EL ROSARIO COMO VIA ESPIRITUAL Jean Hani Si el catolicismo occidental, en palabras de un célebre teólogo actual, se encuentra «en plena descomposición», no es porque no haya recibido del Cielo, a lo largo de los siglos que han seguido al declive de la Cristiandad, auxilios particularmente poderosos tanto para permitirle enderezar su acción en el campo de la comunidad humana, a la que tiene que inspirar y dar forma, como para reactivar la vida espiritual de los individuos. No es mi intención escribir la historia de todas estas intervenciones sobrenaturales y de su relativo fracaso, causa de la inquietante situación religiosa que se ofrece a nuestros ojos. Quisiera recordar tan sólo dos de estas intervenciones celestiales, que se encuentran entre las más importantes y de las que cabía esperar los mayores efectos para la cristiandad: la solemne institución del Rosario y la introducción del culto al Sagrado Corazón. No es que estas dos «devociones» se encuentren totalmente olvidadas, pero sí es verdad que han pasado a segundo plano; además, y esto es más grave, la mayoría de quienes las practican, sean clérigos o laicos, no conocen más que su significado más exterior, de tal suerte que no constituyen más que meros ejercicios de piedad, lo cual es mejor que nada, desde luego, pero que sin embargo hace que se ignore su más profundo significado, valor, y por tanto eficacia, que son precisamente lo que hubiera podido repercutir en el destino del catolicismo. A mostrar este significado esencial van destinadas las reflexiones que siguen, pues la «devociones» siguen conservando naturalmente intactas sus secretas riquezas a disposición de quienes aspiren a ellas Al desafecto por el culto al Sagrado Corazón corresponde el que actualmente puede observarse en la mayoría de los cristianos por la recitación del Rosario. Decimos desafecto, pero a veces habría que decir desdén. La causa en este caso, como en aquél, es que, en el transcurso del tiempo, por negligencia y por ignorancia, se ha contribuido a ocultar su verdadero significado y alcance, con lo que se lo ha convertido (al menos en apariencia, pues en sí mismo el rosario no deja de ser lo que es) en una devoción anodina -suprema descalificación para las mentes «modernas»- , anticuada. Así se ha perdido de vista, y de hecho se ha retirado a los cristianos, uno de los más poderosos medios rituales. Porque la práctica del rosario, no hay que dudar en afirmarlo, constituye una auténtica vía de realización espiritual; y es que, como vamos a ver a continuación, se basa en lo que es el ejercicio operativo esencial de todas las vías espirituales (1). El propio objeto empleado, el rosario, no es fundamentalmente otra cosa que un «contador de oraciones». Pero, como todo instrumento tradicional, tiene un sentido simbólico, como veremos más adelante. Su forma más simple es la cuerda trabajada para formar tantos nudos como oraciones se quieren contar. En cualquier parte donde haya oraciones se «repetitivas», hay rosarios para este uso. La recitación del rosario constituye una oración de tipo particular, la oración repetitiva, que se define por estos dos elementos fundamentales: el Nombre divino, solo o en una fórmula en la que está intercalado, y la repetición rítmica de dicho Nombre; como corolario, pero como consecuencia natural y casi indispensable, se le añade una actividad meditativa.
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El primer elemento, que también es el esencial, es el Nombre divino. La oración del rosario puede definirse así: una invocación del Nombre divino. Precisamente por ello esta oración se distingue de la oración entendida en sentido corriente, que es la oración de petición. Entra, de hecho, en la categoría de la incantación, cosa, como se verá también recalcada por su aspecto repetitivo. La incantación sigue un movimiento diferente de la oración corriente de petición; ésta apela a la gracia de Arriba para hacerla descender hacia el orante con vistas a la obtención de un objeto bien definido, temporal o espiritual. La incantación, por su parte, un poco como la oración de alabanza, es un movimiento de elevación del alma hacia Dios con intención meditativa, con vistas a una unión del alma con Dios. Es una aspiración del ser hacia lo universal para obtener una gracia totalmente espiritual, o sea una iluminación interior. Operación totalmente interior también, pero que la mayoría de las veces se expresa mediante palabras que le sirven de apoyo y están constituidas, en la inmensa mayoría de los casos, como hemos dicho, por una fórmula que incluye el Nombre divino, lo que en la India llaman un mantra. Emplearemos expresamente esta palabra, que no tiene correspondencia en las lenguas occidentales, pues tiene un significado muy preciso que acabamos de mencionar e incluye igualmente la idea de repetición rítmica. El elemento esencial de este tipo de oración, por tanto, es el Nombre divino mismo, hasta el punto de que a menudo se reduce a la pronunciación de este Nombre. Porque éste tiene un poder ilimitado, pues es idéntico a Dios mismo; como dice el Maestro Eckhart, «El Padre no ve, ni oye, ni dice ni quiere nada que no sea Su propio Nombre; por medio de su propio Nombre, el Padre ve, oye y Se manifiesta; el Nombre contiene todas las cosas: el Nombre, Esencia de la Divinidad, es el Padre mismo...» (2). Se ve, en estas condiciones, todo el alcance y la eficacia de la invocación del Nombre divino, lo que llaman también el «recuerdo de Dios» y el «recuerdo de Su Nombre», tan a menudo mencionados en los Salmos: «La razón suficiente de la invocación del Nombre -escribe Frithjof Schuon- es el "recuerdo de Dios"; pues bien, este recuerdo, en última instancia, no es otra cosa que la consciencia de lo Absoluto. El Nombre actualiza esta consciencia y, a fin de cuentas, la perpetúa en el alma y la fija en el corazón, de modo que esta consciencia penetra todo el ser y, al propio tiempo, lo transmuta y absorbe. La consciencia de lo Absoluto es prerrogativa de la Inteligencia humana, y también es su fin»(3). Por eso el Maestro Eckhart, poco después de las líneas antes citadas, añade: «El Padre te da Su Nombre eterno, y lo que te da en un solo instante por mediación de Su Nombre es Su Propia vida, Su Ser y Su divinidad». En la recitación del rosario, el Nombre divino se invoca con dos formas distintas, en los Padrenuestros y en los Avemarías, o sea en oraciones reveladas, lo cual es capital, porque los nombres y las fórmulas reveladas están cargados de un poder que no pueden tener naturalmente los que inventa el hombre. En el Padrenuestro, la fórmula es: «¡Santificado sea tu Nombre!» (Santificado: en el sentido bíblico, es decir, «proclamado santo»); en el Avemaría, el Nombre es el de Jesús, y la fórmula fundamental está constituida por la primera parte, la única revelada, pues la segunda parte, que constituye una oración de petición, es un añadido tardío de la Edad Media. Esta primera parte está formada por la salutación del Angel Gabriel, lo que equivale a decir que es pronunciada por Dios: «Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo» (Lc 1,28) y por la salutación dirigida a la Virgen por su prima Isabel: «Bendita eres entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre, Jesús (Lc 1,21 ss.), salutación que igualmente puede decirse que es dirigida por 2
Dios, porque, cuando Isabel la pronuncia, nos dice el Evangelio que está «llena del Espíritu Santo». Por otra parte, en el Avemaría está el Nombre de María, cuya importancia es capital. Señalemos enseguida que los dos nombres, Jesús y María, fueron puestos por la Iglesia en el texto definitivo del Avemaría; a decir verdad, fueron reinsertados, pues se encuentran en el mismo contexto evangélico, María una línea antes, y Jesús un poco más tarde ( Lc, 1, 28 y 38). El hecho de haberlos reinsertado para la recitación, no sin una inspiración de Arriba, muestra toda la importancia que la Iglesia atribuye a la invocación del Nombre. El Nombre de María es a su manera un Nombre divino, el que se refiere a la actividad divina ad extra, y eso quiere decir que María es una manifestación de lo que representa este Nombre divino. Jean Borella ha señalado perfectamente este misterio, que es el de la Inmaculada Concepción: María es la manifestación humana de la Posibilidad universal, es decir, es, en el nivel más alto, una concepción de la Esencia divina, concepción forzosamente «inmaculada», y con la que se identifica la Virgen, como ella misma proclamó a Bernardette; en el nivel del Ser, la Posibilidad universal se convierte en la Substancia universal (Prakriti),la Materia prima o «Madre universal», a partir de la cual se desarrollan las posibilidades de manifestación bajo la acción del Espíritu divino (Purusha); a nivel cósmico, es el Espíritu de Dios sobre las Aguas primordiales (símbolo «materno»); a nivel humano primitivo es la pareja Adán-Eva, el andrógino primordial, y al nivel humano actual, es el hombre y la mujer. La concepción del Dios encarnado, la manifestación terrenal del Verbo divino, arquetipo de la Creación y Hombre Universal, no podía hacerse conforme a otro proceso que el de la Creación misma. Por eso la Madre de Dios encarnado no podía ser otra cosa que la manifestación humana de la Omniposibilidad de la Substancia universal, Madre universal y Materia prima fecundada, como las aguas primordiales, por el Espíritu divino Ahí es donde hunde sus raíces el «misterio de la Virgen Madre» al nivel del Hombre Dios, del Hombre Universal. Pero también ahí, al propio tiempo, hunde sus raíces el misterio de la reintegración para el hombre caído, que tiene que vivir, por su propia cuenta, el «misterio de la Virgen». Y es que el ser manifestado, para recobrar su arquetipo eterno, su «posibilidad principial» y su realidad más pura in divinis, tiene que realizar en sí mismo este «misterio de la Virgen»; la Omniposibilidad es su exención de todas las limitaciones para recobrar la Pureza, la Belleza, la Pobreza y la Bondad, las cualidades principales de la Virgen en su indiferenciación primordial y que brillaron con tanto resplandor en su manifestación terrenal. En el regreso al arquetipo -el «misterio de la Redención» o «regeneración espiritual»-, aparece la pareja «Espíritu-Virgen María», o también «Nuevo Adán-Nueva Eva», o «Cristo-Iglesia», pareja que rige el nuevo nacimiento como Adán y Eva rigen el nacimiento corriente. Vemos con esto cómo se explican los títulos, dados a María , de «corredentora», «mediadora de las gracias» y «madre de los hombres». La labor del individuo humano, para entrar en el proceso de reintegración, exige que el alma individual se transforme para identificarse con el Alma universal, pues el Espíritu Santo no puede actuar en esta alma más que si ésta participa de las cualidades de la substancia, como en el proceso de la Encarnación. Esta especie de alquimia espiritual se opera mediante los sacramentos y la contemplación. Con ésta vamos a parar nuevamente a lo que veníamos diciendo sobre la oración y la incantación, cuyo papel es crear en el 3
alma un estado de sumisión total, de plasticidad ontológica, que pone al alma en armonía con la Virgen y sus virtudes. Ese es el objeto de la recitación del rosario. Durante este ejercicio, el alma se aplica a sí misma, como dice Frithjof Schuon, las palabras del Angel a María; se identifica con el seno virginal para convertirse en el lugar de la generación del Verbo en ella. En la medida en que el alma se identifica con la Virgen, se cumple en ella el misterio microcósmico de la Encarnación. La repetición de las palabras del Angel termina por transformar al alma en su arquetipo virginal. Porque las palabras de la incantación son pronunciadas por Dios, y es tanta su fuerza que, cuando María da su consentimiento, es decir, se muestra conforme con el sentido de estas palabras, se produce en ella la concepción. El Nombre divino es el vehículo de la gracia y realiza en el alma una presencia que es una forma de transformación. Respondamos enseguida a la objeción de quienes afirmarían no ver en ello más que autosugestión. No es así en absoluto, pues no se trata de un acto de imaginación puramente personal; el ejercicio se produce en el marco de la Iglesia y opera únicamente por la gracia divina; pero también nuestra actividad mental desempeña su papel: al imaginarnos en la condición virginal, se crea el ambiente psíquico favorable a la acción de la gracia, nos acercamos al estado considerado, infundiendo en cierto modo en nosotros mismos nuestra imagen mariana. Apresurémonos, por otra parte, a precisar con qué espíritu tiene que aplicarse a sí mismo el recitante del rosario las palabras del Angel, o sea de Dios. Se trata de lo que fácilmente podríamos denominar «afirmación proléptica», es decir, que se afirma «por anticipado», como si estuviese realizado, lo que tiene que realizarse, forzando con ello, en cierto modo, Dios mediante, que se realice. Es un método que se encuentra en todas las vías espirituales; así, en la incantación hindú, ocurre lo mismo con la repetición del mantra «Yo soy Eso». Vemos por tanto la gran necesidad de proceder a la recitación con un sentimiento de gran humildad y de desapego con respecto al yo. Sin duda por eso, por lo demás, par evitarle al recitante toda convicción prematura, la Iglesia le hizo añadir, tras la salutación angélica, la oración de la segunda parte del Avemaría, en la que el hombre se confiesa «pecador», término que, más que al estado de culpabilidad concreta, se refiere al estado de «criatura» y de «nada criatural». En su precioso libro sobre la Virgen, F. Chenique ha desarrollado la meditación que hacen surgir las palabras del Avemaría. Con la salutación inicial, Ave María -nos dice- , el alma entra en relación con la Virgen, manifestación de la Substancia universal, desea realizar sus perfecciones, y el propio Nombre de María actúa en este sentido; la expresión «llena de gracia» se refiere a la concepción Inmaculada, que está necesariamente llena de la gracia divina, y el alma pide recibir esta gracia; «el señor es contigo» recuerda que Dios está siempre con la Virgen María porque siempre está presente en la Substancia universal, dado que actúa por ella y en ella para hacerla producir; Dios estará igualmente presente en el alma que, en cuanto substancia individual, se conforma a las cualidades de la Substancia universal, de las que está separada por la Caída; «bendita eres entre todas las mujeres», porque la Mujer es una manifestación de la Substancia, y María, la Mujer por excelencia, la nueva Eva, tiene un grado totalmente superior; por tanto, es forzosamente bendita; e igualmente será bendita el alma, si se restablece en ella la imagen divina, pues es Dios quien es bendito y quien bendice, como afirma la última fórmula: «bendito es el fruto de tu vientre, Jesús»: la Substancia, fecundada por la presencia divina del Espíritu, engendra un fruto bendito; y asimismo, el alma virginalizada, engendrará en sí misma la 4
imagen del Verbo. Así, el Avemaría no pone en correspondencia con la Madre universal y sus cualidades virginales mediante su Nombre; el alma se vuelve virgen y Dios puede reflejarse en ella; tras eso, el Nombre de Jesús realiza en nosotros las cualidades crísticas. Vemos con ello que la recitación del Rosario es algo completamente distinto de una devoción como las otras, más o menos anodinas, y que es, como ha dicho Frithjof Schuon, «la Oración de Jesús de la Iglesia de Occidente». Se comprenderá además toda la importancia que reviste la unión de los dos Nombres: «Jesus-María», invocación mencionada a menudo en numerosos escritos místicos, pero cuyo inmenso alcance no siempre se percibe; constituye un auténtico mantra y, por sí sola, podría desempeñar incluso el mismo papel que el Avemaría, del que es a un tiempo núcleo y resumen. La eficacia de la recitación del Rosario se debe esencialmente a la virtud operativa de estos Nombres divinos. Se equivocará no obstante quien considere secundaria la forma de su recitación, esto es, la forma repetitiva, que, sin ser esencial, es sin embargo capital. Además , como hemos dicho, es común a todas las recitaciones análogas que entran en la categoría de lo que se denomina el japa yoga o mantra yoga, y la primera de estas denominaciones significa precisamente «yoga por repetición», o sea repetición de fórmulas sagradas con un rosario; esta denominación, por consiguiente, muestra bien la importancia de esta repetitividad, puesto que la asocia a la propia palabra «yoga», que significa «unión», dando a entender con ello que esta unión, al menos en cierta medida, se opera mediante la repetición. Por añadidura, puede afirmarse sin dudar que, sin repetición, no hay incantación, pues este último término implica, además de la invocación del Nombre, la idea de un acondicionamiento del psiquismo para hacerlo apto para recibir la influencia espiritual de Arriba. Pues bien, ese es justamente el papel de la repetición, que puede invocar tradicionalmente en su favor la oración del «solicitante inoportuno» de la parábola evangélica. La repetición constituye un automatismo saludable, como disciplina impuesta a las palabras y los gestos; su ritmo regular canaliza la sensibilidad, reduce la dispersión mental, favorece la atención, el recogimiento y la concentración, creando así el ambiente necesario para la receptividad de la energía espiritual. Está médicamente establecido que la repetición modifica el estado de conciencia del individuo y favorece la meditación. Es además, por decirlo de algún modo, una especie de «rumiar» las palabras de la oración, rumia que favorece su total asimilación. Vemos entonces qué formidable substrucción, por decirlo de algún modo, representa para la incantación el instrumento del rosario. Por su doble simbolismo, pone al recitante en relación con todo el universo, con el movimiento de toda la Creación divina, en la que integra al recitante, lo «sumerge», por decirlo así, en el proceso divino que arrastra al mundo, armonizando el ritmo del alma individual con el ritmo del «Alma del mundo», para emplear la expresión platónica, Alma en la que resuena la Palabra creadora, y finalmente lo rapta en el movimiento ascensional que sube de la multiplicidad hacia la Unidad. La recitación de las Avemarías con este ritmo sagrado, tal como acabamos de describirla, bastaría ya sobradamente, como se comprenderá, para hacer del Rosario una «vía espiritual». La tradición occidental, no obstante, la ha enriquecido aún más, desde el principio, proponiendo para cada decena una meditación suplementaria que se refiere a lo que llaman los «Misterios de la Virgen»: «misterios gozosos» para el primer rosario, 5
«dolorosos» para el segundo y «gloriosos» para el tercero. Aunque se trata de algo bastante conocido, recordaremos el detalle, cosa que facilitará la comprensión de lo que vamos a decir: 1. Misterios gozosos: Anunciación, Visitación, Natividad, Presentación en el Templo y Jesús reencontrado en el Templo: 2. Misterios dolorosos: Agonía de Jesús, Flagelación, Coronación de espinas, Camino de la cruz, Crucifixión; 3. Misterios gloriosos: Resurrección de Jesús, Ascensión, Pentecostés, Asunción de la Virgen, Coronación de la Virgen en el cielo. Estos «misterios» son las etapas de la vida de la Virgen; pero esta vida es el modelo de la del cristiano que ha seguido estas etapas, que son como otras tantas «estaciones» espirituales; porque «la Virgen -como escribe Jean Borella- símbolo y prototipo del alma humana, es el puro espejo en el que Dios puede reflejarse, el "Espejo de Justicia", que es también la "Puerta del Cielo". De hecho, estos «misterios» están contenidos en los dos Nombres de Jesús y María, y su meditación acompaña la invocación de los Nombres, despliega por decirlo así su riqueza interior ante los ojos del alma. Meditación e invocación se apoyan mutuamente; así, el alma tiende a «realizar» los misterios de lo que tiene que ser su propia vida espiritual, desde su comienza hasta su término. F. Chenique, en el libro antes citado, da, de estos misterios del Rosario, un excelente comentario que resumimos muy brevemente. En los misterios gozosos, dice, el alma se abre a la Divinidad: en la Anunciación, recibe el germen del Verbo; en la Visitación, se concentra en la presencia divina y actúa en conformidad con ella (5); en la Natividad, el alma da a luz al Verbo y lo expresa. La Virgen, dice a este respecto Frithjof Schuon, «emite el Verbo mediante su órgano generador, y el recitante lo emite mediante la fórmula en la que Se encarna». En la Presentación, el ama declara someterse a la Ley exterior, condición previa a toda realización de orden espiritual; en el Reencuentro (de Jesús en el Templo), el hombre encuentra el gozo de Dios en el templo de su corazón. Los «misterios de dolor» recuerdan las tribulaciones del Verbo encarnado, de las que la Virgen participó directamente y que el hombre tiene que atravesar personalmente, siguiendo a Cristo y a María; para que Dios crezca en él, para que pueda resucitar, tiene que «flagelar» a su Yo, «coronarlo de espinas», hacerle «tomar la cruz» y finalmente «crucificarlo», o sea dar muerte al «hombre viejo». F. Chenique dice con razón que se trata de lo que la mística musulmana llama la «extinción» (al-fanâ) (6). Los «Misterios de Gloria» describen la transformación del alma. En la Resurrección, el alma «mortificada» resucita tras su «extinción» y recobra la verdadera vida; en la Ascensión, se eleva, abandona lo creado para unirse a la naturaleza divina; en Pentecostés, es deificada por el poder del Espíritu Santo; en la Asunción, se eleva, a semejanza de María, «a través de todos los cielos», es decir, a través de los estados superiores del Ser y, finalmente, en la Coronación, alcanza la Divinidad, en la que se convierte en «lo que el alma es» desde siempre, el aspecto divino del que se había separado, su arquetipo.
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