conocimiento especial de ta tou Theou, de las cosas «celestes» o pneumáticas, de «la manera de ser de Dios» (1 Cor 2,11), de lo que posee la misma naturaleza que el Pneuma celestial (1 Cor 2,10-17; cf. 1 Cor 12,8; Ef 1,7-8; Col 4,1-2). La gracia pasa por «la sabiduría y la inteligencia» (Ef 1,8) y es una «iluminación de la visión interior» (ibidem). Esta inteligencia pneumática es teologal (es decir, tiene que ver con Dios), pero también ética: el Pneuma de Dios en nosotros, nuestro modo de ser pneumático de «nacidos de Dios», lleva a realizar «las obras del Espíritu de Dios» (1 Jn 4,2), ya que este Pneuma nos permite «distinguir las inspiraciones» (1 Cor 12,10; 1 Jn 4,1-6; sobre todo, 4,1 y 4,6c; y 1 Tes 5,20-21), nos hace capaces de distinguir entre lo bueno y lo malo en sentido ético (Col 1,9 con 3,10; Rom 12,2). El Pneuma que mora en nosotros es, por tanto, fundamento de un conocimiento «místico» (teologal) de Dios y de un conocimiento ético-pneumático; da además un sensus fidei, una especie de intuición de fe que permite distinguir entre los enunciados de fe correctos desde el punto de vista cristiano y los falsos (suponiendo, como creo, que deba interpretarse así Heb 5,14: «Los adultos tienen con la práctica una sensibilidad entrenada en distinguir lo bueno de lo malo». Toda la carta a los Hebreos gira en
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c)
Experiencia del Espíritu: conocimiento religioso y ético.
Esta comunión con el Padre por el Hijo en el Espíritu es de hecho una comunión vital experimentable. El Espíritu de adopción o nuestro modo de ser pneumático, obtenido al haber nacido de Dios en virtud de la inhabitación del Espíritu Santo, nos concede la experiencia de la filiación divina, pues este Espíritu es el que nos permite llamar a Dios «Padre», Abba, al igual que Jesús (Rom 8,15; Gal 4,6). Al mismo tiempo, la experiencia del Padre es sólo posible en el hombre Jesús (Jn 1,18; 6,57; 14,6-9; 16, 26-27; 1 Jn 2,23; 5,11-12; Jn 8,19; 14,19-20), al que podemos conocer como Cristo o enviado de Dios solamente por medio del Espíritu (1 Jn ' Corpus Hermeticum XIII, 1, 3 y 7.
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EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
torno al problema de la capacidad para distinguir entre una interpretación de Jesús cristológicamente correcta y otra falsa). Véase también 1 Cor 12,3: «Nadie puede decir: ¡Jesús es el Señor!, si no es impulsado por el Espíritu Santo», comparándolo con 1 Jn 4,2-3: «Toda inspiración que confiesa que Jesús es el Cristo venido ya en carne mortal procede de Dios, y toda inspiración que no confiesa a ese Jesús no procede de Dios»; en ambos casos se trata de una capacidad de discernimiento cristológico (la doctrina posterior de la Iglesia sobre el sensus fidei de la comunidad de fe se apoyará, entre otros, en estos dos textos). En otras palabras: el cristiano, en virtud de su modo de ser pneumático, posee una capacidad de distinción basada en un conocimiento experiencial (que los medievales llamarán «juicio basado en una connaturalidad experimentada») por lo que se refiere a lo divino y a las exigencias de una conducta cristiana consecuente. Esta capacidad va unida al don del Espíritu, que es de origen divino, de modo que el hombre que ha recibido el Espíritu puede discernir lo que procede de Dios y lo que procede de otra parte (cf. en especial 1 Jn 4,1-6) (de todos modos, debemos tener en cuenta que esta capacidad de discernimiento no opera de forma segura y correcta si no se basa en un análisis de las mediaciones históricas que caen fuera de la perspectiva del Nuevo Testamento).
Dios entre nosotros. En otro lugar se dice lo mismo en forma de exhortación: «Entre vosotros tened la misma actitud de Cristo Jesús» (Flp 2,5; 1 Cor 2,16), pues «los que se dejan dirigir por el Espíritu tienden a lo propio del Espíritu» (Rom 8,5b-6). «Vida del Espíritu» es lo mismo que «vivir según el Espíritu» (Gal 5,25). Y como el Pneuma dice relación a lo que es propio del ámbito divino, todo esto se expresa —de acuerdo con la imagen que entonces se tenía del mundo— en fórmulas como «buscad lo de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; estad centrados arriba, no en la tierra» (Col 3,1-2, etc.). Esto se traduce concretamente en el amor fraterno y en la conducta ética consecuente del cristiano (cf. las parénesis del Nuevo Testamento: casi todas se pueden resumir en exigencias éticas y en el cuidado del prójimo).
d)
Conformidad con Cristo: seguir a Jesús.
La comunión dé vida con Dios por mediación de Cristo hace a los creyentes «semejantes a Cristo» (Rom 8,29; Gal 3,27; 4,19; Col 3,9). Esta idea es expresada con diversas imágenes: despojarse de las vestiduras viejas y revestirse de las nuevas (Ef 4,17-32; Rom 13,12; Col 3,8-11; Heb 12,1). Col 3,10 habla de una renovación «a imagen del Creador»; Ef 4,24, de un hombre nuevo creado kata Theon (a imagen de Dios). Si Pablo dice que los cristianos «se revisten de Cristo» (como de un vestido nuevo), las cartas deuteropaulinas hablan de un «revestirse del hombre nuevo», que no se identifica propiamente con Cristo, pero se ajusta a su medida. Se trata de una actualización del hombre del paraíso, y este nuevo hombre del Génesis es posible gracias a Cristo (cf. también Coí 3,10; 1,15; 2 Cor 4,4; Ef 4,21c). La semejanza con Cristo es, al mismo tiempo, semejanza con Dios (FIp 2,7; Jn 5,18). Por ella los creyentes son partícipes del hesed y la 'emet de Dios: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Le 6,36). Lucas emplea aquí el término oiktirmos, con el que los LXX traducen el hebreo rahamim, el cariño maternal de Dios al hombre; rahamim (cariño) confiere al concepto de gracia (hesed) el significado de amor y ternura. Mt 5,47 utiliza una palabra específica de este evangelio: «Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre del cielo». Sin embargo, Mateo conoce también la idea lucana del amor tierno y solícito: «Aprended de mí, que soy sencillo y humilde» (Mt 11,29). Ambos, pues, completan el «ser semejantes a Cristo y a Dios» de Juan y de Pablo precisando que el cristiano debe tener la misma solicitud por el prójimo que tuvo Cristo, que es la manifestación personal del amor y fidelidad de
e)
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«Ya» y «todavía no» en el reino de Dios. Acceso al Padre.
La comunión de destino con Cristo, camino que conduce a la comunión con Dios, hace al creyente partícipe de la «herencia de Cristo» (Gal 3,29; 4,7; Rom 8,17; Tit 3,7; Ef 1,14-18; Heb 1,2; 9,15; 1 Pe 1,4), lo cual es consecuencia de la filiación por adopción o nacimiento. El Espíritu Santo es un primer anticipo de esta herencia, que consiste en «entrar en el reino de Dios» (Gal 5,1; 1 Cor 6,9; Col 1,13-14; Ef 5,5; Sant 2,5; 1 Pe 1,4; 1,5b; 1 Tes 2,12; 2 Tes 1,5; 2 Tim 4,1; 4,18; 2 Pe l,10b-ll; Heb 12,28; Ap 12,10; Jn 3,3.5; 18,36, y la idea de «reino de Dios» en los sinópticos). Mediante el «anticipo del Espíritu Santo», la entrada en el reino de Dios es actual a la vez que escatológica, es decir, escatológica dentro de su actualidad y, por tanto, orientada en el presente hacia una consumación futura. La gracia del Nuevo Testamento se halla en tensión entre el ya y el todavía no, tensión presente también en el joanismo, para el que la vida eterna es ya una realidad actual, pero con la mirada puesta en la consumación de la resurrección. Los cristianos están «salvados» o santificados (hagiasmenoi: Heb 10,10; sesosmenoi: Ef 2,5.8), pero también en camino hacia la santificación (hagiazomenoi: Heb 10,15-18; «sellados para el día de la liberación», Ef 4,30; cf. 1,13-14). «Han entrado en el descanso» (Heb 4,3) y «se esfuerzan por entrar en ese descanso» (Heb 4,11). Muchos textos presentan la unión actual con Dios como «un acceso al Padre»; esta expresión se utiliza específicamente en la carta a los Hebreos para designar la gracia que nos es concedida en Cristo (Heb 4,16; 7,25; 10,22; 12,22; 13,15, etc.), pero también aparece continuamente en otros lugares (Gal 4,6; Rom 8,15-16; Ef 1,3; 2,18; 1 Pe 1,5-7). A diferencia del Antiguo Testamento, donde únicamente el sumo sacerdote —y una sola vez al año— podía entrar en el santo de los santos, el lugar en que Dios moraba entre su pueblo, el cristiano tiene, sin otra mediación que la de Cristo, libre acceso a Dios (Heb 4,16; 10,19; Ef 3,12; 1 Jn 3,21. La carta a los Hebreos compara un hecho ritual del judaismo con un hecho «interno» del cristianismo y silencia la profunda experiencia religiosa de Israel, con lo cual la comparación resulta parcial y un tanto ofen30
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CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
siva). La comunidad cristiana es, por tanto, un pueblo de Dios sacerdotal (1 Pe 2,9-10; Ap 20,6). Este libre acceso —los hijos entran y salen de la casa del Padre— es característico de la parrhesia, la confianza de los hijos que se sienten junto a Dios como en su propia casa. Este acceso es (con la oración doxológica; cf. infra) el fundamento de la intercesión o súplica neo testamentaria: «Lo que pidáis al Padre alegando mi nombre, os lo dará» (Jn 15,16b; 16,23b); «hasta ahora no habéis pedido nada alegando mi nombre. Pedid y recibiréis, así vuestra alegría será completa» (Jn 16,24 y sinópticos).
salvación puede tener el significado de perdón de los pecados, triunfo sobre Satán y vida eterna. Es principalmente Pablo quien confiere a este término un sentido plenamente cristiano, convirtiendo la «vida eterna» en la salvación de la resurrección corporal. Como en los sinópticos, «redención» asume entonces un significado puramente escatológico, mientras que «perdón de los pecados» y «victoria sobre los demonios», al menos en lo que respecta a este concepto de soteria, pasan a un segundo plano. No obstante, el fundamento de esta salvación escatológica radica precisamente en el perdón de los pecados otorgado con el don del Espíritu Santo. En otras palabras: la salvación es para Pablo esencialmente victoria sobre la muerte. Para el joanismo, soteria o salvación es también vida eterna y victoria sobre la muerte, pero el don del Espíritu Santo hace que esta vida eterna sea ya una realidad actual. La salvación se relaciona más estrechamente con la nueva vida en Cristo, y ya desde ahora. Las cartas deuteropaulinas insisten en la dimensión actual de la soteria o salvación, de modo que el perdón de los pecados ocupa en ellas el puesto central. En los escritos neotestamentarios posteriores aparece también el sustantivo helenista soter7, salvador o bienhechor. Este término se aplica primero a Dios y luego también a Cristo (Le 2,11; Hch 5,31; 12,23; 1 Jn 4,14; Tit 1,4; 2,13; 3,6; 2 Tim 1,10; 2 Pe 1,1.11; 2,20; 3,2.18); con él se quiere decir secundariamente que el verdadero salvador y bienhechor de la humanidad no es el emperador, sino Dios por medio de Jesucristo. Soter da al concepto soteria o salvación el significado de «salvación para el mundo entero» (al igual que el emperador recibía el nombre de «bienhechor de la humanidad» o del bien común universal). Sozein, en sus distintas formas verbales, está más cerca del significado hebreo que del helenista de salvación (soteria). En los LXX, sozein es normalmente la traducción de yasd (en hifil) 8 y de palat (en piel) 9. El primer verbo significa generalmente «auxiliar», muchas veces en un sentido «jurídico»: acudir en ayuda de alguien que pide auxilio y librarlo así del peligro (de ahí el grito de socorro, hosié, que lanzan los necesitados, sobre todo en los salmos de lamentación, Sal 18,28; 72,4; 109,31; también Job 5,15). Dios es «el Dios que me ayuda» (Sal 48,47; 25,5; 65,6; 79,9; 85,5). El es yeU (Sal 12,6) o yeMah (Sal 9,15; 13,6; 21,2; 1 Sm 2,1; Is 25,9; Sal 20,6; 35,9; «de Sión viene yestfah (salvación) para Israel», Sal 14,7; Sal 74,12). En textos posteriores, especialmente después del destierro, el auxilio de Dios pasa a ser escatológico y apocalíptico (Is 25,9; 33,22; 35,4; 60,16; 63,1; Zac 8,7.13; 9,16). En este concepto de ye*sulah, que también el Nuevo Testamento traduce con la palabra griega soteria, percibimos un eco —sobre todo en el caso de soter— de la religiosidad helenista. El se-
2.
Contenido concreto de esta gracia fundamental
El Nuevo Testamento da a la gracia fundamental los nombres de «adopción» y «nacimiento de Dios» y la considera como redención y liberación. ¿De qué y para qué somos liberados? La respuesta del Nuevo Testamento a esta pregunta depende, entre otras cosas, de la experiencia que entonces se tenía de la desgracia y de cómo se la entendía (por ejemplo, el temor de la Antigüedad tardía a los demonios, que pesaba como una losa en la vida cotidiana de aquel tiempo). La salvación conseguida por Jesús no fue considerada en un principio como nacimiento de Dios o adopción, sino como un nuevo modo de vivir y una plenitud de vida, como salvación y perdón de los pecados. Sólo posteriormente se comenzó a reflexionar sobre el origen y fundamento de todo esto, tratando de identificarlo con el modelo de la «adopción» y del «nacer de Dios». Aunque un inventario exacto de todos los aspectos neotestamentarios permite descubrir otras facetas, vamos a considerar dieciséis conceptos básicos que aparecen continuamente en todas las partes del Nuevo Testamento y nos ofrecen una buena visión del origen y finalidad de la redención de Jesucristo. a)
Salvación y redención.
En el Nuevo Testamento, la salvación que los cristianos experimentan en Jesús se designa a menudo con el sustantivo griego soteria (Le 1,69. 71.77, citas de los LXX; Hch 4,12; Rom 1,16; 10,1; 2 Cor 7,10; Ef 1, 13; Flp 2,12; 1 Tes 5,8-10; 2 Tes 2,13; 2 Tim 2,10; 3,15; Heb 2,10; 5,9; 1 Pe 1,9-10; 2,2; 2 Pe 3,15; Jds 3; Ap 12,10b; Tit 2,11) o con el verbo sozein (Mt 1,21; 9,21.22 par.; 27,42 par.; Me 5,23; 16,16; Le 8,12; 8,50; 19,10; Jn 3,17; 5,34; 10,9; 12,47; Hch 2,21.47; 4,12; 11,14; 14,9; 15,11; 16,30; 27,40; Rom 5,8; 8,24; 10,9-10; 1 Cor 1,21; 3,15; 5,5; 15,2; Ef 2,6-7.8; 1 Tes 2,16; 1 Tim 1,15; 2,4; Heb 5,7; 1 Pe 2,24). Al parecer, se prefiere el verbo sozein al sustantivo soteria. Este último es un término procedente del helenismo religioso, donde significa remisión de una culpa en virtud de una iniciación ritual y también protección frente a los peligros demoníacos (incluidos los procedentes del mundo subterráneo de la muerte) y, finalmente, vida inmortal y eterna. Según esto, soteria o
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' H. Haerens, Soter et Soteria (Studia hellenistica 5; Lovaina 1948); W. Staerk, Soter: Die biblische Erlosererwartung ais religionsgeschichtliches Problem I (Gütersloh 1933). * F. Stolz, yJf, en DTmAT I, 1078-1085; W. Foerster y G. Fohrer, sozo, en ThWNT VII, 966-1024. ' F.. Rupprecht, plt, en ThHandWAT II, 420-427.
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EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
gundo verbo, palat, significa (en piel) «librar», poner a salvo, salvar (Sal 18,49; 22,9; 31,2-3; 71,2; 82,4; en los Salmos, Dios es siempre el sujeto de este verbo) 10 . También ese significado aparece en el Nuevo Testamento: la redención es también liberación, en el sentido de escapar a peligros y tribulaciones. La redención es salvación.
ley» (Gal 3,11), «nos sacó del dominio de las tinieblas para trasladarnos al reino de su Hijo querido» (Col 1,13), «se entregó por nuestros pecados para librarnos de este perverso mundo presente» (Gal 1,4). La redención de Cristo tiene aquí, pues, el significado de ser preservados del juicio final, ser librados de las ataduras del diablo, de la muerte, del peso de les preceptos de la ley y ser trasladados de este eón al mundo mejor del futuro: un nuevo éxodo, liberación de las distintas formas de esclavitud.
b)
Liberación de la esclavitud y servidumbre.
El Nuevo Testamento emplea varios verbos que significan «liberar» (rhyesthai, exagein, exairein) para traducir varios verbos hebreos que (con Dios como sujeto) indican una determinada forma de liberación divina, especialmente yasrf (en hifil) y nasal (también en hifil) n. El primer verbo hebreo significa etimológicamente abandonar un Jugar para emprender una misión. En hifil significa salvar a alguien en el sentido de «sacarlo de»; librarlo de la mano de sus enemigos o de cualquier clase de peligro, llámese «redes», «lazos», «asechanzas» (Sal 68,7; 107,14; 31,5; 107,28; 143,11) o «cárcel» (Sal 68,7; 107,14; 142,8). Esta palabra es, con Hh y ¿l, uno de los tres términos técnicos utilizados para expresar la liberación de Egipto, la primera profesión de fe de Israel 12 ; i menudo tiene el sentido de «liberación de la esclavitud» u . Los LXX y el Nuevo Testamento emplean a este respecto los verbos exerchomai y ekporeuomai. El término nasal (en hifil con min — de) significa «librar de algo que ata o sujeta» y, por consiguiente, librar de ciertas tribulaciones14 (rhyesthai, exairein). La idea de redención como liberación la encontramos en el texto más antiguo del Nuevo Testamento: «Jesús nos libra del castigo que viene» (Iesoun ton rhyomenon hetnas, 1 Tes 1,10); en el padrenuestro: «líbranos del Malo» (Mt 6,13). El Salvador o Redentor es ho rhyomenos (Rom 11, 26), «el libertador»: «Dios me salvará de tan tremendos peligros de muerte» (2 Cor 1,10), «Cristo nos rescató de (exagofazein) la maldición de la 10 Sal 17,13; 18,49; 22,5 y 44; 31,2; 71,2.4; 40,18; 70,6; 107,20; 116,4. También Jl 3,5; Is 4,2; 10,20; 66,19; Dn 12,1. 11 E. Jenni, ys>, en DTmAT I, 1039-1047; J. Wijflgaards, A twofold approach to the Exodus: VT 15 (1965) 91-102; P. Humbert, Dieu fait sortir: ThZ 18^1962) 357-361; Dieu fait sortir. Note complémentaire, op. cit., 433-436; J. J. Stamm, Erlosen uni Vergeben im Alten Testament (Berna 1940); U. Bergmann, nsl, en ThHandWAT II, 96-99; J. Schneider, exerchomai, en ThWNT II, 676-678; F. Hauck y S. Schulz, ekporeuomai, op. cit., V, 578-579; W. Michaelis, exagein, op. cit., V, 108-113. 12 Desde muy antiguo: Ex 13,3.9.14.16; 18,1; 20,2; 32,11.12; Nm 20,16; 23,22; 24,8; Jos 24,5.6. Más tarde: en Dt 5,6.15; 6,12.21.23; 7,8.19; 8,14; 9,26.28.29; 13,6.11; 16,1; 26,8; en la historia deuteronomista: Dt 1,27; 4,20-37; Jue 2,12; 6,8; 1 Re 8, 16.21.51.53; en la tradición sacerdotal: Ex 6,6.7; 7,4.5; 12,17.42.51; 14,11; Nm 15, 41; en la ley de santidad: Lv 19,36; 22,33; 23,43; 25,38.42.55, etc.; en los profetas (a partir de Jeremías): Jr 7,22; 11,4; 31,32; 32,21; 34,13; Ex 20,6.9.10.14.22; finalmente, también en textos de fecha más reciente: Sal 105,37.43; 136,11; 2 Cr 6,5; 7,22; Dn 9,15. 13 Ex 13,3.14; 20,2; Dt 5,6; 6,12; 7,8; 8,14; 13,6.11; Jue 6,8; Jr 34,13. 14 Ex 18,4ss; Sal 18,18; 34,5; 56,14; Ex 3,8; 6,6; Jr 39,17; Gn 32,12; en cualquier caso, no se trata de un concepto teológico especial.
c)
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La redención como liberación por compra o rescate.
El Nuevo Testamento habla repetidamente de liberación en el sentido de apolytrosis y lytrosis (Le 1,68; 2,38; 21,28; Rom 3,24; 8,23; 1 Cor 1,18.30; Ef 1,7; 1,14; Heb 9,12.15) o de lytrousthai (verbo) (Le 24,21; Tit 2,14; 1 Pe 1,18). Esta formulación neotestamentaria de la redención por Jesucristo se apoya en varios términos hebreos profanos que luego se emplearon en sentido teológico. Su significado general es liberar de ciertas formas de enajenación y esclavitud mediante el pago de un rescate. Nos fijaremos en padah y gó'el 1S. (Los LXX traducen normalmente padah por lytrousthai, término que traduce también a veces la palabra hebrea ¿l; en ocasiones se traduce padah por rhyesthai y sólo excepcionalmente por sozein, «salvar»). Padah (sustantivo pidyon, lytron = precio de una compra o rescate, Ex 21,30 y Nm 3,49) es un concepto procedente de la legislación sobre esclavos (Ex 21,7-11), pero tiene también un significado más amplio: rescate de un pobre que no puede pagar su deuda (Job 6,23). En el ámbito cultual, «rescatar» significa pagar rescate por los primogénitos, sean hombres o animales (Ex 34,14-26; Nm 18,16). Nadie puede dar un rescate para librarse de Dios (Sal 49,9). Ahora bien, como Dios todo lo puede (Sal 49, 4b; cf. 49,8-10a), puede también «rescatar» y liberar tanto a los individuos (2 Sm 4,9; 1 Re 1,29; Is 29,22; en el presente y en el futuro: Jr 15,21; Os 7,13; 13,14, etc.) como a todo el pueblo (Dt 7,8; 9,29; 13,6; 15,15; 21,8; 2 Sm 7,23; Miq 6,4; Sal 25,22; 78,42; Neh 1,10), especialmente en el futuro escatológico (Is 35,10; 51,11; 50,2; Jr 31,11; Zac 10,8). ¿De qué rescata Yahvé a Israel o al israelita? De la mano de los poderosos (Jr 15,21), del poder del reino de los muertos, «rescatados de la muerte» (Os 13,14), «de todo peligro» (2 Sm 4,9; 1 Re 1,29), «de todos los peligros que se ciernen sobre Israel» (Sal 25,22), «de una mano más fuerte» (Jr 31,11), pero sobre todo «de la opresión» (Sal 78,42), es decir (cf. Sal 78,43), del faraón, de Egipto, de la esclavitud (Dt 7,8; 9,26; 13,6; 15,15; Miq 6,4). La liberación de Egipto (expresada inicialmente con el término llh y más tarde con yasd, cf. supra) es entendida en el Deuteronomio también como un «rescate» (padah) (Dt 13,6; 15,15; 21,8; 24,18; 7,8; 9,26). Carece de sentido la pregunta de cómo y a quién pagó Yahvé el rescate: «rescatar» de la esclavitud (lo cual exige en realidad el pago de un rescate) " II. J. Stamm, pdh, en ThHandWAT II, 341-352 y 354-359.
EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
es simplemente una imagen para expresar que, desde el punto de vista religioso, vivimos en la esclavitud y tenemos que ser liberados. Si la imagen se tomara al pie de la letra, resultaría absurda. Las imágenes, si no se tratan con mimo, se hacen añicos. Por tanto, se puede afirmar una y otra vez: «Yo he rescatado a mi pueblo», en sentido absoluto (aludiendo a la liberación de Egipto o bien en un plano puramente escatológico) (Dt 21,8; 2 Sm 7,23; Is 29,22; 35,10; 50,2; 51,11; Neh 1,10; Zac 10,8). Dado que la liberación de Egipto se expresa en el Deuteronomio también con el término padah, que implica pagar un precio como rescate (cosa que no ocurre con los otros términos —yas¿ y Hh— empleados también para hablar de esa liberación), esa liberación se expresaría asimismo con la raíz de gd'el. Este término procede del derecho familiar y está relacionado con el año sabático y jubilar, en el que todas las relaciones de propiedad volvían a su estado primitivo, originario (Lv 25,8-55): el gd'el o salvador de los parientes que están en dificultades debe pagar entonces el importe de la compra, para que la tierra vuelva a su antiguo propietario; el gd'el es un pariente próximo que tiene que intervenir para recomprar la «propiedad familiar» que se había visto recortada 16 (cf. Jr 32,6-15; Rut 4). En sentido teológico, ¿l significa, por tanto, liberar y salvar, a menudo en el plano cultual (Lv 27). Finalmente, gd'el (no sólo el verbo —«rescatar»—, sino también el sustantivo) se aplica a Dios en el sentido de protector de los débiles (Prov 23,10-11; Jr 50,34), abogado o intercesor (Job 19,25; Sal 72,13-14; 119,154; Lam 3,58). Dado que ¿l significaba originalmente «recobrar la propiedad perdida», el término se utilizó también para hablar de la liberación de Egipto (Ex 6,6; 15,13; Sal 74,2; 77,16; 78,35; 106,10; Is 63,9). El éxodo se convierte así en la restitución del Israel esclavizado a su legítimo propietario, Yahvé, y, por consiguiente, en la devolución de la libertad a Israel. El Deuteroisaías empleará el término ¿l (no padah, «rescate», utilizado por el Deuteronomio) para referirse al retorno de la cautividad de Babilonia: devolución de Israel a su propietario original (Is 48,20; 43,5-6; 49,12.18.22.23); Yahvé es el gd'el (Is 44,6), el salvador de Israel, que es su propiedad. En Is 43,1-7 se precisa el precio pagado como rescate: «Como rescate tuyo entregué a Egipto, a Etiopía y Sabá a cambio de ti; porque eres de gran precio a mis ojos, eres valioso y te amo» (Is 43, 3-4; cf. 43,1-7). «Entregué hombres a cambio de ti, pueblos a cambio de tu vida» (43,4b). También el Tritoisaías emplea la palabra gdel (Is 59,20; 60,16) y la relaciona con la paternidad de Dios: «Tú, Yahvé, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es 'nuestro redentor'» (Is 63,16). Los «redimidos» (gé'ulim) son los miembros del pueblo de Dios congregados de la diáspora (Is 62,12) n . El término neotestamentario (apo)lytrosis recoge todas estas acepcio-
nes, pero, como en los escritos más recientes del Antiguo Testamento, también en el Nuevo desaparece casi por completo la distinción entre «salvar» y liberar, librar de la esclavitud pagando rescate (padah) y recuperar una propiedad perdida (Le 24,21; 1,68; 21,28; Rom 3,24; 1 Cor 1,30; Heb 11,35). No obstante, es innegable que siguió pesando el significado hebreo, el cual se ajustaba perfectamente a la forma en que murió Jesús: «Os han comprado pagando» (1 Cor 6,20; 7,23); también Me 10,45 y Mt 20,28 hablan del lytron pagado: «en rescate por todos»; «sabéis que os rescataron... no con oro ni plata perecederos, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni mancha» (1 Pe 1,18-19); «nos ha rescatado con su sangre» (Ef 1,7). Sin embargo, el empleo de términos como «salvación» (sozein, satería), «librar» (rhyomai) y otros similares, que no implican la idea de «rescate», supera con mucho a la terminología del «rescate». La diversidad del vocabulario soteriológico en el Nuevo Testamento denota además la influencia recíproca entre experiencia e interpretación. Llegamos así a un nuevo bloque de interpretaciones relacionadas con el perdón de los pecados y la justificación, la reconciliación y la santificación.
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Costumbre habitual en Oriente para proteger el patrimonio del clan. " Como ocurre con muchos de estos conceptos, se debilita el significado original: restablecer la situación originaria mediante el pago de un rescate. GH adquiere más tarde el significado de «liberar» de los enemigos políticos (Miq 4,10; Jr 31,11; Sal 106,10) o de alguna necesidad (Sal 107,2; 103,4, etc.).'
d)
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Reconciliación tras la desavenencia.
En el Nuevo Testamento, solamente Pablo da a la redención el nombre de «reconciliación» en el sentido específico de katattage (reconciliación), katallassein (reconciliar a alguien con uno) y katallagenai (ser reconciliado) (2 Cor 5,18.19.20.21; Rom 5,10.11; 11,15), mientras que las cartas deuteropaulinas expresan esta idea mediante el neologismo apokatallassein (Col 1,20.22; Ef 2,16). Antes de la reconciliación, dos grupos viven enemistados: son enemigos o están alejados (como se ve por el uso profano del término: los esposos separados deben «reconciliarse», 1 Cor 7,11): «Cuando éramos enemigos, la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios» (Rom 5,10; cf. también la «barrera divisoria» de Ef 2,14); «También vosotros (los paganos) estabais antes distanciados y erais enemigos jurados por causa de vuestras malas acciones; ahora... Dios os ha reconciliado consigo mismo» (Col 1,21-22). Aunque esta enemistad entre Dios y el hombre es recíproca (la ira de Dios: Rom 1,18-32; 2,2.5; 3,26; 8,8), Dios no se reconcilia con el hombre, sino solamente el hombre con Dios: nosotros somos reconciliados con Dios (Rom 5,10; 2 Cor 5,20), Dios nos reconcilia consigo mismo (2 Cor 5,18-21; Col 1,22; Ef 2,16) y a los hombres entre sí, con lo cual en la Iglesia está ya superada la enemistad entre judíos y paganos (Ef 2,16; 2,14). Esto significa que la reconciliación con Dios no es un aplacamiento de la ira de Dios mediante algún tipo de acción capaz de mitigarla; por ejemplo, la muerte de Jesús, acogida favorablemente por Dios. (Más adelante, al hablar del perdón de los pecados obtenido por medio de un sacrificio, veremos cómo esta idea está presente en otros lugares del Nuevo Testamento y con qué sentido). Esto no se da en la idea de la reconciliación. Cuando el Nuevo Testamento habla de «reconciliación» (katallage y sus derivados), nunca dice que Dios sea reconciliado. Dios toma la ini-
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ciativa y nos reconcilia consigo por medio de la muerte de Jesús. «Hemos obtenido la reconciliación» (Rom 5,11). Pablo y las cartas deuteropaulinas coinciden plenamente en este punto; su diferencia radica en que para Pablo solamente Dios reconcilia, si bien en y por Jesucristo, mientras que en las cartas a los Colosenses y Efesios también Cristo aparece como sujeto de la reconciliación (Col 1,22; Ef 2,16), aunque ésta proceda últimamente de Dios a través de Cristo (cf. Col 1,20). Pablo no presenta nunca a Jesús como sujeto «independiente» de la acción redentora: Dios, el Padre, interviene activamente redimiendo en Cristo (2 Cor 5,19). El significado propio (ateniéndonos a la etimología de la palabra griega katallasso: convertir a uno en otro, allos) de la reconciliación es «cambiar» o «renovar» (en este sentido no tiene correspondencia en el Antiguo Testamento). Nuestra reconciliación con Dios cambia la relación entre Dios y el hombre y de los hombres entre sí: ya no somos enemigos, impíos, no estamos desamparados (Rom 5,6 con 5,10), no somos pecadores (Rom 5,8). «Donde hay un cristiano, hay humanidad nueva... Y todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo a través de Cristo» (2 Cor 5,17-18), «cancelando la deuda de los delitos humanos» (2 Cor 5,19), pues «el amor de Dios inunda nuestros corazones» (Rom 5,5) y «tenemos acceso al Padre» (Ef 2,18). La reconciliación es, pues, más que la iustificatio o justificación: de enemigos nos convierte en amigos de Dios, en hombres nuevos. «Estar reconciliados» significa aparecer libres de pecado ante el tribunal de Dios (Col 1,22), vivir en paz (Col 1,20; Ef 2,15), ser hombres nuevos (Ef 2,15), una humanidad nueva (2 Cor 5,17); Col 1,20 habla incluso de una reconciliación de los seres celestiales con Dios. ¿Está ya consumada la reconciliación? Por una parte, encontramos la expresión «reconciliación del mundo» (2 Cor 5,19; también Rom 11,15), mientras que generalmente Pablo dice que «nosotros (los cristianos) estamos reconciliados» (Rom 5,9.10; 2 Cor 5,18, a título de confesión de fe, no de constatación objetiva). Por otra parte, encontramos la complicada expresión: Theos en en Christo kosmon katallasson, que literalmente significa «Dios se disponía a reconciliar el mundo en Cristo» (2 Cor 5,19), a la vez que en 2 Cor 5,18 se había dicho: ek tou Tbeou tou katallaxantos hemas, todo eso es obra «de Dios, que nos reconcilió». En lo que respecta «al mundo», Dios «se disponía a reconciliarlo»; en cambio, nosotros, los cristianos, «estamos ya reconciliados» (en aoristo; 2 Cor 5,18 y Rom 5, 9-10). Hay reconciliación cuando unos hombres están reconciliados con Dios por medio de Jesús. Para los demás, esta reconciliación está todavía pendiente. De ahí el «servicio de reconciliación» y el «mensaje de reconciliación» que la Iglesia debe llevar a cabo en el mundo (2 Cor 5,19).
tido de salom proviene de un mundo totalmente distinto del de la katallage griega (reconciliación como cambio, un concepto al que no he encontrado equivalente en hebreo, al menos en el hebreo del Tenak). La traducción griega de salom por eirene, paz, supone de hecho una clara restricción del significado hebreo. Salom, etimológicamente 18, no tiene el significado formal de acción o efecto de salvar o de paz, sino de «satisfacción», «indemnización» y «pago», significado que conservan sus derivados. Cuando, por ejemplo, alguien deja sin cubrir un pozo abierto, y cae dentro de él un animal de carga, el propietario del pozo debe «pagar salom» (Ex 21,33-34), es decir, una indemnización o satisfacción. Salom, pues, alude a cumplir o mantener obligaciones, exigencias y promesas, «satisfacer», tanto en sentido positivo (reparar o adquirir un compromiso) como negativo (multar); es decir, dar lo que es debido (1 Sm 24,20; Dt 32,41). Así se cumple con una deuda (2 Re 4,7) o un sacrificio de acción de gracias (Sal 56,13). El concepto, tenga sentido jurídico o no, está relacionado con la normativa sobre daños; para una de las partes significará recibir satisfacción, «compensación» o reparación; para la otra, hacerse cargo de los daños o de la multa, reparar. Fuera del campo del «castigo», salom significa simplemente «llegar a un acuerdo», entenderse (Dt 20,12; Jos 9,15; 11,19; Is 27,5). Quien tiene satisfechas sus necesidades primarias está «satisfecho», contento, feliz (Gn 33,18). Por tanto, el sustantivo salom no significa primariamente paz, salvación, sino retribución, sobre todo en sentido positivo: estar en una posición en que se «tiene bastante» (necesidades cubiertas) tanto externa como internamente (satisfacción interior, bienestar y alegría). Como saludo, salom significa propiamente: ¡que te vaya bien! (Jue 6,23; 19,20). Cuando se quiere resaltar la posición obtenida con el «acto de compensación», salom significa «paz», o sea, la situación resultante de unas prestaciones mutuas o de un acuerdo, sobre todo después de una guerra (de ahí el significado de «paz»). En el término «paz» resuena la idea de pacto o acuerdo. De ahí la «alianza de paz» (berit salom: Nm 25,12; Is 59,10; Ex 34,25): un pacto en el que se regula la compensación, dando así satisfacción al vencedor. De ahí también que Jl 2,25 hable de «compensar a Dios». El «príncipe de la paz» es, por tanto, el príncipe que recompensa (Is 9), o sea, que premia a los buenos y castiga a los malos. Esto implica con frecuencia una situación de sometimiento; por ejemplo, la de un rey vasallo (melek salem), sometido a un rey más poderoso; se habla de un corazón «que paga» o está sometido para indicar que tiene «buena disposición». La idea hebrea de salom está relacionada con la concepción judía de que Dios garantiza la conexión de las acciones buenas o malas con sus consecuencias: prosperidad o desgracia y adversidad (cf. supra el análisis de fdaqah o justicia). Dios recompensa la bondad y castiga la maldad y, por ello, es un Dios de la paz. «La obra de la fdaqah será el salom» (Is 32, 17), o también: «la fdaqah y el salom se besan» (Sal 85,11). Salom tiene,
e)
La redención como satisfacción: paz.
Aunque en el paulinismo existe objetivamente una estrecha relación entre «reconciliación» (en el sentido de katallage, cambio) y «pacificación», ambos conceptos, sobre todo si tenemos presente el contexto judío de salom, tienen un significado totalmente diferente: La reconciliación en el sen-
473
" G. Gerlemann, ílm, en ThHandWAT II, 919-935; id, Die Wurzel sch-l-m: ZAW 85(1973) 1-14.
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CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
en fin, el significado de «ser suficiente» («así está bien»), pero no en el sentido de una vivencia subjetiva, sino de un orden objetivo. Es de notar que el pensamiento judío parte de situaciones abusivas que hay que arreglar; hay que hacer justicia. Los LXX, al traducir salom por eirene, paz, pierden los matices típicamente judíos del término. De ahí que el Nuevo Testamento, además de tomar el término «paz» (eirene) de los LXX, haya buscado otros términos para expresar la idea de satisfacción y reconciliación basada en una retribución. El concepto se diferencia no sólo de katallage (reconciliación), sino también de apolytrosis (liberación), la cual incluye el pago de un rescate (por un esclavo, un pobre, etc.). Significa más bien «estar de acuerdo» con Dios y con los hombres, aunque ello implique también «pagar» algo. Las palabras de Pablo: «Te basta con mi gracia» (2 Cor 12,9), reproducen esta idea de salom como «retribución» y, por tanto, estar satisfecho o tener suficiente: «así está bien». La reconciliación, según esto, significa también sometimiento a Dios tras haber vivido en una situación de pecado, donde, en consecuencia con la mentalidad judía, hay algo que debe repararse. La doctrina neotestamentaria de la «satisfacción» tiene raíces judías. La interpretación que da el Nuevo Testamento a la redención de Jesús como satisfacción estaba ya implícita en los conceptos que los judíos cristianos habían recibido de su historia judaica de experiencia e interpretación. En particular, la reparación de nuestros pecados por la muerte de Jesús invitaba a aplicar determinados conceptos judíos a la entrega absoluta de Jesús. Así se deduce también de los conceptos que vamos a ver a continuación.
un sacrificio expiatorio (expiatio). Es significativo que, en términos estadísticos, sólo una décima parte de los textos que hablan del sacrificio expiatorio sean anteriores al exilio; las tres cuartas partes de la totalidad proceden de la tradición sacerdotal, concretamente de Ezequiel, Isaías, Deuteronomio y Salmos. El significado del término en la tradición sacerdotal —y, sobre todo, cultual— es conseguir mediante el ofrecimiento de un sacrificio la expiación de los pecados «en favor de alguien», un individuo o todo el pueblo (la preposición hyper: «por» alguien, no en el sentido de sustitución, es esencial en el sacrificio expiatorio que realizaba el sacerdote cuando un pecador le llevaba uno de los animales prescritos por la ley para ser inmolado). La expiación se realiza a través del sacerdote (Lv 16,32; cf. supra). Todos los judíos pensaban que únicamente Dios puede perdonar los pecados. Pero «expiar los pecados» corresponde a un ámbito totalmente distinto: cultual y legal. La fórmula técnica es: «El sacerdote expía así por él» (individuo o pueblo; Lv 4,25.31.35; 5,6.10.13.18.26; 14,18.20; 15,15; 19,22); ése es el tema básico de Lv 4,1-5,13, donde se habla de los sacrificios expiatorios por los pecados. Sigue otra fórmula también de carácter cultual: «y él (individuo o pueblo) queda perdonado» (ibíd.). Se trata de una fórmula forense o jurídica, pronunciada por el sacerdote después de ofrecer el sacrificio, por la que declara «purificado» al interesado: «este hombre (ya) no es culpable conforme a la ley», puede vivir (cf. Ez 18,9). La idea fundamental es que la expiación exige una compensación o una contraprestación (por los pecados cometidos) (Lv 5,16; 16; Nm 5,7-8), mediante la cual se restablece la relación con Dios, rota por los pecados (contra la Tora). Expiar un pecado implica, pues, «purificación» (del pecado) y santificación o consagración a Dios (Ex 29,36-37; 30,10; Lv 8,15; 16,18). Además, el sacrificio, para ser realmente eficaz, tiene que ser «agradable a Dios» z>, es decir, Dios tiene que considerarlo bueno, estar contento con el pecador y aceptar a éste: «tú ciertamente vivirás». Ya hemos visto que la carta a los Hebreos llama a este aspecto teleiosis o consumación del sacrificio por parte de Dios. El sacrificio expiatorio por los pecados no es, pues, perdón de los pecados; el sacrificio se ofrece para conseguir el perdón de los pecados, pero éste depende exclusivamente de la libertad soberana de Dios. Existe, sin embargo, el peligro de caer en un formalismo. Se podría ver una analogía entre los sacrificios veterotestamentarios y la «penitencia canónica» de la Iglesia, impuesta de un modo puramente jurídico por el ordenamiento eclesiástico. El cumplimiento exacto de la penitencia impuesta no dice de por sí nada sobre la conversión interior o metanoia, aunque se supone que ésta tiene lugar. Al explicar la carta a los Hebreos dijimos que la «teología de la sangre», basada en la teología sacerdotal de Lv 17,11, tiene un importante papel en este punto. Sólo en algunos textos posteriores la expiación de los pecados coincide con el acto divino de perdonar los pecados (Sal 65,4; 78,38; 79,9); en tales textos, el
f)
La redención como expiación de los pecados por un sacrificio.
El perdón de los pecados y su expiación corresponden, tanto en el judaismo como en el Nuevo Testamento, a dos campos semánticos distintos. La muerte de Jesús, por solidaridad con los hombres y fidelidad a Dios (aspecto que encontramos sobre todo en la carta a los Hebreos), se presta (para los cristianos procedentes del judaismo) a ser interpretada a la luz del concepto de kpr (kippurim) o sacrificio expiatorio (aquí estriba la diferencia básica con la reconciliación en el sentido de katallage, en la que el único sujeto agente es Dios). De ahí que veamos por separado la redención como sacrificio expiatorio por los pecados y como perdón de los pecados. Kippurim, que en el Tenak aparece exclusivamente en las tradiciones sacerdotales, significa «reconciliación» por medio de un sacrificio expiatorio 19. En la forma piel, la raíz kpr significa expiación de los pecados mediante " F. Maass, kpr, en ThHandWAT II, 842-857; S. Lyonnet, Be notione expiationis: VD 37 (1959) 336-352; 38 (1960) 66-75; H. Thyen, Studien zur Sündenvergebung im NT und seinen alttestamentlichen und jüdischen Voraussetzungen (Gotinga 1970); J. Hermann y J. Büchsel, hilaskesthai, en ThWNT III, 301-324; J. Schmid, Sünde und Sühne in Judentum: BuL 6 (1965) 16-26; J. J. Stamm, Erlosen und Vergeben im Alten Testament (Berna 1940); J. Kühlewein, qrb, en ThHandWAT II, 674-681; R. de Vaux, Les institutions de l Anden Testament II (París 1960) 291-348 y 425430. Cf. supra bibliografía correspondiente a la carta a los Hebreos.
20
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G. Gerlemann, rsh, en ThHandWAT II, 810-813; y hps, en DTmAT I, 864-868; G. Schrenk, eudokeó, en ThWNT II, 736-748.
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verbo kpr (en piel: ofrecer un sacrificio expiatorio) tiene en el fondo el mismo significado que la katallage neotestamentaria o expiación en cuanto acto exclusivo de Dios (también Ex 32,30; Dt 32,43; Is 27,9; Dn 9,24). Debemos, pues, decir que el Antiguo Testamento no posee una teología clara sobre la expiación y que, en cualquier caso, no puede identificarse sin más con la concepción sacerdotal sobre el sacrificio expiatorio. Sean cuales fueren las teorías sobre el sacrificio que aparecen en el Tenak, de todos los textos —antiguos y recientes— se desprende que únicamente Dios perdona los pecados. Por otro lado, en ningún sitio, ni siquiera en las teorías sacerdotales sobre los sacrificios, se habla de una «sustitución» en el sentido de una representación vicaria o traspaso de los propios pecados a los animales sacrificados o inmolados. Los LXX y el judaismo griego intertestamentario traducen el término judío kippur por hilaskesthai (expiar los pecados). En los escritos griegos del canon judío (y también en la literatura apócrifa) se pone de relieve la eficacia del sacrificio expiatorio, incluso para los difuntos (que habían luchado por la causa de Israel) (2 Mac 12,45; cf. Eclo 45,16.23). Finalmente, sobre todo en la literatura intertestamentaria, pasa a primer plano la idea de la expiación de los pecados mediante el sufrimiento por una tercera persona (4 Mac 6,29; 17,22). En el Antiguo Testamento hay únicamente un texto que podría interpretarse en ese sentido: el cuarto cántico del siervo de Yahvé (Is 52,13-53,12, pero tampoco aquí se utiliza la terminología del kippur). Hay razones para afirmar que ya antes de la caída de Jerusalén (70 d. C.) había perdido importancia, fuera de los ambientes sacerdotales, el aparato sacrificial judío, así como su terminología de kippurim. En Qumrán (1QS 9,4-5) y en el resto de la literatura íntertestamentaria (por ejemplo, TestLev 3,6) se concede gran importancia al sacrificium laudis o «sacrificio incruento de la oración». La expiación de los pecados se convierte ahora en metanoia, oración, ayuno, limosna, ya que tal espíritu debe animar también los sacrificios cruentos de animales para expiación de los pecados (cf., ya en el Antiguo Testamento, Eclo 3,30; Tob 4,10-11; también la crítica de los profetas al sacrificio ritual de animales que se hace sin justicia [Am 5,22; Miq 6,7-8; Jr 6,20; Os 9,4] o sin el «sacrificio de alabanza» o «el cántico de los labios» [Sal 104,34], es decir, el sincero himno de alabanza a Yahvé). El Nuevo Testamento sigue esta nueva tendencia intertestamentaria a infravalorar la teoría sacerdotal sobre el sacrificio y hace hincapié en que para los cristianos «la vida misma» es un «sacrificio espiritual» (1 Pe 2,5; Flp 2,17: «el sacrificio litúrgico que es vuestra fe»; Rom 12,1; Me 12,33: el mayor sacrificio consiste en amar al prójimo). No obstante, en todas las tradiciones del Nuevo Testamento la muerte redentora de Jesús aparece como sacrificio según los esquemas de la teología veterotestamentaria deí sacrificio: su muerte es un sacrificio expiatorio, somos redimidos con su sangre (recordemos lo dicho sobre la carta a los Hebreos y las referencias a la tradición cristiana)21. La diferencia fundamental con la teología sacri" Cf. supra, pp. 252-256.
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ficial veterotestamentaria radica en que este sacrificio expiatorio es, al mismo tiempo, perdón de los pecados, ya que, evidentemente, Dios acepta el sacrificio de Jesús y lo encuentra agradable en la resurrección de Jesús. Sólo la carta a los Hebreos mantendrá la rígida y formal distinción (judía) entre el sacrificio expiatorio como purificación y santificación y la aceptación por parte de Dios o «consumación» de este sacrificio: «Por la gracia de Dios, la muerte que él experimentó redunda en favor de todos» (Heb 2,9c). g)
La redención como perdón de los pecados.
El perdón de los pecados (aphesis ton hamartion; también hilaskesthai, expiación de los pecados, pero en un sentido amortiguado) aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento como fruto de la muerte y resurrección de Jesús (Mt 18,11; 26,28; Me 1,4; Le 1,77; 4,18; 19,19; Hch 2,38; 5,31; 16,43; 13,38; Rom 4,5; 5,6; 11,32; Gal 3,22; Ef 1,7; 2,5; Col 1, 14; cf. 1 Tim 1,15; Sant 5,20; 1 Jn 1,9; 2,1-2). La muerte de Jesús (y también el bautismo cristiano) es un «morir al pecado» (Rom 5,6; 6,2; 6,6-8.10.18). Sólo en dos pasajes se relaciona el perdón de los pecados con la actividad de Jesús anterior a su muerte (Me 2,10 parr.; 2,15-17). El Antiguo Testamento sabía ya por experiencia que la salvación o redención significa también perdón de los pecados 2 . Salah es la única palabra que significa específicamente «perdonar» y cuyo único sujeto puede ser Yahvé (de todos modos, el término está relacionado con la intercesión sacerdotal: Lv 4,5; 19,22; Nm 15,25-26.28). La flihah o perdón de los pecados (Sal 130,4; Dn 9,9; Neh 9,17) significa exactamente ocultamiento del pecado, expiación del pecado, purificación o (en sentido cultual) olvido del pecado; dicho metafóricamente, volver la espalda al pecado (Is 38,17) o arrojarlo al fondo del mar (Miq 7,19). Yahvé es un Dios de perdón (Neh 9,17), «bueno en el perdón» ( = dispuesto a perdonar) (Sal 36,5). Dado que en el Tenak el perdón de los pecados es puramente escatológico, la expiación efectiva se entiende como un acto «forense», externo y jurídico, en el sentido de una «absolución» sacerdotal. Sin embargo, esto no corresponde al llamado «perdón forense de los pecados»: lo jurídico se refiere a la declaración de «pureza» que los sacerdotes pronuncian tras haber ofrecido el sacrificio: por lo que respecta al hombre, ahora todo está jurídicamente en orden para poder obtener de Dios el perdón de los pecados. El pecador ya no es culpable «conforme a la ley». Pero, incluso entonces, Dios (que escudriña los corazones y los ríñones) es libre para otorgar un perdón no forense. Jurídica y formalmente, el proceso forense no es el perdón de los pecados, sino la expiación de los mismos. El Nuevo Testamento utiliza también la expresión «cargar con el pecado o quitarlo» (Jn 1,29; 1 Jn 3,5). Esto remite a un término hebreo: " J. J. Stamm, slh, en ThHandWAT II, 150-160; id., Erlosung und Vergebung, op. cit,
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cZS
nasa (quitar, suprimir algo o cargar con ello); de ahí «cargar con los pecados», tanto en el sentido de «cargarse de pecados» (pecar) como de «cargar con las consecuencias» de tales pecados (expiarlos) (Lv 5,1.17; 7,18; 17,16; 19,8.17; 20,17.19.20; 22,9; 24,15; Nm 5,31; Ez 14,10; 18,19-20). El término aparece, sin embargo, en el mismo contexto jurídico o «canónico» de la penitencia prescrita por la ley en relación con un pecado. De ahí que en este caso sea posible una sustitución vicaria: el sacerdote puede cargar con «el pecado» de otros y tomar sobre sí la penitencia (Ex 28,38); lo hacen los profetas (Ez 4,4-6), los hijos por sus padres (Nm 14, 33) y, en fin, también el siervo de Yahvé (Is 53,12). Solamente en este sentido «cargar con los pecados o quitarlos» significa en el Antiguo Testamento el perdón de los mismos (Gn 4,13; 18,24-26; Lv 10,17; Jos 24,19, etcétera), es decir, declarar a alguien «inocente» por medio de la penitencia debida (y cumplida por otra persona) (Nm 14,18-19). El Nuevo Testamento recoge este semitismo (cargar con los pecados) y le da el sentido de perdón de los pecados en virtud del sacrificio expiatorio de la cruz: «El Cordero de Dios, que quita (carga con) el pecado del mundo» (Jn 1,29). Es importante en el uso neotestamentario de muchos de estos conceptos judíos que la redención es también perdón de los pecados y que este perdón está esencialmente unido a la muerte de Jesús en la cruz. En otras palabras: el significado salvífico de Jesús es incompleto sin su muerte y resurrección. Debido a que raramente habla el Tenak de perdón de los pecados y todo su interés está centrado en la expiación o penitencia «canónica» (si bien en orden al perdón de los pecados), no se destaca el tema de la iustificatio imptí o aceptación del pecador por parte de Dios y rio sólo la del justo o saddiq (de quien ha sido declarado inocente «conforme a la ley» por ser justo o por haber cumplido la penitencia impuesta). Fuera de unos cuantos textos bíblicos (Sal 65,4; 78,38; 79,9; Ex 32,30; Dt 32,43; Is 27,9; Dn 9,24), el tema aparece principalmente en ambientes extrabíblicos del judaismo primitivo, como es el caso de Qumrán (cf. supra lo dicho sobre fdaqah). Esta acogida del pecador por parte de Dios constituye el núcleo de la redención neotestamentaria como perdón de los pecados, especialmente en la experiencia paulina y joánica de la salvación cristiana: Jesucristo es el perdón de Dios, «la vida»; en él se nos ha hecho posible la vida, tenemos derecho a existir. El hecho de que en algunos textos neotestamentarios resuene un eco «forense» se debe a los términos judíos utilizados, tomados de la absolución jurídica del pecado por parte del sacerdote judío, y no a la experiencia neotestamentaria de la salvación de Dios en Jesús. h)
Justificación y santificación.
Solamente en el paulinismo la iustificatio impii o «justificación» es un término técnico (aunque no exclusivo) para designar la redención como
acceso a la «comunión de los santificados» que tiene lugar en el bautismo por la fe. «Estamos justificados» (en aoristo) y «seremos salvados» (sotena, sozein, indican en Pablo la resurrección corporal, Rom 8,23-24). Pablo distingue entre justificación y santificación, cosa que no sucede en las cartas deuteropaulinas. «Santificación» (hagiasmos, hosiotes, como traducen los LXX la palabra hebrea fdaqah o justicia) y eusebeia son dos conceptos que tienen su origen en la piedad helenística: Rom 6,16.19.22; 1 Cor 1,30; 1 Tes 4,3-4.7; 5,23; 2 Tes 2,13; Ef 4,24; 1 Tim 2,15; 6,11; 1 Pe 1,2; 2 Tim 2,22; Heb 12,14; eusebeia: 1 Tim 2,2; 4,7-8; 6,3.5.6.11; 2 Pe 1, 3.6-7; 2 Tim 3,5; Tit 1,1. Los cristianos son llamados «santos», «santificados» o «en camino de la santificación» (Rom 1,7; 8,27; 12,13; 12,25-31; 16,2.15; 1 Cor 1,2; 6,1; 14,33; 16,1.15; 2 Cor 1,1; 8,4; 9,1-12; 13,12; Hch 9,13.32.41; Ef 1,1.15.18; 2,19; 3,8.18; 4,12.24; 5,3; 6,18; Flm 5; Col 1,2.4.26; 3,12; 1 Tes 3,13; 2 Tes 1,10; Heb 3,1; Jds 3; Ap 11,18; 13,7.10; 20,9). Como ya hemos analizado el concepto de justificación en Pablo y en relación con fdaqah, no es necesario volver sobre él en esta síntesis . i)
La salvación en Jesús como asistencia jurídica.
En la carta a los Hebreos, la actividad salvífica del Jesús celeste se entiende como una intercesión permanente ante el Padre. Jesús es el abogado y defensor de la causa humana ante Dios (Heb 7,25; 7,23-25; 9,24; 4, , 14-16; 2,17). Pero esta idea está presente en todo el Nuevo Testamento. 1 Jn 2,1 afirma que el Cristo exaltado en el cielo es «paráclito», intercesor y abogado ante Dios. Si Jn 14,16 afirma que Jesús «enviará otro paráclito», quiere decir que también Jesús es un paráclito durante su vida terrena (un aspecto que no se da en la primera carta de Juan). La idea de intercesión o del paráclito presenta unos rasgos forenses, es decir, el juicio de Dios es presentado como un proceso jurídico en el que el pecador hace de acusado. El Jesús celeste es el abogado defensor (Ap 12,10 presenta al diablo como kategoros o acusador). También Pablo (Rom 8,34) y el Evangelio de Juan (Jn 16,26; cf. también 1 Jn 2,1) conocen la intercesión de Jesús. La base para ello se encuentra en el Jesús sinóptico (Mt 10,32-33 par.; Me 8,38 par.). La peculiaridad del Evangelio de Juan estriba en que considera también al Jesús terreno como defensor y paráclito (Jn 14,16); lo que para 1 Jn 2,1 es el Cristo exaltado, para el Evangelio de Juan lo es el Espíritu Santo como Paráclito (Jn 14,16.26; 15,26; 16,7). La noción de «paráclito» (que en griego significa abogado en un juicio) queda clara en el Evangelio de Juan: el Pneuma, enviado por Dios y por Cristo a los discípulos de Jesús, no al mundo (Jn 14,17), es acusador «del mundo» ante Dios para dar testimonio del derecho de Jesús (15,26) y probar al mundo su culpa (16,8-11). También en otros lugares del Nuevo Testamento (Rom 8,26-27; cf. Me 13,11 par.; Le 22,32) hallamos la idea de que el Espíritu es inter-
* F. Stolz, nf, en ThHandWAT I I , 109-117. 24
Cf. supra, bibliografía sobre fdaqah,
pp. 105ss, y la exposición del paulinismo.
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EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
cesor y presta asistencia jurídica (aunque no se emplea el término «paráclito»). La idea de la intercesión de Jesús en favor de los hombres, entendida como asistencia jurídica, tiene raíces veterotestamentarias. En particular, Moisés es considerado intercesor y protector de Israel (Gn 18,23-33; 20, 7.17). Cada vez es más frecuente la idea de un intercesor celestial (Jr 5,28; Job 29,16; sobre todo, Job 33,23), entendido como un arcángel (Job 33, 19-25; 5,1). En la literatura pseudoepigráfica del Antiguo Testamento, el intercesor celeste suele ser el «gran Moisés» o el Henoc celestial2S, pero sobre todo algún ángel26, especialmente Miguel 27 . Lo nuevo aquí es que el «espíritu de la verdad» pasa a ser el gran intercesor celeste, el paráclito 28 . Hay indicios de ello en el Antiguo Testamento (deuterocanónico). Inicialmente surgió la idea de solidaridad, en el sentido de un deber de interceder unos por otros ante Dios (2 Mac 1,2-6; 8,14-15; 12,39-45). Esta solidaridad entre los hombres se vio también en algunos seres celestes: «Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que transmiten al cielo las oraciones de los santos y tienen acceso ante el Señor de la gloria» (Tob 12,15). En esta época del primer judaismo, cuando se acentuó la inaccesible trascendencia de Dios, nació espontáneamente todo un mundo de seres celestes, «mediadores» entre el cielo y la tierra. Esta nueva idea fue relacionada con la misericordia y juicio de Dios y con otros muchos conceptos judíos de tipo forense y jurídico: el hombre, pecador a los ojos de Dios, es acusado ante el tribunal de Dios, y junto al acusador le asiste un abogado defensor. En la carta a los Hebreos, esta intercesión celeste tiene un carácter más cultual que jurídico. También el concepto de ge?el, el auxiliador y salvador, pudo contribuir a calificar al Jesús redentor como intercesor y, finalmente, como paráclito. Desde este punto de vista, «estar redimido» significa vivir con la estimulante convicción de que el cristiano cuenta siempre con una eficaz asistencia jurídica. De esta definición de la redención cristiana resulta claro que los autores neotestamentarios toman sus modelos interpretativos de los hechos sencillos de la vida cotidiana, hechos en los que los hombres encuentran energía para afrontar los problemas de la vida. Gracias a Jesús, el Cristo, estos hombres pueden afrontar la vida con denuedo. V
za implicaba una comunión de Dios con todo su pueblo (Lv 26,11-12), así también la comunión cristiana une a los individuos en un conjunto coherente, en una comunidad, ecclesia o qahal (la solemne denominación que el deuteronomista aplica al pueblo de Dios congregado en asamblea). Jesús pedía a cada hombre personalmente que se decidiera ante el futuro reino de Dios. El que cumple la voluntad de Dios es hermano, hermana y madre de Jesús (Me 3,35). Se rompe así el vínculo entre Dios, el pueblo y la tierra, que era para el judaismo, en cierto sentido, una idea central 29 . Para escapar al juicio de Dios no basta ya con pertenecer a un pueblo, aunque sea el elegido. Más aún: sólo en el día del juicio se verá quién figura realmente entre los «escogidos del Padre», para los cuales está preparado el reino de Dios desde la eternidad (Mt 25,31-46). El criterio en este punto será la postura que se haya adoptado ante el hermano más humilde (de Jesús) (Mt 25,40), ante Jesús mismo (Me 8,38). Consecuencia de este planteamiento marcadamente personal es que conceptos como «pueblo de Dios» o «alianza» carecen de sentido en la predicación de Jesús. Incluso laos (pueblo de Dios) aparece raramente en los sinópticos: una vez en el Evangelio de Marcos (Me 11,32; Me 7,6 es una cita del texto griego de Is 29, 13, y en Me 14,2 significa simplemente «muchedumbre»); aparece además en Mt 1,21; Le 1,68.77; 2,32; 7,16; 24,19 (Mt 2,6 es una cita de 2 Sm 5,2). Una gracia destinada exclusivamente a un pueblo es totalmente ajena al Nuevo Testamento. De ahí su recelo ante expresiones como «pueblo escogido»; escogido es cualquiera que crea en Jesucristo, venga de donde venga. Dado que el mensaje de Jesús se dirige personalmente a cada hombre (lo que no significa, como veremos más adelante, que la salvación tenga una dimensión sólo individual), el reino de Dios es independiente del «pueblo de Dios» y el mensaje de Jesús posee un alcance universal. Sólo después de la muerte de Jesús, sus discípulos, que ven en su resurrección un acontecimiento escatológico, el inicio del acontecimiento escatológico universal, comienzan a considerarse en consecuencia como la comunidad escatológica. Evocan textos como Is 61 y Jr 31. La ecclesia cristiana se convierte así en el sujeto de la nueva alianza con Dios (en especial y casi exclusivamente en el paulinismo y en la carta a los Hebreos; fuera del paulinismo, el término diatheke aparece sólo cuatro veces en los sinópticos y dos en los Hechos de los Apóstoles). La misma escuela paulina hablará, empleando expresiones típicas del estoicismo, de la «asamblea» o comunidad cristiana como soma Christou, cuerpo de Cristo (Col 1,18; 2,19; 3,15; Ef 1,23-24; 4,4.12.16; 5,23). No obstante, en el Nuevo Testamento encontramos también tendencias de tipo místico individualista; especialmente, en la primera carta de Juan aparecen indicios de la orientación que más tarde se llamará «mística del ser», si bien (en el joanismo) se inserta en una experiencia fundamental de la gracia. Sin embargo, en todo el Nuevo Testamento, esto va unido a la edificación de la comunidad y a la «renovación del mundo», aunque de momento (más tarde veremos el motivo) en un plano puramente intraeclesial.
j)
Redimidos para una vida de comunión.
Según el Nuevo Testamento, la «humanidad redimida» es la comunidad eclesial, es decir, la porción del mundo que ha puesto su confianza y esperanza en Jesús como salvación decisiva del hombre. La gracia no es ya sólo un don otorgado al individuo. Así como en el Tenak la idea de alian25
ApBar(sir) 85,1-2; AsMo 11,17. Ibtd.; también 4 Esd 7,112; Hen(et) 47,2; 104,1; TestLev 3,5; 6,5. 27 Continuamente en Qumrán. También ApBar(gr) llss; Hen(et) 68,4; 9,3-11; 89, 76; Jub 30,20; 28,6. 28 Testjud 20,1 y en toda la literatura de Qumrán.. 26
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R. Smend, Die Mitte des Alten Testaments (ThStB 101; Zurich 1970).
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Todos los que en Cristo están «congregados en la unidad» constituyen lo que el Nuevo Testamento llama genéricamente «la Iglesia de Dios» (Hch 20,28; 1 Cor 1,2; 10,32; 11,16.22; 14,33; 15,9; 1 Tes 2,14; 1 Tim 3,5; 3,15) y a veces «Iglesia de Cristo» (Rom 16,16), una iglesia o congregación «de Dios y de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes 1,1; 2 Tes 1,1). El sujeto de la redención no es el individuo en cuanto tal, sino la persona acogida en una comunidad o fraternidad nueva, la cual sólo en dos textos (con expresiones veterotestamentarias) es llamada «pueblo de Dios real y sacerdotal» (1 Pe 2,9-10 y Ap 1,6; cf. 5,9 y 20,6), ecclesia o «asamblea de los primogénitos» (Heb 12,23). Dentro de nuestra historia humana, esta Iglesia es la manifestación histórica, «somática», de la corporalidad glorificada de Jesús, o sea, de la visibilidad terrena de la vida real de Jesús junto al Padre (cartas a los Colosenses y a los Hebreos). Por eso, la comunidad cristiana, la Iglesia, está constituida como unidad visible y se nutre de la «comunión con Cristo», es decir, mediante la participación en el único pan y el único cáliz de la eucaristía, la cual es ya expresión de unidad conseguida y de amor fraterno (sobre todo, 1 Cor 10,16; 11,27).
3,6.15; 1 Tim 4,6; 6,22; Heb 2,11-17; Sant 1,9; 4,11; 1 Jn 3,13; 3 Jn 3.5.10; Ap 6,11; 12,10; 19,10; 1 Pe 2,17; 5,9). En 1 Pe 5,9, «la fraternidad» tiene simplemente el sentido de «los cristianos» o la comunidad cristiana. Teniendo en cuenta la concepción peculiar y matizada de la primera carta de Juan, no es seguro, aunque sí probable, que en 1 Jn 2,9-11; 3,10 y 3,16-17 la expresión «los hermanos» se refiera en particular a los cristianos. Además, en esta carta observamos cierta tensión entre «vuestros hermanos», en el sentido de «todos los hombres», y «los hermanos», en el sentido de cristianos (los que tienen la misma fe; cf. 1 Tes 4,9-10; 5,5; Gal 6,10). En efecto, aunque los cristianos no pueden esperar amor por parte del mundo, deben estar dispuestos a mostrar un amor sin ambages hacia todos los hombres (1 Jn 3,16-18). Así, en 1 Jn 3,13 «hermano» es el cristiano, y en 3,14 lo son todos los hombres, incluidos los no cristianos, mientras que 3,16.18 exhorta de nuevo a amar a los cristianos. Amor fraterno y amor al prójimo (a todos los hombres) son una misma cosa en el joanismo, pero no están exentos de cierta tensión. Sin embargo, el Nuevo Testamento, incluido el joanismo, no conoce ningún odio del grupo cristiano hacia los de fuera, como ocurre, por ejemplo, en Qumrán. El núcleo del Nuevo Testamento puede resumirse en la afirmación de que estamos redimidos para amar a los hermanos. Sería superfluo analizar aquí el concepto neotestamentario de ágape. Baste citar, a modo de compendio, unos textos: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14); «su mandamiento es éste: que creamos en su Hijo Jesucristo y nos amemos unos a otros» (1 Jn 3,23); «quien habla de estar con Dios tiene que proceder como procedió Jesús» (1 Jn 2,6). La redención es liberación para poder entregarse con amor al prójimo; eso es lo que une a Dios. La ética, y sobre todo el amor al prójimo, es la prueba visible de que estamos redimidos. «Con esto queda claro quiénes son los hijos de Dios y quiénes los hijos del diablo. Quien no practica la justicia, o sea, quien no ama a su hermano, no es de Dios» (1 Jn 3,10). Además de ágape, el Nuevo Testamento utiliza el término helenístico agathosyne (Ef 5,9; Gal 5,22; 2 Tes 1,11; cf. también los catálogos de virtudes incluidos en las parénesis o exhortaciones neotestamentarias; por ejemplo, Ef 4,2b; 4,3; 4,31-32) (por otra parte, tub, «bondad», era también una palabra hebrea que se solía relacionar con hesed, «gracia», y fdaqah).
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Liberados para el amor fraterno.
La naturalidad con que hablan de Jesús como «el Hijo» todas las tradiciones neotestamentarias, desde el testimonio más antiguo (1 Tes 1,10) hasta la tradición joánica o prejoáníca (de orientación totalmente distinta), explica por qué el Nuevo Testamento emplea el término, también muy antiguo, de adelphos (hermano) para designar al prójimo en cuanto cristiano. El punto de partida de esta designación parece ser Mt 23,8, donde Jesús dice: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar 'Rabbí', pues vuestro maestro es uno solo y vosotros sois hermanos» (un texto que debe considerarse auténtico). Por otra parte, en el primer judaismo había muchas comunidades cuyos miembros recibían el nombre de «hermanos». El cristianismo hizo suya esta costumbre, pero confiriéndole una base propia y específica en «el Hijo», nuestro hermano. Leyendo atentamente Jn 20,17, creo que podría interpretarse: «mi Padre, que ahora es también vuestro Padre», es decir, no en la perspectiva del interés dogmático posterior por distinguir la filiación divina de Jesús y la nuestra. La filiación de Jesús es el fundamento de la fraternidad específicamente cristiana. Además de los pasajes en que «hermano» se emplea en el sentido de «compatriota judío» o, más genéricamente, en el sentido corriente y profundo de «prójimo», el Nuevo Testamento utiliza frecuentemente «hermano» como término que identifica dentro de un grupo: el prójimo que es cristiano. En el Nuevo Testamento, Jesús es el «primogénito de una multitud de hermanos» (cf., por ejemplo, Rom 8,29; Heb 2,11.17). «Los hermanos» son en muchas perícopas «los que tienen la misma fe», los cristianos (Hch 1,15; 9,30; 10,23; 11,1.29; 12,17; 14,2; 15,1.3.22.32.33.36; 16,2; 17,6.10; 18,27; Rom 16,14; 1 Cor 5,11; 6,5-6; 6,8; 7,12; 8,11; 15,6; 16,11-12; 2 Cor 8,18.22; 8,23; 11,9; Gal 1,2; 1 Tes 4,10; 5,26-27; 2 Tes
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Liberados para la libertad.
El cristianismo neotestamentario, utilizando una terminología propia de la Antigüedad tardía y de inspiración estoica, pero que produce la impresión de ser moderna, habla de la salvación de Dios en Jesús en términos de libertad y liberación de cualquier alienación y esclavitud. La gracia de Dios en Jesús tiene como fruto «la libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,21; 1 Cor 10,29) en todo aquel que está abierto con fe a esa gracia. «Donde hay Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17): «nuestra libertad en Cristo» (Gal 2,4). Con el espíritu de libertad que le carac-
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teriza, dice Pablo: «Para que seamos libres nos liberó Cristo; conque manteneos firmes y no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud» (Gal 5,1). Gracias a Cristo, estamos liberados del miedo existencial (típico de la Antigüedad) a los demonios y a ciertas potencias que nos esclavizan (Pablo: Efesios, Colosenses, Hebreos, Apocalipsis, etc.), de los determinismos debidos a seres astrológicos y espíritus celestes que determinan el destino del hombre. Gracias a esta liberación ética y cósmica, los cristianos pueden disponer y disfrutar con plena libertad de las cosas del mundo, ya que están liberados de tabúes (Col 2,16-23). Los creyentes redimidos por Cristo «son llamados a la libertad» (Gal 5,13). Los hijos de Dios son libres (Mt 17,26; «sólo si el Hijo os da la libertad seréis realmente libres (ontos eleutheroi)» (Jn 8,36). La Jerusalén de arriba es libre, y ésa es nuestra madre (Gal 4,26; cf. 4,31). La libertad cristiana es, pues, esencialmente diferente de las relaciones vigentes en las situaciones sociales del mundo; el cristianismo elimina cualquier diferencia entre judío y no judío, entre hombre y mujer, entre libre y esclavo (1 Cor 12,13; 7,22; Gal 3,28; 4,7; 6,5; Col 3,11; Ap 13,16). Pero esta carta magna de la libertad cristiana, consecuencia e implicación de la gracia, está sujeta en el Nuevo Testamento a una exhortación: «Comportaos como hombres libres; es decir, no usando la libertad como tapadera de la villanía, sino como servidores (douloi) de Dios» (1 Pe 2,16; Gal 5,13-15; 1 Cor 6,12-14; 10,23-25). La libertad de la gracia no es arbitrariedad incontrolada, sino «sometimiento a Dios y a Cristo» (Rom 6,22; 7,3). La «ley de los hombres libres» (Sant 1,25) está sometida a una «ley nueva»: en-nomos en Cristo, es decir, la libertad se rige por la norma de Jesucristo, una ley de amor. En especial, la carta de Judas y la segunda de Pedro critican los abusos cometidos en nombre de una presunta libertad paulina (Jds 4; 2 Pe 2,19; 3,15b-16); atacan un entusiasmo carismático que piensa erróneamente estar por encima del miedo a los demonios, como si estuviese ya superada cualquier clase de alienación. De ahí la exhortación a no abusar del kerigma cristiano de la libertad (Jds 8-10 y 16; 2 Pe 2,10-11), o mejor dicho, a no interpretarlo falsamente.
y no judío (Ef 2,14-15). Todo es nuevo y distinto para el redimido en Cristo (2 Cor 5,17; Ap 21,5). Llegarán «un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 Pe 3,13; Ap 21,1), una sociedad nueva sin alienaciones, un reino de gracia y de vida en el que todos llevarán escrito un «nombre nuevo» (Ap 2,17; para un semita, esto significa transformarse en hombres radicalmente nuevos) y podrán cantar un «cántico nuevo» (Ap 5,9; 14,3): el cántico de agradecimiento por su nueva existencia. Los evangelios expresan esta «novedad en Jesús» mediante parábolas 0 mediante símbolos veterotestamentarios de la salvación, como el «vino nuevo» del banquete escatológico (Me 14,25), que no puede echarse en odres viejos (Me 2,21-22). Siguiendo la línea escatológica judía, esta «novedad» se traduce en la imagen de la «nueva Jerusalén» (Ap 21,2; Heb 12,22) o «la ciudad del Dios vivo» (Heb 12,22): el reino de Dios realizado entre los hombres. Dicho en pocas palabras: «Todo lo hago nuevo» (Ap 21,5), la transformación radical el hombre (1 Cor 15,51; 2 Cor 3,18), la nueva creación escatológica (Ap 21,1; Mt 19,28). Ya desde ahora, «un nacer de nuevo» (1 Pe 1,3; 1,33; y el joanismo).
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Renovación del hombre y del mundo.
Otro concepto neotestamentario, enraizado en la Biblia, pero muy afín a nuestro lenguaje moderno, es el de «novedad» (kainos y neos). El Nuevo Testamento se caracteriza por la experiencia de una realidad nueva. Se habla de una nueva alianza de amor (Mt 26,28-29; Le 22,20; 2 Cor 3,6), de una nueva doctrina (Me 1,27; Hch 17,19), de una ley nueva (Jn 13,34; 1 Jn 2,7-8; 2 Jn 5; 1 Cor 11,25; 2 Cor 3,6; Heb 8,8.13; 9,15.18), de una vida nueva (Rom 6,5-6; 7,6; Ef 2,15), de un «espíritu nuevo» o nueva mentalidad, de hombres transformados con una visión nueva (Rom 7,6; 12,2), de un cambio de actitud mental (Ef 4,23) y, en fin, de una renovación que afecta a la totalidad del hombre y lo convierte en una «humanidad nueva» (2 Cor 5,17; Gal 6,15; Ef 2,10; Rom 6,5.6; 7,6), en un «hombre nuevo» (Ef 4,24), que ya no distingue entre judío
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Plenitud de vida.
No hay nadie que no se pregunte por el sentido de su vida: ¿qué razones tengo para vivir?, ¿soy capaz de afrontar las dificultades de la vida?, ¿qué puedo hacer ante mi muerte? El concepto de «vida» tiene en el Nuevo Testamento un campo muy amplio (zoe, vida; zoopoiein, dar vida) (Mt 7,14; 19,16-17; 25,46; Me 9,43.45; 10,17; Le 10,25; 12,15; 18,18; Jn 3,15; 3,16; 3,36; 4,14; 4,36; 5,21.24.26.29; 5,39.40; 6,27; 6,33.35.40. 47-50.53.63.68; 8,12; 10,10b; 10,28; 11,25; 12,25.50; 14,6; 17,2-3; Hch 3,15; 11,18; 13,46.48; 17,25; Rom 2,7; 4,17; 5,4; 5,10.17-18.21; 6,4.8. 10.11.13.22-23; 7,10; 8,2.6.10.11; 11,15; 1 Cor 15,19.22; 15,36.45; 2 Cor 2,16; 3,6; 4,10; 6,14; Gal 3,21; 6,28; Ef 2,5; 4,18; Col 3,4; 1 Tim 1,16; 6,12; 6,19; 2 Tim 1,10b; Sant 1,12; 1 Pe 3,7.18; 2 Pe 1,3; 1 Jn 1,2; 2,25; 3,14; 5,11-13; 5,16.20; Jds 21; Ap 2,10; 7,17; 11,11; 21,6; 22,1.17; la cruz de Jesús como «árbol de la vida»: Ap 2,7; 22, 2.14.19). Al analizar el término fdaqah vimos que en el Tenak la justicia está estrechamente unida a una vida próspera y feliz; vimos también cómo este principio israelita y judío llevó a una crisis cuya expresión máxima es el libro de Job: Job siguió creyendo, a pesar de todo, en el misterio de Dios y en la correlación entre una vida según la voluntad de Dios y la voluntad humana de felicidad y plenitud. También el Nuevo Testamento conoce una correlación análoga, pero entre la vida de gracia y la vida humana, de modo que el sufrimiento y la miseria no contradicen necesariamente esa conexión, sino que incluso, dentro del ámbito de la gracia, pueden tener un sentido nuevo. No obstante, la comunión con Dios por la «rucia implica que nada nos puede separar, en definitiva, de Dios: ni los hombres (Heb 13,5-6), ni la muerte, ni poder alguno (Rom 8,38-39); im-
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plica además una serie de consecuencias escatológicas en la propia naturaleza humana: vida eterna, resurrección corporal, «un cielo nuevo y una tierra nueva» en los que reine la justicia, una vida sin alienaciones, sin sufrimientos ni lágrimas. En esta visión de la vida y en esta praxis cristiana hay también un consuelo evangélico que nada tiene que ver con un refugiarse en ilusiones y proyecciones. 2 Tes 2,16 lo resume del modo siguiente: «Que este mismo Señor nuestro, Jesucristo en persona, y Dios nuestro Padre, que nos ha amado tanto y que graciosamente nos ha dado un ánimo indefectible y una magnífica esperanza, os anime interiormente y os afiance en todo bien de palabra y de obra». La salvación de Dios en Jesús (Rom 15,15; 2 Cor 1,3), a través de Jesús (Flp 2,1; 2 Tes 2,16; 2 Cor 1,5; 1,7; 7,4; 8,4), en el Espíritu Santo (Hch 9,31; 15,31), es una paraklesis, o sea, un consuelo, «un consuelo pleno» (2 Cor 1,5; 1,7; 7,4; 8,4; cf. 1 Tes 1,10; Heb 6,18; 12,5), un consuelo que es fuente de una confianza permanente y produce una intrepidez (parrhesia) libre y decidida (2 Cor 3,12; Ef 3, 12; Heb 3,6; 4,16; 10,19; 10,35; 1 Jn 3,21; 5,14). El fundamento de tal consuelo es la esperanza: «Cristo es nuestra esperanza» (1 Tim 1,1; cf. 1 Tes 1,3), «Dios es nuestra esperanza» (Hch 24,15; Rom 15,13); «una esperanza contra toda esperanza» (Rom 4,18), una «esperanza gozosa» (1 Pe 1,3; cf. 2 Cor 3,12). Es una esperanza que se hace realidad en la fe (Heb 11,1) y «un amor que espera siempre» (1 Cor 13,7), «para que no os aflijáis como esos otros que no tienen esperanza» (1 Tes 4,13), que viven «sin esperanza y sin Dios» (Ef 2,12). Fe, amor y esperanza son las columnas «de la vida» de que habla el Nuevo Testamento (cf. también Gal 4,6.13.22; Rom 13,8.9; 2 Cor 8,4-5; Ef 4,7-15; 1 Tim 1,14; 2,15; Flm 5; 1 Tes 1,14; 2,15; 4,12; Tit 2,2; 1 Pe 1,21-22). Estamos redimidos para la fe, la esperanza y el amor; por tanto, a pesar de tantas experiencias negativas, la vida no carece de consuelo. Esa vida —«quien tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Jn 5,12)— es, en definitiva, una vida gozosa. De ahí que el Nuevo Testamento una charis (gracia) y chara (alegría). Para Lucas, esta unión (típica también del concepto griego de charis) es la nota característica de la charis de Jesús y de su mensaje. El evangelio de Jesús es para Lucas una gozosa novedad, sobre todo para la gente más sencilla —-de palabra y de hecho—, el alegre anuncio de un cambio y renovación radicales. El anuncio del nacimiento de Jesús es para él ya un mensaje gozoso (Le 2,10). Como la gracia es perdón de los pecados, reina la alegría cada vez que un pecador se convierte (Le 15,7). Y como la gracia es la resurrección de Jesús, todos se llenan de alegría por este hecho (Le 24,41). Lo mismo aparece en otros textos del Nuevo Testamento. La simple «presencia» de Jesús es alegría y gracia (Jn 3,29), de modo que no tienen cabida la tristeza y el ayuno (Me 2,18-22 par.). La gracia es también una renovación ética de vida; por eso, el cumplimiento de los mandamientos de Dios (Jn 15,10) es una participación en la alegría de Jesús (Jn 15,11; 17,13). El encuentro con Jesús es como la experiencia gozosa del nacimiento de un niño (Jn 16, 20-22). El reino de Dios proclamado por Jesús e inaugurado con su
resurrección trae «la paz y la alegría que da el Espíritu Santo» (Rom 14, 17). El «Dios de la esperanza», que es el Dios de Jesús, es «alegría y paz» (Rom 15,13, etc.). «El fruto del Espíritu Santo es amor y alegría» (1 Tes 1,16). Todo esto mueve a exclamar en forma doxológica: «Sentís un gozo indecible, radiantes de alegría, porque obtenéis el resultado de vuestra fe, la salvación personal» (1 Pe 1,8-9). Por justa que sea esta experiencia entusiasta de la gracia, la carta de Judas y la segunda de Pedro, que cuentan ya con una visión crítica de este antiguo entusiasmo cristiano, exhortan a moderar y ponderar tales triunfalismos.
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Victoria sobre las «potencias demoníacas».
Dado que el Nuevo Testamento habla en numerosos pasajes de la redención como nike, victoria o triunfo, sobre Satanás y ciertas potencias demoníacas, conviene efectuar un análisis histórico de las diversas concepciones vigentes en la Antigüedad tardía y en el primer judaismo sobre la fe en los demonios. Este análisis es particularmente necesario porque muchos creyentes no saben a qué atenerse frente a este dato neotestamentario, que les resulta inquietante. Bibliografía: J. Becker, Das Heil Gottes. Heils^ und Sündenbegriffe in den Qumrantexten und im Neuen Testament (SUNT 3; Gotinga 1964); M. Black, Apocalypsis Henochi graece (Leiden 1970); O. Bocher, Damonenfurcht und Dámonenabwehr. Ein Beitrag zur Vorgeschichte der christlichen Taufe (BWANT 90; Stuttgart 1970); G. B. Caird, Principalities and Powers. A Study in Pauline Theology (Oxford 1956); Conc 103 (1975) todo el número; A. Dupont-Sommer, Exorcismes et guérisons dans les écrits de Qumrán: VTS 7 (1960) 246-261; T. Glasson, Greek Influence in Jewisb Theology, with Special Reference to the Apocalypses and Pseudepigraphes (Londres 1961); H. Haag, Teufelsglaube (Tubinga 1974; ed. española: El diablo, un fantasma, Barcelona 1973); M. Hengel, ]udentum und Hellenismus (Tubinga 21973); H. W. Huppenbauer, Belial in den Qumrantexten: ThZ 15 (1959) 81-89; B. van Iersel, Jezus, duivel en demonen: «Annalen van het Thijmgenootschap» 55 (1968) 5-22; O. Neugebauer, The Exact Sciences in Antiquity (Providence 21957) (en relación con la astrologia y la angelología); B. Noack, Satanás und Soteria (Copenhague 1948); P. von der Osten-Sacken, Gott und Belial (SUNT 6; Gotinga 1969); B. Otzen, belifal, en DTAT 1, 663-668; B. Reicke, The Dissonant Spirits and Christian Baptism (Copenhague 1946); J. Reider, The Book of Wisdom (Nueva York 1957); J. A. Sanders, Dissenting Deities and Philippians 2, 1-11: JBL 88 (1969) 279-290; H. Schlier, Máchte und Gewalten im Neuen Testament (Quaest. disp. 3; Friburgo 1958); W. H. Schmidt, Die Schópfungsgeschichte der Priesterschrift (Neukirchen 1967); Strack-Billerbeck, Excursus, 21: vol. IV/1 (1928) 501-535; M. Testuz, Les idees religieuses du livre de Jubiles (Ginebra-París 1960); J. Thomas, Aktuelles im Zeugnis der zwolf Váter (BZNW 36; Berlín 1969).
Antes del exilio Israel no tenía ninguna dificultad en atribuir todo a Dios: Dios realiza el bien y el mal, endurece al hombre, etc., aunque el hombre siempre es responsable del pecado. Pero, poco a poco, ciertas ideas sobre espíritus malignos, procedentes de los pueblos vecinos, lograron introducirse en la fe popular y asentarse en la periferia de la fe yahvis-
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ta. Sin embargo, en nombre del monoteísmo yahvista, tales creencias fueron duramente atacadas o bien neutralizadas mediante un proceso de integración. Durante el exilio y después de él se modificó la imagen de Yahvé, que adquirió un carácter absolutamente trascendente. Como resultado de ello, Yahvé no mora ya en la tienda de la alianza, donde se conservan sólo las tablas de la ley (Dt 10,1-5; 1 Cor 8,9). AÚí habita únicamente el nombre de Yahvé (Dt 12,11), y Yahvé se aparece en ocasiones para revelarse. Esto conduce a una personificación de la Palabra, la Sabiduría y el Espíritu de Dios, los cuales, por así decirlo, se separan del Dios trascendente, aunque sigan siendo una sola realidad con él (ésta es la línea del Deuteronomio y de los escritos sacerdotales). Tal tendencia se acentúa después del exilio (cf. Is 55,10-11). La Palabra de Dios se convierte en una especie de emisario que realiza su cometido de una forma independiente. Es un fenómeno que, a mediados del último milenio antes de Cristo, se da en todas partes. Por un lado, surge una concepción totalmente trascendente de Dios: en Israel; en Persia con Zaratustra; en India con el paso de los Vedas a las Upanishads; en el budismo y el jainismo; en China con el confucianismo (taoísmo) y las «cien escuelas»; en Grecia con el paso de Homero y Hesíodo a los presocráticos y la filosofía clásica30. Por otro lado, esta concepción de Dios como «totalmente distinto» hace surgir una serie de «seres intermedios» entre Dios y el mundo de los hombres, inicialmente con la teoría de las distintas «emanaciones» de Dios (su Palabra, su Espíritu), seguida por Zaratustra; más tarde con la idea del demiurgo en el platonismo medio, etc.; finalmente, en la época helenistapersa, con la explosión de todo un mundo de miríadas de ángeles y demonios. En Israel, este mundo demoníaco, antes atacado duramente en nombre del monoteísmo, es aceptado sin dificultad después del exilio debido precisamente a ese monoteísmo trascendente: se necesitan «seres intermedios» para que el Dios trascendente pueda estar en contacto con nuestro mundo terreno e insignificante. Pero en el Antiguo Testamento no existe un «satán» propiamente dicho, aunque se utilicen los términos satán y belial. Satán significa en hebreo simplemente «enemigo» o «acusador» en el sentido profano de la palabra; por ejemplo, el acusador en un pleito (Sal 109,6). Es muy discutida, en cambio, la etimología de belial, relacionada con el mundo de los muertos. «Hijos de Belial» son a menudo en el Antiguo Testamento los «hombres asocíales»; quien perturba el orden social es un impío. La institución social por excelencia es la realeza; los hijos de Belial causan su destrucción, por lo que «Belial» viene a ser la figura antitética del rey justo; es un príncipe de la injusticia, un rey malvado. Y como el culto es también una institución social, el «Belial asocial» pasa a ser el seductor que conduce a la idolatría. Sólo más tarde se aplican estos conceptos profanos a seres celestes, ángeles.
Tres textos veterotestamentarios hablan del «satán» en relación con «situaciones celestes» (Zac 3,1-7; Job 1,6; 2,1; 1 Cr 21,1-27; espec. 21,1). En el primero (Zacarías), donde «el satán» del Antiguo Testamento aparece como ser celeste, éste es el acusador ante el tribunal celeste (Zac 3, 1-7). El cometido que este ángel debe realizar en nombre de Dios es garantizar el orden del mundo y, en cuanto acusador (satán), llevar al tribunal de Dios a todos los que perturban ese orden. «El satán (con artículo) no es un nombre propio, sino que designa la función oficial del acusador: es un título (hassatan). En Zac 3,1-7 es rechazado por el defensor: «Aléjate de mí, satán» (3,2; palabras repetidas en Me 8,32-33 y Mt 16, 22). Frente al plan salvífico de Dios, el acusador (satán) representa la visión puramente humana de las cosas; aquí aún no es un antagonista diabólico de Dios (tampoco en Job 1,6; 2,1). Si 2 Sm 24,1 habla de la «cólera de Dios contra Israel», 1 Cr 21,1 dice que «Satán se alzó contra Israel» (satán sin artículo, es decir, ya como nombre propio). Satán es ahora el enemigo de Israel; ya no induce al pecado, sino que impide a Israel alcanzar sus objetivos. Es el único texto del Antiguo Testamento en que Satanás tiene cierta analogía con la idea neotestamentaria de Satanás. Hasta aproximadamente el año 180 a. C. no se recurre a ningún satán para explicar el problema del pecado. El Eclesiástico, muy interesado por el problema del mal, como anteriormente el libro de Job, sostiene que el mal no puede venir de Dios (Job busca todavía su causa en el ámbito divino), sino exclusivamente del hombre (Eclo 15,11-13.15-17), y resuelve el problema por medio de la recompensa (futura) (16,1-14). Después del 180 sucedió algo en Israel que ya no permitía aceptar sin más las soluciones que dieron al problema de la teodicea el Eclesiastés y el Eclesiástico. Había demasiados sufrimientos sin sentido. Esto fue un agudo problema para los círculos asideo-apocalípticos después de la profanación del templo por Antíoco IV Epífanes, con la persecución sangrienta de los observantes de la ley y, un poco más tarde, con la decepción experimentada después de la resistencia de los Macabeos, los cuales, una vez llegados al poder, fueron por mal camino. Todo esto era demasiado para los piadosos de Israel. El mal debía de tener causas más profundas. Una nueva concepción se desarrolla en los escritos extrabíblicos, pseudoepigráficos, basada en diversas leyendas populares. La teoría se va perfilando de un modo cada vez más nítido en 1 Henoc, Jubileos, Testamento de los Doce Patriarcas, Vida de Adán y Eva y también (siguiendo la idea extraisraelita de una doble predestinación) en los primeros escritos de Qumrán. Todas estas obras datan aproximadamente del 150 a. C , pero las mencionadas en primer lugar contienen adiciones (a veces posteriores a Cristo) y reelaboraciones e incluso interpolaciones cristianas, dado que tales obras eran leídas con agrado en el cristianismo primitivo. Se escribieron originalmente en hebreo o arameo (por tanto, son de origen palestinense) y luego fueron traducidas al griego y a otras lenguas (en la actualidad disponemos solamente de traducciones). I Henoc (o Henoc etiópico, ya que conocemos el texto completo úni-
30 Este importante fenómeno fue objeto de un proyecto de estudio por parte de la «American Academy of Arts and Sciences»; cf. el fascículo dedicado al tema: Wisdom, Revelation and Doubt. Perspectives on the first Millennium B.C.: «Daedalus» 104/2 (1975) 1-194.
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camente en su versión etiópica) es un libro canónico en las iglesias cristianas de Etiopía, del que se descubrieron en Qumrán algunos fragmentos en hebreo y en arameo; lo cita el Nuevo Testamento (Jds 14-15; también algunas citas implícitas)31. En esta obra es esencial la leyenda de Gn 6,1-4: la caída de los ángeles y su unión con hermosas mujeres de la tierra, unión de la que nace una raza de gigantes. La caída de los ángeles no es un dato bíblico, sino una leyenda popular que surgió para explicar el mal. Esta caída está relacionada con el fenómeno astronómico de la caída de los astros, considerados en toda la Antigüedad como seres vivos (cf. ya Jue 5,20; Job 38,7; protesta contra la adoración de los astros; Dt 4,19; 17,3; Jr 8,2; 19,13; posteriormente, en un proceso de espiritualización —por ejemplo, en 1 Henoc—, a cada cuerpo celeste, a cada ser material, se le asigna un ángel protector, como hay un ángel de la lluvia, del viento, del granizo, etc.; también cada pueblo tiene su ángel protector; Miguel es el de Israel). El fenómeno de la caída de los astros sirve de base a la leyenda de un pecado cometido por seres celestes (cf. 1 Hen 21ss; 86,lss; 90,21-24), leyenda que estaba muy extendida en el mundo antiguo. En el sincretismo helenístico de judaismo y helenismo se relacionó Gn 6,1-4 con el mito griego de la caída de los titanes. Entre tanto, la existencia de ángeles llegó a ser un elemento esencial de la vieja imagen del mundo; en Israel son los residuos impotentes del antiguo politeísmo cananeo (elohim). Los demonios que viven en la tierra no son más que los «espíritus» de los titanes muertos, la descendencia originada por la unión de los ángeles con los hijos de los hombres (1 Hen 18,13ss; 21,6ss; 86-88; 90,21), del mismo modo que en Grecia los demonios buenos son los espíritus de los hombres que vivieron en la edad de oro. Estas ideas distan mucho de ser homogéneas. El príncipe o jefe de los espíritus malignos recibe a veces el nombre de Semyasa (1 Hen 6,3; 9,7; 10,11; 69,2), pero sobre todo de Azazel (8,1-2; 10,4-8; 13,1). También el pecado de los ángeles, causa de su caída, se hizo consistir a veces en su unión con mujeres de la tierra; pero como esto resulta difícilmente concebible desde un punto de vista teológico, su pecado se atribuye finalmente a haber traicionado los secretos celestes, astrales, haber comunicado avlos hombres ciertos conocimientos (1 Hen 9,6; 16,3; recuérdese el mito de Prometeo relatado por Esquilo): estos seres celestes enseñan a los hombres astrología, técnicas de guerra, métodos abortivos, etc. (7,1; 8,1-3; 69,4ss). Finalmente, hay también demonios, incluso antes de la caída de los ángeles (19,1). En los capítulos 37-71 se habla de una o varias figuras satánicas (que proceden, sin embargo, de una época posterior). El pecado de los ángeles consiste ahora en que obedecen a Satán e inducen al hombre a pecar (54,6). La existencia de Satanás es, pues, anterior a la caída de los ángeles. En otras palabras: se olvida el origen etiológico de los espíritus malignos, pero la conclusión es la misma: los demonios existen,
pero éstos no son ya ángeles caídos, sino cómplices de Satán (un marcado dualismo). En el libro de los Jubileos el príncipe de los demonios recibe el nombre de Mastema, es decir, príncipe de la discordia; su nombre significa «el enemigo» (también en el Nuevo Testamento). En 3,17-22 se narra el pecado de Adán, que no tiene consecuencias para la humanidad. El llamado «pecado original» es imputado únicamente a los ángeles, que bajaron a la tierra con buenas intenciones •—a realizar una especie de inspección general—, pero perdieron su fuerza por influencia de las mujeres hermosas (el libro de los Jubileos toma este tema de 1 Henoc). Estos ángeles son castigados a permanecer hasta el fin de los tiempos en profundas cavernas subterráneas, pero Mastema consigue que Dios deje en libertad a la décima parte de ellos para afligir a los hombres. Dios accede, pero establece un plazo (10,9-11). Estos espíritus malignos inducen al hombre al pecado y son causa de diversas enfermedades entre los hombres. Con ello se da una explicación al problema del mal: Dios no lo causa, pero lo permite (por medio de los malos espíritus: voluntas permissiva Dei). Esa décima parte será derrotada en los tiempos escatológicos (23,29): «entonces no habrá Satán ni maligno que pueda llevar al hombre a su ruina» (1,20). En el libro de los Jubileos el príncipe del mundo maligno es llamado también «Beliar» (forma griega del Belial hebreo: bHiyydal), el cual, con ayuda de sus cómplices, induce a los hombres al pecado y los acusa después ante Dios. En particular, estos demonios empujan a los hombres a la guerra (11,2-4). El Testamento de los Doce Patriarcas contiene doce discursos de despedida pronunciados por los doce hijos de Jacob (la redacción originaria es judía; con el tiempo la obra fue objeto de reelaboraciones judías y también de interpolaciones cristianas). En los Testamentos se presupone el dato de la caída de los ángeles, pero ya no se menciona su unión con mujeres. En otras palabras: la existencia de los demonios malignos se separa de la leyenda del pecado de los ángeles; los demonios pertenecen ahora simplemente a la imagen sociocultural del mundo. Son espíritus malignos que promueven la envidia entre los hombres (TestSim 4,9), espíritus impuros (TestBen 5,2-3), falsos maestros, origen de los ocho pecados capitales (TestRub 2,1-3,6), espíritus del príncipe Beliar (Testls 7,7), «ángeles de Satán» (TestAs 6,4; TestDan 5,6). Frente a ellos está «el ángel de la paz», que ayuda a los hombres (ángel custodio) (TestAs 6,5-6; TestLev 3,2). Los espíritus malos importunan y atormentan a los hombres (TestBen 3,3). A veces, Satán o Beliar es llamado «el diablo» (diabolos), en el sentido de «espíritu del engaño» o de la mentira (TestSim 2,7). No obstante, Satán no ataca a los observantes de la ley (TestDan 5,1; TestNef 8,4). El Mesías futuro encadenará a Satán (TestLev 18,12) y lo arrojará al fuego eterno (Testjud 25,3). Al morir el hombre, es resucitado por «un ángel del Señor» (im paradisum deducant te angelí) o por «un ángel de Satán» (TestAs 6,4), lo cual es un claro eco de la «doctrina de los dos caminos» (TestAs 1,3-5): Dios coloca al hombre ante el deber de decidir entre el bien y el mal. Esta decisión depende en definitiva del propio
31 Sobre la evolución precristiana y ciertas elaboraciones cristianas de esta literatura extrabíblica, cf. la bibliografía citada en la nota 28, pp. 98s.
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hombre (Testjud 21,1-2). Es de notar que ya no busca el origen de los espíritus malignos (caída en el pecado): existen simplemente. La abundancia de sufrimiento y de mal en el mundo se explican recurriendo a un principio subordinado a Dios: Satán. Se trata de un dualismo mitigado que sirve de teodicea. La Vida de Adán y Eva (que se remonta a un original hebreo del siglo i a. C , del cual se conserva solamente una traducción latina y del que el Apocalipsis de Moisés viene a ser en parte una copia) es un libro extrabíblico de carácter popular que relata una serie de hechos que han influido, a veces más que la Biblia, en casi toda la cultura cristiana occidental. El pecado de Adán no se debe al diablo (la interpretación de la serpiente de Gn 3 como un diablo tiene un origen distinto). Expulsado del jardín del Edén y castigado, Adán quiere hacer penitencia. Propone a Eva que durante treinta y siete días permanezca con el agua hasta el cuello en el Tigris y que él hará penitencia en el Jordán durante cuarenta días. Satanás, disfrazado de ángel de luz, saca a Eva del río pasados dieciocho días y la lleva junto a Adán en el Jordán, pero éste lo reconoce inmediatamente (VidAd 11). «¡Fuera! ¿Por qué nos atacas?», pregunta Adán. Entonces se entera de la gran noticia: él es la causa del castigo de Satán. De aquí nace la leyenda, basada en una determinada «exégesis» de Gn 1,26-27, donde P (la tradición sacerdotal) llama al hombre «imagen de Dios». El hombre es más hermoso que los ángeles. Estos deben honrar al hombre, cumbre de la creación, como imagen de Dios. Miguel y los suyos obedecen, mientras que Satán y sus secuaces se niegan, por lo cual son castigados y arrojados del cielo a la tierra. Satán tiene envidia de la felicidad de los hombres en el paraíso e intenta inducirlos al pecado para que sean arrojados del Edén. Tal es la razón de que se identifique la serpiente de Gn 3,1-7 con el demonio (pero ése no es el significado original de Gn 3). En castigo, Satán es arrojado ahora de la tierra. El tema de la envidia aparece también, como un bloque errático, en Sab 2,24, adonde ha llegado quizá procedente del tema griego de «la envidia de los dioses» (por tanto, esa exégesis de Gn 3,1-7 no es exégesis, sino midrás). Finalmente, 2 Henoc (el Henoc eslavo precristiano, que es una versión de una traducción griega hecha sobre el original hebreo; 3 Henoc, en cambio, es una variante hebrea) ofrece una explicación diferente de la caída de los ángeles. Uno de los ángeles tiene la ocurrencia de colocar su trono por encima de las nubes para ser igual a Dios. Pero es derribado y, desde entonces, vaga con sus secuaces «por los aires» (2 Hen 29,4-5). Esta obra habla también de la envidia de Satán contra el hombre por ser señor de la creación (31,7-8). La apocalíptica protoesenia de Qumrán sistematiza teológicamente todas estas ideas dentro de un dualismo no judío que, a fin de cuentas, es superado por Dios. Dos son los textos fundamentales que ilustran esta teología esenia precristiana: 1QS 3,15ss y 4,26 (pertenecientes a la regla de la comunidad de Qumrán y escritos entre el 150 y el 130 a. C ) . Esta teología quiere proporcionar un conocimiento universal de «todos los seres» (creación) y de «todas las palabras» (historia): una confrontación del pen-
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Sarniento judío con el pensamiento ontológico griego. El conocimiento de Dios, que organiza y predestina sin mediación alguna de «la Sabiduría» o de «la Palabra», ha predeterminado de manera inmutable todas las cosas, incluso el destino individual de todos los hombres. Dios, «creador de justos e impíos», ha predestinado a la salvación a «los hijos de la salvación» y a la condenación a los «hijos de las tinieblas» (1QH 4,38). Pero entre Dios y los hombres hay, como brazos ejecutores de Dios, dos grandes espíritus, cada uno de los cuales tiene su propia esfera de acción: el «ángel de las tinieblas» (1QS 3,21-24), llamado también «Beliar» (1QS 1,1718.24; 2,5.19), y el «espíritu de la verdad», que es Miguel (1QM 17,5ss). (Zaratustra utiliza el mismo modelo: Dios, «Padre del Espíritu Santo» y, al mismo tiempo, principio del «Espíritu malo», dos seres gemelos que tienen su propio ámbito de poder; ambos son emanaciones del único Dios, cuyo ser abarca la coincidentia oppositorum; en el «zoroastrismo» posterior, hacia el 400 a. C , esto se transformará en un dualismo radical entre Dios y el espíritu malo). La lucha entre estos dos espíritus afecta al fondo del hombre, por lo cual éste es un ser escindido (1QS 4,24-26). También el sufrimiento de los hombres predestinados al bien es considerado como obra de Beliar (1QS 3,21-24). Pero la predestinación de Dios ha fijado también un límite temporal: el fin de los tiempos, el cual, a juzgar por los enormes sufrimientos acumulados, está muy próximo. En la batalla escatológica, Miguel asestará el golpe decisivo a Beliar y lo derrotará. Esta batalla, con sus dimensiones cósmicas, gira últimamente en torno del hombre: su salvación y, concretamente, la salvación del resto escatológico de la comunidad de Qumrán, de los «hijos de la luz»; todos los demás son «hijos del diablo». Con este esbozo de la historia, los esenios intentan dar una respuesta apocalíptica al problema del mal, del sentido, origen y fin del mal. La solución que proponen va más allá del fatalismo de Qohélet o del optimismo basado en una recompensa terrena de ben Sira; es diferente de la propuesta por Job, para quien el mal es un misterio insondable, oculto en el designio de Dios. Pero falla su objetivo por culpa de un dualismo excesivo. Qumrán buscaba una explicación racional, aunque basada en una sabiduría «de lo alto». El problema del mal se convierte así (como en la apocalíptica asidea de Daniel) en el problema del sentido de toda la historia humana y, por tanto, de la liberación escatológica frente al poder del «príncipe de este mundo». Concretamente, es la respuesta teológica al doloroso desafío de las calamidades inauguradas por Antíoco IV: la experiencia judía del poder avasallador del mal y, al mismo tiempo, de un profundo anhelo de metanoia y de salvación (1QH 2,6ss; 3,3ss). En definitiva, la justicia es el sentido último del universo: de la tierra, de las esferas celestes y de la historia humana, colectiva e individual. Satán, «príncipe de este mundo», es una figura judía extrabíblica que penetró en Palestina hacia el 150 a. C. No podemos olvidar, sin embargo, que la creencia en Satán no aparece en numerosos escritos judíos extrabíblicos o extracanónicos (por ejemplo, 3 Mac y 4 Mac; TestAbr; SalSl), así como también en los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento,
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escritos más o menos en la misma época (Eclesiástico, Sabiduría —a excepción de un único pasaje errático: Sab 2,24ss—, 1 y 2 Mac, Bar, Jdt). En Tobías (cuya historia se desarrolla en el país de Media) se hace mención a «Asmodeo», que encontramos también en Zaratustra (Tob 3,8.17). En otras palabras: el Antiguo Testamento y gran parte de la literatura extrabíblica no conocen una satanología. Esta no pertenece al patrimonio de la fe judía: en la literatura sincretista, intertestamentaria y precristiana es un elemento, basado en ciertas leyendas, de la fe popular palestinense y —en menor medida— también del judaismo de la diáspora. Desde el punto de vista de la psicología humana, Satán tiene una gran fuerza simbólica en cuanto expresión del exceso de mal en un mundo que a veces tiene buenos sentimientos cuando todo fracasa. La importancia religiosa de estas imágenes reside en su fuerza simbólica.
Heb 2,14; Ap 2,9.10-13; 3,9; 12,9.12.13; es «el dragón» que se esconde tras la bestia (el emperador) que persigue a los cristianos: Ap 12,3-4.9. 13.16.17; 16,13; 20,2; 11,7; 13,1; 13,4-7.11.12.16.17; 1 Pe 2,12.15. 18-21; 3,1-2.9.15-17. — Caída de los ángeles: solamente en Jds 6 (referencia implícita a 1 Hen). Jn 8,44 no tiene este sentido. Por tanto, el único texto neotestamentario que habla dé un pecado cometido por ángeles es una referencia a la leyenda de 1 Hen; 2 Pe 2,4, que en este punto coincide con la carta de Judas, elimina la referencia y la generación de gigantes por parte de los ángeles, conservando únicamente (sin explicarla) la caída de los ángeles. El Nuevo Testamento no muestra interés alguno por la jerarquía piramidal de las miríadas de seres celestes. Pero enumera de paso algunas clases: archai (principados), dynameis (virtudes), exousiai (potestades) (Ef 1, 21; 1 Cor 15,24; Ef 6,12; 3,10); también kyriotetes (dominaciones) (Ef 1,21; Col 1,16) y thronoi (tronos) (Col 1,16), y de nuevo archai y exousiai (Col 2,10.15), mientras que Col 1,16 hablaba de thronoi, kyriotetes, archai, exousiai. Evidentemente, no se concede gran importancia al asunto. Los dioses de otras religiones son llamados «ídolos» o «demonios» (1 Cor 10, 19-22). Kyrioi (señores» y kyriotetes (dominaciones) parecen ser nombres genéricos, no jerárquicos; en 1 Cor 8,4-5 reciben el nombre de theoi (dioses). Existe, finalmente, el nombre genérico de stoicheia tou kosmou (Gal 4,3.9; Col 2,8.20), que son (a diferencia de 2 Pe 3,10, donde se habla de los elementos básicos del cosmos previamente «divinizados») los kosmokratores, los seres celestes que dominan este mundo para bien o para mal (Ef 6,12) y que, sin duda, se consideraban activamente presentes en los soberanos políticos humanos (véase el libro del Apocalipsis). En los últimos escritos neotestamentarios (Jds, 1 Pe, 2 Pe, cartas pastorales, Ap, 2 Tes) se habla más a menudo que antes (unas veinte veces) de demonios (el carácter «tardío» de estas obras se desprende de 1 Pe 4, 16, donde aparece simplemente la expresión «como cristiano», hós christ taños). El Nuevo Testamento no habla (excepto en el Apocalipsis) del espíritu bueno y del malo con sus aliados respectivos, sino de Jesucristo y Satanás (en el fondo, ése es también el planteamiento del Apocalipsis). El Nuevo Testamento describe la actividad salvífica de Jesús como una lucha contra los poderes diabólicos del mal (Me 1,23-25.39; 4,39; Le 13,16). El propio Jesús es tentado tres veces por Satanás, aunque éste sufre una derrota total (Mt 4,1-11; Le 22,3; cf. 1 Cor 2,8-9; 15,55; Ap 12,13-14 e, implícitamente, en Heb 4,15). Para el Nuevo Testamento es evidente que Cristo ha derrotado a Satanás y a todas las potencias demoníacas. El dominio de éstos ha sido derrotado con la venida del reino de Dios en Jesús (Le 10,18; 11,20). Al volver de su primer viaje apostólico, los discípulos dicen a Jesús: «Hasta los demonios se nos someten por tu nombre» (Le 10,17); a lo que Jesús responde: «Ya veía yo que caería Satanás de lo alto como un rayo» (Le 10,18; una vez más, la imagen de la estrella que cae). En especial, la resurrección y elevación de Jesús aparecen como exaltación y triunfo total
Comparado con esta literatura extrabíblica, el Nuevo Testamento se muestra muy sobrio, al menos en lo que concierne al tema de la demonología y satanología. «El satán», príncipe de este mundo, se presupone como realidad absolutamente evidente (por ejemplo, Jn 12,31; 14,30; 16,11; 1 Jn 5,19; 2,13). El diablo o Satán y los demonios son parte integrante de la conciencia religioso-cultural de todos los autores neotestamentarios. Al recorrer los textos que hablan del demonio, llama la atención su número, relativamente alto, incluso en los cuatro evangelios. — Diablo o Satanás: Mt 12,26; 13,39; Le 8,12; Hch 5,3; 10,38; Me 1,13; 3,23.26; 4,15; Le 9,16; 10,18; 13,16; 22,3; 22,31; Rom 16,20; 1 Cor 5,5; 7,5; 2 Cor 2,11; 11,14; 12,7; 1 Tes 2,18; 2 Tes 2,9; Ef 4,27; 6,11; Jn 13,27; 6,70; 8,44; 13,2; 1 Jn 3,8.10; 1 Tim 1,20; 3,6-7; 5,15; 2 Tim 2,26; Sant 4,7; 1 Pe 5,8; Heb 2,14; Jds 9; Ap 2,9; 2,13.24; 12,9; 20,7. ' — Beekebub (o Beelzebul): Mt 10,25; 12,24.27; Me 3,22; Le 11, 15.18.19. — El enemigo: Mt 13,39; Le 10,19. — El príncipe (arconte, soberano) de este mundo: Jn 12,31; 14,30; 16,11; 1 Jn 5,19 (cf. 2,13); o «el dios de este eón»: Ef 2,2; 2 Cor 4,4. — Belial (Beliar): 2 Cor 6,15. v — El tentador: 1 Tes 3,5, causa principal del pecado en el mundo; 1 Cor 7,5; 2 Cor 2,11; Ef 4,26-27; 1 Tim 3,6-7; Jn 3,19; 7,7; «el Malo»: 1 Jn 2,13.14; 3,12; 5,19; asesino y mentiroso desde el principio: Jn 8, 44; cf. 1 Jn 3,8. Quien hace el mal es, pues, hijo del demonio: 1 Jn 3,12; Jn 6,70; 13,2.27; 8,44; también lo es quien no ama al prójimo: 1 Jn 3,11-18; es el que seduce a los creyentes: 2 Tes 2,9; 1 Tim 3,6-7; 5,15; 2 Tim 2,26; Sant 4,7; 1 Pe 5,8. (En el joanismo, de inspiración sapiencial, el diablo no es el tentador ni tiene una «esfera de poder», sino sólo una esfera de acción: el diablo actúa sobre los hombres que rechazan la luz; cf. supra). — El diablo de la muerte: el diablo tiene dominio sobre la muerte: Heb 2,14 (significa al mismo tiempo «pecaminosidad»). — Causa de la posesión diabólica: Me 3,23-30; Le 13,16; Hch 10,38;
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EL CONCEPTO DE GRACIA Y SU CONTENIDO
CONTENIDO SALVIFICO DEL TERMINO «GRACIA»
sobre todos los seres celestes (1 Cor 15,24; Rom 8,38; Ef 1,21; 3,10; 6,10; Col 2,10.15; 1 Pe 3,22; Heb 1,5-14; 2,8-9; Apocalipsis). Para Pablo se trata de un acontecimiento futuro, plenamente escatológico (1 Cor 15, 24). En las cartas deuteropaulinas, esta derrota total de los demonios es un acontecimiento ya realizado y, al mismo tiempo, una tarea pendiente. La victoria de Jesús (Ef 1,21 y 4,8-10) no elimina la necesidad de que luchemos contra las potencias malignas del cielo (Ef 6,11-17). El joanismo expresa este dato de una forma más dualista: «Sabemos que somos de Dios (o sea, nacidos de Dios), mientras que el mundo entero está en poder del malo» (1 Jn 5,19); y también: «Ya habéis vencido al malo» (1 Jn 2,13). En otras palabras: Satanás actúa todavía en el mundo, pero la comunidad creyente, la Iglesia, es el lugar donde ya ha sido vencido en el mundo. Para los cristianos, los diablos son nadas, ya no existen para ellos. El poder satánico está deshecho (1 Jn 3,8), ha sido juzgado y arrojado fuera (Jn 12,31; 16,11) y no se atreve a atacar (como en la literatura intertestamentaria) ya a los cristianos, nacidos de Dios (1 Jn 5,18). Quienes ahora reciben los nombres de Satanás y Anticristo son ciertos cristianos que destruyen la recta doctrina sobre Jesús (1 Jn 2,18-22). Pero «no temáis: también este enemigo será vencido» (1 Jn 2,13-14). En el joanismo, toda la fe popular en Satanás y los demonios está sometida al nenikeka de Cristo: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33; cf. 1 Jn 2,3; 4,4; espec. 5,4, donde la «victoria sobre el mundo» aparece como una promesa cierta, una implicación del modo de ser pneumático del hombre nacido de Dios, del cristiano bautizado). También en 1 Jn 5,5 ho nikon ton kosmon, el creyente, vence al mundo satánico. El creyente que se mantiene firme es llamado siempre en el Apocalipsis «el vencedor» (Ap 2,7; 2,11; 2,17; 2,26; 3,5; 3,12; 3,21; 21,7). Jesús, el león de Judá, el Cordero, «ha vencido» (enikesen, Ap 17,14). El concepto de nike es un elemento esencial de la teología joánica (y se refiere a la victoria sobre Satanás y los demonios). Finalmente, en la carta de Judas y en la segunda de Pedro encontramos un dato bastante singular. Ambas cartas, pertenecientes al último período neotestamentario, cuando la Iglesia ya estaba consolidada, tienen muchos aspectos en común (la segunda de Pedro es claramente una nueva versión corregida de la de Judas). La carta de Judas está llena de referencias a 1 Henoc y quizá también a la Asunción de Moisés. Así, Jds 6 y 2 Pe 2,4 aluden a 1 Hen 10,4-12; 18,11-19,3, donde los cabecillas de los ángeles caídos y todos sus secuaces son encerrados en profundas cavernas subterráneas por ángeles buenos (otros textos neotestamentarios los presentan vagando «por los aires»; por ejemplo, Ef 2,2). Jds 8 critica a los cristianos que «rechazan todo señorío y maldicen a los seres gloriosos» (lo cual constituye un hecho absolutamente singular en todo el Nuevo Testamento), cristianos sin duda que, siguiendo la línea neotestamentaria, están convencidos de que los demonios son «nada» para los cristianos, pero sacan de ahí falsas conclusiones éticas. El autor argumenta a partir de una leyenda, formada en torno a Dt 34,5-6, según la cual Dios mismo sepultó a Moisés. Ya los LXX encontraron demasiado exagerado este an-
tropomorfismo, y traducen: «sepultaron a Moisés». Filón dice que Moisés fue sepultado por «seres celestes inmortales» (Vita Moysis I I , 291). En el Apocalipsis de Moisés (que conocemos sólo a través de los Padres de la Iglesia) es Miguel (como en Jds 9) quien sepulta a Moisés, pero el diablo se lo estorba. Miguel no juzga a Satanás y deja el juicio en manos de Dios. Jds 9 emplea esta leyenda como argumento: el propio arcángel respetó a aquel ser diabólico celeste. Pero 2 Pe 2,4 elimina toda esta interpolación apócrifa. Jds 13 habla también de estrellas fugaces (caída de los ángeles) (1 Hen 18,18-21) en relación con los impíos y herejes (una cita casi literal de 1 Hen 60,8 y 1,9 en Jds 14-15); 2 Pe 2,17 vuelve a eliminar esta cita apócrifa. Si comparamos 2 Pe 2,4 con Jds 6, 2 Pe 2,11-12 con Jds 7-8 y 2 Pe 2,10b-11 con Jds 8-9, es evidente que la segunda carta de Pedro corrige la de Judas (dentro de la actual Escritura canónica). Esta crítica se dirige contra ciertas ideas extrabíblicas sobre los ángeles elaboradas. También la leyenda de la generación de una raza de gigantes, fruto de la unión de ángeles con mujeres de la tierra (Jds 6-7), es suprimida en 2 Pe 2,4, donde se dice simplemente «los ángeles que pecaron»; la segunda carta de Pedro omite los elementos demasiado fantásticos de esta leyenda extrabíblica, pero conserva la creencia popular (sin dar más explicaciones) en una caída de los ángeles. (Difícilmente puede servir de apoyo este texto neotestamentario —que es una cita de un libro apócrifo— para probar la realidad de una caída de los ángeles). Esto está en contradicción con la protesta general del Nuevo Testamento contra cualquier interés por potencias celestes que no sean Dios y Cristo resucitado. «¿Cómo os volvéis de nuevo a esos elementos sin eficacia ni contenido? ¿Queréis ser sus esclavos otra vez como antes?» (Gal 4,9-11); Col 2,8-23 es también una grandiosa defensa cristiana frente a «ese sistema de vida, vana ilusión tradicional de la humanidad, basado en los poderes del cosmos —soberanos cósmicos u otros seres celestes—, y no en Cristo» (Col 2,8), «Cristo ha destituido a las soberanías y autoridades, las ofreció en espectáculo público» (2,15); «que no vaya a descalificaros ninguno que se recrea en humildades y devociones a ángeles» (2,18). Aún más, no nos juzgarán los ángeles, sino que nosotros los juzgaremos a ellos (1 Cor 6,2-3a). En el Nuevo Testamento, únicamente jds 8-9 pide a los cristianos un poco más de respeto hacia los seres angélicos del cielo por parte de los cristianos; pero este pasaje fue censurado por la segunda carta de Pedro.
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Un último problema importante, aunque no decisivo, es el siguiente: ¿cuál fue la postura personal de Jesús de Nazaret frente a la creencia en Satanás y en los demonios? No es un problema decisivo, porque Jesús de Nazaret, hombre verdadero, vivió en una situación religiosa y sociocultural muy concreta y no podía resolver todos los problemas saltando por encima de la historia. Así, por ejemplo, dice, como cualquier judío de su tiempo, «Moisés ha dicho...», aunque a menudo Moisés no hubiera dicho nada sobre el tema, pues «toda la ley» se atribuía a Moisés. Jesús 32
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puede hablar igualmente de Satanás y los demonios desde un determinado contexto cultural y religioso. Uno de los logia auténticos de Jesús sobre el diablo es (incluso para R. Bultmann) Le 10,18: «Ya veía yo que caería Satanás de lo alto como un rayo». El sentido de este texto es que Satanás carece ya de importancia, todo ha acabado para él. Por lo que conocemos de Jesús, él piensa que el mal reside dentro del hombre. Frente a la idea, general en el judaismo, de que la enfermedad y otros males similares son consecuencia de un pecado, tal vez oculto, y provienen así últimamente de un demonio, Jesús dice: Ni él ni sus padres tienen la culpa; lo único importante es que este hombre haya obtenido la salvación gracias a Dios (Jn 9,3). Otro pasaje que puede considerarse también como «auténtico de Jesús» es la discusión sobre Beelzebub (Q: Mt 12,22-28.30 y Le 11,1420.23; y una tradición propia de Marcos: Me 3,22-3032). De aquí se desprende que quienes llevan largo tiempo trabajando en nombre de Dios por la salvación de los hombres son calificados fácilmente de «hijos de Satanás» por los «principiantes» que —sin pertenecer a su círculo— hacen lo mismo: «Jesús hace estas cosas con poder de Beelzebub». El responde preguntando simplemente: ¿Y con qué poder las hacéis vosotros? El resto de textos neotestamentarios que hablan de Satanás no pueden considerarse —al menos directamente— como palabras históricas de Jesús. Pero sean cuales fueren las creencias sobre Satanás que circulaban por Palestina en tiempos de Jesús, él veía su propia actuación como una prueba de que la salvación de Dios estaba cerca. A Jesús no le interesa Satanás, sino el hombre con todas sus debilidades y enfermedades, con su poca fe y su inclinación al pecado, que Dios quiere reparar. Así se desprende de la actividad de Jesús. En el relato en que acusan a Jesús de obrar con el poder de Beelzebub aparece en acción el mecanismo humano que atribuye el bien realizado por otros, por los «extraños», a motivos muy dudosos. El extraño es «del diablo», aunque haga el bien. En este fallo —aunque resulte comprensible, dada la dolorosa situación por la que pasaba la Iglesia perseguida— incurre el Apocalipsis: el autor habla sólo incidentalmente del sentido positivo del sufrimiento padecido por causa de Cristo (como 1 Pe 2,12.15. 18-21; 3,1-2.9.15-17 y la carta a los Hebreos); su lema constante dice con toda crudeza: perseverar y derrotar al enemigo malvado (Ap 2,7.11.17.29; 3,6.12.21; 13,9-10). Especialmente en el joanismo, estas comunidades más bien cerradas y de carácter místico muestran cierta dureza frente a los extraños, es decir, frente a los judíos que no creen en Jesús (también el Jesús joánico es agresivo con tal incredulidad). La primera carta de Juan tacha de «anticristos» a los cristianos que siguen falsas doctrinas. En el joanismo y en el Apocalipsis observamos una especie de irritación con un grupo no cristiano al que se echa la culpa de todos los padecimientos de los cristianos. En el fondo subyace un aire triunfalista: la victoria es nuestra. En otras palabras: un dato correcto de fe puede tener a veces conseSI
Jesús, la historia de un viviente, 167-169, 173s, 38,3s, 442.
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cuencias peligrosas (aunque no podemos olvidar las duras persecuciones sufridas por la Iglesia, sobre todo en tiempos del Apocalipsis). 3. Gracia y alabanza: la gracia invita a la celebración La dinámica definitiva de esta rica variedad del don —fundamentalmente único— de la gracia en Cristo y su Espíritu es la salvación del hombre como glorificación de la «charis» de Dios (Ef 1,6): «Para liberación de su patrimonio y para himno a su gloria» (Ef 1,14), «para que fuésemos un himno a su gloria» (Ef 1,12; Rom 5,2; 2 Cor 4,15). Más tarde dirá Ireneo: «gloria Dei vivens homo». Esta idea es común a toda la Biblia: la alabanza del hesed y la "emet de Dios; ambos términos son predicados divinos alabados en el culto litúrgico, de modo que el agradecimiento por haber obtenido hesed y "emet forma parte, por decirlo así, del concepto mismo de la realidad divina de la gracia33. En la perspectiva de la experiencia neotestamentaria de Jesús como Cristo y de su Espíritu, origen de la experiencia cristiana del Abba (Rom 8,15; Gal 4,6; 1 Jn 3,24b), la existencia humana es, en definitiva, un himno gozoso (Col 1,12) a la gracia, un reconocimiento y un himno de alabanza a la inmensa misericordia de Dios (cf. 1 Jn 3,1) a través de la conducta ético-religiosa en este mundo y a través de la eucharistia propiamente dicha: celebración, acción de gracias y alabanza de Dios. Esta es la razón de que, sobre todo, Pablo relacione charis con chara (alegría) y con eucharistia (por ejemplo, 1 Cor 1,4; 2 Cor 4,15) y de que a veces juegue con el doble sentido de charis (gracia y agradecimiento; por ejemplo, Rom 5; Rom 7; 1 Cor 1,14; cf. Col 3,16-17): «dar gracias con alegría al Padre» (Col 1,12). En el Nuevo Testamento, en lugar de especulaciones teológicas sobre la gracia y la redención, encontramos himnos cristológicos e himnos a la grandeza de la gracia de Dios. Según el Nuevo Testamento, la vida de gracia es, en fin, «un corazón que rebosa agradecimiento» (Col 2,7). La gracia alcanza en el himno de alabanza su plenitud interna: se hace realmente experiencia explícita de la gracia. Conclusión ¿DE QUE Y PARA QUE HEMOS SIDO LIBERADOS?
El precedente inventario de los «momentos interpretativos» fundamentales de que se ha servido el cristianismo neotestamentario para dar conte33 Cf., entre otros, Cl. Westermann, Das Loben in den Psalmen (Gotinga 21968). Cf. asimismo la estructura de tipo b'raka de la oración judía de las ocho súplicas: Strack-Billerbeck, IV, 211-214, y F. Hahn, Der urchristliche Gottesdienst (SBS 41; Stuttgart 1970).
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¿DE QUE Y PARA QUE HEMOS SIDO LIBERADOS?
nido a su rica «experiencia interpretativa» de la salvación otorgada en Dios por mediación de Jesús demuestra que, cuando el Nuevo Testamento dice: «estamos liberados», no se queda en generalidades, vaguedades o frases hechas. Da un contenido concreto a la experiencia cristiana de redención, salvación y liberación definiendo de qué se sienten redimidos los cristianos y para qué se saben liberados. Pero esto no se describe de manera «objetivante», sino que se confiesa en forma de testimonio, un testimonio que se presenta como argumento. ¿De qué estamos liberados? Del pecado y de la culpa, de ciertas angustias existenciales que el hombre de la Antigüedad interpretaba como miedo a los demonios, fatalidad del destino o heimarmene, un cúmulo de temores centrado en el problema de la muerte: «Liberar a todos los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos» (Heb 2,15); liberados también de los agobios de la vida y de ciertas preocupaciones de la vida cotidiana (Mt 6,19-34); de la tristeza, la desesperación y la desesperanza; de la enemistad con el prójimo y con Dios; de la servidumbre, la injusticia, las ataduras opresoras y alienantes, la falta de amor, la arbitrariedad y el egoísmo, la credulidad (Me 13,5-7; Le 17,22-37), el abuso de la buena fe (Me 9,42; Le 17,l-3a; Mt 18,6-7), la crítica despiadada al prójimo (Mt 7,1-5), la preocupación por aparentar ser alguien o quedar bien (Me 10,35-45), el pánico y el desaliento; liberados de vivir como «esos otros que no tienen esperanza» (1 Tes 4,13), etc. ¿Para qué estamos liberados? Para la libertad, la justicia, la paz con los hombres y con Dios; para tener confianza en la vida; para la nueva creación y renovación de todas las cosas; para la alegría y la felicidad; para la vida y la vida eterna y gloriosa; para el amor y la esperanza; para la santidad: «para rescatarnos de toda clase de maldad y purificarse un pueblo elegido, entregado a hacer el bien» (Tit 2,14); para un compromiso ético «con lo bueno, conveniente y perfecto» (Rom 12,2), «con todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito» (Flp 4, 4-9), para ser agradables y de buen corazón unos con otros (Ef 4,32), para «vencer al mal a fuerza de bien» (Rom 12,21; 1 Pe 2,15); para conseguir «cierta igualdad» (2 Cor 8,13b, o sea, la repartición de bienes y propiedades, aunque dentro de las circunstancias concretas de la Antigüedad tardía; cf. todo el contexto de 8,1-24: la postura de los cristianos griegos, que contaban con una posición desahogada, frente a los pobres de Jerusalén, siguiendo el ejemplo de Jesús: «siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza»: 2 Cor 8,9). En una palabra: liberados para la salvación, para sanar y curar a todos y a cada uno; para «como hijos queridos de Dios procurar parecerse a él» (Ef 5,1) y «vivir en mutuo amor, al igual que Cristo os amó» (Ef 5,2). La liberación de las distintas formas de esclavitud y angustia humana es consecuencia de la adopción por la gracia o de haber nacido de Dios, pero también una tarea que se deriva del don de la gracia. Dicho de otro modo: la liberación no consiste sólo en liberar de la injusticia para el bien, sino que su para qué implica la tarea de liberar a los hombres de la injus-
ticia. Se trata de una redención dentro de un mundo todavía deteriorado y enfermo. Por tanto, la redención y la liberación son en el Nuevo Testamento un don y a la vez una tarea que es preciso realizar. ¿Dónde están los redimidos? Este reproche de Nietzsche (históricamente comprensible y justificado) ignora el peculiar espíritu neotestamentario de la redención, cuya dialéctica fue resuelta por la teología escolástica posterior de una manera exclusivamente formal con la inexpresiva distinción entre «redención objetiva» y «redención subjetiva». El autor de la carta a los Hebreos (y todo el Nuevo Testamento) ya hizo notar, empleando los esquemas propios de su tiempo, esta tensión dialéctica: «Al sometérselo todo (al hombre), nada dejó de someterle (por tanto, el hombre no conoce ya la esclavitud y la servidumbre). Ahora, es verdad, no vemos todavía el universo entero sometido al hombre» (Heb 2,8-9). Existe una fuerte tensión entre el «ya» y el «todavía no», y ello en una doble perspectiva: todo está ya hecho y todo está por hacer. Además, lo ya hecho se halla en tensión hacia su consumación escatológica. En virtud de la metanoia o cambio de vida derivado de la gracia, los cristianos, por la comunión de vida con Dios, pueden y deben ponerse a actuar sabiendo que su actuación tiene sentido y que lo inútil desde un punto de vista humano no es realmente inútil, aunque veamos que, a pesar de todos nuestros sudores, cambia muy poco la apariencia de la tierra y del hombre. En este sentido es posible la alegría incluso en el dolor, en el fracaso y la impotencia. También esto es una forma de liberación, si bien en un mundo sumido todavía en la desgracia. Esta tensión existente en la liberación realizada por Cristo está determinada en el Nuevo Testamento por la promesa del nenineka: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33; cf. 1 Jn 2,3; 4,4 y, sobre todo, 5,4, donde la victoria sobre el mundo aparece como una promesa cierta, como una implicación de la forma de ser pneumática del creyente). Aunque esta esperanza tiene como base objetiva lo que se ha cumplido en la vida, muerte y resurrección de Jesús, la liberación sigue siendo una tarea que debe realizarse en la dimensión de nuestra historia humana. Esto no es un simple llamamiento a la buena volutad y a la convivencia, como lo demuestra el hecho de que en nuestro mundo actúan las potencias de la esclavitud, las cuales (según la concepción del mundo vigente en la Antigüedad) se identifican con los demonios celestes: «Nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino la del cielo contra las soberanías, contra las autoridades, contra los jefes que dominan estas tinieblas, contra las fuerzas espiril nales del mal» (Ef 6,11-12). Difícilmente se podrá afirmar que el Nuevo Testamento no ha definido concretamente lo que entendía por «liberación de» y «liberación para» en la situación real del mundo de aquella época.
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CREACIÓN Y GRACIA EN LA BIBLIA CAPITULO II
«HACER LA UNIDAD DEL
UNIVERSO»
I CREACIÓN Y GRACIA EN LA BIBLIA
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No vamos a analizar aquí la fe bíblica en la creación, sino la teología bíblica de la gracia. Sin embargo, al igual que en la tradición cristiana, en toda la Sagrada Escritura ocupa un puesto central el problema de la relación entre la «naturaleza» (creación) y la gracia: creación y alianza. En el plano exegético y teológico es una cuestión muy debatida y complicada a menudo por prejuicios confesionales. Desde un punto de vista terminológico, «naturaleza», en contraposición a «gracia», no aparece en los documentos primitivos de la tradición judeocnstiana de la revelación. El Tenak no posee un término equivalente a «naturaleza» o physis. Las pocas veces que hallamos el término «naturaleza» (physis) en el libro (deuterocanónico) de la Sabiduría (7,20; 13,1; 19,20) y también en el Nuevo Testamento, no se trata de un empleo específicamente teológico. El término pasó a la teología cristiana cuando los teólogos utilizaron categorías de la filosofía griega para reflexionar sobre la revelación de la misericordia divina: primeramente, el concepto de naturaleza divulgado por los estoicos; más tarde,'de manera sistemática, el
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del aristotelismo. Los conceptos de «naturaleza» y de «creación» (naturaleza creada) no son totalmente idénticos. Los seres creados por Dios no constituyen una naturaleza neutra, analizable científicamente, sino una naturaleza creada, es decir, la expresión de un plan divino que supera la idea de «naturaleza». Desde el punto de vista teológico, tal naturaleza no es esperable del plan divino. Por tanto, hablar teológicamente del mundo natural no sólo significa que la naturaleza es contingente, que «en sí y por sí» podría no haber existido o ser de otra forma, sino también que es expresión viva de un designio divino que finalmente se revela como designio de salvación. La creación y la consumación se insertan en un único y grandioso proyecto divino. En este sentido es distinto el concepto de «naturaleza» según lo emplee la teología, la filosofía o las ciencias naturales. El hombre primitivo y el antiguo —también los hebreos, los israelitas y los creyentes del Tenak— vivían en un mundo que partía de que Dios —un Dios o varios dioses— había creado este mundo y a los hombres que lo habitan. Para ellos se trataba de un dato evidente, de un elemento integrante de su imagen del mundo. Entonces no había otra alternativa. Sin embargo, esta «evidencia» es ignorada en los meritorios trabajos de G. von Rad, quien con su manera de entender la creación y la alianza puso las bases de la que sería opinión casi común entre los exegetas y teólogos tanto protestantes como católicos. Para Von Rad, la fe en la creación es una extrapolación de la fe en la salvación y tiene una importancia secundaria en el Antiguo Testamento: «La creación forma parte de la etiología de Israel» M. Esta tesis, muy difundida después de K. Barth y G. von Rad, parte del hecho (materialmente correcto) de que en ninguno de los credos del Tenak aparece la fe en la creación. La experiencia de la alianza tuvo que ser el origen de la fe veterotestamentaria en la creación. Según esta explicación, para la conciencia israelita Yahvé no es tanto el Dios creador cuanto el Dios vivo, el Dios de la gracia, de la elección y de la historia de Israel. «El cumplimiento de los mandamientos, prescripciones y preceptos de Yahvé no se debe a que el Creador tiene derecho en cuanto tal a establecer una serie de obligaciones a sus criaturas, sino exclusivamente a que Yahvé liberó en el pasado a su pueblo de la dominación extranjera» 3S. El credo fundamental de Israel declara que Dios sacó a Israel de Kgipto (Dt 26,5-9). A la luz de este credo, Israel explica y actualiza su historia, y de él nace, no inmediatamente, sino con el paso del tiempo, la fe de Israel en la creación. Sólo entonces se ponen los relatos de la creación al principio de los libros sagrados. Es cierto que tales relatos se inspiran en otros anteriores, pero lo peculiar de Israel es que su fe en la creación se sitúa en la perspectiva de la alianza de Yahvé con Israel. La " G. von Rad, Theologie des Alten Testaments, op. cit., 143. K. Barth sostiene In misma tesis, probablemente sin dependencia de G. von Rad. En cambio, dependen
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creación es en el Tenak un tema subordinado a la alianza, no independiente. No obstante, estos autores admiten que en ciertos textos, especialmente Sal 8 y Sal 19 y 104 —y, en general, en la literatura sapiencial—, aparecen himnos a la creación que no denotan tal dependencia, pero esto se debería a que tales himnos se cantaban a modo de letanías, mezclando o yuxtaponiendo las ideas de creación y alianza, o bien sería consecuencia de influencias extranjeras sobre Israel. De hecho, Sal 19 es en parte un fragmento de un himno cananeo y Sal 104 tiene grandes afinidades con un famoso himno egipcio en honor de Atón. En términos generales, se observa una influencia egipcia parecida en toda la literatura sapiencial; sobre todo, en los libros sapienciales más reciences se advierte un influjo de la poesía egipcia didáctica. En vez de una teología de la creación enmarcada en la historia de la salvación, aquí encontramos un concepto de creación independiente, casi metafísico. En Job 28, Prov 8 y Eclo 24 se habla de la creación en sí, al margen de la historia de la salvación. Sin embargo, Cl. Westermann y A. S. van der Woude han sometido esta interpretación a una crítica rigurosa y, en mi opinión, bastante justificada. El propio G. von Rad ha terminado por admitir que quizá ha pecado de parcialidad en su modo de proceder (cosa que sus seguidores no tienen en cuenta) x y reconoce que ía fe sapiencial en ía creación tiene un puesto relativamente específico junto a la fe en las hazañas realizadas por Yahvé en la historia de la salvación. La crítica reciente concede que el credo de Israel tiene un carácter histórico-salvífico (sobre todo, Dt 26,5-9) y que la creación nunca es objeto de un credo especial (como ocurre, en cambio, en el Símbolo Apostólico cristiano). Pero reprocha —con razón— a la escuela de Von Rad no haber visto que la creación nunca fue artículo de fe en el judaismo, debido precisamente a que era un elemento evidente de la imagen del mundo entonces vigente. Entonces no existía una alternativa para explicar el origen del hombre y del mundo 37 . La creación no forma parte del credo de Israel porque la conciencia de la creación es un elemento esencial de la imagen que el hombre antiguo y primitivo, y también el israelita, tenía del mundo. En tiempos pasados, los teólogos postulaban (basándose en datos históricos supuestamente comprobados) una «revelación primitiva», para lo cual se partía de una equivocada interpretación de Rom 1,18-20. Entre los
no judíos esa revelación primitiva se habría oscurecido con el paso del tiempo, pero conservando en la historia de cada pueblo huellas de la fe en un Dios creador. Según esto, no es de extrañar que existan relatos sobre la creación fuera de la Biblia judía: son restos de la revelación primitiva. Pero esta teología olvidaba que las experiencias cósmicas constituían en la Antigüedad la matriz o base experiencial de numerosos relatos de la creación, es decir, que la conciencia de la creación era un componente esencial de la mentalidad de los hombres primitivos y antiguos, y también de los creyentes en Yahvé que habían vivido la experiencia del éxodo como un hecho absolutamente singular destinado exclusivamente a Israel. Con esto se veía amenazada una revelación primitiva que se habría mantenido en toda su pureza solamente en Israel. El descubrimiento de ciertas tradiciones asiro-babilónicas y cananeo-fenicias sobre la creación, más antiguas que las tradiciones de Israel, planteó el problema de si el Génesis dependía de esos otros relatos. En Menfis se halló un relato de la creación en el que Dios crea solo verbo, es decir, simplemente en virtud de su palabra, igual que en la tradición «sacerdotal» de la creación, considerada hasta entonces específica de la revelación divina de Israel. También en algunos mitos babilónicos y de otros lugares se decía que el hombre fue creado del barro y mediante la insuflación divina de un aliento de vida en su nariz (como en Gn 2,7). H. Baumann pudo comprobar, en fin, una serie de afinidades entre los relatos bíblicos de la creación y algunos mitos primitivos de África (sin dependencia entre unos y otros): pecado original, relatos sobre el origen del dolor y de la muerte, de la cultura y de la técnica, simbolizados sobre todo por la construcción de una torre (torre de Babel) M. De todos estos datos los críticos dedujeron que tales relatos de creación y sus motivos paralelos nacieron sin ninguna interdependencia en el mundo entero, debido no a una supuesta «revelación primitiva», sino a vivencias cósmicas y experiencias interpretativas que dieron lugar a mitos de estructura muy similar. En otras palabras: la crítica moderna comenzó a revalorizar el significado de los mitos. El hombre busca en los mitos una seguridad existencial frente al absurdo y el caos de la vida; frente a sus experiencias cotidianas, el hombre resuelve el problema del porqué mediante la fe en un orden del mundo originariamente bueno por haber sido creado por Dios 39 . El israelita no pertenecía a otra especie humana. Se limitó a integrar esa creencia universal en la creación dentro del yahvismo monoteísta de Israel y dentro de su concepción de la historia de Dios con su pueblo. Sin embargo, el hecho de que esta conciencia de la creación no fuese un artículo del credo, sino un presupuesto de la antigua imagen del mundo tuvo consecuencias importantes. En primer lugar, no es una cuestión de fe el modo como Dios creó el mundo y al hombre. Esto se podía imaginar de distintas maneras (sincrónicas o diacrónicas). En el mismo Génesis encontramos ya dos relatos distintos de creación. En términos generales, el
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«Hoy corremos el peligro de considerar, con excesiva unilateralidad, los problemas teológicos del Antiguo Testamento en el ámbito de la teología de la historia» (G. von Rad, Aspekte alttestamentlichen Weltverstandnisses, op. cit. [1964] 57). 37 Cl Westermann, Schopfung, op. cit., 14. Ya W. H. Schmidt, Die Schopfungsgeschichte der Priesterschrift, op. cit., había intentado analizar el relato de Ga 1,1-24 en sí mismo, y no diatónicamente. Más tarde, P. Beauchamp, Création et séparation. Étude exégétique du chapítre premier de la Genese (París 1969), hizo un análisis estructural del texto del Génesis; este análisis muestra hasta qué punto puede ser arbitraria una hermenéutica que prescinda de la fase del análisis estructural. CL también P. Ricoeur, Le conflit des interprétations (París 1969) y, sobre todo, Sobre la exégesis de Génesis l,l-2,4a, en Exégesis y hermenéutica (Madrid, Ed. Cristiandad, 1976) 59-74.
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H. Baumann, Schopfung und Urzeit, op. cit. Cf., entre otros, W. Dupré, Technology and Myth: Bijdr 36 (1975) 189-206.
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mundo antiguo y primitivo conoce cuatro versiones del proceso seguido por Dios en la creación: a) Dios hace, trabaja, modela; b) todo es procreado o nace de Dios o de los dioses; c) Dios lucha contra un monstruo del caos; d) Dios crea simplemente con su palabra («dijo Dios, y la luz existió»). Gn 2,4b-24 utiliza el modelo del alfarero. En Gn 2,4a percibimos un débil eco de las cosmogonías sumerias, acadias y también egipcias sobre el nacimiento que tiene su origen en los dioses: «Esta es la historia de las tol'dot (literalmente: 'nacimientos') del cielo y la tierra» (texto que algunos exegetas interpretarán más tarde en clave de «historia de la salvación». Véase también la genealogía de Jesús en Mt 1,1, donde el biblos geneseos —«libro de la generación»— corresponde a las tol'dot del mundo en el Génesis). Por no tener en cuenta esta estructura mítica general de la conciencia arcaica (¿sólo arcaica?), G. von Rad y sus numerosos discípulos llegaron a algunas conclusiones muy problemáticas. Así, en el relato sacerdotal de la creación (Gn l,2-2,4a), G. von Rad estima que el precepto del sábado, signo de la alianza sinaítica (Ex 31,12-17), se basa en la estructura de la creación. Apoya su tesis en que la tradición sobre la creación utilizada por P presentaba originariamente ocho obras creadas y, por consiguiente, ocho días de creación. El transcurso de los días está determinado litúrgicamente por el sacrificio matutino, que evocaba la alianza del Sinaí (Nm 28, 6), y el sacrificio vespertino, que evocaba la salida de Egipto (Dt 16,6). El Génesis compendia todo el proceso en seis días, y el séptimo descansa Dios. Evidentemente, el autor quiere presentar, en un antiguo relato de la creación —«pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero»—, el precepto sabático como una disposición basada en la misma creación. Pero esta interpretación choca con la dificultad de que otros relatos no israelitas más antiguos hablan también de la otiositas, o descanso de Dios después de la creación, y también utilizan una tradición indiscutiblemente más antigua sobre una «creación en ocho días». Todas estas formas de interpretar la fe en la creación en una línea unilateralmente históríco-salvífica parten de un apriori y no tienen en cuenta que a veces se olvida lo más evidente. Desde un punto de vista crítico, no se puede sostener que la «creación» sea un dato secundario en el Antiguo Testamento. La crítica de las formas muestra además que tanto en el primer relato bíblico de la creación (Gn l,l-2,4a) como en el segundo (Gn 2,4b-24) se han fusionado dos mitos distintos, lo cual es un fenómeno bastante frecuente en la mitología 40. En el primer relato, la creación del hombre (Gn 1,26-31) era en su origen un relato independiente; en este fragmento, el hombre es «hecho», mientras que en otras partes del relato P se habla de «separar» (Gn 1,4.7.9) o «crear» (Gn 1,21.27), y no mediante «una simple palabra» (resto del relato). En este relato sacerdotal, el hombre expresa su alegría por su vinculación a todo el cosmos, y se dice: «Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1,31). Una manifestación similar de esta alegría del hombre por la creación la encontramos, por 40
E. Cornelis, Mythe en Religie: «Annalen Thymgenobtschap» 53 (1965) 55-74.
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ejemplo, en Sal 104 y 148. El hombre de la Antigüedad no podía hablar de «todo lo que existe» sino a la luz de la creación, en la que expresaba su vinculación al universo. Es de notar que en este relato Dios crea primeramente «un espacio vital» (Gn 1,1-10), en el que pone después el mundo inorgánico, el orgánico y, finalmente, al hombre (1,11-19; 1,20-25; 1,26-31). También en el segundo relato, yahvista (Gn 2,4b-24), se han fusionado dos mitos distintos 41 . El primero narra cómo Dios prohibió al hombre, que él mismo había colocado en el jardín de Edén, comer de un árbol, pues en tal caso moriría. El hombre es engañado por la serpiente y Dios lo expulsa del jardín. El segundo mito narra cómo Dios creó al hombre de barro y le insufló un hálito o espíritu vital. Al ver Dios la soledad del hombre, creó los animales. Pero el hombre seguía sintiéndose solo (lo cual es quizá una crítica contra la relación con animales o el totemismo animal). Dios formó entonces una mujer de la costilla del hombre. Sólo entonces se sintió el hombre feliz. El Yahvista une aquí dos relatos para demostrar: a) que Dios creó al hombre «bueno» y que el desorden existente en el mundo es culpa del hombre; b) que la relación interhumana es esencial para el hombre. La antropología subyacente viene a decir que la relación del hombre con Dios («pasear con Dios en el jardín») y con el prójimo es un elemento constitutivo. En este relato aparece en primer plano el modelo del alfarero (cf. Is 45,9-13; Job 4,19; 10,8; Sal 103, 3.14; 104,29 y 146,4), presente también en numerosos mitos de creación. Estas interpretaciones obligan a revisar la exégesis bíblica de G. von Rad y H. Brongers en relación también con el Deuteroisaías. Es cierto que este profeta, como ningún otro autor del Tenak, une estrechamente la creación y la alianza. Pero esto no da pie para afirmar que la «fe en la creación» se sitúe en el marco de la historia de la salvación. El profeta une la fe en el Dios de la alianza (credo de Israel) con el Dios de la creación, a fin de suscitar en el Israel del exilio la confianza en ese Dios «de fuerte brazo». La razón de esta firme confianza en Dios es su omnipotencia, demostrada especialmente en la creación, un hecho asequible a todos (cf. Is 51,9-10). A. van der Woude subraya con razón que «el Deuteroisaías, para hablar del éxodo y de la alianza, no emplea la terminología del antiguo 'credo histórico', sino la de la creación. La historia de la salvación —la pasada y la futura— se pone en relación con la acción salvífica de la creación, y no viceversa»42. El Deuteroisaías utiliza el verbo barí, «crear» (en qal y nifal), que indica una acción en la que el único sujeto posible es Dios, expresando así la actuación de Dios en la creación y en la alianza (Is 51,9-10; 43,1; 45,18-19; cf. 40,22-24; 44,24-28) 43 . Se refiere, pues, al acto portentoso por el que Dios crea una realidad completa41
Cl. Westermann, Schopfung, op. cit., 102-105. A. S. van der Woude, Génesis en exodus, op. cit., 9. 43 El hebreo no tiene un sustantivo para designar lo que nosotros llamamos «Creador» y «mundo creado». De ahí la perífrasis «Dios, que ha creado el cielo y la tierra». En cambio, la literatura greco-judía utiliza ho ktistes, «el Creador», junto al semisemítico ho ktisas, «el que crea». 4!
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mente nueva: creación y salvación. Este acto del único Dios por el que crea una nueva realidad une entre sí creación y salvación. El monstruo primordial Rahab —vencido en el acto creador de Dios— es al mismo tiempo Egipto, como el fhom o aguas del caos primordial, separadas por Yahvé en la creación, es al mismo tiempo el mar que Israel atravesó huyendo de los egipcios para ponerse a salvo. En los Salmos aparece la misma imagen. Cl. Westermann, en una importante obra, distingue en los salmos bíblicos o fhillim (o sea, alabanzas, como llamaban los judíos a sus salmos) entre «alabanza informativa y confesante» y «alabanza descriptiva» **. Estos salmos alaban a Dios por su creación o por la liberación de Egipto. Así, por una parte, se alaba a Yahvé en los salmos 33, 136 y 148 por haber manifestado su poder y majestad sobre la tierra en la creación y en el éxodo o liberación. Pero lo que une creación e historia de la salvación no son las acciones salvíficas de Yahvé, sino los prodigios poderosos que ha realizado tanto en la creación como en la liberación. Por otra parte, en los salmos 8, 9 y 104, por ejemplo, se celebran, como tema absolutamente independiente, los prodigios de Dios en la creación. Esto último aparece con frecuencia también en los libros sapienciales. En Job 37,27-37,13 y Job 38, el tema de la creación sirve para invitar a la conversión. También en el Eclesiastés (passim), el mundo creado remite a la omnipotencia y majestad de Dios, lo mismo que en Sab 13,5. La creación invita a alabar a Dios, a confiar en Dios todopoderoso y, en fin, a reconocer que el hombre no puede por sí mismo descifrar el misterio de la vida y del universo (Job 28) y que ha de aceptar de la mano de Dios la vida tal como es (Eclesiastés). Las conclusiones deben ser más matizadas que las de la «escuela» de Von Rad. No es preciso negar que el concepto de creación adquiere una mayor importancia en la literatura sapiencial posterior al exilio debido, sobre todo, al contacto con otros pueblos orientales (y más tarde también con el helenismo). (También la terminología de la berit es un patrimonio común del Oriente antiguo). Sin embargo, este hecho no significa que los hebreos e Israel no poseyeran desde hacía mucho tiempo tradiciones orales sobre la creación45; la fe en la creación, basada en experiencias primitivas y antiguas de la naturaleza, es un hecho universal en la historia de las religiones. Tampoco es preciso negar que la creación no forma parte del credo propio de Israel (exceptuando el primer judaismo), pero ello se debe precisamente a que la creación es parte integrante de una imagen del mundo que se aceptaba como evidente. Por otro lado, la creación no se considera como un presupuesto de alianza. El punto central lo ocupan la 44
Cl. Westermann, Das Loben, op. cit, llss. También, A. S. van der Woude, op. cit., 6. 45 Podemos preguntarnos, sin embargo, hasta qué punto la intensificación del concepto de creación depende también de la evolución interna de la fe en Yahvé en una religión que tuvo antes matices «henoteístas» (Yahvé es el Dios del clan, al igual que otros pueblos tienen su propio dios) y llegó a convertirse después en un monoteísmo riguroso: Dios, Creador del cielo y de la tierra, es Yahvé, el Dios de Israel.
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salvación y la alianza (como se advierte en la estructura de todo el Pentateuco); a partir de ahí, la mirada se remonta a la historia de los Patriarcas y, finalmente, a la «historia de los orígenes». La creación no se deriva, sin embargo, de la historia de la salvación, sino que Israel coloca la historia de la salvación —en consonancia con su propia fe— sobre el trasfondo de la experiencia común a los hombres de aquella época, según el cual somos criaturas de Dios en el mundo y vivimos en un mundo que es de Dios. Esta evidente fe en la creación adquiere un cariz nuevo gracias al yahvismo y a la experiencia salvífica de Israel, pero conserva siempre su carácter de independencia. Israel, pues, vio y experimentó también en la naturaleza a su Dios, al Dios de la historia de la salvación de Israel, a Yahvé, el Creador (Sal 33,6-19; 139,13-15). En las tinieblas y en la luz, en la lluvia y en la nieve, en el camello y en el hipopótamo, en la luna y en las estrellas, en el vigor y encanto de las flores, plantas y animales, en el nacimiento de un niño...: en todo percibía Israel la fuerza creadora, •el poder de Yahvé, Dios de Israel, Creador del cielo y de la tierra 46 . El mundo creador es para Israel expresión del poder y la majestad de Dios, motivo de seguridad, confianza y unión con todos los seres, razón para •estar agradecidos y creer que el caos y el absurdo no vienen de Dios ni pueden decir la última palabra. No obstante, en el Tenak no se resuelve •el problema de si la creación es también expresión del hesed de Dios, es decir, de su amor misericordioso, indulgente y redentor hacia el hombre. Job luchó por desvelar este misterio insondable de la creación. En tal sentido, ya en el Antiguo Testamento hay implícitamente un atisbo de la posterior distinción teológica entre «naturaleza» y «gracia», distinción basada de la relativa autonomía del tema de la creación frente a la temática •de la salvación. El Tenak no explica cómo hay que entender la unidad de estos dos temas relativamente independientes. Podemos resumir la concepción veterotestamentaria de la creación y la alianza del modo siguiente: a) Todo ha sido creado por Dios; pero no se dice —y, por tanto, es un tema opinable— cómo se llevó a cabo la creación, b) La creencia de la creación tiene una relativa autonomía con respecto a la fe en la actuación salvífica de Yahvé con Israel, c) No obstante, •el poder y la fiabilidad de Dios manifestados en el mundo creado se presentan como motivo para confiar en el Dios de la historia y de la salvación. «Señor, Señor, rey y dueño de todo, porque todo está bajo tu poder y no hay quien se oponga a tu voluntad de salvar a Israel. Tú creaste el cielo y la tierra y todas las maravillas que hay bajo el cielo, y eres Señor de todo; ni hay, Señor, quien se te pueda oponer» (Est 13,9-12). La creación es el fundamento de nuestra dependencia consciente de Dios y un motivo de confianza, agradecimiento y obediencia (Is 17,7; 22,11; 40,26ss; 43,1; 44,2; Sal 103,22; 119,73; Dt 32,6.15, etc.). La fe en la omnipotencia creadora de Dios es incluso un motivo para esperar que la misericordia del Dios de la salvación se haga realidad en el mundo: «Señor, tú «res nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra ('.(. los artículos de J. Tlaspecker, op. cit.
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de tu mano. No te excedas en la ira, Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa: mira que somos tu pueblo» (Is 64,7-8); «Señor, Dios de Israel,..Tú hiciste el cielo y la tierra. Inclina tu oído, Señor, y escucha... Sálvanos de su mano (del enemigo) para que sepan todos los reinos del mundo que tú solo, Señor, eres Dios» (2 Re 19,15.16.19). En estos textos se trata claramente del Dios de la salvación, pero se invoca su omnipotencia, manifestada en la creación (cf. Is 43,1-3; 40,12-14; 40,20.26; 42,5; 45,18; también 43,1.15.21; 44,2.21.24; 45,11; 51,13; 54,5; 40,22-24; 44,24-28; 61,9-10). d) El Creador del cielo y de la tierra es Yahvé, el Dios de Israel, y nadie más (Jr 10,12-16; 44,24; 51,15-19; Is 44,24; Eclo 1,8; Sal 96,5; 115,3-4; 2 Esd 9,6). De ahí que el «universalismo» y el «particularismo» estén en mutua tensión en la religión de Israel. El evidente universalismo de la fe en la creación se extenderá con el tiempo a las concepciones salvíficas de Israel. El hecho de que Dios haya creado todo «según su designio», con inteligencia y sabiduría (Prov 16,4; Eclo 39,21, es decir, «para alabanza de Dios», Eclo 42,24-25 con 42,23-24; Sal 147,5; 149; 150; 95,1-5; Sal 8; Dn 3,52ss; 43,21; 45,24; 43,7), no indica propiamente que la creación es un presupuesto de la acción salvífica de Dios, sino que es fundamento de una relación religiosa con Dios, en la que la creación y la salvación están comprendidas conjuntamente en el concepto superior de «obras portentosas» o actividad creadora de Dios. Sab 11,24-26 dice que Dios ha creado todo por amor; todas las cosas son buenas por haber sido creadas por Dios (Gn 1,13.18.21.25.31; 8,22; Dt 32,4; Jr 5,22-24; Eclo 39,21; Sal 103,31-35; Ecl 3,11; Prov 16,4 texto hebreo). Con esto se niega cualquier tipo de necesidad. Dios crea libremente, porque quiere (Sal 113,2-3; 134,5-7), por amor, y no para destruir o aniquilar después lo creado (Sal 102,26-28; 103,29; Dt 32,33; Sab 11,26; cf. Ecl 3,14) 47. e) Aunque todo ha sido creado por Dios, no podemos pensar: «Mi pecado viene de Dios; pues él no hace lo que odia» (Eclo 15,11-20; Dt 30,15-19). f) En la espiritualidad sinagogal del primer judaismo, la creación se convierte en un dogma de je judío, que pasa a formar parte del credo histórico-salvífico de Israel (cf. infra). No se puede hablar propiamente de una «doctrina ortodoxa» veterotestamentaria. Ciertamente existe un credo fundamental, pero no es posible atribuir a Israel una ortodoxia uniforme en las distintas épocas y en las diferentes tendencias que existen simultáneamente en su espiritualidad. Por eso no existe una única concepción veterotestamentaria de la creación y la alianza. Esto tendrá una serie de consecuencias para el Nuevo Testamento. Así como el interés del Tenak se centraba en la fe propia de Israel, es decir, en la actuación de Yahvé con su pueblo, así el Nuevo Testamen47 Con esta visión del Antiguo Testamento resulta imposible fundamentar bíblicamente la tesis principal del libro de R. Schaeffler, Religión und kritisches Bewusstsein (Munich 1973). El Dios bíblico es, en definitiva, a pesar de otras tendencias más antiguas, la razón de la pura posibilidad y no el fundamento último de la «vida» y de la «destrucción de la vida».
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to centra su atención en su experiencia de «la salvación en Jesús», que es esencialmente una salvación que proviene de Dios. Nada dice el Nuevo Testamento acerca de la naturaleza intrínseca del mundo creado; la fe en la creación es un dato evidente y el trasfondo sobre el que se contempla todo el acontecimiento de Jesús (Me 10,6; 13,19; Mt 19,4.8; 13,35; 25, 34; Le 11,50; Rom 1,20; 2 Pe 3,4; Ap 3,14; 13,8; Heb 1,10; 4,3; 9,26; 2 Tes 2,13; 1 Jn 1,1; 2,13-14; 3,8; Jn 17,24; Ef 1,4; 1 Pe 1,20). La creación se suele entender como el momento inicial de la formación del mundo (creatio ab initio mundi) (Jn 8,58; 17,5.24; Ef 1,4). Se admite como algo obvio que todo ha sido creado por Dios (Col 1,16; Ef 3,9; Heb 3,4; Ap 4,11; 10,6; Hch 4,24; 14,14-15; 17,24; Jn 1,3). En Hch 17,28 se afirma incluso que la creación es una premisa universal para toda la humanidad. Lo mismo ocurre con la fe en el cuidado solícito de Dios (Mt 6,25-34; 10,29-31; Le 12,22-31; 12,6-7; 1 Pe 5,7; cf. también Mt 5, 45; 6,28.30; 10,29-30; 6,26). La vida del mundo creado no es considerada como un sistema de leyes naturales, sino directamente como obra del Dios vivo, aunque esto no significa que no se perciban ciertas «leyes» en la naturaleza (cf. Me 4,28: automate). Como en el Tenak, el mundo creado nos invita a alabar a Dios (Hch 4,24; Ap 4,8-11; 10,6; 14,7). Como todos los pueblos antiguos, y en especial como el Antiguo Testamento, Jesús y el Nuevo Testamento consideran la fe de la creación como una espiritualidad viva. Por otro lado, en la literatura intertestamentaria judía, sobre todo en relación con los prosélitos —admisión de paganos en la sinagoga—, la creación (a diferencia de lo que se observa en el Tenak) es un artículo de la fe judía, y no sólo en un elemento esencial de la antigua imagen del mundo. En el shemá judío, la fe en el único Dios es el primer artículo de fe: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Señor, el Señor es único»; aquí no se hace mención expresa de la creación, pero en la beraká y en las haggadot, o himnos de alabanza y acción de gracias, el contenido de este monoteísmo empalma con la fe en la creación. En la oración sinagogal se invocaba a Dios como «Creador omnipotente». El cristianismo primitivo sigue la línea de la tradición sinagogal del primer judaismo, donde la creación se había convertido en un dogma de fe. Resulta significativo a este respecto un antiquísimo kerigma cristiano mencionado por Pablo en 1 Tes 1,9-10 y presente también en Hch 14,15; 17,22-31 y Heb 6,1-2. Se trata de un kerigma prepaulino, dirigido a los paganos, que se remonta al modelo judeo-helenista de predicación o instrucción misional destinada a los paganos que deseaban entrar en la sinagoga. En el modelo judío aparecen tres artículos de fe que debían aceptar los prosélitos: a) fe en el único Dios, Creador; b) fe en el juicio que sobrevendrá a los que no se arrepientan; c) esperanza escatológica para los neoconversos "*: creación, juicio, salvación. El modelo tiene su versión crisliana: «la buena noticia que os predicamos es que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo que hizo el cielo y la tierra» (Hch 14,15); 4 " (¡. Schneider, Urchristliche Gottesverkündigung in hellenistischer Um-welt: BZ M (1969) 59-75; P. Stuhlmacher, Das paulinische Evangelium I (Gotinga 1968) 260.
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en otras palabras: la fe en el Dios creador es un artículo de fe del evangelio cristiano, tal como se predica a los paganos. En el discurso del Areópago (Hch 17,22-31) se dice: a) «Eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo: el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, ese que es Señor de cielo y tierra...»; b) «tiene señalado un día en que juzgará el universo con justicia...»; c) «por medio del hombre que ha designado, y ha dado a todos garantía de esto resucitándolo de la muerte». Este texto es una cristianización de la profesión de fe misionera del primer judaismo y refleja claramente la función de la resurrección de Jesús en el cristianismo primitivo: Jesús ha resucitado para juzgar; juicio y salvación. Heb 6, 1-2 presenta como fundamento de la vida cristiana: a) el abandono de las obras de muerte, o sea, del culto pagano a los ídolos; fe en el único y verdadero Dios Creador; b) el juicio escatológico de Dios; c) la función de Cristo resucitado en ese juicio. También en dos fuentes no dependientes de Pablo encontramos ei kerigma que Pablo recoge en 1 Tes 1,9-10: «Abandonando los ídolos, os convertisteis a Dios para servir al Dios vivo y verdadero y aguardar la vuelta desde el cielo de su Hijo, al que resucitó de la muerte, de Jesús, el que nos libra del castigo que viene». Creación, juicio, salvación: el mismo esquema que entre los judíos; dicho de otro modo: protología, escatología, cristología. El esquema judío de protología y escatología recibe en el cristianismo un contenido cristológico. El lazo de unión entre creación y salvación se realiza en el Nuevo Testamento mediante el concepto de «juicio escatológico», dada la relación esencial existente entre protón y eschaton: Dios es el Alfa y la Omega, el principio y el fin de la creación. Jesús toma parte en el ésjaton de la creación, y precisamente por ello aparece, sobre todo en la carta a los Colosenses, participando en el principio de la creación, al igual que la Sabiduría estaba junto a Dios como consejera en la creación del mundo (cf. infra). En un contexto distinto, para explicar la pasión de Jesús, la carta a los Hebreos apela a esa misma relación entre creación y escatología: «De hecho, convenía que Dios, fin del universo y creador de todo, proponiéndose conducir muchos hijos a la gloria, al pionero de su salvación (Cristo) lo consumara por el sufrimiento» (Heb 2,10; cf. Heb 1,1-4). También aquí se refleja la influencia de la profesión de fe misionera del primer judaismo, interpretada ahora en sentido cristológico. Según este credo cristiano, Jesús es incluido en el proyecto divino de la creación como Cristo resucitado, el cual juzgará en la parusía a los que no se han arrepentido y salvará a los que se han convertido, garantizando a éstos el acceso al Padre. La redención tiene en este kerigma un sentido expresamente escatológico. Pablo llama a este credo trimembre «la buena noticia que anunciamos» (1 Tes 1,5). Fe significa aquí «fe en Dios» (1 Tes 1,8-9), y la cristología es un elemento esencial de la fe en Dios. No se habla aún expresamente de fe en Jesucristo; éste es objeto de la esperanza escatológica, mientras que el prójimo es objeto del amor (1 Tes 1,4; 2,8-9; 3,12; 4,9). Fe en Dios, esperanza en Cristo y amor al prójimo constituyen la primitiva estructura cristiana de la vida de gracia (estructura que dará origen más tarde a las «tres virtudes teologales»).
También en Heb 11, donde (siguiendo un modelo judeo-helenístico) se muestra una gran veneración por los grandes creyentes del pasado, comienza la exposición sobre el objeto concreto de la fe, o sea, la fe en Dios Creador: «Por la fe comprendemos que la orden de Dios formó los mundos, haciendo que lo visible surgiera de lo que no aparece» (Heb 11,3; otra cristianización de una idea griega); en resumidas cuentas: «quien se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensará a los que lo buscan» (Heb 11,6). Una vez más aparece el modelo de fe judío. Cuando la predicación de la fe neotestamentaría se dirige a los judíos, no se habla apenas de la fe en la creación, pues para un judío ésta es una verdad evidente (cf. Hch 4,24). En cambio, ante los no judíos, los cristianos (al igual que el primer judaismo) debían hacer hincapié en el único Dios verdadero, Creador del cielo y de la tierra. La fe en Dios Creador es para el Nuevo Testamento el origen de la fe en el Dios de la gracia revelado en Jesús. Así como Yahvé, el Dios de la historia de la salvación de Israel, es el Creador omnipotente, así también en el Nuevo Testamento la fe en la creación se transforma en la fe en el Dios Creador, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob y Padre de Jesucristo (cf. Mt 25,34; 1 Cor 8,6; Col 1,15-17; Rom 11,36; Heb 1,2-3; 1,10; 2,10; 13,8; Jn 1,1-5; 1,10; 5,17.19; 3,3; 9,3; Rom 11,36; 1 Cor 15,28; Ap 22,13). El Dios vivo es el Creador de todo lo que existe y también de la salvación. Creación y salvación coinciden en el hombre Jesucristo. La actividad específicamente divina es creadora: da origen, de un modo soberanamente libre, a una realidad radicalmente nueva (bard). La admisión de un pagano no implicaba sólo una conversión a Cristo, sino también al monoteísmo del único Dios vivo y creador. Así, la creación, que era un elemento de la imagen del mundo vigente en la Antigüedad —una vez purificada por la historia de la salvación de Israel y por la manifestación histórica de Jesús—, se convirtió en el primer artículo de fe del kerigma cristiano (posteriormente, del Símbolo Apostólico), en fuente de la fe en la misericordia de Dios obtenida por Cristo. Partiendo de la posición escatológica de Jesús en la creación, el Nuevo Testamento sitúa frecuentemente a Jesucristo «en el principio» de la creación. Este tema cristaliza en fórmulas bastante rígidas, pero no es analizado a fondo. Los textos que aluden a él tienen carácter hímnico y litúrgico. Jesús es eikon, imagen de Dios invisible (Col 1,15; 2 Cor 4,4) o charakter, es decir, reflejo o impronta de su ser (Heb 1,3). Debido a esta característica es llamado «mediador de la creación». «Por su medio se creó el universo» (Col 1,16); «él es modelo y fin del universo creado», y «el universo tiene en él su consistencia» (Col l,16b-17); «él es reflejo de su gloria, impronta de su ser; él sostiene el universo con la palabra potente de Dios» (Heb 1,3); «mediante él se hizo todo; sin él no se hizo nada de lo hecho» (Jn 1,3). El propio Pablo había dicho: «Un solo Señor, Jesucristo, por quien existe el universo y por quien existimos nosotros» (.1 Cor 8,6). Estos textos, adaptación cristológica de una tradición sapiencial más antigua (cf. Sab 7,21.25-26; 9,12 con 16,21; 8,6; 9,2.19; 14,2; Eclo 1,4; Prov 8,30), son una mezcla de expresiones pitagóricas, platónicas y estoi33
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cas con el patrimonio judío y cristiano: el «Adán» de Gn 1,26, llamado imagen de Dios y señor del universo®, es en su forma escatológica el hombre Jesucristo (cf. la típica transición de «él», el hombre o Adán, a «él», Jesús, en Heb 2,8). Pablo desarrollará este tema en su tipología: el primer Adán y el segundo, escatológico (Rom 5,12-21; 1 Cor 15,22.45). Dado que Jesucristo tiene una función salvífica esencial en la «escatología» de la creación, debe estar implicado también en el plan divino de salvación ya desde el principio de la creación. Cristo es «el principio de la creación de Dios» (Ap 3,14) en el sentido sapiencial de «consejero en la creación». Creación, salvación y consumación son realidades que se unen en Jesús. En las cartas a los Colosenses y a los Efesíos, la redención realizada por Cristo es presentada como un apokatallasein, la gran reconciliación del universo (Col 1,20a; Ef 2,16). Sólo en estas dos cartas se establece una íntima conexión entre creación y perdón de los pecados (también en Heb 1,2-4, pero de una forma mucho más débil). En otras palabras: el nexo entre mediación en la creación y perdón de los pecados es un rasgo típico de las cartas a los Efesios y a los Colosenses y tiene un trasfondo muy peculiar. De Rom 4,17 y 2 Cor 4,6 se deduce que la creación y la redención estaban ya unidas en el judaismo so . Pero detrás de esto hay algo más: la idea del polemos, el combate u hostilidad existente en el universo, incorporada al pitagorismo judío, que es probablemente la philosophia que ataca la carta a los Colosenses. Ya Heráclito había sostenido que la realidad es fruto de la guerra y la oposición (polemos kai eris) 51. El espíritu humano, en su búsqueda de paz y tranquilidad, se pierde por culpa de esos elementos desencadenados en el mundo. El único modo de eludir esta situación es la purificación, especialmente de tipo ascético, la veneración de los dioses y demonios, los baños de purificación, las abluciones y aspersiones y la abstención de determinados alimentos y bebidas 52 : exactamente la philosophia que se había introducido en la comunidad cristiana y que critica la carta a los Colosenses. Todo ese proceso de iniciación permite superar la «lucha de la naturaleza» o polemos y morar en un «mundo superior» de armonía y de paz. Aquellos cristianos podían, sin duda, cantar el himno que hallamos en Col 1,15-20. Para ellos, el mundo redimidcKestá en el cielo, con Cristo. Sin embargo, el autor de la carta a los Colosenses no está totalmente de acuerdo con el camino elegido por estos cristianos para escapar al mundo diabólico, pues todas esas prácticas no son necesarias para alcanzar el mundo superior y perfecto; el cristiano está sentado ya con Cristo «allá arriba» (Col 2,12), pero en virtud del perdón de los pecados, es decir, no mediante una reconciliación cósmica, sino antropoló-
gica y, por tanto, mediante una vida ética en este mundo. El himno original (Col 1,15-20) viene a situarse entre las concepciones del autor de la carta a los Colosenses y la philosophia que él crítica. El himno alaba a Dios Creador, en el que todo tiene «consistencia», paz y armonía. Pero el autor interpreta el himno en el sentido de que Dios realiza esto por mediación de Jesucristo y en virtud de la resurrección de Jesús: si participamos de un mundo reconciliado es en calidad de pecadores reconciliados. Se trata de una paz total del universo en y por la reconciliación éticoreligiosa del hombre con Dios y —como dice la carta a los Efesios— de los hombres entre sí. «Hacer la unidad (anakephalaiosis) del universo (ta panta) por medio de Cristo» (Ef 1,9-10), «por su medio reconciliar consigo el universo, después de hacer la paz» (Col 1,20): «por su medio reconciliar consigo el universo, lo terrestre y lo celeste» (Col 1,20). En el trasfondo hallamos la idea antigua de que ha sido reconciliada y superada la ruptura entre el mundo terreno (epigeia) y el mundo celeste pneumático (epourania), pero esto acontece en el Nuevo Testamento gracias al perdón de los pecados y a que el hombre lleva una vida moral y religiosa, y no «cósmica». En Jesucristo, «mediador de la creación», confluyen la creación, la redención y la gracia (también la consumación). De este modo, a partir del único Dios Creador, todo puede ser de hecho gracia («todo es gracia», decía Teresa de Lisieux, citada repetidamente por Bernanos). Sólo en un texto del Nuevo Testamento aparece también el aspecto cósmico-corporal de la ¡redención (evidentemente además de en la resurrección): cuando Pablo afirma que el mundo material de la creación ansia la manifestación de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8,20-22), afirmación que se sitúa en la línea veterotestamentaria de la unidad de destino entre el hombre, el animal y la naturaleza. Las cartas a los Colosenses y a los Efesios enumeran los efectos pancósmicos de la redención sobre el trasfondo típico de la Antigüedad tardía —interesada por las realidades «cósmicas»— y partiendo del entusiasmo pneumático que suscita el Resucitado, que es todo en todas las cosas (cf. Col 1,23). En consecuencia, la autarquía estoica del hombre interiormente libre y soberano se convierte en una libertad liberada por la gracia, libertad que en Cristo es tan intangible como la libertad interior preconizada por el estoicismo: «Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra?» (Rom 8,31b), «¿quién podrá privarnos de ese amor de Cristo?» (Rom 8,35; cf. Heb 13,6); «ni siquiera la muerte» (Rom 8,36-39): «No te dejaré ni te abandonaré» (Dt 31,6.8). De ahí que podamos afirmar con plena confianza: «El Señor está conmigo; no temo, ¿qué podrá hacerme el hombre?» (Sal 118,6; Heb 13,5b-6), nada pueden los demonios contra nosotros (Rom 8,36.39). Podemos decir que especialmente en las cartas a los Colosenses y a los Efesios todo es gracia, excepto el pecado, el cual, sin embargo, es borrado por el perdón de Dios. Pablo no sabe a veces a qué atenerse frente a un entusiasmo que se traduce en éxtasis y don de lenguas, pero no se atreve a condenarlo, a menos que sea un peligro para la recta visión de Jesucristo como Señor (cf. 1 Tes 5,20-21; también 1 Cor 12,10; 14,1-25.26-33.39-40; recordemos la dura reacción de la carta de
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J. Jervell, Imago Dei, op. cit., 15-50, 52-69, 71-121. Strack-Billerbeck, IV, 211-214; S. Lyonnet, L'hymne christologique de l'éphre aux Cotossiens et la jete juive du nouvel-an: RSR 48 (1960) 93-100. 51 Heráclito, Fragtn. B67; ed. H. Diels: I, 165,8ss. 52 Empédocles, Fragm. B26,4: I, 323,2; 23,6-10: I, 321,15ss; 35,7.16: I, 32,4 y 328,2; 126: I, 362,9; 128: I, 263,9-10; 104-141: I, 368,45.18. 50
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Judas y de la segunda de Pedro frente al entusiasmo religioso ecléctico de algunos cristianos que defendían un falso monismo de la gracia). En esta perspectiva neotestamentaria, en la que la creación y la salvación son componentes de un único plan de salvación en Cristo y en la que todo puede ser gracia, también el fracaso, el infortunio y especialmente el sufrimiento innecesario y alienante (sobre todo en la tradición: Me, 1 Pe, Heb) adquieren en Cristo una dimensión de gracia (Me; 1 Pe 2, 22-25; 3,13-4,6.16; Heb completa; Sant 1,2; Mt 5,4.10-11; Flp 1,29; 3, 10; 4,11-13; Rom 8,17; 2 Cor 4,10-11, etc.). El sufrimiento, aunque en cuanto tal es una experiencia negativa, puede transformarse en un «compartir los sufrimientos de Cristo» (Rom 5,3; 8,17; cap. 6; Gal 3,10; 3, 26-27; 2 Cor 1,7; Flp 3,10; Col 1,24; 1 Pe 4,13; Heb 12,5-13, donde se afirma que el sufrimiento es un signo de la filiación divina; cf. Heb 2,10) y, por consiguiente, en el camino para poder compartir la gloria de Jesús. Cristo ha compartido también nuestros sufrimientos (Heb 12,7; cf. 1,9; 2,14; 3,1.14; 6,4). Para la carta a los Hebreos, esta decisión de compartir nuestro sufrimiento constituye, por decirlo así, el proyecto vital de Jesús cuando atraviesa el umbral de nuestra historia (10,5-7; 2,14) s . Esta mística de la gracia, que abarca la creación y la salvación, desemboca en una certeza de fe: «la debilidad es vuestra fuerza» (Heb 11,34b), «la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9; cf. Rom 8,26; 2 Cor 4,7; 13,4b), según el ejemplo de Jesús: «Fue crucificado por su debilidad, pero vive ahora por la fuerza de Dios» (2 Cor 13,4a). «Pero este tesoro (de gracia) lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que esa fuerza tan extraordinaria es de Dios y no viene de nosotros» (2 Cor 4,7). De esta panorámica se desprende que no hay por qué excluir una experiencia religiosa de Dios, en cierto modo autónoma, que proceda de experiencias naturales. En este sentido, la experiencia sensible puede corroborar la fe en Jesús. Hasta es posible quizá que el hombre moderno, en su protesta contra la degradación del ambiente, llegue a unas experiencias naturales que serían una especie de praeambulum fidei y abrirían el camino a otras experiencias más profundas. Por otro lado, el Nuevo Testamento, al igual que el primer judaismo, considera la fe en la creación como el soporte fundamental dei kerigma judeo-cristiano. A este respecto no podemos olvidar en nuestro horizonte de experiencia que, a pesar de la diferencia real entre cosmos e historia, la naturaleza participa cada vez más en nuestra historia humana. De todos modos, existen fronteras infranqueables: la naturaleza tiene siempre una parcela de autonomía (y, por tanto, de resistencia) que no se deja encerrar por completo en los planes de nuestra historia humana. Esta es la razón de que el sufrimiento humano resulte insuperable (la tensión dialéctica entre naturaleza e historia) y que el hombre se sienta un tanto protegido frente a un dominio puramente técnico 53 W. Nauck, Freude im Leiden. Zum Problem einer urchristlichen Verfolgungstradition: ZNW (1955) 68-80.
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de la naturaleza. Esto nos recuerda —también en un plano ecológico— que la naturaleza tiene siempre una relativa autonomía frente a la historia humana y plantea el problema de un principio trascendente que, traspasando la inmanencia, va más allá de la naturaleza y de la historia: el problema de la salvación y de la condición salvífica no sólo de la historia humana y del hombre, sino también del mundo material; el problema, en fin, del carácter universal de la redención cristiana, que se funda últimamente en el único Dios de todos los hombres, Creador del cielo y de la tierra 54. Pablo dice certeramente que toda la creación gime a la espera de que la gloria de Dios se manifieste en la salvación consumada del hombre (Rom 8, 19-22). Por tanto, el concepto de creación tiene una importancia fundamental para la teología de la gracia. Si el hombre queda solo en un mundo puramente humano, que no es a la vez —y con mayor razón— el mundo de Dios, la certeza de la fe se reduce a la subjetividad del hombre y corre el peligro de convertirse en una pura proyección. El Dios del universo, también de la naturaleza, es uno de los elementos gracias a los cuales la subjetividad religiosa puede verse libre de «subjetivismo». II LA GRACIA, ¿CATEGORÍA ETICO-RELIGIOSA U ONTOLOGICA?
El hombre occidental, particularmente marcado por una mentalidad filosófica, se sorprende de que el Nuevo Testamento no contraponga la chatis a la naturaleza o creación, como hará la teología escolástica con su distinción entre «natural» y «sobrenatural», sino al pecado y a la debilidad (cartas a los Romanos y a los Gálatas): lo permanente e imperecedero frente a lo no santo y caduco (el «primer eón», Heb 12,15.28; 13,8-9); la paz y la serenidad frente al temor, a la angustia por la vida y la muerte (Heb 2,14-15), al miedo a los demonios, a la servidumbre de la ley (Rom 6,14; 5,2; Gal 5,4.18), a cualquier forma de tabú («no toques», «no pruebes», «no hagas») (Col 2,20-23), a la autojustificación y autosuficiencia fundada en una moral autónoma del propio esfuerzo o el propio «mérito» en sentido paulino (Rom 1,5; 9,12; 9,16; 11,6; Gal 1,15; 2,21; 5,4; Ef 1,4; 2,8; 2 Tim 1,9; Tit 3,7); en una palabra: la sobreabundancia de la gracia de Cristo frente a la gracia ya generosa del Tenak (por ejemplo, Heb 13,9; Jn 1,17). Cuando la gracia se contrapone al «mundo» (sobre todo en el joanismo), se trata del mundo híbrido, ambiguo, privado de luz y, en definitiva, pecador (Jn 1,9; 3,19; 6,14; 9,39; 10,36; 11,27; 12,46; 16,28; 17,18; 18,37; 1 Jn 2,15-17; 4,9). 54 Por eso opino que A. Vogtle (Das Neue Testament und die Zukunft des Kosmos, Dusseldorf 1972) no tiene en cuenta una tendencia fundamental en ambos Testamentos y ve sin razón la salvación como un concepto puramente antropocéntrico, independiente del destino del mundo material; de todos modos, tiene razón al afirmar que la Biblia habla de ese cosmos futuro solamente con símbolos y metáforas (y no hay otra forma de hacerlo).
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LA GRACIA Y «EL BIEN COMÚN»
Por tanto, en el Nuevo Testamento, «gracia» es un concepto ético-religioso que tiene su origen en el lenguaje creyente o religioso acerca de la realidad. La gracia no es un concepto metafísico (de este aspecto se ocupará la teología medieval). Sin embargo, la gracia en el Nuevo Testamento no se reduce a una forma (religiosa) de hablar, que sólo tendría sentido dentro de un sistema lingüístico absolutamente cerrado. Mejor dicho: no se trata sólo de un hablar sobre la gracia, sino de la experiencia de una realidad que sólo es expresable mediante el lenguaje de la fe. La gracia, realidad viva perteneciente a Dios y procedente de él —que se nos ha manifestado en Jesús y viene hasta nosotros como don del Espíritu por medio de Jesús resucitado—, es en el Nuevo Testamento también una realidad que poseemos y que vive en nosotros (la Edad Media la llamará, en un contexto metafísico, «gracia creada» por ser consecuencia de la gracia increada o inhabitación trinitaria y, a la vez, disposición para la misma). En efecto, la gracia de Dios hace al hombre verdaderamente un «nuevo ser» (Jn 1,13; 3,3.6.7.8; 1 Jn 2,29; 3,9; 4,7; 5,1.4.18; 1 Pe 1,3.23) gracias a la fe y al «baño regenerador» (Tit 3,5; Jn 3,5; 1 Pe 1,3; 1,23; cf. 2,2; Jn 3,3-8; 1 Jn 3,9; 5,8; también Rom 6,4; 2 Cor 5,17). La gracia nos hace «nuevas criaturas», «creados mediante Cristo Jesús» (Ef 2,10; Col 3,10; 2 Cor 5,17; Gal 6,15; Rom 6,5-6; 7,6); cambia radicalmente nuestra vida (Rom 6,5-6; 7,6), toda nuestra «psique»: nuestra mentalidad (Ef 4,23), nuestro espíritu (Rom 7,6; 12,2), nuestros «criterios» (1 Cor 2,12-16), nos hace «hombres distintos con una mentalidad nueva» (Rom 2,12); en una palabra: hombres nuevos (Ef 4,24; tanto individual como colectivamente: Ef 2,14). Mediante la gracia adquirimos también «un nombre nuevo» (Ap 2,17; cf. 3,12), es decir, sólo escatológicamente se manifestará plenamente la identidad más profunda del ser renovado por la gracia; esta identidad se hará visible incluso en el cuerpo glorificado (por ejemplo, Rom 8,11.23-24; 1 Cor 15,12-57), pública expresión de la identidad cristiana perfecta. Quien, con libertad y obediencia de fe, presta oído a la chatis de Dios, vive en un estado de gracia (Rom 5,1-2; 6,1-23; Jn 8,44; 2 Cor 1,24; Flp 4,1; 1 Pe 5,12), en el cual debe perseverar (Hch 13,43; cf. Mt 10,22; Heb passim). De hecho, se puede también «quedar excluido de la gracia» o «perder la gracia» (Heb 12,15; Rom 11,22; 2 Cor 6,1; Gal 5,4; cf. 2, 21) y así «ultrajar al Espíritu de la gracia» (Heb 10,29), «apagar el Espíritu» (1 Tes 5,19) o «irritar al Espíritu» (Ef 4,30; lypein es más «ofender» que «afligir»; cf. Is 63,10: se trata, pues, de un tema corriente en la Biblia). Pero, cuando se persevera con la ayuda divina, la gracia de Dios en Cristo, aceptada y afirmada personalmente por el creyente, es motivo de esperanza en la resurrección (Rom 8,11.23-24) y en la plenitud escatológica (Rom 8,17; 8,29; Gal 4,5; Tit 3,6; 1 Pe 1,7-10; 3,7; 4,10-11; 5,10; Ap 21,23; Ef 4,30). A pesar de este realismo (o precisamente gracias a él), en la concepción neotestamentaria de la gracia —que no se reduce a una dimensión forense— aparece al mismo tiempo la trascendencia de la misma: «No por las obras, sino porque él llama» (Rom 9,12); «en consecuencia, la cosa no está
en que uno quiera o se afane, sino en que Dios tenga misericordia» (Rom 9,16; cf. Ef 3,20-21). La gracia debe ser fecunda en nosotros a través de una actividad religiosa y moral (Rom 6,1-23; 7,4; 1 Cor 15,10; 2 Cor 6,1; Ef; Col; Heb, etcétera). La vida teologal y ética que el hombre debe vivir es, al mismo tiempo, obra de la gracia de Dios, mediante la cual «el Espíritu acude en auxilio de nuestra debilidad» (Rom 8,26). Incluso la petición de gracia es ya obra del Espíritu en nosotros (Rom 8,6b): «al que puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos...» (Ef 3, 20); «es Dios quien activa en vosotros ese querer y ese actuar que sobrepasan la buena voluntad» (Flp 2,13). Tener el modo de pensar y «sentir» de Jesús significa, por consiguiente, actuar y pensar como Jesús (1 Cor 2,16b), el cual se hizo pobre (cf. 2 Cor 8,9 en relación con la colecta destinada a los pobres de Jerusalén; también Flp 2,6-11) para enriquecer a los demás. La donación de la gracia implica siempre renuncia total a sí mismo, apertura al prójimo, disponibilidad y docilidad, con la alegría de quien halla un tesoro precioso, una perla (símbolo oriental de una realidad maravillosa por cuya posesión el hombre vende todo lo que tiene: Mt 13, 44). El cristiano actúa entonces con el espíritu de Jesús, «el cual, por la dicha que le esperaba, sobrellevó la cruz» (Heb 12,2). Gracia, reino de Dios, reinado de Dios, fuente y fundamento de la paz entre los hombres y en el mundo exigen, por tanto, básicamente una metanoia: un cambio de nuestra existencia vulgar, demasiado humana (cf. Me 1,14-15; 2 Cor 7,10, etc.). La nueva vida con Dios en Cristo exige vivir con y para Dios en actitud de servicio al prójimo: participar de la plenitud del hesed y la } emet de Dios, que se han hecho presentes en la persona de Jesús (cf. Jn 1,17). III MODALIDADES DE LA GRACIA «PARA EL BIEN COMÚN»
Dentro de una misma «gracia común a todos» (koine chatis, Jds 3) y de «un mismo Espíritu» recibido por todos (1 Cor 12,4), cada uno recibe —sean personas individuales o comunidades locales (por ejemplo, 2 Cor 8,1)— diferentes dones especiales de gracia o charismata con vistas al ejercicio de un servicio específico en favor de la comunidad: «para el bien común» (1 Cor 12,4-31; Rom 12,6; cf. 1 Cor 12,14; 2 Tim 1,6; Ef 4,7. 11), cada cual según su propia vocación y aptitud (1 Cor 7,7; 1 Pe 4,10). La escolástica medieval y la teología posterior dieron a estos dones el nombre de gtatiae gratis datae, a diferencia de la gtatia gratum faciens o gracia justificante (la gracia «santificante» del Concilio de Trento). Esto querría decir que la única gracia tiene diversas y amplias ramificaciones en la compleja y «ramificada» estructura del ser y la psique humana. Es de notar, no obstante, que la palabra charisma aparece solamente (si exceptuamos 1 Pe 4,10, texto de clara orientación paulina) en las car-
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«HACER LA UNIDAD DEL UNIVERSO»
tas paulinas, y siempre en relación con la obra de la redención. Charisma está relacionado, por un lado, con charis y, por otro, con pneuma, dado que el paulinismo llama charismata también a ciertos fenómenos pneumáticos presentes en la Iglesia. Sin embargo, charisma sin más suele designar el don fundamental de la charis (2 Cor 1,11; Rom 5,15-16; el charisma se relaciona con la charis), mientras que el segundo sentido (en relación con pneuma) se expresa sobre todo mediante la fórmula charisma pneumatikon (Rom 1,11; 6,23). El término tiene, pues, un sentido fluctuante, si bien todo lo que sirve para la edificación mutua y de la Iglesia puede llamarse charisma (1 Pe 4,10). En 1 Cor 12,4-6, Pablo divide estos dones especiales de la gracia en tres categorías: charismata, diakoniai, energemata, según se refieran al Espíritu (charisma), al Kyrios o Señor (diakonia) y a Dios (energema), aunque estas referencias no son muy claras desde el punto de vista exegético. Lo único importante es la pluralidad y diversidad de dones, todos los cuales son obra del «mismo y único Espíritu» (1 Cor 12,11). Es también de notar que estos carismas pueden ser, en cierto modo, «cultivados» (zeloun), es decir, tienen que ver con la psicología de la persona (1 Cor 12,31 con 14,1). Las cartas pastorales reflejan un desarrollo ulterior. En ellas se habla de un carisma ministerial concedido mediante la imposición de manos (consagración: 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6). Un dato interesante es que en estas cartas ya no se habla de los carismas de los fieles que no son ministros (de acuerdo con la tendencia general que se observa en estas cartas posteriores del Nuevo Testamento —consecuencia lógica de la separación entre la comunidad cristiana y la sinagoga—, la comunidad tiene que procurarse un ordenamiento eclesial interno, y así las comunidades judeocristianas adoptan la estructura presbiteral judía, mientras que las de origen pagano siguien la estructura «episcopal» de la sociedad helenista). Muy pronto se empezará a hablar —sin base bíblica— de Meros y laikos como conceptos distintos S5. Esto está relacionado quizá con la evolución (de que ya hemos hablado) que el término profano charis experimenta en la época imperial: poder, autoridad recibida de lo alto, donde lo importante no es el don recibido, sino el poder supraterrenal; esta evolución profana del término se manifiesta también en las obras neotestamentarias más tardías (las cuales ejercerán una gran influencia en la evolución de la teología posterior).
55 Clemente Romano, 40,4-5; cf. J. A. Fischer, Die Apostólischen Vater (Schriften des Urchristentums I; Darmstadt 1966) 77. En este primer empleo cristiano del término laikos, «laico» no significa formalmente, como se suele afirmar, «perteneciente al pueblo de Dios» en contraposición con los paganos, sino «miembro del pueblo de Dios» en contraposición con los dirigentes sacerdotales (diáconos y presbíteros). Encontramos esta distinción en el griego judío (aunque no en los LXX) ya en dos pasajes de la Biblia griega: Is 24,2 y Os 4,9: «Sacerdotes y pueblo» (laikoi). En lo que respecta a la utilización del término, Clemente sigue una costumbre judía ya existente.
CAPITULO III
EL DIOS DE LA GRACIA, JESUCRISTO, EL PNEUMA
Lo que el Nuevo Testamento llama «don del Espíritu Santo» (por ejemplo, Hch 2,38; 10,38) plantea diversos problemas. Todos los dones salvíficos atribuidos a Cristo (salvación, redención, liberación, justificación, santificación, acceso al Padre, etc.) se atribuyen igualmente al Espíritu Santo. Este es pneuma hagiasmou, Espíritu de santificación (Rom 15,13.16; 1,4; 2 Tes 2,13; Gal 5,6; Hch 11,24; 26,10; 1 Pe 1,2), pneuma dikaiosynes o Espíritu de justificación (1 Cor 6,11; 1 Tim 3,16; 1 Pe 1,2), pneuma apolytroseos o Espíritu de liberación (Ef 4,30), pneuma zoes o Espíritu de vida (Rom 8,2.6.10-11; 2 Cor 3,6; Jn 6,63; 1 Pe 3,18; Gal 5,25), un pneuma tes písteos o Espíritu de fe (2 Cor 4,13; Hch 11,24). La gracia es también una koinonia pneumatos o comunión del Espíritu (Flp 2,1; 2 Cor 13,13), por la que (al igual que Cristo) «tenemos acceso al Padre» (Ef 2,18) en «el Espíritu renovador» (Tit 3,5; Ef 4,23). Es «el Espíritu de alegría» (Rom 14,17; Gal 5,22; 1 Tes 1,6), «el Espíritu de paz» (Gal 5,22; Rom 14,17; 8,6) y «el Espíritu de amor» (Rom 15,3; 1 Cor 4,21; Col 1,8; cf. Rom 5,5; 2 Tim 1,7, etc.). Además, en el Nuevo Testamento, el Espíritu es entendido a partir de Cristo (Rom 8,9; 1 Cor 15,45; Gal 4,6), mientras que también Cristo lo es a partir del Espíritu: Jesús es concebido por obra del Espíritu (Mt 1,18; Le 1,35), «ha nacido del Espíritu» (Le 4,18), que desciende hasta él en su bautismo (Me 1,10 parr.). Jesús resucitó en virtud del Espíritu (Rom 1,4; 1 Tim 3,16). Finalmente, Jesús fue «ungido con la fuerza del Espíritu Santo» (Hch 10,38) 56 . De ahí la presencia de fórmulas alternativas con un contenido idéntico, como «en Cristo» y «en el Espíritu», al menos en Pablo y en los textos de inspiración paulina (en el joanismo no es posible esta equiparación, dado que el Pneuma-Paráclito tiene una función diferente). Por último, la huiothesia o adopción (Gal 4,5; Rom 8,15.23; Ef 1,5; cf. Rom 9,4: la huiothesia como prerrogativa de Israel), especialmente si comparamos Gal 5,5-6 con Rom 8,15-16, es un don del Espíritu: los cristianos reciben la huiothesia (Rom 8,15) al igual que reciben el Pneuma (cf. Gal 3,2.14; Rom 8,15; 1 Cor 2,12). El Pneuma que recibimos es «el Espíritu del Hijo de Dios» (Gal 4,6). ¿Se nos infunde el Espíritu porque somos hijos adoptivos o lo infunde Dios para que seamos hijos? Yo creo que no debemos teologizar esta cuestión: la recepción de la adopción es la recepción del don del Espíritu. Esto aparece aún más claramente en el joanismo, que habla de un nacimiento «pneumático» de Dios. La filiación * Cf. ]esús, la historia de un viviente, 409ss.
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EL DIOS DE LA GRACIA
JESUCRISTO Y EL ESPÍRITU
o adopción se realiza concretamente por la fe, el bautismo y el don del Espíritu, que constituyen un único acontecimiento (litúrgico) cuyos elementos apenas es posible separar analíticamente (de ahí el aoristo: el Espíritu es otorgado en el bautismo). El «Espíritu del Hijo» es el Hijo mismo en su presencia pneumática (cf. Rom 5,5). El Espíritu da al cristiano la experiencia del Padre (Rom 8,14; Gal 4,6; cf. 1 Jn 3,24). La gracia del Padre en Cristo es Pneuma de gracia: pneuma tes chantos (Heb 10,29; cf. Zac 12,10). En virtud de la gracia de Jesucristo, el Pneuma es «el Espíritu que habita en nosotros» (2 Tim 1,14; Rom 8,9.11; 1 Cor 3,16; Sant 4,5), por lo cual el hombre que posee la gracia es «una morada para Dios» (Ef 2,22; cf. 1 Cor 3,16 y 6,19). El Nuevo Testamento no determina con precisión —ni quizá sea necesario— la relación de la obra salvífica de Jesucristo con la obra del Espíritu Santo. De ahí que no esté claro (salvo en algunos textos del Evangelio de Juan) si el Pneuma es una entidad personal o no. Por su parte, el Jesús joánico llama al Espíritu «otro Paráclito» (Jn 14,16), mientras que 1 Jn 2,1 llama a Cristo «nuestro Paráclito ante Dios», o sea, nuestro «intercesor» S7. La identificación del Pneuma (Espíritu de la verdad) con el Paráclito es típica del joanismo. La intención de Juan es quizá presentar al Paráclito intertestamentario como totalmente dependiente de Cristo (cf. supra). Juan cristianiza la idea de pneuma mediante el concepto de Paráclito; gracias a él, el Pneuma es una realidad cristocéntrica. Así, el Espíritu es quien garantiza la unión entre el Jesús histórico de Nazaret y la vida de fe de la comunidad joánica: el Paráclito une el pasado con el presente; actualiza la revelación que se llevó a cabo en Jesús. La Iglesia actual es el lugar donde, por medio del Espíritu, se continúa la obra de salvación iniciada por Dios en Cristo. El Padre nos da al Hijo (Jn 3,16) y nos da al Espíritu (Jn 14,16). El Espíritu es «Pneuma de Dios», del Padre (Mt 10,20; 12,28; Le 11,13;
Hch 5,32; Rom 8,9.13; 1 Cor 12,11-14; 3,16; 6,11; 7,40; 12,3; 2 Cor 3,3; Ef 4,30; 1 Pe 4,14; 1 Jn 4,30) y también «Pneuma de Cristo», de Jesús, el Hijo, Jesucristo (Gal 4,6; Rom 8,9; 2 Cor 3,17-18; Jn 14,16-17; 1 Pe 1,11; Flp 1,19). Según el Nuevo Testamento, Cristo y el Espíritu hacen evidentemente lo mismo. Esto planta el problema de la relación entre cristología y pneumatología. Además, Dios es llamado también «Pneuma» (Jn 4,24). Pero no se trata de una definición ontológica, sino de una referencia a su ámbito celeste y una denominación de Dios en su relación con el hombre, en cuanto dador del Espíritu (Jn 14,16; de igual modo que «Dios es luz», 1 Jn 1,5, y «Dios es amor», 1 Jn 4,8: en cuanto que Dios ilumina y ama al hombre). Como Cristo, también el «Espíritu Santo lo activa todo» (1 Cor 12,11). El propio Cristo es llamado «Pneuma» en 2 Cor 3,17. De todo esto podemos concluir que, prescindiendo de algunos textos joánicos, «Pneuma» tiene en el Nuevo Testamento un significado fluctuante, hasta cierto punto todavía judío, veterotestamentario y extrabíblicoS8. Ruah —viento y hálito vital— es un término que, debido a la naturaleza móvil e imprevisible del viento y de la tormenta, se presta a asumir un significado figurado o simbólico (cf. los sentidos preteológicos en la nota) 59 .
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Bibliografía sobre el Paráclito-Espíritu en relación con el joanismo: H. Schlier, Der Heilige Geist ais Interpret nach dem ]ohannesevangelium: IKZ 2 (1973) 97-103; R. Brown, El Evangelio según Juan II (Madrid, Ed. Cristiandad, 1979) 1520-1530; (cf. también NTS 13 [1966-1967] 113-114); J. Schreiner, Geistbegabung m der Gemeinde von Qumran: BZ 9 (1965) 161-180; G. Johnston, The Spirit-Paraclete in the Gospel of John (Cambridge 1970); F. Porsch, Pneuma und Wort (Francfort 1974); Fr. Mussner, Die johanneischen Parakletsprüche und die apostoUsche Tradition: BZ 5 (1961) 56-70; A. R. C. Leaney, The Johannine Paraclete and the Qumran Scrolls, en J. Charlesworth (ed.), John and Qumran (Londres 1972) 38-61; O. Betz, Der Paraklet: Fürsprecher im haretischen Spatjudentum, im Johannesevangelium und in neu gefundenen gnostischen Schriften (Leiden 1963); P. Schafer, Die Vorstellung vom Heiligen Geist in der Rabbinischen Literatur (STANT 28; Munich 1972); N. Johansson, Paraklétoi. Vorstellungen von Fürsprechern für die Menschen vor Gott in der alttestamentlichen Religión, im Spatjudentum und Urchristentum (Lund 1940); G. Bornkamm, Der Paraklet im Johannesevangelium (Hom. R. Bultmann; Stuttgart 1949) 12-35; G. Locher, Der Geist ais Paraklet: EvTh 66 (1966) 578ss; J. Blank, Krisis. Untersuchungen zur johanneischen Christologie und Eschatologie (Friburgo 1964) capítulo 9: «Die Vergegenwartigung des Gerichts durch den Geist-Parakleten», 316-340; J. Veenhof, De Parakleet (Kampen 1975).
58 R. Albertz y C. Westermann, ruah, en ThHandWAT II, 726-753; F. Notscher, Geist und Geister in den Texten von Qumran (Hom. A. Robert; París 1957) 305-315; P. Schafer, Die Vorstellung vom heiligen Geist in der rabbinischen Literatur (Munich 1972); E. Sjoberg y A. Schweizer, pneuma, en ThWNT VI, 373-449. 59 Ruah, viento y hálito de vida, en el Tenak significaba para la fe de Israel en Dios Creador un «viento de Dios» (ruah de Elohim, Gn 1,2; ruah de Yahvé, Gn 59,19), en el sentido de una «tormenta de Dios» (los romanos decían también «Júpiter tonat»; la tormenta y el viento vienen de Dios: Is 40,7; Os 13,15). En sentido figurado, ruah puede aplicarse a distintas formas de algo que se mueve o pone en movimiento. Así, el viento arrebata la paja (Sal 1,4), puede traer o quitar una cosa (Ex 10,13.19; Is 57,13), arranca los árboles (Is 7,2), mueve las olas del mar (Sal 107, 25), hunde los barcos (Ez 27,26), descuaja rocas y montañas (1 Re 19,11). En particular, la ruah qadim (Ex 10,13; 14,21; Jr 18,17) o viento del este, del desierto (el siroco que sopla en Palestina en la primavera) puede marchitar de golpe la vida nacida en primavera y producir grandes estragos (Sal 48,8; Job 1,19). La ruah de Yahvé puede ser imagen del juicio de Dios (Is 57,13; Jr 4,11.12; 49,36; Ez 13,11.13; 17,10; Os 4, 19; 13,15; Sal 35,5; 48,8). Con frecuencia, las acciones de Yahvé van acompañadas de viento (Ez 1,4; Dn 7,2). Pero otro significado de ruah es «hálito vital», en el sentido de fuerza que se exterioriza en un movimiento respiratorio intenso (no la respiración normal del hombre o del animal): respiración como expresión de vitalidad (se habla de ruah en caso de respiración jadeante, fatigosa) (1 Re 10,5; 2 Cr 9,4; Jr 2,24; 14,6). En esta línea, ruah tiene también el significado de energía vital (Gn 45,27; Jue 15,19; 1 Sm 30,12) y, secundariamente, el de energía psíquica que tiende hacia un objetivo. Por tanto, ruah es aplicable en situaciones en que se renueva la vida marchita y retorna la energía vital. En la tradición sacerdotal desaparece la distinción primigenia entre nejes (Gn 2,7.19) y ruah: nejes hayyah (un ser vivo) se convierte en sinónimo de ruah hayyim (cuerpo en el que hay un hálito de vida, Gn 6,17; 7,15). Dios da ruah a todos los vivientes (Nm 16,22; 27,16). El hecho de que la ruah del hombre venga de Dios significa su plena dependencia de Dios (Job 10,12). Prescindiendo de diversas situaciones psicológicas del hombre expresadas me-
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JESUCRISTO Y EL ESPÍRITU
No es en el Tenak tan corriente como suele creerse el uso específicamente teológico de ruah o espíritu en relación con Dios. R. Albertz y Cl. Westermann han encontrado este sentido solamente en veinte pasajes (Jue 3,10; 6,34; 11,29; 13,25; 14,6.19; 15,14; 1 Sm 10,6; 16,13.14; 2 Sm 23,2; 1 Re 22,24 = 2 Cr 18,23; Is 11,2; 63,14; Ex 11,5; Miq 3,8; 2 Cr 20,14; Is 61,1). En los textos más antiguos se habla del espíritu de Dios a) en relación con la guía carismática del pueblo y b) en casos de profecía extática. En ambos casos se trata de una fuerza dinámica imprevisible que «invade» al hombre y lo capacita durante un (breve) tiempo para que realice una determinada actividad. En el primer caso (guía carismática) se habla de ruah YHWH. El «espíritu de Dios» significa entonces la forma en que Yahvé realizó en la época de los jueces la salvación de su pueblo: por medio de jefes carismáticos, impulsados por el Espíritu. En sus acciones militares era el propio Yahvé quien dirigía la guerra. La tradición deuteronomista vio perfectamente la peculiaridad de esta época carismática de Israel; antes de relatar las historias de los jueces, presenta una introducción que viene a ser el programa de estos dirigentes del pueblo (Jue 3,7-11). Así queda modificado el esquema anterior: infidelidad, juicio, lamento, salvación (2,11-16); la ruah de Dios viene sobre Otoniel (Jue 3,10). Originariamente, no se trataba de una realidad institucional, sino de un episodio pasajero. Con la aparición de una institución política permanente, la monarquía (fracasada con Gedeón, pero lograda con el intento de Saúl, Jue 8,22ss; 1 Sm 11,14), el concepto dinámico de ruah, al principio un tanto primitivo, sufrirá una profunda transformación. Sansón adquiere de repente una fuerza prodigiosa en virtud del espíritu de Dios. La ruah parece tener como consecuencia una pura demostración de fuerza (Jue 14,6; 15,14). En el segundo caso (profecía extática) se habla de ruah Elohim (lo cual indica un origen cananeo). El espíritu de Dios viene sobre el grupo de profetas (nabi) (su venida es provocada por medio de la música: Jue 10, 5-6). Con el tiempo, este fenómeno será valorado negativamente, a diferencia de la «ruah de Yahvé» (1 Sm 10,10.13a; 19,8-24) («espíritu de Dios» y «mano de Dios» son entonces sinónimos: 2 Re 3,15; 1 Re 18,46). Todo esto demuestra que originariamente no estaban relacionados el «espíritu de Dios» y la función mediadora de la «palabra de Dios» a través de él. Tal relación es prácticamente inexistente en toda la literatura profética desde Amos hasta Jeremías inclusive m . La única excepción es
Ezequiel. Tal omisión se explica por el hecho de que toda esta literatura profética es contraria a la profecía de salvación (cf. 1 Re 22; 2 Cr 18), Los profetas de salvación consideraban que sus palabras eran palabras de la ruah o espíritu de Dios, mientras que para los profetas escritores la única legitimación era la palabra de Dios sin mediación del espíritu. En cambio, después del exilio se «reinterpreta» la palabra profética y se la considera producto del espíritu de Dios. En este período, con una mirada retrospectiva, se considera también la palabra profética —sobre todo en la tradición deuteronomista 61 — como obra del espíritu de Dios (Neh 9,30; Zac 7,12; Miq 3,8; Ez 11,5 en una glosa). La obra del Cronista considera a todos los profetas como inspirados por el espíritu de Dios (2 Cr 15,120,14; 24,20).
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diante el término ruah —incluso fenómenos patológicos (alguien puede tener una «ruah maligna»)—, y prescindiendo también del uso de ruah en el sentido de espíritu humano, centro del hombre (corazón y ruah, Ez 11,5; 20,32) o su interioridad (Mal 2,15.16; Sal 32,2, etc.) (pero no como una parte del hombre —dualismo que no existe—, sino como su existencia global, Gn 41,8; Dn 2,1.3), ruah se refiere además específicamente a una serie de capacidades humanas extraordinarias producidas por la ruah divina, en especial el «espíritu profético» (Os 9,7; o el don de la interpretación de sueños, Gn 41,38; Dn 4,5.6.15). 60 Albertz-Westermann (cf. nota 58), II, 746. Los textos que normalmente aducen los teólogos sistemáticos para probar la revelación divina a través del Espíritu de Dios
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La aparición de la monarquía como institución constituyó una ruptura con la antigua idea dinámica del espíritu de Dios. El espíritu se convierte ahora en un don permanente conferido al ungido (o sea, el rey) de Yahvé, don que indica en particular la «relación con Dios» del rey o «cristo» y sus especiales dotes (sobre todo a propósito del rey mesiánico). Ha desaparecido ya el carácter imprevisible de la ruah: ahora se posa sobre alguien (Nm 11,25.26; 2 Re 2,15; Is 11,2); una persona está «llena» de espíritu (Ex 31,3; 35,31; Dt 34,9; Miq 3,8). El don del espíritu está ligado a una serie de ritos: unción (1 Sm 16,13; Is 61,1) o imposición de manos (Dt 34,9). Está ligado también a la sucesión institucional: cuando David es ungido, la ruah de Elohim se retira de Saúl (2 Cr 2,9.15; Nm 11,17), si bien esto responde a una interpretación posterior, inspirada sobre todo en la figura del rey mesiánico (Is 11,2; 42,1; 61,1). El mesías prometido es portador del espíritu de Dios (Is 11,2), lo cual afecta a todo su gobierno, desempeñado con sabiduría, inteligencia y fortaleza (Is 28,5). El Siervo de Yahvé posee el Espíritu (Is 42,1) y por su sufrimiento proclamará el derecho a todos los pueblos. En los cánticos del Siervo de Yahvé se produce una fusión de la guía carismática (la concepción antigua de la ruah), ministerio profético (interpretación posterior) y ministerio real. El Tritoisaías sitúa su mensaje de consolación expresamente en la tradición de esta promesa (Is 61,1). Por la misma época —después del exilio—, los caudillos del antiguo Israel, especialmente Moisés y Josué, fueron considerados como portadores del espíritu (Nm 11,17; 27,18; Dt 34,9). Al mismo tiempo se habla también del don del espíritu a todo el pueblo (además de a determinados individuos escogidos) (Ez 36,27; 37,14; 39,29; cf. 11,19; (Os 9,7; Miq 3,8; Is 30,1; 31,3) no pertenecen a la línea de la profecía y de la palabra de Dios, sino a la tradición de los hombres de Dios y las guerras de Yahvé. 61 En Nm ll,14-17.24b-30, el espíritu es ya estático. Algunos grupos posteriores de profetas pretenden derivar la ruah que ellos poseen del espíritu que poseía Moisés «debido a su ministerio». El espíritu «se posa» sobre el individuo (Nm 11,25.26), y el «éxtasis» es propio del hombre piadoso. Otros grupos, en cambio, siguen manteniendo el carácter dinámico e imprevisible de la ruah (Nm 11,26-28). Posteriormente, otro grupo profético tiende a afirmar que todo el pueblo de Dios posee la ruah (Nm 11,29).
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EL DIOS DE LA GRACIA
18,31; 36,26; Jl 3,1-4; Is 32,15; 44,3; 59,21; Ag 2,5); aquí confluyen ideas contradictorias, si bien en lo concerniente al don del espíritu otorgado a una persona se advierte una tradición bastante compacta). En ambos casos, a diferencia de la idea primigenia del espíritu de Dios, el don del espíritu es una realidad que se posee permanentemente. Ezequiel (36,27; cf. 11,19; 36,26) habla del don escatológico del espíritu a todo el pueblo en relación con un «corazón nuevo» en el hombre (11,19-20) y un (nuevo) «hálito vital» (37,14; 39,29). Lo mismo hace Joel (3,1-2), quien relaciona el don del Espíritu con el «profetizar». Pero ahora «ser profeta» es una situación permanente, en el sentido de una relación particularmente estrecha entre Dios y su pueblo (cf. Nm 11,29) por la que quedan borradas todas las diferencias sociales (Jl 3,1-2). Espíritu y bendición (beraka) son prácticamente sinónimos (Is 32,15-20; cf. 44,1-5). El espíritu aporta salom a la comunidad de Israel. En la época tardía del Tenak, ruah se convierte en un concepto teológico corriente; no indica ya una acción específica de Dios, sino la actuación divina en general. Ruah y Dios son términos intercambiables (Is 34,16; 63,10.11.14; Sal 51, 13; '139,7; 143,10; Neh 9,20; cf. Miq 3,8; Zac 7,12 y Neh 9,30). Surge así, finalmente, la expresión «Espíritu Santo» (Is 63,10.11; Sal 51,13). En el Nuevo Testamento encontramos las dos líneas concurrentes de la concepción veterotestamentaria tardía de la profecía de salvación: por una parte, la ruah del rey mesiánico (bautismo de Jesús, Me 1,10-11 parr.) y, por otra, la infusión del Espíritu sobre todo el pueblo de Dios (Hch 2). Sólo en el joanismo, donde Juan establece una estrecha relación entre el concepto personal de «Paráclito» y el «Pneuma» tradicional, observamos una clara personificación del Pneuma: «otro Paráclito», distinto de Dios y distinto también de Cristo. En los restantes textos del Nuevo Testamento, pneuma significa ante todo la acción salvífica de Dios en el hombre, el don o fruto de esta acción o simplemente Dios mismo como don otorgado al hombre en virtud de la muerte y resurrección de Jesús: el don de Dios que posee Jesús es participado por los cristianos. El Espíritu, continuando la línea veterotestamentaria tardía, indica la íntima unión de los hombres redimidos, congregados por medio de Cristo en la Iglesia, con el Dios vivo. Por eso es el Espíritu de Dios el que grita en el corazón del fiel bautizado: «¡Abba!» (Gal 4,6; Rom 8,15; cf. 1 Jn 3,24b).
SECCIÓN CUARTA
TEOLOGÍA NEOTESTAMENTARIA DE LA GRACIA Y VIDA DE LOS CRISTIANOS EN EL MUNDO
Introducción ¿Exégesis «materialista»? Decíamos ya en la Introducción (p. 15) que un análisis teológico de los textos neotestamentarios no es coherente si no va acompañado de un análisis de las mediaciones históricas y sociales. Según esto, no podemos por menos de decir unas palabras sobre la llamada «exégesis materialista de la Biblia», cuya aparición data de hace algunos años'. Se trata de una nueva aproximación a los textos bíblicos que se basa en el «materialismo histórico» de Karl Marx y utiliza, en gran parte, el análisis estructural de los textos. Los resultados reales de este método exegético son aún demasiado reducidos para emitir un juicio serio al respecto. No obstante, es posible y oportuno hacer algunas observaciones. Por una parte, podemos decir que un análisis estructural de los textos es necesario, como paso preliminar, para delimitar el elemento subjetivo inherente a cualquier análisis hermenéutico de un texto y determinar las tendencias que aparecen objetivamente en el mismo, evitando así al menos la arbitrariedad hermenéutica. Por otra parte, un análisis puramente estructural, especialmente si no se realiza al mismo tiempo un análisis hermenéutico del texto, parece trivial y fútil. En tal caso, se obtienen tipologías y códigos anónimos, pero no se llega a la verdadera naturaleza del texto. La exégesis «materialista» utiliza el análisis estructural, pero en un determinado aspecto. En mi opinión, el procedimiento es correcto, pero haciendo una salvedad fundamental. Analizar exclusivamente a la luz de la «historia de las ideas» unos textos enraizados en la vida corre el peligro de ser unilateral. Siempre es necesario un análisis de las mediaciones históricas, sociales e incluso económicas. Por otro lado, desde el punto de vista antropológico, creo que existe el mismo peligro de unilateralidad si se niega la existencia de una «historia de las ideas» inmanente a todo sistema, es decir, derivada de la estructura concreta de cada problemática. 1 Algunos ejemplos: F. Belo, Lectura materialista del Evangelio de Marcos (Estella 1975); M. Clévenot, Lectura materialista de la Biblia (Salamanca 1978); S. Rosagno, Essays on the New Testament. A «Materialistic» Approach (Ginebra s.a.); J. P. Miranda, Marx y la Biblia (Salamanca 1972); G. Givardet, L'Evangelo di Luca. Una lettura política (Turín 1976).
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BUSCAD PRIMERO EL REINO DE DIOS
EL ANUNCIO DEL REINO DE DIOS
Negarlo equivale últimamente a rechazar la peculiaridad de la persona humana (que tiene una dimensión social y está sujeta a unos condicionamientos culturales). El hombre es una persona inmersa en alienación, no un ángel. El análisis estructural y también el análisis materialista de los textos estudian en realidad -—e incluso por principio, dado el método utilizado— exclusivamente el aspecto (real) de la alienación y las relaciones de ésta con todo el conjunto social. Por su naturaleza, nada pueden decir sobre la peculiaridad e idiosincrasia de un texto particular; se limitan a elaborar tipologías genéricas y anónimas. A título de reducción científica, esto es legítimo (y constituye incluso el presupuesto de la peculiar fecundidad del método), pero siempre que se tenga conciencia de esta epoché o abstracción. Además, el peligro de extralimitarse es aún mayor (también en este método materialista) si se sigue el principio fundamentalista de que «la Biblia tiene razón» incluso, por ejemplo, en el terreno sociopolítico, con lo cual los céntimos de la viuda que aparece en el Nuevo Testamento vendrían a confirmar ciertos puntos de vista legítimos en la actualidad, pero ajenos a la Biblia. Desde el punto de vista antropológico, existe una relación dialéctica —y recíproca— entre los cambios sociales y la «historia de las ideas». Por eso, ni la exégesis estructural de la Biblia ni la materialista pueden sustituir o hacer superfluo el método hermenéutico histórico-crítico. No obstante, este último, si es fiel a sí mismo, deberá utilizar en su propio proyecto los métodos recientes, con lo cual ¡resultará menos subjetivista. Pero esperarlo todo de una explicación de los textos basada solamente en un análisis estructural o materialista sería ratificar la creciente merma de subjetividad que padece el hombre o celebrar —«tras la muerte de Dios»— las exequias por la muerte del hombre. En el siguiente análisis no he podido aún utilizar lo que hay de valioso en una exégesis materialista de la Biblia. No obstante, el análisis está presidido por la concepción antropológica de que la relación entre las «ideas» (en nuestro caso, las ideas neotestamentarias de gracia, salvación y redención) y el contexto sociopolítico no es de unilateralidad, sino dialéctico.
mente sapiencial2. Por ello, la interpretación cristiana del reino de Dios en el Nuevo Testamento no es primariamente apocalíptica, es decir, no sigue el esquema de los dos planos distintos, si bien es verdad que en la época romano-helenista la tradición sapiencial estaba mezclada con la apocalíptica. La exhortación a no preocuparse por la comida y el vestido responde al convencimiento de que el reino de Dios está al llegar. Es una invitación a tener fe en Dios, Creador del universo, el Dios vivo que gobierna todo «sin preocupaciones». ¡Mirad los lirios del campo, los pájaros del cielo! Esta recomendación es un teologúmeno del primer judaismo, expresión de esa experiencia cotidiana que es fuente del conocimiento de Dios (Job 12,7ss; Prov 6,6; cf. Dt 32,1-3). Es apocalíptica sapiencial, jasídica: «Observa cómo todas las obras del cielo siguen invariablemente su curso... Mira la tierra...; el verano y el invierno... mira... observa... Pero vosotros no habéis sido fieles ni habéis cumplido la ley de Dios, sino que habéis pecado» (1 Hen 2,1-5,4). Estas palabras quieren decir que Dios ha creado todas estas cosas para los justos, pero ellos no corresponden a ese amor. En cambio, el Nuevo Testamento concluye: Buscad, pues, el reino de Dios, ajustad a él vuestra conducta. Los pájaros y los lirios, que no trabajan, no son un ejemplo para cruzarse de brazos, sino un testimonio de la preocupación de Dios. Dios toma sobre sí nuestras preocupaciones cotidianas; nuestra tarea consiste en buscar su reino. ¿Qué significado tenían estas palabras para los cristianos del Nuevo Testamento? El anuncio del reino de Dios o de la justicia divina adquiere toda su intensidad en el horizonte del problema de la justicia: justicia de Dios, de los hombres, del mundo 3 . Las bienaventuranzas invierten la llamada justicia del mundo. También las antítesis que la comunidad forjó a partir de las bienaventuranzas se sitúan en esa misma perspectiva; me privan del derecho a reivindicar mis propios derechos y me invitan a tener en cuenta los derechos ajenos. No me permiten distanciarme del prójimo, encerrarme y defenderme al amparo de la ley. Al contrario, me dicen que la ley protege a los demás frente a mí (cf. el sermón de la montaña en Mt 5 y el sermón del llano en Le 6,17ss). Las parábolas hablan también, en definitiva, de esta justicia. Observadas desde un punto de vista humano, parece a menudo que en ellas se obra «injustamente»". Pero las parábolas toman como punto de partida concreto los hechos de la vida cotidiana: eso es lo que sucede en el mundo. Pero, al mismo tiempo, se nos dice con una intencionada paradoja: esto es lo que sucede con el reino de Dios. La experiencia de que Dios hace salir su sol sobre buenos y malos, de que manda la lluvia sobre justos y malvados, de que quien ha trabajado solamente dos horas recibe el mismo
CAPITULO PRIMERO
BUSCAD PRIMERO
EL REINO DE DIOS Y SU (Mt 6,33; Le 18,14)
JUSTICIA
«Todo lo demás se os dará por añadidura» (Le 12,31; Mt 6,33). Estos textos podrían ser el lema central del Nuevo Testamento. Proceden indudablemente del estrato más antiguo de la tradición Q y reproducen el espíritu de la predicación histórica de Jesús. El contexto de esta interpretación neotestamentaria aparece en Le 12,22-31 y Mt 6,25-33, un contexto clara-
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Cf. S. Schulz, Q. Die Spruchquelle der Evangelisten (Zurich 1972) 152-157. Cf. D. Lührmann, Der Verweis auf die Erfahrung und die Frage nach der Gerechtigkeit, en Jesús Christus in Historie und Tbeologie (Tubinga 1975) 185-196, espec. 193. ' Cf. Jesús, la historia de un viviente, 141-156. 3
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BUSCAD PRIMERO EL REINO DE DIOS
ACTITUD DE LOS CRISTIANOS ANTE LA REALIDAD TERRENA
salario que quien ha sudado siete, había sido recogida en la tradición judía con cierto tono de reproche contra Dios, que evidentemente no se preocupa de imponer su propia justicia 5 . A Jesús, en cambio, esta experiencia cotidiana le da pie para una enseñanza positiva: el precepto del amor de los enemigos. Jesús no disipa las dudas sobre el gobierno de Dios en el mundo, sino que las aprovecha para anunciar: así es Dios efectivamente. Como veis, hace brillar el sol sobre buenos y malos sin más preocupaciones. El hecho de que Dios vista a los lirios del campo y alimente a los pájaros del cielo, como vistió al rey Salomón y a la reina de Sabá, a tiranos y paganos, es una experiencia que a menudo los judíos interpretaban como un comportamiento incomprensible (SalSl 5) y, por tanto, como una profunda pedagogía divina. Eso explicaría por qué en este mundo los impíos suelen prosperar más que los justos. Pero Jesús, partiendo de las mismas experiencias, saca unas conclusiones distintas. Los evangelios, con el estilo de la vieja sabiduría, colocan a sus oyentes ante una serie de experiencias cotidianas y ante una sabiduría práctica que había sido formulada a lo largo de varios siglos. El primer judaismo había olvidado hablar de Dios «en el horizonte de las experiencias de este mundo» 6. El Jesús neotestamentario vuelve a colocar a Dios en la experiencia del hombre. Precisamente por culpa de ese olvido se había producido una pérdida de realidad que en la apocalíptica había llevado a un mundo en dos planos. Jesús aduce precisamente las experiencias que parecen estar en contradicción con la justicia divina. Recoge la queja humana de que Dios obra injustamente a fin de articular correctamente la justicia de Dios. Esto implica, sin embargo, que los criterios de la justicia divina no tienen nada que ver con las normas del mundo. En las obras y las palabras de Jesús se puede experimentar, también en este mundo, el reino de Dios. A ello responde en Pablo la conjunción de cristología y escatología. La cristología es la presencia de Dios en este mundo, pero bajo el signo de la debilidad y la cruz, de la maldición y la muerte. Este mundo es y seguirá siendo creación de Dios; Dios no lo ha abandonado. La justicia de Dios está en este mundo y a la vez lo pone en tela de juicio, pues Dios se manifiesta a menudo bajo el signo de la impotencia y del fracaso. El conflicto entre la fe en la creación y la contradicción empírica de lav experiencia cotidiana es el tema fundamental de la fe en Dios tal como aparece en el Tenak, en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva, en unos tiempos en que la fe no se reducía aún a una relación íntima entre Dios y el hombre, al margen de la naturaleza, el mundo y la sociedad. Un punto central de la predicación de Jesús era: «El kairos se ha cumplido, ya llega el reino de Dios» (Mt 1,15). Esta inmediata yuxtaposición y compenetración de presente y futuro es un rasgo característico de la imagen neotestamentaria de Jesús. Si entendemos por presente lo que su-
cede en la actualidad y por futuro lo que aún no ha sucedido, la «simultaneidad» de presente y futuro es realmente absurda. Pero en ese caso nos expresamos en términos simplemente temporales. Lo cierto es que no podemos olvidar esta dimensión temporal inherente a la concepción de Jesús sobre el inminente reino de Dios. Para Jesús, el ésjaton es también una realidad cronológica7. En su sentido originario, la expresión «ha llegado la hora» significa siempre que «ha llegado la hora de algo» (comer, dormir, trabajar...). Es posible, por tanto, una «simultaneidad» entre varios tiempos: para un niño, es tiempo de ir a la cama; para otro, de hacer los deberes del colegio. El tiempo tiene un contenido, no es una simple medida externa. Debido a esta experiencia del tiempo, es posible que el presente y el futuro sean realidades simultáneas. Ahora bien, Jesús anuncia el tiempo de la manifestación del reino de Dios. Esto significa que debemos adoptar una actitud, como si se nos dijera: «Es hora de comer». El tiempo es kairos, tiempo de hacer algo. El tiempo nos sustrae a una cosa y nos entrega a otra; la «sustracción» es la condición previa para «dedicarse» a algo. Esta idea heideggeriana de tiempo —no como medida abstracta, sino como tiempo vivido— nos permite entender mejor la «simultaneidad» de presente y futuro en relación con el reino de Dios. «Se ha cumplido el plazo, ya llega el reino de Dios» significa, según esto, que ha llegado la hora de abrirse a la salvación de Dios, de aceptarla. La venida del reino de Dios —la soberanía de un Dios volcado hacia la humanidad— es el tiempo en que se realiza la salvación: el tiempo salvífico. Es también el cumplimiento de las expectativas de antaño («se ha cumplido el tiempo»). La primera tarea, por tanto, es la metanoia, convertirse: «sustraerse» para «disponerse a». Esta exigencia de conversión se hace evidente en el encuentro con Jesús. Quien se encuentra con él se enfrenta al anuncio: «Es hora de...», ya que quien toma postura a favor o en contra de Jesús opta a favor o en contra del reino de Dios (Le 12,8-9 par.; cf. Mt 10,32-33). La postura que se tome en el presente frente a Jesús será el criterio que se seguirá en el futuro juicio escatológico (Mt 25,31-46). ¿Qué contenido dieron los cristianos neotestamentarios al tiempo de la experiencia de salvación? ¿De qué se sustrajeron para entregarse a la salvación? ¿Cuál fue su actitud ante la realidad terrena: ante la sociedad y sus estructuras, ante el poder político, ante la conducta moral de su entorno judío y pagano y, en fin, ante Israel, el tronco del que eran un brote tardío?
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Strack-Billerbeck, I, 374-377. D. Lührmann, Der Verweis auf die Erfahrung, op. cit., 195-196. Cf. también W. Harnisch, Die Sprachkraft der Analogie. Zur These vom «argumentativen Charakter» der Gleichnisse Jesu: StTh 28 (1974) 1-20. 6
' E. Linnemann, Zeitansage und Zeitvorstellung in der Verkundigung Jesu, en Jesús Christus in Historie und Theologie (Tubinga 1975) 223-236.
TALANTE DE LA ANTIGÜEDAD TARDÍA CAPITULO II
LAS IGLESIAS EN LAS CIRCUNSTANCIAS
NEOTESTAMENTARIAS CONCRETAS DE SU HISTORIA
Dado que en la experiencia neotestamentaria de la gracia y en su articulación intervienen presupuestos filosóficos y antropológicos derivados de la cultura del siglo i, conviene comenzar con un análisis de los mismos. Ello nos permitirá ver en qué consistió la reacción específicamente cristiana y hasta qué punto aquellos cristianos, hijos de su tiempo, la formularon de un modo crítico o acrítico. I TALANTE Y MENTALIDAD DE LA ANTIGÜEDAD TARDÍA
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La invitación de Jesús a buscar «primero el reino de Dios», pues todo lo demás se nos dará por añadidura (Mt 6,33), que, en labios de Jesús, es un llamamiento a ajustar nuestra praxis a las exigencias de la soberanía de Dios en favor de la humanidad, recibió una configuración concreta en las Iglesias neotestamentarias, si bien no en las condiciones históricas que los cristianos —dado además su carácter minoritario— hubieran deseado. Casi todas las partes del Nuevo Testamento indican claramente que en una sociedad no cristiana, pagana, los cristianos se sentían, debido a la experiencia de la gracia de Jesucristo, «forasteros y emigrantes» en este mundo temporal, caduco y pecaminoso (Heb 13,13-14 y passim; 1 Pe 2, 11-12.13-17; 3,9.15-16; 4,3-4; 4,14; 2 Pe 1,11; Flp 3,20; Col 1,13; 3,1-2; Ef 2,19; Jn 3,12.13.31; 8,21; 1 Jn 2,5c.l0; 5,20c; etc.). Hallamos, por un lado, la dialéctica de la fe veterotestamentaria y neotestamentaria, así como la invitación de Jesús a «buscar primero el reino de Dios»; por otro, el ambiente histórico-cultural, el talante de la Antigüedad tardía, con sus intentos sincretistas de encontrar un camino de salvación y de vida en un mundo que no podía por menos de inclinar a un negro pesimismo. Desde el nacimiento del imperio helenista, el espíritu griego se había consolidado en todos sus territorios gracias al uso general del idioma griego. Pero este espíritu no es tan uniforme como muchas veces se supone. El pensamiento griego tenía unas raíces hondamente religiosas. Su espíritu se caracterizaba por una tensión fundamental: por un lado, «el hombre es la medida de todas las cosas» (Protágoras); por otro, «Dios es la medida de todo, también del hombre» (Platón), más en el sentido de fin de toda la humanidad que en el de norma restrictiva. Por un lado, «el hombre es de naturaleza divina», hijo de Dios (Platón; estoicismo; Epicteto; Arato); por otro, la religiosidad y la poesía griegas recomendaban: «No trates de ser como Zeus» (Píndaro), y la auténtica y primigenia actitud existencial griega, desde los poemas homéricos, decía que Dios y el hombre son dos razas completamente distintas. Esto explica la permanente oscilación del espíritu griego entre la condición humana y la asimilación a Dios, que era el objetivo tanto de la filosofía griega como de las religiones mistéricas
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LAS IGLESIAS NEOTESTAMENTARIAS Y SU TIEMPO
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del helenismo: el elemento dionisíaco o místico del alma griega y el elemento apolíneo con su necesidad de fórmulas rituales (lo cual motivó que la circuncisión judía a los paganos se pusiera de moda en esta cultura sincretista). Sin embargo, ambos elementos no estaban divorciados. En particular, Platón, profundamente respetuoso de los dioses deíficos (logos o ratio), concede en el Fedón una gran importancia al elemento extático. La medida de todas las cosas no es el hombre, sino la divinidad, dice Platón (Leyes IV, 716bc). El orfismo antiguo quería liberar, por medio de la ascesis, el elemento «titánico» o terreno presente en el hombre con la intención de llegar a ese núcleo divino. También Platón habla de una semejanza con Dios, pero no de una divinización. En el hombre hay un eikon o imagen de Dios en busca de esa comunión divina. Existe solamente lo fascinosum de lo divino. Dios no tiene envidia del hombre, y éste puede trascenderse. Aristóteles rechaza las concepciones antiguas, ya que al hombre le corresponden sólo cosas humanas; pero admite en el hombre la aspiración a una inmortalidad divina. Este orgullo de ser hombre (típicamente griego) tiene raíces religiosas: hemos nacido de Dios. El estoicismo celebrará especialmente ese tema. En él coinciden humanismo y religión, si bien «la voluntad de Dios» domina todo. El estoicismo medio y último desarrolló el testamento de Platón, que se popularizó en todo el mundo helenista en la versión del platonismo medio: una peculiar síntesis de platonismo y estoicismo. Séneca (nacido poco antes de Cristo) levantó acta de la aparición universal de una nueva actitud de pesimismo ante la vida. Tras el ocaso de las instituciones democráticas de la polis griega y el nacimiento de la autocracia imperial, la filosofía pierde su función política crítica ante la sociedad. La filosofía estoica (que por entonces dominaba en los ambientes intelectuales y se había extendido entre el pueblo) se despolitiza; se refugia en el interior del hombre y asume un carácter religioso más hondo que permite al hombre, en medio del creciente pesimismo cultural y existencial, entrever una vida con mayor sentido. Se había creado lo que Séneca llama un vacío general de la existencia (a su juicio, un rasgo característico del hombre del siglo i era el sibi displicere), consecuencia de la pérdida de libertad política^ En esta época, el estoicismo elaboró un concepto completamente nuevo de libertad. Libertad no es ya la libertad política y ciudadana (de que habían gozado los ciudadanos por lo menos en la polis y la respublica), sino una realidad interior. Libertad es ahora la independencia interior que nada ni nadie puede quitar; Séneca se adelanta a Pablo cuando escribe: Nadie puede quitarnos esta libertad, «ni la muerte ni la pobreza, ni los hombres ni la ira de los dioses» (Pablo se limitará a cristianizar esta concepción estoica). Por eso, el estoicismo (al menos en esta fase de desarrollo), aunque sostenía que el esclavo era un auténtico ser humano al que había que tratar de una forma humana, concluyó que la esclavitud no debía ser abolida. ¿Para qué aboliría si la virtud y la auténtica humanidad, la libertad interior, son absolutamente independientes de las circunstancias externas? Se puede tener una libertad social externa y seguir siendo esclavo en el interior (éste es también el juicio de Pablo). Pero algo más tarde, en tiem-
po de Nerón (emperador en el 54), los estoicos son los únicos que resisten y luchan por la libertad, oponiéndose públicamente a los métodos inhumanos empleados por el emperador. En los años 70-72 (cuando fueron derrotados en Palestina los zelotas judíos), también los filósofos estoicos fueron expulsados de Italia y muchos de ellos pagaron su resistencia con la vida. El principio formulado anteriormente por Séneca adquirió una importancia histórica. El había dicho: La auténtica filosofía de la vida tiene también una función política y debe llevar a la praxis política, a no ser que algo se lo impida al filósofo exterior o interiormente: exteriormente, cuando la prepotencia política hace inútil su trabajo; interiormente, cuando el deber exige al filósofo competente quedarse en su casa dedicado a su estudio. Se ha dicho repetidas veces que el creciente «irracionalismo» fue una reacción antigriega del «sentimiento» frente a la razón griega, representada por el poder ocupante. Esta afirmación peca de simplista, pues aquel pesimismo ante la vida procedía también de Grecia. El influjo griego se advierte ya en el escepticismo del Eclesiastés frente a la concepción judía tradicional de que la promesa de vida estaba ligada a la ley. El pecador es dichoso, y quien busca la justicia es denigrado. El Eclesiastés propugna una alegría moderada, «pequeño-burguesa». La apocalíptica judía nació precisamente de esa experiencia de contrastes y de ese pesimismo. A diferencia de la solución sapiencial, según la cual la sabiduría se ha encarnado en la ley, la apocalíptica separa sabiduría y ley. La sabiduría vino a Israel, pero allí no había lugar para ella: se marchó sin lograr su propósito y estableció su morada entre los seres celestes (Hen[et] 42,1-2). La experiencia cotidiana contradecía radicalmente cualquier conexión entre «justicia», «vida» y «cumplimiento de la ley». La confianza en el orden divino del mundo estaba debilitada. Y los apocalípticos quieren precisamente restablecer esa confianza (HenEet] 37,1-5). Para ello separan la ley de la sabiduría, lo cual es una novedad frente a la literatura sapiencial. Quieren dar una respuesta al imperioso deseo de justicia, que la ley no es capaz de ofrecer. La sabiduría es una visión «esotérica» de la estructura del mundo querida por Dios. Desde el punto de vista humano, sin embargo, es posible dar una respuesta al problema del sentido y de la justicia. Para ello hay que tener una visión de la totalidad, lo cual requiere una revelación especial a través de un mediador, instituido por Dios a tal efecto, que tenga una visión global del tiempo y del espacio. Si «todo tiene su tiempo y sazón» (Ecl 3,1-8), también la justicia tiene su tiempo. En los planes de Dios coinciden el orden del mundo y la justicia ética. Y esto lo ve únicamente el apocalíptico, quien, en estado de éxtasis, realiza un viaje por el universo y puede contemplar con sus propios ojos la armonía astronómica (Hen[et] 17-18; 41,3-9) y también los lugares de tortura reservados a los ángeles caídos, las moradas de los muertos y el paraíso de los justos (18,11-19,3; 22; 27; 32); contempla el curso de la historia desde el diluvio hasta el juicio final (83-90). En realidad triunfa la justicia (93; 91, 12-17). Todo esto escapa a la experiencia normal e incluso la contradice. Pero este mundo, tal como es, es bueno, aunque ello no se manifieste
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hasta los últimos tiempos. El estoicismo y la Ilustración del siglo XVIII afirman prácticamente lo mismo que esta primera apocalíptica, que aún no conocía un mundo «doble». Se trataba de la dimensión profunda de este mundo nuestro. Pero tampoco la apocalíptica primitiva dio una respuesta satisfactoria al problema de la injusticia y del sufrimiento. La nueva apocalíptica, el cuarto libro de Esdras (escrito a finales del siglo i d. C , pero preparado con anterioridad) plantea «problemas angustiosos» (4 Esd 14,14) que ningún hombre es capaz de resolver. Para ello se requiere una sabiduría superior, «procedente de lo alto» (4,21). Los hombres conocen solamente lo terreno; lo celestial lo conocen únicamente los habitantes del cielo. Esta apocalíptica no se interesa ya por «lo todavía oculto» de nuestro mundo, que puede descubrirse en las visiones. Este mundo está sumido en la impotencia. Sólo una creación totalmente nueva, «un nuevo cielo y una nueva tierra», traerá la justicia (4 Esd 7,10-14), tras la muerte de todos los hombres, también del Mesías venidero. Sólo a través de una resurrección se llegará a un mundo nuevo (7,26-33). Es de notar que precisamente Esdras es el elegido para escribir de nuevo la ley de Moisés (destruida en el incendio universal). En cuarenta días, Esdras escribe noventa y cuatro libros, de los cuales sólo veinticuatro salen a la luz (los veinticuatro «libros canónicos» de los judíos), mientras los setenta restantes quedan reservados a los «sabios» (4 Esd 14,47), pues la sabiduría está precisamente en esos libros «extracanónicos». Esta apocalíptica no podía expresar más intensamente su ruptura con la literatura sapiencial —el mismo Tenak es la sabiduría—. Únicamente la ley vinculada con esta sabiduría (esotérica) puede hacer que el cumplimiento de la Tora sea fuente de vida y de salvación (4 Esd 14,30). Israel y la ley, antaño moradas de la sabiduría (Eclo 24; Bar 3,9-4,4), han perdido con el tiempo su importancia política. Israel y la ley sufren ahora persecución: ya no hay justicia. Esta apocalíptica replica: ¡Sí que la hay! Sigue en vigor la promesa de vida vinculada a la ley (4 Esd 4,27), pero el mundo actual es demasiado frágil para asumir esa promesa: en el nuevo eón futuro quedará de manifiesto que la ley es de hecho fuente de vida. La justicia es posible sólo a través de la ley, pero... en el eón nuevo. Esta apocalíptica quiere decir a quien observa ahora la ley: Ten ánimo a pesar de todas las experiencias negativas; la ley da vida, aunque para ello haya que esperar al eón futuro. El presente adquiere así un significado positivo: Preocúpate de pertenecer al «número de los elegidos» (4 Esd 4,35-36). Así, no está la ley al servicio del hombre, sino el hombre al servicio de una ley convertida en realidad autónoma por la apocalíptica. Esta desemboca en el más craso «positivismo de la revelación»: el positivismo de la Tora frente a cualquier experiencia humana sobre la vida y el mundo. Nada podrá separarnos de la salvación —en el nuevo eón— si cumplimos la ley: la apocalíptica anima a cargar y soportar el yugo de la ley. Gracias a la sabiduría esotérica, el apocalíptico contempla el significado más profundo de la ley, pero esta concepción (a diferencia de lo que sucede en la apocalíptica primitiva) lleva a un «mundo doble».
Ya antes de 4 Esd existían estas ideas en una mezcolanza sincretista. En ese mundo de injusticia no parecía posible introducir mejoras. De ahí que se soñara con un mundo mejor, diferente del terreno. Esta actitud, nacida en Oriente, estaba influida también por la astrología, que contraponía a la realidad terrena las «esferas superiores del cielo» como un mundo mejor, más excelso, elevado y armónico, acorde con el talante general de la Antigüedad. Por otro lado, al menos en las esferas inferiores del cielo, habitan demonios que perturban nuestro mundo y determinan a su voluntad el destino del hombre. Al igual que la literatura intertestamentaria del primer judaismo, el Nuevo Testamento habla del «jefe de este mundo» (Ef 2,2; 2 Cor 4,4; Jn 12,31; 14,30; 16,11). Esto explica el deseo general de morar «en las esferas superiores del cielo». En la apocalíptica se pensaba que una parcela del mundo humano, la de los justos, sería «elevada» hasta las regiones celestes y allí «tendría su morada permanente»; otros, en cambio, se imaginaban que ese «mundo mejor» preparado por Dios desde la eternidad bajaría a la tierra como una «Jerusalén celestial» o una «ciudad celestial». Todos los escritos intertestamentarios hablan de esta Jerusalén celeste y de una ciudad «de lo alto» (1 Hen 90,29). El drama del libro de Henoc, leído con fervor por los cristianos neotestamentarios y citado expresamente en Jds 14, se desarrolla en las esferas celestes (epourania); en él se describen todas las posiciones del sol y de la luna, una sabiduría que procede del Oriente y que el autor acoge con místico entusiasmo; un acontecimiento astronómico regulado perfectamente bajo la dirección del ángel Uriel (1 Hen 71-78; cf. también Bar 4,3; 4 Esd 7,26, etc.; después de la destrucción de Jerusalén en el año 70, el tema de la futura «Jerusalén celestial» se extendió a todo el judaismo, mientras que anteriormente esta ciudad celeste era más bien el prototipo que debía seguirse en la construcción de la Jerusalén terrena). En los textos del judaismo «heterodoxo» de Qumrán encontramos la misma separación entre un «mundo de tinieblas», terreno, y un «mundo de luz», celeste. El esquema cósmico en dos planos tiene aquí un significado eminentemente ético-escatológico. En rigor, no podemos aplicar a este mundo de la Antigüedad tardía nuestra rígida distinción moderna entre dualismo cósmico y dualismo ético. Entonces no se distinguía entre lo ético y lo cósmico, ya que la ética estaba siempre conectada de alguna manera con el cosmos, aunque sólo fuera por la muerte física del hombre, la cual proyecta una sombra sobre todos sus esfuerzos éticos. Esto no admitía dudas para la cultura antigua. Y no tiene sentido considerar tal fenómeno como gnosis (o gnosticismo), la cual no se impuso como sistema vital y coherente hasta el siglo n , precedida por el sincretismo del siglo anterior. No obstante, en el Corpus Hermeticum encontramos una primera síntesis de diversos elementos sincretistas en lo que se advierte un preludio de la gnosis, si bien los escritos herméticos se diferencian mucho de la gnosis en su concepción sobre la relación de Dios con el mundo. Por lo visto, sólo el estoicismo propugnó una religiosidad racional frente a las religiones populares y a la cultura que preconizaba un mundo en dos planos; así evitaba la tentación de los epourania o moradas celes-
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tes. Pero para ello tuvo que fusionar los dos planos (como antes había hecho Aristóteles con la doctrina de las ideas de Platón) y hablar de un logos que, sin identificarse por completo con el mundo material y caduco, era la naturaleza universal, el alma de todo cuanto existe y el principio del cual, por el cual y en el cual todo vive y se mueve. Tampoco aquí se puede separar la ley del cosmos de la ley ética, la cual inserta al hombre en el logos universal del cosmos («vivir según la ley natural» significa «vivir según la razón»). Subsiste, pues, una dualidad cósmica que para el hombre se traduce en un compromiso ético: logos o espíritu y materialidad mantienen una tensión interna dentro de la unidad del universo. En cambio, los epicúreos sacaron de esta crisis general de la Antigüedad tardía, y del sentimiento generalizado de impotencia, la siguiente conclusión: «Aprovéchate de cada día», carpe diem. Negaban la crisis, ignoraban la historia humana de sufrimiento y calificaban de falso problema la tragedia de la muerte humana; para ellos, todo esto era ascesis. Sin embargo, el pueblo buscaba refugio —una nueva orientación de la vida— en las diferentes religiones mistéricas, las cuales iniciaban místicamente a sus adeptos en los secretos de las «esferas superiores de la vida», les garantizaban protección frente a las potencias diabólicas y los colmaban de vivencias y bendiciones celestiales; en definitiva, la gracia de la salvación o soteria. El Nuevo Testamento tendrá que reaccionar repetidamente, en sus propias comunidades, contra algunos cristianos que se sentían atraídos por una «plenitud celeste» suplementaria, un sentimiento de pleroma, que la iniciación bautismal, de carácter más sobrio y de orientación ética, parecía no haberles procurado (cf. Col, Jds y 2 Pe). Esta religiosidad se dirigía de hecho a la interioridad, al corazón y al sentimiento. Sin embargo, sería inexacto hablar de un individualismo salvífico, ya que esta experiencia religiosa de la Antigüedad tardía, sujeta a influencias orientales, favorecía la formación de grupos; ya alrededor del año 150 a. C. se había extendido por todo el mundo helenista la añoranza de una religiosidad basada en la revelación (o en los misterios). Desde entonces y hasta el siglo i d. C. inclusive, se produjo un gran florecimiento de comunidades. En las ciudades la situación era distinta. Allí dominaba el escepticismo académico y una forma popular de «cinismo» (el movimiento de los kinikoi). Las religiones, viejas o nuevas, eran asunto de los pagani, es decir, de la población rural (sin embargo, es un hecho que el cristianismo se propagó precisamente en las grandes ciudades). Pero desde el reinado de Augusto se habían registrado varios intentos de restaurar las antiguas religiones populares. Por entonces no existía en las ciudades ningún «apriori religioso». La ilustración antigua —la desdivinización del firmamento, del misterioso mundo de las plantas y animales y también del hombre— había asestado un duro golpe a la espontaneidad de la religión. El mundo estaba muy «secularizado», sobre todo en las ciudades. Tal situación no era fruto del cristianismo, sino el clima en que se hallaban los cristianos neotestamentarios. El hecho de que los cristianos fuesen llamados más tarde atheoi (hombres, sin religión) por los paganos no significa que recha-
zasen las formas religiosas de la religión antigua 8 , como muchas veces se ha afirmado. Los cristianos se defendieron afirmando que ellos poseían la verdadera religión. Nunca existió un cristianismo originalmente «arreligioso»; esto es una invención de ciertos eruditos. El hecho de que los primeros cristianos no poseyeran un lenguaje religioso y unas formas cultuales específicas se debe a que eran judíos y, tras su conversión al cristianismo, siguieron frecuentando el templo o la sinagoga y aceptando sus estructuras religiosas. Al separarse de la sinagoga, las sustituyeron por otras específicamente cristianas. Se ve claramente en las cartas pastorales del Nuevo Testamento, en la carta de Judas y en la segunda de Pedro: existe un ministerio, una norma de fe, nace la conciencia de poseer «libros sagrados» específicamente cristianos, etc. Pero suponer que el cristianismo pasó por un período de fe sin religión es una fábula; es ignorar la fase inicial, aunque breve, de florecimiento del cristianismo como fraternidad dentro de la religión judía. No se puede hablar de un «catolicismo primitivo» ni de una «repaganización» de la fe cristiana, pero sí de las consecuencias internas que se produjeron cuando el cristianismo se separó de la religión judía y cuando los paganos convertidos al cristianismo se desligaron de sus vínculos sagrados. Tampoco se puede afirmar que la importancia salvífica que los cristianos atribuyen en el Nuevo Testamento a Jesús, a su crucifixión y resurrección, no tenga carácter sagrado o «religioso» y no sea «fe cristiana». Partiendo de este contexto cultural del siglo i, podemos ahora analizar los elementos específicamente cristianos que, en conexión crítica con esos presupuestos religiosos, se plasmaron concretamente en el Nuevo Testamento.
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II LA ESPIRITUALIDAD NEOTESTAMENTARIA EN EL CONTEXTO DE LA ANTIGÜEDAD TARDÍA
Pablo dice: «Somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20), «nuestro politeuma está en lo alto». La carta a los Colosenses añade: «El nos sacó del dominio de las tinieblas para trasladarnos al reino de su Hijo querido» (Col 1,13); «si habéis resucitado con Cristo, buscad lo de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; estad centrados arriba, no en la tierra» (Col 3,1-2). Por su parte, la carta a los Hebreos afirma: «Aquí no tenemos ciudad permanente, andamos en busca de la futura» (Heb 13,14); tenemos que «llevar una vida celeste» (Heb 12,14-13,9). El joanismo habla de una morada en la esfera divina, en el reino «de la luz» (1 Jn 2,10; 2,5c; 5,20c). En Santiago 1,17 leemos: «Todo buen regalo, todo don acabado viene de arriba, del padre de los astros». Y, por lo demás, se afirma 8
Cf. P. Stockmeier, Glaube und Religión in der frühen Kirche (Friburgo 1972) 44-54; N. Brox, 7.um Vorwurf des Atheismus gegen die alte Kirche: TThZ 74 (1966) 274-282.
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que en la tierra somos peregrinos, forasteros y emigrantes (Heb 13,14c; 1 Pe 1,17; 2,11), pero ya «conciudadanos de los consagrados y familia de Dios» (Ef 2,19). Al expresarse así, todos estos autores utilizan un lenguaje que en su tiempo era entendido por todos y empalmaba con las aspiraciones más profundas de la cultura de la Antigüedad tardía. Pero el modelo recibe un contenido cristiano que remite a un acontecimiento histórico concreto. «Nos dio vida con Cristo, con él nos resucitó y con él nos hizo sentar en el cielo» (Ef 2,6; Col 1,13; 2,12; 3,1-4; Heb 12,22-23). Las esferas celestes eran, según aquella vieja imagen del mundo, el lugar donde Dios tiene su morada y, por tanto, el lugar donde Jesús vive resucitado junto a Dios. Este es el motivo de que «lo de arriba» tuviera tanto atractivo para los cristianos. Por eso la carta a los Hebreos podía decir: «Salgamos fuera de la ciudad» (es decir, de este mundo) (Heb 13,13-14; cf. Ap 18,4) y vayamos en busca del mundo futuro (oikoumene mellousa, Heb 2,5), que Dios ha preparado allá arriba desde la eternidad para los justos; vayamos en busca del «descanso» o de la ciudad celestial del eterno reposo de Dios (Heb 4,3; 3,18; 4,1; 4,4; 4,10-11). Es lo que dice más tarde la Didajé: «Venga (eltheto) a nosotros la gracia (charis) y pase (pareltheto) este mundo» 9 , palabras que reflejan una tendencia fundamental de la espiritualidad neotestamentaria: maranatha (1 Cor 16,22; Ap 22,20bc). La comunidad cristiana es una comunidad de éxodo, que abandona la ciudad terrena de los «paganos» para llegar, a través del desierto, a la tierra prometida, a la ciudad donde se celebra la liturgia celeste (Heb 12,22-23; Ap 18,4; también Qumrán), en la que se participa por medio de la liturgia cristiana de la comunidad. Esta se encamina hacia «el cielo nuevo y la tierra nueva, en la que habita la justicia» (2 Pe 3,13), la cual comienza ya a verse y realizarse en la edificación concreta de la nueva sociedad que se llama «comunidad cristiana». El «valle de lágrimas» terreno y «lo de arriba» (más todavía que el «más allá») responden a una mentalidad típica de la Antigüedad tardía y a la consiguiente visión del mundo. Pero ya la filosofía platónica con su mundo de ideas y su mundo de sombras —donde se suele ver, sin razón, el origen de la idea de un mundo en dos planos— es la secularización filosófica de una previa postura religiosa ante la vida. Sin embargo, este modelo de la Antigüedad tardía —prescindiendo de la variante crítica que aporta el cristianismo (cf. infra)— no debe inducirnos a engaño. Por más que en la Antigüedad se diera una continua fluctuación entre realidad y modelo, el carácter espacial de la exposición no debe hacernos olvidar que la apocalíptica mantenía la vieja idea temporal judía de un mundo futuro mejor que el presente y que incluso la consideraba esencial (como lo demuestra, por ejemplo, la carta a los Hebreos). Ya antes, especialmente en los salmos de Israel, se daba gran importancia a la «aparición» del señorío de Yahvé, en cuyo honor se celebraba quizá el día de Año Nuevo una liturgia que lo aclamaba como vencedor de las potencias del caos y de todos los enemigos. El reino de Dios se veía reflejado en el orden del
universo, dentro del cual se encontraba protección. Sin embargo, este reino se experimentaba, ya desde el principio, solamente como esperanza, la esperanza de un cambio en el destino de Israel (Is 52,7) 10 . Ésta esperanza iba unida a la experiencia de que en otros tiempos el mundo e Israel habían pasado por situaciones muy diferentes. Cuanto más este mundo se desvía del orden establecido por Dios en la creación y lo contradice, tanto menos, al hablar del reino de Dios, se alude a este mundo —que no funciona bien, como lo demuestra la experiencia de cada día— y tanto más el reino de Dios se convierte en una magnitud no experimentable en este mundo. Entonces el reino de Dios aparece como una alternativa a «este mundo», una alternativa cuya realidad no se manifestará hasta el fin de los tiempos. Así surgió ese mundo apocalíptico en dos planos: en un mundo celeste existente desde la eternidad está ya dispuesto todo lo que va a ocurrir entre los hombres. A pesar de sus experiencias empíricas, Israel quiere permanecer fiel a la fe en el Dios creador, protector y guía de toda la creación, de la naturaleza y de la historia humana. Y sigue creyendo que Dios gobierna el mundo con justicia. La historia de Israel es como un singular y grandioso esfuerzo por conciliar las experiencias cotidianas con la justicia de Dios y con su promesa a los justos. Es de notar que si en el Imperio romano y en Bizancio el salvador divino recibía el nombre de Conservator, el que mantiene el orden del mundo y de la sociedad, los cristianos hablarán muy pronto de un Salvator, un salvador que sana y cura. El problema de la justicia afecta en realidad a la relación entre Dios y el hombre, pero su punto de partida estriba en las experiencias sobre la justicia en este mundo. El problema aparece típicamente en la historia de Job y también en la crítica de los profetas contra la sociedad ". Es el mismo problema que la apocalíptica trata de resolver. Esta, sobre el trasfondo de la soberanía universal de Dios, es una crítica constante del mundo y de la sociedad. Típico a este respecto es 1 Hen (el Henoc etiópico), cuya acción se desarrolla casi exclusivamente en las esferas celestes, pero que (en su redacción final) es —que yo sepa— una de las más duras críticas de la sociedad en el mundo antiguo, aunque bastante desvaídas, pues a los explotadores se les amenaza solamente con la condenación eterna del infierno y no con las carcajadas despreciativas de los bienaventurados (1 Hen 98, 4-8). Estos capítulos son un bloque de maldiciones contra las injusticias perpetradas en el mundo: casi exclusivamente se trata del poder político, unido a la riqueza y al dinero. El autor ataca con dureza (como ningún otro profeta anterior) a los ricos que oprimen a los pobres y «construyen palacios con el sudor ajeno», monumentos «levantados en cada una de sus piedras y ladrillos por el pecado de los ricos poderosos» (1 Hen 99,13). Como auténtico apocalíptico, el autor concluye: «Pero yo, yo os digo» (1 Hen 103), para decir luego a los que ahora sufren: «Dichosos vosotros»
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' Didajé, Preces eucarísticas, c. 10, n. 6.
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C. Westermann, Das Loben Gottes in den Vsalmen (Gotinga 21968) 110-115. " Cf. G. Friedrich, XJtopie und Reich Gottes. Zur Motivation politischen Verhaltens (Gotinga 1974).
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(1 Hen 104). Pero el «dichosos» se refiere aquí al último juicio, al más allá. Esa es la diferencia esencial con las bienaventuranzas de Jesús, que tienen siempre un tono de escatología presente: «El reino de Dios está cerca»; viene con Jesús, «el dedo de Dios» (Le 11,20). Sin embargo, también en la apocalíptica se ve que todo lo que ocurra en nuestro mundo temporal está ya predispuesto «arriba» desde toda la eternidad, es decir, que la justicia y la salvación no pueden venir de este mundo, sino de arriba. Pero, al mismo tiempo, en la apocalíptica no se puede separar la localización (en el cielo) de la temporalidad histórica. El ésjaton apocalíptico es un vago entramado de acontecimientos escatológicos y terrenos y de situaciones poshistóricas: el cielo y la tierra parecen fusionarse en una única realidad en la que es posible experimentar la presencia de Dios y de la justicia y de la que están excluidos todos los injustos. En otras palabras: donde desaparece la injusticia, allí reina Dios. Ahora bien, en este mundo judío no debemos hacernos una falsa idea del modelo vigente en la Antigüedad tardía. Debemos descubrir en el Nuevo Testamento qué es lo que depende del modelo y cuál es la realidad salvífica cristiana que en él se encierra; debemos indagar en qué consiste la variante crítica cristiana de ese talante antiguo. Es de notar a este respecto que la carta a los Efesios, por ejemplo, subraya que los cristianos «están sentados ya» con Cristo en el cielo (Ef 2,6) y que somos «conciudadanos de los consagrados y familia de Dios» (Ef 2,19), pero acaba su exposición poniendo todo al revés (nosotros no estamos arriba, sino que Dios está con nosotros aquí abajo): «Por obra suya vais entrando vosotros con los demás en esa construcción, para formar una morada para Dios» (Ef 2,22), aquí y ahora, en la tierra, en este mundo. Si queremos entender el Nuevo Testamento, debemos renunciar a nuestras nociones del «mundo» y del «cielo» y debemos proceder con cautela a la hora de hablar de influencias del platonismo o del platonismo medio, como si éste no fuese ya (a juzgar por sus propias expresiones) una racionalización de la idea que las religiones tienen sobre el cielo y la tierra. ¿Qué entiende el Nuevo Testamento por este mundo? La carta a los Hebreos nos ha enseñado bastante a este respecto (cf. supra). Ahora bien, dado que el «dualismo» aparece sobre todo en el joanismo, éste eís el mejor camino para captar lo que el Nuevo Testamento quiere decir cuando habla de las «esferas celestes», cuando rechaza «este mundo» o cuando propone huir de él. Es típico el concepto de kosmos en Jn 1,9; 3,19; 6,14; 9,39; 10,36; 11,27; 12,46; 16,28; 17,18; 18,37; 1 Jn 2,15-17; 4,9; pasajes, todos ellos, en los que se contrapone de algún modo «gracia» y «mundo». El «mundo» es un terreno peligroso para los cristianos. En sí mismo es ambivalente o ambiguo, como lo era en la literatura sapiencial no mezclada aún con la apocalíptica. Aunque este mundo es una obra buena de la creación de Dios (Jn 1,10b; cf. 13,17.24), el hombre sensato tiene una actitud claramente escéptica frente a un mundo creado en el que no se encuentra la luz de la revelación de Dios (Jn 1,4; cf. Prov 30,1-14; Job 28; Sab 7 y 9; todo el libro del Eclesiastés). El hombre no tiene en sí ningún principio de salvación, ningún saber que supere los límites de
este mundo (Sab 9,13-17). Es un ser que necesita una sabiduría como don (Sab 7,1-2; 10,17; también Qumrán: l Q H 15,21-22). Sin esta sabiduría o revelación, el mundo, creado bueno, vive «en tinieblas»; se convierte en skotia, tinieblas (Jn 1,10), no en el sentido de una fuerza cósmica que lleva al mal, sino en cuanto creación privada de luz. Esto significa que la creación «no es Dios», una fórmula oriental-helenista que traduce una intuición de fe veterotestamentaria expresada en el relato de la creación (cf. Eclo 1,9-10; 24,6-7; Bar 3,38; Prov 8,1; l l , l s s ; también la literatura judía extrabíblica de la época: 1 Hen 93,8; 69,8; 101,8; llQSal 18,5-6, el Salterio de Qumrán) 12 . En esta literatura intertestamentaria está ya mezclada la corriente sapiencial con la apocalíptica. Las criaturas son «no Dios», en el sentido de «no luz», tinieblas. La verdadera realidad es Dios. En sí mismo, el mundo no posee «revelación» (cf. Jn 9,4-5; 11,9-10; también 3,19-21). Se trata ante todo de una experiencia sapiencial de la caducidad de «este mundo» y no de una potencia maligna. Es significativo que esta tradición sapiencial (que ha ejercido una notable influencia sobre Juan y el joanismo, junto con otras tradiciones, como la apocalíptica y la mística judía «heterodoxa», que aparecen también en Qumrán) no pensaba en potencias demoníacas instigadoras del mal 13 . A diferencia de la tradición sinóptica, el evangelio de Juan no narra ningún caso de posesión diabólica. Sin embargo, el joanismo supone la existencia del diablo, «el jefe de este mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11); 1 Jn 5,19 dice incluso: «El mundo entero (no cristiano) está en poder del malo»; pero, al menos en el joanismo, no se trata de una zona de poder, sino de jurisdicción: Satanás puede ejercer unos derechos en un mundo que rechaza la luz, pero en esta tradición no es una potencia diabólica que empuje al hombre al mal. Satanás es más bien una figura o prototipo de la incredulidad o rechazo de la luz (Jn 8,44). Jesús trae la luz al mundo y, en beneficio de quien la acepta, priva a Satanás de ese derecho (Jn 12,31; 14,30; 16,11). Por consiguiente, lo que convierte al mundo ya finito en un mundo pecaminoso es el rechazo de la luz. En efecto, la sabiduría procedente de Dios se sigue revelando al hombre, pero no es recibida (Eclo 24,7; Bar 3,12-13; 4,1; Prov 1,24-25.29-30.32; 1 Hen 42,1-2; 93,8; 94,5). Entonces se dirige a Israel (Eclo 1,10-20; sobre todo 24,3.6-8; Bar 3,36-37; cf. también 1 Hen 42; llQSal 18,20), pero tampoco la «propiedad de Dios», Israel, la recibe (Prov 1,24-25.29-32; Bar 3,12-13; 4,1-2; 1 Hen 93,8; 94,5) M. Hay, sin embargo, «un resto» que sí acepta la sabiduría o revelación (Sab 6,12-16; 7,27-28; 8,21; 9,2.17; Eclo 24,19-22; 1,10-20; Prov 8,7-11; 1 Hen 5,8). Finalmente, la Sabiduría-Logos se manifiesta corporalmente en el hombre Jesús. Los cristianos lo reciben: reconocen en " Sobre el salterio de Qumrán, cf. P. W. Skehan, A liturgical complex in 11 QPs°: CBQ 35 (1973) 195-205; también A. S. van der Woude, De Dankpsalmen (Amsterdam 1957). 15 G. von Rad, Weisheit in Israel (Neukirchen 1970) 391 (ed. española: La sabiduría en Israel, Madrid, Ed. Cristiandad, 21983). 14 F. Christ, Jesús Sophia (Zurich 1970).
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él la doxa o gloria de Dios (prólogo de Juan). En Jesús vuelve a plantearse la contraposición entre «el mundo» (incredulidad) y «la gracia» (fe). «El mundo», considerado a la luz de la experiencia de la gracia en Cristo, es el lugar en que viven los hombres, pero está oscurecido por el pecado del hombre, por su rechazo de la «luz de lo alto», especialmente de la luz que es Jesús mismo (Jn 3,19; 8,12; 9,5; 12,46). A pesar de ello, este mundo pecaminoso es objeto de la misericordia de Dios: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16; también 1 Jn 4,9). Jesús es llamado soter tou kosmou (Jn 4,42; 1 Jn 4,14), el que trae la salvación a este mundo, a pesar de que persiste en el mal y es merecedor del juicio (Jn 12,31; 16,11; 1 Cor 6,2; 11,32). El joanismo puede, pues, ver el mundo también como el lugar donde habitan pasiones insanas (1 Jn 2,15-17), el mundo malo contrapuesto éticamente a Dios; el bien frente al mal. El amor a Dios se contrapone así al amor al mundo, o sea, al pecado. Esta convicción es patrimonio de todo el cristianismo primitivo (Sant 4,4; 1,27; 2 Pe 1,4; 4,20; 1 Cor 5,10; 7,31; Gal 6,14; Rom 12,2; Ef 2,2). En esa perspectiva moral, el mundo es la zona de influencia del maligno (en otros lugares del Nuevo Testamento, la zona en que tiene poder) (1 Jn 5,19). Debido a esta relatividad —la condición no divina de las cosas mundanas (y a la conducta pecaminosa)—, este mundo está sujeto a la reserva escatológica, al hós me: poseer el mundo, como si no lo poseyéramos (1 Cor 7,29-31); la realidad mundana no puede ser, por tanto, el interés supremo del hombre que ha recibido la gracia. La absolutización ideológica de lo mundano está sujeta a la crítica religiosa de la gracia. Esto explica la contraposición entre el «primer eón» y el «segundo eón», contraposición de tipo espacial, pero también temporal. Además de estas mediaciones históricas hallamos una concepción profundamente cristiana del mundo. El Nuevo Testamento remite precisamente al núcleo de la experiencia judía de Yahvé: «Sed también vosotros santos... porque la Escritura dice: 'Seréis santos, porque yo soy santo' (Lv 11,44)» (1 Pe 1,14-16). Dios no es el mundo ni el hombre, sino el Trascendente que crea y santifica, y por ello no está «fuera» con respecto a un hombre que está en el mundo. El hombre de la Antigüedad ni siquiera podrá decir: «en su mundo», pues éste se halla bajo el dominio de un extraño poder no humano que decide el destino del hombre y del mundo (la heimarmene); incluso para el judío monoteísta (de la época posterior al exilio), «nuestro» mundo es la esfera de poder (o de jurisdicción, en la perspectiva sapiencial) de Satanás. Y lo mismo sucedía con los cristianos: «el jefe de este mundo». Dado que Yahvé, el Dios de Israel, es santo, también el pueblo debe ser «el santo» (Nm 15,40; Dt 7,6; 26,19), es decir, «separado» de la conducta no santa del mundo. El Nuevo Testamento hace suya esta idea: también la Iglesia está «separada del mundo» (1 Pe 1,1), o sea, «consagrada» (1 Pe 1,2; también Hch 9,32; Rom 1,7; Ef 1,5; Ap 5,8), al igual que Cristo es «el santo» (1 Pe 1,19). «No pertenecen al mundo, como yo tampoco pertenezco al mundo» (Jn 17,16) y «mi reino no es de aquí» (Jn 18,36). Estas frases afirman en sustancia
la exigencia religiosa de llevar una vida santa, en sentido ético y religioso; una realidad que puede experimentarse únicamente como don gratuito de Dios en un mundo que no lleva a la práctica esa santidad. Esto hace que de hecho «sea distinto» el cristiano consecuente, que no se rige por las pautas del mundo, sino que elige otra vida en el mundo. «No te pido que los saques del mundo, sino que los protejas del Malo» (Jn 17,15): «Al mundo los envío yo también» (Jn 17,18). En el Evangelio de Juan vemos cómo gracias a Cristo queda superada la separación entre lo «terreno» (epigeia) y lo «celeste» (epourania) (Jn 3,12). Con la aparición del Hijo de Dios celeste, del Hijo del hombre, en la tierra, haciéndose realmente hombre (sarx, Jn 1,14), queda roto el mundo en dos planos y los hombres que viven en la tierra tienen acceso a Dios. Ha sido derrotado el mundo, en cuanto esfera de influencia del «jefe de este mundo»: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33c). En lo sucesivo, gracias al perdón de los pecados, es posible vivir en el mundo de una forma ética y religiosa, lo cual significa —según la vieja imagen del mundo— vivir de una forma celeste, pero absolutamente en la tierra. En otras palabras: a partir de ahora es posible hacer realidad una parcela del reino de Dios. La forma en que se experimenta esa liberación y, por consiguiente, esa diferencia fáctica frente a un mundo pecaminoso, injusto y esclavizado está en el Nuevo Testamento condicionada por el modo de vida existente en el mundo pagano, por las posibilidades históricas en que se movían los cristianos de aquel tiempo.
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La importancia de estos condicionamientos o mediaciones históricas resulta obvia en la variante crítica nacida en el cristianismo neotestamentario frente al pesimismo cultural de la Antigüedad tardía, que buscaba la salvación y la felicidad en las «esferas superiores». Estos cristianos ven claramente que «llevar una vida santa y buscar en primer lugar el reino de Dios» no es sólo una cuestión intimista ni significa simplemente una renovación interior (aunque a menudo se interpreta el Nuevo Testamento en términos de salvación individualista). Es cierto que cada hombre es interpelado e invitado de una forma personal 15 , pero la invitación a entrar en el reino de Dios estaba relacionada con el establecimiento de una sociedad mejor sobre la tierra, de una sociedad en la que debe reinar la justicia. En este sentido, los cristianos interpretaron correctamente el anuncio de Jesús sobre el reino inminente de Dios. Sin embargo, las circunstancias no consentían a esta minoría cristiana modificar, ni siquiera parcialmente, la estructura social de la época. Se suele olvidar, sin embargo, que los cristianos lo hacen siempre que pueden, es decir, dentro de su comunidad. La construyen como una nueva sociedad, con estructuras y relaciones justas, donde deben quedar superadas las desigualdades entre hombre y mujer, judío y no judío, esclavo y libre. Con un contenido dis11 Este encuentro personal con Dios tenía una importancia especial en la apocalíptica. Cf. W. Schmithals, Die Apokalyptik. Einführung una Deutung (Gotinga 1973); A. Strobcl, Kerygma und Apokalipük (Gotinga 1967).
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tinto, cristiano, los fieles del Nuevo Testamento llevan a la práctica lo que Séneca había esperado de la filosofía estoica: nuestro evangelio (para Séneca, la filosofía estoica) tiene por naturaleza una función sociopolítica, un papel que desempeñar en el terreno político, a menos que se lo impidan las circunstancias históricas o de otro tipo. Pero allí donde sea posible, esa función tiene que hacerse realidad. Los cristianos neotestamentarios quieren construir realmente un mundo nuevo en el reducido ámbito de sus propias comunidades. Pese a los criterios de la Antigüedad tardía, su visión crítica del mundo y de la sociedad no es una huida a unas esferas superiores, sino un intento de renovar la sociedad terrena, al menos en un punto y en un aspecto que estaba dentro de sus posibilidades: sus propios miembros. Debido a que las estructuras paganas son acristianas, no tienen cabida en la comunidad eclesial. Un testimonio elocuente a este respecto es Le 22,25, un texto que refleja perfectamente el espíritu del mensaje de Jesús sobre el reino de Dios: «Jesús le dijo: Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar (para colmo) bienhechores. Hymeis de ouch houtós: Pero vosotros nada de eso». En las comunidades cristianas no puede haber estructuras que opriman y atormenten, no puede haber un poder tiránico. El Nuevo Testamento afirma claramente que la praxis del reino, además de una renovación interior, implica una renovación y un mejoramiento de las estructuras sociales. Los cristianos neotestamentarios llevan a la práctica este principio, si bien en la medida de sus posibilidades reales: en la estructuración de sus propias comunidades cristianas, las cuales son para ellos como una parcela realizada del reino de Dios, como un «estar sentados ya a la derecha de Dios con Cristo». La comunidad cristiana es el cuerpo de Cristo, el comienzo del reino de Dios realizado en la tierra. Así como el reino de Dios se ha manifestado personalmente en el hombre Jesús, así también la encarnación del hombre debe realizarse mediante la praxis del reino. Los cristianos de entonces lo llevaron a cabo comenzando por la Iglesia; fuera de ella no podían hacer nada. Podemos incluso decir, a tenor de lo que afirma la primera carta de Pedro, que dentro de la Iglesia se desarrolló la conciencia de una nueva sociedad como paradigma de lo que deberla ocurrir en el mundo, pues el autor dice: «Portaos honradamente entre los paganos; así, ya que os tachan de malhechores, las buenas acciones de que son testigos los obligarán a rectificar el día que Dios los visite» (1 Pe 2,12). Estos cristianos tienen una postura crítica frente a las estructuras del mundo, pero las circunstancias concretas no les permiten cambiarlas; viven al lado de la sociedad pagana y construyen marginalmente una nueva sociedad. La historia de fracasos que conoció la resistencia judía y la serie de asesinatos con que se yuguló la protesta de muchos filósofos estoicos demuestran quizá que la postura de aquellos cristianos era la única posibilidad histórica de llevar a cabo la praxis del reino de Dios. Se podría objetar que este silencio público equivale a complicidad. Jesús no guardó silencio: afirmó su postura frente a todos y lo pagó con su sangre. ¿Fue su actitud insensata e inútil? Evidentemente, la Iglesia neotestamentaria pudo elegir otros métodos, pero se sabía de antemano que conducirían a
la muerte. No podemos comparar esta situación con otras modernas en las que una resistencia pública y tenaz acabó coronada por el éxito: «Venceremos». Además, ¿es que aquellos cristianos no siguieron, a su modo, ese mismo camino, padeciendo persecuciones cruentas? Se negaron a doblar la rodilla ante un poder político que trataba de legitimar religiosamente su propia injusticia invocando su carácter sagrado. En tales circunstancias, aquellas comunidades eran efectivamente grupos religiosos «subversivos», pero actuaban con suma cautela, porque la resistencia zelota se reveló como históricamente absurda y porque tales cristianos, inspirados por Jesús, consideraban que la salvación no estaba en una violencia sanguinaria que les parecía ajena a la praxis del reino de Dios. Hay que reconocer, no obstante, que los cristianos neotestamentarios eran poco sensibles a la posibilidad de una visión humanista del mundo. «Ser cristiano» se oponía a «pecaminosidad», en el sentido antiguo de «ateísmo»: no reconocer a quien los paganos, los judíos o los cristianos declaraban verdadero Dios (cf. Ef 2,1-3 y 2,11-12; «sin Dios en el mundo»). El Nuevo Testamento deja bien claro que el carácter del éxodo constituye una nota esencial de la comunidad judeo-cristiana. La configuración concreta de este éxodo es algo que hay que decidir constantemente, con libertad cristiana al hilo de las mediaciones históricas. Este es el modelo que nos ofrece el Nuevo Testamento para edificar las comunidades cristianas en el mundo y para construir una sociedad mejor. En realidad, la Biblia cristiana conoce en la práctica el principio formulado en el Vaticano II: la Iglesia es (en sentido «performativo»: «debe ser») sacramentum mundi, un instrumento paradigmático para la unidad y la paz del mundo (hemos visto cómo esta idea recibe un particular relieve en la carta a los Efesios). A pesar de la diferencia entre Dios y el mundo humano, no estamos ligados a los esquemas de la apocalíptica, del platonismo medio y de la Antigüedad tardía sobre un «universo en dos pisos», con sus dos planos, ni tampoco a las múltiples afirmaciones hiperbólicas relacionadas en el Nuevo Testamento con esta concepción. Sin embargo, ese mismo concepto de éxodo, consecuencia de una experiencia actual y orientada escatológicamente de la gracia, debe tomar una forma concreta, dentro de unas mediaciones históricas distintas, en toda comunidad que pretenda llamarse «comunidad de Dios» cristiana. El cristianismo neotestamentario puede servir de modelo sólo de una forma indirecta. La reserva escatológica que aquí aparece es —analizando los mediaciones históricas— normativa: la vida de la gracia no alcanza su consumación en este mundo; sin embargo, la gracia debe tener en nuestra historia, en el plano individual y en el de toda la sociedad, un contenido salvífico real, susceptible de asumir formas distintas según los casos. En las circunstancias actuales, esto implica que los cristianos admitan la mediación histórica de una sociedad pluralista y no pretendan tener el monopolio de la mejora del mundo y de la preocupación por el futuro de la humanidad; además, esta tarea cristiana no será creíble si en las Iglesias cristianas no reina realmente esta «novedad», «libertad» y «justicia».
CRISTIANISMO Y CAMBIO DE LAS ESTRUCTURAS SOCIALES CAPITULO III
EXPERIENCIA
NEOTESTAMENTARÍA DE LA Y ESTRUCTURAS SOCIALES
GRACIA
Las comunidades cristianas del Nuevo Testamento, inspiradas por la experiencia de salvación y gracia habida con Jesucristo, quieren constituirse como una sociedad nueva dentro del mundo no cristiano, pero sin identificarse con él. Frente a ese mundo, los cristianos tienen que estar «dispuestos siempre a dar razón de la esperanza que vive en ellos» (1 Pe 3, 15b), una esperanza que los impele a llevar una vida distanciada de la vida pública (pagana). No se puede afirmar, por tanto, que el cristianismo neotestamentario no tuviese por principio ningún interés por las transformaciones estructurales orientadas al bien o que simplemente las considerase como algo secundario. Los cristianos actuaron siempre que pudieron: en la construcción de la sociedad cristiana, de la comunidad, según las normas del reino venidero de Dios. Muchos cristianos afirman sin razón que el Nuevo Testamento no se interesa realmente por las estructuras y justifican teológicamente esta postura, también sin razón, como una exigencia bíblica. No tienen en cuenta hasta qué punto estuvo condicionada históricamente la postura práctica del cristianismo neotestamentario. Se supone que Jesús y el cristianismo no concedieron importancia a las estructuras, porque la salvación y el anuncio del reino de Dios eran solamente un llamamiento al corazón, a la persona humana: una metanoia interior. Esto sería obvio, dado que la salvación es consecuencia de una renovación interior. Ahora bien, ¿por qué los cristianos neotestamentarios construyen, al menos en sus comunidades, una sociedad nueva?, ¿por qué forman una comunidad en la que no dominan las injustas estructuras de poder del mundo? Su visión de la salvación no se restringe al plano privado e individual; su aspiración es un mundo mejor y una nueva sociedad en que habite la justicia. La cuestión no consiste en una supuesta concepción individualista de la salvación por parte del Nuevo Testamento ni en una predilección por una renovación de tipo interior con la consiguiente relativización de los problemas estructurales. Tanto la persona como las estructuras están en el Nuevo Testamento sometidas a la exigencia de una conversión que es fruto de la gracia. La cuestión es que las Iglesias no pudieron efectuar esta renovación de las personas y de las estructuras sino dentro de la Iglesia y «al margen» de la sociedad general. Estamos de nuevo ante una opción o decisión concreta en unas circunstancias históricas determinadas (suponiendo que sea posible hablar de opción real). Las Iglesias, dado su carácter minoritario dentro del poderoso Imperio _ helenístico-romano, tenían muy pocas posibilidades de elección. Considero un sofisma la objeción,
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frecuentemente aducida, de que un Espartaco logró levantar en rebelión a los esclavos, mientras que los cristianos —al igual que los estoicos, elitistas y críticos de la sociedad— aceptaron la esclavitud. La rebelión de Espartaco se debió a una experiencia colectiva de contraste que no podía por menos de hacer explosión. No es posible comparar el estado de esclavitud entre los judíos y los cristianos, que al principio reclutaron en sus filas a gente de las clases más bajas de la población e incluso a numerosos esclavos, con la esclavitud que combatió Espartaco. Tampoco éste pretendía suprimir la «condición» de esclavo, sino que se rebeló contra una situación concretísima de explotación y padecimientos inhumanos. La tendencia de ciertos cristianos y teólogos a reducir la religión a un asunto del corazón no tiene base en el Nuevo Testamento; además presupone un falso personalismo filosófico que contrapone la persona a las estructuras e instituciones. Es evidente que el mensaje cristiano se dirige a las personas (¿a quién si no?). Pero el hombre alcanza su identidad personal también por medio de instituciones históricas, debido a una constante antropológica: la identidad se realiza plenamente gracias a la interacción de personas e instituciones o al consenso social. La Antigüedad ignoraba el moderno dilema personalista de persona o institución, así como la posición privilegiada del ámbito personal y el consiguiente carácter secundario de la dimensión institucional en la vida humana. Por eso, los cristianos neotestamentarios interpretan la llamada a la metanoia o conversión como una implicación del futuro reino de Dios: no como una renovación puramente interior, sino como una transformación sociopolítica de la estructura social. Pero actúan, como hemos visto, sólo en el seno de las comunidades de Dios, a las que confieren, teniendo ante los ojos la norma del reino de Dios, estructuras más justas. El Nuevo Testamento es ajeno al dilema de persona (intimidad) y estructuras, las cuales tendrían una importancia secundaria; lo que le interesa es implantar las estructuras de un mundo mejor y de una sociedad nueva, junto a la gran sociedad, en el «huerto cerrado» de las comunidades eclesiales. Difícilmente encontramos en la exégesis actual esta distinción —tan importante para el Nuevo Testamento— (si bien debemos admitir que el Nuevo Testamento tiende a justificar teológicamente algunas situaciones de hecho). Esto no significa que el mensaje y la realidad del reino de Dios —la gracia— no tengan también una función sociopolítica. Sólo se afirma que la forma en que estos cristianos quieren renovar la sociedad está condicionada por las circunstancias históricas. El Nuevo Testamento deduce de la manifestación de Jesucristo una serie de expectativas, inspiraciones y orientaciones para dar una nueva estructuración sociopolítica a nuestro mundo. Pero, dada la situación histórica, su aplicación comienza por el ámbito de la comunidad eclesial. Esta es considerada y construida como parte de la sociedad en general, cuyas estructuras y relaciones deben ajustarse a la norma del reino de Dios, «del nuevo cielo y la nueva tierra en los que habite la justicia» (2 Pe 3,13). El hecho de que, en otras circunstancias históricas (especialmente cuando el cristianismo deje de ser una minoría insignificante), las relaciones esenciales entre gracia y política, entre anuncio cristiano y
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mejora del mundo, impliquen la necesidad histórica de llevar a cabo todo esto no sólo en la comunidad eclesial, sino también en el mundo, podemos considerarlo (pasando por las mediaciones históricas y, por tanto, indirectamente) como algo fundado en la Biblia. Podemos preguntarnos si en el Nuevo Testamento existen ya síntomas de ese intenso y profundo dinamismo que para los cristianos es consecuencia de la relación esencial de la gracia con el cambio de vida y con la mejora de las estructuras sociales, relación que, en unas nuevas circunstancias sociopolíticas, impele a modificar las estructuras sociales y civiles. A mi juicio, el único texto que parece responder a esta pregunta es la breve carta de Pablo a Filemón. Onésimo (un nombre típicamente griego de esclavo: «el dispuesto a servir»), esclavo de Filemón, un hombre rico convertido por Pablo al cristianismo, en cuya casa se reunía la comunidad cristiana para celebrar las asambleas litúrgicas (Flm 2), había escapado (como ocurría con frecuencia). Los esclavos fugitivos llevaban una vida errante y eran buscados por los funcionarios imperiales tan pronto como se denunciaba su huida. No sabemos cómo, pero el hecho es que el esclavo Onésimo entró en contacto con Pablo, que entonces se hallaba preso (¿en Efeso?). (Los esclavos gozaban en aquella época de un derecho de asilo si se refugiaban en casa de ciudadanos romanos). Influido por Pablo, Onésimo se convirtió al cristianismo. A Pablo, de naturaleza enfermiza y ya envejecido, le habría gustado retenerlo consigo (con frecuencia eran esclavos quienes escribían las cartas al dictado). Sin embargo, Pablo reconoce los derechos civiles de Filemón sobre su esclavo o servidor. Por ello devuelve el esclavo a su amo con una carta de recomendación. Tras felicitar al hermano Filemón (Flm 7) por todo lo que hace por la comunidad, el apóstol pasa al tema de fondo. Pablo le da a entender que podría obligarlo, en virtud de su autoridad apostólica, a dejar libre a su esclavo, pero prefiere renunciar a este derecho y apelar a la condición cristiana de Filemón (8-9). El esclavo Onésimo se ha convertido al cristianismo y es, por tanto, «un hermano carísimo» (16). También Filemón debe acogerlo «como hermano y como cristiano» (16b) e incluso tratarlo como trata al propio Pablo (17). En la hipótesis de que la huida del esclavo haya originado perjuicios a su señor, Pablo está dispuesto a resarcirlos económicamente (18). En el fondo se trata de una afirmación retórica (19) para manifestar a Filemón el aprecio que Pablo siente por Onésimo. El apóstol confía en que Filemón hará aún más de lo que le pide (21). En otras palabras: Pablo espera que Filemón no sólo reciba a su esclavo como hombre y como cristiano, sino que lo declare también hombre socialmente libre, que saque las consecuencias civiles implícitas en el hecho de que este esclavo es un «cristiano libre» y de que en el cristianismo no hay distinción entre libres y esclavos. A primera vista, éste parece ser el objetivo de la carta; y de hecho lo es. Sin embargo, la dificultad de esta interpretación es que, en el fondo, Pablo no pretende resolver aquí una cuestión de principio. La finalidad concreta es que Pablo se ha encariñado con el joven, y éste con Pablo; a Pablo le gustaría retenerlo como ayudante suyo, pero esto no le es posible
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sin conculcar los derechos civiles de Filemón (aunque es cierto que Pablo hace valer un tanto su autoridad apostólica). Difícilmente los versículos 13-14 y 19-20 permiten ver en la carta una cuestión de principio. Se trata de un escrito puramente ocasional en el que Pablo, con mucha diplomacia y «por un fin bueno», quiere «quitar» un esclavo a su amo. En cualquier caso, Pablo pretende —«en beneficio propio», es decir, para tener un auxiliar en su obra apostólica—, invocando unos principios cristianos, que el cristiano Filemón declare libre al esclavo ante la sociedad. El «derecho de propiedad» que el amo tenía entonces sobre el esclavo no queda suprimido, si bien —al menos en este caso (y, por tanto, en circunstancias significativas)— queda bastante debilitado por la concepción cristiana de que en la Iglesia no puede haber distinción entre esclavo y libre. Sin embargo, ni Pablo ni la escuela paulina sacan en otros pasajes esta consecuencia fundamental. Pablo incluso afirma expresamente lo contrario: «¿Te llamó Dios de esclavo? No te importe (aunque si de hecho puedes obtener la libertad, mejor aprovéchate), porque si el Señor llama a un esclavo, el Señor le da la libertad» (1 Cor 7,21-22). Pablo se basa aquí en un concepto estoico, aunque cristianizado, de libertad interior (como Sartre, que en sus comienzos proponía un concepto puramente personalista de libertad: el hombre interiormente libre, aunque esté sometido a una esclavitud externa, es soberanamente libre). Pablo no saca, pues, ninguna consecuencia social de una postura que, a su juicio, es esencial para el ordenamiento interno de la Iglesia. En mi opinión, la carta a Filemón se refiere a una «cuestión coyuntural» entre dos cristianos, y —por desgracia— no a una cuestión cristiana de principios. Sin embargo, no se puede minimizar la voluntad sincera de suprimir cualquier tipo de discriminación dentro de la comunidad eclesial. En ésta los esclavos son hombres libres (de entre ellos saldrán pronto obispos y un papa). Con el tiempo, es decir, con el cambio de las situaciones históricas, esta renovación intraeclesial de la sociedad se extenderá hacia fuera. La gracia tiene consecuencias sociopolíticas (si bien a menudo este impulso cristiano, incorporado a la cultura como un dato secular, es convertido en realidad social por agentes no cristianos. Esto significa sencillamente que la redención cristiana también se «seculariza» con el tiempo, es decir, se «socializa» o se convierte en un resorte del saeculum). Mientras tanto, sin embargo, las Iglesias neotestamentarias, incluidas las paulinas, aceptan el estatuto civil extraeclesial de las relaciones jurídicas entre amos y esclavos. Pero no sin una reserva muy importante para aquel tiempo. En el código ético pagano de la época (las «normas de moral doméstica») se habla siempre de las normas entre esposo y esposa, entre autoridad y ciudadanos, etc., pero nunca de las relaciones del señor al menos con su propio esclavo. El amo tiene obviamente derechos absolutos en este punto. El Nuevo Testamento añade a todas estas reglas éticas —que hay que aplicar «en el Señor»— una reglamentación de las relaciones del esclavo con su propio amo, y viceversa (Ef 6,5-8; Col 3,22-25; 1 Tim 5,1; 1 Pe 2,18-25). Desde el punto de vista puramente social, esto supone una nueva visión de la esclavitud. La relación de sometimiento
EXPERIENCIA NEOTESTAMENTARIA DE LA GRACIA
CRISTIANISMO Y CAMBIO DE LAS ESTRUCTURAS SOCIALES
(obediencia, autoridad) es aceptada, pero los aspectos más dolorosos de esa relación deben ser mitigados por el amor cristiano, tanto por parte del amo (si éste es cristiano) como por parte del esclavo. Típica de esta visión neotestamentaria es la primera carta de Pedro, que sabe muy bien que hay individuos brutales e injustos con sus esclavos. Habla el autor de los padecimientos sociales del esclavo (1 Pe 2,18-25) y se refiere a los sufrimientos inmerecidos que el esclavo convertido al cristianismo tiene que soportar por parte de un amo difícil (2,18.20). Como cuando habla del sufrimiento en general (cf. 2,21-25; 4,14; 4,16 y 19; 3,14 y 3,17), también en este caso el sufrimiento inmerecido (cf. 4,19), «sufrir por ser honrados» (3,14) o «padecer porque uno hace el bien» (3,17), es visto a la luz del ejemplo dado por Jesús (2,22-25). Sufrir «por la experiencia que tenemos de Dios» es para el autor una charis (2,19). El texto griego dice: Touto gar charis ei dia syneidesin Theou hypopherei tis lypas, paschon adikos. Sufrir por algo que se ha cometido no tiene nada de particular; «en cambio, si hacéis el bien y además aguantáis el sufrimiento, obtendréis el beneplácito (charis) de Dios» (2,20c). Charis no tiene aquí el sentido de «gracia», sino el significado del hen hebreo (cf. supra). Este concepto no tiene en cuanto tal un significado «teológico». En el mundo antiguo, el esclavo era propiedad del amo, de tal modo que éste no podía, según esta mentalidad, cometer una injusticia con su propio esclavo (lo cual constituye ya una limitación). Interpretando en dicho texto charis como hen, queda descartada la visión del sufrimiento inmerecido (en este caso, el de un esclavo) como don de Dios (charis en el sentido neotestamentario técnico, como algunos exegetas pretenden interpretar este texto de la primera carta de Pedro). Pero se dice también —lo cual refleja una postura completamente distinta frente a este sufrimiento, considerado en sí como algo negativo— que el sufrimiento inmerecido, soportado «por la experiencia que tenemos de Dios», obtiene el beneplácito de Dios, le mueve a misericordia. Dice el autor que Jesús «mientras padecía no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga rectamente» (1 Pe 2,23). Este sufrimiento no es un don de Dios, sino al contrario: Dios amenaza con la condena a quienes lo causan. El autor afirma, hablando de la soberanía divina sobre toda la creación, que Dios «sólo permite» ese sufrimiento (4,19). Por tanto, los que sufren injustamente (en este caso los esclavos) deben «ponerse en manos del Creador» (4,19b). A pesar de la crítica social subyacente, en ningún lugar del Nuevo Testamento se habla de una oposición sociopolítica a las estructuras del mundo que son causa de ese sufrimiento inmerecido (sufrimiento que el Nuevo Testamento condena). Sólo se exige que tales estructuras no se den en las relaciones eclesiales. El cristianismo neotestamentario se caracteriza por una «doble» actitud: a) eso no debe existir en una sociedad donde reina Jesucristo, concretamente en las comunidades cristianas; b) esas leyes vigen de hecho en el mundo extraeclesial, pero los cristianos del siglo i no pueden hacer nada por cambiarlas. Esto último es una constatación fáctica y no implica ningún desinterés de los cristianos hacia las estructuras y pro-
blemas institucionales. Aquí aparece no sólo la especificidad permanente y normativa de la experiencia neotestamentaria de la gracia, sino también la forma histórica (cambiante y, por tanto, susceptible de cambios) en que los cristianos plasmaron su experiencia de la gracia, teniendo en cuenta las estructuras existentes en la sociedad. La fórmula ética concreta de entonces no puede constituir para nosotros una norma cristiana de vida. Es una posibilidad condicionada por las circunstancias, limitada, comprensible, quizá la única en aquella situación y, en consecuencia, una actitud auténticamente cristiana. Pero no puede presentarse directamente como norma para opciones cristianas en circunstancias históricas completamente distintas. La norma y orientación que ofrece el Nuevo Testamento a los cristianos de nuestros días es que, en unas circunstancias históricas distintas, esa misma concepción de la gracia puede llevar a unas opciones cristianas igualmente responsables y también —teniendo en cuenta el contexto real del «mundo» y de la «Iglesia»— muy diferentes, hasta el punto de que hoy, debido a nuestra situación histórica, esto puede ser una exigencia cristiana de nuestra experiencia de la gracia. Un cristianismo que —en su aspecto formal— no puede ser considerado sociológicamente como una «magnitud despreciable» en el mundo contemporáneo, por más que, en cuanto comunidad cristiana, tienda a ser cada vez más una «Iglesia en la diáspora», puede desempeñar un papel muy activo como «minoría cognitiva». De este modo sigue la inspiración y orientación del Nuevo Testamento.
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¿TUVO SENTIDO POLÍTICO LA ACTUACIÓN DE JESÚS? CAPITULO IV
VIDA DE GRACIA Y PODER POLÍTICO EN EL NUEVO TESTAMENTO
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Algunos cristianos, partiendo de su teología de la liberación, de su teología política o de sus posturas críticas frente a la sociedad, tienden a presentar al Cristo bíblico en clave política; en cambio, las Iglesias que
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quieren adoptar una actitud apolítica o incluso neutral encuentran en el Nuevo Testamento argumentos para atribuir a Jesús una postura apolítica. En ambos casos, se hacen preguntas teológicas a la Biblia desde unas posturas tomadas de antemano, sin efectuar un análisis de las mediaciones históricas. Los teólogos suelen plantear el problema al hablar del significado político de la condena de Jesús. Es «opinión común» entre los exegetas que la muerte de Jesús fue para los romanos una ejecución política. Para algunos autores, aquello fue un error histórico 16; en otras palabras, la vida apolítica de Jesús, debido a un error histórico, tuvo un final político. Otros autores sostienen, en cambio, que la muerte política de Jesús fue la consecuencia lógica de una actuación que desde el principio tuvo un sentido político ". Es de notar que ambas tendencias leen el Nuevo Testamento partiendo de un interés concreto. Unos quieren que la Iglesia contemporánea sea apolítica o políticamente neutral: la Iglesia debe estar «en terreno de nadie» 18; otros, en cambio, quieren encontrar una base bíblica para su teología política. En mi opinión, ambas posiciones adolecen de «fundamentalismo», de derechas o de izquierdas; olvidan hacer un análisis de los condicionamientos históricos. Estos planteamientos de poco nos pueden servir mientras no se explique el motivo de los mismos. Si lo que se pretende es confrontar una postura política, entonces el problema pierde mucha importancia. ¡Tampoco fue Jesús un «demócrata»! La cuestión carece de sentido si lo que realmente se pretende es solucionar el problema actual de la participación o no participación en movimientos revolucionarios (este problema tiene otras posibles vías de solución). Se busca en Jesús algo relacionado con la propia postura personal (por ejemplo, el pacifismo o la resistencia). «Planteando el problema de si Jesús fue o no zelota, lo que realmente se quiere resolver es una cuestión muy distinta»: qué postura debemos adoptar hoy ante los problemas de la institución y las estructuras w . Por otra parte, O. Cullmann dice que la expectación próxima que movía a Jesús fue la causa de su escaso interés por las estructuras y por los aspectos institucionales de la vida humana, mientras que nosotros no compartimos ya tal expectación. Lo lógico sería concluir que los aspectos institucionales son importantes. Pero Cullmann no saca esa conclusión; para él, el núcleo de la fe sigue siendo una cuestión personal, un asunto del corazón. Este planteamiento tiene un doble fondo. Los zelotas, a la vez que combaten al lado de la resistencia, son hombres que quieren ante todo cambiar las instituciones y estructuras. Pero tal afirmación supone una distinción entre persona y estructura que no existía entonces. ¿Por 16
Por ejemplo, R. Bultmann, en Exegetica. Aufsatze zur Erforschung des Neuen Testaments (Tubinga 1967) 445-469. 17 Así opinan los defensores de una teología política. Cf. J.-B. Metz y J. Moltmanntambién H. W. Bartsch, Jesús. Prophet und Messias aus Galiláa (Francfort 1970) (cf. infra, cuarta parte). '* E. Grasser, Der politisch gekreuzigte Christus, op. cit., 322. " H. Kuitert, Om en om, op. cit., 140.
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qué O. Cullmann, M. Hengel y E. Grásser tienen tanto interés en mostrar que Jesús no fue un revolucionario? Aunque no lo fuera, ello no significaría que un cristiano no pueda o quizá no deba serlo hoy. Cuando se hacen preguntas a la historia, siempre hay un motivo para hacerlas. Están «prejuzgadas»; lo que buscamos es justificar nuestra propia opción política y condenar otra. No obstante, preguntar cuál fue la postura de Jesús ante la política es perfectamente legítimo desde el punto de vista histórico. Pero habría que analizar asimismo el interés que pudieron tener las Iglesias neotestamentarias para presentar a Jesús como políticamente inofensivo. Los cristianos procuraron presentar la fe cristiana como compatible con una postura leal frente a las autoridades paganas, mientras éstas no exigiesen un reconocimiento de la sacralidad de la autoridad política. Es significativo, en efecto, que el Nuevo Testamento exhorte a los cristianos a ser leales a la autoridad imperial e incluso a que oren por las autoridades civiles, «para que llevemos una vida tranquila y sosegada, con un máximo de piedad y decencia» (1 Tes 2,1-2). La preocupación por evitar posibles persecuciones es, en cualquier caso, una de las razones de que el Nuevo Testamento «retoque» los aspectos políticos de la vida de Jesús. La interpretación que Brandon da de Jesús como un fanático político puede ser falsa, pero su análisis de la tendencia de los autores neotestamentarios a presentar a Jesús como apolítico, a fin de no provocar reacciones por parte de la autoridad pagana, es indiscutiblemente correcta20. Tanto el análisis del relato de la pasión en los cuatro evangelios como el del cuádruple relato sobre Juan Bautista muestran que Jesús es presentado, cada vez más, como «rey de los judíos» apolítico y pacifista. Le 23,2 recoge una tradición según la cual Jesús no quería pagar tributos, mientras que Me 12,13-17 la ignora o, por lo menos, la silencia. A partir del año 66, «judíos» era para los romanos sinónimo de zelotas, los «bandidos» —como ellos decían— que habían organizado un levantamiento contra Roma. En esta ciudad se sabía que el cristianismo procedía del judaismo 21. Por ello, al menos desde los años 66-70, nació en el Imperio romano una tendencia a relacionar al cristianismo con elvzelotismo; de hecho, sobre todo en Marcos (especialmente si escribe su evangelio para los cristianos de Roma) se observa un intento de presentar el zelotismo y el cristianismo como dos realidades absolutamente diferentes. Marcos disimula incluso el término «zelota» como sobrenombre de uno de los discípulos de Jesús, Simón (y lo transcribe en su forma griega, no inteligible para los romanos: kananaios). Marcos procura marginar el hecho de que Roma condenó a muerte a Jesús. Lo que para los cristianos de origen judeo-palestinense era una muerte honrosa (un martirio a manos de las tropas de ocupación) no lo era tanto para los cristianos de procedencia
pagana. En consecuencia, Marcos reinterpreta la muerte de Jesús y hace responsables a las autoridades judías, como se indica ya desde Me 3,6. Pi, lato se ve obligado por los judíos a condenar a Jesús (15,10-11). Fiel a su fuente (palestinense), Juan atribuye a los romanos el apresamiento de Je, sus, mientras que en Marcos es apresado «como un bandido» (14,48) por agentes de la autoridad judía (Me 14,43). Marcos reinterpreta la tradición; el romano Pilato encuentra inocente a Jesús y quiere salvarlo recurriendo a «Barrabás». La tendencia a presentar a Jesús como un hombre apolítico e incluso casi como un pacifista filorromano es bastante clara en el Evangelio de Marcos (aunque no sabemos todavía cuál fue la postura real de Jesús en el terreno político). Además, no es improbable, dado que un manuscrito habla de «Jesús Barrabás» (Mt 27,16-17: Jesous, ho legomenos Barabbas), que algunos círculos romanos asociaran a Jesús de Nazaret con un cabecilla jerosolimitano de la resistencia. Marcos quiere demostrar a sus lectores que Jesús era totalmente ajeno al zelotismo. Precisamente esta tendencia nos impide discernir históricamente el motivo real de la crucifixión de Jesús a manos de los romanos, aunque la crucifixión romana fue claramente un acto público. Para Marcos, los fariseos son los exponentes de cuanto los paganos encontraban extraño en el judaismo; de ahí que en su evangelio los presenta como los enemigos de Jesús. En complicidad con los herodianos, los fariseos quieren tender una trampa a Jesús en relación con el espinoso problema del pago de los tributos impuestos por los romanos (Me 12, 13-17). Pero Jesús es un subdito leal (12,17). Marcos pretende separar a Jesús de su contexto histórico judío. De ahí que sea un pagano el primero en pronunciar la confesión oficial de fe: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Me 15,39; cf. 1,24-34; 3,11-12). El Evangelio de Marcos representa de hecho una ruptura con el antiguo cristianismo palestinense, que había buscado refugio quizá en TransJordania y Egipto, mientras que el cristianismo paulino se había hecho fuerte en Siria, Asia Menor y Grecia. Marcos quiere mostrar a sus lectores que las relaciones de parentesco no tienen importancia (3,20-30; 3,31-35), que Jesús no fue aceptado por su propia familia e incluso que se le tuvo por loco (3,21; 3,31-35; 6,1-6). El «origen davídico», al menos en su sentido político-nacional, es una fantasía (12,35-37; cf. 14,1-2; 15,31-32). Difícilmente se puede negar que, para Marcos, Jesús es la ruptura con el judaismo. Aunque Pedro reconoce a Jesús como Mesías, no entiende al principio la doctrina paulina del valor salvífico de la muerte de Jesús (Me 8,31-32). Marcos da la impresión de que el cristianismo palestinense, los Doce, reconoció evidentemente en Jesús al único Mesías, pero fue incapaz de compartir la concepción paulina del valor soteriológico de la muerte de Jesús. En otras palabras: este evangelista quiere llenar los huecos de la cristología palestinense. Cuando muere Jesús, un pagano reconoce que es Hijo de Dios, al mismo tiempo que se rasgaba en dos la cortina del templo de Jerusalén. El cristianismo sustituye al judaismo; debido a ello, Jesús es sacado del contexto político concreto en que los paganos, especialmente a partir de los años 66-72, e incluso los judíos de fuera de Palestina, situaban al
20 S. Brandon, Jesús and the Zealots (Manchester 1967) con algunas correcciones: NTS 17 (1970) 453. 21 Tácito, Aúnales, 15,44.
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pueblo judío . Todo esto sugiere (en contra de la opinión dominante) que Marcos escribió después del año 70 y que presupone a los ojos de los paganos una conexión entre judaismo y rebelión contra Roma. Tampoco Lucas (ni en su evangelio ni en los Hechos) dice nada sobre la Iglesia de Egipto y Alejandría (desde hacía tiempo, lugar de refugio para los judíos), o sea, sobre la cristología palestinense que allí pervivía. Los cristianos habían aprendido de los sucesos de los años 66-70 que, para sobrevivir, debían mostrarse leales a Roma. «El que no está contra nosotros está a favor nuestro», dice Me 9,40. En cambio, cuando los cristianos hayan sufrido graves persecuciones y teman la aparición de otras nuevas, el Apocalipsis presentará a Jesús como un terrible jinete montado sobre un caballo blanco: «sus ojos llameaban... e iba envuelto en una capa tinta en sangre»; será la «espada de Dios» que regirá las naciones con cetro de hierro; en su manto se lee: «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 19, 12ss); él se alzará contra el cruel sojuzgamiento de Roma. De todos estos datos se desprende que el Nuevo Testamento tuvo inicialmente un interés apologético en describir a Jesús como apolítico, míentras que el Apocalipsis lo ve como el gran combatiente escatológico contra los poderes políticos injustos. Esto no quiere decir que el Nuevo Testamento haya despolitizado a un Jesús político, sino que ha eliminado de la vida de Jesús todos los elementos «desagradables» para los romanos (en la medida en que pudiesen dar pie a ¡relacionar al cristianismo con los hechos acontecidos en los años 66-77) a fin de evitar una persecución de la Iglesia. En la Antigüedad, religión y Estado constituían una realidad indisoluble: la religión era una institución básica de la sociedad. El respeto a la Divinidad encabeza la lista de virtudes cívicas, dado que la prosperidad del Estado (salus reipublicae) dependía de sus dioses. En este sentido, la religión se identificaba con el Estado. Lo mismo podemos decir del judaismo teocrático, dentro de su perspectiva yahvista. Esta situación crea un problema a los cristianos. Surge una dualidad: de un lado, la comunidad cristiana; del otro, el poder político (el Estado civil con su religiosidad pagana). Además, este poder se muestra muy pronto anticristiano, lo cual provoca una dialéctica entre fe cristiana y política. ¿Ofrece la experiencia cristiana de Jesús alguna perspectiva al respecto? Es significativo que la conocida perícopa de Pablo (Rom 13,1-7) sobre el tema no contenga ninguna alusión oristológica. La postura concreta que Pablo aconseja a los cristianos frente al poder político (pagano) no se inspira directamente en Cristo ni en el mensaje evangélico, sino en otras fuentes (cf. infra). Pablo pide una actitud leal frente al poder polí22 P. de Labriolle ha indicado las dificultades que encontraron en Roma los primeros cristianos judíos no paulinos; cf. La réaction páienne. Étude sur la polémique du premier au sixiéme siecle (París 21942) 42-43; W. Nestle, Die Haupteinwande des antiken Denkens gegen das Christentum: ARW 37 (1941) 51-100. Cf. (además de Hch 18,2) Suetonio, Claudius, 25,4.
tico «por motivo de conciencia» (Rom 13,5). Plantea, pues, expresamente el problema en un plano ético, sin unir evangelio y política; diríamos que para Pablo es un problema de ética autónoma. La situación no permitía otra cosa. Por tanto, antes de hablar de la concepción bíblica del poder político, deberemos tener muy presentes las mediaciones históricas. ¿Cómo plantea Pablo el problema? Habla de las archai kai exousiai (Rom 13,1), términos helenísticos que designan, por un lado, el poder supremo imperial (archai: en latín, imperta) y, por otro, las autoridades imperiales (exousiai: en latín, potestates o magistratus) 23. En Rom 13,1-7 aparecen también otros términos técnicos. Tal es el caso de agathon (el bien), con el que Pablo comienza la parte parenética de su carta (Rom 12, 1-2) y que aplica en 13,1-7 al poder político: tiene claramente el sentido de kalokagathia (expresión greco-romana que designa la virtud del ciudadano). Se habla también de impuestos directos (phoros) e indirectos o derechos de aduana (telos) (Rom 13,6-7). Leitourgos (13,6) es el nombre genérico que se aplica al «funcionario imperial». Pablo comienza su argumentación con una idea típica del judaismo de la diáspora (cf. infra): «Toda autoridad viene de Dios» y «las actuales han sido establecidas por él» (Rom 13,1) (Ap 13,2.4 dirá con cruda ironía que la autoridad del Estado romano viene de Satanás). Oponerse, como los zelotas, a la autoridad establecida es, por consiguiente, para Pablo, oponerse a Dios. Los representantes de la autoridad estatal y los funcionarios imperiales son «liturgos (servidores) de Dios para ayudaros a lo bueno» (13,4.6). Las razones aducidas en favor de esta exigencia ética son teológicas (no cristológicas) (las cartas deuteropaulinas añadirán «en el Señor»). La autoridad civil desempeña, pues, la función de «protectora de las «disposiciones de Dios». El Estado es para Pablo una institución divina, y él piensa sin duda en el Imperio romano pagano (hai de ousai exousiai: las autoridades constituidas, que para muchos cristianos fuera de Roma eran las fuerzas de ocupación) (Rom 13,1c). Pablo es ciudadano romano y, además, un judío de la diáspora: dos elementos que implican una postura de franca lealtad a Roma. Los judíos de la diáspora debían agradecer en muchos casos, dado el antisemitismo existente en todas partes, la protección jurídica que Roma les proporcionaba (el propio Pablo apelará al emperador para evitar lo peor). Esta teologización del problema («toda autoridad viene de Dios») es una teoría surgida entre los judíos de la diáspora. Desde hacía aproximadamente seis siglos, los judíos de la diáspora se habían encontrado con el problema de las relaciones entre la sinagoga y el Estado, dado que la religión judía no era la religión universal del Imperio. Esté problema se agudizó en tiempos del exilio babilónico: Yahvé, el Dios de Israel, y con él todo su pueblo, quedó sometido a dioses extranjeros. Los profetas tratan de ofrecer consuelo y ánimo en esta crisis de fe. Especialmente Jeremías: «Así dice el Señor... a todos los deportados que yo llevé de Jerusalén a Babilonia: Construid casas y habitadlas, plantad huer23
Cf. A. Strobel, Zum Verstandnis von Rom 13, op. cit., 67-93; J. Blank, Schrijtauslegung, op. cit., 174-186.
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tos y comed sus frutos, casaos y engendrad hijos e hijas; creced allí y no mengüéis. Pedid por la prosperidad de la ciudad... rezad por ella, porque su prosperidad será la vuestra... Yo conozco mis designios sobre vosotros: designios de prosperidad, no de desgracia, de daros un porvenir y una esperanza... Me dejaré encontrar y cambiaré vuestra suerte. Os reuniré en todas las naciones y lugares adonde os arrojé —oráculo del Señor— y os volveré a traer al lugar de donde os desterré» (Jr 29,1-22). El párrafo comienza con las palabras: «Así dice el Señor de los ejércitos, Dios de Israel». Según esta concepción, Yahvé ha extendido su dominio más allá de Israel y Judá. Jeremías dice a los deportados que estén dispuestos a una estancia prolongada y que no se dejen engañar por sueños irreales e insensatos de un pronto retorno (Jr 29,8). La prosperidad de Babilonia beneficia a los deportados. Por primera vez se insta a los fieles a orar por la res publica en circunstancias nuevas, es decir, en una situación en que no coinciden la comunidad de fe y el poder político. Nace así el problema de la relación entre la fe judía y el poder político. Jeremías, y sobre todo Ezequiel, el gran asistente religioso de los deportados, dan una primera respuesta a ese nuevo problema. Ezequiel invoca en esta situación histórica la necesidad de una renovación interior de la comunidad israelita, que ahora se ve convertida en un ghetto separado del mundo con una nueva forma de práctica religiosa, la celebración de la palabra en la sinagoga, y un nuevo ordenamiento jurídico intracomunitario (una situación que tiene mucho en común con la de las Iglesias neotestamentarias). El Deuteroisaías (Is 40-55) ahonda más en el problema. Este profeta de salvación da un juicio más positivo sobre el poder político pagano. El rey persa Ciro es llamado «cristo», «ungido de Dios» (45,1), instrumento salvífico en las manos de Dios (Is 44,24-28; 45,1-7). Esta visión preludia la concepción paulina de la autoridad imperial como «servidora de Dios» 24. Pero se trata de un instrumento salvífico de Dios al servicio de Israel y únicamente de Israel. En otras palabras, el poder político no tiene en sí ningún significado religioso. El régimen persa, que al principio se mostró muy condescendiente con los judíos, predisponía positivamente a este profeta frente al poder político y favorecía la «colaboración». Esdras, que desempeñaba en la corte persa la función de encargado de los asuntos judíos, fue enviado a Jerusalén para regular las relaciones de la comunidad 'religiosa con el poder político «según las leyes judías» (Esd 7). Precisamente en esta lucha por establecer una relación correcta entre la fe en Yahvé y el poder político se desarrolló entre los judíos de la diáspora la idea de Israel como «luz del mundo», lumen gentium (Is 42,1-7). Las relaciones entre fe y poder político adquieren gran importancia en la apocalíptica, especialmente en el libro palestinense de Daniel (que retroproyecta la situación de su tiempo al período del exilio y, por tanto, refleja el problema de diáspora existente entonces). El judío Daniel tiene un gran prestigio en la corte babilónica, pero permanece fiel a la fe de sus mayores. La sabiduría judía supera en él a la sabiduría caldea. El Dios Yahvé extien-
de su dominio sobre los cuatro reinos del mundo (Dn 2,20-22). Dn 2,37 formula el principio de que toda autoridad viene de Dios: «Tú, majestad, rey de reyes, a quien el Dios del cielo ha concedido el reino y el poder, el dominio y la gloria» (2,37). Pero el poder del Estado no es ilimitado (los tres jóvenes arrojados al horno encendido), pues el culto de la autoridad es contrario a la fe en Yahvé (Dn 3,16-18). La autoridad pagana puede exigir lo que quiera de los subditos judíos, con tal de que no se oponga a la fe judía. En tal caso resistirán hasta la muerte (como en el reinado de Antíoco IV). Sab 6,3 afirma algo parecido: «Escuchad, reyes... el poder os viene del Señor, y el mando, del Altísimo: él indagará vuestras obras y explorará vuestras intenciones». El principio de que «toda autoridad viene de Dios» no es, pues, sólo expresión de la fe yahvista en el único Dios, el Dios de Israel, sino que constituye también una amenaza del juicio de Yahvé sobre la autoridad no judía. Esta se halla sujeta a unas normas éticas. Debido a la postura leal de los judíos de la diáspora, el judaismo será reconocido en el Imperio romano como religio licita y gozará de la protección imperial. Después del año 70, la oración comunitaria «Domine, salvum fac regem» se convertirá en un precepto rabínico. Los judíos de la diáspora se habían distanciado de los zelotas palestinenses y de los partidarios sacerdotales de la resistencia. La reflexiones de Pablo en Rom 13,1-7 prolongan dentro de la Iglesia la tradición del judaismo de la diáspora; esto explica la ausencia de elementos cristológicos en la perícopa. Cuando los cristianos abandonaron la sinagoga o fueron expulsados de ella, la comunidad cristiana quedó jurídicamente desamparada —«forasteros y emigrantes»— en el gran Imperio. No obstante, los cristianos hicieron suyo el patrimonio espiritual de los judíos de la diáspora en el tema de su postura frente al Imperio. La comunidad se inspiró en los modelos de la diáspora judía a la hora de establecer su propia jurisdicción interna (el ordenamiento eclesial) (cf., por ejemplo, 1 Cor 5 y 6). La comunidad cristiana se situó ante el poder político pagano: a) con una postura de lealtad cívica; h) una actitud de resistencia pasiva, pero firme, en tiempos de persecución; c) cumpliendo todas las obligaciones civiles (impuestos, contribuciones, etc.) y más tarde incluso colaborando positivamente en los asuntos de Estado. El poder político no tiene un significado sagrado, pero la autoridad imperial es para la fe de Pablo una «disposición divina». Esto implica, por otra parte, que los cristianos, por razón de su fe, no pueden exigir privilegios dentro del Estado; son, como todos, simples ciudadanos. Deben cumplir sus obligaciones civiles «por motivo de conciencia» (Rom 13,5), no por miedo al castigo. Se trata, para Pablo, de un problema ético. Sin embargo, por encima de ello, se trata también del deber cristiano —Pablo lo llama «una deuda» (de los cristianos)— del amor mutuo, que en cuanto tal no es una obligación civil (Rom 13,8). Los cristianos están obligados a demostrar su amor al mundo. En otros textos del Nuevo Testamento encontramos la misma postura con ligeras diferencias de matiz. Sin embargo, el tono se endurece ante la inminencia o presencia de persecuciones en la Iglesia. Así, la primera carta
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C. Westermann, Das Buch Jesaja 40-66 (Gotinga 1966).
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VIDA DE GRACIA Y PODER POLÍTICO EN EL NT
CRITICA DEL NT A LOS PODERES POLÍTICOS
de Pedro tiene una postura más crítica que la de Pablo frente al poder político pagano: el Estado es «una institución humana», algo creado (ktisis, 1 Pe 2,13) (sin embargo, el empleo del término ktisis, «realidad creada», recuerda un tanto la «disposición divina» de que habla Pablo). Si Pablo recomienda la obediencia civil «por motivo de conciencia», la primera carta de Pedro habla de acatar la autoridad «por amor del Señor» (2,13). También aquí sigue en pie el principio de que Dios ha constituido a la autoridad (2,14b). La actuación de la autoridad es considerada, pues, casi a priori justa y conveniente (2,14b). La obediencia civil no es servidumbre, sino servicio a Dios en libertad (2,16; servicio, douleia, o sea, servicio realizado por un esclavo, se entiende aquí en el sentido que este término tenía en Oriente, en Asia Menor: el hombre es un esclavo, es decir, propiedad de Dios, y en cuanto tal se postra ante Dios; los romanos y los griegos están de pie ante Dios, pues a Dios no se le sirve) 2S. El autor no ignora, sin embargo, que esta autoridad imperial es anticristiana (1 Pe 3,14.17; 4,1.12-19; 5,13). Sabe que algunos funcionarios y gobernadores del Imperio demuestran «la estupidez de los ignorantes» (2,15). Pero no incita a la resistencia, sino a hacer el bien, a fin de tapar la boca a la ignorancia y a la injusticia (2,15b). Mientras Pablo exige «respeto» a Dios y al emperador (Rom 13,7; una concepción típicamente oriental y sapiencial, de la diáspora judía; Prov 24,21), la primera carta de Pedro establece una clara diferencia: «Respetad a Dios, honrad al emperador» (2,17b; cf. Mt 10,28); es decir, un cristiano no debe el mismo «respeto» al emperador. El «respeto debido a Dios» no puede tributarse al emperador en un contexto pagano en el que se daba culto al mismo emperador. El poder imperial, visto a la luz del concepto cristiano de la gracia, tiene una serie de límites. Todo el Nuevo Testamento rechaza el culto al emperador (cf. Mt 22,15-22; Rom 13,1-7; 1 Tim 2,1-3; Tit 3,1-3.8). En los escritos posteriores del Nuevo Testamento, redactados después o durante las persecuciones de la Iglesia, el tono es más duro. Ap 13 llama al Imperio romano «monstruo», fiera; en Ap 17,18, Roma es —con una expresión un tanto velada— la gran prostituta de Babilonia (un lenguaje que se inicia ya quizá en 1 Pe 5,13, donde el autor, suponiendo que escribiera su carta en Roma, cosa sólo probable, llama a esta ciudad «Babilonia»). Teniendo en cuenta el contexto general, 1 Pe 5,8-9 puede encerrar este mismo significado: «Vuestro adversario el diablo, rugiendo como un león, ronda buscando a quien tragarse. Hacedle frente firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos en el mundo entero están pasando por idénticos sufrimientos»; el «mundo entero» es todo el Imperio romano. Tales sufrimientos se refieren claramente, en mi opinión, a las persecuciones padecidas por los cristianos; al igual que el Apocalipsis, el autor de la primera carta de Pedro ve al diablo en el fondo de esas persecuciones romanas. El libro del Apocalipsis, en una serie de visiones, presenta la historia del combate escatológico de Jesús contra los demonios de este mundo; por
una parte, contra los arcontes celestes; por otra, contra los poderes políticos imperiales y regios de este mundo. En este montaje apocalíptico, la batalla terrena contra las potencias que envilecen al hombre se desarrolla de antemano en las esferas celestes, donde las fuerzas del bien luchan contra las fuerzas del mal. Gracias a la contemplación de la historia celeste, el autor sabe que también la lucha terrena contra las potencias del mal acabará triunfando: así lo garantiza Cristo, «el testigo fidedigno, el primero en nacer de la muerte y el soberano de los reyes de la tierra» (Ap 1,5). Si otros escritos del Nuevo Testamento hablan repetidamente del triunfo y la exaltación de Jesús por encima de las «potencias angélicas celestes», el Apocalipsis, a la vista de las persecuciones de la Iglesia decretadas por el Imperio, describe el triunfo de Jesús sobre el dragón, la bestia y los reyes de la tierra (17,4; 19,16), es decir, sobre todas las potencias políticas de la tierra, especialmente sobre el gran emperador romano (la bestia sobre la que monta la mujer, la diosa «Roma»; cf. 17,8); tras estos perseguidores de los hombres y de la Iglesia, el autor ve siempre a Satán (el dragón). Cristo es presentado como triunfador, con los mismos atributos que Dios: Alfa y Omega (1,17-18). El Apocalipsis es una acerba crítica religiosa del poder absoluto y arbitrario del emperador. El emperador, llamado entonces Víctor —«gran vencedor» y «bienhechor» o soter (Le 23,25-26)—, quedará sometido al Christus Víctor (un concepto que tendrá gran importancia en la patrística). La Nike o Victoria es Jesucristo, no el Caesar Víctor romano ni la psyche nike (el espíritu triunfante). «El ha vencido» (Ap 5,5), dice el autor, reproduciendo el nenikeka del Evangelio de Juan: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33c). Cristo es el «cordero inmolado», pero un cordero «con siete cuernos y siete ojos», es decir, que posee la plenitud del poder y de la sabiduría. Este combate celeste y terreno tiene como resultado la nueva creación y la nueva Jerusalén (Ap 21,1-22,5). Las potencias malignas de la historia —el dragón, las dos bestias y la Roma babilónica— son destruidas. Todo es ahora nuevo; la profecía de Is 65,17 se ha hecho realidad: una humanidad nueva sin sufrimientos, ni maldad, ni lágrimas (21,4), según los designios que Dios tiene desde la eternidad. Podríamos decir con el libro apócrifo de los Jubileos: «No existe ya Satanás, no existen poderes malignos que lleven al hombre a la perdición» (Jub 1,20); existe sólo una «Jerusalén celeste» que desciende a la tierra desde el cielo (Ap 3,12; 21,2.10), «la morada de Dios con los hombres» (21,3). En medio de su montaje dramático-apocalíptico, el Apocalipsis no es solamente un evangelio de esperanza, sino también el fundamento de una crítica religiosa —mutable según las distintas mediaciones históricas— de la sociedad, una teología de la liberación en sentido cristiano y, al mismo tiempo, una teología del martirio. En todo el Nuevo Testamento, la justicia de Dios aparece bajo el signo de la cruz que se ha aceptado.
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Platón, Gorgias, 491.
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En la crítica religiosa del Nuevo Testamento a los poderes políticos aparece a menudo en primer plano, bajo una multitud de fórmulas, el teologúmeno del anticristo (el término aparece expresamente sólo en 1 Jn 2, 18.22; 4,3 y 2 Jn 7). En algunos pasajes se habla, utilizando diversas figu-
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ras judías, de un antagonista escatológico: Me 13,14; Mt 24,15; 2 Tes 2, 3-12; Ap 13,1.11; 16,13; 17,1; 17,19. Me 13,22 habla de «falsos mesías», pero no en el sentido del antagonista de Me 13,14. También los judíos conocían la idea de un poder político enemigo de Dios, antitético del mesianismo. Ya en el relato de Gog y Magog (Ez 38-39) aparece la idea del «adversario». Sobre todo durante las guerras de los Macabeos, Antíoco Epífanes fue llamado «adversario», «hijo de la perdición», «hombre de impiedad», porque ataca las costumbres y leyes judías y se declara Dios (1 Mac 1,41-58; 2,15-18). Pero ya en Dn 9,26-27 y 12,11 se interpreta escatológicamente esta figura: es el adversario del salvador escatológico, el personaje escatológico enemigo de Dios, considerado como un tirano individual (Dn 7,25) que es una abominación religiosa (8,13; 9,27; 11,31; 11,36), o bien como un poder político colectivo (Dn 7), «la cuarta fiera», o sea, el reino de los Seléucidas, nombre que los judíos aplicarán más tarde también al Imperio romano (AsMo 10,8; ApBar[sir] 36-40; 4 Esd 12,11-12). 2 Tes 2,3-12 dice, en este mismo sentido, que el adversario escatológico es un instrumento de Satanás (2 Tes 2,9-10). También es judía esta idea, que más tarde se mezcla con el personaje antidivino de Daniel, el cual se proclama Dios y pretende extirpar cualquier tipo de culto a otro Dios que no sea él mismo (Dn 11,36). Satanás (identificado en la literatura intertestamentaria con Belial) asume, en la figura de Belial, el significado de adversario: el príncipe de las tinieblas con su séquito antidivino. Antes de su derrota escatológica, moviliza todas sus huestes para extender al máximo su dominio sobre los hombres 26 . «La bestia que sale del mar» (Ap 13,1) presenta estos mismos rasgos: este antagonista humano recibe de Satanás (el dragón) todo su poder (Ap 13,2.4), un poder contra Dios (13,5-6); es un personaje que exige adoración (13,8), pero que al fin es derrotado por el Mesías (19,19ss). También aquí, el significado oscila entre «tirano individual» y «poder político colectivo» (por eso la bestia tiene varias cabezas, una de las cuales se refiere claramente a un individuo, 13,5). En Ap 13,lss, esta bestia es evidentemente una institución de poder, mientras que «la bestia que sale de la tierra» (13,11-12), precursora de la primera, es un ser individual (cf. 17,9ss). La diferencia con 2 Tes 2, 3-12 consiste en que a la aparición de la figura antidivina, individual o colectiva —convertida ya en cómplice de Satanás— se añade ahora un tercer elemento: la leyenda del Ñero redivivus. Al pueblo no le resulta fácil aceptar la muerte de ciertos personajes famosos, buenos o malos (de algún modo siguen vivos, como Hitler o J. F. Kennedy). Tácito 27 y Suetonio28 cuentan que el pueblo estaba convencido de que Nerón, aunque había muerto, «seguía viviendo en algún sitio». La leyenda se incrementó con nuevos detalles. Se pensaba, por ejemplo, que Nerón se había refugiado en Oriente, de donde volvería con un ejército para vengarse29 y ejercer su dominio en Jerusalén 30 . Esto dio pie a que algunas personas pretendieran 26 27
P. von der Osten-Sacken, Gott und Belial (Gotinga 1969). Tácito, Historíete II, 8. a Suetonio, Ñero, 57. " Ibíd., 47.
" Ibíd., 40.
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pasar por Ñero redivivus. También los judíos estaban al corriente de esta leyenda31, que ellos mezclaron con elementos judíos (especialmente Dn 7): con el adversario antidivino ffi. El cristianismo recogió esta idea judía, y Nerón pasó a ser el anticristo escatológico33. El Nerón histórico se convirtió así, a medida que la leyenda iba creciendo con la aportación de nuevos elementos, en un personaje escatológico diabólico, devuelto a la vida por Satanás, para que actuara como anticristo M. Se trata del propio Satanás en figura de Nerón 35 . Esta leyenda romana y judaizada tiene una importancia capital en el libro del Apocalipsis (por ejemplo, 17,8; 13,13.14). El concepto neotestamentario de anticristo existía, pues, en el judaismo con sus tres elementos (utilizados de forma diferente por los autores neo testamentarios). El gran adversario es: a) una potencia antidivina (Daniel, Apocalipsis); b) una potencia antimesiánica, diabólica (literatura intertestamentaria); c) la figura enemiga de Israel (según la leyenda de Nerón). Este antagonista, en su triple interpretación, aparece como prefigurado en el mito de la creación que presenta la acción creadora como una lucha entre Dios y el monstruo primordial Leviatán. Este modo de pensar mediante tesis y antítesis es típico de un pueblo que se sabe elegido entre todos los pueblos; es un pensamiento dialéctico que evolucionará más tarde en una línea escatológico-apocalíptica. La Iglesia neotestamentaria, que también se sabe elegida y que sufre persecuciones que le vienen del exterior, hace suyo este modo antitético de pensar. Frente a «Cristo» está el «anticristo»: un poder antidivino, antimesiánico y antieclesial que, sobre todo en los tiempos escatológicos, concentra todas sus fuerzas contra los cristianos (representación apocalíptica de que se acentúan los sufrimientos escatológicos) y pretende inducirlos a la apostasía. En las cartas joánicas, los únicos textos que emplean expresamente el término técnico de «anticristo» para designar al adversario, éste pierde sus rasgos míticos. «Anti-Cristo» es todo aquel que no quiere reconocer a Jesús como Cristo: los incrédulos y los predicadores cristianos que en aquel tiempo enseñaban falsas doctrinas. Para la primera carta de Juan, son «anticristos» los cristianos que predican herejías en la Iglesia. Según esta carta, el peligro del antícristo está en la propia Iglesia (1 Jn 2,18.22; 4,3; 2 Jn 7). «El anticristo» no es, pues, lo que podríamos llamar una «realidad de fe». Pero lo que hay tras esta figura es importante para la teología: la lucha sin cuartel entre el bien y el mal, en la que el hombre no siempre puede controlar las fuerzas del mal; éste es una potencia (aunque el cristiano sabe que Cristo, la potencia del bien, tiene la última palabra). Además, el poder del mal asume con frecuencia la figura de poderes políticos: con el símbolo de la batalla contra el anticrísto, el Nuevo Testamento, recurriendo a los modelos propios de su tiempo y a sus propias potencialidades, invita a los cristianos a oponerse a los poderes políticos que escla32 " Oráculos Sibilinos, 5. Ibíd., 5,222-223. 33 lbíd., 5,1-51. 35 " Ibíd., 5,28-35 y 5,214-227. Ascensión de Jeremías, 4,2-4.
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EL PROBLEMA DE LOS IMPUESTOS
vizan a los hombres. La actual oposición cristiana a esos poderes podría considerarse como el contenido concreto de lo que anteriormente fue la fe en el anticristo. Y es de notar que, desde el momento en que los cristianos se comprometen, a la luz del evangelio, en la mejora del mundo y se oponen a la esclavitud de la humanidad, «la fe en el anticristo», en su sentido mítico, pierde importancia y... desaparece. La praxis cristiana ha recogido así la intención básica de las afirmaciones neotestamentarias sobre el anticristo. La ortodoxia en forma de mito se convierte así en ortodoxia en forma de ortopraxis.
tenían, por tanto, una intención totalmente diferente de la que se querría ver hoy en ellos. Así es imposible captar la visión del Nuevo Testamento, según la cual la praxis del reino de Dios implica esencialmente la mejora del mundo (aunque el cristianismo neotestamentario no pudo realizar este proyecto más que en el ámbito de la comunidad cristiana, la cual quería ser como «un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite la justicia, 2 Pe 3,13). La figura del «anticristo», que en el Nuevo Testamento asume un carácter político, es una alusión a la batalla que los cristianos, movidos por su evangelio, deben librar en nuestra sociedad. Frecuentemente, también Jn 19,8-12 es interpretado en el sentido de que el Jesús joánico reconoce que la autoridad civil viene de Dios. Pero Jesús no dice nada de eso. Cuando Pilato le amenaza diciendo que él tiene autoridad para soltarlo o para crucificarlo, Jesús, «que viene de Dios», responde: «No tendrías autoridad alguna para actuar contra mí si no la hubieras recibido de lo alto» (Jn 19,11). Juan se refiere aquí a la dignidad de Jesús como rey celeste y a la voluntad del Padre (Jn 18,11), decidido a que Jesús beba el cáliz de la pasión. El Evangelio de Juan no hace aquí ninguna afirmación doctrinal sobre la relación del cristianismo con el poder civil.
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En la concepción neotestamentaria de la relación entre la experiencia de la gracia y los poderes políticos, desempeñan una función importante, además del dinamismo interno de la gracia, del reino de Dios y de la nueva praxis exigida por este reino, una serie de mediaciones históricas, especialmente la obvia afirmación de que «toda autoridad proviene de Dios» (entendida al principio solamente como supremacía de Yahvé sobre toda autoridad terrena, que él utiliza como instrumento para llevar a cabo sus planes salvíficos en Israel); desempeña también una importante función el hecho de que los cristianos neotestamentarios no tenían posibilidad alguna de modificar las estructuras existentes en su mundo y se limitaron a distanciarse de las mismas. Lo único que cabía decir de tales estructuras era: «Esto no puede suceder entre vosotros los cristianos». Lo cual supone que el poder político estaba entonces en otras manos y que no existía un contexto democrático que permitiera a todos los hombres —también a los cristianos— trabajar activamente, movidos por sus propias ideas y convicciones, en favor del mejoramiento de la colectividad sociopolítica y económica. Precisamente porque estas falsas estructuras de la sociedad civil no se habían introducido en las Iglesias neotestamentarias (como ocurriría más adelante, cuando la Iglesia se convirtió en Iglesia de Estado), la postura adoptada por el cristianismo primitivo fue una opción auténticamente cristiana, éticamente responsable, pero condicionada por la situación, por lo cual no constituye una norma directa para toda postura cristiana frente al poder político. Lo que nos diferencia básicamente de aquella situación es que las actuales Iglesias concretas se han convertido en una "parcela del mundo con su cultura dominante y unas estructuras de efectos alienantes, de tal modo que fallan en lo que para el Nuevo Testamento es la primera consecuencia de la praxis del reino de Dios: mediante la renovación interior, que afecta también a la comunidad eclesial, construir en la tierra una parcela del reino de Dios. En este cristianismo neotestamentario encontramos, pues, implícitamente una crítica de la Iglesia. De todo esto se desprende con bastante claridad la importancia que el análisis de las mediaciones históricas tiene para una correcta hermenéutica teológica del Nuevo Testamento, así como el peligro que entraña la omisión de ese análisis: se puede caer en un fundamentalismo reaccionario que consolide, en nombre de Dios y de Cristo, ciertas estructuras injustas y las legitime teológicamente basándolas en unos textos de la Escritura que nacieron en un contexto social e histórico completamente distinto y
Uno de los motivos de la insurrección judía en los años 66-72 fue la imposición de tributos especiales con anterioridad a la época de Jesús. Josefo habla de un impuesto (phoros) de dos dracmas, establecido posteriormente por el emperador Vespasiano, que los judíos debían pagar para el templo del Capitolio36. En el año 71 se celebró en Roma la entrada triunfal del nuevo emperador Vespasiano y de su hijo, con ocasión de la victoria sobre la insurrección judía (en el 81 se construyó en el Foro Romano el arco triunfal de Tito). En el desfile del 71 se representó plásticamente la guerra judía 37 . Se acuñaron nuevas monedas con la inscripción «Judaea capta» y la imagen del derrotado Israel. En el cortejo triunfal, como parte del botín de guerra, se mostraba el velo morado del templo de Jerusalén 38 como símbolo fehaciente de la entrada de los romanos en el santo de los santos. Toda Roma pudo ver el relato dramático y la derrota de la rebelión judía; el desfile fue como un reportaje televisivo sobre la guerra. Así, los no judíos, especialmente los que vivían en Roma en los años inmediatamente posteriores al 70, asociaban espontáneamente judaismo y rebelión contra Roma. Los romanos sabían además que el cristianismo tenía un origen judío. La interpretación de Me 12,13-17 debe situarse probablemente en este contexto. El problema de los impuestos aparece en Me 12,13-17, un texto que ha dado lugar a las más diversas interpretaciones. ¿Qué relación hay entre Me 12,13-16 y Me 12,17? Se trata de tender a Jesús una trampa y tener un motivo para acusarlo: «¿Está permitido pagar tributo al César o no?». Debido a su concepción teocrática del Estado judío, los zelotas se negaban * Josefo, De bello Iudaico, 7,218.
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Ibíd., 7,116-162.
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Ibíd., 7,162; 6,316.
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«DAD AL CESAR LO QUE LE PERTENECE»
a pagar cualquier tipo de impuestos a la potencia ocupante. Pero los zelotas no tienen nada que ver con el episodio de Me 12,13-17. Sin embargo, Lucas parece conocer una tradición según la cual Jesús se oponía a que sus discípulos pagasen tributos (Le 23,2; ¿o se trata quizá de una redacción del propio Lucas?). En el relato de Marcos aparecen sólo «unos fariseos y partidarios de Herodes» (Me 12,13; en Mt 22,15, solamente fariseos; cf. también Le 20,20-25). La aristocracia herodiana, colaboracionista con los romanos, era claramente favorable al pago de impuestos a los romanos, mientras que los fariseos se limitaban a una oposición moral, respetando externamente las prescripciones romanas (trataban de justificarse aduciendo Dn 2,22.37ss; 4,14.29; resignación ante un poder extranjero con la esperanza de una próxima liberación por obra de Yahvé). En el Evangelio de Marcos hay que situar el relato según la intención del propio evangelista. Este quiere mostrar que Jesús está envuelto en un conflicto mortal con las autoridades judías: sumos sacerdotes, escribas y ancianos (Me 11,27), fariseos y herodianos (12,13), saduceos (12,18) y de nuevo escribas (12,28.35.38). Dejando ahora de lado la posible forma que este relato tenía en la tradición anterior a Marcos, el evangelio presenta una disputa en la cual Marcos quiere demostrar la superioridad de Jesús sobre las autoridades judías. Me 12,18-19 es una pregunta capciosa para comprometer a Jesús, sea cual fuere su respuesta. Si responde negativamente, sus adversarios le acusarán de incitar al pueblo a la rebelión contra Roma. Si responde afirmativamente, herirá los sentimientos teocráticos del judaismo. Considerando este contexto, la perícopa no pretende aclarar la doctrina de Jesús sobre la postura que debe adoptarse frente al Estado. Este tema queda al margen del propósito directo de Marcos. Lo importante es cómo Jesús demuestra su superioridad sobre sus adversarios en una situación difícil, cómo sale del apuro sin comprometerse, mientras que sus adversarios caen en la trampa que le habían tendido. La perícopa no ofrece directamente un diálogo doctrinal de tipo informativo (sobre la postura de Jesús frente al poder político), sino una disputa, como se desprende de la estructura estereotipada: los que preguntan tienen sentimientos hostiles (Me 12,13); Jesús descubre su hipocresía y advierte la trampa (12,15); les responde con otra pregunta (12,15, cosa que en Me hace siempre en tales casos; nunca responde directamente a la pregunta; cf. Me 12,24; 11,33b). Jesús no se interesa por el objeto de la pregunta, que sus adversarios plantean con intenciones muy distintas, y hace que esas intenciones se vuelvan contra sus interlocutores, con lo cual nada se dice directamente acerca de la postura de Jesús ante los tributos impuestos por Roma. Da a entender sutilmente que ellos mismos han resuelto ya la cuestión y que sólo pretenden tenderle una trampa. Pide que le muestren una moneda. Uno de los oponentes saca con la mayor naturalidad una moneda del bolsillo. Con ello queda resuelto el problema. «¿De quién son esta efigie y esta leyenda? Le contestaron: Del César» (12,16); 12,17a formula simplemente el resultado: «Lo que es del César pagádselo al César» (apodidonai no significa «devolver», sino que es el término técnico correspondiente a «pagar tributo», aunque algunos lo du-
den). No es Jesús quien lleva dinero en el bolsillo, sino los que le plantean la pregunta. En otras palabras: ellos son los que están «dentro del sistema». Por tanto, que actúen en consecuencia: «Dad al César lo que le pertenece». Jesús y los suyos han dejado todo, están fuera del sistema monetario. Por eso añade Jesús: «Y dad a Dios lo que es de Dios». No hay ningún indicio crítico-literario que nos induzca a considerar esta frase como secundaria, como hacen algunos: es parte esencial del relato y, sobre todo, del mensaje fundamental de Jesús sobre el futuro reino de Dios, en relación con el cual el problema de los tributos carece prácticamente de importancia. En otros términos: Jesús da a entender a sus hipócritas interlocutores que más les valdría preocuparse del reino de Dios que plantear preguntas capciosas y pérfidas. Sobre el pago del tributo lo único que encontramos aquí es el reconocimiento del poder fáctico del emperador, que sus adversarios son los primeros en aceptar; éstos se han decidido ya por el mundo. Jesús los invita a que se preocupen del reino de Dios. Este interés indirecto de Jesús por la política es un hecho político de primera magnitud 39 . En la perspectiva del reino de Dios, para Jesús, Roma ha caducado. El poder de Roma está escatológicamente superado. El género literario de la disputa nos impide considerar Me 12,17 como un enunciado dogmático de Jesús (lo cual es un género totalmente distinto) sobre fe y política. Desgraciadamente, este texto ha sido interpretado posteriormente como un enunciado absoluto y dogmático, desconectado de su contexto. Pero la consiguiente separación entre el ámbito religioso y el social es impensable en Marcos y en el Nuevo Testamento. No se puede servir a dos señores, a Dios y a las riquezas (Me 6,24; Le 16,13). La dimensión social del dinero es contemplada en relación con Dios y obliga al cristiano a tomar decisiones. Si Marcos se inclina, en el relato de la pasión, a no culpar en demasía a los romanos, a fin de evitar así persecuciones a los cristianos, es evidente también que con esta perícopa quiere, al mismo tiempo, mostrar que Jesús y los cristianos son ciudadanos leales y que no ven en ello ninguna contradicción con su fe cristiana. En este sentido, Me 12,13-17 concuerda con Rom 13,1-7 (que, por lo demás, es cronológicamente anterior). Esta era la postura general de los cristianos, como se ve en las plegarias «por los reyes y por todos los que ocupan altos cargos», «para que llevemos una vida tranquila y sosegada, con un máximo de piedad y decencia» (1 Tim 2,1-2). Todo esto implica que conocemos la postura histórica de Jesús frente a los poderes políticos únicamente a través de una apologética eclesial, cuyo objetivo era preservar a la comunidad cristiana de posibles persecuciones . El Nuevo Testamento sigue simplemente la postura de los judíos de la diáspora frente a una potencia de ocupación (también ellos vivían en tierra extranjera). Tal es la postura del judío de habla griega Ben Sira, el cual " G. Petzke, Der historische Jesús in der sozidethischen Diskussion, op. cit., 223-236. '" Ibíd., 233-234.
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EXEGESIS BÍBLICA Y CONTEXTO HISTÓRICO
aduce las mismas razones: «No pongas pleito a un poderoso, no vayas a parar en sus manos» (Eclo 8,1); y la postura de la «sabiduría tradicional» judía (Eclo 4,7; 7,14; 8,10-11.14; 9,13; 13,9-13; 26,5). Estos judíos, más que respeto, sienten miedo ante la autoridad (extranjera). ¿Podemos dar un paso más y reconstruir la tradición original que subyace en Marcos? Entre los numerosos intentos en tal sentido, me parece que la reconstrucción de P. Farla es la más acertada 41. En líneas generales, Farla llega a la conclusión de que es insostenible la hipótesis de una «colección» de disputas anterior a Marcos. Marcos transforma con frecuencia relatos de milagros o discursos doctrinales, o un logion, en disputas. En Me 12,14 comienza un nuevo fragmento de tradición (12,14-17). Dado que los interlocutores se dirigen a Jesús llamándolo «maestro» (didaskale), en la tradición premarcana la intención de éstos no es hostil n ; por tanto, no quieren tenderle una trampa, sino saber realmente cuál es su opinión sobre el problemático asunto del tributo al emperador (romano). (Tenemos así que Me 12,13.15a.17c es ciertamente material redaccional: transformación en disputa; quizá también las diplomáticas palabras de 12,14bc). Según Farla, el origen de esta tradición se remonta a la catequesis de la comunidad palestinense, ya que la perícopa no tendría apenas sentido como simple enseñanza doctrinal en la discusión con judíos, para los cuales el tributo era un problema tan agudo como para los cristianos. Esa catequesis estaría enlazada con un hecho ocurrido en la vida de Jesús o simplemente con un logion aislado (Me 12,17ab). En cuanto a la postura de Jesús ante la política, esta reconstrucción no añade nada a lo que hemos dicho: la política no es para Jesús algo absoluto; el asunto decisivo es el reino de Dios. Por tanto, no es demostrable directamente la idea de un «Jesús político» ni la de un «Jesús apolítico». Sería, pues, falso afirmar que podemos demostrar positivamente que Jesús fue «apolítico». Únicamente se puede decir que no tuvo un interés directo por la política, si bien sabemos que su predicación del reino y, sobre todo, su trato con los oprimidos tenía una serie de implicaciones políticas. Debido a ello, interpretar apolíticamente Me 12,13-17 revela sin duda una intención completamente distinta de la de Jesús, el cual anunció la venida inminente del reino devDios y declaró dichosos a los pobres y oprimidos. En vez de la crítica escatológica radical que Jesús hizo del mundo, se pretende adoptar una postura apolítica y neutral entre los poderosos y los oprimidos, lo cual favorece de hecho a los primeros en contraste con la praxis expresa de Jesús. Mientras Marcos y Pablo quieren evitar a una minoría cristiana una posible persecución y hacer posible un anuncio evangélico sin trabas, algunos cristianos modernos, apoyándose sin razón en Me 12,17, pretenden separar por completo fe y política, consolidando así las relaciones fácticas de po-
der. «Los oprimidos, que anteriormente intentaban defenderse, se convierten ahora en los estratos sociales dominantes e, invocando el mismo texto de Me 12,17, llegan a compromisos con los poderes civiles y desempeñan funciones de poder» 43 . Esto significa que la exégesis bíblica, cuando olvida el contexto histórico y social de un texto, puede ser reaccionaria y acristiana. En efecto, una hermenéutica de Me 12,17 en tal sentido está en contradicción con la intención fundamental del mensaje de Jesús sobre un Dios volcado hacia la humanidad. Justino, el primer gran teólogo de la Iglesia establecida, es de hecho el iniciador de una «teología política» apolítica44 cuando interpreta Me 12,17 como un enunciado doctrinal, al margen del género literario propio de Me 12 y de la situación sociohistórica del cristianismo neotestamentario. La pretensión de ver a Jesús como «político» o «apolítico» encierra el peligro de considerarnos dispensados de la necesaria argumentación política. Aun en el caso de que Jesús en su tiempo fuese político —o apolítico—, esto no significa necesariamente que un cristiano, movido por esa misma fe, pero en una situación histórica diferente, deba adoptar la misma postura ética. La crítica social del Nuevo Testamento y del Tenak es siempre una crítica religiosa, pero esto no dice nada a favor ni en contra de una crítica no religiosa de la sociedad o de las consecuencias éticas que de ella puedan derivarse para un cristiano. Como conclusión, podemos afirmar que el Nuevo Testamento muestra cuál fue, frente a la política, la postura de Pablo y del paulinismo, la del Apocalipsis y la de Marcos. En otras palabras: encontramos varios modelos de cómo actuaron unos cristianos frente a la política en unas circunstancias concretas. Lo mismo puede decirse de Jesús, si bien conocemos su postura únicamente a través de los modelos políticos del Nuevo Testamento. En conjunto, estos modelos nos dicen algo, a título de orientación, sobre la fe y la política: por un lado, no es bíblica la identificación total con la política o la absolutización de la misma; por otro, la llamada del evangelio a la metanoia no afecta simplemente a la interioridad del hombre, sino también —en determinadas situaciones— a la transformación de las estructuras sociales que esclavizan al hombre (cf. en especial Le 22,35). Pero en todo modelo hay siempre algo de «juego», y también esta postura es liberadora. El cristianismo no conoce el furor ansioso de mejorar el mundo a costa de la humanidad. La reserva escatológica significa aquí que no se debe ideologizar la política. Toda generación cristiana que se tenga por tal deberá determinar, a partir de la fe, su postura frente a la situación política, especialmente cuando las estructuras existentes esclavizan al hombre.
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P. J. Farla, Het oordeel over Israel, op. cit. F. Normann, Christus Didaskalos. Die Vorstellung von Christus ais Lehrer in der christlichen Literatur des ersten und zuieiten Jahrhunderts (MBTh 32; Münster 1967) 1-54; cf. también F. Hahn, Christologische Hoheitstitel, op. cit., 76ss. 42
43 44
Petzke, Der historische Jesús, op. cit., 234-235. Justino, Apología I, 17.
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«LLEVAD A LA PRACTICA EL MENSAJE»
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CAPITULO V
VIDA DE GRACIA Y ETICA EN EL NUEVO TESTAMENTO
Las cuestiones que acabamos de analizar están íntimamente relacionadas con la de qué postura adopta el Nuevo Testamento frente a la relación entre kerigma, o anuncio de la fe, y moralidad humana, entre gracia y ética, entre el reino de Dios, que Jesús anunció y que llegó a nosotros en su persona, y sus consecuencias éticas o praxis del reino. En esta parte estudiamos también la profundidad estructural de las tres cuestiones que acabamos de plantear. El problema consiste en ver si el Nuevo Testamento se limita a decirnos que un cristiano debe integrar en su experiencia de la gracia las normas éticas existentes en su sociedad, de suerte que no diría nada sobre la ética en sí misma. En tal caso, la hermenéutica teológica de los enunciados éticos contenidos en la Biblia tendría solamente un significado histórico, es decir, se reduciría a averiguar la situación ética existente en el cristianismo neotestamentario, pero no sería una interpretación hermenéutica o actualizante. Algunos moralistas sostienen que existe una hermenéutica específicamente cristiana del Nuevo Testamento, es decir, una ética específicamente neotestamentaria, válida también para los cristianos de hoy. Otros, en cambio, opinan que la Biblia recoge simplemente las normas éticas vigentes en la sociedad de su tiempo, si bien los cristianos deben cumplirlas «en el Señor». ¿Qué dice exactamente el Nuevo Testamento a este respecto? Podemos distinguir varios aspectos. 1. El Antiguo Testamento y el Nuevo hablan de normas y directrices morales únicamente sobre el trasfondo y en el contexto de la temática religiosa sobre Dios; en el Nuevo Testamento, en relación con Cristo y el ésjaton. De la moral se habla en conexión con el reino de Dios y sólo en una perspectiva cristológica o al menos teológica. En otras palabras: la gracia y la religión son también esencialmente una tarea ética. La vivencia de Dios es también ética; una persona religiosa no puede disociar la vida de gracia y la vida ética. Tenemos, pues, ya un primer dato importante: «Elevad a la práctica el mensaje y no os inventéis razones para escuchar y nada más» (Sant 1,22); makarios en te poiesei autou; «el que pone por obra la ley perfecta, ése encontrará su felicidad en practicarla» (1,25c). La carta de Santiago se opone a un monismo religioso de la gracia: «Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Es que esa fe podrá salvarlo?» (Sant 2,14). «Los que ya creen en Dios pon-
gan empeño en señalarse en hacer el bien. Eso es lo bueno y lo útil para los demás» (Tit 3,8b). Esto tiene una serie de consecuencias. Flp 4,4-9 es un texto típico: «Estad siempre alegres en el Señor, siempre alegres...; el Señor está cerca... Todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso tenedlo por vuestro». Por un lado, este texto insta a observar las prescripciones de la ética vigente; es el único pasaje del Nuevo Testamento que utiliza el término arete en el sentido helenista de virtud ética social «que merece alabanza» (ambos términos, «virtud» y «respeto» debido a la virtuosidad, son típicamente helenistas). Por otro lado, esta moral empalma con la escatología; por ello, la alegría es un estado de ánimo fundamental de la conducta ética del cristiano. Desde el punto de vista cristiano, la ética significa más una posibilidad derivada de la gracia que una obligación tajante. La moral participa de la gracia, que convierte al hombre en una nueva criatura. Esto plantea el problema de cómo aparece la realidad del hombre a la luz de la «conciencia religiosa» cristiana. A diferencia de lo que ocurre con las concepciones neotestamentarias de la gracia, no encontramos en el Nuevo Testamento ningún principio unitario en relación con el contenido específico de las normas éticas. En otras palabras: el Nuevo Testamento no posee un principio ético propio y, por consiguiente, tampoco ofrece un principio ético fundamental. No obstante, la literatura neotestamentaria dedica un amplio espacio a las exhortaciones éticas, hasta tal punto que, si elimináramos todos los textos éticos del corpus paulino, éste quedaría reducido a menos de la mitad. Sin embargo, la temática ética aparece únicamente sobre un trasfondo religioso y cristológico. 2. En segundo lugar, vemos que el Nuevo Testamento acepta en gran parte y considera válida también para los cristianos la ética propia de la cultura de su tiempo, o sea, la ética del judaismo y de la sociedad romanohelenista. La prueba más clara de esto es la aceptación de las «normas de moral doméstica» o «código de honor ético» existentes en aquel tiempo, especialmente la moral popular de la antigua Grecia en la versión idealizada por el estoicismo (cf. Col 3,18-4,1; Ef 5,22-6,9; 1 Tim 2,1-15; 6,1-2; Tit 2,1-10; 1 Pe 2,13-3,9; textos de fecha relativamente tardía, cuando las comunidades cristianas llevaban existiendo un par de generaciones). En líneas generales, estas normas de moral doméstica son las mismas que encontramos en la sociedad helenista-estoica e y en la sociedad judía (influida por la ética helenística desde la época de la ocupación griega y romana; cf., por ejemplo, Job 4,3-21; Eclo 7,18-35, etc.). De esas normas neotestamentarias se deduce que los cristianos, en el terreno ético, se atenían simplemente a las normas entonces vigentes para la vida familiar y social. " F,n especial, Epicteto, Dissertationes, 2,14,8; Séneca, Epistula, 94,1; Estobeo, Antholonia I, 3,53.
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VIDA DE GRACIA Y ETICA EN EL NT
CUMPLIMIENTO ETICO «EN EL SEÑOR»
Pero como el culto a los dioses era una virtud cívica para la cultura grecoromana, los cristianos eliminaron de su código moral ese culto, de modo que —pese a la estrecha relación entre experiencia de Dios y ética—, el Nuevo Testamento distingue nítidamente entre ética y religiosidad, a la vez que afirma implícitamente la mediación histórica entre ambas. 3. En tercer lugar, esa moral humana vigente exige para los cristianos neotestamentarios un cumplimiento «en el Señor» (Ef 5,25-33; 1 Pe 2, 13-14; Col 3,18). Pablo no aplica todavía a la ética la expresión «en ei Señor», pero se mueve ya en esta dirección cuando en 1 Cor 7,39 habla de «casarse con un cristiano», es decir, siguiendo el espíritu de Cristo y, por tanto, como cristianos. Parece, sin embargo, que el paulinismo propendía a fundamentar la moral vigente sobre una base cristológica, o por lo menos teológica, y así a teologizar y absolutizar las normas entonces vigentes. Tal es el caso, por ejemplo, de la norma patriarcal y androcéntrica de la Antigüedad: «la mujer está sometida al varón» (Ef 5,21-33; Col 3,18; 1 Cor 14,34; 1 Tim 2, 11-15; 1 Pe 3,1 y Tit 2,5): el Nuevo Testamento la acepta y la sitúa «en el Señor» por el Nuevo Testamento, con lo cual las desigualdades sociales se suprimen en parte en virtud del sincero amor mutuo, que hace iguales a todos. A veces —también en este caso—, la norma social recibe una fundamentación ideológica: «del mismo modo que la Iglesia está sujeta a Cristo». Podríamos interpretar esta afirmación simplemente como sinónimo de «en el Señor». Sin embargo, la cosa cambia cuando el propio Pablo otorga el dato social de que «el hombre es cabeza de la mujer» (1 Cor 11,3; cf. Ef 5,23), paterfamilias, un sentido teológico. Al parecer, en 1 Cor 11,3 Pablo otorga a la condición del varón como «cabeza» un alcance universal (no sólo dentro de la jerarquía familiar) y aduce una razón teológica. La carta paulina a los Efesios dice solamente «como Cristo es cabeza de la Iglesia» (Ef 5,22-24; cf. 1 Cor 11,8-9; 1 Tim 2,13), mientras que Pablo afirma: «El hombre no fue creado para la mujer, sino la mujer para el hombre» (1 Cor 11,9: un midrás sobre Gn 3,16), razón por la cual la mujer debe llevar cubierta la cabeza *\ Si comparamos Col 3,184,1 (donde al principio profano se añade simplemente «en el Señor») con 1 Pe 2,13-17 (donde se subrayan los aspectos cristianos) y con la tendencia de Pablo a fundamentar teológicamente ciertas costumbres, comprobaremos que el Nuevo Testamento se halla todavía en busca de una justa relación entre la redención en Cristo y la ética. Pablo teologiza también la norma de que los hombres deben llevar el pelo corto y las mujeres largo (1 Cor 11,14), una norma estoica muy conocida en aquel tiempo; también los ángeles tienen que ver en el asunto (1 Cor 11,7-10). Sin embargo, a pesar de todos sus argumentos teológicos, Pablo no está convencido de que su razonamiento resulte convincente a sus lectores, y así añade: «Y si alguno está dispuesto a discutir, sepa que nosotros no tenemos tal costumbre, ni las comunidades tampoco» (1 Cor 11,16). Son simples costumbres
venerables. Pero en una ciudad mundana como Corinto esto no carecía de importancia. También 1 Tim 2,9-10 (cf. 1 Pe 3,3-4), con su invectiva contra las grandes señoras («sin adornos de oro en el peinado, sin perlas ni vestidos suntuosos»), quiere inculcar la sobriedad cristiana y salir así en defensa de los hermanos más pobres (esta intención aparece claramente en Sant 2,1-9, donde es evidente la opción cristiana en favor de los pobres). Lo que no tiene sentido es tomar las «teologizaciones» de Pablo más en serio que él mismo. Ya en la tradición Q existe la costumbre de invocar experiencias humanas aleccionadoras, plasmadas en relatos estereotipados: Adán y Eva, el diluvio, Sodoma y Gomorra, Jonás, la reina de Sabá, etcétera. Estas historias se van cargando de experiencias nuevas y permiten la elaboración de otras distintas, del mismo modo que para nosotros la palabra «Hiroshima» basta para evocar toda una situación. Estas alusiones a experiencias del pasado mueven a los oyentes a admitir lo que no estarían dispuestos a aceptar de forma espontánea. Cuando, por ejemplo, Heb 13,2, queriendo inculcar en los cristianos el sentido de la hospitalidad, dice: «Algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles», induce inmediatamente a pensar en la historia de Tobías (Tob 12), que fue visitado por un ángel de Dios. El autor no pretende en este caso fundamentar teológicamente su parénesis por medio de una angelología, pero su evocación da que pensar al lector de entonces. Aquellos primeros cristianos vivían las viejas historias bíblicas, en las que se condensa todo un tesoro de sabiduría humana y judía acumulado a lo largo de siglos. En mi opinión, así deben interpretarse las «teologizaciones» de Pablo. No quieren ser argumentos teológicos, sino evocaciones de una sabiduría parenética contenida en relatos populares. Encontramos este uso en todo el Nuevo Testamento (un ejemplo muy claro es Heb 11; también 2 Pe 2,4-22, que recoge incluso relatos apócrifos; y lo mismo sucede en todas las cartas neotestamentarias). El cristianismo posterior, sin embargo, se distanció totalmente de la sabiduría del Tenak y comenzó a pensar a partir de un sistema, no ya de historias evocativas. Entonces se empezó a leer a Pablo de una forma diferente y a buscar en él argumentos teológicos para, por ejemplo, fundamentar teológicamente las concepciones androcéntricas de una cultura concreta, en la que se sitúa también el Nuevo Testamento. A ello se debe que esa cultura del pasado siga influyendo en la Iglesia y tenga —sin razón ni base bíblica— una aureola teológica. De todas formas, al situar «en el Señor» la ética humana específica de una cultura, las aristas más agudas de las desigualdades sociales de la época quedan limadas gracias al precepto del amor mutuo cristiano. Pero este amor sólo puede realizar su función crítica de la sociedad a condición de que se lleve a cabo previamente un análisis de las estructuras sociales. Un hecho típico es que los cristianos neotestamentarios, que querían construir una sociedad nueva por lo menos dentro de la comunidad eclesial, mantuvieron la jerarquía social en sus propias familias. La familia es el punto más importante por el que las estructuras civiles se introducen en la Iglesia.
w
E. Schillebeeckx, Het huwelijk I (Bilthoven 1963) 135-154 (ed. española: Matrimonio, Salamanca 1968).
VIDA DE GRACIA Y ETICA EN EL NT
¿UNA ETICA ESPECÍFICAMENTE CRISTIANA?
¿Quiere decir esto que la ética neo testamentaria no encierra para nosotros ninguna enseñanza? Los breves análisis que acabamos de realizar demuestran que son los propios hombres los que tienen que buscar normas éticas. Las cuestiones éticas son, por su naturaleza, problemas del aquí y ahora, del presente; y las respuestas que se den en el presente a un problema ético podrán ser definidas por el hombre que vive de la gracia, en su lenguaje religioso, como «voluntad de Dios» o, lo que es lo mismo, vividas «en el Señor». Lo normativo de por sí no son las respuestas que da concretamente la Biblia a una serie de cuestiones éticas, sino el hecho de que el Nuevo Testamento no separe la ética de la religión. Una vida basada y animada por la gracia es también una vida ética. Pero es evidente que muchas directrices éticas contenidas en la Biblia cristiana dependen de determinados presupuestos antropológicos, de situaciones histórico-sociales, etcétera. Si fallan tales presupuestos, pierden su fuerza las respuestas dadas a problemas éticos bajo el influjo de tales presupuestos. No es necesario sacar la conclusión.
distinción neutralizaba toda la fuerza utópica y crítica del sermón, en virtud de la cual es posible someter a la crítica del evangelio hasta la actitud moral más moderna. Esto, además, ha llevado a clasificar a los cristianos en dos categorías: unos, de segunda clase, a los que basta la ética (aun la más moderna), que deben cumplir «en el Señor», y otros, que siguen además los consejos, o sea, el núcleo de la ética neotestamentaria. Algunos teólogos, que no aceptan la distinción entre precepto y consejo, hablan de un «talante», del que sería una muestra el sermón de la montaña, como si éste no exigiese una acción o praxis encaminada a transformar la faz de la tierra. Sin embargo, el sermón de la montaña, que (desde el punto de vista de la historia de las formas) refleja al menos el espíritu de Jesús de Nazaret, nos muestra que la ética cristiana posee su propia fuente de inspiración. En este sentido, el «no conformismo» ético es un elemento esencial del «seguimiento de Jesús»: «No os amoldéis a este mundo, sino idos transformando con la nueva mentalidad» (Rom 12,2, donde «este mundo» se refiere claramente al «primer eón» de la apocalíptica: el mundo pecador). El sermón de la montaña es de tal índole que su contenido no puede ser formulado en términos legalistas. Tampoco responde a su índole la distinción entre precepto y consejo ni una ética fundada en el talante. El sermón de la montaña pertenece al género literario de la paradoja y la utopía 47 . No se le puede privar de la fuerza ética evangélicamente vinculante ni convertirlo en una ética para grupos selectos. En su condición de estímulo evangélico, utópico y crítico, se dirige a todos los cristianos; no queda al arbitrio de cada cual ni es reducible a simples consejos. Lo mismo que Mt 5,48 (cf. Le 6,36), «sed perfectos como lo es Dios», el sermón de la montaña se dirige a todos los pecadores que han obtenido gracia. Es un precepto éticamente obligatorio. La historia de las formas ha mostrado que existe una relación esencial entre el mensaje de Jesús sobre la venida inminente del reino (la buena nueva es anunciada a los pobres) y el hecho de que los enfermos sean curados y los ciegos recuperen la vista (Mt 11,5; 10,1-8). Además, el padrenuestro ve un nexo esencial entre «venga tu reino» y «hágase tu voluntad en la tierra» (al igual que los ángeles cumplen en el cielo la voluntad de Dios). El Nuevo Testamento habla de la soberanía de Dios en favor de la humanidad (esta expresión bíblica es «política» por su origen, sus implicaciones y sus consecuencias). La ética cristiana está indisolublemente unida a la persona de Jesús, el cual pudo infringir tanto las leyes concretas del judaismo como la «moral» vigente en su tiempo. Algunos ejemplos de esta «ética bíblica» (fuente de modelos permanentes para los cristianos) pueden aclarar este punto. Según Pablo, el apóstol de Cristo tiene derecho a tener esposa (1 Cor 9,5) y a un sostenimiento económico por cuenta de la comunidad (1 Cor 9, 2-27); «¿Que son humanas las razones que alego?, ¿o es que la ley, por su parte, no dice también eso?» (1 Cor 9,8; evidentemente, esta ley judía
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4. Pero con esto no está dicho todo. He apuntado antes que existe una relación dialéctica entre la ética cristiana y la realidad sociopolítica. No obstante, hay moralistas que, defendiendo con razón la autonomía inmediata de la ética en virtud de su fundamento antropológico, tiende a poner la distinción entre «ética natural» y «ética cristiana» exclusivamente en la motivación. ¿Existe también una ética específicamente cristiana? ¿Ofrece el Nuevo Testamento unos modelos éticos? Aunque muchos problemas éticos planteados en la Biblia no son ya los nuestros, aparece en ellos una dimensión ética que podríamos considerar específicamente cristiana (religiosa, basada en la gracia). En líneas generales, hemos visto cómo el don de la gracia tiene como fruto también un singular saber experiencia!, una discretio spirituum (propia de todos los «gurús» espirituales), tanto de tipo contemplativo (místico) como ético (que Tomás de Aquino llama iudicium connaturalitatis: una sutil capacidad para juzgar en y por la praxis cotidiana de una vida orientada en términos éticos). Naturalmente, ese discernimiento no nos proporciona una visión de las estructuras sociales, sino que presupone el análisis racional de las mismas. Cuando hablamos de una ética específicamente cristiana, no queremos decir que sea exclusiva del cristianismo. La inspiración cristiana permite un determinado juicio ético y una praxis ética. Pero este juicio puede ser compartido y universalizado, es decir, su contenido ético puede ser accesible a los no cristianos (por tanto, en el sentido de una comunicabilidad universal no existe de hecho una ética específicamente cristiana). En definitiva, no se trata propiamente del problema «kerigma-ética», sino de la praxis neotestamentaria del reino de Dios frente a la ética profana; dicho de otro modo: se trata de la confrontación entre ética cristiana y ética profana. Es curiosa la puntillosidad con que la moral católica ha solido interpretar el sermón de la montaña (Mt 5-7). Se ha desvirtuado el sermón de la montaña distinguiendo entre: a) precepto, y b) consejo en el sentido de invitación no obligatoria desde el punto de vista ético. Esta
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J. Blank, Schriftauslegung, op. cit., 141-143.
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KERIGMA CRISTIANO Y LEGISLACIÓN CASUÍSTICA
no estaba para Pablo tan muerta como él mismo afirma en otros textos; cita Dt 25,4: «No pondrás bozal al buey que trilla»). Pablo limita su argumentación al tema del sustento del apóstol. Tal derecho es también ética. Pero añade una opción ética cristiana: «Sin embargo, no hicimos uso de este derecho; al contrario, sobrellevamos lo que sea para no crear obstáculo alguno a la buena noticia de Cristo» (1 Cor 9,12), y «con los que sea me hago lo que sea, para ganar a algunos como sea» (9,22), «ése es mi sino» (9,15-16). Así, pues, se establece un derecho ético que nadie puede quitar a Pablo; pero él mismo puede renunciar libremente a ese derecho, si la situación (apostólica) así lo exige. Vemos aquí la fuerza utópica y crítica del sermón de la montaña, que aquí y ahora es vinculante para Pablo, pero que no es reducible legalistamente a un precepto (o ley de la Iglesia). El creyente puede percibir una fuerza evangélicamente vinculante que lo lleva a una determinada opción ética, la cual, sin embargo, no puede ser objeto de mandatos o prohibiciones. Reducir el sermón de la montaña a un conjunto de leyes significa desconocer su género literario. Ahora bien, un cristiano que haya tomado, como Pablo, una decisión de ese tipo puede, a pesar de todo, hacer explicable y aceptable su opción a los no cristianos. Otro ejemplo, no menos claro, es el problema de un segundo matrimonio tras el fracaso definitivo del primero. De hecho hay que decir que un matrimonio en tales condiciones difícilmente está de acuerdo con lo que podemos llamar «sermón de la montaña», es decir, con la fuerza utópica y crítica que se inspira en la ética cristiana. Tampoco se puede regular simplemente con una prohibición canónica o jurídica ni con una serie de leyes. Jesús exige la fidelidad mutua de una forma radical (Me 10,11), yendo así incluso contra la ley mosaica. Pablo habla ya de un «mandato del Señor» (1 Cor 7,10-11), en contra del estilo profético de la predicación de Jesús, orientada más bien hacia el ideal del reino inminente de Dios. Sin embargo, el mismo apóstol admite situaciones en las que este mandato no puede considerarse válido: debido a la radical disparidad de creencias religiosas —y en el caso de que tal disparidad cause el desmoronamiento del matrimonio—, un cristiano puede separarse de su cónyuge no cristiano, porque (el motivo aducido es muy importante, aunque sólo se aduce en beneficio de los cristianos) «Dios nos ha llamado a una vida de paz» (1 Cor 7,15). En este caso, la ruina total de un matrimonio sirve de hecho para justificar la separación. Es lo que el derecho canónico llamará «privilegio paulino»; pero también esto es un intento de plasmar en términos legalistas algo que escapa a los mismos. En otras palabras: también aquí tenemos un modelo. No se dice qué es exactamente el matrimonio, del que el Nuevo Testamento afirma que es indisoluble. La «realidad del matrimonio» es un fenómeno cultural histórico-social, condicionado por las circunstancias históricas de cada cultura. La indisolubilidad concreta es, pues, un fenómeno cambiante en el plano cultural. Por tanto, el pasado no podrá nunca ofrecer directamente una respuesta a problemas éticos que se plantean hoy dentro de un patrón cultural distinto. Así, la excepción formulada en Mt 5,32 no es una especie de dispensa, sino una interpretación distinta, judeo-cristiana, que se da en aquella comunidad a diferen-
cia de otras 48. No se puede ontologizar el matrimonio (incluso sacramental), y la comunidad cristiana no puede imponer el precepto de Jesús como si fuese una ley. El ideal del kerigma cristiano no puede quedar encerrado en una legislación casuística. De ahí que la misma búsqueda de motivos que justifiquen la disolución del matrimonio significa una renuncia al ideal cristiano. No querer casarse de nuevo tras el fracaso del primer matrimonio puede ser concretamente una respuesta ética a la fuerza utópica y crítica del sermón de la montaña, el cual puede ejercer su función crítica en una doble vertiente: positiva y negativa. Tanto la búsqueda de motivos de disolución como la prohibición canónica de un segundo matrimonio desconocen el significado profético de las palabras de Jesús. Todo esto apunta a una distinción más honda entre la visión religiosa y la visión ética del mal. Sobre todo la primera quiere ofrecer un futuro a quien ha fracasado. Debido a ello, la moral cristiana, por lo que toca a la disolución del matrimonio, es específicamente distinta de la moral cívica. Finalmente, el Nuevo Testamento nos ofrece otro modelo cuando habla de comer carne sacrificada a los ídolos, tema al que Pablo dedica tres capítulos (1 Cor 8,1-11,1). Se trata de la carne que se vendía en el mercado, la cual procedía siempre de los sacrificios practicados en el culto pagano. Comerla podría significar que los cristianos participaban tácitamente en el banquete ritual pagano. La respuesta de Pablo a este problema (superado para nosotros) sigue siendo, en cuanto modelo ético, válida para los cristianos y aplicable a situaciones nuevas. La solución de Pablo es típicamente neotestamentaria: nadie ni nada puede prohibirnos comer esa carne. (El Nuevo Testamento nunca habla de «leyes sobre alimentos»). Ya comamos, ya bebamos, lo hacemos todo para honra de Dios. Col 2,20-23 critica duramente algunos tabúes: «No tomes, no pruebes, no toques. Todas estas cosas están hechas para el uso y consumo». También 1 Tim 4,3-4 critica a quienes prohiben «el matrimonio y el comer ciertos alimentos, que Dios creó para que fuesen gustados...». Evidentemente, este realismo neotestamentario está influido por la serena postura del hombre libre que fue Jesús. Pablo defiende el derecho del cristiano a comer carne sacrificada. Sus argumentos denotan su exclusivo monismo de la gracia, pues «sabemos que en el mundo un ídolo no significa nada y que nadie es Dios más que uno» (1 Cor 8,4) (de todos modos, Pablo ignora aquí el lenguaje de otras religiones; su razonamiento responde a las circunstancias históricas). «No será la comida lo que nos recomiende ante Dios: ni por privarnos de algo somos menos ni por comerlo somos más» (1 Cor 8,8). Sin embargo, para Pablo la cuestión no está zanjada desde un punto de vista cristiano. Existe también una especie de «misericordia de la fe» (1 Cor 8,7-13). Esta perícopa comienza con un principio general de ortopraxis cristiana. Algunos cristianos, amparándose en la libertad defendida 48
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R, Pcsch, Freie Treue. Die Chrhten und die Ehescheidung (Friburgo 1971); E. Schillebeeckx, Die cbristliche Ehe und die menschliche Realitát vólliger Ehezerrüttung, en P. T. M. Huizing (ed.), Vür eine ncue kirchliche Eheordnung (Dusseldorf 1975) 41-73. '
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«SCANDALLUM PUSILLORUM»
por Pablo, habían llegado a ciertas formas de libertinismo o, dicho con mayor exactitud, a una especie de indiferencia ética, basada en el énfasis que el sincretismo helenista ponía en la superioridad del «conocimiento»: sabemos que ese culto idolátrico pagano no tiene sentido ni valor; nuestro «conocimiento superior» nos dice que los cristianos podemos comer libremente la carne sacrificada. Pablo quiere decir que el «conocimiento» cristiano de que el único Dios es el Dios de Cristo no constituye el único principio para decidir éticamente en el problema de comer carne sacrificada (en el culto pagano). A este intelectualismo de una determinada ortodoxia, Pablo contrapone otras exigencias. «Acerca de la carne de los sacrificios, 'todos tenemos conocimiento'; ya lo sabemos, pero el conocimiento engríe, lo constructivo es el amor» (1 Cor 8,1). En efecto, «quien se figura haber terminado de conocer algo, aún no ha empezado a conocer como es debido. En cambio, al que ama a Dios, Dios lo reconoce» (8,2-3; cf. Gal 4,9). Para Pablo, la verdadera ortodoxia se concreta en la ortopraxis del amor. Es cierto que nuestros principios cristianos nos permiten comer esa carne, pero también es verdad que, como cristianos, debemos sopesar todas las circunstancias. Hay entre vosotros —prosigue Pablo— cristianos que, debido a su vida pagana anterior, no poseen aún esa libertad interior en relación con la carne inmolada a los ídolos. Teniendo en cuenta esta circunstancia, habéis de tomar una decisión ética fundada en la misericordia de la fe: «Tened cuidado de que esa libertad vuestra no se convierta en obstáculo para los inseguros» (8,9). Pablo no parece ser muy consecuente en este aspecto, si recordamos su dura reacción contra Pedro, el cual —movido probablemente por el mismo principio de la misericordia de la fe— se negó a realizar la fracción del pan con los cristianos incircuncisos procedentes del paganismo, porque no quería herir a los cristianos judíos. Y digo no parece porque aquí se trata de qué es una comunidad de Cristo compuesta de judíos y paganos. Vuestro conocimiento —dice irónicamente Pablo, aunque lo valora en mucho— es una afrenta para los hermanos más débiles que acaban de abandonar el paganismo: «unos hermanos por quienes Cristo murió» (8,11). La orientación ética de Pablo es clara: «Por esa razón, si un alimento pone en peligro a un hermano mío, nunca volveré a probar la carne, para no poner en peligro a mi hermano». (En el macellutn o mercado público de Corinto no se vendía de hecho otra carne que la inmolada a los ídolos. En el sacrificio cultual se destruía sólo una pequeña porción de carne; otra porción era consumida por los participantes, y todo el resto se destinaba a la venta en el mercado). «No volver a probar nunca carne» no es en labios de Pablo simple retórica, sino una dura consecuencia de sus principios éticos. Pablo, que comienza su exposición subrayando la soberana libertad del cristiano frente a la carne inmolada a los ídolos, acaba afirmando con un énfasis patético, con la absoluta seriedad del cristiano que se siente obligado en una situación concreta, que nunca probará carne si ello inquieta a algunos cristianos cuya fe es aún insegura. La tradición cristiana ha dado a esta situación ética un nombre concreto: scandalum pusillorum, escandalizar a los hermanos débiles en la fe.
Si ignoramos los condicionamientos históricos, no podríamos dar una validez absoluta al principio ético paulino del scandalum pusillorum, porque entonces todos los cristianos estarían condenados prácticamente a la inactividad, pues siempre habrá en la comunidad quien se escandalice del comportamiento de sus hermanos, por muy justificado que lo supongamos. En nuestros días hay determinadas opciones políticas y sociales que producen una división entre los cristianos. No se puede aducir el principio del scandalum pusillorum para bloquear esas opciones cristianas, máxime cuando —en medio de sus condicionamientos históricos— sean consecuencia del reinado de Dios sobre la humanidad. Se trata de la propia ortopraxis cristiana, que es lo que, evidentemente, interesa aquí a Pablo. No obstante, sigue en pie el modelo ético paulino de la misericordia de la fe, al menos mientras no se oponga a la exigencia neotestamentaria de una ortopraxis cristiana, pues en este caso —como en el conflicto entre Pablo y Pedro— están en juego el sentido y la razón de ser de la comunidad de Dios. Así, por ejemplo, el hecho de que haya sacerdotes que renuncien al matrimonio —lo cual no significa que convenga unir ministerio y celibato de una forma jurídica y legalista, en virtud de una ley canónica— puede ser expresión evangélica de lo que Pablo propone aquí como principio general de ética cristiana (al margen de la fuerza utópica y crítica del «sermón de la montaña», que puede llevar a algunos a la opción de vivir el ministerio eclesiástico en un estado célibe por amor del reino de Dios). Aquí desempeñan un papel especial dos principios de ética cristiana: 1) la opción ética personal a favor del celibato, a fin de estar disponible a todos (suponiendo que se trata de una opción madura), y 2) el scandalum pusillorum paulino, a la vista del pasado cristiano, especialmente católico. A la hora de formular cualquier crítica, sobre todo evangélica, de la unión canónica de ministerio y celibato, no hay que perder nunca de vista esos dos principios evangélicos. Aunque las situaciones éticas varíen, el Nuevo Testamento nos ofrece siempre unos modelos normativos. El cristiano neotestamentario se considera libre, pero a la vez obligado a tener en cuenta: a) la perspectiva profética, utópico-crítica del sermón de la montaña; b) la posible —y no responsable— ofensa y turbación de los hermanos en la fe. Al decir «no responsable», nos referimos al hecho de que el evangelio y sus exigencias éticas, condicionadas por la situación histórica, pueden constituir en la práctica una ofensa (evangélicamente responsable) para ciertas concepciones de algunos cristianos (miembros de la comunidad o dirigentes) y que entonces una vocación cristiana al «escándalo» se convierte en ideología. Así se deduce, en el propio Nuevo Testamento, de la postura de Pablo —a primera vista contradictoria— en relación con la carne sacrificada en el culto pagano y de su postura en el conflicto con Pedro. Pablo nos enseña que el conocimiento (un conocimiento que de hecho es teológicamente «superior» a otros) no puede constituir el principio ético fundamental. «Hacerse lo que sea con los que sea» (1 Cor 9,22-23) es un principio que puede y debe tenerse presente. Es verdad que la situación concreta que dio origen a todo este problema de la carne sacrificada a los ídolos está
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SENTIDO PROFETICO DEL «SERMÓN DE LA MONTAÑA»
superada para nosotros, pero el modelo ético que Pablo ofrece como solución mantiene su vigencia. Desde el punto de vista cristiano, tal modelo tiene una validez general y, por tanto, puede ser actualizado en situaciones históricas nuevas. En consecuencia, no podemos renunciar a la fuerza crítica de la actitud moral del Nuevo Testamento en una ética que quiera ser realmente cristiana. «Vivir en el Señor» la ética humana, incluso la más moderna, debe situarse en la perspectiva de lo que hemos llamado —paradigmáticamente— «sermón de la montaña» m. En el siglo xx nos hallamos ante situaciones absolutamente nuevas, pero en ellas la exigencia ética del Nuevo Testamento puede servir de modelo para nuestra respuesta nueva y creativa. Podríamos aducir otras muchas perícopas bíblicas que, aunque responden a situaciones éticas quizá superadas para nosotros, manifiestan una intención cristiana que nos sirve de modelo para tomar, en unas circunstancias históricas diferentes, opciones éticas. La fuerza escatológico-crítica del cristianismo neotestamentario es tan grande que nunca podrá agotarse en reestructuraciones y nuevas instituciones. El cristianismo del Nuevo Testamento quiere procurar «consuelo evangélico» también a los hombres que se sienten cautivos de ciertas estructuras. Esta solicitud terapéutica por los hombres concretos afirmará lógicamente —de momento— las estructuras existentes; pero el cristiano neotestamentario sabe que no puede aguardar a que haya unas estructuras más justas para ayudar eficazmente al hombre con quien se encuentra, al que padece injustamente y, sobre todo, al que sufre la opresión de tales estructuras. El cristianismo neotestamentario se fija en el hombre concreto sumido en la indigencia y no quiere sacrificarlo a un mundo mejor, el cual, aunque en términos de reino de Dios es una realidad futura, debe comenzar a realizarse ya ahora, en nuestra historia. La concepción general del Nuevo Testamento es que, al menos en la sociedad formada por las comunidades de Dios, con su actitud crítica frente al mundo, debe hacerse históricamente visible una primicia del reino escatológico de Dios. Esta perceptibilidad histórica del contenido del mensaje salvífico cristiano constituye realmente, en mi opinión, un modelo de lo que debemos hacer hoy, en el siglo xx, en unas circunstancias históricas distintas de las que conoció el cristiano del Nuevo Testamento. La llamada «ética neotestamentaria» responde obviamente a unos condicionamientos sociohistóricos muy determinados y, por tanto, para nosotros ha caducado en gran parte. Sin embargo, en términos globales, ofrece unos modelos éticos que el cristiano no puede pasar por alto. En ellos —a pesar de los condicionamientos históricos— aparece una sensibilidad ética que, inspirada por la realidad cristiana de la gracia de Dios, por la fe y la inquietud del amor, y animada por la esperanza escatológica, quiere realizar la salvación en un
mundo privado de ella. Con su carácter no legalista, sino profético, «el sermón de la montaña» del Nuevo Testamento es vinculante para el cristiano: en cualquier ética humana vivida por cristianos es el estímulo utópico y crítico, siempre vinculante, aunque no reducible a leyes. Algunas comunidades eclesiales modernas —especialmente de signo católico—, muy interesadas en salvaguardar el «derecho natural», se han mostrado a menudo insolidarias con lo que el Nuevo Testamento —utilizando expresiones propias de su tiempo— llama «humanidad amenazada». La actual crisis del llamado «derecho natural» es al mismo tiempo una crisis de confianza en las instituciones que pretenden defender ese derecho, pero lo niegan en la práctica. La misma historia acusa hoy a tales instituciones 50. El Nuevo Testamento ha comprendido claramente la postura básica de Jesús, como se ve especialmente en la parábola del fariseo y el publicano: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo se plantó y se puso a orar en voz baja de esta manera: 'Dios mío, te doy gracias de no ser como los demás: ladrón, injusto o adúltero; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que gano'. El publicano, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; no hacía más que darse golpes de pecho diciendo: 'Dios mío, ten compasión de este pecador'. Os digo que éste bajó a su casa a bien con Dios y aquél no. Porque a todo el que se encumbra lo abajarán, y al que se abaja lo encumbrarán» (Le 18, 9-14; todo el relato está en función del último versículo, que encontramos también en Mt 23,12). La parábola presupone la liturgia judía de entrada en el templo 51 . Cuando los judíos piadosos iban al templo para participar en el culto debían hacer una especie de «confesión», durante la cual el sacerdote les preguntaba si habían observado todas las prescripciones de la Tora. En caso afirmativo, el sacerdote declaraba: «Este está justificado y vivirá», según el modelo litúrgico de Ez 18,9: «El hombre que camina según mis preceptos y guarda mis mandamientos, cumpliéndolos fielmente, ese hombre es justo (saddiq) y ciertamente vivirá —oráculo del Señor—». En otras palabras: el problema ético nos plantea la siguiente pregunta: ¿Puedo vivir? ¿Tiene la vida algún sentido? Lv 18,5 dice expresamente: «Cumplid mis leyes y mis mandatos, que dan vida al que los cumple»; la observancia de la ley justifica al hombre: el sacerdote judío se limita a constatarlo y a pronunciar una declaración de tipo forense. Aunque en el Tenak esta justificación no tiene siempre un carácter tan marcadamente legalista (cf. Hab 2,4), sí lo tenía en los medios oficiales de la época de Jesús. Según el relato de Lucas, Jesús invierte esas relaciones éticas: presenta a un publicano y a un fariseo, o sea, a un pecador público y a un piadoso profesional. El fariseo había atravesado el umbral: había sido declarado ailtualmente justo. El publicano, en cambio, se había quedado a distancia,
49 Sería conveniente a este respecto un análisis específico del concepto de «epiqueya» en Tomás de Aquino. El Aquinate analiza, no de una forma laxista, sino evangélica, la exigencia cristiana de superar una ley positiva e incluso canónica que incurra en legalismo. Es decir, el evangelio exige transgredir la ley por arriba (en sentido maximista) o por abajo (en sentido minimista) a fin de salvar el espíritu de la misma ley. Esta intuición cristiana puede tener una 'aplicación universal.
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Cf., por ejemplo, G. Ebeling, Die Evidenz des Ethischen und die Theologie; id., Die Krise des Ethischen und die Theologie, en Wort und Glaube II (Tubinga 1969) 1-41 y 42-55. " Cf. supra, p. 126.
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REINO DE DIOS Y ETICA
sin atravesar el umbral del templo; no era saddiq. Pero estaba profundamente arrepentido, mientras que el fariseo lo miraba con desprecio. Pues bien: el Jesús neotestamentario declara, por su propia autoridad, saddiq al publicano frente a lo dicho por el Dios de la Tora («oráculo del Señor»). En este relato encontramos lo que Pablo (en una fecha anterior a Lucas, aunque no necesariamente anterior a la tradición recogida quizá por Lucas) había llamado «justificación por la fe» frente a la justificación forense de quien observa la ley y puede participar en el culto (ése tenía derecho a vivir en la alianza de Dios y en Israel). La pregunta que un joven dirige a Jesús tiene este mismo sentido: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para conseguir la vida?» (Me 10, 17 parr.): para el primer judaismo, la observancia de la ley, la justificación por la ley y la vida están estrechamente relacionadas. Si exceptuamos los círculos de Qumrán, se daba por supuesto que el hombre era capaz por sí mismo de cumplir la ley (incluso con los elementos añadidos por los antepasados): es posible «hacerlo». También Pablo era de esta opinión (cf. Flp 3,6): había conseguido el derecho a ser llamado saddiq. Jesús cambia radicalmente las relaciones: «El publicano bajó a su casa a bien con Dios, y el fariseo no» (Lucas ha dado al relato un tono cristológico: Jesús declara justo a este hombre, lo absuelve, a diferencia de la ley). Aquí aparece un nuevo criterio ético. Cristo dice al pecador: Tienes derecho a seguir tu camino, a vivir. Esto implica una idea religiosa del mal que no lo minimiza ni relativiza, pero hace aparecer a Dios mayor que todos los males juntos. Un pecador que tiene la valentía de arrepentirse es éticamente mejor que aquel cuyos actos éticos están llenos de arrogancia y altivez. La ética sola no puede dar vida. Únicamente Dios puede dar vida en el pleno sentido de la palabra. Pablo expresa el cambio total realizado por Jesús anteponiendo un indicativo a cada imperativo ético. El judaismo posexílico afirmaba: debes hacer esto si quieres vivir. El cristianismo neotestamentario dice: ¡Vive!, y así cumplirás espontáneamente tus deberes. La bondad es la fuente de las buenas acciones. Según esto, se puede decir que «la ética neotestamentaria no es la ética del imperativo categórico, ni una ética de preceptos y prohibiciones, ni tampoco una ética de valores o de virtudes. Es una ética basada en la iustitia Dei, es decir, en la acción creadora y salvífica de Dios» a ; o en otros términos: en la justicia de Dios, que quiere que la justicia reine entre los hombres. La vida, don escatológico, se nos otorga como una nueva creación, y por ello podemos vivir también de acuerdo con las exigencias del reino de Dios. La vida ética, en sus dimensiones microéticas y macroéticas, es el contenido perceptible de la vida, la manifestación histórica y visible de la proximidad del reino. Reino de Dios y ética están, por consiguiente, indisolublemente unidos. Lo religioso se manifiesta en lo ético y transforma el significado puramente «natural» del ethos. El reino de Dios, mediante el ethos traducido en praxis efectiva, se hace presente en nuestra historia bajo formas no
definitivas y siempre superables. La mejora ética del mundo no es el reino de Dios (como tampoco lo es la Iglesia), pero sí es su anticipación. Todo esto, que nosotros expresamos en términos modernos, aparece ya en el Nuevo Testamento: «Habéis muerto y resucitado con el Señor, y ahora estáis sentados también con él a la derecha de Dios». El cristiano debe actuar en este mundo en consonancia con el reino. Por lo demás, Pablo había expresado ya esta idea de un modo muy preciso: «No os amoldéis al mundo éste (sino al «segundo eón», al reino de Dios). Id transformándoos con la nueva mentalidad, para ser vosotros capaces de distinguir (dokimazein: discernir críticamente) lo que es voluntad de Dios, lo bueno, conveniente y perfecto» (Rom 12,2). La justicia de Dios es el sí definitivo de Dios al hombre, un sí velado en la figura humana de Jesús, que pasó haciendo el bien. Mediante la fe en este «amén» de Dios (2 Cor 1,20) que es Jesucristo, la justicia de Dios pasa a ser también del hombre. Al hombre inseguro, quebrantado y pecador, apenas capaz de hacer algo, se le dice: Puedes vivir; a pesar de todo, la vida tiene sentido; a pesar de todo, la ética, el bien y la justicia pueden hacerse realidad; a pesar de todo, es posible la esperanza. Mantente en el amor, aunque te parezca fracasado e inútil: cree en ese amor inútil y en una vida dedicada a los demás. La ética cristiana se fundamenta en la cristología y en la escatología: así entra en la perspectiva de la esperanza eficaz, de «la fe que se traduce en amor» (Gal 5,6). Es cierto que el hombre que vive de la gracia ve el mal ético con más profundidad que la conciencia puramente ética, pero su juicio sobre la historia es más benigno; quiere ser una prolongación de la misericordia de Dios.
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K. Koch, Tempeleinlassliturgien und Dekdoge, en Studien alttestamentlichen Überlieferungen (Neukirchen 1961) 45-60.
zur Theologie
der
Queda claro que la parábola del fariseo y el publicano abre ante nosotros una perspectiva religiosa de la ética: Dios tiene pleno derecho a hacer justicia entre los hombres. La gracia confiere un futuro al comportamiento humano, convirtiéndolo en la manifestación histórica de una praxis conforme con ei reino de Dios. La ética cristiana, pese a toda su seriedad, nunca puede ser hosca si quiere seguir siendo cristiana. A la ética en cuanto tal le resulta a menudo difícil perdonar: impotencia para el perdón. Existen de hecho casos en que sentimos hasta tal punto herido nuestro sentimiento de lo que humanamente está permitido, que nos vemos éticamente impotentes para otorgar el perdón. P. Berger dice: «Hay acciones que claman al cielo y, por tanto, también al infierno» 53. Un daño importante e irreparable causado a la humanidad no admite relativización; es «imposible de perdonar». Esto es un hecho. Pero ¿nos corresponde a nosotros juzgar y condenar? La condena —si se realiza en concreto— es más un acto del hombre cerrado al amor y al perdón que un acto positivo de Dios. No olvidemos además que nosotros no podemos ni debemos emitir un juicio definitivo de condena. Dios nos amó «cuando éramos aún pecadores» (Rom 5,8). La misericordia de Dios es mayor que todo el mal existente en el mundo (1 Pe 3,18-20 y 4,6 hablan incluso de reconciliación para los pecadores ya muertos). ° P. Berger, Rumor de ángeles (Barcelona 1975).
CRISTIANISMO E ISRAEL CAPITULO VI
ISRAEL
Y LA IGLESIA
NEOTESTAMENTARÍA
Nos hallamos ante una serie de hechos concretos. La Iglesia comenzó siendo una comunidad judeo-cristiana, una variante cristiana en el conjunto de fraternidades judías; pronto se convirtió en una Iglesia formada por judíos y paganos; posteriormente (hasta hoy) se transformó en una Iglesia formada por paganos, sin judíos. ¿Tienen estos hechos históricos un significado teológico? Más en concreto: ¿afecta esa ruptura a la esencia del cristianismo, al menos en lo que respecta a la singularidad del judaismo, con su conexión religiosa entre Yahvé, el pueblo y la tierra? ¿Ocupa la Iglesia el puesto del antiguo pueblo de Dios o, al lado de ella, posee Israel una elección y una vocación irrevocables a la salvación? En tal caso, ¿cómo conciliamos la «salvación por medio de los judíos» con la «salvación por medio de Jesucristo», siendo así que en ambos casos se invoca al mismo Dios: «el Dios de Israel, de los antepasados... y el Padre de nuestro Señor Jesucristo»? La simple yuxtaposición de dos principios salvíficos paralelos resulta, según lo dicho, muy difícil. ¿Cómo soluciona el cristianismo neotestamentario este problema? Una teología cristiana que prescinda de la teología de la gracia de Israel destruye su propio principio fundamental: el de la fidelidad incondicional de Dios, «cuyos dones y llamada son irrevocables» (Rom 11,29). Existe, pues, un motivo cristiano para no olvidar la «teología de Israel». Pero para nosotros (más que para el Nuevo Testamento) hay un segundo motivo: los propios judíos. De hecho, a lo largo de la historia los cristianos se han mostrado poco agradecidos por su procedencia espiritual de Israel. Más aún: aunque no en el Nuevo Testamento, sí remitiéndose a él, los cristianos no sólo han discriminado duramente a los judíos, sino que al antiguo antisemitismo precristiano han añadido una variante cristiana. A partir de la Edad Media M, altos dignatarios de la Iglesia e incluso concilios ecuménicos (el IV de Letrán en 1215) adoptaron medidas discriminatorias contra los judíos 55 . Debido sobre todo a motivos económicos, a partir del siglo xi se produjo en todo el Occidente una explosión de antisemitismo, calumniando a los judíos de cometer asesinatos rituales con niños cristianos y profanar hostias consagradas. Una sociedad suele buscar chivos expiatorios de sus propias crisis. Esta explosión antijudía estaba relacionada en 54
G. I. Langmuir, The Jeivs and the Archives of Angevin England: Reflections on Medieval Anti-Semitism: «Traditio» 19 (1963) 183-244; también F. Blanchetiére, Aux sources de Vantijudáisme chrétien: RHPR 53 (1973) 353-398. 55 A. Schwarz-Bart, Der Letzte der Gerechten (Francfort 1960).
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realidad con la aparición del mundo feudal y urbano 56 . Los judíos fueron excluidos de los nuevos sistemas sociales, de la estructura feudal y de las comunidades ciudadanas. Esta situación los obligó a dedicarse a negocios marginales y a menudo sospechosos (préstamos a interés usurario). Sin embargo, hasta el Concilio de Trento no ordenó oficialmente la Iglesia católica el establecimiento de ghettos judíos. El antisemitismo, incrementado con motivos supuestamente cristianos, se convirtió así en un componente de la mentalidad europea y occidental. Como reacción al exterminio de judíos a manos del nacionalsocialismo, se constituyó el nuevo Estado de Israel, en el que muchos judíos pudieron celebrar de nuevo la conjunción esencial entre su Dios, su tierra y su pueblo, pero que al mismo tiempo era un Estado secular entre los demás Estados modernos. Con ello surgió también el problema palestino. Tanto los judíos como los cristianos se hallaron ante un nuevo problema. Desde la óptica cristiana, no se trata ya únicamente de la relación Iglesia-sinagoga, sino también de la relación de las Iglesias cristianas con el Estado judío y el problema palestino. En nuestro análisis de la concepción neotestamentaria de la salvación resulta indispensable plantear la cuestión de si —prescindiendo del antisemitismo, detestable ya por motivos humanos— el Nuevo Testamento proporciona razones específicamente cristianas para que las Iglesias muestren una especial solicitud por el pueblo judío, o bien si el Nuevo Testamento ha sido la causa de que surja una variante cristiana del antisemitismo. El Nuevo Testamento habla, efectivamente, de las antiguas alianzas o promesas y de la nueva alianza. Será en especial Marción quien hable del «Nuevo Testamento» contraponiéndolo al «Antiguo», al que considera sin valor. Proscribe el Antiguo Testamento incluso para los cristianos. A esto se opone la Iglesia, que había acudido al Antiguo Testamento para interpretar a Jesús. Escritura es para la Iglesia tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo; los dos forman el conjunto de los libros sagrados de la Iglesia. Pero una parte de este conjunto es también el libro sagrado de los judíos. El cristianismo neotestamentario (que no poseía aún oficialmente un Nuevo Testamento canónico, sino sólo la lex credendi o norma de la tradición apostólica) reconoce al Antiguo Testamento como suyo propio, y los cristianos de origen judío discuten con los judíos sobre la base de una Escritura que ambas partes tenían en común. Por otro lado, no podemos olvidar que la mayor parte de los libros neotestamentarios son obra de judíos, especialmente judíos de la diáspora. Por tanto, ya de antemano no es de esperar ningún antisemitismo: las graves acusaciones que unos judíos dirigen a otros de su raza tienen un origen distinto. Debemos, pues, preguntarnos cómo ve el cristianismo neotestamentario su relación con Israel. Y el hecho es que, si bien se da una coincidencia de fondo en el juicio, existe una gran variedad de matices. Comenzamos el análisis por Pablo, que ha reflexionado más que ningún otro sobre el 56
L. le Goff, La civilisation de l'Occident médiévale (París 1964) 390.
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ISRAEL Y LA IGLESIA NEOTESTAMENTARIA
CRISTIANO Y JUDIO PARA PABLO
tema, movido también por un profundo interés personal: él es el único autor neotestamentario que intenta lograr una síntesis del problema, respetando al mismo tiempo el carácter peculiar del Tenak.
A pesar del rechazo del evangelio cristiano (9,30-10,1; 10,18-21) del judío Jesús por parte de muchos judíos, «los hijos por generación natural», «son predilectos, por razón de los patriarcas, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (11,29; cf. también 3,3-4). Este texto es decisivo. Aunque Pablo interpreta la condición judía como una realidad religiosa, también los hijos de Abrahán son sujeto de la elección divina: «los hijos por generación natural» son llamados a esta salvación religiosa. Pablo pasa a analizar el significado de esta «caída» (11,12) de muchos judíos (11,11b) que no reconocen a su propio Mesías. Rechaza ante todo que la caída signifique «no poder ya levantarse» (11,11): sigue en pie la especial llamada a la salvación. Si en otro tiempo, cuando el pueblo de Dios cometía un acto grave de infidelidad, los antiguos profetas intentaban averiguar los designios de Dios para fundar en ellos una profecía de salvación futura, Pablo hace lo mismo ante el rechazo de Jesucristo por parte de los judíos; busca el posible significado oculto de este hecho en la historia de la salvación. Por haber caído ellos, «la salvación ha pasado (también) a los paganos» (11,11b). «Su devaluación ha supuesto riqueza para los paganos» (11,12). De hecho, el propio Pablo comenzó a predicar a Cristo entre los judíos. Sólo cuando éstos rechazaron su mensaje, se dirigió a los paganos 57. El evangelio es, pues, «fuerza de Dios para salvar a todo el que cree, primero al judío, pero también al griego» (Rom 1,16; cf. también 2,10). Por consiguiente, los cristianos no judíos no deben presumir de nada (11,12-24), pues «fueron cortados del acebuche nativo... e injertados en el olivo», entrando «a participar con ellos de la raíz y savia del olivo» (11,19), de su tronco (11,24), es decir, del Israel de Dios. Aún más: en caso de cometer un fallo transitorio, es más fácil para los judíos que para los no judíos «volver a ser injertados en el tronco en que nacieron» (11,24). Pablo no ignora la dificultad del problema. Por una parte, «los judíos somos superiores» a los paganos «bajo cualquier aspecto»: sobre todo porque tenemos las promesas divinas (Rom 3,1-2); por otra parte, sin embargo, en el aspecto de la relación real de los hombres con Dios, «no llevamos ninguna ventaja» (Rom 3,9), ya que «todos, judíos y paganos, están bajo el dominio del pecado» (3,9; también 11,30-32). Ni la elección ni el paganismo, por importante que sea en principio esta distinción, pueden considerarse como «valores en sí». Lo único que cuenta es el comportamiento ético-religioso de cada hombre. Y Pablo dice que todos éramos pecadores. Además, la peculiaridad del mensaje cristiano no da pie a ningún tipo de preferencia de judíos o paganos, pues «nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos un escándalo, para los paganos una locura» (1 Cor 1,23). En este sentido, ni para los unos ni para los otros es más fácil llegar a la fe en Jesucristo. «¿Acaso Dios lo es solamente de los judíos? ¿No lo es también de los demás pueblos?» (Rom 3,29-30). Este razonamiento de Pablo, judío a la vez que «apóstol de los paganos», es extremadamente sutil. En definitiva, parece negar la elección de
Bibliografía: D. Ctossan, Anti-Semitism and the Gospel: ThSt 26 (1956) 189-214; P. J. Farla, Het oordeel over Israel. Een form- en redaktionsgeschichtliche Analyse van Me. 10,46-12,40 (Kampen 1978); D. Flusser, De joodse oorsprong van het christendom (Amsterdam 1964); T. F. Glasson, Anti-Pharisaism in St, Matthew: JQR 51 (1960-1961) 316-320; J. Gnilka, Die Verstockung Israels: Isaías 6,9-10 in der Theologie der Synoptiker (Munich 1960); G. G. O'Collins, Anti-Semitism in the Gospel: ThSt 26 (1965) 663-666; E. Grasser, Die antijüdiscbe Polemik im ]ohannesevangelium: NTS 10 (1964-1965) 74-90; W. Trffling, Das wahre Israel. Studien zur Theologie des Matthausevangelium (Munich 1964) (véase también la bibliografía sobre el Evangelio de Juan).
1. Pablo, en la carta que dirige a los cristianos de Roma y que es un himno al hesed y la *emet, al amor y la fidelidad de Dios, al tiempo que una serena síntesis cristiana sin polémicas personales con adversarios definidos, dedica al problema de los judíos tres capítulos (Rom 9,1-11,35). La pregunta es apremiante: ¿acaso la gracia de Dios en Jesucristo ha anulado el amor y la fidelidad inmutable de Dios por el pueblo elegido, amor y fidelidad que Israel atestigua y ensalza desde antiguo? Pablo, judío y antiguo fariseo, ama a su pueblo (cf. sus efusivas palabras en Rom 9,1-3). Pablo defiende el principio judío de que la adopción (huiothesia) es un don otorgado realmente al pueblo judío (Rom 9,4; cf. 3,2). También es judío Jesús (Rom 9,5), en quien, para los cristianos, las promesas de Dios se han convertido en «amén», es decir, se han realizado (2 Cor 1,20). «¿Habrá Dios desechado a su pueblo? ¡Ni pensarlo!» (Rom 11,1-2); «Dios no ha faltado a su palabra» (9,6). El Antiguo Testamento habla siempre de que, debido a la infidelidad de muchos, «se salvará sólo un resto de Israel» (9,27; 11,5.7). Este modo de hablar es netamente judío. Siempre una parte es infiel (9,7; 11,7). Pablo explica esta infidelidad desde una óptica cristiana y paulina: el pueblo quería alcanzar su propia justicia mediante una obstinada observancia de la ley y no «mediante la justificación de Dios por la fe» (Rom 9,30-10,5.17), tal como la habían vivido Abrahán y Habacuc. Por lo demás, teniendo en cuenta la gran tradición profética, la afirmación de que una descendencia puramente física de Abrahán no constituye garantía de salvación es auténticamente judía. Lo importante no es descender por «generación natural», sino «en virtud de la promesa» (9,8). De ahí que también los no judíos pudieran ser admitidos como prosélitos en el pueblo de Dios. «Ser judío no está en lo exterior; no, judío se es por dentro, y circuncisión es la interior, hecha por el Espíritu, no por fuerza de un código» (Rom 2,29). Aquí resuena ya una interpretación cristiana; pero no podemos olvidar que muchos judíos «liberales» de la diáspora compartían esta concepción, a diferencia de lo que se pensaba en Jerusalén. En otras palabras: la relativización de la condición judía en sentido étnico no es específica de los cristianos.
" Jesús, la historia de un viviente, 338ss.
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ISRAEL Y LA IGLESIA NEOTESTAMENTARIA
EL PUEBLO ESCATOLÓGICO DE DIOS
los judíos: Dios es Dios de todos los hombres, no de un solo pueblo. No obstante, Pablo no pretende desdecirse de sus afirmaciones anteriores; lo que hace es seguir la tendencia universalista que comenzó a manifestarse en el judaismo después del exilio: Dios no elige a un único pueblo en cuanto tal, sino que este pueblo es elegido como «luz de los paganos», para llevar la salvación a todos los pueblos. Por eso, el judío Jesús trae la salvación para todos los pueblos. Se mantiene la idea de «elección», pero se sitúa expresamente en la perspectiva de un servicio universal a todos los hombres. La fidelidad de los judíos a su propia vocación implica para Pablo la afirmación de esa salvación universal, a la que el pueblo judío fue llamado por Dios en calidad de instrumento. Pero esto no significa que Pablo se desentienda del rechazo real de Cristo. El Antiguo Testamento habla frecuentemente de las muchas formas de infidelidad del pueblo judío, pero siempre prevé un tiempo en el que Dios e Israel se reconciliarán por completo. Pablo lo cree así como cristiano. El rechazo por parte de los judíos es para él un «misterio de Dios» (Rom 11,25); se trata de un hecho «transitorio», como sucede siempre en el Antiguo Testamento. Y Pablo interpreta: «una vez entrado el conjunto de los pueblos» (11,25), «entonces todo Israel se salvará» (11,26). Esta es una idea propia del apóstol. La creencia general entre los judíos era que, sólo una vez que los judíos estuviesen santificados y reunidos en el monte Sión, acudirían los paganos a este monte. Pero, dado que las Iglesias cristianas contaban de hecho cada vez menos con miembros de origen judío y cada vez más —con el tiempo casi exclusivamente— con miembros de procedencia pagana, Pablo invierte los términos de la argumentación judía: Israel proclamará su fe en Cristo una vez que la salvación cristiana haya llegado a todos los pueblos. Así intenta conciliar su concepción universalista de la salvación con su concepción judía de la elección definitiva e irrevocable de Israel. Evidentemente, es el resultado de su preocupación personal por un problema que él mismo se ve obligado a llamar «misterio de Dios». Pablo explica su febril misión entre los paganos: por un lado, «para dar envidia a Israel» (11,11c); por otro, para acelerar su salvación (11,13-14 con 11,25). La misión eclesial entre^ los paganos es, según Pablo, la gran esperanza que se ofrece a Israel. Si nos atenemos a esta concepción de Pablo, el cristianismo actual está al servicio de la salvación futura de Israel. La interpretación paulina del misterio de Dios consiste en que, mientras no se dé salvación y reconciliación entre todos los hombres, no habrá salvación y reconciliación para Israel. (Esto adquiere una importancia particular en el actual conflicto del Oriente Medio. Porque somos aún hombres irredentos, nadie podrá solucionar este conflicto sino con justicia y con amor, con un amor dispuesto al sacrificio). Los cristianos, pues, deben tener muy presente que «si descartarlos a ellos (a los judíos) ha supuesto reconciliación para el mundo (para todos los hombres), ¿qué será el acogerlos (definitivamente) sino un volver de muerte a vida?» (11,15): una resurrección. En otras palabras: Pablo ve al pueblo judío como partícipe ,de la resurrección de los redimidos por Cristo, o sea, de la reconciliación de todos los pueblos. La
misericordia de Dios anunciada desde antiguo por medio de Israel es así una gracia destinada a todos los hombres, judíos y paganos (11,25-32; 9,24-29). «Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo» (Os 2,22 citado por Pablo en Rom 9,24-29). «El que no es mi pueblo» se refiere aquí a los paganos, que, con Israel, forman el pueblo escatológico de Dios. «Uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan» (10,12; cf. Gal 3,28 y Col 3,11). «Me encontraron los que no me buscaban, me revelé a los que no preguntaban por mí» (Is 65,1, citado por Pablo al término de su exposición, Rom 10,20). Pablo ha conjuntado así elección y universalidad (tanto del pecado como de la salvación). Pero subsiste un misterio que se transforma en el «propósito de Dios de elegir» (9,11-12) y, por tanto, en una alabanza de Dios como colofón de sus reflexiones teológicas sobre el problema sinagoga-Iglesia (11,33-36). En su primera carta (1 Tes), Pablo muestra una postura más dura frente a los judíos, como siempre que se enreda en polémicas. Sin embargo, esta perícopa es con toda probabilidad un fragmento tradicional que Pablo se limita a recoger: «Vosotros, hermanos, resultasteis imitadores de las comunidades cristianas de Judea, pues vuestros compatriotas os han hecho sufrir exactamente como a ellos los judíos, esos que mataron al Señor Jesús y a los profetas, y nos persiguieron a nosotros; esos que no agradan a Dios y son enemigos de los hombres; esos que estorban que hablemos a los paganos para que se salven... pero el castigo los alcanzará de lleno» (1 Tes 2,14-15). Pablo alude aquí a las persecuciones que los cristianos han tenido que sufrir a manos de los judíos, pero para ello utiliza un conocido modelo judío, según el cual Israel asesina a sus profetas (Neh 9,26; Esd 9,10-11; 2 Re 17,7-20)S8. En este texto aparecen claras expresiones no paulinas (cf. también Me 12,lb-5). La perícopa parece ser adaptación prepaulina (cristiana) de una tradición judía59. Los rabinos dicen lo mismo. Decir que este texto suena a antisemitismo sería pura ideología. En su carta a los Gálatas, escrita poco antes de la carta a los Romanos, el tono es menos conciliador, incluso violento, y no encontramos en ella al gunos aspectos presentes en la carta a los Romanos; en algunos pasajes, lo que Pablo dice es hasta ofensivo para un judío religioso. Pero no debemos olvidar que esta carta va dirigida a cristianos procedentes del paganismo que se habían dejado arrastrar por ciertos «intrusos» a una especie de sincretismo hecho de cristianismo y judaismo. Aquellos intrusos estaban empeñados en que los gálatas se circuncidasen (6,12-13; 5,2-3). No se trata de «judaizantes» en el sentido antiguo del término. Este «judaismo» está ya mezclado con elementos sincretistas, quizá incluso paganos; es una especie de confusa transición de la doctrina de los partidarios de la peritome (circuncisión) a que alude Hch 15,5, y la religión de la peritome típica del Asia Menor, criticada en la carta a los Colosenses (en Colosas, por influencia oriental; en Galacia, más bien por influencia grie5
" Ibíd., 243ss.
" O. Michel, Fragen zu 1 Thess 2,14-16. Antijudaismus im Neuen Testament? (Munich 1967) 50-59.
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«SOLO EN CRISTO HAY SALVACIÓN»
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ga). No sabemos si Pablo valoró correctamente la situación existente en la comunidad gálata; lo cierto es que reacciona partiendo de su fe «en Cristo exclusivamente» y concluye que todo sincretismo proviene del maligno. La alternativa es: Cristo o no Cristo; cualquier combinación del cristianismo con otros caminos de salvación no es sino perversión de la fe cristiana. Por eso, su reacción es particularmente dura, tan dura que niega prácticamente el valor religioso de la Tora y no concede a Israel otro valor que el ser depositario de los epangelia, las promesas hechas por Dios a Abrahán, que tienen en Cristo su cumplimiento. Esto es evidentemente una interpretación cristiana, no judía, del Tenak. El radicalismo de la gracia es en la carta a los Gálatas absolutamente cristiano; pero a Pablo, inmerso en la polémica, le resulta difícil ver el valor religioso de Israel: todo lo que no sean las promesas (en este punto reconoce a los judíos cierta superioridad sobre los paganos, Gal 3,15-21) está superado. La ley, que Jesús mismo vivió en su ser más profundo como expresión de la voluntad de Dios, es para Pablo obra de los kosmokratores, las potencias cósmicas y espirituales que tienen sometido al hombre (3,19-4,7) y dominan también la naturaleza. En ningún lugar de la carta a los Gálatas dice Pablo que en virtud de las promesas divinas sea irrevocable la elección de Israel por parte de Dios. Esto lo dirá en la carta, más serena y de fecha algo posterior, que dirige a los cristianos de Roma, muchos de los cuales son de origen judío. En la carta a los Gálatas no quiere decir nada positivo a fin de no dar pie a los adversarios a compromiso alguno. Pablo excluye por principio cualquier clase de compromiso. En otras palabras: por razones tácticas silencia ciertos aspectos. Es seductora la posibilidad de que el deseo de salvación «para el Israel de Dios», expresado en la despedida de la carta a los Gálatas (6,16), se refiera a los judíos (en la línea de la «conversión final» de Israel formulada en la carta a los Romanos). Pero la carta a los Gálatas, y en especial el agresivo final de la misma, no admite fácilmente tal interpretación. Entonces tendríamos aquí la primera identificación explícita de la Iglesia de Cristo con «el verdadero Israel». Es cierto, de todos modos, que, por lo que respecta al contenido, toda su hermenéutica cristiana de la figura de Abrahán (3,6-14; 3,15-29) va en esa dirección. Las cartas deuteropaulinas y otras de carácter paulino han captado claramente esta «tendencia objetiva» de la carta a los Gálatas y la han formulado expresamente. La cuestión decisiva para los cristianos será siempre cómo hay que entender la exclusividad de Cristo (solus Christus) —sólo en Cristo hay salvación— mediante una fe que se traduce en amor al prójimo (Gal 5,6) en cualquier circunstancia. (¿Consideraría Pablo perversión del principio solus Christus un cristianismo que utilizase el taoísmo zen?) Pablo afirma que, en cualquier caso, la fe cristiana no puede conciliarse con la expectativa de una salvación decisiva y definitiva que se base en una prestación humana. A este respecto tiene suma importancia la cuestión de qué es exactamente esa salvación para la que no podemos prescindir de Jesucristo. La «salvación en Cristo» es un don incondicional de Dios; todo lo que se opone a esto es de hecho contrario al canon del cristianismo. Según la interpreta-
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ción paulina del judaismo religioso, especialmente en la forma en que éste pretendía introducirse en la Iglesia asumiendo caracteres cristianos, tal contradicción era una realidad. No olvidemos que, en la carta a los Gálatas, Pablo no polemiza directamente con los judíos, sino con unos cristianos que consideraban posible un compromiso entre la justicia de la ley y la justicia de la fe. Su crítica del judaismo se refiere a la no aceptación de Jesucristo, debida —según el apóstol— a que los judíos siguen un determinado camino de salvación mediante las propias obras. Indudablemente, ésta era la postura del judaismo oficial de la época, pero no toda la realidad del judaismo. Este era muy pluriforme. Además, en la carta a los Gálatas se refleja una tendencia que en las cartas deuteropaulinas, especialmente en Colosenses y Efesios, adquirirá unos rasgos más marcados: la predilección por el nomos (ley) está relacionada con el profundo temor de la Antigüedad tardía a los kosmokratores o potencias dominadoras del mundo (entonces ángeles y demonios), que utilizaban la Tora y las leyes de la naturaleza como instrumento para mantener bajo su tutela espiritual a los hombres. Aunque algunos creían posible una conciliación, el gran dilema que se planteaba era elegir entre Cristo y los espíritus celestes. Ya en 1 Cor 2,8 dice Pablo: «Ninguno de los jefes de la historia presente ha llegado a conocer (el saber divino), pues si lo hubieran descubierto no habrían crucificado al glorioso Señor». 2. En la carta a los Efesios, procedente de la escuela paulina, encontramos otra concepción. En la nueva situación histórica, «Israel» no es ya un problema actual. El presente se caracteriza por el tertium genus, la Iglesia cristiana (cf. 1 Cor 10,32). Aquí apenas tiene importancia una perspectiva abierta al futuro de Israel. Al igual que Pablo, el autor de la carta a los Efesios admite que el antiguo Israel era depositario de la promesa (Ef 2,12), pero ahora sólo cuenta la Iglesia, en la cual todas las promesas se han cumplido (3,6). El autor de la carta a los Efesios muestra una actitud positiva frente al antiguo Israel, pero téngase en cuenta que cuando fue escrita esta carta, en Asia Menor, la relación con los judíos ya no constituía un grave problema para los cristianos. Los miembros de las Iglesias de esta zona eran, en su mayor parte, de origen pagano (cf. Ef 2,11). El autor ve que en el pasado la humanidad estaba dividida en dos grupos hostiles: judíos y paganos (griegos y bárbaros); se trataba de un «lugar común» entre los judíos *°. Los paganos estaban excluidos de las promesas que se referían exclusivamente a Israel (la carta a los Efesios considera la situación anterior a Cristo desde un punto de vista cristiano, pues la expectativa mesiánica no era para el judaismo un hecho que mirase exclusivamente a Israel). El autor no pretende solamente (aunque sea su objetivo primordial) mostrar que la ley es inadecuada, sino que olvida incluso la tendencia universalista que la propia interpretación judía concedía a las promesas hechas a Israel (si bien Israel es el punto central de ese universalismo). Pablo quería, en cambio, poner en primer plano el carácter uni'" Por ejemplo, Josefo, Contra Apionem, 1,11. W
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LA IGLESIA, «VERDADERO ISRAEL»
versal de las promesas, aun admitiendo que éstas pasaban a través de Israel. Cabe preguntar si el autor de la carta a los Efesios era un cristiano de origen pagano que (formado en el paulinismo y en la mentalidad judeocristiana de Pablo) tenía un conocimiento del antiguo Israel comparable al de un cristiano judío. Un hecho cierto es que la mayoría de autores neotestamentarios eran cristianos judíos (helenistas). Cuando tomen la palabra cristianos de procedencia pagana, el cristianismo —sin perder su autenticidad— adquirirá un tono distinto. Los paganos estaban excluidos de la politeia de Israel, quedaban al margen de la teocracia judía. Estaban, pues, distanciados de Dios (cf. Ef 4,18; Col 1,21). En la línea de Pablo, la carta a los Efesios ve la esencia de Israel no en la ley, sino en los epangelia, en las promesas (en plural): la promesa a Abrahán (Gn 15,7-21; 17,1-22), al pueblo guiado por Moisés (Ex 24,1-11) y el anuncio profético de la nueva alianza (Jr 31,31-34; 32,40; Is 55,3; Ez 37,26). La ley, que había convertido a Israel en un ghetto en el conjunto de las naciones, es para el autor de la carta un motivo de discordia y enemistad entre los pueblos (Ef 2,14-15). Al estar excluidos de las promesas, «los paganos vivían sin esperanza» (Ef 2,12); tal era la opinión que los judíos tenían en general sobre los paganos61. Sólo Yahvé ofrece una esperanza fundada (cf. Col 1,5). De ahí que la carta a los Efesios llame a los paganos atheoi, hombres sin Dios (cf. Jr 10,25 [gr.]; 1 Tes 4,5; Gal 4,8). Con Cristo se produce un cambio radical. En su calidad de mediador salvífico, en virtud de su muerte en la cruz ha «acercado» a los paganos (Ef 2,13). «Acercar» es un término que se aplica a los prosélitos con el significado de «adherirse a una comunidad». Aquí se refiere al rito iniciático del bautismo. «Cristo es nuestra paz»: ha eliminado la enemistad entre judíos y paganos; ha establecido la paz entre ambos pueblos y los ha reconciliado entre sí y con Dios dentro de la única Iglesia universal (Ef 2,14-18), porque ha derribado la barrera divisoria, la ley (Ef 2,16; aunque en otros términos, aquí se da un juicio sobre la ley tan desfavorable como en la carta a los Gálatas). Para la carta a los Efesios, Jesús ha venido a establecer la paz en el mundo. Ha creado «una humanidad nueva», congregada en paz en la única comunidad de la Iglesia. Judíos y paganos están reconciliados; y todos los pueblos, reconciliados así con Dios (Ef 2,16), forman en la Iglesia «un solo cuerpo». La carta a los Efesios no profundiza en el futuro destino de Israel. La promesa, que le había sido hecha, se ha cumplido en la Iglesia. En este sentido, según la carta a los Efesios, Israel ha cumplido su función; su misión ha terminado. El hecho de que la «gran Iglesia», aunque por su naturaleza sea una «Iglesia compuesta por judíos y paganos» (como afirma la carta a los Efesios), en la práctica esté formada exclusivamente por cristianos de origen pagano, explica por qué no se reflexiona más a fondo sobre el futuro de Israel. Aunque la carta no dice expresamente que la Iglesia es el nuevo Israel, fue considerada poco a poco como el nuevo
Israel en el que encuentran cumplimiento las antiguas promesas. Incluso en los círculos en que dominaba el espíritu de Pablo (en Efeso, por ejemplo), esta idea terminó por imponerse. No podemos olvidar los factores históricos que contribuyeron a dejar de lado la reflexión sobre el futuro de Israel. Ya en el cristianismo bíblico, Rom 9-11 pasó a ser muy pronto una «verdad olvidada».
61
Strack-BiUerbeck, I, 360-362; III, 585.
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3. 1 Pe 2,9-10 se aleja más todavía de la concepción de Pablo. La Iglesia es ahora el verdadero Israel (2,9; cf. Flp 3,3; Gal 6,16). Todas las promesas hechas a Israel se han cumplido en la Iglesia. La profecía del Deuteroisaías (Is 43,20 y Ex 19,6 [gr.]): «Linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada», es aplicada ahora a los cristianos (que en principio constituyen una comunidad compuesta por judíos y no judíos). Los títulos de Israel se aplican ahora a la Iglesia (cf. Is 61,6; 62,3). Todo el pueblo cristiano tiene acceso a Dios ( = sacerdocio real) (también Ap 1,6 y 5,10). En virtud del sacrificio de Jesús (1 Pe 1,19), la Iglesia ha sido escogida como pueblo de Dios (cf. 1 Pe 1,15-16; «pueblo adquirido por Dios»; Is 43,21; Mal 3,17). Y este pueblo eclesial debe ahora publicar las hazañas de Dios que ha comprobado (2,9). El texto de Os 2,25: «El pueblo no mío es ahora mi pueblo», aplicado anteriormente a los judíos, en 2,10 se aplica a los cristianos de procedencia pagana. Laos, término que en el judaismo se refería exclusivamente a Israel, en contraposición a ethne (las naciones), ahora se aplica también a los cristianos de origen pagano. Esto significa en realidad que la Iglesia es el verdadero Israel. La idea de que la Iglesia es por naturaleza una Iglesia formada por judíos y paganos (Pablo y la carta a los Efesios) no existe ya en estas Iglesias compuestas mayoritariamente por cristianos de origen pagano. También los paganos son, dentro de la Iglesia, pueblo de Dios: laos (cf. Hch 15,14; Rom 9,25-26; Tit 2,14; Ap 18,4; en el Tenak, el término laos, pueblo, se utiliza casi exclusivamente en el sentido de «pueblo de Dios»). También Rom 9,25 cita Os 2,25, pero, exceptuando Rom 9,25 y 1 Pe 2,10, en ningún lugar del Nuevo Testamento encontramos esta reinterpretación cristiana del término laos. El Tenak no es ya el conjunto de los libros sagrados de la sinagoga, sino el libro de la Iglesia: el Antiguo Testamento, que la Iglesia utiliza para explicar su propia identidad. Ya no tiene importancia ser judío o pagano (la primera carta de Pedro se dirige sobre todo a cristianos procedentes del paganismo; cf. también Flp 3,20). La condición «política» derivada de ser judío o no judío carece de importancia: nuestro politeuma, nuestra patria, es el cielo (la religión era en el mundo antiguo fundamento de todo el politeuma). Pero externamente los cristianos parecían una fraternidad judía. El antisemitismo, muy extendido en aquel tiempo, incluía también a los cristianos. También ellos, igual que los judíos, eran considerados por los paganos como «tipos raros», alejados de la vida pública, que estaba invadida de paganismo. De hecho, los cristianos, lo mismo que los judíos, estaban al margen de la vida pública; eran despreciados y odiados por el pueblo (cf. 1 Pe 4,3-4; también 1,1 y 2,11). Resultaban sospechosos porque
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EL CULTO VERDADERO
excluían a los paganos de sus reuniones. Tácito escribía: «Nerón hizo encarcelar a muchos cristianos, pues éstos profesaban una superstición perniciosa y el pueblo los odiaba por sus vilezas» 62. Lo mismo se venía diciendo de los judíos. Pero a los cristianos se les acusaba en especial (debido sin duda a su aislamiento voluntario) de profesar «odio al género humano» 6i. También en Flp 3,4a la circuncisión se convierte en circuncisión espiritual, o sea, en el bautismo cristiano, mediante el cual, por la fe, se forma el nuevo pueblo de Dios (cf. también Gal 6,15). Tit 1,10-11 expresa su indignación por los problemas y herejías provenientes de gente «insubordinada, charlatana y embaucadora», y añade: «sobre todo entre los judíos convertidos». Son judíos cretenses (1,12), y el autor critica «las fábulas judaicas y los preceptos de hombres que vuelven la espalda a la verdad» (Tit 1,14). No son los antiguos «judaizantes» presentes entre los cristianos, sino cristianos judíos de la diáspora que propugnaban ideas judías heterodoxas, sincretistas, e interpretaban erróneamente el lema de Pablo «todo es limpio para los limpios» (Tit 1,15): una mezcla de ascetismo muy riguroso e indiferencia ética (pero no libertinismo), característica del sincretismo religioso de algunos judíos de la diáspora (cf. también Col, 1 Jn y 1-2 Tim); estos judíos practicaban una religión judía de tipo sincretista, con elementos del helenismo oriental. Tampoco aquí se trata de antijudaísmo; la indignación cristiana se debe a que algunos cristianos judíos parecían enturbiar la identidad cristiana. Probablemente, estos cristianos judíos defendían (frente a la cristología ya difundida en la Iglesia) una tosca concepción cristológica que, si bien reconocía a Cristo como el grande y definitivo profeta de Dios, suponía un contacto místico con «lo celeste» a través de otros personajes históricos, especialmente Moisés (el sinaitismo del primer judaismo). Tales errores, dirá Ignacio de Antioquía, tienen una clara relación con cristianos de origen judío (Ad Magn. 9-8). Estos, al parecer, no necesitan la redención obtenida por la muerte de Jesús en la cruz (cf. 1 Jn 1,7; 5,6), se consideran por encima de toda posibilidad de pecado (1 Jn 1,8-10; cf. 3,6.8; 5,18) y desprecian la unión fraterna (1 Jn 2,9-11; 3,10.14-15; 4,8.20; 5,2) <*. 4. En la carta a los Hebreos aparecen quizá las expresiones más "radicales, aunque con fórmulas de gran delicadeza, sobre la superación de la religión judía por el cristianismo. Para ello se utiliza una compleja hermenéutica rabínico-cristiana de la Sagrada Escritura judía, de modo que a los occidentales nos resulta difícil captar el fondo de la conclusión. Esta exégesis sinagogal presupone que para el autor la decisión ya está tomada antes de que él comience tal exégesis del Antiguo Testamento. A diferencia de Pablo, el punto central para el autor de la carta a los Hebreos no es la Tora, sino el culto judío (aunque no la liturgia del tem62
Tácito, Aúnales, 15,44. Suetonio, Ñero, 16,2; Plinio, Epist., 10,96,8. 64 Cf. G. G. Scholem, Major Trends in Jewish Mysticism (Jetusalén 1941); Recent Trends in Jewish Gnosticism (Nueva York 1961). 63
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pío de Jerusalén, que no se menciona ni una vez). Lo que le interesa demostrar es la superación del culto (por obra de Jesucristo), vinculado en el Antiguo Testamento a la tienda mosaica de la alianza, origen y fundamento del culto de Israel. El autor hace retroceder a los judíos al momento para él culminante de la historia de Israel: el pueblo que camina por el desierto hacia la tierra prometida. Quiere inculcar a los cristianos la idea de que cuanto hizo entonces el pueblo enojado y descontento es una posibilidad que amenaza a los cristianos y que, de hacerse realidad, tendría consecuencias peores todavía (Heb 2,1.3; 3,8.12-13.18; 4,1.11; 6,6; 10,26). Para el autor, Jesús trae el culto verdadero: él es el verdadero sacrificio, el oferente y la víctima, el que ha sido glorificado y proclamado por Dios sumo y eterno sacerdote en virtud de su pasión y muerte (5,7-10) y que, como sacerdote celeste, «intercede por nosotros ante Dios» (Heb 7,24-25b; 9,24; 10,12); Jesús es el oficiante principal en la liturgia de los ángeles, en la que participa también la Iglesia terrena (1,7.14; 8,6; 9,21; 10,11; cf. 3,6; 10,21; 7,25; 13,15; 9,24; también 12,22-23). Uno de los motivos que indujeron a escribir esta carta parece ser que algunos cristianos faltaban a las reuniones litúrgicas (10,25). Esto denota una relajación de la fe o, teniendo en cuenta el sincretismo religioso de la época (cf. Gal y Col), una capitulación frente a cierta religiosidad pneumática, centrada en la experiencia y en el ansia de plenitud y acompañada a menudo del atractivo que el «esoterismo judío» ejercía sobre los miembros no judíos de la comunidad. También el autor de la carta a los Hebreos, experto en exégesis rabínica, provenía sin duda del judaismo. Con el delicado estilo que le caracteriza, quiere colocar a sus fieles ante la alternativa de elegir entre el judaismo y el cristianismo. Toda su carta quiere mostrar —aunque el término no aparezca nunca explícitamente— que la comunidad cristiana es el verdadero Israel, mientras que Israel era únicamente el depositario de la promesa. Incluso esta última idea, todavía paulina, aparece muy atenuada en la carta a los Hebreos a través de una exégesis sinagogal extremadamente complicada. El autor quita importancia a la bendición pronunciada sobre Abrahán (el argumento exegético de Pablo) y, recurriendo a una sutil exégesis, muestra que «el desconocido» y misterioso Melquisedec, cuyos padres y orígenes nadie conoce, dio su bendición sacerdotal a Abrahán (7,5-6 con Nm 6,22-27) y que Abrahán le pagó el diezmo (7,4). Además, según la carta a los Hebreos, el sacerdocio es el fundamento de la ley, no viceversa. Melquisedec, que no pertenece a la tribu sacerdotal y bendice como sacerdote a Abrahán, prueba que el sacerdocio de Aarón es insuficiente y provisional. El sacerdocio de Melquisedec, que en opinión de muchos rabinos había pasado a Abrahánft5, es identificado en la carta a los Hebreos con Cristo (7,4-18). El sentido último de cualquier clase de culto es permitir el acceso a Dios (7,19b; cf. 4,16; 7,25; 10,19; 10,22; 12,22 y, sobre todo, el grandioso pasaje de 12,18-19). En el judaismo no podía lograr este objetivo ", lín las obras de Filón, Melquisedec es el Logos, manifestado como sumo sacer.l.iic f/V Somn. I, 214-215; Abrah., 255).
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(cf. 12,18-21) ni siquiera el sumo sacerdote; éste podía entrar una vez al año en el santo de los santos (donde Yahvé tiene su trono) con ocasión del gran Día de la Reconciliación, pero lo hacía precedido de una nube de incienso que le impedía contemplar el arca (9,1-10). El culto judío es, por tanto, sólo una sombra del verdadero culto de Cristo (8,5; 9,4). En la carta a los Hebreos no se trata de renovar la antigua alianza, sino de establecer otra nueva: Cristo, al ser glorificado junto a Dios, ha abierto plenamente el camino de acceso hasta Dios, cosa que el Antiguo Testamento no fue capaz de hacer (8,9-10); Cristo ha realizado esto de un modo definitivo en virtud de su propio sacrificio (9,22; 10,19-20), es decir, con su propia sangre (y no con sangre de machos cabríos y toros) (9,12; cf. 9,7; 9,25; 9,14): con el sacrificio voluntario de su propia vida. Así se nos perdonan los pecados (9,18-23) y se pos concede la herencia (9,15-17): perdón de los pecados y salvación, unión con Dios o acceso a Dios (10, 19-25). Esta grandiosa promesa o herencia no es patrimonio de la descendencia carnal de Abrahán, sino únicamente de aquellos que han sido llamados, los cristianos (6,17; 11,8.18). Sólo Jesús es fuente de salvación eterna (10,1-18), «única y definitiva» (10,10). Es significativo que, al final de esta exposición, el sumo sacerdote Cristo aparece como «el nuevo Moisés», quien en el primer judaismo no sólo era guía de su pueblo, sino también «profeta, rey y sacerdote» (en la línea de Dt 5,23; 9,9.18.26) e incluso siervo doliente (Heb 11,26); Filón llega a llamarlo divus Moyses, «divino Moisés»66. Por tal motivo, la carta a los Hebreos toma como punto de comparación no la liturgia del templo, sino el culto mosaico. Moisés como sumo sacerdote es en esta carta (junto con «Melquisedec») «modelo» del sumo sacerdocio de Cristo (cf. también 11,23-31). Sin embargo, en el grandioso himno dedicado a la fe de las grandes figuras de Israel, la carta a los Hebreos ve a los creyentes del Antiguo Testamento y del Nuevo como un único pueblo que cree en Dios (Heb 11); y añade que la fe de todos ellos tenía como objeto a Cristo; Jesús «es el mismo hoy que ayer y será el mismo siempre» (13,8). La carta a los Hebreos, siguiendo la línea de la tradición profética y deuteronomista, presenta a Israel como el pueblo escogido que, no obstante, se niega a escuchar la voz de Dios (12,18-21). El autor, cristiano de origen judío, capta perfectamente la atmósfera de su tiempo, pero concluye que en Cristo se encuentra centuplicado lo que se busca en otras partes. Por tanto, «salgamos fuera» (13,13), del mismo modo que Moisés, tras el episodio del becerro de oro, no quiso permanecer entre su pueblo —en el campamento— y plantó su tienda fuera (cf. Ex 33,3.5.7). «El que tenía que consultar al Señor, salía fuera del campamento y se dirigía a la tienda del encuentro». Sólo allí fuera encontraba Moisés a Dios. Algunos judíos, como Filón, habían expresado ya una idea parecida67, y el autor de la carta a los Hebreos conocía sin duda la tradición recogida por Filón. El autor se siente plenamente identificado con la ecclesia ab Abel, 66 67
Cf. supra, nota 6, p. 530. Filón, De gigantibus, 54 (véase Meeks, op. cit., 100-131).
EL PUEBLO JUDIO EN EL EVANGELIO DE JUAN
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descrita en Heb 11 como un único pueblo de Dios que incluye también a los cristianos y que, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo profesa su fe en el «mismo» Cristo. En este sentido, no contrapone l& «Iglesia de Cristo», verdadero Israel, al Israel de la historia, que tenía un significado meramente provisional. A partir de Cristo, el judaismo no tiene ya ninguna misión que cumplir. A diferencia de Pablo en Rom 9-11, el autor de la carta a los Hebreos ya no piensa en los judíos que no pertenecen a la comunidad cristiana de Dios. 5. A partir de J. Louis Martyn 68 se ha considerado el Evangelio de Juan como el documento más antijudío del Nuevo Testamento. Desde luego, a primera vista, este evangelio da pie a esa interpretación. Pero hay que reconocer que el antijudaísmo joánico está condicionado por las circunstancias históricas. El Evangelio de Juan —y todo el corpus joánico—nada tiene que ver con el antisemitismo. En estos últimos años, exegetas de las más variadas tendencias coinciden cada vez más en hablar de las raíces judías —veterotestamentarias e intertestamentarias— del Evangelio de Juan, el cual se apoya tanto en tradiciones judías ortodoxas como heterodoxas, sincretistas. El origen de la tradición joánica se remonta a Palestina. De una tradición judía (aunque haya sido cristianizada) se puede esperar una dura crítica, pero jamás antisemitismo. Además, para Juan la expresión «los judíos» no significa lo mismo que para nosotros. Se trata de una expresión palestinense (no del judaismo de la diáspora) con que se designaba a los habitantes de Jerusalén y su comarca: los de Judea (cf. supra, sobre el Evangelio de Juan). Considerando que Juan (como el resto del Nuevo Testamento) aplica el título honorífico «Israel» al pueblo judío (Jn 1,31.49; 3,10; 12,13) y reconoce la conexión que en la historia de la salvación tiene el cristianismo con el judaismo (Jn 4,22), ¿de dónde proviene la innegable tendencia antijudía de su evangelio? De hecho, en 4,22 Juan reconoce (aunque sea en labios de otros) que «la salvación sale de los judíos». Como hemos dicho, en los últimos años los exegetas están cada vez más de acuerdo en que el Evangelio de Juan utiliza unas tradiciones sobre Jesús muy antiguas, que, aunque no dependen directamente de la tradición sinóptica, muestran muchos puntos de contacto con ella. Juan hace con ese material lo que los sinópticos con el suyo: partiendo de la propia situación eclesial, actualiza la tradición transmitida de acuerdo con la situación y la problemática de la comunidad en que vive y con ayuda de su concepción teológica personal. Así, para interpretar correctamente el Evangelio de Juan, es indispensable conocer las circunstancias concretas de las comunidades joánicas. En este evangelio, el drama se desarrolla en dos planos: el de la tradición cristiana sobre la vida de Jesús y el del conflicto que entonces vivían las Iglesias joánicas. Aparecen así mezcladas dos situacio"" J. L. Martyn, History and Theology in the Fourth Gospel, op. cit., XVII, v especialmente la primera parte: «A Synagogue-church Drama», 3-44; J. Beutler, Murtyrhi (Francfort 1972) 339-164.
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nes históricas. Esta tesis, en sus líneas generales, ha sido aceptada por la mayoría de los exegetas 69: la situación de las comunidades joánicas es la de una comunidad cristiana que vive cerca de una sinagoga greco-judía muy agresiva, lo cual hace que la vida de la comunidad se caracterice por una polémica entre la Iglesia y la sinagoga. Por tanto, habría que leer el Evangelio de Juan en el contexto de la polémica entre cristianismo y judaismo, entre «los discípulos de Moisés» y «los discípulos de Jesús» (Jn 9, 27-28). En el Evangelio de Juan, los adversarios de Jesús serían en realidad —sobre la base de los recuerdos históricos de la vida de Jesús— los protagonistas judíos de cincuenta o sesenta años después, es decir, la sinagoga que existía en tiempos del evangelista. Toda la exégesis actual de Juan se mueve en esta dirección™. Meeks 71 opina que, desde el punto de vista sociológico, el Evangelio de Juan refleja el trauma de una Iglesia separada de la sinagoga. Para las Iglesias joánicas, creer en Jesús suponía también un cambio de su situación social, es decir, un aislamiento de su anterior ambiente judío y una nueva situación en un grupo atacado ahora por su antigua comunidad. Es muy probable que cerca de la comunidad joánica hubiese una sinagoga greco-judía hostil (posiblemente Alejandría o bien otra gran ciudad de Asia Menor) 11 . En todo el Nuevo Testamento, el Evangelio de Juan habla tres veces de aposynagogos (Jn 16,2, que da la pauta para interpretar 9,22 y 12,42): «ser expulsado de la sinagoga». Esto corresponde a una situación posterior al año 70, cuando es un hecho generalizado la ruptura oficial entre la Iglesia y la sinagoga, ruptura que adquiere un carácter legal definitivo hacia el año 90: Gamaliel II introduce en la oración cotidiana de los judíos la maldición de todos los herejes (birkat ha-minim) li. No pretendo negar que en el fondo del Evangelio de Juan aparecen fricciones históricas concretas entre la Iglesia y la sinagoga. Lo que, en mi opinión, no han demostrado aún los exegetas es que el tono global del Evangelio de Juan esté determinado por tales fricciones. Aunque ese trasfondo es innegable, opino que el verdadero problema de las Iglesias joánicas consistía en una tensión intraeclesial, entre los cristianos judíos y los cristianos de origen pagano, que ponía en peligro la unidad de la iglesia; lo cual explica por qué precisamente los escritos joánicos insisten tanto en que «todos sean uno» (por ejemplo, Jn 17,11; 17,21; 17,23; 10,16, 69
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J. L. Martyn, History and Theology, op. cit. XIX-XXI y 148-150; K. L. Carroll, The Fourth Gospel and the Exclusión of Christians from the Synagogue: «Bulletin of the John Rylands Library» 40 (1957) 19-32; W. Meeks, The Prophet-King, op. cit., 318-318; id., The Man from Heaven in ]ohannine Sectarianism: JBL 91 (1972) 44-72; id., Source Criticism, op. cit., 247-270; E. Grasser, Die antijüdische Polemik, op. cit.; también los comentarios de R. Brown, Evangelio según Juan, y de R. Schnackenburg, Johannesevangelium. 70 R. Brown, R. Schnackenburg, J. Beutler, W. Meeks, K. C. Carroll, E. Grasser, R. Kysar, etc. 71 W. Meeks, The Man from Heaven, op. cit., 44-72. 72 Cf. en especial J. Beutler, Martyria, op. cit., 339-364. 73 W. Doskocil, Ver Bann in der Urkirche (Munich 1958).
11,52; 13,34-35; 14,12-17) y en el amor fraterno. Juan quiere defender la pureza de la identidad cristiana —creer significa ligarse personalmente a la persona de Jesucristo (aparece de nuevo el principio del solus Christus)—, identidad que no puede ponerse en peligro pretendiendo conservar al mismo tiempo la «identidad judía» ni en secreto ni públicamente. En el Evangelio de Juan, la figura de Nicodemo (y la de José de Arimatea, «discípulo de Jesús, pero clandestino por miedo a las autoridades judías») es el prototipo del cristiano judío que, por temor a los judíos, es cristiano en secreto, pero sigue oficialmente en contacto con la sinagoga (Jn 2, 23-25; 9,16; 12,42-43; 19,38; 19,39). Los cristianos judíos, al menos en las comunidades joánicas, valoraban excesivamente su pertenencia racial al pueblo escogido (cf. la corrección de Juan al himno prejoánico: Jn 1, 12c.13; también 8,21-59). Se sentían, dentro de la Iglesia, superiores a los cristianos de procedencia pagana, los cuales constituían una creciente mayoría en la Iglesia. Esto significaba un peligro para la unidad y el amor entre sus miembros. Pablo había exhortado a los cristianos procedentes del paganismo, «al acebuche», a no mostrarse soberbios con quienes habían sido llamados en primer lugar al cristianismo, los judíos. Sin embargo, la prioridad que todo el Nuevo Testamento reconoce al llamamiento de los judíos era en la comunidad joánica motivo de discordias y disensiones. El Evangelio de Juan critica enérgicamente este estado de cosas. El hecho, señalado por Juan, de que hubiera «cristianos clandestinos» (por temor a los judíos) demuestra que la sinagoga cercana era muy hostil; sin embargo, Juan ve en esa clandestinidad un serio peligro para la identidad cristiana. Además, estos cristianos judíos (que no dejaban el judaismo) seguían la tradición judía de Moisés y la-mística sinaítica74 (cf. supra). Al lado de Cristo, que ocupaba el primer puesto en la escala de valores, Moisés era un principio independiente de salvación para estos cristianos de origen judío. Juan estima que esto pone en peligro el principio apostólico del solus Christus y no permite compromiso alguno. Su evangelio se opone también a una cristología judeocristiana «atrasada», propensa a unir a la concepción cristológica común una mística mosaica, no conciliable con la visión cristológica superior de Jesús como Hijo del hombre que vive desde la eternidad junto al Padre, desciende hasta nosotros y asciende de nuevo. En mi opinión, la polémica del Evangelio de Juan (aunque tiene como trasfondo la polémica entre la Iglesia y la sinagoga) obedece a las tensiones intraeclesiales con los cristianos judíos. Las discusiones de Jesús sobre su mesianidad reflejan la situación de las posteriores comunidades joánicas (cf., por ejemplo, Jn 7,27.41-42; 12,34). La dureza de Jn 8,12-59 denota claramente la situación de guerra fría entre la Iglesia y la sinagoga en la época de Juan 75 . Es muy elocuente una perícopa joánica en la que Jesús alude a su partida. «Los judíos» comentan: «¿Adonde querrá irse éste que no podamos nosotros encontrarlo? ¿Querrá irse con los emigrados a países griegos para enseñar a los griegos?» (Jn 7, 74
W. Meeks, op. cit., 195ss y 216-257. " I I . I.croy, Ratsel und Missverstándnis (Bonn 1968).
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33-36). Esta perícopa refleja claramente las reservas que mostraban algunos grupos judeocristianos frente a una Iglesia formada cada vez más por paganos. En otras palabras: la sinagoga parece ser la causa de que en la Iglesia joánica existiese cierta tensión entre los cristianos judíos y los demás cristianos. Pero ¿quiénes son para Juan «los judíos»? Según E. Grásser 76 , «los judíos» (esta expresión tenía en tiempos de Jesús el significado de «habitantes de Judea») son un modelo que se aplica a quienes, apoyándose en la Tora, rechazan el evangelio cristiano (referencia a Jn 1,17); la «Tora», pues, designa la oposición de la sinagoga al mesianismo de Jesús proclamado por los cristianos. A mi juicio, tenemos aquí un claro ejemplo de «relato en dos planos»: los judíos con los que en el relato discute Jesús son los dirigentes judíos y los fariseos con quienes tuvo que enfrentarse históricamente, pero tales personajes son presentados con los rasgos del rabinismo fariseo imperante en la sinagoga de tiempos de Juan, y esto se hace con la mirada puesta en los cristianos judíos de la comunidad joánica. En general, los dirigentes judíos (Jn 1,19; 2,18) son también los fariseos, si bien en una doble perspectiva histórica. Estos dirigentes son para Juan los responsables de la incredulidad de los judíos y del rechazo y persecución de Jesús hasta su muerte (Jn 11,47-53). Ellos son también la causa de que en tiempos de Juan los judíos no acepten la fe en Cristo (Jn 16, 1-4). Juan quiere disculpar al pueblo judío y echar todas las culpas a sus autoridades; por eso insiste continuamente en la manipulación del pueblo por parte de las autoridades judías y de los fariseos (éstos serán después del año 70 los dirigentes del pueblo; Jn 7,32.47-48; 9,3.15.40; 11,46; 12,19 y 12,42) 77 . El uso específico de «los judíos» en el sentido de «los dirigentes judíos» (especialmente los fariseos en la época de Juan) aparece con claridad en el pasaje donde se dice que «el pueblo (judío, evidentemente) hablaba mucho de él..., pero ninguno hablaba de él en público por miedo a los judíos» (Jn 7,12-13; cf. Jn 9,22). El pueblo (judío) no se atreve a hablar «por miedo a los judíos». Aquí encontramos además la típica combinación de los dos planos históricos: por un lado, durante la vida terrena de Jesús, muchos miembros del pueblo judío no se atrevían a mostrar públicamente su simpatía por Jesús por miedo a los «judíos», es decir, a las autoridades de Jerusalén; por otro, en tiempos de Juan, muchos cristianos judíos no rompían sus lazos con la sinagoga y, al igual que Nicodemo, eran cristianos clandestinos por miedo a los jefes de ésta. Situando al Evangelio de Juan en esa perspectiva, muchas perícopas cobran mayor sentido: «Si dejamos que siga, todos van a creer en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación» (Jn 11,48, que supone la efectiva ruina de Jerusalén en el año 70); en este pasaje se refleja el disgusto de la sinagoga al ver cómo algunos de sus miembros pasaban a la comunidad de Juan, pero también la indignación de los cristianos
judíos al comprobar que, con la afluencia de cristianos de origen pagano, quedaban reducidos a una minoría dentro de la comunidad. El «antijudaísmo» del Evangelio de Juan tiene, pues, su origen en las dificultades edesiales de su tiempo, dificultades entre los cristianos de procedencia judía y los de procedencia pagana, debidas en gran parte a la actividad y la fuerza de atracción de una sinagoga judía próxima (y hostil), la cual, en sus dirigentes (el rabinismo fariseo), constituye el prototipo utilizado por Juan para describir e interpretar las relaciones históricas entre Jesús y los dirigentes judíos: tanto entonces como ahora, el pueblo judío es víctima de sus jefes. Esto no es sólo un dato de la tradición veterotestamentaria, especialmente profética, sino también de la tradición intertestamentaria del primer judaismo, de modo que constituye una crítica intrajudía. A la muerte de Moisés, Josué es nombrado jefe del pueblo, a fin de que «no quede la comunidad del Señor como rebaño sin pastor» (Nm 27,17). Pero pronto escuchamos cómo Yahvé se lamenta de los jefes y pastores de Israel: «Hijo de hombre, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza diciéndoles: ¡Pastores!, esto dice el Señor: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos!... Me voy a enfrentar con los pastores: les reclamaré mis ovejas, los quitaré de pastores de mis ovejas..., libraré a mis ovejas de sus fauces... Yo mismo en persona buscaré mis ovejas siguiendo su rastro... Les daré un pastor único que las pastoree...» (Ez 34,1-31; texto reinterpretado y aplicado a Jesús por Juan cuando habla del «buen pastor», Jn 10,1-21). También: «¡Ay de los pastores que dispersan y extravían las ovejas de mi rebaño!... Vosotros dispersasteis mis ovejas, las expulsasteis, no hicisteis cuenta de ellas... Les daré pastores que las pastoreen» (Jr 23,1-8). En ambos casos, el buen pastor que ha de venir es «un vastago legítimo de David» (Jr 23,5-6; Ez 34,23). Ya Me 6,34 había recogido este tema: Jesús siente lástima de la muchedumbre, «porque andaban como ovejas sin pastor». Juan se limita, pues, a recoger una crítica que el propio judaismo pone en labios de Yahvé contra los dirigentes judíos, y la utiliza en una polémica cristiana. Todos los pastores o jefes que han precedido a Jesús «son ladrones y bandidos» (Jn 10,8). La dureza empleada por Ezequiel se ve acentuada en labios de un cristiano. Toda la exposición de Jesús como «buen pastor», como el guía bueno del pueblo, es de hecho un duro ataque contra los dirigentes judíos (Jn 10,1-21 con 10,22-39). Pero lo que en el Evangelio de Juan parece antijudaísmo tiene hondas raíces judías. En rigor, no tiene nada que ver con un verdadero antijudaísmo, a menos que califiquemos de antijudías todas las profecías de desgracias anunciadas por los profetas judíos. Los cristianos (judíos) de las comunidades joánicas eran víctimas de las maniobras de los dirigentes de la sinagoga cercana, de igual modo que el pueblo judío fue muchas veces víctima de sus jefes, también durante la vida terrena de Jesús de Nazaret. Por lo demás, es explicable que una crítica hecha por los propios judíos desde antiguo contra sus dirigentes, al ser utilizada por una Iglesia separada o expulsada de la sinagoga y compuesta por una proporción cada vez menor de judíos, tenga resonancias antijudías (aunque no antisemí-
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E. Grasser, Die antijüdiscbe Polemik, op. cit., 74-90. A. Lacomara, Detiteronomy and the Farewell Discourse (Jn 13,31-16,33): CBQ 36 (1974) 65-84. 77
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ticas). En cualquier caso, el «antijudaísmo» del Evangelio de Juan tiene raíces judias. El esquema seguido en todo el cuarto evangelio, desde el prólogo, es el siguiente: Jesús, el Cristo, el Hijo bajado de lo alto, se ha manifestado en este mundo como la krisis entre la fe y la incredulidad; vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. El Jesús joánico tiene una actitud agresiva frente a la incredulidad (Jn 3,19-21; 8,21-24.40-44; 12,35.46.48). En la situación de las comunidades joánicas «fe» e «incredulidad» (siempre en relación con Jesucristo) vienen a ser una contraposición entre «cristianismo» y «judaismo». Con esto, en el Evangelio de Juan, se abre la puerta a cierto disgusto antijudío que repercutirá en la Iglesia posterior. A fin de salvaguardar la fe o la identidad cristiana (solus Christus), Juan habla siempre del judaismo en tono distanciado: «vuestra ley», «vuestro padre» Abrahán (Jn 6,49; 8,38). Mientras Pablo considera a los judíos como «la rama nacida originalmente en el olivo» y a los paganos como «el acebuche» dentro del cristianismo, y habla del cumplimiento de las promesas divinas en el Antiguo Testamento, en Juan observamos todo lo contrario: los judíos son «ramas secas»; los cristianos, «árbol lleno de vida». El tema judío tradicional del pueblo conducido al engaño por sus dirigentes es, en la pluma de Juan, un «esquema», un principio redaccional intencionado (que revela la psicología de dos religiones rivales existentes en una misma zona). Probablemente, las comunidades joánicas representaban una apreciable minoría en las ciudades de la diáspora, que a menudo albergaban importantes colonias de judíos. Por regla general, el Evangelio de Juan mantiene las formas. Sin embargo, la situación polémica (de aquel tiempo) lo lleva, por ejemplo, a utilizar los argumentos de la Escritura de una forma agresiva, dando por supuesto que los rabinos judíos, estudiosos de esa Escritura, buscan en ella su propia gloria (Jn 5, 42-44): alaban la ley de Moisés, pero no la cumplen (7,19; 7,22; 8,39). Moisés mismo es invocado como acusador de los judíos (5,45). En Jn 13,31-18,12 (el proceso de Jesús), «los judíos» desaparecen de la perspectiva de Juan. En toda esta sección, Jesús se dirige exclusivamente a la comunidad joánica, a «sus hijos» (13,33, representados por los discípulos que creen en Jesús). El cambio aparece con toda claridad si comparamos Jn 13,33 con 7,33-36. En ambos casos se habla de la partida de Jesús, pero en 7,33-36 sus oyentes son «los judíos», mientras que en 13, 33 Jesús habla a la «Iglesia joánica» (los discípulos o «hijos»): «Lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros: al lugar adonde yo voy, vosotros no sois capaces de venir» (13,33; a lo que se añade: «me seguirás más tarde», 13,36b). La oposición entre los «incrédulos» (los judíos) y los discípulos, la comunidad de creyentes en Cristo, es un hecho evidente. Y lo importante es esta comunidad. Para redactar el discurso de despedida de Jesús, Juan se ha inspirado quizá en el discurso deuteronomista presentado como despedida por Moisés 78. En ambos casos, el discurso es pronun78
Cf. H. Kraft, Die Offenbarung des Johannes (HNT 16a; Tubinga 1974) 61-62, 72-74, 81-82.
LOS «JUDÍOS» EN EL APOCALIPSIS
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ciado poco antes de la muerte del personaje, los discípulos se enfrentan a una situación nueva, la finalidad es consolidar y animar a los discípulos, las frases finales son una llamada al amor fraterno. Jesús ora para que «todos sean uno» (13,34-35; 14,12-17; 17,21-23). Advierte a la comunidad que, si a él lo han perseguido, «lo mismo harán con vosotros» (15,20). Pero la parte opuesta no son ya «los judíos», sino «el mundo», el mundo que no cree en general (15,19), «que os odia también a vosotros» (15,19), «porque no pertenecéis al mundo» (17,14), como tampoco Jesús (17,16) ni su reino (18,36): «Padre... el mundo no te ha reconocido» (17,25). También los perseguidores aparecen ahora designados con un genérico «ellos» (15,20.21.22.24.25; 16,2.3), aunque también se afirma que «ellos os expulsarán de la sinagoga» (16,2, aludiendo claramente a la situación de los cristianos joánicos). Sin embargo, Jesús dice a los suyos que no deben tener miedo: «Yo he vencido al mundo» (16,33c). La unidad eclesial que Jesús pide es la unidad entre cristianos judíos y cristianos procedentes del paganismo; todos tienen cabida en la Iglesia: «La casa de mi Padre tiene muchos aposentos» (14,2). Ahora, en este momento, Jesús no pide «por el mundo» (17,9), sino por la unidad de la «Iglesia formada por judíos y paganos». En esta parte del evangelio, el tono polémico desaparece por completo de labios del Jesús joánico (no reaparecerá más que en el relato del proceso de Jesús). El Evangelio de Juan critica duramente a los dirigentes judíos (siguiendo la línea de la tradición religiosa judía), pero es también una invitación a la unidad y al amor entre judíos y no judíos en la única Iglesia de Cristo. 6. En el Apocalipsis, las palabras del Hijo del hombre dirigidas a las Iglesias de Esmirna y de Filadelfia (2,9 y 3,7-13) han sido consideradas a menudo como la expresión más duramente antijudía de todo el Nuevo Testamento: «la sinagoga de Satanás» (Ap 3,9; cf. Jn 8,39-59). Sin embargo, este pasaje ha sido interpretado en la mayoría de los casos sin tener en cuenta la intención del Apocalipsis. Este dice: «Sé también cómo te calumnian esos que se llaman judíos y no son más que sinagoga de Satanás» (2,9); «algunos de la sinagoga de Satanás, de esos que dicen ser judíos (pero es mentira, no lo son)» (3,9). En el Nuevo Testamento, «judío» nunca es un insulto, sino un título honorífico del pueblo depositario de las promesas de Dios. «Sinagoga de Satanás» no son los judíos, sino los cristianos judíos que desvirtúan el significado de la muerte y resurrección de Jesús, poniendo así en peligro la fe de la comunidad cristiana. Estos individuos se llaman judíos a fin de evitar las persecuciones romanas contra los cristianos. El Apocalipsis se refiere aquí a la tendencia sincretista de algunos cristianos, que además colaboran con los romanos; son los apóstoles embusteros de Ap 2,2. Quizá son prosélitos incircuncisos que se han convertido al cristianismo, pero que sólo en parte han aceptado la fe apostólica (lo que se conoce en la historia como «nicolaitismo»). Tampoco en el Apocalipsis, libro auténticamente judío, encontramos rasgo alguno de antijudaísmo.
IGLESIA Y SIONISMO
Conclusión y reflexión retrospectiva IGLESIA Y SIONISMO
El antisemitismo del Nuevo Testamento es una pura leyenda. No obstante, existe una clara tensión religiosa entre las interpretaciones que el judaismo y el cristianismo dan sobre Jesús. No sería justo por parte de los cristianos afirmar que con Jesucristo queda superada cualquier relación especial entre Dios y un pueblo o un hombre histórico concreto (destruirían así el sentido más profundo de su propia religión: Jesús fue un hombre, un judío, que vivió en una situación histórica precisa). Por un lado, tal suposición no tiene ninguna base en el Nuevo Testamento: Jesús se sabía enviado a Israel para ser testigo de Dios ante y para todos los pueblos e invitó a Israel a responder fielmente a esa tarea. Por otro, la primera interpretación que los cristianos dieron de Jesús fue típicamente judía, y el cristianismo fue en su origen una fraternidad judía que exigía a todo Israel fidelidad a su vocación: ser «un pueblo consagrado al Señor» en beneficio de todos los pueblos (Dt 7,6; 14,2; 14,21), al igual que Dios es «el Santo de Israel» (Is 30,11; 41,14; 43,3.14.15). Según la concepción cristiana, Jesús —en la línea del profetismo judío— mostró con su vida y su muerte que la protección y la ayuda de Dios son objeto de fe, no constatables empíricamente, y no se apoyan en datos empíricos. En este sentido, los profetas, y especialmente Jesús de Nazaret, han invalidado todas las garantías empíricas y las «definiciones» terrenas a que apelaban y recurrían la alianza de Dios y la confianza en él. No se puede identificar al Dios de Israel con ninguna de sus acciones salvíficas. La historia de Dios no depende de la historia de Israel: ni siquiera Israel puede disponer de Dios. Ya los grandes profetas dijeron claramente que el futuro de Israel no es una consecuencia automática de la acción salvífica de Dios en el pasado. Tampoco en la teocracia judía posterior al exilio alcanzó la acción salvífica de Dios su meta definitiva. Los movimientos escatológicos judíos protestaron precisamente contra quienes (basados en la praxis de la religión establecida) suponían alcanzada esa meta. Dios es también Señor de los «paganos» sin necesidad de que éstos se hagan judíos. Aquí llega a un punto culminante la visión de la religiosidad judía: el pueblo de Dios es precursor de todos los pueblos. Esta idea adquiere en Jesús una modalidad inesperada, preparada ya por los judíos de la diáspora, que vivían fuera de Jerusalén y consideraban la circuncisión más bien como una realidad espiritual. El paulinismo cristiano continuará, apoyándose en otras razones, esta tendencia auténticamente judía. Los judíos no cristianos y los judíos convertidos al cristianismo terminaron por excomulgarse mutuamente, dando lugar a una «religión judía» y una «religión cristiana». Estos hechos históricos y sobre todo (si nos atenemos a lo que dice el Evangelio de Marcos) lo acontecido en Jesucristo debían conducir a la ruptura. Pero, según la tendencia representada en especial por Pablo, esto no anulaba la vocación de Israel. No se pueden jus-
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tificar teológicamente ciertas interpretaciones cristianas, a veces semioficiales en la Iglesia, según las cuales el pueblo de Dios del Nuevo Testamento habría sustituido al antiguo pueblo de Dios: olvidan las implicaciones teológicas inherentes al hecho de que Jesús limitó el anuncio de su mensaje universal al pueblo judío. Quien niega o minimiza el significado religioso del pueblo de Dios judío, niega en el fondo también el significado de Jesucristo y del cristianismo y socava la dimensión universal no sólo de Israel, sino también de Jesús de Nazaret. Por otro lado, ignorar a Jesús es, en mi opinión, negar un hecho profétíco, auténticamente judío, que se produjo en el mismo Israel y no comprender, en la línea del profetismo israelita, el dinamismo de una tradición típicamente judía. «Yahvé dijo a Abrahán: Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré» (Gn 12,1-4). En la conciencia religiosa de Israel tiene una importancia capital el nexo existente entre religión, pueblo y tierra. Este tema fundamental de la religión judía es una respuesta interpretativa de la fe a la acción salvífica de Dios con el pueblo de Israel. Si consideramos la intención religiosa más profunda, no se trata de una visión egoísta, sino de una función precursora con respecto a todos los pueblos. Un elemento esencial de lo que la religión llama «revelación progresiva de Dios» es la respuesta interpretativa de los creyentes y, por tanto, la historia humana contingente y su interpretación (cf. supra, primera parte). Esta religión y este pueblo tienen una estrecha conexión, de modo que resulta difícil imaginar un pueblo sin tierra. La conexión esencial entre religión judía y pueblo judío es también el motivo de que esta religión nunca haya sido ni pueda ser una religión universal. Sólo a través de otras religiones universales, el islamismo y el cristianismo, las cuales no pueden ni quieren renunciar a su conexión con el judaismo, la religiosidad judía se ha convertido en religión universal, quedando así rota la conexión esencial entre «religión» y «este pueblo». Israel (dado el contenido esencial de su credo) no ha podido ni podrá nunca dar ese paso por sí mismo. Pero esto indica al mismo tiempo el carácter peculiar de la religión judía, respecto de la cual el cristianismo, a pesar de su continuidad, es una magnitud discontinua. Aquí nos limitamos a señalar el hecho; ignorarlo sería un falso irenismo. A partir del siglo xix, especialmente en Alemania, algunos estudiosos cristianos del Antiguo Testamento —con la decidida participación de biblistas judíos— hicieron de la religión judía una confesión (también hoy en Holanda y en otros países se habla de «comunidades israelitas»). Desde el punto de vista del derecho civil, era una solución cómoda a diversos problemas de los judíos de la diáspora, una reglamentación bastante lógica para la convivencia ciudadana, lo cual explica que muchos judíos participaran decididamente en el asunto. Esto permitió en varios países occideniiiles el reconocimiento oficial de la «comunidad judía» en pie de igualdad con otras comunidades eclesiales. Pero los judíos cayeron más tarde en la cuenta de que ello implicaba cierta ruptura, aunque no esencial, de la religión judía con la tierra y el pueblo. La propia conciencia judía llegó a des-
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cubrir que la alianza del Sinaí es una realidad no «meramente» religiosa, sino también social y política. Esto puede resultar «escandaloso» a alguien que no sea judío, pero los intérpretes adecuados de la conciencia religiosa judía no somos nosotros, sino la comunidad viva de los judíos. En opinión de muchos judíos actuales, incluso secularizados, el vínculo entre «pueblo» y «tierra» es un elemento fundamental, extremadamente delicado, de la espiritualidad judía. «El año próximo en Jerusalén» no es simplemente un piadoso deseo convencional para muchos judíos. El cristianismo, por su misma naturaleza, debía romper ese lazo entre religión, pueblo y tierra. Pero, por otra parte, reconoce el «escándalo» originado por la conexión esencial de la salvación procedente de Dios con la persona de Jesús de Nazaret, el cual es presentado como «Israel», «llamado para que saliera de Egipto» (Mt 2,15; cf. Os 11,1), e incluso como el Hombre, «el segundo Adán» (cf. Le 1 y 2). Esto coloca al cristianismo en una tensión fundamental, a la vez que dialéctica, frente a la religión judía, para la que «religión», «este pueblo» y «esta tierra» son inseparables. A lo largo de la historia judía, muchos elementos —sobre todo el templo, pero en ciertas corrientes proféticas también «la tierra»— han sufrido transformaciones simbólicas, han sido «espiritualizados», desmaterializados y escatologizados. Aunque esto no se puede afirmar sin más a propósito de la «tierra», también este elemento fue interpretado escatológicamente como una futura «Jerusalén celeste» en el mundo, asentada sobre el monte Sión, donde se congregarían todos los pueblos al fin de los tiempos. Sin embargo, tras las pruebas sufridas, especialmente el año 135 después de Cristo, el «derecho al retorno» cobró gran fuerza en la literatura judía. Tras el éxodo de Egipto y el segundo éxodo del destierro babilónico nació la esperanza en un tercer éxodo. Si no queremos trivializar los relatos bíblicos de los dos primeros éxodos (por más que también de otros pueblos se pueda decir lo mismo), debemos tomar ese dato como visión de una constante tradición judía. Los judíos religiosos no lo consideran un derecho, sino un don de Dios, fiel a su libre bondad, de tal modo que se sienten responsables de su tierra y de la construcción de la misma, inspirada por la justicia social de la alianza del Sinaí. Es innegable, sin embargo, que los judíos, como todas las Iglesias cristianas, sujetos a la crisis general de las religiones producida por la crítica del fenómeno religioso y por el proceso de secularización, se hallan en una situación que el rabino Edw. Zerin ha llamado «búsqueda de la identidad judía». No podemos entrar en esta cuestión, pero lo cierto es que incluso para los israelíes no creyentes la Biblia constituye el manifiesto de su propio talante nacional. Esto son hechos reales, no abstracciones. En nuestro tiempo está más arraigada que nunca la idea de que cualquier concepción religiosa es sospechosa de ideología si actúa a costa de los derechos del hombre. Teniendo en cuenta la función hermenéutica de la ética con respecto a cualquier visión religiosa, se puede afirmar a priori que «servir a Dios» en detrimento del hombre descalifica y destruye intrínsecamente una forma de religión. Nadie, judío, musulmán o cristiano, puede negar este dato de la crítica de las religiones.
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Además, en consonancia con la conciencia moderna, los conflictos entre los pueblos por motivos históricos y políticos deben ser regulados tomando como norma la justicia social, el derecho de gentes y los derechos humanos. La introducción de una visión teológica, en virtud de la cual un pueblo podría reivindicar «exclusivamente en nombre de Dios» unos derechos sobre una tierra determinada, sin justificarlos de manera «frontal» u horizontal —al margen de la historia humana—, resulta un «cuerpo extraño» en el ordenamiento sociopolítíco de nuestro mundo actual. Pero esto, de por sí, no significa nada en un plano religioso a favor ni en contra de tal visión. Teniendo presente este trasfondo y la conciencia moderna de los problemas, ¿qué puede decir un teólogo cristiano ante las dos posturas antitéticas, la judía y la palestina, en relación con el conflicto del Oriente Próximo? Por un lado, el primer paso es reconocer solemnemente que el pueblo judío tiene derecho a una tierra, y precisamente a ésta; por otro, el primer presupuesto es reconocer solemnemente que el pueblo palestino tiene derecho a volver con plena ciudadanía a su propia tierra, al actual Israel. Tales son las posiciones básicas mantenidas de momento por ambas partes en el conflicto. Ante todo, yo diría que tanto el pueblo palestino como el pueblo judío son para mí dos hechos evidentes. No menos evidente es la existencia de la religión judía. Y, en fin, es evidente que el pueblo judío tiene derecho a habitar en «la tierra». Sin embargo, estas evidencias son silenciadas a menudo por dogmatismos teológicos difíciles de entender. Si hablamos políticamente de «derecho a esta tierra», no podemos caer en abstracciones. El dato real es que un pueblo quiere vivir en esa tierra concreta, considerada por muchos judíos, en lo más íntimo de su corazón, como «tierra santa». Tal voluntad puede tener motivaciones religiosas, pero ipso facto es también una realidad política. Y esta realidad es un elemento del que no se puede prescindir en la problemática. Es, además, una realidad para no pocos judíos que carecen de toda religiosidad. En cuanto voluntad política de una colectividad (con o sin inspiración religiosa), podemos designarla justamente con el nombre de «sionismo» (que en sí no es un término peyorativo, como tampoco lo son «cristianismo», «islamismo» o cualquier movimiento nacionalista, a pesar de que todos ellos han cometido graves errores a lo largo de su historia). Si decimos, en cuanto teólogos y de acuerdo con la sensibilidad contemporánea, que en el plano político hay que «desteologizar» el problema, no se puede ignorar la realidad de la voluntad política, que es la consecuencia o (para muchos) el actual residuo secular de esa concepción religiosa. La voluntad religiosa puede analizarse en sus motivaciones históricas, y entonces constituye en la discusión un elemento real que permite un tratamiento racional; pero el recurso directo a exigencias religiosas incluye en el debate un elemento intersubjetivo no susceptible de discusión, a propósito del cual no se pueden alegar argumentos racionales. Es preciso, pues, analizar los motivos históricos de esa voluntad política e incluirlos en el debate. En este sentido estoy convencido de que la «teologización» del conflicto «palestino-israelí» -w
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es errónea desde el punto de vista teológico. Quien quiera hablar en este contexto de la voluntad de Dios —del Dios de los judíos, del Dios de los mahometanos, del Dios de los cristianos (¿cuántos dioses hay en realidad?)— deberá buscarla ante todo en la justicia social, los derechos humanos concretos implicados en el conflicto y, además, en la justicia y el amor. Los «derechos de Dios» nunca pueden ir en menoscabo de los derechos del hombre, convirtiendo así al hombre que sufre y su propio sufrimiento en meras «abstracciones». Por tanto, la voluntad política del pueblo judío debe compaginarse con los derechos de las otras partes interesadas, y viceversa. Estoy convencido de que no hay posibilidad de solución sin una reconciliación verdadera. Por otra parte, hay que evitar falsos argumentos, pues sólo sirven para enturbiar el problema. No es válido, en mi opinión, afirmar que una mayor dedicación al cultivo e industrialización de esta tierra otorga un especial derecho moral sobre la misma, pues tal argumento se basa en unas premisas occidentales. Es un hecho que los árabes han cultivado menos el suelo de Palestina. Pero ¿qué razón existe para negar a una cultura «nómada» (que para los antiguos hebreos fue el tipo ideal de vida) el derecho pleno a la existencia y concluir que los nómadas no tienen ninguna prerrogativa sobre su tierra? La tarea concreta de «dominar la tierra» constituye un modo auténticamente humano de vida, pero ¿quién puede negar la razón y el sentido de la vida nómada (por más que esté desapareciendo de las culturas modernas)? En consecuencia, el principio de una mayor o menor dedicación a «esta tierra» depende, en mi opinión, de una serie de condicionamientos socioculturales y no sirve como argumento. Por todos estos motivos, en el plano sociopolítico, el conflicto del Próximo Oriente debe separarse de toda concepción directamente teológica. Por desgracia, hay que admitir que el actual conflicto ya no es, desde hace tiempo, una cuestión exclusiva de Israel y los países árabes, sino que en él intervienen los intereses de las grandes potencias occidentales. Respetando el carácter peculiar de la espiritualidad judía y de la religiosidad musulmana, factores que desempeñan sin duda una función en la presente problemática, creo que los cristianos, y sobre todo los dirigentes o grupos directivos de las Iglesias, deben asumir la tarea de desteologizar la cuestión en el plano político y no pretender resolverla mediante una interpretación fundamentalista de la Biblia, procurando primero —en la práctica— poner en orden sus propios asuntos. No se puede olvidar que buena parte de lo que en la Biblia recibe el nombre de «historia sagrada» sería defendido hoy, en nombre de los derechos del hombre y de los pueblos, por muchas personas en manifestaciones callejeras de protesta y que algunos profetas del Antiguo Testamento irían a la cabeza de las mismas. Además, las Iglesias deben luchar por la implantación o consolidación de los derechos de todas las partes implicadas en el problema y mostrarse creativas en la búsqueda de soluciones satisfactorias para todos y acordes con las exigencias de la justicia social. Poco más podrá decir un teólogo sobre este asunto. Los teólogos tienden a hacer,aún más confusa la cuestión, mezclándola con su propia problemática teológica. En su reflexión teo-
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lógica deben tener en cuenta que no sólo el cristianismo, sino también el islamismo han encontrado su campo más fecundo precisamente en el Tenak. Todo esto exige además, por parte de los cristianos, un mea culpa por su actuación en la historia pasada (y presente), en la cual han justificado con argumentos teológicos una actitud ofensiva tanto para los judíos como para los musulmanes. Las religiones que dan lugar a «guerras de religión» se descalifican por sí mismas. Sin embargo, la historia nos demuestra que, en realidad, nunca ha habido guerras puramente religiosas; siempre han intervenido factores sociales, económicos y políticos. También por esta razón es necesario desteologizar conflictos políticos, aunque se hallen en juego factores teológicos. Estos deben ser considerados teniendo en cuenta sus implicaciones sociopolíticas y solucionados en ese plano. A este respecto podemos repetir: «No seas cristiano a costa de los judíos o de los musulmanes» (G. E. Lessing, Nathan der Weise IV, 4).
TERCERA PARTE
ELEMENTOS ESTRUCTURALES DE LAS TEOLOGÍAS NEOTEST AMENTARÍAS DE LA GRACIA
Introducción 1. A la hora de definir con mayor precisión la actividad redentora mediante la cual Dios quiso reconciliar consigo al mundo en y por Jesús (como dice literalmente 2 Cor 5,19), hemos de admitir que una serie de conceptos básicos, muy conocidos entonces, que procedían de la experiencia e interpretación de Israel y del primer judaismo, proporcionaron al Nuevo Testamento el oportuno material para expresar, de una forma inteligible para los oyentes (o lectores), la experiencia cristiana de la redención y la salvación en y por Jesucristo. Lo que los cristianos habían experimentado en Jesús los indujo a utilizar esos «interpretamentos» procedentes de su propia tradición experiencial. Pero, por su parte, tales conceptos matizaron el contenido de su experiencia y les procuraron nuevas posibilidades de desarrollo. La experiencia de la salvación de Dios en Jesús vivía de lo experimentado —Jesús de Nazaret—, pero también de la expresión interpretativa que iba adquiriendo; ésta fue profundizando en la experiencia y, basándose siempre en ella, la fue descubriendo de una forma cada vez más precisa y concreta al sujeto que experimentaba. Todos estos «interpretamentos», es decir, de acuerdo con el sentido que doy a este término un tanto ambiguo, los contenidos de experiencia previamente dados y comprensibles a partir de unas vivencias anteriores, tomados de las vicisitudes de la sociedad religiosa de entonces, son utilizados para expresar las experiencias habidas con Jesús. Todos sabían por experiencia cómo podía ser rescatado un esclavo. Todos conocían la gran importancia que en la vida humana tenía la posibilidad de contar con un abogado o intercesor influyente. En particular, los judíos tenían arraigado en el corazón el principio del «ojo por ojo», no en el sentido de venganza, sino más bien de justa compensación (sólo un ojo por un ojo). Muchas instituciones, especialmente las de carácter social, creadas a lo largo de los siglos para garantizar la protección a los pobres o depauperados (por ejemplo, el sistema del gd'el o «salvador») eran perfectamente conocidas. En especial el culto del templo, con sus sacrificios, para reparar las transgresiones de la ley judía era un elemento esencial de la religiosidad del judaismo (aunque perdió rápidamente su prestigio en el siglo i d. C ) . La reparación, el ofrecimiento de sacrificios por medio del sacerdote (una cabeza de ganado para los ricos; un par de tórtolas para los pobres), es decir, el sentido estricto de la justicia, constituía el sentimiento fundamental de la sociedad y la religión judías. El concepto de salom (en el sentido que hemos explicado) implicaba esencialmente, teniendo en cuenta la precaria situación de la convivencia humana, la reparación del daño y la compensación. Quien había causado un perjuicio debía repararlo y expiarlo. En pocas palabras: los conceptos fundamentales de la sociedad judía sirvieron para expresar las experiencias pasadas y presentes habidas en relación con Jesús, y especialmente con su muerte. También había entonces judíos y paganos que buscaban su salvación en las regiones supraterrenales, celestes, con sus esferas misteriosas llenas de poderosos espíritus que determinaban todo lo que sucedía o dejaba de suceder en este mundo.
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RELACIÓN ENTRE EXPERIENCIA E INTERPRETACIÓN
Los griegos y los ciudadanos romanos, los cristianos de origen pagano, habían vivido la gran experiencia de un emperador que era proclamado soler, bienhechor y salvador de toda la oikoumene, y vitoreado como tal en los cortejos triunfales. Todo esto servirá en el Nuevo Testamento para expresar e incluso desarrollar de algún modo la realidad experimentada en la vida, muerte y glorificación de Jesús junto al Padre. En medio de este cúmulo de «interpretamentos» no podemos olvidar, casi dos mil años más tarde, la realidad así interpretada. Al hablar al principio de esta obra sobre la experiencia y la interpretación, decíamos que en nuestras experiencias hay unos elementos interpretativos que tienen su base y origen directamente en lo experimentado y otros («interpretamentos») que proceden de fuera de nuestra experiencia y pueden servir de hecho para explicar mejor a los demás (o a uno mismo) una primera experiencia ya interpretada. Esto es precisamente lo que hacen los autores neotestamentarios, y con plena legitimidad; y lo hacen de distintas maneras, porque no todas utilizan los mismos «interpretamentos». Así, por ejemplo, la carta a los Hebreos es el único escrito neotestamentario que considera la obra redentora de Jesús como un servicio sacerdotal; los demás vienen a negar este dato, pues para ellos el sacerdocio es única y exclusivamente el levítico. Sin embargo, el mensaje de la carta a los Hebreos coincide fundamentalmente con el credo de todo el Nuevo Testamento: la solidaridad de Jesús con el hombre que sufre y peca, basada en una radical fidelidad a Dios; solidaridad y fidelidad llevadas hasta la muerte, hasta el sacrificio de la propia vida, y Dios acepta y aprueba creadoramente esa vida en solidaridad y fidelidad. Ciertos conceptos utilizados para expresar esa realidad de experiencia (por ejemplo, satisfacción, sacrificio cruento, expiación, derrocamiento de los seres celestes que esclavizan al mundo) tienen un valor relativo, es decir, valen en una cultura en la que tales conceptos son expresión viva de experiencias vividas a diario. El simple hecho de que algunos autores neotestamentarios hayan buscado otros «interpretamentos» e imágenes para, por ejemplo, hablar del significado salvífico de la muerte de Jesús demuestra sobradamente que el factor determinante no es el interpretamentum, sino el interpretandum. El significado salvífico y el valor redentor y liberador no es para un^cristiano solamente la vida, el mensaje y la praxis de Jesús, sino también su muerte en el contexto de toda su vida. Esta es la realidad experimentada por los apóstoles y expresada en el kerygma (predicación), en la didache (catcquesis y enseñanza) y, finalmente, en el símbolo y el dogma. El problema es si en nuestra cultura contemporánea, que aborrece los sacrificios rituales, se debe seguir llamando este dato de fe «sacrificio cruento». Lo cual no quiere decir que, para los lectores de su tiempo, la carta a los Hebreos no reflejase exactamente el contenido de la fe cristiana. En el transcurso de la historia de la teología se sumarán otras teorías soteriológicas a las neotestamentarias, teorías que surgirán como respuesta a la sensibilidad de una determinada cultura y a las expectativas de salvación específicas de una época concreta. Y con razón. Pero no se puede obligar a un cristiano que cree en el valor salvífico de la vida y la muerte
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de Jesús, en el valor salvífico de su unión con Dios y en su solidaridad con los hombres, a creer sin más en todos esos interpretamentos, los cuales además pueden ser en muchos casos un peligro para la fe en el valor salvífico de la vida y la muerte de Jesús. Por otra parte, para mí es igualmente ateológico pretender demostrar a base de manipulaciones hermenéuticas racionales que, por ejemplo, Pablo (o cualquier otro autor neotestamentario) no propuso ninguna idea concreta sobre el sacrificio, como sería la satisfacción o el derramamiento de sangre. Eso es un hecho que ninguna exégesis puede eliminar. Los únicos que hacen de este hecho un problema (o que tal vez ignoran que pueda constituir un problema) son los que interpretan el texto bíblico de una forma fundamentalista. Otros quieren resolver la cuestión tomando de la Biblia lo que les conviene o ignorando lo que no les interesa. Esta postura es, en mi opinión, irresponsable desde el punto de vista de una teología cristiana, pues en tal caso somos nosotros los que decidimos lo que puede y debe significar Jesús para nosotros. Jesús podría ser entonces algo superfluo. En toda vida humana podemos hallar una fuente de inspiración que oriente nuestra existencia y sirva para mejorarla. Pero eso no es lo que la Biblia y toda. la. «gran tradición» cristiana entienden por salvación de Dios en Jesús. En todas estas concepciones se esconde, a mi juicio, un error de carácter filosófico: una falsa idea de la relación entre experiencia e interpretación, entre «experiencia interpretativa» y tematización de la misma. Al considerar este problema (que requeriría un análisis más a fondo que el realizado por mí en la primera parte de la obra), no cabe limitarse (al menos en el caso de un cristiano) a efectuar una selección entre los textos bíblicos, sino que es preciso entenderlos en su conjunto como un documento literario netamente humano en el que ha quedado plasmada la tradición apostólica de la fe, normativa para los cristianos, sobre Jesucristo, y encuentra su expresión auténtica la acción salvífica real de Dios en Jesucristo, el cual, en virtud de su vida, de su muerte y de la misericordia que Dios ha demostrado ante esa muerte, es experimentado como salvación decisiva, definitiva y escatológica. Este acontecimiento podrá ser expresado siempre con otras imágenes y otros «interpretamentos», y deberá serlo además cuando los hombres de otras culturas quieran afirmar en su auténtica validez lo que el Nuevo Testamento dice, confiesa y anuncia. Y esto no lo llamo —ni tampoco es— «desmitologización»; se trata más bien de inculturar el dato único de la fe cristiana o, dicho de forma más sencilla. de mantener vivo el contenido de esta fe. Lo cual no significa que las imágenes y elementos interpretativos del pasado fueran «falsas» en su contexto; sin embargo, para nosotros pueden haber perdido su significado. Un análisis de la prehistoria, de la evolución y, en muchos casos, del contexto social de los conceptos explicativos empleados (por ejemplo, penitencia, reconciliación mediante sacrificios cruentos de animales, etc.), viendo también cómo el Nuevo Testamento los utiliza, es un factor que contribuye a favorecer la capacidad de discernimiento. Me refiero a la capacidad para distinguir entre lo que el experimento cristiano tiene de Ínter-
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ELECCIÓN DIVINA Y SEPARACIÓN DEL MUNDO
pretación (y en esto consiste el condicionamiento histórico y social, aunque en la experiencia de Jesús como Cristo o salvación decisiva y definitiva aparezcan también experiencias humanas primordiales y comunes a toda la humanidad) y lo que yo llamo tematización y teorización ulterior, condicionada por el medio histórico y cultural, de tales «experiencias interpretativas» cristianas. Esta visión deja totalmente abierta la posibilidad de expresar con respeto, de una manera nueva y adecuada a cada época, el contenido real de la experiencia cristiana. No podemos por menos de sentir admiración ante la creatividad, a veces magistral, con que algunos autores neotestamentarios —como el Evangelio de Juan o las cartas a los Colosenses, Efesios y Hebreos— han reformulado con nuevas tematizaciones, sin comprometerlo, el patrimonio de la fe apostólica que ya estaba en proceso de formación. También en este punto la Sagrada Escritura es para nosotros inspiración y orientación. Y es de lamentar la poca capacidad que el cristianismo actual demuestra a la hora de formular —de una forma igualmente creativa y fiel— esta fe apostólica, de modo que también procure al hombre moderno alegría y salvación. ¿Será por falta de una fe realmente viva? ¿O por miedo a la heterodoxia, bajo la presión de una «ortodoxia» entendida como tabú y no como norma (liberadora) del patrimonio apostólico de fe? ¿O por las dos cosas? Pusilanimidad.
Esta predestinación aparece con toda claridad (como en Qumrán y en toda la literatura del judaismo tardío) en Rom 8,29-30; 9,1-11.35; Ef 1,4-5; también Gal 1,15; Rom 1,6; 11,5; 1 Pe 1,2.10; 5,10; 4,10. El Nuevo Testamento quiere mostrar así que el sentido de la vida humana no es puro azar o consecuencia de un destino fatal ni depende de ciertas potencias o demonios arbitrarios y supraterrenales, sino que está gobernado por Dios con toda libertad y bondad; por tanto, es fruto de un amor solícito que coopera en todo al bien de los que aman a Dios (Rom 8,28). En otras palabras: aunque no podamos identificar con detalle la voluntad de Dios, el hecho es que la naturaleza y la historia, y dentro de ella Jesús, están sostenidas y guiadas por un designio divino trascendente. Hay una correspondencia entre la voluntad de Dios y el sentido último de la vida humana. Creer significa, por tanto, tener fe en la bondad radical de los planes de Dios para con los hombres y en el sentido último de la existencia humana: ponerse a sí mismo y a los demás en manos de Dios. Desde el punto de vista bíblico, en esto consiste la experiencia de la gracia. Lejos de ser obstáculo, este designio eterno de Dios es un motivo para que el Nuevo Testamento se atreva a decir (sin eliminar la tensión existente entre universalismo y elección): «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2,3-4), «la gracia de Dios se hizo visible, trayendo salvación para todos los hombres» (Tit 2,11; cf. Ap 21,3); él «es el salvador (redentor, bienhechor, soter) del mundo» (Jn 4,42; 1 Jn 4,14), «el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo» (Jn 1,29), «el Dios vivo, salvador de todos los hombres, sobre todo de los fieles» (1 Tim 4,10). Esta idea de la «elección» expresa el sentido más hondo del lenguaje y de la proclamación religiosa del Nuevo Testamento. Esta proclamación o confesión de fe no es un lenguaje arbitrario, sino una homología: «un lenguaje coincidente», un «decir lo mismo», un asentir: el creyente, que ha sido tocado por Dios y ha experimentado su gracia, devuelve con su confesión de alabanza a Dios lo que de él ha recibido y ha podido experimentar. Agradeciendo sus dones, reconoce lo que Dios ha realizado en su persona. El creyente puede utilizar solamente un lenguaje religioso (abandonando el lenguaje puramente descriptivo), porque Dios mismo lo habilita y capacita para ello. En este sentido, la gracia de Dios en Jesús no es sólo el contenido, sino también el factor que hace posible la homología de la fe; proclamar a Dios en la alabanza y darle gracias en la confesión . La gracia divina de elección alcanza su máxima expresión en el testimonio que confiesa esa realidad, en el anuncio o predicación. El Nuevo Testamento anuncia la experiencia de Dios vivida por los cristianos en su encuentro con Jesús. Sin embargo, al realizar este anuncio, comprueban también la repulsa de otros. Esta repulsa del testimonio de Jesús y de la predicación cristiana permite entender y experimentar aún más claramente hasta qué punto es inmerecida la gracia de Dios. La repulsa conduce a los nisiianos al aislamiento. Y en esta situación descubren la solidaridad de
2. Todas las concepciones neotestamentarias de la salvación, la redención y la liberación, diferentes pero fundamentalmente iguales, están unidas por un nexo interno: la correlación entre la predestinación divina, o iniciativa salvífica absolutamente libre por parte de Dios, y la experiencia de haber encontrado un sentido existencial y una plenitud de vida por parte de los que creen en Jesús. Los cristianos neotestamentarios hallaron su propia identidad, la definición de su condición humana, en una relación personal con Dios, tal como Jesús lo había revelado. La obra salvífica de Dios en Jesucristo fue experimentada como gracia, en el sentido hebreo (hesed) y griego (charis) de gozosa elección divina, que implica también una separación del mundo (prothesis, designio o plan soberanamente libre de Dios: Rom 8,28; 9,11; Ef 1,11; 3,11; 2 Tim 3,10; 1 Pe 1,20, etc.). Esta predestinación tiene como origen el amor (2 Tim 1,9), es una hesed libre (Rom 9,15), como Yahvé dijo a Moisés (Ex 33,19). Depende única y exclusivamente de la buena voluntad (eudokia) de Dios (Ef 1,5.9.11; Le 2,14; 12,32; Col 1,19; Flp 2,13), la cual es eudokia agathosines (2 Tes 1,11), es decir, no arbitrariedad, sino manifestación de bondad. Fruto de esta predestinación es la llamada de Dios (cf., sobre todo, Rom 8,30; también Ef 1,18; 4,1.4; Flp 3,14; 2 Tes 1,11; 2 Tim 1,9; Heb 3,1; 2 Pe 1,10). Los cristianos son, pues, «llamados» (Rom 1,6-7; 8,28; 1 Cor 1,2.24; Jds 1; Ap 17,14) o «elegidos» (Me 13, 20; Le 18,7; 1 Cor 1,27; Rom 8,33; Ef 1,4; Col 3,12; 2 Tim 2,10; Tit 1,1; Ap 17,14), mientras que Cristo es ho huios mou eklelegmenos (Le 9,35), el Hijo escogido o el Elegido (Le 23,35). Según Mt 22,14, muchos son los «llamados» (kletoi), pero pocos los «elegidos» (eklektoi).
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Dios con los marginados, con los «parias» sociales, sobre todo teniendo en cuenta que el cristianismo primitivo reclutó la mayoría de sus miembros en los estratos más bajos de la población. Todo esto hace que la idea de predestinación, de elección, se convierta en un concepto fundamental del Nuevo Testamento. La aceptación del testimonio de Jesús y de los cristianos permite a éstos comprender su experiencia de la salvación como elección, pero no para gloria de sí mismos, sino para gloria de Dios, como repite continuamente el Nuevo Testamento, consciente del peligro moral que puede representar una idea quizá demasiado humana de «elección» y «misión». Movidos por esta exhortación y por la repulsa de otros (o bien por el hecho de que éstos aún no tengan noticia de lo que ha sucedido «estos días» en Jerusalén), los cristianos tienen conciencia cada vez más clara de que su aceptación de Jesús como Cristo no es resultado de un destino o azar ciego, sino fruto de la solicitud de Dios. En especial, Pablo y el Evangelio de Juan han reflexionado, aunque no de forma exhaustiva, sobre el misterio de la conciliación entre la elección misericordiosa de Dios y la libertad humana. En cualquier caso, la gracia de la aceptación, la fe, es al mismo tiempo una tarea centrada en el «ministerio de la reconciliación» (Pablo; carta a los Efesios) y no un estímulo para cultivar el propio jardín cerrado. Esta fe es un envío al mundo, incluso para la Iglesia joánica, tan replegada en sí misma (Jn 17, 15-18). El Nuevo Testamento no conoce la idea de un resto segregado. Además, aunque conoce la insondable ambigüedad de la libertad humana, mantiene como elemento dominante una idea que subyace implícita en todo momento: Dios nos amó «cuando éramos aún pecadores» (Rom 5,8). Esto se aplica directamente a los cristianos, que «eran pecadores» antes de «conocer» a Jesús, pero es innegable que este concepto neotestamentario de gracia (hesed y charis) tiene un alcance mucho más vasto, hasta el punto de que la primera carta de Pedro habla de una oportunidad de salvación o vida para los pecadores ya muertos (1 Pe 3,19-21; 4,6; no obstante, el autor no dice si obtienen realmente esa última prueba de misericordia y la consiguiente oportunidad de vida). Esta idea se hizo más tarde sospechosa de herejía con la doctrina de Orígenes sobre la «apoeatástasis» o reconciliación definitiva de todos (no tanto debido a la idea en sí misma cuanto a sus implicaciones: preexistencia del alma, reencarnación, etcétera), lo que dio motivo a que se intentase interpretar forzadamente la primera carta de Pedro en otros sentidos, pero siempre sin base en esta carta apostólica. Para el Nuevo Testamento sólo hay un pecado que lleva a la muerte: el de quienes, consciente y libremente, contra su propia convicción, rechazan el principio de la misericordia de Dios (en Jesús) (Heb 9,28 con 4,4-6 y 10,26-31); tal es el pecado contra el Espíritu Santo, que no tiene perdón ni en esta edad ni en la futura (Mt 12,32; Le 12,10; Me 3,28; cf. 1 Jn 5,16). El rechazo del amor misericordioso de Dios es la única barrera que puede oponerse a la misericordia divina (no se dice si hay hombres que lo hagan con plena libertad y conciencia). Independientemente del contexto de la apocatástasis de Orígenes, siempre será un reto para nosotros la afirmación neotestamentaria de que el amor
misericordioso de Dios es anterior a todos nuestros pecados: «Dios nos amó cuando éramos aún pecadores». La última palabra no corresponde al pecador, sino a la misericordia divina, que concede el perdón «gratuitamente». Si la justicia y el amor son una sola cosa en el ser de Dios, será simple balbuceo todo lo que podamos decir sobre la cuestión de cómo la justicia y la santa ira de Dios ante el mal que los hombres infringen a sus semejantes, criaturas divinas, se pueden conciliar con la misericordia de Dios hacia los que sufren el daño y hacia los miserables que lo causan. Evidentemente, la justicia divina y la humana siguen aquí caminos muy distintos. En cualquier caso, el Nuevo Testamento nunca habla de una elección de ciertos individuos sacados de una massa damnata: el amor de Dios, desinteresado e imparcial, se dirige precisamente a los pecadores. Esta perspectiva no incluye —sino que excluye para quien conoce la misericordia divina— la posibilidad de un pecca fortiter, sed crede fortius; las posibilidades divinas de esta solidaridad incondicional precisamente con el hombre profundamente esclavizado, el pecador, constituyen el misterio de la gracia preveniente de Dios, que es eficaz de por sí y no quiere romper la caña abatida. Unos pocos justos podrían haber bastado para salvar a Sodoma (Gn 18,23-32), y uno solo habría bastado para salvar Jerusalén (Jr 5,1); «muchos» son salvados gracias al «justo doliente» profético (Is 53). Según esto, los cristianos neotestamentarios están convencidos de que, en virtud de Jesucristo, el único y singular «profeta doliente» escatológico, el mundo entero está salvado: él es el «salvador del mundo» (Jn 4, 42; 1 Jn 4,14), «el Cordero de Dios, que carga con (quita) los pecados del mundo» (Jn 1,29). La relación que establece el Nuevo Testamento entre la voluntad salvífica universal de Dios y la experiencia humana del sentido último de la propia vida, la experiencia cristiana de salvación divina en y por la experiencia del desarrollo pleno de la propia existencia, nos sirve de guía en la labor de articular los elementos estructurales de las teologías neotestamentarias de la gracia y de la redención en su conexión interna, y ello partiendo de un dato básico: que todo tuvo comienzo en el encuentro del hombre Jesús con los demás hombres. La «salvación divina» se revela en el encuentro de Jesús con sus semejantes. Encuentro, salvación y felicidad son conceptos basados en la experiencia, acerca de los cuales, más que razonamientos, hallamos relatos en una historia que invita a una praxis crítica, liberadora. De todo lo dicho se desprenden cuatro elementos estructurales que los cristianos, a la hora de actualizar el evangelio de Jesucristo, deben tener muy en cuenta si quieren que este evangelio permanezca íntegro y, a la vez, sea una realidad viva para el hombre de hoy.
LA HISTORIA DE DIOS CON EL HOMBRE
1.
Dios y su historia con el hombre
La experiencia cristiana que un grupo de hombres —originalmente judío— tuvo con Jesús de Nazaret se tradujo en una confesión de fe. Para esos hombres, cristianos, el problema lacerante y humanamente insoluble de la razón y el sentido de la vida humana en la naturaleza y en la historia, a caballo entre el absurdo y el sentido, entre el sufrimiento y los momentos de alegría, había encontrado una «respuesta» positiva y única, que superaba cualquier expectativa: Dios mismo garantiza a la existencia humana un sentido plenamente positivo. El mismo se ha comprometido en ello y ha puesto en juego su propio honor, un honor que consiste en identificarse con el pobre y explotado, con el hombre privado de libertad y, sobre todo, con el pecador, o sea, con aquel que aflige tanto a su prójimo que los lamentos «claman al cielo» (cf. Ex 2,23-25; 3,7-8). Dios baja entonces del cielo (Ex 3,8): «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que tenga vida eterna y no perezca ninguno de los que creen en él» (Jn 3,16). En definitiva —y también en un sentido protológico: desde el principio—, Dios decide sobre el sentido y el destino del hombre en beneficio del propio hombre. No deja esta decisión al capricho de unas potencias cósmicas e históricas, caóticas y diabólicas, sobre cuyas líneas torcidas Dios sería capaz de escribir derecho, mostrándose incluso dispuesto a enderezarlas. En cuanto creador, Dios es autor del bien y enemigo del mal, del sufrimiento y de la injusticia que sumen al hombre en el absurdo. Al experimentar el sentido y la plenitud de su propia vida, los discípulos experimentan también la salvación de Dios en su encuentro confiado con Jesús. Esta nueva vida, debida a una iniciativa de Dios que supera cualquier expectativa, es vivida por ellos como don inmerecido, como gracia. Él Antiguo Testamento y el Nuevo coinciden plenamente: Yahvé es un Dios de los hombres, es «Yo soy» (Ex 3,14), es decir, «Yo os tengo presentes» (Ex 3,16). El nombre de Dios significa «solidario con mi pueblo». El honor o gloria de Dios consiste en la felicidad y salvación de los hombres. La predestinación divina y la experiencia de que el hombre tiene sentido son dos aspectos de una misma y única realidad salvífica. La salvación tiene que ver con el bienestar y la felicidad del hombre, y esto se halla en estrecha relación con la solidaridad del hombre con el Dios vivo que se vuelca hacia la humanidad. En esto consiste la historia de Dios con el hombre.
2. La naturaleza de la historia de Dios con el hombre se hace experimentable en la persona y en la vida de Jesús El sentido de esta nueva vida del hombre, preparado y querido por Dios desde antiguo, se ha manifestado en el mundo y, por consiguiente, se ha hecho accesible a la experiencia de los creyentes en la persona, en la vida y en el propio destino de Jesús de Nazaret: en su mensaje y en su vida, en su praxis y en las circunstancias concretas en que fue ejecutado.
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Esa vida y esa muerte tienen valor en sí y por si, y en primer lugar para Dios, que reconoce en ellas su propia solidaridad con el pueblo, su propio honor y gloria, identificándose así no sólo con los ideales y visiones de Jesús, sino también con la persona misma de Jesús de Nazaret: el destino de Jesús se consuma, más allá de la muerte, en su resurrección de entre los muertos, que es el «amén» de Dios a la persona de Jesús y, al mismo tiempo, la afirmación divina de su propio ser: «solidario con el pueblo». «Dios es amor» (1 Jn 4,16). Aunque Dios puede recibir nombres más o menos concretos en los distintos contextos religiosos, muestra su auténtico rostro al cristiano en la desinteresada solicitud de Jesucristo, el buen pastor que busca la oveja extraviada y perdida. Aunque el Padre es mayor que su venida en Jesucristo: «El Padre es más que yo» (Jn 14,28), en Jesús habita la «plenitud de Dios» (Col 1,19). Quien ve a Jesús ve al Padre (Jn 14,9b). En Jesús se revela el rostro de Dios vuelto hacia los hombres, del Dios que se preocupa de todos, en especial de los más desvalidos: los crucificados. «Por eso Dios lo encumbró sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título» (Flp 2,9): el Señor, «Yo soy» (Ex 3,14; Jn 8,24; 8,28; 8,58; 13,19), «os tengo presentes». La única respuesta posible es la homología de la fe, la afirmación: «De modo que a este título de Jesús toda rodilla se doble» (Flp 2,10). En Jesús aparece plenamente la predestinación de Dios y el sentido de la existencia humana: promover el bien y luchar contra el mal. Por eso, el destino de su vida estaba de un modo especial en las manos de Dios. Jesús es el predilecto de Dios en cuanto don otorgado a la humanidad. Su existencia es la realización plena y acabada de la solicitud de Dios hacia el hombre, pero siempre a través de la iniciativa libre y responsable, humana y religiosa, de Jesús, en el conflicto y la oposición que había suscitado su actividad histórica como defensor de la causa del hombre como causa de Dios. En este destino de Jesús se hace patente la impotencia de la palabra, por muy necesaria que ésta sea, del mensaje o la visión, tomados «en sí mismos». Es posible cerrar los oídos a las palabras e interpretar las visiones como sueños irreales. Pero quien corrobora su mensaje con su sangre y martirio, con el sacrificio de su propia vida, «por amor a ese mensaje», como «servicio de reconciliación», demuestra la impotencia de aquellos que sólo saben imponer su razón eliminando como asesinos al testigo de la justicia y el amor. Su breve victoria lleva los signos visibles de su propia derrota, aun cuando su odio sea más intenso a medida que se acerca el final. Su antorcha, macilenta y casi apagada, es recogida por otros. El sufrimiento no es redentor por sí mismo, pero sí lo es el sufrimienlo padecido por otros, por la causa del hombre como causa de Dios, cuyo nombre es «solidario con mi pueblo» y que «ha vencido» al mundo (Jn 16,33b). El Nuevo Testamento no celebra el sufrimiento en general, sino el que se opone a la injusticia y al propio sufrimiento, el sufrimiento «por el reino de Dios» o «por el evangelio» (Me 8,35; 10,29), «por la justicia» (1 Pe 3,14), el sufrimiento inmerecido (1 Pe 3,17), «por hacer el
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bien» (1 Pe 3,17), «hacer el bien y además aguantar el sufrimiento» (1 Pe 2,20-21), «en solidaridad con sus hermanos» (Heb 2,17-18). El sufrimiento como tal no es gracia, no es hesed por parte de Dios; es un hen, o sea, una realidad humana que, en algunas circunstancias, «resulta favorable a los ojos de Dios» (1 Pe 2,19-20b y 4,14). El sufrimiento forma parte de las líneas torcidas trazadas por el hombre. «Llegará el día en que os maten pensando que así dan culto a Dios» (Jn 16,2b)... «pero, ánimo, que yo he vencido al mundo» (Jn 16,33b). En vez de aducir el argumento de una «obligación divina» o una necesidad apocalíptica, la carta a los Hebreos dice en un tono más moderado, situándose más en el plano del hombre que en el de Dios: «De hecho, convenía que Dios, fin del universo y creador de todo, proponiéndose conducir muchos hijos a la gloria, al pionero de la salvación lo consumara por el sufrimiento» (Heb 2,10). El nombre de Dios es «solidario con mi pueblo», y ese pueblo sufre. 3.
Nuestra historia: seguir a Jesús
El recuerdo de la historia de Dios con los hombres en Jesucristo, si nos atenemos al sentido de la «anamnesis» o recuerdo bíblico (zikkaron), no es sólo acordarse de lo acontecido en el pasado. Es un recurrir al pasado en clave de narración a fin de actuar en el presente. Dios «se acuerda» de sus actos salvíficos anteriores en y por sus nuevos actos de liberación. Así, la fe cristiana es un recuerdo de la vida y la muerte de Jesús resucitado mediante la praxis del seguimiento de Jesús: no mediante actos que imiten literalmente lo que Jesús hizo, sino respondiendo, como Jesús, a las nuevas situaciones a partir de una interna vivencia de Dios. El futuro de Jesús, corroborado por su resurrección, es en la comunidad eclesial un recuerdo de su vida. Se trata de una tradición viva proyectada hacia el futuro. La vida cristiana puede y debe ser una memoria de Jesucristo. La confesión de fe ortodoxa es la expresión de una vida verdaderamente cristiana como memoria Jesu. Separada de la praxis exigida por el reino, la confesión cristiana carece de mordiente y credibilidad. La única reliquia auténtica de Jesús es la comunidad viva. «No basta decirme: '¡Señor, Señor!', para entrar en el reino de Dios; no, hay que poner por obra el designio de mi Padre del cielo» (Mt 7,21; cf. 7,22-23); este pasaje refleja la actitud de quienes, con razón, quieren ensalzar la fe ortodoxa en la resurrección de Jesús, pero la ponen en entredicho con su praxis pusilánime. En la praxis cristiana se demuestra quién cree realmente en Jesús resucitado, futuro de un mundo mejor. El Nuevo Testamento (especialmente Pablo, pero también las cartas a los Colosenses y a los Efesios, Juan y la carta a los Hebreos) nos enseña que la comunidad eclesial, la congregación de aquellos que conmemoran a Jesús, es el recuerdo claro y vivo de Jesús: está llena «de la plenitud de Jesús» (Ef 3,19; 1,29) y, por tanto, de la visión, la praxis y la disponibilidad para sufrir de y por los demás, al igual que Jesús se identificó con Dios, cuyo nombre es «solidario con el pueblo».
NUESTRA HISTORIA: SEGUIR A JESÚS
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La historia de Dios en el hombre Jesús, el resucitado, se convierte así en historia nuestra, sobre todo en y por la praxis de solidaridad con un Dios volcado hacia la humanidad. Siguiendo a Jesús, teniendo en él nuestra fuente de orientación e inspiración, participando en su experiencia del «Abba», compartiendo su inclinación desinteresada por «sus hermanos más humildes» (Mt 25,40) y poniendo nuestro destino en las manos de Dios, la «historia de Jesús», el Viviente, sigue desarrollándose a lo largo de la historia como un fragmento de cristología viva, la obra que el Espíritu —Espíritu de Dios y de Cristo— realiza en nosotros. El cristiano coopera así libre y responsablemente en la realización del plan de Dios: dar a la vida humana un sentido último. De esta forma se hace realidad la correlación entre la voluntad salvífica universal de Dios en Jesús y la salvación o felicidad humana para todos y cada uno de los hombres. Por tanto, de la historia de Jesús sólo podemos hablar en términos de historia de la comunidad cristiana que sigue a Jesús. Especialmente el Evangelio de Juan (tan criticado a veces) constituye un modelo de una historia, en la cual el plano histórico de la vida de Jesús se funde, por así decirlo, con la historia de la comunidad ulterior. Resurrección, desarrollo de la comunidad y renovación del mundo de acuerdo con la praxis del reino de Dios (y con las circunstancias concretas) constituyen un solo acontecimiento con una dimensión pneumática y otra histórica. La presencia del Cristo vivo y de su Pneuma es, al mismo tiempo, la historia de la comunidad de fe, que, tanto en su oración como en su praxis, se muestra solidaria con la causa del hombre como causa de Dios. 4.
Una historia sin final histórico
Nadie puede, en los estrechos límites de nuestra historia universal, narrar plenamente o hasta el final esta historia de Dios con los hombres en Jesús, que la «comunidad de Dios» se encarga de continuar y llevar a la práctica. La muerte de cada individuo rompe continuamente el hilo de la historia. ¿Es que no hay salvación ni siquiera para quien ha recogido la antorcha de la historia, la ha mantenido encendida entre los vivos y, quizá precisamente por eso, ha sido eliminado? La realización plena de la predestinación divina y del sentido y finalidad de la existencia humana y, por tanto, de la gracia, la redención y la liberación, «no es de este mundo», si bien esta gracia liberadora y salutífera ha de obtener, en el ámbito de nuestra historia terrena, a través de formas siempre repetibles y recuperadas, un contenido salvífico históricamente perceptible. Aunque la salvación definitiva, por ser escatológica, no es experimentada como una realidad presente, el creyente tiene conciencia de esta perspectiva definitiva —la promesa— en una experiencia actual, en los fragmentos de las distintas experiencias salvíficas, las cuales, como en el caso de Jesús, encierran siempre una promesa. Únicamente a partir de esas experiencias salvíficas fragmentarias, el anuncio y el ofrecimiento eclesial ile una salvación definitiva —la promesa escatológica— adquieren un signi40
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LA «MEMORIA JESU» PARA NOSOTROS
ficado real. La salvación definitiva trasciende de hecho los límites de nuestras experiencias actuales —en la situación presente no nos sentimos salvados—, pero la validez de este anuncio prometedor tiene su fundamento en un contexto de experiencia actual con Jesús y con la vida cristiana en este mundo. No puede basarse simplemente en una revelación por la palabra —desde el punto de vista antropológico, la «palabra» es expresión de la experiencia y la praxis humana— ni tampoco en el simple anuncio (¿qué razón hay para ello?) de una salvación futura, definitiva y universal. La «palabra de Dios», si no va avalada por una experiencia humana que trascienda sus propios límites y por la consecución de unos fragmentos de salvación, no sólo no llega a metáfora, sino que es pura ilusión. En cambio, en el contexto de unas experiencias parciales de salvación podemos hablar legítimamente, de forma metafórica y profundamente real, de la palabra de Dios y de su promesa de salvación escatológica, la cual supera cualquier clase de expectativa basada en la experiencia, pero puede ser reconocida como una evidencia familiar: «Esta es la morada de Dios con los hombres; él habitará con ellos y ellos serán su pueblo. Dios en persona estará con ellos y será su Dios (el antiguo nombre de Yahvé: 'solidario con mi pueblo'). El enjugará las lágrimas de sus ojos; ya no habrá muerte ni luto ni llanto ni dolor, pues lo de antes ha pasado» (Ap 21,3-4).
La forma concreta que dio el Nuevo Testamento a esos cuatro elementos estructurales está sin duda condicionada por la sensibilidad del mundo antiguo, por las circunstancias históricas y posibilidades de la época. Los mismos condicionamientos históricos afectan a muchas conclusiones que el Nuevo Testamento ha deducido en relación con el comportamiento de los cristianos (conclusiones que ya en el Nuevo Testamento presentan notables diferencias). Y, precisamente por su condicionamiento histórico, esas consecuencias no son directamente norma para la memoria Je su contemporánea, si bien nos sirven de modelo, en circunstancias históricas diferentes y con unas posibilidades distintas, para añadir aquí y ahora un nuevo capítulo a la historia de Jesús, el Viviente.
Conclusión Esas cuatro perspectivas fundamentales, situadas en la categoría de narración —lo que el Nuevo Testamento denomina eu-angelion, evangelio o buena noticia—, son, a mi modo de ver, los elementos estructurales de la experiencia interpretativa y tematizada del Nuevo Testamento, el fundamento de la confesión cristiana de la salvación de Dios experimentada en Jesucristo. Esta narración y la praxis crítica que de ella se deriva dan lugar a unas consecuencias constantemente nuevas en las distintas situaciones de la historia humana. La historia de Jesús no acaba cuando hemos narrado todo lo que dice el Nuevo Testamento. Nosotros mismos no estamos todavía implicados personalmente en esa historia, nosotros que debemos transmitirla aquí y ahora a las generaciones venideras. ¿O bastará para ello dedicarnos a vender Biblias? El gran problema para muchos cristianos es dónde hallar el modelo de identificación. La identidad personal cristiana y la identidad eclesial son correlativas: han de confirmarse mutuamente. Cuando no es así, cuando se da sólo una identificación parcial —por ejemplo, del fiel con la Iglesia o de la «gran Iglesia» con el fiel o de las Iglesias cristianas entre sí—, la historia pasa por un momento de crisis. No es que la confirmación recíproca deba aspirar a un modelo uniforme. También la comunidad joánica aceptó la autoridad de los Doce y, sin embargo, exigió de Pedro que le respetara su talante y peculiaridad cristiana (Jn 21, 15-17 con 21,20-23).
CUARTA PARTE
LA GLORIA DE DIOS Y LA AUTENTICA HUMANIDAD La gloria de Dios consiste en hacer justicia a los marginados, «para que vivan y estén llenos de vida». Jn 10,10
Introducción 1. Algunos lectores que hayan seguido hasta aquí los razonamientos de este libro se preguntarán tal vez: ¿Y ahora? ¿Qué hacemos nosotros hoy, con esa visión de la Biblia cristiana, en un mundo moderno en el que, frente a dos tercios de la población mundial que imploran justicia y amor, existe el poderoso bloque del tercio restante, en Oriente y en Occidente, que amontona conocimientos y ciencia, poderío, diplomacia y tácticas y medios de sujeción para conservar en su poder todo lo que ha adquirido, utilizando personalmente para ello procedimientos que, aunque no son burdos, en el terreno de los hechos y de la historia van en perjuicio de muchos otros? Estos bloques de poder, grandes o pequeños, pero dominadores del mundo, pueden recibir diversos nombres («capitalismo», Rusia o China, empresas multinacionales, etc.): en cualquier caso, lo cierto es que la inmensa mayoría de los seres llamados hombres está aquí y en otras partes dominada y oprimida, sin libertad real a pesar de las consignas que en todos esos bloques se repiten constantemente prometiendo libertad, felicidad y verdadera democracia, a la vez que dictaminan qué es bueno para Jos demás. En un juego dialéctico, cada bJoque justifica su modo de proceder (en realidad inhumano), aduciendo que se comporta así porque existe el bloque contrario. Si no existiese el capitalismo occidental, el capitalismo comunista de Estado no habría aniquilado con sus tanques la primavera de Praga. Si no existiese el comunismo, el capitalismo americano no habría querido la absurda guerra del Vietnam. El «otro» tiene la culpa de que alguien tenga las manos sucias. Las cosas se hacen «por presión externa». Así actúa esta dialéctica. La existencia del «otro» parece hacer dialécticamente imposible \Í\ voluntad de vivir de un modo humano. Según esto, la paz sería posible sólo si no existiera «el otro», si sólo hubiera un único grupo que hablase y gobernase en el mundo y todos los demás aceptasen lo que ese grupo o lo que esos tecnócratas financieros y detentadores del poder presentaran como adecuado para la felicidad del hombre. Todo esto va unido a la palabra «paz», pero bajo el signo de un sistema de partido único, manifiesto o encubierto (a través del poder financiero), de tipo occidental, oriental o de otra clase: la paz implica entonces la desaparición o eliminación del «otro». Ahora bien, teniendo en cuenta que nadie posee el monopolio ele la verdad, la premisa básica y fundamental, la exigencia mínima (por consiguiente, el mal menor) para que un sistema sociopolítico establezca y promueva una sociedad verdadera, buena, feliz y lo más justa posible para lodos y cada uno de los individuos es un sistema auténticamente democrático que conste al menos de dos partidos. Con los absolutistas no es posible hablar, pues no dejan respirar a los que piensan o hablan de otro modo. Un sistema que se sitúe por debajo de ese nivel mínimo, ya expresamente (vamos a llamarlo «comunismo»), ya debido a sus posturas financieras fácticas (llamémoslo, por razones de comodidad, «americanismo»), pretende para sí el absolutismo de la verdad, el cual, en manos de hombres limitados, ha sido siempre y seguirá siendo dañino para la humanidad.
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RELACIÓN ENTRE TEORÍA Y PRAXIS
Aun cuando todo eso estuviera presidido y dirigido por una visión radiante, ésta no sería auténtica; el sueño ocultaría las consecuencias realmente amargas del sistema, las cuales no son casuales ni evitables, pues pertenecen a la esencia de todo absolutismo humano de la verdad. Tras el precedente análisis bíblico, no se apartan de mi mente las palabras de Jesús en el Evangelio de Lucas: «Los reyes (gobernantes o bloques de poder) de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Pero vosotros nada de eso» (Le 22,25-26a); se trata de un comportamiento no cristiano. Estas palabras nos afectan a todos; desgraciadamente, también a la cristiandad, la cual, a partir del siglo iv (a pesar de las continuas protestas marginales y desoídas que surgían de todos los estratos sociales), ha sido víctima del ejercicio de este poder mundano y ha hecho lo que hace «el mundo», pese a sus declaraciones antimundanas. Es evidente que no se puede comparar el ideal, la visión de una tendencia con la realidad empírica de otra. Tampoco se puede —pues sería no pisar el suelo— cerrar los ojos al problema de si un fenómeno empírico y real tiene que ver con la amplitud y el tenor de la propia visión o bien está en crasa e inconsecuente contradicción con ella. Me parece bastante superfluo celebrar las afinidades existentes entre las visiones o ideales de los diferentes movimientos. El ideal nació con la humanidad, en contraposición a lo que el hombre hace de hecho, especialmente entre los marginados y sus portavoces proféticos. Ellos fueron siempre los auténticos animadores del ideal, aunque otros se encargaran de traducirlo en palabras, pues a ellos la opresión les impedía hablar. En cuanto tal, el ideal es siempre vago e idéntico, aunque adquiera constantemente nuevos colores de acuerdo con las distintas circunstancias, culturales, sociales y geográficas: así, en las zonas secas del desierto encontramos una escatología «húmeda»; en países que padecen constantes inundaciones, una escatología «seca»; en los pueblos sojuzgados, un reino de justicia, etc.; pero siempre lo contrario de la miseria presente. Esta visión de la humanidad («llegará el día en que todo y todos serán para todos y cada uno» era ya el ideal del clan primitivo, aunque sólo ad intra) puede ser cambiada por^un plato de lentejas, es decir, por lo que el hombre posee con seguridad o en abundancia. También los hombres religiosos pueden olvidar este ideal limitándose a lo que ya poseen, de tal modo que son hombres no religiosos los que entonces llevan a cabo en la historia el antiguo ideal de la humanidad. Sin embargo, ningún pueblo ni movimiento tiene el monopolio en este punto. Siempre serán los oprimidos, de todas las lenguas y colores, los que, en su humillación, mantengan vivo el ideal. Para Jesús, como para el Deuteroisaías, los pobres son no sólo los destinatarios, sino también los portadores de la buena noticia. Sin embargo, los ideales y las utopías tienen su historia. Ha habido ideales sangrientos que han conducido a la muerte —en distintas zonas del mundo— a millones de hombres en el siglo XX, con toda su cultura y su «secularización» (los historiadores hablan de seis millones de judíos y de más de diez millones de «anticomunistas» asesinados). También los ideales
religiosos han provocado verdaderos fratricidios: cristianos y musulmanes matándose entre sí; católicos y protestantes llevándose mutuamente a la horca. Incluso en nuestros días, cadáveres andantes languidecen en las cárceles como expresión de la «justicia humana». Todo ello en aras de una visión dictatorial. El «ideal» tiene una peligrosa «cabeza de Jano». Mientras unos seres limitados exaltan el feroz ideal del Absoluto lejano, se crucifica cerca de ellos a un Jesús de Nazaret. Los ideales absolutos, si no están movidos por el amor, o sea, por el bien común, son mortalmente peligrosos, aunque lleven como estandarte la libertad y los valores del hombre. Estas ideas han sido manchadas con la misma inmundicia con que fue deshonrado el nombre de Dios a lo largo de los siglos. 2. Una reflexión sobre estos temas convierte de antemano en sospechoso a quien se ocupa de ellos, pues implica que esa persona «tiene libertad» para entregarse tranquilamente a sus pensamientos. No está amordazado; pertenece al tercio de la población mundial formado por los privilegiados. Su reflexión resulta ya sospechosa. Es la misma acusación que se hizo a Karl Marx por meterse a estudiar en bibliotecas, pese a que allí, partiendo de un sentimiento vivo en la humanidad, estableció teóricamente una nueva relación entre teoría y praxis, y lo logró porque dio ese salto cualitativo respecto a una vida dedicada a la praxis. Se puede reprochar a los teólogos occidentales que elaboran sus teologías políticas y de liberación en confortables despachos, mientras que sus hermanos de América Latina, por ejemplo, lo hacen a través del dolor experimentado en su propia carne, incluso padeciendo torturas y compartiendo el destino de los marginados. Esta situación debe inducir al «viejo Occidente» a obrar con cautela y hablar con prudencia, pero no a guardar el silencio de los cómplices. El arrepentimiento y la conversión poseen sus propias intuiciones, nacidas de una experiencia que no es la de los oprimidos. La teología del oprimido es distinta de la del convertido. Pero las dos tienen algo que decirnos. Es un hecho que, en la época moderna, el auténtico interlocutor de la teología occidental ha sido el no creyente, el humanista. Y no hay que reprochárselo a la teología: era un problema que derivaba de su propia tradición de libertad. Desde el punto de vista de la temática teológica de ese momento, se trataba de un diálogo entre el ciudadano creyente y el no creyente acerca de si Dios era o no era la causa radical de su libertad (civil). América Latina afirma: nuestra «liberación» no es vuestra «liberación» (G. Gutiérrez Merino, R. Alves, T. M. Bonino). El interlocutor de esta teología no occidental no es ya el ciudadano agnóstico, sino el prójimo escarnecido, sometido y mantenido en la opresión: el pobre (creyente o no), la víctima de los sistemas creados por nosotros. La teología latinoamericana se hace portavoz de todos ellos. Lo cual da lugar, de hecho, a una teología diferente. Toda teología está condicionada por la época y la situación en que nace. Debido a ello, y a pesar de sus intenciones más profundas, está «racionalizada» de hecho, aunque en un primer momento no se dé cuenta de
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¿QUE ES LA DIGNIDAD HUMANA?
ello. Precisamente la aparición de teologías de la liberación, «teologías negras», «teologías feministas», etc., ha demostrado que la teología —también la occidental, considerada antes como la única teología válida (de hecho no se conocía otra)— ha sido siempre una teología regionalízada. Visto a posteriori, esto significa que, allí donde fue importada, tuvo en realidad una función (neo)colonialista, aun cuando entonces no se entendiera así. El hecho de que las nuevas formas de teología de la liberación se opongan ahora a la importación de teologías occidentales es una consecuencia inevitable de tales planteamientos. Su teología ha madurado a partir de otras experiencias, si bien no debemos olvidar que, pese a la diversidad de matices, se trata últimamente de la misma verdad. Por otra parte, también en nuestra sociedad occidental han cambiado los tiempos y la mentalidad con respecto a la historia bíblica. Efectivamente, la Biblia habla sobre todo del «justo doliente», problema crucial en aquellos tiempos. Habla también dei «profeta doliente», pero no se trata tanto de la propia justicia cuanto del sufrimiento por causa del mensaje de salvación o del juicio que se anuncia. Nunca habla, en cambio, directamente del «hombre doliente» sin más, sea saddiq o no, creyente o incrédulo. Sin embargo, ése es el problema que más preocupa a la conciencia del hombre contemporáneo: el prójimo que sufre, explotado, oprimido o marginado no sólo por individuos, sino sobre todo por los sistemas sociopolíticos, económicos y burocráticos, poderes que, aunque anónimos, no por ello son menos reales. La explotación constante parece impedirle a priori que encuentre fuerzas y tiempo para ser saddiq o justo. No sufre por el reino de Dios ni por una causa justa. Sufre simplemente. Sufre obligado por algo, no por amor a una causa. Es un sufrimiento sordo. Frente al sufrimiento de que habla la Biblia, es una situación nueva o, al menos, una conciencia distinta. Hace recordar aquel antiquísimo relato bíblico en que los hebreos se lamentaban simplemente de su esclavitud (Ex 2,23-25; 3,7-8). Aquello movió a Dios a bajar para liberar al pueblo (Ex 3,8). El núcleo del mensaje evangélico cristiano es que Dios •—para quien no es lo mismo santidad y pecaminosidad— se preocupa del hombre, sea éste saddiq, santo, o no; que la solidaridad de Dios con el hombre no exige previamente que éste sea saddiq, es decir, no pecador: «Cristo murió por nosotros cuando éramos aún pecadores: así demuestra Dios el amor que nos tiene» (Rom 5,8). El Nuevo Testamento encierra un dinamismo que aún no ha sido desarrollado suficientemente, sobre todo desde que la Iglesia (hace ya mucho tiempo) ha centrado su atención más en sí misma que en el profeta Jesús y, en su calidad de «cuerpo de Jesucristo», se ha identificado casi automáticamente con Cristo, concepción que no refleja el auténtico pensamiento de las cartas a los Efesios y a los Colosenses. Precisamente la carta a los Efesios presenta la visión de una humanidad de la que ha desaparecido la barrera que separaba a los pueblos gracias a la venida de Jesús y al testimonio de su sangre, que anuncia la pacificación de los pueblos mediante el perdón de, los pecados, necesario para todos, y mediante su inserción en el único Dios de todos los hombres. La
nueva conciencia del hombre moderno se expresa con razón en los llamados «derechos humanos», derechos no sólo del hombre justo y bueno, ni sólo del «hermano en la fe». Ya el Nuevo Testamento excluye la unilateralidad de ese «sólo» y afirma simplemente: «Tenemos puesta la esperanza en Dios vivo, salvador de todos los hombres, en especial de los fieles» (1 Tim 4,10). El hecho de que los impulsos históricos a la solidaridad con los hombres que sufren (no sólo con el que está cerca de nosotros, el miembro del mismo grupo o partido, ni sólo con el cristiano, con el santo o con el justo) estén dirigidos, al menos últimamente, por corrientes o movimientos más bien ajenos a la Iglesia no impide que los cristianos, ante tal situación, experimenten, como portadores de la tradición evangélica, una reacción en virtud de la cual vean claro que pueden captar y deben entender su propia tradición. Así serán capaces no sólo de ver en su justo valor la pasión que otros sienten por lo humano, sino también de prestar oído al eco de ciertas «verdades olvidadas» (antes reprimidas) y a ciertos aspectos importantes de su propia experiencia cristiana. De este modo es posible actualizar y reactivar ciertos impulsos evangélicos; no por simple repetición e imitación, sino creando tradiciones nuevas, a la vez que auténticamente cristianas: una tradición que avanza a partir de una vieja sabiduría. La visión bíblica del reino futuro de Dios presenta una humanidad sin explotadores ni explotados. Al eliminar la esclavitud individual o estructural, desaparecen los esclavos. Precisamente por ello la voluntad salvífica de Dios es universal. Esta voluntad no conoce una fase transitoria de triunfo de los explotados sobre unos explotadores humillados y destruidos. Este punto, esencial en el cristianismo, nos acompañará como criterio en la subsiguiente exposición. De lo contrarío, correríamos el peligro de caer en seudosolidaridades (de derechas o de izquierdas), una versión moderna de lo que en el pasado —inspirado en una visión igualmente absoluta— se conoció con el nombre de cruzadas. Nos hallamos ante el problema de una humanidad auténtica, buena y feliz en una sociedad lo más justa posible. ¿En qué consiste ser hombre? ¿Qué es la dignidad humana?
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SECCIÓN
PRIMERA
ENTRE EL FUTURO Y EL RECUERDO
CAPITULO
PRIMERO
EL HOMBRE Y SU FUTURO I RESPONSABILIDAD ACTUAL DE LA HUMANIDAD ANTE SU FUTURO
Al analizar los distintos escritos neotestamentarios, no sólo buscábamos el contenido fundamental de la fe cristiana, sino también sus eventuales mediaciones históricas: los presupuestos de los autores neotestamentarios, los movimientos y tendencias existentes en el entorno del cristianismo primitivo, el «aire» que respiraban los cristianos del Nuevo Testamento. Nos proponíamos averiguar cómo aquellos cristianos expresaron en formas diversas el mensaje del evangelio o la fe apostólica que habían recibido, partiendo siempre de nuevas experiencias y exigencias, frente a las cuales adoptaron una postura de crítica solidaridad. Nuestro problema consiste en saber en qué circunstancias históricas debemos tomar hoy el hilo de la fe apostólica; por consiguiente, en qué debe consistir hoy, teniendo en cuenta las actuales experiencias y exigencias, nuestra solidaridad crítica cristiana; en qué nuevas experiencias perciben los cristianos hoy un eco de su recuerdo escatológico de Jesucristo y, por el contrario, en qué nuevas experiencias y exigencias ven una deformación, distorsión, atrofia e incluso alienación de su identidad cristiana. Frente a esta problemática, los cristianos se mueven naturalmente en el campo de las opciones históricas, basadas quizá en razones de peso y tomadas con responsabilidad cristiana, si bien sólo la historia podrá juzgar si una opción concreta fue realmente la más acertada. Sin embargo, negarse, en un determinado momento de nuestra historia, a escoger entre las distintas alternativas históricas posibles puede significar el abandono práctico de la incitación y orientación evangélica. Dar una respuesta al desafío contemporáneo es difícil porque son muchas las alternativas. En mi opinión, el problema capital, decisivo en los próximos treinta años para el futuro del mundo y del cristianismo, es qué impulso terminará por imponerse en la historia de la humanidad: el «marxismo», el «evangelio cristiano» o la tecnocracia del «racionalismo crítico» humanista (en la línea de H. Albert, K. Popper y sus numerosos adeptos occidentales). Estas son, en efecto, las fuerzas que hoy se presentan como impulsos históricos encaminados a mejorar nuestra sociedad. A pesar de sus afinidades y puntos en común, la postura humana y la «visión» (sueño, promesa y proyecto) de estos tres movimientos son por su naturaleza muy diferentes. No reconocer este hecho es para mí ingenuidad o, simplemente, ignorancia. Bajo este supuesto, otro problema fundamental es hasta qué punto la solidaridad de los cristianos con los otros movimientos históricos (y con cuáles) del momento puede ser una exigencia cristiana o, por el contrario, un ofuscamiento y una alienación de la identidad cristiana.
En esta cuarta parte del libro intento hacer, en un plano teológico, lo mismo que, en otra situación histórica, hicieron ciertos autores neotestamentarios (por ejemplo, los de Ef, Col, Mt y Le) con respecto a los autores neotestamentarios anteriores (por ejemplo, Pablo o Me)). Como hemos •visto en la segunda parte, aquellos autores, con decidida fidelidad a la norma apostólica y evangélica, «a la fe tradicional», adoptaron una postura de crítica solidaridad con sus hermanos en la fe. La actualización de esta inspiración y orientación neotestamentaria presupone, además del análisis teológico del Nuevo Testamento, sin olvidar sus condicionamientos históricos, no teológicos, una visión crítica de lo que siente, quiere y piensa el hombre contemporáneo, el hombre a quien se anuncia aquí y ahora la misma buena noticia. El mensaje evangélico no se mueve nunca en un vacío cultural e histórico-social ni se recibe en una tabula rasa. Las acuciantes exigencias y responsabilidades del hombre actual no se mueven en el mismo plano que las de aquellos hombres de la Antigüedad que se hicieron cristianos y se expresaron en el Nuevo Testamento. Aquellos cristianos, partiendo de sus circunstancias sociohistóricas y de su fe en Cristo Jesús, hablaron también de «ética humana», es decir, de lo que el ser humano («situado» en la historia) presenta como imperativo ético también para los cristianos. A este respecto puede ser útil analizar brevemente cómo han visto los cristianos a lo largo de los siglos su propia responsabilidad ética. Fieles al espíritu de la «ética neotestamentaria» (sin analizar sus condicionamientos históricos), la patrística y la primera Edad Media basaron In ética —impregnada de elementos estoicos y más tarde también neoplatónicos— directamente en el Logos de Dios, en la voluntad divina y la «ley eterna», tal como ésta era interpretada en la tradición de la Iglesia. Sin embargo, a partir del siglo xn, sobre todo en el XIII, algunos teólogos «TÍ i ¡carón este extrinsecismo y autoritarismo ético que, en términos modernos, podríamos llamar «positivismo de la revelación». En particular Tomás de Aquino, estimulado por las obras de Aristóteles, que habían vuelto a aparecer en Europa, y por la «ilustración oriental» de la filosofía árabe y judía medieval, interiorizó la «ley eterna», haciéndola pasar por el iiuniz de la interioridad humana, es decir, poniendo como mediación entre In ley o voluntad de Dios (lex aeterna) y la conciencia humana el derecho Mullirá! (lex naturae), y precisamente de acuerdo con la naturaleza del hombre en cuanto criatura de Dios. Prescindiendo del término «naturale-
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za» (una «naturaleza universal» para todos los hombres, si bien Tomás de Aquino reconocía cierta historicidad a esta naturaleza), es clara la intención de dar a la ética —basada últimamente en el ser de Dios— un fundamento inmediato en el ser del hombre. Para Tomás de Aquino, la razón humana se convierte así en principio creador de normas éticas humanas: «Lex naturalis est aliquid per rationem institutum» 1, es decir, la razón humana fija normas éticas, pero no de un modo arbitrario, sino de acuerdo con la especificidad del ser humano, considerado entonces como parte constitutiva del cosmos: como una natura, el hombre como animal rationale. Por primera vez se afirmaba así decididamente en la tradición cristiana la relativa autonomía de la ética basada en el hombre, aunque ello se hiciera en una perspectiva últimamente religiosa. Sin embargo, esta concepción no triunfó por mucho tiempo. Pronto, en efecto, se produjo una reacción por parte de los defensores de la tradición anterior, impulsados ahora por nuevas experiencias. Duns Escoto, luego Guillermo de Ockham y más tarde toda la «vía moderna» del nominalismo defendieron, frente a Tomás de Aquino, la tesis de que la razón humana no es capaz de mostrar el fundamento de las normas éticas de conducta. Estas son transmitidas por la autoridad de una tradición viva (a este respecto podían aducir gran cantidad de material como hecho empírico precien tífico, pero no argumentos teóricos). La tradición viva, que en realidad es la tradición de la Iglesia, volvió a ser el criterio de autoridad normativa a la que los hombres deben someterse, aunque no entiendan el sentido del precepto o prohibición; según esta visión, lo decisivo es únicamente la voluntad Ubre y soberana de Dios. En el campo de la Iglesia quedaba así depositada la semilla de lo que en ética se llamaría «positivismo moderno». La norma ética, expresión de la voluntad soberana de Dios (Tomás de Aquino dice «supremo entendimiento de Dios»), se impondrá, con un planteamiento nominalista y voluntarista, en un elemento puramente externo, «procedente de fuera». Más tarde, en la época de la Contrarreforma, esta «tradición viva» se identificará prácticamente casi con la autoridad del papa de Roma. Con la Reforma se sometió a crítica la autoridad no sólo de la tradición de la Iglesia, sino también de la razón humana. El establecimiento de normas éticas se ligó entonces a la fe personal sobre la base de la palabra de Dios en la Biblia. Pero, una vez que la moderna división de la cristiandad había hecho problemática la fe cristiana como fundamento umversalmente válido de la ética, a partir de la Ilustración se buscó el fundamento y la fuente de'las normas éticas en otra parte, especialmente en la naturaleza común a todos los hombres y en la razón práctica (pero con un planteamiento distinto del de Tomás de Aquino). En el curso de este proceso de secularización, la ética se liberó de su contexto teológico tradicional. Se comprobó que es posible y eficiente de hecho una ética acompañada de una vaga religiosidad o incluso desprovista de ella. Con una reacción inicialmente apologética, pero abierta a las nuevas 1
Summa Theologica I, q. 94, a. 1.
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tendencias, los cristianos, ante el hecho de que la religión quedaba expulsada del terreno de la ética, respondieron que no se pueden identificar la religión y la ética. Aunque la religión tiene una vertiente ética, está por encima de la ética y es distinta de ella. La religión y el cristianismo no son reducibles a ética. Nació así una fundamentación puramente ética, no religiosa, secularizada de la ética, base de una cultura auténticamente humana, común a todos los hombres. Es de notar que precisamente esta emancipación de la ética frente a su contexto teológico anterior significó una radicalización real de la ética en la conciencia moderna. Sin embargo, esto respondía también a circunstancias históricas casuales. En efecto, dio la casualidad de que la ética, una vez independizada y liberada de la fe cristiana, tuvo que afrontar una serie de problemas totalmente nuevos, es decir, una situación cultural en la que los problemas sociopolíticos debidos a la industrialización y tecnificación de la vida social comenzaron a plantear graves problemas éticos radicalmente nuevos. Eran problemas de los que la antigua moral cristiana (elaborada en unas condiciones sociales distintas) nunca se había ocupado. Es verdad que, en el siglo xvi, sobre todo en la neoescolástica española, se había elaborado una grandiosa ética colonial que se oponía frontalmente a las tendencias tecnocráticas de las naciones colonizadoras, frente a las cuales defendía el derecho natural de todos los pueblos en contra del sacrum imperium; se propugnaba así la soberanía de todas las naciones y Estados. Sin embargo, con la posterior emancipación de la ética frente a la teología por obra de la Ilustración, la situación histórica cambió de nuevo por completo. La consecuencia fue que la nueva ética autónoma resultó contraria y opuesta a la moral cristiana anterior, de tendencia más bien privada o individual. I'n sus líneas generales, la ética anterior, católica y protestante, era preferentemente una microética, mientras que la ética humana, emancipada, se configuraba, debido a una coincidencia de circunstancias históricas, como una macroética. Esto agudizó la contraposición entre lo viejo y lo nuevo V contribuyó a hacer aún más penosa la constatación de la esterilidad de lo que entonces se consideraba «moral cristiana», la cual reaccionó endureciendo sus posiciones. Los problemas éticos más candentes fueron abordados sólo al margen de las tradiciones de la teología moral protestante v católica. Teniendo en cuenta los nuevos problemas, se acusó a la moral «ristiana de reaccionaria. Así surgió, sobre todo a partir de Fichte, una <'i¡ca racional de base humana —en contraposición con la ética de Tomás Je Aquino, fundada también en lo humano— siguiendo la línea de la liberiiid emancipada. Las normas éticas fueron consideradas como creación • •i 11 tu ral de unos hombres en busca de una humanidad superior. Guiado por su razón, el hombre debe encontrar un camino más humano en la historia de la construcción de un mundo digno del hombre. Prescindiendo del problema de la fundamentación última de la ética, la batalla fue ganada por una ética que ponía, al menos directamente, su fundamento en lo que i-s común a todos los hombres o pertenece a su dignidad, al margen de IIIH nuevas situaciones históricas.
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Pero la emancipación de la ética frente a la religión tuvo consecuencias aún más amplias. De la separación entre ética y teología, gracias a una ética de base humana, se pasó a una emancipación del hombre frente a la ética. En nuestra sociedad se apela abiertamente a una ética libre de normas. La liberación de las llamadas «normas éticas represivas» representa para muchos un postulado fundamental. Entre tanto se había comprobado que (incluso en la tan esclarecida «Ilustración») se podía entender cualquier cosa bajo el lema de «libertad», «democracia» y «humanidad». El auténtico colonialismo comenzó cuando se propagaron los ideales de la Ilustración, que el hombre occidental difundió por todas partes. Como reacción frente a ese pasado de «valores absolutos» —primero del cristianismo y luego de la Ilustración—, sobre los cuales parecía que algunos poseían un monopolio, no bastó ya con separar la religión de la ética, sino que se rechazó la moderna ética secularizada bajo el lema: «Procuremos hallar nuestros propios límites a través de la experiencia personal». De hecho, tanto en la ética cristiana como en la secularizada, con frecuencia se elevó a la categoría de normas absolutas e inmutables lo que en realidad no era más que el ideal de vida de una sociedad liberal, burguesa y neocapitalista, o bien ciertas leyes biológicas fueron convertidas ingenuamente en normas éticas inmediatas. Al hablar de ética libre de normas no tenemos nada que objetar si se entiende que las normas éticas no deben tener una función alienante y extrínseca, sino dejar abiertas las posibilidades y perspectivas que nos permitan ser, en una historia concreta y en la medida de lo posible, auténticamente hombres; de hecho, no era otro el objetivo pretendido por Tomás de Aquíno. Una ética verdaderamente humana nunca es represiva, al menos para el hombre de buena voluntad en sentido ético. Tal ética somete a dura crítica cualquier clase de arbitrariedad. Da la impresión, sin embargo, de que el hombre moderno no puede resolver por sí solo el problema que él mismo ha provocado; con el ethos está en juego nuestra propia humanidad. Se puede ser cristiano o budista, musulmán o arreligioso sin que, al parecer, por ello tiemble el mundo. El «etsi Deus non daretur» (vivir como si Dios no existiese) es indudablemente para muchos una profunda experiencia que nosotros no debemos menospreciar. Pero también es verdad que no se puede dejar lo ético (aunque sus fronteras sean muy fluctuantes) al arbitrio de cada uno sin que el mundo se tambalee. En definitiva se trata de saber si el hombre tiene el derecho y la obligación de vivir no como un perro (E. Bloch). Para la humanidad —por mucho que ésta varíe en el tiempo y el espacio—, lo ético implica en su intención fundamental un carácter de obligatoriedad y validez universal. Partiendo de esta situación —divorcio entre ética y religión y peligro de separación entre hombre y ética—, podemos ya formular algunas consecuencias que afectan a la fe cristiana. La fe cristiana —como cualquier otra religión— debe conceder a lo ético cierta prioridad con respecto a lo religioso (lo cual no significa para el creyente negar la prioridad mutua de ambas magnitudes). El ethos, en efecto, tiene un carácter de perentoriedad absoluta y no puede esperar a
que los hombres se pongan de acuerdo sobre las cuestiones últimas de la existencia humana. No obstante, lo ético está esencialmente relacionado con la cuestión fundamental de qué es realmente el hombre y, por tanto, con la de cómo queremos que sea nuestra existencia humana y por qué modelo de existencia optamos. Esta cuestión ética fundamental está íntimamente relacionada con opciones ideológicas y religiosas: en clave cristiana, budista, humanista, agnóstica, etc. Es una cuestión en la que nos preguntamos por lo definitivo implícito en toda cuestión ética de carácter inmediato y transitorio. Es innegable, pues, que existe una estrecha conexión entre la ética y la concepción de la vida. Sin embargo, como hemos dicho, no podemos diferir la respuesta a los desafíos éticos del presente en espera de que todos nos pongamos de acuerdo sobre el sentido último de la existencia humana. A pesar del pluralismo religioso e ideológico, hay que responder aquí y ahora a las exigencias íntimas y concretas y al reto de la situación ética. Es preciso ayudar resuelta e inmediatamente (tanto en el plano interpersonal como en el de las estructuras) a los hombres que aquí y ahora (lo cual hoy significa a toda la humanidad; cf. infra) viven en situaciones difíciles. La misma situación nos plantea concretamente esa exigencia ética, al margen de si somos cristianos, budistas, humanistas o cualquier otra cosa. Somos hombres. La ética escolástica tradicional, y también la moderna, del derecho natural —o, en términos modernos, de la primacía de una realidad acuciante y viva en la conciencia— presuponía que «el orden» es normalmente anterior a nosotros mismos, algo con que nos encontramos, lo cual implica el precepto de no violarlo. A pesar de la verdad abstracta de su articulación, este derecho natural era irreal. Tal concepción partía obviamente de un ordenamiento ya asentado en el bien que no podía ser perturbado. Sin embargo, analizando con más detalle la cuestión, vemos que el hombre es una posibilidad para el bien, pero que el punto de partida de toda moralidad no es un orden preexistente, sino el hombre ya vulnerado: desorden, tanto individual como social. El ser humano, amenazado y de hecho vulnerado, lleva en la historia concreta a exigencias e imperativos éticos en confrontación con ciertas experiencias negativas de contraste. La intimación o exigencia ética no es, por tanto, una norma abstracta, sino un acontecimiento que nos desafía en la historia; es nuestra propia historia concreta de hombres indigentes, de humanidad amenazada. En consecuencia, «éticamente bueno» es, en concreto, lo que triunfa sobre el mal, lo que aporta bien y lo que repara aquello que no está bien; es liberación y reconciliación2. La ética está relacionada concretamente con la redención y la liberación. Oposición al mal, realización del bien y, teniendo en cuenta las circunstancias reales, también reconciliación: todo esto es lo que se entiende por ethos o comportamiento ético. Por tanto, cuando 1
C¡. Ehcling, Die Evidenz des Ethischen und die Theologie, en Wort und Glau/>c I (Tubinsa 1969) 1-41; id., Die Krise des Ethischen und der Glaube, op. cit., 41-55. 41
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lo «humano» amenazado constituye el estímulo histórico concreto para realizar un acto éticamente bueno, la ética exige, en las circunstancias modernas, un análisis muy preciso, incluso científico, de las situaciones humanas concretas en que vivimos. El análisis y la interpretación de las situaciones es esencial en las actuales circunstancias para dar una respuesta éticamente justa a los problemas concretos. Si (en este contexto) llamamos ortopraxis3 —aunque el término sea un tanto peligroso— al comportamiento concreto éticamente bueno del hombre en el mundo, un comportamiento que pretende vencer el peligro que amenaza a la humanidad y conseguir una vida humana en una situación dada (lo cual presupone necesariamente el problema del sentido), podemos y debemos decir que la ortopraxis es un principio hermenéutico fundamental, una noción previa sin la cual no tiene sentido la interpretación actualizante del mensaje cristiano. Este mensaje, en efecto, es una buena noticia de redención y reconciliación, de libertad y de paz universal. El cristianismo neotestamentario, en circunstancias totalmente diferentes, no hizo en realidad otra cosa. Precisamente en este punto (no en su tenor literal, al margen de sus condicionamientos históricos), el Nuevo Testamento es para los cristianos un modelo y una norma y fuente de inspiración y orientación. Esto nos permite entender que muchas personas religiosas tiendan hoy a considerar la actitud ética como criterio de autenticidad religiosa. La actitud religiosa se hace, efectivamente, sospechosa de ideología si se muestra éticamente neutral en el terreno político, social y personal. El hombre impulsado a asumir un comportamiento ético en y por la historia es el sujeto a quien va dirigido aquí y ahora el mensaje cristiano. El hombre así impulsado en el plano ético es, por tanto, el presupuesto para entender el anuncio cristiano de la fe. Por consiguiente, cuando la teología no tiene presente ni medita ese dato previo a la fe, es decir, el hombre como sujeto que escucha en su situación concreta el mensaje, la fe cristiana pierde credibilidad y se torna incomprensible. Así, el comportamiento ético, en cuanto situación del hombre creyente, tiene una función hermenéutica o interpretativa en la reflexión teológica sobre la fe cristiana. Los cristianos necesitan evidentemente pasar por una ética secularizada para llegar a entenderse a sí mismos. Pero con esto no termina el desafío lanzado a la ética. Desde el cambio moderno de una ética sometida a la tutela de la Iglesia por una ética racional basada en la idea de una humanidad auténtica
han sucedido muchas cosas en los últimos decenios. Las consecuencias tecnológicas de las ciencias han proporcionado al obrar humano —en sus diversos campos— tal gama de posibilidades que ya no es posible contentarse con unas normas éticas que regulen la vida y la convivencia de los individuos y de los pequeños grupos, con las exigencias de un comportamiento grupal. En la vida práctica moderna está en juego no ya el pequeño grupo, sino los intereses de toda la humanidad. Y ello, por citar sólo dos ejemplos, debido al uso de la energía atómica y a la destrucción de los principios ecológicos de la vida por obra de nuestra sociedad tecnocrática, industrial, guiada por esquemas científicos. Para explicar las consecuencias e implicaciones del obrar humano en sus posibles efectos directos e indirectos, los especialistas distinguen acertadamente —en forma esquemática— tres ámbitos (cada vez más relacionados entre sí): a) microesfera: familia, parentela, clan, vecindad, barrio, etc.; b) esfera intermedia o mesoesfera: efectos producidos sobre todo por la política de un país; c) macroesfera: repercusiones de nuestra actuación sobre un conjunto cada vez más amplio y, últimamente, sobre el destino de toda la humanidad. Es un hecho que hasta hace poco las normas éticas de comportamiento humano se referían exclusivamente a la esfera privada y a la microesfera de la vida humana; incluso en la esfera intermedia de la política del Estado tenían a menudo gran importancia los intereses de grupo y las exigencias encaminadas a preservar la identidad del grupo. Sólo las grandes decisiones políticas —una vez garantizados los intereses de los grupos y del propio Estado— se dejaban en manos de la llamada «razón de Estado», éticamente neutral. Pero, debido a la expansión mundial de la civilización técnico-científica, los efectos de nuestra actuación alcanzan a todos los hombres. En otras palabras: si consideramos el nivel alcanzado por la ciencia y la técnica, debemos admitir que las consecuencias del obrar humano en la actualidad se sitúan en la macroesfera de los intereses comunes a todos los hombres. Al margen de las tradiciones éticas y culturales específicas de cada grupo, la civilización actual plantea a todos los pueblos y culturas una misma problemática ética común. Esto significa que, por primera vez en la historia, la humanidad en cuanto tal se halla ante la tarea de asumir una responsabilidad solidaria por las consecuencias derivadas de su propia actuación. Y esta solidaridad internacional, universal, exige normas o principios éticos umversalmente válidos, que obliguen a todos los hombres, so pena de que la situación degenere en una farsa o en una catástrofe mundial. La necesidad de esa responsabilidad solidaria requiere, por tanto, una ética basada en una responsabilidad universal 4 . Por primera vez, pues, en nuestra historia, la humanidad se encuentra en la encrucijada de un cambio crítico, en el que ha de decidir, con su acción u omisión, el futuro del mundo y, por consiguiente, su propio sen-
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3 Un doctorando de Lovaina (P. Pulinx), que tenía curiosidad por saber quién había introducido el término «ortopraxis» en la teología moderna, me comunicó que había encontrado esta palabra en una enciclopedia del año 1917: «En rigor, la ortodoxia de una religión se refiere sólo a la doctrina o fe, junto con el elemento intelectual de la vida espiritual... Pero, dado que la religión no abarca sólo el pensamiento, sino también el sentimiento y la actividad, la ortodoxia es un criterio insuficiente para decidir sobre su valor si se prescinde de la recta experiencia y la recta conducta. Para designar sus correlatos, sería conveniente disponer de palabras como ortopatía y ortopraxis, la experiencia interna y el ejercicio externo de la piedad» (W. A. Curtís, s. v. Orthodoxy, en Encyclopaedia of Religión and Ethics IX [Edimburgo 1917] 570).
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K.-O. Apel, Zum Problem einer rationalen Begründung der Ethik im Zeitalter dcr Wissenschaft, en M. Riedel, Rehabilitierung der praktischen Philosophie II (Friburgo 1974) 13-32.
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tido. La situación exige además una acción humana que ya no puede reducirse al campo de los intereses individuales: un ordenamiento de base sociopolítica. La situación exige una socialización. Pero el recuerdo crítico de la historia pasada y presente nos dice —soy consciente de que aquí intervienen valoraciones de tipo ético-personal y religioso— que tal socialización no debe considerar al individuo como una realidad aislada y absoluta ni tampoco prescindir de él. Dicho de otro modo: lo que la situación actual requiere con urgencia es una socialización personalizante y democrática. Esta situación mundial necesita la presencia de fuerzas y movimientos que garanticen no sólo la supervivencia humana, sino una supervivencia que tenga sentido humano. Pero ¿cómo ha de ser la humanidad que guíe con sentido esa responsabilidad solidaria? Lo que preguntamos es si existe a este respecto una concepción umversalmente válida, vinculante en el plano intersubjetivo y, al mismo tiempo, no dogmática (es decir, no impuesta desde fuera por una autoridad) que pueda ser libremente aceptada por todos. ¿Hay algo umversalmente válido? Para responder a esta pregunta, comenzaremos por examinar cómo se ocupan realmente los hombres de su futuro.
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1.
Utopías conservadoras y progresistas
Las culturas tradicionales partían del supuesto y del deseo de que el futuro sería parecido al pasado (prescindiendo de las «casuales» desviaciones del presente). Dada la situación de la época, esto era de hecho un signo de sabiduría práctica. Los antepasados habían aprendido que los cambios excesivos ponían en peligro la existencia (del clan). Para defenderse de la amenaza de un futuro destructor, se constituyó como norma el pasado, pero no el pasado en su conjunto, sino la imagen que se tenía de él; la norma era esta imagen, ocultando o silenciando otros aspectos del pasado. A través del prisma de la memoria colectiva, ya las culturas tradicionales presentan como «utopía» y modelo una imagen selectiva del pasado. Un pasado mistificado, que nunca había existido como tal, se convirtió así en la forma «primitiva» de la utopía, en el canon de la sociedad humana. Tal pasado es, por tanto, un ou-topos, un «no lugar», una tierra de nadie que jamás existió: «la belle époque», «la edad de oro» (de oro para unos cuantos privilegiados, no para la masa). De donde se deduce que el pasado no puede ser norma si no deja de ser «pasado», pues se toma una época sin aislarla del conjunto del pasado y se la eleva a la categoría de representante de toda la historia. Así, un determinado pasado queda «congelado» en una imagen. Un pasado que, por ser una época maravillosa, sirve de garantía para el futuro, a condición de que se quiera adaptar el futuro a tal imagen. Esta voluntad de futuro y la praxis consiguiente son esenciales para la utopía (planteada en términos conservadores). Con esta conciencia utópica, el «orden existente» se ve confirmado, en la naturaleza y sobre todo en la sociedad, por el valor normativo de las tradiciones patriarcales, por la «cultura clásica» o —a tenor de la interpretación religiosa realizada en una sociedad de tipo patriarcal y edificada según los esquemas de la cultura clásica— en unas leyes dadas por Dios (por más que, pese a esa imagen estática de sociedad, emperadores, señores feudales y reyes pudieran «manipular» el futuro según sus conveniencias)Como pilares de tal utopía conservadora y de su política estática podemos enumerar los siguientes: las formas concretas de convivencia, como el clan, y más tarde las ciudades y los Estados, con sus valores y derechos; la familia, núcleo de este ordenamiento social; la comunidad laboral, asociación orgánica basada en un contrato; los señores, élite natural, llamados a ejercer el mando; finalmente, los valores tradicionales de la cultura; efl Occidente, además, las obras «inmortales» del arte griego, la philosophia perennis y el derecho romano-bizantino, todo ello considerado como emp°" rio y garantía de prudencia y sabiduría humana y modelo para todos k>s
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pueblos. Esta cultura y política estática tenían una pretensión de universalidad y, a pesar de sus variaciones en torno a una base fija, aspiraban a la inmutabilidad. La utopía conservadora impide la aparición de un nuevo sentido; el sentido es algo ya dado y excluye, por su carácter de modelo y como norma, cualquier novedad.
determinado futuro, pero no el mismo (en este punto me aparto un tanto de las ideas corrientes en las obras que hablan sobre la «utopía»). En la conciencia utópica tiene un papel fundamental y estimulante el pasado, ya considerado como «edad de oro», ya contemplado, desde una visión crítica, como historia de dolor. Ambas concepciones obedecen a una determinada voluntad de futuro: se quiere un futuro similar a la época dorada del pasado (como la veían las tradiciones patriarcales) o bien se quiere un futuro distinto del pasado y del presente, es decir, una época dorada aún por llegar. Los sueños de futuro tienen que ver en ambos casos con un recuerdo selectivo del pasado. El recuerdo crítico-selectivo está al servicio del futuro. Las imágenes con que se representan el pasado y el futuro están lógicamente cargadas de emotividad; nunca son neutrales. Tanto el lado positivo como el doloroso del pasado tienen, debido a sus posibilidades de futuro, una fuerza emotiva y praxológica. Auschwitz y Buchenwald nos producen horror no sólo —ni quizá principalmente, a pesar de su patetismo— por lo que allí ocurrió, sino por su posible repetición en el futuro. También la alegría y el amor pasados nos producen auténtica felicidad porque esperamos que se repitan y perduren en el futuro. Los sentimientos fundamentales de la existencia humana —angustia y desesperación, alegría y esperanza— están claramente ligados a la estructura temporal del recuerdo y la expectativa. En esto consiste precisamente su fuerza crítica y productiva: en su recuerdo y espera. Tanto la utopía puramente conservadora como la utopía progresista radical son «ideologías», una conciencia errónea (totalmente divorciada de los datos reales de nuestra historia humana). El hombre no es creador del futuro, no posee un sentido previo del mismo. Es una libertad situada y temática, con las posibilidades y limitaciones de una historia que ha de hacerse a sí misma de acuerdo con la dignidad del hombre. Las dos tendencias, debido a su unilateralidad extremista y absoluta, son germen de movimientos antihumanos, porque absolutizan y establecen como norma para toda la historia unos fragmentos y fases de la historia: el pasado y el futuro. Así se confunde la prioridad efectiva del futuro con la imagen que nos formamos de él (confusión que domina de hecho toda la hermenéutica heideggeriana y resultados que ella ha producido en muchas teologías modernas). No obstante, ambas posturas, en medio de sus extremismos, remiten a dimensiones reales de una verdadera humanidad: por un lado, el recuerdo de las grandes tradiciones de la humanidad 5; por otro, el deseo de conseguir un mundo mejor y más digno del hombre. Es de notar que tanto la utopía conservadora como la progresista propugnan unas tesis ideales que se refieren a tendencias históricas comprobables e identificables y son eficaces porque unen teoría y praxis. La imagen del hombre y de la sociedad que propone la utopía se convierte en un imperativo ético para quien la sigue. Privar a la utopía de su referen-
Frente a las utopías tradicionalistas, la época moderna conoce utopías futuristas. En ellas se parte de que todo debe cambiar. Se ha comprobado el carácter cambiante de la sociedad: nuestras estructuras sociales no son necesarias, sino que se han ido formando a lo largo de la historia y son, por tanto, contingentes, mutables y, sobre todo, transformables. Pero no se rechaza el pasado en bloque, a no ser en grupos muy radicales. Las críticas y «protestas» contra el pasado tienen lugar en la medida en que el presente es producto de ese pasado. Implícita o abiertamente se concede a una imagen selectiva del pasado al menos un papel inspirador y estimulante: se aducen ciertos hechos del pasado, postergados y mal conocidos, para modificar aquí y ahora el curso de la historia. Se muestra gran interés por lo que en muchos países será llamado «antihistoria»: la historia de los vencidos en revoluciones fallidas, de los herejes y milenaristas eliminados, de los sueños no realizados. Se buscan en el pasado «verdades olvidadas», todo aquello que fue orillado en el recuerdo histórico por los prejuicios burgueses, la censura racionalista y la persecución de la Iglesia contra los herejes. Este aspecto del pasado constituye también un punto de apoyo y una fuente de inspiración. Un momento único del pasado es elevado a la categoría de norma para el futuro, pero no partiendo de un pretérito dorado, sino de un futuro todavía inexistente. A partir de aquí se vuelve la mirada hacia algunos aspectos del pasado: la historia del dolor humano. No sirve ya de modelo y norma una fenecida «edad de oro», sino que se quiere vivir caminando hacia un futuro dorado, hacia una sociedad que no ha existido todavía. No se quiere forjar el futuro siguiendo la línea de la tradición oficial. La voluntad se centra en el futuro, mientras que el pasado puede servir sólo de inspiración. En lugar de un sentido previamente dado, aquí aparece el sentido todavía «abierto» de la historia; el sentido está todavía por hacer. La historia vive, pues, en utopías de signo tradicionalista o futurista. En realidad, la calificación de estas utopías como «conservadoras», tendentes a mantener el orden social establecido, y «progresistas», críticas frente a la sociedad, responde a categorías modernas. Se puede hablar de política conservadora solamente a partir del momento en que aparece como realidad la posibilidad concreta de realizar cambios importantes; entonces la postura conservadora equivale a un rechazo de la posibilidad de efectuar cambios en la sociedad. Hubo una época en que no se podía dar nombre a la política conservadora, no porque no la hubiera, sino porque no había otra. Pero desde la situación moderna se puede hablar con razón de utopías tradicionalistas y futuristas; son dos formas de entender y querer un
' L. Kolakowski, Der Ampruch auf die selbstverschuldete TJnmündigkeit, en L. Rcmisch (ed.), Vom Sinn der Tradition (Munich 1970) 3; J. Habermas, Philosophisch-politische Projile (Francfort 1971) 35.
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EL HOMBRE Y SU FUTURO
LA CONCIENCIA UTÓPICA DEL HOMBRE
cia a la praxis es convertirla en una mera visión, mientras que su fuerza peculiar radica precisamente en la presión utópico-crítica y práctica que puede ejercer. La utopía tiene para sus partidarios un valor hermenéutico, crítico y orientador; vincula la racionalidad a la fantasía. Aunque es difícil calibrar la presión que las utopías han ejercido en la historia (en una u otra dirección), en cualquier caso no es despreciable. Su fuerza subversiva (frente al orden establecido o frente al posible cambio) es mayor de lo que se piensa. Es de notar además que, en las primeras etapas de la historia, la humanidad no deduce de sus experiencias de contraste la utopía de un futuro mejor, sino una utopía proyectada hacia el pasado, una «protología», la imagen ideal de la inocencia originaria, del paraíso terrenal de los orígenes, llamado típicamente en la Edad Media «justicia original». La situación presente es explicada a la luz de lo ocurrido en el comienzo (mito de Adán): paraíso terrenal y pecado original. Sólo más tarde, en las sociedades avanzadas, los mitos protológicos o de los orígenes se actualizan como mitos escatológicos: promesas de que habrá un futuro en que todo alcanzará su plenitud. Los mitos escatológicos o futuristas presuponen obviamente una historia más larga y un grado de reflexión más alto que los mitos protológicos. La estructura «recordativa» de la conciencia humana parece ser más primitiva que su estructura utópica, aunque precisamente, y de forma paradójica, el recuerdo es una modalidad de utopía futurista.
críticamente los presupuestos, las consecuencias sociales, las implicaciones éticas y, en fin, los objetivos de las ciencias y de la praxis política. En este marco de la futurología científica, el futuro de la humanidad se presenta como previsible, mensurable y realizable. Los tres aspectos fundamentales de este futuro futurológico, fundado en la reflexión científica, son: prognosis, proyecto de futuro racional y planificación6. La prognosis es la previsión, por medio del análisis científico, de situaciones futuras que pueden ser calculadas con un alto grado de fiabilidad (siempre suponiendo una serie de premisas que no dependen de nosotros), como el crecimiento de la población mundial y sus consecuencias para la humanidad, el problema de la alimentación mundial y del suministro de agua y energía, las consecuencias de la contaminación ambiental, etc. Proyecto racional del futuro es el bosquejo de aquellas situaciones que pueden hacerse realidad mediante una acción metódica y que la razón humana considera necesarias (por ejemplo, mediante la regulación racional de los nacimientos). Planificación es la organización concreta de las medidas indispensables para realizar el proyecto del futuro (por ejemplo, una determinada reforma de las estructuras educativas en todos los niveles). Pero el problema consiste en que la idea cientificista de la «objetividad neutral» de las ciencias puede hacer imposible una fundamentación racional de la macroética, mientras que, precisamente desde que la ética se liberó de su tradicional tutela religiosa, eclesiástica y teológica, la visión ética tenía una base humana y, por consiguiente, racional. Desde entonces, sin embargo, ya no se ha sido capaz de establecer normas éticas umversalmente válidas, vinculantes en el plano interpersonal y al mismo tiempo no dogmáticas (es decir, aceptadas no por imposición de una autoridad externa, sino libremente), que sirvan de guía en la planificación del futuro. La separación entre el objetivismo neutral y el ámbito de las convicciones éticas, religiosas e ideológicas, relegándolas al terreno del «subjetivismo existencial», hace que la planificación del futuro sea una difícil empresa. En las democracias occidentales, la validez o normatividad ética ha quedado limitada a la esfera de lo que se llama «subjetividad irracional». De una forma esquemática, podemos distinguir tres modelos de futuro 7 : 1) El modelo de futuro decisionista (en realidad, positivista). Se basa en una radical separación entre ciencia y tecnología por una parte y política por otra. Las ciencias ofrecen sólo medios alternativos, y son los políticos quienes determinan los objetivos y eligen los medios. A través de acuer-
2.
Aporta de la planificación del futuro
Ante estas dos posiciones «críticas» debemos decir que en nuestros días la ciencia crítica se opone tanto a las utopías que pretenden mantener el orden social como a las que quieren cambiarlo. Hasta hace muy poco tiempo era imposible considerar el futuro como objeto de la ciencia; pero, desde hace unos veinticinco años, también los científicos se ocupan seriamente, de forma sistemática y metodológica, de la prognosis y planificación racional del futuro. El hombre ha comprendido que es responsable del futuro de la humanidad en la tierra y está firmemente convencido de que es capaz de producirlo. Aparece así un nuevo concepto en nuestra época moderna: el futuro como producto de la acción racional e intencionada del hombre. La toma de conciencia de esta forma de existencia humana cualitativamente distinta ha llevado a la búsqueda sistemática de garantías racionales que aseguren la supervivencia humana, tanto individual como social. Frente a la ciencia-ficción y a la futurología fantástica, frente a las utopías (conservadoras o progresistas), hoy se habla de una futurología científica o ¡racional (dentro de la cual la «ecología» es sólo una parte). El futuro de la humanidad en el mundo, en la medida en que es producto del hombre, constituye para esta futurología un problema que afecta, por un lado, a la ciencia y la tecnología y, por otro, a la acción política racional; en otras palabras: un problema que afecta a la utilización crítica, libre y liberadora de la razón humana, la cual analiza
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6 Cf. G. Picht, Mut zur Utopie. Die grossen Zukunft saufgaben (Munich 1970); K. Scholder, Grenzen der Zukunft. Aponen von Planung und Prognose (Stuttgart 1973); H. von Nussbaum (ed.), Die Zukunft des Wachstums. Kritische Antworten zum Bericht des Club of Rome (Dusseldorf 1973); D. Meadows, Die Grenzen des Wachstums. Bericht des Club of Rome zur Lage der Menschheit (Stuttgart 1972); A. K. Müller, Die praparierte Zeit. Der Mensch in der Krise seiner eigenen Zielsetzungen (Stuttgart 1972); K. Steinbuch, Mensch, Technik, Zukunft (Stuttgart 1971); R. L. Heilbroner, A Inquiry into thc Human Prospect (Nueva York 1974). 7 B. C. van Houten, Tussen aanpassing en kritiek (Dcventer 1970) 265-284.
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LA CONCIENCIA UTÓPICA DEL HOMBRE
dos (basados en la democracia parlamentaria) y compromisos se aunan las opciones subjetivas, las cuales después, mediante votación, se convierten en ley. Esto significa que, para pasar de la teoría (análisis científico) a la praxis, se requiere una criba representativa y democrática de las distintas opciones subjetivas. 2) El modelo tecnocrático. Aquí la relación es inversa: los medios y posibilidades científicas y técnicas determinan los objetivos (políticos). A los políticos les corresponde sólo la tarea de tomar decisiones técnicas, de llevar a cabo determinadas directrices dadas por una élite de científicos y tecnócratas. 3) El modelo pragmático (propuesto en especial por J. Habermas). Sus partidarios se oponen tanto al decisionismo como a la dirección del mundo por obra de tecnócratas. En este modelo no se da la radical separación entre la competencia científica y técnica y la política. Existe una interacción crítica entre ambas, una relación dialéctica entre valores y saber científico. El objetivo de una discusión racional es en este modelo no sólo el conocimiento científico, sino también los valores y objetivos de ese conocimiento. Los científicos no son ya los que determinan la labor de los políticos, si bien, por otro lado, tampoco hay ninguna zona científica intocable, dentro de la cual las decisiones corresponden únicamente al criterio de los políticos. Entre ciencia y política se da una colaboración basada en principios racionales (por lo menos ésta es la perspectiva esperada, a pesar de numerosos problemas existentes de hecho). Frente a estos tres modelos de las democracias parlamentarias occidentales, en los sistemas marxistas la opción personal resulta sencillamente superflua, ya que los dirigentes supremos del partido, sobre la base de una superciencia dialéctica, garantizan la unidad entre conocimiento científico y valores éticos. La idea de una racionalidad inherente al inevitable proceso de la historia (analizable por métodos científicos) sustituye propiamente a la ética y constituye una mediación entre la teoría y la praxis 8 . En definitiva, tanto los sistemas «liberales modernos de Occidente» como los sistemas marxistas relegan las opciones de conciencia a la esfera de lo privado 9 . En el primer caso, la tecnocracia científica neutral es la que determina el futuro a través de la decisión mayoritaria de los políticos 10; en el segundo, un grupo de ideólogos del partido, asesorada por la tecnocracia y la ciencia, es el que determina lo que en el futuro será bueno para la humanidad. Ninguno de estos dos sistemas puede ser calificado de «plena y totalmente» digno del hombre.
De todos estos tipos de «utopías» (presentados de forma un tanto esquemática, aunque quizá suficiente) se desprende que la voluntad humana de futuro se apoya en determinados principios, aunque muy diferentes según los casos. La utopía científica es pragmática. Difícilmente se le puede negar el mérito de que al menos una parte de la praxis humana puede ser «objetivada» y analizada según el baremo neutral de la ciencia, en especial la parte técnico-instrumental y estratégica de la praxis humana. Una vez propuesto un determinado objetivo, la ciencia puede mostrar efectivamente cuáles son sus posibilidades técnicas de realización y probar científicamente cuáles serán probablemente las consecuencias directas e indirectas de una determinada acción humana. Aquí las computadoras resultan muy eficientes. Sin embargo, esta parte —objetivable por la ciencia y la tecnología— de la mediación entre teoría y praxis excluye de la discusión racional el problema de los fines. La «sociedad abierta» de K. Popper y la «razón crítica» de su allegado intelectual Hans Albert —el «racionalismo crítico» n , una de las principales corrientes de nuestro tiempo— nos ofrecen una especie de paradigma de tal tendencia. Pero en semejante modelo se presuponen las decisiones sobre el objetivo del obrar humano, es decir, se relegan a la esfera privada de las opciones subjetivas. Este racionalismo crítico no es capaz de ofrecer, pues, criterios positivos acerca de la conveniencia, racionalidad y adecuación al hombre de los objetivos concretos que se persiguen. Lo «humano utópico» queda así reducido y recortado de antemano por una mediación racional-cientificista del objetivo y los medios 12, la cual —dicho sea de paso— depende muchas veces de intereses económicos. Pero en la situación actual y en relación con esta teoría no podemos ya eludir una discusión sobre la fijación de objetivos. Además, el ideal de libertad proclamado por el racionalismo crítico no considera la espinosa cuestión del poder estructural ni tiene en cuenta hasta qué punto esta libertad es en muchos casos una libertad falsa, manipulada por intereses económicos. Frente a esta «utopía racional», las utopías visionarias (tanto conservadoras como progresistas) son dogmáticas: convierten una determinada fase del pasado o del futuro esperado en magnitud absoluta, una «época dorada» del pasado o del futuro proyectado (en ambos casos, una especie de calco de lo que debería ser la sociedad). Sus imágenes y visiones no son susceptibles de comprobación ni crítica. Por muchos cambios o variaciones que pueda haber, estas utopías tienen como base una imagen dogmática del hombre, la cual lleva lógica y necesariamente a una absolutización del poder. No se debe olvidar a este respecto que todo futuro planeado de una forma racional es sólo una historia partida en dos, una historia con-
8
K.-O. Apel, Zum Problem einer rationalen Begründung, op. cit., 22; H. Seiffert, Marxismus und bürgerliche Wissenschaft (Munich 1971); D. Bohler, Metakritik der Marxschen Ideologiekritik (Francfort 1971). 9 K.-O. Apel, op. cit., 22 y 32. 10 J. Habermas, Theorie und Praxis (Neu-wied 21967) 257. Este autor habla de una nueva diferencia de clases: los tecnócratas (social engineering) y nosotros, «sus subalternos». Se pregunta además hasta qué punto un consenso obtenido por medio del parlamentarismo democrático, mediante el voto, puede establecer una obligación de tipo ético. Cf. también W. Strzelewicz, Technokratiscbe und emanzipatorische Erwachsenenbildung, en W. Strzelewicz, H. D. Raapke y W*. Schulenberg, Bildung und gesellschaftlicbes Bewusstsein (Stuttgart 1966) 134ss.
" K. R. Popper, Die offene Gesellschaft und ihre Feinde (Berna 21970); H. Alhelí, Traktat über kritiscbe Vernunft (Tubinga 1968); id., Pladoyer für kritischen Riitiowdismtis (Munich 1971); cf. H. Schelsky, Auf der Suche nach der verlorenen Wirklichkeit (Dusseldorf 1965). " K.O. Apel, op. cit., 25-28.
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EL HOMBRE Y SU FUTURO
cebida según el esquema medios-fin. De hecho, el futuro racional no coincide con lo que sucederá realmente. Por una parte, «el futuro» es un cúmulo de posibilidades, de las que sólo algunas se hacen realidad; algunos momentos pueden ser conjeturados racionalmente con una mayor o menor probabilidad. El problema decisivo consiste en saber cuáles son las posibilidades que aprovechará el hombre. La historia se convierte así en una verdadera aventura en la que tienen gran importancia las decisiones humanas, al margen de que ciertos «imponderables» hagan que el futuro no se ajuste a lo planeado por el hombre. Por otra parte, la humanidad no es la providencia universal de su propia historia. Cuando «el cúmulo de posibilidades» que para nosotros es hoy el futuro se convierta en presente, se habrá hecho realidad solamente una parte concreta de tales posibilidades, y el conjunto resultante no puede deducirse de las «tendencias históricas» del momento. La historia no sigue una evolución lógica. El pasado y el presente están unidos al futuro sólo mediante los sutiles hilos del acontecer complejo y concreto, en el cual el futuro se hace de hecho presente en sus elementos previstos y no previstos, inesperados. El futuro tiene importancia para determinar el sentido del pasado y del presente sólo en la medida en que viene de hecho. Por consiguiente, en último término, futuro es lo que continuamente viene al encuentro del hombre que vive en el hoy, gracias y a pesar de todas las prognosis, los proyectos de futuro y las planificaciones. El futuro no se puede interpretar en clave de simple teleología, tecnología o lógica evolutiva. Trasciende la racionalidad humana, y no sólo de momento, sino por principio. Incluso desde el punto de vista exclusivamente humano (prescindiendo totalmente de cualquier concepción religiosa), el futuro de la humanidad está sujeto a la reserva fundamental de la ignorantia futuri: el futuro desconocido (que puede quizá llevar al hombre a plantearse el problema de Dios). Por tanto, una concepción puramente teleológica de la historia, según el modelo «medios-fin», conduce a la humanidad a frustraciones alienantes y la aboca en definitiva a la desesperación y el derrotismo. Hemos dicho que nuestra relación con el futuro, fuente de una determinada praxis, sólo es posible mediante nuestra relación con el pasado, mientras que la relación (hermenéutica) con el pasado implica ya una opción por el futuro. Esto ha quedado claro al analizar la retroproyección selectiva de las utopías tanto conservadoras como progresistas; por otro lado, una planificación del futuro puramente científica y neutral conduce a varias aporías, a una escisión entre el «objetivismo» científico y el subjetivismo de las opciones personales. Debemos, pues, preguntarnos cuáles son las realidades desafiantes que la razón humana no puede dominar ni teorizar y con las que el hombre debe contar en su expectativa de una praxis conducente a un futuro satisfactorio, bueno, auténtico y feliz.
CAPITULO II
RECUERDO CRITICO
DE LA HUMANIDAD
DOLIENTE
«Si Deus est, unde malum? Si non est, unde bonum?» Introducción Todos los hombres lloran al nacer. Sin embargo, hay motivos para alegrarse. Evidentemente, el sufrimiento tiene más de una cara. La lamentación de que «el mundo está sumido en la maldad» es, según Kant, «tan antigua como la propia historia del hombre» 13. Y Kant cita la Sagrada Escritura: «El mundo entero está en poder del malo» (1 Jn 5,19). En todas las culturas y sociedades conocidas, los hombres, con categorías muy diferentes y concepciones antropológicas distintas, han intentado explicar, teórica y sobre todo prácticamente, su experiencia del sufrimiento humano. Incluso sobre el trasfondo de unas experiencias coherentes, gozosas y gratificantes y de una esperanza de salvación, la historia del dolor humano, y también del mundo animal y del universo entero, ha sido el tema permanente de todo proyecto de vida, de toda filosofía y religión; y hoy, también de la ciencia y de la técnica. Para abordar de algún modo el problema del sufrimiento del hombre, no podemos atenernos únicamente a lo que dice el pensamiento crítico contemporáneo. El problema es demasiado vasto para que una sola parcela de la historia pueda pronunciar la palabra que nos libere. Se trata de los hombres, y son ellos —y nosotros entre ellos— los que tienen derecho a hablar en primer término. Por tanto, hay que tener en cuenta lo que los propios hombres, a lo largo de su historia de dolor, han experimentado y pensado y también qué experiencias de salvación humana han tenido. I.a razón crítica no puede limitarse a reflexionar sobre su propia situación, sino que también, y sobre todo, debe considerar el recuerdo crítico de las historias de dolor humano y la forma en que los hombres, en circunstancias diferentes y situaciones variables, han tratado de resolver el problema ilcl sufrimiento propio y ajeno. Esta mirada retrospectiva sobre la historia humana, que deja entrever lo que el ser humano es y quiere ser, es todavía obviamente limitada y quizá incluso «elitista». Quienes hablan son «pensadores», filósofos y religiosos, marxistas y humanistas, pero no la musa que sufre. Sin embargo, no se puede decir que tales pensadores no huyan reflejado intensamente algo que está vivo en todos los hombres. " Kants Wcrke (cd. de E. Cassirer; Berlín 1912-1921) vol. 6, p. 19.
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RECUERDO CRITICO DE LA HUMANIDAD DOLIENTE
UNA PRAXIS CAPAZ DE VENCER EL SUFRIMIENTO
Los mitos, tanto de los pueblos primitivos como de los culturalmente desarrollados, giran desde siempre en torno a la realidad inextricable del sufrimiento humano. En los mitos cósmicos y de vegetación (verano-invierno), los hombres han proyectado el conflicto presente en la vida humana y han intentado ofrecer una visión práctica de la vida con vistas a orientar el comportamiento. Observando lo que ocurría en la naturaleza circundante, «proyectaron» (expresaron hermenéuticamente) su propia historia humana y la correspondiente interpretación en mitos que hablaban de la lucha de Dios (o de los dioses) contra «el monstruo» (que recibe diversos nombres, pero siempre tiene una misma función y significación en todos los mitos antiguos extendidos por el mundo, a menudo independientes entre sí, hasta llegar al relato, tan cercano a nuestros días, de san Jorge y el dragón) 14. Es el conflicto entre el eros y el thanatos, vivido por la humanidad mucho antes de que Freud nos diera una «explicación» del mismo 15: instintos de vida y de muerte, vivencias de infelicidad y esperanzas de salvación. Es de notar que ninguna religión —pero sí la «razón crítica»— ha minimizado el sufrimiento y que en el pasado la rebelión contra el sufrimiento ha procedido más de la religión que de la crítica racional. Las religiones no tienen su origen en el sufrimiento, pero solamente para el hombre que cree en Dios constituye el sufrimiento un duro problema. Esto constituye ya una enseñanza que deberíamos sacar críticamente de la historia de la humanidad.
dualismo, es decir, la existencia de dos principios primeros y supremos, uno del bien y otro del mal. Todas comparten indudablemente una misma intuición fundamental: el corazón de la realidad es la misericordia. El verdadero dualismo propiamente dicho, si es que ha existido alguna vez un dualismo metafísico, es una excepción en la vida de las religiones y de la humanidad. Ha habido, sin embargo, una religión que (con ciertos matices) plantea el problema del sufrimiento humano en términos dualistas: no el propio Zaratustra, sino una fase posterior de la religión persa (el zoroastrismo) es marcadamente dualista, al igual que el maniqueísmo lé . Y esta excepción religiosa es importante debido a su influencia sobre la religión judía, el cristianismo, el islamismo y también sobre las religiones orientales. Por tal motivo, comenzamos con un «intruso» religioso, que, a pesar de algunos rebrotes esporádicos, no forma parte ya de las religiones vivas. Zoroastro (o Zaratustra; aproximadamente 630-550 a. C ) , según los datos que actualmente nos ofrecen las ciencias de la religión, era un monoteísta estricto, si bien tiene en él gran importancia la teoría de los «dos espíritus», hermanos gemelos. Estos dos espíritus poseen cada uno su propio campo de acción, pero parecen ser irradiaciones del único Dios, que abarca en sí la coincidentia oppositorum. Sin embargo, en el siglo iv a. C , en la versión Zendavesta del zoroastrismo, los dos gemelos se convirtieron de hecho en dos primeros principios: el espíritu de las tinieblas y el de la luz. Nuestro mundo es el campo de operaciones de ambos, y en él se desarrolla la lucha entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. Esta religión persa no pretende explicar el problema del mal. Se limita a constatarlo. Su dualismo no es más que una reproducción, en el plano teórico, de la impenetrable opacidad del sufrimiento y del mal. La teoría se limita a formular el problema. Lo grave es que, formulada en tales términos, resulta esencialmente amoral. En efecto, si tanto el bien como el mal se remontan a un primer principio absoluto y específico, no hay ninguna razón para escoger uno y rechazar el otro. El «satanismo» sería «tan bueno» como la bondad. Sin embargo, al parecer, no se admite tal consecuencia; en el horizonte se mantiene la esperanza (injustificada) de que, en el combate del cosmos y de toda la humanidad entre las fuerzas del bien y del mal, estas últimas terminarán derrotadas. De un comienzo dualista se pasa a la prioridad escatológica del bien, que ya ahora resulta eficaz y productivo. La vida se impone sobre la teoría. Según esta concepción, se observan en nuestro mundo funciones diversas y contrarias. Esto no constituye problema, pero el bien y el mal son por su naturaleza antípodas, no sólo contrarios, sino contradictorios: se
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I LA HUMANIDAD EN BUSCA DE UNA PRAXIS CAPAZ DE VENCER EL SUFRIMIENTO
1.
Una excepción en la superación religiosa del sufrimiento: el dualismo («maniqueísmo»)
Las religiones judía, greco-romana, cristiana, hinduista, budista e islámica presentan muchas diferencias en relación con el problema del sufrimiento del hombre, pero tienen un punto en común: todas rechazan el 14 N. Smart, The Religious Experience of Mankind (Nueva York 1969) bibliografía en pp. 563-568; W. Dupré, Religión in Primitive Cultures. A Study in Ethnophilosophie (La Haya-París 1975) bibliografía en pp. 339-349. Sobre este tema en general: J. Sperma Weiland (ed.), Antwoord. Gestalten van geloof in de wereld van nu (Amsterdam 1975). Especialmente sobre el tema del sufrimiento: J. Bowker, Problems of Suffering in Religions of the World (Cambridge 1970); también N. Pike, God and Evil (Englewood Cliffs, New York, 1964); L. Dupré, The Other Dimensión (Nueva York 1972); Ch. Hartshorne, A Natural Theology for our Time (La Salle, Illinois, 1967); J. Nabert, Essai sur le mal (París 1956). La bibliografía más específica se aduce a medida que se traten los distintos temas. 15 H. Marcuse, Triebstrukturen und Gesellschaft (Francfort 1955).
" I. Gershevitch, Zoroaster's Own Contribution: JNES 23 (1964) 12-38; id., Handbiirb der Orientalistik. Iranistik-Band (ed. B. Spuler); H. Rousseau, Le Dieu du mal (l'arís 1963); S. Pétrement, Le dualisme dans l'histoire de la philosophie et des religions (l'nrís 1946); H. C. Puech, Le manichéisme (París 1949); R. C. Zaehner, The Teaching t>l the Magi. A Compendium of Zoroastrian Beliefs (Londres 1956); M. Loos, Dualist llercsy in the Middle Ages (La Haya 1974).
RECUERDO CRITICO DE LA HUMANIDAD DOLIENTE
UNA PRAXIS CAPAZ DE VENCER EL SUFRIMIENTO
anulan mutuamente por ser lo que son. Esto es un hecho de experiencia. El mundo espiritual, origen de nuestro mundo terreno, debe entrañar este mismo dualismo. El Creador bueno tiene frente a sí un antiser, ya que el bien es solamente origen de lo bueno. El Dios bueno debe, por tanto, ser pura positividad, no señor de la vida y la muerte, sino única y exclusivamente fuente de la vida. Pero existe el sufrimiento y la muerte. Estos renómenos tienen, pues, como primer principio, un «anticreador», Satán. Lo cual significa que esta fase de la religión persa implica una crítica radical a la religiosidad anterior, donde era uno mismo el principio divino que daba la vida y la destruía. Dios se convierte en pura bondad salvífica, mientras que el mal procede de otra parte. Los antiguos lugares de culto, donde se veneraba al «Dios de la vida y de la muerte», de la muerte y de la fecundidad, son sistemáticamente destruidos. Al ser Dios pura bondad, hay un clima favorable para la creación cultural y para el profundo deseo de justicia que entonces se sentía en Persia (aquellos persas son los que permitieron a Israel volver del destierro a su patria). El mal es el principio antidivino contra el que también el hombre debe luchar. Es de notar que precisamente este dualismo supuso el comienzo de un desarrollo dinámico en el campo de la justicia, de la superación del mal y de la estima por las obras de la cultura. Sin embargo, mucho más tarde, este dualismo asumirá formas distintas. Mani (maniqueísmo) desarrolló un dualismo entre «espíritu» y «materia». Este personaje vivió en Mesopotamia y murió a manos de los persas el año 276 d. C. Lo que sabemos de él lo debemos en gran parte a san Agustín, quien, durante largo tiempo, profesó la fe maniquea. El maniqueísmo era un sistema ecléctico, mezcla de zoroastrismo y cristianismo. Dios debe estar exento de cualquier tipo de mal. Pero el mal es una dura realidad presente entre nosotros. El mal, el sufrimiento, debe atribuirse a la intervención de una potencia extraña, antidivina. Ya antes de la creación existía una realidad antidivina. Cuando Dios creó el mundo, el elemento divino y el antidivino quedaron como mezclados en sus criaturas. El mundo humano concreto tiene, pues, en sí algo de estos dos primeros principios. El mundo es la grandiosa empresa en la que el bien lucha por Überarse de esa perniciosa mezcla. El sol resplandeciente representa una promesa de esperanza; la luna creciente y menguante es un signo de los fragmentos de luz que escapan de esa mezcla híbrida. Pero se pensaba que el sol acabaría por triunfar. Este drama cósmico se reproduce en cada individuo. El maniqueísmo simboliza así el duro combate de la humanidad por la liberación del bien. Para ello se requiere ante todo una clara conciencia de la realidad de esos dos primeros principios contradictorios por naturaleza; sólo así puede lograr sus objetivos una praxis consecuente. El camino para llegar a ella es una ascesis muy rigurosa encaminada a liberarse de «la materia». Basta coger una fruta del árbol para que la naturaleza, el árbol, llore. Agustín, que nos narra todas estas cosas tras haber abandonado el maniqueísmo, sigue fascinado por la coherencia teórica de este sistema, especialmente por su fidelidad a las experiencias reales del hombre.
El jainismo, tercera corriente «dualista», ha influido sobre todo en Oriente, en la India. Aquí no se trata de dualismo metafísico (suponiendo que éste haya existido alguna vez). El alma, o el yo, está totalmente cautiva en la materia. La salvación consiste en la liberación de ese cautiverio. Todos los seres del universo tienen su alma propia, cuya categoría depende del número (cinco, cuatro, etc.) de órganos sensoriales que posea; de modo que la categoría ínfima posee sólo el sentido del tacto (a esta categoría, según el jainismo, pertenece también el mundo inorgánico). El universo está, pues, lleno de «seres vivos». También las piedras lloran, aunque no puedan exteriorizar su llanto. Karma es aquí el cautiverio del bien en el mal. El sufrimiento aceptado libremente rompe la acumulación de karma y libera el alma. Mientras esto no suceda, el alma debe renacer continuamente en forma de piedras, árboles, metales, etc. Así, será serrada, fundida, trabajada a cuchillo y sufrirá mil muertes. El mundo entero sufre. Por tanto, la vida tiene como tarea no añadir más sufrimientos; ni siquiera se puede matar inadvertidamente un insecto. Los monjes jainitas van por el mundo dominados por el miedo a ocasionar dolor incluso a un árbol o un arbusto. La tarea suprema de la vida consiste en morir totalmente a lo corporal a fin de liberar el alma. El dualismo jainita se da entre el «espíritu» y la «materia» (jiva y ajiva, espíritu y no espíritu), mientras que el dualismo metafísico, sobre todo el de los dos primeros principios, es rechazado porque no responde a la experiencia humana. El jainismo, en este aspecto, tiene rasgos indios (cf. infra sobre el hinduismo y el budismo): sea cual sea la naturaleza de la realidad, ésta es reconocida por sus manifestaciones en distintas formas. Un saber absoluto es, por tanto, imposible. Todo fenómeno tiene más de una cara. El jainismo no conoce una creación derivada de un plan divino. La existencia del mal no permite pensar en un creador. Sobre todo, una creatio ex níhllo resulta totalmente absurda. ¿Cómo puede un Dios eterno tener de repente la ocurrencia de crear? Si la tuviera, no sería perfecto, no sería Dios; y nadie puede crear el mundo más que Dios. Si Dios creó los seres vivos por puro amor, ¿cómo explicar la miseria presente en el mundo? Dios mismo habría pecado al infligir tanto dolor y sufrimiento a sus hijos. No debemos olvidar la idea fundamental que subyace en esta posición: si Dios es realmente Dios, es pura positividad. En esto consiste, a mi juicio, la certera intuición de todo «dualismo», más certera que la afirmación de que Dios es el fundamento tanto del don de la vida como de su destrucción. Todas las religiones tienen en el fondo esta intuición fundamental. El dualismo es una conclusión falsa a partir de una idea fundamentalmente correcta: si Dios es verdaderamente Dios, es amor y misericordia. Pero el jainismo no admite un Dios creador personal. La existencia del bien y del mal es una especie de ley de la naturaleza. La «credibilidad» de las religiones depende de que tengan en cuenta todos los datos de la experiencia humana (positivos y negativos) y de que no intenten disimular la dura experiencia de la realidad. Todas las reli-
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giones que vamos a ver ahora a grandes rasgos —en términos quizá demasiado generales— coinciden en conceder la última palabra al bien, no al mal y al dolor. Ninguna de ellas profesa una especie de «dolorismo»; al contrario: su propósito fundamental es la superación del sufrimiento. (No obstante, hay que reconocer que en todas ellas puede haber, y de hecho hay, una gran distancia entre la ortodoxia oficial y la religiosidad popular). 2.
Actitud de Israel ante el sufrimiento
El sufrimiento del hombre era un problema capital en la religiosidad de Israel. En una época de guerras entre tribus, también los dioses de cada tribu luchaban entre sí; la victoria de una tribu sobre otra significaba destruir al dios de ésta. Pero, con el tiempo, fue cambiando la visión de Israel. Aun cuando Israel fuera derrotado, Yahvé seguía siendo el Poderoso, porque el pueblo elegido dependía de Yahvé, pero Yahvé no dependía de su pueblo. El sufrimiento del pueblo es consecuencia de la ira de Dios por los pecados del mismo pueblo. Yahvé es, pues, el principio único tanto del bien que el hombre disfruta como del sufrimiento que padece. Sin embargo, precisamente este yahvismo de la religión judía —Yahvé es el Señor de la historia— convirtió el sufrimiento, sobre todo el de los inocentes, en un problema crucial para Israel, mucho más grave que en otras religiones. El principio básico es que Dios ha creado todo «muy bueno» (Gn 1,31; Sal 105). Como consecuencia de ello, el desorden, sobre todo el sufrimiento, tiene su origen en el pecado del hombre. Para un judío, pecado y sufrimiento están estrechamente unidos. Sobre todo en el Deuteronomio y en la tradición deuteronomista, la idea de la alianza da lugar a esta teoría, que comprende tanto al pueblo como al individuo. El término 'atvon (etimológicamente: torcer, doblar) significa «pecado» y «castigo por el pecado». El pecado es una distorsión, un «trastorno»; precisamente por ello el término implica también las consecuencias del pecado: la pena o castigo. Lo que está torcido hace daño (cf. Gn 15,16; 1 Re 17,1&; Is 30, 13; 64,6; Jr 13,22; Sal 32,2-5, etc.). Quien hace algo desordenado debe asumir su culpa (Gn 4,13; Ex 34,7; Sal 83,3). El pecado es, pues, un acto que acarrea castigo y sufrimiento (Ez 18,30; 44,12; Is 30,13; Os 5,5; Job 31,11.28, etc.). cAwon es, por decirlo así, el vínculo que une entre sí pecado y sufrimiento o castigo (véase también el término latino poena, que significa tanto pecado como castigo por el pecado o sufrimiento). Además, esta vinculación se mueve no sólo en el terreno individual, sino también en el comunitario: los descendientes son castigados por los pecados de sus padres (Lv 26,39-40; Is 14,21; 53,11; Jr 11,10; Ez 18,17.19.20, etc.). Así, como castigo por el pecado de los «primeros padres», toda mujer da a luz con dolor y todo hombre ha de ganar con sudor el pan cotidiano (Gn 3,14-19). El temor del Señor alarga la vida, mientras que se acortan los años del malvado (Prov 10,27).
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Muchos judíos cambiaron más tarde los términos de este planteamiento: a la vista del sufrimiento concluyeron que éste se debía a la existencia de algún pecado, tal vez oculto. Esto llevó a ciertas aporías. Por lo demás, debido a la relación entre pecado y sufrimiento, siempre es Dios quien manda el sufrimiento como castigo por el pecado (Os 4,9). Cuando se acentúa el individualismo en Israel, algunos profetas critican la tesis de la relación colectiva entre pecado y sufrimiento: «Objetáis: ¿Por qué no carga el hijo con la culpa del padre? Si el hijo observa el derecho y la justicia y guarda mis preceptos y los cumple, ciertamente vivirá. El que peca es el que morirá; el hijo no cargará con la culpa del padre, el padre no cargará con la culpa del hijo: sobre el justo recaerá su justicia, sobre el malvado recaerá su maldad» (Ez 18,19-20). Ezequiel coloca la relación en el terreno personal; además, el arrepentimiento anula, junto con el pecado, el castigo (Ez 18,21-22). «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor— y no que se convierta de su conducta y viva?» (Ez 18,23). A la objeción de que los caminos de Dios no son rectos se responde: «Escuchad, casa de Israel: ¿Es injusto mi proceder? ¿No es vuestro proceder el que es injusto?... Pues no quiero la muerte de nadie —oráculo del Señor—. ¡Convertios y viviréis!» (Ez 18,25.32). Visto en una perspectiva religiosa, el sufrimiento asume un carácter más personalista, pero además el castigo divino busca la conversión. Dios no se complace en el sufrimiento del hombre. Los pecados de éste son los que acarrean el sufrimiento, pero Dios siempre está dispuesto a perdonar. Evidentemente, nos hallamos ante un intento de corregir radicalmente la vieja idea de que Yahvé es «el Señor que da la muerte y la vida» (1 Sm 2,6). Dios nada tiene que ver con el sufrimiento, a no ser por culpa de la pecaminosidad del hombre, al que quiere llevar, no obstante, a la vida por medio del arrepentimiento. Ezequiel se opone asimismo a la pretensión
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el problema. Israel choca con el hecho incomprensible de que los que sufren son sobre todo los justos y piadosos. El salmista expresa duramente esta situación: «Todo esto nos sucede sin haberte olvidado ni haber violado tu alianza, sin que nos volviéramos atrás ni se desviaran de tu senda nuestros pasos; y tú nos trituraste, nos deslomaste, nos envolviste en tinieblas» (Sal 44,18-19). Israel no ve problema en el sufrimiento debido al pecado del hombre, pero protesta contra el sufrimiento de los inocentes, que nada tiene que ver con los errores personales. También esto es típicamente judío. Israel sabe cómo resolver en el plano religioso el problema del sufrimiento; sin embargo, al margen del pecado, se niega a aceptar el sufrimiento simplemente como un hecho. Israel no conoce el concepto de fatum. ¿Cómo resuelve entonces esta dificultad, si su propia fe yahvista le impide refugiarse en la bronca «facticidad» de un destino que hace insensata cualquier pregunta? Debido a su fe en Yahvé, Israel no cesa de dirigir duras preguntas a Dios. En Sal 44,23.26 se pregunta si Dios no estará dormido. Son expresiones que manifiestan indignación ante el sufrimiento no merecido. Pero inmediatamente se recurre a la confesión del misterio trascendente de Dios: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches; te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes, me enseñas trabajos, me pones delante violencias y destrucción» (Hab 1, 2-3; cf. también 1,12). Esta dura queja está motivada, de un lado, por la grave injusticia que se padece y, de otro, por el convencimiento de que Yahvé está siempre a favor del bien y en contra del mal: «¿No eres tú, Señor, desde antiguo mi Dios santo que no muere?... Tus ojos son demasiado puros para estar mirando el mal, no puedes estar contemplando la opresión: pues ¿por qué contemplas en silencio a los traidores, al culpable que devora al inocente? Tú hiciste a los hombres como peces del mar, como reptiles sin jefe» (Hab 1,12.13-14). Israel ataca duramente a su propio Dios, que permanece en silencio mientras Israel sufre injustamente. Pero siempre aparece en el horizonte la victoria: «La visión tiene un plazo, jadea hacia la meta, no fallará; aunque tarde, espérala, que ha de llegar sin retraso» (Hab 2,3). Los malvados opresores serán exterminados: «¡Ay del que construye con sangre la ciudad y asienta la capital en el crimen!» (Hab 2,12). Al final, Yahvé «sale a salvar a su pueblo» (Hab 3,13). La fuerza para perseverar «mientras tanto» es la fe de Israel: «El inocente, por fiarse, vivirá» (Hab 2,4b). En otras palabras: la fe en Dios, autor del bien y enemigo del mal, la seguridad de que el bien acabará por triunfar, constituye la actitud básica de Israel, aunque en el fondo de su corazón proteste porque todo eso tarda en llegar. Es la fe en la impenetrabilidad del ser de Dios, de cuya bondad no se duda en el fondo. Esa es, en definitiva, la postura de Job: su protesta deja paso a la aceptación del misterio divino; además, el punto culminante de su protesta queda «debilitado» en cierto modo, dado que la historia de Job acaba en un final feliz bastante gratuito, aunque en él se vislumbre ya quizá la fuerza redentora del sufrimiento (Job 42,10). En estas concepciones reaparece la anii-
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gua idea de que los pecadores reciben su merecido; únicamente se añade que su castigo llegará «tarde o temprano», poniendo el acento en el «tarde» (Prov 24,19-20; Sal 37,16-17.25.28-29). Pero esta afirmación desesperada chocaba con la experiencia concreta. A veces se sigue la táctica de no hacer comparaciones, de no mirar el bienestar de los pecadores, de limitarse a los propios asuntos (Sal 101, 2-4.6.8). Sin embargo, esta táctica no elimina el sufrimiento inmerecido de los justos. Una respuesta más antigua dice que el sufrimiento es una prueba para la fe verdadera (Gn 22,1-19; Job 1,6-12; Prov 3,11). El Eclesiastés lo considera «vanidad», una situación incomprensible (Ecl 8,10-14), también en el sentido de que los hombres no deben ser megalómanos ni aspirar a conseguir todos los bienes: lo importante es cómo se vive lo que se tiene, los «pequeños placeres» de cada día. Todo tiene su tiempo: el nacer y el morir (Ecl 7,29; 3,1-2.9-14). Jeremías es el primero en hablar del justo que sufre «como cordero manso llevado al matadero» (Jr 11,19). Es, como Job, alguien que pone su causa en manos de Dios (Jr 11,20). El sufrimiento aparece aquí como elemento de una misión; se sufre por una causa justa, aunque esto no se diga expresamente. Para Jeremías, el mundo actual es un «caos informe», similar al que existía antes de la creación (Jr 4,23). A veces parece asomar la esperanza de que Dios dé por terminado su primer proyecto de creación y surja una creación nueva (Jr 4,23ss). Jeremías ve como única solución que «todo comience de nuevo», una nueva creación y una nueva alianza (idea que desarrollará en especial la apocalíptica judía). Por tanto, no se soluciona propiamente el problema: se le contrapone una visión en la que no tiene cabida el sufrimiento. En el Antiguo Testamento, esta perspectiva alcanza su punto culminante en el Siervo de Dios profético y doliente del Deuteroisaías (Is 42,1-4; 49,1-6; 50,4-9; 52,13-53,12). Israel debía sufrir por sus pecados (Is 40,2). El siervo que sufre es inocente y sufre de y por los demás; el sufrimiento es asumido como sacrificio voluntario de la propia vida en favor de los demás. Tenemos aquí la idea del sufrimiento redentor. El profeta mantiene la tesis tradicional de que pecado y sufrimiento están íntimamente relacionados (Is 40,2; 42,24-25; 43, 22-28; 47,6; 50,1; 51,17-23; 54,6-9), pero carga sobre sí el sufrimiento que los demás debían padecer por sus pecados. El autor no explica cómo este sufrimiento puede ir en beneficio de otros, pero ve en esta acción un «camino divino» capaz de llevar al pecador a su conversión. Sin embargo, en la perspectiva judía de la fe en Yahvé como Señor de vida y no de muerte, este sacrificio no puede ser la última palabra: la exaltación y glorificación del Siervo doliente es la sobreabundante ratificación divina de tal solidaridad con el pueblo que peca y, por tanto, sufre. Así como antaño el pueblo fue liberado de la esclavitud de Egipto, así también será liberado ahora de la cautividad babilónica: el nuevo éxodo glorificará a Israel (Is 40,3-5; 49,7). El sufrimiento tiene un sentido redentor, dará Iii}?ar a hechos grandiosos. Al mismo tiempo, esto permite considerar el sufrimiento e incluso la muerte como algo no definitivo gracias a la fidelidad y solidaridad del hombre en el sufrimiento.
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Es significativo, sin embargo, que Israel no soluciona el problema del sufrimiento apelando a una vida después de la muerte. Sería históricamente falso suponer que la vida después de la muerte era para Israel un postulado o una proyección basados en la experiencia humana del sufrimiento. Incluso en los textos más recientes del Antiguo Testamento, donde se habla expresamente de la futura resurrección, ésta no es una proyección «sobrenatural» a partir de la impotencia del hombre, encaminada a cambiar un tanto la situación del sufrimiento humano. En la resurrección aparece más bien el «sí» de Dios a una vida dedicada a una causa buena y justa, como se manifiesta sobre todo en las pruebas sufridas durante la guerra de los Macabeos. El sufrir y morir por Dios, el martirio, muestra que la fe en Dios es más fuerte que la muerte (Dn 6,11; 11,32; 1 Mac Í,54; 6,7; 2 Mac 6,1-7,42) y da paso a una vida después de la muerte (resurrección) (Dn 12,1-3; 2 Mac 7,9; 7,28-41). A diferencia de los «santos griegos» cínicos y estoicos, aquí no se habla de méritos propios o de una pretensión de ser «más santo» que los demás. No se trata tanto de un sufrimiento en relación con el pecado (la cual no se niega) cuanto de un sufrimiento padecido por una causa justa, la causa suprema: Dios mismo. También interviene la idea de entregar la vida en sacrificio por una buena causa a fin de que Dios «se apiade pronto de nuestro pueblo» (2 Mac 7,37a y 38) y se conviertan incluso los que causan daño (2 Mac 7,37b). El sufrimiento es, pues, un sacrificio expiatorio «a fin de detener la ira del Todopoderoso, que se ha abatido justamente sobre todo el pueblo» (2 Mac 7,38). El bien —el mismo ser de Dios— vence al mal. Para el hombre finito, sumergido en un mundo de maldad, el identificarse con el bien tiene como consecuencia el martirio. La resurrección no aparece, a pesar de todo, como un «final feliz», sino como implicación de la comunión de vida con Dios. La muerte, en cuanto tal, separa al hombre de Dios (Sal 6,5), mientras que el mártir entrega su vida por Dios. Esta es la contradicción que el creyente no puede aceptar, pues convertiría en ilusión su compromiso por una buena causa. La fuente de la fe judía en la resurrección —una fe que aparece al final del Antiguo Testamento— no es el sufrimiento, sino la fe en Dios. El creyente está «en manos de Dios» (Sab 3,1-9). Esa fe en la resurrección, una vez afianzada, servirá de aliento en el martirio a los judíos fieles a la Tora. Sin embargo, el segundo libro de los Macabeos no apela propiamente a la resurrección para resolver el problema del sufrimiento. «Recomiendo a todos aquellos a cuyas manos llegue este libro que no se dejen desconcertar por estos sucesos; piensen que aquellos castigos no pretendían exterminar nuestra raza, sino corregirla» (2 Mac 6,12-16). El problema del sufrimiento del hombre no va unido a la resurrección, sino a otros motivos judíos anteriores: la misericordia que Dios muestra en el mismo sufrimiento. Hasta la literatura judía extrabíblica no aparecen la vida después de la muerte y el castigo ultraterreno de la maldad como parte de la solución dada al problema del sufrimiento. Un claro ejemplo de esto es 1 Hen 102,6-11 (planteamiento del problema) y 103,lss («solución»): el cielo lleva cuenta exacta de todo lo bueno y lo malo que hace el hombre. El
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juicio final hará que todo vuelva a su justo orden. Pero Henoc sabe esto sólo a través de una «revelación privada» muy particular. La concepción apocalíptica del sufrimiento apunta a un futuro absolutamente nuevo, que relativiza los padecimientos presentes y los problemas actuales del mundo o, al menos, los considera estrictamente a la luz de la recompensa futura. La ruina de Jerusalén en el año 70 fue, por lo menos para la apocalíptica, un catalizador del problema del «justo doliente»: la justa Jerusalén sufre y los impíos paganos triunfan (2 Bar 14,4ss), pero Jerusalén puede encontrar consuelo sabiendo que después del sufrimiento le espera la corona de la gloria (2 Bar 15,8). Además, las grandes catástrofes deben considerarse como un apresuramiento de la venida triunfante de Dios (2 Bar 20,2); los sufrimientos son los dolores de parto que anuncian un mundo nuevo. Sin embargo, también aquí la conclusión final es: ¿quién puede penetrar los caminos inescrutables de Dios? (4 Esd 4,11). Los hombres deben reconocer sus propios límites (4 Esd 4,10-19). Los fariseos, que no estaban de acuerdo con lo que hacían los saduceos en el templo, no se sintieron traumatizados por su destrucción; este hecho tuvo además como resultado que precisamente la concepción farisaica se convirtiese en la interpretación predominante de la religión judía: el judaismo rabínico. (La ruina de Jerusalén era algo que los judíos ya habían experimentado 17. El sufrimiento endurece). El judaismo rabínico se limita a repetir y precisar las diferentes respuestas dadas en el Antiguo Testamento al problema del sufrimiento, si bien no hay unanimidad entre los rabinos sobre la relación entre sufrimiento y pecado. El filósofo judío medieval Maimónides afirmará que la existencia es en sí misma un gran bien 18 (lo que dará pie a Tomás de Aquino para decir: «Melius est sic esse, quam non esse»; existir, aunque sea sufriendo, siempre es preferible a no existir). Muchas cosas deben su existencia al continuo proceso de construcción y destrucción; el sufrimiento es una de ellas: los seres sujetos a cambio son seres que sufren. Pero también hay sufrimientos causados por los hombres, y esta forma de sufrimiento es más frecuente que la otra. Existe, en fin, el sufrimiento que el hombre se procura a sí mismo, y ése es el más frecuente y del que más se lamentan los hombres. De él es culpable, según Maimónides, la insensatez del hombre. Rabí Aha decía: «Dios quiso dar al hombre cuatro cosas: la Tora, el sufrimiento, el sacrificio y la oración; pero los hombres no han querido aceptar estas bendiciones». Y rabí Simeón ben Yohai afirmaba: «El Santo —bendito sea su nombre— dio a Israel tres dones preciosos: la Tora, la tierra de Israel y el mundo futuro; pero ninguno de los tres se consigue sin sufrimiento» ". Para el rabinismo, el sufrimiento tiene una función purificadora, es un camino que conduce a la vida. Rabí Huna se pregunta: «Dios vio que todo lo había hecho muy bueno... ¿Puede el " J. Bowker, Problems of Suffering, op. cit., 32. " Mnimónides, Guía de los perplejos III, 12. " J. Bowker, The Targums and Kabbinic Literature (Cambridge 1969).
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sufrimiento ser 'muy bueno'? Sí, pues a través del sufrimiento alcanza el hombre la vida en el mundo futuro». El sufrimiento perdona los pecados. El sufrimiento salvífico es como el alma del pueblo judío, un alma que se refleja en las palabras de los rabinos. Los judíos contemporáneos ven en el restablecimiento del Estado de Israel un aspecto de la salvación, fruto de sus sufrimientos durante el nazismo: el resurgimiento de las cenizas de Buchenwald y Auschwitz. El judío no admite explicaciones «sobrenaturales» de un sufrimiento incomprensible por la razón, pero ha aprendido a ver el sufrimiento desde una perspectiva religiosa. 3.
Los griegos y el sufrimiento humano
Los griegos no pensaban sino lo que los viejos mitos trataban de expresar. Su pensamiento reflejo tenía, por lo demás, su origen en esos mitos religiosos. La Ilíada de Homero respira un profundo pesimismo en relación con la naturaleza humana: el hecho cierto es que morimos. «Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, pero ellos no tienen preocupación» (Ilíada, 24,518). «¡Criaturas de un día! ¿Qué es un hombre? ¿Qué no es? El hombre es el sueño de una sombra...» (Píndaro, Odas píticas, 8,95). Sin embargo, los griegos estiman que también sus dioses sufren70: son humanos, granos de trigo que deben morir para poder volver a la vida (Himnos homéricos, 2,480-482). El sufrimiento del hombre y de los dioses forma parte del sufrimiento del universo: no hay verano sin invierno. Precisamente en los misterios de Eleusís se celebraba este misterio del paso de la muerte a la vida. Las grandes tragedias griegas, especialmente Orestes y Prometeo de Esquilo, no tienen otro tema. No se puede reprimir la esperanza, el deseo de que en el futuro seremos liberados del sufrimiento. Sin embargo, sufrir parece ser una «necesidad» para conseguir la auténtica y total felicidad humana. «La sabiduría es hija del sufrimiento, nacida entre lágrimas» (Esquilo, Euménides, 517ss). La regla de oro es: ni tiranía ni anarquía, sino sometimiento a la ley (op. cit., 526s), pues así el sufrimiento se transformará en favor divino. El sufrimiento es para los griegos escuela de sabiduría (pathos produce mathos, decía un proverbio griego; sufrir enseña a vivir; cf. Heb 5, 8). Platón, discípulo de Sócrates, ahonda en el problema del sufrimiento. Ambos filósofos sitúan el sufrimiento en un contexto social: democracia (Atenas) u oligarquía (Esparta) son las mejores formas de gobierno, pues en ellas es posible llevar una vida digna del hombre. Sócrates era antidemocrático, pues la democracia exige un alto grado de virtud y de saber, que para este aristócrata del pensamiento no poseen los mortales corrientes. Una democracia sin disciplina lleva a la catástrofe. Sócrates fue con20 N. Nilsson, Geschichte der griechischen Religionen, 3 vols. (Munich 1955-1961); A. E. Taylor, Plato: the Man and his Work (Nueva York 1956); G. Murray, Vive Síages of Greek Religión (Nueva York 1955).
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denado a muerte, acusado de «corromper» a los jóvenes de sentimientos democráticos. Pudo huir, pero rechazó tal posibilidad: «He aceptado la ley y la disciplina cuando me eran favorables; ¿por qué evadirme de ellas cuando me son desfavorables?». Platón formulará así esa postura: «Peor es cometer injusticia que haber de sufrir injustamente» (la primera carta de Pedro aducirá este mismo argumento en una perspectiva cristiana). Si la virtud (kalokagathia) constituye el sentido de la vida humana, ¿por qué ésta tiene que estar ligada de algún modo a la felicidad y al bienestar? Este planteamiento griego es diferente del judío: el saddiq o justo debe también vivir feliz. El griego relativiza el sufrimiento apoyándose en la prioridad que se concede al espíritu. El obrar desordenado pertenece al espíritu y, por tanto, no es digno del hombre; el sufrimiento corresponde al cuerpo y a la psique, pero es transitorio y pasajero; la bondad y la justicia son permanentes. El sufrimiento y la mortificación a lo largo de la vida son el comienzo de la sabiduría humana, y el justo puede esperar sufrimientos. El platonismo posee una idea similar a la del «justo doliente». El sufrimiento tiene una función liberadora, es una fase transitoria. Por eso Aristóteles considerará el mal como «no ser», en el sentido de privación. Esto implica que sólo al bien se le reconoce positividad, en un sentido claramente antidualista. No es posible situar el bien y el mal en un mismo plano; eso privaría al hombre de su dignidad. Además de estos griegos «clásicos», también los cínicos, los estoicos y los epicúreos se ocuparon del sufrimiento. Aunque son tres escuelas distintas, tienen muchos puntos en común. Los cínicos —llamados así debido al apodo de «perro» dado a Diógenes (de donde proviene también la palabra «cinismo»)— lo eran solamente desde un punto de vista concreto y determinado. Su gran preocupación se centraba en la verdadera humanidad: eran los perros guardianes de los valores fundamentales del hombre, tal como ellos, griegos al fin, los interpretaban. Su lema era la abnegación, la renuncia: renunciar a todo y ser así «ciudadanos del mundo», desposados con la pobreza. Diógenes «lo dejó todo». Hizo de su vida una crítica contra la sociedad de su tiempo; era un prototipo de hippy, amante del «trabajo manual» para escarnio de la clase pudiente y dedicada al ocio. El cínico es un verdadero rey, sumamente humano, en figura de esclavo, que sufre la arrogancia de los patricios poderosos y bien situados. Esclavos son para los cínicos los hombres dominados por sus pasiones, su conducta agresiva y su sensualidad. Ellos son cínicos porque no sienten compasión y desprecian profundamente a los que no son como ellos; sólo ellos son los hombres auténticos, aunque despreciados, los superhombres que con sus propias fuerzas se han «encumbrado» hasta esa cima mediante la disciplina y la ascesis. No se compadecen del prójimo porque, incluso cuando sufren, están por encima de todo sufrimiento. La postura de los cínicos influyó en los grandes filósofos estoicos, si bien éstos presentan características propias. Partiendo de una especie de visión panteísta del mundo, en la que Dios es todo en todos y en todo, d mundo actual, tal como es, es el mejor de todos los mundos. Este optimismo ontológico, a diferencia del profundo pesimismo existencial de
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los cínicos, veía todo, incluso el sufrimiento, integrado misteriosamente en el orden perfecto de un universo lleno del logos divino. El mal y el sufrimiento nunca pueden afectar al verdadero hombre sabio, pues éste lleva la verdad y el bien como un precioso tesoro en su vida interior, imperturbable ante las vicisitudes dolorosas del exterior. El estoico siente el dolor, pero su entereza viril lo supera. Y si la presión del exterior se hace demasiado dura, al orgulloso «estoico» le queda la posibilidad del suicidio, mediante el cual el hombre interiormente libre demuestra de una forma soberana su independencia frente a la desgracia. En este panteísmo, el sufrimiento es un aspecto de la naturaleza divina universal; se trata, por tanto, de algo bien ordenado y bueno. Un buen ejemplo a este respecto es el Himno a Zeus de Oleantes: «¡Oh! Tú sabes enderezar lo que está torcido, tú pones orden en el caos, amor donde no hay amor. Así has combinado el mal con el bien y has hecho de los dos una sola cosa, en un principio único y eterno». Y Epicteto, que había sido esclavo y tenía una pierna tullida, consideraba este impedimento como una manifestación del mejor de todos los mundos: un sacrificio por el bien de todo el universo. No se pregunta por qué y cómo ese sufrimiento redunda en beneficio de todo; simplemente es así. La cuestión decisiva para la sabiduría estoica es la siguiente: si el sufrimiento es una forma de ilusión, ¿no es un mal esa ilusión? ¿Por qué los hombres sienten tanto horror ante todo lo que se figuran experimentar como dolor? ¿Es ésta una forma de tomar realmente en serio el sufrimiento? Los epicúreos no eran tan ávidos de placer y deleites como podría hacernos suponer nuestra palabra «epicúreo». Eran ascetas con un modelo de vida: la ataraxia, la imperturbabilidad y tranquilidad de ánimo. De nuevo aparece aquí la idea griega de renuncia y autosuficiencia nacida de la libertad interior (autarkia); contentarse con lo que se posee y se recibe, con lo que no se tiene y se «echa de menos». Epicuro partía de que la condición original del hombre fue bárbara y mísera, pero el hombre, laboriosamente, había conseguido liberarse de ella. Ahí reside su honor y su gloria. Ahora vive en el ámbito aristocrático del espíritu. El dolor que realmente hace infeliz al hombre proviene de su deseo y ansia de tener más. El sabio es capaz de encontrar contento tanto en lo pequeño como en lo grande; sabe soportar la pobreza y vivir en la abundancia (muchos de los elementos de esta sabiduría griega —cínica, estoica y epicúrea—> están presentes en el Nuevo Testamento, sobre todo en el paulinismo, reinterpretados en una perspectiva cristiana de la gracia). Epicuro, a diferencia de Aristóteles, los cínicos y los sabios estoicos, que consideraban la ternura y la compasión como un grave defecto humano, estima que la amistad y la compasión son virtudes profundamente humanas (según el Testamento de Epicuro; cf. Diógenes Laercio, X, 16-21): hay que llorar con los que lloran, sufrir con los que sufren; sólo así se alcanza la suprema tranquilidad de espíritu. Aquí no interesa tanto el prójimo en sí mismo cuanto la propia perfección ascética en la tranquilidad imperturbable. El sufrimiento nunca puede ser superior al placer
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que nos proporciona la vida, pero cierta dosis de sufrimiento es perfectamente compatible con ese placer. ¿Por qué todo esto? Epicuro no se lo pregunta: el sufrimiento se acepta como un hecho. Para él, como para todos los griegos, el problema es qué sentido se le da. 4.
Los romanos: «per áspera ad astra»
Los romanos, aunque más tarde estuvieron muy influidos por el estoicismo (el «estoicismo imperial» es incluso específico de Roma, aunque depurado por el espíritu griego), tenían su propia visión del sufrimiento del hombre (entiéndase del hombre romano), la cual, aunque menos meditada, constituía una parte esencial y activa de lo que consideraban la vocación universal del pueblo romano. Virgilio lo expresó claramente: «Creo también que habrá descendientes muy hábiles para dar al bronce el soplo de la vida y sacar del mármol figuras con aliento. Como otros habrá que aplicarán las leyes de los hombres, o que sabrán medir con el compás el movimiento de los cielos y el curso de los astros. Acuérdate siempre, ¡oh romano!, de imponer tu imperio a los pueblos. Serán tus virtudes dictar leyes de paz entre las naciones, dominar a los soberbios y perdonar a los vencidos» (Eneida VI, 842ss). La sabiduría romana tiene como lema la virtus, no en el sentido de «virtud», sino de «fuerza»: vir-tus, virilidad, perseverancia (cualidad que los romanos no reconocían en la mujer), la virtud del que trabaja duramente, en la bonanza y en la adversidad, por su familia y sobre todo por la respublica romana; la virtud de luchar hasta el fin por el bien de la agricultura romana y, sobre todo, por el bien común del pueblo romano. La obra romana De viris Mus tribus es un claro ejemplo de la concepción romana del sufrimiento, resumida en la sentencia: «moribus antiquis res stat Romana virisque» (Ennio), la prosperidad de Roma se debe al ordenamiento jurídico romano y a los varones, es decir, a la w>-tus o firme virilidad de los romanos. «Si, quebrantado, se desploma el orbe, su ruina le hallará tranquilo (al auténtico romano)» (Horacio, Odas III, 3,lss). También aquí el punto de partida es la constatación de la hostilidad existente en el mundo. Este mundo precisa hombres valerosos que trabajen y luchen denodadamente. Los sufrimientos y pruebas son un hecho con el que hay que contar en este mundo —tampoco los romanos tratan de analizar las causas del sufrimiento—, pero una vida vigorosa y valiente puede superar esas pruebas y alcanzar una humanitas honorable. El estoicismo se limitará a refinar esta dura concepción castrense con un trasfondo de cultura griega y, con el emperador Marco Aurelio —que se propuso «no ser emperador» sobre su pueblo—, alcanzará una desconocida cumbre de humanidad personal, afincada en el amor y la justicia. Sin renunciar a la dura visión romana del mundo, Virgilio (que de ¡oven había sido epicúreo) le da un cálido acento de humanidad. Su postura puede resumirse en su célebre frase: «Sunt lacrimae rerum et mentcm mortalia tangunt» (Eneida I, 462); lo cual, teniendo en cuenta
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que el genitivo latino puede ser a la vez objetivo y subjetivo, significa: «hay lágrimas en el corazón de la realidad», «el corazón de la realidad es compasión» (en la línea de la sabiduría oriental, sobre todo tibetana), «lo pasajero hiere el corazón». Aunque Virgilio (70-19 a. C.) utiliza un lenguaje marcadamente estoico para presentar a su héroe Eneas —«por el sufrimiento a la victoria»—, le da el toque humano del epicúreo, que siente compasión ante el sufrimiento y la suerte de los demás. Muchos clásicos han señalado los rasgos profundamente humanos de Virgilio. «Explícame por qué Eneas ... tuvo que soportar tanto dolor. ¿Puede haber tanta cólera en el espíritu de las divinidades?» (Eneida I, 11). Y su famoso lamento: «Tantae molis erat Romanam condere gentem» (Eneida I, 33): «tanto les costó fundar la nación romana». Sobre todo en sus Geórgicas, Virgilio se plantea el problema del labor improbus, del duro trabajo humano, contra el que no se rebela, aunque siente su carga de dolor. Es una verdadera lástima, pero no parece haber otra posibilidad. Ser hombre es una dura tarea, un durum genus (Geórgicas I, 63), que aún no está acabada (II, 397-401). Pero esto no es pesimismo. Júpiter mismo ha dispuesto así las cosas: «per áspera ad astra». Las dificultades y sufrimientos engrandecen al hombre. Es la alegría de quien, tras arduo trabajo, contempla la risueña lozanía de los campos en flor. Detrás de la dureza real de nuestra vida humana se esconde un poder divino favorable. En las Geórgicas, Virgilio exalta la mística de la alegría de vivir en medio del duro trabajo que es la grandeza de Italia (Geórgicas II, 136-176). Las dificultades existen para ser superadas: «O socii (ñeque enim ignari sumus ante malorum), o passi graviora, dabit deus his quoque finem» (Eneida I, 198-199), «compañeros, hemos sufrido desventuras peores que ésta; la divinidad también nos ayudará en esta ocasión». Bueno es lo que bien acaba: «forsan et haec olim meminisse iuvabit» (Eneida I, 203), «(reunid todo vuestro valor, ahuyentad la tristeza y el temor), quizá un día recordéis con gozo estas desventuras».
De ahí que el hindú sea tolerante con los suyos (hinduismo) y con los demás. Esto hace que resulte difícil, especialmente a los occidentales, entender el hinduismo: encierra muchas cosas que los occidentales llamarían contradicciones. Todo hindú debe buscar sinceramente la verdad y hacerla suya. El sistema de castas, por el que unos son diferentes de otros, pero no mejores que ellos, es bueno a pesar de que para algunos signifique sufrimiento. El pescador es pescador; el filósofo, filósofo; pero los dos tienen dentro de sí al mismo Dios. Cada hombre opera su propia salvación. Esta concepción es posible gracias al karma y al samsara. Samsara es el ciclo de muerte y nuevo nacimiento en formas distintas de existencia, cuyo rango depende del karma, es decir, del exacto balance del comportamiento personal o, dicho de otro modo, del tipo de vida que se haya conseguido en la existencia anterior. El hindú no se aferra a su propio «yo»; el hombre debe perderse centrándose en el fundamento divino. Mientras no se realice esta «pérdida», el hombre está sujeto al proceso sin fin del samsara. El karma es, pues, el principio que rige nuestro mundo cambiante: todo tiene dentro de sí sus propias leyes, la ley del ser de todas las cosas. El alma se viste, por decirlo así, un ropaje diferente (el cuerpo) en cada nueva existencia, ropaje que se ajusta a la medida de la existencia anterior. Así, una vida vivida sinceramente según las normas y leyes de una casta social inferior tendrá como consecuencia en la nueva vida el paso a otra casta superior. En esto consiste, a grandes rasgos, la idea de dharma (ley). Es preciso, pues, evitar toda acción que no corresponda a la propia casta (adharma: ilegalidad). La gran ley de la vida es el total vaciamiento de sí mismo —«desasirse» de sí (moksha)—, y esta pérdida de sí lleva al conocimiento de la verdadera naturaleza del atman, del yo. Este yo auténtico aparece en diversas formas transitorias, pero es imperecedero. Para el hinduismo, el atman o yo es últimamente una manifestación del Brahmán, del ser. El desasimiento de sí se hace realidad cuando el individuo «cae en la cuenta» (lo cual no es un puro proceso cognoscitivo) de que él es el Brahmán, es decir, de que el atman es una manifestación del Brahmán. ¿De qué modo? Esto depende de que el Brahmán se entienda en clave «teísta» o «no teísta». El hecho de que las cosas de la tierra parezcan diferentes es simplemente una apariencia, no su verdadera identidad. Lo que, visto desde lejos, parece una serpiente es en realidad un cordel o una cuerda. Así sucede en el universo: está lleno de apariencia, maya (término que significa algo más profundo y sutil que la palabra «ilusión»). El sufrimiento debe situarse en el contexto de estos conceptos clave, que, por lo demás, no todos los hindúes aceptan (según parece, se trata de una consecuencia de la invasión aria, que irrumpió en la antigua cultura india e influyó en los Vedas). El sufrimiento forma parte del mundo del maya (dentro del proceso del samsara). Para lograr esta relativización, el individuo ha de recorrer el camino ascético que conduce al moksha o desasimiento de sí.
5.
El sufrimiento en el hinduismo 21
Para el hinduismo , una misma cosa puede contemplarse desde diferentes puntos de vista. Todos son legítimos, pero ninguno exhaustivo. Un punto de vista «universal» es de antemano problemático para un hindú, pues también una minoría puede tener razón. En el terreno religioso, esto significa que ninguna religión puede pretender ser la única verdadera. Toda religión es una referencia a la única verdad, pero no es esa verdad. 21
K. M. Sen, Hinduism (Londres 1963); J. Gonda, Die Religionen Indiens (Die Religionen der Menschheit 11-13) 3 vols. (Stuttgart 1960); S. Radhakrishnan, The Bhagavadgita (Nueva York 1948); J. Mascaró, The Upanishads (Harmondsworth 2 1967); A. Macdonell, Hytns from the Rig-Veda (Oxford 1923); C. A. Moore y S. Radhakrishnan, A Source Book in Indian Philosophy (Princeton 1957, Calcuta 1957); C. Sharma, A Critical Survey of Indian Philosophy (Londres 1960); R. C. Zaehner, Hinduism (Nueva York 1969).
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En los libros de los hindúes —los cuatro Vedas, los Brahmanas y los Aranyakas y su desarrollo posterior en las Upanishads (Vedanta)—, el tema del sufrimiento tiene una importancia muy especial. En particular, los Vedas representan un estadio muy antiguo de la conciencia religiosa, en el que las fuerzas de la naturaleza son todavía personificadas como dioses. Mediante sacrificios y ritos se mantiene un complicado sistema de relación con tales dioses (hinduismo «teísta»). El sufrimiento sería en tal caso efecto de la acción personal de los dioses con los que se busca tener un mejor entendimiento por medio de los ritos. El sufrimiento es como la naturaleza de las cosas; así, los animales, para sobrevivir, se devoran unos a otros. El sacrificio era una especie de identificación con la realidad, a la vez que una forma de dominarla en beneficio del que ofrecía el sacrificio. Algunos dioses eran identificados originariamente con el mal y las fuerzas destructoras de la vida (Siva, Rudra, Kali). En otras palabras: el origen del sufrimiento es el conflicto fundamental existente en el universo. El mundo caótico, informe y confuso, asume en «los dioses» un rostro más definido: eros y thanatos son los dos principios determinantes del conflicto. No se trata, sin embargo, de un dualismo, pues ambos elementos son aspectos de una misma realidad contemplada desde diversos ángulos. Los mismos dioses (por ejemplo, los de la muerte) pueden ser contemplados desde otro punto de vista distinto y entonces presentan un carácter amable: la muerte puede ser risueña, pero destructora para el pecador. El señor de la muerte es también su exterminador. El dios de las lágrimas (Rudra) es, al misino tiempo, el dios de la alegría y de los beneficios. No se puede, pues, definir al sufrimiento de una forma neutral y objetiva, «desde fuera». El sufrimiento tiene tantos significados cuantos son los hombres que sufren. Hay que considerarlo de forma «perspectivista», de suerte que el sufrimiento libremente aceptado adquiere una importancia fundamental en el proceso de autovaciamiento (moksha). Esto significa que el sufrimiento debe ser valorado a la luz del todo (tesis claramente defendida también por la Estoa y la Ilustración); aquí están ya presentes las ideas de maya («la forma en que» se manifiestan las cosas) y de karma. Estas ideas de los Vedas son desarrolladas y llevadas hasta sus últimas consecuencias en el Vedanta, que critica además el ritualismo de los Vedas. Las Upanishads intentan precisamente una mayor comprensión de los mitos y ritos antiguos desde posiciones filosóficas. El sufrimiento es también aquí producto de la profunda tensión existente en la realidad, descrita a menudo en los mitos que hablan de conflictos entre dioses y demonios, todos ellos procedentes de Prajapati, el dios de la creación. Las diversas criaturas son aspectos del todo, Brahmán, el Ser. La dualidad es sufrimiento, consecuencia de una producción de dualidad en una situación no dualista. Ahora bien, para captar la verdadera naturaleza de las cosas es preciso contemplar su unidad; por eso, el sufrimiento no puede tener la última palabra: es también realidad, pero sólo de un modo relativo. El sufrimiento es consecuencia de una vinculación humana a las cosas transitorias como si fuesen la realidad. -Donde está nuestro corazón,
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allí está nuestro yo; somos lo que deseamos. En esto precisamente consiste la «esclavitud». El sufrimiento es un problema real sólo cuando se mira como verdad última e inevitable; puede ser una forma de manifestación de Brahmán, pero no es Brahmán. Es un momento dentro del proceso del karma. Aunque no como en el judaismo, también en el hinduismo se da una estrecha conexión entre moralidad y sufrimiento. Pero aquí no encontramos las quejas de un Job, ya que el sufrimiento presente puede ser consecuencia de una forma de existencia anterior. Quien ha conseguido identificarse con el Brahmán está más allá del sufrimiento y del placer; entonces atman y Brahmán son una misma cosa, como sal diluida en agua: «eso eres tú». El sufrimiento no se convierte por ello en algo ilusorio, como si su experiencia efectiva fuera engañosa e inexistente. El cuerpo sufre realmente, pero no el yo, que se encuentra en un sueño sin ensueños, en el amor y la alegría. No se trata, sin embargo, de un proceso puramente teórico. Hay que ver el mundo en la perspectiva adecuada y obrar en consecuencia. Sin esta praxis, el hinduismo sería una especie de escapismo intelectual. La correspondiente praxis en el mundo es un elemento esencial (idea del dharma). ¿Es esto indiferentismo ante el mundo y ante las tareas que en él debemos desarrollar? ¿Hay en el hinduismo compasión hacia el hombre que sufre o, como en el caso de los estoicos, domina el desprecio hacia la esclavitud ajena? ¿Hay hombres encerrados en sí mismos, condenados a una inactividad que no mueve nada por cambiar el mundo? ¿No es todo esto un individualismo salvífico? Eso sería una caricatura del hinduismo. La «renuncia de sí» debe ser verificada en y por el compromiso. De hecho, el desarrollo del hombre se efectúa en cuatro ámbitos generales: dharma-artha-karma-moksha. Intentemos definirlos sin entrar en sus diferentes matices (aunque son necesarios). Dharma se refiere al ámbito de las necesidades morales y espirituales del hombre, concretamente a las exigencias del sistema de castas de la sociedad hindú. Artha, a las necesidades materiales, y está relacionado particularmente con el ejercicio de la autoridad. Karma, a la esfera de la sensualidad. Estos tres ámbitos nada tienen que ver con una supuesta huida del mundo e inactividad, y los tres exigen gran atención. Sólo el estadio final es moksha, vaciarse, ser una cosa con Brahmán: «eso eres tú». La única vía que conduce al moksha es el justo equilibrio en el ámbito de la vida social e individual. Si las acciones de una anterior forma de existencia nos acompañan siempre, el samsara es una invitación a ser sumamente responsables de todos nuestros actos, pero de acuerdo con las pautas de conducta vigentes en el ordenamiento social existente (habría que analizar críticamente el trasfondo socioeconómico del hinduismo en cuanto espiritualidad). Dentro de la casta a la que se pertenece, hay que vivir del modo más acorde posible con ella: el cazador debe ser un buen cazador; el pescador, un pescador experto y hábil, etc. (estos hombres, cuando matan, cumplen con su obligación). Causar dolor a otros seres puede ser, pues, consecuencia de los deberes del dharma. Por lo demás,
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nadie puede recorrer un kilómetro sin matar pequeños animales y microorganismos. El desarrollo personal depende de los deberes sociales y, por tanto, no puede entenderse en clave de salvación individualista. Los deberes sociales son el único barco que conduce al hombre a la salvación y liberación. Pero la Bhagavadgita, que comienza con el «problema del sufrimiento», hace hincapié en que las cuatro castas deben evitar todo lo que sea causar dolor a otros —hombres, animales e incluso «cosas»— de una forma «ilegítima» (adharma). En otras palabras: el dharma implica una actitud de no violencia (ahimsa). El sufrimiento en sí no es un mal (se puede incluso buscar por ascesis), pero hay que descubrir sus causas a fin de aminorarlo y eliminarlo. Hay que analizar e interpretar la situación de un modo racional. Precisamente la Gita considera el problema del sufrimiento ajeno como posible consecuencia de los deberes del dharma (en virtud de una lucha histórica entre dos tribus que tenían un mismo antepasado). El héroe de la historia se niega a luchar contra una tribu a la que pertenecen sus propios amigos y su familia: el problema de una guerra fratricida. Krishna le responde que, a pesar de ello, debe empuñar las armas por dos razones: 1) el auténtico y verdadero yo no puede sufrir; 2) el dharma impone ciertas obligaciones. Un guerrero debe luchar en una guerra obligada o legal: «Bienaventurados los guerreros». Por un lado, el apego; por otro, el compromiso. La Gita responde a esta «contradicción» que no puede haber apego a la inactividad. Fortalecido el yoga o serenidad del espíritu, el héroe debe dirigirse al campo de batalla. El rasgo es típicamente hinduista. Frente a la dualidad no dualista —por ejemplo, entre sufrimiento y placer—, el hindú no elige como bien supremo uno de los dos polos, sino que trata de superar la dualidad y lograr la identidad con el Brahmán: ecuanimidad ( = yoga) frente al sufrimiento y el placer. (Lo mismo dice el estoicismo griego, cuyas raíces no son griegas, sino orientales). La entrega a Dios (bahkti) confiere al Brahmán rasgos personalistas, «teístas» (en la Bhagavadgita). En particular, la escuela hindú Advaita insiste en que también los «dioses» son manifestaciones del Brahmán. La veneración y alabanza de Dios no son, por consiguiente, un estadio transitorio, sino la bendición suprema para el hombre. El yo, convertido en una sola cosa con Brahmán, no pierde su individualidad: cuando ora y alaba, está en Dios frente a Dios. El mundo de los diversos individuos es como el cuerpo del Dios único, el cual es la única alma de todos ellos. La Gita habla de una especie de «encarnaciones» (avatares). En forma encarnada, Dios puede ayudar y consolar «personalmente» al hombre que sufre. Hari es en realidad Vishnú en el papel de vencedor del sufrimiento. Es de notar que la idea hinduista de la «encarnación» de Dios está en relación con la dura realidad del sufrimiento humano, el cual pertenece, sin embargo, al ámbito del maya. El peligro específico inherente al hinduismo es que el «vaciamiento de sí» conduzca a la indiferencia y a la aceptación del statu quo. Muchos hindúes han denunciado esta tentación y peligro, y el hinduismo actual se opone a la falsa interpretación de que la vida en este mundo sea una ilusión. ¿A quién beneficia una postura de huida?
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No beneficia a Dios, que es soberanamente libre, ni tampoco al mundo, pues la huida del individuo a una salvación puramente individualista no libera al mundo del sufrimiento. Entonces habría en el individuo algo que no es de Dios ni del mundo. Un yo ilusorio, inexistente, escaparía de una esclavitud ilusoria hacia un mundo igualmente ilusorio e inexistente, al que ese ser ilusorio aspiraría como bien sumo K . Entonces no habría esclavitud, ni liberación, ni búsqueda de la libertad. Existe una leyenda sobre Buda según la cual, cuando el mismo Buda llegó al dintel del nirvana, su alma dio media vuelta y juró que nunca lo traspasaría definitivamente mientras quedase en la tierra alguien oprimido por el sufrimiento y esclavizado por el yo. Nehru opinaba que la miseria de la India era consecuencia de un hinduismo erróneamente practicado: indiferencia y aceptación del statu quo. 6.
El sufrimiento en el budismo
El problema del sufrimiento ocupa en el budismo un lugar más central que en cualquier otra religión23. Las cuatro grandes verdades son: la existencia del sufrimiento, sus causas, la superación de todo sufrimiento eliminando sus causas, los caminos para conseguirlo. El punto de partida de esta religión es la más universal de todas las experiencias: el sufrimiento (dukkha). El sufrimiento se da en tres planos: 1) sufrimiento vinculado al proceso de la vida (en especial, nacimiento, enfermedad, vejez, muerte); 2) sufrimiento como consecuencia de la conciencia de la ruptura o distancia entre nuestros deseos y lo que realmente obtenemos, así como de la conciencia de caducidad; 3) sufrimiento como consecuencia de la forma y constitución real del ser humano, de la «naturaleza humana». Esto lleva a Buda a preguntarse en qué consiste ese yo sumido en tantos sufrimientos. Su respuesta es que no existe tal yo; no hay un yo que sufra. Existe sólo un complejo conjunto al que llamamos «hombre» y que está sometido a constante cambio. El budista habla de analta, «no yo». Esto está estrechamente relacionado con el samkhara-dukkha, el sufrimiento en el tercer plano. La unidad del hombre no es mayor que la de la hoja de un árbol. De este devenir no se puede salvar nada estable. En el cuerpo no hay «alma». Esto fue para Buda una experiencia estremecedora, como de «autoaniquilación». A pesar de todo, hay algo estable: «el universo es ese atman» y «después de la muerte soy eso» para siempre: nirvana. 12
Sri Aurobindo, The Life Divine, cit. en A Source Book in Indian Philosophy, op. cit., 586ss. " Chr. Humphreys, Buddhism (Harmondsworth 31962); H. Beckh, Boeddha en zi)n Ircr (Zcist-Ambcres 1961); W. Rahula, What the Buddha Taughl (Bedford 1967); H. Sangharakshita, A Survey of Buddhism (Bangalore 1966); D. T. Suzuki, On Indian Miihayana Buddhism (Nueva York 1968); A. K. Coomaraswany, Buddha and the Gosl>rl <>¡ Buddhism (Nueva York 1964). 43
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El hombre es un conglomerado de cinco elementos: lo corporal, los sentimientos, las percepciones, los impulsos espirituales y la conciencia. Existe, pues, el sufrimiento, pero no existe quien sufra. Todo es una corriente en continuo movimiento. La existencia humana no tiene estabilidad, es consecuencia de un conjunto de causas y efectos. No obstante, el hombre posee un elemento («las tendencias espirituales») por el que es capaz de orientar de algua forma la corriente vital. Buda quiere mostrar dónde se puede encontrar sosiego en el torbellino constante de tal corriente. Es un camino que pasa por medio de la corriente de causas y efectos, un «orden en forma de causalidad» o de devenir condicionado. Gracias a él, la corriente cíclica e indefinida (nacimiento, muerte, vida) se «divide» en doce secuencias —condicionadas o condicionantes—, aunque el proceso siga hasta el infinito. Todo pasa tan deprisa que tenemos la impresión de una continuidad y, por consiguiente, de un «yo». Buda rechaza los dos extremos: un aniquilamiento total y un atman eterno. Hay un camino intermedio: si la vida es una especie de reacción en cadena, el primer momento después de la muerte será el primer eslabón que continúa el proceso. La muerte es sólo un momento que hace posible la aparición del suceso siguiente. No existe, pues, un «yo renacido». En cada instante hay nacimiento y muerte: como una vela encendida que continuamente se extingue y vuelve a encenderse, de modo que está sometida a un proceso continuo de vida y muerte; o como una vela que se enciende con otra que ya arde. Una puerta sirve tanto para entrar como para salir: depende de dónde nos hallemos. En cada instante se da la corriente total. Karma es aquí el efecto preciso del «hecho» anterior, y así sucesivamente. Los actos humanos nunca se disipan en el vacío sin dejar huella. El hierro produce orín, y éste corroe el hierro. Quien obra mal es como el hierro, origen del orín que corroe: el sufrimiento. Todas las secuencias del sufrimiento son consecuencia directa de una causa anterior (dukkha, samsara, karma). La cadena causal es inexorable. De ahí que sea tan importante la dirección que el hombre le dé, pues es imposible evadirse del ciclo. Hay una cadena de felicidad, pero también otra de sufrimiento acumulado. El carácter fugaz de la felicidad y de la alegría es ya un sufrimiento. La primera verdad es que el sufrimiento es un hechv. De lo dicho se deduce una segunda verdad: la «sed» o deseo (tanha) es la causa del sufrimiento. El deseo quiere «atrapar» en la corriente algo «sustancial», pero esto significa atrapar agua o aire. Se anhela algo: el placer de los sentidos, revoloteando de un sitio a otro; y se atrapa la propia existencia o el propio aniquilamiento. Pero el «deseo» es ya producto de algo precedente. Si consideráramos las cosas no de una forma posesiva, sino «desprendida», no sentiríamos dolor o desilusión en este eterno proceso del devenir. La causa del sufrimiento no es el mundo, sino nosotros mismos por una falsa postura frente al mundo. Pero existe una tercera gran verdad: es posible terminar con el sufrimiento; la experiencia de este término es tan real como la experiencia misma del sufrimiento. Su consecución perfecta es el nirvana (o nibbana), la terminación de la corriente de causalidad, por más que este estado no
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se pueda describir, sino únicamente hacer realidad. Es el fin de toda sed. El nirvana no es el «cielo» ni un lugar adonde se va después de la muerte. Se «hace realidad» eliminando todo deseo, con lo cual se detiene el proceso del devenir. Es (incluso etimológicamente) una «extinción»: como se extingue una vela. Sólo se puede describir de forma negativa. La cuarta noble verdad es el camino que conduce a la gran «extinción» y desaparición de todo sufrimiento. «Nirvana significa detenerse»: no dejarse llevar por la corriente; renunciar al deseo es renunciar a poseer, y renunciar a poseer es detener el devenir del karma, con lo cual cesa el nacimiento, la vejez y la muerte, el sufrimiento y la desesperación. La descripción de este estado es negativa, pero no el nirvana, que no es aniquilamiento o absorción ni tampoco un eterno atman, sino algo «intermedio». ¿Qué es una persona totalmente liberada? Es difícil de explicar a quien no conoce tal estado. Buda no es un nihilista, sino que predica la posibilidad de que acaben todos los sufrimientos, y lo predica como una experiencia real. El nirvana no es un estado «futuro», posterior a la muerte. Es libertad suprema, redención y liberación, existencia sin sobresaltos, lugar de descanso, puerto seguro, gruta fresca, isla en medio de la inundación, emancipación, quietud absoluta, protección, suma alegría, ciudad santa. Es lo inefable, por encima de todo lo que podamos decir de «negativo» o «positivo». ¿Se trata de vanos deseos, de utopías nacidas de experiencias de dolor? A este respecto, el budismo puede quizá criticar ciertas concepciones occidentales de la «experiencia de contraste», en las que aparece tan sólo su aspecto negativo (por ejemplo, Th. Adorno). ¿Qué garantía hay para considerar realizable el nirvana? La propia experiencia de Buda, que afirma lo que él mismo ha vivido. También otros lo han experimentado, y esto confirma su testimonio. La garantía radica en la experiencia y el testimonio de Buda y, últimamente, en la experiencia de cada uno. La promesa es un hecho, pues se hizo realidad en Buda; es, pues, una posibilidad concreta: siguiendo el «camino intermedio» (majjhima patipada), que elude la mortificación exagerada, pero también las concesiones al placer (dos caminos que el propio Buda había probado inicialmente sin éxito). Es un camino o sendero óctuple: conocimiento recto, intención recta, lenguaje recto, conducta recta, vida recta, esfuerzo recto, vigilancia recta y concentración recta. Todo esto se resume en: 1) sabiduría (panna); 2) comportamiento ético (sila), y 3) disciplina del espíritu (sumadhi). «Dejad que el pasado sea pasado, dejad que el futuro sea lo que quiera; yo os enseño el dharma», dice un texto budista. El objetivo de todo es la liberación del hombre. Si bien el budismo aceptó las ideas fundamentales de Buda, surgieron diversas interpretaciones, que no podemos analizar aquí en detalle. Baste recordar las dos escuelas más importantes: la del «Gran Vehículo» (Mahayana) y la del «Pequeño Vehículo» (Hinayana). ¿Hay que buscar la salvación en el terreno puramente individual o se debe tener también interés por la salvación del prójimo? El budismo Mahayana se inclina por esta segunda solución, insistiendo en el ideal del bodhisattva, es decir, el
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intento de un alumno por conseguir la iluminación (visión del propio ser) y así llegar a ser un «buda». Ahora bien, cuando éste ha llegado a la cima de esa gran realización, vuelve atrás e interrumpe la realización suprema de su propia salvación para ayudar a los demás a recorrer ese mismo camino. Esto es una prueba de su compasión: «¿Puede haber bendición mientras sufren los seres vivos? ¿Vas a salvarte cuando el mundo entero gime?». El hombre iluminado no olvida el sufrimiento de sus semejantes (de todos modos, este budismo oficial —como ocurre en todas las religiones— se diferencia notablemente del budismo popular). Esa solidaridad del bodhisattva se extiende al mundo animal y a todo el universo. Un príncipe de la India (Buda mismo en una de sus formas de vida anteriores), compadecido de un tigre hambriento, entregó su propio cuerpo para que pudiera alimentarse. «Por compasión entrego mi vida». Los hombres iluminados se convierten en salvadores de los demás hombres: su solidaridad los lleva a identificarse con todos los que sufren. El budismo, más que aliviar o zanjar en un plano «reformista» tal o cual sufrimiento concreto, se propone superar el sufrimiento universal eliminando sus causas. El suicidio de los monjes budistas que se quemaban en Vietnam debe verse en relación con este ideal búdico de solidaridad con los hombres que sufren; tal acto se entiende como construcción, no como destrucción. El verdadero suicidio es para los budistas uno de los delitos más graves.
7.
El cristianismo y el sufrimiento del hombre
Como hemos visto en el análisis realizado en la segunda parte de este libro, el Nuevo Testamento concede gran importancia al hecho del «sufrimiento del cristiano». El Nuevo Testamento no hace ninguna especulación sobre el problema del sufrimiento ni reflexiona sobre el hecho del hombre que sufre, sino sólo sobre el hecho —traumatizante para los cristianos— de la persecución. La atención se centra en los «cristianos que sufren». En el Nuevo Testamento no encontramos una respuesta —al menos directa— al problema del sufrimiento humano; es una cuestión que no se plantea. Sin embargo, podemos descubrir algunas perspectivas generales. En primer lugar, la buena noticia va dirigida a los pobres. Prueba de que ha llegado el reino y la justicia de Dios (Mt 6,33) con la aparición del Mesías («el que tenía que venir», Mt 11,3) es que «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia» (Mt 11, 4-5). La interpretación que Jesús hace del sufrimiento está íntimamente relacionada con su trato íntimo y personal con Dios, fundamento de su vida. Dios y el sufrimiento son diametralmente opuestos: donde aparezca Dios deben retirarse el mal y el sufrimiento. En el reino mesiánico no tienen cabida el sufrimiento y las lágrimas, tampoco la muerte. Se trata de una profunda vivencia de comunión que 'tiene la virtud de «sanar»
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(Hch 2,43-3,10), hasta que finalmente desaparezcan de este reino que viene todos los males, sufrimientos y lágrimas (Ap 21,3-4). Además, Jesús rechaza la idea de que el sufrimiento va unido forzosamente al pecado. En dos textos aparece claramente esta postura. Con ocasión del ciego de nacimiento, preguntan los discípulos: «¿Quién tuvo la culpa de que naciera ciego: él o sus padres?». Jesús responde: «Ni él ni sus padres han pecado» (Jn 9,2-3). Y cuando le dicen que Pilato ha matado a algunos galileos, dice: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás porque acabaron así?» (Le 13,1-5). Estos dos textos neotestamentarios indican claramente que del pecado se puede inferir un sufrimiento, pero no viceversa. Por un lado, el sufrimiento derivado del pecado debe mover a la conversión (Le 13,3.4-5); por otro, el «sufrimiento» (al margen de su eventual relación con un pecado) es algo que Dios quiere eliminar (cf. Jn 9,3-4: las curaciones de Jesús son «obras del Padre»). Aparece aquí una doble posibilidad, teniendo en cuenta el carácter peculiar del Evangelio de Juan: el sufrimiento «manifiesta las obras de Dios», porque Dios remedia y elimina el sufrimiento, y manifiesta la «gloria» de Dios, porque Jesús mismo carga libremente con el sufrimiento de los demás en beneficio de ellos. Aunque, según las ideas médicas de la época, ciertas enfermedades (que hoy llamamos «psicosomáticas») pasaban por posesiones demoníacas (no posesiones del diablo) (cf., por ejemplo, Me 2, 1-12; 9,14-29; Le 5,17-26), no por ello se las vinculaba necesariamente con la idea de castigo por un pecado. Por otro lado, la venida mesiánica de Dios, vencedor del mal, no es un advenimiento destinado a destruir el mal con las armas de un mesianismo nacionalista, sino con la metanoia y la conversión. La victoria sobre el mal se consigue mediante la obediencia de Dios, no con las fuerzas del hombre. Jesús llama «Satanás» a quien quiere erigir por medio de la violencia un reino de paz sin lágrimas (Me 8,27-33 parr.; cf. también Mt 4,1-12; Le 4,1-13; Me 1,13). Jesús opta por el amor redentor y liberador, el cual, aunque directamente no es un amor desarmante que mueva automáticamente a la conversión —todo lo contrario—, triunfará finalmente sobre la violencia. También aquí se puede decir que no es posible expulsar a Beelzebub con ayuda de Beelzebub. Jesús reprendió a dos discípulos que propusieron que bajara un rayo y acabara con la ciudad que no había querido recibirlo (Le 9,51-55). Para el Nuevo Testamento, la postura de Jesús debe ser también la de los cristianos: imitar a Jesús incluso en el sufrimiento de y por los demás. El camino de liberación recorrido por Jesús es el sufrimiento como consecuencia efectiva de su compromiso total con la causa de la justicia y como denuncia de la injusticia (manteniendo su credibilidad sin recurrir a las armas de la injusticia). lil sufrimiento aparece en el Nuevo Testamento como los dolores de parto que anuncian una nueva era de verdadera paz y justicia (Me 13,8; Mt 24, 8; Rom 8; cf. Is 26,17; 66,8-9; Miq 4,9-10, etc.). En este sentido, Jesús no es un «liberador», sino un «redentor». Pero la tarea de liberar al hombre, en la medida de lo posible, del sufrimiento es siempre un deber para el cristiano; según Mt 25,31-46, el hombre será juzgado por Dios sobre
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esa base. Para el Nuevo Testamento, el valor redentor y, en definitiva, realmente liberador del sufrimiento consiste precisamente en asumir personalmente ese sufrimiento con un esfuerzo responsable por superarlo. En cambio, el sufrimiento causado a los demás cae bajo el anatema de la Biblia cristiana. Nunca podrá separarnos de Dios el sufrimiento de y por los demás (Rom 8,35-39); así, el Nuevo Testamento puede hablar incluso de una alegría en el sufrimiento (Col 1,24; Rom 5,2-5; Sant 1,2-3), no en sentido masoquista, sino debido a la fuerza redentora y a la convicción de que Dios tiene secretamente en sus manos a ese hombre como partícipe del sufrimiento redentor de Jesús (Flp 3,10). Este «misterio de reconciliación» (2 Cor 5,18-19) está encomendado a todos los cristianos. En especial, la primera carta de Pedro, la carta a los Hebreos y el Evangelio de Marcos subrayan la importancia del sufrimiento de los inocentes. El Nuevo Testamento se niega a ver este sufrimiento doloroso como ilusión o apariencia; su imagen de Dios no se pierde en una sensación oceánica de unidad, sino que realza la imagen de la justicia humana. «El, en los días de su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, a gritos y con lágrimas», al que podía salvarlo de esa muerte (Heb 5,7). Esto no tiene nada de sabiduría estoica. Precisamente por ello, este sufrimiento posee una fuerza crítica y productiva. ¿Cómo practicaron y tematizaron los cristianos de la Iglesia posapostólica esta espiritualidad neotestamentaria? Para responder a esta pregunta necesitaríamos otro libro: deberíamos escribir el relato de unos orígenes emocionantes, de unos testimonios henchidos de humanidad, teniendo presentes a los numerosos cristianos anónimos, verdaderos cristianos de base, que nunca entraron en la historia, y el relato de los cristianos que sí entraron en la historia, unos debido a su humanidad realmente evangélica, otros debido al triste recuerdo que en ella han dejado, los cuales, presentándose —a veces quizá sin hipocresía— como «adalides cristianos», personifican un pasado que los cristianos de hoy no pueden por menos de considerar como una caricatura de «evangelismo» cristiano: un abuso de la historia evangélica del «sufrimiento redentor» causado por cristianos. No pretendo narrar aquí esa larga historia ni tampoco hacer- ningún tipo de apología sobre ella, pues entiendo que lo que es evidente en una etapa posterior de la conciencia humana no tiene por qué serlo en una fase anterior de la misma, aunque siempre haya quien se anticipe a su tiempo. En la era posapostólica, las persecuciones fueron el destino normal de los cristianos. Participar en los sufrimientos de Jesús por el martirio fue, en definitiva, una de las mayores fuerzas del cristianismo. Tácito, aunque no era contrario a la persecución contra los cristianos, opinaba que Nerón había obrado «con exageración» y que los paganos veían con cierta simpatía a los cristianos. Tertuliano dirá más tarde que «la sangre de los cristianos» es la semilla en virtud de la cual el cristianismo se extiende por todo el mundo antiguo 24 . El sufrimiento aparece aquí sobre todo 24
Tertuliano, Apol, 50.
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como testimonio dado, a imitación de Jesús, con la propia sangre y como lucha de la verdad contra el poder y la mentira; en otras palabras: el sufrimiento es una situación de conflicto en la lucha por la verdad 25 . Se subraya también la fuerza redentora de este sufrimiento, ante todo para el propio mártir —el martirio es «un bautismo de sangre que perdona los pecados» M —, pero también para los que causan sufrimiento a otros 27 . Agustín reflexionó sobre el problema del sufrimiento como filósofo y como teólogo. Especialmente su teoría del pecado original y del papel del diablo en el «primer pecado» tuvieron gran influencia en la idea occidental de pecado, sufrimiento y redención. La salvación queda sensiblemente reducida al perdón de los pecados, a ser redimido por Cristo de la massa damnata, a la que pertenece toda la humanidad desde el pecado original. Surge así el esquema de que el hombre fue creado sumamente perfecto, pero al pecar debilitó su naturaleza. Frente a tal esquema aparece el modelo griego de Ireneo: el hombre fue creado sumamente imperfecto, pero con la ayuda de la gracia de Dios trata de alcanzar la perfección a que Dios lo destinó. El pecado original es para Ireneo no un acto maduro realizado por un hombre adulto, sino un pecado propio de niños; el sufrimiento no es, pues, un castigo del «pecado original», sino un signo de la mezcla de bien y mal presentes en una humanidad que camina hacia la salvación; por decirlo de algún modo, es la «ecología» querida por Dios, el espacio vital del desarrollo humano hacia la perfección definitiva 28. Estamos ante dos concepciones cristianas opuestas. La concepción de Agustín dominó (e incluso fue sancionada oficialmente) en las Iglesias occidentales; pero Ireneo sigue siendo una legítima alternativa cristiana, al menos igualmente «actualizable». Agustín estaba fascinado por la libertad del hombre, creada por Dios como libertad para el bien, si bien, por ser libertad finita, está esencialmente unida a la posibilidad de elegir el mal. A fin de garantizar esta libertad para el bien, Dios ha «previsto» una segunda posibilidad: Dios no obliga al hombre a obrar bien, sino que quiere que el hombre elija libremente el bien por amor al bien. Dios asume además las consecuencias de ese riesgo que él mismo ha elegido: en su 'Hijo redime a la humanidad del mal uso del libre albedrío. La redención es, pues, una libertad liberada para el bien29. Dios sabe cambiar el mal del hombre en una perspectiva de salvación. A pesar de su oposición, las concepciones de Agustín y de Ireneo coinciden en una intuición fundamental: es mejor haber llegado a la exis" 1 Clem 5,lss; 7,1; Pastor de Hermas, Visiones 2,2,7; Ignacio, Polyc, 1,3; Tertuliano, Mart., 3; Agustín, De civitate Dei, 14,9. * Hechos de Pablo y Tecla 34 (cf. O. von Gebhardt, Die lateinischen Rezensionen ilrr Acta Pauli et Teche, Berlín 1902); Eusebio, Hist. Eccl., 6,4,3. J7 Bernabé, 6,5; Ignacio, Ad Eph., 8,1; 18,1; sobre todo, Eusebio, Hist. Eccl, 2,23. " Ireneo, Adv. Haer., xxxvm-xxxix; cf. J. Hick, Evil and the God of Love (Londres 1966) 220-221. " El propio Agustín hace un buen resumen en De civitate Dei y, más conscientemente, en Enchiridion, IJt, IV, VIII y X.
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tencia que no haber vivido nunca: un antidualismo radical y una especie de entusiasmo por «ser hombre» a pesar de los pesares. Agustín, tan sensible con la realidad humana, manifiesta esta actitud con ocasión de que, en su ausencia, murió un amigo suyo de juventud con el que había jugado y reñido, reído y luchado. El teólogo olvida ahora todas sus elucubraciones. Ve el lugar donde ambos habían reído y discutido como una prisión. Sin su amigo, todos los recuerdos de juventud se vuelven un suplicio. Aparece entonces la reacción profundamente humana: «Yo me convertí para mí en un gran enigma» 30. Olvidando sus propias teorías, dice Agustín con agudo realismo: «No tenía respuesta alguna». De nada le servía «confiar en Dios», pues el joven «al que había amado era más importante y real que un dios imaginario»31. Este cristiano no quiere prescindir de la realidad del sufrimiento. Es una de las posturas del cristianismo occidental frente al sufrimiento: no hacer de él una mera ilusión. Pero esto lo convierte en un dolor impenetrable: no querer «navegar» en un grandioso misterio divino que todo lo abarca y en el que el yo, la persona, desaparece como ilusión o sueño. El hombre es quien más derecho tiene a hablar cuando se trata del sufrimiento humano. Sin embargo, Agustín saca la conclusión de que, si el hombre ha sido creado para el bien y la felicidad, únicamente Dios es capaz de salvarlo (ibíd.). Con ello defiende una postura bastante cercana a la de Ireneo: el proceso del desarrollo humano. Con la fe en Dios ocurre lo mismo que con el amor, dice Agustín: la experiencia de haber amado no compensa el sufrimiento que produce la separación: el milagro de haber vivido, de haber existido. Todo lo demás está en las manos de Dios. Frente al sufrimiento no se argumenta, sino que se narra una historia y se aducen las propias experiencias, sin dar de ellas ninguna «explicación»: un cristiano se limita a contemplar la pasión y muerte de Jesús y afirma que éstas deben tener un sentido 32 , aunque nadie sepa cómo y por qué y aunque se admita el supuesto fundamental de que no se puede minimizar el sufrimiento. La fe en Jesucristo es una «respuesta» sin argumentos: un «a pesar de todo». El cristianismo no da ninguna explicación del sufrimiento, pero muestra un camino: el sufrimiento es trágicamente real, pero no tiene la última palabra. El cristianismo quiere mantener los dos aspectos: ni dualismo, ni dolorismo, ni teorías ilusorias —sufrir es sufrir y es inhumano—; pero hay más: Dios tal como se manifiesta en Jesucristo. En la Edad Media, cuando el pueblo no leía libros y debía contentarse con cosas perceptibles y visibles, esta visión cristiana fue «visualizada». El portal de Belén y el viacrucis eran una iniciación en el tema del «Jesús sufriente»: un débil niño entre un buey y una muía; Jesús subiendo penosamente hasta el Gólgota. Jesús es el que carga con el sufrimiento de la humanidad, prototipo del pueblo que sufre en aquellos tiempos medievales. Por legítima que sea esta vivencia, la interpretación cristiana del 30 31 32
Confesiones IV, 4. Op. cit. IV, 4, 9. Op. cit. IV, 12.
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sufrimiento entra aquí en una fase en la que el símbolo de la cruz se convierte en legitimación de abusos sociales, aunque en un principio no se tenga conciencia de ello. Los estigmas de Francisco de Asís indican hasta qué punto era fuerte la identificación del hombre medieval con el Jesús que sufre, inicialmente como solidaridad con el sufrimiento humano. Y es claro que el caso de san Francisco de Asís no tiene tampoco nada de «dolorismo». No obstante, así queda abierta la puerta para centrarse en el propio sufrimiento, al margen del sufrimiento por una causa; nace así un culto al sufrimiento, desligado de su fuerza crítica y productiva. La pasión y la muerte de Jesús son separadas de las circunstancias históricas que las motivaron. El «puro hecho de sufrir», no ya sufrir de y por los demás, adquiere un significado místico que, lejos de ser una fuerza crítica, presenta tonos reaccionarios. El sufrimiento en cuanto tal se convierte en un «símbolo» M. Los teólogos comienzan a «sistematizar» el tema del sufrimiento. En primer lugar, se intenta resolver el problema teórico distinguiendo entre lo que Dios quiere positivamente para el bien y el mal que permite con vistas a ese bien (de todos modos, los teólogos, a diferencia de los pensadores de la Ilustración, no suelen considerar esta voluntad permisiva como una necesidad metafísica en Dios). Sin embargo, esto no deja de ser un vano subterfugio frente a la experiencia de una realidad que no se deja encerrar en teorías. Suponiendo que tal distinción sirva para algo, afirmar que «Dios permite el mal» significa solamente (lo cual es una tautología), por un lado, que el mal es realmente malo y no tiene razón de ser ni, por consiguiente, derecho a existir, y por otro, que Dios es siempre Dios, es decir, autor del bien y enemigo del mal. La expresión «voluntad permisiva de Dios» no tiene, en cuanto explicación, ningún significado teórico y apunta únicamente al callejón sin salida a que llega el pensamiento humano cuando se enfrenta con la incompresible historia del sufrimiento humano. Asoma entonces el peligro de poner en Dios mismo una lucha entre Dios y Dios: entre su voluntad universal, que quiere sólo el bien, y la necesidad del mal en un mundo finito M. La ¡dea de «tener que permitir el mal debido a una especie de fatalidad necesaria» es para Kant inconcebible en «el ser que es la suma bienaventuranza» 3S. Pero los teólogos no se quedaron en la teoría de la voluntad permisiva de Dios. Desde el momento en que la muerte de Jesús se independizó, desligada de los hechos históricos que lo llevaron, a causa de su mensaje crítico, a padecer de y por los demás, se comenzó a teologizar la muerte: se la convierte en un elemento esencial de la reconciliación del hombre pecador con Dios, el cual defiende su propio honor. Dios carga los pecados del mundo sobre el inocente Jesús, quien debe expiar el mal " Cf. Sufrimiento y fe cristiana: «Concilium» 119 (1976) todo el número. " Cf. E. Kant, Mángel des Optimismus, en Gesammelte Schriften 17 (AkademieAusRabc; Berlín 1926) 236-237. " Müngel des Optiiniumn:, op. cit., 237.
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que han cometido los demás y que no son capaces de expiar satisfactoriamente. Su pasión y muerte se convierten así en una «necesidad divina» sin la que es imposible la reconciliación. Diversas imágenes que encontramos esbozadas en el Nuevo Testamento, sin ninguna pretensión de tipo teórico, quedan metidas en un sistema «lógico» y racional, con lo cual se debilita y «domestica» la fuerza crítica de la muerte de Jesús en la cruz. El sufrimiento en cuanto tal (sea cual fuere) adquiere un significado teológicamente positivo: el honor de Dios, tal como estos teólogos lo entienden, queda vengado mediante el sufrimiento y la sangre. Desde luego, no es ése el significado exacto de la teoría de la redención elaborada por san Anselmo, pero así es como aparece de hecho en numerosos libros de espiritualidad. En ella se formaron muchos cristianos anteriores a nuestro tiempo, tanto en las Iglesias de la Reforma como en la católica, a pesar de la polémica y discusión entre Martín Lutero y Tomás Münzer y de la controversia entre Zuinglio y Conrad Grebel. Las cartas pastorales de los obispos muestran claramente cómo se «predicaba» sobre el sufrimiento en el siglo xix y en buena parte del siglo xx 3 6 . Son ejemplos de la integración del sufrimiento en detrimento de su fuerza crítica: una mística de la pasión al servicio del «orden establecido» en la Iglesia y en la sociedad. 8.
El sufrimiento en el Islam
Para los musulmanes, el Corán, su sagrada escritura, es palabra de Dios para los hombres en mayor medida aún que para los judíos y los cristianos: «el libro donde no cabe la duda». El Corán se sitúa en la tradición religiosa de Abrahán, Noé, Moisés y Jesús de Nazaret. Dios es «el Único» y, por consiguiente, hay sólo una única revelación divina, una sola buena noticia de Dios. El hecho de que el judaismo y el cristianismo se hayan separado y defiendan diferentes concepciones religiosas es para los musulmanes una prueba de que ambos han empañado la auténtica y única revelación de Dios. El Corán quiere presentar esta revelación divina sin corrupción ni desviaciones: la revelación árabe de Dios, es decir, la versión árabe de la única revelación de Dios; un mensaje atemporal, aunque ligado a las peculiares circunstancias árabes que rodearon al profeta Mahoma. El problema mahometano del sufrimiento refleja la peligrosa vida de los hombres del desierto, preocupados por la penuria de agua, de alimentos y por los ataques de las tribus colindantes, que vivían en similares condiciones. El Corán aborda esa situación concreta de sufrimiento, no un problema teórico (lo cual es una praxis general antes y después del siglo vn: el sufrimiento como ingrediente concreto de toda vida humana). 36
Un ejemplo a este respecto puede encontrarse en M. Lagrée, El lenguaje del orden: el sufrimiento en los escritos de un obispo francés del siglo XIX: «Concilium» 119 (1976) 328-338.
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El sufrimiento plantea problemas. Pero ¿qué problemas plantea el sufrimiento de los árabes? Es significativo que el «sufrimiento árabe» no suscita preguntas. El Dios de los árabes no es sólo amor, sino también poder: omnipotencia. Dios es el Misericordioso y el Señor del universo. Para el islamismo, el sufrimiento no es un problema del amor de Dios, sino de su omnipotencia: algunas cosas parecen escapar al control divino. La solución del problema del sufrimiento ha de buscarse, pues, en la omnipotencia más que en el amor de Dios. Para el árabe debe quedar claro que el sufrimiento está sometido al gobierno omnipotente de Dios sobre el mundo. Por tanto, teniendo en cuenta que el sufrimiento es un hecho, Dios ha tenido que quererlo de algún modo: forma parte de sus designios37. Vayamos adonde vayamos, a Oriente o a Occidente, «allí está el rostro de Dios» (Corán II, 109); él es «el Señor de la vida y la muerte» (VI, 95; XXII, 5,6). Dios «creó al hombre junto con todas sus obras» (XXXVI, 94). Ser religioso significa entonces someterse simplemente a la omnipotencia casi «arbitraria» de Dios (III, 25). Dios no admite dudas sobre sí. El sufrimiento viene, pues, de Dios. El Islam habla del rebelde Iblis —el diablo—, pero también éste se halla sometido al control de Dios: Dios permite a Iblis que ejerza su malvada tarea de seducción. No se trata tanto de afirmar que Dios envía el sufrimiento cuanto de reconocer que el sufrimiento está bajo su control. No obstante, la omnipotencia divina ha querido el sufrimiento como parte de su creación. De ahí que los musulmanes traten de hacer compatible el sufrimiento con los planes de Dios. La primera respuesta es que el sufrimiento constituye un castigo del pecado (IV, 80-81), y se prueba recurriendo a los relatos del Tenak judío, a ejemplos de ciudades árabes destruidas después de una época de esplendor y a hechos de la vida de Mahoma. La victoria en una batalla es producto de la lucha islámica «por la causa de Dios» (III, 11); en caso de derrota, la persona piadosa no debe buscar su causa en Dios: «Dios perdona a quien quiere y castiga a quien quiere: Dios es benigno y misericordioso» (III, 123-124). ¿No hay discriminación en este sufrimiento? En otras palabras: ¿se puede conciliar del mismo modo con la voluntad de Dios el sufrimiento del inocente y el del culpable? El Corán rechaza inferir del sufrimiento un pecado (XXIV, 60); los hombres que sufren no son de por sí objeto dcr la ira de Dios. El sufrimiento, además de castigo por el pecado, es una prueba de la verdadera fe (II, 150-151; XXI, 36; III, 134-135). La fe debe «ser puesta a prueba», pero también la fortuna y el éxito son pruebas (XXXIX, 50). La fe islámica exige ser puesta a prueba. Algunas prohibiciones rituales se entienden exclusivamente como «pruebas» (V, ')">). El sufrimiento revela la índole real y la autenticidad de un hombre; UNÍ se demuestra lo que vale. El sufrimiento, como castigo por el pecado " Corán, XXXV, 1-2. Cf., por ejemplo, D. S. Attema, De Koran. Zi¡n ontstaan en ijn inhoud (Kampcn 1962); M. Seale, Muslim Theology (Londres 1964); A. Tritton, Muslim Theology (Londres 1947); J. A. Williams, Islam (Nueva York 1961).
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y prueba de la verdadera fe, está totalmente sometido, según la visión islámica, a la absoluta soberanía de Dios. Si el sufrimiento es expiación del pecado, el musulmán puede tomar la iniciativa en esa expiación. Hay además situaciones en que el justo sufre, mientras que el pecador vive en el lujo y la abundancia; entonces se tiene la oportunidad de creer que ambas situaciones están en manos de Dios y de que Dios sabe qué y por qué hace algo o lo permite. En este contexto no cabe la desesperación ni tampoco las quejas judías por la tardanza y el retraso de Dios (V, 69). A diferencia de los judíos, el musulmán no hace valer ante Dios los derechos humanos: ante Dios, el hombre debe inclinarse de antemano. El Islam desconoce las perplejas y esperanzadas lamentaciones del salmista judío. El soberano siempre tiene razón; frente a él no existen derechos humanos. Sin embargo, el sufrimiento es también una forma de oponerse a la maldad de otros hombres (IX, 14). La idea islámica de Dios, en conexión con el sufrimiento humano, lleva a la única actitud posible: sabr, es decir, paciencia positiva, perseverancia. La única respuesta es: «Pertenecemos a Dios y a Dios volvemos» (II, 150-151). Por tanto, «Dios es nuestro refugio» (VII, 199): «sumisión» (VI, 163). Pero esto para la fe del musulmán no significa fatalismo. Su «fe en la predestinación» libra de preocupaciones a la propia persona. Dios sabe lo que es bueno para mí. El agnosticismo que encierra esta convicción crea un clima de confianza personal en Dios: el creyente lo puede todo. Establecer comparaciones entre la propia vida y la de los demás no tiene sentido. Al parecer, esta fe en Dios no mueve a una crítica de la sociedad, en el sentido de un mejoramiento de la misma. No hay razón para cambiar una sociedad en la que uno se siente feliz. En este sentido, el Islam sí tiene una dimensión de crítica social, es una crítica a la voluntad de otros —los occidentales— que, sin que nadie se lo pida, pretenden «occidentalizar» o —según el punto de vista occidental— mejorar la sociedad árabe. Para el musulmán ortodoxo se trata solamente de tomar cosas malas de la cultura occidental. Finalmente, el Dios del Islam es, en el plano escatológico, el que premia a los buenos y castiga a los malos (II, 286). Dios no prueba a nadie por encima de sus fuerzas (ibíd.). A esto se añade el principio que viene a decir: cada uno en su casa, y Dios en la de todos; no hay que tomar las cargas de otros (cf. XVII, 16). Un musulmán no es «el guardián de su hermano» (véase la versión árabe de la historia de Caín y Abel en V, 30-34). El Islam da al problema del sufrimiento una solución «sobrenatural»: el más allá restablece el equilibrio. Las alegrías del paraíso y los tormentos del infierno son, en definitiva, la solución de todo. Las cuentas se arreglarán más tarde. El «más allá» es para el Islam la razón fundamental para llevar una vida justa en este mundo. Esta idea es ajena al judaismo y también al cristianismo originario. La expresión «si Alá quiere» —como para los cristianos «si Dios quiere»— no es fatalismo, pero puede serlo fácilmente. Este fatalismo no es en sí islámico
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ni judeo-cristiano, si bien hay musulmanes (y cristianos) que a veces son víctimas de él. A pesar de esta postura frente al sufrimiento, el Islam conoce la protesta contra el sufrimiento y el deber de aliviarlo en la medida de lo posible. En la sociedad islámica se debe luchar con todos los medios posibles para eliminar el sufrimiento y la injusticia. La comunidad islámica debe reflejar la misericordia de Dios (II, 172). A diferencia de la época de Mahoma, el Corán condena las guerras de agresión y permite únicamente la guerra defensiva y la guerra «contra el mal», la «guerra santa» (yihad), la lucha por la causa de Dios. Típica del Islam es también su valoración de la muerte de Jesús en la cruz; no tiene sentido. Jesús fue un fiel servidor de Dios: quienes lo condenaron a muerte equivocaron su juicio (IV, 156). Entre las numerosas interpretaciones musulmanas de este famoso texto, quizá la más correcta es la siguiente: en realidad, no fue crucificado Jesús, sino alguien que se le parecía. De cualquier forma, la muerte del profeta Jesús, venerado también en el Islam, no tiene un significado especial. El Islam conoce el sufrimiento como castigo y como prueba para la fe, pero no como sufrimiento redentor, aunque valore el martirio sufrido por Dios (II, 148149). Sin embargo, esto no se atribuye a Jesús, pues coincide con la interpretación cristiana. Jesús eligió la cruz, y Mahoma (con una opción análoga) escogió la heira: el camino del éxito y del poder, instrumento de Dios en la lucha contra el mal. Se trata de dos caminos totalmente divergentes. La teología islámica posterior advirtió las aporías a que lleva el Corán. La supremacía de Dios oscurece la libertad del hombre. Se produjo, pues, una reacción teológica frente a la idea de la «omniefectividad» de Dios, que parecía convertir a los hombres en marionetas. Desde entonces hay dos escuelas opuestas, pero el Corán es siempre el único criterio. En el siglo VIII nació, en el seno del Islam, el sufismo, un movimiento místico que, a imitación de los primeros monjes, aceptaba el sufrimiento voluntario. Un sufí es «la persona que nada posee y por nada es poseído» (alkalabadhi), que no es esclavo de ningún deseo. El sufrimiento y el dolor hacen al hombre sensible a Dios. El primer gran cisma surgido en el Islam, que dio origen al Islam sunnita y al Islam shiita, se debió a la cuestión de la sucesión legítima de Mahoma, lo cual ocasionó una serie de fratricidios. Los tres homicidios constituyeron la base de la teología shiita: el sentido salvífico del sufrimiento de los inocentes (cuanto más se padezca ahora, tanto más se gozará en el cielo). El asesinado se convierte en un mediador universal, •en el intercesor celeste por todos los pecadores —una idea totalmente ajena al Islam sunnita—; se trata de una especie de apocatástasis árabe para todos los pecadores por intercesión de los tres mártires (sobre todo de Husseín). Pero la letra del Corán está por encima de tales disquisiciones teológicas: el musulmán está en manos de Dios, tanto en el sufrimiento y el infortunio como en el éxito y la prosperidad. Dios dispone linio para bien
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9.
Racionalización del sufrimiento humano en la Ilustración
El optimismo ontológico del estoicismo volvió a surgir con la primera Ilustración de finales del siglo xvn y principios del XVIII. La teodicea de la Ilustración sistematizó la tesis de que este mundo es «el mejor de los posibles». Los ilustrados pretendían justificar racionalmente a Dios frente al escándalo humano del sufrimiento. Junto con el estoicismo, la Ilustración constituye el gran intento de racionalizar teóricamente el sufrimiento, o más bien de explicarlo, prescindiendo del sentido literal de la palabra, pero (a diferencia del antiguo estoicismo) partiendo de una anterior protesta existencial contra el carácter absurdo del sufrimiento, protesta que los ilustrados tachan de irracional. Leibniz y Chr. Wolff, Shaftesbury y Alexander Pope (quien dedica un extenso himno al sufrimiento) minimizan especulativamente el sufrimiento real y el mal escandaloso, reduciéndolo a una forma de ilusión intelectual provocada por los sentidos. Ante el mal y el sufrimiento, dicen estos pensadores, nos quedamos, con demasiada miopía, en su realidad inmediata, que es oscura y dolorosa; pero —y en esto consiste la ilusión— no lo situamos en el gran contexto coherente del mejor de los mundos posibles. El mal es sólo la consecuencia de una visión precipitada y superficial de las cosas; en el conjunto de la historia, el mal aparece saludable y bueno: «Todo lo parcial es malo; lo universal, bueno» ... «una cosa es clara: cuanto es, es correcto»; con estas palabras formulaba Pope en 1734, en su obra Ensayo sobre el hombrex, la visión general de la primera Ilustración. A la luz de la historia de las religiones, se trata de un planteamiento específico que se limita a la Ilustración (y que sólo se prolongará en la teología escolástica de los manuales, claramente influida por la metafísica de Wolff). Los ilustrados pretendían justificar a Dios por medio de la razón humana, la cual ahora pide cuentas a Dios de su gobierno, aparentemente desacertado, del mundo y de la historia. En 1710, G. W. Leibniz escribía sus Ensayos de teodicea^ contra el Dictionnaire historique et critique (1697) de Pierre Bayle, maestro de la duda y de la sospecha. La misma razón que, basándose en la experiencia del sufrimiento humano a lo largo de la historia, acusa a Dios de su mal gobierno, pretende defender ese gobierno divino. En el período precrítico nunca se acusaba directamente a Dios; el propio Job no acusa a Dios, sino que se lamenta ante Dios de la incomprensibilidad y el sinsentido de su vida; en definitiva, Dios justifica a Job, no al revés. Por otro lado, la misma razón ilustrada que acusa a Dios es la que lo absuelve; es decir, la razón ilustrada sigue creyendo en un mundo rectamente ordenado por un Creador inteligente. Entiende a Dios en el horizonte de una naturaleza interpretada metafísicamente, bien ordenada por Dios, no en un horizonte histórico de formación, tradición y consumación escatológica. La reconciliación está implícita desde siempre en la 38
A. Pope, An Essay on Man (ed. 1733), en Epist. I, n. 5, 292-294. G. W. von Leibniz, Essais de Théodicée sur la bonté de l'homme du mal (ed. A. Buchenau y E. Cassirer; Leipzig 1925). 35
et
l'origine
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«armonía preestablecida». Lo que importa es darse cuenta de esa reconciliación eterna: la metanoia consiste en desechar la miopía mental y aceptar la visión liberadora que abre la perspectiva de esa previa reconciliación. El mal y el absurdo de nuestra historia son, en el conjunto, una «insignificancia» m, un simple presupuesto para la buena armonía del mundo y una consecuencia de la misma. El Dios defendido por Leibniz y Wolff no es, en definitiva, el «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, Padre de nuestro Señor Jesucristo», sino la idea que la «recta razón» se ha formado de Dios y que defiende frente a la razón escéptica. Aquí la razón se defiende a sí misma. Voltaire atacó tales tesis, aduciendo para ello el grave suceso acaecido en 1755, cuando todo el mundo fue sacudido por un terremoto que destruyó la ciudad de Lisboa; este hecho hizo zozobrar el optimismo ontológico de la Ilustración. No obstante, muchos siguieron defendiendo firmemente la bondad de todo lo que sucede: «Todo está bien». Algunos meses más tarde, Voltaire, que llevaba tiempo atacando tal optimismo, proclamaba a toda Europa su protesta desgarradora: «Filósofos engañados que gritáis: 'Todo está bien'. Venid, contemplad esas ruinas espantosas, esos restos, esos jirones, esas cenizas desdichadas»41. Voltaire no pretende aquí acusar a Dios ni propugnar el ateísmo, sino mostrar las limitaciones de la razón humana: todas las teorías de la razón no son capaces de decir una palabra sensata sobre el escándalo de nuestra historia de dolor. La etapa posterior de la Ilustración reconocerá por primera vez la impotencia teórica de la razón humana en este terreno. Kant elaborará con más precisión el demagógico veredicto de Voltaire. Cualquier intento de justificar a Dios es para Kant «peor que acusar» a Dios 42 ; esa teodicea es una deformación de la recta noción de Dios y un peligro para la acción del hombre en el mundo: se opone a la existencia de un Dios santo y benigno en que el sujeto moral humano pueda confiar y el hombre depositar su esperanza de ayuda y perdón. En pocas palabras: la teoría de la Ilustración sobre la armonía universal hace de la persona humana un mero instrumento al servicio de un objetivo superior, el conjunto total, liste argumento es decisivo contra cualquier forma de teodicea basada en la idea de una armonía preestablecida del mundo. La razón no puede acusar ni justificar a Dios. * Leibniz, op. cit., 110. 41 Voltaire, Poéme sur le desastre de Lisbonne (1756). Cf. H . Weinrich, Das Erdbelifn von Lissabon, en Literatur für Leser (Stuttgart 1971) 64-76; D . Hildebrandt, Voltaire: Candide. Dichtung und Wirklichkeit (Francfort 1963); X., Réflexions sur le ¡¡/•sastre de Lisbonne (París 1756); id., Supplément aux réflexions sur le desastre de Lisbonne (París 1757); W. Lütgert, Dic Erschütterung des Optimistnus durch das lirdbebcn von Lissabon (Gütersloh 2 1924); Kant habla sobre este terremoto en S'ámtli,he Wcrke VII-3 (ed. K. Vorliindcr) 289-327. » K,mts Werke 6 (cd. E. Cassirer; Berlín 1912-1921) 125.
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10.
Marxismo y sufrimiento humano
«A todos vosotros, teólogos y filósofos especulativos, os aconsejo que os liberéis de las ideas y prejuicios de la antigua filosofía especulativa, al menos si queréis ver las cosas tal como son en realidad, o sea, si queréis conocer la verdad. No tenéis otro camino para llegar a la verdad y la libertad que el que pasa por Feuerbach. Feuerbach es el purgatorio de nuestro tiempo». Son palabras de K. Marx 43 . Pasar por Feuerbach significa renunciar al idealismo, tan duramente criticado por Ludwig Feuerbach, y adoptar la postura del «materialismo dialéctico». En su epílogo a la segunda edición de El capital, dice Marx: «La mistificación que sufre la dialéctica en manos de Hegel no quita que él haya sido el primero en mostrar amplia y conscientemente la dinámica general de esa dialéctica en sus distintas formas. Hegel invierte sus términos. Hay que volverla del revés para descubrir entre el ropaje místico su fondo racional». Marx se opone a la dialéctica apriórica de Hegel, que califica de «mística». La dialéctica es para Marx una hipótesis científica, alejada de cualquier dogmatismo y necesitada de verificación44. Se trata de una dialéctica basada en la observación y el análisis, en la que la dinámica del espíritu es reflejo de la dinámica de la realidad, lo cual significa para Marx el proceso evolutivo de la historia. Vamos a analizar, en primer lugar, algunos conceptos, especialmente el de «dialéctica». En contraposición con el sentido «argumentativo» que «dialéctica» y «dialéctico» tenían en la filosofía escolástica anterior a Hegel, estos términos adquieren un nuevo significado sobre todo con Hegel y Feuerbach. Para Hegel, la dialéctica es todo el proceso evolutivo de la realidad y, por consiguiente, también el proceso del pensamiento que trata de conocer esa realidad tal como es. El pensamiento es reflejo de la realidad. Hegel ve compuesta esa realidad por una estructura triádica: progreso o desarrollo mediante tesis, antítesis y síntesis. Tesis y antítesis se hallan en una relación esencial de oposición, y ambos términos desembocan en la síntesis, que es la transposición superior de ambos. Siguiendo esta línea hegeliana, también Marx utiliza el término «dialéctico», pero en un sentido muy específico, influido por el pensamiento de Feuerbach, a quien había criticado. Feuerbach y después Marx niegan el apriorismo triádico de la dialéctica histórica. Prescindiendo del carácter triádico de la dialéctica, «dialéctico» se refiere generalmente en Marx a la idea de la dependencia natural, esencialmente recíproca —interdependiente— de los fenómenos reales. En la realidad, que para Marx significa siempre el proceso de la historia del hombre, existe una dependencia recíproca que comprende todos los aspectos de la realidad. Debido, pues, a tal interdependencia, cuando Marx 43
K. Marx, en MEW 1, 27. MEW 23, 27. Y Fr. Engels, Anti-Dühring, en MEW 20, 23. Lenin, en cambio, hace de la teoría científica (que requiere una verificación) un «dogma» (en sentido antirreligioso y metafísico). 44
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habla de «la realidad», se está refiriendo a un proceso dialéctico. En relación con la teoría gnoseológica clásica de que el conocimiento es reflejo de la realidad («adaequatio rei et intellectus»), también el pensamiento es para Marx dialéctico. El pensamiento dialéctico es el tipo de pensamiento que trata de descubrir y desenmascarar las dependencias recíprocas allí donde se encuentren. La dialéctica no sólo afecta a la realidad histórica, ni sólo al pensamiento, sino también al método, la forma y figura del pensamiento. Método dialéctico es, según esto, el que considera las constantes transformaciones interdependientes de la realidad y en la realidad. Dialéctico es, en definitiva, sinónimo de «devenir», de proceso evolutivo de la historia. Analizando más atentamente el término «dialéctico», vemos que tiene en Marx un matiz muy peculiar, que tiene gran importancia, aunque no siempre se haga mención expresa del mismo. La dialéctica universal o el proceso evolutivo de la historia es también una dialéctica en el sentido de que un fenómeno (por ejemplo, el capitalismo) produce irresistiblemente (aunque libremente) un movimiento contrario (por ejemplo, el comunismo). La historia encierra una lógica racional inevitable e imparable. Cada novedad que en ella aparece es racionalmente necesaria. Para el análisis racional es, además, evidente que —debido precisamente a que la contraposición entre tesis y antítesis es en muchos casos no sólo una oposición lógica entre estos dos conceptos, sino también una lucha a muerte (por ejemplo, la lucha de clases)—, «dialéctica» significa también lucha, conflicto. La lucha es en sí un concepto dialéctico. Y como la historia es dialéctica, es también lucha (en realidad, una lucha entre la clase capitalista y la clase trabajadora). La «dialéctica» tiene, finalmente, otro matiz muy particular, debido al hecho de que la tesis y la antítesis se concilian gracias a la fusión mediadora de la síntesis («mediación»). Pero en Marx se trata de una mediación muy particular: se efectúa sobre todo por transposición de los dos términos extremos a un plano superior (mediación dialéctica). Ahora bien, en la realidad (o sea, en el proceso histórico) se dan a menudo términos mediadores que escapan a quienes no analizan atentamente (dialécticamente) la realidad. Los pensadores dialécticos se proponen descubrir las mediaciones ocultas. El paso de la contraposición de los dos términos a la síntesis ocurre frecuentemente por saltos, y ello en un doble sentido: a) la síntesis es a menudo una realidad nueva, que difiere esencialmente de los dos momentos anteriores; b) la síntesis aparece de repente en el tiempo. Una prolongada evolución cuantitativa puede, en un momento determinado, alcanzar un grado tal que desemboque en una transformación cualitativa (por ejemplo, el enfriamiento progresivo del agua llega a convertirla en hielo). Además, el pensamiento dialéctico en Marx está esencialmente relacionado con la praxis, incluso en el terreno cognoscitivo. Existe, en efecto, un conocimiento que se 'realiza en y por la praxis. De esta forma, Marx quiere unir un humanismo teórico con el humanismo práctico. La humanidad debe superar «su prehistoria natural», es decir, toda su prehistoria •14
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irracional, un período dominado por intereses privados y de clase. Esta prehistoria de la humanidad es una época en la que los intereses y la codicia, con su «cosificación» y sus fuerzas históricas «cuasi naturales», se plasman en una situación inmutable (como en la naturaleza animal). La «cosificación» del hombre le impidió tener un control adecuado sobre su propia praxis e hizo imposible que los hombres asumieran con un espíritu de solidaridad internacional su responsabilidad para con la historia humana. En el próximo período histórico, tal como lo esboza Marx sobre la base de un análisis científico de la situación actual, será preciso que una praxis planificada solidariamente y asumida con responsabilidad humana sustituya la libertad ilusoria de unas acciones conflictivas realizadas por individuos y grupos. Marx distingue entre «lo que es» y «lo que debe ser» (distinción elaborada anteriormente por Hume), pero no en el sentido de una reparación absoluta entre hechos cognoscibles científicamente y normas establecidas subjetivamente. El marxismo ortodoxo mantiene el postulado de la ontología teleológica «ens et bonum convertuntur», pero en sentido marxista: en rigor (es decir, en clave marxista), «ser» y «ser bueno» son idénticos, pero no en el sentido aristotélico y escolástico, sino en el de la dialéctica histórica. El marxismo, siguiendo a Hegel, ve la realidad histórica como racional, y lo racional como realidad. No obstante, Marx va más lejos que Hegel al querer ver la unidad de los fenómenos históricos (por ejemplo, el capitalismo) y su negación concreta (antítesis) —tesis y antítesis que revelan la unidad histórico-dialéctica de la realidad racional— no sólo de un modo especulativo (es decir, a posteriori). Marx cree que la unidad de la historia (también el futuro, que será fruto de la crítica y de la praxis revolucionaria) puede ser objeto de un análisis científico objetivo y materialista. En el marxismo de Marx, la mediación entre teoría y praxis se realiza a través de una reducción objetiva y científica (lo cual constituye un rasgo de «dogmatismo»)45. El análisis y la síntesis dialéctica del inevitable proceso de la historia parecen superar a priori la diferencia entre «lo que es» y «lo que debe ser», anulándola en el conjunto de la realidad entendida como racional. Una «superciencia» fundamenta y realiza la unidad entre teoría y praxis. Se trata de una mediación total entre objetividad y subjetividad, operada por la ciencia dialéctica sobre la base de un análisis científico y objetivo. Marx defiende, pues, la posibilidad de una ciencia empírica y objetiva de la historia como totalidad («socialismo científico»). Con estas premisas, ¿qué visión tiene Marx del sufrimiento humano? Observa los hechos y analiza sus causas. Descubre así que muchos sufrimientos, sobre todo el sufrimiento innecesario, tienen su origen en las formas objetivas de la sociedad en que vivimos, y concretamente en el 45 D. Bohler, Metakritik der Marxschen Ideologiekritik (Francfort 1971); H. Seiffert, Marxismus und bürgerliche Wissenschaft (Munich 1971); K. Popper, Das Elcnd des Historizismus (Tubinga 21969); K.-O. Apel, Zum Problem einer rationden Begründung der Ethik, op. cit. (en nota 4) 21-22.
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capitalismo. Marx afronta propiamente el problema del sufrimiento partiendo de una teoría económica que le permite presentar el sufrimiento social como una «suma», como el resultado final de un sistema económico basado en la avidez de ganancias y en la competencia. El sufrimiento de muchas personas es la suma computable de unas relaciones de producción que obedecen a una lógica interna, es decir, el resultado del proceso de transformación de la mercancía en dinero y del dinero en capital, obtenido a su vez del trabajo asalariado de los que no poseen capital % . El resultado de esta lógica interna es el proceso de alienación de los obreros: alienados de su trabajo y de sí mismos, convertidos en elementos puramente materiales de un proceso económico que no les pertenece y está fuera de su control. Es un sistema que obliga a los hombres a competir con sus semejantes para poder subsistir. En este sistema económico es posible cuantificar científicamente el sufrimiento y formularlo en una ecuación. Veamos de forma muy resumida cómo se hace el cálculo. Un producto vale lo que cuesta su producción. En ésta intervienen dos factores: a) todos los productos que se necesitan para lanzar un artículo al mercado, más los costes del material requerido (esto forma el «capital constante», que designaremos con la letra C); b) todo lo que se paga por la producción del artículo que se va a lanzar al mercado (y que no va más allá de los gastos de subsistencia de los obreros) es el «capital variable» (designado como V). El aumento del valor del artículo sobre la suma del valor correspondiente a los distintos factores constituye la plusvalía del capital acumulado con respecto al capital inicial. Los medios de producción, por un lado, y la fuerza de trabajo, por otro, son sólo distintos elementos que han asumido el valor del capital inicial, una vez que se ha transformado de dinero en los diversos componentes del proceso de trabajo. Esta parte concreta del capital, representada por los medios de producción, las materias primas, el material auxiliar y las máquinas, no sufre en el proceso de producción un cambio cuantitativo de valor (Marx lo llama «capital constante»). En cambio, la parte del capital representada por la fuerza de trabajo sí sufre una modificación de su valor: produce el equivalente a su propio valor más un valor adicional, la plusvalía (P), que puede variar según los casos. Esta parte del capital está en constante transformación: de magnitud constante en magnitud variable (Marx lo llama «capital variable»). 46
«Se puede imaginar... que todas las mercancías son directamente intercambiables tomo se puede imaginar que es posible hacer papas a todos los católicos. Para el pequeño burgués, que ve en la producción de mercancías el non plus ultra de la libertad humana y de la independencia individual, sería sin duda muy deseable estar dispensado de los inconvenientes que acompañan a esta modalidad, en especial de la no intercambiabilidad directa de las mercancías. La ilustración de esta utopía fiüstea se encuentra en el socialismo de Proudhon» (K. Marx, Das Kapital, en MEW 23, 82-83). lín otras palabras: el intercambio directo de los bienes sin la mediación del dinero como equivalente universal caracteriza, según Marx, un orden social de simples productores de mercancías, todos ellos dueños tic sí mismos. Sin embargo, esto no es lo que ocurre en nuestro sistema económico actual. f
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Por tanto, el valor de un artículo será C + V. Pero estos dos elementos, combinados entre sí, pueden producir una plusvalía que sobrepasa los costes precisos de producción. La suma es clara: C + V + P = V' (valor del artículo). Ahora bien, según Marx, lo que en las sociedades capitalistas deforma el valor es la plusvalía, la cual no va a los trabajadores, sino a los capitalistas. Y si comparamos el proceso de producción de valor con el de producción de plusvalía, vemos que la plusvalía no es sino la prolongación del valor más allá de cierto punto. En la ecuación C + V + P = V , el elemento alienante, es decir, causa de sufrimiento, es precisamente el factor P (plusvalía). Esta plusvalía tiene que salir de alguna parte. ¿De dónde? Marx indica que la plusvalía no es lo mismo que la ganancia (la venta de un artículo debe producir una ganancia, aunque sólo sea para poder hacer nuevas inversiones que permitan la producción de nuevos artículos). La plusvalía está formada por costes añadidos, que en una sociedad capitalista se fundan en el hecho de que el trabajo de los obreros queda reducido a la condición de artículo de mercado. Pongamos un ejemplo. Supongamos que un obrero trabaja siete horas al día; los costes de su prestación se pagan con dos horas de su trabajo y los costes de materias primas con una hora más (C + V). En las cuatro horas restantes produce la plusvalía en beneficio del capitalista. Esta explotación estructural es la que, según Marx, roba al obrero más de la mitad de su producto, lo enajena del producto de su propio trabajo y esfuerzo, y también de sí mismo y de los demás. La plusvalía (P) es la cifra que refleja la cantidad de sufrimiento humano (El capital I, 9, 1). Marx lo expresa en la siguiente ecuación: . P Trabajo no pagado Proporción de la plusvalía = — = . V Trabajo necesario Ambas proporciones son dos modos distintos de expresar la misma idea. La tasa de la plusvalía expresa exactamente el grado de explotación del trabajador a manos del capital 47 : el cálculo en cifras del sufrimiento humano. v Marx investigó, pues, las causas socioeconómicas del sufrimiento, causas que pueden ser eliminadas. ¿Qué tipo de praxis aduce para superar tal sufrimiento? Marx sabía perfectamente que muchos hombres luchan para auxiliar y ayudar al hombre que sufre, pero esta lucha no afecta a las causas. Todas las religiones se han esforzado por erradicar las causas del sufrimiento, pero no han considerado suficientemente sus causas socioeconómicas. Según esto, la praxis marxista se propone cambiar radicalmente los condicionamientos económicos. Marx (a diferencia del socialismo utópico francés) no soñaba con un futuro utópico en el que, sin pasar por una dura lucha, se eliminaría el sufrimiento; estaba seguro, por el contrario, de que buena parte del sufrimiento podría desaparecer de este 47 Marx, Das Kapital, en MEW 23, 322. Cf. también J. Bowker, Problems of Sufjering, op. cit., 144-145.
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mundo con un orden social y económico diferente. La praxis revolucionaria es para Marx el único camino para vencer esa parte de sufrimiento. Pero no cabe esperar que sea la clase capitalista la que asuma esa praxis revolucionaria. Esa fuerza puede provenir solamente de la clase obrera, la cual habrá de renunciar a su propio interés. Como dice el Manifiesto Comunista, los obreros nada tienen que perder, salvo sus cadenas. El problema es que esa revolución no sólo significa sufrimiento por una causa justa, sino que ella misma es causa de mucho sufrimiento, pues las transformaciones sociales no se realizan sin lucha: una lucha de clases. El medio es, pues, un movimiento sociopolítico revolucionario, cuya finalidad última es alcanzar una sociedad libre en la que los hombres puedan tener identidad propia. Pero, antes de lograr tal objetivo, hay que pasar por la etapa intermedia del conflicto entre tesis y antítesis. El poder del proletariado es la antítesis provisional, no la síntesis definitiva. Sin embargo, ese período intermedio se ha convertido en una situación duradera debido a que (contra las expectativas de Marx) la tesis (el capitalismo) es mucho más resistente de lo que los marxistas habían previsto en principio. Ciertas formas nuevas de deshumanización, producto de la propia revolución, se atribuyen a la dialéctica entre tesis y antítesis, que todavía no ha desembocado en una síntesis. (De todos modos, al menos en el comunismo europeo occidental, hay quienes consideran que la antítesis de la dictadura del proletariado es una posición anticuada. Esto significa renunciar a un elemento esencial del marxismo, cosa que no es motivo de alegría para la ortodoxia oficial). Esta concepción implica en la práctica que quien se opone al comunismo es enemigo de la verdad y de la verdadera humanidad. Sólo en el comunismo está la verdad y la verdadera humanidad. En el mundo de la ortodoxia marxista, los disidentes son considerados «anormales» (y recluidos en establecimientos psiquiátricos). La «liberación social» sólo puede ser mantenida mediante la dictadura. Marx sentía indudablemente una profunda pasión por la humanidad, y sus ideas nacen precisamente de su firme solidaridad con el hombre que sufre. No obstante, él mismo advirtió que la liberación comunista durante la «etapa intermedia» debía ser preservada de reacciones y vacilaciones. Pero el problema se centra ahora en la larga duración de esta etapa intermedia, en la que se tiene al menos la impresión de que el fin justifica los medios. Precisamente éste es uno de los puntos en que se hace más necesaria una confrontación entre los marxistas y las tradiciones religiosas de la humanidad. Los análisis científicos de Marx (que sería preciso revisar a fondo en una fase posterior del capitalismo, una fase casi poscapitalista) no implican como tales ningún ateísmo. (Otro caso distinto es el de Lenin, que construyó un sistema metafísico a partir de la hipótesis científica de Marx. Por razones de extensión, no podemos analizar aquí el proceso seguido desde Marx y Engels hasta Lenin, Stalin y la China maoísta. No obstante, conviene tener en cuenta que el marxismo —al igual que todas las religiones— ha dado origen a un movimiento que pasa por un proceso hermenéutico y actualizante con las conocidas antinomias de fundamentalismo
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y «herejía»). El marxismo es esencialmente una teoría económica que, en cuanto tal, ni está a favor ni en contra de la religión. Sin embargo, cuando Marx habla de religión, la critica en la medida en que encubre con interpretaciones hermenéuticas los abusos sociales. El joven Marx afirma que todas las religiones reflejan una intuición acertada: son una protesta contra el sufrimiento del hombre. Sólo les reprocha que busquen una solución falsa en un ficticio mundo superior y en un más allá (esta afirmación es históricamente falsa, aunque en todas las religiones haya sido ésta la tendencia predominante en la religiosidad popular). Lo que Marx dice es que, una vez llevada a cabo la revolución social, la religión morirá por sí sola al desaparecer su origen (el sufrimiento). Pero esta tesis implica la tendencia a reducir todos los sufrimientos a causas socioeconómicas; y, por muy importantes que éstas sean, no abarcan todas las dimensiones del ser humano. Además, el sufrimiento no es el origen de las religiones, donde ha sido la fe en Dios lo que ha convertido el sufrimiento en un grave problema. Es cierto, sin embargo, que todas las grandes religiones han nacido en una época todavía no madura para detectar la visión a que llegó Karl Marx después de la Ilustración y con ayuda de las ciencias modernas. El tipo objetivo de sociedad en que vivimos es una de las muchas causas del sufrimiento, pero no la única (cosa que los marxistas olvidan fácilmente) ni quizá la principal (por importante que sea). También el budismo, por ejemplo, buscó ansiosamente las causas del sufrimiento: observó (como Marx) el sufrimiento para eliminar sus causas. Marx no hizo otra cosa distinta; su originalidad consiste en que vio unas causas que otros no habían visto, quizá porque éstos, aun reconociendo la realidad del «sufrimiento social», consideraban la forma de sociedad existente como una situación inmutable (a veces incluso como algo derivado del «orden de la creación»). En lo tocante al tema religioso, Marx, como muchos intelectuales de su época, seguía fielmente a Feuerbach (a pesar de sus críticas contra éste). Para Feuerbach, el ser absoluto «Dios» es sólo una imagen reflejada del ser «hombre». Dios es el ser objetivado del género «hombre». La conciencia de Dios responde a la conciencia que el hombre tiene de sí mismo 48 . La religión es el descubrimiento solemne del tesoro escondido del hombre. Como filósofo trascendental, Feuerbach afirma que la conciencia de sí mismo no es accesible en una intuición directa, sino sólo a través del conocimiento del objeto de la conciencia. La conciencia de sí requiere la mediación del objeto. Mediante la educación y la conversión del corazón, el hombre puede descubrir que se ha limitado a proyectar en Dios su ser más profundo. Marx rechaza esta ingenua superación de la religión por medio de la educación, propugnada por Feuerbach, y también su acrítica filosofía trascendental de la objetivación del yo. En su tesis cuarta sobre Feuerbach, Marx explica el desdoblamiento del hombre en su mundo afirmando 48 L. Feuerbach, Das Wesen des Christentums I (ed. Schuffenhauser; Berlín 1956) 51ss (ed. española: La esencia del cristianismo, Salamanca 1975).
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que se debe al «desgarramiento» y a la «contradicción» de la base terrena consigo misma49. Lo que hay que hacer es analizar ésta en sus oposiciones internas y eliminarla mediante una praxis revolucionaria. Así quedan destruidos los cimientos de la proyección religiosa. Según Marx, el error de Feuerbach consiste en no haber buscado en el hombre las condiciones de la objetivación del yo. Feuerbach ve al hombre como un «algo abstracto» que se da en todos los hombres (tesis sexta sobre Feuerbach), y no, según hace Marx, como «el conjunto de las relaciones sociales». Marx (inspirándose ahora en Feuerbach) considera la religión como «la conciencia y el sentimiento que el hombre tiene de sí cuando todavía no se ha encontrado o se ha perdido de nuevo» 50. La religión es sólo la «aureola» o el aroma espiritual de este valle de lágrimas, expresión de la miseria real y a la vez protesta contra ella, una protesta que no ha logrado entenderse. La religión no conoce su propia naturaleza ni, por tanto, la miseria a la que debe su existencia. De ahí que sea opio del pueblo. La religión refleja pasivamente las contradicciones económicas existentes en la sociedad 51 . En una carta dirigida a Ruge en septiembre de 1843, Marx explica qué quiere decir cuando afirma que la religión (lo místico) tiene una falsa visión de sí misma: «El mundo lleva soñando mucho tiempo con una cosa de la que le basta tener conciencia para poseerla realmente. Algún día se verá que no se trata de establecer una ruptura entre el pasado y el futuro, sino realizar los pensamientos del pasado. Se verá que la humanidad no emprende un trabajo nuevo, sino que lleva conscientemente a efecto su vieja tarea» H . Marx no pretende, pues, romper radicalmente con la historia de la humanidad. Pero ¿reduce todo sin excepción a factores económicos? Tal reducción entiende la relación de la base económica con la superestructura ideal (filosófica o religiosa) simplemente como un reflejo de las contradicciones de la base en la superestructura ideológica. Algunos intérpretes neomarxistas muestran que la relación entre base y superestructura no significa para Marx un condicionamiento total de la superestructura por la base, sino que se trata de una interdependencia, por más que ésta (en condiciones no comunistas) está dominada de un modo casi condicionante por la base 53 . Marx mismo había reconocido a la superestructura cierta autonomía, si bien ésta en el capitalismo se ve cruelmente pisoteada. De ser así, no se puede negar a priori el valor autónomo de la religión, peso a lo que Marx denomina su función consolidadora de la sociedad. No se puede olvidar, sin embargo, que Marx, ya en el Manuscrito tic París, esperaba que la eliminación de la alienación económica produciría automáticamente la desaparición de las religiones; para él, las religiones 49
Marx, en MEW 3, 6. Marx, en MEW 1, 378. 51 D. Bdhler, Metakritik, op. cit., 50-51 y 137ss. 52 Marx, en MEW 1, 346. " H. Flcischer, Marx und Engcls (Friluirgo-Mmiuli l<>70) c>4s». 50
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son sólo un epifenómeno, un fenómeno secundario, de la verdadera alienación, la alienación económica. Por tanto, al menos en el caso de Marx, el objeto real y directo de su crítica de las ideologías no es la religión, sino la sociedad54. «Dado que la existencia de la religión es la existencia de una carencia, la fuente de tal carencia habrá de buscarse en la realidad del Estado. La religión no es para nosotros el fundamento, sino el fenómeno de la limitación mundana. Por consiguiente, nosotros vemos la razón de la intimidación religiosa de los ciudadanos en su intimidación mundana. No afirmamos que sea preciso eliminar sus condicionamientos religiosos para superar sus limitaciones mundanas, sino que los ciudadanos se liberarán de sus barreras religiosas cuando hayan logrado eliminar sus barreras mundanas» S5. Esto difiere bastante del comunismo leninista vigente en la praxis de la línea ortodoxa del partido. Para Marx, la religión queda al margen de su marxismo, lo cual significa que el marxismo auténtico no es de por sí ateo. Pero el marxismo añade una apostilla: cuando la sociedad socialista sea una realidad, no habrá necesidades religiosas. En otras palabras: Marx añade a su teoría económica una interpretación de lo que es la religión, pero esta interpretación se halla realmente al margen de su teoría (a no ser que considere la superestructura ideal como un mero reflejo de la infraestructura). Lo cierto es que Marx, a diferencia de muchos marxistas, no ve en la religión la fuente de toda alienación, sino más bien una víctima de la alienación socioeconómica, y en su condición de víctima sirve de firme asiento a la alienación socioeconómica. Ahora bien, la tesis de que la religión desaparece espontáneamente en una sociedad comunista debe demostrarse con hechos. La experiencia fáctica se encargará de verificar o falsificar la teoría marxista del reflejo. Por mucho que Lenin se empeñe, no se puede hacer de esta teoría un dogma. En El capital, Marx habla de la teoría del reflejo, y precisamente en relación con la religión 56. La religión es definida como «refracción» de unas condiciones de vida no reflejas, alienadas. Con la explicación (de su análisis científico) y la praxis revolucionaria subsiguiente, la religión —insiste Marx— desaparecerá por sí misma como consecuencia lógica. Las religiones —dice Marx y también Friedrích Engels 57 — no ven que las fuerzas socioeconómicas, cuando no son objeto de análisis científico, asumen un carácter «sobrenatural» debido precisamente al poder que poseen. Dios es «el poder alienante del modo de producción capitalista»: el hombre propone, pero «Dios» dispone 58 . Sin embargo, desde el momento en que la clase proletaria no sólo «proponga, sino que también disponga», desaparecerá ese poder extraño que ahora se refleja en la religión. Desaparecerá además el reflejo mismo, por la sencilla razón de que no habrá ya nada que reflejar. No tiene sentido hablar de salvación divina cuando los hombres descubren que las regularidades que ellos interpretan como leyes de la naturaleza son históricamente contingentes y, por tanto, cambiantes y cambiables. 54 56
Marx, en MEW 1, 352. K Ibíd., 1, 352. MEW 23, 94. n MEW 20, 294-295. 58 MEW 20, 294ss.
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El principal problema es, sin embargo, cómo se puede demostrar que las religiones se desvanecen en el reflejo (eliminable) de las contradicciones económicas y sociales. Sobre todo en sus últimas obras, Marx reconoce que la eliminación del «sufrimiento adicional» (H. Marcuse) causado por las formas objetivas de la sociedad no significa la eliminación del sufrimiento debido a otras causas (como la naturaleza y, en último término, la muerte) 59 . Marx no ha demostrado en ningún momento que la religión sea un reflejo de factores económicos y no un dato que brota sencillamente del propio ser del hombre, si bien en situaciones concretas. El ser humano no se agota en sus formas de manifestación constatadas hasta el presente. Cualquier juicio precipitado sobre la naturaleza del hombre es «ahistórico». Afirmar que la religión posee un valor propio implica de hecho que el ser humano incluye dimensiones que no coinciden con el ámbito de una praxis puramente material. Se trata, últimamente, de saber si el marxismo no efectúa una reducción del ser humano. Para una visión marxista del hombre no tiene sentido hablar de salvación divina, pero el problema fundamental sigue siendo si precisamente esa concepción no supone una reducción antropológica. ¿Es el hombre solamente trabajo y un ser que produce? Marx habla sólo de que el hombre se realiza por el trabajo. ¿Es la identidad del hombre algo de lo que podemos «disponer» con tanta facilidad?
II EL DESAFIO DEL SUFRIMIENTO
La humanidad, a lo largo de su emocionante y deplorable historia, ha encontrado diversas formas de praxis encaminadas a superar el sufrimiento, pero no ha podido ofrecer una buena teorización racional de todos los sufrimientos. Cuando se ha llevado a cabo tal teorización, el sufrimiento ha sido minimizado o reducido a ciertas manifestaciones (a veces, sin reducciones, la teorización se ha limitado a determinadas esferas del sufrimiento humano). Pero sería ir contra los hechos reales afirmar que la humanidad se ha preocupado más de reflexionar —por medio de sus gurús, sabios, filósofos, teólogos y científicos— sobre el sufrimiento que de hacer algo por superar el mismo sufrimiento y sus causas. Todas las religiones han buscado constantemente las causas del sufrimiento a fin de eliminarlas a través de una praxis concreta; en ningún momento han tratado de consagrar 59 MEW 25, 828; cf. también K. Marx, Frühschriften (ed. S. Landshut; Stuttgart 1964) 246, 252 y 408. Y H. Fleischer, Marx und Engels, op. cit., 122; A. Schmidt, Der Begriff der Natur in der Lehre von K. Marx (Francfort 1962) 121-122; W. Post, Kri/ik der Religión bei K. Marx (Munich 1970) 241-253; W. Pannenberg, Erfordert ¡lie Einheit der Ceschichle cin Suhjekt?, en R. Kosellcck y W.-D. Stempel (eds.), Ceschicbte. Ereignis und Erzilhlung (Munich 1973) 478-490, espec. 479-481.
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al sufrimiento como hecho ni de darle un sentido «sobrenatural». En este punto no existe diferencia alguna entre las religiones y el marxismo. La cuestión decisiva es dónde ven los hombres las causas del sufrimiento. La visión de las mismas, como la concienciación del género humano, depende también de las circunstancias históricas en que viven el hombre creyente o la razón crítica. Estos condicionamientos históricos no sólo son ambiguos y, por tanto, susceptibles de múltiples interpretaciones, sino que pueden llevar a un juicio erróneo sobre la propia época y situación. En el fondo, la capacidad de juicio de la reflexión humana depende de la situación histórica en que se encuentra la razón humana. Ninguna época tiene ojos para todo. Esto implica que tanto el creyente como el no creyente, cuando piensan en términos racionales, pueden captar ciertas dimensiones de la existencia humana sólo en unas determinadas circunstancias históricas. Así, Marx descubrió la gran importancia que tenía una estructura socioeconómica muy concreta, la que él analizó, como causa de sufrimiento desmesurado y superfluo; antes no se había caído en la cuenta de ello. Pero otra cosa es el fenómeno mismo: todas las religiones se han esforzado por descubrir las causas del sufrimiento y hallar una praxis adecuada para eliminar tales causas. Si veían la causa del sufrimiento en el pecado, la praxis para superarlo era obvia: no pecar. Si lo consideraban producido por las pasiones y deseos del hombre (budismo) o por la avidez, el egoísmo y las bajas tendencias (estoicismo, cínicos, etc.), la praxis consistía en triunfar sobre la avidez y los deseos desordenados. A causas distintas corresponden praxis distintas, ora de tipo ascético y personal, ora de tipo sociopolítico. No hay razón para decir que una praxis es «religiosa» y otra profana o «secular», cuando todas las religiones se proponen como una de sus tareas la superación del sufrimiento humano. Pero de ahí habrá que concluir que no es posible limitar o reducir las causas del sufrimiento y la consiguiente praxis redentora y salvífica a una acción puramente personal o, por el contrario, exclusivamente sociopolítica. En tal caso, la acción salvífica sería de hecho una redención y liberación a medias, dividiría en dos partes al hombre, estableciendo ámbitos de no salvación. Da la impresión de que esa visión parcelada del hombre contrapone desconfiadamente las distintas formas de praxis encaminadas a vencer el sufrimiento. Si nos atenemos a la historia, es un hecho evidente que ningún movimiento, incluida la religión, puede quedar fijado en sus documentos originales, los cuales, a pesar de su impulso, inspiración y orientación fundacionales, están sujetos a mediaciones históricas. No se puede definir la naturaleza de una religión al margen de la historia, es decir, prescindiendo de su relación con el pasado en que nació, con el presente en que se actualiza y con todas las etapas intermedias entre entonces y hoy. Lo mismo vale para un movimiento sociopolítico como el marxismo, que tampoco se puede considerar una «entidad inmutable». Si las religiones deben estar abiertas a los nuevos descubrimientos de causas sociales y económicas del sufrimiento, el marxismo no debe cerrarse a otras causas no económicas del sufrimiento. Si no se es capaz, en ambos casos, de integrar las expe-
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riencias auténticas del hombre, sean viejas o nuevas, surgirá el grave problema de unas concepciones disociadas de la naturaleza humana y se creará un peligro para el auténtico ser del hombre. La salvación significa remedio, pero corre el riesgo de significar desventura si queda reducida a una dimensión del hombre, sea sociopolítica o personal, con todo lo que esto lleva consigo. Esto no implica de por sí o necesariamente que las religiones deban estar abiertas a la praxis revolucionaria marxista. Tal conclusión me parece errónea e ingenua, sobre todo en el caso de las religiones que se niegan a vencer el sufrimiento provocando otro sufrimiento (aunque sea como medio para alcanzar un fin bueno), religiones que se oponen a expulsar a Beelzebub con ayuda de Beelzebub. Las reservas que a este respecto se pueden constatar en toda conciencia religiosa y creyente (aun cuando admita sin ambages el carácter socioeconómico de determinados sufrimientos) se fundan, a mi juicio, en la intuición —esencial en casi todas las religiones— que se opone a cualquier clase de dualismo. Ya hemos visto que prácticamente ninguna religión acepta el «dualismo». Por eso la religión desconfía de todo movimiento que —por muy moderno que sea su ropaje—> adopta la forma de un dualismo o maniqueísmo social, en el que «el reino de la libertad» aparece como una realidad puramente futura, «escatológica», mientras que el pasado y el presente son considerados como una «prehistoria» animalesca. Para casi todas las religiones, la historia de la libertad comenzó con el primer momento de la creación divina y desde entonces se sigue haciendo realidad en muchos fragmentos de salvación en medio del absurdo y del sufrimiento. A las religiones les resulta imposible creer en un reino de libertad que no vendrá sino después de una radical revolución. Eso sería una versión moderna de la apocalíptica, para la que es necesaria la destrucción del «viejo eón» para que triunfe definitivamente el «eón futuro» (aunque la apocalíptica no defiende un dualismo tan extremo). Precisamente porque la solidaridad con el sufrimiento humano es una de las experiencias más profundas y específicas de todas las religiones, éstas sienten un horror instintivo frente a la praxis revolucionaria y totalitaria del comunismo y prefieren seguir su propio camino para configurar el ansia que el socialismo siente por la humanidad y que Marx demostró tan patentemente. El hombre religioso teme espontánea y justamente reducir el sufrimiento del hombre a un problema socioeconómico, aunque también él deba buscar una solución sociopolítica para esa forma de sufrimiento. Por otro lado, es innegable que muchas religiones, en sus orígenes —especialmente el Islam, dada su noción de Dios— parten del hecho del sufrimiento y a menudo (sin analizar las mediaciones sociales e históricas) buscan inmediatamente cuáles son las intenciones de Dios en relación con tal sufrimiento. Esto lleva de hecho en todas las religiones antiguas a algunas conclusiones erróneas. Pero debemos tener en cuenta que sólo en los tiempos modernos la humanidad ha tomado conciencia de los condicionamientos históricos y de la posibilidad de manipular nuestro mundo. Esta nueva experiencia cxii'c una actualización de todas osas religiones anti-
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guas si quieren seguir siendo fieles a su propio impulso crítico y productivo en relación con el problema del sufrimiento humano. Surge entonces con frecuencia el enfrentamiento entre «fundamentalistas» y «progresistas». No cabe duda de que el creyente conservador tiene la misma voluntad de ser fiel al impulso religioso originario que el creyente «progresista»; pero mientras el primero deja de lado los condicionamientos históricos, el progresista, movido precisamente por la fidelidad al auténtico impulso religioso, los tiene muy en cuenta. (Lo cual no significa, por supuesto, que el progresista tenga razón por principio y en todos los casos. Tiene razón cuando afirma que la fidelidad exige una «actualización», pero eso no justifica automáticamente una «actualización» determinada). El precedente panorama histórico nos permite ver también otros aspectos del problema. Es curioso que en culturas donde no domina la mentalidad religiosa, sino más bien la racionalidad crítica, el hombre (en realidad, el intelectual) se resigna más rápidamente ante el sufrimiento que las religiones. Precisamente la conciencia religiosa alza protesta contra el sufrimiento, sobre todo el de los inocentes y débiles, que (salvo en el caso del marxismo) es más vigorosa que la formulada por el racionalismo crítico (lo cual permite concluir quizá que también en el marxismo se da un talante al menos «pararreligioso»). Los romanos y los griegos, con su mentalidad secularizada, y los europeos, sobre todo en la primera Ilustración, no se distinguieron por sus protestas contra el sufrimiento humano. El reproche que, a este respecto, formula Marx contra las religiones se refiere, desde el punto de vista histórico, más a la «razón crítica» que a las religiones (en cualquier caso, habrá que distinguir entre los «documentos originarios» de cada religión y la religiosidad popular tal como se practica). Las religiones ven el sufrimiento de los pecadores (dado que, en definitiva, todos somos egoístas) como la cosa más normal del mundo, pero también se plantean el problema del sufrimiento de los inocentes, no debido a la propia necedad o complicidad. Ahí es donde surge la protesta. En ese punto la conciencia de Dios no sabe qué partido tomar. Un «pagano» como Tácito puede observar complacido, cómodamente sentado en tierra firme, el espectáculo terriblemente emocionante de unos marineros a punto de hundirse en medio de un huracán. Considera este hecho una «experiencia maravillosa»: «suavi mari magno...». También la razón ilustrada tiende a considerar como vulgar y falta de talento la tragedia que «se» monta en torno al sufrimiento humano. No es casual que la razón ilustrada sea la madre de nuestra burguesía occidental. En particular, los griegos y los romanos no se preguntan por las causas del sufrimiento. A este respecto tienen un papel importante sus ideas sobre el destino: el sufrimiento es un hecho. Su único problema es saber qué actitud conviene adoptar frente al mismo. Pero precisamente en la praxis que recomiendan frente al sufrimiento se ve cuáles son para ellos las causas del sufrimiento: su visión de la nobleza del ser humano. Israel y los judíos explican, en cambio, el sufrimiento sobre todo como consecuencia del pecado del hombre. El único problema es el del sufrimiento inmerecido, el cual —tras muchas polémicas— se considera finalmente
como un sufrir de y por los otros, por una causa justa, como sacrificio expiatorio por los pecados ajenos. Apoyados en su idea del hombre —la prioridad griega del espíritu sobre lo corporal, la prioridad romana de la prosperidad y el éxito de la familia y del Estado romano—, los griegos y romanos interpretan el sufrimiento como un duro y necesario aprendizaje (a veces predeterminado por Dios mismo) que conduce al hombre a la sabiduría, la auténtica humanidad, la fama y el éxito. Si nos atenemos a lo que dicen sus pensadores más cualificados, los griegos y romanos protestan contra la injusticia, pero no contra el sufrimiento en cuanto tal. El sufrimiento no es deseable (pese a la vena un tanto masoquista de algunos cínicos), pero no tiene remedio: no se protesta contra el Hado ni contra la Madre Naturaleza. Sin embargo, los hombres deben dar un sentido al sufrimiento. Los griegos lo hacen en un plano «antropológico»: la aristocracia ética del espíritu relativiza el sufrimiento; los romanos, en un plano sociopolítico: el sufrimiento forma parte de los sacrificios que un romano debe ofrecer para obtener abundantes cosechas, para ser un hombre valeroso y, sobre todo, por causa de Roma. El «sufrimiento por algo» se interpreta en clave humanista, no religiosa, si bien se admite que así lo han dispuesto los dioses; los «paganos» no sufren por Dios ni por su causa. Israel, por el contrario, ve en el sufrimiento inmerecido un sufrir por una causa justa, la de Dios. En ambos casos —Israel y los griegos y romanos—, la última palabra la tiene el bien, no el mal y el sufrimiento. Israel es especialmente sensible al sufrimiento ajeno, del pueblo; si exceptuamos a los epicúreos y, sobre todo, a Virgilio, los griegos y romanos muestran poca o ninguna compasión, pues ven en ella un signo de debilidad humana y falta de virtud. La literatura de Israel, en cambio, habla principalmente del sufrimiento de los débiles, de los «oprimidos». Lo que sabemos sobre el sentido que griegos y romanos daban al sufrimiento nos lo dicen unos «aristócratas», no el pueblo que sufre. La voz del esclavo Espartaco, que se rebeló contra el humillante trabajo forzado, no es tenida en cuenta. Se trata del sufrimiento de «filósofos» y sabios aristocráticos. Al mismo tiempo, la actitud de los filósofos posclásicos, especialmente los cínicos, y de los sabios estoicos y algunos epicúreos, frente al problema del sufrimiento, los cuales optan voluntariamente por la pobreza, la renuncia y una vida al margen de la sociedad, es una crítica social contra la vida de los patricios de la época. En Israel y en Roma desempeñaba un papel importante el sentido del derecho y la justicia; lo mismo ocurre entre los griegos, pero más por consideraciones ontológicas globales que por una conciencia humana de justicia. A excepción del estoicismo, nadie pretende presentar el sufrimiento como apariencia e ilusión, y menos aún el judío, quien se duele crudamente ante Dios. Judíos, griegos y romanos tienen una visión del sufrimiento que es consecuencia de las estructuras y abusos sociales. Por el contrario, los profetas de Israel elevan una protesta religiosa partiendo de su idea de Dios. Los griegos sitúan el problema en un plano racional, argumentando y discutiendo sobre la forma más perfecta de sociedad y go-
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bierno, de acuerdo con su concepción antropológica griega. Los romanos están mucho menos interesados por tales temas: las antiguas y sólidas leyes romanas y la virilidad del pueblo los eximen de esa tarea. Sin embargo, todos ellos, en especial los griegos, albergan cierto «pesimismo», cierto sentido de tragedia, en torno a lo que es el hombre. Las religiones orientales consideran el sufrimiento como producto no tanto de situaciones «objetivas» cuanto de la forma en que el hombre afronta tales situaciones. Dudan menos aún que otras religiones de la situación objetiva, incluso social. El objeto de su crítica es el hombre personal en todas sus situaciones, es decir, su «postura». Para eliminar realmente el sufrimiento han ensayado diversas modalidades concretas de praxis, mediante las cuales el sufrimiento es vencido en el ámbito personal, aun cuando la situación «objetiva» siga siendo la de siempre y su praxis contra el sufrimiento haya sido pensada en un «sistema» dado sin someterlo a crítica. Si bien existe siempre el peligro de caer en un individualismo salvífico (de tipo «elitista»), las religiones orientales han solventado tal riesgo mediante una solidaridad con la «salvación personal» del prójimo, idea difícil de entender para la mentalidad occidental. Esto resulta aún más sorprendente si se tiene en cuenta que la vivencia occidental del yo —expresada en el concepto de «persona»— parece más desarrollada que el yo oriental. Así parece, pero se trata sólo de una fórmula diferente de expresar lo que para el hombre oriental es el yo. Sin embargo, no podemos olvidar que para los asiáticos el statu quo de la sociedad constituye el inevitable marco de referencia (dharma) en que debe llevarse a cabo la praxis encaminada a vencer personalmente el sufrimiento. Para estas religiones, la visión marxista es un desafío a vida o muerte. La cuestión es si el hinduismo y el budismo pueden hacer frente a tal desafío permaneciendo fieles a sí mismas. En este punto el cristianismo parece gozar de mayor flexibilidad, razón por la cual a algunos, instintivamente, no les parece «de fiar». La religiosidad árabe musulmana constituye un problema por sí misma. Afirmar a priori que «Dios siempre tiene razón» (lo cual es en el fondo una verdad infalible desde el punto de vista religioso) resulta arriesgado en labios humanos. También los fascistas proclamaban: «IkDuce ha sempre ragione», nuestro glorioso caudillo Mussolini tiene siempre razón. Pocas religiones han admitido este principio a priori, sin someterlo a crítica, incluso a propósito de Dios. Al igual que las demás religiones, el Islam conoce la protesta contra el sufrimiento de los inocentes y débiles. La omnipotencia de Dios, que tiene todo bajo su control (aunque no sepamos exactamente cómo), es para los árabes una convicción firme e inconmovible. El árabe es «un hombre paciente», pero su «paciencia casi fatalista» resulta a menudo más fuerte que muchas impaciencias activistas, en las que el árabe ve (generalmente con desprecio) simples aspavientos volubles. Sin embargo, esta sabiduría árabe es «desconfiada» y no está dispuesta a ser guardiana de su hermano (las condiciones de vida en el desierto tampoco invitan a adoptar semejante actitud). Por lo demás, hay un refrán que dice: «La caridad bien entendida empieza por uno mismo».
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El sufrimiento tiene de hecho más aspectos explicables racionalmente que los que se conocían en el pasado. Tanto las religiones como el marxismo han desempeñado una función importante en este punto. Resulta necesaria y urgente una explicación religiosa y racional del tema, precisamente para aclarar nuestra propia realidad humana. Sin embargo, el sufrimiento tiene también dimensiones inaccesibles para la razón. Existe el sufrimiento de nuestra propia finitud, el sufrimiento permanente debido a la inevitable tensión entre naturaleza y hombre (la historia humana): el niño nacido con malformaciones, la soledad de tantos hombres, el sufrimiento de la muerte, el de la culpa. Tanto el creyente como el hombre «secular» chocan con problemas de extrema gravedad. Epicuro formuló con exactitud (aunque de manera algo complicada) las grandes dificultades que este tema plantea al creyente: «O Dios quiere eliminar el mal del mundo y no puede, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede, es impotente. Si puede y no quiere, no nos ama. Si ni quiere ni puede, no es el Dios bueno y además es impotente. Si puede y quiere, que es lo único que conviene a Dios, ¿de dónde proviene entonces la existencia del mal y por qué no lo impide?» 60 . Epicuro plantea el problema de Dios mediante un frío silogismo y utiliza para ello un concepto discutible —fundado en un apriori humano— de lo que debe ser la omnipotencia y el amor de Dios, pero su argumentación expresa profundamente la impotencia teórica de la razón humana ante el mal y el sufrimiento. También Kant, citando este célebre texto, utiliza a Epicuro para criticar a los pensadores de la Ilustración que pretendían conciliar teóricamente el mal y el sufrimiento con Dios recurriendo a la armonía del mundo (para nosotros misteriosa). «Si la armonía que veis en el mundo exige como fundamento vivo una sabiduría en consonancia, habéis de admitir que el mundo, en gran parte, no depende de tal sabiduría, pues más de la mitad de él presenta incongruencias y desviaciones repulsivas»61. La razón teórica del hombre fracasa ante el sufrimiento. Si quiere seguir desempeñando su función crítica y liberadora, es preciso que el pensamiento crítico del hombre creyente y del no creyente acepte constantemente el recuerdo desafiante de la historia del sufrimiento humano y preste siempre atención a la historia de los hombres que sufren. Para el hombre no religioso es igualmente fuerte el desafío del hombre que sufre. En nuestro mundo secularizado la historia no es ya larva Dei, «máscara de Dios», sino «máscara del hombre», larva hominum: el hombre ha sido elevado a la categoría de señor de la historia y creador del futuro. En consecuencia, situado ante una historia de sufrimiento que no ha llegado a su término, debe asumir su propia responsabilidad. La teodicea (justificación de Dios) se transforma por sí misma en antropo-dicea, como ocurre en el «homo homini lupus» de Thomas Hobbes; por otro lado, la acusación contra Dios o la crítica de la religión se convierten ahora en crítica del hombre y de la sociedad. Como afirma Jean Jacques Rousm 61
Epicuro (ed. O. Gigon; Zurich 1949) 80. E. Kant, Manuel des Optimismus, en Gesammelte Schriften, op. cit., 238-239.
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seau, no hay que pedir responsabilidades a Dios, sino al hombre, pues es el hombre quien construye para bien su propio mundo o lo destruye. No podemos —dice Rousseau ante una dolorosa experiencia como el terremoto ocurrido en Lisboa en 1755— «hacer especulaciones metafísicas», sino que debemos «pensar históricamente» y preguntar por qué centenares de miles de hombres se han concentrado en un lugar como Lisboa ta . El terremoto de Lisboa —concluye Rousseau— no debe plantear cuestiones de teodicea, sino llevar a elegir otra política cultural. Así como en el pasado el problema de la teodicea escondía una sutil técnica de disculpa y era la búsqueda de una coartada, en las modernas circunstancias seculares advertimos una análoga «estrategia de inmunización» 63. Es cierto que hoy se aceptan las consecuencias de la «muerte de Dios» y de la elevación del hombre a la categoría de sujeto de la historia: el hombre es considerado responsable de la historia del sufrimiento humano. Sin embargo, y en esto consiste la nueva maniobra de diversión, «el hombre» —autor del mal— toma ahora el rostro del otro, del prójimo: el adversario y enemigo. El «totalmente Otro» ideal —Dios—, en quien antes se descargaba la última responsabilidad, se ha perdido de vista. Lo que antes podía interpretarse como una «cuestión de política exterior, trascendente», como un combate del hombre contra su Dios (en términos de teodicea o de acusación contra Dios), ahora es una cuestión «de política interior»: un combate intramundano del hombre contra el hombre, un conflicto entre hombres. De hecho, cuando desaparece el chivo expiatorio trascendente, aparece otro inmanente al mundo. Así surge el conflicto entre unos hombres que han convertido el mundo y la historia en la dolorosa realidad actual y otros (en cuyo grupo siempre nos contamos) que quieren crear un mundo mejor, distinto, y que acusan a «los otros» de haber hecho de nuestro mundo una historia de sufrimientos. Cuando aparecen el mal y el sufrimiento, hoy siempre se echa la culpa al hombre, pero un hombre que es «el otro», el enemigo, el «no yo» o «no nosotros». Es evidente la táctica de la disculpa, del recurso permanente a la coartada. Esto implica además que «el otro» es siempre el enemigo dominante, pues una filosofía de la historia que hace responsable al hombre del sufrimiento humano y a la vez procura exonerarse de su propia responsabilidad, no puede prescindir del dominio del «otro», un dominio todavía intacto, aunque condenado a desaparecer-, tal es el apriori de esa filosofía de la historia m. Prueba de ello son ciertas «teorías críticas de la sociedad» que identifican el chivo expiatorio de la historia humana de sufrimientos con un capitalismo residual, arrinconado en un callejón sin salida, pero
todavía dominante. Evidentemente, se sigue buscando un culpable al que hacer responsable de tanto sufrimiento. Al parecer, no se cae en la cuenta de que el futuro mejor de las generaciones venideras equivale de hecho, al menos para las generaciones actuales, a un «más allá» similar al cielo que los oprimidos esperaban en la época «precrítica». De ahí que el «gran rechazo», la «gran alternativa» o la «revolución radical» tampoco son una solución plausible al escándalo que de hecho nos produce el cúmulo de sufrimientos padecidos por el hombre a lo largo de la historia.
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Cf. H. Weínrich, Das Erdbeben, op. cit., 74-76. El término procede de K. Popper, Conjectures and Refutations (Londres 1963) 37, y de H. Albert, Traktat über kritische Vemunft (Tubinga 1968) 129. 64 O. Marquard, Beitrag zar Philosophie der Geschichte des Abschieds von der Philosophie der Geschichte, en Geschichte. Ereignis und Erzahlung (Poetik und Hermeneutik 5; Munich 1973) 241-250, espec. 245. 63
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LA HISTORIA ES UNA «EKUMENE» DE SUFRIMIENTO SECCIÓN SEGUNDA
REDENCIÓN Y LIBERTAD
CAPITULO PRIMERO
DIOS NO QUIERE EL SUFRIMIENTO
DEL
HOMBRE
Si se atiene a su propia experiencia, nadie negará que hay determinadas formas de sufrimiento que enriquecen positivamente al hombre y sus facultades humanas e incluso pueden madurar su personalidad haciéndola mejor y más juiciosa. Un hombre madurado en el sufrimiento suscita admiración, infunde respeto e impone silencio: posee la experiencia de una sabiduría apacible, basada en la vida. Un mundo sin sufrimiento ni dolor, e incluso sin graves preocupaciones, sería un mundo deshumanizado, un mundo de «robots», ajeno a la realidad. No sin razón, en casi todos los idiomas la humanidad habla de «escuela del sufrimiento». En nuestro mundo humano, las cosas grandes van acompañadas de sufrimiento. Además, soportar cierta dosis de sufrimiento hace al hombre más sensible para con los demás. El amor y la ternura, por ser apertura al prójimo, significan capacidad de sufrimiento: vulnerabilidad. Al analizar la postura de los estoicos, que creían estar por encima del sufrimiento, vimos que rechazaban consecuentemente la compasión hacia el hombre que sufre. Desconocían el sufrimiento, pero también... el amor. El amor del creyente a Dios conoce asimismo momentos de sufrimiento. No todo sufrimiento es absurdo. Así lo enseña la experiencia, como se ve en la historia de la humanidad. Además, cierta dosis de sufrimiento transforma al hombre, a ^nosotros mismos y a los demás, no sólo en lo que respecta a cosas pequeñas, sino especialmente cuando se sufre por una causa buena, justa o santa, que llega al fondo del corazón. Pero la experiencia nos dice que esto no es un sufrimiento que se elija o se busque. Lo que se elige es la causa a la que nos entregamos por completo. Tal es la vocación: fidelidad al bien, algo que nos atrae y que consideramos digno de esfuerzo, que compensa el sufrimiento inherente al compromiso. Sufrir significa, pues, también una implicación fáctica de la vocación y dedicación a una causa buena y justa (el prójimo, Dios). En este sentido, el sufrimiento es, por una parte, algo no buscado y, por otra, algo asumido voluntariamente como posible consecuencia de un compromiso concreto. En este tipo de sufrimiento, el hombre no se centra en sí mismo ni en su propio sufrimiento, sino en la causa por la que se compromete. Esto vale también para él compromiso religioso, que
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se vive como ofrenda de amor y que para el cristiano significa participar en los sufrimientos de Jesucristo (2 Cor 1,5). A pesar de todas estas consideraciones legítimas, existe en nuestra historia un exceso de sufrimiento y de mal, una exuberancia salvaje de dolor, que se resiste a cualquier explicación e interpretación. Es demasiado el sufrimiento inmerecido y absurdo para poder racionalizarlo en clave ética, hermenéutica y ontológica. Hay un sufrimiento que no puede soportarse ni siquiera «por una buena causa», en el que los hombres, sin «razón» alguna, son simplemente víctimas de la brutalidad de una causa malvada que beneficia a otros. Además, este sufrimiento recorre de principio a fin la historia humana; es el hilo rojo que permite reconocer cada fragmento histórico precisamente como historia humana: la historia es «una ekumene de sufrimiento» '. Debido a su amplitud y densidad históricas, el mal y el sufrimiento constituyen el punto oscuro de nuestra historia, un punto que nadie puede borrar mediante explicaciones o interpretaciones capaces de situarlos en un conjunto que les dé un sentido racional. ¿Quién osaría afirmar que Buchenwald, Auschwitz o Vietnam (o mil lugares más) tienen un puesto coherente en el plan divino que —como creemos los cristianos— dirige nuestra historia? Desde luego, nadie que valore el hecho de ser hombre y ser tratado como tal. Y aún no hemos dicho nada sobre el sufrimiento inmerecido de tanta gente anónima que vive a nuestro lado, en nuestro entorno más cercano, ni tampoco de nuestro posible sufrimiento incomprendido. Nosotros no podemos justificar a Dios. Naturalmente, no somos Dios y concebimos la omnipotencia y bondad de Dios con nuestros pobres conceptos humanos. Todo eso es verdad, pero no por ello es menos real la negatividad de la escandalosa historia del dolor humano. El sufrimiento y el mal pueden provocar escándalo; sin embargo, no son un problema, sino un misterio insondable, teóricamente inexplicable (a menos que lo reduzcamos —contra toda experiencia humana— a un determinado sector dominable por la ciencia y la técnica). Un problema se puede objetivar, contemplar a distancia, y así cabe una explicación distanciada. Pero el sufrimiento y el mal de nuestra historia humana son también mi sufrimiento, mi mal, mi agonía y mi muerte. No se pueden «objetivar». En un capítulo emocionante de Los hermanos Karamazov, Dostoievski hace decir a Iván que, si este mundo magnífico, con sus cosas admirables y hechos grandiosos, debiera costar una sola lágrima a un niño inocente, él se negaría a aceptar con agradecimiento esa maravilla de manos de Dios. La razón humana no sabe qué hacer con el dolor y la maldad que llenan la historia. Aquí fracasa el logos humano, la racionalidad del hombre: éste no encuentra ninguna explicación. 1 La formulación procede de J.-B. Metz, en J.-B. Metz y J. Moltmann, geschichte. Zwei Meditationen zu Markus 8,31-38 (Friburgo 21975) 57. El vuelve a tratar Metz en su libro posterior La fe en la historia y la sociedad Ed. Cristiandad, 1979) 129-145: «Redención y emancipación» (la edición Glaube in Geschichte und Gesellschaft, es de 1977).
Leidenstema lo (Madrid, original,
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DIOS NO QUIERE EL SUFRIMIENTO DEL HOMBRE
Si la facultad explicativa e interpretativa del hombre no logra dar una explicación satisfactoria al sufrimiento y al mal, ¿no deberían preguntarse la lógica y los ideales si la praxis humana es capaz quizá de ofrecer una solución? Como respuesta a esta pregunta debemos comenzar por admitir que, si no somos capaces de justificar el mal y la inconmensurable cantidad de sufrimiento inmerecido ni tampoco de explicarlos como reverso inevitable del proyecto fundamental de un Dios que quiere el bien, entonces lo único que cabe, frente a esa historia de sufrimiento, es una praxis de resistencia, una acción empeñada en dirigir la historia hacia el bien. Se trata, además, de una tarea urgente. Podemos negarnos a conceder al mal todo derecho a la existencia partiendo de que no tiene tal derecho, negarnos a dar una respuesta teórica global a lo que se nos presenta como la realidad tenebrosa del mal en sus proporciones y deformidades históricas concretas, pero tal actitud no será consecuente ni coherente si tal negativa no va unida a un compromiso efectivo de resistencia frente a todas las formas de mal. Esto significa que debemos negarnos a reconocer al mal todo derecho a la existencia también en la práctica, tomando partido por el bien y negándonos a situar al mal en un plano de igualdad con el bien. El hombre no es capaz de explicar teóricamente el sufrimiento y el mal, pero el recuerdo de los sufrimientos concretos que registra la historia es un elemento estructural de la razón humana o de la racionalidad crítica 2 . La historia de esos recuerdos concretos será un estímulo para la razón práctica que tiende a ser efectivamente liberadora. La razón humana no puede borrar sin más esos recuerdos si quiere seguir siendo razón crítica. Cabe preguntar si esto significa también que ese cometido práctico del hombre, que aparece en tantos relatos de experiencias de contraste habidas a lo largo de la historia humana del sufrimiento, puede llegar a alcanzar un éxito en sus objetivos. De hecho, la praxis humana de resistencia al mal está sometida también a la crítica, por lo menos en su pretensión de totalidad, y no por medio de una teoría cualquiera ni de la fe religiosa y cristiana, sino de una realidad de experiencia, una parcela de nuestra propia existencia: esa tensión insoslayable entre «naturaleza» e «historia» de que está hecha la vida pasajera del hombre, una dialéctica de la que la muerte es sólo su exponente extremo, la situación límite. Por eso, en el plano de nuestro proyecto de un futuro terreno, humano, nos encontramos siempre con el fracaso final de nuestra resistencia práctica al mal. Sobre todo, la muerte nos demuestra que es ilusorio lograr en la tierra una salvación verdadera, perfecta y universal para todos y cada uno de los hombres. Sin embargo, la salvación del hombre no es verdadera salvación si no es universal y perfecta. Mientras junto a nuestra felicidad personal siga habiendo, cerca o lejos de nosotros, sufrimiento, opresión y desventura, mientras el precio de nuestro bienestar sea el dolor ajeno, no se puede hablar propiamente de salvación. 2 Cf. J.-B. Metz, ha théologie a «l'áge critique», en he service théologique dans l'Église (Hom. Y. Congar; París 1974) 131-148, espec. 145. Cf. id., La fe en la historia, op. cit., 192-212.
LA FE DA UN SENTIDO NUEVO A NUESTRA PRAXIS
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Todo esto significa que no podemos buscar en Dios el fundamento del sufrimiento, aunque éste lleve al creyente a una evidente confrontación con Dios. Al gunos teólogos quieren basar la necesidad de una redención divina
recurriendo a la idea —teológicamente discutible— de que Dios es el principio que fundamenta la vida y el que la aniquila; la crisis permanente de nuestra existencia humana tiene su raíz en la paradoja de Dios —fascinosum y tremendum—: el principio que fundamenta nuestra existencia es, al mismo tiempo, el que la pone en peligro, es decir, Dios mismo 3 . No voy a negar que esta idea es fundamental en muchas religiones y también, al principio, en Israel. La avalarían muchos textos veterotestamentarios: Yahvé es un «Dios que da la muerte y la vida» (1 Sm 2,6). Pero, como hemos visto, Israel terminó por rechazar rotundamente esa primitiva idea de Dios. Dios es pura positividad, quiere que el pecador viva, no que muera. Inicialmente se pensaba que Dios era el principio de la vida y de la muerte. Esto respondía a la acertada intuición de rechazar un dualismo metafísico que atribuía el bien a Dios y el mal a un «primer principio» maligno. Tal concepción no es conciliable con la fe religiosa en Dios ni, en particular, con la fe yahvista. Si Dios es definido simultáneamente y por igual como «poder que da la vida» y «poder que da la muerte», se destruye sin remedio y «de raíz» la fuerza crítica y productiva de la religión. Entonces depende del capricho de Dios que sea la salvación o la perdición la que diga la última palabra. Así, la libertad divina, de la que el hombre no puede disponer, es definida en términos humanos, demasiado humanos, como una libertad finita de decisión entre el bien y el mal. Si se admite la correcta intuición subyacente a ese antidualismo de la antigua religión hebrea y de las religiones en general, se admitirá también la correcta intuición del dualismo persa al afirmar que «Dios» puede ser únicamente pura positividad, «primer principio» del bien, pero de ningún modo causa del mal. Dios es autor del bien y enemigo del mal, lo cual no significa que se deba buscar un «fundamento» no dualista del mal. Sería conveniente recordar que la fe no descalifica a la razón humana y su praxis liberadora, para luego, una vez que ha demostrado su incapacidad, atribuirse el honor de ofrecer una solución correcta. La fe no culpa al hombre de su incapacidad teórica y de su fracaso práctico frente al mal y el sufrimiento. Esa constatación dolorosa, esa «inculpación» proviene de nuestra propia experiencia humana y de nuestra razón crítica. La fe religiosa quiere, por el contrario, redimirnos de esa experiencia fatal y dar un sentido nuevo a nuestra praxis, venciendo su incapacidad y abriéndonos una nueva posibilidad que tiende a Dios como fuente: en virtud de la memoria de Jesús, proclamada como historia de un Crucificado gracias al cual se concede un futuro a los fracasados de la historia; y fracasados 3 Esta es la tesis fundamental —en mi opinión, incomprensible— de R. Schaffler, Religión und kritisches Bewusstsein (Friburgo-Munich 1973). Se trata de una definición de Dios en determinadas religiones, pero no del concepto cristiano de Dios.
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somos todos, incluso los que (de momento) aparecen como vencedores a costa de los vencidos. El mensaje cristiano no explica el hecho del mal ni de nuestro sufrimiento. Esto nos gustaría dejarlo claro desde el principio. También para el cristiano representan una realidad opaca e incomprensible a la que hay que oponerse. El cristiano tampoco puede sostener —sacrilegamente— que Dios mismo exigió la muerte de Jesús como compensación por lo que nosotros hacemos de nuestra historia. Esta mística sádica del sufrimiento es ajena al menos a las tendencias más genuinas de la tradición cristiana. Tampoco se puede, como pretende J. Moltmann 4 , solucionar el problema del sufrimiento, «perpetuándolo» en Dios, a fin de otorgar así cierto lustre al sufrimiento. Según Moltmann, Jesús no sólo es solidario con «los publícanos y pecadores», con los marginados y los rechazados, no sólo lo ha identificado Dios con los marginados, sino que lo ha rechazado convirtiéndolo en víctima de nuestros pecados. Lo problemático de esta tesis es que así se atribuye a Dios lo que sólo la injusticia humana hizo a Jesús. De algún modo se busca en Dios la causa, la razón o el motivo de la muerte de Jesús. En mi opinión, la soteriología o doctrina sobre la redención toma así un camino equivocado, pese a la idea —profunda y correcta— de que Dios es el que, por antonomasia, sufre por los demás, preocupado de nuestra historia. Creo que en este punto convendría preguntar a Tomás de Aquino. Es verdad que ha sido poco estudiado y raras veces entendido y que él mismo no aplicó consecuentemente su principio filosófico y teológico fundamental a la soteriología cristiana; no obstante, en mi opinión, es uno de los pocos que han sabido abrir una perspectiva relativamente satisfactoria, dejando las zonas oscuras en su incomprensibilidad. Tomás, que subraya como nadie la prioridad del carácter positivo y universal de la «causalidad primera» de Dios, se atreve a escribir como teólogo: «La causa primera de la privación de gracia está en nosotros» s ; pero afirma como filósofo: «Aunque Dios es causa de la voluntad al haberla creado de la nada (habla de la voluntad humana), esto no significa que, por haber sido producida de la nada, sea una realidad dependiente absolutamente de su causa, sino que es una realidad autónoma; por consiguiente, los fallos provenientes de la voluntad en cuanto realidad oreada de la nada no deben ser achacados a una causa distinta a ella misma» 6 ; por tanto, la finitud es, 4 J. Moltmann, Der gekreuzigte Gott (Munich 1972; ed. española: El Dios crucificado, Salamanca 21977); de todas formas, hay que admitir que Moltmann expone aquí ciertas tendencias típicamente luteranas. Cf. también T. van Bavel, De lijdende God: TvTh 14 (1974) 131-150. ' «Defectos gratiae, prima causa est ex nobis» (Sumtna Theologiae, I-II, q. 112, a.3 ad 2). 6 «Quamvis Deus sit causa voluntatis faciens eam ex nihilo, hoc tamen quod est ex nihilo esse non habeat ab alio, sed a se; et ideo defectus qui sequitur eam secundum quod est ex nihilo, non oportet quod in ulteriorem causam reducatur» (In II Sent., d. 37, q.2, a.l ad 2).
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por así decirlo, la «causa primera». Si se me permite la expresión, desde el momento en que una criatura llega a la existencia, existe la -posibilidad (no la necesidad) de una iniciativa negativa de la finitud. En unas categorías un tanto ajenas a nosotros, Tomás de Aquino formula unas profundas intuiciones existenciales que, aunque no explican teóricamente el sufrimiento humano (es decir, no lo armonizan con la divinidad de Dios ni con nuestra humanidad concreta), remiten a la profundidad insondable en que deben situarse: por una parte, la profundidad inescrutable del misterio de Dios; por otra, la profundidad negativa que la finitud y la libertad finita pueden implicar. Para Tomás no tiene sentido, desde el punto de vista filosófico, buscar en Dios una causa concreta, un principio o motivo del mal y del sufrimiento, los cuales, si bien no son una consecuencia necesaria de nuestra finitud, tienen en ella la fuente principal de su posibilidad. La negatividad no puede tener causa ni motivo en Dios. Y tampoco podemos buscar un porqué divino de la muerte de Jesús. Por tanto, deberemos decir que hemos sido redimidos no gracias a la muerte de Jesús, sino a pesar de su muerte. Por otra parte, tampoco podemos afirmar con verdad que Dios Creador no es, por decirlo de algún modo, consciente de lo que pueden hacer de la historia unos hombres finitos y libres en un mundo y en una naturaleza finitas; el hecho adquiere proporciones gigantescas ante nuestros ojos: una historia de sufrimientos que desgarra el corazón de muchos hombres. La «iniciativa» del ser finito (escribo iniciativa entre comillas), una iniciativa que procede exclusivamente —de manera originaria a pesar de su deficiencia— de la finitud sin concurso alguno de Dios, una iniciativa negativa que incidentalmente aparece en una existencia humana sostenida positivamente por Dios, no da nunca jaque mate a Dios; y esto lo sabemos, a mi juicio, no por un «concepto» general de Dios, sino por el «Dios de Jesús», o sea, por la fe cristiana en la resurrección de Jesús. De lo cual se deduce que Dios trasciende esos aspectos negativos de nuestra historia no ya porque los permite, sino porque los supera, los hace «no sucedidos»: ia resurrección de Jesús es por su naturaleza (aparte otros aspectos y significados) una corrección, un triunfo sobre la negatividad del sufrimiento y de la muerte. Desde el punto de vista bíblico y cristiano se trata —para quien piensa con categorías históricas— no de una «permisión divina» del mal y del sufrimiento inmerecido (que se debe a la iniciativa propia de la finitud), sino de la victoria de Dios sobre la iniciativa del ser finito. Sólo así, en cuanto triunfo, podemos afirmar que los aspectos negativos de nuestra historia repercuten indirectamente en el plan salvífico de Dios: Dios es el Señor de la historia. De ahí que Marcos diga intuitivamente: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho» (Me 8,31). Nunca podremos explicar (como tampoco pudo hacerlo Marcos) el significado histórico-salvífico de ese «tener que» divino. Por un lado, significa que el hombre ha sido redimido por medio de Jesús a pesar de su muerte, vista como negatividad y rechazo humano del mismo Jesús, lo cual constituye uno de los muchos aspectos de nuestra historia humana de sufrimiento; por otro, significa que ese «a pesar
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de» ha sido superado por Dios no porque lo haya permitido por condescendencia, sino porque, a través de la resurrección de Jesús de entre los muertos, ha vencido y aniquilado el sufrimiento y el mal, de modo que la expresión «a pesar de la muerte» dice demasiado poco. Sin embargo, nuestros conceptos se quedan cortos para expresar, con categorías finitas adecuadas, lo que se esconde tras ese «demasiado poco». Hay «algo más» que aparece claramente expresado en la negativa de Jesús a buscar un culpable. Los judíos le preguntan: «Maestro, ¿quién tuvo la culpa de que naciera ciego: él o sus padres?». Jesús responde: «Ni él ni sus padres. Está ciego para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9,2-3). Dios va más allá de lo que la «finitud» puede hacer por sí misma, sin el concurso de Dios: traer a nuestra historia el sufrimiento y el mal. El «misterio de la iniquidad», cuya fuente es la profundidad insondable de nuestra historia de libertad en constante tensión con la naturaleza, es evidentemente menor que el «misterio de la misericordia» divina, manifestación de lo que Dios es en sí mismo: el Padre es mayor que cualquier sufrimiento, porque lo vence al hacerse solidario con nuestra salvación; mayor también que la incapacidad teórica y práctica de las criaturas para vivir la realidad más profunda como un don que merece nuestra confianza más absoluta. Sin embargo, no estamos en condiciones de conciliar teóricamente ambos aspectos, porque no podemos penetrar en la profundidad de lo que puede (no que debe) significar la negatividad de la «finitud» y de lo que significa la positividad esencial de Dios. Conscientes de que Dios no desea el sufrimiento del hombre, sino que quiere superarlo dondequiera que se manifieste en la historia (tal vez no nos damos cuenta de que Dios actúa con una sabiduría y una bondad que no somos capaces de determinar a priori ni de deducir de la propia naturaleza divina), debemos atenernos a nuestra historia (en la que Jesús se ha manifestado) para, como cristianos, poder hablar con sentido de redención y liberación. Dios quiere la salvación del hombre y, por tanto, el triunfo sobre su sufrimiento. El Nuevo Testamento dice con audacia y realismo: «Procurad pareceros a Dios» (Ef 5,1), a ese Dios del que Jesús nos ha dicho que propugna todo lo que es bueno y da felicidad y se opone al caos, al mal y la injusticia: el Dios creador que lucha contra Leviatán en todas sus manifestaciones históricas. La tarea concreta que de esto se deriva para los cristianos debe hallar su inspiración y orientación, por un lado, en el evangelio de la salvación de Dios en Jesús y, por otro, en la idea que hoy tenemos sobre la autenticidad y bondad, la felicidad y libertad del ser humano.
CAPITULO II
DIMENSIONES
DE LA SALVACIÓN
DEL
HOMBRE
I ¿QUE ES EL HOMBRE?
¿Qué es un hombre auténtico y bueno, feliz y libre, según la idea que hoy posee la humanidad, una humanidad atenta a un futuro mejor con el que ha soñado desde siempre? ¿Qué es una existencia humana digna de ser vivida? Hoy somos más modestos a la hora de determinar positivamente en qué consiste ser hombre. Ernst Bloch escribe: «El hombre no sabe todavía lo que es, pero sí puede saber lo que, en su condición de ser alienado, no es y, por consiguiente, no quiere (o, al menos, no debe) seguir siendo» 7. No disponemos de una definición de la existencia humana: para los cristianos se trata no sólo de una realidad futura, sino escatológica. Hay quienes dan la impresión de poseer una idea exacta al respecto, una imagen perfectamente definida del hombre y de la sociedad futura, una «teoría global de la salvación». Se trata de un sistema dogmático que, de forma bastante paradójica, parece tener más importancia que el propio hombre. Pero esa concepción totalizante conduce necesariamente a una praxis totalitaria que se reduce a una cuestión de aplicación, de tecnología y estrategia. Por otro lado, todos aquellos que no aceptan o no aplican ese concepto de hombre son considerados lógicamente enemigos de la verdadera humanidad (postura que adoptan también algunos cristianos). Actualmente somos más modestos en este punto. La naturaleza, el «orden de la creación» y la evolución no nos ofrecen criterios para determinar en qué consiste vivir auténticamente y realmente como hombres buenos y felices y, por consiguiente, en qué consiste un comportamiento sensato y éticamente responsable, en consonancia con las exigencias de la verdadera humanidad. Tampoco nos lo ofrece la llamada «naturaleza humana universal», la cual, como las plantas o los animales, estaría intrínsecamente determinada y tendería a unos objetivos prefijados; ni tampoco las versiones modernas de la misma, como el llamado «derecho natural». Si se prescinde del tiempo y del espacio, la reflexión no puede llegar a configurar una especie de sustrato general de racionalidad válido para todos los hombres. 7
Cf. R. Bloch, Philosophische Aufsatze zur objektiven Phantasie (Francfort
1%9) 18.
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DIMENSIONES DE LA SALVACIÓN DEL HOMBRE
Los estructuralistas hablan de estructuras constantes existentes en el fondo de las sociedades humanas, pero nada dicen sobre las características específicas de una sociedad determinada. Tales estructuras no se refieren directamente a la realidad, sino a los modelos que el hombre ha forjado a partir de ella. Es verdad que el estructuralismo ha puesto de manifiesto un aspecto de la realidad humana: que el hombre es un ser que elabora modelos; pero esta tendencia (consecuente con sus principios) no se pregunta si tales modelos responden a la realidad. (De todos modos, el estructuralismo incurre a menudo en la incoherencia de traspasar las fronteras filosóficas, como es el caso de Lévi Strauss, quien afirma que la verdad relativa de todos los modelos consiste en que son tentativas, más o menos acertadas, que el hombre realiza para encubrir una existencia gris y carente de sentido. Por de pronto, esto es una concepción filosófica que supera los límites del estructuralismo como ciencia). El estructuralismo excluye al sujeto humano y, por tanto, no ofrece criterio alguno para determinar qué tipo de sociedad responde a la dignidad del hombre. Por su parte, el existencialismo ha analizado los «existenciales», es decir, las situaciones fundamentales de la vida humana: angustia, desesperación y esperanza, sufrimiento, muerte y felicidad, caducidad y culpa. Todos estos aspectos son muy importantes en la existencia humana y están relacionados con el problema de la auténtica dignidad del hombre, pero no dan ninguna respuesta. ¿Qué base puede tener la esperanza en una humanidad auténtica, sumidos como estamos en la finitud, la culpa y el sufrimiento? Evidentemente, aquí sólo se dice de qué debemos ser liberados y para qué: para ser felices. Pero ¿cómo? ¿En qué consiste la auténtica felicidad para todos y cada uno de los hombres? Tampoco podemos estar, en fin, de acuerdo con la concepción positiva de los valores y normas. Esta puede aclarar, mediante un análisis empírico, qué normas y valores son válidos de hecho en un determinado grupo o sociedad. Tal visión sociológica es importante e incluso imprescindible, por ejemplo, para la legislación positiva, dado que su viabilidad requiere un consenso bastante amplio de los miembros de esa sociedad. Sin embargo, no podemos elevar «lo fáctico», es decir, las normas vigentes de hecho en una sociedad, las que alcanzan mayores índices en un análisis estadístico, a la categoría de norma universal de comportamiento ético y válido. Siguiendo ese principio, ciertas culturas otrora florecientes terminaron en la ruina. Sólo la conciencia crítica del hombre puede situarnos en el camino correcto. Si el hombre se caracteriza específicamente por su racionalidad, el verdadero cometido crítico del hombre consistirá en su capacidad de juzgar, de acuerdo con unos criterios, los fenómenos ambiguos que aparecen en la historia humana. El hombre es un ser enredado en historias. Su propio ser es una historia, un acontecimiento histórico, no algo simplemente dado. Y no le es posible manifestar ese ser más que en el curso de su propia historia: en la historia de la humanidad. El hombre es una libertad situada y temática, no una libre iniciativa lanzada al vacío. Salvación y humanidad, liberación, integridad en una forma de existencia autén-
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ticamente libre y humana: he ahí el tema constante de toda la historia del hombre. Una lectura idealista o materialista de esa historia no es capaz de hacer justicia al hombre. La conciencia crítica no es sólo la conciencia de que el ser concreto del hombre entraña su implicación en un conjunto de fenómenos que no muestran directamente io verdadero y io bueno, sino que a la vez lo ocultan y enmascaran, de modo que resulta necesario un criterio de valoración. Es también la conciencia de que la fuerza crítica de la razón humana depende de las circunstancias históricas en que se mueve la misma razón, lo cual exige tener en cuenta la relación existente entre la razón y las circunstancias históricas concretas. Y es la conciencia de que cabe la posibilidad de valorar erróneamente tanto el pasado como el presente y el tiempo comprendido entre ambos, puesto que todos esos momentos participan de la ambigüedad inherente a lo histórico. La razón humana es crítica —y no «dogmática» (autoritaria) o escéptica y nihilista— cuando tiene en cuenta la ambigüedad de los fenómenos que revelan a la vez que encubren la verdad y la bondad, es decir, cuando tiene en cuenta la condición histórica del pensamiento humano, así como las diferentes interpretaciones de que es susceptible el significado (en muchos casos ambiguo o equívoco) de cada época histórica: pasado, presente y períodos intermedios. Por consiguiente, la razón humana es crítica cuando no se limita a juzgar críticamente los fenómenos acaecidos, sino que es capaz de hacer una autocrítica de la razón crítica, cosa que todavía no estaba en condiciones de hacer la Ilustración del siglo xvm 8. En vez de recurrir a un esquema positivista, o a una definición filosófica de «naturaleza humana» (por ejemplo, aristotélico-tomista, spinozista o wolffiana), o a un producto históricamente necesario, impuesto por el curso profundamente racional de la historia (definición marxista del hombre auténtico y libre), debemos recurrir a lo que llamaríamos unas constantes antropológicas. Estas nos revelan unos valores humanos, pero somos nosotros quienes hemos de incorporar creativamente sus normas concretas al cambiante proceso de la historia. En otras palabras: esas constantes antropológicas indican, en líneas muy generales, unos impulsos, orientaciones y valores humanos permanentes, pero no nos ofrecen directamente normas o imperativos éticos concretos para llevar a cabo, aquí y ahora, una forma de vida humana auténtica y digna del hombre. Nos presentan una:; condiciones constitutivas que es preciso determinar continuamente (analizando e interpretando la situación específica de cada momento) y que toda praxis humana debe presuponer, so pena de envilecer, lesionar y anular al hombre, su cultura y su sociedad. Considerando las diferentes figuras histórico-sociales de la sociedad concreta y a la luz de los valores reconocidos como constantes (a tenor de la problemática propia de cada época), los hombres pueden establecer normas que regulen, a medio o largo plazo, el comportamiento humano. " W. Schneiders, Dic ivahre Aufklarung (Friburgo-Munich 1974) 189-214; W. Oclmüllcr, Wus ist heute Au¡klunmg (Dusseldorf 1972); K. Schaffler, Reunión und kritisches lkwusslsein (Friburjio Munich 1973) 31-37,
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Voy a analizar siete de estas constantes antropológicas. Las considero una especie de sistema de coordenadas, cuyo punto central es la identidad de la persona humana dentro de la cultura social. Se trata de distintos aspectos constitutivos del hombre y de su cultura que debemos tener en cuenta a la hora de establecer creativamente normas concretas encaminadas a garantizar una creciente dignidad del hombre y, por consiguiente, su salvación. II LAS COORDENADAS DEL HOMBRE Y DE SU SALVACIÓN
1.
Corporalidad humana, naturaleza y entorno ecológico
La relación de la persona humana con su propia corporalidad —el hombre es, pero también tiene un cuerpo— y, a través de ella, con la naturaleza y con el entorno ecológico es una dimensión constitutiva del ser humano. La salvación humana no se sitúa al margen de este hecho. Si en nuestra praxis no tenemos en cuenta esta relación humana, llegaremos a dominar la naturaleza o a condicionar al hombre de un modo tan unilateral que destruiremos de hecho los principios fundamentales del mundo en que vivimos y haremos imposible la existencia humana a fuerza de cometer agresiones contra nuestro medio natural y nuestra base ecológica. Nuestra relación con la naturaleza y con nuestra propia corporalidad tiene una serie de límites que debemos respetar si queremos vivir de un modo digno del hombre y —en último término— si queremos sobrevivir. El que algo sea posible no significa de por sí que nos hallemos ante una posibilidad ética, adecuada y responsable desde el punto de vista humano. Lo mismo puede decirse de la limitación física y psíquica de nuestras fuerzas humanas. Aunque no (o quizá «todavía no») podemos determinar de un modo científico-empírico dónde están exactamente los límites de la mutabilidad, condicionabilidad y resistencia del hombre, en un plano extracientífico estamos seguros de que tales límites son un hecho ineludible. Esta certeza extracientífica, pero cognoscitiva, se manifiesta de una" forma también espontánea en las protestas individuales y colectivas de personas que se consideran sometidas a presiones exageradas. No se pueden manipular arbitrariamente las necesidades básicas del hombre (como el hambre o el sexo), sus instintos (por ejemplo, la agresividad) y su corporalidad sin que se tenga la impresión de que ello constituye una violación de la bondad, felicidad y posibilidad de desarrollo del ser humano (impresión que se traduce en una oposición espontánea). La primera constante antropológica revela ya todo un ámbito de valores humanos, que exige ciertas normas capaces de garantizar una relación verdaderamente humana entre nuestra corporalidad y nuestro entorno natural: normas que debemos establecer nosotros mismos a partir de la situación concreta en que vivimos de hecho. Esto abre ya la perspectiva de unas relaciones del hombre con la naturaleza que no se limitan al valor,
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indudablemente humano, del dominio sobre la naturaleza, sino que incluyen además el valor, no menos humano, del contacto estético y solazante con la naturaleza. Los límites que establece la misma naturaleza a su manipulación técnica por parte del hombre en provecho del propio hombre nos descubren una dimensión del ser humano que no se agota en un dominio puramente tecnocrático de la naturaleza. Por otro lado, esta misma constante nos avisa del peligro de una cultura antitecnológica o antiindustrial 9 . Algunos científicos, reflexionando sobre su propia labor 10, hacen hnicapié en la importancia antropológica de la razón instrumental. La filosofía de la cultura ha llegado a la conclusión de que el hombre no es capaz de vivir en un mundo puramente natural. El hombre, para sobrevivir, debe crearse en la naturaleza un ambiente adecuado a su modo de ser, dado que no posee el refinado instinto y la fuerza de los animales. Se requiere, pues, una transformación racional de la naturaleza. Surge así un «metacosmos» (F. Dessauer), que libera al hombre de los límites propíos del mundo animal y le abre a nuevas posibilidades. Cuando apenas si se distinguía entre «metacosmos» y naturaleza, sólo un reducido estrato de la población se beneficiaba de las ventajas de la cultura, y la gran masa tenía que trabajar como esclava para liberar a una minoría de las preocupaciones materiales. Otra cuestión es si en un «metacosmos» altamente industrializado como el nuestro ha cambiado realmente la situación. De lo que se infiere que no podemos contar exclusivamente con esta primera «constante antropológica». El metacosmos proporciona al hombre un habitáculo y una morada más adecuada que el cosmos natural. Por ello, la técnica de por sí no es deshumanizadora, sino que contribuye al mejoramiento de la vida humana; es expresión de la humanización y, al mismo tiempo, condición para que el hombre alcance su plena realización. Por lo demás, es un hecho que la construcción de un «metacosmos» ha sido históricamente la condición previa para reflexionar sobre el sentido de la vida. Por otra parte, el proceso de humanización de la naturaleza no ha concluido, como podría suponerse a la vista de los progresos conseguidos por la técnica. El hombre puede modificar su situación ecológica en la naturaleza, pero sigue dependiendo de ella, como se observa especialmente cuando destruye las condi' Esta es la tendencia del libro de Th. Roszak, The Making of a Counter Culture (Nueva York 1969). 10 Véanse, entre otros, K. Tuchel, Herausforderung der Technik (Bremen 1967); C. P. Snow, The Two Cultures and the Scientific Revolution (Londres 1959); F. Dessauer, Seele im Bannkreis der Technik (Olten-Friburgo 21952); id., Streit um die Technik (Francfort 21958); C. von Weizsacker, Die Einheit der Natur (Gotinga 1971); G. Picht, Wahrheit, Vernunft, Verantwortung (Stuttgart 1969); W. Heisenberg, Der Teil und das Ganze (Munich 1969). Sobre la corporalidad del hombre en la naturaleza, cf. M. Merleau-Ponty, Structure du comportement (París 1949); id., Phénoménologie de la perception (París 1948; ed. española: Fenomenología de la percepción, Barcelona 1975); A. de Waehlens, La philosophie et les expériences naturelles (La I laya 1961); H. Bouma (ed.), De aarde is er ook nog (Wageningcn 1974); A. Gehlen, Der Mensch, seine Nii/ur und seine Stellung in der Welt (Francfort-Bonn 21966).
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LAS COORDENADAS DEL HOMBRE Y DE SU SALVACIÓN
ciones necesarias para la vida. Ahora bien, la tarea de emancipar al hombre de la naturaleza sin destruir la propia base ecológica es un objetivo eminentemente humano que no puede alcanzar al margen de la «razón instrumental». Es evidente además que los proyectos encaminados a dar un sentido y a lograr una imagen concreta del mundo y del hombre están condicionados por la razón técnico-instrumental y no se reducen al desarrollo inmanente de unas ideas. Ciertas concepciones sobre el matrimonio, el amor y la sexualidad han sido abandonadas en nuestra época (por ejemplo, en contraste con las ideas de la Biblia), debido, en gran parte, única y exclusivamente a que la ciencia y la técnica ofrecen unos medios que el hombre desconocía en el pasado. Las posibilidades técnicas permiten ver la intervención del hombre en la naturaleza, de una forma que no es la del pasado, cuando cualquier intervención era considerada una violación imprudente y, por ello, mala del orden divino de la creación. Sin embargo, existe el peligro de que el hombre crea que, por el simple hecho de contar con ciertas posibilidades y capacidades técnicas, puede y debe resolver de una forma puramente técnica todos sus problemas físicos, psíquicos, sociales y humanos. No se puede confundir, sin embargo, la interpretación tecnocrática del ideal de una vida sensata y digna del ser humano con la importancia antropológica de las ciencias y de la técnica. El carácter deshumanizador que éstas tienen a menudo no se debe a la tecnología en cuanto tal, sino a pretender solucionar el problema del sentido de un modo puramente positivista. Lo que se critica no es la ciencia o la técnica, con las posibilidades que ofrecen al hombre, sino los presupuestos que suelen llevar implícitos. Esta primera constante antropológica manifiesta, pues, toda una serie de constantes parciales: por ejemplo, que el hombre no es sólo razón, sino también emotividad e imaginación; no sólo libertad, sino también instinto; no sólo razón, sino también amor, etc. Se trata del hombre no sólo en la dimensión que le permite dominar el mundo, sino también su dimensión contemplativa, Mdica, erótica, etc. Si la salvación cristiana es efectivamente salvación del hombre, tendrá que ver necesariamente con esta primera «constante antropológica». Limitándonos a un aspecto que se desprende de lo dicho, la salvación cristiana tiene que ver también con la ecología y con los condicionamientos y gravámenes que afectan (aquí y ahora) a la vida concreta del hombre. Afirmar que esto es ajeno a la «salvación cristiana» significa soñar quizá con una salvación de ángeles, pero no de hombres.
humanos en el que los hombres deben buscar normas que contribuyan de hecho a su salvación. La dimensión de sociabilidad y convivencia del hombre, en virtud de la cual podemos comunicarnos con los demás y vernos confirmados por ellos como personas, forma parte de la estructura de la identidad personal: el poder ser. Es lo que, a través de los otros y de la comunidad, nos permite ser, con un nombre propio y una propia identidad, personas responsables, pese a todas las deficiencias posibles. Una sociedad en la que, por motivos de autoprotección (a veces llamada eufemísticamente «edificación de la sociedad»), no tuviesen cabida las personas disminuidas no valdría para nada. Esta identidad personal exige que los demás •—el prójimo— me permitan ser «yo mismo» como sujeto inalienable y también esencialmente limitado («divisum ab alio», decían los filósofos antiguos), y que, al mismo tiempo, yo afirme a los demás como personas. La persona, en esta individualidad limitada, está esencialmente relacionada con los demás, con las personas que la rodean. El rostro humano —el hombre nunca ve su propio rostro— indica que el hombre está dirigido a los demás, determinado para ellos, no para sí mismo. El rostro es una imagen de nosotros para los otros. Por consiguiente, el hombre, ya en su manifestación concreta, es un ser destinado al encuentro con los demás en el mundo. En eso consiste su tarea de aceptar a los demás, en el plano de la intersubjetividad, como personas distintas y libres. Gracias a esta relación recíproca con el otro se trascienden los límites de la propia individualidad mediante la aceptación libre y amorosa del otro, y la persona alcanza su propia identidad. Esta convivencia, en la que nos encontramos mutuamente como personas, es decir, como fin y objeto y no como medio, es una constante antropológica que requiere normas, sin las cuales no es posible de hecho vivir una vida idónea y digna del ser humano. Esto implica que el bienestar y la «salvación», la existencia plenamente humana, deben ser universales, accesibles a todos y cada uno, no sólo a unos cuantos privilegiados (aunque es obvio que, a tenor de lo dicho, esa «salvación» va más allá de una convivencia en un plano estrictamente personal). Nadie puede tener una relación de contacto real con todos los hombres. Por lo demás, no todo se reduce a la relación entre un «yo» y un «tú». La presencia de un tercero, un «él», es la raíz de la sociedad, la cual no es reducible a una relación de tipo «tú-yo» o «nosotros», como acertadamente ha señalado E. Levinas.
2.
Ser hombre significa convivir
La identidad personal del hombre implica convivir con los demás ". Se trata de una constante antropológica que revela un ámbito de valores " C. Waayman, Ve mystiek van ik en jij (Utrecht 1976); M. Chastaíng, L'existence d'autrui (París 1951); L. Binswanger, Grundformen und Erkenntnis menschlichen
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Daseins (Zurich 21953); I. Madinier, Conscience et amour (París 21947); M. Nédoncelle, La réciprocité des consciences (París 1942); G. Gusdorf, La découverte de soi (París 1948); E. Lévinas, Totaíité et Injini (La Haya 1961; ed. española: Totalidad e infinito, Salamanca 1977); F. Buytendijk, Phénoménologie de la rencontre (Brujas 1952); R. Kwant, Wijsbegeerte van de ontmoeting (Utrecht 1959); M. Theunissen, Der Andere. Studien zur Sozialontologie der Gegenwart (Berlín 1965); también todas las obras de G. Marcel (véase R. Troisfontaines, De l'existence a l'étre; la philosophie de G. Marcel, 2 vols, Namur 1955).
3.
4. Estructura espacio-temporal de la persona y de la cultura
Relación con las estructuras sociales e institucionales
Existe, en tercer lugar, la relación de la persona humana con las estructuras sociales e institucionales n. El propio hombre es quien crea a lo largo de la historia tales estructuras; sin embargo, éstas se independizan y se desarrollan hasta convertirse en una forma social objetiva en la que vivimos concretamente y que influyen a su vez profundamente en nuestra interioridad y personalidad. La dimensión social no es un elemento que se añada a nuestra identidad personal, sino una dimensión de la misma. Estas estructuras e instituciones, una vez independientes, tienen la apariencia de leyes naturales inmutables, cuando en realidad nosotros podemos cambiarlas y, por tanto, también su carácter de leyes. Al margen del obrar humano y de la razón y la voluntad de mantener tales estructuras, esas veneradas leyes económicas y sociológicas dejan de existir, ya que están esencialmente sujetas a la hipótesis histórica de un sistema social y económico objetivamente dado. Son contingentes, mudables y transformables por el hombre (de todos modos, algunos sociólogos y antropólogos culturales descubrirán quizá en ciertos cambios sociales muy importantes un sustrato más profundo, casi invariable y, por consiguiente, una serie de constantes estructurales) 13 . El hecho de que ese aparente carácter de ley esté sujeto a la hipótesis de una forma social objetiva (mudable) es olvidado a menudo por las ciencias empíricas, las cuales —dentro de esa hipótesis— descubren con razón esas leyes sociológicas o sociopsicológicas, pero a veces las utilizan como si se tratase de una ley natural o un dato metafísico. También esta constante nos revela un ámbito de valores, especialmente el valor que el elemento institucional y estructural tiene en orden a una vida auténticamente humana. Estamos de nuevo ante unos valores que exigen normas concretas. Por una parte, a la larga no es posible una vida digna del hombre sin cierta institucionalízación; la identidad personal requiere también un consenso social, necesita unas estructuras e instituciones que hagan posible la libertad humana y la realización de los valores. Por otra parte, las estructuras e instituciones que han ido surgiendo a lo largo de la historia no tienen validez universal, son mutables. De lo cual nace la exigencia ética concreta de cambiarlas cuando, por haber cambiado las circunstancias, en vez de liberar y proteger al hombre, lo esclavizan y deshumanizan. 12 Por ejemplo, P. Berger y Th. Luckmann, Die gesellschaftliche Konstruktion der 'Wirklichkeit (Francfort 1969); J. Habermas y N. Luhmann, Theorie der Geselhchaft oder Sozialtechnologie (Francfort 1971); A. Schütz, Der sinnhafte Aufbau der sozialen Welt (Viena 21960); M. Kaiser, Identitat und Sozíalitat (Munich-Maguncia 1971); H. Schelsky (ed.), Zur Theorie der Institution (Dusseldorf 1973); A. Gehlen, Studien zur Anthropologie und Soziologie (Neuwied 1963); H.-G. Gadamer y P. Vogler (eds.), Neue Anthropologie, 4 vols. (Stuttgart-Munich 1972-1973). " Cf. los tres niveles de cambios sociales en Jesús,, la historia de un viviente, 542544 y la bibliografía allí aducida.
También el tiempo y el espacio, la situación histórica y geográfica del hombre y de la cultura son una constante antropológica ineludible para el ser humano M. En este punto nos enfrentamos, ante todo, con una tensión que ninguna estructura social, por inmejorable que sea, puede superar: la tensión dialéctica entre naturaleza e historia, las cuales se dan cita en la cultura humana concreta. Es una dialéctica objetiva que forma parte de nuestra caduca existencia humana y de la que la muerte es sólo un exponente extremo, una situación límite. Esto significa que, además de unas formas de sufrimiento superables en gran parte por el hombre, hay otros sufrimientos y peligros sobre los cuales nada puede influir el hombre mediante la técnica y la acción social. Surge aquí la pregunta por el sentido de la existencia humana. La historicidad y, por consiguiente, la finitud humana, a la cual el hombre no puede sustraerse para situarse en un punto de vista expresamente supratemporal, permite considerar al ser humano como una empresa hermenéutica, es decir, como una tarea encaminada a comprender su propia situación y desenmascarar el sinsentido realizado por el hombre a lo largo de la historia. En este intento de autocomprensión, en el que se plantea también la cuestión de la verdad y de la no verdad, el hombre puede buscar ayuda en las distintas ciencias empírico-analíticas y teóricas, pero sabe por experiencia que la verdad le es accesible sólo como verdad recordada y, al mismo tiempo, por realizar. Si entender es la forma original de la experiencia humana, tal entender será tan universal como la misma historia. Esto significa que la pretensión de adoptar un punto de vista al margen de la acción y del pensamiento histórico del hombre constituye una amenaza para la auténtica humanidad. Esta constante implica otros muchos problemas. Me referiré sólo a algunos (relacionados con la temática de este libro). Puede haber adquisiciones históricas condicionadas por el factor geográfico que, aunque fueron recogidas tardíamente en la historia humana y están vinculadas a determinadas zonas, de modo que no son consideradas como presupuestos necesarios o universales a priori, no pueden calificarse aquí y ahora de casuales y arbitrarias 15 . Existen ciertos valores que exigen normas aplicables, por ejemplo, a las elevadas condiciones industriales y culturales en que vive el hombre occidental, pero no necesaria ni directamente aplicables a otras culturas. Basten unos ejemplos. Debido al bienestar general de que goza el hom14
En especial H.-G. Gadamer, Wahrheit und Methode, 250-289 (ed. española: Verdad y método, Salamanca 1977). 15 W. Oelmüller, Die Grenze des Sakularisierungsbegriffs am Ende der bisherigen Neuzeitgeschichte, en H. llommcs, Geselhchaft ohne Christentum? (Dusseldorf 1974) 48-84. 46
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DIMENSIONES DE LA SALVACIÓN DEL HOMBRE
bre occidental, éste tiene el deber (derivado también de las constantes antropológicas segunda y tercera) de una solidaridad internacional, especialmente con los países pobres (incluso dejando a un lado el problema histórico de hasta qué punto el hombre occidental es la causa de la pobreza de esos países). De esta misma constante, que origina las limitaciones históricas y geográficas de cada cultura, se sigue que, teniendo en cuenta el escaso potencial de imaginación que muestran a veces los hombres en una cultura determinada, el recuerdo crítico de las grandes tradiciones de la humanidad, incluidas las grandes tradiciones religiosas, puede ser el estímulo necesario que lleve a buscar unas normas prácticas capaces de contribuir aquí y ahora a la integridad y realización de la humanidad (precisamente este recuerdo crítico forma parte de la empresa hermenéutica del hombre, ansioso de una clarificación para su actuación en el futuro) u. Finalmente, esta cuarta constante antropológica nos recuerda que el descubrimiento explícito de esas constantes constitutivas se realiza solamente dentro de un proceso histórico; tomar conciencia de ellas es ya un fruto de la praxis hermenéutica del hombre. 5.
Relación mutua entre teoría y praxis
La relación esencial entre teoría y praxis es asimismo una constante antropológica. Y lo es porque, gracias a ella, la cultura humana, en cuanto empresa hermenéutica, o intento de encontrar un sentido, y en cuanto empresa encaminada a dar un nuevo sentido y a mejorar el mundo, adquiere estabilidad. En el plano de lo infrahumano (por ejemplo, en el mundo animal), la estabilidad y posibilidad de supervivencia de la especie y del individuo está asegurada por la naturaleza del instinto, esa elasticidad innata para adaptarse a un medio nuevo o en vías de cambio, y por la ley evolutiva del más fuerte en la lucha por la vida. Ahora bien, si los hombres no quieren hacer de su historia una especie de darvinismo espiritual, es decir, una historia en la que sólo la voluntad, las ideas y el poder de los más fuertes y de los triunfadores nos dicten lo que es bueno y verdadero para el hombre, entonces la única garantía responsable, en urf" plano humano, para lograr una cultura estable y cada vez más digna del hombre " —para lograr lo que redunda en salvación del hombre— es la conjunción de teoría y praxis.
6.
Conciencia religiosa y «pararreligiosa» del hombre
La dimensión «utópica» de la conciencia humana constituye, en mi opinión, otra constante antropológica, y realmente fundamental. Se trata del futuro del hombre (cf. supra). ¿Qué futuro es el que él quiere? Por «dimensión utópica» entiendo las distintas concepciones globales (conservadoras o progresistas) mediante las cuales el hombre que vive en sociedad puede entender o superar de algún modo la contingencia o finitud, la inconsistencia con su inherente problemática de sufrimiento, frustración y muerte. En otras palabras: se trata de cómo una determinada sociedad ha dado forma concreta a la empresa hermenéutica (cf. la cuarta constante) en la praxis de cada día o cómo, rechazando el «sentido» previo, quiere otro sistema social y otro futuro. Son concepciones globales que nos enseñan a vivir la vida humana y la convivencia, ahora o en el futuro, como un «todo» bueno, satisfactorio y con sentido: una visión y una praxis que se proponen dar sentido y coherencia a la existencia humana en este mundo (aunque sólo sea en un futuro lejano). Hallamos «visiones globales» tanto de signo religioso (las religiones) como de signo no religioso: visiones de la vida, de la sociedad y del mundo, teorías generales sobre la vida, en las que el hombre manifiesta qué es lo que últimamente lo anima, qué existencia escoge, para qué vive y qué vida cree que merece la pena vivir. Todo esto son modelos cognoscitivos de la realidad, que interpretan teórica y prácticamente el conjunto de la naturaleza y de la historia y permiten vivirlo, ahora o después, como un «ser con sentido» (que es preciso hacer realidad). En la mayoría de estas «utopías», si no en todas, los hombres se ven como sujeto de una acción encaminada al logro de una humanidad buena y auténtica y a la construcción de un mundo más humano, pero sin que los individuos sean personalmente responsables de la historia en su conjunto y de sus resultados 18 . Para unos, el principio soberano es el destino o fatum; para otros, la evolución; para otros, la humanidad, el «género humano» como sujeto universal de la historia o, genéricamente, «la naturaleza». Para el hombre religioso, tal principio es el Dios vivo, Señor de la historia. Sin embargo, en cualquiera de sus formas —a menos que se profese el nihilismo o el absurdo de la existencia humana—, una concepción global es siempre una fe, en el sentido de «utopía» no verificable científicamente o, por lo menos, no totalmente racionalizable. Por eso se dice que «sin fe a nadie le va bien» 19. En este sentido, la «fe», fundamento de la esperanza, es una constante antropológica de toda la historia de la humanidad, una constante sin la cual no cabe una vida y una praxis
16
Cf. supra, nota 5 de p. 647. Cf. sobre todo M. Riedel (ed.), Rehabititierung der praktischen Philosophie, 2 vols. (Friburgo 1972 y 1974); W. Pannenberg, Wissenschaftstheorie und Theologie (Francfort 1975; ed. española: Teoría de la ciencia y teología, Madrid, Ed. Cristiandad, 1981); y su discusión con J. Habermas (Theorie und Praxis, Neuwied 21967) 157-224; O. Schwemmer, Philosophie der Praxis (Francfort 1971); J.-B. Metz, La fe en la historia, op. cit., 62-95, sobre la teología fundamental como «praxis». 17
18
R. Kosselleck y W. D. Stempel (eds.), Geschichte. Ereignis und Erzahlung (Poetik und Hermeneutik 5; Munich 1973), espec. el capítulo «Geschichte, Geschichtsphilosophie und ihr Subjckt», 463-517, y el trabajo de W. Pannenberg, ibíd., 478-490; T.-B. Metz, La théologie a «l'áge critique», en Le serviré théologique dans l'Églisc (Hom. Y. Congar; París 1974) 131-148. " Alusión al libro de II. Kuitcrt, Zonder Geloof vaart niemand wel (Baarn 1973).
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DIMENSIONES DE LA SALVACIÓN DEL HOMBRE
humana digna y realista, sin la que el hombre pierde su identidad, desemboca en situaciones neuróticas o se refugia irracionalmente en horóscopos y en todo tipo de cosas «admirables». La misma pretensión nihilista confirma que la fe y la esperanza son constantes humanas necesarias cuando considera absurda la idea de una vida digna de ser vivida y se muestra carente de fe y esperanza. Esto implica que la fe y la esperanza —sea cual fuese su contenido— son elementos constitutivos de la salud e integridad, de la viabilidad y salvación del ser humano. Para los creyentes en Dios, esto significa que la religión es una constante antropológica, sin la cual son imposibles la salvación, la redención y la verdadera liberación. En otras palabras: toda liberación que prescinda de una redención religiosa es una liberación a medias y además, si se presenta como liberación total del hombre, destruye de hecho una dimensión real del ser humano y, en el fondo, en vez de liberar al hombre, lo separa de sus raíces. 7.
Síntesis de las seis dimensiones
Dado que estas seis constantes antropológicas forman una síntesis, la cultura humana es de hecho una realidad autónoma irreductible: no podemos reducirla en clave idealista ni materialista. En esa síntesis consiste la realidad que remedia y salva al hombre (de ahí que la misma síntesis deba considerarse como una constante antropológica). Las seis constantes se apoyan y condicionan mutuamente. Definen la forma fundamental del ser humano y se mantienen en mutuo equilibrio. Es hermoso, y quizá legítimo, hablar de la primacía de los «valores espirituales», pero ello puede anular los presupuestos y las implicaciones materiales de «lo espiritual» en detrimento de esos mismos valores espirituales. Ignorar una de estas constantes profundamente humanas significa quitar las raíces al conjunto y, por tanto, a «lo espiritual». Ello va en menoscabo del hombre y de su sociedad y desfigura toda la cultura digna del ser humano. Consciente o inconscientemente —incluso bajo la bandera de la «primacía de lo espiritual»—, se atenta contra una existencia humana auténtica y buena, feliz y libre. ""Por otro lado, de lo dicho se deduce claramente que estas constantes antropológicas, que abren una perspectiva a los valores fundamentales del ser humano, no nos ofrecen normas concretas válidas, aquí y ahora, considerando nuestra forma objetiva de sociedad y nuestra cultura, para alcanzar unas condiciones más dignas del hombre. Como ya hemos dicho, estas constantes constituyen como un sistema de coordenadas en el que, mediante una reflexión común, hay que buscar normas concretas y encontrarlas tras un análisis y una interpretación de la estructura de la sociedad y del puesto de la persona humana en ella. Partiendo de la actual conciencia de los problemas (punto de partida mínimo y quizá también factor importante para reflexionar sobre lo que concretamente es «digno del hombre»), podemos ya, basándonos no sólo en las experiencias negativas o de contraste, sino también en las experiencias reales de sentido,
LAS COORDENADAS DEL HOMBRE Y DE SU SALVACIÓN
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y a la luz de lo que se considera «utopía», hacer un análisis del abismo que separa lo ideal de lo fáctico, un «análisis diferencial» que permita ver (con diversas alternativas) la dirección que debemos tomar determinándola en común y creando de acuerdo con ella unas normas concretas, efectivamente válidas. He dicho «con diversas alternativas». En efecto, tanto el contenido de la dimensión utópica de nuestra conciencia humana como el análisis y sobre todo la interpretación de los resultados del análisis son muy diferentes de unos hombres a otros (dado que la misma forma de realizar el análisis está condicionada por la orientación precisa de la conciencia utópica). Así, incluso en un análisis científico (el cual se mueve siempre, de manera más o menos consciente, en un determinado marco interpretativo), se da lógicamente una oferta pluralista de normas concretas, aun en ei caso de que se acepten unos mismos valores fundamentales, los que se deducen de las constantes «antropológicas». De todos modos, si queremos que las normas establecidas por nosotros como válidas sean aceptadas por otros, habremos de apoyarlas en razones internas y discutirlas en diálogo. Aun cuando estén fundamentalmente inspiradas en una fe religiosa, las normas éticas, es decir, las normas que promueven la dignidad del hombre, deben basarse en argumentos de tipo racional, válidos en un plano intersubjetivo, accesibles a todos los hombres. En este diálogo nadie puede refugiarse en un fácil «yo veo algo que tú no ves» y, a pesar de ello, querer obligar a otros a aceptar sin más una norma. Muchas veces ocurre al comienzo de una discusión que uno de los interlocutores ve algo que otros no ven. Pero, en un diálogo libre y razonable, eso debe servir también de clarificación para los demás. Nadie puede ampararse en una «zona intocable» (aun cuando otros interlocutores no lleguen necesariamente a un consenso sobre la base de los argumentos aducidos). Una de las tareas de la convivencia moderna es aprender a vivir entre modos diferentes de concebir las normas concretas exigidas de hecho por la dignidad del hombre. Lamentarse de este pluralismo forma parte de nuestra condición humana (sobre todo moderna), con la que debemos contar, sin rechazar dictatorialmente otras concepciones distintas. Esta forma de vivir también está en conexión con la verdad, bondad y felicidad del ser humano dentro de los límites de nuestra historicidad y caducidad, a no ser que pretendamos convertirnos en «megalómanos» empeñados en estar por encima de su caducidad humana. Por otro lado, la voluntad de salvación de todos y cada uno de los hombres no puede provenir de la «política», entendida como parte de lo posible, factible y realizable. La política es más bien el difícil arte de hacer posible de hecho lo que es necesario para la salvación humana. En consecuencia, la salvación cristiana, que en la secular tradición bíblica recibe el nombre de «redención» y se entiende como salvación de Dios para el hombre, está relacionada con todo el sistema de coordenadas dentro del cual el hombre puede ser realmente hombre. Esta salvación —la solución de los problemas humanos— no puede colocarse en una u otra constante; por ejemplo, sólo en las «reivindicaciones ecológicas», o en
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DIMENSIONES DE LA SALVACIÓN DEL HOMBRE
«el respeto a los demás», o en la destrucción de un sistema económico (marxista o capitalista), o en unas experiencias místicas («¡Aleluya! ¡Ha resucitado!»). Por otra parte, la síntesis de todas estas constantes es un claro «ahora ya» y un «todavía no». El modo de afrontar el fracaso y el infortunio humanos deberá ser considerado como una forma (quizá la más esencial) de «liberación». Esta sería probablemente la «constante antropológica» global en que Jesucristo nos quiso preceder.
CAPITULO III
SALVACIÓN
CRISTIANA
I DISTORSIONES INDIVIDUALISTAS DE LA SALVACIÓN
V-
Algunos cristianos están convencidos de que el evangelio cristiano es un asunto puramente personal, interior, y de que Jesús y el Nuevo Testamento invita a la conversión del corazón, a la interioridad, pero no a la reforma de las estructuras. Esos cristianos contraponen la persona a la estructura y conceden la prioridad a la esfera personal, relegando el elemento institucional a un puesto secundario en la vida humana. Es indiscutible que Jesús dirige su mensaje a personas (¿a quién, si no?). Pero se olvida que el lenguaje del evangelio, y también el de Jesús, está condicionado por unas circunstancias históricas. Quien olvide este hecho está abocado a un craso fundamentalismo. Tal postura no parece advertir que así se defiende un personalismo falso, abstracto. Esos cristianos trabajan con la idea de un individuo abstracto que, en su libre subjetividad, estuviera totalmente aislado de la forma objetiva de sociedad en que viven las personas y del poder que en ella domina. Olvidan hasta qué punto el individuo está profunda e íntimamente encarnado en la sociedad, hasta qué punto está condicionado en lo más hondo de su ser por la sociedad concreta y las necesidades de la misma. No hay que definir al hombre como un simple punto de intersección o suma de papeles sociales (aun concediéndole una esfera privada), pero sí reconocer la profunda inserción social del «yo», de la persona. La idea que el personalismo existencial (que en parte reaparece en ciertos movimientos carismáticos de tipo interiorista) tiene de la naturaleza e interioridad del hombre está en realidad profundamente condicionado en lo que respecta a sus necesidades existenciales por la dinámica propia y la forma objetiva de sociedad en que actualmente vivimos. Este sistema social se basa en la ley de la ganancia, de la producción y de la competencia o, dicho con mayor crudeza, pero no con menor realismo, en la avidez, en el egoísmo individual o de grupo. Difícilmente puede conciliarse ese sistema con el evangelio. En tales condiciones, refugiarse en la interioridad es refugiarse en la «sociedad» interiorizada, es decir, en el statu quo social, en vez de ser una crítica de la alienación efectiva de nuestra interioridad. Precisamente el «Dios de la pura subjetividad» x ha sido el que ha llevado a las formas W. Schulz, Der Gott der neuzeitlichen Metaphysik (Pfullingen '1957).
SALVACIÓN CRISTIANA
DISTORSIONES INDIVIDUALISTAS DE LA SALVACIÓN
modernas de ateísmo. Esta subjetividad moderna está sometida hoy a una crítica radical, al menos en la medida en que no se tienen en cuenta los presupuestos mundanos y sociales de la interioridad o libertad. Cuando no se tienen en cuenta, adquieren la apariencia de algo incuestionable y evidente, una especie de «ley natural». La aporía que esto entraña resulta manifiesta si tenemos presente la peculiaridad de lo que el cristianismo llama fe en la salvación de Dios en Jesús. Esta fe es un acto humano libre y, al. mismo tiempo, un don de Dios. La fe cristiana presupone la libertad y abre a la libertad. La cuestión decisiva es si, en las condiciones sociales de hoy, la autoliberación y la emancipación no son un presupuesto para una posible fe en el mensaje religioso de la redención y un signo parcial de salvación. Debido al incremento, extensivo e intensivo, de una socialización uniforme, la identidad personal y, por tanto, la fe cristiana están sometidas cada vez en mayor medida a los condicionamientos sociales. La contraposición de persona y estructura social se convierte así, hasta cierto punto, en una abstracción de peligrosas consecuencias. De hecho, la afirmación cristiana de la personalidad del otro, el identificarse con el otro y reconocer su condición de sujeto, significa una radical disposición a hacer del mundo económico, político y social un mundo habitable por el hombre. La libertad (nacida de la fe) no consiste simplemente —como afirmaban los estoicos y Pablo— en una nueva postura ante la situación existente de hecho en nuestro mundo, pero dejándola abandonada a sí misma. Debemos preguntarnos si la libertad de los hijos de Dios no tiene algo que ver con una liberación social como componente integral de la salvación escatológica de Dios. En otras palabras: debemos preguntarnos si la libertad o redención cristiana no tiene que ver con una liberación política y social como condición de su propia posibilidad. Es significativo que nuestros conceptos religiosos sobre la redención implican conceptos profanos de salvación, rescate y liberación, y además de acuerdo con las diferentes formas que el deseo de liberación ha adoptado en el transcurso de la historia. Incluso para captar lo que los cristianos entienden por redención se requiere la experiencia de algún tipo de liberación. ¿Qué puede significar el «amor a Dios» para alguien que como hombre nunca haya sido «objeto» de un amor humano liberador, que nunca haya experimentado el amor? La salvación oculta, simplemente anunciada y prometida, es, hoy por hoy, la frontera escatológica de la existencia cristiana. La salvación escatológica debe realizarse, a través de formas parciales, históricamente superables y superadas de hecho, pero visibles, en el curso de la historia humana: tanto en el interior del hombre como en las estructuras, dado que (sobre todo en la sociedad contemporánea) la intimidad y el amor están condicionados también por las estructuras. La salvación es esencial y sustancialmente amor, pero esto no quiere decir que todo lo demás sea únicamente un presupuesto de la salvación. El amor no es pura interioridad; lo corporal y lo social intervienen como corporalidad y socialidad en la sustancia del amor. Sin embargo, lo corporal y las estructuras no constituyen la salvación; de ahí que también
en la pobreza y en la servidumbre puedan darse auténticas experiencias parciales de salvación a través del amor (lo cual no significa una justificación de la servidumbre). Para el creyente, cualquier liberación sociopolítica es sólo parcial, de modo que, si se presenta como total, se convierte de hecho en una nueva forma de servidumbre y de esclavitud. Pero esta visión cristiana no autoriza a minimizar una liberación sociopolítica. Actualmente tiene una importancia capital el problema de la relación de la ética de la liberación humana con la salvación escatológica. La historia de las religiones muestra, por lo demás, que la enfermedad y ciertas formas de enajenación humana van siempre unidas a representaciones religiosas, mientras que la curación, el restablecimiento y la liberación de las fuerzas que enajenan al hombre se interpretan siempre como un signo del reino venidero de Dios 21 . Lo mismo ocurre en el evangelio. La etimología de la palabra salus, «salvación», está relacionada en las lenguas románicas (y algo parecido sucede en las germánicas) con sanitas, «salud», integridad. En otras palabras: la salvación escatológica se expresa siempre con términos relacionados con la integridad de la vida humana. La Biblia emplea el término salom, que implica esencialmente la dimensión social. En el análisis del Nuevo Testamento (cf. la segunda parte del libro) hemos visto cómo los cristianos neotestamentarios quisieron plasmar también en la sociedad la salvación religiosa que ellos habían experimentado en Jesús, aunque, dadas las circunstancias, tuvieron que limitarse a hacerlo dentro de la propia comunidad cristiana, donde no se toleraban imposiciones de servidumbre. En las actuales circunstancias, tan diferentes de las de entonces, este impulso neotestamentario hace que el problema de la relación entre fe cristiana y actuación política del creyente constituya un reto ineludible para la conciencia cristiana.
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II RELACIÓN ENTRE «HISTORIA» E «HISTORIA DE LA SALVACIÓN»
Es sabido que a menudo, en nombre del concepto cristiano de salvación, los intentos sociopolíticos de hacer realidad ya en nuestra historia la paz y la justicia son considerados como una empresa humanista y «pelagiana» que pondría en entredicho el principio de la «justificación por la sola fe». En ocasiones se recurre a la denominación de «activismo impío». Así, en casi todas las Iglesias se traza una línea divisoria entre las llamadas «Iglesias de la redención», ortodoxas y de tendencia contemplativa, y las «Iglesias de la liberación», heterodoxas y de tendencia activa. Se trata del mismo problema que la teología estudia desde hace ya tiempo cuando habla de la relación entre la historia «profana» y la historia de la salvación y entre la salvación escatológica y la construcción de un 21
Cf. A. Mitscherlich, Krankheit ais Konflikt I (Francfort 1966).
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SALVACIÓN CRISTIANA
«HISTORIA» E «HISTORIA DE LA SALVACIÓN»
mundo digno del hombre. Necesariamente tengo que limitarme aquí a una selección representativa de entre muchos autores. Analizaré, en primer lugar, seis soluciones modernas a fin de precisar la problemática.
para después reconocer el hilo sutil de la historia de la salvación en la historia profana. Sólo a partir de una experiencia interpretativa de nuestra historia sin más podemos decir algo sobre el plan de Dios para con nuestra historia humana, y no viceversa. La tesis de Cullmann supone un «positivismo» de la revelación, al que corresponde un «decisionismo» por parte del creyente: la elección de los acontecimientos que constituyen la historia de la salvación es un asunto que depende exclusivamente de la decisión de fe x y escapa a toda comprobación histórica. A pesar de todo, y en contra de sus propias intenciones27, Cullmann cae en la dicotomía de «experiencia» e «interpretación» (cf. la primera parte). El momento interpretativo es, evidentemente, para Cullmann un elemento que viene de fuera, que se acepta por la autoridad de Dios y escapa a cualquier control crítico. La historia de la salvación es, pues, dentro del conjunto de la historia humana, una zona singular, inatacable: la historia bíblica y sus tradiciones.
a) O. Cullmann sostiene, en su obra Historia de la salvación 22, que historia humana e historia de la salvación son dos cosas diferentes. La historia de la salvación trata un tema específico, distinto del de la historia profana. La salvación se contrapone a la vida profana: «La historia neotestamentaria de salvación difiere radicalmente de toda otra historia». Cullmann basa esta delimitación de la historia de la salvación frente a la historia universal en una selección de acontecimientos que se dan en la historia universal23. Dios mismo elige unos determinados acontecimientos que se unen entre sí por un nexo salvífico concreto y que forman así una historia especial sobre el trasfondo de la historia profana. Dios revela ese nexo interno a algunos elegidos: los profetas y los apóstoles. Este acto divino de revelación es parto esencial de lo que Cullmann llama «historia de la salvación» 24. La historia de la salvación es, pues, un hilo sutil que atraviesa todo el conjunto de la historia universal del hombre. Cullmann es consciente de que esa elección de determinados acontecimientos y su «elevación» a historia de salvación aparecen, vistos desde una perspectiva histórica, como algo arbitrario e incluso absurdo 25. Es obvio que no todos los acontecimientos históricos tienen la misma importancia para la salvación. Ya desde el punto de vista antropológico general aparece una diferencia entre las acciones que el hombre realiza en su vida cotidiana y los «actos fundamentales» en que manifiesta de un modo especial su propio ser humano. La cuestión es si esa elección de acontecimientos puede considerarse como fundamento de una historia específica. Toda investigación histórica trabaja de un modo selectivo, escogiendo, de un conjunto caótico de hechos, aquellos datos que son importantes para el propio proyecto histórico. También el creyente tiene derecho a hacer una selección determinada de acuerdo con su proyecto religioso. En esto Cullmann tiene razón. Pero no tiene base para afirmar que son radicalmente diferentes la historia de la salvación (específicamente tal por su naturaleza) y la historia universal, «profana». De una forma más o menos directa, todas las acciones del hombre hacen referencia a la salvación: a su humanidad e integridad, tal como éstas se consideren y valoren. Para el creyente, esto significa además que toda acción de Dios en la naturaleza y en la historia —sea cual fuere— se refiere siempre a la salvación del hombre. ¿Qué base hay para distinguir tan radicalmente entre la historia profana y la historia de la salvación? Afirmar tal distinción se opone al hecho de que en toda la historia se trata del hombre, de su ser, de su integridad o salvación. No podemos partir de un designio o plan divino (¿cómo lo conocemos?)
b) W. Pannenberg2ii sostiene una posición casi contraria a la de O. Cullmann. Para Pannenberg, en toda la historia universal se trata del hombre, de su salvación. El hombre, su integridad o salvación son no el sujeto, sino el tema de la historia universal. La historia humana es historia de salvación. Pero lo que en la historia afecta al hombre se tematiza en las religiones. En otras palabras: lo que en la historia está sólo implícito lo explicitan las diversas religiones. Existe, pues, una diferencia entre la historia universal de salvación y la historia explícita, tematizada, de salvación (la historia de las religiones). Pannenberg no admite a este respecto que las religiones (o una de ellas) sean una interpretación autoritativa e infalible de la temática salvífica implícita en la historia humana universal. Las diversas religiones son interpretaciones particulares de la temática salvífica de la historia humana, pero un análisis comparativo de las distintas religiones puede mostrarnos qué religión ha sido capaz de articular con más coherencia el tema salvífico implícito en la historia universal. Esto significa que también la tradición judeo-cristiana queda fuera de la zona que O. Cullmann consideraba inatacable. Al comparar entre sí las religiones —tematizaciones de la salvación implicada en toda historia—, Pannenberg descubre que no todas las religiones han llegado a ser conscientes de que la salvación o liberación del hombre debe llevarse a cabo precisamente en la historia, en una historia en la que el hombre encuentra su salvación como «destino futuro de su vida», destino que, por ser futuro, puede perderse. Esta es la concepción judeo-cristiana. Para otras religiones, especialmente para las que hablan de un tiempo mítico, primordial, la salvación del hombre se basa en el orden que las cosas tenían en los orígenes. La humanidad «cayó» de ese 26
Op. cit., 102. 27 Op. cit., 70ss. W. Pannenberg, Wcltgeschichtc und Heilsgeschichte, en Probleme biblischcr Theologic (Hom. G. von Rad; Munich 1971) 349-366; también Teoría de la ciencia y teología (Madrid, Ed. Cristiandad, 1981). 28
22 25
O. Cullmann, Heil ais Geschichte (Tubinga 1965). Op. cit., 135. 24 Op. cit., 146. 25 Op. cit., 58.
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SALVACIÓN CRISTIANA
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estado originario, y la humanidad religiosa se propone restablecerlo por medio del culto. Por tanto, la historia debe ser superada mediante el culto, ya que la historia es cambio y, a medida que se aleja del tiempo primordial, produce mayor ruina. Para estas religiones, la salvación no ha de buscarse en la historia, sino en un culto que trasciende la historia: en la vida litúrgica de la comunidad. En cambio, para la fe nómada de Israel en un Dios que guía la historia de su pueblo, la historia misma es el lugar donde se realiza la revelación de Dios sobre sí mismo y sobre la salvación del hombre. En contraste con el entredicho mítico del tiempo primordial, el Dios de Israel, Señor de la historia y guía de su pueblo durante el éxodo, hace ver que el hombre aún no está plenamente realizado y que su liberación y salvación son todavía «futuras». Según Pannenberg, esta visión encuentra su expresión plena en el cristianismo, en la imagen de la tensión antitípica entre «el primer Adán» y «el segundo Adán», manifestado en Jesús; pero esto significa para nosotros que el futuro aún no se ha consumado. Pannenberg evita, pues, establecer una separación arbitraria de la historia de la salvación frente a la historia universal de la humanidad; al mismo tiempo subraya que no en todos los casos aparece la totalidad del ser humano —tema implicado en toda historia humana— explícitamente tematizado. Pero esta tematización explícita no es efecto de una autoridad revelante que se introduce en la historia desde fuera (tal como sostiene Rahner, como luego veremos), sino de toda vida religiosa. Para Pannenberg, la serie de acontecimientos particulares (a los que Cullmann atribuye una cualidad histórico-salvífica en sentido estricto) se identifica con la serie de acontecimientos que son significativos en el plano religioso y manifiestan explícitamente el sentido de la historia universal. La peculiaridad de Israel y del cristianismo no proviene directamente de lo alto, sino que es una particularización histórica de la vida religiosa; tal peculiaridad consiste en que sólo ahí se formula expresamente la historicidad de la temática de la salvación: la revelación de Dios y la salvación del hombre se llevan a cabo en la historia humana normal. Por consiguiente, la única autoridad que aquí reconoce Pannenberg es la de la historia y la de la razón humana. Las interpretaciones teológicas nos dirán si eso es suficiente.
tación particular en la que se revela el significado salvífico de toda la historia. Al igual que Pannenberg, Rahner afirma que existe sólo una historia; en ella no se puede distinguir una zona determinada, específica, reservada como historia de salvación, de modo que las demás zonas quedarían fuera de la historia de la gracia o de la fe. La salvación afecta a la totalidad de nuestro ser y no a una «temática particular» separable de ella. Esto es para Rahner esencial en su concepto de «historia de la salvación». La historia es historia de salvación (como para Pannenberg), pero hay una diferencia entre la historia de la salvación y la historia profana: la primera ofrece una interpretación que no se puede alcanzar fuera de ella. En efecto, la historia profana no es capaz por sí misma de ofrecer, «global y umversalmente», «una interpretación segura de lo que se refiere a la salvación o a la condenación»30. Sin lo que Rahner llama «revelación oficial», toda interpretación salvífica de nuestra historia es insegura y equívoca, debido a que el hombre no puede penetrar exhaustivamente sus actos libres y a que la salvación depende de un don de Dios, de una gracia que debe interpretarse también como una modificación intrínseca de la estructura de la conciencia humana. Por la gracia de Dios queda modificado, ante todo, «el horizonte apriorístico, atemático, en que se mueve la vida espiritual del hombre» 31. La historia de la salvación aparece así como la dimensión oculta de toda historia y coincide, por tanto, con toda la historia profana en su conjunto. Sin embargo, esa dimensión sólo puede ser conocida dentro de una historia particular de salvación, que Rahner llama «oficial»3Z, la historia formada «por la palabra interpretativa y reveladora de Dios». Tal historia no acontece en todas partes, sino sólo en Israel y en la historia de la comunidad eclesial de Dios, iniciada por Jesucristo. Las concepciones de Rahner y Pannenberg (el cual elabora su visión como respuesta a la de Rahner) coinciden en muchos puntos: las religiones interpretan explícitamente la temática salvífica que está oculta en la historia humana universal. Para Pannenberg, sin embargo, esas interpretaciones religiosas no son «autoritativas», sino que están sujetas a un análisis comparativo racional. Para Rahner, sólo la interpretación judeo-cristiana es autoritativa y definitiva, escatológica, sellada por la palabra de Dios. Precisamente por ello, Rahner distingue entre la interpretación «abierta» del Antiguo Testamento y la interpretación definitivamente válida del Nuevo Testamento. En efecto, en el Tenak no existe aún «una instancia institucional capaz de distinguir, con un absoluto discernimiento de espíritus, entre verdaderos profetas, renovación y crítica religiosa legítima por una parte y falsos profetas y movimientos religiosos subversivos por otra» 33. Esta capacidad de discernimiento proviene de la absoluta e indisoluble unidad de lo divino y lo humano en la persona de Jesucristo.
c) Para Karl Rahner a , la historia de la salvación no es una selección de ciertos acontecimientos dentro del conjunto de la historia universal (tesis de O. Cullmann). Toda la historia de la humanidad es el lugar donde se decide sobre la salvación o la perdición del hombre. Pero Rahner admite una historia particular de la salvación dentro de la historia universal de la salvación, la cual es tan extensa y profunda como la llamada «historia profana». Tal historia es particular porque en ella se da una interpre25
K. Rahner, Historia del mundo e historia de la salvación y El cristianismo y las religiones no cristianas, en Escritos de teología V (Madrid 1964) 115-134 y 135-156. Véase también el resumen que el propio Rahner hace de su pensamiento teológico en Curso fundamental de la fe (Barcelona 1980).
30
Escritos de Op. cit. V, a Op. cit. V, " Op. cit. V, 31
teología V, 118s. 121ss. 127. 128 .
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Por consiguiente, según Rahner, lo que se interpreta en la religión (judeo)-cristiana se halla fundamental y realmente también en la historia humana universal y en la historia general de las religiones, pero la nota distintiva de la «historia oficial de la salvación» (propia de Israel y del cristianismo) consiste en su interpretación autoritativa, la cual se funda en la definitividad escatológica del misterio de Cristo. Así, dentro de la historia de la salvación (la historia del género humano) se puede distinguir una historia de la salvación en sentido lato y otra en sentido estricto. Aparece aquí la certera intuición que hemos visto en las tesis de O. Cullmann y W. Pannenberg: no en todas partes resulta igualmente claro y explícito el sentido salvífico de la historia. Es cierto que en toda la historia se trata de la salvación y la perdición del hombre, pero éstas no aparecen en todos los fragmentos de nuestra historia humana expresa y claramente como el objeto propio, el tema y el contenido de nuestra experiencia histórica. En Jesucristo conocemos históricamente el sentido definitivo de toda la historia. Esto hace que el movimiento cristiano en torno a Jesús y su historia ulterior en el mundo tengan un carácter histórico-salvífico particular, distinto, según Rahner, del carácter religioso de la historia de la humanidad, la cual no cuenta con una interpretación autoritativa «infalible». No obstante, la salvación definitiva de Dios en Jesucristo otorga a la historia de la fe cristiana —en todos sus altibajos— un específico carácter de revelación y, por tanto, de realización salvífica.
sus ideas sobre el futuro del hombre, quiere asumir la defensa del hombre que sufre y asegurarle un futuro. Este contexto del pensamiento de Metz caracteriza también su teología, que así aparece «regionalizada» (como ocurre con toda teología viva). Para Metz, la historia de la salvación no se identifica con la historia de la humanidad (en la que hay demasiada desgracia), ni tampoco con la historia de la emancipación y liberación del hombre, la cual, cuando pretende ser total, es fuente de nuevas historias de sufrimiento3S. Metz aspira a esbozar un proyecto político del futuro partiendo de la «memoria» escatológica cristiana de Jesucristo 36 , un proyecto que supere las tendencias totalitarias que amenazan desde dentro a todo marxismo, un proyecto contra el pragmatismo y la irracionalidad de todo proyecto político positivista, liberal y neoliberal, y contra un futuro que pudiera ser planificado exclusivamente por tecnócratas37. Debido a la elección de estos «interlocutores» implícitos, esta teología tiene un tono inequívocamente «occidental». La cuestión es cómo se entiende la «libertad» y la liberación del hombre en el contexto de la Europa occidental, condicionado por la Ilustración; de ahí que Metz no ataque la historia emancipativa de la libertad, sino sus versiones positivista y marxista. Metz insiste en que no debe ponerse el acento en la interpretación de nuestra existencia o en una crítica histórica neutral y distanciada. «La dinámica esencial de la historia es... el memorial de la pasión en cuanto que constituye la conciencia negativa de la libertad futura y el estímulo para actuar victoriosamente contra el sufrimiento en el horizonte de esta libertad» M . A pesar de las diferencias de matiz, esto es lo mismo que dice Pannenberg cuando habla del «hombre que actúa y sufre», enredado en la lucha por remediar sus males. No obstante, Metz insiste en que la historia del sufrimiento no es una prehistoria pasajera de la humanidad, sino que «es y sigue siendo un momento interno de la historia de la libertad» 39. Lo que le interesa es expresar la fe cristiana en la resurrección mediante símbolos que tengan un significado social, que tengan para nosotros una fuerza crítica y liberadora. «El potencial de sentido de nuestra historia no va vinculado sólo a los que sobrevivieron, a los que tuvieron éxito y se abrieron camino»40. Para Metz, una autoliberación total mediante la emancipación es un «darvinismo histórico», en el que lo que
d) Al igual que los teólogos anteriores, Johann-Baptist Metz 34 parte de que la salvación o perdición del hombre se deciden en el ámbito de la historia. Pero en las interpretaciones anteriores echa de menos la cuestión de qué es la historia de la salvación en contraste con la historia de la no salvación. Su principal interés no se centra, al menos directamente, en precisar qué es la «historia de la revelación» en relación con la historia universal y la historia de las religiones. Teniendo en cuenta la historia del sufrimiento de la humanidad, para él es obvio que no se puede identificar «historia» e «historia de la salvación». Existe demasiado poca salvación en nuestra historia. Metz no se fija tanto en la relación entre historia e historia de la salvación cuanto en la constatación de que la historia concreta es una historia de sufrimientos. Quiere contraponer así el concepto de «historia de la salvación» a la historia de la desgracia de la humanidad que sufre y, por tanto, también a los movimientos de emancipación y liberación. Su interlocutor inmediato —aunque no lo diga expresamente— es el moderno homo emancipator marxista, (neo)liberal y positivista: el moderno proceso de emancipación y liberación del hombre en la perspectiva marxista, neomarxista, liberal y neopositivista, «tecnocrática». Partiendo de la concepción cristiana, y frente a esas corrientes modernas y 34 Cf. en especial El futuro a la luz del memorial de la Pasión: «Concilíum» 76 (1972) 317-334; La théologie a «l'áge critique», op. cit., 131-148, y, sobre todo, El futuro visto desde la memoria de la Pasión. Dialéctica del progreso, en La fe en la historia, op. cit., 111-128.
35
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J.-B. Metz, Erlósung und Emanzipation: StZ, art. cit., 161-174. Metz ha cambiado su primera formulación, un tanto infeliz debido a su imprecisión teológica, «memoria passionis et resurrectionis Jesu Christi» (de hecho, la pasión y la resurrección no encajan igualmente en el mismo concepto de «memoria»), por la de «memoria escatológica de Jesucristo» (formulación presente en su trabajo de homenaje a Y. Congar). No carecen de importancia estas ligeras modificaciones en las fórmulas, a menudo estereotipadas, de Metz para entender las progresivas precisiones de unas ideas que, inicialmente, el autor proponía de una forma más bien global e intuitiva. 37 Esta idea aparece claramente en su artículo escrito en lengua francesa (cf. supra, nota 34). 5 " «Concilium» 76 (1972) 326. * lhíd., 521. *' Ihid., 328. 36
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decide el futuro de nuestra existencia como hombres es el derecho del más fuerte. Metz se opone así a una postura, bastante frecuente, que distingue entre la historia (intra)mundana del sufrimiento y una historia supramundana de la gloria, con lo cual rechaza también una dicotomía entre historia profana e historia de salvación: la historia universal debe convertirse en historia de salvación. No podemos hacerlas coincidir en un plano especulativo o teórico, pero tampoco podemos contraponerlas de un modo puramente formal. Por tanto, para Metz, la historia de la salvación es de hecho la historia misma del mundo en la medida en que hay en ella salvación y sentido para las expectativas oprimidas, abortadas y rechazadas y para el hombre que sufre. «La historia de la salvación es la historia profana en la cual se reconoce un sentido a esas posibilidades de existencia humana vencidas y olvidadas, a las que denominamos 'muerte'; este sentido no es revocado ni suprimido por el curso de la historia futura» 41 . Metz no niega que nuestra historia es el lugar en que se decide la salvación o la perdición; por consiguiente, de acuerdo con Pannenberg y Rahner, admite que la salvación y la perdición se hacen realidad en nuestra historia profana. Pero no le interesa el problema «salvación o no salvación», que coincide de hecho con nuestra historia, sino los momentos de esa historia en que de hecho se hace realidad la salvación: sólo esa historia es historia de la salvación y, por tanto, de la revelación. Si bien en un contexto muy diferente e incluso contrario, Metz ve en la historia de la salvación un «hilo», en realidad bastante sutil, que recorre la historia universal, la cual es efectivamente historia de salvación cuando se da salvación en concreto. A Metz no le interesa tematizar teóricamente la historia como lugar donde se hace realidad la salvación o la desgracia —esto es bastante evidente—; lo que le interesa es la realización de la salvación en nuestra historia, una salvación universal, para todos, vivos y muertos. Siguiendo la línea de toda la tradición cristiana, Metz presenta a Dios en su libertad escatológica como sujeto universal y sentido de la historia y concluye de ahí que no hay en nuestra historia ningún sujeto universal políticamente identificable o socialmente verificable42. Por tanto, si un partido, grupo, raza, nación, clase social, grupo de tecnóoratas, etc., pretende definirse como ese sujeto universal de la historia, el cristiano debe oponerse a ello, pues se trata de una ideología política que aliena al hombre. Por eso, Metz afirma que, a la luz del recuerdo escatológico del Dios de Jesucristo, de su pasión, muerte y resurrección, a) la vida política es «liberada»; b) preservada de los peligros del totalitarismo; c) pero sin
perder sus objetivos (sin caer en el pragmatismo). De hecho, este recuerdo anticipa un futuro absolutamente concreto, un futuro en especial para los desesperados, los fracasados, las víctimas, quienes no tienen esperanzas fundadas en apoyos humanos, un futuro que debemos hacer realidad entre nosotros tomando partido a favor de los más débiles. Metz no define lo que entiende por «salvación», pero se opone repetidamente a reducir el sufrimiento humano a un sufrimiento socioeconómico, político. Afirma además que la salvación escatológica no puede deducirse de nuestra actividad sociopolítica. Especialmente en un importante artículo titulado Redención y emancipación (en el que Metz formula mejor —aunque en términos bastante difíciles— lo que, a mi juicio, es el núcleo de todo su pensamiento teológico actual) plantea el problema de si existe una mediación entre la «salvación» (redención) y la «historia» en la que a) la salvación y la historia del sufrimiento se concilien entre sí no de una forma teórica y racional; b) no se niegue la no-identidad, es decir, la negatividad real del sufrimiento; c) la redención o salvación no sea vista como algo puramente escatológico (sin una realización perceptible en nuestra historia) ni reducida a una cuestión de mera interioridad, y d) no se yuxtapongan ahistóricamente la redención y la historia de la salvación como una paradoja. Opino que estos cuatro interrogantes son fundamentales para la problemática actual de la salvación. Metz ve la solución al problema de la mediación en la profunda estructura narrativa de la razón crítica auténticamente liberadora. Dicho de otro modo: la mediación no puede llevarse a cabo de una forma racional, es decir, teórica o argumentativa, sino exclusivamente a través de un recuerdo narrativo de la redención realizada por Dios en Jesucristo. Esta historia, expresada en la no-identidad o finitud de nuestra opaca historia de sufrimientos, posee una fuerza crítica y productiva que impulsa a la acción. Para Metz, este recurso a la narración no significa un retorno al período precrítico anterior a la Ilustración, dado que el respeto a la autoridad del hombre que sufre forma parte de la estructura misma de la razón crítica y liberadora. En otras palabras: olvidar los sufrimientos del pasado sería para la razón humana el comienzo de su marcha hacia la barbarie. La historia viva (no como ciencia) es inmanente a la racionalidad crítica. No se trata, pues, sólo de mantener una visión de liberación total, sino del recuerdo narrativo de un acontecimiento muy concreto: el recuerdo de una persona que otorga un futuro a quien, humanamente, no tenía ninguna perspectiva de futuro; el recuerdo de Jesucristo, muerto y resucitado.
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Ibíd., 329. Passim en Metz, pero desarrollado especialmente en el citado artículo (poco conocido) incluido en el homenaje a Y. Congar. Cf., del mismo Metz, Dios, ¿sujeto escatológico de la historia?, en La fe en la historia, op. cit„ 126-128; id., Vergebung der Sünden: «Stimmen der Zeit» 195 (1972) 119-128. 42
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La teología política de Metz ha sido objeto de numerosas críticas, pero —& mi modo de ver— injustas en muchos casos, ya que no han tenido en cuenta la perspectiva y las intenciones del propio Metz; por otro lado, éste ha precisado su pensamiento en etapas sucesivas, matizando cada vez más sus etapas anteriores. No podemos tomar a mal que su pensamiento esté en continua evolución. Opino, sin embargo, que Metz ha interrumpido demasiado bruscamente su reflexión sobre la relación entre historia 47
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de la salvación e historia emancipadora de la libertad apelando a la mediación de la narración de la historia del sufrimiento humano. Metz afirma que la redención cristiana no es la manifestación expresa de la trascendencia de la historia de la libertad humana; afirma asimismo que ésta tampoco es la imanencia de la redención cristiana. Pero nada dice acerca de una relación positiva entre ambas historias. Al igual que otros muchos, rechaza Metz rotunda y justamente todo dualismo entre nuestra historia y la salvación escatológica. Sin embargo, el problema principal estriba en saber si la mediación entre ambas queda suficientemente articulada remitiendo exclusivamente a la historia del sufrimiento. También yo soy muy sensible a esa historia; de lo contrario, carecería de sentido estar escribiendo esta cuarta parte del libro. Pero, por bárbaro que pueda parecer, para nadie es el sufrimiento el resumen de la vida; y tampoco Metz lo negará. No obstante, el sufrimiento es una realidad brutal, un escándalo inexplicable teóricamente, ante el que también una praxis total fracasa sin remedio, de modo que, al menos en este sentido, el sufrimiento parece tener la última palabra. En esto hay que estar de acuerdo con Metz. Su opinión, y yo creo que justificada, es que los movimientos de emancipación no religiosos olvidan ese dato por negligencia o, en algunos casos, por cinismo. El gran mérito de la teología de Metz es haber recordado críticamente unas zonas del sufrimiento humano que habían sido descuidadas por los movimientos de liberación y emancipación. Es cierto que la llamada «corriente humana» del marxismo tiene en cuenta este problema concreto, pero los estamentos marxistas oficiales no están muy dispuestos a tomar en consideración tales aspectos de la existencia humana. La intención de Metz era precisamente atraer la atención hacia ellos. Creo, sin embargo, que el autor no ha tematizado suficientemente la relación positiva existente entre lo que la historia de la libertad humana ha producido como experiencia y modificación de sentido, como bien, y la salvación escatológica. Cabe preguntarse si la narración de historias de sufrimiento tiene esa función exclusiva de mediación; mejor dicho: si Metz ha analizado suficientemente esa fuerza crítica y productiva (fuerza que él admite^ incluso en las estrategias que la misma nos exige. Su tesis sobre la memoria, en la medida en que se refiere a las historias de sufrimiento, se inspira —lo cual en sí no es una objeción— en la filosofía (H. Marcuse, Th. Adorno y últimamente Walter Benjamín), mientras que su recurso a la historia de la resurrección tiene un significado intrínsecamente religioso, cristiano. Personalmente, echo de menos una profundización realmente teológica de sus tesis sobre la memoria. Metz no reflexiona sobre el concepto de «Dios», entendido a la luz de Jesús como positividad pura, como creador del bien y enemigo del mal. Tal concepto de Dios daría a la tesis —en sí misma correcta— sobre la mediación narrativa de la historia del sufrimiento humano un matiz específico que el propio autor no analiza. Parece además que Metz, partiendo de la concepción cristiana de que Dios es sujeto y sentido universal de la historia, llega a la conclusión de
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que la humanidad o una parte de ella no puede ser sujeto de toda la historia. También yo estoy convencido de lo mismo, pero no alcanzo a entender cómo podemos inferirlo de nuestra fe en Dios como Señor de la historia. Precisamente la visión humana de que «la humanidad» (que en cuanto tal es una abstracción, pues sólo existen «supervivientes») no puede ser sujeto universal de la historia y de que es insostenible teóricamente una total autoliberación de la humanidad (por falta de un «yo» que sea su sujeto), constituye, en mi opinión, el contexto experiencial humano en que se puede plantear con sentido el problema de Dios como Señor o sujeto universal de la historia (problema al que responden las distintas religiones). En este aspecto, me parece más consecuente el punto de partida de Pannenberg: dado que no es posible hallar en ningún lugar un «sujeto universal» político de la historia, constatable socialmente como sujeto intrahistórico, Pannenberg busca en el hecho de las religiones lo que éstas quieren decir cuando afirman que sólo Dios es el Señor de la historia. En cierto contraste con Pannenberg, Metz tiene razón al querer tematizar la cuestión del sentido total de la historia humana no de una forma puramente teórica, sino más bien (empleando una expresión de la Escuela de Francfort) «con una intención crítico-práctica», como mediación para una praxis orientada a un fin. A veces no es fácil evitar la impresión de que el «hombre que sufre» es para Metz una especie de sujeto universal de la historia. En otras palabras: su teología política me sigue pareciendo incompleta y poco elaborada. e) En un artículo titulado La paz de Dios y la paz del mundo, H. Kuitert 43 estudia el problema de la relación entre la salvación escatológica y la historia humana desde un punto de vista completamente distinto del de los anteriores teólogos, es decir, desde la posición, correcta a mi juicio (cf. la primera parte de este libro, sobre la autoridad de las experiencias), según la cual la salvación es también un concepto experiencial. Se establece así una relación positiva entre la salvación escatológica y «la paz social y política que se consigue y debe conseguirse mediante el esfuerzo del hombre». La tesis de Kuitert es importante porque afirma que el concepto cristiano de salvación perdería su sentido racional, es decir, no sería racionalmente un concepto salvífico si no existiese una relación positiva entre (dicho en términos bíblicos) «la justificación por la sola fe» y la «paz del mundo». Su punto de partida es también la afirmación cristiana de que la salvación definitiva de Dios está sólo en Jesucristo. Resumimos brevemente su argumentación. La salvación cristiana debe ser experimentada por los interesados al menos como salvación. La salvación es un concepto basado en la experiencia; por tanto, debe reflejar, al menos parcialmente, lo que un hombre vive como «salvífico». La experienII. Kuitert, De vrede van God en de vrede van de wereld, en Kerk en Vrede (Hom. J. de Graaf) (Baarn 1976) 66-84.
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cia de la dimensión salvífica de la salvación es un elemento esencial del concepto mismo de salvación. Esto no quiere decir que la salvación sea una «realidad experiencial en todos los casos y con plenitud», pero los interesados deben experimentarla concretamente como salvadora, «al menos en parte y en algunos casos». Pero no todo lo que los hombres consideran salvación salva realmente. La salvación es «anunciada» de hecho a los hombres en nombre de Dios. Dios y la salvación no se agotan en nuestra experiencia concreta. En el concepto cristiano de salvación hay, pues, un «límite máximo», un más todavía, y un «límite mínimo». Esto significa que en el concepto cristiano de salvación no es posible descubrir un límite por arriba; pero sí existe un límite por abajo: «la salvación cristiana es al menos salvación, y ésta debe responder al menos a una serie de condiciones si no queremos hacer que la palabra 'salvación' —y con ella la salvación cristiana— muera con la muerte de las mil calificaciones» M. Gracias a esta «distinción» es posible que, por una parte, Dios conserve la libertad de «ser Dios», o sea, una realidad que no se agota en nuestros conceptos de salvación, y que, por otra parte, el hombre conserve la libertad de ser hombre, es decir, un hombre vivo «con derecho a participar en todo lo que se considera o no salvación». Además, la salvación no sólo debe ser experimentada como tal por los interesados, sino que debe ser vivida como una realidad que salva «por unos hombres históricos de carne y hueso, que han de contar con la naturaleza que los rodea y con los demás hombres para construir un mundo en el que puedan vivir como hombres» 4S. Es lo que llamamos «salvación terrena», es decir, que salva a los hombres reales. En eso consiste precisamente lo que Kuitert llama «límite mínimo» del concepto cristiano de salvación. La salvación cristiana es ciertamente más que eso, pero debe ser al menos salvación terrena, es decir, salvación para el hombre. La salvación cristiana no se reduce, pues, a la salvación del alma. En tercer lugar, Kuitert sostiene que «la salvación propiamente dicha debe ser universal y completa» *; la salvación de unos no puede significar la desgracia de otros. Se trata aquí, sobre todo, de las instituciones poli, ticas y sociales, «cuya función es regular la vida del individuo para su bien o su mal». De esto se sigue que «la salvación, entendida como *1 0 que salva', supone —como mínimo— la existencia de unas instituciones sociales y políticas que 'salven' no a un grupo a expensas de los demás sino a todos los hombres» 47 . Lo cual no quiere decir que la salvación' cristiana se reduzca al ordenamiento de una sociedad justa, sino q Ue t i ordenamiento es un presupuesto que debe responder al concepto A salvación «si se quiere seguir hablando propiamente de salvación» KrG puede haber, por tanto, una paz interior «al margen de un contexto SOc* ^ y político». Al contrario, «la paz de Dios que sobrepasa toda intelig e r ] 44 45
Op. cit., 71.
Op. cit., 73. Cf. lo que en páginas anteriores he llamado «constantes a** amr lógicas». °Po. 46 Op. cit., 76. " Op. cit., 76.
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(Flp 4,7)... se traduce, dadas las actuales circunstancias, en discordia interior» **: «la salvación civil es un bien robado» 49 . Por consiguiente, «en lo que respecta al límite mínimo de lo que podemos llamar 'salvación', mi postura es que no hay salvación sin unas instituciones que repartan todo lo que es necesario para una vida plena, íntegra y aceptable, de forma que no sólo unos cuantos grupos disfruten de un lugar bajo el sol, sino que todos los hombres participen de 'lo que salva'» 50 . Kuitert concluye con razón que, si estos presupuestos mínimos no entran en el concepto ¿le salvación, tampoco hay posibilidad «de poner la salvación escatológica en relación positiva con el esfuerzo humano por implantar la paz entre los diversos grupos sociales, razas y pueblos» 51. Lo más significativo de la concepción de Kuitert es que llena una laguna existente en las reflexiones de numerosos teólogos (sin excluir a Metz): Kuitert sitúa la mediación entre la historia y la salvación escatológica en el concepto experiencial de «salvación», con lo cual puede explicar con mayor precisión y claridad que otros autores la importancia fundamentalmente política de la fe cristiana en la salvación escatológica. Kuitert no se propone analizar la salvación cristiana en su conjunto, sino sólo su «límite mínimo»: «Los cristianos pueden seguir hablando cuanto quieran de salvación, pero su concepto de la salvación será inviable (por falta de contenido o porque resulte sospechoso) mientras esté por debajo de ese mínimo» S2. f) En Medellín, la Conferencia Episcopal Latinoamericana decidió solemnemente que la Iglesia está dispuesta a hacer una opción: se pondrá al lado de los que, en el plano económico, son pobres y carecen de derechos, al lado de los que apenas cuentan, de la gran masa, del pueblo, que, como se lee en el documento de Medellín, han sido reducidos a condiciones cada vez más indignas por la violencia estructural o institucional, las multinacionales y el poder financiero internacional. Esta situación «exige una modificación global, valiente, urgente y radicalmente renovadora» 53. En resumen, desde el punto de vista teórico, el documento presenta cierto desequilibrio y cierta pobreza en la utilización de instrumentos capaces de analizar los contextos sociales: es un documento redactado con prisas. Sin embargo, pese a tales lagunas, nunca se ponderará suficientemente la carga profética y carismática que lo anima. En Medellín, la Iglesia oficial latinoamericana escuchó, sin caer en romanticimos y apoyándose en su triste experiencia, los gritos del pueblo de América Latina, como antaño escuchó Yahvé, según recuerda el libro del Éxodo, los lamentos de su pueblo: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a librarlos» (Ex 3,7-8). 48
Op. cit., 11. n Op. cit., 78. *> Op. cit., 79. 51 Op. cit., 80. Op. cit., 81. 53 Segunda Conferencia general del episcopado latinoamericano: La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio Vaticano II (Bogotá 1968) 72. 52
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Medellín señala el momento histórico de una opción de fundamental importancia tomada por todo un episcopado: La Iglesia baja para liberar al pueblo latinoamericano. La jerarquía eclesiástica, aliada desde hacía siglos con los poderes coloniales y neocoloniales, da un paso al frente siguiendo la consigna del Éxodo, que ya resonaba en el I have heard the cry of my people de Martin Luther King, y rompe la alianza secular con las potencias y dominaciones de este mundo que oprimen a los hombres. Se hace eco de las voces de los dominicos del siglo xvi, como Antonio de Montesinos y Bartolomé de Las Casas, los primeros en tomar la defensa de los viejos indios de América Latina y combatir por sus derechos humanos. Medellín se dejó contagiar por lo que el documento final llama sed «de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva»S4. Este documento no es fruto de una elaboración científica, no se plantea el problema teórico de si el Dios del Éxodo escuchó el lamento de su pueblo y bajó a liberarlo después de efectuar un análisis riguroso del contexto social. Además, la situación de injusticia denunciada en Medellín, en 1968, se ha agravado posteriormente debido a la ideología seguida por la política de «seguridad nacional» y por las dictaduras militares. Y no basta un llamamiento propagandístico para eliminar las consecuencias a que conduce la industrialización moderna, la cual se propone como primer objetivo el desarrollo económico: los ricos son cada vez más ricos, y los pobres cada vez más pobres. En América Latina, ésa es la realidad concreta, demostrable con rigor científico. Contra semejante ideología, Medellín proclama el reino de Dios y la opción de Jesús en favor de los pobres y de los marginados de la sociedad. Y lo que sucedió a Jesús se repite en América Latina: quien se pone de parte de los más débiles enfrente de la ideología del poder mundano lo paga con su muerte. El espíritu de Medellín tiene ya sus propios mártires. Y ese espíritu es el que ha dado origen a las teologías de la liberación latinoamericanas. El primero en tematizar el espíritu de Medellín y en comprometerse en su traducción teológica ha sido un sacerdote teólogo de Lima, Gustavo Gutiérrez, cuya Teología de la liberación (1971) ha sido tomada como base por todas las demás teologías de la liberación latinoamericanas (hasta ahora se cuentan unos cinco mil títulos entre libros y artículos55). 54
Segunda Conferencia, op. cit., 42. Debido a mi escaso conocimiento del español (idioma en que están escritas casi todas las obras sobre la teología de la liberación), debo limitarme a algunas de sus líneas más significativas: G. Gutiérrez, Teología de la liberación (Salamanca 8 1977); C. Alvarez Calderón, Theology and the Liberation of Man, en In Search of a Theology of Development (Ginebra 1969) 75-115; R. Alves, Teología de la esperanza humana (Salamanca 1980); H. Assmann, Teología de la liberación (Montevideo 1970); id., Opresión, liberación, desafío a los cristianos (Montevideo 2 1971); J. Míguez Bonino, Doing Theology in a Revolution Situation (Filadelfia 1974); E. Castro, A Cali to Action (Washington 1971); J. Comblin, Cristianismo y desarrollo (Quito 1970); id., Théologie de la revolution (París 1970); P. Freiré, Cultural Action for Freedom: «Harvard Educational Review» 40 (1970) 205-225 y 452-477; id., Pedagogía del opri55
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¿Cuál es, en medio de sus variaciones y matices, el común denominador de tales teologías? Ante todo, la conciencia de llegar con retraso. Lo cual me parece importante para el modo latinoamericano de hacer teología. Con anterioridad a todas esas teologías hallamos una praxis de liberación. Antes de que se hablara de teología latinoamericana de liberación, mucho antes de Medellín, en América Latina había ya, sobre todo en las zonas rurales, comunidades de base cristianas de signo político en las que se procuraba crear una solidaridad entre campesinos y obreros. Es innegable la enorme fuerza de atracción que, desde 1959 hasta nuestros días, ha ejercido Cuba sobre toda América Latina. Esas comunidades de base nacen debido a que algunos cristianos tienen conciencia de pertenecer a la clase popular y se comprometen activamente en el movimiento popular y espontáneo de los campesinos y obreros. En el arranque de las teologías de liberación tenemos, pues, un movimiento de liberación presente en las comunidades de base: una Iglesia de pobres. La praxis seguida por las diversas comunidades de base varía evidentemente de un país a otro, pero se funda siempre, por lo que se refiere a América Latina, en los mismos principios: 1) hay que denunciar todas las injusticias; 2) para ello es preciso seguir un método, el que más tarde Paulo Freiré llamará «concienciación», por medio del cual los hombres, aprendiendo, toman conciencia de su situación socioeconómica, miserable e injusta, pero modificable; 3) la solidaridad con los pobres nos obliga a decidir ser pobres con los pobres, y como corolario 4) es preciso oponerse a las estructuras de poder presentes en la sociedad y en la Iglesia y, por tanto, comprometerse solidariamente con el propósito de cambiarlas. La teología de la liberación se basa en dos presupuestos fundamentales: participación cristiana en un movimiento popular de campesinos y obreros y pertenencia a una comunidad de base. Tanto la resolución de Medellín como las teologías de la liberación se inspiran en el hecho evidente de que en América Latina la Iglesia se edifica como comunidad viva sobre «los bajos fondos de la historia», es decir, sobre los pobres y oprimidos. Se hace teología en un contexto determinado, en el ámbito de los procesos económicos, políticos y sociales de la historia. La teología de la liberación se propone tematizar en una reflexión crítica lo que de hecho está en juego en ese proceso de liberación. La convicción básica es que la esencia de la Iglesia, su identidad histórica (la única que existe), no se puede definir abstractamente, al margen de la historia, sino sólo en el horizonte experiencial del mundo. Y, en el contexto latinoamericano, se mido (Madrid 5 1978); F. Houtart y A. Rousseau, The Church and Revolution (Nueva York 1971); J. L. Segundo, Nuestra idea de Dios (Buenos Aires 1970); id., De la sociedad a la teología (Buenos Aires 1970); id., El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, 3 vols. (Madrid, Ed. Cristiandad, 1982); A. Morelli, Libera a mi pueblo (Buenos Aires 1971); J. P. Miranda, Marx y la Biblia (Salamanca 1972); Praxis de liberación y fe cristiana. El testimonio de los teólogos latinoamericanos: «Concilium» 96 (1974), todo el número.
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trata de experiencias socioeconómicas. Reflexionando teológicamente sobre la praxis de liberación que se lleva a cabo en las comunidades de base, las teologías de la liberación quieren ofrecer una aportación teórica a ese proceso liberatorio. La teología nace, pues, de la praxis, sobre la que reflexiona teóricamente para ser luego uno de sus elementos constitutivos. Para Gutiérrez, «la teología como reflexión crítica... no se limita a pensar el mundo, sino que busca situarse como un momento del proceso a través del cual el mundo es transformado» 56. Con ese método teológico se intenta autenticar críticamente un proceso histórico en vías de realización. No se trata simplemente de la repercusión del actual movimiento de liberación: no se busca crear una base teológica que lo confirme (peligro inherente a este modo de hacer teología), sino una reflexión teológica teórico-crítica que aporta eventualmente algunas correcciones. Las teologías de la liberación son el impulso que anima los movimientos de liberación: quieren que la Biblia, el evangelio, la palabra de Dios, se exprese y actúe en el contexto de la opresión y de la voluntad de ser libres; es la teología de la «alegre noticia a los pobres» de Isaías (52,7). Leyendo críticamente, a la luz del evangelio, los «signos de los tiempos», estos teólogos apuntan a una estructuración del proceso concreto de liberación. Tal objetivo se halla presente no sólo en el documento de Medellín, sino también en la encíclica Populorum progressio de Pablo VI. Nos encontramos así con el espíritu que animaba al dominico francés L. J. Lebret (Économie et humanisme), quien, siguiendo las ideas del padre M. D. Chenu, fundó en Santiago de Chile el centro de sociología «Economía humana». La teología es una reflexión sobre la fe cristiana como praxis de liberación. Para elaborar ese proyecto teológico «encarnado» se requería un análisis en dos planos: a) El proceso histórico de liberación debe concretarse en sus presupuestos económicos y sociales. Para ello, los teólogos de la liberación recurren decididamente a los instrumentos del análisis marxista y, con su ayuda, estudian las estructuras de una sociedad latinoamericana abrumada por elementos represivos, b) En la praxis de fe de las comunidades de base se recurre al elemento cognoscitivo contenido en los relatos del Antiguo Testamento y en los relatos cristianos sobre Jesús .-Lo que interesa principalmente es analizar y tematizar la inspiración judeo-cristiana y la orientación que ésta confiere a la teología de la liberación. Estos teólogos se esfuerzan por destacar el sensus fidei presente en la praxis de liberación para explicitarlo como nueva levadura de una praxis mas avanzada. Estas dos etapas muestran la estructura que caracteriza en líneas generales todas las teologías de la liberación latinoamericanas. Tal modo de hacer teología en un contexto de opresión socioeconómica y de afán de liberarse reinterpreta no sólo los aspectos pastorales e institucionales de la vida cristiana y eclesial en su conjunto, sino también los aspectos dogmáticos y éticos. Por tanto, la «teología de la liberación» no puede con56
G. Gutiérrez, Teología de la liberación, op. cit., 40's.
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fundirse con un capítulo particular, político, que podría servir de conclusión a los tratados clásicos de teología. Añadamos que ese modo de «hacer teología dentro de un contexto» cambia incluso la semántica de los términos. Si en Europa y en América del Norte la «democracia» y la «libertad» son valores muy cotizados, en América Latina los hombres son explotados precisamente en nombre de la democracia y la libertad de Europa occidental. Esto quiere decir que lo que para los occidentales significan la democracia y la libertad tiene para estos teólogos un valor y un significado distintos. Esta cuestión suele plantearse inmediatamente en las diversas teologías de la liberación cuando se ve cómo la praxis de la fe de las comunidades de base afronta el problema socioeconómico de la opresión en que se vive. A los teólogos latinoamericanos no les gusta la ideología económica del «desarrollo», responsable de que América Latina viva en una situación de dependencia. Al término «desarrollo» oponen el de «liberación», porque el desarrollo aportado por el poder financiero de las multinacionales no ha hecho sino empeorar la situación de la gente pobre. Por otra parte, el «subdesarrollo» no es considerado allí como «retraso» con respecto a los países occidentales más desarrollados, sino como «capitalismo» en clave de dependencia. En otras palabras: su subdesarrollo es un efecto secundario del desarrollo de nuestra prosperidad occidental. Esta teoría de la dependencia aparece en casi todos los teólogos de la liberación, para los cuales «liberación» significa exactamente emancipación de la esclavitud occidental. Téngase en cuenta además que «liberación», no «desarrollo», es un término típicamente bíblico. De hecho, estas teologías hablan mucho menos de los derechos (abstractos) del hombre que de los derechos del hombre pobre, privado de su justicia. En la parte más formalmente teológica, que alcanza un notable relieve en estas teologías de la liberación, la salvación cristiana concedida por Dios es analizada en el contexto de la opresión, la represión y la voluntad de liberarse de un pueblo pobre, es decir, no en el contexto jansenista y bayanista, dominicano o jesuítico de naturaleza y sobreñaturaleza. Teología y teología de la liberación son sinónimos: «teología de la liberación» es una tautología. Si la teología es teología de la salvación —y lo es por definición—, en esta forma de hacer teología dentro de un contexto es teología de la liberación. Por eso, desde hace tiempo, estos teólogos prefieren hablar de teología latinoamericana sin más. Hacer teología para un pueblo que vive en estado de opresión, hacer hablar a quien no tiene voz, es imposible si no se opta por el pueblo. Pero, dado que la praxis puede ser analizada e interpretada de maneras diferentes (siempre dentro de los esquemas de la teoría de la dependencia), la misma teología de la liberación presenta diversas tendencias. Actualmente podemos distinguir tres tendencias fundamentales: a) una teología de la liberación de tipo sociopopular, preocupada por una transformación radical de las estructuras de la sociedad mediante una concienciación con vistas a un socialismo crítico, nacional y cristiano; b) otra, orientada en sentido marxista, sobre todo en el movimiento de los
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«cristianos por el socialismo», que tiene su origen precisamente en América Latina, y c) otra, en fin, de signo evangélico, alentada por numerosos obispos y sacerdotes latinoamericanos. Estas variedades se explican por los diversos grados de opción, no siempre suficientemente refleja, en favor de los pobres y oprimidos y por la acción concreta en el plano político. Unos teólogos de la liberación consideran que una opción política de partido no puede derivar directamente de la fe cristiana, mientras que otros tienden a ver en el socialismo revolucionario, en su forma marxista, la versión lógica y quizá exclusiva de la fe cristiana; entire ambas vertientes hallamos varias formas de solidaridad crítica de los cristianos con los marxistas. El proceso histórico de la liberación de los pobres y oprimidos es la mediación histórica concreta de la salvación de Dios. Así, pues, en la teología de la liberación latinoamericana hallamos el mismo problema que hemos visto en Cullmann, Pannenberg, Rahner y Metz (y que preocupa a muchos otros): se trata de resolver el problema de la relación entre nuestra historia humana y la salvación de Dios en Jesucristo. Es el viejo problema del reino de Dios en conexión con nuestro futuro histórico o con la edificación de nuestro mundo en el amor y la justicia. La teología latinoamericana no ve en la historia particular de la Iglesia la única historia en que se realiza la salvación. Siguiendo a Pannenberg y a Rahner, se opone a identificar la historia de la salvación con la historia particular de las religiones de revelación. Gutiérrez dice claramente que no se pueden contraponer la «historia» y la «historia de la salvación» 57. La colaboración en el proceso de liberación humana es ya historia de la salvación. Gutiérrez distingue en particular tres niveles de liberación relacionados entre sí: liberación política, liberación del hombre por el «hombre nuevo» en el curso de su historia, liberación del pecado mediante la comunión con Dios 58 . La redención cristiana es, pues, liberación económica y sociopolítica, creación de un «hombre nuevo» en la sociedad solidaria y liberación del pecado mediante la comunión de vida que se establece con Dios y la «comunión» con todos los hombres. La primera de esas liberaciones puede ser realizada de hecho por el hombre (mandato de la creación); la última depende de la gracia misericordiosa de Dios, y ambas —acción política y fe cristiana— se unen a través de la «utopía» S9. Pese a la distinción real que existe entre los distintos niveles, todo esto significa —teniendo en cuenta el fin a que tiende la vida del hombre—• una realización de la salvación para los hombres. En consecuencia, Gutiérrez sostiene que la autoliberación emancipadora es la inmanencia de la redención cristiana —el don de Dios en Cristo nos llega a través de la mediación histórica de nuestra autoliberación—, pero luego se corrige afirmando que el reino de Dios no se realiza totalmente en nuestra historia de autoliberación. De todos modos, la salvación escatológica se realiza parcialmente en nuestra historia humana. Para los teólogos latinoamericanos, a diferencia de sus colegas occidentales —conocedores de las seculares polémicas que han acompañado al tema «naturaleza y gracia» y del 57
Ibid., 199-211 y 326-336.
58
Ibíd., 68-69.
S9
Ibld., 309-320.
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problema relativo a la gratuidad específica de la gracia frente al don de la creación—, no resulta difícil considerar como un fragmento de la benevolencia de Dios las diversas formas en que se realiza la liberación del hombre. Ellos no conocen el falso dilema de tener que elegir entre Dios y el hombre, entre otras razones porque profesan su fe en un Dios que tomó figura humana en Jesucristo, solidario con los oprimidos m . Para ellos, la relación entre el «futuro histórico» y el «futuro escatológico» no es tan complejo como para los teólogos de línea universitaria. Si bien estos últimos matices no carecen de importancia, no podemos por menos de señalar la intuición profundamente religiosa que se trasluce en algunas afirmaciones, a veces un tanto apresuradas, de los teólogos latinoamericanos. Si Dios es un Dios que se preocupa de los hombres, todo lo que, a través de la mediación del prójimo, favorece el bienestar y la verdadera humanidad del hombre tiene que ser don de Dios y, por tanto, salvación del hombre. No es posible restringir la benevolencia divina a un ámbito determinado, interno y aislado de la vida social, suponiendo que ese ámbito se dé realmente 61. La esperanza cristiana incluye esencialmente una esperanza en una sociedad mejor, más justa y digna del hombre. La liberación de sí y la redención cristiana no son términos de una alternativa. El futuro escatológico, que no está en manos del hombre, está sujeto a la mediación del compromiso por un futuro terreno, realizable con la mirada puesta en una vida más justa y más digna del hombre. La acción humana orientada a promover el bien y combatir el mal constituye la mediación histórica y concreta en que se traduce el advenimiento del reino de Dios. De ahí que G. Gutiérrez emplee el término «liberación» como síntesis de lo que significan la redención y la autoliberación.
III LA SALVACIÓN DE DIOS EXPERIMENTADA A TRAVÉS DEL HOMBRE Y DEL MUNDO
Introducción: ha historia de Jacob y Esaú «Jacob... se quedó solo. Un hombre peleó con él hasta la aurora y, viendo que no le podía, le tocó la articulación del muslo y se la dejó tiesa mientras peleaba con él. Dijo: 'Suéltame, que llega la aurora'. Respondió: 'No te soltaré hasta que me bendigas'. Y le preguntó: '¿Cómo te llamas?' Contestó: 'Jacob'. Le replicó: 'Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con dioses y con hombres y has podido'. Jacob, a su vez, preguntó: 'Dime tu nombre'. Respondió: '¿Por qué me preguntas mi nombre?' Y le bendijo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, diciendo: Ibíd., 226-241.
" Ibíd., 265-273.
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'He visto a Dios cara a cara y he quedado vivo'. Mientras atravesaba Penuel, salía el sol» (Gn 32,25-32). Para valorar correctamente esta historia, debemos situarla en el contexto global del Génesis. Tras haber estado una serie de años al servicio de su tío Labán, Jacob vuelve a su tierra (Gn 31), donde se encontrará por primera vez con su hermano Esaú, a quien había sustraído la bendición del derecho de primogenitura. Ya había pagado con creces su acción, pero ahora —yendo al encuentro de Esaú— se da cuenta de la gravedad de su conducta anterior; había procedido mal contra Esaú y contra Dios (Gn 32,4.17.21.22). A medida que se acerca el momento del encuentro, va aumentado la tensión interior. Jacob teme un encuentro frontal con su hermano. Titubea. Por ello envía algunos mensajeros que suavicen el encuentro inminente. Pero también es cada vez mayor su tensión en relación con Dios. Ve el encuentro con Esaú, su hermano perjudicado, como un enfremamiento directo con Dios. Y Dios adopta la misma táctica que Jacob: envía a Jacob un mensajero (32,2). Tenemos así una doble historia: el enfrentamiento de Jacob con el mensajero divino, que culmina en la lucha nocturna con el hombre de Dios (32,25), y el encuentro con Esaú. Lo que en realidad se desarrolla en un solo acontecimiento se explica en dos historias distintas: la reconciliación entre dos personas tiene relación con la reconciliación con Dios y por parte de Dios. Más tarde dirá Jacob a Esaú: «He visto tu rostro benévolo, y ha sido como ver el rostro de Dios». Las dos historias se unifican en este versículo, donde está el mensaje que debemos buscar en el relato. En la historia de la lucha con Dios se narra, como un hecho con entidad propia, la profundidad religiosa del laborioso intento de Jacob para reconciliarse con Esaú. Jacob lucha hasta el final y se entiende con Dios y consigo mismo. En su enfrentamiento absolutamente personalísimo con Dios pasa felizmente la prueba (32,29). Antes se llamaba «Jacob», hombre vencido; ahora se llamará «Israel», el que lucha con Dios, el que, tras librar un duro combate interior, se ha conciliado con Dios y consigo mismo. Una vez restablecida su relación con Dios, queda restablecida su relación con el hombre, con Esaú. Ahora, sin necesidad de que medie ningún mensajero, Jacob va decididamente a encontrarse con Esaú (33,3). Tras haber sido bendecido por el desconocido hombre de Dios, con el que ha luchado toda la noche, Jacob devuelve a Esaú el don de la bendición divina (33,11). Después de algunas vacilaciones por parte de Esaú y de insistencias por parte de Jacob, aquél acepta la bendición, alegre por ver de nuevo a su hermano. Mediante un magistral juego de palabras, el texto hebreo hace decir a Jacob: «He visto tu rostro benévolo y ha sido como ver el rostro de Dios» (33,10). El juego de palabras está en el doble uso del verbo «ver», con los matices de «ver con recelo» y «ver con complacencia». En la misma mañana, Jacob había visto a Dios con recelo y se había complacido viendo su rostro, es decir, se había reconciliado con Dios en un encuentro personal, lo mismo que ocurre ahora al encontrarse personalmente con Esaú. En la aceptación y ratificación recíproca gracias
al encuentro personal y conciliatorio entre Jacob y Esaú resplandece el rostro de Dios, como después del combate nocturno «salía el sol mientras Jacob atravesaba Penuel» (32,32). En el rostro de los hombres reconciliados brilla, como el sol, el rostro mismo de Dios. Por eso Jacob llamó a aquel lugar «Penuel», o sea, «rostro de Dios»: «He visto a Dios cara a cara y he quedado vivo» (32,31). Los hombres reconciliados tienen derecho a existir, a vivir. Reconciliación significa vivir, poder vivir. En nuestra historia de sufrimientos e injusticias, la reconciliación nos hace vivir una vida digna de esfuerzo. 1. La salvación terrena, elemento constitutivo de la redención cristiana a)
Identidad cristiana e integridad humana.
Aunque los hombres han hecho mucho por remediar los problemas de su vida en el campo corporal psicosomático y social (factores que condicionan la identidad personal y la cultura), chocamos continuamente con la realidad del sufrimiento humano: sufrimiento debido al amor, a la culpa, a nuestra condición finita y mortal, al fracaso y, en fin, al carácter invisible y oculto de Dios. No hay técnicas curativas ni prácticas liberadoras que puedan eliminar o minimizar ese sufrimiento. Es cierto que existen muchas formas de autoliberación: emancipadoras, interhumanas, médicas, individuales y sociopolíticas (encargadas al hombre en nombre de Dios creador); pero tales victorias sobre el sufrimiento, en muchos casos pago de la culpa de nuestra historia humana, son esencialmente parciales y limitadas. Pero hay más: para millones de hombres que han desaparecido, fallecidos o martirizados, arrebatados por las enfermedades, muertos en accidentes de tráfico o en terremotos, etc., esa pretendida autoliberación humana llega demasiado tarde. ¿O es que no incluimos a todos ésos en nuestra idea moderna de salvación (con lo cual ésta ya no sería plena y universal)? ¿Son tal vez la paja aventada de nuestra historia? ¿Y qué significan las víctimas exigidas por la autoliberación emancipadora para llegar a la llamada «generación del porvenir» (la que sobreviva para entonces), la cual vivirá en un «Estado feliz» cuya realización no deja de ser problemática? Para las generaciones pasadas, lo más que eso puede significar es un «más allá» ficticio, como para los oprimidos de la Edad Media el más allá era un más allá de todas sus miserias. No existe, pues, liberación auténtica si no se eliminan también esas formas de sufrimiento, que no son accesibles a ningún proceso de autoliberación. Pero concluir de ahí que la salvación de Dios en Jesús se limita a esa esfera y que el resto corresponde a una autoliberación emancipatoria es, en mi opinión, una trampa muy peligrosa. Además, estaría en contradicción con el Nuevo Testamento, que ve los dos tipos de acción salvífica por parte de Jesús —al lado de su buena noticia— en la curación de enfermos y en la liberación de los hombres poseídos por fuerzas alienantes, demoníacas.
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Si la lucha del hombre por lograr su liberación y emancipación62 es esencialmente parcial, no universal y además transitoria (aunque sólo sea
porque la muerte acaba con toda vida emancipada), esto implica que las esperanzas más profundas presentes al comienzo del proceso de emancipación están condenadas a quedar incumplidas. Esto no es obstáculo para que nos declaremos solidarios con los movimientos humanos que luchan por la libertad humana, ya que para los mortales (en cuanto tales) no hay logro mayor que colaborar eficazmente al éxito parcial de nuestra historia y a la eliminación de las causas del sufrimiento, en la medida de nuestras posibilidades. Conviene recordar a este respecto las palabras humanistas de un gran cristiano, Tomás de Aquino: «Detrahere perfectioni creaturarum est detrahere perfectioni divinae virtutis» 63, «rebajar las posibilidades intrínsecas del hombre (de las criaturas) significa rebajar las posibilidades de la potencia divina». Esto implica que la esperanza fundada en la creatividad del hombre debe ser incorporada a la esperanza cristiana, fundada a su vez en la propia creatividad sal vinca de Dios. En la praxis cristiana se ha roto muchas veces la unidad entre creación y alianza. El Creador es el Redentor, y su acción redentora es también divina, es decir, esencialmente creadora, sin que exista por ello rivalidad entre lo que Dios hace y lo que nosotros, basándonos en él, hacemos. La autoliberación emancipadora —cuando es posible— es una tarea que el Creador, que también es el Redentor, ha confiado a todos los hombres. Esta tarea, en su objetivo y su estrategia, en sus análisis y su praxis, no es específicamente religiosa o cristiana. Pero los cristianos incurren a veces en el error de identificar el cristianismo con lo específicamente cristiano, con lo cual limitan el ámbito de la vida cristiana. La religión, en contraste con la idea —relativamente moderna— que de ella tiene el mundo occidental, afecta en todas las religiones a la vida entera: no un sector determinado, sino todo un modo de ser de la vida humana, personal y socioeconómica. En Occidente se solía pensar en términos dualistas: religión (Iglesia) y mundo, razón (filosofía, ciencia) y fe (teología), Iglesia y Estado, etc. Se trata en el fondo de dos tipos de fe contrapuestos: fe en la razón y fe en Dios. La tendencia de Occidente a ver en la religión un sector de la vida es más bien sorprendente. El hecho es que en Occidente hallamos tres tendencias: a) Concepción correlativa: La cultura y la religión coinciden porque (como en la Edad Media) ambas están unidas por una teoría cristiana, de modo que la vida eclesial y la vida profana forman un único modelo (coherente) de vida social, legitimado por la revelación (dos jurisdicciones que se ajustan a una misma pauta), o bien porque (como ocurre en la actualidad) se da una «yuxtaposición»: la unión de los dos ámbitos se realiza medíante una teoría profana. La Iglesia, en cuanto sector institucional, no se ocupa oficialmente de la política, y el
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Estado reconoce el sentido de la tarea específica de la Iglesia, b) Concepción exclusiva: Puede tener forma positiva o negativa. En forma positiva, la fe en la razón y la fe en Dios son de hecho dos formas de fe, cada una de ellas con su propia inspiración constructiva (a partir de la Ilustración). En forma negativa, no se va contra la religión, pero se le niega todo sentido humanitario constructivo (especialmente a partir del «secularismo». inglés del siglo xix). c) Concepción inclusiva: También en este caso podemos distinguir un sentido positivo y otro negativo. Positivamente, «la secularidad cristiana» como reacción frente a las corrientes correlativa y exclusiva. Lo que en Occidente suele llamarse «mundo profano» no es ajeno al cristianismo. En otras palabras: se recurre a términos procedentes del pensamiento dualista occidental para definir la religión tal como se la entiende en las religiones no cristianas: como algo que afecta a toda la vida humana. Sin embargo, esto ha llevado a distinguir entre religión (religiones no cristianas) y fe (fe en Jesucristo): se piensa que es posible ser «cristiano» sin ser «religioso». Esto tiene la consecuencia negativa de que el rechazo de la religión a favor de la fe se convierte en iconoclastia. Lo profanum no evoca ya el recuerdo de lo fanum. Lo específicamente religioso, con sus símbolos, pierde su fuerza integradora frente a lo religioso «derivado» (la vida en su conjunto) y pervierte su poder constructivo. La vida, privada de lo específicamente religioso, se empobrece y se vuelve destructiva. Estas tres tendencias (cada una con sus dos subdivisiones) del pensamiento religioso dualista (Iglesia y mundo) son una presentación (esquemática) de la religiosidad oficial de Occidente, tal como aparece en la teología y en los documentos eclesiásticos. Pero eso no es la religión cristiana en Occidente. Además de esta corriente oficial, con sus derivaciones, ha existido siempre una religiosidad popular. Esta refleja en Occidente lo que la religión es en Oriente o en cualquier otro lugar: un principio orientador de la vida, un proyecto existencial que da coherencia, unidad y dirección a toda la vida humana, individual y colectiva, sin separar entre un ámbito profano y otro religioso. Tampoco el hombre occidental auténticamente religioso ha aceptado nunca, ni en el plano teórico ni —menos aún— en el práctico, pese a todas las teorías oficiales, la separación entre un ámbito religioso y otro profano. En las religiones oficiales de Occidente, el pensamiento «dualista» parece más bien patrimonio de las estructuras concretas relacionadas con la autoridad, las cuales han producido casi una separación entre el pueblo religioso y la autoridad religiosa (prescindiendo de la función específica que reconozco en la fe cristiana a los «dirigentes eclesiásticos»). Esto significa que, en la religiosidad popular, la religión desempeña el mismo papel (aunque a menudo acríticamente) que le corresponde en general: el de principio unificador, integrador y significativo de toda la existencia del hombre en el mundo y en la sociedad. Por eso, la religiosidad es concretamente constructiva, aunque encierra una posibilidad destructiva (precisamente porque la religión abarca todos los ámbitos). En consecuencia, la reflexión teológica debe considerar críticamente la religión popular, en cuya práctica se rechaza de hecho la separa-
ción entre lo profano y lo religioso. En esta praxis religiosa del pueblo existen modelos significativos que, sometidos a la discretio spirituum, pueden servirnos de orientación. Estas diferentes experiencias de individuos y grupos son momentos de la historia concreta de la religión cristiana. Según esto, las formas de contracultura que vemos aparecer al margen de las grandes Iglesias cristianas son un locus theologicus para la reflexión teológica, al igual que lo son la piedad popular y la antihistoria de las llamadas «herejías». Hay que distinguir entre el uso y el abuso de la religión popular. Podemos decir que las tres corrientes mencionadas fueron representativas de la religiosidad occidental (a pesar de la permanente contrahistoria de protestas reprimidas), hasta que se generalizó la discusión y reflexión, tanto en América como en Europa (a veces bajo nombres diversos) sobre la contracultura actual, sobre las teologías políticas (con una nueva modalidad crítica) y sobre la distinción expresa entre la doctrina oficial de la Iglesia y la fe del pueblo. Primero de una forma latente, luego a través de ciertas manifestaciones explícitas y, finalmente, en una irrupción de palabra y de obra, surge, casi al mismo tiempo, esa triple reacción frente a la cultura dominante (en el mundo y en la Iglesia). Ello se debe, ante todo, a un malestar frente a tal cultura, cuyos principales exponentes son las grandes instituciones: Estado, Iglesia, Universidad, etc. Por ser una reacción humana, está condicionada culturalmente en forma de exigencia de una nueva cultura, de una contracultura, término en el que el prefijo «contra» se refiere a la cultura unilateral, representativa y dominante, y el sustantivo «cultura» refleja el deseo de establecer una cultura alternativa, no una negación o ausencia de cultura (cosa, por lo demás, condenada al fracaso, pues la negación de la cultura lleva ineludiblemente a un ghetto cultural). Ahora bien, el cristianismo fiel al evangelio debe encontrarse con cualquier cultura, incluida la suya propia (y también con las proyecciones culturales de su fe y de la estructura eclesial), sobre la base de la reserva escatológica (consecuencia de la fe en Jesús como acontecimiento escatológico). Pero precisamente esa reserva influye singularmente en la configuración de la cultura. En el cristianismo, que el pueblo vive con razón como unidad de lo religioso y lo profano, existe una clara tensión entre el núcleo específicamente religioso, que se plasma en símbolos apropiados (contribuyendo a dar forma a la ecclesia y, en este sentido, a crear una cultura propia, dado que toda manifestación específicamente humana tiene un carácter cultural), y lo que se ha venido en llamar lo «religioso derivado», es decir, toda la vida del hombre en el mundo y en la sociedad, si bien el conjunto de todo ello constituye una sola vida integrada. Esta duplicidad de aspectos no se puede eliminar. Aun no siendo un fenómeno específicamente cristiano, el proceso emancipador de liberación puede tener una importancia fundamental para el cristianismo: puede ser una forma histórica necesaria del amor cristiano, de su fe y de su esperanza. Más aún: en un momento determinado de la historia puede representar un criterio de autenticidad cristiana, concreta48
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mente como plasmación histórica de uno de los criterios básicos de la religión cristiana: el amor fraterno. Todo lo que en el cristianismo empírico va contra las exigencias de liberación humana, individual y colectiva, debe ser rechazado en nombre de la fe cristiana. Por otra parte, la solidaridad (crítica) de los cristianos en el movimiento de emancipación y liberación no puede hacerse depender de las oportunidades reales que el cristianismo encuentre en la predicación o evangelización. Aun cuando la Iglesia no sacara provecho alguno de ello, tiene la obligación de comprometerse en defensa de los hombres privados de sus derechos y en alcanzar un mínimo de salvación humana. b)
Pretensión alienante de una autoliberación total.
El creyente y el cristiano conocen los límites de principio inherentes a toda autoliberación, pero esto no significa que se niegue la legitimidad cristiana del proceso de emancipación y liberación. Sin embargo, el creyente debe oponerse por principio a toda autoliberación emancipadora que pretenda ser total. Esa autoliberación es para la humanidad —teniendo en cuenta su caducidad y el hecho de que «en cuanto tal» puede ser sólo tema, pero no sujeto universal de la historia— funesta y alienante o, en el mejor de los casos, una liberación a medias. Limita y reduce el ser humano, lo cual tiene ipso jacto un efecto alienante. En la situación actual, el contexto en que se puede situar el problema del sentido último de la existencia humana es precisamente la imposibilidad de una autoliberación total, universal y definitiva mediante una emancipación. El proyecto de emancipación debe ser puesto entre unos signos de interrogación que forman parte del dinamismo de todo proceso histórico de emancipación. Se trata de unos límites no ya transitorios, sino insuperables. En tal situación no hay más alternativa que la respuesta religiosa: redención o salvación de Dios. También los no creyentes deben reconocer el carácter absoluto de este problema fundamental, pero en su caso se trata más de reconocer por dignidad humana y lealtad los propios límites (cuando de hecho lo hacen) que de superarlos en la línea de lo que ellos llaman ilusión de la religión. Es curioso, sin embargo, que quienes sostienen esta teoría son personas que «casualmente» viven en esta parte occidental del mundo, donde se disfruta de mayor bienestar y donde existe la posibilidad de transformar en vivencias personales la experiencia de que nuestra historia es una mezcla de sentido y de absurdo. «Casualmente» no viven en la otra parte del mundo, donde la existencia de muchos hombres está dominada por el absurdo, la esclavitud y el sufrimiento. En otras palabras: habría que preguntar si ese proyecto de vida, que se «concilia» con una historia hecha de sentido y absurdo, de bienestar y sufrimiento, tiene suficientemente en cuenta el hecho del sufrimiento ajeno. ¿No será que cercena una parte esencial de la problemática real de nuestro sufrimiento? Habría que preguntar también si tal concepción de la vida no tiene (consciente o inconscientemente) una buena dosis de egoísmo. En cualquier caso, la experien-
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cia humana de la mezcla de sentido y absurdo que es nuestra vida, plantea el problema de si en el fondo podemos confiar en la vida y en la historia, de si existe realmente un sentido total. Porque eludir el problema del sentido, de la redención y de la liberación total no es todavía liberación. La historia del sufrimiento del género humano, nuestra propia experiencia nos obliga a plantearnos este problema. El no creyente rechaza la respuesta religiosa porque la interpreta como una proyección: el deseo es padre del pensamiento. Pero él no da ninguna respuesta. El creyente hace la experiencia de la afirmación religiosa, una experiencia interpretativa. Así, en las actuales circunstancias, el problema religioso se plantea con urgencia en el proceso emancipatorio de autoliberación, un impulso humano liberatorio que puede obtener únicamente resultados parciales, no universales y transitorios y que, en último término, se sabe abocado no sólo al fracaso de toda autoliberación con pretensiones de totalidad o universalidad, sino también a la alienación de todo intento de autoliberación total. Semejante proyecto desencadena nuevas fuerzas irracionales que llevan a una privación de libertad. No se puede, pues, identificar la historia de la emancipación con la historia de la redención que viene de Dios, como tampoco se puede separar esta última de la autoliberación del hombre. De hecho, la salvación de Dios es salvación para el hombre, con todo lo que ello implica —teniendo en cuenta las «constantes antropológicas»— para una existencia auténticamente humana. El problema fundamental será siempre la realidad de la historia humana de sufrimientos, la cual subsiste en un proceso de emancipación presuntamente logrado y no pertenece simplemente a una «prehistoria» preemancipativa de la humanidad (aspecto certeramente subrayado por J. B. Metz). No es posible hallar salvación al margen del sufrimiento. Una autoliberación emancipadora al margen de una perspectiva de redención religiosa presenta dimensiones problemáticas y peligrosas, ya que no ve una serie de aspectos reales de la vida humana y, por consiguiente, efectúa una reducción del hombre. La historia de la libertad es una historia del sufrimiento. Esta es una realidad del ser humano que toman muy en cuenta las soteriologías religiosas. La redención cristiana va más allá de la autoliberación emancipatoria, si bien se muestra críticamente solidaria con ella. La teología medieval —especialmente Alberto Magno, Buenaventura, Alejandro de Hales y Tomás de Aquino— subrayó que el hombre es un ser que no puede realizar su propia naturaleza, hecha de promesa y futuro, en un proceso total de emancipación64. «Quo magis creatura, eo amplius indiget Deo»: «A mayor perfección ontológica de las criaturas, mayor necesidad tienen de Dios», tanto más urgente y fundada es la necesidad de desarrollar sus posibilidades existenciales con ayuda de la fuerza divina. La vivencia plena de la promesa que encierra nuestro ser humano se basa en un don gratuito, superior. Un hombre es sólo plena y totalmente hom64
E. Schillebeeckx, Arabisch-neoplatoonse achtergrond van Thomas' opvatting de ontvankelijkheid van de mens voor de genade: Bijdr 35 (1974) 298-308.
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bre en virtud de la gracia de Dios. Sobre todo para Tomás de Aquino, la autorrealización es aceptación y apropiación de la salvación de Dios por pacte del hombre, aceptación activa de un don divino: «acogida». Precisamente porque la gracia de Dios está sujeta a una mediación —pasa a través del hombre y del mundo—, el hombre tiene la posibilidad de oponerse a ella. Todo lo que está sujeto a una mediación histórica participa, por razón de ésta, de la ambigüedad intrínseca a la historia y, por consiguiente, nunca se impone de manera infalible y evidente; siempre le queda al hombre la posibilidad de no ver en ello la invitación de Dios y no prestarle atención (de este modo matizaría yo la «doctrina tomista», en sí correcta, de la eficacia intrínseca de la gracia). Analicemos a continuación las implicaciones históricas.
En el pasado se consideró posible y obligatorio establecer en el mundo un orden específicamente cristiano. Entonces los cristianos estaban realmente convencidos de poseer una concepción totalmente peculiar y propia de la sociedad, a la que no se podía llegar con las solas fuerzas de la razón. Con el paso del tiempo se ha podido ver que tal concepción tenía una gran carga ideológica. Esa «política cristiana» es característica de los cristianos «fundamentalistas», que pretenden encontrar directamente en la Biblia una política aplicable a un programa político. Pero la cuestión decisiva es si, al rechazar legítimamente tal ideología, no se está tirando por la ventana, además del agua con que se ha bañado al niño, al propio niño, puesto que tal postura niega la dimensión política de la fe (no de una doctrina social cristiana, impregnada de ideología) basándose en la tesis de que la fe no es funcional*6. En realidad, la oposición legítima a una «funcionalización» de lo religioso puede abrir de par en par las puertas a las funcionalizaciones ideológicas, inconfesadas y encubiertas, de ciertos poderes políticos y económicos (no religiosos) muy interesados en la tesis del carácter no funcional de la religión (poderes que a menudo, y sin que nadie se lo pida, apoyan con agrado esa no funcionalidad). Negarse a plantear críticamente el problema de la función de la religión en el hombre y en la sociedad significa muy pronto consentir que las experiencias religiosas gratuitas y realmente no funcionales se vean contaminadas por objetivos no religiosos del ordenamiento social. (Debido a su método psicológico, en sí mismo aceptable, estos psicólogos pueden no percibir otra serie de aspectos). A la luz de la tradición judeo-cristiana, que considera al amor fraterno solidario «con un hermano mío, de esos más humildes» (Mt 25,40) —amor intersubjetivo y a través de estructuras anónimas—, no sólo como ética, sino también como «virtud teologal», convendría tener cautela ante ciertas tendencias psicológicas, genéricamente religiosas, en las que las experiencias religiosas de la gracia quedan reducidas a un mismo denominador común con las experiencias que procura el LSD, según cierta literatura reciente (conectada con el llamado «despertar religioso») pretende hacernos creer (de todos modos, no deben asustarnos ciertas afinidades psicológicas realmente sorprendentes). Al margen de las concepciones de los cristianos sobre la fe y la política, los estudios sociológicos sobre el funcionamiento concreto de las religiones en el ámbito político llegan a conclusiones distintas. La sociología, sin embargo, está aún lejos de poder ofrecer una teoría bien articulada sobre la función de las religiones en la configuración del futuro de una sociedad. No obstante, existe una amplia gama de datos empíricos, de los que se desprende que la función de las religiones con respecto a la vida política de una sociedad es básicamente ambivalente. De hecho, vemos que las religiones sirven no sólo para legitimar las relaciones existentes, sino también para impulsar reformas e incluso revoluciones. Desde el punto de vista sociológico e histórico, la religión puede llevar a dos actitudes
2. a)
Fe cristiana y política
El hecho del pluralismo entre los cristianos.
En la actualidad existe por doquier un gran interés por las teorías y afirmaciones relativas al alcance sociopoKtico de la fe, y especialmente del evangelio cristiano. Pero la gama de los matices políticos es realmente variada. Debido a este hecho, vemos, por un lado, que se crean nuevos partidos políticos de orientación confesional y, por otro, que muchos cristianos abandonan esos partidos confesionales a fin de llevar a cabo en otros partidos de signo progresista su inspiración y orientación cristiana. Otros proponen, en nombre también del evangelio, una alianza con movimientos marxistas y socialistas como la única consecuencia lógica y obligada del cristianismo («Cristianos por el socialismo»). Existe también un cristianismo apolítico, el cual defiende la tesis de que la religión, debido a su trascendencia y orientación a lo específicamente religioso, debe estar por encima de cualquier clase de política. Pero esto implica, dado el antagonismo real que existe en la política social, una opción inequívoca de tipo político a favor de los que tienen el poder y de los económicamente más fuertes. (No obstante, en ciertas circunstancias una abstención de este tipo en política puede obedecer al propósito de ofrecer una oportunidad a las fuerzas progresistas; el hecho, por ejemplo, de que los obispos españoles dejaran que los cristianos obraran según conciencia con ocasión del referéndum de diciembre de 1976, cosa que no sucedía bajo el régimen de Franco, no significa necesariamente un indiferentismo político, sino más bien la manifestación de una voluntad democrática después de tarttos años de dictadura). Hay, en fin, otros cristianos (sobre todo entre los psicólogos de la religión, que, a partir de R. Otto, se oponen a una definición funcionalista de la religión) que no admiten que la religión tenga función alguna (tampoco poli dea), si bien subrayan que el creyente, en cuanto hombre, sí tiene obligaciones de carácter ético-político. La reacción de esta última tendencia se opone con razón al viejo ideal de una humanitas christiana, regulada por la «doctrina social de la Iglesia».
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6 ' Por ejemplo, A. Versóte, Utopic cu wcrkelijkheid van het christendom, en Gclovend in de wcrcld (Hom. A. Dondi-vm-; Amliorcs-Uiivrht 1972) 79-99.
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contrarias. Vemos además que, siempre que la historia pasa por períodos estáticos, en los que es nula o muy pequeña la necesidad de revolución o reforma, también el mundo religioso se muestra poco dinámico y poco propenso a la crítica o los cambios de la sociedad. Por el contrario, en períodos de cambios sociopolíticos observamos que, además de un importante grupo de fieles ligados a las estructuras eclesiásticas y de tendencia conservadora, surgen centros muy activos de comunidades eclesiales que, partiendo precisamente de sus convicciones religiosas, se muestran muy críticos con la situación existente y aspiran a un cambio de la misma. Ciertas posturas sociopolíticas determinan a menudo la forma en que algunos cristianos comprenden el evangelio, mientras que, por otro lado, una interpretación concreta del evangelio puede influir en la adopción de posturas políticas. Se trata, pues, de una relación dialéctica. Por tanto, no sólo la función fáctica de la religión es ambivalente, sino que, debido a la polarización y a los conflictos religiosos presentes en las comunidades, se produce una agudización de los conflictos sociopolíticos. Este gran pluralismo, que se da también entre los cristianos, con respecto a las relaciones de fe con la política social es un hecho que habla por sí mismo. La importancia de la fe cristiana para un ordenamiento sociopolítico del mundo no es totalmente clara y unívoca. Las diferentes concepciones están condicionadas no sólo por el pluralismo de la fe cristiana, sino también por la experiencia cotidiana de que una política social, conservadora o progresista, sirve de confirmación o de crítica de ciertas emociones humanas, categorías o adquisiciones concretas. En el terreno de la política no hay que hacer decir a la fe demasiado ni demasiado poco. Además, un teólogo crítico ha de limitarse a expresar ideas generales so pena de sobrepasar los límites de su competencia. Para dar una orientación concreta sobre la línea que debe seguir una política social y humana de acuerdo con la exigencia cristiana de comprometerse aquí y ahora con la «salvación humana», se requiere un análisis y una interpretación no teológica de la situación concreta en que vivimos. El teólogo, al menos en cuanto teólogo (lo mismo que cualquier otro cristiano de mayor o menor categoría), no es de por sí competente para llevar a cabo tal análisis e interpretación. Por eso soy más bien escéptico ante los cristianos que, en cuanto cristianos, pretenden poseer un programa de acción específico y concreto (llámense «Cristianos por el socialismo», «Unión Democrática Cristiana» o «Democracia Cristiana»). En sus programas concretos siempre han influido factores no cristianos ni teológicos (y no podría ser de otra manera). Lo grave sería que presentaran sus conclusiones, derivadas de factores cristianos y no religiosos, como la solución cristiana (ésa es la cuestión). En cuanto cristiano y teólogo —no en cuanto político—, sé que sólo puedo formular principios generales que iluminen la reflexión de los políticos. En cualquier caso, tales reflexiones teológicas pueden descubrir una gran dosis de ideología también entre los cristianos.
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b)
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Repercusión de lo político.
La esencia de toda crítica de la religión, en cualquiera de sus formas, es que la religión proclama la incapacidad del hombre para lograr una autoiiberación emancipadora, a la vez que promete una salvación otorgada por Dios, con lo cual reafirma la impotencia del hombre para conseguir su liberación. Actualmente, los cristianos utilizan a menudo esta crítica en ventaja propia, presentando una nueva interpretación de la religión cristiana: subrayan su impulso emancipador y político y su función liberadora, si bien la historia de esta religión no puede presentar unas credenciales muy brillantes a ese respecto (si se exceptúan ciertos casos, normalmente reprimidos, de cariz «herético»). Ante todo debemos admitir que, en consonancia con la estructura del desarrollo de la fe cristiana, ciertas influencias externas, profanas, ajenas por tanto a la religión en cuanto tal, ayudan a los cristianos a descubrir los valores positivos presentes en su propia tradición cristiana, valores que en el pasado fueron quizá reprimidos o simplemente ignorados por culpa del sistema social dominante. El mensaje de Jesús exige libertad y amor para todos y cada uno de los hombres sin excepción. Esto es un hecho históricamente incontrovertible. Pero las virtualidades de este mensaje no aparecen de forma automática y en bloque, sino paulatinamente, en el proceso de evolución de la conciencia humana. Así, la solidaridad crítica del cristiano con la historia emancipadora de la libertad " y la coalición de la teología con las teorías críticas de la sociedad67 pueden significar de hecho una exigencia necesaria de la caritas, o amor cristiano, y de la teología dentro de la historia (necesidad de crear nuevas tradiciones). Hay que analizar, sin embargo, con sumo cuidado hasta qué punto el cristianismo y la teología desarrollan su propia potencialidad crítico-religiosa y no se limitan a repetir lo que ya han dicho otros movimientos humanos y teorías críticas. ¿Se apropian simplemente unas concepciones ajenas al cristianismo, por muy legítimas que sean desde el punto de vista humano, o toman conciencia a través de ellas (lo cual no es ninguna deshonra) de sus impulsos genuinamente cristianos? Debemos, pues, preguntarnos con sentido crítico si las teologías actuales de la esperanza, de la emancipación y liberación, todas las cuales tienen su base fundamental en Jesús de Nazaret, no desempeñan una vez más la función de «tapahuecos», aunque no como en el pasado, sino con la mirada puesta en las disfunciones todavía existentes en nuestro comportamiento personal, interpersonal y sociopolítico. En otras palabras: debemos preguntarnos si todos esos intentos cristianos modernos no representan una nueva sacralización, esta vez no del statu quo, sino de la exigencia política —incluso revolucionaria— de cambio. El problema de fondo estriba en saber si los creyentes y los no creyen66
Tesis fundamental en J.-B. Metz. Cf. J.-B. Metz, J. Moltmann, W. Oelmüller, Kirche im Prozess der Aujklarung (Munich 1970) 58-73. 67 Cf. A. G. Geyer, H. N. Janowski, A. Schmidt, Thcologie und Soziologie (Stuttgart 1970).
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tes hacen las mismas cosas de hecho, es decir, luchan por renovar el mundo, con la única diferencia de que el creyente da a esa praxis común una interpretación distinta, interpretación que en cuanto tal no tiene consecuencia alguna en el terreno práctico. De hecho, la religión como tal no puede ofrecer una aportación específica en el caso de una praxis que se muestra indiferente ante cualquier interpretación, religiosa o no religiosa. Por tanto, cuando una religión pretende prestar al mundo un servicio específico e irreductible, esa pretensión resulta problemática y ambigua en la medida en que el servicio se entienda a partir de objetivos extrarreligiosos. Y viceversa: la pretensión de ofrecer una interpretación específica del mundo será igualmente problemática y ambigua en la medida en que tal interpretación no repercuta en la praxis. En consecuencia, si se trata de una praxis común a creyentes y no creyentes, a la que se añaden sin más distintas interpretaciones teóricas del mundo, se está ignorando el impulso crítico peculiar de la conciencia religiosa. La religión no es una interpretación del mundo ajena a la praxis, ni tampoco una praxis sin relación con una determinada interpretación del mundo y del hombre. En la praxis tenemos a menudo una curiosa experiencia. Al principio se habla de una inspiración evangélica que mueve a la solidaridad con la autoliberación emancipatoria (de hecho, socialista). En una segunda fase vemos la racionalidad propia de tal emancipación. En una tercera fase se reconoce la prioridad de la emancipación en su racionalidad propia con respecto al anuncio evangélico. En la cuarta y última fase se termina a menudo por rechazar la orientación e inspiración evangélica, considerándolas sin importancia para el movimiento de liberación. Este proceso, que no raras veces se observa en la práctica68, indica que la religión, aunque se puede abusar de ella con fines muy diversos, por su naturaleza no es «instrumentalizable», poco importa para qué. No se puede hacer de Dios un instrumento para alcanzar objetivos humanos ni del hombre un instrumento para lograr metas divinas. La religión y el ser humano trascienden la categoría de lo instrumentalizable y funcional, lo cual no quita que la religión pueda ser «funcional en grado máximo» para promover la «dignidad del hombre» en todos los aspectos. Las religiones no son fruto de una exigencia interior, sincr portadoras de salvación: salvación para los hombres. La religión (como plenitud interior, implicación y consecuencia) no puede prestar un servicio eficaz en el mundo en el plano específicamente religioso y en el práctico (incluido el político), si no se reconoce la peculiar fuerza hermenéutico-crítica y el impulso de la religión en cuanto tal. Si se pierde de vista la interpretación y la crítica específicamente religiosas, es decir, si la religión se pone al servicio de objetivos no religiosos, entonces los medios religiosos quedan supeditados a unos objetivos no religiosos, con lo cual la religión se convierte en magia, o bien la religión queda reducida al papel de maestra y educadora de moralidad69; antes se trataba principalmente de ética indi-
vidual; ahora, de macroética de la comunidad político-social. En otras palabras: cuando la religión se pone al servicio de tareas que le vienen de fuera (por ejemplo, necesidades económicas, sociales o políticas), degenera en magia o queda privada de contenido y reducida a mera ética (de cualquier modo, debe tener en cuenta que no podrá conservar su interés específicamente religioso a los ojos del hombre más que dentro de las otras cinco constantes antropológicas ya analizadas). Aunque la religiosidad implica un comportamiento ético correcto, la religión no es reducible a la ética. En tal reducción, la única diferencia con el pasado consistiría en que el servicio «antinatural» que antaño prestó la religión al mundo mostraba una tendencia derechista y conservadora, mientras que el actual sigue un camino izquierdista y revolucionario. En ambos casos nos hallaríamos ante formas y manifestaciones de una trasnochada «teología constantiniana». Con frecuencia, el recurrir a la fe cristiana en apoyo de una política de derechas o de izquierdas o en apoyo de un encogido y desvaído partido de centro es simplemente una coartada a falta de argumentos racionales. De ahí que la teología deba hacer hincapié en la forma específicamente religiosa de la crítica del hombre y de la sociedad: ése puede ser un servicio de la religión al mundo, un servicio que la teología no basa en una repetición de lo dicho (quizá con acierto) por los sociólogos críticos, sino en su experiencia de lo santo o sagrado. Las religiones quieren dar testimonio de lo santo, de Dios; ahí radica la legitimidad de su anuncio y de su praxis. En su servicio a Dios, las religiones son un servicio al hombre. De lo contrario, serían una pura reduplicación idealista70. En realidad, cuando hablamos de la conciencia religiosa (y de su peculiar fuerza crítica), estamos hablando de una determinada forma de la conciencia humana. Entonces habremos de preguntarnos qué es lo religioso de esta conciencia, es decir, qué contenido y qué realidad nos obligan a decir que es una conciencia religiosa. Y también: ¿cómo se debe valorar la realidad del hombre y del mundo a la luz de la conciencia religiosa? La religión no se ocupa sólo de Dios, sino de la totalidad, cuyo fundamento, soporte y esperanza es Dios mismo. La religión valora al mundo y al hombre a la luz de su experiencia de lo sagrado o divino. Cualquier afirmación religiosa sobre lo santo es en realidad una afirmación sobre el hombre y el mundo, lo cual significa también que cualquier afirmación sobre el hombre y el mundo es también una afirmación sobre lo santo, sobre Dios. Dicho de otro modo: en la visión que la religión tiene de sí misma está implicada —de un modo
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Así, por ejemplo, G. Girardi (no he logrado encontrar la cita exacta). Cf. R. Scháffler, Religión und kritisches Bewusstsein, op. cit., 155-158.
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En particular, un grupo de teólogos recientes (cf. M. Xhaufflaire y K. Derksen, Les deux visages de la théologie de la sécularisation, Tournai 1970) ha llamado la atención sobre el idealismo que implica esta reduplicación: M. Xhaufflaire, Feuerbach el la théologie de la sécularisation (París 1970); Fr. van Oudenrijn, Kritische Théologie ais Krilik der Théologie (Munich 1972); L. Dullaart, Kirche und Ekklesiologie (Munich 1975); también en publicaciones menos recientes, como «Tegenspraak» (Holanda), «Kritischer Katholizismus» (Alemania Federal) y otras que siguen publicándose en la actualidad, como «Lettre» (Francia), «Tmprimatur» y «Neue Stimmen» (Alemania Federal), etc.
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igualmente primigenio— una visión religiosa del mundo y del hombre. Es imposible separar la pregunta por Dios de la pregunta por el ser del hombre, ser que ha de tener últimamente una dimensión religiosa para que el hombre sea plena y totalmente hombre. La religión se ocupa de la existencia del hombre y del mundo, pero en cuanto manifestaciones de lo santo, y no de otro modo (lo cual no quiere decir que se rechace el lenguaje no religioso sobre tales fenómenos). Para el creyente, el hombre que vive en el mundo es el símbolo fundamental de lo santo, del Dios que busca el bien y combate el mal, es una manifestación de Dios en cuanto gracia y juicio. Para poder manifestarse, lo santo debe ocultarse siempre en imágenes: se revela en el ocultamiento, de tal modo que lo santo sólo es accesible a través de tales manifestaciones, si bien no es identificable con ninguna de ellas. Por tanto, existe una identidad necesaria entre manifestación y ocultamiento. La religión, en cuanto compren»- sión religiosa del hombre y del mundo, debe a esta estructura un simbolismo religioso particular, el cual, a pesar, de su peculiaridad, remite siempre a la realidad histórica del hombre en el mundo. De esta importante función hermenéutico-crítica de la conciencia religiosa se desprende que el creyente no puede idealizar de ningún modo una determinada imagen del mundo —pasada, presente o futura— y hablar de un mundo perfecto y sin problemas. Todo, en efecto, es tan sólo una manifestación de Dios no identificable con lo santo, con la salvación del hombre. Pero, por otra parte, la religión prohibe evadirse del mundo, rechazar una determinada figura del mundo —pasada o futura—, ya que todas las cosas y en todas partes pueden ser para el creyente manifestación de lo divino. Por tanto, nada puede ser menospreciado; la realidad no está plenamente desahuciada mientras Dios esté presente en ella. La religión se opone, pues, a cualquier tesis de identidad, a cualquier sacralizacíón o absolutización de la política, sea de derechas, de izquierdas o de centro, si bien la praxis política que va en beneficio del hombre es una manifestación de Dios en el mundo: el ocultamiento y la manifestación son una misma cosa. En otras palabras: la religión y la fe cristiana poseen ya una importante dimensión política por el hecho de que se oponen a una identificación plena de la salvación humana con la política. La reserva de Dios, que para el hombre es una reserva escatológica, no permite al creyente absolutizar la política. El cristianismo desacraliza la política. En efecto, si la posibilidad de toda existencia radica en Dios y si, por otra parte, nuestra existencia está amenazada no sólo desde fuera (por la naturaleza, los demás hombres y la sociedad), sino también desde dentro (por nuestra permanente posibilidad de no ser), entonces la salvación plena será posible únicamente cuando el hombre pueda poner su confianza en el fundamento de su existencia, es decir, en la renovación personal, que, oculta en esa crisis permanente de la existencia, es realizada por Dios. La conciencia religiosa, en su dimensión crítica, conoce la validez de todo lo profano y de su crisis radical. Esto permite dedicarse al mundo sin divinizarlo y sin idealizar o absolutizar ninguna política, de liberación; permite realizar una crítica radical del hombre y de la sociedad y promover el bienestar
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sin refugiarse en una salvación soñada y sin imaginar un mundo santo y perfecto en algún rincón de nuestra historia (pasada, presente o futura). La religión somete a crítica tanto el statu quo como la absolutización de una renovación puramente político-social a la que los hombres, nolens volens, deberían plegarse. No obstante, la religión quiere, a imitación de un Dios volcado hacia la humanidad, apoyar y favorecer a los hombres que luchan en favor de la humanidad y, por consiguiente, las estructuras que ayuden a ello. Esa crítica de raíz religiosa es una aportación de la religión al mundo, pero una aportación que se cumple en y por el servicio a Dios. Esto es algo que debemos tener muy en cuenta en el análisis ulterior si queremos hablar con sentido teológico sobre la liberación del hombre y no repetir, como papagayos cristianos (bajo la enseñanza de la teología), lo que vienen afirmando desde hace mucho unos hombres a los que debemos tomar en serio. c)
La «reserva escatológica» y lo político.
Si se tuviese en cuenta únicamente la reserva divina, sin considerar al mismo tiempo el contenido concreto de la fe, especialmente de la cristiana, centrada en Jesús de Nazaret, la reserva escatológica podría desempeñar una función totalmente reaccionaria en detrimento del hombre. La reserva de Dios abarca, en efecto, toda nuestra historia y todo lo que el hombre realiza dentro de ella. De ahí que todas las acciones políticas tengan un carácter relativo. No obstante, esto significa también que, cuando este aspecto real de la revelación de Dios se toma aisladamente, al margen de lo acontecido en Jesús por nosotros, esta reserva escatológica puede relativizar hasta tal punto toda actividad profana que resulten neutralizadas por igual tanto una política de signo conservador como una política social que pretenda mayor justicia para todos. En tal caso, la fe cristiana no sólo desacralizaría la política y la privación de su peligroso carácter absolutista (en eso consiste el derecho peculiar y el sentido de la reserva escatológica o libertad divina), sino que sería incapaz por sí misma de inspirar y orientar (en una dirección muy determinada) la elección de una política socioeconómica encaminada al progreso y desarrollo de la humanidad y del ser humano. Dios podría aparecer como «salvación» lo mismo en la conservación y renovación del mundo de los hombres que en su sufrimiento > opresión y ruina. La certera visión cristiana de que para el creyente (que tiene ante sus ojos la cruz de Cristo) la ruina, el fracaso y el sufrimiento pueden ser de hecho manifestaciones de salvación, signos de la silencios^ presencia de Dios, podría ser manipulada políticamente para consolidar y continuar la opresión existente. Una reserva escatológica utilizada en téi\ minos puramente formales anularía de raíz el impulso humanitario qu e alienta en los movimientos de libertad, mientras que, guardando silencie^ de nada valdría la reserva de Dios frente al statu quo. Tal es la conse„ cuencia política (y, tácitamente, a menudo también la intención) de recuri¡ r a la reserva escatológica cuando se trata de asuntos políticos.
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LA SALVACIÓN DE DIOS A TRAVÉS DEL HOMBRE Y DEL MUNDO
El contenido de la confesión de fe en Dios determina en parte la praxis concreta de los cristianos en el mundo. Si se parte, como sucede en las religiones primitivas y algunas otras, de que Dios es fundamento y origen de toda positividad y de toda negatividad —un Dios que da la muerte y la vida—, entonces la religión no poseerá ninguna fuerza crítica y productiva para una praxis encaminada a la salvación del hombre en el plano personal, corporal, médico, económico, social, educativo, etc. La vida humana y la historia son de hecho ambiguas, ambivalentes, de forma que raras veces se puede decir con certeza qué elementos están del lado de la vida y qué elementos pertenecen a la esfera de la destrucción, de la muerte y la ruina. Sin embargo, ambigüedad no es lo mismo que neutralidad. Si Dios fuera indiferentemente el fundamento y la fuente de la justicia y la injusticia, de la alegría y el dolor, sería inútil y absurdo para el creyente tratar de cambiar las cosas. Pero, debido precisamente a la fuerza críticocognoscitiva de las experiencias humanas del sufrimiento, muchos creyentes rechazan semejante idea de Dios, pues -llevaría ineludiblemente a afirmar que «Dios ha querido que haya clases sociales», señores y siervos, opresores y oprimidos, y que la familia de la sagrada jerarquía del universo se mantenga en pie mediante la autoridad de unos y la obediencia de otros. En cualquier caso, es claro que la religión tiene siempre una dimensión política. Pero lo que se discute no es esa dimensión, sea del signo que sea; la cuestión decisiva es qué importancia política se reconoce la religión a sí misma, es decir, qué política social y humanitaria pretende promover y a qué política se opone. Pero el Dios de los cristianos «no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22,32). En otras palabras: esta noción contempla a Dios única y exclusivamente como positividad: «Dios es amor» (1 Jn 4,10.16), por su propia naturaleza promueve el bien y se opone al mal. Por consiguiente, para el creyente que quiere imitar a Dios, cualquier actuación debe tener como orientación exclusiva la promoción del bien y la oposición al mal, a la injusticia y al sufrimiento en cualquiera de sus formas. Esta noción de Dios, que nos viene no de un concepto genérico, común a todas las religiones, sino de Jesús de Nazaret, proporciona al cristiano un principio de orientación muy concreto dentro de lo que he llamado «las siete constantes antropológicas»: en este marco, la fe le obliga a promover lo que es bueno y verdadero para el desarrollo del hombre y a combatir enérgicamente todo lo que lesiona al hombre en su corporalidad, lo oprime en su vida psíquica, lo humilla en su personalidad, lo esclaviza mediante las estructuras sociales, lo impulsa irracionalmente a aventuras irresponsables, le impide el libre ejercicio de su religiosidad y, en fin, todo lo que va contra los derechos del hombre y lo convierte en objeto mediante las condiciones de trabajo y la burocracia. Este impulso productivo y crítico de la fe cristiana, tanto hacia una praxis dirigida a la salvación del hombre como hacia una praxis política orientada a conseguir un futuro mejor para la humanidad, no neutraliza la reserva escatológica. Tal impulso es productivo y crítico, porque la humanidad no es el suje,to de una «providencia universal», y las ilusiones, desilusiones y fracasos, a pesar de todos los esfuer-
zos y luchas, pueden ser confiados últimamente a Dios, el único sujeto de la providencia universal. La reserva divina se manifiesta en que la humanidad no es el sujeto universal de la historia y en que la providencia temporal de la misma humanidad se ve superada por el Señor de la historia. Y esta reserva escatológica, que no neutraliza (aunque sí desacraliza) y radicaliza las múltiples preocupaciones humanas por el futuro de una humanidad auténtica, justa y feliz en el marco de unas estructuras sociales lo más justas posible, constituye una crítica radical contra toda pretensión de identificar exclusivamente la salvación con la autoliberación política, con la «amabilidad con los demás», con los movimientos ecológicos, con la macroética o la microética, con la mística, la liturgia y la oración, con las técnicas pedagógicas, andragógicas o gerontológicas, etc. Todo eso forma parte del concepto integral de salvación del hombre y, por consiguiente, está vinculado esencialmente a la salvación que viene de Dios y que se puede experimentar como gracia.
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El cristiano y su opción por un partido político.
Ya hemos dicho que el futuro del hombre, de acuerdo con la actual conciencia del problema, depende también de un proyecto político de futuro, en el cual los creyentes se atienen a su experiencia de un Dios que promueve el bien y se opone al mal, y los cristianos al concepto de un Dios que se hizo visible en Jesucristo. La esperanza cristiana no se opone a la prognosis, la planificación y el proyecto político de futuro, sino a la desesperación y al derrotismo. Esta esperanza asume la actividad humana de una praxis política, pero para desembocar en el misterio. La historia y su sentido total son conjuntamente un misterio, de forma que el futuro presenta rasgos ocultos, inapresables. El fundamento, origen y sentido de la humanidad es el Dios vivo, Señor de la historia, la cual, a pesar de todo, gira siempre en torno a la salvación, el bienestar y la felicidad del género humano. Así, la opción por un partido político está siempre relacionada de algún modo con la esperanza cristiana en la salvación del hombre, ya que (como hemos dicho) la existencia de un sistema bipartidista realmente democrático es el requisito mínimo (y el menor de todos los males) y la premisa básica de un sistema sociopolítico que vaya en beneficio del hombre. El creyente y el cristiano se hallan, pues, ante una opción muy concreta. Los politólogos entienden por política el esfuerzo por dar forma, mediante el ejercicio del poder y teniendo presentes unos objetivos, a la sociedad futura. La política implica, pues, una referencia al gobierno del Estado, a su gestión y sus efectos. Según esto, «politización» es el esfuerzo cada vez más acentuado por dar una forma concreta, de acuerdo con unos objetivos, a la sociedad futura, «por un lado, ampliando el ámbito del gobierno, y por otro, acentuando la participación de los ciudadanos en el programa y en la labor del gobierno, a la vez que intensificando la efectivi-
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dad de éste» 71. En tal sentido, dentro del talante político de un sistema democrático y dentro del pluralismo social, la formación de partidos políticos significa de hecho una concentración de poder, pero ésta —como todo poder humano— deberá legitimarse teniendo en cuenta unos criterios democráticos, la carga liberadora de su contenido y el sufrimiento lesivo y vejatorio que puede acarrear a otros. Una politización progresiva es posible sólo si existe la conciencia de que los hombres pueden dar forma a la sociedad futura a partir de un proyecto político, es decir, si se tiene conciencia de que el futuro es también —hasta cierto punto, siempre relativo— un producto de la creatividad humana, una obra humana: el resultado de una prognosis humana, de un proyecto político de futuro y de una planificación concreta. Una política progresista no será posible si no se basa en esa conciencia, nueva desde el punto de vista histórico. A este respecto es de notar que la política progresista supone esencialmente una visión científica de la política, al menos en el sentido de que ésta debe contar cada vez más con la ciencia y la tecnología, pero sin dejarse arrastrar por la ciencia, la tecnocracia y la economía. La dimensión política de la fe cristiana implica ante todo que los creyentes que ajustan su vida al evangelio tengan una preocupación activa y constante por la pureza del ethos político, preocupación que comparten con todos los hombres de buena voluntad. Pero esto quiere decir en particular que los creyentes, por ser depositarios del mensaje evangélico, deben desempeñar en los asuntos políticos una función crítica y profética que impulse a la acción y que, sobre la base de su fe en la profecía de una tierra y un cielo totalmente nuevos (el reino de Dios, es decir, la comunión con Dios, cuyos frutos son el salom, la paz y la justicia, la unidad entre todos los hombres), critique cualquier situación que amenace con consolidar la injusticia y la discordia del sistema. En este sentido, los creyentes deben adoptar una postura crítica frente al statu quo social cuando éste consiente una dosis de humanidad y liberación para todos, pero sólo en la medida que le parece adecuada para garantizar duraderamente «los propios intereses» en la nueva situación. Apoyándose en la profecía evangélica, los creyentes deben mostrarse como una fuerza profética y crítica con respecto a la polis y su política. Tal crítica es un reto dirigido a todos los poderes, dominios y estructuras para que respondan del sufrimiento que ellos mismos provocan y de su opresión sobre los demás. Es además una crítica práctica, es decir, una crítica profética que mueve a la acción. Para la fe cristiana es esencial creer en la posibilidad real de un futuro mejor para todos los hombres en su dimensión personal y social, en un futuro radicalmente mejor, que es un don de Dios, pero también una tarea en virtud de la cual hay que realizar, ya desde ahora, en las dimensiones 71 A. Hoogerwerf, Politisering van kerk en theologie: TvTh 12 (1972) 195-208, especialmente 196.
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históricas de nuestra vida social, la paz, la justicia y la unidad entre los hombres. La fe radicaliza el compromiso por un mundo mejor. La fe cristiana en lo humanamente imposible, es decir, en la posibilidad de mejorar radicalmente el mundo, lleva al creyente a una praxis política muy precisa. De hecho, la conversión del corazón, en la que tanto insiste la fe cristiana, está condicionada por las estructuras sociales en que se sitúa la libertad humana, a la vez que las intenciones torcidas del corazón humano influyen en tales estructuras. Existe una relación dialéctica entre la «conversión del corazón» y la «transformación de las estructuras sociales», si bien con unas estructuras perfectas el corazón humano puede ser siempre fuente de hostilidad e injusticia, y con unas estructuras injustas el hombre puede alcanzar personalmente las más altas cotas de dignidad humana. Todo esto no quita que el imperativo ético de transformar para bien las estructuras injustas siga siendo una exigencia ético-política irrenunciable, inspirada en el evangelio del mensaje de liberación. En otras palabras: el evangelio inspira al cristiano en orden a una determinada praxis política. A pesar de su dimensión político-social, el evangelio o la fe cristiana no pueden ofrecernos directamente por sí mismos un programa de acción política concreta. De ahí que el impulso, la inspiración y la orientación (en virtud de la cual quedan excluidas ciertas direcciones) que, basados en el evangelio, conducen a un proyecto político, a una programación de la acción política y a la misma praxis política, sigan un curso dialéctico, indirecto: pasan por experiencias de contraste y por la mediación de un análisis (científico) de las estructuras sociales y de su interpretación (hermenéutica). El análisis científico y la interpretación del objeto analizado son sencillamente la prolongación necesaria y moderna de las experiencias sociales. Por consiguiente, sin la mediación del análisis y de la interpretación de tales experiencias y del contexto social en que surgieron, el impulso o inspiración del evangelio carece de eficacia y de sentido en el plano político. Existe de hecho un vacío entre las exigencias políticas del evangelio de la liberación y la necesidad de precisar el objeto de la praxis política. De todos modos, los cristianos no fueron los primeros en denunciar, apoyándose en su «caridad» o solicitud cristiana por el prójimo, la opresión institucional y personal de los proletarios, a pesar de que esa solicitud constituye una exigencia intrínseca de la caridad cristiana. Es cierto que en el pasado fueron, principal y casi exclusivamente, los cristianos quienes —animados por su caridad hacia el prójimo-— contribuyeron, al menos en el plano asistencial, a ayudar a los oprimidos; pero no se sintieron directamente impulsados a combatir por un cambio de las estructuras que eran causa del sufrimiento. Esta determinación da por supuesto que tales estructuras son modificables, y esta convicción presupone un análisis que ponga de manifiesto cómo esas estructuras, surgidas en el curso de la historia, habrían podido ser distintas y, por consiguiente, son modificables. Este hecho muestra claramente que la caridad cristiana, además de su innegable eficacia en el plano de las relaciones interpersonales, no podrá alcanzar sus objetivos en las actuales circunstancias sino por medio de una praxis poli-
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tica cuyos imperativos concretos son dictados por las experiencias empíricas del hombre. Parece, pues, obligado concluir que la fe cristiana, inspirada en la caridad, no tendrá sentido y efectividad política si, entre la fe y la praxis política, no se establece una mediación histórica analizando e interpretando la experiencia del hombre y las estructuras sociales (y, por tanto, programando un proyecto de sociedad futura a partir de una competencia política y de una imaginación prospectiva). Para desarrollar concretamente, en el plano de la historia social y política, la fe en el reino de Dios se requiere la mediación de la imaginación política, del análisis científico coyuntural y social junto con su interpretación y de las actitudes éticas. Ignorar esta mediación específica y autónoma lleva a las más peligrosas y simplistas conclusiones. Pero no debemos olvidar que el empleo de los instrumentos analíticos no es una empresa neutral. Consciente o inconscientemente, entre la fe y la aplicación de técnicas analíticas (o en el mismo análisis) hay siempre una opción política. El problema consiste en saber cuál es el objeto y la finalidad de una investigación. ¿Queremos descubrir, con la mirada puesta en una libertad real para todos, las estructuras de poder que, en las actuales circunstancias sociales, son causa de los conflictos? ¿O queremos analizar, sobre la base de un concepto abstracto de «bien común», las estructuras sociales ignorando las situaciones conflictivas y los intereses individuales de algunos hombres, los cuales deberán someterse también a ese «bien común», lo cual se reduce con frecuencia a poner en primer plano un interés individual arropándolo con el manto del «interés general»? En tal caso, ya antes de realizar el análisis se ha optado por una solución concreta que, en cuanto tal, nada tiene que ver con la fe ni con el análisis científico. De lo dicho podemos concluir que el fundamento inmediato de una política eficaz es un proyecto político de futuro capaz de lograr un amplio consenso. Este proyecto político se servirá de la ciencia y la tecnología, pero sin aceptar acríticamente las presiones y leyes (en realidad, hipotéticas) de los procesos tecnológicos y económicos. Por consiguiente, el fundamento inmediato de un proyecto político de futuro que implique prioridades (y, por tanto; también la formación de partidos) no puede ser la fe cristiana ni la confesionalidad en cuanto tal. La fe no es de hecho el fundamento inmediato de una política determinada, aun cuando un partido concreto tenga matiz confesional. Incluso en este caso, un partido utiliza criterios políticos que no proceden directamente de la religión cristiana en cuanto tal: el hecho de ser cristiano no puede constituir por sí mismo un criterio de opción política. Desde el punto de vista político y religioso, no existe propiamente una conexión directa entre el partido (confesional) y la fe cristiana, sino entre ese partido y un determinado grupo social del que se reclutan partidarios: católicos o cristianos (no la fe católica o la fe cristiana), entre los cuales existen sobre todo intereses económicos encontrados. Históricamente, un partido confesional tiene razón de ser como partido
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político sólo cuando, debido a una deficiente situación política, no está garantizado el desarrollo político normal de un grupo de ciudadanos, en este caso los cristianos; es decir, cuando el sistema político funciona mal. Por tanto, la confesionalidad de un partido político no es una cuestión de principio, sino de oportunidad histórica. En el pasado no faltaron ocasiones en ese sentido. El fundamento de lo que decimos es que la fe cristiana tiene una importancia política sólo indirecta y dialéctica y que se requiere la mediación del análisis e interpretación de factores no teológicos. La adhesión directa a un programa político concreto se apoya en el análisis, desde un punto de vista determinado, y en la interpretación de las estructuras sociales. De hecho, entre los cristianos se dan distintas opiniones sobre ese punto de vista y sobre la interpretación que sirve de base a la opción política. No se puede construir un consenso político directamente sobre un consenso religioso (excepto en el cristianismo de tendencia fundamentalista y biblicista, que considera posible deducir su programa político directamente de la Biblia). Y, por lo que se refiere a los partidos que fundan sus decisiones políticas en convicciones religiosas más o menos comunes, la historia nos enseña: 1) que a veces tales partidos son objetivamente menos fieles a la inspiración cristiana que otros partidos no confesionales; 2) que a menudo se ven obligados a mostrarse cautos en sus programas y en su praxis política, dado que no existe de hecho un consenso político entre los cristianos que militan en sus filas. Quien pretenda formar un partido que tenga un pensamiento político unánime al menos en los problemas sociopolíticos fundamentales (y pueda así realizar una labor eficaz) conseguirá sus adeptos no apoyándose en una convicción religiosa más o menos común, sino en una convicción política común. Con esto llegamos a una primera conclusión. Teniendo en cuenta el reconocimiento de la dimensión política de la fe cristiana y la idea teológica de que tal dimensión influye en la política sólo de una forma indirecta —a través de un análisis y una interpretación de la sociedad que, en definitiva, permitan a muchos adoptar una opción política libre y decidida—, me permito presentar la siguiente fórmula como la más justificada hoy, tanto desde el punto de vista teológico como político: a) por un lado, una Iglesia o comunidad de fe, eficaz y activamente presente en la vida política, que libremente, es decir, no vinculada a un sistema o partido político, se presenta, en cuanto Iglesia, con actitud profética y crítica frente a las ideologías, como conciencia crítica de la sociedad y de todos sus partidos políticos; b) por otro, unos cristianos que se unen a otras personas que comparten (fundamentalmente) un mismo consenso político con vistas a un proyecto político de futuro; en otras palabras: unos cristianos que se unen políticamente no sobre la base de una convicción religiosa más o menos común, sino de una convicción política común. El Concilio Vaticano II ha reconocido la legitimidad de un pluralismo político entre los cristianos. Esta postura ha sido realmente un avance en comparación con la política monolítica y uniforme que se imponía a los cristianos en el pasado. Pero esto encierra un peligro de liberalismo político, en el sentido de que los cristianos puedan pensar que cualquier opción 4')
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política está de acuerdo con la fe cristiana. A la luz de la fe cristiana hay que reconocer que ciertas opciones políticas (de derechas o de izquierdas) pueden estar en flagrante contradicción con el evangelio y que —si tiene un sentido real la idea general de la importancia política de la fe— un consenso mínimo en el campo de la política es consecuencia natural de la fe común en el evangelio, el cual es una buena noticia de liberación para todos los hombres (sin que ese consenso de fe pueda constituir la base de un partido confesional, a no ser que tal consenso, en una situación política concreta, no pueda resultar eficaz de otro modo). Sin embargo, ese libre consenso no debe ser impuesto unilateralmente desde arriba, sino que debe ser fruto de una labor de conjunto. El evangelio impide a los cristianos, a la hora de realizar una opción política determinada —que bien puede ser la de neutralidad—, apoyar una política que, valiéndose de presiones estructurales o personales, sacrifique a los más débiles y consolide situaciones de injusticia. En la constitución pastoral Gaudium et spes, el Concilio Vaticano II apunta claramente en esa dirección (nn. 25-31, 34 y 35). El cristianismo tiene como tarea esencial la liberación progresiva de todos los hombres. Desde el punto de vista del evangelio, los cristianos deben tomar partido por los pobres, los que carecen de derechos, los que no están representados en ninguna parte. Una de las primeras posibilidades que debe tener en cuenta un cristiano a la hora de optar políticamente es un partido que incluya en su programa ese objetivo. El evangelio exige al cristiano que se solidarice con el proceso histórico de liberación de la humanidad; por consiguiente, su elección debe tender hacia aquellos partidos políticos que aspiren a eliminar del mundo toda discriminación y servidumbre, toda explotación personal o institucional, mediante un proyecto político de futuro que se haga cargo de la situación, sin reducir las posibilidades del hombre. Aunque esto es todavía muy genérico, ofrece una primera orientación. Un cristiano que tome en serio el mensaje profético de liberación presente en el evangelio puede descubrir en determinados partidos que se presentan como «progresistas» ciertos elementos que él no puede admitir como verdaderamente avanzados. Le cabe la posibilidad de elegir otros medios o vías que conduzcan a un proyecto igualmente progresista. De hecho, puede encontrarse con diversas alternativas (por ejemplo, violencia o no violencia), y escoger una de ellas fundándose en la peculiaridad de su fe cristiana. Existe, finalmente, una concepción del hombre, una imagen del ser humano, una respuesta a la pregunta: «¿Por qué modelo de ser humano me voy a decidir en definitiva?», «¿qué entiende el hombre por 'vida feliz'?». La respuesta a esta pregunta se configura, tácita o explícitamente, pero siempre ineludiblemente, en los contextos concretos de la sociedad creada por el propio hombre. La eventual imagen de hombre puede ser una razón fundamental para que los cristianos no opten por partidos que se titulan progresistas. En cualquier organización o articulación concreta de una sociedad y en todas sus instituciones subyace siempre, consciente o inconscientemente, una determinada imagen del hombre. Analizando una sociedad dada, podemos descubrir la imagen de hombre que le
sirve y desenmascarar así las limitaciones y deficiencias de determinadas estructuras e instituciones sociales. Este descubrimiento analítico e interpretativo de la imagen de hombre (en muchos casos inconsciente, al menos en un principio) que subyace en las articulaciones de las grandes estructuras sociales, constituye un presupuesto necesario para poder superar las limitaciones y deficiencias de un orden establecido y aspirar a un futuro mejor. Ahora bien, la imagen de hombre que, consciente o inconscientemente, existe de hecho en un determinado programa político con vistas a una sociedad futura y, en este sentido, progresista puede parecer a un cristiano también progresista una realidad incompleta sobre la que él no quiere edificar la sociedad del porvenir. Esto es una prueba de que el análisis de las estructuras sociales y su interpretación (que es el fundamento para superar el statu quo y tender hacia un futuro mejor) pueden descubrir diferencias decisivas. Aquí tienen un papel muy importante las concepciones antropológicas, los distintos proyectos de hombre. Baste un ejemplo. Para el cristiano, el hombre no es sólo persona, sino también un ser social por naturaleza; y no sólo es ser social por naturaleza, sino también una persona que es preciso respetar. Por eso, para el cristiano, hombre y creyente, tanto el individualismo y el liberalismo como el totalitarismo son políticamente inaceptables, aunque se presenten con apariencias progresistas. El hombre, además, no es sólo un homo oeconomicus, sino también un homo faber; y no sólo un homo ludens, sino también un pensador e investigador, homo philosophicus y científico; no sólo un homo eroticus, sino también un homo contemplativus, un homo ethicus y en muchos casos también un homo religiosus, etc. De ahí que el programa político de un partido pueda reflejar de hecho una imagen fragmentaria del ser humano. El problema fundamental para el cristiano, y para la sensibilidad política, consiste en determinar qué valores son prioritarios en un determinado programa, prioritarios no de acuerdo con una escala abstracta de valores impuesta desde arriba, sino de acuerdo con las exigencias de los problemas concretos del hombre (así, por ejemplo, la escasez de viviendas puede exigir en concreto una atención prioritaria). Además cabe la posibilidad de convertir al hombre en una pura «función», de reducirlo a un proyecto de futuro planificado por la ciencia y la tecnología y calificar acráticamente esa tecnocracia científica de progresista, cuando en realidad esa unidimensionalidad tecnológica es una peligrosa amenaza para nuestra condición humana. Por tanto, nadie puede afirmar responsablemente, basándose en principios cristianos, que si se quiere ser consecuente con el evangelio hay que votar por un partido determinado. Es innegable que pueden darse situaciones muy concretas en las que puede resultar necesaria, a la luz del evangelio, una opción concreta; el cristiano no puede en cuanto tal apoyar a un partido que (en la línea de los movimientos satánicos de nuestro tiempo) propague el odio contra la humanidad y el nihilismo. La fe no admite arbitrariedades. Así la actual pretensión de que el movimiento marxista debe ser la única opción consecuente del cristiano que está a favor de los
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pobres me parece una consigna vacía que no se puede apoyar en principios cristianos. Por otra parte, la idea de que, fuera del análisis marxista, no existe ningún otro medio para analizar la sociedad es una idea que, desde el punto de vista sociológico-crítico, está totalmente superada. En nuestra condición de cristianos, po tenemos por qué ser marxistas; optar por los pobres no es «marxismo», como tampoco el marxismo es el medio más idóneo para realizar en concreto nuestra solidaridad con los oprimidos y los pobres. Se puede afirmar solamente que los cristianos y los marxistas deben aprender unos de otros y que debemos respetar las opciones sinceras de los demás. El cristianismo, dado que sostiene la necesidad de una liberación total y universal, puede aportar a la lucha de los socialistas cierta «personalización», como también una oposición al odio, la opresión y el deseo de venganza que afloran en esa lucha. Los cristianos pueden contribuir a que la lucha sea más humana. G. Girardi, sacerdote y marxista, dice: «Los cristianos que eligen la lucha revolucionaria se-inclinan con frecuencia a situarse en la extrema izquierda. A diferencia del pasado, hoy no critican al partido comunista por ser revolucionario, sino por no serlo bastante... Es innegable la ambigüedad que con frecuencia aparece en estas radicalizaciones apresuradas y el ridículo a que se exponen quienes, recién incorporados a la lucha política, se creen obligados a enseñar la pureza revolucionaria a unos movimientos que tienen una larga y dolorosa experiencia» 72. Sin embargo, ciertos cristianos han tomado conciencia gracias al marxismo de que la privatización de la religión los ha sometido a las exigencias de la sociedad. La fe se convierte en «ideología» cuando se encierra en sí misma y cree estar a salvo de la ciencia y de las fuerzas políticas. Es indudable que nadie, tampoco el cristiano, encuentra un partido que responda plenamente a lo que él, como hombre y como creyente, considera necesario para el auténtico desarrollo y la felicidad del hombre en la sociedad más perfecta posible. Se opta entonces por un partido capaz de formular un programa a medio plazo en el que los problemas más urgentes del hombre y de la sociedad encuentren de hecho una solución más justa y humana, fundada en una postura desinteresada a favor de los más oprimidos. Pero es prácticamente imposible encontrar un partido que no se declare a favor de los ultrajados y necesitados. Ya me he referido a la necesidad de una socialización personalista y humanizante. Esta incluye, naturalmente, una socialización democrática. Pero es un hecho que, siempre que el socialismo quiere asumir un rostro democrático y humano en los países en que impera el comunismo, cualquier conato en ese sentido es cortado de raíz. Claro que, en honor a la verdad, debemos añadir que, cuando se pretende implantar «un capitalismo con rostro humano», se
recurre también a todos los «medios subversivos» para hacerlo fracasar. Esto desmitifica ya el mito de las «consignas subversivas». Difícilmente se podrá decir que la lucha por lo «humano» implica sólo una liberación económica frente a la explotación y no la democratización de todas las opciones en que está en juego el destino del género humano. Es natural que toda socialización que restrinja los derechos humanos y las libertades conseguidas (libertad de expresión y de prensa, participación en la vida política, etc.), aun cuando tales derechos y libertades dejen realmente mucho que desear, choque con la oposición del pueblo que los ha disfrutado. Un socialismo sin personalismo ni democratización es un ataque contra la realización de la auténtica humanidad. Pero, de igual modo, invocar una libertad y democratización sin socialización es en realidad un egoísmo camuflado y expresión de una exigencia de libertad guiada por el deseo de lucro. Por consiguiente, el cristiano debe apoyar aquella política que se proponga realmente humanizar las condiciones económicas y conseguir una socialización en beneficio de todos, pero q u | tienda también a democratizar las instituciones sociopolíticas. Y la democratización no equivale en absoluto a una rígida estatalización. Aunque «la humanidad» no es el sujeto universal de la historia en su conjunto, quienes hacen la historia humana son los hombres; por tanto, son ellos, el pueblo, los que deben convertirse en sujeto de su propia historia, y no unos dictadores de derechas o de izquierdas que crean poseer el monopolio de la verdad. Con frecuencia, a los cristianos les resulta difícil decidirse por un partido concreto debido a que se encuentran con partidos políticos que, en mayor o menor medida, prescinden de una de esas dos exigencias de humanización. No es raro que un cristiano no se sienta «a gusto» en ningún partido político concreto, pero ello no le exime de optar por un partido concreto si quiere ser fiel al principio de una socialización humanizante, personalista y democrática. En este contexto parece oportuno decir unas palabras sobre el «instinto anticomunista», que algunos consideran característico de lo específicamente religioso. Es un hecho que las Iglesias y sus instituciones constituyen un elemento integrante de la sociedad burguesa, a la que las unen innumerables nexos. La «ley sociológica de las instituciones» es muy clara a este respecto. Estas Iglesias no pueden subsistir económicamente, en unas circunstancias históricas dadas, si no se adhieren de hecho a la sociedad burguesa. Por consiguiente, se adaptan al sistema económico y político dominante. En tal situación, el desarrollo de las instituciones eclesiásticas, aunque se inspiren en el más puro espíritu evangélico, depende concretamente del desarrollo del capitalismo y va unido a él. Así lo demuestra también la aportación económica de los medios financieros en apoyo de las actividades «no progresistas» de las Iglesias. Como consecuencia de tal situación, las Iglesias no podrán decir una palabra de liberación en los momentos de crisis. Aunque internamente se distancien de un sistema que hace a los pobres cada vez más pobres y a los ricos cada vez más ricos, están tan ligadas a él institucional mente que han de mantener la boca cerrada. Para poder anunciar su mensaje deben guardar silencio, con lo cual se encuen-
72 G. Girardi (cf. supra, nota 68); véase también de este mismo autor: Christianisme, libération humaine, lutte des classes (París 1972); Chrétiens pour le socialisme (París 1976) 64-65 (ed. española: Cristianos por el socialismo, Barcelona 1977). Cf. el número monográfico «Chrétien marxiste»: LV 117-118 (1974) 1-198, y J. Guichard, Marxisme. Théorie et pratique de la révolution (Lyon's. a.).
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tran en un círculo vicioso. Para subsistir como Iglesias se ven constreñidas a silenciar las exigencias del evangelio. ¿Será que las Iglesias han olvidado que el seguimiento de Jesús puede costarles la vida? El anticomunismo visceral de muchos creyentes (siempre hay que buscar un chivo expiatorio) obedece al instinto elemental de autoconservación: conservar lo que se tiene. Sin embargo, el hecho de que la oposición al «anticomunismo» minimice e ignore sistemáticamente la flagrante violación de la libertad social y de los derechos del hombre por parte del sistema comunista me parece, desde el punto de vista humano, tan dogmático como ese anticomunismo visceral. Soy contrario a cualquier clase de «dogmatismo», venga de la derecha, de la izquierda o de una Iglesia. Reconozco, no obstante, que para los cristianos es una grave prueba el hecho de que algunas Iglesias cristianas hayan interpretado como respuesta de Dios a las plegarias de muchos cristianos anticomunistas la oposición a un régimen que se proponía establecer una socialización humanizadora, identificando así a Mammón con el. Dios vivo. Ese es, a mi juicio, uno de los ejemplos más siniestros de anticomunismo visceral. Tales posturas suscitan reacciones como la de los «Cristianos por el socialismo». Por otro lado, estos cristianos deben tener en cuenta que los hombres no pueden ser obligados, a no ser mediante una dictadura, a aceptar unas condiciones económicas más justas y que vayan en beneficio de todos. Y una dictadura, aunque tenga por objeto implantar unas condiciones económicas más humanas, será siempre dictadura y, por tanto, un sistema inhumano. En mi opinión, ésa era también la aporía interna de la Ilustración: ¿se puede obligar a los hombres a la emancipación y al altruismo? Es imposible hacer un mundo mejor sin una conversión interior. Tal vez en ese punto puedan las religiones ofrecer una aportación específica e insustituible. 3. a)
Salvación escatológica o definitiva
La gloria de Dios es la salvación del hombre. «Gloria Dei víveos homo». *-*•
Ireneo
1. Imposibilidad de definir la salvación plena del hombre. Uno de los rasgos de la razón crítica en la modernidad es que, aun reconociendo su propia temporalidad y limitación, subraya los valores que le son propios. Los hombres saben que su vida en la historia es una mezcla de sentido y absurdo y que toda ética humana tiene unos límites. Muchos están convencidos de que el «sentido» definitivo no se ha dado todavía, o todavía está oculto, o —como creen algunos— simplemente no existe. Al gunos creyentes han llegado a la conclusión de que la liberación político-social es «parte integrante de la salvación divina» (K, Rahner) 73 , o el 73
K. Rahner, Freiheit und Manipulation in Gesellschaft und Kirche (Munich
1970) 11.
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«límite mínimo», o un «presupuesto mínimo» para poder hablar de la salvación cristiana (H. Kuitert) 74 , o bien que la autoliberación o «salvación debe acontecer como apertura de un horizonte de futuro, pues sólo así la salvación futura... tendrá sentido para el hombre» (J. Moltmann) 75 : se trata de teólogos pertenecientes a tres confesiones distintas. Estas opiniones son un signo de que cada vez es mayor la conciencia de que no se puede hacer teología a partir de casos-límite, sino que es preciso arrancar desde el fondo de la vida humana, la cual se manifiesta concretamente como una historia de libertad y emancipación. Los creyentes que no tengan en cuenta el contexto en que vivimos están expuestos al peligro de impedir la autoliberación del hombre y ciertas formas contemporáneas de mejorar la existencia humana, y ello por miedo a que no quede lugar para hablar de la salvación que viene de Dios. Lo que en el pasado parecía interesar casi exclusivamente al hombre religioso interesa hoy a numerosas ciencias humanas, técnicas y movimientos: todos buscan el remedio, la mejora o la salvación del hombre y de su sociedad. Es innegable que —prescindiendo de la distinción entre fe y razón— en la actualidad es más ardiente que nunca el anhelo de una humanidad auténtica y justa, y tanto más urgente dar una respuesta a ese anhelo a la vista no sólo de los fracasos y obstáculos que los hombres encuentran, sino también de los fragmentos de salvación y autoliberación que van consiguiendo. De hecho, la exigencia de una vida plena y digna del hombre se plantea en situaciones de desintegración, alienación y múltiples violaciones de la dignidad humana. La salvación del hombre, tema común a todas las religiones, constituye hoy más que nunca el gran estímulo que impulsa a todos los hombres, incluso al margen de toda religiosidad. No sólo las religiones son una tematización expresa de la salvación de la humanidad (habría, pues, que matizar la tesis fundamental de W. Pannenberg, entre otros). El problema de la salvación constituye hoy el móvil principal de la historia, no sólo en sentido religioso y teológico, sino también «temático». Hoy más que nunca resulta claro que la historia humana es el ámbito en que se decide la liberación o salvación del hombre; de ello se tiene conciencia explícita. Como hemos dicho, siempre que los hombres (por motivos religiosos o no) promueven el bien y luchan contra el mal, están reafirmando el ser de Dios mismo a través de esa praxis. Para el creyente, Dios es fuente e inspiración de todo bien y, por tanto, origen de la oposición al mal en todas sus formas. Cualquier contribución al bien del hombre •—en el plano intersubjetivo o en el político-social— es para el creyente una realización de la salvación divina a través del hombre y del mundo. No obstante, la libertad divina, base y fuente de la libertad humana, no se agota en nuestra historia de libertad y emancipación. Por una parte, la libertad finita del hombre debe respetar a Dios en su libertad, de tal forma que nuestra idea de «salvación» no puede reducirse a una proyección de nuestros sue" H . Kuitert, Die vrede van God en de vrede van de wereld, op. cit., 66-84. " J. Moltmann, XJmkehr zur Zukunft, op. cit. (en nota 62) 74.
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ños y deseos; debe quedar abierta a la libertad absoluta y, por tanto, sorprendente de Dios, la cual, no obstante, para el hombre de fe y de oración es algo familiar y «evidente» (aunque siempre supera sus esquemas). Por otra parte, esa peculiaridad de la libertad divina se ha hecho visible, para el cristiano, en Jesucristo. Tampoco Jesús, exegeta de Dios y experto en la praxis del reino de Dios, partió de un concepto perfectamente delimitado de salvación escatológica o definitiva. Su visión de una salvación definitiva, perfecta y universal —el reino de Dios— se fue configurando en y por una praxis fragmentaria, histórica —y, por tanto, limitada y finita—, mientras «iba de un sitio a otro haciendo el bien», curando, liberando a los hombres de las fuerzas demoníacas que los dominaban, reconciliándolos. Jesús, pues, no vivió de una visión utópica y lejana ni de la convicción de que todas las cosas habían alcanzado «idealmente» su consumación en Dios, sino que vio en su praxis concreta de hacer el bien un anticipo práctico de una salvación todavía no consumada. Esto prueba la validez permanente de toda praxis encaminada a hacer el bien, por imperfecta que sea en razón de su limitación histórica. Debido a que la perspectiva de una salvación definitiva se abre únicamente en ciertas situaciones históricas en que se tienen experiencias de sentido y sinsentido, la conciencia de la salvación definitiva es por el momento una «conciencia negativa», lo cual no obsta para que nos estimule intensamente a realizar un sentido en nuestra historia. Ya hemos dicho que tanto la experiencia de sentido como la del absurdo recalcitrante poseen una fuerza emocional, productiva, orientadora de la acción. Las experiencias de un sufrimiento absurdo poseen una fuerza crítica debido a la posibilidad de que se repitan angustiosamente en el futuro, mientras que las experiencias de sentido, de amor y alegría nos resultan plenamente positivas debido a su posible consolidación en el futuro, un futuro que escapa a nuestras previsiones. Las intuiciones de una salvación segura, definitiva, perfecta y válida para todos son susceptibles de una formulación en cierto modo positiva sobre la base de unas experiencias parciales de sentido; pero, si nos atenemos a la historia real de nuestros sufrimientos, pueden ser expresadas solamente en términos negativos, en parábolas y visiones: un mundo donde reine la justicia y el amor^un mundo «sin" lágrimas». Ahora bien, considerando la apertura espiritual y la «autotrascendencia» humana realizable en la historia y, además, la absoluta libertad de Dios en cuanto «Dios de los hombres», un Dios cuya gloria consiste en la felicidad del hombre, no es posible en nuestra situación actual definir en términos positivos qué es en último término la salvación del hombre. Cualquier definición positiva corre el riesgo de sonar a megalomanía humana o de reducir las posibilidades de Dios. Principalmente los Padres griegos han hablado de una divinización del hombre, en el sentido de una participación gratuita del hombre en la vida de Dios. Pero esto no es más que expresar con otras palabras la imposibilidad de definir el futuro escatológico que a la vida humana se le concede por gracia. En realidad, de nuestra dilatada historia humana no podemos deducir qué puede significar últimamente el ser humano, como tampoco disponemos de un concepto
ahistórico que sirva para decirnos qué significa exactamente el ser de Dios en cuanto salvación del hombre. «Divinización del hombre por la gracia» no dice más que el hecho positivamente indefinible de que Dios es la salvación del hombre. De ahí que tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo digan: «Aquello que dice la Escritora: 'Lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, lo que Dios ha preparado para los que lo aman', nos lo ha revelado Dios a nosotros por medio del Espíritu» (1 Cor 2,9; Is 64,3; 65,17b). Esto no significa que la salvación definitiva nos «invada» desde juera, al margen de lo que los hombres hacen en su historia. La salvación escatológica o definitiva —llamémosla «cielo»— adquiere una figura (celeste) a partir de lo que los hombres hacen en este mundo, «conservando el amor fraterno» (Heb 13,1), por la salvación de los demás. Así lo atestigua la misma Escritura: «Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me recogisteis, estuve desnudo y me vestísteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y fuisteis a verme. Os lo aseguro: Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,34-40). Así de «ateo» se presenta el juicio final. No sin razón dice un Tomás de Aquino que el amor del prójimo es una «virtud teologal» (y no una simple actitud ética). Dios otorga un futuro inesperado a esa praxis humana encaminada a hacer el bien, un futuro en el que, además, el papel principal corresponde a su perdón: «El nos amó (ya) cuando éramos enemigos» (Rom 5,10). El hecho de que, en la espiritualidad judeocristiana, el Dios vivo aparece siempre como misericordioso y dispuesto a perdonar abre una perspectiva de la salvación escatológica que no nos permite señalar a ésta un contenido preciso y positivo. Si lo intentamos, corremos el riesgo de limitar la misericordia creadora de Dios. Algo de ese misterio indefinible de la misericordia de Dios con nuestra historia se expresa en la praxis de la Iglesia católica, que tiene la valentía de declarar «santos» a nuestros hermanos ejemplares, pero no se atreve (por suerte) a declarar «condenado» a ningún hombre, no porque en nuestra historia no se den hechos diabólicos, sino porque ningún hombre puede escrutar el misterio de la libertad humana ni, sobre todo, la libertad de la misericordia creadora de Dios. Esto no quiere decir que debamos permanecer callados a la vista de lo acontecido en Jesús y del testimonio acerca de él. La fe en Jesús resucitado nos ofrece una perspectiva muy clara, determinada: el hombre Jesús es la revelación de lo que es posible al lado de Dios. 2. Victoria en la muerte. El concepto humano, experiencial, de la salvación del hombre sufre un rudo golpe cada vez que muere una persona. Este hecho parece cerrar la puerta a una salvación plena y universal. Cualquier remedio queda anulado, desde nuestro punto de vista, con la muerte en cuanto desintegración del hombre. Lo que, al término de la vida humana, tendría que ser integración, unidad y remedio es en realidad la disolución del hombre histórico concreto. La muerte, en cuanto fenómeno hu-
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mano, es —al menos aparentemente— la reducción de la persona a un momento de la sociedad o de la historia. Por eso se rebela el hombre contra el absurdo o el «escándalo» de la muerte, sobre todo cuando, por razones humanas plenamente justificadas, nos resistimos a entendernos —con nombre y apellido— como un elemento fugaz, personalmente insignificante y sustituible en una historia hecha de sentido y absurdo. No obstante, la muerte del hombre es el exponente de su corporalidad temporal. El hecho de que Jesús acatara esta finitud radical y llegase a la conciliación consigo mismo y con Dios precisamente en la muerte es para nosotros un signo evidente de que, dentro de los límites de nuestra historia, la redención no se realiza nunca mediante una superación heroica de nuestra finitud, sino únicamente con la oposición, dentro de los estrechos límites de nuestra historia, a poner al mal en el mismo plano que al bien. Desde el punto de vista humano, la redención significa esencialmente la propia finitud y, por consiguiente, un amor radical, aun cuando veamos que es inútil, que no consigue éxitos visibles e incluso lleva a la tortura y a la muerte. Evidentemente, el medio para encontrar la propia identidad es perderse al servicio de los demás. Aunque esto no es un motivo para la acción (pues entonces pasaría a primer plano el yo —la propia identidad— y no la identificación con el hombre que sufre, es decir, el trascendimiento del yo como centro), constituye un camino para lograr la propia identidad. Pero ¿cómo? D. Solle ha escrito acertadamente: «El amor de Jesús era radical en el sentido de que ya no tenía importancia considerar las consecuencias para la propia vida» 76 . Ahí precisamente se manifiesta la infecundidad crítica de las especulaciones teológicas que no tienen en cuenta las circunstancias de la muerte de Jesús y atribuyen a su muerte, aislada de la vida concreta de Jesús de Nazaret, distintos significados salvíficos de alcance universal. Pero prescindir del mensaje y de la praxis que desembocaron en la muerte de Jesús significa empañar el significado salvífico de esa muerte. Desde el momento en que la muerte de Jesús se interpreta (tal es el caso de R. Bultmann entre otros) como un trágico error, como un malentendido de los judíos o de los romanos, como una combinación casual y deplorable de diversas circunstancias, esa muerte histórica queda privada de todo significado salvífico y no hay más remedio que darle un contenido de signo «mítico». Sin embargo, la muerte de Jesús no fue casual, sino la lógica consecuencia histórica del radicalismo de su mensaje y de su vida, que significaba la incompatibilidad de las relaciones «amo-esclavo» con la praxis del reino de Dios. El radicalismo de esa predicación, inseparable de una praxis consecuente, es lo que suscitó la mortal oposición de muchos. Desde este punto de vista, al muerte de Jesús es la expresión histórica del carácter incondicional de su predicación y de su praxis, frente a las cuales no tenían importancia las funestas consecuencias que se derivarían para su
vida. Jesús no buscó la muerte ni quiso el sufrimiento —Getsemaní es prueba evidente de ello—, pero se identificó hasta tal punto con su predicación de un Dios volcado hacia la humanidad y con la praxis correspondiente que para él carecían de importancia esas funestas consecuencias. La universalidad radical de la voluntad de salvación para todos los hombres, sin ningún exclusivismo, suscitó la conocida reacción, no menos radical, por parte de «este mundo». Jesús, al final de su vida, conoció la «necesidad histórica humana» de esa oposición radical a su mensaje y a su praxis. Aceptó la finitud humana confiando en el Dios infinito, en cuyas manos están todas las cosas. Aunque, más que probablemente, el Jesús histórico no anunció su muerte como un hecho salvífico, su muerte en la cruz, acontecida en unas circunstancias históricas muy concretas, es de hecho, dentro de nuestra historia humana de sufrimiento e injusticia, una consecuencia interna de su predicación y de su praxis, que para él significaban más que la conservación de su vida. El cristianismo primitivo explícito con razón esa consecuencia interna al relatar lo que dos evangelios llaman predicciones de la pasión. Decimos «con razón» porque, en nuestra historia humana de sufrimiento e injusticia, esa pasión y esa muerte expresan indirectamente el carácter incondicional de la predicación de Jesús. Indirectamente (a la luz de la historia de injusticia), el carácter incondicional de la predicación sobre un Dios volcado hacia el hombre equivalía a un anuncio de la propia muerte. En la vida de Jesús se muestra el carácter salvífico de la proximidad de Dios, concretamente en las consecuencias prácticas de esa proximidad: los enfermos son curados, los cojos andan, los demonios son expulsados (cf. Le 7,22-23). Dios es, en su bondad, lo contrario del mal y del sufrimiento. Donde aparece Jesús, surge la salvación. Su muerte no obedece a una casualidad histórica. Para él, la universalidad de la proximidad salvífica de Dios se hizo presente en una praxis histórica en favor de todos los hombres sin excepción, aunque con una predilección desinteresada por los que sufren. A Jesús le interesaba poco que ese sufrimiento fuera culpable o inocente: él se identifica simplemente con quien sufre, sea saddiq o no; su praxis no conocía las fronteras de la piedad o la impiedad. Ahí radica la universalidad sin exclusivismos de su predicación y praxis (aun cuando su actividad se limitara de hecho al pueblo judío). En la actividad de Jesús, el sufrimiento del prójimo constituye un asunto propio. Su muerte es consecuencia de la fuerza irresistible del bien, ante el cual no hay más solución que darse por vencido o bien oponerse torturando y eliminando al hombre que lo representa: una acción que demuestra, de manera indirecta pero real, la impotencia de los adversarios. El testimonio central del Nuevo Testamento (que comienza ya en el Tenak) consiste sobre todo en ver en el sufrimiento de y por los demás una expresión de la validez incondicional de una praxis encaminada a hacer el bien y oponerse al mal y al sufrimiento. Quien no pone límites a su compromiso en favor de los hombres que sufren, tarde o temprano —también en nuestros días— lo pagará con su vida. Precisamente así logró Jesús «conciliarse».
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'6 D. Solle, Atheistich an Gott glauben (Friburgo 1968) 50. Vedan 78-84 y Fedro 246-247. Cf. W. Pannenberg, Tod und Auferstehung in der Sicht christlicher Dogmatik: KuD 20 (1974) (167-180) 169-170.
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En la segunda parte del libro decíamos que la Escritura interpreta de distintas formas esa praxis. Muchos textos —entre ellos, los relativos al «justo doliente»— muestran que tal praxis posee una validez permanente en y por sí misma, y no en virtud de una ratificación subsiguiente por parte de Dios. La ratificación divina es sólo el reconocimiento público —ante el tribunal celeste, que desacreditará a los adversarios— de que el «justo doliente» ha sido siempre justo e «hijo de Dios» (cf. supra). En este sentido, la resurrección de Jesús viene a ratificar, no a corregir, desde fuera una supuesta deficiencia de su vida terrena. La resurrección manifiesta lo que Jesús era antes de su muerte y en ella. Existen también textos en los que la resurrección aparece como una corrección divina de la negatividad real que implica siempre una muerte violenta (aun cuando ésta, desde el punto de vista de Jesús, es expresión del carácter incondicional de su predicación y de su praxis). «Por la gracia de Dios, la muerte que él experimentó redunda en favor de todos» (Heb 2,9), idea que aparece aún más claramente en Flp 2,9, dófrde la exaltación de Jesús por Dios recibe el nombre de charis o gracia que Dios otorga a Jesús (cf. supra). De hecho, si en la resurrección (con los demás aspectos que implica) se manifiesta el reconocimiento de la validez permanente de lo que aconteció en la muerte concreta de Jesús en la cruz, quiere decir que esa praxis incondicional, que le acarreó la «funesta consecuencia» histórica de la muerte (cuyo carácter «inevitable» aparece especialmente en todo el Evangelio de Marcos), posee en y por sí misma un valor permanente (para toda la historia) y no en virtud de una ratificación ulterior por parte de alguien, aunque este alguien fuera Dios mismo. En este primer sentido, la fe en la resurrección es de hecho una valoración evangélica de la vida y muerte de Jesús: el reconocimiento del valor intrínseco, irrefutable e irrevocable de la predicación y la praxis de Jesús. La fe en la irrevocabilidad de todo bien, por el cual se compromete la vida sin reservas, sin fijarse en el destino de la propia vida. La resurrección es así un aspecto de la incondicionalidad de la predicación de Jesús y del Dios volcado hacia el hombre, un elemento constitutivo de la praxis histórica de Jesús en pro del bien (de acuerdo con las circunstancias históricas de su tiempo) y, a la vez, la cara oculta de su muerte. ¡f^¿, Pero esta visión es incompleta. Falta por saber para quién tiene un valor definitivo la muerte de Jesús en la cruz, consecuencia interna de un amor radical. En primer lugar, para todos los que encuentran en ella inspiración y orientación para su praxis en la situación finita y limitada de su existencia. Pero ¿podemos los creyentes prescindir de Jesús y, sobre todo, de Dios? ¿Se limitó Jesús a proponer una praxis ideal de amor incondicional que, por así decirlo, sería separable de su persona y continuaría actuando como fermento en nuestra historia? Desde luego, no habría sido poco. Pero, si en la praxis de Jesús, dirigida a promover el bien y a combatir cualquier clase de sufrimiento, se manifestó históricamente el modo de ser de Dios, entonces tal praxis (que no tuvo, evidentemente, un éxito arrollador) es válida ante todo coram Deo, y no sólo en cuanto inspiración y orientación para el hombre. Dios es el primer interesado en
que tal praxis alcance su realización plena, pues se trata de su propio ser. «Dios es amor», dice la primera carta de Juan. Por tanto, la confirmación por parte de Dios de la validez definitiva de esa praxis incondicional, que consiste en identificarse con el sufrimiento del prójimo, es divina, creadora: la validez definitiva de la persona de Jesús de Nazaret. La resurrección es la continuación de la vida personal de Jesús en cuanto hombre más allá de la muerte. Dios no aprueba sólo «ideales»: es un Dios de los hombres. Se identifica con la persona de Jesús, como Jesús se identificó con Dios: «Dios es amor».
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3. Victoria sobre la muerte, el «último enemigo». Es significativo que, siempre que los hombres hablan de una vida después de la muerte, sus palabras denotan un contexto religioso. Excepto algunas filosofías del Renacimiento y, sobre todo, de la Ilustración —cuando se pensaba que era posible fundar la vida después de la muerte en razones puramente antropológicas—, la fe en una vida ultraterrena, y por tanto en una relativa victoria sobre la muerte, siempre ha tenido su contexto en la comunión de vida entre Dios y el hombre. Esa era también la creencia de los griegos, a pesar de la diversidad de interpretaciones. Platón, cuya fe en la inmortalidad proviene de la piedad religiosa griega (Fedro 246d), mantiene el fondo religioso en su intento de «justificar» esa fe desde una perspectiva filosófica, racional. De hecho, el fundamento para poder esperar justificadamente una vida después de la muerte no es para Platón la espiritualidad del alma en cuanto tal, sino la condición esencial de que el alma humana es «una participación de las ideas eternas» (Fedón 78ss). La unión con la divinidad eterna es para Platón la auténtica razón de su seguridad en que existe otra vida después de la muerte. Aristóteles, que no admite esa vinculación platónica con lo divino, pero sí la espiritualidad del alma, afirma consecuentemente que la muerte es el fin definitivo de todo lo que es el hombre. Esta diferencia entre Platón y Aristóteles da que pensar. El núcleo de la argumentación griega no se diferencia en su estructura de la cristiana. La diferencia fundamental con la tradición judeocristiana estriba en que el cristiano considera su vinculación existencial con Dios no como un elemento intrínseco y necesario del ser humano, sino como un acontecimiento gratuito, en el que Dios ofrece libremente una posibilidad de salvación y comunión divina y el hombre decide personalmente si acepta ese ofrecimiento, o lo rechaza, o simplemente no se interesa por él. Las diferencias adicionales sobre el modo de imaginar la vida después de la muerte se deben a la diferencia entre el modelo griego de hombre y el judeocristiano, especialmente en lo que se refiere a la distinta valoración de la corporalidad humana. Tales diferencias son, sin embargo, secundarias (si bien en el curso de la historia han sido exageradas). La comunión vital con Dios, atestiguada como sentido, fundamento y elemento inspirador de la existencia del hombre, constituye el único clima en el que surgió históricamente y en el que puede nacer la esperanza creyente en una vida después de la muerte (con lo cual no se niega que en nuestro ser personal existan para la razón humana motivos que auto-
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rizan a plantear racionalmente el problema de una vida ultramundana). Fuera de la perspectiva religiosa, esa posibilidad aparece como carente de base y fundamento, como un puro deseo: una simple proyección sin objeto, ya que, de hecho, la experiencia humana no religiosa no encuentra ninguna prueba decisiva de que exista tal perspectiva, por mucho que quizá la deseemos. Que yo sepa, en la historia de la humanidad no hay indicios de una confianza no religiosa en la existencia de otra vida después de la muerte (en nuestro tiempo se intenta hablar de la «supervivencia» del hombre sobre una base científica, recurriendo a contactos «paranormales» con personas ya muertas, presentando así la cuestión como una verdad no religiosa). Incluso la idea de la Ilustración sobre la creencia en la inmortalidad, a pesar de sus pretensiones racionales, se movía en una tradición cristiana; Jean-Jacques Rousseau —y la mayoría de los pensadores de la Ilustración— mantenía (incluso con tenacidad) dos grandes convicciones religiosas: fe en Dios y en una vida después de la muerte. El nexo religioso entre la comunión con Dios y la vida después de la muerte indica que el triunfo sobre la muerte no se entiende como una simple exigencia del ser humano, sino como un don particular de Dios. Tal concepción de la muerte no tiene una base puramente antropológica, sino religiosa. Se trata de una liberación, de un nuevo ámbito de vida que Dios abre: liberación de lo negativo, don de una vida puramente positiva. Esta visión religiosa del nexo existente entre la comunión con Dios y la vida después de la muerte tenía una larga historia en el judaismo. Una visión religiosa de la vida, especialmente la judía, implica que la muerte no es sólo un abandono del mundo terrenal, ni sólo una separación de los seres queridos y más allegados, sino también el final de todo y, en consecuencia, por su propia naturaleza, una separación de Dios: el final de la comunión con Dios y, por tanto, también el final de toda relación con los demás hombres y con la creación. Mientras los individuos desaparecían en la colectividad del pueblo de Dios, la muerte no suponía, desde el punto de vista religioso, problema alguno: los individuos iban desapareciendo de la vida del pueblo de Dios, pero la alianza de Dios, su comunión vital convel pueblo era imperecedera. La intuición religiosa del vínculo indestructible entre la comunión con Dios y la «supervivencia» quedaba intacta. Pero, desde el momento en que, dentro de la convivencia social, se intensificó la conciencia de la individualidad personal, proceso en el que influyeron diversas circunstancias históricas, la muerte —experimentada ya por el creyente como separación de Dios— se convirtió en un hecho doloroso, que la fe no alcanzaba ya a entender: pérdida de Dios, del centro de la vida religiosa, del fundamento, la fuente y el motivo de un comportamiento responsable. Esto era para el verdadero yahvista una idea desgarradora e insoportable. Y a la larga, absurda. Esta visión de la muerte como final absoluto de la persona humana —eso es la muerte para la experiencia (no religiosa) del hombre— no podía valer para quien «vive con Dios». Un par de siglos antes de Cristo, en un período histórico de gran inestabilidad e inquietud, nació
en la tradición religiosa judía la fe en que el hombre fiel a Yahvé, a pesar de la muerte, está «en las manos de Dios». Algunos salmistas posteriores al exilio expresaron apasionadamente esta confianza en Dios como un «a pesar de todo» religioso frente a la radicalidad de la muerte (Sal 49,16 y 73,24-26). Más tarde, en algunos círculos, esta confianza se transformó en fe en una resurrección personal al final de los tiempos; en otros círculos judíos se transformó en fe en una «asunción» —no se sabía cómo— del hombre por Dios. El fundamento religioso es siempre el mismo; lo que cambia es la imagen antropológica del hombre. El impulso crítico de todas estas intuiciones religiosas frente a la muerte era que ni siquiera la muerte puede destruir la verdadera y fiel comunión de vida con el Dios vivo; el reino de la muerte no es el fin de nuestra historia. La vida con Dios es más fuerte que la muerte. Esta dulce y firme confianza en Dios adquirió en el cristianismo una nueva e inesperada fuerza en la resurrección de Jesús de entre los muertos. Si la resurrección de Jesús es la ratificación divina de la persona y de la vida de Jesús, esto significa que Dios aprueba efectivamente la muerte de Jesús como prueba de su amor a Dios y a los hombres. Si la resurrección es la corrección divina de lo negativo de la muerte, Dios otorga a Jesús una vida nueva, superior. La fe en Jesús resucitado mostró a los cristianos que la muerte no tuvo poder para separar a Jesús de su Dios. La unión terrena de Jesús de Nazaret con su Dios es «mantenida» por Dios mismo, y Jesús es confirmado más allá de las fronteras de la muerte en su previa comunión con Dios: la negatividad de esa muerte —como de cualquier otra— es superada en Jesús por Dios con una comunión de vida duradera y plena. Traspasando las barreras de la muerte, Jesús vive de Dios de una nueva forma entre nosotros. Su comunicación con los hombres queda restaurada de un modo muy real, aunque difícil de describir. Con razón dicen los cristianos que más allá de la muerte existe una comunión de vida con Dios y, por consiguiente, también con los hombres («comunión de los santos») de una forma totalmente nueva, sea cual fuere el contenido concreto de esa nueva vida. Es innegable que esa visión de fe confiere a la muerte un significado diferente del que percibe la experiencia humana no religiosa. No es que se niegue este último significado: en sí y por sí, la muerte es también para el cristiano un dato impenetrable que no podemos explicar ni teórica ni prácticamente. El cristiano puede mostrar incluso respeto hacia quienes no se plantean la cuestión del sentido total de la vida o, si se la plantean, consideran imposible darle una respuesta, personas que, plenamente conscientes de ciertos logros y fracasos parciales, buscan soluciones parciales para la vida humana y sostienen que, de hecho, se puede vivir con sentido y morir dichosamente sin ninguna otra perspectiva, al menos personal. Desde luego, al margen de una concepción religiosa de la vida, en el plano antropológico, poco más se puede decir sobre el tema. El cristiano, en cambio, añade que todos esos datos (que él también admite) no son
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todo lo que se puede decir de la muerte. A ello se opone su experiencia, especialmente su vinculación religiosa con Dios. Gracias a la muerte de Jesús, vista a la luz de su resurrección, el cristiano posee la certeza de que el sufrimiento y la muerte no pueden separarlo de Dios. La muerte —su muerte— adquiere así para él un nuevo significado, sin que por ello «el carácter ineludible de la muerte» le resulte comprensible. El cristiano toma muy en serio la muerte; en eso coincide con todos los hombres. Aquí no se opone la experiencia humana a una teoría infundada o, al menos, no verificable, sino una experiencia a otra experiencia, una experiencia humana no religiosa a una experiencia humana religiosa. En ambos casos será posible y necesario valorar esas distintas experiencias en sus implicaciones, consecuencias y funcionamiento en la vida personal y social. El cristiano puede sólo decir a los demás: «Mirad, yo lo veo así siguiendo el espíritu de la tradición cristiana, a la que pertenezco y en la que quiero permanecer; juzgadme por mis obras». La visión cristiana de la muerte a la rus-de la resurrección, si es consecuente, encierra una enorme fuerza vital. La fuente de su esperanza en una vida después de la muerte no es una huida del presente, sino el vivir hoy en comunión con Dios. La esperanza en una vida después de la muerte no implica una evasión del presente; la densidad religiosa del presente es lo único que nos puede servir de base a esa esperanza. Es comprensible que esa esperanza haya apartado a los creyentes de su presente en otras épocas, cuando para muchos no existía un presente humano ni la esperanza en un futuro mejor y no quedaba más remedio que confiar en Dios con la mirada puesta en un «más allá» definitivo y mejor. (La esperanza cristiana ha sido en esas situaciones de impotencia una tabla de salvación para el hombre). En la época moderna, la conexión de la fe en la resurrección con el presente ha asumido obviamente otras formas históricas. En el presente se hace realidad algo que, más allá de la muerte, Dios confirmará por haber sido bueno o no confirmará por haber sido contrario al ser humano: el compromiso en favor de los demás, en favor de nuestra historia (de acuerdo con los términos y condiciones que presentan los problemas en cada época), en comunión vital con el Dios que aparece como-Señor de la historia. La fe en la resurrección confiere al 'cristiano —convencido por su fe de que la muerte ha sido vencida— una libertad intrépida, una sinceridad frente a los «poderes de este mundo». (Lo mismo ocurría en la antigüedad: los cristianos se negaban a doblegarse ante cualquiera, aunque fuera el emperador, que pretendiese apropiarse del sentido total de la vida humana). La fe cristiana en la resurrección es, pues, una protesta fundamental contra toda violación de la libertad humana, ya que esa fe puede nacer únicamente del convencimiento de que la libertad de la persona humana no puede tener un sentido definitivo fuera del sentido global de la historia humana. Por eso, en la concepción cristiana de la muerte no se puede hablar de un individualismo salvífico. La salvación tiene que ser total, y nadie está a salvo mientras haya a su alrededor infelicidad y opresión, injusticia
y miseria. La muerte y la resurrección de Jesús, el hombre por quien los cristianos arriesgan su propia vida, es para éstos el motivo de su esperanza en la resurrección de todos los hombres. La profesión de fe en la resurrección de Jesús, expresada de acuerdo con la conciencia actual del problema, significa para los cristianos que todos pueden tener esperanza, una esperanza que impulsa a un mejoramiento del hombre y de la sociedad y a una praxis que muestre a los no cristianos cómo es posible en nuestro mundo moderno la comunión de vida coft Dios en Jesucristo. Por tanto, La preocupación por la salvación del prójimo y por el bienestar de la sociedad es inseparable de la concepción cristiana de la muerte. No existe sólo una esperanza individual; el cristiano practica la «virtud teologal de la esperanza» también en favor de sus semejantes. La confianza en Dios desemboca en una confianza y en una fe en los demás, en los hombres. Para los propios creyentes, de esta concepción cristiana se sigue que la muerte no es un acontecimiento central de sus vidas en el que deba recaer toda su atención; ellos no ven así su vida, debido al mensaje, para ellos fundamental, que han podido y pueden oír de la muerte y resurrección de Jesús. El auténtico cristiano no debe considerar, pues, la vida simplemente a partir de ciertas situaciones límite, como es la muerte. De hacerlo así, se correría el peligro de excluir a Dios de la vida cotidiana, del auténtico centro de nuestra vida humana, de esta mezcolanza de logros y fracasos parciales. El cristiano sabe que la historia humana de sufrimientos y la muerte han sido privadas de su aguijón. Sabe que no hay razón alguna para tener miedo a la vida y la muerte. La concepción cristiana de la muerte libera al hombre para trabajar en este mundo, sin angustia, en comunión fiel con Dios. Esta liberación de toda angustia puede ser considerada ya ahora como un fragmento de salvación hecho realidad. La praxis concreta del cristiano será la prueba de si el cristianismo realiza efectivamente, en las dimensiones perceptibles de la existencia histórica del hombre, lo que afirma en la fe, es decir, si el cristianismo es capaz de ofrecer a los hombres suficiente luz, esperanza ante el futuro y motivos para una acción determinada, de modo que puedan convivir en nuestra historia, aquí y ahora, de una forma sensata y liberadora; en otras palabras: si la fe cristiana en la resurrección, por la cual la muerte adquiere ciertamente un nuevo sentido, ofrece a los hombres un futuro real. Eso tendrá que «demostrarlo» continuamente el comportamiento coherente del cristiano, su conducta, aquí y ahora, en este mundo. Sin tal coherencia, todo lo que afirmen los cristianos carecerá de credibilidad, no tendrá atractivo y, sobre todo, no significará esperanza para el mundo.
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4. ¿Por qué Jesucristo? ¿Por qué hay que ver todas estas cosas a l a luz de Jesucristo? ¿Es que no ha habido a lo largo de la historia, incluso en nuestra época, muchos hombres que han sido torturados y eliminados a causa de su praxis incondicional de justicia y amor, «porque el mund 0 no se los merecía» (Heb 11,38)? ¿No tiene su praxis el mismo valor d e por sí y una preciosa repercusión en nuestra historia? ¿Por qué refera todo a Jesús? 50
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Efectivamente, nos encontramos aquí teóricamente ante un acto de confianza en ese hombre, Jesús de Nazaret, un acto que no está sujeto a ninguna mediación: el acto de fe cristiana. Y aunque ningún acto de confianza en alguien se puede imponer totalmente por motivos racionales esa confianza tiene también aspectos racionalizables, argumentos que sirven de apoyo a la razón crítica del creyente. En primer lugar, tenemos el hecho histórico de que Jesús ha sido hasta hoy para el hombre fuente de inspiración y orientación: el hecho de que él desencadenó un «movimiento cristiano». En mi libro Jesús, la historia de un viviente digo que también el futuro o la repercusión histórica de una persona forman parte de su identidad 71. Según esto, las comunidades cristianas actuales, recuerdo vivo de Jesucristo, forman parte de la identidad total de Jesús. Y no por casualidad. La Escritura afirma claramente que Jesús conocía de algún modo su importancia para toda la historia futura (lo de menos es cómo la concebía). El cristianismo primitivo expresó esta idea mediante el concepto de «profeta escatológico», es decir, el profeta que decía anunciar un mensaje definitivo, válido para toda la historia. El hecho de que Jesús tenía la convicción global de que su persona iba a tener importancia en la historia futura se desprende de los textos de la tradición Q, en los que se percibe un eco histórico de la visión que Jesús tenía de sí mismo: «Y os digo que, por todo el que se pronuncie por mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se pronunciará ante los ángeles de Dios. Y si uno me niega ante los hombres, será negado él ante los ángeles de Dios» (Le 12,8-9 = Mt 10,32-33: «Por todo el que se pronuncie por mí ante los hombres, me pronunciaré también yo ante mi Padre del cielo; pero al que me niegue ante los hombres, lo negaré yo a mi vez ante mi Padre del cielo»; cf. Le 7,18-23 = Mt 11,2-6, y Le 11,20 = Mt 12,28) 78. La afirmación de que existe una relación entre la decisión que los hombres toman frente a Jesús y el destino final de sus vidas se remonta sin duda a la conciencia que Jesús tenía de sí mismo. Igualmente, la convicción cristiana de que la venida de Jesús implica la proximidad de Dios se funda radicalmente en esa conciencia de Jesús. Es innegable que él establece una relación esencial entre su persona y la historia de la humanidad. En otras palabras \ la repercusión histórica del mensaje y la praxis de Jesús fueron, en cualquier caso, queridos por Jesús. Y así la actuación histórica de una persona tiene que ver, de un modo particular y único, con la identidad de Jesús de Nazaret. Trascendiéndose a sí mismo, Jesús remite, en y a través de lo que él mismo es, a la historia (en continuo progreso). «Profeta escatológico»79 o, como dice el joanismo, «salvador del mundo» (Jn 4,42; 1 Jn 4,14), y todos los títulos que la Iglesia ha dado a Jesús o los nuevos que pueda darle, no son sino una explicación de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo. 77
Jesús, la historia de un viviente, 37s. Op. cit., 379ss. 79 Op. cit., 409-417. Véase el capítulo dedicado en el presente libro al «joanismo» (pp. 296ss). 78
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Naturalmente, si no se tiene confianza en Jesús, se puede afirmar que se equivocó o que exageró su importancia escatológica y, por tanto, su significado para «la historia universal». Desde el punto de vista histórico y racional, no se puede demostrar perentoriamente que Jesús tenía razón. En eso consiste precisamente el acto de fe cristiana, que no se apoya en argumentos teóricos apodícticos. Únicamente la praxis viva de los cristianos, de las «comunidades de Cristo» a lo largo de la historia, puede «mostrar» que la vida liberadora y conciliadora de la Iglesia, en cuanto «servicio de la reconciliación» (2 Cor 5,19), no es un hecho casual, sino la realización en nuestra historia de la intención fundamental de Jesús, el cual manifiesta así en la historia la verdad de la misma. Nadie, ningún profeta ha tenido jamás tal pretensión. Por tanto, una de dos: o nos hallamos ante un megalómano, (lo cual está en contradicción con toda la vida y la praxis de Jesús) o ante una pretensión que exige un atento examen incluso en el plano teórico, especialmente en la medida en que ha tenido, a lo largo de la historia, una clara repercusión de la actividad salvadora, liberadora y conciliadora de todos los que creen en Jesús. El Nuevo Testamento expresa con razón este significado universal, que el propio Jesús atribuye a una iniciativa salvífica de Dios (y tal es también la tendencia de todo el Evangelio de Juan), como «salvación definitiva otorgada por Dios en Jesús de Nazaret». La universalidad de la salvación otorgada por Dios en Jesús es, por tanto: 1) un enunciado de fe que se funda en una experiencia interpretativa de Jesús a través de la tradición judeocristiana y no en un «hecho objetivamente constatable», si bien los cristianos (igualmente desde la fe) intentan expresar una «realidad» y no unos sentimientos puramente subjetivos; 2) es universal, porque Jesús, en el fracaso de su vida, en su sufrimiento inmerecido y en el hecho de poner ese «fracaso» en manos de su Padre —a quien ahora llama también «nuestro Padre» («mi Padre y vuestro Padre», Jn 20,17)—, no dirige la atención hacia sí mismo, sino hacia Dios, el Dios de todos los hombres y de todas las religiones, y porque en tales circunstancias se refiere a la problemática y a las cuestiones insolubles de los hombres: nuestra propia historia humana de sufrimiento; 3) es además universal, porque en Jesús, testimoniado como «el Cristo», la salvación (tema constante en la historia de la humanidad) aparece en el pleno sentido de la palabra como salvación o liberación perfecta y universal para todos y cada uno de los hombres, en su dimensión personal, corporal e interpersonal, en su necesidad de estructuras e instituciones liberadoras, en cuanto homo faber, homo ludens, homo emancipator, homo oeconomicus, homo contemplativus y, sobre todo, en cuanto hombre que anhela la justicia y el amor; en definitiva, salvación para todos los hombres del presente, del pasado y del futuro, de los vivos y de los muertos; 4) es una salvación universal que, por tanto, puede y debe ser anunciada a todos los hombres como «buena noticia» o evangelio, no sólo mediante la predicación en cuanto tal, sino mediante la predicación en cuanto momento interno de la praxis consecuente del seguimiento de Jesús, del camino de una reconciliación y liberación práctica; una noticia que puede
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anunciarse además sin ninguna actitud discriminatoria frente a todo lo que sea bueno, verdadero, conveniente y hermoso, e incluso frente a toda manifestación religiosa, aunque se dé al margen del evangelio cristiano. Todo esto implica que el evangelio de las comunidades cristianas, si se vive de una forma consecuente, ofrece un camino que, en cuanto tal, supone un enriquecimiento de la experiencia humana y de nuestro mundo humano. ¿No es todo esto el dogma de Calcedonia?
tecnológica, y ello a menudo con un espíritu positivista. Todo esto viene a constituir el supuesto antropológico de la forma de cultura dominante en la actualidad, la occidental. Debido a tal unilateralidad, el ámbito de las experiencias originarias resulta ajeno al hombre moderno occidental. Nuestra capacidad de ver y de oír, de palpar y de oler, nuestra percepción y nuestro espíritu, la capacidad de hacernos mutuamente felices, quedan truncados a causa del empleo unilateral de la ciencia y de la técnica. Una zona inconmensurable de la realidad queda así excluida del horizonte de nuestras posibilidades de experiencia. Antes podía el hombre tener experiencia de Dios. La fe era una forma especial de percepción: el hombre experimentaba a Dios con una evidencia espontánea y, al mismo tiempo, gratuita. Vivía, incluso perceptiblemente, entre ángeles y santos, de un modo distinto, pero no menos real que el campesino entre sus vacas y cerdos, su corral y sus campos. Si la fe religiosa es realmente una forma determinada de percepción (no hay ninguna forma de conocimiento real que no se base de algún modo en la percepción), entonces el mundo del hombre realmente creyente es esencialmente distinto —también psicológicamente— del de la experiencia puramente científica y técnica. Y este último mundo se ha popularizado unilateralmente entre nosotros invadiendo la cultura, de modo que constituye la aculturación de quienes crecemos en el mundo occidental. Lo cual significa que la inculturación en esta sociedad orientada unilateralmente ha hecho que la fe sea más difícil que en el pasado. Significa además que la fe (o sea, la percepción creyente) no puede ya, en las circunstancias del Occidente moderno, asumir la figura y la forma de algo «primariamente originario» y, por consiguiente, que esta «originariedad primera» nos resulta intelectualmente imposible debido a la ciencia, la técnica y la crítica de la religión del siglo xix. Por otra parte, cuando se olvidan o reprimen las auténticas posibilidades humanas, a pesar de que el hombre en cuanto tal siga anhelando inevitablemente —aunque de manera inconsciente— la realización de tales posibilidades, éstas se manifiestan de forma encubierta, quizá como neurosis y huida del mundo. Muchos fenómenos religiosos actuales de tipo sincretista son, ante todo, la forma concreta o, en ocasiones, el disfraz de la protesta de unas posibilidades existenciales que han sido reprimidas o descuidadas por una cultura unidimensional; son la manifestación de protesta de unas posibilidades cognoscitivas, realmente humanas, no dominativas, sino estéticas, contemplativas, lúdicas, sin utilidad ni objetivo. En este «panteón» de la contracultura hay algo más que el ancestral y constante conflicto generacional: se quiere ensayar otra alternativa de vida, basada en unas posibilidades de percepción humana no dominativas ni manipuladoras, sino contemplativas. Los jóvenes opuestos al modelo occidental de sociedad (una sociedad que considera una honra llamarse «secularizada», que se orienta solamente por la ciencia y la técnica y que, por boca de sus teólogos de la secularización, ha proclamado la muerte de Dios en un himno a la «ciudad secular») se sublevan contra esa sociedad, rechazan desde lo más profundo de su «psique» humana la ideología de la «muerte
b)
La salvación del hombre es el Dios vivo.
1. Praxis política y praxis mística. Un europeo occidental, tras aterrizar con su avión en tierras africanas, viendo el asombro que causaba a los indígenas aquel pájaro extraño y descomunal, dijo lleno de orgullo: «En un día he recorrido una distancia que antes requería treinta días de viaje». Al oír sus palabras, el sabio jefe de la tribu le preguntó: «Señor, ¿y qué va a hacer usted con los otros veintinueve días?». Aquí se reflejan las dos posibilidades de la opción fundamental del hombre: por un lado, la racionalidad técnica; por otro, el problema del sentido del obrar humano. M. Heidegger, hace más de veinticinco años, reconocía en sus obras El problema de la técnica m y Sobre la cuestión del sersl el legítimo derecho de nuestra opción occidental por la ciencia y la técnica, pero al mismo tiempo indicaba la desconcertante unilateralidad de este interés, pues de hecho se considera casi como el único modo sensato de relacionarse con la naturaleza. En los países capitalistas y comunistas se identifica, según esto, el trabajo sensato (entendiendo por tal el trabajo productivo) con la existencia sensata, y ello en sus tres fases ya clásicas: la escuela como preparación para el trabajo, la vida propiamente laboral y la jubilación como descanso tras una vida de trabajo. Todo lo que está fuera de este sistema de trabajo es denominado sintomáticamente «tiempo libre». Los teólogos, a veces fieles servidores del statu quo, sin analizar los presupuestos antropológicos de ese sistema, se han apresurado a acompañarlo, por un lado, con una «teología del trabajo» y, por otro, con una «teología del ocio». En nuestro mundo occidental, la naturaleza corre el peligro de convertirse en simple energía disponible y manipulable, y el hombre en mero manipulador de la naturaleza. Desde luego, nadie puede negar que los conocimientos adquiridos, tanto teóricos como prácticos, constituyen una posibilidad auténticamente humana, acorde con la naturaleza y que ha reportado muchos frutos positivos para la humanidad. Repudiar su realización efectiva e incluso máxima sería una postura reaccionaria, ingenua y primitiva. Sin embargo, el espíritu y la sociedad occidentales parecen identificarse casi exclusivamente con esa mentalidad científica y técnica, aceptando como presupuesto evidente el dominio absoluto de la economía 80 81
M. Heidegger, Dte Frage nach der Technik (Pfullingen 1954). Heidegger, Zur Seins¡rage (Francfort 1955).
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de Dios» y gritan como un desafío: «Dios vive», «¡viva Jesús!», «aleluya», «Jesús me ama». Al margen del contenido religioso que puedan tener tales movimientos, primera y fundamentalmente son una protesta de la posibilidad contemplativa de la «psique» humana contra la preferencia occidental por la capacidad de la «psique» humana para dominar la naturaleza. Se trata ante todo de una reacción de raíces hondamente humanas, aunque a veces adopte formas enfermizas y neuróticas, o bien restauradoras y, a fin de cuentas, alienantes. Armonizar la praxis contemplativa con la praxis dirigida a la liberación del mundo parece, a primera vista, una conciliación de lo irreconciliable, pues ambas parecen excluirse mutuamente 82 . ¿Es posible una mediación? La tensión dialéctica entre la liberación interior y la liberación de determinadas estructuras esclavizadoras afecta hoy también al ámbito de la liturgia eclesial. En el pasado, la liturgia era el lugar privilegiado de la relación con Dios a través de la oración en la agradable compañía de los hermanos en la fe, pero hoy ven muchos en ella el lugar adecuado para denunciar «en nombre del evangelio» la injusticia, la discordia y la guerra, para comprometerse solidariamente con los hombres que sufren, están privados de sus derechos y se encuentran desamparados y para invitar a luchar por un mundo mejor, más humano y libre para todos. Lo primario aquí es el futuro. Apenas se había consolidado el monopolio del futuro tanto en la teología y la liturgia como en la futurología científica, cuando vinieron los críticos de la cultura y nos advirtieron que no sólo la nostalgia del pasado, sino también el celo excesivo por un futuro mejor podía ser en realidad un conato de huida. Y ahora —después que se ha consolidado la primacía y el monopolio del futuro y se ha introducido el oportuno correctivo con la tesis de que un proyecto de futuro que no vaya acompañado de un recuerdo crítico del pasado constituye un riesgo muy peligroso M—, ahora se afirma por doquier que es preciso conceder más valor al presente. La invitación a «vivir en el presente» es proclamada hoy por varias disciplinas científicas84 y por las nuevas terapias. Por lo que se refiere a estas últi-
mas, la nueva «terapia estructural» americana85 (en contraste con el método freudiano, que pretende escarbar analítica y hermenéuticamente en un pasado reprimido, para liberar de él al paciente) está obteniendo resultados espectaculares: está centrada en el presente y desecha sistemáticamente todo intento de huir al pasado o al futuro. El objetivo de esta terapia es reconciliar al paciente «aquí y ahora» consigo mismo y con los demás, con todo lo que ha sido su pasado y lo que le pueda traer el futuro. Encontramos esta misma tendencia en determinadas obras literarias: sus autores quieren ofrecer a los hombres que —por ejemplo, tras haber leído el best-seller del «Club de Roma»— miran con miedo el futuro una nueva confianza y unos motivos concretos para poder vivir y vivir realmente con gozo y sentido como hombres, a pesar de las oscuras perspectivas que tienen ante sus ojos86. Todo esto puede ser cierto, y lo es a mi juicio. Pero existe el peligro, y no pequeño, de que estas grandes verdades sean utilizadas abusivamente (a veces contra las intenciones de sus autores) al servicio de intereses conservadores en un campo más amplio como es el sociopolítico. La felicidad personal se decide efectivamente en el presente, pero se trata últimamente de todos y cada uno de los hombres (y no sólo de los económicamente privilegiados); lo cual implica —debido a esa preocupación universal— el deber ético de luchar por una sociedad «en la que quede superada la alienación humana y el hombre logre una nueva relación consigo mismo, con su trabajo y con su entorno natural y social»S7. Teniendo presente la peligrosidad e inseguridad de la vida humana, incluso en la sociedad occidental, que empieza a darse cuenta de sus contradicciones internas, hay que tener hoy muy en cuenta que el hombre es una existencia temporalizada. Y esto significa que centrarse exclusivamente en el futuro, en el pasado o en el presente encierra el peligro de empobrecer o distorsionar la existencia auténtica del hombre. El auténtico ser del hombre no puede ser privado de ninguna de esas tres dimensiones. Las tres se mantienen unidas desde dentro, en virtud de nuestra conciencia del tiempo: el hombre es un ser que se sabe en camino. En definitiva, no podremos experimentar con sentido esas tres dimensiones si no damos expresión a nuestra conciencia del tiempo por un lado y a Dios por otro. Sin embargo, no sabemos exactamente qué es Dios para nosotros. No lo tenemos en nuestra mano ni somos capaces de entender por nosotros mismos nuestro propio ser y sus posibilidades. El creyente sabe que Dios nos tiene de algún modo en su mano. En hebreo, lo que nosotros llamamos «fe» se expresa con la raíz ''aman (que aparece en «amén»): superar la propia inseguridad e inestabilidad a fin de basar la existencia en otra realidad, en otra persona que puede proporcionarnos
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Encontramos un problema análogo en las -retirías de la ciencia: la tensión existente entre el entender por medio de explicaciones (como ocurre en las «ciencias exactas») y el entender por medio del entender mismo (en las «ciencias hermenéuticas). También en este terreno se intenta actualmente superar el dualismo, al menos en el sentido de una unidad dialéctica en la diferencia. 83 Sería superfluo aducir aquí la copiosa bibliografía existente sobre el tema. Baste recordar a P. Ricoeur, H. Horkheimer, Th. Adorno, J. Habermas, H. Marcuse, L. Kolakowski, J.-B. Metz, W. Oelmüller, etc., los cuales —generalmente tras afirmar la importancia del futuro— han visto que una memoria (crítica) del pasado es absolutamente necesaria para un proyecto de futuro que tenga sentido. 84 En especial A. H. Maslow, Towards a Psychology of Being (Nueva York 1968); E. G. Schachtel, Metamorphosis. On the Development of Affect, Attention and Memory (Nueva York 1959). Cf. mi artículo Naar een definitieve toekomst: belofte en menselijke bemiddeling, en Toekomst van de- religie, religie van de toekomst (Brujas-Utrecht 1972) 37-55, espec. 41-43.
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Cf., por ejemplo, G. S. Perls, In and out the Garbage Pail (Nueva York 1972); J. Fagan Shepher, Gestalt Therapy Now. Theory, Techniques, Applications (California 1970). 86 Por ejemplo, L. Pauwels, Lettre ouverte aux gens heureux et qui ont bien raison d'étre (París 1972). 17 J. Wcima, Wat tvillen tvij met de toekomst doen? (Bilrhovc-n 1972) 43.
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estabilidad. Creer en Dios, decir «amén» a Dios, significa fundamentar en Dios todo mi ser, es decir, yo mismo, mi prójimo y mi mundo. El creyente compromete, pues, todo su ser poniendo su confianza en la fidelidad de aquel a quien no ve: el Dios vivo. Dice Isaías: «Si no creéis, no subsistiréis» (Is 7,9). Creer quiere decir estar sólidamente fundamentado, confiar en lo que se tiene por sólido fundamento. Luego la fe en Dios es la opción fundamental del hombre que se confía él mismo, los demás y toda la historia a Dios y así se sabe reconciliado consigo mismo, con los demás y con la historia —pasada, presente y futura—, dado que ei creyente se ha reconciliado con la postura inescrutable de Dios. La fe es seguridad en el mensaje de que Dios es Dios, el fundamento y fuente de la humanidad del hombre. Pero estoy hablando de Dios ahora de una forma totalmente espontánea y obviamente ingenua, como si me hubiese encontrado con él y hubiese podido experimentar su fidelidad, cuando en realidad es un Dios que de momento no quiere presentar sus cartas'credenciales. Cuando Moisés preguntó a Dios su nombre, no recibió una respuesta directa, sino sólo: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), es decir, lo que soy se verá en vuestra historia. Soy solidario con vosotros. Creer significa, pues, depositar mi confianza en alguien que de momento prefiere no decir quién es. Podemos atisbar su identidad solamente dentro de un proceso histórico. Es el Inefable. Cuando hablamos de Dios, recurrimos curiosamente a conceptos contrarios: está lejos y cerca, es inaccesible y se revela, es impalpable y a la vez vulnerable. Tampoco es más clara nuestra identidad como creyentes: el creyente está a salvo, pero al mismo tiempo no tiene patria; es un huérfano que busca, pero también el hijo que vuelve a casa: «en el mundo, pero no del mundo». El cristiano sabe que la realidad que está en nuestra mente cuando hablamos de «Dios» es el fundamento de todos los seres de una forma dialéctica. Es el fundamento de lo que debe ser y será, y así —dialécticamente— también del presente y del pasado. Precisamente por eso, Dios no es la consolidación ideológica de la tradición y del statu quo, sino su amenaza; es el Dios del «cambio para bien» y, por consiguiente, juicio y gracia, pero siempre con total fidelidad. Presente, pasado y futuro (desconocido)^ser humano (homo absconditus), conexión vital con el Dios oculto (Deus absconditus): ahí reside quizá el punto más delicado del actual problema religioso. Desde que, en nuestros días, esta conexión ha sido interpretada de una forma diferente, han cambiado muchas cosas. Se trata de lo que Dorothee Solle y otros muchos (corrigiendo la teología de la muerte de Dios) llaman muerte de la «inmediatez» de Dios: el hombre no tiene una relación inmediata con Dios. La teología agustiniana, que tanto ha influido en el cristianismo occidental, se ha visto así puesta en discusión, y junto con ella la actitud de fe y la «piedad» de los «simples fieles». Precisamente esta negación de la relación «inmediata» de la fe con Dios ha abierto las puertas de nuestras Iglesias a la teología política, al nacimiento de comunidades críticas y al deseo de un mundo mejor y, sobre todo, más feliz. Por otro lado, como reacción contra la tendencia —claramente per-
ceptible en muchos sitios— a reducir el cristianismo y la fe en Dios a solidaridad, compromiso, actividad política y cambio, observo actualmente nuevos^ síntomas del antiguo sobrenaturalismo. Algunos vuelven a recluir la gracia en el ámbito de la vida interior, con lo cual la sociedad, el mundo y la historia vienen a quedar excluidos del sistema de la gracia, y así, de hecho, en el plano político, se desemboca en una defensa del statu quo. Por tanto, el problema fundamental parece estribar en si el creyente tiene o no una relación inmediata con Dios. Ante todo debemos preguntarnos si tanto los «antiguos» como los «modernos» han captado el alcance del problema. Quizá unos y otros han visto una parcela de verdad, pero la han interpretado de manera unilateral. Tras analizar detenidamente las afirmaciones agustinianas, que podríamos considerar como la tradición de Occidente, y también los recientes planteamientos del mundo cristiano, me atrevo a expresar una opinión. Si la muerte de la «inmediatez» de Dios quiere decir que el hombre no tiene ninguna relación con Dios que no implique una mediación, estoy totalmente de acuerdo. Pero otra cosa muy distinta es ver esa misma relación desde el otro término, pues sí existe, en mi opinión, una relación inmediata de Dios con nosotros. La objeción de que es una contradicción interna admitir en una relación recíproca que la inmediatez se da sólo en uno de sus términos no es concluyeme en este caso. No se trata de una relación intersubjetiva entre dos personas —dos hombres finitos y limitados—, sino de una relación recíproca entre un hombre finito y su origen absoluto, el Dios infinito. Y esto repercute en nuestra relación con Dios. Dicho de otro modo: estamos ante un caso excepcional, un caso en el que la inmediatez no elimina, sino que constituye la mediación. Visto desde el hombre, existe, pues, una inmediatez mediata. Entre Dios y nuestra conciencia de Dios se da inevitablemente el mundo histórico, humano y natural de la creación, que es para nosotros el símbolo constitutivo de la presencia real de Dios. Y el hecho de que una mediación evidente introduzca una inmediatez en vez de anularla se debe al modo absoluto o divino de la presencia real de Dios: Dios se nos hace creativamente presente en el medio que somos nosotros mismos, el prójimo, el mundo y la historia. Es la inmediatez más profunda que conozco.
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La «inmediatez mediata» es, en mi opinión, la fórmula más adecuada para expresar en lo posible el misterio de Dios como salvación del hombre y la realidad de la oración y de la liturgia; esta fórmula puede además arrojar un poco de luz sobre la relación entre el aspecto místico y el político de la fe cristiana: por un lado, lo místico no desemboca en el gnosticismo y, por otro, el compromiso político se realiza, no apoyado en el humanismo, sino en la fe en Dios. Desearía analizar esta «inmediatez mediata» en dos etapas: primero, insistiendo en la mediación; después, en la inmediatez (la cual es siempre mediata). 2. Mediación en la cercanía inmediata del Dios que salva. En la vida cristiana se ha roto muchas veces la unidad entre creación y alianza donde
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debe aplicarse el principio de que lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre. El Creador es también el Salvador: cuando Dios actúa como Salvador, lo hace como Dios, es decir, como Creador, por lo que no existe rivalidad alguna entre lo que Dios hace y lo que nosotros, fundamentados en él, podemos hacer 88 . En ocasiones no sólo hemos destruido la unidad entre creación y alianza, sino que también hemos olvidado la fe en la creación, rompiendo el nexo vital entre la fe cristiana y la experiencia de la realidad. Hemos olvidado que la salvación de Dios se cumple en la única realidad, que es la nuestra, nuestro mundo contingente, y que la salvación de Dios es humana y nos es otorgada de una forma humana en Jesucristo. Me pregunto qué experiencia religiosa y qué realidad puede haber en nuestra vivencia de la presencia real de Dios en la liturgia si olvidamos que también fuera de la liturgia es posible una percepción simbólica de nosotros mismos, de los demás y de nuestro mundo como presencia real, aunque oculta, de Dios. El lenguaje de la fe y el lenguaje de la Iglesia carecen de sentido y contenido en la medida en que no- poseen ninguna referencia perceptible a las experiencias reales de la vida diaria. Quien habla de Dios y de su salvación, habla también de nuestro mundo humano concreto, y lo hace de forma inteligible. No veo cómo se puede detectar en la liturgia (que es un ámbito donde se percibe la presencia real de Dios) una experiencia de realidad religiosa si no somos capaces de experimentar fuera de la liturgia, en virtud de nuestra condición histórica de criaturas, la presencia real de Dios en un mundo en el que todo es un símbolo de la presencia real de Dios. Ese es el contenido primario y fundamental de toda forma de presencia real de Dios. La experiencia de la creación, una experiencia históricamente variable de gratuidad y contingencia, constituye, en mi opinión, el terreno propicio para toda experiencia religiosa de la cercanía salvífica de Dios, incluso de la experiencia específica que se tiene, por ejemplo, en Jesús y en la liturgia. La liturgia presupone e intensifica esa experiencia simbólica fundamental. Sin ella, ninguna renovación o adaptación litúrgica podrá ofrecernos una profunda experiencia litúrgica que se refiera a algo realmente presente, y no sólo a nuestras propias reacciones subjetivas ante las celebraciones litúrgicas. No podemos experimentar d^ repente a Dios-en la liturgia de la Iglesia si no somos capaces de percibirlo también fuera de la Iglesia. Si así fuera, me temo que nuestros sentimientos litúrgicos, desde el punto de vista religioso, no tendrían un contenido real y este vacío litúrgico no podría ser llenado —al menos no por mucho tiempo— con exhortaciones litúrgicas a un comportamiento ético o a una postura crítica ante la sociedad. Esto sería ignorar la base en que se apoyan los impulsos éticos más profundos. La experiencia de la creación, que podríamos denominar también «experiencia fundamental de la gracia» o, de forma más neutral, experiencia de la realidad que nos sirve de norma (es decir, una experiencia de nosotros mismos, de los demás y del mundo, en la que nos 88 Con razón, sobre todo en P. Schoonenberg, Hij is een God van mensen (Hertogenbosch 1969) 9-49.
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sentimos «regulados» por algo que está más allá de la autodeimniiinaoii, al menos arbitraria: una experiencia del ser como donación), constituye, en medio de sus diversas formas históricas, el soporte, el fundamento y la raíz de toda «religiosidad», entendida como relación inmediata a la ve/ que mediata con aquel que el creyente llama «Dios Creador». Esta conciencia es la puerta por la que Dios irrumpe en nuestra historia y gracias a la cual podemos percibir realmente a Dios —inmediatez mediata— y hablar de él. La religiosidad adquiere así su carácter de realidad y experiencia; y así Jesús puede ser reconocido como la manifestación humana y personal del amor universal de Dios y son posibles las experiencias religiosas en la liturgia. En nuestra experiencia histórica de la contingencia, Dios se hace verdad histórica, como pasado o recuerdo, presente o confianza y futuro o esperanza. La inmediatez mediata de la presencia salvífica de Dios implica que nuestra respuesta, nuestro «sí» a Dios, posee una similar estructura de mediación, sin que esto signifique quedarnos enredados en ella. En otras palabras: la religión no puede reducirse a la solidaridad y la preocupación sociopolítica por los demás, pero tampoco puede prescindir de esa mediación. Sin ella la religión sería perseguir una quimera, pues sólo en ella se hace Dios inmediatamente presente. Buscar a Dios al margen de ella sería buscarlo donde no está ni puede estar. Pablo lo dice claramente hablando de la celebración de la eucaristía. Beber del mismo cáliz, comer el mismo pan es para él, en el ámbito de la presencia real mediata, suprimir toda discriminación entre «judío o griego», «hombre o mujer», «esclavo o libre». Cuando Pablo advierte a los cristianos de Corinto que en su eucaristía «beben su propia sentencia», esto no se debe a que profanen el divinum consortium sacramental, la relación sagrada con Dios, sino a que han pervertido el significado humano y secular del banquete en cuanto participación fraternal. La koinonia adelphou, la fraternidad, ha sido violada y se ha desembocado en unas creencias gnósticas, soñando con una participación inmediata en la naturaleza divina. Pablo libera esta concepción griega de sus impurezas místicas y «gnósticas». Es significativo además que el Nuevo Testamento utilice frecuentemente el término synerchesthai para designar el culto en el sentido de asamblea fraternal de la comunidad de fe (1 Cor 11,17.20; 14,23.26). La «fraternidad» es la forma concreta que impide que la acción de gracias a Dios se convierta en palabrería sin contenido. En nuestra sociedad moderna, tan compleja, esta «fraternidad» debe hacerse realidad no sólo en unas relaciones orientadas a favorecer a los demás, sino también en el anonimato de las instituciones y estructuras sociales, a fin de renovarlas y ponerlas al servicio de la libertad, pues constituyen la forma política moderna de la caridad cristiana concreta. No hay que olvidar, en fin, que las grandes acciones de Dios en favor de Israel, los magnolia Dei, las acciones salvíficas que la liturgia no cesa de narrar, celebrar y alabar, fueron llevadas a cabo en Israel por hombres concretos, per homines. Por consiguiente, contraponer el carácter doxológico (alabanza de Dios) de la liturgia a un «activismo» encaminado a mejorar al hombre, su mundo y la sociedad, nada tiene que ver con la Biblia. El interés por
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la política social, nacido de la preocupación por los semejantes, no es ajeno a la celebración litúrgica; también los judíos historificaron legítimamente su primitiva celebración agrícola de la primavera, convirtiéndola en una evocación litúrgica de su liberación de la esclavitud egipcia. Así, pues, la gracia de Dios, es decir, su presencia real salvífica entre nosotros, no es un ámbito exclusivo de la interioridad humana, sino toda la realidad en la que vivimos y de la que formamos parte. Cuando se ha establecido una separación entre la gracia y el mundo creado, aquélla ha quedado relegada a la interioridad humana; por su parte, la mediación externa de la gracia ha quedado reducida a un mero signo instrumental de las realidades invisibles, y el mundo, la historia y la sociedad han roto sus lazos con el ámbito de la gracia. Es posible elaborar un ordenamiento político y social exclusivamente sobre la base de principios económicos, políticos y sociales, recurriendo a un análisis e interpretación de la situación y de sus posibilidades siempre relativas. Para ello se parte de motivos humanos y se busca algo que de por -sí- es un objetivo ético y político común a todo el género humano. La cosa me parece evidente. Pero esto no excluye que cuanto se realiza en el hombre a título de salvación humana sea a la vez una mediación histórica de la gracia, un anticipo de la verdadera salvación: una salvación in fieri experímentable por el hombre. La libertad humana no es un asunto exclusivamente interno. Es una libertad abierta corporalmente hacia fuera y que se realiza en contacto con hombres auténticamente libres y dentro de unas instituciones y estructuras sociales que favorezcan la libertad. Por nosotros mismos somos sólo posibilidad de libertad; ésta es todavía un espacio vacío, sin contenido, que la misma libertad llena creativamente a través de la cultura. Sin embargo, ninguna forma o nivel cultural pueden llenar totalmente ese vacío. La libertad realizada en concreto es siempre una libertad interiorizada, lo cual significa que la libertad interior postula el encuentro con hombres libres en unas estructuras sociales que permitan y garanticen la libertad. La dimensión social es un componente esencial de nuestra actividad interiormente libre, un elemento consustancial de la experiencia de nosotros mismos y del mundo. Por tanto, la libertad concreta, liberada y gratuita supera la oposición dualista entre interioridad y exterioridad y, por consiguiente, también la aplicación teológicá~*táe la misma: la distinción entre «gracia interior» y «gracia exterior». La sociología muestra cómo la identidad personal se desmorona rápidamente cuando el hombre no encuentra un reconocimiento social y cuando las convicciones personales pierden su plausibilidad social m . El hecho de que numerosos cristianos procedentes del campo abandonen insensiblemente la Iglesia cuando emigran a una gran urbe demuestra que la libertad interior está condicionada por el medio social. Afirmar que esas personas nunca creyeron de verdad me parece 89
P. Berger y Th. Luckmann, Die gesellschaftliche Konstruktion der Wirklichkeit (Stuttgart 1969); véase también P. Berger, El dosel sagrado (Buenos Aires 1971) y Rumor de ángeles (Barcelona 1975). Cf. también K. H. Wolff, Versuch zu ciner Wissenssoziologie (Berlín-Neuwied 1968).
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una conclusión precipitada. Este hecho prueba que hay una rdiuión o'!'* titutiva entre identidad personal, consenso colectivo y reconociinieiiu» "'' cial, entre libertad interior y estructuras sociales liberadoras. La taifa pi'i" cipal de la Iglesia es, en mi opinión, crear un mundo religioso libre y Iibc rador, compuesto por personas animadas por los mismos sentimientos y propicio al desarrollo de la libertad personal. Esa es la gracia fundamenta' del ambiente santificante y liberador; desde el punto de vista sociológic°> constituye lo que los teólogos llaman «gracia habitual o santificante», un# realidad que supera el dualismo entre lo interior y lo exterior. De ahí que las mejoras político-sociales formen parte de lo que pode mos llamar «gracia de Dios», una realidad que es interiorizable y que, como tal, se convierte en libertad personal y liberada. Por lo demás, también las ciencias humanas, como la sociología, la psicología, la pedagogía, y también las ciencias de la naturaleza, son concretamente criaturas de Dios y tienen su lugar específico en el plan de la gracia. Ayudan al hombre a conseguir una liberación auténticamente humana. En ellas se puede experimentar la cercanía salvífica de la gracia de Dios de una forma tan real como Israel pudo experimentar el paso por el Mar Rojo gracias a un viento propicio que hizo retroceder las aguas como un acto prodigioso y salvífico de Dios. Dios adopta de hecho un «rostro cultural», es decir, adapta su rostro a nuestra cultura. Lo que en una cultura determinada puede ser una experiencia de Dios, en otra cultura puede no desempeñar esa misma función. El hecho de que nosotros podamos experimentar la presencia creadora y salvífica de Dios en un descubrimiento como el de ln penicilina no se opone a la realidad de la experiencia semítica de Dios a través de la zarza ardiendo. Existen muchos caminos para encontrar a Dios por medio de un beneficio natural (en el sentido de cósmico) o social. Los creyentes modernos pueden, de una forma especial, ver en la realidad sociopolítica de una libertad en desarrollo un anticipo de la salvación t l t . Dios. Ahi la realidad divina se manifiesta precisamente como realidad_ como aquel que quiere el bien y se opone al mal, que libera de la ali^.. nación. La historia de la liberación humana puede ser así un «desvela miento» en el que el hombre es capaz de ver a Dios como aquel <.],, quiere la liberación plena del hombre. 3.
Inmediatez
mediata: intimidad con Dios en la oración. Un cristiíitij^
mo sin Dios sería el fin del cristianismo. La mediación es un hecho ¡nc»|lu dible, pero en ella Dios está realmente cerca como salvador. En esto t i ^ la iniciativa absoluta. La salvación es de hecho la eliminación de todas las alienaciones h(i manas, tanto personales como sociales; la salvación es remedio del homV,,, ~ de su mundo y de su historia. No obstante, la libertad cristiana no • identifica con el proyecto y el proceso emancipatorio de liberación j ^ hombre. La persona y la sociedad están en una tensión dialéctica irret], ' tibie. Y el «vacío» o apertura de nuestra libertad no se «llena» pl 0r) s mente con la cultura. Siempre hay algo más, una apertura. Por una par/" la sociedad no es el horizonte trascendental y exhaustivo de la rcal¡t| \
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pues ello supondría ignorar la inviolabilidad de la persona humana, que no es simplemente producto del desarrollo social. Por otra, tampoco la interioridad personal, con su necesaria esfera privada e íntima, es un horizonte trascendental y exhaustivo. Como ya he dicho, ninguna forma o nivel cultural llena la apertura de la libertad; de ahí que la libertad misma haga problemática cualquier clase de cultura. Por consiguiente, la alienación existente en la vida humana no puede ser eliminada totalmente ni en el plano personal ni en el social; la libertad liberada o salvación trasciende la persona y la sociedad. Hay sufrimientos humanos que no pueden ser aplacados con medidas sociopolíticas; en las mejores estructuras sociales es posible morir de soledad; las estructuras más perfectas no hacen a los hombres más maduros y buenos; la naturaleza se puede domesticar, pero en su mayor parte sigue siendo extraña al hombre (baste pensar en la muerte); existe, en fin, nuestra finitud insoslayable, que puede ser fuente de confianza en Dios, pero también de angustia. Por tanto, el remedio definitivo de la escisión de nuestra existencia en el mundo tiene que ser consecuencia de una realidad activa que abarque la persona y la sociedad, es decir, el conjunto de lo existente, sin inferirle violencia; pero eso precisamente es una definición de Dios, el cual trasciende todo por la interioridad y lo supera desde dentro. Sólo una libertad absoluta que al mismo tiempo sea amor creador es capaz de hacerlo. Esto significa que el reino de Dios no puede ser el presente en su cota máxima de perfección ni tampoco el grado máximo que pueda alcanzar una cultura determinada. La salvación está en la línea de todo lo santo, bueno, hermoso y placentero realizado en nuestra historia, pero de suerte que Dios permanece siempre libre para otorgar su don sorprendente, un don que supera todo eso. Esto nos lleva a un segundo aspecto de la inmediatez mediata. No se trata de renunciar ahora a la mediación, sino de resaltar en todas las mediaciones la cercanía inmediata de Dios: es una cercanía divina absoluta. Aquí se ve que la «causa del hombre» es de hecho la «causa de Dios», idea que la Biblia expresa mediante el concepto de la soberanía de Dios en cuanto salvación del hombre, es decir, en favor de la humanidad. Jesús vivió su compromiso con los hombres comov «causa de Dios». Reconocer la divinidad de Dios es reconocer la inesp'eíada humanidad del hombre. M. Horkheimer 90 no está seguro de que una ética humana desligada de su base religiosa puede tener efectos sensatos 91, pues en tal caso la ética suscitaría unas esperanzas excesivas y no podría dar lo *que promete. La conciencia de estar fundamentados religiosamente en Dios da fuerza para comenzar y mantener el compromiso por el hombre y el mundo, dado que en este caso ningún hecho histórico es el acontecimiento escatológico; pero entonces tampoco un fracaso podrá ser absoluto y definitivo. La fe reli90 M. Horkheimer, Die Sehnsucht nach dem ganz Anderen (Hamburgo 1970) 88-89. 91 Esto no significa declarar «absurdo» el sentido peculiar de una ética puramente «humanista», sino sólo que —a la luz de la fe— tal' ética será siempre problemática.
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giosa nos permite oreer que lo imposible para el hombre es de hecho posible, porque el ser de Dios es la fuerza benevolente que se opone al mal, un don indefinible. Estas reflexiones nos hacen ver la necesidad de una liturgia en la que sea posible superar desde dentro (es decir, sin supresiones alienantes) tanto la intimidad personal e individual como los propósitos políticos y críticos de la sociedad. Podemos decir que se trata, en sentido amplio, del aspecto místico de la fe en Dios, en el cual percibimos que Dios está cerca de nosotros de una forma real e inmediata, aunque sólo a través de mediaciones; percibimos que nunca estamos solos, ni siquiera en la más completa soledad, y que, a pesar de todo, me sostienen —nos sostienen— la bondad y la misericordia de Dios. Esta conciencia de estar fundamentados en Dios y de que siempre va a ser así, aun cuando nos falte todo fundamento y toda garantía empírica y lamentemos el fracaso de nuestra vida, constituye la fuerza mística de la fe. Cuando se pierden todos los puntos de apoyo empíricos y tangibles, aunque sólo parcialmente positivos, la inmediatez de la presencia de Dios se experimenta como «noche oscura». Todos los místicos han experimentado esta inmediatez de la presencia de Dios como una «nada»; no como la nada del vacío, sino como la «nada» de la plenitud: la presencia de Dios como pura experiencia de fe, aunque sujeta a una mediación negativa. El creyente puede vivir esos momentos en muy diversas formas y situaciones. Muchas veces lo he descubierto en personas que han visto morir a un ser querido en circunstancias muy dolorosas e incomprensibles y que, a pesar de su profundo dolor, han sabido aceptarlo precisamente porque eran creyentes. Esta fe no es un simple convencimiento teórico: en tal caso, creo yo que se habría hundido; es una experiencia de la presencia real de Dios, no en la mediación de unos puntos de apoyo positivos, sino en la mediación de la más absoluta negatividad: una «noche oscura». Pero ello implica siempre una «mediación». Sin embargo, esa profundidad mística, cuyo elemento esencial es la inmediatez de Dios, porque entonces la mediación es experimentada como «pura negatividad», no se manifiesta sólo en la negatividad o «noche oscura», sino también en vivencias gozosas. En un pasaje que seguramente reproduce en esencia palabras del propio Jesús, éste, exultante de alegría, da gracias a Dios por el feliz retorno de los discípulos que había enviado y que le cuentan cómo han cumplido con éxito su misión (Le 10,17-21). Hay experiencias en la vida de un creyente que le permiten vivir el «desvelamiento»: si este hombre es tan sorprendentemente bueno, ¡cuánto más lo será Dios! También aquí la atención se desplaza de lo «mediante» a lo «mediato», es decir, a la presencia real e inmediata de Dios. Además de la vida que ora implícitamente en las mediaciones mundanas y humanas de Dios, considero que la oración explícita es el intento con que el hombre busca captar esa dimensión de inmediatez, un intento hacia el que tiende la vida cotidiana del creyente, ya que éste es consciente de la cercanía real (aunque mediata) de Dios. Pero el intento falla siempre, porque esa cercanía, por ser divina y absoluta, es tan íntima como inapresable: en el momento en que apartamos la vista de la mediación para captar en sí
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la presencia del de Dios, al desaparecer la mediación desaparece también Dios. En la oración, Dios juega, por decirlo de algún modo, al escondite con el hombre. De hecho, la oración tiene una dimensión marcadamente lúdica. En cuanto «juego», la oración alcanza su punto culminante en la praxis normal y cotidiana de nuestra plegaria. «Si veré Deum quaeris» («si buscas realmente a Dios»), decían los antiguos monjes, entonces puedes venir con nosotros. Orar significa buscar a Dios. Deberíamos comprender que Dios es una persona viva que sabe cuándo esconderse, para que sigamos buscándolo, y cuándo aparecer para que no nos cansemos en la búsqueda. Llegamos así a una última y difícil cuestión: ¿es la oración una relación yo-tú entre Dios y el hombre? Es difícil responder con un simple «sí»; pero negar esa relación me parece aventurado. Obviamente, una relación recíproca entre Dios y el hombre es un caso muy análogo a lo que entendemos por «intersubjetividad» o relación yo-tú. Si la inmediatez está siempre sujeta a mediación y, no obstante, "constituye la mediación por su inmediatez, habremos de responder con una paradoja: sí y no. Baste pensar que la relación recíproca entre Dios y el hombre queda fuera de nuestra categoría humana de intersubjetividad, no en virtud de un «menos», sino de un «más», un «más» que convierte nuestra oración explícita en la tnetanoia o conversión más difícil de nuestra vida, en una conversión orante, de la que además no podemos prescindir, pues entonces basaríamos nuestra vida en ídolos, ideologías y utopías, pero no en Dios. Orar no es tanto «recogerse» cuanto «acogerse» a Dios por la conversión. Por eso la oración —y, a mi juicio, sólo la oración— confiere a la fe cristiana su fuerza más crítica y productiva. El elemento crítico de la fe no proviene de una teología política, sino fundamentalmente de la articulación de la fe a través de la oración, de la oración en cuanto acto de fe. Y esta fe repercute indirectamente en una praxis de tipo político, gracias al análisis de nuestras estructuras sociales concretas. Una «teología política» debe tener en cuenta todo esto. 4. El sufrimiento y la praxis contemplativa y política. La redención incluye una praxis contemplativa y emancipadora que se propone liberar al hombre y promover su salvación. Por svTparte, el sufrimiento, como hemos dicho, no es un dato perteneciente a la prehistoria de la emancipación del hombre ni a la época anterior a la redención realizada por Dios en Jesús. La praxis de liberación y emancipación se realiza también en el ámbito del sufrimiento. Esto confiere una tensión interna a cualquier posible concepto de redención y de praxis liberadora y emancipadora. Pero el sufrimiento humano posee una especial fuerza cognoscitiva de signo crítico y productivo 92 . Fuerza que no es reducible a un saber presidido por fines de dominio y emancipación (como es el conocimiento de la ciencia y de la técnica), ni tampoco a las diversas formas de conocimiento 92 Véanse las obras citadas de J.-B. Metz; también E. Schillebeeckx, staan: interpretarte en kritiek (Bloemendaal 1972) 131-136 y 152-155.
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(contemplativo, estético, lúdico, etc.) no condicionado por un fin y centrado en su propio objetivo. El valor cognoscitivo de las experiencias de contraste derivadas del sufrimiento inmerecido desempeña una función crítica frente a todas las formas de saber, tanto contemplativo como científico-técnico. Ese valor introduce un elemento crítico en la percepción global puramente contemplativa, la cual en su actividad contemplativa o celebración litúrgica vive ya la reconciliación universal. Pero es también crítico frente al conocimiento —tendente a dominar el mundo— de la ciencia y de la técnica, el cual cuenta con el hombre como simple «sujeto de dominio» e ignora la cuestión de la prioridad a que tienen derecho los que sufren. El valor cognoscitivo —y productivo— del sufrimiento no sólo es crítico frente a esas dos formas positivas de saber humano, sino que, dialécticamente, puede ser también el eslabón que una ambas posibilidades cognoscitivas (contemplativa y dominativa) de la «psique» humana. Hay motivos para pensar que únicamente la experiencia negativa del sufrimiento (con la exigencia ética que implica) es capaz de unir entre sí ambas formas de conocimiento, pues sólo ella presenta las notas características de una y otra. De hecho, las experiencias de sufrimiento, cuando representan un hecho hiriente y negativo, afectan al hombre de una forma que nada tiene que ver con la experiencia —también dolorosa, pero positiva—del gozo que proporcionan las vivencias contemplativas, lúdicas y estéticas. Por otro lado, la experiencia del sufrimiento, en su aspecto de vivencia de contraste o de negatividad crítica, tiende el puente a una posible praxis encaminada a eliminar realmente el sufrimiento y sus causas. Dada esa íntima afinidad, aun en medio de una negatividad crítica, tanto con el conocimiento contemplativo como con el saber tendente a dominar la naturaleza, aplico a esta fuerza cognoscitiva especialmente «apasionada» el calificativo de «crítico-práctica»: es una fuerza cognoscitiva crítica que impulsa a una praxis nueva, la cual anticipa un futuro mejor y se esfuerza activamente por hacerlo realidad. Todo esto llevaría a concluir que, en la situación de nuestra condición humana concreta y en las circunstancias de nuestra cultura social, sólo es posible unir la contemplación y la acción —de manera paradójica, pero real— mediante la crítica de la larga historia del sufrimiento humano y mediante la conciencia ética que en ella se impone. La experiencia del sufrimiento sólo es posible sobre la base de un deseo implícito de felicidad y presupone, a la vista del sufrimiento injusto, por lo menos una vaga conciencia de lo que puede significar positivamente la integridad humana. Por ser una experiencia de contraste, implica indirectamente una conciencia de la vocación positiva de lo humano y hacia lo humano. Así, una praxis encaminada a la eliminación del sufrimiento no es posible sin una anticipación, al menos implícita y difusa, de un eventual sentido universal futuro. En contraste con el conocimiento de la ciencia y de la técnica —dirigido a la consecución de unos fines— y con el de la contemplación —no condicionado por ningún fin—, el valor cognoscitivo específico de la experiencia del sufrimiento consiste en que 51
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anhela el futuro y lo abre. Junto a la noción de «fin», perseguido o no perseguido, aquí interviene la noción de «futuro» 93. Dada su doble dimensión de contemplación y acción y su carácter ético de protesta, el valor cognoscitivo específico del sufrimiento asume así el significado de un conocimiento que no pregunta por su eventual finalidad, sino por el futuro: el desarrollo del ser humano y la futura superación de las causas de la injusticia. En su acaecer pasivo, este conocimiento implica, debido a su negatividad, una resistencia ética contra la permisividad; posee una fuerza cognoscitiva crítica que apela a una praxis capaz de abrir el futuro, a una acción que no se somete al dominio exclusivo e indiscutible de una tecnocracia «finalista» (que también contribuye a causar sufrimiento). La experiencia de contraste del sufrimiento es, por tanto, la conciencia negativa y dialéctica de un anhelo y una búsqueda de sentido futuro, de una real iíbertad y felicidad futura94. Tal experiencia es también una exigencia de contemplación conciliante, no condicionada por un fin, anticipo (a la luz de la fe) de un sentido universal, capaz de conectar la experiencia de contraste con una praxis nueva que supere el sufrimiento y cree futuro. Pero hay más. No sólo la insatisfacción ante la presencia permanente del sufrimiento humano en la historia conecta la actitud contemplativa con una praxis (también política) de liberación y reconciliación, sino que la acción contemplativa y liberadora se desarrolla en las condiciones finitas de nuestra historia de sufrimientos. Existe el sufrimiento que se sigue (en «este mundo») de todo compromiso incondicional en favor de una causa importante: el sufrimiento de y por los demás, «por el reino de Dios», como dice la Escritura. Y existe también el sufrimiento derivado de la invisibilidad de Dios, el sufrimiento de que hablan los místicos a partir de sus experiencias más profundas: «Es verdad: tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is 45,15). Tanto la redención en y por la relación personal con el Trascendente como la redención en y por el compromiso intersubjetivo y político en favor de los demás y de 93 Nada tiene que ver esto con el «dolorismo» o el masoquismo, que pueden conducir fácilmente al «amor al sufrimiento». Cf R. Girard, La vwlence et le sacre (París 1972). ** 94 El deseo de felicidad, la «libido» y la experiencia contemplativa se apoyan en sí mismos y no poseen en cuanto tales ninguna fuerza crítico-práctica. Su verdadera fuerza crítica, la que mueve a la acción, se debe a la mediación de experiencias de contraste, las cuales provocan una resistencia ética y no se contentan con experiencias momentáneas, sino que tienden al futuro. Dado que las experiencias humanas terrenas son siempre «pasajeras», es decir, están sujetas a la amenaza de lo negativo y desarrollan una fuerza crítica y productiva. El recuerdo de experiencias positivas de sentido y alegría depura el esfuerzo para seguir el camino del sufrimiento y fortalece la resistencia contra el mismo. De esta forma, Dios es también pura felicidad y pura bondad; teniendo presente el mal que existe en el mundo de las criaturas, Dios ha de ser considerado como el «antimal». Por consiguiente, hay que decir que la fuerza crítico-práctica no estriba en lo positivo ni en lo negativo, sino únicamente en su tensión dialéctica, es decir, en la dolorosa • experiencia de contraste de unos hombres capaces de captar y dar sentido.
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un mundo más humano se manifiestan en la no identidad, en la finitud de la existencia humana sujeta al sufrimiento. Esto implica que no podemos experimentar la redención y la liberación más que de modo fragmentario, dentro de una historia que permanece abierta a la plenitud escatológica: «Con esta esperanza nos salvaron» (Rom 8,24). De esto se deduce que todos los aspectos de la redención cristiana (contemplativos y políticos, «teologales» e «interhumanos») son vividos y expresados en los términos de una finitud pasajera, terrena. En otras palabras: toda experiencia positiva de sentido, todo fragmento de redención y liberación es vivido en condiciones de «no redención». De donde resulta una imposibilidad teórica de conciliar la redención realizada ya en Cristo con nuestra historia concreta de sufrimiento. Sin embargo, existe la «salvedad» del recuerdo de un acontecimiento que Jesús experimentó, escatológicamente, que se hizo realidad en su vida, en su praxis y en su muerte como calificación singular de su persona, de su predicación y de su actividad. Debemos, sin embargo, precisar ese «recuerdo escatológico». Es un recuerdo que no consiste principalmente en los dogmas de la Iglesia sobre Jesucristo, a no ser en un sentido «restringido», o sea, en la medida en que esta «ortodoxia» constituye un momento intrínseco de la praxis eclesial encarnada en la historia (al igual que el mensaje de Jesús era la «documentación» de su obra de liberación, reconciliación y salvación). Al igual que todo recuerdo vital de la historia del sufrimiento humano, la anamnesis o recuerdo cristiano de la historia de la pasión de Jesús desarrolla una particular fuerza cognoscitiva crítica. Sin embargo, su carácter revolucionario y provocador no reside en un recuerdo teórico de un acontecimiento pasado, ni tampoco directamente en la proclamación de la pasión de Jesús, sino en lo que bíblicamente recibe el nombre de «memoria». Así, por ejemplo, se dice que Dios recuerda sus acciones salvíficas anteriores cuando realiza en el presente nuevas obras de salvación95. La relación con la praxis actualizadora concreta es esencial para la tesis bíblica de la «memoria». El valor crítico, revolucionario y provocador para el mundo y para nuestra sociedad de la memoria passionis Christi no consiste, desde el punto de vista social e histórico, directamente (aunque sí originariamente) en el acontecimiento pasado de la pasión, ni tampoco en el kerigma ni en los dogmas sobre la pasión en cuanto «fórmulas de memoria peligrosas», sino que implica la mediación de la comunidad cristiana existente aquí y ahora, es decir, de la Iglesia actual, en la medida en que ésta es efectivamente memoria passionis del Señor resucitado. La Iglesia es, pues, memoria Christi crítica en la medida en que su praxis concreta, constatable por todos, visible a todos y, por consiguiente, provocadora y revolucionaria es entre nosotros un hecho perceptible que plasma el recuer95 Cf., entre otros, W. Schottroff, «Gedenken» im Alten Orient und im Alten Testament. Die Wurzel «zakar» im semitischen Sprachkreis (WMANT 15; NeukirchenVluyn 1964); P. de Boer, Gedenken und Gedachtnis in der Welt des Alten Testaments (Stuttgart 1962); R. Pcsch, Die erinnertc Freiheit Jesús, en Freiheit in Gesellschaft (Friburgo 1971) 21-38.
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do vivo y actual de Jesús, un recuerdo capaz de superar el sufrimiento. Un recuerdo kerigmático que no vaya acompañado de una praxis liberadora capaz de vencer el sufrimiento no puede desarrollar en nuestro mundo* ningún tipo de fuerza cognoscitiva crítica. El kerigma del recuerdo es más bien una exégesis del aspecto cognoscitivo de una praxis eclesial que tiene un carácter realmente provocador. En términos puramente dogmáticos, se trata, so pena de convertir ese dogma o kerigma en ideología, por lo menos de un «lenguaje performativo» (basado naturalmente en el acontecimiento histórico de Jesús), es decir, de un lenguaje que impulsa a una praxis que lo haga realidad. Por tanto, la memoria Christi eclesial, viva entre nosotros, no será —desde el punto de vista religioso y humano— una fuerza crítico-profética, no ideológica, históricamente fidedigna y provocadora, a menos que se experimente visiblemente como promesa y fermento histórico, es decir, a menos que el orthos de la ortodoxia sea resultado del orthos de una praxis eclesial hecha de promesa y desafío, debeladora del absurdo y artífice del sentido, realizada en el mundo, en medio de una sociedad quizá «heteropráctica», que perpetúa en el plano personal y estructural la historia humana de males y sufrimientos.
ralidad terrena y de insatisfacción racional. Lo que Pablo llama «redención en la esperanza» (la resurrección corporal todavía no realizada, futura) se podría definir sencillamente como un elemento de la reconciliación definitiva, escatológica y también teórica de la «razón humana» con el Dios vivo: el ésjaton en cuanto revelación de la evidencia interna de Dios para la misma racionalidad crítica del hombre (un aspecto de lo que la tradición cristiana llama «visión beatífica»).
En el profeta Jesús, la mística y la acción en favor del hombre procedían de una misma fuente: su experiencia del contraste existente entre el Dios vivo y la historia del sufrimiento humano, entre su trato plenificante con el Dios vivo, a quien experimenta tan profundamente y que también para él es liberación, ese Dios cuyo amor solícito él percibe incluso en la sorprendente belleza de los lirios del campo y en la entrega confiada con que se le acercan los más humildes, por un lado, y las distintas formas de servidumbre presentes en nuestra historia, que afligen, hieren, hacen sufrir inútilmente y esclavizan al hombre, por otro. A partir del contraste entre esta experiencia —contemplativa y también práctica— llena de sentido y la historia humana de males y sufrimientos, Jesús nos sitúa ante unas exigencias claramente irrealizables desde el punto de vista humano. Baste un ejemplo de cómo los evangelios han visto en este sentido a Jesús: «Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos» (Le 14,13); Jesús anticipa así, en un hecho (muy fragmentario y limitado históricamente —una gota de agua en el desierto—, la posibilidad real de la salvación escatológica perfecta, al igual que Miqueas e Isaías hablan de que el lobo y el cordero pacerán juntos y el niño jugará tranquilamente en el nido de serpientes, en una reconciliación plena y universal. Esta promesa profética es una fuerza permanente de crítica a la sociedad, una fuerza que nace de la vivencia mística de Dios y es capaz de descubrir formas y causas sutiles de sufrimiento y de mal que no se detectan sin esa experiencia mística. La mística, pues, por sí misma es una fuerza liberadora. Sin embargo, la visión profética de Jesús no es una solución —al menos directamente— de los problemas vitales del hombre. Aunque «irreconciliada» en el plano teórico (racional), la memoria de Jesús muerto y resucitado se sabe, a la luz de la fe, reconciliada en las condiciones de tempo-
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La salvación en las condiciones de la finitud.
1. Salvación en los fracasos históricos. Se han vuelto a poner de moda las teorías sobre el fracaso humano. Este hecho encierra cierto peligro. Las teorías no nacen al margen de las circunstancias histórico-sociales e incluso político-sociales. El movimiento pendular de la historia muestra, efectivamente, que en las épocas de optimismo cultural la atención se centra en la posibilidad de un futuro mejor, en la planificación del progreso y en los aspectos positivos del conocimiento y de la capacidad del hombre, es decir, en lo que los propios hombres deben hacer para configurar conjuntamente su futuro común. Por el contrario, en las épocas de pesimismo cultural aparece opresivamente en primer plano la experiencia humana del fracaso y de la impotencia. Esta dialéctica histórica relativiza el tema del «hombre fracasado». Cuando el mundo vive la borrachera del progreso y constata evidentes avances, aunque éstos sean parciales, es lógico que nazca una «teología de los valores terrenos», mientras que cuando predomina la experiencia de sombras históricas y claros fracasos en una situación cultural, nace inmediatamente una «teología del hombre fracasado», la cual parece olvidar toda teología de los valores terrenos. No obstante, el teólogo debe intentar dar una respuesta a los problemas actuales del hombre, pero siempre manteniendo vivo el recuerdo de las verdades olvidadas, pues su campo de reflexión no se limita a los hechos del presente inmediato o de la actualidad. Precisamente para prestar un servicio a esa actualidad, no puede encastillarse ciegamente en el presente. Cuando reflexiona sobre el fracaso humano, el teólogo no puede ignorar los progresos parciales del hombre y sus sinceros esfuerzos por no fracasar pese a los obstáculos de dentro y de fuera. No se engrandece a Dios empequeñeciendo al hombre. «Tropezar no significa retroceder» 96. Sin esta distancia crítica, la teología se convierte en un simple reflejo de los vaivenes de toda cultura; será una simple copia, una reduplicación o repetición del flujo y reflujo del mundo, pero no un recuerdo provocador y una orientación crítica hacia el futuro que tal vez se opongan diametralmente a lo que parece exigir la tendencia de la época. Pero relativizar un énfasis unilateral (tal vez «reaccionario») en el fracaso humano no quita que la experiencia de los infortunios y fracasos humanos existentes en nuestra sociedad moderna —en sectores parciales "f Kahül Gibran, Dcr Pmpbe! (Olti-n •l'r¡l)urKo M975).
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y en la vida personal y social en su conjunto— sea un fenómeno a menudo deprimente que afecta a muchos hombres, jóvenes y viejos. En especial la comprobada impotencia de la fe en el progreso (nacida en el siglo xix y todavía acariciada en nuestros días), así como la brutal derrota o la frustrada desarticulación de ciertas formas de lucha revolucionaria, han convertido la vivencia del fracaso y de la impotencia, y en particular la ciencia refleja de estos hechos, en uno de los estados de ánimo o sentimientos fundamentales de nuestra cultura actual. El hecho es incontrovertible. A este respecto, merece especial atención el hecho de que la experiencia del fracaso forma parte de las dimensiones más hondas y creaturales de la existencia humana (como también la alegría, la culpa, el sufrimiento, etc.) y, en consecuencia, puede tener un significado ambiguo. Por tanto, también la experiencia hoy dominante de fracaso e impotencia nos obliga a preguntarnos: ¿qué fuerza cognoscitiva y operativa posee esa experiencia fundamental? O más sencillamente: ¿qué «verdad práctica» revela en orden a orientar nuestra vida?, ¿qué eficacia puede dimanar de ella? Y viceversa: ¿qué consecuencias negativas se siguen para quien reprime esa experiencia y el mensaje que encierra: represión que puede traducirse en la huida a la vida marginal del puro juego o de la contemplación mal entendida o bien en una acción revolucionaria total y despiadada? Además, ¿se puede utilizar la experiencia del fracaso como instrumento para consolidar el dominio de unos hombres sobre otros? Y, en fin, ¿cuál es la fuerza crítica de la fe cristiana, capaz de estimular y mejorar la vida, en la convicción de que podemos y debemos confiar nuestros fracasos últimamente a Dios (convicción que, antes que nosotros y por nosotros, vivió de una forma singular Jesucristo y todos aquellos que, animados por su fuerza, siguieron sus pasos)? Me voy a limitar aquí a la problemática teológico-cristiana, centrándome más en las macrodimensiones de nuestra historia universal a la búsqueda de un futuro mejor que en las dimensiones personales e individuales.
salvación ni habría atribuido a la misma un valor redentor y salvífico. Entonces, mediante la aceptación del rotundo fracaso de su vida y de su mensaje, esa muerte y ese fracaso adquirirían un valor redentor y, por tanto, un significado histórico universal gracias a Dios, cuyo corazón es mayor que todos los posibles fracasos o éxitos del hombre. Los matices de esta visión, comparada con la interpretación clásica, son sutiles, por reales que puedan parecer. Sin embargo, pueden arrojar una luz específicamente cristiana sobre lo que en definitiva representa el problema fundamental de cada hombre: el fracaso humano, aun cuando el hombre no sea culpable y haya hecho todo lo posible por no fracasar. Lo decisivo no es, pues, el fracaso, sino la comunión con Dios, la cual permite al hombre aceptar —dolorosa pero espontáneamente— su fracaso y considerarlo de menor importancia que la unión con Dios y la fidelidad al hombre como consecuencia de esa unión. Precisamente la comunión religiosa y la solidaridad hasta la muerte, o sea, la solidaridad del amor que no puede ser destruida ni siquiera por el rechazo de los demás, es redentora. Por consiguiente, el significado redentor no proviene de la negatividad del fracaso en cuanto tal, sino de la positividad con que se colma y acepta. Pero hay una cuestión previa: ¿vio Jesús su muerte como una catástrofe? El planteamiento es claro. Pero las respuestas han dado lugar a diversas interpretaciones. Algunos teólogos ven en la muerte de Jesús un «abandono por parte de Dios» 9! . Otros sostienen que Jesús no vivió su muerte como una catástrofe inesperada, sino más bien como una consecuencia lógica de su misión; por tanto, integró su futura muerte en su oferta salvífica, que era el núcleo de toda su misión98. Otros admiten que Jesús aceptó de buen grado su muerte violenta, pero al mismo tiempo subrayan que su muerte en la cruz, especialmente en cuanto rechazo por parte de los hombres", hizo que su mensaje resultara discutible y problemático 10°, de forma que, desde un punto de vista concreto (y real), se debería decir que Jesús hubo de enfrentarse a la dolorosa experiencia del fracaso de su vida. Únicamente si Jesús experimentó el fracaso en unas dimensiones limitadas, pero reales, de nuestra historia —aunque sin culpa alguna por su parte—-, podrá su experiencia del fracaso en cuanto hecho histórico proporcionar una fuerza alentadora, productiva y crítica al problema vital del hombre que fracasa. Así quedaría radicalmente modificada nuestra miope visión del verdadero significado del fracaso.
Quien pretenda encontrar en el fracaso del mensaje y de la vida de Jesús inspiración y orientación ante el enorme problema del fracaso humano, debe estar antes seguro de que la vid^a de Jesús fue históricamente, es decir, en la dimensión de nuestra historia*; un fracaso real, un auténtico descalabro, al menos desde algún punto de vista concreto. En realidad, la cuestión no es tan clara —en sentido positivo o negativo— como algunos pretenden. En ella interviene la idea que tengamos de «fracaso» y de «éxito». ¿Es la muerte para Jesús la aceptación, dolorosa pero espontánea, de que sus proyectos han fracasado? ¿Debemos interpretar la última cena de Jesús como la despedida de un hombre que, aun siendo uno con el Padre, ve que su mensaje ha sido rechazado? ¿Ofrece a los suyos el banquete de despedida más o menos para decirles: «Queridos amigos, ésta es la última vez que bebo este cáliz con vosotros; todo ha fracasado, pero acepto este fracaso y sigo a pesar de todo creyendo en mi mensaje y confiando en Dios»? En tal caso, Jesús no habría integrado su muerte en su oferta de
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" Sobre todo J. Moltmann, Der gekreuzigte Gott (Munich 1972) 222-236 (ed. española: El Dios crucificado, Salamanca 21977). 98 En especial H. Schürmann, Jesu ureigener Tod (Friburgo 21976). Véase también K. Kertelge (ed.), Der Tod Jesu (Quaest. Disp. 74; Friburgo 1976). 99 Jesús, la historia de un viviente, 268-275. 100 En la bibliografía reciente: W. Kasper, Jesús, el Cristo (Salamanca 21978); H. Kiing, Ser cristiano (Madrid, Ed. Cristiandad, 1977); H. Freí, The Identity of Jesús Christ (Filadelfia 1975).
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Anteriormente hemos analizado un aspecto concreto del triunfo de Jesús en la muerte; vamos a verlo ahora con más detalle. La idea de que Jesús fue abandonado por Dios debe rechazarse de plano por razones exegéticas. Los defensores de tal interpretación se apoyan casi exclusivamente en Sal 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Me 15,34). Ahora bien, dejando al margen la cuestión de si estas palabras proceden históricamente de Jesús o de una interpretación cristiana posterior, citar el comienzo de un salmo (lo haga quien lo haga) equivale en la espiritualidad judía a evocar el salmo entero. Y el tenor fundamental de Sal 22 es, en muchos de sus versículos, el siguiente: «No ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado, no le ha escondido su rostro; cuando pidió auxilio, lo escuchó» (v. 25); «lo recordarán y volverán al Señor desde los confines del orbe» (v. 28); y también: «Ante él se inclinarán los que bajan al polvo; a mí me dará la vida» (v. 30b). El salmo expresa, pues, la certeza de que en situaciones en que no se experimenta empíricamente la asistencia redentora y auxiliadora de Dios, en situaciones en que no se vislumbra ya ningún rayo de esperanza, en situaciones sin salida, Dios está cerca, y la salvación consiste en que el hombre, en esa noche oscura, tiene asida la mano invisible de Dios. Este es el sentido que tiene Sal 22 en el contexto del relato neotestamentario de la pasión. Se trata de lo que la tradición mística llama «las noches oscuras de la fe» (Juan de la Cruz), en las que el verdadero creyente, fiel a Dios, privado de toda ayuda perceptible y sensible, se sabe sostenido por la mano divina y no quiere desprenderse de ella en su extremo anonadamiento. Por lo demás, el relato evangélico de la pasión está lleno de alusiones a varios versículos de ese salmo. Todo el relato respira esta espiritualidad de Sal 22. No se puede recurrir a la Escritura para hablar de un rechazo y abandono de Jesús por parte de Dios. La tesis de que Jesús fue abandonado por Dios no tiene fundamento alguno en la Biblia. Esto significa también que en el propio relato evangélico la resurrección de Jesús representa ya la irrupción o manifestación de una presencia antes oculta, pero real de Dios en Jesús: la manifestación de un «no fracaso» en forma de fracaso humano. La resurrección es una realidad nueva, pero se sitúa en la línea de lo que t en la cruz era ya una realidad viva, aunque con los rasgos de un condicionamiento terreno: una acción divina de la que se desprende nítidamente la identidad religiosa de Jesús. Esta visión aparece especialmente en la presentación joáníca de la cruz como exaltación. El desamparo que nos describen los tres primeros evangelios y el fracaso del mensaje y de la praxis de Jesús («ha salvado a otros, y él no se puede salvar», Me 15,31; cf. Le 23,35b) son corregidos drásticamente: el cuarto evangelio interpreta precisamente esa impotencia como un rasgo característico de la fuerza divina, como la supremacía del éxito de Dios en la vida de Jesús, destruida por los hombres, pero sin que Jesús, a pesar de su anonadamiento, haya abandonado a Dios. Los evangelios sinópticos presentan el desamparo visible, el fracaso aparente; el cuarto evangelio, en cambio, muestra que esa apariencia no refleja la realidad más profunda; Jesús ha tenido éxito en virtud de su comunión con
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Dios, la cual es más fuerte que la muerte. El fracaso recibe así una valoración diferente. Del Nuevo Testamento se desprende que Jesús experimentó hasta qué punto su funesta ejecución contradecía su mensaje de un Dios volcado hacia la humanidad y, por consiguiente, también toda la praxis de su vida. Sumido en el dolor, pero con plena disponibilidad, confia a Dios ese fracaso de su vida. Jesús tuvo que conciliar existencialmente una experiencia humanamente evidente de fracaso con su confianza en Dios; por decirlo así, tuvo que conciliar lo que teóricamente era inconciliable. No se trata simplemente de saberse conciliado con el hecho de que la vida humana es un cúmulo de fracasos y logros parciales; el verdadero éxito y el verdadero fracaso humano reciben aquí una valoración diferente; se trata, en definitiva, de una experiencia distinta. Esta visión de fe adquiere perfiles más precisos a la luz de lo que podríamos llamar el proceso de identificación de Jesús, tal como lo descubrimos en los cuatro evangelios. Cada uno de ellos ha de considerarse como un proyecto global en el que Jesús queda identificado. Pero en cada evangelio encontramos, dentro de su propio proyecto global, muchas secuencias, en las cuales se va manifestando en etapas o momentos sucesivos la identidad de Jesús. En mi opinión, podemos distinguir, prescindiendo de la especial secuencia de los evangelios de la infancia que nos ofrecen Mateo y Lucas 101, tres secuencias parciales en el proceso de identificación de los cuatro evangelios: 1) la identidad de Jesús se explica por lo que él hace y dice (desde después de su bautismo en el Jordán hasta su pasión); 2) la identidad de Jesús se explica por lo que otros hacen con él (la historia de su pasión, desde su apresamiento hasta su muerte); 3) la identidad de Jesús se explica por lo que Dios hace con él (los hechos acaecidos después de su muerte). (Estas secuencias se unen entre sí por medio de transiciones: en los relatos del bautismo, Jesús tiene aún una actitud parcialmente pasiva; en los primeros momentos del relato de la pasión, todavía habla y actúa, por ejemplo, durante la última cena. Pero no nos fijamos ahora en estas transiciones). Por lo que respecta al tema del «fracaso», las tres secuencias son importantes: el mensaje y la praxis de Jesús, su pasión y muerte, su exaltación junto al Padre y su vida entre nosotros por el Espíritu. Cada una de estas secuencias aporta algo específico para la identificación evangélica de Jesús. Incorporadas al proyecto global de cada uno de los cuatro evangelios, contribuyen a aclarar el problema de en qué sentido es posible hablar de un fracaso de la vida y del mensaje de Jesús. En la primera fase, después de los relatos del bautismo, Jesús no aparece ya expresamente, a diferencia de los relatos de la infancia, como representante simbólico de Israel (el nuevo Adán, la genealogía de Lucas): 101
Sólo Mateo y Lucas hablan de la infancia de Jesús, de forma que podemos hablar de cuatro secuencias; pero, al hablar del «fracaso humano», podemos prescindir de esta primera secuencia. Por tanto, nos limitamos a las tres secuencias que hallamos cu los cuatro evangelios, siempre dentro de su secuencia global.
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ahora se hace más hincapié en el hombre individual (el cual, comprensiblemente, queda en segundo término en los relatos de la infancia; la identidad del niño deberá demostrarse a través de su vida posterior): este hombre de Nazaret que realiza acciones que son signo y símbolo eficaz del futuro reino de Dios. El tema dominante en esta fase de identificación es el reino de Dios: el presente personal, privado e histórico de Jesús es identificado a la luz y por la luz de su relación con el reino. De un hombre muy concreto, situable en la historia, de Jesús de Nazaret se afirma una relación misteriosa con el inminente reino de Dios. Esa peculiar relación personal con la soberanía divina aclara, a lo largo de esta secuencia narrativa, la identidad de Jesús. Tal identificación llena toda la secuencia incluida entre el relato del bautismo de Jesús por Juan hasta el relato de su pasión y muerte. A partir de la historia de la pasión hallamos un fuerte contraste. Aquí parecen desvanecerse todos los elementos simbólicos, tanto relativos al pasado (Israel) como al futuro (el reino de Dios): el tema central del relato es ahora una persona absolutamente concreta, un hombre que sufre y que fracasa claramente en sus pretensiones. En esta consecuencia desaparece casi por completo la conexión entre Jesús y el reino inminente de Dios (no obstante, asoma de pasada en el relato de la institución: Mt 26,29 par. y Le 22,24-30); conexión que, a juzgar por la tendencia del relato, resulta incluso problemática. Jesús aparece ahora como un individuo cuya tarea consiste en asumir su propio destino y las nuevas circunstancias en que se halla. Los títulos aplicados a Cristo en la fase anterior son empleados ahora, si es que aparecen, en un sentido casi irónico: ¿cómo puede ser el Cristo este hombre dolorido y humillado? (Me 15,17-19.26-32). El núcleo es sencillamente el hombre Jesús, colocado en unas circunstancias amenazantes, ante el peligro de un fracaso debido al ataque violento de sus adversarios. «Los discípulos no entienden nada» (Le 18,34) de una relación entre la «subida a Jerusalén» (Me 10,32; Mt 20,17; Le 18,31-34) y la «venida del reino de Dios». Es claro que los evangelistas ya han aprendido algo, pero en la secuencia narrativa lo que aparece claro ante ellos es la ambigüedad de la conexión entre «Jesús» y el «Cristo» ia2. En este punto del relato domina la inseguridad sobre la identidad de Jesús, y el fracaso de su vida desempeña un papel decisivo. La expresión más clara de esta problemática tensión, inseguridad y ambigüedad se encuentra en el relato sinóptico de Getsemaní (que el Evangelio de Juan no menciona expresamente, salvo quizá en Jn 12,27). Partiendo del final, Juan ve con mayor hondura y realismo, pero no habla, al menos directamente, de la debilidad de Jesús en que se manifiesta la profundidad de Dios; habla solamente de esa profundidad que llena todo. En Juan está ya resuelto el problema del fracaso. Por el contrario, en la secuencia de los sinópticos, el doloroso problema tiene aún proporciones considerables: el espectador ve y vive únicamente el contrapunto del fin de Jesús, dominado por la pregunta: ¿acaso nos hemos equivocado?; m
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«nosotros esperábamos...» (Le 24,21). Juan elimina esa tensión partiendo de la fase conclusiva. El énfasis se desplaza: en la impotencia existencial de Jesús (aspecto acentuado por los sinópticos, si bien son conscientes de la victoria final) es donde Dios lleva a cabo en el hombre que le es fiel el misterio del éxito divino (aspecto acentuado por Juan, el cual sólo presupone la debilidad y el fracaso). En una tercera y última secuencia (los hechos posteriores a la muerte de Jesús: los relatos del sepulcro y de las apariciones), el lector puede •observar en cada versículo que Dios es el único protagonista (en otros lugares neotestamentarios se afirma expresamente: «Dios resucitó a Jesús de entre los muertos», Hch 10,40; cf. 2,32; 3,15; 4,10; 1 Cor 15,15), aunque en los relatos evangélicos de las apariciones no se hable casi de Dios: Jesús, el Viviente, es el único que actúa y expresa su identidad; reafirma la relación, que se había hecho problemática para los discípulos, entre este Jesús (el hombre de Nazaret) y el Cristo. La confluencia implícita de «Jesús» y «Dios» es aquí más evocativa que en ningún otro sitio. Si en la secuencia anterior (relato de la pasión) desaparecía casi por completo la iniciativa de Jesús, en los relatos de las apariciones todo vuelve a estar bajo su iniciativa, la cual coincide con la iniciativa absoluta de Dios: únicamente la actividad de Jesús (en el relato de las apariciones) permite suponer que Dios actúa. Se trata de una composición magistral y única en su densidad teológica. Jesús, el hombre de Nazaret, es la presencia de la acción de Dios con nosotros, tanto durante su vida como después de su muerte. Lo que, «desde el punto de vista puramente humano» (kata sarka, 2 Cor 4,16), parecía fracaso e infortunio (y en ese plano lo es) se convierte «a los ojos del Espíritu» en redención y victoria. El conjunto de la secuencia evangélica, formado por esas tres secuencias parciales m, muestra que no podemos explicar totalmente la identidad de Jesús partiendo sólo de su mensaje y de su praxis ni sólo de sus intenciones. La identidad de una persona depende no sólo de sus intenciones y actos, sino también del resultado de las intenciones de otros y de las circunstancias concretas. En la vida de un hombre sobrevienen muchas cosas, y todas ellas contribuyen a configurar su identidad mediante la forma en que el individuo integra tales acontecimientos e imponderables o se muestra desorientado ante ellos. Pero Jesús sabía a qué atenerse. Por eso la identidad de Jesús resulta incognoscible si no se tiene en cuenta su muerte y su resurrección. Según esto, los evangelistas expresan su visión de Jesús en un proceso de identificación. No dicen directamente cómo vio Jesús el fracaso de su mensaje y de su actividad ni tampoco si lo vivió realmente como un fracaso. Aunque en el relato de la agonía de Jesús hay cierta dosis de interpretación evangélica, los evangelios pretenden con ella expresar su propia experiencia de Jesús. Ateniéndonos a los textos evangélicos, podemos afirmar que Jesús no contó expresamente desde un principio con que su mi103
Cf., entre otros, H. Freí, op. cit. (en nota 100) 132-135 con 128-138.
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Prescindimos aquí de si estas secuencias existieron realmente como tales con anterioridad a la labor de los evangelistas.
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sión tendería como consecuencia lógica una muerte violenta (aunque los evangelios presenten así los hechos); no obstante, es evidente que, hacia el final de su vida, afrontó esa posibilidad e incluso probabilidad y que, siempre fiel a la voluntad de Dios, hubo de aceptar esa fatalidad lm . Muchos datos neotestamentarios muestran que Jesús no entendió por completo los caminos de Dios (Getsemaní), pero también que aceptó voluntariamente su suerte a pesar del grave problema que ello planteaba a su mensaje del inminente reino de Dios. Jesús tuvo, pues, que conciliar existencialmente una evidente experiencia humana de fracaso con su confianza en Dios, que le había enviado. Decidió depositar su confianza en Dios a pesar de la oscuridad de la situación. Esto es lo fundamental de la escena de Getsemaní. Jesús pone en manos de Dios lo que, desde un punto de vista humano, aparecía como fracaso de su mensaje. Los evangelios comprendieron más tarde que lo que Jesús tuvo que vivir como un «fracaso histórico», como un hecho real acontecido en nuestra historia, fue realmente histórico, es decir, tuvo un significado que repercutió en toda la historia. He utilizado el adjetivo «histórico» en una doble acepción: la muerte violenta fue para Jesús históricamente un fracaso, aunque la aceptó de corazón por fidelidad a Dios; pero, por otra parte, los evangelistas vieron más tarde precisamente en ese fracaso real un acontecimiento de alcance histórico: el significado salvífico de la aceptación de tal fracaso es claro en los evangelios. El relato evangélico del proceso en que se va configurando la identidad de Jesús sin olvidar ningún dato importante es como un movimiento circular en el que se conserva, a la vez que se supera, el significado de las secuencias anteriores. Finalmente, Jesús mismo muestra su identidad a la comunidad (sentido de los relatos de apariciones). El sentido último del proceso evangélico de identificación no aparece hasta el relato de la muerte y resurrección de Jesús. El conjunto de este relato muestra que el reconocimiento de la identidad de Jesús y su presencia entre nosotros («yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo», Mt 28,20) están indisolublemente unidos entre sí. Sólo en y por la experiencia pascual es posible reconocer la verdadera identidad de Jesús. La cristología, identificación de la persona de Jesús a la lu£ de la fe, es a la vez la respuesta específicamente humana al problema existencial del fracaso humano. La resurrección desmiente el fracaso del mensaje y de la vida de Jesús,, pero también nuestros esquemas humanos en torno a lo que puede y debe significar el «verdadero éxito». Para el cristianismo, la cuestión básica no consiste en aceptar que la vida humana es una mezcla de fracasos y de logros parciales, sino en valorar de otro modo el verdadero éxito y el fracaso humano; se trata, en el fondo, de una experiencia distinta. Son, pues, claras las tensiones entre la concepción sinóptica y la joánica. Para la experiencia humana real (y se trata de una realidad viva), el mensaje y la praxis de Jesús, y por tanto su persona, quedan desauto104 Q : Jesús, la historia de un viviente, citada en la nota 98.
268-275; y la obra de H. Schürmann
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rizadas con su ejecución: le taparon la boca. Esto es de hecho un fracaso. Para los romanos, el «caso Jesús» quedó así definitivamente cerrado. Para la experiencia humana, el proyecto, el mensaje y la praxis de Jesús acabaron en un fracaso. Los sinópticos han narrado ampliamente esa experiencia (enmarcada en una visión más profunda, todavía implícita) sin disimular ninguno de sus aspectos humanos. En esto consiste la peculiar autenticidad de los tres primeros evangelios. Pero, desde el ángulo propio de Dios —accesible sólo a través de la experiencia religiosa del hombre—, no se puede hablar de fracaso; tal es explícitamente la posición de Juan, el cual presupone la experiencia de los sinópticos, pero la reduce a sus justas proporciones. Ciertas formas de fracaso en el proyecto de una vida (cuando el hombre ha hecho todo lo posible por no fracasar), que pueden experimentarse también como impotencia humana, aparecen en la experiencia religiosa del mismo hombre como manifestación de la fuerza de Dios, del poder de un amor aparentemente desamparado e impotente, desarmado, pero al mismo tiempo desarmante. La unión religiosa con Dios no permite que la experiencia puramente humana diga la última palabra. Esto no es quitar importancia a la dimensión dolorosa de la experiencia humana, pero sí arrancarle su aguijón: el fracaso no es el dato definitivo. El fracaso humano del inocente o del culpable arrepentido es envuelto por el creyente en el poderoso amor de Dios, amor que puede manifestarse también en la impotencia humana o en la derrota por obra de las fuerzas del mal, de lo humano y demasiado humano. Acentuando en cada •caso aspectos distintos, los sinópticos y el Evangelio de Juan dan testimonio, a través de su cuádruple visión «sinóptica», de la profundidad del fracaso humano en un mundo de hombres finitos y pecadores y de la profundidad de la misericordia victoriosa de Dios en un mundo humano que puede ser experimentado últimamente como «mundo de Dios». El «fenómeno Jesús» es, por tanto, en el fondo un problema de Dios. Pero el fracaso de Jesús y el éxito divino que se manifiesta en tal fracaso ha de considerarse tanto en su diversidad como en su unidad. En mi opinión, no podemos presentarlos como si, por un lado, en la dimensión de nuestra historia, el mensaje y la praxis de Jesús hubiesen fracasado por culpa de la incomprensión y oposición humana y, por otro, en un plano trascendente y suprahistórico Dios hubiese convertido el fracaso en una victoria divina y en redención, dejando intacta la «realidad» del mismo. Con ello caeríamos de nuevo en una especie de dualismo en dos fases. Lo justo es decir que la victoria divina y trascendente del fracaso humano se ha encarnado históricamente en el amor incesante que Jesús manifestó a Dios y al hombre en el momento histórico de su fracaso en la cruz. Su fracaso adquiere así una fuerza crítica y productiva en la dimensión de nuestra historia: pese a la ruptura del fracaso debido a la repulsa humana que desembocó en la muerte de Jesús, subsiste una continuidad entre la dimensión oculta del acontecimiento llevado a cabo en la cruz y su manifestación en la resurrección de Jesús, aunque no seamos capaces de conciliar teóricamente la experiencia humana del fracaso y la experiencia religiosa del triunfo redentor de Dios en ese fracaso.
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Para no fracasar o tener éxito, las grandes potencias terrenas recurren a la fuerza policial, al dinero o a una tiranía vergonzosa que tortura o elimina a quien puede transformar su éxito en fracaso. Pocas veces esta impotencia real para aceptar el propio fracaso y este derecho exclusivo a imponer a los demás la propia visión de lo que es bueno para el hombre se han experimentado de un modo tan intenso como en las dictaduras —de derechas o de izquierdas— de nuestro tiempo, las cuales mantienen (de momento) su éxito únicamente recurriendo a la tortura y al exterminio y cerrando la boca a todos los que tienen una opinión diferente o persiguen otros objetivos. Por el contrario, el gran mensaje de Dios, que se nos ha anunciado como buena noticia a través de la persona, la vida y la muerte de Jesús, consiste precisamente en creer que ese éxito terreno no conduce a la salvación auténtica del hombre, al verdadero éxito o integridad del hombre, sino más bien al fracaso definitivo de la historia humana (personal y colectiva). El mensaje que Dios nos dirige en y por la vida y la muerte de Jesús es una crítica constante contra el hecho de que la pasión de Jesús se prolongue en nuestra historia humana y al lado de su cruz se alcen otras muchas cruces. Pero el cristiano sabe que, frente a la prepotencia tiránica, Dios se identifica con aquellos que, desarmados, pero luchando denodadamente, fieles a la comunión con quien en definitiva es el Señor de la historia, saben aceptar el fracaso histórico. Todo está decidido en nuestra historia, pero no la propia historia, pues quien tiene la última palabra es el Dios que vive con nosotros. Al mismo tiempo, la fuerza divina manifestada en el fracaso de Jesús nos descubre que el fracaso definitivo, el mal definitivo y el sufrimiento irreconciliado adquieren su forma auténtica, definitiva y espantosa únicamente cuando el hombre no quiere ni puede amar. Esa es precisamente la definición de lo que las grandes tradiciones religiosas llaman «infierno»: un fracaso que el hombre no quiere ni puede confiar ya al Dios vivo; la persistencia obstinada en un éxito que encuentra su fuerza sólo en la tiranía y la vejación de los demás —en mayor o menor proporción— y, desde luego, en la creencia de estar haciendo realidad la ortodoxia y la única salvación.
tinta que llamamos «Dios» que tal realidad no se oponía de ningún modo a su humanidad. En su muerte, Jesús está plenamente identificado cofl su Dios. Dios, el «totalmente distinto», es al mismo tiempo el «totalmente cercano»; así se desprende del mensaje de la vida y de la muerte de Jesús. Por eso la tradición cristiana, con increíble audacia, pero con palabras que obedecen más a la lógica peculiar del lenguaje religioso que a la de la razón teórica, llama a Jesús «el Hijo amado y único» (Evangelio de Juan).
Pero hay más en esta visión cristiana de, la muerte de Jesús. La muerte no constituye en manera alguna la identiáaH de una persona. Sin embargo, sólo al término de la vida histórica de un hombre, en la muerte, aparece su vida «redondeada», completa. Hasta entonces no se revela su verdadera identidad. Por consiguiente, quien no quiere suprimir o neutralizar abstractamente en la vida de Jesús la negatividad real —o «no identidad»— y, por tanto, la finitud histórica de su pasión y muerte, transfiriendo el sufrimiento a Dios (o, lo que es lo mismo, eliminando su historicidad y finitud esenciales y negando así el mismo sufrimiento), debe admitir que esta muerte, en cuanto rechazo por parte del hombre, sometió el mensaje y la praxis de Jesús a la más dura de las pruebas, ante la cual cabe una doble reacción: o bien Jesús era sólo un hombre como cualquiera de nosotros, con lo cual sus pretensiones se fundarían en una simple ilusión, o bien era un hombre tan identificado con esa realidad completamente dis-
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2. Liberación de los fracasos merecidos: culpa y perdón de los pecados. Existe también un fracaso más profundo debido a la culpa y la pecaminosidad; existe un sufrimiento culpable. No sin motivo el Nuevo Testamento insiste, a veces de forma exclusiva, en la redención de esta culpa —perdón de los pecados—, sin afirmar expresamente que el «pecado del mundo» anida también en las instituciones y estructuras creadas por el hombre. Las teorías modernas sobre la redención y la liberación tienden a difuminar este aspecto de la liberación frente a la culpa y el pecado. La culpa y la conciencia de pecado no están de moda. Y ello se puede explicar por varias razones. Las Iglesias y religiones dirigieron durante siglos su predicación sobre la culpa y la pecaminosidad a la gente sencilla e indefensa, mientras que dejaban en paz a los grandes y poderosos. Además, los hombres ya socialmente oprimidos se mantenían en su condición bajo el miedo de la culpabilidad y las penas del infierno, con lo cual no salían de su insignificancia, miedo e inmadurez. El hombre moderno, llevado por una justificada reacción, es más comedido cuando habla de culpa y de pecado; de hecho, existen muchas razones y circunstancias eximentes. Pero eso no es todo. El hecho evidente de que la preocupación microética (o privatizada) se ha desplazado hacia una responsabilidad humana por las dimensiones macroéticas no explica totalmente la atenuación (o remoción) de la conciencia de culpa, pues en este último caso la conciencia personal no se da a menudo por aludida: la «culpa» es de los otros, de la sociedad o colectividad anónima de la cultura occidental. Y nadie se siente personalmente responsable. La conciencia no sólo del fracaso, sino también de la propia culpa está hondamente relacionada con la conciencia religiosa. Si ésta se atrofia, terminará por desaparecer (a pesar de la relativa autonomía de la ética llamada «natural» o humana) la conciencia real de pecado. La fe en Dios tiene, como hemos dicho anteriormente, una peculiar fuerza crítica y productiva; a esto debemos añadir ahora que tal fuerza tiende en especial a la transformación de la vida humana. Ningún «concepto» es tan crítico en la práctica como el «concepto de Dios». La fe en Dios es para el hombre esencialmente una llamada a la metanoia y a la conversión. Cuando la conciencia religiosa está atrofiada o no es auténtica, se encoge la conciencia sana y saludable de culpa. El pecado no es sólo un concepto ético, sino también profundamente teologal. Así como el bien realizado en favor de los demás posee en y por sí una validez definitiva (cf. supra), así también en el mal realizado voluntariamente por el hombre hay algo irrevocable.
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Las malas acciones no sólo constituyen una parte irrevocable de la historia realizada por la humanidad, sino que la culpa del hombre es además un acto (libre) frente al Dios vivo, aunque siempre se dé en cosas, personas y situaciones mundanas. También en el pecado la acción humana se contrapone a Dios con una inmediatez mediata, Al ir contra la humanidad, el pecador se hace personalmente culpable ante Dios, fuente del bien y enemigo del mal. El atentado contra sí mismo y contra el prójimo es la cara visible de la culpa contra Dios, culpa que —debido a la estructura antropológica de la mediación— el pecador no será nunca capaz de conocer exhaustivamente. De ahí que el hombre, en su culpa, no pueda reconciliarse ni siquiera consigo mismo. En este sentido está totalmente (desde nuestro punto de vista; cf. supra) en manos de Dios para «gracia o condena». Así, en el fondo, la liberación de la culpa es posible solamente por obra de Dios (aunque también aquí con una inmediatez mediata, sujeta sobre todo a la mediación del arrepentimiento del pecador). La culpa tiene una estructura dialogal y no puede cancelarse unilateralmente: requiere la palabra creadora del perdón de Dios, que eleva desde dentro nuestro acto de arrepentimiento. Al igual que el pecado, también el perdón de Dios es un acontecimiento cuya profundidad nunca podemos sondear. Ahí reside la gran diferencia entre la liberación de las opresiones corporales (por ejemplo: enfermedad, hambre, pobreza), psicosomáticas (alienaciones patológicas) y sociopolíticas y la liberación del pecado y de la culpa. En el primer caso, el hombre puede intervenir adecuadamente para poner remedio al hombre y a la sociedad; en el segundo, no hay intervención humana directa que pueda traer liberación. Se trata en este caso de un fracaso culpable (que es algo muy distinto del mero fracaso). La respuesta cristiana al sufrimiento debido a la culpa es que «nos amó cuando aún éramos enemigos» (Rom 5,10); es decir, dependemos totalmente de la gracia de Dios. También la hondura de esta liberación divina del pecado es, a fin de cuentas, indefinible. Por eso creemos y esperamos en la misericordia divina, aunque esta conciencia de la misericordia de Dios no puede darnos la seguridad de estar salvados, dada la impenetrable hondura y amplitud inherente a todo acto originalmente libre y a la pecaminosidad de nuestra vida. La justificación por la gracia en la fe constituye, pues, el núcleo de la salvación de Dios en Cristo, a partir del cual resultan comprensibles los demás aspectos de la liberación. Este don de gracia o perdón de los pecados nos ofrece y nos enseña los mores Dei: promover el bien y oponerse al mal; así se manifiesta —en nuestra praxis humana— el modo de ser íntimo de Dios.
hombres tal como son en realidad. El amor verdaderamente redentor sólo es posible, por un lado, en forma de amor transformante del mundo y del hombre y, por otro, en forma de perdón y reconciliación. Cuando amamos a los demás, se realiza un fragmento de salvación. Pero la salvación, la integridad humana, tiene que ser plena y universal. Y no hay amor humano que pueda prometer con sentido a otra persona esa salvación plena. Si esperásemos el bien y la salvación apoyados únicamente en la autoridad de los hombres, viviríamos de ilusión. La salvación universal y perfecta puede venir solamente del amor de Dios, un amor creativo y dispuesto al perdón. Basado en este amor absoluto, el amor humano se convierte en el sacramento del amor redentor de Dios. Dios nos dice: «Tú, tú puedes vivir». En eso consiste la «justificación sólo por la gracia» de que habla el Nuevo Testamento. La aprobación divina de la existencia humana legitima nuestra opción amorosa en favor del prójimo y de nosotros mismos (estar reconciliado, tener paz consigo mismo, con la propia finitud). La redención consiste en ser aceptados por Dios y, teniendo en cuenta nuestra vida concreta, ser aceptados por Dios en el perdón. La salvación de Dios en Jesús se ve puesta a prueba en el acto de nuestro amor «ortopráctíco». Por esto el amor humano basado en Dios es «inquieto», en el sentido de que no está «satisfecho» mientras la salvación no sea para todos y cada uno de los hombres una realidad universal y plena. J. Moltmann (cuya interpretación del problema del sufrimiento no comparto) dice con razón: «Dado que la reconciliación se nos ha acercado en el recuerdo y la esperanza, los hombres comienzan a sufrir a causa de la irredención del mundo» m. Esta acuciante «insatisfacción» de la vida redimida por Dios es un elemento esencial de la redención cristiana, como también lo es la posibilidad de dirigirnos a Dios en la oración. Por tanto, en nuestra historia, a pesar de las discordias y sufrimientos continuos, existen ya fragmentos de alegría escatológica, incluido lo que el Nuevo Testamento llama «alegría en el sufrimiento», no en un sentido dolorista, sino porque se trata de la proximidad redentora de un Dios que podemos experimentar también en el sufrimiento, en la muerte y en el arrepentimiento por la culpa. El cristiano no tiene motivos para la desesperación o el derrotismo. Su fe y su esperanza le impulsan a realizar la justicia y el amor a todos los hombres. Quedarse con los brazos cruzados, dejar que todo siga igual estaría en total contradicción con el sentido activo que la esperanza teologal tiene para el prójimo.
Se puede decir que sólo el amor es redentor, porque aprueba esencialmente la existencia del hombre, lo acepta, afirma y ratifica. Amar significa tomar partido por la existencia de otros. Sin embargo, nuestro amor de criaturas es sólo una afirmación del amor creativo de Dios, del cual recibe su verdad. De hecho, no podemos aprobar ni afirmar la existencia de los
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3. La promesa divina de salvación definitiva. Todas las religiones tienen como tema fundamental, a pesar de sus múltiples variantes, la idea de que la justificada esperanza de un triunfo sobre el sufrimiento humano es un don gratuito e inmerecido de Dios. Pero lo que me parece absolutamente singular y único en la historia de las religiones es la forma en que, partiendo de Jesucristo y en el marco de la experiencia cristiana de la realidad, se experimenta y proclama la salvación de Dios como fuente de inspiración para mejorar decisivamente nuestra historia. 105
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J. Moltmann, Vmkehr zur Zukunft, op. cit., 99.
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Por una parte, vemos el espíritu de servicio de Jesús, el cual se compromete con publícanos y pecadores —«los proscritos de la tierra»— y> aun «sabiendo que el Padre le había puesto todo en su mano» (Jn 13,3) (así pudo interpretarlo una intuición cristiana), se niega a actuar en beneficio propio; en una situación crítica para él, insiste en lavar los pies a sus discípulos, es decir, en hacerse servidor de todos hasta la cruz. Por otra parte, vemos la respuesta cristiana a esa actitud: unos fieles convencidos de que, precisamente en ese servicio desinteresado a los hombres y por los hombres rechazado, Dios se revela profunda, radical y definitivamente como Dios. Ahora bien, desde el punto de vista de la historia de las religiones (en la medida en que las conozco), me parece que la salvación de Dios que se traduce en esas dos dimensiones, la forma de la salvación de Dios, constituye un caso singular y único. Naturalmente, ningún cristiano puede afirmar esto sin darse golpes de pecho y confesar con dolor sus propias culpas por haber empañado el cristianismo inspirado por Jesucristo. Sin embargo, siempre que en la historia el cristianismo, siendo fiel a Jesucristo, ha permanecido también fiel a sí mismo, podemos observar un mismo proyecto de vida y una misma praxis: un nexo entre una orientación mística hacia un reino de paz, el reino de Dios en favor del hombre, y la correspondiente «praxis del reino», contraria a nuestra historia concreta de sufrimientos. La finitud no implica de por sí sufrimiento y muerte. Si así fuera, la fe en una vida superior y supraterrena (que no deja de ser una vida de seres finitos) sería una contradicción intrínseca. Las criaturas nunca serán Dios. La convicción de que el sufrimiento humano no es algo necesario y la fe en que tal sufrimiento no puede ser definitivo y, por consiguiente, debe ser eliminado son vividos, simbólica y lúdicamente, en la liturgia cristiana. Los sacramentos son, de hecho, signos anticipadores y mediadores de la salvación, es decir, de una vida salvada y reconciliada. Y, dada nuestra situación histórica, son también símbolos de la protesta dirigida a desenmascarar una vida precaria, aún no reconciliada en la dimensión concreta de nuestra historia. Por ser una visión profética del salom universal, la liturgia tiene esencialmente una dimensión crítica. Mientras perdure entre nosotros la historia del sufrimiento, no podemos prescindir de la liturgia sacramenta; eliminarla o descuidarla significaría condenar al silencio la firme esperanza de una paz y una reconciliación universales. En efecto, mientras la salvación y la paz no sean un hecho real, deberemos afirmar y, sobre todo, alimentar y mantener viva esa esperanza, lo cual no es posible sino mediante símbolos anticipadores. Debido precisamente a eso, la liturgia cristiana se mueve entre los grandes símbolos de la muerte y la resurrección de Jesús. La cruz es el símbolo de la lucha hasta la muerte contra la alienación de nuestra historia de sufrimientos, la consecuencia del mensaje de un Dios volcado hacia la humanidad; y la resurrección de Jesús manifiesta que el sufrimiento no puede tener la última palabra. La praxis sacramental invita, pues, al cristiano a una acción liberadora en nuestro mundo. La anticipación litúrgica de una vida reconciliada en la libre comunicación de' una «comunidad de Cristo»
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no tendría sentido alguno si no contribuyese a realizar de hecho una praxis libeíadora en nuestro mundo. La liturgia sacramental es, por tanto, el lugar adecuado para que los creyentes se den realmente cuenta de que existe una dolorosa ruptura entre su visión profética del reino de paz de un Dios volcado hacia la humanidad y la situación real en que viven los hombres, de que nuestro sufrimiento no es necesario y, por tanto, es modificable. De ahí que, si se celebra correctamente, la acción simbólica de los sacramentos cristianos contiene un enorme potencial histórico, capaz de integrar mística y política (aunque sea a través de formas profanas). Evocando la pasión de Jesús, convertida en victoria por Dios —y en promesa para todos nosotros—, los cristianos celebran en la liturgia su unión efectiva con Jesús y, en virtud de ella, la posibilidad de una liberación y reconciliación creativas en nuestra historia. La historia nos enseña que aún no existe una redención perfecta, pero que en Jesús la promete Dios a todos los hombres y que es anticipada por medio de toda acción, definitivamente válida, encaminada a «hacer el bien» al prójimo en un mundo finito y limitado, en el que el amor está condenado constantemente al fracaso y, sin embargo, se niega a seguir otro camino que el del servicio a los demás. Todo afán de totalidad que no sea capaz de aceptar el sufrimiento contumaz, rebelde, y el fracaso de ese hacer el bien y no sepa qué postura adoptar ante estos hechos, desemboca en una ilusión, es alienante y estéril m . La fe cristiana en la salvación de Dios en Jesucristo es la derrota de cualquier soteriología de signo humano, ávida de una identidad manejable por el hombre. El evangelio cristiano no es una identidad inmediata, sino una praxis de identificación con lo no idéntico, con el «no yo», el otro, especialmente con el sufrimiento y las injusticias padecidas por el prójimo. La salvación definitiva es en nuestra historia un horizonte indefinible, en el que desaparecen tanto el «Dios oculto» (Deus absconditus) como lo «humano oculto» (pero siempre buscado). Pero si el símbolo fundamental de Dios es el hombre vivo (imago Dei), entonces el lugar en que el hombre es menospreciado, violado y oprimido, tanto en su corazón como en la sociedad que lo oprime, es también el lugar privilegiado en que la experiencia religiosa resulta posible a través de una praxis encaminada a configurar este símbolo, a restaurarlo y liberarlo, para que logre su identidad. La muerte de Jesús en la cruz, consecuencia lógica del radicalismo de su mensaje y de su praxis reconciliadora, muestra que toda praxis dirigida a la liberación y a la reconciliación en favor del prójimo es válida en y por sí misma y no sólo por el éxito que eventualmente alcance. Lo importante no es ni el éxito ni el fracaso, sobre todo cuando se debe a una intervención ajena, sino el amor servicial. En el amor «infructuoso» de Jesús, cuyo valor no radica en el éxito, sino en sí mismo en cuanto amor e identificación radical, se nos revela el verdadero rostro de Dios y el del hombre. Para que la reconciliación o liberación no se reduzca a un simple cambio 106 Th. Adorno, Negaíive Dialektik (Francfort 1966) 144 (ed. española: Dialéctica negativa, Madrid 1975).
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en las relaciones de fuerza y, por tanto, a un nuevo dominio, ha de ser válida para todos los hombres, aunque se limite a un aspecto limitado de una situación histórica incompleta. La redención es una tarea que se nos ha encomendado; es una ireconciliación todavía por realizar que, en nuestra historia recalcitrante, tendrá siempre la impronta del fracaso, del sufrimiento y de la muerte, de un amor impotente en este mundo, pero que nunca se da por vencido. Se basa en un amor que se lanza a lo «inútil» y no obliga al hombre a someterse a lo que se ve como salvación y liberación. Particularmente en la actualidad, los cristianos tienen derecho a pronunciar la palabra «Dios» cuando descubren su propia identidad en la identificación con una vida todavía no reconciliada y en una acción eficaz por la reconciliación y liberación. Lo que se nos promete en la historia que la Iglesia narra de Jesús es que, precisamente en la praxis que está de acuerdo con el mensaje de Jesús y el reino de Dios, se manifiesta la posibilidad real de una experiencia de Dios. A esta praxis se le ha prometido en Jesucristo una especial presencia de Dios. Pero las posibilidades definitivas que implica la consumación escatológica de esta cercanía salvífica de Dios, a quien alabamos y damos gracias en la liturgia, constituyen el misterio divino que podemos considerar como la plenitud de nuestro ser humano. Además sabemos por la historia de Jesús que la promesa de la presencia íntima de Dios se apoya no sólo en la cruz, sino también en la inutilidad o en el fracaso histórico de esa praxis. Este tipo de liberación no admite que se sacrifique a nadie en aras de la esperanza de un futuro mejor ni que se mantenga a nadie a la intemperie hasta que se encuentren estructuras más adecuadas. La praxis de la reconciliación y liberación, capaz de experimentar la cercanía de Dios aun en el fracaso y el sufrimiento, es el ámbito en que se hace posible la experiencia mística de Dios y en que ésta puede mostrar su legitimidad. Dado, finalmente, que aquel a quien experimentamos y reconocemos en esta praxis de reconciliación, el Dios vivo, es siempre mayor que nuestras posibilidades de hacer y experimentar, la experiencia de Dios, en cuanto momento intrínseco de la praxis de liberación y reconciliación, nos revela continuamente un futuro nuevo y más amplio. Esto permite al creyente captar que la redención no está en nuestras manos y que, a pesar de ello, Dios concede un futuro a todos nuestros esfuerzos de liberación y reconciliación, un futuro que supera los límites de nuestra historia. ¿Qué es, pues, la salvación de Dios en Jesús? Yo diría que la disponibilidad a perderse por los demás (cada cual en la situación concreta en que se encuentre) y, en el marco de esta «conversión» (facilitada también por la transformación de las estructuras), a trabajar, incluso dentro de estructuras anónimas, con una libertad comunicativa, por una humanidad verdadera, justa y feliz. En esta praxis, nacida ya de la gracia, está la posibilidad real de un encuentro intensamente personal con Dios, experimentado entonces como fuente de toda felicidad, salvación y alegría. Es una libertad comunicativa, reconciliada activamente con la propia finitud, con la propia muerte, con los propios defectos y fracasos. Parece casi irreal decir: «Estoy -reconciliado conmigo mismo, siervo inútil», cuando se sabe
que Dios ha dicho: «Tú, tú personalmente puedes existir». Estamos justificados gratuitamente por la fe y en virtud de la gracia. Aunque los hombres no respondan con amor, sino incluso a veces con incomprensión, el creyente sabe de una forma absolutamente libre, pero humilde y agradecida, que existe una respuesta de amor: Dios nos amó primero. La redención o salvación real desemboca siempre en la mística, y únicamente a través de ésta es posible soportar la tensión existente entre acción y contemplación. Existir para los otros y también para el Otro, para el Dios íntimo y cercano que llamamos «trascendente», el Dios que Jesús nos hizo familiar. Hablando en términos eruditos (con los cuales se dice todo y no se dice nada), la fe en la salvación de Dios en Jesucristo es la convicción asumida libremente (a través de las Iglesias cristianas, pero madurada a partir de la vida real) que confiesa —en las condiciones de nuestra caducidad— nuestra «elevación» por encima de tal finitud, gracias a la absoluta generosidad y gratuidad de la presencia, misericordia y solidaridad de Dios, presencia que podemos experimentar, por la fe, en nuestra opaca finitud, si bien en ésta percibimos «corporalmente» su ausencia. Y esto como fuente de disponibilidad hacia todos los hombres, especialmente (me atrevo a repetirlo, aun reconociendo mis propios fallos) hacia «los más humildes y desvalidos». Una teología que se pierda en la sociología, la psicología, la politología o en cualquier cosa que los hombres puedan imaginar para el bienestar de sus semejantes, no es propiamente teología. Una teología fiel a su cometido puede hablar únicamente del misterio de Dios en cuanto salvación del hombre (lo cual no obsta para que recurra al concurso imprescindible de otras disciplinas). El mensaje esencial de la teología es que el amor de Dios y el amor del prójimo son una única e indisoluble «virtud teologal». «Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios con él» (1 Jn 4,16). Esto va más lejos que todas las formas de autoliberación.
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EPILOGO
«La gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la solidaridad del Espíritu Santo». 2 Cor 13,13
Mi propósito inicial era incluir en este libro la pneumatología y la eclesiología, es decir, la doctrina sobre el Espíritu Santo, sobre su actividad en la Iglesia y en el mundo. Esta visión se halla implícita tanto en Jesús, la historia de un viviente como en el presente libro, que habla de «justicia y amor». Pero la extensión de las páginas precedentes no me permite hacerlo así. Sin embargo, teniendo en cuenta que, según la espiritualidad del Tenak y del evangelio cristiano, la salvación de Dios alcanza su plenitud precisamente en la alabanza y en la acción de gracias (beraká o eucharistia) y en esa alabanza de Dios la gracia se convierte de hecho en experiencia expresa de la misma gracia, he creído conveniente acabar el libro con una beraká, precedida de un resumen homilético de las ideas fundamentales contenidas en mis dos obras sobre Jesús. PÓRTICO
HOMILÉTICO
«Alegraos y no os preocupéis, pues el Dios a quien oramos está siempre a nuestro lado, vive en medio de nosotros». Así cantábamos siguiendo la inspiración de un himno de la Iglesia, «in medio ecclesiae»: en esta asamblea o «comunidad de Jesús». ¡Palabras importantes! Estamos reunidos aquí en el nombre de Jesús de Nazaret, a quien reconocemos como «el Cristo», es decir, como salvación de parte de Dios. ¿Por qué? ¿Puedo hacerme intérprete de algo que los no cristianos piensan en voz alta y que hormiguea como una pregunta en la conciencia de no pocos cristianos? ¿Qué significa para nosotros Jesús? Alguien que dista mucho de nosotros en el tiempo y en el espacio, que vivió, hace casi dos mil años, una vida sorprendentemente breve —apenas treinta años—, una llama fugaz que brilló en un apartado rincón de la tierra, un hombre que actuó como profeta no más de dos años y fue eliminado en su juventud por los que entonces tenían el poder: fue ejecutado porque había hablado de un Dios que se preocupa de los hombres y exige que también los hombres se preocupen de sus hermanos.
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EPILOGO
Esto recibe en la Biblia el nombre de «reino de Dios», del Dios vivo que se compadece de los desvalidos y marginados, de los despreciados: de los que necesitan un vaso de agua y ropa, «calor» o aceptación: los pobres, los que lloran y están tristes, como dice el sermón de la montaña. Apenas veinticinco años después, el emperador romano Nerón condenó a muerte a Séneca, filósofo estoico que por entonces era su consejero. La razón fue que Séneca no se cansaba de advertir a aquel emperador inhumano y cruel que la majestad imperial debía proceder con «humanidad» y «clemencia». Pero nosotros no estamos reunidos aquí en nombre de Séneca. Por eso nos preguntamos: ¿Por qué seguimos a Jesús? ¿Por qué queremos ir tras él y estamos reunidos aquí en su nombre? Esta cuestión nos afecta más profundamente que cualquiera otra de tipo intraeclesial o ecuménico, como cuál es el nombre más adecuado y más bíblico aplicable a Jesús, en quien todos los cristianos ven la salvación de parte de Dios. Pero ¿por qué ver la salvación de Dios precisamente en Jesús de Nazaret, uno más entre los muchos hombres de los que la carta a los Hebreos dice que «el mundo no se los merecía» (Heb 11,38)? Esta pregunta se clava profundamente en nuestra inteligencia y nos duele en el corazón: ¿somos todavía capaces los cristianos de «dar razón de nuestra esperanza a todo el que pida una explicación» (1 Pe 3,15)? El problema más grave no es la ecumene intraeclesial, sino el de si los cristianos, sea cual fuere la comunidad a que pertenezcan, somos todavía capaces de hacer patente y creíble a los hombres nuestra esperanza cristiana. El significado de aquel desafío: «¿Quién creen los hombres que soy yo?», coincide hoy con el problema de nuestra propia identidad cristiana. ¿Somos realmente lo que profesamos en nuestro credo de fe y esperanza? La pregunta sobre la identidad de Jesús se convierte así en una pregunta —no menos acuciante— dirigida a los cristianos: el «mundo» pregunta dónde aparece nuestra identidad cristiana. Sin embargo, hay un hecho evidente e indiscutible: procedentes de los más diversos lugares e Iglesias, estamos aquí reunidos y congregados como «comunidad de Jesús», como hermanos en torno a un único centro: Jesús, al que damos el nombre de Cristo y otros muchos. Pero no nos hemos reunido para recordar a un difunto lejano que nos ofreció grandiosas visiones desde el abismo de nuestra existencia de dolor, ni tampoco para celebrar tardíamente las exequias de uno de los innumerables ideales proféticos pisoteados, ni para reavivar el recuerdo de un hombre muerto hace tiempo, eliminado a causa de unos nobles ideales. Y, no obstante, estamos reunidos en nombre de la persona de Jesús de Nazaret. Este hombre nos une evidentemente en una convicción común, bajo el signo de la unanimidad. No se trata simplemente de evocar la vieja historia de los sufrimientos padecidos por un «justo», la historia de un saddiq, en la que vemos reflejados nuestros propios fracasos y sufrimientos y que quizá celebramos con cierta dosis de narcisismo y despecho. Ni se trata de una elaboración de viejos recuerdos, en los que nosotros representamos el papel de prota-
PORTICO HOMILETICO
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gonistas, mientras que el Jesús del pasado se convirte en objeto pasivo de nuestras nostalgias y esperanzas. Un hombre muerto no suscita esas fuerzas misteriosas. Y, aun así, duran muy poco. Los recuerdos se borran con el tiempo. Se desvanecen con el paso de las generaciones hasta acabar siendo un simple objeto de investigación para unos cuantos historiadores, suponiendo que se trate de un personaje que merezca ese privilegio histórico. Ahora bien, si el interés vital por unos hechos pretéritos, por un hombre del pasado, supera la curiosidad de una investigación meramente histórica es porque tal interés radica en la identidad de un hombre que sigue influyendo en nuestra historia y al que seguimos recordando. Nuestra memoria, nuestro interés, nuestra atención por ese hombre constituyen en tal caso un momento constitutivo de su luminosa identidad. Esta constatación —todavía «profana»— nos lleva a considerar el peculiar significado que la fe cristiana descubre en lo que ella misma llama —en términos religiosos— «resurrección corporal de Jesús», una categoría que trasciende el simple lenguaje «evocativo». En Jesús, en cuyo nombre estamos reunidos, no por mero interés histórico, sino en virtud de una raemoíia mantenida viva a lo latgo de los siglos, tiene que haber algo más. ¿Es que le sucedió algo especial que puede sucedemos también a nosotros? Sólo a condición de que, tantos años después de la partida de Jesús, nos suceda a nosotros lo mismo, podremos hacer patente al mundo, en y por nuestra identidad cristiana, algunos rasgos de la identidad de Jesús. De este modo, a través de la vía indirecta de nuestra propia vida cristiana —pero ¿se trata realmente de una vía indirecta?—, podremos ayudar a los hombres a encontrar en Jesús de Nazaret los signos capaces de guiar el ansia humana de liberación, salvación o remedio hacia la respuesta cristiana, la cual habla de una singular acción salvífica realizada por Dios en Jesús con la mirada puesta en todos los hombres. Sólo así podrán también los demás responder a la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Para nosotros, el problema fundamental es éste: ¿a qué salvación nos referimos al afirmar que ésta se halla en Jesús de Nazaret? Hay muchas posibilidades de devolver al hombre su identidad, de que sea él mismo para los demás y encuentre así liberación, redención, alegría y, en definitiva, también paz. Vemos que es perfectamente posible eliminar ciertas alienaciones humanas con ayuda de la ciencia, de la técnica y de la implantación de nuevas estructuras, pero vemos también que tal posibilidad se limita a aquellas alienaciones humanas que, por su naturaleza, son producto de circunstancias somáticas, psíquicas o sociales: limitaciones de la libertad humana superables de hecho en gran parte cuando se las combate con un compromiso serio y activo. En estas liberaciones podemos ver fragmentos de la redención de Dios, hecha realidad a través del hombre y del mundo. El problema radica, sin embargo, en saber si el hombre no sufre además otra alienación más profunda, una alienación que, por su naturaleza, va unida a nuestra fínitud, a nuestra sujeción a una naturaleza que nos
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EPILOGO
PÓRTICO HOMILETICO
es extraña, a la soledad, al sufrimiento causado por el amor, por nuestra mortalidad, por la invisibilidad del Dios oculto, al sufrimiento, en fin, causado por nuestras culpas y pecados personales y colectivos, por las manos sucias de una historia humana que conoce tantos sufrimientos inmerecidos, tantas injusticias y humillaciones, tantas lágrimas por rebelión contra el hombre y contra Dios. Por necesaria y urgente que sea, la autoliberación humana —un fragmento de salvación— es limitada, pero la liberación real es también indudablemente limitada si no se siente integrada en las posibilidades indefinibles de Dios, el cual puede ofrecer a nuestra acción limitada un futuro mejor y mayor, una vida a lo que es históricamente caduco. Así, la entrega del hombre limitado debe ser ilimitada e incondicional. Por causa de los demás debemos renunciar a la búsqueda ansiosa de nuestra limitada identidad. La plena liberación y la redención, la salvación en cuanto remedio de la caducidad humana, parecen imposibles si no existe una experiencia de comunicación, de identificación con el «no yo», con lo «no mío», con los demás, especialmente con el sufrimiento de los demás, con quien nos es ajeno; son imposibles si no existe por nuestra parte una identificación finita con el Dios vivo, el cual se identifica como tal con nosotros en Jesús. El remedio de los hombres finitos no es posible sin un don, una aceptación y una reconciliación: no es posible sin resurrección. Eso es lo que nos dice el mensaje de Dios que podemos oír en la predicación: la vida y la muerte de jesús de Nazaret. Uno de los datos históricamente más seguros sobre la vida de Jesús es que él, con su anuncio del inminente reino de Dios, hablaba de Dios mismo, de un Dios volcado hacia la humanidad. Impulsada por este reino divino de paz, toda la vida de Jesús fue una celebración y al mismo tiempo una ortopraxis, es decir, una «praxis recta» de acuerdo con las exigencias de paz de ese reino. El vínculo de unión entre estos dos elementos —la paz de Dios y la praxis orientada a la paz entre los hombres— es tan estrecho y fuerte que Jesús podía reconocer en esa praxis los signos de la inminente venida del reino (Le 7,22-23 con 11,20). En la historia de desventuras y padecimientos en que se movió Jesús no había motivo ni ocasión que explique de manera razonable y sensata la absoluj$ seguridad que Jesús tenía de la salvación, seguridad que caracteriza su mensaje y su praxis. La esperanza de Jesús, tal como se manifiesta en su anuncio de la inminente misericordia liberadora de Dios con el hombre, tiene su origen en una experiencia de contraste: por un lado, la dura historia del sufrimiento humano, cargada de desventuras y discordias, de injusticias y servidumbres; por otro, la singular experiencia que Jesús tenía de Dios, su vivencia del Abba, su relación con el Padre, fuente de todo bien y resorte oculto de toda oposición al mal, a las humillaciones y sufrimientos: una relación con el solícito y benévolo «antimal», que no admite la supremacía del mal y, por amor al bien, no permite que el mal tenga la última palabra. Debido a su experiencia del Abba, Jesús pudo anunciar a los hombres el mensaje de una esperanza imposible de fundar en nuestra historia humana. Es claro que una relación profundamente religiosa con Dios puede decir algo sobre
el hombre, sin duda lo más importante que sobre él se puede decir. La experiencia del Abba es una experiencia de Dios como fuerza liberadora del hombre a través de la aparente impotencia del amor incondicional, opuesto radicalmente a todo lo que lesiona al hombre y es fuente de mal y de maldad. Los hombres son, pues, para Jesús hombres por los que Dios se preocupa. Muchas veces se ha pretendido, con la mejor de las intenciones, ver en Jesús un hombre absolutamente bueno y perfecto (el «segundo Adán»), pero nunca conoceremos a Jesús en su identidad auténticamente humana si eliminamos de su vida su singular relación con Dios, única y para nosotros casi indefinible. Precisamente en esa relación vital radican el origen, el sentido y la fuerza de su mensaje y de sus parábolas, de sus bienaventuranzas y de su praxis liberadora. Esta es la razón de que se dirija a todos nosotros la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Antes de dar una respuesta, debemos considerar si, eliminando el fundamento y la fuente de la experiencia del Abba por parte de Jesús, puede mantenerse la promesa que sirve de base a la esperanza y si, en tal caso, la esperanza cristiana no se convierte en un deseo problemático y utópico, sin fundamento real que justifique una confianza absoluta en el futuro. Además, entenderíamos a Jesús sólo a medias —y, por tanto, no lo entenderíamos— si no tuviéramos en cuenta lo que un profeta encanecido y maduro por la experiencia de la vida dijo cuando Jesús entró en nuestra historia de padecimientos e injusticias: «Mira: este niño está puesto para que todos en Israel caigan o se levanten; será una bandera discutida» (Le 2,34). El mensaje y la pretensión que manifestó en su vida pública, su misma persona, fueron rechazados por nuestro mundo. Fue ejecutado de acuerdo con todas las reglas vigentes en su tiempo. Sin embargo, ni siquiera en el momento de su muerte, se aferró desesperadamente a su identidad y, por consiguiente, a su vida. Su identidad consistía en identificarse con los demás, con la causa de los hombres, considerada como la causa suprema de Dios. Para eso vivió y murió. Dios se preocupa de la humanidad, pero lo hace en un mundo que no siempre es humano. Así, el amor de Dios hacia el hombre adquiere en Jesús una tonalidad que nosotros hemos adulterado. Pero la solicitud de Dios por el hombre supera todas nuestras adulteraciones e intervenciones, sin avasallar nunca nuestra propia autonomía finita. Históricamente, la vida de Jesús acaba de hecho en una catástrofe que no admite «justificaciones» teóricas ni prácticas. Desde un punto de vista puramente humano, estamos realmente ante un desastre, ante un nuevo fracaso que se suma a la larga lista de personas ejecutadas injustamente en nuestra historia de sufrimientos: una breve esperanza que parece confirmar la suposición de que muchos hombres no aceptan todo eso, pero han de sufrirlo, dada la naturaleza y el peso de una historia que se repite incesantemente como una «ekumene del sufrimiento». Teniendo en cuenta su vida anterior, la muerte de Jesús, el «místico de Dios» y «defensor del hombre», nos plantea un grave problema sobre
EPILOGO
CREDO
Dios con una sola alternativa: o bien debemos decir que Dios, el Dios de la inminente salvación anunciada por Jesús, es una ilusión, un puro sueño acariciado por el mismo Jesús, o bien su rechazo y su muerte nos obliga a revisar radicalmente e invalidar nuestra idea de Dios y nuestra visión de la historia, cuando en realidad la peculiaridad de Dios se muestra válida únicamente en la vida y la muerte de Jesús, gracias a los cuales se abre una nueva perspectiva de futuro: un futuro para quien, humanamente, carece de él. La historia humana —con todos sus logros, fracasos, ilusiones y desilusiones— es trascendida por el Dios vivo, que tiene la última palabra y quiere la salvación del hombre. Podemos quizá vivir en la ilusión, pero no morir en ella. Ese es el núcleo del mensaje cristiano de la resurrección de Jesús, el cual nos impulsa a luchar por la liberación y redención del hombre, a asumir la tarea de hacernos felices unos a otros y a no vivir de ilusiones e ideologías. Sólo si nosotros, los que tenemos fe, podemos hacer vivir a los demás la salvación y redención que hemos hallado en Jesús de Nazaret, tendrá sentido —e incluso será necesario— seguir preguntándonos por la relación del hombre Jesús con el Dios vivo, por Jesús en su calidad de Hijo de Dios resucitado de la muerte; pero no al revés. Los hombres necesitamos en este mundo una persona semejante a nosotros que viva hasta lo más hondo nuestra condición humana y exprese en ella, de palabra y de obra, la realidad de Dios. Si queremos respetar los designios salvíficos de Dios, debemos ante todo someternos a la crítica del hombre Jesús. Dios quiere encontrarse con nosotros de una forma humana, a fin de que podamos hallarlo realmente. La respuesta a la pregunta sobre el significado salvífico universal de Jesús, «Cristo» o «luz del mundo», descubre tanto el verdadero ser del hombre (la realización liberadora de su auténtica humanidad) como el verdadero rostro de Dios, que promueve el bien y se opone al mal, al sufrimiento y la humillación. Establecer el reino divino de paz significa hacer justicia a un Dios volcado hacia la humanidad en la vida de unos hombres volcados hacia los demás, unos hombres que —con esas credenciales en la mano— pueden hablar de Dios. A través del hombre y del mundo, también la identidad de Jesús se revela como manifestación personal del amor universal de Dios al "hombre. La única forma posible de creer en Jesús es entonces confesar a Dios: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Me 15,39b). Sin embargo, esta confesión debe nacer siempre de una experiencia personal del origen en la situación concreta de nuestra historia de injusticia y servidumbre, de intolerancia y discordia, y no ser una repetición mecánica (por sagrada que sea) de un kerigma escuchado en otro tiempo. «Mis ojos han visto ahora —dice el anciano Simeón en el templo— a tu Salvador: lo has colocado ante todos los pueblos como luz para alumbrar a las naciones» (Le 2,29-32). ¿Podemos decir nosotros realmente: «mis ojos han visto ahora tu salvación»? ¿Vemos entre nosotros, como decía Pablo, que los cristianos son una «carta de Cristo, escrita no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en el corazón» (2 Cor 3,2-3)? La luz de Cristo no arde en este mundo sino con el aceite de nuestras vidas, en
unas circunstancias muy concretas en las que irradiamos luz liberadora o la amortiguamos o incluso apagamos, de modo que el mundo se hunde en la niebla. El mensaje, la vida y la muerte de Jesús de Nazaret expresan este profundo problema humano, de una forma desarmante, en el kerigma de la resurrección, utilizando un lenguaje eclesiástico sin duda alguna correcto, pero actualmente incomprensible. Jesús, redimido de la muerte, habla —de palabra y de obra— de una liberación que libera a los hombres para la libertad: «A vosotros, hermanos, os han llamado a la libertad» (Gal 5,13). «Para que seamos libres nos liberó Cristo; conque manteneos firmes y no os dejéis atar de nuevo al yugo de la esclavitud» (Gal 5,1-2). Hemos sido redimidos para alcanzar una humanidad que puede y debe superarse a sí misma y que, como dice la Escritura, «en virtud de esa potencia que actúa eficazmente en nosotros, puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos» (Ef 3,20). La «salvación en Jesús» es así «salvación de parte de Dios», pero en este mundo está condicionada por nuestra historia de búsqueda de salvación y de amor, a través de la cual son derrotadas nuestra limitación, nuestra alienación e impotencia y, gracias a nuestra comunión vital con el Dios vivo, es vencida también la muerte. Queda así redimida nuestra propia caducidad. En Jesús, el ser del hombre queda liberado para aceptar, como redimido y redentor, que podemos y debemos realizar la promesa humana de que somos los unos para los otros únicamente «por gracia» y de que podemos experimentar la llamada al amor, un amor que nos supera a todos y cada uno de los hombres, a la persona y la sociedad, en la experiencia redentora de una garantía absoluta que está por encima de todos nosotros, pero no es ajena a nuestro ser humano: el Dios vivo.
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Este acontecimiento, vivido a la luz de la fe, nos invita a formular una homología, es decir, una aceptación explícita de lo que Dios nos ha dado y nos encomienda que hagamos, y una eucaristía, esto es, una celebración de alabanza y acción de gracias a Dios, porque él mismo quiere ser el contenido viviente de la salvación para el hombre *. CREDO Creo en Dios Padre: la omnipotencia del amor. El es Creador del cielo y de la tierra; de todo el universo, con todos sus misterios; de la tierra en que vivimos y de las estrellas que nos aguardan. * Este «credo», inspirado en el credo más antiguo de la Iglesia, es una elaboración personal de un texto del poeta Michel van der Pías. El Magníficat con que concluye la acción de gracias eucarística no es mío, sino también de M. van der Pías.
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EPILOGO
ACCIÓN DE GRACIAS
El nos conoce desde la eternidad y no olvida que venimos del polvo de la tierra y que a ella como polvo tenemos que volver Creo en Jesucristo, el Hijo amado de Dios. Por amor a todos nosotros, con nosotros quiso compartir nuestra historia y nuestro ser. Creo que Dios, de manera humana, quiso ser también Dios para nosotros. Entre nosotros vivió como hombre, como luz en las tinieblas. Pero las tinieblas no lo aceptaron. Nosotros lo colgamos en la cruz. Murió y fue sepultado. Pero confió en la última palabra de Dios y resucitó de una vez para siempre; dijo que iba a prepararnos un lugar en la casa de su Padre, donde ahora vive.
ACCIÓN DE GRACIAS Señor, Dios nuestro, congregados aquí en torno tuyo, recordamos la antigua historia que narramos a lo largo de los siglos: la historia de Jesús de Nazaret, un hombre que a ti, Señor, se atrevió a llamarte «Abba», Padre, y nos enseñó a repetir ese nombre.
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. El es fuego, fuerza y palabra para los profetas que están entre nosotros. Creo que todos estamos en camino, peregrinos, llamados, congregados para ser pueblo santo de Dios, pues confieso la liberación del mal, el compromiso por la justicia y la valentía para tener amor. Creo en la vida eterna, en el amor más fuerte que ,1a muerte, en un cielo nuevo y en uñírtierra nueva. Y creo que puedo tener esperanza en una vida con Dios y con los hombres por toda la eternidad: gloria a Dios y paz a los hombres.
Recordamos tus palabras: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»; y ahora te pedimos: envía tu Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones, un bocado de pan y una copa de vino. Que nuestros dones sean cuerpo y sangre de Jesús.
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INTRODUCCIÓN EUCARISTICA Alabado seas, Dios y Señor de cuanto vive. Alabado seas también porque con esta sincera profesión de fe podemos depositar nuestra confianza en ti.
Dios y Padre nuestro, te damos gracias por este hombre que transformó la faz de la tierra desvelando una grandiosa visión: el reino de Dios que un día vendrá, un reino de libertad, de amor y de paz, tu reino, plenitud de tu creación. Recordamos, Señor, que por donde pasaba tu Jesús los hombres descubrían su humanidad, se colmaban de una nueva riqueza y, con el alma renovada, se entregaban al servicio del prójimo. Recordamos, Señor, cómo habló a los hombres de una dracma perdida, de una oveja descarriada, de un hijo pródigo: de los que, extraviados, ya no cuentan, lejos de la mirada y del corazón; de todos los pequeños y los pobres, sin libertad, sin nombre, sin cariño. Recordamos, Señor, que él fue en busca de todos ellos, de los hartos de tristeza y hambrientos de calor;
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EPILOGO
ACCIÓN DE GRACIAS
que siempre tomó partido por ellos sin olvidarse de los demás.
los que disponen del destino de los hombres a menudo sin contar con ellos, para los que dirigen el mundo y la Iglesia. Ayúdalos y ayúdanos, para que podamos hacer de esta tierra una morada mejor, para que reine la paz entre nosotros y seamos una sola cosa, como tú, Padre, lo eres en tu Hijo y él en ti.
Aquello le costó la vida, porque los poderosos de la tierra no lo toleraron. Pero, Dios bondadoso y Padre omnipotente. él sabía que tú lo comprendías y aceptabas, se vio confirmado por ti en el amor. Y así llegó a ser una sola cosa contigo y pudo, liberado de sí mismo, vivir para la liberación de los demás.
Envía, pues, tu Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones, el Espíritu de bondad que procede de ti y de tu Hijo, para que nos anime y ayude a seguir a Jesús: ese Jesús que nos ha enseñado a ser libres de cuanto nos aliena, a ser libres para hacer el bien.
Recordamos también que él, que tanto nos amó y fue uno contigo, su Padre de bondad, en la última noche de su vida en la tierra tomó el pan en sus santas manos, lo bendijo y lo repartió, diciendo a los amigos que compartían su mesa: «Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros».
Con nuestro mejor afán hemos hecho lo que Jesús, tu Testigo, que penetra el corazón, nos mandó hacer: celebrar esto en memoria suya.
Lo que él hizo le llenó el corazón. Tomó también la copa de la mesa, te dio gracias y alabó, Padre, y dijo: «Bebed todos conmigo de esta copa, pues es mi alianza de amor con vosotros, mi sangre, que se derrama para la reconciliación, el cáliz de liberación y felicidad». Cuando comemos juntos este pan y bebemos juntos de esta copa, lo hacemos en memoria de él, tu Hijo y hermano nuestro, el hombre libre, servidor y liberador de todos nosotros, ahora y siempre, más allá derla muerte.
Para gloria y alabanza tuya, Padre todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, ahora nos atrevemos nosotros también a orar juntos, por él, con él y en él, como él mismo nos enseñó: Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro de cada día dánosle hoy y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Pues tuyo es el reino, el poder y la gloria por siempre.
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Por eso recordamos también a todos los que ya no están entre nosotros, a todos los que tanto hemos amado... Padre nuestro, no podemos creer que todo lo que ellos han sido para nosotros haya desaparecido sin remedio. Tú eres su vida, ahora y siempre. Y tenemos un recuerdo para el mundo, para los que amamos en la vida. También para los poderosos,
Fortalecidos y animados, nos atrevemos ahora a distribuir este pan y este cáliz, sacramento de la fe. 53
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EPILOGO
Te rogamos, Dios de bondad, que cuanto acabamos de hacer en memoria de Jesús, que estaba lleno de tu Espíritu, sea un signo vivo y eficaz de salvación y de salud, un signo de amor mutuo y sincero, de libertad, paz y justicia para todos, de amor a ti, Dios, liberador nuestro.
MAGNÍFICAT
Con mi ser y mi tener quiero proclamar la gloria del Dios que me da alegría, del Señor que me hace suya. Porque, viendo mi puso su mirada en desde hoy se dirán «Dios la amaba de
pobreza, mí; las gentes verdad».
Porque Dios, la omnipotencia, bendito sea su nombre, hizo en mí maravillas. Sus piedades se prolongan a lo largo de la historia, entre quienes en la tierra adoran su inmensidad. Con su brazo poderoso desbarata a los sobérrjios, los derriba de su trono, y a los pobres los exalta. A cuantos padecen hambre los regala con sus bienes y a los ricos los despide desprovistos y vacíos. En su corazón abraza a su pueblo preferido recordando la promesa: siempre amor y más amor."
MAGNÍFICAT
Como aseguró jurando a nuestros padres y madres, desde Abrahán por los siglos, a cuantos nos precedieron. Demos gloria, pues, al Padre, al Hijo y al Santo Espíritu, como era en el comienzo y será en la eternidad.
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GLOSARIO
DE ALGUNOS
TÉRMINOS
TÉCNICOS
Véase también el glosario que aparece en el libro ]esús, la historia de un viviente, páginas 633ss.
DEUTERONOMISTA
El adjetivo «deuteronómico» significa «relativo al libro del Deuteronomio», el último de los llamados «libros de Moisés» (o Pentateuco). «Deuteronomista», en cambio, se refiere a la espiritualidad peculiar de la tradición {distinta de las tradiciones yahvista, elohísta y sacerdotal) presente no sólo en el Deuteronomio, sino también en los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes, la cual influyó en otras tradiciones de la literatura judía posterior. La caída del reino del norte y, sobre todo, la del reino del sur (587) señala el comienzo de la concepción deuteronomista de la historia. Dios ama a su pueblo, pero si éste le es infiel, la maldición de que habla el Deuteronomio recaerá sobre él. Los portadores de esta tradición fueron los levitas rurales del reino del norte, los cuales, después de la caída del mismo, se trasladaron a Jerusalén (con sus «colecciones») y vivieron en conflicto con los sacerdotes de Jerusalén; pero fueron la fuerza teológica cuya inspiración se plasmó en la «tradición deuteronomista». Deuteronomista se aplica también a la «segunda edición» del libro del Deuteronomio (durante la restauración de Josías). En ella, la concepción deuteronomista de la historia alcanza su madurez gracias a una peculiar visión del exilio babilónico y a una serie de ideas sapienciales. El movimiento asideo estuvo animado en gran parte por esta imagen deuteronomista de la historia.
EMANCIPACIÓN
Originariamente significó (en el derecho romano) la liberación de la patria potestad al alcanzar la mayoría de edad. Hoy se utiliza este término para designar los intentos de la humanidad encaminados a liberarse del dominio de las fuerzas naturales, sociales y culturales que alienan al hombre.
EÓN
Del griego aion (tiempo, época, período). De ahí su significado de tiempo de este mundo, de la historia terrena; también designa la eternidad. En este libro aparece solamente en relación con la apocalíptica: eón viejo y eón nuevo. El viejo eón es el tiempo de nuestra historia, interpretada como historia de sufrimientos; el nuevo es el tiempo de la salvación universal, sin lágrimas ni injusticias, entendido como eternidad posterrena, pero también como un tiempo indeterminado de salvación en la tierra, subsiguiente a una intervención súbita de Dios, el cual opera el «cambio de los tiempos» (—» escatológico).
GLOSARIO DE TÉRMINOS TÉCNICOS EPIFANÍA
En este libro, «epifanía» (manifestación) se utiliza siempre para designar la manifestación (hacerse eptfano o transparente) de Dios en el hombre Jesús: en sus acciones (por ejemplo, milagros), en su muerte, en la vida de la comunidad cristiana, en las llamadas «apariciones de Jesús», etc. «Epifanía» indica la presencia actual y visible de Dios en la actividad del hombre Jesús. La «cristología de epifanía» habla en términos de revelación de la salvación divina que se ha manifestado en Jesús.
ESCATOLÓGICO
«Escatológico», según el Diccionario de la Real Academia Española, significa «relativo a las postrimerías de ultratumba», es decir, a todo lo concerniente al destino del hombre después de su muerte. Aunque esta definición es válida, resulta insuficiente desde el punto de vista teológico. Eschata significa «último». Todo lo que respecta no sólo al sentido decisivo y más profundo de la vida humana, sino también a su sentido definitivo es llamado «escatológico»; por tanto, no sólo lo perteneciente al más allá, sino también al sentido definitivo de la vida y al tiempo final en cuanto tiempo de salvación (prescindiendo de si éste es el «final de la historia» o un período de salvación que se extiende indefinidamente en la historia). El contexto indicará en cada caso el matiz que se quiere expresar, pero el acento recae siempre en el carácter «definitivo» de lo que sólo se manifiesta al final de los tiempos y después de la muerte, si bien ya actúa y se decide en el presente.
FALSIFICABILIDAD
Es un concepto tomado de la teoría de la ciencia. Una convicción o una teoría es falsificable cuando puede ser refutada por pruebas o contraindicaciones empíricas. Los teóricos de la ciencia discuten hasta qué punto esto es posible.
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tiano, como tampoco una «orientalización» del cristianismo, sino un fenómeno general, típico de la Antigüedad tardía, que impregna toda su cultura. Dado que existe una conexión entre la literatura sapiencial del primer judaismo y el verdadero gnosticismo posterior, se discute si el Nuevo Testamento contiene o no ideas gnósticas. La respuesta a este respecto varía según el modo de considerar el gnosticismo: como una evolución del judaismo, como un sincretismo oriental, como una filosofía helenística de la vida o como un movimiento herético intracristiano del siglo II. Los historiadores actuales hablan cada vez más de una «tendencia gnóstica» general (pregnosis) de toda la cultura de la época en que nace el cristianismo. Los franceses y anglosajones distinguen entre «gnosis» y «gnosticismo», si bien califican a ambos de «gnósticos». Otros hablan de «pregnosis» y «gnosis», subrayando que no conviene fijarse demasiado en la primera al interpretar la segunda, la cual adapta al gnosticismo del siglo n unos materiales anteriores. Muchas ideas de la apocalíptica y del platonismo reaparecen en el gnosticismo, dentro del cual adquieren su significado propiamente gnóstico. Ciertos conceptos (por ejemplo, pleroma) no dicen de por sí nada sobre un eventual significado «gnóstico».
HAGGADÁ Y HALARÁ
Véase —» Midrás
HOMOLOGÍA
Homología significa «confesión de fe»; su contenido coincide con el de la pistis, fe. Se confiesa con la boca, pero se cree con el corazón (Rom 10,9-10). Una homología o confesión de fe adopta la forma de aclamación (¡Jesús es el Señor!), de afirmación de fe, sobre la acción de Dios en Jesús (por ejemplo, 2 Cor 4,14; 1 Tes 4,14). IDEALISMO (IDEALISTA)
GNOSIS, GNOSTICISMO, GNÓSTICO
El término griego gnosis significa «conocimiento». La gnosis o gnosticismo era en el siglo n d. C. un movimiento filosófico de carácter ecléctico, si bien en el marco de un proyecto de vida claramente religioso. Su idea fundamental era la siguiente: que el hombre tiene dentro de sí, en su alma, un destello divino encerrado en la materia que debe liberarse ascendiendo de nuevo a su origen divino. Esta redención o ascensión se realiza gracias a un mensajero (un hombre aparente) que comunica el conocimiento divino. Por ello se atribuye al conocimiento un lugar central como medio de redención; se trata de un especial conocimiento revelatorio que se comunica por medio de la tradición y la iniciación. El conocimiento es salvación. Cuando en este libro decimos que el cristianismo no es una gnosis, queremos decir que la fe cristiana no se reduce a una doctrina o simplemente a una «ortodoxia». Teniendo en cuenta que la gnosis nace de una tendencia general a la interiorización y a una religiosidad ascética, a una «huida del mundo», podemos hablar también de una «pregnosis». Esta no es un fenómeno puramente intrajudío ni puramente intracris-
En este libro, el término se emplea en sentido histórico, técnico. El idealismo es una corriente filosófica que, por un lado, no tiene en cuenta el influjo de los factores socioeconómicos sobre el pensamiento humano y, por otro, afirma que la realidad es últimamente un producto del pensamiento humano. Actualmente se pone mayor énfasis en el primer aspecto que en el segundo.
IDEOLOGÍA
Aunque este término se utiliza también (y no sin razón) en sentido positivo (por ejemplo, cuando se pregunta qué «filosofía» implican tales o cuales afirmaciones), en este libro se emplea siempre en sentido crítico. «Ideología» es, por consiguiente, el conjunto de concepciones o convicciones que se presentan como reflejo exacto de una determinada situación objetiva, cuando, en realidad, un riguroso análisis (parcial o total) revela que se trata de un subproducto de deseos inconscientes y reprimidos o de la realidad económica dominante en la sociedad. Una interpretación de la realidad que se vincule a unos intereses de
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GLOSARIO DE TÉRMINOS TÉCNICOS
poder adquiere inmediatamente una fuerza ideológica. En este sentido, la ideología es una forma de falsa conciencia, de una conciencia que no reconoce el verdadero alcance de sus afirmaciones y, por consiguiente, está desvinculada de la realidad. En ciertas teorías neomarxistas, como es el caso de L. Althusser, Pour Marx (París 1965) y Lire le Capital, 2 vols. (París 1965), «ideología» tiene un sentido eminentemente positivo; es la filosofía de la vida —establecida de un modo dogmático, «ex cathedra»— del propio movimiento marxista de liberación en cuanto norma de toda verdad.
INTERPRETAMENTO
En este libro, el término designa el momento interpretativo de una experiencia de la realidad y, por consiguiente, no una especie de superestructura ulterior basada en una experiencia. En tal sentido, el interpretamento es un momento de la experiencia en el que el hombre expresa lo que se presenta objetivamente, al margen de lo que el propio hombre produce. Debido a esta articulación, que se da ya en la experiencia, pero se expresa de manera refleja, lo experimentado en el plano objetivo adquiere una tonalidad subjetiva y social.
JUDAISMO PRIMITIVO
«Judaismo tardío», una expresión utilizada constantemente en mi libro Jesús, la historia de un viviente, no aparece en esta obra. Más aún: lo que allí se denominaba «judaismo tardío» recibe aquí el nombre de «primer judaismo». Esto requiere una explicación. La expresión «judaismo tardío» era hasta hace poco tiempo en los círculos cristianos el nombre científico con que se designaba la época a que se refieren tanto este libro como el anterior: los últimos siglos antes de Cristo hasta aproximadamente el primer. siglo cristiano. Para los cristianos, la historia sagrada judía acaba, en cierto modo, con la aparición del cristianismo. Entre los judíos, que consideran su propia historia hasta nuestros días, la época que los cristianos habían llamado «judaismo tardío» es llamada con razón «primer judaismo». En la actualidad esta denominación es aceptada cada vez más (también entre los cristianos) como denominación científica de la época judía a que hace referencia esta obra.
MIDRÁS
Midrás procede del término hebreo darás, cuya raíz significa «escrutar, buscar». En general, midrás (o exégesis midrásica) vale tanto como estudio o investigación y se aplica a una forma de interpretación de la Biblia. En sentido estricto, designa un determinado método rabíníco de estudiar la Biblia. A este respecto son importantes también otros dos términos técnicos: halaká y haggadá. La halaká se refiere más bien al material bíblico normativo, o sea, indica cómo debe aplicarse a la vida concreta de cada momento el texto escrito del —>• Tenak. En la haggadá, en cambio, se trata más bien de pasajes ilustrativos que muestran lo que significa el propio texto. El midrás es una forma de exégesis en la que se unen la halaká y la haggadá, de forma que la interpretación se añade al texto bíblico formando parte del mismo (a diferencia de la _ » Misná). Véase R. Le Déaut, A propos d'une définition du midrash: Bibl 50 (1969) 395-413; A. G. "Wright, The Literary Genre Midrash (Nueva York 1967). MISNÁ (Y TALMUD)
Este término procede del hebreo sanah, que significa «repetir», «reiterar», «duplicar». La misná se remonta a tradiciones orales de tipo religioso-jurídico, basadas en la interpretación de la tora realizada por los escribas. Sucesores de éstos, tras la caída de Jerusalén (70 d. C ) , fueron los tanntfim o tannaítas, es decir, «repetidores» (maestros de la misná). En el siglo n d. C , los tannaítas recopilaron por escrito las tradiciones orales (especialmente Rabí Yehudá Hannasí). Esta recopilación escrita recibe también el nombre de la Misná. Tras los tannaítas vinieron los amoraítas («portavoces» o portadores de la tradición). El trabajo de los tannaítas concluyó a comienzos del siglo m d. C ; el de los amoraítas, aproximadamente a fines del siglo v. La doctrina rabínica de la Misná, junto con los escritos de los amoraítas, constituye el Talmud palestinense y el babilónico. La exégesis de la Misná se basa en las siete reglas hermenéuticas de Hillel y en las trece reglas complementarias de Ismael. Sobre estas middot o reglas, cf. J. Bowker, The Targums and Rabbinic Literature. An Introduction to ]ewish Interpretations of Scripture (Cambridge 1969) 315-318. PARÉNESIS
KERIGMA (KERIGMÁTICO)
Kerigma significa literalmente el mensaje proclamado por un heraldo. Una afirmación kerigmática sobre Jesús de Nazaret es una afirmación cristológica en la que Jesús es declarado y proclamado como aquel en quien se experimenta la salvación decisiva y definitiva. El término kerigma adquirió en la teología un sentido favorable o desfavorable, según se afirmara o no que esta confesión eclesial de Cristo (kerigma) se fundaba en la realidad del Jesús terreno. La posición del autor de este libro es que el kerigma de Cristo es una interpretación con la que la comunidad cree, confiesa y proclama lo acontecido realmente en el Jesús terreno (su persona, su mensaje y su praxis), mientras que un kerigma que no tuviera como contenido el Jesús terreno sería una ideología o una «mistificación».
Del griego parainesis (exhortación). Término exegético que, en las perícopas bíblicas, designa el género literario en que se exhorta, se alienta y consuela o se invita a actuar en consonancia con las exigencias del reino de Dios. La parénesis se refiere, pues, a las directrices éticas en que el Nuevo Testamento plasma para su tiempo las consecuencias de la fe en Cristo para la conducta humana. Con frecuencia hace suya, integrándola en Cristo, la ética no bíblica vigente en el mundo circundante. De ahí que tales normas no sean de por sí válidas para siempre. PESER
Este término se ha introducido en la literatura exegética sobre todo a raíz del descubrimiento de los documentos de Qumrán, si bien peser, en cuanto forma
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GLOSARIO DE TÉRMINOS TÉCNICOS
GLOSARIO DE TÉRMINOS TÉCNICOS
específica de interpretación bíblica, no se reduce a Qumrán, sino que se encuentra también en otros lugares, incluido el Nuevo Testamento. En líneas generales, el peser (plural pesarim) es una modalidad de interpretación bíblica en la que el texto se aplica a la situación presente de una forma alegórica o escatológica. Sobre todo en Qumrán, los pesarim constituyen una forma de exégesis en la que se ofrece una interpretación actualizante de un libro de la Sagrada Escritura (por ejemplo, Habacuc 1-2 en la interpretación de lQpHab de Qumrán). Esta actualización va dirigida a la propia comunidad de Qumrán en cuanto comunidad escatológica de escogidos.
las dificultades y obstáculos que vayan surgiendo en cada momento, con la mirada puesta en una sociedad mejor, cuyo contenido queda abierto (la «sociedad abierta», en el sentido de W. James y K. Popper).
POSITIVISMO
El positivismo es, en el ámbito de las ciencias, una corriente (al menos implícitamente filosófica) según la cual no existe otra verdad que la científica, la que es empíricamente verificable y, por consiguiente, no hay modo alguno de llegar a la verdad al margen de la ciencia. Mantiene además la tesis de que la ciencia no está condicionada por valores ajenos a la misma; lo cual significa que los únicos valores que cuentan en la investigación científica son los intrínsecos a la propia ciencia: los demás no se toman en consideración. Con esto no se niega que la elección del objeto de investigación y la aplicación de los resultados obtenidos impliquen valores (o no valores) extracientíficos. Pero no se tiene en cuenta que los llamados «hechos puros» y «enunciados básicos» de la ciencia están ya condicionados a) por el carácter histórico del objeto percibido y b) por la situación histórica y social del sujeto perceptor; en otras palabras: el positivismo olvida que todas las tesis científicas suponen también una hipótesis histórica. En efecto, antes de que en nuestra historia de la cultura se hablase de «ciencias» existía la conciencia de que los hombres «sabemos algo». El impulso científico es, por tanto, sólo una forma concreta de conocimiento; no es un principio autónomo, subsistente por sí mismo, sino una especificación dentro de una realidad histórico-cultural. Lo cual significa que la ciencia, en cuanto forma concreta de conocimiento, está condicionada por la historia. Luego si la ciencia está sujeta a la dialéctica de la historia de la cultura, se requiere también una reflexión sobre las condiciones culturales en que funcionan las formas científicas de conocimiento. La teoría de la ciencia debe tener en cuenta ese contexto cultural. Como consecuencia de este dualismo positivista entre valor y ciencia, la reflexión sobre el sentido, la filosofía, la política, la ética y la religión quedan excluidas de la ciencia, con lo cual se convierten en un asunto privado y corren el peligro de ser dominadas por fuerzas irracionales. No sin razón, algunos (por ejemplo, J. Habermas) llaman al positivismo «una racionalidad a medias».
PRAGMATISMO
El pragmatismo es una corriente (a menudo implícitamente filosófica) que no se plantea el problema del sentido total o, al menos, considera que no es posible dar una respuesta. Ignora, pues, la cuestión de la verdad teórica. La verdad (o mejor, la validez) de una convicción o teoría radica en su utilidad para conseguir un objetivo determinado. El pragmatismo es antidogmático, antiutópico y pretende «ir corrigiendo el rumbo» sobre la marcha, de acuerdo con
PROLEGÓMENO
Del griego prolegein, significa aproximadamente «prólogo». «Prolegómeno» es lo que debe decirse antes de entrar en el tema propiamente dicho, las consideraciones introductorias. Cuando digo que este libro, Cristo y los cristianos, es un prolegómeno (cf. p. 18) quiero significar que no ofrece una «cristología completa». También esta segunda obra sobre Jesús ha sido escrita como «ensayo teológico» con intención pastoral: pretende sumergirse en los múltiples problemas de muchos creyentes, a menudo no pertenecientes a una Iglesia, pero inspirados evidentemente por el evangelio. Aunque para ello he tenido como guía la verdadera ortodoxia de la «gran tradición cristiana», mi posición nada tiene que ver con la actitud de ciertos «teólogos» que utilizan el Enchiridion Symbolorum de Denzinger-Schónmetzer como coartada para su propia impotencia autoritaria. Los prolegómenos a una síntesis cristológica futura pueden ser históricamente más importantes que las «cristologías completas», que se reducen prácticamente a presentar los prolegómenos de generaciones anteriores como sistemas acabados y perfectos. En este sentido, los ensayos teológicos del siglo x n son quizá más importantes que las sumas del x m , nacidas gracias a aquéllos.
PROTOLOGÍA
El término griego protón significa «lo primero», «el principio», en contraposición a eschaton, «lo postrero», «el final». En el lenguaje religioso, protología se contrapone a ->escatología: la doctrina (o mitos) del principio frente a la doctrina de los «novísimos». La protología se refiere, pues, a la visión religiosa (extracientífica) del origen del mundo y de la humanidad (relatos de creación). Intenta descubrir por qué, además de sentido y alegría, hay tanto absurdo, maldad y sufrimiento en la naturaleza y en la historia (creación, paraíso, pecado original).
RACIONALISMO CRÍTICO
Esta expresión es, en las actuales teorías de la ciencia, un término técnico para designar la tendencia representada por Karl Popper y (con matices particulares, sobre todo antirreligiosos) por Hans Albert (cf. supra, pp. 22s) y sus numerosos seguidores (conscientes o inconscientes). Las teorías son una creación del espíritu humano, pero al mismo tiempo están sujetas a una prueba crítica, con la consecuencia de que las más firmes sobreviven a la prueba (aunque no por eso queden verificadas), mientras que las más débiles mueren, por decirlo así, por erosión (en sí, esto es, una idea común a todas las teorías de la ciencia y no exclusivamente un rasgo específico del «racionalismo crítico»). El «racionalismo crítico» se presenta además como una especie de «norma de vida» (por ejemplo, frente al cristianismo y al marxismo). Declara que la razón práctica (interpretada en realidad como —»• razón instrumental), sumida en el sen-
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GLOSARIO DE TÉRMINOS TÉCNICOS
GLOSARIO DE TÉRMINOS TÉCNICOS
tido y el absurdo de la historia humana, considera la cuestión del sentido total como una «locura totalitaria» (H. Albert) o, suponiendo que la cuestión tenga sentido y sea ineludible (de acuerdo con la tendencia de Popper), como una pregunta a la que no se puede, por principio, dar una respuesta. El «racionalismo crítico» (que parece conceder poco valor a las mediaciones extracientíficas de la verdad) quiere lograr, sin dogmatismos rigurosos, con ayuda de la tecnología científica y mediante una estrategia —> pragmática de «pasos cortos», un futuro mejor para la humanidad. Precisamente este no dogmatismo, sus concepciones democráticas y su sobriedad realista ejercen para muchos una fascinación seductora. Consciente o inconscientemente, el «racionalismo crítico» es, en mi opinión, la corriente dominante en todo el mundo intelectual de «Occidente». El marxismo, aunque posee no pocos rasgos fundamentales del «racionalismo crítico», dice que éste es una «racionalidad a medias», que no reflexiona sobre su propia historicidad social y, por tanto, es irracional y, sobre todo, —>• positivista.
en relación con el remedio de sus problemas, el bienestar y la salvación, la redención y la liberación. En cuanto tal, el término tiene en su origen una carga religiosa. Sin embargo, actualmente se habla a veces de soteriología en un sentido más amplio: soteriología marxista, cristiana, humanista, etc. En este sentido podemos clasificar las soteriologías actuales en varios tipos, aunque no siempre sean netamente diferenciables entre sí: a) movimientos de la «contracultura», que tienden a un «naturismo» neomístico de huida de la sociedad (retorno a la naturaleza pura); b) movimientos neorreligiosos: frente a la sociedad, con su dicotomía (o ruptura) entre la esfera pública y la privada y frente a la ruptura entre hombre y naturaleza, tales movimientos pretenden encontrar una salvación que supere todas esas rupturas en una dirección «ascendente», hacia una realidad totalmente distinta, sea de tipo personal o impersonal (meditación trascendental, Jesús People, taoísmo zen occidental, etc.); c) movimientos seudorreligiosos de liberación, que buscan su salvación en el ocultismo, la magia, la astrología y los horóscopos; d) tendencia a una violencia místico-sagrada, ritual: el «satanismo»; e) mística basada en la droga; f) soteriologías políticas de liberación, de derechas o de izquierdas, todas normalmente neodogmáticas (vae victis; quien no piense como nosotros, ¡a la horca!); g) tendencia político-religiosa: teologías políticas y de la liberación. En resumen, podemos hablar de: 1) soteriologías horizontales de signo futurista (pretenden cambiar totalmente las estructuras sociales); 2) soteriologías verticales (normalmente apolíticas en su búsqueda de liberación religiosa); 3) soteriologías político-religiosas (que subrayan el significado político y progresista de lo religioso).
RAZÓN INSTRUMENTAL
La razón instrumental (un aspecto de la razón humana) es la capacidad de hacer, a partir de principios científicos, pronósticos que puedan luego realizarse mediante la aplicación técnica de los medios oportunos a un fin prefijado. La razón instrumental tiene un sentido peyorativo (criticado por M. Horkheimer, J. Habermas, H. Marcuse, P. Ricoeur, etc.) cuando el fin a que se deben aplicar los medios no se somete a una discusión crítico-racional y se deja al arbitrio de las preferencias subjetivas de los individuos; en otras palabras: cuando se concede la última palabra a la tecnocracia, haciendo de ella un fin en sí, y se deja de lado o se reprime el problema del sentido; es decir, cuando la potencialidad técnica tiene prioridad sobre las cuestiones del porqué v el para qué, sobre la cuestión del sentido.
SAPIENCIAL
Literalmente, «relativo a la sabiduría». En este libro, el término se aplica a la literatura sapiencial judía, que tiene tras sí una larga prehistoria y suele aparecer vinculada al nombre de «Salomón». Lg sabiduría popula* de Israel (emparentada con la del Oriente antiguo, sobre todo la de Egipto y Mesopotamia) entró luego en contacto con la sabiduría popular griega (especialmente en Alejandría, donde era muy notable la diáspora judía), y ya antes de Cristo se unió además con las tradiciones proféticas de Israel, de modo que se puede hablar de una tradición profético-sapiencial neojudía. Esta, a su vez, se mezcló con la apocalíptica. La tradición sapiencial neojudía, aunque helenizada, solía reflejar la piedad yahvista de Israel con más fidelidad que la religiosidad oficial de Jerusalén en tiempos de Jesús.
SOTERIOLOGÍA
La palabra griega soteria significa salvación o redención. Soteriología es la doctrina sobre la redención: las ideas y expectativas que tienen los hombres
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TARGUM
Los targumes son traducciones explicativas del —» Tenak hebreo (cuya lengua ya no entendían muchos judíos) al arameo, destinadas al culto sinagogal (después del exilio). Aunque estos targumes proceden en su mayor parte del siglo I I y posteriores después de Cristo, su tradición se remonta a tradiciones anteriores al cristianismo. Son, pues, muy ilustrativos para conocer el ambiente espiritual en que vivieron los primeros cristianos judíos.
TENAK
Tenak es el término judío utilizado para designar los mismos libros que los cristianos llaman (a menudo no sin disgusto de los judíos) «Antiguo Testamento», es decir, el conjunto canónico de la Sagrada Escritura judía. La palabra «tenak» está formada por las iniciales de las tres partes más importantes del canon judío: tora (la ley), n'bfim (los escritos proféticos) y ketubim (los históricos) (t-n-k). En este libro hablo de Tenak cuando se trata de los textos sagrados judíos dentro de la historia judía. Hablo, en cambio, de Antiguo Testamento cuando se trata de la lectura cristiana de esos mismos textos a la luz del Nuevo Testamento. La expresión «Antiguo Testamento» no implica necesariamente un significado negativo: en muchos lugares, el propio Tenak se refiere a una alianza nueva, permanente y definitiva. Por lo demás, el Tenak tiene de hecho un significado judío independiente, distinto de la relectura cristiana del mismo: en el siglo i d. C , la mayor parte de los textos aplicados por los cristianos a Jesús de Nazaret eran interpretados en sentido mesiánico
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también por los judíos no cristianos (tendencia que, en el siglo II, fue frenada polémicamente por los rabinos). A este respecto podemos decir que el Evangelio de Juan es el primer síntoma de una tendencia que —entre los cristianos— ve el significado del Tenak exclusivamente en su valor de testimonio sobre Jesús. Por todas estas razones, y sobre todo porque el Tenak tiene un valor histórico permanente para los judíos, considero plenamente justificado y necesario decir (sin discriminación), refiriéndonos a los mismos textos, unas veces «Tenak» y otras «Antiguo Testamento». Pero no hay razones para aceptar la moda que tiende a evitar la denominación de «Antiguo Testamento». Por otra parte, algunos exegetas protestantes distinguen con frecuencia entre «veterotestamentario» y «judío». Ya 2 Mac 8,1 y 14,38 (también Pablo en Gal 1, 13-14) hablan efectivamente de ioudaismos en el sentido de «religión judía», que en muchos puntos se aparta o diferencia de lo que se llama «Antiguo Testamento» (en especial, el Israel de la época anterior al exilio y de la cautividad babilónica, hasta la restauración de Esdras). El hecho de que la religión judía se denomine judaismo tiene una confirmación histórica en la circunstancia de que esta religión, a través de Judea, se remonta últimamente a la religión de la tribu de Judá. Posteriormente, sin embargo, el Talmud (—-»Misná), en su doble versión babilónica y palestinense, se convirtió, por decirlo así, en el evangelio del judaismo o de la religión judía. En este sentido, la distinción entre «veterotestamentario» y «judío» se halla, hasta cierto punto, justificada.
TEORÍA CRÍTICA
Esta expresión, procedente de la Ilustración y del marxismo, se aplica hoy a las teorías sociales propuestas por la «Escuela de Francfort» (M. Horkheimer, Th. Adorno, J. Habermas, etc.). Según estas teorías, para entender la sociedad humana hay que anticipar la sociedad ideal y luego comparar este concepto ideal con la sociedad realmente existente. Mediante esta comparación, la forma objetiva de la sociedad y sus interpretaciones subjetivas son desenmascaradas como «falsa conciencia» o —> ideología, y se revelan (ésta es la tesis) en sus auténticas y profundas intenciones. Esa «conceptualización» crítica de las estructuras concretas de la sociedad se efectúa —según una terminología típica de la Escuela de Francfort— con «una intención crítico-práctica», es decir, con la mirada puesta en una praxis que, partiendo de una sociedad ideal anticipada, pretende lograr que la sociedad concreta deje de ser una «prehistoria» y se convierta en una historia auténticamente humana.
TRADICIÓN E
«E» es una abreviatura de «elohísta». Esta tradición es una de las cuatro grandes tradiciones que componen el Pentateuco (los cinco primeros libros de la Sagrada Escritura judía o Antiguo Testamento). Se denomina «elohísta» porque, antes de Ex 3,15 (revelación del nombre de Yahvé), llama a Dios Elohim. A diferencia de las tradiciones yahvistas, que proceden del sur, esta tradición parece proceder del reino del norte. Probablemente es posterior a la tradición yahvista (—> tradición J).
TRADICIÓN J
Una de las cuatro grandes tradiciones del Pentateuco. Se llama J (jahwistische: yahvista) porque, ya antes de Ex 3,15 (revelación del nombre de Dios a Moisés), usa a partir de Gn 2,4b el nombre de «Yahvé» (a diferencia de la —»tradición E). La tradición yahvista habla también de «Israel» y no de «Jacob» y procede claramente del reino del sur (antes del 721). TRADICIÓN P
«P» es la letra inicial de la palabra alemana priesterlich ( = sacerdotal). La tradición sacerdotal está presente, junto con las tradiciones elohísta, yahvista, deuteronómica y —^ deuteronomista, en los cinco (o seis) primeros libros de la Biblia canónica judía. Esta tradición es sensiblemente especulativa y reflexiva; está orientada hacia la alianza del Sinaí y el culto. La tradición P es la más reciente de las grandes tradiciones que la crítica formal ha detectado en el Pentateuco.
REFERENCIAS
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS
APÓCRIFOS JUDÍOS Y CRISTIANOS, ESCRITOS HERMÉTICOS Y GNÓSTICOS, MÍSTICA DE LA MERKABAH
a)
Apócrifos
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BIBLIOGRAFÍA POR TEMAS
Antigüedad tardía: 532s Autoridad civil (en el Nuevo Testamento): 554 Budismo: 673 Canonicidad: 58, 59s Carta a los Colosenses: 171 Carta a los Efesios: 171 Carta a los Filipenses: 154 Carta a los Hebreos: 227 Carta a los Tesalonicenses 2. a : 207 Carta de Judas: 290; cf. también 212 Carta de Pedro 1.a: 212s Carta de Pedro 2. a : 212, 290 Carta de Santiago: 148 Cartas pastorales: 284 Creación y gracia: 502, 504 Cristología angélica: 243, 316s Charis (gracia): 78, 100, 105s Demonología: 487 Descanso de Dios y de Cristo: 278 Descenso a los infiernos: 220, 224 Ecología: 649, 717 Emancipación (y redención): 750s 'Emet: 78 Espíritu (Santo): 406s, 415s, 522, 523 Estructuras político-sociales — en el Nuevo Testamento: 554 — en general: 720 Evangelio: 113 Exégesis materialista: 556 Experiencia (e interpretación) — en general: 21s — y teoría de la ciencia: 22s Gracia, cf. Charis Hanan: 78 Hen: 78 Hesed: 78 Hijo del hombre: 162, 163, 316 Hinduismo: 668 54
Historia de la salvación: 730-743 Ilustración: 36, 715 Interpretación, cf. Experiencia Islam: 683 Israel en el Nuevo Testamento: 588 Joanismo — en general: 296s — expresiones «yo soy»: 376 — Juan y los sinópticos: 340 — muerte y glorificación: 406s —• prólogo de Juan: 342s — samaritanismo: 297s, 304 — señales y obras: 364s — sinaitismo (mística mosaica): 297s, 304 Justificación, cf. Paulinismo Lenguaje de fe (lenguaje religioso): 33s Maniqueísmo: 655 Marxismo: 650, 688-697 Memoria: 30, 647, 707, 721, 734, 803 Narratividad: 30 Paulinismo (1 Tes, Cor, Rom, Gal): 105s Planificación del futuro (y tecnología): 649, 651, 717 Política en el Nuevo Testamento, cf. Estructuras político-sociales Profeta escatológico (mística mosaica): 236, 304, 355s Redención (y emancipación): 750s Revelación (religión revelada): 33s Sabiduría: 99; cf. también 342s Satanología, cf. Demonología Sinaitismo mosaico, cf. Joanismo Solidaridad: 718s Sufrimiento: 654 Teología de la liberación: 297, 742 Teorías de la ciencia: 22s Utopía: 644s
SIGLAS
AB ARW ASNT AThANT BBB BHTh Bibl Bijdr BKAT Black'sNTC BTB BuK BuL BWANT BZ BZAW BZNW CBJ CBQ Conc ConiNeot Daedalus Denz.-Sch. DBS DTAT DTmAT EvTh ETR ExpT FRLANT FrZPhTh FThS
The Anchor Bible (Nueva York) «Archiv für Religionswissenschaft» (Friburgo, Tubinga) Acta Seminariorum Novi Testamenti (de Upsala) (Lund) Abhandlungen zur Theologie des Alten und Neuen Testaments (Basilea-Zurich) Bonner Biblische Beitráge (Bonn) Beitráge zur historischen Theologie (Tubinga) «Bíblica» (Roma) «Bijdragen. Tijdschrift voor Filosofie en Theologie (Amsterdam) Biblische Kommentare: Altes Testament (Neukirchen) Black's New Testament Commentaries (Londres, Nueva York) «Biblical Theology Bulletin» (Roma) «Bibel und Kirche» (Stuttgart) «Bibel und Leben» (Dusseldorf) Beitráge zur Wissenschaft vom Alten und Neuen Testament (Stuttgart) «Biblische Zeitschrift» (Friburgo de Br., Paderborn) «Beihefte» de la revista _ > Z A W «Beihefte» de la revista - » Z N W Comentario Bíblico «San Jerónimo» (Madrid, Ed. Cristiandad, 1971). «The Catholic Biblical Quarterly» (Washington) «Concilium. Revista Internacional de Teología» (Madrid, Ed. Cristiandad). Las páginas se citan por la edición española. Coniectanea Neotestamentica (Upsala) «Daedalus. Journal of the American Academy of Arts and Sciences» (Cambridge, Mass.) Denzinger-Schonmetzer, Enchiridion Symbolorum (Friburgo 33 1965) Dktionnaire de la Bible. Supplément (París) Diccionario teológico del Antiguo T estamento (ed. por G. J. Botterweck y H. Ringgren; Madrid, Ed. Cristiandad, 1978ss). Diccionario Teológico manual del Antiguo T estamento (ed. por E. Jenni y Cl. Westermann) 2 vols. (Madrid, Ed. Cristiandad, 1978-1983) «Evangelische Theologie» (Munich) «Etudes Théologiques et Religieuses» (Montpellier) «The Expository Times» (Edimburgo) Forschungen zur' Religión und Literatur des Alten und Neuen Testaments (Gotinga) «Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie» (Friburgo) «Freiburger Theologische Studien» (Friburgo de Br.)
SIGLAS
GCS Greg HNT HThK HeyJ HThR IKZ Int JAL JBC JBL JNES JQR JTS Kírch KNT KuD LThK2 LV Meyer MEW MoffatNTC NTAbh NRTh NT NTD NTS NT.S NTT Numen NumenS OTSt PG RAC RB RGG 3 RHE RHPR RNT RQumrán
Die griechischen christlichen Schriftsteller der ersten Jahrhunderte (Leipzig) «Gregorianum» (Roma) Handbuch zum Neuen Testament (Tubinga) Herders Theologischer Kommentar zum Neuen Testament (Friburgo de Br.) «The Heythrop Journal» (Oxford) «The Harvard Theological Review» (Cambridge, Mass.) «Internationale katholische Zeitschrift Communio» (Francfort) «Interpretation» (Richmond, EE. UU.) Jewish Apocryphal Literature (Nueva York) The ]erome Biblical Commentary (ed. española: Comentario bíblico «San Jerónimo», Madrid, Ed. Cristiandad) «Journal of Biblical Literature» (Boston) «Journal of Near Eastern Studies» (Chicago) «Jewish Quarterly Review» (Filadelfia-Londres) «The Journal of Theological Studies» (Londres) C. Kirch, Enchiridion fontium historiae ecclesiasticae antiquae (Friburgo 1941) Kommentar zum Neuen Testament (Leipzig) «Kerygma und Dogma» (Gotinga) Lexikon für Theologie und Kirche (2. a ed., Friburgo de Br.) «Lumiére et Vie» (Lyon) H. A. Meyer, Kritisch-exegetischer Kommentar über das Neue Testament (Gotinga) K. Marx y F. Engels, Werke in 36 Blinden (ed. del Instituí für Marxismus-Leninismus; Berlín 1964ss) The Moffat New Testament Commentary (Londres) Neutestamentliche Abhandlungen (Münster) «Nouvelle Revue Théologique» (Lovaina-Tournai) «Novum Testamentum» (Leiden) Das Neue Testament Deutsch (Gotinga) «New Testament Studies» (Cambridge-Washington) «Supplement» a la revista —>- NT «Nederlands Theologisch Tijdschrift» (Gravenhage) «Numen. International Rev¡iew for the History of Religions» (Leiden) "^ «Supplement» a la revista —> «Numen» Oudtestamentische Studien (Leiden) Patrología Graeca (J. P. Migne) (París) Reallexikon für Antike und Christentum (Stuttgart) «Revue Biblique» (Jerusalén-París) Die Religión in Geschichte und Gegenwart (3. a ed., Tubinga) «Revue d'Histoire Ecclésiastique» (Lovaina) «Revue d'Histoire et de Philosophie Religieuses» (Estrasburgo) Regensburger Neues Testament (ed. española: Nuevo Testamento de Ratisbona, Barcelona) «Revue de Qumrán» (París)
SIGLAS
RSPT RSR SBS Schol ScJTh SNT SNTS STANT StEv Strack-Billetbeck StZ SUNT ThLZ ThS ThSB ThHandWAT ThWAT ThWNT TrThZ TvTh TU TZ UNT USQ VD VuF VT VTS WMANT WuD WUNT ZAW ZKTh ZNW ZRGG ZSTh ZThK
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«Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques» (París) «Recherches de Science Religieuse» (París) Stuttgarter Bibel-Studien (Stuttgart) «Scholastik» «The Scottish Journal of Theology» (Edimburgo) Studien zum Neuen Testament Studiorum Novi Testamenti Societas (bajo cuyos auspicios se publica —> NTS) Studien zum Alten und Neuen Testament (Munich) Studia Evangélica (Berlín) P. Billerbeck y H. L. Strack, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch (ed. por J. Jeremías y K. Adolph) 6 vols. (Munich, I-IV 5 1969, V-VI H969) «Stimmen der Zeit» (Friburgo de Br.) Studien zur Umwelt des Neuen Testamentes (GotingaZurich) «Theologische Literaturzeitung» (Leipzig) «Theological Studies» (Woodstock) «Theologische Studien» (ed. por K. Barth; Zurich) Theologisches Handwórterbuch zum Alten Testament (ed. por E. Jenni y Cl. Westermann) 2 vols. (Munich 19711976; ed. española —>DTmAT) Theologisches wórterbuch zum Alten Testament (ed. por G. J. Botterweck y H. Ringgren) en curso de publicación (Stuttgart 1973ss; ed. española - > D T A T ) Theologisches Wórterbuch zum Neuen Testament (ed. por G. Kittel y G. Friedrich; Stuttgart) «Trierer theologische Zeitschrift» (Tréveris) «Tijdschrift voor Theologie» (Nimega) Texte und Untersuchungen zur Geschichte der altchristlichen Literatur (Leipzig-Berlín) «Theologische Zeitschrift» (Basilea) Untersuchungen zum Neuen Testament (Leipzig) «Union Seminary Quarterly Review» (Nueva York) «Verbum Domini» (Roma) «Verkündigung und Forschung» (Munich) «Vetus Testamentum» (Leiden) «Supplements» a la revista —>VT Wissenschaftliche Monographien zum Alten und Neuen Testament (Neukirchen-Vluyn) «Wort und Dienst» (Bethel b. Bielefeld) Wissenschaftliche Untersuchungen zum Neuen Testament (Tubinga) «Zeitschrift für die alttestamentliche Wissenschaft» (Berlín) «Zeitschrift für katholische Theologie» (Innsbruck-Viena) «Zeitschrift für die neutestamentliche Wissenschaft und die Kunde der alteren Kirche» (Giessen) «Zeitschrift für Religions- und Geistesgeschichte» (Marburgo, Colonia) «Zeitschrift für systematische Theologie» (Berlín) «Zeitschrift für Theologie und Kirche» (Tubinga)
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Aalen, S.: 343 Abraham, M.: 304 Adorno, Th. W.: 21, 738, 819, 846 Albert, H.: 22, 636, 651, 704, 750, 846 Albertz, R.: 523, 524 Alien, E. L.: 304 Alsup, J. E.: 406 Alt, A.: 162 Althusser, L.: 640 Alvarez, C. C : 742 Alves, R.: 633, 742 Amand, D.: 171, 532 Andriessen: 207, 227 Aoel, K.-O.: 22, 38, 643, 650, 651, 690 Appel, N.: 58 Asensio, F.: 78 Assmann, H.: 742 Attema, D. S.: 683 Aurobindo, Sri: 673 Baarda, Tj.: 38 Baaren, Th. P. van: 33 Bailey, J. A.: 340 Bailly, M.: 78 Bakker, A.: 243 Barbel, J.: 243 Barbour, L. G.: 21, 32, 33, 45 Barrett, C. K.: 296, 340, 342 Barth, K.: 502, 503 Barthes, R.: 30 Bartsch, H. W.: 555 Bastían, H. D.: 21 Bauer, W.: 58, 78 Baumann, H.: 502, 505 Baumbach, G.: 321, 406 Baumer, F.: 644 Bavel, T. van: 710 Bayle, P.: 686 Beauchamp, P.: 502, 504 Beare, F. W.: 154 Becker, J.: 99, 364, 366, 367, 487 Beckh, H.: 673 Bcjcrholm, L.: 33 Bcllct, M.: 51
Belo, F.: 527 Bendall, K.: 33 Benjamín, W.: 738 Benoit, P.: 58, 171, 532 Berger, H.: 21 Berger, KX: 78, 100, 105, 109, 333, 342, 343, 420 Berger, P.: 21, 585, 720, 796 Bergmann, U.: 468 Berkhof, M.: 33, 502, 750 Bertram, G.: 103, 120 Best, E.: 171 Betz, O.: 319, 407, 416, 420, 458, 459, 522 Beumer, J.: 58 Beutler, J.: 297, 304, 321, 327, 600 Beyer, H.: 59 Biemer, G.: 63 Bietenhard, H.: 260, 402, 424, 446 Billerbeck, P. ( = Strack-Billerbeck): 100, 103, 116, 133, 138, 153, 176, 179, 182, 194, 216, 236, 260, 295, 302, 307, 320, 330, 344, 382, 390, 396, 433, 446, 447, 449, 487, 499, 514, 530, 594 Binswanger, L.: 718 Black, M.: 33, 487 Blackstone, W. T.: 33 Blanchetiére, F.: 586 Blank, J.: 105, 129, 296, 321, 330, 376, 380, 382, 407, 415, 522, 554, 559, 577 Blinzler, J.: 340 Bloch, E.; 644, 713 Bloch, R.: 304 Blumenberg, H.: 21 Bochinger, É.: 30 Bochenski, J.: 33 Bocher, O.: 321, 424, 532 Bogaert, B.: 848 Bohler, D.: 650, 690, 695 Boice, J. M.: 365, 372 Boismard, M. E.: 342 Bomann, Th.: 148, 149 Bonino, J. M.: 631, 742
856
ÍNDICE O N O M Á S T I C O
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Bonnetain, P.: 78 Bonsirven, J.: 227, 373, 424, 848 Bont, W. de: 50 Bonvini, E.: 33 Boon, L.: 22 Boer, P. de: 803 Borgen, P.: 342, 376 Borig, R.: 376 Bornkamm, G.: 154, 376, 415, 522 Bouillard, H.: 33 Bouma, H.: 717 Bouwman, G.: 105 Bowker, J. W.: 654, 663, 692, 841, 848 Bowman, J.: 297, 304 Boxtel, P. van: 407 Brandenburger, E.: 141, 316, 532 Brandon, S.: 554, 556 Braulik, G.: 278 Braun, F. M.: 296 Brongers, H. A.: 502, 503, 507 Brown, R. E.: 242, 296, 327, 328, 352, 355, 366, 376, 377, 378, 380, 389, 407, 409, 414, 415, 416, 460, 522, 600 Brox, N.: 284, 539 Bruce, F. F.: 227, 249 Brüggemann, W.: 162 Brütsch, Ch.: 424 Buber, M.: 33, 53, 644 Buchanan, G. W.: 298, 304, 310 Büchsel, F.: 469, 474 Bulst, W.: 33 Bultmann, R.: 33, 78, 212, 296, 350, 364, 376, 498, 555, 778 Burns, J. B.: 297 Bussche, H. van den: 296 Buytendijk, F.: 718 Cadman, W. H.: 407, 532 Caird, G. B.: 407, 487 Cambier, J. M.: 424 Campenhausen, H. von: 58 Carroll, K. L.: 321, 328, 600 Cassirer, E.: 34 Castro, E.: 742 CazeUes, H.: 105, 127 Cerfaux, L.: 105, 154, 159, 161, 424 Charles, R. H.: 848 Charlesworth, J. H.: 297, 304, 318, 421, 848 Chastaing, M.: 718
Chenu, M.-D.: 750 Chirpaz, F.: 644 Christ, F.: 99, 342, 543 Clavel, M.: 34 Ciernen, C : 848 Clements, R.: 162 Clévenot, M.: 527 Cobb, J.: 750 Cody, A.: 227 Coggins, R.: 304 Cohn, N.: 644 Collange, J.: 154 CoUins, J. J.: 163 Colpe, C : 171, 188, 298, 316 Comblin, J.: 424, 427, 742 Congar, Y.: 750 Conzelmann, H.: 97 Coomaraswany, A. K.: 673 Cornelis, E.: 506 Cribbs, F. L.: 340 Cross, F. M.: 249 Crossan, D.: 588 Cullmann, O.: 296, 304, 310, 320 350, 424, 554, 555, 730-733 Culpepper, R. A.: 298, 318 Cumont, F.: 532 Curtis, W. A.: 642 Dalton, W.: 212, 220 Daniélou, J.: 243, 532 Daube, D.: 376, 532 Dauer, A.: 340, 402 Davies, D.: 532 Davies, W. D.: 532 Deichgraber, R.: 284 Delorme, J.: 288 Dejn¡aison, M.: 644 ~Derníce, Ch.: 342 Denis, A. M.: 848 Derksen, K.: 761 Derrett, J. D.: 376 Dewailly, S. W.: 207 Descamps, A.: 105 Dessauer, F.: 717 Dibelius, M.: 148, 171, 207, 284 Diemen, P. van: 365 Dithmar, R.: 30 Dobschütz, E. van: 207 Dodd, C. H.: 296, 340, 342, 376, 377 Donner, H.: 128, 541 Doresse, J.: 352 Doskocil, W.: 330, 600
Doughty, D. J.: 100 Downing, F. G.: 33 Dullaert, L.: 761 Dumont, L.: 66, 237 Dupont, J.: 105, 171, 188 Dupont-Sommer, A.: 105, 487 Dupré, Louis: 654 Dupré, Wilh.: 66, 505, 654 Durand, G.: 644 Ebeling, G.: 583, 641 Eckert, J.: 105 Eliade, M.: 34 Ellul, T-: 65 Eltester, W.: 342 Engelhardt, P.: 22 Engels, Fr.: 688, 696 Epsen, A. J. van: 78 Epstein, I.: 848 Farla, P. J.: 554, 570, 588 Feil, E.: 750 Ferré, F.: 34 Festugiére, A. J.: 101, 171, 294, 532, 848 Feuillet, A.: 296, 342, 376, 424, 427 Feuerbach, L.: 688, 694 Fichter, J.: 101 Fiedler, J. M.: 105, 127 Fischel, H. A.: 502 Fischer, G.: 396 Fischer, K. M.: 298, 376, 378 Fitzmyer, J. A.: 227, 237 Fleischer, H.: 695, 697 Flemming, J.: 848 Flew, A.: 34, 43 Flusser, D.: 588 Foerster, W.: 467 Fohrer, G.: 368, 467, 502 Fortmann, H.: 34, 750 Forma, R. T.: 366, 367 Frankfort, H.: 163 Freed, E. D.: 298, 304 Freí, H.: 807, 810 Freiré, P.: 742, 750 Freyer: 750 Friedrich, G.: 227, 244, 532, 541, 554 Fuller, R. H.: 240 Füssel, K.: 750 Gadamer, H.-G.: 22, 37, 68 Gaffney, J.: 365
857
Ganoczy, A.: 750 Gaster, M.: 340, 848 Gatzemeier, M.: 22 Gay, P.: 36 Gebhardt, O. von: 679 Geffcken, J.: 848 Gehlen, A.: 717, 720 Gelin, A.: 424 Georgi, D.: 154, 156, 159 Gerlemann, G.: 473, 475 Gershevitch, L: 655 Geyer, A. G.: 759 Giblet, J.: 352 Gibran, K.: 805 Gilkey, L.: 22, 42 Gilí, J.: 34 Girard, R.: 802 Girardi, G.: 750, 760, 772 Givardet, G.: 527 Glasson, T. Fr.: 298, 304, 311, 424, 487, 588 Glück, N.: 78, 85 Gnilka, J.: 154, 155, 156, 171, 188, 588 Le Goff, J.: 587 Goldamer, K.: 33 Gollwitzer, H.: 750 Gonda, J.: 668 Grabner-Haider, A.: 38 Grasser, E.: 321, 327, 554, 555, 556, 588, 600, 602 Greenberg, D. S.: 22 Greeven, H.: 171 Greiffenhagen, M.: 750 Grelot, P.: 37 Gremmels, Chr.: 644 Greshake, G.: 750 Gressmann, H.: 304 Groot, A. D. de: 22 Grosheide, F.: 148 Gross, J.: 294 Gross, H.: 171 Grossouw, W.: 89, 116, 117, 407 Grundmann, W.: 105, 120 Gschwind, K.: 224 Guichard, J.: 772 Guillaume, P.: 46 Gundry, R. H.: 212, 218, 396 Gunkel, H.: 212 Gusdorf, G.: 34, 51, 719 Gutiérrez Merino, G.: 633, 742 Gyllcnberg, R.: 102, 105
858
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Haag, H.: 487 Habermas, J.: 22, 51, 647, 650, 720, 722, 842, 844, 846 Hadas, M.: 848 Haenchen, E.: 370, 407 Haerens, H.: 157, 467 Hahn, A.: 22 Hahn, Fr.: 167, 499, 570 Hamerton-Kelly, R. G.: 99, 154, 160, 170, 227, 249, 342, 407 Hanse, H.: 294 Hanson, A. T.: 227 Haré, R. M.: 44 Harner, Ph. H.: 376, 377 Harnisch, W.: 30, 530, 532 Harris, R.: 298, 318, 421, 848 Hartshorne, Ch.: 654 Haspecker: 502, 509 Hauck, F.: 78, 468 Heck, E.: 33 Hegel, G. F. W.: 688 Hegermann, H.: 171, 177, 532 Heidegger, M.: 788 Heilbroner, R. L.: 649 Heintel, E.: 22 Heise, J.: 396, 407 Heisenberg, W.: 23, 717 Helm, P.: 34 Hengel, M.: 99, 130, 220, 421, 487, 532, 554, 556 Hennecke, E.: 848 Hepburn, R.: 34, 45 Hermann, J.: 474 Hermann, W.: 644 Hertz, A.: 554 Herzog, Fr.: 297 Heuss, A.: 22, 750 Hick, J.: 34, 44, 45 Higgins, A. J.: 227 Hildebrandt, D.: 687 Hindley, J. C : 365, 372 HinneUs, J. R.: 750 Hinske, N.: 36 Hofbeck, S.: 365, 373 Hofius, O.: 278, 279 Holladav, C. R.: 156, 367 Hollweg, C. R.: 23 Holtz, G.: 284 Holtz, Tr.: 424, 438 Holzhey, H.: 22 Holzkamp, KL: 23 Hommes, H.: 721
Hoogerwerf, A.: 766 Hooker, M. D.: 342, 354 Horkheimer, M.: 23, 5 1 , 798, 844, 846 Hornig, G.: 33 Houtart, Fr.: 743 Houten, B. C. van: 649 Houtepen, A.: 750 Hubbeling, H . G.: 34, 51 Huby, J.: 154, 171 Hulst, A. R. : 120, 181 Humbert, P.: 468 Humphreys, C.: 673 Huppenbauer, H. W.: 487 Ibuki, Yu: 343 Iersel, B. van: 487 Illies, J.: 750 Inch, M.: 365 Iserloh, E.: 554 Jacob, E.: 138 Jacobs, Irv.: 138, 148, 151, 152 Janowski, H . N.: 759 Jenni, E.: 468 Jeffner, A.: 34, 46 Jepsen, A.: 78, 88 Jeremías, J.: 154, 236, 284 Jervell, J.: 141, 158, 159, 161, 243, 298, 344, 352, 514, 532 Jocz, J. : 128, 541 Johansson, N.: 522 Johnston, G.: 319, 407, 414, 522 Jolles, A.: 30 Joñas, H.: 298, 316, 532 Jonge, M. de: 227, 236, 237, 242 JüRgfel, E.: 22 Kasemann, E.: 58, 105, 154, 159, 187, 242, 249, 270, 296, 321, 342, 345, 402, 407, 554 Kaiser, M.: 22, 720 Kaiser, O.: 105 Kambartel, F.: 22 Kant, I.: 48, 653, 681, 687, 703 Kasper, W.: 22, 27, 750, 807 Kateb, G.: 644 Kautzsch, E.: 848 Kelly, J. N.: 212 Kepplinger, H. M.: 554 Kertelge, K.: 105, 807
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Kessler, A.: 22 Kessler, H.: 216, 750 Kidle, M.: 424 Kiefer, O.: 376 King, J. S.: 342 Kipperberg, H.: 298, 304 Kisch, G.: 848 Kistemaker, S.: 241, 249 Kittel, G.: 148, 155, 554 Klein, G.: 105, 342, 554 Klijn, A.: 154 Knopf, R.: 212 Koch, K.: 105, 126, 584 Koester, H.: 296 Kolakowski, L.: 647 Koningsveld, H.: 23 Konrad, F.: 33 Korff, W.: 25 Koselleck, R.: 22, 30, 697, 723 Kraft, H.: 424, 427, 432, 446, 604 Krenn, K.: 51 Kretschmar, G.: 243 Kruyff, C. Th. de: 106, 284, 407 Kühlewein, J.: 257, 474 Kuhl, J.: 407 Kuhn, H . B.: 298, 316 Kuhn, H. W.: 554 Kuhn, K. G.: 242 Kuhn, K. H.: 848 Kuhn, Th. S.: 23 Kuitert, H.: 33, 38, 51, 55, 554, 555, 723, 739-741, 774s Küng, H.: 224, 750, 807 Kuyper, L. J.: 343 Kwant, R.: 718 Kysar, R.: 296, 310, 365, 376, 389, 600 LabrioUe, P. de: 558 Lacomara, A.: 298, 304, 311, 602 Lagree, M.: 682 Lakatos, I.: 23 Lamarche, P.: 342 Lang, B.: 99, 342 Langkammer, H.: 342 Langmuir, G.: 586 Larcher, C : 99 Larsson, E.: 187 Latourelle, R.: 33 Leaney, A. R.: 522 Le Déaut, R.: 138, 298, 304, 356, 377, 841, 848
859
Leibniz, G. W. von: 686, 687 Leipoldt, J.: 58 Lenglet, A.: 227 Lepenies, W.: 750 Leroy, H.: 296, 321, 380, 407, 460, 601 Lessing, G. E.: 611 Levert, P.: 66 Lévinas, E.: 34, 40, 53, 719 Lévi-Strauss, CL: 30, 714 Liddell, H. G.: 78 Liebrucks, B.: 22 Liedke, G.: 103 Lindars, B.: 296, 366 Linneman, E.: 531 Locher, G.: 407, 522 Lowith, K.: 750 Lofthouse, W.: 78 Lohfink, G.: 30 Lohmeyer, E.: 154, 159, 171, 424 Lohse, E.: 171, 176, 180, 183, 424 Longenecker, R.: 243, 298, 316 Loos, M.: 655 Loretz, O.: 58 Lowe, M.: 325 Luck, U.: 106, 532 Luckmann, Th.: 22, 720, 796 Ludz, P.: 644 Lübbe, H.: 750 Lührmann, D.: 106, 529, 530 Lütgert, W.: 687 Luhmann, N.: 720 Luijpen, W.: 33 Luz, W.: 290 Lyonnet, S.: 106, 257, 407, 474, 514 Maass, F.: 255, 474 McCarthy, D.: 254 McDonald, J.: 304 McDonell, A.: 668 Mach, R.: 106, 133, 134 Mack, B. L.: 298, 316, 343 McNamara, M.: 298, 304, 343, 344, 347 McPolin, J.: 407 Macquarrie, J.: 34 McRay, G. W.: 296, 298, 316, 376, 377 Madinier, I.: 719 Mannheim, K.: 644 Manuel, Fr. E.: 644 Marcel, G.: 719
860
ÍNDICE
ONOMÁSTICO
Marcuse, H.: 51, 644, 654, 738, 750, 844 Marmorstein, A.: 134 Marquard, O.: 704 Marrou, H.: 66 Marsch, W. D.: 644, 750 Martin, R.: 154 Marty, J.: 148 Martyn, J. L.: 227, 236, 296, 298, 304, 310, 321, 327, 330, 599, 600 Marx, K.: 688-697, 698, 699, 700 Marxsen, W.: 290 Mascara, J.: 668 Masing, U.: 78 Maslow, Abr. H.: 790 Mazar, B.: 162 Meadows, D.: 649 Meeks, W. A.: 227, 236, 296, 298, 303, 304, 311, 328, 329, 344, 352, 380, 405, 600, 601 Meinertz, M.: 148 Merk, O.: 284 Merleau-Ponty, M.: 717 Metz, J. B.: 22, 30, 35, 64s, 554, 707, 708, 723, 734-739, 741, 750, 755, 759, 800 Meuzelaar, J.: 171 Meyer, A.: 148 Meyer, R.: 100, 120, 145 Michaelis, W.: 181, 468 Michel, D.: 78 Michel, O.: 227, 591 Michl, J.: 148, 171, 212 Mieth, D.: 22, 30 Myers, J. M.: 343 Mildenberger, F.: 30 Mingana, A.: 298, 318, 421, 848 Miranda, J. P.: 298, 304, 407, 527, 742 Mitscherlich, A.: 729 Molnar, Th.: 644 Moltmann, J.: 33, 644, 710, 750, 775, 807, 817 Montefiori, H. W.: 227 Montgomery, J.: 78 Moore, C. A.: 668 Moran, G.: 33 Morelli, A.: 743 Morenz, S.: 58 Morgenster, J.: 384 Morgenthaler, R.: 75 Morris, L.: 296
Morrish, G.: 75, 78 Mowinckel, S.: 433 Müller, A. K.: 649 Müller, C : 106 Müller, M.: 22 Müller, U.: 296, 316, 343, 353, 365, 421, 424, 426 Mumford, L.: 644 Munz, P.: 34, 45 Murray, G.: 664 Muschalek, G.: 750 Mussner, Fr.: 106, 116, 148, 149, 151, 171, 290, 331, 372, 522 Nabert, J.: 654 Nagel, E.: 23 Nauck, W.: 516 Nédoncelle, M.: 718 Nelis, J.: 106, 384 Nestle, W.: 30, 558 Neugebauer, O.: 487 Neusner, J.: 532 Neusüss, A.: 644 Nickelsburg, G. W.: 160, 217, 298, 333, 420 Nicol, W.: 365, 366, 367 Nilsson, M. P.: 532, 664 Noack, B.: 487 Notscher, F.: 106, 523 Nolte: 750 Normann, F.: 570 Nussbaum, H. von: 649 O'Collins, G. G.: 588 Oelmüller, W.: 36, 715, 720 Oepke, A.: 106, 207 Ohlig, K. O.: 58 Olfetjfcht, Th. H.: 321 Oppolzer, S.: 750 Ort, L. J. : 655 Osten-Sacken, P. von der: 564, 588 Otto, R.: 756 Oudenrijn, F. van den: 761 Otzen, B.: 487 Pannenberg, W.: 23, 42, 64, 65, 554, 697, 722, 723, 730, 731, 735, 739, 750, 775, 778 Pater, P. de: 34, 47 Pauwels, L.: 791 Perlitt, L.: 236, 298, 304 Perls, F. S'.: 791
ÍNDICE
ONOMÁSTICO
Pesch, R.: 579, 803 Peterson, E.: 532 Pétrement, S.: 533, 655 Petzcke, G.: 554, 569, 571 Peukert, H.: 750 Peursen, C. A. van: 23 Phillips, D. Z.: 51 Piaget, J.: 50 Picht, G.: 23, 644, 649, 717 Pieper, J.: 22 Pike, N.: 654 Pías, M. van der: 829 Plattel, M.: 644 Pohier, J.: 50 Pohlenz, M.: 533 Pokorny, P.: 171, 188 Polanyi, M.: 23 Pollard, T. E.: 296, 343 Pope, A.: 686 Popper, K.: 23, 636, 651, 690, 704, 843s Porsch, F.: 407, 522 Post, W.: 697 Potterie, I. de la: 376, 377, 407, 415 Pree, W. de: 644 Preisker, H.: 257 Preiss, Th.: 382 Price, H. H.: 22 Puech, H. C : 533, 655 Pulinx, P.: 642 Quell, G.: 78 Quispel, G.: 298, 320, 533 Raapke, H. D.: 650 Rad, G. von: 124, 129, 302, 333, 502, 503, 504, 506, 507, 543 Radhakrishnan, S.: 668 Rademacker, L.: 848 Rahner, K.: 53, 58, 732, 733, 750, 774 Rahula, W.: 673 Ramsey, I.: 34 Randall, J. H.: 45 Ratzinger, J.: 750 Reicke, B.: 487 Reider, J.: 487 Reim, G.: 296, 340 Reinhardt, K.: 30 Reinisch, L.: 22, 647 Rendtorff, H.: 148 Rengstorf, K.: 307, 368 Reventlow, H.: 102, 106, 126
861
Ricca, P.: 407 Richter, G.: 343, 376 Richter, L.: 22 Ricoeur, P.: 22, 30, 34, 68, 504, 844 Riedel, M.: 643, 722, 750 Riedl, J.: 423 Riga, P.: 365 Rigaux, B.: 207 Rissi, M.: 343, 345 Robinson, J. A. T.: 296, 327, 423 Rossler, D.: 750 Rohrmoser, G.: 750 Roller, O.: 437, 438 Rombach, H.: 22 Rombold, G.: 51 Rosagno, S.: 527 Rost, L.: 99 Rost, R.: 848 Rostovtzeff, M.: 533 Roszak, Th.: 717 Rousseau, H.: 655, 742 Rousseau, J.-J.: 704, 782 Roux, H.: 284 Rowley, H. H.: 78, 424 Ruppert, L.: 160, 217, 333 Ruprecht, E.: 467 Russ, R.: 63 Ruyer, P.: 644 Saeb0, M.: 204 Sand, A.: 58 Sanders, J. A.: 154, 159, 161, 588 Sanders, J. N.: 296 Sanders, J. T.: 159, 343 Sangharakshita, B.: 673 Sartre, J.-P.: 644 Schachtel, E. G.: 790 Schafer, P.: 421, 522, 523 Schaeffer, H.: 644 Schaeffler, R.: 22, 29, 34, 48, 510, 709, 715, 760 Schaik, A. P. van: 424 Schalit, A.: 384 Schapp, W.: 22, 30 Scharbert, J.: 83 Scheffczyk, L.: 750 Schegget, G. H. ter: 154, 165, 554 Schelkle, K. H.: 106, 212, 216, 294 Schelsky,H.: 651, 720 Schenke, H. M.: 298, 316 Schilfgaarde, P. van: 23 Schille, G.: 227, 244, 284
862
ÍNDICE
ONOMÁSTICO
Schillebeeckx, E.: a) Referencias a Jesús, la historia de un viviente: 113, 120, 156, 163, 215, 216, 217, 230, 237, 251, 255, 288, 306, 307, 308, 309, 318, 333, 368, 392, 404, 419, 420, 425, 456, 498, 521, 529, 589, 591, 720, 786, 807 b) Otras referencias: 53, 55, 104, 457, 574, 579, 755, 790, 800 Schipper, J.: 750 Schiwy, G.: 53 Schlatter, A.: 212 Schlette, H. R.: 644, 750 Schlier, H.: 171, 187, 389, 407, 423, 487, 522, 554 Schlink, E.: 22 Schlütter, A.: 148 Schmid, H. H.: 106, 124, 533 Schmid, } . : 474 Schmidt, A.: 697, 759 Schmidt, K. L.: 120, 257 Schmidt, S.: 22 Schmidt, W. EL: 487, 502, 504 Schmithals, W.: 533, 545 Schmitz, O.: 138 Schnackenburg, R.: 296, 306, 315, 322, 327, 328, 337, 343, 366, 367, 369, 370, 376, 377, 405, 406, 409, 415, 460, 554, 600 Schneemelcher, W.: 848 Schneider, G.: 511 Schneider, H.: 365, 373 Schneider, J.: 148, 191, 212, 257, 468 Schneiders, W.: 22, 36, 715 Schnider, Fr.: 340, 366 Schnutenhaus, Fr.: 298, 304, 327 Schoff, A.: 22 Schoeps, H. J.: 138 Scholder K.: 649 Scholem, G. G.: 33, 340, 356, 378, 533, 596, 849 Schoonenberg, P.: 94, 160 Schottroff, L.: 322, 365, 366, 554 Schottroff, W.: 803 Schrage, W.: 554 Schreiner, J.: 407, 522 Schreiter, R.: 34 Schrenk, G.: 204, 288, 475 Schreurs, N.: 42 Schubert, K.: 99, 343
Schubert, P.: 171 Schürmann, H.: 807 Schütz, A.: 720 Schulenberg, W.: 650 Schulz, S.: 296, 343, 415, 468, 529 Schulz, W.: 727 Schunk, K. D.: 207 Schupp, Fr.: 23, 33, 38 Schwarz-Bart, A.: 586 Schweizer, E.: 145, 154, 160, 188, 213, 284, 288, 377, 523 Schwemmer, O.: 722 Scott, R.: 78 Scott, W.: 849 Seale, M.: 683 Seckler, M.: 750 Segundo, J. L.: 743 Seiffert, H.: 23, 650, 690 Selwyn, E. G.: 213 Sen, K. M.: 668 Servier, J.: 644 Sevenster, G. M.: 554 Seybold, M.: 33 Sharma, C : 668 Sharpe, E. J.: 750 Sheper, J. Fagan: 791 Siegmann, E. F.: 340 Simón, M.: 298 Simonis, A. J.: 376 Sjoberg, E.: 523 Skehan, P. W.: 543 Smart, N.: 654 Smelik, E.: 284 Smend, R.: 481 Smith, D. M.: 343 Smith, R. H.: 304 Smith, T. C : 296, 327 Smaiders, P.: 289 Snow, C. P.: 717 Solle, D.: 778, 792 Spemann, R.: 750 Spicq, C : 213, 218, 227, 230, 278, 343 Spitta, R : 224 Staerk, W.: 467 Stamm, J.: 257, 468, 469, 474, 477 Standaert, B.: 849 Stauffer, E.: 554 Steck, K. G.: 750 Stegmüller, W.: 22, 23 Steinberger, G.: 322 Steinbuch, K.: 649 Stempel, W. D.: 22, 30
ÍNDICE
ONOMÁSTICO
Stegner, W.: 284, 288, 340, 366 Stier, Fr.: 129 Stierle, K.: 30 Stockmeier, P.: 539 Stoebe, H. J.: 78, 79, 88, 91 Stolz, R: 278, 467, 478 Strack, H., cf. Billerbeck Strathmann, H.: 120 Stt*91ISS E * 4 6
Strecker, G.: 106, 113, 154, 159s, 350 Strobel, A.: 207, 533, 545, 554, 559 Strzelewicz, W.: 650 Stuhlmacher, P.: 106, 134, 511 Suzuki, D. T.: 673 Talbert, C. H.: 154, 171, 298, 316, 421 Taylor, A. E.: 664 Taylor, V.: 227 Teeple, H. M.: 298, 304, 327 Testuz, M.: 487 Theunissen, M.: 22, 718, 750 Thevissen, G.: 213 Thomas, J.: 487 Thompson, G.: 171 Thrupp, S.: 644 Thüsing, W.: 407, 409 Thurston, R.: 213 Thyen, H.: 474 Tilborg, Sj. van: 296 Tillich, P.: 34, 51, 645 Tobac, E.: 148 Track, J.: 22 Traets, C : 365, 372 Trilling, W.: 207, 588 Tritton, A.: 683 Troeltsch, E.: 751 Troisfontaines, R.: 718 Trude, P.: 106 Trudinger, L. P.: 343, 345 Tuchel, K.: 717 Unnik, W. C. van: 296, 327 Unseld, S.: 22 Vanhoye, A.: 227, 244, 365, 373 Valjavec, F.: 36 Vaux, R. de: 181, 257, 384, 474 Vawter, Br.: 58, 296, 407, 415 Veenhof, L: 522 Veldhuis, W.: 33
863
Vergote, A.: 34, 41, 757 Verhoeven, C : 53 Verkuyl, J.: 751 Vermes, G.: 227, 533, 848 Violet, B.: 848 Visser, A.: 424 Vogels, H. J.: 213, 218, 220, 222 Vogtle, A.: 517 Vogler, P.: 720 Voltaire, J.: 687 Volz, P.: 424, 446 Vriezen, Th.: 78 Waayman, C : 718 Waelhens, A. de: 717 Waldenfels, H.: 33 Walker, R.: 365 Walle, R. H. van de: 751 Wegenast, K.: 187 Wehmeier, G.: 191, 304 Weiland, J. Sperna: 53, 654 Weima, J.: 791 Weinrich, H.: 30, 687, 704 Weiss, B.: 284 Weiss, K.: 257 Weizsacker, C. von: 717 Wengst, KL: 154, 284 Wennemer, K.: 423 Werner, M.: 243 Westermann, Cl.: 220, 499, 502, 504, 507, 508, 523, 524, 541, 560 Weth, R.: 750 Wetter, G. P.: 78, 97, 101, 353 Whittaker, J.: 376 Whorf, B. Lee: 22 Wijngaards, J.: 162, 468 Wilamowitz-Moellendorf, U. von: 533 Wifall, W.: 162, 163, 243 Wilckens, U.: 99 Wild, Ch.: 22 Wildenberger, H.: 78, 88, 89 Wilkens, W.: 322, 365, 366 Willems, B. A.: 751 Willemse, J.: 297 Williams: 683 Williamson, R.: 227, 230s, 236, 278, 317 Willms, B.: 22 Winter, P.: 352 Wisdom, J.: 34, 43, 44 Wittgenstein, L.: 42, 46 Wittram, R.: 751
864
ÍNDICE
ONOMÁSTICO
Wlosok, A.: 554 Wobbe, J.: 78 Wossner, J.: 22 Wohlenberg, G.: 213 Wolff, Chr.: 686, 687 Wolff, H. W.: 36, 162, 533 Wolff, K. H.: 22, 796 Wolfson, H. A.: 298, 317 Woude, A. S. van der: 227, 236, 237, 242, 251, 402, 502, 504, 507, 508, 543 Wright, A. G.: 841
Xhaufflaire, M.: 761
ÍNDICE
GENERAL
Yadin, Y.: 227, 239 Young, F. W.: 304, 356 Ysebaert, J.: 414 Zaehner, R. C : 655, 668 Zahrnt, H.: 30 Ziman, J. M.: 23 Zimmerli, W.: 78, 85, 88, 126 Zimmermann, H.: 343, 376 Zulehner, P.: 22
Prólogo
11
Introducción: Jesús, la historia de una nueva praxis
13
PRIMERA PARTE
AUTORIDAD DE LA EXPERIENCIA Y AUTORIDAD DEL NUEVO TESTAMENTO Capítulo primero Autoridad de las nuevas experiencias I. II. III.
21
La experiencia es siempre experiencia interpretada
23
Experiencia operativa
28
Revelación y experiencia 1. Religión y religiones de revelación 2. ¿Dos planos de verdad? 3. Encuentro con el mundo, pensamiento y lenguaje: experiencia y revelación 4. Creer por la autoridad 5. Una experiencia actual de la salvación en Jesús
33 34 35 38 54 55
Capítulo II Autoridad del Nuevo Testamento canónico
58
La formación del canon, 59.—Norma de fe, 61. Capítulo I I I Una falsa alternativa
•
64
Partir sólo de la experiencia, 64.—«Romanticismo de los orígenes», 66.—El NT y las experiencias actuales, 68.
SEGUNDA PARTE
LA EXPERIENCIA
DE LA GRACIA
EN EL NT
Justificación metodológica
75
Sección primera El oimpo semántico
78
866
ÍNDICE GENERAL
ÍNDICE GENERAL
Capítulo primero Noción de gracia en el Tenak I. La actividad graciosa de Yahvé 1. Hanan: entregarse con amor 2. Hen, derivado principal de hanan II. Concepción judía del «hesed» y la «3emet» de Dios Conclusión: Espiritualidad de la gracia en el Tenak Capítulo I I La gracia en el judaismo primitivo I. La «charis» helenista II. La gracia en los LXX y en la primera literatura judía Sección segunda Experiencia e interpretación de la gracia en el NT Introducción Capítulo primero Teología de la gracia en Pablo I. «Charis»: un nuevo camino de salvación 1. «Charis» y el «evangelio» de Pablo en sus primeras cartas ... 2. La «charis» greco-judía: carta a los Gálatas y Evangelio de Lucas II. Justificados por la fe en Cristo: la carta a los Gálatas y 2 Cor 5, 18-21 III. Teoría paulina de la gracia: la carta a los Romanos 1. Ni el paganismo ni el judaismo procuran salvación o «charis». 2. Revelación de la «justicia de Dios» en Jesucristo 3. Consecuencias ético-religiosas de la vida de gracia Conclusión: doctrina de Pablo sobre la justificación 4. Seudopaulinismo y carta de Santiago IV. De Pablo al paulinismo: la carta a los Filjpenses 1. Jesucristo como «Soter»: bienhechor^ salvador 2. El canto del realmente Grande, es decir, del Humilde (Flp 2, 6-11) Conclusión: La «charis» de Jesucristo en las cartas auténticas de Pablo Capítulo I I El paulinismo juera de las cartas auténticas de Pablo Introducción: El cristianismo en Asia Menor El cristianismo en Asia Menor I. Cristo, plenitud de Dios; la Iglesia, plenitud de Cristo: carta a los Colosenses 1. Trasfondo hermenéutico de la carta a los Colosenses: la «filosofía de la vida»
78 78 78 83 85 92
II.
III. 94 94 97
104 104
111 113 118 119 123 144 147 148 154 155 158
Reacción de la carta a los Colosenses La carta a los Colosenses y Pablo paz de Cristo entre los pueblos: la carta a los Efesios Presupuestos religiosos y culturales de la carta a los Efesios ... La paz cristiana Edificación interna de la comunidad eclesial Salvación del hombre para gloria de Dios Conclusión: La «teología política» de la carta a los Efesios ...
175 183 185 187 193 200 204 205
Una comunidad se interroga sobre la «fe verdadera»: la segunda carta a los Tesalonicenses
207
Capítulo I I I Sufrir por los demás, futuro de un mundo mejor
212
Cuestión primera Sufrimiento del inocente: la primera carta de Pedro I.
105 106 106
2. 3. La 1. 2. 3. 4.
867
II.
212
El evangelio del sufrimiento por los demás 1. El sufrimiento en favor de los vivos 2. El sufrimiento en favor de los muertos
212 214 219
Pueblo de Dios santo, real y sacerdotal
224
Cuestión segunda La gracia de Dios y el mundo futuro: la carta a los Hebreos Introducción I. Presupuestos religioso-culturales de la carta a los Hebreos 1. «Este mundo» y el «mundo futuro» 2. El midrás de Melquisedec I I . Una concepción sacerdotal de la gracia y la salvación 1. Fundamento: Jesús es «de Dios» y «de los hombres» 2. El servicio de Jesús, sacerdote mesiánico 3. El fruto del ministerio sacerdotal de Jesús 4. Una espiritualidad cristiana derivada de una concepción sacerdotal de la gracia Conclusión: La «charis» imperecedera, único fundamento permanente y estable del creyente
227 227 232 232 235 240 240 252 264 275 280
167 Capítulo IV 170 170 170
Las Iglesias en proceso de consolidación hablan de salvación en Jesús ... I. II.
172 173
Jesucristo, manifestación personal de la gracia de Dios: las Cartas pastorales «Nuestro Dios y Salvador Jesucristo»: la carta de Judas y la segunda de Pedro 1. Consolidación de la Iglesia y actuación de los carismáticos 2. ¿Del «Dios de Jesús» al «Dios Cristo»?
284 284 290 290 293
868
ÍNDICE
GENERAL
ÍNDICE GENERAL
Capítulo V Jesús, el testigo del Dios-Amor: el joanismo Introducción I. Claves para entender el Evangelio de Juan 1. Jesús, el profeta escatológico mayor que Moisés 2. El modelo joánico del descenso y ascenso 3. Jesús pone a los hombres ante una opción: fe o incredulidad. 4. La tradición joánica y el «Jesús histórico» 5. Estructura del Evangelio de Juan II.
III.
IV.
296 297 297 298 311 321 334 340
Presencia de Jesús en la tierra como Palabra hecha hombre 1. Prólogo del Evangelio de Juan 2. Jesús, presentado a Israel por Juan Bautista 3. Jesús se revela en sus obras y palabras
342 342 361 364
Retorno al Padre: don de la salvación 1. El cordero de Dios 2. La elevación en la cruz 3. Glorificación del Padre y del Hijo: resurrección y envío del Espíritu como don pascual
399 399 400
La persona de Jesús en el joanismo: el Hijo
418
Capítulo VI Cristo, el testigo de que Dios es justo: el Apocalipsis I. Títulos gloriosos de Cristo II. La visión de un mundo nuevo
424 426 436
Capítulo primero El concepto de gracia y su contenido I. La idea de «charis» o gracia 1. Una nueva posibilidad de vida : v 2. La gracia de Jesús y de Cristo resucitado II. Contenido salvífico del término «gracia» 1. Adopción y nueva creación (paulinismo), nacer de Dios (joanismo): don del Pneuma 2. Contenido concreto de esta gracia fundamental 3. Gracia y alabanza: la gracia invita a la celebración Conclusión: ¿De qué y para qué hemos sido liberados? Capítulo II «Hacer la unidad del universo» I. Creación y gracia en la Biblia II. La gracia, ¿categoría ético-religiosa u ontológica? III. Modalidades de la gracia «para el bien común»
453
453 453 453 456 457 457 466 499 499
502 502 517 519
,.|
Sección cuarta Teología neotestamentaria de la gracia y vida de los cristianos en el mundo Introducción: Exégesis «materialista»
327 527
Capítulo primero Buscad primero el reino de Dios y su justicia (Mt 6,33; Le 18,14)
528
Capítulo II Las Iglesias neotestamentarias en las circunstancias concretas de su historia I. Talante y mentalidad de la Antigüedad tardía
532 532
II.
406
Sección tercera La experiencia de la gracia en la interpretación del NT
Capítulo III El Dios de la gracia, Jesucristo, el Pneuma
}.;,,!)
La espiritualidad neotestamentaria en el contexto de la Antigüedad tardía
539
Capítulo I I I Experiencia neotestamentaria de la gracia y estructuras sociales
543
Capítulo IV Vida de gracia y poder político en el NT
554
Capítulo V Vida de gracia y ética en el NT
572
Capítulo VI Israel y la Iglesia neotestamentaria Conclusión y reflexión retrospectiva: Iglesia y Sionismo
586 606
TERCERA PARTE
ELEMENTOS ESTRUCTURALES DE LAS TEOLOGÍAS NEOTESTAMENTARIAS DE LA GRACIA Introducción
615
1. 2.
622
3. 4.
Dios y su historia con el hombre La naturaleza de la historia de Dios con el hombre se hace experimentable en la persona y en la vida de Jesús Nuestra historia: seguir a Jesús Una historia sin final histórico
622 624 625
Conclusión
626
ÍNDICE GENERAL
3. 4. 5. 6. 7.
CUARTA PARTE
LA GLORIA
DE DIOS Y LA AUTENTICA
HUMANIDAD
Introducción
631
Entre el futuro y el recuerdo
636
Salvación cristiana I.
Capítulo primero El hombre y su futuro II.
637
Responsabilidad actual de la humanidad ante su futuro
637
La conciencia utópica del hombre 1. Utopías conservadoras y progresistas 2. Aporía de la planificación del futuro
644 645 648
II. III.
Capítulo I I Recuerdo crítico de la humanidad doliente
653
Introducción
653
I.
II.
La humanidad en busca de una praxis capaz de vencer el sufrimiento. 1. Una excepción en la superación religiosa del sufrimiento: el dualismo («maniqueísmo») 2. Actitud de Israel ante el sufrimiento 3. Los griegos y el sufrimiento humano 4. Los romanos: «per áspera ad astra» 5. El sufrimiento en el hinduismo 6. El sufrimiento en el budismo 7. El cristianismo y el sufrimiento del hombre 8. El sufrimiento en el Islam 9. Racionalización del sufrimiento humano en la Ilustración 10. Marxismo y sufrimiento humano
654 658 664 667 668 673 676 682 686 688
El desafío del sufrimiento
697
Sección segunda
654
""^
Redención y libertad
706
Capítulo primero Dios no quiere el sufrimiento del hombre
706
Capítulo II Dimensiones de la salvación del hombre I. II.
720 72 \ 722 723 724
Capítulo I I I
Sección primera
I.
Relación con las estructuras sociales e institucionales Estructura espacio-temporal de la persona y de la cultura Relación mutua entre teoría y praxis Conciencia religiosa y «pararreligiosa» del hombre Síntesis de las seis dimensiones
871
713
¿Qué es el hombre?
713
Las coordenadas del hombre y de su salvación 1. Corporalidad humana, naturaleza y entorno ecológico 2. Ser hombre significa convivir
716 716 718
727
Distorsiones individuales de la salvación
727
Relación entre «historia» e «historia de la salvación»
729
La salvación de Dios experimentada a través del hombre y del mundo Introducción: la historia de Jacob y Esaú 1. La salvación terrena, elemento constitutivo de la redención cristiana 2. Fe cristiana y política 3. Salvación escatológica o definitiva
Epílogo
747 747 749 756 774 823
Glosario de algunos términos técnicos
837
Siglas
851
índice onomástico
855
índice general
865