John Holt: “ Las escuelas son lugares nefastos para los niños”* Por supuesto, no todas las escuelas son iguales. Algunas de las que conozco son muy buenas. De las que no lo son tanto, unas son mejores que otras, y muchas están en proceso de mejora. Además, Además, he habl hablad adoo con con bast bastan ante tess pers person onas as rela relaci cion onad adas as con con la escu escuel ela, a, prof profes esor ores es,, plan planif ific icad ador ores es y administradores a todos los niveles, como para saber que muchos de ellos se sienten sumamente insatisfechos insatisfechos de nuestras escuelas tal como son actualmente actualmente y que, si supiesen cómo, o si se atrevieran a ello, les gustaría convertirlas en lugares mucho más adecuados para los niños. No obstante, nuestras escuelas siguen siendo más o menos lo que siempre han sido, lugares nefastos para los niños, o, para el caso, para cualquiera que tenga que estar, vivir o aprender en ellas. En primer lugar, la crueldad no está aún desterrada de las aulas. El relato de Jonathan Kozol acerca de las escuelas de Boston puede aplicarse a casi todas las ciudades grandes, según me han informado numerosas personas que se han criado o que han enseñado en otras urbes. El profesor de psicología psicología de un centro en el que muchos de los estudiantes de una ciudad cercana de dimensiones medias hacen prácticas de enseñanza, me contó no hace mucho tiempo que, cuando una alumna entró a enseñar en una escuela, el director le entregó un palo y le dijo: “no me importa que les enseñe algo o no, lo que quiero es que los mantenga a raya”. Ni que decir tiene que los niños que asistían a esta escuela eran pobres; los padres ricos no toleran por lo general este tipo de conducta. Este incidente no es excepcional, sino bastante corriente. Muchos de los alumnos del mencionado profesor de Psicología, todavía llenos de esperanzas e ideales en los niños y la educación, volvían de sus prácticas de enseñanza con lágrimas lágrimas en los ojos y diciendo: “no quiero maltratar a los niños”. Pero lo cierto es que ésta sigue siendo todavía la regla en determinadas escuelas. Leí en cierta ocasión que, tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, las sociedades protectoras de animales cuentan con más miembros y recursos económicos que las sociedades destinadas a prevenir la crueldad contra los niños. Interesante. Muy pocos de los que se dedican a la enseñanza se atreverán a defender abiertamente la crueldad contra los niños, salvo quizá algún que otro chalado de derechas, y por tanto no tiene mucho sentido el combatirlos. En cualquier caso, la mayoría de las veces los niños pueden defenderse de la crueldad. Se trata al menos de algo directo y abierto. Cuando alguien te golpea con un palo, o trata deliberadamente de hacer que te sientas como un imbécil delante de todas la clase, sabes lo que te están haciendo y quién te lo está haciendo. Sabes quién es tu enemigo. Pero los niños no pueden defenderse, ni lo hacen, contra la mayor parte del daño que se les inflige en las escuelas, porque desconocen lo que se les está haciendo o quién lo hace, o porque, aunque lo conozcan, creen que se lo hacen personas afables por su propio bien. En el momento de poner por primera vez los pies en el edificio escolar, casi todos los niños son más listos, más curiosos, menos asustados ante lo que desconocen, mejores en deducir y averiguar cosas, más seguros, llenos de recursos, tenaces e independientes independientes de lo que volverán a ser durante toda su permanencia en la escuela o, a menos que sea un tipo raro y afortunado, de lo que serán en todo el resto de su vida. En ese momento, y habiendo prestado una profunda atención y mantenido una estrecha interacción con el mundo y las personas que le rodean, ha realizado ya una tarea mucho más difícil, complicada y abstracta que ninguna de las que se le exigirán en la escuela o de las que han hecho sus profesores en muchos años. Ha descifrado el misterio del lenguaje. Lo ha descubierto, los niños de pecho ni siquiera saben que existe, y han averiguado cómo funciona y aprendido a utilizarlo. Tal como lo describí en mi obra How children learn , lo ha conseguido explorando, experimentando, desarr desarroll olland andoo su propio propio modelo modelo de gramát gramátic icaa del lengu lenguaje aje,, probán probándol doloo y viendo viendo si funci funciona ona,, modificándolo y perfeccionándolo gradualmente hasta hacerlo funcionar. Y mientras hacía todo esto, ha ido aprendiendo también otras muchas cosas, incluidos muchos de los “conceptos” que las escuelas creen ser las únicas en poder enseñarles, así como otros mucho más complicados que los que intentan imbuirles. * HOL HOLT, JJ.. (19 (1987 87). ). El fracaso de la escuela . Madrid: Alianza, pp. 21-39
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Nos encontramos, pues, con este discípulo curioso, paciente, resuelto, enérgico y hábil. Le sentamos en un pupitre y ¿qué es lo que le enseñamos? Muchas cosas. En primer lugar, que el aprendizaje es algo al margen de la vida: “venís a la escuela a aprender”, les decimos, como si los niños no hubiesen estado aprendiendo antes, como si la vida se hubiese quedado fuera y el aprendizaje dentro, y no hubiera ninguna relación entre ambos. En segundo lugar, que no cabe confiar en que aprendan y que no sirven para ello. Todo lo que hacemos para enseñarle a leer (tarea mucho más sencilla que las que el niño ya domina) parece indicarle: “si no te enseñamos a leer, no lo harás, y si no lo haces tal como te decimos, no podrás”. En resumen, llega a pensar que el aprendizaje es un proceso pasivo, algo que te hacen, en vez de algo que haces por ti mismo. Por muchos otros caminos el niño aprende que no vale nada, que no es digno de confianza, que sólo sirve para obedecer órdenes, que es como una hoja en blanco para que otros escriban en ella. En la escuela se escuchan toda suerte de lindezas acerca del respeto hacia el niño, de las diferencias individuales y de cosas parecidas. Pero nuestras acciones, en contraposición a nuestras palabras, parecen decirle al niño: “tus experiencias, preocupaciones, curiosidades, necesidades..., lo que sabes, deseas, te preguntas, esperas , temes, te gusta o te disgusta, para lo que sirves y para lo que no, todo esto no tiene la más mínima importancia, no cuenta para nada. Lo que importa aquí, lo único que importa, es lo que nosotros sabemos, lo que consideramos importante, lo que queremos que hagas, pienses y seas”. Así pues, el niño aprende pronto a no formular preguntas, que el profesor no está para satisfacer su curiosidad. Tras aprender a ocultar su curiosidad, aprende a avergonzarse de ella. Sin ninguna posibilidad de averiguar cómo es, y de desarrollar su personalidad, cualquiera que ésta sea, pasa pronto a aceptar la evaluación que hacen de él los adultos. El niño piensa como aquellos estudiantes de octavo grado, sumamente adelantados en una escuela privada de categoría: “no soy nada o, en todo caso, algo malo; carezco de intereses o preocupaciones que no sean triviales, nada de lo que me gusta es bueno para mí o para los demás; cualquier elección o decisión que adopto resulta estúpida; mi única esperanza de sobrevivir en este mundo r5adica en aferrarme a alguna autoridad y hacer lo que me diga”. Aprende también otras muchas cosas. Aprende que es un delito equivocarse, sentirse inseguro o confuso. Lo que desea la escuela son respuestas acertadas y, tal como describí en mi obra How Children Fail , aprende un sinfín de estratagemas para “sacarle” dichas respuestas al profesor, para hacerle creer que sabe algo que no sabe. Aprende a engañar, a “echarse faroles”, a fingir y estafar. Aprende a hacerse perezoso. Antes de entrar en la escuela trabajaba horas y horas, por propia voluntad y sin pensar en recompensas, en la tarea de descifrar el mundo y adquirir competencia en él. En la escuela aprende, como cualquier chupatintas o trabajador a la fuerza, a “escaquearse”, a no trabajar cuando el jefe no está mirando, a saber cuándo está mirando, a hacerle creer que trabaja cuando sabe que está mirando. Aprende que en la vida real no se hace nada a menos que te sobornen, intimiden o engañen para que lo hagas, que no hay ninguna cosa que merezca la pena por sí misma o que, si la hay, no se puede hacer en la escuela. Aprende a aburrirse, a trabajar con sólo una pequeña parte de su cerebro, a evadirse de la realidad que le rodea refugiándose en sus ensoñaciones y fantasías, pero no en fantasías como las de sus años preescolares, en las que desempeñaba un papel muy activo. Se habl hablaa mu much choo de la ense enseña ñanz nzaa de Valor alores es Demo Democr crát átic icos os.. Lo que que los los niño niñoss apre aprend nden en verdaderamente es una Esclavitud Práctica. Cómo burlarse del jefe. Cómo esquivar los problemas y meter en ellos a otra gente: “Profesor, Billy está...” Colocado en mezquina competencia con otros niños, aprende que todo el ser humano es el enemigo natural de los demás. La vida es, como dicen los estrategas, un juego de suma cero: lo que uno gana, lo pierde otro; por cada vencedor debe haber un vencido. (De hecho, nuestros educadores, y sobre todo nuestras llamadas “universidades de prestigio”, han convertido la educación en un juego en el que por cada ganador hay aproximadamente veinte perdedores). Al niño quizá se le permita trabajar “en equipo” con otros compañeros pero siempre para algún fin trivial. Cuando se lleva a cabo alguna tarea importante, importante para la escuela, se
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prestarle ninguna ayuda ni molestarse en pedir socorro. El niño llega a la escuela lleno de curiosidad por las demás personas, y especialmente por los demás niños. Pero tiene que actuar como si esos otros niños, que se encuentran todos a su alrededor, a muy pequeña distancia, no estuviesen allí. No puede mante mantener ner una relaci relación ón con con ellos ellos,, habla hablarle rles, s, sonreí sonreírle rles, s, muchas muchas veces veces ni siquie siquiera ra mirarl mirarles. es. En numerosas escuelas escuelas no puede hablar con los demás niños en los recreos entre clase y clase; en más de una, algunas de ellas de refinados barrios, no puede hablar con ellos ni tan siquiera durante la comida. Maravillosa preparación para un mundo en el que, cuando no estás estudiando a la otra persona para ver cómo puedes engañarle, no le prestas ni la más mínima atención. atención. El niño aprende de hecho a vivir sin prestar atención a nada de lo que ocurre a su alrededor. alrededor. Cabe decir que la escuela es una buena lección de cómo “desconectarse” de los demás, lo que puede contri contribui buirr a expli explicar car por qué tanto tantoss jóven jóvenes es que busca buscann una mayor mayor conci concienc encia ia del mundo mundo y comunicación que las que tuvieron de pequeños, creen que sólo pueden encontrarlas en las drogas. Aparte de resultar aburrida, la escuela es casi siempre fea, inhóspita e inhumana, incluso las de construcción mejor acabada y lujosa, a 20 dólares el pie cuadrado. Tengo recorridos cientos y cientos de edificios escolares, algunos muy nuevos, pero podría contar con los dedos de las manos aquellos en los que las paredes se veían alegradas y humanizadas humanizadas por cualquier tipo de obra artística o decorativa, obra de los niños o de otras personas, por cuadros, murales o esculturas. Normalmente, lo único que se suele ver en las paredes es alguna pintada que dice: “Sacudir a los de Jonesville”, Jonesville”, “Fuera, Vampiros”, Vampiros”, o algo parecido. ¡Estaos quietos! ¡Callarse! Estas son las grandes consignas de la escuela. Si un espía enemigo venid venidoo del espac espacio io exteri exterior or estuvi estuviese ese plane planean ando do apoder apoderars arsee del del planet planetaa Tierra ierra y su estra estrate tegi giaa consistiera en preparar a la Humanidad para esta invasión convirtiendo a los hijos de los seres humanos en los entes más estúpidos que fuese posible, no podría encontrar mejor forma de hacerlo que exigirles, durante varias horas al día, que se mantuviesen quietos y callados. Este sistema tiene todas las garantías de conseguir los resultados apetecidos. Los niños están hechos de una pieza. Sus cuerpos, sus músculos, sus voces y sus cerebros están firmemente unidos entre sí. Si se desconecta una parte, se desconecta todo su ser. No hace mucho tiempo giré una visita por una maravillosa escuela escuela de ideas avanzadas, fundada y dirigida por jóvenes recién salidos de la Universidad Universidad o todavía en ella, la Comunidad de Niños de Ann Arbor, Michigan. (Esta escuela, ubicada en la próspera sede de una de nuestras mayores y mejor consideradas universidades, ha tenido que cerrar, temporal y quizás definitivamente, por falta de dinero). Ese mismo año se le había concedido derecho a uitlizar dos salas del Centro de Encuentros, una muy pequeña y la otra del tamaño de un aula media. Los niños habían sugerido y demandado que la más pequeña se reservara para actividades tranquilas: lectura, narración de cuentos, reflexión, dibujo, tareas aritméticas, charlas, construcciones, rompecabezas, etc., etc., dejando la mayor para todo tipo de trabajos y juegos activos y ruidosos. Agitada y ruidosa lo era, sin duda. Aproximadamente la mitad de los niños eran de raza negra, y la mayoría pobres, lo que ahora calificamos como “menos favorecidos”, para ocultar el molesto hecho de que lo que los pobres no tienen y necesitan es fundamentalmente dinero. Estos niños se pasaban gran parte del tiempo jugando, y mucho más ruidosa y agitadamente de lo que permitirían incluso las escuelas llamadas “progresivas”. Mientras jugaban, hablaban, tanto con los profesores como entre sí, en voz alta y con gran excitación, pero al mismo tiempo con notable fluidez y expresividad. No parecían haberse enterado de que los niños pobres, especialmente los negros, carecen de vocabulario y hablan sólo con gruñidos y monosílabos. Posteriormente, a finales del verano pasado, estuve observando, en Santa Fe, Nuevo México, a una una medi mediaa doce docena na de niño niñoss pobr pobres es,, pert perten enec ecie ient ntes es a fami famili lias as de habl hablaa hisp hispan ana, a, los los “men “menos os favorecidos” del Sudoeste, mientras jugaban al fútbol con un estupendo joven del Departamento de Recreo y Entretenimientos de la ciudad. Gracias a su casi milagroso tacto y habilidad, era capaz de jugar con ellos sin herir su susceptibilidad ni asustarle, pero también sin mostrar ante ellos la menor
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Un chaval, algo aturdido y tembloroso tras una jugada un poco dura, se sentó a un lado del campo y pidió: “Dejadme dos minutos libres”. Uno de los chicos del otro equipo respondió con desenfado, aunque sin mostrar excesiva simpatía: “Vale. Uno dos.” Y así todo el tiempo. Y, sin embargo, es casi seguro que, en sus tranquilas y silenciosas clases, los profesores de estos niños no advierten en absoluto esta inteligencia, vivacidad e ingenio, y los consideran estúpidos e incapaces de aprender. Los niños tienen una prioridad de necesidades. Para algunos, y en determinados momentos, esa prioridad no es crítica. Es decir, si un niño no puede hacer lo que más le apetece y necesita hacer, puede haber otra cosa, u otras muchas, que realice con casi el mismo placer y satisfacción. Pero en otras ocasiones, y especialmente cuando tiene problemas, la prioridad puede resultar acuciante. Si no puede hacer lo que más le apetece y necesite hacer, hacer, no puede realizar tampoco otra cosa. Se encuentra como bloqueado, paralizado. Al desconectarse una parte de su ser se desconecta todo él. Lo que vi en la Comunidad de Niños de Ann Arbor, y lo que he visto a partir de entonces en otros muchos lugares, me hace pensar que muchos niños experimentan una necesidad imperiosa y crítica, mucho más fuerte de lo que nunca había sospechado, de actividad violenta, tanto física como vocal, y de una inmensa interacción personal. Esta interacción personal no tiene por qué expresarse en peleas, aunque esto es lo que suele ocurrir en las clases más duramente reprimidas, en las que se sojuzga a los niños hasta el punto de volverles tan frenéticos e irritados que no se les puede seguir manteniendo a raya. Quizás la mejor forma de sugerir qué es lo que se puede hacer, consiste en describir cómo actuaban los niños de la Comunidad de Ann Arbor y de otros centros. Uno de los juguetes más populares de la sala de juegos y ruidos de la Comunidad de Niños era un grupo de viejos y destartalados triciclos. Mientras estuve allí, el juego del momento era el del “patinazo”. Consistía en ponerse de pie sobre la parte trasera del triciclo y avanzar lo más rápido posible y dejara en el suelo la raya más larga. (Estas rayas, dicho sea de pasada, tenían que desaparecer del suelo antes de cada fin de semana, cuando se utilizaba la sala para otros fines). Una niñita, de menos de cinco años, se pasó como mínimo una hora serrando un trozo de madera. Tras agotadores esfuerzos consiguió una ranura no muy recta, de algunas pulgadas de profundidad. No pretendía hacer nada más que una ranura; se limitaba a serrar, a modificar un trozo de madera y dejar en él su huella. Otros niños jugaban con una casa construida con un cartón sumamente resistente denominado Tri-Wall, un buen material escolar, dicho sea de paso. Muchas veces los niños que estaban fuera intentaban entrar, mientras que los de dentro hacían todo lo posible por impedírselo. Esto era causa de general regocijo y animación. Luego, un niño o varios se metieron dentro de otra caja de Tri-Wall, de paredes algo más bajas, y se dieron cuenta de que, como las esquinas eran articulables, articulables, podían darle forma de diamante. Pronto la transformaron en un diamante muy estrecho y puntiagudo que desplazaban de un lado a otro de la habitación, haciendo como si fuese un monstruo. Naturalmente, el monstruo perseguía a los demás niños, que huían de él, o se oponían a su avance empujándolo. En cualquier caso, esto aumentó la animación reinante. Algunos niños y profesores iniciaron luego un juego que consistía en golpear a otro con una bufanda y luego huir u ocultarse antes de que pudiera responder al ataque. La necesidad que los niños pobres tienen de este tipo de juegos ruidosos, animados y llenos de contactos personales puede ser mayor que la del resto de los niños, pero tanto unos como otros los necesitan y disfrutan mucho con ellos. Algunos de los mejores juegos infantiles que he contemplado fueron los de la Escuela Comunitaria Walden de Berkeley, California. Se trata de una escuela elemental privada, cuyos costes de producción, dicho sea de pasada, se redujeron en aproximadamente una tercera parte recurriendo al trabajo voluntario de padres y amigos. Los niños que estudian allí son en su mayoría blancos y de clase media, no ricos, pero bastante más que la mayor parte de los niños de la Comunidad de Ann Arbor. La jornada escolar está sabiamente dividida por un determinado número de períodos libres o de recreos, durante los cuales los niños de todas las edades se precipitan a una sal i tal des vi de bl utili uti li ivida ividades des
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Un día sacaron del armario unos cuantos paracaídas viejos, otro excelente material escolar y no muy costoso. Pronto se desarrolló un juego, cuyo objetivo consistía en arrojar parte del paracaídas sobre otro niño, envolverle o enredarle en él, y luego arrastrarle o deslizarle sobre el suelo hasta un montón de colchonetas que había en el suelo, volteado al mismo tiempo los paracaídas. Se inició así una especie de guerra de tira y afloja, pero desorganizada y de pautas constantemente cambiantes. Otro día descubrieron un juego totalmente distinto. Comenzó con unos cuantos niños que saltaban desde lo alto de un mueble archivo portátil, de unos ocho o nueve pies de latura, sobre una pila de colchonetas. La empresa requería valor, demasiado para algunos. Luego se les sumaron otros niños, alguien sacó un paracaídas, y muy pronto comenzó el juego siguiente: los niños, formando un amplio círculo que ocupaba casi toda la habitación, sostenían el borde del paracaídas y gritaban: “One, Two, Three!”, que más adelante se convirtió en “¡Uno, dos, tres!”. En el momento de gritar “¡Tres!” levantaban rápidamente el paracaídas. La seda ondulaba por encima de sus cabezas y, mientras flotaba en el aire, un niño saltaba o se tiraba desde lo alto del mueble al centro del paracaídas, y desde allí a los colchones que había debajo. Aunque Aunque no acertara a caer sobre los colchones, como ocurría a veces, el paracaídas que sostenían los demás niños funcionaba como una red de bomberos y amortiguaba la caída. Los niños que sostenían el paracaídas se iban desplazando, de forma que a todos les llegaba la vez. Algunos la dejaban pasar sin abrir la boca. Los profesores me contaron que, hasta entonces, nunca habían jugado a ese juego. ¿Cuántos juegos como ése habrán inventado estos niños? Los niños, cualquiera que sean su edad y procedencia, sienten una gran necesidad, muchas veces insatisf insatisfecha echa,, de ser palpados palpados,, sosteni sostenidos, dos, empujado empujados, s, volt volteado eados, s, aupados, aupados, columpi columpiados ados.. Pienso Pienso nuevamente en mi primera visita a la Comunidad de Niños de Ann Arbor. Bill Ayers, fundador y director de la misma, me había llevado allí desde la Universidad de Michigan, donde había dado una charla. Entramos en la gran sala, Bill con sus viejas ropas y yo enfundado en mi traje azul oscuro para conferencias. conferencias. Los niños no me hicieron el menor caso y se agolparon a su alrededor, cada uno de ellos queriendo decir o preguntar algo, y todos gritando: “Bill, Bill”. Un niño le dijo entonces: “¡Aúpame!”. Bill lo hizo. Más griterío: “¡Aúpame a mí! ¡a mí, a mí!”. Bill respondió: “No puedo aupar a todos a la vez”. Por alguna razón, e impremeditadamente dije: “yo sí puedo”. Me miraron por primera vez, ahora con suma atención: “no”, dijeron todos. “Sí que puedo”, afirmé, “os lo demostraré”. Se me acercaron dos niños cautelosamente. Me agaché, cogí a cada uno de ellos en un brazo y me incorporé. Gran excitación. Todos ellos me rodearon y prorrumpieron en gritos. Me convertí inmediatamente en una celebridad. celebridad. Entonces, dándome cuenta de que, con un niño en cada brazo, todavía me quedaban libres las manos, dije: “Y aún más, puedo aupar a tres a la vez”. Un coro todavía más clamoroso de “noes”. Insistí y se aproximó un tercer voluntario. Me agaché, le agarré firmemente con las manos y me incorporé levantando levantando a los tres. ¡Qué sensación! A partir partir de entonces me encontré casi siempre con un niño colgado de mí, sobre los hombros, o intentando colgárseme del brazo, otro juego estupendo, aunque (para mí) sumamente fatigoso. En otra ocasión me encontraba en un campamento de verano para niños pobres, blancos y negros, calif califica icados dos de “emoci “emociona onalm lment entee trast trastorn ornado ados”, s”, y que proced procedía íann de una urbe urbe cerca cercana na.. En un determinado momento entré en una pequeña habitación, donde uno de los miembros del personal del campamento, un educador (persona muy capacitada y sensible) y tres de los niños estaban grabando en un magnetofón. Los niños se mostraban tímidos y reticentes y él, con gran tacto y habilidad, les gastaba bromas y les animaba a hablar. Me senté en el suelo cerca de ellos, sin decir nada y limitándome limitándome a escuchar. escuchar. Ninguno de los niños llegó siquiera a mirarme. Pero, tras algunos minutos, y para gran sorpresa mía, uno de ellos cambio de postura, de forma que quedó parcialmente apoyado apoyado en mi rodilla. Poco después, otro se desplazó hasta llegar a tocarme. Ninguno de ellos me habló, miró ni acusó mi presencia de modo alguno. Sólo tras bastantes minutos de este silencioso contacto físico comenzaron a intercambiar miradas conmigo y poco después a preguntarme bastante ariscamente quién era. Lo primero fue el contacto físico, y si, como la mayoría de los profesores, lo hubiese
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reales, ni con personas de verdad. En esos lugares apagados, inhóspitos e inhumanos, donde no hay nadie que diga jamás algo muy cierto o verdadero, donde todo el mundo está como representando un papel, como participando en una comedia, donde los profesores no son más libres para comunicarse abierta y honestamente con los estudiantes que éstos para comunicarse con los profesores o entre sí, donde la misma atmósfera está cargada de sospechas y de inquietud, el niño aprende a vivir como en una especie de letargo, ahorrando sus energías para esas pequeñas porciones de su vida que son demasiado triviales para que los adultos se ocupen de ellas, y que se reservan por tanto exclusivamente para sí. Incluso los estudiantes que aprenden a triunfar sobre este sistema (y puede decirse que especialmente éstos) lo desprecian y muchas veces se desprecian a sí mismos por ceder ante él. Resulta realmente infrecuente infrecuente que un niño logre superar su periodo de escolarización escolarización conservando una buena dosis de su curiosidad, independencia o del sentido de su propia dignidad, competencia y valía. Esto en lo relativo las quejas. Se pueden decir muchas más cosas (muchos lo han hecho), pero con esto basta. Y nos sobra. ¿Qué ¿Qué hay que hacer? hacer? Muchas Muchas cosas cosas.. Algun Algunas as de ella ellass resul resulta tann fácil fáciles; es; podemo podemoss ponerl ponerlas as inmediatamente en práctica. Otras son difíciles y pueden llevarnos cierto tiempo. Tomemos primero una de las difíciles. Deberíamos abolir el sistema de asistencia obligatoria a la escuela. Al menos, deberíamos modificarlo, quizá concediendo a los niños un elevado número, 50 ó 60, de ausencias anuales autorizadas. Nuestras leyes sobre la asistencia obligatoria a la escuela sirvieron en otros tiempos para cumplir un objetivo humano y útil. Protegían el derecho del niño a la educación, contra los adultos que, de lo contrario, se lo hubiesen negado con el fin de explotar su trabajo en el campo, el taller, taller, la tienda, la mina o la fábrica. Hoy en día, esas mismas leyes no sirven para ayudar a nadie, ni a la escuela, ni a los profesores, ni a los propios niños. Obligar a permanecer en la escuela a niños que preferirían no hacerlo representa para las escuelas una enorme cantidad de tiempo y problemas, por no hablar de lo que cuesta reparar los desperfectos que causan estos irritados y resentidos prisioneros tan pronto se les presenta la oportunidad. Cualquier profesor sabe que un niño que, por la razón que sea, preferiría no estar en clase, no sólo no aprende nada, sino que dificulta el aprendizaje de los demás. En cuanto a proteger a los niños de la explotación, sus principales y de hecho únicos explotadores son actualmente las escuelas. Los muchachos atrapados por el sistema de enseñanza superior trabajan frecuentemente frecuentemente setenta o más horas a la semana, la mayor parte de ellas en los deberes escolares. Para otros muchos que no llegan al nivel de enseñanza superior, la escuela no es sino un inútil obstáculo y pérdida de tiempo que les impide ganar dinero, desempeñar algún trabajo útil o incluso realizar un auténtico aprendizaje. Objeciones: “si los niños no tuviesen que ir a la escuela, estarían todos en la calle”. No es cierto. En primer lugar, aun cuando la escuelas siguiesen exactamente igual que ahora, los niños pasarían en ellas al menos una parte de su tiempo, porque es allí donde tienen más posibilidades posibilidades de hacer amigos; se trata de un lugar natural de encuentro para los niños. En segundo lugar, las escuelas no seguirían siendo como ahora, mejorarían, pues tendríamos que empezar a transformarlas en lo que deberían ser ya, en sitios en los que a los niños les gustaría estar. En tercer lugar, y especialmente si nos estrujamos el cerebro y les prestamos alguna ayuda, los niños que no quisieran asistir a la escuela podrían encontrar otras cosas que hacer, las mismas que llevan a cabo los niños durante los veranos y las vacaciones. Tomemos algo más sencillo. Tenemos que sacar a los niños de los edificios escolares y darles la oportunidad de aprender las cosas directamente, de primera mano. Idea muy reciente, y totalmente disparatada, es la de que la forma de enseñar a los jóvenes el mundo en que vivimos consiste en sacarles del mismo y encerrarles en cajas de ladrillos. La cosa carecería de sentido aún en una sociedad mucho más simple que la nuestra. Afortunadamente, Afortunadamente, algunos educadores están empezando a darse cuenta de ello. En Filadelfia y Portladnd (oregon), por nombrar sólo dos lugares de los que
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una postura muy razonable. Tenemos que aplicar más estos métodos. Al tiempo que ayudamos a los niños a salir al mundo real, a efectuar en él su aprendizaje, podemos tratar de introducir el mundo real en las escuelas. Aparte de sus padres, la mayoría de los niños no han mantenido nunca un contacto estrecho con adultos, salvo con personas que se ocupan sólo de los niños. No debe sorprendernos, pues, que no tengan la más mínima idea de cómo es la vida ni el trabajo de los adultos. Necesitamos Necesitamos introducir en las escuelas, y poner en contacto con los niños, a muchas más personas que no sean exclusivamente profesores o maestros. Conozco una escuela que ha comenzado a invitar a artistas y artesanos de la vecindad. Se ponen en contacto con un pintor, un escultor, un ceramista, un músico, o lo que sea, y le dicen: “Venga a nuestra escuela unas cuantas semanas (o meses). Utilícela como taller. Deje que los niños le observen mientras trabaja, y, si le apetece, responda a sus preguntas, en caso de que se las formulen”. En la ciudad de Nueva York, York, y en el marco del “Teachers and Writers Collaborative”, acuden a las escuelas escritores, novelistas, poetas, autores de teatro; allí leen sus obras y hablan con los niños (muchos de ellos pobres) sobre los problemas de su profesión. Los niños les escuchan con verdadero fervor. A otra escuela que conozco acude, más o menos una vez al mes, un abogado de gran éxito residente en una ciudad próxima, para hablar en distintos cursos sobre el Derecho. Pero no sobre el Derecho tal y como aparece en los libros, sino tal como lo ve y lo encuentra todos los días en sus casos, pleitos y trabajo cotidiano. Y a los niños les encanta. Es algo auténtico, adulto, real, no “noticias” embellecidas para niños, no el clásico libro de lectura, ni mentiras ni patrañas. Más sencillo aún. Dejemos que los niños trabajen juntos, que se ayuden entre sí, que aprendan unos de otros y de los errores de los demás. Por las experiencias de numerosas escuelas, tanto de barrios residenciales residenciales ricos como de zonas urbanas pobres, sabemos actualmente actualmente que los propios niños son muchas veces los mejores educadores de otros niños. Es más, sabemos que cuando un alumno de quinto o sexto grado que ha tenido problemas para aprender a leer comienza a ayudar a otro de primer grado, mejora notablemente su fluidez en la lectura. Un buen número de escuelas, algunas de forma bastante tímida y dubitativa, otras con mayor osadía, están comenzando a poner en práctica lo que cabría llamar “aprendizaje al alimón”, es decir,dejar que los niños formen parejas para realizar juntos sus tareas, incluso los exámenes, y compartir las calificaciones o resultados de estos trabajos, exactamente igual que los adultos en el mundo real. Este sistema parece funcionar bien. Un profesor que daba clases a grupos algo atrasados, en los que los alumnos no eran muy brillantes, informó que cuando los niños trabajaban en parejas, cada pareja alcanzaba mejores resultados que los conseguidos anteriormente por cada uno de los miembros por separado. Esto es precisamente lo que se esperaba. El método puede ser bueno para mostrar que el problema quizá más difícil de todos los que se les pueden presentar a los profesores es el de conseguir que los niños que han aprendido a proteger su orgullo y amor propio mediante la estrategia del fracaso deliberado renuncien a la misma y empiecen a arriesgarse otra vez. Dejemos que sean los niños quienes juzguen su propio trabajo. Un niño que está aprendiendo a hablar no lo conseguirá si se le corrige continuamente; si se le corrige mucho dejará de hablar. Él mismo compara mil veces al día la diferencia que existe entre el lenguaje que él utiliza y el que usan
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desperdiciar todo nuestro tiempo en ese trabajo inútil? Nuestra tarea debería consistir en ayudar al niño cuando éste nos confiese que no puede encontrar el camino hacia la respuesta correcta. Olvidémonos de todas esas tonterías de grados, exámenes y calificaciones. No sabemos, ni sabremos nunca, cómo medir el grado de conocimientos o de comprensión de otra persona. Y está claro que no podremos hacerlo formulándole preguntas. preguntas. Todo Todo lo que llegamos a averiguar es lo que no sabe, que es en cualquier caso para lo que sirven nuestras pruebas y “tests”, que funcionan como trampas en las que deben caer los estudiantes. Olvidémonos de todo ello, y dejemos que los niños aprendan lo que debe debe aprend aprender er algún algún día toda toda person personaa realm realment entee forma formada da y educad educada, a, cómo cómo medir medir sus propios propios conocimientos, cómo saber lo que conoce y lo que no. Veamos algunas reformas más difíciles. Abolir el plan de estudios rígido e inflexible. La gente sólo recuerda lo que les parece interesante y útil, lo que les ayuda a encontrarle un sentido al mundo, a disfrutar de él o a soportarlo. Todo Todo lo demás lo olvidan rápidamente, si es que llegan a aprenderlo. La idea de un “cuerpo o conjunto de conocimientos” que se deben adquirir en la escuela y utilizar durante el resto de la vida resulta una solemne tontería en un mundo tan complicado y variable como el nuestro. En cualquier caso, las cuestiones cuestiones y problemas más importantes de nuestra época no figuran ni siquiera entre las asignaturas de las universidades más al día, y menos aún de las escuelas. Se puede echar una ojeada al catálogo de cualquier universidad y comprobar cuántos cursos se pueden encontrar sobre cuestiones como la paz, la pobreza, los problemas raciales, la contaminación del medio ambiente, etc., etc. Incluso después de tantos años de anti-educación, los niños desean por encima de todo encontrar un sentido al mundo, a sí mismos y a los demás seres humanos. Dejémosles que realicen este trabajo, con nuestra ayuda, si la solicitan, y del modo que mejor les parezca. Los padres y profesores preocupados por la cuestión arguyen: “Pero supongamos que no llegan a aprender algo esencial, algo que necesitarán luego para poder desenvolverse por el mundo”. No hay que inquietarse, si se trata de algo esencial para poder desenvolverse por el mundo, lo encontrarán y aprenderán en él. Los adultos dicen: “Supongamos que no llegan a aprender algo que necesitarán luego”. El momento de aprender algo es cuando se necesita; nadie puede saber cuánto aprenderá en el futuro; muchos de los conocimientos conocimientos que necesitaremos dentro de veinte años ni siquiera existen todavía. Los adultos dicen: “Si se deja que sean los propios niños quienes elijan, elegirán mal”. Efectuarán evidentemente algunas elecciones horripilantes. Pero, ¿Cómo puede una persona aprender a elegir bien, si no es llevando a cabo sus propias elecciones y apechando con ellas? Más importante aún: ¿cómo puede una persona aprender a reconocer y modificar sus elecciones equivocadas, a corregir sus errores, si no tiene nunca oportunidad de cometerlos, o si se los corrige alguien en su lugar? Lo más importante de todo es: un niño al que no se concede nunca la posibilidad de elegir, ¿cómo puede llegar a considerarse a sí mismo una persona capaz de elegir y de adoptar decisiones? Si cree que no se puede confiar en él para que lleve el timón de su propia vida ¿a quién recurrirá para que lo haga por él? Todo esto se reduce a la misma cuestión: ¿estamos intentando criar borregos -tímidos, dóciles, manipulables-, o seres libres? Si lo que queremos son borregos, nuestras escuelas son perfectas tal como están. Si lo que deseamos son hombres libres, debemos empezar a introducir en ellas grandes
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Fran Iglesias: "10 estrategias para matar la motivación de tu alumnado" # 1. Utiliza sólo sólo el libro de texto, texto, para que crean que el conocimiento conocimiento es limitado limitado y fijo, ya ya sabemos que lo que hay en Internet no es de fiar y puede confundir sus tiernos intelectos. No se han de molestar en buscar fuentes ni valorarlas. 2. Ponles las presentaciones presentaciones de la la editorial, para hacer hacer la clase más amena amena con las TIC. Los pósters también son amenos. 3. Dales todo masticadito, masticadito, para para que el aprendizaje aprendizaje no se convierta en un reto reto interesante. interesante. 4. Evalúalos mediante mediante exámenes, exámenes, basta con que lo recuerden recuerden el tiempo tiempo suficiente para para terminar la evaluación. Luego no importa que se olviden, así no desarrollan la estúpida idea de que los conocimientos se interrelacionan. 5. Pídeles trabajos trabajos de copia-pega. copia-pega. Eso sí, que los hagan hagan a mano, para que les cueste cueste algo de esfuerzo y se les peguen algunos conocimientos. No permitas que vayan a Google con un plan de búsqueda o una lista de preguntas que deben responder. 6. Ponles muchos deberes, deberes, no vaya a ser que les les sobre tiempo para pensar pensar o, Dios no lo quiera, quiera, para dedicarse al deporte, al arte, la música o a relacionarse. 7. Enseña los contenidos contenidos de forma descontextua descontextualizada, lizada, no vaya vaya a ser que desarrollen interés interés por la asignatura o, peor aún, que entiendan que el aprendizaje forma parte de la vida. 8. Ignora lo que ya saben, saben, lo que les interesa, interesa, lo que sucede en el mundo: mundo: que nada ni nadie nadie te desvíe de tu plan. Que sepan quién manda aquí. 9. Nunca, nunca, nunca, nunca, trabajes trabajes por proyectos, proyectos, y mucho menos, interdisciplina interdisciplinares. res. El conocimiento se organiza en compartimentos estancos, dónde va a parar. Y, además, esas cosas son muy difíciles de corregir y nadie sabe cómo pueden acabar. 10.Ignora la pedagogía y la psicología del aprendizaje, que son todo patochadas. Tú ya estuviste en la escuela y ya sabes cómo va la cosa.