EL PRINCIPIO DE AUTONOMÍA
Por Augusto Hortal
³A ti, Adán, no te he asignado ningún puesto fijo, ni una imagen propia, ni un oficio peculiar. El puesto, la imagen que tendrás y los oficios que desempeñarás serán los que tú mismo desees y escojas para ti por tu propia decisión. Los demás seres tienen una naturale-za que sigue su curso conforme a las leyes que le hemos marcado, Tú no estarás sometido a cauces angostos; definirás tu propia natu-raleza a tu arbitrio... Te coloqué en el centro del mundo, para que veas todo lo que te rodea. No te hice ni celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como alfarero y escultor de ti mismo, te forjes a tu gusto y honra La forma que prefieras. para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas cos as divinas, por tu misma decisión...´. PICO DELLA MIRÁNDÓLA, De la dignidad del hombre, Editora Nacional, Madrid, 1984, pág. 105. La obra es de finales del siglo XV. Hacer
bien el propio oficio en orden a proporcionar los bienes y servicios que cada profesión se esfuerza en realizar es un prin-cipio ²el de beneficencia² b eneficencia² que acompaña el quehacer profesio-nal. Cada colectivo profesional se encarga de reflexionar sobre el mismo, de reinterpretarlo, ampliarlo y acompasarlo al ritmo de los cambios tecnológicos y de las demandas sociales.
El segundo principio ²el principio de autonomía² tiene una base social más amplia y menos específica: hunde sus raíces en el conjunto de la sociedad moderna; a él se apela en casi todos los proyectos y conflictos de la misma. La cita de Pico dellaMirandola que recogemos más arriba fue en su momento una anticipación profética; sólo tras las transformaciones de la sociedad burguesa, de la producción industrial y de la democratización de la política llegó a tener el principio de autonomía o de autodeterminación de las personas una amplia presencia social. Otros seres están some-tidos a la ley de su propia naturaleza; Adán, y con él cada uno de sus descendientes, podrá definir su propia naturaleza a su arbi-trio« será alfarero y escultor de sí mismo. Esta idea empieza a ser social y políticamente operativa en los comienzos de la modernidad mediante la solución que se va dando al tema de la libertad de conciencia en una sociedad escindida por guerras de religión y mediante las garantías jurídicas que la burguesía comercial va reclamando frente a las arbitrariedades del poder político absolu-tista (derechos civiles), Locke es el primer gran pensador del liberalismo político, económico y religioso. Y Kant el exponente más depurado de un principio de autonomía que, cuando él escribe, ya está ampliamente asentado en la conciencia intelectual de las sociedades europea y americana. Nada es verdaderamente humano si es impuesto a los hombres por otros hombres. La misma fe, la religión y la moral sólo son ver-daderas y valiosas, sólo merecen formar parte del propio proyecto de vida, si son libremente elegidas o aceptadas; se degradan tan pronto como no responden a las propias convicciones de con-ciencia para obedecer a leyes y autoridades extrañas a uno mismo. La autonomía en la cultura moderna es lo que llama CH. TAYLOR TAYLOR (1996) un ³hiperbién´. ³ hiperbién´. ay bienes que son bienes porque son deseados; esto es lo que Taylor llama una valoración débil. Y H hay bienes que de tal manera se imponen que sólo es buena la volun-tad que los quiere; si no los quisiera dejaría de serlo; los hiperbie-nes dan lugar a valoraciones fuertes. La libertad y la conciencia no valen porque respondan a nuestros deseos; valen en sentido fuer-te porque marcan la diferencia entre una vida que merece ser s er vivi-da y otra que no merece ni siquiera el apelativo ap elativo de humana y digna. Tras la religión y la moral, o a la vez que ellas, la vida econó-mica y la vida política llegaron a ser vistas también a la luz de esta valoración primordial de la razón, de la conciencia y de la liber-tad de las personas individuales. Cada uno es dueño de sí mismo, de su capacidad de trabajo y de sus propiedades; puede hacer con ellas lo que quiera mientras no imponga coactivamente nada a nadie;
pues también los otros están dotados de razón, conciencia y libertad, y tienen, por eso mismo la misma dignidad y derechos. La libre iniciativa en el campo económico llevada a cabo por una burguesía en ascenso y expansión llevó a reclamar un marco jurí-dico que garantizase que la actividad económica pudiese verse libre de intervenciones arbitrarias y despóticas de los poderes públicos. Surgió así la primera generación de derechos humanos: los derechos civiles y políticos del ciudadano. Cuando la valoración primordial de la libertad y la autodeter-minación se proyecta sobre el ámbito de los poderes públicos estamos ante la idea de democracia, desde la que se cuestiona el absolutismo y los privilegios estamentales del feudalismo. Ningún gobierno, ningún régimen político es aceptable si es impuesto, ningunaposición social es legítima por el mero hecho de ser here-dada. Cualquier forma de gobierno, para ser verdaderamente humana, tiene que contar con la libre aceptación y consentimien-to de los gobernados. Rousseau fue quien formuló con más acep-tación esta idea de que la voluntad general era la fuente de legiti-midad democrática de un pueblo que se gobierna a sí mismo y sólo obedece a sus propias leyes. Estas ideas que Rousseau formula para la vida política son las que Kant aplica a la moral. La libertad y la razón son propias de todos los seres humanos. En ellas radica y consiste su dignidad. La voluntad racional y libre de cada persona es la única fuente de la ley moral, en esto consiste la autonomía, en esto consiste la mora-lidad. Mediante la autonomía el ser humano no obedece a ningu-na instancia externa sino a su propia voluntad racional que le con-vierte en legislador, colegislador junto con todos los seres racio-nales y libres, de un reino de los fines en los que cada persona tiene dignidad y es insustituible, no tiene un precio que se le pueda poner y por el que se la pueda cambiar. Para Kant el prin-cipio de la moralidad no es otro que a autonomía; l os seres huma-nos son morales en la misma medida en que libremente se deter-minan a sí mismos mediante la razón. La coincidencia en cada persona entre el normante (el que formula el imperativo) y el nor-mado (el que obedece al imperativo) permite hablar de autono-mía; pues cada uno, en el ejercicio de su voluntad racional, es norma (nomos) para sí mismo (autos). En ese punto coinciden necesariamente todos los seres racionales, todos los fines en sí; la ley moral es la que aglutina y unifica la pluralidad de los fines en si en un reino de los fines. En este reino los seres autónomos no obedecen otras leyes que las que ellos se dan a sí mismos; en el ejercicio de su libertad racional todos coinciden sin necesidad de so meterse a nadie. Según Kant, cuando dos personas piensan qué deben hacer, si se atienen a su razón y no a sus inclinaciones, deseos, intereses, posición social, etc. coinciden plenamente en una ley que nadie impone a nadie, sino que cada cual promulga y acepta con su propia razón. Si no coinciden es que al menos uno de ellos se está guiando por sus preferencias empíricas, que por serlo no son racionales ni universalizables. Kant pensó la autonomía en térmi-nos racionales, puros, aprióricos, es decir prescindiendo de las cir-cunstancias y deseos cambiantes. La autonomía kantiana era una ley de libertad racional. Hoy, sin esa misma fe en la razón, la autonomía es fuente y legitimación del pluralismo, y con él de la discrepancia entre voluntades incapaces de coincidir sin coacción por estar instaladas cada una en su pro-pia arbitrariedad incuestionada. Es difícil que sea de otra manera: el principio de autonomía, cuando se reivindica y aplica en la vida real, convierte en canon la voluntad de cada uno, sin necesidad que sea una voluntad racional (³pura´). El acuerdo racional univer-sal se queda en que cada cual puede hacer lo que quiera y tener los criterios que quiera en su propio ámbito de decisión; los límites los pone la necesidad de no interferir en la misma libertad que tiene cualquier otro para hacer otro tanto. La autonomía racional en la que coincidirían sin coacción todos los seres racionales, se con-viene en autonomía empírica, es decir, en no interferir en el ámbi-to de decisión de cada uno dejándole decidir y hacer lo que quie-ra mientras no perjudique a ningún otro ni interfiera en la corres-pondiente capacidad de decisión y de actuación del mismo. Este concepto de autonomía moral pervade todos los ámbitos, empezando por el moral, el político, el cultural, el religioso, el artístico... El respeto a la autonomía es el presupuesto fundamen-tal de las relaciones sociales, por tanto también de las relaciones profesionales en la cultura liberal. La apelación a la autonomía se entiende como no interferencia de unos en las vidas, acciones y decisiones de los
otros, salvo aquellas interferencias que sean expresamente deseadas o aceptadas por ellos. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución Francesa (1793) formulaba expresamente en su artí-culo cuarto: ³La libertad consiste en poder hacer todo lo que no daña a los demás. C. Marx en La cuestión judía comentaba esta concepción del individuo y de la libertad en términos que pare-cen certeros: ³así pues, la libertad es el derecho de hacer o ejer-citar todo lo que no perjudica a los demás. Los límites entre los que uno puede moverse sin dañar a los demás están establecidos por la ley, del mismo modo que la empalizada marca el límite o la división entre las tierras. Se trata de la libertad del hombre en cuanto mónada aislada y replegada en sí misma« el derecho humano a la libertad no está basado en la unión del hombre con el hombre, sino, por el contrario, en la separación del hombre con respecto al hombre´. John Stuart Mill en su escrito sobre la liber-tad insistía también en este mismo concepto de libertad (ver recua-dro) que I. Berlin llama libertad negativa y que C. B. Macpherson (1970) ha caracterizado como individualismo posesivo (ver recua-dro). La libertad de cada uno se ve, entonces, en contraposición, como amenaza de la libertad de todos los demás. Libre es el que no se ve obligado a hacer lo que otros quieren más que en el caso de que él mismo lo quiera libremente, eso si respetando igual liber-tad para todos los demás. Tan sólo la libertad de otros y el daño que pueda causarles el ejercicio de mi propia libertad son los únicos límites que cabe poner al principio de autonomía o de libre decisión de las perso-nas. No es de extrañar que se haga necesario articular el principio de autonomía no tanto con el principio de hacer el bien cuanto con el principio de no hacer daño, de no hacer el mal a los otros (principio de no maleficencia). Para las relaciones profesionales invocar el principio de auto-nomía significa que el cliente o usuario de los servicios profesio-nales es persona, sujeto de derechos. Su opinión, sus conviccio-nes, sus derechos merecen ser respetados y hay que informarle debidamente hará poder contar con su consentimiento para llevar a cabo cualquier actuación profesional que le afecta. En el contexto de la ética médica el principio de autonomía es de aplicación e invocación relativamente reciente. Es significativo que, según escribe D. GRACIA (1989, 163), se formule explícita-mente para el ámbito profesional médico en una sentencia judicial dada por el juez Cardozo en los Estados Unidos en 1911: ³Cada ser humano de edad adulta y sano juicio tiene el derecho de deter-minar lo que debe hacerse con su propio cuerpo; y un cirujano que realiza una intervención sin el consentimiento de su paciente comete una agresión de cuyas consecuencias es responsable´. La aplicación de este principio a la ética médica ha supuesto un choque entre la cultura tradicional de la profesión <ética inter-na) y la cultura política que difunden por doquier las sociedades liberales, primero en el mercado y en la esfera política, luego en todas las relaciones sociales. La introducción de principios aje-nos a la ética interna de la profesión médica ²dice Have (1994)² conlleva inevitablemente una mayor distancia en la relación entre médicos y enfermos. En bioética se invoca el principio de autonomía con significa-dos afines pero no siempre coincidentes. Unas veces se apela, sobre todo entre teólogos, al carácter sagrado de la persona individual, otras a lo que la persona individual tiene de fuente de cre-atividad que no puede ser coartada (filósofos), otras a la centrali-dad del individuo en el ethos del liberalismo democrático OONSEN, 1998, 337). Quedó dicho más arriba que el principio de beneficencia suele ser expuesto más bien en términos claramente subordinados al principio de autonomía. En cierta manera la sustitución de la ética médica por la bioética es la crónica de un desplazamiento del poder en las relaciones entre los profesionales de la medicina y los usuarios de esos mismos servicios profesionales. Se ha ido pasan-do del poder profesional con sus apelaciones a la legitimidad basada en el saber y poder hacer, proporcionar los bienes que se supone que constituyen la razón de ser de esa profesión, al poder social de los individuos o ciudadanos autónomos con los dere-chos que les reconoce la cultura liberal. Los
³mediadores de sen-tido´ de esta transformación que ha llevado a una preeminencia de la moral social del liberalismo político han sido, de hecho, los profesionales de la bioética. Afirmar esto no significa proponer que se vuelva a la moral interna del profesionalismo, sino intentar desideologizar un poco el tema y tratar de ver qué fórmulas de interacción, cooperativa y conflictiva, cabe plantear entre amoral interna de un grupo profesional, centrada en el principio de bene-ficencia, y la moral externa de los ciudadanos y potenciales usua-rios de los servicios profesionales que alegan ante todo su derecho a ser respetados y tratados como personas dotadas de dignidad, conciencia (criterios), libertad (pueden acceder o negarse a lo que se les propone> y derechos. La vida moral en general y la moral profesional en particular no consiste sólo en hacer cosas buenas, cosas bien hechas, en hacer bien las cosas y así hacer el bien, sino en hacerlo desde la interior implicación con el bien en sí, con el fin en sí que es la propia persona y la persona de cualquier otro. El imperativo práctico será así pues el siguiente: ³Obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio´. (Kant, Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, 429, 10-14) El principio de fundamentación de normas (U) de Apel no sustitu-ye al imperativo categórico, pero sirve de criterio para juzgar sus aplicaciones como máximas de acción: ³Obra sólo según una máxima, de la que puedas suponer en un experimento mental que las consecuencias y subconsecuencias, que resultaran previsiblemente de su seguimiento universal para la satisfacción de los intereses de cada uno de los afectados, pueden ser aceptadas sin coacción por todos los afectados en un discurso real; si pudiese ser llevado a cabo con todos los afecta-dos´. (KO. Apel (1985) en: A. Cortina (1985) 251) El reino de los fines es el reino de la ³autonomía compartida´ (Caffarena). La humanidad se constituye moralmente mediante el contrato constituyente: ³Por la presente, nosotros los humanos, cada uno pora sí en nombre de todos, decidimos: nunca nos tomaremos como puro medio y siempre como fines en sí´. Las siete tesis del individualismo posesivo ³Los supuestos del individualismo posesivo pueden resumirse en las siete proposiciones siguientes: I) Lo que hace humano a un hombre es ser libre de la dependencia de las voluntades de los demás. II) La libertad de la dependencia de los demás significa libertad de cualquier relación con los demás salvo aquellas relaciones en las que el individuo entra voluntariamente por su propio interés. III) El individuo es esencialmente el propietario de su propia per-sona y de sus capacidades, por las cuales nada debe a la sociedad´. IV) ³Aunque el individuo no puede alienar toda su propiedad sobre su propia persona, puede alienar su capacidad para tra-bajar. V) La sociedad humana consiste en una serie de relaciones mercantiles´. VI) Dado que lo que hace humano a un hombre es la libertad de las voluntades ajenas, la libertad de cada individuo solamen-te puede limitarse justamente por unas obligaciones y reglas tales que sean necesarias para garantizar la misma libertad a los demás. VII) La sociedad política es una invención humana para la protec-ción de la propiedad que el individuo tiene sobre su propia persona y sobre sus bienes, y (por tanto) para el mantenimien-to de relaciones de cambio debidamente ordenadas entre individuas considerados como propietarios de si mismos´. C.B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesi-vo. Fontanella, Barcelona, 1970, 225 y s.