r
Hammond Innes
TERCERA PARTE
Francisco Pizarro
Francisco Pizarra, conquistador del Pera.
Los buscadores de oro E l e m p e r a d o r C a r l o s comenzaba ya a darse cuenta de que los territorios de allende el océano Occidental que sus súbditos españoles descubrían y colonizaban ofrecían grandes posibilidades como fuente de los recursos que le eran necesarios. Mientras Cortés se adhería a la política cuyos rasgos esenciales habían quedado claros en la oferta que en un tiempo había hecho a Moctezuma, al enviar a sus capitanes a expe diciones de conquista, y ensanchando así los ya considerables territorios de Nueva España, al Sur comenzaban a abrirse nuevos horizontes en la pequeña colonia de Panamá. La colonización del istmo había sido el resultado de la malograda expedi ción de Nicuesa-Hojeda en 1509. Nuestro interés se centra en Francisco Pizarro que participó en aquella expedición. De el nos ocupamos ahora. La historia de esta expe dición no sólo nos proporciona la primera enumeración clara que poseemos de sus cualidades de lider, el extraordinario valor y absoluto dominio que le lleva rían en Perú a la cumbre del poder, sino que constituye al mismo tiempo una muestra de lo que tenían que sufrir los Conquistadores españoles en su increíble aventura americana. Lo mismo Hojeda que Nicuesa se habían servido de la influencia que tenían en la corte para conseguir para si altos puestos en las colonias. Como consecuencia de ello, habían conseguido del presidente del Consejo de Indias, el arzobispo Fonseca, el titulo de gobernadores de dos extensos territorios sin explorar, situados a ambos lados del golfo del Darién; Hojeda, por el lado oriental, la Nueva Andalucía (la costa Norte de las actuales Colombia y Venezuela) y Nicuesa por el lado occidental se intro duciría en Castilla del Oro (hoy Nicaragua v Honduras). Esto era bella teoría en Castilla, mas en La Española, a cinco mil kilómetros de distancia, el esfuerzo y la sangre de los colonizadores españoles tenían todavía que transformar en realidad los proyectos de tales colonias. Es más, estos nombramientos hacían caso omiso de los derechos hereditarios de Diego Colón, quien tan pronto como comenzó a pertre charse la expedición, se puso a obstaculizar con argumentos legales los trabajos de Nicuesa; contra éste se dirigían en particular sus ataques por ser sumamente rico. Y asi, el más pobre de ambos, Hojeda, apoyado por el cartógrafo Juan de la Cosa, partió el primero, dirigiéndose por el Caribe al lugar donde, en el futuro, se alzaría la bella Cartagena, en la costa Norte de América del Sur con unos trescientos hom bres. Nicuesa, con un cuerpo de setecientos hombres, salió por fin diez días más tar de, mas para cuando llegaba a Calamar, Hojeda había sido ya victima de los caribes.
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Juan de la Cosa había muerto cubierto de flechas envenenadas, y, además de los mu chos heridos existentes, setenta hombres habían perdido la vida. Era el desastroso comienzo de una de las expediciones más desgraciadas de cuan tas se lanzaron a la conquista del Nuevo Mundo; y aunque más al Este, en el golfo de Urabá se había fundado ya la colonia de San Sebastián, no por ello estaban mu cho mejor de lo que pudieran estarlo a bordo de un barco, pues la hostilidad de los indígenas les obligaba a permanecer encerrados en sus empalizadas de madera. Fue aquí, en una escaramuza con los caribes, donde Hojeda fue herido de una flecha en un muslo, herida que se trató él mismo aplicando sobre su carne inflamada una plan cha de hierro calentada al rojo. Si aceptamos como verídica la versión de Las Casas, ello es una prueba más de la fortaleza sin par de los conquistadores. En esta época y en los siglos que siguieron, entre los marinos era normal proceder sin anestesia de ningún género a la amputación ele un brazo o una pierna, pero la cura que en este caso se trataba de aplicar a las heridas hinchadas por el veneno resultaba tan drás tica, que Hojeda tuvo que amenazar con la horca a su cirujano para convencerle de que la realizara. Este aplicó, pues, dos planchas de hierro al rojo a ambos lados del muslo de Hojeda, “de modo que no sólo quemaban el muslo y la pierna, expulsando el mal de la hierba ponzoñosa, sino que penetraban todo su cuerpo hasta tal punto que hubo que emplear un barril entero de vinagre empapando sábanas para envolverle el cuerpo con ellas” : y el paciente soportó todo esto sin estar sujeto ni atado. Parece in creíble, pero no es nada extraño que aquellos hombres nacidos para la silla de montar y acostumbrados a una dura vida de lucha sintiesen desprecio p o r el dolor. Eran hom bres de resistencia y de acción, incapaces de expresarse si no era por los hechos. Por eso, muchos de ellos resultan figuras borrosas, reconocibles únicamente por sus hechos y de vez en cuando por incidentes personales como el del caso. Poco después, la expedición obtenía su único golpe de fortuna: un hombre sospe choso llamado Talavera, con setenta desesperados más, llegaban desde La Española al mando de un navio genovés que habían “requisado”. Venia lleno de cazabe y car ne, y Talavera se mostró dispuesto a trocar por oro todas sus mercancías. Nicuesa había partido ya y Hojeda le siguió a poco de reponerse, dirigiéndose con Talavera a Santo Domingo para pedir refuerzos. El viaje había resultado catastrófico y por fin vararon su navio en el extremo oeste de Cuba. Durante todo un mes viajaron por el Oeste, a través de selvas y pantanos; y al cabo de unos setecientos kilómetros de mar cha sólo Sobrevivían unos doce. Por fin les llegó una carabela capitaneada por Pánlilo de Narváez. Talavera fue ahorcado en Jamaica. Hojeda, en una miseria absoluta, murió en un hospital de Santo Domingo. Mientras tanto, la pequeña colonia de San Sebastián había quedado a las órdenes de Pizarra. Al cabo de dos meses la situación se había hecho gravísima. La única solución posible era la evacuación de la colonia, mas para ello sólo contaba con sesenta hombres y dos pequeños bergantines. Con muc ha calma, decidió esperar has ta que las Hechas envenenadas, la pestilencia y el hambre hubiesen realizado su labor. Los frutos no se dejaron esperar mucho, pues a los seis meses del desembarco en la costa de Urabá, el número de colonizadores había disminuido ya lo suficiente como para que los supervivientes cupiesen en los dos navios, uno de los cuales se iba a pique a poco de zarpar. El barco de Pizarra llegaba a salvo a Cartagena, y allí, su fortuna increíble iba a prestarle de nuevo auxilio; Encaso, socio de Hojeda, que ha199
bia salido de Santo Domingo en 1511, acababa de llegar con una fuerza de relevo de 150 hombres. Volvieron a emprender el viaje a Urabá, donde Enciso perdió su embarcación en un bajío. Tras esta prueba de incompetencia en la navegación, Piza rra hubiera podido hacerse con el mando de no hallarse presente otro aventurero de Extremadura aún más atrevido que él, aquél cuyo nombre estaba aún por grabar en los anales de la Historia. Vasco Núñez de Balboa se habia embarcado como polizón en el barco de Enciso, ocultándose en un tonel, para librarse de las persecuciones de sus acreedores. Había estado ya antes en el Darién y conocía un estuario donde se po dían conseguir comestibles y donde los indios eran hospitalarios y no utilizaban He chas envenenadas. Balboa y Pizarra se dirigieron juntos al Darién, donde establecie ron una colonia a la que dieron por nombre “Santa María de la Antigua”. Nicucsa, que más al Norte en la misma costa, había fundado la colonia “del Nombre de Dios”, se reunió aqui con ellos acompañado del mísero resto de su ejército. Pero su intento de tomar el mando e iniciar el comercio del oro no fue acogido con demasiado entu siasmo por parte de los conquistadores. Le despidieron en un barco que hacía agua para que continuase su comercio con los indios. Su avidez de oro había sido excitada por los vagos rumores procedentes de las tierras del Sur que al parecer rebosaban del metal que con tanto afán codiciaba. Así concluyó, la expedición Nicuesa-Hojeda. De un total de 1200 hom bres—casi el triple de los cjuc Cortés llevó en su marcha sobre México y seis veces superiores en número a los que habría de llevar Pizarra en su avance sobre la fortaleza Inca del Perú- apenas sobrevivían doscientos, la mayoría de los cuales permanecerían con Balboa y Pizarra en el Darién. Aunque desastrosa en si, la expedición habia de dar lugar a los más sorprendentes resultados que se hubieran conseguido desde la llega da de Colón a las tierras allende el Atlántico. El primero de septiembre de 1513, Balboa, con un pequeño grupo de hombres, emprendió viaje hacia el Sur, avanzando a través de una tupida vegetación al borde de los pantanos y abriéndose paso a fuerza de abatirla, subiendo montañas cubiertas de la más lujuriosa vegetación de todas las Américas y vadeando el rio Chagres pla gado de cocodrilos. Al cabo de veinticinco días se avistaba en la lejanía por primera vez el Océano Pacífico. La ruta de su marcha corría bastante más al Este que el canal actual -el de Panamá—, y que el camino real, la ruta de los asnos, por la cual habría de transportarse el oro desde el litoral del Pacifico al del Atlántico. Si tenemos en cuenta que 370 años después los franceses perderían miles de hom bres a causa de la malaria y de la fiebre amarilla en sus intentos malogrados de cons truir un canal, y que la densidad de la selva era mucho mayor que la actual (los americanos despejaron bastante el terreno como lase preliminar para la construcción del canal), esta primera travesía del istmo constituyó una hazaña que hay que destacar. El día veinticinco Balboa entró en las aguas del Pacifico hasta media cintura blan diendo su espada desenvainada y reclamando el Océano para su emperador. Y tam bién se dice que fue aquí, en el litoral del “Mar del Sur” donde recibió informes más precisos sobre una tierra dorada y fabulosa existente al Sur, y se le mostraron dibu jos indios de un animal parecido al camello: la llama. Con unos navios desmontados y transportadas sus piezas por los indios a través del istmo para ser reconstruidos de nuevo en el litoral del “Mar del Sur”, pudo iniciar las exploraciones; pero apenas habia salido del gofio de Panamá cuando se encontró con vientos y corrientes con200
erarios. No fue más allá de las islas de las Perlas, un archipiélago bastante extenso en la parte sureste del golfo. Mas ahora entraban en juego las políticas domésticas. En este período primitivo del desarrollo del Nuevo Mundo el nombramiento de gobernadores se hacia un tan to al azar, pues las conveniencias personales eran parte integrante de la política colo nial. Pedro Arias cíe Avila -conocido normalmente con el nombre de Pedrariasobtuvo el gobierno de tierra firme valiéndose de sus relaciones con la corte. Este hombre impetuoso y de mal genio, cuyos actos parecen estar siempre motivados por el afán de lucro, había sido nombrado comandante de una de las expediciones mejor pertrechadas que el rey Fernando hubiera mandado a las Indias: 15 barcos con 1200 soldados y nada menos que 1500 hidalgos aventureros. La noticia del descubrimiento del Pacilico por Balboa llegaba a España después que Pecharías se hubiera esta blecido como gobernador de Santa María de la Antigua. La noticia produjo un gran revuelo, pues daba pábulo al viejo sueño de Colon ele encontrar una ruta marítima que condujese a las Molucas. Como un premio tardío, Balboa lúe nombrado adelan tado del "Mar del Sur” y también ele las pequeñas colonias que había fundado en Panamá, y en Coiba. Pecharías prometió entregarle por esposa a su hija que por entonces todavía se encontraba en España y en 1517 trasladó la sede de su gobierno al otro laclo del itsmo de Panamá. El contenido de esta ilustración no pertenece al Panamá actual, sino a la vieja ciudad cuyos restos incluyen la torre de su gran catedral construida sobre una colina, las ruinas de la iglesia de San José, el arco de los mulos de carga llamado "Puente del Rey” por haber sido la primera ele las tres rutas del oro que atravesaban el istmo, y los calabozos donde se abandonaba a los presos para que pereciesen ahogados al ascender la marea. Estas extensas ruinas de piedra están situadas a unos siete kilóme tros de la actual ciudad en un promontorio rodeado de marismas. Existe una buena cala de anclaje que da cobijo a las embarcaciones de poco calado detrás de unas rocas y una larga hilera de escollos sumergidos. En el lugar cazan los pelicanos y el viento del Norte riza levemente la superficie de las aguas. El emplazamiento de la ciudad era excelente, pues el viento hace que la temperatura de la tarde no supere los 26° C y la ciudad no fue abandonada hasta el saqueo que en 1671 realizó Henry Morgan, aunque ya por entonces la malaria había llegado a constituir un grave azote. El traslado de Pedrarias a Panamá se debía a motivos políticos, pues su objetivo era urgir la búsqueda de un estrecho que uniese el Atlántico con el "Mar del Sur”. Mas el efecto inmediato había ele ser el enfrentamiento con la personalidad de Bal boa. Mal humor, clima caluroso, aislamiento: de nuevo la situación Cortés-Velázquez. El pequeño puerto fronterizo era demasiado angosto para contener a ambos. A los dos meses de llegar a Panamá, Pedrarias hizo detener a Balboa acusándole de cons piración. El desgraciado Balboa lúe ejecutado y lo que resulta irónico es que por entonces se preparaba para iniciar una nueva exploración hacia el Sur. De no haber sido por la envidia de su suegro, podía haber llegado a ser el descubridor del Perú además de serlo del Pacífico. El afán de expedición parecía haber muerto con Balboa. Pedrarias dirigió todas sus expediciones hacia el Norte. Impulsado primero por las órdenes que recibía de España de buscar el estrecho que llevase a la isla de las especias y más tarde movido 201
por la envidia del gran Imperio que Cortés establecía, el gobernador ocupó Veragua, Costa Rica y Nicaragua y después Honduras donde se enfrentaría con el propio Cor tés. Pasaron cinco años antes de que nadie se atreviese a dirigirse hacia el Sur desde Panamá, y Pascual de Andagoya, lo mismo que antes le había ocurrido a Balboa, salía en una mala estación del año. Llegó a Punta Pinas, el promontorio saliente cubierto de bosques, donde los vientos contrarios habían detenido a su predecesor bastante más intrépido que él. Es casi seguro que fondeó en la bahia del mismo nombre que posee una playa de arena blanca protegida del oleaje del Sur por altos promontorios rocosos e islas cercanas al litoral, pero no fue más lejos. Para comprender lo que obstaculizaba a los aventureros españoles que se dirigían hacia el Sur hay que apreciar las condiciones meteorológicas del área. El viento do minante en el gollo de Panamá es del Norte, de modo que en su punto de partida el marino gozaba de un viento favorable en casi todas las estaciones del año. Pero una vez salido del gollo, su navio, casi siempre de vela de cruz, se enfrentaba con el gran movimiento de aire causado por el área de altas presiones del Pacílico Sur. Este, al girar en el hemisferio sur en sentido contrario al de las agujas del reloj, produce a lo largo de la costa de América del Sur, a la altura de 40° S, un fuerte viento sudoeste. Además, la corriente Humboldt se dirige hacia el Norte durante todo el año. Este problema adquiere un especial relieve en los consejos dados en el Piloto del Almi rantazgo Británico para barcos de vela que se dirijan hacia el Sur desde Panamá: “Estos pasajes son todos lentos y dificultosos debido a las corrientes contrarias y a los persistentes vientos ligeros del Sur..." y el Piloto sigue dando detalladas instruc ciones de cómo evitar las calmas, los temporales tropicales y las marejadas resultan tes de la convergencia de corrientes, lo que supone que hay que navegar como míni mo a unos trescientos kilómetros del litoral. Los españoles, sin embargo, carecían de estas instrucciones para la navegación. Eran los primeros y tenían que aprender mientras navegaban, con un método hecho de tanteos y de amarga experiencia. Mientras su flota fondeaba en Biru, en la costa de Colombia, Andagoya pudo conversar con indios que comerciaban con el Sur. Asi, su expedición no resultaba infructuosa, pues volvía con información de primera mano sobre el Imperio de los incas. Pero a los aventureros reunidos como aves de caza en la pequeña capital tórri da de la colonia de Panamá debió de sonar todo aquello como cualquier otro de los rumores que oían constantemente, y aunque las proezas de Cortés en México habían reavivado las esperanzas de los soldados de fortuna que se mostraban escépticos mostrándoles con meridiana evidencia los premios deslumbradores que aguardaban todavía a los hombres de valor y decisión, muy ¡j o c o s de ellos eran marineros, y los territorios del Norte y del Oeste ofrecían perspectivas más seguras que los peligros desconocidos del gran “Mar del Sur" que en su vastedad sin límites se extendía más allá del horizonte meridional. Sin embargo, Francisco Pizarro había navegado con Balboa. Después de haber pasado trece años en las Indias, sabia muy bien que los premios mejores los obtenía el atrevido que llegase el primero. Habia dirigido alguna expedición hacia el Norte, pero de sus años de privación y lucha sólo había obtenido como resultado una pe queña parcela de tierra pobre y un “repartimiento" de indios. Contaba ya cincuenta años de edad. El tiempo se le iba, lo mismo que a su amigo, Diego de Almagro, otro duro soldado de fortuna que probablemente era mayor que Pizarro. Ambos 202
Expediaunes al Perú.
Santa Mana
Mar Caribe Cartagena N om bre de Dios
Golfo de Daricn Santa María de la Antigua
%Panama Chicama
TIERRA FIRME
San Sebastián Dariéni Gíflio de Panamá
Is. Coiba
NUEV.
Punía Pinas
Puerto de la (
Expedición de Andagoya 1522
Harçbr<
Expedición de Pizarro 1524 - 1525
(uemado
Expedición de Pizarro 1526 - 1527 Expedición de Pizarro 1531 - 1532 Punta \ tCharambirí
Clave para los m apas parciales de la ruta de riza tro
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torgona Hada de Tumaeo'
Bahía Ancón de Sardinas
Bahía de San Mateo /
Esmeraldas
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Ecuador
• QuitVi Punta de Pasad*
QUITO Chimboraito
( Océano Pacífico) Santa Elena
Golfo de Guayaquil
Puna
Cabo Blanco
Amazona Paita Desierto ■ de Scchura\
Punta de Aguja
t Motupe Cajamarca
Santa 400 kilómetros
ANDALUCIA
lograron el favor de un sacerdote de la catedral del Darién, Hernando de Luque, que también era maestro de escuela y tesorero de los fondos de la comunidad; y con su apoyo financiero y con el consentimiento del gobernador comenzaron a pertre char dos navios para un viaje de descubrimiento. Pizarro partió tan pronto estuvo preparado el primero de los barcos y Almagro le seguiría más tarde con el otro. La fecha de salida fue el 14 de noviembre de 1524, y contaba con ciento doce españoles y algunos esclavos indios. Después de pasar el prom ontorio de Punta Pinas, entro en el entonces llamado “rio Biru”; es posible que "Perú” sea una forma degenerada de “Biru”, pues fue justamente aquí donde Andagova obtuvo información sobre el país. Ignorando las enormes cordilleras que se erguían entre él y su objetivo, Pizarro intentó sin éxito localizar la ruta de los indios por vía terrestre, pero los tramos superiores del rio eran ya marismas bordeadas de selva densa con feroces montañas al fondo. Avanzar era imposible, y tras reembarcar para intentar avanzar siguiendo la costa, pensó que el océano era el menor de los dos males. Se dirigió al mar abierto buscando un vien to más favorable, pero sus barcos se introdujeron en el área de calmas y temporales tropicales típicos de esta zona. Al cabo de diez días, la carencia de comida y agua les obligó a volver a la costa, donde las marismas, la densa vegetación de la jungla y la humedad completaron el efecto desmoralizador que ya había causado el mar. Ante la inminencia del hambre hizo lo único que podía hacer, ya que no quería llevar a cabo lo que deseaba la mayoría de sus hombres: el abandono de la expedición; en vió a casa a los sublevados embarcándolos bajo el mando de uno de sus capitanes. Montenegro, con órdenes de buscar víveres para el navio. La distancia en kilómetros era bastante corta, pero pasaron más de seis semanas antes de que volviera Montene gro, y para cuando llegó, Pizarro y sus hombres se habían visto ya obligados a comer mariscos y algas del litoral y bayas y raíces de la selva. Y mientras, aislados en las marismas de lo que después había de llamar “Puerto del Hambre”, habían logrado establecer algunos contactos con los indígenas, vieron por primera vez los adornos de oro y obtuvieron vagas informaciones, sin duda alguna en lenguaje de señas, sobre un potente y organizado reino del Sur que había sido invadido por un pueblo mucho más rico y potente. Los estómagos llenos y las perspectivas del oro contribuyeron a restaurar la baja moral. Embarcaron y nueva mente se dirigieron hacia el Sur, decididos a probar fortuna hasta el limite mismo de sus posibilidades, ya que su estado de ánimo era casi de desesperación. No se tenían noticias de Almagro y los que con Montenegro habian regresado a las islas de las Per las para buscar víveres hablaban todavía de los vientos y temporales con que se habian enfrentado en su viaje por la costa. Como muchos de los primeros conquistadores, Pizarro tenia que mantenerse cerca de la costa. Lo tenia que hacer, porque era la costa la única guia que poseía para seguir avanzando. Mas en esta ocasión era baja y pantanosa, la lluvia era incesante y la visibilidad era muy escasa. Desembarcaron una vez, encontrando una aldea que acababa de ser abandonada, de allí recogieron alguna comida y algunos adornos de oro crudo. Los indicios de canibalismo eran cla ros. Embarcaron de nuevo dirigiéndose Inicia el Sur. para enfrentarse otra vez con un violento temporal. Por fin, con el navio bastante maltrecho doblaron un p ro montorio para fondear en un litoral bordeado de marismas de mangle. Aquí encon traron una colonia india bastante mayor, pero también desierta, de modo que no 204
Carabelas españolas tlcl tifio que probablemente utilizo Pizarro (véase págs. I ’ v 2 1 2 -1 3 ). Acuarelas de! siglo \ i \ .
hallaron medio alguno de establecer contacto con los indígenas, recogieron comes tibles y también adornos de oro. A Montenegro se le envié) tierra adentro, pero fue atacado en las colinas, al pie de la gran cordillera. Fue un encuentro feroz, en el que Pizarro, que había acudido en ayuda de Montenegro, fue tomado como jefe, de manera que recibió siete heridas leves antes de que se lograse rechazar a los indios. Diecisiete españoles resultaron heridos y cinco muertos en esta breve batalla. Y asi concluyó la primera tentativa de introducirse en la tierra del oro de las fá bulas. Embarcaron de nuevo para dirigirse hacia el Sur y con corrientes y vientos favorables se encaminaron al archipiélago de las islas de las Perlas en el golfo de Pana má. Mientras tanto, Almagro había partido en el segundo barco. Siguiendo la costa y localizando mediante señales previamente acordadas los tres lugares donde habia desembarcado Pizarro. se aventuró hacia el Sur hasta el bajo y lluvioso promontorio de Punta Charambira (.4° 16’ N antes de volverse atrás. Aparte de una escaramuza con los indios en Quemado, donde Pizarro se habia visto atacado, y la pérdida de un ojo a consecuencia de un golpe de jabalina, el viaje parece haberse desarrollado sin otros incidentes especiales. Este constituiría el modelo general para todos los viajes de descubrimiento realizados a América del Sur. Cada avance resultó en los comien zos lento y dificultoso, mientras que los viajes que seguían a los intentos iniciales resultarían relativamente fáciles. Almagro volvió a las islas de las Perlas y se encontró con su compañero en Chicama, una pequeña población costera situada al oeste de Panamá. Parece ser que Pizarro se sentía acomplejado de inferioridad en sus relaciones con la administración, probablemente por su escasa cultura. Envió, pues, a su teso rero, Hernando de Ribera, a Panamá con todo el oro conseguido para que abogase a favor de sus proyectos de equipar una segunda expedición de mayor envergadura. Almagro, con el oro que había traído, se dirigió también a Panamá. Aunque su edu cación era poco mayor que la de Pizarro, parece que él no dudé) nunca de su propia capacidad para convencer al gobernador. Pero las circunstancias habían cambiado. Uno de los capitanes de Pedrarias se había sublevado en Nicaragua y el gobernador necesitaba de todos los hombres de que disponía para lanzar contra aquél una expe dición punitiva. Además, si Francisco Jerez tiene razón, Pizarro y Almagro habían perdido un total de 130 hombres en sus intentos infructuosos, proporción bastante elevada por cierto. Fue Fray Hernando de Luque, más bien que Almagro o Ribera, quien logró per suadir a Pedrarias, aunque Oviedo en su “Historia General de las Indias" nos da una versión bastante imaginativa del violento encuentro entre Pedrarias y Almagro, en el que el gobernador regatea por la suma que ha de recibir como comprensadón por su abstención en la aventura. Mas a pesar del oro que habían tomado, la expe dición habia tenido grandes pérdidas desde el punto de vista financiero. Sin embar go, Almagro consintió en comprar a Pedrarias todos los derechos en unos mil pesos de oro. cifra que confesó con toda franqueza no tener. Se las arreglé) para adquirirla en préstamo y el desgraciado gobernador vendía asi por una pequeña ganancia in mediata toda su parte del futuro oro incaico. Y aceptando a regañadientes esta segunda expedición y nombrando como ¡ele de la misma a Almagro junto con Piza rro, sembraba la semilla de una enemistad posterior. Asi las cosas, a Pizarro no le quedaba más remedio que aceptar la situaciém, PiCartas de la cosía de! Pacifico (siglo x v tt). A rriba: la isla del Gallo, donde Pizarro trazó la linea en la arena (véase pag. 2 i J ) . Abajo: el golfo de Guayaquil, base para la conquista del Perú (véase págs. 2 1 5 - I 6 J .
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zarro y Almagro, codirectores de la expedición, y Luque, que habia invertido en ella 20.000 pesos, se comprometieron con un contrato solemne a dividir en tres partes todas las ganancias del viaje y todos los territorios conquistados. Este contra to, lechado el 10 de marzo de 1516, fue firmado por Luque y atestado por tres ciu dadanos de Panamá uno de los cuales firmaba p or Pizarro y otro por Almagro. A ambos lideres se les obligó a prestar un juramento por el que se obligaban a respe tarlo, y para rematar la ceremonia, Luque les administró después el sacramento. Respecto a la posición de Luque quedan, no obstante, algunas dudas. En un lugar como Panamá 20.000 pesos eran una cantidad demasiado importante, por eso se ha dicho que Luque actuaba en lugar de otro. Como Pedradas se preparaba para marchar contra Nicaragua, todos los recursos que pudiese ofrecer la pequeña colonia estaban ya agotados, de modo que sólo con mucha dificultad pudieron ambos líderes reu n irá 160 hombres, unos pocos caballos y una aceptable cantidad de armas, municiones y víveres. Embarcaron en dos navios pilotados esta vez por un extraordinario navegante, Bartolomé Ruiz. Como los de más pilotos que con Colón habían abierto la ruta del Atlántico, era natural de Palos de la Frontera, una población cerca de Moguer en Andalucía, y para estas alturas era uno de los navegantes de más experiencia de cuantos navegaban por los mares de Panamá. De hecho, el descubrimiento y la conquista del Perú son en gran parte debidos a la pericia náutica de este hombre único. En lugar de seguir la costa, se dirigió a alta mar, logrando así avanzar con rapidez hasta una latitud de 4o N el delta del río San Juan, una extensión de junglas y pantanos de cieno que abarca hasta Punta Charambira. Se trata de una de las más dificultosas áreas selváticas en esta costa inhóspita. El litoral es bajo, y durante la marea baja los estuarios se convierten en bancos de barro donde se levanta hacia el interior una vegetación selvática de gran densidad. Al Norte, el terreno presenta exactamente las mismas características, un infierno llano de verde selvático en cuyas marismas pulula una virulenta vida de insectos. Al Sur se encuentran las primeras cordilleras, y cuando las nubes se elevan dejando transparente el aire húmedo, puede distinguirse una cadena de montañas cubiertas de bosque que por el Sudoeste se extiende a lo largo de la costa, coronadas las cres tas de jirones de nubes que se adhieren a ellas como moho. Estas nubes cargadas de vapor de agua son amontonadas por los vientos dominantes del Norte, de modo que estas llanuras poseen en pluviosidad uno de los más altos niveles del mundo, unos 890 cm por año, cosa que aunque contribuye a la frescura del caluroso ambiente, hace que la lluvia sea casi incesante, sobre todo por la tarde y durante la noche. No es un pais muy propicio para una expedición, pero Pizarro, con sus barcos fondeados al cobijo de los bancos de arena, hizo una rápida incursión tierra adentro y en una sola aldea obtuvo una considerable cantidad de oro en forma de adornos y logró capturar a varios indios. En las riberas del t ío había muchas poblaciones in dias, cuyas casas con techos de hojas de palmera estaban construidas sobre pilotes en los pantanos o en los claros que dejaba el rico follaje de los árboles. Por el núme ro de estas colonias familiares y por el movimiento de canoas y balsas existentes en el estuario pudieron advertir que habían llegado a un lugar más poblado de la costa, donde sus gentes mantenian por el agua contactos con el interior. Sin duda, Pizarro se dio cuenta enseguida de que se trataba del pueblo potente y organizado del cual 208
Cruzado el Ecuador, R u n avistó una balsa peruana, y con ello establecía el primer contacto con la civilización incaica.
tanto había oído hablar. Se decidió, pues, que los dos barcos se separasen. Almagro volvería a Panamá para mostrar el rico botín que tan pronto habían obtenido y para conseguir así refuerzos, y Ruiz, en el otro barco, intentaría explorar más al Sur. En cuanto partieron los dos barcos, Pizarro penetró tierra adentro, pues los in dios le habían dicho que allí podria encontrar el lugar adecuado para un campa mento permanente. Probablemente se referían a la alta meseta de los Andes, y si hasta en el siglo veinte ocurre que las ideas de un campesino sobre las distancias resulten bastante vagas, no es extraño que nunca llegasen a su objetivo. En cambio, se vieron perdidos en la impenetrable vegetación ele la selva tropical lluviosa que cubría las colinas, y su avance se veía obstaculizado en todo momento por profundos barrancos. Los hombres morían enfermos de agotamiento y al lin hubieron de volver dificultosamente a la costa contentos de huir de aquel infierno selvático en el que se habían introducido y de su peligrosa vida nocturna entre jaguares, panteras, caima nes, serpientes y otros animales de la selva que les eran extraños. Atacados por los mosquitos de los pantanos de! río, Pizarro y sus hombres se vieron obligados de nuevo a subsistir casi al borde de la inanición, hasta que al fin Ruiz volvió con su barco al estuario. Sus referencias eran muy distintas: su crucero había resultado tan sorprendente como desgraciada la marcha de Pizarro. Empujado por un viento favorable a lo lar go de la costa ulos grados completos de latitud) había visitado la isla del Gallo, pero ante la hostilidad de sus habitantes había continuado tranquilamente hacia el Su doeste con un recorrido de 120 km aproximadamente, a través de la bahía llamada actualmente “Ancón de las Sardinas". En este lugar, al este del rio Esmeraldas, había hallado un buen refugio en una bahía que llamó “de San Mateo”. A lo largo de toda la costa había hallado indtTios de población, cada vez más civilizada, y al acert arse a la costa había visto a las gentes que se acercaban sin miedo alguno y sin muestra alguna de hostilidad. Al retirarse de la costa, sin duda alguna para coger mejor el 210
ángulo
hombres cada kilómetro había sido un paso adentro en lo desconocido, y aunque ochocientos kilómetros no son gran distancia para un viaje de descubrimientos, la vida de a bordo en los barcos era muy diferente a la de los hombres que habían acompañado a Colón o a Magallanes. Los hombres no eran marinos. Eran soldados aventureros que permanecían ociosos durante los largos días de navegación. Las di mensiones exactas de ambos barcos nos son desconocidas, pero no es probable que fuesen mayores que las del “Santa María de Colón que medía unos veinticinco me tros en total, y además de la tripulación, cada barco llevaba a unos cien soldados con sus caballos y víveres. Quien haya navegado en una nave de estas dimensiones com prenderá la incomodidad que ello significa, y en momentos de tormenta las condi ciones de vida a bordo debían hacerse verdaderamente intolerables. Es más, como ya había ocurrido antes a los veteranos colonos de Panamá, se habían dado perfecta cuenta de las privaciones que había que soportar. Pizarro, lo mismo que Almagro, se habían visto obligados a reclutar sus hombres entre los fracasados de la colonia o los recién llegados de España, hombres que se habían visto ociosos por la termina ción de las guerras en Europa y que casi desesperados se habían dirigido a las colo nias de Ultramar a buscar fortuna. A diferencia de Cortés, Pizarro no había tenido oportunidad alguna para hacer de este cuerpo, poco homogéneo y prometedor, una fuerza disciplinada y eficaz. De enfrentarse así con los indígenas, sabia muy bien que le quedaban pocas esperanzas de sobrevivir. El plan de acción que por fin se decidieron a seguir constituía una repetición de lo que ya antes había hecho. Pizarro se quedaría acampado en algún sitio apropia do, mientras Almagro volvería a Panamá para ver si mostrando el oro que se había tomado lograba así reclutar nuevos refuerzos. Mas para Pizarro el plan no era nada agradable, y los dos jefes estuvieron a punto de enfrentarse a causa de ello, mas al lili hubo de reconocer que no le quedaba más remedio. Izaron las velas, y con vien to y corrientes favorables una vez más, se dirigieron al Norte buscando donde acam par. Pero en todas partes estaban ya alerta los indígenas y se les mostraban hostiles. Antes que intentar repetir su terrible experiencia de las marismas húmedas infestadas de mosquitos, Pizarro prefirió desembarcar en la isla del Gallo. Las dos infértiles co linas de esta isla de acantilados rojos es lo único sobresaliente que existe en la monó tona llanura de la rada de Tumaco, y la desolación del lugar no tardó en completar la desolación de los hombres. Como soldados educados en la obediencia a la autori dad, todavía no se mostraban abiertamente amotinados, pero algunos de ellos consi guieron enviar sigilosamente una carta en el barco de Almagro, oculta en una bola de algodón crudo que se Uévaba a Panamá como muestra. El melancólico tono de esta carta, con la acusación de que Pizarro los retenía en la isla contra su propia voluntad, se divulgó rápidamente por toda la colonia. Y así, a Almagro no sólo le fue imposible conseguir el apoyo del gobernador para reclutar los refuerzos que precisaba, sino que se enviaron dos barcos al mando de Tafúr para que evacuase de la isla del Gallo al resto de la expedición con el fin de llevarlos de nuevo a Panamá. Al llegar Tafur a la isla del Gallo encontró al resto de los hombres casi en estado de inanición. Su número había disminuido mucho, pues a poco de marcharse Alma gro, Pizarro se había deshecho de los elementos rebeldes enviándolos con Ruiz en el segundo barco con el pretexto de que necesitaba reparaciones. Los que habían que dado con él se habían visto obligados al fin a sobrevivir con una dieta de mariscos.
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E'.Ui maqueta de nave catalana del agio VI'/ da una idea muy aproximada del tipo de embarcación utilizado por Pizarra.
Mojados por las lluvias tropicales, su piel cubierta de pústulas, su ropa andrajosa y sus huesos sobresalientes, su aspecto era el de esperpentos vivos. A pesar de todo, trece de ellos decidieron hacer caso omiso de las ordenes del gobernador y perm a necer con su líder en un exilio voluntario en aquella isla miserable y desolada. Piza rra estaba aprendiendo de Cortés, y el trazo de aquella famosa línea en la arena con la punta de su espada era un gesto tan sumamente dramático como el de Cortés al 213
barrenar los barcos. También sus palabras fueron dramáticas: “Señores, el lado de acá de esta línea representa fatiga, hambre, sed, agotamiento, enfermedad y demás vicisitudes que nuestra empresa entraña, hasta el día en que nuestras almas vuelvan a Dios...". La versión que Prescott hace de estas palabras difiere algo de la de Garcilaso; el discurso concluye de manera aún más dramática: “Aquí está Perú con su ri queza, allá Panamá con su miseria. Que cada cual elija según corresponde a un cas tellano denodado. Por mi parte, yo marcho al Sur". Y con estas palabras atravesó la linea. Mas esto no era sólo una vana baladronada. Almagro y Luque le habían enviado cartas suplicándole que se aferrase al proyecto originario, pues volver como un perro miserable a la llamada del gobernador supondría la pérdida de todo aquello que con tanto esfuerzo y dinero habían adquirido y le aseguraron de que harían todo lo posible para proveerle de los medios necesarios para seguir adelante. Pizarra en este momento de su historia adquiere rasgos de figura indomable, extraordinaria: en la arena del litoral de la isla, con su vestido andrajoso y su espada desenvainada, con templa los dos barcos que parten, los navios que hubieran podido conducirlo a Panamá, al olvido histórico. Algo mucho más grande que el apetito de oro -la vo luntad de poder, quizás el sentido de energía y habilidad frustrados, una vida malgas tada y sin embargo al borde del cumplimiento—le impulsaba en aquel instante. Ruiz, que había vuelto para rescatar a su capitán, como piloto en uno de los bar cos de Tafur, no vaciló. Pasó la linea que le unía a Pizarra. El siguiente fue Pedro de Cancha, nacido en Creta, y tras él otras doce: Cristóbal de Peralta, Domingo de Soraluce, Nicolás de Rivera, Francisco de Cuéllar, Alonso de Molina, Pedro Airón, García dejarén, Antonio de Carrion. Alonso Briccño. Martin de Paz. Juan de la Torre y Francisco Rodríguez de Villafuertes1. Estos quedaron aislados v solitarios contem plando los barcos que izaban las velas y que con el viento sur en popa desaparecían en el horizonte. Tafur no era un aventurero. Era un oficial para quien la obediencia cons tituía la virtud cardinal y que por consiguiente no tenía la más mínima intención de animarles en su locura dejándoles uno de los barcos. Ruiz le acompañaba para conven cer al gobernador de la importancia del proyecto y conseguir asi que apoyase la expedi ción al menos hasta Tumbes. La resolución es algo que todos los hombres respetan, y en la historia del Descu brimiento, lo mismo que en la historia de la guerra, la persecución atrevida de un objetivo sin cuidado alguno por la propia seguridad, se ve acompañada más a me nudo por el éxito que por el fracaso. Y así le ocurrió a Pizarra. Las presiones de Almagro y Luque, apoyadas por las propias de Ruiz, lograron prevalecer al lin, y el gobernador consintió aunque a regañadientes en pertrechar un barco, a condición de que no se incluyesen soldados en la expedición y de que, llegasen o no a Tumbes, el piloto volvería al cabo de seis meses con Pizarra y sus trece compañeros. Mas para conseguir este consentimiento tan condicionado y reluctante se había tardado seis meses, de modo cjue cuando Ruiz al fin partía, no sabía realmente si había de en contrar a Pizarra vivo o muerto. ' Jerez dice que cruzaron la linea dieciséis de los com pañeros tic Pizarro. Garcilaso y H errera indican trece, y Garatc nueve. En la “capitulación" suscrita por la reina Juana el 26 de julio de 1529, se dan trece nom bres. Los nom bres aquí citados constan en una placa en la capilla tle Pizarro de la catedral de Lima. Mas la relación que allí se bat e no es exacta, pues una om isión im portante y clara es la del nom bre de Rui/. O tro hom bre m urió en Gorgona. es. pues, posible que la cifra que da Jerez sea la mas exacta.
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Pero es este el momento clave, el punto que constituye el verdadero descubri miento: la salida de este pequeño barco, sin soldados a bordo, sólo con marineros. Pizarro ya no estaba en la isla del Gallo. Muy pronto en sus largas y solitarias vigilias junto a las costas de América del Sur, él y sus compañeros habían decidido abandonar la isla. Ignoramos los motivos. Lo más probable es que la soledad y la desolación del lugar, el sentimiento de abandono en que se vieron sumergidos puso sus nervios en tal tensión, que cualquier cosa les debió de parecer mejor que morir al fin de hambre en aquella isla desierta. Todavía tenían con ellos a los indios que Ruiz había llevado consigo, y éstos sabían construir una balsa y navegar en ella. Probable mente fueron los indios quienes les aconsejaron trasladarse a la isla de Gorgona, a unos 120 km de distancia por la costa que llevaba a Panamá. Es ésta una bellísima isla, con magnificas playas de arena al Sur, y la selva virgen del interior, que ahora es centro de trabajo con la madera que proporciona a la colonia penal de la costa oriental, les ofrecía madera para construir seguros refugios. La isla es elevada y en ella se alzan tres picos, el más alto de los cuales tiene unos cuatrocientos metros de altura y, como la región en que se halla situada coincide con la zona de altas preci pitaciones de la costa, había numerosos arroyos que les abastecían con abundancia de agua dulce. La dura experiencia y la sabiduría de los indios les habían enseñado a vivir del terreno, y al llegar, Ruiz encontró que estaban lo suficientemente organi zados en su colonia como para mantener su moral con la rutina diaria de oraciones por la mañana e himnos por la tarde. A pesar del largo período de privación, sólo dos españoles se sentían incapaces de poder embarcar, y éstos quedaron bajo el cui dado de los indios. Los dos peruanos marcharon con Pizarro. Y de nuevo hacia el Sur, a los mares donde les era propicio el buen tiempo, de jando atrás todos los temporales. Pasaron Gallo y Tacamez. El viento era muy leve y la mar estaba tranquila. A los pocos días cruzaron el Ecuador y avistaron el cabo Pasado, el punto más meridional de los alcanzados anteriormente por Ruiz. A las tres semanas escasas de haber salido de Gorgona, llegaron al elevado y estéril pro montorio de Santa Elena que visto desde el Norte parece tan liso como una mesa. Después de doblar el largo apéndice arenoso del promontorio, entraron en el golfo de Guayaquil, desde donde algunas veces, al amanecer de un día claro, antes de que las acostumbradas nubes de lluvia lleguen a formarse, puede contemplarse el cono volcánico del Chimborazo (6500 metros de altura sobre el nivel del mar) que se yer gue enorme sobre los estratos húmedos que cubren las colinas de los Andes. Aquí, en este golfo de profundidad escasa, el delta calado de mangles queda oculto en la desembocadura por el extenso verdor de la isla de Puna cubierta de bosques, de 41 km de Nordeste a Suroeste y de unos 24 km de anchura. Desde el mar, sus dedos llanos de mangle se mezclan con la igualmente verde llanura del delta y como en este primer viaje de exploración no se atrevían a caminar por los peligrosos entrantes y bancos de arena de la desembocadura del rio Guayás, no pudieron darse cuenta de que se trataba de una isla. Se quedaron en el extremo suroeste de Puna, que tiene unos setecientos metros y todavía hoy está cubierto densamente de laureola, el gran laurel indígena que proporciona una madera excelente. Y asi, llegaban al fin a la tierra de Promisión, al extremo sur del golfo, donde fondearon para pasar la noche, libres de los escollos y a sotavento de la isla de Santa 215
Clara, que posee un aspecto de cadáver. A la mañana siguiente entraron en la bahía de Tumbes (Lat. 3o 30’ S, Long 80’ 26’ O). Mientras entraban, la ciudad se les hacía cada vez inás grande, y sus torres y sus templos se elevaban sobre el verde húmedo del delta que ofrece un marcado contraste con el color pardo y seco del hintcrland. Esta ciudad de Tumbes se encontraba a unos kilómetros al sur de la ciudad actual, cerca del rio Corrales, el brazo más meridional de delta del río principal, el Tumbes. Cuando ellos llegaban allí, salía del delta una Ilota de balsas llenas de guerreros que se dirigían a atacar la isla de Puna. Mas los indios, al ver aquel barco tan extraño, se acercaron a él. Pizarra invitó a sus jefes a subir a bordo, ordenando a los dos peruanos, que habían adquirido durante su largo exilio en Gorgona algunos cono cimientos rudimentarios de español, que les enseñasen todo el barco. Pizarra pidió comestibles y en seguida partieron del litoral otras balsas llenas de caza, pescado, plátanos, inaiz, patatas, cocos, pinas y al parecer también con varias llamas. Esto re sulta sorprendente, pues la llama es natural de los altos Andes, y Tumbes se encuen tra al menos a trescientos kilómetros de sus pastos naturales más cercanos. Si esta versión es verídica, éstos eran los primeros ejemplares que veían los españoles de los “carneros” peruanos. Una de las balsas llevaba a bordo a un noble inca. Este trepó por el costado de la embarcación española. Llevaba puesta una túnica, corta que cubria su taparrabos y sobre el hombro un manto de lana de Harria a modo de toga, de manera que se le podía tomar por un patricio romano, exceptuada la impasibilidad de sus facciones color caoba y las grandes piezas de oro que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Es poco probable que los dos “intérpretes” fuesen capaces de explicar que los espa ñoles eran los representantes de un rey lejano y poderoso que pretendía hacer del Perú una parte de sus dominios, ni que pudiesen traducir el sermón que sobre la fe cris tiana les hizo Pizarra. Pera lo interesante era que ya se habían establecido contactos con un representante del poder peruano. El jefe inca cenó a bordo, y al marchar, ablan dado por el vino y el regalo de un hacha, invitó a los españoles a visitar la ciudad. A la mañana siguiente Pizarra envió Alonso de Molina con un regalo de cerdos y aves al curaca, el jefe de la ciudad. Al volver, Molina observó que los peruanos se habían excitado de una manera pueril al oir el canto del gallo, ante su aspecto bar budo y ante el color negro del esclavo que le acompañaba. Primero le habían llevado a la casa del jefe, que estaba vigilada y donde le habían serv ido en fuentes de oro y de plata y luego habia hecho una visita a la ciudad, incluida una fortaleza de grandes bloques de piedra sin argamasa, y un templo que describió como “resplandeciente de oro y plata”. Sin liarse de este relato. Pizarra envió después a Pedro de Candía con armadura completa y arcabuz y con instrucciones de demostrar la capacidad de esta arma para matar a distancia. Impresionados asi los habitantes, le llevaran a hacer una visita por la ciudad, y al volver al barco, sus referencias iueron todavía más fantásticas si cabe que las de Molina. Describió el templo “como literalmente tapizado con chapas de oro y plata”; de la fortaleza dijo que estaba defendida por una triple muralla y una gran guarnición. Describió después un convento que alojaba a algunas “vírgenes consagradas al Sol ”, donde los jardines estaban decorados con réplicas de frutas y vegetales, hechas en oro y plata. Además le habían mostrado las orfebrerías donde los obreros trabajaban en adornos parecidos para los edificios religiosos. 217
Pizarra desembarco para verificar él mismo estos informes. Se entrevistó con el jefe y con un noble inca, y luego partió de nuevo. A unos 1í> km al Sudoeste se borró el húmedo color verde de la región lluviosa. La costa era ahora seca y los cactos constituían la única planta. Se acercaban al desierto de Sechura. También hubo un cambio en el mar. La temperatura bajó de repente. Entraban en la corriente de Humboldt. Los rabihorcados, con sus alas parecidas a las del murciélago y su cola alargada que se abre en abanico al zambullirse el ave tras un pez, fueron sustituidos por los pelícanos que volaban en largas filas. De repente comenzaron a ver aves ma rinas en profusión. Tras doblar el cabo Blanco, cuyo punto más alto blanqueaba de guano, entraron en el puerto de Paita, flanqueado en sus tres lados por rocas escar padas y arenosas. Y nuevamente los españoles fueron recibidos con balsas cargadas de comestibles, y tras un amistoso cambio de regalos continuaron navegando hacia el Sur sin apartarse del yermo litoral de Sechura. Con viento todavía favorable en apa riencia, doblaron Punta de Aguja (6o S). El barco navegaba lentamente entre islotes es tériles, mientras la costa se alejaba hacia el Sursudeste. No había problema de comes tibles. Navegaban aguas abundantes en plancton y peces, y entre las grandres extensio nes de desiertos y roquedales muertos había oasis verdes creados por los rios que nutrían las nieves. Mas el problema consistía ahora en la falta de agua, pues aquí raramente llueve en las proximidades de la costa, y tanto el viento como la corriente les eran ahora contrarios. Estos vientos contrarios les tuvieron detenidos durante algún tiempo. Ellos hablan de temporal, pero es dudoso que la velocidad de ese viento excediese los veinte nu dos, pues es ésta un área donde los temporales y los chubascos son prácticamente inexistentes. Probablemente era la variación en la dirección del viento y la marejada con el consiguiente balanceo de la embarcación lo que hacía que hombres con poca experiencia de la mar exagerasen la situación. Cuando las condiciones mejoraron pudieron continuar lentamente hacia el sudeste pasando el gran complejo de adobe del Chan-Chan cuyas paredes rectangulares abarcan una extensión de veinticinco kilómetros cuadrados —templos, palacios, casas, todo se deshacía tras la conquista que del territorio habían hecho los incas. Sin saberlo. Pizarra pasaba ahora al lado de una fortuna en oro enterrada con los restos momificados de los nobles chimú. Desde Sechura hacia el Sur la costa desér tica estaba sembrada de huacas o montes de enterramiento, de culturas incaicas o preincaicas. Eran de adobe -ladrillos de barro cocido al sol- y algunos de ellos eran tan enormes como una pirámide egipcia de gran tamaño. Las cámaras sepulcrales, la mayoría ya saqueadas, no sólo contenían adornos personales, normalmente de oro, sino también lo más perfecto de aquella cerámica exquisitamente diseñada que ahora es buscada con avidez por los coleccionistas particulares en Perú. Más al Sur, pasó por el lugar donde más tarde había de fundar la ciudad de Trujillo, nombre de su villa natal, y por fin, 11egó al último oasis lluvial de su exploración costera, el Santa. Había alcanzado los 9o de latitud Sur, a unos 1400 km al sur de Tumbes y casi 1600 km más al sur de donde anteriormente había penetrado Ruiz. A lo largo de toda la costa había sido acogido con una amabilidad mezclada de curiosidad. Ni siquiera había intentado traficar para adquirir oro. La verdad es que había visto poco, a no ser la fina cubierta de oro de las paredes de los templos, y su fuerza era demasiado pequeña como para arriesgarse a cometer acto alguno de sacrilegio. Ade218
más, había visto muy pocas veces la gran muralla montañosa de los Andes que des pués habría de atravesar, pues aunque navegaba por aguas frías y con buen tiempo, abundaban en esta corriente fría que desde el Antartico sube por la costil, las nebli nas e incluso las nieblas. Era hora de volver atrás, de reunir un ejército, de abandonar los vestidos de des cubridor para vestir la armadura de conquistador, pues ya habia logrado llevar a cabo lo que con tanto denuedo habia perseguido durante tres largos años: descubrir el Perú. Es más, para satisfacción propia había podido comprobar que las historias referidas por Andagoya quedaban muy por debajo de la propia realidad. Las cosas que había visto navegando hacia el Sur hasta los 18° de latitud eran capaces de exci tar la imaginación del hombre menos dotado. Había contemplado las crestas verdes y húmedas de los Andes amontonadas detrás del color pardo y seco de las colinas cuya arena amontonada por el viento llegaba hasta los 2000 metros. Había visto el rico color verde de las plantas regadas por los ríos que desembocaban cayendo de barrancos cortados en una mezcla caótica de rocas áridas y deleznables, las ciudades con sus templos tapizados de oro, sus palacios, su vida ordenada y civilizada, y los grandes caminos como terraplenes que cruzaban desiertos y rios. Pero sabía que todo esto no era sino la periferia de un gran Imperio indio; las ciudades de la costa eran meros puestos fronterizos. En todo momento desde Tumbes hasta el oasis del rio Santa, había recibido por medio de sus intérpretes indios referencias sobre el rey inca que gobernaba el mundo elevado y fantástico de los Andes desde una ciudad de oro y plata, parecida a las estrellas, alta como la calurosa y húmeda bóveda del cielo. Un rey dios del Sol. Esto era suliciente, creía él, para excitar el entusiasmo de todo Panamá, para proporcionarle el dinero y los hombres que necesitaba para apo derarse de todo aquel mundo fabuloso. En su prisa por volver paró en pocos sitios: en Santa, en Tumbes donde dejó a Alonso de Molina y a varios otros que habían sucumbido al encanto de la vida y de las mujeres indias, en Gorgona para recoger a los dos hombres que habían dejado enfermos, uno de los cuales ya había muerto. Cuando por fin llegó a Panamá habia estado ausente no seis, sino dieciocho meses, y a él y a todos sus compañeros ya se les había dado por muertos. El hecho de que se tratase de un barco pequeño sin demasiados soldados contri buyó sin duda alguna a que la expedición obtuviese tantos frutos. No había más sol dados que él y once de aquellos trece que habian atravesado la linea que con su espada trazara sobre la playa en la isla del Gallo; iban también algunos indios, los demás eran todos marineros, de modo que el barco, más por casualidad que de in tento, estaba tripulado como para un verdadero viaje de descubrimiento. Pero si Pizarro creía que le bastaba referir sus hazañas y mostrar los hombres y animales que habia traído de Tumbes, para que todo Panamá se apresurase a ponerse bajo su bandera, se equivocaba amargamente. Fueron festejados, eso si, y todo el mundo, como era debido, quedó maravillado de sus proezas; pero cuando él y Almagro ha blaron de una expedición de conquista a gran escala, los veteranos replicaron que la tarea era demasiado ardua para la capacidad de la colonia. La conquista de Cortés ya no era ninguna maravilla, era simplemente un hecho, y el territorio de Nueva España estaba ocupado por miles de españoles. Que Cortés hubiese penetrado en la gran ciudad de los aztecas para apoderarse de ella con sólo cuatrocientos hombres 221
era algo que ya se había olvidado por completo. Y Pedro de los Ríos no tenía espíri tu de conquistador; se contentaba con lo que tenía. Se intimidó ante la magnitud de la tarea y no quería exponerse a verse de retorno a España para dar cuenta de una expedición desastrosa. No obstante, estaba dispuesto a cargar toda responsabilidad sobre el gobierno de la colonia y cuando Luque propuso negociaciones directas con la Corona no le obstaculizó. Ahora quedan invertidos los papeles de Almagro y Pizarro. Mientras que ante riormente Pizarro se contentaba con quedar en segundo plano, ahora es Almagro el que se muestra reacio para cargar con la responsabilidad de embajador. Quizá era consciente de sus limitaciones. Era el típico soldado de fortuna español, orgulloso y jactancioso, que se atrevería a hablar con toda franqueza y de modo persuasivo ante un gobernador colonial, pero que probablemente se daba cuenta del ridículo que haría en una corte real con su cara desfigurada por la pérdida de un ojo. En cambio. Pizarro parece haber ganado mucha confianza en si mismo durante aquella exploración larga y llena de éxitos. De todos modos, como observaba Almagro, el éxito de la misión dependía necesariamente de que fuese presentada por un hombre de experiencias directas; y de los tres, Pizarro era el único que podía dar una versión de primera mano de los descubrimientos hechos en el Perú. Por via terrestre partió de Panamá hacia la costa norte en la primavera de 1.528, llevando consigo a Pedro de Cancha, a varios indios de Tumbes, algunas llamas, y muestras de artesanía peruana en oro y plata y de sus telas finamente tejidas. La misión tuv o malos principios. Apenas hubo llegado a España, Pizarro fue en carcelado por órdenes de su viejo compañero Enciso a causa de una deuda contraída durante sus días en la colonia del Darién. Por fortuna para él, a la indignación del publico se unió la de algunos personajes importantes de la corte; se había tomado aguda conciencia de la importancia del Nuevo Mundo ahora que los fondos de Cal los se veían constantemente aumentados por la riqueza que llegaba barco tras barco desde Vera Cruz. La administración se mostraba, por tanto, sumamente propicia, pues era lama traía noticias sobre otro país aun más rico. Se ordenó que Pizarro fuese liberado y fue trasladado en seguida a Toledo; alli la corte de Carlos se pre paraba para marchar a Italia donde el emperador había de recibir del Papa la Coro na del Sacro Imperio Romano. Pizarro debió de ofrecer en la corte la impresión que mas o menos se esperaba del nuevo cruzado colonizador: cínico, sin educación, pero de personalidad impre sionante y hablando con fascinación de un mundo del cual sólo habían tenido oca sión de leer algunas relaciones. Le fue concedida una audiencia real y partió para Cádiz con el espíritu alegre. Mas este estado de ánimo no había de durar mucho, pues aunque Carlos había dado a la empresa su visto bueno imperial, Pizarro tenía que habérselas ahora con el Consejo de Indias, una inmensa máquina burocrática alimentada con el esfuerzo de los otros. Sus consocios se habían sacrificado mucho para reunir los 15.000 pesos que suponía financiar la embajada. Pero esta suma de saparecía rápidamente mientras la demora aumentaba aun más los gastos. Hasta que el día 26 de julio de 1529, casi un año después de haber llegado-Pizarro a España, la reina, actuando como regente en ausencia de Carlos, acordó por fin las condiciones en que había de hacerse la “capitulación” por la que se le nombraba gobernador gene ral de una nueva colonia ultramarina: Nueva Castilla. 222
E l estandarte de Pizarro.
Son importantes los pormenores de esta “capitulación”, pues contienen la semi lla de lo que habia de dar lugar al desastre y a la muerte de Pizarro. Era nombrado Gobernador, Capitán general, Adelantado y Alguacil Mayor perpetuos. Se le con cedía una asignación por valor de 750.000 maravedíes para mantener los agentes de la ley y las fuerzas de ocupación, y el derecho de construir fortalezas y de asig nar “encomiendas". Pero Almagro no recibía sino el gobierno de Tumbes, el ran go de hidalgo y 300.000 maravedíes para la manutención de la guarnición nece saria. No hay referencia fidedigna alguna cjue nos asegure que Pizarro abogó por su compañero, y si lo hizo, no debió de ser con demasiada fuerza. Hacia ya un año que luchaba solitario en la jungla de la corte española. Y probablemente creía que mere cía muy bien para sí todo cuanto se había conseguido. A fin de cuentas, Almagro no habia participado en el viaje final, que constituía la verdadera base de la “capitulación”, y si Pizarro sintió algún remordimiento de conciencia, seguramente se tranquilizó con el recuerdo de lo semejante que había sido la situación cuando Almagro era negociador y él esperaba en Chicama. Los restantes compañeros recibían bastante más. Lucjue era nombrado obispo de Tumbes y protector de los indígenas del Perú. Ruiz recibió el titulo de Piloto Mayor de los "Mares del Sur”, con una remuneración digna del titulo. Cancha era nombra do comandante de artillería y los once restantes' recibían títulos de hidalgo o de ca ballero, aunque parece ser que Pizarro jugo con los nombres cambiándolos un poco. Mas todo esto, que sobre el papel resultaba demasiado hermoso, dependía de la con secución de una fuerza bien pertrechada, de doscientos cincuenta hombres al menos, de los cuales, cien habían de ser de las colonias. Lo que de la Corona recibía se re ducía a poco más que a un signo de apoyo. En otras palabras, la expedición tenia que financiarse a sí misma; sin embargo, España retenía todas las ventajas de la con quista sin arriesgar dinero ni hombres. Una vez que hubo conseguido que la “capitu lación” fuese firmada por la madre de Carlos, Juana la Loca, Pizarro se dirigió ense guida a Trujillo. Era muy natural el deseo de hacer alardes de sus éxitos en su villa natal. Volvía a ella como caballero de la Orden militar de Santiago con el derecho de incluir en su escudo una ciudad india con un barco y una llama. En términos más prácticos, pensaba que las dehesas extremeñas que ya habían proporcionado algunos de los más graneles colonizadores, constituirían un buen centro de reclutamiento. Pero Extremadura había dado ya sus hombres más atrevidos, ahora se hallaba agota da. Se le unieron unos cuantos, entre ellos varios parientes suyos: Francisco Martín de Alcántara y los tres hermanos Pizarro —Gonzalo, Juan y H ernando- “todos po bres, pero tan orgullosos como pobres". El tínico de los tres que sin lugar a dudas era hijo legítimo era Hernando. Cruel, arrogante, lleno de ingenio y valor, pero sin compasión alguna, éste era el hombre que llegaría a ser la mano derecha de Pizarro. Mas Pizarro no sólo carecía de hombres, sino que también encontraba grandes dificultades para reunir fondos. Los ricos se mostraban tan reacios en arriesgar su dinero en una empresa tan descabellada como los pobres en jugarse la vida. Si le ayudó o no Cortés es algo que en verdad no está- nada claro. Lo cierto es que por entonces se encontraba en España, intentando obtener pleno reconocimiento por parte de un gobierno no muy agradecido a la vez que subsanar numerosas injusticias 1 En la “capitulación" Ruiz se halla incluido entre los trece, pero no Villaluene.
Vasija mochica en forma de cabeza humana.
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que son la secuela obligada de cualquier acto de conquista. Cuando Pizarro firmó las “capitulaciones” sólo hacía tres semanas que Cortés había sido confirmado como gobernador y capitán general de Nueva España a la vez que se le habia concedido el título de Marqués del Valle de Oaxaca. Debió de conocer a Pizarro en la corte. Pero tal vez sea bastante acertado suponer que aun en esta época en que se senda rico y potente no se decidiese a prestar auxilio a un hombre embarcado en una empresa parecida a la suya, aunque proviniese de la misma provincia; pues de todos modos había que contar con que Pizarro pudiera llegar a ser un competidor suyo en la corte. Al cabo de seis meses Pizarro tenia fondeados en Sevilla tres barcos, pero no ha bia llegado a contratar todavía ciento cincuenta hombres. Avisado de antemano de que el Consejo de Indias se proponía investigar el estado en que se encontraban los barcos en orden a la seguridad en la navegación, se apresuró a salir navegando río abajo en uno de los navios, dejando a Hernando para que le siguiese después con los otros dos, si es que podia. Asi, cuando el Consejo hizo su inspección, Hernando pudo declarar que las deficiencias, sobre todo en el número de hombres, se debían a que ya había partido el primer barco. La flota se reunió en Gomera, en las Cana rias, y desde allí se dirigió a Nombre de Dios. Allí encontró Pizarro a sus dos socios y comenzó la difícil tarea de exponer a Almagro las razones por las que no había sido elegido cogobernador y coalguacil. Se le hizo saber que la administración espa ñola no solía dividir el mando de este modo -pues ya habia aprendido, desde hacia mucho tiempo, que esto redundaba siempre en la ruina de las empresas-; Almagro aceptó al fin la situación con aparente buen humor, pero en su interior se sentía profundamente irritado, y el comportamiento de Hernando no ayudó a mejorar la situación, pues mostraba poco respeto por aquel viejo veterano de cara desfigurada y amante de la lentitud. Asi, que desde el principio las relaciones de los tres perso najes principales se veían invadidas de la disensión.
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Expediciones a los Andes
P iza rro h a b ía sa l id o de España en enero de 1530, y en enero de 1531 la expedición partía por fin de Panamá formada por tres barcos, dos grandes y uno pequeño, 180 hombres, 27 caballos, armas, municiones y víveres. La fuerza estipulada en la “ca pitulación" resultaba demasiado pequeña para conquistar todo un Imperio que se extendía a lo largo de 2000 millas náuticas hacia el sur de cabo Blanco, que tenía en su territorio una de las mayores cordilleras del mundo y que tierra adentro se pro longaba hasta las selvas lluviosas del Amazonas. Pero Pizarro llevaba setenta hombres menos de aquel número estipulado que ya de por sí resultaba totalmente insuficiente. Conocía perfectamente las dificultades que le aguardaban, sabía que el inmenso do minio incaico estaba cruzado de caminos militares, grandes fortalezas con potentes guarniciones, y que el país entero obedecía con entera sumisión las órdenes que di manaban de un solo monarca; resulta, pues, difícil comprender qué era lo que le impulsaba, o cómo le era posible suponer que había de tener éxito. ¿ Era acaso tan necio o exaltado para no darse cuenta de la imposibilidad de una empresa tan gigan tesca? Y no eran sólo los habitantes quienes habían de oponérsele, sino también el tre mendo medio geográfico. ¿Es que estaba tan desvanecido de orgullo, arrastrado por el afán de riqueza y el deseo de poder, que se negaba a aceptar que sus probabili dades de éxito eran casi nulas? Ahora es imposible saberlo. Probablemente se trata ba de una mezcla de todo lo enumerado a la que se añadía el sentido de misión, el mismo celo de Cruzada que había impulsado a Cortés. Las cartas de Cortés al empe rador habían sido publicadas, y aunque Pizarro no las conoció, no hay duda de que había sabido todos los detalles ele la conquista de México durante su estancia en España. Es posible que los oyese de la boca del propio Cortés. Elevado ahora al estado de noble, estaba sin duda convencido de que lo que podia hacer un extreme ño lo podía emular otro. Tal vez en su decisión influía también su edad: el senti miento de que se le iba el tiempo y de que no tenía nada que perder; resulta increí ble que contase ya con sesenta años cuando se atrevía con esta tercera y última expedición. Sin embargo, carecemos de base para poder establecer una comparación entre Cortés y Pizarro. Este no era ni diplomático ni general. Las únicas cualidades comu nes eran el valor y una extraordinaria capacidad de decisión. Hay que considerar el primer gesto positivo de Pizarro cuando se vio convertido en comandante de la
Arriba: las fuerzas de Pizarro desembarcaron en la halua de San Maleo. Abajo: v avanzaron siguiendo la costa, a troves de colmas y ríos de la región coaque.
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expedición. Ruiz había pensado navegar directamente a Tumbes, probablemente siguiendo la costa; pero temporales, vientos y corrientes contrarios le obligaron des pués de trece días a fondear en la bahia de San Mateo. Todavía se encontraban a un grado de latitud Norte del Ecuador y Tumbes estaba a unas 350 millas de distancia; Pizarro, sin embargo, desembarcó a sus hombres e inició la marcha hacia el Sur ordenando que los barcos les siguiesen a la misma altura en las proximidades del litoral. Después de pasar trece días encerrados en los pequeños barcos, con vientos contrarios y mal tiempo, la moral de sus soldados era sin duda alguna bastante baja. Cortés habría desembarcado a sus hombres para que estirasen los músculos e impo nerles alguna disciplina, pero después los hubiera vuelto a reembarcar para dirigirse nuevamente hacia su objetivo. Y sin duda alguna no hubiera mostrado sus verdade ras fuerzas atacando una población sin haber sido provocado. Pero, para Pizarro, pájaro en mano valía mucho más que ciento volando. Después de una marcha difícil a través de los ríos desbordados del distrito de Coaques, permitió a sus hombres saquear una pecjueña población indefensa. Les acompañó la suerte y pudieron ad quirir oro y plata por valor de unos 20.000 pesos. La mayor parte de lo cual consis tía en adornos trabajados en crudo. Habia también esmeraldas, pero sólo Pizarro y algunos otros, entre ellos el dominico Fray Reginaldo de Pedraza, mostraron por ellas algún aprecio. Pizarro habia trocado, pues, la buena fe de los indios y toda esperanza de sorpresa por esta ganancia inmediata. Envió el tesoro a Panamá espe rando que a la vista de una fortuna tan rápidamente conseguida, muchos se anima rían a unirse a la expedición. Después continuó la marcha hacia el Sur. No obtuvieron más botín. Las escasas poblaciones que encontraron se hallaban desiertas, sin habitantes ni víveres. Como en Nueva España, todos los soldados lle vaban ropa protectora de algodón acolchado, y los jinetes iban con armadura. El ca lor era sofocante, y la piel de los soldados, empapada por las lluvias tropicales y castigada por las picaduras de los mosquitos, comenzó a cubrirse de úlceras. Los hombres morían o caían agotados en la marcha; era el comienzo de la campaña más insensata que cualquier general pudiera concebir, comienzo que habla mucho en pro de la fortaleza de los soldados españoles, que resistieron la marcha hasta el golfo de Guayaquil. Puná tenia aspecto de buena base. Sus agresivos habitantes eran enemigos de los de Tumbes que se encontraban a unos cincuenta kilómetros más allá del elevado extremo sur de la isla. Como se mostraron hospitalarios, Pizarro hizo transportar en balsas toda su fuerza. Aquí, en esta isla arbolada, segura de cual quier ataque por sorpresa, estableció su campamento en espera de refuerzos. Ya du rante su marcha al Sur se le habían unido dos barcos más, uno de los cuales llevaba al tesorero real y a otros oficiales de la administración que no habían llegado a tiem po para salir de Sevilla con la expedición, y el otro llevaba a treinta hombres bajo el mando de un capitán llamado Benalcázar. Casi todo lo que a estas alturas lleva Pizarro a cabo produce la impresión de una total ausencia de capacidad imaginativa. Llegaron unos indios de Tumbes, y aunque sabía que eran acérrimos enemigos de los habitantes de Puná, los recibió en su campamento. Cuando sus dos intérpretes, que ya sabemos eran de Tumbes y le habían acompañado a España, le dijeron que los jefes de Puná estaban reunidos para organizar un ataque, los mandó rodear inmediatamente en el mismo lugar de la reunión y los entregó a sus enemigos de Tumbes. El resultado fue una sangrienta 230
matanza que provocó la rebelión que tanto había procurado evitar. Varios miles de guerreros de Puna atacaron el campamento. El duro acero apoyado por la caballería les obligó al fin a huir a la selva. Las bajas españolas fueron pocas, varios muertos y Hernando Pizarra herido en una pierna por una jabalina; pero en lo sucesivo el campamento se vio constantemente atacado por guerrilleros, todo lo cual podía haberse evitado con un poco más de diplomacia y un ligero conocimiento de los sentimientos de los indios de Puna. La evacuación de la isla se hacia necesaria, y al llegar dos barcos más con cien voluntarios y algunos caballos, bajo el mando de Hernando de Soto, Pizarra se sintió lo suficientemente fuerte como para volver a tierra firme. Mas para entonces los habitantes de Puná parecían haberse dado ya cuenta de la clase de hombre que era Pizarra e intentaron oponerse al desembarco, pero su resistencia eran tan débil, que Hernando, sirviéndose de la caballería, ter minó con ella rápidamente. El grueso del ejército cruzó el golfo en dos barcos, y lo más probable es que se trasladase después al lugar de fondeo del actualmente llama do Puerto de Pizarra, a unos kilómetros al nordeste de la población actual. Y al fin los españoles se encontraban en Tumbes: el Tumbes de las “vírgenes con sagradas al Sol ”, de los jardines rebosantes de jugosa fruta y los templos tapizados de oro y plata. Sin embargo, la realidad era muy otra. Tumbes estaba completamen te vacía. De la ciudad no quedaba otra cosa que la fortaleza, el templo y un puñado de las viviendas más sólidas. A aquellos hombres que habían navegado más de mil kiló metros, y marchado cerca de quinientos a través de un infierno de pantanos de mangles y de selva húmeda, a través de desiertos tórridos, nutriendo en todo momento su ima ginación con la esperanza de una ciudad dorada, aquel cuadro de ruinas miserables debió de producirles un gran impacto. La idea de que Pizarra también quedó sorpren dido resulta poco razonable. Los peruanos, que tan cruelmente habían dado muerto a los jefes de Puná ante sus mismos ojos, debieron de darle alguna explicación de su san grienta venganza. Aunque tuviese que dar por perdidas las ganancias inmediatas que un saqueo de Tumbes hubiera podido proporcionarle, indagando las razones de aquella desolación advirtió inmediatamente que había ganado mucho: la clave misma de la conquista. La suerte de Pizarra habrá sido sin duda envidiada por cualquier general que se halla preocupado por estudiar su campaña. De haber intentado conquistar Perú en cualquiera de sus dos expediciones anteriores,, hubiera fracasado irremediablemente; y de no haber sido retenido en España durante todo un año, todavía le hubiera sido muy difícil actuar con las pocas fuerzas que poseía. Llegó a Tumbes justo en el mo mento oportuno, cuando casi por azar la casualidad hacia posible la conquista del mundo incaico, en un momento en que aquel inmenso Imperio se hallaba dividido, pero a punto de entregarse de nuevo a la dócil obediencia de un solo soberano. Se dio cuenta de todo ello cuando investigaba las razones del abandono de la ciudad. Todo era debido a los habitantes de Puná, se clecia; el Rey del Sol -el Inca Huáscar— estaba demasiado ocupado en la guerra con su hermano Atahualpa como para ha berles podido enviar los refuerzos que necesitaban; incluso la guarnición de la forta leza había sido retirada. Esta lucha por el poder se había resuelto muy poco antes de que Pizarra desem barcase en Tumbes. Atahualpa había ganado y su ejército se habia apoderado de Huáscar. El usurpador de Quito era ya Inca, mas esto no cjueria decir^qypjos ha-
hitantes de Tumbes y de las restantes regiones que habían prestado apoyo a Huáscar aprobasen el cambio. La situación era muy semejante a la que había permitido a Cortés introducirse en México. Con la única diferencia de que en Perú, Pizarra no necesitaba explotar ni crear la situación: se la encontró hecha. El Imperio incaico estaba dividido en dos, y una vez que hubo comprendido las posibles consecuencias de este hecho, cambió por completo de actitud. Ahora le llenaba la mente la visión brillante de una conquista total. Dejando en Tumbes a una parte de su fuerza, se dirigió al interior con la llor de sus hombres. Su objetivo era doble: convertir a su pequeña fuerza en una disciplinada máquina de guerra y ganarse la confianza de la población indígena. Por primera vez adoptaba la política de conciliación que había seguido Cortés. No estaba permitido ningún saqueo. En todas partes los dominicos que le acompañaban predicaban la fe cristiana. La marcha se convirtió en una cruzada y sus hombres se sentían encendidos por una misión divina. El afán de oro no se había apagado, pero ahora iba escondi do bajo el manto del Evangelio de Cristo. Como en su anterior marcha al Sur, no hubo problema alguno de alimentación. El mar les proporcionaba todo el pescado que necesitaban, y por doquier, el mara villoso y desarrollado sistema de regadío de los incas y el calor tropical les propor cionaban en todas las estaciones del año frutas y legumbres en abundancia. A partir del 16 de mayo, la marcha de aldea en aldea era ya ininterrumpida, y así, no tenía demasiado tiempo para preocuparse del futuro. Los jefes indios que se le opu sieron fueron quemados como escarmiento para los demás, de modo que, tras una breve campaña, la región entera estaba sometida y obedecía sus órdenes. Aquí co mienzan los primeros indicios de reclutamiento de auxiliares, y aunque las versiones españolas no hacen ninguna referencia a los aliados indios (tampoco lo hace Garcilaso por razones obvias) no hay duda de que Pizarra, lo mismo que Cortés, se preo cupaba por engrosar sus pequeñas tuerzas con levas locales. En junio se iniciaron las obras para una colonia permanente. El lugar elegido fue Tangarara, sobre el rio Chira, a unos 140 km al sur de Tumbes. Fue construida conforme al patrón común de todas las colonias: la iglesia, el arsenal y la corte de justicia, rodeado todo ello por fortificaciones. Pero aunque San Miguel quedaba legalmente constituida con un gobierno municipal propio. Pizarra no se vio obligado a descender a los trucos de Cortés, pues su autoridad derivaba directamente de España. Esto le capacitaba para
A la izquierda: a tos españoles se les prohíbe el pillaje y se les ordena traficar en p a z con los indios; Pizarra impone pactos de alianza a los jefes locales. A la derecha: mapa I de la ruta de Pizarra.
asignar un “repartimiento” a cada colonizador, y como los indios se hallaban ya acostumbrados a ello por su propio gobierno, aceptaron mansamente la situación. Más adelante, por razones de higiene, la colonia fue trasladada un poco más al Sur, al río Piura. Todo el oro y la plata que se había obtenido fueron convertidos en lingotes y, otra vez como Cortés, Pizarra persuadió a sus hombres de que prescindie ran de la parte que les correspondía, de modo que, apartado el quinto del rey, envió en dos barcos el tesoro a Panamá y con ello pudo saldar las cuentas de la expedición. No es difícil darse cuenta del dilema que se le planteaba a Pizarra mientras veía cómo menguaban aquellos dos barcos perdiéndose en el horizonte. El tesoro que transportaban había de confirmar las palabras del líder acerca de las brillantes pers pectivas que se abrían para los colonizadores de Nueva Castilla. ¿Debía aguardar a que llegasen los refuerzos que sin duda alguna embarcarían ahora, o era mejor avan zar con las fuerzas que poseía? Pasaron tres semanas sin que se atreviese a decidir, tres semanas durante las cuales pudo darse cuenta, como Cortés, de que la inactivi dad era la fuente principal del descontento. Sin duda alguna fue la actitud de sus hombres lo que al fin le hizo decidir. Determinó continuar la marcha. Decisión re forzada por los informes de sus espías que aseguraban que Atahualpa ya no se en contraba en la capital incaica de Cuzco sino en Cajamarca. Cuzco se hallaba a unos 2100 km de San Miguel. Aun hoy, viajando a Lima por la autopista panamericana, las últimas etapas del viaje por los Andes resultan dificulto,sas, de modo que se nece sitan muchos días de viaje a marchas forzadas. En 1532, con las dificultades que supone el bagaje, Pizarra debió de tardar varias semanas, aun siguiendo los caminos de los incas. Cajamarca, en cambio, estaba solamente a unos 560 kilómetros y, aun que elevada a unos 3000 metros de altitud en la sierra, sus nuevos amigos indios le aseguraron que sólo tardaría doce dias en llegar a ella. Era una oportunidad que había que aprovechar. La casualidad había puesto al Gran Inca a su alcance. El 24 de septiembre de 1532, unos seis meses después de su primer desembarco en la costa, Pizarra partió de su pequeña colonia, precedido por el sonido de los tambores mientras su propio estandarte y el de Castilla ondeaban al sol. Su fuerza estaba cons tituida por ciento diez soldados de a pie, de los cuales no más de veinte iban arma dos de ballestas y arcabuces, y sesenta y siete a caballo. Era una fuerza ridicula para enfrentarse al Inca, pues aunque se aseguraba que Atahualpa se tomaba una cura en los balnearios volcánicos de Cajamarca -se le había infectado una herida recibida
en una batalla contra su herm ano- no cabe duda de que su estancia allí se debía también al intento de asegurar una completa obediencia a su mando en todos sus dominios, pues le acompañaba un ejército que algunas versiones calculan en unos 40.000 ó 50.000 guerreros. Los españoles cruzaron sobre balsas el rio Chira. Pasaron la noche en la pobla ción india de Poechos y después continuaron hacia el Sur hasta el río Piura. Allí giraron al Este, siguiendo hacia el interior la corriente del Piura. No podían hacer otra cosa: los indios les habían informado de que el desierto situado al Sur consti tuía una barrera infranqueable, informes que fueron confirmados por sus propios escuadrones de exploración. El desierto de Sechura es realmente tan árido que ni siquiera crecen en él los cactos. Es la más dura de las zonas desérticas de la costa peruana; es también la más extensa, pues la distancia existente entre el Piura y el oasis fluvial más próximo es de doscientos kilómetros. La línea de marcha a lo largo del río llevó a los españoles en una larga curva hacia el Norte. La llanura verdeaba a ambos lados de la corriente, llena de plantas regadas de las polvorientas poblacio nes indias. Para aquellos que habían contemplado la aridez calurosa del Sechura, esto resultaba ser un verdadero “paraíso de la abundancia”, apto calificativo de Prescott, aunque él jamás estuvo allí. Y más allá de las áreas de regadío, verdeaban también las colinas cubiertas de algarrobos, una selva más alta y más densa que en la actualidad, pues últimamente ha sido muy explotada. Estos árboles, cuyos largos frutos, parecidos a las judias verdes, se utilizan como pienso para los animales, re cordaron sin duda a los españoles los algarrobos del Mediterráneo. A pesar de que las condiciones eran relativamente agradables, entre los soldados reinaba el descontento. Algunos hombres comenzaban a desmoralizarse. Al cabo de cuatro días Pizarro se detuvo para hacer “preparativos para la marcha”. Hizo desfilar a toda su fuerza para hacer una oferta a los descontentos. Todo aquel que no estu viese dispuesto a marchar con entusiasmo pocha, si le venía en gana, volver a San Miguel, y recibiría exactamente la misma cantidad de tierra e indios que los restantes de la guarnición. No sabemos si había preparado o no el terreno tan bien como Cortés al barrenar sus barcos, pues entre los conquistadores del Perú no tenemos ningún equivalente a Bernal Díaz. Lo cierto es que sólo nueve hombres -cuatro de a pie y cinco de a caballo- decidieron volver a la base. Sin duda alguna, el ambiente y el discurso de Pizarro animaron a los otros ciento sesenta y ocho a seguir adelante. Por entonces debían de encontrarse más allá de Tambo Grande, de nuevo en el ca mino principal incaico. Probablemente muy cerca de la actual hacienda de Santa Leticia. El río es aquí ancho, y grandes extensiones de su lecho seco se hallan cubier tas de piedras blancas, cascotes de las colinas que han quedado depositados después de ser pulidos y redondeados por las aguas del diluvio. Pero aunque las llanuras regadas comenzaban a estrecharse para dejar paso a las primeras colinas de las laidas de los Andes y comenzaban a acercarse en la lejanía las montañas donde estaban las fuentes del Piura, las pendientes verdeaban todavía con sus bosques de algarrobos y de ninguna manera parecían impracticables; los picos nevados de las grandes cor dilleras a las que tendrían que ascender para alcanzar Cajamarca quedaban afortu nadamente ocultos a su vista. En aquel lugar acamparon diez, chas; en los alrededores continuaba con normali dad la vida de las colonias indias, aldeas hechas de ladrillos, barro y techos de paja 234
agrupadas junto a profundas acequias de regadío. La “tierra de promisión” causaba los mismos efectos que sobre las tropas musulmanas puede causar la perspectiva de un paraíso poblado de huris. Por fin, restablecidos, y elevada su moral, siguieron hasta Zarán por la carretera incaica. Desde aquí, un camino secundario conducía a Huancabamba a través de las montañas para unirse después con el gran camino de los Andes que unía la capital colonial de Quito con la vieja capital incaica de Cuzco. Es ahora cuando Pizarro ha de tomar su primera decisión importante. Mas no tuvo que hacerlo con demasiada prisa, porque el Tambo de Zarán era grande y no sólo poseía casas de reposo y un gran séquito que invariablemente le acompañaba en todas sus giras reales sino también un almacén y un arsenal para abastecer a su ejército de comestibles, ropas y armas, sus hombres no carecían de nada, y además se veia obligado a esperar a Soto, a quien habia enviado con una pequeña fuerza para explorar las posibilidades del camino de la sierra y para establecer contacto, y, si era necesario, someter a una guarnición incaica de Cajas, población situada a unos dieciséis kilómetros al nordeste de Huancabamba. Para comprender la posición de Pizarro por aquel entonces hay que tener en cuenta que desconocía el carácter de los indios montañeses. Toda la información que poseía sobre ellos era de segunda mano. A su espíritu, demasiado práctico, sólo eran accesibles las realidades palpa bles, y aunque carecía de la imaginación necesaria para desatar una guerra de nervios, sabía que le era necesario tomar contactos con el Inca. Desprovisto de las cualidades de Cortés e incapaz de las sutilezas con que aquél alcanzaba sus éxitos, se disponía a imitarle ciegamente. Tras dos dias de marcha, Soto llegaba a Cajas, cosa explicable, pues en este lugar -extremo norte de los Andes peruanos- las montañas son más bajas y el puerto que da acceso a la sierra tiene poco más de 1500 metros tle altitud. Estuvo ausente ocho días. En Cajas, ciudad “en un pequeño valle rodeado de montañas” habia encontra do a un recaudador de tributos de Atahualpa. Este oficial le habia informado de que Cuzco se encontraba a unos treinta dias de marcha caminando hacia el Sur por la carretera de los Andes. Le habia hecho también una descripción de la capital incaica. Los indios locales le habían dicho que un año antes Atahualpa había tomado el valle de Cajas, exigiendo grandes tributos y perpetrando crueldades diariamente, pues no sólo tenían que entregar sus bienes como tributos, sino también sus hijos e hijas. En la población habia un gran edificio que estaba ocupado exclusivamente por mu jeres que se dedicaban a hilar y tejer telas para los ejércitos de Atahualpa. A la entra da habia visto a unos indios colgados por los pies. A un día de marcha de Cajas, Soto había encontrado “una fortaleza construida enteramente con bloques de piedra tallada, algunos de los cuales eran de cinco o seis palmos de anchura, y tan apreta dos que parecía no habia argamasa entre ellos”. Era ésta la primera noticia que recibían los españoles sobre las extraordinarias construcciones de los indios andinos, ya que las fortalezas de la costa eran todas de ladrillos secados al sol y cubiertos luego de barro. Pero había algo más importante, Soto confirmó que Atahualpa se hallaba todavía acampado con su ejército junto a las fuentes calientes de Cajamarca y le acompañaba un oficial que traía instrucciones de dar la bienvenida a los españoles en nombre del Inca y de invitarles a visitarle en el campamento. Era evidente que Atahualpa estaba perfectamente informado de todos sus movimientos, y aunque Pizarro se daba cuenta de que el verdadero objeto de la En la página siguiente: la impresionante albañilena de los incas: muralla de la fortaleza de Sacsahuaman. En la página 237: mapa 2 de la ruta de Pizarra.
embajada era el de averiguar su poder y sus intenciones, no halló ningún inconve niente. Había conseguido su propósito. Ya había establecido contactos con el Inca y se hallaba mucho más cerca de su meta de lo que lo habia estado Cortés cuando fue encontrado por los enviados de Moctezuma en las dunas de San Juan de Ulna. Acep tó los regalos que Atahualpa le habia enviado: dos vasijas de beber moldeadas, quizá simbólicamente, en forma de fortalezas gemelas, telas de lana de llamas bordadas con hilos de oro y plata y, lo más extraño de todo, perfume elaborado con carne de ganso desecada y pulverizada. Y despidió al mensajero con el regalo de una gorra de tela carmesí, una camisa y dos copas de cristal, ordenándole que informase a su rey de que los españoles actuaban bajo las órdenes del emperador más potente de la tierra y de que ofrecían al Inca sus servicios en contra de sus enemigos. A pesar de que Soto le había informado de que el camino de la sierra “estaba bien hecho y de que era lo suficientemente ancho como para que seis caballos pudiesen marchar de frente”, Pizarro se dirigió al Sur dando sus espaldas a la carretera menor que ascendía en las montañas. Esta extraordinaria decisión sólo puede explicarse como una imitación del patrón de conquista que habia establecido Cortés. Pizarro necesitaba aliados indios antes de decidirse a comprometer en las montañas a sus pequeñas fuerzas. Esto explicaría también su parada de cuatro días en Motupe, que de otra manera habría que atribuirla a la indecisión y no era precisamente la indeci sión la característica de Pizarro. La marcha hacia el Sur no había sido fácil: tres dias sin agua a excepción de un pozo casi seco, y ningún indicio de población. Se encontraban en los límites del desierto de Sechura y el verde consolador de las selvas de algarrobos se interrumpía abruptamente allí donde la arena del desierto amontonada por el viento sobre el costado de las colinas daba lugar a un paisaje de dunas. Habían entrado en una zona de lluvias escasas que durante cientos de kilómetros hacia el Sur se extiende a lo lar go de la costa peruana. En el paisaje reinaba ahora un color parduzco: a la izquierda, el color pardo de las colinas áridas y rocosas secas por el calor; a la derecha, el co lor pálido del desierto, sembrado de colinas pardas y aisladas que se yerguen como adelantados, islas de espejismos en un mar de arena, y por delante el gran camino incaico brillando débilmente en la lejanía. Al cabo de tres días fueron a dar en una zona llena que habia sido el territorio de los indios de la región de Olmos. Aquí había una fortaleza, pero los diques estaban rotos. Ante la carencia de agua, habia
DESIERTO DE SECHURA
sido abandonada. Hasta que llegaron a Motupe no pudieron dar de beberá los ca ballos ni apagar su sed. Pero eran hombres acostumbrados a la vida dura, y aunque la marcha había sitio penosa, no se explica que parasen alli cuatro días. Francisco Jerez no da razón alguna. Cuando de nuevo se emprendió la marcha, el paso era más lento. Caminaron dos dias por valles bien poblados, después cruzaron un tramo seco y arenoso para desembocar de nuevo en un valle bien poblado. Alli hubieron de detenerse ante un río desbordado. Suponiendo que se trataba del rio Leche, resulta claro que Pizarra aprovechaba al máximo todas las oportunidades que se le presentaban de ganar la conlianza de los habitantes, pues la distancia existente entre el Motupe y el rio Leche es de cuarenta kilómetros escasos. Su hermano Hernando atravesó a nado, acompa ñado de una escuadra, el río crecido, y aprovechando la amable acogida que recibie ran al otro lado interrogó a uno de los jetes en un intento de obtener informes exac tos de las verdaderas intenciones de Atahualpa. Asi, a la mañana siguiente [judo informar a su hermano de que el ejército del Inca estaba dividido en tres partes, la primera se hallaba al pie de las montañas, la segunda en la cima del. [tuerto y la tercera en Cajamarca. Jerez no especifica ni de qué lugar ni de qué puerto se trata y sus noticias parecen inexactas. Cuando cruzó el rio el grueso del ejército, lo que llevó todo un día, pues hubo de hacerse a nado y transportando el bagaje en balsas construidas con árboles derribados, se alojó en la fortaleza donde Hernando Pizarra había pasado la noche. Esta debía de ser o Tambo Real o Batón Grande, a unos cinco kilómetros al Este. Veinticinco kilómetros de carretera incaica conducían hacia el Sur a través de una llanura sembrada de colinas áridas, hasta el río Lambayeque. En ella todo es seco y desierto, pero bordeando las colinas hay uno de esos profun dos canales de los incas y quedan los restos del viejo sistema de acequias entrecru zadas y las ruinas de las sepulturas en los montes; fuertes muros de barro dan testi monio de que en otro tiempo la zona fue fértil y estuvo bien poblada. Esto explicaría que Pizarra permaneciese allí cuatro días. Resulta claro que su objetivo era la con ciliación, una tarea que a él le resultaría fácil por el hecho de que todas estas aldeas habían sufrido mucho a mano de Atahualpa. Alli encontró a un jefe indio, dispuesto a ir a Cajamarca con el doble papel usual de embajador y espía. Después de su parada de cuatro días, Pizarra inició formalmente la marcha. Cruzó los ríos Lambayeque y Reque y desdeñando la ruta de las montañas por Chongoya-
A la izquierda: el sur de Datan Grande: antaño m igado flor los incas, es hoy un desierto. A la derecha: mapa 3 de la ruta de Pizarro.
pe, ruta que gira al Nordeste, continuó directamente hacia el Sur, pasando por delante de las actuales haciendas de Pucala y Saltur, y a los tres días llegó a Zafia. Le habían dicho que desde aquí un camino conducía directamente a Cajamarca. La información resultó ser exacta; abandonó la gran carretera incaica girando direc tamente hacia el Oriente para seguir el rio Zafia por un desfiladero que atravesaba las colinas. Como los españoles carecían por entonces de medios para salvar los obstáculos montañosos y los barrancos e incluso encontraban grandes dificultades en registrar los nombres de las poblaciones indígenas, no es de sorprender que las pocas narraciones que nos quedan sobre la marcha resulten muy vagas respecto a la ruta escogida. Es casi seguro que los españoles se desviaron del desfiladero del rio Zafia, volviéndose hacia el Sudeste, al barranco más estrecho del rio Manco. Esta era la ruta que más directamente podía conducirles a su objetivo, y una vez pasado el puerto de 4000 metros de altura y las tierras elevadas cuya altitud es algo menor, el paso debió de resultarles ya relativamente fácil. Jerez observa que el puerto era tan empinado que a veces tenían que subir por escalones. Pizarro se había adelantado con cincuenta soldados de a pie y cincuenta de a caballo con la intención de forzar el paso si es que el puerto se hallaba defendido. Pero aunque allí existia una robusta fortaleza, Atahualpa había decidido dejar abierto el paso a su escondite. El frío era intenso; tanto, que los caballos sufrieron algunos daños. Era ya principios de verano, pero el estio de la costa es considerado como invierno en la sierra, pues ésta es la época de las lluvias y en las tierras altas abunda la nieve. Pizarro pasó la noche en una aldea; la casa donde se había alojado estaba prote gida por un muro incaico de piedra sin argamasa. Al dia siguiente avanzó con más lentitud para que la retaguardia con el bagaje pudiera darle alcance. Continuaban ascendiendo y aquella noche el ejército entero acampó en la cumbre de una monta ña. Aquí le salieron al encuentro algunos mensajeros de Atahualpa que le traían un regalo de diez llamas. Le dijeron que Atahualpa llevaba cinco días esperándole en Cajamarca. Al parecer, le proporcionaron también una versión, aunque truncada, de las guciras entre Atahualpa y Huáscar. Se dice que .para contentarles Pizarro improvisó un largo discurso que concluía con estas palabras: “Si él IAtahualpa! quiere la guerra, yo haré la guerra como la he hecho contra el jele de la isla de Santiago 1PunáJ y contra el jelé de Tumbes, y contra todos los que han querido hacerme la guerra. Yo no hago la guerra a nadie ni a nadie molesto a no ser que me la hagan o me molesten a mi”.
*
Batán Grande
Tambo Keal
ANDE Chongoyapc
Pucala *
Saltur
Allora que Pizarro se iba acercando a su objetivo los mensajeros se movían con más rapidez entre las dos fuerzas. Una larga jornada de marcha llevó a los españoles a una aldea recostada en un valle. Aqui el mismo cacique que Soto había traído a Zarán esperaba a Pizarro con media docena de copas de oro en las cuales ofrecía a los capitanes españoles chicha, un licor fabricado por los indios a base de maíz. Tenía órdenes de acompañarles a Cajamarca. Tras otro dia de marcha, Pizarro decidió ofrecer a sus hombres un dia de descanso para que estuviesen dispuestos a hacer frente a cualquier eventualidad. En esto llegó el mensajero que ellos habían enviado desde Tambo Real y fue tal su enfado al ver hospedado por los españoles al emisario de Atahualpa a quien consideraba como un mentiroso charlatán, que se abalanzó sobre el hombre cogiéndole por las orejas. En el campamento del Inca había estado en peligro su propia vida, no se le había dado de comer, y aunque era jefe, se habían negado a introducirlo en presencia de Atahualpa con la excusa de que el Inca estaba en ayunas. Atahualpa, dijo el emisario, “despliega su ejército para la guerra, en la llanura, fuera de la ciudad. Ha reunido un gran ejército, y la ciudad está desierta”. Después se había dirigido al campamento, donde había visto tiendas, ganados y mu chos guerreros “y todos estaban preparados para la guerra". Como respuesta, el mensajero de Atahualpa replicó que si la ciudad estaba vacia era para dejar las vi viendas a disposición de los españoles, y que Atahualpa estaba en el campo de batalla “porque tal era su costumbre cuando había comenzado una guerra”: es decir, la guerra contra su hermano. Como ocurre siempre con los mensajeros de los emisarios, Pizarro de bió de quedar más confuso que antes respecto a las verdaderas intenciones de Atahualpa. Con una jornada más de marcha se puso al alcance del ejército de Atahualpa. Acampó durante la noche en una llanura cubierta de hierba; a la mañana siguiente partió pronto, y mucho antes del mediodía podia contemplar ya desde las colinas redondeadas que se yerguen sobre Cajamarca lo que es quizás el valle más bello de todos los Andes. La escena estaba preparada para uno de los actos más atrevidos de la Historia y para la destrucción de un Imperio fascinante y extraordinario. As cendiendo durante toda una ¡ornada de marcha por las empinadas pendientes del barranco del Nancho los españoles, jadeantes, habían estado a merced de los guerreros de Atahualpa, sin esperanza alguna de sobrevivir si se hubiesen visto acosados por gue rreros maduros que podían atacar desde las alturas. Durante los largos cinco días de marcha a través de la alta sierra siguieron constituyendo un objetivo perfectamente vulnerable: Atahualpa hubiera podido destruirles. ¿ Por qué se detuvo? Sin duda, en su momento victorioso contra Huáscar, despreció a aquel pequeño grupo de españo les. Esto le perdió. Garcilaso insiste en que era a causa de las instrucciones dadas por su padre Huayna Capar en su lecho de muerte. Al último verdadero Inca se le atribuyen estas palabras dirigidas a sus capitanes y curacas: “Nuestro padre el Sol nos reveló, hace mucho tiempo, que seriamos doce Incas, sus propios hijos, a reinar en esta tierra. Y que luego llegarían gentes desconocidas, que, tras lograr la victoria, subyugarían nuestros reinos y otras muchas tierras. Creo que las gentes que reca laron recientemente en nuestras costas son aquellas a quienes él se referia. Son hombres fuertes, poderosos, que nos aventajan en todo. El reinado de los doce Incas concluye con el mío. Puedo, por tamo, aseguraros que esas gentes volverán a no tardar, en cuanto yo os haya dejado; y con ello se cumplirá la predicción de nuestro padre el Sol. Conquistarán 240
La orografía del P erú: emplazamiento de la fortaleza de Otlantaytamho. en lo alto de una escarpadura.
nuestro Imperio e iniciarán su total dominio sobre el mismo. Os ordeno obedecerles y servirles, como debe servirse a quienes son superiores en todo. Porque sus leyes son mejores que las nuestras, y sus armas son más poderosas e invencibles que las nuestras. Quedad en paz. Mi padre el Sol me llama a su lado, y yo debo ahora cumplir su voluntad”. Garcilaso de la Vega es un escritor de gran imaginación. Era descendiente de los incas por la rama de su madre, y resulta lógico y natural que intentase dar una expli cación racional de la falta de resistencia de su pueblo ante el invasor. Sin embargo, no es absurdo suponer que el último de los Incas compartía con Moctezuma la pe sadumbre ante un desastre inminente; y tal vez consideró útil, cuando ya se hallaba en su lecho de muerte, avisar a su pueblo de que no había de lograr nada oponién dose a lo inevitable; si todo ello fue asi, lo baria sin duda en nombre del dios del Sol. ”La noticia de esta predicción —continúa Garcilaso- se extendió por todo el Perú y las versiones de todos los cronistas atestiguan su autenticidad." Los cronistas a que se refiere son Cieza de León y López de Gomara, pero ellos, lo mismo que Garcilaso, escribían después del acontecimiento. Nosotros debemos por tanto prescindir de estas predicciones de Huayna Capac como de algo sin comprobar, e intentar explicarnos cómo fue posible que Pizarro, con una fuerza tan reducida, lograse someter a tan grande Imperio. Para llevar esto a cabo, es necesario volver a los orígenes del Imperio incaico y hacer historia de las creencias religiosas y de la cultura de este pueblo indio, y, sobre todo, referirnos a las debilidades inherentes a su estructura social constituida como una pirámide en un servilismo absoluto de todos hacia la figura paternalista del Inca supremo.
El estandarte de Enano (reverso).
L i orografía deI P era: barranco de Urubamba.
243
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Caminos reales de los incas
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Los incas
P o cas áreas del mundo resultan tan fantásticas en su aspecto geofísico como en el litoral occidental de la América del Sur: aquí la geografía se hace vertical y los climas más que por la latitud están determinados por la altitud. Como ya hemos visto, el hombre primitivo llegó al área central de los lagos de México hace aproximadamente unos once mil años; y sólo dos mil años después dejaba ya señales de su actividad en la Patagonia misma. Por tanto, debió de llegar al Perú unos siete u ocho mil años a. de C. Pero el periodo de transición de un período de subsistencia a base de caza o pesca a otro de una agricultura rudimentaria fue muy lento, y hasta el 2500 a. de C. no aparece rasgo alguno de una verdadera civilización. En realidad hasta el año 1000 a. de C. la agricultura no llegó a constituir un aspecto verdaderamente importante en la vida de aquellos pueblos, sobre todo en las regiones costera donde las condicio nes geográficas podían haber resultado bastante más propicias. La corriente de Humboldt que fluye desde las latitudes frías del Sur es abundante en pesca. Reduce además la temperatura del aire húmedo del trópico produciendo nubes, alta humedad, y hasta niebla en los meses de invierno (junio-noviembre) pero nunca lluvia, salvo cuando ocurre un fenómeno curioso: cuando la contracorriente llamada '‘El Niño” fluye hacia el Sur. La llanura costera es tan árida y tan desnuda en muchos lugares que ni siquiera crecen los cactos. Pero a lo largo de ella casi cua renta cauces fluviales tienden hacia el mar sus brazos de piedra. Todos ellos nacen de las nieves derretidas de los Andes y treinta de ellos conducen agua durante todo el año. En las zonas llanas de los deltas de estos i ios los primeros agricultores comen zaron a cultivar, hace 6000 años, algunas plantas como calabazas, judías chiles, cu curbitáceas, etcétera. Fue, sin embargo, en las altiplanicies de los Andes donde la geografía había de hacer sentir sus efectos sobre las carácter!sticas raciales de sus habitantes. Existen seis grandes valles elevados -Cajamarca, Huaylas, Huánuco, Mantaro, Cuzco y Titica ca-. Todos ellos entre los 2500 y los 400 metros de altitud y rodeados de montañas, detrás de las cuales se yerguen los picos nevados de las cordilleras con nombres como Sierra Blanca y Sierra Negra. Al Sur, destacándose sobre la actual ciudad de Arequipa tres grandes balumbas volcánicas -Chanchani, Misti y Pichu-Pichu—alcan zan aproximadamente los 6000 metros de altitud. El Misti, que se asemeja al Fuji Yama en su perfecta forma cónica, es todavía activo. La mayor parte del Perú se halla sujeta a terremotos todavía -en la costa, Huachu, al norte de Lima, sufrió grandes El Perú en la época de la Conquista.
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daños en octubre de 1966—. A estos movimientos sísmicos no son inmunes las alti planicies y ello explica que el pueblo inca y preinca fijasen algunas veces con chave tas las piedras de sus muros y que a veces los construyesen con hiladas irregulares. Gran parte de la arquitectura colonial de Cuzco ha sido destruida porque los espa ñoles no supieron apreciar debidamente las sacudidas a que sus edificios habrían de verse sometidos. Todavía no se sabe con certeza la fecha en que el hombre ascendió a estos valles altos; pero datando por el método del radiocarbono los hallazgos hechos en una cueva parece ser que ello ocurrió hace aproximadamente unos 9500 años. Aqui los accidentes geográficos de condiciones óptimas para un pueblo nómada y ganadero dieron lugar al desarrollo de características físicas que virtualmenre son únicas. La baja estatura y el tipo robusto es propio de cualquier gente de montaña. Por ter mino medio, los hombres miden 1.60 metros y las mujeres 1,4.5. Lo que resulta ca racterístico es el desarrollo de los pulmones, casi en una tercera parte mayor que el normal; el volumen sanguíneo es de casi dos litros mas, la hemoglobina el doble, y los glóbulos rojos alcanzan el número de ocho millones en lugar de cinco; el latido del corazón es mucho más lento. Lo sorprendente es que estas características no son hereditarias, sino que se desarrollan individualmente en la juventud. Debido al aislamiento que el terreno impone, la raza originaria se conserva casi en estado puro, de modo que los quechúas que hoy pueden verse, sobre todo en el Sur, mujeres de facciones anchas con sus redondos sombreros de fieltro ladeados coquetamente sobre sus cabezas y con sus mantas de lana de llama, y los hombres con sus coloreados gorros de lana y ponchos, son fundamentalmente los mismos que Pizarro encontró en 1532. Son un pueblo acostumbrado a la soledad de los grandes espacios; sus cuerpos y sus mentes están moldeados por el paisaje que ha bitan: un mundo de roca, lluvias y ríos precipitados, en el que los verdes prados que los alimentan se hallan bloqueados de inmensas murallas de montañas. Hasta sus movimientos son característicos: o permanecen de pie tan inmóviles que se diría se funden como animales en el paisaje, o marchan de prisa como hojas llevadas por el aire. Rara vez caminan como nosotros, a menos que hayan bebido demasiada chicha. Se han hallado restos de habitación permanente a unos 5500 metros, y las caracterís ticas desarrolladas para hacer frente á esta extraordinaria altitud han permanecido invariables durante milenios. Los españoles eran probablemente de estatura más eleva da, pero quien jadeante en la ribera del lago Titicaca a unos 4000 metros de altura haya contemplado a los indios jugando un violento partido de fútbol, se maravillará sin duda de la rapidez con que los conquistadores lograron aclimatarse. Habían subido desde la costa y casi inmediatamente hubieron de prepararse para librar una batalla. Aqui, a unos 240 km al sur de Cuzco los altos valles se abren en una amplia llanura, que al Sudeste se halla cubierta de una vegetación de sabana: ninguna montaña, nada, si no es el vacío. El aire, enrarecido y claro en las riberas del lago Titicaca —cuyas aguas jamás se congelan—es de una transparencia deslumbradora, y las nubes, pegadas en la lejanía a las alturas, ponen en el paisaje una nota fantástica. Cajamarca es todo lo con trario: un estrecho valle entre colinas redondeadas, con una anchura de nueve kilóme tros escasos, y en lugar de la enjuta hierba amarillenta de los altos valles, se encuentran ricos prados: hierba que llega hasta las rodillas, ramúnculos, tréboles y sauces entre Los indios peruanos hall cambiado poco desde la época de la Conquista.
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los setos. Sólo la presencia del cacto, una versión en pequeño del maguey, hace recor dar al viajero que el valle se halla a unos grados de latitud del Ecuador. Esta zona de altiplanicies constituyó el lugar del nacimiento de la más importante civilización incaica. Como carecían de toda escritura y ni siquiera poseían la picto grafía, no se nos conserva noticia alguna de las civilizaciones que la precedieron. Tampoco se dio a los españoles referencia alguna de la historia preinca, pues lo mis mo que los modernos comunistas soviéticos o chinos, la vida de los indios que con tanta eficacia conquistaron sufrió tal conmoción, que en una sola generación todos creyeron que su cultura y vida derivaba únicamente de los incas. Y asi. sólo los minuciosos estudios y la evidencia de los numerosos hallazgos ar queológicos han podido demostrarnos que los incas, lo mismo que los aztecas de México, prevalecieron únicamente tras haber absorbido otras culturas anteriores. Y la verdad es que la civilización incaica, como toda civilización, era producto del pasado; lo mismo las técnicas de construcción que el estado de bienestar sumamente organizado y controlado burocráticamente constituían una evolución de la cultura del periodo Tiahuanaco y de otras más primitivas. Basta una visita a los chullpas de Sillustani, por ejemplo, para darse cuenta inmediatamente de que la técnica de cons trucción con bloques de piedra seca —sin argamasa—no fue un invento de los incas. Los chullpas son altas torres sepulcrales de piedra, del último periodo Tiahuanaco. Cubren un prom ontorio que da al lago Uyamú, a unos cuarenta y odio kilómetros al noroeste de Puno; y en las pocas que quedan casi intactas podemos advertir que el borde de la hilada superior está abocinado hacia dentro para reducir así la resis tencia del viento, la circunferencia de la cumbre es de mayor longitud que la de la base, de modo que las torres tienen el aspecto de algo así como un gran vaso para beber. Bloques de piedras caídos demuestran que el secreto de la estabilidad y de que hayan resistido tantos siglos de seísmos sin argamasa alguna estriba en una clave que se acopla en un encaje de la piedra superior, a veces en un ala saliente. Esta maestría es de un nivel mucho más elevado que cualquier otra cosa en Cuzco, y se llevó a cabo sin el empleo del metal, pues la piedra se martillaba y se reducía a la forma deseada utilizando primitivos instrumentos de piedra más resistente. En cerámica, las culturas perincaicas eran también superiores, y puede demos trarse perfectamente contemplando la colección Brunning de huecos (cerámica tomada en las tumbas huaca), expuesta ahora en Lambayeque. Mas ni siquiera en lo referente a textiles pueden compararse los diseños y tejidos incaicos con esas mantas ceremo niales y cofias halladas en las cámaras de enterramiento existentes en Paracas, y que ahora llenan las salas más interesantes del Museo Arqueológico de Lima. La Huaca Prieta que se halla en el valle Chicama al norte de Perú, cuyos estratos inferiores datan de unos 4500 años, nos muestra que las gentes de la llanura costera vivían del terreno y del mar sin demasiado tiempo libre para nada más complicado que la lucha por la existencia. Cosa que confirman otros muchos descubrimientos hechos en el desierto de la costa; pero dos mil años más tarde aparecen numerosas muestras de cerámica y de adornos personales—pendientes para las orejas, que cons tituyen el distintivo peculiar de la jerarquía incaica, collares, brazaletes, sortijas, coronas, todo ello en materiales de hueso, concha, piedra y o ro - realizados en metal, preferentemente oro, técnica que posteriormente evolucionó dando lugar a compli cados métodos de soldadura, tejido y artesanía en piedra. Sus cultivos eran muy am248
Vita de las c h u l l p a s de Sillustani.
plios, utilizaban un sistema de regadío y de hecho habían alcanzado el nivel de desa rrollo necesario como para tener tiempo libre para dedicarse a una artesanía y diseño exquisitos. Y lo que es más importante, disponían del ocio necesario como para dar forma a una religión, pues es en esta época cuando aparecen los primeros hallazgos de representaciones del “gato Chavín” y el hombre comenzaba a construir estructuras no utilitarias de tal tamaño y complejidad que sólo podían ser templos usados para fines religiosos. El desarrollo es ahora más rápido, pero siempre dentro de los mismos límites. La cerámica pasa por épocas de diseño y patrones característicos. Ya en el primer milenio d. C. el sistema de regadío alcanza una gran complejidad, con acueductos de hasta 1500 metros de largo y elevados casi 16 metros sobre el nivel del suelo. En la artesanía del metal ti oro se alea con la plata y ci cobre para dar lugar a productos complejísimos. Pero es sobre todo en las obras públicas donde podemos ir siguiendo el desarrollo y continuo progreso que llevó a los templos del “Período clásico”. En la costa los templos eran de adobe y constaban de plataforma, calzadas de acceso y pirámides que exigían gran abundancia de mano de obra. En las tierras altas las construcciones eran de piedra que luego se enlucía. Son sobre todo las estructuras de estos templos con los hallazgos realizados en ellos, principalmente en las liuacas los que han permitido a los arqueólogos señalar y definir las distintas culturas, algunas de ellas demasiado locales como cabe esperar de la evolución de un territorio desértico y que depende totalmente del agua que los rios traen de la sierra. Cada una de las culturas costeras constituía en realidad un^ oasis separado de su vecino por la arena y por las colinas de roca desnuda en una aridez absoluta. Ni el gobierno incaico ni el gobierno español ni siquiera el de la independencia han logrado hacer cambiar la situación. Los complejos urbanos se han convertido en complejos de hacienda: eso es todo. Y puesto que los materiales para la cerámica estaban a mano, no es de sorprender que en la costa del Perú el arte del alfarero evolucionase hasta alcanzar un nivel tan elevado y que produjese algunas de las muestras más extraordinarias de cerámica que pueden verse en todo el mundo. No sólo las intrincadas y extrañas figuras que se extienden hasta las re presentaciones inhibidas de formas eróticas, sino también la multitud de colores que, afectados tal vez por la diferencia en los métodos de cocción y por el paso de los años, abarcan una gran variedad de matices. Los cementerios han proporcionado grandes muestras de este tipo de cerámica, muchos en perfecto estado, y coleccionis tas privados dedicados a ello han formado sus propios museos. Sin embargo, gran des plagios a gran escala han complicado la labor del arqueólogo. Al parecer, sólo dos culturas lograron extenderse por todo el Perú antes del na cimiento del gran Imperio incaico. La primera fue la de Chavín con su antes citado típico motivo del gato, que llenó el primer milenio a. C.; la segunda fue la cultura de Tiahuanaco que llenó el primer milenio d. C. Alrededor del año 800 alcanzaba la costa por Huari y durante los dos siglos siguientes llego a imponerse haciendo caer en el olvido el arte de aquella región. Constituyó este un período de gran dina mismo en que las tendencias artísticas de la mente india alcanzaron su apogeo -en cerámica, en joyería, textiles, y construcciones a gran escala—, todo lo cual da testi monio de una unidad político-económica lo suficientemente fuerte como para liberar una gran masa de mano de obra dedicada a un trabajo no productivo. 250
Oro peruano. Momia del cementerio de Paracas, con adornos de oro.
En la página 252: cuchillo ceremonial con ¡dolo masculino, en oro y turquesa. En la página 253: cuchillo ceremonial con llama de ora y turquesa. Cultura chimó.
En la sierra, sobre todo en Tiahuanaco, es visible el desarrollo de las construc ciones en piedra. El emplazamiento de este complejo megalitico es único, pues se encuentra a unos veinte kilómetros al sur del lago Titicaca sobre una desolada puna boliviana elevada a 4000 metros de altura sobre el nivel del mar: un extraordinario lugar para encontrar las ruinas de una gran civilización. La pirámide escalonada de la Acapana y el gran patio de la Calasasaya dan testimonio de que toda aquella cons trucción constituía un centro de culto. Las piedras que de estos y otros edificios nos quedan todavía tienen inscripciones y lo mismo la “Puerta del Sol’’ labrada en un único bloque de tres metros de altura. Quedan ruinas en el mismo lago, en las islas del Sol y de la Luna, y al Noroeste se encuentran los chullpas de Sillustani de época muy posterior; todo es de piedra, sólo piedra en un paisaje de amable pradera a una altitud asombrosa, y arriba los anchos cielos despejados característicos de la región del Titicaca. No es extraño que los arqueólogos hayan tomado a Tiahuanaco como patrón del período entero, pues el complejo pirámide-patio se repite una y otra vez en todas las poblaciones costeras. Mas aunque estas construcciones den tes timonio de una sociedad perfectamente organizada, ellas no eran más que centros religiosos de comunidades relativamente dispersas, ya que los grandes complejos urbanos sólo se constituyen en el período inmediatamente anterior al Imperio incaico. El ejemplo más destacado de este desarrollo es Chan-Chan, situada al norte de Truji 11o en el desierto costero. Aunque conquistado por los incas y muy dañado por las lluvias y por el transcurso del tiempo, es posible todavía conducir un automóvil pol los dieciséis kilómetros de sus ruinas, entre los muros encalados de barro de las diez unidades que todavía se yerguen en el desierto de arenisca en que por ausencia de agua se ha convertido toda la región. Las pequeñas cámaras de las tumbas han sido, todas, saqueadas, y la cubierta de adobe de los muros de ladrillo de barro están erosionados por la acción de las lluvias de tormentas ocasionales. Es una ciudad muerta y sobre ella se oye el ruido del mar como si el Pacífico batiese sobre el último gran muro en lugar de hacerlo a tres kilómetros de distancia. Es difícil imaginar en la soledad sombría de las ruinas actuales aquella ciudad de embalses intactos y calles perfectamente planificadas con sus casas, terrazas y jardines repletos de gente. Chan-Chan era la capital del Imperio costero de Chimú, que cuando fue conquis tado por los incas abarcaba la mayoría de los valles norteños. Desde Motupe hacia el Sur hasta el río Casma estos oasis fluviales estaban comunicados entre si por unos puentes que atravesaban las áreas desérticas por las que antes se habían visto aislados. Más.al Sur, había otros pequeños Estados. Fue el desarrollo de estos Estados costeros, con sus calzadas entrecruzadas y su potente organización central lo que hizo posible a los incas lograr unir al país entero tan rápidamente en un solo Imperio constituido a la manera de una pirámide cuyo vértice era el Sapa, o “Unico”, Inca. El primer Inca fue Manco Capac. No conocemos entre qué fechas se desarrolló la vida de este monarca ni las de los siete Incas sucesores suyos; se supone general mente que llenaron el periodo 1250-1438. Parece ser que tuvieron su origen en Cuzco, en las altiplanicies centrales, aunque una leyenda local sitúa su origen en las islas del lago Titicaca. La teoría de Bingham, según la cual los Incas provendrían de Machu Picchu, ha sido abandonada por completo, pues esta ciudad montañesa está considerada como del último periodo incaico. Durante todo ese tiempo la capital fue Cuzco. La base de la conquista era la fuerte organización. El Inca mismo era el Ecuatoriano de Quito con adornos en nariz y orejas y collar de oro. Detalle de la mas prim itiva pintura cornada de America del Sur.
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A la izquierda, arriba: escudo ceremonial de plumas, procedente de la repon costera. Probable representación del dios Sol. A la izquierda, abajo: grupo recua)' (siglas vn-vttt), procedente de una repon montañosa. Representa a un hombre asido por un puma, figurillas mochicas de los siglos i -1//. Arriba, izquierda: soldado durmiente. Arriba, derecha: hombre o sacerdote barbudo.
símbolo divino del dios Sol a quien se rendía culto. El cerrado círculo burocrático de oficiales perteneciente en parte al ayllu real de “los once” y en parte producto del concubinato del Inca. La línea de la descendencia quedaba asegurada por el concu binato incestuoso con una de sus hermanas, la Coya o reina oficial. No hay evidencia alguna de que el Imperio incaico fuese consecuencia directa de una presión de población. Como en el caso de las razas nórdicas, el afán de expan sión era probablemente resultado de las condiciones climáticas. Provenían de las tie rras altas; su vitalidad y su energía eran desbordantes; y los recursos ganaderos con que contaban se limitaban a las llamas, alpacas y vicuñas. Mientras los habitantes de la costa rendían culto a la Luna y se dejaban llevar del miedo al Sol, cosa muy natu ral en la aridez de un desierto que constituía su territorio, los incas en sus tierras altas veían al sol como luente de luz y calor y al mismo tiempo del agua de la nieve derretida que mantenía verdes los pastos para sus ganados.* El afán de lucro debió de constituir el móvil original, que sin duda se vio respaldado por la aparición de una gran máquina de poder a las órdenes del gran organizador del Imperio, Pachacuti. La perfección de su organización, lo mismo en la esfera política que en la mili tar, comienza en realidad con este Inca, que se incorporó y desarrolló para sus pro pios fines los sistemas de cultura ya existentes, sobre todo el del Imperio de Chimó. 257
Fue en 1445, no habían transcurrido todavía cien años, cuando llegaron los espa ñoles, la fecha en que Pachacuti, Inca Yupanqui (el noveno Inca) inició la conquista de'la zona del Titicaca. Después de esto la expansión continuó con suma rapidez. Se valía de la propaganda, a la vez que la construcción de la red de caminos milita res constituían las verdaderas arterias del Imperio. Pero la organización era la base de la conquista. En el ejército se observaba una severa disciplina. Los oficiales p ro venían de la élite de la propia Casa real del Inca, y como éste era mirado por ellos como el patriarca de la familia y su posición en aquella cerrada sociedad dependía de él, podía contar con una lealtad absoluta. Todos los soldados iban annados de hachas de guerra fabricadas de bronce, o mazos con asas de madera, porras de piedra o bronce, hondas, lanzas y jabalinas, y arcos y flechas como en el caso de los indios de las tierras bajas orientales; para protegerse llevaban escudos de madera cubiertos de piel o tela, cascos de algodón o caña y armadura de tela acolchada. Cada provincia conquistada era incluida en el Imperio incaico y totalmente reorganizada y oficiales incaicos ejercían una estrecha vigilancia sobre los jefes locales, cuya fidelidad era asegurada llevando a sus hijos como rehenes a Cuzco. El quechua se impuso como lengua oficial y la religión oficial fue el culto al Sol, cuya encarnación en la tierra era el Inca. Si la población de un determinado lugar se mostraba reacia a estos cambios, se la deportaba en masa para establecerla en alguna zona ya pacificada y totalmente dócil; y en su lugar llegaban colonizadores experimentados absolutamente adictos al régimen, los cuales recibían por nombre mitimaes. El sistema parecía indestructible. Los incas habían ido conquis tando a los pueblos montañeses, valle por valle, y luego se habían adueñado de aquella faja costera densamente poblada donde cada oasis fluvial habia dado lugar a una determinada ciudad-Estado o al menos a una pequeña organización de tipo cen tralista que controlaba el regadío y el abastecimiento de aguas. A la conquista seguía la imposición de tributos, y como la décima parte de la población era reclutada obligatoriamente para ser incorporada a los ejércitos incaicos, y se estima que el sistema burocrático de los incas necesitaba 1331 oficiales p o rcad a 10.000 habitantes de población, no había más remedio que sustituir la falta de hombres por una mayor productividad. El aumento de productividad se consiguió en algunas ocasiones a costa de una explotación brutal de la mano de obra; en otras, desarrollando y perfeccionando los
A la izquierda: los soldados incas iban armados con hachas de bronce y adargas de cuero; el Imperio estaba enlazado por un sistema de calzadas. A la derecha: por medio de puentes de cuerda se salvaba el paso de los nos. r— ' . f I ' » t » • * * * * ~ " 5 * * iy ‘* M » * -
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sistemas de regadío ya existentes, o con el empleo intensivo de abonos, en particular el de los depósitos de guano de las islas costeras donde eran protegidas las aves ma rinas —especies de pelícano y plantas sobre todo, y también el corvejón—que produ cían este elemento esencial para el enriquecimiento del suelo. Como en toda socie dad agraria dependiente de un sistema de regadíos a gran escala, el sistema social requería un rígido gobierno autoritario apoyado en lo ritual y divino. Y así, en cada provincia recién conquistada se construían templos y fortalezas junto a los edificios públicos de la burocracia. Pero aunque los incas construían a gran escala, todos sus edificios eran esencialmente funcionales y ni en la calidad de su mazonería ni en su calidad artística sobrepasaban ni igualaban siquiera a las construcciones de las culturas anteriores. Sin embargo, en la construcción de carreteras los incas eran magníficos. Y para dójicamente lite su red de caminos lo que hizo posible la conquista del Imperio por los españoles. Los caminos reales se extendían desde Quito por todo un radio de .5200 km hasta Talca en el Norte y hasta el extremo sur de Chile, abarcando 35° de latitud. Eran carreteras militares, tan importantes para la vida del Imperio inca como lo habían sido para Roma sus famosas calzadas. En el área costera los caminos de Chimó y de otras ciudades-Estados fueron prolongados hasta alcanzar la arteria principal que tenia 8 metros de ancha y 4320 km de larga, con caminos laterales que la unian con la carretera de los Andes. Escaleras construidas especialmente para lla mas de carga alcanzaban los 5000 metros de altitud. Gruesas maromas, algunas de ellas de diámetro igual al del tronco de un hombre, renovadas todos los años, soste nían los puentes carreteros a través de los prolundos barrancos de los ríos. Se insta laron señales (topos) a lo largo de todo el recorrido y cada veinte kilómetros podia hallarse un parador [tambo). Algunos de estos paradores, preparados para el Inca cuando con su séquito viajaba a través del Imperio, constituían verdaderas fortalezas con arsenales repletos de armas y de todo lo necesario para pertrechar en caso de insurrección a todo un ejército que marchase sin bagaje. Cada ocho kilómetros exis tia una vivienda que albergaba a un corredor (chasquis), hombres que con sus distin tas túnicas a cuadros eran los encargados de transmitir los mensajes a la velocidad increíble de 240 km tle distancia diarios; los mensajes verbales eran sustituidos a veces por el quipu, y aunque estas cuerdas anudadas se utilizaban principalmente para el registro de los impuestos y del contenido de los almacenes del Estado, es probable
que existiera una especie de código a base de guarismos. Indudablemente un cabo de la borla real significaba que el mensaje provenía del Inca mismo. Las cuerdas anudadas del quipu eran el equivalente exacto de los palos de mues cas del antiguo sistema europeo de venta al fiado. Pedro Cieza de León, que escribe inmediatamente después de la conquista, observa que “en la capital de cada provin cia había contables que eran llamados quipu-camayoes los cuales, sirviéndose de estos nudos llevaban las cuentas del tributo pagado por los habitantes de aquella zona en oro, plata, ropa, rebaños y hasta en madera y otras cosas insignificantes, y, valiéndo se de los mismos quipus, “al cabo de uno, diez o veinte años daban cuenta a un su pervisor encargado de repasar el estado de cada economía de una manera tan exacta que ni siquiera Faltaba un par de sandalias. De esta manera el cacique de HuacaraPora podia dar cuenta de los artículos que habían llegado a los españoles desde la llegada de éstos al valle “sin omisión alguna... de modo que quedé asombrado de ello”. Y añade: “las luchas, las crueldades, el saqueo y las violencias de los españoles eran tales que si estos indios no hubieran estado bien acostumbrados al orden y a la previsión seguramente habrían perecido... Después de que ellos [los españoles! hu bieron pasado por allí, los jefes se reunieron con los encargados de los quipus de manera que si uno había gastado más que los otros, los que menos habian dado hubieron de sufragar a los que habían dado más y asi todos quedaron iguales”. Esta igualdad constituía la base sobre la cual funcionaba el Imperio. “No se tole raba que nadie fuese perezoso o cjue viviese del trabajo de los otros; todos tenían que trabajar. Y así, en ciertos días determinados cada jefe iba a sus tierras para echar mano del arado... hasta el Inca mismo hacía esto para dar buen ejemplo.” Claro que esto quedaba en puro rito simbólico que de todos modos prestaba ánimos a la gente modesta. Si un hombre gozaba de buena salud “trabajaba y no carecía de nada; y si estaba enfermo recibía del almacén todo lo que necesitaba”. Sin embargo, esta igual dad, lo mismo que ocun e en todo Estado centralizado, burocrático o comunista, era una pura pantalla que ocultaba un verdadero sistema de castas. Los castigos por las transgresiones contra las leyes incaicas eran bastante menos rigurosos para la ¿lile burocrática y ello pone de relieve la importancia de la casta superior en el manteni miento del sistema. Hablando con los términos de los comunistas modernos, eran “miembros del Partido”. La base de la sociedad incaica la constituían los obreros que se agrupaban en el
ayllu. Es decir, una aldea de familias que en principio era considerada como autosu(iciente. El número de los habitantes de estas aldeas variaba según la zona. Mas esta forma de agrupación humana constituía algo tradicional, un hecho natural en un terreno montañoso donde cada valle o cada pradera estaban casi totalmente aislados. Lo único que los incas añadieron fueron los caminos reales, con los cuales las peque ñas comunidades pudieron salir de su aislamiento. Estos, construidos en primer lugar como medios militares para la conquista, fueron utilizados después como li neas de comunicación que hacían posible el planeamiento y la organización centrales. Otro cambio fundamental introducido por los Incas fue la redistribución del ayllu que previamente era requisado por el Estado para ser repartido de nuevo, parte en tre la gente, otra parte para el Estado, y una tercera parte para el dios Sol. Y todos los que cultivaban en la propiedad del Estado o del templo pagaban un impuesto. También se lavaba el oro en los rios y se extraía la plata de las minas de las mon tañas, purificándola del plomo, estaño y azufre mezclados con ella “quemando la colina y mientras ardía el azufre salía la plata en trozos”. Cada otoño la parte de tierra prestada por el Estado a la comunidad era redistri buida. Cada matrimonio tenía derecho a un topo. Éste variaba en extensión según el número de hijos; en general era de aproximadamente unas 0,4 hectáreas. Cada obre ro sano había de casarse antes de cumplir los veinte años, y si no, se le elegía una novia y se le unía a ella. El pune u obrero era la base de la sociedad incaica y así se estimulaba la reproducción de la materia prima necesaria; el matrimonio sólo consistía en unir manos y trocar sandalias. La mano de obra que cultivaba las tierras estatales o religiosas era distribuida según un rígido sistema decimal o quipu; diez obreros constituían una unidad a las órdenes de un capataz, un encargado estaba al frente de cada grupo de diez unidades y cada diez encargados estaban bajo las órde nes de un jefe; y así sucesivamente desde la unidad de la aldea a la de la tribu, de la tribu a la provincia, de la provincia a la región, y por último, de la región, que cons tituía una cuarta parte del Imperio, al Inca mismo. No había posibilidad alguna de que un niño varón pudiese salir de su ayllu. Donde nacía, allí moría. Garcilaso dice: Los niños eran educados con gran dureza, no sólo entre los Incas, sino también entre las gentes sencillas. Desde su nacimiento, eran lavados todas las mañanas con agua fría y luego
A la izquierda: relevos de chasquis llevaban mensaje* por todo el //ais: aunque la escritura era desconocida, seutilizaban los quipus para llevar cuentas ; la base de la agricultura era el ayllu. A la derecha: el transporte se efectuaba con llamas.
envueltos en pañales... Se decía que esta costumbre fortalecía sus brazos y sus piernas y les daba más resistencia contra el riguroso clima de la sierra. Los brazos eran vendados lirmemente hasta los cuatro meses. Durante todo el primer ciclo quedaba el niño sujeto día y noche en una malla tan dura como la madera que se estiraba en un cofre de sólo tres patas para que meciese como una cuna. Para darle de mamar, la madre se inclinaba hasta él sin desatarle ni cogerle en sus brazos. Se le amamantaba tres veces al dia, por la mañana, al mediodía y por la noche, y jamás a otra hora, aunque llorase y llamase a la madre. Las mujeres siempre criaban a sus propios hijos, fuese cual fuese su rango; durante todo el tiempo que amamantaban se abstenían de cualquier relación con el marido; y el niño, hasta ser destetado no recibía otro alimento que la leche de su madre. Al llegar la hora de sacar al niño de la cuna, las madres, para no tenerlo que coger en brazos, lo colocaban en un hoyo cavado en el suelo hasta la altura del pecho del niño. Cuando alcanzaba la edad de caminar a gatas, el niño mamaba de rodillas y daba la vuelta alrededor de la madre para cambiar de lugar, sin que ella le ayudase en absoluto. Al dar a luz, las madres cuida ban menos de sí mismas que del niño: después del parto, que se procuraba ocurriese, sea en la propia casa, o en la orilla de un rio, lavaban al recién nacido, se lavaban ellas y volvían inmediatamente al trabajo. No habia comadronas propiamente dichas, y las mujeres que se ocupaban de este menester parecían brujas más que otra cosa. Estas eran las costumbres de los indios del Perú, fuesen ricos o pobres, nobles o plebeyos. En la pubertad el varón se cubría con el taparrabos. Después pasaba su vida tra bajando para su familia o para el Estado, o en el ejército luchando o cumpliendo sus deberes en una guarnición, o en los cuerpos de trabajo encargados de la cons trucción de ciudades y carreteras. A causa de las diversidades climáticas condicionadas por la altitud, la variedad de cultivos era extraordinaria. En la costa, el algodón sustituía a la lana de la llama de la sierra como materia prima para los vestidos, armaduras y hasta una especie de casco de guerra. La alimentación era fundamentalmente a base de maíz y de patatas -existían veinte variedades de maíz y nada menos que 240 de la patata—. Las terrazas y los regadíos se desarrollaban a gran escala. El agua era canalizada desde distancias que alcanzaban a veces los setenta kilómetros. Se protegía a la caza y se la reunía región por región para una cacería real, verdadero acontecimiento anual en el que eran empleados hasta SO.000 batidores. Se daba muerte a los animales rapaces y se abastecía de carne a las aldeas. Para obtener lana lina se esquilaba a la vicuña, al guanaco y a la llama salvaje. Aunque su economía ganadera y agraria estaba muy desarrollada, la única forma de arado que conocían consistía en un palo rudimenta rio para cavar, y si conocían la rueda no la utilizaban. La abundancia de una mano de obra dócil, el sistema de terrazas en la sierra y el de cultivos intensivos en las zonas de regadío no eran propicios para el desarrollo de métodos de cultivos más mecanizados, a la vez que la irregularidad del terreno, impedían la evolución de cual quier tipo de transporte a ruedas. Para el cultivo estaba el puric y para el transporte la llama. Con esto bastaba. La unidad de trabajo constituía al mismo tiempo la base de su civilización. Y aunque el puric gozaba de gran seguridad, se veía privado de su libertad. Mas esto también ocurría en la élite. Los orejones eran de sangre real, pero nacían y morían dentro del ayllu del Inca. En cambio, su vida era muy diferente. Recibían 262
Máscara mar!urna de oro y cobre, con taracea de concha en los ojos. Cultura mochica.
una buena educación—matemáticas, religión, lengua y la versión incaica déla Historia— que culminaba en duros exámenes. Para distinguirlos del resto de la población, se les perforaba las orejas y el agujero era ensanchado hasta encajar unos adornos de oro o joyas que indicaban su posición social. Existía también una segunda clase de administradores -los caracas- necesarios para la pronta expansión del Imperio. La política seguida por los Incas era la de administrar el territorio recién conquistado según el sistema existente —con vigilancia, por supuesto-, y tras un cuidado adoctrinamiento de la clase dirigente local. Un hombre podía llegar a la privilegiada posi ción de curaca sirviéndose de su habilidad. Mas ya le era imposible subir más. Sin embargo, una mujer si podía. En la pubertad era sometida a una ceremonia consis tente en peinar sus cabellos, y si la muchacha era particularmente bella o si mostra ba una habilidad especial en el tejer u otro arte femenino podía ser escogida para asistir a una escuela de Cuzco o de cualquier capital de provincia. Entonces pocha tener la oportunidad de casarse con un varón perteneciente a la nobleza y hasta de llegar a ser una de las “hijas del Sol", una concubina del Inca, en una vida a la exclusiva disposición del rey. En sus “Comentarios Reales" Garcilaso describe con mucho detalle la condición de las mujeres. Las “vírgenes del Sol" constituían la élite y eran escogidas entre las mujeres de sangre real. En Cuzco estaban alojadas en un edificio cercano al templo del Sol. Eran escogidas por su linaje y belleza en su pubertad para que después no hubiese duda alguna con respecto a su virginidad. Eran unas 1ó00. Al llegar a la madurez se hacían mamaconas y tenían a su servicio unas 500 vírgenes. “Todos sus utensilios de mesa eran de oro, como los del templo del Sol. Gozaban del privilegio de tener un jardín enrejado con metales preciosos parecido al del tem plo.” Si una de las vírgenes era lo suficientemente estúpida como para hacer caso omiso de su voto de castidad y era encontrada en lálta, la ley exigía “que fuese ente rrada viva y que su cómplice, con su mujer, hijos, servidores y todos sus parientes próximos, fuesen condenados a la horca; y para que el castigo fuese completo, se daba muerte a sus llamas, se destruían sus cultivos, se derribaba su casa y sobre su campo se esparcían piedras para que nada volviese a crecer allí”. Las “vírgenes del Sol” se ocupaban en tejer los vestidos del Inca y de su Coya asi como las telas que se ofrecían al Sol en los sacrificios. Los “conventos” de las provincias estaban organizados conforme al patrón de Cuzco; mas como estas vírgenes no eran de sangre real, los artículos que tejían eran distribuidos por el Inca a aquellos a quienes quería premiar. Es más, Garcilaso nos dice que eran concubinas del Inca, y cuando tí Inca quería a una u otra de esas jóvenes, las hacía traer adonde él estaba... Las que habían tenido relaciones con el rey no podían volver al santuario. Eran llevadas al palacio real donde servían a la reina, hasta el día en que se las devolvía a sus provincias, ricamente dotadas de tierras y otros beneficios... Cada convento tenía su gobernador que había de pertenecer a la familia de los Incas; iba rodeado de un mayordomo y de otros muchos ser vidores. Los objetos para el servicio de la mesa eran, en todos estos conventos, de oro y plata. Y en verdad puede decirse que todo el metal precioso de las minas imperiales no se utilizaba en otra cosa que en adornar los templos, conventos y palacios reales... Había en el palacio otras mujeres de sangre real que habían hecho voto de castidad perpetua, pero no Albañiltna incaica: el baña en Tamba Síachay.
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e! de reclusión... se las llamaba ocllos y se las trataba con muchísima consideración... Nor malmente, las mujeres casadas se dedicaban al cuidado del hogar, sabían hilar y tejer lana o algodón según viviesen en regiones frías o calurosas. Cosían poco, pues ello no era muy necesario, ya que los vestidos indios, masculinos o femeninos, eran de una sola pieza con su justa longitud y anchura... Los hombres y las mujeres trabajaban juntos .en los campos.
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La prostitución estaba permitida, pero estas mujeres “vivían en el campo en mise rables chozas, solas, y se les prohibía acudir a las poblaciones para que ninguna mujer virtuosa pudiese verlas”. La diferencia entre el plebeyo y el burócrata era absoluta y fue aumentando con el crecimiento del Imperio, pues se imponía la necesidad de un rígida obediencia. Los orejones y los curacas tenían el monopolio de todas las posiciones superiores ad ministrativas y religiosas. No pagaban impuestos y vivían con relativo lujo, comiendo en bandejas de oro y plata en lujosas mansiones, vestidos de tela fina y con varias esposas. El precio de todo esto era una absoluta sumisión al Inca. Para ser introdu cidos en su presencia se ponían vestidos más pobres y llevaban a cuestas un bulto que era símbolo de aquella sumisión. La lealtad de la clase gobernante quedaba así asegurada, y en esa misma clase se reclutaba el ejército regular, la guardia personal del Inca. Este ejército llegaba a contar posiblemente con 10.000 hombres y consti tuía un núcleo para la movilización de cuerpos locales más numerosos en caso de guerra. El hecho de tener que depender en circunstancias de guerra de unas milicias locales relativamente indisciplinadas constituía una de las mayores debilidades del Imperio al tenerse que enfrentar con los españoles. Un ejército asi formado no podía mantenerse en el campo de batalla por un período de tiempo que excediese los vein te días. Pero, aunque frente una invasión desde fuera tal organización uniese sus debilidades, en el ámbito de la cultura india, sin embargo, su supremacía era total: y de su brutal eficiencia nos hablan todavía hoy las grandes construcciones de los Incas: las carreteras, las fantásticas ciudades colgantes como Machu Picchu o los enormes complejos de fortificaciones como Sacsahuamán en Cuzco. Su sistema de agricultura producía, para todos, alimentos en abundancia y aún quedaba un m ar gen lo suficientemente grande como para alimentar al enorme número de obreros empleados en estas obras no productivas.
A la izquierda: tejer era la principal tarea de Ias mujeres. A la derecha: las vírgenes del Sol. de sangre real, hilaban y tejían solo para el Inca y su Coya.
Aunque muchas de sus construcciones estuviesen destinadas a lines religiosos, la religión nunca llegó a gozar en Perú del mismo ascendiente que tuvo en el Imperio azteca. Algunas veces, los presos eran sacrificados o los padres sacrificaban a sus hijos, pero esto sólo ocurría en circunstancias criticas como podía ser la pertinaz ausencia de lluvia. Normalmente se sacrificaban llamas o alpacas arrancándoles el corazón para ofrecerlo a los dioses. Y lo más frecuente era que los indios se confor masen con ofrecer carne o dejar encendida una llama a los dioses, en forma de bola de lana ardiendo que flotaba en aceite o grasa. La simplicidad de sus ritos no se ha alterado durante los últimos cuatrocientos años; lo único' que ha ocurrido es que han sido absorbidos p or la Iglesia Católica. Así, no es excepcional ver hoy todavía un tal ofrecimiento al pie de la imagen de un santo ante el que la familia india se arrodilla con sus velas en la mano. Y en la alta sierra se lleva en procesión a la iglesia una versión remozada de los antiguos dioses familiares, acompañada por el tradicional sonido de los tambores, los cara millos y la trompeta de bambú que tiene cuatro metros de larga. En la época de carnaval, después de las lluvias, levantan ramas de sauce o de eucalipto, las adornan con flámulas de papel y al son de petardos y música, bailan alrededor de ellas. El lugar elegido para esta versión del “baile de mayo” es a veces macabro. En Cajamarca, por ejemplo, bailan sobre las tumbas de sus antepasados, en una colina llamada “Necrópolis de Otuzco”, donde la roca viva está agujereada por pequeños sepulcros que parecen ventanas. Es casi seguro que el agua formaba parte de los ritos religiosos de los incas, cosa nada extraña puesto que vivían en un mundo de aguas estruendosas, de cascadas y de fuentes, y aun a veces de las aguas minerales que brotaban de los terrenos volcá nicos. Tambo Machay, en las proximidades de Cuzco, santuario construido junto a una fuente, es seguro que tuvo un significado religioso, y los extraños arroyuelos grabados en la t oca de este extraordinario puerto de observación un poco más alia de la fortaleza de Sacsahuamán guardan un gran parecido con los de RumyTiana cer ca de Cajamarca y los de la fuente central de Machu Picchu nos revelan que el agua tenía un papel fundamental en las ceremonias religiosas. Sus dioses no eran tan numerosos como los de los aztecas, pero, al igual que aquéllos, rendían culto también a los fenómenos naturales del paisaje que habitaban y además a Viracocha, el Ser supremo, el Creador. El enorme complejo religioso edificado en la costa a treinta y dos kilómetros de Lima todavía lleva el nombre del dios más vetusto, Pachacamac, a quien los incas identificaban con Viracocha. Pero aunque le incorporaron a su mitología, no obstante sintieron la necesidad de cons truir una pirámide que sobrepasara en altura al templo de Pachacamac. El templo del Sol, que mira al Este sobre el verde salle del Lurín y al Oeste sobre el Pacífico, es la construcción de tipo religioso más grandiosa del Perú, más enorme aún que la gran pirámide-fortaleza del Paramonga, que se yergue abruptamente sobre el verde de las cañas azucareras del rio Fortaleza a trescientos veinte kilómetros al Norte. Restaurada ahora en parte, domina las ruinas del templo de Pachacamac; y por en cima de todo se eleva aquel fantástico lugar ele adobe. El Viracocha de los incas parece haber tenido su origen en el Inca del mismo nombre -el octavo de la dinastía—que fue considerado como una especie de oráculo. Dicen que predijo la llegada de los españoles y, según Garcilaso, ésta fue la razón 267
por la que aquellos fueron llamados viracochas, de la misma manera que los aztecas llamaron leales a los invasores. “En todo el Imperio nunca se había reconocido a otro dios que al Sol y a Pachacamac, el dios invisible". El Sol era su dios natural, pues de él dependían sus cultivos. La Luna era la esposa del Sol. El segundo en im portancia era el Trueno, dios de la güeña y del tiempo atmosférico. También reci bían culto la tierra, el mar e incluso algunas constelaciones. A los dioses propios de las tribus conquistadas no se les destruía, sino que eran incorporados a la propia mitología, y al lado del sacerdocio oficial había hombres sabios, algunos de los cua les gozaban de una gran reputación. Cieza de León da siempre a Pachacamac, el dios invisible, el nombre de TikiViracocha y las referencias que nos da sobre este Ser supremo son de gran interés, ya que sus orígenes son muy similares a los del Quetzalcoatl azteca. “Antes de que llegasen los Incas a reinar en estos territorios o de quevfuesen conocidos en ellos, cuentan estos indios que sucedió algo que excede con mucho a todo lo demas que dicen. Cuentan que transcurrió mucho tiempo durante el cual no se vio al sol...”. Al fin surgió del lago Titicaca, y, a 1 poco rato, “procedente de las regiones del Sur, apareció entre ellos un hombre blanco, de gran estatura, cuyo continente y persona lidad causaron gran respeto y admiración”. “Era capaz de hacer llanuras de los mon tes y montes de las llanuras, y hacer brotar fuentes de la roca viva”; le llamaron "el hacedor de todas las cosas, su Principio, Padre del Sol... Dicen que en muchos luga res instruía a las gentes sobre cómo se había de vivir y hablaba con ellos de una manera entrañable y humilde, exhortándoles a ser buenos y a no dañar a los otros, a quererse los unos a los otros y a practicar la caridad hacia todos”. Y Cieza de León pasa a hablar de otro hombre parecido que mediante sus palabras curaba a los enferrnos y devolvía la vista a los ciegos. Amenazado con ser apedreado en la aldea de Cacha, se arrodilló con sus brazos extendidos hacia el cielo y apareció fuego allí; se trataba de una erupción, pues las ardientes piedras de ésta “se hicieron tan ligeras que se podían luego cogerse con la mano, hasta las más grandes, como si fuesen de corcho”. Al marcharse de Cacha se dirigió a la costa donde “extendiendo su manto caminé) sobre las olas para nunca más volver a aparecer”. (' Quién era este hombre que marchó hacia el Oeste y cuyo nombre (Virachocha) sig nifica “espuma del mar”? Algunos españoles creyeron que se trataba de uno de los após toles y aseguraron que el ídolo que los indios habían erigido en el templo de Cacha tenia un rosario en la mano. Cieza de León contempló esta estatua. No se encontró en ella ningún rosario, pero parece ser que su ropa se abrochaba con botones. Cieza de León pasa a describir los orígenes de los Incas. Los títulos que da a sus capítulos bastan para darnos una idea de la historia: “De cómo ciertos hombres apa recieron en Paccuric-Tampu... De cómo los dos hermanos, hallándose en Tampu Quiru, vieron salir con alas de plumas al que habían encerrado en la cueva, quienes les dijo que fuesen a fundar la gran ciudad de Cuzco... De cómo Manco Capac, des pués de haber visto convertirse en piedras a sus dos hermanos, fue a un valle donde se encontró con algunas gentes y construyó la vieja y rica ciudad de Cuzco, que llegó a ser capital de lodo el Imperio de los incas... De como el Gran Inca, tras tomar la borla real, se casó con su hermana, la Coya, que es el nombre de la reina, y como se le permitió tomar a muchas esposas, aunque de todas ellas, la Coya era la única legitima y la más importante". 268
Escultura prim itiva en piedra, probable representación de Viracocha, \er supremo de la mitología incaica.
La dinastía se inicio en la segunda mitad del siglo trece. Los ocho primeros Incas fueron: Manco Capac, Sinchi Roca, Lloque Yupanqui, Mayta Capac, Capac Yupanqui, Inca Roca, Yahuar Huacac, y Viracocha. Mas sólo podemos fijar con exactitud la cronología a partir de los dos grandes edificadores del Imperio: Pachacutec Yu panqui (1438-1471) y Tupac Yupanqui (1471-1493). Estos dos conquistaron todo el Perú en poco más de medio siglo, parte de Bolivia y Ecuador y la mayor parte de Chile —en total, un área de 650.000 km. La fase inicial -la sumisión de las tribus de las regiones de Cuzco y Urubamba- no debió de presentar demasiadas dificultades. Desde sus fuentes, a unos 220 km al sur de Cuzco hasta el lugar donde entra en el valle sagrado a unos 70 km al Norte, el Urubamba fluye por un valle largo y estre cho, cubierto de pastos. Pero más allá de estos límites la conquista debió de hacerse sumamente difícil. Por las tierras altas del Sur, donde ahora se encuentra la pequeña estación ferroviaria de Santa Rosa, cambia completamente el paisaje y el terreno se ensancha poco a poco para dar lugar a las grandes sabanas de hierba de la región del Titicaca. Al Norte ocurre todo lo contrario. Las murallas montañosas se acercan y el valle se estrecha para dar lugar a un barranco por el que se precipita el Uru bamba convertido en un torrente de color pardo. Mas esto había de constituir la puerta hacia el Amazonas, y para dominar a los indios de la selva y asegurar la con tinuidad de los productos exóticos procedentes de sus riquezas, los incas construye ron de piedra la ciudad de Machu Picchu. Construyeron también la fortaleza de Ollantaytambo. Pero todo esto, lo mismo que la gran expedición a Bolivia y Chile, eran cosas del futuro. Lo que interesaba a Pachacutec era la conquista de las tribus existentes en la sierra. Las barreras montañosas no eran obstáculo para sus guerreros que avanzaron rápidamente hacia el Norte, de valle en valle, hasta ocupar el más rico de todos, el de Cajamarca. Fue aquí donde Pachacutec mandó ejecutar a su hermano, Capac Yupanqui por haber avanzado más allá de los limites que .él mismo había fijado. El genio de Pachacutec era eminentemente administrativo. La labor de extender el Im perio la pone en manos de su hijo, Topa Inca o Tupac Yupanqui, mientras él se ocupaba de la consolidación de las conquistas y de la organización de Cuzco como capital del Imperio. Las marchas de Tupac Yupanqui pueden figurar entre las más destacadas de toda la historia militar. Se dirigió en primer lugar hacia el Norte, atravesando las alturas de los Andes, para conquistar a los indios cañari, y después de someter e incorporar a su ejército a estos feroces guerreros, pasó a conquistar el territorio de los quitu en el Ecuador. Sometió a varias tribus de la costa y emprendió después una expedición marítima, primero a la isla de Salango y luego a la de Puná. A esta última le era ne cesario tenerla en sus manos para asegurar su ruta de marcha a lo largo de los de siertos costeros. Se lia dicho que las defensas de las ciudades chimú estaban preparadas para hacer frente a un ataque hecho desde el Sur, desde Cuzco: -entonces, según esta teoría, Topa Inca las tomó por sorpresa presentándose desde el Norte. Mas un perentorio examen de Chan-Chan, por ejemplo, basta para echar por tierra semejante aserción. 270
Puerta trapezoidal y ruchos incaicos en Ollantaytambo.
En este territorio llano y desértico, una ciudad defendida resulta inexpugnable. Y las ruinas demuestran que cada ciudad poseía una muralla en forma de rectángulo. La verdadera razón de la derrota de estas ciudades-Estados consistió seguramente en la vulnerabilidad de que eran objeto al serles cortado el suministro de agua, y al mismo tiempo, el contraste físico entre estas ricas comunidades agrícolas y los robus tos guerreros de la sierra, a lo que hay que añadir el aislamiento de estas regiones separadas unas de otras por amplias extensiones desérticas. Topa Inca las fue some tiendo una a una; después cruzó los Andes y lanzó sus ejércitos contra las tierras bajas de la cuenca del Amazonas. Tuvo que volver para hacer frente a una subleva ción de la región del Titicaca, y después de someter a aquellas tribus venciéndolas en dos grandes batallas y de hacerse con el control de las tierras altas de Bolivia, volvió a atravesar los Andes y descendió a las llanuras costeras para atacar a Chile, el terri torio de los bélicos araucanos. Esta marcha le llevó a una latitud 3.5° S, hasta el río Maulé, que quedó constituido en limite sur del Imperio incaico. La distancia total recorrida por los ejércitos de Topa Inca en sus marchas por el Norte y por el Sur era aproximadamente de 16.000 km; y todo ello en uno de los relieves más di ficultosos del mundo, librando a veces batalla junto a las mismas nieves perpetuas a unos 4500 m de altitud, otras veces en el calor húmedo de la selva del Amazonas y en algunas ocasiones en el asolado desierto de la costa. Todas estas conquistas quedaron consolidadas merced al benévolo despotismo de su padre y al sistema de comunicaciones que él mismo haría evolucionar. Se sentó muy joven en el trono, probablemente a sus dieciocho años, pues su padre le entregó la “borla” real en 1471, pocos años antes de su muerte. A la muerte de Topa en 1493 se dice que su ejército estaba constituido de 300.000 guerreros, y que el Impe rio de los Incas ya estaba consolidado como tal. No dice dónde ni en qué sitio está enterrado. Añaden que se mató a un gran número de mujeres, senadores y pajes para ser enterrados con él, con tan gran tesoro y tantas piedras preciosas, que todo ello debía de sumar más de un millón (de ¡tesos de oro). Incluso es probable que esta cifra quede por debajo de la realidad, pues había particulares que habían sido enterrados con más de cien castellanos. Además de los muchos que fueron enterrados en él, en muchas partes del reino se ahorcaron muchos hombres y mujeres y fueron ente rrados, y en todas partes se guardó luto durante un año, y la mayoría de las mujeres se afeitaron la cabeza y se la envolvieron con cuerdas de cáñamo; y al concluir el año se le rindieron honores. Lo que se dice que hacían no lo quiero escribir, porque eran cosas bárbaras. Le sucedió su hijo Huayna Capac, Cieza de León pasa a hacernos un retrato muy sencillo del último de los grandes Incas: Muchos indios que le vieron y le conocieron dicen que Huayna Capac no era de gran estatura, sino fuerte y macizo, de aspecto grave y bondadoso, hombre de pocas palabras y muchos actos; era adusto y sin piedad en sus castigos; quería ser tan temido que por la noche los indios soñasen con él... Los jóvenes que al sucumbir a las tentaciones de la carne dormían con las esposas o concubinas de él o con las vírgenes del Templo del Sol, eran matados sin más, y lo mismo las mujeres. Los que habían tomado parte en motines 272
Collar duran de oro y turquesa. En la doble página siguiente: gato chimú de oro.
o sublevaciones eran castigados con la confiscación de los bienes, los cuales eran entregados a otros; para otros delitos el castigo era sólo corporal... La madre de Huayna Capac quería tanto a su hijo que le rogó no luese a Quito o Chile hasta que muriese ella, y se dice que, para agradarla, él se quedó en Cuzco hasta que ella murió, siendo enterrada con gran cere monial v muchos tesoros y vestidos finos, y con ella algunas de las mujeres que la asistían. La mayor parte del tesoro de los Incas muertos, con sus tierras que se llaman “chácaras" (huaros) eran conservados intactos desde el primer rey muerto, y ninguno se atrevía a tocar o gastar ninguna parte de ellos, pues no había guerras ni necesidades que los requiriesen. Por ello creemos que hay grandes tesoros perdidos en las entrañas de la tierra, y se quedarán allí a menos que alguien, al construir o al emprender alguna otra obra, se encuentre por casualidad con parte de lo mucho que debe de haber allí. Huayna Capac ordenó que viniesen a su presencia todos los principales jefes indígenas de provincias, y cuando su corte estaba abarrotada de ellos, tomó por esposa a su hermana. Chincha Odio, con grandes fiestas, omitiendo el luto de costumbre por la muerte de Topa Inca. Concluidos los festejos, ordenó a 50.000 soldados que lo acompañaran en una gira por todo su reino; como mandó, asi se hizo; y partió de Cuzco con más ceremonia y majestuosidad que su padre, pues su litera era tan rica, según dicen los mismos que llevaban a hombros al Inca, que muchas de las grandes piedras con las cuales estaba adornada eran de valor inapreciable, y mucho más el oro de que estaba hecha... De estas regiones volvió a Cuzco, donde se ocupó en hacer grandes sacrificios al Sol y a los que el consideraba mayores dioses. Fue Huayna Capac quien terminó la gran fortaleza de Sacsahuamán que su padre había comenzado. “Se colocó una cadena de oro alrededor de la plaza de Cuzco y tuvieron lugar grandes bailes y fiestas...” Sacsahuamán era la más grande de todas las hazañas arquitectónicas de los Incas. Las piedras enormes de la muralla exterior, cada una de las cuales pesa hasta cien toneladas, se extienden todavía a lo largo de un kilómetros; gris y centelleante en la lluvia, este irregular y apretado baluarte de bloques monolíticos constituye una de las vistas más extraordinarias del mundo. Sobre él se levantan otras dos murallas que encierran las ruinas de todo aquel com plejo fortificado. En la época en que Huayna Capac construía este gigantesco monu mento de piedra. Cuzco debía de ofrecer un extraño aspecto: miles de hombres ex trayendo y arrastrando después sobre ruedas los enormes bloques para colocarlos en su lugar con palancas, y denqo de las anguladas murallas exteriores construyendo embalses, torres, e edificios. La ciudad misma ya había quedado conpletamente ter minada. Su extensión se evidencia todavía hoy en los largos tramos de murallas in caicas incorporadas como cimiento indestructible a posteriores edificios españoles. Estos se han venido abajo a causa de las sacudidas de los terremotos, de modo que Cuzco ofrece ahora un aspecto triste, y las ruinas de la arquitectura colonial española se combina con los sólidos restos incaicos para dar un ambiente de ciudad fantasmá. El entusiasmo de Huayana Capac por la arquitectura a gran escala no menguó con la conclusión de la fortaleza de Sacsahuamán. Terminada ésta emprendió una gira por todo su Imperio y “adondequiera que iba ordenaba la construcción de, for talezas y albergues, trazando con sus propias manos los diseños". El patio triangular de Cajamaica, el único de esta forma construido jamás por los Incas, es una muestra Idolo femenino incaico en oro.
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de su actitud individualista en arquitectura. Pero lo mismo que su abuelo, fue tam bién un brillante administrador. Cieza de León observa que: revisó las fronteras de muchas provincias para no tener que mejorarlas después con la fuerza de las armas. Sus tropas, pese a su número, estaban sometidas a tal disciplina, que nunca salían de su campamento; a dondequiera que iba, la población suministraba los víveres que eran necesarios para el ejército, y siempre sobraba más de lo que se consumía. En algunos lugares construyó baños, en otros estableció cotos de caza, e hizo construir grandes casas en el desierto. Por dondequiera que pasaba dejaba tras de sí obras tan des tacadas, que su sola relación cansaba asombro. El reino que Huayna Capac heredaba de su padre era un Imperio ordenado y obediente a su mando; el sistema administrativo poseía una eficacia tan rotunda y el Imperio estaba tan fielmente consolidado que la única verdadera oposición pa recer haber estado eti los recién conquistados territorios del Norte. La población de Quito en el Ecuador poseía un semejante grado de desarrollo y era tan bélica como los incas. Prescott juzga su incorporación al Imperio “como la más importante de todas desde la fundación de la dinastía de Manco Capac”. En realidad, aunque no dejaba en hacer progresar la organización que habia heredado —introdujo el que chua como lengua oficial, mejoró los métodos de producción agrícola y terminó el camino andino de Quito a Cuzco- Huayna Capac pasó en el Norte la mayor parte de sus treinta y cuatro años de reinado. Asi. cuando morían en Quilo en 1527 sus dos generales más destacados, Quizquiz y Challcuchima, estaban alli con él, y se hallaban además presentes los guerreros más experimentados de todo el Imperio. Prescott afirma que Huayna Capac había dividido el Imperio. Otros historiado res opinan que moría sin nombrar sucesor. Mas en ambos casos los resultados son los mismos. El Imperio quedó dividido: Atahualpa se estableció sobre el nuevo te rritorio del Norte y Huáscar ocupó Cuzco, centro del Viejo Imperio. “Huáscar y Atahualpa eran hijos de Huayna Capac. Huáscar era el menor; Atahualpa el mayor. Huáscar había nacido de la Coya, la hermana de su padre, y Atahualpa era hijo de una mujer de Quilaca llamada Tapac Palla. Ambos nacieron en Cuzco, no en Quito, como algunos han dicho y aun han escrito ignorando la realidad de las cosas." Cieza
La fortaleza de Sacsahuaman: en la actualidad (izquierda)y durante su construcción (derecha).
de León añade: “Esto se apoya en que Huayna Capac estuvo ocupado en la conquis ta de Quito durante unos doce años, y Atahualpa tenia más de treinta cuando moría su padre”. Y sigue: “Huáscar nació en Cuzco, y Atahualpa tenia cuatro o cinco años más que él. Esta es la verdad y es lo que hay que decir”. Sin embargo, todavía persis te la creencia de que Atahualpa nació en el Norte, posiblemente en el mismo Quito. Era inevitable que Huáscar sucediese en el trono, pues sin lugar a dudas era el heredero legal, y además se encontraba en Cuzco cuando sobrevino la muerte a su padre. Atahualpa, en cambio, estaba con su padre en Quito. “Para ser un indio, tenia buena complexión, era de estatura media y de gran personalidad, no demasiaso gueso, de hermosas facciones y serio...” En un párrafo sucinto Cieza de León nos da cuenta de lo inevitable de la lucha que iba a iniciarse por el poder, y que a la lar ga había de abrir a los españoles la puerta del Imperio: “Atahualpa era querido pol los veteranos capitanes de su padre y por los soldados; desde niño había acompa ñado a su padre a las guerras y Huayna Capac le tenía tanto cariño que durante toda su vida no le dejó comer otra cosa que lo que él mismo le dejaba en su plato. Huás car era clemente y piadoso; Atahualpa, brutal y vengador: pero ambos eran genero sos; Atahualpa, sin embargo, era de más denuedo y esfuerzo”. No podremos nunca saber lo que pretendía Huayna Capac al dividir el Imperio o, lo que es lo mismo, al dejar de nombrar un sucesor, pues es evidente que ello equivalía a lo primero. Es posible que durante los últimos años de su vida los co merciantes de las balsas le proporcionasen alguna información sobre lo que ocurría en el Norte, más allá de las fronteras. Por muy inexactas que fuesen estas noticias, no podía ignorar la amenaza que suponía para su Imperio el avance español en México y en el Darién. Debieron de llegar hasta él sin duda alguna vagos rumores que hablaban de barcos llenos de hombres barbudos que viajaban por los mares. Su actitud parece zarandeada por vagos presentimientos, y al parecer, lo mismo que le ocurrió a Moctezuma, se sentía enfrentado a extrañas posibilidades anunciadas por una serie de malos agüeros; esto resulta evidente de los escritos de Garcilaso. Durante la “fiesta del Sol”, un águila cayó del cielo acosada por los buitres, y sus sabios vieron en ello malas señales. Siguieron terremotos de una violencia tal que se destrozaron grandes rocas y se hundieron montañas. El mar se agitó con extrema violencia, tanta que salió de madre y anegó la tierra, y numerosos cometas atravesaron el cielo y causó pánico. Se habia apoderado de todo el Perú un misterioso temor, cuando una noche de insólita claridad la luna nueva apareció con un cerco de tres anillos, el primero de color de sangre, el segundo de un negro verdoso y el tercero parecía de humo. Los adivinos, interpretando un anillo color de sangre, afirmaron que significaba la guerra entre los descendientes del Inca, y añadieron: “El anillo negro amenaza a nuestra religión, a nuestras leyes y al Imperio mismo que no podrá sobrevivir a es tas guerras, ni a la muerte de vuestro pueblo; y todo lo que Vos habéis hecho y cuanto vuestros antepasados llevaron a cabo desaparecerá como el humo: es lo que quiere decir el tercer anillo”. Pero a pesar de todas estas predicciones es difícil aceptar, como hace Prescott, 279
que Huayna Capac ordenase a sus jefes que se sometiesen a los extraños barbudos cuya llegada había sido predicha por el Inca Viracocha. Pues aunque supersticioso y fatalista, él era al fin y al cabo monarca absoluto de todo el mundo incaico, y esc mundo nunca se había visto amenazado gravemente y jamás había sido penetrado. Su división del Imperio resulta, en cambio, mucho más comprensible. Dándose cuenta de que la amenaza había de venir del Norte, hizo cuanto pudo para asegurar que se enfrentase contra ella la flor de su ejército bajo el mando del hijo de cuya habilidad como jefe supremo en tiempo de guerra no tenía la menor duda. Huayna Capac moría el mismo año en que el pequeño barco de Pizarro llamaba a las puertas de Tumbes. Cabria haber esperado que Atahualpa emplease con rapidez el arma de su disci plinado ejército para establecerse como Inca prevaleciendo sobre su hermano lo mismo que en otro tiempo Pachacutec Yupanqui sustituyera a su hermano Urco. Mas parece ser que Atahualpa no estaba demasiado seguro del apoyo con que podría contar. Creía sin duda necesitar tiempo para consolidar su posición; y Huáscar era demasiado tranquilo como para precipitar el choque con un desafio a su hermano. Hasta pasados cinco años de la muerte de su padre. Atahualpa no se sintió lo sufi cientemente fuerte como para actuar. Su misma brutalidad es una muestra más de sus dudas, provenientes de no ser el representante legítimo de la dinastía incaica. Su primera victoria, a principios de 1532, la consiguió en Ambato, a unos noventa kilómetros ai sur de Quito. Luego atacó la ciudad de Tumebamba, pasó a cuchillo a todos sus habitantes y la dejó completamente arrasada. Continuó haciendo estragos por toda la provincia de Cañaris con el lili de intimidar a los partidarios de Huáscar. Su actitud era la de un hombre que o ha de hacerse con el poder por la fuerza o per derlo todo. Al avanzar por la carretera de la costa, se vio obstaculizado por los isle ños de Puna, dejó que la población de Tumbes se ocupase de ellos y él tomó la ca rretera lateral que atravesaba los Andes. Era primavera, y Pizarro desembarcaba sus tropas justamente a la espalda de los ejércitos indios; Atahualpa mandó avanzar con su ejército a sus generales para dar la batalla final en Cuzco, mientras él permanecía en retaguardia en Cajamarca. La disciplina de sus experimentados guerreros prevale ció sobre las lesas que Huáscar había alistado precipitadamente. No obstante, la batalla duró todo el día. Murieron millares de hombres. El propió Huáscar fue cap turado. Los historiadores españoles, tomando información de los indios más ancianos, afirman que Atahualpa era tan cruel que hizo perecer el ayllu entero del Inca. El propio Garcilaso dice que “inmoló a sus doscientos hermanos, hijos de Huayna Capac”, y que “a algunos de ellos se les quitó la vida por medios atroces, otros fue ron ahorcados, otros fueron arrojados al rio o al lago con sendas piedras atadas al cuello, y, algunos, despeñados desde las altas rocas o los picos”. Añade que el des graciado Huáscar lúe obligado a contemplar la matanza, pero su narración se hace aqui algo confusa, pues dice que Huáscar hubo de caminar entre sus familiares for mados en dos lilas en el valle de Sacsahuamán, vestido “de luto, atadas las manos y una soga alrededor de su cuello. Fue ésta la última oportunidad que tuvieron de ma 280
nifestar su lealtad y adhesión a una causa ya perdida, pues en seguida se les dio muerte con hachas y espadas". Garcilaso sigue diciendo, que, no comento con esto, “cuando ya no quedaba varón adulto de la familia de Huáscar, ni ninguno de sus principales vasallos, Atahualpa se volvió contra las mujeres y los niños de sangre real ". Todos cuantos pudieron ser cogidos, fueron encerrados en una gran empalizada en la lla nura de Yahuarpampa, donde “primero fueron sometidos a rigurosos ayunos, y lue go, todas las mujeres, hermanas, tías, sobrinas, primas, suegras de Huáscar fueron ahorcadas, ora en árboles, ora en horcas construidas al efecto, algunas fueron colga das por los cabellos, otras por los dos brazos o por uno sólo, otras por la cintura o de otras maneras que el pudor prohíbe mencionar. Se les entregaba a sus hijos a quienes cogían en sus brazos hasta que en el limite de sus fuerzas los dejaban caer y se estrellaban contra el suelo. Cuando más tiempo duraba la tortura, más satisfechos se hallaban sus verdugos, los cuales consideraban un favor conceder a sus inocentes victimas una muerte ráp id a". Para confirmar mejor la enumeración de las crueldades de Atahualpa, Garcilaso cita el capitulo quinto del tercer libro de la segunda parte de la “Historia del Perú” de Diego Fernández, diciendo: “Y asi se puede ver que yo no he inventado nada”. No sólo hace que Atahualpa destruyese el ayllu entero del Inca, sino que añade que “también los porteros, los escribanos, los mayordomos, los cocineros y en general todos los que por la naturaleza de su cargo habían estado en contacto diario con el Inca fueron matados con todas sus familias, sus casas fueron quemadas y sus aldeas destruidas”. Pero esto es ya demasiado; una venganza a tal escala hubiera supuesto la destrucción de todo el mecanismo del gobierno. Y si tan dispuesto estaba a hacer perecer el ayllu entero del Inca, ,'por qué no dio muerte al Inca mismo? Mientras Huáscar era derrotado y capturado, Pizarro construía la primera pobla ción colonial fortificada de San Miguel. No había mucho tiempo. La clemencia de bió de constituir para Atahualpa una necesidad política. Transcurrieron algunas se manas: Atahualpa en Cajamarca y los españoles en la costa. En septiembre Pizarro se decidió a emprender la marcha. A mediados de noviembre su pequeña fuerza de jaba los desfiladeros de los Andes y comenzaba a bajar a Cajamarca, donde Atahualpa, acampado con su ejercito junto a unas fuentes termales a dos leguas de la ciqdad. pensaba en cuál era la mejor manera de actuar. Conocía con detalle todo lo referente al ejército español, pues había enviado una embajada a Pizarro cuando éste ascendía trabajosamente por los desfiladeros y otra cuando ya avanzaba por las tierras altas. Las dos habían constituido una embajada de bienvenida. ¿Pero se trataba de una autentica bienvenida? ¿No se tendía a los españoles —y esto era lo que pensaba Pi zarro—una trampa? Para responder a esta pregunta hemos de considerar la situación desde el punto de vista de Atahualpa. Desde los días del Imperio romano ningún dictador -n i si quiera Napoleón o Stalin— había poseído un poder tan absoluto como el de Ata hualpa ahora que acababa de tomar la borla real y que había quedado constituido como único Sapa-Inca del Perú en el apogeo de la potencia incaica. Solo tenía que pronunciar una palabra para que inmediatamente luese cumplida, para que sus chasquis llevasen la orden por los 5000 km de su Imperio fantástico. Podin estar
receloso de las consecuencias que una tal incursión podía tener para el futuro, pero de la fuerza en si no tenia nada que temer; podría dejarla o hacerla perecer, según le placiese. Pero, mientras tanto, era víctima de una especie de arrogante curiosidad. Le habían llegado muchas noticias, algunas contradictorias, sobre los barcos; y no llegaba a entender sin dificultad lo que se dccia de las armas de fuego y de los caño nes; no comprendía aquello de que algunos soldados montasen animales mucho más grandes que las llamas. Y se le hablaba de un potente principe de allende el mar y de una nueva religión que como símbolo tenia la cruz, y que adoraba a un hombre-dios que múrió a manos de su propio pueblo. No era Pizarra quien había dado a su invasión un aspecto de cruzada, sino un fraile dominico, Valverde, que era un misionero celoso y dedicado; y Atahualpa debía de preguntarse por ese Jesús, que, lo mismo que él, era hijo de un dios. Y asi, esperó con su ejército junto a las fuentes termales, dejando que los españoles lle gasen tranquilos a los puertos de la sierra, permitiendo que sin oposición alguna atravesasen las tierras altas y hasta otorgándoles la seguridad de Cajamarca para que establecieran en ella un campamento de reposo. Era como un niño hipnotizado por la inactividad de su propia curiosidad.
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Victoria, botín y guerra civil Al a m a n e c e r cid viernes 15 de noviembre de 1532, Pizarro llegó a las alturas que miran sobre la ciudad y vio por primera vez la franja de ricos prados de las riberas del rio, y al otro lado del valle las tiendas del campamento colocado bajo la sierra. Las pendientes por las cuales descendía su ejército estaban cubiertas de hierba y no demasiado empinadas; en realidad el descenso era relativamente fácil, y para el me diodía solo se encontraba a una legua de Cajamarca. Aqui esperó, según Francisco Jerez, a que le alcanzase su retaguardia: “todas las tropas prepararon sus armas, y el capitán I Pizarrol formó a los españoles, de a caballo y de a pie, en lilas de tres en fondo para entrar en la ciudad . Prescott dice que entraron separados en tres partes. Cajamarca estaba vacia y dispuesta para ellos como una ratonera, un gesto extraordinario por parte de Atahualpa, pero que proporcionaba a los españoles la ven taja de una fuerte posición defensiva. Jerez nos proporciona una detallada descrip ción de esta ciudad india de dos mil habitantes. Las casas tienen una longitud de más de doscientos pasos; están muy bien construidas, y rodeadas de fuertes muros tres veces más altos que un hombre. Los techos son de paja y madera apoyada sobre los muros. El interior está dividido en ocho estancias, mejor cons truidas que ninguna de las que habíamos visto antes. Las paredes son de sillería y cada vivienda está rodeada de un muro de piedra con puertas y en un patio abierto tienen una fuente cuya agua es llevada desde lejos por un sistema de cañerías. Delante de la plaza, hacia el campo abierto, hay una fortaleza de piedra unida a ella por medio de una escalera de piedra. En la parte que da al campo abierto, tiene otra pequeña puerta con una escalera estrecha, todo ello dentro del muro exterior de la plaza. Por encima de la ciudad, en la parte de las montañas donde empiezan las casas, hay otra fortaleza construida sobre un cerro y la mayor parte de ella esta cortada de la misma roca. Esta fortaleza es más grande que la otra y está rodeada de tres murallas que ascienden en espiral. Después de colocar a su ejército en la plaza principal (que, en realidad era el Templo del Sob, Pizarro esperó durante algún tiempo, mas como no venía ningún mensajero del campamento indio, envió a Soto con veinte de a caballo para que in vitasen al Inca a entrevistarse con él. Subió después a lo más alto de la fortaleza y desazonado por el numero de guerreros desplegado en el campamento, envió ense283
guíela a su hermano Hernando para que siguiese a Soto con veinte caballos más. Se habían formado ya las nubes que eran corrientes en los atardeceres; llovía y el tiempo era muy frío; de vez en cuando caía algún granizo. Como el camino sin pa vimentar- que llevaba de Cajamarca a las fuentes termales estaba bloqueado por los indios, Hernando tuvo que desviarse. Se dirigió hacia un puente, donde se encontró con que el grupo que le precedía estaba enfrentándose con una fuerza de guerreros que ocupaba las proximidades del arroyo. De Soto se había adelantado con el inter prete, Felipillo. Hernando le siguió inmediatamente, pasando a nado el arroyo y abriéndose paso con su caballo entre los irrdios colocados en la otra orilla. Encontró al Inca sentado en la puerta de su alojamiento sobre un pequeño banquillo o trono, rodeado de sits ovejones y curacas; sus mujeres estaban a sus pies y tras él una guardia personal de irnos cuatrocientos guerreros. Las Iuentes termales, llamadas hoy “Fuentes del Inca” apenas si han cambiado después de cuatro siglos. Todavía brotan de entre la hierba arroyos humeantes de agua sulfurosa, que se extiende por 0,1 hectáreas, y en los fines de semana los indios acuden en autobuses para sumergirse en los baños públicos erigidos en el mismo lugar donde Atahualpa tuvo su alojamiento. Este, según Jerez, constaba de tres habi taciones rodeando un patio con un baño al que unas cañerías hacían llegar agua fría y caliente. En el exterior había otro baño. Los dos poseían escaleras de piedra para descender a ellos. “La habitación donde Atahualpa pasaba el día era una especie de pasillo que daba a un huerto, cerca había una cámara donde dormía, con una ven tana que daba al huerto y a los estanques. El pasillo también daba al patio. Las pa redes estaban enlucidas de betún rojo, más bien que ocre, que brillaba mucho, y la madera que constituía el alero del edificio era del mismo color. La otra habitación estaba compuesta de cuatro bóvedas, como campanas, unidas en una. Estaba enluci da de cal tan blanca como la nieve. Las otras dos eran despachos. Por delante del palacete discurría un arroyo. Este era el arroyo donde Soto había dejado a sus hombres. Como Jerez vio muchas veces a Atahualpa, su descripción es sin duda mucho más exacta que la que de él nos hace Cieza de León: “Atahualpa, dice, era un hombre de unos treinta años, de hermosas facciones, algo grueso, rostro fino y feroz con los ojos inyectados de sangre. Hablaba con mucha dignidad como corresponde a un gran señor. Hablaba con buenas razones y discurría bien, y cuando los españoles comprendían lo que decía, se admiraban de su saber; pero al hablar con sus súbditos se mostraba arrogante y lo hacía de malhumor". Permaneció en absoluto silencio cuando por primera vez lo vio Hernando junto a las fuentes termales. Llevaba la borla “que parecía de seda de color carmesí, atada con cordones a la cabeza” y era muy consciente de su dignidad: “sus ojos miraban al suelo y nos los volvía a ninguna otra parte”. De Soto, todavía a caballo, debía de parecer enorme junto a Atahualpa, y su ar madura centelleaba oscuramente en la luz fría de la altiplanicie. Según algunas ver siones, había acercado tanto su caballo al Inca, que el aliento de sus narices hacía ondear los llecos de la borla. Atahualpa continuaba inmóvil y sin decir palabra, aunque jamás había visto un caballo. Otras versiones narran que Soto, al advertir el 284
Las figurillas máchica dan una clara idea de la civilización de la costa norte del Perú: guerrero inca.
interés de Atahualpa por la bestia que montaba, se volvió hacia atrás para hacer alarde de su pericia en la equitación y que concluyó su exhibición haciendo arrodi llarse al caballo justo delante de Atahualpa. Según esta versión, el Inca sentenció a muerte a varios de sus jefes que se habían intimidado al ver los movimientos ríñales. Sea cual sea la verdadera -esta última parece estar más de acuerdo con el carácter fogoso de Soto-, no hay duda de que el caballero armado produjo una gran impre sión en Atahualpa y en los jefes que le rodeaban, y ello fue la causa de la indecisión que mostraron al dia siguiente. Cuando llegaba Hernando Pizarro, Soto había entregado ya al Inca el mensaje de Pizarro invitándole a visitar a los españoles al campamento. La respuesta que liabia recibido era muy equívoca: uno de los orejones le había dicho que el empe rador estaba en ayunas, pero que visitaría a los españoles al día siguiente. Cuando Soto presentó a Hernando como hermano del capitán español, Atahualpa rompió su silencio para quejarse del mal trato de que habían sido objeto sus jefes en el río Chira, Habia recibido informes de un jefe local quien había afirmado que él mismo había dado muerte personalmente a tres españoles y a un caballo. Hernando lo negó rápida y tajantemente: "Ni él ni todos los indios juntos de aquella región eran capaces de dar muerte a un solo cristiano". Dialogaron unos instantes por medio del intérprete: Hernando alardeaba de lo que los españoles serían capaces de hacer a los enemigos del Inca y el propio Atahualpa dijo: “Un jefe se niega a obedecerme; mis tropas acompañarán a las vuestras, y le haréis la guerra". A lo que Hernando contestó: “Diez cristianos a caballo bastarán para destruirle”. Aparecieron mujeres con copas de oro llenas de chicha y fueron enviadas para que buscasen otras más grandes. El Inca abrumaba asi a los españoles con la hospitalidad que es tradicional en la sierra. Partieron al fin, con la esperanza de que Atahualpa los visitase al dia siguiente en Cajamarca. Jerez añade: “El campamento del Inca estaba desplegado a los pies de una pequeña colina. Sus tiendas, que eran de algodón, se extendían por toda una legua y en el centro estaba la de Atahualpa. Todos los hom bres estaban de pie fuera de las tiendas con sus armas en la mano, que consistían en lanzas a modo de garrochas. En el campamento parecía que había más de 30.000”. Aunque Atahualpa había dicho que visitaría a los españoles al día siguiente, fue sólo al atardecer de aquel decisivo sábado 16 de noviembre cuando por fin se inicia ba su gran procesión. Todos sus guerreros estaban acampados junto a él; aquella demora, por tanto, no podia deberse al tiempo que había necesitado para reunirlos. Sólo podía haberse debido a la celebración de un Consejo de guerra en el que la opinión de sus consejeros o estaba dividida o era contraria a Atahualpa. Y esto queda confirmado por el hecho de que cuando se decidió al fin a trasladarse a Cajamarca, envió un mensajero a Pizarro para informarle que iría armado al campamento de los españoles, como ellos habían ido al suyo. Era esta una evidente concesión a sus jefes militares a quienes seguramente inquietaba la extraña falta de movimiento en el campamento español. No se veia a ningún caballo ni soldado alguno. Como piecaución, desplegaron a sus guerreros a lo largo de la calzada y ordenaron a millares de ellos que marchasen por los pastos a ambos lados de la comitiva. Si bien el grueso del ejército de Atahualpa no se encontraba ¿lili, sino en Cuzco, Figurilla máchica: hombre ataviado ton pie! de ciervo y cuerda alrededor del cuello, quizás en cumplimiento de un acto ritual.
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sin embargo, el despliegue de fuerzas fue realmente formidable. Abría la marcha un escuadrón de los que podríamos llamar chasquis los cuales llevaban un uniforme de cuadros de diferentes colores y avanzaban lentamente por la calzada barriéndola de lante del Inca. Detrás de ellos venían tres escuadrones con uniformes distintos can tando y bailando, a quienes seguían “un gran número de hombres armados que traían grandes bandejas de oro y coronas de oro y plata". Es de suponer que éstos serían los ochenta hombres portadores de la litera del Inca, pues en este grupo apa recía Atahualpa “en una litera adornada con plumas de guacamayo, de muchos co lores y decoradas con chapas de oro y plata”. Al parecer, Atahualpa vestía de un modo mucho más lujoso que en la tarde ante rior; además de su borla, en su pelo corto llevaba adornos de oro y en su cuello un collar de grandes esmeraldas; es más probable que se tratase de turquesas. Todo este ceremonial, este seguimiento envuelto en brillo de oro tenían como único fin im presionar, pues Atahualpa en sus marchas hacia el Sur se había acostumbrado a usar de gran aparato como símbolo externo de su poder, para consolidar así lo que había ganado por la fuerza. Su séquito personal estaba compuesto de gentes del Norte, orejones de Quito dispuestos a hacer alardes, en el viejo Imperio, de su poder y de su riqueza. Para ellos Atahualpa era más que un Inca: era el renacer del con quistado Norte. En realidad se había rodeado de hombres que le profesaban gran devoción, para los cuales constituía la esperanza de un futuro glorioso. No obstante, es casi seguro que su ejército estaba constituido casi en su mayor parte de levas hechas en los territorios que había conquistado, y esto era algo que posiblemente pudo influir en su posterior comportamiento. La distancia que había que recorrer no era grande -unos seis kilómetros-, pero si lo suficiente como para que Atahualpa pudiese cambiar de idea. Alli, solo, elevado sobre toda aquella mu chedumbre, podía ver toda la calzada y los silenciosos edificios vacíos por delante. ¿Sentía pesar sobre sí la amenaza de aquella ciudad vacía y muerta? ¿Presentía que se aproximaba el final de un corto reinado? No era, como el Moctezuma de los az tecas, miembro del sacerdocio. Era hijo del Sol y él mismo era un dios. Un dios no puede intimidarse frente a cosas tan insignificantes. Pero también era humano. Cuando se hallaba a medio kilómetro de Cajamarca se detuvo, dio orden de levantar las tiendas y envió un mensajero a Pizarro para decirle que iba a pasar allí la noche y que al día siguiente entraría en Cajamarca.
COHQVTSTA
A la izquierda: Soto y Hernando Pizarro llegan ju n to a Atahualpa para entregarle el mensaje de Pizarro. A la derecha: Atahualpa entra en Cajamarca y un fraile español le entrega una biblia.
Como la arena que marca el tiempo en una ampolla, asi se iban deslizando ahora sus últimos momentos de poder. Un instinto especial, algo así como un sexto sentido debió de avisarle de todo esto. Ignoramos si convocó o no algún Consejo de guerra, pero lo que es claro es que había llegado a la conclusión de que necesitaba más tiempo, al menos una noche más, para considerar su situación. Lo verdaderamente asombroso es que, al recibir la réplica de Pizarro, volviese a cambiar de parecer; hizo quitar su tienda medio levantada ya y reemprendió la marcha, con idéntico complicado ceremonial, seguido por seis mil indios mientras el grueso de su ejército rodeaba la ciudad. Uno se pregunta cuál pudo ser el conte nido de este mensaje de Pizarro. ¿Q ué es lo que había movido a Atahualpa a entre garse indefenso a los españoles? ¿Es que acaso Pizarro, con la aguda astucia de un soldado campesino, le imputó cobardía y le acusó de falta de auténtica nobleza y realeza ? La debilidad de Atahualpa estribaba en que los dos generales con los cuales había sido educado y de los cuales podia fiarse, Quizquiz y Challcuchima, se encontraban por entonces en la región de Quito. De haberse hallado con él en Cajamarca, proba blemente hubiera seguido sus consejos e incluso tomado precauciones militares con tra una fuerza tan pequeña. Pero el usurpador nunca posee esa confianza nata que le lleva a actuar sin cuidarse de las apariencias, y, aunque el Imperio estaba tan com pletamente sumiso al Inca que hasta las órdenes más extrañas eran cumplidas sin vacilación, como veremos más adelante, Atahualpa en aquel momento no podia estar seguro de ello. Fue justamente esa falta de confianza en si, el deseo de hacer pública demostración de su valor y de su dominio divino de la situación, lo que en realidad constituyó su error. El plan de Cajamarca estaba en conformidad con el patrón ordenado y neto del Estado incaico: casas, calles y callejuelas en línea recta. En el centro estaba la gran plaza triangular rodeada por un muro en el que había dos puertas que daban a las calles. Dentro del recinto del muro se encontraban los edificios administrativos. Eran de una sola planta e incluían el palacio del curaca local, Angasnopo, situado en el ángulo sudeste. El extremo oeste del triángulo se apoyaba en el pie del monte sacro de Rumv Tiana (llamado actualmente “santuario de Santa Apolonia”)1. Al entrar en este patio, la procesión se dividió en dos, para que los jefes que llevaban la litera del Inca pudiesen ocupar la posición central. No había rastro alguno de fuerza españo la, y fue Valverde y no Pizarro quien se adelantó para saludar a Atahualpa llevando en la mano la Biblia y el Crucifijo e hizo un largo discurso sobre la fe cristiana. Hay varias versiones de lo que entonces aconteció; la de Garcilaso es la más de tallada, pero como procede de fuentes españolas es poco probable que queden re gistradas con exactitud las palabras mismas de Atahualpa: el discurso de Valverde y las respuestas de Atahualpa eran traducidas según el caso por “el lengua” de los españoles, Felipillo. Las referencias visuales, sin embargo, son menos propensas a la 1 Documentos
hallados en los archivos de la biblioteca de Cajamarca dem uestran que la confusión que se tenía sobre la forma de la plaza era debida a que a principios del siglo s is se dieron órdenes para la demolición de la antigua plaza triangular y para su sustitución p o r una rectangular. H ernando Pizarro, en su carta a la Audiencia Real de Samo Dom ingo confirma que era triangular.
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inexactitud, y es muy posible que el fraile de que se habla entregase en realidad la Biblia a Atahualpa como la autoridad en que se basaba la fe cristiana, y que el Inca la arrojase al suelo. Por muy difíciles que encontrase los razonamientos del domini co, no se hacia ilusión alguna acerca de las intenciones de éste; este miserable extran jero con su cabeza tonsurada y su cruz le urgía a que renunciase a su propia divini dad y aceptase a un dios que había sido matado estúpidamente por su propio pueblo, y al mismo tiempo, que reconociese en la persona del emperador Carlos a un rey más potente que él. En otras palabras, se le pedía que renunciase a lo que con tanto esfuerzo acababa de ganar. Su reacción frente a ese insulto fue inmediata y airado arrojó el libro al suelo. El gesto de orgullo mientras señalaba con el dedo al sol, y las palabras “Mi dios vive aún” que se le atribuyen, es probable que estén redactadas con exactitud. El dominico recogió la Biblia y se marchó azorado; y en el patio lleno de indios resonaba el .‘¡laccato de la lengua quechua. Atahualpa, sentado en lo alto, dominando el murmullo de todos los comentarios pudo seguramente ver cómo Pizarro dejaba caer un pañuelo. Lo que si vio sin duda alguna fue el humo del cañón cuando se disparaba abriendo un hueco entre la mu chedumbre. Ésta era la señal, que inmediatamente fue seguida del grito de guerra - “¡Santiago!”—. Los disparos de los arcabuces sonaron tajantes y claros, como el cric-crac de los petardos, sobre el ruido repentino de la carga de la caballería; los españoles de a pie llenaron la plaza haciendo centellear sus espadas al sol de la tarde: en un principio acero limpio que después se íue tornando carmesí al tajar una y otra vez el muro de carne humana. Los jefes indios murieron luchando en defensa de Atahualpa. Los servidores y algunos otros miembros de la guardia desarmada se apretaron con tanto terror en un rincón de la plaza que el muro se derrumbó y huyeron al campo abierto, perse guidos por la caballería. La matanza de los que quedaron encerrados .en la plaza lúe tal. que los mismos testigos españoles confiesan que se continuó pasando por la es pada a los indios durante media hora y no se paró hasta que el sol se puso por detrás de la sierra y ya era casi de noche. Pero ya la litera de Atahualpa habia caído al suelo, y la excitación guerrera de los españoles era tal que sólo la intervención de Pizarro y la de algunos de sus capitanes pudo evitar que se pasase a cuchillo al Inca mismo. La matanza de Cajamarca de aquella tarde del 6 de noviembre de 1.532, ha sido ampliamente discutida, dividiéndose las opiniones entre la de aquellos que ven en ella un punto negro en el proceder de los españoles y aquellos otros que, por el contrario, estudiando la cuestión desde el estricto punto de vista de las circunstancias, estiman que era la única oportunidad de sobrevivir que tuvo la hueste de Pizarro en aquel país poderoso, frente a un ejército colosal y perfectamente organizado según sistemas típicamente militaristas y, por añadidura, rebosando moral de victoria como consecuencia de la recién terminada guerra civil. A los españoles, que acababan de concluir una larga y penosa marcha a través de una sierra desconocida, debió de resultarles interminable la espera de aquel sába do. No es de sorprender que algunos se hubiesen visto desmoralizados al contemplar 290
aquel inmenso ejército de indios acampados ¡unto a las fuentes termales. Pero, como Pizarro les dio a entender con franqueza, ya era demasiado tarde para retirarse; su única esperanza estribaba en apoderarse de la persona del Inca, emulando a Cortés. Este había sido su plan desde el principio, y aquel viernes por la tarde lo había he cho saber a sus capitanes en su Consejo. Zarate dice que los españoles se enfrentaban con unos efectivos doscientas veces superiores en numero a los propios; “No obstan te, él y todos los que le acompañaban eran muy orgullosos y de gran valentía. Durante aquella noche se confortaban los unos a los otros confiando sólo en Dios y se ocupa ron en pulir su armadura y demás pertrechos, sin dormir en toda la noche”. En rea lidad, durmieron como siempre con las armas a su lado, mientras vigilaban los centinelas. Pero en el campamento indio no había movimiento alguno y transcurrió la noche con mucha calma. Al amanecer Pizarro dispuso a sus hombres. Los edificios públicos, grandes salas con puertas abiertas, eran ideales para el despliegue de las tropas. La caballería fue dividida en dos grupos bajo el mando de Soto y de Hernan do Pizarro respectivamente y ocupó dos de estos salones, los de a pie un tercero y Candía con unos cuantos soldados y los dos falconetes se colocaron al pie del Rumy Tiana. dominando de este modo el triángulo abierto de la plaza. Pizarro escogió a veinte hombres e hizo de ellos un cuerpo que actuaría a sus órdenes directas. Dispuesto asi el ejército y dadas las instrucciones a los soldados, se celebró la misa, “y todos cantaron con entusiasmo el Exsurge, Domine —“Levántate, Señor, y defiende tu propia causa”-. Después marchó cada cual a su puesto; Las horas trans currieron lentamente y mientras los soldados esperaban, hubo sin duda tiempo para reflexionar sobre la innúmera fuerza que podía caer sobre ellos. Era ya mediodía cuando los centinelas anunciaron que se acercaba el Inca, y después, cuando la comi tiva estaba ya a medio kilómetro de distancia, paró; se empezaban a levantar las tiendas y finalmente llegó la noticia de que el Inca no entraría en Cajamarca hasta el día siguiente. Pero para entonces la tensión se había hecho ya insoportable. Pedro Pizarro, familiar y paje del capitán, dice que en su respuesta su amo pedía a Ataluialpa “que cambiase de parecer” y añadía “que tenía preparado todo para diversión del Inca y que esperaba cenase con él esa noche”. Pero sin duda debía de incluir algo más, como para que Atahualpa se persuadiese a entrar en Cajamarca. Prescott comenta: “Era demasiado grande en su Imperio como para sospechar tan fácilmente, y lo más probable es que no pudiese comprender la audacia con que un puñado de hombres maduraba un asalto sobre tan poderoso monarca y a la vista misma de su ejército victorioso” y el gran historiador añade con sobriedad: “Desco nocía el carácter de los españoles”. Esta incapacidad del indio para apreciar la abso luta determinación del invasor sea tal vez un lugar común a la hora de historiar la conquista española de las Américas; pero resulta difícil de entender, pues tanto los aztecas como los incas eran pueblos muy reducidos cuando se lanzaron a someter a sus vecinos. La fínica explicación posible es que incluso un siglo escaso de poder absoluto ciega al déspota para la historia de su propia raza. Así, mientras el sol de los incas caia sobre los Andes, Atahualpa se acercaba a Cajamarca. Y aquella noche cenó con Pizarro como cautivo en uno de los salones de la gran plaza donde sus hombres habían encontrado la muerte, mientras el aire todaw
via olía a sangre y muerte. “Es la fortuna de la guerra” se le atribuye, algo semejante a lo que hubieran podido decir los moros de Granada: “Es la voluntad de Alá". Pero estas palabras y la admiración que se dice expresó por la astucia de Pizarro, son por supuesto de invención española, destinadas a dar base a la creencia de que Pizarro, actuando asi, lo único que hacía era adelantarse a los feroces planes de Atahualpa. Jerez cuida de decir, en efecto, que los servidores del Inca llevaban todos armas bajo sus vestidos de algodón e incluso piedras y hondas, “todo lo cual indica que sus intenciones eran malévolas”. Fuesen cuales fuesen sus intenciones, no hay indicio alguno de que pensase des truir a los españoles. No obstante, su comportamiento en la cautividad no evoca en nosotros.aquella especie de compasión que sentimos por Moctezuma. Sin embargo, no podemos menos de sentir pena, pues la pasividad era algo tan inculcado en los indios peruanos que carecían de toda .iniciativa y moral de resistencia. En Cajamarca se permitió a los españoles saquear el campamento y ahuyentar a los rebaños de ove jas reunidas por sus pastores para alimentar al ejército del Inca. Los guerreros in dios se mostraron aturdidos hasta la inmovilidad y desaparecieron al fin sin intentar siquiera rescatar a Atahualpa. Resultaba increíble. Pizarro encontraba abiertas de repente de par en par las puertas del Imperio. Todo se había conseguido con un solo golpe de fortuna, sin una gota siquiera de sangre española. Ni uno de ellos había sufrido una sola herida, salvo Pizarro, que había recibido el golpe de una espada en la mano mientras defen día a Atahualpa de la agresividad de sus propios hombres. En los baños reales encontraron a 5000 mujeres, de las que no dejaron de abusar, a pesar de que todas ellas estaban tristes y fatigadas; también se apoderaron de muchas y excelentes tiendas de campaña y de toda clase de abastecimientos: ropa, linos, valiosos ser vicios de mesa, jarras, una de las cuales era de oro y pesaba cien kilogramos; sólo el cubierto de Atahualpa, que era enteramente de oro y plata, era de un valor de cien mil ducados. Con las mujeres de Atahualpa trajeron a tantos indios, hombres y mujeres, que hasta los soldados de a pie obtuvieron un séquito de servidores. No se interesaban, sin embargo, por otra cosa que por el oro y la plata, tomado de los pabellones del Inca y de las tiendas de sus orejones; había grandes cantidades de planchas grandes y pesadas y algunas esmeraldas de un tamaño insólito. Atahualpa, que al parecer no realizó intento alguno para ponerse en contacto con sus generales de Cuzco tal vez porque se le había avisado que tal tentativa le costaría la vida, no se mostró demasiado parco en aprovecharse de la avaricia de los españo les a expensas de su propio pueblo. Propuso que a trueque de su libertad uno de los salones fuese llenado de oro “hasta la altura que él podia alcanzar con su mano”. Asi se ofrecía a Pizarro la misma situación ventajosa que cuarenta y cinco años antes Fernando había propuesto a los moros al tomarles la ciudad de Malaga. Como Fer nando, estaba seguro de que un rescate tan enorme nunca podría llegar a reunirse, pues el salón era de unos siete metros de largo y cinco de ancho, y la linea que el Inca trazé) de rojo a lo largo de las paredes estaba a unos dos metros de altura. Mas 292
este plan significaba que los indios, en lugar de ocultar las riquezas del Imperio, serían los encargados de reunirlas en el campamento de los españoles. Para asegurarse más de que las condiciones de rescate nunca llegarían a cumplirse, Pizarro insistió en que un salón adyacente, bastante más pequeño, se llenase dos veces de plata. Atahualpa consintió poniendo tan sólo como condición que el oro y la plata se amonto nasen en la misma forma en que iba llegando y que se le concediese dos meses para traerlo. Las condiciones del rescate fueron registradas por el escribano, y Atahualpa dio inmediatamente a sus chasquis las órdenes correspondientes. De este modo el Inca compraba tiempo. Resulta extraño, pero al parecer nunca dudó de que Pizarro había de cumplir lo acordado en el compromiso; tampoco éste dudó de que lo cumpliera el Inca. Y es de suponer que creta poder escapar durante esos dos meses de un modo u otro, reunirse con su ejército y dar muerte a los españoles: esperanzas que posi blemente estaban basadas en sus experiencias con las levas indias. Mas en esto mos traba una vez más su desconocimiento del carácter de los españoles y sobre todo de su líder, cuya astucia campesina igualaba a la suya. En efecto, una vez que fue dada la orden de comenzar a reunir el tesoro, Pizarro jugó su segunda carta. Una cosa era la libertad personal de Atahualpa y otra muy distinta que hubiese de ser liberado como Inca precisamente. El Inca nato vivía todavía, y quizá tenga razón Garcilaso al decir que Soto y Barrio visitaron a Huáscar camino de Cuzco, y que tras de hablar de la injusticia que le había sido hecha por su hermano, ofreció tres veces el rescate que Atahualpa se había comprometido a entregar: “No pondré línea trazada alguna como limite, sino que llenaré el salón hasta el tope, pues yo sé donde están amontonadas las incalculables riquezas de mi padre y de sus antecesores, mientras que mi hermano lo ignora, y para cumplir su promesa habrá de dedicarse a despojar de sus adornos los templos.” Es casi seguro que esta oferta transmitida a Pizarro llegase a conocimiento de Atahualpa, y es posible que Zárate tenga alguna razón al sugerir que Atahualpa in tentaba averiguar la reacción del general español ante la muerte de Huáscar protes tando que ya habia ocurrido y Ungiendo tristeza por la noticia: Cuando el gobernador oyó sus tristes quejas, le confortó, y le rogó que se animase, diciendo además que la muerte era una cosa natural... Y adviniendo Atahualpa lo poco que se preo-
A la izquierda: Atahualpa cautivo. A la derecha: transmite la orden de que se dé muerte al lúea rival Huáscar.
cupaba el gobernado!' por ello, decidió lirmcmente llevar a cabo lo que había ideado, y mandó en secreto a sus capitanes que vigilaban a Huáscar rigurosas órdenes de que la matasen, lo cual s e cumplió tan puntualmente que nunca ha podido saberse con exactitud si murió antes o después del fingido luto de Atahualpa, y del éxito de la empresa se culpó al capitán Soto, y a Pedro de Barrio, que habían sido tan precisos en su decidido viaje a Cuzco.
Sea exacta o no esta versión, lo cierto es que constituirse en árbitro de Incas su ponía para Pizarro una gran ventaja y sin duda pensaba establecer una corte de arbi traje para decidir cuál de los dos hermanos era el legítimo Inca; de todos modos lueron estos intentos los que ocasionaron la muerte de Huáscar. Cuando Pizarro fue informado del asesinato, en un principio se mostró incrédulo, después se puso furio so. Con este golpe, Atahualpa se había asegurado de que los españoles habrían de tratar con un solo Inca. Por más sorprendido e indignado que Atahualpa fingiese estar cuando tuvo noticias de la muerte de su hermano, no cabe la menor duda de que lite él quien ordenó esa muerte, pues, como señala Prescott, no se trataba de un crimen de especial odiosidad en aquel mundo indio ya que los Incas eran polígamos y engendraban muchos hijos. Para los cristianos, en cambio, era diferente, sobre todo, si como dice Garcilaso, Huáscar “fue muerto de una manera muy cruel. Sus asesinos lo despedazaron y no se sabe qué hicieron después con el. Según una leyen da tradicional de los indios se lo comieron llenos de odio. Sin embargo, el P. Acosta dice que sus restos lueron quemados". Mas esto es poco probable, ya que, según la religión india, al ser quemado, quedaban privados de la vida de ultratumba. Fuese ello como fuese, el recuerdo de esta acción de Atahualpa indudablemente sirvió para tranquilizar las conciencias de los españoles cuando se llegaba al final de la tragedia. Transcurrieron varias semanas antes de que empezase a llegar el tesoro, y la ten sión aumentaba en el campamento español. Las distancias eran grandes, y cada cha pa de oro tenia que ser llevada a hombros por los portadores indios. Primero llega ron las hojas arrancadas de los templos más cercanos y grandes bandejas de oro que pesaban trece kilogramos cada una. Muy apretado, todo este oro no llegó a ocupar mucho sitio, y asi el montón del rescate crecía poco. Los soldados, que no tenían otra cosa que hacer que vigilar al Inca y pensar en las perspectivas del futuro, co menzaban ya a quejarse. Se acusó a Atahualpa de no cumplir con diligencia su com promiso, y como consecuencia de ello se acordó que lucsen enviados a Cuzco tres españoles para dirigir el desmontaje de las placas de oro del gran templo del Sol. Era éste el más importante templo del mundo incaico, y la base de él puede todavía contemplarse en el claustro de la iglesia de Santo Domingo. Garcilaso lo ha descrito detalladamente; La puerta principal del templo daba al Norte, igual que hoy, y había otras varias de menos importancia que se utilizaban para el culto. Todas estas puertas estaban cubiertas de placas de oro y los muros del edificio estaban coronados por fuera con una franja de oro, de un metro de ancha, que los rodeaba. El templo se prolongaba en un claustro-plaza con un muro adjunto, coronado de una franja de oro igual a la que acabamos de describir. Los españoles sustituyeron ésta por 294
otra, pero de yeso, de la misma anchura, que todavía podía verse en los muros intactos cuando yo abandoné el Perú. Los otros tres lados del claustro daban a cinco grandes salas cuadradas que no tenían ninguna comunicación entre si y que estaban cubiertas de un techo en forma de pirámide. La primera de estas salas estaba dedicada a la Luna, la novia del Sol, y por esta razón era la más cercana al edificio principal. Estaba totalmente cubierta de paneles de plata, y una imagen de la Luna con rostro de mujer la adornaba de la misma manera que una representación del Sol adornaba el edificio principal. Los indios no le ofrecían a ella ningún sacrificio, pero la visitaban y le suplicaban intercediese por ellos, como noviahermana que era del Sol y madre de todos los Incas. La llamaban M a m a Q jiilla que significa “Nuestra madre la Luna”. En este lugar se conservaban restos de reinas, asi como en el otro, los de los Incas. Mamá O dio, la madre de Huayna Capac, ocupaba el sitio de honor, delante de la imagen de la Luna, por haber dado a luz a tal hijo. La sala más cercana a la de la Luna estaba dedicada a Venus, a las Pléyades, y a todas las estrellas. Según lo indicado antes. Venus era adorada como paje del Sol que lo acompaña en el camino siempre, bien sea delante bien sea detrás. Los indios consideraban a las demás estrellas como esclavas de la Luna y por eso estaban representadas tan cerca de ella. Se adoraba muy especialmente a Tauro, la constelación de las Pléyades, a causa de la belleza y de la perfección de sus figuras. Esta sala estaba decorada con colgaduras de plata, lo mismo que la de la Luna, y el techo estaba cubierto de estrellas, como el firmamento. La sala siguiente estaba consa grada al relámpago y al trueno, pues ambos se expresaban con una sola palabra: M a p a . La cuarta sala estaba dedicada al arco iris, que se decia era descendiente del Sol...; la quinta y última sala estaba reservada al Gran Sacerdote y a sus ayudantes.
Los tres emisarios enviados a Cuzco fueron recibidos como dioses, y, según algu nas versiones, se comportaron abominablemente, llegando a raptar a las “vírgenes del Sol”. Zárate se encontraba entre ellos; mas parece poco probable que él y sus dos compañeros, aislados en la gran ciudad del Sol se jugasen la vida de un modo tan innecesario. Es verdad que Pizarro envió a Cuzco a Soto y a Barrio, pero ello lúe porque estimaba que el oro no llegaba con la suficiente rapidez. Y en todo caso se trataba primariamente de una embajada a Huáscar. Mientras tanto, y aunque de lu gares cada vez más remotos llegaban jefes indios para manifestar su fidelidad -el jefe de Pachacamac había recorrido una distancia de cuatrocientos kilómetros desdela costa—, el estado de nerviosismo de los españoles aumentaba constantemente. Corrian muchos rumores por el campamento, y se hablaba de que los habitantes de Huamaehuco, ciudad situada a unos noventa kilómetros al sur, preparaban un ataque. El 14 de enero de 1533 Hernando Pizarro fue enviado con veinte soldados de a caballo y diez de a pie “para averiguar el alcance de estos rumores y para activar la salida del oro". Todo resultó falso. Envió una cantidad de oro con una escolta y lue go emprendió una de esas marchas asombrosas a las que los españoles dan tan poca importancia en sus relaciones. Su primer objetivo era Pachacamac mismo, a cien leguas de distancia. “Tardamos veintidós dias" comenta lacónicamente Hernando, ) pasa a hacer una breve descripción de los caminos montañosos: “Los puentes de piedra, las minas, los pueblos, todo ello es algo que merece verse. El clima es frío, 29.5
nieva y llueve mucho". Era “invierno” en la sierra, pero nada nos dice de las difi cultades y privaciones: las herraduras de los caballos se gastaron por aquellos cami nos y hubieron de ser sustituidas con plata. La relación de Miguel de Estele—inspec tor de oro en la expedición—nos ofrece el itinerario completo; se detuvieron en die cisiete poblaciones durante los treinta dias que, según sus cálculos, tardaron en llegar a Pachatamac, y durante el viaje de vuelta, en veintidós poblaciones; en este último se empleó mucho más tiempo —cigcuenta y cuatro dias- pues se pasó dos veces por puertos nevados en Jauja. Pero, al parecer, a Hernando nunca se le ocurrió que aquello era un gran atrevi miento por su parte, pues Jauja tenía una población de 100.000 habitantes y era allí donde el general de Atahualpa, Chalcuchima, había acampado con 35.000 guerreros; Jauja, fue lo que pensó Hernando, constituiría un buen lugar para una colonia: “En todos mis viajes no he visto otro sitio mejor”. Permaneció alIi cinco dias, y “durante todo este tiempo los indios no hicieron otra cosa que bailar y cantar y tener grandes fiestas de beber”. Este carnaval se celebra hoy todavía en la época de las lluvias. De la “captura” del general de Atahualpa se limita a comentar: “El capitán no quería acompañarme, pero al ver que yo había determinado llevármelo vino él solo”. Aun teniendo en cuenta la increíble confianza en si mismo de Hernando Pizarro, y que los españoles fuesen recibidos por los indios como si se tratase de dioses, parece in creíble que pudiese apoderarse de la persona de uno de los guerreros más formida bles de Atahualpa e inmovilizar una fuerza de 35.000 guerreros con un grupo de no más de 13 soldados de a caballo y unos 9 de a pie. Debía de contar sin duda con el apo yo de los guerreros pro-Huáscar, aunque de la presencia de auxiliares indios no se nos habla hasta que los mismos españoles luchen entre si. Mientras tanto, en Cajamarca, Pizarro ve engrosar al fin su ejército con la llegada de Almagro, con los refuerzos que con tanto afán había esperado antes de iniciar su desesperada marcha por los Andes. Almagro había alcanzado la colonia española de San Miguel en diciembre de 1532 con 250 soldados y 84 caballos, pues en Nicaragua se habían unido tres pequeñas carabelas a la Ilota de tres barcos con la que había sali do de Panamá. Prescott dice que se reunió con Pizarro en Cajamarca “a mediados de febrero de 1533” ; pero, según Jerez, esto no ocurrió hasta el cha catorce de abril. Esto último parece lo más probable, pues de otro modo no puede explicarse p o r qué
A la izquierda: los españoles recorren el país en busca de oro y efectúan impresionantes marchas a través de las montañas. A la derecha: adornos peruanos de metal precioso: copa figurativa de oro, y alpaca de plata.
Pizarra no partió con su ejército sobre Cuzco; a menos que sea aceptable la opinión de algunos historiadores peruanos actuales al decir que su demora se debió princ i palmente a la necesidad de esperar el apoyo de las tribus enemigas de Atahualpa antes de intentar acercarse a la capital incaica. Sin lugar a dudas, era ya abril cuando Hernando y los emisarios enviados a Cuzco volvían a Cajamarca. Pero para entonces las fuerzas de los dos capitanes se mostra ban cada vez más insatisfechas. Habían transcurrido cinco meses desde la captura de Atahualpa y todavía el salón no había sido llenado hasta la altura acordada para el rescate. No obstante, el tesoro amontonado era inmenso, un total de 1.326.539 pesos de ora, y Pizarra consideraba que la repartición del botín ya no podia aplazarse más tiempo. Los soldados de Almagro quisieron participar también, pero al fin se acordó que, como no habían tomado parte en el contrato originario con Atahualpa, sólo tendrían parte en el botín futuro. Se suponía que con la toma de Cuzco se obtendrían grandes cantidades de oro. La partida de Hernando para España hizo sin duda alguna más fácil llegara este acuerdo. Almagro, el rudo soldado veterano, había sentido siempre una gran antipa tía por Hernando, arrogante y ostentoso; por tanto, enviarle a España a hacer al em perador una relación de la conquista, con una parte del quinto del rey en forma de los mejores ejemplares de la artesanía india, no sólo era sensato, sino que también se seguía con ello el antecedente sentado por Cortés. El valor total del oro era de 100.000 pesos; pero se ignora totalmente lo que lite de ello. Lo mismo que el envió de Cortés que cayera en manos de los franceses, también ha desaparecido sin dejar rastro alguno. Contenía “copas, jarros, bandejas, vasos de formas y tamaños varia dos, adornos y utensilios de los templos de los palacios reales, azulejos y placas para la decoración de los edificios públicos, curiosas imitaciones de distintas plantas y animales. Entre las de plantas, las más bellas eran las imitaciones del maíz indio, en que las espigas de oro estaban encubiertas por sus anchas hojas de plata, de las cua les colgaba una rica borla de hilos del mismo metal precioso”. Había también una rica fuente “de la que saltaba un centelleante chorro de oro, mientras que en su base pájaros y animales del mismo metal precioso jugueteaban en el agua”. Después de salir Hernando, los dos capitanes quedaron juntos, al menos transito riamente. Ahora comenzaba la labor de fundir en lingotes todo lo que había en los
salones. La división final que se hizo del botín, después de descontar el quinto del rey, fue la siguiente: Pizarro, 57.222 pesos de oro y 2350 mareos de plata más el trono de oro puro del Inca valorado en unos 25.000 pesos; Hernando, 31.080 pesos de oro y 2350 marcos de plata; Soto, 17.740 pesos de oro más 724 marcos de plata; lo repartido entre los sesenta jinetes ascendía a 532.800 pesos de oro y 27.729 mar cos de plata; entre los ciento cinco soldados se repartieron unos 202.020 pesos de oro y 8790 marcos de plata. Los de Almagro recibieron 20.000 pesos a repartir entre ellos, pero los desgraciados que constituían la guarnición de San Miguel -aparte de los nueve que se habían vuelto atrás durante la marcha a través de los Andes, todos ellos heridos o enfermos durante la marcha por la costa- recibieron unos miserables 15.000 pesos. Contando con el quinto del rey y los 2000 pesos regalados a la iglesia de San Francisco de Cajamarca, todavía restan 178.396 pesos de los que no se nos da explicación alguna. Probablemente se destinaron a sufragar los gastos de la expedi ción y a pagar a Almagro y a Espinosa (en representación del cual había actuado Luquc) como socios primigenios. Un interesante detalle de esta división del botín fueron las consecuencias y efectos que produjo sobre el coste de la vida entre aquellos hombres aislados en la sierra que no podían mantenerse sino con su propio dinero. Se vendieron y se compraron caballos a 2500 y a 3300 pesos de oro. Una jarra de vino costaba 60 pesos, un par de botas o un par de zapatos 30 ó 40 pesos, una capa 100 ó 120, una espada 40 ó 50 -hasta llegó a venderse una ristra de ajos por medio peso y una hoja de papel llegó a valer 10. Se apreciaba poco el oro y la plata que ahora comenzaban a circu lar; “si un hombre debía algo a otro, se lo pagaba con un trozo de oro, sin pesarlo y sin cuidarse de que valiese en realidad el doble de la deuda”. Ahora que el salón del rescate había quedado vacío, sólo quedaba en pie el pro blema de Atahualpa. Soto, que parece haberse mostrado mucho más sentimental que los demás conquistadores, pidió que se le pusiese en libertad, diciendo que aun que no se había reunido la suma acordada, siempre había actuado de buena fe. Pare ce que Pizarro estuvo dispuesto en principio a aceptar eso, pues hizo que su escriba no registrase un documento según el cual el Inca quedaba absuelto “de más obligacio nes en relación con su rescate". Pero en eso quedó todo. Hizo caso omiso de lo conveni do en el acuerdo y el Inca continuó detenido por razones de seguridad. No se sabe con certeza cómo a estas alturas pudieron introducirse rumores de una pretendida rebelión india. Prcscott señala que en el campamento había indios hostiles a Atahualpa que habían apoyado a Huáscar, y también pondera el "maligno genio" del intérprete que por ahora se hallaba en amoríos con una de las concubinas reales. Pero en vista «le lo que sigue, es casi seguro que la auténtica fuente «le aque llos rumores eran los mismos hombres de Almagro. Se interrogó a Challcuchima, quien negó rotundamente que aquellos rumores tuviesen fundamento alguno. Nti obstante, continuaron, y los soldados, imputando a los indios los vicios propios, creyeron que querían apoderarse de su dinero. El oro ha sido siempre entre los qLa lo desean una causa de derramamiento de sangre, y los hombres que poseen algo, como cada soldado en este caso, son sumamente sensibles a cualquier rumor en que 298
se insinúe la pérdida de lo que se posee. El número de centinelas lúe incrementado, los hombres dormían al lado de sus anuas y se mantenía enjaezados a los caballos. Los hombres de Almagro que tan poco habían sacado de Cajamarca después de las molestias de vigilar al Inca, veían en Cuzco su dorado futuro y solo pensaban en marchar. El estado de ánimo del campamento se acercaba al punto en que los mismos hom bres habían de pedir por propia iniciativa lo que Pizarro más deseaba: la elimina ción del Inca. Atahualpa se había convertido ya en una pesada carga. Había servid© a su fin. La expedición estaba pagada. Pizarro poseía ya mucho oro. Ahora quería poseer poder. En sus manos tenía todo un Imperio, pero mientras viviese el Inca, no habia que contar con nada seguro, pues aquel hombre podia constituir un punto de catalización de la resistencia india. Su muerte, pues, se habia convertido en una ne cesidad política y táctica. Lo primero que hizo Pizarro fue enviar a Soto, el único hombre capaz de opo nerse eficazmente a su plan, con una pequeña fuerza, a Huamachuco, que según los rumores era el lugar de reunión de las fuerzas de resistencia indias. Es casi seguro que Soto se encargó voluntariamente de esta misión, pues estimaba a Atahualpa, y opinaba que aquellos rumores carecían de toda base. Con su salida todo quedaba dispuesto para la ejecución de Atahualpa. Pero, para la posteridad, Pizarro todavía tenia que aparentar que tedia a las demandas de sus hombres y había que buscar además una justificación legal. Lo primero no era difícil de lograr. El rumor puede convertirse fácilmente en arma insidiosa entre hombres encerrados largo tiempo en un campamento, aislados en un mundo extraño y hostil. Para lo segundó, la Inqui sición habia establecido ya el precedente. Asi, cediendo, en apariencia de mala gana, al clamor de sus hombres, formó un tribunal en el que los jueces eran él y Almagro. Se presentaron doce cargos contra Atahualpa entre los que se incluían la usurpación de la borla real de los Incas, el asesinato de Huáscar, la incitación a la insurrección, el abuso de los fondos de la Corona después de la conquista del país al enriquecer con ellos a su propia familia y á sus amigos. Pero los cargos verdaderamente funda mentales fueron éstos: que era adúltero, que tenia muchas mujeres y que adoraba ídolos. Así se daba al proceso un contenido religioso. El “proceso” fue sumarisimo; la sentencia estaba ya dada en realidad. Atahualpa tenia la ventaja de un “abogado”, pero el fiscal tenía a Felipillo, que interpretó las respuestas de los testigos indios según sus propias conveniencias. Se encontré) culpa ble a Atahualpa, pero seguimos sin saber de qué cargos. Sin duda que fueron com probados los cargos de tipo religioso, puesto que se condenó al Inca a morir en la hoguera. No obstante, Pizarro no las tenia todas consigo, puesto que diez de los capitanes españoles encabezados por los hermanos Chaves de Trujillo, protestaron contra aquella parodia de justicia. Pero finalmente hubieron de ceder por convenien cia. “Yo mismo vi llorar al general” escribe Pedro Pizarro. Bien podía permitirse unas lágrimas de cocodrilo, pues dos horas después de la puesta del sol el 16 de julio de 1533 Atahualpa fue llevado a la pira a la luz de las antorchas. Se trataba de un auténtico “auto de fe”. Al darse cuenta de que su cuerpo iba a ser destruido por el fuego -lo que le privaría de toda vida de ultratumba—consintió 299
en hacerse cristiano a cambio cid amable favor de morir estrangulado. Recibió como nombre de pila el de Juan de Atahualpa, y luego lúe estrangulado a garrote como un criminal común1. Ni siquiera se atendió su ruego de que su cuerpo fuese llevado a Quito. Fue enterrado en el nuevo cementerio de Cajamarca, y sus mujeres, que según la costumbre incaica deseaban morir con el Inca, fueron excluidas del sepelio que tuvo lugar en la iglesia de San Francisco. Pizarro y todos sus oficiales asistieron de riguroso luto. A los pocos días volvió Soto. En Huamachuco no había habido reunión alguna de guerreros indios. No se había planeado ningún levantamiento. “En el camino no he encontrado más que manifestaciones de buena fe, y todo está tranquilo.” Con gran enojo replicó a Pizarro que si Atahualpa tenia que ser juzgado, habría de serlo en España ante la corte del emperador. Pero todo era inútil, Atahualpa ya había muerto. Ahora, por fin, los españoles se encontraban libres para iniciar su marcha sobre Cuzco. Mas todo sucedería como si en Cajamarca hubiesen invocado una maldición sobre sí. Es posible que la detención del Inca, su juicio y su muerte fuesen algo ne cesario, pero también eran índice del carácter de estos aventureros promovidos pol la fiebre del oro. Durante los meses en que habían estado aguardando la llegada del oro del rescate habían vivido de la riqueza prudentemente acumulada por los indios, matando unas 150 llamas diarias, como si los rebaños de estos animales nunca hu biesen de tener fin, saqueando a placer el depósito militar de Cajamarca para obtener telas, y exigiendo un suministro continuo de víveres a los jefes locales. Eran hombres que no pensaban en el futuro, y la maldición que llevaban consigo era la de su propia avaricia. Habían comenzado a desmontar toda una brillante civilización, sin prever una organización que la sustituyese. En Jauja, Pizarro hizo encadenar a Challcuchima so pretexto deq u e había sido él quien había sublevado al pais contra los españoles. Ahora encontraban una resisten cia organizada, pero la causa de ella no era Challcuchima, sino la muerte de Atahualpa. El instrumento que Pizarro se había propuesto utilizar, Toparca, murió de una nía1 Prcscou da com o fecha el 29 de agosto. La fecha 16 de julio citada a m o es la que pro p o n e el Padre Vargas Ugarce de Lima en su “Uistoria del Perú” Vol. 1, y está basada en el manuscrito del doctor Rafael Laredo.
ñera misteriosa. De nuevo se le echaron las culpas a Challcuchima. Arriba, en el ais lado valle de Xaquixaguana, a unos dieciocho kilómetros al norte de Cuzco, Pizarro le hizo juzgar y quemar en la pira. El 15 de noviembre de 1533, un año después de su llegada a Cajamarca, los es pañoles entraron en la capital incaica. Durante la marcha y en la ciudad acumularon botín por valor de 580.200 pesos de oro en el que se incluían diez planchas de plata de unos seis metros de longitud, treinta centímetros de anchura y unos seis centíme tros de grosor. Pero en su misma avaricia comienzan a defraudar ahora al propio emperador, pues el botin debió de ser mucho más valioso que el anterior si, como dice Pedro Pizarro, cada uno de los 110 jinetes recibió 8000 pesos y cada uno de los 460 soldados 4000. En Cuzco fue coronado con la borla de Inca otro instrumento de los españoles, Manco Capac, hijo legitimo de Huayna Capac, y poco después, el 24 de marzo de 1534 Cuzco fue inaugurado como colonia española con la elección de autoridades municipales. Dos de los hermanos de Pizarro estaban entre los ocho regidores, Valverde se hizo obispo de la ciudad y Pizarro gobernador de toda la pro vincia. Mientras, iban formándose nubarrones de guerra. Quizquiz, el ultimo de los generales de Atahualpa, se había decidido por fin a atacar. Almagro le salió ai en cuentro, acompañado de una leva de guerreros encabezados por el nuevo Inca. El ejército de Quizquiz estaba compuesto en su mayor parte de hombres del Norte; por tanto, Manco y sus guerreros se mostraron ardientes en la batalla. Quizquiz se retiró a Jauja, y allí. Almagro, el gran veterano de innumerables guerras, destruyó completamente a su ejército. El desgraciado general huyó a Quito y al fin fue asesi nado por sus propios hombres, pues insistía en proseguir una guerra que todos con sideraban inútil. Su desaparición constituía el inicio de la pacificación general del Perú. El primer indicio de la terrible retribución venidera fue la repentina llegada de Pedro de Alvarado por la costa Norte. Este era el mismo capitán barbirrojo e impe tuoso que había hecho perder a Cortés la ciudad de México, el héroe del “Salto de Alvarado”. Ahora, marzo de 1534, llegaba a la costa del Ecuador con una gran flota que habia sido pertrechada para realizar una nueva tentativa de alcanzar las islas de las especias. Sin embargo, el oro peruano había resultado más tentador que la pi mienta, y, por otra parte, su reciente matrimonio con una noble heredera le habia llevado a desistir de nuevas aventuras extrañas. Le acompañaban 250 soldados de a caballo y el mismo número de a pie, y después de atravesar los Andes en pleno in vierno y con un volcán en erupción, emprendió la marcha sobre Quito. Pero mien tras él atravesaba los Andes, Benalcázar, que mandaba la guarnición de San Miguel, acompañado por una fuerza de 140 españoles y un gran número de auxiliares indios, se habia dirigido por la carretera de los Andes y a marchas forzadas habia llegado antes a Quito. No sabemos si Benalcázar pensaba o no unirse a él, pero si lo pensaba cambió de idea al aparecer Almagro. Pizarro habia enviado a su socio a reforzar la guarnición de San Miguel apenas supo del desembarco de Alvarado, pero al encon trar casi desierta la colina, Almagro siguió inmediatamente los pasos a Benalcázar. Ambos capitanes unieron sus fuerzas en Riobamba. Benalcázar afirmó que no habia pensado en desertar para unirse a Alvarado. Al llegar éste, los dos ejércitos se inez301
ciaron amistosamente y el resultado fue que pagados 100.000 pesos sin duda alguna para sufragar los gastos de armas, pertrechos y flota. Almagro pudo retirarse tran quilamente. Como consecuencia de este acuerdo, Pizarra quedaba convertido en señor abso luto del Perú. Pero el objetivo, sin embargo, quedaba ya a la vista. Otros volverían sobre el precedente que había sentado Alvarado. El señuelo del oro atraía al Sur aventureros, y los regalos que Hernando Pizarra llevo a España serviría de llamada para otros muchos a los que acompañarían burócratas que dictarían leyes que poco a poco irían despojando a los conquistadores de lo que habían ganado con tanto esfuerzo. Sin embargo, durante ocho años Pizarra fue dueño de la más grande de todas las provincias españolas de América. De haber poseído alguna habilidad administrativa hubiera podido contar con la plena colaboración de los indios, una raza estoica acostumbrada más a la sumisión pasiva que a la fidelidad activa al gobierno centra lista de los Incas. No le hubiera costado mucho convertir su sumisión en apoyo de su propio gobierno, y casi luera del alcance del gobierno de la metrópoli, su posi ción se hubiera hecho inexpugnable. Pero la semilla del desastre estaba en su propio carácter y en el de sus compañeros. Sus soldados tomaban como cobardía la sumisión peruana a la autoridad, y así como el miedo de los demás sirve de pábulo al perdo navidas, la pasividad de los indios sirvió de ocasión para dar rienda suelta a lo más bajo de su carácter. No se estableció organización alguna que se encargase de la manutención del avanzado sistema de regachos del que dependía toda la economía del país. Los reba ños de llamas eran consumidos en una fiesta tras otra sin que se pensase lo más mínimo en el futuro. Y lo que es peor, las diferencias entre Almagro y Pizarra sólo habían sido encubiertas merced a la necesidad de presentar un frente unido ante un enemigo enormemente superior en número. Durante el año siguiente, cuando el país parecía ya mas o menos tranquilo, las diferencias de ambos asociados salieron de nuevo a la luz. Mientras Pizarra se hallaba en la costa, estableciendo su nueva capital en Lima, Almagro dirigía el gobierno de Cuzco. Sus fieles habían acompañado a España a Hernando Pizarra, y cuando vol vieron se le informó de parte del emperador Carlos que le había sido concedida por la Corona una gran extensión de territorio, hasta doscientas leguas al sur de la pro vincia de Pizarra. Así, por una orden real, se independizaba de Pizarra. Carlos y sus consejeros tenían muy escasos conocimientos del lejano Imperio. Es casi seguro que no había ningún mapa, de modo que la delimitación de las esferas de influencia -las distancias se calculaban todas desde la isla de Puná—era muy vaga. Almagro afirmó que Cuzco caía dentro de su esfera y Pizarra ordenó a sus hermanos Gonzalo y Juan que volviesen a tomar el mando. La ciudad quedó dividida en dos facciones. Incluso los indios tomaran partido. El asunto no se resolvió hasta el 12 de julio de 1535. Los dos bandos concertaron al fin perseguir en amistad sus propios fines, compartiendo los gastos y ganancias de todas las conquistas posteriores. Almagro avanzó hacia Chile y durante casi dos años desapareció de la escena intentando, en condiciones de extraordinaria privación, hacerse con el mando del área que el empe302
Machu Picchu, ultimo refugio de los Incas.
rador le había adscrito y al mismo tiempo satisfacer a sus hombres en sus deseos de completar el botin de la conquista. Mientras tanto, en Cuzco, la paciencia de los indios comenzó a dar señales de agotamiento. El mismo Manco tomó parte. Huyó de la ciudad y se unió a los rebel des. Al lin Perú iniciaba la rebelión contra la invasión extranjera. Juan Pizarro in tentó apoderarse del Inca huido, pero se vio obligado a retirarse desde las riberas del l io Yucay. Multitudes de guerreros armados avanzaban ahora sobre Cuzco, y por primera vez los españoles se enfrentaban en Perú con la misma oposición fanática con que Cortés había tenido que luchar en la ciudad azteca de México. El asedio que comenzó en febrero de 1536 duraría casi seis meses. La mayor parte de Cuzco fue destruida por el fuego. Pizarro intentó repetidas veces relevar la guarnición, pero sin éxito. El país entero estaba sublevado y los españoles pudieron resistir merced sola mente a lo inexpugnable de la gran fortaleza de Sacsahuamán. Pero en agosto de 1536 la rebelión cesó tan de repente como había empezado, pues el joven Inca había ago tado ya el contenido de los almacenes que habían mantenido a su ejército en el cam po de batalla bastante más tiempo que el tradicional de tres semanas. El país, sin embargo, continuaba armado; y los españoles, encerrados en Cuzco y aislados en la costa. Esta era la situación cuando Almagro volvía de Chile por el desierto de Atacama. Su marcha no se puede comparar con la de Topa Inca Yupanqui; sin embargo, cons tituyó una hazaña notable por parte de aquella pequeña fuerza de 50Ü soldados que a cambio de las extraordinarias privaciones sufridas habia obtenido muy escasos pre mios. Hernando Pizarro habia vuelto ya de España y actuaba como gobernador de Cuzco. Cuando vio que el joven Inca acampaba con una gran fuerza de guerreros no lejos de Cuzco, Almagro pidió inmediatamente una entrev ista. Probablemente tenia pensado constituir una alianza; pero Manco, recordando lo ocurrido a Atahualpa, sospechaba una trampa; atacó con 15.000 guerreros al ejército de Almagro. Fue de rrotado, y Almagro se volvió hacia el Cuzco mismo. Aun ahora parece no haber querido ser causa de una lucha sangrienta entre los hombres de su propio pueblo, sobre todo, cuando el país entero estaba todavía armado. Pero sus hombres, pensando de un modo más egoísta, rompieron el acuerdo entre Hernando y su capitán y en la noche del 8 de abril de 1537 invadieron la ciudad. Los hombres de Pizarro. con más de una docena de capitanes españoles, fueron todos encarcelados. Almagro, dueño ahora de Cuzco, envió emisarios para pedir la sumisión del único capitán español que podía constituir para él una amenaza: Alonso de Alvarado, que tenia en Jauja una fuerza igual a la suya. Sus emisarios fueron detenidos. Almagro emprendió la marcha y en la batalla de Abancay, el 12 de julio, Alvarado fue obligado a rendirse. Pero ahora subía por la costa el propio Pizarro con 450 hombres, la mitad de ellos a caballo. Almagro contaba con mil hombres, pero a pesar de su ventaja no quiso lu char. Nuevamente se concertó un pacto; Almagro gobernaría en Cuzco y se libertaría a Hernando Pizarro con tal de que saliese para España en el plazo de seis meses. Pero Hernando no marchó para España y lo concertado el 13 de noviembre de 1537 sólo duro el tiempo que le fue necesario a Pizarro para reunir sus fuerzas. Dejó a sus hermanos la dirección de la campaña y el 26 de abril de 1538, en la batalla deSalinas, Las iglesias barrocas, herencia del dominio español. Capilla del Rosario, en la iglesia de Simio Domingo, Puebla, México.
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Almagro l úe derrotado. Esta sangrienta batalla en la que murieron 150 españoles duró dos horas escasas. Se capturó vivo al propio Almagro. Fue juzgado el 8 de julio y des pués ejecutado. Zarate dice que Hernando Pizarro “le hizo cortar la cabeza”, pero todo parece indicar que el método de ejecución fue el mismo que el utilizado para Atahualpa: el vil garrote. En todo caso, constituyó una dura muestra de la situación de aquellos hombres arriesgados en un país extraño, a miles de kilómetros de sus bases y en quie nes no cabía la vacilación. Pizarro fue detenido en una visita a España; encarcelado en Medina del Campo, estuvo allí veinte años antes de ser puesto en libertad. El gobierno de la metrópoli se interesaba ahora activamente por los asuntos del Perú. Cada informe que llegaba de este remoto extremo del Imperio era una prueba más de lo caótico de la situación. Y las principales victimas, como ocurría siempre en todos los territorios coloniales españoles, eran los indios mismos. El Inca Manco se hallaba todavía en rebelión v marchaba, ocultándose, de fortaleza en fortaleza. Uno de sus escondites fue sin duda Machu Picchu, y quien haya visitado las ruinas de esta “ciudad perdida” podrá apreciar fácilmente la imposibilidad de enfrentarse con éste, líder que por otra parte había aprendido ya la lección de la táctica de guerrillas. Típica de este periodo es el fallido intento de entrevista entre Pizarro y Manco. El Inca habia propuesto de nuevo el valle de Yucay. Y Pizarro antes de dirigirse con su fuerte guardia al lugar del encuentro, había enviado delante de si a un esclavo africano con los rega los de costumbre. Los guerreros de Manco habían apresado y asesinado a este hombre. Al enterarse de ello. Pizarro hizo que una de las mujeres del Inca, una bella joven, luese atada desnuda a un árbol en presencia de todo el ejército y que se la azotase hasta casi morir; después fue flechada. Como se creía que Manco amaba mucho a esta muchacha, no era ésta la manera más sensata de llegar a un acuerdo... Durante los dos años siguientes Pizarro se hizo casi completamente con el control de lodo el pais. Merece destacarse en particular la expedición que a lo largo de dos años de duración Gonzalo Pizarro llevó a cabo por el Norte. Constituye un ejemplo, un modelo de originalidad que resulta casi increíble y que pone una vez más de relieve el extraordinario valor de los españoles a la hora de explorar terrenos desconocidos. Después de descubrir el río Mapo, uno de los afluentes de cabecera del Amazonas, Gonzalo mandó construir un pequeño bergantín e hizo adelantarse a uno de sus capitanes Francisco de Orellana para que buscase comestibles, mientras que el grueso de la expedición avanzaba luchando por la ribera del rio. Pero Orellana “se encontró con que la corriente poseía tal fuerza que en muy poco tiempo fue arras trado al punto de confluencia de ambos ríos sin haber encontrado alimentos de ninguna clase; y viendo lo mucho que había recorrido en tres días, advirtió que en un año entero no le sería posible volver por donde habia venido...". Y no sólo llegó a la desembocadura del Amazonas, sino que llevó a la mar su barco construido en la selva y navegando hacia el Norte llegó a la isla de Cubagua en el Caribe —una hazaña casi increíble. Gonzalo esta enfurecido. Sus hombres morían de hambre en un terre no tan difícil, entre tribus tan primitivas, que “usaban una cuerda de algodón para atar por delante sus partes viriles y luego la sujetaban a la cintura; sus mujeres cu brían sólo sus partes verendas, pero no utilizaban más vestido". El grueso de la ex pedición tardó más de un año en volver a Quito, donde llegaron en junio de 1542 306
Terrazas de Machu Picchu, la inaccesible fortaleza incaica que los españoles no llegaron a descubrir.
"casi desnudos, pues sus vestidos se habían podrido a causa de las grandes lluvias, a no ser algunas pequeñas pieles de ciervo con que tapar sus partes delanteras y traseras: algunos llevaban viejos pantalones ya casi podridos y calzados de piel cruda de cieno; habían perdido las vainas de las espadas, que ya estaban tocadas de óxido; todos venían a pie con los brazos y las piernas arañados por los matorrales y zarzas, sus facciones parecían de hombres muertos, de modo que sus amigos y antiguos conocidos apenas podían reconocerles”. Habían perecido ochenta españoles, y de los 4000 auxiliares indios que les acompañaban más de la mitad habían muerto. Esta extraordinaria expedición fue, geográficamente, la más importante que se hizo en los años finales que Pizarro estuvo administrando el Perú, pues en ella se presentan de nuevo los españoles en sus mejores facultades: valientes, denodados y de una fortaleza sin par en las dificultades. Pero mientras los españoles de Gonzalo salían agotados de las húmedas selvas del Amazonas, la fortuna de la familia Pizarro llegaba a su desenlace inevitable. Los hombres de Almagro -aquellos que habían marchado sobre Chile sin ver después recompensados sus esfuerzos- se mostraban cada vez más inquietos. El motivo principal de su desafecto era el hijo de Almagro, convertido en cabeza de rebelión contra Pizarro. Corrían rumores de que una comi sión real encabezada por un juez venía hacia el Perú para examinar la situación, pero no llegó hasta agosto de 1541, dos años después de la muerte de Almagro. A los partidarios del joven Almagro, pues, no les quedaba otra cosa que pasear su orgullo por las calles de Lima, andrajosos, consumidos de odio contra Pizarro y tramando su asesinato. El domingo 26 de junio de 1541 fue el día fijado. Lo mismo que en el complot tramado contra Cortés dos décadas antes, también en este casó todo parece haber salido mal a los conspiradores. Su proyecto fue descubierto a Pizarro, pero había tantos otros rumores parecidos que el gobernador no hizo demasiado caso. Se lo comunicó a su juez, Velázquez, y decidió no ir a misa; en eso quedaba todo por el momento; y aunque Velázquez no hizo nada por detener a los conspiradores, al no asistir a misa Pizarro, adivinaron que su complot había sido descubierto. Pero esta ban demasiado amargados como para ser desviados tan fácilmente de su propósito. Al mediodía entraron en el palacio del gobernador. Pizarro estaba sentado a la mesa con un grupo de sus capitanes, el obispo electo de L¿uiio, el juez Velázquez y su her mano Martín de Alcántara. Estaban desarmados y casi todos lograron escapar saltan do al jardín. Pizarro ordenó a uno de sus oficiales que atrancase la puerta, e intentó entrar en razones con los asesinos. La tiraron, y Alcántara, que ayudaba a Pizarro a ponerse la armadura, fue con dos pajes a defender la entrada a la sala interior. Pizarro dejó a un lado su coraza todavía sin abrochar, cogió su espada y envolviendo en su brazo una capa, corrió a ayudarles. Pero ya estaban heridos. Alcántara se des plomó y los asesinos se volvieron contra Pizarro que luchó tanto tiempo con ellos, que de fatiga se le cayó la espada de las manos, y entonces le dieron muerte con una estocada en la garganta: y caído en el suelo, cuando iba perdiendo el aliento, pidió a Dios misericordia, y hecho esto, hizo t on su sangre una cruz en el suelo y la besó, y en seguida rindió su alma. 308
Es poco probable que le concediesen tiempo para hacer las paces con Dios, pues otras versiones indican que los asesinos se le acercaron inmediatamente para darle muerte hundiendo sus espadas en el cuerpo del hombre que odiaban. Este final brutal y dramático no es, en verdad, apropiado para la figura histórica de un hombre como Pizarro sobre cuya personalidad la moderna crítica histórica acumula los valores humanos. Aquel “buen viejo de gobernador”, como sus sol dados le llamaban, es una caracterización expresiva de su carácter y de sus circuns tancias personales. Únicamente su tenacidad y perseverancia en el fin propuesto, hizo posible primero el descubrimiento y después la conquista de un territorio go bernado con un sentido totalitario por los Incas, sin que, como en el caso de Cortés, pudiese suplir su escasez de recursos ofensivos por la operativa inteligencia del con quistador de México. Pizarro fue un hombre de gran valor personal, increíble resis tencia, cuya acción nos deja estupefactos. El carácter épico de su figura y de su ac ción, no merecía, en verdad, aquel oscuro final.
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CUARTA PARTE
Las consecuencias
Un símbolo de la conquista española. Detalle de ¡a fachada de San A gustín, Lima. Perú.
Las consecuencias A unque P erú y C hile eran los extremos más lejanos del Imperio colonial español, quedaba todavía por someter y colonizar una gran parte de América del Sur. Sin em bargo, con el asesinato de Pizarro en 1541 había concluido la época de los grandes conquistadores. El periodo de Descubrimiento y Conquista habia sido relativamente corto. En menos de medio siglo se había abierto todo un mundo inmenso en exten sión que abarcaba dos Continentes. Pero la mayoría de los hombres cuyas cualidades habían hecho posibles tantas proezas extraordinarias no tenían dotes para constituir se en organizadores del Imperio. La misma exploración había constituido algo se cundario. Lo importante para aquellos hombres había sido la lucha; hábito que nunca perdieron, ni siquiera después de haber triunfado: casi todos murieron vio lentamente en las luchas que en torno al logro del poder seguían a cada conquista. La consolidación del Imperio que se habia adquirido había de ser tarea de otros. En Perú, la muerte de Pizarro creaba un vacío de poder que había de llenar p ri mero el joven Almagro y después Gonzalo Pizarro. Cada uno de estos hombres se constituyó en señor militar, no sólo a despecho de las órdenes de España, sino en oposición armada contra los representantes de la Corona. La juventud y la inexpe riencia constituyeron el punto flaco de Almagro, a la vez que su fidelidad a la Coro na no le permitió actuar libremente en el conflicto con Vaca de Castro que había sido nombrado oficialmente como gobernador después de la muerte de Pizarro. A la hora de la verdad, el joven Almagro hubo de enfrentarse con uno de los más terri bles de los antiguos conquistadores: Francisco de Carvajal. Este hombre era viejo y obeso. “Tenía un chiste para todo, lo mismo para las desgracias de los otros que para las suyas propias. Consideraba la vida como una farsa, aunque demasiadas ve ces la convirtió en tragedia.” Se le atribuye un sinfín de ejecuciones, pero, a pesar de ello, los soldados le seguían con gran indiferencia al peligro, y éste fue el factor de cisivo en la batalla de la llanura de Chupas. Almagro fue denotado y ejecutado, y bajo la firme administración de Vaca de Castro el país gozó de paz durante algún tiempo. Sin embargo, las autoridades de España eran ajenas a todo esto, pues las comuni caciones con el Perú eran sumamente lentas. Los informes que llegaban a la corte versaban todos sobre guerras civiles, asesinatos y destrucción insensata de las vidas y las propiedades indias. Para hacer frente a esta situación se nombró como virrey a Blasco Núñez de Vela, y fue enviado con una Audiencia Real de cuatro jueces para 312
dictar un código moderado de leyes a petición de Las Casas. Pero cuando el virrey llegó a Lima, Gonzalo Pizarro había abandonado ya la explotación de las minas del Potosí, y se había trasladado a Cuzco como líder reconocido de todos los conquis tadores disidentes. Apoyado por Carvajal avanzó sobre Lima. El golpe de Estado que se produjo entonces fue sin derramamiento de sangre. Los cuatro jueces de la Audiencia nombraron a Gonzalo gobernador general y abrogaron las nuevas leyes hasta recibir instrucciones de España. Cada barco que llegaba ahora a España desde las Indias traía rumores extraños sobre los sucesos del Perú; y en 1545 el emperador nombró a un nuevo virrey, Pedro de La Gasea. Pero La Gasea no llegó hasta julio al istmo de Panamá y para entonces Núñez había sido ya derrotado y decapitado en el campo de batalla. Gonzalo Pizarro era dueño de Perú, Ecuador y Chile y contaba con ejército colonial de pri mera categoría que le apoyaba en sus propios intereses y con una Ilota que al mando de Hinojosa dominaba el litoral entero de América del Sur. La Gasea utilizó el único título que le era posible en aquellas circunstancias: la autoridad del emperador. El tiempo y su apacible confianza en si mismo realizaron lo demás. Sus métodos de actuación eran siempre indirectos, y, como dice Prescott, poseia “más potencia moral que los batallones armados de acero que mandaba Gonzalo”. Las cartas que enviaba a Lima ofrecían una amnistía general, pero ninguna garantía de que Gonzalo hubie se de ser confirmado como gobernador general. Este planteamiento fue rechazado en principio, más cuando Aldana llegó a Panamá con la respuesta, La Gasea logró convencerle de que aceptase lealmente la autoridad del emperador. Hinojosa siguió su ejemplo, entregó la flota y con sus oficiales prestó juramento de sumisión a la Corona a cambio de la amnistía total. Quedaba ya despejado el camino para Lima, pero La Gasea, cuya experiencia con la Inquisición le había adiestrado en toda clase de guerra psicológica, dejó tiempo pat a la conciliación, y para que la creciente acep tación de la autoridad real fuese minando la posición de Gonzalo. Sus hombres acompañaban la Ilota que se dirigió a El Callao, el puerto de Lima, en febrero de 1547, y al ver que los hombres de Gonzalo comenzaban a desertar, Carvajal repitió en bro ma la letra de aquella cantilena popular “El viento sopla los pelos de mi cabeza, madre; de dos en dos se los lleva”. Al desembarcar La Gasea en Tumbes, el 13 de junio, Gonzalo se retiró a Arequipa en el Sur. Desanimado por el continuo aumento de las fuerzas de La Gasea, decidió negociar a condición de que se le concediese el gobierno de Chile si abandonaba Perú. Emprendió la marcha al lago Titicaca y envió sus proposiciones a Diego Centeno, un viejo compañero del ejército .que mantenía para La Gasea los puertos de las montañas. Pero Centeno respondió que “servía al Rey” y le aconsejaba la rendición incondicional. A Gonzalo no le quedaba otra al ternativa que luchar, y el 26 de octubre las dos fuerzas se encontraron en Huarina, una población india del litoral sudoriental de lago Titicaca. Centeno disponía de unos mil hombres, Gonzalo, de la mitad. La batalla fué disputada a la asombrosa altitud de 4000 metros. Por fortuna para Gonzalo, Centeno se hallaba enfermo de pleuresía y no pudo dirigir" personalmente la batalla. Aun así y todo, Gonzalo y la caballería de su ejército fueron derrotados, y fue el viejo Carvajal, indómito e incon movible, quien con su infantería ganó la jornada de aquel día para los insurgentes. Transcurrieron casi seis meses antes de que La Gasea se sintiese lo suficientemente recuperado como para iniciar la marcha sobre Cuzco. Pero para entonces su ejército 313
alcanzaba el número de 2000 hombres. Pizarro no reaccionó con la suficiente rapi dez y ello le costó el control del Apurimac; la fuerza de La Gasea pudo pasar el barranco en balsas. El día 8 de abril de 1548 las dos fuerzas se enfrentaban en Xaquixaguana. Gonzalo estaba apoyado por un gran número de indios, pero apenas constituían efectivos; y todo se decidió realmente antes de la batalla con la deserción de muchos soldados al otro bando: a la vista de los dos ejércitos, primero se pasó Cepeda, que mandaba parte de la infantería, y. luego, Garrilaso de la Vega, padre del escritor. Un destacamento de arcabuceros siguió inmediatamente su ejemplo. El mal, una vez iniciado, resultó contagioso, y las fuerzas de Gonzalo fueron desapa reciendo poco a poco. Fue hecho prisionero y lo mismo Carvajal, a quien derribaron de su caballo al vadear un arroyo. Sólo la intervención de Centeno pudo salvarle de la furia de los soldados, pero Carvajal afectó no conocerle, y al preguntarle Centeno su nombre, cuéntase que el veterano respondió: “Perdonadme, señor; pero hace tan to tiempo que sólo veo vuestro trasero, que me es imposible reconocer vuestro ros tro”. El viejo contaba por entonces ochenta y cuatro años de edad. Fue sentenciado a ser estirado y partido en cuatro: eran los restos de este hombre aquellos con los que dice Garcilaso haber jugado de niño. Gonzalo fue decapitado. Era el fin de una época. La multitud de oficiales de la Corona que habían plagado la Nueva España de Cortés, tenían ahora acceso a América del Sur como lo habían tenido a América Central. Pero las nuevas leyes que se introdujeron llegaban dema siado tarde para poder salvar a los indios. Manco, el Inca "instrumento” de Pizarro, que en 1536 había llegado casi a destruir a los españoles en Cuzco, continuó sus gue rrillas hasta su muerte ocho años después a manos del joven Almagro. En lo sucesi vo, los pocos indios que continuaron la resistencia se vieron obligados a internarse cada vez más profundamente en los Andes. Sus últimas fortalezas se hallaban en las montañas que median entre el Urubamba y el Apurimac. Es casi seguro que Machu Picchu era una de ellas. La impenetrabilidad de estas montañas no ofrecía atractivo alguno a los españoles, sedientos como estaban de la adquisición rápida de riquezas; y seria justamente la existencia de estas regiones no penetradas las que darían origen a los rumores de “ciudades perdidas” y ocultos depósitos de oro incaico. No obstan te. la mayor parte de los indios contemplaron como mudos testigos la destrucción de su civilización y el estado de casi servidumbre en que habían de caer. Para el pune, el sistema de “encomiendas" no era muy distinto del ayUn de los Incas; los dos sistemas significaban su explotación. Mas no todos los virreyes y gobernadores que habían de administrar las colonias en nombre de la Corona alcanzarían la categoría de La Gasea y de los dos Mendozas que le siguieron en el gobierno del Perú. En todo caso, el régimen colonial basado en la teoría de la suprema autoridad real no llegó a ser nunca rígidamente uniforme. Las Indias eran en realidad una colección de reinos anexionados a la Corona de Castilla, no a España, y sus leyes eran dictadas en nombre del soberano por el real y supremo Consejo de Indias. El virrey era el alter ego del rey y el Consejo de Indias quedaba representado por las Audiencias, altos tribunales de justicia establecidos en los centros más importantes de las colonias. La Audiencia colonial era una potente mezcla de tribunal de apelación, consejo administrativo, centro de legislatura local y quinta columna real. Vigilaba a los oficiales de la Corona y protegía a los indios. 314
Era, sin duela alguna, el eslabón más importante de la cadena que en orden a la inspección y exigencia de responsabilidades quedaba establecida por las Leyes de Indias, al mismo tiempo que su poder hacia prácticamente imposible la existencia de un gobierno depravado, y si alguna vez llegó a existir, quedó eliminado al instan te; y, lo que es más importante, las Audiencias aseguraban para la Corona, lejana y muchas veces indecisa, la fidelidad incondicional de las Indias. Hay que tener en cuenta que España no tenia ningún precedente sobre el cual basar la organización y la administración de territorios tan extensos y lejanos. Es, por tanto, digno de destacar el hecho de que su Imperio durase más tiempo que la mayoría de los Imperios: tres siglos. Esto se debió en gran parte a que poseyó dos instrumentos burocráticos sumamente desarrollados para tomar, tras los conquista dores, la dirección de los territorios: La Iglesia y el Consejo de Indias. Después de derrotados los moros y con el desarrollo de la Inquisición, la Iglesia Católica había alcanzado en España el máximo de su poder. Sus seminarios consti tuyeron centros de formación de un núcleo hábil en los quehaceres diplomáticos y con gran capacidad de organización; y como era la que dirigía la educación, sus doc trinas penetraron todas las esferas de la administración española. Por desgracia, la actitud y el comportamiento de algunos representantes en Indias calcados de la nece sidad de eliminar en la Península toda disidencia judia o musulmana, hizo que en las nuevas tierras se interpretasen las instrucciones espirituales de los más fanáticos con demasiada frecuencia como autoridad total para la destrucción de la cultura y civili zación de los indios. Sin embargo, de no haber sido por la Iglesia, la situación de los indígenas de América hubiera sido indudablemente mucho peor; Las Casas es sólo el más conocido de los muchos clérigos dedicados a denunciar incansablemente el régimen de explotación que se seguía de la concesión de “encomiendas”. Mas Perú estaba demasiado lejano y a la vez muy recientemente conquistado como para que las condiciones de alli diesen lugar inmediatamente a la promulgación de decretos que regulasen las relaciones de los españoles con los indios. Eran las colo nias más antiguas las que constituían el modelo para las Nuevas Leyes, en particular Nuevo México o Nueva España, donde el descarado abuso en que cayó el sistema de “encomiendas” obligó a introducir un control judicial sobre la organización que por necesidad había creado Cortés y que había sido continuada por los delegados de la Corona que le siguieron en el gobierno como único medio de satisfacer a las necesi dades de mano de obra de los colonos; y fue justamente en México donde al lado de las conversiones forzadas, la Inquisición, la destrucción de templos e instituciones religiosas de los indios, hubo sacerdotes honrados y caritativos qué lucharon contra los peores excesos de una conquista brutal. El Consejo de Indias estaba basado principalmente en la máquina burocrática que personalmente había creado el obispo Fonseca. Había sido nombrado presidente del Consejo de Indias poco después del primer viaje de Colón, y en 1503 estableció en Sevilla la "Casa de Contratación de las Indias” para regular el comercio con las Indias, la navegación y la colonización del Nuevo Mundo. Esta administración colonial, que tenía su centro en Sevilla, estaba, a la llegada del emperador Carlos, lo suficientemente bien organizada como para quedar cons tituida en un departamento gubernamental propiamente dicho. En 1524 la adminis tración de las colonias dejó de ser prerrogativa personal de un solo hombre, para 315
convertirse en labor de un comité de consejeros y un secretario. Con este Consejo, dominado por personajes tan poderosos como el canciller Sauvage y el cardenal Adriano, el recientemente intitulado Consejo de Indias se bailaba lo suficientemente fuerte como para iniciar la labor de quitar el control del Nuevo Mundo a los hom bres que lo habían ganado para su rey. Los métodos empleados nos son harto bien conocidos en este nuestro siglo caracterizado por el dominio de la burocracia: proli feración de leyes, tasas oficiales y papeleo, dilaciones burocráticas, a todo lo cual hay que añadir la tradicional ingratitud oficial. El caso de Vaca de Castro es típico. De no haber sido nombrado Núñez de Vela como virrey por encima de él, hubiera podido con su buena administración salvar al Perú de la anarquía en que cayó des pués. Más aún, al volver a España fue detenido y pasó doce años en la cárcel antes de verse absuelto de los cargos, palmariamente falsos, de que se le acusaba. Las rela ciones del Consejo con Cortés durante la conquista de México son otras tantas prue bas de la potencia de esta máquina burocrática. Las últimas páginas de la “Historia” de Gomara no pueden sino producirnos indignación. Cuando el 2 de diciembre de 1547, a la edad de sesenta y tres años, moría Cortés, era un anciano triste y enfermo, que buscaba desesperadamente un desagravio a las injusticias de que había sido objeto. Teniendo en cuenta la posición de poder abso luto que veinticinco años antes había ocupado tras la toma de Tenochtitlán, la meta morfosis resulta asombrosa. Es una prueba de cómo la envidia puede minar a un hombre y de cómo la oposición anónima de la “política” oficial puede destruir una gran reputación. Cortés pudo haber hecho lo que los Pizarros, aquello de lo que le acusaban sus detractores en la corte: pudo haber fundado un reino independiente, pues en 1524 controlaba la mayor parte de América Central, y lo mismo los indios que los españoles le obedecían como a un monarca absoluto. En cambio, inhibido por su educación familiar y por la fidelidad innata de su clase a la Corona, se some tió a lo legal y aceptó innumerables afrentas de presuntuosos oficiales enviados desde España. Mas en parte fue también culpa suya, pues al sublevarse Olid en Honduras, decidió dirigir él mismo el ejército en lugar de enviar a uno de sus subalternos. “Me parecía que mi propia persona Mesaba ya mucho tiempo ociosa” escribe al principio de su quinta carta al emperador. El ánimo del conquistador estaba intranquilo, pero al mismo tiempo se daba cuenta de la semejanza del acto de Olid con su propia ac titud frente a Velázquez. Estuvo ausente durante casi dos años y fueron las noticias que recibió sobre disensiones entre los oficiales a quienes había dejado a cargo del gobierno lo que le impidió continuar hasta Nicaragua y tal vez aun más al Sur. Mas estos dos años, arduos y ocupadísimos, perjudicaron no sólo a su salud sino también a su reputación. Comenzaron a correr rumores sobre su muerte y las vagas noticias que llegaban a España sobre una situación caótica en México llegaron a causar du das y aun grandes sospechas en la mente de Carlos y de sus consejeros. Asi, pues, el Consejo de Indias consideró como lo más adecuado nombrar gobernador en su lu gar a Diego Colón. Por fortuna para Cortés, en este momento llegaba a España Diego de Soto con un considerable tesoro conseguido antes de la expedición de Honduras. “Envío además una culebrilla de plata fundida que pesa 1250 kilogramos; me costó, adquirir el metal, 24.500 pesos.” Estaba decorada con el motivo del Ave Fénix y llevaba una 316
inscripción que para el consumo doméstico quizá constituía algo demasiado pre tencioso: Esta Ave nació sin par, Vos mi igual en el mundo, Yo en serviros, sin segundo. La culebrina fue fundida para la siempre necesitada tesorería de Carlos, pero el envío obtuvo buenos resultados. No se confirmó el nombramiento de Colón; en cambio, se enviaba a Ponte de León como juez de una “residencia” o Comisión Real de Investigación y al mismo tiempo como gobernador. Éste murió inmediatamente después de su llegada a México, e inevitablemente se acusó a Cortés de haberle enve nenado. Las indignidades de que empezó a ser objeto le obligaron a retirarse de la ciudad a sus propias tierras en exilio voluntario. La quinta y última de sus cartas al emperador termina con una amarga defensa contra “muchos y potentes rivales y enemigos” que “han cegado los ojos de Vuestra Majestad... al afirmar que yo he negado obediencia a los decretos reales y que man tengo estos territorios no en vuestro nombre, sino de una manera tiránica y abomi nable, para probar lo cual traen razones viles y diabólicas cjue no son más que vanas y falsas conjeturas”. Concluyendo su réplica contra los cargos de traición escribe: “Pero últimamente ha quedado al descubierto de manera clara y manifiesta la mali cia de los que han hecho tales acusaciones, pues si ellas fuesen ciertas, yo nunca hu biese viajado a seiscientas leguas de esta ciudad por territorios deshabitados y cami nos peligrosos, ni hubiese dejado el país a cargo de enviados de Vuestra Majestad que era de esperar fuesen las personas que más empeño pondrían en el servicio de Vuestra Majestad, aunque sus actos estuvieron muy lejos de corresponder a la con fianza que yo puse en ellos”. Sigue después una detallada réplica a la acusación de malversación de fondos de la Corona. No obstante, su afirmación de que seguía sien do pobre y de que debía más de un millón de pesos para pagar los cuales “no poseía ni un castellano” no corresponde realmente a la magnificencia del séquito de que era acompañado cuando en 1528 volvía a España para defenderse personalmente ante Carlos. Pero, para hacer justicia a todos, no hay que olvidar que el asunto tenía otro aspecto que se echa de ver con toda claridad en las igualmente amargas quejas de Diego Velázquez. Fonseca no sólo tenía intereses monetarios en el caso, sino que, mientras se mantuvo en el cargo, procuró con todo empeño apoyar al gobernador de Cuba presentándolo siempre como el hombre más apto para defender en el Nue vo Continente los intereses de la Corona. Una de las referencias más reveladoras al respecto se halla en la cuarta relación de Cortés: “Tengo la intención de enviar a Cuba una fuerza para apoderarme de Diego Velázquez y encarcelarle como preso de Vuestra Majestad, pues una vez arrancada la raíz del mal, y este hombre lo es verda deramente, no tardarán en marchitarse rodas las ramas”. Fonseca contó siempre con la fidelidad de Velázquez, mientras que a Cortés lo consideró siempre como un ele mento peligroso, y este pasaje, que puede ser una prueba de los poderes excepciona les que Cortés se atribuía a sí mismo, nos persuade de que tal vez a la larga el punto de vista oficial, representado por la actitud de Fonseca, hubiera podido resultar exac 317
to. En todo caso, la talla de un hombre como Cortés tiene que suscitar inevitable mente recelos y envidias en su país de origen. No obstante, sus éxitos unidos a la imperiosa necesidad de dinero que siempre aquejó al emperador Carlos hicieron que Cortés lograse todo cuanto pedía. Fue reci bido por Carlos en su corte de Toledo, se le dio el titulo de Marqués del Valle de Oaxaca, se le confirmó en su título de capitán general y recibió grandes extensiones de territorio que abarcaban entre otras muchas las ciudades de Oaxaca y Cuernavaca. Mas en lugar de ser nombrado capitán de la Orden de Santiago, recibió tan sólo el título de caballero —que nunca emplearía—. Se le denegó el gobierno de Nueva Espa ña, único título capaz de afianzarlo en su posición. Así, cuando después de su ma trimonio con una mujer miembro de la familia ducal de Zúñiga volvía a México, ya no era como gobernador absoluto. Desembarcó en Vera Cruz el 15 de julio de 1530 para encontrarse con que Ñuño de Guzmán, presidente de la Audiencia, había sumi do el país en la anarquía y había suscitado todo un oleaje de acusaciones contra Cortés, incluso la de haber asesinado a su esposa anterior, Catalina. Fue amenazado con la detención, y hallándose en Texcoco le llegó una nota en la que se le comuni caba le estaba prohibida la entrada en la ciudad de México, “so pena de la confisca ción de sus propiedades y del disfavor del rey”. No obstante, parece haber ejercido como capitán general hasta la llegada en 1531 de la nueva Audiencia, formada antes de que hubiese partido de España. Mas, aunque los hombres que la componían eran bastante más sensatos, se originó, no obstante, una querella acerca de las tierras y vasallos que le habían sido concedidos por el emperador. Se llegó por fin a un acuerdo y Cortés se retiró a Cuernavaca donde todavía hoy puede verse su palacio. Astuta mente, Carlos había procurado proporcionarle un escape para sus energías con la concesión de una “capitulación” que abarcaba las costas del Mar del Sur. Durante los ocho años siguientes hasta su regreso definitivo a España en 1540 y tras algunos desacuerdos con el virrey, Cortés se dedicó a la exploración del Pacifico. Sus barcos llegaron hasta Tehuantepec y California. Cuando salía de México, el gobierno había pasado totalmente a la burocracia, y los indios, al menos en teoría, eran libres; estaban prohibidos los trabajos forzados y se había introducido la pena de muerte para todo aquel que marcase con hierro candente a los esclavos. El primer virrey que ocupó este cargo fue el sagaz Amonio de Mendoza; más tarde sería enviado a sustituir a La Gasea en Perú. Así, las dos co lonias más importantes de España gozaron, al menos en su primer periodo, de un régimen bastante liberal. Con la muerte de Cortés en 1547 —en el pueblo sevillano de Castilleja de la Cuesta- y la ejecución de Gonzalo Pizarro al año siguiente, el Consejo de Indias se hacía por fin cargo de las colonias y con ello concluyeron al menos al gunas de las injusticias que siguieron a la conquista de los Imperios aztecas e incaico. Ello era de gran importancia para España, pues fueron las riquezas de México y Perú las que justamente sirvieron de apoyo en el papel dominante que ocupó en Europa, haciendo posibles las guerras de Carlos V y Felipe II. A pesar de esto, el Consejo siguió teniendo su sede en Sevilla y controlando el comercio del Atlántico en favor de los intereses de España. La importancia de este comercio y la rapidez de su desarrollo pueden apreciarse por los datos del registro de tráfico de embarcaciones: 79 salidas y 47 entradas has ta 1540. A mediados del siglo xvi las guerras europeas hicieron menguar sensible 318
mente este volumen de tráfico. Condujeron a la adopción, en 1564, del sistema de convoy. Mas aun asi, a fines del siglo la economía española y con ello la posición dominante de España en el concierto de las naciones europeas dependía totalmente de los metales preciosos traídos del Nuevo Mundo. La rigidez del régimen colonial ya en esas fechas era tal, que las colonias estaban virtualmente aisladas no sólo de los países extranjeros, sino también las unas de las otras. Un acervo de leyes les negaba el derec ho a comerciar, a cultivar ciertas plantas y fabricar ciertos productos para su propio consumo. Las materias primas tenían que ser enviadas a España en barcos españoles. Fue solamente la gran lealtad a la Corona que mostraron los colonos es pañoles lo que permitió que se pudiese prolongar durante tres siglos un régimen tan descarado de explotación. Actualmente se suele decir en México que los indios hicieron la conquista y los españoles llevaron a cabo la liberación. Y es verdad. En 1810 Hidalgo profirió el grito de “¡Viva México!” ; en 1811 Bolívar iniciaba sus actividades en Caracas, y co menzaba sus ataques contra las guarniciones españolas de América del Sur. En poco más de diez años toda la América hispana consiguió su independencia, con la ayuda a veces de mercenarios sin trabajo en Europa tras la derrota de Napoleón. Pero, lo mismo que ocurre en el Africa de hoy, se encontraron sin experiencia en el gobierno y en los asuntos administrativos. El resultado fue de nuevo la anarquía, una situación que fue explotada por las familias españolas más potentes. Los ricos criollos aumen taron sus riquezas y los indios en las grandes haciendas fueron reducidos al nivel de siervos, mientras que la situación de los mestizos no era mucho mejor. El grado de integración alcanzado en México, donde las condiciones eran especialmente malas, condujo a una situación explosiva. Esto llevó inevitablemente al baño de sangre de la revolución de 1910-1917 y al obsesivo nacionalismo actual. En Perú, lo mismo que en otras colonias de la América del Sur, a la independencia siguieron una serie de dictaduras militares. Allí no se había alcanzado el mismo grado de integración, y los siglos de trabajo forzado impuestos por los Incas y por los españoles habían re ducido a los indios a la pasiva aceptación de la autoridad y a la explotación. La independencia revistió otras modalidades, y fue la guerra lo que afligió a las nuevas repúblicas. El viajero de la América Central y del Sur, que mire más allá de los grandes m o numentos del pasado indio, podrá darse cuenta de que los últimos cuatro siglos han dejado mucho más que un legado de grandiosas iglesias y lujosas mansiones. En Mé xico la mezcla de sangre española e india es casi total y de esta mezcla ha resultado una raza de energías extraordinarias. Ello y la proximidad de los Estados Unidos han hecho de México la primera república de América del Sur que ha conseguido una economía estable. Peni bien podría ser la segunda, pero los Andes hacen costosas las comunicaciones y obstaculizan la explotación de su gran riqueza minera; y su nume rosa población india, en gran parte al margen de una economía monetaria, plantea unos problemas que sólo el tiempo podrá solucionar. Como en el caso de Panamá, cuya economía encontró la estabilización merced sólo al canal estadounidense que sustituyó las reatas de mulos, las condiciones actuales de cada una de estas naciones echa sus raíces en su geografía y en su historia. Es muy significativa la divergencia de actitudes frente a los colonizadores españoles. En el México de hoy. Cuauhtemoc, el jefe azteca hecho ejecutar por Cortés durante la 319
marcha a Honduras, es considerado un héroe nacional; Cortés, por el contrario, es odiado. Mas dentro de la concepción del mundo de la época, era un hombre liberal y justo; sin embargo, toda huella suya ha sido borrada, sus estatuas han sido destrui das, a las calles que llevaban su nombre se les han dado otros, los palacios que se cons truyó en Tlaxcala y Cuernavaca están llenos de versiones mexicas de la conquista, yen los murales de Diego Rivera su figura se representa de forma grotesca. En Perú, sin embargo, ninguna acusación se hace contra el conquistador que fundó Lima; Pizarro, montado en un brioso corcel y muy parecido al del monumento de su villa natal, se enfrenta hoy todavía a la plaza de armas. Nada ha sido cambiado en la capilla que le está dedicada en la catedral, y hoy se llena de visitantes, lo mismo perua nos que extranjeros. Es más, en Perú la arquitectura colonial española, aunque más pretenciosa y más profusamente adornada que la de México, no se ha visto ensombre cida por ningún resurgimiento de formas pseudoindigcnas. Mas esto es una muestra de la distinta situación social; Perú sigue siendo en gran parte gobernado por y para una minoría europea descendiente en su mayoría, sin mezcla alguna de sangre, de los colonos españoles. El contraste en México es asombroso. La escultura y la arquitectura modernas de esta nación se han vuelto a lo azteca en un intento casi enfermizo de recrear un mundo preespañol y de borrar cuatro siglos de Historia. Mas esta misma actitud pone de extra ño relieve la conquista española, y a pesar de los siglos parece resuenen débilmente, todavía, las palabras que escribe Cortés al final de su última carta al emperador: “...Pues es imposible que Vuestra Majestad no llegue a reconocer mis servicios; mas aunque nunca lo hagáis, estoy satisfecho, sin embargo, de haber cumplido con mi deber y de no estar en deuda con nadie... De esta ciudad de Tenochtitlán, a 3 de sep tiembre de 1526”.
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