PODER JUDICIAL Y DEMOCRACIA*
* Los textos que se reúnen bajo este título, fueron presentados en el XII Seminario Eduardo García Máynez sobre teoría y filosofía del derecho, organizado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), la Escuela Libre de Derecho (ELD), el Instituto de Investigaciones Jurídicas y el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM y el Instituto Nacional de Ciencias Penales (INACIPE).
LOS JUECES ¿CREAN DERECHO? Eugenio Bulygin*
1. Introducción del derecho por los jueces es una cuestión muy debatida L aencreación los últimos doscientos años que ha recibido respuestas muy disímiles. Cabe distinguir entre por lo menos tres posiciones claramente diferenciadas: A. Teoría que sostiene que el derecho, entendiendo por tal el conjunto de las normas generales, es creado por el legislador y que los jueces se limitan a aplicar el derecho a casos particulares. Voy a referirme a esta posición como “doctrina tradicional”. B. Teoría para la cual el derecho es el conjunto de todas las normas, generales e individuales, y que sostiene que los jueces crean derecho porque crean normas individuales. El representante más conspicuo de esta tesis es Hans Kelsen. C. Teoría que sostiene que los jueces no crean derecho en situaciones normales, pero sí lo hacen porque crean normas generales en situaciones muy especiales. Trataré de defender esta tesis en el presente trabajo. Es fácil advertir que no hay consenso entre estas teorías acerca de dos puntos fundamentales: 1) qué ha de entenderse por “derecho” y 2) qué quiere decir “crear derecho”. Nadie niega que los jueces dictan sentencias, pero las teorías A y C no consideran que esto justifique la tesis de que los jueces crean derecho. Hay una coincidencia importante entre estas dos teorías: ambas consideran que el derecho es el conjunto de las normas generales. Pero se oponen frontalmente en la cuestión de saber si los jueces crean normas generales: mientras que la teoría A niega esto, la teoría C lo afirma. La teoría B discrepa con las teorías A y C respecto de lo que ha de entenderse por “derecho”, pero coincide con la teo* Universidad de Buenos Aires. ISONOMÍA No. 18 / Abril 2003
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ría C en que los jueces a veces también crean normas generales, si bien restringe las hipótesis en las que esto ocurre. 2. La doctrina tradicional Lo que llamo aquí “doctrina tradicional” se caracteriza por una tajante distinción entre la creación del derecho por parte del legislador y la aplicación del derecho por los tribunales de justicia. Esta doctrina hunde sus raíces en la Ilustración (con las teorías de la soberanía popular y de la división de poderes), la Revolución Francesa (que intentó poner en práctica las principales ideas de los pensadores de la Ilustración) y la codificación napoleónica que es una consecuencia casi necesaria de la doctrina de división de poderes, doctrina que mantiene su vigencia hasta nuestros días. La separación entre el poder legislativo como poder político por excelencia, ejercido por el parlamento compuesto por los representantes del pueblo y encargado de la creación del derecho, y el poder judicial, un poder puramente técnico, ejercido por jueces profesionales cuya tarea se agota en la aplicación de las leyes dictadas por el poder legislativo es uno de los puntos centrales de las propuestas de los teóricos de la Ilustración para la organización política y jurídica del Estado. Por derecho se entiende aquí el conjunto de las normas generales dictadas por el parlamento y el poder ejecutivo, en primer lugar, las leyes. La tarea de los jueces se circunscribe a la aplicación de las normas generales a casos concretos. Este planteo no sólo supone una división tajante entre la creación y la aplicación del derecho, sino que además exige –para que los jueces estén en condiciones de cumplir su función– que el derecho suministre a los jueces la posibilidad de resolver todos los casos mediante la aplicación de las normas generales. Esto implica que el derecho ha de ser completo y coherente, en el sentido de que debe contener una solución para todo problema que sea sometido al juez y que no haya dos o más soluciones incompatibles para el mismo caso. Aparentemente, la falta de una norma que resuelva el caso (lo que tradicionalmente se llama laguna del derecho) o la existencia de dos o más normas incompatibles aplicables al mismo caso (conflicto de normas) impediría al juez resolver el caso, esto es, aplicar el derecho, sin solucionar antes esos problemas.
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Es en este sentido que la codificación napoleónica puede considerarse como un corolario indispensable de la división de poderes. En efecto, la codificación fue el primer intento serio de lograr una legislación completa y coherente para una determinada materia, como las relaciones civiles (Código Civil), comerciales (Código de Comercio), la pretensión punitiva del Estado (Código Penal), etc. El que las normas generales solucionen todos los casos y lo hagan en forma coherente parece ser una condición necesaria para poder exigir del juez que se limite a la mera aplicación de esas normas, sin introducir modificaciones o cambios en las normas generales. Tan persistente es esta idea que en los órdenes jurídicos modernos que tienen su origen en la codificación napoleónica se da por supuesto que el derecho es siempre completo y coherente en el sentido de que proporciona una respuesta y sólo una respuesta a todo problema jurídico. Esto lo prueban las exigencias impuestas a los jueces por la legislación positiva de muchos países. En efecto: 1) Los jueces tienen la obligación de resolver todos los casos que dentro de su competencia les fueran planteados y si bien la competencia de un juez suele ser limitada, se supone que la competencia de todos los jueces es exhaustiva en el sentido de que para todo problema jurídico siempre ha de haber un juez competente. 2) Las resoluciones de los jueces deben ser fundadas en normas jurídicas. Si los jueces están obligados a resolver todos los casos mediante sentencias fundadas en normas jurídicas, se infiere –en virtud del principio “deber implica poder”– que los jueces pueden cumplir esa obligación, de donde se sigue, 3) En el derecho se encuentra siempre una solución para cualquier problema jurídico planteado al juez.1 Es característico para esta actitud, el artículo 15 del Código Civil argentino que dispone: “Los jueces no pueden dejar de juzgar bajo el pretexto de silencio, obscuridad o insuficiencia de las leyes.” Está bien que no deban alegar pretextos, pero ¿qué sucede si no se trata de pre1 Cfr. Alchourrón C.E y Bulygin E. Normative Systems, Springer Verlag, Wien-New York, 1971, pp. 175-178. En adelante: NS. Cfr. también la versión castellana de los autores Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Astrea, Buenos Aires, 1975.
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textos si la ley guarda silencio, o es oscura o insuficiente? ¿O es que se supone que tal situación no puede darse? El artículo 16 indica el camino que debe adoptar el juez para evitar esta situación desagradable: “Si una cuestión civil no puede resolverse, ni por las palabras, ni por el espíritu de la ley, se atenderá a los principios de leyes análogas; y si aún la cuestión fuese dudosa, se resolverá por los principios generales del derecho, teniendo en consideración, las circunstancias del caso.” Esta disposición admite dos interpretaciones. O bien el legislador considera que aunque las leyes (es decir, las normas generales) pueden no ser completas, el conjunto resultante de agregar a las normas generales los principios de las leyes análogas y los principios generales del derecho es siempre completo y coherente. Esta tesis es llamativamente parecida a la posición de Dworkin para quien si bien el derecho establecido (settled law) –entendiendo por tal el conjunto de las leyes y precedentes judiciales– puede resultar incompleto e incoherente, una vez interpretado a la luz de los principios y de la mejor teoría política subyacente, suministra siempre una respuesta correcta. O bien el artículo 16 puede interpretarse en el sentido de que autoriza al juez a modificar el derecho existente, agregándole una nueva norma, al estilo del art. 1 del Código Civil Suizo.2 En esta interpretación, el art.16 autorizaría al juez a crear nuevas normas jurídicas, lo que está en flagrante contradicción con la doctrina de la división de poderes en su versión tradicional. La doctrina tradicional fue criticada por Kelsen, quien sostiene que todos los actos jurídicos son a la vez actos de aplicación y de creación del derecho (salvo los dos casos extremos: el dictado de la históricamente primera constitución que es pura creación y la ejecución de sentencia que es pura aplicación). En particular, el legislador aplica la constitución y crea normas generales y el juez aplica la ley y crea sentencias, es decir, normas individuales. Por lo tanto, la diferencia entre la función del legislador y la del juez es, según Kelsen, sólo cuantitativa: el juez suele estar más limitado que el legislador, pero ambos crean derecho dentro del marco establecido por la norma superior (la constitución en el caso del legislador y la ley en el del juez). 2 “A défault d’une disposition légale aplicable, le juge prononce selon le droit coutumier, et a défault d’une coutume, selon les regles qu’il établirait s’il avait a faire acte de législateur”. Citado por H. Kelsen en Teoría General del Derecho y del Estado, México, 1958, p. 174.
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3. Normas generales y normas individuales Antes de analizar más en detalle esta crítica, tenemos que aclarar qué se entiende en este contexto por “norma general” y “norma individual”. Las normas pueden ser caracterizadas como expresiones usadas prescriptivamente para ordenar, prohibir o permitir una cierta conducta o acción en determinadas circunstancias. Llamaremos caso a la situación o la circunstancia en las que la conducta en cuestión debe, no debe o puede ser realizada conforme a la norma, y llamaremos solución a la expresión que ordena, prohíbe o permite la conducta en cuestión, es decir, que dice que esa conducta debe, no debe o puede ser llevada a cabo. En este sentido cabe decir que las normas son expresiones que correlacionan un caso con una solución.3 El término “caso” es ambiguo tanto en el lenguaje corriente como en el lenguaje jurídico: así hablamos del caso de atentado político y del caso del ataque a las Torres Gemelas. La palabra “caso” alude aquí, sin embargo, a dos cosas bien distintas. El caso de atentado político está caracterizado por un conjunto de propiedades (un hecho de violencia tendiente a causar daños a personas o cosas, producido por razones políticas). El atentado político puede producirse –y lamentablemente se produce con bastante frecuencia– en distintos lugares y en diferentes momentos (la explosión de la Embajada de Israel en Buenos Aires en 1992, el ataque a las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de Septiembre de 2001, un cochebomba colocado por ETA en una calle de Madrid, son todos ejemplos de atentado político). Para despejar esta ambigüedad usaré los términos caso genérico y caso individual. Un caso individual es un evento concreto ubicado en tiempo y espacio, cuyos protagonistas son individuos; un caso genérico es una propiedad o conjunto de propiedades que pueden ejemplificarse en un número indefinido de casos individuales. Paralelamente podemos distinguir entre soluciones genéricas que son tipos o clases de acciones caracterizadas normativamente (como obligatorias, prohibidas o permitidas) y soluciones individuales, que son actos u omisiones realizados por individuos determinados, localizados espacial y temporalmente, calificados como obligatorios, prohibidos o permitidos.4 Es importante tener presente que ni los casos genéricos ni 3 4
Cfr. NS. Capítulos .I y II. Cfr. NS p. 35.
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las soluciones genéricas se refieren a hechos reales, sino tan solo a hechos posibles. En cambio, los casos y las soluciones individuales se refieren a hechos reales. Podemos definir normas generales como expresiones que correlacionan casos genéricos con soluciones genéricas y las normas individuales como expresiones que correlacionan una cierta descripción de un caso individual con una solución individual.5 Ahora bien, Kelsen sostiene que las sentencias judiciales son normas individuales. Pero esta tesis es más que dudosa. En primer lugar, decir que la sentencia judicial es una norma individual es por lo menos una exageración, producto de una simplificación excesiva. La sentencia es una entidad compleja que consta de dos partes: los considerandos y la parte resolutiva o dispositiva. La parte resolutiva en la cual el juez condena al acusado a tantos años de cárcel o al demandado a pagarle al actor tal suma de dinero es una norma individual, pero esta norma individual está precedida por los considerandos en los que el juez justifica o fundamenta su decisión (vgr. dice que el acusado cometió tal delito, reprimido por tal norma del código penal o que el demandado dejó de cumplir tal obligación frente al actor). Los considerandos son una parte de la sentencia y una parte muy esencial. En esto estriba una diferencia fundamental entre el acto del legislador y el acto del juez: los jueces, a diferencia de los legisladores, están obligados a justificar expresamente sus decisiones y esta justificación forma parte de la sentencia. El legislador también justifica, a veces, las normas que dicta, agregando a la ley una explicación de motivos, pero ésta no forma parte de la ley, mientras que la justificación o fundamentación de la decisión judicial es una parte imprescindible de la sentencia. Una sentencia que carece de justificación es una sentencia arbitraria, sujeta a la anulación o revocación. Cabe agregar que es dudoso que las llamadas “normas individuales” sean normas. El término “norma” –y con mayor razón el término “regla”– parece requerir la generalidad, al menos respecto del sujeto o destinatario de la norma.6 Por este motivo sería probablemente más ra5
Lo que llamo aquí “norma general” corresponde a “norma eminentemente general” de von Wright. Cfr. von Wright, G.H., Norm and Action, Routledge and Kegan Paul, London 1963, pp. 81-83. 6 Cfr. J. Austin, The Province of Jurisprudence Determined (1832), Lecture One y von Wright G.H., Norm and Action, op. cit., pp. 82-83.
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zonable denominar a la parte resolutiva de una sentencia “disposición” o “mandato” y no “norma individual”. Es tan solo para no apartarme de la terminología usada por Kelsen que no propicio este cambio terminológico. 4. La justificación de la decisión judicial Tenemos que analizar ahora en qué consiste la justificación de la decisión judicial. En principio, una norma individual dictada por el juez, esto es, la parte dispositiva de su sentencia, está justificada cuando se infiere lógicamente de los considerandos. Para ello los considerandos deben contener un fundamento fáctico y un fundamento normativo. El fundamento fáctico consiste en la descripción del caso individual y la constatación de que ese caso individual es una instancia de un cierto caso genérico, esto es, que el caso individual tiene la propiedad definitoria de un determinado caso genérico. Esta operación se llama habitualmente “subsunción”.7 El fundamento normativo es una norma general que soluciona el caso genérico al que pertenece el caso individual sometido a la decisión del juez. Para que su decisión esté justificada, el juez debe subsumir el caso individual en un caso genérico y luego dictar una resolución o norma individual que corresponda a la solución que la norma general invocada en los considerandos correlaciona con el caso genérico correspondiente. Cuando el juez condena a Pedro a 12 años de prisión por haber matado a Juan, debe mostrar que la conducta realizada por Pedro es un homicidio y que la pena impuesta está dentro del marco fijado por la norma del código penal que pena el homicidio. Para sostener que el juez siempre crea derecho, Kelsen se basa en dos argumentos: 1) La sentencia del juez es producto de un acto de voluntad y no de mero conocimiento y 2) en la sentencia se concretan una serie de elementos que en la norma general aplicada sólo son mencionados en forma abstracta (por ejemplo, la identificación del condenado, el monto de la pena, el lugar en que debe cumplirse, etc.). La nor-
7 En Alchourrón C.E. y Bulygin E., “Los límites de la lógica y el razonamiento jurídico” (publicado en Alchourrón C.E. y Bulygin E., Análisis Lógico y Derecho, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, pp. 303-328) se usa como término técnico la expresión “subsunción indidivual” para distinguirla de la subsunción genérica (pp. 308-309).
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ma general señala un marco de posibilidades que el juez llena al elegir una de ellas cuando crea la norma individual. Por ejemplo, si la norma del código penal establece para el homicidio una pena de prisión entre 8 y 25 años y el juez fija 12 años, su decisión (solución individual) corresponde a la solución genérica. Ambos argumentos pueden ser admitidos sin dificultad, pero de ahí no se sigue la conclusión que Kelsen pretende sacar. Es cierto que la parte dispositiva de la sentencia es el resultado de un acto de voluntad y que el juez al dictar la norma individual agrega una serie de datos que no figuran en la norma general. Pero esto no implica que el juez esté creando derecho. Si la norma individual dictada por el juez, esto es, la parte dispositiva de su sentencia, está fundada en una norma general creada por el legislador, parece exagerado hablar de “creación del derecho”. He sostenido en otra oportunidad que el juez sólo crea derecho cuando la norma general mediante la cual justifica su decisión no es una norma creada por el legislador8 y estoy dispuesto a mantener esta tesis. Pero ya hemos visto que de acuerdo a la doctrina tradicional esto es precisamente lo que el juez no debe hacer, pues debe fundar su decisión en el derecho, es decir, en las normas generales creadas por el legislador. La pregunta es ¿qué debe y qué puede hacer el juez cuando el derecho no soluciona su caso, es decir, frente a una laguna, si es que hay tal cosa como laguna normativa? 5. Lagunas normativas Frente al problema de las lagunas normativas, los filósofos del derecho han adoptado actitudes muy dispares. Cabe distinguir básicamente tres posiciones: I. Teorías que consideran que el derecho es necesariamente completo y, por lo tanto, niegan la posibilidad de lagunas. Kelsen es el representante más conocido de esta tendencia, que es compartida por muchos teóricos. II. Teorías que consideran que aunque haya lagunas normativas, esto no impide que los jueces puedan resolver todos los casos mediante la
8 Cfr. E. Bulygin, “Sentencia judicial y creación de derecho”, en Alchourrón C.E. y Bulygin E., Análisis Lógico y Derecho, op. cit., pp. 355-369.
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aplicación de las normas generales preexistentes. (Destacados representantes de esta posición son Juan Ruiz Manero y Fernando Atria en su libro On Law and Legal Reasoning.)9 III. Teorías que sostienen que la existencia o inexistencia de lagunas es una cuestión empírica y por lo tanto contingente (tesis defendida en Normative Systems, en adelante, NS).10 Las teorías que admiten la existencia de lagunas (grupo III) consideran que los jueces tienen discrecionalidad para resolver los casos en los que no hay regulación jurídica (casos de lagunas normativas). Para las teorías del grupo I, en principio no hay discrecionalidad porque no hay lagunas, pero puede haberla si el orden jurídico autoriza a los jueces a apartarse del derecho. En cambio, para las teorías agrupadas en II –y en particular para Atria– no hay discreción aunque haya lagunas. En esta sección voy a hacer una breve reseña de la teoría de Kelsen, como representante más destacado del grupo I, cuya doctrina ha sido analizada en detalle en el capitulo VII de NS, para concentrarme en la sección siguiente en el grupo II y en particular en los argumentos de Fernando Atria. El principal argumento que esgrimen los autores que niegan la existencia de lagunas está basado en el famoso principio “Todo lo que no está prohibido, está permitido” que llamaré “Principio de Prohibición”. Según Kelsen, este principio forma parte de todo orden jurídico. La idea central es que el derecho prohibe ciertas conductas, y las demás conductas, al no estar prohibidas, están permitidas. Por lo tanto, todas las conductas tienen un status normativo (como prohibidas o como permitidas). Ergo no hay conductas no reguladas por el derecho. Este argumento es una falacia, basada en la falta de distinción entre normas y proposiciones normativas, por un lado, y entre diferentes sentidos del término “permitido”, por el otro. Las normas son expresiones prescriptivas que prohíben, ordenan o permiten ciertas conductas (en determinadas circunstancias); las propo9 Hart Publishing, Oxford, 2002. Las citas que siguen se refieren al manuscrito y probablemente no coinciden con las páginas del libro. 10 En su libro, Atria incluye como una categoría aparte las teorías que sostienen que los sistemas jurídicos necesariamente tienen lagunas y menciona como ejemplo la de Raz. Es cierto que Raz –y mucho antes de él Kantorowicz– dicen que siempre hay lagunas. Sin embargo, ni Raz ni Kantorowicz sostienen que necesariamente haya lagunas normativas. Cuando hablan de la necesidad de lagunas se refieren a lagunas de reconocimiento y no a las lagunas normativas. No conozco ningún teórico que haya sostenido la necesidad de lagunas normativas.
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siciones normativas son enunciados descriptivos que informan acerca de la existencia de normas. Las normas pueden ser calificadas de válidas o inválidas, eficaces o ineficaces, pueden ser obedecidas o desobedecidas, pero no son ni verdaderas ni falsas. Las proposiciones normativas son verdaderas o falsas, pero no pueden ser obedecidas y no son válidas ni inválidas. A pesar de estas claras diferencias, tanto unas como otras pueden ser expresadas mediante las mismas palabras. “Prohibido fumar” puede ser expresión de una norma o de una proposición que afirma la existencia de una norma que prohíbe fumar. Esta ambigüedad suele dar lugar a no pocas confusiones. El término “permitido” es, a su vez, ambiguo. Cuando figura en una norma, es decir, cuando es usado prescriptivamente, “permitido” significa lo mismo que “no prohibido” y “prohibido” significa “no permitido”. Pero cuando figura en una proposición normativa, “permitido” puede significar dos cosas distintas. Al decir “p está permitido” puedo querer decir, por un lado, que no existe una norma que prohíba p (permisión débil o negativa) o, por el otro, que existe una norma que permite p (permisión fuerte o positiva). Cabe preguntarse si el principio “Lo que no está prohibido, está permitido” es una norma o una proposición normativa. Si es una norma que permite todas las conductas que no están prohibidas por otras normas, entonces –como toda norma– es contingente y no puede pertenecer necesariamente a todo orden jurídico. Si es una proposición normativa, caben dos posibilidades: o bien “permitido” significa “no prohibido” (permisión negativa o débil), o bien significa permisión fuerte o positiva. En el primer caso, el Principio de Prohibición es necesariamente verdadero, pero absolutamente trivial, pues sólo dice que lo que no está prohibido no está prohibido. Esto es totalmente inocuo y perfectamente compatible con la existencia de lagunas. Si, en cambio, “permitido” significa permisión fuerte o positiva, entonces el Principio dice que si una conducta no está prohibida hay una norma que la permite. Esto es claramente falso: del mero hecho de la ausencia de una norma prohibitiva no cabe inferir la presencia de una norma permisiva. Resumiendo, el Principio de Prohibición como norma es contingente y como proposición normativa es o bien vacuo, o bien, falso. En ningún caso puede apoyar la tesis de que el derecho es necesariamente completo. En la primera etapa de su obra, Kelsen parece recurrir al Principio de Prohibición en su versión fuerte, para lo cual intenta probar que frente
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a una conducta p, siempre hay una norma aplicable: o bien una norma que prohibe p o bien la norma negativa que establece la libertad “de hacer u omitir aquello a lo que no se está obligado”. “Es esta norma negativa la que viene a aplicarse en la decisión con que se rechaza una pretensión que está dirigida a una conducta no convertida en deber.”11 Esto presupone la verdad del Principio de Prohibición en su versión fuerte. Pero ya hemos visto que en su versión fuerte el principio es falso: nada autoriza a pensar que en todo orden jurídico exista una norma que permite toda conducta no prohibida. En la segunda etapa, Kelsen cambia su planteo. Ya no pretende que en todo orden jurídico haya una norma que permite lo que no está prohibido; ahora sostiene que cuando no hay una norma aplicable, se aplica todo el orden jurídico, esta vez en virtud de la versión débil del Principio de Prohibición: toda conducta no prohibida está (débilmente) permitida. Pero la permisión débil es perfectamente compatible con la presencia de una laguna. De ahí la conclusión a la que llegamos en NS de que en el caso de una laguna normativa el juez no tiene la obligación de condenar al demandado, ni tampoco la de rechazar la demanda. Lo único a que está obligado es a dictar sentencia y lo puede hacer de cualquiera de las dos formas posibles: condenando al demandado o rechazando la demanda. En otras palabras, el juez puede decidir discrecionalmente el caso individual. 6. La teoría de Atria La tesis de Normative Systems fue criticada por Juan Ruiz Manero en su conocido libro Jurisdicción y Normas.12 Ruiz Manero sostiene que en el caso en que no existe una norma específica que lo obligue a condenar, el juez está obligado a rechazar la demanda. Fernando Atria comparte la tesis de Ruiz Manero y la desarrolla. El meollo de su posición es la distinción entre dos preguntas que, según él, Alchourrón y Bulygin no distinguen: a)¿Qué dice el derecho de Escocia respecto de las vacaciones de parejas casadas? y b) ¿cuál es la solución jurídica correcta para este caso? Las preguntas están referidas a un ejemplo que será analizado más adelante, pero es fácil reformularlas en términos más generales. Si bien Atria no distingue entre 11 12
Cfr. Kelsen, La Teoría Pura del Derecho, Losada, Buenos Aires, 1941, p. 139. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, pp. 38-45.
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casos genéricos y casos individuales, la pregunta (a) se refiere claramente a casos genéricos, pues el caso caracterizado como “vacaciones de parejas casadas” es claramente un caso genérico. En cambio, la pregunta (b) se refiere a “este caso”, es decir, a un caso individual. Por consiguiente, cabe reformular las dos preguntas de la siguiente manera: (a’) ¿Qué establece el derecho para el caso genérico? (b’) ¿Qué debe hacer el juez en un caso individual que pertenece a ese caso genérico? La idea básica de Atria es que –a diferencia de Alchourrón y Bulygin– la respuesta negativa a la pregunta (a’) no implica una respuesta a la pregunta (b’). En particular, Atria cree que una respuesta negativa a la pregunta (a’): el derecho no establece nada respecto del caso genérico, no impide que haya una respuesta correcta a la pregunta (b’). Esta respuesta es que el juez debe rechazar la demanda. En consecuencia, no es verdad que el juez tenga discreción para resolver el caso individual cuando hay una laguna normativa (Atria pp. 62-63). Sólo en el caso de una laguna axiológica habría discrecionalidad (p. 66), donde por “laguna axiológica” se entiende un caso para el cual hay una solución, pero ésta es valorada por el intérprete como injusta o inadecuada. Si bien Atria dice que no pretende sostener la tesis de que los sistemas jurídicos son necesariamente completos (p. 64), poco después afirma que el mero hecho de que el derecho guarde silencio respecto de una cuestión no significa que el caso no esté regulado (p. 65). Esto suena a una contradicción, pero creo que se pueden conciliar ambas afirmaciones: hay que entenderlas en el sentido de que aunque el caso genérico no esté regulado, el caso individual siempre está regulado.13 13 Al finalizar su discusión del problema de las lagunas, Atria dice que para un positivista que sostiene la tesis de las fuentes sociales del derecho al estilo de Raz, o bien no hay lagunas, o bien las hay en cantidades sorprendentes: no sólo el robo de electricidad, sino también el trabajo en el jardín, el usar ropas oscuras, el dormir de noche o de día y un enorme número de acciones que no están prohibidas ni expresamente permitidas, serían casos “no regulados” y, por lo tanto, lagunas normativas (Atria p. 69). Esto puede ser cierto respecto de Raz, pero no creo que la definición de laguna normativa en NS tenga esas consecuencias. Si bien las lagunas normativas son casos no regulados (no prohibidos ni permitidos en el sentido fuerte), no todos los casos no regulados son lagunas. La noción de laguna normativa es definida en NS como una relación entre tres conjuntos: un conjunto de normas (un sistema normativo), un conjunto de casos (universo de casos) y un conjunto de soluciones (universo de soluciones). El universo de soluciones es un conjunto
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La principal discrepancia entre la posición asumida en NS y Atria reside en que él cree que las respuestas a las dos preguntas son independientes, mientras que en NS se sostiene que la respuesta a (a’) implica una respuesta a (b’), lo que, según Atria, sería un error. Este error provendría, al menos en parte, de nuestra caracterización de la función de los jueces y otros órganos jurisdiccionales. Al sostener que la solución de los conflictos es la función primordial de los jueces, Alchourrón y Bulygin confundirían el papel que los jueces desempeñan en sociedades liberales modernas con su papel estructural en los sistemas jurídicos como tales. Atria propone, en cambio, adoptar la caracterización de Hart, para el cual la actividad jurisdiccional consistiría en la determinación autoritativa del hecho de violación de las reglas primarias, y la solución de conflictos sería una mera consecuencia secundaria de la aplicación de las reglas primarias (Atria p. 63). Creo que los que se equivocan aquí son Ruiz Manero y Atria, y su error consiste en construir el argumento sobre la base de ejemplos penales en los cuales, cuando no existe una norma que pena la conducta del acusado, el juez debe absolverlo, al menos en el derecho penal liberal que contiene el principio nullum crimen. Pero como la presencia de este principio elimina las lagunas en el derecho penal, en este contexto, donde lo que interesa son precisamente las lagunas normativas, los procesos penales son irrelevantes. Y en los procesos civiles (en el sentido amplio de “civil” que sólo excluye los penales, pero abarca también los juicios comerciales, laborales, administrativos, etc.) cuando son contradictorios, siempre hay conflictos de intereses que el juez debe resolver. El conflicto en un juicio civil consiste en que el actor pretende que el demandado debe hacer algo (por ejemplo, pagar una suma de dinero, pintar una pared, tolerar que el actor pase por su predio, etc.) y el demandado niega que tenga tal obligación. Por otra parte, los conflictos de intereses no sólo se producen entre particulares, sino también entre el Estado y los particulares y también entre distintos órganos del Estado, de modo que nuestra caracterización nada tiene que ver con el capitalismo liberal y es igualmente aplicable a los sistemas jurídicos en de acciones deónticamente modalizadas y el universo de casos es una clasificación, exhaustiva y excluyente, de un universo del discurso, hecha sobre la base de ciertas propiedades que el legislador ha considerado relevantes para la solución del problema. Gran parte de las acciones posibles y de casos posibles no interesan al derecho que no pretende regularlos y que, por lo tanto, no son considerados lagunas normativas.
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los que se considera que el derecho es un medio de la política pública (ver Atria, p. 63 con la cita de Damaška). Ya hemos visto que al igual que Ruiz Manero, Atria cree que hay siempre una respuesta correcta a la pregunta “Qué debe hacer el juez en el caso individual?”, aún en los casos en que el derecho nada dice respecto del caso genérico. Esta respuesta es: el juez debe rechazar la demanda.14 Esta tesis implica una diferencia fundamental entre la sentencia que hace lugar a la demanda y la sentencia que la rechaza. Para la primera, el juez necesita una norma general que diga que el demandado debe hacer lo que el actor pretende que haga; para la segunda, bastaría el hecho de que no exista una norma tal. Yo no creo que haya tal diferencia, ya que toda sentencia, tanto la que hace lugar a la demanda como la que la rechaza, contiene en su parte dispositiva una norma individual. En el primer caso, una norma individual que ordena al demandado a hacer lo que el actor pretende que haga. En el segundo caso, una norma individual que permite al demandado no hacer lo que el actor pretende que haga. El error de Atria proviene de una falta de distinción adecuada entre normas y proposiciones normativas. Si el juez se limitara a informar a las partes que el derecho no contiene una norma que obligue al demandado, su sentencia sería una mera proposición normativa. Pero la función del juez no es informar a los litigantes acerca del contenido del derecho, sino resolver el conflicto y para hacerlo tiene que dictar una norma, ya sea una norma que obligue al demandado (de la forma obligatorio F, donde F simboliza la conducta del demandado pretendida por el actor), o una norma que permita al demandado no hacer lo que el actor pretende, es decir, una norma de la forma permitido no F. En ambos casos se trata de normas y no de proposiciones normativas. Ahora bien, ¿cómo justifica el juez estas normas individuales? La respuesta es clara: mediante normas generales, es decir, normas que correlacionan el caso genérico al que pertenece el caso individual con la solución genérica, sea ésta Of (obligatorio f) o P-f (permitido no f), donde f ya no es la conducta del demandado, sino la clase de conductas 14 Una posición parecida, aunque no del todo igual es sostenida por Arend Soeteman en su artículo “On Legal Gaps”, publicado en Garzón Valdés E. et altera (ed.) Normative Systems in Legal and Moral Theory, Berlin 1997, pp. 323-332.
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a la que pertenece la conducta del demandado. Y como por hipótesis el caso genérico correspondiente no está solucionado por ninguna norma general, el juez tiene que crear una norma general para solucionarlo. En apoyo de su teoría, Atria trae tres ejemplos que es instructivo analizar. Una pareja de recién casados que viven en Escocia resuelven ir de vacaciones juntos. Pero no se ponen de acuerdo a dónde ir. El marido quiere ir a Francia y la mujer a Africa del Sur. El derecho escocés nada dice sobre el problema de quién tiene el derecho de elegir el lugar para las vacaciones, es decir, nada dice respecto del caso genérico (elección del lugar de las vacaciones). No obstante, según Atria, si el marido o la mujer acuden a un juez, el juez debe rechazar la demanda en ambas hipótesis, pues ésta es la solución correcta para el caso individual. (Para Atria, la pregunta “¿cuál es la solución correcta para este caso?” significa lo mismo que la pregunta “¿qué debe hacer el juez?” (Atria, p. 64, nota 50). Sin embargo, si el juez rechaza la demanda del marido, esta decisión permite que la mujer no siga la elección del marido, y si rechaza la demanda de la mujer, permite al marido no seguir la elección de la mujer. Estas decisiones comprometen al juez a decidir lo mismo en todos los casos relevantemente análogos, es decir, en el caso genérico “elección del lugar de las vacaciones por parte de parejas casadas”. Por lo tanto, la decisión del juez en el caso individual importa la aceptación por parte del juez de la norma general que dice que ninguno de los cónyuges está obligado a seguir la elección del lugar de las vacaciones hecha por el otro cónyuge. Por hipótesis, esta norma general no existía en el derecho escocés antes de la decisión del juez. Por lo tanto, esta norma general que el juez usó para justificar su decisión en el caso individual ha sido creada por él. Cuando digo que la decisión del juez en un caso individual lo compromete a decidir de igual modo todos los casos iguales (o relevantemente análogos) no quiero insinuar que el juez esté (jurídicamente o moralmente) obligado a seguir sus propios precedentes. No se trata de una obligación, sino de una condición de racionalidad: un juez que resuelve dos casos iguales de manera distinta, sin indicar en qué consiste la diferencia que lo induce a hacerlo, actúa irracionalmente. Como típico ejemplo de una regla de racionalidad aduce MacCormick15: “… if a certain decision can properly be 15 MacCormick, N., “The Separation of Law and Morals”, en Robeert Georg (ed.) Natural Law Theories. Contemporary Essays, Oxford 1992, pp. 120-121.
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given in a certain case, then materially the same decision must also be proper in any materially similar case…”. Es interesante observar que Kelsen –quien siempre ha negado la posibilidad de lagunas normativas y, salvo en el último período de su vida, también la de contradicciones– admite implícitamente que en determinadas circunstancias los jueces crean normas generales. Esto ocurre, según Kelsen, en los casos en que la solución prevista por la norma dictada por el legislador es valorada por el juez como muy inadecuada o injusta, es decir, en los casos de lagunas axiológicas. Ahora bien, Kelsen admite que en tales casos los jueces suelen apartarse de lo establecido por las normas dictadas por el legislador para dar una solución distinta: Pero también es posible que el orden jurídico autorice al tribunal en caso de que no exista una norma general que impone un deber al demandado… a no rechazar la demanda, si la ausencia de una norma general tal es considerada por el juez como injusta o inequitativa, es decir, insatisfactoria. Esto significa que el tribunal está autorizado para crear para el caso individual una norma jurídica individual, cuyo contenido no está predeterminado por una norma general creada por el legislador o la costumbre… Pero el tribunal crea esta norma individual aplicando una norma general que considera “deseable” o “justa”, que el legislador positivo ha omitido crear. Sólo la aplicación de una norma general tal, no positiva, justifica la norma individual creada por el tribunal. (Kelsen)16.
Es muy claro que en la opinión de Kelsen la norma individual dictada por el juez sólo puede estar justificada por una norma general y como por hipótesis no hay una norma general preexistente que justifique la decisión del juez, éste tiene que inventarla. Ciertamente, Kelsen es reticente en admitir que esta norma general es creada por el juez y es por eso que dice que se trata de una norma no positiva. Pero esto es una clara inconsecuencia de Kelsen: si la positividad del derecho consiste en que sus normas son creadas mediante actos humanos, no se advierte por qué no ha de ser positiva una norma general creada por el juez. De hecho, Kelsen admite –si bien a regañadientes– que en el caso de lagunas 16 Hans Kelsen, Teoría pura del Derecho, México, Porrúa-UNAM, 1986, p. 253. (La cursiva es mía).
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axiológicas los jueces suelen crear normas generales para justificar sus decisiones, que se apartan de lo dictado por el legislador. Tanto Atria como Ruiz Manero consideran que el juez está obligado a rechazar la demanda en el caso individual cuando el caso genérico no está solucionado. ¿Pero no podría acaso un juez suficientemente conservador hacer lugar a la demanda del marido decidiendo –por analogía con el art. 53 del Código Civil argentino (ahora ya derogado) que obliga a la mujer a “habitar con su marido dondequiera que éste fije su residencia”– que es el marido quien puede elegir el lugar de las vacaciones? O un juez feminista ¿no podría resolver hacer lugar a la demanda de la mujer? Al hacerlo no violaría el derecho; simplemente aplicaría una nueva norma general que no existía antes de su sentencia. Lo decisivo es que en los tres casos, tanto cuando hace lugar a la demanda del marido o de la mujer, o cuando rechaza ambas demandas, el juez dicta una norma individual que sólo puede estar justificada por una norma general creada por el mismo juez. Es importante subrayar que esto ocurre –contrariamente a la opinión de Ruiz Manero y Atria– también cuando el juez rechaza la demanda, pues en tal caso permite al marido, o a la mujer, o a ambos, no seguir la decisión del otro cónyuge. El que el juez no está obligado a rechazar la demanda en caso de una laguna normativa (caso genérico no solucionado) lo muestra aún más claramente el segundo ejemplo que Atria toma de Peczenik.17 El propietario de un inmueble demanda su restitución al poseedor que es un adquirente de buena fe (A) por título oneroso (B), que recibió el inmueble de un enajenante de mala fe (C). Por hipótesis, el caso caracterizado por ABC no está regulado por ninguna norma del sistema. Según Atria, a pesar de la ausencia de una norma general que regule el caso, el juez debe fallar a favor del poseedor, rechazando la demanda, porque el demandado no ha violado ninguna norma; tal sería la respuesta correcta a la pregunta (b’). Sin embargo, parece bastante obvio que el juez podría fallar a favor del actor, aduciendo que el actor es el legítimo propietario del inmueble y que no hay ninguna norma que autorice al poseedor a no devolverlo. Nuevamente, para justificar la norma individual (“el poseedor debe restituir el inmueble”) el juez debe recurrir a una norma general (“es obligatorio restituir el inmueble en el caso ABC”) que no existía antes de su fallo. Sin esa norma general la sentencia sería arbitraria. 17
Peczenik, A. On Law and Reason, Kluwer, Dordrecht, 1994.
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En el tercer ejemplo, tomado de Dworkin, pasa algo parecido. No hay ninguna norma respecto del uso de las bicicletas en un parque público. De acuerdo con Atria, si Dworkin resuelve andar en bicicleta en el parque no se le puede multar y la única respuesta correcta es su absolución. Pero ¿qué sucedería si Dworkin resolviera traer un elefante? ¿Sería la misma la “única respuesta correcta”? Tengo mis fuertes dudas. Un juez muy bien podría decir que el elefante representa un serio peligro para los chicos que juegan en el parque y en consecuencia prohibir la entrada con el elefante o multar a Dworkin. Y lo mismo podría suceder con el caballo o con la bicicleta. La moraleja de estos tres ejemplos es que en los tres casos el juez puede resolver discrecionalmente el caso individual, precisamente porque en los tres casos no hay normas preexistentes que resuelvan el caso genérico. Lo que Atria llama “la única respuesta correcta” no es más que un cierto consenso acerca de la solución que corresponde dar al caso genérico para poder justificar la decisión en el caso individual, consenso bastante generalizado en el primer ejemplo, muy problemático en el segundo y bastante dudoso en el tercero. Pero no hay nada que obligue al juez a adoptar una determinada solución: tanto la condena del demandado como el rechazo de la demanda requieren la creación de una norma general sin la cual la decisión del juez no estaría justificada, esto es, sería arbitraria. 6. Creación judicial del derecho Estamos en condiciones de trazar un balance de las disquisiciones efectuadas. La separación tajante entre la función del poder legislativo como creador de las normas generales y el poder judicial como mero aplicador de esas normas resulta insostenible. No por la crítica de Kelsen, es decir, no porque los jueces dicten normas individuales que difícilmente puede considerarse como creación del derecho, sino porque los jueces crean también normas generales. Esto ocurre no sólo con los acuerdos plenarios de las cámaras de apelación o ciertas sentencias del tribunal supremo. También los jueces ordinarios se ven obligados a crear normas generales cuando se enfrentan con casos de lagunas o contradicciones normativas y también en casos de lagunas axiológicas. (Como hemos visto, esto último lo admite el mismo Kelsen.) Pero esta
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creación judicial de las normas generales difiere en importantes aspectos de la creación legislativa. En primer lugar, las normas creadas por el poder legislativo son obligatorias para todos y en especial para todos los jueces. En cambio, las normas generales mediante las cuales el juez justifica su decisión en un caso de laguna normativa no obligan, en principio, a los otros jueces. Pero una norma general “creada” por un juez en un caso determinado constituye un precedente. Si otros jueces siguen el camino trazado, tendremos una jurisprudencia uniforme: la norma general creada por los jueces adquiere el carácter de obligatoria. Pero bien puede suceder que otro juez resuelva de otra manera un caso análogo. En tal situación tendríamos normas generales incompatibles. El conflicto entre esas normas será resuelto, tarde o temprano, por otros jueces, de modo que el proceso de creación judicial de las normas generales desembocará en una norma general reconocida de origen jurisprudencial. De acuerdo a la tesis defendida aquí, la creación judicial del derecho se produce tanto en los casos de lagunas normativas como en los de conflictos de normas. De este último tema no me voy a ocupar en este trabajo; me limito a señalar que cuando hay normas generales que correlacionan un caso genérico con dos o más soluciones incompatibles, el caso individual no puede ser resuelto por el juez sin modificar las normas existentes. La técnica usada normalmente por los jueces consiste en establecer un orden jerárquico entre las normas en conflicto y en no aplicar la norma menos importante. Esta operación equivale o bien a una derogación parcial de una de las normas en conflicto (al introducir en ella una excepción), o bien a su derogación total.18 Pero la derogación (ya sea total o parcial) de normas forma parte de la actividad típicamente legislativa, que la doctrina tradicional atribuye con exclusividad a los legisladores.
18 Para el problema de la solución de conflictos normativos Cfr. Alchourrón, C.E y Makinson, D., “Hierarchies of Regulations and Their Logic”, en Hilpinen, R. (ed.), New Essays in Deontic Logic, Reidel, Dordrecht-Boston-London, 1981.
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el punto de vista de una concepción normativa del poder ju1 Desde dicial, puede afirmarse que su función principal es la de garantizar
la estabilidad del respectivo sistema político.1 La estabilidad es una propiedad disposicional de un sistema político que consiste en el mantenimiento de su identidad a través de la tendencia de quienes detentan el poder a guiar su comportamiento de acuerdo con las normas básicas del sistema.2 En el caso del juez en regímenes democráticos, ello requiere que cultive, por una parte, una firme adhesión interna a las normas básicas del sistema, es decir, que sea partidario incondicional de las mismas y, por otra, que mantenga una manifiesta imparcialidad con respecto a los conflictos de intereses que tiene que resolver. En lo que sigue consideraré sólo el papel de los tribunales supremos (Corte Suprema y/o Tribunal Constitucional). 2. Parafraseando una conocida fórmula de Herbert Hart, podría decirse que quienes adhieren a las normas básicas del sistema jurídico (i. e. la Constitución) adoptan frente a ellas un “punto de vista interno” que, a diferencia del “punto de vista externo”, no se apoya en razones prudenciales de coste-beneficio. Si se acepta la usual distinción entre razones prudenciales y razones morales, cabe concluir que la adopción de un “punto de vista interno” tiene una connotación moral y puede ser interpretada como expresión de la autonomía personal a nivel normativo. En este sentido, autonomía del poder judicial significa adhesión no condicionada por factores prudenciales, que suelen incluir la negociación y el compromiso. El ámbito de la política es el de un comporta-
* Universidad de Maguncia. 1 Aunque esta afirmación vale para todo sistema político, habré de referirme aquí sólo a regímenes democráticos afianzados o en transición. 2 Con respecto al concepto de estabilidad, Cfr. Ernesto Garzón Valdés, “El concepto de estabilidad de los sistemas políticos” en, del mismo autor, Derecho, ética y política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 573-609. ISONOMÍA No. 18 / Abril 2003
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miento caracterizado por la negociación y el compromiso. Si ello es así, puede también concluirse que el ámbito de las decisiones judiciales no debería, por definición, estar afectado por o depender del de la política. Autonomía judicial significa, pues, independencia de lo político. De aquí puede inferirse también que la autonomía judicial queda lesionada si se permite en ella la irrupción de la política. Y viceversa, se renuncia a la autonomía judicial cuando el juez incursiona en el ámbito de la política. Esto es lo que suele ser llamado “juridización de la política”. 3. La autonomía judicial en el sentido aquí expuesto no puede nunca ser excesiva, de la misma manera que nunca puede ser excesiva la adhesión a los principios constitucionales, que son los que determinan el alcance de aquélla. Autonomía no significa, pues, arbitrariedad. Esta adhesión es, además, un antídoto eficaz contra la siempre posible corrupción judicial, que justamente tiene su origen en la aplicación de criterios prudenciales que privilegian el interés personal. La única forma de escapar a la tentación de obtener ganancias extraposicionales es protegerse con la coraza de la adhesión a las reglas y principios básicos del sistema normativo. Ello no es fácil, pues todo acto de corrupción tiene una base racional: la promoción del interés personal a través de la obtención de un beneficio superior a los costes que esa promoción requiere. El deseo de obtener beneficios extraposicionales es una buena razón para la acción de quien no se sienta inhibido por la adhesión a las reglas que determinan el alcance de la competencia del juez. El riesgo del predominio de intereses privados existe siempre, cualquiera que sea el diseño institucional que se adopte. Hobbes lo sabía: Otra cosa necesaria para el mantenimiento de la paz es la debida ejecución de la justicia que consiste principalmente en la realización correcta de los deberes de los magistrados [...] que son personas privadas con respecto al soberano y consecuentemente en tanto tales pueden tener fines privados y pueden ser corrompidos con regalos o la intercesión de amigos...3
No hay duda de que existe una mayor probabilidad de que se dé la “realización correcta de los deberes” cuando la persona sobre quien recae 3 Thomas Hobbes, De Corpore Politico, en, del mismo autor, The English Works, Aalen, Scientia Verlag, 1966, vol. IV, p. 217.
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esta obligación está convencida de la corrección de la misma, es decir, adopta el punto de vista interno. No se “siente obligada“ a obedecer el sistema normativo sino que considera que “tiene la obligación“ de hacerlo, aun cuando ello afecte sus intereses privados. La probabilidad de que se pronuncie una decisión judicial constitucionalmente correcta es, por ello, mucho mayor si el juez sustenta un punto de vista interno con respecto a la Constitución. Sin embargo, no hay que olvidar que así como la verdad de un enunciado no depende de la veracidad de quien lo emite, la corrección de una decisión es lógicamente independiente de la corrección de la convicción interna de que quien la pronuncia. También el hipócrita formula juicios moralmente correctos aunque no adhiera internamente a ellos (en esto consiste justamente su hipocresía). Este es un dato importante cuando se trata el problema del comportamiento del poder judicial en los procesos de transición dado que allí el número de jueces hipócritamente democráticos suele ser igual o mayor que el de los auténticos demócratas. 4. Si se acepta la definición del ámbito de lo político aquí propuesta y la necesidad de separar el ámbito judicial del político, creo que pierde fuerza el argumento que reprocha al poder judicial supremo su carácter antimayoritario. La función de los jueces supremos no consiste en expresar en sus fallos la voluntad popular sino, por el contrario, en poner límites a los posibles extravíos inconstitucionales de los representantes de esa voluntad. Pero como los jueces tienen que ser designados por el poder político, parece aconsejable, a fin de reducir el peligro de la politización de los tribunales y promover la autonomía judicial, adoptar las siguientes medidas: 1. Especialización: es decir, centrar exclusivamente la actividad del tribunal supremo en cuestiones vinculadas con la interpretación de los principios básicos de la Constitución, o sea aquéllos establecidos en los artículos que en algunos diseños constitucionales escapan a la posibilidad de reforma constitucional.4 Esto promueve un “robusto aislamiento constitucional”5 y una saludable
4 La llamada “cláusula de eternidad“ está establecida, por ejemplo, en el artículo 79 (3) de la Ley Fundamental alemana que reza: “No está permitida ninguna modificación de la presente Ley Fundamental que afecte la organización de la Federación en Länder, o el principio de la participación de los Länder en la legislación, o los principios enunciados en los artículos 1 y 20”. 5 Cfr. Bruce Ackerman, The Future of Liberal Revolution, Yale University Press, New Heaven and London, 1992, p. 113. Sigo aquí las sugerencias de Bruce Ackerman.
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independencia con respecto a la política cotidiana del parlamento, a la vez que reduce la tentación de la juridización de la política. 2. Elección de los miembros del tribunal por un periodo determinado, sin posibilidad de reelección y no de por vida. 3. Designación de estos jueces con la aprobación de los dos tercios del parlamento. Como es probable que ningún partido logre esta mayoría, es necesario entonces proponer candidatos con buena reputación como moderados y ponderados. La Ley del Tribunal Constitucional Federal alemán exige, por ejemplo, que previo a la elección de sus miembros exista un consenso entre los electores (miembros del Bundesrat o del Bundestag) acerca de las calidades profesionales y morales de los candidatos. 5. Si la estabilidad consiste en el mantenimiento de la identidad del sistema, no cuesta mucho inferir que aquélla es también expresión de la “buena salud” del sistema. Y son justamente los jueces, especialmente los integrantes de tribunales constitucionales o de cortes supremas, los encargados de mantenerla impidiendo desviaciones de las disposiciones constitucionales. El juez es, en este caso, una especie de “inspector de calidad”, es decir, es el encargado de evaluar y controlar la conducta gubernamental y legislativa de acuerdo con las pautas constitucionales.6 6. Este “inspector de calidad” mantiene, por definición, una relación asimétrica con respecto a los órganos ejecutivos y legislativos: son estos últimos los que son responsables frente a aquél. Como los tribunales supremos tienen el poder de la última palabra, se encuentran, por así decirlo, liberados de dar cuenta de sus decisiones. Las cortes constitucionales no son democráticamente responsables. Pero esta situación de irresponsabilidad no es lo decisivo. Lo importante es que sean confiables en el sentido de que adoptan buenas decisiones desde el punto de vista democrático-constitucional. La confiabilidad en la corrección de las decisiones depende de la confianza por parte de la ciudadanía (electores y gobernantes) y de que los jueces prestan su adhesión incondicionada a la Constitución democrática, que es la que proporciona el “respaldo justificante” de la decisión judicial. La “última palabra” judicial no pende en el aire sino que se apoya en los principios y reglas básicas del sistema político. Esta confiabilidad es puesta a prueba en
6 Cfr. Lawrence Sager, “The Domain of Constitutional Justice”, en Larry Alexander (ed.), Constitutionalism. Philosophical Foundations, Cambridge: University Press 1998, p. 238.
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cada decisión del tribunal supremo (o constitucional) y sólo se da si existe, por lo general, coincidencia entre la interpretación constitucional del tribunal y la interpretación que sustenta la communis opinio, al menos de los afectados por esa interpretación. En algunos casos esta coincidencia puede producirse sólo después de que el tribunal supremo ha explicitado las razones de su interpretación. En este sentido, el tribunal puede, con sus decisiones, influir en el cambio de la cultura político-jurídica de su sociedad. En el caso de la transición española, por ejemplo, es sabido que, sobre todo en los primeros diez años de su actividad, el Tribunal Constitucional desarrolló “un cuerpo de jurisprudencia que demostró ser esencial para la transformación del razonamiento constitucional y jurídico en general en España”. La Constitución fue entendida como la “norma jurídica suprema y no como una mera declaración programática o una colección de principios”.7 Sobre este punto volveré más adelante. Lo que me importa subrayar aquí es que, con respecto a los tribunales supremos, en vez de hablar de responsabilidad democrática conviene utilizar el concepto de confiabilidad judicial, una especie de “equilibrio reflexivo” en el sentido de John Rawls. Esta confiabilidad puede verse severamente afectada por dos factores: el procedimiento de designación de los jueces y/ o una reiterada o permanente divergencia entre los fallos del tribunal constitucional o de las cortes supremas y la communis opinio, que puede conducir a una pérdida de confiabilidad por parte de la ciudadanía. Dos ejemplos al respecto: en España se eligió como primer presidente del Tribunal Constitucional al mejor constitucionalista español y probado demócrata exiliado en Venezuela en años del franquismo; no puede sorprender que sus textos fueran considerados como firme base doctrinaria para la interpretación judicial. Por el contrario, en no pocos países latinoamericanos los miembros de los tribunales supremos pueden tan sólo aducir como criterio de su designación el parentesco o una anterior colaboración profesional con el jefe del Ejecutivo. No es aventurado suponer que en esos países la confianza en la imparcialidad de la justicia es mínima. 7. La confiabilidad se basa, además, en una serie de supuestos, algunos de tipo sociopsicológico de difícil fundamentación racional. Son 7 Agustín José Menéndez, Justifying Taxes. Some Elements for a General Theory of Democratic Tax Law, Dordrecht/Boston/London, Kluwer, 2001, p. 251.
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ellos los que, en parte, inducen a la aceptación de un elemento aristocrático: un tribunal de unos pocos no elegidos por el pueblo y cuya función es confirmar o enmendar las decisiones de los representantes democráticamente elegidos en aquellas cuestiones vinculadas con las reglas y principios básicos de la Constitución. En algunos casos, el respeto a los magistrados de tribunales constitucionales o supremos suele hasta conferirles una aureola de infalibilidad que va más allá de la confiabilidad judicial y que induce a no pocos juristas a dedicar sus esfuerzos a una especie de exégesis religiosa de los fallos de esos tribunales. La beatería judicial, lejos de reforzar la autonomía de los jueces, estimula su autocomplacencia acrítica. 8. Es importante delimitar constitucionalmente el alcance de la competencia de control de calidad de los tribunales supremos. Ella se reduce a aquellas disposiciones que afectan los principios y derechos de lo que suelo llamar el “coto vedado” a la discusión y negociación legislativa y/o gubernamental. Este “coto vedado” es el que fija, por exclusión, el ámbito de la decisión política. El ciudadano de un Estado democrático es un “homo suffragans restrictus”: sólo le está permitido negociar y decidir por mayoría aquellas cuestiones que no caen dentro del ámbito del “coto vedado”. Éste se refiere a aquellos intereses y deseos primarios de las personas que no pueden ser afectados si no se quiere caer en aquello que Hans Kelsen llamaba el “dominio de la mayoría”, es decir, el poder totalitario del mayor número: la “enfermedad republicana”, según Alexis de Tocqueville. El ámbito de la política es el de los intereses y deseos secundarios de los ciudadanos. Así como al homo suffragans le está prohibido el ingreso en el “coto vedado”, así también a los tribunales constitucionales les está prohibido ingresar en el ámbito de la negociación y decisiones políticas. Éste es el sentido de la abstención judicial en los casos que caen dentro de la categoría de aquello que en la jurisprudencia norteamericana es llamado “political question”. 9. Los límites de la actividad política no deben ser fijados por decisión mayoritaria del parlamento. Si así fuera, la autonomía judicial se vería sometida a las decisiones de las cambiantes mayorías, con las consiguientes consecuencias desestabilizadoras. Son los padres de la Constitución quienes han de fijar el contenido del “coto vedado”. La limitación de la actividad del homo suffragans no es el resultado de una autosujeción del tipo de las restricciones-Ulises, sino que es algo que es impuesto desde afuera. Son estas limitaciones externas las que ha-
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cen viable la vigencia del “principio de la mayoría” e impiden el suicidio de la democracia como consecuencia de lo que James M. Buchanan llamara “el apetito de las coaliciones mayoritarias”.8 Por ello, se preguntaba, con razón: ¿Puede el hombre moderno, en la sociedad democrática occidental, inventar o conseguir suficiente control sobre su propio destino como para imponer restricciones a su propio gobierno, restricciones que puedan impedir su transformación en un genuino soberano hobbesiano?9
La respuesta que el diseño democrático constitucional da a esta pregunta es la formulación de restricciones constitucionales y la creación de los llamados tribunales supremos y/o constitucionales encargados de asegurar la vigencia de aquéllas. 10. En toda democracia entendida como una persona un voto, es decir, guiada por el criterio de decisión por mayoría, el problema es ¿qué hacer con el pueblo? ¿cómo controlar sus decisiones de forma tal que, respetando el procedimiento democrático, no se llegue a resultados antidemocráticos? Las constituciones modernas (también la americana) han establecido dos tipos de frenos a la decisión por mayoría: 1) la formulación de un Bill of Rights (coto vedado, catálogo de derechos fundamentales) inviolable y 2) organos judiciales de control de no violación de estos derechos. Pero en la formulación de estos derechos, el pueblo estuvo ausente (tanto en los Estados Unidos como en la República Federal de Alemania), en buena parte debido a la desconfianza por parte de los propios padres de la Constitución. En el caso alemán, los 65 padres de la Constitución ni siquiera sometieron a referendum popular la Ley Fundamental, sino que tan sólo requirieron la aprobación de los dos tercios de los parlamentos de los Estados federados (Länder). Su formulación no fue, pues, democrática. Pero éste es un hecho histórico que no tiene mayor relevancia teórica. Lo importante es tener en cuenta que (a menos que se acepte la analogía con las restriccionesUlises, algo muy dificil de sostener, como lo demuestran los intentos 8 James M. Buchanan, The Limits of Liberty. Between Anarchy and Leviathan, The University of Chicago Press, Chicago, 1975, p. 151. 9 Ibidem, p. 162.
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fallidos de Rousseau con su ciudadano angélico, los de Hume con el ciudadano simpático, los de John Rawls y Brian Barry con ciudadanos razonables y los de Amy Gutman con personas deliberativas), la determinación del contenido del “coto vedado” no puede ser función del parlamento por razones conceptuales: estos derechos fundamentales inviolables son justamente los que trazan el límite de lo moralmente aceptable en la deliberación y en la toma de decisiones democráticas. Negar que tal es el caso es ignorar la diferencia que existe entre política constitucional y política parlamentaria. Es aquélla la que determina las restricciones que esta última requiere para no sucumbir a la tentación de la dictadura mayoritaria. Quien confía en la posibilidad de una autolimitación de la mayoría comparte la creencia del infortunado barón que pretendía salir del pantano tirándose de sus cabellos. 11. En sociedades democráticas afianzadas, la fidelidad de los jueces a la Constitución es un hecho empíricamente comprobable y reiterado, y la communis opinio responde también a una actitud de lealtad constitucional. Existe en ellas lo que suele ser llamado una “cultura cívica” (civic culture), en el sentido de Gabriel A. Almond y Sydney Verba. Las correcciones que el tribunal supremo pueda introducir en las medidas del Ejecutivo o del Legislativo son aceptadas entonces como expresión de una restricción constitucional, como “un medio mediante el cual la voluntad del pueblo asegura su propio ejercicio responsable”.10 12. Muy diferente es la situación en el caso de sociedades que experimentan un proceso de transición hacia la democracia, o que carecen de tradición democrática, o el proceso de transición ha conducido a un régimen de democracia imperfecta o deficitaria.11 13. Por lo pronto, todo fenómeno de transición significa el abandono de las reglas básicas del sistema totalitario o dictatorial y la adopción de reglas básicas democráticas. Pero si la transición es entendida como proceso, es obvio que esta sustitución es llevada a cabo paulatinamente en el sentido de que el régimen de transición conserva reglas y/o instituciones del sistema anterior que contradicen total o parcialmente las nuevas reglas y/o instituciones democráticas que se incorporan.
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Cfr. Jeremy Waldron, Law and Disagreement, Oxford University Press, Oxford, 1999, p. 260. A las democracias latinoamericanas se han aplicado –con buenas razones– los siguientes calificativos: no consolidadas, formales, delegativas, tuteladas, iliberales, degradadas, cleptocráticas, restringidas, incompletas. 11
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Aplicando una metáfora, podría decirse que el régimen de transición se encuentra en un estado de enfermo convalesciente, es decir, de salud inestable. 14. Esta salud inestable es la consecuencia no sólo de la pervivencia de elementos normativos del sistema anterior, sino también de la composición personal de los organismos de “control de calidad”. Lo primero suele dificultar la identificación de las reglas que definen la identidad del sistema y, por definición, su estabilidad; lo segundo reduce la confiabilidad de los organismos de control. Esto último es lo que Bruce Ackerman ha llamado “baja capacidad burocrática” de los regímenes de transición. La burocracia estatal y los tribunales de justicia “están dominados por representantes del viejo régimen, que pueden fácilmente sabotear la implementación de las nuevas políticas”.12 15. Si en las sociedades democráticas afianzadas existe (en mayor o menor medida) una cultura cívica, los regímenes de transición suelen moverse en un ambiente que conserva no pocos rasgos de la cultura política totalitaria: identificación del poder político con impunidad y práctica generalizada de comportamientos corruptos. Quien con mayor claridad expuso esta situación fue el capomafia argentino Alfredo Yabrán, suicidado el 20 de mayo de 1998, y vinculado con las altas esferas gubernamentales. En mayo de 2001, el relator especial de la ONU sobre independencia judicial, Param Cumaraswamy, informó que en México la Administración de Justicia había alcanzado un grado tal de corrupción que el 98% de los delitos quedan sin castigo.13 También en países con una aceptable tradición democrática, como Costa Rica, el problema de la impunidad sigue siendo motivo de preocupación. En abril de 2002, el presidente Abel Pacheco, afirmaba: la raíz más fuerte de la corrupción se llama impunidad y en este país los delincuentes pagan una baja fianza y andan libres o los dejan escaparse tranquilamente. He propuesto que un juez que permita la salida de un delincuente en situaciones misteriosas sea juzgado y condenado por mala práctica. Debe haber un tribunal especializado en manejar los delitos de corrupción. La corrupción es el problema principal que hay que corregir
12 13
Bruce Ackerman, op. cit., p. 72. Cfr. El País, 28 de mayo de 2001, p. 9.
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en este país y debemos brindar un ejemplo de modestia, decencia y honestidad.14
Según el informe del Corruption Perceptions Index 2001, existen “altos grados de corrupción percibida en los países en transición, en particular en la ex Unión Soviética”. En un índice de clasificación de 1 a 10 (de mayor a menor grado de corrupción percibida en los funcionarios y políticos), Argentina obtuvo la nota 3.515; Venezuela, 2.8; Honduras, 2.7; Bolivia, 2.0; Ucrania, 2.1; Azerbaijan, 2.0. Los menos corruptos fueron Finlandia (9.9) y Dinamarca (9.5). En general, en este índice se muestra muy claramente una correlación entre consolidación de la democracia y corrupción: a mayor consolidación, menor corrupción y viceversa. En un amargamente irónico ensayo, Arnaldo Kraus se preguntaba hace unos años si México podría funcionar sin el soborno. Su respuesta: Parto de la idea de que el vicio de la corrupción es un mal añejo en nuestro medio: se nace y se crece con él y en él. Lo añejo es similar a la herencia: es infranqueable. [...] El cohecho en México es universal: existe en las altas esferas gubernamentales, en la iniciativa privada, en las calles, en las escuelas, en los espectáculos. En todo. Tan arraigado se encuentra [...] que muchas actividades no podrían funcionar sin él: su existencia es indispensable.16
En la introducción a un libro que lleva el sugestivo título A la puerta de la ley. El Estado de derecho en México, editado por Héctor Fix Fierro en 1994, se dice:
14
Cfr. El País, 9 de abril de 2002, p. 8. En el informe 2002, Argentina bajó su calificación a 2.8. Con respecto a la persecución judicial de la corrupción en Argentina, es interesante recordar las recientes declaraciones del director de Políticas de Transparencia de la Oficina Anticorrupción (OA): “La sensación de impunidad tiene una base objetiva: desde la OA presentamos 500 denuncias, no hubo ni una condena y ninguna fue desestimada” (Cfr. La Nación, 29 de agosto de 2002, p. 9). 16 Arnoldo Kraus, “Soborno: mal endémico”, en La Jornada, México DF, 4 de octubre de 1995, p. 14. 15
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No es casualidad que los mexicanos veamos a la ley como algo relativo, siempre sujeto a vaivenes y cambios según soplen los vientos. México cuenta con leyes, pero no es un cabal Estado de derecho.17
En el otro extremo de América Latina, en la Argentina, Carlos S. Nino no encontró mejor fórmula para describir su realidad nacional que la de Un país al margen de la ley.18 En 1999, Guillermo O’Donnell, posiblemente el más agudo observador de la realidad político-jurídica de América Latina, consideraba que en el subcontinente: la realización de una democracia plena que incluya el rule of law democrático es un objetivo urgente [...] inmenso y manifiestamente distante.19
16. En el caso de las democracias en transición deficiente (muchos países de América Latina y no pocos de Europa Oriental), la tarea que en las democracias afianzadas suele atribuirse al tribunal constitucional, es decir, “perfeccionar la democracia”20, suele tropezar con graves obstáculos. Ellos son, por lo menos, los siguientes: 1) en estos países existe una “incierta tradición de independencia judicial”. Para el caso de los países del ex Bloque Oriental, vale la siguiente observación de Ackerman: “Para decirlo suavemente, ser juez no era bajo el comunismo una posición que otorgara un status social alto.”21 Muy otra era la situación en los Estados Unidos visitados por Alexis de Tocqueville: los jueces norteamericanos poseían un enorme poder político porque tenían (y tienen) el derecho de fundamentar sus decisiones en la Constitución más que en las leyes. Es decir, podían no aplicar las leyes que juzgaban inconstitucionales. En los Estados Unidos, observaba Tocqueville, cuan-
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Héctor Fix Fierro (ed.), A la puerta de la ley. El Estado de derecho en México, Cal y arena, México, 1994, p. 10. 18 Buenos Aires, Emecé, 1992. 19 Guillermo O’Donnell, “Polyarchies and the (Un)Rule of Law in Latin America”, en Juan E. Méndez, Guillermo O’Donnell y Paulo Sérgio Pinheiro (eds.), The (Un)Rule of Law & the Underprivileged in Latin America, University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana, 1999, p. 326. 20 Cfr. Lawrence Sager, op. cit., p. 265. 21 Bruce Ackerman, op. cit., p. 100 y ss.
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do se invoca ante el juez una ley que éste considera contraria a la Constitución, puede negarse a aplicarla. Y dado que toda ley, por lo general, afecta algún interés particular, después de un largo tiempo casi todas ellas han sido sometidas al examen judicial. Cuando alguna ley no es aplicada, ella pierde parte de su fuerza moral y quienes se sientan afectados por ella iniciarán nuevos procesos hasta que no quede otra alternativa que la de cambiar la Constitución o cambiar la ley. En América Latina, los datos disponibles sobre la impunidad en muchos de sus países testimonian la falta de autonomía judicial en el subcontinente. 2) Desde el punto de vista institucional, esta falta de autonomía se manifiesta en una politización de la justicia cuya función ha solido y suele reducirse a convalidar sin reservas las acciones del gobierno. La interrupción de esta firme tradición es lo que explica el actual conflicto entre el gobierno argentino y la Suprema Corte. Sobre cada uno de los nueve miembros de la Corte pesa actualmente un promedio de 15 solicitudes de juicio político. En caso de que prospere el juicio político decidido el 5 de febrero de 2002, ello se deberá probablemente no tanto a razones de idoneidad sino al hecho de que la Corte falló en contra del “corralito” creado por el decreto 1570/01.22 Lo único que está en juego ahora es saber hasta qué punto la Corte estará dispuesta a retormar la senda de obediencia al Ejecutivo. En el Perú de Fujimori, en 1997, los magistrados del Tribunal Constitucional que declararon inconstitucional la reelección de este inefable presidente fueron destituidos de sus cargos por “acusación constitucional”. Los afectados recurrieron entonces a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la que “determinó la violación por el Estado Peruano de los artículos 1, 2 y 8 de la Convención Americana de Derechos Humanos, estableciendo en su sentencia la obliga-
22 Entre las imputaciones dirigidas contra los jueces de la Corte destacan: asociación ilícita, traición a la patria, incompetencia ética y moral, abuso de autoridad y prevaricato. Conviene, sin embargo, tener en cuenta que el enfrentamiento del Poder Ejecutivo con la Corte es de naturaleza político-económica. En efecto, según fuentes bien informadas, el Gobierno habría sugerido a los jueces que podría intentar “frenar” el enjuiciamiento siempre y cuando la Corte dispusiera, por ejemplo, que una medida cautelar en favor del ahorrista “acorralado” no implica la devolución del dinero sino que éste deberá quedar depositado en una cuenta bancaria hasta la finalización del juicio (Cfr. La Nación, 23 de marzo de 2002, p. 10). En octubre de 2002 parece sumamente probable que el Partido Justicialista logre en la Cámara de Diputados archivar el juicio político atendiendo así a las presiones del Gobierno y satisfaciendo las exigencias de “seguridad jurídica” en las que insiste el FMI. Dicho con otras palabras, la paradójica consigna reza: “a la seguridad jurídica a través de la impunidad de la Corte”. Cfr. Clarín, 3 de octubre de 2002.
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ción de dicho Estado de reponer a los magistrados afectados, lo que fue acatado por el presidente posterior a Fujimori, [...] Valentín Paniagua.23 3) Iniciado el proceso de transición, las fuerzas democráticas tienen que contar en gran medida con el aparato judicial recibido para iniciar su alejamiento del régimen totalitario o autoritario. Desde luego, es posible sustituir algunos jueces, pero no una reestructuración total del aparato judicial. Esto es lo que pasó en la República Federal de Alemania después de 1949 y en la ex República Democrática Alemana después de la reunificación. Lo mismo vale para el caso de la Argentina post Proceso. Con respecto al caso alemán después de 1949, la actitud de la Corte Federal de Justicia constituye un episodio lamentable de falta de recuperación democrática. Ulrich Klug publicó en 1987 un excelente trabajo sobre “La valoración jurídica de la criminalidad nazi en la jurisprudencia de la Corte Federal de Justicia”.24 Klug se refiere especialmente al tratamiento judicial de los jueces que integraron la llamada “Corte de Justicia del Pueblo” nazi. La ineficacia de la Corte Federal es puesta de manifiesto en un detallado análisis. Las conclusiones de Klug no pueden ser más desalentadoras por lo que respecta a la labor de este tribunal: Por lo tanto, en la jurisprudencia de los tribunales penales de la República Federal de Alemania debe haber algo que –dicho suavemente– no está en orden, ya que hasta ahora ningún juez de la Corte de Justicia del Pueblo que participara en esta justicia del terror ha sido condenado por asesinato, a pesar de que estos hechos no han prescripto y mientras tanto han pasado cuarenta años.25 Cuando uno reflexiona acerca de esta sorprendente y extrema mesura de la justicia penal, no puede dejar de constatar que aquí se ha producido un silenciamiento de la criminalidad de la justicia nazi.26
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Cfr.Humberto Nogueira Alcalá, “La defensa de la Constitución, los modelos de control de constitucionalidad y las relaciones y tensiones de la judicatura ordinaria y los tribunales constitucionales en América del Sur”, en Contribuciones, Buenos Aires, Nº 3/2002, p. 228. 24 Ulrich Klug, Problemas de la filosofía del derecho y de la pragmática del derecho, versión castellana de Ernesto Garzón Valdés, Alfa, Barcelona, 1989, pp. 149-174. 25 Ulrich Klug, op. cit., p. 150. 26 Ulrich Klug, op. cit., p. 151.
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No puede negarse que mucho es lo que se ha dejado de hacer en los cuatro decenios pasados. Más de 5.000 víctimas judiciales de la ‘Corte de Justicia del Pueblo’ y más de 10.000 personas asesinadas por los demás ‘tribunales’ reclaman justicia. Esto ya no puede ser ‘superado’, pero nadie debería acallarlo u olvidarlo, y una reacción tardía podría –ahora al igual que en el futuro– promover la conciencia de la validez de los derechos humanos, una validez que nuevas violaciones pueden afectar fáctica, pero no idealmente.27
17. ¿Significa esto que con este personal judicial es imposible el establecimiento de un régimen democrático? A primera vista, parecería que la respuesta tiene que ser una decidida afirmación de imposibilidad institucional. Sin embargo, la experiencia histórica demuestra lo contrario. En Alemania se dio también el caso de paradigmáticos juristas nazis, como Theodor Maunz, que se convirtieron en constitucionalistas democráticos que, con el tiempo formarían discípulos, como Roman Herzog, quien fuera presidente del Tribunal Constitucional alemán y penúltimo presidente de la República Federal. Y algún llamado “juez-servilleta” argentino28 puede convertirse en peligrosa amenaza judicial para quienes lo incluyeron en la lista de jueces confiables de un gobierno corrupto. Menem sufre los efectos de esta conversión. Siempre es posible el paso de Saulo a Pablo (siempre que Saulo no sea Carlos Saulo, claro está). Más aún: el paso es frecuente cuando se dan ciertas circunstancias ambientales necesarias. Estas son, entre otras: 1) la existencia de un grupo significativo de magistrados y miembros de los poderes Ejecutivo y Legislativo que practiquen su adhesión a la Constitución. Como lo fundamental es la corrección constitucional de la decisión judicial, puede perfectamente suceder que una parte del poder judicial sea en un primer momento hipócritamente democrática, y que luego, lo que comenzó como hipocresía, se convierta en convicción auténtica. No pocas veces en la génesis de la moral personal hay un acto inicial de hipocresía. Como decía Kant, “las personas son, en general, cuanto más civilizadas tanto más actores teatrales: adoptan la apariencia del afec-
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Ulrich Klug, op. cit., pág. 174. La expresión “juez servilleta” se usa en Argentina para designar aquellos jueces cuyos nombres fueron anotados en un bar de Buenos Aires en una servilleta de papel por uno de los adláteres de Carlos Menem. Se trataba de magistrados en los que el gobierno podía “confiar”. 28
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to, del respeto a los demás, de la decencia, de la generosidad, sin por ello engañar a nadie; pues cualquiera se da cuenta de que aquí no hay sinceridad y está muy bien que así ande el mundo. Pues si las personas juegan este papel, terminarán adquiriendo poco a poco y enraizando en su carácter las virtudes que durante un cierto tiempo simularon.”29 2) Que el proceso de transición vaya acompañado de un afianzamiento de los presupuestos económicos y sociales de la democracia, es decir, la existencia de una sociedad económicamente homogénea, no excluyente. 3) Que el ciudadano común perciba la existencia de 1) y viva una realidad que satisface 2). Sólo así estará en condiciones de cultivar una “cultura cívica”. Como es sabido, esto sucedió en la República Federal de Alemania: en un lapso de unos 15 años, la cultura política alemana pasó de una “cultura de súbdito” (subject-culture), propia de un régimen totalitario, a una cultura democrática participativa (participantculture). 18. Una cuestión interesante es analizar hasta qué punto la actividad de un tribunal supremo puede contribuir al establecimiento de una sociedad económicamente homogénea, es decir, no excluyente. No son pocos quienes sostienen que se trata aquí de una tarea eminentemente política que, por definición, le estaría vedada al poder judicial. Creo que esta posición es falsa. Al respecto, dos ejemplos. En España, en cuestiones vinculadas con el derecho fiscal, el Tribunal Constitucional rechazó en una sentencia de 1981 el paradigma puramente formal y adoptó principios que respondían a un paradigma material. Entendía que la realización de un Estado social de derecho dispuesta en la Constitución requería tener en cuenta que “el poder constituyente ha establecido que en cuestiones impositivas no puede existir justicia sin progresividad e igualdad.”30 Esto significaba ir más allá de una concepción puramente formal del Estado de derecho. En la República Federal de Alemania, el artículo 107 de la Ley Fundamental establece el llamado “equilibrio financiero horizontal” entre los Estados federados, es decir, una “igualización de la disparidad financiera de los Estados federados (Länder)”. En una sentencia del 11 de noviembre de 1999, el Segundo Senado del Tribunal Constitucional Federal dispuso que el legislador 29 Immanuel Kant, “Antropologie in pragmatischer Hinsicht” en del mismo autor Werke, 6 vols., Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1964, vol. VI, p. 442. 30 Cfr. Agustín José Menéndez, op. cit., p. 252.
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federal está obligado a concretar y complementar las disposiciones legales correspondientes contenidas en la ley de 1993 (que actualmente regula la equiparación financiera de los Länder) antes del 31 de diciembre de 2004. En caso contrario, la ley actual será declarada anticonstitucional y nula a partir del 1º de enero de 2005. La disposición constitucional es de importancia obvia por lo que respecta a la homogeneidad aproximada de los diferentes Länder en cuestiones vinculadas con su capacidad financiera para satisfacer sus exigencias presupuestarias. La obligación impuesta por el Tribunal Constitucional apunta a la equiparación de criterios para determinar los indicadores que deben ser tomados en cuenta en la planificación presupuestaria y hacer más transparente la distribución de fondos. Al igual que en el caso español, se trata aquí de una sentencia que apunta no sólo a una igualdad formal entre los Länder, sino también material en el plano de la política financiera y económica. De lo que se trata también es de asegurar una vía eficaz para “igualar las diferentes capacidades económicas dentro del territorio federal”. (art. 104a, 4 LF). La experiencia de estos dos países demuestra que en la medida en que la sociedad se vuelve más homogénea social y económicamente, aumenta también la confianza en la democracia. Tal es lo que sucedió en las transiciones española y alemana. En ambos casos, los tribunales constitucionales jugaron un papel importante como promotores de una igualdad material. 19. Esto no significa, por cierto, afirmar que la democracia tiene que asegurar el éxito económico. Lo único que sostengo es que un régimen político que promueve la exclusión y la heterogeneidad socio-económica no satisface una condición necesaria para el afianzamiento de la democracia. Una forma de gobierno en donde los ricos ejercen el poder sin que los pobres participen de él es un gobierno oligárquico. La definición no es mía sino de Platón.31 Me parece una buena definición aplicable a muchos de los países cuyos gobiernos proclaman haber emprendido la vía de la transición democrática. Según el último informe de Merrill Lynch, en América Latina, el principal grupo de los magnates logró reunir 26 mil millones de dólares, suma que equivale al ingreso de 430 millones de pobres durante 63.000 años. No puede sorprender
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Cfr. Platón, La República, 550 d.
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por ello que una encuesta elaborada por Latinobarómetro revele un pronunciado descenso respecto del apoyo a la democracia en casi todo el subcontinente. El caso extremo es el del Paraguay, donde una efectiva mayoría sostiene que sería preferible un gobierno autoritario a una democracia.32 Según la encuesta, el descontento por el funcionamiento de la democracia tiene mucho que ver con la reiterada debilidad económica. 20. De lo aquí expuesto, ¿qué recomendaciones concretas pueden inferirse con respecto al papel del poder judicial en una transición hacia la democracia? Pienso que cautelosamente puede decirse lo siguiente: a) Dado que en la gran mayoría de los países que se encuentran en proceso de transición, sus sociedades están caracterizadas por su heterogeneidad socio-económica, heterogeneidad que, por otra parte, suele estar constitucionalmente prohibida, una función esencial de los jueces de tribunales supremos tiene que ser, si se quiere que sean los garantes de la calidad democrática de las decisiones políticas, la adopción de un paradigma material en la interpretación de los principios constitucionales, especialmente de aquellos vinculados con la igualdad, es decir, la no discriminación. Ello promueve su confiabilidad y consolida la confianza en las instituciones proclamadamente democráticas. b) El control de calidad democrática ha de limitarse a aquellas cuestiones vinculadas con los principios básicos del sistema, es decir, no debe intervenir en aquellas que constitucionalmente están libradas a la negociación y el compromiso de los partidos políticos que integran el parlamento. Una cosa es la aplicación de un paradigma material de igualdad y otra la intervención en asuntos decidibles de acuerdo con el principio de mayoría. Control de calidad democrática no significa juridización de la política. c) Es obvio que el poder judicial puede asumir estas tareas si y sólo si no depende en sus decisiones de imposiciones políticas, provengan éstas del Legislativo o del Ejecutivo. La independencia del poder judicial es por ello también una resultante de la forma de elección de sus miembros. He sugerido cuál puede ser un método aceptable de designación. Mis propuestas se basan en la experiencia de transiciones exitosas como la española y la alemana. Por lo que respecta a estrate32
Cfr. La Nación, 11 de agosto de 2001, p. 4.
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gias de transición no es aconsejable pretender reinventar la rueda de diseños institucionales. 21. Si se dejan de lado estas recomendaciones, las consecuencias previsibles son las siguientes: a) La falta de confiabilidad judicial estimulará la aparición de arreglos parainstitucionales encargados de la distribución de cargas y beneficios al margen del orden constitucional proclamado. Es lo que se llama mafia político-económica: como no vale la pena tomar en serio la Constitución, ni siquiera se da la posibilidad de la decisión hipócritamente constitucional de los jueces; como la sociedad es heterogeneamente excluyente, el ciudadano común opta o bien por la estrategia del naufragio –mantener la autoinclusión a costa de la exclusión del prójimo–, o bien por la conservación del clientelismo político y la adhesión a líderes carismáticos vivientes o difuntos, con lo que refuerza su cultura de súbdito. El regimen de transición no se encuentra entonces en situación de convalescencia, sino más bien de coma permanente. b) La juridización de la política frustrará la actividad parlamentaria y erosionará el principio básico de la decisión según el principio de mayoría. c) La politización de la justicia en el momento de la designación de sus miembros abrirá una amplia avenida para la corrupción. d) La suma de estas consecuencias estimulará en el ciudadano el deseo de salir del sistema, con lo que la transición se trabará o se prolongará indefinidamente. 22. Como estos factores se condicionan y alimentan recíprocamente, es difícil decir por dónde comenzar. En muchos regímenes de transición la Constitución no es tomada en serio y suele recurrirse a su frecuente reforma como pretexto dilatorio para no aplicar la existente, a la que se considera en permanente status de provisoriedad. Así lo debe haber pensado Francisco Vicente Bustos, gobernador de La Rioja (Argentina), quien en 1886 resolvió reformar la Constitución de su provincia “para mostrarse interesado por la problemática institucional”.33 Ricar-
33 Cfr. Ricardo Mercado Luna, Solitarias historias del siglo que nos deja, Canguro, La Rioja, 1998, p. 15.
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do Mercado Luna reconstruye el siguiente diálogo –digno de una novela de Gabriel García Márquez o de Alejo Carpentier– entre el gobernador y su ministro de Gobierno, Teniente Coronel Olímpides Pereyra: “–Por favor Ministro, prepáreme un proyecto declarando la necesidad de la reforma de la Constitución. –Pero si nosotros no la aplicamos Gobernador –repuso sinceramente extrañado el Ministro-militar. –Eso es otra cosa. Yo necesito un buen argumento contra los opositores que me acusan de despreocuparme de las cuestiones institucionales y legales.”34 Durante veintidós años sesionó la Asamblea Constituyente riojana hasta terminar acordando una Constitución que no se diferenciaba substancialmente de la anterior y que, por supuesto, tampoco fue aplicada. Pero durante este lapso se puso periódicamente de manifiesto la importancia política de los constituyentes y su retóricamente proclamada fe en el poder conformador de las constituciones. Un elocuente ejemplo de la ineficacia de las estrategias reformistas. Dejo librado a la imaginación del lector y a su conocimiento de la historia constitucional latinoamericana el instructivo ejercicio de cambiar el nombre de los personajes y el lugar de los acontecimientos; me permito vaticinar que los resultados de la respectiva reforma no habrán de diferenciarse substancialmente de los que ya preveía Olímpides Pereyra. En todo caso, pienso que para un jurista democrático el grito de lucha debería ser: ¡Basta de reformas, tomemos la Constitución en serio! Esto no es fácil en un continente en donde hay fuertes indicios de que sigue vigente la cínica frase del personaje de una memorable novela de Alejo Carpentier: “como decimos allá, la teoría siempre se jode ante la práctica” y ‘jefe con cojones no se guía por papelitos’ ”.35 23. Si se toma en serio la Constitución y se aceptan las consideraciones formuladas al comienzo en el sentido de la relevancia del poder judicial como garantía de la vigencia de los principios constitucionales, no parece muy desacertado afirmar que la existencia de un régimen
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Ibídem, op. cit. Alejo Carpentier El recurso del método, Siglo XXI, Madrid, 1976, p. 31.
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judicial de robusta autonomía es condición necesaria para el establecimiento y afianzamiento de la democracia. Quizás entonces pueda dejar de ser verdad en nuestra América la observación formulada hace más de un siglo, en 1888, por Manuel González Prada: Hay un hecho revelador: reina mayor bienestar en las comarcas más distantes de las grandes haciendas, se disfruta de más orden y tranquilidad en los pueblos menos frecuentados por las autoridades.36
36 Manuel González Prada, “Nuestros indios” en Manuel González Prada, Páginas libres. Horas de lucha, Ayacucho, Caracas, 1987, p. 343.
EL PODER JUDICIAL Y LA DEMOCRACIA* Michel Troper**
vista, este título cubre una cuestión muy simple: ¿se conA primera forma al principio democrático que los procesos no sean resueltos por el pueblo, como en ciertas democracias antiguas, sino por jueces? Esta pregunta generalmente se plantea como si uno estuviera en una situación original y, en el entendimiento que se quiere instituir un régimen democrático, como si se dudara conferir la resolución de los procesos a los jueces mejor que al pueblo mismo. Consecuentemente, se busca la esencia de la democracia, después la del poder de los jueces, para afirmar o negar la compatibilidad. Una hipótesis así, evidentemente, es del todo irreal. Nosotros no nos encontramos en una situación de este tipo. No existe ningún sistema en el mundo en que los procesos jurisdiccionales sean resueltos por el pueblo. Por el contrario, existen jueces profesionales en todos los sistemas que se proclaman democráticos. Ocurre, pues que los redactores de esas constituciones consideraron que las dos cosas eran compatibles. Se podría, por supuesto, examinar si estas opiniones están bien fundadas. Sin embargo, tal actitud debe ser desechada claramente porque las conclusiones del examen dependen de concepciones relativas a la esencia de la democracia y del poder judicial. Si consecuentemente se quiere evitar la metafísica, conviene limitarse a un plan puramente descriptivo y partir de una constatación: en razón de las disposiciones constitucionales los juristas se sienten obligados a sostener la compatibilidad y, por ello, defender ciertas tesis y proponer algunas definiciones. Son esas tesis las que se trata de examinar, para analizar las estrategias y las limitantes argumentativas que conducen a adoptarlas y a defenderlas. Se puede sostener –y, de hecho, se sostiene– la compatibilidad gracias a tres grupos de argumentos: * Traducción del original en francés por Rolando Tamayo y Salmorán. ** Université de Paris X-Nanterre ISONOMÍA No. 18 / Abril 2003
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1) Los jueces no forman un poder orgánico, puesto que no hay un poder judicial único, como hay un poder legislativo o un poder ejecutivo. 2) Los jueces ejercen una función y no un poder verdadero. Como estos dos primeros argumentos están vinculados y fracasan, se propone hoy un tercer grupo de argumentos: 3) La democracia no es lo que un pueblo vano piensa. La democracia no podría ser identificada vulgarmente con el poder de la mayoría. La verdadera democracia es el poder judicial.
I. Poder judicial orgánico La expresión ‘poder judicial’ tiene en el lenguaje jurídico dos sentidos principales: un sentido funcional: ‘el conjunto de los actos por los cuales son substanciados los procesos’ y un sentido orgánico: ‘un conjunto de tribunales que presentan ciertas propiedades estructurales. ¿Existe un poder judicial en sentido orgánico? Es necesario desechar de inmediato un medio habitual de abordar la cuestión, basado en los usos lingüísticos. Algunos quieren derivar argumentos de ciertas prácticas y, particularmente, del hecho de que, en el lenguaje de ciertas constituciones se utiliza o, por el contrario, se evita cuidadosamente la expresión ‘poder judicial’. En Francia, por ejemplo, muchas discusiones tratan del hecho de que el título VIII de la constitución se denomina: ‘De la autoridad judicial’ y no ‘del poder judicial’ pero, si estos términos tienen posiblemente una connotación más o menos favorable a la extensión de competencias o a la independencia de los tribunales, no obstante no designan conjuntos de normas jurídicas diferentes. Es así que el artículo 64 de la constitución francesa actual dispone: “El Presidente de la República es el garante de la independencia de la autoridad judicial”, mientras que la constitución de la Segunda República (1848) tiene realmente un título “Del Poder Judicial”, sin embargo no contiene normas diferentes a las otras constituciones. De modo que estas expresiones no tienen más que importancia simbólica. Si el lenguaje no es de gran ayuda, se puede proceder de la misma manera que para determinar la existencia del poder legislativo o del poder ejecutivo. Se dice que hay un poder legislativo o un poder ejecutivo si hay una autoridad, encargada a título principal de una función
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para la cual ellas están especializadas. Es necesario, por tanto, que cada una de tales autoridades realice todos los actos de una función (legislativa o ejecutiva) y que las realice sola. Sin duda, no hay jamás una especialización perfecta, sin embargo se habla, contra todo, de poder ejecutivo si casi todos los actos de ejecución, y los más importantes, son realizados por una misma autoridad. Es pues fácil identificar el poder legislativo en el Parlamento o en el Gobierno. Por el contrario, no se puede traspasar esta solución al poder judicial porque no hay jamás un solo tribunal, sino muchos. Por tanto, es necesario razonar cómo se hace para identificar otros poderes, cuando hay varias autoridades. Las prácticas lingüísticas no son uniformes. Hay muchos alcaldes en un mismo país que toman decisiones administrativas, pero no se dice que por esa razón haya en el país un poder administrativo en sentido orgánico o poder municipal. A la inversa, se dice que hay un poder legislativo, aunque haya dos cámaras o un poder ejecutivo, aunque haya varios ministros. En realidad esta diferencia se explica. En primer lugar, en el caso del Parlamento o del poder ejecutivo, las diversas autoridades que la componen, es decir, las cámaras y los ministros, no realizan actos jurídicos paralelos, sino que concurren a producirlos; son sus coautores. Las cámaras no hacen leyes cada una por su lado, sino que votan un mismo texto que, por ello, se convierte en ley. Los ministros concurren en la emisión de decretos. Los alcaldes, por el contrario, toman decisiones independientes las unas de las otras, que en derecho francés toman el nombre de acuerdos (arrêtes). Por otra parte, los actos de las cámaras o de los ministros se imputan o se adscriben no a esas autoridades, sino al grupo de autoridades a la que ellas pertenecen, esto es, al Parlamento o al Gobierno.1 Por el contrario, los actos de los alcaldes son adscritos a ellos mismos y no a un pretendido poder administrativo o municipal. Por tanto según este esquema, se tendría que hablar de poder judicial si, y sólo si,
1 Aquí no se emplea ‘imputación’ en su sentido técnico habitual. En ese sentido técnico se tendría que decir que los actos son siempre imputados al Estado, no al Parlamento o al Gobierno. Pero en el lenguaje corriente, un órgano se identifica como el actor del acto y es de esta manera el Parlamento o el Gobierno son así identificados.
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1). Los tribunales colaboraran en la producción de actos, de los cuales serían coautores, en lugar de emitir decisiones de las cuales ellos son los respectivos autores. 2). Los actos que realizaran fueran adscritos no a los mismos tribunales, sino al poder judicial en su conjunto.
Es evidente que ninguna de las condiciones es satisfecha. Sin embargo, si no se pueden traspasar al poder judicial los procesos por los cuales se identifica un poder legislativo o un poder ejecutivo, se podría, no obstante, hablar de poder judicial en otro sentido. a) Si las autoridades están jerarquizadas. Evidentemente debe hacerse referencia a una concepción flexible y no estricta de la jerarquía. Según la concepción estricta, la autoridad inferior está jurídicamente obligada a obedecer las instrucciones de la autoridad superior bajo pena de sanciones disciplinarias. Este es un modelo jerárquico como se le encuentra en el ejército o en la administración. Según la concepción suave, es suficiente que la autoridad superior disponga de medios para ejercer una influencia determinante sobre el contenido de las decisiones tomadas por las autoridades inferiores. Es claro que existe entre los tribunales una jerarquía entendida de conformidad con la concepción flexible, puesto que las cortes supremas, sea que se trate de cortes supremas propiamente dichas o de cortes de casación, pueden influir realmente sobre las decisiones de los tribunales inferiores. b) Si las autoridades disponen de un poder discrecional en la toma de decisiones. En efecto, no es suficiente la existencia de una jerarquía, sea en sentido amplio o en sentido estricto, para que se pudiera hablar de un poder judicial. En efecto, en una administración fiscal, donde existe una jerarquía en sentido estricto, las autoridades pueden solamente determinar el monto del impuesto realizando la operación aritmética prescrita por la ley fiscal, de suerte que, no obstante la jerarquía, no se puede decir que las autoridades superiores dispongan del poder fiscal. No se dirá por tanto que hay un poder judicial que si, al ejercer una influencia sobre las decisiones de las autoridades inferiores, las cortes supremas hacen algo más que aplicar un derecho preexistente o imponer esta aplicación. De este modo, no hay poder judicial en el sentido orgánico, pero sí hay un poder judicial en sentido funcional.
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Pero, precisamente, este punto es el objeto de discusión. En efecto, el problema de la conciliación con la democracia no se plantea, a menos que realmente exista un poder judicial tal y como lo acabamos de definir y si la democracia es un sistema en el cual las normas generales sean creadas por el pueblo. II. ¿La cuestión del poder de los jueces? Para sostener que el papel de los tribunales se conforma con la democracia es necesario negar que éstos dispongan de un poder discrecional y sostener que se limitan a aplicar un derecho preexistente, sin poder expresar preferencias ideológicas o axiológicas, o bien, implantar una organización para que los tribunales no dispongan de este poder discrecional. 1. La negación del poder de los jueces Para negar que los jueces dispongan de un poder discrecional habitualmente se fundamenta en una u otra de las variantes del silogismo judicial, cuyo origen se encuentra en Montesquieu. Esta teoría, por tanto, no está ligada exclusivamente con la teoría democrática, aun si ciertas teorías democráticas se sirven de ella. No es necesario exponer la teoría del silogismo, la cual es bien conocida. Se conoce las célebres fórmulas de Montesquieu: “Si los tribunales no deben ser fijos, las sentencias deben serlo de tal manera que sean siempre más que un texto preciso de la ley.” (El espíritu de las Leyes, XI, 11). Él encuentra que el margen de poder discrecional del juez varía según se acerque o se aleje del despotismo: en los Estados despóticos no hay ley; el juez es su propia regla... en el gobierno republicano, es de la naturaleza de la constitución que los jueces sigan la letra de la ley... igualmente, en Inglaterra los jurados deciden si el acusado es culpable o no, del hecho que ha comparecido ante ellos, si es declarado culpable, el juez pronuncia la pena que la ley inflige para dicho acto y, por ello, no requiere más que ojos. (VI, III). [En estas condiciones el poder de juzgar] es, en cierto sentido, nula [y los
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jueces no son] mas que la boca que pronuncia las palabras de la ley; seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor. (XI, VI)
La teoría del silogismo ha sido retomada por Beccaria en términos muy claros. “En presencia de todo delito, el juez debe formar un silogismo perfecto: la premisa mayor debe ser la ley general; la menor el acto conforme o no conforme con la ley; la conclusión sería la absolución ó la condena.2 Uno precisamente encuentra su eco en la Declaración de los Derechos del Hombre, claramente en los artículos 5°: “Todo aquello que no está prohibido por la ley no pude ser impedido y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena”; 7°: “Ningún hombre puede ser acusado, arrestado, ni detenido más que en los casos determinados por la ley y de conformidad con las formas por ella prescritas” y 8°: “...nadie puede ser penado mas que en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito...”. Ella [la teoría del silogismo] será aún evocada en numerosas ocasiones en el curso de los debates de la Asamblea Constituyente , por los oradores de todos lados, por ejemplo, por Cazales: la sentencia no es mas que el acto material de aplicación de la ley”,3 por Duport, o por Clermont-Tonnerre:4 “el poder judicial, eso que se llama impropiamente poder judicial, es la aplicación de la ley o voluntad general a un hecho particular, no es por tanto en último análisis más que la ejecución de la ley”.5 Así, claramente resulta de la fórmula de Clermont-Tonnerre que si la sentencia no es más el producto de un silogismo, no hay poder judicial. Se sabe que la misma idea ha sido retomada y desarrollada por numerosos autores y hombres políticos, Kany, Condorcet, Robespierre, y es claro que si no está ligada exclusivamente a la teoría democrática, está perfectamente en armonía con ella. Su justificación reside en el principio de legalidad, igualmente ligado estrechamente a la concepción que se tenía de la libertad en el Siglo de las Luces. La expresión ‘libertad política’ tiene, en efecto, dos sentidos en esta época. En sentido amplio, es la libertad de aquel que se 2
Des délits et de peines, Genève, Droz, 1965 (primera edición 1764) El 6 de mayo de 1790. 4 Citado por Padoa Schioppa, Antonio. La Guiria all’Assamblea Constituente francese, en Pado Schioppa, Antonio (Ed.), The Trial Jury in England, France, Germany, 1700-1900, Berlín, Duncker und Humbolt, 1987, pp. 75 y s. 5 A.P. t. 15; p. 425. 3
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encuentra sometido únicamente más que a la ley. Es libre porque, en la sociedad, como en el mundo físico, está en posibilidad, si conoce las leyes, de saber, por lo mismo, todas las consecuencias de sus acciones y, así, de tomar decisiones con claridad. La libertad es pues, simplemente, la previsibilidad o seguridad jurídica. La libertad política lato sensu sería destruida si existiera, por parte de la autoridad ejecutora, el más mínimo margen de apreciación, porque entonces sería imposible prever las decisiones de esta autoridad. Por el contrario, la libertad es perfectamente preservada si la sentencia no es más que la conclusión de un razonamiento silogístico que deja al juez sin ningún poder y que le da un papel de autómata. Beccaria expresaba esta idea de manera muy clara: Cada ciudadano debe poder hacer todo aquello que no es contrario a las leyes, sin preocuparse de otro inconveniente que de aquel que pueda resultar del acto mismo; he ahí el dogma político en el que los pueblos deberían creer y al que los magistrados supremos deberían proclamar y mantener con el mismo cuidado que las leyes.6
Por tanto, la libertad política así comprendida existe, aún si la ley no es democrática y aunque sea injusta y cruel. Entre otras cosas, esto es lo que, para Montesquieu, distingue a la monarquía del despotismo. En los dos casos, uno solo gobierna, pero en la monarquía gobierna por leyes fijas, en tanto que en el despotismo gobierna a su capricho. En la monarquía, si los jueces no hacen más que aplicar una ley anterior, el ciudadano es libre porque, obedeciendo al juez, obedece indirectamente a la ley. En el despotismo el súbdito no sabe jamás cuáles serán las consecuencias de sus acciones. Esto es porque si el juez pudiera hacer otra cosa en vez de aplicar las reglas, si, por ejemplo pudiera crear o recrear las normas al momento de aplicarlas, viviríamos bajo un régimen despótico. El despotismo o gobierno por capricho se define, por tanto, por la ausencia de separación de poderes, esto es, el sistema en el cual aquel que ejecuta la ley puede también hacerla o rehacerla, según las circunstancias. El despotismo no es solamente un sistema dentro del cual haya un déspota único, el régimen en el cual se estuviera sometido a una multitud de jueces que harían otra cosa que aplicar las leyes, sería, se6
Beccaria, op. cit.
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gún esta concepción, un régimen despótico. Por otro lado, en la Francia anterior a la Revolución, el poder de los tribunales soberanos, los Parlamentos, era considerado despótico. Todos estos argumentos son todavía más fuertes si la ley es adoptada de manera democrática, porque entonces es la libertad política en sentido estricto la que es así preservada, esto es, la libertad que resulta del hecho de estar sometido a leyes a las que uno ha consentido. No obstante las aparentes diferencias, el modelo de Kelsen se distingue muy poco de ése. Sin duda, rechaza la distinción entre creación y aplicación del derecho y admite que los jueces crean normas, puesto que la sentencia es una norma. Sin duda admite también, que las leyes, con frecuencia, dejan un margen de apreciación importante, por ejemplo, cuando en derecho penal le permiten escoger entre una pena máxima o una pena mínima o, en derecho civil, cuando le confieren el cuidado de determinar el monto de una indemnización o de ordenar las medidas que servirán mejor a un tipo de interés: el interés del menor, de la empresa, de la sociedad, etcétera. Kelsen mantiene, empero, que el juez no crea normas generales y que, por tanto, no hay jurisprudencia, salvo en caso de que la ley autorice la creación de normas generales por vía judicial. La teoría democrática es, por tanto, resguardada, porque, aunque no toman decisiones deducidas lógicamente de las leyes, el juez toma decisiones que, sin duda, son discrecionales, pero son, al menos, compatibles con las leyes adoptadas de forma democrática. Otra variante de la tesis de que los jueces no disponen de poder discrecional es la teoría dworkiniana de la “respuesta correcta” (one right answer) porque si, según Dworkin, el juez no aplica la ley en términos de un silogismo, descubre, por lo menos, la solución a partir del conjunto del sistema jurídico. Y no ejerce poder creador. Error. Ahora bien, esta teoría del silogismo no es satisfactoria en absoluto. Se presenta como una teoría normativa, pero se trata, más bien, de una norma técnica: para asegurar el reino de la ley, es necesario limitar al juez a la producción de silogismos. Esta regla técnica es también la traducción de una proposición que describe una relación causal: si el juez se limita a la producción de silogismos, eso tendrá por consecuencia el reino exclusivo de la ley.
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Como norma técnica la teoría fracasa si resulta imposible que el juez se limite a esta actividad. Precisamente nunca es verdadero y no puede ser verdadero que la decisión sea sólo la conclusión de un silogismo, cuyas premisas sean independientes del juez. Para comenzar, la ley no prescribe nada para un caso, sino, como lo ha demostrado bien Eugenio Bulygin, prescribe para una clase de casos.7 Por tanto es necesario determinar a qué clase de casos pertenece el que se tiene que juzgar. Esto es, es necesario comenzar por determinar la premisa menor, que no es un dato, sino el resultado de una operación intelectual. Un mismo acto, por ejemplo, puede ser perseguido, como violación o como atentados al pudor. La decisión de subsumirlo en una u otra categoría es discrecional. En otros términos, debe decidirse aplicar tal ley u otra. Más aún, una vez determinada cual será la ley aplicable, es necesario, además, interpretarla. La premisa mayor tampoco es un dato, sino una “construcción”. En efecto, la ley no es una norma general, sino un enunciado cuya significación es una norma general. Por tanto, es necesario interpretar este enunciado para determinar cuál es la norma general que éste expresa. Ahora bien, la interpretación es una actividad de la voluntad, esto es, discrecional. Por otro lado, las operaciones sobre la premisa mayor y sobre la menor se encuentran relacionadas, puesto que no se puede determinar que un caso pertenezca a cierta clase sin tener, al menos, una idea del significado del enunciado que define esta clase. De esta manera, aún si uno razona bajo la hipótesis, del todo imaginaria, de un derecho penal perfectamente codificado que previera una pena única, fija, e inmutable para cada categoría de crímenes, quedaría, no obstante, un margen de poder discrecional. Pero, por supuesto, una hipótesis tal no se encuentra jamás y la ley nunca ordena al juez una conducta precisa sino, como se ha visto a propósito de Kelsen, la ley le deja siempre un margen de apreciación. Es por lo que, aún si la ley ha sido elaborada de forma democrática, debería haber sido deducida de la ley. Pero, aún hay más, si el juez puede “rehacer” la ley, la misma ley deja de ser democrática. Ahora bien, el juez puede “rehacerla” mediante interpretación e, incluso, “rehacerla” con efectos retroactivos, puesto que si considera que ella tiene la significación que se le ha atribuido por el 7
Vid. su artículo en esta misma revista.
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juez no el día de la interpretación, sino el día de su adopción por el Parlamento. Y como las interpretaciones dadas por las cortes supremas son respetadas por los tribunales inferiores, simplemente por la jerarquía de los tribunales, de la cual ya hemos hablado anteriormente, se tiene un poder legislativo en las manos de los tribunales. La conclusión es que no se puede considerar que los jueces puedan ser limitados a la producción de silogismos. Puesto que estos jueces disponen de un margen de poder discrecional y, sobre todo, del poder de elegir la ley aplicable y de determinar su significado, los ciudadanos están sometidos a normas individuales que no son deducidas de leyes democráticas y a normas generales que no son adoptadas democráticamente. Se puede entonces tratar de imaginar procedimientos que limitaron el poder de los jueces. 2. Mecanismos para impedir el ejercicio del poder discrecional Existen dos, que, además, están relacionados El primero consiste en proveer códigos: enunciados claros, completos, coherentes; así, no habrá ya lugar para el poder discrecional. Error. Por gran cantidad de razones. Las lagunas, las contradicciones, no pueden ser evitadas. El legislador no puede prever la evolución técnica o social. El lenguaje de los códigos es el lenguaje natural, necesariamente vago y ambiguo. Algunos han pretendido impedir a los jueces interpretar las leyes. Esta idea propuesta por Becaria, fue expresamente formulada por Federico II: Prohibámosle a los jueces interpretar en los casos dudosos... queremos que, cuando algún punto de este cuerpo de derecho parezca a los jueces ser dudoso y tener necesidad de aclaración, se tengan que dirigir al Departamento de Justicia...
El Departamento de Justicia aquí es indicado como oficina del rey legislador y el fundamento de esta prohibición es el principio del derecho romano: eius est interpretari legem cuius est condere. Bajo la Re-
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volución francesa, una regla análoga fue adoptada y acompañada de de sanciones penales severas. El sistema, sin embargo, no es satisfactorio y resulta necesario dar otro paso. Por una parte, esta obligación de referir al Departamento de Justicia muestra que se está bien consciente del hecho que subsisten casos dudosos, cualquiera que sea el cuidado que se tome en redactar las leyes. En segundo lugar, porque los jueces pueden estar aterrorizados y someter al legislador la interpretación. Pero, también, puede ocurrir que los jueces, pretendiendo que la ley es clara, encubran una interpretación y rehagan la ley. Entonces se imaginó, en la Revolución francesa, una solución bastante ingeniosa que, sin embargo, no tuvo éxito. Esta consistía en una distinción entre interpretación in abstracto e interpretación in concreto. La primera, en tanto que tiene lugar fuera de todo asunto concreto, se presenta como una norma general; por tanto, es una usurpación del poder legislativo por parte del juez y, en tal virtud, está estrictamente prohibida. La segunda no vale, en principio, más que para el caso concreto. Esta interpretación es inevitable y, por tanto, está permitida. Como ésta se limita a la decisión de aplicar o no aplicar la ley al asunto en curso, ésta se presenta no como una interpretación, sino como una aplicación de la ley. Se va solamente a establecer un tribunal de casación que va a ejercer un control sobre la aplicación y va a “casar” las decisiones de los tribunales de apelación que hayan realizado una “falsa aplicación” de la ley, es decir, una aplicación que no está conforme con el sentido verdadero. Si la decisión es “casada” se reenvía a otro tribunal de apelación. Este segundo tribunal de apelación puede pronunciar una decisión idéntica a la primera. Esta decisión puede, igualmente, ser objeto de un recurso de casación y ser también “casada” Pero si un tercer tribunal de apelación adopta una posición idéntica a la de los dos primeros, entonces habrá que referirla al legislador y esta referencia es obligatoria. La justificación es simple: hasta entonces el tribunal de casación sancionaba la falsa aplicación, en principio sin que él interpretara. Por tanto, la ley era clara sólo que los tribunales inferiores hacían una falsa aplicación de ella. Después, la resistencia de los tribunales de apelación hace presumir que la ley es obscura. El tribunal de casación no puede, por tanto, interpretarla y es necesario dirigirse al legislador, de conformidad con la máxima citada de eius est interpretari legem cuius est condere.
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Sin embargo, el sistema fracasó rápidamente, porque la distinción entre aplicación e interpretación está desprovista de toda pertinencia. Lo que hace la corte de casación, en realidad, es imponer su propia interpretación y el legislador está desprovisto de todo poder de control si los tribunales de apelación se someten y, lo que, de lejos, es el caso más frecuente. Los casos de conflicto entre la corte de casación y los tribunales de apelación son, en efecto, muy raros. De suerte que, en la práctica, lo que se hace es delegar a la corte de casación un poder de interpretar, un poder que, en realidad es, abstracto y general. En efecto, todos los tribunales inferiores van a alinearse y aplicar la ley de conformidad con las directrices de la corte de casación. Se renunció al sistema rápidamente; pero, al mismo tiempo, se perdió todo control sobre las decisiones de la corte de casación. El Código Napoleón se fundamenta en la misma concepción y no hace más que prolongar este sistema jurídico. Por un lado, se prohíbe a los tribunales dejar de juzgar bajo el pretexto de “silencio, oscuridad o insuficiencia de la ley”, lo que significa que se consideró que ellos pueden encontrar siempre una disposición clara, aplicable al caso que se les somete.8 En otros términos, los tribunales deben entregarse a una interpretación in concreto, pero se cuida bien de no llamar a esta operación “una interpretación”. Además, el código no contiene ningún artículo relativo a la interpretación de las leyes. Por otro lado, les está “prohibido… pronunciarse por vía de disposición general o reglamentaria sobre los casos que les son sometidos”.9 Los jueces, se supone, siempre aplican la ley sin interpretarla y sin crear normas generales. En realidad, lejos de limitar el poder de los jueces, el sistema lo refuerza y se sabe perfectamente que todo el derecho sobre la responsabilidad, por no tomar más que ese ejemplo, ha salido de cinco artículos del código civil.10 El resultado, por tanto, es que los jueces producen normas generales. Existe pues un poder judicial y este poder está entre las manos de las cortes supremas.
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Artículo 4. Artículo 5. 10 Cf.: Troper, Michel. “La forza dei precedente e gli effetti preverse del diritto”, en Ragion pratica, Núm. 6, 1996, pp. 65 y ss. 9
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Se puede aún intentar evitar esta primera conclusión subrayando que los mismos jueces supremos se encuentran sometidos a múltiples limitaciones: los jueces no pueden iniciar un proceso; deciden al término de un determinado procedimiento; tienen que justificar sus decisiones, de manera que no se pronuncien como puede hacerlo una mayoría parlamentaria, simplemente afirmando su voluntad. Por otro lado, todos los testimonios de los jueces confirman que tienen el sentimiento no de un poder discrecional sino el de aquel que está ligado, que ocurre frecuentemente que se pronuncien en un sentido opuesto al de sus convicciones políticas, porque el derecho les impone la solución. Todo esto posiblemente es perfectamente exacto, pero no cambia nada. Todo poder tan absoluto como pueda ser esta sometido a limitaciones de hecho. Ni Luis XIV hizo lo que quiso. Ahora bien, las limitaciones de las que se habla aquí son precisamente limitaciones de hecho. La cuestión no es saber si los jueces justifican sus decisiones y si estas justificaciones reflejan realmente el razonamiento que ha sido seguido o si se trata únicamente de un ropaje. La cuestión es saber si, a condición de quererlo, podrían tomar esta decisión u otra. La respuesta me parece perfectamente clara: hay un rasgo de esta posibilidad en el hecho que, en el seno de los tribunales se vota y que con un desplazamiento del voto la decisión contraria podría haber sido tomada. En la medida en que no hay recurso posible, la decisión, cualquiera que sea, aun absurda, es jurídicamente válida y se impone en el orden jurídico. Se puede incluso llegar a decir que aún si la teoría de la “respuesta correcta”, fuera correcta, esto no cambiaría nada al hecho de que la “respuesta incorrecta” tiene jurídicamente el mismo valor, así como, igualmente, una mala ley se impone tanto como una buena. Hay, por tanto, un poder judicial. Una última observación se impone: he sostenido que había un poder en sentido orgánico, porque había un poder judicial en sentido funcional y que los jueces pueden crear normas generales bajo el control de la Corte de Casación. Pero yo lo he hecho sólo porque para negar la existencia de un poder judicial, se afirma que no hay unidad y, por tanto, no un poder judicial como hay un poder legislativo. Pero este elemento, a decir verdad, no es esencial. El problema de la compatibilidad con la democracia se plantearía en los mismos términos si no hubiera un sistema de tribunales centralizado. En la Francia del “antiguo régimen” no existía ninguna jerarquía entre los parlamentos, los cuales podían en [el
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ámbito de] su competencia crear normas generales sin preocuparse de lo que hicieran los otros. Poco importa que haya un poder judicial si como quiera que sea hay poder judicial. ¿En tanto que estamos sometidos a normas generales creadas por los jueces, podemos decir que vivimos en una democracia? Evidentemente no si se emplea la definición tradicional de la democracia como un sistema en el cual las normas generales son creadas por el pueblo o por los representantes elegidos por el pueblo. Si se quiere mantener la tesis de la compatibilidad es necesario modificar esta definición. III. La definición de la democracia Recordemos que aquí no se trata de confrontar el poder judicial a la democracia verdadera, sino de examinar algunas teorías de la democracia que pretenden hacer de los jueces una institución democrática. Las diferentes teorías que se van a examinar no serán analizadas como verdaderas o falsas. Se trata sólo de demostrar que son necesarias y que realizan más o menos bien su función, la cual, a falta de poder negar la existencia de un poder judicial, como las teorías precedentes, es justificarlo. En realidad, ninguna lo realiza perfectamente y, de hecho ninguna se impone porque uno siempre retrocede ante las contradicciones internas o las ideas que implican. Pienso en dos grupos principales de teorías. Se puede sostener que los jueces ejercen su poder de crear normas generales en nombre del pueblo o bien que la democracia no es, en absoluto, poder del pueblo, sino un conjunto de principios o, todavía, que el pueblo es un ente más complejo de lo que se podía creer. 1. A nombre del pueblo Según una primera versión de esta doctrina, los jueces forman una institución democrática porque la democracia no exige que el pueblo ejerza su poder por sí mismo o por representante electos. Es suficiente que sea ejercida por delegación y esta delegación no es necesariamente explícita. Así, se puede sostener que hay siempre un referente legislativo implícito: en efecto, el poder legislativo siempre puede, si la Corte de
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Casación ha creado una norma que él desaprueba, crear una nueva ley y echar abajo la jurisprudencia. Esto es lo que, por ejemplo, ha hecho el Parlamento francés en un asunto reciente: el asunto Perruche.11 Pero si no lo hace, entonces aprueba la norma general creada por el juez. Consecuentemente, el juez crea estas normas gracias a una delegación implícita otorgada por el poder legislativo. A esta justificación se pueden oponer tres objeciones, de ahí se sigue que esta tesis no soluciona el problema de la compatibilidad con la democracia. En primer lugar se está en presencia de una modificación considerable de la democracia. La democracia no es más un sistema en el cual el pueblo crea las normas generales. Esto no es ya como en Kelsen12 un sistema de autonomía, ni siquiera, como en la en la democracia representativa, un sistema en el cual la mayoría de los electores delega el poder de hacer normas generales a una autoridad legislativa electa, sino un sistema en el cual los delegados electos delegan. El pueblo no es más el conjunto de ciudadanos, que son, a la vez, autores y destinatarios de normas, ni siquiera el conjunto de aquellos que escogen a los que lo ejercerán, sino sólo la entidad en nombre de la cual el poder es ejercido, aquel cuyo nombre es invocado, como puede serlo Dios, eso es, sin que haya ninguna relación entre la voluntad que es expresada y la voluntad real. Se dirá que los jueces, en ciertos casos, son elegidos. Pero, a diferencia de los elegidos al Parlamento, ellos no pueden ser elegidos en base a un programa de creación de normas generales. La segunda objeción es práctica: El poder legislativo no está jamás seguro de poder imponer su voluntad, puesto que la nueva ley puede ser
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En una sentencia de 17 de noviembre de 2000, la Corte de Casación decidió reconocer, a favor de un niño nacido con una fuerte tara congénita, el derecho a una indemnización a cargo del médico, cuya falta de diagnóstico impidió abortar a la madre. El 4 de marzo de 2002, el Parlamento adopta una ley cuyo artículo primero proclama que «Nadie puede aprovecharse de un perjuicio por el solo hecho de su nacimiento», lo que significa que un niño nacido con una tara congénita ya no puede reclamar una indemnización en reparación de la falta que ha causado este nacimiento anormal. 12 La democratie, sa nature, sa valeur, trad. de Charles Eisenmann de la 2ª. Edición alemana, París, Sirey, 1932; Segunda edición francesa, con Presentación de Michel Troper, París, Económica, 1988 (Existe versión en español de Rafael Luengo Tapia y Luis Legaz y Lacambra, Editora Nacional, México, 1974).
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objeto, ella también de una interpretación, que reproduzca la jurisprudencia anterior. Hay muchos ejemplos en la jurisprudencia francesa. La tercera objeción es también práctica. En numerosos casos, el control no puede ser realmente ejercido y puede difícilmente serlo. No se piensa aquí sólo el caso en que el Parlamento no se ha mantenido informado de la jurisprudencia, sino aquellos en que la creación de una norma por el juez se hace en fundamento de un principio supra legislativo, que el Parlamento no puede tocar. Así, la Corte de Casación francesa ha resuelto en 1975 que las leyes contrarias a una norma internacional pueden ser desechadas por cualquier juez. Esta decisión es una verdadera revolución puesto que los jueces franceses, que no pueden controlar la constitucionalidad de las leyes, pueden controlar su conformidad con respecto a las normas internacionales, lo que les confiere un poder equivalente. Ahora bien, esta resolución ha sido tomada en fundamento de una interpretación del artículo 85 de la constitución, validada por el Consejo Constitucional. Esto significa que si el Parlamento hubiera estado consciente de esta revolución –de hecho no lo estuvo– no hubiera podido adoptar una ley para oponerse, porque esta ley hubiera sido considerada contraria a la constitución. Existe una variante kelseniana de esta teoría. Kelsen admite –es una concesión en relación con lo que afirma en general a propósito de la creación de derecho por el juez– que el juez constitucional crea normas generales, puesto que la anulación de una norma general es una norma general. El juez constitucional –dice– es un legislador negativo. Kelsen admite también que estas decisiones son políticas y, por otro lado, se funda en este carácter político para preconizar que los jueces sean electos por el Parlamento. Pero, como quiera que sea intenta, sostener que no es un freno sino un instrumento de la democracia. Lo hace mediante una teoría que es llamada con frecuencia en Francia “teoría del cambiavía” por una metáfora imaginada por Luis Favoreu, retomada después por George Vedel.13 Según esta teoría, la Corte no se pronuncia realmente sobre el contenido de la ley, sino solamente sobre el procedimiento. En efecto, si la Corte la anula, la Corte se limita a indicar al Parlamento que, para adoptar la medida deseada, conviene em-
13 Cf.: Favoreu, Louis. “Les decisions du Conseil Constitutionnel dans l’affaire des nationalization”, en Revue du Droit Public, 1982, pp. 419 y s.
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plear no el procedimiento legislativo ordinario sino aquél previsto para la revisión constitucional. El juez constitucional sería entonces comparable a un cambiavía de ferrocarriles que se limita a meter los trenes sobre una u otra vía según la naturaleza del convoy o el destino. Lejos de ser una institución antidemocrática, la Corte se muestra como un elemento esencial del sistema democrático. Las leyes constitucionales, en efecto, solo pueden adoptarse de conformidad con un procedimiento largo y complejo y, lo más frecuentemente, requiriendo mayorías más importantes que las leyes ordinarias. La mayoría política del momento no podrá alcanzarlas más que obteniendo el apoyo de la minoría. No sólo la Corte aparece así como el protector de la minoría, sino se puede llegar a decir que, si la democracia se define como “autonomía”, un sistema en el que las leyes son adoptadas según este procedimiento es más democrático que otro, porque una más grande proporción de ciudadanos serán sometidos a normas a las que ellos habrán consentido. El argumento, sin embargo, sufre de tres debilidades mayores: En primer lugar, el argumento reposa sobre el presupuesto de que una decisión adoptada por una fuerte mayoría es más democrática que otra adoptada por una mayoría más débil. La democracia ideal sería, entonces, un sistema en el cual todas las decisiones deberían ser tomadas por unanimidad. El principio mayoritario no sería, por tanto, mas que un mal menor: en razón de la imposibilidad de obtener el consentimiento unánime de los ciudadanos, sería necesario contentarse con la mayoría simple para las decisiones menos importantes, pero se continuaría exigiendo, a falta de unanimidad, una mayoría más grande para las decisiones más graves. Ahora bien, esta concepción del principio de mayoría es discutible y Kelsen mismo ha presentado contra ella un argumento convincente: el sistema de unanimidad no es la democracia. Más bien, es lo contrario de la autonomía, puesto que permite que uno sólo se oponga a una ley querida por los demás. Por tanto, es un sistema de heteronomía. Igualmente, la norma que exige una mayoría calificada, permite a una minoría impedir una decisión querida por la mayoría. El único sistema democrático, el que asegura la autonomía del mayor número, es el de la mayoría simple. La segunda debilidad de la “teoría del cambiavías” reside en otro presupuesto: que la vía indicada por la Corte puede ser realmente ficti-
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cia. Basta con notar que ciertas revisiones constitucionales son prohibidas (por ejemplo en Alemania) y que otras son simplemente imposibles. Esto puede obedecer a razones de hecho. La constitución puede exigir, por ejemplo, que una revisión que se refiera a cierto grupo o a una cierta autoridad obtenga el consentimiento de este grupo o de esta autoridad. Así, la constitución francesa de 1958, no puede ser revisada sin el consentimiento del Senado, de suerte que ninguna reforma tendente a limitar los poderes del Senado podría lograrse. Igualmente, es probable que se ose proponer la revisión de disposiciones relativas a los derechos fundamentales, si una ley ha sido anulada por atentar contra tales derechos. Pero estos límites pueden también ser jurídicos, como sería el caso si la constitución impidiera toda revisión referida a ciertas materias. Por ejemplo, en numerosos países está prohibido tocar la forma republicana del régimen. Pero se puede, también, como de hecho ha ocurrido en Italia, en Alemania, en la India, que la propia Corte se declare competente para examinar la conformidad de las leyes constitucionales a ciertos principios supra constitucionales, juzgados intangibles como, por ejemplo, aquellos que buscan la ampliación de los poderes del juez constitucional.14 En fin, la “teoría del cambiavía” reposa sobre el presupuesto de que la Corte se limita a constatar la conformidad o la no conformidad de las leyes a la constitución. Esta conformidad o esta no conformidad sería así, de caracter objetivo y la Corte no ejercería ningún poder de apreciación, lo que es evidentemente erróneo, como se ha visto, puesto que ella debe necesariamente interpretar las disposiciones de la constitución y esta actividad es una función de la voluntad. Pero, sobre todo, la teoría es difícilmente conciliable con la concepción de la representación que domina en estos sistemas, como el sistema francés. La idea kelseniana de que el poder constituyente es más democrático porque no puede ejercerse más que mediante un gran compromiso entre un gran número de diputados, presupone que estos diputados representan a un gran número de electores. Pero, según la con14 La Suprema Corte de la India ha anulado en dos ocasiones enmiendas hechas a la constitución, en 1976 una enmienda, que había validado una elección (Smt. Indira Nehru Gandhi v. Raj Narain), en 1980 (Minerva Mills v. Union of India) una enmienda que suprimía todas las limitaciones al poder de revisar la constitución, de tal manera que habría sido posible modificar la estructura fundamental de la constitución. (Cf.: Hidayatullah, M. Constitutional Law of India, Liverpool, Lucas Publication, 1986.).
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cepción francesa, los diputados no representan a los electores, sino al pueblo o nación, de manera que este pueblo es igualmente representado cualquiera que sea la mayoría que se haya pronunciado en el seno de una asamblea electa y que está igualmente.15 Una variante de la teoría kelseniana se debe al Decano Vedel quien pretende, él también, demostrar que el control de la constitucionalidad refuerza la democracia. En realidad, la conclusión a la que conduce involuntariamente su demostración es precisamente la inversa: el control es un límite a la democracia. La teoría de George Vedel hace referencia a la institución de lits de justicia de la antigua monarquía francesa. Cuando el rey dictaba las leyes, éstas eran trasmitidas a los parlamentos que debían registrarlas para hacerlas ejecutables. Si los parlamentos se oponían a estas leyes, es decir, al soberano, le dirigían “remontrances”. El rey podía intentar hacer caso omiso enviando “lettres de jussion”, pero si éstas se mantenían sin efecto, se presentaba él mismo al Parlamento sobre un “lit de justice” y emitía un acuerdo ordenando el registro. El rey ejercía así su soberanía.16 Según el Decano Vedel, la revisión constitucional es comparable al lit de justice: El obstáculo que la ley encuentra en la constitución puede ser eliminado por el pueblo soberano o por sus representantes si recurren al modo de expresión supremo: la revisión constitucional. Si los jueces no gobiernan, es porque en todo momento, el soberano, a condición de aparecer en toda majestad como constituyente, puede, en una forma de lit de justice ignorar sus sentencias.17
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Vid.: en este sentido: Michelman, F. “Can Constitutional Democrats be Legal Positivist? or Why Constitutionalism?”, en Constellations, Vol. 2 (3), 1996, 1996, pp. 293 y ss. 16 Vid.: Olivier-Martin, F. Histoire du droit français des origines à la Révolution, París, 1948, (obra reimpresa por el Centre National de la Reserch Scientifique, 1984), pp.543 y ss; Richet, D. La France moderne: l’esprit des institution, París, Flammarion, 1973, pp. 32 y 157; Di Donato. “Introduction en un costuzionalismo di antico regime? Prospettive socio-istituzionali di storia giuridica comparata”, en Richet, D. La Francia moderna: lo spirito degl’istitutioni, Roma/Bari, Laterza, 1998 (Introducción). 17 “Schengen et Maastricht”, précit.
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Así, el Consejo Constitucional no sería en absoluto una institución antidemocrática, porque el pueblo soberano tiene siempre la última palabra. Si el juez se ha opuesto al legislador, sus decisiones siempre pueden ser superadas por el poder constituyente. La metáfora del lit de justice es claramente superior a la del cambiavía, puesto que es conciliable con la idea de que la ley es la expresión de la voluntad del soberano, una idea presentada como una presunción relativa. Si la ley se conforma a la constitución, ella es la expresión de la voluntad general. Cuando el juez constitucional declara que la ley es contraria a la constitución, basa su presunción en que la ley, realmente, no es la expresión de la voluntad general, pero esta presunción es destruida si el soberano aparece en persona para manifestar su verdadera voluntad. Sin embargo, la teoría no anda sin problemas y constituye una doble confesión involuntaria. Es una confesión involuntaria por el hecho de que la Corte Constitucional ha ejercido no una función constitucional, sino una función legislativa. Si Kelsen lo admitía, la doctrina jurídica francesa, por lo contrario, sostiene el carácter estrictamente constitucional del juez constitucional y se esfuerza en negar que éste participe en la legislación. Ahora bien, los antiguos parlamentos que se negaban a registrar un acto real ejercían una función indiscutiblemente legislativa. Por lo demás, cuando el rey intervenía para deshacer una oposición de los parlamentos referida no a una ley sino a un problema de orden jurisdiccional, el rey hacía no un lit de justice, sino una sesión real.18 Es sobre todo una confesión involuntaria por el hecho de que el Consejo Constitucional se ha opuesto al soberano. A diferencia del cambiavía, quien, según esta justificación, no hace más que ejercer una función de conocimiento –constata que la medida es de naturaleza legislativa o constitucional– el parlamento del antiguo régimen expresa una voluntad al negarse a registrar una ley, no obstante el mandato expreso manifestado por la lettre de jussion. El parlamento se había opuesto a la voluntad del rey y se requería la voluntad superior del rey mostrándose en toda majestad en la ceremonia del lit de justice para deshacer la oposición del parlamento. Ahora bien, todo el esfuerzo del 18 Hanley, S. Le «lit de justice» des rois de France. L’idéologie constitutionnelle dans la légende, rituel e le discour, París, Aubier, 1991.
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Consejo Constitucional ha consistido, precisamente, –se ha visto– en negar que al oponerse a una ley que emana del Parlamento él se oponga a la voluntad del soberano. Pero, si se acepta la justificación del lit de justice, se tiene que admitir que al oponerse al legislador es ciertamente al legislador al que se ha opuesto y que el soberano debe manifestarse en toda majestad, esto es, en constituyente, para deshacer esta oposición. Pero, ¿cuál es la naturaleza del lit de justice? En la institución del antiguo régimen, es el propio soberano que actúa para deshacer la voluntad de los parlamentos que se le han opuesto. Aquí, uno duda entre dos interpretaciones. O bien el legislador y el poder constituyente representan dos grados diferentes de soberanía; pero, en tal caso, sería necesario comprender por qué la soberanía puede ser concebida, a la vez, como un poder absoluto y como conteniendo graduaciones. En realidad, lo que muestra esta teoría no es, por tanto, que el control constitucional sea un instrumento de la democracia, sino por lo contrario, que es un límite a la democracia. Según una segunda versión de la teoría que quiere que el juez hable en nombre del pueblo, el juez no es su delegado, sino su representante. La teoría de la representación más difundida es simple: como la democracia directa es imposible, el pueblo designa representantes para ejercer el poder en su nombre. La constitución determina la manera por la cual estos representantes son designados, las competencias que les son atribuidas y los límites a sus competencias. Si ellos sobrepasan estos límites, no puede entonces considerarse que ejerzan el poder en nombre del pueblo. Ellos dejan de ser representantes. El control de la constitucionalidad tendría así por función la de garantizar la soberanía del pueblo. Esta tesis se presenta bajo diversas variantes; una, que pone el acento sobre el autor de la ley; otra, sobre la propia ley. Primeramente, se puede considerar la cualidad de representante y asegurar que la existencia del control garantiza que las leyes estimadas válidas han sido correctamente adoptadas par los autoridades que se han mantenido dentro de los límites de sus competencias y que emanan, por tanto, de representantes. Esto refuerza el carácter representativo de estas autoridades. Sin embargo, se puede también considerar a la ley misma y sostener que el texto adoptado por los representantes fuera de los límites de su competencia no ha podido ser en nombre del pueblo. Tal es la actitud
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del Consejo Constitucional francés cuando declara que “la ley no expresa la voluntad general más que en uniformidad con la constitución” En los dos casos, se presupone que la democracia representativa no es una forma política empírica, sino una categoría jurídica definida por la constitución. No es representante aquel que es así denominado por la constitución, sino aquel que actúa dentro de los límites de esas competencias. No es ley más que el texto que ha sido adoptado de conformidad con la constitución. Pero ahí está precisamente la fuente de una dificultad considerable. El acto por el cual una corte constitucional afirma que los límites de la competencia de los representantes han sido transgredidos no es tampoco el producto de una constatación empírica, sino de una interpretación. por tanto es, un acto de voluntad y la corte puede decidir discrecionalmente que una ley exprese o no exprese la voluntad general y que aquellos que la han votado son representantes. La corte participa, entonces, en la formación de la ley. No es por tanto nada sorprendente que algunos lleguen a sostener que el propio juez constitucional contribuye a la expresión de la voluntad general y que, aunque no haya sido electo, es un representante. Una tesis tal puede fundarse en la teoría de la representación desarrollada en la Asamblea Nacional Constituyente en 1791, particularmente por Barnave. La ley, se dice, es la expresión de la voluntad general. Lo cual quiere decir que todos los que adoptan la ley expresan no su propia voluntad sino la voluntad general. Son ellos los representantes del sujeto de esta voluntad, los representante del soberano. La representación no está así vinculada con la elección y el rey debe ser llamado representante, puesto que con su derecho de veto, participa en la formación de la ley. El argumento pude ser traspasado: si el juez participa en la formación de normas generales, él también es representante. Esto es cierto para el juez constitucional que puede anular las leyes adoptadas por el Parlamento, pero también para el juez ordinario que puede interpretarlas.19 19 A veces se me ha imputado erróneamente la idea de que el Consejo Constitucional debería realmente ser considerado como un representante (Cf.: por ejemplo Wachsman, Patrick. “Volonté du juge contre volonté du constituant? Dans un débat americain”, en Le rôle de la volonté dans les actes juridiques. Etudes à la memoire de Professeur Alfred Rieg, Bruselas, Bruylant, 2000, pp. 855 y ss.) En realidad yo no he pretendido proporcionar una justificación del control de la constitucionalidad en Francia, sino solamente hacer el análisis del significado de la expresión
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Se ve bien que este modo de justificación consiste simplemente en un cambio de definición de la democracia que no es ni un sistema de autonomía ni tampoco el poder ejercido por el pueblo a través de sus representantes electos, sino sólo un poder ejercido en nombre del pueblo por representantes de los cuales sólo algunos son electos. Pero hay otras maneras de modificar la definición de la democracia. 2. La democracia no es la voluntad del pueblo, es un conjunto de principios: El Estado de derecho Estamos en presencia de un producto de limitaciones de la argumentación político-jurídico. Ciertamente, declaran los defensores de la ideología del Estado de derecho, el sistema que preconizamos choca contra el principio democrático, pero solamente si ese principio es identificado con el dominio de la mayoría. Ahora bien, la democracia no podría ser reducida a esto, puesto que la voluntad del pueblo no es la voluntad de la mayoría del pueblo, menos aún, la de la mayoría parlamentaria. A falta de poder identificar la voluntad del pueblo, es necesario considerar que ella se manifiesta en un cierto número de principios fundamentales que se llama también ‘Estado de derecho’. Esta idea se presenta y se justifica de varias formas. Se puede, de entrada, asimilar pura y simplemente la democracia y el Estado de derecho y sostener que la democracia consiste no en el contenida en el artículo 1° de la constitución francesa: «Francia es una república democrática» para conciliarla con el control [constitucional]. La conclusión de este análisis fue que, si se quería justificar el control [constitucional], dando un sentido a esta expresión, era necesario sostener que el juez constitucional, que participa en la formación de la ley, esto es, a la voluntad general, era un representante. Entre los autores que han efectivamente sostenido esta tesis se encuentra D. Rousseau, (cf.: Droit du contentieux constitutionnel, París, Montchrestien, 1999 y “La jurisprudence constitutionelle, quelle «nécesité démocratique»?”, en Drago, G. Y François, B, Molfessis, N. (Eds.), La légitimité de la jurisprudence du Conseil Constitutinnel, París, Economica, 1999, pp. 363-376 con mi comentario y la réplica de D. Rousseau [Cf.: ibid: pp. 377382]). La misma idea es defendida por Pierre Rosanvallon, quien escribe: “ciertamente, los representantes del pueblo son, aquellos que él ha elegido. Pero, no únicamente. Pueden igualmente ser considerados como representantes aquellos que hablan, actúan y que deciden «en nombre del pueblo». Este es, claramente, el caso de los jueces, sean judiciales o constitucionales, pero es, también, por extensión, el carácter que revisten múltiples autoridades de regulación.” (Rosanvallon, Pierre. La démocratie inachevé. Histoire de la suveraineté du peuple en France, París, Gallimard, 2000. p.407).
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poder de la mayoría, sino en un sistema de garantías de derechos fundamentales, aseguradas gracias al control de la constitucionalidad. Sin embargo, esta concepción puede entrar en conflicto con la justificación de la supremacía de la constitución, si se estima que los derechos fundamentales deben ser garantizados en razón de su valor intrínseco, esto es, como derechos naturales y no porque ellos hayan sido explícitamente mencionados en el texto constitucional. En estas condiciones, si algunos de esos derechos no han sido mencionados en la constitución, no deben dejar de estar protegidos. O bien la corte constitucional garantiza la democracia así entendida, esto es todos los derechos considerados y no necesariamente asegura la supremacía de la constitucional o bien, la corte asegura esta supremacía y no garantiza la democracia o, en todo caso, no todos los derechos fundamentales que se considera que esto implica. Esta debilidad de la justificación explica que sea raramente empleada. No pude ser útil más que en algunos casos extremos para sostener que una revisión de la constitución realizada de conformidad con las disposiciones de revisión es, sin embargo, contraria a los valores fundamentales de la democracia. Se puede concebir entonces el Estado de derecho como un Estado que ejerce su poder en la forma jurídica, esto es, un Estado en el cual toda decisión es tomada de conformidad con una norma superior. Este Estado de derecho será entonces definido como democrático en la medida en que la constitución garantiza los derechos fundamentales y se podrá sostener que el control de la conformidad de las leyes a la constitución es necesaria para la democracia así entendida. Sin embargo no es posible mantener esta definición porque conduciría a llamar ‘democracia’ al “Despotismo Ilustrado”, siempre que sea respetuoso de los derechos establecidos en alguna carta fundamental. Los autores no pueden, por tanto, eliminar por entero el principio mayoritario de la definición. Pero entonces, o bien la democracia es un sistema en el que la mayoría tiene que respetar los valores fundamentales y se regresa a la concepción de una democracia limitada por el control de la constitucionalidad o bien, más que presentar el principio mayoritario y los derechos fundamentales como contrarios, se busca una fórmula por la que el principio mayoritario sea un medio que permita garantizar los derechos fundamentales. Rebecca Brown escribe así: “a better understanding of the system we have is that majoritarian government exists
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to support the Bill of Rights” [el mejor entendimiento que tenemos del sistema es que el gobierno mayoritario existe para asegurar la Carta de Derechos].20 Quienes sostienen la primera concepción deben entonces explicar en qué difiere el sistema de una democracia limitada y los simpatizantes de la segunda por qué un sistema en el que el poder de la mayoría del pueblo no es más que un medio al servicio de los fines más elevados debe aún ser llamado ‘democracia’. Por lo demás, algunos autores, como la misma Rebecca Brown, están bien conscientes de esta dificultad y consideran que el sistema que la constitución de Estados Unidos ha tratado de establecer no es la democracia sino la libertad. Sin embargo, otros relacionan los principios a la voluntad del pueblo. Se puede, por ejemplo, sostener que los principios fundamentales han sido enunciados en la constitución y que, por consecuencia, es precisamente el pueblo el que los ha querido. Habría así, según la terminología de Bruce Ackerman, una democracia dual. El pueblo se expresaría en la política ordinaria por la elección de los representantes encargados de legislar y, bajo una forma más elevada, imponiendo un cambio a la constitución.21 La democracia ordinaria reposa sobre la ficción de que la mayoría parlamentaria representa al pueblo. Al anular una ley por inconstitucionalidad, los tribunales disipan esta función e imponen la voluntad real del pueblo, tal y como aparece en la constitución. Si el pueblo está en desacuerdo con la interpretación dada por los tribunales, entonces el pueblo modifica la constitución, sea por la vía de la revisión, sea por otros medios, como lo ha hecho durante el periodo del New Deal. El respeto de los principios sería, por tanto, el respeto de la voluntad del pueblo soberano. La idea es ingeniosa, pero es difícilmente exportable para justificar, por la teoría democrática, el poder de los jueces que aplican los principios del derecho europeo. La idea de una democracia como Estado de derecho, igualmente considerado como un conjunto de principios fundamentales, ha sido, en efecto, largamente desarrollada en el marco de la construcción europea. En este caso, no es fácil relacionar estos principios con la voluntad del pueblo soberano. Se podría sostener que están establecidos en los tra-
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En Garvey, J.H. y Aleinikoff, A. pp. 235 y ss. Ackerman, Bruce. We the People, Vol. I, Cambridge, Mass., Havard University Press, 1991.
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tados, igualmente ratificados por los pueblos soberanos de los diferentes Estados, pero se subraya muy frecuentemente que estos expresan valores idénticos a los que rigen en las constituciones nacionales, de suerte que la sumisión a los tratados sería análoga a la sumisión a la constitución. En este sentido se cita la jurisprudencia del Tribunal de Luxemburgo que se refiere a las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros. La construcción europea –y más generalmente, la construcción de una sociedad internacional– manifestaría así la construcción de un derecho común europeo, fundado sobre los principios del estado de derecho y la protección de los derechos fundamentales. No habría más lugar para la decisión política puesto que estos principios transnacionales serían impuestos mediante procedimientos estrictamente jurisdiccionales, por tanto, neutros e imparciales. Es por lo que otros autores, en Estados Unidos y en Francia, buscan una nueva definición de la democracia, de tal manera que repose siempre sobre el viejo criterio del poder del pueblo. Pero es esta última noción que entonces debe ser modificada. Existen varias tentativas en este sentido, pero todas ellas deben admitir que la soberanía no se ejerce sólo por la función legislativa, sino, también, por el poder constituyente, dicho de otra manera: que la soberanía tiene distintos grados. Por otro lado, incluso en los Estados Unidos, esta justificación paga un precio elevado. En efecto, para admitir que la corte garantice el respeto a la voluntad del pueblo establecida en la constitución es necesario presuponer que ésta se limita a aplicar la constitución, sin ejercer poder discrecional, porque la interpretación no es más que una función del conocimiento o que el pueblo está realmente en situación de corregir las interpretaciones dadas de su voluntad. Otra dificultad se refiere al estatuto de lo gobernantes: si se considera como representantes, en el sentido francés del término, los que expresan la voluntad del pueblo soberano, no se comprendería que esta voluntad estuviera subordinada a la voluntad establecida en la constitución, porque esta es también la voluntad del pueblo soberano y que éste no puede tener dos voluntades diferentes, Si, por el contrario, se les considera como los elegidos, [pero] que no tienen el carácter de representantes al ser sometidos por la corte a la voluntad constitucional del pueblo, de ahí se sigue que el pueblo no está llamado a participar en la legislación ordinaria. El pueblo sólo ejerce el poder constituyente
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de suerte que la democracia no es en ningún sentido dualista y que difiere sensiblemente de la democracia en el sentido habitual. Jürgen Habermas compara este sistema político con aquel en el que un regente ejerce el poder tanto tiempo que el soberano no puede o no quiere ocupar el trono. Esta democracia es un gobierno donde el pueblo es titular de la esencia del poder, que puede evidentemente retomar, pero que no lo ejerce, ni siquiera por sus representantes. De esta manera está uno obligado a considerar que la voluntad expresada por la legislación ordinaria se encuentra subordinada a la voluntad del pueblo, establecida en la constitución y que ella no es la voluntad del pueblo. La democracia dualista es una democracia donde la ley es, posiblemente conforme con la voluntad del pueblo, pero no es la expresión de esta voluntad. Esta concepción sería, por tanto, totalmente inadecuada para justificar el control de la constitucionalidad en los países que, como en Francia, la ley es considerada la expresión de la voluntad general. 3. El pueblo no es lo que usted creía Uno no puede escapar a esta dificultad que al precio de una construcción aún más compleja. El dualismo afecta aquí no a la democracia, sino al pueblo mismo. Se tendría que sostener que el pueblo que ejerce el poder legislativo a través de sus representantes es diferente del que ejerce el poder constituyente. Tal es la visión que propone Marcel Gauchet y, detrás de él, Dominique Rousseau.22 Estos autores consideran que el juez constitucional hace prevalecer la voluntad del pueblo “trascendente” o “perpetuo”, el único verdadero soberano, por encima del pueblo actual. El pueblo actual, aquel que escoge y que vota –escribe Marcel Gauchet– no es más que el representante momentáneo del poder del pueblo perpetuo que perdura idéntico a sí mismo a través de la sucesión de generaciones y que constituye el verdadero titular de la soberanía.23 22 Gauchet, Marcel. La révolution des pouvoirs. La souveraineté, le peuple et la répresentación, 1789-1799, París, Gallimar, 1995 ; Rousseau, Dominique. Droit du contentieux constitutionnel, París, Montchetien, 1999, en especial: pp. 469-470. 23 La Révolution des pouvoirs. La souveraineté, le peuple et la représentation, 1789-1799, cit., p. 45.
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Esta presentación es sensiblemente diferente a la de Bruce Ackerman, porque aquí la voluntad del pueblo perpetuo, evidentemente, no se ha expresado jamás directamente. Ni siquiera es representado por el juez constitucional, el cual se limita a recurrir a la voluntad del pueblo actual.24 Además de las dificultades que nacen de la idea misteriosa de un pueblo así duplicado, donde uno solo de los componentes es el soberano, pero no puede ejercer por sí mismo esta soberanía ni tampoco ser representado, esta tesis encubre una contradicción interna. La soberanía no es una cualidad que se pueda descubrir en la naturaleza del pueblo. Es solo un poder que la constitución atribuye al pueblo, sin hacer ninguna distinción entre un pueblo actual y una perpetuo. No se puede, por tanto, sostener, a la vez, que el juez constitucional aplica la constitución y que su poder se justifica sólo porque el pueblo no es el verdadero titular de la soberanía. Se objetará, sin duda, que si es la constitución la que atribuye la soberanía al pueblo y determina las modalidades de su ejercicio, ella misma debe emanar de otro ser, lo cual sería el signo indiscutible de la presencia de una jerarquía. Posiblemente se agregará que los actos del pueblo soberano no se reconocen mas que cuando han sido realizados de conformidad con la constitución, lo que el Consejo Constitucional expresa con la fórmula: “la ley no expresa la voluntad mas que de conformidad con la constitución”. Sin embargo, estas disposiciones de la constitución son únicamente definiciones y en ningún sentido habilitaciones conferidas al pueblo por un ser superior a él. Por lo demás, el argumento conduciría a una regresión al infinito, puesto que si se pretendiera que el pueblo actual no puede ser soberano más que en virtud de una atribución conferida por un pueblo perpetuo, de donde deriva este pueblo perpetuo su soberanía. * *
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24 Marcel Gauchet escribe así: “el juez constitucional no está encargado de representar la soberanía del pueblo… él está encargado de poner en representación el hecho de que ella [la soberanía] debe tener la última palabra.” (Ibid. p. 42). Igualmente Dominique Rousseau: “el juez constitucional permite al pueblo verse como soberano gracias a un espejo, la constitución-carta jurisprudencial de los derechos fundamentales que refleja al pueblo su soberanía y a los delegados electos su subordinación al soberano. La justicia constitucional hace visible, así, lo que el modelo representativo hace olvidar: poniendo la representación en representación” (Droit du contentieux constitutionnel, cit., p. 470).
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Me importa recordar que todo lo que precede no es mas que el análisis de los discursos y no de la realidad y que hasta ahora yo no me he pronunciado sobre la realidad del carácter democrático. Parece evidente que si uno se mantiene dentro de la concepción clásica de la democracia: un sistema en el cual el poder es ejercido exclusivamente por medio de normas generales adoptadas directamente por el pueblo o por sus representantes electos, la mayor parte de los sistemas reales no son democracias, puesto que un gran número de normas generales son creadas por jueces, que no son representantes electos. ¿Cuál es entonces la naturaleza de esos sistemas? Se puede escoger entre dos calificaciones. O bien se considera que los parlamentos electos son democráticos y se debe llamar a estos sistemas «regímenes mixtos» puesto que el poder es ejercido conjuntamente por una autoridad democrática y una autoridad aristocrática. O bien, se considera que los parlamentos no son más que una aristocracia electa y es necesario, por tanto, considerar que los sistemas en los que vivimos son repúblicas aristocráticas.
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SOBRE LA CONCEPCIÓN LÓGICA DEL DERECHO Rafael Hernández Marín* I. El derecho como sistema lógico
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a concepción lógica del Derecho consiste en la tesis de que el Derecho es un sistema lógico o deductivo. Un sistema lógico o deductivo es un conjunto cerrado bajo la relación de deducción o consecuencia, o sea, un conjunto que incluye al conjunto de todas sus consecuencias. Decir que el Derecho es un sistema lógico significa, pues, que todo lo que es consecuencia (o se deduce) del Derecho pertenece al Derecho. Si suponemos que el Derecho está formado únicamente por normas jurídicas, la concepción lógica del Derecho consiste en la tesis de que las normas deducibles de normas jurídicas son también jurídicas. Esta tesis es completada con otra que identifica cuáles son las normas jurídicas primitivas del sistema, esto es, el conjunto de normas que son jurídicas aunque no sean deducibles de otras normas jurídicas. Pero, para la concepción lógica del Derecho, es irrelevante cuál sea ese conjunto que constituye la base primitiva del sistema: Puede ser un conjunto de normas no positivas. Éste era el caso en las doctrinas iusnaturalistas racionalistas. En estas doctrinas es concebido como un sistema lógico el Derecho natural. Según sostenían los racionalistas, el Derecho natural está integrado por un conjunto de normas no positivas y por las consecuencias deducibles de dichas normas. Pero entre los partidarios de la concepción lógica del Derecho lo más frecuente, sobre todo en la actualidad, es sostener que la base primitiva del sistema jurídico está formada por normas positivas. Los representantes de la jurisprudencia de conceptos fueron los primeros en trasladar al Derecho positivo la concepción lógica del Derecho que los iusnaturalistas habían sostenido respecto al Derecho natural. Precisamente en uno de los representantes de la jurisprudencia de * Universidad de Murcia. ISONOMÍA No. 18 / Abril 2003
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conceptos, concretamente, en G.F. PUCHTA, hallamos una de las formulaciones a la vez más clara y antigua de la concepción del Derecho como un sistema deductivo. Dice PUCHTA: «En virtud de la naturaleza racional del Derecho, debe valer también como Derecho lo que con necesidad interna se deduce del Derecho dado»1. En las últimas décadas, la concepción del Derecho positivo como un sistema lógico ha renacido por influencia de las obras de C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN. Aunque es preciso aclarar que, para los autores argentinos, el Derecho no es sólo un sistema lógico, estático, en la terminología de H. KELSEN. También es a la vez, y dicho igualmente en términos de KELSEN, un sistema dinámico2. El presente trabajo es una crítica de la concepción lógica del Derecho, una crítica de la tesis de que las normas deducibles de normas jurídicas son también jurídicas. En verdad, de esta tesis en sí tengo poco que decir. Sólo la observación siguiente. Esta tesis se opone a otra de la que soy partidario yo y la mayoría de los juristas. Me refiero a la tesis que considera la publicación como condición necesaria de juridicidad. Los únicos juristas que no suelen considerar la publicación como condición necesaria de juridicidad son los filósofos del Derecho. Piénsese en H. KELSEN, A. ROSS, H.L.A. HART, C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN. Ninguno de ellos alude a la exigencia de la publicación, a la hora de decir qué entienden por Derecho o por norma jurídica. 1 Georg Friedrich PUCHTA: «Recensión de Georg Beseler: Volksrecht und Juristenrecht», en Jahrbücher für wissenschaftliche Kritik, I (1844), pp. 1-30, p. 12. 2 Véase Carlos E. ALCHOURRÓN, Eugenio BULYGIN: Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Buenos Aires, Astrea, 1974, p. 120. Eugenio BULYGIN: «Algunas consideraciones sobre los sistemas jurídicos», en Doxa, 9 (1991), pp. 257-279, pp. 263-264. Sin embargo, en las obras de ALCHOURRÓN y BULYGIN aparece una tesis que no armoniza con esta concepción lógico-dinámica del Derecho. Se trata de la afirmación de que «un cambio en la interpretación de un texto legal tiene por efecto el cambio de la norma expresada en ese texto» [Carlos E. ALCHOURRÓN y Eugenio BULYGIN: «Norma jurídica», en Ernesto Garzón Valdés y Francisco J. Laporta (eds.): El Derecho y la justicia (Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. 11), Madrid, Editorial Trotta, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Boletín Oficial del Estado, 1996, pp. 133-147, p. 135]. Ésta es una tesis importante, ya que en ella basan ALCHOURRÓN y BULYGIN sus opiniones respecto a la interpretación del Derecho e incluso su concepción ontológica de la norma jurídica. Sin embargo, dicha tesis implica que hay normas jurídicas que son producto de la interpretación de los textos legales. Y tales normas jurídicas no pertenecen al conjunto seleccionado por ALCHOURRÓN y BULYGIN como base primitiva del sistema jurídico, ni resultan de dicha base de forma deductiva, ni de forma dinámica.
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Aunque me referiré, naturalmente, a la concepción lógica del Derecho, mi exposición se va a centrar, en realidad, en lo que constituye, en un sentido vulgar de la noción de presupuesto, un presupuesto de esa concepción. Dicho presupuesto es la tesis de que de las normas jurídicas es posible deducir otras normas. II. Crítica a la lógica de normas Las normas jurídicas son, en gran medida, prescripciones. Por ello, condición necesaria para poder deducir de las normas jurídicas otras normas es que sea posible deducir de prescripciones (jurídicas o no) otras prescripciones. 1. El concepto semántico de deducción A este respecto hay que recordar que «deducir» tiene tradicionalmente, y ante todo, un sentido semántico, definible mediante las nociones de verdad y falsedad. De acuerdo con esta noción de «deducir», si un enunciado B se deduce de un enunciado A, entonces si A es verdadero B también lo es. Y esto es lo mismo que decir que si un enunciado B se deduce de un enunciado A entonces o bien A es falso o bien B es verdadero. De ahí que sea correcta la siguiente tesis condicional: (1) Si el enunciado «levántate» se deduce semánticamente del enunciado «levántate y anda», entonces o bien el enunciado «levántate y anda» es falso o bien el enunciado «levántate» es verdadero. Mas el consecuente del condicional (1) es falso. Pues ni el enunciado «levántate y anda» es falso, ni el enunciado «levántate», verdadero. De ahí que debamos extraer como conclusión (por modus tollendo tollens) la negación del antecedente de (1); de ahí que debamos concluir que el enunciado «levántate» no se deduce semánticamente del enunciado «levántate y anda». Está pues justificada la tesis, contenida en el dilema de JØRGENSEN, de que si el término «deducir» conserva su sentido semántico tradicional no existen relaciones deductivas entre enunciados prescriptivos.
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2. El concepto sintáctico de deducción Mas, ¿qué ocurre si al término «deducir» le damos un sentido sintáctico (entendiendo el término «sintáctico» como lo entendía R. CARNAP, esto es, comprensivo no sólo de las reglas sintácticas o de formación de expresiones, sino también de las reglas lógicas o de transformación)? Que un enunciado B se deduce sintácticamente de un enunciado A, o A implica sintácticamente B (esto es, AB), significa que en un cálculo determinado existe una derivación de B a partir de A. Y esto es lo mismo que decir, tratándose de cálculos de lógica clásica, y en virtud del teorema sintáctico de deducción, que en el cálculo existe una derivación o demostración de la fórmula A→B, o sea, que esta fórmula es un teorema (es decir, A→B)3. Por esta razón (y suponiendo que el teorema sintáctico de deducción es válido también para la lógica de normas4), la tesis (2) El enunciado «levántate» se deduce sintácticamente del enunciado «levántate y anda» es equivalente a (3) «Si levántate y anda entonces levántate» es un teorema. Situados ante la tesis (3), tenemos dos opciones: 3 Siendo un conjunto de enunciados, el teorema sintáctico de deducción establece, en su versión débil, que si ,AB entonces A→B; en su versión fuerte dice que ,AB si y sólo si A→B. Por ello, cuando el conjunto es vacío, la versión fuerte del teorema sintáctico de deducción establece la equivalencia entre la tesis «AB» y la tesis «A→B». 4 La prueba de que el teorema sintáctico de deducción, en su versión fuerte, es válido para un cálculo lógico determinado no requiere ninguna tesis semántica (de la teoría de modelos); no necesita, en particular, hacer referencia a la verdad o falsedad de las fórmulas del cálculo. Se trata de un metateorema sintáctico (un teorema de la teoría de la demostración), que puede ser probado para cualquier cálculo de lógica clásica de primer orden (de lógica proposicional o de lógica de predicados) en el que la regla modus ponendo ponens sea la única regla de derivación y en el que sean teoremas las fórmulas A→ (B→A) y [A→ (B→C)] → [(A→B) → (A→C)] (fórmulas, que son axiomas en la mayoría de los cálculos axiomáticos de primer orden). Véase Geoffrey HUNTER: Metalógica, traducción de Rodolfo Fernández González, Madrid, Paraninfo, 1981, pp. 103-108, 192-196 y 200.
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La primera es continuar con la perspectiva sintáctica y aceptar esa expresión condicional, mencionada en (3), así como cualquier otra generada de acuerdo con las reglas sintácticas y lógicas del cálculo, sin preocuparnos de si las expresiones del cálculo son significativas, es decir, sinónimas de expresiones bien formadas de algún lenguaje natural. En este sentido, puede haber relaciones deductivas entre enunciados prescriptivos, pero también entre cadenas incomprensibles de símbolos cualesquiera. Por esta razón, el concepto sintáctico de deducción resulta excesivamente amplio para definir las relaciones deductivas entre enunciados prescriptivos e incluso entre enunciados asertivos. La segunda opción es abandonar el punto de vista sintáctico y preguntarnos, desde el punto de vista semántico, qué significa la expresión «Si levántate y anda entonces levántate». Y, en el caso de no encontrar una expresión bien formada del lenguaje natural que sea sinónima de ella, rechazar dicha expresión como miembro de cualquier cálculo lógico. Desde este punto de vista, creo que no existe ninguna expresión bien formada del lenguaje natural que sea sinónima de la expresión «Si levántate y anda entonces levántate»; pues las reglas sintácticas de los lenguajes naturales consideran mal formadas las expresiones condicionales cuyo antecedente sea una prescripción. Por ello, rechazo que dicha expresión sea un teorema de un cálculo lógico, esto es, rechazo la tesis (3); y esto es lo mismo que rechazar la tesis (2). Dicho resumidamente y generalizando: si existen relaciones de implicación sintáctica entre prescripciones, entonces son teoremas de un cálculo lógico expresiones condicionales cuyos antecedentes son prescripciones (suponiendo que el teorema sintáctico de deducción sea válido para cálculos de lógica de normas o prescripciones). Por esta razón, quien piense que ninguna expresión condicional cuyo antecedente sea una prescripción es un teorema de un cálculo lógico ha de negar la existencia de relaciones de implicación sintáctica entre prescripciones. Y (con independencia ya del teorema de deducción) ha de rechazar incluso, como expresiones mal formadas, carentes de sentido, gran parte de los teoremas de todos los sistemas de lógica de normas, tales como «Op → Pp», «Op → Op», «(Op&Oq) → O(p&q)», etc. III. Las justificaciones de la lógica de normas Las observaciones precedentes cuestionan la posibilidad de que existan relaciones lógicas entre enunciados prescriptivos. Pero tienen
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en su contra las muchas propuestas y argumentos que han sido formulados para justificar la existencia de tales relaciones, en respuesta principalmente al dilema de JØRGENSEN. Obviamente, no puedo pasar revista a todos esos argumentos. Los que voy a comentar a continuación los he seleccionado teniendo en cuenta su difusión o su solidez (al menos aparente). 1. La noción abstracta de consecuencia Me referiré, en primer lugar, a la propuesta defendida por C.E. ALCHOURRÓN y A. MARTINO, propuesta que pretende justificar la lógica de prescripciones mediante el concepto abstracto de consecuencia5. A mi juicio, el concepto abstracto de consecuencia tropieza, a este propósito, con las mismas dificultades que el concepto sintáctico de consecuencia o de deducción: es un concepto excesivamente amplio, ya que, de acuerdo con él, existirían relaciones deductivas o de consecuencia, no sólo entre enunciados prescriptivos, sino también entre símbolos o cadenas de símbolos arbitrarios, a los que nos resultaría difícil interpretar como expresiones de un lenguaje. El propio ALCHOURRÓN rechaza justificar la lógica, cualquier lógica, mediante el concepto sintáctico de consecuencia por esas mismas razones que yo he expuesto, en definitiva, por ser un concepto excesivamente amplio. Y opino que lo mismo cabe decir, con mayor razón, respecto al concepto abstracto de consecuencia, que es más amplio aún que el concepto sintáctico. Pues el concepto abstracto de consecuencia comprende tanto el concepto sintáctico, como el concepto semántico de consecuencia6. 2. La noción de eficacia Otra justificación de la lógica de prescripciones, que de una forma u otra ha recibido bastantes adhesiones, es la que recurre al concepto de 5 Carlos E. ALCHOURRÓN y Antonio A. MARTINO: «Lógica sin verdad», en Theoria. Revista de teoría, historia y fundamento de la ciencia, nº 7-8-9 (1987-1988), pp. 7-43, pp. 24-26 y 34-35. 6 Véase Carlos E. ALCHOURRÓN: «Las concepciones de la lógica», en Carlos E. Alchourrón (ed.): Lógica (Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. 7), Editorial Trotta, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1995, pp. 11-47, pp. 24-26 y 41-42.
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eficacia. Pues la eficacia es a las prescripciones lo que la verdad a las aserciones. De acuerdo con esta sugerencia, decir que el enunciado «levántate y anda» implica el enunciado «levántate» significa que si el primero es eficaz el segundo también lo es. Y de manera análoga se define la relación de contradicción entre prescripciones: dos prescripciones son contradictorias si, y sólo si, si una de ellas es eficaz entonces la otra es ineficaz; y, a la inversa, si una de ellas es ineficaz entonces la otra es eficaz. Yo observo tres dificultades en esta propuesta: 1ª) La primera es que la relación de implicación entre enunciados prescriptivos se convierte en parásita de la relación de implicación entre enunciados asertivos, paralelamente a como la noción de eficacia es parásita de la noción de verdad (pues un enunciado prescriptivo, como «Obligatorio que Juan pague impuestos», es eficaz, si y sólo si su enunciado asertivo correspondiente, «Juan paga impuestos», es verdadero7). La lógica de prescripciones carecería de cualquier peculiaridad frente a la lógica de aserciones. Hasta el punto de que sólo figuradamente cabría hablar de relaciones lógicas entre prescripciones. En definitiva, esta primera dificultad no cuestiona en realidad la lógica de normas, sino sólo su peculiaridad frente a la lógica clásica. 2ª) El segundo obstáculo, ya más complicado, para justificar la lógica de prescripciones mediante la noción de eficacia se halla en las inferencias mixtas (aquellas en las que al menos una premisa es asertiva y al menos otra, prescriptiva). Pues, si la relación de deducción entre prescripciones se define mediante la noción de eficacia, ¿qué significa decir que de los enunciados «Todos los ciudadanos deben pagar impuestos», que es prescriptivo, y «Juan es un ciudadano», que es asertivo, se deduce la conclusión «Juan debe pagar impuestos», que es un enunciado prescriptivo? La respuesta inevitable parece ser la siguiente: significa que si las premisas son verdaderas o eficaces entonces la conclusión es verdadera o eficaz. Pero esta respuesta tiene la consecuencia inaceptable de que cualquier enunciado prescriptivo implica su enunciado asertivo correspondiente, y a la inversa. La consecuencia es que el enunciado «Juan debe pagar impuestos» implica el enunciado «Juan paga impuestos», y a la inversa. A este respecto, me remito a mi libro Introducción a la teoría de la norma jurídica, Madrid, Marcial Pons, 1998, pp. 249-250. 7
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3ª) Mi tercera y última objeción a la propuesta de basar la lógica de normas en la noción de eficacia es la siguiente: Es innegable que existen incompatibilidades entre prescripciones, incompatibilidades que pueden ser definidas mediante la noción de eficacia. Para algunos autores, estas incompatibilidades son auténticas relaciones de contradicción. Y entonces argumentan: si existen relaciones de contradicción entre prescripciones, ¿por qué no van a existir relaciones de deducción entre ellas? El argumento me parece correcto. Pero me parece discutible el punto de partida, la tesis de que dos prescripciones incompatibles sean contradictorias. Pues quien sostenga esta tesis ha de afrontar dos problemas que no tienen solución fácil. El primero de ellos es el siguiente. Definida la relación de contradicción entre prescripciones mediante la noción de eficacia, el enunciado contradictorio de «Obligatorio p» es «Prohibido p»; pues si uno de ellos es eficaz, entonces el otro es ineficaz; y a la inversa: si uno de ellos es ineficaz, entonces el otro es eficaz. Así lo afirma también expresamente G.H. VON WRIGHT: ambos enunciados, dice VON WRIGHT, son mutuamente contradictorios. Sin embargo, en lógica de normas, «Obligatorio p» se considera equivalente a «No Permitido no p»; y esto tiene como consecuencia que el enunciado contradictorio de «Obligatorio p» sea «Permitido no p», como observa el mismo VON WRIGHT: también estos dos últimos enunciados son mutuamente contradictorios, según dice VON WRIGHT dieciséis líneas después de haber realizado la otra afirmación citada hace un momento8. Mas, dado que «Prohibido p» y «Permitido no p» no son equivalentes, la consecuencia final es una situación que sería insólita en lógica ordinaria. Pues, en lógica ordinaria, si los enunciados A y B son mutuamente contradictorios y los enunciados A y C también lo son, entonces B y C son equivalentes. El problema que estoy planteando es, pues, el de cómo es posible que las cosas no sean así en lógica de normas. El segundo problema que ha de afrontar quien sostenga la tesis de que las incompatibilidades entre prescripciones, concretamente, entre prescripciones jurídicas, son contradicciones se halla en la tesis de que 8 Georg Henrik VON WRIGHT: «Is There a Logic of Norms?», en Ratio Juris, vol. 4, nº 3, (1991) pp. 265-283, pp. 270-271. Véase también Georg Henrik VON WRIGHT: «Deontic Logic: A Personal View», en Ratio Juris, vol. 12 (1999), nº 1, pp. 26-38, p. 34.
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de una contradicción todo es deducible. Pues de ambas tesis se deduce que los ordenamientos jurídicos son algo absurdo, desde el punto de vista lógico y social. Opino, respecto a las posibles relaciones lógicas de contradicción y de deducción entre enunciados prescriptivos definidas mediante la noción de eficacia, lo mismo que respecto a la posible existencia de tales relaciones entre oraciones desiderativas. Podemos decir que las oraciones «¡Ojalá llueva!» y «¡Ojalá no llueva!» son incompatibles, en cuanto que los deseos en ellas expresados son irrealizables a la vez. Pero, a fin de evitar problemas, conviene no aplicar a esa incompatibilidad la denominación técnica, más precisa, de «contradicción». Y, por la misma razón, tampoco conviene decir que la oración «¡Ojalá no llueva!» se deduce de la oración «¡Ojalá no llueva y salgamos de paseo!». Además, creo que no hay nada que nos fuerce a ello. 3. Los cálculos deónticos Como tercer argumento en favor de la lógica de prescripciones, también se podría citar la existencia desde hace ya 50 años de una disciplina que es precisamente eso, una lógica de prescripciones. Pero la cuestión fundamental reside justamente en si esos presuntos sistemas de lógica de prescripciones son realmente sistemas lógicos o deductivos, y no meras reglamentaciones para la manipulación de símbolos, similares a una reglamentación que podríamos inventarnos para manipular expresiones formadas por grafismos incomprensibles, figuras geométricas, dibujos de animales o de objetos, etc. La respuesta a esta cuestión es de nuevo que, conforme al sentido tradicional de «deducir», dichos sistemas de lógica de prescripciones no son sistemas deductivos. Al margen de ello, la denominada «lógica de normas» desarrollada hasta ahora adolece de muchas insuficiencias que la incapacitan para proporcionar el sólido motor de inferencia (como dicen los informáticos) que sería necesario para concebir, o para reconstruir, el Derecho como un sistema lógico. Yo observo cinco insuficiencias en la actual lógica de normas: 1ª) En lógica de normas, salvo algunas pocas tesis, casi todo es discutido: no sólo las reglas lógicas, sino incluso las reglas sintácticas, que definen los formalismos.
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El contraste a este respecto con la lógica clásica, de enunciados asertivos, es tremendo. El cuerpo central de la lógica de enunciados asertivos es aceptado unánimemente en el mundo entero (con las salvedades y precisiones que se quieran). 2ª) En las discusiones acerca de las reglas lógicas de la lógica de normas, acerca de las paradojas (reales o aparentes) detectadas en esta lógica, etc., no se sabe cuáles son los criterios de control. Uno no sabe cómo decidir cuál de las opiniones enfrentadas acerca de un problema concreto es la correcta. Ello es consecuencia del problema planteado por el dilema de JØRGENSEN: tratándose de enunciados prescriptivos, no está claro qué significa decir que un enunciado se deduce de otro (una vez que el término «deducir» no se entiende en el sentido tradicional). 3ª) Los estudiosos de la lógica de normas, salvo contadas excepciones, son poco escrupulosos a la hora de distinguir entre niveles de lenguaje, concretamente, a la hora de distinguir entre el lenguaje-objeto de los enunciados prescriptivos y el metalenguaje de los enunciados asertivos acerca de los enunciados prescriptivos. 4ª) La lógica de normas desarrollada hasta ahora no tiene en cuenta la existencia en el Derecho de enunciados no prescriptivos, de esos enunciados que yo llamo «enunciados cualificatorios» («reglas conceptuales» en la terminología de E. BULYGIN, o «reglas constitutivas», en otras terminologías). 5ª) La quinta y última insuficiencia que observo en la lógica de normas consiste en que, salvo alguna excepción aislada, la lógica de normas desarrollada hasta ahora, por ejemplo, el denominado “sistema estándar”, se ha detenido en la lógica de conectivas (también denominada «lógica de enunciados» o «lógica proposicional») que es la parte más elemental de lo que técnicamente se denomina «lógica elemental». La lógica de normas no ha llegado a la lógica de cuantificadores o predicados. 4. Los sistemas expertos En los últimos años, ha entrado en escena un nuevo factor al que cabría aludir para justificar la existencia de relaciones lógicas entre prescripciones y, concretamente, entre prescripciones jurídicas. Me
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refiero a la construcción de sistemas expertos jurídicos, producto de la aplicación al ámbito jurídico de las investigaciones en inteligencia artificial. En estos sistemas expertos, los enunciados o reglas a partir de los cuales el sistema experto hace inferencias, reales o aparentes, son enunciados prescriptivos. Sin embargo, en mi opinión, esto no constituye un dato decisivo en favor de la existencia de relaciones lógicas entre prescripciones. Pues desde hace ya décadas, y sin utilizar sistemas expertos, ni reglas lógicas especiales, los Ayuntamientos españoles emiten de forma mecánica resoluciones relativas al pago de impuestos, que vienen a decir algo parecido a «Juan debe pagar 20.000 pesetas del impuesto de bienes inmuebles». Pero esto no significa necesariamente que este enunciado haya sido deducido de las normas reguladoras del impuesto de bienes inmuebles junto a ciertos datos relativos al patrimonio de Juan. Lo que ese hecho revela es simplemente que existe una máquina que, a partir de ciertos objetos iniciales (las normas reguladoras del impuesto de bienes inmuebles, por un lado, y ciertos datos relativos al patrimonio de Juan, por otro), es capaz de producir un objeto nuevo (el enunciado «Juan debe pagar 20.000 pesetas del impuesto de bienes inmuebles»). Del mismo modo que existe una máquina que, a partir de un tonel lleno de vino y de una botella vacía y abierta produce un objeto nuevo: una botella llena de vino y cerrada. Pero esto no significa que el objeto nuevo haya sido deducido de los originales. 5. La necesidad de la lógica de normas El último argumento en favor de la lógica de normas que voy a analizar es el que puede ser llamado «argumento de la necesidad». He afirmado antes que, en mi opinión, no hay nada que nos fuerce a hablar de relaciones deductivas entre prescripciones. Pero hay quien piensa lo contrario. Pues se dice frecuentemente, en defensa de la lógica de normas, que la lógica de normas es necesaria para la filosofía del Derecho en general o para determinados problemas filosófico-jurídicos. Voy a referirme a ambos aspectos del argumento separadamente y con detalle. Y ello, no porque este argumento me parezca el más sólido, sino porque últimamente es el más socorrido de manera informal para justificar la lógica de normas.
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A) Sobre la necesidad en general o indeterminada de la lógica de normas para la filosofía del Derecho A este respecto haré dos observaciones: En primer lugar, supongamos que la lógica de normas es necesaria para la filosofía del Derecho, como repetía en los años sesenta del siglo pasado G. KALINOWSKI. Aún así, habría que probar que dicha lógica existe o es posible. De lo contrario, el argumento sería como el de los partidarios del Derecho natural que creen poder concluir que el Derecho natural existe a partir de la premisa de que el Derecho natural es necesario para suplir las deficiencias del Derecho positivo. Pero además, en segundo lugar, supongamos que por alguna vía se llega a la conclusión de que la lógica de normas no sólo es necesaria para la filosofía del Derecho, sino que es posible filosóficamente. Todo ello no invalidaría las observaciones anteriores que cuestionan dicha lógica. Recuerdo ahora, en particular, las que cuestionan que entre prescripciones puedan existir relaciones deductivas sean de tipo sintáctico, sean de tipo semántico, y ya se basen estas últimas en la noción de verdad o en la noción de eficacia. Habría que afrontar las dificultades que para la lógica de normas plantean dichas observaciones, y no dejarlas de lado como si no existieran (salvo, naturalmente, que se muestre que hay algo incorrecto en esas observaciones). B) Sobre la necesidad de la lógica de normas para determinados problemas filosóficos jurídicos Por lo que respecta a la necesidad de la lógica de normas para determinados problemas filosófico-jurídicos, me referiré antes de nada a mi experiencia profesional. Es la siguiente: durante los muchos años en que vengo analizando problemas de filosofía del Derecho, y siempre con técnicas lógicas y lingüísticas, nunca he necesitado afirmar o suponer que entre los enunciados prescriptivos existen relaciones lógicas. Dicho esto, voy a referirme a continuación a algunos temas concretos, para los cuales se suele pensar que la lógica de normas es necesaria: el control de la actividad legislativa, la aplicación del Derecho y algunos razonamientos acerca del Derecho.
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a) El control de la actividad legislativa Es cierto que si existiera una lógica de normas esta lógica nos permitiría controlar la racionalidad de la actividad del legislador. Pero de ello no se sigue que si no existe una lógica de normas nada nos permite controlar la racionalidad de dicha actividad. Opino que la noción de eficacia sirve para esa finalidad. Pues podemos decir, por ejemplo, que si un legislador crea dos enunciados tales que la eficacia de uno es incompatible con la eficacia del otro entonces dicho legislador se comporta irracionalmente. Esta observación, por otra parte, no conduce necesariamente a una lógica de normas basada en la eficacia. Ciertamente, si existiera una lógica de normas basada en la noción de eficacia, dicha lógica y, en última instancia, la noción de eficacia permitiría controlar la racionalidad de la actividad legislativa. Pero no me parece que sea verdadera la tesis inversa, esto es, la tesis de que si la noción de eficacia permite controlar la racionalidad de la actividad legislativa, entonces existe una lógica de normas basada en dicha noción. Y ello al margen de que una lógica tal tendría las dificultades puestas de relieve antes, al hablar de la posibilidad de una lógica de normas basada en la noción de eficacia. b) La aplicación del Derecho A juicio de E. BULYGIN, es en la aplicación del Derecho donde la lógica de normas resulta más imprescindible9. Discrepo de esta opinión por las siguientes razones. En la actividad judicial hay que distinguir dos aspectos: la formulación de la decisión o fallo, en aplicación de una norma jurídica general, esto es, el proceso decisorio, y la justificación de la decisión, o sea, el proceso justificatorio. La formulación del fallo, el proceso decisorio, no es un proceso deductivo, ni de lógica de normas, ni de lógica ordinaria. El fallo que aplica una norma jurídica general (al menos, de forma evidente, si se trata de una norma general dirigida a los jueces, como las normas penales) no es deducible de la norma general. La relación que existe entre Eugenio BULYGIN: «Lógica deóntica», en Carlos E. Alchourrón (ed.): Lógica, cit. (nota 6), pp. 129-141, p. 140. 9
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la norma general y el fallo no es la relación lógica de deducción, sino la relación semántica de referencia. Y lo que un juez hace al dictar un fallo en aplicación de una norma jurídica general no es deducir, sino cumplir dicha norma. Mi pensamiento al respecto queda ilustrado con el siguiente ejemplo. Supongamos que dirijo a Pedro la siguiente orden: «¡Escribe una oración de tres palabras!». Y Pedro escribe «Ha venido Pilar». Entre mi orden y la oración escrita por Pedro no existe una relación de deducción, aunque sólo sea por el hecho de que mi orden es una prescripción, y la oración escrita por Pedro, una aserción. La relación que existe entre ambas es la relación semántica de referencia. Pues mi orden se refiere a oraciones de tres palabras y lo escrito por Pedro es una oración de tres palabras; por tanto, lo escrito por Pedro pertenece a la referencia de mi orden. Por otra parte, lo que Pedro ha hecho al escribir la oración «Ha venido Pilar» no ha sido deducir, razonar, sino simplemente cumplir mi orden. Lo mismo ocurre, esencialmente, en el caso de una decisión judicial que aplica el Derecho. La norma general ordena al juez que formule una decisión de ciertas características, por ejemplo, una decisión que condene a un homicida a una pena de prisión entre 10 y 15 años; por tanto, la norma general se refiere a decisiones que presenten la característica siguiente: que condenen a un homicida a una pena de prisión entre 10 y 15 años. Por otra parte, la decisión del juez que aplica dicha norma general condena a un homicida a la pena (por ejemplo) de 12 años de prisión; por tanto, es una decisión que presenta la característica siguiente: condena a un homicida a una pena de prisión entre 10 y 15 años. La situación es, en definitiva, que la norma general se refiere a decisiones que presenten cierta característica y la decisión judicial que aplica esa norma general presenta dicha característica. Por consiguiente, la decisión forma parte de la referencia de la norma general. De ahí que la relación entre ambas sea la relación semántica de referencia, no la relación lógica de implicación. Y, finalmente, lo que el juez hace al formular la decisión individual no es deducir a partir de la norma general, sino cumplir dicha norma. En cuanto a la justificación de la decisión judicial, al proceso justificatorio, aquí sí interviene la lógica, pero no la lógica de normas, sino la lógica ordinaria.
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Pues el juez justifica su decisión o fallo cuando muestra que, con su fallo, él ha aplicado el Derecho. Aplicar el Derecho, aplicar una norma jurídica general, es, como acabo de decir, cumplir dicha norma. Por tanto, el juez justifica su fallo cuando muestra que, con su fallo, él ha cumplido una norma jurídica general. Cumplir una norma significa hacer lo que ésta ordena. Por consiguiente, el juez justifica su decisión cuando muestra que, con su decisión, él ha hecho lo que una norma jurídica general le ordena hacer, es decir, ha hecho aquello a lo que está obligado según dicha norma. Por esta razón, el razonamiento justificatorio del juez pretende alcanzar la conclusión, asertiva, de que él, el juez, está obligado por el Derecho, o por una determinada norma jurídica, a hacer algo, concretamente, a formular una decisión de cierto tipo. De ahí que la parte dispositiva de muchas sentencias penales comiencen expresamente con dicha conclusión, con un enunciado asertivo, que yo denomino «enunciado subsuntivo». Dicha parte dispositiva suele comenzar de la siguiente manera: «Por consiguiente, debo condenar a Fulano a tal pena», que es una elipsis de «Por consiguiente, según el Derecho estoy obligado a condenar a Fulano a tal pena» (el enunciado «Según el Derecho estoy obligado a condenar a Fulano a tal pena» es un enunciado asertivo subsuntivo). Para alcanzar esta conclusión asertiva, el juez utiliza como premisas las aserciones contenidas en la parte no dispositiva de la sentencia. De estas aserciones, unas son acerca de enunciados jurídicos (y están contenidas en los fundamentos de Derecho); otras son acerca de hechos contemplados por dichos enunciados jurídicos (y están contenidas en los fundamentos de hecho). Y siendo las premisas y la conclusión del razonamiento justificatorio del juez aserciones, es evidente que se trata de un razonamiento de lógica ordinaria, no de lógica de normas. Así, pues, en definitiva, de acuerdo con la concepción semántica de la aplicación del Derecho que defiendo, en la aplicación del Derecho la lógica de normas no interviene ni para la formulación de la decisión, ni tampoco para su justificación. Pues la formulación de la decisión no es un proceso lógico, mientras que en la justificación de la decisión interviene, sí, la lógica, pero es la lógica ordinaria, no la lógica de normas10. 10 He expuesto más detalladamente mi concepción de la aplicación del Derecho en el libro Interpretación, subsunción y aplicación del Derecho, Madrid, Marcial Pons, 1999.
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c) Razonamientos acerca del Derecho 1. Exposición La lógica de normas también se considera necesaria para realizar razonamientos acerca del Derecho como el siguiente: Supongamos que (4) ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ D [en adelante, usaré «D» como una abreviación de «el Derecho»]. Supongamos también que (5) Juan es un ciudadano. A primera vista, parece evidente que de estas dos premisas asertivas es deducible la tesis, igualmente asertiva, (6) Según D Juan debe pagar impuestos11. Sin embargo, lo que no es evidente es el razonamiento que lleva de aquellas premisas a esta presunta conclusión. En ninguna obra he encontrado formulados los pasos de dicha deducción, ni de forma detallada, ni abreviadamente. Es de destacar, a este respecto, que la abundante literatura de las últimas décadas acerca del razonamiento jurídico, la razón en el Derecho, la argumentación jurídica, etc., no da respuesta al problema, aparentemente simple, de decidir si (6) es deducible de (4) y (5) y, en su caso, cómo tiene lugar dicha deducción. Sólo en las obras de C.E. ALCHOURRÓN y E. BULYGIN aparece una pista acerca de cómo sería posible deducir (6) a partir de (4) y (5). Se trata de la siguiente definición, que de una manera u otra ALCHOURRÓN y BULYGIN han formulado en muchos trabajos: 11 O. WEINBERGER parece sostener incluso que de los enunciados (4) y (5) se deduce el enunciado prescriptivo «Juan debe pagar impuestos» [véase Ota WEINBERGER: «Intersubjektive Kommunikation, Normenlogik und Normendynamik», en Ilmar Tammelo, Helmut Schreiner (Gesamtredaktion): Strukturierungen und Entscheidungen im Recht, Wien & New York, Springer, 1978, pp. 235-263, p. 259].
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Según es obligatorio p =DF implica ‘Obligatorio p’ [en lugar de la expresión « implica ‘Obligatorio p’», ALCHOURRÓN y BULYGIN usan la locución «‘Obligatorio p’ pertenece a las consecuencias de »]12. En la definición anterior, «» es una variable que ocupa el lugar de un nombre de un conjunto normativo; mientras que «p» es una variable que ocupa el lugar de una “que-cláusula”. Por ello, un caso particular de dicha definición es la siguiente definición: Según D es obligatorio que Juan pague impuestos =DF D implica ‘Obligatorio que Juan pague impuestos’. Y una variante estilística de esta última definición es esta otra: (DF) Según D Juan debe pagar impuestos =DF D implica ‘Juan debe pagar impuestos’. El definiendum de esta última definición, (DF), es precisamente el enunciado (6) Según D Juan debe pagar impuestos; mientras que su definiens es (7) D implica ‘Juan debe pagar impuestos’. A la luz de la definición (DF), cabe pensar que, en el caso de que (6) fuera deducible de las premisas (4) y (5), la clave para tal deducción estaría, al menos a juicio de ALCHOURRÓN y BULYGIN, en deducir de esas mismas premisas el enunciado (7). Dicha deducción tendría lugar, aparentemente, de la siguiente manera: 12 Carlos E. ALCHOURRÓN y Eugenio BULYGIN: «Fundamentos pragmáticos para una lógica de normas», traducción de Eugenio Bulygin, en Carlos E. Alchourrón y Eugenio Bulygin: Análisis lógico y derecho, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, pp. 155-167, p. 159; «Permisos y normas permisivas», en Carlos E. Alchourrón y Eugenio Bulygin: Análisis lógico..., cit., pp. 215-238, p. 219; «Peligros de confusión de nivel en el discurso normativo. Respuesta a K. Opaek y J. Woleski», traducción de Eugenio Bulygin, en Carlos E. Alchourrón y Eugenio Bulygin: Análisis lógico..., cit., pp. 281-290, p. 284. Eugenio BULYGIN: «Lógica deóntica», cit. (nota 9), p. 133.
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(I) ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ D [premisa (4)] (II) Juan es un ciudadano [premisa (5)] (III) ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ implica ‘Juan debe pagar impuestos’ [(meta)tesis de lógica de normas] (IV) ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ D & ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ implica ‘Juan debe pagar impuestos’ [de (I) y (III)] (V) Existe un subconjunto C de D, tal que C implica ‘Juan debe pagar impuestos’ [de (IV)] De esta última línea, (V), se deduce la tesis (7) D implica ‘Juan debe pagar impuestos’. Y de (7), finalmente, se deduce la tesis (6), dada la equivalencia entre ambas establecida en la definición (DF). Esta deducción de (6) a partir de (4) y (5) hace uso de una (meta)tesis de lógica de normas [en la línea (III) de la deducción]. Lo que revelaría, a juicio de C.E. ALCHOURRÓN, E. BULYGIN y O. WEINBERGER, la necesidad de la lógica de normas para realizar dicha deducción, abonando así la tesis de la necesidad de dicha lógica13. Para completar la exposición del pensamiento de los tres autores que acaban de ser citados, respecto al tema que ahora nos ocupa, es preciso añadir una observación más. En lógica ordinaria, es claro que si un enunciado x pertenece a un conjunto C de enunciados entonces C implica x. Mas, si C es un sistema lógico, vale también la relación inversa: si C implica x entonces x pertenece a C. De ahí que las tesis «x pertenece a C» y «C implica x» sean equivalentes, en el caso de que C sea un sistema lógico. ALCHOURRÓN, BULYGIN y WEINBERGER aceptan la lógica de normas. Por esta razón, ellos considerarían que de la tesis 13 Véase Carlos E. ALCHOURRÓN: «Las concepciones de la lógica», cit. (nota 6), pp. 3536. Eugenio BULYGIN: «Lógica y normas», en Isonomía, 1 (1994), pp. 27-35, pp. 31-32. Ota WEINBERGER: «“Is” and “Ought” Reconsidered», en Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie, LXX (1984), pp. 454-474, p. 463.
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(8) ‘Juan debe pagar impuestos’ D es deducible la tesis (7) D implica ‘Juan debe pagar impuestos’. Conviene subrayar la importancia de la lógica de normas para la deducibilidad de (7) a partir de (8). Pues si la lógica de normas es imposible, si no existen relaciones de implicación entre prescripciones, (7) será siempre falsa; incluso en el caso de que (8) sea verdadera. De la misma manera que, aunque sea verdad que Sócrates pertenece al conjunto de los hombres, es falso que el conjunto de los hombres implique a Sócrates. Por otra parte, los autores citados sostienen además la concepción lógica del Derecho (lo que a su vez presupone la lógica de normas). Por esta razón, sostendrían también que de la tesis (7) D implica ‘Juan debe pagar impuestos’ se deduce la tesis (8) ‘Juan debe pagar impuestos’ D. De ahí, en definitiva, que para los tres autores los enunciados (7) y (8) sean equivalentes. Puesto que, por otra parte, también los enunciados (6) y (7) son equivalentes [aceptada, naturalmente, la definición (DF)], el resultado final es la equivalencia entre los enunciados (8) ‘Juan debe pagar impuestos’ D y (6) Según D Juan debe pagar impuestos.
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2. Crítica Para abreviar los comentarios que siguen, de aquí en adelante ‘J’ será una abreviatura de ‘Juan debe pagar impuestos’. Esta abreviación me permitirá referirme a los enunciados (6), (7), y (8) mediante las siguientes denominaciones, respectivamente: “«Según D J»”, “«D implica ‘J’»” y “«‘J’ D»”. Dicho esto, el primer comentario es que la deducción anterior de «Según D J» o (6) a partir de (4) y (5) no demuestra que la lógica de normas sea una condición necesaria para dicha deducción. Suponiendo que sea impecable, lo que esa deducción revela es que la lógica de normas es una condición necesaria para constituir, junto a otro factor [concretamente, la definición (DF)], una condición suficiente para la deducción de «Según D J» a partir de (4) y (5). Al margen de ello, la anterior deducción tiene, a mi juicio, varios aspectos criticables. Uno es, naturalmente, asumir la lógica de normas, como se hace en la línea (III) de esa deducción. Pero existen otros dos aspectos cuestionables en dicha deducción: el primero se halla en la misma línea (III), que acaba de ser citada; el segundo es la definición (DF). Voy a analizarlos separadamente. A) Por lo que respecta a la línea (III), la tesis que en ella aparece es falsa, aunque aceptásemos la lógica de normas. Aceptadas las inferencias entre prescripciones e incluso las inferencias mixtas, sería verdad que la norma general «Todos los ciudadanos deben pagar impuestos» junto a la premisa (5), «Juan es un ciudadano», implica la norma individual «Juan debe pagar impuestos»; pero no sería verdad que la norma general por sí sola implica la norma individual [obsérvese, dicho sea incidentalmente, cómo en la deducción anterior no se hace uso de la premisa (5), esto es, de la línea (II) de la derivación]. Para obviar esta dificultad, cabría pensar en sustituir las líneas (III) y (IV) de la deducción anterior por las dos siguientes, respectivamente: (III bis) ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ junto a un enunciado verdadero [(II)] implica ‘Juan debe pagar impuestos’; (IV bis) ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ D & ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ junto a un enunciado verdadero [(II)] implica ‘Juan debe pagar impuestos’. Pero esta línea (IV bis) no permite alcanzar la tesis (V) Existe un subconjunto C de D, tal que C implica ‘Juan debe pagar impuestos’,
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que es lo que se necesitaría para deducir, primeramente, «D implica ‘J’» y, posteriormente, «Según D J». Pues, para obtener las tesis (V) y «D implica ‘J’», lo decisivo es que ese enunciado (II) [o premisa (5)] al que (IV bis) se refiere pertenezca al Derecho. El que dicho enunciado (II) sea verdadero, como dice (IV bis), es irrelevante para ello. Así, pues, la primera derivación del enunciado «D implica ‘J’» a partir de (4) y (5) es formalmente correcta; pero una de sus líneas, la (III), contiene una tesis falsa. En la segunda derivación, en cambio, todas las líneas [(I), (II), (III bis) y (IV bis)] contienen tesis verdaderas (una vez aceptadas las premisas y la posibilidad de inferencias mixtas); pero de ellas no se deduce ni la tesis (V), ni la tesis «D implica ‘J’». En O. WEINBERGER, no obstante, hallamos una sugerencia que tiende un puente entre (IV bis) y «D implica ‘J’». WEINBERGER propone que sea aceptada la tesis (W) (n1 D & n1 junto a un enunciado verdadero implica n2) → n2 D14. Esta tesis significa que las normas deducibles de normas jurídicas y enunciados verdaderos son también normas jurídicas. De dicha tesis y de la línea antes propuesta (IV bis) ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ D & ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ junto a un enunciado verdadero [(II)] implica ‘Juan debe pagar impuestos’ se deduce la tesis (8) ‘Juan debe pagar impuestos’ D. Por otra parte, vimos antes que, aceptada la lógica de normas, de (8) o «‘J’ D» es deducible «D implica ‘J’». Éste sería, pues, el argumento de WEINBERGER para deducir de (4) y (5) la tesis (7) D implica ‘Juan debe pagar impuestos’. 14 Ota WEINBERGER: «Die normenlogische Basis der Rechtsdynamik», en U. Klug, Th. Ramm, F. Rittner, B. Schmiedel (Hrsg.): Gesetzgebungstheorie, Juristische Logik, Zivil- und Prozessrecht, Berlin, Heidelberg, New York, Springer, 1978, pp. 173-190, pp. 179-180.
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El punto débil de esta derivación de «D implica ‘J’» (al margen de presuponer la posibilidad de la lógica de normas y de inferencias mixtas) es naturalmente la tesis (W) propuesta por WEINBERGER. Esta tesis carece de justificación, incluso en el caso de que el Derecho fuera un sistema lógico, esto es, aunque fuera cierta la tesis de que las normas deducibles de normas jurídicas son también jurídicas. Enseguida volveré sobre la tesis (W). Pero antes observaré, resumiendo, que los tres argumentos examinados para deducir «Según D J» a partir de (4) y (5) intentan probar la tesis «D implica ‘J’», considerada equivalente a «Según D J» [en virtud de la definición (DF)]. Sin embargo, ninguno de dichos argumentos alcanza su objetivo. La razón de ello es muy simple: es imposible deducir «D implica ‘J’» a partir de (4) y (5). Pues, incluso aceptando la lógica de normas, es posible que (4) y (5) sean verdaderas, pero «D implica ‘J’», falsa: Aceptada dicha lógica, si «D implica ‘J’» fuera verdadera entonces (en virtud del teorema de finitud) existiría un subconjunto del Derecho que implicaría la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’. Sin embargo, el único subconjunto (no vacío) del Derecho, cuya existencia está garantizada por la verdad de las premisas (4) y (5) [concretamente, por la verdad de (4), ya que (5) es irrelevante a este respecto], es el integrado sólo por la norma general ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’; y este subconjunto no implica la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’. La verdad de (4) y (5) no garantiza, pues, la existencia de un subconjunto del Derecho que implique dicha norma individual. Es posible, por tanto, que (4) y (5) sean verdaderas y que dicho subconjunto no exista. En tal caso (y dado que si «D implica ‘J’» fuera verdadera entonces dicho subconjunto sí existiría), «D implica ‘J’» sería falsa. Las observaciones anteriores, referentes a las relaciones entre (4) y (5), por un lado, y «D implica ‘J’», por otro, han de ser complementadas con esta otra: normalmente, la tesis «D implica ‘J’» será falsa. Pues el Derecho está integrado en gran medida por normas generales condicionales, semejantes a ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’. Y, aunque se aceptara la lógica de normas, dichas normas generales no implican ni aislada ni conjuntamente normas individuales incondicionales como ‘Juan debe pagar impuestos’. Aceptada la lógica de normas, la tesis «D implica ‘J’» sólo será verdadera cuando sea verdadera «‘J’ D»; y esto sólo ocurrirá cuando la oración ‘J’ sea la decisión contenida en una resolución judicial o administrativa.
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Si la tesis «D implica ‘J’» es falsa, entonces también la tesis (W) de WEINBERGER es falsa. «D implica ‘J’» es la conclusión de esa derivación [(I), (II), (III bis), (IV bis), (W), «‘J’ D» y «D implica ‘J’»] en la que aparece la tesis (W). Luego, si la conclusión de esa derivación es falsa, entonces hay un error en dicha derivación. Las líneas (I) y (II) son las premisas (4) y (5), cuya verdad suponemos. Si aceptamos las inferencias mixtas, también la línea (III bis) es aceptable. La línea (IV bis) se deduce de (I) y (III bis). La tesis «‘J’ D» es deducible de (IV bis) y de la tesis (W). Y, finalmente, aceptada la lógica de normas, de «‘J’ D» es deducible la conclusión final «D implica ‘J’». La única línea carente de justificación es justamente la línea que contiene la tesis (W). Por tanto, es la tesis (W) la que es falsa [bajo la aceptación de la lógica de normas y las inferencias mixtas, naturalmente; aunque, si rechazamos dichos presupuestos, la tesis (W) ni siquiera sería digna de consideración]. B) El segundo aspecto cuestionable en todos los intentos anteriores de derivar «Según D J» a partir de (4) y (5) es la equivalencia establecida en la definición (DF) entre los enunciados «Según D J» y «D implica ‘J’». El análisis de la definición (DF) está relacionado con la distinción entre varias clases de enunciados científico-jurídicos o proposiciones normativas, por decirlo con el término que se ha impuesto en español por influencia de ALCHOURRÓN y BULYGIN. Incidentalmente, confieso que el término «proposición normativa» no me gusta. No me gusta ni el sustantivo «proposición», ni el adjetivo «normativa». Por lo que respecta al término «proposición», siempre procuro evitarlo. Prefiero hablar de enunciados, cuya existencia es incuestionable, antes que hablar de proposiciones, cuya existencia es harto dudosa. En cuanto a «normativa», hay que recordar que el término «proposición normativa» se presenta como opuesto al de «norma», entendiendo «norma» en el sentido de una prescripción. Así, se dice: mientras que una norma es una prescripción, una proposición normativa es una aserción acerca de una prescripción. El término «normativa», en «proposición normativa», significa, pues, «acerca de una o más prescripciones». Por esta razón, el término «proposición normativa» es adecuado para aludir al discurso que se refiere a conjuntos cualesquiera de
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prescripciones. Pero, respecto al discurso que se refiere únicamente a los ordenamientos jurídicos, el término «normativa», en «proposición normativa», me parece en parte demasiado amplio y en parte demasiado estrecho: Es demasiado amplio, porque no precisa que esa normatividad, a la que la proposición normativa se refiere, no es una normatividad cualquiera, sino la concreta normatividad jurídica. Pero, desde otro punto de vista, el término «normativa» es demasiado estricto. Pues, dado que del Derecho forman parte enunciados (o “elementos”) no prescriptivos, el término «proposición normativa» no abarca la totalidad del discurso acerca del Derecho. Por todas estas razones, prefiero el término «enunciado científico-jurídico» (o «enunciado de la ciencia del Derecho») antes que el término «proposición normativa». Hecha esta precisión terminológica, hay que llamar la atención sobre la necesidad de distinguir numerosos tipos de enunciados científicojurídicos, entre ellos los tres siguientes: El primero es el enunciado «‘J’ D», (8) ‘Juan debe pagar impuestos’ D, que es equivalente a este otro: (8a) Existe un x tal que x D & x es igual a ‘Juan debe pagar impuestos’. Éste es un enunciado de (presunta) transcripción literal del contenido del Derecho, dicho sea en términos aproximados15. El segundo es el enunciado (9) Existe un x tal que x D & x es sinónimo de ‘Juan debe pagar impuestos’. Éste es un enunciado interpretativo, dicho sea también en términos aproximados16. 15 En rigor, se trata de una generalización existencial de una conjunción de un enunciado de (presunta) transcripción literal y de otro enunciado que afirma la pertenencia al Derecho de una determinada entidad (o enunciado). 16 Se trata, en rigor, de una generalización existencial de una conjunción de un enunciado interpretativo y de otro enunciado que afirma la pertenencia al Derecho de una determinada entidad (o enunciado).
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Y el tercero es el enunciado «Según D J», (6) Según D Juan debe pagar impuestos, que es un enunciado que ya antes he llamado subsuntivo. Conforme a las definiciones que yo utilizo17, este enunciado subsuntivo es equivalente al siguiente enunciado: (6a) Existe un x tal que x D & según x Juan debe pagar impuestos. Veamos ahora qué relaciones existen entre los enunciados de estas tres categorías. En mi opinión, «‘J’ D» o (8a) implica (9), bajo ciertas condiciones. Concretamente, bajo la condición de que (9), el enunciado interpretativo, se refiera al sentido literal del enunciado interpretado; o bien, si (9) se refiere al sentido total, al sentido en contexto, que ese sentido total del enunciado interpretado coincida con su sentido literal. Si esa coincidencia entre el sentido literal y el sentido total del enunciado interpretado no se da y (9) se refiere al sentido total de dicho enunciado, entonces es posible que «‘J’ D» o (8a) sean verdaderos, y (9), falso. Sostengo también, por otra parte y sin ninguna reserva, que (9) implica (6a), esto es, «Según D J». De ahí, en definitiva, que (con las reservas citadas) sostenga también la tesis de que el enunciado de transcripción literal «‘J’ D» implica su enunciado subsuntivo correspondiente «Según D J». Mas, a mi juicio, dicha implicación no es consecuencia de la equivalencia entre ambos enunciados, «‘J’ D» y «Según D J», como sostienen ALCHOURRÓN, BULYGIN y WEINBERGER. El razonamiento que lleva de «‘J’ D» a «Según D J» es, a mi juicio, otro, concretamente, el siguiente: (I) (La norma individual) ‘Juan debe pagar impuestos’ D [ésta es la premisa «‘J’ D», cuya verdad suponemos] 17
En Interpretación, subsunción..., cit. (nota 10), pp. 167-169.
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(II) Según (la norma individual) ‘Juan debe pagar impuestos’ Juan debe pagar impuestos [ésta es una tesis analítica, deducible de cualquier definición, mínimamente adecuada, de la expresión «según la norma n, Juan debe hacer x»] (III) (La norma individual) ‘Juan debe pagar impuestos’ D & según (la norma individual) ‘Juan debe pagar impuestos’ Juan debe pagar impuestos [de (I) y (II)] (IV) Existe un x tal que x D & según x Juan debe pagar impuestos [de III] Este último enunciado es (6a), para mí equivalente al enunciado «Según D J». Así es como, partiendo de «‘J’ D», se llega a la tesis «Según D J», esto es, a la conclusión de que según el Derecho, concretamente, según la norma jurídica individual ‘Juan debe pagar impuestos’, Juan debe pagar impuestos. Conforme a observaciones anteriores, de «D implica ‘J’» se deduce «‘J’ D», aceptada la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho. Por otra parte, y como acabamos de ver, de «‘J’ D» se deduce «Según D J». Por tanto, aceptados los presupuestos citados, de «D implica ‘J’» se deduce «Según D J». Pero «Según D J» también se deduce de (4) y (5), como vamos a comprobar a continuación, confirmando así nuestras intuiciones al respecto. Aunque el camino que lleva desde las premisas (4) y (5) hasta la tesis «Según D J» no pasa a través de «D implica ‘J’», dado que, como vimos, «D implica ‘J’» no es deducible de dichas premisas. El razonamiento es el siguiente: (I) Existe un x tal que x D & x es igual a ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ [equivalente a la premisa (4)] (II) Juan es un ciudadano [premisa (5)] (III) n D & n es igual a ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ [disyunto tipo de (I)]
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(IV) n D [de (III)] (V) n es igual a ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ [de (III)] (VI) n es sinónimo de ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ [de (V); pues, conforme a observaciones anteriores, y con las reservas entonces señaladas, un enunciado de transcripción literal como (V) implica un enunciado interpretativo correspondiente como (VI)] (VII) n es sinónimo de ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ & Juan es un ciudadano [de (VI) y (II)] (VIII) Existe una clase F tal que n es sinónimo de ‘Todos los que pertenezcan a la clase F deben pagar impuestos’ & Juan pertenece a la clase F [de (VII), aceptada la cuantificación de los términos de clase, lo cual no es problemático, pero sí que dicha cuantificación se realice “atravesando” las comillas; no obstante, se trata de una dificultad soslayable18] (IX) Según n Juan debe pagar impuestos =DF existe una clase F tal que n es sinónimo de ‘Todos los que pertenezcan a la clase F deben pagar impuestos’ & Juan pertenece a la clase F [de una definición de la expresión «según la norma n Juan debe hacer x»] (X) Según n Juan debe pagar impuestos [de (VIII) y (IX)] (XI) n D & según n Juan debe pagar impuestos [de (IV) y (X)] (XII) Existe un x tal que x D & según x Juan debe pagar impuestos [de (XI)] (XIII) Existe un x tal que x D & según x Juan debe pagar impuestos [de (I), (III) y (XII)] Esta última conclusión es la tesis (6a), equivalente a «Según D J». Así es como, partiendo de (4) y (5), se llega a la conclusión de que según el Sobre el procedimiento para resolver dicha dificultad, puede verse mi libro El Derecho como dogma, Madrid, Tecnos, 1984, especialmente, pp. 80-83. 18
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Derecho, concretamente, según la norma jurídica general ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’, Juan debe pagar impuestos. Esta conclusión ha sido deducida de las premisas (4) y (5), asumidas en las líneas (I) y (II), respectivamente, mediante razonamientos de lógica clásica, y sin más tesis complementarias que la definición recogida en la línea (IX) y la definición que establece la equivalencia entre (6a) y «Según D J». La deducción anterior de «Según D J» a partir de (4) y (5) es rica en consecuencias interesantes: Una de ellas es que «D implica ‘J’» no se deduce de «Según D J» (aunque se aceptara la lógica de normas). Pues supongamos que (aceptando dicha lógica) «D implica ‘J’» fuera deducible de «Según D J». En este caso, dado que «Según D J» es deducible de las premisas (4) y (5), también «D implica ‘J’» sería deducible de dichas premisas (bajo ese mismo presupuesto). Pero, como ha sido recordado más atrás, «D implica ‘J’» no es deducible de (4) y (5) (ni siquiera aceptando la lógica de normas). La no deducibilidad de «D implica ‘J’» a partir de «Según D J» se evidencia también en el hecho de que, como también vimos, «D implica ‘J’» será casi siempre una tesis falsa (incluso aceptando la lógica de normas), mientras que no es algo excepcional el que una tesis como «Según D J» sea verdadera. Por consiguiente, aunque «Según D J» es deducible de «D implica ‘J’» bajo ciertos discutibles presupuestos (la aceptación de la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho), en ningún caso «D implica ‘J’» es deducible de «Según D J». Por tanto, la definición (DF), que establece la equivalencia entre ambos enunciados, no es materialmente adecuada. Otra consecuencia importante de la deducción anterior de «Según D J» a partir de las premisas (4) y (5) es que «Según D J» se deduce de dichas premisas y también, independientemente, de «‘J’ D». En cambio, «‘J’ D» no es deducible ni de dichas premisas, ni tampoco de «Según D J», como vamos a comprobar a continuación. La única norma cuya pertenencia al Derecho está garantizada indiscutiblemente por la verdad de las premisas (4) y (5) es la norma general ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’. En cambio, la pertenencia al Derecho de la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’, o sea, la verdad de la tesis «‘J’ D», no queda garantizada por la verdad de dichas premisas. Por esta razón, «‘J’ D» no es deducible
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de esas premisas. Ni siquiera aceptando las inferencias entre prescripciones, las inferencias mixtas y la concepción lógica del Derecho sería posible tal deducción. Al contrario, la aceptación de estos presupuestos abona la tesis de la no deducibilidad de «‘J’ D» a partir de (4) y (5). Pues, bajo esos presupuestos, «‘J’ D» es equivalente a «D implica ‘J’»; y este último enunciado, como ha sido repetido varias veces, no es deducible de las premisas (4) y (5), ni siquiera aceptando la lógica de normas (los otros presupuestos son irrelevantes a este respecto). En consecuencia, de las tres tesis que estamos considerando, las tesis «Según D J» o (6), «D implica ‘J’» o (7) y «‘J’ D» o (8), la única que es deducible de las premisas (4) y (5) es «Según D J». Un razonamiento que es continuación del anterior permite probar que «‘J’ D» tampoco se deduce de «Según D J» (ni siquiera aceptando la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho). Pues supongamos que «‘J’ D» fuera deducible de «Según D J» (aceptados dichos presupuestos). En este caso, dado que «Según D J» se deduce de (4) y (5), también «‘J’ D» sería deducible de (4) y (5) (aceptando esos mismos presupuestos). Lo que contradice la conclusión alcanzada en el razonamiento precedente. Por tanto, «‘J’ D» no es deducible de «Según D J». La conclusión final es que los enunciados «‘J’ D» y «Según D J» no son equivalentes. Así, pues, «Según D J» es deducible de «‘J’ D»; y también es deducible de «D implica ‘J’», aceptando la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho. Pero ni «‘J’ D», ni «D implica ‘J’» son deducibles de «Según D J» (incluso aceptando dichos presupuestos). Otro comentario, que también es continuación de la conclusión, previamente alcanzada, de que «‘J’ D» no es deducible de las premisas (4) y (5), es el siguiente: El que «‘J’ D» no sea deducible de dichas premisas, mientras que «Según D J» sí lo es, revela dos hechos importantes. El primero es que, suponiendo que dichas premisas sean verdaderas, para que también sea verdadera la tesis «Según D J», no es preciso que «‘J’ D» sea verdadera, no es necesario que la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’ pertenezca al Derecho. El segundo es que, si las premisas (4) y (5) son verdaderas, es posible, desde luego, que también «‘J’ D» sea verdadera, es posible que la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’ pertenezca al Derecho; pero es imposible deducir esto de
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aquello, incluso aceptando las inferencias entre prescripciones, las inferencias mixtas y la concepción lógica del Derecho. Estos hechos tienen las consecuencias que van a ser expuestas a continuación. El primero de los hechos destacados revela que, si cuando son verdaderas (4) y (5), «Según D J» también lo es, ello no se debe a que, si (4) y (5) son verdaderas, entonces pertenece al Derecho la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’, según la cual Juan debe pagar impuestos. Es cierto que según esta norma individual Juan debe pagar impuestos. Y es también cierto que si esta norma individual perteneciera al Derecho entonces sería verdad que según el Derecho, concretamente, según esa norma individual, Juan debe pagar impuestos; pues, como vimos, de «‘J’ D» es deducible «Según D J». Pero la derivación de «Según D J» a partir de (4) y (5) no tiene lugar a través de «‘J’ D». El que «Según D J» sea verdadera cuando las premisas (4) y (5) también lo son se debe a que la verdad de dichas premisas garantiza la pertenencia al Derecho de la norma general ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’, y garantiza también que Juan es un ciudadano. Y, en tal caso, existe una norma jurídica, general, según la cual Juan debe pagar impuestos, que es justamente lo que significa la tesis «Según D J». En definitiva, no sólo la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’ obliga al ciudadano Juan a pagar impuestos; también le obliga la norma general citada. Y ambas le obligan por la misma razón, a saber, porque Juan es destinatario de ambas (de la primera, obviamente; de la segunda, dado que sus destinatarios son todos los ciudadanos y Juan es un ciudadano). La pertenencia al Derecho de cualquiera de las dos normas, la individual o la general, garantiza la verdad de la tesis «Según D J». Pero la verdad de las premisas (4) y (5) sólo garantiza que al Derecho pertenece la norma general, no la individual. Cabe extraer una consecuencia importante a partir de la afirmación de que, para la deducción de «Según D J» a partir de las premisas (4) y (5), no es necesario que al Derecho pertenezca la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’, no es necesario que «‘J’ D» sea verdadera. Se trata de lo siguiente: Partiendo de la creencia de que, para la deducción del enunciado «Según D J» a partir de las premisas (4) y (5), es preciso que «‘J’ D» sea verdadera, se piensa que, para deducir «Según D J» de (4) y (5), es
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preciso deducir previamente, de esas mismas premisas, el enunciado «‘J’ D». Y a continuación se asumen los presupuestos que se consideran necesarios para deducir «‘J’ D» de las premisas (4) y (5). Dichos presupuestos son, según se cree, los dos siguientes: 1º) Que son posibles las inferencias entre prescripciones y las inferencias mixtas, como afirman los partidarios de la lógica de normas. 2º) Que las normas deducibles de normas jurídicas son también jurídicas, como sostiene la concepción lógica del Derecho. Pero el que sea falsa la creencia inicial [la creencia de que, para la deducción de «Según D J» a partir de las premisas (4) y (5), es preciso que «‘J’ D» sea verdadera] revela que, para la deducción del enunciado «Según D J» a partir de las premisas (4) y (5), no es preciso deducir previamente el enunciado «‘J’ D» partiendo de esas mismas premisas. Por lo cual, aunque los dos presupuestos que acaban de ser citados fueran necesarios para deducir «‘J’ D» a partir de (4) y (5), ello no probaría que también son necesarios para deducir «Según D J» de (4) y (5). Al margen de todo ello, la detallada deducción anterior de «Según D J» partiendo de (4) y (5) revela que, para dicha deducción, no son necesarios ninguno de los dos presupuestos antes citados. El segundo hecho antes destacado, esto es, el hecho de que es imposible deducir «‘J’ D» a partir de (4) y (5), incluso aceptando las inferencias entre prescripciones, las inferencias mixtas y la concepción lógica del Derecho, también es significativo. Pues revela que estos presupuestos, además de ser innecesarios para deducir «Según D J» a partir de (4) y (5), son incluso insuficientes para deducir «‘J’ D» de esas mismas premisas. Para llegar a «‘J’ D» partiendo de (4) y (5), hay que añadir a dichos presupuestos alguna tesis claramente falsa, tal como la que afirma que la norma general ‘Todos los ciudadanos deben pagar impuestos’ implica la norma individual ‘Juan debe pagar impuestos’, o la tesis (W) de WEINBERGER, según la cual las normas deducibles de normas jurídicas y enunciados verdaderos son también jurídicas. Si a todo lo anterior le añadimos lo arriesgada que es la decisión de aceptar los presupuestos citados, debido a los compromisos teóricos que éstos entrañan, resulta evidente el desatino de esa decisión.
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Resumen. Finalizo estos comentarios, con un resumen de las tesis más importantes alcanzadas: 1) De «‘J’ D» es deducible «D implica ‘J’» (aceptada la lógica de normas). 2) De «D implica ‘J’» es deducible «‘J’ D» (aceptada la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho). 3) «D implica ‘J’» y «‘J’ D» son equivalentes (aceptada la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho). 4) De «‘J’ D» es deducible (en lógica ordinaria) «Según D J». 5) De «Según D J» no es deducible «‘J’ D» (aunque se aceptara la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho). 6) «Según D J» y «‘J’ D» no son equivalentes. 7) De «D implica ‘J’» es deducible «Según D J» (aceptada la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho). 8) De «Según D J» no es deducible «D implica ‘J’» (aunque se aceptara la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho). 9) «Según D J» y «D implica ‘J’» no son equivalentes. 10) De (4) y (5) es deducible (en lógica ordinaria) «Según D J». 11) De (4) y (5) no es deducible «D implica ‘J’» (aunque se aceptara la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho). 12) De (4) y (5) no es deducible «‘J’ D» (aunque se aceptara la lógica de normas y la concepción lógica del Derecho).
LA DIFUSIÓN DE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO Y DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE NOBERTO BOBBIO EN AMÉRICA LATINA Y EN ESPAÑA* Alberto Filippi**
jurista en ocuparse del pensamiento de Bobbio en AméI. Elricaprimer fue el socialista español Luis Jiménez de Asúa, entonces exiliado en Argentina. Nos encontramos al final de los años 30’, y Jiménez de Asúa había dado en la Universidad de Tucumán una conferencia intitulada: “Las teorías de Norberto Bobbio sobre la analogía en la lógica del derecho y en el derecho penal”1, en la cual comentaba el ensayo del jóven turinés sobre la Analogia nella logica del Diritto, editado por el Istituto Giuridico della Reale Università de Torino en el mismo período en el cual terminaba el trienio de enseñanza en la Universidad de Camerino, donde había iniciado su carrera universitaria en el año académico 1935-36. Paolo Di Lucia ha reconstruido, por primera vez y con documentada precisión, el período camerinés de Bobbio durante el cual se había ocu-
* Traducción del original italiano por María Paz Arrigoni González y Nicolás Guzmán (ambos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires), con la advertencia de que este texto ha sido actualizado y ampliado por el autor en enero de 2002. ** Director del Departamento de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Università degli studi di Camerino. 1 Este dato lo sabemos gracias a Renato Treves, que dejó registrado cómo al final de los años treinta en las Universidades de Buenos Aires, Córdoba y Tucumán, Bobbio “era ya conocido y apreciado. Sus libros habían sido leídos y discutidos por especialistas”. R. Treves, “Norberto Bobbio: ricordi di una lunga amicizia” en Sociologia e socialismo. Ricordi e incontri, Milano 1990, pp. 42-43. En el mismo volumen está incluido el estudio “Antifascismo italiano e spagnolo nell’esilio argentino” con otros datos sobre los italianos en las Universidades argentinas. Véase además L. Terracini, “Dal Regio Ginnasio al Colegio Nacional. Emigrazione da scuola a scuola”, en Americhe Amare (a cargo de G. Ferrugia, P. Ledda y D. Puccini), Roma 1987, pp. 242-243 e Id., “Una inmigración particular: 1938, los universitarios italianos” en Anuario IEHS, Universidad del centro de la Provincia de Buenos Aires, núm. 4, 1989 y M. G. Losano, Renato Treves, sociologo tra il vecchio e il nuovo mundo. Con il regesto di un archivio ignoto e la bibliografia di Renato Treves, Milano 1998.
ISONOMÍA No. 18 / Abril 2003
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pado de dos temas esenciales y casi inéditos en la cultura filosóficopolítica italiana de ese entonces: la fenomenología de lo jurídico y la ontología de la persona. Al primer tema dedicó los siguientes trabajos: La filosofia di Husserl e la tendenza fenomenologica (1935), La fenomenologia secondo Max Scheler (1936) y La personalità di Max Scheler (1938). Al segundo tema de investigación pertenecen dos estudios sobre la ontología de la persona, que Bobbio publicó en los Annali dell’Università di Camerino: “La persona e la società” (1938) y “La persona nella sociologia contemporanea” (1938)2. Por otra parte, no se debe soslayar la decisiva relevancia que tuvo en la formación de Bobbio la Universidad de Turín, la cual ha sido, entre las dos guerras mundiales, una de las más importantes de Italia y, en lo que respecta al estudio de las disciplinas jurídicas, su primacía a nivel nacional se mantuvo por mucho tiempo gracias a notables y, a veces, excepcionales docentes y alumnos que, más allá de las distintas actuaciones políticas, resultaban estar acomunados por una fuerte pasión civil y un notable rigor intelectual3. De todas maneras, el hecho mismo de que Jiménez de Asúa fuera a ocuparse del pensamiento de Bobbio –ya a partir de los años de su producción camerinesa– tuvo una relevante importancia en la comprensión de la notoriedad que el filósofo italiano bien pronto alcanzó en América Latina. ¿Pero por qué? ¿Quién era Luis Jiménez de Asúa? Nacido en Madrid (1889) y graduado en derecho (1913) se especializó en antropología criminal y derecho penal con estudios en Francia, Suiza y 2
Sobre este punto, remito a la revalorización hecha por P. Di Lucia, “Il trienio camerte di Bobbio” en Notiziario dell’ Università degli Studi di Camerino, número especial dedicado a “Norberto Bobbio e la Università di Camerino nel sessantesimo anniversario della s ua docenza camerte 1937-1997”, n. 34, 1997 e Id., “Deontica filosofica in Norberto Bobbio”, en Diritto e Democrazia nella filosofia di Norberto Bobbio, a cargo de L. Ferrajoli y P. Di Lucia, Torino 1999. 3 A. D’Orsi, La cultura a Torino fra le due guerre, Torino 2000, pp. 4-5. No se debe olvidar que de la Facultad de derecho de Torino saldrán algunos de los hombres más representativos de la vida intelectual y política italiana del siglo pasado: Piero Sraffa, Umberto Terracini, Palmiro Togliatti, Giacomo Debenedetti, Piero Gobetti, Alessandro y Ettore Passerin d’Entrèves, Sergio Solmi, Mario Gromo, Giorgio Agosti, Dante Livio Bianco, Felice Balbo, Carlo Arturo Jemolo, Luigi Firpo, Uberto Scarpelli, Franco Antonicelli, Giorgio Colli, Giacomo Ca’ Zorzi (alias Noventa), Alessandro e Carlo Galante Garrone, Vittorio Foa, Norberto Bobbio. Cf. además el pertinente testimonio del mismo Bobbio, Trent’ anni di storia della cultura a Torino (1920-1950), Cassa di Risparmio, Torino 1977, como así también M. G. Losano, “Un secolo di filosofia del diritto a Torino: 1872-1972”, en Teoria Politica, año XV, n. 2/3, 1999, pp. 441-471.
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Alemania en la escuela de Franz von Liszt. En 1932 trabaja en una vasta y radical reforma del Código penal español, empresa en la cual había tomado en cuenta el proyecto precedentemente elaborado para la Argentina: Nuevo código penal argentino y los recientes proyectos complementarios ante las modernas direcciones del derecho penal (proyecto publicado en Madrid en 19284). Por otro lado, la notable fama de Jiménez de Asúa estaba también ligada a su decisiva participación en los trabajos de las Cortes Constituyentes, en los cuales había sido el presidente de la Comisión que redactaría la Constitución republicana de 1931. En el año 1995, en ocasión del vigésimo quinto aniversario de la muerte del maestro español, Andrés José D’Alessio (entonces Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires) subrayaba la enorme relevancia que había tenido su figura y su obra, recordando las múltiples facetas contrapuestas: su jovialidad y su exigencia durísima para el estudio y la investigación; su lucidez científica junto con una personalidad dominada por lo afectivo, incapaz de neutralidad; su generosidad sin límite y su implacable y mordaz crítica a quienes consideraba equivocados; la inteligencia de sus desarrollos y el empeño tozudo con la erudición; su proclamada prescindencia que consideraba propia de un exiliado y su compromiso con la realidad política; su ejercida vocación socialista, en una personalidad victoriana. Esas mismas contradicciones subrayaban su humanidad y hacían que fuera más atrayente el trabajo a su lado. Él, además, gustaba de alentar a los jóvenes asignándoles un trato igual que a los profesores e investigadores ya formados; repartía por igual los elogios y las críticas sin cuidarse de cuál fuera la repercusión de ellos en el interlocutor. A Jiménez de Asúa –concluye D’Alessio– debió la
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Añádase el hecho que Jiménez de Asúa había estado en América aún antes del exilio, en sucesivos viajes en los años 1923, 1924, 1925 y en 1929. De 1938 a 1970 (año de su muerte) vivirá exiliado en Argentina desde donde, con asidua continuidad, visitará casi todos los países latinoamericanos en los cuales también enseñó manteniendo fecundas relaciones académicas. La parte más importante de su obra ha sido reunida en el monumental Tratado de Derecho Penal, publicado en siete volúmenes por la Editorial Losada de Buenos Aires, entre 1950 y 1970. Sobre la figura del eminente jurista español, me remito al menos a: AA.VV., Estudios Jurídicos en homenaje al profesor Luis Jiménez de Asúa, Buenos Aires, 1964; y H. Mattes, Luis Jiménez de Asúa, vida y obra, Buenos Aires, 1977.
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ciencia latinoamericana, y en especial la argentina, la vinculación con el pensamiento más actualizado de Europa en la dogmática jurídico penal y en la criminología. Nadie puede dudar que ni el actual desarrollo de esas disciplinas aquí, ni la historia que condujo a él, hubieran sido muy diferentes –y peores– si no hubiéramos tenido la suerte de contarlo entre nosotros5.
Por estas mismas razones, Jiménez de Asúa, entre España y América Latina, se ubica en un punto de intersección y de confluencia que resultaba ser esencial para la comprensión de la circulación de aquellas ideas de inspiración socialista y liberal, desde el marxismo al croceanismo, que había encontrado en Piero Gobetti uno de los puntos de mayor espesor teórico para renovación de la acción política6. La vertiente americana de esta confluencia italiana (y europea) de las mayores corrientes de pensamiento de ese entonces, tuvo su protagonista más genial y original en la excepcional personalidad del peruano José Carlos Mariátegui y en su interpretación, histórica y política, de La Rivoluzione liberale de Piero Gobetti. La lectura mariateguiana de Gobetti tuvo, de hecho, un rol decisivo como factor de mediación enriquecedora entre la cultura política italiana y latinoamericana de comienzos del Novecientos. Mediación cultural que trascendía críticamente los lugares comunes del liberalismo y del socialismo de la época y en cuyo ámbito se deben colocar los antecedentes de la difusión y la presencia del pensamiento filosófico-jurídico de Bobbio. De hecho, la síntesis fundamental y la valoración realizada por Mariátegui de las ideas de Gobetti constituía una interpretación política y programática concebida en una perspectiva bien determinada: efectivamente, el jóven revolucionario italiano, nos recuerda José Aricó, era considerado por 5
Carta de A. J. D’Alessio a A. Filippi, desde Buenos Aires a Roma, del 15 de julio 2001. Sobre la importancia del jurista español remito además al privilegiado testimonio del discípulo y colaborador de Jiménez de Asúa en la Universidad de Buenos Aires, David Baigún, en las “Conversaciones con el profesor Baigún”, de Alberto M. Binder, en el volumen El Derecho Penal hoy, Homenaje al profesor David Baigún, Buenos Aires, 1995, pp. 599-630. Agrego, para tener una mejor comprensión de las fuentes del debate, que siguiendo las sugerencias de Treves habían aparecido en 1944 tambien en Buenos Aires, publicados por la editorial Americalee, dos volúmenes de Carlo Rosselli, Acción y carácter: escritos políticos y autobiográficos (con prólogo de Gaetano Salvemini) y la primera edición en español de Socialismo liberal. Dos años después habían aparecido, también en Buenos Aires, publicados por la editorial Depalma, las lecciones de Filosofía del derecho privado del maestro de Bobbio, Gioele Solari. 6
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Mariátegui “un croceano [seguidor del filósofo Benedetto Croce] de izquierda en filosofía y teórico de la revolución liberal, y militante de L’Ordine Nuovo ”7. En tal contexto, los tres artículos que, entre julio y agosto de 1929, Mariátegui publica en Lima sobre el pensamiento político e historiográfico de Gobetti, y sobre cuanto este último había agudamente elaborado a contracorriente para la comprensión de la realidad italiana antes y después del Risorgimento, no fueron publicados –como declaraba el peruano– “solamente por un sentimiento de justicia y de auténtica simpatía por el hombre y por su obra”, sino, sobre todo, “por un leal propósito de contribuir al conocimiento de los valores más altos y puros de la cultura italiana”8. Mariátegui, en otra obra, había ya resumido con dos palabras lapidarias y emblemáticas el sentido profundo de su relación con Gobetti: una “afectuosa asonancia”9. En semejante sintonía 7 El mejor análisis de este aspecto en J. Aricó, “Il marxismo latinoamerciano” en Storia del marxismo. Il marxismo nell’ età della III Internazionale. Dalla crisi del ’29 al XX Congresso, Torino, 1981, p. 1043. Cf. también J. Aricó, Mariátegui y los orígenes del marxismo latinoamericano, México, 1978. Sobre la formación de la interpretación realizada por Aricó de Mariátegui (y sobre la relación Gramsci-Gobetti) me remito a H. Crespo, “Córdoba, Pasado y Presente y la obra de José Aricó”, en Prismas. Revista de historia intelectual, n. 1, 1997, pp. 139-146. Para situar la relación Gobetti-Mariátegui remito a A. Melis, “La experiencia italiana en la obra de Mariátegui” (1993), en Id., Leyendo Mariátegui (1967-1998), Lima, 1999, pp. 155-164, G. Casetta (a cargo de), Mariátegui, il socialismo indoamericano: il pensiero politico e gli apporti della cultura italiana, Milano, 1996 y A. Filippi, “Sorel, Gobetti, Mariátegui: teorie e forme del mito politico” en AA.VV., a cargo de P. Pastori-G. Cavallari, Sorel nella crisi del liberalismo europeo, Atti del Convegno internazionale di studi (febrero 1998). Collana del Dipartimento di Scienze Giuridiche e Politiche, Camerino, 2001, pp. 443-514. 8 Los artículos de Mariátegui habían aparecido en el Mundial de Lima, tres años después de la muerte del jóven antifascista, con estos títulos: “Piero Gobetti” (12 de julio de 1929), “L’Economia e Piero Gobetti” (26 de julio) y “Piero Gobetti y el Risorgimento” (12 de agosto). G. Foresta se ha encargado de la traducción italiana, en J. C. Mariátegui, Lettere dall’ Italia e altri saggi, Palermo, 1970, pp. 394-397. Algunos años después de Mariátegui, fue otro mérito de Renato Treves el haber insistido sobre la importancia del pensamiento de Gobetti, reafirmando su actualidad también para Iberoamérica, en cuanto ideador de un proyecto político en grado de cumplir una síntesis teórica y práctica entre “libertad” y “socialismo”: en efecto, en el año 1946 aparece en la revista chilena Babel (editada en Santiago de Chile) el artículo de Treves sobre “Piero Gobetti y la revolución liberal”. Ulteriores reflexiones sobre las influencias de Gobetti en A. Filippi, “Gobetti e l’analisi storico-politica dell’America Iberica : rivoluzione liberale/ rivoluzione socialista”, relazione al Convegno di studi: Cent’anni. Piero Gobetti, Comitato Nazionale per le celebrazioni del Centenario di Piero Gobetti, Centro Studi Piero Gobetti con l’Alto Patronato della Presidenza della Repubblica, Torino, 8-9 novembre 2001 (in corso di edizione). 9 La expresión de Mariátegui se encuentra en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima, 1974, p. 229.
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con Gobetti, Mariátegui percibe la doble crisis –y la necesidad de su análoga radical superación– tanto del sistema político liberal, como del socialismo europeo y latinoamericano decaídos a evolucionismo positivista y a oportunismo electoral y parlamentario. Solamente superando aquella doble crisis, tanto en Italia como en Perú, se habría podido dar vida a un período de luchas generadas por una concepción revolucionaria de la relación entre sociedad civil, cultura y política. A este punto es necesaria una observación fundamental, y es que en la reconstrucción del clima cultural que ha hecho posible la presencia –la “traducción” y la inserción- del pensamiento político italiano en América Latina, después de una primera etapa ligada a la formidable contribución que a aquella presencia había dado en los años ‘20 Mariátegui, se debe tener presente una segunda etapa marcada por la contribución, vasta y preciosa, que dieron los exiliados españoles e italianos- muy frecuentemente en estrecho contacto epistolar entre ellos (desde las diversas situaciones que vivían en los varios países del continente americano)10. Esta segunda etapa es muy importante y todavía no sufientemente investigada. De hecho, los italianos emigrados en América Latina a causa de las leyes raciales fascistas (del año 1938), terminaron –recuerda Treves, evocando el horizonte cultural y político de aquel período- por encontrarse con los intelectuales que con el derrumbe de la República española afluían especialmente a Argentina y México –los dos países que por el régimen político, la estructura social y económica, y por su nivel intelectual eran los más aptos para recibirlos– y llegaron hasta a dividir con éstos el propio trabajo y a colaborar en numerosas iniciativas. “Allí [en el exilio latinoamericano] se generaba una recíproca simpatía debida a la comunidad de ideas y de tendencias y al recuerdo de los vínculos que sobre el terreno práctico de la acción política habían unido a los italianos y a los españoles durante todo el siglo pasado [o
10 Al respecto, es básico el testimonio de R. Treves, “Una doble experiencia política: España e Italia”, en Jornadas, El Colegio de México, México, 1944 (en colaboración con Francisco Ayala, que redactó la parte española); Id., “Antifascismo italiano e spagnolo nell’esilio argentino”, en Id., Sociologia e socialismo. Ricordi e incontri, Milano, 1990, como así también los recuerdos de Elías Díaz (el cual también por estas razones incluía a Renato Treves entre sus padres intelectuales), Los viejos maestros: la reconstrucción de la razón, Madrid, 1994, y el comentario de M. G. Losano, “Elías Díaz, i vecchi maestri e la nuova Spagna”, en Sociologia del diritto, 1995, n. 3, pp. 197-206.
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sea, el siglo XIX], primero en las luchas por la libertad y la democracia y, sucesivamente, en aquéllas por la emancipación de la clase obrera”, de manera particular después del febrero de 1936, con la experiencia del Frente Popular, a la cual siguió bien pronto, en julio del mismo año, el inicio de la tragedia de la guerra civil. “Italianos y españolos se daban sobre todo cuenta de que para desarrollar una obra fecunda en el campo de los estudios y de la enseñanza, donde se encontraban [en América Latina] a trabajar en conjunto, era necesario conocerse mejor, y poder así confrontar y discutir con la máxima libertad y la máxima amplitud, los diversos puntos de vista”11. En lo que respecta a Mariátegui, se debe agregar el hecho de que el mismo Jiménez de Asúa había participado en la gran experiencia realizada por el grupo constituido en torno a la revista Amauta. “La gran brújula del Pacífico”, como fue denominada, devino rápidamente un prestigioso punto de referencia cultural que contribuyó en modo determinante a la formación de “una conciencia continental indoespañola” y se difundió no sólo en América sino también en Europa, de París a Moscú y de Roma a Madrid12. En los pocos años de vida de la célebre revista, Mariátegui había logrado reunir un conjunto de colaboradores que aún hoy sorprende por la calidad y vastedad de las tendencias y contribuciones, tanto como para considerarla una de las más prestigiosas y originales revistas de América de la primera mitad del siglo pasado13. 11 R. Treves, “Libertá e socialismo nell’ emigrazione intellettuale italiana e spagnola”, en Id., Libertà politica e verità, Milano, 1963, p. 19. A este respecto, Treves reporta un pasaje clarificador citado por Aldo Garosci en su Gli Intellettuali e la guerra di Spagna, “En pocas semanas [en 1936] España se había transformado en el símbolo de la esperanza para todos los antifascistas. Ofrecía al siglo XX el ejemplo de un 1848: esto es, un tiempo y un lugar en el cual una causa que representa un grado de libertad y de justicia más alto que aquella reaccionaria que se le opone, lograba obtener la victoria. España elevó el destino de los antifascistas de la condición de patética catástrofe a las alturas de la tragedia… Devino posible ver la lucha entre fascismo y antifascismo como un real conflicto de ideas y no sólo como la sucesión de dictadores que arrebatan el poder a débiles opositores. La guerra de España mantuvo hasta un cierto punto un gran debate, tanto en el exterior como en el interior de España: y en él las tres grandes ideas políticas de nuestro tiempo (fascismo, comunismo y socialismo liberal) eran escuchadas y discutidas” (Ibidem, p. 17). 12 Como recuerda M. Wiesse, José Carlos Mariátegui. Etapas de su vida, Lima, 1959, pp. 66 y 47, y puede analizarse en los estudios contenidos en Encuentro Internacional, José Carlos Mariátegui y Europa, Lima, Amauta, 1993; como así también A. Tauro, Amauta y su influencia, Lima, Amauta, 1989. 13 Entre los colaboradores de Amauta figuraban Xavier Abril, Armando Bazán, José María Eguren, Alberto Guillén, Raúl Haya de la Torre, Enrique López Albújar, Luis Alberto Sánchez,
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Es natural, por lo tanto, que Jiménez de Asúa hubiese colaborado en Amauta con dos artículos: “Los delitos político-sociales” (año III, n. 13, 1928) y “La muerte buena” (año IV, n. 24, 1929). Por otra parte, desde su primer número, Amauta se había ocupado específicamente de la situación española y también de la posición asumida por Jiménez de Asúa analizada en un artículo de César Falcón sobre “La dictadura española. Marañon, Asúa y la Monarquía” (año I, n. 1). Sabemos también que se conserva una carta de Jiménez de Asúa a Mariátegui (del 12 de junio de 1926)14 y que, finalmente, el mismo Mariátegui le dedicó, a su amigo español, un artículo: “Política, figuras, paisajes, de Luis Jiménez de Asúa”, aparecido en Variedades el primero de septiembre de 1928 (año XXIV, n. 1070)15. II. Al testimonio ya evocado de Treves en Argentina permítaseme agregar también el mio en Venezuela, para valorar mejor la importancia de la contribución de Jiménez de Asúa en los orígenes de la difusión del pensamiento de Bobbio en América Latina; testimonio que en todo caso debe colocarse y entenderse en un contexto cultural y en una perspectiva histórica mucho más amplios, cuyo inicio parte de la relación fundadora Mariátegui-Gobetti. Mi recuerdo se remonta a cuando cursaba el primer año en la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela, en el año académico 1958-59, recién caída (el 23 de enero de 1958) la dictadura del César Vallejo, etc. Aparecerían escritos de Germán Arciniegas, Mariano Azuela, Isaak Emmanuilovic Babel’, Henri Barbusse, Jorge Luis Borges, André Breton, Nikolaj Ivanovic Bucharin, Jean Cocteau, Ilia Eherenburg, Waldo Frank, John Galsworthy, Maksim Gor’kij, José Ingenieros, Lenin, Anatolij Vasil’evic Lunaciarskij, Rosa Luxemburg, Filippo Tommaso Marinetti, Karl Marx, Vladimir Maiakovski, Gabriela Mistral, José Ortega y Gasset, Ricardo Palma, Pablo Neruda, Boris Pil’njak, Georgij Valentinovic Plechanov, Romain Rolland, George Bernard Shaw, Stalin, Ercoli [Palmiro Togliatti], Ernst Toller, Miguel de Unamuno, etc. Ha sido justamente observado que Amauta en su concepción general presenta (A. Melis, “La experiencia italiana en la obra de Mariátegui”, op. cit.) evidentes analogías con la revista que en sus reflexiones desde la cárcel había hipotetizado Antonio Gramsci. Cf. A. Gramsci, Gli intellettuali e l’organizzazione della cultura, Torino, 1949, pp. 141-156. 14 J. C. Mariátegui, Correspondencia, a cargo de A. Melis, Lima, 1984, tomo I, p. 162. 15 Ahora en el volumen de las Obras Completas. Signos y obras, Lima, 1959, pp. 132-136. Sea dicho de paso que finalmente ha aparecido en la colección Archives dell’UNESCO el compilado de los Ensayos (1923-1930) de Mariátegui (dirigido por Antonio Melis), que reconstruye en modo crítico y en orden rigurosamente cronológico todos sus escritos. El artículo en el n. 24 de Amauta reseñaba el trabajo precursor de Jiménez de Asúa sobre eugenesia titulado Libertad de amor y derecho a morir: ensayos de un criminalista sobre eugenesia, eutanasia y endocrinologia, aparecido en Madrid en 1928.
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general Marcos Pérez Jiménez16. En aquel período, con el retorno de la democracia, se había abierto una fase de grandes debates críticos y de profunda renovación cultural que veía como protagonistas, entre otros, a algunos exiliados españoles que, desde varias partes de América, arribaban a Caracas por primera vez (como fue el caso de Manuel García Pelayo17), o que retornaban a Venezuela como en el caso de Jiménez de Asúa, de cuyas conversaciones pude conocer –gracias a la prodigiosa vivacidad de su memoria- cuán incisiva y sincera era su relación de estima intelectual hacia el “penetrante filósofo italiano”, estima que se remontaba a los años Treinta, cuando lo había leído en el exilio argentino por mérito de Renato Treves. Supe también por Jiménez de Asúa (y por mi profesor de derecho penal, José Ramón Medina) que él mismo se había vuelto a ocupar ampliamente de Bobbio en el ciclo de lecciones dictadas en la Facultad de Derecho de la Universidad Central, desde el 8 de enero al 9 de mayo de 1945 (exactamente cuarenta y seis conferencias), cuyos textos fueron publicados en un volumen en Caracas (en 1945) por la casa editorial Andrés Bello, con el título, que se hará rápidamente famoso, de La ley y el delito18. 16 Para una evocación parcial de aquella coyuntura política excepcional, remito a A. Filippi, “Historia y razones de la Italo-venezolanidad”, en A. Filippi (a cargo de), Italia en Venezuela. Italia y los italianos en la nacionalidad venezolana, Caracas, 1994, pp. 17-55. 17 El jurista español que en 1935 había sustituído a Luis Recasens Siches en la cátedra de Filosofía del Derecho de la Universidad Central de Madrid, había llegado a Caracas (en 1958, a los 49 años de edad, desde el exilio en San Juan de Puerto Rico) para fundar y dirigir el Instituto de Estudios Políticos adscrito a la Facultad de Derecho. A mediados de los años Sesenta, García Pelayo promovió y realizó la traducción española para el Instituto del De Cive de Hobbes, traduciendo también la fundamental Introduzione que Bobbio había escrito para la edición italiana de 1948 (T. Hobbes, Del Ciudadano, traducción del latín y nota preliminar por A. Catrysse, Introducción de Norberto Bobbio, Instituto de Estudios Políticos, Caracas, 1966). Durante su permanencia en Venezuela García Pelayo, además, fundó y dirigió las revistas Documentos y Politeia e impulsó o dirigió otras publicaciones: “Clásicos Políticos”, “Antologías del pensamiento político”, “Textos y documentos”. Desde Caracas dirigió también la colección “Política y sociedad” de la editorial madrileña Revista de Occidente. Como se sabe, de regreso a España en 1980, fue nombrado Magistrado y posteriormente elegido Presidente del Tribunal Constitucional español, cargo en el que será reelegido en 1983. Pero Cf. su “Autobiografía intelectual” (ahora en M. García Pelayo, Obras Completas, Madrid, 1991, 3 voll., vol. I, pp. 1-19) que permite mejor colocar y entender su personalidad intelectual en el ámbito de la cultura jurídica europea e iberoamericana, también en relación con la figura de su contemporáneo Bobbio. 18 Vale la pena añadir que, gracias a Jiménez de Asúa, en la Biblioteca de la Facultad (que ahora se llama) de Ciencias Jurídicas y Políticas de la Universidad Central de Venezuela, se conserva (como una preciosa rareza) la primera edición (Torino, Istituto Giuridico della Reale Università, 1934) del primer estudio académico de Bobbio que es también –como lo ha subraya-
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Después de haber expuesto los temas fundamentales de “el derecho penal y su filosofía”, Jiménez de Asúa, en la trigésima lección dedicada a la analogía, y realizando el estudio de las varias formas en que podía ser concebida y utilizada en las ciencias jurídicas, hacía referencia explícita a los trabajos de Bobbio –desarrollando en aquel momento en Caracas algunos conceptos de la conferencia de Tucumán de 1939– en una interpretación textual que entiendo, en el tiempo, debe ser considerado el escrito más antiguo dedicado a Bobbio en lengua española. Jiménez de Asúa había centrado su explicación a los estudiantes venezolanos partiendo del análisis del volumen sobre la Analogia nella logica del diritto, obra, por lo demás, que el propio Bobbio, medio siglo después, siguió considerando un momento importante en la elaboración de su filosofía jurídica. En efecto, Bobbio ha recordado en su Autobiografía: “El libro con el cual he ganado el concurso de cátedra allá en el año 1938 intitulado la Analogia nella logica del diritto […] se refería a la práctica de colmar las lagunas del derecho con normas pertinentes para casos similares. En el libro había también una parte histórica, pero la parte de reconstrucción teórica del razonamiento por analogía era la más relevante y también la más ambiciosa”19. Y es precisamente éste uno de los aspectos que ya había observado con perspicacia el jurista español. Según el ius-filosofo italiano –explicaba Jiménez de Asúa– no existe distinción lógica entre la interpretación extensiva y analógica y se opone a que ésta sea confundida con la libre creación del Derecho por el juez. Para él, la analogía es una forma de interpretación que dice que los que afirman otra cosa lo hicieron, o por desconocimiento de lo que es la analogía ante la Lógica, o por deseo de poner remedio a la insuficiencia del ordenamiento jurídico. Por eso se atribuyeron a la analogía significados impropios. Para Bobbio, –comentaba Jiménez de Asúa– la analogía es interpretación pero no la interpretación que supone reproducir mecánicamente los textos en forma de traducción literal, sino interpretación en el sentido más genuino de la palabra, puesto que reproduce, no repitien-
do Paolo Di Lucia- la primera obra sobre la fenomenología aparecida en Italia: L’indirizzo fenomenologico nella filosofia sociale e giuridica. Cf. también F. Barbano, “Bobbio anni Trenta o della Persona”, en Teoria Politica, año XV, n. 2/3, 1999, pp. 519-532. 19 N. Bobbio, Autobiografia, op. cit., p. 138.
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do sino desarrollándolo, el núcleo mismo de la norma, configurada en su razón suficiente; y no va fuera del sistema, sino que permanece dentro de él, contribuyendo a configurar el orden jurídico como un organismo que crece y se desarrolla, pero siempre por fuerza interior y jamás, por ser imposible, fuera de sí mismo. De aquí que de un modo terminante, Bobbio niegue la diferencia entre interpretación exterior e interpretación analógica”20.
Recientemente ha vuelto sobre la importancia del tema de la analogía en Bobbio otro estudioso español, Manuel Atienza, quien ha llevado a cabo una rigurosa reconstrucción de la cronología de los trabajos de Bobbio, distinguiendo entre cuanto éste había escrito desde 1938 hasta los años sucesivos, en modo particular en la voz “Analogia” del Novissimo Digesto Italiano (vol. I, tomo I, Utet, Torino, 1957). En 1938 Bobbio consideraba que el fundamento de la validez de la analogía jurídica era uno solo: la analogía, por lo tanto –como bien había observado Jiménez de Asúa- no tenía necesidad de norma alguna para regularla dado que reconocía solamente límites de naturaleza lógica, puesto que Bobbio distinguía la analogía de la interpretación extensiva en otras áreas del derecho. Sin embargo, según Atienza, a pesar de tales oscilaciones internas correspondientes a su visión del problema en los diversos períodos, se mantienen constantes en Bobbio las consideraciones sobre la lógica misma de la analogía y su fundamento, quedando por lo tanto excluída la posibilidad de concebir la analogía como creación jurídica21. 20 Y agregaba Jiménez de Asúa: “Por esto, en el último capítulo de su libro consagrado a la analogía en Derecho penal, dice, apoyándose en su concepto de la interpretación analógica, que nada hay que la prohíba en el artículo primero del Código italiano, e insiste en que nada tiene que ver con el arbitrio judicial. En el sentir de Bobbio, todo lo que se cuestiona sobre las innovaciones del Soviet o del Tercer Reich no interesa, porque a pesar de que se llamen analogía no lo son. Se trata de arbitrio del juez, de libre creación del Derecho, de falsa analogía y, en todo caso, de abuso de ella. En resumen: la analogía no es más que la propia interpretación extensiva, un razonamiento jurídico. Enteramente conforme con Bobbio –concluía Jiménez de Asúa- en cuanto a una gran parte del contenido de su libro, pero es que el penetrante ius-filósofo italiano llama analogía a la interpretación analógica [...]”, J. de Asúa, La ley y el delito, Caracas, 1945, pp. 122-123. 21 M . Atienza, Sobre la analogía en el Derecho. Ensayo de análisis de un razonamiento jurídico, Madrid, 1986, pp. 44-50. Sobre la interpretación de Atienza en relación con otros estudios sobre el tema (desde la reseña de Berto Brucco, “L’analogia nella logica del diritto”, en Rivista del diritto commerciale e del diritto generale delle obbligazioni, vol. XXXVII , 1939, hasta el
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De todos modos, Jiménez de Asúa había percibido bien cómo, desde sus primeros trabajos, la teoría del derecho del jurista turinés estaba íntimamente relacionada con al menos tres grandes temas que el mismo Bobbio, evocando el inicio de su actividad universitaria en la Facoltà di Giurisprudenza di Camerino22, reconoce haber concebido desde siempre articulados entre sí de esta manera: “la enseñanza de filosofía del derecho como análisis de los conceptos generales de la teoría del derecho, más que una filosofía del derecho según lo que se entendía durante la hegemonía de la filosofía idealista; no la filosofía del derecho propiamente dicha sino la teoría general del derecho, que desde entonces dividí en los tres capítulos principales: las fuentes del derecho, la norma jurídica, el ordenamiento jurídico”23. III. Pasemos ahora a otro aspecto esencial de nuestro tema. Siempre a Caracas, durante el año académico 1959-60, arribó de México a la Universidad Central Leopoldo Zea –precediendo por pocos meses a su maestro, el filósofo español transterrado, José Gaos–, quien en ocasión de una serie de lecciones sobre “Latinoamérica y el Mundo” (publicadas en un volumen de la Dirección de Cultura de la Universidad en el año 1960) ilustró algunos aspectos de la filosofía europea en relación con aquélla latinoamericana contemporánea. Una de las corrientes enestudio de Francesco Romero, Analogie, zu ienem relationalen Wahrheitsbegriff im Recht, Ebelsbach, 1991) me remito a la nota crítica de Marcela Varejao, “Un recente studio spagnolo sull’analogia giuridica”, en Sociologia del diritto, n. 3, 1993. 22 Curiosamente, en una insistente, divertida autocrítica, Bobbio ha mantenido hasta el día de hoy un “[Recuerdo de su] primera lección [universitaria] como de un fracaso. Me había preparado bien –confiesa Bobbio-. Debía ilustrar los lineamientos principales de mi curso. Cuando estaba por entrar en la pequeña aula donde estaban reunidos los pocos estudiantes que entonces frecuentaban la Facultad de Derecho de la Universidad de Camerino, escuché decir a mis espaldas: ‘¡Vamos todos a escuchar la primera lección de Bobbio!’. Mi seguridad se desvaneció improvistamente. Frente a tantos colegas, más viejos que yo, no logré subir a la tarima, permanecí de pie, perdí súbitamente el hilo del discurso y no logré hablar por más de media hora. Uno de los papelones de mi vida (¡he hecho tantos!) que no se ha borrado más de mi memoria”, Norberto Bobbio-Pietro Polito, “Il mestiere di vivere, il mestiere di insegnare, il mestiere di scrivere. A colloquio in occasione dei novant’anni di N. Bobbio” en Nuova Antologia, fasc. 2211, julio-septiembre de 1999, p. 29. El tema fue retomado por el mismo Bobbio en su lectio doctoralis (en ocasión del ya citado Doctorado ad honorem conferida por la Universidad de Camerino) titulada “Quegli anni a Camerino”, ahora en Diritto e Democrazia nella filosofia di Norberto Bobbio, op. cit., pp. 17-22. 23 Norberto Bobbio-Pietro Polito, “Il mestiere di vivere, il mestiere di insegnare, il mestiere di scrivere…”, op. cit., loc. cit.
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tonces más debatidas era precisamente el existencialismo y, en cuanto concernía a Italia, Zea se refería a Nicola Abbagnano, promotor de aquel “existencialismo positivo” –(el estudio con el título homónimo es del año 1948) diverso de aquél considerado “negativo” de inspiración heideggeriana y del primer Sartre que había sido criticado por el jóven Bobbio. Abbagnano había arribado a Torino desde su natal Salerno en el año 1935 y había realizado una interpretación “en positivo” del existencialismo de Kierkegaard y Jaspers. Con perspicacia Bobbio había considerado el libro de Abbagnano, La struttura dell’esistenza, publicado en el ’39, “entre las obras de ruptura ciertamente la más impresionante” de la cultura filosófica italiana de aquellos años24. Para ese entonces, además del ya conocido Bobbio jurista, se había difundido en América Latina la idea que había también un Bobbio existencialista, ligado, por lo tanto (gracias, también como veremos, a la edición mexicana de su libro sobre El existencialismo. Ensayo de interpretación)25, a esa tendencia filosófica que de todas maneras no entraba en contraste –al menos en la versión de Abbagnano– con el neoracionalismo y el personalismo laico del Bobbio de aquel momento, dado que ambos refutaban la fundación metafísica e idealista de las filosofías (del derecho o de la existencia) y consideraban como central el problema de la libertad y de la persona. Ya algunos años antes Bobbio se había interesado por la filosofía existencial y, en particular, por la “fenomenología de la existencia”, sobre todo en relación con el empleo de la categoría de la posibilidad, inherente a la estructura del ser y de la persona. En 1941 habían aparecido artículos y reseñas sobre “La filosofia dell’esistenza in Italia”, en Rivista di filosofia, nn. 1-2, 1941; sobre “Persona e società nella filosofia
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N. Bobbio, “Discorso su Nicola Abbagnano” (Salerno, 4 de diciembre de 1965), ahora como Introduzione a N. Abbagnano, Scritti Scelti, a cargo de G. De Crescenzo y P. Laveglia, Torino 1967, pp. 11-38. 25 Traducido al español en 1948 por la jóven Lore Terracini, hija del matemático Alessandro Terracini, también éste exiliado desde Italia a Tucumán, a donde arribarían además el hermano Benvenuto Terracini con la ayuda de Amado Alonso, director del Instituto de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y Renato Treves con la de Carlos Cossio, profesor de Filosofia del derecho de la Universidad Nacional de La Plata. Cf. también L. Terracini, “Una inmigración particular: 1938, los universitarios italianos”, art. cit., y M. Smolensky y V. Vigevani Jarach, Tante voci, una storia. Italiani ebrei in Argentina, 1938-1948, Bologna, 1998.
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dell’esistenza”, en Archivio di Filosofia, n. 3, 194126. Vale recordar que en la edición mexicana de La filosofía del decadentismo se publicó como apéndice su artículo sobre “El decadentismo de J. P. Sartre”, que sugirió el título del volumen. En 1947, Bobbio había además reseñado el polémico estudio de J. P. Sartre, Reflexions sur la question juive de 1946, en la revista Comunità, n. 24. El año anterior, presentando en la “Biblioteca di cultura filosofica” de la editorial Einaudi una recopilación de escritos de Karl Jaspers (“el modelo principal” y “el más característico de los existencialismos contemporáneos”), Bobbio juzgaba la filosofía existencialista en estos términos: “aparecida en sus inicios, luego de los primeros entusiastasmos, como la manifestación del decadentismo en filosofía, hoy asume el tono y el color de una filosofía del advenir, o al menos del renacer. Los pensadores ‘malditos’ se transforman en filósofos civiles; los epígonos se vuelven precursores. Tal situación es sólo aparentemente paradójica. El existencialismo tuvo una función de estímulo. Quien fue despertado por este estímulo, por cuanto luego haya caminado o intentado caminar por su sendero, no ha podido olvidar el estímulo inicial […] Hoy –concluía Bobbio– se habla un poco en casi todos los lados, con curiosidad y con pasión, de existencialismo y de marxismo”27. Inclusive, hasta pocos meses antes de la citada conferencia de Zea en la Universidad Central de Venezuela, Bobbio continuaba a ocuparse de existencialismo escribiendo la voz homónima para el Dizionario di Filosofia, a cargo de A. Birogli, aparecido en las ediciones de Comunità, Milano, 195728. 26 Obsérvese que Luigi Pareyson (en su Studi sull’esistenzialismo, Florencia, 1943) sostiene que esta es la primera visión de conjunto de la presencia del existencialismo europeo en la filosofía italiana y, además de citar este artículo de Bobbio, recordaba que los “conceptos existencialistas” fundamentales serán discutidos también por Enzo Paci y por el mismo Bobbio en las reuniones del año 1942 de las sesiones milanesas y romana del Istituto di Studi filosofici (p.32). 27 Avvertenza a K. Jaspers, La mia filosofia, Einaudi, Torino, 1946, pp. VII-VIII. 28 Para una visión más general de la influencia del existencialismo y sobre la específica posición de Bobbio, Cf. E. Garin, E. Paci y P. Prini, Bilancio della fenomenologia e dell’esistenzialismo, Padova, 1960; E. Garin, Cronache di filosofia italiana, 1900-1943, en el apéndice de Quindici anni dopo, 1943-1960, Bari, 1966; A. Santucci, Esistenzialismo e filosofie italiane, Bologna, 1967. Agréguese que el mismo Leopoldo Zea se había interesado por el existencialismo y por Sartre, el cual junto con José Ortega y Gasset, Dilthey, Toynbee y MerleauPonty, había sido uno de sus autores más estimados de aquel período, como lo ha reconstruido Tzvi Medin, Entre la Jerarquía y la Liberación. Ortega y Gasset y Leopoldo Zea, México, 1998,
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El alcance y el significado del interés de Bobbio por el existencialismo –hasta el punto de que en algunos ambientes latinoamericanos él fuese considerado un seguidor de una variante crítica del existencialismo europeo– es comprensible también a la luz de los mismos motivos que el proprio Bobbio afirma que lo habían llevado a ocuparse de la filosofía de la existencia: “En aquellos años (1945-46) tuve un interés por el existencialismo, al cual había dedicado numerosos escritos más expositivos que interpretativos y que me habían inducido en el mismo período de la ocupación alemana a publicar en Chiantore [la antigua casa editorial turinesa, en 1944] un librito que había intitulado La filosofia del decadentismo, en el cual intentaba dar de las filosofías de Jaspers y de Heidegger una interpretación propia, que en la actualidad aparecería del todo fuera de tiempo, extravagante y viciada de prejuicios ideológicos. A quien hoy podría sorprenderse por estos intereses tan aparentemente lejanos a las cuestiones de aquel tiempo, ya he tenido ocasión de explicar –afirma Bobbio– que ello fue la señal de un período de tormentoso traspaso de lo viejo a lo nuevo, en el cual el existencialismo satisfacía una exigencia liberadora respecto a las filosofías idealistas en las cuales nos habían formado una especie de ‘purgación’ antes de encontrar el propio camino en las filosofías militantes del post-fascismo, que entonces eran sustancialmente el marxismo y el neo-iluminismo”29. IV. Al final de los años ochenta, el argentino José Aricó –que ha sido el mayor estudioso de Gramsci y de la difusión de la cultura política italiana en América Latina- resaltaba y precisaba que “a través de las crónicas de Renato Treves, o de las colaboraciones de quien, desconocido por esos años, es hoy un autor de fortuna entre los intelectuales americanos –me refiero a Norberto Bobbio, especificaba Aricó– un lector de Buenos Aires, al que la guerra había apartado de Europa, podía ahora mantenerse informado de los autores del debate ideal de un país pp. 108, 129, 221-222. Para una visión global de la “filosofía latinoamericana” de Zea, la más original y debatida en la América Latina de la segunda mitad del siglo pasado, véase J. L. Gómez Martínez, Leopoldo Zea, Madrid, 1997. 29 N. Bobbio, Tra due repubbliche. Alle origini della democrazia italiana, Roma, 1996, p. 103. Por otra parte, sobre la relación entre instancia personalística y teoría democrática en Bobbio, Cf. F. Sbarberi, “Liberté et egalité. La formation de la théorie democratique chez Bobbio”, en Archives de Philosophie, n. 57, 1994, y “Quale liberalsocialismo? Il confronto teorico tra Calogero e Bobbio”, en Laboratorio di Storia. Studi in onore di Claudio Pavone, a cargo de P. Pezzino y G. Ranzato, Milano, 1994.
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como Argentina que intentaba clausurar, vertiginosamente, la brecha abierta con la cultura europea por el fascismo”30. No es por lo tanto para nada casual que apareciera en el n. 4 (de 1947) de la revista bonaerense Realidad (que se autodefinía “Revista de ideas” y era dirigida por el filósofo argentino Francisco Romero) el artículo de Bobbio –que resulta ser su primer escrito traducido en Sudamérica“Filosofía y cultura en la Italia de hoy y de ayer”. En 1950, también en la misma revista aparecía la primera reseña publicada en Argentina de las Cartas desde la cárcel de Gramsci, hecha por el jóven Ernesto Sábato31. Vale igualmente la pena citar un dato interesante con respecto al conocimiento de Gramsci en América Latina, y es que el primer comentario amplio y razonado de la experiencia política de L’Ordine Nuovo lo hizo Leo Valiani, entonces exiliado en México, que publicó en 1943 (con el seudónimo de Weiczen-Giuliani) su Historia del socialismo europeo, en la cual Gramsci era considerado como uno de los mayores innovadores del socialismo.“Un socialismo –especificaba con agudeza Aricó, refiriéndose a aquel mismo pensamiento político italiano en el cual se habían formado Treves y Bobbio– leído en clave liberal y siguiendo la inspiración de Carlo Rosselli y de Piero Gobetti. Por lo demás, es precisamente esta visión del entronque del movimiento liberal, o bien, del liberalismo ético-político con las nuevas experiencias del movimiento obrero de los consejos fabriles de Turín en 1920, lo que tan bien bosquejaba Renato Treves en el último capítulo de su ensayo dedicado a Benedetto Croce, filósofo de la libertad, publicado en Buenos Aires en 1944”32. En otras palabras, para la comprensión de la difusión del pensamiento de Bobbio en América Latina, para valorar los obstáculos que ha encontrado o las razones que la han favorecido, es necesario tener en cuenta
30 J. Aricó, “La aceptación de la herencia democrática” en Id., La Cola del diablo. Itinerarios de Gramsci en América Latina, Caracas, 1988, p. 192. 31 A. Gramsci, Cartas desde la cárcel, Buenos Aires, Lautaro, 1950, trad. de Gabriela Moner, prólogo de Gregorio Bermann. 32 J. Aricó, op. cit., pp. 193-194. Este libro de Treves –escrito al final de la segunda guerra, en un momento decisivo en la encrucijada entre libertad y totalitarismo- había sido publicado por la editorial Imán, dirigida por Samuel Kaplan, amigo de Rodolfo Mondolfo. De este volumen se ha hecho recientemente una parcial traducción al francés con el significativo título de Le socialisme liberal, en Jean Cardonnier, Renato Treves et la sociologie du droit. Archéologie d’une discipline, a cargo de S. Andrini y A. J. Arnaud, París, 1995.
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que su pensamiento tanto jurídico como filosófico, ha tenido también, e inevitablemente, un determinante y amplio valor político que lo ha colocado –según las varias decantaciones y declinaciones que se han verificado de su rica producción en más de medio siglo– en los diversos ámbitos del pensamiento liberal primero, y del socialista después. Un pensamiento, el de Bobbio, que a causa justamente de sus implicancias políticas, durante los largos períodos en el ámbito de las dictaduras militares, ha sido combatido y exorcizado en muchos ambientes, no sólo académicos, del mundo latinoamericano. Debe remarcarse, además, que esta oposición de la cultura “anti-jurídica”, impuesta por los regímenes militarizados y totalitarios, explica también el hecho –tanto paradójico como significativo– de la atracción, a veces también “clandestina” pero no menos creciente y fecunda, que el pensamiento de Bobbio ejerció sobre varias generaciones de docentes, de magistrados y de políticos en América Latina (pero también sobre los exiliados latinoamericanos formados en Italia), durante el tremendo período, entre los años setenta y ochenta, de la devastación de los derechos fundamentales, de la represión y de la eliminación física de ciudadanos desaparecidos: de hecho, las tomas de posición críticas que descendían del pensamiento filosófico y político de Bobbio acerca de la ilegitimidad e ilegalidad de los regímenes latinoamericanos, fue para muchos de aquellos protagonistas la base conceptual (y éticamente contundente) de sus respuestas a la dictadura. Es pertinente observar cómo, precisamente por estas razones que diría históricas, la difusión (e inclusive, al menos en parte, la gestación misma) de la obra del liberal-socialista Bobbio debe ser estudiada en el contexto de la larga (digamos mejor larguísima) transición hacia las democracias, transición que se inició, como sabemos, con la caída del nazismo y del fascismo, y prolongadas hasta la instauración de los gobiernos de inspiración liberal en los países de la Europa meridional (Portugal: abril de 1974; Grecia: julio de 1974; España: noviembre de 1975), la caída de las dictaduras en la Argentina y en Chile, y de los regímenes comunistas del Este europeo33.
33 Sobre algunos aspectos que han resultado ser fundamentales para la comprensión de las diversas formas de transición democrática y de las características jurídico-institucionales que la acompañan en América Latina, me remito, al menos, a las distintas interpretaciones de K. Terry Lynn y Ph. Schmitter, “Modes of transition in Latin America, Southern and Eastern Europe” en
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En una perspectiva histórica (y teorética) la “filosofía militante” de Bobbio –como ha percibido en modo lúcido y penetrante Luigi Ferrajoli en su laudatio en ocasión de la laurea honoris causa en el sexagésimo aniversario de la docencia camerinesa de Bobbio– ha estado, y sigue estando, ligada a una enseñanza que permanecerá entre las más duraderas del siglo XX, según la cual “en la construcción de la democracia no existen alternativas al derecho, y en la construcción del derecho no existen alternativas a la razón. Si no hubiésemos aprendido del marxismo –escribía Bobbio hace cuarenta años– a ver la historia desde el punto de vista de los oprimidos, obteniendo una nueva e inmensa perspectiva sobre el mundo humano, no nos habríamos salvado o habríamos buscado reparo en la isla de nuestra interioridad privada o nos habríamos colocado al servicio de los viejos patrones […] Justamente, el fracaso histórico de aquella gran esperanza del siglo que ha sido el comunismo –argumentaba Ferrajoli– es hoy una confirmación de la enseñanza de Bobbio en torno al nexo vinculante entre derecho y democracia: ya que aquel fracaso se debe en gran parte al desprecio del derecho –y de los derechos- como técnica de limitación, de control y de regulación del poder; al recurso, en otras palabras, a aquella antigua y recurrente tentación que es el “gobierno de los hombres” en lugar del “gobierno de las leyes”34.
International Social Sciences Jorunal, n. 128, 1991; J. E. Corradi, P. Wells y M. A. Garretón (a cargo de), Fear at the Edge: State Terror and Resistence in Latin America, Berkley-Los Angeles, 1992; P. González y M. Rotiman (a cargo de), La democracia en América Latina. Actualidad y perspectivas, Madrid, 1992; I. P. Stotzky (a cargo de), Transition to Democracy in Latin America: the Role of the Judiciary, Boulder (Colo.), 1993; D. Quattrocchi-Woisson, Los Males de la memoria. Historia y política en la Argentina, Buenos Aires, 1995; J. Linz y A. Stepan, Problems of democratic transition and consolidation. Southern Europe, South America and postcommunist Europe, Baltimore-London, 1996; E. Jelin y E. Hershberg (a cargo de), Constructing Democracy: Human Rights, Citizenship and Society in Latin America, Boulder (Colo.), 1996; J. Domínguez y A. Lowenthal (a cargo de), Constructing Democratic Governance: South America in the 1990s, Baltimore, 1996; A. Barahona de Brito, Human Rights and Democratization in Latin America, Oxford, 1997; A. Wilde, “Irruptions of Memory: Expressive Politics in Chile’s Transition to Democracy”, en Journal of Latin American Studies, n. 31, 1999. 34 “De esta enseñanza –concluía Ferrajoli– somos todos deudores de Bobbio, que a ella ha dedicado, con pasión y rigor, toda su vida de filósofo militante. Y es para saldar esta deuda de agradecimiento que hoy, profesor Bobbio, su antigua Facultad de Camerino ha querido conferirle la láurea ad honorem en Derecho”. L. Ferrajoli, “Ragione, diritto e democrazia nel pensiero di Norberto Bobbio”, (Laudatio en ocasión de la láurea honoris causa en derecho conferida a Norberto Bobbio en el sexagésimo aniversario de su docencia camerinesa (1937-1997), Camerino, 29 de mayo de 1997) en Notiziario dell’Università degli Studi di Camerino, n. 34, 1997, ahora
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Por el conjunto de tales razones, estudiado y meditado en la América Ibérica de los años ’80, el aporte sustancial de Bobbio resultó ser un poderoso antídoto y una fuerte cura intelectual respecto de aquellas degeneraciones institucionales –típicas de las dictaduras– en buena medida efecto de las políticas antiliberales y antidemocráticas desarrolladas en los decenios precedentes. Conceptos que –interpretando cuanto se venía elaborando en América Latina, que entonces se hallaba a la búsqueda de una nueva concepción, institucional y política, de la democracia– tuve ocasión de exponer hace veinte años y me parece oportuno recordar aquí como testimonio de la influencia, en aquellos años, del pensamiento jurídico-político de Bobbio. La ocasión fue un seminario internacional de estudios promovido por el Consiglio Regionale del Piemonte sobre la Democrazia in America latina negli anni ’80. En mi ponencia introductoria observaba cómo, en muchos países latinoamericanos, se había realizado una convivencia anormal pero funcional entre formas de explotación económica y de coacción política y personal que se habían vuelto a sí en el fundamento mismo de la praxis totalitaria. “Es necesario afirmar con fuerza que en la relación entre (no) igualdad y (no) liberalismo en América Latina, en el ámbito de las instituciones económicas y de aquéllas jurídicopolíticas, valen las observaciones que muchos estudiosos han desarrollado acerca de los límites que estas dos instancias han conocido en la tradición de los países europeos más avanzados. En realidad, también en Europa ‘si bien se puede decir que el liberalismo es una doctrina parcialmente igualitaria, se necesita agregar –comenta Norberto Bobbio, sostenía yo citándolo- que ella es igualitaria más en las intenciones que en los resultados, desde el momento que entre las libertades protegidas está generalmente comprendida también aquélla de poseer y de acumular sin límites bienes económicos a título individual, y la libertad de emprender operaciones económicas (la así llamada libertad de iniciativa económica) de las cuales han tenido origen, y continúan teniéndolo, las en Diritto e Democrazia nella filosofia di Norberto Bobbio, a cargo de L. Ferrajoli y de P. Di Lucia, op. cit., p. 14. Texto que fue traducido por María Fernanda López Puleio, por primera vez en América Latina, y publicado en el volumen especial de la revista ¿Más Derecho? en Homenaje a Norberto Bobbio en Argentina en ocasión de su nonagésimo segundo aniversario, intitulada Utopía y realidad en Bobbio (Buenos Aires, Fabián J. Di Plácido Editor, 2001), a cargo de M. F. López Puleio, Nicolás Guzmán y Juan Manuel Otero. En España había aparecido, traducido por Perfecto Andrés Ibañez, en el n. 30 de la revista Jueces para la Democracia, noviembre de 1997, pp. 79-83.
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más grandes desigualdades en las sociedades capitalistas más avanzadas’35. Por lo demás –agregaba– no es una novedad que ‘las doctrinas igualitarias han siempre acusado al liberalismo de ser factor y productor de un régimen fundado sobre la desigualdad económica: basta recordar que para Marx la igualdad jurídica de todos los ciudadanos, sin distinciones de órdenes, proclamada por la revolución francesa, no fue en realidad más que un instrumento del cual la clase burguesa se sirvió para liberar y tornar disponible la fuerza-trabajo necesaria para el desarrollo del capitalismo naciente, a través de la útil ficción del contrato voluntario entre individuos supuestamente libres’. Por otro lado, no se debe olvidar que en la tradición liberal, inclusive de las democracias que actualmente consideramos avanzadas, sigue siendo necesario distinguir entre ‘instituciones representativas’ y ‘democracia’. De hecho, un régimen democrático que se considere realmente tal, debe estar formado por todos los derechos de libertad y no por las solas instituciones parlamentarias; por otro lado, un régimen representativo es democrático solamente si está basado sobre la aplicación efectiva del sufragio universal que garantice además de la igualdad de los derechos entre la mayoría y la minoría, también –concluía con las palabras de Bobbio– las formas institucionales efectivas de ‘democracia participativa y procedural’ ”36. En síntesis: se debe observar que existe una constante en casi todos los autores que en un modo u otro han dialogado con el pensamiento de Bobbio, y es aquélla representada por la cuestión histórico-teorética fundamental de la moderna democracia (jurídico-política) y de la relación entre igualdad y libertad, y entre socialismo y liberalismo en las varias y distintas formas en que se han configurado en Europa y América Latina37. Se trataba ya entonces de comprender de qué manera la 35 N. Bobbio, voz “Eguaglianza”, Enciclopedia del Novecento, Istituto della Enciclopedia Italiana, Roma, vol. 2, p. 362. 36 A. Filippi, “Continuità e trasformazioni nel rapporto tra economia e istituzioni politiche” en Democrazia in America latina negli anni ’80, (a cargo de A. Annino, M. Carmagnani y A. Filippi), Milano, 1982, pp. 67-68. El texto de Bobbio al cual hacía referencia en la ponencia era Democrazia e maggioranza (que había sido su intervención en el Congreso sobre Democrazia e principio di maggioranza, Istituto di Studi filosofici, Milano, octubre de 1980), ahora en N. Bobbio, C. Offe, S. Lombardini, Democrazia, maggioranze, minoranze, Milano, 1981, aparecido con el título de “La regola di maggioranza: limiti e aporie”. 37 Desarrollo este aspecto tomando en consideración, también, algunos trabajos más recientes de Bobbio sobre este aspecto de su pensamiento que ha sido considerado central por latinoa-
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perspectiva teórica que ofrecía el pensamiento del filósofo político turinés nos permitía (y más aún, nos obligaba a) realizar el análisis de las concepciones latinoamericanas de la democracia –y de las mutaciones de lenta, progresiva democratización que caracterizaron los años ‘80‘90– estudiando el nexo histórico-teorético y jurídico-político existente entre las crisis del tradicional sistema “oligárquico liberal” y de las dictaduras militares, y la posterior, progresiva afirmación de las formas de gobierno liberal-democráticas, verificando así, además, el alcance de las contribuciones teóricas de Bobbio para la comprensión de un contexto histórico-político diverso del europeo. Contribuciones que aparecen historiográficamente dirimentes para llegar a un repensamiento crítico y a un potenciamiento que llegue a ser vinculante de las instituciones democráticas como condición indispensable (aunque no suficiente) para elaborar y actuar formas institucionales de un nuevo orden de justicia internacional, en grado de involucrar como protagonistas a la par tanto latinoamericanos como europeos, y para poder –al final de un recorrido histórico-teorético tan largo– concebir y afirmar, en una perspectiva universalista, el cosmopolitismo de los derechos fundamentales. V. Volviendo a rastrear las relaciones del filósofo italiano con América Latina –y Argentina en especial- debe destacarse que, en orden cronológico, la primera reseña hecha por Bobbio a un trabajo de colegas americanos –y que, por lo tanto, constituye el inicio de su diálogo con ellos– fue el ensayo (que él conoció a través del amigo en común Treves) de Carlos Cossio, sobre La plenitud del orden jurídico y la inmericanos y españoles: la voz “democrazia” en el Lessico della politica (a cargo de G. Zaccaria), Roma, 1987, pp. 160-170; “La democrazia dei moderni paragonata a quella degli antichi (e a quella dei posteri)” en Teoria Politica, año 111, n. 3, 1987, pp. 3-17; “La regola di maggioranza: limiti ed aporie” en Fenomenologia e Società, año IV, nn. 13-14, 1981, pp. 3-21; y la reciente voz “Democrazia” en Alla ricerca della politica, voci per un Dizionario (a cargo de A. d’Orsi), Torino, 1995, pp. 3-17. Tengo también en cuenta la notable contribución de L. Ferrajoli, Diritto e Ragione (Prefazione di Norberto Bobbio), Bari, 1989 [hay traducción en español: Derecho y Razón. Teoría del garantismo penal, trad. a cargo de Perfecto Andrés Ibánez y otros, ed. Trotta, Madrid], particularmente el parágrafo 60 de la parte quinta, como así también los estudios sucesivos sobre “Diritti fondamentali”, que representan un desarrollo teórico crucial y decisivo para la construcción de una teoría jurídico-política de la democracia, publicados en Teoria Politica, n. 2, 1998, pp. 3-33 (con participaciones de Riccardo Guastini, Ermanno Vitale, Mario Jori y Danilo Zolo) y la reciente réplica del mismo Ferrajoli, “I diritti fondamentali nella Teoria del Diritto” en Teoria Politica, n. 1, 1999, pp. 53-96. Ensayos ahora reunidos en el volumen Diritti fondamentali, a cargo de E. Vitale, Bari, 2001; trad. esp. Los fundamentos de los derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2001.
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terpretación judicial de la ley, Buenos Aires, Losada, 1939, reseña que Bobbio publica en la Revista Internazionale di Filosofia del Diritto, en el número 4/5, 194038. Luego de la ya citada experiencia de Jiménez de Asúa (y mucho antes de la presencia inclusive personal de Bobbio en Argentina) a mitad de los años sesenta, Ernesto Garzón Valdés había ya traducido y dirigido, junto a Genaro R. Carrió, la edición en español de El problema del positivismo jurídico, publicado por la Editorial Universitaria de Buenos Aires en 1965. En 1977, Antonio Martino tomó la iniciativa de traducir al español De la estructura a la función (que había aparecido en Milano, en 1977, en las ediciones de Comunità, con el título de Nuovi studi di teoria del diritto), libro que, según Martino, tendrá más que cualquier otro una relevante influencia en los ambientes universitarios y entre los juristas argentinos “por la pulcritud con la cual Bobbio distingue los términos de las viejas controversias, puntualiza posiciones y propone nuevos criterios de especulación”39. Recientemente Martino ha evocado el curioso contexto en el que vino a encontrarse al promover esa traducción De la Estructura a la Función, volumen que, desde un comienzo, le había parecido “importante, puesto que en la época no había nada parecido en español. Cuando le propuse la traducción a Bobbio, en su ‘casa-librería’ de Via Sacchi 66 –recuerda Martino– el profesor dio muchas vueltas sobre como iba a controlar la fidelidad de la traducción de su libro. Finalmente aceptó. Fue así que se lo propuse en Buenos Aires a la editorial Astrea. Me respondieron que ese libro no tenía salida comercial, que no lo iban a vender en 10 años... Fui entonces a verlo a Sentis Melendo, un procesalista español que en Buenos Aires tenía una casa editorial; fino jurista, comprendió inmediatamente que se tra38 Sobre la notable importancia de la personalidad de Cossio, Cf. J. C. Cueto Rúa, “Evocación de Carlos Cossio”, en M. A. Ciuro Caldani (a cargo de), La Filosofía del Derecho en el Mercosur. Homenaje a W. Goldschmidt y C. Cossio, Madrid, 1997. 39 A. Squella Narducci, op. cit., p. 26. Para una visión general de la cultura jurídica argentina de esos años Cf. G. R. Carrió, “Principios jurídicos y positivismo jurídico”, en El análisis filosófico en América Latina (a cargo de J. E. Gracia), México, 1985, pp. 55-73, y R. Vigo, “La filosofía del derecho en la Argentina”, en M. A. Ciuro Caldani, La Filosofía del Derecho en el Mercosur, op. cit.. Debe además registrarse que Bobbio había reseñado el trabajo de Genaro R. Carrió, Principios jurídicos y positivismo jurídico, publicado en Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1970, en la Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, XLVII, 1970. En Uruguay, en 1978, Esther Aguinsky compila Tres Estudios para una Introducción a la Filosofía del Derecho, F.C.U., Montevideo, donde incluye textos de Fernández Galiano, Bobbio y Reale.
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taba de un trabajo extraordinario y se decidió a publicarlo. Añádase el hecho que para ese entonces hacía su doctorado en la Universidad de Turín un jóven español alumno de Elías Díaz y, puesto que Sentis murió, el jóven español hizo una traducción estupenda que logró su inmediata publicación y la confianza de Bobbio –que contrariamente a cuanto puede creerse fue siempre muy reacio a ser traducido– y que a partir de esa experiencia positiva permitió muchas traducciones de sus obras en español. Por cierto, no tantas como hoy circulan”40. Posteriormente, según comenta Squella Narducci, “el pensamiento de Bobbio estuvo muy presente en la fundación en Argentina, bajo la presidencia de Raúl Alfonsín, del Consejo Federal para la Consolidación de la Democracia. Tras esa iniciativa estuvieron Genaro R. Carrió [que fue presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación durante el gobierno del presidente Alfonsín] y Carlos Santiago Nino, y el propio ex presidente Alfonsín parece ser, hasta el día de hoy, un asiduo lector de Bobbio, lo mismo que algunos de quienes fueron sus ministros o miembros de la Corte Suprema de Justicia de ese entonces”41. Con referencia al ámbito de la filosofía política, en los años ’80 y ’90 los temas bobbianos de mayor interés están ligados –como ya veremosa las “sutiles y esclarecedoras distinciones sobre los modos de la democracia y acerca de las distintas formas del socialismo”. Vale la pena insistir en el caso de la transición democrática en Argentina, tanto más interesante puesto que en aquel período del todo particular de su historia institucional y cultural, la presencia del Bobbio jurista y filósofo del derecho se suma en modo ejemplar a aquélla del filósofo político y del político tout court. Por lo demás, el pensamiento filosófico político de Bobbio como teórico del socialismo liberal tuvo múltiples consonancias con la ideología política de la Unión Cívica Radical, precisamente en su componente alfonsinista. En esa época de reconstrucción institucional de la democracia, el pensamiento de Bobbio es conocido no solamente por los juristas sino que, en el caso de la Universidad de Buenos Aires, la recepción de su filosofía se extiende a la Facultad de Ciencias Sociales y a la de Filoso40
Carta de A. Martino a A. Filippi, desde Pisa a Roma, del 30 de enero de 2002. En esta misma carta Martino me recuerda haber escrito la voz “Norberto Bobbio” para el Dictionaire des Philosophes de la Presses Universitarires de France, aparecido en Paris en 1979, que debe, por tanto, añadirse a la bibliografía argentina sobre el maestro italiano. 41 A. Squella Narducci, Presencia de Bobbio en Iberoamérica, op. cit., p. 25.
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fía y Letras, específicamente a la cátedra de Filosofía Política a cargo de Jorge Dotti, quien me ha escrito para analizar ese singular momento cultural y político en el cual “la tradición del socialismo antidogmático, democrático y pluralista, que Bobbio encarna y prolonga, se suma así a la fuerza educativa que, para los jóvenes estudiantes, tiene la lectura que Bobbio hace de la filosofía política y jurídica. Este es el eje de la recepción de su pensamiento en los años ochenta. Cuando la democracia post-dictatorial se estaba afianzando con grandes dificultades e incógnitas, sus ideas operan como una privilegiada fuente de legitimación de una forma de vida pública que, entre nosotros, era inédita. En este período –explica Dotti–, el medio que más contribuyó a la difusión de este ideario, fue la revista La Ciudad Futura, órgano de la renovación democrática de la izquierda. Dirigida por José Aricó y Juan Carlos Portantiero, los colaboradores habituales en esos primeros años pertenecíamos todos al Club de Cultura Socialista, una institución donde las ideas de Bobbio fueron ampliamente discutidas (y donde los visitantes italianos, de una determinada área cultural encontraron siempre interlocutores atentos: pienso en Remo Bodei, y en Giacomo Marramao). Con ya la certeza (si no definitiva, al menos lo suficientemente tranquilizante) de que la democracia está para quedarse, y sobre todo al consolidarse en Argentina el triunfo de la neo liberalización populista piloteada por el presidente Menem, en simultaneidad con el hundimiento de la constelación ideológico-política socialista a nivel mundial, la figura de Bobbio pasa a cumplir una función no antitética, pero distinta. Por un lado –me explicaba Dotti–, permanece su rol de fuente bibliográfica indispensable en los estudios universitarios de la filosófica política moderna y contemporánea; por otro, sigue siendo la autoridad respetada, dadas las preguntas de candente actualidad que se le plantean a uno de los últimos ‘grandes’ el cual vive, en carne propia, la crisis profunda de sus ideales socialistas. Bobbio no tanto la legitimación del nervio democrático y pluralista del socialismo, sino las vivencias y la experiencia más íntima del derrumbe de las ideas de izquierda en la era de la globalización capitalista triumphans. En última instancia, se lee la saggesse de Bobbio”42. 42 Carta de J. Dotti a A. Filippi, desde Buenos Aires a Roma, del 12 de junio de 2001. Es de notar que algunos escritos de Dotti de los años ochenta “llevan la marca tácita” –como él mis-
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El doble tema estudiado por Bobbio de las “promesas incumplidas de la democracia” y de la “democracia integral” reenvía, en lo que respecta a Argentina, a la recepción –en los ambientes liberal-demócratas y socialistas– del pensamiento de la izquierda italiana, en un arco temporal y conceptual que, según José Aricó, partiendo desde Gobetti, Carlo Rosselli y Gramsci llega precisamente hasta Bobbio. Recepción que, además, debe ser valorada en una dimensión política y teórica más general, o sea, en relación con la coyuntura existente en los países en los cuales ese pensamiento fue recibido: en concreto, haciendo referencia a los modos a través de los cuales la “cultura de la izquierda latinoamericana” afrontó el “pensamiento de la crisis” de las instituciones liberal-democráticas, en relación también con el pensamiento proprio de otras culturas políticas (de la derecha, del peronismo, del castrismo, etc.). La cuestión fue entendida por Aricó con su habitual perspicacia cuando, pocos meses antes de su muerte, observó –con un espíritu que no vacilo en considerar lúcidamente bobbiano de “iluminista pesimista” y de “tolerante intransigente”– que: “Aceptar el terreno de la confrontación entre cultura y política (como esferas comunicadas pero sustancialmente autónomas) no puede ser soslayado. Aceptar el terreno de la confrontación significa en cierto modo admitir que entre la cultura de derecha y la cultura de izquierda hay un punto de encuentro, la común necesidad de responder críticamente a la ‘anarquía del mundo burgués’. En torno a los nudos cruciales de la modernidad, de los que Bobbio llama ‘las promesas incumplidas de la democracia’, se abren los espacios comunes de confrontación y de intercambio entre las culturas de derecha y de izquierda”43.
mo lo reconoce– de algunas ideas bobbianas, como “¿Viejo? Liberalismo, nuevo ¿liberalismo?”, en La Ciudad Futura, 1, 1986, pp. 26-27 (no es casual que en el mismo número de la revista y a continuación, pp. 28-29, se publicara de Bobbio “Las promesas incumplidas de la democracia”, texto originariamente aparecido en la revista romana Mondoperaio, 5, 1984); “Socialismo y democracia: Una decisión ética”, La Ciudad Futura, 2, 1986, pp. 23-24; “Sapere aude: sobre democracia, socialismo y filosofía”, en Espacios de crítica y producción, 1, 1985, pp. 20-25. Finalmente, añádase que sobre la interpretación que Bobbio hace de la filosofía política moderna, Dotti se detiene en el trabajo “Pensamiento político moderno”, aparecido en la obra a cargo de Ezequiel de Olaso, Del Renacimiento a la Ilustración, I (Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, VI), Trotta–CSIC, Madrid, 1994, pp. 53-75. 43 J. Aricó, “Gramsci y la cultura de derecha”, ahora en Id. La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América latina, op. cit., p. 173.
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Problema arduo y conflictivo este de la confrontación (pero también del diálogo) entre política y cultura durante el último cuarto del siglo pasado, en el cual se llevaba a cabo la transición democrática en el mundo hispano e hispanoamericano. En ese contexto, la referencia de Aricó a Bobbio se insertaba en la polémica que se desplegó en torno al gran tema de la refundación en sus mismas bases éticas y políticas de la República (Argentina) después de la dictadura; refundación que debería haber estado en capacidad de instaurar, junto con las nuevas condiciones institucionales, “la civilidad del diálogo”. “¿Qué otra cosa –se preguntaba Aricó– que un sentimiento democrático y anti-autoritario puede fundar una forma de socialidad que profundice la laicidad de la vida nacional? ¿Cómo es posible favorecer la circulación de las ideas y de los valores, si no se acepta como imperativo moral el reconocimiento de la libertad de pensamiento y el principio de tolerancia? […] La posibilidad de abrir un espacio cultural de plena confrontación de ideas supone –auspiciaba- una revisión política de sus supuestos: la aceptación de la violencia y de la discriminación”. De tal suerte que resultó esencial, para dar impulso y realización a la transición democrática, ejercitar una crítica radical y sustancial a esa “derecha antiliberal argentina, o ultraderecha –la cual insistía Aricó– ha contribuido a barbarizar la política con su espíritu excluyente y su recurrencia a la violencia y al terrorismo”. La conclusión de Aricó constituía una indicación de método para la concepción misma del libre ejercicio de la vida política al afirmar sin equívocos: “es lógico pensar que la irreductibilidad de la derecha argentina a la aceptación del principio de tolerancia y de libertad de pensamiento encuentra en el aniquilamiento de los gramscianos [pero también de los bobbianos, agrego yo] una manera de defender su identificación con la barbarie”44. A finales del siglo pasado, al intentar un balance sobre la efectividad del sistema democrático, Carlos Strasser, inspirándose en Bobbio, nos ha propuesto un argumentado análisis sobre el sentido y el alcance del concepto mismo de “democracia”. Específicamente, sobre la ecuación jurídico-política “democracia-igualdad” y su opuesta: “democracia-desigualdad”. La reflexión partía del ensayo de Bobbio sobre El futuro de la democracia, del cual Strasser sacaba indicaciones para re-
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ferirse a la situación en la Argentina actual y “a los límites y a los vicios antidemocráticos” que siguen presentes en las instituciones, superables sólo si tiene en cuenta “que la democracia es un régimen de gobierno, en efecto, pero inescindible de la sociedad y el Estado que lo albergan. En otras palabras –observaba Strasser–, los citados vicios no son contingencias accidentales sino que están ‘dictados’ por las circunstancias de la democracia, o, digamos, por su anclaje político, social, cultural, histórico, internacional determinado. Y sería voluntarismo esperar que no fuesen así o que pudieran reconvertirse en su contrario. En consonancia con ello, aquí hemos presentado en su momento a ‘la democracia real’ como limitada, más liberal e institucionalista que popular, y aún así incompleta, y defensiva, representada, con un sujeto crecientemente pasivo y un objeto desviado, y por último y de todos modos ‘mixta’. Bobbio habla de que los grupos sociales y coorporativos han tomado el lugar del ciudadano; de una sociedad política centrífuga, policéntrica y poliárquica reemplazando a la sociedad homogénea que es en la teoría el correlato lógico de la forma política democrática; del predominio de los intereses particulares o sectoriales respecto del interés común, incluso entre los representantes; de la persistencia de las oligarquías en medio de la tradicional y sempiterna división entre gobernantes y gobernados; del agregado de su potenciación por la asimetría entre ‘poder descendente’ y ‘poder ascendente’ y la falta de extensión de lo democrático al plano social; de la intransparencia del poder, ‘el poder invisible’ y ‘el doble estado’; de un ciudadano que no es educado como tal; del ‘gobierno de los técnicos’; de un estado que cada vez más aumenta su aparato burocrático, incluso para desmantelarse de los servicios públicos estatales. Todo –afirma Strasser– son ‘promesas incumplidas de la democracia’. La pregunta que ‘salta’ al cabo de su análisis es la misma que finalmente se hace el propio Bobbio: ‘pero, ¿eran promesas que se podían cumplir?’ Su vena siempre esperanzada si no optimista lo lleva finalmente a un ‘pese a todo…’ (sic) naturalmente favorable a la democracia, tras un principio de contestación que por lo mismo deja a medio camino. Sin embargo –concluye Strasser–, lo que estaba en cuestión no es el indudable valor de la democracia, siempre la mejor lógica de gobierno comparada, sino el retrato fiel de ‘la democracia real contemporánea’. Y cómo es posible
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entonces, que todavía venga en compañía de una desigualdad multiplicada en Argentina y el mundo” 45. Para concluir esta sección, reenvío a las ulteriores reflexiones de la comunidad jurídica y filosófica argentina en la Presentación y en el Prólogo de María Fernanda López Puleio, Nicolás Guzmán y Juan Manuel Otero, a la ya citada edición especial de la revista ¿Más Derecho? en Homenaje a Norberto Bobbio en Argentina en ocasión de su nonagésimo segundo aniversario, publicada en Buenos Aires en diciembre de 2001. Continuará...
45 C. Strasser, Democracia & Desigualdad. Sobre la “democracia real” a fines del siglo XX, Colección Becas de Investigación CLACSO – Asdi, Buenos Aires, 2000, pp. 80-81.
CONSIDERACIONES SOBRE LOS PRINCIPIOS Y REGLAS EN EL DERECHO ELECTORAL MEXICANO Jesús Orozco Henríquez*
I. Introducción la teoría del derecho y la filosofía jurídica contemporáneas se ha E nregistrado en los últimos años una viva discusión acerca de la distinción entre principios y reglas. El punto de partida de este debate lo constituye un artículo de Ronald Dworkin aparecido en 1967 intitulado “¿Es el derecho un sistema de reglas?”1 y que posteriormente apareció como capítulo segundo de su obra Los derechos en serio.2 Cabe señalar que, antes de Dworkin, el tema de los principios, especialmente el de los “principios generales del derecho” no estuvo ausente en el pensamiento jurídico.3 Así, por ejemplo, destacan las contribuciones de Walter Winburg en Austria, en la década de los cuarenta, y de Josef Esser en Alemania, en los cincuenta, habiendo trazado este último una distinción entre principios y reglas;4 asimismo, las de Norberto Bobbio en Italia y de Eduardo García de Enterría en España,5 en tanto que en
* Magistrado de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Investigador Titular del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, bajo licencia. 1 Versión castellana de Javier Esquivel y Juan Rebolledo G., Cuadernos de Crítica, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 1977, número 5. 2 Traducción de Taking Rights Seriously, London, Duckworth, 1978, especialmente el capítulo 2 [existe versión en castellano de Marta Gustavino, Los derechos en serio, Barcelona, Ariel, 1988 (1984)]. 3 Vid., Atienza, Manuel, y Ruiz Manero, Juan, Las piezas del derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, Barcelona, Ariel, 1996, p. 1. 4 Vid., Alexy, Robert, “On the Structure of Legal Principles”, en Ratio Iuris, No. 3, 2000, p. 294. 5 Vid., Bobbio, Norberto, Teoría general del derecho, 2ª ed., Santa Fe de Bogotá, Temis, 1992, pp. 238-241, y García de Enterría, Eduardo, Reflexiones sobre la ley y los principios generales del derecho, Madrid, Civitas, 1996.
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nuestro país, Eduardo García Máynez publicó, en 1956, un ensayo intitulado “Los principios generales del derecho y la distinción entre principios jurídicos normativos y no normativos”.6 No obstante, Dworkin, con su crítica al positivismo jurídico, en particular a la versión que H. L. A. Hart expone en su obra El concepto del derecho, a la que Dworkin califica de “poderosa”,7 inició una amplia discusión –que aún continua– con consecuencias, entre otros tópicos, en la dogmática y metodología jurídicas, en el concepto de sistema jurídico, en la relación entre derecho y moral y en la argumentación jurisdiccional.8 Una de las tesis centrales de Dworkin en su artículo seminal era que el positivismo jurídico, al ser un “modelo de y para un sistema de reglas”, es un modelo deficiente, ya que en el derecho existen pautas o patrones de una clase distinta de las reglas, como son los principios jurídicos, que desempeñan un papel fundamental en el razonamiento judicial. Según Prieto Sanchís, el reto para el iuspositivismo es que los principios constituyen el “vehículo de la moral en el derecho”.9 En este sentido, algunos críticos del positivismo jurídico sostienen que actualmente éste “se bate en retirada”;10 que es un residuo ideológico del pasado; que no puede dar cuenta de los rasgos del derecho moderno, e incluso, de los que requiere una nueva filosofía del derecho. Robert Alexy, por ejemplo, sostiene que la idea de los principios jurídicos socava la tesis positivista de la separación conceptual entre moral y derecho. Las contribuciones de Dworkin han estimulado el desenvolvimiento dentro de la filosofía jurídica de una corriente marcadamente antipositivista, de modo que en la actualidad muchos juristas, tanto teó-
6 Incluido en García Máynez, Eduardo, Ensayos filosófico-jurídicos 1934/1979, 2ª. ed. México, UNAM, 1984, pp. 161-172. Vid., idem, Filosofía del derecho, México, Porrúa, 1974, p. 313, en donde el iusfilósofo mexicano sostiene, con Bobbio, que los principios generales del derecho que se usan con propósitos hermeneúticos o de integración tienen un carácter normativo, i. e., tienen el carácter de normas, pues de lo contrario no podrían cumplir con esa finalidad, y añade: “Las resoluciones de los jueces deben, en todo caso, basarse en normas; los juicios o principios generales de índole enunciativa no pueden, pues, servirles nunca de fundamento”. 7 Cfr., Dworkin, op. cit., supra, nota 1, p. 9. 8 Cfr., Alexy, Robert, op. cit., supra, nota 4, p. 294. 9 Prieto Sanchís, Luis, “Diez argumentos a propósito de los principios”, en Ley, Principios, derechos, Madrid, Dykinson, Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” Universidad Carlos III de Madrid, 1998, p. 66. 10 Prieto Sanchís, Luis, Constitucionalismo y positivismo, México, Fontamara, 1997, p. 8.
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ricos como prácticos, son “dworkinianos”, aunque en ocasiones no se percaten de ello.11 Algunos jueces pueden “invocar –afirma Prieto Sanchís– los principios y su inseparable ponderación para argumentar de forma más elegante a favor de sus propias opciones morales y políticas... con ello tampoco sus decisiones serán más discrecionales que antes, pero lo parecerán mucho menos, contribuyendo a cimentar sus anhelados mitos a propósito de la pasividad y la neutralidad”.12 Sin embargo, a mi juicio, la constatación de que los principios jurídicos desempeñan un importante papel en la praxis jurídica, v. g., en el razonamiento judicial, no implica un abandono de los postulados centrales del positivismo jurídico. En otros términos, el reconocimiento de la validez de principios jurídicos es compatible con las tesis irrenunciables del iuspositivismo. En el ámbito del derecho electoral, algunos tratadistas reconocen claramente que esta rama del derecho está integrada no sólo por reglas sino también por principios, y que éstos tienen una doble finalidad: sirven para interpretar el ordenamiento y tienen una “proyección normativa”, derivada del grado de indeterminación que los principios tienen con respecto a las reglas, que hace que en ellos estén prefigurados ciertos contenidos normativos que informan todo el ordenamiento y que corresponde a los jueces desarrollar bajo ciertos parámetros.13 Así pues, la identificación de los principios no es un problema únicamente teórico o filosófico-jurídico, sino que tiene una importancia práctica en el ámbito del derecho positivo.14 En efecto, como lo ha puesto de relieve José Luis de la Peza, cuando “nos enfrentamos a la tarea de identificar los principios de derecho aplicables en alguna de las materias que están sometidas al orden normativo, lo hacemos con el propósito de orientar correctamente nuestro estudio, establecer los fundamentos de una investigación de carácter doctrinal y formular criterios de interpretación 11 Cfr., Guastini, Ricardo, Distinguiendo, Estudios de teoría y metateoría del derecho (traducción de Jordi Ferrer i Beltrán), Barcelona, Gedisa, 1999, p. 277. 12 Prieto Sanchís, Luis, “Prólogo” a García Figueroa, Alfonso, Principios y positivismo jurídico. El no positivismo principialista en las teorías de Ronald Dworkin y Robert Alexy, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, p. 18. 13 Cfr., Hernández Valle, Rubén, “Los principios del derecho electoral”, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, No. 4, México, 1994, pp. 21-22. 14 Cfr., Guastini, Ricardo, “Principi di dirrito e discrecionalita giudiziale”, en Diritto Pubblico, n. 3, 1998, p. 644.
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de las leyes, todo ello ordenado al correcto planteamiento y solución de los casos que se presentan en la práctica”.15 En particular, en el derecho electoral mexicano el tema de los principios ha cobrado relevancia ya que, como veremos, en el orden jurídico mexicano están previstos expresamente en el nivel constitucional determinados principios fundamentales que articulan y dan coherencia al derecho electoral. Además, el artículo 2º de la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral dispone que para la resolución de los medios de impugnación previstos en la citada ley, las normas se interpretarán conforme con los criterios gramatical, sistemático y funcional, atendiendo a lo dispuesto en el último párrafo del artículo 14 de la Constitución federal, es decir, que a falta de disposición expresa, se aplicarán los “principios generales del derecho” (en el entendido de que existe una disposición equivalente, relativa a los criterios de interpretación normativa, en el artículo 3°, párrafo 2, del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales). Al respecto, cabe advertir que de acuerdo con el artículo 232 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, las Salas del propio Tribunal Electoral pueden establecer jurisprudencia no sólo por reiteración de criterios de aplicación o interpretación, sino de integración de una norma (en tres sentencias ininterrumpidas, tratándose de la Sala Superior, o cinco por lo que se refiere a las Salas Regionales, si bien en este último caso requiere de la ratificación de aquélla, además de que es atribución de la Sala Superior resolver la eventual contradicción de criterios entre dos o más Salas Regionales o entre éstas y la Sala Superior, adquiriendo el criterio que prevalezca el carácter de jurisprudencia). Incluso en diversas sentencias, así como jurisprudencias y tesis relevantes, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación expresamente ha admitido la existencia de principios generales del derecho y principios jurídico-electorales, mismos que ha sustentado como apoyo en la resolución de diversos medios de impugnación bajo su jurisdicción. Algunos estudiosos de la práctica judicial electoral mexicana han llegado a cuestionar, en una concepción similar a la asumida por Prieto Sanchís, en términos generales, si la admi-
15 Cfr., De la Peza Muñoz Cano, José Luis, “Principios generales del derecho electoral”, (trabajo inédito).
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sión de tales principios por el órgano jurisdiccional electoral federal mexicano implica la adopción de una posición iusnaturalista. El propósito primordial de este trabajo es abordar una arista de la compleja cuestión de la distinción entre principios y reglas, y considerar qué relevancia tiene para el derecho electoral mexicano teniendo como trasfondo la polémica entre iusnaturalismo y iuspositivismo. Sostengo la tesis de que la admisión de la validez de principios generales del derecho y principios jurídico-electorales por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, así como su aplicación y utilización en el razonamiento judicial para sustentar diversos fallos, ha sido plenamente consistente con los postulados centrales del positivismo jurídico, con independencia de la formación y posición teórico-jurídica individual de cada uno de los integrantes de su Sala Superior; al efecto y en la última parte de este estudio, propongo una clasificación de los principios referida al derecho electoral mexicano. Presentaré, a grandes rasgos, el estado actual de la discusión acerca de la distinción entre principios y reglas, centrándome en el problema de si se trata de una distinción de clase o de una distinción de grado, ya que, como dice Aulis Aarnio,16 las diferentes posturas acerca de la distinción entre principios y reglas pueden agruparse en dos grandes grupos, según se trate de establecer la distinción en términos de una demarcación fuerte, como pretende Dworkin, o en términos de una demarcación débil, como pretende el último Hart.17 Examinaré estos temas bajo la premisa metodológica de que un entendimiento claro y preciso de las cuestiones involucradas, como advierte Raz, constituye un avance importante en su solución.18
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Cfr., Aarnio, Aulis, “Las reglas en serio”, en A. Aarnio, Ernesto Garzón Valdés y Jyrky Uusitalo (comps.), La normatividad del derecho, Barcelona, Gedisa, 1997, pp. 17-18. 17 Vid., “Postscript”, en Hart, H. L. A., The Concept of Law, 2ª. ed., Bulloch, Penélope A.. y Raz, Joseph (eds.), Oxford, Oxford University Press, 1994 (existe versión en español de Rolando Tamayo y Salmorán, Post scriptum al concepto del derecho, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000). 18 Cfr., Raz, Joseph, La autoridad del derecho, Ensayos sobre derecho y moral, 2ª. ed. (traducción de Rolando Tamayo y Salmorán), México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1985, p. 105.
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II. La distinción entre principios y reglas 1. La distinción según Dworkin En la crítica de Dworkin al positivismo jurídico la distinción entre principios jurídicos y reglas jurídicas es fundamental. El ataque se centra en que cuando los juristas discuten acerca de derechos y obligaciones jurídicas, especialmente en los casos difíciles, emplean otras pautas o patrones que no son reglas, tales como los principios. Los principios jurídicos no son patrones extra-jurídicos y son vinculantes para el juez. Los principios juegan un papel central en los razonamientos que justifican las decisiones acerca de derechos subjetivos y obligaciones. Para Dworkin, el positivismo jurídico es un modelo de y para un sistema de reglas, y por lo tanto, es un modelo insuficiente y limitado para explicar la institución que llamamos derecho. Pero, ¿qué son los principios? y ¿cómo se distinguen de las reglas? Al distinguir los principios en sentido específico de otros estándares como las directrices (“policies”), Dworkin afirma que entiende por “principio” una pauta que ha de observarse porque es una exigencia de justicia, equidad o de otro aspecto de la moral, y ofrece como ejemplo el patrón de que “nadie puede beneficiarse de sus propios actos ilícitos”.19 A juicio de Dworkin, la distinción entre principios jurídicos y reglas jurídicas es “lógica”. Supongo que con ello quiere decir, al menos en parte, que es una distinción que abstrae el contenido de uno u otro tipo de pauta, y se concentra en la forma en la que operan en el razonamiento jurídico. La distinción entre principios y reglas es una distinción de clase, toda vez que pertenecen a clases diferentes de pautas. Las reglas operan de la manera todo o nada, es decir, en forma disyuntiva (disyunción no exclusiva): se aplican o no se aplican, se siguen o no se siguen, y no hay una tercera posibilidad. Las reglas son válidas o no válidas. Si una regla es válida, entonces “la solución que proporciona debe ser aceptada”.20 En caso de no ser válida, resulta totalmente irrelevante para la decisión. En el caso de un conflicto entre dos reglas, una de las dos no es válida, y la colisión se resolverá mediante una regla de conflicto del propio sistema, como las que dan pre19 20
Dworkin, op. cit. (supra, nota 1), p. 19. Cfr., ibidem, p. 22.
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ferencia a la regla dictada por la autoridad más superior, a la regla más especial, a la regla dictada más recientemente o alguna otra. La regla dejada a un lado tiene que ser abandonada o reformulada para hacerla consistente con la regla que pervive. En contraste, los principios tienen un aspecto de peso o importancia que las reglas no tienen, de modo que los conflictos entre principios se resuelven por peso. Si un principio es aplicable en un caso, constituye una consideración que debe ser tomada en cuenta por el juzgador en el balance de razones. No obstante otros principios en sentido contrario, si son más pesados, pueden inclinar la balanza, y el principio original no deja por esa razón de formar parte del orden jurídico. Los principios –en palabras de Dworkin– “inclinan la decisión en una dirección, aunque no de manera concluyente, y sobreviven intactos aun cuando no prevalezcan”.21 Los principios jurídicos son –para usar la frase de Hart- “no concluyentes”.22 2. La distinción según Hart Hart reconoce que Dworkin tiene el mérito por haber llamado la atención sobre la importancia y la función que los principios jurídicos no concluyentes desempeñan en el razonamiento jurídico. Admite que es un defecto de su obra El concepto de derecho haberlos tratado sólo marginalmente. De hecho, confiesa que examinó muy superficialmente los temas de la función jurisdiccional y del razonamiento jurídico. Considera, sin embargo, que las críticas que le han formulado pueden ser replicadas conforme a su teoría sin implicaciones serias para la misma. En particular, sostiene que a diferencia de lo que piensa Dworkin, no necesita abandonar sus tesis de la regla de reconocimiento, de la discreción judicial y de la separación conceptual entre derecho y moral,23 que no sólo considera centrales de su teoría sino características del positivismo jurídico.24 21
Ibidem, p. 39. Hart, op. cit. (supra, nota 17), p. 261. 23 Acerca de esta última tesis, Hart, en su obra póstuma, reitera que si bien existe una multiplicidad de vínculos contingentes entre derecho y moral “no hay ninguna conexión conceptual necesaria entre el contenido del derecho y la moral”. Por consiguiente, no hay contradicción alguna en afirmar que puede haber reglas o principios jurídicos injustos (cfr. ibidem, p. 268). 24 Cfr. ibidem, pp. 259 y 263. 22
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Con respecto a los principios, Hart afirma que estos presentan, en relación con las reglas, dos rasgos sobre los cuales no hay discrepancia: su carácter general –como se anticipó– y su “carácter deseable”, en virtud de que encierran o suponen ciertos valores, propósitos o fines.25 No obstante, hay un tercer rasgo acerca del cual Dworkin considera que es una distinción de clase mientras que Hart piensa que es una distinción de grado. Por tanto, a juicio de Hart no existe una distinción tajante entre principios y reglas. Contrariamente a lo que Dworkin piensa, Hart considera que en el caso de un conflicto entre reglas, una regla puede ser superada por otra de mayor importancia, y la regla así vencida no pierde su validez, sino que puede determinar la solución en otro caso en donde sea aplicable si es que no hay otras reglas más importantes en conflicto.26 Así, las reglas al igual que los principios, tienen una dimensión de peso y pueden pervivir en caso de conflicto. Hart considera que la explicación de Dworkin de que el derecho está compuesto por reglas que funcionan a la manera todo o nada y de principios no concluyentes es incoherente. En los primeros casos que discute, por ejemplo en el caso Riggs vs. Palmer, Dworkin en realidad está tratando un caso de un conflicto entre una regla y un principio, en el que la regla es superada por el principio. En ese caso, conocido también como caso Elmer, el principio de que nadie puede beneficiarse de sus propios actos ilícitos supera a las reglas también aplicables que rigen la sucesión testamentaria, determinando la solución del caso al efecto de impedir que un homicida pueda heredar mediante el testamento de su víctima. Este ejemplo de un principio que supera reglas en conflicto muestra –a juicio de Hart– que “las reglas no tienen un carácter de todo o nada, toda vez que son susceptibles de entrar en conflicto con los principios, los cuales pueden vencerlas”.27 Hart añade que aún si redescribimos el citado caso como una colisión entre dos principios, uno de los cuales sirve de justificación a la regla, y algún otro principio, la dicotomía tajante entre principios y reglas se desvanece, ya que una regla no determina la solución a un caso cuando el principio que justifica la regla es vencido por otro. 28 25
Cfr., ibidem, p. 260. Cfr., ibidem, pp. 2-261. 27 Ibidem, p. 262. 28 Cfr., ibidem. 26
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Hart piensa que la incongruencia derivada de considerar al derecho como conjunto de reglas que funcionan a la manera todo o nada y de principios no concluyentes puede ser disuelta si consideramos que la distinción entre principios jurídicos y reglas jurídicas no es una distinción de clase sino una cuestión de grado. De este modo, considera que puede trazarse una distinción razonable entre, por un lado, reglas “casi concluyentes” que, si se satisfacen sus condiciones de aplicación, son suficientes para determinar una solución, salvo los casos en los que son vencidas por otras reglas aplicables, y por otro lado, principios generalmente no concluyentes que, simplemente, apuntan hacia una solución, pero que con frecuencia no la determinan del todo.29 Así, en un derecho formado por reglas y principios, si bien las reglas no tienen una fuerza concluyente –en virtud de que pueden ceder, en ocasiones, frente a argumentos basados en principios–, tienen una fuerza justificatoria de decisiones muy importante. Como dice Juan Carlos Bayón: en “un Derecho de principios y reglas la solución prevista por la regla goza de una presunción prima facie de aplicabilidad que sólo puede ser desvirtuada en un caso concreto mediante una argumentación basada en principios [...] lo cual dota a las reglas de una fuerza de justificación de decisiones, si no irrebatible, tampoco despreciable”.30 No obstante, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero sostienen, en su obra Las piezas del derecho. Teoría de los enunciados jurídicos, que la aplicabilidad de las reglas está subordinada a los principios, aunque reconocen que en la mayoría de los casos la solución normativa está dada por las reglas.31 Para mantener ambas tesis, dichos autores afirman que 29 Cfr., ibidem, p. 263. Dworkin ha respondido a esta objeción de Hart señalando que, como resultado de la decisión del tribunal de apelaciones de Nueva York en el caso Riggs vs. Palmer, cambió la regla que establecía la validez de los testamentos que cumplían con los requisitos formales de la ley testamentaria. Juan José Moreso hace notar que esta réplica llama la atención, ya que precisamente uno de los motivos de Dworkin para introducir la distinción cualitativa entre reglas y principios es que una concepción positivista del derecho que no diera cuenta de los principios implicaba la idea de que los jueces legislan ex post facto (cfr., Moreso, Juan José, “El encaje de las piezas del derecho”, en Isonomía, No. 14, 2001, p. 147). 30 Bayón Mohino, Juan Carlos, “Principios y reglas: legislación y jurisdicción en el Estado constitucional”, en Jueces para la democracia, 1996, p. 48. 31 Cfr., op. cit. (supra, nota 3), p. 33. En esta importante obra, Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero ofrecen tres enfoques de la distinción entre reglas y principios: un enfoque estructural, un enfoque funcional en términos de razones para la acción y un enfoque en conexión con los intereses y relaciones de poder en la sociedad. Diré algo aquí acerca de la aproximación funcional –que los autores consideran más esclarecedora que el enfoque estructural–, que atiende a la
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el derecho guía el razonamiento de los órganos jurisdiccionales en dos niveles distintos: en el primer nivel, establece el deber de los jueces de hacer un balance de razones, integrado únicamente por pautas jurídicas, pudiéndose tomar en cuenta consideraciones extra-jurídicas únicamente cuando así lo autorice el propio derecho. En el segundo nivel, las reglas jurídicas, en tanto razones perentorias, determinan la solución. Sólo se pasa al segundo nivel cuando el principio de que debe hacerse lo prescrito en las reglas jurídicas no es desplazado en el primer nivel por otros principios de mayor peso. En ese caso, las reglas perentorias funcionan en el razonamiento jurisdiccional como razones perentorias y constituyen el fundamento de la decisión.32 III. Principios jurídicos, identificación del derecho y positivismo jurídico Dworkin sostiene no sólo que hay una distinción de clase entre las reglas y los principios, sino también que los principios jurídicos no manera como reglas y principios funcionan en el razonamiento práctico, particularmente en el razonamiento jurisdiccional. Para ello recurren a la noción de razón jurídica perentoria e independiente del contenido, que Hart (“Mandatos y razones jurídicas dotadas de autoridad”, en Isonomía, No. 6, 1997, pp. 83-105) forjó siguiendo a Raz (op. cit., supra, nota 18). La noción de razón perentoria equivale a la de razón protegida de Raz y, en este contexto, significa una razón de primer orden para resolver conforme con el contenido de la regla y una razón para no decidir con base en una deliberación independiente del órgano jurisdiccional sobre las razones en pro y en contra. El carácter independiente del contenido se relaciona con las razones por las cuales los órganos jurisdiccionales deben tomar las reglas como perentorias o protegidas, y deben hacerlo así, no en virtud de su contenido sino en virtud de su “fuente”, es decir, de la autoridad normativa que las creó o promulgó. Ahora bien, según Atienza y Ruiz Manero, las reglas son razones perentorias e independientes del contenido, en tanto que los principios -ya sean los principios en sentido estricto, los principios explícitos y las pautas dirigidas a los órganos jurisdiccionales- no son razones perentorias sino razones de primer orden, que han de ponderarse con otras razones (vid., Atienza y Ruiz Manero, op. cit., supra, nota 3, pp. 12-14). Las tesis de estos autores han sido objeto de críticas y debate (vid., Ródenas, Ángeles, Razonamiento judicial y reglas, México, Fontamara, 2000, pp. 41-2; Moreso, op. cit., supra, nota 29). No me ocuparé de estas críticas, aunque sí mencionaré que Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero modificaron (persuadidos por Josep Aguiló) posteriormente su caracterización de los principios [vid., Atienza, Manuel, y Ruiz Manero, Juan, A Theory of Legal Sentences, Dordrecht, Kluwer Academic Publishers, 1998, citado por Moreso, op. cit., supra, nota 29, pp. 155-6; Ródenas, op. cit., supra, esta misma nota, p. 38, y Aguiló Regla, Josep, Teoría general de las fuentes del derecho (y del orden jurídico), Barcelona, Ariel, 2000, pp. 136 y ss]. 32 Ibidem, pp. 33-34.
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pueden ser identificados como derecho por los criterios proporcionados por una regla de reconocimiento. El origen de los principios “como principios jurídicos –afirma Dworkin– no descansa en la decisión particular de una legislatura o tribunal...”;33 en este sentido, puesto que los principios constituyen un componente esencial del derecho, la doctrina de la regla de reconocimiento tiene que ser abandonada. Sin embargo, a juicio de Hart, Dworkin comete aquí una doble equivocación: en primer lugar, al considerar que los principios jurídicos no pueden ser identificados por lo que él denomina su pedigree, es decir, por la forma como fueron creados o adoptados por una autoridad normativa dotada de autoridad; en segundo lugar, al creer que la regla de reconocimiento sólo puede proporcionar criterios de identificación del derecho por su pedigrí. Respecto de lo primero, resulta que nada hay en los rasgos que caracterizan a los principios que excluya la posibilidad de ser identificados como derecho por criterios que atiendan a la manera como fueron creados o adoptados por una fuente normativa autoritativa. De hecho, principios jurídicos, incluidos principios fundamentales del common law –como el de que nadie puede beneficiarse de sus propios actos ilícitos–, se identifican por su pedigrí y han sido aplicados por los tribunales constituyendo razones para sus decisiones. La segunda creencia está equivocada, ya que –aclara Hart– no es verdad que los criterios de validez jurídica que proporciona la regla de reconocimiento tengan que ser necesariamente criterios que atiendan sólo a la manera como fueron creados o aceptados. En palabras de Hart: “...la regla de reconocimiento puede incorporar como criterios de validez jurídica la conformidad con principios morales o valores sustantivos; por lo que mi doctrina es lo que se ha denominado ‘positivismo suave’ ... no hay nada en mi libro [se refiere a El concepto del derecho] que sugiera que los criterios de ‘meros hechos’ proporcionados por la regla de reconocimiento tengan que ser únicamente cuestiones de pedigrí; por el contrario pueden ser límites sustantivos al contenido de la legislación como las Enmiendas Dieciséis o Diecinueve de la Constitución de los Estados Unidos con respecto al establecimiento de la religión o restricciones al derecho de voto”.34
33 34
Dworkin, op. cit. (supra, nota 1), p. 46. Hart, op. cit. (supra, nota 17), p. 26.
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Lo anterior se vincula con la cuestión de las conexiones entre derecho y moral. Como se anticipó, Hart reafirma en el Post scríptum su tesis de la separación, es decir, de que aún cuando puede haber muchas relaciones de carácter contingente, no hay una conexión necesaria conceptual entre derecho y moral, de modo que no es autocontradictorio afirmar que algo es derecho válido pero es inmoral.35 Respecto de esta cuestión, Hart afirma que la discrepancia más radical entre su teoría y la de Dworkin es la referente a la identificación del derecho. Hart sostiene la tesis de las fuentes sociales, es decir, la idea de que el material jurídico es susceptible de ser identificado por sus fuentes sociales (como legislación, resoluciones judiciales o prácticas sociales), sin recurrir a consideraciones morales, aunque con una cualificación, a saber, que el propio derecho identificado por determinadas fuentes sociales “haya incorporado criterios morales para su identificación”.36 Pero obsérvese que aún en este caso es el propio derecho, identificado sin recurrir a la moral, el que incorpora ciertos parámetros de carácter moral adicionales para su identificación. Por consiguiente, a mi juicio, la existencia de principios jurídicos en el derecho no implica la negación de la tesis de las fuentes sociales, como tampoco implica la negación de la tesis de la separación entre derecho y moral. La constatación de principios jurídicos en el derecho es compatible con el mantenimiento de ambas tesis;37 en este sentido, la aceptación de principios jurídicos es compatible también con la tesis de que el concepto de derecho debe estar determinado según propiedades fácticas o descriptivas sin acudir a criterios valorativos. En otros términos, una explicación positivista del derecho no está reñida con el reconocimiento de la importancia y del papel de los principios jurídicos en el derecho, particularmente en el razonamiento judicial. IV. Diversas acepciones de la expresión “principios jurídicos” La expresión “principio jurídico” padece vaguedad y ambigüedad.38 Por lo tanto, no sólo es necesario precisar su significado sino que es me35
Cfr., ibidem, p. 268. Ibidem, p. 269. 37 Cfr., Prieto Sanchís, op. cit. (supra, nota 9), p. 68. 38 Cfr., Atienza y Ruiz Manero, op. cit. (supra, nota 3), p. 5. 36
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nester distinguir varios de los sentidos en que se usa en el lenguaje jurídico,39 ya que, como señala Juan Carlos Bayón, todo análisis sobre la noción de “principio jurídico” debe iniciar con una taxonomía de los diversos sentidos en que se usa el término. En primer lugar, conviene anotar que la expresión “principio” tiene una connotación de mayor generalidad y de mayor importancia que la palabra “regla”.40 a) “Principio” con el significado de norma, con un alto grado de generalidad;41 así, por lo que se refiere al derecho electoral mexicano, v. gr., piénsese en la previsión de que en el financiamiento de los partidos políticos nacionales y las campañas electorales federales, los recursos públicos deben prevalecer sobre los de origen privado [artículo 41, fracción II, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos]; b) “Principio” en el sentido de formulación normativa redactada en términos particularmente vagos; vaguedad resultante de utilizar “conceptos jurídicos indeterminados”, que son no sólo marginalmente vagos, sino centralmente vagos; al respecto, piénsese en la “autonomía” de los organismos electorales, tanto del federal como de los locales [artículos 41, fracción III, y 116, fracción IV, inciso c), constitucionales]; c) “Principio” en el sentido de norma programática, i. e., de norma que establece la obligación de alcanzar determinados fines u objetivos. Así, por ejemplo, la previsión de que las constituciones y leyes de los Estados en materia electoral deben garantizar que “Se propicien condiciones de equidad para el acceso de los partidos políticos a los medios de comunicación social” [artículo 116, fracción IV, inciso g), constitucional]; d) “Principio” en el sentido de norma que expresa los más altos valores de un orden jurídico, de un sector del mismo o de una determinada institución. Así, por ejemplo, piénsese en el principio 39
En lo sucesivo sigo muy de cerca las propuestas de Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, así como de Ricardo Guastini (vid., Atienza y Ruiz Manero, op. cit., supra, nota 3, y Guastini, op. cit., supra, nota 11), relacionándolas con el derecho electoral mexicano. 40 Cfr., Raz, Joseph, Razón práctica y normas, 2ª. ed. (traducción de Juan Ruiz Manero), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, p. 55. 41 Utilizo el término “norma” como género al que pertenecen tanto principios como reglas (cfr., Alexy, op. cit., supra, nota 4, p. 295).
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de que la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo, establecido en el artículo 39 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; o bien, en el principio según el cual “La renovación de los poderes Legislativo y Ejecutivo se realizará mediante elecciones libres, auténticas y periódicas” consagrado en el artículo 41, párrafo segundo, de la propia Constitución federal; e) “Principio” en el sentido de normas cuyos destinatarios son los órganos jurídico-aplicadores del sistema jurídico en cuestión y que establecen de forma general cómo han de aplicarse o interpretarse otras normas del sistema, v. g., considérese la previsión de que en el ejercicio de la función estatal electoral, la certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad serán principios rectores [artículo 41, fracción III, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos]. También es un principio de este tipo el de inexcusabilidad, que obliga a los jueces a resolver todos los casos que se le sometan en el ámbito de su competencia, así como el de exhaustividad en las sentencias, como derivación, entre otras disposiciones, de lo previsto en el artículo 17 de la Constitución federal, que establece el derecho fundamental de las personas a que se les administre justicia de manera completa. Es pertinente señalar que un mismo principio jurídico, eventualmente y como se mostrará más adelante, puede tener diversas acepciones; este es el caso, por ejemplo, del principio de que la renovación de los poderes legislativo y ejecutivo se realizará mediante elecciones libres, auténticas y periódicas, que no sólo tiene el sentido de norma que expresa los más altos valores del régimen electoral, sino que algunos de sus términos tienen un alto grado de generalidad e, incluso, adolecen de cierta vaguedad (v. gr., “elecciones libres y auténticas”). V. Una propuesta de clasificación referida al derecho electoral mexicano 1. Principios en sentido estricto y normas programáticas Esta distinción se hace sobre la base de diferenciar los principios en el sentido indicado –de normas que establecen los valores superiores de
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un orden jurídico, de un sector normativo o de una institución jurídica–, y los principios en el sentido de normas programáticas. Esta distinción es exhaustiva, ya que todos los principios o bien son principios en sentido estricto, o bien son normas programáticas, o bien es posible reformularlos en términos de uno u otro tipo de pautas.42 Como ejemplos de principios en sentido estricto del derecho electoral mexicano destacan los siguientes principios fundamentales o sustanciales previstos expresamente en el artículo 41, párrafos primero y segundo, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos: El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y a través de los de los Estados, en lo que toca a su regímenes interiores, así como la “renovación de los poderes Legislativo y Ejecutivo se realizará mediante elecciones libres, auténticas y periódicas”, ya que, sin duda, consagran valores supremos del orden jurídico mexicano en su conjunto y, por ende, del derecho electoral mexicano, esto es, valores propios de un Estado constitucional democrático de derecho. En efecto, el derecho electoral mexicano se integra por aquellas disposiciones jurídico-positivas que permiten actualizar no sólo la soberanía popular, sino nuestra naturaleza de República representativa, democrática y federal [artículos 39, 40 y 41 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos].43 Como ejemplo de principio que tiene el carácter de norma programática, como se apuntó, se encuentra el de que las constituciones y leyes estatales electorales garantizarán que se propicien condiciones de equidad para el acceso de los partidos políticos a los medios de comunicación social [artículo 116, fracción IV, inciso g), constitucional]. 2. Principios dirigidos a los destinatarios en general y principios dirigidos a los órganos aplicadores, en particular los órganos jurisdiccionales Esta distinción se traza a partir de la consideración de que hay principios que tienen como destinatarios o sujetos normativos a las perso42
Cfr., Atienza y Ruiz Manero, op. cit., supra, nota 3, p. 5. Cfr., Orozco Henríquez, J. Jesús, “Consideraciones sobre los principios y valores tutelados por el derecho electoral federal mexicano”, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, No. 9, México, 1997, p. 88. 43
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nas en general, y hay principios que guían la conducta de los órganos jurídico-aplicadores, especialmente los jurisdiccionales. Esta clasificación también es exhaustiva.44 En el ámbito del derecho electoral mexicano ocupa, ciertamente, un lugar toral el principio del sufragio universal consagrado constitucionalmente en el artículo 41, fracción I, párrafo segundo, de la Constitución federal. Este principio, por su propio rasgo de universalidad, se aplica por igual a todos los destinatarios del derecho electoral, y además, desempeña un papel fundamental en relación con los principios del sufragio libre, secreto y directo que también están previstos constitucionalmente [artículos 41, fracción I, y 116, fracción IV, inciso a), constitucionales]; además, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales prevé que el voto es personal e intransferible. Todos los principios citados se dirigen a la generalidad de los sujetos normativos del derecho electoral. Por su parte, los principios rectores de certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad, previstos en los artículos 41, fracción III, y 116, fracción IV, inciso d), de la Constitución federal, están dirigidos tanto a las autoridades electorales como a las locales. Sin embargo, los citados principios también tienen repercusión en otros destinatarios del derecho electoral, ya que, v. g., el principio de certeza, que consiste en dotar de facultades expresas a las autoridades locales, permite que “todos los participantes en el proceso electoral, conozcan con claridad y seguridad, las reglas a las que están sujetas en su actuación las autoridades electorales”.45 Otro ejemplo de un principio dirigido a los órganos aplicadores es el principio de exhaustividad, que vincula a las autoridades electorales tanto administrativas como jurisdiccionales, tal como lo establece la tesis relevante de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, bajo el rubro “EXHAUSTIVIDAD, PRINCIPIO DE. LAS AUTORIDADES ELECTORALES DEBEN OBSERVARLO EN LAS RESOLUCIONES QUE EMITAN”.46 44
Cfr., Atienza y Ruiz Manero, op. cit., supra, nota 3, p. 5. Sentencia relativa a la Acción de inconstitucionalidad 18/2001 y sus acumuladas 19/2001 y 20/2001, promovida por los partidos políticos Acción Nacional, de la Revolución Democrática y del Trabajo, en contra de la Quincuagésima Legislatura del Congreso y del Gobernador, ambos del Estado de Yucatán. 46 Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 1, 1997, p. 42. Asimismo, vid., las tesis relevantes identificadas bajo los rubros 45
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3. Principios explícitos y principios implícitos Los principios explícitos están formulados expresamente en el orden jurídico y los principios implícitos se derivan o son “extraídos” de otras normas del sistema. Los principios explícitos son resultado de la actividad interpretativa, como cualquier otra norma. Los principios implícitos son forjados por los operadores jurídicos mediante una actividad integradora.47 Esta importante clasificación es igualmente exhaustiva.48 Por ejemplo, en el derecho electoral mexicano son principios explícitos la certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad, los cuales son “principios rectores” en el ejercicio de la función estatal consistente en la organización de las elecciones federales y locales (artículos 41, fracción III, y 116, fracción IV, inciso b), de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos). Asimismo, se prevé el establecimiento de un sistema federal y local de medios de impugnación para garantizar que todos los actos y resoluciones electorales se sujeten invariablemente a los principios de constitucionalidad y legalidad (artículos 41, fracción IV, y 116, fracción IV, inciso d), de la propia Constitución federal).49 De este modo, para garantizar los principios de constitucionalidad y legalidad de los actos y resoluciones electorales, a partir de 1996 se ha establecido en México un sistema contencioso electoral de naturaleza plenamente jurisdiccional –con lo que quedó superado uno de carácter político que prevaleció durante más de 175 años– cuya importancia radica en que
“EXHAUSTIVIDAD, MODO DE CUMPLIR ESTE PRINCIPIO CUANDO SE CONSIDEREN INSATISFECHAS FORMALIDADES ESENCIALES” y “EXHAUSTIVIDAD EN LAS RESOLUCIONES. CÓMO SE CUMPLE”, en ibidem, suplementos 3 y 4, respectivamente, pp. 45-47 y 39-40. 47 Cfr., Guastini, op. cit. (supra, nota 11), pp. 155-6. 48 Cfr., Atienza y Ruiz Manero, op. cit. (supra, nota 3), p. 6. 49 Es importante destacar que el artículo 41, fracción IV, de la Constitución federal consagra expresamente los “principios de constitucionalidad y legalidad de los actos y resoluciones electorales”, disponiendo que para “garantizar tales principios, se establecerá un sistema de medios de impugnación en los términos que señalen esta Constitución y la ley. Dicho sistema dará definitividad a las distintas etapas de los procesos electorales y garantizará la protección de los derechos políticos de los ciudadanos de votar, ser votado y de asociación, en los términos del artículo 99 de esta Constitución”; por su parte, el artículo 116, fracción IV, inciso d) del propio ordenamiento, prevé que las constituciones y leyes estatales garantizarán que “Se establezca un sistema de medios de impugnación para que todos los actos y resoluciones electorales se sujeten invariablemente al principio de legalidad”.
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excluye las consideraciones de carácter político carentes de fundamento jurídico que pudieren afectar el sentido de la voluntad popular expresado en las urnas, con el objeto de asegurar la celebración de elecciones libres, auténticas y periódicas, estrictamente apegadas a la Constitución y la ley.50 En este respecto, tal como lo puntualiza una tesis relevante de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, “se estableció un sistema integral de justicia electoral cuya trascendencia radica en que por primera vez en el orden jurídico mexicano se prevén los mecanismos para que todas las leyes, actos y resoluciones electorales se sujeten invariablemente a lo previsto en la Constitución federal y, en su caso, las disposiciones legales aplicables, tanto para proteger los derechos político-electorales de los ciudadanos mexicanos como para efectuar la revisión de la constitucionalidad o, en su caso, legalidad de los actos y resoluciones definitivos de las autoridades electorales federales y locales”,51 en el entendido de que el “principio constitucional federal de legalidad en materia electoral rige a los comicios de todas las entidades federativas de la República”.52 De este modo, los citados principios de constitucionalidad y legalidad se erigen en una razón dotada de autoridad que rige la actuación de 50 En el derecho comparado son múltiples los casos de países que, como México, han evolucionado hacia un sistema contencioso electoral jurisdiccional en el que las impugnaciones ya no se resuelven conforme con el criterio de la oportunidad y la negociación política (de acuerdo con los intereses del grupo o partido político que conformaba la mayoría parlamentaria en determinado momento, ante quienes se ejercían presiones políticas para intentar una decisión favorable, llegándose a dar el caso de que se asignara alguna curul a candidatos de partidos políticos sin tener derecho a la misma), sino que en la actualidad se resuelven por un tribunal independiente y preestablecido, tercero imparcial, ajustándose a lo que establece el derecho, esto es, a los principios de constitucionalidad y legalidad; tal es el caso, por ejemplo, de Gran Bretaña a partir de 1869; Uruguay, 1924; Chile, 1925; Costa Rica, 1949; Alemania, 1949, con su antecedente de 1919; Francia, 1958, y España, 1978, con su antecedente de 1907 (cfr., Arenas Bátiz, Carlos, Ávila, Raúl, Orozco Henríquez, J. Jesús, y Silva Adaya, Juan Carlos, El sistema mexicano de justicia electoral, México, Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, 2000, pp. 3435; vid., Orozco Henríquez, J. Jesús, “Sistemas de justicia electoral en el derecho comparado”, en Sistemas de justicia electoral: Evaluación y perspectivas, México, IFE-PNUD-IJ (UNAM)IFES-IDEA-TEPJF, 2001, pp. 45–58). 51 “PRINCIPIO DE LEGALIDAD ELECTORAL”, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 1, 1997, pp. 58-59. 52 “PRINCIPIO DE LEGALIDAD CONSTITUCIONAL ELECTORAL. ESTÁ VIGENTE PARA TODOS LOS ESTADOS DESDE EL 23 DE AGOSTO DE 1996”, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 1, 1997, pp. 57-58.
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las autoridades electorales. Además, es menester señalar que los citados principios son valorados expresamente como tales por el constituyente permanente y no por un intérprete. Además, el citado artículo 41, fracción IV constitucional también establece en forma expresa el principio de definitividad de las distintas etapas de los procesos electorales, que rige el sistema de medios de impugnación electoral. Conforme con este principio, por “razones de seguridad y de certeza jurídicas, es imprescindible que cada etapa del proceso que se cumple, quede firme e incuestionable”.53 Asimismo, el artículo 116, fracción IV, inciso e) del propio ordenamiento dispone que las Constituciones y leyes de los Estados en materia electoral garantizarán, entre otros aspectos, que “se fijen los plazos convenientes para el desahogo de todas las instancias impugnativas, tomando en cuenta el principio de definitividad de las etapas de los procesos electorales”. Así, el principio de definitividad tiene rango constitucional por mandato del poder revisor de la constitución. Como ejemplos de principios implícitos, según Guastini, pueden citarse el “principio de prohibición”, según el cual “todo lo que no está prohibido está permitido”, y el “principio de certeza” del derecho.54 Respecto de los principios implícitos, Eduardo García Máynez refiere la opinión de que con la expresión “principios generales del derecho” se alude a normas implícitas a los que se arriba mediante “generalizaciones sucesivas a partir de los preceptos del sistema en vigor”.55 Dicha opinión fue considerada propia del positivismo jurídico y fue combatida por G. Del Vecchio, para quien los principios generales del derecho no son sino los del ius naturale.56 Importa destacar aquí tres cuestiones. En primer término, García Máynez alude a la operación de “generalizaciones sucesivas” a partir de las normas del orden jurídico como un método para “extraer” los principios generales del derecho. Al respecto, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en una tesis aislada de 1938, sostiene el criterio de que los principios generales del derecho son “verdades jurídicas noto53
De la Peza Muñoz, op. cit. (supra, nota 15), p. 5. Cfr., Guastini, op. cit. (supra, nota 11), p. 157. 55 García Máynez, Filosofía del derecho (supra, nota 6), p. 315 56 Vid., Del Vecchio, Los principios generales del derecho (traducción de Juan Osorio Morales), 2ª ed., Barcelona, Casa Editorial Bosch, 1948, pp. 41 y ss, citado por García Máynez, Eduardo, Lógica del raciocinio jurídico, México, Fontamara, 1994, pp. 60-67. 54
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rias, de carácter general, como su mismo nombre lo indica, elaboradas o seleccionadas por la ciencia del derecho, mediante procedimientos filosófico jurídicos de generalización, de tal manera que el juez pueda dar la solución que el mismo legislador hubiere pronunciado si hubiere estado presente, o habría establecido, si hubiere previsto el caso; siendo condición también de los aludidos principios, que no desarmonicen o estén en contradicción con el conjunto de normas legales, cuyas lagunas u omisiones han de llenarse aplicando aquéllos...”57 En segundo término, la cuestión del método o de los métodos mediante los cuales se llega a los principios generales del derecho es un problema complejo. Según Guastini, es ampliamente compartida la tesis que sostiene que la operación intelectual mediante la cual los intérpretes forjan los principios implícitos es la inducción a partir de normas particulares.58 Con todo, dado que la cuestión de la identificación de los principios implícitos coincide con los tópicos de la interpretación y de la integración, no la abordaré, pues excede los propósitos de este trabajo. Baste decir aquí que cabe distinguir entre los casos en que se le atribuye el carácter de principio a determinada norma del sistema que se encuentra formulada de manera expresa (aunque no se le contemple 57 Amparo civil directo 6187/34, Meza de Días Catalina y coag., 15 de marzo de 1938, Unanimidad de cinco votos, Semanario Judicial de la Federación, Quinta Época, Tercera Sala, p. 2642. La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sostenido dos criterios más: i) Bajo el rubro “PRINCIPIOS GENERALES DE DERECHO, APLICACIÓN DE”, que establece que por “principios generales del derecho” se entienden aquellos que “pueden desprenderse de otros argumentos para casos análogos”, y el único caso autorizado por el artículo 14 constitucional en que la controversia respectiva no puede resolverse por la ley (las cursivas son mías; Amparo civil directo 120/53, Agrícola San Lorenzo, S. De R: L., 20 de enero de 1954, Mayoría de cuatro votos, Semanario Judicial de la Federación, Quinta Época, Tercera Sala, p. 418); ii) Bajo el rubro “PRINCIPIOS GENERALES DE DERECHO”, establece que deben entenderse por tales “los principios consignados en algunas de nuestras leyes, teniendo por tales no sólo las mexicanas que se hayan establecido después del Código Fundamental del país, sino también las anteriores” ( Competencia 532/35, Suscitada entre los Jueces del Ramo Civil de Soconusco y Décimo de lo Civil de esta capital, 13 de octubre de 1936, la publicación no menciona el sentido de la votación ni el ponente; Competencia 224/34, Suscitada entre los Jueces del Ramo Civil de Zacatecas y Segundo de Letras del Ramo Civil de Saltillo, Coahuila, 11 de febrero de 1935, Mayoría de nueve votos, la publicación no menciona el nombre del ponente, Semanario Judicial de la Federación, Quinta Época, Pleno, p. 283). Asimismo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación en la Jurisprudencia 145/2000 distingue las siguientes clases de principios generales del derecho: a) Principios jurídicos positivos particulares; b) Principios jurídicos positivos sistemáticos; c) Principios jurídicos teleológicos, y d) Principios doctrinarios o filosóficos (Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Epoca, Tomo XIII, febrero de 2001, p. 494). 58 Cfr., Guastini, op. cit. (supra, nota 11), p. 157.
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explícitamente como principio) como resultado de lo que podría considerarse una mera función interpretativa, de aquellos otros en que se arriba a la identificación de un principio mediante generalizaciones sucesivas o inducciones a partir de las normas específicas del sistema en vigor, como consecuencia de lo que podría estimarse como una función integradora por parte del órgano jurisdiccional. Como ejemplos del primer caso podrían mencionarse el “principio” de que la “renovación de los poderes Legislativo y Ejecutivo se realizará mediante elecciones libres, auténticas y periódicas”,59 así como el “principio de no reelección para el periodo inmediato de los miembros de los ayuntamientos”,60 en tanto que del segundo cabría señalar el principio general del derecho denominado “principio de conservación de los actos públicos válidamente celebrados”, recogido en el aforismo latino “utile per inutile non vitiatur” (lo útil no debe ser viciado por lo inútil) y de especial relevancia en el derecho electoral mexicano según jurisprudencia de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en tanto derivación de la interpretación sistemática y funcional de lo dispuesto en los artículos 41, fracciones III, párrafo primero, y IV, así como 99 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; 69, párrafo 2 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales; 71, párrafo 2, y 78, párrafo 1 de la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral, así como 184 y 185 de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federa-
59 Efectivamente, el artículo 41, segundo párrafo de la Constitución federal expresamente establece que “La renovación de los poderes Legislativo y Ejecutivo se realizará mediante elecciones libres, auténticas y periódicas ...”, respecto de lo cual la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación sostuvo que tal disposición, entre otras, constituye un “principio fundamental” o “elemento esencial” de una elección democrática, “cuyo cumplimiento debe ser imprescindible para que una elección se considere producto del ejercicio popular de la soberanía, dentro del sistema jurídico-político construido en la Carta Magna y en las leyes electorales estatales, que están inclusive elevadas a rango constitucional, y son imperativos, de orden público, de obediencia inexcusable y que no son renunciables ...” (sentencia recaída en el expediente SUP-JRC-487/2000 Y SU ACUMULADO SUP-JRC-489/2000, relativa a la elección de gobernador de Tabasco; criterio sustancialmente reiterado en la sentencia recaída en el expediente SUP-JRC-120/2001, relativa a la elección de gobernador de Yucatán). 60 Vid., la jurisprudencia de la Sala Superior del Tribunal Electoral, bajo el rubro “NO REELECCIÓN. ALCANCE DE ESTE PRINCIPIO EN LOS AYUNTAMIENTOS”, como resultado de una interpretación funcional del artículo 115, fracción I, párrafo segundo de la Constitución federal, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 4, pp. 18-21.
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ción, caracterizándose, entre otros aspectos, porque la nulidad de la votación recibida en alguna casilla y/o determinado cómputo y, en su caso, de cierta elección sólo puede ser decretada cuando las irregularidades acreditadas sean determinantes para el resultado de la votación o elección.61 En tercer lugar, a propósito de la afirmación de Del Vecchio, según la cual los principios generales del derecho son los del “derecho natural”, sólo una posición ultrapositivista afirmaría que éste no existe; el iuspositivismo como enfoque metodológico –que asumo- sostiene que hay una distinción entre el derecho que es y el derecho que debería ser, aunque sólo el primero es objeto del conocimiento jurídico (con independencia de que el segundo pudiera encontrar justificación en determinada tesis o doctrina de filosofía moral o filosofía política). Asimismo, tal como lo señala la citada tesis aislada de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y lo han puesto de relieve Atienza y Ruiz Manero,62 es menester que los principios implícitos sean congruentes con las reglas y principios explícitos del orden jurídico. Esta exigencia, también advertida por Eduardo García Máynez, aunque este autor hacía referencia a la noción poco clara de “espíritu del sistema”,63 es de suma importancia, ya que si en un contexto argumentativo los principios implícitos entran a formar parte del balance de razones, entonces lo hacen no en virtud (sólo) de su fuente, sino de su contenido, en tanto que sean congruentes con las reglas y principios basados en fuentes, es decir, las reglas y principios explícitos.64 4. “Principios fundamentales” y “principios generales” Unos y otros, además de su naturaleza jurídica, pueden expresar determinados valores ético-politicos que, como dice Guastini, “informan todo el ordenamiento” y le dan “fundamento o justificación”.65 61
Vid., “PRINCIPIO DE CONSERVACIÓN DE LOS ACTOS PÚBLICOS VÁLIDAMENTE CELEBRADOS. SU APLICACIÓN EN LA DETERMINACIÓN DE LA NULIDAD DE CIERTA VOTACIÓN, CÓMPUTO O ELECCIÓN”, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 2, pp. 19-20. 62 Cfr., Atienza y Ruiz Manero, op. cit. (supra, nota 3), p. 24. 63 Cfr., García Máynez, op. cit. (supra, nota 6), p. 316. 64 Cfr., Atienza y Ruiz Manero, op. cit. (supra, nota 3), p. 13, en el entendido de que lo puesto entre paréntesis es de quien esto escribe. 65 Guastini, op. cit. (supra, nota 11), p. 152.
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Al calificar un principio como “fundamental” se pone énfasis en su jerarquía o posición en el ordenamiento. Al calificar un principio como “general” se hace hincapié en su extensión o generalidad. Ejemplos de principios fundamentales en el derecho electoral mexicano son los citados principios de constitucionalidad y legalidad de los actos y resoluciones electorales, ya que no sólo permean por completo este sector normativo, sino que le dan sustento y coherencia, sirviendo como parámetros de validez de los actos y resoluciones impugnados. Asimismo, entre los principios fundamentales del derecho electoral mexicano –derivados de lo previsto, entre otros, en los artículos 41, párrafo segundo, fracciones II, III y IV, así como 116, fracción IV de la Constitución federal– la Sala Superior del Poder Judicial de la Federación ha identificado los relativos a que las elecciones deben ser libres, auténticas y periódicas; el sufragio debe ser universal, libre, secreto y directo; en el financiamiento público de los partidos políticos y sus campañas electorales debe prevalecer el principio de equidad; la organización de las elecciones debe hacerse a través de un organismo público y autónomo; la certeza, legalidad, independencia, imparcialidad y objetividad constituyen principios rectores del proceso electoral; en el proceso electoral deben estar establecidas condiciones de equidad para el acceso de los partidos políticos a los medios de comunicación social, y en los procesos electorales debe haber un sistema de impugnación para el control de la constitucionalidad y legalidad de los actos y resoluciones electorales.66 La trascendencia de los citados principios fundamentales ha sido evidenciada por la Sala Superior del Tribunal Electoral a través de diversas ejecutorias. Así, por ejemplo, la conculcación de los principios rectores (certeza, legalidad, independencia, imparcialidad u objetividad) por parte de las propias autoridades encargadas de preparar, desarrollar y vigilar los comicios equivale a una violación sustancial que puede ser determinante para el resultado de la elección y dar lugar a decretar la nulidad de la misma.67 Además, los “principios” de autonomía en el funcionamiento de los organismos electorales e independencia de sus 66
Cfr., las sentencias recaídas en los expedientes citados, supra, nota 45. Vid., “NULIDAD DE ELECCIÓN. VIOLACIONES SUSTANCIALES QUE SON DETERMINANTES PARA EL RESULTADO DE LA ELECCIÓN (LEGISLACIÓN DE SAN LUIS POTOSÍ), en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 1, 1997, pp. 51-52. 67
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decisiones, previstos constitucionalmente, exigen que la designación de los integrantes de su órgano superior de dirección se realice, en su caso, por mayoría calificada de la respectiva asamblea legislativa a fin de propiciar el mayor consenso posible entre las distintas fuerzas políticas y evitar que un solo partido político, por sí mismo, adopte tal decisión,68 además de que se les garantice a los organismos electorales contar con los elementos indispensables que les permitan iniciar su funcionamiento y ejercer sus atribuciones.69 Respecto de los principios generales del derecho –aplicables, por tanto, al derecho electoral– la jurisprudencia de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, bajo el rubro “AGRAVIOS. PARA TENERLOS POR DEBIDAMENTE CONFIGURADOS ES SUFICIENTE CON EXPRESAR LA CAUSA DE PEDIR”, establece que, conforme con lo previsto en los artículos 2º, párrafo 1, y 23, párrafo 3 de la Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral, son “principios generales del derecho” los principios “iura novit curia” (el juez conoce el derecho) y “da mihi factum dabo tibi jus” (dame los hechos y yo te daré el derecho).70 Asimismo, cabe mencionar que la referida Sala Superior ha considerado que el principio general del derecho nullum crimen, nulla poena sine lege praevia, scripta et stricta, recogido en los artículos 14 y 16 de la Constitución federal, resulta aplicable al régimen electoral disciplinario, atendiendo a lo previsto en el numeral 41, fracciones II, III y IV del propio ordenamiento constitucional, que establece el principio constitucional de legalidad electoral y el requisito de que sea la ley la que prevea las sanciones que deban imponerse a los partidos políticos por el incumplimiento de las disposiciones relativas a los límites a las erogaciones en las campañas electorales, los máximos autorizados para las aportaciones pecuniarias de sus simpatizantes y los procedimientos de control y vigilancia sobre el origen y uso de todos sus recursos.71 Igualmente, 68 Vid., sentencias recaídas en los expedientes SUP-JRC-391/2000, así como SUP-JRC-440/ 2000 Y SUP-JRC-445/2000 acumulado, relacionados con la designación de los miembros del Consejo Electoral del Estado de Yucatán. 69 Vid., resolución del 6 de marzo de 2001 recaída en el incidente de inejecución de sentencia en los expedientes SUP-JRC-440/2000 Y SUP-JRC-445/2000 acumulado. 70 Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 4, p. 5. 71 Cfr., “RÉGIMEN ELECTORAL DISCIPLINARIO. PRINCIPIOS JURÍDICOS APLICABLES”, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 2, pp. 78-79.
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la propia Sala Superior ha establecido que con base en el principio de la plena ejecución de las sentencias, recogido en el segundo párrafo del artículo 17 de la Constitución federal, tiene facultades para exigir el cumplimiento de todas sus resoluciones.72 Conviene puntualizar que el hecho de que se reconozca que las normas que integran el orden jurídico mexicano tutelan ciertos valores morales o políticos no implica asumir una postura iusnaturalista, ya que no se exige que el referido ordenamiento se adecue a tales valores para que pueda ser calificado como “jurídico”; en todo caso, si el orden respectivo no se ajustara a dichos valores, ello podría afectar su legitimidad moral o política, pero no impediría que fuera considerado como jurídico, razón por la cual la posición aquí sustentada se inscribe dentro del iuspositivismo.73 Finalmente, cabe señalar que -como se ha evidenciado- un mismo principio jurídico puede quedar encuadrado dentro de una u otra de las clasificaciones propuestas. Así, por ejemplo, los principios de constitucionalidad y legalidad de los actos y resoluciones electorales no sólo son principios fundamentales, sino que también son principios en sentido estricto y principios explícitos, además, desde luego, de principios constitucionales. VI. Consideraciones conclusivas No hay una distinción cualitativa entre reglas y principios. Las reglas, a diferencia de lo que Dworkin piensa, no funcionan a la manera todo o nada, sino que pueden competir con los principios. Así, en el razonamiento jurisdiccional hay ciertamente una interacción entre reglas y principios. No sólo existen casos de conflictos entre reglas y conflictos entre principios, sino también colisiones entre reglas y principios. 72
Vid., “TRIBUNAL ELECTORAL DEL PODER JUDICIAL DE LA FEDERACIÓN. ESTÁ FACULTADO CONSTITUCIONALMENTE PARA EXIGIR EL CUMPLIMIENTO DE TODAS SUS RESOLUCIONES”, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm. 2, p. 86, así como la resolución recaída en el incidente de inejecución de sentencia citado (supra, nota 69), relacionado con la designación de los miembros del Consejo Electoral del Estado de Yucatán.. 73 Cfr., Orozco Henríquez, “Principios y reglas en el derecho electoral mexicano y la polémica entre iusnaturalismo y iuspositivismo”, en Justicia Electoral. Revista del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, suplemento núm 16, 2002, p. 8.
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Las reglas tienen una fuerza justificatoria de las decisiones judiciales muy importante aunque no concluyente, cuando están en juego argumentos basados en principios. Según Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, para resolver un caso en el que están en juego principios es necesario el establecimiento de una nueva regla a partir de esos principios; operación que los citados autores llaman “concreción”, consistente en transformar los principios en reglas, gracias a la “fuerza expansiva” de los principios.74 En este sentido, por ejemplo, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación ha establecido el alcance de la atribución de la autoridad electoral administrativa al declarar la validez de una elección, cuyo ejercicio no se reduce a una revisión formal de las etapas del proceso electoral sino a la verificación de se haya cumplido con los principios fundamentales de una elección democrática.75 Con todo, como han puesto de relieve Atienza y Ruiz Manero, la deliberación de los órganos jurisdiccionales -independientemente de que involucre o no un acto jurídico de creación-, está normativamente guiada. No cualquier consideración válida entra en juego en la deliberación, sino únicamente las razones reconocidas por el propio derecho.76 En esta cuestión cobra singular importancia el principio formal de la certeza del derecho, ya que cuando hay certeza jurídica -como apunta Comanducci- “cada ciudadano está en situación de prever cuáles serán las consecuencias jurídicas de sus propias acciones y cuáles serán las decisiones de los órganos de aplicación en el caso en que su comportamiento deba ser juzgado conforme al derecho”.77 Como se ha mencionado, el principio de certeza cobra especial relevancia en el derecho electoral mexicano y ha sido puntualmente sustentado y observado por las autoridades electorales jurisdiccionales y administrativas. En un derecho formado por reglas y principios -aun asumiendo que hubiese una distinción fuerte entre reglas y principios-, en términos de un enfoque funcional como el propuesto por Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero, según el cual las reglas son de carácter perentorio e indepen74
Cfr., Atienza y Ruiz Manero, op. cit. (supra, nota 3), pp. 31 y 43-44. Vid., sentencia recaída en el expediente SUP-JRC-120/2001, relativa a la elección de gobernador de Yucatán. 76 Cfr., ibidem, p. 23 77 Comanducci, Paolo, Razonamiento jurídico. Elementos para un modelo, México, Fontamara, 1999, p. 98. 75
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diente de contenido, mientras que los principios no tienen un carácter perentorio, sino que constituyen razones de primer orden, la deliberación que llevan a cabo los órganos está normativamente guiada. El derecho no reconoce a cualquier consideración válida como componente de esa deliberación. En el ámbito del derecho electoral mexicano, como se ha mostrado en este trabajo, existen principios jurídicos que no sólo están previstos expresamente en el ámbito constitucional, calificados como tales por el poder revisor de la constitución, sino que, además y como lo ha puntualizado la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación –junto con otros principios implícitos (identificados a través de generalizaciones sucesivas o inducciones a partir de las normas específicas del sistema en vigor y por resultar congruentes con las reglas y los principios explícitos del propio sistema)–, tienen un carácter fundamental, ya que dan coherencia o sentido e informan a este sector normativo del orden jurídico nacional, constituyen parámetros de la actuación de los órganos electorales y sirven como criterios interpretativos del derecho electoral, o bien, desempeñan una función integradora del mismo.
NOTAS
INTERPRETACIÓN Y APLICACIÓN DEL DERECHO* APUNTES CRÍTICOS SOBRE LA PROPUESTA DE RAFAEL HERNÁNDEZ MARÍN Pablo Bonorino**
Hernández Marín defiende, en su libro Interpretación, R afael subsunción y aplicación del derecho (1999), una teoría de la interpretación del derecho y una concepción de la aplicación del derecho que deben su peculiaridad a la relevancia que le otorga el autor a la semántica filosófica a la hora de dotarlas de fundamento. La primera de ellas constituye la proyección al dominio jurídico de algunas tesis de filosofía del lenguaje sostenidas por Quine, mientras que la segunda hace de la noción de referencia la clave que permite explicar la relación que existe entre ciertos enunciados jurídicos y el fallo dictado en aplicación de dichos enunciados. En ambos casos el autor defiende su propuesta no sólo aportando razones en apoyo de su posición, sino también mostrando la inconveniencia de adoptar algunas de las principales alternativas teóricas que se han formulado para dar cuenta de esas cuestiones. Este trabajo persigue como principal objetivo hacer una presentación suscinta de la propuesta de Rafael Hernández Marín en dicha obra, especialmente sobre las dos cuestiones antes mencionadas1, formulando algunas de las críticas que considero se pueden hacer a su posición. En relación con su teoría de la interpretación mis cuestionamientos estarán dirigidos a la defensa positiva de sus tesis, dejando de lado las críticas que formula a sus eventuales rivales. Criticaré especialmente la *
Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el IX Congreso Internacional de Teoría y Filosofía del Derecho (Vaquerías, Córdoba, Argentina) en septiembre de 2000. Agradezco los comentarios de todos los participantes, y en especial de Rafael Hernández Marín, Eugenio Bulygin, Ricardo Guibourg, Paolo Comanducci, José Juan Moreso, Ricardo Caracciolo, Ernesto Abril y Pablo Navarro. ** Universidad de Mar del Plata, Universidad de León y SADAF, Argentina. 1 Esta aclaración resulta pertinente pues en el libro se tratan con detenimiento otros problemas, como aquellos relacionados con la subsunción, que no serán objeto de análisis en el presente trabajo. ISONOMÍA No. 18 / Abril 2003
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apelación que realiza a “enunciados eternos” para explicar la noción de “enunciado interpretativo”, punto central de su propuesta. Por el contrario, al tratar su concepción de la aplicación del derecho, daré mucha más importancia a las críticas que el autor formula a la denominada “concepción lógica”. La razón de esta asimetría no tiene que ver sólo con mis preferencias. Hernández Marín desarrolla su concepción de la aplicación del derecho como una alternativa ante el fracaso de la concepción lógica, mientras que la defensa de su teoría de la interpretación del derecho no parece requerir la derrota de ninguno de sus adversarios potenciales. A. Interpretación del derecho I. La teoría de la interpretación del Derecho que defiende Rafael Hernández Marín se puede resumir en las siguientes cuatro tesis: (1) Interpretar el Derecho es describir el sentido total que tienen los enunciados jurídicos. Como los objetos de interpretación jurídica son textos, interpretarlos es atribuirles sentido. La tarea de interpretación consiste en afirmar o describir que un texto tiene un sentido determinado. Dado que en filosofía del lenguaje se suele distinguir entre sentido literal de un enunciado (su significado con independencia de las circunstancias en las que se formula) y sentido total (su significado teniendo en cuenta el conjunto de circunstancias que rodean su emisión), cabe formular la pregunta: ¿qué sentido es el que se describe al interpretar un enunciado jurídico? Hernández Marín afirma que el interprete del derecho afirma el sentido total de los enunciados jurídicos que interpreta. Describe su significado considerando, además del sentido a las expresiones que lo forman y sus relaciones, las circunstancias en fue formulado (contexto lingüístico y extralingüístico). (2) La tarea interpretativa consiste en la formulación de enunciados interpretativos que son enunciados asertivos, no jurídicos y metajurídicos. Los productos de la actividad interpretativa, los llamados enunciados interpretativos, presentan las siguientes características derivadas del
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hecho que con ellos se describe el sentido total de los enunciados jurídicos: (a) son asertivos, pues son el resultado de una labor descriptiva y, en consecuencia, son verdaderos o falsos; (b) son no jurídicos, porque no pertenecen al Derecho, aunque puedan influir en él; y (c) son metajurídicos, porque se refieren a entidades lingüísticas: los enunciados jurídicos. (3) Un enunciado interpretativo es equivalente a un enunciado que dice que el sentido de un enunciado jurídico (enunciado interpretado) es igual al sentido de otro enunciado (enunciado interpretante). Los enunciados jurídicos, en cuanto objetos de interpretación, son llamados por Hernández Marín “enunciados interpretados”. Estos son los textos sobre los que versa la interpretación y son, por lo general, enunciados prescriptivos. El enunciado interpretativo describe el sentido del enunciado interpretado afirmando que es igual al sentido de otro enunciado, llamado “enunciado interpretante”. Este último es mencionado por el enunciado interpretativo al sólo efecto de atribuir sentido al interpretado. El siguiente es el ejemplo de enunciado interpretativo que ofrece en su libro Hernández Marín: “El sentido del único enunciado del párrafo primero del art. 609 del Código Civil Español es igual al sentido del enunciado ‘El ocupante de una cosa es propietario de ella’”. (4) Los enunciados interpretativos afirman que el sentido total del enunciado interpretado es igual (sinónimo, co-significante) que el sentido del enunciado interpretante, entendido como un enunciado eterno (aquel en el que coinciden su sentido total y su sentido literal). El fundamento de la propuesta de Hernández Marín es la siguiente afirmación de Quine: “atribuimos sentido a una expresión citando un sinónimo” (Hernández Marín 1999: 33). Es por ello que para atribuir sentido a un enunciado jurídico se debe citar otro enunciado (interpretante) que sea sinónimo del que se pretende interpretar (interpretado). Los enunciados interpretativos afirman que el sentido total del enunciado interpretado es igual al sentido del enunciado interpretante. ¿Pero a cuál de los dos sentidos (literal o total) se alude al referirse a los enun-
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ciados interpretantes? Según Hernández Marín la ocurrencia de la expresión “sentido” en relación con el enunciado interpretante no puede significar ni sentido literal (haría falsos a los enunciados interpretativos) ni sentido total (pues el interpretante no sería usado en ningún contexto, sólo mencionado). La solución que propone es considerar a los enunciados interpretantes como enunciados eternos, esto es, comos enunciados que tienen el mismo sentido total en cualquier contexto (o lo que viene a ser lo mismo, aquellos en los que el sentido total y el sentido literal coinciden). “De aceptar esta sugerencia, tendríamos que considerar como incorrecto un enunciado interpretativo... cuyo enunciado interpretante no es un enunciado eterno” (Hernández Marín 1999: 52). II. Siguiendo las pautas que sugiere el propio Hernández Marín en su libro, la mejor manera de comenzar a reflexionar sobre la viabilidad de su propuesta sería la de aislar un ejemplo indiscutible de interpretación del derecho. El siguiente es un caso típico de interpretación jurídica, que podría ser hallado (salvando los contenidos) en cualquier tratado de dogmática jurídica: La norma formulada en el art. 5 que dice “Los animales naturalmente dañinos pueden ser exterminados” no autoriza el exterminio de aquellos animales que, si bien son dañinos cuando habitan en estado salvaje, han perdido dicha condición por medio de una adecuada instrucción. Siguiendo la propuesta de Hernández Marín, de considerar a la actividad interpretativa como una tarea de formular aserciones sobre el sentido de ciertos enunciados, podríamos reformular el ejemplo mediante el siguiente enunciado interpretativo: El sentido del enunciado “los animales naturalmente dañinos pueden ser exterminados” es “los animales naturalmente dañinos, salvo aquellos que hayan perdido dicha condición por medio de una adecuada instrucción, pueden ser exterminados”. Esta forma de entender la actividad interpretativa no contradice los usos lingüísticos de la expresión “interpretar”, pues tal como señala el profesor Hernández Marín al inicio de su exposición: “...el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española entiende por ‘interpretar’, en la primera acepción de este vocablo: ‘explicar o declarar el sentido de una cosa, y principalmente el de textos faltos de claridad’ ” (Hernández Marín 1999: 30). El ejemplo propuesto es un caso claro de descripción del sentido de un texto falto de claridad, y constituye al mismo tiempo una de las situaciones más corrientes en las que se interpreta el Derecho.
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No quiero decir con esto que “interpretar” sea siempre describir el sentido de textos faltos de claridad. También se puede afirmar el sentido (y de hecho así ocurre) de aquellos textos que no poseen ninguna imprecisión semántica. Pero una teoría de la interpretación del derecho debería dar cuenta, a mi entender, tanto de la actividad de describir el sentido de textos claros como aquella que se realiza para afirmar el sentido de “textos faltos de claridad”. En el ejemplo propuesto, la falta de claridad del enunciado interpretado disminuye una vez formulado el enunciado interpretativo. Esto ocurre en virtud de la relación que el enunciado interpretativo establece entre el enunciado interpretado y el enunciado interpretante. La pregunta que surge de inmediato es la siguiente: ¿qué tipo de relación es la que debe existir entre el enunciado interpretado y el enunciado interpretante para que el enunciado interpretativo sea capaz de “aclarar” el texto a interpretar? El profesor Hernández Marín sostiene que interpretar, en todos los casos, consiste en afirmar que existe una relación de sinonimia entre el enunciado interpretado y el enunciado interpretante. ¿Puede una expresión sinónima ser capaz de eliminar las imprecisiones presentes en el enunciado interpretado? ¿O la búsqueda de un enunciado que tenga el mismo sentido que el enunciado interpretado impide por definición lograr ese resultado? Si pretendemos explicar como ejemplos de “interpretación jurídica” casos como el que he presentado anteriormente, pareciera que la relación entre el enunciado interpretado y el enunciado interpretante no puede ser una relación de sinonimia. Si el enunciado con el que pretendemos clarificar un texto impreciso posee igual sentido que el enunciado interpretado, entonces lo único que podríamos hacer con él es reproducir las imprecisiones de su sinónimo. Dado que Hernández Marín considera que la expresión “sinónimo” equivale a expresiones como “con igual sentido” o “co-significante”, la forma en la que entiende los productos de la labor de interpretación impiden que su teoría de la interpretación del derecho de cuenta de ciertos casos claros de interpretación. Ningún jurista negaría que en ejemplos como el que he presentado en el inicio de este trabajo lo que se realiza es una “interpretación” del texto normativo. Esto pareciera ser una dificultad importante para una teoría que aspira a ofrecer una descripción verdadera de la labor que llevan a cabo los juristas cuando interpretan el derecho. En virtud de
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algunas de estas razones muchos autores (entre ellos el profesor Bulygin)2 han sostenido que la teoría de la interpretación del Derecho que propone Hernández Marín resulta inaceptable, porque si interpretar consistiera sólo en buscar sinónimos para los enunciados interpretados, entonces la labor interpretativa resultaría trivial. Pero... ¿resulta aceptable esta crítica? Considero que, si se la pretendiera apoyar en un argumento como el que he formulado anteriormente, la misma debería ser rechazada. En mi argumentación he cometido una sutil falacia de ambigüedad. Una de las claves de mi razonamiento era la constatación de que en el ejemplo inicial la falta de claridad del enunciado interpretado disminuía una vez formulado el enunciado interpretativo. Pero para que esto sea cierto, se debe presuponer que aquello a lo que se refiere la primera parte del ejemplo es al sentido literal del enunciado “los animales naturalmente dañinos pueden ser exterminados”. Sólo así resulta cierto que el enunciado “los animales naturalmente dañinos, salvo aquellos que hayan perdido dicha condición por medio de una adecuada instrucción, pueden ser exterminados”, también en sentido literal, disminuye la imprecisión del anterior. La conclusión de mi argumento es que Hernández Marín se equivoca al describir el ejemplo como un enunciado que afirma una relación de sinonimia entre el interpretado y el interpretante, porque a simple vista se puede percibir que los enunciados del ejemplo no resultan sinónimos, ni podrían serlo para cumplir la función esclarecedora que atribuí al supuesto intérprete. La falacia se hace evidente si recordamos la forma en la que el autor caracteriza los productos de la labor interpretativa: los enunciados interpretativos afirman que el sentido total del enunciado interpretado es igual que (sinónimo, co-significante) el sentido del enunciado interpretante, entendido como un enunciado eterno (aquel en el que coinciden su sentido total y su sentido literal). Las premisas de mi argumento aluden al sentido literal de las expresiones contenidas en el ejemplo, y con ellas he pretendido apoyar una conclusión que alude al sentido total de las mismas. Si el sentido total de un enunciado depende del significado de las expresiones que lo componen y de sus relaciones (sentido literal) más 2 Me refiero a su intervención en el Seminario sobre interpretación del derecho organizado por Juan Antonio García Amado en la Universidad de León el 22 de noviembre de 1999, en el que también participó Rafael Hernández Marín.
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aquellos factores que se relacionan con sus circunstancias de emisión (contexto lingüístico y extralingüístico), entonces nunca puede ser descrito sólo en función de los primeros. En consecuencia, es plausible afirmar que los enunciados con los que he formado el ejemplo resultan sinónimos, pues si imaginamos un contexto adecuado de emisión entonces puede ser verdadero el enunciado que afirme que el sentido total del enunciado “los animales naturalmente dañinos pueden ser exterminados” es igual al sentido literal del enunciado “los animales naturalmente dañinos, salvo aquellos que hayan perdido dicha condición por medio de una adecuada instrucción, pueden ser exterminados”. Hernández Marín considera, no obstante, que no se puede considerar la segunda aparición de la expresión “sentido” en un enunciado interpretativo como aludiendo al sentido literal del enunciado interpretante. Exige para estar en presencia de un enunciado interpretativo correcto que el enunciado interpretante sea un enunciado eterno. Un enunciado eterno es un enunciado cuyo sentido total es el mismo en cualquier contexto en el que fuera formulado. Pero para poder evaluar la plausibilidad de esta afirmación debemos analizar con más detalle la forma en la que Hernández Marín caracteriza los enunciados eternos. III. Hernández Marín define “enunciado eterno” de la siguiente manera: “Un enunciado eterno es un enunciado cuyo sentido total en un contexto C es el mismo que su sentido total en cualquier otro contexto C2, distinto de C. Un enunciado eterno es un enunciado que tiene el mismo sentido total en cualquier contexto (o sea, cualesquiera que sean las circunstancias que concurran en el momento de emisión del enunciado).” (Hernández Marín 1999: 41). Pone como ejemplo el siguiente enunciado: “el día 6 de junio del año 1995 después de Cristo llovió en Madrid (España)” (Hernández Marín 1999: 42). Quine introdujo la idea de “oraciones eternas” en algunos de sus trabajos dedicados a analizar la cuestión de cuáles son los posibles portadores de verdad. En uno de ellos en particular (1981) sostuvo: “... oraciones eternas, oraciones que son eternamente verdaderas o eternamente falsas con independencia de toda circunstancia especial en que se enuncien o se inscriban. Bajo el rótulo de oraciones eternas se piensa ante todo en las de la aritmética, porque el tiempo y el lugar son del todo indiferentes para el tema de la aritmética. Luego se piensa en las leyes de la física, pues... se entienden válidas para todo tiempo y lugar. Pero la verdad es que... es posible conseguir una oración eterna toman-
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do un enunciado factual de lo más intrascendente y rellenándolo con nombres propios y fechas al mismo tiempo que se elimina la temporalidad gramatical de sus verbos. Así, por ejemplo, de “Está lloviendo”... se obtiene... “Está lloviendo en Boston, Massachusetts, el 15 de julio de 1968” (Quine 1981: 38). En ambos casos estamos en presencia de un “enunciado eterno” u “oración eterna” cuando se introducen en la formulación de un enunciado u oración todos aquellos factores contextuales relevantes para determinar su sentido total (Hernández Marín) o su valor de verdad (Quine). En nuestro caso, resulta importante analizar de que manera entiende la noción de “contexto” Hernández Marín, pues de ella dependen los elementos que se deberán tener en cuenta para considerar a un enunciado como eterno. Para él el contexto es “... el conjunto de los factores que rodean al acto de formular un enunciado y que condicionan su sentido total” (Hernández Marín 1999: 38). Distingue los factores lingüísticos (otros enunciados próximos en origen o tema al enunciado formulado) de los factores extralingüísticos (circunstancias de tiempo y lugar de la emisión, y en especial, aquellas relacionadas con la persona que ha formulado el enunciado, como sus creencias, deseos, expectativas, etc.). Respecto de la definición de “enunciado eterno” que propone, aclara que en ella la expresión “contexto” debe ser entendida en un sentido amplio, esto es, como aludiendo “... al mundo que rodea el acto de formulación del enunciado” (Hernández Marín 1999: 35). De esta manera, para Hernández Marín un enunciado eterno será aquel en el que se puedan incorporar en su formulación todos los elementos del contexto en sentido amplio (lingüístico y extralingüístico) que resulten relevantes para determinar su sentido total. Una vez aceptada esta explicación nos deberíamos plantear al menos dos preguntas. La primera de carácter general: ¿Es posible, de acuerdo a la definición que estamos analizando, formular un enunciado eterno? La segunda, relacionada específicamente con la interpretación jurídica y que presupone una respuesta positiva al primer interrogante: ¿Los enunciados interpretantes, en el seno de un enunciado interpretativo, pueden ser entendidos como enunciados eternos? Respecto de la primera pregunta, aceptaré que existe la posibilidad de formular enunciados eternos, a pesar de que considero que la amplitud con la que define la noción de contexto Hernández Marín la torna muy poco plausible. La posibilidad de listar todos los factores
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extralingüísticos relevantes para determinar el sentido total de un enunciado es muy remota.3 Los ejemplos a los que apelan tanto Quine como Hernández Marín son casos en los que solo se tienen en cuenta las circunstancias de tiempo y lugar de emisión de los respectivos enunciados. “El día 6 de junio del año 1995 después de Cristo llovió en Madrid (España)” es el ejemplo de enunciado eterno que ofrece este último, afirmando en su defensa que “este enunciado tiene el mismo sentido total en cualquier contexto en el que se presente (al menos no soy consciente de algún posible contexto en el que el enunciado tenga un sentido total distinto del único que parece tener)” (Hernández Marín 1999: 42). Sin embargo, no es difícil concebir contextos en los que su sentido total fuera radicalmente distinto. Imaginémonos una sociedad en la que actúa una banda terrorista, cuyos atentados son dirigidos por personas que actúan infiltrados en una emisora de radio. Las fechas y lugares en los que se deben realizar los atentados son comunicados durante el boletín meteorológico, empleando algunas claves para su reconocimiento por parte de los miembros activos de la banda (como la aclaración “después de Cristo” al decir la fecha). El enunciado “El 6 de junio de año 1995 después de Cristo llovió en Madrid (España)” puede significar, en este hipotético contexto, “colocad el artefacto explosivo el día 6 en la ciudad de Madrid”. Si se tiene presente que el contexto incluye las creencias, deseos, expectativas, hábitos e historia del emisor, se hace patente la dificultad que existe para poder identificar y formular todos los factores relevantes para el sentido total de un enunciado, única manera de establecer su sentido para cualquier contexto en el que él fuera formulado.4 No obstante, aceptaremos que existe dicha posibilidad, y que en ese caso los enunciados eternos que podríamos identificar serían todos similares a los ejemplos que proponen Quine y Hernández Marín. Un enunciado eterno debería establecer en su formulación todas las circunstancias de espacio y tiempo relevantes para determinar su sentido total. ¿Es posible que enunciados con estas características cumplan la función que les asigna la teoría de la interpretación del Derecho de Hernández Marín? Consideremos el ejemplo con el que iniciamos estas reflexiones. 3 Ver, por ejemplo, el análisis de los presupuestos semánticos de la propuesta teórica de Hart que realiza Gordon Baker (1977). 4 En el mismo sentido ver Searle 1979, 1981 y Moreso 2000.
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En ese claro ejemplo de interpretación jurídica, ¿el enunciado interpretante puede ser considerado un enunciado eterno? Si pensamos en los distintos contextos (reales e imaginarios) en los que podría ser formulado el enunciado “los animales naturalmente dañinos, salvo aquellos que hayan perdido dicha condición por medio de una adecuada instrucción, pueden ser exterminados” deberíamos afirmar que no se trata de un enunciado eterno. Imaginemos por ejemplo, que se formulara en el contexto de una ley que regule los espectáculos deportivos en una sociedad futura y que en dicha ley se llamara a los seguidores de un club especialmente agresivos “animales”. El sentido total del enunciado no sería el mismo que le atribuiríamos en nuestra sociedad si figurara en una legislación que regulara el trato que cabe dispensarle a otras especies. Pareciera sumamente implausible afirmar que los enunciados interpretantes mencionados en un enunciado interpretativo formulado en un contexto jurídico puedan ser considerados enunciados eternos. De esta manera, el ejemplo con el que inicie mi exposición seguiría constituyendo un poderoso contrajemplo para la propuesta que estoy analizando. Si intentáramos transformar el enunciado interpretante en un enunciado eterno, siguiendo los consejos que para ello da Quine, deberíamos rellenarlo con nombres propios y fechas, eliminando al mismo tiempo la temporalidad gramatical de sus verbos (Quine 1981: 38). Esta tarea nos llevaría a considerarlo como un enunciado particular, al menos en lo que a tiempo y lugar se refieren, lo que imposibilitaría que se lo pudiera considerar un sinónimo del enunciado interpretado. Los enunciados interpretados en el derecho son enunciados prescriptivos de carácter general. Todo enunciado que se considere sinónimo de un enunciado de esa naturaleza debería ser también un enunciado general. Los enunciados eternos, de acuerdo a los ejemplos que hemos analizado, son enunciados particulares (cuando no constituyen leyes de la aritmética o de la física, según los dichos del propio Quine), referidos a sujetos y lugares determinados. Un intérprete del Derecho que actuara de acuerdo a la propuesta de Hernández Marín, debería formular el siguiente enunciado interpretativo en el ejemplo que estamos considerando: El sentido total del enunciado “los animales naturalmente dañinos pueden ser exterminados” es “los animales naturalmente dañinos, salvo aque-
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llos que hayan perdido dicha condición por medio de una adecuada instrucción, pueden ser exterminados en León el 12 de mayo de 2001”.
Pero ningún intérprete del derecho sería capaz de ofrecer semejante explicación del sentido de una disposición normativa. Considerar que los enunciados interpretantes constituyen enunciados eternos permite salvar la dificultad a la que se ve conducida la propuesta de Hernández Marín por la distinción inicial que establece entre sentido literal y sentido total de un enunciado. Pero al mismo tiempo lo lleva a formular una explicación de la tarea de interpretar el Derecho que no se ajusta a lo que de hecho hacen los juristas cuando interpretan enunciados normativos. Al considerar una posible objeción a este aspecto de su propuesta, Hernández Marín sostiene que “aunque, aceptada esta objeción, quizás sería posible esquivarla mediante una redefinición del término “enunciado eterno” que la tuviera en cuenta” (Hernández Marín 1999: 43). Pero el problema es mucho más grave. La necesidad de entender al enunciado interpretante como un enunciado eterno es elevada en su teoría al rango de criterio de corrección para los enunciados interpretativos (Hernández Marín 1999: 52), y es la elucidación de este tipo de enunciados el principal objetivo que en ella se persigue. Por eso, en caso de que se acepte la objeción que he formulado, todo intento de sortearla conduciría irremediablemente a redefinir el alcance y el contenido de toda su teoría de la interpretación del Derecho. B. Aplicación del derecho I. El profesor Rafael Hernández Marín cuestiona la que denomina “concepción lógica de la aplicación del derecho”, a la que atribuye la defensa conjunta de las siguientes dos tesis: (a) la relación entre el enunciado jurídico (ley) y el fallo (parte resolutiva de una sentencia judicial) que lo aplica es una relación deductiva, y (b) el juez al decidir un caso deduce el fallo del enunciado jurídico. El modelo simplificado del razonamiento mediante el que se aplica el derecho, para dicha concepción, es el siguiente (al que llama R):
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(1) Los homicidas deben ser castigados con la pena de prisión de 10 a 15 años. (2) h es un homicida. (Conclusión) h debe ser castigado con la pena de prisión de 10 a 15 años. Las críticas que Hernández Marín le formula a esta posición son tres: [1] la “concepción lógica “parte de un modelo simplificado inadecuado por tres razones: (a) el enunciado jurídico no está dirigido a los mismos sujetos que el fallo, el primero alude a los jueces mientras que el segundo a las fuerzas de seguridad; (b) la expresión “castigar” tampoco significa lo mismo en el enunciado jurídico y en el fallo, pues en el primero quiere decir “condenar” y en el segundo “retener en prisión”; y (c) el fallo no se expresa de forma abierta tal como lo expresa el modelo, sino que debe individualizar la pena que impone. Pero si se entendiera de esa manera, no se podría considerar tampoco una consecuencia lógica de (1). [2] la “concepción lógica” es falsa, pues una vez puestos de manifiesto los equívocos señalados en el punto anterior, queda claro que de las premisas del modelo no se puede deducir su conclusión. Existe una falta total de atingencia entre las premisas y la conclusión de R. [3] la “concepción lógica” trae aparejada consecuencias absurdas, pues de un conjunto de premisas determinado se pueden extraer infinitas consecuencias deductivas y entre esas posibles conclusiones (o fallos) deducibles hay muchos que “es absurdo calificar como aplicaciones (correctas) de (1)... Puesto que según la concepción que examinamos un fallo es un fallo dictado en aplicación (correcta) de la ley (1), si y sólo si dicho fallo se deduce de (1), entonces, según dicha concepción, un fallo que dijera lo que (F) dice [O bien h debe ser castigado con la pena de prisión de 10 a 15 años o bien h debe ser premiado con un coche] sería un fallo dictado en aplicación (correcta) de (1) (Hernández Marín 1999: 220).” Termina cerrando la posibilidad de salvar la dificultad apelando a una lógica de la relevancia, pues afirma que “... cuando se precisa o aclara el contenido de los enunciados que constituyen la ley y el fallo en un caso penal de aplicación del derecho, como el que el razonamiento R pretende ilustrar, resulta evidente que el fallo no se deduce de la ley ni en la lógica ordinaria, ni tampoco en la más estricta lógica de la relevancia... Por ello, creo... que es vano cualquier intento de salvar dicha concepción en tales casos.” (Hernández Marín 1999: 221.)
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II. Considero que la tarea de rescatar la “concepción lógica” no es una tarea vana, y que una buena manera de comenzar es poniéndola a salvo de los duros cuestionamientos que acabo de reseñar. Es por ello que expondré algunas críticas a las razones con las que Rafael Hernández Marín apoya sus críticas. Antes de comenzar, cabe señalar que al defender sus cuestionamientos Hernández Marín introduce dos ajustes a las tesis con las que inicialmente caracterizó a la “concepción deductiva”. El objeto de discusión ya no es una concepción de la aplicación del derecho en general, sino una concepción de la aplicación (correcta) del derecho en casos penales (Hernández Marín 1999: 220-221). La “corrección” y el “caso penal” son dos restricciones que aparecen sobre el final de su argumentación, específicamente cuando apoya la tercera de las críticas mencionadas. Nada hay de cuestionable prima facie en sus aclaraciones, pero es bueno tenerlas presentes pues de alguna de ellas pueden surgir consecuencias importantes al tratar cada una de sus críticas. [1] El modelo R es una simplificación inadecuada que no puede servir como punto de partida para una elucidación aceptable de la noción “aplicación (correcta) del derecho en un caso penal”. Estoy completamente de acuerdo, y también considero que lo correcto es iniciar un tratamiento de la cuestión con un modelo que de cuenta de la complejidad de la aplicación del derecho en esos casos. Pero ninguna de las dos tesis con las que Rafael Hernández Marín caracteriza a la “concepción lógica” (que a partir de ahora llamaré CL) implica un compromiso con la adopción del modelo R. La reducción del razonamiento de aplicación del derecho a un burdo ejemplo de falacia de inatingencia es un error que ningún defensor serio y sofisticado de CL cometería. Es cierto que el modelo R aparece en muchas obras, algunas de ellas muy conocidas, pero eso no basta para generalizar sus defectos a todo intento de defender la tesis (a) con la que Hernández Marín definió CL. Si se quiere cuestionar la viabilidad de una concepción lo que hay que cuestionar es la mejor defensa posible que podría hacerse de la misma, en consecuencia, la adopción del modelo R es una falla que no es atribuible totalmente a los defensores de CL, sino que la mano del crítico a la hora de dar forma a su adversario tiene mucho que ver en el asunto. Considero que el modelo R es un punto de partida inadecuado, pero lo es tanto para apoyar una concepción respecto de la aplicación del derecho como para fundar sobre él las críticas a algunas de dichas concep-
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ciones. Y esto último es lo que hace Rafael Hernández Marín en I [2]. Una vez reconocido que el modelo R era inadecuado, lo que hubiera correspondido era buscar una variante más sofisticada para que representara a CL, y no fundar los cuestionamientos en las consecuencias que de dicho modelo se desprenderían para quienes lo adoptaran como punto de partida en sus reflexiones. [2] Un punto de partida aceptable para tomar como modelo de razonamiento de aplicación correcta del derecho en un caso penal debería evitar la ambigüedad latente en R, que acertadamente puso de manifiesto Hernández Marín. Una sentencia penal contiene, en su parte resolutiva, al menos dos enunciados jurídicos: uno es la declaración de absolución o condena respecto del delito que se atribuye al imputado, y otro la orden a las fuerzas de seguridad para que liberen o encarcelen al imputado según sea el caso. El enunciado en el que se condena o absuelve a un sujeto de un delito es un enunciado que, en conjunción con otros enunciados que forman el orden jurídico, sirve de fundamento a la orden de liberación o detención del imputado5. En el modelo que propondré desaparece la expresión “castigo” (y con ella el problema de ambigüedad que traía aparejado a R), así como la imprecisión respecto del sujeto que señalaba Hernández Marín en R. El modelo RR salva la ambigüedad con la que se cuestionaba a R separando los dos tramos de razonamientos que en él se encontraban confundidos6: [I] (1) Los homicidas deben ser condenados a la pena de prisión de 10 a 15 años [norma general]. (2) h es un homicida [caso individual]. (3) h debe ser condenado a la pena de prisión de 10 a 15 años [deducida de 2 y 3]. (4) h es condenado a prisión 10 años y un día [solución individual]. [II] (5) Los condenados a una pena de prisión de 10 a 15 años deben ser encarcelados y retenidos en el establecimiento X por los agentes del cuerpo de seguridad Z [norma general]. 5 Es lo que se suele denominar una sentencia declarativa (ver Alchourrón y Bulygin 1975, Bulygin 1991). 6 Cf. Moreso 1997.
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(6) la pena que consiste en ser enviado a prisión 10 años y un día es una pena de prisión de 10 a 15 años [subsunción]. (7) h debe ser encarcelado y retenido en el establecimiento X por los agentes del cuerpo de seguridad Z durante 10 años y un día [deducida de 4, 5 y 6]. En RR se pone en evidencia algunas características del razonamiento judicial que también se encontraban oscurecidas en el modelo R. Un defensor de CL no debe afirmar que todas las premisas relevantes en un razonamiento judicial pueden ser entendidas como el producto de una deducción. En RR hay enunciados como (1), (2), (5), y (6) que no se deducen de otros. Si nos preguntáramos por las razones que llevan a aceptarlos, posiblemente deberíamos enfrentarnos con operaciones que no pueden ser consideradas lógicas en sentido estricto (como la subsunción) o con argumentos no demostrativos (como en las cuestiones relacionadas con la prueba de los hechos). Incluso se puede pensar que la CS7 es la mejor manera de explicar la adopción de (4). Ninguna de las críticas que Hernández Marín formula en [2] al modelo R sería aplicable a una variante de CL que adoptara RR8. Las fallas detectadas en R no obligan a renunciar a las tesis con las que fue caracterizada CL, sino a precisar su alcance. La parte resolutiva de una sentencia judicial contendría los enunciados (4) y (7), y sólo este último sería deducible de las otras premisas presentes en el argumento. También ponen de manifiesto la necesidad de elaborar un modelo de razonamiento de aplicación del derecho más sofisticado para ejemplificarla. RR resulta cuestionable por muchas razones (ignora otros niveles de justificación, no resulta clara la relación entre una de las premisas normativas y una parte del contenido del fallo, en alguna de sus interpretaciones incluso podría no ser un argumento deductivo, etc.), pero la más importante es que no se trata de un modelo formalizado. Un intento serio para defender CL debería eliminar las imprecisiones del lenguaje natural formalizando el argumento de aplicación del derecho que se pretenda hacer valer como modelo. Sólo en ese caso se po7
Ver infra apartado III. No pretendo defender RR como un modelo aceptable en sí mismo, sino como un ejemplo de que es posible sortear las críticas de Hernández Marín sin renunciar a CL. Una concepción sofisticada de CL tendría que partir de un modelo formalizado, en el cual también desaparecería la ambigüedad en la que se apoya su cuestionamiento. 8
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dría asegurar su carácter deductivo, eliminando todas las posibles fuentes de ambigüedad. [3] Dos cosas puedo decir en defensa de CL frente a las últimas críticas que le formula Hernández Marín. En primer lugar, se podría considerar una reconstrucción aceptable de la noción “aplicación del derecho” a aquella que atribuyera ese carácter a cualquier consecuencia lógica de un conjunto de premisas (que incluyera al menos un enunciado jurídico), siempre que se aclarara que no todas ellas deberían ser consideras necesariamente como “aplicaciones correctas del derecho”. Esto exigiría elucidar la noción “aplicación correcta del derecho” definiendo los criterios de corrección que se pretendieran emplear. De esta manera CL, entendida como una explicación del concepto “aplicación del derecho”, no llevaría a las consecuencias absurdas que le atribuye Hernández Marín. Sólo se mostraría insuficiente para elucidar, por sí sola, la noción “aplicación correcta del derecho”. Estas sutilezas, aparentemente intrascendentes, traen aparejadas no obstante consecuencias relevantes para la discusión. La lógica queda a salvo como instrumento de análisis de los razonamientos mediante los que se aplica el derecho, aún cuando deba ser complementada con aportes de otros dominios (epistemología, filosofía del lenguaje, teoría jurídica, etc.). Incluso la propuesta del mismo Hernández Marín, al exigir que en una aplicación correcta del derecho el fallo forme parte de la referencia del enunciado normativo, podría resultar no sólo compatible con la defensa de CL, sino incluso complementaria. En segundo lugar, si se hiciera lugar a las críticas de Rafael Hernández Marín, entonces no sólo no se podría utilizar la lógica para analizar los razonamientos de aplicación del derecho (por las consecuencias desastrosas que traería aparejada), sino que se debería rechazar su utilización en las demás áreas del discurso jurídico también. Incluso se debería reconocer que ni la ciencia jurídica, aún empleando enunciados asertivos, formularía razonamientos deductivos, y por ende, lógicamente controlables. En efecto, la regla de introducción de la disyunción permitiría que un dogmático penal describiera el contenido de su orden jurídico diciendo: “O bien el homicidio debe ser castigado con la pena de prisión de 10 a 15 años o bien el homicidio debe ser premiado con un coche”, por usar el ejemplo que toma Hernández Marín. Esto constituiría un disparate similar al del aplicador del Derecho que dictara un fallo con ese contenido a partir del enunciado que castiga el homicidio. Los problemas de la aplicación de la
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lógica a los razonamientos formulados en lenguaje natural y a los conjuntos de creencias no son patrimonio del derecho, pero por lo general no son suficientes para renunciar a la lógica en ningún otro dominio... ¿por qué en el derecho deberíamos ser más exigentes que en otras disciplinas teóricas? III. Para Hernández Marín un ejemplo correcto de razonamiento de aplicación del derecho sería el siguiente: (Ley) Si un individuo x es el juez competente y un individuo z es un homicida entonces x debe dictar un fallo que ordene encarcelar a z y retenerlo en prisión un período de tiempo comprendido entre 10 y 15 años. (Fallo) El órgano ejecutivo O debe encarcelar a h y retenerlo en prisión durante 12 años y 1 día. La relación entre ley y fallo no es una relación lógica sino una relación semántica. El fallo forma parte de la referencia de la ley. Pero para estar en presencia de una “aplicación correcta del derecho” debe, además, haber sido dictado por un juez competente en cumplimiento de dicha ley. Esta es, en pocas palabras, la propuesta de Hernández Marín. La “concepción semántica de la aplicación del derecho” (que en adelante llamaré CS) afirma que para que un enunciado sea considerado un fallo dictado en aplicación (correcta) de la ley es necesario que reúna dos requisitos: que forme parte de la referencia de la ley y que haya sido dictado por el juez competente en cumplimiento de la misma. Los jueces pueden aplicar el derecho sin interpretarlo, pues es posible cumplir un enunciado sin entenderlo e incluso sin conocerlo. Sólo expondré una objeción a esta concepción, y para ello me valdré de uno de los argumentos que Hernández Marín empleó contra CL. En él afirmó que CL debía ser rechazada porque de ella se desprendían consecuencias absurdas. Según CL de un enunciado jurídico se podían derivar infinitos fallos (enunciados que fueran sus consecuencias lógicas) entre los cuales había algunos absurdos (como el que afirmaba “O bien h debe ser castigado con la pena de prisión de 10 a 15 años o bien h debe ser premiado con un coche”). Considero que lo mismo se puede afirmar respecto de CS y del ejemplo modelo en el que se apoya. Con la diferencia de que en su caso, el ejemplo fue construído especialmente para colaborar en la defensa de CS por el autor, por lo que no puede
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esquivar las consecuencias que señalaré tal como he hecho anteriormente al analizar sus críticas a CL. La referencia del enunciado “si un individuo x es el juez competente y un individuo z es un homicida entonces x debe dictar un fallo que ordene encarcelar a z y retenerlo en prisión un período de tiempo comprendido entre 10 y 15 años”, en la medida en que se alude en él a un intervalo numérico, resulta infinita como infinita es la serie de números comprendida entre 10 y 15. Algunos de los enunciados (fallos) comprendidos en dicha referencia también serían absurdos, como por ejemplo uno que dijera “el órgano ejecutivo O debe encarcelar a h y retenerlo en prisión durante 12 años, 1 día, 15 minutos, 22 segundos y 33 milésimas de segundo”. Si un juez dictara un fallo como este estaría realizando una aplicación correcta de la ley, según CS. Las mismas razones con las que Hernández Marín cuestiona a CL permiten criticar con la misma intensidad su propia propuesta, pues según ellas CS también trae aparejada consecuencias absurdas. *** Estos apuntes críticos no ponen en duda el gran valor que tiene el libro escrito por el profesor Hernández Marín, en el que se encuentra contenida una de las propuestas más interesantes que se han formulado durante los últimos años para abordar las cuestiones relacionadas con la interpretación y la aplicación del Derecho. Aunque mis cuestionamientos resulten sumamente esquemáticos espero que sirvan para facilitar la discusión del valioso aporte que con su trabajo ha realizado en relación con ciertos temas que continúan siendo centrales para la filosofía del derecho.
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BIBLIOGRAFÍA Alchourrón, Carlos y Bulygin, Eugenio 1975. Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Bs. As., Astrea. Baker, Gordon P. 1977. “Defeasibility and Meaning”, en P.M.S. Hacker y J. Raz (eds.), Law, Morality and Society: Essays in Honour of H.L.A. Hart, Oxford, Clarendon Press. Bulygin, Eugenio 1991. “Sentencia Judicial y creación de derecho”, en Alchourrón, Carlos E. y Bulygin, Eugenio, Análisis lógico y derecho, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, pp. 355-369. Hernández Marín, Rafael 1999. Interpretación, subsunción y aplicación del derecho, Madrid, Marcial Pons. Moreso, José Juan 1997. Normas y estructura del Derecho, Fontamara. Moreso, José Juan 2000. “Notas sobre filosofía analítica y hermenéutica”, ponencia presentada al Congreso Internacional realizado en Trápani (Sicilia). Por gentileza del autor. Quine, W. V. O. 1981. Filosofía de la lógica, Madrid, Alianza. Versión española de Manuel Sacristán. Searle, John 1979. ‘Literal Meaning’, en Expression and Meaning, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 117-136. __________, 1981. ‘The Background of Meaning’, en J. R. Searle, F. Kiefer, M. Bierwisch (eds.), Speech Act Theory and Pragmatics, Dordrecht, Reidel, pp. 221-232.
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de las alteraciones más notables introducidas por Rawls en LiU naberalismo Político a la versión de su concepción de justicia es el recurso del “consenso superpuesto”. A algunos filósofos esto les ha parecido una renuncia por parte de Rawls a su tarea como filósofo. Han considerado que la apelación a este recurso presenta a la Filosofía Política como demasiado involucrada en la política práctica y, precisamente por esto, como alejada de aquello en que consiste la tarea filosófica, a saber, la búsqueda de principios correctos. Al respecto señala Raz en su artículo ”Facing Diversity: The Case for Epistemic Abstinence”1: Aunque el objetivo práctico de Rawls de participar en la política constitucional práctica puede ser correcto... alguien puede dudar si esto es en realidad sobre lo que versa la filosofía política.
Una queja semejante ha sido formulada por Carlos Rosenkrantz en su artículo El Nuevo Rawls2. Aquí Rosenkrantz analiza dos tipos de diferencias entre Teoría de la Justicia y Liberalismo Político, referidas a la forma de justificación y al grado de alcance de la teoría. Su tesis es que mientras en Teoría de la Justicia encontramos una concepción fundada en consideraciones filosóficas que se aplica a todas las sociedades, en Liberalismo Político encontramos una concepción fundada en
* Universidad de Córdoba, Argentina. 1 Raz, Joseph; “Facing Diversity: The Case for Epistemic Abstinence”, 19 Phil. & Pub. Aff. 3 (1990). En el mismo sentido señala Hampton: “los políticos, después de todo, sólo buscan que las ideas que están propugnando sean aceptadas; los filósofos se supone que buscan la verdad...” Hampton, Jean; “Should Political Philosophy Be Done Without Metaphysics?, 99 Ethics. 2 Rosenkrantz, Carlos F.; “El Nuevo Rawls”, Revista Latinoamericana de Filosofía, Vol. XXII No. 2 (Primavera 1996): 224- 249. ISONOMÍA No. 18 / Abril 2003
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consideraciones políticas que se aplica sólo a aquellas sociedades que tienen implícita en su cultura política pública la idea de persona como libre e igual y de sociedad como una empresa para beneficios mutuos3. De ambos tipos de diferencias, de justificación y alcance, las que me interesa abordar son sólo las primeras, por dos motivos: en primer lugar porque, como Rosenkratz señala, el alcance de la concepción está en función de su fundamentación4; en segundo lugar porque es la supuesta alteración en la manera de justificar la concepción de justicia lo que funda la objeción que Rawls en Liberalismo Político se ha alejado de la búsqueda de principios de justicia correctos. El argumento de Rosenkrantz podría reconstruirse de la siguiente manera: tanto en Teoría de la Justicia como en Liberalismo Político los principios de justicia se encuentran justificados por ser aquellos que serían elegidos en la “posición original”, sin embargo lo que ha variado de una versión a otra son las consideraciones en las que se funda el diseño mismo de la “posición original”, mientras en Teoría de la Justicia el diseño de la posición original, y por tanto los principios obtenidos a partir de ella, estaban justificados en consideraciones filosóficas, en Liberalismo Político lo está en el hecho que modela las ideas de persona y sociedad que se encuentran implícitas en la cultura pública de una sociedad pluralista y democrática. Así, señala Rosenkrantz, mientras en Teoría de la Justicia ...Rawls sostuvo que las condiciones corporizadas en la posición original son condiciones que ‘de hecho aceptamos o, si no lo hacemos, podemos ser persuadidos por la reflexión filosófica de que debemos hacerlo´...”5, en Liberalismo Político “...Rawls no cree que esta idea de la persona y de la sociedad (modeladas en la posición original) sean ideas que debemos aceptar mediante la reflexión filosófica...”6
3 En función de estas diferencas de alcance y justificación Rosenkrantz caracteriza lo que es una teoría de la justicia y una teoría del liberalismo. Su objetivo es mostrar que en “Teoría de la Justicia” Rawls desarrolla una teoría de la justicia, mientras que en “Liberalismo Político” expone una teoría del liberalismo. 4 Cfr. Ibid. p. 234. 5 Ibid. p. 231. La cita de Rawls corresponde a la versión inglesa de Teoría de la Justicia, Harvard University Press, Boston, (1971), p. 4. 6 Ibid. p. 233. Lo agregado entre paréntesis me pertenece.-
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De esta manera Rosenkratz concluye que lo que en última instancia justifica a la concepción de persona y sociedad, sobre la que se sustentan los principios de justicia, en la nueva versión de la teoría no son consideraciones filosóficas, sino el mero hecho de ser ideas implícitas en nuestra cultura política pública7. Pienso que esta objeción está fundada en una manera equivocada de interpretar la utilización que Rawls hace, basado en su particular concepción de la filosofía política, de dos herramientas teóricas diversas: el equilibrio reflexivo, por un lado, y el “consenso superpuesto”, por el otro. El primer paso entonces será analizar de qué manera Rawls entiende la filosofía política como disciplina, para luego, a partir de esto, señalar qué funciones cumplen estos dos recursos teóricos en la elaboración de su concepción de justicia.
I.–Filosofía Política: corrección y plausibilidad Una característica distintiva de la filosofía política con relación a la filosofía moral es que debe buscar concepciones que no sólo sean correctas, sino también plausibles. La razón de esto se encuentra en las funciones prácticas que Rawls adjudica a la filosofía política. Para él una concepción filosófico-política debe: a) avocarse a cuestiones disputadas y buscar debajo de las apariencias, bases de acuerdo filosófico y moral, b) servir de guía, al identificar qué principios y fines son los más coherentes con nuestras convicciones compartidas, c) reconciliarnos con nuestras instituciones al mostrarnos cuáles son sus bases morales y racionales y, finalmente, d) mostrar el mejor orden político, dentro de las posibilidades prácticas8. Así, señala Rawls en “The Idea of Overlapping Consensus”:
7 Señala al respecto Rosenkratz: “...He intentado mostrar que TJ (Teoría de la Justicia) era una teoría de la justicia pues allí Rawls recurría a proposiciones filosóficas para justificar las condiciones corporizadas en la posición originaria mientras que PL (Liberalismo Político) es una teoría del liberalismo pues aquí se recurre a consideraciones políticas para fundar las concepciones modelo de la persona y la sociedad.” (lo agregado entre paréntesis me pertenece) Ibid. p. 234. 8 Cfr. Rawls, John; “Justice as Fairness: A Restatement”, pp. 26-29.
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La filosofía política esta vinculada a la política porque debe estar interesada, de una manera en que la filosofía moral no necesita estarlo, con las posibilidades políticas prácticas...9
Y en el mismo sentido afirma en “The Domain of the Political and Overlapping Consensus”: ...una concepción política debe ser practicable, esto es, debe caer dentro del arte de lo posible. Esto contrasta con una concepción moral que no es política; una concepción moral puede condenar al mundo y a la naturaleza humana como demasiado corrupta para ser movida por sus preceptos e ideales.10
Este es un tópico que Rawls afirma de la filosofía política como disciplina. Es decir, una concepción referida a cómo organizar y evaluar instituciones sociales básicas en la que no se argumentara en absoluto a favor de su plausibilidad no sería una concepción de filosofía política. En consecuencia las concepciones filosófico-políticas, de la cual la justicia como imparcialidad es un ejemplo, aspiran por un lado, como toda concepción moral, a ser correctas, y por otro, en tanto políticas, a ser plausibles. Si la concepción filosófico-política se encuentra en equilibrio reflexivo con nuestros juicios meditados de moralidad entonces es correcta, si puede elaborarse una conjetura informada de cómo esta concepción política puede cumplir su función práctica de organizar las instituciones básicas de una sociedad en un mundo social posible, entonces tal concepción es plausible. La conjetura de Rawls a este respecto es que su concepción política de justicia será el foco de un “consenso superpuesto” de doctrinas comprehensivas razonables. La función del equilibrio reflexivo es la de un test de validez de la concepción. Este punto, es idéntico tanto en Teoría de la Justicia como en Liberalismo Político11. En ambas versiones una concepción política 9 Rawls, John; “The Idea of an Overlapping Consensus”, en Freeman, Samuel (ed): Collected Papers, p. 447. 10 Rawls, John; “The Domain of the Political and Overlapping Consensus”, en Freeman, Samuel (ed): Collected Papers, p. 486. 11 En Liberalismo Político pueden distinguirse, siguiendo lo expresado por Norman Daniels, dos tipos de equilibrio reflexivo: el “equilibrio reflexivo político” mediante el cual se determina
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de justicia está justificada, en última instancia, cuando los argumentos en los que está sustentada son válidos, esto es, son lógicamente correctos, y tanto las premisas como las conclusiones son aceptables con relación a nuestros juicios meditados compartidos de moralidad en todos sus niveles de generalidad12. Lo que sí ha cambiado en ambas presentaciones ha sido el argumento a favor de la plausibilidad de la concepción. La razón es conocida, Rawls piensa que la manera en que se explicaba en “Teoría de la Justicia” cómo una sociedad democrática y pluralista podía llegar a ser una sociedad bien ordenada, donde todos los ciudadanos aceptaran públicamente y estuvieran motivados a actuar de acuerdo a los principios de la justicia como imparcialidad, es implausible. La plausibilidad de una concepción depende de la sociedad a la que está dirigida. Así una concepción que esté dirigida a una sociedad democrática y pluralista, como es el caso de la justicia como imparcialidad, debe poder ser apoyada por una diversidad de visiones comprehensivas debido a que: a) Los ciudadanos de una sociedad tal profesan distintas visiones comprehensivas. b) Para que el régimen sea perdurable, dado su carácter democrático, la concepción política tiene que poder ser aceptada por la mayoría de los ciudadanos políticamente activos13. Para lograr una concepción filosófico-política practicable la estrategia de Rawls es buscar en la cultura política pública bases de acuerdo filosófico y moral para elaborar a partir de éstas una concepción
y completa la concepción de justicia, y el “equilibrio reflexivo amplio” por el cual, al igual que sucedía en “Teoría de la Justicia”, se la justifica. Cfr. Daniels, Norman; “Reflextive Equilibrium and Justice as Political”, en Davion, Victoria y Wolf, Clark (ed); The Idea of a Political Liberalism. Essays on Rawls, Rowman & Littlefied Publishers, p. 142-146. 12 Rawls, John; “Justice as Fairness: A Restatement”, p. 27. 13 Otros tres hechos que caracterizan a una sociedad pluralista y democrática son: La adhesión continua a una doctrina comprehensiva por parte de todos los ciudadanos sólo puede lograrse por el uso opresivo del poder estatal, su cultura política contiene ciertas ideas fundamentales implícitas y la mayoría de juicios políticos son hechos en condiciones en las que prevalecen las “cargas del juicio”, lo que hace improbable que personas razonables lleguen a la misma conclusión. Cfr. Rawls, John; Liberalismo Político, trad. Sergio René Madero Báez, F.C.E, p. 57-60; 72-75.
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filosófico-política cuyo objetivo sea diagramar y evaluar el diseño institucional. Su propuesta es entonces elaborar una concepción de justicia que reúna estas tres características14: a) Que esté formulada en términos de ideas fundamentales que se encuentran implícitas en la cultura política pública de una sociedad pluralista y democrática. b) Que su objetivo sólo sea el ámbito público, esto es, el diseño de las instituciones básicas. c) Que su aceptación no presuponga aceptar ninguna doctrina comprehensiva. Sin embargo, no basta con mostrar que la justicia como imparcialidad posee estas tres características para dar por descontada su plausiblidad. Que una concepción política reúna estas tres características lo único que garantiza es que es conceptualmente posible que sea aceptada por ciudadanos que profesan distintas e incompatibles visiones comprehensivas. Pero lo que interesa en relación con la plausibilidad son las posibilidades prácticas y no las conceptuales. Es necesario señalar “cómo”, de qué manera, una concepción política tal como la justicia como imparcialidad podría llegar a ser aceptada públicamente por ciudadanos que adhieren a distintas visiones comprehensivas. A satisfacer esta exigencia va dirigida la conjetura de Rawls sobre el “consenso superpuesto”. Rawls formula una “conjetura informada”, partiendo de los hechos básicos de una sociedad pluralista y los presupuestos de una psicología moral razonable, con relación a cómo esta aceptación podría darse. El objetivo de su argumento es mostrar el arribo a este “consenso superpuesto” como un evento que podría producirse dentro de un mundo social posible. El argumento a favor de la plausibilidad de la concepción de justicia tiene dos partes: la primera es explicar de una manera coherente con el resto de la concepción en qué consistiría una sociedad bien ordenada
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Cfr. Ibid. pag. 36-39.
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por la misma. La segunda es mostrar cómo esta sociedad bien ordenada podría alcanzarse. La posición de Rawls con relación al primer tema es que una sociedad bien ordenada es aquella en la que existe un “consenso superpuesto”, por parte de la mayoría de sus ciudadanos políticamente activos, referido a una concepción de justicia que reúna las tres características señaladas con anterioridad. La conjetura que Rawls esboza con relación al segundo asunto, esto es cómo puede lograrse el “consenso superpuesto” tiene, a su vez, dos etapas: en la primera se explica cómo a partir de la aceptación de algunos principios liberales como un modus vivendi se llega a afirmarlos por sí mismos en un “consenso constitucional”; la segunda etapa explica cómo puede darse el paso de éste a un “consenso superpuesto” sobre una concepción política liberal15. El “consenso constitucional” se refiere sólo a aquellos principios que sirven para modelar la rivalidad política dentro de la sociedad. Cuando éste se da existe acuerdo acerca del derecho al voto, la libertad de discurso y asociación política y todo lo que sea necesario para los procedimientos electorales y legislativos de una democracia. La conjetura de Rawls con relación a cómo esto es posible se funda en las siguientes premisas16: En primer lugar la mayoría de las doctrinas filosóficas y religiosas no son plenamente generales y comprehensivas. Esto permite que, en segundo lugar, la mayoría de los ciudadanos acepten los principios de organización política sin ver ninguna conexión con sus visiones comprehensivas, esto es, como un mero modus vivendi. En tercer lugar que esto suceda posibilita que los ciudadanos aprecien el bien social que se logra a través de la aplicación de estos principios. Finalmente, en cuarto lugar, habiendo apreciado ya el bien de contar con una sociedad bien ordenada por estos principios, en caso de que 15 Una concepción política liberal reúne tres características: a) especifica ciertos derechos, libertades y oportunidades básicos, b)asigna prioridad a esos derechos, libertades y oportunidades en relación a las exigencias del bien general y valores perfeccionistas, y c) exige que todos los ciudadanos posean medios apropiados para hacer uso eficaz de sus libertades y oportunidades. Cfr. Rawls, John, Liberalismo Político, p. 32. 16 Cfr. Ibid. p. 158-163. Para un análisis del funcionamiento de los mecanismos institucionales que actúan en este proceso Cfr. Cohen, Joshua; “A More Democratic Liberalism”; Michigan Law Review 92, nº6: 1506-43.
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algunas de las posiciones de sus visiones comprehensivas resulten incompatibles con éstos elegirán modificar sus visiones antes que rechazar aquéllos. En este punto, cuando todas las visiones comprehensivas se han vuelto compatibles con los derechos y libertades políticas básicas, así como con la utilización de recursos democráticos para resolver las controversias, el “consenso constitucional” se ha logrado y las visiones comprehensivas se han vuelto razonables. Dos características distinguen este “consenso constitucional” de un “consenso superpuesto”: su profundidad y amplitud. Para que el consenso sea profundo es necesario que sus principios e ideales políticos estén fundamentados en una concepción política de la justicia. Para que sea amplio debe ir más allá de los principios políticos que instituyen los procedimientos democráticos, para incluir principios que abarquen toda la estructura básica17. Con relación a la profundidad Rawls enumera tres razones que conjetura podrían provocarla: la necesidad de los grupos políticos de atraer voluntades de personas con distintas doctrinas comprehensivas, la existencia de nuevos problemas constitucionales que impliquen tener que introducir enmiendas, y por último, el hecho que exista un sistema constitucional con revisión judicial18. Estas tres razones harían necesario elaborar concepciones políticas en vista de las cuales se puedan justificar políticas, proponer alteraciones a la constitución, o interpretarla con el fin de poder resolver los casos constitucionales por parte de los jueces. Esto explicaría cómo los ciudadanos y funcionarios, para actuar en el ámbito público, se verían llevados a elaborar una concepción política que utilice las ideas compartidas implícitas en la cultura política pública de su sociedad. Con relación a la amplitud la principal razón para superar el ámbito estrecho que abarca el “consenso constitucional” es la existencia de nuevos conflictos en relación con los temas no comprendidos por aquel19.
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Cfr. Ibid., pag. 163. Cfr. Ibid., pag. 164. 19 Cfr. Ibid., pag. 165. 18
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El argumento de Rawls, finalmente, se completa mostrando cómo el “consenso superpuesto” podría ser tan específico como para que en el centro de la clase focal se encuentre la justicia como imparcialidad20. Lo que es necesario tener en mente es que el recurso del “consenso superpuesto” tiene por objetivo responder a la cuestión de cómo es posible que las personas converjan en su aceptación de la justicia como imparcialidad, y que ésta es una cuestión enteramente diferente de qué es lo que justifica a esta concepción de justicia. La respuesta a esta última cuestión está vinculada al equilibrio reflexivo y no al “consenso superpuesto”. II.–Filosofía, no política Pienso que la distinción entre las distintas funciones que cumplen en la teoría el recurso del equilibrio reflexivo y el “consenso superpuesto” permite zanjar la objeción planteada por el profesor Rosenkrantz. En efecto, éste piensa que la justificación última de la concepción política se halla en el hecho que las ideas a partir de las cuales es elaborada se encuentran implícitas en la cultura política pública de una sociedad pluralista y democrática. Sin embargo, como espero haya quedado claro, la exigencia que la concepción política esté elaborada a partir de ideas implícitas en la cultura política pública está vinculada con la posibilidad de lograr que la concepción sea el foco de un “consenso superpuesto” de doctrinas comprehensivas razonables, no con su justificación. Lo que justifica a la concepción política, lo que le otorga corrección, es el encontrarse en equilibrio reflexivo con nuestros juicios meditados de moralidad en todos sus niveles de generalidad, no el estar elaborada a partir de ideas implícitas en nuestra cultura política. Elaborar la concepción política a partir de estas ideas es lo que la vuelve plausible con relación a una sociedad pluralista y democrática, pero no es esto lo que le confiere validez o correcciòn. Señala Rawls en “Justice as Fairness: A Restatement”:
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Cfr. Ibid., p. 166.
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La exposición de la justicia como imparcialidad comienza con estas ideas familiares (implícitas)... Pero que la exposición comience con estas ideas no significa que el argumento a favor de la justicia como imparcialidad simplemente las tome a ellas como su sustento. Todo depende de cómo funcione la exposición como un todo, y de si las ideas y principios de esta concepción de justicia, así como sus conclusiones, prueban ser aceptables bajo la debida reflexión.”21
Ahora bien ¿qué es lo que explica que tantos pensadores, incluido Rosenkratz, consideren que Liberalismo Político es un retroceso de la filosofía frente a la política? Pienso que una de las principales razones, aunque no la única, debe buscarse en las deficiencias de Teoría de la Justicia. En esta obra la explicación de la estabilidad, brindada sobre la base de la aceptación por parte de todos los ciudadanos de una visión comprehensiva de tipo kantiano, daba la impresión que todas las personas podrían ser conducidas mediante la utilización de argumentos filosóficos a la aceptación de las ideas de ciudadanía y sociedad sobre las que descansa la justicia como imparcialidad22. La argumentación filosófica cumplía entonces una doble función: por un lado justificaba la concepción, y por otro, servía para explicar como podía producirse su aceptación. En Liberalismo Político, en cambio, lo que explica la aceptación de la concepción es el hecho de estar construida en ideas ya aceptadas por estar implícitas en la cultura pública de una sociedad democrática. Por otra parte lo que explica la aceptación de estas ideas no son argumentos filosóficos, sino mecanismos históricos e institucionales que llevan primero a aceptar estas ideas como parte de un modus vivendi y finalmente culminan en un “consenso superpuesto” enraizado en distintas visiones comprehensivas. Sin embargo lo que las justifica siguen siendo argumentos de tipo filosófico. La diferencia con Teoría de la Justi-
21 Rawls, John; “Justice as Fairness: A Restatement”, p. 5, nota 5. Lo agregado entre paréntesis me pertenece. 22 Es sintomático de la confusión que estoy denunciando entre los mecanismos de aceptación y de justificación de una teoría que Rosenkrantz para mostrar que Teoría de la Justicia aspiraba a justificar la concepción en consideraciones filosóficas cite el pasaje en el que Rawls señala que la posición original corporiza condiciones que “de hecho aceptamos o, si no lo hacemos, podemos ser persuadidos por la reflexión filosófica de qué debemos hacerlo” Rosenkratz, Carlos; op. cit., pag. 231.
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cia es que allí la justificación era sólo de tipo kantiano mientras que ahora pueden existir tantos tipos de justificación como visiones comprehensivas razonables haya. Es decir la herramienta de justificación sigue siendo el equilibrio reflexivo sólo que mientras en Teoría de la Justicia Rawls pensaba que éste era sólo de tipo kantiano, ahora piensa que puede existir una pluralidad de equilibrios reflexivos que sustenten la concepción de justicia 23. Pienso, en consecuencia, que es necesario distinguir con claridad dos problemas. El primero es de tipo empírico y se refiere a qué explica el hecho psicológico que aceptemos ciertas ideas de persona y sociedad, y la concepción de justicia construida con base en ellas. El segundo es de tipo normativo y se refiere a qué justifica el contenido de estas ideas24. La respuesta que Rawls da al primer problema tanto en Teoría de la Justicia como en Liberalismo Político es explicativa y no justificativa. En la primera de estas obras lo que explica que aceptemos estas ideas es el argumentar a partir de una visión filosófica comprehensiva compartida de tipo kantiano. En Liberalismo Político, en cambio, lo que explica la aceptación de estas ideas no es el argumentar a partir de una misma doctrina filosófica, sino el funcionamiento de ciertos mecanismos institucionales. La respuesta que da al segundo problema en ambas obras es, por otro lado, de tipo justificatorio. En Teoría de la Justicia lo que justifica el contenido de estas ideas es que se encuentran en una relación de sustento recíproco con nuestros juicios políticos y con el resto de nuestros juicios morales meditados, los cuales se presupone son de tipo kantiano. En Liberalismo Político lo que justifica el contenido de estas ideas es el encontrarse en aquella relación con nuestros juicios políticos y con el resto de las ideas morales que profesamos, kantianas o no, siempre y cuando éstas sean razonables. Solamente si se mezclan estos dos problemas y sus respuestas de manera que se tome como respuesta al segundo (el referido a cómo justificar el contenido de las ideas básicas) la que Rawls ofrece para el
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En el mismo sentido, cfr. Daniels, Norman, op. cit., pag. 136-138. Para una distinción semejante entre explicar la aceptación de una idea y justificar su contenido, cfr. Van Roojen, Mark; “Reflective Moral Equilibrium and Psychological Theory”, Ethics 109 (Julio 1999), pág. 850 y ss. 24
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primero (relativo a cómo explicar la aceptación de estas ideas) es posible sostener, como hace el profesor Rosenkratz, que estas ideas, a partir de las cuales se diseña la posición original donde son elegidos los principios de justicia, están justificadas por encontrarse implícitas, gracias al funcionamiento de ciertos mecanismos institucionales, en la cultura política pública de una sociedad democrática. Para concluir puede señalarse que efectivamente la filosofía ha perdido un papel en Liberalismo Político que tenía en Teoría de la Justicia. No obstante no es su rol justificatorio el que le ha sido quitado. Lo que le ha sido removido es su carácter de factor causal preponderante de aceptación. Sin embargo, el que Rawls haya entrecruzado sus respuestas a los dos problemas, el de la justificación y el de la aceptación, en Teoría de la Justicia puede ser lo que ha llevado a algunos a pensar que habiendo perdido la filosofía su función con relación a uno, también la había perdido con relación al otro.