Picadillo – Planet-Solin
Traducción: Atalía
Sinopsis:
Alexandria y Sydney son dos mujeres muy diferentes de orígenes opuestos que se conocerán al formar parte de la misma unidad de homicidios. ¿Podrán superar las diferencias para encontrar amistad y amor, o las demandas de su trabajo resultaran ser demasiado para estas mujeres fuertes e independientes?
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PICADILLO Planet-solin
Descargos: Estos personajes son creación mía y no se pueden utilizar sin mi consentimiento por escrito. Se trata de una historia uber con unas chicas que pueden resultar familiares, pero a mí siempre me ha gustado eso de una guapa alta y morena y una rubia preciosa. Contenido sexual: Esta historia trata del amor y la amistad entre dos mujeres adultas. Si dos mujeres enamoradas os ofenden, no sigáis leyendo. Comentarios: Si tenéis algún comentario o sugerencia, escribid a
[email protected]. Título original: Roadkill. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2003
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Capítulo 1
El coche de policía camuflado se detuvo fuera de las barreras policiales amarillas y una mujer menuda y rubia salió de detrás del volante. Sydney se quedó ahí un momento, aspirando el frío aire nocturno mientras sus ojos de esmeralda contemplaban la escena. Como siempre, una curiosa mezcla de mirones se había concentrado al otro lado de la calle, atraída por la curiosidad innata que despertaban los brillantes destellos de las luces de emergencia y el conocimiento de que se había cometido un crimen grotesco. Observó a la muchedumbre, fijándose en los rostros individuales, y luego escudriñó las sombras que los rodeaban, pero no percibió nada anormal. Le habían dicho que a veces los criminales regresaban al lugar del crimen, atraídos por la fascinación morbosa de la brutalidad que habían cometido. En ninguno de los casos en los que había trabajado hasta ahora había visto que dicha afirmación se cumpliera. Suspiró y se arrebujó más en el calor de su cazadora de cuero. Dios, parece que va a llover, pensó, y luego soltó una leve carcajada. Esto es Seattle, donde nunca llueve. Desechó bruscamente sus divagaciones y se dirigió al centro del caos, mostrando la placa que llevaba colgada del cuello con una cadena al patrullero que se acercó para interceptarla. El hombre asintió con una sonrisa de disculpa y la dejó pasar. Un rápido vistazo a la escena y supo que todo estaba controlado, lo cual sólo podía indicar que un veterano de la policía se había hecho cargo del asunto. Sus labios esbozaron una sonrisa al reconocer al hombre de uniforme que estaba ladrando instrucciones a los demás.
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—Newlie, me alegro de verte —saludó al rubicundo sargento de policía al llegar a su lado. El hombre volvió la cabeza al oír su voz y se le iluminaron los ojos. —Hola, chavala, te ha tocado esto, ¿eh? —Sonrió, cosa que según sus subordinados era algo que rara vez hacía. —Pues sí —replicó ella, dejando que sus ojos se posaran en la figura inerte que yacía tirada en la acera en medio de un gran charco de sangre. Lo cierto era que le faltaba media hora para terminar su turno cuando sonó el teléfono. El tercer turno ya estaba de servicio y había sido por puro reflejo por lo que contestó a la llamada. Para cuando quiso darse cuenta del error, ya era tarde, pero en su tono no había resentimiento alguno cuando volvió a hablar—. ¿Qué tenemos? —No estamos seguros del todo, pero suponemos que es un varón asiático, de entre 19 y 23 años de edad, sin señales de identificación, y parece haber muerto al recibir un disparo de escopeta en la cara. —El hombre de más edad recitó la poca información que ya había conseguido—. Tengo a mis hombres preguntando de puerta en puerta, pero por ahora lo único que hemos descubierto es que alguien oyó un disparo seguido de un chirrido de ruedas. —Mierda. —Sydney dejó ver lo que sentía por un instante—. Ya tengo dos rojos en el tablón y no necesito otro. —¿Tienes al teniente encima? —preguntó el sargento, y ella le echó una mirada sarcástica. —Ha hecho una apuesta con los tenientes de los otros turnos —dijo, repitiendo los rumores que llevaban circulando por el departamento desde hacía un mes—. Aquel cuyo turno tenga más casos solucionados para Año Nuevo gana un banquete en el Space Needle y una noche en el Regency. 5
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El sargento soltó un bufido. La competencia que había entre los distintos turnos de la Unidad de Homicidios era bien conocida por todos los agentes de a pie. Varias comisarías habían hecho apuestas incluso sobre quién iba a ganar y qué inspector iba a solucionar más casos. Él había apostado por la mujer que estaba ahora a su lado. A Sydney Davis todavía se la consideraba relativamente nueva en la Unidad, con menos de un año de servicio, pero había demostrado su brillantez, al solucionar casos que los veteranos creían imposibles. Él había apostado por ella sabiendo que probablemente perdería, pero para él era una cuestión de lealtad. Se quedó mirando cuando ella se acuclilló para ver el cadáver más de cerca. —Más picadillo —dijo el sargento riendo, y la inspectora rubia sofocó una carcajada, haciendo reír a los otros agentes uniformados que había cerca. Cuando Sydney sólo llevaba dos semanas en la Unidad acudió a su primer homicidio, en el que la víctima estaba casi irreconocible por las heridas. Cuando el inspector a cargo del caso le preguntó qué pensaba, ella se limitó a decir que la persona parecía un montón de picadillo, pues el cuerpo sin vida le recordaba a los animales que veía a menudo hechos picadillo por los coches en la carretera. Había hecho este franco comentario sin pensárselo y al instante se sintió mortificada, pero hizo reír a los agentes presentes y la expresión se había hecho popular. Ahora, nueve meses después, a los patrulleros les encantaba usar la expresión en su presencia. Sydney se sacó dos pares de guantes de látex del bolsillo y se los puso en las manos antes de iniciar el examen externo. El cadáver estaba rígido, preso ya del rigor mortis, así que se podía dar por supuesto que la víctima llevaba muerta un tiempo antes de que se hubiera denunciado el disparo, 6
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lo cual no era extraño en esta parte de la ciudad. Aparte de la cara, que estaba totalmente destrozada por el disparo, el cuerpo se encontraba en bastante buen estado. —¿Ha habido testigos? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta. —Nadie —replicó el sargento, y añadió esperanzado—: Mis hombres siguen recorriendo la zona. —Bien —asintió ella, examinando el cuerpo con cuidado—. ¿Viste el partido de anoche? —Parte —contestó el hombre, maravillado por la facilidad con que pasaba de un tema a otro totalmente distinto en un instante—. ¿Ganaron? —La fastidiaron en el último cuarto —replicó Sydney, y continuó su examen—. Quiero que tus hombres registren esta zona con muchísima atención. No creo que encontremos nada, pero quiero asegurarme de que no se nos escapa nada. El sargento asintió, apuntando algo en su cuaderno, y volvió a prestar atención a la menuda inspectora. Observó mientras ella registraba con precaución a la víctima, comprobándole los bolsillos en busca de algo que lo identificara. A nadie le sorprendió que no encontrara ni una cartera ni joyas en el cuerpo. —¿Crees que es cosa de bandas? —preguntó él al ver su expresión desconcertada. —Mmm —fue lo único que contestó Sydney. El instinto le decía que cuando por fin investigaran las huellas dactilares de la víctima, descubrirían que pertenecía a una de las bandas de la ciudad. Pero si los patrulleros tenían razón y el hombre era asiático, el 7
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sitio donde se encontraba el cuerpo y la falta de identificación resultaban extraños. Esta parte de la ciudad era predominantemente negra e hispana. Levantó pensativa la mirada y vio a una mujer de aire malhumorado que cruzaba las barreras policiales hacia ellos. La seguía el hombre con gafas de la oficina del médico forense, que había dejado el furgón negro aparcado no muy lejos de su propio coche. Volvió a fijarse en la mujer. —Hola, Janice —la saludó, y la mujer de pelo castaño rizado levantó la vista con expresión hosca. —Hola tú —fue la cáustica respuesta. —Vaya, estamos de mal humor —bromeó Sydney, adivinando la causa del enfado de la mujer. —Es que tenéis la nefasta costumbre de llamar en los momentos más inoportunos —rezongó Janice, mirando con desdén el cuerpo inerte del suelo, sin tratar de disimular en absoluto el hecho de que lo odiaba por haber muerto y haberle estropeado la velada. —¿Qué pasa, que te hemos interrumpido en pleno ligue? —preguntó la rubia inspectora, intentando disimular la sonrisa que tenía en los labios. —Sí, por fin consigo que el tipo del departamento de nóminas me invite a salir y ¿qué ocurre? Justo cuando la cosa se está poniendo interesante, suena el maldito busca —dijo, explicando su enfado—. ¿Sabes cuánto tiempo llevo intentando salir con él y cuánto tiempo llevo sin echar un polvo? —Demasiado, evidentemente —soltó el sargento Newlie con humor, y la inspectora se echó a reír mientras la otra mujer fulminaba al patrullero con la mirada. Sydney se levantó, recuperando el control de la situación. 8
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Ya eran las dos de la mañana y quería irse a casa para dormir un poco antes de empezar su siguiente turno de tarde. —Bueno, chicos, quiero una visión completa de la zona —le dijo a la fotógrafa de la policía—. Quiero fotos desde todos los ángulos posibles. La otra mujer asintió y sacó una cámara de la bolsa que llevaba colgada al hombro. Sydney retrocedió para dejar que la mujer hiciera su trabajo, aprovechando el momento para sacar su cuaderno y tomar sus propias notas junto con un sencillo dibujo de la escena. —Sargento Davis —la llamó una voz desconocida, y se volvió cuando un joven patrullero se acercó a ellos a paso ligero. —¿Sí? —Acabo de recibir un mensaje para usted del sargento de guardia Baker. Dice que la teniente Marshall viene de camino. —Mierda —dijo Sydney, maldiciendo su suerte. Ya era bastante malo que le hubiera tocado otro caso que parecía que se iba a quedar en el tablón en tinta roja. Ya tenía encima al teniente Messington y no necesitaba a otro teniente respirándole en el cuello. Frunció el ceño. —¿Envían a una teniente por esto? —El sargento Newlie no pudo disimular su sorpresa—. ¿Qué pasa? —Es el fiscal del distrito —fue la hosca respuesta—. Es año de elecciones y los peces gordos están histéricos. La fiscalía está presionando al jefe de policía y todos sabemos que la mierda va bajando. Era del dominio público que los que gobernaban la ciudad no estaban contentos con el funcionamiento del cuerpo de policía. Casi todos los días aparecían artículos en el periódico detallando las batallas entre el jefe de 9
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policía y el fiscal del distrito, quien aseguraba que la policía no hacía lo suficiente para ayudar a los fiscales. Todo ello había degenerado en una serie de maniobras políticas en las que los dos hombres trataban de conseguir ventaja en el terreno político. Uno de los peores caballos de batalla había sido la Unidad de Homicidios, cuyo número de casos resueltos en el año anterior había sido pésimo. Como respuesta, el jefe de policía había contratado a una persona de fuera para ocupar la vacante de teniente que había, pasando por encima de las personas del cuerpo cualificadas para ese puesto. Sydney reflexionó un momento sobre la situación. En el mes que había transcurrido desde que esa mujer se había hecho cargo del segundo grupo de inspectores de homicidios, había conseguido evitar conocer a la nueva teniente. Era consecuencia del mucho trabajo que tenía y de una cuidadosa planificación. Nadie estaba especialmente deseoso de intimar con el nuevo miembro del departamento, pues todo el mundo conocía las propias conexiones políticas de la mujer. Todo el mundo temía por su propia carrera. Suspiró. Ella misma no tenía la menor ambición política. Había entrado en la policía por la única razón de que deseaba servir a su comunidad de la mejor manera posible. Se había esforzado mucho para entrar en la Unidad de Homicidios y ahora le molestaba el hecho de que podía verse apartada de su puesto por culpa de una desconocida que no sabía nada sobre ella ni, si los rumores eran ciertos, sobre cómo resolver un caso de asesinato. —Es lógico —dijo el sargento Newlie, interrumpiendo sus reflexiones—. He oído que tiene pensado presentarse a alcalde.
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—Sí, y a que no sabes, tiene planeado llegar a ser gobernador algún día — contestó ella, regresando al presente—. Venga, a trabajar, que quiero volver a casa esta noche.
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Alex iba conduciendo el coche negro por las calles mojadas por la lluvia. Vio las luces intermitentes de los coches patrulla más adelante e irguió los hombros mentalmente, preparándose para el recibimiento que sabía que iba a tener. Se preguntó, y no era la primera vez, si había sido un error aceptar el puesto en la Unidad de Homicidios. Suspiró, deteniendo el coche junto a un coche patrulla. Apagó el motor y luego dejó que sus ojos repasaran la escena. Acababa de empezar a llover y las lágrimas del cielo caían en forma de niebla fina que empapaba la tierra en un baño frío. Había pasado tanto tiempo alejada de la ciudad que se había olvidado de la lluvia. Era extraño, pero resultaba que la había echado de menos. Respiró hondo y sacó las largas piernas del coche. Había vuelto para demostrar algo no sólo a su familia, sino también a sí misma. El jefe de policía le había planteado un desafío y su naturaleza competitiva no le había permitido rechazarlo. Sabía que era una decisión arriesgada, pues todo su futuro dependía de cómo lo hiciera y, a juzgar por el primer mes, lo tenía bien difícil. Cerró la puerta y se arropó con la guerrera oscura, sintiendo un escalofrío por la espalda cuando la recibió una ráfaga de viento helado. Sabía que el jefe de policía la vigilaba atentamente, controlando su progreso. Le había dado la orden de mejorar el rendimiento general de la Unidad y de mejorar su reputación, pero su actitud negativa hacia los miembros actuales y su trabajo no hacía más que dificultarle a ella la tarea. Sabía que en la 11
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Unidad todo el mundo resentía su presencia, y en todo el mes todavía no había visto ni una sola cara amable. Bueno, no la habían traído para hacer amigos. Le habían encargado que arreglara una Unidad que tenía graves problemas. En estas semanas desde que había tomado las riendas, había dedicado largas horas a revisar los procedimientos de la Unidad y el historial de sus miembros. Ya había localizado algunos puntos débiles y algunas cosas que había que cambiar urgentemente. En las próximas semanas iba a tener que ocuparse de llevar a cabo esos cambios y estaba segura de que la antipatía hacia ella iba a empeorar antes de mejorar. No la ayudaba nada que los demás tenientes tuvieran en marcha una apuesta sobre cuál iba a ser el turno con el mayor número de casos resueltos. La idea que había detrás de la apuesta era motivadora por un lado, pero ella pensaba que presionaba demasiado a una Unidad que ya tenía exceso de trabajo. Volvió a tomar aliento y avanzó hacia el punto donde se concentraba toda esta atención policial. Sabía por instinto que su presencia no iba a ser bien recibida, pero estaba decidida a conocer a cada uno de los miembros de la Unidad, con independencia del turno en el que trabajaran. Era una persona justa, y antes de elevar sus recomendaciones quería dar a todo el mundo una oportunidad para demostrar su valía. Esta noche estaba resuelta a conocer a la única mujer que actualmente pertenecía a la Unidad, una mujer que, según le daba la impresión, la había estado evitando a propósito. Sus labios esbozaron una sonrisa. Si la chica era tan lista como indicaba su
historial,
entonces
hacía
bien
en
alejarse
de
cualquier
cosa
remotamente política, y Alex era un carbón ardiente desde el punto de vista político. Todo lo que había oído y leído sobre la joven era positivo, y si 12
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tenía razón en lo que suponía, lo único que refrenaba a la inspectora novata era la arcaica red masculina que se negaba a darle la preparación y el apoyo adecuados que le permitirían florecer. Esperaba poder cambiar eso, pero todo dependía de la propia mujer.
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Sydney trabajaba sin pausa, siguiendo cada uno de los pasos del procedimiento que se había creado para sí misma al investigar un caso. Durante los seis primeros meses había tenido como compañero a Harry Strong, uno de los inspectores que llevaban más tiempo sirviendo en la Unidad. Este hombre de cuarenta y cinco años tenía una tasa decente de casos resueltos y una ética honrada del trabajo, pero había estado haciendo tiempo para la jubilación, que había entrado en vigor hacía dos meses. Desde entonces había estado prácticamente sola, acudiendo a los avisos que los demás inspectores no querían. Se encontraba como inspectora al mando más a menudo de lo necesario, y a veces le parecía que no tenía la menor preparación para los casos que recibía. Pero seguía adelante, dispuesta a demostrar su valía como lo hacía con todo. —Psss, que viene —siseó el sargento Newlie, y Sydney miró al veterano patrullero, quien señaló hacia la izquierda con la cabeza. Volvió los ojos y observó en silencio cuando una figura oscura apareció entre los coches patrulla aparcados y avanzó hacia ellos. La mujer era alta, de pelo largo y oscuro que le caía sobre los hombros. Era esbelta y se movía con la agilidad de una pantera. Todos los chicos de la Unidad habían comentado la increíble belleza de la mujer, pero Sydney nunca había estado tan cerca de ella como para comprobarlo hasta ahora.
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Esta noche la menuda inspectora no pudo negar la verdad de lo que decían. —No te olvides de respirar —dijo el sargento Newlie riendo por lo bajo y dándole un codazo a la rubia, quien salió sobresaltada de su estupor. Se volvió y miró furiosa al hombre, que siguió sonriendo y meneando la cabeza. Ella supo lo que se le estaba pasando por la mente. —Ni lo pienses —le advirtió, pero él siguió sonriendo y apartó la mirada. —Buenas noches, teniente Marshall —dijo el sargento, saludando diplomáticamente a la jefa. Llevaba en la policía demasiado tiempo para preocuparse por la política. Él era un mandado y lo que ocurriera en los escalafones superiores rara vez afectaba a su forma de trabajar. —Buenas noches, sargento... Newlie, ¿verdad? —dijo Alex, saludando con la cabeza al sargento de patrulleros. Tenía por costumbre conocer a todos los patrulleros, pues reconocía la importancia que tenían para la Unidad. —Sí. —El sargento Newlie se irguió un poco y a Sydney le costó no sonreír burlonamente. Como si percibiera su risa, él la miró con desdén. Era raro que un teniente reconociera a un sargento de patrulleros a menos que hubieran entrenado o trabajado juntos. —Me parece que no hemos tenido ocasión de presentarnos —continuó Alex, captando un leve resentimiento por parte de la mujer más baja—. Alex Marshall. —Sargento inspectora Sydney Davis. —La mujer más menuda se vio obligada a estrechar la mano que se le ofrecía, consciente de que no hacerlo sería una ofensa que no se podía permitir, sobre todo cuando peligraba su trabajo en la Unidad. Juntó su pequeña mano a la otra,
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mucho más grande, y notó de inmediato el fuerte apretón y la piel suave de la mujer más alta. Por un instante, los ojos azules y los ojos verdes se encontraron y en ese momento dejó de existir cualquier otra cosa fuera del pequeño espacio que ocupaban. Fue como si el mundo entero hubiera dejado de moverse. Ninguna de las dos mujeres se daba cuenta de que seguían estrechándose la mano. Sydney sintió que se quedaba sin aire en los pulmones. Se quedó mirando los ojos más azules que había visto en su vida y por un momento fue como si cayera en sus profundidades hasta el alma misma de esta mujer. El corazón le latía desbocado en el pecho. Es ella. La inesperada idea cruzó de golpe el cerebro de la mujer más alta y como respuesta retiró la mano y se la metió en el bolsillo de los pantalones. El corazón le palpitaba de una forma que jamás había experimentado. Desvió su atención al cuerpo tirado en el suelo, desconcertada por esta extraña reacción física. —Bueno, ¿qué tenemos aquí? —Alex desechó esa idea provocativa, decidiendo que lo mejor que podía hacer era actuar de una forma totalmente profesional. —Varón asiático, veintipocos años, muerto de un disparo de lo que probablemente era una escopeta del calibre 12. —Sydney recitó lo que sabía, volviendo a concentrarse en la víctima del suelo. —¿Algún sospechoso? —Por ahora ninguno. —La inspectora rubia meneó la cabeza. —¿Alguna relación con bandas? 15
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—Demasiado pronto para saberlo —dijo Sydney con precaución, sin querer comprometerse a nada por el momento, pues aún no sabía qué era lo que estaban viendo. —Vamos, alguna opinión tendrá —la desafió la mujer más alta, y por un instante las dos mujeres volvieron a mirarse. —Ahh, sí. —La mujer más menuda se sintió de repente nerviosísima, y apartó la mirada de los ojos de la otra mujer y volvió a fijarse en el cadáver. Era la única forma que tenía de mantener la concentración—. Lo que yo creo es que pertenece a una banda. —¿Pero éste no es su territorio? —dijo la teniente, y Sydney miró bruscamente a la mujer alta. Tenía que reconocer que la morena era astuta. —No. —¿Entonces qué hace aquí? —preguntó Alex, presionando a la mujer para oír sus ideas, sin apartar los ojos azules de la cara de la otra y oyendo de nuevo el leve eco de una idea anterior que resonaba en su cerebro. La mujer menuda era más atractiva de lo que había imaginado la teniente, con largo pelo rubio que ahora llevaba recogido en una pulcra trenza que le caía por la espalda de su cazadora de cuero negro. Era de constitución delgada, pero el apretón al estrecharle la mano indicaba una fuerza oculta. Eran los ojos de esa cara en forma de corazón los que le habían llamado la atención, pues eran de color verde esmeralda y en ellos había una chispa que hacía pensar a la mujer más alta que a su acompañante le encantaba reír. —No sé, pero creo que probablemente era un mensaje para los pandilleros que
controlan
este
territorio.
—Sydney 16
respiró
hondo
y
decidió
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arriesgarse—. Es como una especie de ofrenda de paz si una banda no quiere empezar una guerra. Hace unas semanas un Sangre llamado Hootie resultó muerto en una pelea durante un concierto. En ese momento nadie sabía quién lo había hecho, pero se sospechaba que el asesino era un tal Phu Vang Tu, un matón relacionado con una pequeña banda vietnamita que se ha separado del núcleo del centro de la ciudad. —Y usted piensa que cuando se comprueben las huellas de este pobre tipo descubriremos que no es otro que Phu Vang Tu —dijo la otra mujer, completando sus ideas. —Sí —asintió la mujer menuda, con más seguridad—. Es un gesto de cortesía, cuando una banda ofende a otra y no desea empezar una guerra, sacrifican a los suyos para conservar la paz. Es una señal. Yo creo que Phu Vang Tu iba un poco por libre y no merecía la pena empezar una guerra por su causa. Alex asintió en silencio mientras repasaba las ideas de la rubia. A Sydney Davis se la consideraba como una pequeña experta en asuntos de bandas y por eso la teniente confiaba en el instinto de la mujer. Se volvió a su pequeña acompañante y le dedicó una rara sonrisa. —Buen trabajo —dijo, y volvió a contemplar la escena, consciente de que el médico forense estaba esperando para llevarse el cuerpo—. Ya veo que lo tienen todo controlado. Que pasen buena noche, sargentos. Sin decir nada más, la mujer alta se dio la vuelta y regresó a su propio coche de policía camuflado. Sydney se la quedó mirando mientras se alejaba, sin darse cuenta de que se había quedado con la boca abierta hasta que intervino Newlie. —Ya puedes cerrar la boca —dijo, riéndose entre dientes por un chiste privado. 17
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—¿De qué te ríes? —Volvió la cabeza y le clavó una mirada fulminante. —De nada. —El hombre meneó la cabeza y siguió riéndose mientras se alejaba. Sydney frunció el ceño y volvió a mirar en la dirección por donde había desaparecido la mujer más alta. Lo cierto era que el encuentro había ido mejor de lo que se esperaba, aunque no sabía muy bien qué pensar de la mujer. Se quedó mirando mientras el coche oscuro se apartaba de la acera y se alejaba calle abajo, y luego volvió a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Hizo un gesto al forense y el hombre se adelantó de inmediato para reclamar el cuerpo. Ya casi amanecía cuando Sydney por fin estuvo segura de que había sacado todo lo posible del lugar del crimen. Habían interrogado por toda la calle y, como esperaba, no había testigos. No era infrecuente que la gente no quisiera implicarse, sobre todo en esta parte de la ciudad. A veces el silencio suponía salvar la propia vida y no podía echárselo en cara, aunque muchos de sus compañeros inspectores opinaban otra cosa. Ya estaba entrada la mañana cuando por fin cayó en la cama, consciente de que sólo tenía tiempo para unas pocas horas de sueño antes de que sonara el despertador. Pero había aprendido a aceptar las pocas horas con las que contaba, pues sabía que había días en los que podría dormir más.
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Alex miraba por la ventana del despacho del capitán, observando en silencio lo que ocurría en la sala al otro lado de la estancia aislada. Observaba a los inspectores moverse a su propio ritmo. Oía los teléfonos que sonaban incesantemente. Libraban una batalla constante, y aunque a veces parecía que iban perdiendo, tenían la esperanza de conseguir al 18
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menos unas cuantas victorias. Por un instante, sus ojos se clavaron en la figura esbelta de la joven que había conocido la noche antes. Según el registro de entrada, Sydney Davis no había dejado el lugar del crimen hasta las cinco y media de esa mañana. El personal de guardia había presentado su papeleo a las nueve, lo cual quería decir que la mujer no había tenido más que unas pocas horas de descanso desde entonces y hasta el momento de entrar de servicio, cosa que había hecho apenas media hora antes. A pesar de la evidente falta de sueño, la mujer más joven parecía descansada y dispuesta a empezar otro día. Estrechó los ojos. —¿Qué pasa con Sydney Davis? —preguntó, sin molestarse en darse la vuelta. El capitán Carner levantó la vista de los papeles que tenía en la mesa para mirar la espalda de la mujer alta que ahora ocupaba espacio en su despacho. Miró por la ventana sorteando su esbelta figura hacia el punto donde la otra mujer estaba trabajando en una mesa situada al fondo de la sala. —¿Por qué? —quiso saber, y la mujer se volvió despacio, se apoyó en el estante, se cruzó de brazos y lo miró. —Anoche acudí a un aviso del que se estaba ocupando —dijo Alex con indiferencia—. Es una novata, lleva apenas nueve meses en la Unidad. ¿Por qué acude a los avisos ella sola? El capitán se movió incómodo. Sabía que iba a tener que responder a muchas preguntas difíciles. El jefe de policía no se había andado con rodeos. Su departamento era un desastre y Alex Marshall era la persona contratada para arreglarlo. Eso quería decir que estaba obligado a cooperar o se arriesgaba a perder su puesto y en este momento de su 19
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carrera eso supondría la jubilación anticipada. No por primera vez, deseó volver a aquellos tiempos en que no era más que un agente de uniforme normal y corriente, patrullando las calles lejos del politiqueo y la basura que ahora hacían que su trabajo resultara casi imposible de llevar a cabo. —Por si no lo ha notado, estamos más que escasos de personal y con nuestro presupuesto no podemos permitirnos traer a alguien nuevo hasta el próximo año fiscal —respondió, con mayor brusquedad de la que pretendía. Si su tono de voz afectaba en algo a la mujer, ésta no lo demostró, pues siguió mirándolo con la misma expresión estoica. —Eso no es excusa —dijo, sin aceptar su razonamiento—. Según los informes, se ha estado ocupando de muchos casos ella sola. ¿Hay alguna razón concreta para eso? Una vez más, el capitán se agitó incómodo. Detestaba meterse en los asuntos personales de sus agentes, pero parecía que esta mujer no estaba dispuesta a dejar las cosas en paz. Los otros lo habían advertido de que era tenaz, y ahora veía un ejemplo de ello. Aunque de puertas para afuera él era su superior, sabía que en realidad era ella la que ahora estaba al mando. —Venga, ya ha leído su historial. —Intentó no hacer caso de lo evidente. —Sí, pero quiero que usted me cuente lo que no aparece en el historial —le contestó la mujer, y él levantó la mirada y descubrió que esos ojos azules que le habían llamado la atención desde el principio eran ahora dos pálidas rendijas. —Sydney Davis era una gamberra callejera antes de entrar en la policía. — Soltó los datos que no había conocido hasta que fue destinada a la Unidad—.
Se
relacionaba
con
las
mismas
continuamente cadáveres a la oficina del forense. 20
bandas
que
envían
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—No puede haber sido tan mala, a fin de cuentas no se pueden tener antecedentes criminales si se quiere entrar en una de las academias —dijo Alex, claramente interesada. —La pillaron como menor con varias acusaciones, pero siempre fue lo bastante lista como para librarse de ellas —reconoció él—. Después de cumplir la mayoría de edad, no conseguimos acusarla de nada. No había motivos para no aceptarla en la academia. —¿Pero usted cree que sigue relacionándose con las bandas? —Era una pregunta peligrosa. Una pregunta que se vio obligado a responder con sinceridad. —No, siempre ha sido buena policía —reconoció de mala gana—. Pero se ha corrido la voz sobre su historia. Se habla en la calle y más de un agente se ha negado a trabajar con ella a causa de las insinuaciones. Asuntos Internos la vigila de cerca para asegurarse de que no la caga y a algunos de los demás no les gusta recibir tanta atención. —¿Qué pasa, es que tienen miedo de que los pillen con las manos sucias? —La pregunta estaba ahí, pero la intención no era que respondiera y el capitán lo sabía. Alex se quedó mirando al hombre y vio a una persona que estaba llegando a la flor de la vida, pero que parecía mayor de lo que era. Sabía que el capitán era parte del problema al que se enfrentaba la Unidad, pero había sido nombrado por el jefe de policía anterior antes de ser elegido alcalde, un hombre que se negaba a reconocer que había sido un error. Ella tenía la delicada tarea de volver a dar forma al equipo sin agitar mucho las aguas. —Escuche, Carner —dijo, enderezándose y directa al grano. Era conocida por su franqueza y así se mostró ahora—. Llevo aquí un mes y lo que veo 21
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es un desastre de departamento. Tiene gente buena, pero están desperdiciando su talento, así que podemos hacerlo de dos maneras. Usted puede ayudarme y de paso salvar su propio pellejo o puede hacerme la vida imposible y ponerme las cosas difíciles. Pero deje que le recuerde que me han traído aquí para hacer un trabajo y que tengo los huevos necesarios para hacerlo. No debo mi lealtad a nadie y me da igual quién caiga bajo el hacha. Lo que le pase a usted me importa un bledo, usted decide. El capitán se quedó en silencio. Sabía que era un ultimátum, y al mirar ahora a la mujer supo que enfrentarse a ella le supondría la ruina. No podía vencerla, y ponerle obstáculos en el camino cuando contaba con el apoyo
del
jefe
de
policía
era
un
suicidio
profesional.
Suspiró,
acomodándose en la silla con aire derrotado. —¿Qué es lo que quiere? —Quiero mezclar los grupos —respondió sin vacilar—. Lo que he notado sobre todo es que hay mucha tensión entre diversas parejas. Estos inspectores deben trabajar juntos, no unos contra otros. Me gusta que compitan, pero eso se ha convertido en la motivación principal de la Unidad y ha acabado con cualquier tipo de cooperación. El hombre no podía discutir sus impresiones. Él se había dado cuenta de las mismas cosas, pero no había sido capaz de cambiarlas sin enfrentarse a sus tenientes, cosa que había tenido la esperanza de evitar. Ahora se daba cuenta de que iba a ser imposible. Asintió sin decir nada y siguió escuchando.
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—Oye, Davis, ¿te has enterado de la noticia? —anunció alegremente un hombre de pelo rojo corto y rizado que se abalanzó sobre su mesa y se sentó en un borde. —¿El qué? —Sydney apartó la vista distraída del papel que estaba leyendo. El informe del forense acababa de llegar y, como había sospechado, la víctima de su caso más reciente era un tal Phu Vang Tu. Las huellas dactilares lo habían identificado. —Que te marchas. —El hombre sonrió provocativamente. —¿Qué? —Se irguió en la silla, con un miedo horrible atenazándole las entrañas. Sintió el escozor de las lágrimas en los ojos. Le encantaba la Unidad de Homicidios y deseaba desesperadamente seguir perteneciendo a ella. No quería trasladarse a otro departamento—. ¿Dónde me envían? —Pasillo adelante al Segundo Grupo. —Vance Waylins se echó a reír, y por un instante a la mujer menuda le dieron ganas de pegar un puñetazo a su colega. Éste se dio cuenta de que su broma le había sentado mal—. Lo siento, cariño, pero me he enterado por Irving. La nueva teniente te quiere en su equipo y está dispuesta a cambiar a Demco por ti. —Seguro que Messington ha dado saltos de alegría —dijo ella con sarcasmo. No había una buena relación entre el teniente y ella. Al teniente Messington no le había hecho gracia tenerla en su grupo desde el principio y no había hecho nada para fomentar su formación como miembro del mismo. Había sido más duro con ella que con los demás miembros y ella había sabido al instante que se debía a que era una mujer y, por lo tanto, el eslabón débil de su equipo. Steve Demco, por otro lado, era un buen inspector con un buen historial de casos resueltos. Además, su tasa de casos resueltos pasaría 23
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automáticamente al tablón del Primer Grupo, mientras que la de ella pasaría al Segundo Grupo. Evidentemente, a la nueva teniente no parecía preocuparle perder la apuesta. Como si respondiera a sus pensamientos, el teniente Messington abrió la puerta de su despacho y ladró su nombre. Ella miró a su colega y decidió que él iba a ser el único motivo por el que iba a echar de menos trabajar con el Primer Grupo. Cerró la puerta del despacho del teniente, consciente de que estaba detrás de su mesa esperando con impaciencia. —Han llegado órdenes de las altas instancias —dijo el hombre alto y rubio sin más preámbulos, tirando un papel sobre la mesa para que lo viera—. La nueva teniente del Segundo Grupo parece haberse encaprichado con usted y la quiere en su equipo. No puedo decir que vaya a echarla de menos. —El sentimiento es mutuo —contestó ella con brusquedad, pues había aprendido a no aguantarle esa actitud. El hombre ladraba mucho, pero ella sabía que no había conseguido hacer nada para librarse de ella, aunque lo había intentado en numerosas ocasiones. David Messington pertenecía todavía a la vieja escuela que creía que las mujeres no tenían sitio en la policía y el jefe se había empeñado en que hubiera por lo menos una mujer en cada unidad del departamento. Eso la convertía a ella en el miembro representativo para Homicidios. El hombre sonrió. A pesar de su hosco comportamiento, sentía un curioso aprecio por esta mujer menuda. Era una luchadora y eso le producía admiración, pero daba mucho trabajo y la habían ascendido por delante de otras personas más cualificadas. Ese ascenso había provocado un profundo resentimiento entre las filas y él simpatizaba con sus sentimientos. 24
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—Sí, bueno, me han dicho que la deje libre dos días y que se presente a su nueva teniente el lunes por la mañana bien temprano —dijo, y ella asintió, controlando la sensación de felicidad que tenía por este traslado. Como si notara su alegría, él hizo todo lo posible por aguarle la fiesta. Esperó a que tuviera la mano en la puerta antes de hablar—. Yo no saldría aún a celebrar su buena suerte. Marshall es muy dura y no va a pasarle cosas como he hecho yo. Usted ya no es la única mujer que hay aquí, así que se puede prescindir de usted. Que tenga un buen día. Sydney no dejó que le calaran sus palabras hasta mucho más tarde. Al principio había visto el traslado como algo positivo, pero ahora no estaba del todo segura. Se había acostumbrado a trabajar con la tensión del mando del teniente Messington, conocía al hombre y sabía qué esperar. La nueva teniente era un completo enigma. A pesar de esto, intentó alegrarse por todo el asunto y salió esa noche del trabajo dispuesta a salir unos días de la ciudad. Quería estar relajada para cuando empezara su nuevo turno el lunes por la mañana.
*
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*
*
*
Alex se reclinó en el sofá y cerró los ojos, recreándose en el silencio del piso que la rodeaba. Abrió un ojo y vio que ya eran las cinco y media y que sus padres la esperaban a cenar a las siete. Quería evitar esta velada como lo había hecho con tantas otras invitaciones, pero lo cierto era que se había quedado sin excusas. Cancelar ahora sin duda les haría pensar que no quería verlos. Suspiró y volvió a cerrar los ojos, incapaz de evitar preguntarse qué estaría haciendo ahora cierta inspectora rubia. Mierda, estás obsesionada, se reprendió furiosa. Habían pasado días y todavía no lograba dejar de pensar en la otra mujer. Sabía que era una 25
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idea ridícula. No creía en el amor a primera vista. Eso era algo inventado por los escritores y los cuentistas. No existía en la vida real. Sacudió la cabeza con fuerza como para desprenderse de esa idea y se levantó de un salto. Había estado en el despacho hasta primeras horas de la tarde y, como no tenía ganas de quedarse en su piso vacío, se había ido a correr, lo cual contribuyó a despejarle la cabeza y librarla de parte de la tensión que sentía. No necesitaba recuperarla de nuevo ahora pensando en la otra mujer. Distraída, se concentró en su familia, preguntándose si esta noche asistirían sus hermanos. Se quitó el chándal y se metió en la ducha, donde se quedó largo rato bajo la cascada refrescante, relajando los músculos doloridos. Casi podía coreografiar la velada. Si sus padres estaban tramando lo de siempre, cenarían agradablemente hablando de lo bien que iba el bufete legal de su padre. Luego, con el postre, intentarían convencerla suavemente para que dejara la policía y entrara a formar parte del bufete de la familia. Era una oferta que muchos aceptarían sin dudar, pero que ella rechazaría cortésmente como ya había hecho en numerosas ocasiones anteriores. No había nada malo en formar parte del bufete de su padre, y eso le daría la oportunidad de emplear la licenciatura en derecho que se había sacado con tanto esfuerzo mientras estaba en la policía. No, todavía no me interesa asentarme. Les diría que tal vez dentro de unos años y eso los tendría contentos durante un tiempo. Se lavó el largo pelo oscuro y luego se lo aclaró. Una vez tratado ese tema, pasarían a su segundo tema preferido. ¿Cuándo te vas a casar?, ya oía preguntar a su madre. Nunca, respondería ella por enésima vez y luego les recordaría delicadamente lo que le interesaba de verdad. Por supuesto, ellos dirían que estaba atravesando una fase. 26
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Suspiró. Bueno, ya había probado de la forma normal. Incluso se había prometido en matrimonio, pero por fortuna se había dado cuenta de su error antes de que fuera demasiado tarde. Aunque hacía pocos años que había reconocido su sexualidad, sabía que no era una fase. Al pensar eso, en su cabeza apareció la imagen de la menuda inspectora rubia y, resignada, se permitió pensar en la otra mujer durante unos minutos. No podía negar que había sentido una atracción instantánea por la menuda inspectora, pero había dos factores muy importantes en contra de cualquier relación con ella. El primero, por supuesto, era que no tenía ni la menor idea de por dónde iban los intereses de la mujer, pero, lo que era más importante, ahora era la jefa de la mujer. Pues mejor,
suspiró,
cerrando
el
agua,
saliendo
de
la
ducha y
envolviéndose el cuerpo esbelto con una toalla. Tengo que concentrarme en mi trabajo. Ahora mismo no me hacen falta más complicaciones en mi vida. Y sabía que la mujer sería una complicación. El trayecto hasta Forest Bay, donde vivían sus padres, fue tranquilo y sin demasiado tráfico. Se alegró de ver que sus hermanos también habían sido invitados, pues hacía mucho tiempo que no los veía. Además, sabía que sus padres no dirían nada delante de ellos. Como siempre, fue una velada agradable, y Alex disfrutó de la oportunidad de volver a relacionarse con sus sobrinos, a los que, como había vivido en Chicago hasta hacía pocos meses, no conocía muy bien. También se alegró de volver a ver a Christie, una vieja amiga de la universidad que había acabado casándose con su hermano. —Te hemos echado de menos —dijo de corazón la mujer rubia, abrazando a su alta y morena cuñada—. Kim nos lleva dando la lata sobre ti desde que nos enteramos de que habías vuelto a Seattle. 27
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—Sí, ya me ha regañado por no pasarme a veros. —Alex se rió por lo bajo, recordando con afecto la delicada regañina que le había echado su sobrina preferida poco antes. —Bueno, no sé por qué, pero te adora —dijo la otra mujer con un ligero tono burlón—. Se cree que eres una especie de heroína. Y lo peor es que Andrew la anima. —Ojalá no lo hiciera —dijo la mujer más alta algo incómoda—. Eso sólo empeorará las cosas cuando conozca la verdad. —La verdad. —Christie sonrió con aire burlón—. Para ella, jamás podrás hacer nada mal. Alex se sonrojó. Hacía mucho tiempo que se había dado cuenta del cariño que le tenía su sobrina, y no conseguía averiguar qué había hecho para ganarse tal adoración. Al principio se sentía cortada por ello, pero con el tiempo había llegado a aceptar el afecto, que correspondía plenamente. Al fin y al cabo, la niña era una cría encantadora y atenta. —En realidad, todo el mundo se preguntaba por qué has estado evitando a la familia —dijo la rubia, porque eran amigas desde hacía tanto tiempo que podían ser francas la una con la otra. Alex volvió a ponerse colorada. —Estaba ocupada adaptándome a mi nuevo trabajo y al piso —dijo la morena vagamente, sin mirar a la otra mujer. —Mentirosa —bufó Christie, y luego decidió ser sincera—. A mamá y papá les ha dolido mucho. Alex respiró hondo y miró con timidez al otro lado de la habitación donde estaban sentados sus padres hablando con sus otros hermanos. Sabía que
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lo que había hecho probablemente había herido a sus padres, pero de todas formas no había querido verlos. Suspiró. —Supongo que quería evitar las preguntas de siempre —reconoció de mala gana—. Estoy harta de defender mi vida ante ellos. Es muy duro. —Lo sé —asintió Christie—, pero no lo hagas más duro manteniéndote apartada. Si te molesta, díselo. Tienen que saberlo. Alex sabía que su cuñada tenía razón. Sus padres no se merecían un trato como el que les estaba dando. Sabía que podía ser peor, porque en su mayor parte habían apoyado todo lo que había hecho. Por esa razón, se quedó hasta que todos los demás se marcharon. —Qué bien que hayas venido —dijo Marie con cautela, preocupada por si ofendía a su alta hija. No habían tenido ocasión de estar a solas en toda la velada y la mujer de más edad sospechaba que la chica los había estado esquivando a propósito. —Siento haber tardado tanto —dijo la mujer más joven—, pero he estado muy ocupada adaptándome a mi trabajo y arreglando mi piso. —Podrías haberte venido a vivir aquí —dijo la mujer de más edad, pero la joven sacudió la cabeza. —Mamá, tengo más de treinta años. Tengo que vivir mi propia vida. —Sí —asintió su padre solemnemente, echando una mirada a su mujer antes de seguir—. A veces se nos olvida. Es difícil para unos padres reconocer que su hija pequeña ya es adulta y no los necesita. —Yo siempre os necesitaré, papá —protestó Alex—. Pero es que también necesito vivir mi vida a mi manera.
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—Lo comprendemos —asintió Warren, alargando la mano para coger la de su mujer—. Por eso hemos decidido no seguir interrogándote más sobre lo que haces. Nos cuesta dejarlo, pero estamos decididos a esforzarnos y aceptar la vida que has elegido. No queremos perderte. —No me vais a perder... —¿No? ¿Entonces por qué has tardado dos meses en venir a vernos? — preguntó Marie con intención, y la mujer más joven se puso colorada, mirándose las manos que tenía recogidas en el regazo. La mujer de más edad alargó la mano y se las apretó con cariño—. Sabemos que nos has estado evitando y por fin hemos comprendido por qué. Te pedimos disculpas. Nunca hemos querido hacerte daño. —Lo sé —dijo Alex en voz baja—. Yo tampoco he querido haceros daño a vosotros. —Bien —dijo Warren con firmeza, dando por terminada la conversación—. Pues a partir de esta noche, empezamos de nuevo. Estuvieron hablando un poco más, y Alex se marchó de la casa de sus padres esa noche maravillada de que la velada hubiera salido mejor de lo que se esperaba. Se preguntó por qué no había tenido el valor de hablar antes con sus padres del asunto y se dio cuenta de que era porque en muchos aspectos era una cobarde emocional. ¿No es ésa la razón de que nunca hayas podido mantener una relación?, se preguntó a sí misma con toda franqueza, y luego tuvo que reconocer que, efectivamente, ésa era la razón. Nunca había estado dispuesta a sentir el dolor que implicaba establecer una relación permanente con alguien. Suspiró, pensando una vez más que lo más fácil en su trabajo era mantenerse sin ataduras. Era menos complicado y evitaba preguntas 30
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innecesarias. Nunca había querido que la encasillaran en un estereotipo, y tal vez por eso no había reconocido su orientación sexual durante tanto tiempo, aunque se había dado cuenta de la verdad muchos años antes. Tal vez ésa era incluso la razón de que se hubiera comprometido con un hombre que apenas le gustaba. Desde luego, eso había acabado con cualquier rumor sobre su orientación sexual. Si fueras sincera, reconocerías que ésa fue la única razón de que te comprometieras. Sí, asintió en silencio. Ésa había sido la única razón. Nunca había tenido intención de casarse con Barry. Lo había usado, pero sólo sintió una leve punzada de culpabilidad, pues sabía que el hombre se había dejado usar. Sacudió la cabeza y se concentró en la carretera. Di la verdad. Has entrado en el Cuerpo de Policía de Seattle para estar más cerca de tu familia y para intentar encontrar lo que sabes que falta en tu vida. Era la verdad, y la decisión se había producido tras una amarga pelea con una ex amante, una mujer con la que había entablado una relación, pero a quien no había dedicado la menor energía emocional. La ruptura fue dura y las frías palabras que habían terminado la relación la hicieron pensar. Si había una cosa que agradecía de la relación era que la mujer le había abierto los ojos a unas cuantas verdades. Sin embargo, no sabía por dónde empezar, y cada vez que se ponía a pensar en cómo cambiar, volvía a ese mismo estado frío y sin emociones que le resultaba cómodo. Un estado en el que podía evitar sentir dolor. Con cada persona que conocía, encontraba un motivo para no entablar una relación.
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Había evitado a sus padres casi por la misma razón. Era más fácil no verlos que ver el daño que negaban, pero que no eran capaces de disimular. Bueno, esta noche tal vez eso haya cambiado. Intentó ser positiva. Lo cierto era que el recibimiento de sus padres no había sido como se esperaba, y si creía lo que habían dicho, entonces sabía que estaban intentando cambiar de verdad. Si ellos hacían un esfuerzo, entonces era evidente que a ella le correspondía intentarlo también, aunque sabía que no iba a ser tan sencillo como pedir un deseo. Por alguna razón, la imagen de cierta rubia volvió a surgir en su cabeza, haciéndole compañía durante el resto del trayecto a casa.
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Capítulo 2
Sydney volvió al trabajo el lunes por la mañana sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Había aprovechado bien esos dos días libres para viajar a Vancouver, Canadá. Allí se había divertido y se había librado de sus inhibiciones. El sexo no había sido gran cosa, pero había contribuido a aliviar parte de la tensión que sentía. Normalmente no mantenía líos fugaces, y su compañera había insinuado intentar una relación más profunda, pero ella no estaba preparada para una relación permanente y menos a larga distancia. Sí, Vancouver sólo estaba a cuatro horas en coche o a un corto vuelo de avión, pero la otra mujer no le interesaba lo suficiente como para hacer ese tipo de esfuerzo. Por el momento, no quería atarse a nadie. Había sido lo que había sido, un rollo de una noche. Esa mañana se esperaba una entrevista individual con la nueva teniente, pero se sorprendió al ver a todo el Segundo Grupo congregado en la sala de reuniones. Sydney se deslizó en un asiento en el extremo más alejado de la mesa y miró por la pequeña estancia, viendo los rostros conocidos y dándose cuenta por primera vez de que ella no era la única cara nueva de a bordo. Además de ella, estaba Norman Bridges, un viejo veterano del Tercer Grupo, así como un tipo nuevo llamado Roy Howard, quien, según averiguó más tarde, venía de Antivicio. También estaban Max Armstrong, que llevaba cinco años en el grupo, y su compañero de siempre, Milt Jabonski, un polaco que, recordó con una sonrisa, tenía una colección inagotable de parientes que siempre parecían brotar por todas partes.
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Estaba Keith Bettman, un agente con el que había trabajado en una ocasión cuando era patrullera y que hasta hacía poco había estado en el Tercer Grupo. Por fin, estaba Steve Reynolds, un tipo cómico que tenía fama de gastar bromas pesadas. Se habían ido Stu Burbaker, John Hollings y Steve Demco. A excepción de Demco, que tenía una tasa de casos resueltos aceptable, los otros eran pesos muertos. A Sydney le causó buena impresión la mezcla de personalidades que había reunido su nueva jefa. Todos eran individuos simpáticos cuya fachada relajada ocultaba una dedicación a su trabajo que pocas personas reconocían. Era evidente que la teniente había mirado por debajo de la superficie. Al pensar eso, se volvió para mirar a la otra mujer, y al instante sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho al ver a la alta belleza. Alex Marshall tenía una presencia formidable que se debía a algo más que a su estatura, que Sydney calculó que sobrepasaba el metro ochenta. No, había algo en su seria actitud que le decía a todo el mundo que venía a trabajar y que no iba a tolerar nada que no fuera un cien por cien de esfuerzo por parte de todos. La teniente estaba de pie en la parte de delante de la sala, con los brazos cruzados. Iba vestida con pantalones de pinzas negros, un jersey de cuello alto y una chaqueta a juego. Tenía un aspecto muy imponente, pero Sydney sintió un escalofrío de inexplicable excitación por todo el cuerpo. Alex estudió al pequeño grupo atentamente. Su grupo contaba con muy poco personal, y a muchos de sus miembros se los acusaba de bajo rendimiento, pero había visto algo en cada inspector durante el mes y medio que llevaba observando el departamento. Corría un riesgo al formar su grupo con lo que los demás tenientes consideraban una panda de inadaptados, pero estaba decidida a hacer que funcionara. Respiró hondo y empezó. 34
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—Muy bien, no creo que necesitemos presentarnos, porque me parece que ya se conocen todos y creo que todos saben ya quién soy yo, pero para que podamos
prescindir
desde
el
principio
de
todos
los
rumores
y
malentendidos, les hablaré un poco de mí misma —dijo enérgicamente, incluyendo a todo el grupo con una sola mirada firme—. Tengo treinta y cuatro años y soy policía desde hace trece, cinco de los cuales fueron en la Unidad de Homicidios de Chicago, así que cuando hablo con ustedes, sé de qué estoy hablando. —Hizo una pausa, dejando que sus ojos azules recorrieran la estancia y advirtiendo encantada que todos estaban absolutamente pendientes—. En segundo lugar, mi padre es Warren Marshall, que es amigo del alcalde Taylor y del jefe de policía Ford, pero... —Hizo
una
pausa
para
dejar
que
sus
palabras
calaran—.
Mi
nombramiento, aunque parezca político, se ha hecho con la mejor de las intenciones. No, no me acuesto ni con el jefe ni con el alcalde, así que si alguno de ustedes quiere probar suerte con ellos, adelante. El pequeño chiste tuvo el efecto deseado, pues hizo reír nerviosamente al grupo y alivió la tensión que había estado llenando la sala. Por un instante, incluso se permitió un amago de sonrisa en los labios. Pero desapareció tan deprisa como había aparecido y cuando volvió a hablar, su tono era serio. —Me da igual cómo hayan hecho las cosas antes, pero a partir de ahora las vamos a hacer a mi manera... y para que lo sepan, no juego a los favoritismos y no me quedo con trabajadores no productivos. Quiero resultados y me da igual cómo los obtengan, siempre y cuando no violen la ley. Hubo una pausa y echó otra mirada general por la sala, posando los ojos por un instante en la menuda inspectora rubia que hasta entonces había evitado. Dios, pero qué guapa es. La idea se le pasó por la cabeza y apartó la mirada bruscamente. 35
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—Voy a formarlos por parejas. Por desgracia, como estamos escasos de personal, eso quiere decir que alguien se va a quedar desparejado, pero a pesar de eso espero que todos nos esforcemos y trabajemos juntos. Cualquiera que no esté dispuesto a trabajar en equipo se irá. —Hizo una pausa y miró a cada rostro individual—. Bettman y Reynolds, Armstrong y Jabonski, Bridges y Howard, esos son sus equipos. Davis, usted estará sola por ahora. Sydney no sabía si eso era una bendición o una maldición. Advirtió las miradas divertidas y compasivas que le echaban varios de sus colegas y se preguntó si la había escogido por alguna razón. No le hacía ninguna gracia pensar que la nueva teniente pudiera tener tantos prejuicios como el anterior. —Todos los lunes después de nuestros turnos, tendremos una reunión de equipo donde pondremos en común toda la información que tengamos sobre los casos que en ese momento estén en rojo en el tablón. ¿Alguna pregunta? —Alex miró por la sala, pero nadie parecía dispuesto a decir nada, pues todos habían decidido esperar a ver qué pasaba—. Pues muy bien, salgamos ahí fuera a resolver algún caso. —Los despidió a todos salvo a la otra mujer—. Davis, ¿puede quedarse un momento? Sydney volvió a sentarse, frotándose nerviosa las palmas de las manos en los pantalones oscuros mientras los demás salían por la puerta. Miró a la otra mujer, que cruzó la sala con indiferencia y se sentó en el borde de la mesa de reuniones. Por un momento, sus ojos se encontraron e intercambiaron un destello de algo invisible pero eléctrico. —Dejarla sola no es un castigo. —Alex notaba la preocupación de la inspectora y se apresuró a tranquilizarla. Su voz se hizo más suave—. He leído su historial y conozco el motivo de que la ascendieran a Homicidios. Es usted buena policía, pero todavía no está a la altura que promete. 36
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Sydney fue a protestar, pero la teniente ya había levantado la mano. Era como si supiera lo que estaba a punto de decir la inspectora. —Sé que no ha recibido mucha ayuda. El teniente Messington es un machista, pero no piense ni por un momento que porque somos del mismo sexo y aquí estamos en franca minoría, voy a ponerle las cosas más fáciles que a los demás. —No iba a pedir ningún favor —dijo la rubia bruscamente y entre dientes. Había creído por un momento que por fin podía haber encontrado a una amiga en la Unidad, pero ahora se replanteó esa idea. —Bien. —Alex asintió secamente—. Como he dicho, usted es buena policía y creo que tiene la capacidad para llegar a ser una gran inspectora de homicidios. Messington no le ha dado muchas oportunidades de demostrar lo que vale. Bueno, pues yo estoy dispuesta a hacerlo. Para ello, quiero que acuda a mí siempre que necesite ayuda. No tiene compañero, de modo que extraoficialmente voy a estar disponible para ayudarla si no hay nadie más. ¿Quiere comentar algo? Sydney dijo que no con la cabeza. Estaba demasiado aturdida para hablar. De una sola tacada, la mujer había alabado su talento y había insinuado que lo estaba desperdiciando. Miró a la teniente, atraída por la intensidad de esos ojos azules. Por alguna razón, la idea de trabajar con esta mujer de repente no le pareció tan desagradable. —Bueno, ¿ha recibido alguna comunicación de la oficina del forense sobre la víctima de la que se ocupó usted la otra noche? —El brusco cambio de tema casi pilló a Sydney desprevenida. —Sí —asintió la rubia, contenta de hablar de un tema que conocía—. Nuestra víctima era un tal Phu Vang Tu, que se relacionaba con los
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Pequeños Dragones, una pequeña banda cuyo territorio está cerca de Chinatown. —Entonces es lógico suponer que el resto de sus conclusiones también pueden ser ciertas —dijo Alex con energía, levantándose—. Le sugiero que coja a otro inspector y vaya al barrio para entrevistarse con los chicos de los Sangres. A ver qué le pueden decir. Sydney asintió, y luego siguió a la mujer más alta a la sala de inspectores. Sin decir nada más, la teniente desapareció en su despacho mientras la mujer más menuda regresaba a su mesa. Atrapó a la primera pareja de inspectores que encontró. —Vamos, chicos, necesito que alguien venga conmigo a visitar a los Sangres. —Los dos hombres asintieron, pero por su expresión supo que la idea no les hacía gracia.
*
*
*
*
*
Alex se acomodó detrás de su mesa, posando los ojos en la rubia y observando cuando la mujer más menuda atrapó a los inspectores Armstrong y Jabonski y se los llevó de la sala. Estaba ahí, se dijo. Lo he sentido. Pero al mismo tiempo sabía que estaba loca por pensar siquiera en esa posibilidad. Si por algún milagro tenían una relación, tendrían que tener cuidado para que su carrera profesional no se viera en peligro. Sacudió la cabeza, dándose cuenta de que era una locura planteárselo siquiera, pero por alguna razón no conseguía librarse de la idea. Tendría que hablar de ello con Christie, pues estaba segura de que su cuñada enfocaría el tema con sentido común.
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Daba la casualidad de que ese mismo día había quedado para comer con la otra mujer. Se conocían desde que estudiaban en la universidad y entre ellas no había nada tabú. Incluso cuando vivía en Chicago habían mantenido una estrecha relación. Christie era una de las pocas personas que Alex consideraba una amiga. Era la primera persona a quien la teniente había confesado su sexualidad. La rubia miró a su morena acompañante sentada al otro lado de la mesa, incapaz de disimular la risa. Alex era probablemente la mujer más segura de sí misma que conocía y sin embargo, la mujer nerviosa que tenía sentada delante no se parecía en nada a la amiga que recordaba. Tenía algo distinto, algo inusual. —¿Qué te pasa? —dijo al cabo de un rato. Habían terminado de comer y ahora estaban con el postre. Aunque la morena había escuchado y conversado durante toda la comida, Christie tenía la clara impresión de que la otra mujer tenía algo en la cabeza. —¿Qué quieres decir? —Alex se quedó algo sorprendida por la percepción de su cuñada. —Vamos, Alex, te conozco desde la universidad, sé cuándo hay algo que te preocupa —la reprendió la otra mujer con un leve tono de burla. Alex se quedó callada un momento, pensando en lo que iba a decir. —¿Tú crees en el amor a primera vista? —La pregunta sorprendió a la rubia. —Sí, supongo. —¿Te enamoraste de Andrew la primera vez que lo viste? —quiso saber Alex.
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—No... —Christie movió pensativa la cabeza—. Yo no diría que fue amor a primera vista. Me gustaba, eso sin duda. Me gustaba muchísimo, pero no supe que quería casarme con él hasta la tercera vez que quedamos para salir. —Cosa que fue qué, ¿la tercera vez que lo veías? —fue el sarcástico comentario, y la rubia tuvo la decencia de sonrojarse. —Bueno, sí, ¿pero a qué viene todo ese interés por nuestro noviazgo? —He conocido a alguien —confesó Alex con un suspiro—, y no sé qué hacer. Esperaba que pudieras meterme un poco de sentido común en la cabeza. Christie se quedó algo sorprendida ante esta confesión. Aunque su cuñada había salido del armario pocos años antes, sabía que Alex todavía era relativamente novata en materia de ligues. La morena había salido con varias mujeres, pero como ella misma decía, era evidente que eran homosexuales, y las que se lo habían pedido habían sido ellas. Al saber que su cuñada estaba interesada en alguien sintió una punzada de celos. —¿Es lesbiana? —No lo sé —reconoció Alex a regañadientes—. Creo que podría ser. —Pues lo primero que tienes que hacer es averiguar si lo es —le aconsejó la rubia pacientemente—. Luego averigua si está con alguien. Dios, me siento como una adolescente, pensó Alex, y no como una mujer adulta en la treintena. —Creo que era mucho más fácil con los tíos —reconoció tristemente.
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—Eso es porque ellos llevaban la voz cantante —dijo Christie con una carcajada contenida—. No creo que funcione de la misma manera cuando se es homosexual. —No —suspiró Alex. Había dado por supuesto que ahora todo sería más fácil, pero ahora que sabía que daba igual cuál fuera la orientación sexual, estaba claro que ligar era difícil sin más. —¿Dónde la has conocido? —preguntó su acompañante con curiosidad. Sabía que su amiga no frecuentaba los bares homosexuales, preocupada por su reputación y su carrera. —En el trabajo —confesó la morena, y su acompañante soltó un silbido—. Es otra agente. —Caray, chica, ¿estás segura de que quieres seguir adelante con esto? — dijo Christie muy seria—. Alex, si no sale bien, podrías tener muchos problemas. La morena conocía el riesgo que correría. Había oído suficientes cosas a lo largo de los años para saber que los casos de acoso sexual en el lugar de trabajo eran un tema en auge. Era algo que tenía que plantearse seriamente antes de dar ningún paso. —Conozco los peligros. —Suspiró, preguntándose si merecía la pena hacer el esfuerzo, sobre todo ahora que tenía tantas cosas a las que enfrentarse. —Pues lo único que te puedo decir es que tengas cuidado —le advirtió su cuñada—. No querrás echar a perder tu vida por un simple revolcón. Christie siempre había sido muy directa y ésa era una de las cosas que más le gustaban a Alex de ella. Eso y el hecho de que nunca había
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flaqueado en su apoyo y su amistad, incluso cuando Alex salió del armario. Sonrió. —Ya sabía yo que me harías entrar en razón. —Alex se rió suavemente, pero la rubia no se dejó engañar. Christie sabía que si la otra mujer había mencionado siquiera el asunto era porque era importante, pero no la presionó, pues sabía que su cuñada continuaría con la conversación cuando estuviera preparada.
*
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*
*
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Sydney no estaba teniendo un buen día. Su visita a los Sangres al principio de la semana no había dado ningún fruto nuevo. Los pandilleros se habían negado a cooperar y a contestar sus preguntas. Se había ido más frustrada de lo que creía posible y, abatida, supo que la muerte de Phu Vang Tu seguramente se quedaría en tinta roja. Era viernes por la tarde y estaba sentada a su mesa, reflexionando sobre la falta de pruebas y mecanografiando un informe, cuando se le pusieron de punta los pelos de la nuca. Era una sensación extraña, pero supo por instinto que la teniente estaba detrás de ella. La sospecha quedó confirmada casi de inmediato cuando la mujer se puso al lado de la mesa, apoyándose tranquilamente en ella con los brazos cruzados. No había hablado con la mujer alta desde la reunión del lunes por la mañana, evitando inconscientemente cualquier contacto. Se habían cruzado en los pasillos y se habían saludado, pero aparte de eso, no habían hablado. A pesar de eso, no había dejado de notar intensamente la presencia de la morena. —¿Cómo va todo?
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Tras su conversación con Christie, Alex se había prometido a sí misma mantenerse alejada de la mujer más menuda, temerosa de la dirección que podían tomar sus sentimientos. Sin embargo, al cabo de cinco días de mirar disimuladamente a la rubia inspectora, le resultaba imposible mantener las distancias. —No muy bien —reconoció Sydney, echándose hacia atrás en la silla y mirando a la mujer alta. Era profundamente consciente de lo cerca que estaba la teniente, y el corazón le empezó a latir con más fuerza. Enfocó la vista en el ordenador que tenía delante—. Nadie quiere decir nada. Nadie habla. —¿Y la familia de Phu Vang Tu? —Tiene una abuela que no habla inglés y un tío que está cumpliendo dos años de condena por robo en una cárcel del estado —fue la solemne respuesta. —¿Quién se ocupa de los detalles del entierro? —Nadie ha reclamado el cuerpo todavía. Le dije al forense que me llamara cuando les comunicaran dónde enviar el cuerpo —contestó Sydney—. Tengo pensado volver a Chinatown y hablar otra vez con los Pequeños Dragones. Su líder extraoficial, Van Phan, ha estado fuera del país, visitando a unos primos en Vancouver. A lo mejor él me puede dar una pista sobre lo que ha ocurrido. —Parece buena idea, si necesita ayuda, dígamelo. —Alex asintió y luego señaló el tablón con la cabeza—. ¿Y los otros? Sydney sabía que la teniente se refería a los otros dos nombres escritos en rojo. No sabía qué decir, porque se había quedado atascada en la
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investigación de esos casos. Creía que había cubierto todos los ángulos posibles, pero no había surgido nada. —Nada —reconoció a regañadientes—. Me he devanado los sesos pensando en ellos. Sé que se me escapa algo, pero no logro descubrir qué es. Alex abrió la boca, preparada para ofrecer su ayuda, cuando sonó el teléfono. Sydney se quedó mirándolo un momento antes de responder, temiéndose que pudiera ser otro aviso. Miró furtivamente a su alrededor. En la sala de inspectores sólo estaban Bridges y Howard, los demás ya habían salido por avisos o por asuntos diversos del departamento. —Aquí
Davis
—ladró
prácticamente
en
el
auricular,
escuchando
atentamente antes de ponerse a tomar notas en el cuaderno que tenía al lado del ordenador—. Vale, voy para allá. —¿Un aviso? —Sí, han encontrado un cuerpo entre Elm y Worchester en el distrito del Valle —asintió Sydney, y vio que Alex se erguía. —Bridges, Howard, Davis tiene un aviso, quiero que ustedes la acompañen —dijo la teniente con decisión y los dos hombres asintieron. Sydney levantó la mirada y descubrió que la mujer alta la estaba mirando—. Voy con usted, si no le importa. Alex sabía que era una decisión impulsiva, pero todavía no estaba dispuesta a dejar la compañía de la otra mujer. Sabía que era una locura. Tenía un montón de papeleo que necesitaba acabar y varias llamadas que hacer a diversos jefes de departamento. No tenía tiempo para correr por la ciudad respondiendo a un aviso. Pero ahora que había tomado la decisión, no había forma de echarse atrás.
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—Voy a coger mi chaqueta —murmuró Alex, y corrió a su despacho en busca de la mencionada prenda. Sydney se limitó a asentir, sin saber qué decir. Por una parte estaba emocionada por la idea de ir acompañada de la morena, pero por otra le espantaba la idea de tener a su jefa observando por encima de su hombro. Sin embargo, a los pocos minutos corrían por las calles en uno de los abollados pero resistentes coches grises de la comisaría. Era mediodía y el tráfico estaba en su peor momento. La dirección del parte estaba en una zona residencial de clase media. Una zona donde no recibían muchos avisos, y los que recibían no eran por lo general nada más grave que entradas en las casas o coches robados. Sydney sabía que estaba siendo observada, por lo que tomó el mando de inmediato. Como responsable del caso, tenía que asegurarse de que todo se hacía como era debido. En cuanto entró en el círculo de patrulleros, se dio cuenta de éste era un caso que no quería llevar. El aviso no le había dado ninguna información sobre el caso salvo que habían encontrado un cuerpo. Se sintió fatal al descubrir que la víctima era un niño blanco de entre siete y diez años de edad. Tenía marcas oscuras alrededor del cuello y la ropa arrugada, con los botones mal abrochados o arrancados. Se hizo un silencio casi total mientras contemplaba aquel rostro inocente. La investigación del asesinato de un niño era tal vez una de las tareas más difíciles que se le podía pedir a un inspector, y aunque Sydney quería darse la vuelta y salir corriendo, sabía que era importante dejar de lado sus propios sentimientos. Respiró hondo, reprimiendo sus emociones y concentrándose en el trabajo.
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—¿Quién lo ha encontrado? —preguntó bruscamente, convencida ya de que probablemente se trataba de un crimen sexual. —Una mujer que paseaba a su perro —dijo el sargento al mando, dando un paso al frente. Al contrario que en otros escenarios de un crimen, aquí no habría ninguno de los chistes morbosos de costumbre. La muerte de un niño no tenía nada de divertido—. Estaba hecha polvo, por lo que la envié a comisaría en uno de los coches. Sydney asintió, mirando a su alrededor, antes de volver a mirar al patrullero. No reconoció su cara, pero le sonaba el nombre que aparecía en su placa. —Sargento Charles, quiero que divida a sus hombres por parejas y que hagan un interrogatorio casa por casa. Quiero saber si alguien oyó o vio algo —ordenó, y el hombre asintió—. ¿Quién fue el primero en llegar? —Yo. —Un veterano canoso vestido de uniforme dio un paso al frente. —Bien. Quiero que escriba todo lo que recuerde desde el momento en que llegó aquí hasta que llegamos nosotros. ¿Hay algún colegio o centro de día en esta zona? —Hay un colegio de primaria a unas cinco manzanas de aquí. —El patrullero señaló con el pulgar en una dirección. —Vale. —Sydney miró el reloj y luego a los dos inspectores de su grupo que acababan de llegar—. No son más que conjeturas, pero Norm y Roy, quiero que vayáis al colegio y veáis si ha faltado alguien a clase, por enfermedad o por lo que sea.
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Los dos hombres asintieron, y el inspector más veterano se detuvo un momento para mirar bien la cara del niño muerto antes de llevarse a su compañero. —Vale, los demás, quiero que empiecen a registrar el perímetro. —¿Qué buscamos? —preguntó un joven patrullero. —Cualquier cosa que parezca fuera de lo habitual, por pequeña que sea. — Sydney se quedó pensando—. Qué demonios, busquen cualquier cosa, una mochila, una bolsa de almuerzo, unas zapatillas de deporte... lo que sea. Los hombres asintieron y luego se dispersaron para emprender sus tareas individuales. Muchos sabían que iba a ser un día muy largo, pero ahora su prioridad era encontrar al asesino de este niño. Metódicamente, la joven inspectora se puso un par de guantes de látex y se inclinó para examinar al niño. Un vistazo al cuerpo y Sydney supo que el niño estaba muerto antes de que lo tiraran con descuido de un vehículo. La piel estaba fría, pero no lo suficiente para que hubiera empezado el rigor mortis, lo cual era buena señal e indicaba que el niño no llevaba allí mucho tiempo. No tenía contusiones en la cara y ninguna otra marca en el cuerpo. Tendría que ser el forense quien le dijera cuál era la causa de la muerte, aunque sospechaba que ya lo sabía. El lugar estaba sumido en un silencio poco habitual y los agentes se movían casi sin hacer ruido, completando sus tareas. Apareció Janice para tomar fotografías, pero al contrario que en la ocasión anterior, no hubo burlas ni bromas. Era como si todos supieran que hacer otra cosa que no fuera concentrarse en el niño muerto sería un sacrilegio.
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Alex se quedó aparte y observó en silencio mientras los inspectores y los agentes se ocupaban de las tareas que tenían asignadas, satisfecha de dejar que la joven inspectora siguiera al mando. Casi lamentaba su apresurada decisión de acompañar a la rubia sargento, pues la escena le traía demasiados recuerdos de su propia época como inspectora. Era una ciudad diferente con rostros diferentes, pero la crueldad era la misma. Concentró su atención en la mujer menuda que ahora estaba inclinada sobre el pequeño cuerpo, examinando su ropa atentamente. Veía la emoción, rondando bajo la superficie, y admiró el hecho de que a pesar de todo la inspectora todavía fuera capaz de sentir. —¿Qué opina? —preguntó en voz baja, acuclillándose al otro lado del cuerpo inerte. La otra mujer levantó la vista y por un instante Alex vio las lágrimas que inundaban esos ojos verdes. —No lo sabré hasta que regresen Bridges y Howard —fue la apagada respuesta—. Pero sí sé que el cabrón que ha hecho esto no se va a escapar. —Asegúrese de ello —dijo la teniente con suavidad—, porque cuando la prensa se entere, va a haber mucha presión. —Por el amor de Dios, ¿es que sólo sabe pensar en las ramificaciones políticas de todo? —Sydney dejó que se le escapara el estallido de rabia y sus ojos verdes soltaron un destello peligroso. —No estaba pensando en la política —replicó Alex con calma, sin ofenderse por el estallido, aunque las duras palabras le escocían—. Estaba pensando en la familia del niño. Sin decir nada más, la mujer se irguió y se alejó. Sydney maldijo por lo bajo y supo que debía disculparse, pero no pudo hacerlo. Cerró los ojos y 48
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respiró hondo, dándose cuenta de que iba a tener que conservar la calma y la concentración si esperaba resolver este crimen. Sin hacer caso de todo lo demás, se concentró en el cuerpo. Ya había caído la tarde cuando se sintió la bastante segura como para dejar el cuerpo en manos del agente forense que esperaba pacientemente. Se había registrado el lugar a conciencia y se había hecho un interrogatorio por las casas cercanas, pero nada de todo ello había destapado ninguna pista. Se quedó mirando con una sensación de impotencia mientras metían a la víctima en una bolsa y luego en el furgón del servicio judicial. Esa frustración fue en aumento al regresar a comisaría. Se sentó a su mesa y contempló la pantalla del ordenador en busca de alguna pista. La visita de los inspectores Bridges y Howard al colegio de la zona no había revelado nada sobre la identidad del niño, pues todos los alumnos estaban presentes ese día. Un repaso a la lista de niños desaparecidos de la zona no había dado fruto, por lo que envió su propio informe a todos los cuerpos de policía del estado. Luego mandó una notificación a los estados vecinos e incluso envió un aviso a las autoridades canadienses de la Columbia Británica, al otro lado de la frontera. Seguía en su mesa mucho después de haber terminado su turno, leyendo los informes y marcando números.
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*
Ya era tarde cuando Alex por fin cayó en la cuenta de la hora que era. Se pasó una mano cansada por el pelo oscuro y recogió su mesa. La sala de inspectores estaba vacía salvo por el personal de limpieza y una mujer rubia que al parecer estaba pegada a la pantalla de su ordenador. Se puso la chaqueta y cerró en silencio su despacho. 49
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—Hola, ¿cómo va? —preguntó suavemente, colocándose al lado de la inspectora y escudriñando la pantalla—. ¿Alguna pista? —No —reconoció Sydney con tristeza, sintiéndose incómoda al recordar sus duras palabras de esa mañana. Se echó hacia atrás en la silla y por primera vez notó el leve y agradable perfume que rodeaba a la mujer alta. Levantó la mirada con timidez, intensamente consciente de lo cerca que estaba la otra mujer—. He enviado avisos de personas desaparecidas a todas las agencias del estado. Ahora es cuestión de esperar a ver si surge algo. —¿Le ha dicho el forense cuándo puede tener un informe preliminar? —Han dicho que me pase mañana —contestó la mujer más baja. —Vale, pues no se quede hasta muy tarde —dijo Alex, y se volvió para marcharse. Sydney vio que la mujer empezaba a irse y actuó movida por un impulso repentino. —¿Teniente? —Mmm. —La alta morena se volvió para mirarla con esos penetrantes ojos azules. —Yo... quería disculparme por mi comportamiento de esta mañana. — Sydney se tragó el nudo que tenía en la garganta. Estaba nerviosa y súbitamente desesperada por el perdón de esta mujer. No sabía por qué, pero quería caerle bien a esta mujer. Era una idea extraña, porque por lo general no le importaba lo que pensara la gente. —No se preocupe. —Alex desechó la disculpa como si no tuviera importancia. Lo cierto era que las duras palabras de la mujer le habían
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hecho mucho daño—. Es fácil alterarse, sobre todo cuando se está ante el cadáver de un niño asesinado brutalmente. —Gracias, se lo agradezco. —La inspectora tuvo una inmensa sensación de alivio—. Nos vemos el lunes. Alex asintió y se volvió de nuevo para marcharse, pero dio sólo dos pasos y se detuvo. Sabía que la idea era una locura, pero no podía quitársela de la cabeza. Se armó de valor y dio un salto arriesgado. —Escuche, no sé usted, pero yo no he comido nada desde el almuerzo y en casa tengo la cocina vacía. ¿Le gustaría cenar algo? La invitación fue tan inesperada que Sydney estuvo a punto de caerse de la silla. En vista de lo que había ocurrido en las últimas doce horas, lo último que se esperaba era una invitación a cenar por parte de su jefa. Sintió que se le quedaban los pulmones sin oxígeno y que se le aceleraba el corazón. En silencio, se recordó a sí misma que debía respirar. —Si tiene otros planes, lo comprendo. —Alex se sentía como una completa idiota. Era evidente por la expresión de la inspectora que la mujer no sabía qué pensar—. Que pase buena noche. —No. —Sydney saltó de la silla, tirándola con fuerte estrépito, y la mujer alta la miró con cierta diversión mientras recogía apresuradamente el mueble del suelo—. Yo tampoco tengo nada en la nevera. Me gustaría comer algo. —Bien. —La teniente sintió un inmenso alivio, pero no dejó ver ninguna de sus emociones—. Conozco un pequeño restaurante italiano muy bueno que no está muy lejos de aquí. ¿Prefiere ir andando o en coche?
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—Si está cerca, podríamos ir andando —propuso Sydney, poniéndose a toda prisa la cazadora, temerosa casi de que la otra mujer cambiara de opinión. Caminaron juntas por el edificio y salieron por la puerta principal. —A lo mejor deberíamos coger un coche —dijo Alex cuando salieron a la noche—. No me había dado cuenta de que las calles estaban tan oscuras. —Vamos, en esta parte de la ciudad prácticamente no hay crímenes. —La rubia inspectora sonrió, sintiéndose absurdamente feliz a pesar del lúgubre día que acababa de tener—. ¿Quién sería tan tonto de atacar a dos guapas polis de homicidios? Guapas, oye, pensó la teniente con regocijo, pero al hablar su tono era simplemente humorístico. —Alguien que no sepa que somos polis. —Bueno, sí, siempre puede ocurrir eso... pero con el día que he tenido, no me vendría mal un poco de ejercicio. —Y para recalcar lo que decía, la mujer más baja entrelazó los dedos y estiró los brazos para hacer crujir los nudillos. —¿Cree que podría protegernos? —preguntó la mujer alta con cierta diversión, al ver que su acompañante estaba prácticamente dando botes. —Por supuesto —contestó Sydney, y luego hizo unos movimientos de lucha. Sabía que estaba flirteando, pero no lo podía evitar. —Muy bien, confío en que me defienda —dijo Alex con una risa amable, contenta con la idea—. Pero si nos atracan y mi reputación queda por los suelos, la haré a usted responsable. —Haré todo lo que esté en mi mano para que eso no suceda. —La rubia se inclinó galantemente, sintiéndose un poco culpable por la alegría que 52
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sentía. Había tenido un día muy duro y necesitaba descansar un poco de la tensión de su trabajo. Además, estaba en compañía de la mujer más guapa que había conocido en su vida. El restaurante estaba a varias manzanas de distancia y su trayecto transcurrió sin incidentes. Era un restaurante acogedor y había una vela en medio del mantel de cuadros rojos que cubría cada mesa. Eligieron un reservado de la pared del fondo. —¿Le apetece compartir una pizza? —dijo Alex para iniciar la conversación cuando la camarera les hubo dejado unos vasos de agua y las cartas en la mesa. Tras la primera acometida de conversación humorística, se habían quedado en silencio. —Me parece bien —asintió Sydney, y justo en ese momento le rugió el estómago. Ahora mismo habría aceptado lo que fuera. —¿Cómo la quiere? —La pregunta hizo sonreír cohibida a la rubia. —Me vale cualquier cosa —dijo la joven inspectora, encogiéndose de hombros, esperando no tener que dar una respuesta sincera. —Yo como casi de todo —dijo Alex con intención—. ¿Qué quiere? —Normalmente pido carne, cebolla, pimiento verde y piña —confesó Sydney de mala gana, y su acompañante enarcó una ceja bien perfilada. —He dicho casi de todo. La mujer más menuda se sonrojó. —Podemos pedir una simple pizza de queso. —Es broma. —Alex se rió de nuevo—. Esa combinación me parece bien. 53
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La rubia inspectora no sabía si creer a su acompañante hasta que regresó la camarera y tomó nota de su pedido. Se volvió a hacer el silencio mientras bebía un sorbo de agua, moviendo los ojos nerviosa por la sala. Intentaba mirar a cualquier parte menos a su acompañante sentada al otro lado de la mesa, pensando en cómo se habían transformado las facciones de la mujer con esa sonrisa. —No tiene por qué estar nerviosa —dijo Alex con tono tranquilo, al percibir la incomodidad de la otra mujer—. Cuando dejo la comisaría, mi trabajo se queda allí. No está a prueba. Sydney miró a la mujer y por un instante los ojos azules y verdes se encontraron. Sintió que se le aceleraba el corazón. La joven inspectora tuvo la clara impresión de que estaba a prueba, pero por un motivo totalmente distinto. Se armó de valor. —¿Por qué me ha pedido que cene con usted? O sea, hoy no la he tratado muy bien. La pregunta directa pilló a Alex desprevenida, pero no mostró ninguna emoción. Podría haber dicho la verdad, pero no creía que ninguna de las dos estuviera preparada para eso. Tenía la sensación interna de que iban a tener una relación. No sabía por qué lo sabía, era un conocimiento instintivo. Además, le había gustado la forma en que la mujer más baja había flirteado con ella. En silencio, se obligó a ser paciente. Esto era algo que no quería fastidiar por ir demasiado deprisa. —Me gusta conocer a las personas que trabajan para mí en un ambiente más social —replicó con calma—. Me ayuda a saber cuáles son sus puntos fuertes y débiles. Así puedo utilizarlos sacando el máximo de su capacidad.
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—Así que esto no es más que una oportunidad para usted de analizarme. —Las palabras salieron de su boca antes de que pudiera detenerlas. Sydney vio el destello de dolor en los ojos azules antes de que cayera el telón, tapando cualquier emoción que pudiera sentir la mujer. No conseguía explicar su brusca reacción. No sabía qué clase de respuesta estaba buscando, salvo que era otra cosa. Por un momento se había permitido imaginar que la otra mujer estaba interesada en ella como mujer y no como agente de policía. Seguro que es hetero, decidió, no muy contenta con la idea. —Lo siento —se disculpó Alex, momentáneamente confusa. —No, soy yo la que tiene que disculparse. —Sydney se podría haber dado de bofetadas—. No debería haber dicho eso, ha sido una grosería. —No, ha sido franca —dijo la teniente con tono apagado, mirándose las manos, que estaban juntas sobre la mesa—. No es usted la primera persona que me acusa de ser demasiado clínica. —Y a mí me han acusado con razón de ser una bocazas. —Sydney suspiró, tratando desesperadamente de pensar en una forma de arreglar las cosas—. Escuche, lo siento, me doy cuenta de que probablemente quería tener una cena tranquila y relajante. Debería irme. La rubia cogió su chaqueta, que había embutido en el rincón de la pared. No quería marcharse, pero estaba quedando como una boba, y decidió que era mejor retirarse antes de que la otra mujer pensara que era una completa idiota. Pegó un respingo cuando una mano cálida la agarró del brazo. —No quiero que se vaya —dijo Alex en un tono grave que a su acompañante le provocó un inesperado escalofrío por la espalda. Sus ojos 55
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se encontraron por un instante—. La verdad es que no soy famosa por mis habilidades sociales, así que... ¿se queda, por favor? La teniente tenía una expresión que al instante derritió el corazón de su acompañante.
Sydney
supo
con
inesperada
claridad
que
estaba
enamorada de esta mujer. Sólo había hecho falta esa mirada para que el corazón se le cayera a los pies. En silencio, asintió y volvió a embutir la chaqueta en el rincón, y Alex sintió un alivio increíble al tiempo que apartaba la mano. Ambas mujeres se sintieron igual de agradecidas de que la camarera eligiera ese momento para aparecer con sus bebidas, aliviadas por la distracción. —Lo siento, pero uno de los cocineros no está esta noche, así que su pedido podría tardar más que de costumbre —se disculpó la camarera. —Tranquila, no tenemos prisa. —Alex sonrió a la mujer, que se alejó apresuradamente. Volvió a fijar la mirada en su acompañante—. Lo siento, ni siquiera se me ha ocurrido preguntarle si tiene a alguien esperándola en casa. —No. —Sydney meneó la cabeza, enfrentándose aún a esta nueva revelación y preguntándose si ésta era una forma sutil por parte de la mujer de preguntarle si estaba disponible—. Y supongo que usted no tendrá un marido en casa esperando a que le dé de comer. —No. —La teniente sacudió la cabeza, aliviada al ver que la tensión que había entre ellas estaba cediendo un poco—. Estuve prometida hace tiempo, pero por suerte corté antes de llegar a la vicaría. ¡Maldita
sea,
es
hetero!
La
rubia
inspectora
maldijo
Afortunadamente, consiguió controlar sus sentimientos.
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su
suerte.
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—¿Es que no lo quería? —Le tenía cariño, pero no era lo que estaba buscando —fue la delicada respuesta—. Me di cuenta de que había aceptado su proposición por mis padres, más que por mí misma. —Oh. —Sydney sintió que se le volvía a caer el corazón a los pies—. ¿Y sus padres se enfadaron? —Al final lo entendieron. Lo que más les preocupaba era que fuera feliz — contestó Alex, con los ojos azules centrados por completo en su acompañante—. ¿Usted no tiene a nadie en su vida? —¿Con mi horario de trabajo? —respondió con una pregunta retórica y una sonrisa divertida en la cara—. No hay mucha gente dispuesta a soportar mis horas. Además, mis padres tuvieron un matrimonio horrible, así que no me atrevo mucho a comprometerme de ninguna manera. —¿De verdad tuvo una vida familiar tan mala? Sydney estuvo a punto de hacer un comentario sarcástico, pero logró cerrar la boca a tiempo, decidida a no cometer otro error, notando que podía llegar a ser amiga de esta mujer. Se encogió de hombros con más indiferencia de la que sentía, fijando la vista en los cubiertos que estaba toqueteando. —Ya ha leído mi historial. —Los historiales son muy fríos e impersonales —fue la apacible respuesta—. Además, sólo cuentan una pequeña parte de la historia completa. —¿Y usted lo quiere saber todo? —dijo Sydney, mirando de frente a su acompañante. 57
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—Sí —asintió Alex, y notó la vacilación de la mujer más baja—. Sé que algunas personas del departamento no la han tratado bien y he oído muchos rumores. Quiero saber si son ciertos o no. —¿Y se va a creer todo lo que yo le diga? —Era un desafío. Se miraron a los ojos. —Yo nunca me creo nada —dijo la teniente con sinceridad—. Pero me considero una persona justa. Me gusta juzgar a las personas por lo que veo, no por lo que oigo. Sydney se quedó callada un momento mientras reflexionaba sobre esto. Ya había oído eso mismo en otras ocasiones, pero sabía por experiencia que rara era la persona que no se dejaba influir al menos en parte por los rumores. Sin saber por qué, estaba convencida de que la teniente era una de esas personas. —Mis padres se divorciaron cuando yo era muy pequeña, así que no me acuerdo muy bien de mi madre. Mi padre obtuvo nuestra custodia, pero cuando no estaba trabajando, estaba bebiendo, así que la mayor parte del tiempo estábamos a nuestro aire —dijo con franqueza. Mentir no servía de nada, según había descubierto muy pronto en la vida. —¿Es así como acabó relacionándose con las bandas? —Sí —confesó Sydney, sintiéndose un poco deprimida—. Mi padre no estaba nunca en casa, así que la que me cuidaba era mi hermana. Era seis años mayor que yo y andaba en malas compañías en el instituto. En vez de dejarme sola, me llevaba con ella cada vez que salían. Yo pensaba que eso estaba muy bien porque nadie se metía conmigo y tenía un sitio propio.
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—¿Qué fue lo que cambió? —Alex estaba genuinamente interesada, y se hizo un silencio momentáneo cuando la camarera llegó a su mesa con la pizza. No le hicieron caso durante un buen rato. —Yo era la más joven del grupo, algunos de cuyos miembros ya eran adultos, así que me tocaba hacer todos los trabajos sucios porque era menor. Si no hacía lo que querían, me machacaban a palos. Por fin, un día simplemente me harté de que me maltrataran. Me iba bien en el instituto y me habían seleccionado para un equipo universitario de baloncesto. No quería perder eso. Alex sabía que había algo más que la mujer no estaba contando, pero no la presionó. Lo dejaría para otra ocasión, conformándose con saber que esta mujer era increíblemente fuerte y valerosa. No mucha gente habría sido capaz de librarse de las ataduras que la mantenían atrapada en la pobreza y las bandas. Decidió decírselo. —Creo que es usted una mujer extraordinaria —dijo Alex, sorprendiendo a la otra mujer—. Hay pocas personas con la fuerza suficiente para apartarse de la clase de vida que usted tenía. Sydney se ruborizó. Nadie le había dicho jamás una cosa tan bonita. Se quedó mirando el trozo de pizza que tenía en la mano, sin saber cómo reaccionar ante el halago. —¿Y cuál es su historia? —preguntó Sydney, intentando desviar la atención de sí misma. Le costaba hablar con objetividad de su vida y sobre todo después de un día tan agotador emocionalmente como el de hoy. —Tenía una vida de lo más corriente. —Alex se encogió de hombros, consciente de que había llegado el momento de aligerar los ánimos—. Era una de esas chicas de instituto que a todo el mundo le encanta odiar.
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—¿Cuál, la estudiante de matrícula de honor o la deportista infalible? — preguntó la rubia, dando un bocado a su trozo de pizza. —Las dos. —La otra mujer se sonrojó, incapaz de mirar a su acompañante, por lo que se concentró en cambio en el trozo de pizza que tenía en la mano—. Cuando era estudiante intentaba ser perfecta, así que no me rebelé hasta que acabé la universidad. —¿Y qué hizo? —preguntó Sydney con curiosidad, tratando de imaginarse a su severa acompañante como una gamberra. —Me metí en la policía —fue la solemne confesión, y la rubia inspectora estuvo a punto de atragantarse con la comida. Miró al otro lado de la mesa y vio una sonrisa cautelosa en la cara de la morena—. Puede que no le parezca gran cosa, pero para mis padres fue muy fuerte. Tenían ciertas expectativas y ambiciones para mí que no incluían hacer la ronda. —¿Cuánto tiempo tardaron en perdonarla? —Creo que cualquier día de estos se darán cuenta de no es una simple fase. Sydney miró a su acompañante, vio su sonrisa y no pudo evitar sonreír a su vez. Volvió a maravillarse por el cambio que se producía en los rasgos marcados de la mujer con una simple expresión. —¿Le dan la lata con ese tema? —No, la verdad es que se han portado muy bien con todo el asunto, aunque sé que les gustaría que me dedicara a otra cosa —dijo Alex con sinceridad. Tragó un bocado de pizza antes de volver a hablar—. ¿Qué pensó su familia cuando usted se hizo policía?
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Traducción: Atalía
La pregunta fue recibida con un largo silencio, y la teniente empezó a creer que su acompañante no iba a contestar. No sabía que la rubia inspectora estaba tratando de dar con la respuesta adecuada. —A mi padre le dio igual —reconoció vacilando—. Prácticamente nos abandonó cuando yo estaba en el instituto y la verdad es que no forma parte de mi vida desde entonces. —¿Y su hermana? Sydney tardó un buen rato en contestar esa pregunta. Se quedó mirando su pizza fijamente. ¿Cómo puedo explicarle mi relación con mi hermana mayor? Era tan complicada, pero tan simple a la vez. —Annie no se lo tomó muy bien —dijo despacio, sabiendo que su acompañante estaba esperando a que hablara—. Pensó que me había pasado al enemigo, que la había traicionado. No la he visto desde entonces. —¿Cuánto tiempo hace de eso? —quiso saber Alex. —Dos años —confesó la rubia, muy colorada. —¿Por qué tardó tanto en decírselo? —Supongo que porque sabía lo que me iba a decir —reconoció Sydney con un suspiro—. Y quería esperar a saber con seguridad que ser policía era lo mío. Lo último que quería era que me lo restregara por la cara si no salía bien. Por raro que pareciera, Alex comprendía los sentimientos de la otra mujer. Ella tenía los mismos temores cuando entró en el cuerpo, temerosa de fracasar o, peor aún, de darse cuenta de que se había equivocado. No quería tener que reconocer ante nadie que había metido la pata, pero por 61
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suerte había descubierto que no sólo le gustaba ser policía, sino que además lo hacía bien. —Si no le importa que se lo pregunte, ¿por qué quiso ser policía? Sydney comprendía el motivo de la pregunta. Era poco frecuente que una persona pasara de tener problemas con la ley a hacerla cumplir. A veces ni ella misma lo comprendía del todo. —No lo sé —fue la sincera respuesta—. Supongo que un día me desperté harta de tener que estar siempre vigilando por encima del hombro. Quería ver cómo era estar al otro lado durante un tiempo y descubrí que me gustaba. Alex se quedó callada, pues no quería presionar a su acompañante para que le diera más información personal, temerosa de ahuyentarla. Sabía lo que decía el historial de la mujer y había leído la redacción de la joven explicando su deseo de formarse como agente de la ley. Las conmovedoras palabras habían sido el motivo de que la mujer más joven hubiera sido admitida en la academia de policía. El encargado de reclutamiento se había quedado impresionado, y al leer la redacción, la teniente comprendió por qué. —Bueno, pues me alegro de que lo hiciera —dijo por fin, rompiendo el silencio. Sydney miró a la mujer. Esperaba que la teniente dijera algo, lo que no se esperaba era que dijera eso. Por un momento se miraron a los ojos y el corazón volvió a temblarle en el pecho. —Yo también me alegro de haberlo hecho —dijo en voz baja, y hubo una pausa en la conversación mientras se concentraban en la comida.
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—He leído en su historial que juega al baloncesto. —Cuando Alex rompió el silencio fue para introducir un tema de conversación más ligero—. ¿En qué posición? —Escolta —contestó Sydney, aliviada de poder hablar de algo menos emocional—. ¿Usted juega? —Sí. —Pívot, ¿verdad? —No cuesta mucho adivinarlo. —Alex arrugó la nariz con expresión risueña—. Tuve beca completa para la Universidad de Southern California. —¿Y no pensó en jugar profesionalmente? —Si la mujer era tan buena jugadora de baloncesto como policía, Sydney pensaba que podría haber hecho carrera como profesional. —En aquella época no había una liga profesional femenina —dijo la teniente encogiéndose de hombros—. Tuve ofertas del extranjero, pero para mí sólo era un deporte que me encantaba practicar. No lo quería como profesión. —A lo mejor podemos echar un partido de uno contra uno en alguna ocasión
—propuso
Sydney—.
Hay
un
par
de
canchas
junto
al
aparcamiento y la comisaría del centro tiene un gimnasio. —Me gustaría —asintió Alex, y la otra mujer se alegró de habérselo propuesto. Durante el resto de la cena charlaron de cosas impersonales, y Alex se alegró de averiguar que aunque tenían gustos muy distintos en algunas cosas, también tenían algunos intereses en común. Para cuando
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regresaron caminando a la comisaría, las dos mujeres estaban relajadas y a gusto la una en compañía de la otra. —Escuche, conozco a alguien que tiene abono de temporada para los Sonics, así que puede que consiga asientos para algún partido. ¿Le gustaría ir? —preguntó Alex cuando llegaron al aparcamiento donde habían dejado los coches. La velada había ido tan bien, a pesar de los pequeños escollos, que tuvo el valor suficiente de dar el siguiente paso. —Me encantaría —aceptó Sydney con entusiasmo. La idea de ir a un partido de los Sonics y estar con esta mujer era una combinación que no estaba dispuesta a rechazar por nada del mundo. —Bien, pues nos vemos el lunes por la tarde. —Alex se sentía sorprendentemente contenta, y la rubia se despidió agitando la mano antes de montarse en su jeep negro. Alex esperó en su propio coche gris a que la otra mujer hubiera emprendido su camino. Estaba de buen humor. Un humor que ni siquiera las presiones de su trabajo conseguían quitarle. Durante todo el trayecto de vuelta a su piso estuvo canturreando una boba canción infantil.
*
*
*
*
*
Sydney tenía el fin de semana libre, pero el sábado por la mañana volvió a la sala de inspectores para comprobar en Internet y ver los faxes, con la esperanza de obtener alguna respuesta a las peticiones que había enviado el día anterior. Se animó un poco por una respuesta que recibió de las autoridades canadienses del otro lado de la frontera, solicitando una fotografía actual del niño en cuestión. Aprovechando las fotografías que había sacado Janice el día anterior, eligió la mejor y se la mandó por correo electrónico. Sabiendo que podrían tardar 64
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Traducción: Atalía
en responder, fue en coche a la oficina del forense. Aunque era sábado y en teoría estaba cerrada, dio con un ayudante del forense que estaba trabajando. —Ha venido a preguntar por el niño desconocido —dijo el joven de pelo amarillo de punta, llevándola por el edificio hasta el almacén donde se guardaban los cadáveres. —Sí, ¿qué me puede decir? —quiso saber, observando mientras el hombre se detenía ante una mesa de acero. Levantó la sábana blanca para destapar la cara blanca del niño muerto y luego cogió un portapapeles sujeto al costado de la mesa. —Acabamos de hacer el examen preliminar, pero la causa de la muerte fue definitivamente estrangulación mediante lo que por ahora parece ser un objeto de tela, una toalla, una camisa, algo así. —¿Fue agredido sexualmente? —quiso saber ella. —Sí. —El hombre se mostraba franco y frío en su análisis. Como la policía, las personas que trabajaban en la oficina del forense tenían que aprender a hacer frente a las atrocidades que llegaban cada día en los furgones de carne. No podían pensar en el cuerpo tendido en la mesa de acero como en el padre o el hijo de alguien. Para ellos sólo era un objeto de interés clínico y nada más. Sydney escuchó atentamente la lista de daños que recitó el forense, tomando notas en el cuaderno que siempre llevaba encima. Sus ojos observaban atentos mientras le iba indicando cada golpe o lesión concretos. Al final, se fue entristecida y asqueada por el maltrato que parecía haber sufrido el niño durante las horas y los días que habían culminado en su muerte.
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—¿Qué opina? —preguntó el joven, cerrando de golpe el informe de la víctima y mirando a la joven inspectora. Era más guapa que cualquiera que hubiera conocido desde hacía mucho tiempo, y desde luego era más fácil de trato que los demás miembros de la Unidad de Homicidios, que siempre lo trataban con desdén a causa de su aspecto y su edad. Ninguno de ellos sabía que se había graduado el primero de la clase en la Facultad de Medicina. —Está claro que es un depredador sexual —dijo la rubia inspectora con aire pensativo—. Nadie que le haga esto a un niño está en su sano juicio. El hombre asintió, volviendo a pasear la mirada por la mujer. —Escuche, no sé en qué situación está en estos momentos, pero si está disponible, me preguntaba si le gustaría salir conmigo alguna vez. —El joven sabía que no tenía nada que perder por intentarlo. —Gracias por el ofrecimiento, pero no estoy disponible. —Sydney había aprendido que lo mejor era rechazarlos con delicadeza. Era muy privada con su vida personal y nunca reconocía abiertamente su sexualidad ante nadie. Había aprendido que era más fácil inventarse un novio que explicar que prefería a las mujeres. También tenía muchas menos consecuencias. —Muy bien. —El hombre se tomó el rechazo sin sentirse insultado—. Es un tipo con suerte. Sydney se limitó a sonreír. —Eso me gusta pensar. Esos breves momentos iban a ser los más agradables que tendría durante el resto del día. Al regresar a la comisaría tenía una respuesta de los
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canadienses y averiguó que el niño ahora tenía nombre. Cogió el teléfono y marcó el número de su equivalente al otro lado de la frontera. —No estamos seguros al cien por cien, pero su foto coincide con la de un niño que desapareció hace unos ocho meses —dijo el inspector del cuerpo de policía de Vancouver cuando se hubieron presentado formalmente. —¿Tienen un sospechoso? —quiso saber Sydney. —Sí, lo teníamos, pero no había pruebas concretas y no pudimos retenerlo. Luego pareció desvanecerse sin más. —La voz del teléfono sonaba apesadumbrada—. ¿Cómo han encontrado al niño? Sydney describió con detalle el lugar del crimen y las lesiones halladas en el niño. Hubo unos segundos de silencio mientras la voz sin rostro digería la información. —El sospechoso tenía parientes lejanos en Seattle —dijo el agente con tono pensativo—. Les pedimos a ustedes que hicieran una comprobación y se entrevistaran con ellos. El informe que nos llegó decía que estaban limpios. Sydney tuvo una sensación de horror sólo de pensar que sus colegas no hubieran hecho un trabajo lo bastante concienzudo. Tal vez las personas que habían entrevistado a estos parientes no habían mostrado interés por su tarea. No quería creer que este niño hubiera perdido la vida porque alguien no se había preocupado. Intentó no pensarlo. —Bueno, avisaremos a la familia. Seguro que quieren ir allí para reclamar el cuerpo —dijo el inspector de Vancouver, y Sydney supo instintivamente que al hombre no le apetecía nada enfrentarse a esa penosa tarea. Estuvieron hablando un poco más y Sydney obtuvo más información antes de colgar. Sabía que tenía una pista sólida y que tenía que actuar deprisa. 67
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Llamó a la teniente al busca y luego llamó a la oficina del fiscal del distrito, tras lo cual se sentó y esperó impaciente a que las cosas se pusieran en marcha. Alex estaba en el gimnasio cuando sonó su busca. Reconoció el número y llamó inmediatamente con su móvil. Escuchó en silencio mientras la inspectora rubia la ponía al corriente del caso. —Llame a la fiscalía y ocúpese de conseguir una orden de registro —dijo la teniente distraída, pensando en todos los detalles que había que organizar. —Ya lo he hecho —replicó la rubia inspectora. —Muy bien —dijo Alex, mirando el reloj—. Estaré ahí dentro de treinta minutos. —De acuerdo —asintió Sydney, pero la jefa ya había colgado. La teniente tardó menos de treinta minutos en llegar a comisaría, y el fiscal no tardó mucho más en convencerse de la necesidad de emitir una orden de registro. Alex llamó al juez que estaba de guardia ese fin de semana mientras Sydney se encargaba de que varios coches patrulla estuvieran preparados. En cuanto el juez consintió en firmar los papeles, Sydney salió corriendo para recoger la orden y Alex se encargó de que varios inspectores más del Tercer Grupo los acompañaran. A las pocas horas estaban ante el porche de entrada de una casa vulgar y corriente de un vecindario cercano al lugar donde habían encontrado al niño. La desprevenida pareja que respondió a su llamada no tuvo tiempo de comprender qué estaba pasando. Se les entregó la orden de registro y luego fueron escoltados hasta un coche patrulla para llevarlos a comisaría 68
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para ser interrogados, mientras los agentes de paisano y de uniforme se desplegaban por toda la casa. Era evidente que la pareja vivía arriba y que el hombre les había alquilado las habitaciones del sótano. Si creían que iban a encontrar una mina de oro en pistas se vieron tristemente defraudados. El apartamento amueblado estaba inmaculado y no había ningún objeto personal en ninguna de las pequeñas habitaciones. —No toquen nada —advirtió Sydney—. Quiero que vengan los de huellas para repasar cada centímetro cuadrado y cuando acaben quiero destripar este sitio, trozo a trozo si es necesario. Los demás asintieron. Resultó ser un día muy largo, pues Sydney se quedó allí para asegurarse de que no se cometía ningún error. En cuanto el equipo de huellas hubo terminado, cerró el apartamento y dejó a un agente en la casa para impedir que nadie se acercara al lugar. —Empezaremos otra vez mañana —informó a sus colegas, quienes asintieron y, aunque la mayoría de ellos habían terminado sus turnos y se fueron a casa, ella regresó a comisaría para interrogar a sus dos testigos. Ya estaba entrada la noche cuando terminó ambas entrevistas. Aunque el hombre no había dicho prácticamente nada, la mujer no estaba tan dispuesta a proteger a su ex inquilino. Con unas cuantas preguntas, Sydney averiguó que Lucas Andersen había vivido en el apartamento del sótano durante cuatro meses con un niño a quien había presentado como hijo suyo. Se le endurecieron las facciones mientras tomaba nota de las respuestas de la mujer a sus preguntas. Alex seguía en su despacho de la sala de inspectores trabajando en un papeleo cuando Sydney llamó a su puerta después de interrogar a la pareja. Hizo un gesto a la otra mujer para que entrara y la menuda 69
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inspectora así lo hizo, dejándose caer en una silla vacía. La teniente se dio cuenta de que la inspectora rubia estaba casi exhausta. —¿Qué ha averiguado? —El hombre se niega a decir nada, lo cual me lleva a pensar que sabe algo. Su mujer, por otro lado, no quiere que pensemos que ha tenido nada que ver en este asunto. —¿Y qué ha conseguido sacarle? —quiso saber Alex, reclinándose en su silla. —La mujer ha dicho que Lucas Andersen estuvo viviendo en el apartamento estos cuatro últimos meses —dijo Sydney, informando de lo que había averiguado—. No se conocían antes de que llegara, aunque el hombre había mantenido contacto regular con su marido durante varios años. —¿No hubo nada que les pareciera raro? —Alex sentía curiosidad y no se creía del todo que esta pareja fuera inocente. —Se creyeron la historia que les contó —dijo la rubia inspectora, encogiéndose de hombros—. Lucas les dijo que estaba separado y que había obtenido la custodia del hijo. Vino a vivir a Seattle porque quería alejarse de los tristes recuerdos y empezar de nuevo. Les pagaba cuatrocientos dólares al mes de alquiler, tenía un trabajo estable y llevaba al niño al colegio todos los días. Aparte de eso, la mujer ha dicho que en realidad no tenía mucho contacto con el hombre ni con el niño. Le parecían raros. —¿Cómo raros?
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—Bueno, dijo que Lucas era sencillamente siniestro y que el niño, al que llamaban Peter, era anormalmente callado para ser un niño. Dijo que era casi como si tuviera miedo. —¿Y eso no le parecía extraño? —Alex apenas pudo contener su desprecio. —Pensaba que el niño sufría malos tratos por parte del padre —asintió Sydney, revelando lo que había dicho la mujer. —¿Y por qué no lo denunció? —No lo ha dicho, pero por la conversación, tengo la impresión de que su propia situación con su marido no es mucho mejor. Alex dedicó unos momentos a digerir esta información, con los ojos azules pensativos mientras miraba a la rubia sentada al otro lado de la mesa. Le entraron ganas de invitar a la joven a cenar, pero desechó la idea. Era casi medianoche y la joven inspectora parecía totalmente agotada. —¿Qué excusa dio para marcharse? —quiso saber la teniente, volviendo al tema que las ocupaba. —Les dijo que el niño echaba de menos a su madre y que él necesitaba ver a su ex mujer para intentar resolver sus problemas —contestó la inspectora—. La mañana en que encontramos el cuerpo, fue a verlos y les dijo que tenía que volver a Vancouver. Había tenido una llamada de su abogado diciéndole que tenía que presentarse en el juzgado para revisar el acuerdo de custodia. La mujer dijo que había dejado su trabajo y que iba a recoger al niño al colegio y emprender el viaje desde allí. —¿Hemos avisado a los puestos fronterizos? —preguntó Alex. —He conseguido el número de matrícula y la descripción del vehículo del sospechoso y me he puesto en contacto con aduanas. También he avisado 71
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a nuestros vecinos del norte de que podría estar volviendo en esa dirección —dijo Sydney, detallando lo que estaba haciendo. —¿Y nuestros huéspedes? —Los he soltado, pero les he dicho que estén disponibles o serán considerados sospechosos. Les he dicho que busquen otro sitio para dormir esta noche. —Bien —asintió la teniente, con un surco pensativo entre las cejas—. ¿Usted cree que dicen la verdad? —Sí —dijo Sydney con seguridad—. El hombre está claro que oculta algo, pero la mujer está aterrorizada. No paraba de preguntar si iba a ir a la cárcel. Tengo la impresión de que Lucas Andersen no le caía bien, de hecho, cuando se enteró de por qué lo estábamos buscando, casi se puso histérica. Alex asintió pensativa. No estaba segura de que soltar a la pareja fuera lo más conveniente, pero confiaba en el juicio de la inspectora. Se echó hacia atrás en la silla y miró a la otra mujer. Parecía que no podía dejar de mirarla. —¿Ha acabado por esta noche? —Iba a repasar unos informes más —empezó a decir Sydney, pero se vio interrumpida. —Déjelos, está cansada. Váyase a casa y duerma un poco. Sydney asintió. Por un instante tuvo la esperanza de que la teniente le ofreciera salir a cenar otra vez, pero la morena se limitó a darle las buenas noches. Regresó a su apartamento vacío sintiéndose más sola de lo que se había sentido en mucho tiempo. 72
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Se había acostumbrado a vivir por su cuenta. Desde que su hermana fue enviada a la cárcel cuando ella tenía dieciséis años. Para sobrevivir, trabajaba en dos cosas al salir del instituto y los fines de semana, consiguiendo meter apenas los entrenamientos de baloncesto entre los dos. Le ayudó que su entrenador conociera a su jefe y que los dos hombres comprendieran su situación y admiraran su talento. Varias universidades se habían interesado por ella, pero ninguna le había ofrecido una beca, por lo que acabó asistiendo a la escuela universitaria local. Pero la presión de trabajar e ir a clase le resultó excesiva y dejó el equipo y por fin las clases. Tras pasar de un trabajo a otro, se presentó al examen de ingreso en la policía y aprobó. Ahora, después de siete años, sabía que éste era su sitio. Suspiró, avanzando por el apartamento a oscuras y encendiendo unas cuantas luces para alegrar el ambiente. La cantidad de trabajo que tenía le dejaba poco tiempo libre para socializar a cualquier nivel. Había salido y había
tenido
alguna
que
otra
relación,
pero
todas
habían
sido
superficiales. No sabía a qué estaba esperando o qué buscaba siquiera en una compañera, por lo menos hasta ahora. Se quitó la camisa y la echó en el cesto de la ropa sucia del cuarto de baño. Era extraño, pero por primera vez quería lo mismo justamente que había estado evitando hasta ahora. Había tenido miedo de sufrir, y sin embargo, ahora estaba dispuesta, casi deseosa de correr ese riesgo. Se quedó mirándose al espejo. Llevaba mucho tiempo huyendo de lo que creía que podía llegar a ser. Todas las personas de las que había dependido alguna vez la habían abandonado. Todas las personas en las que había confiado la habían traicionado de una forma u otra, y durante mucho tiempo se había preguntado si alguna vez sería capaz de romper ese muro que se levantaba 73
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cada vez que conocía a alguien que pudiera interesarla. Curiosamente, ese muro se desintegró por completo en el momento en que vio a Alex Marshall por primera vez. Suspiró, abriendo los grifos y dejando correr el agua. Metió las manos bajo el chorro y luego se echó agua en la cara, volviendo a mirarse al espejo mientras las gotas le resbalaban por las mejillas. Se preguntó si estaba siendo una estúpida. La mujer había dicho que había estado prometida, de modo que parecía probable que prefiriera a los hombres, pero había algo en sus ojos cuando se miraban que le hacía pensar que no. No era una inocente que no supiera qué estaba pasando. Había tenido bastantes amantes de ambos sexos, aunque hacía mucho tiempo que había reconocido que era lesbiana. Durante mucho tiempo se había visto obligada a hacer un papel contrario a su naturaleza, tal vez a la teniente le había sucedido lo mismo. Cerró los grifos y se secó la cara. Tenía hambre, pero estaba demasiado cansada para prepararse algo, de modo que llamó al local de servicio a domicilio y encargó una pizza. No era una dieta sanísima, pero en estos momentos eso era lo último que le importaba. Apenas logró mantenerse despierta hasta que llegó la comida y poco después de comer se quedó profundamente dormida en el sofá, con la televisión encendida como telón de fondo.
*
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*
*
*
Alex había tenido la tentación de volver a invitar a la mujer más joven a cenar, pero resistió dicha tentación. Tenía que tener cuidado, y por mucho que le interesara esa mujer, no podía permitir que alguien lo interpretara como favoritismo. Era un dilema que estaba decidida a sortear.
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Dejó la comisaría poco después que la inspectora y regresó a su piso vacío del extremo suroeste de la ciudad. Siempre había disfrutado de la paz y la tranquilidad después de un largo día de trabajo, pero ahora lo veía como algo más que un refugio contra el mundo. Hoy lo veía como un lugar vacío y solitario. Dejó el maletín en la mesita y se dejó caer en el sofá, contemplando la habitación con sus ojos azules. Una de las cosas que le gustaban de vivir sola era que nunca tenía que llegar a un compromiso con nada. Podía decorar como quisiera y dejar la cama sin hacer por la mañana si así lo deseaba. No es que lo hiciera, porque era una persona ordenada por naturaleza, pero saber que podía era lo que le daba la libertad que creía necesitar. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, dándose cuenta con pasmosa claridad de que renunciaría a todo ello al instante con tal de estar con cierta inspectora rubia de ojos verdes. Meneó la cabeza, preguntándose si de eso trataba el amor. Del deseo de abandonar todo lo que uno más quería por estar con esa persona. Suspiró y luego se levantó del sofá y se arrastró hasta la cocina. Un meticuloso registro de la nevera y los armarios no reveló nada de interés y tras una ligera discusión interna, se conformó con calentar una lata de sopa de verduras. Era un alimento nutritivo pero insípido y decidió que iba a tener que hacer la compra, cosa que siempre detestaba. Claro, que eso tendría que esperar hasta después de que visitara a sus padres. Había prometido ir a su casa a media mañana al día siguiente. Distraída, contempló la idea de llamar a la inspectora Davis e invitarla a ir con ella. En cuanto se le ocurrió, lo desechó. Era demasiado pronto para pensar en que Sydney conociera a su familia. Demasiado pronto para darle
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una idea a la mujer del tipo de familia en la que iba a entrar. Alex sacudió la cabeza, sin poder creerse del todo las ideas que estaba teniendo. Estás chiflada, se regañó a sí misma. Acababa de conocer a la mujer y su relación fuera del trabajo se limitaba a una cena en un restaurante barato. Eso ni siquiera era una cita, así que ¿por qué estaba planeando ya un futuro con esa mujer? Una mujer a quien prácticamente no conocía. Existía incluso la posibilidad de que Sydney ni siquiera fuera lesbiana, o peor aún, que no tuviera interés en tener una relación, aunque había visto una expresión en los ojos de la chica que alimentaba sus fantasías. Y efectivamente, fantaseó, permitiéndose el placer de imaginarse cómo sería estar juntas en la cama.
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Capítulo 3
Me preguntó qué estará haciendo Alex, pensó Sydney mientras paseaba por el apartamento del sótano observando al equipo de registros, que estaba volviendo metódicamente el lugar patas arriba. Es domingo, así que seguro que ha salido con sus amigos, decidió, sintiéndose fatal. Había tenido la esperanza secreta de que la teniente apareciera en la escena, pero había reconocido que la mujer seguramente tendría una docena de cosas mejores que hacer que pasarse el día registrando una casa de clase media, buscando pistas sobre el asesinato de un niño de ocho años llamado Tommy Kennedy. Con un suspiro, dejó todas sus reflexiones sobre la mujer alta y morena y se concentró en lo que estaba haciendo. El informe inicial del equipo de identificación era que habían conseguido levantar muchas huellas claras del lugar. Huellas que coincidían con las del sospechoso y su víctima. No obstante, sabía que el fiscal iba a querer un caso absolutamente sólido. Esa mañana había sido la primera en presentarse en la escena, había delimitado cuidadosamente las zonas del apartamento y había asignado un agente individual a cada sección, con instrucciones de mover todo lo que se pudiera mover. Eso incluía alfombras y paneles de contrachapado o techos falsos. Ya era mediodía y llevaban tres horas de registro cuando la llamaron al dormitorio. —Creo que he encontrado algo —exclamó un joven patrullero, y Sydney miró el agujero de la pared que estaba señalando y que había estado tapado con un pequeño panel mal clavado—. Creo que ahí detrás hay un espacio. 77
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La menuda inspectora se echó en el suelo y metió la cabeza por el agujero, que era lo bastante grande para que entrara un niño o un adulto de pequeño tamaño. Encendió la linterna y observó el pequeño cubículo. Había una manta, una almohada, algunos platos sucios y restos de comida. Había incluso un pequeño cubo cuyo contenido emitía un hedor horrible que le revolvió el estómago. Era evidente lo que era este sitio. Tommy no estaba en el colegio cuando Lucas Andersen estaba trabajando. Por el contrario, el niño había estado oculto, preso en este espacio diminuto entre la pared y los cimientos. —Necesito una cámara —dijo, sacando la cabeza y volviéndose hacia la habitación, y sus ojos se posaron en Janice, que esperaba pacientemente al fondo. La mujer asintió y cambiaron de sitio, pero la otra mujer era demasiado grande para meter los hombros por la estrecha abertura. —Lo siento, sargento, pero no quepo, necesitas a alguien más pequeño. — La mujer meneó la cabeza y luego miró a la menuda inspectora con aire calculador—. Tú podrías caber. —Ni hablar, yo no soy fotógrafa —protestó Sydney automáticamente, pero ésa no era la razón de que no quisiera meterse en el zulo. El olor y la estrechez le revolvían el estómago. —Ah, vamos, si es muy fácil, mira, te enseño lo que tienes que hacer, enfocas y disparas. —La fotógrafa se lo demostró haciendo unas cuantas fotos. Era sencillo y no había excusa para que Sydney no volviera a meterse ahí dentro. Ninguna salvo la cobardía. Miró por la habitación y vio las caras de los demás agentes. La miraban expectantes,
aguardando
su
decisión.
Estaba
al
mando
de
esta
investigación y no podía pedirle a ninguno de ellos que hiciera algo que ella
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no estuviera dispuesta a hacer. Suspirando, le quitó la cámara a su amiga de las manos. —Espero que alguien tenga a mano el número del parque de bomberos para cuando me quede atrapada —murmuró derrotada. Esto hizo reír levemente a los presentes. —Así tendrías una buena excusa para tomarte un par de días libres — sonrió Janice, levantando la mano como si estuviera hablando por teléfono—. Oiga, teniente, hoy no puedo ir a trabajar, estoy un poco pillada. —Sí, ya. —Sydney meneó la cabeza, intentando no sonreír, pero le resultó imposible. Siguió meneando la cabeza mientras se quitaba la ropa hasta quedarse sólo con una fina camiseta de tirantes y los boxers. Levantó la mirada y vio que varios de los patrulleros sonreían disimuladamente—. No quiero oír un sólo comentario al respecto. Además, soy chica, se supone que me tienen que gustar las cosas con corazoncitos —les advirtió con cara seria, al tiempo que los corazoncitos de su ropa interior provocaban varias risitas. Nadie le contestó, pero nadie dejó de sonreír tampoco. No les hizo ni caso y se concentró en cambio en respirar hondo varias veces antes de echarse en el suelo y deslizar su esbelto cuerpo por el agujero. Le costó entrar, y repasó mentalmente cada movimiento que había hecho, sabiendo que al final iba a tener que salir de esta prisión. —Todo va a ir bien —rezó en voz baja, acurrucándose contra el frío cemento de los cimientos y las vigas de la casa. Se le ocurrió pensar que esta casa tenía una construcción extraña, y tomó nota mental para recordarse a sí misma que debía comprobar quién la había construido. En el zulo no sólo olía mal, sino que además hacía calor, y no tardó en notar pequeños chorros de sudor que le resbalaban por la piel desnuda. 79
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Cuando avanzó todo lo que pudo, empezó a sacar fotografías, colocando la cámara en diversos ángulos para sacar todas las tomas posibles. Cuando se terminó el carrete, le devolvió la cámara a la fotógrafa de la policía, que había asomado la cabeza por el agujero. —Voy a empezar a pasar pruebas —avisó—. Asegúrense de que todo queda debidamente etiquetado y registrado. Así emprendió la desagradable tarea de vaciar el zulo de su contenido. No tuvo mucha oportunidad de examinar lo que cogía, pues lo único que deseaba era terminar el trabajo y salir de esta prisión sofocante. Tardó más de una hora en sacar hasta el último de los objetos y para cuando volvió a salir a la habitación, estaba sudando a chorros. Se quedó tumbada en el suelo un buen rato, respirando profundamente para intentar recuperar la calma. —¿Estás bien, sargento? —Abrió los ojos y vio un par de risueños ojos azules que la miraban desde arriba, y por un instante pensó que se trataba de otra persona, pero luego sus ojos se fijaron en el resto de la cara y vio que era Robert Newlie. Como muchos otros, se había ofrecido voluntario durante su tiempo libre para ayudar con este caso—. Hoy estás preciosa. Creo que nunca había visto un atuendo así en el trabajo. —Ni una palabra más —le advirtió con vehemencia, incorporándose y moviendo el cuello—. ¿Dónde están las pruebas? —Todo está etiquetado, en cajas y dentro de un coche patrulla para llevarlo a comisaría —dijo el patrullero, y Sydney asintió agradecida, mirando a su alrededor mientras se esforzaba por ponerse en pie, sin darse cuenta de que la fotógrafa lo estaba pasando en grande sacando varias fotografías únicas de la inspectora en ropa interior. —¿Lo hemos repasado todo? 80
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—Sí —asintió el hombre, sin dejar de distraer a la mujer menuda—. El agente Bagley encontró varias cajas de fotografías junto a los cubos de basura. Las ha enviado a la oficina para que las analicen. —Gracias. —Sydney se alegraba de que estos hombres supieran lo que había que hacer. Los casos como éste sacaban a la luz lo mejor de todo el mundo, y cada agente estaba teniendo un cuidado extra, dedicando a este caso más atención que si se hubiera tratado de un vagabundo de la calle. Cogió su ropa de la cama y aunque habría preferido ducharse antes de volver a vestirse, no tenía elección. Tendría que sentirse sucia hasta que volviera a comisaría. Una vez vestida, volvió a recorrer el apartamento, observando el desastre que habían dejado atrás. Ahora mismo, le importaba muy poco la destrucción. Su pensamiento se concentraba únicamente en el niño que estaba echado en una mesa de acero en la oficina del forense.
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El almuerzo de los domingos era una tradición familiar en la que sus padres invitaban a toda la familia a su casa para comer y jugar. Como era de esperar, todo el mundo estaba allí, sentado alrededor de la gran mesa del comedor y disfrutando de la enorme comida fría que habían preparado. El ambiente estaba muy animado, y Alex descubrió que lo estaba disfrutando más de lo que preveía. Se cruzaban bromas y burlas amables y luego hubo una seria conversación sobre varios de los casos que estaban en esos momentos en los tribunales. —Me alegro de que hayas venido —dijo Marie, sentándose en una silla al lado de su hija. Los adultos habían pasado a la sala de juegos. Su padre y sus hermanos estaban enzarzados en una partida de billar mientras sus 81
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esposas miraban y charlaban. Los niños estaban jugando tranquilos en otro rincón de la sala—. Echaba de menos tenerte aquí. —Y yo echaba de menos estar aquí —dijo Alex con sinceridad y cogió la mano de su madre entre las suyas, lo cual hizo sonreír a la mujer de más edad. —¿En serio? —A Marie le sorprendió esta confesión. —Sí —le aseguró la mujer más alta con una sonrisa que su madre le devolvió, y las dos se quedaron calladas un momento cuando un estallido de carcajadas celebró una jugada ridícula realizada por su padre. Marie observó el perfil de su hija. La chica era tan guapa que a veces se asombraba de haber dado a luz a una hija de aspecto tan magnífico. Claro, que los chicos eran todos guapos, pero su hija tenía algo especial, algo que no conseguía identificar y que hacía que la joven destacara. Miró sus manos, que seguían unidas. —El otro día estuve hablando con Bertha Hallings —se atrevió a decir la mujer de más edad, rompiendo el silencio que había entre ellas—. Parece ser que su hijo Bert se acaba de divorciar y va a volver a la ciudad. Comentó que todavía te recuerda del colegio. —Madre, no me interesa —le recordó Alex pacientemente con un leve suspiro. Tal vez se había estado engañando a sí misma al pensar que sus padres habían aceptado la situación—. Soy lesbiana. Eso no va a cambiar. —Lo sé —dijo Marie con un suspiro y media sonrisa—. Es que veo a tus hermanos y lo felices que son y no puedo evitar pensar en lo que te puedes estar perdiendo.
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—No tengo que ser heterosexual para ser feliz —dijo la mujer más alta con paciencia, consciente de que su madre intentaba comprender—. Además, ¿quién dice que no haya conocido a alguien? —¿Y es así? —Esto captó por completo la atención de la mujer de más edad y Alex se volvió y vio que su madre la miraba fijamente. —Sí —asintió, pensando en cierta rubia. Se le estremeció el corazón con la imagen. —¿Cuándo vamos a conocer...la? —Esto último le salió con cierta tensión, y Alex le sonrió a medias y luego le estrechó la mano. —Todavía no —dijo con sinceridad—. Nos acabamos de conocer y es demasiado pronto. —¿Pero es especial? —Mucho. —Eso no era mentira—. Creo que podría ser la persona que estaba buscando. Quiero ir despacio. Marie miró a la chica, algo sorprendida por esta confesión. No era natural para su estoica hija mostrarse tan franca con su vida personal. Incluso de niña, Alex era muy retraída y nunca les contaba más de lo que pensaba que necesitaban saber. Había sido aún más cerrada con su vida íntima desde que había salido del armario cuatro años antes y nunca habían conocido a ninguno de sus intereses románticos. No es que les importara, pues por dentro tenían la esperanza de que su hija estuviera atravesando por una fase en su vida que acabaría pasando. Si se la presionaba, Marie no iba a mentir: esperaba que Alex conociera a alguien a quien ella considerara más adecuado. Alguien con quien la chica
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pudiera construir una vida y tener hijos. Alzó la mano y le colocó delicadamente unos mechones de pelo negro detrás de la oreja. —Bueno, cariño, cuando estés lista, dínoslo y prepararé una cena. —Gracias. —La joven agradeció el ofrecimiento, consciente de cuánto le costaba a su madre aceptar la verdad. Agradecía que la mujer lo estuviera intentando. Su conversación le dio a Alex el repentino deseo de ver a Sydney. Al dejar la casa de sus padres, condujo hasta comisaría, pero descubrió que la mujer ya se había ido. Apenas consiguió disimular su decepción, sensación que se incrementó cuando Norm Bridges se acercó a ella al principio de su reunión estratégica a la tarde siguiente. —Syd me ha pedido que le diga que hoy no puede venir —dijo el veterano inspector, transmitiéndole el mensaje—. Parece que los padres de su víctima van a venir para ver el cuerpo, así que va a estar todo el día en la oficina del forense y probablemente mañana también. Alex asintió y, reprimiendo su decepción, llamó al orden a los demás inspectores y comenzó la reunión.
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Sydney se había visto obligada a hacer frente a situaciones difíciles a lo largo de su carrera, pero ninguna era tan ardua como enfrentarse a los padres de un niño asesinado. Se reunió en la central con Donald Brewster, de la policía de Vancouver, y pasaron un rato repasando el caso antes de dirigirse al hotel donde la joven pareja se alojaba para una estancia de un día.
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Los Kennedy eran jóvenes, aún no habían cumplido los treinta, y les iba bastante bien en la vida. Drew Kennedy tenía un puesto en la compañía eléctrica de la provincia, mientras que Alison trabajaba como recepcionista en la consulta de un dentista. En general, su vida había ido bien hasta el día en que su hijo fue secuestrado. Desde entonces había sido un horror, una pesadilla de la que no parecían poder despertar. Sydney esperaba que hoy comenzara el fin de ese sufrimiento, aunque no creía que nadie pudiera recuperarse del todo de lo que esta pareja se veía obligada a soportar. Sabía que para estas personas sería imposible olvidar lo que había ocurrido y se daba cuenta de que al final su vida quedaría inevitablemente marcada. Advirtió dos cosas nada más conocerlos. Una era que los dos estaban muy enamorados, y la otra era que la tensión de la situación estaba poniendo a prueba ese amor. Esperó con todas sus fuerzas que la pareja siguiera unida, a pesar de que las estadísticas estaban claramente en su contra. La pareja tenía multitud de preguntas que ella intentó responder con toda la delicadeza posible. Quería ocultar lo peor de la verdad, pero no siempre podía, y notó el dolor que invadía sus ojos cuando se dieron cuenta del terror que su hijo se había visto obligado a soportar. Fue entonces cuando aprendió que a veces no había manera de suavizar algunos golpes. Sydney deseó poder hacer algo para aliviarles parte del dolor, pero no había nada que pudiera consolarlos o prepararlos para la desolación de ver el cuerpo de su hijo. Los sollozos angustiados bastaban para afectar al veterano más endurecido, y notó que a ella misma se le llenaban los ojos de lágrimas. Sólo gracias al férreo control que tenía sobre sus emociones evitó venirse abajo.
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Ya anochecía cuando por fin regresó a la sala de inspectores. A excepción de los inspectores Bridges y Howard, que estaban al teléfono trabajando en uno de sus casos, el lugar estaba desierto. Hasta el despacho de la teniente estaba a oscuras. Sydney se sintió sola en ese momento, pues había tenido la esperanza de poder hablar con la otra mujer. Había sido un día agotador desde el punto de vista emocional y las imágenes de los desolados padres seguían grabadas en su mente. —¿Dónde está todo el mundo? —preguntó con voz rara. —Una muerte sospechosa en el distrito de Lakeland —dijo Norm, colgando el teléfono—. Los demás están investigando pistas. —¿Y la teniente? —Una reunión con los jefazos. —Se encogió de hombros y de repente entornó los ojos al ver la cara de la joven. Advirtió el malestar que apenas lograba controlar—. ¿Cómo vas? —Estoy bien —mintió Sydney, intentando no parecer débil. Había aprendido bien rápido las consecuencias de mostrar cualquier tipo de vulnerabilidad. Norm se quedó mirando a la joven. Llevaba tiempo suficiente en la Unidad como para saber el coste emocional que tenía su trabajo. Algunos conseguían aguantar la presión, pero otros se derrumbaban con el estrés. Sabía lo que estaba pasando esta mujer. En el curso de su carrera profesional también él se había encontrado con algunas situaciones que incluso hoy día, años después, hacían que se le llenaran los ojos de lágrimas. —Si necesitas hablar con alguien, danos una voz —le ofreció el hombre con brusquedad, consciente de que ella no quería pedir ayuda. 86
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Traducción: Atalía
—Te lo agradezco —dijo Sydney, apreciando el ofrecimiento, aunque sabía que jamás lo aceptaría. Fue a su mesa y repasó los mensajes que se habían acumulado durante su ausencia. Era innegable que estaba agotada, más cansada que de costumbre. Le habría gustado olvidarse del resto de sus casos, pero las cosas no funcionaban así en Homicidios. Tenía que tener la organización necesaria para poder llevarlos todos al mismo tiempo. Dedicó las siguientes horas a devolver llamadas y ponerse al día con el papeleo, pues sabía que al día siguiente tenía que presentarse en el tribunal con otro caso. Cuando se preparaba para marcharse, le pasaron la llamada. Era Van Phan, el líder no oficial de los Pequeños Dragones. Dudó sólo un momento y luego acordó reunirse con él en un restaurante de Chinatown, pues sabía que tal vez no volvería a tener esta oportunidad. Colgó el teléfono y echó un vistazo por la sala, mirando a los otros inspectores que estaban trabajando. —¿Necesitas ayuda con algo? —preguntó Norm al levantar la mirada y ver su expresión pensativa. Sydney dudó un momento y luego decidió no pedirles ayuda. —No, me llevaré a un par de patrulleros —dijo, cogiendo la chaqueta de la silla—. Que paséis buena noche. El hombre la miró un momento y luego se encogió de hombros. Sydney pilló a una patrulla al salir de la comisaría. En menos de una hora estaba en Chinatown, aparcada en una esquina detrás de un popular restaurante chino.
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Traducción: Atalía
Alex estaba de pésimo humor cuando regresó a la sala de inspectores. Su reunión con el capitán y los demás tenientes de Homicidios había ido mal y el desprecio que sentía por ellos era evidente en su expresión. En lugar de hacer avances, los hombres se habían pasado la mayor parte del tiempo peleándose unos con otros. Echó un vistazo por la sala al entrar. Estaba vacía salvo por los inspectores Bridges y Howard, que estaban tomando café y discutiendo sobre un caso en el que estaban trabajando. Sabía dónde estaban los demás inspectores, o al menos creía saberlo. Un ceño le arrugó la frente. —¿Aún no ha vuelto la sargento Davis? —preguntó al inspector veterano. —Sí, pero se volvió a marchar hace como una hora —contestó Norm. Alex asintió, no muy contenta. Había tenido la esperanza de ver a la mujer antes de irse a casa. Meneó la cabeza mentalmente, preguntándose qué demonios le estaba pasando. No podía pasar ni siquiera un día sin ver a la mujer. Dioses, qué fuerte te ha dado, masculló por dentro, y se dirigió a su despacho, pero se detuvo a los pocos pasos. —¿Ha dicho la inspectora Davis dónde iba? —No —dijo el veterano, haciendo un gesto negativo con la cabeza canosa— . Lo único que ha dicho es que iba a reunirse con Van Phan, de los Pequeños Dragones. —¿Quién iba con ella? —Se ha llevado una patrulla como refuerzo.
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—¡Dios! —exclamó Alex enfurecida, y sus ojos azules se pusieron más pálidos—. ¿Pero cómo demonios se le ocurre? La pregunta no buscaba respuesta, y entró con paso decidido en su despacho, parándose únicamente para tirar el maletín sobre la mesa antes de coger el teléfono y llamar al sargento de guardia. Esperó impaciente a que contestara al teléfono. —¿Qué unidad ha salido con la inspectora Davis? —ladró en el teléfono. —La treinta y siete —fue la sobresaltada respuesta. —¿Dónde están? —En la 97 con Dover en Chinatown. —Si tiene alguna noticia de ellos, quiero que me lo comunique inmediatamente —le ordenó Alex a la voz sin rostro—. También quiero saber cuándo los suelta la inspectora Davis. —Sí, señora —balbuceó el hombre, y luego oyó el estampido del teléfono al ser colgado. Maldita sea esa mujer, pensó Alex furiosa, sabiendo que no iba a poder marcharse hasta que supiera que la inspectora estaba bien. No comprendía en qué estaba pensando la rubia. La llamada a su puerta interrumpió su diatriba silenciosa. —Pase —ladró, alegrándose de tener algo que la distrajera, al menos temporalmente.
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Jimmy Chow's era un restaurante popular entre los pandilleros. Una persona menos segura de sí misma se habría puesto nerviosa al entrar sola en el restaurante, pero Sydney estaba familiarizada con todo aquello. Había pasado toda su vida entre bandas y sabía cómo comportarse. Además, tenía la patrulla aparcada en la calle a la espera de que volviera. —¡Phan! —Saludó con la cabeza a un hombre delgado que estaba sentado en un reservado en el rincón del fondo del restaurante. Lo reconoció por la cicatriz en forma de media luna que iba del ojo izquierdo hasta la mandíbula. Un recordatorio para toda la vida de una pelea con navajas que casi había perdido. —Sargento Davis, me alegro de volver a verla —dijo el hombre delgado, saludándola a su vez con una inclinación de cabeza. Movió la mano, indicando a los hombres que estaban sentados delante de él que se movieran, cosa que hicieron, para hacerle sitio a ella. Sólo con mirar al hombre, uno se daba cuenta de que no era un tipo agradable, y era por algo más que la cicatriz que tenía en la cara. Sus rasgos eran marcados y angulosos, sus ojos de un marrón oscuro. El bigote finísimo que le adornaba el labio superior y la perilla estilo Fu Manchú contribuían a su aire peligroso. Era el hombre más despiadado que conocía. Se sentó en el asiento vacío y sonrió. —No puedo decir lo mismo —replicó. Cualquier ofensa que pudiera haber en sus palabras quedaba contrarrestada por su sonrisa—. Hábleme de Phu Van Tu. —No hay nada que decir —dijo el hombre, haciéndose el interesante y sonriendo a través del humo que se desprendía de la punta de su cigarrillo—. Está muerto.
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—Ya lo sé, yo llevo su caso —asintió, mirando disimuladamente a sus amigos. —Me he enterado de que ahora está en Homicidios —asintió el hombre, dando una calada al cigarrillo—. Es una lástima, nunca encontrará al que lo mató. —No, nunca lo llevaré ante la justicia, que es distinto —corrigió ella—. Sé que usted ordenó que lo mataran. Lo que no sé es por qué. El vietnamita se la quedó mirando un momento antes de responder. —Hay muchos motivos para que una persona muera. Ya conoce el código de las calles, tenemos nuestra propia justicia. —¿Lo sacrificaron ustedes? —quiso saber ella, y por un instante captó un destello en sus ojos. —¿Por qué íbamos a hacer eso? —preguntó apaciblemente. —Tal vez porque no quieren una guerra con los Sangres —dijo ella, encogiéndose de hombros, y luego mostró sus cartas—. ¿Lo mataron porque él mató a ese Sangre en el concierto de Aerosmith? Van Phan dio una profunda calada a su cigarrillo y luego soltó el humo despacio, clavando sus ojos despiertos en el rostro de la mujer. Advirtió el leve destello de miedo en sus ojos, pero también vio el animal que había en su alma. Sabía que esta mujer no le tenía miedo y por eso la admiraba. —Muchos dicen que se ha vuelto blanda —murmuró con una sonrisa indolente—. Creo que la subestiman. —Siempre lo han hecho —asintió ella, y el hombre se rió entre dientes—. ¿Lo mataron para evitar una guerra? 91
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—Phu era un estúpido —dijo Van en voz baja y la sonrisa desapareció de su cara al tiempo que sacudía la ceniza de su cigarrillo en un cenicero cercano—. Tenía mucho genio y estaba demasiado dispuesto a derramar sangre. Lo único que quería hacer era luchar. No comprendía que tenía que escoger sus peleas con prudencia. —Hizo una pausa y dio otra calada al cigarrillo—. Nos hemos ocupado de un problema interno. Si no lo hubiéramos hecho, usted habría tenido muchos más cuerpos en el depósito para investigar. Sydney no estaba del todo en desacuerdo con él, pero eso no cambiaba nada. Van Phan había mandado matar a Phu Van Tu. Ella lo sabía y él prácticamente se lo había dicho. Lo único era que jamás podría demostrar nada. Se lo quedó mirando un momento más y luego echó una mirada casual por el restaurante. Vio que sus secuaces la observaban atentamente. Una persona menos confiada se habría sentido intimidada, pero Sydney estaba por encima de esa clase de miedo. Se volvió de nuevo hacia el hombre y le sonrió seductoramente. —A lo mejor nos podemos ayudar mutuamente —dijo, y el hombre esperó a que siguiera hablando.
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Alex descolgó el teléfono antes de que acabara el primer timbrazo. Escuchó atentamente al sargento de guardia y sólo entonces permitió que se le aflojara el nudo que tenía en el estómago. Colgó el teléfono con un suspiro y se reclinó en la silla, preguntándose cómo se le había ocurrido a la joven inspectora ir sola. Se levantó y recogió su mesa, dejando que la furia sustituyera al miedo. Mañana le diría a la chica lo que pensaba exactamente. 92
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Sydney se sentía muy satisfecha de sí misma al día siguiente. Se había mostrado tranquila y creíble durante toda su declaración, sin arredrarse ante las preguntas capciosas que le había lanzado el abogado defensor. El fiscal del distrito estaba seguro de que su declaración condenaría al acusado. Sin embargo, su alegría no se debía únicamente al buen día que había tenido en el tribunal. Anoche había llegado a un principio de acuerdo con Van Phan. Había logrado un trato que pondría uno de los nombres en rojo del tablón en la columna de nombres en negro. Lo único que tenía que hacer era convencer a la teniente, cosa que estaba segura de que podía hacer. Entonces Alex sólo tendría que convencer al fiscal. Estaba segura de que todo iba a salir bien. —Estás de buen humor —comentó Keith Bettman cuando entró en la sala de inspectores. —Tengo un día estupendo —contestó Sydney con una alegre sonrisa. —Ya veremos lo estupendo que sigue siendo dentro de un momento — resopló el hombre de más edad—. La teniente quiere verte y no está de buen humor. —Oh. —La inspectora rubia se volvió y miró hacia el despacho de la teniente—. ¿Ha dicho qué quería? —No. —El hombre meneó la cabeza—. Pero te recomiendo que vayas a verla ahora mismo y lo descubras. Lleva toda la tarde hecha un ogro. Sydney asintió y se paró sólo un momento ante su mesa para quitarse la chaqueta antes de dirigirse al despacho de la teniente. Su llamada fue 93
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contestada por una voz brusca que le ladró que pasara. Hizo una mueca, irguiendo los hombros mentalmente antes de entrar en el despacho. —Buenas tardes —dijo alegremente. —¡Llega tarde! —fue la brusca repuesta, y la sonrisa desapareció de inmediato del rostro de la rubia. —Estaba en un juicio —balbuceó la mujer menuda para defenderse, devanándose los sesos tratando de averiguar qué había hecho para merecerse tal recibimiento—. Tengo que estar en el tribunal toda la semana. —¿Por qué no me lo ha comunicado? —quiso saber la mujer alta. —Se me olvidó —farfulló Sydney, confusa ante este recibimiento—. Nunca he tenido que informar de eso. He rellenado los papeles necesarios. —Pues ahora las cosas no funcionan como antes —dijo Alex con tono cortante, sorprendiéndose a sí misma por la emoción que sentía—. A partir de ahora quiero saber con exactitud dónde está y quién está con usted. ¿Queda claro? Sydney se quedó en silencio, haciendo frente a la descarga de rabia de la otra mujer. Se le estremeció el corazón y se le llenaron los ojos de lágrimas. A pesar de lo inmerecido que era este rapapolvo, estaba decidida a conservar la calma y no mostrar sus emociones. —No la he oído. —Sí —replicó la rubia inspectora con tono frío, y sus ojos verdes observaron a la teniente, que se levantó despacio y se inclinó hacia ella, apoyando las manos en la mesa, hasta que sus caras quedaron a pocos centímetros de distancia. 94
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—En segundo lugar, no quiero volver a enterarme de que ha salido sola a entrevistarse con un sospechoso. —El tono de Alex era más frío de lo que lo había oído la menuda inspectora hasta ahora—. ¿Qué demonios estaba pensando? La podrían haber matado. —No estaba pensando —replicó Sydney entre dientes. —Eso es evidente —contestó la teniente con desprecio—. Si me entero de que ha vuelto a hacer una cosa así, se encontrará patrullando tan deprisa que la cabeza le dará vueltas. ¿Está claro? —Sí —asintió la rubia inspectora, poniéndose pálida. No le cabía la menor duda de que la teniente cumpliría su amenaza. —Muy bien, como ésta es su primera infracción, sólo la voy a suspender por un día —soltó Alex con rabia, y luego señaló la puerta—. Ahora salga de aquí antes de que me ponga de mal humor de verdad. Sydney asintió en silencio. Sin decir nada, se volvió y salió dignamente del despacho. Se le llenaron los ojos de lágrimas al pensar en el enfrentamiento: las palabras de la mujer de más edad habían destrozado la alegría que había sentido. Cruzó la sala a largas zancadas y cogió su chaqueta, consciente de que toda la sala de inspectores había sido testigo de su humillación. Norm Bridges se quedó mirando a la joven inspectora que salía furiosa de la sala. Se apiadó de ella y, como era un veterano con un buen historial, decidió que iba a intervenir en su favor. Alex no sabía por qué estaba tan enfadada con la joven. No se habría puesto así si uno de los hombres del grupo hubiera hecho lo mismo. Lo habría reprendido, pero de una forma más profesional. Sabía que había
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dejado que sus emociones dictaran sus actos. Se dejó caer en la silla. Alguien llamó a la puerta. —Pase —dijo con tono normal, levantó la mirada y vio entrar a Norm Bridges. Por la expresión de éste supo que no venía a hablar de un tema normal. Sospechó que acudía como reacción a lo que ella había hecho—. Diga lo que tenga que decir. —Estoy pensando que ha estado un poco dura con Syd —dijo, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón. —¿Y eso? —preguntó Alex, estrechando los ojos y clavándolo a la pared. —El hecho es que hasta ahora el teniente Messington la enviaba sola con unidades siempre que podía —dijo el inspector, sin dejarse intimidar por la mujer—. No le tenía mucho aprecio e intentaba que fracasara en cuanto tenía una oportunidad. Alex se quedó callada, sintiendo una confusa mezcla de emociones. Se compadecía de la mujer, pero eso no bastaba para cambiar su decisión. Miró al hombre, contenta de que éste se hubiera esforzado por defender a la rubia. —Aprecio lo que dice, sargento, y lo tendré en cuenta la próxima vez que suceda algo —dijo, y el hombre asintió. Con eso, se volvió para marcharse—. Sargento, asegúrese de que en la ficha de ella conste que ha completado el turno. El hombre miró a la mujer y asintió, esperando a salir del despacho para sonreír. Sabía juzgar bien el carácter de las personas y su primera impresión había sido que la nueva teniente era una persona justa. No se había visto defraudado.
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Sydney echaba humo al salir de la comisaría, maldiciendo a la teniente por humillarla. Aunque quería echarse a llorar, se negaba tercamente a hacerlo, pensando que eso sería como admitir la derrota. Le demostraría a esa zorra de qué estaba hecha. Con eso en mente, condujo el jeep hasta Rourke's, una taberna frecuentada por miembros del cuerpo de policía. Aquí procedió a emborracharse. Fue también aquí donde la encontró el sargento Robert Newlie varias horas después. El sargento de patrulleros entró en el bar poco iluminado y se detuvo en la puerta, mirando por la sala. Había policías fuera de servicio por todo el local, pero la persona a la que buscaba estaba sentada ante la barra, contemplando una cerveza medio vacía. En su rostro había una expresión desolada. El camarero lo miró cuando se acercó y se sentó en una banqueta al lado de la mujer, pero le hizo un gesto para que se alejara. No había venido a beber. Había venido a rescatar a una amiga. —Hola, Syd, ¿qué haces aquí? —preguntó cuando la inspectora se volvió para mirarlo. Sabía que la mujer rara vez venía por aquí a menos que fuera por una ocasión especial. —Emborracharme —contestó la mujer con una sonrisa de medio lado. Lo miró con ojos irritados. —¿Por qué? —preguntó en voz baja, y vio que su sonrisa desaparecía. Ella se volvió y tomó otro trago de su bebida. —¿Es que importa? —A veces sí —dijo él, y esperó a que ella hablara. Por supuesto, conocía el motivo de su infelicidad. Su amigo Norm Bridges lo había llamado, explicándole la situación—. ¿Qué te pasa, Syd? 97
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—Nada. —La mujer sacudió la cabeza—. Es que la teniente me ha echado la bronca y luego me ha suspendido durante este turno. —No es la primera vez —le recordó el hombre. —Ya lo sé, pero esto es distinto —dijo ella, contemplando su cerveza. —¿Por qué? —preguntó Rob, y luego la observó atentamente mientras ella hurgaba nerviosa la etiqueta de la botella. Se dio cuenta de que no lo miraba. —Porque sí —replicó con un mohín. El hombre supo entonces que no le iba a decir nada más. Se levantó, se sacó dinero del bolsillo y lo puso en la barra. —Vamos, te voy a llevar a casa —dijo, ayudándola a levantarse. —No quiero ir a casa —protestó ella, pero el hombre insistió. —Vale, pues vente a casa conmigo. —Le pasó el brazo por la cintura y la ayudó a caminar hacia la puerta. —¿No le molestará a Ashley? —preguntó Sydney, apoyándose en él para sostenerse cuando sus piernas se negaron a cooperar. —Qué va, se lo explicaré, además ella también se alegrará de verte — replicó él, y luego la ayudó a salir de la taberna y cruzar el aparcamiento hasta donde tenía aparcado el coche. La metió en el asiento del pasajero y luego se instaló en el lado del conductor. Treinta minutos después la tenía durmiendo profundamente en el sofá de su estudio. Sus leves ronquidos resonaban por la silenciosa habitación. —¿Me quieres decir qué está pasando? —le preguntó Ashley Newlie a su marido cuando salieron de la habitación. La mujer no estaba molesta con 98
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su esposo por traer a la joven a casa. Quería de verdad a la chica, que era poco mayor que sus propios hijos. A menudo pensaban en Sydney como si fuera otra hija. —Su teniente la ha reprendido por algo —le dijo Rob, contándole todo lo que sabía. —Eso no es nada nuevo. —La mujer estaba desconcertada. —No —asintió su marido—. Pero la teniente sí. —¿Me explicas eso? —preguntó Ashley, enarcando una ceja, y el hombre se echó a reír, rodeándole la cintura con el brazo al tiempo que la llevaba hacia la cocina.
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Sydney se despertó a la mañana siguiente con un tremendo dolor de cabeza. Estaba avergonzadísima por la situación y pidió disculpas a sus amigos por su insólito comportamiento. Ellos le quitaron importancia con una amplia sonrisa, y en cuanto se atrevió, se fue corriendo, consciente de que tenía que estar en el tribunal a las nueve de la mañana. Se alegraba de poder librarse por un rato de la comisaría, pero cuando llegó el momento de tener que presentarse para su turno, evitó a propósito cualquier contacto con la teniente. Durante la siguiente semana, las dos mujeres sólo se hablaban cuando era necesario, y cuando lo hacían era con un tono frío y distanciado. Se sentía más herida que si se hubiera tratado de cualquiera de los demás. Erróneamente, había creído que habían conseguido conectar. La frialdad que Alex percibía en la rubia inspectora casi la estaba matando, aunque nadie lo habría sabido por la severa expresión de su 99
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rostro. Cuanto más tiempo tenía para pensar en el tema, más tiempo tenía para reflexionar sobre sus actos, aunque sí que advirtió un claro cambio en los otros inspectores que habían oído el enfrentamiento. Se esforzó por pensar en una forma de resolver la situación. No quería enemistarse con esta mujer. Por el contrario, todavía fantaseaba con la idea de que pudieran ser algo más que amigas, aunque por dentro tenía que reconocer que probablemente había acabado con cualquier posibilidad de tener una relación. Al sábado siguiente, su paciencia llegó al límite. Pensó que sólo había una manera de resolver la situación, aunque se daba cuenta de que el resultado seguramente no sería bueno. Sabía que no podían seguir así. —¡Davis, venga aquí! —llamó con tono tajante desde su despacho. Sydney miró a sus colegas con desconfianza y luego irguió los hombros y cruzó la sala hasta el despacho de la teniente. Los desafiantes ojos verdes se encontraron con los azules. —Cierre la puerta —le espetó Alex al ver que la mujer la había dejado abierta. Esperó a que cumpliera la orden antes de hablar—. Usted está cabreada conmigo y comprendo el motivo. Sin embargo, no estoy dispuesta a tolerar su tipo de actitud en mi turno. Sé que está molesta conmigo y puede que yo me haya pasado cuando le eché la bronca, pero creo que la cosa ya supera una simple disculpa. Sydney no dijo nada y se limitó a escuchar en silencio y esperar a que la otra mujer terminara su discurso. Alex rodeó la mesa, cogiendo el balón de baloncesto que estaba en un estante. Se lo lanzó a la mujer más menuda, que apenas consiguió reaccionar a tiempo de cogerlo.
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—Sé que quiere darme mi merecido, así que le voy a dar la oportunidad — dijo Alex con tono brusco—. Reúnase conmigo fuera en la cancha de baloncesto dentro de media hora y echaremos un partido de uno contra uno, sin restricciones. —¿Cómo sé que no me va a volver a reprender si le doy demasiado duro? —preguntó la inspectora rubia con tono escéptico, sin fiarse del todo de la teniente. —No lo sabe —dijo la morena—. Sólo tiene mi palabra, así que usted decide. Tiene la oportunidad de vengarse. ¿O es que es una gallina? —Yo no tengo miedo de nada —bufó Sydney entre dientes, consciente de que la estaba picando—. La veo ahí fuera dentro de treinta minutos. A lo mejor le conviene ponerse almohadillas, porque no me voy a andar con chiquitas. —Eso espero —replicó Alex, y sonrió cuando la otra mujer se dio la vuelta y salió del despacho. Menos de treinta minutos después, estaban en la cancha cara a cara como dos combatientes a punto de ir a la guerra. Sydney se había puesto unos pantalones de chándal de color gris claro y una sudadera a juego, mientras que Alex llevaba unos pantalones cortos de color gris claro y una camiseta a juego, con una camiseta holgada de baloncesto azul oscura por encima. Hacía frío y el cielo estaba nublado. El aire olía a lluvia, pero ninguna de las dos era consciente de otra cosa que no fuera la otra persona y la tensión que había entre ellas. Sydney botó el balón sobre la cancha de cemento, mirando un buen rato a su adversaria.
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—¿Quién empieza? —quiso saber, con el cuerpo tenso y preparado para lanzarse. Tenía visiones de dar una paliza a esta mujer por toda la cancha. Parte de su éxito con este deporte había sido su juego físico, que a menudo pillaba por sorpresa a sus adversarias. —Adelante —dijo Alex con aire galante, pero la inspectora rubia se limitó a sonreír. —No, las personas mayores primero —dijo con una sonrisa burlona, lanzando el balón a la cara de la teniente. Alex lo atrapó en el aire y le devolvió la sonrisa. —Si insiste —dijo, y tomó posiciones. Durante la hora siguiente se enfrentaron a base de golpes y choques, liberando la irritación que sentían. Alex aprovechaba su tamaño y habilidad para maniobrar alrededor de su adversaria más baja, mientras que Sydney utilizaba su velocidad y su cuerpo para desequilibrar a la mujer más alta. En más de una ocasión, la inspectora rubia cargaba contra su adversaria, tirándola al suelo. La teniente se limitaba a asentir, se levantaba y volvía al partido. Ambas mujeres era competitivas y eso se notaba en su juego y, sin que lo supieran, eran objeto de atención desde todos los rincones del edificio. Los agentes que estaban dentro de la comisaría se trasladaban a la ventana para mirar y los patrulleros que iban y venían se detenían en el aparcamiento para ver qué estaba pasando. Para ellos era un buen partido de uno contra uno, pero para las participantes era algo muy distinto. Ninguna de las dos se dio cuenta de que había empezado a llover, una neblina ligera que caía desde el cielo.
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Es buena, reconoció Alex por dentro cuando la mujer más joven la esquivó hábilmente y se lanzó para encestar. Le costó mucho evitar sonreír al ver la expresión de triunfo de la rubia al lanzarle el balón. —Su turno, teniente —dijo Sydney con sorna, pero sin el desprecio que había sentido antes por la mujer. Alex atrapó el balón y lo botó varias veces antes de lanzarse hacia la canasta. Sydney se interpuso en el último momento, estampando su cuerpo contra la mujer más alta y haciendo que perdiera el equilibrio, pero esta vez la teniente no cayó al suelo, aunque perdió el balón. Muy bien, guarrilla, creo que ya te he dado demasiadas libertades, pensó la teniente, sonriendo por dentro. Vamos a ponernos serios antes de que se ponga demasiado arrogante. Cuando Sydney se lanzó hacia la canasta, esta vez Alex la estaba esperando, y cuando intentó el tiro, la teniente atacó y de un fuerte manotazo le quitó el balón de las manos a la inspectora. Sydney se encogió por el doloroso ataque. Levantó la mirada y vio una sonrisa seductora en la cara de la mujer más alta. Eso la llevó a tomar la decisión de incrementar el juego físico. Esta vez, cuando pegó un caderazo a la teniente en las nalgas para intentar que perdiera el equilibrio, Alex estaba esperando y movió el codo, clavándoselo en las costillas a la mujer más baja. —Ay. —Sydney no pudo controlar el gruñido que se le escapó de los labios mientras la mujer de más edad la rodeaba y encestaba. La teniente se echó a reír y le lanzó el balón con gesto arrogante, lo cual hizo que la mujer más baja hirviera de rabia. Cuando Sydney intentó otra ágil maniobra, allí estaba Alex, estampando su cuerpo contra el de la mujer más joven y robándole el balón, tras lo cual lanzó y coló el balón por el aro. La rubia inspectora se quedó un 103
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momento recuperando el aliento y mirando a su adversaria con cara de pocos amigos. —¿Se rinde? —preguntó Alex con una sonrisa chulesca. —Jamás. —Sydney la fulminó con la mirada y cogió el balón, lo botó unos momentos y luego atacó la canasta. Como antes, Alex la estaba esperando, y parecía que hiciera lo que hiciera Sydney, allí estaba ella arrebatándole el balón o bloqueando un tiro. La mujer más joven estaba cada vez más frustrada y se le notaba en el juego, al tiempo que los golpes se iban haciendo cada vez más intensos. Llevaban en ello más de una hora y Alex empezaba a notar los efectos del partido. Sólo tenía que mirar a su compañera para darse cuenta de que la otra mujer también estaba pagando el esfuerzo. Sydney jadeaba y las dos tenían las camisetas empapadas, no sólo de la lluvia, sino también de sudor. Alex miró a la otra mujer y sintió una punzada en el corazón. No quería seguir combatiendo con esta mujer, pero sabía que no podía ceder y sabía que Sydney tampoco iba a ceder. Tal vez ésa era una de las cosas que tanto la atraían de la rubia. Era la feroz independencia y el orgullo que relucían en sus ojos. Indicaban que se trataba de una mujer que iba a luchar hasta el final. De modo que decidió dar por teminado el asunto ahora, antes de que una de las dos sufriera algún daño. Alex cogió el balón y se lanzó hacia la canasta, sin rodear a la mujer como solía hacer, sino echándose directamente encima de ella. Sydney no estaba del todo preparada y la fatiga la hizo reaccionar más despacio que de costumbre. Sintió la fuerza plena del golpe cuando la mujer chocó con ella, perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo. Aterrizó en el cemento con un
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buen golpe y se quedó ahí tumbada, escuchando mientras el balón pasaba limpiamente por la red. Levantó la mirada y vio a la teniente inclinada sobre ella, advirtiendo por primera vez lo mojada que tenía la ropa la otra mujer y lo tieso que se le había puesto el pelo. A pesar de eso, no pudo evitar pensar que seguía siendo la persona más bella que había visto en su vida. —No me busque las cosquillas —dijo Alex con aire desafiante mientras miraba a la rubia, temerosa por un instante de haber hecho daño a la inspectora, pero luego se dio cuenta de que estaba bien. Sydney no intentó levantarse, rindiéndose al agotamiento. En contra de su voluntad, capituló y la fatiga con la que llevaba un mes luchando y el estrés de todos los casos que tenía acumulados se le vinieron encima. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que empezaron a manar sin impedimento al tiempo que de sus labios entreabiertos se escapaban los sollozos. —Dios —soltó Alex, y se dejó caer al suelo, cogiendo a la mujer más menuda en sus brazos y estrechándola contra su pecho mientras Sydney lloraba sin control. Acarició con ternura el pelo de la joven y la acunó, intentando calmar a la otra mujer. Por fin, Sydney logró recuperar el control. Se apartó del abrazo de la mujer más alta, avergonzada por su reacción e incapaz de mirar a su compañera. —¿Está bien? —Alex estaba preocupada de verdad—. ¿Le he hecho daño? —No. —Sydney meneó la cabeza, pasándose el dorso de la mano por los ojos para secarse las lágrimas que quedaban—. Lo siento, normalmente no me pongo así. No sé qué me ha pasado. —Ha sido una semana muy dura —dijo la teniente con comprensión—. ¿Se siente ya mejor? 105
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—Sí —reconoció la inspectora rubia casi a regañadientes—. Siento no haber sido muy amable últimamente. —Yo no debería haberle echado la bronca —suspiró Alex—. Es que estaba muy preocupada por su seguridad. No quiero que le pase nada a usted ni a nadie más del grupo. Sydney asintió y luego se puso de pie con dificultad, mirándose la ropa empapada. Se sentía totalmente exhausta y no le apetecía volver a la sala de inspectores, pero tenía un montón de trabajo a la espera. Miró a la teniente, que se estaba levantando de la cancha. —Escuche, ¿qué tal si la invito a cenar? —propuso Alex. Casi sabía lo que estaba pensando la mujer por su expresión. —Todavía me queda mucho trabajo por hacer —vaciló Sydney, sin saber qué debía responder. —Seguirá ahí mañana. Además, ha hecho suficientes horas extra para justificar un par de horas libres —dijo la teniente, y entonces se le ocurrió otra cosa—. ¿Pero a lo mejor tiene otros planes? —No —se apresuró a decir Sydney, dándose de tortas mentalmente por haber estado a punto de echar a perder la oportunidad de estar a solas con esta mujer. —Bien. —Alex sonrió, cosa que transformó sus severas facciones, y la mujer más joven sintió que se le estremecía el corazón. Alargó la mano y revolvió el pelo rubio y mojado de la cabeza de la mujer más menuda—. Mataremos dos pájaros de un tiro. Tráigase esos casos que siguen en rojo en el tablón y los repasaremos para ver si se nos ocurre algo. 106
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Sydney asintió en silencio, disimulando la decepción que sentía y regañándose luego por dentro por dejar volar sus expectativas. —Estupendo —asintió la teniente, y hurgó en la bolsa de deporte que se había llevado a la cancha. Encontró la tarjeta que quería y se la pasó a la mujer más baja—. Nos vemos en mi casa dentro de una hora. Sydney asintió y regresó con la otra mujer a la comisaría. De repente, toda la decepción que sentía desapareció y se descubrió sonriendo como una adolescente. Le daba igual que fueran a pasar la velada trabajando, estaba feliz porque iban a estar juntas. Era increíble cómo esta simple invitación podía dar la vuelta de tal manera a sus emociones. Una hora y media después, Sydney giró por fin con su jeep por la calle. Miró atentamente los números de los edificios, buscando la dirección de la tarjeta que le había dado Alex. Era un barrio tranquilo lleno de árboles y espacios abiertos a tan sólo dos manzanas de la playa. Era un vecindario de clase media y muy distinto del barrio del centro donde ella tenía su apartamento. Encontró el número del edificio y tuvo la suerte de poder aparcar justo delante. Sacó la enorme caja de archivos que se había llevado de la comisaría antes de cerrar el jeep. Llamó al número indicado e inmediatamente le abrieron la puerta del edificio. Los pocos momentos que tardó en llegar el ascensor a la planta baja le bastaron para decidir que era un lujo de sitio desde cualquier punto de vista. El piso de Alex estaba en la sexta planta, la última de este edificio no muy alto, haciendo esquina. La teniente la esperaba en la puerta cuando llegó, vestida informalmente con unos ceñidos vaqueros azules desvaídos y una camiseta blanca. Iba descalza.
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—¿Ha tenido problemas para encontrar la dirección? —preguntó Alex, quitándole la caja de las manos a la inspectora más baja. —No. —Sydney meneó la cabeza, sintiendo que tenía el corazón desbocado. —Pase y póngase cómoda —la invitó la mujer alta. Sydney dejó la chaqueta y los zapatos en la puerta y luego siguió a la mujer por el pasillo hasta un enorme salón situado a un nivel inferior. Sus ojos recorrieron la habitación, observando la gran chimenea y las puertas ventanas que conducían a un balcón que daba a un pequeño parque. Se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones informales y observó mientras su anfitriona dejaba la caja en una mesa baja de cristal. —Qué casa tan bonita tiene —comentó Sydney, mirando los lujosos muebles tapizados en blanco y los cuadros exquisitos de la pared. —A mí me gusta —asintió Alex, mirando a su alrededor—. Venga, se lo voy a enseñar. Era más grande de lo que Sydney imaginaba y calculó que en este piso cabrían dos pequeños apartamentos como el suyo con espacio de sobra. Era un piso de un solo dormitorio con un estudio. Empezaron por la cocina y acabaron en el dormitorio. Era una casa decorada con elegancia y de carácter muy femenino. Volvieron al salón. —Póngase cómoda mientras traigo algo de beber. ¿Qué le apetece? —Un refresco estaría bien —replicó Sydney, sintiéndose un poco incómoda, y Alex asintió y desapareció en la cocina. La rubia inspectora se sentó en el sofá, pensando en lo a gusto que podría estar aquí. Alex 108
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regresó casi de inmediato con una bandeja en la que llevaba varias latas de refresco, dos vasos y una pequeña cubitera para hielo. La depositó en la mesa y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. —Sírvase —dijo, y Sydney alcanzó vacilante una lata de refresco. —¿Es caro el alquiler de este sitio? —preguntó con curiosidad. —No lo sé. Yo soy propietaria, o lo seré cuando termine de pagar la hipoteca —replicó Alex, volviendo a mirar la habitación antes de ponerse unas gafas en la nariz—. Tuve mucha suerte de conseguirlo. Al parecer ya había varias ofertas de compra cuando hice la mía. —¿No se pierde, con lo grande que es? —No, me gusta el espacio y la soledad y esto tiene las dos cosas —dijo la teniente—. Los dueños de los otros pisos son sobre todo parejas ancianas o profesionales solteros, así que no tengo muchos problemas con mis vecinos. —Debe
de
ser
agradable
—sonrió
Sydney,
relajándose
con
la
conversación—. En mi casa, cuando el vecino del final del descansillo enciende la televisión, yo la oigo. —Por eso yo buscaba un piso en un edificio como éste —reconoció Alex—. No quería tener que luchar con mis vecinos. ¿Tiene hambre? —No. —La rubia inspectora hizo un gesto negativo con la cabeza. En realidad sí tenía un poco, pero por alguna razón no quería reconocerlo. —Bueno, dígame cuándo quiere comer y encargaré comida china —dijo la teniente, sacando un grueso archivo de la caja y dejándolo en la mesa—. ¿Qué pasa con este caso?
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Sydney tuvo que dejar el sofá y sentarse en el suelo al lado de su anfitriona, lo cual no era una experiencia nada desagradable, aunque tenía que concentrar la mente en el archivo y no en su compañera. Dedicaron las siguientes horas a repasar cada uno de los casos sin resolver, y Alex la interrogó con detalle acerca de todos y cada uno de los aspectos. La teniente frunció el ceño al advertir un claro patrón, y se preguntó en silencio si la coincidencia era tan grande. No lo creía. —¿Cómo es que usted ha acabado al mando de la investigación de estos casos? —preguntó, y Sydney miró de reojo a su compañera, captando otra oleada de su olor perfumado. —Me
los
asignó
el
teniente
—dijo
encogiéndose
de
hombros,
preguntándose qué más daba—. Messington aceptaba las llamadas si estaba, tomaba nota de los detalles preliminares y luego asignaba el caso. —¿Los inspectores tenían un orden concreto de rotación? —Pues no. —Sydney meneó la cabeza—. Asignaba los casos según entraban. ¿Por qué? Alex no dijo nada sobre sus sospechas, pero una vez más pensó en lo que ya había averiguado. Cada día le iba quedando más claro lo que estaba ocurriendo en la Unidad de Homicidios. —Por nada —contestó con una sonrisa incómoda de medio lado, y como respuesta, el estómago de la mujer más joven elevó una protesta. La sonrisa se hizo plena y Sydney quiso taparse la cabeza con las manos—. Parece que alguien necesita atención. Alex se rió por lo bajo, alargó la mano y le dio unas palmaditas a la mujer más joven en el estómago antes de levantarse de un salto y cruzar el salón 110
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para coger el teléfono. Sydney la miró hechizada mientras la mujer marcaba el número de un restaurante chino cercano que servía a domicilio. Después de hacer el pedido, la mujer alta volvió a ocupar su sitio en el suelo y su compañera más joven se sintió agradecida. —Hay algo que no me está diciendo —la acusó la inspectora rubia, observando los rasgos finamente cincelados de su compañera. —No. —Alex meneó la cabeza, pues no quería inquietar a su compañera con sus ideas. Cambió de tema—. ¿Cómo va el caso del niño Kennedy? —He emitido una orden de búsqueda y captura para el hombre —dijo Sydney, no muy contenta de no haber conseguido una respuesta completa—. Voy a volver a hablar con su casero, Eddie Williams. Lucas Andersen no apareció en Seattle hasta cuatro meses después del rapto, así que tuvo que estar en alguna parte. —Pudo estar moviéndose de un sitio a otro —sugirió Alex. —Cierto, pero tengo la sensación de que no lo hizo —dijo Sydney, revelando sus ideas—. El caso era de alta prioridad, así que no habría querido llamar demasiado la atención. La matrícula de su coche era del estado, de modo que si estaba por aquí, nadie habría sospechado nada. Además, la policía de Vancouver mandó un aviso a su estado natal, Nuevo México, para que vigilaran por si aparecía, pero no consiguieron nada. —¿Y qué es lo que piensa usted? —preguntó Alex, reflexionando sobre lo que acababa de decir la otra mujer. —Creo que sigue en el estado, oculto en algún sitio, y creo que Eddie Williams sabe dónde. He indagado y tiene historial delictivo, aunque por delitos menores, y no ha tenido problemas con la justicia desde que se casó. 111
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—Apriétele las tuercas a ver qué pasa —dijo la teniente—. Podría ser que crea que no tiene nada que perder. Sydney asintió y tomó nota mental para hacer que llevaran al hombre a comisaría al día siguiente. —¿Y con el caso Tu? Respiró hondo. Ésta era una ocasión de oro para presentar su caso ante la teniente, pero le preocupaba que rechazara el plan. —Los Pequeños Dragones lo mataron como una especie de ofrenda de paz para los Sangres por la muerte de Hootie. Es lo que vino a decir Phan, pero con las pruebas que tenemos no hay manera de poder acusarlo y mucho menos de conseguir una condena. —¿Y? —la instó Alex. —Bueno, pues estuvimos hablando y Phan reconoció que Tu fue el que mató a Hootie. —Sydney escogió las palabras con cuidado—. Le ofrecí un trato por el que si él firmaba una declaración como testigo diciendo esto, yo no le daría más la lata con el asesinato de Tu. Alex se quedó pensando. Era una idea innovadora, pero no estaba segura de que el fiscal fuera a aceptar este tipo de plan. Las relaciones entre Homicidios y la oficina del fiscal estaban peor que nunca. —¿Está segura de que no hay forma de conseguir nada contra Phan? —Sí —respondió Sydney con sinceridad. —Deje que lo piense un poco y veremos qué puedo hacer —dijo Alex, asegurándose de que no prometía nada. Sonó el telefonillo del piso y la
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teniente se levantó—. Ya está aquí la comida. Recoja los archivos. Vamos a comer aquí. Sydney asintió y, mientras la mujer alta se ocupaba del repartidor, ella recogió los archivos y los volvió a meter en la caja, que dejó al lado del sofá. El resto de la velada pasó rápidamente y tras cierta incomodidad inicial, charlaron de cosas que no tenían que ver con el trabajo. A Sydney no le sorprendió averiguar que su compañera había viajado mucho y que le había gustado el Caribe de forma especial. Era comprensible, pues la teniente tenía un aire muy sofisticado. Por fin se pusieron a hablar de su partido de baloncesto. —Creo que mañana voy a estar cubierta de moratones —dijo Alex con humor y un amago de sonrisa—. No creía que una persona de su tamaño pudiera pegar tales mamporros. —Se olvida de que vengo de las calles —replicó Sydney, un poco cortada—. Allí había que ser duro para que no te pisotearan. —Desde luego, a usted sólo la desafiarían una vez —dijo la teniente, con altivez. —¿Eso quiere decir que no va a volver a jugar conmigo? —A Sydney no le hacía gracia la idea. —Al contrario, el partido de hoy me ha gustado mucho —dijo Alex despacio, mirándola con aire solemne, aunque con un brillo risueño en los ojos azules—. Es usted muy buena. ¿Entrena? —Todavía juego todas las semanas en una liguilla de mi barrio. No voy todo lo que me gustaría por mi horario de trabajo, pero intento jugar con
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Traducción: Atalía
ellos por lo menos una vez por semana —contestó la rubia inspectora—. ¿Usted sigue jugando? —No, jugaba cuando estaba en Chicago, pero últimamente no he tenido tiempo. —Pues a lo mejor podría venir conmigo alguna vez —le ofreció Sydney—. Estoy segura de que a los chicos les encantaría poder competir con alguien como usted. —A lo mejor podríamos hacer un equipo —propuso Alex alegremente—. Creo que las dos juntas podríamos formar una unión invencible. Sí, gritaron las emociones de Sydney, al tiempo que el corazón le latía apresurado en el pecho. Notó un calor creciente en el cuerpo que amenazaba con descontrolarse. Un vistazo al reloj le dijo que era más tarde de lo que pensaba. Se levantó de mala gana, deseando poder quedarse, pero sabiendo que era imposible. —Será mejor que me vaya —dijo, cogiendo la caja y trasladándose al recibidor, donde había dejado la chaqueta y los zapatos—. ¿La veré mañana? —Llegaré más tarde —contestó Alex—. Tengo una reunión. Sydney asintió, y después de calzarse salió por la puerta. Alex la acompañó hasta el jeep y esperó a que se montara. Ambas mujeres se sentían levemente incómodas, y Sydney deseó tener el valor de echarse hacia delante y besar a la otra mujer. Pero se limitó a agitar la mano antes de arrancar y marcharse.
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Capítulo 4
Alex echó un vistazo por el restaurante. Era un local caro que ofrecía lo mejor de la cocina europea. Era un lugar que este mediodía del lunes estaba
lleno
de
hombres
de
negocios.
Reconoció
varias
caras
correspondientes a la elite de las grandes compañías de la ciudad. —¿Algo nuevo con el caso Kennedy? —La pregunta la llevó a prestar de nuevo atención a la persona que estaba comiendo con ella. —No. —Meneó la cabeza, encogiéndose por dentro y preguntándose si ésta era la razón de que el jefe de policía la hubiera invitado a comer. —La prensa no está muy amable —le recordó el hombre con tono apacible, y Alex frunció el ceño, mirando la comida que había en el plato que tenía delante. El hombre era cortés con esa valoración. Los medios de comunicación seguían hablando del caso y poniendo en duda la competencia del cuerpo de policía a la hora de ocuparse del asesinato. Ella sabía que los ciudadanos estaban nerviosos al pensar que un asesino de niños andaba suelto en la ciudad, y la teniente deseaba por dentro que surgiera otro escándalo que desviara la atención de este asunto. —Ahora mismo no podemos hacer mucho más —dijo—. La inspectora al mando
está
construyendo
un
caso
sólido.
Hemos
identificado
al
sospechoso y hemos enviado órdenes de búsqueda y captura a todas las comisarías del país e incluso a Canadá. El hombre asintió, mirando pensativo a su hermosa acompañante antes de seguir comiendo. Sabía que la Unidad estaba haciendo todo lo que podía, pero se encontraba en una situación incómoda, pues recibía ataques no 115
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sólo de los medios de comunicación y de la opinión pública, sino además del alcalde, que consideraba esto un borrón para su inminente campaña de reelección. Decidió no seguir hablando del tema por el momento. —Por lo demás, ¿qué tal te vas adaptando, Alexandria? —El tono del jefe le hizo levantar la mirada—. ¿Te están poniendo las cosas difíciles? —¿Es que esperabas que me recibieran con los brazos abiertos? —contestó con cierto sarcasmo. —No —reconoció el hombre con un suspiro desganado—. Esperaba que se comportaran con cortesía. —Y lo hacen... apenas —admitió Alex, comiendo otro poco—. Tengo que reconocer, George, que ese sitio es un desastre. Ni siquiera sé si puedo arreglarlo. —¿Tan mal está? —preguntó el hombre con una mueca. —Hay una apatía general entre los inspectores, y los demás tenientes están demasiado enfrascados en su politiqueo para molestarse en resolver casos. —La teniente dejó ver su irritación—. Pero si es que asignan casos a quien sea puramente al azar. Si se puede resolver, se lo dan a su inspector preferido y si no, se lo asignan a alguien a quien quieren jorobar. Envían continuamente a inspectores sin apoyo para entrevistar a sospechosos. Hasta han tenido a una inspectora trabajando sola sin supervisión de un veterano durante casi seis meses de los diez que lleva en la Unidad. —¿Te refieres a Sydney Davis? —El hombre conocía algunos detalles de lo que estaba ocurriendo en la Unidad. —Sí. —Sabes que es lesbiana. 116
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Traducción: Atalía
—¿Y eso qué importa? —Alex notó que se le dilataban las aletas de la nariz. Quería gritar de alegría por esta pequeña noticia, pero contuvo su emoción. Aunque no se lograra nada más con esta reunión, al menos había conseguido una información valiosa. —Oficialmente nada —dijo el jefe vagamente. —¿Y extraoficialmente? —Bueno, ya sabes... —El hombre se sintió repentinamente incómodo. Sabía que su acompañante había estado prometida a un hombre, pero desde la ruptura de ese compromiso había oído rumores. Aunque a él le daba igual—. La realidad, Alexandria, es que a pesar de las normas, la Unidad de Homicidios sigue siendo un bastión de la vieja escuela. Lo único que les molesta más que tener mujeres en sus filas es tener mujeres que quieren ser hombres. —Menuda chorrada, George. —Esta vez Alex sí que explotó—. Ésa es la idea más arcaica que he oído en mucho tiempo. Si los hombres piensan eso es sólo porque los jefes se lo permiten. Cambiad vuestra actitud y ellos también cambiarán. Dios, no conozco a una sola lesbiana que quiera ser un hombre. El jefe se quedó un buen rato mirando a la mujer. La conocía desde que era niña y la había visto crecer hasta convertirse en la hermosa mujer que era ahora. Se había sentido absurdamente contento cuando decidió entrar en la Academia de Policía. En todo ese tiempo, siempre la había visto tranquila, incluso cuando se enfadaba, y por eso este estallido emocional le resultaba desconcertante. —¿Qué está pasando, Alexandria? —Era un hombre directo y no temía hacer preguntas delicadas—. Este genio no es propio de ti. Nunca te he visto mostrar tanta pasión por nada. 117
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—Lo que pasa, George, es que tengo a varios sargentos jóvenes en mi equipo que podrían haber sido grandes inspectores si se les hubiera dado la formación adecuada y un trato correcto. Todavía espero poder sacarlos adelante, pero me da muchísima rabia pensar que todo mi trabajo se podría haber evitado si alguien de los escalafones superiores hubiera intervenido y hubiera acabado con esta situación. Me pregunto cuántos buenos policías más son sólo mediocres por culpa de una mala dirección. George Ford se echó hacia atrás y dejó que la mujer se desahogara. Respetaba su opinión, lo cual era el motivo de que la hubiera contratado. Tenía un historial de éxitos demostrados y confiaba en que enderezara la Unidad de Homicidios. Ahora que lo estaba haciendo, no podía echarse atrás cuando las críticas se volvían contra él. —Hay problemas, pero todos somos humanos —reconoció, y luego la miró fijamente—. Lo que necesito saber es cómo podemos resolver la situación. Alex sabía que se trataba de algo más complicado que simplemente sustituir a una serie de personas. Pero también sabía que por algún sitio tenían que empezar. Habría que tomar decisiones muy duras si el jefe estaba de verdad decidido a arreglar las cosas. Algunas de estas decisiones iban a ser mal acogidas. Le dijo con franqueza lo que pensaba y luego se marchó, dejando al hombre con varias ideas sobre cómo mejorar la situación.
*
*
*
*
*
La semana siguiente fue inusitadamente ajetreada, con un número de muertes sospechosas más alto de lo normal. Por suerte, en su mayoría eran suicidios o muertes fácilmente explicadas por los informes de los forenses. Sin embargo, hubo dos auténticos asesinatos, de los que se
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ocuparon los agentes colocados a la cabeza de la rotación impuesta por la teniente. Sydney no tuvo oportunidad de ver mucho a Alex durante esa semana, pues la teniente estaba siempre en reuniones. Hasta el jueves por la mañana no tuvo ocasión de hablar con la alta morena. —Escuche, no sé si está ocupada esta tarde, pero hemos quedado para echar un partido y me preguntaba si le interesaría venir. —Se sentía nerviosa al preguntarlo, temiéndose el rechazo. —Esta tarde tengo una reunión a primera hora —dijo Alex, deseando que se le ocurriera una excusa para faltar a la reunión—. ¿A qué hora van a jugar? —Solemos empezar hacia las cinco y seguimos hasta que todo el mundo está agotado —dijo Sydney, algo decepcionada. —Bueno, deme la dirección y veré si puedo salir pronto —dijo la teniente, y la inspectora rubia se apresuró a escribir la dirección en un trozo de papel en blanco. —Espero verla allí —dijo Sydney cuando la otra mujer ya se marchaba. Pero no se hacía muchas ilusiones. Últimamente el jefe no paraba de llamar a la teniente, que se pasaba la mayor parte del día en reuniones del departamento. Resultó que la reunión fue cancelada y Alex fue convocada al despacho del jefe para reunirse con el alcalde. Estuvieron más de una hora hablando de la situación y por fin llegaron a un acuerdo sobre una solución aceptable para todos ellos.
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Alex salió de la reunión con un ligero dolor de cabeza. Sabía que debería estar contenta por el resultado, pero se sentía extrañamente insatisfecha. Le habría gustado pensar que el alcalde y el jefe de policía habían llegado a un acuerdo por el bien del departamento, pero lo único que lograba pensar era que habían resuelto la situación en provecho de sus propias carreras, y eso hacía que se sintiera asqueada y sucia. Suspiró, consciente del impacto directo que la decisión iba a tener en su vida. No le apetecía enfrentarse a las próximas semanas, y mentalmente empezó a prepararse para la hostilidad de la que sabía que iba a ser objeto. Ya se había visto metida en situaciones incómodas en otras ocasiones y podía hacerles frente. Lo único que le preocupaba era la situación con Sydney. ¿Qué situación?, pensó lúgubremente. Quería tener una relación con la mujer más joven. Se sentía más atraída por la rubia inspectora de lo que se había sentido por nadie en sus treinta y cuatro años de vida. Pero ahora se preguntaba si estaba dispuesta a arriesgar su futuro por esa relación. A pesar de lo que estaba pensando, una hora después se encontraba en la esquina de la calle King con la avenida Marion. St. Mary's era un colegio del centro cuyo patio vallado albergaba una docena de canchas de baloncesto. En cada cancha había como una docena de personas, y sus ojos azules buscaron una cara conocida. Por fin la encontró en medio de un grupo de altos hombres negros. Sus labios esbozaron una sonrisa. Sydney no sólo era una de las pocas mujeres que había en la cancha, sino que además era la única persona blanca. Alex sacó su bolsa de deporte del maletero del coche y luego rodeó tranquilamente la valla, colocándose a un lado de la cancha donde estaba la rubia inspectora. Miró de reojo a las pocas personas que estaban por allí
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cerca. Vio las miradas hastiadas y algo insolentes que le dirigían, pero no hizo ni caso y volvió a prestar atención a lo que ocurría en la cancha. Como si percibiera la presencia de su jefa, Sydney levantó la mirada. Su cara se iluminó con una sonrisa y el corazón le dio un vuelco al ver a la mujer alta. Dejó a sus compañeros y se acercó corriendo, deseando poder dar un beso o un abrazo a la mujer, pero se limitó a saludarla inclinando la cabeza con aire despreocupado. —Lo ha conseguido. —Sonrió y Alex volvió a caer en la cuenta de lo bonita que era la mujer. Vio que la sonrisa se reflejaba en los chispeantes ojos verdes y el corazón se le hinchó de emoción. —Han cancelado la reunión —dijo, encogiéndose de hombros. —Me alegro. —La sonrisa de Sydney se hizo más amplia—. Venga, le voy a presentar a los muchachos. Ya les he hablado de usted. Alex asintió y siguió a la mujer más baja hasta un grupo de altos caballeros que estaban lanzando canastas y calentando. La rubia inspectora
la
presentó,
y
aunque
los
hombres
no
se
mostraron
abiertamente hostiles, captó cierta desconfianza por su parte y supuso que muchos de ellos, si no todos, habían tenido problemas con la ley en algún momento. Pero le daba igual. Estaba aquí por una única razón. Sydney. Hasta el partido de baloncesto era secundario. Si la mujer más joven hubiera jugado al sófbol, ella se habría dedicado a ese deporte. Los jugadores se dividieron y las dos mujeres quedaron en equipos opuestos. Era evidente al principio que los hombres no creían en la habilidad como jugadora de Alex, pero al llegar al primer descanso ya estaban asintiendo con respeto a su pesar.
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—Eres buena, tía —dijo un hombre alto y delgado con una amplia sonrisa, y Alex supo entonces que había sido aceptada—. Sydney nos lo había dicho, pero creíamos que estaba un poco cegada, por eso de que le gustas y tal. Le gusto, pensó la teniente con regocijo, pero no hizo caso de la ola de felicidad que le atravesó el cuerpo y siguió prestando atención al hombre. —Jugaba al baloncesto en la Universidad de Southern California, aunque ya han pasado unos años desde entonces. —Pues no has perdido nada, tía, y si has perdido, debías de ser increíble —dijo entusiasmado el hombre, que se llamaba Skinny. Sus alabanzas no pasaron desapercibidas a dos mujeres negras que estaban allí cerca. Parecían haber cogido manía instantánea a la recién llegada. —Tú también eres muy bueno
—replicó Alex—. ¿Jugabas en la
universidad? —No, no me reclutaron. —Skinny meneó la cabeza con pesar. —Pues es una lástima. No fueron muy listos, porque eres un buen jugador —dijo la teniente, alabando el talento del hombre, que se sonrojó con timidez. —Gracias —dijo, y Alex supo que había hecho un amigo. —No le des las gracias por nada —gritó una de las mujeres negras que estaban mirando y que había oído la conversación—. Te está vacilando, Skinny. Juegas con el culo, por eso no te reclutó ninguna universidad. Alex miró a la alborotadora y sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Tenía la capacidad de percibir los problemas y estas dos mujeres eran eso precisamente, pero ella no era de las que se achantaban por nada. Las 122
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personas que las rodeaban se habían quedado en silencio, como si notaran que iba a haber un enfrentamiento. —Venga, no les hagas ni caso —dijo Skinny, con la esperanza de calmar los ánimos, pero Alex no estaba de humor para aguantar tonterías. —¿Crees que tú lo puedes hacer mejor? —dijo, provocando a las mujeres, que sonrieron y se irguieron. —Podría barrer la cancha con tu flaco culo blanco —se burló la mujer negra. —Eso es lo que tú te crees. —Alex notó que se empezaba a encolerizar, aunque estaba totalmente controlada—. Deberíamos echar un partido y verlo. —Cuando tú quieras, zorra. —¿Qué tal ahora mismo? Tu amiga y tú contra mi amiga y yo —la desafió la teniente, y notó una mano suave que se posaba en su brazo. Bajó la mirada y vio a Sydney a su lado con expresión preocupada. No hizo caso y se volvió de nuevo hacia las mujeres—. ¿Qué dices? —De acuerdo, zorra, y cuando ganemos, las dos tendréis que besar mi culo negro. —La mujer sonrió con aire vulgar. —Y cuando ganemos, tú cerrarás tu bocaza negra. —Y con eso cogió el balón y se dirigió al centro de la cancha para esperar a que sus adversarias empezaran el calentamiento. Sydney fue detrás de ella despacio. La mujer más joven tenía el ceño fruncido y se frotaba un lado de la nariz con aire pensativo—. ¿Qué pasa?
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—No me gusta besarle el culo a nadie —dijo Sydney con franqueza, no muy contenta de haberse visto arrastrada a este lío—. Tendrías que haber pasado de Chandra. Le gusta pensar que este territorio es suyo. —¿Y cómo es que a ti te ha dejado entrar? —preguntó Alex, casi temerosa de conocer la respuesta. —No me ha dejado, no me soporta. Lo único por lo que sigo aquí es porque los muchachos interfieren. —Siento haberte complicado las cosas. —La teniente suspiró, sabiendo que había dejado que su genio se impusiera a su sentido común—. He tenido un día difícil y la verdad es que odio a las personas que se dan aires. —Sí que se los da —asintió Sydney de mala gana, resignándose a su suerte—. Tienes que saber que las dos jugaban en la Estatal de Washington y que las entrevistaron para entrar en la selección nacional. —Pero no las seleccionaron, ¿verdad? —señaló Alex, y la mujer más menuda hizo un gesto negativo con la cabeza—. Pues no te preocupes. Tú juega como jugaste el otro día contra mí. —Eso era distinto —refunfuñó la rubia, y la teniente sonrió y le revolvió el pelo. —Confía en mí. —Alex sonrió con aire travieso—. Y si perdemos, te besaré el culo a ti también. Su promesa no le dio a Sydney ningún incentivo para ganar. La imagen de los labios de la teniente en cualquier parte de su cuerpo bastó para hacerle sentir calor por todas partes. Sin embargo, la idea de perder a propósito se
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extinguió por completo al ver la actitud arrogante y chulesca de sus adversarias. Skinny y otro caballero negro llamado Watson se ofrecieron para arbitrar. Como era de esperar, el juego era duro, y Alex se dio cuenta bien pronto de que sus adversarias tenían talento, pero confiaba en su propia habilidad y estaba segura de que no podían competir con Sydney y con ella. Como ya había pensado, funcionaban bien juntas y cada una se anticipaba por instinto a los movimientos de la otra. Las dos mujeres negras empezaron el partido a base de insultos, pero sus palabras no tenían efecto. Alex sonrió por dentro, dándose cuenta de que era evidente que estas mujeres se habían olvidado de que eran policías y, por lo tanto, mentalmente inmunes a las pullas y el acoso verbal que les estaban lanzando. Cuando fue evidente que con los insultos no estaban obteniendo ninguna ventaja, las dos mujeres negras se lanzaron a un juego más físico. En más de una ocasión Skinny señaló una falta flagrante, pero en general dejaba que el partido se desarrollara libremente, y a medida que avanzaba el partido, la confianza de Sydney iba en aumento. La inspectora rubia estaba asombrada por la habilidad de su compañera, pasmada por los movimientos que realizaba Alex. Era evidente que la teniente no había aplicado en absoluto todo su potencial en su partido de uno contra uno. Chandra y Aretha eran buenas, pero parecían muy normalitas cuando la alta morena atravesaba fácilmente sus defensas. En más de una ocasión sus acciones y movimientos hacían que el público, cada vez más numeroso, aclamara y aplaudiera. Sydney se sentía orgullosísima de la habilidad de su compañera.
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—¿Or vais a rendir ya? —preguntó Alex con sorna, mirando a las dos mujeres, que empezaban a dar muestras de agotamiento. Acababa de marcar su tercera canasta sin oposición. —Jamás, zorra —replicó Chandra con cara de desprecio. —Pues lo siento por vosotras. Yo puedo seguir toda la noche —se burló la teniente, mirando a su compañera rubia, que estaba chorreando de sudor. Sus ojos se encontraron—. Toda la noche. Sydney sintió que se le estremecía el corazón, y de algún modo supo que su compañera ya no estaba hablando de baloncesto. Tal vez fuera por el sutil agravamiento de su voz y su tono bajo y seductor. No estaba segura, pero sintió un escalofrío delicioso por todo el cuerpo. El partido se reanudó, y mientras las otras mujeres notaban que iban perdiendo energía, Alex parecía cada vez más llena de vigor y su fuerza envolvía a Sydney, que estaba decidida a seguir el ritmo de su compañera. Fue Skinny quien acabó por poner fin al partido, en medio de las protestas de Chandra y su compañera. —¿Pero de qué vas, chica? —soltó el hombre con desprecio—. Las blanquitas os han pasado por la piedra. Os llevan tanta ventaja que tendríais que jugar solas una hora para conseguir igualar. —Tú, zorra, no hemos terminado. —Chandra las señaló con un dedo flaco cuando Alex y Sydney salían de la cancha. —Sí que hemos terminado. —Alex se volvió y se acercó a la mujer—. Has perdido, acéptalo, y si me entero de que has estado fastidiando a mi chica, volveré y la próxima vez no seré tan cortés.
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Sin decir nada más, la teniente se dio la vuelta y se acercó a donde estaba Sydney. Rodeó con aire informal los hombros de la mujer más baja con un brazo y la estrechó, cosa que no contribuyó en nada a la serenidad de la rubia. Incluso sudorosa la mujer alta olía maravillosamente. —Has estado fantástica —balbuceó Sydney, consciente de la forma en que la presencia de la mujer le inflamaba todo el cuerpo. —Bueno, no estaba dispuesta en absoluto a perder ante esas mujeres. Yo no le beso el culo a cualquiera —replicó Alex con una sonrisa taimada—. Ya te dije que éramos un equipo invencible. —Sí, me lo dijiste —asintió la inspectora más baja, y sintió que la abandonaba el calor de la otra mujer cuando ésta apartó el brazo. —Habéis estado geniales —exclamó Skinny entusiasmado, acercándose a ellas. Sonreía de oreja a oreja. Ambas mujeres levantaron la mano e intercambiaron una palmada amistosa con el hombre—. No te había reconocido, pero algunos de esos movimientos me suenan mucho. ¿Cómo has dicho que te apellidabas? —Marshall —dijo la teniente con amabilidad, y la sonrisa del hombre se hizo aún más grande, si eso era posible. —Te conozco. —Skinny soltó una carcajada—. Tú jugabas en la selección nacional. —Sí, durante tres años —fue la modesta respuesta. —¿Y por qué lo dejaste, chica, si todavía lo tienes todo? —quiso saber el hombre.
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Traducción: Atalía
—También tengo un trabajo que me encanta —dijo Alex tranquilamente, consciente de que la inspectora rubia estaba siguiendo la conversación con enorme interés. —Qué pena, chica. —El hombre meneó la cabeza con pesar—. ¿Te vamos a volver a ver por aquí? —Eso depende de mi amiga —fue la solemne respuesta, y por un momento los ojos azules y verdes se encontraron. —Volverá —intervino Sydney por primera vez, y Alex asintió, sintiendo que se le quitaba un peso de encima. Se volvió para mirar al hombre y sonrió. —Volveré —dijo, y el hombre asintió antes de regresar con sus amigos. —No me habías dicho que jugaste en la selección nacional —la acusó la rubia cuando se quedaron solas. Ahora entendía por qué la mujer se había mostrado tan arrogante. —No me lo preguntaste —dijo la teniente, encogiéndose de hombros. Nunca estaba muy cómoda hablando de sí misma. —Así que cuando jugamos, me lo pusiste fácil —dijo la mujer menuda, y su compañera soltó un resoplido. —No creas que lo hago tan bien. Tú eres buena, Sydney, mucho mejor que esas mujeres contra las que acabamos de jugar. —Alex se irguió y miró a la otra mujer—. Han intentado hacer florituras, cosa que no funciona con jugadoras hábiles de verdad. Tú te esfuerzas y eso es más importante que cualquier truco. Sydney se puso radiante por las alabanzas y se apresuró a apartar la mirada, no fuera a ser que sus ojos revelaran algo que no quería que la otra mujer viera. 128
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Traducción: Atalía
—Escucha, todavía nos quedan unas horas antes de empezar el turno, ¿quieres que comamos algo? —Sí, me gustaría —asintió Alex—. Pero tendrá que ser en un sitio donde no les importe que entren mujeres mal olientes. —Conozco el sitio perfecto —sonrió la inspectora rubia—. Es una pequeña taberna que está un poco más abajo. Parece un antro, pero la comida es estupenda y la pareja italiana que lo lleva recibe bien a todo el mundo. —Pues vamos —aceptó la mujer más alta. El restaurante estaba lleno de lo que Alex dedujo que eran varios clubes de fútbol, pero consiguieron encontrar una mesa vacía junto a la pared. Se sentaron, saboreando los deliciosos aromas que llenaban el local. —Hoy lo he pasado bien —dijo, una vez encargada la comida—. Gracias por invitarme. —De nada, siempre que quieras. —¿Estás segura? —dijo la teniente, con seriedad—. Algunas personas defienden mucho su propio espacio. No quiero que parezca que estoy invadiendo tu territorio. —No soy territorial. —La rubia sonrió relajadamente y estiró los músculos doloridos—. Sabes, casi me planteo perder el partido a propósito. —¿Sí? —Unas cejas bien perfiladas desaparecieron bajo el flequillo húmedo. La confesión pilló a Alex por sorpresa. —Sí, la idea de que mi jefa me besara el culo me resultaba casi demasiado tentadora —dijo Sydney riendo.
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Pues todavía podría ocurrir, pensó Alex, y por un momento se permitió fantasear con la idea. Notó que le aumentaba el calor del cuerpo y se apresuró a pensar en otra cosa. —Bueno, ¿y cómo es que has acabado relacionándote con estos chicos? — preguntó la teniente, y bebió un sorbo de la jarra fría de cerveza que había traído la camarera. —Fuimos todos a St. Jude's, que está en esta calle, más abajo —explicó la rubia—.
Skinny
y
Watson
pertenecían
al
equipo
preuniversitario
masculino al mismo tiempo que yo estaba en el equipo femenino. En los viajes para jugar fuera de casa nos juntábamos porque no éramos del distrito y en realidad no formábamos parte de los grupos con los que estaban los demás. Seguimos siendo amigos después del instituto. —¿Están relacionados con las bandas de la zona? —En realidad no —respondió Sydney con cautela—. Tienen una ligera afiliación, pero sólo porque viven en el barrio. Los dos tienen mujer e hijos y buenos trabajos en la ciudad. No quieren echarlo a perder. Alex asintió, confirmando que su primera impresión de los hombres había sido correcta. Había visto los colores de las bandas en algunos de los jugadores, pero la mayoría de ellos parecían independientes, lo cual probablemente era una decisión difícil si vivían en este barrio. —Escucha, he conseguido un par de entradas para un partido de los Sonics contra los Bulls el próximo viernes y me preguntaba si te gustaría ir conmigo —preguntó Alex, sintiéndose más nerviosa de lo que parecía—. Claro, que tendrás que aguantar a mi hermano y su mujer, pero son unos seguidores entusiastas.
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Traducción: Atalía
—Me encantaría ir —aceptó Sydney, sintiendo un estallido de felicidad en el corazón. —Genial. —La morena estaba encantada—. Podría recogerte y podríamos ir a cenar primero. —Me parece estupendo —asintió la rubia, preguntándose si sería capaz de contener la emoción. Siete días era mucho tiempo, y ni siquiera la idea de conocer a miembros de la familia de la teniente conseguía aplacar su entusiasmo. Por suerte, tuvo mucho trabajo durante la semana y pasó el tiempo muy ocupada, pero no logró quitarse la sonrisa de la cara cuando vio a la teniente ese jueves por la tarde en St. Mary's. Sacudió la cabeza, intentando recordarse a sí misma que ya no era una adolescente, sino una mujer adulta. Como la semana anterior, jugaron en equipos opuestos, pero no les importó, porque ellas mismas se encargaron de marcarse la una a la otra, cosa que los demás jugadores aceptaron con naturalidad. El partido fue muy competitivo, con mucho insulto divertido y mucho contacto físico entre las dos mujeres. La cosa era más tipo juguetón que desagradable, y ambas mujeres notaron que sus manos se quedaban más tiempo del necesario en la espalda o la cadera de la otra. Era como si necesitaran esta conexión. —¿Quieres comer algo? —preguntó Alex cuando estaban recogiendo para marcharse después del partido. —Claro. —Sydney estaba encantada—. Conozco el sitio perfecto.
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—Pues yo conduzco —se ofreció la teniente, y juntas recorrieron unas pocas manzanas hasta un popular bar deportivo. —¿Sólo tienes un hermano? —preguntó Sydney cuando se sentaron. No había tenido muchas oportunidades de hablar con la otra mujer a lo largo de la semana. —No, tengo tres hermanos. Yo soy la pequeña de la familia y la única chica. Andrew es tres años mayor que yo, luego viene Charlie, que es seis años mayor, y por último Lawrence, que cumplirá cuarenta y cuatro dentro de unos días. —¿Y todos juegan al baloncesto? —Todos menos Laurie —contestó Alex con una leve sonrisa al pensarlo—. Nunca le han interesado mucho los deportes, aunque hubo muchas universidades que intentaron reclutarlo. Él lo único que quería era ser abogado, como nuestro padre. —¿A qué se dedican tus otros hermanos? —La rubia no solía interesarse por las familias de otras personas, pero deseaba saberlo todo acerca de su compañera. —También son abogados —dijo la morena con cierta diversión—. La verdad es que todos nosotros nos licenciamos en derecho y todos, a excepción de mí misma, trabajan en el bufete de mi padre. —¿Y cuál es? —preguntó Sydney por curiosidad, sin saber qué sentir al saber que su compañera también era abogada. —Marshall y Fryer —dijo Alex distraída, observando lo que las rodeaba, sin captar la reacción de pasmo de su compañera más joven.
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Traducción: Atalía
La rubia inspectora reconoció el nombre. Era un bufete legal muy respetado, conocido a nivel nacional, y la familia Marshall pertenecía a la flor y nata de la sociedad de Seattle. No se le había ocurrido siquiera que Alex pudiera estar relacionada en modo alguno con esa gente. Ahora todo empezaba a tener sentido, sobre todo el lujoso piso. —¿Cómo es que tú vas por libre? —preguntó, sintiéndose un poco atontada y sabiendo que no tenía nada que ver con el alcohol que estaba consumiendo—. ¿Es que no querías trabajar para tu padre? —Acabaré haciéndolo, cuando quiera asentarme, pero ahora mismo estoy contenta con lo que hago —admitió la otra mujer. —¿No has conocido a nadie con quien quieras echar raíces? —preguntó Sydney con aire despreocupado. Sabía que la pregunta era sumamente personal, pero tenía un profundo deseo de saber dónde estaba esta mujer en el plano emocional. Sí, a ti, quiso decir Alex, pero mantuvo la boca cerrada, y se sintió aliviada cuando la camarera eligió ese momento para traerles la comida. Cuando volvió a hablar, fue sobre un tema diferente, y Sydney captó la indirecta y no insistió para que la mujer alta le diera una respuesta. Antes de separarse esa noche, quedaron para las cuatro y media de la tarde siguiente. Sydney se quedó en el portal de su edificio, reflexionando sobre lo que había averiguado acerca de la teniente. Se quedó mirando hasta que las luces del coche de su compañera desaparecieron calle abajo y luego se volvió y entró en el edificio. Sydney salió pronto del trabajo al día siguiente, pues quería estar lista para cuando Alex fuera a recogerla. A las cuatro y media en punto estaba sentada en los escalones de entrada de su edificio, esperando. Espera que no fue muy larga, pues cuando apenas se había sentado, un conocido 133
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coche gris se detuvo junto a la acera. Se levantó de un salto y se metió en el asiento del pasajero. —Hola. —Alex sonrió y de inmediato sintió que se le cambiaba el humor. Había tenido un día muy tenso y se había pasado toda la mañana y parte de la tarde metida en reuniones. La velada le apetecía muchísimo. —Hola. —La rubia inspectora sonrió de oreja a oreja, absolutamente encantada de ver a la mujer. La teniente no había estado en su despacho en todo el día. El restaurante que eligió Alex era un local popular cerca del pabellón deportivo. Sydney se temía un poco que el hermano y la cuñada de la mujer se reunieran con ellas, pero estaban solas y lo agradeció. Se sentía nerviosa ante la idea de conocer a la familia de la teniente, deseosa de causar una buena impresión, sobre todo desde que sabía quién era su compañera. Como si notara su preocupación, Alex hizo todo lo posible por relajar a su compañera, charlando de temas ligeros. Hablaron de una cantidad increíble de temas distintos y a lo largo de la comida, Alex se dio cuenta de que eran muy compatibles. Nunca había sentido eso con ninguna de sus relaciones anteriores. Ni siquiera con Barry, el hombre al que había estado prometida. Se quedó pensándolo un momento mientras miraba a su compañera, sentada al otro lado de la mesa, que le estaba contando una historia. Hoy más que en ninguna otra ocasión se alegraba de no haber cometido el error de casarse con el hombre. Nunca había sentido por él ni la mitad de la emoción que sentía por su compañera y algo le decía que ese sentimiento iría haciéndose más intenso y más fuerte con el paso del tiempo. Se habría perdido esta sensación maravillosa si se hubiera casado,
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como quería todo el mundo. Se habría perdido saber lo que era el amor verdadero. —Oye, ¿sigues ahí? —dijo Sydney algo insegura, al ver la expresión distante de los ojos de la otra mujer. Tenía miedo de estar aburriendo a su compañera. —Perdona. —Alex volvió a concentrarse en el presente—. Es que estaba pensando en mi ex prometido. —Oh. —La rubia inspectora no supo qué decir, mientras los labios de la otra mujer esbozaban una sonrisa relajada. —Estaba pensando en lo que me alegro de no haberme casado. Si lo hubiera hecho, no habría podido estar aquí contigo —fue la inesperada respuesta, y había algo en los ojos azules que hizo que Sydney se sonrojara. —¡Oh! Alex sonrió, memorizando las bonitas facciones que de repente se habían puesto sonrosadas. El corazón le latía desbocado y deseó que no tuvieran que ir al partido, sino de vuelta a su piso. Sacudió la cabeza para quitarse esas ideas y echó un vistazo al reloj. —Será mejor que nos vayamos si no queremos llegar tarde. Le gusto, le gusto. Las palabras rebotaban alegremente por la cabeza de Sydney, haciendo que se sintiera más feliz de lo que jamás había creído posible. Ahora sabía con certeza que a su compañera le interesaba algo más que una simple amistad. El pabellón estaba casi lleno cuando llegaron, y Sydney se sorprendió agradablemente al ver que sus asientos estaban en un lateral de la 135
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Traducción: Atalía
cancha, aunque después de lo que había visto en los ojos de su compañera durante la cena, se podrían haber sentado en el tejado y se habría sentido contenta. Andrew Marshall era una versión masculina de su hermana, sólo que con algo más de peso. Su esposa, Christie, también era alta, pocos centímetros más baja que Alex, pero de pelo corto y rubio. Se mostraron corteses y amables cuando su compañera hizo las presentaciones. —Me siento como una enana —murmuró Sydney, de pie en medio del trío. —Bien, hasta ahora yo siempre he sido la bajita de la familia —dijo Christie riendo—. Me alegro de conocerte, Sydney. Alex rara vez nos presenta a sus amigos. —Eso es porque me da miedo que salgan corriendo del susto —gruñó Alex con humor. —¿Y no has pensado que yo podría asustarme? —preguntó la rubia inspectora con curiosidad, y por un momento los ojos azules y verdes se encontraron. —No, creo que puedes con ellos —fue la risueña respuesta antes de que la teniente mirara a su hermano—. ¿No nos vas a invitar a cerveza? —Está bien, ya voy. —El hombre asintió y se alejó rumbo a los quioscos. Las mujeres se sentaron, Sydney a un lado de Alex y Christie al otro. La mujer más baja pasó el rato escuchando apaciblemente mientras las dos mujeres intercambiaban cotilleos familiares. Por lo poco que lograba desentrañar, Andrew y Christie tenían tres hijos, una niña y dos niños, de todos los cuales sólo dos estaban en edad escolar.
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Andrew regresó con las cervezas justo antes del inicio y a partir de ese momento se concentraron en el partido. Sydney nunca había estado en un partido de los Sonics, pero conocía a todos los jugadores y gritaba tanto como los demás cada vez que hacían una buena jugada o encestaban. Alex observaba a su compañera con diversión y orgullo, advirtiendo que se emocionaba y gritaba tanto como su hermano, que tendía a levantarse de un salto de su asiento cuando los árbitros hacían algo mal. —Creo que hacen buena pareja —dijo Christie con humor, mirando a su vociferante marido y a la exaltada amiga de su cuñada, que se habían levantado para expresar su opinión sobre una falta muy discutible. —Sí. —Alex sonrió con indulgencia, incapaz de disimular su adoración por la mujer más menuda. Su cuñada se rió por lo bajo y le estrechó la mano con cariño. Sydney lo estaba pasando en grande. No sólo estaba viendo un buen partido, sino que además la compañía era excepcional. En más de una ocasión Alex le ponía la mano en el muslo para llamarle la atención y susurrarle algo al oído. Luego la mujer más alta la dejaba allí más tiempo del necesario, lo cual hacía que la rubia inspectora tuviera cuidado de no levantarse de su asiento demasiado a menudo. Por fin terminó el primer tiempo con el marcador igualado. —Vamos —dijo Andrew, agarrando a su hermana de la mano—. Necesitamos más cerveza. A Alex no le quedó más remedio que acompañar al hombre, consciente de que no se la llevaba sólo para que le hiciera compañía. Tuvo la decencia de esperar hasta que ocuparon un puesto en la cola del quiosco antes de hablar.
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Traducción: Atalía
—Sydney parece una chiquilla simpática —comentó como sin darle importancia, sin saber cómo iniciar la conversación. —Es una mujer, Andrew —fue la seca respuesta, y el hombre se sonrojó. —Lo siento. —La miró atentamente—. ¿Vas en serio con ella? —Ni siquiera estamos saliendo. —Alex suspiró, sabiendo que su hermano seguiría insistiendo hasta tener todas las respuestas que quería. El hombre enarcó las cejas sorprendido. —Pues os entendéis muy bien para no estar saliendo. —Soltó un bufido escéptico. —Somos amigas —fue la estoica respuesta—. Nos conocemos sólo desde hace unas semanas. —Os conocéis sólo desde hace unas semanas y ya la traes a un partido de los Sonics. Debe de ser especial. —Lo es —admitió Alex con sencillez, incapaz de mentir, y su hermano se rió por lo bajo. —¿Y cuándo la vas a llevar a casa para que conozca a los viejos? —No creo que ninguna de las dos esté preparada todavía para eso. —La mujer meneó la cabeza—. Además, no quiero gafarlo. Andrew supo entonces que su hermana sentía algo muy profundo por su amiga. Alex siempre había sido una persona muy privada y rara vez habían llegado a conocer a alguno de los hombres con los que salía. Llevaba prometida un mes antes de que les presentara a su ex novio y desde que había anunciado que era lesbiana, ninguno de ellos la había
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Traducción: Atalía
visto con nadie. Sabía que era propio de su carácter hacer las cosas con discreción y por eso la aparición de esta noche era un poco sorprendente. Observó su perfil de reojo. Era una mujer guapa y más de un amigo suyo le había rogado que preparara un encuentro con ella. Él siempre había pensado que se iba a sentir raro con su nueva situación, pero viéndola con la mujer más menuda, le había parecido bien. No, le había parecido mejor que bien, le parecía extrañamente apropiado. —Es una monada —dijo con una sonrisa, y en los rasgos normalmente severos de su hermana se formó una sonrisa equivalente. —Eso me parece a mí. —Alex no pudo evitar que la sonrisa se le extendiera por toda la cara. —Y bajita. —Estalló en carcajadas y ella le dio un manotazo en broma en el brazo.
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Sydney se quedó mirando con cierta preocupación mientras Alex se alejaba agarrada por su hermano. Se recostó en su asiento, no muy segura de que no se tratara de una trampa. Echó una mirada pensativa a la otra mujer, sin saber qué decir. —¿Cuánto hace que conoces a Alex? —Christie inició la conversación, sabiendo que su marido le pediría todos los detalles más tarde. Ella misma sentía bastante curiosidad. —Varias semanas —contestó Sydney, optando por las respuestas breves, pues no sabía cuánto quería Alex que supiera su familia. —¿Dónde os conocisteis? 139
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—Trabajamos juntas —dijo simplemente, incómoda al hablar de sí misma—. ¿Cuánto tiempo lleváis casados? —Más de diez años —confesó la otra mujer con cierto asombro y luego sonrió—. Fue Alex quien nos presentó. Jugábamos juntas en el equipo de baloncesto de la universidad, me invitó a su casa a pasar Acción de Gracias y el resto, como se dice, es historia. —¿Os casasteis inmediatamente? —No, estuvimos saliendo unos cuatro años —contestó Christie—. Andrew quería establecerse como abogado antes de casarnos. Eso es algo que ya descubrirás de la familia Marshall. Se marcan ciertos objetivos y luego trabajan hasta conseguirlos excluyendo todo lo demás. —Tiene que haber sido duro para ti —fue la suave respuesta, pero la rubia más alta meneó la cabeza. —No, sabía que Andrew me quería, así que estaba dispuesta a esperar hasta que estuviera listo. Hubo una pausa mientras Sydney asimilaba esta información. Miró a su acompañante de reojo, pensando que seguramente esta mujer podría responder a muchas preguntas que le daba miedo hacer a Alex. —¿Conociste a su prometido? —Sí —asintió Christie. —¿Cómo era? —Era educado, respetable, de buena familia. —La mujer se esforzó en encontrar una manera de describir al hombre—. Era sólido de carácter.
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Traducción: Atalía
—¿Pero? —Pero nunca me pareció adecuado para ella. —La mujer suspiró—. Adoro a Alex, es mi mejor amiga aparte de mi marido, pero no parecía totalmente feliz. No como contigo. —¿Conmigo? —preguntó Sydney con la voz ahogada, y la otra mujer sonrió. —Sí —asintió Christie—. Tal vez no te des cuenta, pero se le ilumina la cara cuando te mira. La mujer más baja se quedó callada por la sorpresa. Se le estremeció el corazón mientras las palabras de la mujer daban tumbos por su cabeza. No sabía qué pensar. —Alex es como el resto de su familia —dijo la otra mujer, consciente de que había desconcertado a su acompañante—. Son lentos a la hora de actuar, de naturaleza casi metódica, pero cuando se enamoran, se te entregan por completo. Muchas personas de su posición la aprovechan para hacer lo que les da la gana, pero los Marshall no. Creo que lo que más me gusta de la familia es su sentido de la responsabilidad, el que los demás les importan tanto como ellos mismos. No hubo tiempo de comentar más porque Alex y su hermano escogieron ese momento para regresar con sus bebidas. Por un instante los ojos azules y verdes se encontraron y la teniente sintió una repentina preocupación. Desde la salida había visto que Christie y Sydney estaban hablando. Sentía curiosidad por lo que se habían dicho. —¿Estás bien? —preguntó en voz baja, y Sydney sonrió suavemente, poniendo la mano en el muslo de la otra mujer y acariciándoselo levemente. 141
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Traducción: Atalía
—Estoy bien. Alex no estaba segura de poder aceptar esa respuesta sin más, pero sabía que podía fiarse de que Christie no hubiera dicho nada estúpido. Antes de poder continuar la conversación, sonó el silbato para iniciar el segundo tiempo y lo olvidaron todo para volver a concentrarse en animar a su equipo y llevarlo a la victoria. Al final, tras un último cuarto cargado de emoción, los Bulls derrotaron al equipo local por cuatro puntos. Pero eso no pareció importar a los seguidores, que habían asistido a un buen partido lleno de acción. Las dos mujeres guardaban silencio mientras conducían por la ciudad. Sydney deseó que la noche no tuviera que terminar, pero no tardaron en detenerse junto a la acera delante de su edificio. Miró a su alta compañera, con la mente ofuscada. Pensó en invitar a pasar a su compañera, pero luego desechó la idea, pues seguía sin saber qué estaba pasando entre ellas. —Gracias, lo he pasado muy bien. —Me alegro —sonrió Alex, que sólo quería acercarse y besar a la otra mujer. Pero se contuvo—. A mi hermano le has caído estupendamente, así que no creo que sea difícil sacarle unas cuantas entradas más. —Me gustaría —dijo Sydney, y por un momento hubo un silencio incómodo en el coche. Se sentía insegura, pero se volvió para mirar a su compañera—. Alex, ¿puedo preguntarte una cosa? —Claro —asintió la otra mujer. —¿Acabamos de tener una cita?
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Alex se quedó sin aliento. No era la pregunta que se esperaba. Se tragó el nudo que se le había formado de repente en la garganta. Sabía que podía mentir, pero no quería hacerlo. Quería conocer a esta mujer más íntimamente y para hacerlo tendría que ser sincera. —Sí —dijo suavemente, y entonces vio que la cara de la otra mujer se iluminaba con una alegre sonrisa. Antes de poder intuir las intenciones de su compañera, Sydney se inclinó sobre el asiento y la besó. Alex sintió la caricia de los suaves labios de la mujer sobre los suyos, al principio vacilante y luego con más pasión. Ninguna de las dos pudo recordar luego cuánto duró el beso, pero les pareció demasiado corto. Jadeó cuando la mujer más joven se apartó por fin. —Buenas noches —dijo Sydney antes de salir corriendo del coche, sin poder creer lo que acababa de hacer, pero incapaz de lamentarlo. Ya se preocuparía más tarde, ahora se conformaba con saborear la felicidad que sentía. Alex se quedó mirando a la otra mujer hasta que desapareció en la seguridad del interior del edificio. Tuvo que echar mano de todo su control para no salir corriendo detrás de la inspectora rubia y exigir algo más que un beso. Tenía el cuerpo entero en llamas, y aceptó en silencio la verdad. A pesar de sus mejores intenciones, no iba a poder dejar a esta mujer en paz. Lo arriesgaría todo por estar con Sydney. Sacó el coche de nuevo a la calzada y se preguntó cómo iba a poder superar los próximos dos días sin ver a la mujer más joven. No podía, y a la mañana siguiente temprano consiguió el número de teléfono de la joven en el trabajo y llamó. —Diga. —La voz del otro lado de la línea sonaba adormilada.
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Traducción: Atalía
—Sydney. —Alex se puso de repente muy nerviosa. Todavía era bastante novata en estas lides y no sabía muy bien qué cosas eran aceptables—. Soy Alex. Lo siento si te he despertado. —No, no pasa nada, no estaba dormida —mintió la rubia, incorporándose en la cama y mirando el despertador. Eran las ocho de la mañana—. ¿Qué pasa? —Iba a salir con el barco y me preguntaba si te gustaría venir conmigo. — La teniente se sentía como una colegiala nerviosa. —Sí. —Sydney apenas esperó a que la mujer terminara de hablar para dar su respuesta. Sabía que ésta era una invitación que no estaba dispuesta a rechazar por nada—. ¿Dónde quedamos? —Te recojo yo —dijo Alex, con una amplia sonrisa en la cara—. ¿Puedes estar lista dentro de una hora? —Sí. ¿Llevo algo? —No, pero abrígate bien, el viento puede ser muy frío en el agua —dijo la otra mujer antes de colgar. —¡Yujuuu! —chilló Sydney, colgando el teléfono, y saltó de la cama. Se puso a dar botes por la habitación, cediendo a la emoción por un instante, y luego corrió al cuarto de baño para empezar a prepararse. Exactamente una hora después Alex detuvo el coche delante del edificio donde Sydney esperaba una vez más en los escalones de entrada. No podía dejar de sonreír como una tonta, con el corazón desbordante de emoción. —Buenos días —saludó alegremente al tiempo que se montaba en el vehículo.
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—Buenos días —sonrió Alex y entonces, porque la otra mujer ya había roto la barrera entre las dos, se inclinó y la besó. Sydney le devolvió el abrazo, sabiendo que lo que había hecho la noche anterior le había dado esta recompensa. —Creo que será mejor que nos vayamos —susurró por fin la teniente, terminando el beso, consciente de que el corazón le atronaba dentro del pecho y que ciertas partes de su cuerpo se habían puesto muy calientes. —Sí —asintió Sydney, con un hormigueo en los labios y el cuerpo acalorado de deseo. El barco al que se había referido Alex era un velero de un solo mástil. El cielo estaba gris, pero el mar estaba en calma, y tenía muchas ganas de emprender la excursión. A menudo se quedaba mirando desde la orilla cuando los barcos del puerto se hacían a la mar y se preguntaba quiénes serían las personas que iban en ellos. Hoy ella era una de esas personas y le daba mucho gusto estar al otro lado del escenario. El barco era lo bastante pequeño como para que lo pudiera manejar una sola persona, de modo que la rubia se acomodó y observó a su compañera mientras ésta maniobraba hábilmente con el barco hasta salir al tráfico del canal antes de izar rápidamente la vela. Miraba fijamente a su alta compañera, hechizada por la visión del largo pelo oscuro agitándose al viento. Respiró hondo y apartó la mirada al darse cuenta de que se podía perder en esa mujer. El día era bonito, pero como había indicado Alex, el viento era muy frío y aún más cuanto más se alejaban de la orilla. Sydney se había abrigado bien y llevaba el cuerpo envuelto en varias capas de jerseys y camisas de franela, con un chaleco forrado de plumas encima, pero no podía evitar los escalofríos que le recorrían la piel. 145
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Alex miró a su compañera. Normalmente le gustaba sacar el barco a solas y no sabía qué era lo que la había impulsado a invitar a la mujer. Pero claro que lo sabía. Le gustaba Sydney y quería compartir todas las cosas de su vida con la rubia. Justo cuando pensaba en eso, vio que la joven se estremecía. —Eh —la llamó, y al tener la atención de la rubia, hizo un gesto señalando un punto justo delante de ella. Sydney se apresuró a cruzar la cubierta hasta el asiento acolchado que había delante de la otra mujer y se acomodó entre dos largas piernas. Una vez estuvo sentada, Alex cogió una gruesa manta y tapó a su amiga con ella y luego tiró de ella hasta apoyarla en su propio cuerpo. La rubia sintió al instante el calor de su compañera y el peso posesivo del brazo de la teniente, que ésta le había pasado tranquilamente por encima del pecho. Se recostó y disfrutó del viaje. La mujer más menuda no sabía cuánto tiempo estuvieron en el agua, y la verdad era que no le importaba. Se sentía increíblemente feliz con su compañera enrollada alrededor de su cuerpo. En más de una ocasión dejó volar la imaginación, preguntándose cómo sería hacer el amor con esta mujer. Se estremecía sólo de pensarlo. —¿Sigues teniendo frío? —le susurró Alex al oído, al haber notado el escalofrío que recorría el cuerpo de su compañera. —No. —Sydney meneó ruborizada la cabeza, preguntándose qué diría esta mujer si supiera la verdad. Volvió la cabeza ligeramente hasta que tuvieron las caras pegadas—. ¿Qué harías si tuviera frío? —Esto. —La otra mujer se rió por lo bajo y envolvió a la mujer con sus largas piernas, apretándola más contra su cuerpo.
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Sydney cerró los ojos, gimiendo suavemente por el contacto y deseando darse la vuelta y abrazar a su compañera. Pero reprimió ese deseo y se obligó a mantener el control. Estuvieron navegando varias horas y por fin Alex dio la vuelta al barco para regresar a tierra. —¿Te apetece comer algo? —preguntó Alex cuando el barco quedó amarrado de nuevo junto al muelle. Habían compartido unos bocadillos horas antes, pero parecía haber pasado mucho tiempo desde entonces. —Me encantaría —asintió Sydney. No estaba dispuesta a rechazar ninguna invitación que supusiera pasar más tiempo en compañía de esta mujer. El restaurante que eligió Alex esta vez era una marisquería, y la mujer más joven atacó con placer su plato de comida. —Lo he pasado estupendamente —dijo Sydney muy contenta, y Alex se la quedó mirando largo rato, admirando el sano color de sus mejillas—. Nunca había estado en un velero. —Pues me alegro de haberte invitado. —Alex se sintió inesperadamente satisfecha al saber esto. Quería compartir el máximo posible de primeras experiencias con esta mujer. El resto de la comida transcurrió en medio de una tranquila conversación, y la mujer alta descubrió que se estaba riendo más de lo que se había reído en toda su vida y se dio cuenta de que su compañera tenía un sentido del humor divertidísimo y talento para contar una buena historia. Le dio pena que llegara el momento de marcharse. —Oye, ¿te gustaría venir a mi casa a ver una película? —preguntó, pues no estaba preparada para dar por terminado el día. Sydney asintió, satisfecha con dejar que la mujer tomara las decisiones—. ¿Qué te gusta?
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—Las películas de acción —fue la pícara respuesta, y Alex se echó a reír al tiempo que le pasaba a la mujer un brazo por los hombros al salir del restaurante. —¿Cómo no me lo he imaginado? —dijo con una mueca humorística. Se pasaron por una tienda de vídeos cercana a donde vivía Alex y tras mucha discusión se llevaron una película de acción llamada Ronin, con Robert De Niro. Volvieron a su piso y mientras la anfitriona metía una bolsa de palomitas en el microondas, ella metió el vídeo en el reproductor y se acomodó en el sofá de cuero del estudio donde estaban la televisión y el aparato de vídeo. Alex no era muy aficionada a las películas de acción: había visto demasiada en la vida real para querer verla en película, pero se quedó agradablemente sorprendida al ver cuánto le gustaba el vídeo. Sydney disfrutó de todo lo que le dio tiempo de ver antes de que el largo día acabara por vencerla. La teniente sonrió al ver que su amiga dormía profundamente. Esperó a que terminara la película para decidir qué hacer. Sabía que podía despertar a su compañera, pero no le apetecía. En cambio, decidió simplemente dejar que pasara la noche en el sofá. Con cuidado, subió las piernas de la mujer menuda al sofá, le desabrochó el botón y la cremallera de los vaqueros, le quitó los calcetines y luego cubrió su esbelto cuerpo con una manta y le puso una almohada debajo de la cabeza. Depositó un ligero beso en la frente de la mujer antes de apagar las luces y retirarse al dormitorio.
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Capítulo 5
Sydney aterrizó en el suelo con un sonoro golpe. Se quedó allí atontada un momento, parpadeando rápidamente y tratando de orientarse, y de repente una mujer soñolienta de ojos azules asomó por el extremo del sofá. El rostro adormilado tenía una expresión preocupada, pero Sydney ni se dio cuenta, concentrada en cambio en el aspecto tan increíblemente sexy que tenía la mujer con el pelo oscuro alborotado y las largas piernas desnudas. —¿Estás bien? —preguntó Alex, preocupada de verdad. Había saltado de la cama, al despertarse por el ruido, y había entrado corriendo en el estudio, preocupada por su amiga. —Sí, supongo que me he caído del sofá al darme la vuelta —asintió Sydney, frotándose la cabeza al tiempo que intentaba incorporarse. Miró de repente a su alrededor y se dio cuenta de dónde estaba y lo que había ocurrido. Miró cohibida a la otra mujer—. Vaya, me he quedado dormida en tu compañía, qué corte. —No pasa nada, son cosas que ocurren —replicó la mujer alta, encogiéndose de hombros con despreocupación—. Escucha, todavía es temprano. ¿Quieres intentar volver a dormir o quieres que te lleve a casa? —Intentaré dormir —dijo Sydney, pensando que era plena noche y que no quería sacar a su amiga de casa a estas horas. —Vale —asintió Alex y cuando iba a darse la vuelta, se detuvo, rascándose la cabeza—. Venga, mi cama será más cómoda que el sofá. —¿Estás segura? Este sofá está bien —dijo la rubia algo insegura.
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Traducción: Atalía
—Sí. —La morena le sonrió de medio lado y luego alargó la mano para ayudar a la mujer más menuda a levantarse, dejando caer la manta al suelo—. Creo que tengo una camiseta que te puede quedar bien. Será más cómodo que lo que llevas. Sydney asintió sin decir nada y dejó que su anfitriona la llevara al dormitorio, preguntándose cómo iba a poder dormir en la misma cama que esta mujer. Se tragó los nervios y se quedó mirando cuando la mujer alta sacó una vieja camiseta de los Sonics de un cajón y se la lanzó. —El baño está por ahí. —Señaló una puerta y Sydney asintió. Tranquila, se dijo, respirando hondo varias veces antes de salir del cuarto de baño. Miró al otro lado de la habitación, donde la teniente ya estaba en la cama, dándole la espalda. Puedo hacerlo, pensó la mujer más baja antes de apagar en silencio las luces y deslizarse bajo las sábanas. —¿Estás bien? —preguntó la morena medio dormida, dándose la vuelta para mirarla. —Sí —dijo Sydney con un bostezo. —Bien —fue la apagada respuesta, seguida poco después de un ligero ronquido. Sydney se quedó ahí tumbada escuchando el silencio y tratando de calmarse. Cerró los ojos, pensando que no podría estar más cerca del cielo ni aunque lo intentara. Casi en contra de su voluntad, acabó quedándose dormida. Por una extraña coincidencia, a la mañana siguiente se despertaron a la vez. Por la noche sus cuerpos se habían acercado de forma natural, buscando el calor, y ahora estaban echadas con las caras a pocos 150
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Traducción: Atalía
centímetros de distancia y las piernas entrelazadas bajo las sábanas. Ninguna de las dos se movió durante un buen rato. Se quedaron allí en silencio, los ojos verdes clavados en los azules, los corazones latiendo al mismo ritmo. Alex alargó la mano y colocó delicadamente algunos mechones de pelo rubio detrás de la oreja de la otra mujer. En cuántas otras ocasiones se había despertado en la misma situación y se había sentido incómoda y deseosa de marcharse. Pero esta mañana no sentía eso. Cuando empezaba a echarse hacia delante, sonó el teléfono. Tuvo tentaciones de no hacer caso, pero no dejaba de sonar. Era casi como si el que llamaba supiera que estaba allí. —¡Diga! —ladró en el auricular, sin intentar disimular su irritación. —Buenos días a ti también, querida —contestó una voz algo sarcástica, y Alex maldijo por lo bajo. Se sentó y echó las largas piernas por el borde de la cama. —Lo siento, madre, es que... me has despertado. —Pues entonces me alegro de haber llamado —continuó la mujer de más edad con seco humor—. ¿Te has olvidado del almuerzo de hoy? —No... o sea, sí... no puedo ir —replicó Alex, mirando por encima del hombro a la joven que estaba tumbada apaciblemente en la cama. Su anuncio fue recibido con un silencio total. Era el tipo de silencio que le indicó a la morena que pasaba algo. —¿Es que te has olvidado de que hoy celebramos el cumpleaños de Lawrence? —Había un leve tono de reproche en la voz—. Prometiste que vendrías.
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Traducción: Atalía
¡Mierda!, pensó Alex, cerrando los ojos. Sabía que su madre nunca se lo perdonaría si no aparecía por allí. Miró el reloj de la mesilla de noche. Eran las diez. —¿A qué hora vais a empezar? —preguntó, resignada. —A las once, y no lo digas con tanto entusiasmo —replicó la mujer con humor—. ¿A qué hora vas a venir? —Dame una hora —dijo, y se quedó algo consternada al ver que Sydney salía de la cama y se dirigía al cuarto de baño. —Está bien, esperaremos a que llegues —contestó su madre, y para cuando colgaron Sydney ya había vuelto a la habitación totalmente vestida. —Lo siento —dijo Alex, encogiéndose de hombros con aire impotente cuando se miraron a los ojos. —Lo comprendo. —Sydney sonrió, pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos. —¿Puedo al menos hacerte algo de desayunar?
—preguntó Alex,
maldiciendo por dentro la llamada telefónica, consciente de que si no hubiera contestado, ahora estaría haciendo el amor con esta mujer. —No, tranquila, sé que tienes prisa. —La mujer más menuda sacudió la cabeza y se pasó los dedos por el pelo—. Llamaré a un taxi. —Si esperas unos minutos a que me duche, te llevo yo —dijo Alex, poniéndose en pie y sin dejar de mirar a su compañera. —No, puedo coger un taxi —dijo la rubia, incapaz de corresponder a la intensa mirada azul dirigida hacia ella. Su compañera se movió tan sigilosamente que no la oyó cruzar la distancia que las separaba. 152
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Traducción: Atalía
—No —dijo la mujer más alta, cogiendo con delicadeza la barbilla de la mujer más menuda y levantándosela para poder mirarla a los ojos—. Quiero llevarte a casa... por favor. Durante largos segundos, Sydney quedó atrapada por la fiera mirada y por un momento sintió que se hundía en esos ojos azules. Se le entrecortó la respiración y, como no sabía si iba a poder hablar, cerró los ojos y asintió con la cabeza. Alex sintió una acometida de placer y sin poder remediarlo, se echó hacia delante y rozó con los labios la boca de la mujer más baja antes de entrar corriendo en el baño para ducharse. La inspectora rubia se tambaleó y se agarró al extremo de la cama para no caerse al suelo. No era ninguna inocente, pero nunca hasta ahora se había sentido tan abrumada por nadie. De algún modo consiguió salir del dormitorio y entrar en el salón, donde se dejó caer en el asiento más cercano, temerosa aún de que le fueran a fallar las piernas. Se quedó sentada en silencio, contemplando la pared y pensando en las últimas cuarenta y ocho horas. Nunca había sentido tal torbellino de emociones y sabía sin la menor duda que estaba enamorada de su compañera. Era un amor que habría sido consumado si no hubiera sonado el teléfono. Maldita sea, pensó, maldiciendo el invento, y apoyó la cabeza en el sofá, cerrando los ojos para esperar a que su amiga terminara de arreglarse, sabiendo de corazón que con esta mujer iba a ser o todo o nada. Quería darlo todo. Por primera vez en su vida, se veía teniendo todo aquello con lo que había soñado pero que le había dado miedo perseguir. Con Alex se veía a sí misma asentada, con una familia y todas las cosas que nunca había tenido de niña. Durante largo rato, se permitió soñar con esa fantasía. 153
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Traducción: Atalía
Alex realizó a la carrera todas sus actividades matutinas, duchándose y vistiéndose a toda prisa, sabiendo que su compañera estaba esperando. Se detuvo en el pasillo y sus ojos se posaron en la joven que estaba cómodamente repantingada en el sofá. Era curioso, pero de todas las personas que la habían visitado, Sydney era la única que parecía a gusto. Era como si encajara en el cuadro. La idea hizo que le diera un vuelco el corazón. Se conocían desde hacía muy poco tiempo, pero esta mujer se había hecho importantísima para ella. En ese momento se dio cuenta de que haría cualquier cosa por esta pequeña mujer. Iría hasta el fin del mundo para protegerla. —¿Estás lista? —preguntó bruscamente, dándose cuenta de que si lo seguía retrasando, ninguna de ellas iría a ninguna parte. —Sí. —La rubia se puso en pie de inmediato. El trayecto de vuelta al apartamento de Sydney transcurrió en un silencio casi total, mientras las dos mujeres se conformaban con dar vueltas a sus propios pensamientos. Hubo un momento algo incómodo cuando por fin llegaron a su destino. Ninguna de las dos sabía qué decir. —Gracias, lo he pasado muy bien —dijo Sydney, rompiendo el silencio. —Yo también —asintió Alex—. ¿Qué vas a hacer el resto del día? —Seguramente pondré una lavadora y limpiaré la casa. —La rubia arrugó la nariz con una ligera sonrisa. —Parece divertido. —La teniente sonrió algo insegura, pero la sonrisa desapareció rápidamente—. Escucha, si te aburres, llámame. Estaré en casa por la tarde. 154
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Traducción: Atalía
—Muy bien —asintió Sydney y luego, antes de que le resultara más difícil, se bajó del coche y subió corriendo los escalones de su edificio.
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La familia ya se había sentado a comer cuando llegó Alex. Sonrió con aire de disculpa a su madre, que la miraba con mala cara, se sentó en una silla vacía y luego fingió concentrarse en lo que se estaba diciendo. Como siempre, el tema de la conversación giraba en torno a una sentencia reciente del Tribunal Supremo. Intentó mostrar interés, pero sus pensamientos estaban en otra parte y no podía dejar de pensar en Sydney y preguntarse qué estaba haciendo la otra mujer. Por un momento, empezó a calcular cuánto tiempo más tendría que quedarse antes de poder marcharse. Desde luego, a su madre no le haría ninguna gracia que se limitara a comer y salir corriendo, de modo que respiró hondo y se resignó a quedarse por lo menos unas horas. Tras el postre, pasaron a la sala de estar, donde sacaron los regalos y brindaron. Alex nunca había tenido una relación estrecha con su hermano mayor, pues los diez años de diferencia que se llevaban a veces parecían una vida entera. No tenían nada en común, ni siquiera el deporte, que era un interés que compartía con sus otros hermanos. De toda su familia, Lawrence era el único que más reparos ponía a su estilo de vida, aunque no se atrevía a expresar su opinión. Todos habían sido educados en el respeto a las decisiones de los demás, pero ella captaba las sutiles indicaciones de que él no estaba de acuerdo con su forma de vivir. Aunque a ella le daba igual lo que pensara.
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Traducción: Atalía
Miró distraída a sus sobrinos, que estaban tirados en el suelo con un juego de mesa. Estaban discutiendo sobre a quién le tocaba jugar, y con una sonrisa divertida oyó que uno acusaba a otro de hacer trampas. Sentía un cariño especial por ellos, y por primera vez pensó que no estaría mal tener sus propios hijos. Hasta ahora nunca se había planteado seriamente la posibilidad de tener un bebé, pensando que su vida como policía era inestable. Sin embargo, había una parte de ella que esperaba tener su propia familia. Sus pensamientos vagaron un momento al preguntarse si Sydney se habría planteado alguna vez ser madre. Era algo que tendría que preguntarle a la mujer más joven, aunque sabía que la respuesta le iba a dar igual. —Oye, hermanita. —Andrew le dio un golpecito en el brazo, sacándola de sus meditaciones, al sentarse en una silla al lado de ella. —¿Qué? —Parecías totalmente ida —dijo con una sonrisa irónica—. ¿Puedo preguntar en qué o quién estabas pensando? —No tiene importancia —replicó ella con un ligero rubor, cortada porque la había pillado fantaseando. Él se echó a reír suavemente por su momentánea confusión. —Ya, no tiene importancia —dijo riendo—. Seguro que era un metro sesenta y pico de pelo rubio y ojos verdes. —Basta —siseó ella, mirando furtivamente al resto de su familia, alegrándose de que no hubieran oído nada de su conversación—. Ese tema no está abierto a discusión. 156
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Traducción: Atalía
—Vale, vale, sé captar una indirecta —dijo él, levantando las manos con gesto defensivo. —Bien —dijo ella y sin decir nada más, se levantó y salió de la habitación. Varios niños que la adoraban la siguieron rápidamente. Andrew se quedó mirándola. Sabía por la reacción de su hermana que la rubia no era un rollo sin importancia, y eso le daba motivos de preocupación. Quería que Alex fuera feliz, pero también le preocupaba su futuro. Miró por la habitación y vio que el resto de la familia no se había dado cuenta de que se había marchado. Por cómo iba la conversación, no era muy probable que nadie se percatara de que ninguno de los dos estaba presente, por lo que fue en busca de su hermana pequeña. La encontró en la cancha de baloncesto que había al lado del garaje, rodeada de un grupo embelesado de niños a quienes estaba enseñando unas cuantas formas sencillas de manejar un balón. Se quedó mirando, tomando nota de la inteligencia con que trataba a cada uno de los niños. Se le ocurrió pensar que sería una buena madre. Esperó un poco y luego se unió a ellos. —Así que es aquí donde te escondes —dijo con una sonrisa burlona, quitándole el balón de las manos y lanzando a canasta. Sus sobrinos chillaron encantados cuando el balón pasó por la red. Se volvió y sonrió a su hermana más alta. —No me escondo —contestó Alex, cogiendo el balón que volvía botando hacia ellos—. Sólo estoy disfrutando de la compañía de mis sobrinos. Sonrió con encanto al pequeño grupo de niños y luego se giró en redondo y lanzó el balón. Se quedaron mirando cómo volaba por el aire y entraba en la red. Su esfuerzo fue aclamado por las niñas, a las que saludó inclinándose antes de salir trotando a recoger el balón, que seguía 157
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Traducción: Atalía
botando. Con un rápido movimiento, lanzó un pase a su hermano, que apenas tuvo reflejos para atraparlo. —Tengo entendido que estás revolviendo las cosas en Homicidios — comentó él, botando el balón unas cuantas veces antes de lanzarlo por el aire. El balón golpeó en el tablero y se hundió en la red. —Sólo hago aquello para lo que me han contratado —contestó ella suavemente, recogiendo el rebote y devolviendo el balón al hombre de más edad. —Se dice que te van a ascender —comentó él en voz baja, y Alex lo miró atentamente. —¿Dónde has oído eso? —quiso saber. La información sobre su nuevo nombramiento no debía hacerse pública hasta la conferencia de prensa de mañana. Le molestaba que alguien se hubiera adelantado y hubiera filtrado la noticia. —Tengo amigos en toda la ciudad —replicó él, lanzando el balón y observando cómo pasaba limpiamente por el aro. Su hermana recogió el balón y lo botó unas cuantas veces—. ¿Es cierto? —Sí —asintió, aliviada de poder confiar en alguien por fin—. George Ford se está tomando muy en serio la limpieza del departamento. No podía fiarse de que ninguno de los que ocupan actualmente la cadena de mando fuera a ser objetivo, así que por eso me contrató a mí. —Te darás cuenta de que las consecuencias van a ser importantes — comentó él, y ella asintió en silencio, lanzando el balón a canasta y observando cuando pasó zumbando por la red.
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—Estoy acostumbrada —contestó, sin dar muestras de sentirse asustada por la idea. Atrapó el balón en el rebote y se lo entregó a su hermano—. Es lo que hacía en Chicago y Los Ángeles. Te olvidas de que tengo otra licenciatura, aparte de derecho. Estoy acostumbrada a ser la mala de la película y llevarme todas las tortas. Andrew botó pensativo el balón unas cuantas veces. Sabía que Alex era inteligente y fuerte. Se había licenciado por la Universidad de Southern California con dos títulos y en años posteriores se había sacado no sólo la licenciatura de derecho, sino además un máster en administración de empresas. Sus logros a veces daban un poco de miedo. Había oído todas las alabanzas de los cuerpos de policía de Chicago y Los Ángeles, donde había pasado los últimos doce años antes de aceptar este trabajo. Todo el mundo conocía su reputación y no era ningún secreto por qué la había contratado el actual jefe de policía. Se concentró en el lanzamiento un momento y luego soltó el balón y vio cómo daba en el tablero y rebotaba en el aro. Esta vez recogió él el balón. —Christie me ha dicho que conociste a Sydney en el trabajo —dijo como sin darle importancia, y Alex se volvió bruscamente hacia él en el momento en que le lanzaba el balón. —Sí, es sargento inspectora de la Unidad de Homicidios —confirmó la mujer, sabiendo por instinto que su hermano intentaba decirle algo. —En estas circunstancias, ¿crees que es prudente relacionarte con ella? — preguntó sin rodeos y, sin mirarlo, ella lanzó el balón, encestando limpiamente una vez más. —¿Qué intentas decir, Andrew? —Cogió el balón en el rebote y luego, con algo de rabia, se lo lanzó con más fuerza de la necesaria.
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Traducción: Atalía
—Nada —dijo él, lanzando el balón y viendo cómo rebotaba en el aro. Alex tuvo que moverse deprisa para alcanzarlo antes de que se saliera de la cancha—. ¿Pero te puedo dar un consejo? —¿Qué? —preguntó ella con tono tenso, mirándolo un momento con frialdad. —Ten cuidado —le advirtió al tiempo que ella hacía un lanzamiento desde la línea de seis metros. Se quedaron mirando mientras el balón volaba por el aire y entraba en la canasta—. Tu nombramiento ha sentado muy mal a algunas personas. Tu nuevo ascenso les va a sentar aún peor. —Sabes que eso me da igual —lo reprendió ella suavemente, acercándose a él con el balón debajo del brazo. Por un momento, los apagados ojos grises se encontraron con los penetrantes ojos azules—. ¿Qué es lo que intentas decir de verdad? —Quiero que tengas cuidado, hermanita —dijo Andrew tajantemente, sabiendo que no había manera de zafarse de esta conversación y deseando por un instante haber mantenido la boca cerrada—. No tengo nada en contra de cómo vives tu vida, pero hay otros que podrían estar dispuestos a usarlo en tu contra. Estarán atentos a cualquier cosa. —Agradezco tu preocupación, hermano, pero ya soy mayor. Ya he pasado por esto. —Le dio el balón y él se quedó mirándolo pensativo, dándole vueltas en las manos. —No lo creo. —Meneó la cabeza y ella se volvió para mirarlo—. Antes no eras lesbiana. —¿Qué? —Alex estaba pasmada. Se habría esperado este tipo de actitud de otras personas, pero no de su hermano, que siempre la había apoyado.
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Traducción: Atalía
—Vamos, hermanita. Tanto si lo quieres creer como si no, ahora las cosas son
distintas
y
estás
en
una
típica
red
machista
—continuó
apresuradamente, reconociendo el brillo que asomaba en sus ojos. Ella le arrebató el balón de las manos y lo botó unas cuantas veces antes de lanzar a canasta. Pasó por el aro, pero al contrario que antes, esta vez no intentó recuperarlo. Se volvió hacia el hombre. —Que sea lesbiana no quiere decir absolutamente nada —dijo con sequedad—. No afecta a mi trabajo en lo más mínimo. Esperaba que tú lo supieras. —Yo sí, pero puede que otros no. —Andrew suspiró, consciente de que la conversación no iba bien—. Nadie quiere que sufras. Puede que seas lo bastante fuerte como para sobrevivir a esto, qué demonios, tienes más conchas que un galápago, pero ¿y Sydney? Cuando descubran lo que está pasando entre las dos, os van a quemar vivas. Ninguna de las dos va a salir de esto bien librada. Se detuvo para tomar aliento, incapaz de detenerse ahora que había empezado. —Te conozco, has nacido de pie y podrás encontrar otra cosa que hacer, pero ¿y ella? Si tiene suerte, a lo mejor consigue trabajar como patrullera de a pie poniendo multas a los coches mal aparcados. ¿De verdad quieres que pase por eso? Se hizo un silencio y la tensión era tan grande que casi era visible. Miró a su hermana, consciente de la inteligencia que había tras los ojos claros que ahora lo miraban intensamente. Había un telón sobre esos ojos, por lo que
no
conseguía
saber
qué
era
lo
que
inconscientemente cambió el peso sobre los pies.
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estaba
pensando,
e
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Traducción: Atalía
—Piénsalo, Alex. Eres su jefa —dijo en voz baja, deseoso de hacerle comprender lo que se jugaba—. Tu amiga me ha caído bien, pero ¿crees que es prudente que os arriesguéis a una ruina semejante? No creo que quieras que sufra. Yo sé que no quiero. Alex se quedó callada. Las palabras del hombre le habían llegado al corazón. No se lo había planteado de esa forma y al darse cuenta, se enfadó. A lo mejor no había querido planteárselo. Se dio la vuelta, incapaz de hacerle ver lo mucho que la habían herido sus palabras. —No, ya sé que no quieres, pero parece que tampoco quieres que yo sea feliz —dijo con frialdad antes de alejarse a largas zancadas, dejando al hombre plantado en medio de la cancha. Por mucho que intentara olvidarse de lo que había dicho, sus palabras no paraban de darle vueltas por la cabeza. Repasó la conversación y, por mucho que lo analizara, la conclusión siempre era la misma. Andrew tenía razón en todo, y eso la sacaba de quicio. Si el departamento descubría lo de Sydney y ella, eso supondría el final de la carrera profesional de alguien. Volvió a casa y se dejó caer desmadejada y cansada en el sofá. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas se le escaparan de los ojos. Resultaba irónico que por fin hubiera encontrado a alguien a quien podía entregar su corazón y que no pudiera entregárselo. No podía correr el riesgo de que Sydney sufriera de esa forma. No podría vivir consigo misma si su relación le costaba la carrera a la otra mujer. Lo mejor sería dejarlo ahora, antes de que fueran incapaces de dar marcha atrás. Como si sus pensamientos lo hubieran invocado, sonó el teléfono, pero Alex no contestó, sabiendo por instinto quién estaba al otro lado de la
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Traducción: Atalía
línea. Tenía los nervios demasiado destrozados para hablar con nadie, de modo que se levantó y salió de la habitación mientras seguía sonando.
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Sydney colgó el teléfono y no pudo controlar la oleada de decepción que la embargó. Se había pasado todo el día encerrada en el apartamento, haciendo sus tareas sin ganas y sintiéndose cada vez más inquieta a medida que avanzaba el día. Había visto cómo pasaban los minutos, esperando a que llegara una hora en que le pareció que la otra mujer podría estar en casa. Me pregunto dónde está, pensó con impaciencia. Ya era la hora de cenar y estaba segura de que la mujer ya tendría que estar en casa. Pero a lo mejor había surgido algo. Tiene su propia vida, en la que tú no estás incluida, se regañó a sí misma, tratando de encontrarle una explicación. —Pero qué estupidez —soltó en voz alta—. Ya no soy una colegiala que se tiene que quedar sentada al lado del teléfono esperando a que suene. Dicho esto, se puso unos pantalones informales y una camisa cómoda y cogió las llaves del coche. Había trabajo en la comisaría que requería su atención. Al menos podría hacer algo más útil allí que en casa, donde sus pensamientos se centraban en torno a una mujer alta y morena.
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Alex se despertó al día siguiente sintiéndose cansada e intranquila. Se puso uno de sus mejores trajes negros, pues sabía que la conferencia de prensa estaba prevista a media mañana y que tenía un desayuno de trabajo con el alcalde y el jefe de policía antes de la conferencia. Era una
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reunión que no le apetecía nada. Desde luego, no era la forma en que deseaba empezar una nueva semana. Suspiró y entró en el salón, echando una mirada al teléfono situado junto al sofá. La luz del contestador soltaba destellos rojos y dudó un momento antes de apretar el botón para oír los mensajes. Como sospechaba, era Sydney. —Hola, sólo llamaba para saludarte. —La voz sonaba tímida e insegura—. Supongo que aún no has llegado. Espero que hayas tenido un buen día. Llámame cuando llegues. Hubo una ligera pausa y luego silencio al colgar el teléfono. Le entró una abrumadora sensación de tristeza y cerró los ojos para evitar que se le saltaran las lágrimas. Respiró hondo y luego cogió las llaves y salió del piso.
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Sydney llegó tarde al trabajo ese lunes, sintiéndose mejor de lo que se había sentido en su vida, a pesar de no haber podido dar con Alex la noche anterior. Había sido un fin de semana maravilloso, y hoy su declaración había contribuido a condenar a un conocido criminal. Advirtió algo distinto nada más entrar en la comisaría esa tarde. Había una tensión palpable en el aire. Como siempre, lo primero que hizo al llegar a la sala de inspectores fue mirar hacia el despacho de la teniente, pero estaba vacío. Parecía necesitar ver a la mujer para empezar la jornada. Se quitó la cazadora y se sentó ante su mesa. —¿Dónde está Marshall? —le preguntó a Norm, incapaz de aguantarse la curiosidad y bastante preocupada por que la ausencia de la teniente
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Traducción: Atalía
tuviera algo que ver con el hecho de no haber podido ponerse en contacto con ella la noche anterior. —Una reunión con los jefes, creo —dijo el veterano inspector, encogiéndose de hombros. —¿Por qué está todo el mundo tan serio? —fue la siguiente pregunta, y el hombre se echó hacia atrás en la silla y la miró atentamente. Por algún motivo, pensaba que ella lo habría sabido antes que nadie. —¿No te has enterado de la noticia? —¿Qué noticia? —preguntó, mirando al hombre. Inexplicablemente, sintió una descarga de terror—. Llevo todo el día en los tribunales. Se iba a leer el veredicto sobre el caso de Reid Jones. —¿Cómo ha ido? —Lo han condenado por asesinato en segundo grado —dijo ella—. ¿Qué noticia me he perdido? —El capitán Carner se ha ido. Lo han trasladado a la División de Northside junto con el teniente Messington. El teniente Gill ha solicitado la jubilación anticipada. —¿Y qué ha sido de Marshall? La pregunta pilló por sorpresa al inspector de más edad. Había dado por supuesto que ella lo sabría, porque se había dado cuenta de lo que estaba pasando. No le importaba en absoluto que las dos mujeres estuvieran juntas, pero a lo mejor no había interpretado la situación correctamente, aunque habría apostado a que no se había equivocado.
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Traducción: Atalía
—Es la nueva capitana —contestó Norm, observando la reacción de la mujer—. Han traído al teniente Scarferelli de Antivicio para que cubra el turno de tarde y el teniente Howe de la División de Northside se va a ocupar de las noches. La capitana se va a encargar del turno de mañana. A mí me parece un buen cambio para la Unidad. Pero no para mí, pensó Sydney consternada, y luego se preguntó por qué Alex no le había comentado nada. No podía, claro, pensó, pero en todo aquello había algo que hacía que se sintiera horriblemente intranquila. No hizo más preguntas y Norm no le ofreció más información. Intentó concentrarse en sus casos, pero su mente y sus ojos no paraban de volver al despacho de la teniente, mientras reflexionaba sobre las consecuencias de esta nueva situación. Esto no afectará a nuestra nueva relación, ¿verdad?, se preguntó, y entonces se dio cuenta con una claridad fatídica de que sí que iba a afectar. Una consecuencia sería sin duda que vería a Alex aún menos que ahora. Malhumorada, se preguntó si su recién inaugurada relación podría sobrevivir o si Alex querría siquiera continuar con su amistad. Eran dos personas muy distintas, pero habían descubierto intereses en común y las pocas veces que habían salido juntas habían demostrado que eran más que compatibles. Ninguna podía negar el hecho de que se sentía atraída por la otra. Pero se preguntó si todo eso sería suficiente. Suspiró y el buen humor que había tenido antes desapareció bajo una nube de desesperación. Por primera vez en su vida había estado dispuesta... no, ansiosa... de entregarse por completo a otra persona. Maldijo esa fatídica llamada telefónica que las había interrumpido esa mañana, sabiendo por instinto que si hubieran hecho el amor, la situación
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habría sido totalmente distinta. Decidida a no ceder a la depresión que amenazaba con apoderarse de ella, prestó toda su atención a su trabajo.
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Alex estuvo toda la tarde metida en reuniones y no pudo evitar desear que llegara el día en que todo el alboroto se calmara para poder continuar dedicándose a la lucha contra el crimen. En más de una ocasión, sus pensamientos se centraron en Sydney. La rubia inspectora ya se habría enterado de la noticia, y se preguntaba qué pensaría la mujer. Se alegraría por ella, por supuesto, pero no sabía qué más podría pensar la mujer más menuda. Ya estaba anocheciendo cuando por fin terminó con los jefazos. Regresó a su despacho de la sala de inspectores. Le habían ofrecido la posibilidad de trasladarse al despacho del anterior capitán en la sala del Primer Grupo, pero había decidido quedarse con el despacho que ya tenía. Se había acostumbrado a ese espacio, y sólo tenía que levantar la mirada para ver la cabeza rubia de Sydney. La joven inspectora estaba en su mesa cuando entró y levantó la mirada, echándole una sonrisa vacilante. —¿Puedo verla en mi despacho? —dijo Alex, con un tono tan formal que hasta ella misma se encogió por dentro. La rubia inspectora se levantó y siguió a la teniente, irguiendo los hombros y preparándose para lo que sabía que iba a ocurrir. —Enhorabuena —intervino Sydney primero, con la esperanza de retrasar la mala noticia. Siguió de pie, aunque la otra mujer se sentó detrás de su mesa. —Gracias —asintió Alex, incapaz de mirar a la mujer mientras intentaba dar forma a sus palabras dentro de su cabeza. Subconscientemente sabía 167
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que le costaba tanto porque no quería decir nada—. Sydney, creo que deberíamos enfriar las cosas entre nosotras. Al oír de repente las palabras dichas en voz alta, se dio cuenta de lo mal que sonaban. Alex sintió una oleada de pánico por todo el cuerpo. Levantó la mirada y por un instante vio la expresión de dolor indescriptible antes de que los ojos verdes, normalmente tan expresivos, se quedaran impasibles. —Es sólo que... —quiso explicar la morena, pero se vio interrumpida por el tono brusco de la otra mujer. —No tienes que decir nada —dijo Sydney, que por fin consiguió controlar el dolor increíble que amenazaba con abrumarle los sentidos. Tomó una profunda bocanada de aire y se dio cuenta de que le dolía hasta respirar—. Comprendo que con tu nuevo cargo no podremos seguir viéndonos. —No es mi carrera lo que me preocupa... —intentó explicar Alex una vez más, pero sus palabras fueron ignoradas por la otra mujer, que la interrumpió con impaciencia. —Claro que lo es. Qué demonios, podrías perder tu trabajo si supieran que te relacionas con alguien como yo y comprendo lo importante que es tu carrera para ti, así que no hace falta decir nada más. Dicho esto, se dio la vuelta y salió del despacho sin detenerse siquiera para coger su cazadora antes de salir a largas zancadas de la sala de inspectores. Alex se quedó mirando a la mujer, con el corazón hecho pedazos. Había creído que podrían terminar sin que nadie resultara herido, pero ya era demasiado tarde. Oh, Dios, ¿qué he hecho?, se preguntó la mujer alta. Lo has tirado por la borda, fue la respuesta silenciosa. Pero tenía que hacerlo, razonó con 168
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inteligencia. ¿En serio?, fue la respuesta y, hundiendo la cabeza entre las manos, intentó dilucidar si eso era cierto.
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Las siguientes semanas fueron una tortura, y el único alivio que sentían las dos mujeres era que no se veían muy a menudo. Para intentar aliviar el dolor, Alex se metió de lleno en su nuevo trabajo, emprendiendo la enorme tarea de remodelar la Unidad para que funcionara con mayor eficacia. Tras pensárselo cuidadosamente, volvió a escribir varias de las normativas ya existentes de la Unidad e hizo circular memorandos con las nuevas directrices que quería que siguiera el departamento. Mientras, Sydney se sumergió por completo en sus casos, dedicando largas horas a resolver los asesinatos que le llegaban. Su tasa de solución de casos, así como la de los demás inspectores, empezó a subir, y la moral de la Unidad parecía ir en aumento. Se realizaron cambios en la forma de dirigir la Unidad y con ellos se produjo un cambio de talante y el comienzo de la cooperación. Cualquiera que se opusiera a los cambios se veía rápidamente trasladado. —¿Va a venir tu amiga esta tarde? —preguntó Skinny cuando se presentó ese jueves por la tarde en St. Mary's para su habitual partido de baloncesto. —No. —Sydney hizo un gesto negativo, aunque tenía la leve esperanza de que por algún milagro Alex apareciera. Pero al mismo tiempo se dio cuenta de que la otra mujer no le haría eso. Si acaso, Alex evitaría a propósito aparecer en algún sitio donde se pudieran encontrar. —Pues qué pena —comentó el hombre, notando algo en el tono solemne de su pequeña amiga. 169
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—Sí —asintió la rubia, y luego le quitó el balón de las manos, dispuesta a no dejar que los pensamientos sobre la otra mujer le echaran a perder la tarde—. Vamos a jugar.
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Alex se planteó por un instante ir a St. Mary's esa tarde, pero luego se dio cuenta de que eso no sería justo para la otra mujer. Ése era el territorio de Sydney, y sería una falta de consideración por su parte invadir su espacio personal. Era extraño lo mucho que echaba de menos a la otra mujer, aunque hiciera tan poco que se conocían. Suspiró y pasó una página del documento que estaba leyendo, echando un vistazo rápido al reloj que tenía en la mesa. Ya eran las ocho de la tarde, pero no tenía el menor deseo de volver a un piso vacío. No quería estar sola, de modo que abrió otro archivo y siguió trabajando.
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—Vale, escuchen todos —ladró el teniente Scarferelli en voz alta, intentando captar la atención de los inspectores que se habían congregado en la sala de reuniones justo antes del inicio del turno de noche. Esperó a que se hiciera el silencio antes de continuar—. Tenemos unas cuantas normas nuevas que entrarán en vigor a partir de este instante. Sus palabras suscitaron una serie de gruñidos por parte de los inspectores reunidos y Sydney miró a sus compañeros con curiosidad, preguntándose por qué protestaban por algo que aún no conocían. Cogió la hoja de papel que el teniente estaba repartiendo por la sala. —Bueno, quiero que se lean esto con mucha atención —dijo el teniente una vez situado de nuevo en la parte delantera de la sala—. La capitana se toma muy en serio estas normas y quiere que se cumplan. A cualquiera 170
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que
no
las
cumpla
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se
le
aplicarán
automáticamente
medidas
disciplinarias. Sydney miró el papel, leyendo con curiosidad las nuevas normas, una de las cuales era una orden para que todos los agentes llevaran chaleco antibalas cuando salieran a hacer una detención. Había otras normas que describían nuevas técnicas de interrogatorio y otras directrices para la presentación de informes. En conjunto, las normas parecían positivas, pero ella sabía que la preocupación principal de Alex era el departamento. Al contrario que otros, la nueva capitana no tenía más planes personales que la mejora del rendimiento general de los que estaban a su mando. —Está bien, ahora que ya nos hemos ocupado de esto, necesito voluntarios para las fiestas. —El anuncio del teniente Scarferelli fue recibido con un concierto colectivo de quejas. Sydney miró a su alrededor y vio que casi todo el mundo estaba mirando al suelo. —Yo me ofrezco —dijo, levantando la mano. No tenía ningún sitio donde ir y la mayoría de sus colegas tenían familia con la que deseaban pasar las fiestas. —Bien. —El hombre sonrió, agradeciendo su apoyo—. Muy bien, necesito por lo menos uno más. Al final, Sydney aceptó hacer turnos dobles durante todas las fiestas. No buscaba hacer horas extra, pero no tenía ganas de quedarse en casa sola en esas fechas. Incluso ocuparse de casos de asesinato le resultaba más atractivo. Además, en realidad hacía tanto tiempo que no celebraba la Navidad que prácticamente se le había olvidado lo que era.
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Traducción: Atalía
Alex estaba en su despacho mirando por la ventana, contemplando cómo caía la lluvia. A pesar de los progresos que había hecho el departamento en las últimas semanas, le daba la impresión de que le faltaba algo importantísimo. Sabía lo que era, pero no podía reconocer la verdad. Unos golpecitos en su puerta la sacaron de su ensimismamiento. —Ya he terminado la organización de las fiestas —dijo Lou Scarferelli al entrar. Le entregó los papeles y ella se apresuró a mirar los nombres. —¿Por qué Davis va a hacer todos esos turnos dobles? —preguntó ceñuda. —Se ha ofrecido. Dice que no le vienen mal las horas extra y no tiene familia, así que le parece bien que los otros tengan unos días libres —dijo el hombre y Alex se sintió como si una mano gigante le hubiera penetrado el pecho y le hubiera estrujado el corazón. —Gracias —dijo, despidiéndolo bruscamente, y no esperó a que el hombre se marchara para acceder a los historiales del personal del departamento. Introdujo el nombre de Sydney y la información que necesitaba y a los pocos segundos todos los datos que quería aparecieron en pantalla. Según los registros de nóminas, Sydney había trabajado todos los días de Navidad y Año Nuevo desde que había entrado en la policía nueve años antes. Al enterarse de esto, los ojos de la capitana se llenaron de lágrimas, pues cayó en la cuenta de que la chica seguramente no tenía ningún sitio donde ir. Se sentía absolutamente desolada. Nunca había creído que una sola persona pudiera tener tanta influencia en la vida de otra, pero ella era la prueba viviente de eso. Resultaba irónico que sus emociones, en otro tiempo tan precisas y controladas, dependieran ahora de una sola persona. Esto debe de ser lo que se siente al estar enamorada, reconoció
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derrotada. Su tristeza se duplicó cuando recibió una llamada de recepción que le comunicaba que su madre había venido a verla. Alex salió a la sala de inspectores, mirando un instante a Sydney, que estaba sentada a su mesa hablando por teléfono, y luego pasó la mirada a la elegante señora de pelo canoso que estaba sentada remilgadamente en un banco de madera junto a la puerta. En sus manos enguantadas sujetaba el asa de su bolso, que tenía colocado en el regazo. Como todos los días, la mujer de más edad iba elegantemente vestida con un traje de mezcla de lana verde y un largo abrigo de cuero negro. —Mamá, ¿qué haces aquí? —preguntó, abrazando un momento a la mujer. —Nunca he visto dónde trabajas —dijo la mujer de más edad, mientras sus ojos grises observaban la sala. Por un instante se posaron en una mujer menuda y rubia que estaba mirando a su hija con una expresión muy rara. Volvió a prestar atención a su alto retoño—. Hace tiempo que no te vemos y como últimamente no has venido a almorzar, se me ha ocurrido venir a verte. —Mamá, he estado ocupada —empezó a protestar Alex, pero la mujer de más edad alzó la mano para hacer callar a su hija. No estaba dispuesta a oír más excusas. —¿Demasiado ocupada para ver a tu familia? La mujer más alta se quedó callada, sin querer responder a esa pregunta intencionada. Marie vio algo en los ojos azules de su hija antes de que los cubriera una máscara que le impidió cualquier posibilidad de ver lo que estaba pensando la joven. —Tenemos que hablar —decidió Marie con tono firme que indicaba que no iba a haber más discusión—. Ve a coger tu abrigo. 173
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Traducción: Atalía
Alex sabía que era inútil discutir, de modo que hizo lo que se le ordenaba, murmurando por lo bajo mientras regresaba a su despacho para recoger su chaqueta, casi temerosa de lo que podría decirle su madre. La mujer de más edad rara vez intervenía en la vida de sus hijos y cuando lo hacía era porque pensaba que ese hijo en cuestión tenía problemas. Ahora deseó haber acudido a los almuerzos en lugar de buscarse excusas. Marie contempló pensativa la sosa sala, preguntándose qué veía su hija en este sitio. Sus ojos volvieron a posarse brevemente en la esbelta rubia y esta vez la chica la estaba mirando con interés, pero cuando sus ojos se encontraron, la joven se apresuró a apartar la mirada. La mujer de más edad frunció los labios y miró a su hija, que ahora salía de su despacho. Como antes, los penetrantes ojos azules se posaron un instante en la rubia con una expresión en sus profundidades que la pilló totalmente por sorpresa. Pensó en lo que le había contado Andrew. —Bueno, ¿qué es tan importante que has tenido que sacarme a rastras del trabajo? —preguntó Alex en cuanto estuvieron sentadas en el pintoresco restaurante italiano donde había cenado con Sydney varios meses antes. —Tú —dijo Marie escuetamente, apartando la mirada de la carta para mirar fijamente a su hija—. ¿Qué te pasa? —¿Qué quieres decir? —Llevas semanas como alma en pena y no lo niegues. —La mujer hizo una pausa para clavar una mirada intensa en su hija—. ¿Quién es él? —Ella, madre. —Alex soltó un suspiro exasperado—. ¡Ella! —Vale, ya lo sé, era sólo por probar —dijo su madre riendo—. ¿Quién es ella? 174
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Traducción: Atalía
—¿Por qué piensas que esto tiene que ver con alguien? —preguntó irritada la mujer más joven. —No me tomes por tonta, querida. He visto a tus tres hermanos pasar por lo mismo —dijo la mujer de más edad con aire divertido. —No hay nadie, mamá. —Alex suspiró apesadumbrada. —No es eso lo que me dijiste hace unas semanas —dijo Marie, que vio cómo su hija cerraba los ojos. Alex deseó haberse callado la boca—. ¿Qué ocurre? —No ocurre nada, simplemente no ha salido bien. —Pero es evidente que tú querías que saliera bien —dijo Marie, mirando atentamente a su hija e intentando adivinar lo que la chica no quería decir. —Sí —reconoció la mujer más joven de mala gana, cosa que llevaba ya varias semanas intentando negarse a sí misma—. Es policía. Así que ya ves el problema. En un arrebato de inspiración, Marie supo exactamente de quién hablaba su hija. Recordó a la menuda rubia que había visto en la comisaría. En sus ojos había visto una tristeza parecida. La misma expresión de infelicidad que ahora adornaba el rostro de su hija. —¿La... quieres? Alex se quedó callada largos segundos y su madre supo la respuesta. Tenía grandes esperanzas puestas en su hija pequeña, y aunque Alex creía que había decepcionado a sus padres, nada podía estar más lejos de la verdad. Por muy orgullosos que estuvieran de cualquiera de sus hijos varones, estaban aún más orgullosos de su única hija. Se había convertido en una 175
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hermosa mujer que se había labrado ella sola una carrera impresionante en el campo de las fuerzas del orden. —Es un suicidio profesional —dijo por fin la chica, incapaz de mirar a los ojos interrogantes de su madre. —Ya sé que tu carrera es importante, querida, pero dentro de veinte años, ¿es eso lo único que quieres? —Marie hizo una pausa y decidió hablar a las claras—. ¿Acaso tu carrera te calienta la cama por la noche? —¡Madre! —¿Y bien? —insistió la mujer de más edad. —Creía que no te gustaba que fuera lesbiana —dijo Alex a la defensiva. —Y no me gusta —dijo la mujer de más edad con franqueza—. Pero aún me gusta menos la idea de que estés sola y te sientas desdichada. Lo único que deseo para ti, Alexandria, es que seas feliz, y si esta mujer te hace feliz, no puedo decir nada en contra. La mujer de más edad se calló y sus ojos grises se estrecharon al observar el rostro de su hija. Advirtió el dolor que llenaba los ojos de su hija y eso la inquietó. Alex siempre había sido muy fuerte, incluso de niña. Pero había aprendido que la dura fachada externa que mostraba su hija era una máscara que ocultaba un alma bondadosa y emocional. —Te conozco, querida, no entregas tu cariño fácilmente, así que ésta debe de ser una mujer muy especial. —Lo es —reconoció Alex en voz baja. —¿Y estás dispuesta a renunciar a ella por tu carrera? —preguntó Marie sin andarse con rodeos. 176
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—No quiero hacerle daño. —¿Y no crees que se lo estás haciendo ahora? —quiso saber su madre—. Querida, sólo tenemos una vida. Por desgracia, rara vez tenemos una segunda oportunidad. ¿De verdad te puedes permitir perderte ésta? —No es tan sencillo, madre. —Alex se sentía abrumada por el peso de su carga—. Soy su supervisora directa. Si alguien del departamento descubriera que estamos juntas, lo más probable es que una de las dos o las dos perdiéramos el trabajo. Yo tengo mi licenciatura en derecho como respaldo, pero el cuerpo de policía es la vida de Sydney. No podía hacerle correr ese riesgo. —¿Le preguntaste a ella lo que pensaba al respecto? —quiso saber Marie, y al ver la expresión culpable de su hija supo que había tomado la decisión sin tener en cuenta los sentimientos de la otra mujer. La mujer de más edad suspiró. —Siempre has sido una joven muy estoica, incluso de niña. Era como si llevaras el peso del mundo sobre los hombros. Sé que crecer con tres hermanos mayores no fue muy fácil para ti y que siempre te veías obligada a competir. También sé que hubo muchas ocasiones en que te sacrificaste para encajar en el colegio y con el deporte... incluso con tu familia, con el tema de tu sexualidad. —La mujer de más edad hizo una pausa, consciente de que contaba con la atención plena de su hija—. Ya es hora de que dejes de sacrificarte. No renuncies a tu felicidad, querida. Una carrera profesional llena de éxitos no significa nada si no tienes a alguien con quien compartirla.
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Sydney se alegró de recibir una llamada que la sacó de comisaría. No quería volver a ver a Alex esa tarde. Había algo en la imagen de la mujer alta con su madre que le hacía darse cuenta de lo vacía que estaba su propia vida. Se había perdido muchas cosas al crecer sin una vida familiar estable. Había momentos como ahora en que deseaba desesperadamente poder contar con alguien. Sí, Robert Newlie y su mujer eran buenos amigos, pero no le gustaba nada acudir a ellos con sus problemas. Lo que quería era tener su propia familia, pero se daba cuenta con tristeza de que probablemente nunca la tendría.
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Alex se sintió aliviada cuando regresó a la sala de inspectores y vio que Sydney había salido. Así tenía tiempo de pensar en lo que le había dicho su madre, pero antes de poder ponerse a ello sonó el teléfono. Era Dawn Taylor, una mujer de la oficina del fiscal con la que había hecho amistad en los últimos meses. Dawn era una mujer vivaracha y muy abierta con respecto a su sexualidad y no dejaba que eso interfiriera en su carrera en la oficina del fiscal del distrito. Alex había hablado varias veces con ella sobre este tema a lo largo del tiempo y ahora se descubrió contándole sus problemas a la mujer. —Creo que has hecho bien —dijo Dawn con cautela después de que su amiga soltara el motivo de que estuviera tan abatida—. Al final, sólo habría dado problemas. —Pero no puedo dejar de pensar en ella —suspiró Alex—. Cierro los ojos por la noche y lo único que veo es un metro sesenta y pico de pelo rubio y ojos verdes. 178
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—¿Has salido por ahí últimamente? —preguntó la otra mujer con tono pragmático. —No. —Pues ése es el problema —le comunicó Dawn—. En lugar de intentar superarlo, te quedas sentada en casa sin parar de darle vueltas. De verdad, Alex, no sabrás con seguridad lo que sientes hasta que empieces a salir de nuevo. —Tal vez —admitió la morena de mala gana, aunque la idea de ligar con alguien le daba grima. —Escucha, Lisa, mi compañera, y yo vamos a salir mañana con una amiga. ¿Por qué no te apuntas y así somos cuatro? —No estarás intentando liarme con alguien, ¿verdad? —preguntó Alex con desconfianza. —No, Karen acaba de salir de una relación larga y no está preparada para enrollarse con nadie —le aseguró Dawn—. Sólo será para pasar un rato agradable. —Vale —aceptó la morena, dándose cuenta de que tal vez su amiga tuviera razón. Tal vez sólo necesitaba salir y conocer a alguien diferente. Por el momento, se olvidó de los consejos de su madre.
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Sydney se sentía inquieta. Era sábado, y aunque no tenía nada que hacer, no había ido a la comisaría a propósito, por temor a encontrarse accidentalmente con Alex. Cada vez le resultaba más difícil ver a la otra mujer. 179
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Incapaz de pasar otra noche sola, decidió salir. Tal vez tendría suerte y encontraría a alguien que al menos por unas horas le permitiera olvidar a la mujer que le había partido el corazón. Con esa idea en mente, no tardó en encontrarse en uno de los clubes de ambiente más populares de la ciudad. No era muy aficionada a ir de bares, pero era el único lugar donde podría encontrar lo que andaba buscando. Observó la pista de baile, mirando sin gran interés a las mujeres que movían el cuerpo al compás de la música. Durante sus observaciones llamó la atención de varias mujeres, pero no les hizo caso. Ninguna de ellas se podía comparar con cierta mujer alta y morena que conocía. Por fin sus ojos se posaron en una mujer bajita de pelo corto rizado y rojo. Quería encontrar a alguien que fuera lo más distinta posible de la capitana y esta mujer parecía cumplir los requisitos.
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Alex siguió a sus compañeras al interior del club. El bar estaba lleno, pero su amiga Dawn se las apañó para conseguirles una mesa vacía cerca de la pista de baile. Mientras la pareja iba a buscar bebidas, ella se quedó a hacer compañía al cuarto miembro de su grupo. Por una vez, agradeció el fuerte volumen de la música, pues eso evitaba la necesidad de tener que mantener una conversación. Karen, su acompañante, era una rubia alta especialista en informática. Era inteligente y tenía cierto atractivo, pero Alex no sentía el más mínimo interés. En el curso de la velada, había acabado por darse cuenta de que la mujer era de las que requerían alto mantenimiento y ella prefería una compañera algo más independiente.
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Sonrió cortésmente a la mujer y luego prestó atención a la pista de baile. Casi desde el principio de la velada se había dado cuenta de que salir era un error. No estaba preparada para empezar a buscar a otra persona y ni siquiera estaba segura de querer hacerlo. Justo cuando estaba pensando en Sydney, una imagen sorprendente entró en su campo visual. Al principio creyó que se estaba imaginando cosas, pero luego, con una certeza desoladora, supo que la escena era bien real. En una mesa del otro lado de la pista estaba Sydney. A su lado había una joven pelirroja de pelo rizado cuyas manos no paraban de toquetear a la rubia, a la que no parecían importarle sus atenciones. Por un momento, Alex se olvidó de respirar y su corazón dejó de latir. De repente, se le llenaron los ojos de lágrimas y se esforzó por controlar su expresión, pero no pudo apartar la mirada, ni siquiera cuando sus amigas volvieron a la mesa. Siguió totalmente concentrada en Sydney y la otra mujer que estaba encima de su amiga. A Alex le entró una sensación de pánico. Su primer instinto fue salir corriendo, pero entonces las palabras de su madre resonaron en su cabeza. Marie Marshall siempre había sido muy objetiva y franca con sus opiniones. Siempre que surgía un problema, su madre se echaba atrás y lo evaluaba antes de ofrecer una solución. En el noventa y nueve por ciento de las ocasiones, tenía razón, ante la mortificación del resto de su familia. Alex había aprendido a escuchar los consejos que ofrecía su madre. Se preguntó por qué no había escuchado ahora a la mujer. Había muchas razones para no relacionarse con la joven inspectora, pero se había olvidado del único factor importante que las anulaba todas. Nunca había sido tan feliz como cuando estaba con Sydney y sabía que, si tenían la oportunidad, podrían ser más que amantes. Podrían ser amigas.
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Con sorprendente claridad supo que no sólo quería a Sydney en su vida, sino que la necesitaba. Bebió un trago de cerveza y se levantó, sin hacer caso de las preguntas de sus acompañantes. Estaba totalmente concentrada en una sola cosa. No iba a dejar escapar a Sydney y le daba igual lo que eso pudiera costarle. Fue derecha a la otra mesa sin perder de vista ni por un instante a la rubia. —Disculpa, ¿quieres bailar? Incluso con el estruendo de la música, Sydney reconoció el tono cálido de la voz y por un momento cerró los ojos y se recreó en el sonido. El corazón le latía con tal fuerza que tenía miedo de mirar, miedo de que el corazón se le hiciera pedazos si no era la mujer que quería. —Ya está con alguien, por si no lo ves —dijo la pelirroja con voz chillona. Sus ojos verdes se estrecharon y se le puso cara de pocos amigos al mirar a esta alta intrusa. Como medida adicional, rodeó la cintura de su acompañante con un brazo posesivo. —¿De verdad estás con alguien, Sydney? —preguntó Alex, temiéndose que había hecho demasiado daño a esta mujer para que la pudiera perdonar. Esta vez Sydney levantó la mirada al oír la voz y se le derritió el corazón. Quería enfadarse, hacer sufrir a esta mujer y darle celos, para que se sintiera como ella, pero en el rostro de la mujer alta había una expresión tal de súplica que no pudo resistirlo. —Sí —contestó con voz grave y vio la expresión desolada que se apoderó de Alex antes de que la máscara estoica volviera a tapar sus emociones.
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—Lamento haberte molestado —dijo con voz temblorosa y el corazón hecho trizas. Alex se volvió para irse y Sydney supo en ese instante que si no actuaba, la otra mujer desaparecería para siempre. Se soltó de la pelirroja y agarró a la capitana por el brazo. Durante largos segundos los ojos verdes y azules se miraron fijamente. —Estoy contigo, Alex —confesó, desnudando sus emociones ante la otra mujer—. Soy tuya, en corazón y alma. Alex sintió que su corazón se hinchaba. Era como si de repente le hubieran salido alas y hubiera echado a volar. Alargó la mano y Sydney se la cogió vacilando. —Oye —protestó la pelirroja con rabia, agarrando a Sydney del brazo y tirando—. ¿Dónde vas? —Se viene conmigo —dijo Alex suavemente, apretando los labios al tiempo que daba un paso amenazador hacia la otra mujer. Se miraron a los ojos por un instante—. ¿Quieres que lo discutamos? —Pedazo de zorra, no mereces la pena —dijo la chica con desprecio, soltando la mano, y con una sonrisa tierna la capitana llevó a Sydney a la pista de baile. Se quedaron allí un momento, mirándose. —Escucha, la verdad es que no me apetece bailar —dijo Alex, alargando la mano y colocándole un mechón de pelo rubio detrás de la oreja—. ¿Podemos ir a hablar a algún sitio? Había cierto tono de súplica en su voz solemne que a la mujer más baja le llegó al corazón, que le dio un vuelco. Jamás le negaría nada a la morena y por eso asintió en silencio. 183
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—¿Dónde quieres ir? —preguntó Sydney una vez estuvieron sentadas en su jeep en el aparcamiento de fuera. —¿Te importaría venir a mi casa? —preguntó la mujer alta. No quería presionar en absoluto a esta mujer, pero quería estar en un lugar seguro y cómodo cuando dijera todo lo que tenía que decir—. Puedo hacer café. La rubia asintió, aunque no estaba segura de que fuera buena idea. Reprimió sus temores y puso en marcha el coche. Condujeron en silencio por las calles oscuras, donde el ruido ocasional de una sirena resonaba en la noche. A la media hora estaban entrando por la puerta del piso. —¿Cómo quieres el café? —preguntó Alex, rompiendo el silencio al tiempo que se quitaba el abrigo y se dirigía a la cocina. —La verdad es que prefiero una cerveza, si tienes —dijo Sydney y la otra mujer asintió. —Ponte cómoda —dijo antes de desaparecer en la cocina. Sydney así lo hizo, quitándose la cazadora y colgándola de un gancho al lado de la puerta. Entró en el salón y se sentó al borde del sofá. Había echado de menos venir a esta casa, que le gustaba más que su pequeño apartamento. Al poco, su anfitriona volvió a aparecer con dos botellas de cerveza. Le pasó una a su compañera y luego se sentó en la butaca frente a la otra mujer. Se hizo un silencio mientras las dos mujeres tomaban un sorbo de su bebida. —Te he echado de menos —empezó Alex, mirando nerviosa a la otra mujer. Ahora que la tenía aquí, no sabía qué quería o necesitaba hacer. —Nos vemos en el trabajo todo el tiempo —contestó Sydney suavemente, sin ponérselo fácil. 184
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—He echado de menos estar contigo —suspiró Alex—. Estoy harta de observarte de lejos. —Fuiste tú la que decidió que no era bueno para nuestro futuro que nos vieran juntas —le recordó la mujer más joven con tono apagado. Era la verdad, y Alex asintió solemnemente, jugando nerviosa con la etiqueta de su botella. Sydney la miraba en silencio, con el corazón tembloroso de emoción. —Me equivoqué. Creía que mantenernos alejadas la una de la otra sería lo mejor para nuestra carrera profesional —dijo, tratando de encontrar las palabras adecuadas para transmitir sus sentimientos. —No tenías derecho a tomar esa decisión por mí —dijo Sydney, y la mujer alta asintió cuando sus ojos se encontraron por un instante. —Ahora lo sé. —Apartó la mirada algo ruborizada, consciente de los intensos ojos verdes que la miraban—. Mi madre me llamó la atención sobre ese tema. —Yo creía que no le gustaba que fueras lesbiana —dijo la rubia suavemente. —No le gusta, que es por lo que su consejo resulta aún más especial. — Alex suspiró—. No quise escucharla, aunque mi corazón me decía que lo creyera. Pero al verte esta noche con esa mujer, supe que ella iba a conseguir hacer contigo todo lo que yo quería hacer y supe que no podía dejarte marchar. Eres demasiado importante para mí. Más importante que mi carrera. Hubo un silencio cuando la morena levantó la mirada y la capturó con esos intensos ojos azules. Alex estaba dispuesta a sacrificar su carrera por
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una relación. Lo único que necesitaba saber era si esta mujer sentía lo mismo. —Necesito saber si estás dispuesta a arriesgar tu carrera por estar conmigo —dijo Alex, tomando aliento con fuerza. Se hizo un largo silencio, pues Sydney no se veía capaz de hablar en ese momento. Le temblaba el corazón y tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol para evitar que le temblaran las extremidades. Bebió un trago de cerveza, dándose cuenta de repente de lo seca que se le había quedado la garganta, y luego volvió a mirar a su compañera, que esperaba en silencio a que dijera algo. Sydney sabía el esfuerzo que había tenido que hacer esta mujer para decirle todo eso, de modo que dejó la cerveza y rodeó la mesa hasta arrodillarse al lado de la mujer. Con delicadeza le quitó a Alex la cerveza de la mano y la dejó en la mesa antes de cogerle las manos a la capitana. Sus ojos se encontraron y se quedaron mirándose largos segundos. —Estoy dispuesta a correr el riesgo —susurró suavemente. Alex sintió un alivio abrumador por todo el cuerpo y agachó la cabeza para aceptar el beso, con todo el cuerpo tembloroso cuando sus labios suaves se juntaron en una caricia vacilante que fue seguida de un contacto más apasionado y urgente. Se dejó caer de rodillas desde la butaca y luego se echó hacia atrás, colocándose encima a la mujer más menuda, sin que sus labios perdieran el contacto. Por fin, interrumpió el beso, pues las dos estaban sin aliento y con el corazón desbocado. El calor de sus cuerpos resultaba abrasador a través de la ropa.
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—¿Estás segura de esto? —preguntó Alex con seriedad al tiempo que subía las manos para colocar unos mechones de pelo rubio detrás de las orejas de su compañera. —Nunca en mi vida he estado más segura de nada —contestó Sydney, agachando la cabeza para que sus labios pudieran juntarse de nuevo.
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Capítulo 6
Ninguna de las dos recordaba cómo llegaron del salón al dormitorio, pero lo único que no olvidarían nunca fue el instante en que sus cuerpos desnudos entraron en contacto y los momentos de éxtasis que siguieron. Alex fue la primera en despertarse al día siguiente, y se quedó largo rato gozando del calor de la mujer desnuda echada sobre su cuerpo. Bajó la mano con cuidado y apartó los mechones de pelo rubio de la cara de su amante, regodeándose en los recuerdos de la noche que habían pasado juntas. Habían hecho el amor hasta altas horas de la noche, hasta que por fin cayeron agotadas la una en brazos de la otra, con el cuerpo caliente y saciado y las extremidades estrechamente entrelazadas. Ella no carecía de experiencia, pues había tenido amantes de ambos sexos, pero lo de anoche había sido una revelación y lo sabía por cómo se sentía. Suspiró y acarició tiernamente con los dedos la mejilla de la mujer dormida acurrucada en sus brazos, sintiendo una dolorosa tristeza en el corazón al darse cuenta de lo poco que le había faltado para quedarse sin esto. En ese momento supo que con independencia de lo que ocurriera, jamás lamentaría esta decisión. Echó un vistazo al despertador de la mesilla de noche y vio que ya era cerca de media mañana. Con cuidado, se soltó de los brazos de su nueva amante, salió de la cama y cogió su camisa de dormir de una silla cercana. Sacó una camiseta limpia y pantalones cortos para su amiga y luego fue al cuarto de baño para lavarse.
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Después de echarse agua en la cara y lavarse los dientes, recorrió el piso recogiendo la ropa tirada en el pasillo y el salón. Sus labios esbozaron una sonrisa al recordar el frenesí con que se habían desvestido la noche antes. Dejó la ropa en un montón y luego se dejó caer en el sofá, echando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos. Estaba cansada, pero era un cansancio glorioso, y sus labios se curvaron con otra sonrisa al recordar las diversas formas en que Sydney había hecho el amor a su cuerpo. La mujer más joven no era en absoluto tímida a la hora de mostrarse apasionada. Sonó el teléfono y se apresuró a cogerlo, temerosa de que despertara a su compañera. —¿Hola, Alexandria? —Hola, madre —replicó la mujer, estirando el cuerpo como un felino al despertarse. —Parece que estás de buen humor —fue la risueña respuesta. —He pasado una noche muy buena —fue la sonriente respuesta. —Creo que no quiero saberlo —dijo Marie secamente, intentando no pensar en lo que quería decir su hija—. Te llamo para ver si vas a venir hoy al almuerzo. —Sí —dijo Alex y luego dudó—. ¿Te parece bien si llevo a una amiga? —¿Una amiga? —La pregunta pilló desprevenida a la mujer mayor. —Sí. —Respiró hondo y se lanzó—. Me gustaría que conocierais a una amiga mía especial.
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—Oh... ¡oh! —Había un matiz de sorpresa en la voz de la mujer mayor y Alex sonrió. Nunca había oído a su madre tan nerviosa—. Cielos, no tenía nada especial planeado para hoy. —No tienes que tener nada especial —se quejó Alex, preguntándose si estaría cometiendo un error. —Querida, queremos causar buena impresión —dijo Marie, recuperando la calma—. A una le gusta estar preparada para estas cosas. ¿A tu amiga le gusta algo en especial? —Yo —no pudo evitar decir Alex, y su madre suspiró exasperada, lo cual hizo reír a la mujer más joven. —¡No me refería a ti! —Marie fingió estar molesta, pero por dentro estaba emocionada y un poco nerviosa. —No. —La mujer alta se calmó y se puso seria al oír movimientos procedentes del dormitorio—. Hasta dentro de una hora. Colgó el teléfono y miró por el pasillo. Sydney estaba apoyada en la pared, con el pelo rubio revuelto y las facciones aún soñolientas. Le dio un vuelco el corazón por el aspecto tan sexi que tenía. —Buenos días —saludó con tono suave, con una expresión tierna en los ojos azules al mirar a la mujer a la que amaba. Se sentía restallante de felicidad. —Buenos días. —La rubia le sonrió de medio lado. —Ya veo que has encontrado la ropa que te he dejado.
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—Sí. —La sonrisa se hizo más amplia al mirar la camiseta gigantesca y los pantalones casi caídos que cubrían su pequeña figura—. Me queda un poco grande. —A mí me parece que te queda perfecto —dijo Alex, en desacuerdo, y se levantó, abriendo los brazos. La mujer más menuda se hundió de inmediato en el abrazo, estrechando a la otra con ferocidad. —Lo de anoche fue increíble —suspiró Sydney, con la voz apagada por tener la cara hundida entre los pechos de su compañera. —Sí —asintió la mujer alta, estrujando a su compañera antes de soltarla delicadamente—. Tenemos que hablar. Oh oh. La mujer más joven sufrió un leve ataque de pánico cuando su compañera la cogió de la mano y la llevó al sofá. Se sentaron cara a cara y Sydney aguantó la respiración, temerosa de saber qué iba a pasar. —¿Lamentas que ocurriera? —soltó, expresando sus temores antes de que la otra pudiera hablar, y al instante Alex cogió la cara de la mujer entre sus manos. —No, te adoro, Sydney. —Sonrió tiernamente, dejando ver todo el amor que sentía. Desvió la mirada y dejó caer las manos al regazo—. Es que tenemos que ser discretas. Se calló, como si esperara un comentario de su compañera, pero sólo hubo silencio y levantó la mirada, pero no vio nada en el dulce rostro que la miraba. Respiró hondo y continuó. —No me avergüenzo de lo que somos ni de lo que tenemos, pero creo que tenemos que ser prácticas y tener precaución cuando estemos juntas en el trabajo. 191
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—No te preocupes, Alex, no voy a hacer nada que ponga en peligro tu trabajo —prometió Sydney solemnemente, agarrando la mano de la otra y apretándola delicadamente—. No voy a hacer nada que te pueda hacer daño. —Ya lo sé. —Alex sonrió, con el corazón dolorido—. Es que necesito que me lo recuerdes a veces, cuando esté a punto de sobrepasar los límites. —Lo haré. —Bien. —Alex sonrió y se echó hacia delante para darle un beso rápido y luego se levantó de un salto, arrastrando consigo a la otra mujer—. Ahora hay que vestirse. Vamos a almorzar a casa de mis padres, es decir, si no te importa conocer al resto de mi familia. Sydney se sobresaltó ante esta inesperada revelación. Por un momento no supo qué decir, mientras se le pasaban varias ideas distintas por la cabeza. De repente, fue como si todo estuviera ocurriendo demasiado deprisa y una fuerza invisible la obligó a ofrecer resistencia al tirón de la otra mujer. Alex se detuvo para mirar a su compañera y vio el destello de pánico que le cruzaba la cara antes de que sobre los ojos verdes cayera un telón. Dejó de tirar y soltó a la mujer más baja, tragando rápidamente y preguntándose qué había hecho mal. —¿He dicho algo malo? —se preguntó en voz alta, conteniendo el pánico que amenazaba con apoderarse de sus emociones. —No. —La rubia meneó la cabeza, cruzó los brazos sobre el pecho con aire defensivo y se quedó mirándose los pies descalzos durante largos segundos.
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Traducción: Atalía
—¿Qué ocurre, Sydney? —Alex no pudo disimular la preocupación de su tono. —Es demasiado pronto —logró susurrar por fin, y levantó la mirada con expresión suplicante en los ojos—. No creo que esté preparada aún para conocer a tus padres. Alex se quedó muy quieta, y su felicidad se tambaleó por un momento mientras sus emociones se descontrolaban. Lo reprimió todo, asintiendo en silencio con la cabeza, y abrió los brazos para que la mujer más joven entrara en el círculo que formaban. Besó la cabeza rubia intentando comprender, pero sin conseguirlo. —Cuando tú estés lista —susurró, estrechándola largamente antes de soltarse despacio. Sonrió a su compañera—. Será mejor que me vista. Sydney asintió y se quedó mirando a la mujer más alta cuando ésta se volvió y avanzó apresuradamente por el pasillo hasta meterse en el cuarto de baño. Sabía que había herido a su amante y se sentía fatal por ello, pero no logró animarse para unirse a su compañera, a pesar de lo mucho que lo deseaba. Quería a Alex, pero no estaba preparada para conocer a la familia al completo. La idea misma la ponía nerviosa. Si era sincera consigo misma, la idea le producía terror. Sabía que las familias tenían ciertas expectativas, y dado que Alex era la única hija de los Marshall, lo más probable era que sus expectativas fuesen más altas de lo normal. Para ser totalmente franca, tenía miedo de que la consideraran indigna en algún sentido. Fue a la butaca donde su compañera había tirado su ropa, recogió rápidamente sus prendas del montón y empezó a vestirse. Normalmente no era una persona insegura, pero nunca había habido nada tan 193
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Traducción: Atalía
importante como esto. Lo último que quería era que la familia de la capitana pensara que era indigna de su hija, pues temía que su opinión influyera sobre lo que pensaba la morena de ella. Era una idea insoportable. Alex se quedó largo rato bajo la ducha, con la esperanza de que se llevara algo del dolor que sentía. Se había despertado tan llena de esperanza esa mañana, dispuesta a tirar por la ventana toda precaución. Había estado tan ocupada pensando en cómo se sentía que ni se había planteado que Sydney pudiera no sentir lo mismo. De repente se le llenaron los ojos de lágrimas que le cayeron torrencialmente por las mejillas. Se sentía como una idiota. Cuando por fin salió del cuarto de baño, Sydney ya estaba vestida y preparada para marcharse. La rubia inspectora se levantó de un salto y se volvió para mirar a la mujer más alta. Había tenido tentaciones de marcharse antes de que su anfitriona saliera del baño, pero sabía que habría sido una estupidez. Jugueteó nerviosa con sus llaves, consciente de los ojos azules que la estaban mirando. —¿Me llamarás más tarde? —preguntó Alex solemnemente. —Sí —asintió la rubia. Llamaría porque no quería perder a esta mujer. Tal vez entonces pudiera darle una explicación—. Será mejor que me vaya, para que puedas arreglarte. Alex se quedó mirando en silencio mientras la mujer pasaba del sofá al recibidor junto a la puerta. Se mantuvo callada mientras la mujer se ponía la cazadora y los zapatos, esperando a que tuviera la mano en la puerta para hablar. —Lo de anoche no fue un rollo de una sola noche —dijo con tono apagado, tragándose el nudo de emoción que tenía en la garganta. 194
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Traducción: Atalía
Sydney frunció los labios, consciente de las lágrimas que le inundaban los ojos. —Lo sé —dijo y luego salió rápidamente del piso, temerosa de lo que podría hacer si se quedaba.
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Marie se sorprendió al ver que su hija se presentaba sola. Había estado muy atareada preparándose para conocer a esta amiga y sintió una confusa mezcla de alivio y decepción cuando Alexandria entró sola en la casa. Quería preguntar qué había pasado, pero decidió esperar. La cara entristecida de su hija le dio motivos para callarse. Era muy distinta del alegre humor que se había notado en la voz de la chica al hablar esa mañana. —Si queréis pasar al salón, voy a ocuparme del café —dijo Marie cuando todo el mundo terminó de comer—. Alexandria, ¿quieres ayudarme en la cocina? Había dado vueltas a varias formas de conseguir estar a solas con su hija pequeña en un sitio donde pudieran hablar sin interrupciones. Estaba preocupada, pues durante toda la comida la chica había estado tan taciturna como de costumbre. Alex asintió y siguió obedientemente a su madre hasta la cocina. —Así está bien, Leza, Alexandria y yo nos ocuparemos del postre —le dijo Marie a la cocinera, quien asintió y fue al comedor para empezar a recoger los platos—. Bueno, ¿quieres contarme qué ha pasado?
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Traducción: Atalía
—No ha pasado nada —contestó Alex con tono despreocupado mientras miraba a su madre, que estaba sacando tazas de un armario y colocándolas en una bandeja. La mujer mayor enarcó una ceja oscura. —Mientes fatal, Alexandria —dijo su madre con seco humor—. Creía que ibas a traer a tu amiga. —No ha querido venir —fue la simple respuesta, pero a Marie no se le escapó el ligero temblor de la voz de su hija. —¿Ha dicho por qué? —No. Marie se quedó en silencio, analizando mentalmente varias posibilidades. Levantó la mirada disimuladamente y vio la expresión abatida que marcaba los bellos rasgos de su hija. Se le llenó el corazón de dolor. Parecía que hacía una vida que no veía a su niña feliz. —¿Le has dicho algo que le haya podido hacer daño? —preguntó con cautela. —No creo. —Alex suspiró con impaciencia—. He estado repasando nuestra conversación en la cabeza y no consigo averiguar qué he hecho mal. —Bueno, si estabas hablando de tu familia, a lo mejor ha sentido nostalgia por la suya —sugirió Marie. —No. —La mujer más joven meneó la cabeza—. En realidad no tiene familia. Lo que acababa de decir su hija inspiró de repente a Marie. Pensó en la joven que había visto en la comisaría y en la melancolía con que las había
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Traducción: Atalía
mirado ese día. Terminó de colocar las tazas en la bandeja e hizo una pausa para clavar una intensa mirada en su hija. —Tal vez ése sea el problema. —¿Qué quieres decir? —Alex se quedó algo confusa. —¿Qué te dijo cuando le pediste que viniera hoy? —Dijo que no estaba preparada para conoceros —dijo despacio la mujer más joven, recordando el momento. Sus ojos azules se clavaron de repente en el rostro elegante y envejecido de la mujer mayor—. ¿Crees que la he asustado? —No lo sé. —Marie se encogió de hombros sin darle importancia—. ¿Qué le has dicho de nosotros? —No mucho —dijo Alex pensativa, tratando de recordar lo poco que había dicho sobre sus padres—. Sí que mencioné que no estabais muy contentos con que sea lesbiana. —Aaah. —La mujer mayor chasqueó la lengua con intención. —¿Qué pasa? Es la verdad —se defendió la mujer más joven. —Sí, ¿pero tenías que decirle eso? —Marie estaba claramente molesta—. Probablemente has aterrorizado a la chica. Ya es bastante difícil conocer a los padres de tu... novia, sin tener que llenarle encima la cabeza con estas imágenes negativas. Por Dios, seguro que la pobre se sentía intimidada ante la perspectiva de conocer a toda tu familia. —Ya conoce a Andrew y a Christie —protestó Alex, aunque empezaba a creer que lo que decía su madre tenía algo de cierto.
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Traducción: Atalía
—Sí, fuisteis juntos a un partido de baloncesto. —La mujer mayor agitó una mano en el aire—. ¿Pero cuánto socializasteis de verdad entre que animabais y gritabais y todas esas cosas que hacéis en esos partidos? —No mucho —asintió la chica despacio. No se le había ocurrido pensar que Sydney pudiera sentirse intimidada por la idea de conocer a su familia. —A veces a las personas que no tienen familia propia les cuesta adaptarse —explicó Marie con cuidado—. Cuando alguien ha sido independiente toda su vida, sin formar parte de una unidad familiar tradicional, le da miedo verse envuelto en una situación que no conoce bien. Alex quiso negarlo. Sydney era una mujer animada y valiente, pero lo que decía su madre tenía sentido. Tal vez estaba presionando a la otra mujer, empujándola hacia un punto, en lugar de llevarla poco a poco. Se maldijo por dentro por no ser más sensible. —Gracias. —¿Por qué, querida? —preguntó Marie. —Por ser tan amable con todo esto —contestó Alex con tono apagado—. Sé que esto tiene que ser difícil para ti. —Nunca he negado lo que siento —dijo la mujer mayor con franqueza, mirándola de frente—. Pero sé lo que es estar enamorada y no quiero que te lo pierdas. Si resulta que te has enamorado de una mujer... pues no puedo negarte esa felicidad. Ahora vamos, que los demás se estarán preguntando por qué tardamos tanto. Alex asintió, cogió la bandeja de platos de postre y salió de la cocina detrás de su madre, dando vueltas ya en la cabeza a lo que había dicho la mujer 198
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Traducción: Atalía
mayor. Tenía sentido, y ahora se regañó a sí misma por no haberlo pensado por su cuenta. Había convertido el momento más feliz de su vida en algo doloroso. Sabía que tenía que pedir perdón a Sydney. Ni siquiera esperó a terminar el postre para despedirse.
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Sydney se movía alicaída por su pequeño apartamento. No había nada en la televisión que le llamara la atención y no tenía el menor deseo de ir al trabajo, de modo que se puso a deambular por el apartamento haciendo las pequeñas tareas que llevaba retrasando un tiempo. Cuando acababa de fregar el cuarto de baño, llamaron a la puerta. —¿Puedo pasar? —preguntó Alex nerviosa. Nunca había estado en el apartamento de la otra mujer. Sydney siempre había parecido reacia a invitarla y no sabía si ahora era bienvenida. —Sí, claro. —La rubia se echó a un lado, secándose nerviosa las manos en los vaqueros, agradecida de haber pasado el tiempo limpiando su casa. Echó un vistazo al pequeño apartamento, algo cohibida por su pobre entorno. No se parecía en nada al espacioso piso donde vivía la otra mujer. Alex echó un vistazo rápido por la estancia. Era pequeña comparada con su casa, y los muebles estaban gastados, pero tenían un aire cálido y cómodo. Advirtió las estanterías que cubrían una pared y una rápida ojeada a los títulos le dio una pista hasta ese momento desconocida sobre los intereses de su amiga. Se volvió y sonrió levemente. —¿Le vas a ofrecer una cerveza a tu amiga? —Claro —asintió Sydney—. Siéntate, ahora mismo vuelvo.
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Alex se quedó mirando a la otra mujer mientras entraba en una estancia vecina y luego fue al sofá y se sentó. Se hundió en el asiento y sintió una familiaridad poco habitual. Se dio cuenta de que esta casa era más acogedora que la suya. —Espero que no te importe esta marca —dijo Sydney al aparecer de nuevo con una botella que le pasó a su compañera, antes de sentarse en el brazo del sofá—. No pensé que fueses a volver a casa tan pronto. —Normalmente, mi madre no nos deja marchar hasta que se hace de noche —confesó Alex—, pero lo cierto es que no debería haber ido, para empezar. Sydney se quedó callada, sin saber a dónde quería ir a parar esta mujer. Los ojos azules y verdes intercambiaron una larga e intensa mirada en la que Alex no hizo nada por disimular sus sentimientos. —Lo que compartimos anoche fue increíble y como una idiota, he dejado que pases todo el día sola cuando me tendría que haber quedado contigo. —Hizo una pausa para respirar hondo, incapaz de mirar a la otra mujer por un momento—. Esta mañana estaba absolutamente feliz. Nunca pensé que fuese posible ser tan feliz, y voy y lo echo a perder. Primero intento presionarte para que hagas algo para lo que no estás preparada y luego te dejo sola. ¿Me perdonas? —No hay nada que perdonar —fue la tranquila respuesta—. Me conmovió muchísimo tu deseo de que conociera a tu familia, pero... —Es demasiado pronto, lo sé —asintió Alex—. Nunca hasta ahora me había sentido así con nadie y supongo que sólo quería compartirlo con todo el mundo. Ni me planteé lo que podrías sentir tú. Hace mucho tiempo que no tengo que tener en cuenta a nadie salvo a mí misma.
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Traducción: Atalía
—Creo que las dos pisamos terreno desconocido —dijo Sydney, en apenas un susurro—. La verdad es que yo nunca he llegado a un punto en mis relaciones en el que mi compañera haya deseado presentarme a su familia. —Sí —asintió Alex, pasándose una mano temblorosa por el pelo oscuro—. Yo nunca he estado con nadie a quien haya deseado presentarle a mi familia y... supongo que en parte es culpa mía por meterte miedo. —¿Cómo? —Al hacer que mis padres parezcan unos ogros —contestó la mujer alta bastante abochornada—. La verdad es que son buenas personas y les parece bien que tú y yo estemos juntas. Sí, preferirían que las cosas fuesen de otro modo, pero no van a hacer ni decir nada para que rompamos. Quieren que sea feliz, y yo quiero ser feliz y haré lo que sea para conseguir que nuestra relación funcione. —Yo también quiero que funcione —confesó la rubia—. Supongo que por eso quiero ir despacio. —Pues así lo haremos —asintió Alex, poniéndose de pie—. Debería irme y dejar que sigas con tus cosas. —No tienes por qué irte —se apresuró a decir Sydney, que no quería que la mujer se marchara—. Sólo estaba limpiando y parece que más tarde van a poner una buena película, una de esas producciones de Hallmark Hall of Fame. No me acuerdo de cuál es, pero suelen ser muy buenas. —¿Hay palomitas? —Sí —asintió la rubia, y Alex sonrió, quitándose la cazadora de cuero. —¿Dónde quieres que ponga esto?
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Traducción: Atalía
—En cualquier parte. —Sydney se encogió de hombros—. Aquí no me ando con formalidades. —Tiene que ser un horror para ti cuando vienes a mi casa —bromeó la mujer alta de buen humor. —No voy a tu casa para hacer una visita a los muebles —replicó la mujer más menuda con una dulce sonrisa—. Ponte cómoda, yo voy a cambiarme de ropa. Alex asintió y esperó a que la otra mujer se fuera para pasearse por la habitación. Su primer destino fueron las estanterías, y repasó los títulos, sonriendo por dentro al reconocer a varios autores. De ahí pasó a la televisión, encima de la cual estaba colocada una gran colección de animalitos. Cogió uno y lo examinó con atención, advirtiendo los delicados detalles de la pieza, una talla muy complicada. Era un pequeño adorno con cuerpo de madera y ojos de cristal. —Todas las Navidades, cuando mi madre aún vivía, me hacía un regalito, una estatuita o figurita de un animal —dijo Sydney, y Alex volvió la cabeza y vio a la mujer más joven apoyada en el marco de la puerta, cruzada de brazos—. Mi padre no era aficionado a celebrar las fiestas, pero todos los años mi hermana se ocupaba de que hubiera un regalo para mí, un adorno de un animal. Siguió regalándomelos incluso cuando ya éramos mayores. Dejó de hacerlo hace dos años, cuando le dije que era policía. —Lo siento. —Alex se dio cuenta de que su amiga lamentaba mucho haber roto la relación con su hermana mayor—. ¿Has intentado verla desde entonces?
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—Me quitó de su lista de visitantes, pero siempre voy en Navidad para dejarle un regalo —dijo Sydney con tono abatido—. Aunque sé que ya no quiere tener nada que ver conmigo, no puedo evitar seguir queriéndola. Alex no sabía qué decir. Ella siempre había contado con una familia cariñosa que la apoyaba. Había habido momentos de tirantez y tensión con sus padres, pero siempre habían logrado solucionar las cosas. Dejó en su sitio la figurita y señaló las estanterías con la cabeza, notando que era el momento de relajar la tensión. —Nunca te habría tomado por una aficionada a la historia —comentó, y Sydney sonrió, olvidando parte de la tristeza que le había causado la conversación. —Fue mi licenciatura universitaria —confesó la mujer más baja—. Me gusta sobre todo leer cosas sobre las culturas antiguas, sobre todo los griegos y los egipcios. Algún día tengo la esperanza de ir allí y recorrer sus museos arqueológicos, para ver los objetos antiguos. —Tienes varios libros de arte —comentó Alex, y la rubia se ruborizó. —Otra de mis pasiones. Me encanta la pintura holandesa del siglo XVII, los pintores eran tan meticulosos con los detalles. —Pues ya tenemos otra cosa en común —sonrió la mujer alta—. Cuando estaba en la universidad, hice varios cursos de historia del arte para completar mis optativas de Bellas Artes. —Parece que van a traer a la ciudad una exposición de antigüedades egipcias a principios del año que viene, a lo mejor podemos ir a verla — propuso Sydney, con la esperanza de que para entonces siguieran juntas. —Me gustaría —asintió la mujer alta, alargando la mano—. Ven aquí. 203
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Traducción: Atalía
Sydney fue de buen grado y se pasaron el resto de la tarde acurrucadas juntas delante de la televisión. Más tarde hizo la cena para las dos, un sencillo plato de arroz con verduras rehogadas, y después de fregar, se instalaron de nuevo en el sofá para ver la película. —Qué agradable es esto. —La mujer más joven suspiró, pegándose a la mujer más alta, que le pasó un brazo posesivo por los hombros. —Sí —murmuró Alex, hundiendo un momento la cara en el pelo de la otra mujer y aspirando el aroma de su champú. Se dio cuenta de que podía acabar acostumbrándose a los días de no hacer nada como éste. La película no era de Hallmark Hall of Fame, pero era sorprendentemente buena, y las dos estuvieron intrigadas por el desenlace hasta el final. La película terminó demasiado pronto y, con cierta pena, Alex se levantó para marcharse. —Puedes quedarte si quieres —propuso Sydney esperanzada. —Ojalá pudiera, pero mañana temprano tengo un desayuno de trabajo con el jefe de policía y me temo que si me quedo no consiga llegar —dijo Alex con una sonrisa tierna mientras se ponía la cazadora—. ¿Quieres pasarte por casa mañana? —Estoy en el turno de noche —le recordó Sydney abatida, consciente de que seguramente pasarían varios días antes de que pudieran pasar algo de tiempo juntas. —Llámame —dijo la capitana, inclinándose para besar a la rubia—. Nos vemos mañana, buenas noches. Sydney acompañó a la otra mujer hasta la puerta y recibió a cambio otro beso antes de que la mujer más alta saliera. Fue a la ventana y se quedó 204
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contemplando la noche, observando cuando la alta figura morena cruzó la calle rápidamente hasta el Lexus gris aparcado junto a la acera. Esperó a que el coche se alejara y luego apagó las luces y se retiró al dormitorio. Echó una mirada por la habitación vacía. Sin la reconfortante presencia de la mujer, la casa parecía solitaria y estéril. Ella había querido que Alex se quedara a pasar la noche, pero se había ido y ahora lo único que la rubia podía sujetar entre sus brazos era una almohada muy grande. Se hizo un ovillo bajo las sábanas y cerró los ojos, con la esperanza de que sus sueños no fuesen demasiado vívidos.
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Fue más difícil estar juntas de lo que ambas mujeres se habían esperado. Las diferencias en sus horarios y el carácter mismo de su trabajo hacían que les resultara casi imposible encontrar un momento para estar a solas. Al cabo de unas semanas, las dos empezaban a notar la tensión. Tiene que haber algo que pueda hacer, pensó Alex un día mientras estaba sentada ante su mesa dando vueltas a un bolígrafo entre los dedos. En las dos últimas semanas sólo se habían podido ver en dos ocasiones fuera de la comisaría, y empezaba a notar la frustración. La situación tenía que cambiar si querían seguir juntas. Suspiró, sintiendo una vez más una oleada de insatisfacción. Era la misma insatisfacción que la había llevado a dejar Chicago para venir a Seattle. Había aceptado este cargo porque estaba buscando algo distinto, pero ahora que la novedad inicial se había acabado, empezaba a parecerse a la misma rutina de siempre, igual que en la ciudad del viento. La única diferencia era Sydney. Hizo girar la silla y se quedó mirando lúgubremente por la ventana.
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Traducción: Atalía
Estaban a finales de noviembre y el cielo estaba gris y cargado de nubes. Caía una ligera niebla, como durante toda la semana. Eso hacía que se sintiera deprimida, depresión que sólo una persona podía quitarle. Tras reflexionar un rato, cogió el teléfono y marcó un número.
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Sydney llegó al trabajo esa tarde dos horas antes, tras recibir un críptico mensaje en el contestador que le decía que llegara a esa hora. Se le ordenaba que se presentara inmediatamente ante la capitana. El tono de voz le había producido un escalofrío, y se preguntó qué había hecho mal. Se preparó para lo peor, con la cabeza llena de lejanos recuerdos de otra convocatoria parecida. Miró nerviosa por la sala de inspectores mientras avanzaba hacia el despacho de la capitana, llamó ligeramente a la puerta y esperó a que la invitaran a entrar antes de cruzar el umbral. Intentó disimular su miedo tras una sonrisa insegura. —¿Querías algo? —Sí —asintió Alex, que se levantó, cogió el balón de baloncesto de un estante y se lo lanzó a la mujer más menuda—. Ponte la ropa de deporte y reúnete fuera conmigo dentro de quince minutos. —Está lloviendo —farfulló atónita la mujer más menuda. —Qué va, sólo es niebla —dijo la mujer más alta, desechando la protesta, y Sydney sonrió como una niña. No habían jugado enfrentadas desde aquel último partido en St. Mary's, y las dos echaban de menos esas horas que habían pasado zarandeándose
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Traducción: Atalía
por la cancha. Sydney fue la primera en salir a la cancha y así pudo quedarse mirando mientras su alta y bella amante se acercaba a ella. Jugaron durante la hora siguiente, disfrutando del aspecto físico de un deporte que les permitía agarrarse y tocarse sin levantar sospecha. Les daba la oportunidad de eliminar parte de la frustración que les causaba su separación. Las dos estaban empapadas en sudor cuando por fin lo dejaron. —Lo echaba de menos —dijo Sydney jadeando. —Y yo. —Alex sonrió y alargó la mano para revolverle el pelo rubio a su compañera. Habría querido darle un abrazo a la mujer, pero sabía que eso era impensable, consciente de que estaban en un lugar muy público—. ¿Puedes venir a casa mañana por la noche? —No salgo hasta las once —le recordó entristecida la mujer más baja mientras se encaminaban de vuelta al edificio principal. Caminaban tan cerca la una de la otra que sus cuerpos se rozaban. —Puedo esperar levantada —dijo Alex, consciente de que este partido no había hecho sino aumentar su deseo por la mujer más menuda. Le corría la sangre por el cuerpo, calentando todos los puntos que no debía—. Quiero verte. —Vale, llegaré hacia las once y media, a menos que tenga un aviso. —Pues no contestes el teléfono —ordenó la mujer más alta en broma y Sydney sonrió. Se separaron cuando llegaron al vestuario, manteniendo una distancia discreta entre las dos. —¡Qué cuerpazo! —¿Qué? —Sydney se sobresaltó al oír el leve susurro. 207
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Traducción: Atalía
Se volvió hacia quien hablaba y vio que la voz pertenecía a Carmen Martens, una patrullera que no hacía nada para ocultar el hecho de que era lesbiana. Siguió disimuladamente la mirada de la mujer y vio que estaba mirando a Alex. Sintió una oleada de rabia, pero se controló. —¿Cómo aguantas estar cerca de ella? —dijo Carmen con entusiasmo, y Sydney apartó con cuidado la mirada de su amante, pues sabía que si seguía mirando podría revelar parte de sus propias ideas lujuriosas—. ¿Es que no te entran ganas de meterle mano? —No es mi tipo. —La pequeña rubia podría haber intentado mentir sobre su
preferencia
sexual,
pero
decidió
no
hacerlo,
pues
sabía
que
probablemente esta agente conocía la verdad—. Además, es mi jefa. —Pero pasáis mucho tiempo juntas —indagó la otra mujer. —A las dos nos gusta el baloncesto —fue la sincera respuesta. —¿La has invitado a salir? —¿Por qué iba a hacerlo? —Sydney se estaba empezando a enfadar por la insistencia de la mujer y por la forma en que seguía mirando lascivamente a Alex. —Bueno... pues si a ti no te interesa, a lo mejor lo intento yo —dijo la mujer con una sonrisa de deleite, sin dejar de comerse a la capitana con los ojos, por lo que la inspectora rubia tuvo que hacer un esfuerzo para no pegar a la patrullera. —No creo que le interese. Hace unos años estuvo a punto de casarse con un hombre. —Corre el rumor de que ha cambiado de acera desde entonces.
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Traducción: Atalía
—Pues adelante. —Sydney se encogió de hombros, tratando de parecer indiferente—. Pero no te sorprendas si te rechaza. Creo que está saliendo con alguien. —Eso nunca ha sido un impedimento para mí —dijo Carmen riendo. Al parecer no lo había sido, pues al día siguiente Sydney oyó a varios patrulleros en la sala de inspectores que se estaban riendo. Fingiendo interés en otra cosa, escuchó a propósito la conversación, deseosa como siempre de enterarse de los cotilleos que corrían por la comisaría. —Me he enterado de que ayer Martens se intentó ligar a la nueva capitana —les dijo riendo un joven patrullero a sus colegas mientras se preparaban para salir de patrulla. —¿Y qué pasó? —Que la capitana le dejó muy clarito que no estaba interesada. —¿Y qué hizo Martens? —preguntó un colega con curiosidad, ardiendo en deseos de conseguir más detalles. —Insistir, diciéndole a la capitana con todo lujo de detalles lo que se estaba perdiendo. —El hombre se echó a reír—. Ante lo cual la capitana le recitó la normativa oficial sobre el acoso sexual y le recordó que eso incluye a las mujeres, no sólo a los hombres. Ahora tengo entendido que la han trasladado a la división de Northside. —Me alegro —dijo otro agente, resoplando—. Era una plasta de bollera. Tras esto, el grupo se marchó y Sydney volvió a su mesa con una sonrisa de oreja a oreja. No le hacía gracia que nadie mirara lascivamente a su compañera, y era sabido que Carmen Martens era muy insistente. Más de una mujer de la comisaría se había quejado de su actitud agresiva. 209
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Traducción: Atalía
Sydney se moría de ganas de que llegara la noche, y procuró no contestar ninguna llamada telefónica hacia el final de su turno. Quería estar con Alex y no quería que nadie interrumpiera sus planes. Como le había prometido, su amante la estaba esperando. —¿Tienes hambre? —Sonrió, ayudando a su compañera a quitarse la cazadora antes de abrazarla estrechamente y llenarle la cara de besos. —¿La comida puede esperar? —preguntó Sydney con timidez—. Antes me gustaría ver si logro tener apetito. —No hay problema. —Alex se echó a reír con los ojos relucientes de pasión, cogió de la mano a la mujer más menuda y tiró de ella hacia el dormitorio. Varias horas más tarde entraron por fin en la cocina, donde se sentaron a la mesa en pijama y se comieron los sándwiches que había preparado Alex. Estaban muy a gusto y charlaron sobre lo que habían hecho ese día y lo que habían hecho desde la última vez que estuvieron juntas. —Me he enterado de que Carmen Martens quería salir contigo —dijo Sydney con una sonrisa maliciosa. La otra mujer arrugó la nariz disgustada. —Le dije que no, pero insistió. —Así que la has trasladado a Northside. —La rubia se echó a reír. —Detesto a las tías agresivas —murmuró Alex y luego estrechó los ojos—. ¿Te molesta? —No, la verdad es que me alegro —dijo Sydney y dio un bocado a su sándwich vegetal—. El otro día, cuando estábamos en la ducha, te estuvo comiendo con los ojos. Le habría dado un puñetazo. 210
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—Me alegro de que no lo hicieras. —Alex sonrió, contenta ante la muestra de celos de la mujer más joven. Disfrutó un momento de la sensación y luego se puso seria—. No tolero ese tipo de comportamiento en nadie, hombre o mujer. —La joven asintió—. ¿Cómo te has enterado? —Lo estaban comentando los chicos en la sala de inspectores. No le caía bien a mucha gente, demasiado agresiva. Siguieron charlando hasta que terminaron de comer y luego se volvieron a la cama. Sydney se pegó a su alta compañera, que la abrazó estrechamente, y así se quedaron dormidas.
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—¿Has dedicido ya lo que vas a hacer en Navidad? —le preguntó Marie a su hija varios días después, cuando quedaron para comer. —Estaré en casa. —Alex sabía que eso era lo que quería oír su madre. —¿Y tu amiga, estará con nosotros? —No. —La mujer más joven meneó la cabeza—. Se ha ofrecido voluntaria para trabajar. —Eso no es muy oportuno —dijo pensativa la mujer mayor. —Se apuntó antes de que empezáramos a salir. —Alex se encogió de hombros. —Bueno, pues tendremos que guardarle algo de comida y así se la puedes llevar por la tarde. —Te lo agradezco, mamá. —La mujer más alta estaba agradecida de verdad. 211
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—Es un placer —sonrió Marie, contenta de ver que su hija era feliz.
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A pesar de su aparente indiferencia, Alex estaba preocupada por su joven amante. La Navidad era una época difícil, sobre todo para las personas que no tenían familia con la que compartir las fiestas. Echó un vistazo fuera de su despacho hacia la mesa que solía ocupar Sydney. Ahora mismo estaba vacía, porque la inspectora estaba en el turno de medianoche. Llevaba un tiempo dándole vueltas a lo que podía regalarle a la otra mujer por Navidad. Estaban los pequeños regalos de costumbre que sería fácil elegir, pero buscaba algo especial. Algo que hiciera que su primera Navidad juntas fuese especial. Sólo se le ocurría una cosa que pudiera hacer feliz a Sydney. Siguiendo su idea, descolgó el teléfono y marcó el número que la puso en contacto con los funcionarios de prisiones que estaban a cargo de las cárceles estatales. Luego se preguntó si habría tomado la decisión correcta.
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Anne Davis no tenía visitas. En los dos últimos años sólo había tenido una, la de un antiguo novio que quería ponerse en contacto con algunos de sus colegas de antes. Le había dicho que se fuera, pues no tenía interés en ayudarlo. A fin de cuentas, eran esos mismos amigos los que la habían mandado a la cárcel. Siguió en silencio a la guardia por el pasillo hasta la sala de visitas. Por mucho que le costara reconocer la verdad, tendría que haberle hecho caso a Sydney cuando todavía estaba a tiempo. La niña había resultado ser más inteligente que todos ellos juntos.
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Traducción: Atalía
Hacía dos años que la niña no venía a verla. Dos años desde que le dijo furiosa a su hermana pequeña que se marchara y no volviera nunca más. Lamentó las duras palabras en cuanto salieron de su boca, pero algo le impidió retirarlas. Sydney se lo había tomado en serio y nunca más había vuelto. La guardia le había dicho que una policía quería hablar con ella, y por dentro tenía la esperanza de que se tratara de Sydney, pero sabía que la niña ya no intentaba ponerse en contacto. Seguía recibiendo los paquetes por Navidad, pequeños regalos que ella adoraba. Apartó de su mente todas sus reflexiones sobre su hermana cuando entró en la estancia enrejada. Sus ojos verdes se posaron automáticamente en la silla donde estaba sentada una mujer morena. Se quedó un poco desconcertada, al reconocer a la mujer por los boletines de noticias que veía en televisión. Por un momento, Anne se preguntó si alguien de fuera había dado su nombre para librarse de algo. Eso sería muy propio de sus antiguos amigos. Entonces se le ocurrió otra cosa, y por un instante se llenó de pánico, preguntándose si Sydney estaría bien. No había oído nada en las noticias, pero sabía que no siempre informaban de todo. Se sentó en la silla frente a la otra mujer y cogió el teléfono. —¿Está bien? —No tenía intención de empezar diciendo eso, pero su miedo se reflejó en sus actos verbales. —Sydney está bien —confirmó Alex. Se había estado preguntando cómo empezar la conversación y casi se alegró de que la mujer lo hubiera hecho por ella. Había sido muy fácil que la alcaidesa le permitiera esta visita, y en los días previos había estado dando vueltas a su decisión de intentar reunir a las 213
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hermanas. No le había dicho nada a Sydney y le preocupaba cómo iba a ser recibida por la reclusa, pero ahora esos temores se calmaron un poco. Se alegraba de ver que esta mujer, endurecida y avejentada por el sistema al que pertenecía, todavía sentía lo suficiente para preguntar por su hermana. Eso le daba la esperanza de no haber malgastado el viaje. —¿Entonces qué quiere? —Las facciones de la reclusa se endurecieron. Por un instante la mujer le había recordado a Alex a su amante, pero aparte del pelo rubio y los ojos verdes, en realidad no se parecían mucho— . ¿Es que alguien me ha echado la culpa de algo? Porque si es así, yo no lo he hecho, llevo ocho años en este agujero. —Ya lo sé. —La capitana había leído los informes sobre la mujer y conocía su historia—. He venido para hablarle de Sydney. —Creía que había dicho que estaba bien. —La mujer estrechó los ojos, mostrando la desconfianza que sentía por el sistema. —Está bien. —Alex respiró hondo—. Sólo quería presentarme, puesto que no tiene más familia. —Sé quién es usted —dijo la mujer con cara hosca—. Es esa puta capitana de Homicidios. —Sí —asintió la morena. —Ella es su puta, ¿verdad? —gruñó Anne con cara de desprecio antes de que Alex pudiera decir nada más—. Se la está follando y quiere que yo le dé permiso. —Sydney no es la puta de nadie —contestó Alex enfadada, sintiendo que empezaba a encolerizarse. Detestaba esa palabra y la forma en que la usaba esta mujer. 214
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—Pero se la está follando, ¿verdad? —La risa de la mujer sonaba hueca y carente de alegría. Las arrugas de su cara se hicieron más profundas, cargadas de rabia. Odiaba pensar que a su hermana la estaban utilizando como la utilizaban a ella en la cárcel. Ésa no era forma de vivir para nadie, y odiaba a esta mujer por obligar a Sydney a hacer eso. —Estoy enamorada de su hermana —dijo Alex con tono tranquilo, confesando ante esta mujer algo que ni siquiera le había dicho a su joven amante. —Enamorada. —Anne resopló con desprecio, mostrando su escepticismo ante la idea. Se echó hacia atrás en la silla—. ¿Por qué ha venido, para que le dé permiso para cortejarla? —Sydney es una mujer capaz de decidir por su cuenta lo que quiere —dijo la capitana, endureciendo a su vez el tono al tiempo que reevaluaba sus primeras impresiones. Tal vez haber venido aquí no había sido una de sus mejores ideas—. Sólo quería conocer a la persona más importante de su vida. Eso pilló desprevenida a la endurecida criminal, y por un momento Anne no supo qué decir. Se quedó mirando a la morena desconocida que estaba al otro lado del cristal. Conocía la preferencia de su hermana por las mujeres. Lo había ignorado durante mucho tiempo, y Sydney había intentado negar la verdad acostándose con tal vez una docena de hombres para demostrar que era normal. Pero Anne nunca se había dejado engañar. —¿Qué quiere? —gruñó por fin. —No quiero nada —dijo Alex, meneando la cabeza, pero luego cambió de opinión—. No, no es cierto. He venido con la esperanza de poder convencerla para que vea a Sydney. 215
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—¿Por qué? —Porque la quiero y me doy cuenta de que su separación le hace daño. —Odio que sea lesbiana y odio que sea una poli de mierda —soltó Anne agresivamente. —¿De verdad? —preguntó Alex, al tiempo que sus ojos azules perforaban el cristal para clavarse en la otra mujer—. ¿O es que la odia porque representa todo lo que usted no es? Se hizo un silencio tenso entre las dos mujeres y Alex esperó un momento antes de seguir hablando, para que sus duras palabras tuvieran tiempo de calar. Se quedó mirando a la mujer sentada frente a ella y no vio nada en su estoica expresión. Únicamente las pequeñas pulsaciones de una vena en el rabillo del ojo le indicaban que tal vez sus palabras habían hecho mella. Respiró hondo. —¿Por qué se avergüenza de sentirse orgullosa de ella? Sydney es una joven increíblemente fuerte y valiente con el corazón lleno de compasión. Sólo conocerla es para mí un honor. Anne no respondió. Miró a la morena y vio el fuego de sus ojos claros. Sabía que esta mujer decía la verdad. Bajó la cabeza, luchando con las emociones que rara vez permitía que salieran a la superficie. —No quiero que me vea así —confesó la reclusa con voz tensa, levantando la cabeza con aire desafiante para mirar a la otra mujer a los ojos—. Tiene razón, ella es como dice usted, pero yo sabía que sólo era cuestión de tiempo que empezara a mirarme como todos los polis miran a los criminales.
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—De modo que la alejó. —Alex comprendió de repente lo que había pasado—. Llevaba ya cinco años trabajando como policía antes de que se lo dijera. Si la hubiera odiado, para entonces ya lo habría hecho. —No. —Anne meneó la cabeza—. Habría seguido viniendo, pero un día la miraría a los ojos y vería su vergüenza y su desprecio. Me cargué a un puto policía y estuve a punto de hacerla caer conmigo. ¿Cuánto tiempo cree que habría tardado en llegar a despreciarme por eso? —Sydney no es así —dijo Alex, en desacuerdo—. No es una persona que pudiera abandonarla. No es ese tipo de persona. Si se olvidara de todas esas chorradas, usted misma se daría cuenta. —No lo sé. —La otra mujer meneó la cabeza—. Esperó cinco años para decirme que era policía y lesbiana. Dígame, ¿por qué esperó tanto? —Porque tenía miedo de que usted dejara de respetarla —contestó la capitana en voz baja. La reclusa se quedó mirando a la otra mujer, preguntándose si podía creérselo. Meneó la cabeza y notó que se le llenaban los ojos de lágrimas, incapaz de comprender cómo era posible que su hermana pequeña la respetara cuando ella estaba hecha tal desastre. —Porque
la
quiere
—dijo
Alex
quedamente,
pensamientos de la otra mujer.
217
como
si
leyera
los
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Capítulo 7
A Sydney siempre le había gustado la Navidad, pero este año estaba deseando que llegara de forma especial. Por primera vez en años tenía a alguien en quien pensar y no estaba dispuesta a dejar que nada le echara a perder el entusiasmo, ni siquiera el hecho de haberse ofrecido voluntaria para hacer dobles turnos durante todas las fiestas. Estaba segura de que de algún modo Alex sacaría tiempo para que pudieran estar juntas. Compró varios regalitos que sabía que le iban a gustar a Alex, pero estaba buscando esa cosa especial y única capaz de comunicar todo el amor que sentía. Siempre que le era posible, salía a recorrer las tiendas cercanas en busca del regalo perfecto, pero hasta la semana previa a la Navidad no encontró lo que quería. Estaba en el escaparate de una pequeña joyería del mercado del centro y se pasó largo rato fuera, admirando su sencilla belleza. Sólo con ponerle la vista encima supo que era perfecto para la mujer que amaba y le daba igual lo que costara. Fue a trabajar esa tarde sintiéndose muy satisfecha de sí misma e incapaz de dejar de sonreír al imaginarse la reacción de su compañera.
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Lo único que Alex detestaba de la Navidad era que la obligaba a salir y pasar horas y horas en medio de los empujones del gentío buscando los regalos adecuados. En más de una ocasión les había dado dinero a sus sobrinos para evitar tener que perder el tiempo buscando regalos, pero este año le apetecía de verdad enfrentarse a la tortura y atribuía este cambio a su joven amante.
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Recorrió encantada las diversas tiendas buscando un regalo especial. Ya le había comprado a Sydney varios libros y una camiseta de baloncesto de los Sonics, pero ninguna de estas cosas expresaba de verdad la importancia de la presencia de la mujer en su vida. Al final de un día frustrante, cuando volvía a casa tras una reunión por la tarde, vio por el rabillo del ojo una tienda de arte que parecía interesante. Aparcó junto a la acera y entró para investigar la pequeña tienda y una hora más tarde salió absolutamente feliz al haber descubierto lo que le parecía el regalo perfecto. Envolvió sus regalos, muy contenta con sus compras y ardiendo en deseos de poder dárselos a su compañera.
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Las fiestas daban más trabajo que de costumbre a la Unidad de Homicidios. Era la época del año en que la humanidad hacía gala de sus mayores actos de bondad y del lado más oscuro de su naturaleza. Las tensiones de las fiestas traían consigo un brusco aumento de la violencia doméstica que a menudo acababa en asesinato. Una simple discusión, alimentada por el alcohol, se transformaba en un estallido de rabia incontrolada que a menudo acababa con la muerte de alguien. Por suerte, estos eran los casos en los que los sospechosos eran identificados y arrestados rápidamente. Cuando Sydney no estaba fuera atendiendo un aviso, estaba en su mesa estudiando los casos más importantes. El caso de Tommy Kennedy, el niño de ocho años, seguía atormentándola. Había usado las pruebas recogidas en el sótano para construir un sólido caso contra el sospechoso, un hombre que había desaparecido misteriosamente. Ni siquiera las visitas continuas a sus primos lejanos lograban obtener una pista segura sobre el paradero de Lucas Andersen. Las llamadas 219
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relacionadas con el caso habían cesado y hasta los periódicos habían pasado a un nuevo tema de escándalo. El asesinato de Phu Vang Tu ya estaba metido en el cajón de los casos sin resolver. Todo el mundo estaba de acuerdo con su análisis, en el sentido de que era un caso irresoluble. Sin embargo, Alex había logrado convencer al fiscal para que aceptara el trato que Sydney había hecho con Van Phan con respecto al asesinato de Hootie Carleton. Dos pandilleros sin importancia
se
ofrecieron
como
testigos
y
firmaron
declaraciones
independientes diciendo que Phu Vang Tu había matado al miembro de la banda negra. En general, estaba siendo un año bastante bueno, porque salvo por esos dos casos, todos los asesinatos que llevaba estaban resueltos.
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Alex escuchaba impaciente mientras el representante de la oficina del fiscal se quejaba de un fallo que se había cometido durante la investigación de un caso, por lo que ahora el sospechoso iba a quedar en libertad. Era un degraciado incidente y el inspector implicado recibiría una reprimenda, pero en términos generales no estaba demasiado preocupada. Los inspectores de la Unidad de Homicidios habían empezado a dar claras muestras de mejoría en su actitud hacia el trabajo y eso se reflejaba en la calidad de sus investigaciones. El trabajo diligente había dado sus frutos con casos más firmes, por lo que el fiscal tenía menos de que quejarse. Hoy esperó a que terminara de hablar antes de asentir cortésmente y colgar. No estaba de humor para seguir escuchando lloriqueos. Al colgar el teléfono levantó la mirada y vio que Sydney estaba en su mesa. Ya fuese por costumbre o para poder pasar más tiempo juntas, la joven trabajaba más horas. A Alex no le importaba levantar la mirada y ver allí a 220
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la otra mujer, de hecho le resultaba curiosamente reconfortante, pero le preocupaba que su amante corriera el riesgo de quemarse, que era un motivo importante de preocupación en todas las Unidades de Homicidios. Suspiró, dando vueltas a un bolígrafo entre los dedos, y reclinó la cabeza en la silla. Sólo eran las cinco de la tarde y Sydney acababa de comenzar su turno, lo cual quería decir que la inspectora no saldría hasta mucho más tarde. Si se lo pedía, tal vez podrían quedar y pasar unas horas juntas antes de que la mujer más joven tuviera que irse a casa a dormir. Era un apaño incómodo e insatisfactorio para las dos. En las últimas semanas se habían esforzado mucho por verse, sacando tiempo para estar juntas, ya fuera frente a frente en la cancha de baloncesto varias veces a la semana o pasando la noche en casa de una de las dos. Hasta habían conseguido comer varias veces juntas cuando tenían el mismo turno. Pero nunca parecía suficiente. A pesar del poco tiempo que pasaban juntas, Alex notaba que sus sentimientos eran cada vez más fuertes. Sabía sin la menor duda que quería a Sydney, que la quería como no podría querer a nadie más. Pero lo que deseaba era más. Más que unas pocas horas robadas o alguna que otra noche de pasión. Estaban muy cerca, pero al mismo tiempo muy alejadas. Entonces cayó en la cuenta con sorprendente claridad, y Alex supo a ciencia cierta lo que deseaba. Eran todas esas cosas que tenían sus hermanos, un bonito hogar e hijos. Y lo que era más importante, lo quería con Sydney. Así de sencillo. Sus ojos volaron hacia la rubia, con el corazón acelerado. Quería poder vivir juntas y, una vez tomada esa decisión, supo lo que había que hacer. Cogió el teléfono y marcó un número, dando una serie de instrucciones 221
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cuando contestaron al otro lado de la línea. Una vez arreglado todo, se levantó y salió de su despacho. —Hola, ¿qué tal vas? —preguntó, acercándose a la mesa de la mujer más menuda y poniéndole la mano en un hombro esbelto. Sydney sonrió a su amante con cansancio, apoyándose en la caricia para que por un breve instante sus cuerpos entraran en contacto. No se había dado cuenta de lo difícil que iba a resultar mantener la discreción, y cuanto más estaban juntas, más difícil era. —Muy ocupada. —La mujer más joven suspiró, sintiendo la pérdida cuando su amante se apartó. —¿A qué hora sales esta noche? —preguntó Alex en voz baja para que nadie las oyera. —Estoy aquí hasta las diez —contestó Sydney y luego sonrió—. Siempre y cuando, claro está, nadie se las apañe para matar a alguien. —Mmm —asintió la mujer alta, cruzándose de brazos—. ¿Y trabajas mañana y pasado mañana? —Sí, de siete a once —contestó Sydney, preguntándose por qué se lo preguntaba la otra mujer cuando ya conocía la respuesta. —¿Te apetece salir a cenar esta noche? —Claro. —¿No estás demasiado cansada? —preguntó Alex, preocupada de verdad. Sabía que su amante estaba haciendo turnos extra desde el principio de la semana.
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—Nunca estoy demasiado cansada para estar contigo —Sydney sonrió, con una expresión que le tocó a la mujer más alta hasta lo más hondo del corazón. —Te recojo fuera a las diez. —¿Prometes llevarme a casa y meterme temprano en la cama? —preguntó la rubia inspectora con una sonrisa pícara. —Cuenta con ello. —La capitana le guiñó el ojo y luego se irguió y cruzó la sala para hablar con otro miembro del grupo. La sonrisa de Sydney se hizo más amplia al mirar a la mujer que se alejaba. Con un suspiro, volvió a prestar atención a los papeles diseminados por su mesa, con la esperanza de que los próximos días fuesen tranquilos. Esa noche, a las diez en punto, se reunieron fuera de la comisaría. Sydney se metió de un salto en el coche y se inclinó sobre el asiento para darle un beso apasionado a su amante que sólo sirvió para recordarles lo mucho que se deseaban. Alex no hizo caso del nudo que se le formó en las entrañas y del calor que le inundaba las zonas bajas y se concentró en cambio en alejarse con el coche de la comisaría. Había reservado mesa esa noche en un restaurante de lujo, que era el ambiente perfecto donde anunciar sus intenciones. —Señorita Marshall, es un placer verla esta noche —le dijo entusiasmado el maître a la mujer alta, echando una mirada curiosa a su pequeña y rubia acompañante—. Su mesa está preparada. Alex correspondió al saludo con un seco movimiento de cabeza y luego le hizo un gesto a Sydney para que siguiera al flaquísimo hombre por el 223
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restaurante, escasamente iluminado, hasta una mesa de un rincón. Estaba aislada del resto de los comensales y les daba la privacidad que quería Alex. —Les servirán la comida inmediatamente. —El hombre se inclinó y luego se alejó apresuradamente. —¿No nos dan la carta? —preguntó Sydney asombrada, y su compañera sonrió amablemente. —Espero que no te importe, pero me he tomado la libertad de encargar la comida por adelantado —dijo la morena con tranquilidad, y Sydney no pudo evitar notar lo cómoda que parecía su amante en este ambiente. —Depende de lo que hayas pedido. —La rubia miró a su compañera con desconfianza. La respuesta fue una sonrisa seductora. —Es un plato sencillo de pollo con una salsa especial acompañado de patatas fritas —dijo Alex, y la mujer más menuda se sonrojó. —Seguro que se echaron a reír cuando pediste las patatas —murmuró. —No, saben muy bien que no deben. Además, están acostumbrados a recibir encargos raros. —La mujer se encogió de hombros con indiferencia. —¿Tú vienes aquí a menudo? —preguntó Sydney, recorriendo el local con la mirada y advirtiendo que casi todas las demás mesas estaban ocupadas por parejas o grupos de cuatro—. ¿Por eso te conoce el maître? —Éste es uno de los restaurantes preferidos de mis padres —explicó Alex, sabiendo que su compañera sentiría curiosidad por su entorno—. Cuando salimos, normalmente acabamos viniendo aquí.
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—Ah. —La rubia asintió y luego se puso a jugar con los cubiertos hasta que la morena se echó hacia delante y puso la mano encima de la más pequeña, deteniendo su movimiento. —Me estás poniendo nerviosa —dijo con una sonrisa tierna—. ¿Qué te pasa? —Que no estoy acostumbrada a restaurantes tan lujosos y tengo la extraña sensación de que es el tipo de sitio al que se viene para anunciar algo dramático. —Sydney se encogió de hombros y luego miró a los intensos ojos azules. Se tragó el nudo que tenía en la garganta, incapaz de disimular el pánico de sus propios ojos verdes—. No me vas a dejar, ¿verdad? —No. —La otra mujer se echó a reír ante el miedo de su amiga y le apretó la mano para tranquilizarla, incapaz de esperar a que les sirvieran la comida. Había planeado pedírselo entonces, pero ahora descubrió que no podía esperar. Se metió la mano en el bolsillo—. Tengo una cosa para ti. Sydney se quedó mirando cuando la otra mujer puso una cajita encima de la mesa. Contempló el objeto un buen rato y luego miró a su compañera. El corazón le latía con tal fuerza en el pecho que estaba segura de que todo el restaurante lo oía. —¿Qué es? —farfulló, temerosa de lo que había en la caja. —Es una llave —dijo Alex en voz baja—. Quiero que te vengas a vivir conmigo. —¿Qué? —Sydney se quedó de piedra y se preguntó si había oído correctamente.
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Antes de que Alex pudiera darle una explicación llegó el camarero con el vino, y por un momento se distrajo al probar la cosecha que les había traído, declarándola satisfactoria. Apenas lograba contener su impaciencia mientras el hombre les servía a cada una una copa del líquido rojo antes de retirarse apresuradamente. —Ya sé que te prometí no meterte prisa, pero esto de estar separadas me está desquiciando —dijo la mujer de más edad, retomando el hilo de la conversación interrumpida—. Casi no nos vemos y cuando nos vemos, siempre es con prisas. Quiero volver a casa y encontrarte ahí y no tener que preocuparme de que te tengas que ir dentro de una hora porque tienes que trabajar por la mañana. Alex volvió a callarse cuando llegó un segundo camarero que les puso delante unos platos de ensalada. El hombre abrió la boca para preguntar si querían aderezo, pero la morena le hizo un gesto impaciente para que se fuera. Al echar un vistazo a sus manos unidas encima de la mesa y la seriedad de sus rostros, el hombre se apresuró a retirarse. —Supongo que más que nada, lo que quiero es poder darme la vuelta en la cama por la noche y saber que la única razón de que no estés ahí es que estás trabajando. —Alex se detuvo otra vez y respiró hondo—. Te quiero, Sydney, y si la situación fuese distinta, estaría de rodillas pidiéndote que te casaras conmigo, pero como eso no es posible, esto es lo mejor que se me ocurre para compensar. Sydney se quedó atónita. En realidad hacía poco que se conocían y vivir juntas era un gran paso en cualquier relación. Aunque no dudaba de la sinceridad de su amante, no estaba segura de estar preparada para asumir esa clase de compromiso.
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Hubo un largo silencio mientras pensaba en lo que iba a decir. Estaba cansada y no lograba pensar bien, preocupada de que si le daba a esta mujer una respuesta que no quería oír, la cosa se terminara entre ellas, y no quería que terminase. Levantó la mirada, sin poder disimular su preocupación. —¿Estás segura de esto? —Nunca he estado más segura de nada en toda mi vida —susurró Alex, con el corazón tembloroso. Había visto la expresión atónita de la rubia, pero siguió adelante con la esperanza de no haber cometido un error—. Lo siento, a lo mejor he vuelto a correr demasiado, pero tengo miedo de que si no hacemos algo, podamos perder lo que tenemos y no quiero perderlo. ¿Lo comprendes? —Sí —asintió la rubia, bajando los ojos, pues ya no podía seguir mirando a su compañera. —Tranquila. —Alex vio la expresión de pánico que cruzó un instante la cara de la otra mujer y apretó la pequeña mano para calmarla—. No tienes que decidirlo esta noche, quiero que te tomes tu tiempo y lo pienses. Sydney se libró de tener que dar una respuesta por la llegada del oficioso maître, que las miró y luego se fijó en la comida que no habían tocado. Juntó las manos con nerviosismo. —¿Hay algo que no es de su agrado, señorita Marshall? —No, todo está bien, Paul —le contestó al hombre con una sonrisa cortés, sin que su voz revelara la angustia que sentía. El hombre asintió, sin saber si creerla, pero se inclinó con elegancia y pasó a la mesa siguiente. Alex volvió a mirar a su amante y se dio cuenta de que seguían cogidas de la mano. 227
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—No quería echarte a perder la velada —dijo suavemente. —No lo has hecho —le aseguró Sydney, agradecida por la breve interrupción que le había dado tiempo de ordenar sus ideas—. Es que hay que plantearse tantas cosas, como dónde viviríamos, y además, ¿eso no causaría un problema con el cuerpo? —Buscaríamos una casa que no fuera ni tuya ni mía, una casa elegida por las dos —fue la sincera respuesta—. Y en cuanto al cuerpo, podría haber un problema, pero estoy dispuesta a correr el riesgo. —¿Y qué pasa si digo que no? —preguntó Sydney vacilando, levantando por fin la mirada. Esta vez fue ella la que vio el destello de pánico en los ojos azules de su compañera, pero desapareció al instante, sustituido por una sonrisa valiente. —Que seguiremos adelante —le aseguró la morena en voz baja, consciente de que se había creado una tensión entre las dos—. Decidas lo que decidas, Sydney, debes saber que lo aceptaré, porque pase lo que pase, no quiero perderte. La rubia inspectora se preguntó si eso sería cierto. Conocía la impaciencia de su compañera con su situación y el deseo de Alex de tener un mayor compromiso en su relación, pero ella estaba muy insegura y tenía miedo de dar ese paso. Notó que le apretaba la mano suavemente y luego se la soltaba. Levantó la mirada y se encontró con los luminosos ojos azules. —Venga, vamos a dejar el tema y a comer, seguro que tienes hambre —dijo la capitana con tono animado, sin revelar nada de lo que estaba pensando. Sydney había perdido el apetito, pero logró comer lo que les sirvieron, aunque más tarde no podría haber dicho cómo sabía. Por petición suya, fue depositada en la comisaría de nuevo. Le apetecía estar sola. 228
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—Te quiero, Sydney —dijo Alex, y la mujer más joven se limitó a asentir antes de cerrar la puerta y dirigirse a su jeep. La capitana esperó un momento y luego se marchó en su coche, notando que tenía los ojos algo humedecidos.
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Cuando Alex llegó a su despacho al día siguiente, Sydney ya estaba fuera respondiendo a un aviso. Sintió una punzada de alivio, pues no estaba segura de poder hacer frente a la otra mujer esta mañana. La noche anterior no había conseguido dormir, al darse cuenta del error que había cometido. En lugar de conseguir que estuvieran más cerca, lo que había hecho sólo había servido para separarlas aún más. Se encerró en su despacho y allí se quedó hasta que llegó la hora de marcharse, agradecida de ir a cenar a casa de sus padres.
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Sydney dio vueltas en torno a la escena del crimen, frotándose las sienes con los dedos para intentar librarse del dolor que le machacaba la cabeza desde que se había levantado por la mañana. Echó una mirada al cadáver que estaba en la cama y a las manchas de sangre que salpicaban el cabecero y las paredes. La víctima era una mujer de veintisiete años que había salido perdiendo en una discusión con su pareja de hecho. Según los testigos que había en la casa, la velada había empezado como una fiesta de Navidad normal y corriente. Aunque nadie sabía cómo había empezado, todos estaban de acuerdo en que hubo una pelea verbal entre la pareja, en el curso de la cual el sospechoso se encolerizó y acusó a su mujer de serle infiel. Y antes de que nadie pudiera detenerlo, el hombre se llevó a rastras a su mujer hasta el dormitorio y le disparó tres veces. 229
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Era un caso absolutamente claro, pues nada más percibir las primeras señales de violencia, varios de los invitados habían corrido a llamar a la policía. Cuando llegaron las autoridades, ya era tarde para la víctima, pero habían encontrado al sospechoso en la casa, desmayado en el pasillo, con la pistola todavía en la mano. Era Nochebuena y Sydney detestaba ver la sangre y los rasgos blanquecinos de la víctima cuya vida había terminado tan bruscamente. Daba igual cuántas veces viera los resultados, no creía que pudiera llegar a acostumbrarse nunca a ver un cadáver, tirado en la postura en la que se le había escapado el último hálito vital. Por suerte, los agentes presentes en la escena conocían el procedimiento, y para cuando ella llegó, ya se habían puesto en marcha las medidas adecuadas para salvaguardar todas las pruebas e interrogar a los testigos. Miró a Janice, que tomaba metódicamente todas las fotografías necesarias. —¿Vuelves a trabajar esta Navidad? —le preguntó tranquilamente a la otra mujer. —Sí. —La fotógrafa le medio sonrió sin ganas—. Mis padres van a pasar las fiestas en México, así que he pensado que para eso puedo seguir trabajando. —¿Qué pasó con el tío de nóminas? —preguntó Sydney con curiosidad, preguntándose si la vida amorosa de la mujer iba mejor que la última vez que habían hablado. —Mucho hablar y poca acción. —Janice arrugó la nariz al recordarlo, meneando el dedo meñique, y la inspectora se echó a reír y luego cruzó la habitación para examinar algo que le llamó la atención.
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Ya era mediodía cuando terminaron e iba de regreso a la comisaría cuando recibió otro aviso. Normalmente, se habría ocupado otro, pero estaban escasos de personal y los demás ya estaban trabajando en casos que no habían
terminado.
Por
suerte,
como
en
el
caso
de
su
anterior
investigación, ésta parecía otra situación bien clara. Una anciana había sido hallada muerta en su casa por una pariente que había llegado para empezar los preparativos de la cena de Navidad. Una cuidadosa investigación de la escena y un examen de la casa revelaron que no había señales de juego sucio ni pruebas de un intento de robo. Mandó registrar y fotografiar la escena por completo antes de dejar que el forense se llevara el cuerpo. Si no se equivocaba en sus suposiciones, descubrirían que la mujer había muerto de causas naturales. Ya había caído la tarde cuando volvió a comisaría, y al echar un vistazo al otro lado de la sala supo que Alex ya se había marchado. Tomó aliento con fuerza y se quedó mirando un buen rato la estancia a oscuras, sintiendo una oleada increíble de soledad que le invadía el corazón. Tiró de la silla y se sentó para ocuparse del papeleo necesario, con la esperanza de que no sonara el teléfono antes de que llegara la hora de marcharse y deseando haber quedado con Alex para verse más tarde. En cuanto lo pensó, sonó el teléfono, y estuvo un rato mirándolo hasta que por fin respondió a la llamada. —Inspectora Davis —dijo en el auricular, preparándose mentalmente para tomar nota de los detalles de otro asesinato. —Sydney... ¿eres tú? La rubia se quedó sin respiración. La voz le resultaba tan familiar, pero no se atrevía a creer que fuera la de alguien de quien hacía tanto tiempo que no sabía nada. Cerró los ojos y tomó aliento varias veces. 231
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—¿Anne? —Hola, niña, feliz Navidad —dijo la voz del otro lado de la línea con tono informal y como si no hubiera pasado nada de tiempo desde la última vez que habían hablado. —Feliz Navidad. —Sydney se preguntaba si se lo estaba imaginando todo. Llevaba tiempo trabajando muchas horas y durmiendo poco—. ¿Va todo bien? —Sí —dijo la otra mujer con tono brusco—. Es que se me ha ocurrido llamarte para ver cómo estás. —Estoy bien. —¿Y tu trabajo? Me he enterado de que ahora resuelves asesinatos. —Sí. —Sydney asintió con la cabeza, dándose cuenta de la ironía de la situación—. Me ascendieron hace un año. —También me he enterado de que lo haces muy bien —dijo la mujer. —Eso no lo sé —contestó la inspectora con modestia. —Pues tu jefa parece pensar que sí —dijo Anne algo dubitativa—. Es una tía muy lista. —¿Te refieres a Alex? —Sydney estaba sorprendida y confusa al mismo tiempo—. ¿Cuándo has hablado con ella? —Vino a verme hace un par de semanas —contestó la reclusa y el nerviosismo de su voz se transmitió a través de la línea—. Escucha, no tengo mucho tiempo y estaba pensando que a lo mejor me equivoqué cuando me puse como una furia contigo por lo que haces. 232
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Sydney se quedó callada, apenas capaz de respirar mientras escuchaba la voz de su hermana. La mujer con la que estaba hablando era muy distinta de la que le había gritado y chillado durante su última visita. —Siempre has sido muy terca con todo —continuó la otra mujer—. Tenías que hacer las cosas a tu manera y siempre parecía que ibas en otra dirección que el resto de nosotros. Al final, eras tú la que seguía el camino correcto y éramos los demás los que corríamos en círculo sin llegar a ninguna parte. —¿Entonces te parece bien todo esto? —se atrevió a preguntar Sydney. —No te voy a mentir, Syd, no me gusta que seas poli y no me gusta que seas lesbiana, es algo que no consigo entender, aunque he aprendido algunas cosas desde que estoy en el talego —dijo la mujer de más edad con un suspiro—. Pero eres mi hermana, y sería más estúpida de lo que ya he sido si te perdiera. —Anne. —¿Sí? —Te quiero. Hubo una larga pausa tras esa confesión. —Yo también te quiero, niña —fue la respuesta a media voz.
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Alex se paseó por la casa decorada festivamente, bebiendo distraída un vaso de ponche que llevaba en la mano. La cena había sido la típica cena familiar a la que había asistido todo el mundo. Tras un gran banquete, se habían retirado al salón, donde todo el mundo recibió un regalo. Los 233
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Traducción: Atalía
demás regalos que había debajo del inmenso árbol se abrirían por la tarde del día siguiente, cuando la familia se reuniera una vez más. —Vamos, chavala, alegra esa cara, que es Navidad —dijo Christie, echando un brazo por los hombros de su cuñada—. Si no te animas, Santa Claus no va a bajar por tu chimenea esta noche. —No es a Santa Claus a quien quiero —contestó la morena con una sonrisa irónica. —Aah, entonces debe de ser una inspectora bajita y rubia lo que esperas encontrar debajo del árbol mañana —le tomó el pelo la rubia con una sonrisa. —Ojalá —suspiró Alex, meneando la cabeza—. Trabaja esta noche y mañana. —Qué mala suerte —dijo Christie y bebió un sorbo de su propio vaso de ponche. —Sí, qué asco de vida —comentó la mujer más alta secamente, lo cual hizo que la otra mujer se volviera rápidamente para mirarla. —Me parece a mí que aquí hay algo más que tu incapacidad de estar con tu amiga y que por eso estás tan gruñona —indagó la rubia—. ¿Qué pasa? Alex se quedó callada un momento, paseando la mirada por la habitación donde
estaban
reunidos
todos
los
demás.
Los
adultos
estaban
aposentados en las butacas con vasos de ponche en la mano, charlando amigablemente mientras los niños jugaban tranquilos en el suelo con sus tesoros de Navidad. Era una escena enormemente acogedora, y deseaba compartirla con Sydney.
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Traducción: Atalía
—¿Sabes lo que realmente es un asco de ser lesbiana?
—dijo,
sorprendiendo a su amiga. —¿Qué, que no tienes a un hombre al que echar la culpa de tus problemas? —preguntó Christie a la ligera y su acompañante le gruñó. —No. —Alex frunció el ceño, señalando la escena que tenían delante—. Que no puedes tener esto. Es decir, puedes formar parte de esto, pero no puedes tenerlo por ti misma. Fíjate en Andrew y en ti, por ejemplo. Fue todo muy sencillo, os enamorasteis, os casasteis y tuvisteis hijos. Yo puedo enamorarme, pero no me puedo casar, y tener hijos no es una cosa sencilla. —No tiene por qué ser así —dijo Christie con cautela, pues no sabía muy bien a dónde quería ir a parar su cuñada—. Si no eres feliz, Alex, podrías cambiar. —Soy como soy, Chris, eso no va a cambiar y no quiero que cambie. —La mujer más alta meneó la cabeza. —¿Entonces qué es lo que te pasa de verdad, Alex? —quiso saber la rubia. Alex se quedó callada, bebiendo un sorbo de ponche. Se preguntó si debía comentarle algo a su amiga y luego decidió desnudar el alma, sabiendo que podía confiar en esta mujer. —Le he pedido a Sydney que venga a vivir conmigo. —¿Y qué ha dicho? —Que se lo quiere pensar. —¡Ay! —Christie hizo una mueca.
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Traducción: Atalía
—Ay, ya lo creo. —Alex suspiró, contemplando su bebida—. No sé qué voy a hacer si dice que no. Ni siquiera sé si podríamos continuar. —¿Por qué se lo has pedido? —preguntó su cuñada, y la otra mujer la miró extrañada, ante lo cual la rubia suspiró con impaciencia—. ¿Por qué quieres que viva contigo? —Porque la quiero —fue la sincera respuesta. —Pues concéntrate en eso —le aconsejó Christie—. Y si dice que no, confórmate con lo que ella quiera. No lleváis mucho tiempo saliendo y vivir juntas es un gran compromiso. Si la quieres, no te rindas. No te asustes por el rechazo, demuéstrale cuánto la quieres. Alex se quedó mirando a la otra mujer largamente y luego le pasó el brazo por la delgada cintura y la estrechó. —Eres una buena amiga —dijo—. Siempre me has apoyado, incluso cuando los demás no sabían qué pensar. Tú ni te lo planteaste cuando te dije que era lesbiana. —Me daba totalmente igual. —Christie se encogió de hombros con indiferencia—. Además, me parece que tengo una gran deuda contigo. Tú me presentaste a tu hermano y no tengo forma de agradecértelo lo suficiente. —Sabía que haríais buena pareja —sonrió Alex. —Y yo creo que Sydney es buena para ti —dijo la rubia en voz baja—. Enamorarse en fácil, Alex, en lo que hay que esforzarse es en hacer que ese amor crezca. Lo único que tienes que decidir es si merece la pena hacer ese esfuerzo con Sydney. —La merece. 236
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Traducción: Atalía
—Pues ya tienes la respuesta —dijo Christie, estrechando la cintura de su cuñada, y luego entró en la habitación para reunirse con su marido. Alex se quedó mirando cuando la mujer se sentó en el brazo de la butaca de su marido y vio cómo él le pasaba el brazo con naturalidad alrededor de la cintura. Se volvió y entró en la cocina.
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Sydney logró llegar a casa esa noche hacia las once. Sabía que le quedaban menos de ocho horas para volver al trabajo, pero estaba demasiado acelerada para dormir. En cambio, se dio una ducha rápida y luego se puso el pijama y se desplomó en el sofá. Puso la televisión y contempló la retransmisión de una misa de Navidad desde una de las iglesias de la ciudad. Tenía los ojos clavados en la pantalla, pero su mente estaba en la llamada de teléfono que había tenido horas antes. Había sido totalmente inesperada y el mejor regalo de Navidad que podría haber recibido en su vida y, de creer a su hermana, se lo tenía que agradecer a Alex. Sus pensamientos se detuvieron para reflexionar sobre esa situación, con una leve sonrisa en la comisura de los labios. Se imaginaba el encuentro entre las dos mujeres. Las dos eran tercas y dogmáticas, pero de algún modo lo que había dicho Alex había logrado hacer mella en su hermana. Si no hubiera amado ya a la otra mujer, ahora la amaba sin la menor duda. Cerró los ojos y dejó que la música de la televisión la inundara, pensando en las últimas veinticuatro horas.
*
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*
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Alex detuvo el coche ante el pequeño bloque de apartamentos y miró hacia arriba. Había luz en la ventana de Sydney y sintió algo de esperanza. Salió 237
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Traducción: Atalía
del coche, haciendo juegos malabares con los paquetes, cerró la puerta y subió los escalones de entrada. Había empezado a nevar y los pequeños copos se le pegaban al largo pelo oscuro. La llamada a la puerta despertó a Sydney de un sueño ligero en el que se había sumido. Suspiró, se levantó con esfuerzo, y cruzó el apartamento para responder a la llamada. Echó un vistazo por la mirilla y se tragó el nudo que se le formó en la garganta. Alex se quedó mirando largamente a la mujer más joven, notando que se le expandía el corazón dentro del pecho. Le daba la impresión de que cada vez que veía a Sydney, la mujer más menuda estaba más guapa. Esta noche, ataviada con una camiseta blanca gigante y unos pantalones de pijama a cuadros dados de sí, tenía un aspecto especialmente adorable. —Feliz Navidad, amor —dijo suavemente, ofreciéndole los regalos. Los ojos de esmeralda se llenaron de lágrimas y Sydney se mordió el labio inferior para evitar que le temblara, y en ese instante Alex supo que su decisión de venir aquí había sido acertada. —Feliz Navidad —fue la trémula respuesta al tiempo que Sydney aceptaba los paquetes. Se adentró en la sala de estar, colocó los paquetes en la mesa del café y esperó nerviosa a que la mujer más alta se quitara el abrigo y los zapatos y se reuniera con ella en la habitación. Miró a Alex cuando ésta se sentó en el sofá y casi por reflejo alargó la mano y le sacudió los copos blancos que quedaban en el pelo oscuro. De repente, se detuvo, como dándose cuenta de lo que estaba haciendo, pero antes de poder apartar la mano, Alex la agarró por la muñeca y se la llevó a los labios. El beso fue suave y delicado, en la parte interna de la palma, pero le resultó electrizante y una chispa de energía le subió por el brazo y le 238
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Traducción: Atalía
atravesó el cuerpo entero. No se resistió cuando la morena tiró de ella para estrecharla con fuerza, abrazo al que ella correspondió automáticamente. —Me alegro de que hayas venido —susurró Sydney al oído de su amante y le dio un tierno beso en el cuello. —Yo también —susurró Alex, echándose hacia atrás y subiendo la mano para apartar el flequillo rubio de la cara de su amante antes de darle un beso tierno en los labios—. Venga, abre tus regalos. Sydney le sonrió alegremente y como una niña ansiosa se lanzó sobre los regalos que le había traído la mujer. Abrió el primero, una bolsa de papel marrón, y Alex se echó a reír a carcajadas al ver la cara de la joven mientras contemplaba el recipiente de plástico. La capitana se lo quitó de las manos y lo puso a un lado. —Te he traído pavo y relleno —le explicó la morena, y su rubia compañera se echó hacia delante y la besó. —Gracias. —Vamos —insistió Alex. Tenía casi tantas ganas como su ansiosa compañera de ver su reacción ante los regalos que le había comprado. Sydney atacó el siguiente paquete alegremente envuelto y soltó un arrullo de deleite al ver la trilogía de libros de uno de sus autores preferidos. A eso le siguió un segundo regalo más grande que resultó ser una camiseta y unos pantalones cortos de baloncesto de los Sonics, además de varios pares de entradas. —¿Vendrás conmigo? —preguntó la rubia inspectora, y su compañera asintió.
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Traducción: Atalía
—Tenía la esperanza de que me lo pidieras —sonrió Alex, y aceptó el beso que le dio su amante—. Tienes uno más. Sydney asintió, dejó los paquetes abiertos a un lado y se puso a desatar la cinta que sujetaba el último regalo, una gran caja plana que casi era tan grande como la mesa del café. Sofocó una exclamación al sacar el cuadro enmarcado de la caja. Era una copia impresa de un cuadro holandés, una réplica de un lienzo que ella admiraba. Se quedó mirando el regalo sin saber qué decir, consciente de que debía de haber sido carísimo. Se volvió hacia su compañera, que la miraba con expresión cohibida. —¡Alex, es precioso! —En cuanto lo vi, supe que era para ti. —La mujer más alta estaba contentísima de que la mujer más menuda estuviera tan encantada con sus regalos. —Gracias —murmuró Sydney, contemplando el cuadro, y al instante supo dónde lo iba a colgar. Lo apartó y se lanzó a los brazos de su compañera y pasaron largo rato en el sofá intercambiando una serie de besos apasionados. Fue la mujer más menuda la que por fin interrumpió el abrazo, con la respiración entrecortada—. Tengo algo para ti. —No tenías que comprarme nada —protestó Alex. —Lo sé, pero quería hacerlo. —La rubia sonrió y luego se levantó de su regazo y cruzó la estancia hasta el pequeño árbol de Navidad que estaba colocado al lado de la televisión. Volvió con varios paquetes alegremente envueltos que le entregó a su compañera más alta. Alex sonrió, sintiéndose como una niña pequeña mientras arrancaba el papel del primer regalo y descubría una preciosa camisa de seda negra
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Traducción: Atalía
acompañada de un pañuelo de colores. El segundo paquete resultó ser el kit de montaje de un caro y complejo modelo en madera de un velero. —Sé que te gusta el mar y quiero saber qué estás haciendo cuando yo no estoy —confesó la rubia tímidamente. —Me hacía falta algo en que ocuparme cuando estás trabajando. —Alex le devolvió la sonrisa y cogió el último regalo, una caja pequeña. El corazón le martilleaba en los oídos mientras abría con cuidado lo que sabía que era una joya. Se hizo un largo silencio cuando abrió la tapa y se quedó mirando el broche que había dentro. Era de diseño circular, con un velero, incrustado de pequeños diamantes, en el centro. Alex lo sacó de la base de terciopelo y lo sostuvo en alto. —Es una preciosidad —susurró, hechizada por la belleza del objeto. Miró a su compañera y los ojos azules y verdes se miraron largo rato—. Tiene que haber sido muy caro. —Nada es demasiado caro para ti —susurró Sydney como respuesta, y a cambio recibió un tierno beso lleno de amor. La rubia se entregó al beso, recreándose en el sabor de la otra mujer. Daba igual cuánto se tocaran, nunca era suficiente. Esta vez fue Alex la que se echó hacia atrás, consciente de que su pasión estaba a punto de desbordarse, y tenía un regalo más que entregar. —Tengo un regalo más para ti. —La mujer más alta sonrió y alcanzó su chaqueta para sacar una cajita de un bolsillo. Se la entregó a su amante, que se la quedó mirando largamente.
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Traducción: Atalía
Sydney miró el pequeño regalo un buen rato y por fin lo desenvolvió. Sofocó una exclamación al encontrar un animalito de intrincado diseño tallado en madera de teca. Era la imagen de un elefantito. Miró a Alex, quien alargó la mano y le colocó tiernamente un mechón de pelo rubio detrás de la oreja. —Cuántas cosas me has dado —susurró la mujer más menuda, con la voz cargada de emoción cuando volvieron a mirarse a los ojos. —Te quiero, Sydney —fue la seria respuesta—. Por eso nunca podré darte lo suficiente. La rubia inspectora se levantó y cruzó la habitación, colocó el elefante encima de la televisión con el resto de su colección, y luego volvió al sofá, alargando la mano. Alex cogió con su mano la de la mujer más menuda y se levantó, dejando que la joven la llevara al dormitorio. —¿Estás segura? —susurró Alex dulcemente, acariciando la piel suave de la mejilla de su compañera, con una sonrisa tierna en los labios—. Mañana tienes que madrugar. —Me da igual si esta noche no duermo —dijo Sydney con seguridad, alzando las manos y bajándole la cabeza a su compañera para que sus labios pudieran juntarse. Hicieron el amor entonces, compartiendo el amor que sentían, pero Alex se aseguró de no se pasaban toda la noche haciendo el amor. Cuando sus deseos quedaron satisfechos, se acomodaron la una en brazos de la otra. —Duérmete, amor —susurró la morena, besando una ceja rubia, y con un bostezo, su compañera así lo hizo.
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Traducción: Atalía
Sydney se reclinó en su silla y dio golpecitos pensativos con el bolígrafo sobre la libreta que tenía en la mesa, incapaz de quitarse la sonrisa de la cara al recordar la noche anterior, gozando del amor que le llenaba el corazón. Aunque tenía que trabajar, no recordaba una Navidad mejor, y era todo gracias a su atenta compañera. Sus ojos observaron distraídos la silenciosa sala y agradeció que el día fuera tranquilo. No había entrado ni una sola llamada en la Unidad y ya eran las cuatro de la tarde. El silencio era una bendición, pues había podido aprovechar para ponerse al día con el papeleo, pero ahora estaba aburridísima, al igual que los demás que se habían ofrecido voluntarios para trabajar este día. Sus ojos se posaron en los dos hombres del rincón. Estaban jugando a las cartas y le habían preguntado si quería unirse a ellos, pero en principio les había dicho que no. Ahora deseaba no haberse apresurado tanto. Suspiró y se quedó mirando la pantalla negra del ordenador que tenía delante. Había sido muy típico de Alex presentarse ante su puerta la noche anterior. Tan típico que en realidad ella se había quedado esperando levantada en lugar de irse a la cama. No se había visto defraudada, pero por otro lado, la otra mujer nunca había hecho nada que la defraudara. La mujer siempre la había apoyado, siempre estaba dispuesta a hacer un esfuerzo extra. No podía negar que quería a Alex más de lo que había querido a nadie en toda su vida. Pensó en la llamada telefónica de su hermana. Con las emociones del día anterior se le había olvidado darle las gracias a su amante. Hablar con su hermana de nuevo después de tanto tiempo había sido el mejor regalo que podía recibir. Cerró los ojos al notar que se le llenaban de lágrimas.
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Traducción: Atalía
Alex entró en la sala de inspectores y se detuvo un momento para contemplar la apacible escena. Saludó con la cabeza a los dos hombres del rincón y luego se acercó donde estaba sentada la rubia inspectora con los ojos cerrados. En sus labios apareció una sonrisa involuntaria al detenerse al lado de la mesa de su amante, y se cambió de mano las bolsas que llevaba para poder inclinarse y susurrar al oído de su colega. —Tienes que saber que no debes quedarte dormida en el trabajo —dijo, con el volumen necesario para que sólo la oyera ella—. Tendrías que decirle a tu amante que se vaya a casa por la noche. —Qué va, eso no tendría la menor gracia —sonrió a su vez Sydney, regodeándose en el cariño de la voz que le inundaba los sentidos. Abrió los ojos y se encontró los ojos azules no muy lejos y contuvo las ganas de echarse hacia delante y besar a la mujer. —¿Qué tal el día? —Alex sonrió e irguió el alto cuerpo. —Tranquilo —dijo Sydney, confirmando de nuevo lo que la capitana ya sabía por el sargento de guardia. —Bien, pues habrás tenido ocasión de ponerte al día con tu papeleo — murmuró la morena. —Hay un límite para el papeleo que una puede hacer —dijo despacio la rubia, flexionando los músculos—, sobre todo cuando se es una persona de acción. Alex soltó una carcajada grave, le dio una palmadita afectuosa en el hombro a la mujer más menuda y entró en su despacho, donde depositó las bolsas de papel marrón que llevaba. Sydney se quedó mirando un momento mientras su compañera se movía por su despacho. El corazón se le hinchó de amor por la otra mujer. 244
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Traducción: Atalía
Alex echó un vistazo a los informes que tenía en la mesa antes de archivarlos. Sólo entonces abrió las bolsas y sacó todo. Contempló su mesa y luego echó un vistazo al reloj, tras lo cual salió del despacho y se acercó donde los dos inspectores estaban jugando a las cartas. —Parece que tenemos un día tranquilo, así que ¿por qué no se van? —dijo con una sonrisa—. Yo me quedaré aquí con la inspectora Davis, así que si se dan prisa, podrán cenar con sus familias. Ah, no se olviden del busca, por si acaso. —Sí, capitana. —Los dos hombres sonrieron, se pusieron de pie de un salto y cogieron sus chaquetas—. Hasta luego, Syd —exclamaron cuando salían corriendo por la puerta. —¿Qué? ¿Ha habido un aviso? —se preguntó Sydney en voz alta, levantándose de la mesa y volviéndose para mirar a la mujer alta que ahora estaba apoyada tranquilamente en el marco de la puerta que daba a su despacho. —No.
—Alex
sonrió
seductoramente—.
He
pensado
que
podemos
ocuparnos solas del resto del turno. —Oh... ¡Oh! —La rubia inspectora sonrió ampliamente—. Me gusta esa idea. —Ya me parecía a mí. —La capitana le devolvió la sonrisa y luego le hizo un gesto para que entrara en el despacho—. Vamos, te he traído algo. Sydney se levantó al instante y cruzó rápidamente la sala. Se detuvo en la puerta, boquiabierta de pasmo al ver el elegante servicio de cena que estaba cuidadosamente puesto en la mesa. En el centro mismo había una vela y una rosa.
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Traducción: Atalía
—Puesto que no podías venir a la cena de Navidad, se me ha ocurrido traerte un poco de cena de Navidad aquí —dijo la mujer alta, indicándole a su compañera que tomara asiento en la silla vacía colocada al otro lado de la mesa. Sydney
asintió,
pasmada
aún,
mientras
contemplaba
el
pequeño
banquete. Había una bandeja con la tradicional carne de pavo con salsa, otra con puré de patatas y relleno y un tercer plato lleno de verdura al vapor. Había hasta un cuenco de ensalada. Miró a su amante, con los ojos verdes relucientes. —¿Te parece bien? —preguntó la capitana tímidamente. —Es genial —dijo la rubia inspectora sin aliento—. Sabes, si no estuviéramos en el trabajo, te besaría tanto que se te derretirían las rodillas. —Resérvalo para esta noche —dijo Alex radiante, orgullosa de que lo que había hecho produjera el brillo que adornaba la cara de la joven—. Ahora vamos a comer antes de que se enfríe. —Esto es maravilloso —comentó Sydney, llenándose el plato de comida deliciosa—. ¿Lo has hecho tú? —No —confesó cortada—. Lo he robado de la cocina de mi madre. Tiene la manía de preparar comidas enormes, dice que forma parte de la celebración familiar. Ahora mismo deben de estar a punto de sentarse para cenar. —Dios mío, te estás perdiendo la cena de Navidad. —Sydney se sintió incómoda de repente.
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Traducción: Atalía
—No, no es verdad —dijo Alex riendo un poco. Sus cejas desaparecieron bajo el flequillo oscuro al señalar la comida que llenaba la mesa—. ¿Cómo lo llamas a esto? —Sí, ya. —Sydney se sonrojó avergonzada—. Pero deberías estar con tu familia. Tú eres mi familia, quiso decir Alex, pero se limitó a encogerse de hombros. —Quería estar contigo. —Era una respuesta bastante sincera. Sydney sintió que se le hinchaba el corazón al oírla y tuvo que respirar hondo varias veces para que se le calmara el pulso. —Gracias —susurró suavemente, con los ojos relucientes de emoción, y Alex sonrió, con el corazón a su vez lleno de amor, consciente de que había tomado la decisión acertada—. Te has portado tan bien conmigo que no sé cómo compensarte. —No quiero que me compenses —dijo Alex en voz baja—. Lo hago porque te quiero. —Ya lo sé. —La otra mujer asintió solemnemente y luego dudó un instante antes de continuar—. ¿Es ésa la razón por la que fuiste a ver a mi hermana? Alex se quedó sin aliento, al no saber si su intervención había sido apreciada. Observó la cara de su compañera con la esperanza de averiguar algo sobre lo que pensaba la otra mujer. Se animó al ver la dulce expresión que la miraba a su vez. —¿Te ha llamado?
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Traducción: Atalía
—Sí —confirmó Sydney suavemente—. Me llamó ayer cuando estaba trabajando. Estuvimos hablando un rato. No sé qué le dijiste, pero te doy las gracias. —Sólo le dije la verdad. —Alex estaba un poco cortada—. A mí me parece que sólo estaba buscando una excusa para reconciliarse contigo. —Me alegro de que se la dieras —dijo la rubia solemnemente, y la mujer alta sonrió, decidiendo que había llegado el momento de pasar a temas más ligeros. —¿Ya has decidido dónde vas a colgar el cuadro? —preguntó Alex, y Sydney asintió con una sonrisa pícara. —Tengo el sitio perfecto —contestó la rubia sonriendo de oreja a oreja—. Creo que estaría muy bien justo encima del sofá de tu salón. Por un instante Alex frunció el ceño, y luego sintió una punzada de preocupación. —¿Es que no te gusta? —Me encanta, por eso lo quiero poner en un sitio donde lo pueda ver todo el tiempo —dijo Sydney, y luego se echó a reír al ver que su compañera no parecía comprender—. Lo quiero en nuestra casa. —¿De verdad? —Alex se irguió en la silla, con los ojos como platos—. ¿Estás segura? —Sí. —La rubia inspectora asintió con la cabeza. —Pero la otra noche no parecías muy convencida —dijo la morena, tragando con dificultad.
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Traducción: Atalía
—Cualquier duda que pudiera tener sobre vivir contigo ha desaparecido por completo por la forma en que me has tratado en estos últimos días — dijo la mujer más menuda con tono apacible—. Sería una estúpida si creyera que alguna vez podría encontrar a alguien mejor que tú. Alex se sonrojó por el cumplido. —Bueno, pero no tenemos por qué vivir en mi casa. —Pero a mí me gusta tu casa —contestó Sydney con timidez. —¿Estás segura? —Sí. —La rubia asintió convencida—. Creo que nunca en mi vida he estado más segura de nada. Alex no se pudo contener y en un abrir y cerrar de ojos estaba de pie y al otro lado de la mesa. Sydney apenas tuvo tiempo de dejar el tenedor antes de sentir los suaves labios sobre su boca. El beso se prolongó durante un largo momento hasta que la mujer más alta se apartó por fin y la rubia tuvó que aspirar una honda bocanada de aire. —El único problema es que mi contrato de alquiler no vence hasta dentro de tres meses —dijo Sydney cuando las dos estuvieron de nuevo sentadas y comiendo. —Yo te lo pago —dijo Alex con un suspiro, y la rubia inspectora se echó a reír. —Espero que no lo lamentes —dijo en cambio, poniéndose seria un momento—. No es tan fácil convivir conmigo. —Nos las iremos apañando —prometió la morena, y de algún modo Sydney supo que así lo harían. 249
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Traducción: Atalía
—Dile a tu madre que me ha encantado la comida —dijo, haciendo sonreír ampliamente a su compañera. —Se lo puedes decir tú misma —dijo Alex algo insegura—. Tienen muchas ganas de conocerte y he pensado que estaría bien si saliéramos a cenar con ellos esta semana, es decir, si a ti te parece bien. Sydney se mordió el labio inferior, sintiendo que volvía a ponerse nerviosa. Miró a su compañera y luego la comida extendida sobre la mesa entre las dos. —Creo que sería buena idea —asintió, soltando un hondo suspiro. —¿Estás segura? —Alex quería que las personas más importantes de su vida se conocieran, pero tenía miedo de presionar a la otra mujer. —Sí. —Sydney sonrió tímidamente y luego guiñó un ojo—. Creo que conviene que conozcan a la persona con la que tienes intención de vivir, ¿no? —Oh... —dijo la mujer más alta, y la inspectora rubia se echó a reír.
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Capítulo 8
Sydney jugueteaba nerviosa con las manos, incapaz de dejar los dedos quietos en el trayecto de ida al restaurante esa noche. Aunque había tenido varios días para hacerse a la idea, seguía nerviosa ante la perspectiva de conocer a los padres de Alex. A pesar de que su amante intentaba tranquilizarla, tenía miedo de cómo iban a recibirla, y para parecer menos ignorante, había investigado discretamente a la familia. Por desgracia, lo que había averiguado sólo le había servido para ponerse más nerviosa. La información fue muy fácil de obtener, pues el matrimonio llevaba una vida destacada en la alta sociedad de Seattle. Warren Marshall era un conocido abogado que dirigía un bufete que representaba a bastantes personas importantes del gobierno. Marie, la matriarca de la familia, era miembro activo de varios comités nacionales que recaudaban millones de dólares al año para las diversas organizaciones benéficas apoyadas por el matrimonio. Todo lo que descubrió sobre el matrimonio reforzó su convencimiento de que eran una pareja formidable. Una pareja que vivía de acuerdo a unos criterios morales muy elevados. Eran un matrimonio amable muy apreciado en la comunidad y que nunca dejaba que su opinión personal nublara su buen juicio. Esperaba que en su propio caso eso fuese cierto, porque todo lo que había averiguado había hecho que se sintiera totalmente intimidada. Sydney nunca había dado gran importancia al dinero, pues consideraba que ya tenía suficiente si podía pagar las facturas y contar con algo extra para permitirse los lujos que a veces deseaba. Sabía que la mayoría de la gente la consideraría pobre, pues a fin de cuentas su sueldo de policía no 251
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era enorme, lo cual era el motivo de que muchos de sus compañeros casados tuvieran un segundo trabajo. Suspiró, sintiendo una pesadumbre desconocida. Ya sabía que los Marshall eran ricos, pero su riqueza llegaba a unos extremos que ni se había imaginado. Su propia falta de bienes nunca le había planteado problemas, pero ahora tenía miedo de que los padres de Alex no vieran con buenos ojos su relación con su hija. Como si percibiera su inquietud, la otra mujer alargó la mano y estrechó la mano más pequeña. —Tranquila, tesoro, no es más que una cena.
—Alex le sonrió
tranquilizadora. —Para ti es fácil decirlo —contestó Sydney—. No son mis padres con quienes vamos a cenar. —¿Te crees que me fue fácil ir a ver a tu hermana? —preguntó la mujer más alta con intención, y la rubia tuvo que reconocer que su amante tenía razón—. Por cierto, ¿te he dicho ya lo guapa que estás? —Sólo una docena de veces —fue la sonriente respuesta, y la mujer más menuda sintió que sus temores disminuían. Se miró la ropa. Había pasado mucho tiempo eligiendo lo que se iba a poner y por fin eligió una chaqueta roja de seda con falda a juego para la ocasión. Un jersey negro de cuello alto y un collar de perlas completaban el conjunto. Se había recogido primorosamente el pelo en una trenza que le caía por la espalda. Echó una mirada a su compañera. Alex iba vestida con un jersey negro de cuello alto, pantalones a juego y una chaqueta roja encima. Con el largo pelo oscuro suelto sobre los hombros estaba guapísima, y Sydney se quedó mirando largo rato a su amante. Ellas no se daban cuenta, pero su 252
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diferencia de estatura y colorido hacía que formaran una pareja bellísima. Cosa que fue justamente lo que pensó Marie Marshall en cuanto las vio entrar en el restaurante. El corazón le dio un vuelco al verlas y estrechó los ojos al fijarse en la pareja que esperaba en el recibidor a que el maître las acompañara a su mesa. Se fijó en la forma en que su alta hija cogía la mano de la mujer más menuda y la mirada íntima que intercambiaban. Había química, un vínculo invisible que envolvía a la pareja. Era tan fuerte que casi se podía tocar. Supo en ese instante que había perdido a su hija por la otra mujer, y al darse cuenta, se sintió atravesada por una intensa punzada de celos. Nunca habían tenido una relación tan estrecha como ella habría querido y Marie solía envidiar a sus amigas y la relación que tenían con sus propias hijas. Recorrió el restaurante con la mirada y vio que no era la única que había advertido la entrada de la pareja. Había otros, hombres y mujeres, que las miraban mientras cruzaban despreocupadas la sala, y sus expresiones reflejaban lo que pensaban. Vio una mezcla de pasmo y sorpresa, pero nada del odio o el asco que se había imaginado. —Recuerda, no son unos estirados —le susurró Alex a su compañera, mientras seguían al maître por el restaurante hacia la mesa donde ya estaban sentados sus padres. Como para recalcarlo, levantó la pequeña mano y la besó, para tranquilizar a su compañera. Sydney sonrió agradecida, pero no le dio tiempo de decir nada, pues llegaron a la mesa y vio los rostros de las personas que habían creado a su amante. Había parte de los dos en la mujer más joven.
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—Mamá, papá, me gustaría presentaros a Sydney Davis. —Alex se encargó de las presentaciones—. Sydney, estos son mis padres, Marie y Warren Marshall. Todos se estrecharon la mano cortésmente e intercambiaron las frases habituales antes de sentarse para pedir la cena. Ya había una botella de vino frío abierta y Warren sirvió una copa a cada joven, cosa que Sydney agradeció e inmediatamente bebió un poco. —Sydney, Alex no nos ha contado gran cosa sobre ti —dijo Marie, iniciando la conversación más personal en cuanto pidieron la cena. —La verdad es que no hay mucho que contar —dijo Sydney con una leve sonrisa—. Me levanto por las mañanas, voy a trabajar y vuelvo a casa por la noche. —¿Tienes familia en la ciudad? —No. —La rubia se preguntó cuánto debía contar a estas personas. Quería causar buena impresión, pero también quería decir la verdad. Si iba a vivir con su hija, había muchas posibilidades de que sus secretos salieran a la luz, por lo que decidió ser sincera desde el principio de lo que esperaba que llegara a ser una larga relación—. Mi hermana vive en el norte y hace diez años que no veo a mi padre. Lo último que supe era que se trasladaba a California. —¿Y tu madre? —preguntó Marie con cautela. —No la veo desde que tenía siete años —fue la franca respuesta, y la mujer mayor asintió al tiempo que dirigía una mirada de reproche a su hija, comunicándole a la chica con esa sola mirada que tendría que haber sido más clara con la situación de su compañera. Sydney captó la mirada y la interpretó correctamente—. No suelo hablar con la gente de mi vida 254
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privada, y las personas con las que sí hablo respetan mi intimidad y no dicen nada —dijo suavemente. Marie se sorprendió un poco al ver que la chica defendía a su hija. —Tengo
entendido
que
juegas
al
baloncesto
—intervino
Warren
rápidamente, notando la tensión que se había creado. Quería evitar cualquier tipo de escena a toda costa, decidido a mostrar su apoyo a la situación de su hija—. ¿Te ha contado que ella jugaba en la universidad? —Sí. —Sydney agradeció el cambio de tema. En su cara asomó una sonrisa pícara al mirar a su compañera de reojo y ver su expresión azorada—. Averigüé a mi pesar que también estuvo en la selección nacional. —¿Cuánto dinero te sacó? —preguntó el hombre riendo. —¿Dinero? —Sí. —Warren no lograba disimular su regocijo ni su orgullo al mirar a su hija—. Le gusta elegir a un incauto y desafiarlo para echar un partido y así le saca todo el dinero que puede. Ni me imagino la cantidad de dinero que debe de haber ganado con este sistema. —Me machacó en la cancha, pero no nos apostamos nada de dinero —dijo Sydney, recordando el partido que habían jugado. El hombre pareció sorprenderse y se echó a reír con ganas. —Pues sí que le debías de gustar. El comentario hizo que la morena se sonrojara un poco y Alex se apresuró a cambiar de tema de nuevo. La cena resultó agradable y Sydney notó que se iba relajando. Warren tenía un agudo sentido del humor y en más de una ocasión las hizo llorar 255
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Traducción: Atalía
de risa al contar las hazañas de su única hija. Alex superó la humillación con elegancia. Marie
se
conformó
con
mantenerse
un
poco
aparte
y
observar,
escudriñando a la pareja con sus despiertos ojos marrones. La mujer más baja era muy guapa, con esa cara en forma de corazón y esos relucientes ojos verdes que miraban a su hija con auténtica adoración. Las dos mujeres parecían muy diferentes, pero al mismo tiempo era como si encajaran a la perfección. Hasta sus personalidades parecían complementarse, pues la comunicativa simpatía de la rubia compensaba el talante estoico de su hija. Era extraño lo bien que parecían encajar y en cierto modo eso no hacía sino aumentar su antipatía hacia la mujer menuda. —¿Cómo fue tu infancia? —Marie volvió a dirigir la conversación hacia su invitada cuando hubo una pausa. A pesar de todo lo que se había hablado, seguían sin saber gran cosa sobre esta desconocida. —Tuve mis problemas —confesó Sydney—. Mi padre estaba todo el día trabajando, de modo que era mi hermana la que tenía que cuidar de mí. Salíamos con sus amigos, que eran todos bastante mayores, por lo que como es lógico aprendí algunas cosas antes que la mayoría de los niños. Por suerte, no me metí en ningún problema que pudiera haberme echado a perder la vida. Marie se dio cuenta de que la respuesta no era muy precisa. La experiencia le dijo que ahí había algo más que no se había mencionado y sintió cierta inquietud, pero sabía que no debía insistir sobre el tema. Se daba cuenta de que la mujer más joven procedía de un entorno inestable y por eso se dijo a sí misma que la chica no le convenía en absoluto a su única hija.
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Al final de la cena, cuando se disponían a marcharse, Sydney decidió ir al cuarto de baño antes de partir. Se sorprendió un poco cuando la mujer mayor la siguió, pues tenía la clara impresión de que no le caía bien a Marie Marshall. Salió del cubículo y fue al lavabo para lavarse las manos, consciente de que la madre de Alex se estaba retocando el maquillaje en el espejo. La mujer mayor era guapa, y al mirarla, Sydney se hizo una idea del aspecto que iba a tener su amante en el futuro. Sus ojos se encontraron en el espejo y la rubia se ruborizó cohibida. —Me gustaría darle las gracias —dijo Sydney a toda prisa, sintiéndose incómoda. —¿Por qué, querida? —Marie parecía sorprendida. —Por decirle a Alex que siguiera lo que le indicaba su corazón. Sé lo difícil que tiene que haber sido para usted, sobre todo porque no aprueba su estilo de vida. La improvisada muestra de gratitud era algo que no se esperaba, y por un instante la mujer mayor se quedó sin habla. Era fácil cuando no sabía qué cara tenía la persona a la que quiere Alex, pensó Marie, mirando a la chica con ojo crítico. —Alexandria es mi única hija y hubiera preferido que se enamorara de un hombre, no de ti, pero ahora la veo más feliz que nunca, y como tú eres la causa, debería estarte agradecida... —¿Pero? —Sydney sabía que había algo más. —Pero no puedo evitar pensar que no eres adecuada para mi hija —dijo Marie con brutal franqueza, cediendo a sus celos—. Vienes de un entorno 257
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difícil y me temo que por ese motivo, vas a acabar haciéndole daño y eso, señorita Davis, es algo que no pienso tolerar. Quiero a Alexandria y sólo deseo lo mejor para ella, de modo que te lo advierto, si le partes el corazón, te arrepentirás. Sin decir nada más, la mujer se volvió y salió del baño a largas zancadas, dejando a Sydney plantada ante el espejo, muda de asombro. Cerró los ojos y respiró hondo varias veces, controlando las lágrimas que amenazaban con derramarse. Se había esforzado mucho por conseguir caerles bien a estas personas y no lo había logrado. El dolor que sentía al darse cuenta de ello era increíble. Marie se reunió con su hija fuera del restaurante, donde la chica estaba esperando con su padre a que el aparcacoches les trajera sus vehículos. Advirtió que Alex miraba por encima de ella, buscando a la mujer más menuda. —No habría estado mal que hubieras tenido la cortesía de hablarnos un poco de tu amiga antes de presentárnosla. Nos habríamos ahorrado ciertos momentos de incomodidad —dijo la mujer secamente, distrayendo a la chica. —Lo siento, mamá, no se me ocurrió. —Alex suspiró—. La verdad es que Sydney no habla mucho de su familia. No tuvo una infancia muy buena. Su madre abandonó a la familia cuando ella era muy pequeña, su padre era alcohólico y su hermana está en estos momentos cumpliendo cadena perpetua en la cárcel por asesinar a un patrullero. Ha tenido una vida difícil y tuvo problemas cuando era menor, pero ha enderezado su vida. —Parece una joven muy asombrosa —dijo Marie en voz baja, disimulando apenas el sarcasmo que sentía.
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—Sí que lo es —asintió Alex tomando aliento con fuerza, sin ocultar la emoción que sentía y totalmente ajena a los auténticos sentimientos de su madre. —Me gusta, Alex —intervino Warren cuando el encargado le trajo su coche—. Será un buen miembro de la familia. —Gracias —susurró la joven, agradecida por su aceptación. —Me imagino lo que van a ser los almuerzos familiares a partir de ahora. —El hombre se echó a reír—. Si es tan competitiva como tú, tus hermanos lo van a pasar fatal. Alex se echó a reír, pues sabía a qué se refería su padre. Estaba convencida de que su primera reunión acabaría sin duda con un partido de baloncesto. Sonrió al pensar en la cantidad de dinero que podría sacarles a sus hermanos. Cogió las llaves que le tendía el aparcacoches y luego besó a su madre en ambas mejillas y saludó a su padre cuando éste se sentaba al volante de su propio Mercedes. Estaba encantaba de cómo había ido la velada. Cuando Sydney apareció, la otra pareja ya se había ido y se sintió aliviada por ello. Había tardado mucho en serenarse, pues no quería que su compañera se enterara de lo que había ocurrido. —¿Estás bien? —preguntó Alex preocupada al ver la expresión extraña de su compañera cuando la chica se montó en el jeep. —Sí, es que me duele un poco la cabeza —mintió Sydney, mirando fijamente al frente—. Tus padres parecen muy agradables. —A mí me gustan —asintió la morena, riendo por lo bajo al recordar lo último que había dicho su padre. 259
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Traducción: Atalía
—Te quieren mucho —continuó la rubia y se volvió para mirar a su compañera, que estaba concentrada en el tráfico de la calzada. —Y tú les has caído bien —dijo la mujer más alta, alargando la mano libre para agarrar la mano más pequeña y estrecharla con gesto reconfortante. Sydney no dijo nada para desmentir la afirmación, aunque sabía que no era cierta. Alex estaba convencida de que sus padres la habían aceptado y ella no iba a hacer nada para quitarle esa idea. Ya se había enfrentado a situaciones hostiles en otras ocasiones y ésta sería una más. En la mente de Alex el encuentro con sus padres había salido mejor de lo que esperaba, aunque no tenía motivos para pensar que no iba a ser así. Quería y respetaba a su familia y sentía lo mismo por Sydney, de modo que no había motivo alguno de preocupación. Sin embargo, no se hacía tantas ilusiones con respecto al almuerzo que iba a tener con el jefe de policía. Esperó hasta Año Nuevo para quedar con él. Sydney se había comprometido a trabajar durante las fiestas, pero así y todo lograron estar juntas, escabulléndose para subir a la azotea de la comisaría y recibir el nuevo año con una copa de champán sin alcohol y un beso. Fue una noche maravillosa a pesar del entorno y pensó que simplemente se debía a que habían estado juntas. Apartó sus pensamientos de su compañera y se concentró en el mal trago que la esperaba. Sabía que podía mantener en secreto su relación con Sydney, pero también sabía que eso no sería justo para el hombre que había depositado su confianza en ella. Lo único que esperaba era que George no pensara muy mal de ella. Su opinión siempre le había importado mucho.
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—Bueno, Alex, ¿qué te cuentas? —dijo el hombre para iniciar la conversación una vez terminaron con los saludos. Conocía bien a la joven y sabía que para que ella lo llamara tenía que tratarse de un problema muy serio. Un problema que ella no podía resolver. —Tenemos un problema, George —dijo Alex, confirmando sus sospechas— . Estoy enamorada. —Felicidades. —El hombre mayor sonrió divertido ante su confesión, aunque algo confuso—. Pero no veo que eso sea un problema. Alex le sonrió crípticamente. —El problema no es que esté enamorada, George, el problema es que estoy enamorada de un miembro de mi cuerpo de inspectores. —Ohhh. —El rostro del hombre se fue llenando de comprensión al caer en la cuenta de la gravedad de la situación—. Eso sí que es un problema. —Sí —contestó ella con seriedad, empujando la comida por el plato con el tenedor. —Si me permites que te lo pregunte, ¿desde cuándo existe este problema? —Llevamos saliendo unos tres meses. El hombre frunció los labios pensativo y sus ojos grises se estrecharon mientras miraba a la mujer sentada frente a él. Conocía a Alex lo suficiente como para saber que no se trataba de un capricho pasajero. No habría puesto su carrera en peligro por un simple revolcón. En ese sentido, no se parecía en nada a muchos de sus colegas. —¿Te importa que te pregunte quién es?
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—Ése es el segundo problema, George. —Alex tragó con dificultad, frotándose la sien un momento. No había hablado de esto con Sydney y esperaba no traicionar la confianza de la otra mujer al revelar este secreto—. Soy lesbiana. —Ohh... —Esto lo dejó casi tan petrificado como la primera noticia. Su mente empezó a repasar la lista de inspectores que trabajaban en la Unidad de Homicidios, preguntándose con quién podía mantener una relación esta mujer si era lesbiana. Todos los inspectores eran varones, salvo...—. Sydney Davis —dijo, pensando en voz alta. —Sí. —La mujer asintió solemnemente, sintiendo casi alivio al confesarlo. —Por Dios, Alex, ¿es que no sabes lo que estás haciendo? —explotó el jefe al asimilar plenamente el impacto de lo que le estaba diciendo. Intentó controlar sus emociones—. Tenemos normas que prohiben este tipo de cosas. ¿Pero en qué estabas pensando? —No estaba pensando —reconoció Alex, preguntándose si la reacción habría sido distinta si su relación hubiera sido con uno de los inspectores varones. —Eso es evidente —farfulló el hombre—. ¿Pero te das cuenta de lo que podría pasar si rompéis? Podría hundir al departamento. —Sydney no es así —dijo, defendiendo a la mujer ausente. Sabía lo que podría pasar si rompían, pero confiaba firmemente en su joven amante. —Joder, Alex, eso no lo sabes, nadie puede predecir lo que va a pasar cuando hay una ruptura —dijo George, mostrando su irritación—. Yo creía que estabas por encima de esas cosas.
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—¿Por encima de qué, George, de enamorarme? —preguntó la mujer alta con rabia, incapaz de disimular el dolor que sentía por su comentario. —No... —El hombre se dio cuenta inmediatamente de su metedura de pata—. No me refería a eso. —¿Entonces a qué te referías? —A todo. —El hombre agitó una mano en el aire—. Esto no es propio de ti. —Supongo que tienes razón. —Suspiró—. Si va a ser un problema, dimitiré. —Dios, no empieces a decir que dejas tu trabajo —continuó el hombre con el mismo tono de voz. A pesar de lo que acababa de confesar, no quería perder a la mujer. La Unidad de Homicidios nunca había estado mejor. La tasa de resolución de casos había aumentado en un cincuenta por ciento y el equipo entero de inspectores parecía contento. Hasta las quejas de la oficina del fiscal habían disminuido. No quería perder la estabilidad que la presencia de la mujer había logrado—. La trasladaremos a otro departamento. —No. —Alex rechazó la oferta—. Sydney es buena inspectora y le gusta su trabajo. No quiero que se la castigue por esto. Si alguien se traslada, debería ser yo. —Venga, Alex, usa el sentido común, tú eres más valiosa que ella — argumentó el jefe—. No quiero perderte. —Pues tendremos que llegar a un compromiso —dijo la mujer—, porque si se trata de elegir entre Sydney y mi trabajo, me voy.
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El hombre la miró atentamente. No pensó ni por un instante que estuviera tirándose un farol. Sabía que Alex no soltaba amenazas que no estuviera dispuesta a cumplir. Si decía que se iba, se iba. —Vale, no nos apresuremos. ¿Cuánto tiempo hace exactamente que os veis? —Más de tres meses —repitió Alex, y el hombre la miró atentamente. —Debo deducir entonces que la cosa va en serio y que no es un capricho pasajero, ¿no? —Vamos a vivir juntas —contestó sin rodeos. —¿Lo sabe alguien más? —No que yo sepa —replicó con sinceridad—. Hemos intentado ser discretas. Para el hombre era evidente que lo habían conseguido. Era normal que por el departamento circularan siempre rumores de todo tipo, pero no se había comentado nada de tipo romántico sobre las dos mujeres. Tal vez fuese posible mantener callado todo el asunto. —Si nadie sabe nada, ¿por qué me lo has dicho? —Sentía curiosidad, al darse cuenta de que la mujer podría haber mantenido su relación en secreto. Sabía que se había arriesgado mucho al comunicarle la situación. —Te respeto, George, y no quería que esto te pillara desprevenido si alguna vez salía a la luz. —Te agradezco la consideración —comentó con seco humor, mirándola durante largos segundos—. En contra de mi criterio, no voy a hacer nada. Eres inteligente, Alex, y me sorprende verte en una situación como ésta, 264
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pero he aprendido a fiarme de tu juicio. Voy a seguir fiándome de ti en esta ocasión y a fingir que no sé nada. Sin embargo, si ocurre algo, no sé si voy a poder protegerte. —No espero que lo hagas —dijo la mujer. —Te lo agradezco. —El hombre asintió y luego añadió como advertencia—: Ten cuidado, Alex, hay otras personas en el departamento que no serán tan indulgentes. En términos generales, el encuentro no había ido tan mal como Alex se temía, y regresó a la comisaría sintiéndose más contenta de lo que esperaba. Buscó inmediatamente a su compañera, insegura por lo que la mujer más joven pensaría sobre lo que había hecho. Encontró a la rubia inspectora en el vestuario. —¿Qué tal ha ido tu reunión con el jefe? —preguntó Sydney cuando la capitana se sentó en un banco. —Mejor de lo que me esperaba —reconoció la mujer de más edad, y luego miró pensativa a su compañera—. Le he contado lo nuestro. —Oh... —fue lo único que se escapó de los labios fruncidos—. ¿Y qué ha dicho? —No le ha hecho gracia —dijo con franqueza, sintiendo una acometida de alivio. Se había imaginado una reacción algo distinta por parte de su joven amante. —¿Va a ser un problema? —No lo sé.
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Sydney se quedó callada un buen rato mientras reflexionaba sobre esa respuesta. Sin darse cuenta, alzó la mano y se frotó un lado de la nariz, al tiempo que se le arrugaba la frente con un ceño. Era un gesto familiar y encantador, y Alex tuvo que reprimir el impulso de sonreír. —No quiero que tengas problemas, Alex —dijo por fin la mujer más joven con un suspiro, y por un instante los ojos azules y verdes se encontraron— . Si va a ser un problema, pediré un traslado. —No. —La capitana sonrió a su amante con ternura—. No va a hacer nada, siempre y cuando sigamos siendo discretas. —¿Va a afectar a nuestra vida en común? —preguntó Sydney titubeando. —Yo no permitiría que nada afectara a eso —contestó Alex sinceramente—. ¿Cuándo crees que estarás preparada para mudarte? —Este fin de semana. —La rubia dejó que una sonrisa iluminara su rostro. —¿Necesitas ayuda? —Alex no podía disimular sus ganas, y la sonrisa de la mujer más menuda se hizo más amplia. —No, tú asegúrate de que hay sitio para mis cosas. —En ese caso, será mejor que me vaya a casa y empiece a hacer sitio en los armarios. —La capitana le devolvió la sonrisa al tiempo que se levantaba, y luego añadió esperanzada—: ¿Te veo más tarde? —Cuenta con ello —fue la solemne promesa. Sydney se quedó mirando a su amante mientras ésta se alejaba. Estaba nerviosa y emocionada al mismo tiempo, temerosa de estar cometiendo un error al irse a vivir con Alex cuando llevaban tan poco tiempo de relación.
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Al fin y al cabo, nunca había vivido con nadie, y no sabía cómo se iban a adaptar a los cambios que esto supondría para la vida de las dos. Pasó la semana sin pensar apenas en lo que estaba haciendo, pero arreglándoselas de todas formas para tomar las decisiones adecuadas. Era jueves cuando llegó a su mesa una nota curiosa. Acababa de volver de un aviso y se encontró el mensaje y el fax al lado de su ordenador. —¿Cuándo ha llegado esto? —preguntó, mirando a los otros inspectores que había en la sala. —Hace unas horas —dijo Norm, echándose hacia atrás en la silla—. Ese policía de Vancouver con el que hablaste por lo del caso Kennedy ha llamado para decir que te había conseguido más información sobre Lucas Andersen. Sydney asintió y se sentó, abrió la carpeta y se tragó todos los detalles con voracidad. Por mucho que lo intentara, no lograba quitarse de la cabeza la imagen del pequeño Tommy Kennedy. Quería resolver este caso más que ningún otro. Quería atrapar al hombre que había secuestrado, maltratado y finalmente matado a ese niño. Descolgó el teléfono y marcó el número que el otro agente había incluido en el fax. —Parecer ser que nuestro tipo tiene una cabaña apartada en las montañas de su zona —le dijo su colega canadiense tras intercambiar los saludos pertinentes—. Un pariente lejano, un primo, nos ha dado la información. Por desgracia, ha estado fuera del país hasta hace unos días y no sabía que estábamos buscando a Andersen. —Maldita sea —murmuró Sydney, repasando ya mentalmente todas las posibilidades—. Si es cierto, entonces seguro que se ocultó allí después de secuestrar al niño.
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—Y es más que seguro que ahora se esté ocultando allí —continuó el hombre del otro lado del teléfono. —¿Les ha dicho dónde estaba la cabaña? —quiso saber ella. —No recordaba el lugar porque sólo ha estado una vez hace mucho tiempo, pero sí que dijo que sus primos de Seattle sabían dónde estaba. —Siempre he sospechado que Eddie Williams no nos estaba diciendo toda la
verdad
—suspiró
Sydney,
decidiendo
lo
que
iba
a
hacer
a
continuación—. Creo que voy a hacer otra visita a los primos y esta vez no voy a ser tan amable. —Me parece bien —asintió el hombre—. Hágame saber lo que pasa. —Claro —le prometió la mujer antes de colgar. Echó un vistazo al reloj. Eran las seis de la mañana y el amanecer estaba empezando a teñir el cielo. No veía motivo para esperar a despertar a la pareja en cuestión. Como era de esperar, Eddie Williams y su mujer, Alice, todavía estaban en la cama cuando aporreó la puerta de su casa. Acudió el hombre, vestido tan sólo con unos calzones blancos y una camiseta. Sin darle ocasión de decir nada, lo agarró del brazo y le dio la vuelta de un tirón, le puso unas esposas y luego se lo entregó a los dos patrulleros que esperaban detrás de ella en los escalones. —Oiga, ¿qué pasa? —balbuceó el hombre, atónito por lo que estaba pasando. —Queda usted detenido como cómplice del asesinato de Tommy Kennedy —replicó Sydney, indicando a los agentes que se llevaran al hombre al coche aparcado en la acera.
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—Yo no le hice nada a ese niño —protestó el hombre mientras se lo llevaban. —¿Qué está pasando? —preguntó una voz más suave, y Sydney se volvió y se encontró con la mujer del hombre que se había despertado por el jaleo. —Su marido queda detenido como cómplice del asesinato de Tommy Kennedy. —Mi marido no sabía nada de lo que estaba haciendo Lucas —dijo la mujer, proclamando la inocencia del hombre. —Su marido sabía que Lucas tenía una cabaña en el vecino condado de Dade. El hecho de que no revelara dicha información me hace creer que también podría saber dónde está el señor Andersen. —No —exclamó la mujer ahogadamente, con los ojos dilatados mientras miraba el coche patrulla donde su marido estaba sentado en el asiento trasero. En su cara se veía el pánico. —Sí, señora Williams, su marido va a tener graves problemas si continúa protegiendo a su primo. Ahora mismo, mis superiores en comisaría están replanteándose el papel que ha tenido en todo esto. Se podría enfrentar a cargos muy graves, una acusación de asesinato, sobre todo en el caso de un niño de siete años, no es algo con lo que le convenga jugar. —Es mentira, es todo mentira. —No, señora, con la información que tenemos, podríamos acusarlo en firme y lo único que le va a servir de ayuda es que empiece a cooperar. Sólo así empezaremos a creer que su marido no ha estado implicado en todo este asunto.
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La mujer parecía aterrorizada y sus ojos asustados estaban clavados en el hombre medio desnudo que estaba sentado en la parte trasera del coche patrulla. Volvió la mirada preocupada hacia la inspectora rubia. —¿Puedo hablar con mi marido? Bingo, pensó Sydney, esforzándose por no sonreír. —Claro, adelante.
*
*
*
*
*
Alex llegó al trabajo temprano esa mañana. Como de costumbre, sus ojos se dirigieron automáticamente a la mesa de Sydney, y se sintió decepcionadísima al ver que estaba vacía. Tras dejar el maletín en su despacho, cruzó el pasillo para hablar con el teniente de servicio durante el turno de noche. —¿Hay algo que deba saber? —preguntó con aire indiferente, hojeando los informes de incidencias de la noche. —No, hemos estado bastante tranquilos —dijo el teniente Howe, contento de estar a punto de irse a casa—. Davis ha traído a Eddie Williams para interrogarlo sobre el caso Kennedy. —Creía que había decidido que no tenía nada que ver —murmuró Alex, estrechando los ojos y torciendo el gesto. —Cree que sabe más de lo que dice. Recibió un fax de Canadá sobre una cabaña que tiene Andersen en las montañas. Parece que este tipo lo sabía —dijo el teniente—. Si le interesa, lo tiene en la sala de interrogatorios número tres.
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—Gracias. —Alex asintió y, tras desear un buen día al hombre, se dirigió por el pasillo a las salas de interrogatorios. Sydney salía de una de las salas justo cuando ella llegaba. —Hola —le dijo la capitana a la mujer más joven, incapaz de disimular su tono cariñoso. —Hola tú. —Las facciones cansadas de Sydney se iluminaron de repente al ver a la mujer más alta. Se echó hacia delante y las dos entrechocaron la frente, pues sus cuerpos necesitaban ese mínimo contacto físico. —¿Cómo vas? —preguntó Alex, cruzándose de brazos para intentar reprimir las ganas de abrazar a la mujer más joven. Miró dentro de la sala por encima del hombro de la mujer más baja y vio a un hombre medio desnudo hundido en una silla. —Bien —contestó la rubia, muy satisfecha de sí misma a pesar del cansancio que se estaba apoderando de todos sus sentidos—. Me ha llamado la Policía Montada de Canadá de Vancouver. Han descubierto que Lucas Andersen tiene una cabaña cerca de aquí, en el condado de Dade. He motivado al señor Williams para que nos dé un plano detallado de dónde se encuentra. Al parecer, la ha usado mucho en el pasado. —¿Tú crees que Andersen está allí? —Parece el sitio perfecto para esconderse —dijo Sydney encogiéndose de hombros—. En cualquier caso, estaba a punto de ocuparme de todo el papeleo necesario para ir a echar un vistazo al lugar. —Necesitarás ayuda de la policía local —le recordó Alex pensativa.
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—Sí, conozco a un tipo que trabaja ahí. Lo iba a llamar. —La rubia titubeó—. Seguramente voy a tener que ir allí mañana nada más terminar mi turno. Alex se quedó callada mientras reflexionaba sobre la situación. Mañana era sábado y el día que habían reservado para trasladar la mayor parte de las cosas de Sydney al piso de Alex. Miró a su amante y vio la expresión pensativa de los ojos verdes que la estaban mirando. —Escucha, prepáralo todo y luego vete a casa y duerme un poco —dijo la capitana, tomando una decisión—. Mañana iremos juntas a ese sitio. —¿Estás segura? —preguntó Sydney, y Alex se dio cuenta de que la mujer más joven se refería a algo más que el viaje fuera de la ciudad. —Sí. —La morena sonrió relajadamente, asegurándole a su amante que estaba contenta con la situación—. Además, si detienes a este tipo, necesitarás que alguien te ayude a traerlo. —Me parece buena idea —asintió la mujer más menuda, agradecida de que su amante no estuviera enfadada. —Ahora vete —la instó Alex antes de darse la vuelta y alejarse—. Llámame más tarde. —Sí, jefa. —Sydney la saludó cuadrándose en broma.
*
*
*
*
*
Había un trayecto de tres horas en coche para llegar al condado de Dade, y salieron de Seattle cuando los primeros rayos del sol acariciaban el horizonte. Hacía un día inesperadamente despejado, y Alex contempló el panorama, maravillada por la belleza natural que las rodeaba. Era enero, 272
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pero estaba todo exuberante y verdísimo y el rocío soltaba destellos en la hierba bajo la brillante caricia del sol. Miró de reojo a su compañera y se le hinchó el corazón de emoción, al tiempo que sus labios esbozaban una ligera sonrisa. Habían salido en cuanto Sydney terminó su turno oficial y ella se empeñó en conducir, porque sabía que su compañera estaba cansada tras una larga noche de trabajo. La menuda rubia iba ahora acurrucada en el asiento del pasajero, con la cabeza apoyada en la ventanilla y la cazadora bien ceñida alrededor del cuerpo. Estaba tan preciosa y tenía un aire tan inocente que Alex se moría por poder despertarse todas las mañanas y quedarse mirando a su compañera dormida. Volvió a prestar atención a la carretera. Había tenido que insistir para convencer a la rubia de que no estaba molesta por el cambio de planes. Sabía mejor que nadie cómo iba a interferir el trabajo en su vida. Además, sabía lo importante que era este caso para la joven y no estaba dispuesta a dejar que sus motivos personales afectaran a la forma de trabajar de la otra mujer. Al final, Sydney se pasó durmiendo la mayor parte del viaje y luego se sintió avergonzadísima cuando su compañera la despertó por fin al llegar a su destino. Se atusó el pelo suelto con los dedos, sintiendo un cosquilleo en la piel. Miró a su compañera de reojo. —Tendrías que haberme despertado —afirmó. —¿Por qué? —preguntó Alex, enarcando las cejas con aire risueño—. Estabas cansada, necesitabas descansar. —Pero te has quedado sola —protestó la rubia. 273
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—No me ha importado —le aseguró la capitana con una sonrisa sincera—. Ha sido un viaje agradable. Sydney recordó una vez más todas las razones por las que amaba a esta mujer. —Te quiero —dijo simplemente. —Lo sé —contestó Alex, sonriendo aún más. Se reunieron con las autoridades locales y diseñaron un plan de acción antes de subir a la montaña por un recóndito camino de leñadores que se adentraba en el bosque. Todos los que componían el grupo se sentían nerviosos y expectantes cuando se detuvieron a unos cien metros de la cabaña, aparcando detrás de un espeso seto de matorrales jóvenes. Sin hacer ruido, se desplegaron en círculo alrededor de la propiedad, avanzando en silencio hacia la apacible cabaña que se alzaba sobre una suave loma que daba a un pequeño valle. El lugar parecía vacío, pero no iban a correr riesgos, y se acercaron furtivamente y con cautela al edificio. Sydney respiró hondo un par de veces, aspirando el aire gélido en los pulmones al tiempo que aferraba la pistola con la mano. Aunque el cielo estaba despejado y brillaba el sol, la densa vegetación y los abetos proyectaban una tenue sombra por todo el lugar. Miró a Alex y asintió con la cabeza antes de subir al porche a hurtadillas y colocarse al lado de la puerta de entrada. Llamó golpeando con fuerza la madera. —Policía, abran —gritó para que no hubiera forma de que no la entendieran. Pero tras su grito sólo hubo silencio. Miró a su compañera y repitió el anuncio.
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—Creo que está vacío —dijo Alex cuando no hubo respuesta, y asintió al patrullero que las había seguido. Se apartaron cuando el hombre subió corriendo los escalones con el pequeño ariete que se usaba para entrar en lugares cerrados. La puerta cedió fácilmente bajo el asalto y Alex y Sydney entraron con cautela en la cabaña, con las pistolas preparadas. Con gran decepción, vieron que el lugar estaba vacío, aunque un registro minucioso reveló que había estado ocupado recientemente. —Gracias —dijo Alex, despidiendo a los patrulleros una vez recogieron todas las pruebas que pudieron encontrar. Los hombres asintieron y regresaron a sus coches, dejando a las dos mujeres a solas. —¿Qué opinas? —preguntó la capitana, curiosa por saber lo que se le estaba pasando a la rubia inspectora por la mente. La mujer había estado inusitadamente callada. Sydney se dejó caer en una de las sillas y contempló el lugar con ojos cansados. Era un edificio sencillo formado por una sola habitación. Una litera y un viejo sofá eran los únicos muebles, además de la mesa y las sillas de madera del rincón. Había una chimenea en una pared y una bomba manual de agua en el fregadero. —Creo que Williams le ha dado el soplo —contestó con amargura. —No, yo no lo creo —dijo la mujer más alta, rechazando la idea—. Nuestro sospechoso ha estado aquí, pero hay mucho polvo, y eso indica que fue hace un tiempo. —Me da igual —soltó la mujer más menuda, dejando escapar parte de sus emociones—. No me cabe duda de que ha estado aquí, y si Williams hubiera cantado antes, lo podríamos haber atrapado. Creo que cuando 275
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volvamos a la ciudad, voy a ir a verlo para apretarle las tuercas. Si antes ya estaba preocupado por la idea de ir a la cárcel, ahora ya se puede ir poniendo bien nervioso. —No —decidió Alex, meneando la cabeza—. Vamos a volver a la ciudad y lo vas a dejar hasta el lunes. Sydney levantó la vista para mirar a su compañera, que había cruzado la habitación y ahora estaba plantada justo delante de ella. Vio la expresión cauta de los ojos de su amante y suspiró. Hasta ahora había estado funcionando a base de adrenalina y la corta siesta que se había echado en el viaje de venida no había bastado para eliminar su cansancio. Asintió apagadamente con la cabeza. —Venga, amor, vámonos, ya tenemos todo lo que podemos conseguir aquí —dijo Alex, y alargó la mano, que la otra mujer aceptó de mala gana, dejando que su compañera la pusiera en pie. Cerraron la puerta al salir de la cabaña y regresaron caminando donde tenían aparcado el coche, con la cajita de pruebas que habían recogido. —¿Tienes hambre? Me ha parecido ver un restaurante que tenía buena pinta en el pueblo. —Me vendría bien comer algo —murmuró la mujer más baja y como respuesta, le rugió el estómago. Alex se echó a reír—. Todavía será temprano cuando lleguemos a la ciudad, a lo mejor podemos trasladar parte de mis cosas —propuso Sydney cuando se montaron en el coche. —No. —La otra mujer hizo un gesto negativo—. Cuando lleguemos, tú vas a descansar y mañana nos tomamos el día libre y vamos a casa de mis padres.
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—Pero... —La rubia se calló y miró insegura a su compañera. Sabía las ganas que tenía Alex de que se fuese a vivir con ella y no comprendía por qué ahora lo retrasaba. Además, después del último encuentro, no estaba especialmente deseosa de volver a ver a los Marshall tan pronto—. No estarás cambiando de idea sobre lo de que vivamos juntas, ¿verdad? — preguntó titubeando, todavía muy insegura con respecto al puesto que ocupaba en la vida de esta mujer. —No, quiero que vengas a vivir conmigo —le confirmó Alex—, pero estás cansada y necesitas tiempo para relajarte. No me voy a arriesgar a que caigas enferma por el agotamiento. Sydney agradeció la consideración de la otra mujer y sintió una oleada de amor que le recorría todo el cuerpo. Hacía mucho tiempo, tal vez demasiado, que nadie se preocupaba conscientemente por lo que más le convenía a ella. Sabía que Alex siempre lo haría. Esa noche se acostaron temprano, pero a pesar del sueño reparador, seguía mal preparada para visitar a los padres de su amante.
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La casa de los Marshall era una propiedad que daba al mar situada a las afueras de la ciudad, en un barrio muy selecto. Era un edificio grande con una verja de entrada tras la cual había un camino en curva que serpenteaba por entre altos abetos y corría paralelo a un césped perfectamente recortado. La casa tenía tres plantas y estaba construida al estilo colonial tradicional, con ladrillo rojo y enormes columnas blancas. Se alzaba en medio de la propiedad y detrás había una pequeña rosaleda y otro césped que bajaba en cuesta hasta la playa, donde habían instalado un embarcadero en el que ahora había dos barcos amarrados. 277
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Traducción: Atalía
A la derecha de la casa había un garaje para cuatro vehículos y un gran patio de cemento donde se había instalado una pequeña cancha de baloncesto. A Sydney no le sorprendió enterarse de que Marie y Warren habían diseñado todo aquello en persona. —Es inmenso —le dijo maravillada a su compañera, abrumada por la elegancia del lugar y sintiendo que volvía a ponerse un poco nerviosa. —Sí, bueno, teníamos que caber todos —dijo Alex, burlándose de la posición de la familia, pues no sabía qué otra cosa decir. Nunca se había parado a pensar en dónde se había criado. Para ella era simplemente su casa. Pensó en lo distinto que debía de parecerle a Sydney, que había vivido en apartamentos toda su vida. Toda la familia estaba presente, y Alex no tenía duda de que su madre los había convocado a todos especialmente para la ocasión. No le preocupaba cómo iba a recibir su familia a su amante, pues a todos los habían educado con unos modales impecables y sabía que sus padres no tolerarían otro tipo de actitud. Aunque le daba igual, porque todos sus hermanos eran de talante liberal y nadie se lo había hecho pasar mal por su forma de vivir, aunque sabía que dos de sus cuñadas no estaban muy cómodas cuando estaban con ella. Sydney prestó mucha atención a la presentación de los hermanos, sus mujeres y sus diversos hijos. No estaba muy segura de poder recordar todos los nombres, y de repente cobró conciencia del comentario que había hecho Christie sobre la estatura. A excepción de los niños, ella era la más bajita de la sala, y se sentía enana al lado de todos los demás. Se sentía muy intimidada y se alegró de que Alex estuviera allí cerca. —¿Tú eres la novia de la tía Alex? —preguntó una niña cuando por fin se sentaron a la mesa del comedor. 278
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Traducción: Atalía
Sydney estaba sentada entre Alex y una de las niñas mayores, una preciosidad delicada y morena de grandes ojos marrones. Recordó que la niña se llamaba Kim y que era la mayor de los tres hijos de Christie y Andrew. —Efectivamente —contestó algo titubeante, pues no sabía si le habían explicado la situación a la niña. —¿Te gusta? —preguntó la niña muy seria. —Muchísimo. —Sydney sonrió dulcemente y la niña respondió sonriendo a su vez. —Me alegro —afirmó la niña, y luego la observó atentamente un momento antes de echar una mirada furtiva por toda la mesa. Se acercó y Sydney la imitó automáticamente, escuchando atentamente cuando la niña continuó sus observaciones en un susurro conspirador—. Creo que eres simpática y mucho más guapa que mis otras tías, salvo la tía Alex, que creo que tiene mucha suerte de que seas su novia. —Gracias —dijo Sydney balbuceando un poco, pasmada y un poco cortada por el cumplido. —¿Estás bien? —preguntó Alex al ver la cara sonrojada de su amante. —Sí —asintió la rubia—. Pero creo que el resto del mundo va a tener problemas. Esta sobrina tuya es toda una seductora. Me acaba de decir que le parezco simpática y mucho más guapa que sus otras tías, a excepción de ti, por supuesto. —Tiene razón —rió Alex, y luego miró al otro lado de su compañera para ver a la niña, que las estaba observando fascinada. Señaló a su sobrina
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agitando un dedo delgado como advertencia en broma, con los ojos azules chispeantes de risa—. Sydney es mi novia, no intentes robármela. La niña se sonrojó, pero se echó a reír, y Sydney supo que si el resto del día acababa resultando un desastre, al menos había hecho una amiga. Por algún motivo, la aceptación de la niña hizo maravillas con su confianza y se sintió más segura de sí misma y de la situación. La comida transcurrió relajadamente, con mucho ruido y conversaciones interesantes. No tenía nada que ver con lo que se había imaginado Sydney, que observaba fascinada la forma de relacionarse de las diversas personas. Todo el mundo tenía oportunidad de expresar su opinión y sus puntos de vista eran respetados, aunque pudieran encontrarse en minoría. Sydney consiguió relajarse y divertirse y charló agradablemente con Christie, que estaba sentada al otro lado de su hija, aunque era consciente en todo momento de la presencia de la señora Marshall, sentada a la cabecera de la mesa sin dejar de observar. Cuando terminaron de comer, se retiraron al salón, donde hubo una animada conversación sobre los equipos deportivos locales. Sydney no supo cómo ocurrió, pero de repente se encontró metida en medio de un enfrentamiento entre hermanos. —Eh, un momento. —Intentó evitar que su compañera aceptara el desafío, pero en cambio notó una mano cálida en el brazo. Se volvió y se encontró a Christie a su lado sonriendo con guasa. —Olvídalo, querida, no tienes ni la más mínima posibilidad de lograr que cambie de idea —dijo la rubia más alta con una sonrisa. La mujer señaló al grupo de hermanos—. Yo nunca he visto gente más competitiva, y Alex es la peor. Creo que es por ser la pequeña y la única chica. Ha tenido que crecer compitiendo con ellos en todo. 280
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Traducción: Atalía
—Christie y yo contra Sydney y tú —se oyó la voz de Andrew por encima de las demás. —De acuerdo —asintió Alex, levantándose de la silla. —Ni hablar. No me voy a poner a dar saltos por la cancha así vestida — interrumpió Christie, señalando la delicada falda que llevaba. Miró a Sydney y le guiñó un ojo. —¿Esto ya ha pasado? —susurró Sydney con curiosidad. —Más veces de las que quiero recordar —suspiró la otra mujer, y luego sonrió, se acercó y le dijo en un susurro que sólo pudo oír ella—: Por eso ahora me pongo vestido cuando venimos a estas comidas informales. —Muy bien, pues juega con Charles —le dijo Alex a su hermano, que se la quedó mirando boquiabierto. —Venga ya, hermanita, no tengo nada contra Sydney ni contra ti, pero eso no es justo. —¿Estás haciendo un comentario despectivo sobre Sydney y yo? — preguntó Christie con aire críptico, mirando a su marido de hito en hito. —No, no, no... —Andrew se dio cuenta rápidamente de su error y miró a su mujer con aire suplicante—. No es por ofender a nadie, pero Charles y yo jugábamos equipos oficiales cuando estábamos en la universidad. —Yo también —le recordó la alta rubia a su marido enarcando una ceja. —Sí, pero venga, cielo, tú sabes que no eres tan buena como Charles — dijo el hombre, intentando suavizar la situación—. No sería justo porque, a fin de cuentas y sin ánimo de ofender, Sydney ni siquiera ha jugado baloncesto universitario. 281
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Traducción: Atalía
—No, pero estamos dispuestas a correr el riesgo —dijo Alex con una mirada taimada a su amante—. ¿Qué nos apostamos? A las dos nos gustaron esas entradas para los Sonics, ¿qué tal un abono de temporada para el año que viene? —Me parece razonable, y a cambio, si ganamos nosotros, vosotras me pagáis el abono del año que viene —dijo Andrew, y Alex asintió. Sydney se quedó mirando mientras los dos hermanos se estrechaban la mano para sellar el acuerdo. Miró por la habitación y vio las sonrisas de los demás y la expresión de triunfo del hombre. Se preguntó en qué lío las había metido su amante. —Alex, ¿tú sabes lo que cuesta un abono para los Sonics? —le susurró a su amante cuando la mujer más alta se la llevó de la habitación. —Sí —asintió la capitana con un brillo calculador en los ojos—. Pero no tengo la menor intención de pagarle el abono a nadie. —Pero si perdemos... —No vamos a perder. —La morena estaba muy segura y vio la expresión dubitativa de los ojos de su compañera más baja. Se detuvo y se la llevó a un rincón tranquilo, consciente de que los demás estaban cogiendo los abrigos para trasladarse fuera a ver el partido—. Te olvidas de que yo soy la única que sabe cómo juegan todos los presentes. Andrew no te ha visto jugar nunca. La implicación de lo que estaba indicando la mujer más alta hizo que sintiera una oleada de calor por todo el cuerpo y sacudió la cabeza. Alex se echó a reír por lo bajo y luego agachó la cabeza y atrapó sus labios en un beso apasionado.
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—¿De verdad piensas que soy tan buena? —tuvo que preguntar. —Somos tan buenas —corrigió Alex—. Por separado puede que no funcionemos tan bien, pero juntas somos un equipo invencible. —¿Y la ropa? —preguntó la mujer más menuda, y la respuesta fue otra carcajada. —Tengo nuestras bolsas en el jeep. —¿Sabías que iba a pasar esto? —la acusó Sydney, poniéndose en jarras e intentando poner cara de furia, pero incapaz de hacerla durar. —Lo sospechaba. —La otra mujer sonrió y luego alargó la mano y le revolvió el pelo rubio—. Venga, vamos a cambiarnos y demostrarles lo que valemos.
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Sydney se paseó por la pequeña cancha botando y lanzando el balón a canasta para aclimatarse. Miró a Alex. Las risas de antes habían quedado sustituidas por una expresión competitiva, expresión que reconocía de sus propios partidos. Volvió la cabeza y miró a los dos hombres altos que estaban calentando al otro lado de la pequeña cancha. Esperaba que Alex tuviera razón. Ya había confiado en ella antes y ahora confiaba en ella de nuevo. Lawrence se ofreció a hacer de árbitro y hubo muchas burlas y chirigotas amables cuando los llamó al centro de la cancha para establecer las reglas. Y entonces, con un toque de silbato y un lanzamiento al aire, empezó el partido.
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A pesar de la diferencia de estatura entre los dos equipos, estaba siendo un encuentro sorprendentemente igualado, en el que ambas partes iban marcando canastas por igual. Hacía varios años que los hombres no jugaban en serio, pero su habilidad era tal que Sydney se dio cuenta de que debían de haber sido excelentes jugadores cuando eran más jóvenes. Sin embargo, ella tenía una ventaja sobre ellos, que era su rapidez, cosa que Alex aprovechaba con inteligencia. Se intercambiaban insultos simpáticos y comentarios que hacían reír y aplaudir a los espectadores situados en las bandas. Cuando llegó el descanso, había empate en el marcador. Alex y Sydney se quedaron juntas en un lado de la cancha, bebiendo una jarra de agua que les había traído Kim de la casa. —Gracias. —Sydney le sonrió con aprecio, y la niña se sonrojó antes de salir corriendo hasta su madre, que estaba sentada en una tumbona de jardín al lado del garaje. —Ya has hecho otra conquista —dijo Alex riendo, y su amante se ruborizó. —Está siendo un partido muy igualado —comentó la mujer más baja, cambiando de tema. —Qué va. —La mujer más alta meneó la cabeza—. Sólo estamos entrando en calor. —Tal vez tú, pero yo estoy dando todo lo que tengo. —La rubia sacudió la cabeza—. ¿Por qué estás tan segura? —Porque conozco a mis hermanos —dijo la mujer más alta riendo—. Puede que todavía conserven la habilidad, pero no están en forma. Ya están empezando a cansarse.
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—¿Y tú lo sabías? —preguntó la inspectora más joven con astucia. Alex se encogió de hombros y no pudo evitar echarse a reír de nuevo. Sydney le dio un manotazo travieso a su amante en el brazo, cuyo resultado fue que la otra mujer le revolvió el pelo rubio en broma. —Qué mala eres. —Oye, yo no puedo evitar que tengan un ego tan hinchado que todavía se piensan que son unos críos —protestó la morena. —No son los únicos que tienen un ego hinchado. —¿Estás insinuando que soy arrogante? —preguntó la capitana, fingiendo ofenderse. —Chula te describe mejor —dijo Sydney, sofocando una carcajada—. Pese a lo cual, no sé por qué has pensado que podemos vencerlos. —Porque creo en nosotras —dijo Alex en voz baja y con una sonrisa seductora—. Charles y Andrew son dos personas que juegan juntas, pero tú y yo somos un equipo. Un buen equipo que seguirá junto mucho tiempo. —¿Eso es una promesa? —Ya lo creo. —Te quiero. —Sydney meneó la cabeza, incapaz de dejar de sonreír, y Alex se echó a reír, abrazó a la mujer más menuda y la estrechó con fuerza, dejando que todo el amor que sentía se transmitiera a su compañera.
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Marie se cerró mejor el abrigo. Normalmente no salía a ver estos desafíos entre hermanos, pero sentía curiosidad. Sabía que su marido fomentaba estos encuentros amistosos, pues pensaba que contribuían a dar fuerza de carácter. —Creo que esta vez Andrew ha calculado mal —dijo el hombre mayor riendo, y su mujer lo miró con curiosidad. —¿De verdad crees que Alex y su amiga van a ganar? —Sí. —Warren sonrió, lleno de orgullo por su única hija—. Sydney juega bien y se ha estado ocupando de Charles estupendamente. Alex y ella forman un buen equipo, se complementan. Marie no dijo nada y volvió a prestar atención al partido, que se había reanudado. No era una gran aficionada al deporte, pero como había sido muy importante en la vida de sus hijos, había aprendido a seguir el juego. Observó con ojo crítico, pensando en lo que sabía y lo que había dicho su marido. Era cierto que las dos mujeres jugaban bien juntas, pues cada una sabía por instinto dónde estaba la otra en la cancha. Una vez más, sintió una punzada de celos. Estaba orgullosa de Alex. Siempre se había enorgullecido de los logros de la chica, aunque había esperado a menudo que eligiera un camino distinto en la vida. Siempre había albergado grandes esperanzas para su única hija, y el golpe más demoledor llegó cuando Alex anunció que era homosexual. Había sido el golpe definitivo para su relación, y aunque intentaba enfrentarse de manera positiva a toda la situación, le dolía. No podía evitar preguntarse qué había hecho mal o si había algo que pudiera haber hecho de otra forma. Le costaba desprenderse de la idea de que la culpa era suya en cierto modo. 286
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Traducción: Atalía
Dejó de pensar en eso y se concentró en el partido.
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Sydney no creía tener energía suficiente para mantenerse a la altura de los otros, pero a medida que se alargaba el partido, se fue sintiendo más fuerte, siguiendo el ritmo de su compañera, quien era evidente que poseía reservas que nadie más tenía. En más de una ocasión lanzaba un pase a su amante y luego se quedaba mirando maravillada cuando Alex hacía un ágil movimiento con el que superaba a sus hermanos y marcaba canasta. No costaba ver que su compañera gozaba con este tipo de competición. —¿Cómo vas? —preguntó Alex, acercándose tras completar un gancho ejecutado a la perfección. —Sigo aguantando. —Sydney sonrió, maravillada por su compañera, y la mujer más alta se echó a reír, empujó ligeramente con la cadera a la mujer más baja y luego ocupó su posición. Marie vio este gesto íntimo y se quedó sin aliento al darse cuenta de algo que no había notado en su anterior encuentro. Veía, como en el restaurante, una energía invisible entre las dos que las unía de una forma especial. Eran las miradas íntimas y las tiernas caricias que se dirigían mutuamente. Era como mirar a dos personas que estaban muy enamoradas, y la mujer mayor cayó en la cuenta de una cosa que no había entendido hasta ahora. Le
había
preocupado
que
Alex
estuviera
más
comprometida
emocionalmente en esta relación, pero de repente tuvo la leve sospecha de que era al revés. Se sintió avergonzada de cómo había tratado a la chica y esperaba encontrar una forma de solucionarlo.
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Cuando Lawrence dio por finalizado el partido, ambas mujeres ganaban por bastantes puntos, y para celebrarlo, Alex abrazó a su compañera estrechamente y besó a su amante de lleno en los labios, sin importarle que todos estuvieran mirando. Las mujeres se ruborizaron y los hombres se echaron a reír. —Enhorabuena, chicas. —Warren se acercó y abrazó a ambas jóvenes, guiñándoles un ojo—. Le he ganado cincuenta pavos a Lawrence. —¿Pero es que aquí nadie hace otra cosa que no sea apostar? —preguntó Sydney, meneando la cabeza con asombro. —Así es todo más interesante —dijo el hombre mayor riendo, y volvió a abrazar a su hija—. Hacéis un buen equipo. Espero que no tengáis pensado deshacer esta combinación en algún momento. —No, papá. —Alex sonrió y rodeó a su compañera más menuda con un brazo posesivo—. Tengo intención de quedarme con ella todo el tiempo que me quiera. —Bien. —El hombre les dio a las dos una palmada en la espalda y luego se fue a hablar con sus hijos derrotados, que se acercaban con timidez. —Me la has jugado, hermanita. —Andrew alargó la mano y la mujer más alta se la estrechó, para sellar que no había mala sangre por el partido. Se volvió hacia Sydney—. Tendría que haberme imaginado que algo se cocía al ver que Alex estaba tan ansiosa de aceptar mi desafío. No juega a menos que piense que puede ganar. Siento haberme equivocado contigo, eres una jugadora estupenda. —Tengo una buena compañera. —La mujer más baja miró a su amante, que tenía los ojos relucientes.
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Traducción: Atalía
—No ha sido sólo ella —les aseguró el hombre—. Llevo años viendo jugar a Alex y créeme, nunca ha jugado tan bien como ahora. Creo que se debe a tu influencia, pareces adelantarte a sus movimientos, mejor de lo que he podido hacerlo yo en toda mi vida. Sydney se sonrojó por las alabanzas y hundió la cara en el pecho de su amante. Alex se echó a reír y abrazó a la mujer más menuda, estrechándola con fuerza y levantándola del suelo. —Sabes, hermanita, tenía mis dudas sobre tu relación con Sydney — confesó Andrew más tarde, cuando ya estaban de nuevo en la casa. Se habían duchado y cambiado de ropa y ahora estaban esperando a que se sirviera la comida—. No me parecía lo bastante buena para ti, pero creo que nunca te he visto así. —Ella saca lo mejor de mí —dijo Alex en voz baja, apenas capaz de disimular lo herida que se sentía por lo que había dicho su hermano. —Hacéis una pareja estupenda —continuó él, sin darse cuenta de su error, y luego se echó a reír—. Jo, nunca te he visto darle a nadie tantos abrazos como hoy. ¿Qué ha sido de eso de "se mira, pero no se toca"? —Ella lo ha cambiado —susurró su hermana. —Ya lo veo. —Andrew sonrió y luego hizo una cosa que nunca hasta entonces se había atrevido a hacer. Se inclinó y le dio un abrazo—. Buen partido, hermanita, te mandaré los abonos, pero no creas que hemos terminado. Quiero la revancha. —Cuando quieras —sonrió Alex—. Ah, y nada de abonos detrás de la canasta.
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Traducción: Atalía
Esta vez fue el hombre quien se echó a reír mientras se alejaba. Ella sonrió aún más al ver que su hermano interceptaba a Sydney y le daba un abrazo inmenso, levantándola en volandas del suelo. Estaba feliz de que su familia pareciera aceptar a su amante. Era algo que deseaba muchísimo. —Andrew no es el único que debe disculparse. —Alex se volvió y se encontró a su madre a poca distancia. No se había dado cuenta de que la mujer de más edad estaba allí—. Parece que yo también me he equivocado con vuestra relación. —¿Cómo? —La mujer más joven se puso tensa, pues no sabía a qué se refería su madre, y la mujer mayor se quedó un poco sorprendida. —¿Sydney no te ha hablado de nuestra pequeña charla en el restaurante? —No. —Alex negó con la cabeza y vio que su madre respiraba hondo. Marie deseó haber mantenido la boca cerrada, pero creía que la chica habría dicho algo. —Cuando fuimos juntas al baño, no estuve muy amable con ella —dijo la mujer mayor, confesando la verdad—. No se lo merecía. Creo que pagué mis celos con ella. —¿Celos? —Alex se quedó pasmada, y se volvió para mirar a Sydney, que estaba enzarzada en una animada conversación con sus hermanos mayores. Se volvió de nuevo hacia su madre. —Sí. —La mujer mayor suspiró—. Siempre he querido tener una relación más estrecha contigo, pero por lo que sea, eso nunca ha ocurrido. Entonces te vi con Sydney y me entraron celos porque ella estaba más cerca de ti de lo que he podido estar yo nunca.
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—Somos amantes, mamá —le recordó la mujer más joven con un tono algo azorado. —Sois más que eso —objetó Marie—. Sois amigas. Vosotras tenéis más en común de lo que hemos tenido siempre tú y yo y supongo que por eso sentía que te había perdido por completo. —No voy a desaparecer y... —Alex se calló, mirando un instante a su pequeña amante—. Sé que a Sydney le gustaría tener una madre. En realidad nunca la ha tenido, y creo que lo echa de menos. —No sé si ahora podrá confiar en mí —dijo la mujer mayor con sinceridad—. Esa noche en el baño me dio las gracias por decirte que siguieras los dictados de tu corazón y yo se lo pagué diciéndole que ni se le ocurriera hacerte desgraciada. No sé si me lo podrá perdonar. —Te sorprendería ver lo generosa que puede llegar a ser Sydney —objetó la mujer más alta—. Cuando nuestra relación acababa de empezar, la traté fatal, pero ella me perdonó y ahora me alegro de que lo hiciera. —Y yo —dijo Marie con sinceridad, advirtiendo que la otra mujer se estaba acercando a ellas—. Será mejor que vaya a ver si la comida está lista. —Antes de hacer eso, ¿por qué no le pides disculpas a Sydney? —propuso Alex suavemente, alargando la mano y posándola en el brazo desnudo de su madre. Marie miró a su hija y se dio cuenta de lo importante que era para ella. Asintió y esperó a que la otra mujer se reuniera con ellas, respirando hondo para que se le calmaran los nervios. —Enhorabuena —dijo con una leve sonrisa cuando la rubia estuvo con ellas—. Has jugado muy bien.
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—No tan bien como Alex. —Sydney miró a su amante con admiración y luego miró a la mujer mayor—. Pero gracias. —Le acabo de decir a Alexandria que te debo una disculpa —continuó Marie, tomando nota de la naturalidad con que el brazo de su hija rodeaba los hombros de la mujer más baja—. No te merecías el trato que te di esa noche en el restaurante. Había prometido que jamás intervendría en la vida de mis hijos y eso es exactamente lo que hice. —No pasa nada. —La mujer más menuda se mordió preocupada el labio, cambiando nerviosa el peso de un pie a otro. No tenía el valor de mirar a su amante—. Comprendo cómo se debía de sentir y sé que quiere mucho a Alex. —Creo que tú también —dijo Marie, y luego se volvió y se alejó. Se quedaron en silencio mientras se iba y luego Alex dio la vuelta a su amante para poder mirarla cara a cara. —¿Cómo no me dijiste nada sobre lo que había pasado en el restaurante? —quiso saber la mujer más alta. —No me pareció importante. —Suspiró, pasándose una mano por el pelo rubio—. Y pensé que te podías llevar un disgusto. No fue para tanto. Ella sólo quería protegerte. —Y mi trabajo es protegerte a ti —dijo la morena muy seria—. Quiero saber si alguien te trata mal, sobre todo si es mi familia. Prométeme que la próxima vez que ocurra algo me lo dirás. —La próxima vez que ocurra algo te lo diré —contestó la mujer más menuda, y Alex la abrazó. —¿Te apetece venir a mi casa a ver una película? 292
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—Incluye
palomitas
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y
tenemos
trato
—dijo
Sydney,
sonriendo
ampliamente. Varias horas después, las dos mujeres estaban acurrucadas en el sofá del estudio. La mujer más menuda estaba pegada a su compañera más alta, con un enorme cuenco lleno de palomitas sobre el estómago. Se habían puesto los pijamas antes de poner el vídeo. Tras discutir un poco, decidieron ver una comedia romántica. —Gracias. —¿Por qué? —preguntó Alex, cogiendo un puñado de palomitas del cuenco. —Por invitarme a pasar el día contigo —dijo Sydney—. Lo he pasado muy bien. —Ha sido un día muy agradable —dijo la mujer más alta riendo—. Lo vamos a pasar bien el año que viene. —No lo vas a obligar a pagar, ¿verdad? —dijo la rubia sorprendida. —Por supuesto que sí —gruñó Alex, y su compañera se echó a reír. —Eres tan mala como decía tu padre —dijo Sydney, meneando la cabeza, y se metió otra palomita en la boca, notando el movimiento del cuerpo de su compañera al reírse—. Me cae muy bien tu familia. La mujer más alta se quedó callada largos segundos y luego de repente apartó el cuenco y lo puso en la mesa del café. Antes de que la rubia supiera qué estaba pasando, su compañera la agarró por los hombros y le dio la vuelta para mirarla a la cara.
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—Ya no es sólo mi familia —dijo suavemente cuando sus ojos se encontraron—. Ahora también es tu familia, Sydney. La mujer más joven no supo qué decir, de modo que hizo lo único que se le ocurrió que podía transmitir la emoción que sentía. Se echó hacia delante y besó a su compañera, y como respuesta recibió un estrecho abrazo. En total, el día había resultado mejor de lo que las dos se esperaban, y esa noche regresaron al piso y se pasaron varias horas viendo películas y comiendo palomitas antes de retirarse, conscientes de que al día siguiente Alex tenía que estar en su despacho temprano.
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Capítulo 9
Hacia finales de febrero Sydney estaba cómodamente instalada en el piso y la transición de vivir solas a compartir el espacio fue más fácil de lo que ninguna de las dos mujeres se esperaba. A ello contribuía el hecho de que las dos estaban igual de entregadas la una a la otra, lo cual les facilitaba hablar de los pequeños roces antes de que se convirtieran en problemas importantes. También desarrollaron una cómoda rutina en el trabajo, por la cual eran discretas sobre su relación, pero no hacían nada para disimular que eran amigas. Sydney llegaba a menudo temprano para hacer un turno de noche y de esa forma podían echar un partido de uno contra uno en la cancha de la comisaría. Cuando estaba en el turno de medianoche, esperaba a que Alex llegara por la mañana y se iban a correr juntas antes de ella se volviera a casa para dormir. Ambas mujeres disfrutaban del tiempo que pasaban juntas y su relación se fue profundizando, hasta el punto de que cada una por su cuenta acabó llegando a la conclusión de que ya no podía vivir sin la otra. Por primera vez Sydney empezaba a creer que era posible tener una unidad familiar capaz de funcionar.
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—Pareces contenta, hermanita —comentó Anne una tarde en que la rubia hizo el viaje hasta la prisión estatal para visitar a su hermana. La inspectora había hecho ese viaje varias veces desde Navidad. —Estoy contenta —dijo Sydney con franqueza. —Supongo que sigues con esa mujer. 295
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—Se llama Alex, y sí, seguimos juntas, de hecho, vivimos juntas —dijo la mujer más joven con sinceridad. —Cuando me quiera dar cuenta, me vas a decir que vais a tener críos — dijo Anne con sorna y Sydney se ruborizó. —No hemos hablado de eso... pero creo a las dos nos gustaría tener hijos... algún día. —Vas muy en serio con esto, ¿verdad? —A la otra mujer casi parecía hacerle gracia—. Recuerdo una época en que no querías saber nada del tema de las familias. —No creía que pudiera llegar a tenerlo —confesó la rubia—, pero siempre quise una familia, unos padres normales con una bonita casa en una zona residencial. La confesión no pilló de improviso a la mujer de más edad porque siempre había percibido ese deseo en su hermana pequeña. Hubo una época en que tenía la esperanza de darle todas esas cosas a su hermanita, pero nunca tuvo fuerza suficiente. —Me alegro de que lo estés consiguiendo, niña —dijo sinceramente. —Y yo me alegro de que ya no estés enfadada conmigo —dijo Sydney, y la otra mujer se sonrojó. —No era tanto que estuviera enfadada como celosa —confesó Anne a regañadientes—. Siempre quise creer que yo era la más fuerte de la familia y que necesitabas que te cuidara, pero resultó ser al revés. —Eso puede cambiar —dijo Sydney titubeando—. No vas a estar aquí para siempre. Cuando salgas puedes empezar una nueva vida.
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—He oído todas las historias, niña, —la reclusa sonrió con cansancio—, pero me temo que cuando has estado en este sitio, es muy difícil dejarlo atrás. No creo que tenga la fuerza suficiente para resistir las tentaciones. —No estarás sola —dijo la mujer más joven en voz baja—. Nos tendrás a Alex y a mí para ayudarte. —Gracias por el ofrecimiento, niña. —La mujer de más edad sonrió, pero sabía que jamás aceptaría ese gesto. Sydney se había construido una buena vida y no necesitaba que se la echaran a perder.
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Cuando Alex volvió a la comisaría era ya por la tarde, pero se sentía muy bien. Acababa de tener una reunión productiva con los demás jefes de departamento en la comisaría del centro y ahora estaba deseosa de ver a su amante antes de irse a casa. Esa semana Sydney tenía el turno de noche. —¿Qué tal la visita a tu hermana? —preguntó, abrazando largamente a su compañera después de asegurarse de que estaban solas en el vestuario de mujeres. —Bien. —La mujer más baja suspiró—. Pero me preocupa. —¿Por qué? —Alex estrechó los ojos. —Creo que ha renunciado a la vida —confesó Sydney—. Sólo le quedan cuatro años para optar a la condicional, pero tiene esta visión fatalista de que se va a pasar entre rejas el resto de su vida.
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—Seguramente tiene miedo y no quiere pensar en el futuro, por si las cosas no salen bien —dijo la mujer más alta intentando ser pragmática—. No es raro que la junta de la condicional rechace una primera solicitud. —Sí, ya lo sé. —La mujer más joven suspiró, mordiéndose el labio dubitativa, y miró a su compañera con timidez—. Le dije que cuando saliera nosotras la ayudaríamos. Espero que no te importe. —Para nada. —Alex le sonrió tranquilizadora. Le agradaba saber que Sydney se las imaginaba a las dos juntas en el futuro. La rubia inspectora sonrió y abrazó otra vez a su compañera, dándose cuenta una vez más de por qué quería tanto a esta mujer. No pudieron seguir hablando en privado, porque en ese momento entró una patrullera en el vestuario. Salieron al pasillo. —No te olvides de pasar por la tienda al volver a casa, nos hemos quedado sin café y sin leche —le recordó Sydney a su amante. —No me olvido —prometió Alex, dirigiéndose a la puerta—. Que tengas buena noche y acuérdate de llamarme más tarde. —Sí —asintió la inspectora rubia con una sonrisa y luego se quedó mirando a su alta compañera hasta que desapareció por la puerta. En ese momento sonó el teléfono de su mesa y lo cogió. Era Alice Williams. —Mi marido acaba de recibir una llamada de Lucas. —La voz de la mujer era apenas inteligible y la joven inspectora supo por instinto que la mujer no quería que su marido supiera que estaba llamado—. Está en un apartamento del centro. Sydney escuchó en silencio, cogió un bolígrafo y anotó el número que le dio la mujer antes de colgar rápidamente. Llamó inmediatamente a la 298
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Traducción: Atalía
operadora y tras revelar su identidad, consiguió una dirección concreta. Tras unas cuantas llamadas más para arreglar todos los detalles, estaba preparada para pasar al ataque de acuerdo con la información. —Se hace llamar Simon Le Bond —les dijo a sus colegas cuando iban hacia la puerta. —Como el cantante —murmuró Roy. —Sí —asintió Sydney, poniéndose el chaleco antibalas, y miró a los otros hombres—. ¿Vosotros no os vais a poner el chaleco? —Jamás me lo he puesto y no voy a empezar ahora —dijo Norm solemnemente—. Además, ese tipo es un asesino de niños y seguro que no intenta hacer daño a nadie. Lo suyo es acabar con críos inocentes. Sydney asintió, pues tendía a estar de acuerdo con el hombre, pero Alex había hecho circular una orden sobre este tema y luego le había hecho prometer solemnemente que siempre que saliera a hacer una detención, se pondría uno para protegerse. Era una prenda pesada y molesta y daba calor, pero no tenía la menor intención de provocar las iras de su amante. Se pasaron un momento por el tribunal para recoger la orden de detención correspondiente y luego condujeron en silencio hasta la dirección que le había dado la operadora, aparcando a una manzana de distancia para no alertar al sospechoso de su presencia. Sydney se alegró de ver que su amigo Robert Newlie estaba entre los patrulleros enviados para ayudar con la detención. Dio órdenes a los agentes de uniforme para que tomaran posiciones rodeando el edificio antes de ponerse en cabeza, entrar en el ruinoso edificio y subir por las escaleras hasta la quinta planta. El número que había encima de la puerta al final de las escaleras les indicó que éste era el 299
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apartamento que estaban buscando. Hizo un gesto a los otros para que tomaran posiciones y luego llamó a la puerta. —Señor Andersen, policía, abra la puerta —exclamó, llamando con fuerza. No hubo respuesta—. Abra, señor Andersen, policía. —Vamos a entrar —decidió Norm y luego levantó la pierna y, haciendo gala de una fuerza que dejó pasmados a sus colegas, abrió la puerta de una patada antes de entrar. Sydney lo siguió con más cautela, pistola en ristre, alerta ante cualquier peligro. Por muy inofensivo que les pareciera un sospechoso, tenían que tener cuidado de no subestimar a su presa. Atisbó con cuidado por la habitación de entrada y luego por el pasillo que conducía al fondo del apartamento. Fue el instinto más que otra cosa lo que la hizo reaccionar. No vio más que una sombra, pero el pelo de la nuca se le erizó de miedo. —Tiene un arma —gritó y luego se lanzó delante de Norm en el momento en que un hombre alto y flaco salía al pasillo desde una habitación del fondo y apretaba el gatillo del arma que llevaba. Ella disparó a su vez como respuesta. El ruido de la explosión de una escopeta le llenó los oídos y luego quedó ahogado por un rugido cuando el apartamento pareció estallar con una erupción de disparos. A eso le siguieron fuertes gritos y el acre olor a humo hasta que por fin reinó de nuevo el silencio. Sydney sentía un dolor ardiente en el pecho que le subía desde las caderas hasta el cuello. Se sentía rara e intentó levantarse del suelo, pero le dolía la cabeza y estaba mareada y además parecía haber sangre por todas partes. —¡Sydney! 300
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Traducción: Atalía
Se oía el pánico en la voz que gritaba su nombre y trató de volver la cabeza para responder, pero el esfuerzo era demasiado grande. Vio a un agente uniformado que se arrodillaba a su lado y al reconocer a su viejo amigo Robert Newlie, intentó sonreír, pero entonces se le puso la vista borrosa y luego se precipitó por un túnel de oscuridad.
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Alex acababa de volver de correr y estaba a punto de meterse en la ducha cuando sonó el teléfono. Echó una mirada al reloj con una sonrisa en los labios. Si no se equivocaba, era Sydney que la llamaba para asegurarse de que se había pasado por la tienda de camino a casa. Levantó el auricular esperándose oír la voz de su amante al otro lado. —¿Capitana? —Sí. —Reconoció la voz del teniente Scarferelli. —Ha habido un tiroteo —dijo el hombre, y al instante Alex sintió una oleada de pánico que le invadía el cuerpo. Se obligó a conservar la calma, pensando en Sydney, pero dándose cuenta de que podría tratarse de cualquier otra cosa. —¿Qué ha ocurrido? —dijo con tono firme. —Los inspectores Davis, Bridges y Howard salieron a hacer una detención. Al parecer, Syd recibió un soplo sobre dónde se escondía Lucas Andersen. Entraron y según cuentan los patrulleros, hubo disparos. —¿Algún herido? —preguntó con calma, aunque sus sentidos clamaban por saber lo que había ocurrido. Hubo una larga pausa.
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—Los tres han sido alcanzados —dijo el teniente al otro lado y luego continuó deprisa—: El sargento a cargo de la escena no nos ha comunicado la gravedad de sus heridas, pero sí ha dicho que los han llevado al Hospital General. —¿Y el sospechoso? —Al parecer resultó muerto en el enfrentamiento. —Quiero que vaya allí inmediatamente y se ponga al mando de la situación. Quiero toda la zona asegurada. ¿Cuál es la dirección? —Anotó a toda prisa la dirección en el primer trozo de papel que encontró—. Vale, nos vemos ahora mismo. —Sí, capitana —dijo el teniente y colgó. Alex se quedó mirando largos segundos el auricular antes de colgarlo con mano temblorosa. Cerró los ojos y tomó aliento varias veces, intentando serenarse el corazón. Siempre había sabido que podía ocurrir algo así, pero lo había apartado de su mente. —No puedes dejarme, no ahora que nos acabamos de encontrar — murmuró, con la cara bañada en lágrimas ardientes. Tardó un poco más en controlar sus emociones y luego corrió al dormitorio y cogió su ropa. Olvidó todo salvo su necesidad de ir al hospital, pero primero se detuvo en la escena del crimen, que estaba acordonada con multitud de coches patrulla. La recibió el agente al mando, que la acompañó rápidamente hasta el apartamento. Fue una experiencia más dura de lo que se podría haber imaginado y sólo sintió odio por el hombre que yacía tirado en el pasillo cubierto de sangre. No sentía lástima por el muerto y sus emociones se endurecieron al ver la 302
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sangre que llenaba ambos extremos del pasillo, pues sabía que parte de ella era de Sydney. —¿Qué ha pasado? —preguntó cuando el teniente Scarferelli llegó a su lado. El hombre se movió nervioso. Aunque nadie decía nada, todos conocían la relación de la capitana con la joven inspectora. —Parece ser que cuando el sospechoso no respondió a su llamada, entraron en el apartamento. Según la poca información que conseguimos obtener de los inspectores antes de que se los llevaran, la inspectora Davis vio al hombre y se lanzó por delante del inspector Bridges disparando a la vez. Sus disparos alcanzaron al sospechoso, pero no antes de que éste consiguiera disparar su arma varias veces. —¿Tenían las órdenes en regla? —preguntó Alex, sabiendo que iba a haber muchas preguntas difíciles antes de que la situación quedara olvidada. Iba a haber más de una investigación a raíz de lo que había ocurrido aquí esta noche. Había visto la misma historia en más de una ocasión. —Tenían todos los documentos pertinentes —fue la respuesta, y la capitana sintió cierto alivio al oírlo. —Quiero que se investigue la escena a fondo —ordenó con tono tajante—. Ha habido disparos y el sospechoso ha muerto. Quiero asegurarme de que la detención se estaba llevando a cabo cumpliendo todas las normas. —¿Y si no? —preguntó el hombre en voz baja. —Pues también lo quiero saber —dijo ella escuetamente. —El hombre era sospechoso de la muerte de un niño —le recordó el teniente suavemente y recibió una mirada fría de su superiora.
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—Aunque fuese John Gacy en persona —contestó con frialdad, bien consciente de las ramificaciones. Ya se estaba imaginando los titulares de la mañana. Las noticias informarían de que un sospechoso había resultado muerto por disparos durante una detención. Apenas se daría importancia al hecho de que los agentes que realizaban la detención también habían resultado heridos. Estaba segura de que algún alma caritativa tendría preparada una crítica sobre la actuación de la policía para las noticias de la tarde. —Sí, señora —asintió el teniente, y luego ladró una serie de órdenes a los agentes uniformados que estaban allí cerca. Alex miró otra vez a su alrededor y luego, sin esperar a tener más información, se dio la vuelta y salió rápidamente de la habitación. Tenía el estómago absolutamente revuelto y le dio apenas tiempo de salir del edificio antes de vomitar en un cubo de basura cercano. Había visto escenas de crímenes mucho más violentos y jamás había reaccionado así, pero esta vez era algo personal. —¿Está usted bien, capitana? —preguntó un agente uniformado que estaba allí cerca con auténtica preocupación. —Sí —asintió ella, sintiéndose un poco avergonzada. No podía decir que se había puesto mala al ver la sangre de su amante, por lo que se limitó a dirigirse a su coche. Veinte minutos después estaba en el hospital. —Quiero saber el estado en que se encuentran varios agentes míos que acaban de ingresar. —Alex le mostró su placa a la enfermera a cargo de admisiones en la sala de urgencias. La intensa expresión de la alta morena le indicó a la enfermera que debía obedecer y asintió antes de coger un teléfono y marcar un número. A los
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pocos minutos un joven con la bata blanca de un médico salió de una sala situada detrás del mostrador. —Soy el doctor Riveira, ¿en qué puedo ayudarla? —Quiero conocer el estado de varios agentes míos que acaban de ingresar por urgencias —dijo Alex tensamente—. Estaban heridos y quiero saber el alcance de sus heridas. —Los inspectores Howard y Bridges se pondrán bien, sus heridas eran de poca gravedad —le dijo el médico, que había estado a cargo de las unidades de trauma que se habían ocupado de los agentes que habían ingresado en urgencias hacía tan sólo una hora—. Sin embargo, las heridas de la inspectora Davis eran mucho más graves. Seguramente será mejor que hable primero con su familia. A Alex se le puso todo el cuerpo tenso al oír aquello. Sus emociones se debatían entre el miedo y la ira. Era penosamente obvio que Sydney estaba malherida. Miró al médico intentando controlar sus emociones. —La inspectora Davis no tiene familia en la ciudad —dijo bruscamente. —Pues convendría que los avisara —suspiró el médico—. Ha recibido varios disparos de escopeta en el cuerpo. Conseguimos estabilizarla antes de llevarla a quirófano. La están operando ahora. El pronóstico no es bueno. —¿Dónde está cirujía? —quiso saber Alex, con el cuerpo helado. —En el quinto piso —contestó el hombre, y sin esperar, la capitana se lanzó a toda prisa por el pasillo hacia los ascensores. Se encontró a Roy Howard sentado en silencio en la sala de espera situada fuera de los quirófanos. Tenía un pequeño vendaje en el cuello y la mejilla. 305
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—¿Se encuentra bien? —Sí —asintió él, incapaz de mirarla a los ojos—. Nos ha salvado la vida. Ella lo vio antes que nosotros y se interpuso en la línea de fuego. El resto no hizo falta decirlo, y Alex se quedó sin habla por un momento. Siempre había sabido que su compañera era valiente y generosa y lo que había hecho hoy lo demostraba una vez más. —¿Va a venir alguien a buscarlo? —preguntó Alex apagadamente. —Mi mujer viene de camino —dijo él en voz baja—. Le dije que estaba bien, pero se ha empeñado en venir. Si no le parece mal, me gustaría quedarme hasta que sepa que Sydney está bien. La capitana se limitó a asentir, sin atreverse a hablar, pues sabía que el corazón le dolía demasiado. Se volvió y se quedó mirando por el pasillo hacia las puertas de cristal que los separaban de los quirófanos. Sabía cómo funcionaban estas cosas, pues ya había pasado por esto en otras ocasiones. El médico saldría cuando hubiera terminado, de modo que hasta entonces sólo podía esperar. Las horas fueron pasando despacio y la sala de espera se fue llenando poco a poco de agentes fuera de servicio que llegaban para ofrecer su solidaridad. Agradecía su presencia, pues sabía la fuerte hermandad que los unía a todos. Pero su muestra de apoyo no conseguía aliviar el dolor que sentía. A veces era tan intenso que le parecía que no podía respirar. Pasaba ya de medianoche cuando los médicos salieron por las puertas que conducían a los quirófanos. El cirujano jefe se apartó de los otros y avanzó decidido hacia ellos. A Alex se le puso un nudo en la garganta al ver su cara mientras observaba a la gente que llenaba la sala.
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—¿Hay aquí algún familiar de la señorita Sydney Davis? —preguntó mirando por la sala. —Yo soy su familia —dijo Alex sin pensárselo, irguió los hombros con valor y siguió al hombre hasta un rincón más privado. —No me voy a andar con rodeos —dijo el médico cuando estuvieron a solas—. Tiene una suerte increíble de seguir viva. Si no hubiera llevado puesto el chaleco antibalas, ahora estaría muerta. De todas formas, unos fragmentos de las balas de la escopeta la alcanzaron en el cuello y en la parte inferior del tórax, las partes que no estaban protegidas por el chaleco. Indicó con la mano las zonas del cuerpo que habían sido alcanzadas y continuó hablando. —Un fragmento le perforó la arteria del cuello y sólo gracias a la rápida reacción de los que estaban en la escena se ha podido salvar de morir desangrada. Hemos conseguido sacar todos los fragmentos de bala, pero ha perdido mucha sangre y sus heridas son muy graves. Las próximas cuarenta y ocho horas son críticas. —¿Puedo verla? —Ahora mismo está en postoperatorio y anestesiada. La trasladaremos a la UCI dentro de una media hora. Espere a que esté instalada y entonces puede subir —le aconsejó el médico, y ella asintió, dándole las gracias antes de que se fuera. Tomó aliento con fuerza y regresó a la sala de espera, pensando que a veces su trabajo era asqueroso. En un tono antinatural por lo tranquilo que parecía, transmitió la información a los agentes que estaban esperando noticias. 307
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—Los médicos no sabrán más hasta más tarde, así que pueden irse a casa, ahora no pueden hacer nada —dijo, y los demás asintieron cansados y sin decir nada más fueron saliendo de la sala, dejándola a solas. Por un momento se derrumbó contra la pared y luego cerró los ojos, aspirando
aire
desesperadamente
mientras
intentaba
controlarse,
consciente de que le faltaba muy poco para venirse abajo. Se quedó así largo rato hasta que por fin se calmó y se irguió, recordándose a sí misma que tenía deberes que atender. Encontró a Norm Bridges en una cama de la sala general, en el otro extremo del hospital. Vio que tenía un vendaje en el hombro, pero aparte de eso parecía estar bien. No estaba solo cuando llegó y lo agradeció, pues no sabía si habría podido mantener el control. —¿Cómo se encuentra? —preguntó, saludando con una breve inclinación de cabeza a la mujer y el joven que estaban sentados en unas sillas al lado de la cama. Supuso que eran su familia. —Hecho una mierda —dijo el hombre con sinceridad, incapaz de mirarla a los ojos—. ¿Cómo está Sydney? —En estado crítico —dijo Alex apagadamente—. La acaban de sacar del quirófano y los médicos dicen que las próximas cuarenta y ocho horas son vitales. Se hizo un silencio incómodo mientras el hombre asimilaba esta información. Aunque nadie decía nada, conocía la relación que había entre las dos mujeres. Se culpaba a sí mismo, al menos en parte, por lo que había ocurrido.
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—Ella me salvó —dijo en voz baja, avergonzado—. Sabía que no llevaba chaleco. Me tomó el pelo sobre el tema cuando salimos de comisaría esta noche. —Pues es una suerte que ella sí lo llevara —murmuró Alex, reprimiendo la rabia que sentía—. Me alegro de que esté usted bien. No había nada más que decir. No era el momento adecuado para hablar de cómo había infringido las normas. Ella había enviado una circular a todos los agentes ordenándoles que llevaran chaleco antibalas durante una detención y era evidente que este hombre no había cumplido esa orden y que por eso ahora Sydney yacía inconsciente y a punto de morir. Tenía la sospecha de que había aprendido la lección y que no iba a necesitar la sanción correspondiente. Alex fue al ala de cirujía para comprobar que Sydney había sido trasladada a una habitación privada en la UCI antes de dirigirse a esa planta. Se detuvo ante el puesto de enfermeros para averiguar en qué habitación habían puesto a su amante. —¿Es usted pariente? —preguntó bruscamente la mujer de mediana edad que estaba en el puesto, sin apartar apenas los ojos de los papeles que estaba ordenando. —No —dijo Alex distraída. —Lo siento, pero sólo se permite entrar a los parientes —continuó la enfermera con el mismo tono brusco. Había algo en el comportamiento de la enfermera que hizo que la mujer alta perdiera los últimos vestigios que le quedaban de paciencia. Pegó un golpe en el mostrador con la mano y unos ojos sobresaltados se posaron en su cara. 309
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—Voy a decir esto una sola vez, así que más vale que lo entienda a la primera. —El tono de la capitana era tajante—. No tengo el menor parentesco con la señorita Davis, sin embargo, vivimos juntas, y si las leyes de nuestro estado fuesen distintas, estaríamos casadas y a mí se me consideraría su cónyuge. —Hizo una pausa para que sus palabras surtieran el efecto deseado—. Ahora que comprende nuestra relación, me gustaría saber el número de la habitación de la señorita Davis. —Lo siento, pero las normas del hospital nos prohíben dejar que entre nadie a visitar a los pacientes mientras están en la UCI, salvo a los miembros de la familia. —La enfermera meneó la cabeza, al parecer sin el menor interés por mostrarse compasiva. —A la mierda las normas del hospital. —Alex volvió a golpear el mostrador con la mano—. Si no me deja pasar para ver a mi amiga, entraré sin más y buscaré la habitación yo sola. —Pues me temo, señorita, que tendré que llamar a seguridad —dijo la enfermera, inflexible. —Usted llame a seguridad y verá el lío en que se mete —replicó la capitana iracunda. —¿Qué ocurre aquí? —interrumpió una voz razonable, y ambas mujeres se volvieron y vieron a un hombre mayor con bata blanca que se acercaba al mostrador. La enfermera pareció aliviada. —Doctor Walsh, estaba intentando explicarle a esta mujer que sólo se permite entrar a los parientes en la UCI. —¿A quién desea ver? —preguntó el hombre de pelo gris con paciencia, fijándose tan sólo en la tensión del rostro de la mujer más joven.
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Traducción: Atalía
—A la inspectora Sydney Davis —dijo Alex entre dientes, con la paciencia agotada por la falta de compasión de la que hacían gala estos administradores del hospital—. Me llamo Alexandria Marshall. —Si no le importa que se lo pregunte, ¿qué relación tiene con la inspectora? —preguntó el médico, pensando que el nombre le resultaba vagamente conocido. —Somos amantes —dijo la capitana sin titubeos. El hombre asintió y luego se volvió hacia la enfermera. —No me parece que haya ningún problema en dejar que la señorita Marshall pase a ver a la inspectora Davis —dijo el médico, y la enfermera lo miró un momento y luego frunció los labios. —Habitación 351. —Gracias —dijo Alex entre dientes y luego se alejó a largas zancadas por el pasillo. Los miembros del hospital se quedaron mirando un momento a la alta mujer. —Espero que no tengamos problemas por inclumpir las normas —dijo la enfermera con brusquedad, pues no le había hecho gracia la intervención del médico. —Creo que nos acabamos de ahorrar un montón de problemas —replicó el médico con calma, devolviendo el historial que llevaba en la mano a la pila del
mostrador—.
Si
no
me
equivoco,
Alexandria
Marshall
está
emparentada con los mismos Marshall que pertenecen a la Junta Directiva del hospital.
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Traducción: Atalía
Sin decir nada más, el hombre se dio la vuelta y se alejó del mostrador, dejando sola a la enfermera, que se quedó mirándolo con los ojos desorbitados y boquiabierta, consciente de repente de lo cerca que podría haber estado de perder su trabajo.
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La habitación de Sydney estaba al fondo del pasillo, y Alex se detuvo en la puerta con la esperanza de tranquilizarse antes de entrar. Se quedó en el umbral, mirando la pequeña figura ahora envuelta en vendajes y conectada a diversos monitores que soltaban pitidos y regurgitaban información sobre el estado de su amante. Se había imaginado un futuro largo y feliz para las dos, pero ahora parecía que no se iba a producir. Era un motivo de reflexión, pero jamás se había parado a pensar en la peligrosidad de su trabajo. La posibilidad siempre estaba ahí, pero siempre se había sentido inmune. A pesar de la cantidad de veces que había desenfundado la pistola, jamás había matado a nadie. Se apresuró a enjugarse las lágrimas que le bañaban los ojos. Entró despacio en la habitación, con los ojos clavados en la figura inmóvil que yacía en la cama. Acercó una silla y se sentó, rodeando delicadamente con los dedos la pequeña mano extendida encima de las sábanas blancas. —Dicen que se debe hablar con las personas que están inconscientes, para ayudarlas a ponerse bien —dijo con voz ronca y una sonrisa cansada en la comisura de los labios—. Por desgracia, no saben que yo no hablo mucho, pero por ti haría cualquier cosa, Sydney. Supongo que no te lo digo lo suficiente, igual que nunca te he dicho lo que espero para el futuro. Hizo una pausa y respiró hondo. 312
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Traducción: Atalía
—Nunca pensé que encontraría a alguien con quien querría pasar el resto de mi vida. Veía lo que tenían mis padres y mis hermanos y eso era lo que quería, pero no creía que pudiera llegar a tener nunca una cosa así. Me convencí a mí misma de que por ser quien era y lo que era, nunca tendría esa posibilidad y creo que no la habría tenido de no haberte conocido. Hizo otra pausa y alargó la mano libre para acariciar el brazo desnudo, sin oír ya el ruido de las máquinas electrónicas que rompía la quietud de la habitación. —He estado enamorada de ti desde el primer momento en que te vi, y a partir de entonces, mis prioridades cambiaron. Pensaba que seguiría estando contenta en la policía hasta que pudiera cobrar la pensión de los veinticinco años de servicio, pero ahora quiero seguir adelante con mi vida. Quiero darte un buen hogar y quiero tener hijos contigo. Alex subió la mano y apartó con ternura el flequillo rubio de la frente de la mujer menuda. Dejó que su mano acariciara la piel suave durante un rato, recreándose en el tacto de la otra mujer. —Ojalá estuvieras despierta para oír esto, claro que seguro que no tendría el valor de decirlo si lo estuvieras. Pero aunque no diga nada, creo que sabes cuánto te quiero y cuánto te necesito, así que descansa un poco y luego vuelve conmigo, ¿vale, amor? Alex se calló entonces y apoyó la cabeza en la cama, tocando la pequeña mano con la frente, sintiendo su calor. Cerró los ojos y dejó correr las lágrimas. —¿Capitana?
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Alguien la llamó con timidez y Alex levantó la cabeza de golpe y se secó las lágrimas que le chorreaban por las mejillas. Respiró hondo, se volvió para mirar al intruso y reconoció al sargento Newlie. —Sí, sargento, ¿qué puedo hacer por usted? —He venido para ver cómo estaba Syd —dijo el hombre en voz baja, entrando en la habitación, con los ojos clavados en la cara inmóvil de su joven amiga. —Está estable, pero en estado crítico —dijo Alex, intentando calmarse, consciente de la impresión que le debía de estar dando a este hombre—. Usted es amigo de Sydney, ¿verdad? —Uno de los pocos que tiene —asintió el hombre con una leve sonrisa—. Fui su primer compañero y somos amigos desde entonces. —¿Entonces lo sabe todo sobre ella? —Pues sí —asintió el hombre, moviéndose algo incómodo al saber que estaban entrando en terreno peligroso. —¿Le ha hablado de nosotras? —preguntó la mujer. —No le ha hecho falta —reconoció el sargento con una risilla nerviosa—. Supe que estaba colada por usted el día en que tuve que sacarla borracha de Rourke's. Me dijo que su jefa le había echado la bronca. Supe que pasaba algo porque hasta entonces nunca le había importado que le echaran la bronca. —Ah —dijo la mujer y luego miró a la que yacía inconsciente en la cama—. Ella lo es todo para mí. —Lo sé —asintió el hombre con solemnidad. 314
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Alex se quedó callada. Lo miró sin disimular sus emociones. Vio las manchas de sangre que tenía en el uniforme y entonces cayó en la cuenta de una verdad sin necesidad de que se lo dijeran. —Usted le salvó la vida —dijo la capitana en voz baja—. El médico me dijo que los agentes que estaban allí la salvaron. —Sólo hicimos lo mismo que habría hecho ella por cualquiera —dijo el hombre, quitándole importancia. —Gracias. —De nada —asintió el hombre con timidez—. ¿Puedo hacer algo por usted? —No, pero sí puede hacer algo por Sydney —dijo, y el hombre escuchó su petición en silencio, tras lo cual se quedó unos pocos minutos más y luego se marchó.
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Anne se preguntó en qué lío se habría metido. No era normal que la llevaran al despacho de la alcaidesa en medio de la noche y sabía que tenía que ocurrir algo. Se preguntó si alguien la habría implicado en algún tejemaneje. Siempre se cocía algo en el trullo y siempre había alguien que intentaba ganar puntos delatando a las otras. —Siéntese —le dijo la pelirroja alcaidesa cuando entró en su despacho. La presa miró un momento a las dos guardias que la habían acompañado y luego hizo lo que se le ordenaba. Se quedó mirando la mujer de más edad. La alcaidesa Hayes era justa, pero su disciplina era estricta.
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—Hemos recibido una llamada del Cuerpo de Policía de Seattle —empezó la alcaidesa, optando por la franqueza sin rodeos. No había una forma fácil de decir esto, no había forma de suavizar el impacto. Anne Davis era una dura criminal, pero no podía evitar sentir compasión por ella, dadas las circunstancias—. Al parecer, anoche, durante una detención, su hermana cayó en un tiroteo. Anne tomó aliento con fuerza y lo aguantó, con el cuerpo absolutamente inmóvil mientras su mente repasaba a toda velocidad su última conversación. Había sido esa misma tarde y la niña estaba rebosante de felicidad. —¿Está muerta? —dijo, apenas capaz de pronunciar las palabras, abrumada por el dolor que sentía. —No, sigue viva, pero en estado crítico en el Hospital General de Seattle — dijo la alcaidesa—. La policía me ha prometido mantenerme al tanto de su evolución. Anne asintió y se levantó, sin dar crédito a la idea de que Sydney hubiera sido herida. Siempre había sabido que podía ocurrir, pero había pensado que la niña era lo bastante inteligente como para evitar que la alcanzaran. —Resulta un poco irónico, ¿no cree? —dijo la otra mujer cuando la presa se volvía para marcharse. Anne la miró y vio que en el rostro de la alcaidesa no había expresión alguna—. Usted está aquí dentro por haber matado a un policía, y su hermana, que es policía, ha resultado herida. Supongo que el viejo dicho es cierto: quien siembra vientos cosecha tempestades. Anne se quedó muda, temerosa de que sus actos hubieran marcado de algún modo el destino de su hermana. Sabía que Sydney se había quedado
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destrozada por su crimen y tal vez ésa fuese la razón de que la joven se hubiera hecho policía. En ese sentido, sí que resultaba irónico.
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La oscuridad dio paso al amanecer y un brillante chorro de luz se coló por la ventana, bañando a ambas mujeres en su luminoso resplandor. Alex levantó la cabeza y apartó un instante la mirada de la cara de su amante para contemplar el nuevo día. Esperaba que trajera consigo una nueva esperanza. —Debería irse a casa a descansar —dijo una enfermera cuando entró para comprobar los sueros y los monitores—. Seguramente tardará horas en recuperar el conocimiento. Alex sabía que la mujer tenía razón. Podían pasar horas o días hasta que Sydney recuperara el conocimiento, pero no podía arriesgarse a dejar a la rubia sola, pues temía que se despertara en una habitación vacía. Tras la experiencia que había sufrido, Alex no quería dejar sola a la mujer. Sin embargo, se levantó y estiró los músculos entumecidos mientras la enfermera se movía alrededor de la cama comprobando los vendajes. Fue a mediodía cuando Sydney recibió nuevos visitantes, y Alex se quedó atónita al ver a sus padres entrando en la habitación. Fue un consuelo verlos y corrió hasta su padre, sintiéndose a salvo entre sus fuertes brazos. Marie se quedó mirando en silencio mientras su hija sollozaba apagadamente. —Todo irá bien, querida —la consoló Warren, aunque al mirar a la mujer inmóvil tumbada en la cama no tenía motivo alguno para creerlo. Por el bien de su hija, tenía que confiar en que fuese cierto.
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—¿Cuándo comiste algo por última vez? —preguntó Marie con tono pragmático cuando su hija dejó de llorar. —Ayer a mediodía —dijo Alex, y cayó en la cuenta de que no había llegado a comer nada antes de salir de su piso la noche anterior. Al recibir la llamada se había olvidado de todo. —Pues ve con tu padre a tomar algo —dijo la mujer mayor y luego alzó la mano cuando la mujer más alta hizo amago de protestar—. Yo me quedo aquí por si se despierta. Necesitas comer, querida, ahora no puedes permitirte caer enferma, Sydney te necesitará cuando se despierte y salga de aquí. Alex se dio cuenta de que su madre tenía razón, aunque no quería dejar a su amante. —Tu madre tiene razón —dijo Warren, azuzando delicadamente a su hija, y de repente, Alex se sintió cansadísima y cedió, asintiendo sin decir palabra. —Estaremos en la cafetería si hay algún cambio —dijo la capitana, volviéndose para mirar a su amante mientras el hombre la llevaba hacia la puerta. Marie asintió y se quedó mirando mientras su marido se llevaba a su hija por el pasillo hacia el ascensor, y luego se volvió hacia la chica que yacía en silencio en la cama. Cruzó despacio la habitación y se sentó en la silla que había ocupado su hija. La chica parecía muy tranquila y de no haber sido por las máquinas que controlaban su corazón y sus pulsaciones, habría dado la impresión de que estaba durmiendo. —Sé que no nos hemos llevado bien, pero tenía la esperanza de conocerte mejor —dijo en voz alta, hablando con la mujer inconsciente—. Quería 318
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descubrir qué era lo que había capturado a mi hija, porque aunque nos dijo que era homosexual, yo tenía la esperanza de que fuera una fase. Alargó la mano titubeando y acarició la mano libre de la rubia, notando lo suave y lisa que era su piel. —Te sorprendería saber lo que se le pasa por la mente a una madre cuando se entera de que su hija es lesbiana. Al principio, me pregunté en qué me había equivocado y luego me pregunté qué clase de mujer le resultaría atractiva. Luego, por supuesto, están todas las demás cosas... Pero si me hubiera fijado de verdad, me lo tendría que haber esperado, porque incluso cuando Alexandria estaba prometida, parecía que la relación casi ni le interesaba. Al mirar atrás, veo muchas diferencias. A Alexandria nunca le ha gustado tocar ni que la toquen, ni siquiera con su prometido, pero parece que a ti no te puede quitar las manos de encima. Nunca la he visto así. Hizo una pausa y se quedó mirando ese rostro dulce y el cuello que ahora estaba envuelto en vendas. —Nunca he visto a Alexandria tan feliz. Tú has traído el amor a su vida y te estoy agradecida por ello. Se quedó callada, pues no sabía qué más decir, de modo que se limitó a agarrar la mano de la mujer más menuda y sujetarla con fuerza. —¿La señorita Davis es su hija? —dijo una voz femenina, distrayéndola, y Marie se volvió y vio a una enfermera de rostro bondadoso. Miró a la mujer rubia y luego de nuevo a la enfermera. —Sí —asintió Marie, hablando suavemente—. Sydney es mi hija.
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Alex no tenía hambre, pero se obligó a tragar la comida que le había comprado su padre y curiosamente su cansancio desapareció. Se bebió varias latas de refresco y luego cerró los ojos un momento. —¿Te encuentras mejor? —preguntó Warren. —Sólo me encontraré mejor cuando sepa que Sydney va a ponerse bien — contestó, y el hombre la comprendió. —Es una luchadora —dijo el hombre con una leve sonrisa—. No creo que se vaya a rendir fácilmente. —No, es cierto —asintió Alex, jugueteando con los cubiertos que venían con su comida—. En estas últimas horas he tenido tiempo de pensar y tal vez sea el momento de cambiar de vida. —¿Cambiarla cómo? —preguntó Warren apaciblemente, bebiendo un sorbo de su taza de café. —Tal vez haya llegado el momento de que deje la policía y me asiente y empiece a trabajar de abogada. Esta noticia dejó a su padre de piedra, pero al mismo tiempo no le pareció sorprendente. Alex siempre había dicho que empezaría a practicar la abogacía cuando decidiera asentarse, y aunque sabía que su relación con la otra mujer iba en serio, no pudo evitar preguntarse si el tiroteo no sería el motivo real de esta decisión. —¿Qué opina Sydney? —No lo he hablado con ella —reconoció Alex.
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Traducción: Atalía
—Pues creo que deberías hacerlo antes de tomar ninguna decisión —le aconsejó Warren—. Recuerda, Alex, que ya no estás sola, ahora tienes una responsabilidad con otra persona. Alex no había caído en lo cierto que era eso hasta que su padre lo dijo. El hombre tenía razón, ya no estaba sola, y cualquier decisión que hubiera que tomar, debía ser tomada por las dos. Miró al hombre y vio a alguien más que a su padre. —Estás de lo más comprensivo con todo esto —dijo, y el hombre sonrió. —Me hubiera gustado que las cosas fuesen distintas. —El hombre no mentía—. Pero si tienes que estar con alguien, me alegro de que sea Sydney. Me gusta esa chica, es divertida y competitiva y, lo que es más importante, te quiere. Creo que ningún padre podría pedir más. —Gracias, papá —dijo Alex con sinceridad, consciente de lo importante que era su aprobación para ella—. Os agradezco a ti y a mamá que hayáis venido. Significa mucho para mí. —Bueno, Sydney es ahora parte de nuestra familia —dijo Warren, un poco cohibido—. Habríamos hecho lo mismo con cualquiera de los demás. El hecho de que sus padres aceptaran su relación y a Sydney era muy importante para Alex. Lo último que quería era tener que elegir entre su amante y su familia. Se alegraba de que la cosa no hubiera llegado a ese extremo. Sus padres se quedaron un rato y prometieron volver más tarde, y a lo largo del día los agentes del cuerpo que conocían a Sydney se fueron pasando para ver cómo estaba la joven inspectora. El médico hizo una visita a su paciente y parecía contento con sus progresos. Cuando acababa de marcharse, el jefe de policía asomó la cabeza en la habitación. La 321
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Traducción: Atalía
sensación de esperanza que sentía dio paso a la preocupación al ver la expresión del hombre. —¿Cómo está? —preguntó el jefe, mirando a la mujer menuda que yacía en la cama. —Aguantando —replicó Alex con sorna. Estaba nerviosa, llena de desconfianza por lo que no decía—. ¿Qué ocurre, George? Usó a propósito su nombre de pila, convirtiendo la conversación en algo personal, y vio que el hombre se movía incómodo. —¿Por qué piensas que ocurre algo? —contraatacó él, consciente de que estaba rozando un tema delicado. —Te conozco, George —replicó ella—, y no es por ser cruel, pero sé que el motivo de tu visita no es la preocupación por una agente caída. —Te has hecho muy cínica —dijo él, mirándola con los ojos entornados—. Me preocupan todos los agentes que están a mi mando. —Sobre todo los que plantean problemas delicados desde el punto de vista político —contestó ella, que a veces odiaba el politiqueo de su trabajo. Se dio cuenta de que ya no le divertía y de que tal vez había llegado el momento de dejarlo. —Quiero saber si mañana vas a estar en el trabajo —dijo él, y Alex respiró hondo. —No iré hasta que sepa que Sydney está bien. —Supongo que te darás cuenta de que tu continua presencia aquí va a dar alas a los rumores, lo cual quiere decir que no podrás mantener en secreto vuestra relación. 322
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Traducción: Atalía
—En estos momentos me da igual —dijo Alex con franqueza, notando la irritación de la falta de sueño y la incertidumbre sobre el estado de su compañera—. Me parece increíble que me lo preguntes siquiera. —¿Has olvidado que eres capitana del Cuerpo de Policía de Seattle? —le recordó el hombre con un tono más brusco. —También soy su compañera —gruñó la mujer—, y ahora mismo estoy aquí no como capitana de la Unidad de Homicidios, sino como su compañera. Si tienes algún problema, te puedo dar mi placa ahora mismo. George no dijo nada, pues sabía que en este momento la mujer no se comportaba racionalmente. Se daba cuenta por el cansancio de sus rasgos de que estaba agotada, y eso quería decir que sus emociones estaban exacerbadas. Sabía que ahora su única preocupación era la joven que yacía en esa cama de hospital. —No podré protegerte. —No quiero protección —contestó ella enfadada. —Es tu decisión, pues —dijo George, y la mujer morena asintió, tras lo cual él se volvió para marcharse—. Espero que se recupere. —Yo también —contestó Alex, en voz tan baja que nadie más lo oyó.
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Sydney se despertó despacio de un largo sueño y lo primero que pensó fue que le dolía muchísimo el cuerpo. Le parecía que no había ni una sola parte de su cuerpo que no le doliera, y los pitidos que atravesaban estridentes la oscuridad brumosa de su cerebro empezaban a ser molestos. Se quejó protestando por lo mal se que encontraba. 323
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Traducción: Atalía
—¿Sydney? —Alex oyó el leve sonido y levantó la cabeza de las mantas, estudiando la cara inmóvil con sus ojos azules. No vio ningún movimiento y sintió que su esperanza se venía abajo, pensando que se lo había imaginado. Cuando estaba a punto de volver la cabeza, oyó el ruido y esta vez vio que los labios de la otra mujer se movían—. ¿Sydney? —repitió el nombre de la mujer, poniéndose en pie rápidamente para poder inclinarse y apartar el flequillo rubio de la frente caliente. —¿Alex? —Una voz ronca dijo su nombre y Alex vio que los párpados se abrían y cerraban con dificultad y por fin se abrieron una vez más. Los ojos verdes estaban nublados y llenos de dolor. —Hola, tesoro, estoy aquí. —Alex sintió una ola de felicidad por todo el cuerpo mientras seguía acariciando la frente de la mujer—. ¿Cómo estás? —Hecha
picadillo
—graznó
Sydney,
mientras
su
pecho
se
movía
pesadamente al intentar respirar. Alex no pudo controlar la sonrisa que le inundó la cara. Desapareció cuando la mujer más joven alzó la mano para tocarse las vendas que le rodeaban el cuello—. ¿Parezco picadillo? —No. —Alex tranquilizó a su amante—. Estás tan guapa como siempre. —Tú que me ves con buenos ojos. —La rubia inspectora suspiró, cerrando los ojos—. ¿Qué ha pasado? —¿Qué recuerdas? —preguntó la capitana en voz baja, no muy segura de si quería que su amante recordara el tiroteo. —Íbamos a detener a Lucas Andersen. —La rubia inspectora se esforzó por recordar, pero no lograba atravesar la barrera oscura que le nublaba la mente—. ¿Qué pasó? ¿Tuvimos un accidente?
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—No,
amor,
tranquilizador,
os
Traducción: Atalía
dispararon
esperando
que
—dijo esta
la
mujer
más
información
no
alta
con
alterara
tono a
su
compañera—. Cuando fuisteis a detener a Andersen hubo un tiroteo. —Ya me acuerdo. —Sydney suspiró y cerró los ojos, pues se sentía agotada. —Tranquila. —La mujer de más edad sonrió levemente—. No tienes por qué recordar. —Acabábamos de entrar en el apartamento. —La inspectora rubia fue contando los hechos a medida que se iban filtrando por su mente—. Yo no estaba prestando mucha atención porque estaba pensando en la forma en que Norm había abierto la puerta de una patada. Estaba pensando que eso sólo lo hacían en las películas. —La mujer menuda hizo una pausa, con la garganta dolorida y reseca—. Debería haber prestado más atención, siento haberla cagado. Parece que siempre lo hago. —Oh, Dios, no, ni se te ocurra pensar eso —susurró Alex con fervor, sintiendo que se le partía el corazón—. Lo hiciste todo bien, salvaste a Norm y a Roy. Fuiste más valiente que nadie. La rubia asintió en silencio, aspirando profundamente el oxígeno que le entraba por la nariz a través de los tubos de plástico transparente que le rodeaban la cara. Los ojos verdes se abrieron de nuevo y por un instante Alex vio una expresión de pánico y miedo. —¿Están bien? —quiso saber. —Sí, los dos están bien, sólo tienen unos arañazos y unos golpes. —La capitana sonrió, acariciando con cariño la mejilla de su amante. La mujer más menuda cerró los ojos largo rato y Alex pensó que se había vuelto a
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Traducción: Atalía
quedar dormida. Apartó la mano y cuando estaba a punto de sentarse de nuevo, los ojos se abrieron de golpe, llenos una vez más de pánico y miedo. —No me dejes. —Había una expresión de súplica en los ojos verdes. —De aquí no me muevo —le aseguró la mujer más alta a su compañera con una tierna sonrisa—. Me voy a quedar aquí hasta que estés mejor. —¿Me abrazas? —Había una súplica desesperada en el tono apagado a la que Alex no se pudo resistir, y aunque sabía que seguramente iba en contra de las normas del hospital, se subió a la cama y se tumbó al lado de la mujer más menuda, abrazando a su compañera con mucho cuidado para asegurarse de que no le hacía ningún daño. —¿Así está bien? —preguntó suavemente, y la rubia asintió con la cabeza. —Así está muy bien —murmuró Sydney, y volvió a cerrar los ojos. —Vale, tesoro, ahora duérmete y yo estaré aquí cuando te despiertes. Te quiero. La mujer más joven farfulló algo ininteligible antes de quedarse dormida y Alex soltó un suspiro de alivio. Cerró los ojos y suspiró de nuevo, al tiempo que las profundidades azules se llenaban de lágrimas. Ahora sabía de corazón que su amante se iba a poner bien y era una alegría que nunca hasta entonces había sentido. Por primera vez en dos días, se quedó dormida. Cuando la enfermera entró más tarde para comprobar el estado de la paciente, vio a las dos mujeres juntas en la cama. Su primer instinto fue despertar a la mujer más alta. Las normas del hospital prohibían en general este tipo de intimidades, pero algo le hizo cambiar de idea.
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Tal vez fuese la expresión de paz y contento que tenían ambas mujeres o el recuerdo de que la morena se había pasado las dos últimas noches sentada en una silla al lado de la cama manteniendo una amorosa vigilia. Tal vez fuese por lo tarde que era o porque sabía quién era la morena. En cualquier caso, no hizo caso de la escena y se ocupó en silencio de lo que tenía que hacer antes de salir de la habitación para dejar que las dos mujeres durmieran tranquilas.
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Alex durmió hasta que los primeros rayos del sol atravesaron el cielo. Sólo habían sido unas pocas horas, pero la siesta había bastado para que se sintiera renovada. Tras despertarse, se duchó en el vestuario al que le dio acceso una amable enfermera. —Lo comprendo muy bien —dijo la mujer con compasión—. Mi hermano es policía en Spokane. Alex agradeció el trato especial que estaba recibiendo, sin cuestionar la amabilidad mostrada por la desconocida. Cuando regresó a la habitación de su amante se sentía mejor y dispuesta a hacer frente a otro largo día. —Seguramente se despertará otra vez en el curso del día y esta vez probablemente estará más tiempo despierta —dictaminó el médico cuando Alex le contó la breve conversación de la noche anterior. Estaba satisfecho con el progreso de la situación y su pronóstico alivió muchísimo a la mujer alta. A última hora de la mañana Marie entró en la habitación con una bolsita. Fue derecha a su hija y se inclinó para darle un beso en la mejilla. —Buenos días, querida —dijo la mujer mayor con animación—. ¿Cómo va Sydney? 327
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Traducción: Atalía
—Anoche se despertó —dijo Alex con una sonrisa—. Estaba cansada y no dijo gran cosa, pero el médico ha dicho que es buena señal. —Me alegro. —Marie le dio unas palmaditas cariñosas en el hombro a la mujer más alta—. Supongo que no has comido nada en lo que va de mañana, ¿verdad? —No —dijo la mujer más joven con timidez, incapaz de mirar a su madre a los ojos. —Ya me parecía a mí. —La mujer meneó la cabeza con desaprobación—. Toma, te he traído el desayuno. —Gracias. —Alex agradeció el detalle de su madre. Abrió la bolsa y dentro descubrió un bollo y un café. Dio un bocado al bollo—. Te lo agradezco mucho. —Bueno, alguien tiene que cuidar de ti —dijo Marie sin darle importancia y sus ojos grises se posaron en la mujer inmóvil que yacía en la cama—. Lo difícil empezará cuando se despierte. —Ya lo sé —asintió la mujer más joven con solemnidad. —No va a ser fácil y seguramente habrá mucha tensión. —La mujer mayor hizo una pausa—. Quiero que sepas que si alguna vez necesitas hablar con alguien, siempre puedes contar conmigo. —Gracias. —Alex apreciaba el gesto, pero tenía la esperanza de que las cosas no llegaran a ese punto—. Creo que cuando esté suficientemente bien, me la voy a llevar de vacaciones. —Me parece buena idea, pero ten cuidado y no la empujes demasiado —le aconsejó Marie con cautela—. Debes recordar que le tienes que dar tiempo para curarse física y mentalmente. 328
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Alex sabía a qué se refería su madre. Tenía la costumbre de abordar las situaciones como una apisonadora y sabía que en estas circunstancias tenía que ser paciente y dar tiempo a su amante.
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A primera hora de la tarde Sydney recuperó la consciencia de nuevo. Suspiró profundamente cuando la bruma que le invadía el cerebro se aclaró, y abrió los ojos algo confusa, hasta que los recuerdos regresaron en tropel a todos sus sentidos. Cerró los ojos largo rato, luchando por mantener el control. —¿Estás bien? —La voz familiar atravesó sus miedos, y una avalancha de calidez se derramó por todo su cuerpo. —Ahora sí. —La rubia sonrió levemente, volvió la cabeza y se quedó mirando a los intensos ojos azules—. ¿Y tú cómo vas? —Bien, ahora que sé que te vas a poner bien —dijo con sinceridad. —Siento haberte preocupado —se disculpó la rubia. —No te disculpes —regañó Alex con ternura a su amante, y luego confesó con dificultad—: Lo cierto es que nunca pensé que encontraría a alguien que me importara lo suficiente como para preocuparme de esta manera. Siempre veía mi vida como un rompecabezas en el que todas las piezas encajaban perfectamente para crear una imagen, y hasta que te conocí, las piezas encajaban, pero no veía que se formara una imagen. Al principio pensé que eras una pieza que no encajaba y que por lo tanto no formaba parte de mi vida, pero ahora no puedo concebir la vida sin ti. —Hizo una pausa y se tragó el nudo que se le había formado en la garganta—. Tú no eres solamente una pieza de mi vida. Eres el centro mismo alrededor del
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cual construyo todo lo demás, y por primera vez veo una imagen y es preciosa. —Para ser una persona que no habla mucho, te las apañas para decir unas cosas cariñosísimas —graznó Sydney con una leve sonrisa. —Bueno, pero no se lo digas a mis hermanos, que no me van a dejar vivir —rió Alex con cierto matiz avergonzado, y luego se hizo un breve silencio. —¿Cómo están Norm y Roy? —preguntó Sydney apagadamente. —Se pondrán bien, aunque los dos estaban bastante asustados —dijo Alex, y añadió, tras una pausa—: Me alegro de que llevaras el chaleco. —Tu circular decía que era obligatorio —le recordó la rubia. —Sí, pues he advertido que mucha gente parece hacer caso omiso de esas circulares —dijo la capitana crípticamente. —Ya, pero no tienen que vivir contigo —dijo la rubia riendo suavemente—. Pensé en no ponérmelo, pero sabía el berrinche que te entraría si no me lo ponía y te enterabas. —Efectivamente —gruñó la mujer más alta con fingida ferocidad, y luego se puso seria—. El chaleco te salvó la vida. —Lo sé. —La rubia inspectora suspiró cansada y luego dejó a un lado los oscuros pensamientos que amenazaban con apoderarse de ella—. ¿Cuánto tiempo crees que voy a tener que estar aquí? —Todo el tiempo que haga falta hasta que te recuperes por completo —dijo Alex, y la mujer más baja supo por el tono de voz de su amante que iban a seguir las órdenes del médico al pie de la letra—. Y luego vamos a tener una larga conversación. 330
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—Me estás asustando. —Sydney no disimuló su miedo, y la otra mujer sonrió con ternura. —Es una buena conversación. —La morena alargó la mano y tocó la cara de la otra mujer, acariciando la piel suave—. Cosas de las que deberíamos haber hablado antes de todo esto. —Ah. —La rubia no sabía qué más decir, y la sonrisa de la otra mujer se hizo más amplia. —Me parece que te he dejado sin habla. —Alex se echó a reír y luego depositó un beso tierno en los labios de su amante.
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Pasaron casi dos semanas hasta que los médicos dictaminaron que podían dejar salir a Sydney del hospital, y para entonces ya estaba resintiendo las restricciones a las que se veía obligada por la convalecencia. Por insistencia de Alex, habló con el psicólogo de la policía que le hizo varias visitas de cortesía cuando aún estaba en el hospital. Más que nada, se concentraba en salir del hospital y volver al trabajo. Alex se tomó el día libre cuando Sydney fue dada de alta en el hospital, y estuvo comportándose como una madre preocupona, todo el rato pendiente de su compañera, hasta que la mujer más joven estalló por tanta atención. Fue una escena emocional que terminó cuando la rubia se fue del piso hecha una furia. La mujer más alta esperó unos minutos y luego la siguió, pues sabía dónde encontrar a su compañera. Era en la playa, a pocas manzanas de su piso. Se sentó en silencio en el banco al lado de su compañera. —Lo siento —se disculpó Alex, hundiendo las manos en los bolsillos de los pantalones—. Me prometí a mí misma que no me iba a portar así. 331
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—No pasa nada —rezóngó Sydney, sin mirar a su compañera—. Nunca he tenido a nadie que se preocupe tanto por mí. No estoy acostumbrada. —Lo sé —asintió la mujer más alta—. Uno de mis mayores defectos es que soy demasiado posesiva. Supongo que es por haberme criado con tres hermanos mayores. —A mí me gusta que seas posesiva —contestó la mujer más menuda, y su compañera sonrió con tristeza un momento y luego se puso seria. —Me preocupo por ti —confesó Alex—. Me preocupo por nosotras. —No tienes por qué —dijo Sydney—. Creo que las dos tenemos un carácter fuerte y que siempre nos vamos a pelear por cosas, pero eso no quiere decir que me vaya a marchar. —Mi sentido común lo sabe —asintió la otra—, pero mi parte emocional no está tan segura. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti... creo que nunca querré más a nadie. Todo esto me ha asustado mucho. Sydney se volvió entonces para mirar a su compañera. Alex tenía la cabeza gacha y se contemplaba ciegamente los pies, que tenía estirados hacia delante. —Cuando pensé que podías morir, me di cuenta de que perdería el alma. Hasta ese punto te quiero —confesó la mujer de más edad, incapaz de mirar a su amante—. Hasta que apareciste, no sabía lo que era el amor. Lo había leído en los libros, pero la emoción no me afectó hasta que apareciste tú, y la idea de estar sin ti me supera. Todavía estoy intentando asimilar la intensidad de lo que siento por ti y a veces, como hoy, no puedo controlarlo.
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—No quiero que lo controles —dijo la rubia suavemente—. Pero tienes que comprender que a veces será demasiado para mí y que tendré que apartarme un poco. Eso no quiere decir que me vaya a ir, sólo quiere decir que necesito un poco de espacio para respirar. —Intentaré entenderlo —asintió la morena y se quedó callada. —Alex —dijo Sydney con voz suave, y la otra mujer se volvió para mirarla—. ¿Me puedes hacer un favor? La otra asintió sin decir nada y la otra mujer continuó con seriedad. —Recuerda que te quiero con todo mi corazón y que pase lo que pase, mi intención es estar contigo hasta que sea muy anciana. Alex asintió y dejó que una sonrisa de alivio asomara a su rostro anguloso, relajando el ambiente entre las dos. Sydney también sonrió a su compañera. —Bueno, ¿ésta era la conversación seria que mencionaste en el hospital? —No. —La sonrisa desapareció de la cara de la morena y se puso más seria. Estaba nerviosa de sacar el tema—. Sé que acabamos de empezar a vivir juntas, pero quiero algo más permanente. Quiero saber que si nos ocurre algo a cualquiera de las dos, la otra no tendrá que pasar por un montón de chorradas. —Hizo una pausa y respiró hondo, pensando en su experiencia en el hospital—. Te voy a hacer beneficiaria de todas mis pensiones y te voy a nombrar mi persona de contacto por si ocurre algo. Quiero saber que si estoy incapacitada, tú tomarás todas las decisiones que me afecten... que nos afecten a las dos. Sydney sabía lo que estaba diciendo la otra mujer. Era un paso gigantesco, y comprendía la importancia que tenía la decisión. Nunca podrían casarse 333
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legalmente, por lo que ésta era la única forma en que su unión sería respetada. —A menos, por supuesto... que tú no estés preparada para este tipo de permanencia. —Alex estaba preocupada por el silencio de su compañera. —No. —Sydney negó con la cabeza—. Creo que las dos deberíamos ir a cambiar nuestros formularios. Alex sonrió, con el corazón lleno de felicidad al saber que su amante pensaba lo mismo que ella. Respiró hondo y miró intensamente a la otra mujer. —¿Te parece bien si me acerco más y te doy un abrazo? —preguntó, y la rubia asintió. Alex se arrastró por el banco y abrió los brazos, y la mujer más menuda se instaló cómoda y cálidamente entre ellos. Se reclinaron y se quedaron mirando el océano gris, cada una sumida en sus propios pensamientos. El futuro no iba a ser fácil, pero al menos estarían juntas. Y para las dos, eso bastaba por ahora.
FIN
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Traducción: Atalía
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