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HENR Y H. NEFF
EL GU A R RD I A N DE
R O W A N E l l t a pi z 01
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Dedicado a mi familia, amigos y alumnos.
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ÍNDICE ARGUMENTO .............................................................................5 El chico , el tren y el tapiz........................................................6 z........................................................6 Tres golpecitos ................................................................... .......................................................................17 ....17 El momento de la elección....................................................31 n....................................................31 El vuelo a Rowan...................................................................42 n...................................................................42 Nuevos y vie jos dia blos........................................................56 s........................................................56 El último Lymrill ...................................................................71 Una casa llena.........................................................................86 a.........................................................................86 Lo nuevo y lo raro ...............................................................104 Una manzana dorada en el huerto....................................123 o....................................123 El circuito..............................................................................134 o..............................................................................134 La noche de Halloween ......................................................149 Prisiones secretas.................................................................168 s.................................................................168 Una mentira y un violín......................................................183 n......................................................183 Encuentro con los Vyes.......................................................199 s.......................................................199 Invitados imprevistos..........................................................208 s..........................................................208 El nuevo residente de Rowan ............................................221 El perro del Ulster................................................................236 r................................................................236 Contra ba bandistas en el Atlántico norte ..............................246 La cripta de Marley Augur.................................................261 r.................................................261 Padre e hi jo j jo...........................................................................277 o...........................................................................277 Reconocimientos..................................................................293 s..................................................................293
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ARGUMENTO Max MacDaniels lleva una vida tranquila en los suburbios de Chicago hasta el día en que se encuentra con un misterioso tapiz celta. Desde ese momento muchos personajes extraños parecen interesarse por Max. Su descubrimiento le conducirá al Colegio Rowan, una escuela secreta donde le esperan grandes cosas: fantásticas criaturas, un entrenamiento riguroso y su propio observatorio astronómico dentro de una mansión junto al mar. Pero también hay seres oscuros acechándole. Max descubre que de todas partes del planeta están desapareciendo obras de arte de incalculable valor y niños con poderes especiales, y que él es la pieza clave de una antigua lucha entre el Bien y el Mal. Para sobrevivir, tendrá que confiar en una enigmática red de agentes y místicos, en el genio de su compañero de cuarto y en el escalofriante poder que está despertando en su interior. Sólo tiene dos opciones: morir o convertirse en un héroe.
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El chico, el tren y el tapiz
M
ax McDaniels presionaba su frente contra la ventana del tren y observaba cómo las nubes tormentosas atravesaban el dorado cielo. La lluvia comenzó a golpear el cristal con un suave repiqueteo y el cielo se oscureció en tonos morados. Mientras la ventana se empañaba Max parpadeó ante su propia imagen acuosa del cristal. La imagen le devolvió el gesto: un chico de ojos oscuros, de pelo ondulado y negro, con los pómulos marcados de su madre. La voz de su padre retumbó a su lado y Max giró en su asiento. —¿Cuál te gusta más? —preguntó aquél con una sonrisa entusiasta. Sujetaba un par de anuncios brillantes entre los gruesos dedos. Max los miró, observando con atención a una elegante mujer junto a un fregadero de cocina; tenía la cabeza echada hacia atrás como si se estuviera divirtiendo. —Esa sí que no —dijo—. Es demasiado empalagosa. La cara sonriente y alegre del señor McDaniels se ensombreció. El padre de Max era enorme como un oso, tenía ojos azules y una barbilla con profundos hoyuelos. —No es empalagosa —se quejó, mientras echaba una miradita al anuncio y se alisaba la mata de pelo castaño y fino—. ¿Qué tiene de empalagoso? —Nadie disfruta tanto fregando platos —dijo Max mientras señalaba a la resplandeciente mujer con el agua jabonosa hasta los codos—. Y nadie friega los platos con un elegante vestido... —¡Pero se trata de eso precisamente! —le interrumpió su padre meneando en el aire la copia del anuncio—. ¡Ambrosía® es el primer superdetergente de vajillas! ¡Una espuma milagrosa que no daña el fregadero pero que puede con la grasa más...! —¡Papá! —Max se ruborizó. El señor McDaniels se calló al darse cuenta de que el resto de pasajeros los observaban con curiosidad. Soltó un bufido y volvió a meter los anuncios en el abrigo mientras el tren realizaba una breve parada a las afueras de la ciudad. —No es tan malo —le reconfortó Max—. Tal vez podrías hacer que no enseñara todos los dientes mientras sonríe o algo así.
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El señor McDaniels soltó una risita y desplazó su amplio trasero en el asiento para pegarse más a su hijo. Max se separó un poco empujando con los codos. Un torrente de gente entraba en el tren, cerrando los paraguas y apartándose el pelo mojado de los ojos. El vagón traqueteó y la máquina volvió a ponerse en marcha. Cuando se quedaron a oscuras los pasajeros empezaron a reír y a dar grititos. Max apretó el brazo de su padre y las luces amarillas del tren parpadearon hasta volver a encenderse. La lluvia era más intensa ahora que se aproximaban a Chicago, un imponente escenario de acero y ladrillo que contrastaba con la tormenta de verano. Aún sonreía cuando vio al hombre. Se encontraba en un asiento al otro lado del pasillo, en la fila posterior a la suya, pálido y desaliñado, con el pelo corto y oscuro todavía mojado por la lluvia. Parecía extenuado; sus párpados se movían mientras se repantigaba con su sucio abrigo y articulaba en silencio palabras dirigidas a la ventana. Max se giró un momento para conseguir una visión mejor. Se quedó sin aliento. El hombre lo estaba mirando. Estaba sentado totalmente inmóvil, fijando en Max unas sorprendentes pupilas desiguales. Mientras una era verde, la otra relucía como un huevo pelado y húmedo. El chico se quedó mirándolo, paralizado. Parecía una cosa ciega y muerta... como sacado de una pesadilla. Pero, de algún modo, Max sabía que ese ojo no estaba ciego ni muerto. Sabía que le estaba estudiando, evaluando, de la misma manera que su madre solía examinar un vaso de vino o una vieja fotografía. Sosteniendo la mirada de Max, el hombre inclinó la cabeza y desplazó el peso de su cuerpo hacia el pasillo. El tren se introdujo en un túnel y el vagón volvió a quedarse a oscuras. Un espasmo de miedo invadió a Max. Escondió la cabeza en el cálido abrigo de su padre. El señor McDaniels rezongó y se le cayeron al suelo varios folletos publicitarios. El tren fue decelerando hasta pararse y el chico oyó la voz de su padre. —¿Crees que soy tu almohada, Max? Recoge tus cosas... Ya hemos llegado, chaval. Max levantó la mirada y se encontró con que la luz había vuelto al vagón y los pasajeros arrastraban los pies hacia las puertas de salida. Sus ojos recorrieron con rapidez las caras. El hombre extraño no estaba por ningún sitio. Ruborizado, recogió el paraguas y el cuaderno y siguió a su padre. La estación estaba repleta de gente que iba y venía por los andenes. Las voces resonaban por encima del sonido de los altavoces; los compradores de fin de semana correteaban acarreando bolsas y niños. El señor McDaniels guió a Max escaleras mecánicas abajo hacia la salida. La lluvia había parado pero el cielo todavía amenazaba tormenta y los periódicos se arremolinaban en las calles en súbitos
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arranques de vuelo. Llegaron a una fila de taxis amarillos, el señor McDaniels abrió la puerta de uno de ellos y dejó que Max se metiera primero, a toda prisa, en el asiento de vinilo. —Al Instituto de Arte, por favor —dijo su padre. Max estiró el cuello en un intento de divisar las cimas de los rascacielos y el taxi se encaminó hacia el este, hacia el lago. —Papá —dijo Max—. ¿Te has fijado en ese hombre del tren? —¿Qué hombre? —Estaba sentado al otro lado del pasillo, una fila detrás de nosotros —contestó Max, temblando. —No, creo que no —dijo su padre, quitándose un poco de pelusa del abrigo—. ¿Qué tenía de especial? —No lo sé. Tenía una pinta muy rara y no dejaba de mirarme. Parecía que iba a decirme algo o a acercarse justo antes de entrar en el túnel. —Bien, si te estaba mirando probablemente fuera porque tú le estabas mirando a él —dijo el señor McDaniels—. En las ciudades vive todo tipo de personas, Max. —Ya lo sé, papá, pero... —Ya sabes lo que se dice, no se puede juzgar un libro por las tapas. —Ya lo sé, papá, pero... —Mira, en mi oficina hay un tío. Un tipo joven, un poco verde todavía. Pues el primer día me lo encuentro en la máquina del café, con maquillaje en los ojos, un piercing en la nariz y la música de sus auriculares a todo volumen... Max miró por la ventanilla del taxi mientras su padre le contaba esa historia que ya sabía. Por fin vio lo que había estado esperando: dos leones de bronce, grandes y orgullosos, que flanqueaban la entrada del museo. —Papá, ya estamos en el Instituto de Arte. —Así es, así es. ¡Ah!, y antes de que se me olvide —dijo el señor McDaniels, girándose hacia él con una sonrisita triste en su enorme cara—. Gracias por venir hoy conmigo, Max. Te lo agradezco. Tu madre también te lo agradece. El chico asintió de forma solemne y apretó con fuerza la mano de su padre. Los McDaniels siempre habían celebrado el cumpleaños de Bryn McDaniels con una visita a su museo favorito. A pesar de la desaparición de su madre dos años atrás, Max y su padre mantenían la tradición. Una vez en el interior, preguntaron a una joven que llevaba el nombre en la solapa dónde podían encontrar las obras de los artistas favoritos de Bryn McDaniels. Max
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escuchó cómo su padre recitaba los nombres de una lista en un papel: Picasso, Matisse, y Van Gogh eran bastante sencillos pero se detuvo cuando llegó al último. —¿ Jau-jin?—preguntó, arrugando la cara y frunciendo el ceño ante el trozo de papel. —Gauguin. Es un artista genial. Creo que les encantarán sus obras —la mujer sonrió y les indicó unas amplias escaleras de mármol que llevaban al segundo piso. —Tu madre sí que se sabe todos los nombres. A mí no se me quedan aunque los repita mil veces —el señor McDaniels rió entre dientes y dio un golpecito con el mapa en el hombro de Max. Las galerías del piso superior rebosaban de color, grandes manchas de pintura cubrían lienzos y planchas. El señor McDaniels señaló un gran cuadro de paseantes en una calle lluviosa de París. —Ése se parece bastante a hoy, ¿no? —En la lluvia sí, pero para parecerte a él tendrías que ponerte bigote y chistera — reflexionó Max mientras observaba una figura que había en primer plano. —¡Ja! Yo antes llevaba bigote. Tu madre hizo que me lo afeitara cuando empezamos a salir. Algunas imágenes ocupaban toda una pared mientras que otras se acurrucaban en pequeños marcos dorados. Pasaron alrededor de una hora paseando de un cuadro a otro, prestando especial atención a los favoritos de la señora McDaniels. A Max le gustaba especialmente un Picasso en el que un viejo demacrado abrazaba una guitarra. Estaba observando con atención el lienzo cuando oyó la exclamación de su padre detrás de él. —¿Bob? ¡Bob Lukens! ¿Cómo estás? Max se dio la vuelta y vio a su padre agitando el brazo de un hombre delgado de mediana edad que vestía un jersey negro. Una mujer le acompañaba y ambos mostraban sonrisas de compromiso al verse acorralados por el señor McDaniels. —Hola, Scott. Encantado de verte —dijo con educación el señor—. Cariño, él es Scott McDaniels. Trabaja en la cuenta de los hermanos Bedford... —Oh, qué agradable coincidencia. Encantada de conocerte, Scott. —¡Cambiará su forma de ver la sopa! —tronó la voz del señor McDaniels dirigiendo un dedo al techo. La señora Lukens dio un respingo y se le cayó el bolso. —Imagínese un día invernal —continuó el señor McDaniels, agachándose para recoger sus cosas del suelo mientras ella retrocedía un paso por detrás de su marido—. Estás moqueando, sopla el viento y todo lo que tienes para calentar el estómago es un viejo bote de sopa en la despensa. Bien, ninguna sopa es aburrida con
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los Picatostes Crujientes de los Hermanos Bedford®! Sus atractivas formas y su textura crujiente animan cualquier sopa y despiertan las papilas gustativas. El señor McDaniels alzó su mano hasta la frente y se puso en posición de firmes. Max sintió unas ganas enormes de regresar a casa. Al señor Lukens se le escapó una risita. —¿Te he comentado que el señor McDaniels es un fanático, cariño? La señora Lukens intentó sonreír mientras el señor McDaniels le estrechaba la mano y se volvía hacia Max. —Max, me gustaría presentarte al señor y la señora Lukens. El señor Lukens lleva mi agencia... es el jefazo. Max y yo estamos aquí para darnos un chapuzón de cultura, ¿verdad? Max sonrió con nerviosismo y extendió la mano al señor Lukens, quien se la estrechó de forma cariñosa. —Encantado de conocerte, Max. Siempre es un placer ver a un joven que pasa de los videojuegos y de la MTV. ¿Has visto algo que te guste? —Me gusta este Picasso —dijo Max. —También a mí me ha gustado siempre. Tienes buen ojo... —el señor Lukens le dio una palmadita en el hombro y se volvió hacia el señor McDaniels—. Te diría que lo compararas con uno de mis favoritos pero desafortunadamente ha desaparecido. —¿Qué quieres decir? —preguntó el señor McDaniels. —Fue uno de los tres cuadros que robaron aquí la semana pasada —replicó el señor Lukens frunciendo el entrecejo—. En el periódico dicen que esta misma noche han robado otros dos del Museo del Prado. —¡Oh! —dijo el señor McDaniels—. Eso es terrible. —Es terrible —enfatizó el señor Lukens de forma concluyente, volviendo a mirar fijamente al chico—. Scott, a ver si algún día traes a Max a la oficina. Tengo una copia de mi cuadro favorito, el que ha desaparecido, y podremos comprobar si Rembrandt derrota a Picasso. —Sí, sí, algún día —replicó el señor McDaniels con una risita mientras se agachaba a la altura de Max—. Eh, colega —dijo guiñando un ojo—. Papá tiene que hablar de negocios un ratito y no quiero que te aburras como una mona. ¿Qué te parece si te das una vuelta y dibujas alguno de esos trajes de hojalata, como solías hacer con mamá? Nos vemos en media hora en la librería, en la planta baja, ¿vale? Max asintió y se despidió de los Lukens, quienes pronto quedaron empequeñecidos ante la tremenda gesticulación del señor McDaniels. Agarró con fuerza el cuaderno y el lápiz y se fue en silencio por el pasillo, enfadado con su
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padre, quien nunca evitaba una oportunidad de hablar de negocios, incluso en un día tan especial como hoy dedicado a su madre.
La galería de las armaduras estaba menos iluminada que las demás, sus artefactos brillaban levemente tras los limpios cristales. Aquí había poca gente y a Max le agradó poder dibujar con una relativa tranquilidad y silencio. Caminó en paralelo a una cinta de terciopelo, deteniéndose a observar un arco aquí, un cáliz allá. De los muros colgaban todo tipo de armas: negras mazas de hierro, hachas de hoja ancha y espadas descomunales. Se detuvo ante una vitrina con alabardas ceremoniales antes de fijarse en el objeto que le apetecía dibujar. La armadura era enorme. Su tamaño empequeñecía a todas las demás, irradiaba un brillo plateado dentro de la gran vitrina de cristal. Max rodeó la vitrina, inclinando la cabeza para obtener una mejor visión del casco. Unos minutos más tarde ya había esbozado la silueta básica en el cuaderno. Mientras se esforzaba en dibujar el elaborado peto, un alboroto en el otro extremo del pasillo llamó su atención. Dirigió su mirada a través del cristal de la vitrina y de repente se quedó sin respiración. El hombre del tren estaba ahí. Max se agachó y observó cómo el hombre se alzaba por encima del guarda de la entrada de la galería. Hacía rápidos aspavientos con una mano. Los movimientos se aceleraban al tiempo que subía el volumen de su voz. —Así de alto —soltó con acento de Europa del Este. Tenía la palma de la mano a una altura similar a la de Max—. Un chico con el pelo oscuro, de unos doce años, con un cuaderno de dibujo. El guardia retrocedió hacia el marco de la puerta, mirando al hombre de arriba abajo. Cuando estaba a punto de usar la radio, el extraño señor se le aproximó bastante y le susurró al oído algo que Max no pudo escuchar. Inexplicablemente, el guardia asintió y señaló con su grueso pulgar por encima del hombro hacia las armaduras tras las que Max se escondía. Desesperado, el chico escudriñó en derredor y se fijó en una entrada oscura que había justo a su derecha. Una cinta de terciopelo la atravesaba y de ella colgaba un cartel en el que ponía: EN OBRAS: PROHIBIDA LA ENTRADA .
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Ignorando el letrero, Max pasó por debajo de la cinta y se escondió en un rincón. Se pegó por completo a la pared, temiendo ser descubierto. Pero no pasó nada. Tras unos segundos eternos, se dio cuenta de que se había dejado el cuaderno de dibujo en la otra galería. Le invadió un escalofrío de terror: seguro que el hombre lo veía y adivinaba dónde se había escondido. Pasó un minuto, y luego otro, y otro. Max escuchaba los pasos y las conversaciones banales de la gente que desfilaba por delante de la entrada. Se asomó para echar un vistazo. El hombre no estaba... pero tampoco estaba su cuaderno de dibujo. Deslizándose hasta quedar sentado en el suelo, Max rememoró su nombre y dirección escritos pulcramente en la cubierta interior del cuaderno. Levantó la cabeza y miró abatido la sala en la que se había escondido. Era sorprendentemente pequeña para ser una galería. El ambiente olía a humedad y el espacio desprendía una especie de suave resplandor ambarino. El único objeto en su interior era un andrajoso tapiz que colgaba de la pared de enfrente. Max parpadeó. Aunque pareciera extraño, era el tapiz el que irradiaba aquella luz tenue. Se acercó. El tapiz debía de ser muy antiguo. El sol y los siglos habían deslucido sus colores hasta dejarlo sumido en un mar ocre y sepia. Sin embargo, según se iba aproximando, Max percibió pequeños detalles y trasfondos de color sumergidos tras la superficie apagada y rugosa. Empezó a sentir un cosquilleo en el estómago, como si se hubiera tragado un panel de abejas. Los pelillos de los brazos se le erizaban uno a uno, y Max se quedó muy quieto, sin apenas respirar. ¡Toing!
Un hilo estalló en un dorado brillante. Max dio un grito y saltó hacia atrás. Refulgía como el fuego, tan fino y delicado como la seda de araña. Vibraba como un arpa y emitía una única nota musical que reverberó por todo el espacio de la galería antes de desvanecerse en el silencio. Volvió a mirar hacia la entrada. Los visitantes seguían paseando pero parecían lejanos y ajenos a esta pequeña galería, su solitario morador y el extraño tapiz. Más hilos cobraron vida arrancados de su profundo sueño y fueron conformando un coro creciente de luz y música. Algunos despertaban de forma individual como un chasquido seco de luminosidad y sonido; otros aparecían en conjuntos armónicos de color plateado, verde y áureo. A Max le parecía que había desempolvado un antiguo instrumento que ahora entonaba una extraña y olvidada melodía. La canción se volvió más suntuosa. Cuando el último hilo se convirtió en luz y sonido, Max dio un pequeño respingo de dolor. El dolor era más fuerte que una punzada y lo causaba algo muy en el fondo de su ser. Ese algo había estado dentro de Max desde donde alcanzaba su memoria. Era una presencia vigilante, grande y salvaje, y él le tenía miedo. A lo largo de toda su vida
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había luchado con gran esfuerzo para mantenerla encerrada en su interior. La lucha le ocasionaba dolor de cabeza y en ocasiones Max quedaba derrengado durante días. Supo que aquellos episodios habían quedado atrás para siempre al sentir la presencia totalmente liberada. Al fin sin barreras, se deslizó con lentitud a través de su conciencia para acabar removiendo algo en lo más profundo de su ser. El dolor pasó. Max aspiró con profundidad mientras las lágrimas corrían libres, como pequeños ríos calientes, por su cara. Acarició la superficie del tapiz con los dedos. La luz y los colores cambiaron para formar unas figuras entrelazadas que contenían tres extrañas palabras resplandecientes cerca de la parte superior. TÁIN BÓ CUAILNGE Bajo estas palabras, centrada, aparecía tejida la preciosa imagen de un toro en un prado, rodeado por docenas de guerreros durmientes. Un ejército de hombres armados se aproximaba desde la derecha; un trío de mirlos revoloteaba en el cielo. Desde una colina cercana, la silueta de un hombre alto observaba toda la escena mientras sujetaba una lanza. Los ojos de Max repasaron toda la imagen pero siempre regresaban a la figura oscura sobre la colina. Lentamente, las luces del tapiz se hicieron más intensas; las imágenes temblaban y bailaban tras deslumbrantes olas de calor. Con una ascendente cacofonía de sonidos, el tapiz estalló en una radiación tan caliente y brillante que Max tuvo miedo de que lo redujera a cenizas. —¡Max! ¡Max McDaniels! La habitación volvió a quedar a oscuras. El tapiz colgaba de la pared, mustio, feo y quieto. Max retrocedió confundido y atemorizado y cruzó la cinta de terciopelo para regresar a la galería medieval. Vio la descomunal figura de su padre junto a dos guardias de seguridad al final del pasillo de la galería. Max le llamó. Al oírle, el señor McDaniels fue corriendo hacia su hijo. —¡Ah! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias Dios mío! —el señor McDaniels se limpiaba las lágrimas mientras se inclinaba sobre su hijo, lo cubría de besos y le apretaba contra su abrigo—. Max, ¿dónde diablos te habías metido? ¡Te he estado buscando durante dos horas! —Lo siento, papá —dijo Max, desconcertado—. Estoy bien. Estaba en esa galería pero sólo han sido unos veinte minutos. —¿De qué estás hablando? ¿Qué galería? —tembló la voz del señor McDaniels mientras miraba por encima de los hombros de Max.
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—La que está en obras —contestó él, dándose la vuelta para mostrarle el cartel. Se quedó mudo, comenzó a decir algo y volvió a callar. Ya no había ninguna entrada, ni cartel, ni cinta de terciopelo. El señor McDaniels se giró hacia los guardias y les estrechó amablemente las manos. Cuando los guardias se alejaron fuera del radio de su voz, se arrodilló para quedar a la misma altura que el chico. Tenía los ojos hinchados e implorantes. —Max, dime la verdad. ¿Dónde has estado estas dos horas? Max aspiró una gran bocanada de aire. —Estaba en una habitación pegada a esta galería. Papá, te prometo que creía que no había pasado tanto tiempo. —¿Dónde estaba esa habitación? —preguntó el señor McDaniels abriendo el plano del museo. Max sintió una especie de mareo. La habitación con el tapiz simplemente no aparecía en el plano. —Max... te voy a preguntar esto una y sólo una vez: ¿estás mintiéndome? Clavó la vista en sus zapatos. Elevó los ojos hasta encontrarse con los de su padre y escuchó su propia voz, baja y temblorosa. —No, papá. No te estoy mintiendo. Antes de que hubiera terminado la frase, su padre ya se lo llevaba con cierto brío hacia la salida. Varias chicas de su misma edad soltaron unas risitas nerviosas y cuchichearon algo al ver que su padre tiraba de él, que iba arrastrando los pies y con la cabeza gacha, hacia la salida del museo y escaleras abajo. El único sonido que se oyó durante el viaje en taxi hasta la estación de tren fue el que hizo el señor McDaniels al hojear rápidamente sus folletos publicitarios. Max se dio cuenta de que muchos de ellos estaban al revés o boca abajo. La lluvia y el viento volvían a cobrar fuerza cuando el taxi se detuvo en la estación ferroviaria. —Asegúrate de que no se te olvida nada —suspiró el señor McDaniels, al tiempo que salía por la otra puerta. Parecía cansado y triste. Max se sintió mal y se lo pensó mejor antes de decirle que también había perdido el cuaderno de dibujo. Una vez en el tren, los dos entraron silenciosos en un departamento acolchado. El señor McDaniels entregó su billete de vuelta al revisor, se reclinó y cerró los ojos. El revisor se dirigió a Max: —Billete, por favor. —Ah, lo tengo por aquí —masculló sin prestar atención. Metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre pequeño en vez del billete. La visión de su nombre claramente escrito en el sobre le dejó boquiabierto.
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Confundido, Max sacó el billete del otro bolsillo y se lo dio al revisor. Comprobó que su padre todavía descansaba y volvió a fijarse en el sobre. La luz cálida y amarillenta resaltaba su textura encerada; era de papel grueso y estaba muy bien plegado. Dio la vuelta al sobre y examinó la cuidada caligrafía azul.
Sr. Max McDaniels Su padre respiraba profundamente. Max pasó un dedo por la solapa del sobre. En el interior había una carta doblada.
Estimado Sr. McDaniels: Nuestro registro indica que usted ha quedado inscrito como potencial esta tarde a las 3:37 p.m. Felicidades. Debe de ser un joven extraordinariamente excepcional, Sr. MacDaniels, y estamos deseando conocerle. Uno de nuestros representantes de la zona contactará en breve con usted. Hasta ese momento le agradeceríamos que mantuviese absoluto silencio y la mayor discreción sobre este asunto. Atentamente, Gabrielle Richter Directora ejecutiva Max leyó la nota varias veces antes de guardarla de nuevo. Se sentía agotado. No se explicaba cómo había llegado la carta a su bolsillo, mucho menos lo que significaba «potencial» y qué tenía que ver todo aquello con él. Podía entrever alguna posible relación con el tapiz oculto y la misteriosa presencia que en estos momentos se hallaba libre en su interior. Max miró por la ventana. Los rayos brillantes del sol
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perseguían los tenues restos de las nubes tormentosas por todo el cielo. Exhausto, se reclinó sobre su padre y se quedó dormido, apretando con fuerza entre los dedos el misterioso sobre.
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Tres golpecitos
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la mañana siguiente, Max contempló entre bostezos cómo su padre guardaba un par de calcetines negros en una bolsa de viaje. A continuación la cerró, masculló algo y recorrió el pasillo arrastrando los pies. Volvió un minuto más tarde, con un montón de cables de televisión y mandos de videojuegos. —No es porque no confíe en ti... Metió la maraña de cables en la bolsa y cerró bien la cremallera. —¿Y qué voy a hacer todo el día? —se quejó Max. —Un castigo es un castigo —refunfuñó su padre—. Veo que estás bostezando... Puedes dedicarte a dormir el día entero. Max tuvo que admitir que eso no le parecía mala idea. Se había pasado gran parte de la noche mirando por la ventana. La idea de que el hombre tuerto tuviera su nombre y dirección y que se pudiera presentar en cualquier momento le había mantenido ocupado hasta el amanecer. Con la luz del día sus temores parecían ridículos. Sin embargo cuando se oyó el claxon de un taxi en el exterior, Max sintió un deseo urgente de contarle a su padre todo lo del hombre del museo. Se tragó las palabras. En ese momento, parecerían poco más que una excusa para evitar el castigo. —Sólo voy a estar fuera un día —suspiró su padre. El señor Lukens le había ofrecido la oportunidad de captar un nuevo cliente y pasaría la noche en Kansas City—. El número de los Raleigh está en la nevera. Te esperan a cenar sobre las seis y puedes dormir en su casa. Pórtate bien. Nos vemos mañana por la tarde. Scott McDaniels le dio un beso en la cabeza y se marchó. Max cerró con llave la puerta y la curiosidad le llevó escaleras arriba, a su habitación, para volver a examinar la carta. Después de leerla varias veces, seguía pareciéndole un misterio. De pie, miró por la ventana, escuchando cómo el viento agitaba los altos árboles cercanos a la caseta que había construido con su padre en el patio trasero. Cuando su estómago empezó a rugir, dejó la carta y bajó las escaleras para prepararse un sándwich.
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Mientras bajaba vio una sombra que se movía detrás de la puerta principal. Max se detuvo y enseguida sonaron tres golpecitos. Estaba inmóvil, a medio camino entre dos escalones, cuando se oyeron de nuevo. —¡Hola! —se oyó la voz de una mujer—. ¿Hay alguien en casa? Max cogió aire, no era el hombre del museo. Bajó de puntillas hasta una ventana y desde allí observó a una viejecita achaparrada que portaba una maleta y consultaba su reloj. Su bastón estaba apoyado contra la puerta. Al ver a Max, sonrió amablemente y le saludó con la mano. —Hola ¿eres Max McDaniels? Soy la señora Millen, creo que recibiste una carta en la que se te informaba de que vendría a visitarte. Max sonrió y le devolvió el saludo con la mano. —¿Puedo entrar? —preguntó con dulzura mientras hacía un gesto hacia la puerta cerrada. El chico corrió el pestillo dorado y abrió la puerta. La señora Millen se quedó de pie en la entrada, sonriendo abiertamente, y extendió la mano. —Encantada de conocerte, Max. Confiaba en que podría hablar contigo sobre la carta que recibiste. —Claro. Encantado de conocerla. —Sí, bien, ¿podemos sentarnos y charlar? Condujo a la señora Millen al comedor. Ésta declinó el ofrecimiento de Max de ayudarle con la maleta, apoyándose de forma ostensible en su bastón al tiempo que echaba a andar. Con un suspiro de alivio se sentó en una silla desprendiendo una ráfaga de perfume. Sonrió y se quitó las gafas para frotarse los ojos, que estaban hinchados y rojos, mientras Max se sentaba frente a ella. —Bien, antes de comenzar... ¿podría hablar primero con tus padres? ¿Están en casa? —Mi padre está fuera, trabajando. —Ya —dijo ella—. ¿Y tu madre? Max dirigió la mirada a una antigua foto de la familia McDaniels que estaba sobre el aparador. —Tampoco está en casa. —Bueno, eso hace mi tarea un poco más fácil —respondió. Sus hombros se relajaron y guiñó un ojo a Max. —¿Qué quiere decir? —él frunció el ceño, inclinándose hacia atrás. Observó, extrañado, que la maleta tenía unos arañazos largos y superficiales en un lado.
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—Pues, bueno, a menudo los padres están muy chapados a la antigua. Por ejemplo, la mayoría de ellos no podría llegar a entender los extraños sucesos del Instituto de Arte, ¿no es cierto? Max sonrió. —Ayer fue un día raro, ¿verdad, Max? —Pues... sí, sí que lo fue. —Y dime, ¿qué ocurrió de especial? —Bueno, vi un montón de cosas extrañas —replicó, encogiéndose de hombros—. Encontré una sala... Una sala que desapareció en cuanto salí de ella. Mientras estaba allí vi un tapiz. La señora Millen asintió al tiempo que daba golpecitos con el dedo sobre la superficie suave y brillante de la mesa. —¿Era bonito? —preguntó—. ¿Era un tapiz bonito? —Al principio, no. El dedo quedó suspendido en el aire. —¿Qué quieres decir? —Era feo —susurró Max. En ese momento se detuvo. Ahora pensaba que lo que le había ocurrido era algo íntimo. No sabía si debía compartirlo con ella. —¿Sí? —le animó la señora Millen—. ¿Era feo? ¿Un tapiz viejo y raído? Continúa, querido... Sé que te parece una tontería, algo muy íntimo, pero lo puedes compartir conmigo. Confía en mí, Max, te sentirás mucho mejor si lo haces. Sonrió e inclinó el cuerpo hacia adelante con expectación. De repente, Max sintió sueño. —Comenzó a brillar —respondió despacio, siguiendo las vetas de la mesa con el dedo—. Había palabras y dibujos y música. —¿Y qué palabras eran, Max? Dime ¿qué dibujos viste? Hablaba en un tono apagado y a la vez urgente. Él sintió que la garganta comenzaba a picarle; hizo una pausa para mirarla con detenimiento. Tenía la cara redonda y extrañamente tensa. Aunque la sonrisa parecía inamovible, las pupilas comenzaban a dilatarse. Max quedó obnubilado con ellas mientras seguían creciendo. Le recordaban a un oso polar que había visto una vez en el zoo. Nunca había olvidado cómo esos ojos negros y apagados le seguían con ansia tras la barrera de protección. Max parpadeó alarmado. Aquí no existía barrera alguna.
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—Tengo que ir al baño —masculló. —Sí, sí, claro. ¡Pero primero dime lo que viste en el tapiz! —Tal vez deberíamos hablar cuando vuelva mi padre. Los ojos de la señora Millen se agrandaron por la sorpresa. La silla crujió al cambiar de lado el peso de su cuerpo y de repente, estornudó, como si estuviera resfriada. Pasaron unos segundos muy largos mientras se estudiaban el uno al otro. Entonces, una astuta sonrisa apareció en su cara como si acabasen de compartir un secreto. —¡Ju, ju, ju! —rió entre dientes—. ¡Sí que eres precavido, Max! ¡Eres un chiquito precavido y listo! Puede que seas justo el que andamos buscando. La frente de Max rompió a sudar; la garganta le picaba. Observó su bastón y pensó que podría echar a correr. Nadie le ganaba corriendo y la señora Millen era anciana. —Creo que ahora debería irse —dijo—. No me siento muy bien. —Claro, querido... La mujer empujó la mesa. —... ¡Pero te vienes conmigo! La sonrisa no se le borró de los labios mientras lanzaba la mano por encima de la mesa para agarrar la muñeca de Max. El muchacho dio un grito, se echó hacia atrás y, aunque con dolor, consiguió liberarse del fuerte apretón y se cayó de la silla. Al mismo tiempo, escuchó cómo caía algo en el piso de arriba, en su habitación. Podía oír fuertes pasos bajando las escaleras. Había alguien más en la casa. Max se puso de pie y salió disparado hacia la puerta de atrás. Con horrible sorpresa se dio cuenta de que la viejecita no necesitaba el bastón y de que salía corriendo tras él. Huyó hasta el patio de atrás, hacia la caseta del pino. Con los nervios a flor de piel corrió el oxidado cerrojo, abrió la puerta y se introdujo en su interior a toda prisa. Intentó cerrar justo cuando la señora Millen se agachaba para entrar como un bólido, pero ella consiguió meter el brazo, que se revolvía con furia en su búsqueda. Max empujó con el hombro y la señora Millen aulló y se retiró. El chico cerró totalmente y aseguró la puerta con una barra cruzada. Se recostó contra ella y esperó. —¡Ju, ju, ju! —cacareaba la mujer—. Después de todo no eres tan listo ni precavido. Nuestro chiquito ha sido rápido pero ha tomado una decisión bastante equivocada... La oía arañar con las uñas las paredes de la caseta mientras iba recorriendo su perímetro lentamente. Se detuvo a dar unos golpecitos en las estrechas ventanas. Max se tragó el miedo e intentó pensar. Podía gritar y pedir ayuda pero la casa estaba
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al final de una calle tranquila y sus vecinos trabajaban todo el día. Cuando la oyó en la pared posterior de la cabaña, Max decidió intentar huir a la carrera. Justo cuando iba a levantar la barra de la puerta, ésta se desvaneció convertida en un montón de ceniza grisácea. —¡Ju, ju, ju! La puerta se abrió de par en par y la señora Millen agarró la pechera de la camisa de Max. Este dio un grito y le golpeó la nariz con la base de la mano. Ella soltó un taco y retrocedió soltando la camisa. Trastabillando hacia atrás, Max chocó contra la pared y comenzó a subir por la escalerilla que llevaba al tejado de la cabaña. Mientras ascendía, la oía murmurar a poca distancia de él. Miró hacia abajo y vio que estaba en el último travesaño. Sus dedos, llenos de anillos, intentaban arañarle el tobillo. —¡Detente ahí mismo, Max! ¡Astaroth! En ese preciso instante, sintió cómo su pierna derecha se quedaba helada y medio dormida. Con un gran esfuerzo, atravesó la trampilla del techo y esperó un momento. Luego cerró con todas sus fuerzas la puerta para darle en la cabeza justo cuando intentaba alcanzarle. Con la pierna casi paralizada, Max se arrastró hasta el borde del tejado. Al mirar hacia atrás vio aparecer a la señora Millen por la trampilla. Su grueso cuerpo apenas cabía por el hueco, pero una vez en el tejado se puso a perseguirle a cuatro patas como un animal salvaje. Max cerró los ojos y se tiró desde lo alto. Cayó en el césped con un golpe seco y duro. Aturdido, abrió los ojos y la vio mirándolo a tres metros de altura. —¡No lo toquéis! —dijo jadeando y dirigiendo una mirada desafiante en dirección a la casa—. ¡Este diablillo es mío! Max recorrió con una mirada frenética la casa y el patio pero no vio a nadie. Entonces se dio cuenta de que la cabeza de la señora Millen había desaparecido. Escuchó cómo se cerraba la trampilla y cómo comenzaba a descender. Gimiendo, Max se puso de pie. Parecía que su pierna derecha se iba a desprender mientras daba la vuelta a la casa, pero consiguió llegar cojeando hasta el jardín delantero. Al girar la cabeza vio a la señora Millen, que se acercaba apresuradamente. Al intentar alcanzar la calle, Max se chocó contra un hombre, que soltó un gemido y dejó caer el maletín. El chico gritó, cerró los ojos y comenzó a aporrearle como un salvaje. —¡Eh! ¡Ay! ¡Ya basta! —exclamó el hombre, sujetando con fuerza los brazos de Max. Éste se revolvió esperando ver de un momento a otro a la señora Millen venir
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corriendo desde la casa. Pero no apareció—. ¿Estás bien, chaval? —preguntó el hombre con un ligero acento británico. Max notó cómo aflojaba la presión en sus brazos. Se giró y observó a la persona que tenía delante. No era el extraño con un ojo blanco del museo. Era alto e iba impecablemente vestido con un traje azul marino, tenía el pelo rubio rojizo, una frente ancha y gafas. Mostró una nerviosa sonrisa y contempló los puños temblorosos y cerrados de Max. —¿Hablaba con usted? —requirió Max. —Perdona... ¿quién? Max se desmayó antes de encontrar las palabras.
Despertó sobresaltado. Estaba en el sofá del cuarto de estar, ya no tenía la pierna paralizada pero sentía un cosquilleo, como si se le hubiera dormido. Vio que no llevaba los zapatos puestos; estaban en el suelo cuidadosamente emparejados. Podía oír un silbido agradable que se aproximaba por el pasillo. Se incorporó justo antes de que el hombre de las gafas entrara en la habitación llevando una bandeja con galletas y una taza de chocolate humeante. —¡Hola, Max! Espero que ya te sientas un poco mejor —dijo alegremente el hombre mientras colocaba la bandeja sobre la mesa de centro—. Me llamo Nigel Bristow y siento mucho haberte dado tal susto. Espero que no te importe que haya estado rebuscando en tu cocina. Deberías comerte una galletita. A mí siempre me sienta de maravilla. Max se sentía demasiado agotado para tener miedo o negarse. Cogió una galleta sin apartar la vista de Nigel, que se había sentado en el sillón de cuero de su padre. La mordisqueó. —No es usted quien me asustó —murmuró—. Me estaban persiguiendo. La sonrisa de Nigel se transformó en un rictus; sus ojos mostraban seriedad. —¿Qué quieres decir exactamente, Max? ¿Quién te perseguía? —Tenía una carta... una carta que decía que alguien iba a venir a visitarme. Ella vino hoy a mi casa y... —Max no se pudo contener y su rostro se llenó de lágrimas. Se pasó el brazo por la cara, avergonzado por verse en ese estado delante de alguien, más aún de un extraño. —Ya entiendo —la voz de Nigel era tranquila y comprensiva—. Max, quiero ayudarte. ¿Tienes fuerzas para contarme lo que pasó? Max asintió y respiró profundamente antes de contar a Nigel la visita de la señora Millen.
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Una vez hubo terminado, Nigel movió el sillón hacia delante y le dio una palmadita en el hombro. —Ya ha pasado, chaval. Quiero que te quedes aquí. Por lo que me has contado, tengo que hacer algunas gestiones. No me alejaré mucho. Nigel cogió una mantita que había por allí y se la pasó por los hombros a Max. Luego le dio la taza de chocolate. Después salió de la habitación murmurando palabras en una lengua extraña y dando golpecitos en las puertas y en las ventanas según se iba alejando. Para alivio de Max el cosquilleo de la pierna se iba desvaneciendo con cada sorbo de chocolate. Para asegurarse, movió los pies. Entonces, a la vez que oía los pasos de Nigel en el piso superior, recordó que tenía que ir a casa de los vecinos, los Raleigh, a cenar. Nigel llegó justo en el momento en que Max iba a coger el teléfono. —No tengo ninguna intención de hacerte daño, Max. No hace falta que llames a la policía. —No, ya sé que no vas a hacerme daño. Tengo que llamar a los amigos de mi padre. Está de viaje y se supone que debo pasar la noche con ellos. —Ya entiendo. Creo que no sería conveniente que te separaras de mí esta tarde. Si quieres puedo ocuparme de todo. —¿Quién eres? —preguntó Max incorporándose en el sofá. —Soy un reclutador —dijo Nigel de pie, al tiempo que miraba una foto de la estantería—. Soy el visitante que se suponía que iba a venir a verte. Siento mucho no haber llegado antes. —Entonces ¿quién era esa mujer, la señora Millen? Creí que iba a matarme. Nigel frunció el ceño. —Todavía no sé quién es ni cómo supo quién eras tú. Se trata de algo importante y ya he informado a mis colegas. No llego a ser tan aterrador como un místico, pero mi presencia debería detener a cualquier intruso hasta que lleguen nuestros especialistas. Max no estaba seguro de si quería más visitas. —Vale —dijo Nigel—. Ahora voy a preparar otra taza y a ver si te puedo explicar todo. Los dos, juntos, fueron hasta la cocina. Max calentó el agua mientras Nigel tarareaba alegre y rebuscaba en los cajones en busca de más galletas. En uno de los armarios encontró una caja de Picatostes Crujientes de los Hermanos Bedford®. —¿Están buenos? —Según mi padre, salvarán la civilización —murmuró Max mientras se frotaba la pierna para terminar con el cosquilleo.
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Tras un momento, escuchó un mordisco. —Bueno, no sé si salvarán la civilización —exclamó Nigel—, pero están de rechupete. El reclutador cogió un montón de picatostes y se dirigió hacia el cuarto de estar. En el exterior estaba oscureciendo, se oían truenos a una cierta distancia. Max sirvió dos tazones de chocolate de la cocina y se encontró a Nigel delante de la chimenea. —Parece que se aproxima una tormenta. ¡Vamos a alegrar un poco el ambiente! Los dedos de Nigel comenzaron a moverse como si manejaran una marioneta. Los troncos fríos comenzaron a chisporrotear en el hogar y unas llamas amarillas empezaron a lamerles los extremos. En unos segundos, un brillante fuego crepitaba con alegría. —¡Ahí está! —Nigel dio una palmada—. Una tormenta que se avecina, leña en la chimenea y un sorbo de chocolate para tranquilizar el espíritu. ¡Acércate, Max! El chico se quedó boquiabierto delante del fuego. —Pero ¿cómo has podido...? —Todo a su debido tiempo —dijo Nigel, extendiendo la manta sobre el suelo de madera para que los dos pudieran sentarse—. En primer lugar, Max, antes de comenzar quiero que me prometas que no contarás a Mum ni a Bob que me he comido un montón de estos... comosellamen. —Eh... vale —respondió Max, confundido. —¡Genial! —Nigel se metió un par de picatostes Bedford en la boca—. Estos viajes de reclutamiento son los únicos momentos en los que puedo comer algo moderno y decente —se sacudió las migas de las manos antes de continuar—. Max, ya sé que puede ser un poco frustrante que no conteste de inmediato todas tus preguntas pero me gustaría que compartieras conmigo la experiencia de ayer. Mientras el fuego crepitaba y la tormenta se aproximaba, Max le contó a Nigel todo lo que había ocurrido el día anterior en el museo. Pero, a diferencia de la señora Millen, Nigel escuchaba atentamente y no le interrumpía para pedirle más detalles. —No sé qué significa todo esto —dijo Max cuando llegó al final de la historia. —¡Vaya! Parece que alguien necesita una pequeña clase de mitología celta. Se trata de una extraña visión, Max, relacionada con el robo del ganado de Cooley. Muestra muy a las claras tu capacidad como potencial. —¿Qué es un potencial? Esa palabra también aparecía en la carta que recibí. —Pues mira, Max, ¡tú eres un potencial! Y por eso estoy aquí. Tú eres uno de los pocos habitantes de nuestro maravilloso y pequeño planeta con el potencial de convertirse en uno de los nuestros. Cuando encontraste esa habitación y descubriste
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el tapiz, supimos de tu existencia. Estoy aquí para comprobar si posees lo suficiente de ese algo especial como para poder hacerte una oferta. —¿Quiénes son «los nuestros»? ¿Una oferta de qué? —Todo a su debido tiempo, todo a su debido tiempo. Primero tengo que hacerte varias pruebas. La lluvia golpeaba contra los cristales de las ventanas. Max creyó ver una sombra que pasaba rápidamente. —¡Hay alguien ahí fuera! Nigel sonrió. —Es normal que estés un poco nervioso. Pero estamos muy seguros. Unos ojos amigos vigilan esta casa. Max tembló, sin saber si le apetecía que alguien le vigilara, fuera o no fuera amigo. —¿Y qué pasa si fallo en las pruebas? —Entonces recojo la cocina y me voy con viento fresco, contento de haber conocido a un chico tan extraordinario como tú. En unos días olvidarás todo lo relativo a mí y a ese suceso tan desagradable. No recordarás nada. —Pero... —Sé lo que piensas, pero no te preocupes. He situado esta casa en vigilancia prioritaria. A causa de lo que ha sucedido estará protegida durante un tiempo, incluso si las pruebas no te son favorables. Es posible que haya más de un agente de guardia en el exterior ahora mismo, Max. Estaba claro que para Nigel esa explicación era suficiente y sustancial. Pero no lo era. Max se acercó a mirar por la ventana. —No puedes ver a los agentes —le dijo Nigel mientras el chico apartaba las cortinas—. Incluso es posible que ni yo mismo pueda verlos. Eso forma parte de la misión de un agente: ser tan escurridizo como el humo. Max frunció el ceño y cerró las cortinas; la tormenta estaba justo encima de la casa. Nigel se puso de pie y le indicó con un gesto que le siguiera hasta la cocina. El reclutador puso el maletín sobre la mesa. Abrió los cierres, miró en el interior y sacó una grabadora digital y algo que parecía una gran raqueta de tenis plateada, pero sin cuerdas. Max no se explicaba cómo podía caber en aquel maletín tan estrecho. —Acércate aquí, Max, ya podemos empezar. Si no te importa, súbete a la encimera y perdona las formalidades. Nigel se recostó contra un armario de la cocina y encendió la grabadora.
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—El reclutador Nigel Bristow iniciando la Serie Estándar de Pruebas para Potenciales con el señor Max McDaniels, de doce años, de Chicago, Illinois, Estados Unidos de América. Mientras orientaba la grabadora hacia Max, Nigel continuó hablando con un tono monótono. —Señor McDaniels, ¿puede afirmar que ha sido completamente informado y ha decidido tomar parte en las siguientes pruebas con conocimiento de que son experimentales y existe la probabilidad de que causen un trauma...? —¡Eh! ¡Un momento! —gritó Max saltando de la encimera. A Nigel se le escaparon unas carcajadas. —Es una broma. No lo he podido evitar —volvió a indicar a Max que se subiera—. Venga, ya vale. La primera prueba es de aptitud física. Habrás ido al médico alguna vez, ¿verdad, Max? Bueno, pues esto es muy parecido a cuando te da un golpecito con un martillo de goma en la rodilla. Pero en vez de un martillo voy a utilizar este pequeño artefacto. No te va a hacer daño, te lo prometo. Max observó cómo Nigel ajustaba unos pequeños paneles del mango. Se encendió una pantallita y apareció un círculo de luces blanquecinas en el espacio oval y vacío. El artefacto comenzó a emitir una especie de gimoteo. El chico se movió nervioso. —Nigel, ¿estás seguro de que esa cosa no es peligrosa? No me gusta cómo suena. —Totalmente segura, totalmente segura —murmuró Nigel, que orientaba el artefacto hacia los pies colgantes de Max y subía hacia la rodilla—. Ahora vas a notar algo especial, sin dolor, pero vas a sentir la necesidad de mover la pierna hacia arriba. Quiero que resistas esa fuerza y que mantengas la rodilla dentro de los límites. ¡No debes tocar el artefacto! ¿Preparado?... ¡Comenzamos! El sonido de la máquina se elevó hasta convertirse en un pitido agudo y Max sintió una repentina sacudida en la rodilla. Cerró los ojos y concentró todas sus fuerzas en controlar el fuerte impulso de elevar la pierna. La cara y la espalda comenzaron a sudarle. Miró hacia abajo y vio que su rodilla se movía en pequeños círculos que se aproximaban pero que no llegaban a tocar el artefacto. Finalmente el tono de la máquina fue descendiendo a un murmullo estable hasta enmudecer. Nigel observó la pantalla del dispositivo y cogió la grabadora. —Tasa de producción de ácido láctico: ochenta y dos. Tasa de dispersión de ácido láctico: ochenta y cuatro. Velocidad de temblor: noventa y cinco. Densidad muscular actual: sesenta y cuatro. Densidad muscular posible: ochenta y siete. Bypass sináptico: ochenta y cuatro. Cansancio y fatiga mental: cincuenta y dos. Nigel frunció el ceño al leer el último dato.
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—Mmm... La fatiga mental es curiosamente baja. El resultado puede estar afectado por el cansancio del sujeto debido a un ataque preventivo del Enemigo. El reclutador recomienda volver a realizar la prueba más adelante si fuera necesario. Más animado, miró a Max, que estaba secándose la frente. Nigel desconectó la grabadora. —¡Fenomenal, chaval! Son unos resultados excelentes y has conseguido no tocar el aparato. Eres un diablillo con talento. Sólo llevo siete años reclutando pero nunca había visto a nadie que obtuviera un noventa y cinco en velocidad de temblor. Ni siquiera sabía que se pudiera conseguir. —¿Qué significan todos esos números? —preguntó Max. —Oh, en realidad son un montón de chorradas —contestó Nigel, que parecía distraído mientras apagaba el artefacto—. Se supone que nos ofrecen una comprensión de tu capacidad física y, lo que es más importante, de tu capacidad para controlar tus movimientos en un entorno hostil. Estoy seguro de que alguien te podrá explicar todos estos números más adelante si sigues interesado. Max observó el extraño objeto plateado. —¿Es mágico? —¿Mágico? ¡Cielos, claro que no! De hecho, no le digas nunca eso al personal de Artefactos. Están muy orgullosos, demasiado en mi opinión, de la fabricación de todo tipo de cosas no-místicas. Estoy encantado de que este modelo funcione, el último era... Tosió y miró a Max, quien elevó las cejas. —Bueno, no es necesario decir que no era tan fiable como este modelo. Sin embargo, éste es magnífico. Nigel dio unas palmaditas al aparato antes de introducirlo con suavidad en el maletín. Cayó casi sin hacer ruido en el interior forrado de cuero. Nigel agarró la grabadora e hizo un gesto a Max para que le siguiera hasta el cuarto de estar. —Bien. Una prueba menos y, tal vez, sólo dos más para terminar. Ahora quiero que te pongas en el centro de la habitación, mirando al fuego de la chimenea. Con un movimiento de su brazo, Nigel apagó todas las luces. Ahora la única luz de la habitación la producían las llamas. —¡Guau! —exclamó Max. Nigel sonrió y colocó más troncos en el fuego. El reflejo de las llamas bailaba en las paredes. Max esperaba nervioso, ajustando la vista a la nueva oscuridad. Después de avivar la lumbre, Nigel se puso de pie y se dirigió a él.
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—Max, la primera prueba era bastante normal, un poco de fuerza física. La siguiente te resultará más extraña. Te voy a pedir que hagas algo que tú, ahora mismo, crees que no puedes hacer. Quiero que apagues el fuego desde donde estás. —¿Estás bromeando? —dijo el chico al tiempo que negaba con la cabeza y soltaba unas risitas incrédulas. —Tienes lo que se precisa para hacerlo, Max. Relájate. Imagina que el fuego se reduce a una llamita, después a un hilo de humo y por último a una fría chimenea. Max dirigió la mirada hacia los destellos amarillos y naranjas que se estremecían entre los troncos. Escuchó cómo chisporroteaba la madera y observó cómo el calor se elevaba en constantes olas. Un leño se rompió en una catarata de chispas. Max flexionó los dedos. Se imaginó que las llamas se extinguían, que perdían intensidad y la chimenea se quedaba fría y oscura. Completamente asombrado, Max vio que el fuego empezaba a debilitarse. No cabía posibilidad de error, como si la madera fuera poco a poco absorbiendo las llamas. —Muy bien —dijo Nigel—. Ahora termina el trabajo y apágalo... Max cerró los ojos con fuerza y se concentró por entero en los troncos encendidos y en las brasas. Apretó los puños y se imaginó que el calor restante era absorbido por los ladrillos cercanos y difuminado por toda la casa. Su cuerpo tembló; se sentía exhausto. Cuando abrió los ojos vio que Nigel le sonreía. —Bravo, Max. Muy bien, fantástico. El reclutador volvió a hacer el mismo gesto con el brazo y las lámparas se encendieron. El chico parpadeó y Nigel cogió un tronco que sólo un momento antes ardía. Se lo pasó a Max que, instintivamente, retrocedió y lo dejó caer al suelo; esto originó una nube de ceniza y hollín. Se agachó y lo tocó con un dedo. Estaba frío. Sonrió a Nigel y volvió a colocar el tronco en la chimenea. Nigel dio un golpecito a una gorra imaginaria mientras encendía la grabadora. —Prueba segunda completada. El sujeto extinguió un fuego confinado de grado dos desde una distancia de siete pasos. El sujeto eliminó con éxito las llamas y no dejó calor residual en los troncos. Prueba completada en un minuto y cuarenta y siete segundos. Max hinchó el pecho mientras Nigel apagaba la grabadora. —Un minuto y cuarenta y siete segundos está muy bien, ¿no? —Bueno, Max, no quiero herir tu orgullo pero el récord actual está por debajo de cinco segundos, establecido por nuestra querida señorita Hazel Boon. Tu resultado ha sido, digamos, el normal para los potenciales. ¡Pero no te preocupes! A este pobre reclutador le costó más de tres minutos sofocar su primera llama e incluso después todavía se podían asar unas chuletas sobre los troncos.
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Max sonrió al pensar en la imagen de un Nigel diminuto con el ceño fruncido y embutido en un traje azul mientras un reclutador asaba unas chuletas y daba cuenta de los malos resultados. —Bueno, ¿y ahora qué? —¡Ah! La última prueba no es tan difícil, ya has superado las más complicadas. Se trata de una especie de rompecabezas. Lo tengo en mi maletín, dentro de... Antes de que Nigel hubiera terminado la frase se oyó un tremendo estruendo y todo se quedó a oscuras. Entrecerrando los ojos, Max contempló al reclutador tirado en el suelo. La puerta trasera estaba destrozada. Aterrorizado, vio a la señora Millen mirándolos desde la cocina. Tenía el pelo enmarañado por la lluvia; el maquillaje se le había corrido por la cara regordeta dejando rastros de color negro. Comenzó a arrastrar los pies hacia ellos, inclinada y furiosa. Su bastón golpeaba el suelo con un ritmo rápido y regular. —¡Ju, ju, ju! ¿Pensabas que me había ido? ¿Pensabas que los truquitos de tu amigo podrían detenerme? Max quería gritar pero no lograba emitir ningún sonido. A sus pies, Nigel gemía e intentaba ponerse en pie, pero los brazos se le doblaron y volvió a caer al suelo. —¡Sal corriendo, Max! —le avisó la señora Millen—. ¡Escapa mientras puedas! ¡Déjame a ese canijo y te permitiré marchar! Estaba sólo a tres metros cuando Max echó a correr. Abrió con fuerza la puerta delantera a la lluvia de verano. Echó un vistazo hacia atrás y vio a la señora Millen riéndose e inclinándose sobre Nigel, cuyos pies golpeaban de forma sorda el suelo de madera. Una rabia intensa invadió a Max. —¡Apártate de él! ¡Apártate de él! Entró como un rayo en la habitación para encontrarse a Nigel sentado cómoda y tranquilamente, junto al renacido fuego. Max, con la adrenalina corriendo por todo el cuerpo, se acercó sigiloso hasta el recibidor. No había rastro de la señora Millen. La puerta de la cocina estaba entera, maciza y segura sobre sus goznes. Nigel sonrió y habló con suavidad a la grabadora. —Prueba tercera completada. Tras un breve momento de duda inicial y retirada, el señor McDaniels respondió al fantasma con un ataque frontal, exhibiendo una gran determinación y (ay, vaya, no sé cómo expresarlo) ferocidad. Dado que el fantasma estaba generado de un archivo de memoria expuesto de manera reciente al Enemigo, esto es especialmente sorprendente. Es un gran honor y una satisfacción personal para este reclutador informar de que el señor Max McDaniels ha superado la Serie Estándar de Pruebas para Potenciales.
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Max observó a Nigel sin dar crédito. —¿Así que todo esto era sólo... una prueba? —Sí, y lo siento —dijo Nigel con un suspiro—. Es la única manera de que disponemos para probar la valentía y lealtad de un potencial. Por desgracia es la prueba en la que suele fallar la mayoría de los candidatos, pero pensamos que es absolutamente imprescindible. Tomaste la decisión de ayudarme aunque supusiera un gran peligro para ti, chaval, y eso me ha emocionado. Nigel sonrió, se puso de pie y colocó una mano en el hombro de Max. Éste miró la mano y dejó que se escurriera de su hombro mientras caminaba inseguro hacia la cocina. Nigel le siguió. —No te enfades conmigo —le suplicó—. Tampoco es nada fácil mi papel. Los chillidos, los lloros, los pantalones inevitablemente mojados... —Ya no estoy enfadado —suspiró Max—. Pero prométeme que nunca más volverás a conjurar a la señora Millen. No creo que pueda resistirla tres veces el mismo día. —Trato hecho —se rió Nigel—. Ahora vamos a ver si encontramos unos cuantos Picotones Crujientes de los Hijos... ¡o como se llamen!
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El momento de la elección
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ax se despertó antes de lo normal con los silbidos de Nigel y el olor a café flotando escaleras arriba. Ya hacía sol y los aspersores estaban funcionando. Bostezó y salió de la cama, se puso una camiseta y bajó las escaleras arrastrando los pies.
Nigel estaba sentado ante la mesa del comedor, vestido ya con traje y corbata. Leía el periódico con atención y daba sorbos a una taza de café. En la mesa había una cestita cubierta por un paño del que emanaba vapor, un platito con mantequilla, varios tipos de mermelada y un vaso de zumo. —¡Y finalmente el dormilón sale de su madriguera! Pero no puedo reprochártelo... Ayer fue un día bastante especial, ¿no? —Nigel, son las seis y cuarto de la mañana... —Exactamente. ¡El momento adecuado para levantarse y sonreír! Tengo que irme dentro de un rato así que he pensado que antes podríamos pegarnos un buen desayuno. Max, ¿has probado alguna vez los suizos recién hechos? Nigel apartó el paño de la cestita para dejar al descubierto una docena de lo que parecían bollos calientes. —¿Son parecidos a las monas? —preguntó Max. —¡Ni mucho menos! —replicó Nigel con un gesto de horror—. Mi mujer descalificaría estas pobres imitaciones pero, aun así, creo que te encantarán. ¡Por los nuevos sabores! Max brindó con su vaso y después se pasó varios minutos relamiéndose con los suizos recién hechos y calentitos. —¡Stn mu enos!—dijo finalmente.
Nigel levantó la vista del periódico. —¿Perdona? No te he entendido. —¡Que están muy buenos! —repitió Max, sirviéndose otro. —¿Quieres decir que se pueden comparar favorablemente a las sabrosas monas? Por cierto, creo que ya te has zampado cuatro...
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Max entrecerró los ojos. —Bueno, ahora que ya hemos dado de comer al gruñón, tal vez sea el momento de que reciba su regalo. Max se limpió la boca con la mano mientras Nigel le entregaba un sobre del mismo color crema que la misteriosa carta que había aparecido en su bolsillo. Este sobre era más grande pero también tenía escrito por delante el nombre de Max. Metió la mano bajo el lacre, liberó el sello, abrió la carta y sacó unas cuantas hojas de papel y un folleto a todo color. —Guárdate el folleto para más tarde —dijo Nigel—. Échale un vistazo a lo demás. Max dio la vuelta a los papeles y leyó la primera página.
Estimado Sr. McDaniels: Nos ha sido notificado que ha superado la Serie Estándar de Pruebas para Potenciales. Como sin duda el Sr. Bristow le habrá hecho saber, esto constituye un gran éxito. En nombre del Colegio Rowan, permítame que le exprese nuestra más calurosa felicitación. Teniendo en cuenta sus resultados, por la presente el Colegio Rowan le brinda el ofrecimiento de unirse a nuestra organización como aprendiz, primer curso. Esperamos que pueda comenzar el curso en la próxima orientación de alumnos que tendrá lugar dentro de una semana. Le adjuntamos los detalles y confiamos en que encuentre atractiva la oferta de beca que le hacemos llegar. Un representante les visitará, a usted y a su padre esta misma tarde para comentar esta posibilidad única y para, esperamos, celebrar su aceptación. Dadas las especiales circunstancias de su contacto inicial, hemos tomado precauciones adicionales. Puede estar completamente seguro
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de que la señorita Awolowo es nuestra legítima representante. Llegará a las ocho en punto. Atentamente, Gabrielle Richter Directora ejecutiva —¿Quién es? —preguntó Max—. La primera carta también llevaba su firma. —¿La señora Richter? Eh, bueno, es algo así como la jefa. Toda una mujer, podría añadir. —Ah, y ese colegio... ¿De qué se trata? —Mmm... Bueno, puede que yo no sea la persona más indicada para explicártelo. Eso es responsabilidad de la señorita Awolowo. Pero te puedo decir que es un sitio extraordinario para gente extraordinaria como tú, Max. —No lo entiendo. ¿Tendré que irme lejos de aquí? —Bueno, sí. El colegio está situado en Nueva Inglaterra. Max dejó la carta y negó con la cabeza. —Mejor que me olvide... No puedo irme. Y menos después de todo lo que ha ocurrido. —Entiendo lo que sientes, Max... —comenzó Nigel. —No, no lo entiendes. Mi padre estaría completamente solo sin mí. Nigel cerró los ojos y asintió. —Hace dos años que falta mi madre —soltó Max de repente, sonrojándose—. Mi padre habla de ella como si estuviera viva, pero no lo está. Ni siquiera pudieron encontrarla. —¿Quieres que hablemos de ello? —preguntó Nigel con amabilidad, apartando algunas migas y rellenando de zumo el vaso de Max. —No hay mucho de que hablar —dijo el chico. Se sentía muy cansado—. Encontraron el coche junto a la carretera. Todavía estaba en marcha. Había desaparecido. Max frunció el ceño y apartó con fuerza unas migas de la mesa. —De cualquier manera —masculló—, no creo que irme lejos sea buena idea. —Ya veo —Nigel le acercó los suizos—. No voy a intentar convencerte, Max. Todo lo que te pido es que mantengas todas las posibilidades abiertas y escuches lo que la señorita Awolowo tenga que decir. Mientras tanto, te pediría que leas atentamente el resto del material.
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Nigel volvió a coger los papeles y el folleto y se los pasó a Max antes de levantarse y coger el maletín. —Soy consciente de que no es el momento más adecuado pero debo irme. Los sucesos de ayer plantean dudas que necesitan respuestas y me han ordenado que me vaya. No te preocupes por tu padre ni por los Raleigh... Ya está todo arreglado. Max no daba crédito. —¡Nigel! ¡No me puedes dejar solo aquí! ¡Mi padre no llega hasta esta tarde! ¿Y qué pasa si vuelve la señora Millen? —Max, esta casa está bajo vigilancia prioritaria. No va a pasar nada. El chico se levantó y se puso a caminar por la habitación. —¡No, no, no! Dijiste que la señora Millen no debería haber sabido que yo era un potencial ni debería haberse presentado aquí. ¿No puedo irme contigo? —Siento decirte que eso es totalmente imposible, Max. Sin embargo, creo que te puedo dejar compañía para que no estés solo. Max miró expectante. —¿Un agente? Nigel negó con la cabeza. —No, un agente no. Tienen órdenes estrictas de montar guardia en el exterior. Además tampoco te gustaría su compañía... Son muy serios. Nigel colocó su maletín sobre la mesa. —Puede que tarde un minuto... Depende de si está disponible. El reclutador abrió los cierres del maletín y metió toda la cabeza dentro. Max oía cómo su voz apagada susurraba. —¡Aquí está mi chica! ¡Ah, cada día está más grande y preciosa! No, no creo que hayas engordado. No se lo digas a la señora Bristow pero creo que mantienes una silueta preciosa. Ah, bien, muchas gracias por tu cumplido. No quiero parecer presuntuoso pero intento mantenerme en forma. Nigel se pellizcó el bíceps, más bien endeble, con la cabeza todavía sumergida en el maletín. —Sí, bueno, te tengo que pedir un pequeño favor. ¿Te importaría cuidar de un amigo durante unas horas? ¿No? Muchísimas gracias, esto lo tranquilizará. Max dio un paso atrás cuando Nigel metió las manos en el maletín, hizo fuerza y sacó algo de la bolsa. Se apartó y se dio la vuelta, acunando un cerdito como si fuera un recién nacido. Max se echó las manos a la cabeza.
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—¿Me tomas el pelo? El cerdito olfateó el aire y fijó sus ojos adormilados en Max. Pestañeó varias veces y metió el hocico en el sobaco de Nigel. —Max, te presento a Lucy —dijo Nigel alegremente. La voz de Max sonó seria y moderada. —Nigel, ¿no estarás pensando en dejarme al cuidado de un cerdo? Nigel sonrió. —No te estoy dejando a su cuidado; te estoy dejando en su compañía. Deberías considerarte afortunado... ¡Lucy es una de las mejores acompañantes! Lucy se movió para mirar amorosamente a Nigel, dejando escapar una andanada de gas en el proceso. —¡Pero...! Nigel ignoró a Max y con cuidado bajó a Lucy al suelo. Ella trotó hacia la cocina mientras gruñía feliz. —Realmente es un encanto... Sólo tienes que dejarle comer un trozo, o tres, de lo que estés comiendo tú. Cuando llegue tu padre, la dejas salir por la puerta de atrás y ella ya me encontrará. Derrotado, Max miró al suelo y asintió. Algo se cayó en la cocina. Se volvió y vio a Lucy subida de forma precaria en una silla, husmeando la masa sobrante. —Bueno —dijo Nigel mirando su reloj—. Ya se me ha hecho muy tarde y tengo que marcharme corriendo. Sé que ha habido mucho ajetreo, pero no te obsesiones con ello. Las cosas se aclararán antes de lo que te imaginas. Ha sido un placer. Nigel sonrió y extendió la mano. —¿Volveremos a vernos? —preguntó Max. —Quiero creer que sí... La verdad, espero verte en la orientación —respondió sonriendo y dándole una palmadita en el hombro—. Espero que te unas al nuevo curso, Max. Pienso que Rowan es el sitio ideal para ti. Un momento después, Nigel se había ido. Max le observó caminar con energía por la acera, con el maletín en la mano, antes de que girara al final de su calle. Con un enorme sentimiento de soledad, Max cerró con llave la puerta de entrada y recogió los vasos y los platos. De camino a la cocina se cruzó con Lucy, que iba trotando hacia el salón. Evitando pisar todo el desorden que había causado, Max suspiró y colocó todo en el fregadero. Dejó a Lucy en el salón, donde parecía contenta gruñendo y revolcándose.
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Max oía sin prestar mucha atención que los San Francisco Giants ganaban a los Chicago Cubs cuando escuchó abrirse la puerta de la casa. Rápidamente se enderezó en la silla de su padre, apagó la radio y se deslizó hacia la puerta trasera agarrando a Lucy, que había permanecido hecha un ovillo sobre su regazo. La cerdita se despertó gruñendo asustada. Una vez en el exterior, la dejó en el suelo y le acarició detrás de las orejas mientras le decía en un susurro: —Gracias por haberte quedado conmigo, Lucy. Siento haber dudado de ti. ¿Podrás encontrar a Nigel? Lucy le acarició la pierna con el hocico y con un giro garboso se fue trotando al patio y desapareció tras la cabaña de madera. Max cerró la puerta y se dirigió descalzo al recibidor donde su padre acababa de soltar la maleta en el suelo. —Hola, Max. ¿Qué tal con los Raleigh? —Mmm, bien —respondió Max, evitando mirar a los ojos de su padre—. Pero me alegro de que hayas vuelto. —Sí, bueno, también me alegro yo. En Kansas se me pasó un poco el enfado y creo que sólo vas a estar castigado una semana en vez de dos. Estar encerrado dos semanas es demasiado en verano, ¿te parece bien? —Claro —dijo Max—. Mmm, papá, alguien va a venir esta noche para hablar con nosotros. —¿Quién? ¿No te habrás metido en ningún lío? —No, no se trata de eso. Me han concedido una beca. Scott McDaniels levantó la vista del correo y miró a Max. —¿Sí? ¿Una beca? ¿Qué tipo de beca? —No lo sé con seguridad pero se ofrecen a pagar todos los gastos en una escuela. —¿Qué escuela? —preguntó su padre con una sonrisa interrogadora. —Colegio Rowan... en Nueva Inglaterra. La sonrisa del señor McDaniels se esfumó. —¿Nueva Inglaterra? Pero eso está a cientos de kilómetros, Max. ¿Cómo conseguiste la beca? Max comenzó a mostrarse inquieto. —Pues, supongo que saqué buenas notas en algún examen... y me buscaron. —¿Y quién es esa persona que va a venir esta noche? —Se llama señorita Awolowo.
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—¡Uf! —resopló su padre—. Eso es un trabalenguas. Ya veremos lo que esa señorita Aloha tiene que decir. Para cenar se prepararon sándwiches de pavo y comieron patatas fritas directamente de una enorme bolsa. El señor McDaniels obsequió a Max con una increíble historia sobre un nuevo tipo de papel de cocina con una impresionante absorbencia. La señorita Awolowo llegó justo a las ocho en punto. Era alta, casi como el señor McDaniels y elegante. Max no habría sido capaz de adivinar su edad. Vestía con unas túnicas multicolores, un collar de cuentas gruesas y llevaba una bolsa de tela decorada con pájaros volando. Colocó la bolsa en el suelo de la entrada y extendió la mano. Tenía una piel tersa y oscura como un grano de café, y una voz cálida con un ligero acento extranjero. —Usted debe ser el señor McDaniels. Soy Ndidi Awolowo, del Colegio Rowan. Es un gran honor conocerle. Scott McDaniels se quedó un poco cortado antes de terminar de estrecharle la mano. —Si, por supuesto. Encantado de conocerla, también. Pase, por favor. —Gracias —dijo la señorita Awolowo, entrando majestuosamente al vestíbulo, donde Max esperaba nervioso. —Hola… ¡Tú debes de ser Max! Soy la señorita Awolowo. Max le estrechó la mano y todos sus miedos desaparecieron. Al igual que Nigel, esta mujer trasmitía seguridad y cariño. Ella colocó una mano en su hombro y Max la llevó hasta el salón, donde el señor McDaniels trasteaba con el café y una bandeja de galletitas. Se sentó en un extremo del sofá y dirigió sus vivos ojos alternativamente a Max y a su padre. —Tiene una casa preciosa, señor McDaniels, y un hijo extraordinario. Debo pedirle perdón por avisarle con tan poca antelación de mi visita; acabamos de recibir los resultados de Max hace muy poco. ¿Ha tenido tiempo de estudiar la beca que le ofrecemos? —Si, y lo apreciamos mucho, señorita Alobalo —Max se avergonzó de que su padre adoptara el tono de voz que usaba con los clientes—. Esa carta nos ha hecho mucha ilusión, pero creo que vamos a tener que rechazarlo. Max a pasado por muchas cosas estos últimos años y creo que será mejor que se quede en casa. La señorita Awolowo asintió con seriedad e hizo una pausa antes de contestar.
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—Sí, perdóneme por ser tan directa pero soy consciente de lo que ocurrió con la señora McDaniels. Lo siento. —Mmm, sí, ha sido bastante difícil para nosotros, pero vamos tirando. —Claro que sí. Está haciendo una labor fantástica, señor McDaniels. Ha criado un chico maravilloso en unas duras circunstancias. Sin embargo, espero que no permitirá que una tragedia del pasado constituya un obstáculo para una magnífica oportunidad de futuro. —Sólo quiero lo mejor para Max —dijo su padre a la defensiva. —Estoy segura de que es así —respondió ella con dulzura—. Y eso es precisamente lo que le estamos ofreciendo. Nuestro programa está mucho mejor adaptado a su hijo que un currículo normal. Mire, señor McDaniels, un chico con la creatividad y las aptitudes de Max no se puede formar con un programa que no reconoce y desarrolla sus especiales habilidades. —¿Cómo consigue su colegio ser mejor? —Colocando a Max entre otros estudiantes con talento provenientes de todo el mundo. Proporcionándole profesores que entienden sus dotes y que son capaces de desarrollarlas en todo su potencial. —¿Usted estudió en Rowan? —Sí, así es, señor McDaniels. Un reclutador visitó mi aldea, en África —dijo juntando las manos y soltando una risita infantil—. ¡Ah! Parecen siglos. Mis padres no querían que su niñita se fuera, tenían miedo de que algo saliera mal. Pero, tras un tiempo, mi padre me dijo: «Si un hombre no cree en nada, creerá en cualquier cosa. Quiero creer en ti». Sus ojos brillaron y el recuerdo la hizo sonreír. El señor McDaniels se miraba las curtidas manos. Su voz sonaba tensa cuando volvió a hablar. —No sé qué hacer. Parece una buena oportunidad pero realmente no sé si Max está preparado para algo así. Max, ¿tú qué crees? Hasta ese momento, Max había estado escuchando tranquilo. Ahora con la atención de los dos centrada en él, se puso nervioso. —No sé. No quiero que te quedes solo. —No te preocupes por mí, Max, ya soy un chico crecidito. Tras un silencio embarazoso, la señorita Awolowo tomó la palabra. —Señor McDaniels, ¿le importaría si hablara con Max a solas? —¿Qué dices a eso, Max? El chico miró a la señorita Awolowo, que esperaba pacientemente.
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—Es una preciosa noche de verano, Max, ¿por qué no damos un paseo alrededor de la manzana y respiramos un poco de aire fresco? Max miró a su padre y éste asintió.
La señorita Awolowo se enlazó en el brazo de Max mientras bajaban los escalones de la puerta delantera. El cielo nocturno estaba muy claro. Caminaron sin hablar, pasando tranquilamente bajo las farolas. Tocándole con un golpecito en el brazo, la señorita Awolowo rompió el silencio. —Nigel te envía sus saludos. Le dejaste bastante impresionado... Habla muy bien de ti. Te queremos pedir sinceras disculpas por la desafortunada visita de esa mujer. Max tembló y fijó la vista en los setos y jardines que les rodeaban. La señorita Awolowo se acercó más a él y tarareó por lo bajo una preciosa melodía. —No tienes por qué tener miedo, Max. El Enemigo sabe que estoy aquí y sabe que no soy insignificante. ¡La vieja Awolowo puede ser terrible! —abrió mucho los ojos, soltó una risita y le dio un cariñoso apretón en el brazo. Max sonrió e intentó tranquilizarse. —Señorita Awolowo, ¿quién es el Enemigo? Nigel no quiso responder a mis preguntas. —Sí, bueno, no es su función responder preguntas de ese tipo. ¿Quieres venir conmigo? Te voy a enseñar algo. Max asintió. La señorita alzó toda su altura y le miró desde arriba. Sus ojos tenían un brillo plateado y a Max le pareció que era mucho más guapa y sabia que todas las reinas de sus libros de aventuras juntas. Ella sonrió y tomó su mano. El interior de Max se estremeció como cuando había visto el tapiz. Pero esta vez no se sentía como si hubiera tragado avispas; parecía tener globos en el estómago. Le cosquillearon los pies como si los hubiera metido en una bañera con agua muy caliente. Cuando Max miró hacia abajo para comprobar qué le pasaba, dio un respingo. La acera se estaba encogiendo. La señorita Awolowo sujetaba su mano con fuerza mientras se elevaban tranquilamente sobre las farolas y los oscuros grupos de árboles. Se movían libremente por la brisa nocturna, dejando atrás casas y parques, flotando por encima de las chimeneas y las copas de los árboles. Volaron hasta el lago y se elevaron en una suave espiral.
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Subieron tan alto que Max pensó que podían alcanzar la luna. Se rió y extendió la mano para tocarla. Pero no podía. La luna seguía inmóvil sobre ellos, brillante, lejana y fría. —Vivimos en un mundo maravilloso, ¿verdad? Las palabras de la señorita Awolowo sacaron a Max de su ensimismamiento. Todo había parecido un sueño hasta que se dio cuenta con súbito terror de que estaban en el aire, sobre el lago, y de que el viento soplaba furioso a su alrededor. La señorita Awolowo se mostraba serena. —Vamos a buscar otro lugar más tranquilo, ¿de acuerdo? Max asintió frenéticamente. Mediante un giro amplio y lento se dirigieron hacia el templo behaí que sobresalía en el cielo nocturno como un enorme bloque de marfil tallado. Se posaron sobre la bóveda, muy por encima de los árboles. Se sentaron uno junto al otro, la señorita Awolowo se alisó la túnica y juntó las manos. —¡Bueno, esto está mejor! —dijo al tiempo que acariciaba la elaborada construcción de piedra que les rodeaba—. Me encanta este edificio. Y además seguro que ya no tienes tanto frío, ¿a que no? —No, señora. —Ahora mira al cielo, ¿qué ves? —No sé —dijo Max—. Estrellas. La luna. —También puedes ver una gran cantidad de oscuridad, ¿no? Max, ésta es nuestra lucha. Existe una fuerza en la Tierra a la que no le gusta la luna ni las estrellas ni el sol. No le agradan las luces de las ciudades, ni la alegría de la risa ni siquiera el sonido de las penas. No le gusta nada que pueda perturbar la perfecta negrura silenciosa de donde proviene. Si pudiera, se tragaría la luna. Max tembló y observó a una pareja de ancianos que paseaba en los jardines, muy abajo. La señorita Awolowo continuó. —No puede engullir la luna así que, en su lugar, intenta tragarse al hombre. Durante miles de años, la gente ha luchado contra este Enemigo de todas las maneras posibles. Gente como tú y yo. Max la miró fijamente. La señorita Awolowo asintió y tocó con dos dedos su frente. —Sí, Max... Gente como tú. Naciste como un príncipe, un príncipe de la humanidad. Durante siglos, la gente con talento ha desarrollado sus habilidades para asegurarse de que el hombre puede continuar creciendo y creando cosas preciosas como este mismo edificio. Sin nosotros, la humanidad hubiera desaparecido hace mucho tiempo. Nuestra lucha es una antigua batalla por la supervivencia.
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—¿Y usted quiere que yo me sume a esta... lucha? La señorita Awolowo sonrió y pegó su cabeza a la de Max. —Nigel dijo que eres un chico valiente. Pero todavía eres muy joven para tomar esa decisión. Sólo a los graduados de Rowan se les pide eso, y algunos deciden hacer otras cosas. Todo lo que te pido es que nos des una oportunidad y veas si te gusta. Max frunció el ceño. —¿Y qué pasa si decido no ir? ¿Se enfadaría? La señorita Awolowo se quedó callada durante unos minutos. Su respuesta fue comedida. —Me sentiría decepcionada pero de ninguna manera enfadada. Sin embargo, no te voy a mentir. Deseo que vengas a Rowan con todas mis fuerzas. Los informes de Nigel sugieren que puedes ser portador de la Antigua Magia, que puedes ser un príncipe entre tus iguales. Al verte en persona, yo también lo creo. La pequeña luz de tu interior brilla con tanta fuerza que incluso da calor a la vieja Awolowo. Su risa hizo que el collar de cuentas se agitara. —Sí, Max, es verdaderamente muy fuerte. Lo único que siento es que otros hayan visto también esa luz en tu interior. Dado lo que ha ocurrido, creo que Rowan sería un lugar más seguro para ti. Pero estoy aquí sólo para ofrecerte una oportunidad... No voy a hacer juicios ni a darte opciones falsas. La decisión es sólo tuya, y es muy importante. Max se abrazó las rodillas y escuchó con atención. Se giró y siguió la estela de un avión lejano sobre el lago iluminado por la luna. Sus luces de posición parpadeaban a intervalos regulares sobre el cielo estrellado. Cuando se giró hacia la señorita Awolowo, su rostro mostraba una determinación implacable. —Quiero ir.
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El vuelo a Rowan
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a noche antes de partir a Rowan, Max tuvo un sueño extraordinario.
Caminaba por un amplio campo al anochecer y tiraba una pelota al aire para cogerla de nuevo unos pasos más adelante. Hacía bastante viento y la luna estaba saliendo cuando llegó a un sendero que conducía a una casa distante con las ventanas iluminadas. De repente, algo enorme saltó de un seto cercano, trotó hasta el sendero y permaneció ante él. Era un monumental perro lobo. Se quedó inmóvil y clavó en él su fiera mirada. Max se quedó helado. La agresiva cara del animal se desdibujaba y cambiaba, a veces mostrando los rasgos inconfundibles de la señora Millen, de Nigel, de la señorita Awolowo y del extraño hombre del tren. El perro comenzó a caminar hacia Max y de su garganta salía un sordo rugido criminal mientras su rostro se transformaba en el de su padre. No podía moverse. El perro se puso de pie apoyándose en las patas traseras y colocó sus dos pezuñas del tamaño de guantes de béisbol sobre los hombros de Max. Le miró. Su aliento eran ráfagas de aire caliente. Gruñendo, presionó su frente contra la del chico y le habló: «¿Qué vas a hacer? Responde rápido o caeré sobre ti». Cuando Max abrió los ojos vio a su padre sentado en el borde de su cama. Sonreía pero parecía más cansado y viejo. Tenía ojeras oscuras. —Dormías igual que cuando eras un bebé. Max pestañeó y se recostó sobre los codos. —He tenido una pesadilla. —¡Oh, no! —exclamó el señor McDaniels fingiendo horror—. ¿Qué pasaba? —Un perro grande —murmuró Max somnoliento, apartando su pelo oscuro de la frente. —¡Un perro grande! Bueno, ¿te ha mordido o le has mordido tú? —No ha habido mordiscos —susurró Max. Su padre le dio una palmadita y se puso de pie.
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—Bien, recuerda que no importa el tamaño de un perro en una pelea, lo importante son las ganas de pelea que tenga el perro. Max volvió a meterse bajo las mantas y se movió hacia donde estaba su padre. —Ya lo sé, papá. Me lo has dicho cien veces. —Así es —el señor McDaniels soltó una risita—. A la ducha y a preparar todo. Alguien de la escuela va en tu mismo vuelo y nos vamos a encontrar con él en el aeropuerto a las ocho. Max protestó mientras su padre retiraba la colcha de la cama y abría las cortinas para revelar un cielo matutino del color de un melocotón dorado.
Nigel les esperaba cerca del mostrador de facturación con un cartelito de cartón donde ponía McDANIELS y parecía muy aburrido. El reclutador iba bien vestido con una chaqueta deportiva y estaba mucho más moreno. Se recolocó las gafas y extendió la mano cuando los McDaniels se acercaron. —Buenos días. Usted debe de ser el señor McDaniels... Soy Nigel Bristow, de Rowan. —Me puedes llamar Scott, Nigel —dijo el señor McDaniels estrechando la mano de Nigel—. Este es Max, tu copiloto para hoy. —Hola Max —dijo Nigel con alegría y un rápido guiño—. Gracias por venir. Volar es muy aburrido sin un buen compañero de viaje. Llevamos un poco de retraso. Vamos a facturar tu equipaje. Una vez que Nigel cogió el petate de Max y se puso en la fila, el señor McDaniels tocó a su hijo con el codo. —Parece un buen tipo —dijo. —Sí —respondió Max, preguntándose por qué Nigel llevaba un cartelito con su nombre. Con todo lo que había ocurrido, pensaba que su nombre y los planes de viaje serían un poco más secretos. Nigel le llamó en el momento de facturar. Max respondió a las preguntas de la mujer y vio cómo su equipaje desaparecía en la cinta transportadora. —Bien, ya estamos listos —dijo Nigel mostrando las tarjetas de embarque—. Te dejo un minuto para que te despidas de tu padre —añadió con un jadeo mientras regresaban al encuentro del señor McDaniels con las manos en los bolsillos—. Ya sé que esto suena cruel pero intenta ser rápido. Sin lágrimas. Es importante. Nigel se despidió y prometió cuidar a Max; después se puso en la fila que serpenteaba hacia el control de seguridad. Recordando lo que Nigel le había dicho,
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evitó mirar a los ojos de su padre. Jugueteó con los dedos y miró de frente, a la enorme camisa amarilla del señor McDaniels. —Bueno, Max. Ahora es cuando te digo adiós. Max asintió. —Eres el mejor, ¿sabes? El mejor hijo que un padre pudiera desear. Max sintió cómo le estrechaban los brazos de su padre. Cerró los ojos y prometió llamar por teléfono y escribir y rezar las oraciones por su madre. Finalmente, cuando su padre le soltó, caminó envarado hacia donde la esperaba Nigel. No miró hacia atrás. Nigel no dijo nada hasta que pasaron el control policial. —Bien hecho —dijo finalmente—. Sé que no ha sido fácil. —¿Se trataba de otra prueba? —preguntó Max con la boca pastosa. —No —dijo Nigel—. Este aeropuerto está muy concurrido hoy. Queremos evitar cualquier cosa demasiado real. —¿Qué quieres...? Max se quedó a mitad de frase al ver a un chico que se parecía mucho a él y que caminaba en dirección opuesta. Max parpadeó. El chico no se le parecía... Era idéntico. —Intenta no mirar directamente —dijo Nigel de forma casual caminando más rápido—. Son de los nuestros. Max se volvió a cruzar consigo mismo en varias ocasiones. Se fijó en que los chicos siempre iban acompañados de uno o dos adultos de aspecto serio. —Debes de estar cansado —dijo Nigel con calma mientras ocupaban sus asientos en el avión abarrotado—. Supongo que no tenías idea de que habías estado en una docena de vuelos diarios durante los últimos tres días... —Pero... Nigel colocó un dedo delante de la boca. —Agentes. Señuelos. Ya hablaremos más cuando lleguemos a Rowan —replicó el reclutador mientras sacaba una chocolatina y un mazo de cartas del maletín—. Todavía nos falta un buen rato. Max mordisqueó la chocolatina y escuchó el rugido de los motores del avión mientras Nigel repartía cartas.
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Un par de horas más tarde, el avión aterrizó. Nigel sacó a Max y lo condujo por los largos pasillos hasta la sala de recogida de equipajes. El reclutador acababa de alzar su petate de la cinta cuando el chico vio a alguien salir de repente de detrás de una columna. Era el hombre del tren... El hombre tuerto, con el ojo blanco. Su abrigo estaba igual de sucio y su ojo igual de perturbador que en el recuerdo de Max. Se quedó quieto como una piedra entre ellos y la salida por la que la gente se agolpaba. —Está aquí —susurró Max. Nigel pareció no oírlo mientras hurgaba en el petate del chico. —¡Está aquí! —gritó agarrando con fuerza el brazo de Nigel. Este le miró sorprendido antes de dirigir su mirada más allá. Se quedó pálido. Inmediatamente el reclutador cogió a Max del cuello y le dio la vuelta. Le dirigió hacia las escaleras por donde habían venido. Mientras se abrían paso contra la marea de caras sorprendidas, el chico intentó mirar hacia atrás, pero había demasiada gente. Nigel hablaba a toda velocidad por un delgado teléfono pero Max no oía lo que decía. Llegaron hasta la siguiente terminal, el reclutador lo condujo hacia las puertas automáticas de cristal y se metieron en una limusina que acababa de frenar junto a la acera. El coche aceleró en la autopista y se dirigió hacia el norte mientras Nigel tecleaba mensajes de texto con su teléfono, con un aspecto inusualmente sombrío. Transcurrió una hora de tenso silencio antes de que el coche abandonara de repente la autopista y se incorporara a una carretera más pequeña. Se encontraban cerca de la costa; la hierba alta del borde de la calzada se movía mientras pasaban pequeñas granjas y pueblos. Unos carteles deslucidos anunciaban playas, langosta fresca y excursiones emocionantes. Todo parecía muy extraño. Nigel miró por la ventana posterior. La carretera por la que iban había permanecido desierta durante muchos kilómetros. Aparentemente satisfecho, apretó un botón y bajó la ventanilla. El aire cálido de verano entró a raudales, lleno de olor y fragancia de sal. —¿Cómo te sientes? —preguntó, transformando una seria expresión en una sonrisa. —Ahora estoy bien. Era él, sabes, el hombre del aeropuerto. Era el mismo que me perseguía en el museo. —Sí, ya lo sé. Se ajustaba a tu descripción perfectamente. Ha sido algo desagradable, sin duda. Pero hemos cumplido la misión: estás aquí, sano y salvo.
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Max respiró con profundidad; parecía la primera vez que respiraba de verdad desde que salieron del aeropuerto. —Nigel, mi padre está bien, ¿verdad? No le molestarán ahora que yo estoy aquí... —Seguro, Max —dijo Nigel con simpatía—. Es a ti a quien buscan. Nigel miró al exterior y señaló algo. Max se giró a tiempo de ver un viejo cartel de madera: BIENVENIDO A LA LOCALIDAD DE ROWAN, FUNDADA EN 1649 Pasaron por delante de algunas coquetas casitas en las afueras. El océano Atlántico refulgía en la distancia. Max se fijaba en los cuidados jardines, la pintura fresca y los limpios toldos. Los edificios del pueblo eran antiguos pero estaban espléndidamente conservados. Dejaron atrás una vieja sala de cine, un parque y una cafetería. Más adelante había un montón de tiendas y pequeños restaurantes. Una vez superada la zona comercial llegaron a una pequeña iglesia blanca con una señal que indicaba que el Colegio Rowan estaba cerca. Max tragó saliva y sintió que el pulso se le aceleraba. Dejaron la carretera para adentrarse por un sendero bien cuidado. Pasaron por debajo de una cubierta formada por las ramas entrelazadas de los árboles que se alineaban al borde del sendero. Se dirigieron veloces hacia una gran puerta de hierro negro flanqueada por una robusta caseta de vigilancia. La puerta se abrió hacia dentro mientras se acercaban. Max intentó fijarse en un impresionante escudo plateado cuando la limusina cruzó el umbral, pero la puerta se cerró tras ellos. El sendero se había convertido en un camino de grava y el coche lo siguió hacia la derecha para meterse en un tupido bosque de fresnos, robles y hayas. Max se giró hacia Nigel. —¿Por qué no me dejaste decir adiós a mi padre? ¿Por qué había tanta prisa? —¡Ah! Eso... Lo siento. Teníamos que actuar igual que los otros, los señuelos, que te habían precedido. Lo hiciste muy bien. —¿Quiénes eran todos esos chicos? ¿Están en peligro? Nigel sonrió. —Ésos no eran chicos y están bien equipados para enfrentarse a los peligros que puedan surgir. Acabas de ver agentes por primera vez, Max. Nigel se quitó la chaqueta deportiva y la colgó en la ventanilla. Max observó unas manchas oscuras en los sobacos. El hombre suspiró.
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—Yo no soy un agente, ¿sabes?, sólo un pobre y viejo reclutador atrapado en esta historia y no muy preparado para tanta intriga y misterio. Olió la chaqueta antes de doblarla cuidadosamente en su regazo. —Entonces, ¿por qué eres tú quien me acompaña en el viaje? —preguntó Max. —Los agentes insistieron en que yo era un buen señuelo —admitió Nigel tímidamente—. Pueden ser bastante brutos, sabes. —Se han equivocado —dijo Max—. No han engañado a ese hombre. De cualquier manera me alegro de haber viajado contigo y no con un aburrido agente. Nigel recobró el ánimo mientras la limusina reducía la velocidad en una curva. —Gracias, Max... Bienvenido a Rowan. La limusina salió del denso bosque y se adentró en un enorme claro soleado cubierto de suave césped, pistas deportivas, jardines coloridos y viejos edificios de piedra próximos al océano. Max sacó la cabeza por la ventanilla y escuchó las gaviotas. El coche siguió el sendero que bordeaba un alto acantilado cubierto de hierba y se detuvo en una entrada circular ante una enorme mansión de piedra gris claro. Había muchos coches aparcados delante. Max abrió su puerta y se quedó impresionado con la fuente con caballos de mármol que escupían agua hacia lo alto. A través de las gotitas vaporosas, observó la mansión. No tuvo tiempo de empezar a contar las chimeneas ni las ventanas. —Ciento once —murmuró Nigel, que ya había sacado del coche el petate de Max. —¿Qué? —dijo éste todavía inseguro de no tener los oídos taponados tras el vuelo. —La mansión tiene ciento once chimeneas. Estabas intentando contarlas. —¿Cómo lo has sabido? —preguntó Max, preocupado de que sus pensamientos fueran tan transparentes. —Porque yo intenté hacer lo mismo cuando llegué aquí, ay Dios mío, hace ya unos treinta años. El reclutador se rió y se inclinó para arrancar una flor blanca de las muchas que crecían entre las losas a los pies de Max. —La flor de Rowan —dijo, señalando una docena de árboles esbeltos que rodeaban la entrada. Nigel cerró la puerta de Max y lo condujo hacia una escalera de piedra. Se detuvo un momento ante la gran puerta doble de la mansión. —Ah, una cosa, Max. Reconozco que es muy tentador, pero apreciaría mucho que no contaras a nadie nuestras peripecias del viaje. Ese hombre, la señora Millen... nada de eso. Cuantos menos rumores, más posibilidades tenemos de arreglarlo. ¿Prometes que sólo se lo comentarás a la directora, y sólo si te lo pregunta? Max asintió con solemnidad y estrechó la mano de Nigel.
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—Bien —dijo éste visiblemente aliviado—. Vamos con los otros. La Orientación ya ha comenzado. Max siguió a Nigel por la entrada de doble batiente hasta un alto vestíbulo flanqueado por majestuosas escaleras a cada lado. Cruzaron un umbral al otro extremo del rellano, siguieron por un largo pasillo y, tras pasar por varias salas, llegaron a una puerta cerrada de nogal barnizado. El chico escuchó la cálida y profunda voz de la señorita Awolowo hablando en el otro lado. —¡Aj! Lo que me temía —dijo Nigel—. Siempre chirría. Lo siento... Los goznes emitieron un chirrido agudo y largo cuando Nigel abrió. Cientos de personas se dieron la vuelta y les miraron mientras se quedaban quietos en el umbral del pequeño teatro. La señorita Awolowo, de pie en una tarima, se interrumpió a mitad de frase. —¡Ah! Ya estáis aquí. Comenzaba a preocuparme. Señoras y señores, demos la bienvenida a Max McDaniels, que se ha unido a nosotros desde Chicago, aquí en Estados Unidos. Él paseó la vista por el mar de rostros, enmudecido por la vergüenza. Levantó un poco la mano mientras Nigel lo llevaba a la última fila. La señorita Awolowo continuó su discurso; Max recibió información sobre el internado. —Voy a asearme un poco y a hacer unas llamadas —susurró Nigel, dándole una palmadita en el hombro—. Luego nos vemos... Antes de la configuración. Max asintió hasta que se dio cuenta de que había algo que no cuadraba. —Nigel —susurró con aprensión—. ¿Qué es la configuración? No hubo respuesta. Se giró, pero el reclutador ya se había ido. Una chica muy flaca, con aparato en los dientes, y su madre le hicieron señas para que guardara silencio. Max les hizo una mueca y se dio la vuelta para escuchar a la señorita Awolowo. La mayor parte de lo que decía eran cosas sobre dónde conseguir información, los consejeros y profesores, vacaciones y horarios. Max apenas le prestó atención y en su lugar observó con detenimiento a sus nuevos compañeros. No se parecían a los alumnos de su antiguo colegio; había mucha más diversidad en estas filas. Aunque muchos llevaban puesta ropa extranjera, Max estaba más interesado en otras diferencias sutiles, como la postura y las expresiones faciales. Pensó que muchos parecían mayores y serios. Estaba intentando adivinar las edades cuando toda la audiencia se levantó y comenzó a inundar los pasillos de salida. La escena que se desarrollaba en el exterior le resultaba incómoda y Max intentó mantenerse apartado, los que habían venido con sus padres se despedían. Se derramaron muchas lágrimas y los equipajes se amontonaban en una atmósfera de sonidos cacofónicos mientras la señorita Awolowo contestaba preguntas de última hora y acompañaba a los padres hacia los coches. Vio cómo la chica flaca con aparato
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de ortodoncia se agarraba a su madre, llorando desconsoladamente, hasta que la señorita Awolowo las separó con suavidad y acompañó a la segunda hacia un taxi. Max se sintió mal por haberles puesto mala cara. Una vez todos los padres se hubieron ido, la señorita Awolowo los guió a todos al gran vestíbulo. Subió por una escalera hasta el descansillo para dirigirles la palabra. —Bien, chicos. Ahora tenemos que llevar a cabo la distribución de habitaciones. Sin embargo, antes de asignaros vuestra habitación, tengo que deciros algo sobre Rowan, un sitio muy querido para mi y que es vuestro nuevo hogar. El aire se quedó inmóvil; los murmullos se apagaron inmediatamente. Algo había cambiado en la voz de la mujer. —Gracias. Hasta que os muestren todo el terreno y los edificios, os pido que no salgáis de las zonas y espacios que yo os diga. Como podéis ver, la Mansión y el resto del campus de Rowan es... extraño. Este campus y sus edificios poseen cierta imprevisibilidad que puede desconcertar incluso a los más viejos profesores. También hay muchos artefactos por toda la mansión y los terrenos circundantes cuyo funcionamiento necesita una preparación esmerada. Como es sólo vuestro primer día, no quisiera tener que rescatar ni lamentar la pérdida de ningún alumno imprudente. ¿Ha quedado claro? La mirada clara y penetrante de la señorita Awolowo iba recorriendo las caras una a una justo cuando Nigel apareció en el descansillo a su lado. —Genial —sonrió ella—. Ahora, antes de comenzar la configuración, permitidme decir algo más. Si la historia nos ha enseñado algo, es que algunos alumnos se sienten irremediablemente defraudados con sus habitaciones, con sus compañeros de cuarto o con ambos. Si esto sucede, lo siento y lo único que puedo decir es que veáis el lado positivo. Las configuraciones de las habitaciones y la asignación de compañeros no se pueden cambiar. Así que no quiero lloros ni quejas. ¿Entendido? Los chicos asintieron lentamente y se cruzaron miradas extrañadas. —Excelente. Él es Nigel Bristow. Creo que algunos de vosotros ya lo conocéis. Él llevará a los chicos a sus habitaciones. Las jovencitas vienen conmigo. —Muy bien —Nigel se dirigió a ellos—. Subid aquí y seguidme. Max y los otros chicos ascendieron las escaleras apiñados. La voz de la señorita Awolowo sonó a sus espaldas. —¡Buena suerte, Nigel! ¡Buena suerte, chicos! A las cinco nos volveremos a encontrar en el vestíbulo para dar una vuelta antes de la cena. ¡Atentos a las campanadas!
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Max fue tras Nigel al igual que varias docenas de alumnos. —Vamos, chicos, no os quedéis atrás —exclamó el reclutador—. El ala norte de Rowan para los caballeros; el ala sur para las damas; así que si no hay urinarios en la pared, es que os habéis equivocado de lugar. Los chicos se rieron tontamente mientras subían por la escalera espiral cuyo pasamanos de madera estaba pulido por el tiempo y el uso. La voz de Nigel resonó desde las alturas. —Os daréis cuenta de que vuestra clase está en el tercer piso. No tenéis mucha suerte. Los de tercero y cuarto curso os harán la vida imposible desde el segundo piso. Los de quinto y sexto disfrutan de las ventajas del primero y están convencidos de merecerlo. Max salió de las escaleras y se encontró con un pasillo largo y ancho, con pesadas vigas en el techo. En cada lado se alineaban docenas de puertas pintadas de verde brillante. Nigel los condujo hacia el extremo final del pasillo. Max se quedó rezagado y se dio cuenta de que todas las puertas tenían una gran cerradura decorada y un número refulgente y plateado en el centro. Junto a cada puerta había una placa de madera pulida y latón; las dos primeras docenas tenían nombres grabados. Cuando llegaron al final de la galería (donde Max percibió que las placas estaban vacías) Nigel se dio la vuelta y miró a los chicos, que empezaban a estar inquietos. —Vamos a ver... Sesenta y nueve, setenta y con Omar hacen setenta y uno. Excelente, nadie se ha perdido por el camino. Soy un genio. Bien, cuando os diga, tenéis que ir a buscar vuestro nombre en las placas que hay junto a las puertas. Cuando veáis vuestro nombre, os quedáis allí y no hagáis nada más. ¿Todo el mundo lo ha entendido? Un chico achaparrado y atractivo, con el pelo castaño y los ojos azules, levantó la mano. Tenía un acento irlandés tan cerrado que Max casi no pudo entenderlo. —¿Ya están nuestros nombres puestos? —¿Cómo te llamas, criatura curiosa? —Connor Lynch. —No —dijo Nigel, frotándose las manos—. Pero aparecerán. Eso forma parte de la diversión. Vosotros no elegís a vuestros compañeros de cuarto; ni nosotros tampoco, eso lo hace la Mansión... ¿Estáis preparados? ¡Pues a buscar vuestra habitación! A Max todo aquel correr y chocarse de los chicos por el pasillo en busca de una placa con su nombre le recordó a una frenética búsqueda de huevos de Pascua. —¡Lo he encontrado! —gritó un chico pequeño con pinta de ratón. —¡Yo también! —chilló otro mientras se le caía el puente dental.
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Max caminó tranquilo por el pasillo mientras los demás gritaban emocionados y daban saltos. También quería emocionarse pero estaba preocupado, la presencia latente se removía de nuevo en su interior. Se detuvo ante la habitación 318 y miró la placa junto a la puerta. Como si una mano invisible se pusiera a escribir en ese preciso momento, en la placa vacía aparecieron dos nombres. Max pasó sus dedos por el suyo, notando cómo las letras se habían grabado perfectamente en el latón. Oyó una tos detrás. —También está mi nombre, ¿verdad? Max se giró hacia la voz, que parecía estadounidense. Vio a un chico pequeño con la piel blanca como la leche. Sus facciones eran sutiles y apenas perceptibles, excepto unos círculos violáceos bajo sus ojos. Parecía enfermo. —¿Eres David Menlo? —preguntó Max. El chico asintió y tosió de nuevo. —Soy Max. Justo entonces Max escuchó la voz de Nigel por encima de todo el alboroto. —¡Aja! ¡No lo hagas, Jesse Chu! ¿No me has oído antes? ¡No hagáis nada hasta que yo os lo diga! Un fornido chico asiático en el otro lado del pasillo puso cara de pocos amigos y retiró la mano del pomo de la puerta como si estuviera ardiendo. Nigel se acercó rápidamente hasta él, señalando con el dedo. Entonces, al ver a Max y a David de pie ante su puerta, se detuvo. —Hola, ¿quién más falta en vuestra habitación? Max volvió a mirar la placa y se dio cuenta de que en otras habitaciones había cuatro e incluso cinco chicos. —Nadie —dijo Max—. Sólo aparecen nuestros nombres. —¿Sí? —respondió Nigel, mostrando una sonrisa de curiosidad y acercándose para verlo mejor—. Qué raro. Movió la cabeza y puso las manos delante de la boca a modo de altavoz, para que todos los chicos del largo pasillo pudieran oírle. —Bien, cuando dé la orden , quiero que abráis las puertas y entréis en vuestras respectivas habitaciones. Una vez dentro, echad la cerradura tras vosotros y cerrad los ojos. Os vais a sentir un poco mareados... No pasa nada. Mantened los ojos cerrados hasta que se pase la sensación de mareo. Para estar más seguros, os recomiendo que contéis hasta tres una vez haya pasado el mareo y antes de abrir los ojos. ¿Está claro? Max, atemorizado, asintió junto a los demás. —Muy bien, caballeros. Por favor pasad a vuestras habitaciones y que comience la configuración.
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Max miró a David, que hizo un gesto con la cabeza, dándole a entender que abriera él la puerta. Los dos entraron con cautela en una pequeña habitación a oscuras. El suelo era de piedra lisa y las paredes de madera añeja. —¿Estás preparado? —susurró Max—. Cuando cierre la puerta, cierra los ojos. Cuando se te pase el mareo, dímelo y contamos juntos hasta tres, ¿vale? Con la respiración alterada e intentando controlar el ritmo salvaje de su corazón, Max cerró la puerta y apretó bien los ojos. Durante un momento, no sucedió nada. Sin embargo, lentamente tuvo la sensación de que su cuerpo empezaba a dar vueltas como una peonza hasta alcanzar una velocidad tremenda. Esa impresión se intensificó durante un minuto más o menos hasta terminar con una fuerte sensación de náusea. Estaba a punto de vomitar cuando la rotación se detuvo. Sentía el cuerpo ingrávido, como si estuviera regresando a la tierra. Un momento después también esto había pasado. Susurró a David. —¿David? ¿Ha terminado? —Creo que sí... Sí. —Vale. Cuenta conmigo: uno, dos, ¡tres! Max abrió los ojos y respiró profundamente. En vez de la pequeña habitación cuadrada, ahora se encontraban en lo alto de la escalera de una gran sala circular con un techo acristalado en forma de cúpula. A través del cristal, Max contempló la luna y las estrellas, pero parecían mucho más grandes que cuando las miraba sin el cristal. Rotaban despacio en la lejanía. Dio un respingo al ver cómo unos finos hilos dorados formaban un centauro celestial que después se disolvió. Un momento después se dibujó de la misma manera un escorpión gigante entre todas las estrellas titilantes. En el piso superior, al nivel de la puerta de entrada, había un amplio balcón con una baranda dorada. Comunicaba cada extremo de la habitación con dos enormes camas de madera pulida, con cuatro columnas y cortinas. En silencio, Max y David descendieron hacia el piso inferior, en su centro se hallaba una gran mesa octogonal grabada con dibujos de estrellas y lunas sobre una gruesa alfombra de color marfil. Había dos galerías que conducían a dos salas circulares idénticas. Cada una tenía un acogedor sofá, estanterías altas y un armario, todo iluminado por luces empotradas en las paredes de madera dorada. En el extremo, una chimenea con un pequeño fuego encendido. Con un estremecimiento de sorpresa Max vio su petate doblado cuidadosamente cerca del armario al igual que sus cuadernos y lápices de dibujo. El resto de sus cosas estaban asimismo ordenadas.
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—¿Qué opinas? —cuchicheó David a su lado. Max se dio la vuelta y sacudió al chico por los hombros. —¡Opino que es fantástico! Dando gritos de alegría los dos subieron hasta el balcón y después corrieron en direcciones opuestas para saltar sobre las camas con dosel. Max se tumbó encima de un suave edredón bordado con soles dorados y después descorrió las cortinas. David sonreía de oreja a oreja desde su cama, situada en el otro extremo, pataleando en el edredón azul marino bordado con lunas plateadas. Alguien llamó a la puerta con un golpecito. —¡Eh! —la voz de Nigel sonaba un poco preocupada—. ¿Max? ¿David? Abrid, chicos, vamos a echar una mirada, ¿eh? Volvieron a correr por el balcón y abrieron la puerta. Nigel estaba de pie en el exterior junto al chico irlandés, Connor. —¡Dios mío! Estaba preocupado por si os habíais perdido. ¿Os importa si echo un vistazo? Siempre siento curiosidad por ver cómo se realizan las configuraciones... Nunca hay dos iguales. Al entrar, Nigel se quedó inmóvil en el umbral. —¡Qué guay! ¡Menuda potra, caballeros! ¡Y eso que sois novatos! Miró más adentro y ahogó un grito de asombro. —¡Oh! ¡Esto es increíble! ¡Mucho más bonito que mi antiguo cuarto! Pedí que me cambiaran esa cosa tan fea. Hubierais hecho lo mismo de haber tenido una yurta mongol. Max y David saboreaban su éxito mientras Nigel curioseaba, murmurando de vez en cuando cosas como «¡Habrase visto!» o «¡Qué suerte tienen estos pipiolos!». Connor entró detrás de Nigel y se quedó mirando el techo boquiabierto. Sus ojos brillantes y azules parpadearon maravillados y mostró el puño con el pulgar hacia arriba en un gesto de felicitación antes de regresar al pasillo. Un minuto después, el reclutador subía las escaleras moviendo la cabeza y con el ceño fruncido. —¡No quiero oír ni la más mínima queja de vosotros dos en los próximos seis años! ¡Oh, mi mujer se volvería loca por tener esas estanterías, bribones! Nunca entenderé el funcionamiento de esta vieja Mansión. Levantó los brazos fingiendo estar enfadado y salió al pasillo, donde el resto de chicos iba en grupos de una habitación a otra con un coro de exclamaciones y ruido de portazos. David y Max entraron en un dormitorio medieval con las camas sobre torres y en un templo japonés antes de pasar a una sencilla habitación al otro lado del pasillo.
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Miraron alrededor en un silencio incómodo. Connor se entretenía a solas en la habitación, aparentemente sus compañeros se habían ido a explorar otros dormitorios. El único sonido procedía de un pequeño fuego que chisporroteaba en una humilde chimenea de ladrillos. El cuarto no era más grande que el dormitorio vacío en el que había entrado Max antes de la configuración. Unas literas estrechas de madera bajo un techo con unas vigas del mismo material como única decoración. El mobiliario de la habitación consistía en una pequeña mesa y una mecedora roja cercana a la chimenea. Las paredes, de yeso, sólo tenían dos ventanitas con vistas a un prado soleado salpicado de flores silvestres. Nigel asomó la cabeza y rompió el silencio. —Un rincón acogedor donde colgar el sombrero, ¿eh, señor Lynch? —Sí, Nigel, hogar dulce hogar. No es la bomba, pero me vale. Connor se subió en una de las literas superiores, con las piernas colgando, y les sonrió desafiante. A Max le cayó bien de inmediato. —Venga, chicos —dijo Nigel—. Ayudadme a reunir a los otros y regresemos al vestíbulo. El reclutador se dirigió rápidamente al pasillo mientras Max, David y Connor miraban una habitación hundida que parecía el camarote del capitán de un lujoso galeón. Tres grandes ojos de buey mostraban una lejana puesta de sol y grandes olas azules golpeaban contra el cristal. Los cuatro ocupantes del dormitorio reían, cada uno sentado en una cama encastrada en las paredes. Por todas partes había arcones, mapas viejos y farolas amarillas. Connor habló justo en el momento en el que un pez daba un salto delante de un ojo de buey. —¡Eh! Nigel quiere que salgamos. Vamos. Los chicos asintieron y subieron de uno en uno por la escalera de metal dorado. —De verdad —dijo Connor mientras salían en fila—, si alguno de vosotros se marea ahí abajo, decídmelo y podemos intercambiar los dormitorios. ¡Eh, tú! — señaló con un dedo al último que salía—. Tienes la cara pálida, ¿no te interesaría cambiar de habitación? —¡Ni lo sueñes! —gritó el chico mientras corría hacia donde estaba Nigel. Connor suspiró y se unió a Max y a David. El reclutador ya había conseguido reunir a la mayor parte de la clase cerca de la escalera. —Bien, felicidades por completar las configuraciones. Tenéis suerte, ¿sabéis? A algunos de mis compañeros de clase les tocó una mazmorra, una bodega mohosa o incluso un gallinero. —Pero, Nigel —dijo un chico—, ¿cómo han cambiado las habitaciones? ¿Las has cambiado tú?
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Nigel negó con la cabeza. —No, claro que no. Esto es Magia Antigua, mucho más arcaica y fuerte que cualquier otra cosa. Nigel Bristow puede realizar simples conjuros. Pero ya tendréis más información sobre la Magia Antigua y sobre la Mansión tras la cena. Las campanadas comenzaron a sonar justo cuando bajaban las escaleras guiados por el reclutador.
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Nuevos y viejos diablos
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os chicos y las chicas se encontraron en el exterior, junto a la fuente; comentaban las configuraciones de los dormitorios en un alboroto cacofónico. A Max le resultaba difícil seguir una conversación ya que se oían las voces de unas chicas muy emocionadas que describían a gritos un dormitorio que era el salón del trono de un faraón, con jeroglíficos grabados en las paredes, y otros que eran cómodos refugios de montaña. Nigel estaba cerca de él, con cara de desconcierto, y la señorita Awolowo protegía a una chica pelirroja, alta y regordeta de la bronca de una pequeña con pelo oscuro que la señalaba con un dedo acusatorio y hablaba en su lengua nativa. La pelirroja parecía desconsolada. —¿Qué les ha pasado? —preguntó Max a Nigel. —Oh, sucede todos los años. Los compañeros de habitación culpan unos a otros por el resultado de la configuración. Mi italiano es muy básico pero creo que Lucía está muy enfadada con el tugurio con goteras que tendrán que compartir. Piensa que todo es culpa de Cynthia... Algo relacionado con el gusto inglés por el mal tiempo... —Nigel frunció el ceño y miró a Max—. Pero eso no es del todo cierto. No es que nos guste el mal tiempo. Simplemente lo aguantamos porque no tenemos más remedio. La señorita Awolowo restauró el orden con una tranquila frase en italiano que dejó a Lucía sumida en un silencio candente. Nigel se marchó mientras la señorita Awolowo se dirigía al grupo. —Bien, ahora que las configuraciones se han completado (Lucía, ¡deja de hacer eso!) vamos dar una vuelta por los terrenos de Rowan antes de la cena. Por favor seguidme hacia el huerto... Rodearon el edificio hasta llegar a la parte posterior de la Mansión, paseando entre setos repletos de flores, y llegaron a un gran patio con suelo de piedra. Más allá del patio, separadas por una franja de césped, había largas hileras de manzanos. Max caminó hasta allí junto a Connor y David. La señorita Awolowo reunió al grupo junto al árbol más cercano. —¡Mirad las manzanas! —exclamó una chica—. ¡Son de oro! Max miró hacia arriba y vio unas manzanas pequeñas que parecían estar hechas de oro. Jesse Chu se acercó al árbol y de puntillas intentó coger una.
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—¡No toques ni una manzana! Jesse se apartó como si algo le hubiera picado. La señorita Awolowo caminó entre los alumnos y se remangó un poco el vestido para no mancharse con el césped. —Jesse, perdona por haberte gritado, pero estos árboles son sagrados. Dejadme que os cuente algo sobre el huerto de Rowan. Omar, ¿puedes leer esa placa, por favor? Un chico de piel oscura con gafas y pinta de ser estudioso se inclinó y leyó la placa de piedra incrustada en la base del árbol. —Fiat Lux... Clase de 1653. —Gracias. ¿Alguien sabe qué significa esa expresión o por qué estamos mirando este árbol? Un chico alto y rubio, en cuya etiqueta de identificación se leía Rolf de Dusseldorf, levantó la mano. Max pensó que, por lo menos, debía de tener catorce años. —Fiat Lux es latín —dijo Rolf con un fuerte acento alemán—. Se traduce como «Hágase la luz». De acuerdo con el folleto, 1653 es el año en que se graduó la primera promoción de Rowan. La señorita Awolowo sonrió. El chico parecía muy satisfecho consigo mismo. —Muy bien, Rolf. Las dos cosas son correctas. Este es un árbol sagrado, un Árbol de Clase que representa al primer curso que se graduó en Rowan. Eligieron Fiat Lux como el lema del grupo ya que llegaron aquí en momentos de gran oscuridad. Aquí hay un árbol sagrado por cada curso de Rowan. Cada año, el árbol tendrá una manzana por cada miembro vivo de ese curso. Cuando uno de ellos fallece, su manzana se hace de oro. Así los recordamos y estas manzanas no se tocan. Tenéis unos minutos para pasearos. Adentrándose en el huerto junto con los otros, Max recorrió las filas de árboles cuyas manzanas de oro relumbraban por el sol de verano. Intentó imaginar a las personas que representaban y qué habían hecho con sus vidas. Tras unos momentos se dio cuenta de que las manzanas de oro brillaban en casi todos los árboles incluso en algunos de los más jóvenes. La señorita Awolowo los llamó y continuaron su camino hacia un bosque de fresnos, robles, arces y hayas. Los rayos del sol apenas atravesaban las hojas y el sendero se retorcía entre los árboles hasta llegar a un edificio largo y bajo que había en un pequeño claro. Tenía las ventanas oscuras, pero de su chimenea salían pequeñas volutas de humo. —Esta es la Herrería —explicó la señorita Awolowo, señalando una impresionante puerta negra de hierro—. Como sois aprendices todavía no tendréis clase de Artefactos, pero durante el curso tal vez vengáis aquí alguna vez.
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Connor movió los labios formando la palabra «¿Artefactos?» hacia Max con un gesto burlón. Max se encogió de hombros con una sonrisa mientras Rolf volvía a levantar la mano. —Hablando de clases... ¿Cuándo nos dan los horarios? Mis padres han insistido en que me matricule en Matemáticas avanzadas. Max vio que Lucía ponía los ojos en blanco. —Los horarios de clase se entregarán mañana, Rolf —respondió la señorita Awolowo. Continuaron el recorrido por el bosque admirando los formidables árboles y dejando en el aire preguntas sobre los pequeños senderos que partían del camino principal y que se perdían entre la espesa vegetación. Había bastantes y Max sentía curiosidad por ellos. David se entretuvo tanto en uno que Max tuvo que regresar corriendo para llevarle con el grupo. —Espera un momento —dijo David hurgando en los bolsillos. —Venga —dijo Max al ver que el grupo desaparecía en una curva del camino. David sacó una moneda del bolsillo. Rascó en la tierra y enterró la moneda junto a las retorcidas raíces de un olmo combado. Aparentemente satisfecho, se sacudió la tierra de las manos y ambos corrieron hasta alcanzar a los demás. —¿Para qué has hecho eso? —preguntó Max. David pareció no oírle. Al doblar la curva, Max escuchó relinchos. La señorita Awolowo y sus compañeros rodeaban varios edificios largos y un corral cerrado con una valla donde una docena de caballos sin ensillar correteaba a sus anchas. Más allá de los edificios se veía un muro alto cubierto de musgo con una pesada puerta. Se extendía más allá de la vista. Los setos y árboles que había tras él eran muy altos. Max quería cruzar la puerta pero la señorita Awolowo seguía su marcha, hablándoles por encima del hombro mientras caminaban. —Éstos son los establos de Rowan. Tras el muro se encuentra la Reserva, mañana la visitaréis. Ahora no tenemos tiempo. Por favor no os quedéis atrás. Los chicos se dieron prisa por seguirla. Ella les esperó en un camino que procedía del bosque y que les llevaba de vuelta al campus principal. Max vio aparecer la Mansión y el huerto a lo lejos, a la derecha, tras los campos con hierba, bajo los rayos del sol. El grupo continuó su camino bordeando el bosque y se detuvo en un espacio rocoso que se asomaba al mar. —¡Uau! —exclamó Connor, llegando al borde antes que Max y mirando hacia abajo.
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Éste miró por encima de su hombro y vio un barco grande con tres mástiles que crujía mecido suavemente por las olas. Medía más de treinta metros y era muy viejo, estaba amarrado en un muelle largo mediante una pesada cadena. Una tosca escalera de piedra conducía desde donde estaban a una playa rocosa y estrecha. Max se estiró para poder escuchar las palabras de la señorita Awolowo por encima del ruido del viento. —Chicos, ése es el Kestrel. Esta noche ya os enteraréis de más cosas sobre él. Saludó con un gesto a un hombre alto que recogía maderas en la playa y, apartándose del acantilado, dirigió a la clase hacia dos edificios imponentes. Estaban construidos con piedra gris y orientados hacia el sur, a los terrenos con hierba que había entre la Mansión y la playa. La clase se acercaba bajo sus largas sombras proyectadas por el sol que se ocultaba tras los bosques del lado oeste. Al aproximarse, Max tuvo un mal presentimiento; los edificios se elevaban a gran altura y sus numerosas ventanas se encontraban cerradas y oscuras. El más lejano tenía una torre con un reloj rematada por una torrecilla y una veleta giratoria de cobre. Los chicos pegaron un salto cuando en el reloj sonaron las seis. La señorita Awolowo aguardó hasta que cesaron las campanadas. —Estos edificios se llaman Maggie y el Viejo Tom. Son los espacios académicos más grandes. Aquí daréis la mayor parte de vuestras clases. El Viejo Tom también es el que marca las horas; sus campanadas os indicarán dónde tenéis que estar. Ahora mismo nos está diciendo que nos esperan en las cocinas. Ha sido una tarde ajetreada y todos debéis de tener hambre. Seguidme, por favor. Mientras caminaba, Max charlaba con David y Connor; los tres iban un poco rezagados del grupo principal de vuelta a la Mansión. —Es la primera vez que salgo de Dublín y a los Estados Unidos, que está tan lejos —decía Connor mientras daba largas zancadas con las manos bien metidas en los bolsillos—. Supongo que vuestras familias viven en mansiones, ¿no? David Menlo se rió. —Sí. Mi mansión tiene cuatro ruedas. Mi madre y yo vivimos en una autocaravana. Connor se encogió de hombros y se volvió a Max. —¿Y tú? ¿Vives en una mansión? —No. Mi padre y yo vivimos en una casa normal... No somos ricos —añadió a la defensiva. —¿Tienes ordenador? —preguntó Connor. —Sí. —¿Tienes coche?
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—Mi padre. —¿Trabajas? Max le miró, confundido. —No. —Felicidades, Max, eres rico. Connor salió corriendo hacia el grupo y alcanzó a un conjunto de chicas. Antes de que transcurriera un minuto ya se estaban riendo. Max, sonrojado, se volvió hacia David. —¿Qué crees que quería decir con todo ese rollo de «eres rico»? David se encogió de hombros. —No sé, tal vez nada. Connor es un poco raro. Trató de apostar con otros que antes de que comenzaran las clases Lucía le habría besado. —No tiene ninguna posibilidad —murmuró Max mientras veía a Connor caminar junto a la chica haciendo gestos teatrales. Ella parecía aburrida. Cuando Max y David llegaron a la fuente, la señorita Awolowo estaba esperando en la puerta de la Mansión. Se dio unos golpecitos en el reloj. —Por favor, no os retraséis tanto vosotros dos. Mum y Bob han trabajado mucho para prepararnos la cena y vuestros compañeros tienen hambre. Puede que Jesse se transforme en una manzana de oro si no nos damos prisa. Se rió de buena gana y les llevó con los demás a una gran sala contigua al vestíbulo llena de lustrosos retratos. De allí descendieron unas escaleras que bajaban y bajaban en forma de espiral hasta llegar a un gran comedor. Del techo abovedado colgaban enormes lámparas de araña y la amplia sala estaba amueblada con mesas y bancos de madera. ma dera. En el extremo final, desde detrás de un par de puertas batientes, salía un torrente de luz, vapor y ruido. —Bien, chicos —dijo la señorita Awolowo guiándoles hacia las puertas—, quiero avisaros de que Mum y Bob no son los típicos cocineros... Max y David se miraron con cara de desconcierto. —Pueden resultar un poco sorprendentes a primera vista pero os prometo que terminaréis queriéndoles. Mientras se aproximaban, Max escuchó un susurro apremiante detrás de las puertas. —¡Silencio, Bob! ¡Deja esa olla! Shhh... ¡Creo que ya están aquí! Mmm, casi puedo saborearlos. —¡Cállate tú, Mum! —gruñó una voz ronca con un acento extraño—. Yo también los oigo. ¡Recuerda los buenos modales!
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Los alumnos se quedaron helados al escuchar una risita espeluznante justo detrás de la puerta. El que estaba más cerca, un chico regordete, pegó un brinco y se apartó. La señorita Awolowo se adelantó a todos. —¿Mum? ¿Bob? Soy Ndidi. ¿Podríais salir y saludar a la nueva clase, por favor? El chico regordete se escurrió hasta el final del grupo mientras se escuchaba una voz de mujer cacarear y dar grititos. —¡Ah! ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! ¡Ya han llegado esas monadas! De repente las puertas se abrieron con fuerza y derribaron a la señorita Awolowo. Los chicos pegaron un alarido cuando vieron a aquella mujer jadeante y de piel oscura, tan bajita y robusta como una estufa panzuda, que salía como un demonio de la cocina y rodeaba a Jesse en un abrazo feroz. Las piernas del chico cedieron y se desmayó en los brazos de la mujer. Su cara brillante recorrió con la mirada a todos los demás, sonriendo de forma horrenda y revelando una boca llena de brillantes dientes de cocodrilo. —¡Oh, Ndidi! ¡Cada año los traes mejores! ¡Son una maravilla! ¡Ah, son tan guapos y rellenitos! La jadeante mujer sujetó a Jesse a un lado y con la mano libre fue a pellizcar el generoso brazo de Cynthia como si estuviera examinando un jamón. La inglesa pelirroja escondió su cara en el hombro de Lucía, quien empezó a dar manotazos a la mano de la mujer. Max miraba totalmente alucinado. De pronto, una voz potente inundó la sala. —¡Mum! ¡Suelta a ese pobre chico y deja de pellizcar a esa jovencita! De forma inmediata la mujer se llevó las manos a la espalda, cambiando su peso de pie a pie. Jesse se escurrió hasta quedar tumbado en el suelo. —Sólo daba la bienvenida a los chicos, señora Richter —masculló la mujer. Max se volvió para ver quién había dado esa orden, pero varios compañeros más altos le bloqueaban la vista. La señora Richter parecía importante; se notaba que estaba acostumbrada a dar órdenes. Un segundo más tarde, recordó el nombre: era el que aparecía al final de las cartas. Sus compañeros se fueron apartando para abrirle paso. —Eso no es una bienvenida, Mum. Eso es una emboscada. Totalmente inaceptable para una bruja reformada. No lo podemos tolerar. Por favor, pide perdón a Ndidi y a los chicos. La bruja miró al suelo avergonzada. —Sólo me he emocionado un poco, señora Richter. No me los hubiera comido de verdad.
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—Bien, espero que no, Mum —dijo la señora Richter—. Prometiste que no volverías a dar ningún problema y acepté tu palabra. No voy a repetir que tienes que disculparte... —¡Oh! ¡Lo siento! Lo siento, lo siento, lo siento. ¡Lo siento! —berreaba Mum mientras se volvía a meter en la cocina, pasando junto a la señorita Awolowo que lentamente se había puesto en pie. La puerta se abría y se cerraba con fuerza. La misma voz ronca que Max había escuchado antes resonó en el interior. —¡Yo le dije que se comportara, directora! La señora Richter se adelantó lentamente y ahora Max pudo verla con claridad. Era alta y tenía unos rasgos elegantes aunque estrictos que recordaban a Max una foto de una familia de pioneros. El rostro era duro, mostraba una gran capacidad de trabajo. Tenía el pelo gris del mismo color que la chaqueta que llevaba en un brazo. Suspiró y sonrió a los alumnos que la rodeaban. Cuando volvió a hablar, su voz era mucho más suave. —Hola, chicos. Soy la señora Richter. Bienvenidos a Rowan. Se giró hacia la señorita Awolowo, que ahora estaba de pie junto a la puerta. —Ndidi, gracias por ocupar mi lugar mientras estaba fuera. La señorita Awolowo asintió con gracia. La señora Richter le devolvió el mismo gesto antes de decir con alegría: —Vamos a conocer a los cocineros de Rowan, ¿de acuerdo? Atravesó las puertas batientes. La señorita Awolowo puso de pie a un Jesse medio grogui e indicó al resto de alumnos que la siguiera. En el interior había una cocina enorme. Las ollas de cobre desprendían grandes nubes de vapor y silbidos. Max olió un delicioso aroma. Al moverse hacia el interior para dejar espacio a otros compañeros, Max chocó contra Lucía, que se había quedado petrificada delante. Vio la razón. Un viejo larguirucho, por lo menos de tres metros, con la piel amarillenta, clavó clav ó un enorme cuchillo de carnicero en una gruesa tabla de cortar y alisó su mandil manchado. Los alumnos de primero empezaron a gritar y a salir en estampida hacia la puerta. Las voces de la señora Richter y de la señorita Awolowo se tuvieron que elevar sobre el tremendo alboroto. —¡Chicos! ¡Ya está bien! ¡Tranquilos! Este es Bob. ¡Es nuestro cocinero jefe! Para evitar que lo pisotearan en la puerta, Max se agarró al dintel y empujó a Jesse que intentaba escaparse gateando hasta el comedor. Lucía se metió debajo de un fregadero industrial, cubriéndose los ojos y murmurando en italiano. David gritó y
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salió corriendo, pasando junto a Bob y desapareciendo en la despensa de al lado. Cerró la puerta tras de sí y se oyó caer un montón de cosas. La señorita Awolowo y la señora Richter fueron tranquilizando a los chicos con una palabra cariñosa aquí y un firme empujón allá. Cuando finalmente la señora Richter pudo lograr que Omar se soltara de su pierna, llamó al enorme hombre que estaba sentado en un taburete reforzado y limpiaba el monóculo. —Lo siento mucho, Bob. Supongo que es normal después del susto que les ha dado Mum. —Totalmente comprensible, directora. Tómese el tiempo que necesite. Desde su asiento Bob estiró un largo brazo hacia una cocina de gas y removió una salsa cremosa esperando a que los chicos se hubieran amontonado detrás de la señora Richter y de la señorita Awolowo. Connor susurró algo a Lucía, que se sorbió los mocos y salió gateando de debajo del fregadero para unirse a los demás. —¿Qué es? —siseó Rolf—. ¿Es peligroso? —Lo primero es lo primero, jovencito —dijo la señora Richter—. Tiene nombre y se llama Bob. Segundo, Bob no es peligroso. Es un verdadero caballero y el mejor cocinero que jamás hemos tenido en Rowan. Bob ajustó el fuego bajo una cacerola y sonrió con gratitud a la señora Richter. —Me halaga mucho, directora —afirmó Bob con su voz de bajo, haciendo vibrar los cristales de los armarios. Dirigió la vista hacia los chicos, mientras hablaba pausadamente—. Hola, chavales. Me llamo Bob. Estoy encantado de conoceros. Bienvenidos a Rowan. Se puso de pie e hizo una reverencia, mostrando una cabeza llena de chichones y bultos. Tenía la mandíbula hundida por la edad y se mordía los labios con nerviosismo. Max consideró que el silencio que se produjo era insoportable. —Hola, Bob —intervino—. Encantado de conocerte también. Bob, agradecido, asintió con la cabeza hacia Max. La señora Richter vio el momento para continuar. —Bob es un ogro, chicos. Sí, ya sé lo que algunos de vosotros habéis leído sobre los ogros, pero nuestro Bob es un ogro reformado y ya lleva con nosotros casi sesenta años. Él mismo nos vino a buscar desde su lejano hogar en Siberia. Desde entonces nos ha cuidado muy bien. Dio a Bob un ligero beso en la mejilla. Él sonrió y miró expectante a los chicos. Lucía levantó una mano temblorosa y preguntó con un inglés titubeante: —¿Qué... qué come Bob?
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El cocinero abrió la boca de par en par como un hipopótamo, revelando un espacio cavernoso sin dientes a la vista. La cerró y se rió. —Son precavidos, directora. Eso es bueno, ¿no? —dijo, volviéndose hacia el grupo—. Una vez que renuncié a... la carne... me saqué todos los dientes con unos alicates. En la actualidad, Bob prefiere sopa de tomate y queso fundido. Mientras Bob hablaba, la señora Richter caminó hasta un gran armario y golpeó con sus nudillos en la puerta. —Mum, ¿vas a venir con nosotros o te vas a quedar ahí enfurruñada? Max escuchó un chillido aterrador en el armario y luego varios golpetazos furiosos. —¡Fuera! ¡No voy a salir jamás! ¡Me odiáis! ¡Sé que me odiáis! La voz de Mum fue bajando de volumen hasta convertirse en sollozos lastimeros y temblorosos. La señora Richter golpeó el suelo con el pie y sonrió a los alumnos disculpándose. Se arrodilló ante el armario y habló con una voz tranquilizadora. —Venga, Mum, no seas quisquillosa. Los chicos se mueren por conocerte y presentarse, ¿verdad, chicos? La directora no hizo caso de sus caras llenas de espanto. —Venga, Mum. Todos tenemos mucha hambre pero no nos vamos a sentar a comer hasta que salgas. La cena huele de maravilla. Podemos realizar la ceremonia del husmeo y terminar con todo esto. Max hizo una mueca mientras se preguntaba qué quería decir la señora Richter con eso de «la ceremonia del husmeo». Bob continuaba dando vueltas a la salsa atentamente, ignorando la escena. Se produjo un sonido sordo seguido de la voz llorosa de Mum. —Bueno, no me gustaría que nadie se fuese con hambre. Directora, no me odia, ¿verdad? —Claro que no, Mum —dijo la señora Richter con voz pausada. —Y esas monadas... ¿piensan que soy... pintoresca? Su voz tenía una nota esperanzada al alargar la última palabra. La señora Richter suspiró impacientemente. —Sí, Mum, te encuentran pintoresca. Ahora, por favor, concédenos el honor de salir del armario. Mum abrió un poquito la puerta y echó un vistazo. Miró con aprensión por toda la cocina. Tenía la cara redonda con restos de lágrimas y greñas revueltas de su pelo negro como si fueran racimos de algas. Se retorció para poder sacar su trasero de proporciones considerables y cayó al suelo embaldosado. Con gran velocidad se
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puso de pie y con movimientos frenéticos intentó arreglarse el pelo. De repente, se detuvo para mirar a los alumnos con una expresión dulce y asombrada. —¡Ah!, ¡hola! ¿Es ésta la nueva clase, directora? ¡Son unas monadas! —Mum, por favor, no finjas que no los has visto antes. Mum lanzó una mirada malhumorada a la señora Richter. La directora movió la cabeza y se volvió hacia la clase. —Chicos —dijo—, por favor, volved al comedor y formad dos filas. Mum, por favor, ven aquí con nosotros. Bob, ¿te puedes encargar de que la cena esté lista justo después de la ceremonia? Bob asintió mientras todos salían por las puertas batientes. Max se encontró embutido entre Cynthia y Rolf cerca de la puerta. Connor se puso enfrente de él mientras la señora Richter escoltaba a Mum hacia el comedor. —Bien —dijo la directora, caminando entre las filas mientras Mum se quedaba en la puerta—. Respirad profundamente e intentad quedaros muy quietos. Cuando sea vuestro turno, levantad el brazo para que Mum pueda husmearlo. Una chica alta levantó la mano. Max parpadeó, bien podría ser la nieta de la señorita Awolowo. —Señora Richter, ¿Mum también se va a quitar los dientes con unos alicates dentro de poco? —No, querida... Sarah, ¿verdad? La ceremonia del husmeo hace que tal cosa sea innecesaria. Mum, ya puedes comenzar. Mum caminaba arriba y abajo cerca de la puerta, emocionada y dando palmas. De repente, se lanzó hacia delante y tomó el brazo de una chica que estaba al lado de Connor. Ésta cerró los ojos y se quedó más tiesa que una escoba. Sujetando el brazo con cuidado, Mum se puso de puntillas y husmeó con glotonería toda su extensión para luego dejarlo caer. —¡Ya está! —chilló, y se acercó a Connor arrastrando los pies. —Hola, Mum —dijo él—. La cena huele de maravilla. Mum emitió un murmullo de agradecimiento y le tomó la mano, observándolo de arriba abajo. —¡Oh!, ¡qué guapo eres! —afirmó—. Me recuerdas a un jovencito que me zampé a las afueras de Dover. Era un chico muy majo. Connor gimió y giró la cabeza mientras Mum recorría su brazo con la nariz, como un cerdo en busca de trufas. —¡Ya está! —chilló, cambiando de sitio. Connor estaba verde.
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Max se inclinó y miró desesperado toda la fila; sería uno de los últimos en ser olfateados y la espera se hacía insoportable. —Señora Richter —gritó Jesse con una desesperación palpable—. ¿Es verdaderamente necesario pasar por esto? Mum dio un paso hacia él con una terrible rapidez. La señora Richter elevó su voz sobre los repetidos chillidos y comentarios de Mum. —Una vez que Mum os haya husmeado, ya no os volverá a molestar. Será tan mansa como un corderito. Cuando sólo faltaban dos alumnos, Max sintió aumentar el pavor y cerró los ojos. Un momento después percibió un apretón en la mano, fuerte y suave a la vez. Abrió un ojo una pizca y miró hacia abajo. Mum le estaba pellizcando el brazo con esmero. Lo levantó con una sorprendente delicadeza y pasó su temblorosa nariz por toda su extensión. Max gimió y volvió a cerrar el ojo; de forma instintiva deseaba alejarse de esos dientes babeantes y afilados. Cuando los resoplidos dejaron de oírse abrió los ojos y vio una hilera de baba desde la muñeca hasta el codo. Mum se le acercó al oído para susurrarle: —¡Estarías buenísimo con patatas, chaval! —y luego gritó—: ¡Ya está! Max se limpió el brazo frotándolo contra los pantalones. Escuchó a Cynthia recitar varios Ave María mientras Mum le cogía el brazo. —¡Ah! ¡Tú eres la chavala rellenita de la puerta! ¡Hueles mejor que un buen asado! No para Mum, no para Mum, no, no. ¡Ya está! Una vez terminada la ceremonia del husmeo, Mum se colocó de pie ante las puertas y miró a los alumnos. Se puso de puntillas, elevó los brazos como si fuera el director de una orquesta y les hizo una reverencia majestuosa. —¡Ha sido un placer conoceros a todos, monadas! ¡Bienvenidos a Rowan! Vuestra cena está servida.
Los chicos ocuparon algunos de los largos bancos. Las mesas estaban repletas de pollos asados, humeantes cuencos de verduras y varios tipos de pan con una pinta estupenda. La señora Richter y la señorita Awolowo se sentaron en la más cercana a la cocina, con las caras iluminadas por la luz de las velas. A Max le pareció una de las mejores cenas de su vida. Normalmente era bastante tiquismiquis con la comida, pero ahora había devorado un montón de pollo en salsa, crujientes judías verdes y patatas doradas. Más tarde se sirvió dos porciones de tarta casera y una buena bola de helado.
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Una sombra cubrió a Max y cuando miró hacia arriba vio cómo Bob se inclinaba sobre él para rellenar una jarra de limonada. Le sonrió con sencillez. —No he oído tu nombre antes, jovencito —dijo el ogro. —Ah, me llamo Max, Max McDaniels —contestó. —Encantado, Max. Espero que vengas a visitarnos a la cocina. Bob le tendió una mano encallecida del tamaño de una bandeja. Max la estrechó con cuidado. Olía a jabón. Bob soltó una risita mirando a la señorita Awolowo, que estaba sentada en la siguiente mesa. —Es uno de los buenos, ¿eh, señorita Awolowo? La señorita Awolowo asintió pensativamente, con los ojos negros brillantes. —Eso creemos, Bob. Sí, es lo que pensamos. Bob recogió varias fuentes vacías de la mesa y se metió con agilidad en la cocina a través de las puertas batientes.
Tras la cena los alumnos cogieron unos faroles y siguieron a la señora Richter en fila india por el campo. Max miró hacia el oeste, donde las franjas de rojo escarlata se fundían con el azul estrellado de la noche. Descendieron los escalones hacia la playa en la que el oscuro barco se balanceaba sobre el agua. Una hoguera ardía con brío, a su alrededor había troncos y tocones de árboles que servían como bancos y asientos. La señora Richter les hizo un movimiento para que se sentaran y también ella lo hizo dándole la espalda al mar. Su voz solemne se elevó sobre el ruido de las olas y el chisporroteo de las llamas. —Esta noche es la noche en que recordamos, la noche en que compartimos con el nuevo grupo un poco de la historia de Rowan, que también es la suya. Han pasado siglos desde que nuestra estirpe escapó de la Vieja Tierra y llegó a estas costas. Desembarcamos precisamente en este trozo de playa y llegamos gracias al Kestrel. La señora Richter se dio la vuelta para contemplar el navio curtido y oscuro a su espalda. Se puso de pie y comenzó a caminar entre ellos, pisando con suavidad la arena. Max siguió su mirada cuando se detuvo y miró hacia las estrellas. —Quizá os sorprenda saber que nuestro mundo es todavía muy joven y que la humanidad es muy reciente en esta tierra. Es más, antes de nosotros hubo otros —la señora Richter se inclinó y cogió un puñado de arena con las dos manos—. Los más grandes de entre ellos vinieron a dar forma a este mundo, para ver su belleza y analizar sus posibilidades... La arena que cogió comenzó a borbotear y a fundirse. Max dio un respingo al ver que se transformaba en un pequeño y precioso adorno de cristal. Se quedó mirando
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fijamente cómo flotaba sobre el fuego como una joya brillante mientras la señora Richter dejaba de andar y se deslizaba tras él. —Les encantaban los mares y los bosques y las criaturas que los habitaban. Al final, partieron dejando el cuidado de nuestro planeta a otros. Estos cuidadores eran seres con menos poder y les llamamos los guardianes. Para la humanidad, sin embargo, eran dioses y diosas... espíritus de los elementos que vigilaban el mundo mientras todavía éramos unos bebés. Pero, ¡ay!, su vigilancia falló. Max y sus compañeros pegaron un brinco cuando el cristal flotante se hizo añicos en el fuego. —Su vigilancia falló y también vinieron otros, otros seres de mundos agonizantes que no tenían con qué alimentarse. De forma sigilosa penetraron y se arrastraron en los sitios más profundos de este mundo para roer sus raíces. Su sola presencia corrompió a algunos guardianes... La mirada de la señora Richter se endureció; un tronco se rompía en la hoguera soltando penachos de chispas como luciérnagas. —Los guardianes corruptos perdieron interés por cuidar del mundo y en su lugar buscaron el poder. A los seres humanos se les daban dos simples opciones: o servir o morir. Afortunadamente, unos pocos hombres y mujeres rechazaron ambas opciones y decidieron resistir. »El resto de los guardianes pasó parte de su poder a los que decidieron luchar. Los primeros en recibir esta chispa fueron muy poderosos... casi tanto como los guardianes, ya que poseían parte de la sabiduría y Magia Antigua para detener a la oscuridad. Y vosotros habéis heredado esa chispa, queridos. ¡Todos y cada uno de los que estáis aquí sentados conmigo! La señora Richter dejó de caminar y miró cada una de las caras repartidas alrededor de la hoguera, fijándose finalmente en Max mientras continuaba: —No sabemos cómo ha llegado esa chispa a vosotros; no podemos anticipar quién será bendecido con ella. Lo único que sabemos es que, debido al tiempo, cada vez es más débil. Nuestra cantidad y potencia son sólo una mera sombra del pasado. Pero todavía no se ha apagado del todo. En Rowan juntamos esas chispas y las cultivamos para poder continuar con la Gran Lucha. Rowan es la última escuela para nuestra estirpe, la fundaron cuando las demás fueron destruidas. Parpadeó como si estuviera ensimismada. Colocó su chaqueta sobre los hombros de una chica que tiritaba y se volvió a sentar cerca del fuego. —Solas fue la más grande y la última escuela en caer. Elegimos construirla en Irlanda... Una buena elección ya que la tierra estaba llena de Magia Antigua y rodeada de agua y niebla. En Irlanda nuestra estirpe hizo la paz con los Tuatha de Danaan, los declinantes guardianes de ese reino. Eran aliados poco fiables pero
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poseían un gran poder cuando se conseguía sacarlos de su hibernación en las colinas. Fueron ellos los que pusieron los cimientos de Solas. La señora Richter elevó su mano y el fuego crepitó y creció. En su interior, Max divisó un gran castillo con muchas torres y tejados inclinados muy por encima del mar, sobre una montaña de roca. Forzó la vista para verlo mejor pero el humo y las llamas lo tapaban. —Solas era una maravilla en todos los sentidos. Los mejores místicos y las mentes más privilegiadas de aquella época eran educados dentro de sus murallas, ocultados con esmero del Enemigo hasta que tuvieran fuerza suficiente para ocupar el puesto que les correspondía en el exterior. De Solas partieron aquellos que consiguieron que la Edad Oscura llegara a su fin. »Tras sus triunfos, la humanidad se quedó tranquila. Durante siglos, no volvió a aparecer ningún mal, y empezamos a creer que habíamos vencido. Creímos que los guardianes corruptos, sus numerosos ayudantes y sus vástagos habían dejado este mundo para irse a otro. Estábamos equivocados. La señora Richter se levantó y se apartó del fuego. La imagen de Solas se perdió en las llamas que subían y subían hasta que la playa se inundó de extrañas luces y sombras. —Vino Astaroth. Max se quedó helado al volver a oír el nombre... La señora Millen lo había pronunciado. Lo había chillado mientras le perseguía y su pierna se quedó inmovilizada. —Astaroth era mucho más paciente y listo que los que le precedieron. No se materializó sino que permaneció oculto, manipulando a las personas y los países como piezas de ajedrez por todos los continentes. En la década de 1640 nuestro mundo atravesaba tiempos convulsos. La Dinastía Ming se vino abajo; los países de Europa luchaban unos contra otros; Inglaterra se consumía en una guerra civil. Las mentes brillantes eran confinadas en prisiones y torturadas por herejes... La señora Richter frunció el ceño y observó la fuente de llamas ante ella. —El más sabio entre nosotros, Elias Bram, se dio cuenta de que estos sucesos no eran tonterías sin importancia de los hombres. Presintió que una mente y una maldad superiores provocaba en secreto los conflictos del mundo. Los verdaderos nombre y forma de Astaroth fueron revelados y nuestra gente desenmascaró muchas obras malignas antes de que lograran su objetivo. Enfurecido, Astaroth dedicó su astuta mente a encontrar el origen de aquellos que se le oponían. »Al final, fuimos traicionados. Astaroth supo de nuestra existencia y de nuestra escuela. Derribaron las enormes puertas y muchos valientes perdieron la vida. Sin embargo el Enemigo también pagó un alto precio. Destruyeron Solas pero Astaroth también quedó destruido. Bram se enfrentó a él y lucharon; las torres y las murallas
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sucumbieron a su alrededor. Bram cayó, pero no en vano... Había conseguido eliminar a un gran maligno de este mundo. La rugiente columna de llamas comenzó a debilitarse y a desvanecerse para convertirse en un tranquilo fuego que se alimentaba de las brasas. —Los alumnos y profesores que sobrevivieron escaparon al ejército de Astaroth y buscaron la ayuda de los Tuatha de Danaan. Unos pocos elegidos fueron transportados hasta aquí a bordo del Kestrel , y Rowan se fundó en la campiña circundante. Es la Magia Antigua, chicos, la que protege este lugar y le hace parecer extraño. La señora Richter se volvió a sentar y tomó las manos de los dos chicos más cercanos, sonriéndoles de forma cariñosa. —Y ahora vosotros estáis aquí. Estamos aquí después de tantos años en que nuestros aliados aseguraran este refugio que permitió que nuestra estirpe continuase. Estoy verdaderamente encantada de teneros entre nosotros. Habéis sido llamados a Rowan no para luchar, sino para aprender... para cultivar esa noble chispa que tenéis en vuestro interior. Como directora y ser humano, espero que hagáis todo lo posible por encender esa chispa. Gran parte del futuro depende de ello. Max no pudo saber cuánto tiempo estuvieron sentados en silencio, acurrucados alrededor de las llamas hasta que se convirtieron en ascuas. Intentó con todas sus fuerzas imaginarse cuál podía ser su papel en una historia tan vasta. Se volvió hacia David pero su compañero estaba observando las estrellas, con su pequeña cara seria y pensativa. Tras unos momentos, la señora Richter rompió el silencio. —Ya es tarde y mañana hay mucho que hacer. Seguidme de vuelta a la Mansión. Los chicos recogieron los faroles y la siguieron, caminando por los campos de césped de regreso a su nuevo hogar.
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El último Lymrill
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l repiqueteo de las campanas del Viejo Tom sacó a Max de su sueño con un grito. Había vuelto a soñar con el sabueso y pasaron unos minutos hasta que recordó dónde estaba. Tumbado en la cama, Max observó las constelaciones girar lentamente, con sus dorados contornos difuminados por el matiz rosado que les confería el borde inferior de la cúpula de cristal. Contó siete campanadas. Max bostezó y sacó los pies fuera de la cama. Bajó las escaleras dando traspiés y encontró su toalla amarilla colgando junto a su vestidor. David ya estaba en el piso de abajo, tosiendo fuerte. —Hola —dijo éste, dándose la vuelta para ponerse una camiseta. —¡Vaya!, supongo que en esta habitación nunca se hace de día. David se rió y se puso unos pantalones cortos. —¿Te vas a duchar? —preguntó Max. David se dio la vuelta deprisa con una expresión nerviosa. —Oh, no. Estoy bien —respondió. Max salió de la habitación y caminó descalzo por el pasillo llevando su toalla y sus cosas de aseo. Al oír su nombre se dio la vuelta y vio a Connor que se dirigía trotando hacia él. —¡Buenos días, Max! Tendrían que habernos avisado de que iban a subir el volumen de las campanadas del Viejo Tom. Connor sonrió y empujó la puerta de la habitación 301. Max lo siguió y lo vio quedarse quieto y sin palabras. El cuarto de baño era una sala muy espaciosa llena de taquillas de madera, bancos de listones y plantas tropicales. Max oía música clásica por encima del suave murmullo de una fuente de mármol. Los relucientes lavabos se alineaban a lo largo de una pared y los grifos plateados tenían forma de delfines saltando. En la sala había tres arcos con placas de metal dorado que indicaban donde estaban los servicios, las duchas y las aguas termales.
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La puerta se abrió tras ellos, Max se volvió y vio a Rolf, Jesse, Omar y otros chicos de la clase. —¡Guau! —exclamó Omar, con los ojos como platos tras los cristales—. ¿Habéis configurado vosotros esto? —Alguien tenía que hacerlo —dijo Connor humildemente, mirándose las uñas. Se echó la toalla por encima del hombro y se dirigió hacia el balneario. Max recordó la hora que era y se encaminó deprisa hacia las duchas. Entró en una de las cabinas y se quedó sorprendido por lo que encontró. En vez de grifos normales había seis botones plateados que sobresalían de la pared de mármol. Tiró del que quedaba más a la izquierda y salió un agua tan fría de la ducha que le hizo dar saltos. Lo cerró y apretó el siguiente botón y el chorro de agua salió tan caliente que lo arrinconó hasta que pudo alcanzar el botón y desconectarlo con el dedo gordo del pie. Con un estremecimiento de anticipación apretó el tercer botón y dejó escapar un suspiro al notar que el agua de la ducha era cálida y agradable. Un alarido desesperado se oyó desde una cabina alejada. —¡El tercero por la izquierda! —gritó Max. —¡Gracias! —replicó una voz agradecida. Cuando apretó el cuarto botón, Max dio un salto hacia atrás mientras la ducha se llenaba de pompas de jabón que salían de una pequeña espita oculta. El jabón colmaba la cabina y se derramaba hacia el exterior por encima de la puerta sin que Max pudiera detenerlo. El quinto botón generaba una ración de champú de color esmeralda que recogió con la mano. El sexto petardeó y después dejó salir un pequeño chorro de espuma de afeitar. Max se rió y se puso un poco en la barbilla y luego se dibujó una barba blanca. Se asomó fuera de la cabina para verse en el espejo, lo mismo que en ese momento hacía Omar. Los dos empezaron a partirse de risa y se volvieron a meter en sus respectivas cabinas. Sobre charcos de agua, un montón de chicos se lavaba los dientes y charlaba cuando escucharon un potente «¡ Ehem!». Girándose, Max se sorprendió al ver a un hombre de unos noventa centímetros, calvo, con apariencia de duende, que llevaba un desgastado traje azul y se tocaba la mandíbula mientras los observaba. Olía mucho a una colonia acre, de almizcle, y parecía enfadado. —¿Qué? ¿Os lo estáis pasando bien? Es divertido poner perdidos los baños de Jimmy, ¿verdad? El hombrecito dio unos pasos hacia ellos. —Bien, ¿qué pasa, chavales? ¿Se os ha comido la lengua Mum? ¿Suficientemente mayores para afeitaros pero demasiado jóvenes para responder? —echó una mirada furibunda a Omar y a Max, quienes se pegaron a la pared. Varios grifos todavía seguían abiertos.
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Connor se adelantó. —Señor, no sabíamos... —¡Silencio! Max miró a Connor, que parecía tan asustado y confundido como él mismo. El hombre volvió a dar un paso hacia el grupo, con el rostro de un rojo que se acercaba al carmesí. Justo entonces, la puerta se abrió y apareció la cabeza de Nigel. —¡Deprisa, chicos! La señora Richter ya está en la Orientación... ¡Jimmy! ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin verte! El hombrecillo puso los ojos en blanco. —¡Ah! Tenías que llegar precisamente ahora y estropearme la diversión. Estaba a punto de conseguir que estos renacuajos pasaran la fregona durante un mes. Nigel se rió y entró en el baño. Sacó un dólar de plata del bolsillo, fue hasta el último lavabo, levantó la tapa de un gordo Buda de porcelana y metió la moneda en su interior. —Lo siento, Jimmy. La próxima vez te los dejo el tiempo que quieras. —¡Ah! No pasa nada. De todas formas tenemos que darnos prisa si queremos dejarles guapos para la sesión de la mañana. ¿Tú quieres un repasito de los buenos, Nigel? Éste sonrió con educación. —No, Jimmy. No, gracias. En fin, voy a decirle a la directora que los chicos están... eh, conociéndote —Nigel hizo una pausa antes de añadir—: Chicos, aseguraos de traer un regalo a Jimmy más tarde. Y recordad... ¡es la intención lo que cuenta! —¡Vale! ¡Hasta luego! —exclamó Jimmy. Inmediatamente se puso a trajinar con botellitas, tarros y botes que colocó sobre una mesa plegable. Se volvió hacia los chicos y dio una palmada—. Bien, entonces ¿quiénes van a ser los afortunados chavales que serán acicalados a la moda Jimmy? —preguntó el hombrecito—. No puedo encargarme de todos, así que, ¿quiénes van a ser? —Eh... No entiendo —dijo Rolf, oliéndose el sobaco—. Acabamos de ducharnos. Jimmy miró a Rolf como si éste fuese tonto. —Hoy es vuestro primer día completo, ¿verdad? Los chicos asintieron. —Y entre las damas hay algunas que quitan el hipo, ¿no? Los chicos se miraron entre sí y encogieron los hombros.
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—Bien, entonces la ducha sólo es el principio. Necesitáis el viejo tratamiento de Jimmy para que se fijen en vosotros. ¡Rápido! ¡Vosotros seis, a las sillas! Jimmy chasqueó los dedos y seis sillas de mimbre aparecieron y se pusieron en fila. —¡Aj! Sabía que íbamos a ser los afortunados —se quejó Connor mientras Jimmy llevaba a Max a otra silla. Los que no tenían una iniciaron una rápida retirada hacia la puerta. Max se removía mientras Jimmy comenzaba su trabajo, recorriendo la fila arriba y abajo e inundando el pelo, las mejillas y el cuello con una gran variedad de cremas y colonias. Con el ceño fruncido por la concentración, sacó un peine y meticulosamente les hizo una raya en el medio del pelo. Los chicos, sentados, se miraban en el espejo, silenciados por un horror indescriptible mientras Jimmy daba palmadas de satisfacción. —¡Bien, chicos! Ahora ya estáis fantásticos. Claro, que sois un buen material, pero ahora ya tenéis el toque especial de Jimmy. Empezó a silbar alegremente y a colocar las botellitas mientras los seis chicos desfilaban cabizbajos hacia el exterior. Max corrió hasta su habitación y se vistió a toda prisa, juntándose con los otros en el pasillo mientras las campanadas del Viejo Tom comenzaban a sonar. Bajaron corriendo las escaleras y se detuvieron en seco en el pequeño anfiteatro. Todos sus compañeros estaban ya sentados. Algunas chicas, al ver los peinados anticuados de los chicos, se rieron entre dientes. Incluso la señora Richter, apoyada sobre un piano, puso una cara divertida mientras buscaba un pañuelo. —Siéntense, caballeros. Como les decía a vuestros compañeros, hoy es un día importante. Vais a visitar la Reserva por vez primera. Allí se os emparejará con... un buen amigo para los próximos seis años. Tal vez incluso mucho más. La señora Richter frunció el ceño y agitó el pañuelo ante su cara. Unas cuantas chicas se reían y susurraban algo. Cynthia y Lucía se cambiaron de sitio tapándose la nariz, mientras que David tosió en su mano y parpadeó a los chicos. Evitando las miradas de sus compañeros, Max alzó la mano y se tocó la masa laqueada sobre la cabeza. Estaba sorprendido de que su pelo pudiera ser tan liso y suave. Tras un momento de silencio, la señora Richter respiró profundamente con el pañuelo pegado a su boca y continuó: —Sí, bueno, tras la visita de esta mañana a la Reserva, recibiréis los horarios de este semestre y os reuniréis con los tutores, quienes... ¡Oh, Dios mío, no se puede aguantar! Las chicas rompieron en carcajadas. Max se sonrojó y miró a Connor, cuyo cuello estaba enrojecido de tanto rascarse.
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La señora Richter se separó del piano. —Chicos, supongo que Jimmy es el responsable de vuestro... acicalamiento. Los chicos asintieron. Los hombros de Cynthia subían y bajaban de tanto reírse. La cara de Lucía estaba colorada. La señora Richter pidió silencio. —Jimmy ha estado con nosotros durante bastante tiempo y tiene buena intención, pero la triste verdad es que su sentido del olfato parece que se está evaporando... No, borrad esto último, ha desaparecido. De cara al futuro os recomiendo que, amablemente, declinéis sus servicios de acicalamiento. Él, sin duda, os presionará, pero debéis manteneros firmes... por el bien de todos. Ahora, vamos a continuar esta conversación en el exterior. La señora Richter apretó el pañuelo contra su nariz y les llevó a través de unas puertas de cristal a un patio con plantas. Sus compañeros corrieron entre risas y las víctimas de Jimmy caminaban despacio y con las cabezas gachas a la zaga. Respirando profundamente, la directora dobló el pañuelo y esperó a que todos los alumnos se colocaran a su alrededor. El cielo se estaba nublando y empezaba a soplar el viento. —¡Esto está mucho mejor! Bien, como iba diciendo, la Reserva es un sitio muy especial en Rowan. No hay nada tan importante en todo el campus. Sabéis, chicos, no sólo defendemos a nuestros compañeros humanos sino a otras criaturas y espíritus que habitan este mundo. No todas las criaturas místicas están del lado del Enemigo. Aquellas que lo desean pueden encontrar refugio aquí, en Rowan... De hecho, ya conocéis algunas. Por desgracia, muchas de estas criaturas son muy jóvenes o vulnerables y necesitan vuestro cuidado. Hoy, formaréis pareja con una de ellas. La señora Richter fijó una severa mirada en los chicos. —Éste es un gran honor que se os concede. Muchas de las criaturas son extremadamente raras. Es probable que algunas sean las últimas de su especie. Es importante que asumáis esta responsabilidad con seriedad; se trata de un aspecto vital de vuestra educación. Sería una gran vergüenza que tuvierais que renunciar a vuestra criatura. A Max le ponía muy nervioso la idea de tener que hacerse cargo de algo místico. Él nunca había tenido una mascota. Sin embargo, la mayoría de sus compañeros parecían encantados y chismorreaban emocionados mientras la señora Richter los guiaba por el bosque. Cuando llegaron al alto muro cubierto de musgo cercano a los establos, la señora Richter se detuvo ante la robusta puerta de madera que tenía un picaporte de metal dorado. —Sé que algunos de vosotros estáis nerviosos, chicos. ¡Son tantas cosas nuevas! Respirad hondo y disfrutad de esta experiencia. Para muchos alumnos, la Reserva es su lugar favorito. Muchos forjan vínculos para toda la vida con sus criaturas. Sed vosotros mismos y confiad en su instinto.
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La puerta se abrió con un chirrido. Más allá, Max vio un sendero estrecho tan cubierto de árboles y setos que parecía más bien un túnel. Siguiendo a los demás, fue tropezando durante veinte o treinta metros cuando de repente notó una gota de lluvia en la nariz. Habían llegado a un enorme claro con hierbas altas mecidas por el viento. Max miró hacia atrás por el túnel; no llovía al otro lado de la puerta. Varios de sus compañeros comentaban lo mismo. Girándose hacia el claro, observó un lejano paisaje boscoso y, sorprendentemente, vio montañas con las cimas cubiertas de nieve. El claro estaba moteado de forma irregular por grupos de árboles y formaciones rocosas. Un rebaño de vacas pastaba y mugía a lo lejos. Justo enfrente había un edificio largo y bajo junto a un lago bordeado de franjas de playa y palmeras. De repente algo enorme bajó en picado desde el cielo y atrapó una vaca con sus garras. Con un chillido, el ave, que tenía el tamaño de un avión pequeño, se elevó con su presa hacia las distantes montañas. —Me alegra que Héctor vuelva a comer —dijo la señora Richter con satisfacción—. Llevaba semanas sin probar bocado. Varios chicos volvieron a ocultarse en el túnel vegetal hasta que la directora los convenció para que salieran. —No tengáis miedo de que algún animal de la Reserva os quiera comer —les aseguró—. Nada de lo que hay aquí considera una presa al ser humano y están bien alimentados. Rolf quiso hacerse el gracioso y miró asustado a su alrededor. —¡Eh! —exclamó Connor, moviéndose unos cuantos pasos y dirigiendo la vista hacia el este—. ¿Dónde está el océano? Max se sorprendió al ver que Connor tenía razón; en su lugar había una serie de dunas arenosas que se extendían como un suave oleaje durante kilómetros hasta un muro de piedra oscura que se veía en el horizonte. La señora Richter sonrió. —Tal y como Connor ha señalado —dijo—, nuestra Reserva es un sitio bastante diferente al que hemos dejado tras el túnel. Como muchas cosas aquí, en Rowan, la Reserva tiene su propio espacio; un espacio que está «prestado» de otros sitios del mundo. Esto proporciona a nuestros invitados un refugio seguro y una gran variedad de hábitats parecidos a los de sus hogares. La única forma de entrar o de salir de la Reserva es a través del túnel. Recordad que la Magia Antigua puede ser salvaje e impredecible y por eso es aconsejable no alejarse mucho. Max le dio con el codo a Connor. —¿Hay algo en este sitio que no haga daño, no mate o no nos quiera comer? — susurró.
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Connor sonrió. —Eso nos mantendrá alerta, ¿no? —¿Crees que podríamos negarnos a adoptar a uno de éstos? —Me temo que no —respondió Connor rápidamente mientras la señora Richter pasaba junto a ellos. —¡Bueno! —dijo la directora, mirando su reloj—. Creo que Nolan ya estará preparado para nuestra llegada. Un hombre larguirucho y bronceado venía caminando hacia ellos desde el edificio cercano al lago. Llevaba algo que parecía retorcerse en sus brazos. A unos cuarenta metros se rió y lo bajó hasta el suelo. Max lo reconoció y sonrió. Lucy meneó la cabeza y salió disparada hasta que, con un gruñido, chocó con Max. El chico la cogió en sus brazos. —¡Hola, Lucy! —exclamó—. ¡Encantado de volver a verte! Lucy se revolvió en sus brazos alzando el hocico y olisqueándole las mejillas. Max se rió y se volvió hacia los demás. —¡Ah! —dijo la señora Richter—. Casi había olvidado que Max ya conocía a Lucy. Todo el grupo, acercaos para saludar a Lucy. Ha sido la criatura de Nigel Bristow desde que era un aprendiz, hace unos treinta años. —Esto le gusta —susurró Cynthia mientras rascaba a Lucy detrás de las orejas. —Hola, Lucy —murmuró Omar mientras le acariciaba la barriga. Lucy se agitaba nerviosa, intentando mirar a cada alumno mientras se presentaban. Era demasiado. Con un gruñido de estrés, soltó unos gases y parecía dolida cuando todos los chicos salieron corriendo y riéndose a carcajadas. Escondió la cabeza en el sobaco de Max. —Vale, vale, ¡habéis herido su sensibilidad! —dijo el hombre con una risa. Tenía el pelo oscuro, un acento apacible y ojos azul oscuro con patas de gallo en los contornos. Llevaba pantalones vaqueros, un grueso mandil de cuero y guantes desgastados con cortes y pinchados. Max reconoció al hombre que habían visto el día anterior en la playa, cuando habían dado un paseo con la señorita Awolowo. —¡Qué, chavales! —exclamó, dirigiéndoles un gesto—. ¿Estáis preparados para hacer un amigo para toda la vida? —preguntó dando una fuerte palmada con los guantes. Tomó a Lucy de los brazos de Max, le susurró algo al oído y la dejó en el suelo. Lucy se alejó trotando hacia el lago. —Chicos —dijo la señora Richter—. Este es el señor Nolan, el encargado jefe de los terrenos de Rowan.
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—Vale con «Nolan» —replicó con un guiño. Miró a Cynthia, que estaba petrificada desde que había visto al ave depredadora—. Señorita, ¿desea ser mi ayudante? Ella asintió lentamente. —Gracias —dijo sonriendo, a la vez que le ofrecía el brazo y comenzaba a caminar hacia el edificio—. Vamos hacia el Pabellón Cálido. Allí tenemos algunos seres preciosos que están deseando conoceros. El Pabellón Cálido estaba construido con madera oscura sin pintar y cubierto por tejas desgastadas. Había balas de heno apiladas en un porche cubierto que daba al lago. Nolan reunió allí a todos los chicos y les pidió silencio. Sacó una pequeña campana plateada y la tocó tres veces. Los tablones del porche comenzaron a crujir bajo el peso de un ser enorme que entraba. —Chicos, quiero presentaros a YaYa. Ella cuida de todos le animales de la Reserva. Es la Gran Matriarca de Rowan y ha estado aquí desde que se fundó. Los chicos retrocedieron al ver la enorme cabeza negro azabache de una leona que aparecía por la puerta. Era más grande que un rinoceronte y estaba coronada con un solo cuerno roto de marfil moteado; entró pesadamente en el porche. Su piel bruna mostraba un brillo blanquecino. El gran animal se tumbó en el suelo doblando sus lustrosas patas negras. Tenía los ojos nublados por cataratas lechosas y sus flancos subían y bajaban con lentitud por el esfuerzo de la respiración. Lucy trotó hacia ella y se acurrucó en la barbilla de YaYa, bajo los bigotes. A Max le dio la sensación de que la cerdita parecía un aperitivo. —Es preciosa, señor Nolan —dijo una chica que estaba delante—. ¿Qué es? —Estoy seguro de que es mejor que te responda ella. Max se quedó fascinado al ver a la criatura levantar la cabeza. Su voz sonaba como si varias mujeres estuvieran hablando a la vez. —Gracias por vuestra amabilidad. Soy un ki-rin. Os saludo y os doy la bienvenida a Rowan. Mientras respiraba con esfuerzo, volvió a bajar la cabeza, cubriendo por completo a Lucy. —YaYa es muy vieja —dijo el señor Nolan—. Setecientos años son muchos años, incluso para uno de su especie. En la actualidad intentamos que YaYa pueda pasar sus días descansando y cuidando de los heridos. Sin embargo, como Gran Matriarca de Rowan, tendréis que responder ante ella si no cumplís con vuestras tareas. YaYa habló, con voces tan suaves como la llovizna que amainaba. —No les asustes, Nolan. Estoy segura de que las criaturas estarán en buenas manos. Lucy me ha hablado muy bien de ellos.
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Los nublados ojos se dirigieron hacia Max. —YaYa —dijo Nolan—, con tu permiso, nos gustaría presentar las criaturas a la clase. —Por supuesto —contestó—. Con excepción de Tweedy, todos tienen muchas ganas.
Nolan condujo a los alumnos detrás del edificio, colocándolos en filas bien separadas. La señora Richter, YaYa y Lucy se sentaron sobre una gran manta de lana que la directora había extendido en la hierba. El cielo estaba nublándose y Max se sentía muy nervioso. Unos minutos más tarde, Nolan reapareció con una docena de adultos. Detrás de ellos venía una variopinta procesión de extrañas criaturas. Eran de todos los tamaños y formas y observaban nerviosas a los alumnos. Algunas eran más altas que los adultos que las acompañaban pero la mayoría eran más pequeñas y se apiñaban a su alrededor, murmurando, cotorreando o ronroneando en su propia lengua. De cada cuello colgaba una etiqueta con el nombre. —Bien —dijo Nolan—. Esto tiene poco misterio. Todo lo que tenéis que hacer es quedaros quietos en vuestros sitios y dejar que estas bellezas os miren. La mayoría son muy jóvenes, así que no os sintáis ofendidos si algunos son menos educados de lo que debieran. Parte de vuestro trabajo precisamente será enseñarles buenas maneras. Vale, bien... ¡Vamos a comenzar! Max intentó controlar la respiración mientras las criaturas empezaban a caminar, arrastrarse o saltar hacia ellos. Un enorme toro con alas y con cabeza y rostro de un hombre joven se detuvo a mirarle. Le observaba impávido mientras Max leía ORION, SHEDU SIRIO en su etiqueta. El shedu no se movió. Sólo contemplaba a Max con el ceño fruncido. El chico estaba totalmente confuso. —Hola, Orion. Me llamo Max. El shedu asintió con frialdad, levantó la cabeza y siguió recorriendo la fila hasta Lucía. Max escuchó un tintineo y cuando bajó la mirada vio un perrito a rayas husmeando sus tobillos. Se sentó sobre las patas traseras y lo miró desde el suelo. La etiqueta indicaba que se llamaba Moby, un bray de Somerset. —Hola, Moby. El perro movió el rabo y dio un concienzudo aullido que sonó como un cuerno. Max se tapó las orejas con las manos y el perro se alejó trotando. A Max le tocaron el hombro por detrás y al girarse vio a dos faunos normandos que le observaban de forma sospechosa. Los dos tenían patas de cabra, pero sus cuerpos y caras eran los de un chico y una chica jóvenes. Parecían ser mellizos: Keüen y Kyra. Hablaban francés.
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—II n'estpaspour moi —dijo con desdén Kellen. — Moi non plus, mon frere. Je préfere Connor —contestó Kyra, escudriñando la fila de alumnos. Max se sintió ofendido sin saber por qué. De repente una rana más grande que una tostadora aterrizó en su zapato. Sus dedos húmedos y acolchados se agarraron a la pierna de Max mientras la garganta se le inflaba como un globo. Max buscó su etiqueta. —Hola, Kettlemouth. Me llamo Max. La rana parpadeó varias veces antes de alejarse saltando hasta aterrizar en la cabeza de Jesse Chu. Este gritó y casi se cae al intentar quitarse a la rana con pinta de adormilada que ahora estaba agarrada a su cuello. Max vio a David sentado cerca acariciando la cabeza de una gacela plateada en su regazo. David le susurró algo y volvió la cabeza hacia Max. —Max, ésta es Maya. Es una ulu, ¡y me ha elegido! Max sonrió y los saludó con un gesto, un poco mosca porque todavía no había sido elegido. Una pequeña liebre saltó delante de él. Se puso de pie sobre las patas traseras y miró a Max con un ojo brillante y naranja. Max habló lentamente. —Hola, Tweedy —entonó—. Me llamo Max. —¿Por qué me hablas como si fuera imbécil? —preguntó la liebre, haciendo temblar sus bigotes por el enfado—. ¿Lees a Dante en el italiano original? Max se llevó la mano a la boca. —Pues... no. —Todo este asunto es ridículo. Debería ser yo quien se hiciese cargo de vosotros y no al revés. ¡Bah! ¡Eres totalmente inadecuado! La liebre de Escocia movió el rabo y salió dando saltos, asustando a un ser pequeño y marrón que se apartó rápidamente del camino. Los ojos de Max se encontraron con los de Orion cuando el shedu pasó de nuevo a su lado. Sorteó ágilmente un deslumbrante pavo real de tres patas que caminaba gorjeando melodías musicales. Muchos chicos estaban ya sentados en el césped, con sus criaturas al lado, o en algunos casos, colgando de los brazos o piernas. Una oleada de celos invadió a Max al ver que Orion había elegido a Rolf. Cynthia se estaba disculpando profusamente ante un diablillo gritón que no medía más de medio metro. El diablillo parecía desesperado. Cynthia pedía a YaYa que le ayudase. De repente Max dio un chillido y pegó un salto. Algo afilado le había pinchado en el pie.
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Asustado, miró hacia abajo y vio una extraña criatura. Parecía una nutria pequeña pero su piel brillaba con un color rojizo y dorado. Unas púas de metal, de peligrosa apariencia, recorrían el cuello y la espalda hacia un rabo grueso, parecido al de un zorro. Tenía unas zarpas afiladas y curvas como las de un oso pardo y con una de ellas había atravesado el zapato de Max. El chico pegó un aullido cuando la criatura tomó impulso y se lanzó sobre él con una fuerza increíble, derribándolo al césped. Abrió los ojos y vio que la pesada criatura estaba tumbada sobre su pecho. Tenía la cara pegada a la suya. La criatura mordisqueó su nariz e hizo vibrar su rabo como si fuera una serpiente de cascabel. Max aguantó la respiración mientras el animal estiraba las zarpas asesinas para agarrarse mejor. —Ya veo que has conocido a Nick, pero yo no te conozco todavía. La cara sonriente de Nolan estaba al revés. —Hola, señor Nolan. Soy McDaniels. Eh... ¿señor Nolan? —Vale con Nolan —dijo el hombre—. ¿Qué tal, Max? —Bien —dijo al tiempo que trataba de apartar una gran zarpa de la garganta—. Nolan, ¿qué es Nick exactamente? No he podido leer su etiqueta. —Nick es un lymrill de la Selva Negra, y nos sentimos muy afortunados de tenerlo. Pensábamos que toda su especie había desaparecido hasta que uno de nuestros agentes se encontró con uno en Alemania. —Pero... Nolan, me parece que me está cortando con las garras. —¡No! Sólo está emocionado, hijo —rió Nolan dándose un manotazo en la rodilla—. Se puede saber por el movimiento del rabo. Unas criaturas fascinantes, los lymrills... Nunca pensé que llegaría a ver uno. Creo que Nick te ha elegido, Max. Felicidades. Max miró a Nick, que había recogido las púas y replegado las zarpas. Apartó su sorprendente peso del pecho de Max y se sentó en el césped. Max se frotó el tórax. Había rotos y gotas de sangre en su camiseta. Se fijó en Nick, que ahora parecía adormilado. En la distancia oyeron las campanadas del Viejo Tom dar las diez. Con un gruñido ronco, YaYa se puso de pie y les habló. —Cuando diga vuestro nombre, venid con vuestra criatura por favor... Sarah Amankwe. Max vio a una preciosa chica negra que se dirigía hacia adelante con un extraño pavo real de tres patas a su lado. Permanecieron varios minutos ante YaYa y la señora Richter, y después pareció que Sarah cogía un bolígrafo y firmaba antes de que los dos regresaran a su sitio. Fueron llamando a los alumnos por orden de lista y éstos acudían ante YaYa y firmaban. Cuando le llegó el turno, Max estaba tan adormilado como Nick.
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—Max McDaniels. Max intentó despertar a Nick, pero el animal no se movía. Cuando volvieron a decir su nombre, Max cogió al lymrill en sus brazos y lo llevó como a un niño pequeño. Mientras caminaba, vio de reojo que Nick estaba perfectamente despierto. Iba pensando en qué decirle cuando llegaron hasta YaYa. La ki-rin era mucho más alta que la señora Richter. Max ni siquiera le llegaba a los hombros. Su mirada bajó hacia él, como dos platos sumergidos en leche. Max apretó a Nick con más fuerza. —Max McDaniels, Nick te ha elegido como guarda cuidador. ¿Te opones a esta elección? —No. —Al firmar con tu nombre en el Registro de la Reserva —continuó YaYa—, aceptas a partir de ahora cuidar de Nick y atenderle en la medida de tus posibilidades. También aceptas que un servicio fiel te sea reconocido y que la inconstancia dé como resultado el abandono y la vergüenza. ¿Aceptas este reto? Max miró a Nick; sentía el fuerte latido de su corazón en sus manos mientras los pequeños ojos impacientes observaban su rostro. —¿Aceptas este reto? —volvió a preguntar YaYa con paciencia. —Sí —dijo Max—. Me hago cargo de Nick. La señora Richter le puso delante un viejo libro en el que firmar. Miró el desgastado pergamino y vio que la promesa ya se había impreso en tinta negra. En la parte inferior había una línea en blanco, junto al sello de Rowan. Firmó con su nombre, y se asombró al ver la fecha aparecer bajo su firma. La señora Richter sonrió y le hizo un gesto para que regresara con los demás.
El resto de la ceremonia fue bien excepto con Omar. Tuvo la mala fortuna de ser elegido por Tweedy, la liebre de Escocia, que protestó airadamente porque un menor de edad firmara un contrato. La liebre no se dio por satisfecha hasta que se le permitió estampar su pata con tinta y firmar también. Omar parecía avergonzado y fingía estar muy ocupado limpiando sus gafas. Una vez todos los alumnos cumplimentaron sus contratos, Nolan y sus ayudantes les dieron un folleto de color azul marino. Max leyó el título de la portada del suyo, estampado en letras plateadas: EL LYMRILL: HISTORIA, HÁBITOS Y CUIDADOS . Estaba a punto de abrirlo cuando Nolan dio permiso a los alumnos para que se dispersaran y pasearan por la Reserva durante el resto de la mañana. Se dirigieron hacia varios sitios con sus criaturas. Max vio a Connor corriendo tras Kyra, la fauna, que se dirigía hacia un pinar. David y Maya no se habían movido; ella estaba recostada en su regazo y sus ojos parecían dos ranuras de oro. Lucía llevó a
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Kettlemouth hacia el lago, donde la rana roja pronto saltó al agua. Orion permitió a Rolf subirse en su espalda y los dos cabalgaron hacia hac ia las dunas. El rabo de Nick empezó a agitarse y salió corriendo hacia los árboles cercanos a la puerta de la Reserva. Sus garras levantaban tierra mientras corría. Cuando Max llegó al seto, el lymrill había desaparecido. Se frotó los brazos; empezaban a caer gotas de lluvia y se oían truenos en las montañas. Se metió bajo un árbol grande y retorcido cerca del túnel vegetal. Durante diez minutos caminó arriba y abajo escudriñando los setos circundantes en busca del color rojo o dorado, prestando atención al ruido característico del rabo de Nick. La lluvia caía cada vez más fuerte y Max dio una patada a un árbol cercano. —¡No puedo creer que haya perdido mi criatura el primer día! Le sorprendió una voz cercana. —Si estás buscando al lymrill, está justo encima de tu cabeza. Max pegó un salto y al mirar hacia arriba vio a Nick agazapado en una rama. Cuando se dio cuenta de que el chico lo había visto, comenzó a mover el rabo, su cascabeleo apenas se escuchaba en la brisa. Max se giró buscando la procedencia de la voz. —¿Quién ha dicho eso? —Yo. Una oca regordeta salió bamboleándose del túnel, seguida de una docena de crías que comenzaron a graznar de forma interrogadora. Mientras pasaban cerca de él, la oca se dio la vuelta y agachó el pico. —Soy Hannah. Me encantaría quedarme un ratito a charlar pero es la hora de la comida y son unas fierecillas cuando tienen hambre. ¡Recuerda enseñarle al lymrill el uso correcto de las zarpas! —Eh, vale. Gracias. La oca levantó un ala blanca como despedida mientras conducía a sus crías hacia el lago. Varios trozos de corteza cayeron sobre Max. Miró hacia arriba y vio que Nick se afilaba las garras y lo miraba. El lymrill dio un enorme bostezo, subió a unas ramas más altas y siguió tirando más cortezas a Max. —Ah, vale, ya subo —suspiró. Se agarró a unas ramas bajas y subió al árbol. Unos minutos después, los dos estaban a la misma altura. Nick movía el rabo con alegría. —Uf, hola —jadeó Max, mientras buscaba apoyo en una gruesa rama. Nick lo rodeó y se hizo una bola en su regazo, mordisqueando el final de su rabo. Sus púas
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se suavizaron hasta convertirse en una capa metálica. En unos segundos, se quedó profundamente dormido. Su nariz ancha y negra emitía silbidos respirando de forma lenta y parsimoniosa. Max movió con cuidado una garra que se había quedado sobre su pierna y miró la Reserva. Estar en el árbol le recordaba su cabaña de Chicago. Veía caer gotas en las hojas exteriores y pensaba en lo que se reiría su madre si pudiera verlo. Ya que Nick no mostraba signos de despertarse, Max se recosió y abrió el folleto: Lymrill (también Capricho de Roland)
conocido
como:
Celebridad
y
Mamífero místico que habita en los árboles y se encuentra en Europa Central y Occidental. Se le identifica por su tamaño compacto, garras afiladas, piel gruesa y púas metálicas, que poseen unas valiosas propiedades. Apreciado por su piel, caballeros y reyes dieron caza al lymrill prácticamente hasta su extinción ya que creían que con su piel se podían confeccionar armaduras y armas de una dureza sin igual. La leyenda dice que el lymrill tiene que rendir sus púas de forma voluntaria y de no ser así, el animal muere y su piel pierde las reputadas propiedades. El último espécimen fue capturado en la península Ibérica por el legendario caballero Roland quien deseaba su magia pero sin saberlo y debido a su impaciencia por conseguir las púas, mató al animal. Se considera que los lymrills son inteligentes, y muestran una gran habilidad para comunicarse con...
Max dejó de leer al oír voces abajo. Vio a la señora Richter llegar del claro y encontrarse con la señorita Awolowo, Nigel y otros dos adultos en la entrada del túnel. La señora Richter parecía inquieta. —¿Cuál es la última noticia relativa a Lees? —Sabemos que llegó al aeropuerto —murmuró Nigel, apartándose el pelo mojado de la cara—. Pero parece que no alcanzó su destino. Isabella asegura que no salió del avión en Logan. —¿Y de los otros? —Todas las pistas indican que han desaparecido, directora —Max vio a una mujer joven con un impermeable gris y gafas—. Desaparecieron poco después de recibir las l as cartas. Todos han sido dados por desaparecidos en sus ciudades. El tono de la señora Richter era seco y enérgico.
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—Ndidi, ¿cuántos chicos se han perdido exactamente? —Mickey Lees, que pasó las pruebas hace dos semanas, y diecisiete potenciales que todavía no las habían hecho —dijo la señorita Awolowo—. El último potencial desapareció hace tres días en Lima. —¿Y cuántos cuadros han sido robados, Hazel? —Cincuenta y dos —contestó la mujer del impermeable—. Pero los robos parecen realizados al azar. No podemos asegurar con certeza absoluta que el Enemigo esté involucrado. —Joseph, ¿hay alguna razón para sospechar que tenemos un traidor entre nosotros? ¿Qué decía el último informe sobre la labor de Isabella? —Mmm, es posible, es posible —respondió un hombre mayor con un jersey color burdeos—. Pero yo no lo creo, Gabrielle. Isabella nunca ha sido una de las mejores, pero sabes tan bien como yo que merece nuestra confianza. —Nigel —dijo ella de repente, dándose la vuelta. —¿Sí, directora? —¿Crees que McDaniels te ha contado todo? ¿Todo lo relativo a esa mujer en su casa y todo lo relativo a Varga? —Sí, creo que sí. —Mmm, aun así necesito hablar con él, aunque creo que Ndidi y tú habéis acertado con el chico, así como con David Menlo. Supongo que sabéis lo que esto significa. Pero lo de los chicos desaparecidos precisa algo más que conjeturas. No saquéis ninguna conclusión sobre los chicos o los cuadros. Mañana por la mañana espero que dispongamos de más información. La señora Richter se dio la vuelta y comenzó a caminar de regreso al Pabellón Cálido, mientras los demás desaparecían por el túnel de la Reserva. Con el ceño fruncido, Max observó a la señora Richter atravesar el claro. —Nick, algo va muy, pero que muy mal.
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Una casa llena
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ras regresar a la Mansión, los del primer curso fueron divididos en cinco grupos. Al de Max lo llevaron a la biblioteca Bacon, donde los chicos, empapados por la lluvia, se amontonaron cerca del fuego de la chimenea. La biblioteca estaba en la tercera planta y orientada hacia el sur, donde Max podía divisar los campos de atletismo. Al darse la vuelta, observó las estanterías y cómo estaban divididas en secciones dedicadas a la filosofía, a las artes y a la literatura. Había miles de libros en los l os estantes.
Mientras que algunos de sus compañeros se encontraban calados hasta los huesos, Max sólo estaba un poco mojado; se había quedado con Nick en lo alto del árbol hasta que oyó las campanadas del Viejo Tom. Los chicos habían dejado a sus criaturas con Nolan y habían salido corriendo hacia la entrada bajo una lluvia que se había vuelto torrencial. La puerta de la biblioteca se abrió y pasaron la mujer joven y el señor mayor que Max había visto hablar con la señora Richter. El hombre tenía una cara serena, gruesas gafas y una barbita blanca recortada con esmero. La mujer era mucho más joven, con el pelo corto y castaño. Era guapa pero parecía muy seria y tenía pinta de ser una empollona tras sus pequeñas gafas rectangulares y hojeando un montón de papeles. —Bien, chicos, venid aquí —dijo el hombre mirándoles. A regañadientes, los alumnos se separaron de la calidez del fuego y se sentaron más cerca. David tenía accesos de tos y se sonaba la nariz. —¿Eres David? —le preguntó. Éste asintió. —Tal vez sea mejor que te quedes cerca del fuego —dijo el hombre con una sonrisa amable, antes de darse la vuelta para dirigirse a todo el grupo. —Hola. Me llamo Joseph Vincenti y ella es Hazel Boon. Somos profesores, yo soy el jefe del departamento de Artefactos y la señorita Boon es la instructora júnior de Mística.
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Max observó a la señorita Boon; su nombre le sonaba. De repente recordó que Nigel había comentado que ella poseía el récord de apagar fuego cuando le hicieron las pruebas de potencial. Estaba sentada pacientemente, con los brazos cruzados. —Como vuestros tutores, estamos aquí para cuidaros y para asegurarnos de que progresáis como está previsto. Seremos vuestros tutores hasta el tercer curso, en el que empezaréis a especializaros... En ese momento tendréis un tutor de vuestra especialidad. ¿Señorita Boon? La señorita Boon levantó la mirada y Max se sorprendió al ver que tenía las pupilas de diferentes colores, una era marrón y la otra azul. Observó a los alumnos con una expresión solemne. Max se removió inquieto cuando posó en él sus ojos. —Hola a todos. Pienso que es un gran privilegio haber sido nombrada vuestra tutora... Sois mi primera clase. Los reclutadores os han puesto por las nubes y por lo tanto, espero mucho de vosotros. Pero para conseguirlo es preciso trabajar duro, así que, sin más pérdida de tiempo, permitidme que os reparta los horarios de este curso. Rodeando la mesa, la señorita Boon repartió las hojas plastificadas. Max movió la cabeza con incredulidad. La sala se quedó casi en completo silencio durante quince minutos mientras los alumnos examinaban los horarios con exclamaciones y murmullos. Cynthia fue la primera en levantar la mano. —¿No hay algún error en los horarios? Aquí pone que comienzo a las seis y media de la mañana, que luego tengo diez clases, y que además tengo que cuidar a mi criatura. —Así es —contestó la señorita Boon mientras se acercaba a la chimenea para avivar el fuego—. Rowan tiene una programación muy ambiciosa y algunas disciplinas como Entrenamiento Físico, Idiomas y Mística son diarias. diaria s. Max fijó su mirada en la mesa mientras la señorita Boon y el señor Vincenti respondían o eludían preguntas sobre las notas, las abreviaturas de las aulas, los premios y el material escolar. Lo único que le animó fue saber que en Rowan no había límite de hora para acostarse, pero su alegría duró poco, ya que se dio cuenta de que todo el tiempo restante tendría que emplearlo en hacer deberes. Les dijeron que podían retirarse y que tenían tiempo libre para recorrer la Mansión y los alrededores hasta la cena. Max regresó a su habitación y dejó el horario sobre la cama. Bajó las escaleras, mojó una toalla y se frotó bien el pelo para quitarse los potingues de Jimmy. La cúpula del cielo estaba más oscura y las constelaciones brillaban más.
La cena consistía en sopa y sándwiches, ya que Mum y Bob estaban muy ocupados preparando la fiesta del día siguiente. El comedor estaba oscuro, la única
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luz provenía de las velas de los candelabros mientras los truenos retumbaban en el exterior. Max vio a Nigel bajar las escaleras con agilidad acompañado de otros cuatro adultos, para desaparecer por una puerta. Las chicas se sentaron en una mesa separada y lanzaban miradas enojadas a Jesse, que se había jactado en voz alta de que los chicos se llevarían todos los premios de la clase. Max notó un golpecito en el hombro y dio un respingo al ver a Mum justo detrás de él. —Tienes una llamada, querido. En la cocina. —¡Ah! Gracias, Mum —respondió Max, levantándose y siguiéndola a través de las puertas batientes. Bob estaba inclinado sobre una enorme bandeja de pastelitos, aplicando cuidadosamente azúcar glaseado a unas soletillas de chocolate. Levantó la vista y sonrió a Max, lo cual hizo que su cara pareciera más agradable. —Creo que te llaman por teléfono —dijo. —¡Ya lo sabe, imbécil! ¿Por qué piensas que ha venido aquí? —bufó Mum, corriendo hacia el teléfono que había en la pared del fondo. La bruja cogió el auricular y habló con tono esnob y relamido. —Sí, señor, ya hemos notificado al señor McDaniels su llamada, señor. Estará a punto de honrarnos con su presencia. —Mum... —le advirtió Bob, apartándose de los pastelillos. Mum tapó el auricular con la mano y se puso a dar saltos, haciendo gestos espantosos. Bob suspiró y retomó su tarea de mezclar la masa. Max llegó donde estaba el teléfono, pero Mum lo apartó de su alcance. —Ya estoy de vuelta, señor. Me parece que le oigo llegar mientras hablamos, señor. Creo que estaba disfrutando de un excelente cóctel en la ga-le-rí-a... Max le quitó el auricular de la mano. La voz de su padre resonó en el otro extremo de la línea. —... Ah, bien, muchas gracias. —¡Papá! —¡Eh, Max! Pensaba que la recepcionista todavía estaba al teléfono. Muy, eh, profesional ¿no? —Sí, es fantástica —masculló Max mientras Mum daba palmadas y se reía. Pasó a su lado, cogió un pedazo enorme de carne y desapareció en otra habitación. —Bueno, acabo de regresar de otro viaje a Kansas —dijo su padre—. De vuelta al hogar, de vuelta al hogar, como diría tu madre. ¿Cómo estás? ¿Cómo va todo? —Bueno, todo va... bien —la cara de Max se volvió a la pared y su dedo recorrió una grieta.
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—¿Qué pasa, chaval? —Nada. Sólo que... parece que esto es bastante duro. Y te echo de menos. Max apretó los ojos con fuerza. Se produjo una larga pausa al otro extremo de la línea. —Bueno, yo también te echo de menos. A Max le asaltó un repentino deseo de estar de regreso en su casa, con los pies bien plantados en el techo de su cabaña, recostado y haciendo dibujos toda la tarde. —Papá, ¿crees que es demasiado tarde para volver a casa? —No —dijo el señor McDaniels—. No es que sea demasiado tarde, pero ése no es el problema. El problema es mantener el compromiso que has contraído. Tomaste una decisión... una difícil decisión... y estoy muy orgulloso de que te comportaras como un hombre. Las primeras semanas serán duras pero espero que las puedas soportar. Si crees que no merece la pena, el próximo curso buscaremos una escuela cerca de casa. Max asintió, sin darse cuenta de que su padre no podía verlo, escuchó un susurro a su espalda, se dio la vuelta y vio cómo Lucía le hacía gestos desde la puerta. —Max, están preguntando por ti —dijo—. Creo que nos van a dar los uniformes y los libros. Desapareció tras las puertas batientes. —Papá, tengo que irme. Están entregando los libros y el material. —Okey, vale. Pórtate bien y hazlo lo mejor que puedas... por mí y por mamá. —Vale —respondió Max precipitadamente—. Un beso. —Un beso para ti también, chaval. Dentro de unos días te vuelvo a llamar. Max colgó y rodeó el mostrador central hacia la puerta. Justo cuando llegaba a la salida notó cómo el largo brazo de Bob le tocaba el hombro. El ogro le ofreció un pastelillo precioso con la frase BIENVENIDO MAX escrita con azúcar glaseado y con una cuidada caligrafía. Con un guiño, Bob le puso el pastelillo en la mano y le indicó con gestos que saliera.
La mañana siguiente Max se detuvo delante de la habitación 301 al oír risas en el interior. —¡Ja, tío!, ¡tiene que ser una broma, Jimmy! —exclamaba una voz profunda con un fuerte acento sureño. Se oyó cómo la voz de Jimmy cotorreaba una respuesta ininteligible. Max abrió la puerta despacio. Jimmy estaba sentado en el mostrador, moviendo las piernas arriba
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y abajo mientras hablaba con un chico mayor que llevaba una toalla y unas chanclas. Los dos se volvieron hacia Max cuando entró. —¡Ahí está uno de ellos!—gritó Jimmy, que saltó del mostrador y se dirigió cojeando hacia Max, que reculó hasta chocar con la puerta—. ¡Este es uno de los ingratos ladronzuelos! Jimmy se acercaba a Max con la cara encendida, pero el chico rubio se cruzó en el camino del hombrecillo y se agachó para ponerle las manos sobre los hombros. Max suspiró aliviado. —Eh, Jimmy —dijo el chico arrastrando las palabras—. Tranquilo, tío, tranquilo. Jimmy miró a Max respirando agriadamente y señalándolo con un dedo acusatorio. —¡Ese renacuajo me hizo trabajar como un burro! ¡Me pidió con insistencia el tratamiento de Jimmy para quedar bien ante las damas! Le dije que estaba ocupado pero él dale que dale, que quería que lo acicalara. ¿Y tuvo la decencia de darme las gracias de manera apropiada? No, de ninguna manera. ¡Ninguno me regaló nada! El chico rubio se giró; todavía sujetaba con fuerza los hombros de Jimmy. —¿Es así? —preguntó a Max. Este se puso rojo. —¡No lo sabía! Lo siento... El chico mayor le dirigió un guiño. —Vale, Jimmy —dijo el chico—. Deja que me ocupe de él. Le voy a enseñar un par de cosas por ti. De repente, Jimmy pareció preocupado, mirando alternativamente a Max y al chico mayor. —Vale pero prométeme que no serás muy duro con él, Jason —suplicó el hombrecillo—. Después de todo, no es más que un renacuajo. Jason frunció el ceño y movió la cabeza. —Ya sabes cómo me las gasto, Jimmy. —¡No te atrevas a ponerle una mano encima! —gritó éste—. ¡Si le tocas un pelo, te las verás conmigo!
Jason soltó a Jimmy y levantó los brazos en un gesto de defensa. —Vale, vale, ya le dejo. Con un gruñido, Jimmy se separó de él e hizo una seña a Max para que se aproximara.
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—Los de sexto curso —susurró— se creen que son los jefes. Si te molesta, me lo dices, ¿vale? Max elevó las cejas y asintió mientras miraba al chico sonriente. Jimmy le dio una palmadita en la espalda y se fue al otro extremo del baño a recoger una fregona. Jason extendió una mano a Max. —Hola, colega. Me llamo Jason Barrett. ¿Eres de los nuevos aprendices? —Sí —contestó Max, estrechándole la mano—. Me llamo Max McDaniels. —Encantado de conocerte, Max. Bienvenido a Rowan. Jason miró por encima de su hombro antes de bajar la voz. —Escucha, Max —dijo—. Jimmy es un pesado pero si hace algo por ti, debes traerle un regalo. No tiene que ser nada especial. Cualquier cosa vale... un chicle, media barrita de pan, un sello... cualquier cosa. Lo que le gusta es que pienses en él, ¿entiendes? Max miró a Jason con desconfianza mientras continuaba hablando más relajado. —Afortunadamente, no tendrás que preocuparte mucho por Jimmy. Este es el mejor baño de chicos de Rowan. Suele estar reservado para los alumnos de quinto y sexto. Los aprendices utilizan el baño de la habitación 101, en el piso de abajo —dijo Jason palmeando el hombro de Max mientras lo llevaba con suavidad hacia la puerta—. Comienza por lo más bajo, Max... Así tendrás un objetivo al que aspirar. Max se encontró a varios de sus compañeros de clase apiñados en el exterior, un poco nerviosos. —Oímos gritar a Jimmy —susurró Omar—. ¿Estás bien? —Sí, estoy bien. Pero supongo que tenemos que usar un baño diferente. Habitación 101. Éste es para los de quinto y sexto. —Eso es ridículo —murmuró Jesse dirigiéndose a la puerta—. Este baño está en nuestra planta. Jesse entró con mucho ímpetu. Los otros se quedaron detrás y dieron un respingo al escuchar los gritos de Jimmy en el interior del baño. —¡Éste es otro! Quítate de en medio, Jason... ¡Déjamelo a mí!
Jesse salió despavorido, cerrando la puerta y apoyándose en ella. Miró a los demás y comenzó a caminar hacia las escaleras. —Max, ¿habías dicho habitación 101?
La habitación 101 era un baño pequeño y destartalado con una docena de compartimentos grises, bañeras y lavabos. Sobre una bañera polvorienta había una
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araña muerta; una bombilla huérfana que colgaba de un techo con humedades era toda la iluminación disponible. En las paredes se alineaban taquillas oxidadas. Rolf descorrió la cortina de uno de los compartimentos y se giró rápidamente hacia los demás. —Yo seré el segundo —dijo haciendo un gran esfuerzo. —Me encantaba el otro cuarto de baño —afirmó Connor con pesadumbre, pasó al lado de Rolf y abrió el grifo.
Mientras los chicos salían del baño la Mansión se había transformado en un lugar ajetreado. Los saludos sonaban por todos los pasillos. Había un movimiento constante de equipajes y ruidos de puertas cerrándose. Cuando llegaron a su planta, Max se encontró el pasillo lleno de maletas y petates mientras los de segundo curso se saludaban, se entretenían y comparaban los horarios de las clases. Pero cuando el chico y sus compañeros aparecieron en el pasillo, las conversaciones se cortaron de repente. —¡Oh, no! —dejó escapar Connor cuando empezaron a oírse los primeros gritos. —¡Renacuajos! ¡Renacuajos! Los de primero corrieron acosados hacia sus habitaciones, pasando por delante de los alumnos de segundo quienes les lanzaban cartones y cinta de embalaje formando un remolino de sonidos y objetos voladores. Max prácticamente aterrizó en su cuarto mientras un chaparrón de cartón y plásticos caía sobre él. David estaba en el piso superior, sentado en el suelo con su espalda apoyada en la cama. —Terrorífico, ¿no? —dijo—. Fui a mear y me persiguieron hasta aquí —y añadió de forma pensativa—: Se me olvidó que, de todas maneras, tengo que ir a mear. —No creas que eso es lo peor —susurró Max respirando agitadamente—. Esta mañana Jimmy casi me mata antes de que uno de sexto me dijera que tenemos que utilizar el baño de la habitación 101. —¿Por qué? —Ya lo sabrás cuando veas la habitación 101 —suspiró Max, echándose sobre la cama.
Tras cruzar el ajetreado campus, Max y David salieron del túnel de la Reserva justo a tiempo de ver una manada de caballos de brillante pelo negro atravesar galopando el claro. Sobre los caballos iban montados, sin silla, chicos y chicas
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mayores que se reían y gritaban mientras pasaban cabalgando junto al lago en dirección a las dunas. Otros alumnos estaban sentados bajo las palmeras echando peces a un par de focas pantagruélicas que habían salido del lago hasta la playa arenosa. —¿Quieres ayudarme a dar de comer a Maya? —preguntó David—. No debe de ser difícil... Sólo come melones, hierba y frutos secos. —No —contestó Max—. Esta noche tengo que dar de comer a Nick y todavía no sé qué come. Será mejor que lea mi folleto. Si la lío, YaYa me comerá a mí. Max sacó el folleto del lymrill del bolsillo, se despidió de David con un gesto y se dirigió hacia el lago. Las focas ya no estaban pero vio a Kettlemouth y a Lucía tomando el sol cerca de una palmera. Saludó con la mano y se sentó al otro lado, en un terreno con césped y moteado de florecitas blancas. Durante un rato, se quedó tumbado mirando pasar las nubes por el cielo. Luego, se quitó la camiseta y los zapatos y se tendió descalzo. Cerró los ojos y dejó que el calor del sol acariciara su rostro. Pronto estaba completamente dormido y tuvo un sueño extraño: su padre hacía que la muerte de su madre fuera declarada oficial para poder casarse con Mum, quien luego le convertía en una cazuela. Max se despertó de repente al recibir un golpe. Abrió los ojos y vio que estaba emparedado entre dos moles rugosas y brillantes. Grito y de un salto salió corriendo y se alejó de las dos focas de seis metros que se le habían colocado a ambos lados. Oyó una risa y al darse la vuelta se encontró con una chica que estaba haciendo fotos. Bajó la cámara y Max vio la cara más bonita que jamás había visto, con el pelo largo y castaño, los ojos azules brillantes y unas pocas pecas apenas visibles en las mejillas bronceadas. Max se quedó estupefacto. —¡Te pillé! —se pavoneó—. Estaba esperando el momento en que despertaras. Son unas fotos estupendas para el periódico. Tal vez incluso para el Libro del Año. —Espantoso, Julie. ¡Qué vergüenza! —le reprendió una de las focas, revolcándose hacia un costado—. Estar tranquilos, ahora mismo. —Oh, no lo he podido resistir —dijo la chica encogiéndose de hombros. Max parpadeó un poco atontado—. ¿Es normal encontrarse a uno de primero durmiendo la siesta entre dos selkies? —Perdón tú pedir —ordenó con voz nasal la otra foca moviendo la piel como si fuera una ola. —Bueno, vale, lo siento... ¿Cómo te llamas? —preguntó con mirada interrogativa. —Max. Max McDaniels. No pasa nada. Sólo me ha sorprendido —se giró hacia las focas, que le miraban parpadeando, y las saludó con la mano—. Perdón.
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—Entendémoslo —retumbó la selkie—. Dormido estabas. Dimos susto. Soy Helga y ésta es mi hermana Frigga. Selkies de Escandinavia. Parecías tan a gusto que pensamos en hacer lo mismo y dar sol a nuestra grasa —añadió mientras se daba un golpetazo con la aleta en la barriga. —Bien, soy Julie Teller —se presentó la chica, guardando la cámara—. Estoy en el primer nivel de Mística y soy la fotógrafa del periódico... Tercer curso —añadió al ver la cara de confusión de Max. Todo lo que él sabía en ese momento es que quería seguir hablando con ella—. ¿Te importa si saco la foto en el periódico? —preguntó. —Eh, no, claro que no —dijo Max mientras alcanzaba su camiseta y se sentía muy pequeño y canijo. —Gracias —respondió ella con alegría—. ¿De dónde eres? —Chicago. —¡Vaya!, una ciudad guay. Estuve allí con mi familia hace un par de años. Yo soy de Melbourne. Max se quedó boquiabierto. —Está en Australia —añadió ella. Max asintió, sintiéndose un poco imbécil. Se miraron unos momentos. —Bueno —dijo Julie alegremente—, ya tengo la foto de la mañana. Encantada de conocerte, Max. Nos vemos. Antes de que pudiera decir nada, Julie se había ido caminando hacia el túnel de setos. Se detuvo un momento para saludar a Hannah, la oca, que andaba bamboleándose con sus crías hacia Max. La atención de éste se vio interrumpida por un golpazo en el suelo cercano a él. —Un bocado necesito. Encantada de conocerte, Max —retumbó Frigga, deslizándose hacia el agua. —¡Frigga! —exclamó Helga, moviéndose hacia su hermana—. Sólo hace una hora que hemos comido. Hay que cortar esto, ¡te estás poniendo enorme! Las dos comenzaron a lanzar gruñidos de foca, roncos y enfadados, antes de meterse suavemente bajo la superficie del agua. Max sintió un picotazo en la pantorrilla y al girarse vio a Hannah y a sus crías a su alrededor. —Hola, otra vez —dijo la oca un poco aturullada—. Se dice en la Reserva que estás libre para hacer un ratito de canguro, ¿es cierto? —Oh, bueno... Supongo que sí —respondió Max—. Los lymrill son animales nocturnos y... —¡Fantástico! Me tienen que ahuecar las plumas de forma adecuada y una de las dríadas se ofreció a hacerlo a cambio de una canción. Puedes vigilarlos durante un par de horas, ¿verdad?
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Hannah se dio la vuelta y pasó su ala por las crías que empezaron a graznar y a chocar entre sí. —Éstos son Susie, Bobbie, Willie, Millie, Hank, Honk, Nina, Lina, Macy, Lillian, Mac y el pequeñito Ray. Pequeños, portaos bien con Max. Vuelvo en un suspiro, querido. Hannah le dio un golpecito cariñoso en la pierna con el ala y se fue bamboleándose hacia el bosque. Max la miró marcharse impotente mientras las crías comenzaban a subirse a sus zapatos y picarle las espinillas insistentemente con sus pequeños picos puntiagudos. Pasó dos horas con las crías de oca y les dejó que saltaran y corrieran por su cuerpo mientras estaba tumbado e intentaba, en vano, leer el folleto. Cada media hora los llevaba al lago y jugaba con ellos, mientras nadaban en pequeños círculos entre los juncos. El agua estaba cálida, pero cada pocos segundos Max sentía una corriente fría y fuerte que pasaba por el fondo. Los alumnos mayores lo saludaban y se reían al darse cuenta de que a Max lo habían fichado como canguro. Las crías precisaban una atención continua y el chico se sintió muy aliviado cuando vio regresar a Hannah. —¡Me han dejado nueva! —exclamó mientras las crías la rodeaban—. Mmm, parece que hay alguien por aquí que acaba de hacer doce nuevos amigos. Gracias, Max, eres un cielo. A los chicos les encantaría que vinieras a visitarnos algún día. Vivimos en un nidito cerca del huerto, justo detrás del Árbol de Clase de 1840. Pásate cuando quieras. —Claro —dijo Max, recogiendo el folleto. Se despidió y se dirigió al túnel. Una de las crías se fue con él (Max creyó que podía ser Lillian) hasta que Hannah se la volvió a llevar con las demás.
Esa noche, cientos de alumnos inundaron el gran comedor que había adquirido un tono dorado a causa de la cantidad de velas que ardían sobre los candelabros. Max se entretuvo toqueteando la corbata mientras él y sus compañeros eran conducidos a unas mesas llenas de flores, con vasos de cristal y cubiertos con mango de cuerno. Unos faunos adultos de pelo rizado tocaban una música tranquilizante y extraña con sus liras mientras seguían entrando alumnos. Max estaba sentado entre Lucía y Cynthia. Observó las caras de quienes lo rodeaban. La luz de las velas y los uniformes formales hacían que los alumnos parecieran mucho mayores. En el otro extremo de la sala Max vio a Jason Barrett, sentado con los de sexto, hablando con una chica a su derecha. La señora Richter y los profesores llevaban togas azules y estaban sentados en la mesa principal. Conversaban tranquilamente, de vez en cuando asentían a un
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alumno mayor o echaban una mirada a los últimos que iban llegando. La música fue perdiendo volumen hasta dejar de oírse y la señora Richter se puso de pie para dirigirles la palabra; su voz era clara y fuerte. —Por favor, de pie. Max miró a los demás y se levantó, inseguro de lo que había que hacer después. La voz de la señora Richter llenaba la sala. —Éste es el Hogar del Conocimiento y hoy es el Día del Regreso, cuando el maestro y el discípulo vuelven a forjar su vínculo y reanudan el camino en el sendero. Los profesores y los alumnos levantaron los vasos en un silencioso brindis. La señora Richter continuó: —Éste es el Hogar del Conocimiento y hoy es el Día del Recuerdo, cuando nos reunimos para rendir honores a nuestros antepasados, aceptando sus penas y alegrías. Volvieron a levantar los vasos a modo de saludo. —Éste es el Hogar del Conocimiento y hoy es el Día de la Renovación, cuando Rowan da la bienvenida a una nueva clase que trae la vida y la esperanza de dignificar estos espacios y terrenos. Max dio un respingo cuando todo el comedor estalló en un grito coreado. —¡Bienvenidos de todo corazón!¡Les ayudaremos en el camino!
Los profesores y los alumnos elevaron sus vasos hacia las mesas del primer curso y bebieron. Lucía hizo lo mismo, pero Max arrugó la nariz y sólo tomó algunos sorbitos de su vino. La señora Richter se sentó. El comedor explotó en un coro de alegres conversaciones mientras un montón de chicos salía de la cocina llevando unas grandes bandejas con comida. La fiesta fue fantástica y pronto todos los de la mesa estaban absortos con la historia de Cynthia, que contaba cómo había recibido la carta de Rowan. Con una voz estridente y unos gestos teatrales de los brazos, la chica rememoró cómo estaba visitando el acuario cuando un grupo de peces tropicales comenzaron a nadar formando un dibujo hipnótico. Tras opinar que eso era «muy raro», Cynthia dejó que otros compañeros comentaran sus historias. Max no dijo nada de la suya y se dedicó a las viandas: faisán al horno relleno de arroz salvaje, chuletitas de cordero, un montón de verduras frescas y platitos de dulces y bombones. De vez en cuando, algunos profesores y alumnos mayores pasaban por la mesa para saludar. Cuando terminó la comida un gran clamor inundó el comedor. Max sonrió al ver que una pandilla de alumnos sacaba a Mum y a Bob de la cocina y que les insistían para que saludaran a todos los que les agradecían su esfuerzo. Bob
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llevaba una almidonada camisa azul y un delantal blanco limpio, se limpió una lágrima apresuradamente y saludó con la mano antes de escabullirse de vuelta a la cocina por las puertas batientes. Mum daba saltitos de alegría de un sitio para otro, dando palmadas y haciendo reverencias teatrales hasta que los mismos alumnos, de forma educada pero firme, la devolvieron a la cocina. Esto produjo una salva final de aplausos hasta que la señora Richter golpeó el vaso con su cuchara y volvió a ponerse de pie. La luz de las velas proyectaba su enorme sombra contra la parte posterior. Una sonrisa iluminó su rostro. —Bienvenidos a casa, chicos. Como directora, ¡declaro inaugurado el comienzo de este curso! Los alumnos profirieron una aclamación escandalosa, acompañada de un golpeteo en las mesas y del taconeo de muchos zapatos. Max también estaba dando zapatazos junto a los otros cuando varios alumnos de segundo se acercaron y se sentaron en la mesa. —Hola —se dirigió a ellos un chico de piel morena con el pelo muy negro—. Me llamo Alex Muñoz. —Y yo Anna Lundgren —dijo una bonita chica con pelo corto y rubio. —Bienvenidos, chicos. Soy Sasha Ivanovich —intervino un joven con pelo castaño y enmarañado. Varios alumnos de primero se presentaron con entusiasmo sin dejar de comer dulces. Jesse tenía un aspecto lamentable, quejándose del estómago y recostado sobre Omar. —¿Tenéis muchas ganas de ir al campamento? —susurró Alex, agarrando una de las flores de la mesa. —¿Qué campamento? —preguntó Cynthia, apartando su plato. —El de esta noche —dijo Anna—, en el Kestrel. ¿No os lo han dicho nadie? —No —dijo Connor acercándose más—. ¿Y de qué va? —Es una especie de tradición de los alumnos del primer curso, convivencia — respondió Sasha—. Los de primero se escabullen de la Mansión y pasan la noche en el Kestrel. Se sale a medianoche y regresa al amanecer. —¿Eso no va contra las normas? —preguntó Omar con los ojos abiertos. —Sí y no —respondió Alex—. De acuerdo con las «normas», el Kestrel está fuera del límite permitido, pero esta tradición viene de muy atrás. Siempre y cuando tengáis cuidado y seáis silenciosos, los profesores harán como que no se enteran. —No sé —murmuró Cynthia, un poco nerviosa. —La decisión es vuestra —dijo Anna encogiéndose de hombros—. El año pasado nos lo pasamos fenomenal. Si queréis ser la primera clase en romper la tradición...
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—No hemos dicho eso —aseguró Connor con los ojos brillantes —. Venga, tíos, vamos a hacerlo. Puede ser divertido. La sonrisa de Connor era contagiosa y pronto todos los demás también sonreían. Se miraron entre ellos y asintieron. —Vale —dijo Rolf—. Yo llevo algo de comida. —Yo tengo una radio —ofreció Lucía. —Todo el mundo tiene que llevar un saco de dormir o unas mantas, una almohada y una linterna si tenéis —susurró Connor—. Decídselo al resto de las mesas. Nos juntamos cerca de los escalones, en la playa, a medianoche. Iremos de uno en uno o en parejas. ¡A ver si no nos pillan! Volviéndose a Alex y Anna, Connor continuó: —¿Podremos subir a bordo del Kestrel? ¿Está cerrado con llave? —No —dijo Alex—. Id de puntillas por el muelle y subid por la escalera de cuerda que hay a un lado. Es un barco chulísimo y esta noche no va a hacer frío. Tenéis suerte, tíos, el año pasado nos llovió. —¡Pero aun así nos lo pasamos muy bien! —añadió Anna, sonriendo y poniéndose de pie—. Encantados de conoceros. Mañana nos contáis todo. Se fueron a las mesas de los de segundo. A Max la idea de una salida nocturna le gustaba. Se pasó varios minutos con todo el grupo planeándola hasta que vio al señor Vincenti dirigirse directamente a él desde la mesa de profesores. —Perdón por la interrupción —dijo el hombre mayor con una sonrisa—. Max, ¿podría hablar contigo? —Claro —respondió éste, temeroso de que hubieran escuchado sus planes. El señor Vincenti lo llevó hacia una columna cercana. —Max, la directora quiere hablar contigo —explicó el señor Vincenti—, sobre ciertos hechos... hechos que ocurrieron antes de tu llegada a Rowan. —¡Ah! —dijo Max—, pero tengo que ir a la Reserva... Mi criatura es nocturna. —Esto es más importante —aseguró el tutor—. Yo me ocupo de que alguien se encargue de Nick. Será mejor que ahora vayas a ver a la directora... Te está esperando. La oficina de la señora Richter se encontraba cerca del vestíbulo, al final de un pasillo decorado con los brillantes retratos de los antiguos directores. La puerta estaba entreabierta, dibujando una línea de color amarillo cálido en el pasillo. El corazón de Max comenzó a acelerarse cuando llamó. —Entre.
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Max pasó al interior y vio cómo la señora Richter colgaba su toga azul. Llevaba el traje chaqueta aunque se había quitado los zapatos y caminaba en calcetines. Ofreció a Max una sonrisa cansada y le indicó que se sentara en un lustroso sillón al otro lado de un escritorio enorme. A Max le sorprendió la relativa modestia de la habitación. Aparte del escritorio, había un pequeño sofá y una mesita con varias sillas a su alrededor. Unas puertas de cristal daban a unos jardines cercanos al huerto. En un rincón había una chimenea sin fuego. Max se sentó mientras la señora Richter colocaba algunas flores de la fiesta en un florero de cristal. Luego se sentó en una silla de cuero y se inclinó hacia delante con la mano extendida, sus ojos plateados y brillantes llamaron la atención del muchacho. Su mano era cálida, seca y fuerte. —Hola, Max. Es un placer conocerte y poder hablar contigo. —Encantado de conocerla, también —dijo Max. La señora Richter apoyó los codos en el escritorio y su mirada se tornó muy seria. —Max, es totalmente inaceptable que el Enemigo supiera quién eras y cómo encontrarte. Representas una nueva generación de Rowan y tiemblo al pensar en las consecuencias que tendría el hecho de que el Enemigo poseyera los medios para identificar y localizar a nuestros potenciales. Max asintió, intentando no revelar con sus gestos que ya sabía que diecisiete potenciales y un alumno habían desaparecido. —Quiero que me cuentes todo lo que ha sucedido desde el día en que tuviste la visión. Cualquier cosa que recuerdes. Hasta los más mínimos detalles, aunque pienses que no tienen importancia. Max le contó a la señora Richter todo lo que sabía. Sus preguntas eran ágiles y rápidas, forzándole a buscar en su memoria y a rescatar detalles que creía olvidados. Cuando terminó, la señora Richter tomó una carpeta y la abrió. Echó un vistazo rápido a su contenido, seleccionó una foto y se la mostró a Max. —¿Es éste el hombre que te ha estado siguiendo? —preguntó. Max observó la foto y retrocedió sorprendido. Esa figura pertenecía sin duda al extraño individuo del tren y del museo, aunque parecía más joven y menos harapiento. Estaba sentado en la terraza de una cafetería con un periódico, pero su mirada se dirigía a la cámara. Su ojo bueno mostraba una mezcla de alarma y rabia, al parecer por haber descubierto al fotógrafo, quien, por la apariencia de la foto, iba en un vehículo en movimiento. Max cerró los ojos y asintió. La señora Richter volvió a guardarla. —Siento tener que asustarte, Max —dijo suavizando su expresión—, pero necesitaba comprobar el relato de Nigel. Esto es todo por el momento. Te pido que no hables con nadie de este tema hasta que dispongamos de más información, ¿de acuerdo?
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—Vale. ¿Puedo irme ya? —Sí, pero Max, quiero que recuerdes algo. —¿Qué, señora Richter? La expresión de la directora volvió a ser extremadamente seria. Habló con un tono tenso y perentorio. —Si vuelves a ver a ese hombre, quiero que salgas corriendo y pidas ayuda tan alto como puedas. No hables ni contestes a sus preguntas; puede ser muy peligroso. ¿Lo entiendes? Max asintió en silencio; en su interior se había formado un nudo. La señora Richter se levantó de la silla y le acompañó hasta la puerta, sugiriéndole que se acercara por la cocina si le apetecía un chocolate caliente. Pero tan pronto cerró la puerta, el chico salió corriendo por el pasillo hacia su habitación.
David estaba completamente dormido cuando Max y Connor comenzaron a zarandearle. Parpadeó varias veces antes de darse la vuelta y meter la cabeza debajo de la almohada. Max le susurró: —David, venga, David. ¡Despierta! Vamos de acampada al Kestrel , ¿te acuerdas? —No hace falta que susurres, Max —se rió Connor—. Todavía estamos en la habitación. Connor saltó y se sentó sobre David, quien emitió un gruñido ahogado. —Venga, David. Va a ser genial. Aventuras y damas en alta mar, ¿eh? —Vale, vale, pero quítate de encima —se oyó la voz de David debajo de la almohada. Max cogió varias mantas y una linterna. Los tres bajaron en silencio por las escaleras. Al llegar al vestíbulo, casi se chocan con Cynthia y Lucía, que iban de puntillas hacia la puerta. Connor les indicó que salieran ellas primero y las dos se deslizaron hacia el exterior. Un momento después, Connor se volvió hacia Max y David, con una sonrisa visible en la oscuridad. —¿Estáis preparados? —susurró—. Caminad pegados a la Mansión y agachaos hasta que hayamos pasado las luces. Cuando os separéis de la casa, id gateando... Así la sombra será más pequeña. Cuando lleguemos al césped, salimos corriendo. Max asintió y abrió la puerta. Sacó la cabeza fuera e indicó a los otros dos que le siguieran. Los tres se pegaron al perímetro de la Mansión, agachándose al pasar por las ventanas, y gatearon hasta el césped. A Max le resultó difícil moverse con las mantas y la linterna. Uno a uno se levantaron y corriendo se introdujeron en la oscuridad.
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Mientras corría, Max sentía el aire fresco de la noche. Evitaron pasar cerca del Viejo Tom y de Maggie; en varias de las ventanas superiores se podía ver una tenue luz verde. Cuando llegaron a los escalones vislumbraron varias siluetas moviéndose contra la luz de la luna en el océano. Unos cuantos alumnos ya estaban allí, susurrando nerviosamente y repasando las cosas que había llevado cada uno. Omar y Jesse llegaron jadeando unos minutos más tarde. Connor repasó el grupo con la mirada y frunció el ceño. —¿Dónde están los que faltan? —Un montón de gente no viene —dijo una chica—. No quieren meterse en líos. Connor puso los ojos en blanco, soltó un gruñido y empezó a bajar los escalones de piedra. Max pegó un manotazo a un mosquito, levantó las mantas y se rió con Cynthia mientras seguían a Connor. Era una noche tranquila, unas suaves olas chocaban contra el Kestrel , que se elevaba negro y alto sobre el agua. Connor encendió la linterna y corrió hacia el muelle. La luz se movía arriba y abajo; los demás lo seguían. Se detuvo de repente y Max le oyó soltar un taco. Cuando llegaron a su lado, Max comprendió la razón: el Kestrel tenía una escalera de cuerda que colgaba por un lado, pero el barco estaba fondeado a unos cinco metros del muelle. Tendrían que nadar para alcanzarla. El agua parecía oscura y fría. Connor dio una patada a un poste de madera. —¡Ya nos lo podían haber dicho! —rezongó. —Será mejor que lo dejemos —murmuró Rolf, volviendo la vista hacia los escalones de piedra del acantilado. —Yo no me meto en el mar por la noche —dijo una chica y tembló al mirar el agua cercana al muelle. —Sí —coincidió otro—. Voto por que regresemos. Max estaba de pie, en silencio, mirando el barco mientras los demás discutían qué hacer. Se dio cuenta de que el movimiento de las olas hacía que a intervalos se acercara. Retrocedió por el muelle. Durante varios segundos estudió el movimiento del navio en el agua. Cuando vio que la cadena de amarre se aflojaba, cogió carrerilla y saltó al aire. Durante una fracción de segundo pensó que no había calculado correctamente. Bajaba en picado hacia el agua intentando agarrarse a la escalera de cuerda mientras caía. Sus dedos se engancharon a duras penas y se golpeó contra el costado del barco. Se oyeron gritos y ovaciones desde el muelle mientras sus pies buscaban un apoyo y comenzaba a subir. Saltó sobre la pasarela a la cubierta, golpeándose
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contra algo duro e incómodo. Miró para ver qué era y sonrió. Se puso de pie, con las manos en la boca a modo de bocina. —¡Eh! —gritó hacia el muelle—. Hay una plancha en la cubierta... ¡nadie tiene que nadar! Los demás comenzaron a cotorrear, el ambiente volvía a ser eléctrico. Gruñendo por el esfuerzo, Max pasó la plancha por encima de la pasarela y la dirigió con cuidado hacia el muelle, donde Sarah y Rolf la engancharon. Max aseguró la plancha en su ranura y les indicó que estaba lista. Subieron en fila india; Connor era el primero y llevaba sus cosas y las de Max. —Eres un excelente saltador, ¿eh, Max? —le dijo con simpatía, echó las cosas al suelo y miró a su alrededor. —¡Sí! ¡Me lo pido para mi equipo de baloncesto! —exclamó David, que había empezado a revolver en la bolsa de Rolf en busca de alguna cosa para comer, bajo la mirada anonadada de su propietario. Los alumnos se dispersaron y empezaron a explorar la cubierta del barco. Algunos jugaban con el timón. Lucía y Cynthia escalaron a una cofa y tiraron un montón de caramelos a los otros mientras sacaban las mantas y los sacos de dormir. Connor se dirigió hacia la cabina, regresando al rato con una expresión decepcionada. —Todas las puertas están cerradas con candados; creo que nos tendremos que quedar en la cubierta. —¡Me parece bien! —gritó una chica danesa—. ¡Seguro que el interior da miedo! —Apuesto a que se está fenomenal ahí abajo —dijo Connor con nostalgia. Se sentó sobre una manta cercana y encendió la radio de alguien, bajando rápidamente el volumen de una ópera en la que un cantante hacía un impresionante trémolo. Comenzó a buscar sintonías. Pronto todos ellos se habían acomodado en este campamento improvisado, apiñados en un grupo mientras el barco se movía. Max se rió, jugó a las cartas y devoró los víveres de Rolf, a la vez que preguntaba de dónde procedían sus compañeros y cómo eran sus familias. Omar le estaba contando algo sobre su hermanito en El Cairo cuando el barco cabeceó de forma exagerada. Las cartas se deslizaron por la cubierta. Los mástiles crujieron y los chicos enmudecieron. Durante un momento se hizo el silencio. Entonces todo el barco se agitó y una ola enorme pasó por encima, tirando a todos los chicos unos encima de otros. Tuvieron que sujetarse a cualquier cosa. Zamp. Zamp, zamp.
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Algo golpeaba con fuerza contra el barco, bajo el agua. Los chicos sintieron cómo el navio forzaba los amarres. Lucía gritó al ver que la plancha se soltaba del enganche y caía al agua. Max miró con rapidez hacia abajo, para intentar ver cualquier cosa que le indicara qué era lo que hacía moverse el mar. Todo lo que veía era una oscuridad muy profunda que daba vueltas. De repente unos gemidos cortantes llenaron el aire e hicieron que Max cayera de espaldas en la cubierta y que los demás se taparan los oídos. Ahora el Kestrel se movía como un barquito de juguete mientras el agua del mar saltaba por la borda. —¡Corred! —chilló Connor por encima del ruido, levantando a Lucía del suelo—. ¡Todos! ¡A correr! Los chicos salieron corriendo hacia la proa, tropezando por los bruscos movimientos del barco. Los gemidos incrementaron su volumen; las maderas comenzaron a crujir y a zumbar. Muchos chicos saltaron por la borda, a unos cinco metros del agua, y comenzaron a nadar como locos hacia la playa. Max veía sobresalir la cabeza de David sobre la espuma cuando, de repente, sintió cómo una mano se aferraba a su brazo. Sarah le gritaba aterrorizada. —¡No sé nadar! El gemido se hizo ensordecedor; el barco intentaba alejarse del muelle y una de las cadenas estaba a punto de romperse. Max cogió a Sarah y los dos se tiraron por la borda. Se hundieron. Con agua salada en la boca, agarró con fuerza la camiseta de la chica y, con su brazo libre, nadó como un loco hacia la playa. El agua estaba fría y había remolinos; sus piernas rozaban los bancos de algas, que parecían dedos pegajosos. Max pensaba que, en cualquier momento, algo muy fuerte le agarraría del pie y lo hundiría en la profundidad del mar. El agua salada le golpeaba la cara y una gran ola negra les cubrió, sumergiéndoles. Sarah gritaba y se retorcía como una loca, le golpeaba con los codos mientras él seguía nadando. Cuando Max ya no podía seguir sujetándola, sus pies tocaron arena. Ella se separó de él como una exhalación y gateó entre la espuma. El gemido empezó a hacerse más débil mientras los chicos subían los escalones y corrían por el campo de césped. Las luces de la Mansión estaban encendidas. Una multitud de alumnos y profesores estaba esperando junto a la fuente. La señora Richter estaba entre ellos, su linterna brillante iluminó el cambio de su expresión, del enfado al alivio.
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Lo nuevo y lo raro
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eprimiendo un bostezo, Max recorrió el pasillo a trompicones junto a sus compañeros un poco antes de las seis de la mañana del lunes. Muchos estaban agotados, pues se habían pasado todo el domingo limpiando los establos como castigo a su incursión a bordo del Kestrel. La tarea había durado casi todo el día y se habían quedado hechos una piltrafa. La señora Richter había sido parca en palabras, sólo les dijo que nunca había visto una clase tan resuelta a exterminarse. Cuando el señor Vincenti les preguntó por qué habían decidido hacer una cosa tan estúpida, Connor insistió en que la idea había sido suya, sin apartar la mirada de Alex Muñoz que parecía embobado entre la multitud que iba dispersándose. A pesar de sus preguntas nadie les explicó qué había hecho erizarse al mar y producido ese gemido tan horrible. Ningún alumno parecía saberlo y ningún profesor quería decirlo. Max estaba especialmente cansado. Tras todo el trabajo del día, dar de comer y jugar con Nick no era ninguna tontería. Siguiendo las instrucciones de su folleto, Max murmuró «Comida para Nick, un lymrill de la Selva Negra» a un cubo de madera lleno de manchas y salpicaduras que había en el Pabellón Cálido. El cubo empezó a hacer ruido y a agitarse, la tapa se abría y se cerraba proyectando luz hacia las paredes. Aunque la lectura del folleto había prevenido a Max sobre la dieta de Nick, Max sintió náuseas al abrir la tapa del cubo. Estaba lleno de jaulas con roedores que se retorcían, gusanos y montoncitos de finas barras de metal. Nick recorría el pasillo arriba y abajo, moviendo el rabo como un loco, mientras Max ponía las jaulas en una carretilla y se dirigía al exterior. Miró hacia otro lado para no ver a su criatura devorando metódicamente el contenido de todas las jaulas: primero se llenó el morro de sangre con las alimañas que se retorcían unas encima de otras y luego extendió la lengua, separó con destreza cada una de las barras de metal y se las tragó. Tras limpiarse de manera meticulosa en el lago, Nick se puso a perseguir a Max por el claro del bosque. Con tremendos arranques de velocidad, se escondía tras unas rocas para atacarlo por sorpresa o jugaba a morderle los tobillos, tirar al muchacho al suelo y salir huyendo. Cuando finalmente Nick se paró y se hizo una bola para dormir, Max casi lloró de gratitud. Con el lymrill en brazos caminó hasta el Pabellón Cálido y allí, entre todos los compartimentos, encontró el de Nick.
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Le dejó en las ramas de un arbolito que había en su interior y se fue arrastrando los pies hacia la cama.
—¿Cómo estás? —le preguntó Omar, que bajaba las escaleras a su lado para la primera clase. Estaba en el grupo de Max, uno de los cinco que se habían formado con los alumnos de primero, y estarían juntos en todas las clases. —Estoy espeso —se quejó—. Nick me tuvo despierto hasta las once. —¿Nick puede hablar? —preguntó Omar, frotándose los ojos. —No. —Bueno, pues deberías dar gracias. Trata de cuidar a Tweedy. Está intentando hacer que memorice las vidas y obras de sus compositores favoritos... Max gruñó con simpatía mientras entraban en la clase del sotano, un amplio espacio cuyo suelo estaba cubierto de esterillas sólidas y esponjosas. Un hombre alto y enjuto, con el pelo negro cortado al rape y con párpados pesados estaba de pie en el centro. Llevaba una camisa y un pantalón holgados, tenía los pies descalzos. Bebía de una botella de agua mientras examinaba una carpeta con papeles. Ni siquiera se molestó en levantar la vista cuando entraron. —Quitaos los zapatos —murmuró con un ligero acento—. Comenzad a correr alrededor de la sala. En el sentido de las agujas del reloj. ¡Deprisa, deprisa! Max trotaba junto a sus compañeros, mirando de vez en cuando al profesor mientras daban vueltas como burros a la sala. —¡Más rápido! —la voz del hombre sonó como un latigazo. Tras unos minutos, Max estaba enfurruñado; se dio cuenta de que llevaba varias vueltas de ventaja sobre Jesse y Cynthia. El hombre dio otro traguito distraído a la botella, se sentó en el suelo y dijo en voz baja: —Vale. Venid aquí. Sentaos en el suelo, mirando hacia mí. Estirad los tendones, así —estiró las piernas y bajó la frente hasta tocar la rodilla y de ese modo permaneció unos minutos. Mientras Max y los otros se sentaban e intentaban imitarlo, él se levantó de repente y comenzó a recorrer la sala. —¡No rebotes! —murmuró al pasar junto a Connor, que inmediatamente gruñó y forzó la posición hacia abajo—. Soy Monsieur Renard. Soy vuestro instructor de Entrenamiento Físico y Juegos. Me vais a amar o a odiar. Pero eso no me importa. Max abrió mucho los ojos. Miró a Connor, que había cometido la imprudencia de ponerse a descansar justo cuando Monsieur Renard pasaba por detrás.
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—Muchos de vosotros sois vagos y estáis obesos —siseó el instructor dando una patadita en la espalda de Connor—. Como salchichas que revientan el pellejo. Eso se ha terminado. ¿Cynthia Gilley? —Aquí —resolló Cynthia desde un rincón con la cara roja. —Cynthia Gilley —leyó en un papel de la carpeta—. Tasa de producción de ácido láctico: cuarenta y nueve. Tasa de dispersión de ácido láctico: treinta y cuatro. Velocidad de temblor: cincuenta y uno. Densidad muscular actual: treinta y seis... Mmm, puede que tengas que realizar una programación adaptada. Y no me agradan las programaciones adaptadas. Cynthia parecía indefensa. —Rolf Luger —continuó el instructor, repasando la lista—. No está mal... No está nada mal. Ya veremos qué podemos hacer. Rolf se puso muy serio y empezó a jadear con los estiramientos. —¿Max McDaniels? —preguntó Monsieur Renard, al tiempo que arqueaba las cejas y paseaba la vista por la sala en busca de Max, que levantó la mano. El instructor se acercó, le miró de arriba abajo con una expresión estoica—. Tus números son extraños... muy extraños. ¿Sabes que nunca se había registrado un noventa y cinco? —Nigel dijo algo sobre ello —respondió Max sin prestar atención a las miradas de sus compañeros. —¿Eres vago? —preguntó el instructor, mirándole desde arriba. —No creo. —Ya veremos —reflexionó Monsieur Renard, dándose la vuelta. Fue una hora extenuante de ejercicios y estiramientos. Cynthia lloraba desconsolada; Monsieur Renard simplemente pisó el cuerpo inerte de Omar cuando se puso en posición fetal durante las flexiones. Cuando anunció que la clase había terminado, los alumnos salieron corriendo a ducharse y desayunar antes de su primera clase académica. Max cogió una tostada con mantequilla y subió corriendo por los empinados escalones de Maggie, tan deprisa como le permitían sus cansadas piernas. El uniforme del colegio daba calor y se sentía sofocado. Otros alumnos desaparecieron con rapidez por los pasillos; se empezaron a cerrar puertas. Esta clase era más pequeña y acogedora que el gimnasio del sótano de la Mansión. Tenía los escritorios y las sillas inclinados en forma de anfiteatro desde donde se veían el escritorio y el encerado del profesor. De las paredes de madera colgaban grabados antiguos tapices y coloridas pinturas de paisajes y batallas famosas. La habitación olía mucho a tabaco y por las ventanas que daban al mar entraba un aroma de brisa cálida y agua salada. Un viejo gordito estaba sentado en una silla de
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cuero agrietado cerca de la pizarra, dando caladas a una pipa de espuma de mar y moviendo la cabeza arriba abajo según iban entrando. Una vez se hubieron sentado, rezongó con un tono de barítono. —No veo caras conocidas. Bien. Debe de ser que estoy en el aula correcta. Bienvenidos a Humanidades para aprendices de primero. Soy vuestro profesor y me llamo Byron Morrow. Lucía tosió y levantó la mano. —Señor Morrow, ¿todos los días va a fumar en pipa? —Sí, jovencita —refunfuñó, elevando una ceja—. ¿Te parece bien? —Soy alérgica al humo. —¡Que el cielo te ayude en la clase de Mística! —exclamó. Se rió entre dientes y movió una mano que hizo que el humo de la pipa se concentrara en una especie de hilo, bajara hasta el suelo y llegara hasta la ventana, donde volvía a elevarse para salir por ella—. ¿Mejor así? —gruñó. Lucía asintió con los ojos como platos. Durante toda la clase el señor Morrow cautivó a Max y a sus compañeros dando un repaso general del curso con su voz de barítono. A ratos, se paseaba agitado alrededor del escritorio con repentinos ataques de pasión; en otros momentos se recostaba en la silla para responder a las preguntas de los alumnos mientras daba largas caladas a su pipa. Iban a estudiar una combinación de historia, literatura, escritura y mitología. Sería un curso difícil, les avisó, pero los que necesitaran ayuda extra siempre podrían encontrarlo en su casita blanca, más allá de las dunas de la Reserva.
Matemáticas y Ciencias parecían más sencillas y familiares, aunque fuesen complicadas. La hora de mates la pasaron haciendo un examen inicial para comprobar sus conocimientos. Max lo devolvió en diez minutos; muchos problemas tenían símbolos que jamás había visto. Ciencias fue apenas un poco mejor. Les señalaron un largo capítulo del libro y les pidieron que para la próxima clase se aprendieran los ecosistemas más importantes de la Tierra. Antes de la clase de Idiomas, Max se apoyó en la baranda de Maggie y se quedó mirando el oleaje cubierto de espuma blanca del océano. A la luz del día, el Kestrel mostraba su encanto antiguo... Nada parecido al terrorífico balancín del que habían escapado la madrugada del domingo. Alguien le dio un golpecito en el hombro. Se dio la vuelta y era Julie Teller, sonriendo y sujetando una foto con los dedos.
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—¡Hola! —dijo riéndose—. ¿Quieres ver tu foto? ¡Voy a ganar el Pulitzer! —¡Ah, hola! —respondió Max, estirándose para intentar alcanzar su altura—. Claro. Ella le pasó una foto de veinte por veinticinco, en blanco y negro, que mostraba a un Max descamisado dando un salto para alejarse de las focas. Tenía una expresión genuina de terror, con sus extremidades estiradas en cuatro direcciones distintas. En la foto, Helga se había girado para mirarle; Frigga estaba ajena a lo que ocurría mientras tomaba el sol. —¡Dios mío! —se lamentó Max, devolviéndosela—. Es mucho peor de lo que imaginaba. ¿De verdad es inevitable que la publiques? —No está tan mal —rió Julie, volviendo a mirar la foto—. Es chula. —No es nada chula —murmuró Max, sonrojándose—. Menuda la que me espera durante todo el curso... —Bah, olvídate de eso —dijo ella, sonriendo—. ¿Cómo van las clases? —Bien, pero no sé cómo voy a hacer todos los deberes... Me ha gustado la clase del señor Morrow. —Es el mejor —le elogió—. Algunos todavía vamos a visitarle a su casita. Creo que a veces se siente un poco solo. Max asintió buscando en su cerebro algo, cualquier cosa, con la que pudiera prolongar la conversación. —Bueno —dijo Julie al tiempo que cogía su mochila—, tengo que irme. Tengo clase de Artefactos... Es el primer año y nos han dicho que Vincenti es un ogro. ¡Me voy volando! Se despidió con un gesto y echó a correr hacia el bosque, con el pelo rojizo brillante golpeándole la espalda. Max se quedó mirándola hasta que Connor sacó la cabeza por las puertas dobles de Maggie. —¿Quién era? ¡Está como un tren! —exclamó Connor mientras Max lo seguía y subían las escaleras. —Está en tercero —contestó Max con cautela por el tono de Connor—. Nos conocimos en la Reserva... Me hizo una foto para el periódico. —¿Crees que le gustas? —preguntó Connor, impresionado. —No —se sonrojó Max—. Le gustó el tema de la foto.
El resto de su grupo ya estaba sentado en el aula de Idiomas cuando entraron Max y Connor. La clase parecía una sala de conciertos en miniatura, con las pulidas
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paredes y el techo diseñados para una buena acústica. En la parte delantera había una mujer muy grande, de pelo negro y rizado, que llevaba un alegre vestido veraniego y un extraño collar cobrizo. Una vez que Max y Connor se hubieron sentado, repartió unas hojas y unos auriculares cromados en los que brillaban unas luces verdes. Regresó a la pizarra y escribió: Bienvenidos a idiomas M e l l a m o C e l i a B a b e l
Se giró y les sonrió. Después, mediante señas, indicó a Connor que se presentara. Así lo hizo, al igual que el resto de alumnos. Entonces les indicó, también por señas, que leyeran las hojas que había repartido. Desconcertado porque la mujer todavía no había dicho una palabra, Max leyó un párrafo que estaba escrito en varias lenguas diferentes. Por favor, tomad los auriculares que están sobre el escritorio. Es un traductor y ya está encendido. En la pantalla donde pone AUDIBLE , utilizad las flechas y elegid GRIEGO. En la pantalla donde pone SUB, escoged por favor vuestra propia lengua y poneos los auriculares. A continuación recibiréis más instrucciones.
La señora Babel aguardó con paciencia a que todos cumplieran las instrucciones antes de hablar por primera vez. Su voz tenía un tono agudo y un poco nasal, y las palabras eran completamente extrañas... desconocidas y con un ritmo foráneo. Pero, asombrado, Max se dio cuenta de que podía entenderlas. —Hola, alumnos —dijo la profesora—. Estoy encantada de teneros en mi clase de Idiomas. En este momento estáis escuchando griego... Un idioma al que no estáis habituados. Pero, de forma simultánea, estáis escuchando en vuestro cerebro subconsciente estas palabras y frases traducidas a vuestra propia lengua. ¿Cuántos de vosotros tenéis dificultades para entender el inglés? Max vio cómo se alzaba una docena de manos. La señora Babel les dedicó una sonrisa. —Podéis quedaros con los auriculares para las otras clases. Vuestro inglés mejorará rápidamente mientras el cerebro lo relaciona con vuestro propio idioma. Todos rieron con simpatía cuando una chica portuguesa lanzó un gritito de agradecimiento.
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—Da lo mismo la lengua que hablemos —continuó la señora Babel— y os aconsejo que tengáis estos aparatos cerca cuando habléis conmigo. Haced el favor de apagarlos y os lo demostraré. La señora Babel se quitó su collar cobrizo a la vez que Max desconectaba la palanca de su aparato. De repente le asaltó una desconcertante cacofonía de voces. Evidentemente la señora Babel estaba hablando (su boca se movía) pero el sonido que producía era una mezcla ininteligible de palabras, chillidos, gruñidos y picoteos. Ella alzó los hombros con una sonrisa de impotencia y se colocó el collar de nuevo, indicándoles por gestos que volvieran a encender los aparatos. —Hace años trabajaba en una misión diplomática en Ghana. Uno de nuestros informadores me acusó de engañarle y me maldijo para que hablara todas las lenguas a la vez. El señor Vincenti desarrolló este collar como parte de un proyecto de los alumnos de sexto curso... Filtra al griego todas las lenguas que hablo. Es un poco restrictivo para una profesora de Idiomas, pero un detalle sin importancia en el plano universal. Sarah Amankwe levantó la mano. —No quiero parecer maleducada —dijo—, pero si este aparato nos puede ayudar a aprender cualquier lengua, ¿para qué necesitamos las clases de Idiomas? —Esto, ciertamente, te ayudará a comprender la lengua hablada, y, con el tiempo, a que la puedas hablar tú —contestó la profesora—. Verás a muchos alumnos de cursos superiores por el campus que ya han aprendido. Sin embargo, no te ayuda a leer ni a escribir esa lengua, y ni qué decir de comprender las tradiciones culturales o la forma de vida asociadas a ese idioma. No es lo mismo comprender las palabras de una persona que comprender a la persona en sí. En esta asignatura pretendemos lograr una inmersión cultural... Pasaron el resto de la clase con el alfabeto griego. Mientras la señora Babel hablaba, en las paredes y el techo iban apareciendo fotos con texto de paisajes griegos, figuras míticas e históricas, filósofos... Max se esforzaba para intentar recordarlo todo, escribiendo en su cuaderno todos esos símbolos extraños tan deprisa como podía.
Tras Idiomas, el grupo de Max tomó unos sándwiches y frutas del comedor y todos se sentaron en el exterior, cerca del Árbol de Clase. Hannah y su prole pasaron bamboleándose. Max se dejó caer en el césped, invadido por el cansancio. Escuchaba las conversaciones de los demás mientras el sol le daba en la cara. Pero no pasó mucho tiempo antes de que una voz familiar se dejara oír. —¡Vaya! ¡Son los renacuajos!
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Max abrió un ojo y vio a Alex, Sasha y Anna acercarse junto a otros alumnos de segundo. —Mmm —dijo Alex parándose de repente y olisqueando el aire—. ¿Por qué los renacuajos olerán a estiércol de caballo? —No sé, ¡pero apesta! —dijo Sasha, abanicándose la nariz con la mano. Connor levantó la mirada y la fijó en los alumnos mayores. —Apestamos porque hemos limpiado los establos. Y tú, ¿por qué apestas, Muñoz? —contestó. Casi todos se rieron, incluso algunos alumnos de segundo. Alex forzó una sonrisa y movió la cabeza, acercándose a Connor. —¿Sabes? —dijo Sarah, levantándose enfadada y señalando con un dedo a Alex—, lo de la otra noche no fue nada divertido. No sé nadar. Alguien se podría haber dado un golpe en la cabeza y ahogarse. ¡Había algo en el agua que nos podía haber hecho daño! Alex se puso las palmas de las manos en la cara y se giró hacia los demás, imitando a Sarah. Anna se rió, pero otros alumnos de segundo se movieron incómodos y miraron hacia otro lado. —Pasa de ellos, Sarah —murmuró Jesse, recogiendo los platos de cartón y sacudiéndose las migas del pantalón. De repente, el vaso de refresco se volcó. Jesse pegó un salto y se puso de pie, con una mancha de humedad en los pantalones azul marino. Alex se doblaba de risa. —¡Eh! ¡Fijaos! ¡Se ha meado! —gritó. Jesse se puso rojo. —Tú has hecho que ese vaso se volcara. —Claro. Te meas en los pantalones e intentas echar la culpa a otro. ¡Qué gracia! — exclamó Alex sarcásticamente, mientras se giraba hacia los otros. De repente, Jesse se lanzó hacia delante para empujarlo. Alex se rió, se movió a un lado, agarró el brazo de Jesse con una llave y lo lanzó con fuerza contra el suelo. Max se incorporó del todo; se oían exclamaciones de protesta. Jesse estaba tumbado y encogido sobre el césped, sujetándose el codo. Connor se puso de pie de un salto. —¡Eres un maldito gilipollas, Muñoz! Connor se lanzó hacia Alex para agarrarle de la camisa. Igual que antes, éste se echó a un lado. Golpeó a Connor con fuerza debajo del esternón. El chico se dobló sobre las rodillas.
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—Venga, Lynch —dijo Alex riéndose y saltando como un boxeador—. ¿Tienes algún otro comentario gracioso? Vamos a escucharlo, ¿o es que no puedes hablar? Anna comenzó a reírse entre dientes. Lucía intentó tocar el hombro de Connor, pero éste la rechazó y se quedó mirando el césped. Rolf se levantó y se acercó a Alex, que estaba relajado y sonriente. —¿Por qué no nos dejas tranquilos? —dijo—. ¿Qué te crees que estás demostrando? —Tiene razón, Alex —intervino una chica de segundo—. ¿Qué crees que estás demostrando? —¿Yo? ¡Sólo estoy dando la bienvenida a Rowan a estos renacuajos! Pero se lo están tomando muy mal. Venga, dame la mano. Alex se rió maliciosamente y dio un paso ofreciendo la mano a Rolf, que de repente se quedó sin saber qué hacer. Max se puso delante de Rolf y apartó de un manotazo la mano de Alex. —Déjanos en paz —le dijo. Durante un momento, Alex se quedó sorprendido; miró a Sasha, que se estaba riendo y moviendo la cabeza. —¿Te estás quedando conmigo? —se burló Alex. Max ignoró las palabras de burla de Alex. En lugar de eso, se fijaba en las manos. Max sabía que los matones siempre hablaban mucho antes de hacer nada y sospechaba que Alex no era diferente. Max tenía razón. Cuando intentó darle un empujón, Max le lanzó un directo duro a la mejilla. El golpe fue tan rápido y fuerte que Alex simplemente parpadeó sorprendido y dio un paso tambaleante hacia atrás. —¡Uau! —gritó Connor, levantándose mientras otros chicos se acercaban al jaleo. Alguien gritó a espaldas de Max. Éste se dio cuenta de que había cometido un error incluso antes de girarse. Notó un rayo de dolor en el ojo al recibir el golpe de Alex. Los dos cayeron al suelo en un barullo de gritos, golpes y gemidos. Justo cuando Max consiguió ponerse encima de Alex, sintió una fuerza inmensa que lo agarraba y lo levantaba apartándolo de allí. Varios alumnos de segundo corrieron a socorrer a Alex. Mientras éste gritaba que le dejaran solo, Max se dio la vuelta para ver quién lo había cogido. Era Bob. Había una expresión severa y triste en la cara hundida del ogro al inclinarse sobre Max.
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Volvió a dejarlo sobre el suelo y se puso en medio de los dos combatientes. —Sin peleas —retumbó Bob, moviendo un enorme dedo—. ¡Es sólo el primer día de clase! Alex se limpió la sangre de la boca con la camisa rota. Con una mirada furiosa, apartó a Sasha. —Podemos arreglarlo nosotros solos —siseó—. ¡Vuelve a tu cocina, zoquete! —¡Alex! —le avisó uno de segundo—. ¡Contrólate! —Me importa un pimiento —dijo éste furioso, clavando en Max una mirada asesina antes de transformar su cara en una sonrisa torcida y sangrienta—. No te puedes ni imaginar todo lo que te vas a arrepentir de esto. Todavía sonriendo, Alex escupió, se dio la vuelta y regresó hacia la Mansión, con Sasha y Anna detrás. Max se puso la mano sobre el ojo, que le dolía. Bob suspiró y le indicó que lo siguiera. Lo llevó a la cocina donde puso un puñado de hielo en un paño y se lo pasó a Max.
—Entrad, entrad —animaba el señor Watanabe mientras el grupo llegaba al segundo piso del Viejo Tom para la clase de Estrategia. El profesor era un japonés elegante de unos cincuenta años. Se aseaba entre las grandes mesas del aula mientras los alumnos se sentaban. Cuando llegó a Max, se detuvo. —¿Qué te ha pasado? —¡Eh! —dijo Max precipitadamente—. Nada, que me he caído y me he dado en el ojo. El señor Watanabe elevó una ceja con gesto escéptico y continuó su recorrido, mirando de reojo los nudillos de Max y los de sus compañeros. —Bienvenidos a vuestro primer curso de Estrategia y Táctica —hizo una reverencia a toda la clase—. Me llamo Omi Watanabe y voy a ser vuestro profesor. ¿Quién me puede definir Estrategia? Vamos a hablar sobre lo que significa pensar «estratégicamente». Max intentó escuchar la respuesta de Sarah pero era difícil. Le dolía el ojo y todavía estaba malhumorado por la pelea. Varias veces el señor Watanabe le preguntó para cerciorarse de que prestaba atención. Al final de la clase, todo lo que podía recordar era que el curso se iba a dividir en Estrategia y Táctica. Max pensó que la Estrategia parecía un poco aburrida... Un montón de principios y teorías tediosas. Los contenidos de Táctica se sacarían del Compendio Rowan de enemigos conocidos. Volumen uno y parecía mucho más interesante.
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Aunque tenía muchas ganas de terminar la clase, Max sabía que no era el único que pensaba así. Su grupo tenía Mística a continuación y todos parecían ansiosos por ver de qué se trataba. Cuando finalmente sonaron las campanadas, los alumnos salieron corriendo y charlando de forma excitada. —Creo que Mística va a ser mi favorita —comentó Lucía—. Apagué el fuego en menos de un minuto. El reclutador dijo que estaba muy bien. Max asintió, impresionado, mientras David miraba por una ventana de la escalera, con la mochila medio colgando del hombro. Comenzó a toser mientras todos subían hacia el segundo piso. Max le puso una mano en el hombro. —¿Estás bien? —Sí —jadeó David, sonándose la nariz con un pañuelo—. Intentando acostumbrarme. Ya sabes, un montón de cosas nuevas. —Qué me vas a contar —murmuró Max, abrumado por todos los deberes que tenía que hacer—. Supongo que nos tocará ver cómo Lucía apaga fuegos durante toda la hora. Yo tardé el doble. ¿Cuánto tiempo empleaste tú? —No estoy muy seguro —dijo David—. No lo recuerdo. —¿Qué quieres decir con que no lo recuerdas? ¿Cómo puedes olvidar algo así? —Tengo una memoria horrible a veces. Parece que tuviera agujeros —dijo David, poniéndose en camino. Max le siguió y oyó que alguien le llamaba por su nombre. Se dio la vuelta y vio que era Jason Barrett que subía corriendo las escaleras. —¡Eh, colega! —le llamó—. Me acaban de contar lo de tu... ¡guau! ¡Eso sí que es un ojo a la funerala! El chico de sexto se detuvo para inspeccionar el ojo de Max. —Sí, no tendría que haberle dado la espalda —dijo éste, sintiendo las orejas cada vez más rojas—. Fui un poco tonto. Jason hizo un gesto con la mano y no dio importancia al comentario. —Bah, no pasa nada —dijo—. Ese ojo es como una condecoración. Me han dicho que le diste a Muñoz la tunda que se andaba buscando. ¡Creo que ya se ha enterado todo el mundo! Max sentía vergüenza; lo mismo le había pasado en su último colegio, cuando varios fanfarrones empezaron a meterse con él tras la desaparición de su madre. Max les había dado una buena paliza y casi lo expulsan. Observó las cicatrices pálidas que adornaban sus nudillos duros y blancos. —Por favor, ¿podrías dejar de hablar sobre eso? —preguntó con tranquilidad.
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—¿Qué? —dijo Jason, borrando la sonrisa de la cara—. ¿De verdad? —Sí. —Vale, pero ¿quieres que le diga algo a Muñoz? No es muy justo que se meta con los de primero. Él lleva ya un año de entrenamiento y vosotros acabáis de llegar. —No, déjalo estar —respondió Max—. Puedo ocuparme yo mismo. Jason retrocedió y lo miró fijamente. —Eres un tío legal —volvió a sonreír y siguió subiendo las escaleras—. ¡Ponte hielo! Max hizo un gesto de despedida y se metió en una clase que le hizo olvidar toda la pelea con Alex Muñoz. Hazel Boon estaba de pie en lo que parecía ser un gran bosque. Hablaba con una mujer de pelo cano y que llevaba un mantón gris mientras los compañeros de Max paseaban entre los enormes árboles, susurrando entre sí con ojos como platos. Observándolo de más cerca, Max se dio cuenta de que la clase no era, de hecho, un bosque; el suelo era de madera de color gris verdoso pulido hasta brillar. Con la excepción de la puerta, cada una de las ocho paredes tenía una chimenea de piedra tallada. Había árboles grandes y vivos incrustados en el suelo a distancias irregulares, con las ramas elevándose hacia el alto techo ennegrecido y con numerosas vigas. Las paredes eran del mismo color gris verdoso del suelo y tenían incrustadas marcas y símbolos plateados. La señorita Boon vio a Max entretenido cerca de la puerta y le hizo gestos impacientes para que entrara más en la sala. Max se unió a sus compañeros que empezaban a sentarse en sillas de madera sobre una enorme alfombra persa situada en el centro del aula. —Bueno, chicos —dijo la señorita Boon—, antes de comenzar quiero presentaros a una invitada muy especial. Se trata de Annika Kraken, directora del departamento de Mística. La anciana sonrió amablemente e hizo una reverencia mientra los alumnos murmuraban un saludo. —La profesora Kraken se va a jubilar pronto y en la actualidad sólo da clases a quinto y sexto curso —continuó la señorita Boon—. Sin embargo, de vez en cuando, también estará con nosotros y cuando así sea, tendrá todo vuestro respeto y atención. —Estáis en buenas manos, chicos —dijo la profesora Kraken, volviendo la cabeza hacia la mujer joven—. La señorita Boon ha sido una de las mejores alumnas en todo el tiempo que llevo aquí. Se despidió y fue lentamente hacia la puerta, cerrándola sin ruido tras ella. La señorita Boon se aclaró la garganta y comenzó a caminar por la sala.
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—El hecho de que cada uno de vosotros terminase la Serie Estándar de Pruebas para Potenciales demuestra aptitud para la Mística. La Mística se puede definir de muchas maneras, pero lo fundamental es que se trata de la capacidad de canalizar y manipular la energía. »Debéis comprender que la Mística es una disciplina muy individual. Entre nosotros no hay dos iguales cuando se trata de nuestras capacidades innatas y de nuestra habilidad para acceder a ellas. Hay místicos que son capaces de producir grandes cantidades de energía pero que pierden gran parte de ella al intentar dominarla y darle forma. Y a la inversa, hay algunos con mucha menos «potencia» pero que son capaces de aprovecharla totalmente. Os daréis cuenta de que algunas ramas de la Mística aparecen de forma natural mientras que otras os resultan inaccesibles. Como profesora vuestra, mi objetivo es ayudaros a entender vuestras habilidades naturales y optimizar vuestra capacidad individual. ¿Alguna pregunta? Lucía levantó la mano. —¿Cómo podemos saber cuánta «potencia» tenemos? —preguntó. La señorita Boon se acarició el mentón y asintió a la pregunta. —Las Pruebas para Potenciales son una medida pero, según mis investigaciones, no es muy correcta. Muchos de los que sacan una buena puntuación en esa prueba pueden resultar bastante negados para la Mística. Lucía pareció dolida. Connor levantó la mano. —¿Vamos a utilizar varitas mágicas, bastones y esas cosas? —preguntó. La señorita Boon sonrió y movió negativamente la cabeza. —No, esas herramientas no son necesarias y en realidad pueden ser muy peligrosas —explicó—. Y aún hay más, sólo se pueden fabricar con Magia Antigua y las mejores son muy, muy raras. Las tentaciones que ofrecen no son nada saludables... La mayoría ha sido localizada y destruida. Con un movimiento repentino de su muñeca, la señorita Boon encendió una antorcha en una pared lejana. El humo atravesó rápidamente la habitación y se enredó en sus manos mientras hablaba. —No, Connor, las herramientas de un místico son sus manos y el poder del lenguaje. Esto es todo lo que necesitáis para convocar y dar forma a las energías que os rodean. Este curso vais a aprender las órdenes básicas para que se conviertan en algo cotidiano para vosotros. —¡Fíjate en eso! —exclamó Connor mirando una copia oscura y temblorosa de sí mismo que la profesora había formado con el humo.
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Max se quedó mudo mientras la figura humeante hacía un gesto de despedida al grupo y caminaba hacia la chimenea más cercana, desapareciendo por el agujero. Con un simple gesto de su muñeca, la señorita Boon apagó la antorcha. —Para comenzar a aprender todo esto —continuó, observándoles sentados y fascinados—, me gustaría que formarais dos filas. Max se puso rápidamente en una. —Bien —dijo la señorita Boon con una palmada, poniéndose delante—. Todos habéis apagado un fuego antes... Es una de las razones por las que estáis aquí. Hoy vais a hacer justo lo opuesto: vais a encender un fuego en una de estas chimeneas. Esto os demostrará que, como conductores vivos, podéis absorber y canalizar la energía. Mientras hacemos esto, la única persona que puede hablar soy yo. Si alguien habla, se ríe, o provoca cualquier distracción, le pediré que abandone el aula. ¿Comprendido? Todos asintieron. La sala se quedó en completo silencio. —Muy bien —continuó la señorita Boon—. Quiero que la primera persona de cada fila dé un paso al frente y se ponga delante de una de esas chimeneas. Dos chicas dieron un paso adelante. —Separad los pies un poco y respirad profundamente. Intentad relajaros. Quiero que os toméis un momento para escuchar los latidos de vuestro corazón y sentir su energía. Después quiero que sintáis la energía de esta sala, los átomos y moléculas que se mueven por el aire. Cerrad los ojos e imaginad que de los troncos de la chimenea comienza a salir un poco de humo; imaginad que el humo sale cada vez más rápido hasta que de repente la madera se enciende. Bien, mantened la mano derecha pegada al cuerpo y abrid los dedos con la palma hacia delante. Vale. Cuando os diga, quiero que levantéis el brazo y apretéis la mano con fuerza formando un puño. ¿Me habéis entendido? Las chicas asintieron con los ojos cerrados y apretados. —Ahora —dijo la señorita Boon sin alterar el tono de la voz. Ambas chicas elevaron el brazo y cerraron la mano. Casi al instante, los dos montones de madera comenzaron a echar humo. —Seguid concentradas —recitó la señorita Boon—. Bajad los brazos y repetid el mismo movimiento. Esta segunda vez, un tronco mostró una pequeña llama brillante de fuego, ocasionando varias exclamaciones del grupo que la señorita Boon acalló con una mirada. En la otra chimenea se produjo un chisporroteo con humo, pero ninguna llama. —Ya vale —dijo—. Muy bien. Poneos al final de la fila.
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Con un rápido movimiento de la mano las dos chimeneas volvieron a quedarse frías y oscuras. La siguiente orden fue enérgica. —La siguiente pareja. A pesar de intentarlo pacientemente tres veces, Rolf y Sarah no consiguieron encender nada. Rolf parecía furioso, pero según iban pasando las parejas, Max se dio cuenta de que no era una tarea fácil. Sólo dos alumnos habían conseguido producir unas llamas pequeñas y chisporroteantes hasta que llegó el turno de David y Lucía. Con paciencia, David cerró los ojos mientras la señorita Boon les iba dando instrucciones. Les indicó que podían comenzar. Se produjo un rayo de luz seguido de una explosión. Max sintió de repente que una fuerza lo empujaba contra el suelo; se tapó los ojos para protegerse del torrente de fuego dorado y verde que despedía la chimenea de David. Había brasas y troncos ardiendo por el suelo a causa de la explosión. El borde más cercano de la alfombra persa comenzó a echar humo. David era el único alumno que permanecía de pie, los demás se arrastraban y se alejaban corriendo mientras una cortina de llamas salía despedida de la chimenea, se elevaba por la cornisa y chamuscaba la pared de madera que había por encima. La voz de la señorita Moon se elevó sobre el estruendo del fuego. —¡Permaneced en el suelo! Se adelantó y murmuró con fuerza una orden mientras hacía un movimiento enérgico con el brazo. El fuego no se apagaba. La profesora volvió a repetir la orden entrecerrando los ojos. Max respiró cuando vio que el fuego comenzaba a debilitarse. Quedó reducido a pequeños retazos de llamas verdes antes de apagarse por completo. La severa mirada de la señorita Boon comenzó a suavizarse. —¿Hay algún herido? Max y los demás respondieron «No» mientras se ponían de pie. El suelo y las paredes que rodeaban la chimenea de David estaban chamuscados y humeaban. —Si nadie está herido, por favor, volved a formar las filas igual que antes. David tosió y abrió los ojos, mirando con curiosidad a su espalda donde los alumnos estaban volviendo a colocarse en sus sitios. Ignorando la mirada de Max, David echó a andar hacia el final de la fila. La señorita Boon se puso de nuevo al frente, como si no hubiera pasado nada especial. Con voz tensa, farfulló: —Los siguientes, McDaniels y Boudreaux.
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A Max le costó mucho concentrarse mientras la señorita Boon les daba las instrucciones. Aunque intentaba centrarse en su chimenea, su mente seguía ocupada con la inquietante demostración de David. Tras varios minutos, agotado por el esfuerzo, abrió los ojos. De su chimenea salía mucho humo, pero no había llamas. No era un intento muy diferente del de la chica que le acompañaba ni de los siguientes.
Cuando la última pareja hubo terminado, la señorita Boon les pidió que volvieran a sus asientos. Lucía fue la primera en hablar. —¿Señorita Boon? —preguntó un poco titubeante—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurrió con David? —Encendió una llama como le había pedido —fue la cortante respuesta. —Sí, pero, mmm, ¿por qué explotó? —Al parecer tiene mucha «potencia», señorita Cavallo.
Al terminar la clase, Max esperó en la escalera a David, que se había quedado en el aula hablando con la señorita Boon. Las ventanas del pasillo retumbaron cuando el Viejo Tom dio las cuatro en punto y Max vio a la señora Richter subir las escaleras. Le dirigió una mirada cuando se aproximaba al aula de Mística. —¿Por qué no está en Etiqueta, señor McDaniels? —preguntó la directora. —Eh, estoy esperando a David Menlo. Debe de estar a punto de salir. —No lo creo —le respondió la señora Richter mientras abría la puerta—. Puedes irte a clase, Max. Dile a Sir Wesley que David llegará tarde. Ah, y no te olvides de poner más hielo en ese ojo. Max farfulló una despedida; se había olvidado de su ojo morado. Subió las escaleras hacia la clase de Etiqueta. Tan pronto como entró, escuchó que una voz exclamaba: —No, no, nada de eso. ¿Lo habéis visto todos? Max se detuvo y vio a un hombre alto y bronceado con una mata de pelo blanco y una barbilla hendida que llevaba un traje de color crema. El hombre estaba flanqueado por los compañeros de Max, y sus ojos de color azul brillante le observaban detenidamente. —¿Eres David o Max? —preguntó Sir Alistair Wesley, sacando de repente un pañuelo de seda del bolsillo superior de la chaqueta para limpiarse las gafas.
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—Eh, Max, señor —dijo—. David llegará tarde... La señora Richter me pidió que se lo dijera. —Ah, ya veo —replicó Sir Wesley enfatizando de manera notoria el «Ah» y volviendo a doblar el pañuelo—. Como llegas tarde y tu entrada es un perfecto ejemplo de todo lo que no hay que hacer, te vamos a utilizar de ejemplo. Por favor, regresa al pasillo. Max dudó antes de dar varios pasos hacia atrás. —Por favor, vuelve a entrar en la clase. El chico dio varios pasos titubeantes. Connor estaba a punto de partirse de risa. —¡Ahí lo tenéis! —exclamó Sir Wesley—. Hombros caídos, mirada furtiva, pies que se arrastran. Todo eso no refleja ni confianza, ni buena educación, ni modales. El resto de la clase se rió por lo bajini; Max estaba alucinado. —Vamos a intentarlo otra vez —dijo el profesor—. En esta ocasión, señor McDaniels, me gustaría que se enderezara, que levantara la barbilla y que entrara con seguridad en el aula. Mientras entra, quiero que sonría con amabilidad a Sarah y que se acerque a ella para presentarse. —Pero... Si ya conozco a Sarah —farfulló Max, con la cara hirviendo. —Sí, claro, ya lo sé. Pero quiero que finjas que no la conoces. Sarah, tú fingirás no darte cuenta del llamativo ojo morado del señor McDaniels. Max se mordió la lengua y regresó al pasillo. Cuando lo llamaron, se puso muy tieso y volvió a entrar en la clase. Vio a Sarah e intentó concentrarse en ella, pero era difícil con los comentarios que Sir Wesley no dejaba de hacer. —¡Bien! ¡No, no! Los hombros hacia atrás... Eso es, así. ¡La barbilla arriba! No te yergas tanto; estás presentándote a una espléndida jovencita, no aguantándote los gases. El grupo explotó en una carcajada y Max dejó de esforzarse. —Bien, señor McDaniels, lo consideraremos una tarea pendiente —dijo Sir Wesley con tono cansino y se giró hacia el resto de la clase—. Ya sé que hoy en día a la gente joven le encanta esa apariencia desgarbada y angustiada, pero vamos a intentar que no sea así, ¿os parece? ¿Algún otro voluntario para «Primer escenario: Cómo hacer una entrada en una sala con personas»? Connor levantó la mano. —Bien, señor Lynch. Inténtelo. Connor desapareció hacia el pasillo. Cuando se le llamó, entró con aire despreocupado, se detuvo para recostarse en el umbral y elevó una ceja mientras observaba al grupo con una sonrisita desenfadada. Haciendo como que veía a Sarah por primera vez, se dirigió despacio hacia ella, con majestuosidad. Sarah comenzó a
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reírse tontamente; Omar se tapó la cara con las manos. Connor se detuvo a varios pasos e hizo una reverencia. Luego levantó la cabeza y mostró dos hileras de dientes blanquísimos. —Connor Lynch a su servicio. —¡Bravo! —aulló Sir Wesley, dando palmas con genuino entusiasmo. Todos los demás gruñeron con repulsión.
Max tenía unas ganas enormes de que la clase de Etiqueta se acabara: había desbancado a las Matemáticas como la clase que menos le gustaba. Fue el primero en salir y en bajar corriendo las escaleras hacia los campos de atletismo para la clase de Entrenamiento Físico y Juegos mientras el Viejo Tom daba sus campanadas. Monsieur Renard estaba esperando, impaciente, y les mostró diferentes vestuarios donde cambiarse. Cuando salieron, el profesor daba unos toques a un balón de fútbol. Les indicó que se acercaran. —El primer día de clase. Los gorriones están cansados, ya lo sé. Terminamos el día como lo empezamos: unos cuantos saltos, brincos y botes ¿eh? ¿Todos sabéis lo que es el fútbol? —repasó las caras de los chicos mientras asentían; Max se dio cuenta de que David todavía no estaba allí—. Un buen deporte para las piernas. Nos hace más rápidos y resistentes, aumenta la coordinación. Los aprendices juegan mucho al fútbol en Rowan, pero aquí las condiciones son ligeramente diferentes. Aquí en Rowan jugamos al fútbol euclidiano. —¿Y cuál es la diferencia? —preguntó Rolf. —Ya lo verás cuando juegues —dijo Monsieur Renard con una ligera sonrisa—. Tú y Sarah tenéis que elegir los equipos. ¡Deprisa, deprisa! Max fue el primer elegido por Sarah aunque le advirtió de que nunca había jugado un partido de fútbol. Cuando comenzó el partido, Sarah pasó zumbando con el balón cerca de Jesse y le pasó la pelota con destreza a otra chica que corría a su lado. Rolf se metió por medio y robó el balón, regateando a Max y dando un pase largo a Connor, que realizó un disparo fuerte y seco hacia la portería. Cynthia, que estaba de portera, lo rechazó hacia el aire y lo cogió, evitando que se metiera en la portería. —¡Buena parada! —animó Omar desde el medio campo. De repente el suelo comenzó a moverse y a bullir. Empezaron a formarse montículos y depresiones; partes del campo subían o bajaban formando valles y mesetas. Los chicos se pararon y miraron asustados a Monsieur Renard. —¡Todo va bien! —les aseguró desde la banda—. ¡Seguid jugando!
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El partido terminó empate a cero. El equipo de Rolf hubiera marcado si un enorme montículo, que surgió de la tierra como una burbuja, no hubiera hecho rebotar al balón hacia un lado, justo cuando Rolf había regateado a dos defensas y se disponía a chutar. Monsieur Renard dio un pitido y el campo se volvió a transformar en una superficie plana. —Este juego es imposible —se quejó Rolf, dando toques al balón hacia la banda—. Deberíamos haber ganado. —Tendréis que luchar, adaptaros y amoldaros —dijo el profesor encogiéndose de hombros—. De eso se trata. Habéis jugado en el nivel más bajo. Ven a ver jugar a los alumnos mayores un fin de semana; entonces te darás cuenta de que esto no es nada. Una vez de vuelta en los vestuarios, Max se echó agua fría en el ojo. Su ánimo se vino abajo cuando recordó todo lo que tenía que hacer esa tarde. Debía dar de comer a Nick, estudiar el alfabeto griego, dibujar un mapa de Europa y practicar para encender un pequeño fuego en la chimenea. Le dolía el ojo. Arrastrando los pies hacia la Mansión, todo lo que quería era tumbarse en la cama, mirar las constelaciones y dormir durante una semana.
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Una manzana dorada en el huerto
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obre la cama de Max reposaba un paquete de diez cartas. Se las había escrito su padre y el chico las había leído varias veces. Era por la mañana un fin de semana de principios de octubre: ya llevaba más de cinco semanas en Rowan.
Al parecer, en casa había mucho que contar. El señor McDaniels realizaba viajes de negocios con frecuencia, con la intención de que sus esfuerzos convencieran al señor Lukens de asignarle más clientes. Max estaba preparándose para escribir una carta de respuesta cuando David entró en la habitación y cerró la puerta silenciosamente. —Hola —murmuró, echándose cruzado sobre la cama y quitándose los zapatos. —¿Qué tal ha ido? —preguntó Max sin mirarle. —Horrible. La señora Kraken me ha gritado por no prestar suficiente atención. La señora Richter vino hacia la mitad de la clase y se quedó mirando. Nunca dice nada, sólo mira. Es bastante molesto. Tras el primer día, habían cambiado a David de la clase de Mística y todos los días la señora Kraken le daba clases particulares. El daño que había causado en el aula se había arreglado de inmediato. —¿Estás emocionado por ir al pueblo? —preguntó Max, al tiempo que comenzaba a escribir la carta. Lo que en realidad quería era saber más cosas sobre las clases de Mística de David, pero él nunca decía nada sobre ellas. —Sí, supongo que sí —fue su respuesta, amortiguada por la almohada que se había puesto sobre la cara. Max frunció el ceño mientras escribía a su padre; había tantas cosas fascinantes en el nuevo colegio y tan pocas que pudieran compartir. Por una cuestión práctica, el chico limitaba las cartas a contar sus batallitas académicas y le aseguraba a su padre que tenía nuevos amigos... aunque no mencionaba los ogros vegetarianos ni las ocas parlanchinas.
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El señor Vincenti, la señorita Boon y otros tutores ya estaban esperando a los de primero cerca de la fuente cuando Max y David atravesaron la puerta principal de la Mansión. La mayoría de los alumnos había cambiado el uniforme del colegio por vaqueros. El señor Vincenti se dirigió a ellos mientras comenzaban a caminar hacia las puertas del campus y el mundo exterior. —¡Ja! ¡Qué cosa más emocionante!... ¡La primera excursión al pueblo y un día precioso para disfrutarla! ¿Todo el mundo lleva algo de dinero y suficiente hambre? —¡Sí! —gritaron todos, hasta hacer que se tapara los oídos y se riera. —Bien. Ahora escuchad... Tenemos mesas reservadas para cenar en el restaurante Grove a las siete y la comida allí es excelente... ¡No os llenéis de chucherías! Haced un esfuerzo por presentaros a los vecinos y a los dependientes de las tiendas. Ellos saben muy bien qué es el Colegio Rowan... De hecho, muchos son antiguos alumnos o familiares de profesores. Portaos lo mejor posible y haced que Sir Wesley se sienta orgulloso de vosotros, ¿de acuerdo? Los alumnos gritaron con entusiasmo y Max caminó rápidamente junto a ellos mientras cruzaban el campo de césped y se internaban en el bosque que parecía arder con los brillantes colores del otoño. La brisa del océano era fresca y Max se regocijó con la cantidad de dinero que llevaba en el bolsillo... Las pagas de los dos últimos meses guardadas con esmero. Charló con Rolf y Lucía mientras recorrían caminando el sendero pintoresco y serpenteante que llevaba a las puertas. Cuando el enorme portón se cerró a sus espaldas, Max y Connor salieron disparados con los otros y tras recorrer unos cientos de metros llegaron a la calle de tiendas pintorescas y otros locales que empezaba en el parque del pueblo. Había alumnos mayores que daban vueltas, entrando y saliendo de la pizzería, de la cafetería o de la librería. —¿Dónde vamos? —preguntó Connor, dando saltos y mirando hacia todas las direcciones. —Vamos a esperar a David —dijo Max, mirando hacia el camino del colegio, donde su compañero de habitación parecía estar recibiendo una buena charla de la señorita Boon. Finalmente, David asintió y corrió hacia ellos. Cuando llegó tuvo un ataque de tos. —¿De qué iba la charla? —preguntó Connor. —¡Ah! Nada especial. Me pidió que tuviera «cuidado»... Siempre está encima de mí desde que la señora Kraken empezó a darme clases de Mística. Creo que no le gusta. —¿Por qué le puede importar? —preguntó Max. —Es muy joven —dijo David—. Tiene unos veinticinco años. Creo que le preocupa que la señora Kraken no confíe en ella.
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—¡Kraken piensa que vas a hacer explotar a la pequeña Boon! —exclamó Connor, riéndose. David comenzó a caminar hacia una pastelería mientras tosía fuerte en la solapa de su chaqueta. Al acercarse escucharon un coro de voces alborotadas. Cuando estuvieron más cerca, Max entendió por qué. En el escaparate, pudo ver un precioso paisaje marino elaborado por completo con dulces. Había castillos de arena de chocolate blanco, gruesas anémonas de regaliz, peces de colores brillantes y criaturas marinas hechas con caramelos, golosinas y pastillas de menta. —¡Entrad! ¡Entrad! —les dijo una amable voz desde el interior. Un hombre corpulento con barba negra y mofletes sonrojados hacía trenzas metódicamente con tiras de masa de pan. Se detuvo para saludarlos tras el mostrador, limpiándose las manos en el delantal. —Debéis de ser de primero. Soy Charlie Babel... Creo que mi mujer es vuestra profesora de Idiomas. Diez minutos más tarde, con varios trozos de dulce de leche y un puñado de monedas de chocolate, los tres miraron por la ventana de una cafetería y vieron a unos cuantos alumnos mayores tomando café y pastas en el interior. Jason Barrett estaba en una esquina, tonteando con una chica muy guapa de quinto con quien Max le había visto besarse detrás del Viejo Tom. Jason les vio mirar y les hizo un gesto para que entraran. Con un rápido ademán, Connor les enseñó el trasero. —¡Espero que tengáis buen calzado! —gritó mientras apretaba su culo desnudo contra la ventana una segunda vez, antes de ponerse a correr tras Max y David. Corrieron durante dos manzanas hasta que se detuvieron de repente para recuperar la respiración y zamparse los dulces de Max. David parecía nuevo; tenía las mejillas sonrosadas y Max pensó que era la primera vez que lo veía tan feliz. Fijó su vista en el escaparate de una tienda que había a sus espaldas y observó expuestos un par de pequeños estuches de pintura. Pensó que hacía ya mucho tiempo que no había tenido la oportunidad de pintar ni de dibujar como solía hacer con su madre. Miró el precio. Eran caros, pero muy bonitos; parecían de profesional. —Mejor que nos vayamos a esconder a algún sitio —se reía David, frotándose las manos y vigilando la calle por donde habían venido. —Sí —asintió Connor, mirando a su alrededor—. No quiero que identifiquen mi culo en una rueda de reconocimiento. Seguro que sabrían cuál era... ¡Lo han visto dos veces!
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Connor y David volvieron a partirse de risa mientras Max toqueteaba pensativamente el cristal del escaparate, observando los pequeños y limpios tubos de colores. —Eh, voy a entrar aquí un momento —dijo Max—. Luego os alcanzo. El dependiente puso las pinturas delante de él y, de forma automática, Max comenzó a contar su dinero. El estuche tenía más colores de los que él nunca había utilizado y hasta la caja era bonita con sus bisagras doradas. Puso sus billetes y monedas sobre el mostrador pero le faltaban dos dólares. La mujer sonrió, cogió el dinero y metió el estuche en una bolsa pequeña. —Puedo prestar dos dólares a un jovencito que desea las pinturas con tantas ganas. Disfrútalas... ¡Tal vez me puedas traer algo de lo que pintes! —Sí, claro que sí —respondió Max con una gran sonrisa mientras cogía la bolsa. Los árboles proyectaban largas sombras mientras el chico, con sus bolsas de dulces y de pinturas, se dirigía hacia el teatro. Justo al pasar por la pizzería Luigi, oyó una voz que lo llamaba a su espalda. Alex salió del interior, seguido de Sasha y Anna. —Eh, Max —gritó en un tono simpático—. ¿Qué tal te va? —Max no dijo nada y se quedó mirándolos—. ¿Qué pasa? —dijo Alex mientras se acercaba a él—. ¿De qué te tienes que preocupar después de ir corriendo a llorar en el hombro de Jason Barrett? —No le conté nada a Jason —replicó Max, enfadado, cambiando las bolsas a su mano izquierda. —Claro que no —aceptó Alex con sarcasmo—. Pero recuerda una cosa, Max. Jason se gradúa este año y no me voy a olvidar del asunto. Alex pasó a su lado y tiró las bolsas de Max al suelo. Los caramelos y chocolates se desparramaron por toda la calle pero no era eso lo que le preocupaba. El estuche con las pinturas se había roto y los tubos estaban tirados por toda la acera. —Eh, ¡me apetecían esos dulces! —gimió Sasha, que trotaba tras Alex. Max se agachó para recoger sus cosas cuando Anna se acercó despacio a él, mostrando una delgada sonrisa. —Oye, la foto del periódico es genial. Deberías habernos visto riendo. ¡Pensaba que Julie Teller se iba a desmayar! Sus bonitos rasgos se transformaron en una mueca de desprecio mientras caminaba metódicamente sobre los dulces y pinturas, machacándolos con sus tacones. Max se quedó hecho polvo sin dejar de mirar las manchas resultantes. Anna le mostró una sonrisa satisfecha y se fue con Alex y Sasha, que caminaban por la acera tronchándose de risa. Max les vio alejarse y comenzó a temblar de furia. Le costó todas sus fuerzas controlar un sentimiento depredador que bullía en su interior. No podía enfrentarse
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a ellos; el señor Vincenti le había amenazado con graves consecuencias si se metía en otra pelea. Intentó limpiar el desastre usando el estuche roto para recoger los caramelos deshechos y los tubos de pintura aplastados y lo tiró todo en una papelera cercana. Se dirigió furioso hacia el teatro y ya había recorrido varias manzanas cuando oyó unas voces que le llamaban desde lo alto. —¡Eh, Max! ¡Aquí! Se detuvo cerca de un banco en la entrada del parque. Connor y David le sonreían desde las ramas de un árbol retorcido. La boca de Connor estaba manchada de chocolate. —Aquí hay un montón de iniciales y nombres grabados —dijo David, excitado—. Creo que he encontrado uno del señor Morrow. Pone: «Byron ama a Elaine '46». —No me puedo imaginar al viejo Byron como un chico —dijo Connor—. Imaginad a un chaval arrugado con una pipa dándose el lote en este árbol hace cien años. Max se rió, contento de volver a recobrar el sentido del humor. Con un pequeño impulso se agarró a una rama baja y escaló hasta ellos. —Eh, ¿puedo probar una de esas monedas de chocolate que has comprado? — preguntó David mientras recorría con el dedo un poema grabado en el árbol. —Pues, se me han caído en la calle y las han pisoteado —dijo Max rápidamente—. Las he tirado. —¡Deberías haberlas conservado! —se quejó Connor—. ¡Podríamos haberlas utilizado en una de las escenas de la clase de Etiqueta! —su imitación de la voz de Sir Wesley era perfecta—. «Escenario número veinte: Rescatar los destrozados dulces del mundo». —Están en la papelera de la esquina, si las quieres —suspiró Max. Connor pareció dudar un momento y se olvidó enseguida del tema. Pasaron las dos horas siguientes explorando el parque del pueblo, subieron a una estatua de bronce de un hombre sobre un caballo y examinaron los nombres de las lápidas de granito de un pequeño cementerio. Estaba anocheciendo cuando finalmente regresaron a la carrera por los adoquines, sorteando viejas farolas en su camino y reuniéndose con los otros alumnos de primero a los pies de una alta colina. El restaurante Grove era una amplia y muy completa casa cuyo piso inferior había sido transformado en varios comedores grandes. Max siguió al señor Vincenti y a una camarera por un pasillo cubierto de mapas antiguos de Nueva Inglaterra y grabados enmarcados con escenas de la caza de la ballena. El grupo de Max se sentó en un comedor iluminado por velas cuya mesa estaba decorada con una mazorca de
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maíz y pequeñas gavillas atadas de trigo. El señor Vincenti reordenó a los alumnos para alternar chicas y chicos. Max se encontró sentado entre Sarah y la señorita Boon. El señor Vincenti se sentó en la cabecera de la mesa y dio unos golpecitos a su vaso para que todos prestaran atención. —Me gustaría hacer un brindis. Los alumnos cogieron los vasos con sidra. —¡Por haber sobrevivido todo un mes y por unas mentes jóvenes y dinámicas! Entrechocaron los vasos e incluso la señorita Boon sonrió mientras el señor Vincenti comenzaba a preguntar a los chicos sobre sus experiencias más memorables hasta el momento. —¿Hay algún matemático en el grupo? Todos pronunciaron el nombre de David excepto Jesse que se ofreció él mismo. —¿Y quién es un as en Ciencias? Sarah se sonrojó cuando dijeron su nombre. —¿Tenemos entre nosotros a algún embajador o diplomático en ciernes? —¡Connor! —gritaron todos a la vez y el susodicho lo recibió como un virtuoso, haciendo como que limpiaba unas falsas lágrimas. Mientras el señor Vincenti seguía repasando las asignaturas, los camareros trajeron bandejas humeantes y montones de comida. Pusieron sobre la mesa pan de maíz caliente, pastel de cangrejo y filetes de bacalao y perca con limón. Max casi escupe un bocado de boniato cuando Lucía y Cynthia escenificaron uno de los muchos esfuerzos de Connor para impresionar a las chicas mayores del colegio. Incluso el señor Vincenti dejó los cubiertos para reírse mientras Lucía recorría la sala con aire desafiante, sacando pecho y hablando en tono ronco. Tras una hora de comida las risas del grupo dieron paso a conversaciones más reducidas. Max vio a la dueña del restaurante entrar en el comedor y agacharse para decir algo al oído del señor Vincenti. Éste se excusó y continuaron la conversación en el pasillo. Tan pronto como el tutor salió, la señorita Boon se volvió hacia Max. —¿Sabes? —dijo en voz baja—, escuché por casualidad a Nigel mencionar a la señora Richter que el tapiz que descubriste tenía como motivo el robo del ganado de Cooley. —Sí —afirmó Max, distraído. Sus ojos volvieron a dirigirse al lugar donde se encontraba la sombra inmóvil del señor Vincenti en el pasillo. Algo malo pasaba.
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—Max —continuó la señorita Boon un poco tensa—. Presta atención. Supongo que Sir Wesley os dijo que en una conversación hay que saber escuchar y que es de mal gusto no mirar a quien te habla. Max dirigió de nuevo la mirada a su rostro. —Lo siento —dijo. —No tiene importancia —respondió ella, suavizando la voz—. ¿Has tenido tiempo de leer la historia del robo del ganado o de su héroe, Cúchulain? Max meneó la cabeza. —No, señorita Boon, no he tenido tiempo. Cogió un trozo de pan de maíz. —Escúchame, Max —dijo ella mientras ponía una mano helada sobre el brazo del chico. Él la miró directamente; tenía una expresión muy seria y extraña debido a los ojos de diferente color—. Esa visión estaba hecha a tu medida. Es muy importante que entiendas todo lo que puedas sobre su historia y símbolos. Cúchulain fue un gran héroe y un campeón... La gente le llamaba el Perro del Ulster por la manera en que protegía su reino, pero tuvo que tomar decisiones difíciles en su vida. Estaría muy bien que las conocieras, Max. Él se quedó mirándola; su mente se llenó con las imágenes de su sueño recurrente sobre el monstruoso perro lobo. Decidió que era mejor no contárselo a la señorita Boon; su mirada y su actitud eran demasiado intensas para él. Justo entonces el señor Vincenti volvió a entrar desde el pasillo. Su voz se impuso sobre todas las conversaciones. —Tenemos un cambio de planes. Quiero que todos pongáis los cubiertos sobre los platos y me sigáis. ¡Deprisa! —Pero señor Vincenti —dijo Connor—, tiene que venir a ver lo que Omar es capaz de hacer con su... —¡Ahora mismo, señor Lynch! —bramó el tutor, que empezó a rodear la mesa y levantar de las sillas él mismo a los confusos alumnos. Sin decir una palabra, la señorita Boon se levantó inmediatamente y comenzó a apartar las sillas de la mesa, guiándoles hacia la puerta y el pasillo.
La dueña estaba de pie en el umbral y parecía asustada. —Ten cuidado, Joseph. Ten cuidado, Hazel —susurró apagando muchas de las luces de la casa. Otros alumnos de primero salían corriendo de otros comedores, acompañados de sus tutores. Una docena de limusinas estaba aparcada en la calle, con las puertas abiertas y los motores en marcha. Cuando salieron todos, la dueña cerró con llave.
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Max se amontonó en la segunda limusina. El señor Vincenti cerró con fuerza la puerta de atrás y el coche aceleró por la calle en dirección de la entrada de Rowan. La calle parecía desierta; todas las tiendas y almacenes estaban a oscuras. Mientras pasaban por delante de la iglesia, Max creyó ver un par de figuras que desaparecían tras un seto. Unos pocos segundos después, cayó hacia un lado por que la limusina había dado un giro brusco; las ruedas chirriaban al atravesar las puertas. Serpentearon entre los árboles y pudieron ver el mar antes de que el vehículo pegara un frenazo cerca de la fuente. El corazón de Max se quedó helado al escuchar el terrorífico aullido que procedía de la dirección del Kestrel. El señor Vincenti abrió la puerta y sacó a los chicos uno a uno mientras Nolan galopaba alrededor de la Mansión a lomos de YaYa. Max se dio cuenta de que en aquellos momentos no parecía vieja ni cansada. Del hocico de la ki-rin salía vaho, mientras su enorme cabeza se movía de un lado a otro, escudriñando el terreno con ojos blancos que brillaban en la oscuridad. Y Max nunca había visto al normalmente alegre Nolan tan sombrío. El cuidador gritó por encima del horroroso aullido lejano. —Joseph, mete a los chicos. Tú y Hazel debéis ocupar vuestras posiciones asignadas en el perímetro... ¡Ordenes de la directora! La Mansión era un frenesí de gritos y portazos. Max, David y Connor pasaron corriendo por delante de dos alumnos de sexto que montaban guardia en la entrada de su pasillo. Los alumnos mayores les ordenaron que se metieran en sus habitaciones, cerraran por dentro y guardaran silencio. Cuando Max y David iban a cerrar la puerta, vieron a Connor acercarse. —Me voy con vosotros —susurró—. Mis compañeros de habitación son idiotas. Connor entró a toda prisa y Max echó el cierre, asegurándose de que la puerta estaba bien afianzada. Los minutos y las horas pasaron arrastrándose. Incapaz de concentrarse, Max apartó el cuaderno de dibujo mientras David y Connor jugaban a las cartas en el piso inferior. Oyó sonidos apagados en el pasillo y se levantó de la cama para investigar. Connor y David se quedaron de pie junto a la escalera, envueltos en mantas y asustados, mientras Max escuchaba tras la puerta. Al oír pasos y susurros, Max se puso un dedo en los labios para indicar silencio. Aguantó la respiración y abrió silenciosamente la puerta para mirar por el pasillo. Un pequeño grupo de alumnos de primero y segundo miraban por una ventana al final del pasillo. Max hizo un gesto a David y Connor y los tres se unieron al grupo. Rolf se apartó para que Max también pudiera mirar por la ventana. Apoyó la frente contra el cristal frío para ver mejor. Se veían pares de faroles moviéndose por el campo; eran los profesores que peinaban el huerto, los jardines y los campos de césped. A lo lejos, en el bosque, Max vio más faroles alumbrando entre los árboles. A un alumno de segundo que estaba a su lado le susurró:
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—¿Habéis visto algo? El alumno movió la cabeza y le pidió silencio. De repente, alguien dio un grito ahogado: —¡Está pasando algo! Todos en tromba fueron a mirar y Max quedó atrapado contra la ventana. Abajo, los faroles se movían rápidamente y se juntaban en un punto cercano al límite del huerto. Una enorme llamarada explotó en ese lugar. Max y los otros chicos gritaron. Algo monstruoso y con forma de lobo se iluminó con la explosión. Dio unos pasos vacilantes sobre las patas traseras y cuando cayó sobre las cuatro patas cruzó corriendo el campo de césped hacia el bosque y la carretera. —¡Todos a vuestras habitaciones!
Max se giró y vio a dos alumnos de sexto que corrían enfadados por el pasillo. Los chicos se desparramaron hacia sus habitaciones provocando un escándalo de pies arrastrados y portazos. Max y David bajaron corriendo hacia el piso inferior de su habitación. Connor entró un poco más tarde, cerrando la puerta tras de sí y con los ojos como platos. —¿Lo habéis visto? ¡Yo sí! —No voy a salir de esta habitación jamás —susurró asustado David. Los tres se quedaron sentados en silencio durante unos minutos. Max temblaba cada vez que se acordaba de la terrorífica imagen poniéndose a cuatro patas y galopando por el campo. Miró hacia la bóveda celeste y observó que Escorpión ya era visible. —¿Qué creéis que era eso? —preguntó en voz baja. —No sé —dijo David, frotándose las sienes—. Ni quiero saberlo. —Tal vez era un hombre lobo —apuntó Connor—. Como en las películas. —Eso no se parecía a ningún hombre lobo de ninguna película —tembló Max—. Era mucho peor. Y parecía más grande...
Unos fuertes golpes en la puerta despertaron a Max de su sueño. Parpadeando, miró a su alrededor. Connor estaba dormido en uno de los sofás. David permanecía acurrucado cerca de la chimenea, un bulto sin forma bajo las mantas. Volvieron a llamar otras tres veces, de forma rápida y enérgica. Max se puso en pie y subió las escaleras. Se detuvo tras la puerta. —¿Quién es? —preguntó con voz lenta y precavida.
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—Soy Joseph Vincenti, Max. El peligro ha pasado. La señora Richter quiere que todos vayamos al huerto. Traed una chaqueta o una bata, hace fresco. El señor Vincenti siguió caminando por el pasillo, llamando en la puerta siguiente con idénticos golpes enérgicos. En unos minutos Max había despertado a Connor y a David. Los tres se unieron al resto de aprendices que salían por atrás hacia el huerto. El cielo era de un azul desvaído que anticipaba el amanecer. La señora Richter estaba de pie cerca de la primera hilera de árboles, flanqueada por el resto de profesores y una docena de adultos. Las conversaciones en susurros se detuvieron de forma brusca cuando la voz de la señora Richter llenó el aire matutino. —Queridos alumnos, hemos sufrido una pérdida. Una nueva manzana dorada adorna nuestro preciado huerto... Temo decir que de forma prematura. Max vio cómo varios de los alumnos mayores comenzaban a murmurar y a observar con preocupación a los profesores. La directora movió la cabeza. —No —dijo—. Nuestra pérdida no ha ocurrido en este campus. Hemos perdido a un miembro de nuestra plantilla de reclutadores: la señorita Isabella May, a quien, sin duda, algunos de vosotros conocisteis durante vuestras pruebas de admisión. Un silencio aplastante se impuso entre los alumnos. Con cara solemne, la señora Richter continuó: —No sabemos, todavía, lo que ha ocurrido con la señorita May. La última comunicación que tuvimos con ella fue hace una semana, aunque estos días hemos intentado restablecer el contacto por todos los medios a nuestro alcance. Desde entonces hemos vigilado su Árbol de Clase con inquietud. El señor Morrow descubrió la funesta novedad ayer por la noche, antes de la cena. La manzana de la señorita May ya es de oro. Varios alumnos mayores se abrazaron. Max vio cómo Lucía se limpiaba unas lágrimas; supuso que la señorita May la había reclutado. La señora Richter elevó los brazos para pedir silencio. —Poco después de perder a Isabella, algo encendió las defensas del campus. Os pido disculpas por todo lo que os pudo confundir o asustar pero eran precauciones necesarias. Por primera vez en la historia de Rowan, han penetrado en este campus agentes del Enemigo. La multitud de alumnos estalló en susurros; se miraban unos a otros de reojo. —Ya no están aquí —aseguró la señora Richter, silenciando a los alumnos—. Y podéis dormir tranquilos ya que utilizaremos todos nuestros recursos para determinar con exactitud lo que ha ocurrido y qué pasos debemos dar para garantizar vuestra seguridad. Hasta ese momento, está prohibido que ningún alumno abandone el campus por ninguna razón. No cumplir con esta norma será motivo de expulsión inmediata, ¿queda claro?
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Max se encontró a sí mismo asintiendo y diciendo «Sí, directora», al igual que todos los demás. Se frotó los brazos y se dio cuenta de que había olvidado traer una chaqueta y la brisa matutina era anormalmente fría. Una chica mayor alzó la mano. —¿Cómo han podido entrar aquí? —preguntó con voz temblorosa—. Se supone que Rowan está oculto al Enemigo. ¿Qué significa todo esto? La mirada de la señora Richter era severa y su voz afilada. —Significa que hemos entrado en una época peligrosa.
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El circuito
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urante las semanas que siguieron todos los alumnos tenían que ir en parejas y el pueblo de Rowan quedó fuera de los límites permitidos. Los profesores y los alumnos mayores se ofrecieron voluntarios para patrullar por la noche y ser escoltas de seguridad de los alumnos más pequeños. Lo más destacable eran los extraños adultos que habían llegado al campus. Deambulaban por el bosque, aparecían de repente en los pasillos y vigilaban por todas partes. A los chicos se les aseguró que esos individuos estaban allí por su seguridad pero que no debían acercarse a ellos ni molestarlos. Entre todos había uno especialmente inquietante con la cara quemada. Pronto se convirtió en una especie de desafío cruzarse en su camino por la noche cuando paseaba en silencio por el campus con su gorra tejida de negro y su chaquetón de lana, moviendo un farol de lado a lado. Se llamaba Cooper y Max le tenía miedo. Tras dos tensas semanas, Max se encontraba trabajando junto a su grupo en una pequeña sala cercana a la biblioteca Bacon. A pesar de los recientes acontecimientos, los profesores habían decidido mantener la programación prevista y Max necesitaba sacar buenas notas en varios exámenes. Cogió un puñado de palomitas del recipiente de Cynthia y después gruñó a su cuaderno de Matemáticas; al comprobar sus respuestas en el solucionado se dio cuenta de que sólo había acertado la mitad. Bostezó. Se estaba haciendo tarde y aún debía dar de comer a Nick. Mientras recogía sus cosas y cerraba la cremallera de su forro polar, David levantó la vista del libro que leía en el sofá. —¿Vas a la Reserva? —le preguntó. —Sí —dijo Max al tiempo que se estiraba—. ¿Te vienes? —No. Me voy a la cama. Pero alguien debería acompañarte. David se volvió a enfrascar en la lectura. Sarah levantó la mirada. —Voy contigo, si te apetece. Sólo tengo que coger el abrigo —afirmó, cerrando el libro. Lucía sonrió y tiró un grano de maíz a Cynthia, que la miró de reojo. Max dirigió una mirada a Connor, quien sólo levantó las cejas. —Ah, bien, claro —dijo Max—. Gracias, Sarah.
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Ella sonrió y salió de la sala. El chico se volvió hacia los otros. —¿De qué os estáis riendo? —preguntó, mirándoles uno a uno. —Venga ya, Max —se mofó Connor—. Le gustas. —No, claro que no —protestó Max. —Seguro —se rió tontamente Cynthia—. Por eso siempre te elige en Juegos y se sienta a tu lado en todas las clases. Piénsalo... Está claro que no intenta copiar tus deberes. Max la miró enfadado. —Lo siento —se defendió Cynthia, volviéndose a reír y fingiendo interés en la lectura del libro. Lucía dejó el boli y soltó una perorata. Su inglés había mejorado muchísimo, pero ahora hablaba tan deprisa que Max tenía dificultad para entenderla. Escuchó algo sobre que era un bebé y Sarah una persona inteligente y preciosa, pero lo que llamó su atención fue la palabra fiesta. —¿Qué has dicho sobre una fiesta? Lucía entrecerró los ojos. —He dicho que es demasiado buena para ti y que tienes mucha suerte de poder ir a la fiesta de Halloween con ella. Max miró aterrorizado por encima de su hombro hacia la puerta. —¿Qué estás diciendo? —susurró—, ¿ que Sarah me va a pedir que sea su pareja para Halloween? —No seas ridículo —intervino Cynthia—. Sarah es demasiada tradicional para eso. Max respiró aliviado. —Ella simplemente te hará saber que le gustaría que tú se lo pidieras —añadió Cynthia con un brillo malicioso en los ojos. —¡Pero...! —se detuvo a media frase ya que Sarah acababa de entrar en la sala. Llevaba puesta una cazadora con capucha. —¿Listo? —preguntó, esperando en la puerta. David se tapó la cara con el libro; Connor se aguantaba la risa. Max la siguió por el pasillo limpiándose bien las manos en el forro polar.
Excepto un breve veranillo de San Martín, los días iban haciéndose más fríos. Sarah caminaba junto a Max por el sendero, jugueteando con sus pulseras de cuentas.
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—Bueno —dijo—, nunca he visto a Nick de cerca, ¿cómo es? —Pues, no está mal —contestó rápidamente Max—. Aunque come un montón y le encanta atacarme. —¿De verdad? —se rió. —También se enfada mucho si llego tarde —añadió Max—. Ya me ha destrozado un par de jerséis. —¿Hoy llegas tarde? —preguntó Sarah con un tono juguetón en la voz. Max asintió avergonzado mientras aceleraban el paso por el camino principal que pasaba por el bosque. Justo entonces surgió una figura tenebrosa de un matorral cercano y acercó un farol a sus caras. Max retrocedió. Era Cooper, vestido todo de negro y con un gorro que le tapaba parte del rostro. El chico se quedó inmóvil, con la vista clavada en las cicatrices tersas y brillantes que desfiguraban la mitad de su cara. Sarah se enfadó mucho. —¿Cómo se atreve a saltar de la oscuridad de esta manera? —dijo, con la voz tensa. Cooper no respondió nada; se los quedó mirando de forma impasible. —¿Y bien? —siguió Sarah—. ¿Va a actuar como una persona educada y a pedirnos perdón por asustarnos? —Sarah —susurró Max—, no le hagas enfadar, por favor. Lentamente, los estropeados rasgos se transformaron en una especie de sonrisita. Se quitó el gorro con educación, revelando una cabeza que también estaba medio quemada. El cuero cabelludo presentaba algunos mechones de pelo que parecían desgreñados brotes de trigo blanco. Tapó el farol y se fue en silencio entre los arbustos hacia un sendero más pequeño y oscuro. Max y Sarah continuaron hacia la Reserva. Max no habló hasta que hubieron cerrado la pesada puerta tras ellos. —Ese tío me pone los pelos de punta. —Sí, claro, ¡por supuesto! —soltó Sarah— ¡Se aparece a los alumnos por la noche! Creo que se lo voy a decir a la señorita Boon. —Sí, pero su cara... —... ¡No le da derecho para asustar a la gente! Siento que se haya quemado pero la vida continúa.
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Sarah volvió a calmarse y se entretuvo cerca de la salida. Su largo cuello y su perfil formaban una silueta majestuosa contra las ramas entrelazadas. Se volvió hacia él, con ojos brillantes y oscuros como un gamo. —Sabes, Max, nunca te he dado las gracias por sacarme del agua la noche que fuimos al Kestrel. —Ah —respondió él—. No fue nada. De todas formas acabas de salvarme del «coco», así que estamos empatados. Intentó reírse un poco mientras Sarah se ajustaba las pulseras. —Bueno —dijo ella—. Gracias. Se inclinó hacia delante y le dio un suave beso en la mejilla. Max simplemente se quedó quieto, percibiendo en ese instante su olor a jabón perfumado. Sarah retrocedió, sonrió y salió al claro. Él se rezagó, consciente de sus mejillas coloradas y agradecido a la oscuridad. Nick ya estaba dando vueltas en su compartimento y mordisqueando la base del arbolito. Sarah contribuyó a amortiguar su enfado; la posibilidad de poder perseguir a alguien nuevo parecía suficiente para apaciguarlo. La chica se reía e intentaba dejar atrás a Nick, que se agazapaba moviendo la cola de lado a lado, antes de salir disparado tras ella. El trecho se acortaba rápidamente y Sarah chillaba mientras la piel de Nick brillaba rojiza al atravesar el claro en la oscuridad. Mientras tanto, Max limpiaba el cubículo del lymrill y cargaba la carretilla con su cena. Puso los cajones cerca del lago y llamó a su criatura, que dejó pasar una oportunidad de tender una emboscada a Sarah y salió pitando. La chica llegó tras él, jadeando. —¡Ah, me encanta Nick! —exclamó—. ¡Es genial! —Mmm... A ver si esto también te parece genial —dijo Max al abrir un cajón con ratas del tamaño de un zapato. Las ratas se dispersaron en todas las direcciones y Nick las persiguió. Su cola se agitaba y sus garras apenas se veían mientras las cazaba y las abría de un zarpazo o con un violento golpe en la cabeza. Sarah gimió al ver caer media rata cerca de su zapato. Nick llegó trotando y se la acercó empujando con su hocico sanguinolento. —¡Le gustas! —exclamó Max con alegría. Estaba agachado haciendo montones con las barras de metal—. Las primeras veces a mí no me ofreció nada. —¡Maravilloso! —dijo Sarah entre arcadas. Tras zamparse las ratas, Nick se aproximó caminando como un borracho, y se pasó la siguiente media hora ocupado con los pequeños lingotes y los montones de bichos nocturnos que se retorcían. Después el lymrill se metió de un salto en el lago, asustando a unas garzas que dormían cerca de los juncos. Unos minutos después, salió del agua. Parecía limpio y somnoliento. Se subió a la carretilla y se dejó caer
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sobre el montón de cajones vacíos, con las zarpas extendidas y roncando, mientras Max la empujaba con gran esfuerzo hacia el edificio. Sarah echó un vistazo a su criatura, el pavo real de precioso plumaje, y luego se acercó donde Max dejaba al comatoso lymrill en una rama baja de su cubículo. —¡Eh! —dijo Sarah cogiéndole de la mano—. Vamos a probar una cosa. Condujo a Max cerca del cubo de comida y se aclaró la garganta. —Comida para Max McDaniels: chico goloso de doce años. El cubo se agitó, la tapa golpeaba contra el pestillo mientras salía una luz dorada. —Sarah, no quiero comer nada que salga de ahí. —Venga, calla —replicó ella, sonriendo mientras miraba el cubo—. Vamos a ver qué te ofrece. El cubo dejó de moverse y la luz dorada desapareció. La chica quitó el pestillo y levantó la tapa. De repente emergieron tres cabezas del cubo que pertenecían a tres diablillos enfadados con uniformes de cocineros llenos de manchas. Agitaron los puños hacia Sarah y a Max. —¡No para alumnos! ¡No para alumnos! —replicaron mientras les arrojaban trocitos de basura y verduras podridas. Sarah soltó una carcajada y pidió disculpas; los dos echaron a correr por el pasillo hacia la salida. Cerraron la puerta de la Reserva y siguieron hacia la Mansión. Max se daba cuenta de que la mano de Sarah a veces rozaba la suya mientras iban caminando. El Viejo Tom dio las once en punto; las campanadas resonaban por todo el campus y ellos andaban pisando las hojas de otoño que caían formando pequeñas espirales temblorosas. —Me encanta esta época del año —dijo de repente Sarah, agachándose para observar una hoja de arce dorada—. Donde yo vivo no es tan espectacular. Es como si la Tierra se estuviera metiendo en la cama y preparándose para dormir. —Pues ya verás en invierno —respondió Max, bromeando. —¡Estoy deseando que llegue el invierno! ¡Nunca he visto la nieve! —¿De verdad? —preguntó Max, incrédulo. Él estaba muy acostumbrado a los largos y fríos meses invernales de Chicago. —No, Max —dijo sarcásticamente Sarah—. En Nigeria nieva un montón. Max no contestó nada y siguió caminando, dando patadas a los montoncitos de hojas del camino. Cuando pasaban la última hilera de los Árboles de Clase, Sarah se detuvo.
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—¿Piensas invitar a alguien a la fiesta de Halloween? —preguntó apresuradamente. Max también se detuvo. Miró a la Mansión con añoranza. —Eh, no creo —dijo—. De todas maneras, ¿no tenemos que ir todos? —Bueno, sí, creo que sí... Pero sería más agradable ir con alguien, ¿no? Me han dicho que Rolf va a llevar a una persona... y a Lucía se lo ha pedido uno de segundo. —Bromeas —respondió Max, horrorizado. —De ninguna manera —confirmó Sarah—. La señorita Boon dijo que la mayoría de los alumnos llevan pareja. —¿Incluso los de primero? —Incluso los de primero —se rió Sarah, antes de mirarse los zapatos—. Me han dicho que John Buckley a lo mejor me lo pide a mí. Max soltó un suspiro de alivio. John Buckley era uno de segundo, le habían dicho que era el mejor jugador de fútbol euclidiano. —Eso es genial, Sarah —dijo Max mucho más animado—. Parece un tío majo. —Sí, bueno, pero yo espero que otra persona me lo pida antes —replicó mientras se ajustaba las pulseras y miraba hacia otro lado. Su piel negra y suave parecía casi azul a la luz de la luna que se filtraba entre las finas nubes. —Eh, bueno, ojalá lo haga —dijo Max sin convicción—. Oye, se está haciendo tarde y tengo que irme a dormir. Muchas gracias por ayudarme con Nick. —De nada —respondió Sarah en voz baja—. Buenas noches. La joven se apretó la cazadora, entró en la Mansión y desapareció por las escaleras de las chicas con unas zancadas rápidas y silenciosas.
La mañana del sábado se presentó con lluvia y viento. Max se puso un jersey de lana y bajó al comedor. Algunos de sus compañeros ya estaban allí, terminando de desayunar y charlando acaloradamente sobre la visita al Circuito. Situado bajo la Herrería, el Circuito normalmente estaba reservado a los mayores, pero la señora Richter había sugerido que debido a las circunstancias todos los alumnos debían comenzar su preparación de forma inmediata. Max no había podido conseguir ninguna información de los mayores; Jason Barrett simplemente le había dicho entre risas: —Allí han llorado hombres adultos. Se aprende mucho sobre uno mismo.
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Desde que se había enterado de la decisión de la señora Richter, Bob no paraba de ponerles más comida a los alumnos de primero e ignoraba las protestas de sus repletos estómagos. Sin embargo, esa mañana Max consiguió evitar la insistencia del ogro y salió de la cocina sólo con un pequeño tazón de cereales. En el comedor se sentó junto a Lucía, que puso una cara rara. —¿Qué te pasa? —dijo Max con aire resignado. Lucía le miró directamente a los ojos antes de cortar de forma abrupta su conversación con Jesse. Desde el día en que no pidió a Sarah que le acompañase al baile, muchas chicas de primero se cruzaban con él casi sin decir esta boca es mía. La misma Sarah todavía era simpática, pero mucho menos comunicativa y abierta que antes. Max puso los ojos en blanco, dejó la cuchara sobre la mesa y se levantó. Sarah estaba sentada en el otro extremo, mordisqueando una tostada y hablando con Cynthia. Puso la tostada mordisqueada en el plato cuando lo vio acercarse. —Sarah... Ella mostró una sonrisilla. Todos los presentes en la mesa habían dejado de hablar y les miraban fijamente. —¿Te gustaría ir al baile de Halloween conmigo? —preguntó Max sin rodeos. La mesa prorrumpió en un coro de silbidos y aclamaciones. Sarah mantuvo la compostura de su cara y elevó la barbilla. —Gracias por tu invitación, Max. La tendré en cuenta. —Vale —masculló Max y regresó a su sitio, avergonzado al ver que Julie Teller, sentada en otra mesa, le hacía un gesto con el pulgar elevado y se reía con sus amigas. Cuando Connor se lanzó a recrear una representación inspirada en las clases de Sir Wesley y titulada «Escenario treinta y nueve: Una incómoda proposición de pareja para el baile de otoño», Max se rió con los demás antes de tirar un trozo de pan que golpeó en la frente de Connor. Todavía sonriendo, éste se retiró hacia la cocina para limpiarse las manchas de mantequilla y mermelada que tenía por toda la cara. —Bien —dijo dirigiéndose a Lucía—. ¿Ya no soy un apestado? —Tal vez para ellos —respondió con desdén—, pero no para mí. Después de todo, eso ha sido incluso peor... Invitar a una chica sólo por sentirse obligado. ¡Y delante de todo el mundo! —movió la cabeza de lado a lado y se levantó de la mesa. De repente se oyó un alboroto en la cocina y Connor salió corriendo por una de las puertas batientes.
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—¡Ni lo sueñes! —gritaba hacia atrás mientras tomaba asiento en su sitio. Mum salió a toda velocidad por la puerta haciendo volar la redecilla del pelo. —¡Pero te estás burlando de la tradición! —gritaba. Mum empezó a llorar y Cynthia se levantó para consolarla. La bruja escondió la cara en el forro polar de Cynthia, mientras movía las manos de forma salvaje rechazando a los alumnos que intentaban tranquilizarla. —¿Qué has hecho? —regañó Cynthia a Connor, con una mirada asesina. —¡Yo no he hecho nada! —gimió Connor—. ¡Me acorraló y me dijo que yo era el «afortunado» aprendiz que había sido elegido para acompañarla al baile! Max escupió los cereales. Incluso Cynthia insinuó una sonrisa mientras Mum movía la cabeza de un lado al otro y el llanto hacía que sus hombros se agitaran con fuerza. De repente Mum miró a Cynthia fijamente, mientras se frotaba los ojos lacrimosos y enrojecidos. —Soy espantosa, ¿verdad? —graznó Mum—. Me fío de ti, Cynthia... Tú tampoco eres una joya. ¿Soy tan espantosa? —No, claro que no, Mum —dijo Cynthia, pasando por alto su insulto y dándole golpecitos en el brazo—. ¡Eres original! —¿Originalmente espantosa?—volvió a graznar Mum, mirando a Cynthia con ojos llenos de pánico. —¡No!—gritaron todos los de la mesa a la vez. —Entonces, ¿por qué no quiere invitarme? —gimoteó al tiempo que miraba de forma trágica a Connor, quien escondió la cara entre las manos. —Por una razón —farfulló—, tienes como cien años más que yo. —¡Connor! —exclamó Lucía. —¿Qué? —preguntó sorprendido—. Ah, y otra cosa... ¡Es una bruja que come seres humanos! ¿O es que lo habéis olvidado? Mum aulló y volvió a esconder la cabeza en el forro polar de Cynthia. Esta intentó consolarla dándole palmaditas en el pelo, pero se detuvo abruptamente y se miró la punta de los dedos. —Connor, deberías invitar a Mum al baile —dijo con un tono de velada amenaza en su voz. Connor dirigió una mirada de desesperación a Max, con expresión de pánico; Max abrió mucho los ojos y se encogió de hombros. —Es lo menos que puedes hacer por Mum, Connor —dijo Sarah—. Ella nos hace la comida todos los días. —Sólo es una noche —añadió Cynthia.
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—Y es una tradición —se sumó un alumno de tercero que pasaba cerca, con una sonrisa de complicidad. Mum asomó un poco la cara del forro polar de Cynthia y miró a Connor, que casi se había deslizado bajo la mesa. Comenzó a gritar y a dar taconazos, con la voz cada vez más aguda hasta hacerse insoportable. —¡Ah! ¡Acompañar a Mum es algo peor que la muerte! ¡Debería ir sola! O mejor aún, ¡que no vaya! ¡Que se quede en su armario con la única compañía de su espanto! —Vale, iré contigo —murmuró Connor, con una voz apenas audible entre los aullidos de Mum—. ¡He dicho que iré contigo! Los gritos se detuvieron de inmediato. Mum se movió rápidamente, casi tirando a Cynthia. —Bien, me llena de alegría —dijo de forma magnánima, con una reverencia—. Te espero en mi armario a las siete en punto. Mum caminó despacio hacia la cocina, con pasos de niña. —Y no te olvides de nuestra cita, cariño —dijo hablando por encima del hombro— . Tengo testigos, ya sabes. Connor empezó a gemir una vez que Mum desapareció en la cocina con una risa socarrona. Pronto se empezó a oír ruido de cacharros y cacerolas sobre los que destacaba la voz de Mum, que cantaba alegre. —¡Me acaban de regalar una cámara por mi cumpleaños! —dijo Cynthia alegremente—. ¡Así podré hacer un montón de fotos! —Sí —dijo Max, revolviéndole el pelo a Connor—. Sir Wesley se sentirá orgulloso de que sus clases de Etiqueta hayan funcionado. Venga, señor Mum, tenemos que ir a la Herrería.
El humo salía de las chimeneas que sobresalían del tejado de pizarra de la Herrería. En el exterior lloviznaba; la lluvia transformaba las amarillentas hojas de otoño en pasta bajo los pies. La señorita Boon y el señor Vincenti estaban esperando a los chicos, que corrían por el sendero. Cada tutor llevaba un montón de carpetas brillantes azul marino. La señorita Boon sorbía café de una taza de metal y sonrió a Max cuando éste se acercó a leer lo que ponía en ellas: EL CIRCUITO: MANUAL DE INSTRUCCIONES, grabado en láminas de metal sobre la cubierta. —Bien —rezongó el señor Vincenti escudriñando al grupo—. Bien, bien, todos estáis aquí. Bienvenidos a mis pagos... Nuestra querida Herrería. Vamos a apartarnos de la lluvia... Ni que decir tiene que, una vez en el interior, no podéis tocar
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absolutamente nada. En las carpetas encontraréis una tarjeta de entrada y los números de vuestro PIN... Bueno, vamos allá... El señor Vincenti abrió la puerta y la señorita Boon les indicó que entraran en un pequeño vestíbulo con una entrada metálica a su izquierda y un gran ascensor enfrente. Había otro teclado numérico junto a la puerta. —Vale —dijo el señor Vincenti mientras él y la señorita Boon distribuían las carpetas—. Ese acceso conduce a los talleres. No tenéis ningún motivo para estar ahí hasta que empecéis con la clase de Artefactos. Lo que sí vamos a utilizar ahora es el ascensor... Baja hasta la planta principal del Circuito. ¡Entremos! Max se apiñó en el ascensor junto con los demás; estaba forrado de madera y era más grande de lo que parecía. —Sujetaos bien —murmuró el señor Vincenti mientras las puertas se cerraban suavemente. Max se agarró a una barra lateral mientras el ascensor aceleraba su bajada. Cerró los ojos para evitar la sensación de mareo y se centró en el zumbido de los motores y el ligero olor del aceite de las máquinas. Cuando se detuvieron, estaba seguro de que debían de estar a más de cien metros bajo el suelo. Uno a uno los alumnos fueron saliendo a una gran sala octogonal con techo alto y paredes brillantes de granito rojo pulido. En la de enfrente había otro ascensor con el sello de Rowan en su puerta metálica. Max se dio una vuelta y se paró a contemplar un precioso casco de samurai iluminado dentro de una vitrina. Observó la reluciente placa que había en la parte superior. —El Yelmo de Tokugawa —leyó—, otorgado al liderazgo sobresaliente. Los nombres de los pasados ganadores estaban grabados más abajo y brillaban con una suave luz dorada. Max se dio la vuelta al notar una mano sobre su hombro. La señorita Boon le sonreía. —Ven —le dijo—. Te voy a enseñar mi favorito. Pasaron junto a una vitrina que mostraba un guantelete grande y abollado y se detuvieron en otra en la que una piedra chamuscada flotaba en el aire. —Ésta es la Piedra de los Fundadores. Fue rescatada con gran esfuerzo por los refugiados que escaparon de Solas. Es un trozo de nuestra última escuela... Un fragmento de su piedra angular. Mientras que los otros trofeos se entregan a alumnos que demuestran una capacidad concreta, la Piedra de los Fundadores se ofrece a los pocos alumnos que concentran muchas. —¡Guau! —dijo Max, leyendo detenidamente la lista, mucho más corta que las anteriores, y abriendo mucho los ojos cuando llegó al último nombre. Se volvió hacia la señorita Boon. —¿La señora Richter fue la última en ganarlo?
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—Sí —afirmó la señorita Boon mientras asentía con solemnidad—. La señora Richter fue una alumna destacada y también fue agente antes de llegar a ser directora. Max y la profesora se encontraron con David, que estaba solo, de pie, mirando una manzana dorada que flotaba en otra vitrina. —La Manzana de Bram... por méritos de sacrificio —murmuró David—. Elias Bram. Es el que se sacrificó contra Astaroth para que los demás pudieran escapar; fue el último ascendiente. —Así es, David —dijo en voz baja la señorita Boon. —Señorita Boon —preguntó Max—, ¿qué es un ascendiente? Ella le miró pero parecía distraída. —Un ascendiente es alguien muy poco habitual, Max, sobre todo en el último milenio. Nuestro Bram, desaparecido hace ya mucho tiempo, es el último del que hemos tenido constancia. Los ascendientes poseen grandes dosis de Magia Antigua; fueron muy poderosos. Max recordó la conversación que tuvo con la señorita Awolowo aquella noche en la cúpula del templo; ella había mencionado que él podría poseer Magia Antigua. Apartó de su mente el pensamiento mientras la señorita Boon se dirigía a otra vitrina que contenía un precioso cinturón africano decorado con conchas de cauri. Max y David se giraron porque el señor Vincenti los llamaba para que se acercaran donde estaba él, en el centro de la sala. —Bien, ahora ya sabéis por qué los alumnos mayores trabajan tanto. ¡Quieren ganar uno de estos trofeos! Yo nunca he conseguido ninguno... si ganáis alguno, habréis logrado algo importante, ¿verdad, señorita Boon? Chicos, no dejéis que la modestia de la señorita Boon os engañe; ganó dos trofeos durante su estancia como alumna de Rowan. ¿Cuáles son los que ganaste, Hazel? La señorita Boon se sonrojó. —La Pluma de Macón... dos veces —respondió. —Sí, bueno, como vuestro tutor espero, egoístamente, que alguno de vosotros sea digno de alguno de los trofeos —dijo el señor Vincenti—. Pero no hemos venido aquí para apreciar los objetos del museo ni los laureles. Estamos aquí porque la directora piensa que para aumentar vuestra seguridad es necesario pasar por el Circuito. Los movimientos y susurros se detuvieron. —El Circuito es una herramienta de entrenamiento —dijo el señor Vincenti—. Está diseñado para que apliquéis y desarrolléis las habilidades que estáis adquiriendo en el aula. El tutor se acercó a la puerta del otro ascensor.
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—Solamente tenéis acceso a los niveles y entornos acordes con vuestras habilidades —dijo—. Según vayáis mejorando podréis pasar a nuevos entornos y desafíos más complejos. Rolf levantó la mano mientras el señor Vincenti apretaba el botón del ascensor. —¿Qué tipo de escenarios hay? —Los escenarios que os podéis encontrar dependen de varios factores. El más importante es la planta que elegís aquí, en el ascensor. Indica el nivel de dificultad y en Rowan tenemos nueve. Muy pocos alumnos pasan del nivel seis. Una vez en la planta adecuada, podéis programar las variables del escenario: el entorno, los objetivos, los oponentes, etcétera. Las posibilidades son casi infinitas. —Qué guay —susurró Connor dando con el codo a Max. —Una vez termináis cada escenario, el Circuito os asigna un resultado basándose en vuestra actuación —continuó el señor Vincenti—. Se calcula a partir de varios factores: estrategia utilizada, objetivos alcanzados, duración y cosas parecidas. El resultado puede ir de cero a cien. Si conseguís más de setenta, los analistas pueden guardar vuestro ejercicio en el archivo y utilizarlo como un ejemplo en las salas de visualización... El señor Vincenti se calló al abrirse las puertas del ascensor abruptamente. Salieron varios alumnos sudorosos. Para consternación de Max, Cooper apareció tras ellos, vestido completamente de negro y jadeando. —¡Bueno! —dijo el señor Vincenti—. Como podéis ver el Circuito es un sitio muy concurrido. Los alumnos, profesores y antiguos estudiantes lo pueden utilizar cuando deseen. ¿Cómo ha ido, damas y caballeros? —Nos han barrido —se lamentó un chico de tercero—. El nivel tres es mortal... Nos han pillado antes de que pudiéramos resolver el jeroglífico maya. ¡Ni siquiera hemos podido utilizar la Mística! —¿Qué tal tú, Cooper? ¡No te había visto por aquí abajo en años! ¡Me alegra verte! Cooper hizo un gesto de saludo y cruzó hacia el otro ascensor que lo llevaba de vuelta al nivel del suelo. —¡Ha ido al nivel ocho! —dijo jadeando un alumno de segundo con los ojos como platos—. He preguntado a una de las analistas... ¡y me ha dicho que consiguió un setenta y cinco! —Bien, ¿qué podías esperar de uno de nuestros mejores agentes de campo? — sonrió el señor Vincenti. Max observó cómo Cooper entraba en el otro ascensor, sobresalía entre todos los alumnos que lo rodeaban. Las puertas se cerraron y el señor Vincenti se aclaró la garganta.
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—Bueno, esto es sólo el aperitivo —dijo—. Vamos a bajar al nivel uno. El tutor sujetó la puerta del otro ascensor para que los alumnos entraran. Esta se cerró y el ascensor comenzó a descender, mucho más lenta y suavemente que en el anterior desde el nivel del suelo. Sarah estaba cerca de Max, sonriendo. Unos momentos después se abrió a otra sala octogonal, con paredes de madera amarillenta. En cada pared había una entrada verde con un número. —Bien —dijo el señor Vincenti al salir del ascensor—. Imaginad que tenéis media hora libre y queréis sudar con un poco de práctica. Una vez que lleguéis al nivel apropiado, tenéis básicamente dos opciones: practicar en un escenario o repasar y analizar los escenarios ya superados en la sala de visualización. Vamos a comenzar por uno de ellos. El señor Vincenti les llevó hasta un panel plateado en la pared junto a la puerta número uno. —Bien —dijo—. Para inscribirse en un escenario sólo tenéis que tocar esta pantalla táctil para comenzar... Así. Después, vuestra identidad queda registrada mediante un escáner de retina y seleccionáis las variables con el menú de opciones... O bien podéis dejar que el Circuito elija por vosotros. Los detalles están en las carpetas. Un brillo travieso asomó en los ojos del señor Vincenti. —¿Hay algún espíritu valiente que quiera probar un escenario como ejemplo que podamos utilizar en la sala de visualización? Sarah dio un paso adelante. —Excelente —asintió el señor Vincenti, sonriendo—. Odio tener que obligar a los voluntarios. El señor Vincenti volvió a dar unos toques a la pantalla y rápidamente seleccionó las variables. —Bien, Sarah —dijo—. En este escenario sólo tienes un objetivo: intentar tocar la pared de enfrente como sea, ¿lo has pillado? Sarah asintió y, nerviosa, tragó saliva. —Cuando quieras —apremió el señor Vincenti—. Sólo tienes que entrar. Max y los demás comenzaron a animar a Sarah mientras abría la puerta y desaparecía en su interior. Esta se cerró herméticamente tras ella. —¡Qué valiente! —musitó Cynthia—. Ni por todo el oro del mundo me metía yo. —Yo quería entrar —se quejó Jesse que inmediatamente fue acosado por los escépticos. Max leyó las palabras en la brillante pantalla blanca:
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SARAH AMANKWE: NIVEL UNO , ESCENARIO 01702. TIEMPO TRANSCURRIDO: 00:00:14:57 Cuando el tiempo transcurrido llegó a los dos minutos, la pantalla comenzó a destellar de forma intermitente. Un momento después, Sarah salió por la puerta, respirando de manera agitada. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas. —¡Es impresionante! —jadeó mientras los demás la saludaban con felicitaciones y preguntas ansiosas. —Bien —dijo el señor Vincenti sonriendo—, es muy conveniente que analicéis vuestras actuaciones una y otra vez para aprender de vuestras reacciones. Para eso se utiliza la sala de visionado. Vamos a echar un vistazo al resultado de la señorita Amankwe... La señorita Boon abrió una puerta de madera de nogal y dentro había una enorme sala con muchos monitores de ordenador en oscuros cubículos de madera. Varios alumnos de cursos superiores, incluyendo a Alex Muñoz, estaban sentados ante ellos, observando las pantallas con atención. Alex echó un vistazo al grupo sin ningún interés. El señor Vincenti saludó educadamente a una mujer de mediana edad y se sentó ante un gran visualizador. Le hizo un gesto a Sarah para que se sentara junto a él y encendió la pantalla tocándola con un dedo. —Bueno, vamos a ver qué tal lo has hecho —dijo el señor Vincenti—. Venid todos aquí e intentad fijaros bien. Max miró por encima del hombro de Omar y podía ver un poco del visualizador. Mostraba a una Sarah muy nerviosa en el extremo de una gran habitación rectangular. La pared opuesta parpadeaba con luz verde. Cuando Sarah comenzó a cruzar la habitación, de repente el suelo se transformó en varias cintas transportadoras que la alejaban de la pared parpadeante a diferentes velocidades. Sarah fue lanzada hacia atrás, a la pared del principio con un fuerte golpe. Necesitó un rato para recuperarse y parecía estar calibrando qué cinta era la más lenta. Comenzó a correr por una que estaba cerca de una de las paredes laterales. Mientras lo hacía, unas enormes bolas de goma empezaron a salir disparadas en todas las direcciones. Una tras otra, todas las veces que Sarah intentaba acercarse a la pared era derribada y devuelta al punto de inicio. Max estaba impresionado por su perseverancia aunque el escenario terminó sin que llegara a alcanzar la pared. Sarah sonrió mientras varias chicas la felicitaban y la abrazaban. —No me sorprende que una chica fuera la primera voluntaria —dijo Lucía mirando a Jesse. —Y a mí no me sorprende que una chica fallara —le contestó Jesse.
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—Venga, venga —intervino el señor Vincenti—. El objetivo principal del Circuito es el desarrollo personal; no es una competición. Sarah lo ha hecho muy bien para ser el primer intento. Aquí podéis observar que el Circuito le ha otorgado un once, que puede parecer poco pero que está muy bien para un primer intento. Las recomendaciones que vienen a continuación son bastante genéricas... pero tendrán más significado una vez que el Circuito obtenga más actuaciones vuestras para analizar. Varios alumnos se rieron entre dientes al leer la lista de recomendaciones: EVITA LAS BOLAS, MUÉVETE MÁS DEPRISA, AUMENTA EL CONTROL DEL TIEMPO. A cada recomendación se añadían dos o tres actividades que Sarah podía practicar para conseguir las habilidades necesarias. —En escenarios complejos, las recomendaciones pueden ocupar varias páginas — dijo el señor Vincenti poniéndose de pie—. Cada trimestre recibiréis un informe con el perfil de vuestras actuaciones en el Circuito junto a comentarios y notas de un grupo de analistas. ¿Alguna pregunta? —¿Cuándo podemos comenzar con los escenarios? —Hoy —respondió el señor Vincenti, riéndose—. Soy un gran defensor de tirarse de cabeza a la piscina. De todas formas el sistema no os permitirá estropear mucho las cosas. David se acercó a Max cuando los alumnos habían salido de la habitación y se dirigían al ascensor. —Qué guapo, ¿eh? —le dijo—. Tengo que dar de comer a Maya, ¿te vienes? Max movió negativamente la cabeza mientras observaba uno de los paneles de control plateados. —No —respondió con una sonrisa—. Creo que me voy a quedar un rato por aquí. —Sabía que ibas a decir eso —replicó David sonriendo abiertamente mientras entraba en el ascensor.
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La noche de Halloween
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l fin de semana de Halloween, Rowan bullía con antiguos alumnos que habían venido a la fiesta. Habían llegado de todos los lugares del mundo: ancianos en sillas de ruedas, mujeres y hombres elegantes y un puñado de universitarios que llevaban jerséis con el nombre de sus respectivas universidades. Max se sorprendió al reconocer varias caras: algunos políticos, un científico muy famoso, incluso una actriz que era la favorita del señor McDaniels. Max pasó por delante de varios antiguos alumnos en el vestíbulo y empezó a bajar por una escalera trasera. Al día siguiente era el partido de fútbol euclidiano entre primero y segundo, con el resto del colegio y los antiguos alumnos de espectadores. Los alumnos de primer curso iban a reunirse en uno de los sótanos de la Mansión para elegir a los jugadores del equipo que iba a competir en su nombre. La reunión se convirtió en una pesadilla y a Max comenzó a entrarle dolor de cabeza. Los de primer curso podían tener veinte jugadores en el equipo, pero cada uno de los cinco grupos opinaba que tenía diez posibles candidatos. Max y David se sentaron aparte mientras las discusiones continuaban y dejaron que Rolf, Sarah y Connor representaran a su grupo. Rolf y otro chico estaban en mitad de una discusión cuando David, silenciosamente, se levantó y se dirigió al centro de la habitación. —Perdón... —dijo. Las discusiones continuaban y comenzó a toser. —Perdón... —repitió. Max suspiró con alivio cuando vio que Cynthia se ponía a su lado para echarle una mano. —¡Callaos de una vez! —aulló la chica, poniendo una mano sobre la boca de Connor para detener una ristra de expresiones irlandesas—. David tiene algo que decir —terminó. David se puso muy rojo mientras todas las miradas se clavaban en él. —Bueno —dijo, su voz apenas era audible en la amplia habitación—, así nunca vamos a llegar a ningún sitio... Tenemos veinte plazas y cinco grupos. Cada grupo debería elegir a sus cuatro mejores jugadores y ése será el equipo.
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—Pero es probable que ésos no sean los veinte mejores —intervino en tono burlón un chico de Brasil. —Está bien, podéis discutir todo lo que queráis —contestó David—. El partido es mañana a las nueve y me encantaría que hubiera un equipo al que animar. Volvió a sentarse junto a Max mientras el debate continuaba. —Recuérdame que no vuelva a hacerlo nunca más —refunfuñó David.
Esa noche Max apenas pudo dormir. Recorría la habitación anticipándose al partido contra los de segundo. Rolf, que había sido elegido capitán del equipo de primero, decidió formar una alineación que potenciara los puntos fuertes de los jugadores, uno de los cuales era la velocidad que Max estaba adquiriendo en los partidos. —Acuéstate temprano, Max —le había dicho Rolf durante la cena—. Dependemos de tus piernas. Puede que tengas que jugar todo el partido. Él se lo había prometido y se había dado prisa en su visita a Nick, que se molestó bastante. Sin embargo, irse a la cama temprano no cambió mucho las cosas, ya que estuvo moviéndose y dando vueltas durante una hora; al final decidió bajar al piso inferior y coger un texto de Mística. Se pasó las horas siguientes provocando pequeñas bolas de llamas azules y concentrándose para hacer rodar un lápiz arriba y abajo sobre el libro. Ya cerca del amanecer, vio su imagen reflejada en un panel de cristal oscuro del observatorio de la cúpula. Todavía tenía en la mano una pequeña esfera de llamas azules que desapareció rápidamente. —Estás cambiando —susurró y cayó sobre la cama.
David ya estaba vestido con el uniforme azul marino de Rowan y tuvo que sacudir a Max para que se despertara. Este pegó un bote y tiró el libro de Mística de la cama al suelo. —¡Tienes que estar en el campo en diez minutos para el calentamiento! —dijo David mientras se apresuraba para acercarle las botas de fútbol. Max salió de la cama y se puso el jersey azul marino. Un minuto más tarde corría hacia el campo de atletismo, pasando cerca de los del equipo de segundo, que calentaban con el uniforme blanco. Los jugadores de primero estaban haciendo estiramientos en el extremo más alejado del campo, excepto Rolf, que permanecía de pie con los brazos cruzados. Max intentó pasar por alto el rostro enrojecido del
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capitán y se centró en el calentamiento y en un par de espantapájaros que habían colocado en las gradas como espectadores. David le trajo unas tostadas. —Toma. Mejor que llegues tarde ahora que esta noche... —dijo con una sonrisa. Max entrecerró los ojos mientras David reía de camino a las gradas. Su compañero no había parado de tomarle el pelo desde que, finalmente, Sarah había aceptado su invitación a la fiesta. Era un día fresco de otoño con una ligera brisa que juntaba las hojas desparramadas en dorados montones. Los alumnos y antiguos estudiantes iban llenando poco a poco las gradas, se sentaban frente a sus termos y se cubrían las piernas con pequeñas mantas. Tras los estiramientos, Sarah dio un golpecito en el hombro de Max, señalando sobre el suyo y sonriendo: Nolan traía a los animales de los jugadores desde la Reserva. Orion, el shedu enorme, iba delante; en su espalda llevaba una pancarta blanca con frases de ánimo. Max se preguntó cómo había conseguido Rolf camelar al orgulloso shedu para servir de valla publicitaria andante. Max suspiró al ver cómo Nolan agarraba rápidamente a Nick para evitar que saliera corriendo hacia el campo. Un par de antiguos alumnos, un tanto nerviosos, se hicieron cargo del lymrill y Nolan organizó al resto de criaturas para que pudieran ver el partido desde el césped. Monsieur Renard salió al campo y levantó los brazos para silenciar a la multitud. Max sentía el estómago revuelto. Varios miles de espectadores daban palmadas y charlaban entre sí mientras miraban los programas y relacionaban los nombres y los números con las caras. Max desvió su atención al oír la voz de Monsieur Renard, que resonó amplificada de forma mágica. —¡Señoras y señores, bienvenidos al partido de Halloween de los equipos de aprendices de Rowan! La multitud estalló en ovaciones entusiasmadas. Max vio que Nick se agitaba tanto que Nolan tuvo que retirarlo del cuidado de los antiguos alumnos. Uno de ellos frunció el ceño y al quitarse el abrigo de pelo de camello dejó a la vista las mangas desgarradas. Max se sintió un poco avergonzado y se volvió hacia Monsieur Renard, que para disfrutar con toda la atención del público ya que hacía un gesto fiorituras a los alumnos de primero. —¡Sólo hace dos meses que estos pequeños glóbulos llegaron aquí, regordetes y blandos como pedazos de mantequilla! —exclamó el profesor de Entrenamiento Físico. La multitud se rió y Max, igual que sus compañeros, se puso rojo.
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—¡No deberíais reíros! —les regañó Monsieur Renard—. Veo algunos pegotes de mantequilla entre el público. Puede que algunos necesitéis un poco de entrenamiento de emergencia —dijo con cara de póquer, dirigiendo un dedo a un grupo de mujeres rellenitas que compartían una manta de tela escocesa. Una de ellas se levantó, agitó el puño y gritó: «¡Nunca más!» para delirio de los antiguos alumnos. El profesor continuó: —Sí, sólo hace dos meses que llegaron pero como podréis comprobar, han aprendido un par de cosas. Por favor, un gran aplauso de Rowan para ellos. Max bizqueó por el sol matutino, intentando reconocer más caras mientras la multitud ofrecía una simpática ovación. —Y los de segundo curso —dijo Monsieur Renard, trotando hacia el otro equipo— . ¿Quién puede olvidarlos? Ah, ¡los «medianos» de Rowan! Tienen mi simpatía en este partido... Siempre se les considera los bribones, los villanos, los bravucones... Cuando compiten contra nuestros pobres e inocentes alumnos de primero... No es justo, ¿verdad? Los alumnos de segundo se rieron y movieron la cabeza. —Sí, bueno, aunque no sea justo, la vida es así, ¿no? —suspiró el profesor—. Buena suerte a los dos equipos. Jugad bien y comportaos como buenos deportistas. Ah, ¡y feliz Halloween a todos! La multitud aplaudió mientras sonaban las trompetas, tocadas por un cuarteto de sátiros situados en el extremo más alejado de las gradas. Max respiró profundamente y entró al trote en el estadio, uniendo su mano al resto del corro mientras Rolf animaba a la tropa. El capitán dijo algo sobre «orgullo» y «sólo tienen un año más», pero la atención de Max estaba centrada en superar los nervios. Vio que Alex Muñoz entraba en el campo con los de segundo curso, hablando con sus compañeros y luego haciendo estiramientos. Captó la mirada de Max y movió la cabeza, como con pena. El campo se retorció en cuanto Monsieur Renard sopló el silbato. Max perdió el equilibrio mientras un alumno de segundo corría con el balón y lo pasaba a un lateral. Éste intentó regatear a la defensa, buscando un hueco. Alex Muñoz corrió desde el medio campo justo a tiempo de alcanzar un pase ajustado y lanzar un tremendo disparo hacia la portería. Entonces, casi volando, apareció Rolf, que pudo despejar el balón fuera. Una vez comenzado el partido, Max se olvidó de los nervios y se centró en la acción. Jugaba en el medio campo pero Rolf le pidió que también defendiera, sabedor de que los de segundo intentarían desmoralizarlos con rapidez. El capitán tenía razón. Los mayores metieron dos goles casi seguidos a la visiblemente frustrada Cynthia que, aunque era una buena portera, no estaba acostumbrada a esos tiros tan repentinos y duros. Sin embargo, los de primero se
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recuperaron cuando uno de sus delanteros marcó un afortunado gol debido a una súbita sacudida del campo que derribó al portero del otro equipo. La multitud les animó mucho cuando los novatos casi marcan de nuevo, pero Alex le arrebató el balón a Sarah y realizó un pase largo que se transformó en otro tanto para los de segundo. Antes de que terminara la jugada, el matón se acercó a Sarah y le susurró algo al oído con gesto desagradable en su rostro. Max pensó que eso podría sacar a Sarah de sus casillas y empujarla a hacer algo no reglamentario, pero Rolf, de forma inmediata, la sustituyó por otro jugador. A pesar de su ventaja, los de segundo comenzaron a discutir entre ellos en la primera parte. A Max le dio la impresión de que a los mayores un marcador 3-1 les resultaba vergonzoso. Se criticaban o insultaban entre ellos cuando los de primero conseguían robarles el balón o hacían una buena jugada, despertando el clamor del público. Max notó un cambio definitivo cuando, al intentar controlar un balón, uno de segundo le desplazó con un codazo mientras otra jugadora se llevaba la pelota sobre unos montículos que ascendían hacia la derecha. Max iba siguiendo a la chica cuando el silbato de Monsieur Renard anunció el final de la primera parte. —No dejes que te empujen así —dijo Rolf entre jadeos, mientras caminaba al lado de Max con el resto del equipo hacia una portería—. Tienes que ser más agresivo o te voy a tener que sacar. —¡Es fútbol! —contestó Max—. Se supone que el contacto físico es mínimo. —Díselo a ellos —le replicó Rolf. Cuando comenzó la segunda mitad Max estaba seguro de que Monsieur Renard había cambiado la composición del campo. Sus movimientos eran más rápidos y los diseños eran menos predecibles. Trozos enteros subían o bajaban formando grietas y caballones. Max controló un balón con la cabeza pero cuando se disponía a correr se encontró con un muro de casi dos metros delante. Se incorporó sólo para ver cómo un defensa de segundo le quitaba el balón y se lo pasaba por encima de él a John Buckley, el capitán de los de segundo, que lo paró con el pecho, hizo un regate a un defensa lateral de primero y chutó. Cynthia no pudo hacer nada por impedirlo y la pelota se estrelló en la red. La multitud estalló en aplausos y todo el equipo de segundo abrazó a John. Cinco minutos más tarde Max estaba regateando y buscando con la mirada a Sarah, que jugaba de delantera, cuando, desde atrás, Alex le hizo una fuerte entrada, le robó el balón y corrió hacia la portería protegida por Cynthia. Amagó con un tiro a la izquierda, pero en el último momento dio un quiebro de cintura y disparó a la escuadra contraria, despistando por completo a la guardameta. Max vio con impotencia cómo el balón tocaba la red; se sentía culpable de ese gol. La voz de Monsieur Renard se oyó por todo el campo anunciando el nuevo resultado a la multitud entusiasta mientras Alex le gritaba algo a Cynthia y alzaba el puño.
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A pesar de los desesperados gritos de ánimo de Rolf, Max pensó que su equipo se estaba viniendo abajo. Estos pensamientos desaparecieron en cuanto uno de segundo dio un pase largo en dirección a John. Max se puso en acción. Se adelantó al de segundo y estaba a punto de pasar el balón a Rolf cuando notó un fuerte golpe en las piernas y cayó al césped. Un dolor agudo le atravesó de muslo a tobillo. Vio que Alex se reía mientras corría junto a John, que se dirigía hacia la portería de Cynthia. Max los miró un momento. Entonces, la presencia que bullía en su interior saltó y nació con un ímpetu increíble. Se puso de pie de un salto en el césped, apretó bien la mandíbula y fue tras ellos. Las piernas se movían cada vez con más velocidad, con el viento golpeándole con fuerza en el rostro y las camisetas de los de segundo se hacían cada vez más grandes. Recorrió el trecho en un suspiro; nunca había corrido tan deprisa. La sangre le latía dentro de la cabeza. Alex se sorprendió cuando Max le empujó con el codo, lo adelantó y se fue hacia John, hasta robarle el balón y cambiar la dirección del juego. La multitud se puso de pie mostrando una colorida mezcla de aplausos y gorras al aire, pero las ovaciones y los ánimos le parecían muy lejanos. Max estaba centrado en la bola y en la superficie ante sus pies, a la vez que localizaba la situación de sus compañeros, de sus oponentes y de sus posiciones relativas. Ahora los otros jugadores parecían aletargados; con facilidad adelantó a otro jugador de segundo que no calculó bien la distancia entre los dos y se quedó atrás jadeando mientras Max seguía corriendo, saltando como un ciervo ante un repentino montículo que acababa de aparecer en su camino. Unos segundos después, cambió de dirección de forma tan repentina que el defensa que tenía delante cayó al suelo y se dobló el tobillo. Las piernas de Max no se distinguían por la velocidad y lanzó un disparo que entró por la parte alta de la portería, inalcanzable para el guardameta. Inmediatamente después de haber chutado, Max regresó corriendo a su campo. Pasó junto a sus compañeros que intentaban felicitarle, y fue directo a donde estaba Alex, resentido y con el ceño fruncido mientras él se aproximaba. Lo empujó fuerte con un dedo en el pecho y le dijo entre jadeos: —Todo el día, Alex. Todo el día te vas a tragar esto. Alex le empujó y el capitán de su equipo lo sujetó mientras Monsieur Renard daba unos pitidos cortos y seguidos. Max pasó por alto las ovaciones de la multitud y de su equipo, corrió raudo a su posición para que el partido pudiera reanudarse. Durante el resto del juego, nadie fue capaz de detenerlo. Acosaba a los de segundo por las dos bandas; el corazón le latía con furia mientras se elevaba por montículos, daba saltos por los huecos del césped y cambiaba de dirección con una velocidad increíble. Marcó otro gol casi inmediatamente después
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del primero, forzando a los de segundo a poner varios jugadores para cubrirle. Esto permitió a Max dar estupendos pases largos a Sarah y a otros delanteros de primero, que sólo tenían que engañar al portero para marcar los goles con facilidad. El partido llegó al tiempo de descuento empatado a cinco, cuando Max le birló el balón a un jugador de segundo que parecía tenerle miedo. Ignoró el fuego que sentía en los pulmones y empezó a correr con la bola hacia el campo contrario, evitando a uno de segundo que se le vino encima desde la izquierda. Lanzando un regale elevado, se hizo un autopase por encima de Alex hacia un montículo de unos tres metros de altura. En su cabeza oía un distante clamor del público mientras pasaba como un rayo al lado de Muñoz y subía al montículo sin perder el ritmo de carrera. Sus compañeros dejaron de jugar y se quedaron mirando boquiabiertos. Max saltó desde el montículo, regateó a un defensa y se fue hacia la banda. Consiguió disparar un trallazo justo antes de que Jolin Buckley le hiciera una dura entrada lateral. El chico cayó al césped mientras seguía el recorrido del balón, que pasó como una bala cerca del portero y se estrelló en la red. John estaba tirado en la hierba, jadeando por el esfuerzo. —¡Eres un fenómeno, Max! Vales por todo un equipo, ¡uf! —respiró hondo y se tumbó de espaldas. Max le ayudó a incorporarse justo cuando Monsieur Renard pitaba para indicar el final del partido. A Max se le tiraron encima todos sus compañeros y Rolf le hizo caer al césped donde se apilaron unos encima de los otros. El profesor acudió corriendo a rescatarlo del montón, levantándolo del suelo y mirándolo de arriba abajo con una sonrisa. —Ha sido... grandioso —dijo con tranquilidad y un pequeño gesto—. Señoras y señores —prosiguió—. Creo que todos estamos de acuerdo en que acabamos de presenciar un espectáculo inesperado. Por primera vez en la historia de Rowan, los alumnos de primer curso han logrado la victoria. ¿Quién pensaba que estos monstruitos podían jugar un partido así, eh? ¡El mejor jugador del encuentro ha sido, sin duda, Max McDaniels! Max todavía jadeaba cuando la multitud rugió y se puso en pie. Sarah y Cynthia le abrazaron con fuerza mientras el resto de la clase le daba palmaditas en la espalda y le removía el pelo. Según caminaba hacia la grada casi fue derribado por Nick, que había llegado como un proyectil. Lo levantó en brazos y puso una mueca de dolor implorando a su mascota que recogiera las uñas. Nick le obedeció y movía el rabo como si fuera una maraca. Julie Teller le sonrió; lo esperaba de pie en un extremo de las gradas con la cámara en las manos.
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—¡Ha sido impresionante, Max! ¡Impresionante de verdad! —dijo atropelladamente—. ¡He hecho un montón de fotos! Date prisa y verás el partido de los antiguos alumnos. Max asintió y la saludó con un gesto, mientras corría hacia la Mansión para darse una ducha. Se agachó y dejó en el suelo a Nick, que fue tras él.
Cuando regresó a las gradas, el partido de los antiguos alumnos estaba a punto de comenzar. Llevaba puesto el uniforme del colegio y todavía le goteaba agua del pelo. Había cogido una manta gruesa para que las uñas de Nick no le molestaran mientras veían el encuentro. Se sentó en la segunda fila de la tribuna con Rolf y Connor; un insistente canto recorría la multitud «¡Coop, Coop, Coop!». Max estiró el cuello y vio a Cooper sentado en la primera fila de la tribuna abrigado con su chaquetón y sombrero. Varios de los antiguos alumnos que iban a jugar y otros espectadores intentaban sacarlo de su asiento para que jugara el partido. Cooper les ofreció una pequeña sonrisa y movió negativamente la cabeza. —Me han dicho que era un jugador genial —afirmó Rolf, que se estaba zampando un perrito caliente—. Formó parte de la selección de Rowan cuando estaba en tercer curso. Metió dos goles contra los antiguos alumnos de entonces. —El otro día lo saludé en el exterior de Maggie —farfulló Connor—. Se me quedó mirando como si estuviera mal de la cabeza. —Su función no es ser amable —dijo Rolf—. De hecho, me han dicho que es tan duro que no pertenece a una oficina territorial concreta. Va donde le necesitan. —¿Qué es una oficina territorial? —preguntó Max, dándose cuenta de que no estaba informado. —Las tenemos por todos los sitios —le explicó Rolf—. En la mayoría de las grandes ciudades del mundo. Para tener controlado al Enemigo... —¡Aquí está! —exclamó una voz a su lado. Max miró hacia abajo y vio a Hannah junto a la tribuna, ayudando a sus crías a subir hacia la fila de Max. —¡Max! ¿Cómo estás, querido? —cacareó Hannah—. ¡Por allí dicen que eres una estrella! ¡Una estrella! Bueno, mis hijitos insistieron mucho en venir a verte. ¿Te importa si se sientan contigo? Oh, eres un bombón. Los patitos saltaron por sus pies, dando picotazos a todo lo que había a su alrededor hasta que Max, con suavidad, los subió a su regazo. Con cuidado, movió a Nick hacia un lado y acurrucó a los patitos contra la espalda cálida de su mascota. Mientras tanto, Hannah había llegado bamboleándose a la valla donde se encontraba Monsieur Renard, preparado para iniciar el partido.
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—¡Eh, Renard! —gritó la oca—. ¿Este año va a ser un partido limpio? ¿O te han vuelto a comprar los antiguos alumnos?
Max y los demás rieron al ver que el profesor lanzaba a Hannah una mirada asesina y tragaba saliva. En las pausas de la presentación del partido, no dejó de proferir provocaciones y obscenidades. La multitud la coreaba y Monsieur Renard se apresuró para terminar con la ceremonia previa. El encuentro fue fenomenal. La selección de Rowan jugó de forma valiente, en especial Jason Barrett. Sin embargo, el equipo de antiguos alumnos era sencillamente imparable: su despreocupada velocidad, fuerza y agilidad eran superiores a las de los estudiantes. Como el partido estaba decidido, Max se centró en las jugadas espectaculares y no se sintió defraudado. Dos antiguos alumnos juntaron las manos y lanzaron a otro sobre una pared de unos diez metros que había aparecido de repente en medio del campo. Durante otra jugada que finalizó en gol de los antiguos alumnos, el balón atravesó todo el campo pasando de jugador a jugador sin ni siquiera tocar el suelo. —¿Cómo pueden hacer eso? —susurró Max, asombrado, mientras un antiguo alumno saltaba sobre una sima de más de doce metros sin perder el ritmo de su carrera. —Amplificación Corporal —respondió Julie Teller con toda naturalidad. Estaba a su izquierda y sacó una foto de Max con Nick y los patitos. Luego apartó la cámara y sonrió. —¿Qué? —dijo Max. Al verla, Connor casi se atraganta con el perrito caliente y de inmediato hizo hueco para que se sentara. —Amplificación Corporal —repitió—. Utilizas la energía mística para amplificar las capacidades de tu cuerpo —se sentó junto a Max y dejó que uno de los patitos se tumbara en su regazo—. Se aprende en tercer curso. Es bastante difícil. Pero sin duda, para ti será algo natural. —¿Por qué dices eso? —preguntó Max. Ella, con una risa, le tocó el brazo. Él sintió una especie de mareo. —Porque, seas o no consciente, está clarísimo que durante el partido has estado amplificando —le explicó Julie—. La mayoría de los aprendices no pueden ganar a un corredor olímpico. Deberías hablar con la señorita Boon sobre esto. Se pasaron el resto del encuentro charlando. Julie le contó una historia divertida sobre su hermano pequeño en Melbourne cuando aprendía a hacer surf. Max le contó cosas de Chicago y de su padre. Cuando ella le preguntó sobre su madre, Max simplemente musitó «Murió» y volvió la mirada hacia el campo justo cuando Monsieur Renard pitaba el final del partido. Los antiguos alumnos habían ganado
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11-3 aunque Max sospechaba que la goleada podría haber sido mucho mayor. Los dos equipos se chocaron las manos y los espectadores comenzaron a recoger las cosas y a salir de las gradas. Max saludó con la mano a Sarah y al resto de las chicas de su grupo, que se acercaban. La chica le devolvió distraída el saludo; su atención estaba centrada en Julie. —Hola, tíos —dijo Sarah—. Vamos a descansar un rato y luego nos prepararemos para esta noche. Max, ¿me puedes esperar en la escalera de las chicas a eso de las siete? —Claro —respondió él mientras dos patitos picoteaban la punta de sus dedos. —Genial. Luego nos vemos —replicó la chica. Echó una mirada rápida a Julie antes de irse con las demás. —Mmm —dijo Julie—. Creo que no le gusta que me siente contigo. —Oye, que Sarah es muy maja —respondió Max. —No he dicho que no lo sea —contestó ella al tiempo que levantaba un patito de su regazo y lo volvía a colocar junto a Max—. Nos vemos esta noche. Julie se fue corriendo hacia la Mansión en el momento en que Hannah golpeaba la valla con fuerza para terminar su discusión con Monsieur Renard. —Bueno, ¡pues tú lo mismo!— gritó mientras el profesor se alejaba murmurando en voz baja. Los patitos saltaron del regazo de Max y se fueron hacia el final de la fila para reunirse con su madre.
Al verla bajar por la escalera junto a las otras chicas, riendo y susurrando en sus uniformes formales, Max pensó que Sarah estaba guapísima. La chica había adornado su vestimenta con algunos accesorios coloridos de su país: una espiral de cobre en la muñeca, un collar de pequeñas caracolas y un broche muy vistoso de un león en la solapa. —Hola, Max —dijo con una sonrisa al llegar al último escalón. —Hola, Sarah. Eh, estás muy guapa —respondió Max discretamente, seguro de que Sir Wesley le echaría una bronca por su saludo. —Tú también. —Me encanta el broche —continuó, recordando el consejo obsesivo de su padre sobre alabar algo específico de su pareja. Max se puso rojo cuando Sarah le dio las gracias y lo tomó del brazo, dándose cuenta de repente de todos los adultos que había en el vestíbulo y de sus sonrisas.
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En el exterior, los alrededores de la Mansión se habían transformado. Habían levantado dos enormes pabellones: las lonas blancas se extendían formando unos arcos preciosos desde unos postes altos y robustos. Bajo una de las carpas había filas y filas de bandejas tapadas. Max miró con nostalgia un grupo de lápidas a escala natural fabricadas con chocolate blanco y negro que debían proceder de la pastelería del señor Babel. Había barriles y unas cestas enormes llenas de diferentes tipos de pan, manzanas, gavillas de trigo y tallos de maíz. Había cientos de calabazas huecas que servían de lámparas colocadas en grupos por el suelo o colgadas en alto iluminando los senderos y jardines. En el campo de césped, varios alumnos mayores y antiguos estudiantes habían creado fantasmas y duendes, caballeros sin cabeza, brujas que aullaban y que aparecían galopando en el cielo nocturno para disiparse después en finos jirones de humo. En el suelo de madera de la segunda carpa, antiguos alumnos bailaban con la música de una orquesta formada por estudiantes y animales de la Reserva. Un fauno especialmente esmerado tocaba un laúd y un hombrecito de piel verde inflaba los mofletes de forma desmesurada para tocar la gaita. También estaba Kettlemouth, con un pequeño sombrero en forma de calabaza, sentado y medio dormido en un cojín bordado, ignorando las súplicas exasperadas de Lucía para que cantara. —¿Qué pretende Lucía? —preguntó Max—. Es una rana. Sarah se echó a reír. —En el libro de Lucía ponía que este tipo de rana tenía fama de cantar muy bien —le explicó—. Y que sus canciones inspiran un amor apasionado... Max tragó saliva y cambió la mirada hacia Connor, que estaba mordisqueando un muslo de pavo y soltando risitas cada vez que un músico se equivocaba de nota o un antiguo alumno intentaba un paso de baile especialmente difícil. Max y Sarah se acercaron. —Hola, Connor —dijo Max—. ¡Oye!, ¿dónde está Mum? Connor se encogió de hombros. —He llamado a la puerta de su armario y ha empezado a gritar que no estaba lista todavía. Parece ser que tenía problemas con la faja. Max y Connor soltaron unas risillas; Sarah frunció el ceño. David se acercó a ellos, se notaba mucho que no se había puesto la corbata con la que se estaba peleando cuando Max le dejó para ir a encontrarse con Sarah. Los chicos charlaron y saludaron con un gesto a Bob, que deambulaba embutido en un enorme esmoquin, con su escaso cabello peinado cuidadosamente hacia atrás. La señora Richter hizo una entrada majestuosa, con un precioso chal de colores cálidos con símbolos celtas tejidos en los bordes.
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—Que no os vea así Sir Wesley, de pie en el rincón —dijo con una sonrisa—. ¡Os haría practicar «escenarios de interacción social» durante semanas! Fijó la mirada en Max para después dirigirse a todos. —Felicidades por la victoria de primer curso. Sólo he visto la primera mitad pero me han dicho que ha tenido un final espectacular. ¡Los antiguos alumnos no dejan de hablar de ello! Se estiró un poco y se dio un golpecito en la cabeza. —¡Bueno! Mientras estáis aquí, ¿alguno de vosotros podría ir a la cocina y traer algo más de pan de maíz? Queda poco y sé que Mum tenía más en el horno. La señora Richter se volvió a marchar, confiscando una botella de champán de unos alumnos de cuarto curso. —Connor, podrías ir tú —dijo Sarah—. Quizá Mum ya esté lista. —¡Oh, no! —suplicó Connor—. ¡Dijo que me encontraría! ¡No quiero encontrármela probándose la faja! —Eres imposible —le riñó Sarah, dándole la espalda para observar al fauno que entonaba una difícil melodía con el laúd. —Voy yo —se ofreció David. —¿Ves?—dijo Connor de forma deliberada a Sarah—. David va a ir. Gracias, David... Me has salvado de una visión infernal. David sonrió y recibió una palmada exagerada en el hombro, tosió de repente y se perdió entre la multitud. Los otros fueron a ver qué había de comer. Justo entonces todo se llenó de luz. Habían encendido una gran hoguera en el acantilado que miraba a la playa; veían hogueras de diez metros hechas con troncos y las llamas ascendían hasta el cielo nocturno. Todos los presentes en la fiesta gritaron con entusiasmo y se oyó el entrechocar de las copas mientras la orquesta elevaba el ritmo de la melodía. Veinte minutos más tarde, Max estaba probando el cordero y charlando con Sarah sobre el partido de fútbol cuando se detuvo repentinamente. —¿Dónde está David? —preguntó. Se volvió hacia Omar, que se encogió de hombros, parecía aburrido mordisqueando una zanahoria mientras su pareja, Cynthia, seguía a Nolan por toda la fiesta. —Vuelvo ahora mismo —le dijo Max a Sarah—. Voy a ver donde está. Sarah asintió sin decir nada, mientras la orquesta comenzaba otra canción.
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El vestíbulo estaba desierto. Max se dirigió hacia el comedor. Tras rodear la columna se quedó paralizado. David estaba tumbado en el suelo, inconsciente, rodeado de varias bandejas abolladas. También había trozos de pan de maíz que parecían esponjas amarillas. Tenía un rasguño en la mejilla y sangraba. Una de las enormes mesas de roble estaba volcada; los platos y vasos que habían dejado sobre ella se encontraban desparramados y rotos en miles de trocitos. Max miró hacia arriba y gritó. Allí estaba Mum. Se encontraba atada fuertemente a una columna con retorcidos hilos de fuego verde y dorado. Permanecía sujeta a unos tres metros del suelo y la cabeza le colgaba inerte hacia un lado. Uno de sus amplios zapatos de gala se había caído y estaba en la base de la columna. Max se dio la vuelta, comenzó a subir los escalones de dos en dos y salió corriendo por la puerta principal hasta casi chocarse con la señora Richter, que estaba posando para una foto junto a varios antiguos alumnos. —¡Señora Richter! —jadeó Max—. Señora Richter... ¡Venga deprisa! —¿Qué pasa? —preguntó girándose hacia Max justo en el momento en que se disparaba el flash. —¡En el comedor! ¡Deprisa! —Max resolló y volvió a correr hacia el interior.
La directora abarcó toda la escena con una mirada. Max se arrodilló junto a David, que respiraba con dificultad, con los extraños silbidos de siempre saliendo por su nariz. —Apártate de él —le ordenó la señora Richter con voz tranquila pero firme. Max se puso de pie y retrocedió hasta una de las paredes. Mientras caminaba con decisión hacia el chico inconsciente, la señora Richter elevó su mano izquierda y la cuerda verde y dorada que ataba a Mum se deshizo en motas de luz. La bajó hasta el suelo, donde se quedó desplomada en un montón flácido junto a su zapato. La directora se inclinó sobre David, sostuvo la cabeza con sus manos y susurró suavemente. El chico gimió un poco y comenzó a revolverse. Ella volvió a susurrar y él abrió los ojos, parpadeando hacia la señora Richter. —¡Mum me atacó! —dijo con voz apagada y con los ojos muy abiertos—. Sólo quería apartarla de mí. No la he matado, ¿verdad? La señora Richter movió negativamente la cabeza e hizo un gesto de silencio con un dedo sobre los labios.
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Con otro ligero movimiento de la mano, colocó la pesada mesa en su lugar y recogió todos los platos rotos y los trozos de pan en un montoncito cerca de la puerta de la cocina. Una silla se deslizó por el suelo hacia ella. A instancias de la directora, Max le ayudó a levantar a David y sentarlo. Éste no dejaba de pestañear mirando a Mum, que todavía yacía inconsciente. Max aguantó la respiración mientras la señora Richter se agachaba sobre la bruja y elevaba su barbilla. La pierna de Mum se movió de repente y se despertó con un grito. Vio a David y volvió a aullar, se puso de pie y se escondió llorando detrás de la columna. —¡Esa cosa es peligrosa!—gritó. —¿De verdad? —dijo la señora Richter—. Él dice que fuiste tu quien le atacó, y creo sinceramente que tiene razón. Se produjo un largo silencio. Al fin, se oyó la voz de Mum, triste y desesperada. —Pensaba que era un presente para Mum: un pequeño y jugoso chico para la noche de Halloween. ¡Creía que era un regalito! —¿Por qué diablos pensabas eso? —saltó la señora Richter—. Aquí todos estamos prohibidos, Mum. Se te ha dicho miles veces. —¡Pero ése no! —gritó—. ¡Mum se puede comer a ése! De repente Max recordó el día en que los alumnos de primer habían conocido a Mum. David había salido corriendo al ver a Bob y se había escondido en la despensa. No lo había visto salir. —Señora Richter, creo que David no pasó por la ceremonia de husmeo... Creo que estaba escondido. —¡Dios mío! —exclamó la directora—. David, ¿es cierto eso? Éste sólo parpadeó con aspecto adormilado. —Mum, ven aquí y olfatea a este chico rápidamente —le ordenó la directora. Mum asomó la cabeza y miró desde detrás de la columna antes de salir. Se detuvo junto a David. Levantó temblando el brazo del chico hasta su nariz, mirándole de reojo mientras le olfateaba. Por último, dijo «Ya está» y se fue arrastrando los pies, apesadumbrada, hacia la cocina. Max escuchó el portazo de su armario al cerrarse. —Tal vez nos tendremos que plantear su permanencia entre nosotros —se dijo la señora Richter a sí misma frunciendo el ceño. De repente se dio la vuelta hacia Max y le puso una cálida mano en la mejilla—. Hiciste bien en venir a buscarme, Max —le aseguró—. David se pondrá bien. Voy a llevarlo a su habitación; tú vuelve a la fiesta. Di a los demás que se encuentra mal. Max asintió y volvió a subir las escaleras.
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La fiesta estaba en pleno apogeo, con la gente bailando y cantando bajo una luna en cuarto creciente. Se encontró a Sarah y Omar hablando cerca de la carpa de baile. Ella lo miró con curiosidad. —¿Dónde está David? —le preguntó—. ¿Cómo has tardado tanto tiempo? —Está enfermo —explicó Max—. Se ha ido a la cama. Omar observó la expresión de Sarah y se retiró justo en el momento en el que aparecía Connor. —¿Alguien ha visto a Mum? —preguntó—. Me aterra pensar lo que hará si cree que he pasado de ella. —No va a venir —Max suspiró—. La he oído en su armario. No vendrá. —¿De verdad? —dijo Connor alegrando la cara. —Sí —confirmó Max, indicándole con la mirada que dejara de hablar del tema. —¡Fantástico! Tal vez ahora ya pueda sacar a esa preciosidad de segundo a bailar conmigo —exclamó Connor al tiempo que examinaba la multitud. —Los chicos sois ridículos —dijo entre dientes Sarah y se alejó resuelta. Max miró indefenso a Connor y corrió tras ella. —Sarah —la llamó—, espera. ¿Qué pasa? —¿Sabes lo que pasa? —dijo, dándose la vuelta con rapidez, con los ojos brillantes—. He estado media hora esperando como una tonta para mi primer baile. ¡Si no querías venir conmigo no tendrías que habérmelo pedido! —¿Qué? —exclamó Max—. Estaba cuidando de David... Estaba enfermo. —Ya —replicó Sarah con desdén—. Sé que sólo me pediste que viniera contigo al baile porque las demás chicas te obligaron. Sé que hubieras preferido a Julie Teller — gritó imitando burlonamente la sonrisa y el gesto de arreglarse el pelo de Julie. —Sarah... —¡Déjame en paz! Debería haber venido con John Buckley. ¡Es más educado! La cara de Max se sonrojó. —¡Pues haberlo hecho! —dijo bruscamente. Se marchó de forma precipitada, rodeó la Mansión y se dirigió hacia el huerto y el sendero que le conduciría a la Reserva. Podría dar de comer a Nick más temprano, pensó. Se desató la corbata y tuvo tentaciones de dar una patada a una calabaza. La luz y las risas de la fiesta se fueron apagando. Volvió la vista atrás para ver si Sarah lo seguía; no había nadie excepto cientos de calabazas iluminadas y sonrientes. Las hojas crujían bajo sus pies. Max se detuvo al ver una tenue luz en el sendero lateral en el que David había escondido una moneda el primer día. La luz bajó de
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intensidad para transformarse en una llamita y luego aumentó de nuevo convirtiéndose en una gran llama blanca. Escuchó un ligero sonido de risas, como si unos niños cantaran en la lejanía. Giró la cabeza, hacia la Mansión. La música no procedía de la fiesta. Apartó una rama baja y se metió en el sendero lateral. Comenzó a seguir la luz que parecía internarse en el bosque. —Yo no lo haría si fuese tú —le dijo entre dientes una voz cercana. Max sofocó un grito al ver una figura que salía de las sombras, con un ojo blanco y ciego que reflejaba un rayo de luna. En apariencia, el cuerpo del hombre podría haber sido perfectamente una sombra que cambiaba de forma y se mezclaba con el fondo. Pero ahora su cara era visible con claridad, más desgastada y demacrada que la última vez que Max la había visto en el aeropuerto. Parecía como si no hubiera dormido durante varias noches; llevaba una barba de tres días. Su expresión era adusta y amenazante. Se enderezó del todo y dio un paso hacia adelante, dejando deslizar una mochila del hombro. —Hola, Max —susurró con el mismo acento extraño que el chico había oído en el museo—. Tengo algo para ti. Max se dio la vuelta y salió disparado por el sendero hacia la Mansión, pero antes de que hubiera dado tres zancadas algo lo levantó del suelo. Una mano le tapaba con fuerza la boca y la voz apremiante del hombre le susurró en el oído: —¡Shhh! ¡No soy el Enemigo! Estoy aquí para ayudarte. ¿Me puedes escuchar? ¿Puedes prestarme atención sin gritar? Max asintió y dejó de luchar. Tan pronto como tocó el suelo y sintió que el hombre no lo sujetaba con fuerza, le dio un codazo en el estómago y se revolvió como un loco para liberarse. El otro jadeó pero lo sujetaba con manos de hierro. Max volvió a elevarse del suelo y esta vez se sentía agarrado con tanta fuerza que cualquier resistencia era inútil. —Entiendo que estés asustado —dijo entre dientes el hombre—. Pero si verdaderamente quisiera hacerte daño ya lo habría hecho, ¿lo entiendes? Max asintió al ojo blanco que estaba a pocos centímetros y aflojó los brazos. El extraño tardó un momento antes de bajarle otra vez al suelo. —Eres un guerrero —refunfuñó—. Pero supongo que eso ya lo sabíamos. Max no dijo nada y miró al hombre con cautela. La luz y los sonidos del bosque se habían esfumado. —¿Qué era todo eso? —preguntó el chico señalando el bosque.
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—No lo sé —replicó él con sencillez haciendo un gesto a Max para que bajara la voz—. Pero sé que Rowan es un sitio extraño y que es conveniente que los insensatos aprendices no sigan el rastro de risas misteriosas la noche de Halloween. Max tembló, mirando de reojo al bosque, que ahora estaba curo y silencioso. —¿Cómo sabe eso de Rowan? —preguntó con desconfianza—. ¿Cómo ha entrado en el campus? —Las dos preguntas tienen una misma respuesta. Fui alumno de Rowan. Como todos los alumnos curiosos sé unos cuantos de sus secretos. Max miró hacia la Mansión. —No voy a hacerte daño —volvió a susurrar el otro. —No —dijo el chico—, ya lo sé. Pero es que... me advirtieron sobre usted. Nadie me dijo que había sido un alumno. El hombre le entregó la libreta de dibujo negra que se había dejado en el Instituto de Arte. Max pasó las manos por la cubierta y la abrió para ver el boceto que estaba dibujando cuando él entró en la sala. Se puso la libreta bajo el brazo. —¿Por qué me perseguía aquel día? —preguntó. El hombre miró a su alrededor con rapidez y le volvió a hacer un gesto para que hablara más bajo. —Tengo cierta capacidad de clarividencia —dijo, dirigiendo un ademán indiferente al ojo blanco que Max encontraba tan inquietante—. Sabía que tenía que estar en Chicago y subir a ese tren pero no sabía por qué. Entonces te vi. Max recordaba el terrible momento en que el ojo del hombre se clavó en su mirada. —Posees un aura muy potente, Max. Te seguí porque claramente eras uno de nuestros jóvenes y estos jóvenes en los últimos tiempos han estado desapareciendo. Max giró su cabeza con rapidez al escuchar un estallido de ovaciones procedentes de la fiesta. —Aquel día tú y tu padre corristeis más peligro del que crees. El Enemigo está muy activo en los museos. Están buscando unos cuadros específicos y unos chicos especiales y podían haber encontrado ambas cosas ese día. El chico estaba atónito. —¿Estuvo en mi casa? —tartamudeó—. ¿Se encontraba en el piso de arriba? El enigmático individuo movió la cabeza. —Cuando llegué, vi al Enemigo escapando por los callejones. Pensé que te habían abducido y los perseguí —dijo el hombre—. Pero me despistaron. Cuando regresé, tu
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casa estaba fuertemente vigilada. Siento no haber podido llegar antes... Pocas veces puedo tomar el camino más rápido. —¿Y en el aeropuerto? —replicó Max entre dientes, con impaciencia, con una mezcla de sentimientos encontrados fluyendo en su interior. —El Enemigo te estaba esperando tras esas puertas. Sabía que al verme buscaríais otra forma de salir. —¿Qué quiere decir?, ¿que aquel día me salvó? —susurró Max. El hombre sonrió por vez primera, sus rasgos afilados se suavizaron durante un instante en una expresión amable. —Tú harás lo mismo por mí alguna vez, ¿no? De repente frunció el ceño y se agachó. —Tengo que irme —susurró—. Ya vienen. Se adentró silenciosamente en la oscuridad; todo su cuerpo se cubrió de pinturas de camuflaje. Sólo era visible la cara. —¿Volveré a verte? —susurró Max—. ¿Cómo te llamas? El hombre asintió y ofreció una sonrisita irónica. —Puedes llamarme Ronin. La cara desapareció. Un momento después Max gritó asustado cuando vio aparecer a su lado a Cooper. El agente portaba un cuchillo largo y siniestro de metal gris. El chico comenzó a hablar pero Cooper levantó la mano de inmediato para pedirle silencio. Tenía la mirada fija en el bosque. Esperaron unos minutos en completo sigilo antes de que Cooper volviera a guardar el cuchillo en su funda. Miró a Max. Su voz era profunda y tranquila, con un ligero acento londinense. —Hace un momento estabas hablando. ¿Con quién hablabas? —Con n-n-nadie —tartamudeó Max; se acababa de dar cuenta de que Cooper podía hablar. La respuesta del agente fue rotunda e inmediata. —Estás mintiendo. —¿Qué? He tenido una discusión en la fiesta y he venido aquí para tranquilizarme un rato. Cooper le miró fijamente durante un momento. Sacó despacio el cuchillo de la funda y se desvió del sendero justo por donde hacía unos instantes se había ido Ronin. —Vete adentro.
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El agente dio la orden sin alterar la voz, con suavidad, antes de desaparecer por completo.
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Prisiones secretas
M
ax tensó las pantorrillas un momento y examinó la habitación. Un círculo verde brillante apareció en el suelo a unos dos metros de distancia. Saltó dentro, teniendo cuidado de mantener los pies dentro del perímetro. Una bola pesada del tamaño de un pequeño melón silbó hacia su cabeza; gracias a la visión periférica la vio justo a tiempo de agacharse. Un círculo verde más pequeño surgió a su derecha; Max saltó de lado y aterrizó sobre la punta de los pies, desviando otra bola de un manotazo. Inmediatamente otro círculo asomó más adelante; éste se movía y era más pequeño que un plato. Saltó hacia delante y aterrizó dentro del círculo con un pie pero pronto tuvo que pivotar para desviar con una patada otra bola pequeña y dura que venía disparada hacia él por la espalda. Una vez que Max hubo terminado el escenario, secó el sudor de su frente y se dirigió a la puerta. El señor Vincenti estaba de pie en el exterior, junto a la salida, observando la pantalla. —Mmm —musitó, pasando una mano por la barba blanca y recortada con esmero—. Has conseguido más de cuarenta en los últimos seis escenarios, Max. Max sonrió y cogió la toalla que había dejado colgada del pomo. —También puedo observar que evitas los escenarios basados en estrategia — murmuró el señor Vincenti, pasando varias pantallas—. Eso tiene que cambiar. —Es que no me divierten —jadeó Max. —¿No te divierten o es que no se te dan tan bien? —dijo el señor Vincenti, al tiempo que arqueaba las cejas y apagaba la pantalla—. Ven conmigo, Max, me gustaría decirte algo. Varios alumnos mayores los saludaron con gestos y les desearon felices vacaciones mientras Max y el señor Vincenti caminaban por el sendero en dirección a la Mansión charlando animadamente. El aire frío producía un cosquilleo en la nariz del chico y una vez que llegaron al claro, se dio cuenta de lo diferente que era Rowan en invierno: el Viejo Tom y Maggie bajo capas de nieve, el bosque oscuro sin hojas y el océano con las olas frías y grises. Max observó el cielo gris plomizo cargado de futuras nevadas y luego las luces festivas blancas que adornaban los setos y ventanas de la Mansión.
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—¿Qué tal han ido los exámenes finales? —le preguntó el señor Vincenti mientras subían la escalera. —Creo que bien —dijo Max a la vez que dirigía un gesto de despedida a los alumnos que se estaban yendo. Excepto David, todos sus amigos se habían marchado ya—. Matemáticas y Mística han sido difíciles. No hice mal el de Estrategia, aunque creo que la parte de Lógica me salió al revés... —¿Y qué tal Etiqueta? —preguntó el señor Vincenti mientras llevaba a Max a una pequeña sala de estar junto al vestíbulo. —Ni idea. Todo eso me parece un poco tonto. —No lo es —replicó el tutor, moviendo la cabeza y haciéndole un gesto para que se sentara—. Hombre, ya sé que Sir Wesley puede ser demasiado pero saber actuar en una situación determinada es una habilidad muy valiosa. La necesitarás si alguna vez decides ser un agente... y estoy seguro de que te lo pedirán de rodillas en un futuro. Bueno, he solicitado informes a todos los profesores sobre mis tutorandos, por si alguno podía suspender el curso. Por ahora parece que estás a salvo. El señor Vincenti se hundió en un sillón mullido y se dio unos golpecitos con los dedos en la rodilla. Parecía apagado y titubeante, algo poco habitual en él. Max escuchó el tictac del pequeño reloj de la repisa hasta que su tutor se decidió a hablar. —Max, no sé cómo decirte esto... A Max le invadió una calma helada. Bajó la mirada a sus zapatos empapados. La conversación en la que le informaron de la desaparición de su madre había comenzado de manera parecida. —¿Qué pasa? —farfulló—. Por favor, dígamelo. Ya sé que no es nada bueno. —No creemos que debas viajar a casa por vacaciones —dijo el señor Vincenti con un suspiro—. Creemos que es mejor que permanezcas en Rowan. Max no contestó nada durante unos segundos, simplemente se quedó mirando al profesor. —¿Por qué? —preguntó al fin, intentando no perder la calma. —Ya sabes por qué —fue la respuesta—. Pensamos que podría ser peligroso. Es por tu propio bien. —¿Y qué pasa con los otros? —soltó Max, al tiempo que se ponía de pie—. ¡Ellos sí que pueden ir a su casa! —Ellos no son tú —replicó el señor Vincenti con dulzura—. No han sido identificados por el Enemigo. El Enemigo no sabe dónde viven... —¿Ha tomado usted esta decisión? —le preguntó Max sin alterarse. —No, Max, es una decisión de la directora...
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Max frunció el ceño y salió disparado de la sala. En el vestíbulo miró los equipajes amontonados junto a la puerta, entonces se encaminó pesadamente por el pasillo hacia el despacho de la señora Richter. Abrió sin pedir permiso, con la cara hirviendo. —¿Por qué me obliga a quedarme aquí? —gritó. La señora Richter estaba sentada ante su escritorio; lo miraba sin parpadear con las manos dobladas bajo su barbilla. —Por favor, baja la voz y siéntate —dijo con suavidad. Max se quedó de pie junto a la puerta, resollando y mirando las volutas de vapor que despedía una taza de té que había sobre la mesa de la directora. En el exterior volvía a nevar. —No puede obligarme a permanecer aquí —dijo Max al fin, esforzándose por evitar todo rastro de ira en su voz. El rostro de la señora Richter parecía muy cansado y un poco triste. —Por favor, Max, siéntate —respondió—. Me gustaría hablarlo contigo. —Entonces, ¿por qué ha mandado al señor Vincenti? —preguntó Max, volviendo a sentir la furia en su interior. —Porque tenía una reunión muy importante que no podía ser aplazada. Siéntate, por favor. Max vio un trocito de nieve derretirse sobre la alfombra color crema de la habitación; en el exterior de la oficina de la directora se podían observar huellas superficiales sobre la nieve. —¿Por qué no han entrado por la puerta principal? —preguntó—. ¿Qué es tan secreto? Casi cayó en la tentación de decirle que sabía todo sobre los potenciales perdidos, y que no era tan inteligente como creía. —Entiendo que estés enfadado —dijo con cansancio—. Si quieres seguir de pie y gritando, puedes hacerlo. O puedes sentarte y obtener respuestas a tus preguntas. Max escuchó unos pasos a su espalda; el señor Vincenti entró en la habitación, con las manos en los bolsillos. —Lo siento, Gabrielle —dijo. —Ah, no pasa nada, Joseph... Lo entiendo perfectamente. Siéntate, por favor, a ver si entre los dos podemos convencer a Max para que nos escuche. El chico les miró enfadado, allí sentados, tan tranquilos y compuestos. Respiró hondo y se sentó en el borde de la silla. —Tengo que ir a ver a mi padre —alegó—. Me necesita.
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—Nada me gustaría más que que pudieras ir a tu casa —dijo la señora Richter dulcemente—. Es la verdad, Max. Me rompe el corazón separar a un chico de su familia... ya sea en vacaciones o en otro momento. Siento que no hayamos podido decírtelo antes, pero el hecho es que estábamos barajando opciones para que esa visita fuera posible. Pero lamento tener que decirte que no existe opción alguna. —No va a pasar nada —replicó Max—. Puede colocar a un agente en mi casa... La señora Richter negó con la cabeza. —Te lo voy a decir con claridad, Max, para que lo entiendas y podamos resolver este asunto —dijo la directora. Tenía una expresión adusta y la suavidad había desaparecido de su voz—. Hemos analizado y discutido esta situación en profundidad. Es muy posible que pasara algo. El Enemigo iría a por ti, y no sólo «la señora Millen» y quienquiera que estuviera en tu casa ese día. Se necesitaría un enorme despliegue de fuerzas para garantizar tu seguridad y, simplemente, no puedo permitírmelo en estos momentos. Estarías en peligro tú, tu padre y muchos otros en potencia. Para mí es una decisión desagradable pero ya la he tomado. Max escuchó con atención, sopesando cada palabra antes de hablar. —¿Mi padre correría algún peligro? —preguntó. —Sí, Max. Siento tener que decirte que sí —contestó la señora Richter con tono dulce otra vez. Max bajó la cabeza; cuando habló, tenía la voz tranquila y empapada de lágrimas. —Así que soy un prisionero. ¡Ni siquiera puedo volver a casa! —Oh, Max —dijo el señor Vincenti, dándole una palmad en el hombro—. Ya verás como no está tan mal. No vas a ser el único alumno que se quede aquí en vacaciones, y todos juntos podemos celebrar las Navidades en la Reserva. Max ignoró el comentario del tutor y desvió la mirada hacia un diploma que colgaba de una pared, por encima del hombro de la señora Richter. Mantuvo la voz tranquila mientras hablaba. —¿Qué mentira tengo que contarle a mi padre? La señora Richter suspiró y puso las manos boca abajo en la mesa. —Que has suspendido el examen final de Matemáticas y que necesitas recuperar varias clases si quieres evitar pasarte el verano aquí —respondió. Max se mordió los labios y asintió. Sentía ganas de destrozar los brazos de la frágil silla al levantarse para irse. Se detuvo en la puerta. —Pero el verano también lo voy a pasar aquí, ¿no? —preguntó, mirando hacia el pasillo que llevaba al vestíbulo. —Espero que ésa sea tu decisión, Max, y no la mía.
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Mum y Bob estaban en la cocina troceando verduras para la sopa cuando Max entró para llamar por teléfono. Mum tarareaba alegremente mientras trabajaba pero el ceño marcado de Bob sugería que sabía la razón por la que el chico estaba allí. El ogro se limpió las manos en el delantal y susurró algo al oído de Mum al tiempo que se la llevaba fuera de la cocina. El padre de Max respondió al segundo timbrazo. —¿Estás ocupado, papá? Siento tener que molestarte en la oficina. —No, no, no... ¡Me encanta que me llames! De hecho, te deben estar zumbando los oídos, porque el señor Lukens y yo estábamos hablando precisamente de ti. Le dije que ibas a venir de vacaciones de Rowan... ¡y casi se le cae la taza de café! —Estás bromeando —dijo Max, mientras deslizaba el cuerpo para sentarse en el suelo, junto a un saco grande de patatas. —No —respondió su padre, emocionado—. Se ha quedado muy impresionado... Me ha dicho que Rowan es un sitio muy exclusivo y que tiene una sobrina que está interesada en entrar allí, ¿a que es fantástico? —Genial. —Ah, y otra cosa —continuó su padre, bajando la voz—. Quiere hablar contigo sobre eso en su fiesta de Navidad... ¡y a esa juerga sólo invita a los gerifaltes! Max comenzó a golpear con suavidad la pared a su espalda con la cabeza: deseaba que la línea telefónica se cortara. —Papá, tengo malas noticias... —¿Qué pasa? —preguntó su padre, enfriando el entusiasmo de su voz—. ¿Va todo bien? —No —dijo Max, bajando la cabeza entre las rodillas—. He suspendido el examen final de Matemáticas... Me han quedado las mates. Una risa de alivio estalló en el auricular. —¡Caramba! ¡Casi me da un ataque cardíaco! ¿Sólo es eso? Max, yo suspendí Algebra dos veces antes de ser capaz de entender algo... —No, papá... No lo entiendes. Tengo que quedarme aquí estas vacaciones... Si no, voy a suspender y entonces me tendría que quedar en verano. Se produjo una pausa larga en el otro extremo de la línea; Max se preparó para lo que se avecinaba. —¿Qué?—exclamó Scott McDaniels—. ¿Quieres decir que no vas a venir en Navidad? —Sí. Lo siento... —Dile a alguien del colegio que se ponga al teléfono.
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Max se estremeció al escuchar esas rápidas palabras escupidas como balas. De forma reflexiva, estiró el cuello para ver si había algún adulto. Aguantó la respiración un momento, repitiéndose una y otra vez que era lo mejor para la seguridad de su padre. —Ahora mismo no hay nadie, papá —dijo con tranquilidad—. Puedo pedir que alguien te llame. —¡Nunca había oído nada igual! ¿Qué valores tienen ahí? ¡No dejar que un niño vuelva con su familia porque no sabe resolver unos problemas! Se produjo una larga pausa antes de que la voz de su padre se calmara del todo. —Max, quiero que hagas el equipaje. Te recogeré en el aeropuerto como habíamos quedado... —No, papá... —le rogó Max. —Dejo el coche en el aparcamiento y nos vemos en... —Papá, ¡no voy a ir a casa! —dijo bruscamente, con toda la frustración y culpabilidad explotando. —¿No quieres venir? Max, soy tu padre... ¡No me importa si has suspendido todos los malditos exámenes! ¡Voy a pasar las Navidades con mi hijo! Los Lukens nos han invitado a su fiesta... —¡Ah! ¡Eso es genial para el negocio! —soltó Max de forma ruda. —¿Qué quieres decir? —preguntó su padre con un tono herido—. Ya he puesto los calcetines y... —¿Has puesto el calcetín de mamá? —le interrumpió Max. —¿Qué? —¡Que si has vuelto a poner el calcetín de mamá!
—¡Sí! Sí que he puesto el calcetín de tu madre —respondió su padre a la defensiva—. ¿Qué tiene eso que ver con...? —¡Está muerta, papá! —gritó Max—. ¡Deja de poner su calcetín! ¡Deja de meter lápiz de labios, bombones y joyas en ese estúpido calcetín! ¡Mamá está MUERTA! Max escuchó sus propias palabras resonar en la cocina cavernosa. Cerró los ojos mientras se hacía un ovillo, lleno de vergüenza. Se preparó para un torrente de palabras violentas, pero en vez de eso, la voz de su padre sonó muy fría y distante. —Eres mi hijo y te quiero mucho. Haz las maletas. Te recogeré allí mismo mañana al mediodía. Dile al profesor o a quienquiera que te retenga que si intentan impedírmelo llamaré a la policía. Oyó cómo su padre colgaba el auricular antes de que la línea se cortara. Max tenía la mente y los sentimientos atontados. Despacio, se levantó y colgó el teléfono.
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—¡Guau! ¡Ésa sí que ha sido una gorda! —exclamó Mum con un brillo excitado en la mirada. La bruja atisbo desde una esquina en la que había estado mordisqueando una zanahoria sin pelar—. Yo creía que las grescas con mi hermana eran de ordago, pero esto lo supera con creces. Max no dijo nada y caminó hacia ella como un zombi. La mueca torcida de Mum se evaporó a medida que él se acercaba. El chico se agachó, porque era mucho más alto que ella, y le dio un abrazo sin tener en cuenta su espalda cheposa, la blusa sudada y el pelo que olía a agua de fregar. La bruja se estiró al sentir que Max temblaba y apretaba la mejilla contra su hombro. Un momento después, él sintió el abrazo de sus cortos y gruesos brazos. —Shhh... No pasa nada, cariño —dijo Mum. Max levantó la cabeza y se encontró con unos ojos rojos y acuosos que al pestañear dejaban escapar unas lágrimas. —No has perdido un padre, bombón —cacareó—. ¡Has ganado una Mum! La bruja comenzó inmediatamente a pellizcarle en el brazo y a buscar algo con urgencia por toda la cocina. —Tenemos que darte algo de comer... ¡Eso es lo que hay que hacer! Ése es el mejor truco... Una panza llena para espantar las pringosas pamplinas. ¡Tres jamones y un repollo y mañana será otro día! La bruja apretó la mano de Max y de repente salió corriendo hacia la despensa de la carne, tarareando con alegría mientras comenzaba a sacar jamones. El señor Vincenti estaba esperando en el comedor cuando Max salió de la cocina. —Mi padre dice que va a venir a recogerme mañana al mediodía —dijo Max mientras pasaba ante el profesor y empezaba a subillas escaleras—. Dice que llamará a la policía si hay algún problema. Espero que usted y la señora Richter sepan solucionarlo... Yo me voy a mi habitación y quiero que me dejen en paz.
Su compañero de cuarto estaba observando las estrellas más allá del cristal, anotando cosas en un cuaderno, cuando Max entró y se tumbó en la cama. —¿Qué te pasa? —preguntó David. Caminaba por el mirador, zigzagueando entre los libros y maquetas astronómicas que había en el suelo, y se sentó en una pequeña alfombra cercana a la cama de Max. —Todo va mal. La señora Richter no me deja ir a casa por vacaciones. —¿Por qué no? —preguntó David—. ¿No te espera tu padre? Max dudó. Había prometido a Nigel y a la señora Richter que no contaría nada a nadie sobre su encuentro con la señora Millen. Pero la imagen de su padre, de pie
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frente a la chimenea ante tres calcetines vacíos le vino a la cabeza. Se sentó, con la mirada llena de furia. Durante la siguiente hora le contó todo a David. Las maravillas y los horrores salían de su boca como agua de un grifo roto; le contó lo del tapiz y lo de Ronin, le habló de la señora Millen y de la conversación que escuchó sin querer sobre los potenciales perdidos y los cuadros robados. David apenas dijo nada mientras Max hablaba; simplemente se abrazó las rodillas y escuchó con mucha atención hasta que terminó. —Bueno, ahora todo tiene ya más sentido —dijo al fin David—. Están ocurriendo cosas muy importantes —prosiguió con sencillez—. O están a punto de ocurrir. Está escrito hace tiempo ahí arriba —afirmó mientras señalaba las pequeñas constelaciones que parpadeaban en el cielo—. Siento mucho que no puedas ir a casa, pero por lo menos tendré compañía durante las vacaciones. Max le miró fijamente. —¿Y por qué no vas tú a tu casa? La sonrisa se borró de la cara del chico; bajó las escaleras y recogió un pequeño taco de cartas. Max reconoció la caligrafía de David en los sobres. Todas y cada una tenían el sello de DEVUELTO. La voz de David era tranquila y suave. —Mi madre se ha cambiado de casa. —¿Y dónde se ha ido? —preguntó Max. —No lo sé... No ha dejado ninguna dirección. Max se sentó y David comenzó a toser. —Sabía que lo haría —continuó cuando dejó de toser—. Sabía que se iría en cuanto estuviera segura de que yo tenía un sitio donde vivir. Sólo estábamos los dos y ella no tenía tiempo para cuidarme... No estaba muy bien. Volvió a poner la goma elástica alrededor de las cartas y Max miró el pequeño paquete de sobres. El sentimiento de injusticia e indignación sobre su propia situación comenzó a disminuir. —Lo siento, David. —No pasa nada —respondió—. La señora Richter me dijo que podía considerar Rowan como mi casa, pero no tenía necesidad de decírmelo. Ya lo había hecho. Siento que no puedas pasar las Navidades con tu padre, pero la señora Richter tiene toda la razón... Si te quedas aquí, probablemente los dos estaréis más seguros hasta que puedan resolver la situación —volvió a mirar la cúpula de cristal—. Hay algunas cosas que yo tampoco he resuelto todavía. —¿Cómo qué? —preguntó Max, poniendo las piernas sobre la cama.
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—Todo lo que me has contado cobra sentido basándome en lo que puedo ver. Pero ¿no dijo la señora Richter que Astaroth había sido derrotado? —Sí —respondió Max con inquietud. Se levantó y observó la cúpula de cristal. Vio una luna, puntos blancos y unas constelaciones preciosas. Sin embargo David parecía leer todo aquello como un libro, un libro muy importante. —Su símbolo está por todas partes —dijo David en voz baja—. Es posible que Astaroth esté derrotado pero no creo que haya sido destruido.
El señor McDaniels no llegó a Rowan el día siguiente; ni la policía vino a devolver a Max a su padre. En vez de eso, el chico recibió una llamada telefónica en la que su alegre padre le expresaba todo su apoyo y su sincero pesar por tener que pasar las vacaciones en Rowan. Le aseguró que había enviado sus regalos por correo urgente y que lo tendría presente cada minuto. Esa misma mañana, más tarde, Max se encontró con el señor Vincenti en el comedor; su tutor estaba terminando de almorzar y hojeaba el periódico. En la portada, Max vio que habían robado otro cuadro. —¿Has hablado con tu padre? —preguntó el señor Vincenti. —Sí —dijo Max todavía desconcertado por la conversación— Todo se ha arreglado. ¿Qué han hecho? El tutor dobló el periódico y suspiró. —Tuvimos que influir un poco en su memoria y en sus sentimientos —respondió, y al ver la cara que ponía Max, añadió con rapidez—: No lo que siente por ti... Sólo sobre la idea de que pasaras las vacaciones aquí. Nos ha costado bastante; te quiere mucho. La extraña conversación dejó a Max con una mezcla de emociones. Por una parte se sentía aliviado de que su padre pareciera no recordar las cosas horribles que Max había dicho; por otra, era inquietante que una intervención supuestamente mínima pudiera alterar la actitud y memoria de su padre. Intentó olvidarse de ello y pasó la mano por la baranda adornada para la Navidad con muérdago y acebo. David estaba en el vestíbulo, poniéndose la bufanda. —Voy a dar de comer a Maya —dijo—. ¿Te vienes? Unos minutos más tarde, los dos andaban aplastando la nieve camino de la Reserva. Había nevado toda la noche y todo estaba cubierto por un espeso manto blanco.
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El Pabellón Cálido era muy acogedor en invierno. La luz del sol entraba por las ventanas situadas en lo alto de las paredes y el edificio olía a heno fresco y a madera lijada. Nick estaba profundamente dormido, pero no así Maya. Como correspondía a una gacela plateada, caminaba en círculos elegantemente mientras David pedía una cajita de alimento al cubo de comidas. Cuando David abrió la puerta, Maya pasó junto a él y se dirigió directamente a Max. Apoyó su suave cabeza plateada en su cintura y le miró con unos ojos que parecían almendras fundidas en oro. El chico se sintió mucho mejor; el cansancio y la pena se evaporaron y en su lugar le invadió una sensación de calma y bienestar. —¿Puedes volver a decirme qué es Maya exactamente? —preguntó Max en voz baja, mientras acariciaba sus orejas. —Es una ulu —dijo David al tiempo que conducía a Max y a Maya hacia la puerta—. Transmiten tranquilidad y comprensión. Puede que sea la última de su especie... Casi se extinguieron en el siglo XIX porque su piel y sus cuernos son preciosos y se dice que su sangre permite aprender cualquier idioma. Coleccionistas, estudiosos y científicos... todos las querían. Max no se lo podía creer, no podía imaginar a nadie que ansiara cazar o herir o matar a un animal tan elegante y generoso. Maya tembló un poco al pisar la nieve con cautela, antes de meter la cabeza en la caja de hierba y frutas. Cuando terminó, David y Max dieron un largo paseo con ella por la Reserva, por senderos que este último nunca había pisado antes. Se adentraron en la profundidad del bosque, escucharon el goteo del agua y los extraños sonidos que emitían las aves. De repente un montón de nieve se desprendió de una ladera. Max miró hacia arriba y se quedó sin respiración. YaYa estaba tumbada en un saliente elevado desde donde podía ver el sendero. Su cara negra de leona estaba manchada de sangre seca y su cuerpo despedía vapor; detrás de ella, en un revoltijo de nieve rosada, se veía la pezuña de un animal muy grande. YaYa los miró, olfateando el aire frío. Max se vio reflejado en sus enormes ojos perlados mientras ella hablaba con esa extraña voz que parecía la de varias mujeres a la vez. —Saludos de solsticio, Maya. Hola, chicos. Agachó el cuerno roto de su cabeza a modo de saludo. —Hola, YaYa —dijo David—. Esperaba verte. Max miró incrédulo a su compañero; no le había comentado nada. —¿Sí, chico? Permíteme que baje. La enorme ki-rin se levantó y se limpió la cara con nieve antes de descender la cuesta. Max permanecía en silencio; encontrarse a YaYa en el bosque era una
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experiencia muy diferente a pasar delante de ella mientras roncaba bajo varias mantas en el Pabellón Cálido. —YaYa, ¿Astaroth fue destruido? La ki-rin dio un paso adelante; los bigotes de su mentón se detuvieron justo encima de la cabeza de Max. —¿Por qué preguntas eso a YaYa? —corearon sus numerosas voces. —Porque eres la Gran Matriarca de Rowan. Únicamente tú tienes en tu memoria la gloria de Solas; sólo tú recuerdas la luz que se elevó contra la oscuridad cuando Astaroth apareció. Las palabras fluían de David como en un canto cadencioso que provocaba el sueño a Max. Se quedó inmóvil y acarició la cabeza de Maya. YaYa se agachó y ocupó todo el ancho del sendero con su mole. —¿Sabes que te pareces a él? —preguntó tras un largo silencio—. Las palabras y el espíritu de mi amo resuenan en tu joven voz. —¿Quién era tu amo? —preguntó David—. No sabía que la Gran Matriarca pudiera tener uno. —Mi amo fue la luz que se elevó contra Astaroth. Estaba con él cuando derrotó al Enemigo. Elias Bram era mi amo. Intenté ayudarle, pero el Enemigo era muy poderoso. Mi cuerno se rompió contra un lado del Demonio y me llevaron lejos antes de derribar los altos muros y asolar la tierra bajo sus pies. —Pero ¿Astaroth fue destruido? —volvió a preguntar David. —Queda fuera de mi alcance cómo destruir algo tan viejo y tan maligno —dijo YaYa en voz baja—. Eso es Magia Antigua y está entrelazada en el corazón y las raíces de este mundo. Me han dicho que encontraron el cuerpo del Demonio pero no sé qué se hizo de él. Cuando su amo cayó, YaYa se embarcó hacia el oeste junto a los demás y dejó atrás esos días oscuros... Del sendero serpenteante que había a sus espaldas llegaron sonidos de campanillas y risas. YaYa se dio la vuelta y se alejó con su pesado caminar desapareciendo tras una curva. David llevó a Maya a un lateral del sendero justo cuando un brillante trineo rojo tirado por dos caballos zainos aparecía en la curva. Nolan sujetaba las riendas y se reía junto al señor Morrow, la señorita Boon y dos alumno de sexto curso. —¡Eh, vosotros dos! —les llamó—. ¿Habéis estado hablando con YaYa? —¿Cómo lo sabe? —preguntó David. La señorita Boon se inclinó para observarles más de cerca mientras Nolan hacía un gesto hacia la pezuña y la nieve roja que había en el saliente.
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—He estado cuidándola casi durante treinta años —replicó—. Puedo ver su rastro a más de un kilómetro. El señor Morrow dio una profunda calada a la pipa y se apretujó más las solapas de su chaquetón de lana. El tabaco desprendía un olor agradable y cálido entre las agujas de los pinos y los retales de sol. —No nos sobra espacio para dos chicos de primer curso y una ulu, pero tomad esto, ¿vale? —dijo. Max se acercó y cogió un termo de metal de las manos de su profesor de Humanidades. Desenroscó la tapa y olía a chocolate caliente. —Gracias, señor Morrow —exclamó Max, dándole un sorbo. —De nada, McDaniels —gruñó y le guiñó un ojo—. Feliz solsticio a los dos, chicos. A las ocho en punto esta noche habrá canciones y algo para picar en el vestíbulo de la primera planta. —Allí estaremos —contestó Max mientras el trineo continuaba su camino girando en la curva. Una vez hubo desaparecido, David hizo a Max un movimiento negativo con la cabeza y tosió. —No, no creo que podamos ir —dijo—. Esta noche vamos a intentar descubrir qué ocurrió con Astaroth.
Max escuchó música de violín y cantos que venían del gran vestíbulo, incluso antes de abrir las pesadas puertas de la Mansión y entrar. Ya había dado de comer a Nick y David estaría esperando. Subió por unas antiguas escaleras de servicio mientras se oían las voces de barítono de Bob y del señor Morrow sobre el coro de alumnos y profesores. El despertar del sol, la carrera del ciervo, el sonido del alegre órgano, dulce canción del coro.
Se encontró con David en la biblioteca Bacon, donde había apagado las luces y trabajaba con una vela, estudiando minuciosamente un montón de periódicos y hojas de impresora. —Toma esta lista —susurró a Max antes de que éste se sentara.
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Max miró una hoja arrancada de una libreta, había una lista de docenas de títulos de libros. —¿Necesitamos todos estos? David asintió, le pasó una vela y continuó tomando notas con su caligrafía inclinada y fina. Después de más de una hora, Max ponía el último de los pesados libros sobre la mesa con un gruñido. David seguía escribiendo a toda velocidad y parecía no darse cuenta de su presencia. La vela casi se había gastado. Max se sentó para descansar un poco y miró los lomos de algunos de los libros que tenía delante: Grandes obras del siglo XIX, El arte del Barroco, Técnicas secretas de los grandes maestros, Dadaísmo y surrealismo, El genio de Rembrandt, Los símbolos escondidos de Bernini , El renacimiento del hombre y del arte, Maestros holandeses del siglo, El dilema postmoderno... —David —murmuró, sobrepasado por los gruesos volúmenes y los nombres desconocidos—. ¿Qué vamos a hacer con todo esto? David parecía mucho mayor a la luz de las velas; dejó de escribir un momento y miró a Max. —Astaroth no fue destruido —respondió—. Estoy seguro. El Enemigo lo está buscando y tiene relación con los cuadros robados. Creo que algunos pueden esconder claves secretas que llevan hasta Astaroth. Pero necesito dos libros más. Max se levantó con anticipación pero David movió negativamente la cabeza y dijo: —No están aquí. Están guardados bajo llave en los Archivos de Prometeo... Una sala secreta que hay debajo de Maggie y el Viejo Tom. Puedo conseguirlos pero no puedes venir conmigo. Llévate éstos a nuestra habitación y nos vemos allí. Max no hizo caso del comentario críptico de David y lo miró mientras abría su mochila y metía libros dentro. Igual que pasaba con el maletín de piel de Nigel, los libros caían dentro sin hacer ruido ni cambiar la forma de la mochila. —¿Dónde has conseguido eso? —preguntó. —Me lo he fabricado yo —contestó simplemente David—. Salgo yo primero... Nos vemos en la habitación. David sopló y apagó lo que quedaba de la vela; salió mientras un coro de gritos y ovaciones llegaba de la fiesta del vestíbulo, dos plantas más abajo. Max metió el resto de los libros en la mochila y estaba a punto de salir por la puerta de la biblioteca cuando la curiosidad se apoderó de él. Se preguntaba qué era lo que su compañero de cuarto había querido decir con aquello de que no podía ir con él a los Archivos. Max caminó rápidamente por un pasillo y apretó la cara contra una ventana que ofrecía una buena vista del terreno que había entre la Mansión y el Viejo Tom. Y efectivamente, a su izquierda y bastante lejos, vio a David caminando como un
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pingüino por la nieve, intentando permanecer bajo las largas sombras que producía la brillante luna. Entonces algo que se movía entró en la visión periférica de Max y le cortó la respiración. Él no era el único que vigilaba a David. Una figura tenebrosa salió del seto del bosque que bordeaba la puerta principal. Se paró y parecía mirar a David, que iba agachado y había salido de las sombras protectoras de la Mansión hacia los setos cubiertos de nieve que se alineaban en el sendero que conducía al Viejo Tom. Max gimió; el chico había elegido la peor ruta, por la que los setos no servían para esconderse. La sombría figura comenzó a acelerar sus pasos hasta alcanzar una gran velocidad por la fría nieve. Max golpeó la ventana, presa del pánico. —Corre, David —susurró—. ¡Corre, corre, corre! David empezó a correr. Había vuelto la cabeza justo a tiempo de ver cómo la tétrica silueta se acercaba rápidamente desde unos cientos de metros. Max apenas podía seguir mirando; David era tan lento que lo ponía nervioso. De repente se produjo un breve y débil destello de luz y David había desaparecido. La sombra se detuvo en seco a unos tres metros de donde David había estado justo un momento antes. Se agachó y examinó el suelo, dando vueltas y vueltas hasta que se paró. —¡Cooper! —exclamó Max en un hilo de voz, mientras veía cómo los pálidos rasgos del agente le miraban a él desde el césped. Este caminó hacia la Mansión, sin apartar los ojos de Max, que estaba completamente inmóvil en la ventana de la tercera planta. —¿McDaniels? —dijo una voz cortante a sus espaldas. Max dio un grito y se le cayó la mochila de David. Al agacharse a recogerla, se dio la vuelta y vio a la señorita Boon mirándole fijamente. —Ah —farfulló—. Hola, señorita Boon. —Hola —respondió ésta mirando con atención la mochila David—. ¿Qué estás haciendo aquí a oscuras? —preguntó, pasando junto a Max y mirando por la ventana. El chico también miró que Cooper había desaparecido. —Acabo de salir de la biblioteca. —Mmm —dijo ella, al tiempo que se daba la vuelta y clavaba de nuevo la mirada en la mochila—. Bueno, tengo trabajo; será mejor que vayas a acostarte. Buenas noches.
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La señorita Boon desapareció por el pasillo en dirección a la biblioteca Bacon. Max salió corriendo hacia su habitación, donde encontró a David en pleno trabajo en la mesa, respirando con dificultad y frotándose el pecho. Había muchas velas por todo el dormitorio. —Me he cruzado con la señorita Boon —jadeó Max—. Iba a biblioteca. David levantó la vista de dos enormes libros que estaban abiertos; parecía tener miedo. No dijo nada pero le hizo un gesto a Max para que dejara la mochila en una silla. —¿Qué es eso? —preguntó éste echando un vistazo a los enormes libros. Medían casi un metro de altura y estaban llenos de páginas de fino papel agrietado. Había algo muy raro en ellos; tenían como un aura malsana y Max no quería acercarse mucho. —Manuales de conjuros —dijo David en voz baja—. Son bastante peligrosos. Uno es sobre Magia Antigua; el otro trata de hechizos de sujeción y de prisiones. Éstos no son los originales, son copias realizadas durante la Edad Media. Max retrocedió. —¿Sabes leer eso? —preguntó mientras miraba perplejo las extrañas letras y símbolos. —Sumerio —dijo sin darle importancia mientras sacaba los libros de Historia del arte de su mochila—. Vete a la cama, Max... estoy bien. Max estuvo despierto sobre la cama un buen rato mientras oía levemente el garabateo del boli de David y una voz murmurando en el piso de abajo. Al observar las constelaciones, se fijó en Andrómeda e intentó adivinar cuánto tiempo faltaba para que su silueta se marcara y destellara con finos hilos dorados. Cuando se despertó, miró por el balcón y vio a David despatarrado en la mesa entre un montón de pergaminos y cabos de velas todavía titilantes. Max se dio prisa en bajar y sacudir a su compañero para que despertara. Éste bostezó y miró un pequeño hilo de baba que había manchado una de las páginas de un manual. —¡Qué vergüenza! —murmuró somnoliento. —David —dijo Max chasqueando los dedos delante de su cara—. ¿Estás bien? David pestañeó varias veces. De repente cogió el brazo de Max; le apretaba con ferocidad. —¡Max! Los cuadros robados no son pistas para encontrar a Astaroth. ¡Son el mismo Astaroth!... O al menos uno de ellos lo es. La cara de David tembló de euforia y terror por su descubrimiento. —¡Astaroth está aprisionado dentro de un cuadro!
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Una mentira y un violín
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l ogro caminaba por delante con un farol en el crepúsculo y se paraba de vez en cuando a esperar que Max, David y Connor alcanzaran sus largas zancadas. Nevaba y el cielo se estaba poniendo negro como el carbón.
La puerta de la Reserva estaba abierta. Un numeroso grupo de alumnos y mascotas se agolpaba cerca del porche del Pabellón Cálido, donde ardía una hoguera en un gran círculo sin nieve. Nolan estaba sentado sobre un cajón volcado, con un violín en sus manos y rodeado de alumnos que iban dando sorbos a sus tazas y termos. Max vio una nube de vaho ascender de la puerta del Pabellón y entrevió los ojos de YaYa, blancos y resplandecientes, en la penumbra. —¡Bob! —exclamó Nolan—. No te dejas ver mucho por aquí, ¿qué celebramos? —Buenas tardes —dijo éste, haciendo un gesto con la cabeza—. Bob va a llevar a estos jóvenes a través de las dunas para ver al señor Morrow. La casa está lejos y los pequeños no saben el camino. —Ah —contestó Nolan, inclinando la cabeza—. Bueno, seguro que Byron lo agradece. Espero que esté curado... ¡Ya lleva varias semanas enfermo! Dale recuerdos y volved aquí a tomar una taza de chocolate cuando terminéis. Seguiré tocando lo que me pida el público un rato más. Bob asintió y rodeó la hoguera, dejando el Pabellón Cálido detrás. Max pasó entre los alumnos sentados y saludó con un gesto a Cynthia y a Lucía, que estaban acurrucadas. En el regazo de Lucía, envuelto en una manta peluda estaba Kettlemouth, que parpadeó con sus ojos saltones y estremeció todo su cuerpo rojizo en un escalofrío. Para sorpresa de Max, Julie Teller se dio la vuelta y le sonrió; la luz del fuego bailaba en sus preciosos ojos azules y en sus claras pecas. —Hola —dijo con una sonrisa—. Apenas nos hemos visto desde las vacaciones y fíjate, ¡ya estamos en febrero! —Bueno, es que este trimestre estoy intentando estudiar más —respondió Max, mientras jugueteaba con una cremallera del abrigo, contento de que Sarah no estuviera presente. Tras Halloween, la chica no le había hablado durante dos
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semanas y aunque ya habían reanudado su amistad, se ponía de mal humor cuando veía a Julie hablar con Max. —¡Ah, vale!, si necesitas ayuda, me lo dices —se ofreció ella—. Cualquier asignatura menos Idiomas, ¡en eso soy un desastre! Max sólo se sonrojó y asintió sin decir nada, ignorando la cara exasperada que Connor ponía detrás de ella. Una melodía rápida y alegre hizo que varios alumnos comenzaran a aplaudir, y Julie se dio la vuelta para ver a Nolan, que hacía que sus dedos y el arco bailaran sobre las cuerdas del violín. Connor y Max corrieron para alcanzar a Bob y a David justo cuando Tweedy comenzaba a corregir los intentos de Omar de seguir el ritmo con palmadas. —Eh, ¡esperad! —exclamó una voz tras ellos. Max se dio la vuelta y vio a Cynthia caminar con cuidado por la nieve. Cuando les alcanzó se estaba poniendo los guantes con los dientes. —Yo también quiero ir a ver al señor Morrow —dijo—. Llevo tiempo pensándolo, pero ya sabéis... Corrieron hasta llegar a la luz del farol de Bob, que subía y bajaba. Al llegar al borde de los montones de arena, Bob y David les estaban esperando. El abrigo del ogro cubría a David de las repentinas ráfagas de nieve arenosa. Max se puso las manos en las orejas intentando escuchar al ogro por encima del aullido del viento. —No os despeguéis de mí, pequeños —les advirtió. Lo que en la distancia parecían pequeñas ondulaciones eran en realidad enormes dunas de cinco y seis metros de altura. Max y los otros escalaban jadeantes por una cara y se deslizaban por la otra. Los treinta minutos les parecieron horas; incluso Bob tenía que detenerse de vez en cuando para recuperar el aliento. —¿Por qué vive el señor Morrow tan lejos? —se quejó Connor, cubriéndose la cara de otra ráfaga de viento—. ¡Ahora entiendo por qué no viene a clase con este tiempo! —Él no viene por aquí —dijo David—. Creo que viene por otro camino... Un camino secreto. El campus está repleto de ellos. Puedes encontrarlos si sabes cómo buscar. Connor silbó entre dientes y presionó al chico para que le diera más detalles, pero no lo consiguió. Max miró a su compañero y recordó la noche en que David había desaparecido para coger los manuales de conjuros justo antes de que Cooper le diera alcance. Nunca había dicho nada del incidente y Max tampoco había preguntado, un poco avergonzado de haber estado espiándole. Mientras alcanzaban la cima de otra duna, de repente Bob levantó una mano y les hizo un gesto para que se quedaran quietos. Se podía oír un sonido de resoplidos y resuellos. Max, horrorizado, vio varios pares de ojos verdes mirándoles desde abajo.
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—¡Bob...! —dijo Max entre dientes mientras Cynthia se pegaba a él y retrocedían. —¡Shhh! —ordenó el ogro, moviendo el farol y observando los pares de ojos. Los chicos se juntaron en un silencio aterrador durante unos minutos mientras Bob permanecía tan quieto como una estatua, mirando a la base de la duna. De repente, se escuchó un aullido grave que se impuso al ruido del viento. Fuesen lo que fuesen, se habían ido. —Sigamos —farfulló el gigante—. Ya no estamos lejos. —Bob —dijo Connor, temblando y pegándose a su lado—, ¿qué era eso? —Bob no sabe —masculló—. Muchos animales salvajes viven fuera del claro. —¿Qué quieres decir con «animales salvajes»? —preguntó David, su voz sonó casi inaudible por el sonido del viento. Bob se agachó para contestar. —Criaturas cuyos amos se han marchado... Criaturas que viven por su cuenta. Algunas incluso se han olvidado de que en otros tiempos las personas las cuidaban. —¿Son peligrosos? —preguntó Cynthia a la vez que se estremecía y miraba a su alrededor. Él se encogió de hombros. —Son salvajes —contestó, levantando el pesado termo como si fuese un arma y guiándolos hacia la siguiente duna. A Max le llegó el reconfortante olor de una chimenea antes incluso de subir la última duna y atisbar la casita. Estaba situada cerca del borde de un bosque espeso de abetos, sus paredes eran de argamasa con piedra atravesada por vigas de madera y se hallaba rodeada por una valla de estacas. Detrás de las ventanas con cortinas relumbraba una luz amarilla brillante. Max y los otros, deseosos de dejar atrás las criaturas salvajes y el frío viento, corrieron cuesta abajo hacia la casita. —¡Alto!—la voz del gigante resonó en el viento, haciendo que quedaran clavados en su sitio—. Esperad a Bob —resolló, bajando la duna con pasos laterales y alumbrando con el farol el mejor camino—. Los pequeños están ansiosos de calor y protección. Por eso hacen tonterías... Piensan que están a salvo y no se dan cuenta de los peligros. —¿Por qué dices eso? —preguntó Connor, frotándose las manos y mirando anhelante hacia la acogedora casita. El rostro curtido de Bob cambió al fruncir ligeramente el ceño. —Antes de hacerse cocinero, Bob era un ogro... El ogro llamó en la puerta roja de la casita; una pesada capa de nieve se escurrió del tejado y cayó en el jardín. Los chicos se apretaban entre sí para conservar el calor,
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con la espalda hacia Bob y la mirada observando el bosque y las dunas. Volvió a llamar. —¿Profesor Morrow? —preguntó con delicadeza—. Somos Bob y unos alumnos. De la casita no salía ningún sonido. —Le hemos traído sopa —ronroneó Bob—. ¡Soooopita! Bob miró a los chicos y se encogió de hombros. Se agachó para dejar el termo de sopa junto a la puerta. Cynthia negó y pasó junto al ogro, giró el pomo de la puerta y metió la cabeza en el interior. —¡Cynthia! —jadeó Bob—. Puede que esté en el baño o ¡desnudo! —¡Anda, cállate! —replicó con autoridad Cynthia—. Está enfermo y necesita que le cuiden. No he caminado todo este trecho con frío para dejarle en la puerta un termo de sopa fría. ¡Venga! Max, David, Connor y Bob siguieron a Cynthia, que atravesó la puerta y se metió en una habitación cálida de techo bajo. La espalda del ogro crujió al evitar golpearse la cabeza con una viga baja. Había libros por todas partes: numerosos tomos con cubierta de cuero en estanterías, agolpados en montones precarios o dispersos en un orden en apariencia caótico por el suelo. Un leve fuego ardía en una pequeña chimenea y las velas titilaban aquí y allá entre chorros de cera. El señor Morrow estaba profundamente dormido, tumbado en un sillón de cuero agrietado y cubierto de mantas. No parecía estar bien; tenía los labios secos y unas ojeras moradas. El pelo gris se apelmazaba sobre la frente brillante. Max se dio la vuelta para calentarse las manos en el fuego cuando, de repente, una voz familiar atronó en la habitación. —Estoy demasiado gordo para que me lleven estos pequeñajos. Max y los chicos pegaron un salto, pero la cara de Bob se transformó en una amplia sonrisa de alivio. —¡Ah! —exclamó el ogro—. Está despierto, profesor. Bien, bien, le hemos traído un poco de sopa. El señor Morrow les miró fijamente mientras se apretaba más las mantas. —Es muy amable de vuestra parte... Me servirá para tomarme las medicinas. —¡Eh! —dijo Connor mientras se inclinaba para examinar una taza con líquido verde brillante que estaba en un extremo de la mesa—. ¿Esto es alguna clase de poción mágica? —Sí, chaval —asintió el señor Morrow en un susurro que sugería secretos y misterio—. Esta poción proporciona al que la ingiere una gran cantidad de beneficios extraños y maravillosos. Se llama... ¡jarabe para la tos!
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Cynthia, Max y David se partían de risa mientras Connor colocaba de nuevo la taza en su sitio con una expresión decepcionada. El señor Morrow también se rió, pero la risa se transformó en una persistente tos. —¿Cómo está, señor Morrow? —preguntó Cynthia. Le llevó un cuenco con sopa del termo mientras el profesor apartaba a un lado un montón de pañuelos de papel usados hasta localizar su pipa. Mientras lanzaba un despreocupado gruñido a Cynthia, encendió la pipa y dio una buena calada. —Bien, Bob —inquirió el señor Morrow sin girar la cabeza—, ¿cómo has logrado convencer a estos cuatro pequeños granujas para que visitaran a este viejo bicho enfermo? —No ha sido Bob, profesor. Ellos dejaron que Bob los acompañara. El señor Morrow emitió un gruñido de sorpresa mientras Max examinaba una foto enmarcada en la pared. La imagen tenía un parecido juvenil con el señor Morrow; llevaba sombrero y posaba frente a la Torre Eiffel con una mujer joven y elegante. Max recordó do repente el grabado que había visto en el árbol del pueblo: «Byron ama a Elaine '46». —Ah, señor McDaniels. ¿Está admirando a mi beldad? —preguntó el profesor. —Sí, señor. —Es mi mujer, Elaine. Se la llevó el cáncer. —Lo siento —dijo Max, sintiéndose incómodo. El señor Morrow movió la cabeza con impaciencia y se aclaró la garganta. —No tienes por qué. Era su momento. Todo el mundo debería ser tan afortunado como para encontrar a su pareja ideal en este mundo. Agradezco mucho los años que pasamos juntos. Cynthia se acercó a mirar la foto. —¡Señor Morrow! —dijo— ¡Era usted un tío bien guapo! ¡Fíjate en ese traje! —Muy apuesto —añadió Bob completamente de acuerdo, agachándose a observar la foto por encima de sus hombros. —Eh, dejadlo ya —musitó el señor Morrow riendo entre dientes—. Vais a hacer que este pobre diablo gordo y viejo se convierta en un ratón presumido. Esa foto debería estar en un museo de historia antigua. Miró hacia el fuego pero Max vio alegría en su rostro cansado. —¿Quién es éste? —preguntó David cogiendo un marco que estaba encima de un montón de libros. Era una foto de un joven con uniforme militar. —Ah, ése es mi hijo Arthur —dijo el señor Morrow en voz baja—. Eso fue justo después de alistarse en los marines. También lo perdí... Todo su batallón, de hecho.
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Cynthia lanzó un gesto furioso a David para que dejara la foto en su sitio. —No pasa nada, Cynthia —continuó el señor Morrow con una sonrisa de comprensión—. Me siento muy halagado de que prestéis atención a mi familia — añadió haciendo un gesto a David para que le pasara la foto—. Los políticos eligieron la guerra y él también —dijo mientras observaba la foto—. No lo entendí. En realidad es muy extraño. He pasado toda mi vida estudiando las guerras... Los reinos que surgen y los que se hunden a causa de la espada y el fuego. Todo parece muy maravilloso hasta que se traga a alguien que amas. La vida es demasiado preciosa para gastarla con órdenes y absurdas cadenas de mando. Apartó la foto y se centró en la sopa, derramando un poco en la bata. David parecía deprimido. Bob hizo un gesto de tranquilidad con la mano antes de retirar los pañuelos usados que se amontonaban alrededor del sillón. El señor Morrow volvió a levantar la mirada. —Venga, ya vale... Si tengo que soportar visitas, lo menos que pueden hacer es traer noticias frescas. ¿Qué pasa por el campus? ¿Qué tal se porta Hazel en mis clases? ¿Han encontrado ya a esos chicos perdidos? Perder unos potenciales es un asunto muy serio... —Profesor —le advirtió Bob, dejando caer una taza de porcelana que estaba fregando—. Se supone que ellos no... —¿No deben saberlo? —continuó la frase el señor Morrow—. ¿Quieres decir que Gabrielle todavía no les ha hablado de todos los peligros a pesar de sus promesas? ¡Es escandaloso! ¡Es... es desaprensivo! —¿De qué hablan? —preguntó Cynthia en voz baja—. ¿Que «chicos perdidos»? —Tenemos que irnos —dijo Bob, tomando su abrigo y haciendo un gesto a los demás—. Pronto le haremos otra visita. —No, Bob —dijo Cynthia—. Quiero saber de qué se trata. —Tenéis que saberlo —gruñó el señor Morrow, enderezándose en el sillón con una mirada furibunda. El ogro suspiró y miró por la ventana—. Es vuestro derecho y responsabilidad conocer a qué peligros os enfrentáis. ¿Alguno de vosotros sabe algo sobre este tema? Max y David se miraron el uno al otro. El viento aullaba en el exterior de la casita; algunas ráfagas entraban por las grietas propiciando que las velas parpadearan. Haciendo caso omiso del tímido movimiento negativo de la cabeza de David, Max empezó a hablar —Yo sí —dijo. —¿Y qué sabes, chaval? —gruñó el señor Morrow, posando toda su atención en Max.
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—Sé que algunos chicos, quiero decir potenciales, han sido capturados por el Enemigo en muchos lugares del mundo —mencionó con prudencia—. Sé que otro chico, uno que se llama Mickel Lees, se suponía que iba a estar en nuestra clase. Creo que fue visto por última vez con la señorita May que... que murió. La habitación se quedó en silencio; el señor Morrow parecía cansado y triste. —¿Y cómo sabes todo eso, Max? —preguntó el profesor. —Escuché a la señora Richter hablar sobre ello en la Reserva. Y porque el Enemigo también intentó raptarme. Cynthia y Connor dieron un respingo; David parecía malhumorado y tenía la mirada fija en el fuego. El señor Morrow se recostó en el sillón y señaló a Max con un dedo autoritario. —Cuéntamelo todo , McDaniels. Durante los diez minutos siguientes, Max narró su encuentro con la señora Millen. El señor Morrow fumaba su pipa de forma pensativa, acallando a los demás cuando intentaban hacer una pregunta. El chico miró a Bob, pero el ogro parecía perdido en sus propios pensamientos. Una vez hubo terminado, el profesor le dirigió una mirada franca. —Tienes suerte de estar vivo. Tu «señora Millen» era casi con toda seguridad un vye. A Max se le hizo un nudo en el estómago. —¿Qué es un vye? —preguntó. —Un mutante inmediato —explicó el señor Morrow—. Muy astutos y difíciles de detectar. Según nuestros agentes de campo, aparecen cada vez en mayor número. Su forma verdadera es terrorífica. —¿Se parece un vye a un hombre lobo? —saltó Connor, que estaba cerca del fuego. Tenía la cara demacrada y asustada. El señor Morrow le lanzó una mirada extraña y penetrante. —Sí, señor Lynch, puede que a su vista parezca como un hombre lobo —dijo en voz baja y grave—. Pero tenga en cuenta que un vye no es un hombre lobo. El vye es más grande, con una cara más deformada y horrorosa... Parte lobo, parte chacal, parte humana, con mirada estrábica y un hocico torcido. Sin embargo, cuando adquieren forma humana, pueden resultar totalmente convincentes. ¡Nunca habléis con un vye, chicos! Son muy astutos en sus engaños, y sus voces están repletas de conjuros para atraparos. —¿Y cómo se puede saber si estás hablando con uno? —susurró Cynthia, temblando y acercándose con rapidez al fuego.
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—Existen todo tipo de trucos para descubrirlos, pero yo soy un firme defensor de las tripas. Si un vye se le acerca, señorita Gilley, algo en su estómago o en la columna vertebral le avisará. Como prefieren atacar cuando las defensas están bajas, un vye intentará ganarse su confianza primero. Esto puede darle una oportunidad de identificarlo antes de… antes de ser atrapada. Un grito repentino atravesó la habitación. —¡Ahora me acuerdo! —exclamó David—. ¡Ya sé dónde he visto un vye! —Todos lo hemos visto, David —dijo Connor con suficiencia—, desde la ventana del pasillo el trimestre pasado. Eso debía de ser un vye... —No —replicó David, negando enérgicamente con la cabeza—. Fue en Colorado, antes de venir a Rowan. Estaba atravesando el bosque y vi a alguien fuera del sendero que me miraba. Había algo en él que me daba miedo, así que comencé a caminar más deprisa. Empezó a seguirme y entonces corrí todo lo que pude. Se reía, burlándose de mí por correr tan despacio —David comenzó a toser y pasaron varios segundos antes de que pudiera continuar—. Me di la vuelta y vi que me perseguía a cuatro patas. Cambiando de forma, me dio alcance sin parar de reír. Max nunca había visto a su compañero de cuarto así. Tenía la voz muy débil y baja; parecía traumatizado. —Tropecé —continuó—. Entonces vi que otro venía hacia mí atravesando el bosque... Creo que grité y me desmayé. Cuando desperté, ya no estaban. Ni tampoco los árboles que me rodeaban... Todo estaba quemado. Sé que parece una locura, pero creo que todo ocurrió así. —Te creo —intervino el señor Morrow dando unas palmaditas en el hombro de David. El profesor empezó a retorcerse con carcajadas jadeantes—. Imaginad la sorpresa de esos pobres vyes cuando se dieron cuenta, perdón por la expresión, de que habían mordido más de lo que podían comer. ¡Pensaban que estaban jugando con un pobre e indefenso chico y van y se encuentran con él! —las carcajadas le provocaron un ataque de tos. —¿De qué se ríe, señor Morrow? —resopló Cynthia—. ¡Podrían haber matado a David! —No, señorita Gilley —dijo el profesor, pasándose una mano por la barbilla—. No creo que dos vyes puedan ser los causantes de la perdición de nuestro señor Menlo. Y en cualquier caso, dudo que el Enemigo haya aparecido para llevarse la vida de jóvenes insospechados. Creo que detrás de todo hay un propósito más maligno. —¿Como qué? ¿Para qué puede querer el Enemigo a los potenciales? —preguntó Connor. Max y David se miraron de nuevo. Aunque David había descifrado las razones que justificaban los robos de los cuadros, los potenciales perdidos seguían siendo un misterio.
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—Nuestros potenciales son nuestra savia —murmuró el señor Morrow—. Si el Enemigo socava nuestra juventud, nuestro futuro se marchitará. Sería devastador matar a nuestros potenciales pero sería mucho peor que fueran corrompidos por el poder del Enemigo. Nuestras filas se debilitarían mientras que las suyas se harían más fuertes. La pregunta clave es ¿cómo? ¿Cómo logran contactar con nuestros potenciales antes que nosotros? Para eso no tengo respuesta pero me temo lo peor... —¿Y qué es? —se atrevió a preguntar Cynthia débilmente. —¡Traición! —explotó el anciano, golpeando una mano con el puño—. ¡Perfidia! ¡Una traición contra la humanidad por uno de los nuestros! Algunos se ríen de esto, pero no saben decirme cómo están raptando a nuestros potenciales. Y tampoco tienen respuesta para la intrusión del otoño pasado. —Pero ¿por qué querría la señora Richter mantener todo esto en secreto? — preguntó Max. El señor Morrow permaneció en silencio; sus ojos legañosos recorrieron, una a una, todas las caras. De repente su rostro se ensombreció y tembló su mandíbula. —¡Porque Richter no es otra cosa que una burócrata! ¡Un guerra se está iniciando, chicos! El Enemigo ya está en marcha. Sólo un tonto no entendería esta avalancha de vyes como lo que es: exploradores que ponen a prueba nuestra fuerza y poder. Nada menos. —Las palabras salían rápidas; sus dedos apretaron la silla con fuerza—. Una guerra se acerca y nuestra directora se aferra a trámites y procedimientos como todos los asquerosos burócratas anteriores... ¡Y eso se debe al miedo, os lo digo yo! Se encuentra paralizada por la posibilidad de equivocarse, de que su cargo sea criticado y de que alguien se lo quiera disputar... —¡Ya basta! La voz de Bob hizo temblar toda la casita; las ventanas vibraron. Max nunca había oído al ogro gritar enfadado. Era terrorífico. Sin embargo el señor Morrow no parecía atemorizado. Parecía dispuesto a usar la violencia. Pero, lentamente, la furia silenciosa del anciano pareció dar paso al enfado y después al cansancio y la derrota. Hizo un gesto de asentimiento a Bob y tosió fuerte contra un trozo de manta. Se disculpó ante los chicos con un movimiento de la mano. —Tienes razón, tienes razón. Me traéis sopa y yo empiezo a meteros miedo. Debe de ser esta terrible gripe la que me hace hablar así, me pone de mal humor, ¿verdad, Bob? El ogro no dijo nada. Se puso el abrigo y abrió un poco la puerta. Una ráfaga de viento revolvió los papeles sobre una estantería. Vio cómo caían al suelo en lentos movimientos de vaivén. —Debemos irnos. Chicos, seguid a Bob.
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—Sí, sí —admitió el señor Morrow—. Sois muy amables por cuidarme. ¡Ah!, pero antes de iros vamos a dar una clase rápida. El señor Morrow dejó a un lado la pipa y echó el cuerpo hacia delante. —No puedo asustaros con los vyes y no daros algo para defenderos, ¿verdad? Los vyes odian la luz brillante, hace que pierdan el sentido por un momento. Es un truco bastante fácil, pero creo que no os lo enseñan hasta más tarde. Vuestra propia energía debería ser suficiente para provocar esa luz... No hace falta que busquéis en el exterior ni que llevéis ninguna con vosotros. El señor Morrow hizo un puño con la mano y luego extendió los dedos mientras susurraba «Solas». La habitación se inundó con una explosión de luz brillante, como si fuera una enorme bombilla. Los ojos de Max se llenaron de figuritas. Tras un momento, la habitación volvió a estar igual de oscura que antes, sólo iluminada por la luz del fuego y de las velas. —Todos debéis intentarlo. Es fácil, de verdad. Connor se adelantó con la mano hecha un puño. —¡Solas! La habitación parpadeó con una luz dorada y brillante. El señor Morrow asintió y se giró hacia Cynthia, que se miraba la mano de forma dubitativa. —¡Solas! La habitación se llenó por un momento con una cálida luz. Connor y Cynthia parecían encantados con su nueva destreza. —Y usted, señor McDaniels —murmuró el señor Morrow, tocándose la nariz. Tan pronto como Max pronunció la palabra, la habitación se inundó con una luz brillante que desapareció a la misma velocidad. —Y el último, pero no menos importante, señor Menlo. David negó con la cabeza y se acercó a la puerta. —Ya sé hacerlo —dijo con sencillez—. Espero que se encuentre mejor, señor Morrow. Le haremos una visita otro día. El señor Morrow asintió y les ofreció una leve y triste sonrisa. —Eso espero, señor Menlo —respondió con suavidad—. ¡Y muchas gracias a todos por cuidar de un trasto viejo! Perdonadme las tonterías que he dicho. Los chicos se despidieron con un gesto que el señor Morrow devolvió. Parecía muy viejo y encogido. Estiró la mano para alcanzar un álbum de fotos que tenía cerca.
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En el exterior, Bob subió la primera duna dando grandes zancadas. Les hizo un gesto para que se dieran prisa antes de desaparecer tras la cima. Max comenzó a correr pero se detuvo cuando escuchó a Connor insistiéndole a David. —Venga, David, todos lo hemos hecho. —Yo ya sé que puedo hacerlo —murmuró éste, subiéndose la cremallera de la chaqueta y poniéndose los guantes con la ayuda de los dientes. —Yo también sé que puedes hacerlo —dijo Connor riéndose—, pero quiero verlo, señor Mago. —Yo también —añadió Cynthia. —Sí —se sumó Max, sintiendo una oleada de envidia. Después de todo el señor Morrow había dicho que Max tenía suerte de haber sobrevivido a la señora Millen mientras que David no tenía nada que temer de los vyes que le habían perseguido en el bosque—. No es justo que tú seas siempre el que mira. Al oír sus palabras, David aplazó el ponerse el guante. A Max se le borró la sonrisa de la cara. Su compañero de cuarto le miró sin inmutarse durante unos segundos. Con un repentino asentimiento, flexionó la mano. —Solas —susurró. Max pegó un grito y cayó de espaldas en la nieve al ver que la explosión llenaba todo el cielo, iluminando kilómetros de campo alrededor como si cien relámpagos hubieran estallado a la vez. Le picaban los ojos a causa del repentino resplandor. Connor y Cynthia estaban doblados, tapándose la cara, mientras Bob buscaba a ciegas el farol que se le había caído. Cuando Max pudo ver otra vez, contempló a David a su lado, ofreciéndole la mano para que se levantara. —No me pidas que lo vuelva a hacer —le susurró al ayudarle a ponerse en pie. Max asintió, con las mejillas rojas de vergüenza. David subió a la cima de la duna y le alcanzó el farol al tambaleante Bob. Con un gemido, el ogro se puso de pie y se tocó la cabeza con la mano. —Van a despedir a Bob...
La caminata de regreso fue tranquila, sólo interrumpida de vez en cuando por el murmullo enfadado de Bob en ruso. El ánimo de Max se alegró al escuchar las alegres melodías del violín de Nolan, que le hacían olvidarse de criaturas salvajes, vyes acechantes y chicos perdidos. El gigante se giró y los miró. —Bob va primero. Pronto la cena. No decir nada de la luz —les advirtió al tiempo que les señalaba con un dedo y detenía la mirada un poco más tiempo en la cara
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rubicunda de Connor—. Si lo hacéis, Bob se pone la dentadura postiza ¡y luego Bob os encuentra! En el rostro del ogro apareció una sonrisa horrenda y escondida, mientras se acercaba el farol a la cara para producir una imagen terrorífica. Connor gimió y dio un paso hacia atrás. Con una risita satisfecha, el cocinero sonrió y empezó a caminar, abarcando casi dos metros en cada zancada. —Está bromeando, ¿verdad? —dijo Connor con una risa forzada. —Claro —afirmó Cynthia mientras estornudaba en la manga de la chaqueta. Cuando Max y los otros se aproximaron al Pabellón Cálido, vieron la hoguera todavía ardiendo con fuerza y a varios alumnos repantigados en las pacas de heno. Nolan estaba guardando el violín en el estuche. Julie estaba ocupada enfocando con la cámara a Lucía, que se había quedado dormida con Kettlemouth sujeto entre sus brazos. Otros alumnos comenzaban a moverse, poniéndose de pie y dando patadas en el suelo para desentumecer los músculos. —¡Eh, vosotros! —llamó Nolan con acento sureño—. Os habéis perdido la música pero habéis llegado a tiempo para la cena. Sea como sea, ¡lo habéis calculado bien! —Oh, ya vale, Nolan —respondió Cynthia, sonrojándose—. La música sonaba genial. Max y Connor se miraron. Incluso David dejó escapar una sonrisa. —Gracias, Cynthia —dijo Nolan—. ¿Habéis visto esa luz brillante? Max cerró los ojos cuando Connor y él dijeron a la vez «No» y Cynthia y David pronunciaban al unísono «Sí». Nolan elevó una ceja. —Nunca había visto nada igual —aseguró—. Alumbró toda la Reserva... —Eh, Nolan —le interrumpió Cynthia—, ¿podríamos escuchar una canción, por favor? Una rápida. El Viejo Tom todavía no ha dado las campanadas de la cena. Nolan dudó. —¡Por favooor! —le suplicó Cynthia, colgándose de su brazo. Connor puso los ojos en blanco y tosió de forma ostentosa. —Vale —asintió Nolan, mostrándose halagado—. Una rápida. Por ejemplo Daisy Bell , para que nos demos cuenta de que la primavera está a la vuelta de la esquina. Max se quedó quieto por educación cuando Nolan comenzó a tocar. Tenía muchas ganas de llegar a la Mansión para cenar. Su estómago, sus tripas y el mareo que le provocaba Julie le hacían mirar hacia el sendero del túnel con ansia. De repente, una voz casi magnética, rica y profunda, comenzó a cantar. Daisy, Daisy,
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E l l g gu u a ar r d di á án n d e R o ow wa a n n contéstame, por favor, estoy medio loco todo por tu amor. No será un matrimonio elegante, no puedo comprarte un coche pero tú te verás adorable en el asiento de una bicicleta para dos.
Max se quedó clavado en el sitio dejándose llenar por las palabras. Kettlemouth se había separado de Lucía y estaba sentado solo sobre una paca de heno. Tenía la garganta, de color rojo sangre, inflada como si fuese un globo; su cabeza subía y bajaba al ritmo de la música. Kettlemouth comenzó a cantar. Nolan puso una cara rara y aumentó el ritmo. Volvió a tocar la melodía y la voz de la criatura llenó el claro. Cynthia comenzó a dar saltos y aplaudir de forma enloquecida. —Oh, Nolan —le alabó—, ¡es precioso! ¡Tienes tanto talento! De verdad, es cierto. ¡Y das una imagen tan dura! Max sintió un cosquilleo cálido por todo el cuerpo. Observó cómo David, con una sonrisa irónica, cogía la cámara de Julie de una silla cercana. De repente, unos gritos roncos llenaron el aire. Frigga y Helga, las selkies escandinavas, se acercaban tambaleándose hacia ellos desde el lago, ondulando el cuerpo y emitiendo nubes de vapor que se desprendían de la grasa. Se detuvieron derrapando y comenzaron a empujarse una a la otra en un intento por situarse al lado de un apuesto alumno de cuarto curso, que estaba en ese momento ocupado en un apasionado abrazo con una compañera pelirroja. A una velocidad de vértigo, Tweedy saltó de la paca de heno y comenzó a correr en zigzag por la nieve como un diablo, persiguiendo a un conejo con manchas que había estado mordisqueando un poco de paja. Las gafas bifocales de Tweedy se cayeron al suelo, donde Connor las aplastó mientras caminaba a trompicones hasta derrumbarse en el regazo de Lucía. Ella ya estaba despierta y le sonrío de forma coqueta, moviendo las espesas pestañas. La canción volvió a comenzar; Nolan puso una mueca de dolor mientras sus dedos se movían de forma mecánica sobre las cuerdas. Cynthia comenzó a dar palmas y a cantar con un entusiasmo que superaba con creces sus dotes musicales.
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Frigga lanzó un ladrido furioso mientras miraba enfadada a los dos amorosos alumnos de cuarto curso. —¿Qué tiene ella que Frigga no tiene? —Ella no tiene un abrigo de grasa para invierno, eso es —resolló Helga. —¡Tú, calla! —aulló Frigga, dándole un furioso cabezazo a su hermana. El corazón de Max comenzó a latir más deprisa, aleteando como una mariposa en su caja torácica. Julie se había puesto de pie y lo miraba con una expresión desconcertada. Cuando la voz de Kettlemouth alcanzó un tono enfebrecido, Max dio unos pasos hacia Julie y le cogió la mano. Ella se la apretó suavemente; tenía la nariz rosa y su aliento olía a menta. Max se aclaró la garganta. —Julie... De repente, ella lo besó, rodeándolo con sus brazos y casi haciéndole caer. Su nariz estaba fría en la mejilla de Max, y él se sentía como si volara...
Las campanadas del Viejo Tom retumbaron claras y frías en el aire invernal. Max abrió los ojos alarmado; Julie retrocedió unos pasos con la cara muy colorada. Kettlemouth dejó abruptamente de cantar y saltó de la paca de heno. El señor Nolan dejó caer el violín y el arco sobre la nieve como si le quemaran y comenzó a agitar las doloridas manos. Un avergonzado Connor pedía perdón mientras Lucía le gritaba en italiano. El chico de cuarto curso estaba de pie, con una expresión confundida y atemorizada en la cara, mientras Frigga con gran brío le informaba: —No ha funcionado entre nosotros. Bueno, tú eres humano y Frigga es una selkie. —¡No quiero que digas ni una palabra! —le soltó Tweedy a Omar, que sufría ataques de risa mientras intentaba arreglar las espachurradas gafas de su criatura. Tweedy se dio la vuelta para mirar a Nolan y dirigir una pata hacia Kettlemouth. —¡Reclamo que esa criatura sea trasladada de la Reserva! ¡Esto es un ultraje! ¡El poder de ese anfibio es vergonzoso e irresponsable! ¡Es... no es decoroso! Nolan movió la cabeza y recogió el violín de la nieve, limpiándolo con la manga. Cynthia le pasó el arco, mientras miraba hacia el suelo. —Venga, Tweedy —le reconvino Nolan—. Te aseguro que no sabía que las canciones de Kettlemouth eran tan... persuasivas... Pero no es culpa suya. De cualquier manera, sus canciones sólo eliminan las inhibiciones; no hacen que hagas nada que antes no quisieras hacer. Max miró a Julie, quien evitó sus ojos y recogió sus cosas. Tweedy dio unos saltos hacia Nolan, sus bigotes se agitaban con rabia incrédula.
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—¿Eres un loco o simplemente un ignorante, tío? ¿Estás diciendo que yo quería cortejar a un fulano desastrado e ignorante del lado equivocado de la pradera? ¿Que eso es un deseo secreto que guardo? —Bueno —bromeó Nolan, haciendo un ligero movimiento con la mano para que el fuego de la hoguera se apagara lentamente—, ya no es secreto, ¿no, Tweedy? Pero intentaré hablar con la directora para ver si tenemos que tomar alguna precaución con Kettlemouth. A varios alumnos se les escaparon unas risitas mientras Tweedy permanecía de pie sobre sus patas traseras, enfadado e inusitadamente silencioso. Al final, dio unos saltitos y siguió a Nolan, que se dirigía con algunos alumnos hacia el túnel de la Reserva. Omar corría tras ellos, riéndose de vez en cuando. Lucía había llevado a Kettlemouth de vuelta a la Reserva, dando un portazo delante de Connor. Max tembló mientras veía cómo se desarrollaba todo, antes de correr tras Julie, que iba caminando deprisa por el sendero con una amiga. —Julie, Julie, espera —resopló el chico, hasta que adaptó su carrera a un paso más lento—. Pensaba que tal vez pudieras echarme una mano con los deberes de Estrategia... —Lo siento —murmuró ella, evitando sus ojos—. Tengo prácticas de Artefactos. He de darme prisa. Max observó cómo las dos chicas desaparecían en el túnel. Suspiró y comenzó a caminar despacio hacia allí cuando oyó chillar Cynthia a su espalda. —¡Ya vale, Connor! Mientras David miraba, Connor realizaba una imitación, divertida aunque cruel, de Cynthia mientras aplaudía el trabajo de Nolan con el violín. Saltaba y daba palmas de forma alocada para después juntar las manos y fingir un desvanecimiento. La chica estaba muy enfadada y casi lloraba. —¡Mejor te callas, Connor! ¡Estabas igual de idiota que todos los demás! —Por favor —replicó desdeñoso Connor—. Chicos, ¿vamos a dejar a Cynthia que se vaya de rositas? Sin decir una palabra, David sacó de su bolsillo la cámara digital de Julie. Repasó varias fotos, se detuvo en una y se la puso delante de la cara a Connor. La mueca de éste desapareció. Tragó saliva y parpadeó. —Bien, vale —dijo—. Vamos, llegamos tarde a cenar y me muero de hambre. Connor hizo crujir la nieve al caminar hacia el túnel. David se volvió a meter la cámara en el bolsillo y le siguió mientras silbaba Daisy Bell. Con un grito de placer, Cynthia pasó corriendo al lado de Max. —¡David Menlo! ¡Déjame ver esas fotos! ¡David!
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El vestíbulo estaba húmedo. Había pequeños charcos de nieve derretida y botas amontonadas a un lado. De la escalera que conducía al comedor llegaban sonidos de risas y el olor de la carne asada. Justo cuando los cuatro chicos arrojaban las botas en el rincón, la señora Richter apareció por el pasillo que conducía a su despacho. Frunciendo el ceño miró el desbarajuste. De repente, los charcos se evaporaron de las baldosas y las botas se ordenaron cuidadosamente por pares junto a la pared. Después, de repente, su atención se centró en ellos. —Vosotros cuatro, venid conmigo. Ahora mismo. El camino hasta su despacho era corto. Max arrastraba los pies en calcetines, ignorando los intentos de Connor para llamar su atención y fijando la vista en el suelo por delante de él. La directora abrió la puerta y les hizo un gesto para que entraran. Max levantó la mirada. Estuvo a punto de gritar pero se dio cuenta de que su boca se abría y cerraba por sí sola como si fuera un pececito de colores fuera del agua. Dentro del despacho estaba Cooper. Y encadenado a Cooper había un vye.
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Encuentro con los Vyes
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l vye, que era mucho más alto que Cooper, les clavó una mirada oscura y salvaje a cada uno de los chicos. Tenía el hocico húmedo y la gruesa lengua se movía en la boca cuando cambiaba el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. Max, Connor y Cynthia se apiñaron en el marco de la puerta, mientras que David miró al vye y se desmayó, doblando las rodillas y cayéndose como a cámara lenta. La señora Richter suspiró, se agachó para recogerlo y lo puso en la silla de su escritorio, mientras le acariciaba el pelo y le sujetaba la barbilla con la mano. —Cooper —dijo—, por favor, lleva esa cosa lejos de los chicos. El agente asintió y tiró con suavidad de una cadena plateada que rodeaba el cuello del vye. Éste respondió mostrando una hilera de dientes amarillos y puntiagudos mientras le seguía despacio hacia un sofá amarillo que había cerca de las puertas de cristal. Max se dio cuenta de que Cooper tenía cuatro arañazos de sangre seca en la mejilla. —¿Por qué no nos ataca? —musitó Cynthia. —Porque Cooper lo tiene encadenado a unos grilletes pasivos; aprenderás a fabricarlos en sexto. Son muy eficaces, pero ponérselos a un vye es difícil. Minimizan su agresividad y hacen que sean receptivos a las órdenes. Por eso el Enemigo nunca ha confiado plenamente en ellos, a pesar de que le son muy útiles. —¿Dónde lo ha atrapado Cooper? —susurró Connor, soltando el hombro de Max. —Merodeaba cerca de la autopista del pueblo, disfrazado de agente comercial — contestó la directora—. Creemos que es el mismo que se infiltró en el campus hace varios meses. David se removió y se enderezó en la silla, y Max observó cómo el vye desviaba su atención de él mismo a su compañero de cuarto. La señora Richter se separó del escritorio y permaneció de pie en el centro del despacho. —Aunque la captura de Cooper es importante, no es la única razón por la que os he mandado venir aquí —continuó—. Ha llegado a mis oídos que vosotros cuatro habéis pasado por una experiencia bastante confusa... Que habéis sido aterrorizados
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con historias de vyes, potenciales perdidos y la incompetente directora que os está poniendo en peligro a todos. Max no dijo nada; no quería meter al señor Morrow en problemas. Además, pensó que el monstruoso vye sentado en el sofá amarillo y que no dejaba de mirarle constituía una distracción considerable. Como si notara su inquietud, la directora alzó la mano y se dirigió al vye con voz autoritaria. —Asume tu forma falsa y no hables. Los ojos de la criatura brillaron de manera tenebrosa mientras Cooper ponía una manta sobre su inmóvil figura. Miró a Max, sonriendo con su cara de lobo retorcida de una manera horrorosamente humana. El chico se estremeció cuando el cuerpo de la criatura comenzó a temblar, encogerse y crisparse; su rostro se fundió para revelar las facciones de un hombre de mediana edad, calvo y con ojos llorosos, sentado y desnudo bajo la manta. —Estas cosas falsas son asquerosas —murmuró la directora—. Ahora ya nos podemos centrar en el tema que nos interesa. El señor Morrow es un hombre excelente pero está muy enfermo. Ha dicho cosas de las cuales ahora mismo está arrepentido y mejor que lo este. Y no es el único. Me siento un poco defraudada por el hecho de que algunos de vosotros discutierais sobre temas acerca de los que de forma explícita se os había dicho que no hablarais. Max empequeñeció ante la mirada de la señora Richter. Su expresión era grave y cansada, aunque no enojada. —Ahora que poseéis cierta información me gustaría dejar las cosa claras. La primera y más importante pregunta es «¿Se han perdido algunos chicos?» Específicamente potenciales. La respuesta, como Max pareció oír por casualidad, es sí. En estos momentos creemos que cuarenta y dos chicos han sido identificados y capturados por el Enemigo poco después de que tuviéramos noticias de ellos. El caso de Mickey Lees es especial... Es el único que ha sido interceptado por el Enemigo después de pasar las pruebas. Sin embargo, a pesar de lo que hayáis podido escuchar —continuó la señora Richter dirigiéndose hacia un viejo y amplio mapa del mundo— , no nos hemos quedado quietos. Colocó la palma de la mano en un escáner y el mapa antiguo se deslizó en silencio hacia la pared contigua. Apareció un mapamundi digital con códigos numéricos de diferentes colores diseminados por toda la superficie. Max se dio cuenta de que la mayoría estaban agrupados en Nueva Inglaterra, el norte de África y Europa del Este. —Cada uno de estos números indica una misión en la que están involucrados nuestros agentes. Como directora de Rowan tengo conocimiento de todas las misiones. En la actualidad hay trescientas doce no secretas en distintas etapas de finalización. Cuarenta y dos de estas iniciativas están centradas en la desaparición de nuestros potenciales, una misión por cada chico. Se ha convocado a los agentes
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expertos que estaban jubilados, se ha reunido al Consejo de Clarividentes y hemos iniciado una serie de operaciones de Materia Oscura, eh, quiero decir secretas, en relación con estas circunstancias. El señor Morrow, y sólo significa uno entre muchos otros, se exaspera porque no tiene acceso a toda la información. La falta de datos conduce a conclusiones incompletas. No me importa ser objeto de su frustración porque debo mantener ciertos datos y misiones en secreto. Es una penosa necesidad que nos impone el momento. Llamaron a la puerta. Mum entró correteando en la sala con un servicio de café plateado y elegante. La bruja retrocedió al ver a David, retiró la mirada y lo evitó en su desplazamiento. —Otra noche ajetreada, ¿eh, directora? —inquirió con voz ansiosa. —Sí, Mum —dijo la señora Richter, sonriendo—. Gracias por traerme esto. —Es un placer, querida —soltó la bruja—. Siento haberme retrasado pero Bob me dejó sola en la cocina. He podido apañármelas, como siempre —afirmó con desdén— , pero tal vez habría que pensar en dejarlo marchar... —Sí, Mum —respondió la señora Richter con paciencia—. Ya hablaré con Bob. De momento, cierra la puerta al salir, por favor. Mum hizo una reverencia, de repente se detuvo y olfateó el aire con una expresión de duda en la cara. Miró con pánico al vye sentado en el sofá y luego a la señora Richter. Con una mano ocultando la boca, habló en un susurro que todos en la habitación pudieron oír. —Directora—dijo entre dientes—, ¡hay un uve, i griega, e en la esquina! Con un frenético movimiento de la cabeza en dirección al vye, Mum fijó una mirada de complicidad en la señora Richter. —Sí, Mum, somos conscientes de la presencia del vye —replicó ésta mientras se servía una taza de café. —¿Quiere que me lo coma? No sería ninguna molestia —se ofreció Mum, con una nota esperanzada en la voz. —Es muy de agradecer de tu parte pero no... Por ahora no. Si eres tan amable, Mum... Sacudiendo su pelo lacio con un movimiento de indignación, Mum se giró y caminó hacia la puerta. Se detuvo bajo el umbral, se volvió y sonrió al vye, recogiendo los labios y revelando varias filas de dientes de cocodrilo relucientes. Con una risita repentina, cerró de un portazo y desapareció. El vye parecía enfermo. —Señora Richter —preguntó Cynthia—, ¿de verdad va a dejar que Mum se coma a ese vye?
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—De ninguna manera —contestó ella con un gesto rotundo de la cabeza—. Últimamente Mum ha engordado mucho y los vyes son enormes. Ahora, sigamos con lo que estábamos. La directora dio un sorbo al café y se acercó al mapa digital. Con un golpecito seco en la pantalla amplió la imagen de satélite de una gran ciudad. —Me alegra poder informaros de que hemos hecho avances. Nueve operaciones distintas han convergido de forma independiente en la ciudad de Estambul, en Turquía. Llevábamos mucho tiempo sospechando de la existencia de un laberinto de cámaras subterráneas bajo el palacio de Topkapi, que podrían haber sido excavadas hace mucho por el Enemigo. Varios de nuestros agentes piensan que los potenciales pueden encontrarse allí; otros equipos sospechan de un sitio distinto en el norte de Hungría. —Entonces, ¿por qué no entran y los rescatan? —preguntó Connor. —Ojalá fuera tan simple —contestó la directora, sonriendo—. ¿Alguno de vosotros puede decirme por qué ésa tal vez no sea la mejor opción posible? —Bueno —dijo Cynthia—, si es un palacio, seguramente hay mucha gente en su interior, turistas y demás. Podrían resultar heridos, o como mínimo habría que explicar muchas cosas si vieran un montón de vyes y de agentes corriendo por todos lados. La directora sonrió y asintió, pasando la vista sobre cada uno de ellos como esperando más respuestas. —Ha dicho que las cámaras subterráneas son secretas, o se supone que lo son — Max añadió de repente—. Si es así, lo mejor sería espiarlos. Incluso, aunque los potenciales no se encuentren allí, el Enemigo puede estar utilizando ese sitio para otras cosas importantes. Si ése es el caso, no estaría bien que ellos supieran que los hemos descubierto. Esperaría el momento más oportuno. La señora Richter alzó las cejas y se giró hacia Max. —Tendré que informar al señor Watanabe de que eres mejor de lo que pareces en Estrategia —dijo—. ¿Alguna otra sugerencia? —Tal vez todo sea una trampa —murmuró David, paseando la mirada por el mapa antes de fijarla en la señora Richter. —Claro —contestó ésta, observando a David durante unos segundos—. Muy bien... todos vosotros. Max se sonrojó de orgullo; la señora Richter era bastante generosa con los cumplidos. Miró el reloj y frunció el ceño. —Me gustaría hablar en privado con David y Max. Cynthia, tú y Connor podéis iros. Espero que esta pequeña charla os haya convencido de que no escatimamos fuerzas a la hora de resolver esta situación. Y para que no vayáis a pensar que sois los
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únicos con acceso a estos terribles secretos, compartiremos esta información con el resto del personal del colegio. Ahora os sugiero que os apresuréis a la cocina y veáis si queda algo de comer. Connor miró a David y Max con curiosidad mientras salía junto a Cynthia. —Cooper, usted también puede irse —dijo la directora—. Por favor, asegúrese de que le curan esas heridas de forma adecuada. No es momento para complicaciones. Cooper asintió y abrió las puertas de cristal que daban al huerto. Silenciosamente las cerró tras él y, con el vye, se perdió en la noche. La señora Richter volvió a dirigir su atención a Max y David. —Os he pedido que os quedéis vosotros dos porque me gustaría saber con exactitud cómo han podido desaparecer de las bibliotecas más de treinta libros de Historia del Arte y un par de manuales de conjuros de acceso restringido. Los ojos de David se agrandaron y miraron a Max, pero éste se limitó a bajar la cabeza con la seguridad de que iban a ser expulsados de inmediato. —Cooper se quedó muy impresionado con el truco de tu desaparición —continuó la directora con una pequeña sonrisa—. Durante mucho tiempo en Rowan han corrido rumores sobre una entrada secreta a los Archivos. —Lo siento, señora Richter —respondió David—. Era simple curiosidad... Puedo devolver los libros esta misma noche. La directora negó con la cabeza. —Preferiría que no lo hicieras, David —dijo—. Hasta donde me alcanza el conocimiento, eres la única persona del campus capaz de usar esos manuales sin que constituya un peligro. Dicho esto, me interesa más que me cuentes lo que has averiguado que pensar en algún tipo de castigo. ¿Te importaría compartir tus reflexiones? David se puso de pie. —Astaroth no fue destruido —lanzó de forma abrupta—. Lo supe gracias a las estrellas de nuestro dormitorio. Max se quedó asombrado del cambio que se había producido en su compañero. Los ojos caídos de David refulgían enérgicamente y adoptaban una gran intensidad con la que parecía absorber y procesar toda la información sin pausa. La señora Richter permaneció en silencio pero le hizo un gesto a David para que continuara. —Sabía que Astaroth estaba vivo —continuó el chico—. Todo indicaba que, de alguna manera, estaba encerrado. Mi primera suposición fue que los cuadros podrían ser pistas de dónde estaba aprisionado... Pero los manuales me dijeron otra cosa. La señora Richter sorbía el café mientras escuchaba con mucha atención.
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—Al ser Astaroth tan fuerte, tenía curiosidad por saber qué tipo de prisión podría haberlo retenido durante tanto tiempo —prosiguió David mientras paseaba por el despacho—. Pensé en una montaña o algo así, enorme. Pero en realidad la respuesta era lo contrario. Se utilizaron hechizos de Magia Antigua entretejidos para atarle dentro de algo pequeño y precioso... Un cuadro. —¿Por qué en un cuadro? —preguntó la directora. David asintió. —Ésa es la misma pregunta que me hice, pero no está hecho al azar. Los cuadros constituyen prisiones perfectas para estas cosas; los símbolos secretos y la protección se pueden infundir en los materiales, en las imágenes, en la composición, en todo... —¿Sabes en qué cuadro está escondido Astaroth? —se interesó la señora Richter. —No —respondió David negando de forma enérgica con la cabeza. —¿De verdad? —insistió ella, al tiempo que elevaba una ceja e inclinaba el cuerpo hacia delante. David intentó aguantar su mirada, pero desvió los ojos y comenzó a toser. Max estaba sorprendido de que su compañero, normalmente tan tímido, no cooperara más. —No sé si debo decirlo —replicó en voz baja cuando dejó de toser—. Quiero decir que usted es la directora... ¿Por qué no lo sabe? Tal vez se supone que nadie debe saberlo. Tal vez pretendían que Astaroth desapareciera en una prisión y que nadie conociera su existencia, mucho menos que pudieran encontrarla o abrirla. —Me parece razonable —admitió la señora Richter—. De hecho entre los profesores se ha rumoreado durante mucho tiempo que Astaroth estaba prisionero en un cuadro, pero no tengo constancia de que ningún director tuviera los datos concretos. Sin embargo, basándonos en lo que has dicho, creo que ha llegado el momento. Debemos saber dónde se encuentra Astaroth y si el Enemigo ya ha tomado posesión de él. David se aclaró la garganta. —No sé exactamente qué cuadro es, pero tengo una corazonada —dijo. La señora Richter miró hacia las puertas acristaladas y, con un gesto de su mano, corrió las cortinas. David volvió a dar vueltas por el despacho. —En primer lugar, el cuadro debió ser terminado en una fecha cercana a la derrota de Astaroth. En ese momento era débil y teníamos a los Tuatha de Danaan como aliados... Ellos poseían la Magia Antigua necesaria para los hechizos de confinamiento. Ya sé que el Enemigo ha robado pinturas modernas también, pero creo que eso es sólo para despistar y que nadie sospeche quién está robando los lienzos y por qué.
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—¿Estás seguro? —preguntó la señora Richter. —Sí. Astaroth es demasiado poderoso para mantenerlo en algo temporal o cambiarle de prisión... Demasiado arriesgado. La señora Richter asintió, moviendo la taza de café y observando con atención a David mientras éste continuaba. —También pienso que tiene que pertenecer a algún pintor famoso. La idea es que el Enemigo creería en una prisión oculta. Los cuadros famosos pueden estar a la vista, pero no cambian de propietario a menudo y suelen estar muy bien protegidos. —¿Candidatos con más opciones? —preguntó la señora Richter, asintiendo. —Rembrandt y Vermeer —contestó David simplemente. —¿Por qué estos dos pintores en concreto? El chico se encogió de hombros. —El período de tiempo coincide y otros tenían acceso a sus cuadros mientras los hacían —dijo—. No creo que ninguno de los dos pintores sospechara que su obra estaba comprometida; uno de los nuestros, un alumno suyo o alguien que tenía acceso, pudo haber sido el elemento fundamental. En los documentos del Archivo no hay nada que indique que Rembrandt o Vermeer fueran de los nuestros. Personalmente, pienso que el cuadro es un Rembrandt, pero podría ser cualquiera de estos cuatro. David tomó un bolígrafo del escritorio de la directora y escribió algo en un taco de papeles de notas que había allí. La señora Richter arrancó la hoja y la miró. —Lo bueno es que ninguno ha sido robado —afirmó el chico. Max intentó alcanzar a ver los nombres que había escrito cuando la directora lo cogió, pero no pudo descifrar las letras debido a la poca luz. La señora Richter lo miró, como si de repente se diera cuenta de que había alguien más allí. —Gracias, David —dijo, mientras colocaba el papel boca abajo en su escritorio y le hacía un gesto para que volviera a sentarse. Abrió un cajón y extrajo una carpeta que Max ya había visto antes. Su pulso comenzó a acelerarse. —Y ahora usted, señor McDaniels —continuó, sacando una foto brillante y dándole la vuelta para que él la viera bien. Max tragó saliva y pestañeó ante la imagen de Ronin, que mostraba una mirada furiosa—. ¿Puede explicar por qué no ha compartido todavía el hecho de que tuvo una conversación con este hombre en el interior del campus? Max no sabía nada de Ronin desde Halloween; pensaba que ya había pasado tanto tiempo que las sospechas de Cooper no habían seguido su curso o se habían desechado.
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—¿Es un vye? —preguntó Max horrorizado. La señora Richter se puso de pie y caminó hacia la ventana para abrir las cortinas y mirar los copos de nieve volar en la luz exterior como si fueran polillas. —No, Max, no es un vye. Pero tu primer instinto iba en la dirección correcta, es peligroso. Siento tener que decir que es un graduado de Rowan, uno de los mejores, pero que va mal orientado. Se le expulsó hace varios años. Se llama Peter Varga. —Pe-pe-ro sólo quería salvarme en Chicago y en el aeropuerto —tartamudeó Max, confundido—. Él me salvó. ¿Por qué fue expulsado? ¿Qué mal hizo? La respuesta de la directora traspasó el aire con carácter definitivo. —Se juntó con la gente equivocada —su figura permanecía enmarcada en un escenario de copos de nieve y cristal helado—. Será mejor que vayas a cenar algo, Max. No debes volver a hablar con el señor Varga ni decir nada de la investigación de David a nadie. Quiero que te des cuenta de que no se trata de una educada petición que hago a un alumno; son órdenes explícitas de la directora de Rowan. ¿Necesitas que te explique la diferencia? —No, directora —contestó Max, poniéndose colorado. —Bien —replicó la señora Richter con una voz más amable—. Cena algo y descansa, por favor. David, me gustaría que te quedaras un momento más. Buenas noches, Max. Éste salió del despacho tan deprisa como pudo, sorteando a varios alumnos y corriendo hacia el comedor, donde Bob tenía guardado un plato especial para él.
Las siguientes semanas fueron como un torbellino para los alumnos de Rowan. Los tutores informaron a todos de los últimos acontecimientos. Las noticias de los potenciales perdidos causó un gran revuelo y también el reparto de los relojes de seguridad para cada uno. Eran finos y plateados, con una pantalla digital que se debía apretar si surgía algún peligro. Estas cosas habían levantado todo tipo de rumores entre el alumnado pero la sorpresa y los verdaderos cotilleos comenzaron cuando, una noche, Cooper se presentó en el comedor con su jorobado y desgarbado vye. —Vamos a ver más como éste —anunció el agente a su petrificado público—. A éste lo atrapamos merodeando cerca de la puerta, así que la directora piensa que es mejor que veáis uno ahora... En cautividad. Algunos de vosotros podéis creer que sabéis todo lo relativo a vyes de los libros de texto; yo pensaba lo mismo hasta que me encontré con uno en Oslo... A continuación, Cooper ofreció una explicación muy práctica y específica sobre cómo descubrir y enfrentarse a los vyes. De acuerdo con el agente, nunca buscaban
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una lucha limpia. El propósito del vye era pillarte desprevenido, incluso que confiaras en él. La clave estaba en la detección precoz: había menos probabilidades de que un vye atacara si notaba que había sido descubierto. Cuando adoptaban forma humana, sus ojos solían estar llorosos y tenían una forma vaga e indirecta de hablar. —Tienden a pensar que son muy listos —añadió Cooper, soltando una risita—. Si te pones a conversar con un vye, te darás cuenta de que utilizan palabras inquietantes y metáforas violentas... Están jugando con su presa. Da la vuelta al juego; introduce adivinanzas en la conversación. A los vyes les encantan los acertijos, casi siempre se distraerá e intentará resolverlo. Las adivinanzas sin solución son las mejores: por ejemplo, cuando dices que el trabajo que te ofrecen necesita experiencia pero que sin el trabajo no puedes tener experiencia. Les vuelve locos, como si tuvieran un disco rayado en la cabeza. Pero no os fiéis sólo de vuestras tripas para detectar un vye —advirtió Cooper—. Sé que eso es lo que se suele decir, pero no es correcto y es arriesgado. Algunas personas pueden detecta a un vye en un segundo, hay algo en ellos que dispara una respuesta en su memoria genética y saben que hay un depredador cerca. Otra no tienen tanta suerte. Estad alerta y acordaos de comprobar los ojos y la forma de hablar. Recordad también que los vyes casi siempre trabajan en parejas; si identificáis a un vye tened siempre presente que hay otro muy cerca ¡siempre! El que habéis visto puede que sólo quiera distraeros. Si sus dientes o garras rasgan vuestra piel teneis setenta y dos horas para tomar el antídoto o podréis contaminaros. Jason Barrett, con aspecto muy serio, preguntó a Cooper la mejor manera de enfrentarse a un vye. —Eso depende de la persona y de sus puntos fuertes —reflexionó—. En mi caso lo que mejor me funciona es el machete, pero eso sería arriesgado para los alumnos. No arden con facilidad pero no les gusta la luz brillante ni mucho frío. Son rápidos pero no tanto como cualquiera que tenga una mínima capacidad de Amplificación. Hay muchas maneras de enfrentarse a un vye. Cada uno tiene que averiguar cuál es la mejor en su caso. —¿Y cómo se supone que podemos averiguarlo? —preguntó un alumno de tercer curso bastante nervioso. —En el Circuito —dijo entre dientes Cooper—. Por indicación mía, se van a insertar vyes de forma aleatoria en vuestros escenarios de entrenamiento. A partir de hoy mismo.
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Invitados imprevistos
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ras las palabras de Cooper descendió la frecuencia de visitas al Circuito. Max continuaba con sus escenarios a regañadientes pero todavía no se había topado con ninguno de los vyes que Cooper se había comprometido a introducir. Lo que sí encontró fue un montón de bromas de otros alumnos en relación con la canción de Kettlemouth, suceso que ya se había extendido por todo el campus. Julie intentaba evitarle casi siempre. Cuando se cruzaban por casualidad, ella murmuraba «Hola» y se marchaba deprisa; habitualmente iba rodeada de una protectora barrera de amigas. Max no estuvo presente ni en la cena ni en el baile del día de San Valentín. El único consuelo era que, según le contaron, Mum había perseguido a Connor toda la tarde, reclamando la cita que le debía desde Halloween. Sin embargo, Max se quitó a Julie de la cabeza un día que corría junto a Rolf y Sarah por el sendero embarrado en dirección a la Herrería. Era a mediados de marzo, el viento soplaba cortante y húmedo y Rowan se despojaba de los vestigios del invierno. En las ramas de los árboles comenzaban a salir pequeños capullos, en el suelo aparecían brotes tiernos de hierba, y el cielo estaba abarrotado de grupos de nubes rosadas procedentes del mar. El trío aumentó de velocidad cuando el Viejo Tom dio las cinco campanadas. Su clase estaba probando escenarios más difíciles en equipo y los tres esperaban terminar uno antes de la cena. Otros tres alumnos de primer curso habían sacado la mejor nota, un treinta y uno, en un escenario de nivel tres en el que tenían que rastrear y capturar un cervatillo dorado. Para complicar las cosas, en el escenario también aparecían adversarios: un grupo de diminutos y traviesos duendes que les atacaban agarrándose a las piernas hasta que la víctima caía, y entonces la ataban con raíces de árboles. Sarah marcó el código de seguridad y entraron al edificio. Unos minutos después, Max sintió la habitual sensación de náuseas de anticipación, mientras el ascensor se abría ante los familiares muros graníticos de la sala de trofeos del Circuito. Las palabras de Sarah sonaron rápidas como balas. —No lo olvidéis: la comunicación es la clave —dijo—. Nuestro objetivo es utilizar fuertes destellos de luz para asustar al cervatillo y que se dirija al claro central donde podemos rodearlo. Rolf, tú acampas en el claro, así al menos uno de nosotros ya
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estará allí; además eres el mejor en Hipnotismo. Max, ¿puedes amplificar cuando lo deseas? —No —respondió éste—, pero voy mejorando... La señorita Boon me ha estado dando clases particulares. —¿Lo puedes intentar en el escenario? Creo que es nuestra mejor opción para atraparlo. Max asintió pero estaba intranquilo. Había veces que temía que su cuerpo no pudiera soportar la energía que la Amplificación generaba. No era el único que lo temía; la señorita Boon a menudo guardaba una distancia prudencial durante las clases, y le daba las instrucciones a Max desde el otro extremo de la sala. Mientras esperaban el ascensor, Max se acercó al pesado guantelete de malla expuesto en la vitrina. Era enorme, fabricado para una mano el doble de grande que la suya. Las placas y anillos estaban retorcidos y abollados. Se trataba del Guantelete de Beowulf y a su lado estaban inscritos los nombres de los alumnos que habían demostrado un valor excepcional. La mirada de Max repasó la lista, tratando de imaginar las hazañas que los alumnos habían realizado para ser merecedores del trofeo. Estiró el cuello y se quedó helado por la sorpresa. El nombre de Peter Varga estaba grabado con letras rutilantes. Max parpadeó. Según la señora Richter, ése era el verdadero nombre de Ronin. La voz de Sarah lo devolvió a la realidad. —¡Venga, Max! ¡El ascensor ya ha llegado! El nivel tres estaba revestido de caparazones de tortuga, sus curvas creaban una ilusión de profundidad en contraste con las puertas lisas y plateadas. Sarah fue hasta la puerta número tres y marcó los códigos en la pantalla, mientras Rolf miraba a Max con una sonrisa nerviosa. —¿Todos preparados? —preguntó la chica, juntando las manos con excitación. Al girar el pomo de la puerta entraron en otro mundo. Inmediatamente Max percibió los diferentes olores; la madera y el metal pulido habían sido reemplazados por musgo, tierra y pinos. Sus ojos se ajustaron con rapidez a la luz mientras examinaba el cielo y calculaba la extensión que ocupaba una pradera de hierba alta y bajos arbustos delimitada en forma de círculo por el bosque. Los últimos rayos del sol, de color naranja, atravesaban huecos de los árboles en el oeste. Un movimiento captó su mirada; había ciervos pastando en la pradera pero ningún brillo dorado que desvelara la presencia de su presa. —Rolf, toma posición en esos arbustos del centro —dijo Sarah impaciente—. Mantente agachado y elige un sendero teniendo en cuenta que el viento no vaya en dirección a los ciervos. Max y yo nos vamos a separar, iremos en direcciones opuestas rodeando el bosque. Recordad lo que nos dijo el señor Watanabe: sin prisa
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pero sin pausa. Tenemos más posibilidades en el primer intento, ¡así que vamos a por ello! Max asintió y se metió en el bosque, pegado al sendero y evitando las ramas. Se movía con rapidez; el sol se estaba ocultando deprisa y su luz era muy importante para poder localizar la piel dorada de su objetivo. El aire era fresco pero el sudor le descendía por el entrecejo, mientras examinaba el bosque en busca de los ojos reflectantes de los duendecillos. De vez en cuando se detenía para escuchar con atención pero sólo oía los latidos de su propio corazón y el zumbido de los mosquitos. De repente, al otro lado de la pradera, explotó una cascada de chispas como fuegos artificiales por encima de los árboles: Sarah tenía problemas. Max salió disparado del bosque y atravesó el claro. Los ciervos se dispersaron y Rolf salió de su escondite. —¡Quédate escondido! —le dijo Max entre dientes cuando pasó a su lado, con el cuerpo comenzando a amplificarse. En unos segundos había llegado al otro lado, había saltado un pequeño seto y se había introducido en el oscuro bosque. Tres pequeñas criaturas repugnantes de color verde, con el pelo como de musgo y los ojos amarillos como los gatos, se habían enganchado a las piernas de Sarah como si fueran bebés furiosos; un cuarto intentaba sujetarle las manos. Duendecillos. Max se alarmó cuando vio a otro grupo de cinco que manejaba una raíz de árbol como si fuera una soga con la que pretendían atar a Sarah. —¡Solas! —gritó, abriendo la mano e inundando el bosque con una explosión de luz brillante. Los duendecillos gritaron y se cubrieron los ojos, lo cual permitió que Sarah apartará a uno y comenzara a quitarse los de las piernas. Max se hizo a un lado para evitar a un duendecillo que se había lanzado, aullando, al ataque. Lo cogió del pequeño brazo y lo lanzó contra los que arrastraban la raíz de árbol. Las diminutas criaturas cayeron al suelo y soltaron la raíz, que inmediatamente volvió a recobrar su estado rígido. Para entonces, Sarah ya había encendido un anillo de fuego a su alrededor. Media docena de duendecillos enfadados merodeaban cerca de las llamas, maldiciendo con su tono agudo de voz. Uno de ellos lanzó un grito e intentó atravesarlas, pero sólo consiguió quemarse el taparrabos. La criatura cayó al suelo y los otros se acercaron deprisa para apagar el fuego. Con el rabillo del ojo, Max captó un brillo dorado. Mirando la lucha, con su delicada cabeza inclinada como si no entendiera lo que ocurría, se encontraba el cervatillo dorado. —Sarah, en el sendero —susurró—. Ahí está.
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La chica se arriesgó a girar la cabeza a la vez que aumentaba la intensidad de las llamas para chamuscar a un duendecillo que se había colocado a su espalda. —¡Vete a por él! —jadeó—. Esto lo tengo controlado. ¡Corre! Como si presintiera lo que se avecinaba, el cervatillo movió el rabo y salió disparado por el sendero. Max dio un salto y se puso a correr tras él, desplazando trozos de corteza y tierra en sus zancadas. El chico aceleró la carrera ignorando los latigazos de las ramas que le daban en la cara, pero el cervatillo dorado lograba brincar fuera de su alcance, ciñéndose a la suave curva del sendero. «Así nunca lo voy a atrapar», pensó Max. «Esto debe de formar parte del escenario: la velocidad por sí misma no es suficiente. No se sale del sendero... ¡Tengo que cortarle el paso!» Se desvió hacia la izquierda y corrió en dirección a la pradera, pensando en el mejor ángulo para cruzar el claro e interceptar al cervatillo. Corría rápido y agachado, intentando que la maleza le cubriera. Al llegar a un matorral paró casi en seco, tuvo que pasar arrastrándose y volvió a entrar en el bosque. Sonrió al oír un suave trotecillo que se acercaba por el sendero. Max buscó un sitio para esconderse y dio un salto de casi cuatro metros hacia arriba, hasta una rama que cruzaba la senda. Unos segundos después estaba colgado como un enorme felino. Los pasos que se aproximaban comenzaron a hacerse más lentos; lo que fuera se movía con mucha precaución. Max aguantó la respiración y se limpió el sudor de los ojos. Forzando la vista, observó una figura salir de las sombras, caminando con lentitud y demasiado grande a simple vista como para ser el cervatillo. Parpadeó fastidiado al pensar que era Rolf, que había abandonado su escondite. Sin embargo el fastidio dio paso a un horror vomitivo cuando la silueta se acercó más y se situó debajo de él. Lo primero que provocó el terror de Max fueron las orejas. Las del vye eran como las de un lobo pero más largas y le avisaron con un temblor de algún peligro ya que, de repente, cambió la forma de caminar y se elevó sobre las patas traseras. Se metió rápidamente hacia la derecha y se agachó para examinar bajo el oscuro matorral. Entonces se detuvo. Olfateó el aire y movió la enorme cabeza en dirección a Max. Este aguantó la respiración, luchando contra las ganas de gritar mientras el vye se retiraba del matorral y se acercaba arrastrándose al árbol donde él se encontraba. El vye era enorme, más de dos metros de largos músculos, pelo enmarañado y nervios. Se aproximó más. La parte superior de la cabeza, gris y negra, estaba sólo a unos metros cuando se detuvo junto al tronco del árbol. Tenía la cabeza inclinada; el jadeo era ronco y agitado. De repente habló con voz de mujer, calmado y con un punto juguetón. —¿Lo tienes, querida?
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—Sí, mi amor. La respuesta venía justo de detrás de Max. Giró la cabeza y se encontró con el rostro lascivo y los colmillos desnudos de un segundo vye a sólo unos centímetros de su cara. Max gritó y se soltó de la rama. Se sacudió y dio patadas anticipándose al desgarro de las zarpas y a los mordiscos de los dientes. No ocurrió nada. Abrió los ojos con un gruñido y se encontró tendido en el suelo blanco y liso de la espaciosa sala del escenario. Rolf y Sarah le observaban con una mezcla de sorpresa y preocupación. —¿Qué ha pasado? —preguntó Rolf—. ¿Se ha estropeado algo? —No sé —jadeó Sarah—. Max, ¿has atrapado el cervatillo? Max negó con la cabeza; su pecho subía y bajaba a un ritmo vertiginoso, mientras el sudor inundaba todo el cuerpo. Respiró hondo, estremeciéndose. —Me topé con vyes en el escenario —dijo. Antes de que Max pudiera terminar la frase, la puerta de la sala se abrió. Nigel Bristow apareció en el marco, jadeando y nervioso. —Tenemos invitados imprevistos, Max —afirmó de manera cansina—. Tu padre está en la puerta principal con otro hombre, un tal señor Lukens. Coge tus cosas y ven enseguida. Mientras subían en el ascensor, Nigel dirigió a Max una mirada sincera. —Max, ¿sabías que tu padre pensaba venir a visitarte? —le preguntó. —No —soltó éste, encantado y aterrado a la vez por la noticia de la llegada. Al observar la expresión del reclutador, espetó—: ¡Nigel, te juro que no lo sabía! En su última carta decía que tenía una sorpresa para mi cumpleaños la semana que viene, pero pensé que se trataba de un regalo. —¿Quién es ese tal señor Lukens? —Es el jefe de mi padre —contestó Max—. El propietario de la agencia donde trabaja. Nigel, ¿qué vamos a hacer? Conozco a mi padre, seguro que quiere ver mi dormitorio, conocer a mis amigos... ¡enterarse de todo! Nigel apoyó una mano en su hombro para tranquilizarle. —Relájate, chaval. Por supuesto, es una visita inesperada, pero no te creas que es la primera vez que nos sucede. Sabemos cómo mantener las apariencias —le explicó Nigel, mientras guiaba a Max con paso rápido hacia el exterior de la Herrería—. En la puerta, tu padre y el señor Lukens han recibido unas etiquetas especiales de visitantes que filtrarán su experiencia. En vez del Rowan que tú conoces, ellos sólo verán un pequeño y elegante colegio. Confía en mí... Esas etiquetas son verdaderamente geniales.
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—Si tú lo dices... —respondió Max. De repente le invadió un sentimiento de realidad: su padre estaba allí. Su padre, a quien no había visto desde hacía más de seis meses, estaba allí. Y Max lo iba a ver en unos momentos. Una sonrisa astuta recorrió el rostro de Nigel. Se detuvo bruscamente y se rascó la barbilla, como si reflexionara sobre una difícil cuestión. —Por cierto, ¿qué puntuación crees que habrías alcanzado en ese escenario? Max puso los ojos en blanco y comenzó a correr hacia delante, hablándole por encima del hombro. —No sé... Un seis, tal vez un siete... —Mmm. ¿Y la puntuación de los vyes? —inquirió Nigel con una risita—. ¿Ochenta? ¿Noventa incluso? Max, busca siempre el segundo vye, ¡siempre! —Sí, sí, claro —gruñó el chico—, ahora ya nunca se me olvidará. ¡Hasta luego! Salió corriendo, dejando atrás a Nigel, hacia la Mansión, cuyas ventanas reflejaban alegría. Cuando abrió la puerta, vio la corpulenta figura de su padre en el centro del vestíbulo, con su gabardina verde oliva y gesticulando de forma exagerada ante el señor Lukens, que vestía elegantemente un abrigo y un sombrero de fieltro. En el suelo había una gran caja envuelta como un regalo. Ambos hombres llevaban unas etiquetas blancas, sujetas con unos cordones finos alrededor del cuello. Cuando Max entró, el señor McDaniels se detuvo a media frase y se dio la vuelta. —¡Ahí está! —exclamó, con los ojos azules refulgiendo—. ¡Ahí está mi chaval! ¡Sorpresa! —¡Papá! —gritó Max al ser elevado quince centímetros del suelo de forma repentina. —¡Uf! ¡Cada día me cuesta más levantarte! Bob, ¿me equivoco o Max ha crecido quince centímetros desde agosto? —Yo diría que treinta como mínimo —respondió el señor Lukens, tocándose el sombrero—. Es un placer volver a verte, Max. Feliz cumpleaños. Espero que no me consideres un intruso... Tu padre ha sido muy amable al permitirme acompañarle tras nuestra reunión de trabajo en Boston. Sin embargo, lo más divertido ha sido intentar encontrar este sitio. Juraría que no aparecía en los mapas hasta que tu padre por fin lo descubrió. Debo de estar haciéndome viejo —soltó una risita y sacó una caja negra y delgada del abrigo. —Hola, señor Lukens —dijo Max, dando un paso para estrecharle la mano y recoger el regalo—. Es muy amable de su parte. Gracias por el regalo.
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—Oh, no es nada —replicó el señor Lukens, quitándole importancia con un gesto—. Espero que te guste. Es un poco personal, así que será mejor que lo abras cuando estés a solas. Max asintió y se metió la caja en el bolsillo. —En realidad tenemos que dar las gracias al señor Lukens por dejarme a mí acompañarle —agradeció el señor McDaniels—. Hace sólo un par de semanas me dijo que yo también iba a la reunión, ¡fue idea suya! ¡Hizo lo posible para que no se me escapara esta sorpresa! Nigel entró silenciosamente en el vestíbulo e hizo un tímido ademán. —Papá —dijo Max, tocando el codo de su padre—, éste es el señor Bristow. Es... —Admisiones —le interrumpió Nigel, tendiendo con amabilidad la mano al señor McDaniels—. Ya tuvimos el placer de conocernos en el aeropuerto. —Claro, claro —respondió el señor McDaniels al tiempo que sacudía de forma enérgica la mano de Nigel—. ¿Cómo se me iba a olvidar? Nigel, le presento a Bob Lukens, el jefe de mi oficina. En realidad, si usted está en Admisiones, probablemente es la persona con la que Bob querría hablar. Tiene una sobrina interesada en... —Scott —interrumpió el señor Lukens—, no vamos a molestar al señor Bristow nada más llegar. Me da la impresión de que están preparando la cena. Supongo que Max podrá enseñarnos todo esto y ya hablaremos con el señor Bristow antes de coger nuestro avión... —Tengo una idea —dijo Nigel—. Permítanme acompañarles a la cena para celebrar el cumpleaños de Max. Me encantará responder a sus preguntas. Max, ¿por qué no enseñas tu dormitorio a tu padre mientras yo le muestro todo esto al señor Lukens? ¿Nos volvemos a encontrar aquí en veinte minutos? —Perfecto —asintió el señor McDaniels, pasando un brazo por los hombros de Max. El chico cogió el regalo y comenzó a subir la escalera, se dio la vuelta y vio cómo Nigel dirigía al señor Lukens hacia una de las salas de estar. Bob sonreía educadamente mientras con la mirada iba siguiendo a Max y a su padre por las escaleras. —Así que —dijo el señor McDaniels con la cara brillante por la subida—, ¿te ha sorprendido verme? ¿Pensabas que iba a perderme tu iniciación en la terrible adolescencia? —Me encanta que hayas venido —respondió Max, aliviado al ver el pasillo de la tercera planta vacío—. Te echaba de menos. Miró con esperanza la etiqueta de su padre y abrió la puerta de su dormitorio.
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—Bueno —añadió con una mueca de incertidumbre—, ya estamos... Su padre atravesó el umbral y se quedó un rato en silencio. Max permaneció inmóvil. La luz de la lámpara de lectura de David se reflejaba en la cúpula de cristal justo donde Andrómeda estaba desapareciendo en el cielo nocturno. Su compañero de habitación estaba acurrucado en la cama con un manual de hechizos abierto en su regazo mientras examinaba una gran copia de un cuadro de Vermeer. Habló sin apenas levantar la vista hacia la puerta. —Eh, ¿qué tal ha ido el escenario? Max cerró los ojos con fuerza y tragó saliva. —Eh, bien —contestó—. Papá, él es mi compañero, David Menlo... La cabeza de éste giró de golpe y vio al señor McDaniels, que pasó junto a Max, riéndose y alargando la mano. David comenzó a toser mientras deslizaba el manual debajo de la almohada, alternando miradas de pánico a Max y a su padre. —Encantado de conocerle, señor McDaniels —afirmó tímidamente. —Puedes llamarme Scott, David. El señor McDaniels es mi padre —dijo en tono amistoso mientras echaba un vistazo a su alrededor—. Bueno, no tenéis mucho espacio, pero es bastante acogedor. Tarareando para sí mismo, el señor McDaniels bajó las escaleras y examinó una fotografía enmarcada de la familia, antes de que Bryn McDaniels desapareciera. David dio un leve golpecito en el hombro de Max. —¿Qué está ocurriendo? —susurró—. ¿Sabe tu padre de qué va Rowan? —No pasa nada —murmuró Max—. Lleva puesta una etiqueta de visitante que oculta cualquier cosa rara. ¿Por qué no estás cenando? David se encogió de hombros. —Me quedé enganchado con el libro... No tenía hambre. —¿He oído que todavía no has cenado? —preguntó el señor McDaniels, levantando la cabeza desde el piso de abajo. David y Max pegaron un salto. —Eh, sí —dijo el primero—. Pero luego puedo comer algo... Dejan las sobras en la cocina. —¡De ninguna manera! ¡Te vienes con nosotros a celebrar el cumpleaños de Max! —No, no, es igual —farfulló David—. Gracias de todos modos. —¡De ninguna manera, repito! —gritó el señor McDaniels. —Date por vencido, David. Es capaz de llevarte a rastras —dijo Max, tajante.
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—¡Así es! —exclamó el señor McDaniels plantando un beso en la coronilla de su hijo—. ¡Ah, qué bien poder ver a mi hijo en su cumpleaños! Vamos a desenvolver tu regalo y nos vamos; tengo el depósito casi vacío. —Si insistes... —sonrió Max, deslizando la enorme caja por el suelo. Arrancó un montón de papel de envolver mientras el señor McDaniels soltaba unas risitas anticipándose a la sorpresa y hacía guiños a David. —Guau, es, eh, ¡genial! —dijo Max intentando sonar encantado mientras examinaba la caja—. ¡Gracias, papá! —¿Qué es? —preguntó David inclinándose para poder verlo. —¡Es una Beefmeister 2000®! —se pavoneó el señor McDaniels—. Con esto, chavales, podréis haceros la carne y las verduras favoritas a la plancha aquí mismo, ¡en la escuela! —el padre de Max parecía inflarse de orgullo. —Eh, es chulísima —dijo sencillamente David. Max cerró los ojos y esperó. —¿Chulísima?—exclamó el señor McDaniels—. ¿Es la Gran Muralla china chulísima? ¿El Gran Cañón? Pues no cometas el error de menospreciar a la Beefmeister 2000®. David, ¿qué dirías si te dijera que este producto puede cocinar cualquier cosa que desee un deportista en verano? ¡Cualquier cosa! Desde filetes a un pollo asado, o un fino corte de salmón. Y con la superficie patentada STA-Limpio, su limpieza no sólo es fácil, ¡es divertida! David puso los ojos como platos y lanzó una mirada incrédula a Max, quien únicamente se encogió de hombros. —Y eso no es todo —prosiguió el señor McDaniels con un guiño travieso. Sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó a Max. Éste lo rasgó para abrirlo y leyó el certificado adjunto. —Dice que dos veces al mes recibiré un paquete con diferentes tipos de carne... Muchas gracias, papá. —Es un regalo genial, señor McDaniels —exclamó David, con la mano delante de la cara en una posición un tanto rara—. ¡Impresionante! Los McDaniels dejaron que David se cambiara de ropa y regresaron al vestíbulo, pero no veían al señor Lukens ni a Nigel por ningún sitio. El ruido de la cena ascendía por las escaleras que bajaban desde el vestíbulo. —Vamos a echar un vistazo abajo, Max —dijo el señor McDaniels, desviándose hacia ellas—. Estoy seguro de que será divertido conocer a más compañeros tuyos. —Eh, creo que es mejor que esperemos. David vendrá en un minuto y también el señor Lukens.
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—Bah, venga, vamos —le animó el señor McDaniels mientras comenzaba a desaparecer escaleras abajo. Desesperado, Max volvió a buscar a Nigel con la mirada antes de unirse a su padre. Se quedó helado al llegar al final de las escaleras y escuchar la voz de su padre. —¡Señorita Aloha! ¿Cómo está? Max se apresuró hasta llegar a la esquina y desde allí le vio de pie junto a la mesa principal, estrechando la mano de una señorita Awolowo totalmente sorprendida. La cara del señor McDaniels irradiaba felicidad mientras observaba el gran comedor repleto de alumnos, quienes habían dejado de comer para contemplar la inesperada intromisión. —¡Hola a todos! —resonó la voz del señor McDaniels haciendo un gesto amistoso con la mano—. ¡Soy Scott McDaniels, el papá de Max McDaniels! La sala se quedó en silencio; algunos alumnos devolvieron un gesto incómodo. Max vio a Alex Muñoz doblándose de risa en una de las mesas. Al notar que el chico lo miraba, Alex infló las mejillas para burlarse de la oronda figura del señor McDaniels. Anna y Sasha estaban colorados y convulsionándose por las carcajadas. Sin desanimarse por el silencio, el señor McDaniels se balanceó sobre sus pies. —Vengo de Chicago —explicó con su acostumbrado buen humor—. El cumpleaños de Max está cerca, una edad muy especial... ¡Trece años! Max sintió cientos de ojos cambiar de su padre a él. Asintió con las orejas ardiendo y dio un pequeño tirón a las mangas de su padre. De repente, Nigel bajó por las escaleras acompañado por el señor Lukens y David. —Imaginé que habríais bajado —les explicó, mirando el reloj—. He quedado en que estaríamos en el Grove a las siete, así que es mejor que nos demos prisa. Mientras Nigel terminaba de hablar, el comedor se inundó con la luz de un flash. El señor Lukens sonrió y guardó una pequeña cámara en su bolsillo. —Una foto preciosa —explicó al ver el gesto de Nigel—. A mi sobrina le encantará ver una de estas escenas cotidianas... —Estaré encantado de mandarle varios folletos, señor Lukens —contestó Nigel con una voz extrañamente fría—. Por favor, no haga más fotos de los alumnos; es ilegal tomarlas sin el permiso de los padres. —Por supuesto —dijo el señor Lukens—. Acepte mis más sinceras disculpas. —Disculpas aceptadas —respondió Nigel mientras tomaba al señor Lukens del brazo y le dirigía suavemente hacia las escaleras. Cuatro adultos desconocidos esperaban en el vestíbulo. Cuando Max llegó al último peldaño, la señora Richter los llamó desde el pasillo que conducía a su
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despacho. Saludaron a Nigel con un gesto y pasaron de largo por delante del señor Lukens para desaparecer por el pasillo. —Vaya —murmuró el señor Lukens, como hablando consigo mismo—. Debe de haber alguien importante por ese pasillo... Mientras el reclutador abría la puerta a Max y David, otro flash iluminó el vestíbulo. —Señor Lukens —soltó irritado Nigel—. Creía que habíamos quedado en que las fotos no están permitidas. El señor Lukens levantó las manos en un gesto de defensa. —Pensaba que la prohibición era sólo cuando hubiera chicos en las fotos. Estoy seguro de que no le importa que haga una foto a esta impresionante mansión. Nigel no dijo nada pero Max vio cómo se le inflaba una vena del cuello. El señor Lukens pasó rápidamente por delante y bajó los escalones hasta la fuente. La cena estuvo monopolizada por dos conversaciones, una del señor McDaniels entreteniendo a Max y a David en un extremo de la mesa y, la otra, la que mantenían en el otro extremo el señor Lukens y Nigel. El señor McDaniels describía las numerosas virtudes de los Picatostes Crujientes de los Hermanos Bedford® a un atento David cuando el señor Lukens llamó su atención. —Scott, el señor Bristow me acaba de preguntar qué hace falta para triunfar en la publicidad, ¿qué crees tú? —Eso es fácil —rió el señor McDaniels, limpiándose la boca antes de continuar—. ¡Tienes que estar enamorado de tu cliente y de sus productos! Sin eso, es sólo un trabajo, y si se trata sólo de un trabajo, no tendrás éxito. —Brindemos por eso —dijo Nigel, elevando su copa—. Un brindis por hacer lo que uno quiere... ¿Cual es el dicho? «Si amas lo que haces no trabajarás nunca en la vida». ¿Algo que añadir a eso, señor Lukens? Este permaneció en silencio unos segundos antes de dirigir a Nigel una sonrisa maliciosa. Max pensó que se comportaba como un niño al que han pillado haciendo trampas en algo sin importancia. —Ah, creo que Scott lo ha dicho bastante bien —afirmó—. Un poco idealista, tal vez. Mi punto de vista es que para que la publicidad sea eficiente es preciso sorprender al público... Cogerlo desprevenido e ir directamente a su corazón. El señor Lukens sonrió y se encogió de hombros. —La mayoría de las veces sólo dispones de una oportunidad para atraparlos, así que mejor que funcione —añadió, antes de consultar su reloj—. ¡Dios mío! ¡Cómo pasa el tiempo! Scott, siento decírtelo, pero tenemos que coger el avión.
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El señor McDaniels miró su reloj y frunció el ceño, a la vez que pasaba el brazo sobre los hombros de Max. —Supongo que sí —dijo pausadamente antes de meterse en la boca el último trozo de patata. Nigel insistió en que el señor Lukens los dejara en la puerta de la verja, y así tendrían más tiempo para llegar al aeropuerto. Todos se arremolinaron en el exterior del coche y se despidieron. Una vez que Nigel hubo recogido las etiquetas de visitantes, el señor McDaniels dio un fuerte abrazo a Max y le susurró que ya no faltaba tanto para que regresara a casa. Max se quedó mirando las luces traseras hasta que se convirtieron en pequeños puntos rojos y, al fin, desaparecieron. David esperó pacientemente cerca de la puerta mientras Nigel apoyaba una mano en el hombro de Max. —Feliz cumpleaños —dijo—. Estoy encantado de que hayas podido ver a tu padre, aunque sólo fueran unas pocas horas. Ahora, si no te importa, me gustaría que me contases todo lo que sepas sobre el indomable señor Lukens. —No sé —respondió Max, luchando contra la pesadumbre de su corazón—. Parece majo... Me ha traído un regalo. La sonrisa de Nigel titubeó. —¿De qué se trata, si me permites la curiosidad? —preguntó el reclutador. —Todavía no lo sé —contestó el chico, sacando el delgado estuche del bolsillo—. Me dijo que lo abriera a solas. —Max —dijo Nigel—, eso es una petición bastante extraña. ¿Te importa si echo un vistazo? Max negó con la cabeza. Nigel tomó la cajita de sus manos y quitó el lazo plateado. Cuando abrió la tapa de terciopelo negro, Max vio un destello dorado. Dentro había una daga recubierta de joyas con la empuñadura verde. El reclutador la observó un instante y abrió los ojos en un gesto repentino de reconocimiento. Se quedó pálido. —Dios mío —murmuró, buscando algo en su bolsillo. —¿Qué? —preguntó Max mientras Nigel sacaba un pequeño móvil y empezaba a marcar números frenéticamente. El reclutador levantó un dedo para que guardaran silencio. —¿Gabrielle? Nigel. Suspende la misión. Por dios... Suspende, ¡suspéndela! Luego te lo explico... ¡Ahora tengo que irme! —¡Nigel! —gritó Max, con un creciente sentimiento de pánico—. ¿Qué pasa? Este le ignoró y apretó otro botón del teléfono.
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—Soy Nigel Bristow, reclutador superior, se requiere la interceptación de dos sujetos en un automóvil sedán negro de alquiler en dirección al aeropuerto Logan. Los cuatro primeros caracteres de la matrícula son DL42... ¡Prioridad absoluta! Detengan a los dos sujetos, tomen precauciones ¡y no les hagan daño! —¡Nigel! —chilló Max, intentando quitarle el teléfono de las manos. Nigel abrazó al chico. —Todo va a salir bien —le dijo, conduciéndole hacia donde estaba David, petrificado—. Pero necesitamos entrar cuanto antes. Agarrando la daga con fuerza, Nigel les llevó hacia la Mansión, levantando la húmeda grava al correr.
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El nuevo residente de Rowan
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ax no dejaba de caminar de un lado a otro junto a la fuente, sin hacer caso de los ruegos de la señorita Awolowo para que se sentara. Durante las dos últimas horas, David había estado sentado en silencio, recorriendo con los dedos el vaho que se formaba como pequeños espectros junto a la fuente. Una bandada de cuervos levantó el vuelo desde el oscuro bosque cercano a la reja justo antes de que Max viera unas luces delanteras entrar en el claro. Una limusina recorría lentamente la carretera que bordeaba el océano. Max no apartó los ojos del coche que se aproximaba, ni siquiera cuando se dio cuenta de que Nigel bajaba la escalera de la Mansión. —Max, por favor, escúchame —dijo el reclutador—. Tu padre está en el coche, pero... Max salió disparado hacia la entrada mientras la limusina tomaba una curva y se dirigía hacia ellos. Golpeó con las manos en las ventanas tintadas, pero el vehículo no aminoró la marcha hasta que llegó junto a la fuente. Nigel parecía indefenso cuando se interpuso entre el coche y Max. —Max, por favor... Déjales hacer su trabajo —rogaba. Se abrieron las puertas traseras de la limusina y salieron un hombre y una mujer desconocidos, seguidos de Cooper. El chico miró por la puerta abierta y vio a su padre tumbado inconsciente en su interior. Las manos de Max comenzaron a temblar de forma incontrolada. —¡Usted! —gritó a Cooper, intentando apartar a Nigel para llegar hasta el agente—. ¿Qué le ha hecho? Cooper ignoró a Max e hizo un gesto a sus acompañantes para que sacaran al señor McDaniels del coche. Sintió que Nigel lo sujetaba de los hombros. —Max —imploraba el reclutador—. Todo va a salir bien... Se quitó de encima a Nigel y salió corriendo hacia Cooper. El hombre desconocido vio cómo Max se acercaba y se desplazó para bloquearle. Max se agachó bajo sus brazos y le golpeó con fuerza en las costillas. Cooper rodeó rápidamente el coche para utilizarlo de obstáculo entre él y Max mientras la mujer intentaba atrapar al chico por las muñecas. Pero él fue más rápido, esquivó el intento
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y se subió al techo de la limusina. Cooper retrocedía tranquilamente hacia la fuente con el rostro sereno y sin mostrar miedo; Max saltó con la intención de hacerle cambiar el gesto. El agente permaneció de pie, sin moverse, mientras Max saltaba por el aire. De repente, desapareció tras un muro de agua. En una milésima de segundo la fuente se había vaciado para formar un escudo protector sobre Cooper. Max gritó al caer encima. Golpeó con furia la inverosímil superficie ondulante y dura con la intención de alcanzar la oscura figura que se protegía debajo. El agua comenzó a silbar, a evaporarse y a perder fuerza ante él; Max logró abrir un hueco y metió un brazo y la cabeza. Cooper puso el machete en la garganta de Max. —Opción equivocada —susurró el agente. De repente, Cooper apretó los dientes y el machete se le cayó de la mano. Jadeando, cayó de rodillas, arrugándose en el suelo como si unas manos gigantes lo retorcieran como a una lata de aluminio. Una fuerza invisible posó a Max suavemente en el suelo al tiempo que la barrera se disolvía; el agua le pasó por encima de los zapatos en su camino de regreso a su lugar de origen. Max vio a David de pie en el borde de la fuente, con su cara mortalmente seria fijada en el cuerpo inmóvil de Cooper. En la escalera de la Mansión se había congregado una pequeña multitud y la señorita Awolowo intentaba hacer lo que podía para que regresaran al interior. Max corrió hacia su padre. Nigel y la mujer sujetaban al señor McDaniels; el hombre al que Max había golpeado estaba sentado, apoyado contra la limusina, con las manos en un costado y respirando con dificultad. —Tu padre está bien, Max —gruñó Nigel, haciendo un esfuerzo debido al peso del señor McDaniels—. Inconsciente pero bien. Échanos una mano y vamos a llevarle al dormitorio de invitados. Ignorando las miradas y susurros, Max ayudó a llevar a su padre al interior.
Al día siguiente, Scott McDaniels dormía tumbado en una cama con dosel. Llevaba puesta una de las enormes camisas de franela de Bob, que le cubría el voluminoso cuerpo como si fuera un camisón. Max colocaba una toallita húmeda sobre la frente de su padre cuando éste movió los párpados. —¿Te sientes mejor, papá? —preguntó. Su padre sonrió y apretó su mano.
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—Un poco —dijo—. Dame un minuto. Max se sentó ante un pequeño escritorio y miró a través de una ventana con cortinas blancas que daba al huerto. Varios alumnos de cuarto curso caminaban por el sendero, riéndose. —¿Quieres que cierre la ventana? —preguntó Max. —No —fue la respuesta—. La brisa me sienta bien. El chico se daba golpecitos en la rodilla mientras observaba el torso de mamut de su padre subir y bajar por la respiración lenta y pausada. Apartó la vista y se fijó en las esterillas de hierba seca y los muebles de madera oscura y mimbre, adornados con cojines verdes y mullidos. Max se levantó y exploró el baño privado, recubierto de frías losas de piedra y con grifos plateados. Finalmente, la voz de su padre retumbó en la habitación contigua. —¿Qué? —dijo Max, asomando la cabeza por una esquina. El señor McDaniels estaba sentado; la toallita se había caído al suelo. —El museo —farfulló—. El Instituto del Arte... El día del cumpleaños de mamá. No me mentiste, ¿verdad? —No —contestó Max, sentándose en la cama cerca de su padre y recogiendo la toallita—. Aquél fue el día en que todo esto comenzó, supongo. Aquél fue el día en que encontré la sala y lo vi. —¿Qué viste? —El tapiz. Fue mi visión; eso permitió que esta gente supiera de mi existencia. —No lo sabía —replicó con voz ronca el señor McDaniels, moviendo la cabeza y mirando alrededor de la habitación—. No tenía ni idea de que existiera un sitio así, y mucho menos de que mi hijo formara parte de ello... Llamaron suavemente a la puerta y Max fue a abrirla. Mum entró a toda velocidad llevando una bandeja con tostadas y té. —He venido tan pronto como me lo han permitido —exclamó entre jadeos—. ¡Oh, pobrecitos! Mum se ocupará del agradable hombretón. Mum puso la bandeja sobre la cama, se rió y dio unos animados pasos de baile ante el señor McDaniels que había enmudecido y se había pegado contra la pared. Max se interpuso entre la bruja y su padre. Ésta comenzó a acariciar la mano de Max y a tararear alegremente, pero el chico se dio cuenta de que sus ojos de cocodrilo no se apartaban de Scott McDaniels. —Mum —dijo Max en tono firme—. Me gustaría presentarte a mi padre, Scott McDaniels.
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—Ah, qué encanto —exclamó la bruja, mientras intentaba aprovecharse del momento para colarse por debajo de Max. —Y —dijo éste mientras le bloqueaba el paso—, teniendo en cuenta que es un invitado y no una comida, me gustaría que lo olfatearas. Ahora mismo. Max ignoró el gruñido de su padre y no apartó la vista de Mum, que había retrocedido con aparente sorpresa y bochorno por su comentario. Miró asustada al señor McDaniels y después al chico antes de romper a reír de forma indulgente. —Su hijo Max es un gran bromista —afirmó señalándole con el dedo—. Ha olvidado que Mum es una bruja reformada. Estoy segura de que una primitiva ceremonia de olfateo es del todo innecesaria e indecorosa, ¿no cree usted lo mismo? —Es necesaria, Mum, y lo vas a hacer o voy a por un profesor. Ella se rió de la petición de Max con indolencia aristocrática. —¿Le apetecería ver las cocinas, señor? —requirió de forma amable—. Tenemos todo un festín preparado para esta noche. —¡ Mum! —espetó Max—. O lo olfateas ahora mismo o voy a buscar a David. La bruja gritó despavorida y miró asustada a Max. —¡No serías capaz! —Claro que sí —insistió el chico—. Puedo hacer que esté aquí en dos minutos. —Ah, estos jueguecitos —pestañeó Mum al señor McDaniels—. Si su hijo y yo no saliéramos juntos, nunca consentiría en... —¡Mum!
—¡Vale! —bramó, pasando junto a Max para tomar la muñeca del señor McDaniels en sus manos fofas. Su padre dio un grito de terror y casi se sube por la pared que tenía a su espalda. —¡Se mueve mucho! —dijo ella con sorna, hablando por encima de su hombro—. Así no puedo trabajar. —Está bien, papá —le aseguró Max—. Sólo son dos segundos. Scott McDaniels cerró los ojos, dejó de moverse y permitió que la criatura regordeta y de aspecto feroz le apretara y le pellizcara el brazo antes de pasar su nariz temblorosa por toda su extensión. —¡Ya está! —berreó, dejando caer el brazo—. ¡Y es una vergüenza! La bruja miró al señor McDaniels de arriba abajo y meneó la cabeza con pena, antes de retirarse arrastrando los pies y dando un portazo tras de sí. —Ay, Dios mío —masculló el señor McDaniels. Por la frente le corrían gruesas gotas de sudor.
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—Esto es lo más difícil —le tranquilizó Max—. Una vez que te olfatea, ya no corres ningún peligro. El señor McDaniels no dijo nada y sólo miró a la enorme camisola de franela que llevaba puesta, con las mangas cortadas por la mitad para que no le vinieran muy holgadas. —¿De quién es esto? —preguntó el señor McDaniels, con un timbre ascendente de pánico en la voz. —De Bob. Es el otro cocinero... Tengo que presentártelo. —Ahora necesito descansar —respondió débilmente el señor McDaniels, abriendo la cama y metiéndose bajo las sábanas—. Ya me presentarás a Bob más tarde. Volvieron a llamar con suavidad a la puerta. Molesto, Max se acercó y la abrió de un tirón. —Mum... —dijo Max. Cooper estaba de pie en el exterior. —La directora quiere verte —informó con educación. El chico se fijó en las cicatrices y los mechones de cabello ligeramente rubio, visible ahora que el agente no llevaba la gorra. Se giró y miró a su padre. Vio que estaba tumbado inmóvil con la toallita sobre los ojos. —No sé si debería dejarle aquí a solas —dijo Max. Cooper asintió, como si lo entendiera. —Puedo quedarme con él —se ofreció el agente, aclarando la garganta y mirando a Max—. O puedo pedir que venga otro... —No —dijo Max, mirándole directamente a los ojos—. No, mejor que sea usted. Los duros rasgos de Cooper se suavizaron. Le dirigió una leve inclinación de cabeza y cerró despacio la puerta. Permaneció de pie en el exterior mientras Max dejaba la zona de invitados en dirección al despacho de la señora Richter.
Cuando Max llegó, ya estaban esperándolo David y Nigel. La daga que el señor Lukens había regalado a Max estaba sobre el escritorio de la directora. —¿Cómo está tu padre? —preguntó la señora Richter, haciéndole un gesto para que se sentara. —Va mejorando —dijo Max en voz baja. Se sonrojó al preguntar—: ¿Cómo está el hombre? El que golpeé...
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—Tres costillas rotas —respondió Nigel—. Afortunadamente, llevaba una nanomalla... Creo que tuve suerte de que fuera él y no yo quien recibió el golpe. —Lo siento —aseguró el chico, apartando la mirada. —Necesitas controlar tu temperamento, Max —dijo la señora Richter, observando la daga—. Pero de todas formas, tuvimos mucha suerte ayer por la noche, aparte de las costillas rotas. Max, ¿sabes algo relativo a esta daga? Él negó con la cabeza. —Es una réplica de una daga famosa... la Daga Topkapi, que el Sha de Persia recibió como regalo. Tuvimos suerte de que Nigel la reconociera —explicó la señora Richter. Max escuchaba con atención, seguro de haber oído anteriormente la palabra Topkapi. Se giró y miró hacia el mapa digital de la directora, que estaba activado y con luces en la pared. Mostraba Estambul; los códigos numéricos indicaban las misiones individuales que formaban un ancho perímetro alrededor de una zona concreta de la ciudad. —El palacio de Topkapi —recordó con voz apagada—. Ése es el sitio en el que usted dijo que podían estar los chicos perdidos. —Así es —respondió la señora Richter, mirando a David—. Era una trampa. El señor Lukens estaba al servicio del Enemigo. Parece ser que no pudo resistir la tentación de burlarse de nosotros. Creyó que pasaría desapercibido hasta que fuera demasiado tarde. —¿Dónde está? —preguntó Max. —Escapó —respondió la directora—. Recibió ayuda de otros aliados y si hubiéramos presionado más podríamos haber puesto en peligro la vida de tu padre. —¿El señor Lukens es un vye? —No, Max —dijo la señora Richter—. No es un vye; sólo se trata de un hombre al servicio del Enemigo. Y lamento decir que no es el único. Las promesas del Enemigo son muy tentadoras... La directora volvió a colocar la daga dentro de su estuche y lo cerró. —La arrogancia del señor Lukens ha salvado muchas vidas —afirmó en voz baja—. Pero nuestra pequeña victoria tiene implicaciones inquietantes. El Enemigo sabía dónde y cuándo iban a actuar nuestros equipos. Miró fija y directamente a Max. —Acabo de informar a David. Ninguno de vosotros dos puede permanecer a solas con ningún miembro adulto de este colegio, con la excepción de Nigel, la señorita Awolowo y yo misma. Si notáis cualquier cosa sospechosa debéis activar el reloj de
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seguridad de inmediato. No os podéis quitar el reloj bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido? Max frunció el ceño. —¿Qué ocurre con mis clases de Amplificación con la señorita Boon? —preguntó. La señora Richter asintió. —Seguirán igual que antes... Estaremos presentes Cooper o yo. Bien, sé que esta semana tenéis exámenes parciales. Os sugiero a los dos que estudiéis un poco mientras el señor McDaniels descansa. David se levantó y se dirigió hacia la puerta pero Max permaneció un momento más para hacer una pregunta. —Señora Richter, ¿qué va a pasar con mi padre? —preguntó en voz baja. La directora miraba por la ventana, masajeándose las manos. Se dio la vuelta y sonrió a Max. —Será bienvenido si se queda con nosotros, por supuesto. Rowan será su hogar. Max casi tira los retratos de la pared al salir a toda carrera hacia la habitación de su padre, sonriendo por la mejor noticia que había escuchado en meses.
Sin embargo, una semana después Max había olvidado por completo esa alegría y se frotaba las sienes contemplando la última pregunta de un examen. Las pequeñas letras negras también parecían mirarle a él. 50. Priorizar los siguientes componentes estratégicos de acuerdo con su importancia en el escenario descrito anteriormente: —Posición —Recursos —Iniciativa —Flexibilidad —Información
Max suspiró y miró por la ventana; varios alumnos mayores jugaban con platos voladores que parecían flotar en el aire debido a los restos de corrientes de la tormenta del día anterior. El sol del mediodía producía tonos radiantes por doquier, ya que toda la vegetación de Rowan había florecido rápidamente con la primavera. Max miraba con nostalgia los campos de césped color esmeralda y los caminos
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repletos de narcisos y tulipanes, jacintos y azucenas. El Kestrel se balanceaba sobre un mar brillante azul cobalto. Cynthia era la única otra alumna que había en la clase. El señor Watanabe ya había comenzado a corregir los exámenes parciales; pasaba el bolígrafo por las hojas como si fuese una máquina. —Falta un minuto —masculló el profesor. Sonrió a Max y volvió a enfrascarse en la corrección de exámenes. Cynthia revolvió las hojas del suyo con una expresión de rebeldía. Max ordenó los números en los espacios en blanco con unos trazos desanimados, al azar, antes de entregar su examen. Connor y David le esperaban en los escalones del Viejo Tom, charlando bajo el deslumbrante sol. —¿Qué tal? —preguntó Connor con una mueca expectante. —Suspenso —contestó Max—. ¿Qué tal vosotros? —Creo que por los pelos —admitió Connor—. Pero es que he echado una miradita al examen de David. Daba asco: todas las respuestas correctas con notitas en los márgenes en las que cuestionaba los supuestos de Watanabe. David se encogió de hombros, con aspecto adormilado. —Será lo que tenga que ser —sonrió Max de oreja a oreja—. Vamos a olvidarnos del examen. ¡Los parciales ya han terminado y saldremos del colegio! —¡Yupi! —se animó Connor, arrojando la mochila a un lado y corriendo para coger un plato volador que planeaba en el césped cercano. Lo agarró con una mano, dio una vuelta sobre sí mismo y se lo lanzó a una alumna de cuarto curso que lo esperaba, pero de forma accidental salió volando por encima de las rocas del acantilado y llegó hasta la playa. —¡Lo siento! —gritó con un gesto de vergüenza ante el aluvión de improperios. Regresó tímidamente a recoger su mochila. Los tres fueron despacio hacia la fuente para reunirse con sus compañeros. Cuando al fin llegó Cynthia, los alumnos de primer curso se dirigieron al pueblo de Rowan. El señor Vincenti, la señorita Boon y otros profesores y adultos les acompañaban. Max se fijó en uno en particular, su padre, que poco a poco se estaba aclimatando a Rowan y se había unido a ellos. Caminaron juntos, sonriendo con los comentarios de Connor sobre varias personas y sitios. Éste se ensañó especialmente con una alumna que no dejaba de dar la lata a la señorita Boon sobre el examen de Mística.
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—Y ésa... ésa es Lucía. Italiana. Feroz. Se podría decir que se lanzó a besarme cuando Kettlemouth, su animal, cantaba en febrero pasado. Ella dice que fue culpa de la rana, pero yo creo que se trataba de química... —Puede usted juzgarlo por sí mismo, señor McDaniels —dijo David con una amplia sonrisa—. Tengo una foto de los dos en mi ordenador. En realidad la utilizo como salvapantallas. —¡Dijiste que ibas a borrarla! —protestó Connor, mirando al señor McDaniels y poniéndose colorado. Max tenía muchas ganas de mostrarle el pueblo de Rowan a su padre y estaba encantado con que la señora Richter hubiera decidido reanudar las visitas con acompañantes, aunque hubiese sido por las protestas de muchos profesores, incluyendo las de un recuperado y poco arrepentido señor Morrow. Rowan ofrecía muchísimas posibilidades, pero los alumnos habían estado confinados en sus límites durante meses y se estaban volviendo un poco locos. Max y sus amigos dejaron las mochilas en un montón que había junto al tronco del árbol en el que el señor Morrow había grabado su nombre unas décadas atrás. Luego llevaron al señor McDaniels a la pastelería del señor Babel, cuyo escaparate había cambiado de acuerdo con las estaciones del año. Ahora mostraba unos arbolitos de chocolate blanco cuyas ramas se doblaban bajo el peso de unos nidos de azúcar hilado llenos de huevos de chocolate del color del mármol. Tras el mostrador, el señor Babel trabajaba en una magnífica catedral hecha con ladrillos de bizcocho y tejas de chocolate. Max miró la vitrina y el señor Babel salió de detrás para presentarse al señor McDaniels. Cuando oyó que su padre ponía «voz de vendedor», supo que disponía de tiempo para elegir meticulosamente entre los cientos de dulces que llenaban las vitrinas de cristal. —¡Eh, no, ni hablar! —exclamó enfurruñada Sarah, tapándole los ojos con la mano—. Tendrás que esperar a batir el récord la semana que viene. Max frunció el ceño en plan de broma. Sus notas en Entrenamiento Físico y Juegos se habían aproximado a varios récords históricos de Rowan y Sarah había asumido el papel de entrenadora no oficial. Ella pestañeó ante la mirada traviesa de Max y se sacudió con rapidez algunas migas de la boca. —Vamos a sentarnos afuera —sugirió amablemente mientras Connor y David compraban uno trozos grandes de conejo de chocolate rotos que vendían más baratos. —Ahora mismo salgo —dijo el señor McDaniels, antes de bajar la voz—. ¿Puedes creer que nunca ha oído hablar de los Picatostes Crujientes de los Hermanos Bedford®? —Papá, ya no son tus clientes.
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—Ya lo sé, ya lo sé —respondió el señor McDaniels, encogiéndose de hombros con una sonrisa compungida—. Pero eso no quita que sea un producto de calidad... Max soltó un suspiro de alivio al ver que su padre reanudaba la conversación con el señor Babel; era la primera señal auténtica de que estaba empezando a recuperarse de las muchas sorpresas de la semana anterior. Los alumnos salieron al exterior; la señorita Boon estaba sentada en un banco del parque escribiendo a toda velocidad en su diario. Los miró y saludó con la cabeza mientras todos desfilaban por delante hacia el árbol donde habían dejado las mochilas. Varios alumnos de primer curso comenzaron a escalar por su tronco, columpiándose en sus gruesas ramas. Rolf llamó a Max desde una que estaba a unos cinco metros de altura. —¿Crees que podrías saltar hasta aquí? —Creo que sí —dijo Max mirando hacia la señorita Boon, cuyo rostro estaba sumergido en el cuaderno. —Ningún adulto está mirando ahora —aseguró Rolf al tiempo que echaba un vistazo alrededor del parque—. Venga, te puede servir de entrenamiento. Rolf comenzó a contar; Max tensó las piernas y preparó los brazos para dar un salto. Pero antes de que su amigo llegara hasta tres, la concentración de Max se rompió. Alex Muñoz y varios alumnos de segundo curso se habían acercado. —Presumiendo, ¿eh, Max? —preguntó Alex con aire inocente. —¡Nadie te ha pedido que vengas, Alex! —ladró Sarah. —¿Todavía te hace tilín este tío? —preguntó éste entre risitas, incrédulo—. Creo que lo mejor es que te olvides de él antes de que se ponga como su papaíto. Sonrió mientras Max se ponía rojo y le miró directamente a los ojos. —Anna piensa que tu papaíto tendrá un ataque cardíaco en un año, pero yo creo que aún durará dos —dijo. Infló los mofletes y se acarició la barriga, imitando al señor McDaniels mientras Anna y Sasha se reían. Las manos de Max comenzaron a temblar. —No lo hagas —susurró David. —Pero, ¿dónde está el papaíto? —preguntó Alex justo en el momento en que una carcajada explosiva del señor McDaniels salía de la pastelería—. ¡Oh, dios mío! —se rió—. ¿Está ahí? ¿Está comiendo chocolate? ¡Es demasiado! Me temo que Anna tenía razón. Anna y Alex se rieron; Max notaba la pequeña mano de David sujetándole el jersey. Connor saltó de una rama y se colocó entre Max y Alex.
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—Sólo por curiosidad, Muñoz... ¿Qué te molesta tanto de Max? —preguntó Connor—. ¿Que te hiciera sangrar el otoño pasado? ¿O tal vez que te diera mil vueltas delante de todo el mundo el día de Halloween? ¿Qué es? —¡Cállate, Lynch! —escupió Alex. —¿O tal vez —continuó Connor, agitando el dedo junto al rostro de Alex y bajando la voz hasta un susurro—, es el hecho de que Max va a romper todos los récords la próxima semana mientras que a ti sólo se te conoce por aquí por ser un maldito gilipollas? Alex se quedó inmóvil un momento, con una mirada asesina. Le temblaban los labios; parecía estar usando toda su energía para no coger a Connor y estrangularlo. Pero una calma fría se adueñó del gesto del alumno de segundo curso mientras mostraba una malvada sonrisa directamente a Max, por encima del hombro de Connor. —Connor es un tío muy listo —dijo—. A un tío así deberían cortarle la lengua. ¿Quién sabe? A lo mejor algún día lo consigue. Aun así, puede que tenga razón. Tal vez es que tengo celos. ¿Crees que puedes llegar a esa rama antes que yo? Max le fulminó con la mirada antes de volver a mirar la rama. —No tienes ninguna posibilidad y lo sabes —respondió. —Bueno, pues pruébalo —respondió amenazante Alex—. Haz que me coma mis palabras. —No tienes nada que probar, Max —susurró David—. Está tramando algo. —Venga, Max —le incitó Alex—. Acabas de decir que no tengo ninguna posibilidad. ¡Demuéstralo! —Vale —asintió Max—. Cuando Sarah cuente hasta tres. —Suponiendo que sepa contar tanto —se burló el de segundo, mientras empujaba a Connor para colocarse junto a Max en la base del árbol. Sarah pasó por alto el insulto y pidió a todos que se retiraran a unos metros del árbol. La adrenalina de Max comenzó a dispararse cuando Sarah empezó a contar. Cuando llegó a tres, se agachó para dar el salto. Justo en ese momento, Alex le pisó un pie y le cortó el salto. Agarró la cabeza de Max por atrás y la estrelló contra el tronco del árbol, luego subió por su espalda y dio un salto apoyándose en los hombros. Max retrocedió tambaleándose, con la mano en la frente, que ardía como si fuese fuego. Alex estaba agarrado en la rama con las manos, carcajeándose como un loco e ignorando los gritos enfadados del resto de los chicos. —¿Ves? —se burló—. ¡He llegado antes a la rama! ¡Muñoz gana! ¡Muñoz gana!
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En un ataque repentino, Max dio un salto hasta la rama. Antes de que Alex pudiera moverse, Max lo tenía agarrado de la camisa y le sujetaba colgando en el aire. Alex se removía humillado e impotente. —¡Chicos! La voz parecía distante e impersonal. Max se centró en el matón a quien tenía colgando como una muñeca de trapo. Alex ya no se movía y simplemente miraba a Max con una mezcla de sorpresa y miedo. —¡Chicos! Era la señorita Boon, que gritaba furiosa y ronca al otro extremo de la plaza. La profesora de Mística se acercaba caminando a toda velocidad, con el rostro blanco de enojo. Los otros se fueron. Cuando llegó a la base del árbol, la profesora se cruzó de brazos y levantó la mirada hacia los dos. —¡Max McDaniels! ¡Deja al señor Muñoz en la rama! ¡Y luego bajad los dos inmediatamente! ¡Ya! Con desgana, Max acercó a Alex al árbol permitiéndole que se agarrara al tronco. Entre jadeos Alex murmuró «Bestia» antes de apoyarse en una rama más baja y saltar al suelo. Max descendió un momento después. La señorita Boon señaló con un dedo a los dos chicos. —¿Peleando? ¿Alardeando de vuestras habilidades fuera del colegio? ¿Qué demonios os ha pasado para hacer algo tan estúpido? ¿Sabéis lo que podría haber sucedido si alguien os llega a ver? ¿Os habéis parado siquiera a pensar en que os pueden ver? La señorita Boon paseaba su mirada de una cara a la otra, su rabia se iba transformando en una calma glacial. —Intentó matarme —acusó Alex—. ¡Usted lo ha visto, señorita Boon! —Cállese, señor Muñoz. No necesito una bola de cristal para ver que esa situación apurada tiene algo que ver con el morado que tiene en la frente el señor McDaniels. ¿Alguno de los dos tiene algo razonable que decir en su defensa? —Lo siento —dijo Max en voz baja. Nunca antes había visto a la señorita Boon tan enfadada. —¡Sentirlo no es suficiente! —le respondió—. Este incidente tendrá consecuencias muy serias... Justo entonces se escuchó el grito aterrorizado de auxilio de un hombre. La señorita Boon siguió con la vista clavada en los chicos un momento más antes de girar la cabeza en dirección a la pastelería de donde el padre de Max y el señor Babel
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salían corriendo. Un segundo más tarde, una oleada de un metro de chocolate fundido irrumpió por la puerta y se extendió por la acera. —¡Socorro! —volvió a gritar el señor Babel. La señorita Boon y los chicos se acercaron corriendo justo cuando la catedral, que casi estaba terminada, se deslizaba por la puerta y era engullida por un borboteo de chocolate. —¿Qué ha pasado? —preguntó la profesora mientras comprobaba si había turistas en la calle. Varios alumnos mayores y profesores salieron rápidamente de la cafetería y de la pizzería, incluyendo al señor Vincenti. —¡No sé! —resollaba el señor Babel luchando por llegar hasta el marco de la puerta e intentando contener sin mucho éxito la avalancha de chocolate con su cuerpo. Gruñó cuando pasaron los arbolitos de chocolate blanco fuera de su alcance y también comenzaron a hundirse—. ¡Ni siquiera sé de dónde ha salido todo este chocolate! —¿Hay moros en la costa, Joseph? —preguntó la señorita Boon. —Creo que no, Hazel —jadeó el señor Vincenti, quitándole una taza de café a un alumno de tercer curso que la estaba rellenando de chocolate. Le pasó la taza al señor McDaniels, que observó atentamente su contenido. La señorita Boon volvió a observar la calle antes de elevar una mano y murmurar unas palabras. El chocolate dejó de deslizarse hacia el exterior; se endureció rápidamente y se produjeron grietas que recorrieron la superficie mientras la masa se solidificaba. El señor Vincenti se inclinó para ayudar al señor Babel a liberarse del chocolate, y rompió un trozo grande que reveló la catedral sumergida. El señor Babel gimió ante la vista de su obra de arte destrozada. —¿Sabes qué puede haber ocurrido? —preguntó el profesor. —Ni idea —suspiró el señor Babel—. Estaba limpiando los grifos de los refrescos cuando de repente el chocolate me llegó a la cintura. ¿Podría ser obra de alguno de los alumnos? Ya sabes, una broma primaveral... —Es posible que alguno de los mayores pudiera haber hecho algo así —musitó el señor Vincenti. —No te olvides de los pequeños —intervino la señorita Boon, lanzando una mirada acusadora a David—. En realidad, muchos de ellos estuvieron en la pastelería poco antes de que esto sucediera. —Ellos no han podido hacerlo, Hazel —rió el señor Vincenti, probando un poco de chocolate que había raspado con las llaves de su coche. —Estás muy equivocado, Joseph —masculló la señorita Boon—. De cualquier manera, ya es hora de que el señor Muñoz y el señor McDaniels recojan sus cosas y me acompañen de vuelta a la escuela.
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Las mejillas de Max se sonrojaron cuando su padre se fijó en la sangre de su frente. El señor McDaniels frunció el ceño, puso la taza de chocolate sobre la acera y se acercó rápidamente para examinar la cabeza de Max. —¿Qué ha ocurrido, hijo? —preguntó. —Está bien, señor McDaniels —exclamó Alex, sonriendo—. Usted siga disfrutando del chocolate, señor. —¡Alex! —le regañó la señorita Boon. Se volvió hacia el padre de Max—. Scott, lo siento pero Max tiene que regresar a la escuela de inmediato. Su comportamiento hoy ha sido por completo inaceptable. No quiero entrar en detalles pero... —Creo que me puede llamar «señor McDaniels», jovencita —replicó el padre de Max. La señorita Boon se quedó cortada y sin palabras, algo nada habitual en ella. —No pasa nada, papá —suplicó Max—. Luego nos vemos en la escuela. Por favor, quédate aquí con David y Connor. —Sí —dijo Connor rápidamente—. David y yo tenemos que mostrarle un montón de cosas. El señor McDaniels volvió a mirar a Max antes de girarse hacia Connor y asentir. Max y Alex se separaron avergonzados del grupo y caminaron hacia el árbol. Cuando Max recogió su mochila, se dio cuenta de que de uno de los bolsillos sobresalía un papel doblado. Caminó detrás de Alex, que parecía arrastrar los pies en dirección a la señorita Boon, y desdobló el papel.
Buen salto. ¡De vuelta a la escuela! Ve a la Tiemblavigas C A. Tú solo. Mira en el CRDEC Ronin Max miró alrededor casi esperando encontrarse con el ojo blanco de Ronin clavado en él desde detrás de un árbol o entre la multitud. Arrugó el papel en la mano y echó un nuevo vistazo antes de apresurarse hacia donde la señorita Boon y Alex le aguardaban.
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El perro del Ulster
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n buen rato después de la cena, Max pudo deshacerse de sus compañeros y dirigirse a solas a la biblioteca Tiemblavigas. Su padre se había mostrado decepcionado por el hecho de que Max no pudiera evitar las peleas, ni siquiera en esta escuela. Pero para el chico, lo que había ocurrido era más inquietante: no había decidido saltar a por Alex y atraparle, había ocurrido porque sí... Tan rápido e involuntario como un estornudo o un parpadeo. Max pasó junto a tres alumnos mayores y subió las escaleras del Viejo Tom de dos en dos. Nunca antes había estado en la Tiemblavigas pero sabía que la mayoría de alumnos y profesores de Rowan evitaban ir a esa biblioteca. La Rosetta, tal era su verdadero nombre, ocupaba el ático del Viejo Tom y debía su impopularidad y sobrenombre al hecho de estar situada justo debajo de las campanas de Rowan. Cada hora en punto las vigas, los libros y los muebles temblaban con las campanadas. Se trataba de un largo ático de techo bajo que olía a polvo y al cuero de las cubiertas de los volúmenes; a Max le parecía más un cementerio de libros que una biblioteca en funcionamiento. Cerca de la entrada había una estrecha escalera de caracol que se perdía en la sala oscura donde se encontraban el mecanismo del reloj y las campanas. Max la pasó con rapidez; siempre le había parecido que el Viejo Tom era como un ser vivo y la oscuridad de allí arriba le hacía sentir incómodo. Max se colocó junto a una larga mesa y se sentó en una silla de madera destartalada. Encendió una pequeña lámpara, estornudó y limpió una capa de polvo de la superficie. Estaba casi seguro de que había sido Ronin quien había causado todo el alboroto de la pastelería con el fin de poder meter el mensaje en la mochila. Su nota era escueta pero bastante clara; CA significaba «Cuanto Antes» y CRDEC se refería al «Compendio Rowan De Enemigos Conocidos» del que Max tenía un ejemplar. Abrió la bolsa con impaciencia, sacó el pesado libro y enseguida encontró otro papel doblado entre las páginas. Max desdobló el mensaje y leyó sus trazos aparentemente apresurados.
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Querido Max, Te escribo con mucho apremio. El enemigo ha comenzado una gran operación de la que los potenciales perdidos constituyen una pequeña parte. El Enemigo cree que la Magia Antigua vuelve a existir en nuestra Orden y eso podría ser una oportunidad para recobrar a Astaroth. Max, el Demonio no esta muerto, sino aprisionado en un cuadro. Además, el Enemigo cree que ya posee esa pintura maldita. Muchas de las obras que cuelgan en estos momentos en los muros no son más que buenas falsificaciones… los cuadros robados que aparecen en los periódicos simplemente pretenden desviar la atención de Rowan de otros robos que han pasado inadvertidos… Se rumorea sobre un chico cuya llegada ya habían predicho y cuya ayuda necesitan para liberar al demonio. Verificar la existencia e identidad de ese chico es de gran importancia para ellos. Max: saben tu nombre y se ha mencionado en muchas ocasiones en sus reuniones. ¡Permanece alerta! Entre nosotros hay al menos un traidor. Rowan ya no es seguro y yo estoy cerca y vigilante. Búscame en la Esperanza de Brigit. ¡Quema esta nota! Ronin ~ 2 23 7 ~ ~
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Max leyó la carta varias veces, intentando memorizar los detalles más importantes. No sabía qué era la Esperanza de Brigit pero lo demás parecía tener un sombrío y devastador sentido. Tenía que hablar con David inmediatamente. Su compañero se basaba en que los cuatro cuadros que había identificado todavía estaban a salvo en sus respectivos museos, ahora bajo atenta vigilancia. Y David podía perfectamente ser el chico sin igual que el Enemigo andaba buscando. Aplastó el papel con la mano y lo redujo a cenizas con una llama azul oscuro. En el momento en que Max seguía con la mirada una pavesa de ceniza que volaba por el aire, la habitación comenzó a temblar bajo el sonido ensordecedor de las campanas del Viejo Tom. Max se tapó los oídos con las manos y se dobló hacia delante en la silla. Tenía los ojos cerrados pero sus tímpanos vibraron y resonaron durante lo que le pareció una eternidad hasta que las campanas terminaron de dar las ocho en punto. Al abrir los ojos no pudo evitar un grito: no estaba solo en la vieja biblioteca. La señorita Boon estaba de pie a unos tres metros, sujetando un libro contra el pecho. —Lamento haberte asustado —dijo—. Supongo que ésta es tu primera visita a la Tiemblavigas —afirmó con un suspiro y mirando alrededor—. Yo también solía venir aquí cuando quería estar sola. Max asintió mientras el zumbido de la cabeza se iba debilitando. —Algunos alumnos me dijeron que te habían visto venir hacia aquí —explicó, haciendo un gesto en dirección a las escaleras—. Espero que no te moleste mi presencia. Un poco nervioso, Max cerró la mochila y comenzó a levantarse de la silla. —No, pero ya me he disculpado —respondió en voz baja. Las comisuras de la señorita Boon se tensaron un instante antes de relajarse en una abierta sonrisa. —No estoy aquí para discutir tu, digamos, comportamiento de esta tarde. Siéntate, por favor; quisiera hablar contigo. Con disimulo, Max barrió las cenizas de la mesa mientras la señorita Boon se sentaba en la silla de enfrente. Sacó de su mochila un grueso libro encuadernado en cuero verde y desgastado. Su título, grabado en la cubierta, era Héroes y folclore irlandés y los bordes estaban adornados por una cenefa desgastada con motivos celtas. —¿Qué es eso? —preguntó Max. —Buena pregunta —musitó la señorita Boon—. A mí se me ocurre que tal vez seas tú.
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Max la miró. La profesora se inclinó hacia delante, con sus ojos desiguales fijos en Max mientras elevaba las manos y murmuraba una orden. El libro se abrió de inmediato, las páginas se pasaron solas hasta llegar a la ilustración de un fiero guerrero de pie en un carro de guerra. Llevaba trenzas de pelo negro y en las manos tenía agarrada una lanza con púas. Max leyó el título del capítulo en voz alta: «Cúchulain. El Perro del Ulster». El nombre hizo que un estremecimiento le recorriera la columna vertebral. —No se pronuncia «cu-chu-lain» —le corrigió la señorita Boon—. Se dice «cu-gulin». Sí, Max, ésta es exactamente la persona sobre la que quería que investigaras para entender mejor tu sueño. Hasta ahora te has negado a buscarlo, así que él ha venido en tu busca. Aquel tono disuadió a Max y volvió a mirar el reloj. —¿Los demás alumnos también están investigando sus visiones? —preguntó Max, intentando ganar tiempo—. Porque con tantas clases no tengo tiempo para mucho más. No creo que deba meterme en más trabajos. La señorita Boon lanzó una mirada rápida hacia las escaleras y mostró a Max una sonrisa culpable. —Tienes razón pero, ¿sabes Max?, te estoy pidiendo un favor —dijo mirando de nuevo a la escalera—. Quiero comprender mejor tu visión. Sé que tiene relación con el robo del ganado de Cooley. Necesito saber más: necesito saber con exactitud lo que viste. El estómago de Max se encogió. Había algo en su persistente deseo que le recordaba a la señora Millen. —No estoy seguro —mintió Max—. Me cuesta trabajo recordarlo. ¿Por qué es tan importante? —La mayoría de las veces, las visiones son cosas bonitas, sin más significados — respondió. Max se removía nervioso; la señora Millen había querido averiguar si el tapiz era bonito—. Pero la tuya es diferente —continuó la señorita Boon—. Tu tapiz era de una persona en concreto. Por lo poco que me ha dicho Nigel, sé que tu visión pertenecía a una escena muy particular. Si es así, resulta muy raro. Casi único, de hecho. He estado realizando investigaciones por mi cuenta sobre las visiones y no he oído que nada parecido haya ocurrido en cuatrocientos años. Desde antes de que se fundara Rowan. Max respiró estremecido; ya sabía la respuesta a su siguiente pregunta. —¿Quién tuvo la última? —Elias Bram —contestó la profesora. Max pensó en la manzana del último ascendiente flotando en la sala de trofeos del Circuito.
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—¿Cree que tuvo la misma visión que yo? —preguntó. —No. La suya fue muy diferente. Pero, a diferencia del resto y similar a la tuya, también tenía relación con la historia y los mitos. De acuerdo con las cartas de Bram, era del dios nórdico Tyr metiendo la mano en la boca del lobo Fenris. ¿Conoces la historia? La señorita Boon le sonrió; siempre parecía contenta cuando sabía algo que los demás ignoraban. —El lobo Fenris era un monstruo —explicó—. Era capaz de causar estragos entre los dioses si no estaba controlado. Ninguna cadena podía sujetarle, así que éstos, en secreto, fabricaron un cordel de seda hechizado con conjuros que lo hacían irrompible. Cuando retaron al monstruo para que demostrara su fuerza con el cordel, el lobo se rió pero una cuerda tan aparentemente frágil levantó sus sospechas. Accedió a que le ataran sólo si uno de los dioses ponía una mano en su boca, como muestra de buena voluntad. Sólo Tyr dio un paso adelante. Max parpadeó. —¿Y qué ocurrió? —preguntó. —El lobo Fenris no pudo romper la atadura mágica —continuó—. Cuando se dio cuenta de que estaba atrapado arrancó de un mordisco la mano de Tyr y se la tragó. Tyr llevó a cabo un enorme sacrificio, pero así el monstruo sería inofensivo hasta Ragnarok, el Final del Tiempo, cuando sus ataduras arderían. —¿No se sacrificó Elias Bram en Solas —preguntó Max—, para que los demás pudieran escapar? —Así es —dijo la señorita Boon mirando con atención a Max—. Supongo que ahora ya te imaginas por qué quiero ayudarte a entender tu visión. Max no lo tenía tan claro. —Ya se lo he dicho —aseguró—. Es difícil de recordar. Tal vez podríamos hablarlo con la directora. Los ojos de la señorita Boon se agrandaron un instante y negó con la cabeza. —No, no. Esto es entre tú y yo —durante un momento pareció avergonzada—. La señora Richter no sabe que estoy realizando esta investigación. Puede pensar que le quita tiempo a mis obligaciones... educativas. Lo entiendes, ¿verdad? Max dirigió la mirada hacia el libro y hacia su cara y finalmente asintió. —Bien. Estaba segura de que lo entenderías —afirmó sonriendo y poniéndose de pie—. Te dejo esto con la esperanza de que lo leas. Tal vez te refresque la memoria. Nos vemos mañana. Max dudó antes de soltar la última pregunta. —¿Qué es la Esperanza de Brigit?
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La señorita Boon se volvió al instante. —¿Dónde has escuchado esa expresión? —preguntó con la nariz arrugada por la curiosidad. A Max le entró pánico; acababa de cometer un error garrafal. —Se lo escuché al señor Morrow —mintió—. Sentí curiosidad. Nunca lo había oído. La señorita Boon sonrió y retrocedió unos pasos. —Claro, a Byron le encanta ese nombre, es un romántico —afirmó—. Ven, te lo mostraré. Éste es uno de los pocos sitios de la escuela desde donde se puede ver bien. Creo que esta noche hay suficiente luz de luna. Condujo a Max hacia unos ventanucos que había en un extremo de la biblioteca. En el exterior todo estaba a oscuras y el mar parecía calmo como una lámina de cristal negro. La señorita Boon señaló una gran roca que se elevaba en el agua a unos cincuenta metros de la costa. —Eso es la Esperanza de Brigit —suspiró—. Forma parte de una vieja leyenda de Rowan, pero me temo que poco a poco está cayendo en el saco del olvido. Se remonta a la fundación de esta escuela. Es un poco triste o romántica, supongo, depende de cómo lo mires. Es así: entre los supervivientes que escaparon a bordo del Kestrel estaba la mujer de Elias Bram. Se llamaba Brigit. Se dice que antes de que Elias fuera a enfrentarse con Astaroth en el gran asedio, suplicó a su mujer que escapara con los otros. Ella se negaba a dejarle hasta que él realizó un juramento según el cual vendría a por ella, la seguiría por el mar y se reunirían en esta nueva tierra. »Como sabrás, tras la caída de Solas nunca más se volvió a ver a Bram. Cuando los supervivientes llegaron a esta costa y se construyó la escuela, Brigit se pasaba los días caminando por la orilla, mirando hacia el este con la esperanza del regreso de su esposo. Nunca llegó. La leyenda cuenta que un día Brigit desapareció y que ese mismo día apareció esa roca en su lugar. Algunos, como el señor Morrow, creo, insisten en que la roca tiene la forma de una mujer en camisón mirando al mar. Max apretó la nariz contra el cristal y forzó la vista. Estaba demasiado oscuro para ver la roca con detalle. —Aunque lo intento, yo no lo veo, ni siquiera a la luz del día —suspiró la señorita Boon—. Ya me dirás si tú lo ves. Me temo que acabarás familiarizándote con ella durante los días que Alex y tú paséis fregando el Kestrel... Buenas noches, Max. Max la observó alejarse con unos pasitos rápidos y dispuestos, cruzar la sala y bajar las escaleras. Comprobó su reloj de seguridad. Todavía disponía de cuarenta y cinco minutos antes de que las campanas volvieran a retumbar. Cuando intentó alisar las páginas le pareció que la electricidad le recorría los dedos. El Perro del Ulster le miraba desde el libro, con su apuesto rostro rebosante de
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juventud y determinación. Max se recostó para leer y ajustó el reloj para que le avisara unos minutos antes de las campanadas. La historia de Cúchulain tiene lugar en Irlanda en una época en la que ese país no está unido sino separado en cuatro grandes reinos. Como muchos héroes Cúchulain era hijo de un dios: la deidad solar, Lugh, que se convirtió en lepidóptero y voló hasta la copa de vino de una noble dama el día de su boda. Tras beber el caldo, la dama y sus doncellas fueron transportadas como espíritus al Sidh, el País de las Hadas, en forma de bandada de cisnes. Esa dama era la hermana del rey del Ulster, el reino más septentrional de los cuatro que conformaban Irlanda, y por eso muchos guerreros la buscaron por toda la tierra. Un año más tarde, el mismo soberano llegó a una casa donde se encontraba su hermana con un niño. El nombre del bebé era Setanta. Se decidió que cuando alcanzara la niñez fuera a vivir con el rey. Algunos años después, mientras los chicos nobles del Ulster jugaban en el campo, apareció un chaval que les robó la pelota y marcó un tanto. Como el chico no había sido invitado y nadie le conocía, los otros le dieron la espalda. En vez de irse, el chaval les persiguió como un loco hasta que los demás cedieron ante su fiereza. Dijo que era Setanta y que su madre le había pedido que fuera en busca del rey. En la corte del rey, Setanta obtuvo privilegios por encima del resto de jóvenes. Un día se le invitó a acompañar al soberano a un banquete que tenía lugar en casa del herrero, Culann. En aquellos tiempos los herreros eran fundamentales para los reinos y la importancia de Culann era comparable a la del rey. Toda la corte partió hacia la casa del herrero, pero Setanta se retrasó jugando, así que tuvo que viajar solo a través de los campos. Ya era de noche cuando Setanta se acercó a la casa del herrero, que rebosaba de luz y de alegría. Fue entonces cuando oyó el gruñido del perro del herrero, al que habían dejado suelto para que protegiera las tierras hasta la mañana. Cuando el enorme perro lobo se preparaba para saltar, Setanta le metió con toda su fuerza la pelota por el gaznate, casi rompiendo a la criatura en dos. Mientras el animal aullaba, el chico lo cogió y lo golpeó contra una roca hasta hacerlo añicos.
Max dejó de respirar y volvió a leer el párrafo. Era terriblemente familiar. Éste era el sueño que le perseguía desde que había visto el tapiz. Pensó en el monstruoso perro de la cara cambiante. «¿Qué vas a hacer?», le preguntaba siempre. «¡Responde rápido o caeré sobre ti!». Max se tapó la boca y miró el reloj. Sabía que tenía que hablar con David y que Nick debía de estar hambriento pero los dos tendrían que esperar.
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Cuando Setanta alzó la vista del cuerpo del perro vio que los hombres del rey estaban a su alrededor y que Culann, el herrero, estaba muy enfadado. —Te doy la bienvenida, pequeño —dijo Culann—, por tu madre y por tu padre, pero no por ti mismo. Este banquete ya no es agradable. —¿Qué tienes contra el chico? —preguntó el rey. —Es mi desgracia que hayáis venido a beber mi cerveza y a comer mis alimentos, pues ahora todo mi ganado estará perdido al no protegerlo mi perro. Ese perro custodiaba todo tipo de manadas y rebaños. Ahora todo corre peligro. —No te enfades, maestro Culann —replicó el chico—. Me someteré a una prueba justa para resarcirte. —¿A qué prueba te quieres someter? —preguntó el rey. —Si en Irlanda existe algún cachorro de ese perro, yo lo criaré hasta que esté preparado para hacer los trabajos de su dueño. Hasta ese día, yo seré el perro que protegerá sus rebaños, su tierra... ¡y hasta al mismo herrero! Los hombres se rieron de la promesa del fiero chaval, pero el rey sopesó las palabras y le parecieron una oferta justa. Ese mismo día, el chico abandonó su nombre de niñez y empezó a ser conocido como Cúchulain: el perro de Culann. Cúchulain era fiero, orgulloso y rebosaba de ansias por convertirse en guerrero. Así que cuando un día escuchó por casualidad al druida y consejero del rey decir que el chico que se hiciera guerrero esa jornada tendría el nombre más famoso de toda Irlanda, aunque su vida sería corta, Cúchulain corrió hasta el rey y le demandó su derecho a tomar armas. —¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? —inquirió el rey. —El druida —respondió el chico. Como el rey tenía un gran respeto por los consejos del druida y no conocía la segunda parte de la profecía, transigió y Cúchulain corrió al herrero. No encontraron armas que estuvieran a la altura de la fuerza del chico. Las espadas y las lanzas se rompían todas hasta que, finalmente, el rey le permitió probar con las suyas. Sólo aquéllas le sirvieron. Cuando el druida vio esto, gritó: —¿Quién le ha dicho a este chico que tome armas hoy? El rey replicó que había sido el mismo druida. Cuando éste lo negó y le contó al rey la profecía, el soberano se enfureció y se enfrentó a su sobrino. —¡Me has mentido! —No —respondió el chico—. Sólo me preguntaste quién había metido esa idea en mi cabeza y te respondí con la verdad. ¡El druida!
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Aunque el rey se entristeció, reconoció que el chico había dicho la verdad. Y así fue como Cúchulain tomó las armas del rey y se convirtió en el campeón del Ulster. La leyenda de Cúchulain se extendió rápidamente. Luchando a pie o en su carro, derrotó a los enemigos del Ulster. Se decía que en las batallas se sacudía como un tronco en el río y que la frente le brillaba tanto que casi no se podía mirar. Entre sus armas, la más temida era la gaebolg, una gran lanza cuya herida siempre era mortal. Las hazañas más grandes de Cúchulain ocurrieron durante el robo del ganado de Cooley, una guerra que estalló por una riña entre un marido y su mujer. La reina de Connacht, otro de los cuatro grandes reinos de Irlanda, discutió con su marido sobre qué patrimonio y posesiones eran más grandes. Los dos estaban muy igualados hasta que supo que su marido poseía un toro mágico de cuernos blancos llamado Finnenbach. La reina no pudo encontrar algo parecido entre sus rebaños y, consumida por los celos, envió a sus emisarios al Ulster, donde halló un rival para Finnenbach, el Toro Pardo de Cooley. Al ser rechazada su oferta de compra, la reina decidió llevárselo por la fuerza. Eligió un momento muy apropiado para su robo en el Ulster. Los hombres de ese reino sufrían una antigua maldición que les debilitaba durante una temporada cada año. Cuando el ejército de la reina se dirigía hacia el norte, los hombres del Ulster estaban postrados en la cama y eran incapaces de detenerlo. Pero, Cúchulain no había nacido en el Ulster y, por lo tanto, no sufría la maldición. Él solo se enfrentó al ejército de la reina. Cúchulain fue a por ellos por la noche, mató a los escoltas, dejando un rastro de cabezas como señal para que se alejaran. Su matanza resultó tan devastadora que los soldados de la reina temblaban con la sola mención de su nombre y el ejército detuvo su marcha. La reina intentó desesperadamente llegar a un acuerdo con él, prometiéndole todo tipo de riqueza y fortuna si cedía. Cúchulain rechazó todas las ofertas, hasta que al fin, exhausto por tanto esfuerzo, llegó a un acuerdo con ella. A cambio de abandonar sus ataques nocturnos, se enfrentaría a los guerreros más fuertes de su ejército, uno cada día. Mientras lucharan, el ejército podría continuar su marcha. Pero en el momento en que fueran vencidos las tropas de la reina estaban obligadas a detenerse y acampar. Cada día Cúchulain se enfrentaba a un guerrero distinto cerca del río y luchaba mientras el ejército de la reina aceleraba su paso en el Ulster. Tan heroicas eran sus hazañas que Morrigan, la diosa de la muerte, lo observó desde las alturas transformada en tres cuervos. Finalmente la reina envió a un familiar de Cúchulain, que en ese momento estaba en el ejército de Connacht. Aprovechándose de la lealtad de Cúchulain, el pariente rogó al joven que cediera, como un favor a quien lo había cuidado de pequeño. A regañadientes, Cúchulain se apartó y abandonó el campo de batalla. Los jinetes de la
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reina galoparon, atraparon al toro y corrieron de vuelta a Connacht con su preciada presa. Una vez reunidos, los dos toros mágicos se volvieron locos intentando destruirse uno al otro. En su feroz lucha, devastaron todos los campos circundantes y no volvieron a ser vistos nunca más.
Max dejó el libro. Intentó rememorar el tapiz que había visto en el museo. Su mente recorrió los hilos verdes y dorados, el deslumbrante brillo que se había desprendido de la propia escena. Ahora entendía las imágenes. Los soldados somnolientos eran los debilitados hombres del Ulster, incapaces de proteger al Toro Pardo de Cooley. Los guerreros que se aproximaban eran sin duda los soldados de la reina de Connacht. Cúchulain permanecía de pie, a lo lejos. Aunque las imágenes aparecían nítidas en la mente de Max, la interpretación no estaba tan clara. Después de todo, Cúchulain había fallado: la reina había sido capaz de conseguir el toro a pesar de sus actos heroicos. ¿Estaba Max destinado de alguna manera a luchar contra el mal y fallar? ¿Iba a ser su vida corta? El chico pasó la página y se tocó con cuidado el chichón de la cabeza. Miró la ilustración amarillenta de un guerrero herido atado a una columna de piedra. El título decía «La muerte de Cúchulain». Silenciosamente, Max cerró el libro. Le dolía la cabeza y su mente zumbaba a causa de todas aquellas preguntas sin respuesta. Con un suspiro, metió el volumen en la mochila y se acercó de nuevo a las ventanas. El colegio se encontraba tranquilo; sólo se veían algunos faroles por los senderos. Max estaba a punto de irse cuando un pequeño destello verde se reflejó en el vidrio. Desapareció repentinamente. El chico pegó la cara al cristal y observó con atención la noche oscura. Otro puntito de luz verde salió de la masa oscura de la Esperanza de Brigit. Revoloteó y se movió ante la mirada de Max para desaparecer un instante después. Permaneció en la ventana otros diez minutos, pero no volvió a ver aquella luz.
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Contrabandistas en el Atlántico norte
E
l cielo matutino era de un azul pálido por encima de la cúpula. Debajo de ella, Max fruncía el ceño en un gesto de profunda concentración, pasando las páginas de un cuadernillo lleno de gráficos brillantes. David bajó las escaleras y se reunió con él en la mesa.
—¿Qué ha dicho la señora Richter? —preguntó Max, poniendo el cuadernillo de lado para leer un gráfico especialmente detallado. —Malas noticias —respondió David—. Dos de los cuatro cuadros son en realidad falsificaciones. El Enemigo ya los ha robado. Max levantó la vista. —¿Cuáles son? David sacó dos láminas de su escritorio: uno era un cuadro de Vermeer de una chica leyendo una carta; el otro era un Rembrandt en el que aparecía la escena bíblica de Abraham sacrificando a su hijo Isaac. Max los observó y apartó a un lado el cuadernillo. —No lo entiendo —dijo, levantando la vista—. Si querían ocultar el hecho de que algunos cuadros habían sido robados, ¿por qué no reemplazaron todos con falsificaciones? Así, ni siquiera habríamos sabido que estaban buscando cuadros. David asintió. —Es un buen argumento, pero las falsificaciones tenían que ser reales, es decir, hechas a mano. Cualquier signo de encantamiento podría haber levantado sospechas. No hay mucha gente capaz de falsificar un Rembrandt o un Vermeer, así que sólo podían sustituir por falsificaciones unos pocos —explicó David. Se inclinó para poder examinar el lomo del folleto que Max había estado leyendo—. ¿Qué dice tu análisis del Circuito? —preguntó. Max movió la cabeza de lado a lado. —Nunca estoy seguro del todo. No acabo de entenderlo. Empujó el delgado cuadernillo blanco lleno de nítidos gráficos azules y comentarios de analistas hacia su compañero.
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—Dicen algunas cosas buenas —concedió David, hojeándolo. Seleccionó un párrafo de la página de resumen—. «El señor McDaniels continúa demostrando capacidades muy por encima de la media del espectro de un aprendiz normal. Como se puede observar en los escenarios MMCD048, MMCD071 y MMCD093, sus capacidades de Amplificación se encuentran al nivel de un agente; seguiremos observando de cerca su evolución. En comparación con sus compañeros, McDaniels se encuentra entre los cuatro mejores en escenarios que involucren adversarios directos, entre los que se incluyen cuatro con diferentes prototipos de vyes. Las puntuaciones en lo relativo a Ejecución Estratégica siguen siendo altas, y la agresividad de McDaniels debería resultar una gran ventaja si es capaz de aplicarla de forma más selectiva. Debido a su excepcional capacidad física, McDaniels tiene en estos momentos la nota de Circuito más alta entre los aprendices de primer y segundo curso». —¡Eso suena de maravilla! —dijo Max, bastante animado. David comenzó a reír. —¿Qué pasa? —preguntó Max, congelando la sonrisa al oír las repentinas carcajadas de David. —Bueno, puedes leerlo tú mismo —le contestó su compañero, sin poder dejar de sonreír mientras le pasaba el cuadernillo a Max—. Segundo párrafo de la sección resumen. Max buscó rápidamente en la página, murmurando mientras David recogía un calcetín suelto del suelo, lo olía y luego lo arrojaba a la canasta de la ropa. —«Pero la descalificación de McDaniels del primer puesto es tan inminente como inevitable. Esa combinación de bajas calificaciones en Selección Estratégica junto a las altas en Ejecución Estratégica predice el desastre; operativamente, equivaldría a correr muy deprisa en la dirección equivocada. Correr muy deprisa en la dirección equivocada parece ser algo consustancial al señor McDaniels y ha sido un punto recurrente en sus escenarios más entretenidos. Nuestros favoritos son el MMCD006, el MMCD052 y el MMCD076 aunque otros colegas aseguran que el MMCD037 podría ser un buen candidato a la mejor grabación del año. Por desgracia, estas dos tendencias constituyen un defecto terrible, así pues, recomendamos que las opciones de escenario de McDaniels queden restringidas a aquéllos que enfaticen Temas de Identificación y Selección Estratégica. Por el interés a largo plazo de McDaniels, debería prohibírsele el acceso a aquellos escenarios en los que el uso de la fuerza bruta pueda disimular los graves errores de Estrategia. Esperemos que una estricta dieta de escenarios de Estrategia pueda ayudarle a superar su tendencia a la pereza mental y a construir unos cimientos más sólidos para un éxito a largo plazo». Max parpadeó un par de veces y dejó caer el cuadernillo sobre la mesa. Se giró hacia David. —¿Cómo han podido escribir eso?
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—No te lo tomes a pecho —contestó su compañero, mientras se ponía unas zapatillas deportivas—. ¿Qué tal te han ido los parciales de Estrategia? —Suspenso —contestó Max, echando una última mirada de disgusto al cuadernillo—. Menos mal que Boon me ha aprobado los parciales de Mística, aunque yo creo que es para que hable con ella de mi visión. ¿Te ha preguntado alguna vez sobre la tuya? David estaba abriendo el armario para cambiarse de camiseta. —No mucho. Le dije que se me había olvidado —respondió. —Yo le dije lo mismo, pero me parece que no me cree... Max se quedó mudo al ver el pecho de David reflejado un instante en el espejo de la puerta del armario. Tenía una cicatriz, larga y horrenda, que iba desde el tórax hasta el ombligo. El pequeño y pálido muchacho se vistió la camiseta de atletismo. Llamaron a la puerta. David subió la escalera. Un momento después Max escuchó un grito escalofriante. —¡No te acerques! ¡No te acerques! —chirriaba la voz de Mum. —Max, creo que es para ti —dijo David con indiferencia. Max subió las escaleras de dos en dos y vio a Mum en el pasillo, acurrucada en el suelo a la vez que se tapaba los ojos con las manos. Había una cestita tirada y un montón de barritas nutritivas desparramadas. Mum señaló con un dedo acusatorio a Bob, que se reía por lo bajo. —¡Sabías que Max vivía con esa cosa! —decía entre sollozos—. ¡Por eso insistías en que fuera Mum quien llamara a la puerta! ¡Podías haberme ocasionado un ataque cardíaco por encontrarme cara a cara con esa cosa horrible y desagradable! ¡Un ataque cardíaco! ¡Oh, ha sido horripilante! David puso los ojos en blanco. —Lo siento, Mum —intervino Max—. Bueno, ¿qué hacéis vosotros dos por aquí arriba? Bob iba a comenzar a hablar pero la bruja le silenció con un furioso movimiento de manos. —¡Tú cállate! —dijo entre dientes—. Espera y verás lo que soy capaz de meter en un bocadillo de queso. ¡Ja! ¡Y la sopa, mejor aún! Mum comenzó a reír y pareció olvidar el motivo de su visita. Bob se aclaró la garganta, haciéndola parpadear varias veces. De repente, la bruja realizó una reverencia de cortesía. —Max McDaniels, hemos venido a alimentar tu cuerpo y proporcionarte una guardia de honor para este gran día en el que se pueden cumplir los mejores deseos.
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—¿Perdón? —preguntó Max elevando las cejas. —Bob y Mum están aquí para escoltarte hasta las pruebas —tradujo Bob. Mum echó una mirada furiosa a Bob por la intromisión. Era la mañana en que los alumnos del primer curso pasarían las pruebas mensuales de capacidad física, algo parecido a una competición de decatlón. Estas pruebas periódicas no solían despertar ningún interés, pero en esta ocasión Max estaba a punto de superar varios récords. Miró hacia el pasillo y vio a algunos alumnos de segundo curso que asomaban las cabezas somnolientas; al parecer los había despertado la voz aguda de Mum. Entre aquellas cabezas se encontraba la inquietante cara de Alex Muñoz. —Gracias por la... ¡compañía! —exclamó Max, apartando a David de la puerta para cerrarla—. Mejor será que nos vayamos ya. Mum lo tomó del brazo con ostentación y los cuatro echaron a andar por el pasillo. Insistió en que David fuera delante, para poder vigilarlo. Varios alumnos de segundo curso desearon buena suerte a Max al cruzarse con él; Alex se limitó a cerrar la puerta. Durante la semana anterior, los dos habían aguantado con relativa tranquilidad su castigo diario, restregando y fregando el casco del Kestrel bajo un tenso silencio. Cuando llegaron a las escaleras, Mum sacó una barrita nutritiva de su cesta. —Cómetela —susurró. Había un punto de confabulación astuta en su voz—. Las he conseguido especialmente para ti. No ha sido fácil, te lo aseguro. ¡Son muy modernas! Max tenía hambre y miró la barrita de cereales envuelta en papel plateado. La desenvolvió y le dio un bocado. Esto provocó que Mum diera un gritito de placer y que asomara por un instante su fiera sonrisa de cocodrilo. —No le digas a nadie que te lo he dado yo —dijo deprisa en voz baja—. No estoy segura de que sea legal. —No se lo diré a nadie —prometió Max, ignorando las risas ahogadas de David y tranquilizando a Mum con un gesto.
A pesar de la temprana promesa de un día claro, había mechas de niebla fría y húmeda que venían del océano. David regresó corriendo a la habitación para traer unas sudaderas, y volvió justo cuando el Viejo Tom daba las ocho en punto. Los cuatro tuvieron que darse prisa para llegar a los campos de atletismo, lo cual arruinó la esperanza de Mum de irrumpir en una procesión majestuosa. Estuvo maldiciendo todo el camino.
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Al ver a YaYa, Max supo que algo raro pasaba. Cerca de la tribuna se veía la gran cabeza de la ki-rin. Max preguntó a David, que iba unos pasos por delante. —¿Es YaYa? ¿Qué está haciendo aquí? David se volvió y sonrió levemente. Rodearon el complejo deportivo y contemplaron las gradas repletas de varios cientos de estudiantes y profesores que, en cuanto vieron a Max, rompieron en un gran aplauso. Nick se acercó corriendo a Max, se puso a dar vueltas a su alrededor y a menear el rabo con un zumbido metálico. El chico se agachó y lo alzó en sus brazos. El lymrill inmediatamente se enganchó con las garras a la sudadera de Max y se relajó, lo cual lo convirtió en un considerable peso muerto. Max se dio la vuelta y echó una mirada a la multitud y su incesante cháchara. Allí estaba Jason Barrett, gritando y aplaudiendo con la mayoría de alumnos de sexto curso. Sentada en uno de los bancos más bajos se encontraba Julie, sujetando la cámara y riéndose de algo que alguien cercano había dicho. Sacó una foto de Max. El señor McDaniels también estaba allí, haciendo gestos desmesurados y sentado junto al señor Morrow que fumaba tranquilamente su pipa. Al escuchar un silbato, se dio la vuelta y vio a Monsieur Renard apartando de forma impaciente a Hannah, que no parecía muy contenta con ello. La oca se dirigió hacia Max, seguida de las crías, todas en fila india. —Hola, querido —arrulló con su voz melosa—. Buena suerte. Todos estamos contigo. Acabo de tener una, este, conversación con ese hombre para que todo sea justo. —Gracias, Hannah —respondió él. Volvió a mirar a la multitud, inseguro de querer tanto público. El silbato se oyó otra vez y Max se apresuró adonde el señor Renard había reunido a toda la clase. El profesor tenía un resfriado y se sonó la nariz con el pañuelo, produciendo un bocinazo. —Bien, pequeños trogloditas. Hoy tenéis que hacerme sentir orgulloso, ¿vale? Los chicos asintieron. —Como siempre, vamos a hacer las pruebas por orden alfabético, excepto en las carreras, en las que formaremos parejas teniendo en cuenta vuestros últimos tiempos. Ignorad a toda esa gente... Centraos en las pruebas y hacedlo lo mejor que podáis. ¿Tenéis alguna duda? Connor levantó la mano. —Sí, señor. Se inclinó dentro del círculo de compañeros y puso un dedo en el pecho de Max. —Nos ha costado un montón reunir a tanta gente, ¡así que no la jodas!
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Todos estallaron en carcajadas, incluso Monsieur Renard dejó asomar una sonrisa mientras se colocaba el silbato entre los labios para dar comienzo a la primera prueba. Max sacudió las manos y observó con atención la pista que tenía delante.
Una hora más tarde, Max se encontraba rodeado de un batiburrillo de aplausos, estruendo, bocinazos y gritos. Subido en los hombros de Jason y de otro alumno de sexto curso, recobró el aliento y miró lejos hacia el campo de atletismo, donde la bandera de su jabalina ondeaba victoriosa. YaYa se puso de pie en toda su inmensidad e hizo una reverencia; David sujetaba con fuerza a Nick para evitar que el lymrill se hiciera daño. El señor McDaniels casi pisotea una fila de alumnos por la prisa de llegar al campo, mientras que el señor Morrow simplemente se quitó la gorra y saludó con un gesto desde las gradas, con una expresión de extraña tristeza. El profesor de Humanidades levantó una botella de champán en honor a Max y dio un sorbo antes de pasarla al señor Watanabe y la señorita Boon, que hicieron lo mismo. Max devolvía los saludos e intentaba ignorar los cercanos chillidos de Mum en los que declaraba que su éxito era debido a sus «comidas milagrosas». —Es alucinante, Max —dijo Jason, alzándolo más—. Trece años, ¡y el mejor en la historia de Rowan! Jason organizó una fiesta para celebrarlo en su habitación, una sala vikinga forrada de madera. Había unos cuarenta alumnos que jugaban a las cartas, a los dardos, o que simplemente permanecían en grupitos escuchando música o pasando de puntillas por un suelo minado de cajas de pizza en un intento por encontrar algún trozo olvidado. Para Max fue uno de los mejores momentos de su vida; tras semanas de cumplir con una estricta dieta, ahora se estaba empachando de pizzas y dulces. Y algo incluso mejor, estaba sentado y hablando con Julie, que parecía haber olvidado todo lo relativo a aquel extraño beso durante la canción de Kettlemouth. A media tarde la fiesta fue interrumpida por unos fuertes golpes en la puerta. El ánimo de Max se vino abajo cuando Jason abrió y la señorita Boon lo miró, con la cara tensa y enfadada. —Max —dijo ella—, coge tus cosas y acompáñame, por favor. El chico se limpió las manos en una servilleta de papel y se levantó. —¿Hoy también tengo que ir? —suplicó—. Pensé que tal vez... —¿Pensaste qué? —le interrumpió—. ¿Que esta mañana habías conseguido algún tipo de estatus de celebridad al margen de preocupaciones? No, no, no. ¿Hace falta recordarte que las dos cosas, la fiesta y el castigo, te los has ganado tú? Alex Muñoz ya lleva más de una hora fregando el barco en el muelle. Ahora recoge tus cosas.
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La cara de Max se sonrojó; se mordió la lengua y se puso de pie. Murmuró «Adiós» y «Gracias» a todo el mundo y mientras lo hacía evitó los ojos de Julie. Se puso la sudadera y siguió a la señorita Boon por el pasillo.
Max movía el farol en amplios círculos, de vez en cuando le invadía una intensa sensación de vergüenza y de furia. La niebla era tan densa que se tropezaba con los setos. El Viejo Tom se veía como un enorme bloque de color gris; las farolas de gas que había por todo el colegio se encendieron y parecía una colección de fuegos fatuos en la oscuridad. Muy enfadado, Max pasó junto a Maggie y escuchó el golpeteo lento y pesado de las olas y el estridente chillido de las gaviotas. Mientras descendía las escaleras hacia la playa distinguió el Kestrel flotando en el aire sobre el muelle, sujeto por una docena de delgadas cuerdas. La señora Kraken había puesto las cuerdas que habían elevado el pesado barco como si fuera un globo de helio. Alex estaba bajo la quilla, frotando con un cepillo de cerdas duras sin muchas ganas. La superficie del casco que normalmente quedaba bajo el agua estaba plagada de lapas cuyas duras conchas hacían que la limpieza fuera un trabajo duro. Alex y el mal tiempo iban a contribuir a que fuera insoportable. —Me sorprende que te hayas dignado a venir —exclamó enfurruñado Alex, cepillando con más fuerza ahora que Max estaba presente—. Debe de estar bien eso de conseguir siempre lo que uno quiere. Max dejó el farol en el suelo y no dijo nada, fue a recoger uno de los cepillos de mango largo que se encontraban junto a los cubos de las fregonas. Alex resopló con desprecio y centró su atención en el casco. Max observó un buen rato la Esperanza de Brigit antes de ponerse a trabajar. Su silueta apenas se podía divisar a través de la niebla y Max se preguntaba si Ronin estaría de verdad allí, como él sospechaba: bien escondido entre las rocas, los cangrejos y los remolinos de agua salada. A pesar de que el chico iba ahora casi todos los días a la Tiemblavigas, Ronin no había mandado ninguna nota ni señal desde que Max recibió su carta. Y él no se había aventurado hasta la Esperanza de Brigit, temeroso de embravecer el agua como la noche de la acampada en el Kestrel. Eligió un sitio alejado de Alex y comenzó a restregar con un repentino acceso de energía. Habían trabajado en silencio durante casi una hora, Alex con golpes desganados y Max con meticulosos movimientos, cuando las campanas del Viejo Tom resonaron por encima del acantilado. Alex se dio la vuelta y tiró el cepillo cerca de Max, golpeando un cubo de metal. El alumno de segundo curso habló en voz baja.
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—Sigue cepillando, Maxine, sigue cepillando o le digo a la señorita Boon que el pequeño héroe de Rowan no cumple con sus obligaciones. —Muy bien, Muñoz —le respondió Max—. Creo que en la última hora he hecho el doble de trabajo que tú en toda la semana. Alex se limitó a sonreír y movió la cabeza en un gesto de incredulidad. —Eres un idiota de verdad. ¿Lo sabías? Un idiota —volvió a repetir, pronunciando la palabra lentamente—. Nuestro castigo no va de fregar el Kestrel para que esté limpio. ¡Una mierda! La señorita Boon lo podría hacer en cinco minutos con un poco de Mística. Se trata de estar aquí, castigados. Frota hasta que te duelan las manos, Maxine. A nadie le importa, imbécil. Tío, ya verás cuando la grasa de tu padre te llegue al cerebro... ¡Ni siquiera admitirán que hayas pasado por esta escuela! Max dejó de frotar. Habló en tono neutro. —Ni se te ocurra decir nada de mi padre. —No hace falta —Alex se encogió de hombros, riéndose—. ¡Deberías oír lo que todo el mundo dice de él! ¿Crees que es sólo una coincidencia que esté de «pinche» en la cocina? Para mí que no. Personalmente creo que lo único que pretende es zamparse algunas raciones extra... No me extraña que tu madre se pirara, ¿eh? Aquellas palabras golpearon a Max en plena cara. De pronto la silueta de Alex destacaba con claridad, a pesar de los jirones de niebla que flotaban por el muelle. Max dejó caer el cepillo a un lado. La sonrisa de Alex se esfumó en un instante, una sombra de duda, para luego continuar hablando. —¿Qué? —preguntó—. ¿Quieres pelea? ¿Ahora que no están ni Bob ni la señorita Boon para protegerte? Max movió la cabeza y dio un paso adelante, tocando el suelo del muelle con el pie para comprobar su equilibrio. La voz le tembló con una ligera ronquera. —Si yo estuviera en tu lugar, empezaría a preocuparme. Alex frunció el ceño y dio un pasito hacia atrás. De repente la cara se le crispó con un gesto de vergüenza y asco. —¡Vale! —murmuró como para sí mismo—. Vale. Vamos a pelear. Pero con una condición. —Y si quieres, con diez —susurró Max—. No te va a servir de nada. —Sin relojes —dijo—. No quiero que pidas ayuda si te voy ganando. Max observó su reloj de seguridad, con la pequeña pantalla verde velada por la humedad y las gotas de agua. Le habían dicho con toda claridad que bajo ninguna circunstancia podía quitárselo. Pero Alex se desprendió del suyo y se burló de la actitud dubitativa de Max. Este desabrochó el reloj y lo dejó sobre el muelle.
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Tal y como esperaba, Alex le lanzó una patada cuando estaba poniéndose de pie. Max se apartó, agarró la pierna y se lanzó contra la otra, haciendo que Alex se diera un fuerte golpe al caer. El de segundo puso cara de pocos amigos y se levantó con rapidez. Max estaba completamente quieto, intentando controlar el odio que inundaba cada célula de su cuerpo. Alex fue hacia él, respirando con dificultad y girando a su alrededor para intentar acorralarlo contra un poste de madera. Fingió lanzarse, pero se detuvo de repente y elevó las manos. El húmedo muelle se transformó en hielo bajo los pies de Max. Éste intentó saltar pero la falta de fricción hizo que resbalara. Cayó al suelo golpeándose la cabeza contra el poste. En un instante, Alex estaba encima, con un codo en su garganta y dándole fuertes puñetazos. La furia explotó en el interior de Max. Agarró las muñecas de Alex e hizo que se retorciera de dolor y diera un grito. De un violento tirón, se quitó a Muñoz de encima. Se puso de pie en un segundo. Alex estaba tendido en el suelo del muelle y antes de que pudiera moverse Max ya estaba encima de él. —Vamos a oírlo, Muñoz —jadeó—. Vamos a escuchar todo lo que tengas que decir. ¡Todo lo que tengas que decir sobre mi familia! Con un golpe seco, su puño rompió las tablas de madera justo al lado de la cabeza de Alex. Salió humo del suelo. El de segundo curso gritó y se removió aterrorizado, pero no podía escapar de la llave de Max. El corazón del de primero se llenó de emociones; temblaba y tenía la cara llena de lágrimas. —No oigo nada. ¿Acaso es posible que estés callado? ¡Crak!
—¿Y los insultos a mi padre? ¿Por qué no me dices ahora lo estúpido que soy? ¡Crak!
—¿No? Entonces dime algo sobre mi madre. ¿Por qué no me dices dónde fue? Igual tú lo sabes. ¡Venga! ¡Dímelo ahora! ¡Crak!¡Crak!¡Crak!
Tres nuevos agujeros aparecieron en el suelo del muelle, que echaba humo y había alcanzado una alta temperatura. Max levantó la mano ensangrentada y se quedó inmóvil. Alex ya no se movía y estaba tumbado muy quieto. Tenía gotitas de agua en la cara pálida. Por un momento, Max pensó que lo había matado, que, en plena furia, lo había estrangulado. Pero entonces Alex movió los ojos y lo miró con un terror mudo. Max
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parpadeó. La furia se había disuelto en la niebla. Soltó a Alex y se puso lentamente de pie. —No mereces la pena —suspiró. Muñoz se quedó tumbado en el suelo un momento, respirando con dificultad. Se tocó la cara buscando alguna herida inexistente. Sin mirar, tanteó con las manos los agujeros de la madera, palpando los bordes astillados con los dedos. Se puso de pie con lentitud, tosió y pasó tambaleándose junto a Max, que lo observaba en silencio, desconcertado. Alex vomitó a un lado del muelle. Se limpió con el reverso de la mano y volvió toser. Con una mano temblorosa arrojó el reloj de Max a las olas grises. Lo vio hundirse y se quedó mirando unos instantes. Cuando, por fin, Alex se dio la vuelta tenía en la mano un cuchillo largo y afilado, la misma arma horrible que Cooper llevaba habitualmente. Estaba llorando. —Alex —dijo Max con una tranquilidad medida—. Se supone que no puedes tener esas cosas fuera del Aula de Entrenamiento. Alex no respondió nada; tenía la cara desfigurada en una mueca de grito silencioso, rabia, miedo y humillación. Le temblaron los hombros cuando cambió el cuchillo a su mano izquierda. —¡Alex! —exclamó Max entre dientes—. ¿Sabes lo que estás haciendo? La respuesta fue un rápido movimiento mortífero del cuchillo; la punta pasó rozando el pecho de Max, que retrocedió un paso, boquiabierto de incredulidad. Sollozando, Alex se cambió el cuchillo a la mano derecha y lanzó una puñalada hacia arriba. Max saltó hacia atrás para quedar fuera de su alcance, casi resbalando en el muelle y a punto de caerse al agua. —Alex, ¡ya basta! —dijo Max—. ¡La pelea se ha terminado! Entonces, por encima de los hombros de Alex y a través de la niebla, Max entrevió una figura que se aproximaba a toda velocidad desde la playa. —¡Socorro! —gritó—. ¿Señorita Boon? ¡Aquí, socorro! Alex se detuvo, se dio la vuelta y miró entre la niebla. Se agachó y dejó caer el cuchillo por uno de los agujeros del muelle que Max había hecho en la madera. Se puso de pie y fue tambaleándose hacia la figura. —¿Señorita Boon? —gritó Alex—. ¡Gracias por venir! ¡McDaniels quería matarme! Max estuvo a punto de exclamar una protesta, pero se quedó helado; la figura que se aproximaba no se movía como la señorita Boon y era demasiado alta. Se le quedó la boca seca cuando se dio cuenta de qué se trataba. tra taba. —¡Alex! —le dijo Max—. ¡No te acerques! ¡No es la señorita Boon! Un vye venía trotando por el puerto.
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Los brazos de Alex se desplomaron a los lados y, como un rayo, el vye lo barrió y se lo cargó en la cadera. —¡Suéltalo! —aulló Max, corriendo por el puerto hacia la criatura. Del vye salió un rugido ronco que terminó en un aullido agudo. Apretó todavía más a Alex y se agachó para atrapar a Max. Pero éste era demasiado rápido y se arrojó contra el vye como un misil, haciendo chocar la parte superior de su cabeza contra el hocico del animal. El vye profirió un grito sorprendido y soltó a Alex, lo que permitió a Max darle una patada que casi le rompe una pata. Muñoz estaba inconsciente. El vye se encontraba entre ellos y la playa. Aunque el reloj de Alex estaba sólo a seis metros, Max no podía alcanzarlo sin abandonar al de segundo un momento. Cogió la flácida mano de Alex y lo arrastró hacia atrás, para alejarse del vye, que ahora se acercaba caminando a cuatro patas. Entonces, de pronto, le vino a la memoria algo tan impactante y horroroso que casi se echa a reír. En su cabeza la l a voz de Nigel gritaba. ¡Sie mpre! —¡Busca siempre al segundo vye, Max! ¡Siempre!
El golpe en la cabeza fue tan fuerte que Max ya estaba inconsciente antes de poder sentir cómo lo cogían las garras.
Max gimió e hizo un esfuerzo por abrir los ojos. Estaba oscuro. Tenía el cuello húmedo y le dolían todas las articulaciones como si tuviera fiebre. Encima de él parecía haber amontonado algún tipo de piel y apestaba, era un hedor de grasa animal y almizcle. Tuvo náuseas y ganas de vomitar. Entonces se dio cuenta de que tenía los brazos y las piernas fuertemente atados a una superficie dura. Moviendo la cabeza con fuerza intentó apartar la nauseabunda piel lejos de su cara y al hacerlo tiró varios objetos de cristal. Su cuerpo subía y bajaba con una suave ondulación que lo mareaba. Las maderas cercanas crujían y rechinaban. «Estoy en un barco», pensó. Escuchó pasos en el piso de arriba; se abrió una puerta y un rayo de luz de luna entró en la sala formando un ángulo. —Creo que uno está despierto —afirmó una voz de hombre. Vacilante. Mayor. —¿Cuál? —llegó una voz familiar de mujer. Max se retorció y sintió el sudor bajarle por la cara formando pequeñas gotas. —El luchador —dijo el hombre—. Es la hora de su inyección. Algo tapó la luz de la luna; una silueta terrorífica se proyectó en la pared. Max escuchó los escalones gemir bajo unos pasos lentos. Luchó con todas sus fuerzas contra sus ataduras pero no se movían. Vio una cara entrar en el camarote.
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Sintió una oleada de horror primario al encontrarse con sus ojos, unos ojos valorativos, con un distintivo brillo de inteligencia humana. La luz de luna que entraba en el camarote sólo dejaba adivinar sus rasgos: el brillo de un colmillo, la humedad de su hocico, un ojo reluciente, las orejas puntiagudas. Max aguantó la respiración mientras se miraban por un instante. El vye llevaba una lámpara sin encender que comenzó a brillar mientras el contorno y los rasgos del monstruo se transformaban. Una vez el camarote se llenó de una pálida luz amarilla, Max pudo ver a un hombre viejo y demacrado, con pequeños ojos negros y una gabardina amplia y sucia. El hombre enganchó la linterna en una cadena que colgaba del techo del camarote. —Buenas tardes —dijo, saludando con una leve inclinación de cabeza y dirigiéndose a una nevera calzada con un gran rollo de cuerda. Max miraba en silencio. Tras rebuscar en el interior de la nevera, el hombre se dio la vuelta y mostró una enorme jeringa, mucho más grande de todas las que el chico había visto hasta entonces. Equilibró el cuerpo por el bamboleo del barco y se acercó a Max. —Es la hora de tu inyección —explicó, expulsando un poco de líquido claro por la aguja. —¡No te acerques! —le gritó Max, forzando las ataduras. La cabeza le ardía. —Vamos, vamos —le amonestó el hombre, apartando la asquerosa cubierta de piel—. Necesitas esta medicina; a no ser que prefieras esto —dijo, abriendo bien la boca para mostrarle los irregulares colmillos que salían de sus encías—. ¿Sabes?, es que Peg te arañó; no era su intención, pero no pudo evitarlo al moverte tanto y esas cosas. —Tú eres el del muelle —murmuró Max, observando con atención la cara del hombre—. Te di una patada. El extraño sonrió y le quitó importancia con un movimiento de la mano. —Tenías miedo —dijo—, fue algo natural. —Tengo hambre. No sé qué día es hoy. —Tenías mucha fiebre —continuó el hombre amablemente—. Llevas ya tres días durmiendo. Te traeré algo de comer después, tras la medicina. Mira, no queremos otro vye malo y feo. No señor, ya somos suficientes los que andamos por ahí. Te queremos tal como eres. Ahora no te muevas. A lo mejor te duele un poco. Levantó la sudadera de Max hasta dejar desnuda su cintura. El chico cerró con fuerza los párpados, intentando superar el instinto que le aconsejaba resistirse, retorcerse y proteger su vulnerable estómago. La aguja entró como un hierro ardiente; a Max se le escaparon las lágrimas mientras sus manos apretujaban con toda su fuerza las planchas de madera. Después, de repente, el dolor desapareció.
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—Ya, ya —lo tranquilizaba el hombre, escondiendo la aguja de su vista—. Ya está. Me puedes llamar Cyrus. De repente el camarote parecía muy pequeño; Max empezó a sudar. —Necesito respirar, Cyrus —jadeó. Ante esta petición el hombre frunció el ceño. Se acercó a la nevera, guardó la jeringa y empezó a subir las escaleras. —Lo voy a comentar con Peg —refunfuñó, desapareciendo por la trampilla. Max escuchó murmullos en la cubierta. Un momento después, Cyrus bajó y se inclinó sobre Max. Desanudó con destreza las complicadas ataduras y cuerdas que lo sujetaban. Max se puso de pie con escalofríos. —Ahí arriba hace frío —dijo Cyrus—. Ponte esto sobre los hombros. Te dará calor. Max volvió a aguantarse las ganas de vomitar cuando el hombre le rodeó los hombros con la extraña piel; todavía tenía fragmentos de grasa y de carne seca como si hubieran despellejado al gran animal con prisas. —¿Dónde está Alex? —farfulló a medida que los sucesos del muelle volvían a su memoria. Cyrus gruñó y señaló la litera superior donde estaba tendido Alex, atado y durmiendo profundamente. Su rostro mostraba una palidez enfermiza. —Se encuentra bien —susurró, dirigiendo a Max hacia las escaleras—. Sólo está dormido. Toma, come algo. Le puso una galleta en la mano; estaba revenida, húmeda y olía a moho. A pesar del hambre, Max la rehusó. —No hay nada mejor hasta que lleguemos a tierra, a no ser que quieras compartir nuestras raciones —dijo Cyrus—. Tenemos un montón de carne. Carne fresca. Sólo tienes que decírmelo y te traigo un poco... ¡Pero no se lo digas a Peg! Max no quería pensar siquiera en qué tipo de carne comería un vye. Se forzó a masticar la galleta mohosa, que tenía la consistencia de una alfombra. Hacía frío en cubierta, pero era soportable. El cielo despejado estaba tachonado de estrellas que parecían increíblemente intensas y brillantes. La luna bañaba el mar circundante con resplandecientes olas de luz, destacando trozos de hielo que se mecían en el agua. En la distancia destacaban fantasmales montañas de hielo mientras el barco avanzaba, suave y veloz, sobre el ligero oleaje. Cyrus condujo a Max hacia un resplandor rojizo, dirigiéndole a través de una cubierta repleta de cajones de madera y maromas desparramadas por toda la superficie. El fulgor rojo procedía de una tetera de hierro colgada sobre carbón ardiendo. Cerca de la tetera había una mujer haciendo punto. La mujer se parecía a la señora Millen.
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Levantó la vista hacia Max, los dos ojos eran agujeritos de fría luz que brillaban en la oscuridad. Su risa ronca volvió a brotar como una pesadilla. —¡Ju, ju, ju! ¿Cómo estás, Max McDaniels? ¡No sabía si te iba a volver a ver! Ven y siéntate junto a Peg... ¡No te voy a morder! Max intentó resistirse cuando Cyrus le empujó para acercarlo, pero no tenía fuerza. Ahora ya estaba suficientemente cerca como para ver su cara con claridad. No llevaba maquillaje y parecía mucho más vieja. Tenía la boca hundida y se mordía los labios mientras se balanceaba. Volvió a retomar los puntos de lana negra de una mortaja. —Has crecido —masculló. Max se dejó caer a plomo sobre una caja que había a su lado, auxiliado por Cyrus, quien se sentó enfrente. La cabeza del chico estaba desbordada por la fiebre y durante varios minutos lo único que hizo fue fijarse en las volutas de vaho que salían de su boca al respirar. La noche estaba silenciosa excepto por los ocasionales clics de las agujas de tejer y el chasquido del carbón al consumirse. —¿Dónde vamos? —preguntó Max en voz baja y débil. —A un lugar secreto —respondió ella con una risita, mordiéndose los labios. —¿Dónde? —insistió en un suspiro. Las agujas dejaron de moverse y Cyrus comenzó a toquetear cosas. De repente la mano sudorosa de Peg se movió con rapidez. Cogió la muñeca de Max y estiró su brazo por encima de la mortaja. Un cuchillo brilló. El chico dio un grito agudo cuando la hoja del cuchillo le hizo un corte en la mano. En el trapo cayeron con suavidad unas gotas de su sangre que comenzaron a brillar con un color verde pálido mientras eran absorbidas. Ella soltó la mano y la empujó hacia él con desdén. El cuchillo desapareció entre su ropa y el brillo verde se esfumó de la mortaja. —Peg hace las preguntas —ladró—, no los chiquitos que la obligan a perseguirlos durante muchos meses y muchos kilómetros. Con un movimiento repentino su cara se plantó a unos centímetros de la de Max. De la boca le salían perdigones de saliva y los colmillos de su mandíbula inferior se hacían más largos a medida que aumentaba su enfado. Max casi se cae de la caja hacia atrás. —Si por mí fuera, ya estarías en mi despensa de carne, ¡gusano! —bramó Peg—. Tienes suerte de poseer algún valor y de que Peg haya recibido órdenes. La vye jadeó unos instantes observando con cuidado cada detalle de la cara horrorizada de Max mientras su furia se iba transformando en una petulante calma.
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Milímetro a milímetro los colmillos se replegaron en las encías y su boca volvió a transformarse en una masa suave. —Sí, sí, te espera un gran futuro —murmuró, mientras tomaba otra vez las agujas—. Eso dicen al menos Marley y el traidor... Siempre y cuando sea el que buscamos. Si no... ¡Ju, ju, ju! ¡Pertenece a Peg! Max fue devuelto al repugnante camarote, donde Cyrus le curó la herida de la mano. —No debes enfadar a Peg —le aconsejó el viejo, volviendo a atar con fuerza las cuerdas y maromas sobre Max, cuyos párpados se cerraban de dolor y cansancio—. No debes hacerlo. No podría ayudarte de ninguna manera. Cyrus le forzó a comer otra galleta y un poco de agua antes de tomar la lámpara y desaparecer por las escaleras. El camarote se quedó a oscuras. El chico escuchó la respiración de Alex. Sabía que su padre estaría a punto de despertarse y de ayudar a Bob y a Mum a preparar el desayuno en la cocina. Las criaturas estarían bien dormidas en el Pabellón Cálido. David tendría el observatorio todo para él. Max sabía que a David aquello no le haría gracia y esperaba que Connor se trasladara a su habitación. El barco dio unas sacudidas al entrar en aguas más bravas. ¿Qué le diría la señora Richter a su padre? ¿Cómo habían entrado los vyes en Rowan? ¿Estaría buscándolos Cooper? ¿Cuidaría YaYa de Nick? ¿O lo haría Nolan? Los pensamientos corrían como los carteles de una calle, algunos profundos, otros vanos y tontos, mientras Max intentaba imaginarse un mundo sin él. Con un suspiro, deseó que Nick y los patitos estuvieran allí, a su lado, y después se sumió en un sueño sin pesadillas.
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La cripta de Marley Augur
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uando Max abrió los ojos todo lo que tenía ante sí era oscuridad. Los volvió a cerrar e intentó conservar la energía. Le estaban llevando a algún sitio; le habían puesto algo en la cabeza.
Se le hacía imposible recomponer el resto de la travesía: no sabía con certeza si había estado navegando días o semanas. Había percibido breves ráfagas de luz solar y el suave tamborileo de la lluvia; de forma periódica les permitían hacer sus necesidades en un cubo. Lo último que Max recordaba era despertarse y ver a Peg con la mortaja negra, rondándolo y murmurando en un idioma extraño. Y ahora iba dando botes sobre el hombro del vye, bajando muchas escaleras. Pensó que debían de estar esculpidas en la roca; cada escalón le producía una sacudida en el cuerpo. Se abrió una puerta y Max sintió un aire frío y húmedo que traspasaba la tela que le cubría la cabeza. —Llegas tarde, Peg —dijo una voz a su derecha. Sonaba profunda y autoritaria. —No hemos podido evitarlo —farfulló la vye, con la boca terroríficamente cerca del oído de Max. Descargaron a Max sobre una silla y le quitaron el trapo de la cabeza. Fingió estar inconsciente y dejó caer la cabeza hacia un lado. Entonces, como si se tratara de una mancha que se extendiera por toda la sala, sintió la aproximación de una presencia. Era muy fría. El aire parecía vibrar y estremecerse. —¿Cuál es el que nos dijo el traidor? —Éste —respondió Peg. Dio un golpecito a su cabeza con un dedo de uña dura—. Se está haciendo el dormido. Max la ignoró. Mantuvo cerrados los ojos con fuerza y se centró en su mareo. Un vapor acre le quemaba la nariz a pesar de la humedad y densidad del aire. En algún sitio se oía un goteo de agua; el lugar parecía muy amplio. Escuchó moverse algo a su izquierda. —Ya está bien, chico —dijo una voz, apagada pero no desagradable—. Abre los ojos. Max levantó la cabeza y ajustó poco a poco las pupilas a la penumbra. Las dirigió primero en dirección a la voz desconocida pero sólo pudo ver dos lucecitas en la
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oscuridad. Alex también las vio; estaba sentado en una silla cercana, a la que se agarraba con terror mientras miraba silenciosamente al frente. Se hallaban en un espacio cavernoso de fría roca; las altas paredes y las columnas estaban húmedas y tenían musgo y otras plantas enmarañadas. La única luz procedía de unas lámparas de aceite y un fuego que ardía a la izquierda de Max, sobre el que se encontraba colgando un pequeño caldero, del que salía un olor nauseabundo en un hervor intermitente. Más allá del caldero había unas largas mesas de madera llenas de vasos y frascos recubiertos de residuos ennegrecidos. Había muchos libros, antiguos y manoseados como los manuales de David, dispersos por las mesas. Pero lo que más llamó la atención de Max fueron los cuadros. Tras las mesas había una docena de pinturas que colgaban de las paredes húmedas y oscuras, como si fuera una terrorífica burla de una sala de museo. Buscó la salida y vio a Cyrus, en su forma de lobo, sentado en la base de las escaleras de roca que ascendían hacia una oscuridad más negra que el carbón. Una voz en su oído le hizo dar un respingo. —¿Has tenido un buen viaje, querido? La cara de Peg le sonreía con burla en la penumbra. Tenía el pelo revuelto y las mejillas hundidas como cuevas huecas. —Peg, déjale tranquilo —habló la voz con un tono pausado y dominante—. Éste es un gran día para nuestro invitado; no lo estropees sin necesidad. La vye frunció el ceño y se retiró a una mecedora de alto respaldo que había junto al caldero. Sacó dos agujas y empezó a tejer otra mortaja. —¿Dónde estamos? —preguntó Max, su voz sonaba débil y juvenil en la sala de la cueva. —Estáis en Eire, hijo. Irlanda. Estás entre amigos en una tierra de poetas y reyes. —¿Eres tú quien habla? —susurró Max, observando fijamente los dos ojillos que brillaban en la oscuridad. Los gélidos puntos de luz se movieron en la negrura a la vez que algo se acercaba. Una sorprendente silueta hizo su aparición. Max se dijo que debía de medir más de dos metros, y le crujieron los huesos al estirarse por completo. Junto a las sienes le colgaban unas trenzas de pelo gris acerado. Un aro deslucido coronaba su cabeza; una cadena ancha de plata le rodeaba el cuello. Una túnica deshilachada cubría con holgura su silueta alta y desgarbada: llevaba símbolos entrelazados, bordados en color verde oscuro. La poca carne que le quedaba parecía seca y descompuesta. Los músculos de la cara se tensaron en una pequeña sonrisa mientras los dos puntitos de color verde pálido titilaban en la profundidad de las cuencas oculares. Max se removió y apartó la vista de la figura que se inclinaba sobre él.
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—Sé que no soy agradable de ver —dijo la criatura con un tono de tristeza—. Pero eso cambiará. Dio unos golpecitos en el brazo de Max y éste casi se desmaya; su tacto era helado y la carne parecía tan húmeda y viscosa como la tierra que los rodeaba. —Ése es fuerte —murmuró Peg entre dientes desde el rincón—. Deberíamos atarle. —Todavía es un chico imberbe —rió con suavidad la criatura—. Es nuestro invitado, no nuestro prisionero. Estoy seguro de que comprenderá la sabiduría de nuestras palabras. Se giró hacia Alex. —¿Y cómo te llamas tú, hijo? El chico se retorció inquieto al sentir su atención sobre sí. —Alex Muñoz. —Aquí eres bienvenido, Alex —dijo—. Envié a Peg a por ése. ¿Cómo es que nos has honrado con tu compañía? —Los dos estaban en el muelle —rió la vye—. Estaban peleando. Nosotros evitamos que éste se convirtiera en un asesino. ¿No es verdad? La criatura le miró con severidad. —¿Es así? ¿Por qué has alzado el puño contra un hermano? —Le odio —respondió Alex con desprecio, mirando a Max—. ¡Odio todo lo que tenga que ver con él! Tras reflexionar sobre las palabras un momento, la criatura hizo un gesto a Peg. Ésta cubrió los hombros de Alex con la mortaja, como si acabara de entrar del frío. Max se inclinó hacia delante. —¿Qué vais a hacer con nosotros? —inquirió—. ¿Dónde están los demás? Cyrus, sentado en la base de la escalera, mostró los dientes. Haciendo caso omiso de Max, la criatura se dirigió con lentitud hacia una de las mesas, con paso vacilante y envarado. —Has hecho bien, Peg —aseguró a la vez que aparentaba estar distraído removiendo un frasco reseco—. Seguro que éste nos servirá para algo. Regresó hasta Alex y se inclinó sobre él. —Bueno, chaval, ¿y cuál fue tu visión? —inquirió—. Responde deprisa. Y con sinceridad. —Estamos perdiendo el tiempo —dijo Peg, con un tono ronco y furioso—. Este chico no tiene ningún valor, como los otros. Creo que el traidor tiene razón: el que nos interesa es McDaniels.
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La criatura se giró lentamente hacia Peg y por vez primera, Max vio a la terrorífica vye apartar la mirada. Esta tomó un grueso libro y una pluma de la mesa y se retiró a toda prisa a la silla. La mirada de la criatura seguía fija en ella. —He de asegurarme —dijo al fin—. A lo mejor tienes que explicarle tú a nuestro Señor que su sufrimiento se ha prolongado a causa de tu estupidez. Si gastamos el contenido del caldero con el chico equivocado, será tu cabeza la que ruede. Peg se mordió los labios mientras la criatura se giraba hacia Alex. —Ahora, chico, comparte tu visión conmigo —continuó la criatura—. ¿Cómo descubriste la grandeza que hay en tu interior? —Alex, ¡no les digas nada! —exclamó Max entre dientes. —Cállate, McDaniels —dijo el de segundo volviéndose hacia la criatura—. Si te digo mi visión, ¿me soltarás? —No —respondió ésta—. Todavía no. Pero puedo prometerte otras cosas. —¿Cómo qué? —preguntó agitado. —Poder —fue la respuesta. La palabra llenó el aire y produjo un eco potente por toda la sala. Alex se removió y se enderezó sobre la silla—. Dominio —continuó—. Reconocimiento. Recompensa. Todo lo que deseas en lo más profundo de tu corazón, chico. Rowan está en pleno invierno, sus flores son pocas y van desapareciendo. ¿Por qué esforzarte en ser un siervo de la humanidad si puedes ser su dueño? Alex no dijo nada. La horrible criatura le sonrió. —¿Te asusta Peg? —preguntó señalando a la vye, que estaba sentada observándoles atentamente con los ojos entrecerrados. Alex asintió. —¿Por qué vas a tener miedo de ella si podría ser tu esclava? —preguntó la criatura. —¡Alex! —susurró Max—. No lo escuches. ¡Te está mintiendo! El chico le lanzó una mirada turbia. —No —alzó la voz la criatura, irguiéndose del todo—. No es mentira y él lo sabe. ¿Verdad, Alex? Tú sabes que lo que digo es cierto. Muñoz asintió un poco. —Te lo contaré —susurró—. Te lo contaré. La criatura lanzó un gruñido de satisfacción y comenzó a verter un líquido borboteante del frasco reseco en una copa de madera. Alex explicó que había descubierto una ostra gigante en la piscina de su padre y que de repente se abrió para mostrar una enorme perla negra del tamaño de una bola
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de billar. Durante todo el relato, Max escuchó el ruido que hacía Peg al tomar nota de todo en el grueso libro que tenía en su regazo. —Una visión gloriosa —afirmó la criatura, inclinándose sobre Alex para ofrecerle un trago de la copa—. No eres el que buscamos, pero rindo homenaje a la grandeza de tu interior. Alex parecía dudar. Olió el líquido y arrugó la nariz. —¿Es necesario? —preguntó. —Si verdaderamente deseas todo lo que te he prometido —replicó, mientras cerraba los dedos de Alex alrededor de la copa—. Nuestro Señor pronto será libre para gobernar y todo será como te he dicho. Sin embargo, no recompensará la cobardía... —¡No soy un cobarde! —gritó Alex, bebiendo el mejunje. Tuvo náuseas y estuvo a punto de vomitar pero se esforzó por tragarlo. De las comisuras le chorreaba un líquido negro. Dejó caer la copa al suelo, sonriendo desafiante a Max. De repente, sus párpados se cerraron y su cabeza cayó hacia delante mientras la mortaja empezaba a brillar y relumbrar. A Max le dio la sensación de que Alex acababa de beber una copa de alquitrán y había muerto de inmediato. —¿Qué le habéis hecho? —gritó; su voz resonó en el gran espacio de roca. Peg comenzó a reír y volvió a hacer punto. —Ha iniciado su travesía —respondió la criatura reflexivamente, dando unos golpecitos en la cabeza de Alex y agachándose para recoger la copa—. Y ahora podemos seguir contigo. Tenía muchas ganas de conocerte, Max McDaniels. La cosa se volvió y miró a Max. —Dime, chico. ¿Cuál fue tu visión? ¿Qué viste ese día en que supimos de tu existencia? —su tono era amable e insinuante; a Max le recordaba a la señorita Awolowo. —No me acuerdo —dijo el chico sin alterarse, mirando hacia otro lado. —No seas difícil —le avisó la criatura—. ¡Sí que te acuerdas! Yo todavía recuerdo la mía y hace siglos que ocurrió. —¿Eres uno de los nuestros? —preguntó incrédulo Max. —No, no lo soy —espetó de inmediato—. Renuncié a esa Orden hace mucho tiempo. —¿Quién eres? ¿Por qué nos estás haciendo esto? La criatura se dio la vuelta y colocó de nuevo la copa de Alex en la mesa. —Dime, chico. ¿Has oído hablar de Marley Augur? —dijo con voz lenta y triste.
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—No —contestó Max, moviendo negativamente la cabeza. —¿Y de Elias Bram? —Sí —respondió Max. El aire de la cámara pareció enfriarse; la enorme figura estaba por completo inmóvil. —¿Y qué sabes de Elias Bram? —preguntó la criatura con tranquilidad. —Fue el último ascendiente. Se sacrificó en Solas para que otros pudieran escapar... Las trenzas de pelo lacio y gris volaron como látigos cuando la criatura se giró; su rostro era una temblorosa máscara de piel tirante y desastrada. —¡Mentira! La palabra retumbó en la sala como un terremoto. Un vaso de cristal se cayó y se hizo añicos contra el suelo. Max se encogió y cerró los ojos. —Todo eso es mentira —repitió, suavizando la voz hasta convertirla en un gruñido bajo—. Perdona mi enfado pero la injusticia de tus palabras echa sal en viejas heridas. Bram no se sacrificó ese día. Me sacrificó a mí. Mi cuerpo. Mi honor. Mi legado. —¿Estabas con él? —preguntó Max—. ¿Estabas en Solas? —Sí —dijo la criatura, con un asentimiento—. Fui yo, Marley Augur, el herrero, quien dio la voz de alarma cuando se avistó al Enemigo. Fui yo quien cumplió con su misión y corrió hacia la brecha mientras Bram corría con su mujer. Fui yo quien contuvo la marea mientras Bram se entretenía... La voz de Augur emitió un sonido áspero; las lucecitas verdes de sus ojos titilaban y se movían a gran velocidad. —Provoqué muchas bajas antes de caer derrotado —suspiró y agachó la cabeza. —Pero... Entonces eres un héroe —susurró Max. La imponente figura negó violentamente con la cabeza y miró a Max. —¿Un héroe? No, chaval, no cabe duda de que no lo soy. ¡A los héroes se les recuerda! A los héroes se les asegura un lugar en la memoria de su gente. No se les abandona para que se pudran, sin enterrar, sin llorarles y olvidados en el campo de batalla. Max parpadeó mientras el tono de la criatura subía de intensidad y volumen. Peg rió de forma queda en el rincón. —Pero ese día fui salvado —volvió a hablar con un murmullo apagado—. Fui salvado por un Enemigo bendecido con una sabiduría y bondad que me habían ocultado. Antes de caer, el Señor Astaroth vio mis cualidades. Ordenó a sus criados
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que retiraran mi cuerpo. Se me concedió un lugar de honor y he aprendido de los errores de mi vieja alianza. Tengo un nuevo Señor y es para él para quien Marley ha comenzado su gran trabajo. De repente Max se puso rojo de furia. —¿Qué «gran trabajo»? ¡Sólo eres un traidor en busca de venganza! —Eres joven, chico —replicó Augur con calma, mientras ordenaba los vasos sobre la mesa—. No te precipites. La venganza es una fuerza potente, una fuerza que ha dado lugar a numerosas y grandes empresas. La venganza ofrece un propósito; es ella la que me ha mantenido con vida todos estos largos años para culminar mi obra maestra. Max se encogió en la silla cuando Augur se le acercó. Lenta y suavemente el hombre giró su asiento. El chico grito al verlos en la pared opuesta: docenas de jóvenes de pie, pálidos y fantasmales en la penumbra de un gran nicho. Cada uno de ellos estaba cubierto con una mortaja negra y oscilaba sobre unos pies temblorosos. Algunos parecían sólo zombies, con la mirada perdida al frente; otros parecían mantener un resto de conciencia al mirar a Max. —Los chicos servirán a nuestra causa y serán recompensados. Cuando Astaroth se alce victorioso tendrán el dominio y gobernarán como los nobles sobre la tierra. Una chica con el pelo castaño enmarañado llamó su atención. Horrorizado oyó cómo murmuraba «Corre». —¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó Max con voz apagada—. ¡Míralos! ¡Mira lo que les estás haciendo! —¡Les estoy salvando de la traición! ¡Les estoy evitando mi sufrimiento! —aulló Augur, dando la vuelta a la silla de Max para que dejara de mirar a los niños y quedara de nuevo orientado hacia las escaleras. En un ataque de furia agarró la cara del chico. Éste soltó un grito ahogado, los dedos estaban tan fríos que tenía miedo de que el corazón se le detuviera. Augur aflojó las manos; la fuerza se relajó. —Me han dicho que salvaron la Manzana de Bram —farfulló Augur, caminando deprisa hacia un arcón que había pegado a la pared. Abrió la tapa y rebuscó en su interior—. Me han dicho que está considerada como un trofeo. Que cuelga en un sitio privilegiado... Algo pesado cayó sobre el regazo de Max. Era una manzana grande, su piel arrugada y mohosa estaba veteada con muchas venas de un dorado apagado. —En su lugar debería colgar ésta —siguió Augur—. Y lo hará y tú me ayudarás a colocarla donde debe estar.
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Entonces los vyes se echaron sobre Max. Peg pegó el cuchillo a su garganta mientras Cyrus le ataba estrechamente a la silla con una gruesa soga. —Esperad... —pidió el chico intentando alejar el cuello del filo acerado. Augur se despidió de él con un movimiento de la mano. —Ya ha pasado el momento de hablar —dijo—. Astaroth decidirá qué hacemos contigo. —Será mejor que reces por ser el que buscamos —le susurró Peg al oído mientras Cyrus lo amordazaba con un trapo sucio—. Si no, el elixir no surtirá efecto y Marley no estará dispuesto a salvarte. La vye le dio un golpecito con una uña dura en la cabeza y se alejó. Max comenzó a sudar. Forzó las cuerdas pero las ataduras de Cyrus estaban bien hechas y lo único que consiguió fue que se apretaran más. Mientras tanto, no quitaba la vista de Peg, que había comenzado a alabar los cuadros como si fuera un crítico de arte, levantando alguno de los que había en la pared. A Max se le escapó un pequeño gemido cuando la vio seleccionar el Rembrandt y el Vermeer que David había identificado como posibles prisiones. Mientras tanto, Marley Augur salmodiaba unas palabras raras con su voz gutural. La sala se sumió en el silencio, como si todas las criaturas vivas e incluso la tierra y la roca circundante fueran testigos de la ceremonia. Volvió a sentir un pinchazo de dolor cuando Peg reabrió con el cuchillo la herida que tenía en la palma de la mano. No la había visto acercarse. La vye forzó que los dedos se abrieran, apartó la piel y apretó en la carne hasta hacer a Max sentir la mano fría y débil. Peg acercó a Augur la sangre del chico en un pequeño cuenco. La salmodia solemne del herrero fue subiendo de volumen. Con los dedos hacía signos sobre la sangre como si quisiera obtener algo de ella. Max miró hacia otro lado mientras Augur vertía y removía su sangre en el caldero. Contempló la manzana en su regazo e intentó controlar la respiración al tiempo que miraba el fuego bailar con sus vetas doradas sobre un fondo rojo. El cántico fue descendiendo hasta convertirse en silencio. —El conjuro se ha realizado —afirmó Augur con voz ronca—. El elixir ha sido completado. Peg sonrió y seleccionó un cuadro grande que colocó ante ella. Era una pintura terrorífica: la imagen de un gigante con ojos de loco que devoraba el cuerpo de un hombre. Marley Augur mojó un cepillo de cerdas gruesas en el caldero. Aplicó el ungüento a la cara del gigante, que despidió un nuevo brillo.
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—Eres libre, Astaroth, para volver a caminar sobre esta tierra como nuestro Señor. La Magia Antigua de tus enemigos te reclama a la vida y te libera de tus ataduras. Augur realizó una reverencia mientras Peg y Cyrus se alejaban unos pasos. No sucedió nada. —¡Pon más! —sugirió Peg entre dientes, pero Augur se giró y clavó la mirada en ella. —¡No voy a gastar ni una gota más en vuestras estúpidas suposiciones! —replicó Augur—. ¡Traed al siguiente! Repitió el ritual con varios cuadros, cada vez más nervioso. —¡Ayúdame, Peg! —refunfuñó, con un tono creciente de enfado en la voz mientras removía y raspaba lo que quedaba en el caldero. Max aguantó la respiración al ver que sacaban un Vermeer, el que mostraba a una chica leyendo una carta junto a una ventana. Cyrus dejó escapar un gemido agudo; el vye trotó hacia la escalera y casi desapareció en la oscuridad de ésta. Después de malgastar el elixir en varios cuadros más, la rabia de Augur era espantosa; rompió los gruesos marcos como si fueran cerillas entre sus dedos. Augur mantenía la cabeza gacha y respiraba con dificultad, mientras Peg, con la cara lívida de terror, le acercaba un Rembrandt. Max paseó la vista sobre la superficie oscura y tenebrosa del cuadro. Un ángel llegaba para detener a Abraham justo antes de que el anciano sacrificara a su primogénito. Abraham parecía sorprendido; el cuchillo se le caía de una mano mientras cubría los ojos de su hijo con la otra. Con una mirada desdeñosa hacia Peg, Augur rebañó los bordes del caldero y lo pasó por la cara del anciano. —Peg, estás acab.... —comenzó a decir. —¡Espera! —gritó la vye, alejándose de Augur—. ¡Está pasando algo! Max observó la pintura, intentando ver la cara de Abraham tras el líquido brillante. Se quedó sin aliento; sólo escuchaba el latido de su corazón. Abraham le miraba. Había una sabiduría antigua y segura en sus ojos, algo profundamente inquietante en la forma en que, con tranquilidad, parpadeaban y repasaban la cara de Max y sus ataduras. Parecían tener un millón de años. Marley Augur y Peg hicieron una profunda reverencia ante el cuadro. —Astaroth, tus leales servidores reclaman tu regreso a la vida —recitó el herrero, con voz cargada de respeto—. Vuelve a caminar por esta tierra, nuestro Señor, e impon el orden bajo tu mandato.
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El terror del chico se disparó al ver que los ojos ignoraban a Augur y seguían observándolo a él. Le temblaron las manos y se le erizó el vello de la nuca. En un arranque de furia Max rompió la silla y las ataduras que le sujetaban. Escupió la mordaza, agarró la manzana de Augur y salió corriendo hacia las escaleras. Cyrus se puso de pie y bloqueó su camino. —¡Solas! —gritó Max, flexionando los dedos de la mano herida e inundando la sala con un rayo de luz deslumbrante. Saltó sobre el vye mientras éste aullaba y se doblaba. Subió las escaleras a toda velocidad y golpeó con su hombro la gruesa puerta, pero no se movió. —¡Detenedle! —aulló Augur desde las profundidades. Presa del pánico, Max observó que la puerta estaba bloqueada con una viga de madera que la atravesaba. La acababa de retirar cuando Cyrus comenzó a subir las escaleras a cuatro patas. El muchacho dio un grito y consiguió abrir, para encontrarse con la fría y espesa niebla. Salió de lo que parecía ser una cripta, corriendo en zigzag entre lápidas que se elevaban en la húmeda neblina. Oía al vye corriendo tras él. A Max se le escapó un grito al golpearse la rodilla contra un trozo de metal que sobresalía de una valla. Aguantándose el dolor, continuó corriendo en una búsqueda desesperada de la salida del cementerio. Intentó amplificarse de nuevo, pero no pudo. De repente, vio cerca una enorme puerta. La atravesó cojeando y se detuvo a cerrarla al tiempo que contemplaba la silueta de Cyrus acercándose a través de la niebla. La puerta de metal era demasiado pesada y lenta. Max abandonó la idea. Podía oír la respiración del vye cerca y eso le horrorizaba tanto que dio un grito y la pierna herida se movió con mayor rapidez. En la cima de una colina empinada había un árbol alto. Fue hacia allí, corriendo cuesta arriba y preparándose para saltar. Cyrus le golpeó en el tobillo, lo tiró al suelo y se abalanzó sobre él. Intentó clavar las garras en los hombros del chico mientras movía salvajemente las patas traseras con la intención de herirlo. Max rodó hacia un lado cubriéndose el cuello con un brazo para protegerlo de las terroríficas mandíbulas. Los dientes del vye le rasgaron la manga y le arañaron el antebrazo. El muchacho gruñó y lanzó un golpe con el antebrazo, haciendo retroceder la mandíbula de Cyrus justo cuando estaba a punto de alcanzar su rostro. Incapaz de amplificarse, Max empezó a ceder y los mortíferos dientes se aproximaban cada vez más. Desesperado, metió la otra mano en la boca de la criatura introduciéndole la manzana de Marley Augur en la garganta. El vye lanzó un horrible grito de dolor y sorpresa, removiéndose de un modo salvaje para librarse de ella. Max la sujetó con toda su fuerza, introduciéndola aún más. Rodaron por el
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suelo, agarrados los dos, hasta que el vye se convulsionó con violencia y dejó escapar una exhalación temblorosa. Un momento después, quedó inmóvil. Max se puso de pie tiritando. Con la sudadera se limpió la sangre y la saliva. Tenía varias heridas del tamaño de una moneda en su antebrazo y la muñeca, los nudillos y la palma le sangraban en abundancia. Observó con atención la niebla para ver si Peg o Marley se acercaban. No se percibía ningún movimiento, sólo un viento gélido que enfrió el sudor de su cuello. Varios cuervos graznaban en las ramas, mirándole con ojillos fríos. —Tengo que irme —murmuró Max—. Tengo que conseguir ayuda. Miró hacia el cielo: ni sol, ni estrellas, nada para calcular los puntos cardinales, ni siquiera la hora del día. Con una mueca de dolor, se quitó la sudadera y la rasgó en tiras que ató con fuerza alrededor de su brazo para detener la hemorragia. El vye estaba tendido en la hierba, con la lengua morada e hinchada. Al darse cuenta de lo que había hecho, un temblor le recorrió la espina dorsal. Volvió a mirar hacia el cementerio y las inquietantes palabras que había leído en la biblioteca resonaron en su mente. El chico que tomara las armas ese día alcanzaría el nombre más grande de Irlanda, pero su vida sería corta...
Se masajeó la rodilla y comenzó a caminar en dirección opuesta al cementerio. «Tiene que haber una carretera cerca», pensó. Anduvo atravesando la penumbra mientras discutía consigo mismo. «Estás haciendo lo correcto, Max». «El daño ya está hecho: Astaroth ya ha vuelto a la vida». «Sólo conseguirás que te maten. ¡Piensa en lo que eso supondría para papá!». «Esto no es el Circuito. Esto es la vida real». «Puedes pedir ayuda. ¡Cooper y la señora Richter pueden salvar a esos chicos!» «Todavía estarán allí...». Max ralentizó el paso hasta detenerse, las punzadas del brazo se recrudecieron y le hicieron doblarse. Al presionar las heridas se le crispó el rostro, en un gesto de dolor; para su alivio comprobó que habían comenzado a coagularse. De repente, se dio cuenta de que pronto no quedaría nadie a quien rescatar. Para cuando consiguiera ayuda, lo más probable es que los otros chicos hubieran desaparecido. En su mente vio las caras y los ojos de los desesperados muchachos. Volvió a recordar con una claridad terrible a la escuálida chica que le había pedido que escapara. Se dio la vuelta y comenzó a correr hacia el cementerio. Los cuervos emitieron un agudo graznido de saludo cuando Max pasó bajo el árbol donde estaba tendido el vye. Regresó sobre sus pasos hasta alcanzar la verja con la que se había tropezado un
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poco antes. Una barra de hierro negro, apartada del resto, estaba oxidada y curvada, pero tenía una terminación puntiaguda. Max la dobló arriba y abajo, la golpeó y retorció la base hasta que consiguió arrancarla de la verja. Se sentía extraño con la improvisada lanza en las manos, saltando de tumba en tumba. La niebla era menos densa ahora y se veía la oscura entrada a la cripta. Se arrastró hasta el portón abierto y escuchó movimientos apresurados: una pesada puerta que se abría, el tintineo del metal contra el cristal. Se deslizó silenciosamente por las escaleras de roca. Cuando faltaban unos escalones para llegar al final, se pegó a la pared. Allí estaba Peg, a unos seis metros, gruñendo y recogiendo un puñado de cadenas del montón que había desparramado por el suelo. Caminó arrastrando los pies hasta donde se hallaban los chicos atrapados. Max escudriñó desde la escalera; Augur estaba empaquetando los vasos, los tarros y los aparatos en unos arcones. Cerca de donde yacía Alex, en el suelo, había abierta una gran trampilla. De repente, la vye dejó caer las cadenas. Olisqueaba el aire. —¡Ju, ju, ju! ¡Tal vez no sea necesario que nos vayamos de aquí! Max se pegó más a la pared pero ya era demasiado tarde. Con una risa burlona, Peg se acercó a la escalera a cuatro patas, transformándose en una monstruosa vye. Max se preparó en los escalones mientras ella daba un salto final para abalanzarse sobre su presa. El muchacho levantó la lanza. El impacto casi le arrebató el arma de las manos, pero Max la sujetaba con fuerza. Cuando sus ojos se encontraron en un instante terrible, la expresión de Peg era de absoluto terror. La vieja vye aulló y se removió hacia atrás intentando desclavarse la lanza, agitando las extremidades como si fuera una araña. Se arrastró unos pasos, suspiró y se desplomó a unos cinco metros; una vye hinchada, con el pelo castaño rojizo, sujetándose la tripa. Blandiendo la lanza con mano temblorosa, Max entró en la cámara. Marley Augur permanecía de pie junto a la trampilla, contemplando a Peg. Movió la cabeza con gesto triste y se giró hacia Max, que se dirigía hacia los chicos dando un gran rodeo para evitar a la agonizante vye. —Baja eso —ordenó Augur con voz áspera mientras miraba la lanza llena de sangre que Max portaba. —No —replicó entrecortadamente Max, retrocediendo en dirección a una gruesa columna. Marley Augur se irguió en toda su altura y caminó hacia él. Como si fuera un padre haciendo un reproche, la criatura intentó quitarle la rudimentaria lanza. Max
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movió el metal con toda su fuerza, le dio un golpe en la mano y la desvió de su camino. Una fina neblina verdusca rodeó al ser casi inmortal. —Baja eso o me vas a enfadar mucho —dijo Augur, subiendo la intensidad de la voz. —No —contestó Max entre dientes—. ¡Déjalos en libertad! La temperatura bajó de repente y Marley Augur pareció aumentar de tamaño. Volvió a extender la mano, pero no hacia Max. Un enorme martillo de herrero acudió volando a su mano desde la pared de enfrente, con la cabeza de mortífero metal negro. Augur levantó el martillo y miró fijamente a Max. La neblina verde rodeaba sus piernas. —Servirás a nuestro Señor. Ya sea entero o herido... Justo cuando Augur avanzaba un paso, un brillante rayo de fuego le cortó el camino. Max se pegó más a la columna mientras Augur daba un paso atrás, confundido, a la vez que clavaba los ojos en el cuadro desde donde Astaroth acechaba, avizor. Una voz inesperada bramó: —¡Deja en paz al chico! Ronin se encontraba en el último escalón. Vestía todo de gris y respiraba con dificultad. Sobresaliendo de las mangas de su abrigo se podían vislumbrar dos cuchillos largos. Con voz tranquila y plana se dirigió a Max. —Libera a los chicos y sácalos de aquí. Yo me encargo de este traidor. —¡Ronin! —gritó el chico—. ¡Astaroth está en ese cuadro! Ronin miró el Rembrandt. Levantó la mano y varias llamaradas surgieron del suelo a fin de devorarlo. Pero el oscuro lienzo permaneció indemne. Del vientre de Augur surgió una risa grave y potente. La sala se hizo más fría; las llamas que había entre Max y el herrero se desvanecieron en el suelo. —¿Éste es el ejército de Rowan? —rugió la criatura. En lo profundo de los ojos de Augur la luz latía con una vida renovada mientras levantaba el enorme martillo—. Soy mucho más grande que tú, mocoso. Para mí eres igual que este chico. La Magia Antigua y un objetivo más ambicioso guían los pasos de Marley Augur. Max pudo amplificarse justo cuando el martillo bajaba. Pulverizó las losas de piedra donde había estado, mientras él se dirigía a la recámara donde se encontraban los chicos enrollados en mortajas negras. El martillo de Augur pasó por encima de su cabeza, produciendo una lluvia de chispas al chocar contra la columna, que se resquebrajó y crujió por el impacto. De repente, no uno sino tres Ronin daban vueltas alrededor de Augur, como un remolino de cuchillos, amagando y atacando. El herrero movía el martillo de forma
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frenética, destrozando madera, piedra y cristal en una locura delirante. Los muros de la cripta retumbaron con rayos de luz como si estuviera justo en el centro de una tormenta. Max rasgó las negras mortajas de los chicos que estaban conscientes y los dirigió hacia las escaleras, gritándoles para que recuperaran la conciencia y corrieran. Subieron tambaleándose, en confusos grupos de dos y de tres, agarrándose a las paredes y haciendo un enorme esfuerzo por alcanzar la fresca luminosidad del exterior. Cuando todas las mortajas habían sido rasgadas, todavía quedaba una docena de chicos en la recámara, con la cabeza vencida por un profundo sueño. Max comenzó a temblar absorbiendo más energía de la pelea que tenía lugar a su alrededor. Cogió a dos chicos, uno en cada hombro, y pasó como un rayo por encima de Peg, subiendo las escaleras hasta dejarlos en la hierba húmeda. Volvió a entrar en la cripta y se quedó helado de terror al ver cómo el martillo de Augur golpeaba la cabeza de Ronin. Pero el arma golpeó en realidad el suelo, porque la réplica de Ronin se deshizo y luego se volvió a formar como si estuviera hecha de humo magnético. El verdadero Ronin había logrado colocarse detrás de Augur. Sacó una escopeta recortada de los pliegues de su abrigo. La detonación retumbó en la cámara con un repiqueteo metálico. Augur se dobló y dio unos pasos tambaleantes, pero nada más. Ronin se vio forzado a retroceder cuando Marley balanceó el martillo y rompió la escopeta. Justo cuando el muchacho había transportado a los dos últimos al exterior, la cámara empezó a derrumbarse. Un rayo de luz estalló en el umbral y oyó maldecir a Ronin. Max gritó a los chicos conscientes que ayudaran a llevarse a los otros y se adentró otra vez en la cripta. Ronin se tambaleaba cerca de la columna. Las falsas réplicas habían desaparecido y no tenía ningún arma. —¡Ronin! —chilló Max, corriendo hacia él. —Uno más, Max. ¡Cógelo y sal corriendo! —exclamó Ronin con un jadeo, al tiempo que sujetaba la columna y la rodeaba mientras Augur avanzaba hacia él, pasando sobre una mesa hecha pedazos. Max vio a Alex desplomado en una silla; justo detrás de él, los ojos de Astaroth le observaban con gran intensidad. —¿Y qué pasa con el cuadro? —gritó. —¡Coge al chico y vete! —bramó Ronin—. ¡Llévatelos lejos de la escalera! ¡Augur no puede salir a la superficie! Ronin se agachó en el mismo momento en que el martillo golpeaba la columna y arrancaba un buen trozo de roca. El hombre rebuscó en los bolsillos del abrigo y tiró
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lo que parecía un disco de metal, como los de hockey, al centro de la cámara antes de esquivar otro mortífero golpe del martillo. Max corrió hacia Alex, se lo echó al hombro y miró al cuadro. Astaroth le sonreía. Cuando se dio la vuelta para correr hacia las escaleras, algo le hizo tropezar. Se cayó al suelo junto con Alex. Peg estaba a sus pies. Respirando con dificultad, la vye se acercó a la cara de Max. Sus rasgos cambiaban de un monstruo babeante a la mujer de mirada salvaje que le había perseguido en Chicago. —Tú vas a venir conmigo —dijo entre borboteos—. Abajo, abajo, a la oscuridad con Peg. Max estiró el cuello para evitar las garras temblorosas y se centró en su mano derecha, sin heridas; sintió una llama azul arder y rodearla. Agarró la cara de Peg con la mano y cerró los ojos al tiempo que se producía un grito horrendo y un olor nauseabundo. Lentamente, el cuerpo de la vye se fue quedando rígido y cayó a un lado, con la cara hecha una ruina, la carne y el pelo quemados. Max se levantó, agarró la mano de Alex y lo arrastró hacia la escalera. Ronin venía cojeando tras ellos, pero Augur soltó un terrible aullido y lanzó el martillo. Golpeó al hombre justo en la espalda y sonó un escalofriante crujido de rotura. Ronin se tambaleó por la cámara hasta caer hecho un guiñapo cerca de las escaleras. No se movía. —¡Quédate donde estás! —rugió Augur, señalando con un dedo esquelético a Max. —¡Están todos fuera! —le gritó el chico, mirándole fijamente, mientras cogía la mano de Ronin—. ¡No puedes atraparlos! —Poco importa —respondió la criatura, bajando el martillo y cruzando la cámara a paso lento—. Astaroth ha despertado y todavía te tenemos a ti. Tú vales mucho más que todas esas diminutas almas. Max intentó amplificarse pero estaba agotado. Apretando los dientes, luchó con todas sus fuerzas para arrastrar a Ronin y a Alex hacia las escaleras. El brazo le sangraba en abundancia y le dolía mucho; el hombre pesaba demasiado. De repente, en la cámara sonaron con claridad tres pitidos. Ronin apretó la mano de Max con fuerza. —Vete —le susurró. El chico apretó aún más la mano de Ronin y estaba agachándose cuando el disco de metal explotó. Tuvo la sensación de estar flotando. En los oídos permanecía el agudo zumbido, pero la niebla le acariciaba el rostro y le producía una sensación fresca y balsámica.
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Estaba tumbado, respirando con dificultad. Se sorprendió al ver que tenía una mano en cada una de las suyas. Desde los escalones superiores donde se encontraba miró hacia abajo. Ronin y Alex estaban medio cubiertos de escombros, de roca y tierra. Alex estaba inconsciente y los párpados de Ronin se movían aunque su mirada parecía perdida. —Estoy destrozado —murmuró—. Las piernas... —Shhh —susurró Max, soltando la mano de Alex y agarrando las muñecas de Ronin con las dos suyas. Ignorando la dificultad del hombre para respirar, le sacó de entre los escombros y lo tendió sobre la hierba húmeda. Después se acercó tambaleante a Alex y lo cogió de las muñecas. De repente, escuchó algo en la profundidad de la tierra que le hizo proferir un grito ahogado y soltarlo. Era un aullido apagado de rabia y desesperación que hizo temblar el suelo. Alex empezó a hundirse en un remolino de escombros y piedras. Max, nervioso, agarró su mano y comenzó a tirar de él con todas sus fuerzas. Pero no podía. Algo mucho más fuerte que Max McDaniels había atrapado a Muñoz y tiraba de él de forma inexorable hacia la cripta. A pesar de los esfuerzos y gritos de Max, Alex se escapó de sus manos y fue tragado por la tierra. Los chicos temblorosos se habían reunido alrededor de Ronin, que parpadeaba y miraba hacia el cielo, muy quieto y pálido. Max se abrió paso entre ellos, se arrodilló y tomó la mano del hombre. —Siempre me estás salvando —murmuró. —Merece la pena salvarte. Ronin sonrió. Su ojo verde parecía cansado pero brillaba con intensidad cuando hizo un guiño a Max. El ojo profético se estaba oscureciendo, con el blanco lechoso tornándose de un gris negruzco. —Tenemos que llevarte a un hospital. Ronin movió la cabeza, sonrió y apretó más la mano de Max. —Bolsillo... —dijo casi sin fuerzas, cerrando los ojos. En el interior del abrigo, Max encontró lo que Ronin quería. Era un reloj de seguridad. Apretó la superficie con toda la fuerza que le quedaba una y otra vez hasta que un mensaje apareció en la pequeña pantalla.
EN MARCHA. T. APROX. 27 MIN. Max luchó contra el infinito cansancio y sostuvo la cabeza de Ronin sobre su pecho, acunándolo como su madre había hecho con él mucho tiempo atrás. Los otros chicos los rodeaban en silencio, como pequeños fantasmas esqueléticos que miraban impasibles la niebla. Cuando llegaron los agentes, le parecieron ángeles.
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Padre e hijo
M
ax despertó con un delicioso aroma de asado. Una brisa de lilas procedente de una ventana próxima le acarició la mejilla; se removió en una cama de suaves sábanas. Le dolía el antebrazo. Lo tocó y se dio cuenta de que estaba envuelto en finas capas de un material esponjoso. Se sentó en la cama, apoyando la espalda contra la cabecera. Estaba anocheciendo y la habitación se encontraba en penumbra; todo eran morados y azules, excepto una fina línea de luz amarilla bajo la puerta. Caminó despacio hacia ella y salió al pasillo. Escuchó un montón de risas. Se apoyó en la pared con la mano vendada, haciendo caso omiso del zumbido en la cabeza y tambaleándose hacia delante. Varios adultos cenaban en una larga mesa. Una mujer de pelo oscuro fue la primera en verle en el umbral; estaba bebiendo de un vaso de vino. —Vaya, hola —dijo en un arrullo, como si hablara con un cachorro perdido. Los otros adultos dejaron de hablar y miraron fijamente a Max. —Debe de estar muerto de hambre —comentó un hombre con las mejillas sonrosadas y con un fuerte acento irlandés—. Te apetece un tentempié, ¿verdad Max? Max se sentía mareado. Asintió y dejó que el hombre lo condujera a un asiento junto a la mesa, al lado de una joven de pelo rojo. Ella sonrió y le sirvió a Max un plato de pollo asado y arroz salvaje. El muchacho cogió con las manos un buen trozo de pollo y se lo metió en la boca. —Menudo trabajo tendrá Sir Alistair con éste —rió un hombre con gafas. —¡Shhh! —chistó la mujer de pelo oscuro. Sonrió a Max y le acercó el plato de pollo trinchado—. Bienvenido al refugio de Dublín, Max. De repente el chico se dio cuenta de que estaba comiendo en una casa extraña con gente extraña y puso el trozo de pollo en el plato. Paseó la mirada por todos los presentes. —Me llamo Max —susurró.
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—Lo sabemos... Sabemos todo sobre ti, Max McDaniels —sonrió abiertamente el hombre de las mejillas sonrosadas—. Eres muy bienvenido a esta casa. Como el agua en un dique roto, los recuerdos empezaron a inundar su mente. —¡Los potenciales! —dio un grito ahogado—. ¡Ronin! ¿Qué les ha pasado? Intenté salvar a Alex pero no pude. Lo arrastraron a pesar mío. ¡Astaroth ha despertado! Al decir esto último, casi se cae de espaldas. La mujer pelirroja sujetó la silla de Max y lo arrimó a la mesa. Le acarició el pelo y lo tranquilizó. Max se quedó inmóvil unos instantes, observando fijamente las pequeñas llamas de los candelabros. Se oyeron pasos en el pasillo y entraron tres hombres; vestían una ropa oscura que pareció cambiar y fundirse con la habitación. Para sorpresa de Max, la señora Richter entró detrás. Hizo un rápido gesto de saludo a todos los presentes y miró a Max, pequeño e inclinado sobre la mesa. Mientras observaba su rostro los ojos le brillaban. —Bien, colegas, nuestro invitado ya parece recuperado —dijo con voz suave y seria—. Hola, Max, ¿cómo te encuentras? Él torció el gesto hacia el brazo, con la tela esponjosa que cubría las mordeduras y rasguños de los dientes de Cyrus. Tenía muy vivo el recuerdo de su pelea en la colina. —Alex Muñoz —murmuró Max—. Ha desaparecido... —Sí, lo sé —respondió con gravedad la señora Richter—. Fue su reloj el que pidió la ayuda. En estos momentos están excavando y examinando la cripta. De hecho, es de allí de donde acabo de venir junto con estos caballeros. Max miró a los hombres con ropas extrañas que se estaban sirviendo algo de comer. No podía apartar su vista de la tela que parecía cambiar de color: gris, negro, verde y castaño. Uno de ellos, rubio y apuesto, con una cara curtida, sonrió y se acercó a Max. Se arrodilló y tomó un trozo de tela de su hombro para que el chico pudiera tocarla. La frotó con el dedo gordo y el índice y quedó fascinado. Era resbaladiza al tacto, infinitamente suave y lisa por completo, no permitía que la luz de las velas se reflejase. —Nanomalla —gruñó el hombre—. Una nueva versión... en prueba. Me llamo Cari. Fui yo quien recibió tu llamada. Algo en las formas del hombre le recordaba a Cooper. Tenían el mismo trato directo: hablaban con frases cortas, con una tranquilidad que sugería una naturaleza intensa y disciplinada. —Gracias, agente Drake —dijo la señora Richter—. Eso es todo. Si el resto de los presentes nos lo permite, me gustaría hablar a solas con Max.
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Elevaron los vasos en honor al chico mientras éste seguía a la señora Richter fuera del comedor. Salieron al exterior y se sentaron en un porche de piedra desgastada y madera añeja. La luna estaba alta y brillaba por encima de los árboles. El aire no se movía. Max miró directamente a la directora, que parecía perdida en sus pensamientos mientras contemplaba el paisaje. Pensó que en su cara se adivinaban miles de historias y secretos; estaban grabadas en los profundos surcos de la frente y en las apretadas patas de gallo que rodeaban los ojos. Sus pupilas parecían gotas de mercurio a la luz de la luna. —¿Cuánto tiempo he estado fuera? —preguntó Max. —Treinta y siete días —respondió la directora. Max bajó la cabeza en un silencio pasmado. —Treinta y siete días perdido pero cuarenta y dos chicos recuperados —prosiguió la señora Richter, girándose con una sonrisa—. No es una mala operación. Cuarenta y dos chicos que podrán volver con sus familias gracias a ti, Max. Eres un héroe. —Pero Alex ha desaparecido —dijo Max con una angustia creciente—. Tienen a Astaroth, ¡ha despertado! Ella le tocó la mano. —Shhh. Hiciste todo lo que pudiste, y eso es todo lo que uno puede pedirse a sí mismo. Sobrepasaste todas las expectativas posibles de un chico de trece años, Max. —¿Ronin está vivo? —preguntó en voz baja. La directora arrugó la nariz con curiosidad. —¿Quién es Ronin? —Peter —soltó Max—. Peter Varga. Me salvó. ¿Está bien? —Ah, creo que se recuperará, Max. Sí, eso creo —contestó la señora Richter, con una pequeña sonrisa—. Es un nombre curioso el que eligió Peter. ¿Sabes qué es un «ronin»? Max negó con la cabeza. —Un ronin es un samurai, un samurai vagabundo, sin señor. Supongo que esa idea debía de atraer a Peter. Va a sobrevivir, pero está muy malherido. No sabemos todavía si podrá caminar o no. Se encuentra aquí, recibe toda la atención posible. Max no dijo nada. No sabía qué pasaría con Ronin pero sabía que sin su ayuda todavía estaría atrapado bajo tierra con Marley Augur. Sintió un nudo en la garganta. —Ahora intenta alejar a Peter de tus pensamientos —continuó la señora Richter—. Nadie mejor que tú sabe que algo muy importante ha ocurrido y que pueden
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aproximarse tiempos de oscuridad. Necesito saber todo lo que ha pasado desde el día en que te secuestraron... Max le contó a la directora el ataque en el muelle, el viaje por el océano y las pruebas en la cripta de Marley Augur. Nada le parecía real; tenía la sensación de que estaba contando la historia de otra persona. —¿Qué era Marley Augur? —preguntó Max—. Decía que había sido uno de los nuestros. —Lo que fue es sin duda muy diferente de lo que es ahora —contestó ella—. Fue, con toda probabilidad, un miembro muy noble y valioso de nuestra Orden. Sin embargo, parece que su sufrimiento lo ha transformado en una ser sediento de venganza... Un espíritu inquieto consumido por la idea del desagravio. Por desgracia, como buen herrero, el talento de Augur se hallaba claramente en la destreza de su oficio y en los hechizos, en hacer y deshacer cosas. Son magias lentas y metódicas, que se adaptan bien a la misión de liberar a Astaroth. Max frunció el ceño e intentó borrar de su mente la sonrisilla de Astaroth entre el humo y el ruido de la cripta de Augur. Concentró su mirada en el oscuro paisaje. Por boca de la directora, supo que las maromas que sujetaban el Kestrel habían sido cortadas para que pareciera un terrible accidente. El barco había chocado y medio muelle había quedado destrozado, provocando que la guardián del Kestrel gimiera y removiera con toda su fuerza las aguas circundantes. Se temía que Alex y Max hubieran sido aplastados y que sus cuerpos estuvieran en el océano. Estos temores se vieron confirmados cuando sus manzanas se hicieron de oro en el huerto. Tres días más tarde descubrieron que alguien las había pintado de color dorado. El choque del Kestrel no había sido otra cosa más que una táctica para distraer la atención del hecho de que Alex y Max habían sido raptados. Se desplegaron patrullas de búsqueda pero ya era demasiado tarde para seguir el rastro. Cuando la directora terminó el relato, Max preguntó algo que le estaba reconcomiendo. —¿Qué le va a pasar a Ronin? —Haremos todo lo que esté en nuestra mano para que sane y entonces veremos. Supongo que dependerá en gran parte de cómo esté. —Los vyes nunca hubieran podido entrar hasta el huerto —dijo Max con gravedad—. Tuvieron alguna ayuda. Hay un traidor en Rowan, escuché cómo los vyes y Marley Augur hablaban sobre ello. —Sé muchas cosas sobre el traidor en Rowan —respondió la directora con tristeza—. Ayer mismo, el traidor fue detenido. Sin violencia, gracias a dios. —Es la señorita Boon, ¿verdad? —preguntó Max en voz baja.
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Se le puso carne de gallina cuando pensó en lo peligroso que había sido quedarse a solas con ella en la biblioteca. —¿La señorita Boon? —exclamó la directora, con un tono incrédulo en la voz—. ¿Por qué diantres sospechas de Hazel? La cara de Max enrojeció en la oscuridad; se sentía un poco tonto. —Pues... Tenía tanta curiosidad sobre mi visión... Siempre me estaba preguntando acerca de ello y me decía que no se lo dijera a nadie. También me asignó el castigo por pelearme con Alex. Hizo que fuera cerca del agua donde me esperaban los vyes. —Ah, ya veo —contestó la señora Richter, asintiendo con empatia—. Supongo que Hazel quería que vuestra conversación fuera secreta porque sabía que yo no estaría de acuerdo; seguía una línea de investigación que yo no aprobaba. Y toda la escuela sabía lo de tu castigo. Daba la impresión de que la directora estaba intentando con todos sus medios controlar sus emociones. —Fue el señor Morrow —desveló finalmente—. Era el traidor que había entre nosotros. Max se quedó anonadado. Su mente se llenó de las clases con voz grave, los penachos del humo de pipa y la casita más allá de las dunas. —No puede ser el señor Morrow —soltó—. ¡Él creía que no se hacían suficientes esfuerzos por atrapar al traidor! ¿Cómo puede ser él? —Dijo esas cosas porque era bien consciente de que Bob me contaría toda la conversación —respondió—. Y, de alguna forma, creo que decía la verdad. En su más profundo interior, quería que el traidor fuese identificado y apresado. —Pero ¿por qué iba a hacerlo? —alegó Max—. ¿Está completamente segura de que es él? —Estamos seguros —confirmó la señora Richter, acariciándole suavemente la mano—. Estaba muy solo y enfermo. Y desde que su mujer murió nunca volvió a ser el mismo. Al parecer el Enemigo le aseguró que tenía a su hijo, un hijo que el señor Morrow creía que había desaparecido más de treinta años atrás. Además, el Enemigo le prometió una vida más larga sin el dolor ni las pastillas que habían llegado a dominar su existencia. Creo que la idea de muchos años de salud junto a su hijo le corroyó la mente hasta que, al fin, sucumbió. —No lo puedo creer —dijo Max—. No puedo creer que el señor Morrow sacrificara a tantos chicos sólo por ver de nuevo a su hijo. ¡No es tan egoísta! —Creo que pensaba que no los estaba sacrificando, Max. El Enemigo insistía en que los potenciales eran una baza de negociación, una palanca brutal pero necesaria que forzaría a la terca directora a reconsiderar sus tentativas de paz. No es ningún secreto que el señor Morrow nunca apoyó mi nombramiento como directora. Creo
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que pensaba que era yo la que ponía en peligro las vidas y él quien actuaba por una razón superior. —Pero ¿cómo pudo hacerlo? ¿Cómo ayudó al Enemigo a localizar a los potenciales? —Ese asunto está siendo investigado todavía. Sin embargo, creo que encontró alguna forma de chantajear a Isabella May. Cuando su manzana se hizo de oro, el secuestro de potenciales se interrumpió, llevando a muchos a pensar que ella era la traidora. Creo que su muerte remordió la conciencia del señor Morrow: su salud empeoró poco después. Max tembló y la señora Richter le puso la chaqueta sobre los hombros. —¡Pero el Enemigo también sabía lo del asalto al palacio de Topkapi! —exclamó de repente Max—. ¿Por qué les iba a decir el señor Morrow eso? ¿Por qué iba a poner en peligro a tantos agentes? —Porque una vez que el Enemigo lo tenía atrapado, una vez que él había accedido a ser el traidor, sólo era cuestión de manipularlo y presionarlo más. El Enemigo se aseguró de que los potenciales estuviesen protegidos por férreos hechizos que provocarían daños si se les liberaba por la fuerza. E, irónicamente, para mantenerlos a salvo el señor Morrow tenía que informar al Enemigo de todos nuestros movimientos. De todas formas, era un plan muy preciso que podía haber tenido como resultado cuantiosas bajas. Por fortuna, la broma del señor Lukens nos previno de una emboscada y de que todavía teníamos un traidor en nuestras filas. Esto explicaría por qué ha desaparecido... Ese hombre tal vez tenga más miedo del Enemigo que de nosotros. —¿Cómo está mi padre? —preguntó Max en voz baja. —Al principio, estaba inconsolable —dijo la señora Richter—. Y enfadado. Ahora, con los nuevos acontecimientos, está encantado y con muchas ganas de verte. Aunque para eso tendrán que pasar unos días, hasta que tu brazo mejore un poco. De repente a Max le entraron unas ganas enormes de abandonar el porche y cobijarse en lo más profundo del bosque. —Ojalá nada de esto hubiera ocurrido —afirmó—. Ojalá nunca hubiera visto ese tapiz. La señora Richter sonrió con simpatía. Los ojos le brillaban como discos de plata pulida. —¿Sabías que ahí, en la hierba, hay ahora mismo once hadas del rocío? Max se puso de pie y observó detenidamente la oscuridad, apoyándose en la baranda del porche. —No las veo —confesó.
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—Mira —indicó la directora, poniéndose de pie junto a él—, justo debajo de nosotros hay una. La señora Richter señaló con el dedo directamente al suelo. Murmuró una palabra y apareció una pequeña bola de luz dorada. Dentro de la luz envolvente había una chica diminuta con alas de libélula que no dejaban de moverse, vestida con un camisón de seda. Llevaba una cestita y revoloteaba por las briznas de la hierba como si fuera un colibrí. —Recolectan el rocío vespertino para alimentar a sus familias —informó la directora—. Son preciosas, ¿verdad? —Sí —Max estaba extasiado por esa cosa pequeña y delicada que se movía a sus pies—. ¿Por qué no podía verla antes? —Todavía eres muy joven —dijo la señora Richter—. No esperas verlas y por lo tanto, no puedes verlas. Cuando termines en Rowan, podrás ver todo un nuevo mundo de magia que no sabías que existiera. Pero no son sólo los restos de la Magia Antigua lo que hace de este mundo un sitio maravilloso. Hay montañas y ríos, valles y llanuras, océanos y mareas. La arquitectura y las orquestas, los descubrimientos y las investigaciones... Los seres humanos persiguen el dominio de todo eso durante miles de años. Son cosas fabulosas. Pero también están las más sencillas —continuó, sonriendo—. Para mí, son los paseos matutinos por el jardín. Un té a media mañana. El enorme amor que se esconde en las peleas de Bob y Mum... ¡Ésos sí que son un buen par! Dos seres que comenzaron en sendas oscuras y que han sido convencidos por todo lo bueno que hay en este mundo. Ésas son las cosas por las que lucho, Max. Ésas son las cosas por las que estoy dispuesta a enfrentarme y soportar las otras realidades menos placenteras de este planeta. El chico se sentó y pensó en esas palabras. La luz del hada del rocío iba apagándose mientras se alejaba revoloteando por la hierba hacia un árbol solitario que se levantaba en el campo oscuro.
No fue fácil ver a Cooper con la luz mortecina del atardecer al bajar del avión. El agente, vestido con ropa oscura, permanecía de pie, inmóvil, en la pista de aterrizaje privada, con las manos entrelazadas por delante. Abrió la puerta de la limusina e hizo pasar a Max al interior. —Me alegro de verte, Max —dijo en voz baja—. Me alegro de que estés bien. El chico le dio las gracias pero durante el resto del camino no habló; miraba por la ventana y esperaba con impaciencia ver a su padre. Casi había oscurecido del todo cuando llegaron a Rowan. Las tiendas del pueblo estaban cerrando; el muro de árboles que rodeaba el colegio era alto y oscuro. En la puerta de la verja, Cooper bajó el cristal de la ventanilla; varios extraños con
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expresión seria rodearon el coche. Miraron en el interior a Max y a Cooper y escanearon sus caras con una luz roja antes de permitirles entrar. El chico miró hacia atrás y vio cómo la puerta se cerraba a sus espaldas mientras la limusina continuaba por las curvas del camino que les llevaría a la Mansión. —¿Quiénes son? —preguntó Max. —Seguridad extra —refunfuñó Cooper—. Rowan se ha convertido en un sitio muy concurrido. Están poniendo en marcha un montón de medidas de seguridad. Hasta que estén preparadas, tenemos más recursos de personal. Max subió la vista y vio la fuente iluminada con olas de luz acuosa. Detrás se levantaba la Mansión, con las ventanas iluminadas y las paredes recubiertas de hiedra y flores. Salió y escuchó el oleaje lejano, siguiendo con la mirada los senderos entre los campos y parterres que conducían hacia el Viejo Tom y Maggie. Más allá se encontraba el muelle donde él y Alex habían sido capturados. De repente, la puerta de la Mansión se abrió. La señorita Awolowo bajó volando las escaleras para sepultar a Max en un fiero abrazo. Casi lo aplasta en un remolino de túnica añil, pulseras, colgantes y brillantes anillos de oro. La mujer se agitaba con una risa cálida y feliz mientras tomaba al chico por los hombros y lo miraba de arriba abajo. —¡Mi chico, mi chico! —gritaba, al tiempo que apartaba el pelo del rostro de Max y apretaba su mano—. ¡Bienvenido a casa! Los ojos de Max se inundaron de lágrimas y los apretó con fuerza. Era como si la señorita Awolowo hubiera estrujado una esponja: todas las emociones que había guardado tan celosamente en su interior brotaron como un torrente a la superficie. Max se encontró llorando sobre su hombro; el dolor, el miedo y el triunfo surgieron junto con las lágrimas. —Ya ha pasado, ya ha pasado —suspiró la señorita Awolowo—. Estás en casa y todo va a ir bien. —Sí, lo sé —respondió Max, limpiándose la nariz en la manga—. Es que todo ha sido... demasiado. —Más de lo que un jovencito debería soportar —asintió ella, elevándose hasta alcanzar su altura majestuosa y tomándole de la mano—. Pero vuelves como un héroe. ¡Un paladín de Rowan! Vamos a ver a tu padre. Cooper les dirigió un gesto de despedida y se fue hacia la verja mientras la señorita Awolowo guiaba a Max por el vestíbulo y las escaleras. Oía a los alumnos gritar y trajinar al final de la cena en el comedor. Cuando se abrió la puerta, Max y su padre se miraron un buen rato. El señor McDaniels le repasó de pies a cabeza, deteniéndose en el brazo y en la mano, que todavía estaban vendados con un tejido esponjoso.
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—Estás herido —afirmó en voz baja. —Estoy bien, papá —replicó Max, entrando y hundiéndose en la camisa de su padre.
No salió de la habitación de su padre durante varios días. Algunos compañeros llamaban a la puerta y Connor le pasaba por debajo notas divertidas, pero el señor McDaniels no permitía visitas y Max vivía en su propio mundo, intentando como mejor podía olvidar las terribles experiencias y los negros pensamientos. Mientras los alumnos hacían los exámenes finales, los McDaniels jugaban a las cartas y escuchaban partidos en la radio, alimentándose a base de bocadillos que traían Mum y Bob. Sin embargo, una noche, Max decidió salir de la habitación de su padre e ir a la suya. El rumor de su presencia se extendió antes de que llegara y tuvo que esforzarse por ignorar muchos rostros curiosos por el camino. David estaba en la habitación, en la planta baja, poniéndose los zapatos. —Hola, Max —dijo con suavidad, terminando de hacerse el nudo. —Hola —respondió éste, mientras echaba un vistazo en derredor y contemplaba las brillantes estrellas en lo alto. —Estaba a punto de ir a dar de comer a Nick —continuó David. —Ya voy yo —afirmó Max—. Tengo ganas de verle. En la pared de David colgaba un póster del cuadro de Rembrandt desde el que Astaroth le había sonreído. —Ese era el cuadro, ¿sabes? —dijo el chico en voz baja—. Tenías razón. David asintió, arrancó el póster y lo tiró a la papelera. —Ojalá hubiera estado contigo, Max —se lamentó su compañero de cuarto, con voz grave—. Ojalá me hubieran llevado a mí también. —Ya lo sé —contestó él sin quitar ojo de la papelera—. Astaroth ha despertado. Se hará más fuerte... David lo miró con intensidad. —Nosotros también.
Nick ya estaba dando vueltas en su compartimento cuando Max llegó al Pabellón Cálido. Al escuchar la voz del chico, el lymrill se quedó inmóvil y volvió la cabeza
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hacia la puerta. Max sonrió y se ajustó mejor el grueso delantal de cuero. Pero, en vez de tirarse encima de él, Nick simplemente se adelantó un poco y olisqueó sus tobillos. Luego le lanzó una mirada llena de reproche y volvió a subirse al pequeño árbol que le servía de percha. Bostezó y movió el rabo con lentitud de un lado a otro. —Venga, Nick —suplicó Max, acariciando el suave pelaje rojo y cobre de su cabeza—. No te enfades. No quería estar tanto tiempo alejado. Nick se revolvió en el árbol y mostró un vigoroso lomo lleno de púas mortíferas. La rama crujió con sus movimientos; Max hizo un cálculo: el lymrill debía de pesar unos cuarenta y cinco kilos entre músculos y púas metálicas. Sujetó la rama con una mano. —Venga —susurró suavemente Max—. Vamos fuera. Hace buen tiempo. Creo que he visto un zorrillo. Un buen zorrillo sabroso ¡mmm! El lymrill no se movía. Max rodeó el árbol y le miró a la cara. Sus miradas se encontraron por un instante antes de que Nick cerrara los ojos y fingiera estar dormido. —Ah, esto es ridículo —soltó el chico, pasando las manos por debajo del cálido estómago de Nick y subiendo al animal a su hombro. El lymrill relajó el cuerpo como si fuese un peso muerto. Max se tambaleó hasta el cubo de la comida. —Comida para un lymrill de la Selva Negra enfadado —gruñó, retirándose mientras el cubo se agitaba. Aparecieron varias cajas de barras metálicas y de roedores revoltosos y peludos. Nick no parecía inclinado a facilitar las siguientes tareas, y se quedó tendido en el hombro de Max mientras cargaba las cajas en la carretilla. Refunfuñando y casi sin aliento, el muchacho condujo el montón con ruedas al exterior. En vez de toquetear las cajas como normalmente hacía, Nick centró su atención en Max. Tensó los músculos y se agachó como preparándose para un ataque. Al verlo, el chico salió corriendo por el claro, riéndose mientras el lymrill acortaba distancias con la intención de morderle los pies. Nick empezó a aullar, irritado, cuando Max se amplificó y salió disparado. El muchacho gritó y regresó hacia el estanque, atravesando un terreno de hierba pantanosa. Por fin, escuchó un repique de gruñidos justo a su espalda. Afianzó los pies esperando el inevitable golpe que se produjo un nanosegundo más tarde. Nick saltó sobre su pecho, dejándole sin respiración. Incluso con el delantal de grueso cuero, las garras parecían peligrosamente afiladas. El lymrill miró por encima de su hocico para observar a Max con sus ojos brillantes. Con un lloriqueo angustiado, de repente Nick mordisqueó la nariz de su cuidador con sus pequeños dientes aguzados. Max gritó y se sacudió a Nick de encima. El lymrill regresó corriendo hacia la carretilla, en apariencia mucho más contento.
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Mientras Nick terminaba de lavarse las garras y el hocico en el estanque, él transportó las cajas vacías de vuelta al Pabellón Cálido. A su regreso encontró al lymrill esperando pacientemente en el exterior, con su pelaje brillante y pulcro. A pesar de las súplicas y amenazas de Max el lymrill se negó a entrar. El Viejo Tom dio las once. —Bueno, tengo que irme —dijo Max al fin, caminando hacia el túnel de seto—. Puedes quedarte aquí o venirte. El lymrill comenzó a andar como un pato a su lado, con las púas vibrando de vez en cuando por ataques de satisfacción.
La noche de la fiesta de despedida, Max sujetaba a Nick en su regazo y miraba por la ventana de la habitación de su padre cómo los alumnos marchaban hacia la Reserva en grupos animados. El señor McDaniels rebuscaba algo en el armario mientras Nick trataba de escapar del regazo de Max para intentar matar las luciérnagas que volaban por el exterior. Un grupo de alumnos se detuvo y miró hacia su ventana, reconoció a Sarah, Lucía y Cynthia vestidas con el uniforme formal. Saludaron con la mano; Lucía sopló un beso. Max les devolvió el saludo y levantó a Nick para que pudiera ver a Sarah, que había ayudado con su mantenimiento mientras él no estaba. El lymrill se puso tan nervioso que rasgó la camiseta del chico y tiró un jarrón del pequeño escritorio. —¿Cómo estoy? —preguntó el señor McDaniels. Max se dio la vuelta y vio a su padre con una chaqueta color azul oscuro y una corbata amarilla. La chaqueta era varias tallas insuficiente y se veía tirante por la presión de la ancha cintura del señor McDaniels. —Eh, estás bien —dijo Max. —No, seguro que no —respondió el señor McDaniels, riéndose—. La chaqueta de Nolan me queda un poco ridicula. —Entonces, ¿por qué te la has puesto? —Porque llevar el pijama de Bob a la fiesta de despedida me parece un poco fuerte, ¿no? —contestó su padre entre risas. —Puedes ir sin mí —afirmó Max, mientras se giraba para observar las luciérnagas. El señor McDaniels se sentó a su lado. —No podemos permanecer en esta habitación para siempre —dijo—. Creo que ha llegado el momento, Max. Éste escuchó cómo la brisa cruzaba el huerto y dejó que Nick bajara al suelo y se tumbara sobre un montón de ropa sucia.
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—Todos querrán saber qué pasó —respondió el chico—. Lo más seguro es que me echen la culpa por lo de Alex. —Puede que sea así —contestó su padre con sinceridad—. Y puede que te sientas mal y puede que yo me sienta ridículo, pero tenemos que seguir con nuestras vidas... Max observó a Nick, que mordisqueaba su último par de calcetines oscuros.
Nunca había visto la Reserva tan llena. Cuando llegó con su padre, la ceremonia inicial estaba terminando. Cientos de alumnos, profesores y antiguos estudiantes se sentaban alrededor de largas mesas iluminadas por velas, sorbiendo champán y mordisqueando canapés mientras la señora Richter entregaba el último diploma a una sonriente alumna de sexto curso. Unas luces verduscas titilaban en el estanque, ondulando con suavidad por las olas que producían Frigga y Helga, que daban vueltas perezosamente. Decenas de conchas gigantes fosforescentes decoraban el claro, cada una iluminaba la hierba circundante con un radio de suave luz amarilla. —¿Quieres champán, papá? —le preguntó Max al ver pasar a un fauno con una bandeja de bebidas. —Dios mío, claro que sí —rezongó el señor McDaniels. Cogió una copa mientras el fauno le miraba a los zapatos de forma antipática. Los McDaniels se sentaron hacia el final, en una mesa desocupada. Max bajó la cabeza, y se centró en el sonido del oleaje en la orilla del lago, mientras la gente empezaba a mirarlo y a murmurar. Levantó la vista y vio cómo Anna Lundgren y Sasha Ivanovich le lanzaban miradas asesinas desde unas mesas más allá. Las ignoró y dirigió la mirada hacia la señora Richter, que se había puesto de pie para hablar. —Estamos muy orgullosos de todos los graduados —comenzó la directora—. Y mientras damos unos minutos más a nuestros queridos analistas del Circuito para que terminen el montaje de los mejores momentos —en ese punto los alumnos mayores silbaron y gritaron—, me gustaría dedicar este lapso a hacer entrega de los premios anuales de Rowan. Vamos, a no ser que queráis esperar a la proyección sin hacer otra cosa. Los alumnos comenzaron a gritar y a abuchear a modo de protesta. Sir Alistair ocultaba la cara con un pañuelo. Ella se rió. —Bien, puedo ser breve. Como todos sabéis, estos premios son muy especiales en Rowan; cada uno de ellos simboliza una cualidad que es necesaria para lo que hacemos y con la que nos identificamos. Mientras la señora Richter terminaba el discurso, cerca de la mesa principal se materializaron seis cajas de cristal brillante sobre unas bases de madera pulida. En su
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interior, iluminados desde dentro, flotaban los objetos de la sala de trofeos del Circuito. —¿Has visto eso? —preguntó en voz baja el señor McDaniels, tocando el codo de Max. Toda la Reserva estaba ahora en completo silencio. A continuación la directora entregó la Pluma de Macón a una alumna de quinto curso ruborizada por sus méritos académicos; el Cinturón Solidario fue para una estudiante conocida por su incansable trabajo en la Reserva. Max aplaudió con todas sus fuerzas cuando el nombre de Jason Barrett sonó para el Yelmo de Tokugawa. Jason se levantó de las mesas de graduados y caminó con paso firme hacia el escenario. Logró la risa del público cuando sacó un boli e hizo como que escribía su nombre en la placa. La señora Richter se aclaró la garganta y continuó: —Es extremadamente raro que un aprendiz gane uno de estos trofeos —Max sintió que el estómago se le encogía cuando el público se giró hacia él una vez más—. Y aun así, no puedo recordar ningún otro durante mi mandato como directora que lo haya merecido más. Para entregar este premio, permitidme que os presente a un antiguo alumno y ganador del mismo, el señor Peter Varga. Una mujer pequeña y regordeta con uniforme de enfermera apareció procedente de una hilera de profesores, empujando a Ronin en una silla de ruedas. Varios antiguos alumnos intercambiaron miradas y susurros; el público reaccionó de forma dubitativa y los aplausos fueron titubeantes. Ronin parecía agotado pero feliz. Comentó algunas cosas con la directora, que amplificó su voz con un movimiento de la mano. —No estaría compartiendo esta compañía tan grata si no fuera por ese jovencito — decía con voz ronca, cerrando los ojos por el esfuerzo. Todos los presentes mantenían un completo silencio—. Ni tampoco lo harían varias docenas de chicos que pronto volverán con sus familias. Por su valentía sobresaliente ante el Enemigo, el Guantelete de Beowulf se otorga a Max McDaniels. Un estruendo de aplausos y aclamaciones abrumó a Max mientras se acercaba, aturdido, hacia la mesa principal. Ronin tenía la cabeza ladeada pero sonreía mientras le estrechaba la mano, emocionado. —¿Cuándo has llegado? —le susurró Max, tomándole de la mano y acercándose más a Ronin para poder oírlo. —Hace unas horas —contestó sonriendo y volvió a cerrar los ojos—. Insistí mucho. —No deberías haber venido —dijo Max—. ¡Todavía no te has recuperado!
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—Todavía no... Pero lo hará —interrumpió la señora Richter, poniendo las manos sobre los hombros de Max—. El señor Varga no sólo ha venido por tu premio, Max; terminará la rehabilitación aquí. ¡Felicidades, chico! Ahora ponte en tu sitio. Max le estrechó la mano al tiempo que observaba sus profundos ojos plateados. Caminó hacia su trofeo. Las planchas abolladas y los remaches refulgían en el interior de la vitrina iluminada. Sonaron más aclamaciones y vio su nombre escrito en llamas. Durante el resto de la ceremonia de entrega de premios a Max le resultó imposible concentrarse. Se sentía muy pequeño y vulnerable. Hacía lo que podía por aplaudir de forma educada al resto de ganadores. Cuando la señora Richter dio por concluida la ceremonia, buscó a Ronin pero había desaparecido.
Dos días después la mayoría de los alumnos se había marchado y la Reserva estaba tranquila. Bajo un fuerte sol de mediodía, Max cogió la pelota que le había lanzado su padre e intentó apartar a los patitos del sandwich envuelto que había dejado en el césped. —¡Ya está! —sonó una voz familiar—. ¡Venid conmigo, pequeñitos! ¡Vuestra mami vuelve a estar guapa y suave! Max levantó la vista y vio a Hannah, que se acercaba balanceándose desde el túnel de setos. Detrás de ella venía Julie Teller. Los patitos dejaron en paz el sandwich de Max y salieron graznando hacia su madre. Julie les rodeó pisando con cuidado, muy guapa con su vestido azul de verano. Max miró a su padre, aliviado al verle mordisquear su sandwich y charlando amigablemente con Frigga y Helga, que tomaban el sol en la orilla del lago. —¡Hola! —dijo Julie mientras se detenía. —¡Hola! —sonrió Max, haciendo sombra con la mano sobre la cara—. ¿Te vas hoy? —Sí. Quería despedirme hasta que volvamos de las vacaciones —respondió, bajando la vista a los zapatos—. Quiero darte una cosa. Max intentaba pensar en algo que decir mientras ella le entregaba un sobre precioso sin cerrar. —Uh, eh, gracias —afirmó finalmente, mientras daba vueltas al sobre con las manos. —Lo leí en Humanidades... ¡Ya ves!, en el libro favorito de Morrow. Pero me hizo recordarte.
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Max abrió la pestaña del sobre. —Oh, ¡Dios mío! —se rió ella, tapándose la boca—. ¡No lo vayas a leer ahora! —¡Perdona! —exclamó Max, apartando la mano de la carta. —Bueno, que pases un buen verano, Max. Si te apetece, puedes escribirme. Mi dirección está en el sobre, en la parte de atrás. Me gustaría recibir noticias tuyas. Julie, ruborizada hasta las raíces, se inclinó y le dio un beso en la mejilla. Un instante después, ya se había ido, caminando a toda prisa hacia el túnel de la Reserva. Max la vio alejarse; su figura se iba haciendo más pequeña con cada paso hasta que finalmente desapareció entre el follaje verde oscuro. Dejó caer la pelota y el guante de béisbol. Buscó en el interior del sobre y sacó una hoja de un bonito papel. Las palabras estaban escritas con una caligrafía esmerada y elegante: No te entregues, pues, al fuego, no sea que él te haga volver y te mate, como en una ocasión me pasó a mí. Hay una sabiduria que es dolor; pero hay un dolor que es locura. Y hay un águila de Catskill en algunas almas que lo mismo puede dejarse caer en las más negras gargantas que volver a elevarse sobre ellas y hacerse invisible en los espacios soleados. Y aunque vuele por siempre en la garganta, esa garganta está en las montañas, de modo que, aun en el vuelo más bajo, el águila montañera sigue por encima de las otras aves de la llanura, por mucho que aquellas se eleven. Herman Melville Moby Dick
Max releyó la nota varias veces antes de volver a plegar el papel, intentando mantener los dobleces originales. Lo colocó en su bolsillo trasero, respiró profundamente y observó una bandada de cisnes negros atravesar un cielo color de girasol. Frigga y Helga se deslizaron hacia el agua profunda y dejaron solos al padre y al hijo en la Reserva. El señor McDaniels sonreía. Golpeó el guante mientras se dirigía a una barrera de balas de heno. Max recogió su guante de béisbol. Su primer lanzamiento salió alto.
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