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SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO TEORÍA GENERAL DEL ESTADO
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Traducción de JOSÉ LIÓN DEPETRE
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R. GARRÉ DE MALBERG
TEORÍA GENERAL DEL ESTADO
Prefacio de HÉCTOR GROS ESPIELL
FACULTAD DE DERECHO / UNAM FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO
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Primera edición en francés, 1922 Primera edición en español, 1948 Segunda edición en español, 1998 Segunda reimpresión, 2001
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Título original: Contribution á la Théorie genérate de l'Élat s¡>écialement d'aprés les donnees fournies par le Droit constltutionnel franjáis D. R. © 1922, Société du Recueil Sirey, París D. R. © 1948, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA D. R. © 1998, FACULTAD DE DERECHO / UNAM D. R. © 1998, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Carretera Picacho-Ajusco 227; 14200 México. D. F. www.fce.com.mx ISBN 968-16-5281-9 Impreso en México
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PREFACIO HÉCTOR GROS ESPIELL Profesor de la Universidad de Montevideo Embajador de Uruguay en Francia
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1. En 1948 el Fondo de Cultura Económica publicó en un volumen, con el título de Teoría general del Estado, la versión en español hecha por José Lión Depetre de la Contribution á la Théorie genérale de l'Etat spécialement d'aprés les donnéesfournies par le Droit constitutionnel francais, de R. Garre de Malberg. La obra había sido publicada en su idioma original, es decir, en francés, en París, por la Société du Recueil Sirey, en dos volúmenes en 1920-1922.Veintiséis años habían transcurrido, así, entre la primera edición francesa y la primera versión publicada en español. 2. El libro de Garre de Malberg había aparecido bajo la tercera República francesa, durante la vigencia de las leyes constitucionales de 1875. Desde su publicación se le reconoció como uno de los grandes estudios sobre el derecho constitucional francés, publicado antes de que comenzara el último periodo de análisis doctrinario de los textos de 1875.' Se publicó luego del fin de la primera Guerra Mundial (1914-1918). Sin duda, gran parte de la obra se escribió durante la guerra, con el pensamiento fijo en la confrontación bélica franco-alemana, lo que aparejaba la ineludible comparación de los sistemas políticos del Imperio alemán y de la República francesa, y la utilización y crítica de la doctrina constitucional alemana.2 En el "Prólogo" de la obra, escrito en 1919, Garre de Malberg se refiere a esto en un párrafo emotivo que no puedo resistirme a reproducir: Desde 1871 hasta 1914, el mundo tuvo que vivir bajo la creciente amenaza de la hegemonía alemana. Ante el peligro de agresión o de avasallamiento, la tarea de los 1
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Las grandes obras clásicas de derecho constitucional francés anteriores o contemporáneas a la de Carré de Malherg fueron las de León Duguit, Tríale de Dmit Comtitutionnel, 5 vols., 1921-1929; Adhemar Esmein, Elemente de Dmit Constitutionnel, 2 vols., 1927; Maurice Hauriou, Prccis de Droit Ciinstitutionnel, 1923, Principes du Droit Puhlic, París, 1910, y Joseph Barthélémy y Paul Duez, Trnité Elémertinirc de Droit Constitutionnel,1926. Un juicio sobre la obra (le Carré de Malberg, cuando comenzaba la etapa final de las leyes constitucionalesde 1875, puede verse en Georgcs Burdeau, "Raymond Carré de Malberg, son oeuvre, sa doctrine", Kevue du Droit Puhlic, 1935, pp. 354-381. 2 Carré de Malberg cita y analiza con mucho mayor intensidad que otros autores franceses la doctrina alemana, en especial a Gierke, Jellinek, Friclcer, Redslob, Laband, Seidler, Mayer, G. Meyer, Menzel, Zitelman, Holder,Loening, Kelsen y Rehm.
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X PREFACIO Estados amenazados ha sido, ante todo, de defensa y de preservación nacionales, lo que implicaba por necesidad una fuerte organización de la potestad de cada Estado. Así que, en una Europa militarizada y siempre dispuesta a entrar en guerra, el concepto de Estado se había desarrollado principalmente en el sentido de las ideas de fuerza, de potestad y también, por lo tanto, de dominio sobre los miembros individuales de la colectividad nacional. Por otra parte, en esa misma Europa, donde tantas poblaciones se encontraban, como Alsacia y Lorena, incorporadas a un Estado opresor y retenidas en los lazos de su sujeción estatal por el solo hecho de la violencia, por fuerza tenía el jurista mismo que reconocer, en el terreno del derecho positivo, que en la base del Estado contemporáneo se encontraba sobre todo la idea de dominación. Hoy, la amenaza alemana se ha disipado. Los Estados que sostuvieran la guerra de liberación han combatido en nombre de las ideas de libertad, justicia y derecho de los pueblos. Jamás, tal vez, estas ideas hayan adquirido más altura que en la guerra que acaba de terminar con su triunfo. ¿Sería posible aún asentar el derecho público de los nuevos tiempos sobre un principio de dominio y de coerción? A este enfoque no es ajena la especial relación de Garre de Malberg con Alsacia. Hijo fiel de la Alsacia francesa, había enseñado en las universidades de Caen y de Nancy. Después del armisticio de 1918 retornó a Estrasburgo y puso al servicio de su universidad todo su saber. Ejerció allí el magisterio y terminó de escribir su Teoría general del Estado, "elevando así en su querida tierra de Alsacia un monumento imperecedero a la gloria del pensamiento francés".3 3. No es posible olvidar que Carre de Malberg, sin dejar nunca de reconocer la especial importancia de la idea de poder o dominación en la Teoría general del Estado, criticó la teoría alemana de la Herrschaft y destacó siempre la limitación moral del Estado. Su "Prólogo" termina con estas palabras, tan válidas hoy como en 1920: Sin dejar de mantener el principio de autoridad y del poder de mando sin los cuales el Estado no podría funcionar ni siquiera concebirse, se debe reservar, pues, su parte a la moral al lado y por encima de la del derecho positivo. En cuanto a saber por qué medios orgánicos es posible llegar a una conciliación entre estos dos términos: la potestad indispensable al Estado y el respeto aún más necesario debido a la ley moral, es un problema de todos los tiempos, cuya dificultad insuperable, a decir verdad, no podría resolver en forma plenamente satisfactoria ningún arreglo de orden jurídico. Únicamente la profunda rectitud de los pueblos y de sus gobiernos puede procurar a este problema elementos eficaces de relativa atenuación, a falta de un solución verdadera y completa. 2
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3; Y. Duquesne, "Introduction", Mélanges, R. Carré de Malberg, Libraire du Recueil Sirey, París, MCMXXXIII. Christian Pfister comienza su estudio "L'enseignement (iu Droit Romain a l'ancienne Faculté de Droit de Strashourg (1868-1870)" con estas palabras: "A M. R. Garre de Malberg, Strasbourgois, qui a mis au service de l Alsace et de sa ville natale sa science et son talent, des le jour oú le drapeau francais a de nouveau flotté sur la Cathádrale, je dédie ees pages sur l'ancienne Faculté de Droit de Strasbourg"
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PREFACIO XI 4. El libro apareció en medio de las esperanzas que para el derecho constitucional francés se abrían con la victoria de 1918 y con el Tratado de Versalles. Lo anterior distingue a esta obra de otros libros que son el comentario constitucional de un momento posterior, como las ediciones hechas después de 1930—por ejemplo el tratado Barthélémy y Duez—, 4 cuando comenzaban las ideas de decadencia, crisis y desilusión, y era ineludible la comparación con los regímenes autoritarios y totalitarios surgidos en Europa. 5. La edición española se publicó cuando Francia vivía bajo la Constitución de 1946, después del fin de la tercera República, del régimen de Vichy, ligado a la derrota militar de 1940, al armisticio de junio de ese mismo año y a la ocupación alemana de gran parte del territorio francés; de la epopeya de De Gaulle y de la Francia libre, de la victoria contra el nazismo y del restablecimiento de la República. En consecuencia, mucho tiempo había transcurrido entre la edición francesa del libro de Garre de Malberg y la publicación de su traducción al español. Había cambiado el sistema constitucional francés luego de tempestuosos acontecimientos internacionales e internos, que habían significado una verdadera revolución política e ideológica. Gran parte de la doctrina constitucional francesa, ligada exclusivamente al análisis de textos que habían desaparecido en medio de las turbulencias políticas y de la crisis ideológica e institucional, carecía ya de interés (excepto el histórico), pues era expresión de un pensamiento jurídico edificado sobre leyes constitucionales ya inexistentes. Pero la obra de Garre de Malberg, como también la de León Duguit, entre otras, resistía el tiempo y seguía viva. Continuaba suscitando interés porque, elevándose más allá del comentario constitucional de circunstancia, apegado a un texto que podía perder parcialmente su atractivo, era una obra que, partiendo del derecho constitucional positivo francés, intentaba construir una teoría general del Estado. De aquí su importancia y su valor, nunca circunstancial y restringido, sino por el contrario, con amplia proyección temporal y espacial. 6. Poco después de la muerte de Garre de Malberg, Georges Burdeau publicó en 1935 en la Revue du Droit Public* un artículo altamente elogioso sobre la obra y la doctrina de aquél, que lo ubica entre los más grandes juristas franceses. Luego de la segunda Guerra Mundial la doctrina francesa siguió rindiéndole este homenaje.6 3
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4 Esto se ve, en particular, en las ediciones posteriores a 1930 del Traite Elémentuire de Barthélémy y Duez. 5 Retine du Droit Public, 1935. 6 Durante la vigencia de la Constitución de 1946, en especial Julien Laferrifere, Manuel du Droit Constitutionel, París, 1947; Georges Vedel, Manuel elémentaire de Droit Constitutionnel, París, 1949; Maurice Duverger, Droit Constitutionnel et Institutions Politiques, París, 1956; Marcel Prelot, Predi du Droit, Constitutionnel París, 1949, e Institutions Politii/ues et Droit Constitutionnel, París, 1957; Georges Burdeau, Traite de Science Politique, t.II, y L'État, París, 1949. En todas estas obras, Carre de Malberg es el autor más citado, junto con
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XII PREFACIO Y después de la Constitución de 1958 este reconocimiento no sólo se mantuvo sino que se acentuó. La Teoría general del Estado se cita entre las "grandes obras clásicas"7 y se la evoca como el precedente más destacado, en el campo teórico,de muchas de la soluciones adoptadas en 1958;8 por tanto, a Garre de Malberg se le califica como el maestro del derecho constitucional y de la ciencia política que durante la tercera República supo marcar a fuego, con precisión, claridad y valor, no únicamente los defectos de la Constitución, sino también las desviaciones gravísimas de la práctica constitucional y de la vida política. Su perspicacia vislumbró fórmulas que se promovieron y adoptaron muchos años después. 7. La primera edición española de la Teoría general del Estado, hecha por el Fondo de Cultura Económica de México, no contenía un prefacio o prólogo propio de ella. Incluía, naturalmente, la traducción del "Prólogo" escrito por Carre de Malberg en octubre de 1919 y el capítulo que él llamó "Preliminares", que, pese a estar inserto al comienzo de la parte dedicada a los "Elementos constitutivos del Estado", debe considerarse, a mi juicio, como un introducción general a su Teoría general del Estado. Hoy es necesario un prefacio en español. Y es necesario para precisar no sólo el valor siempre vivo de esta obra de Carre de Malberg, reeditada en Francia en 1963, sino también para señalar que ésta esuna de la pocas teorías del Estado escritas en una lengua latina y para destacar cómo el pensamiento jurídico expuesto en este libro se ha proyectado en el derecho constitucional francés, de modo que, después de la Constitución francesa de 1946 y durante la vigencia de la de 1958, lo que Carre de Malberg dijo con referencia a la de 1875 sigue teniendo un valor muy significativo y es expresión de una influencia siempre viva y actual.9 8. Esta nueva edición en español de la Teoría general del Estado de Carre de Malberg es especialmente oportuna. En Alemania la Teoría general del Estado ha continuado gozando hasta hoy de la atención de la doctrina y el enfoque jurídico para analizar el complejo fenó-
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Duguit. Georges Vedel recordal >a en 1989 que a esa fecha, de los grandes constitucionalistas franceses que comentaron el texto de 1875, sólo se recordaba a tres: Duguit, Hauríou y Garre de Malherg ("La Gontinuité Constitutionnelle en France de 1789 á 1989", Revue Francaise du Droit Constiutionnel, núm. 1, 1990, p. 7). 7 Por ejemplo, Philip Ardant, Institutions Politiqucs & Droit Constitutionnel, 6" ed., LCDJ, París, 1944, p. 7. Esto es así no sólo en referencia a los grandes con.stitucionalistas de hoy, sino a los autores que escribieron en los años inmediatos a la entrada en vigencia de la Constitución de 1958, como Duverger, Prelot, André Hauriou (Droit Constitunnel et Institutions Politiquea, París, 1968) y Georges Burdeau (LÉtat, París, 1970). 8 Oliver Duhamel, Droit Constitutionnel et Politique, Seuil, París, 1993, p. 33; Oliver Passeleq ("De Tardieu a de Gaulle. Contribution a l'étude des origines de la Constitution de 1958", Revue Franpiise du Droit Constitutionnel, núm. 3, París, 1990) dice: "Les idees politiques de Tardieu que l'on vient de présenter reprennent certaines analyses développées par Garre de Malberg" (p. 395, nota 57). 5
Duguit. Georges Vedel recordaba en 1989 que a esa fecha, de los grandes constitucionalistas franceses que comentaron el texto de 1875, sólo se recordaba a tres: Duguit, Hauriou y Garre de Malberg ("La Continuité Constítutionnelle en France de 1789 1989", Revuc Franfiiise du Droit Constitutionnel, núm.1,1990,p. 7). 7 Por ejemplo, Philip Ardant, Institutions Polítiques & Droit Cunstitutiannel, 6" ed., LCDJ, París, 1944, p. 7. Esto es así no sólo en referencia a los grandes constitucionalistas de hoy, sino a los autores que escribieron en los años inmediatos a la entrada en vigencia de la Constitución de 1958, como Duverger, Prelot, André Hauriou (Droit Constitutonnel et Institutions Politiques, París, 1968) y Georges Burdeau (L'État, París, 1970). 8 Oliver Duhamel, Droit Cunstitutionnel et Politique, Seuil, París, 1993, p. 33; Oliver Passeleq ("De Tardieu a de Gaulle. Contribution á l'étude des origines de la Constitution de 1958", Revue Francaaise du Droit Constitutionnel, núm. 3, París, 1990) dice: "Les idees politiques de Tardieu que l'on vient de présenter reprennent certaínes analyses développées par Carré de Malberg" (p. 395, nota 57).9 Olivier Duhamel e Yves Móny, Dictiannnire Cimxtitutionnel, París, 1992.
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XII PREFACIO Y después de la Constitución de 1958 este reconocimiento no sólo se mantuvo sino que se acentuó. La Teoría general del Estado se cita entre las "grandes obras clásicas"7 y se la evoca como el precedente más destacado, en el campo teórico, de muchas de la soluciones adoptadas en 1958;8 por tanto, a Carre de Malberg se le califica como el maestro del derecho constitucional y de la ciencia política que durante la tercera República supo marcar a fuego, con precisión, claridad y valor, no únicamente los defectos de la Constitución, sino también las desviaciones gravísimas de la práctica constitucional y de la vida política. Su perspicacia vislumbró fórmulas que se promovieron y adoptaron muchos años después. 7. La primera edición española de la Teoría general del Estado, hecha por el Fondo de Cultura Económica de México, no contenía un prefacio o prólogo propio de ella. Incluía, naturalmente, la traducción del "Prólogo" escrito por Garre de Malberg en octubre de 1919 y el capítulo que él llamó "Preliminares", que, pese a estar inserto al comienzo de la parte dedicada a los "Elementos constitutivos del Estado", debe considerarse, a mi juicio, como un introducción general a su Teoría general del Estado. Hoy es necesario un prefacio en español. Y es necesario para precisar no sólo el valor siempre vivo de esta obra de Garre de Malberg, reeditada en Francia en 1963, sino también para señalar que ésta es una de la pocas teorías del Estado escritas en una lengua latina y para destacar cómo el pensamiento jurídico expuesto en este libro se ha proyectado en el derecho constitucional francés, de modo que, después de la Constitución francesa de 1946 y durante la vigencia de la de 1958, lo que Garre de Malberg dijo con referencia a la de 1875 sigue teniendo un valor muy significativo y es expresión de una influencia siempre viva y actual.9 8. Esta nueva edición en español de la Teoría general del Estado de Garre de Malberg es especialmente oportuna. En Alemania la Teoría general del Estado ha continuado gozando hasta hoy de la atención de la doctrina y el enfoque jurídico para analizar el complejo fenó-
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PREFACIO XIII meno político, económico, sociológico y cultural que representa el Estado, y continúa vigente pese a la evolución de la realidad estatal interna y externa, y a la cambiante relación del Estado con las nacionalidades, los regionalismos y las tensiones centralistas y autonomistas. En los países latinos en cambio —y obviamente aún más en los anglosajones—la Teoría general del Estado —expuesta en su forma tradicional— ha perdido actualidad.10 La cuestión se ha polarizado entre la ciencia política y el examen constitucional de los sistemas de gobierno, camino peligroso que, al alejar al derecho del análisis del fenómeno estatal, puede traer consecuencias negativas, como las que siempre se producen cuando el enfoque jurídico se deja de lado o se deriva hacia otros ámbitos. Por tanto, bienvenida sea por su utilidad esta reedición de la Teoría general del Estado hecha por el Fondo de Cultura Económica, una obra fundamental del pensamiento jurídico francés, que no ha perdido importancia ni significación. 9. Por lo demás, el interés de esta reedición radica en que no se trata únicamente de una obra de derecho constitucional, sino de una teoría del Estado, construida a partir de la realidad política y del sistema constitucional democrático. Como Carré de Malberg muy bien dice en una nota a los "Preliminares": No debe creerse, si embargo, que la teoría general del Estado sea la base general, el punto de partida o la condición previa del sistema del derecho público y del derecho constitucional. Por el contrario —como teoría jurídica al menos— constituye la consecuencia, la conclusión y el perfeccionamiento de dicho sistema. Como indica el título de esta obra (Contribution á la Théorie genérale de l'État, spécialement d'aprés les données fournies par le Droit constitutionnel francais), la idea general que el jurista debe formarse del Estado depende, no ya de concepciones racionales o a priori, sino de datos positivos proporcionados por el derecho público vigente. No se puede definir jurídicamente al Estado ni reconocer y determinar su naturaleza y su consistencia efectivas, sino después de haber conocido, teniéndolas en cuenta, sus instituciones de derecho público y de derecho constitucional. Tal es también el método que se seguirá en esta obra para separar los elementos de la teoría jurídica general del Estado. II 10. La teoría del Estado de Carré de Malberg, aunque típicamente francesa por el pensamiento que expresa y por haber sido constituida sobre la base del sistema constitucional de un Estado, la tercera República francesa, utiliza de ma6
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10 Véanse, sin embargo, los libros de Ciorgio del Vecchio, Teoría del Estado, Barcelona, 1956; Jean Dabin, Doctrina general del Estado, Jus, México, 1955; Arturo Enrique Sampay, Introducción d la teoría del Estado, Buenos Aires, 1951. Sobre la cuestión en Francia, véase "État de Droit", en Oliver Duhamel e Yves Mény, cií., pp. 415-418.
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XIV PREFACIO nera constante fuentes provenientes de la doctrina alemana. En ese sentido constituye la réplica de la teoría del Estado elaborada en Alemania, que culminó, antes de Garre de Malberg, con la obra de Jellineck;11 la doctrina alemana, dejando de lado la referencia a la teoría del Estado nacionalsocialista y a la obra de Karl Schmidt,12 habrá de hacer otros dos aportes capitales al pensamiento jurídico contemporáneo antes de la segunda Guerra Mundial: la teoría del Estadode Hans Kelsen13 y la de Hermán Heller.14 Las obras de los tres autores, Jellineck, Kelsen y Heller —que fueron traducidas al castellano y editadas en España y México—, influyeron directamente en el pensamiento político y jurídico español y latinoamericano. 11. ¿En qué corriente del pensamiento y de la filosofía jurídica se ubica Garre de Malberg? Alguien tan autorizado como Gény ha dicho que Garre de Malberg se sitúa en el positivismo jurídico por "haber combatido enérgicamente el principio del derecho natural".15 La afirmación puede ser correcta si se entiende por positivismo jurídico aquel que sostiene que no hay verdadero derecho fuera del derecho positivo. Pero no lo es si se ubica a Garre de Malberg en la misma línea ideológica de Diguit y de aquellos que sostienen que el derecho no debe inspirarse en ningún criterio metafísico o religioso. Garre de Malberg, católico militante, nunca sostuvo la indiferencia del derecho ante los mandatos de la ética y la moral. Sí afirmó, en cambio, "que la noción de derecho natural no es una noción jurídica".16 12. No puedo vencer la tentación de reproducir las palabras de Garre de Malberg sobre el derecho y la moral que se encuentran en la nota final de la última páginade su Teoría general del Estado. Lo hago con emoción, no sólo por la belleza y la finura filosófica de los conceptos expuestos por Garre, sino porque coinciden, para mi orgullo, con las ideas que acabo de exponer en la "Disertación sobre Ética y Derecho", que pronuncié en la UNESCO, en agosto de 1996, en la "Conferencia sobre Ética, Ciencia y Sociedad". Decía así, con palabras necesarias hoy, el maestro de Estrasburgo: 7
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11 Jorge Jellinek, Tctirúi general del Estada, trad. y prol. de Femando de los Ríos. Contiene el prologo de J. Jellinec.k a la edición de (1900) y a la segunda (1910), Buenos Aires, 1943. Hay un compendio redactado por García Maynes, publicado en México en 1936. 12 Karl Schmidt, Teoría de Id Constitución. 13 Hans Kelsen, Teoría general del Estado, trad. de Luis Legaz Lecambra, Labor, Barcelona, 1934. 14 Hermán Heller, Teoría del Estada, trad, de Luis Tobio, FCE, México, 1942. [Primera edición alemana,1934.] 15 Science et Technique en Droit Privé, t. IV, p. 225, citado por Paul Cuche, "A Propos du 'positivisme juridique' de Garre de Malberg", Mélanges, op. cit., p. 73. Véase asimismo Marcel Waline, "Positivisme philosophique, juridique et sociologique", Mélanges, op. cit., pp. 519-534. 16 Véase p. 7, nota 1 de las Mélanges.
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PREFACIO XV Siempre llega un momento en que el derecho es incapaz de asegurar por sí solo el bien de la comunidad y de sus miembros y en que la legislación positiva, al sentir que se acaba su poder, para conseguir sus fines tiene que recurrir a las leyes del orden moral y a la cultura moral de los ciudadanos. La influencia del derecho, comparada con la de la moral, es, en definitiva, modesta. Estas verdades han sido repetidas tantas veces que parece pueril recordarlas. Sin embargo, hay que repetirlas, puesto que todavía hoy subsisten tantas dudas respecto a la distinción precisa que debe establecerse entre la regla de derecho y la regla de moral. La frase que ya se ha hecho proverbial, Quid leges sine moribus? implica, sin embargo, en forma indudable, no sólo que el derecho es ineficaz si no lo secunda la moral, sino también que ambas clases de reglas son de naturaleza muy diferente. El derecho consiste en prescripciones susceptibles de ser ejecutadas por medios coercitivos; esto significa a la vez su superioridad y su debilidad, pues si su sanción coercitiva le dota de una fuerza particular, por el mismo motivo sólo es capaz de regir las acciones externas de los individuos. La moral se impone en el fuero interno y domina hasta los móviles de los actos humanos. Por eso, el derecho casi no puede actuar más que en la superficie; sólo asegura el orden formal y externo. Su concurso es ciertamente indispensable para la realización de muchos de los fines sociales, pero por sí solo no basta a asegurar esta realización plena y entera. III 13. El prefacio de una obra no puede ser —en especial cuando se trata de una obra, como la de Garre de Malberg, publicada hace más de 70 años, ampliamente difundida y conocida— un resumen de su contenido, una enunciación comentada de los temas tratados en ella ni de las afirmaciones hechas por el autor sobre la totalidad de éstos. Ha de ser una breve presentación de la vida y la personalidad del autor, delmomento y el ambiente en que la obra fue concebida y escrita, de las líneas fundamentales de su pensamiento, y un comentario de los criterios sostenidos, y acerca de los más importantes temas encarados, en función de la influencia que han tenido en el pensamiento posterior y de su significación actual. Sólo esto es lo que intentamos hacer. IV 14. La definición del Estado dada por Garre de Malberg en su Teoría general... se ha vuelto clásica y ha sido recogida prácticamente por toda la doctrina francesa posterior. Burdeau la califica como ejemplo de las definiciones eclécticas, que "asocian en una misma noción elementos materiales: la población y el territorio, y un elemento no material: la potencia de dominación".17 8
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17 Genrges Bimleau, "État", Encyclopédie Universalis, París, 1992, t. 8 p. 844.
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XVI PREFACIO Nuestro autor llega a esta definición del Estado: "Es una comunidad humana, fijada sobre un territorio propio, que posee una organización de la que resulta para ese grupo, en lo que respecta a las relaciones con sus miembros, una potenciasuprema de acción, de mando y de coerción". La nación es para Garre la sustancia humana del Estado. Sin poder decirse que nación y Estado sean sinónimos en su pensamiento ni en el de la teoría jurídica francesa tradicional, no puede haber Estado sin nación.18 Era éste un criterio jurídico admitido en la Francia de los años veinte, pero inaceptable hoy, cuando existen Estados constituidos por diversas naciones y naciones dispersas en Estados distintos. En la actualidad esta definición, a pesar de conservar su valor, presenta la carencia de no mostrar un elemento necesario: la soberanía externa del Estado, su naturaleza y sus límites, en cuanto el Estado sólo es plenamente tal en su coexistencia con otros Estados, en su independencia e igualdad soberana dentro de la sociedad internacional. Sin embargo, Garre no omitió considerar estaproyección externa de la soberanía, cuestión que estudia cuidadosamente.19 Pero no llevó su análisis a un tema ineludible en nuestros días: el del Estado en la comunidad internacional y el sentido actual de las ideas de independencia y soberanía ante el derecho y la realidad internacionales. 15. El tema de las funciones del Estado ha sido objeto, por parte de Garre de Malberg, de un tratamiento que puede calificarse de clásico. No sólo ha marcado profundamente a toda la doctrina francesa posterior, sino que ha influido también en España y los países latinoamericanos. Como ejemplo, si se quiere curioso, puede aducirse el caso de Uruguay, donde la parte más citada del libro de Garrede Malberg en la Teoría del Estado de Justino Jiménez de Aréchaga20 es justamente la relativa a los fines del Estado. Es sobradamente conocida la tesis de Garre de que no es posible que el jurista establezca una distinción material entre las funciones y que sólo puede acogerse a una distinción orgánica o formal. La tesis fue y es controversial. Baste recordar al respecto el agudo análisis de Roger Bonnard sobre "La concepción material de la función jurisdicional", escrito justamente en las Mélanges R, Garre de Malberg, con el objetivo de "exponer los esfuerzos hechos por la doctrina francesa para establecer una definición material de la función jurisdicional.21 Pese a las críticas a que fue sometida inicialmente su teoría sobre las funciones del Estado y a las de hoy ante los criterios predominantes derivados de los 9
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18 "Nation", en Olivier Duhamel e Yves Mény,op. cit., pp. 635-655. 19.O. Beaud, "La souveraineté dans la 'Contrihutiím á lii Thénrie Genérale de l'État de Garrí de Malberg", RDP, 1994, p. 1253. 20 Justino Jiménez de Aréchaga, Teoría del Estallo, Medina, Montevideo, 1943. 21 Roger Bonnard, "La conception matérielle de la fonction juridictionnelle", en Mélanges, R. Cuné fie Malberg, Sirey, París, MCMXXXIII, pp. 3-29.
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PREFACIO XVII cambios constitucionales ocurridos en todo el mundo en las últimas siete décadas, no hay duda de que el análisis de Garre continuará siendo de indispensable lectura, pues es un ejemplo de rigor lógico en el estudio y de profundo conocimiento histórico-jurídico. 16. Sin duda una de las partes más interesantes y más provocativas del pensamiento de Garre es su análisis del concepto de ley en el derecho constitucional francés.22 El tema, importante teóricamente en sí mismo, fue de una proyección política y práctica evidente y ha incidido en el desarrollo no sólo de la doctrina, sino también de la evolución constitucional francesa posterior a 1958. Garre, luego de un análisis exhaustivo, concluyó afirmando que en el derecho francés sólo era aceptable la concepción formal de la ley.23 Pese a los cambios constitucionales operados en 1946 y 1958, a la existencia de un ámbito propio de la ley y a la jurisprudencia del Consejo Constitucional, la tesis de Garre sigue pesando en el pensamiento francés en la materia.24 17. La ley, para Garre, es expresión de la voluntad general.25 La tesis tradicional en la doctrina y sobre todo en la práctica francesa, tiene consecuencias importantes en la teoría del poder constituyente —original y derivado—, en la cuestión del control de la constitucionalidad de las leyes 26 y en la posibilidad del establecimiento del referéndum o de otras instituciones de gobierno directo. 10
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22 Garre trató el tema no solamente en su Teoría general del Estado, sino también en su obra posterior, escrita en 1931 (La Lei, expresión de la volunté genérale). Rene Capitant ("Journées d'études en l'honneur de Garre de Malberg organisées par la Faculté de Droit et de Sciences Politiquea et Economiques de Strasbourg, 5-6 mai 1961", en Annalex de In Faculté, Dalloz, París, 1966, p. 73) ha dicho: "el pensamiento del autor evolucionó sensiblemente de un libro al otro; se precisó, se expresó con más nitidez, incluso a veces se modificó ligeramente". El análisis que Garre hace al concepto de ley cri la Constitución de 1791 ha permitido que se diga recientemente que el "gran jurista ha sido el analista más sistemático" de esta Constitución (Francois Furet y Ran Halevi, La Monarchie Repuhlicaine, La Constitution de 1791, Fayard, París, 1966). 23 Garre de Malberg, como acabo de señalar, no sólo dedicó al asunto un profundo análisis en su Teoría general del Estado, sino que además lo estudió en varios trabajos, que él mismo cita en la advertencia (p. v), escrita en julio de 1930, del libro que escribió especialmente sobre el tema: La Loi, expresión de la volonté genérale. Etude. sur le conce/it de la loi dans la Constitutúm de 1875, Sirey, París, 1931. 24 Catherine Hagueneau, "Le domaine de la loi en droit francais et en droit anglais", Revue Francaúe du Droit Constitutionnel, núm. 22, 1995, p. 262; Henry Dupeyroux, "Sur la généralite de la loi", en Mélanges, Caire de Malberg, París, MCMXXXIII, pp. 137-161. 25 Eric Maulin, "R. Carré de Malberg et le controle de Constitutionnalité des Lois", Revue Fmnfaúse du Droit Constitutionnel, núm. 21, 1995. 26 En los años veinte, la doctrina francesa estalla dividida respecto a la posibilidad de que los jueces pudieran examinar por vía de excepción la constitucionalidad de la ley. Véase Ch. Eisenmann, Lajustiee Constitutinnnelle et la Haute Ciiur Constítutionnelle d'Autriche, París, 1928; H. Barthélémy, "Les limites du pouvoir législatif", Revue Politique et Parlementnire, 1926; E. L. Pisier, León Duguit et le controle de Constitutionnalité, Mélanges Duverger, París, 1987; Marie-Joelle Redor, De VÉtat legal á État de Droit, París, 1992. Sobre la cuestión de la jerarquía de las normas en el pensamiento de Carré de Malberg, véase Marcel Waline, "Observations sur la gradation des normes juridiques établie par R. Carré de Malberg", Revue du Droit Public, París, 1993, p. 532.
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XVIII PREFACIO Acerca de la cuestión del control de la constitucionalidad de las leyes, se ha señalado recientemente la doble posición de Garre a este respecto. Por un lado, es favorable al control porque piensa que es un buen medio de limitar el excesivo poder del Parlamento y someter su voluntad a la voluntad constituyente. Por otro, sostiene que tal control está excluido por la Constitución de 1875 y que él,como teórico del derecho, debe limitarse a describir el derecho positivo, la lex lata, sin preocuparse de la lex ferenda. Esta dicotomía ha sido objeto de una aguda e implacable crítica.27 Si bien esta crítica es a mi juicio correcta desde un punto de vista teórico, en cambio es injusta en cuanto a la influencia que las ideas de Garre sobre el control de constitucionalidad han tenido en la evolución constitucional y en la doctrina francesa posterior. La solución adoptada en 1958 con la creación del Consejo Constitucional, sobre todo después de la revisión constitucional del 29 de octubre de 1974, dirigida a limitar el excesivo poder del Parlamento y someter su voluntad a la voluntad constituyente, debe mucho a Garre de Malberg y es, en parte, consecuencia de sus críticas al parlamentarismo desbordado. 18. En su análisis del régimen parlamentario y sus diversos tipos,28 Garre preconizó siempre la conciliación del parlamentarismo con el referéndum.29 Sin duda este criterio influyó decisivamente —dadas sus críticas a la Constitución de 1875— en la fórmula a que se llegó en 1958 y a la acentuación de la institución del referéndum en las reformas posteriores.30 En la misma línea se sitúa su propuesta de rehabilitar la institución de la disolución para restablecer el equilibrio entre la Asamblea Nacional y el pueblo. Esto, junto con el referéndum, aseguraría la participación real, efectiva y necesaria de los ciudadanos en el funcionamiento del sistema constitucional y político. 19. Es sabido que la distinción entre soberanía popular y soberanía nacional sigue constituyendo hoy uno de los temas más difíciles y confusos del derecho constitucional. Y ello es así pese a la evolución constitucional posterior a los momentos en que Garre escribió su obra, a la existencia de normas expresas sobre la cuestión31 —que obviamente no existían en aquel momento— y a los trabajos de la doctrina. 11
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27 Eric Maulin, art. cit., pp. 70 y ss. 28 "Parlementarisme", "Parlementarisme rationalisé", y "Régime d'Assemblée", en Oliver Duhamel e Yves Mény, op. cit., pp. 695-6, 876-877. 29 Oliver Duhamel, Droit Cunstituionnel et Politique, París, 1994, pp. 98-100. 30 Eric, Maulin, "Démocratie et représentation dans la pensée de R. Garre de Malberg", Droitx, núm. 22, París, 1995; Emmanuel Aubin, "Un nouveau trou noir dans le Droit Constitutionnel", Revue Polítique et ParIamentaire, núm. 984, París, julio-septiembre de 1996; Wagdi Sábete, "Souveraineté Populaire et Souveraineté Parlementaire", Revue Polítique et ParIamentaire , núm. 984, París, julio-septiembre de 1996. 31 Constitución del 27 de octubre de 1946, artículo 3: "La soberanía nacional pertenece al pueblo. Ninguna parte del pueblo ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio. El pueblo la ejerce, en materia constitucional
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Es conveniente publicar hoy día una obra sobre el Derecho del Estado, que ha sido escrita, y en parte impresa, antes de la guerra mundial? En un tiempo en que los pueblos se encuentran aún sacudidos por las convulsiones que provocó la espantosa tormenta, ¿quién podría prever la estructura y la consistencia que tomará, en el nuevo mundo político en formación, el Estado de mañana? Quizás, sin embargo, pudiera no ser inútil, en esta época de transición, y por razón misma de las probabilidades de transformación próxima, volver la vista, una vez más, hacia el Estado de ayer, para recoger y fijar sus trazos esenciales, en atención a comparaciones futuras, antes de que dichos trazos hayan empezado a alterarse más o menos profundamente. Desde 1871 hasta 1914, el mundo tuvo que vivir bajo la creciente amenaza de la hegemonía alemana. Ante el peligro de agresión o de avasallamiento, la tarea de los Estados amenazados ha sido, ante todo, de defensa y de preservación nacionales, lo que implicaba por necesidad una fuerte organización de la potestad de cada Estado. Así que, en una Europa militarizada y siempre dispuesta a entrar en guerra, el concepto del Estado se había desarrollado principalmente en el sentido de las ideas de fuerza, de potestad y también, por lo tanto, de dominio sobre los miembros individuales de la colectividad nacional. Por otra parte, en esa misma Europa, donde tantas poblaciones se encontraban, como Alsacia y Lorena, incorporadas a un Estado opresor y retenidas en los lazos de su sujeción estatal por el solo hecho de la violencia, por fuerza tenía el jurista mismo que reconocer, en el terreno del derecho positivo, que en la base del Estado contemporáneo se encontraba sobre todo la idea de dominación. Esta idea no predominaba únicamente en Alemania, donde los tratados de derecho público presentaban la Herrschaft como el criterio del Estado y el fundamento de su potestad jurídica. En la misma Francia, un maestro de la ciencia del derecho público como Esmein definía al Estado por la "autoridad superior" o "soberanía" con que se halla investido y "que no reconoce, naturalmente, a ninguna potestad superior o concurrente". Por lo tanto, en esta definición se presentaba a la sobera7
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8 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO nía como una cosa natural, que existe de por sí y no puede ser puesta en duda. Y por consiguiente, Esmein afirmaba que la existencia de esta soberanía, que es "la cualidad esencial del Estado", forma "el fundamento mismo del derecho público". Hoy, la amenaza alemana se ha disipado. Los Estados que sostuvieran la guerra de liberación han combatido en nombre de las ideas de libertad, justicia y derecho de los pueblos. Jamás, tal vez, estas ideas hayan adquirido más altura que en la guerra que acaba de terminar con su triunfo. ¿Sería posible aún asentar el derecho público de los nuevos tiempos sobre un principio de dominio y de coerción? En las relaciones de los Estados con sus pueblos, los regímenes de fuerza y de potestad imperativa parecen irrevocablemente proscritos. Los conceptos y las prácticas del derecho público internacional podrán encontrarse por ello profundamente modificados. Pero ¿no se debe igualmente sanear las bases del derecho público interno sustituyendo en ellas, respecto a los ciudadanos mismos y en su propio favor, el régimen de la libre colaboración a los regímenes de sujeción y a las organizaciones de potestad coercitiva? La relación entre el Estado y sus miembros individuales ¿continuará entendiéndose como una relación de mando y de sometimiento? O, por el contrario, ¿habrá llegado el derecho público interno a la aurora de una era mejor, en el curso de la cual el funcionamiento de la actividad estatal estará asegurado, no ya por medio de órdenes imperiosas y de irresistibles coacciones ejercidas sobre los individuos y que implican la existencia de una voluntad estatal superior a ellos, sino por el libre juego de los esfuerzos individuales que cada ciudadano sentirá deseo de aportar con espontánea benevolencia al objeto de proveer a sus propios intereses en el cuadro de la unidad nacional; esfuerzos que concurrirán, en la medida en que converjan hacia fines comunes, a satisfacer las exigencias vitales del interés nacional? Dominación o colaboración: ¿en cuál de estos dos sentidos evolucionará el derecho del porvenir? Es necesario considerar detenidamente cómo se formula la cuestión de la colaboración. La idea en sí no podría tomarse como una novedad. Es evidente que ningún Estado podría realizar sus fines, ni siquiera subsistir, si tuviera al conjunto de su pueblo en la obediencia y en el cumplimiento de los deberes nacionales únicamente por métodos de violencia. El Estado se compone, ante todo, de seres humanos; no puede asentarse sino sobre actos de voluntad humana. En los tiempos actuales no podría concebirse que las voluntades de algunos individuos, por poderosos que éstos fueran, acertaran a adueñarse de la voluntad de la mayoría. Hasta en un país fuertemente regido como Alemania, la unidad del Imperio se apoyaba realmente sobre la colaboración cierta e
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PROLOGO 9 intensa de la gran mayoría del pueblo alemán. Cuando los autores alemanes hacían resaltar la potestad dominadora, o sea en definitiva la fuerza de opresión, como la base primordial del Estado, querían indicar con ello, en realidad, que aquellas poblaciones del Imperio que, después de su incorporación al mismo, oponían aún resistencia al yugo de sus amos, se encontraban, a pesar de todo, traídas de nuevo a la unidad estatal por el solo hecho de que se veían englobadas, con el resto del pueblo alemán, en una organización de conjunto, que sacaba su fuerza de la voluntad de la masa misma de dicho pueblo. Por lo tanto, no se trata de saber si el Estado supone la colaboración. Es evidente que ni el Estado puede prescindir de la colaboración de sus subditos, ni éstos pueden prescindir de ciertas organizaciones estatales. La colaboración se halla en todas partes. Se encuentra ya en las elecciones por las cuales el Estado moderno pide a su pueblo que designe las personas que han de constituir sus órganos. La encontramos de nuevo en la docilidad con la que la mayor parte de los ciudadanos, celosos de sus propias ventajas, muestran su conformidad a las leyes que aseguran el orden público o el desarrollo de la prosperidad nacional. Se revela, asimismo, en la puntualidad con que aportan a la colectividad, pagando los impuestos, su contribución pecuniaria a la gestión de los negocios públicos. ¿Pudo manifestarse alguna vez con mayor fuerza y esplendor como en estos años de guerra mundial, en el curso de los cuales tantos sacrificios sin límites fueron consentidos generosamente y consumados por el amor a la patria? Se puede decir, sin género de duda, que mientras un Estado obtiene de sus miembros más fiel y útil colaboración, más se acerca al tipo de perfección. El Estado ideal es desde luego aquél que menos precisa usar de su potestad para obtener el concurso de todo su pueblo. Pero ¿puede ser ésta una razón para eliminar la potestad dominadora como elemento de la definición del Estado y, en particular, de su definición jurídica? Las tentativas que se han hecho con objeto de llegar a esta eliminación datan ya de mucho tiempo. Recuérdese a este respecto el sofisma por el cual Rousseau pretendía establecer que, al pronunciarse contra el voto de la mayoría, los ciudadanos pertenecientes a la minoría no dejan por ello de sumarse a la voluntad general y de contribuir así a la formación de esta última. Su disidencia, declaraba el autor del Contrato Social, proviene únicamente de un error cometido sobre la orientación verdadera de la voluntad general. Con este razonamiento, Rousseau trataba, él también, de excluir la idea de que los ciudadanos puedan estar sometidos a una voluntad estatal basada en la sola potestad del Estado, y con ese fin caracterizaba a los miembros de la minoría como colaboradores que habían cooperado a la formación de esa voluntad general cuya
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10 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO omnipotencia debía, por otra parte, en su doctrina, ser tan opresiva para la libertad del individuo. El eco de estas teorías repercute en los textos de la época revolucionaria que definían la ley como la expresión de la voluntad general. Desde antes de la guerra, las razones que tienden a justificar el cambio de la idea de sumisión al Estado por la de colaboración a sus fines, se han multiplicado notablemente y han llegado a ser cada vez más apremiantes. Por una parte, y sobre el terreno mismo del derecho resultante de las Constituciones en vigor, se ha podido sostener que la expansión, en todos los países, del derecho al sufragio y su extensión a todas las categorías de ciudadanos, así como el florecimiento del régimen parlamentario, es decir, la subordinación de la actividad legislativa y gubernamental a la voluntad, no ya solamente de los cuerpos elegidos, sino también y en definitiva del cuerpo electoral mismo, implican una participación continuamente creciente de todos los ciudadanos en la acción directriz de la que depende la marcha de los negocios públicos. A este respecto, la consagración de la que se han beneficiado en diversos países instituciones tales como la representación de las minorías o la representación proporcional, y en todo caso, el favor creciente de que gozan por todas partes estas formas representativas, señalan suficientemente las íntimas tendencias y la efectiva significación del régimen hacia el cual evoluciona el Estado moderno: el verdadero objeto de este régimen no es ya solamente asociar a la obra de colaboración estatal el cuerpo de ciudadanos tomado en su universalidad colectiva, sino conferir a cada ciudadano personal y especialmente una cierta dosis de influencia propia en el gobierno de los negocios del país. Por otra parte, se observa que toda esta evolución jurídica corresponde al considerable aumento que actualmente ha adquirido como fuerza la opinión pública. Hasta en los Estados autoritarios, los gobiernos se han visto obligados a contar con esta inmensa fuerza de los tiempos presentes; por lo menos se han empeñado en conciliarse a la opinión ahormándola a su grado. Por esta misma razón, cuan difícil ha llegado a ser, en un país como Francia, resistir al sentimiento popular, cuando éste nace de las auténticas aspiraciones y de las tendencias comunes de los ciudadanos franceses. Hasta se ha llegado a pretender que, en Francia, las leyes mismas no adquieren, por el hecho de su adopción por el Parlamento, sino un valor problemático o provisional, y no llegan a ser prácticamente aplicables más que cuando se comprueba, por el uso, que son aceptadas o toleradas por aquellos a quienes deben aplicarse. Por último, existe otra causa de expansión del sistema de la colaboración que merece señalarse. A medida que se multiplican y se extienden las labores que incumbe al Estado realizar, particularmente las
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PROLOGO 11 económicas, se comprueba que se produce una correspondiente dulcificación o, en todo caso, una transformación, en el régimen de la potestad estatal. Este fenómeno resulta, en primer lugar, de que el Estado se siente obligado a hacer algunas concesiones a los ciudadanos, a cambio de la intromisión que pretende en dominios que anteriormente dependían de la libre actividad individual. Además, la naturaleza misma de los asuntos de orden económico se opone a que dichos asuntos sean tratados según procedimientos sumarios de mando y de pura dominación. Aquí es, sobre todo, donde los procedimientos de colaboración se imponen; y por ejemplo, mientras más impelido se encuentra el Estado a ensanchar su intromisión en la reglamentación económica, más obligado se encuentra a buscar el concurso de hombres indicados por sus aptitudes profesionales y que no poseen el carácter de funcionarios públicos. De este modo, si es verdad que en el Estado de los nuevos tiempos la labor por cumplir es más de orden económico que político, ello nos lleva a pensar que el crecimiento de la potestad económica del Estado tendrá por contrapartida la disminución, en ciertos aspectos, de su poder de dominación propiamente dicho. Todas estas comprobaciones tienen gran fuerza; y, sin embargo, no pueden llegar a extirpar de la ciencia del derecho público la noción de potestad estatal tal y como le ha sido legada por el pasado. Ante todo, hay un campo en el cual esta noción permanece intangible: el de las relaciones particulares entre los individuos o los grupos parciales de individuos. En lo que se refiere a mantener el orden y el respeto al derecho en vigor en las relaciones de los nacionales entre sí, en lo concerniente especialmente a tratar de apaciguar las diferencias y los conflictos que surgen entre varías personas o varios grupos, resulta patente que la idea de colaboración no podría, por sí sola, dar la explicación del papel justiciero o policíaco desempeñado por el Estado. Sin duda, el mantenimiento del derecho en el seno de la nación supone que el Estado posee, en el deseo de orden del conjunto de su pueblo, un punto de apoyo que le permite usar, con relación a cada miembro individual, los poderes de justicia y de policía que se originan para él de la organización estatal de la comunidad. Sin embargo, hemos de reconocer que, en sus relaciones con los individuos cuando hay que regular entre ellos intereses opuestos o pretensiones rivales, el Estado no puede ya contar con la colaboración de los propios interesados, puesto que éstos son adversarios entre sí y puesto que, además, una de las partes podrá a veces tratar de escapar a la intervención estatal. Llega, pues, a ser indispensable admitir que el Estado interviene entre estas partes contrarias como autoridad superior, dotada de un poder que domina a los individuos y llamada, a este título, a separarlos imponiéndoles su decisión por medio
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12 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO de mandatos. La supremacía del Estado sobre los individuos, es decir, la potestad estatal misma, con su carácter dominador, reaparece aquí con toda claridad. Pero —podría objetarse— esta potestad trascendente del Estado no se afirma dé este modo sino sobre el individuo considerado aisladamente. En cuanto se trate de hacer obra colectiva o nacional, por ejemplo de fundar las reglas del derecho público o privado, o de tomar las determinaciones de donde procederá la acción gubernamental interna o externa, no se podría pretender hoy que pudieran los gobernantes dirigir los negocios del país por medio de decisiones y mandamientos nacidos de su propia y exclusiva voluntad. Pero el examen de los hechos demuestra que, en las relaciones con su pueblo, el Estado debe sacar de la voluntad o, por lo menos, de las aspiraciones de este mismo pueblo, los motivos y hasta los elementos de sus decisiones; decisiones que, a falta de esta base popular, permanecerían desprovistas de fuerza y de virtud. En esto se comprueba el hecho y la necesidad de la colaboración. Seguramente, visto desde fuera, el Estado ha continuado hasta hoy apareciendo como armado de una potestad de la cual él solo es titular, de la cual es capaz también él solo, y que le permite hablar y actuar superiormente en nombre y por cuenta de la nación. Pero, considerada en sí misma, en las relaciones del Estado con el pueblo, esta potestad no procede sino de la potestad de la comunidad nacional: no solamente se origina en la organización de la comunidad, sino que tampoco en el fondo sus manifestaciones son ni pueden ser más que la expresión de la voluntad de la comunidad misma y, por consiguiente también, de una voluntad formada en colaboración con esta última. Por lo tanto, todo esto viene a significar que el Estado, si bien tiene el poder de imponer la voluntad general a cada miembro particular de la nación, no podría aspirar a imponer al conjunto de sus nacionales una voluntad distinta de la del conjunto mismo. La noción de potestad dominadora, pues, debería ceder el paso ante aquélla, más alta, de colaboración, porque los procedimientos de colaboración han llegado a ser una necesidad para el Estado respecto a la generalidad de su pueblo, mientras que los procedimientos de mando y de potestad no pueden ya aplicarse sino respecto al individuo, y aún así únicamente en el caso de que éste oponga resistencia a la voluntad general. Pero esta observación, así formulada, ¿no resulta la justificación misma, una justificación decisiva, de la teoría tradicional que caracteriza esencialmente al Estado por su potestad? Es cierto que la colaboración ocupa en la actualidad un lugar particularmente amplio, que sin duda se ampliará aún, entre los modos de acción a los cuales tiene que recurrir el Estado para cumplir sus funciones. Puede decirse que forma desde entonces una condición
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PROLOGO 13 absoluta de la vida y de la actividad estatales. Y sin embargo, por imperiosas que sean las exigencias que derivan de esta condición, el jurista no podría convertirlas en el rasgo esencial de la definición del Estado. La razón perentoria de esto es que la ciencia jurídica tiene como especialidad propia definir y caracterizar las diferentes clases de derechos por el máximo de facultades que cada uno de ellos encierra en provecho de su titular. Un derecho es un poder: los límites extremos de este poder deben ser tomados en consideración para determinar no solamente la magnitud del derecho en cuestión, sino su definición misma. A este respecto, puede decirse que la ciencia jurídica no se sujeta de manera principal a las situaciones medias y normales, sino que se dirige más bien a los casos extremos, a las posibilidades extraordinarias, y aun puede añadirse que es llevada por ello a prever generalmente lo peor. Ahora bien, lo peor, en lo que concierne al funcionamiento del Estado, es que no exista acuerdo completo entre sus miembros sobre una cuestión determinada y que, por consiguiente, no le sea posible a dicho Estado obtener de ellos una colaboración unánime. Es, pues, también de esta eventualidad misma de la que el jurista debe preocuparse especialmente aun cuando no hubiera de presentarse sino en raras ocasiones y a título excepcional. Y entonces, la cuestión precisa que se plantea en la ciencia del derecho público no es tanto la de saber si el Estado tiene o no necesidad de colaboración cuanto la de buscar el punto extremo hasta el cual se extiende el poder del Estado respectó a aquellos de sus miembros que se negaren a colaborar. Por lo que hace a la necesidad de la colaboración, se entiende que, en principio, le sería tan imposible al Estado funcionar sin el concurso del conjunto de ciudadanos como a una sociedad o a un grupo cualquiera subsistir sin el concurso de sus miembros. Pero entre el Estado y los demás grupos, sean los que fueren, existe la diferencia capital de que éstos no pueden imponer relación alguna de obediencia, ni colaboración con la voluntad común, ni sumisión a esa voluntad, a aquellos de sus miembros que se mostraran refractarios; así que no pueden, por su propia fuerza, obligarlos a que obedezcan. Lo propio de las colectividades estatales, porel contrario, es que, por efecto de una potestad que sólo a ellas pertenece y que tiene su consagración en el sistema de su derecho positivo, poseen la facultad de imponer la voluntad general hasta a los miembros oponentes, y de traer así la totalidad de los ciudadanos a una unidad que ninguno de ellos podría impedir que se formara, ni podría romper, por el solo hecho de su oposición. En otros términos, la característica del Estado es su capacidad de dominar y reducir las resistencias individuales; y esto tiene lugar "naturalmente", como decía Esmein, es decir, por el juego natural de las cosas. He aquí por qué el jurista no
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14 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO puede menos de retener y hacer resaltar la potestad dominadora como el rasgo específico del Estado, como el punto culminante de su definición. Esto no significa que la ciencia jurídica pretenda negar la colaboración, ni que trate de combatirla solapadamente: bien sabe que los agentes del Estado serían impotentes para conducir la colectividad, tomada en su universalidad, mediante procedimientos coercitivos. Pero, al hacer resaltar la dominación como el signo distintivo del Estado, trata simplemente de señalar que, por efecto de su organización unificadora, la colectividad organizada en Estado se halla investida de una potestad que, en caso necesario, puede llegar hasta imponerse en forma dominante a aquellos de sus miembros que entraran en conflicto con ella. La definición jurídica del Estado precisa así, según las disciplinas propias de la ciencia del derecho, no ya la forma habitual y deseable de ejercer las facultades estatales, sino el límite extremo hasta el cual pueden extenderse estas facultades. Todo esto puede resumirse diciendo que, desde el punto de vista de la ciencia política, la colaboración merece figurar hoy en primer plano en la definición del Estado; toda definición jurídica, por el contrario, debe seguir presentando la potestad propia de las colectividades estatales como característica esencial y atributo supremo del Estado. Aun cuando esta potestad no debiera funcionar sino a título extraordinario y aun cuando, también, el recurso a la fuerza coercitiva no constituyera para el Estado más que un ultimum subsidium y un caso extremo, no por eso quedaría menos obligado el jurista a caracterizar y calificar los poderes estatales por su más alto grado de intensidad. Por lo tanto, como quiera que haya de ser, en los tiempos nuevos, el desarrollo del régimen de la colaboración, resulta siempre imposible construir la teoría jurídica del Estado sin que intervenga en ella un elemento de potestad; al menos hay que recurrir a la idea de potestad para explicar la coacción que puede ejercerse en el Estado sobre aquellos de sus miembros que pretendieran permanecer al margen de la colectividad y desconocer ya sea la formación, ya la observancia de las decisiones estatales tomadas en nombre de ella. Porque el derecho de los pueblos haya salido victorioso de la guerra, no parece que pueda concluirse el derecho de los individuos a emanciparse de la subordinación hacia el Estado del cual son súbditos. Pero se debe ir más lejos aún y llegar a reconocer que la antigua idea de potestad estatal conserva igualmente su imperio y ocupa siempre un importante lugar respecto de aquellos miembros mismos de la nación que prestan su concurso al Estado, es decir, respecto de la masa general de los ciudadanos. Bien se puede decir que la teoría que pretende edificar el derecho
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PROLOGO 15 público sobre una simple condición de colaboración se funda en un equívoco. Sin duda que el Estado moderno no puede ya contentarse con la actividad especial de sus órganos titulares; necesita del concurso general de sus miembros. Estos son llamados especialmente a desempeñar un papel activo y muy útil en las operaciones llamadas de gestión, las que necesitan, fuera del trabajo de los funcionarios y de los cuerpos públicos, el desarrollo de numerosas fuerzas y competencias privadas. Mas con razón la literatura jurídica ha distinguido, de mucho tiempo atrás, y junto a las operaciones de gestión, otros actos a los cuales ha dado el nombre de actos de potestad: denominación ésta que implica la existencia, para el Estado, de un campo de actividad en el cual su potestad es llamada a desempeñar un papel preponderante. No es que en este mismo campo de potestad pueda funcionar el Estado por sus propias fuerzas y sin la ayuda de la generalidad de sus miembros. Por ejemplo, resalta claramente del régimen orgánico consagrado actualmente por la Constitución francesa que toda la vida estatal se vería paralizada en Francia si los ciudadanos dejaran de prestar al Estado aquella parte de su concurse que consiste en la elección del Parlamento, o sea del órgano supremo por el cual se ejerce en su grado más alto la potestad pública y del que depende el nombramiento ulterior de las demás autoridades principales llamadas a ejercer esta misma potestad en un grado inferior. He aquí, pues, un ejemplo de importante colaboración. Pero este ejemplo contiene también una enseñanza significativa: muestra, en efecto, que la elección de los miembros del Parlamento por el pueblo tiene ante todo por objeto y obtiene por resultado procurar al Estado sus órganos de decisión y, por consiguiente también, una organización de potestad. Al pedir a su pueblo que trabaje en el nombramiento de las autoridades por las cuales serán ejercidas sus funciones imperativas, al Estado requiere precisamente a los ciudadanos a cooperar con su acción colectiva en la erección y en la conservación de su propia potestad. Esto se encuentra claramente marcado en lo concerniente a las relaciones con el extranjero: las autoridades creadas con la colaboración del pueblo serán, después de su nombramiento, investidas del poder de representar a la colectividad nacional en las relaciones con los Estados extranjeros, y así se encuentra organizada, respecto de esos Estados, la potestad estatal francesa. Pero idéntico fenómeno se produce en lo interior: la formación de órganos capacitados para tomar las decisiones que interesan a la comunidad tiene por consecuencia engendrar en el seno de ésta una potestad destinada a ejercerse en nombre y a favor de todos los ciudadanos, pero que también funciona por encima de cada uno de ellos. Y aun cuando la comunidad estatal tuviera por órgano de sus voluntades el conjunto mismo de los ciudadanos, como en el caso de la democracia
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16 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO directa, no por ello sería menos verdadero que esta organización popular es, en definitiva, productora de una potestad que sin ella no podría organizarse por el solo juego inorgánico de las actividades privadas. No es exacto, pues, concluir, del hecho necesario de la colaboración, la legitimidad de teorías que tratan de suprimir la noción de potestad de la definición del Estado. Sea cual fuere el origen de la potestad estatal, cuales quiera que sean las vías por las cuales se establece, conserva siempre el carácter de un poder superior al de los individuos y que tiene, en este sentido, un alcance dominador. En estas condiciones, y para evitar todo equívoco, hay que reconocer que la colaboración no constituye más que un medio; el fin sigue siendo la potestad del Estado. Evidentemente, el medio empleado para producir potestad estatal tiene una gran importancia. Decir que el Estado contemporáneo vive de colaboración es convenir en que no extrae de sí solo su potestad, sino que tiene que buscar el principio de ésta en sus mismos miembros, en su apoyo y en su concurso, y de este principio derivan numerosas consecuencias. Pero esto no significa que el Estado, hoy día, haya dejado de necesitar potestad. Muy al contrario, la formidable multiplicación de sus funciones trae fatalmente, incluso en la esfera en la cual estas funciones no se ejercen sino en forma de control y de coordinación, un fortalecimiento de la potestad pública. Ya antes de la guerra mundial se había notado que la vida estatal actual exige una concentración cada vez más fuerte, en las manos del Estado o bajo la vigilancia del mismo, de los medios de acción o de potestad de la comunidad nacional. ¿Qué deberá decirse ahora, después de la violenta sacudida que ha revelado, con luz tan intensa, la necesidad de las disciplinas estrictas y de las organizaciones sólidas? La potestad de Estado no parece llamada a entrar tan pronto en una fase de decadencia. Tal vez pueda resultar un aumento de la colaboración misma. Pues el Estado halla precisamente en esta colaboración un recurso que le permite, por lo mismo que saca sus fuerzas del pueblo, aumentar su potestad en energía o desarrollarla en extensión. El requerimiento para colaborar no se entiende, pues, como una pura concesión hecha a los ciudadanos, como una especie de abandono de poder, sino que contiene también la demanda de un esfuerzo mayor, dirigida por el Estado a su pueblo con el fin de obtener una mayor cohesión de su unidad orgánica y, por consiguiente, de fortificar en la misma medida la potestad estatal de la nación. Un pueblo que, en la hora presente, no sintiese la necesidad de ese esfuerzo, tanto en lo político como en lo económico, se expondría a arruinar su porvenir estatal, y esta ruina sería la de sus propios ciudadanos. En conclusión, hay que reconocer, pues, que la noción de potestad de Estado, de esa potestad a la que los alemanes han dado el imperioso
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PROLOGO 17 nombre de Herrschaftsgewalt, habrá de sobrevivir en la ciencia del derecho público. Lo que ha desaparecido en la derrota de los Imperios germánicos, lo que se halla igualmente excluido en el régimen de la colaboración, es la teoría misma del Herrscher, de ese dominador que en la literatura alemana aparecía situado fuera y por encima de la nación y respecto al cual los miembros del cuerpo nacional no tenían, desde luego, sino el carácter de puros súbditos. En cuanto a la Herrschaft misma, el error de la doctrina alemana no es haber presentado esta potestad como el criterio jurídico del Estado o como su atributo prácticamente indispensable, sino que reside, en realidad, en el abuso que han hecho los alemanes de su teoría de la potestad, es decir, en el hecho de haber concebido y forjado la Herrschaft como instrumento de conquista, destinado a procurar al pueblo alemán el medio de dominar y avasallar a los pueblos extranjeros. Pero sobre todo, lo que ha hecho odioso el concepto alemán de la Herrschaft es la ausencia de todo escrúpulo que han demostrado sus propagandistas, en tanto que, sistemáticamente —rücksichtslos, es el caso de decirlo— han silenciado la existencia de las reglas de orden moral que dominan con su superioridad más alta a toda potestad estatal, por absoluta que jurídicamente- sea esta última y por necesaria que sea políticamente Cuando el jurista se ve obligado a admitir que el derecho positivo moderno se funda en la potestad del Estado o que la autoridad de los gobernantes halla el fundamento de su legitimidad en el orden jurídico en vigor, ello no significa que, fuera de este orden positivo, no pueda concebirse ninguna clase de precepto ideal que rija los pueblos, los gobiernos y los individuos. La doctrina alemana de la Herrschaft implica, por el contrarío, que no solamente el derecho, en su acepción positiva y práctica, sino la ley moral misma, no dependen más que de la omnipotencia estatal. Constituirá para siempre una mancha imborrable de la literatura alemana contemporánea del derecho público no haber señalado, reconocido y honrado, en la base de las sociedades- políticas, más fuente de reglas de conducta que la voluntad del Estado y la potestad de hecho de sus órganos. Sin dejar de mantener el principio de autoridad y el poder de mando sin los cuales el Estado no podría funcionar ni siquiera concebirse, se debe reservar, pues, su parte a la moral al lado y por encima de la del derecho efectivo. En cuanto a saber por qué medios orgánicos es posible llegar a una conciliación entre estos dos términos: la potestad indispensable al Estado y el respeto aún más necesario debido a la ley moral, es un problema de todos los tiempos, cuya dificultad insuperable, a decir verdad, no podría resolver en forma plenamente satisfactoria ningún
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18 TEORÍA GENERAL DEL ESTADO arreglo de orden jurídico. Únicamente la profunda rectitud de los pueblos y de sus gobiernos puede procurar a este problema elementos eficaces de relativa atenuación, a falta de una solución verdadera y completa. Wolxheim, octubre de 1919.
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PRELIMINARES 1. Todo estudio del derecho público en general y del derecho constitucional en particular encierra y presupone la noción del Estado. En efecto, según la definición más difundida, se debe entender por derecho público el derecho del Estado (Staatsrecht), es decir, el derecho aplicable a todas las relaciones humanas o sociales en las cuales el Estado entra directamente en juego. En cuanto al derecho constitucional, es —como su nombre indica— la parte del derecho público que trata de las reglas o instituciones cuyo conjunto forma en cada medio estatal la Constitución del Estado. No se puede, pues, abordar el estudio del derecho público o sea de la Constitución del Estado sin caer inmediatamente en la pregunta de cuál es la idea que conviene formarse del Estado mismo. Precisar esta idea, tal es también el fin, el objeto propio de la Teoría General del Estado. Todos los problemas que remueve esta teoría se resumen esencialmente en la siguiente pregunta; ¿Qué es un Estado (inconcreto)?, o mejor aún: ¿Qué es el Estado (in abstracto)? 1 2. Si se examinan los hechos, es decir, las diversas formaciones políticas a las cuales, por costumbre establecida, se da el nombre de Estado, se comprueba que los elementos constitutivos que forman cada uno de estos Estados se reducen esencialmente a tres: En cada Estado se encuentra desde luego un cierto número de hom12
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1 No debe creerse, sin embargo, que la teoría general del Estado sea la base general, el punto de partida o la condición previa del sistema del derecho público y del derecho constitucional. Por el contrario —como teoría jurídica al menos— constituye la consecuencia, la conclusión y el perfeccionamiento ríe dicho sistema. Como indica el título de esta obra [Contríbution a la théorie genérale de l'État, spécialement d'aprés les données fournies par le Droit constitutionnel franjáis], la idea general que el jurista debe formarse del Estado depende, no ya de concepciones racionales o a priori, sino de datos positivos proporcionados por el derecho público vigente. No se puede definir jurídicamente al Estado ni reconocer y determinar su naturaleza y su consistencia efectivas, sino después de haber conocido, teniéndolas en cuenta, sus instituciones de derecho público y de derecho constitucional. Tal es también el método que se seguirá en esta obra para separar los elementos de la teoría jurídica general del Estado. Solamente cuando se trata de resolver las dificultades inherentes al funcionamiento del Estado o también de estudiar el desarrollo de su derecho en el porvenir, es cuando se puede y se debe recurrir a la teoría jurídica general del Estado como a una base de razonamiento y a un principio inicial de soluciones o de indicaciones útiles; pero, entiéndase bien, incluso en este caso es necesario buscar los elementos de esta teoría general en las instituciones constitucionales o en las reglas de derecho público consagradas por el orden jurídico vigente.
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bres. Este número puede ser más o menos considerable: basta que estos hombres hayan conseguido, de hecho, formar un cuerpo político autónomo, es decir, distinto de los grupos estatales vecinos. Un Estado es por lo tanto, ante todo, una comunidad humana. El Estado es una forma de agrupación social. Lo que caracteriza esta clase de comunidad es que se trata de una colectividad pública que se sobrepone a todas las agrupaciones particulares de orden doméstico o de interés privado, o inclusive de interés público local, que puedan existir entre sus miembros. Mientras que en su origen los individuos no vivieron más que en pequeños grupos sociales, familia, tribu, gens, aislados los unos de los otros, aunque coexistiendo sobre el mismo suelo, sin conocer cada cual sino sus intereses particulares, las comunidades estatales se formaron englobando a todos los individuos que poblaban un territorio determinado en una corporación única, fundada sobre la base del interés general y común que une entre sí, a pesar de todas las diferencias que los separan, a los hombres que viven juntos en un mismo país: corporación ésta superior y general, que ha constituido desde entonces un pueblo, una nación. La nación es, pues, el conjunto de hombres y de poblaciones que forman un Estado y que son la sustancia humana del Estado.2 En lo que se refiere a esos hombres considerados individualmente, llevan el nombre de nacionales o también ciudadanos, en el sentido romano de la palabra civis, término que designa precisamente el vínculo social que, por encima de todas sus relaciones particulares y sus agrupaciones parciales, reúne a todos los miembros de la nación en un cuerpo único de sociedad pública. El segundo elemento constitutivo de los Estados es el territorio. Ya hemos visto que una relación de vinculación nacional no puede adquirir consistencia más que entre hombres que están en contacto por el hecho mismo de su convivencia permanente sobre uno o más territorios comunes. El territorio es, pues, uno de los elementos que permiten que la nación realice su unidad. Pero, además, una comunidad nacional no es apta para formar un Estado sino mientras posea un suelo, una superficie de tierra sobre la cual pueda afirmarse como dueña de sí misma e independiente, 3 es decir, sobre la cual pueda, al mismo tiempo, imponer su 13
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Se verá después (pp. 31-32, y también n' 388), que en su sentido jurídico exacto, tal como resulta del sistema positivo del derecho público francés y especialmente del sistema de la soberanía nacional, la palabra "nación" denomina no ya una masa amorfa de individuos, sino la colectividad organizada de los nacionales, en cuanto esta colectividad se halla constituida por el mismo hecho de su organización en una unidad indivisible. En este sentido jurídico, la nación no es ya solamente uno de los elementos constitutivos del Estado, sino que es, por excelencia, el elemento constitutivo del Estado en cuanto se identifica con él. 3 Independiente, al menos en cierta medida, que se precisará n° 62, infra
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propia potestad y rechazar la intervención de toda potestad ajena. El Estado necesita imprescindiblemente poseer un territorio propio, porque ésta es la condición esencial de toda potestad estatal. Si, por ejemplo, el Estado tiene alguna potestad sobre aquellos de sus ciudadanos que se hallan en el extranjero, esto es únicamente en la medida en que le es posible aplicarles sobre su propio territorio la sanción de las prescripciones que pretende imponerles mientras se encuentran fuera de él. En cambio, dentro de su territorio, la potestad del Estado se extiende a todos los individuos, tanto nacionales como extranjeros. Los autores modernos concuerdan en afirmar que la relación jurídica que se establece entre el Estado y su territorio no consiste en un derecho de daminium, sino realmente de imperium: el Estado no tiene sobre su suelo una propiedad, sino únicamente una potestad de dominación a la cual se le da habitualmente, en la terminología francesa, el nombre de soberanía territorial. Por lo demás, subsisten divergencias respecto a la naturaleza de ese poder territorial. Una primera doctrina admite que el territorio es para el Estado objeto de un derecho especial de soberanía, de modo que habría en la potestad estatal dos poderes distintos: uno que alcanzaría a las personas y otro que recaería especialmente sobre el territorio, formando así una especie de potestad real, o sea comparable a un derecho real del Estado sobre el suelo nacional. (A este respecto, ver: Laband, Droit public de l'Empire Allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 288 ss.). Parece más exacto admitir, ríe acuerdo con un segundo criterio, que el territorio concebido en sí mismo no es de ningún modo objeto de dominación para el Estado, sino que su extensión determina sencillamente el marco dentro del cual puede ejercer la potestad estatal o imperium, el cual no es, por su naturaleza, sino un poder sobre las personas. Por soberanía territorial no debemos considerar, pues, una rama aparte del poder del Estado, que se beneficia de un conjunto particular de derechos territoriales. La territorialidad no es una parte especial del contenido de la potestad estatal, sino únicamente una conlición y una cualidad de esta potestad. (Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. II, n9 201; Duguit, Traite de droit constitutionnel, vol. i, p. 97; Jellinek, L'État nwderne, ed. francesa, vol. n, pp, 23 ss.; G. Meyer, Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6* ed., p. 212 y los autores citados eod, loe.., n. 3.)4 En este orden de ideas conviene añadir que el 14
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A decir verdad, la relación entre el Estado y su territorio de ninún modo dehe considerarse como una relación de sujeto a objeto. El territorio no es un objeto situado fuera de la persona jurídica Estado, y sobre el cual esta persona posea un poder más o menos comparable a los derechos que pueden corresponder a una persona privada sobre los bienes dependientes de su patrimonio, sino que es un elemento constitutivo del Estado, es decir, un elemento de su ser y no de su haber, un elemento, pues, de su misma personalidad, y en este
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cuadro de ejercicio de la potestad del Estado no se reduce al territorio, es decir, a la superficie o al subsuelo del solar nacional, sino que comprende también la capa atmosférica situada sobre el suelo y las porción de mar que bañan el territorio del Estado, al menos en la medida en que dicho Estado puede de hecho ejercer sobre ellos su acción de dominio. La verdadera idea en la cual debemos fijarnos a este respecto es, por lo tanto, que la esfera de potestad del Estado coincide con el espacio sobre el cual se extienden sus medios de dominación. En otros términos: el Estado ejerce su potestad no solamente sobre un territorio, sino sobre un espacio; espacio que, ciertamente, tiene por base determinante el territorio mismo.5 15
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sentido aparece como parte integrante de la persona Estado, que sin él no podría ni siquiera concebirse. Sin duda, el patrimonio de los individuos es, en ciertos aspectos, la prolongación de su personalidad, por lo que las lesiones delictivas causadas a los bienes comprendidos dentro de ese patrimonio constituyen realmente ataques a la persona misma de su propietario. Sin embargo, la existencia de un patrimonio efectivo no es la condición de la personalidad del individuo: éste seguirá siendo sujeto jurídico aun cuando su patrimonio fuera nulo o llegara a ser destruido. En ausencia de un territorio, por el contrario, el Estado no puede formarse, y la pérdida de su territorio supondría su completa extinción. El territorio es, por lo tanto, una condición de existencia del Estado, y esto es lo que los autores expresan al calificar a éste como corporación territorial (Duguit, Manuel de droit constitutionnel, 1? ed., p. 102), según la terminología creada en esta materia por Gierke (Gebietskorperschaft). Por lo cual también la doctrina contemporánea, al repudiar el antiguo concepto que consistíaen presentar al Estado como sujeto y al territorio como objeto, define al territorio como elemento constitutivo del Estado en cuanto sujeto jurídico (Jellinek, loe. cit., vol. n, p. 19), o también como un elemento de su personalidad jurídica (cf. Duguit, Traite, vol. i, p. 95). El mérito de haber despejado esta nueva noción pertenece a Fricker, Vom Staatsgebiet, pp. 16 .(Vid., del mismo autor, Gebiet und Gebietshaheit).5 El reconocimiento, en ]a doctrina contemporánea, del hecho de que el Estado no posee sobre su territorio derecho especial alguno de naturaleza real ha tenido por efecto agravar las dificultades que suscita la cuestión de las "cesiones territoriales" que tienen lugar entre dos naciones, especialmente después de una guerra. La posibilidad de tales cesiones se concebiría fácilmente en el sistema del Estado patrimonial. La idea de cesión de territorio puede justificarse aún en la doctrina que admite la existencia de una potestad particular del Estado sobre fu dominio territorial. Esta misma idea llega a ser, por el contrario, muy difícil de construir jurídicamente en cuanto se le niega al Estado una soberanía territorial distinta de la potestad que tiene sobre sus subditos; claro está que el Estado no puede ceder sobre su territorio derechos que no tiene. Esta dificultad teórica se encuentra señalada, más no resuelta, por Duguit (Traite, vol. i, p. 96). Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 29-30, 33) trata de soslayarla sustituyendo a la idea de cesión del territbrio la idea de cesión de la "dominación sobre lo*habitantes del territorio". Pero esta sustitución, en cuanto al objeto cedido, no basta para hacer desaparecer todas las dificultades inherentes a esta cuestión. Porque, a decir verdad, es la idea misma de cesión la que suscita graves objeciones jurídicas cualquiera que sea por otra parte el objeto —territorio o habitantes— sobre el cual se pretende que recaiga la cesión. La posibilidad de una cesión propiamente dicha no se concibe en ninguna de las doctrinas que rigen en la época presente respecto al fundamente de la naturaleza del Estado. Colocándose en la teoría que relaciona el Estado con las hipótesis del contrato social o también afl
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Finalmente, y por encima de todo, lo que constituye un Estado es el establecimiento, en el seno de la nación, de una potestad pública que se ejerce autoritariamente sobre todos los individuos que forman parte 16
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liándose a las doctrinas que ven en el Estado una asociación entre sus miembros, habrá que deducir que, sin el consentimiento —formal o implícito— de los pueblos interesados, ni el Estado llamado cedente puede, por su sola voluntad, ceder una parte de su pueblo, ni tampoco el Estado llamado cesionario puede acrecentarse por dicha cesión. Pero la idea de cesión es aún menos admisible en la doctrina que se expondrá más adelante (núms. 22-23) y según la cual el Estado debe ante todo su existencia al hecho de su propia potestad dominadora; pues habrá de verse (núms. 57 ss.) que una potestad no tiene carácter de dominación estatal sino mientras se funda sobre la propia fuerza y voluntad de la colectividad a la cual pertenece; es preciso que posea —en este sentido— un carácter originario, y esto mismo excluye la posibilidad de admitir que la potestad estatal sea susceptible de adquirirse por medio de cesión. Este punto ha sido claramente puesto de manifiesto, a propósito de Alsacia y Lorena, por Redslob (Abhangige Lander, pp. 68 ss.), quien demuestra que —contrariamente a la afirmación de Laband (Das Staatsrecht des deutschen Reichs, 5° ed., vol. u, p. 212)— la soberanía sobre los territorios alsaciano y lorenés no ha podido ser transferida y adquirida por efecto del tratado concertado entre Francia y Alemania: el Imperio alemán la adquirió por su propia fuerza, es decir, sea por la conquista, como dice Redslob (loe. cit.), sea por la ley del 9 de junio de 1871 que decretó la unión de Alsacia y Lorena al Imperio (Jellinek, loe. cit., vol. n, p. 376). Por lo menos la adquisición de nuevos territorios y el acrecentamiento territorial de los Estados no pueden considerarse como el producto de una cesión desde el punto de vista del derecho público interno, es decir, en las relaciones del Estado que se acrecienta con los habitantes del territorio adquirido que se transforman en súbditos suyos: la nueva sujeción de éstos es únicamente la obra del Estado adquirente, que por su propia acción consigue, con o sin su consentimiento, extender sobre ellos su potestad dominadora; a este respecto la idea y la palabra anexión son más exactos que la idea y el término cesión. Desde el punto de vista internacional, por el contrario, es decir, en las relaciones entre el Estado disminuido y el Estado que anexiona, parece que el concepto tradicional de cesión vuelve a hallar su aplicación. Según los principios del derecho de gentes contemporáneo, en efecto, la conquista no puede constituir un título de posesión legítimo en tanto no sea consagrada por un tratado que suponga especialmente una renuncia por parte del Estado despojado. Débase distinguir, pues, en esta materia el punto de vista del derecho público interno y el punto de vista del derecho internacional (Jellinek, eod. loe,; Redslob, op. cit., pp. 70-71). Por ello los tratados de derecho internacional admiten generalmente la idea de cesión territorial. Sin embargo, incluso en el último sentido resulta dudoso que esta idea sea exacta. Si, particularmente después de una guerra, un Estado victorioso ha podido por este solo hecho adquirir una potestad de dominio interno sobre un país subyugado por él, no se ve la posibilidad de que, sobre este país, el Estado vencido pueda, a título internacional, ceder o transferir una potestad que ya no posee. ¿No es más exacto que. por el tratado que media en este caso, el Estado despojado se limita a reconocer un estado de cosas que se ha formado sin su concurso y renuncia a discutir en adelante el hecho realizado, es decir, la extensión de potestad estatal llevada a cabo por el Estado conquistador? La fórmula de abandono de Alsacia y parte de Lorena por Francia estaba concebida en este sentido: el artículo 1' de los preliminares de paz firmados en 26 de febrero de 1871 decía que "Francia renuncia en favor del Imperio alemán a todos sus derechos y títulos sobre los territorios situados..."; y el texto añadía: "el Imperio alemán poseerá estos territorios en perpetuidad en plena soberanía y propiedad", lo que constituía el reconocimiento de la conquista realizada por Alemania. Las
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del grupo nacional. El examen de los Estados, desde ese punto de vista, revela que esta potestad pública debe su existencia, precisamente, a una determinada organización del cuerpo nacional, organización por la cual, en primer término, se encuentra realizada de modo definitivo la unidad nacional, y cuyo fin esencial es también crear en la nación una voluntad capaz de tomar por cuenta de aquélla todas las decisiones que precisa la gestión de sus intereses generales; organización, en fin, de la que deriva un poder coercitivo que permite a la voluntad así constituida imponerse a los individuos con fuerza irresistible.6 De esta suerte, dicha voluntad de dirección y dominación se ejerce con doble fin: por una partease relaciona con la comunidad, y de otra parte realiza actos de autoridad que consisten ya en emitir preceptos imperativos y obligatorios, ya en obligar a ejecutar tales preceptos. Teniendo en cuenta esos diversos elementos suministrados por la observación de los hechos, podría definirse, pues, cada uno de los Estados in concreto como una comunidad de hombres fijada sobre un territorio propio y que posee una organización de la que resulta para el grupo, considerado en sus relaciones con sus miembros, una potestad superior de acción, de mando y de coerción. 3. Esta primera definición, aunque resulte conforme con los hechos, no puede satisfacer plenamente al jurista. La razón de ello es que la ciencia jurídica no tiene solamente por objeto comprobar los hechos que originan el derecho, sino que tiene por principal empeño definir las relacio 17
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renuncia y reconocimientos de esta clase tienen en muchos casos un carácter forzado: el ejemplo de Alsacia y Lorena lo demuestra una vez más. 6 En contraposición a la doctrina generalmente admitida, que ve en la potestad pública el tercer elemento constitutivo del Estado (ver particularmente Esmein, Éléments de droii constitutionnel, 5* ed., p. 1; Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 61 ssj, ciertos autores (en particular Seidler, Das juristische Kriterium des Staates, pp. 65 ss.) han sostenido que el verdadero elemento constitutivo del Estado, en lo que respecta a su potestad, de ningún modo es esta potestad misma, ni siquiera la organización de donde nace, sino los órganos que la poseen y la ejercen de hecho, pues —dicen— sin estos órganos la potestad estatal no tendría realidad efectiva. Pero esta manera de ver no puede admitirse. Seidler mismo hace observar (op. cit., p. 68) que al contrario del pueblo y del territorio, que son elementos de determinación de la identidad del Estado, los órganos no determinan más que su forma gubernamental, de tal manera que los órganos pueden variar y hasta cambiar completamente sin que la identidad del Estado se encuentre por ello modificada en lo más mínimo. Esto demuestra que la existencia del Estado es independiente de los órganos que pueda poseer en un momento determinado. Sin duda la potestad del Estado no está constituida más que por la de sus órganos; es una consecuencia de la organización dada a la comunidad nacional. Pero por otra parte esta potestad es permanente, mientras que las formas de organización estatal son pasajeras. Con razón, pues, la mayoría de los autores hacen resaltar como elemento constitutivo del Estado la potestad invariable que resulta de su organización más bien que los órganos variables que la mueven.
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nes jurídicas que se derivan de estos hechos. Ahora bien, desde este punto de vista, la insuficiencia de la definición antes enunciada proviene manifiestamente del hecho de que se limita a indicar los elementos que concurren para engendrar al Estado más bien que a definir el Estado mismo. Y por lo tanto resulta peligrosa, ya que conduce naturalmente a confundir al Estado con sus elementos, o al menos con algunos de sus elementos. Es así como se ha pretendido identificar al Estado con la masa de individuos que lo componen. Otros, considerando a la potestad pública y a la organización que la origina como elemento capital del sistema estatal, han llegado a identificar al Estado con las propias personas que, en virtud de esa organización, aparecen investidas de dicha potestad.7 Estas doctrinas se deben a una confusión. En efecto: el territorio, el conjunto de habitantes que viven en común, la organización misma de la colectividad y la potestad pública que de ella deriva no son sino condiciones de la formación del Estado. Estos diversos factores combinados tendrán, desde luego, al Estado como resultante, pero el Estado no se confunde con ninguno de ellos. Tal confusión no habría tenido lugar si nos hubiéramos elevado de la observación de los elementos de hecho del Estado a una noción extraída de los elementos de derecho que determinan su esencia jurídica. Parece indiscutible que estos elementos de derecho son los que deben predominar en la definición jurídica del Estado. Ahora bien, desde el punto de vista jurídico, la esencia propia de toda comunidad estatal consiste primero en que, a pesar de la pluralidad de sus miembros y de los cambios que se operan entre éstos, se encuentra retrotraída a la unidad 8 por el hecho mismo de su organización. En efecto, como consecuencia del orden jurídico estatutario establecido en el Estado, la comunidad nacional, considerada bien sea en el conjunto de sus miembros actualmente en vida o bien en la serie sucesiva de las gene18
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7 Hasta ha habido autores que han identificado al Estado con su territorio. Es así como Seidler (op. cit,, p 59), partiendo de la idea de que el territorio es un elemento constitutivo del Estado (ver supra, n" 2, n. 4), declara que "el territorio es el Estado mismo considerado con relación a su extensión". Pero esta deducción es totalmente exagerada. Seidler es llevado por ella a sostener que las modificaciones que puedan producirse en las dimensiones del territorio, especialmente después de una cesión territorial, tienen por efecto modificar al Estado mismo. Tal es también la tesis de Fricker, Vom Staatsgebiete, p. 27. Esta tesis es rechazada por Jellinek (loe. cit., vol. n, p. 30 n.; ct. Duguit, Traite, vol. i, p. 95), que observa con razón que las modificaciones introducidas en el territorio estatal no suponen la desaparición del antiguo Estado y su sustitución por un Estado nuevo. Aunque el territorio sea una de las condiciones de la personalidad estatal, ésta no se modifica por las variaciones parciales del territorio. Lo que significa, pues, que el Estado no se confunde con su territorio. 8 Gierke (Genossenschajstheorie, vol. i, pp. 456 ss., y "Grundbegriffe des Staats", Zeitschríft für die gesammte Staatsivissenschaft, vol. xxx) fue el primero en despejar en toda su amplitud este concepto de la unidad estatal.
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raciones nacionales, está organizada en tal forma que los nacionales constituyen entre todos un sujeto jurídico único e invariable, así como sólo entre todos tienen, en lo que concierne a la dirección de la cosa pública, una voluntad única: la que se expresa por los órganos regulares de la nación y que constituye la voluntad colectiva de la comunidad. Este es el hecho jurídico primordial que debe tener en cuenta la ciencia del derecho, y no puede tenerlo en cuenta sino reconociendo desde luego al Estado, expresión de la colectividad unificada, una individualidad global distinta de la de sus miembros particulares y transitorios, es decir, definiendo al Estado como persona jurídica. Por consiguiente, en las sociedades constituidas en forma estatal, lo que los juristas llaman propiamente Estado es el ente de derecho en el cual se resume abstractamente la colectividad nacional. O también, según la definición adoptada por los autores franceses: Estado es la personificación de la nación. (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 1; cf. Bluntschli, Théorie genérale de l'État, trad. francesa, p. 18: "Estado es la persona política organizada de la nación".) Sin embargo, para determinar perfectamente el concepto del Estado no es suficiente presentar a éste como una unidad corporativa, porque no solamente los grupos estatales realizan tales unidades, sino que numerosas formaciones corporativas de derecho público o sociedades de derecho privado presentan también una organización que las unifica y constituyen, como tales, personas jurídicas. Lo que distingue al Estado de cualquier otra agrupación es la potestad de que se halla dotado. Esta potestad, que sólo él puede poseer, y que por lo tanto se puede ya caracterizar denominándola "potestad estatal", lleva, en la terminología tradicionalmente consagrada en Francia, el nombre de soberanía. Según esto, se podría concretar, pues, la noción jurídica del Estado a esta doble idea fundamental: el Estado es una persona colectiva y una persona soberana. Se verá después, sin embargo, que el empleo en este caso de la palabra soberanía, aunque se justifica respecto al Estado francés, suscita fuertes objeciones desde el punto de vista del derecho público en general. Es conveniente, por lo tanto, abandonar esta expresión discutible y titular del siguiente modo el doble tema que acabamos de indicar y que pasamos a tratar en seguida: 1º el Estado como persona; 2º la potestad propia del Estado.
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CAPITULO I TEORÍA DE LA PERSONALIDAD DEL ESTADO § 1. UNIDAD DEL ESTADO 4. Hay varias maneras de comprender la personalidad del Estado. Según un primer concepto, que se encuentra sobre todo en la literatura alemana, la noción de la personalidad del Estado significaría que la organización estatal de un país tiene por consecuencia engendrar un ser jurídico enteramente distinto no solamente de los individuos ut singuli que componen la nación, sino aún del cuerpo nacional de los ciudadanos. Sin duda, se reconoce en esta doctrina que el Estado no puede concebirse sin la nación; pero se sostiene que la nación no entra en el Estado sino como uno de los elementos que concurren en su formación. Una vez constituido, el Estado no es, pues, la personificación de la nación: no personifica sino a sí mismo. No es tampoco el sujeto de los derechos de la nación, sino que es el sujeto de sus propios derechos. Según esta doctrina, en efecto, la personalidad del Estado no es la expresión de una concentración personal de sus miembros en un ser jurídico único, sino que es el producto y la expresión de una organización real, en la cual la nación no interviene más que como un elemento de estructura, al mismo título que el territorio o la potestad gubernamental. El Estado es, pues, una persona en sí, o para decirlo con más exactitud: lo que se encuentra personificado en el Estado no es la colectividad de hombres que contiene, sino el establecimiento estatal mismo. Así la persona estatal se encuentra situad a completamente aparte de los miembros humanos del Estado, es decir, no ya solamente aparte de esos miembros tomados individualmente, sino fuera de su conjunto total e indivisible. Existe en este concepto un verdadero refinamiento de abstracción: no se contenta esta teoría, en efecto, con admitir que la nación pueda adquirir, por el hecho de su organización estatal, la cualidad de persona distinta de sus miembros individuales, cualidad por la que recibiría precisamente la denominación de Estado, sino que pretende que el Estado debe ser considerado como una entidad jurídica absolutamente distinta de la nación, como si se tratara de una persona que adquiere su consistencia y su substratum fuera de la nación.
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Por lo demás, es decir, en cuanto a la cuestión de la personalidad de la nación misma, los partidarios del concepto citado anteriormente se dividen en dos bandos. Los unos le niegan a la nación toda personalidad: según ellos, únicamente el Estado tiene carácter de persona. Este punto de vista ha sido sostenido especialmente en Alemania.2 Los otros consideran a la nación como un sujeto jurídico, pero distinto del Estado; en Francia sobre todo es donde este segundo punto de vista ha sido admitido, y Duguit —que por cierto lo rechaza (L'État, vol. n, pp. 57 ss., 62 ss.; Traite, vol. i, pp. 77, 303 ss.)— hasta pretende que forma desde 1789 una de las ideas fundamentales del derecho público francés. En efecto, dícese, en virtud del principio de la soberanía nacional, la nación puede y debe ser considerada, en el derecho francés, como el sujeto originario de la soberanía, y por consiguiente como una persona anterior al Estado; es la nación la que da vida al Estado al hacer delegación de su soberanía en los gobernantes que instituye en su Constitución. Esta doctrina lleva, pues, a crear en el Estado una dualidad de personas, distintas una de otra: la persona nación en primer término; la persona estatal después. Todas estas teorías que separan el Estado de la nación están en contradicción con el principio mismo de la soberanía nacional, tal como ha sido establecido por la Revolución francesa. Al proclamar que la soberanía, es decir, la potestad característica del Estado, reside esencialmente en la nación, la Revolución ha consagrado implícitamente, en efecto, en la base del derecho francés, la idea capital de que los poderes y los derechos de los cuales el Estado es sujeto no son otra cosa, en el fondo, sino los derechos y los poderes de la nación misma. Por consiguiente, el Estado no es un sujeto jurídico que se yergue frente a la nación oponien19
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Este concepto se infiere de varios pasajes de Laband (Droit public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 102, 140 ss., 158 ssj. Se deduce igualmente de la teoría de Jellinek según la cual, a diferencia de las asambleas electivas, que son órganos de la nación (op. cit, ed. francesa, vol. n, pp. 278 ss.), el monarca es el órgano del Estado (ibid., pp. 291-292), teoría que establece con esto una oposición entre el Estado y la nación (ver núms. 385 s., infra). Asimismo O. Mayer (Die juristische Person und ihre Verwertbarkeit im offentl. Hecht, p. 29) declara que "la persona jurídica tiene su substrato fuera de los hombres" que forman parte del grupo: lo que está personificado, según este autor (p. 22), es "la empresa" en vista de la cual se ha formado el grupo, y no el grupo mismo. Cf. Hauriou, que en la 3* edición de su Précis, de droit administratif, p. 22, decía ya: "El Estado no se confunde con la nación", y que aun hoy (La souveraineté nationale, pp. 1 ss., 147 ss.) distingue y opone la soberanía nacional y la soberanía del Estado. 2 Ver especialmente Jellinek (loe. cit., vol. i, pp. 34, 279), que se rehúsa a admitir que el pueblo sea una persona y sostiene que no es más que un órgano del Estado, y Laband (loe. cit., vol. i, p. 443) : "El conjunto del pueblo alemán no es un sujeto de derecho".
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dose a ella; desde el momento que se admite que los poderes de naturaleza estatal pertenecen a la nación, hay que admitir también que existe la identidad entre la nación y el Estado, en el sentido de que éste no es sino la personificación de aquella. En vano ciertos autores (por ejemplo Rehm, Allgemeine Stautslehre, pp. 151 ss.) tratan de evadirse de esta conclusión esforzándose por diferenciar los dos conceptos de soberanía del Estado y soberanía de la nación. Esta distinción es inaceptable, pues es claro que si el Estado y la nación son dos personas diferentes, la soberanía de la una excluye la soberanía de la otra. La soberanía no puede ser a la vez un atributo estatal y nacional, y la nación no puede ser soberana al mismo tiempo que el Estado sino a condición de que ambos no formen más que una sola y misma persona.3 Por esto el principio de la soberanía nacional excluye la idea de que el Estado pueda, como persona, adquirir su existencia fuera de la nación. Se deduce de ello que los mismos miembros de la nación —como lo ha demostrado muy bien Michoud (op. cit., vol. i, pp. 36 ss., vol. n, pp. 1 ss.)— no pueden ser considerados, en sus relaciones con la persona Estado, como siendo de todo punto terceros, completamente extraños a ésta.4 Asimismo no es enteramente exacto decir, como hace Laband (loe. cit., vol. i, p. 102): "Los derechos del Estado no son derechos de sus miembros; son derechos que pertenecen en propiedad al Estado; dichos miembros no tienen parte en ellos, aun cuando sean llamados a ejercerlos". Sin duda, los fundadores revolucionarios del derecho moderno de Francia han tenido cuidado de especificar en textos expresos (ver infra, n' 331) que la soberanía que llamaban nacional reside en la nación entera, en la colectividad indivisible de los ciudadanos y no dividida en cada uno de éstos. La soberanía está en el todo; no está en las partes o fracciones. La nación es soberana en cuanto unidad corporativa, en cuanto persona jurídica superior a sus miembros individuales. Pero, por otra parte, también es cierto que, en el concepto revolucionario, la nación adquiere su consistencia en los individuos que son miembros suyos; es un compuesto de hombres considerados como iguales entre sí; es la colectividad —unificada— de los ciudadanos, de todos los ciudadanos (cf. n9 418, infra). Según el derecho francés, éstos no pueden ser, pues, completamente eliminados en la construcción jurídica 20
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. "La soberanía nacional implica una correspondencia exacta entre el Estado y la nación" (Duguit, Les transformations du droit public, p. 19). 4 Esta relación entre la persona colectiva y sus miembros se encuentra igualmente marcada para las sociedades de derecho privado por Labbé (Sirey, 1881, 2. 249) : "La personificación de las sociedades no es más que una fuerte concentración de los derechos individuales, y no la creación de un ser moral absolutamente distinto de los individuos". Cf. Bourcart, De I'organisation et des pouvoirs des assemblées genérales dans les sociétés par actions, n" 13.32
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de la persona-nación; entran en la estructura de esta persona jurídica por lo menos en cuanto concurren a formar entre todos la colectividad indivisible cuya personificación es el Estado. Resulta ya, pues, del principio de la soberanía nacional, que el Estado no es otro que la nación misma. Pero si el Estado no se distingue de la nación, recíprocamente, la nación no podría tampoco concebirse como una persona diferente del Estado, anterior y superior a él. Muy erróneamente se sostiene que este concepto ha sido consagrado, como una de las bases del derecho público francés, por los fundadores del principio de la soberanía nacional. Bien al contrario, sobresale formalmente de la Constitución inicial de 1791 que la nación soberana ejerce sus poderes únicamente por los órganos que le asigna el estatuto estatal (preámbulo del tít.ni), y en particular esta Constitución especifica que la confección o refección de este estatuto mismo no puede emprenderse más que por los órganos regulares encargados constitucionalmente de esta labor (arts. 1° ss.). Así pues, la nación no tiene poderes, no es sujeto de derecho, no aparece como soberana sino en cuanto que está jurídicamente organizada y que actúa según las leyes de su organización. En otros términos, la nación no se convierte en persona más que por el hecho de su organización estatal, es decir, por el hecho de estar constituida en Estado. Del mismo modo que el Estado no puede constituir una persona fuera de la nación, la nación no tiene personalidad sino en y por el Estado. 5 Finalmente, pues, los términos nación y Estado no designan sino las dos caras de una sola y misma persona. O más exactamente, la noción de personalidad estatal es la expresión jurídica de la idea de que la nación, al organizarse en Estado, se encuentra por ello erigida en un sujeto de derecho, el cual es precisamente el Estado: de modo que lo que personifica el Estado es la nación misma, estatalmente organizada.8 21
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En este sentido Jellinek (loe. cit., vol. n, p. 60) dice con razón que la nación no puede existir jurídicamente fuera del Estado. Pero que la nación no sea una persona anteriormente al Estado no implica que, una vez nacida, no encuentre en él su personificación y que el Estado personifique otra cosa que la nación. 6 En este sentido: Esmein, Éléments, 5* ed., p. 1: "El Estado es la personificación jurídica de una nación". Michoud, op. cit., vol. i, p. 288: "La nación no tiene ninguna existencia jurídica distinta; el Estado no es sino la nación misma (la colectividad) jurídicamente organizada; es imposible comprender cómo ésta podría concebirse como un sujeto de derecho distinto del Estado". Orlando, Revue du droit public, vol. III, p. 20: "Esta idea de pueblo o de nación coincide con la idea del Estado. Pueblo y Estado son las dos facetas de una idea esencialmente única. El pueblo halla en el Estado su personalidad jurídica; el Estado halla en el pueblo el elemento material que lo constituye". Le Fur, "L'État, la suveraineté et le droit", Zeitschrift für Volker u. Bundesstaatsrecht, vol i, p. 222 y p. 234 n.: "El Estado es la nación jurídicamente organizada". Cf. Saripolos, La démocnttie et l'élection proportionnelle, vol. I, pp. 67 ss.
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5. Este último concepto, deducido del principio de la soberanía nacional y que forma desde 1879 uno de los cimientos del derecho público positivo de Francia (Duguit, L'État, vol. i, pp. 32 ss.), es combatido hoy por una escuela que niega la personalidad tanto del Estado como de la nación. Los autores que profesan esta negación la sostienen por diversas razones. Unos, inspirándose en el concepto mismo que fue introducido en el derecho moderno por los hombres de la Revolución, han partido de la idea de que el Estado, considerado desde el punto de vista de la cuestión de su personalidad, adquiere su consistencia en la nación, es decir, en la colectividad de nacionales de la que no es sino la expresión sintética y resumida. Ahora bien, una vez adoptada esta idea, han dado un paso más que los fundadores revolucionarios del derecho público francés y sostienen que la comunidad nacional no constituye una persona distinta de sus miembros individuales pero —dicen— no debe verse en la colectividad de los ciudadanos sino a los ciudadanos mismos tomados colectivamente; y sacan la consecuencia de que el Estado no es una persona suplementaria que se añade y superpone a las personalidades individuales de sus nacionales, sino que representa únicamente a sus nacionales, considerados en su conjunto colectivo. Esta doctrina tiene su expresión más clara en el Traite élémentaire de droit administratif (7* ed., pp. 26 ss.) de Berthélemy, que la formula así (p. 29): "Cuando digo que el Estado es una persona moral no quiero expresar más que lo siguiente: los franceses son colectivamente propietarios de bienes y titulares de derechos , colectivamente, es decir, todos ellos, considerados como siendo uno solo". La particularidad de esta formación colectiva, según Berthélemy, es que por ella los franceses, tomados en conjunto, no forman sino "un solo sujeto de derechos"; se debe entender por ello que los derechos y los bienes de la colectividad no podrían estar "a la disposición de cada uno de ellos", como lo estarían los bienes o los derechos que les pertenecieran individualmente proindiviso. El régimen de gestión de los intereses de una colectividad organizada es necesariamente un régimen unitario, que implica una gestión de conjunto de los representantes de la colectividad y que excluye la posibilidad, para los miembros de la comunidad, de ejercer como amos, en los asuntos de ésta, sus voluntades individuales. Por estas razones, la formación colectiva presenta las apariencias de un sujeto jurídico distinto de los miembros. Mas si se llega al fondo de las cosas, se observa que, bajo esta apariencia de una persona distinta, no hay en realidad otra cosa que las personas de los nacionales mismos reunidos en una especie peculiar de agolpamiento y en vista de cierto régimen de administración para sus intereses comunes. La supuesta personalidad moral no expresa ni designa más que una de las modali
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dades especiales de las cuales son susceptibles las formaciones entre individuos. En una palabra, el grupo de individuos que la doctrina personalista pretende personificar se reduce simplemente a estos mismos individuos agrupados de cierto modo.' Un punto de vista análogo sostiene Planiol, para las colectividades de derecho privado calificadas de personas jurídicas, sosteniendo (Traite élémentaire de droit civil, & ed., vol. i, núms. 3005 ss., ver especialmente núms. 3017-3019 y 3044-3046) que esta falsa calificación no designa realmente sino un sistema especial de agrupamiento patrimonial y una forma particular de propiedad, la propiedad corporativa. Teorías del mismo género han sido propuestas por van den Heuvel (De la situation légale des associations sa?is but lucratif, ver especialmente pp. 5 55., 53 ss.) y de Vareilles-Sommiéres (Des personnes morales, ver especialmente pp. 136 ss., 147 ss., 152 ss.), que desarrollan la idea de que todas las pretendidas personas jurídicas se reducen a simples asociaciones de individuos.8 Los autores que se adhieren a este primer método de negación de la personalidad del Estado, tienen al menos el mérito de colocarse sobre el terreno del razonamiento jurídico; su doctrina procede de cierto concepto de la naturaleza jurídica de las colectividades organizadas. Mas otros adversarios de la personalidad estatal se han inspirado en un método bien diferente. Estos pertenecen a esa escuela realista o empírica que, pretendiendo atenerse a los hechos materiales y adaptarles las teorías jurídicas, declara que no hay posibilidad de reconocer la calidad de personas más que a los seres humanos porque —dicen — sólo el hombre posee, como tal persona, una existencia real, y por lo demás él solo está 7 Considerando por ejemplo una asociación de diez personas, Betrthélemy (loe. cit., pp. 27-28) dice que no se puede, en un caso semejante, hallar once personas "a saber, nosotros diez, considerados separadamente, y la colectividad formada por nuestra asociación... Somos diez y no once. No hay una undécima persona de más, sea natural o ficticia... Si somos colectivamente propietarios, las cosas ocurrirán como si formáramos una sola persona. La ficción así comprendida, aparece ya como un procedimiento que permite explicar con mayor sencillez el funcionamiento de las reglas de derecho en esa situación particular. No origina por entero una persona más, independiente de los miembros de la colectividad. La personalidad moral no es, en final de cuentas, sino un medio de explicar las reglas de la propiedad colectiva". 8 La refutación de estas diversas teorías será expuesta más adelante. Desde ahora es conveniente observar, con Michoiid (Revue du droit public, vol. xx, pp. 349 ss., y Théorie de la personnalité moróle, vol. i, pp. 62 ssj y con Capitant (Introduction a Fétude du droit civil, 2* ed., pp-. 170 ss.), que dejan de lado todo lo concerniente a la potestad cuyo sujeto es el Estado y que tratan al Estado como una simple comunidad de bienes; como si el problema de la personalidad estatal se redujera a una pura cuestión de régimen patrimonial. Por otra parte, estas teorías implican que el Estado tomaría su existencia de un contrato de asociación estipulado entre sus miembros; lo que, como veremos más adelante, es igualmente inadmisible.
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dotado de voluntad; y por consiguiente los autores de este segundo grupo sostienen que el concepto de una personalidad o de una voluntad estatales no es más que un concepto escolástico nacido por entero del cerebro -de los juristas, sin tener ningún fundamento real y por cierto totalmente superfluo para la construcción de la teoría jurídica del Estado. Sobre este terreno (ver Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 47) se ha colocado, al menos en gran parte,0 Duguit en la gran obra (L'État, 2 vols., 1901-1903) que ha escrito expresamente para negar la personalidad estatal. Su doctrina ha hecho discípulos en Francia: Jéze (Les principes généraux du droit administratif, pp. 15 ss.) la reproduce en sus trazos esenciales; Le Fur (op. cit., Zeitschrift f. Vójter u. Bundesstaatsrecht, vol. i, pp. 16 ss.) aprueba las tendencias de Duguit y se apropia cierto número de sus argumentos realistas; especialmente se coloca, como Duguit, en el punto de vista de que "la observación nos hace conocer, como ser que existe realmente, al hombre y sólo al hombre".10 En Alemania, el principal representante de esta escuela es Seydel (Grundzüge einer all.gemeinen Staatslehre, cap.1). Partiendo de este punto de vista, se llega a una u otra de las conclusiones siguientes: O bien se reduce al Estado a la suma de individuos ut singuli que lo componen en cada uno de los momentos de su existencia. Esta doctrina individualista es la que enunciaba Rousseau (Contrat social, lib. i, cap. vn) en su célebre definición: "El soberano está formado únicamente por los particulares que lo componen". O bien hay que atenerse a la observación de que, en el orden de las realidades, la potestad estatal consiste simplemente en el poder que tienen de hecho los gobiernos de imponer su voluntad a los gobernados, y esto por el único motivo de ser los más fuertes; concluyéndose de ello que la pretendida persona estatal se confunde con los gobernantes, al menos con la persona del gobernante supremo, por ser éste el verdadero sujeto de los derechos del Estado. Tal es el orden de ideas con el que se relaciona la doctrina de 22
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La doctrina de Duguit, por otra parte, se funda sobre la teoría general que consiste «i negar la subjetividad del derecho, y especialmente en negar que cada derecho deba concebirse como una relación entre dos sujetos. Lo que por costumbre se llama derecho subjetivo Tío es, según este autor, sino un poder de querer, en virtud del cual la voluntad individual producirá un efecto jurídico, al menos cuando se conforma a la regla objetiva de derecho. Para que la voluntad expresada por los gobernantes produzca efectos jurídicos, no es, pues, de ningún modo necesario establecer que el Estado es una persona, un sujeto de derechos '(ver en particular L'État, vol. 1, cap. ni, y ver también las objeciones a esta teoría por Michoud, op. cit., vol. i, n9 22 y Saleilles, De la personnalité juridique, pp. 545 ss.). 10 Sin embargo Le Fur, al definir al Estado como asociación pura y simple de individuos (loe. cit., pp. 222 y 231), se relaciona con la escuela de van den Heuvel y de Vareilles-Sommiéres, que no ven, ellos tampoco, en el grupo personificado, más que una asociación de hombres, y cuya teoría se aproxima así a las de Berthélemy y Planiol.
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36 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [5 Seydel (op. cit., pp. 1 ss.) que ve en la Herrschaft, no ya un derecho del Estado sino un derecho personal del Herrscher.11 Seydel ha sido seguido y adelantado por Bornhark (Preussisches Staatsrecht, vol. i, pp. 64 ss, 128 ss.; Allgemeine Staatslehre, p. 13) que identifica completamente al príncipe con el Estado (en el mismo sentido: Lingg, Empirische Untersuchungen zur allg. Staatslehre, especialmente pp. 205 ss.; Orban, Droit constitutionnel de la Belgique, vol. i, pp. 315 y 461). Duguit se expresa del mismo modo (ver por ejemplo UÉtat, vol. i, p. 259): "El Estado es simplemente el individuo o los individuos investidos de hecho del poder, o sea los gobernantes.12 Y esta fórmula es reproducida por Le Fur ("La souveraineté et le droit", Revue du droit public, 1908, p. 391):"Hablar de los derechos del Estado es tanto como hablar de los derechos de los gobernantes", y aún: "La palabra Estado resulta prácticamente carente de todo sentido si no significa ni los gobernantes ni los gobernados" (ibid., p. 390). Bossuet (Politique
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tirée des propres paroles de l'Écriture sainte, lib. vi, al principio), había dicho ya: "Todo el Estado está en la persona del Príncipe." (Ver para la refutación de esta teoría: Esmein, Éléments, 5" ed., pp. 34 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. i,pp. 244 ss.; Rehm, op. cit., pp. 156 ss.)13 23
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Según Seydel (op. cu., pp. 4 ss.), la potestad de dominación, que es la característica de las agrupaciones estatizadas, no es una potestad de Estado, sino una potestad sobre el Estado. El Estado no es el sujeto de esta potestad, sino su objeto. El verdadero sujeto es el Herrscher, y por consiguiente Seydel dice que la relación entre el Herrscher y el Estado es análoga a la relación entre un propietario y su cosa. 12 En otro lugar (Traite, vol. i, p. 23) Duguit dice que "el Estado no es sino una expresión abstracta empleada para designar un hecho social", a saber, el hecho de la "diferenciación entre gobernantes y gobernados". Pero véase en ese mismo Traite, vol. I, p. 49: "Para conformarnos con el uso, emplearemos frecuentemente la palabra Estado; pero entiéndase bien que en nuestro pensamiento esta palabra designará, no ya esa pretendida persona colctiva que es un fantasma, sino a los hombres reales que de hecho poseen la fuerza". 13 O. Mayer (Die juristische Person u. ihre Verwenbarkeit im offentl. Recht) presenta una teoría que se aproxima a la señalada anteriormente. Pretende, igualmente, que en cierto sentido el Estado no se distingue de los gobiernos y que, en todo caso, no es independiente de ellos; y sostiene su doctrina de la forma siguiente: En principio el concepto de personalidad jurídica supone esencialmente una separación bien clara establecida por el derecho positivo entre la empresa personificada y los individuos comprendidos en el grupo que se ha formado con vistas a esta empresa. La separación consiste especialmente en que la ley sustrae el patrimonio de la persona jurídica a la disposición de los miembros del grupo, así como sustrae también la gestión de sus asuntos a la omnipotencia de sus voluntades; y esto implica que la separación entre dichos miembros y la persona jurídica se establece y mantiene por una regla de derecho que emana de una autoridad superior a los miembros del grupo (op. cit., pp. 12 ss.). Por ejemplo, en el caso de la sociedad por acciones, de las prescripciones de la ley positiva dictada por el Estado resulta que el patrimonio social tiene por titular jurídico no ya a los asociados, sino a la persona social. En efecto, la distinción entre ésta y los asociados es tan clara que los asociados serían responsables para con la sociedad —o lo que viene a ser
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38 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [6-7 jurídicos, para no incurrir en la falta de ser artificiales y arbitrarios, deben corresponder a hechos y realidades. Sólo que, si los conceptos jurídicos se basan sobre hechos, hay que fijarse bien en que su objeto no es tanto exponer estos hechos en sí mismos como expresar las relaciones jurídicas que de ellos se derivan, relaciones que tienen necesariamente un carácter abstracto. La personalidad humana es una de estas relaciones; la personalidad estatal es otra semejante; las dos tienen su fundamento en los hechos, pero ambas son abstracciones, en el mismo grado. (Esmein, Éléments, 59 ed., pp. 34-35; Michoud, Théorie de la personnalité mor ale, vol. i, pp. 47-48). En cuanto a la consideración sacada por Duguit15 y por Seydel (op. cit., pp. 4 y 7) de que el Estado no escapaz: de querer, es igualmente poco decisiva, pues la personalidad jurídica se reconoce hasta al hombre incapaz de toda voluntad propia, al infans, al loco, y, por otra parte, no puede decirse, propiamente hablando, que la voluntad del Estado forme la base de su personalidad (ver p. 42, infra)- No es, pues, necesario insistir sobre la refutación de la doctrina que» para negar la personalidad al Estado, se funda simplemente en que éste no posee individualidad física. Por el contrario, resulta útil examinar con todo cuidado la otra teoría antes expuesta, la cual, partiendo de la idea justa de que el Estado no puede constituir una persona diferente dé la colectividad nacional, sostiene que esta misma colectividad no es un sujeto jurídico distinto de sus miembros, y ello, se pretende, es porque el concepto de colectividad corresponde simplemente a una manera particular de considerar a los individuos en su conjunto, y no a una entidad con sustancia propia y distinta de ellos. ¿Es exacto este concepto de las colectividades? ¿Es cierto que el término colectividad, cuando se aplica a una masa organizada, no expresa sino una de las modalidades, uno de los aspectos bajo los cuales se presentan los individuos? La colectividad nacional, en particular, ¿es tan sólo la suma de sus miembros, en cuanto éstos se hallan ligados unos a otros por cierta organización política? Y por lo mismo, la ciencia jurídica ¿puede o debe, incluso para su progreso, prescindir desde entonces de la idea de personalidad colectiva? 7. Para resolver esta cuestión es conveniente recordar las principales teorías que han sido propuestas con objeto de legitimar el concepto» de la personalidad del Estado. 24
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Ha sido recordada por este autor en muchas ocasiones. Por ejemplo (L'État, vol.I,p. 240): "En la realidad no hay voluntad del Estado; el Estado no es (pues) un sujeto de derecho por naturaleza, una persona". (Ibid,, p. 261) : "La voluntad estatal no es de hecho y en realidad más que la voluntad de los poseedores del poder, de los gobernantes." (Traitér ol. I, p. 48) : "La teoría del Estado-persona implica que el Estado es una personalidad dotada de una voluntad superior... Ahora bien, se trata de puros conceptos imaginarios, desprovistos de toda realidad positiva".
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7] PERSONALIDAD DEL ESTADO 39 Según una primera doctrina, este concepto tiene su fundamento en el hecho de que la colectividad estatal tiene intereses propios, distintos de los intereses respectivos de sus miembros individuales. Conforme a una célebre definición que no ve en cada derecho subjetivo más que un interés legítimo y, como tal, jurídicamente protegido (Ihering, Esprit du droit romain, trad. de Meulenaere, vol. iv, p. 328), se ha sostenido que el Estado es un sujeto de derecho, porque es el sujeto de los derechos que corresponden al interés colectivo nacional (en este sentido, Michoud op. cu., vol. i, pp. 65, 102 ss., 113 ss.; cf. Pillet, op. cit., p. 37).16 Para demostrar que el interés nacional no se identifica con los intereses particulares de los nacionales se han invocado diversas consideraciones. La principal se funda en que la colectividad nación no consiste solamente en la generación presente y pasajera de los nacionales, sino que es un ser sucesivo y durable que comprende la serie de generaciones nacionales presentes y futuras, y por lo tanto tiene intereses permanentes y a vencimiento remoto, mientras que el individuo no tiene, o en todo caso no percibe claramente, más que sus intereses inmediatos y su provecho cercano. Así es que ocurre a menudo que el Estado, actuando en vista del interés nacional, es obligado a exigir de por sí a los ciudadanos sacrificios cuyo premio no recogerá la generación actual y que no serán provechosos sino en las generaciones por venir. En sentido inverso, se concibe que un régimen político que no aspirara más que a dar satisfacción al interés instantáneo de los individuos, podría perfectamente tener por efecto comprometer la potestad y la prosperidad de la nación considerada en cuanto a su desarrollo futuro. Por lo demás y aun prescindiendo del carácter de continuidad de la nación, sería también inexacto decir que su interés colectivo se reduce al total de los intereses particulares de los hombres que la componen en un momento determinado. Porque se ha hecho observar (Rehm, op. cit., p. 199. Cf. Le Fur, Zeitschrift f. Volker u. Bundesstaatsrecht, vol. I, p. 18, n. 1) que los intereses individuales se contradicen y que, por consiguiente, es imposible sumarlos. A lo sumo el interés nacional podría consistir en un término medio, es decir, ocupar un justo centro entre estos intereses opuestos.17 Sin duda, son individuos 25
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Michoud reconoce sin embargo que "el derecho no tiene en cuenta en realidad más que et interés de los hombres" (Revue du droil public, vol. xx, p. 348). 17 Cf. Rousseau, Control social, lib. u, cap. ni: "Con frecuencia hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: ésta sólo mira al interés general; la otra mira al interés privado y no es sino una suma de voluntades particulares; pero quítense de estas mismas voluntades los más y los menos que se neutralizan, y queda como suma de diferencias la voluntad general". Se sabe por supuesto que la teoría de Rousseau sobre la formación del Estado toma como punto de partida la idea del interés común que ha impelido a los miembros del Estado a estipular entre sí el ¿ontrato social (Mestre, "La notion de personnalité morale chez Rousseau'!, Revue du droit public, vol. xvm, pp. 450 ss.).
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40 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [7 los que en último término habrán de salir beneficiados por efecto de las medidas tomadas por el Estado en el ejercicio de sus derechos propios, pero se hace observar que no se aprovechan de ellas sino por efecto indirecto y reflejo; pues en principio la actividad del Estado se ejerce menos en favor de los intereses particulares de los nacionales que en vista del interés general y extra-individual de la comunidad nacional. Si, pues, existe realmente un interés colectivo nacional, distinto de los intereses cuanto es el centro y el sujeto de los intereses de la nación. Una segunda teoría, relacionada con el concepto que funda los derechos subjetivos en la voluntad de sus titulares, hace proceder la personalidad de las colectividades del hecho de que están dotadas de una voluntad propia, voluntad colectiva que es realmente distinta de las voluntades de los individuos. El Estado —dícese aquí— es una persona, en cuanto es el sujeto de la voluntad de la colectividad estatal, voluntad que es una y continua y que es también una voluntad superior a las voluntades individuales. Esta teoría de la voluntad colectiva del Estado, que Rousseau había sostenido ya en su Contrato social18 y de la que se ha podido decir que forma la base de su doctrina sobre la persona moral Estado (Mestre, Revue du droit public, vol. xvm, pp. 457 ss.; Michoud, op. cit., vol. i, pp. 82 ss.), es profesada hoy día por una doble escuela. Lo es primeramente por la escuela orgánica alemana,19 que ve en la colectividad a un organismo, si no en el sentido fisiológico de la palabra, por lo menos en el sentido de que la corporación, si bien consiste en una pluralidad de individuos, constituye un ser único, con vida real propia y realmente capaz de querer y de actuar; ser colectivo cuya voluntad y actividad se manifiestan por sus órganos, al realizar éstos precisamente la unidad de vida y de voluntad de la colectividad. Otra escuela, sin inspirarse directamente en la teoría orgánica, ha pretendido demostrar la existencia real de una voluntad colectiva, estableciendo que las voluntades de los individuos agrupados en la colectividad, en cuanto son dirigidas hacia un fin común, están sometidas, por el hecho mismo de esta comunidad de fin, a una fuerza unificadora en virtud de la cual se penetran, reaccionan las unas sobre las otras, y finalmente se funden en una resultante unificada que es la voluntad de la 26
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Lib. i, cap. vi: "En el mismo instante, y en lugar de la persona particular de cada contratante, ese acto de asociación (el contrato social) produce un cuerpo moral y colectivo, que recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad". 19 A la cabeza de esta escuela hay que citar a Gierke (Genossenschaftstheorie, ver especialmente pp. 608 ss.; "Die Grundbegriffe des Staatcs", Zeitschrift für die gesammte Slaatswissenschaft, vol. xxx, pp. 270 ss.; Rfichtslexikon de Holtzendorff, v* "Korporation"; Das Wessen der menschl. Verbándc, pp. 12 y 29). Cf. Saleilles, Revue du droit public, 1898, pp. 387 ss. y Nouvelle revue' historique, 1899, pp. 597 ss.; pero ver también, del mismo autor, De la personnalité jurídique, pp. 583 ss.
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7-8] PERSONALIDAD DEL ESTADO 41 colectividad.20 Estos diversos razonamientos llevan a la conclusión uniforme de que la colectividad, puesto que tiene una potestad de voluntad propia, es capaz de derechos y como tal forma una persona jurídica. Resulta de las dos teorías anteriores que el Estado es, no solamente una persona jurídica, sino también una persona real, pues aparece en estas doctrinas como persona desde antes que se le considere desde el punto de vista especial del derecho. Un interés supone en efecto un interesado; si, pues, se establece que el Estado tiene intereses propios, hay que admitir sólo por esto, y fuera de toda reglamentación o concepción jurídica, que tiene una individualidad propia. Del mismo modo, a la existencia de una voluntad corporativa estatal debe corresponder necesariamente un ser dotado de esta voluntad: si el Estado tiene una voluntad propia real, existe también como persona real. Así habría en el Estado una doble personalidad: una personalidad real, anterior a su personalidad jurídica y formando el substratum de esta última, que vendría a juntarse así a la primera (ver sobre este punto las observaciones críticas de Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 264, n. 1). 8. Esta conclusión debe ser rechazada, lo mismo que las dos teorías de donde procede. Ante todo se debe abandonar la doctrina que funda la personalidad estatal sobre la existencia de un interés que sería exclusivamente el interés del Estado. Admitir que pueda haber en el Estado un interés colectivo que tomara su consistencia fuera de los intereses individuales, es desconocer que el Estado no es un fin, sino un medio, es decir, una institución que no existe más que con un objeto humano. Sólo los hombres, en efecto, pueden ser sujetos de intereses, y por lo tanto es imposible concebir que el Estado tenga intereses suyos que no sean intereses humanos. Evidentemente, para que los fines humanos en vista de los cuales el Estado se ha instituido, puedan ser alcanzados, es indispensable que ciertos medios de acción, ciertas facultades o recursos le sean asegurados en propiedad; parece así que el Estado tuviera intereses propios, y que la satisfacción que reclaman estos intereses sea la condición misma de las satisfacciones a las cuales aspiran los intereses particulares de sus miembros. No obstante, resulta siempre que el Estado, ser colectivo y abstracto, es incapaz de gozar por sí mismo, y por consiguiente no es posible admitir una utilidad o un interés puramente estatal. Es éste un punto que puede considerarse como establecido desde la célebre demostración que del mis27
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20 Esta teoría ha sido desarrollada por Zitelmann, Begriff u. Wesen der sogenannten juristischen Personen, pp. 62 ss.; se encontrará resumida en la obra antes citada de Michoud, vol. i, pp. 77 ss. Se puede relacionar con la teoría de Zitelmann la expuesta por Hauriou en la Revue genérale du droit, 1898, pp. 126 ss. y en sus Legons sur le mouvement social, pp. 92 ss., 144 ss. Cf. Mestre, Les personnes morales et le probléme de leur responsabilité pénale, tesis, París, 1899, pp. 191 ss.
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42 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [8 mo dio Ihering (loc. cit., vol. IV, pp. 328, 342 ss.; cf. Duguit, L'État, vol. I, pp. 166 ss., vol. II, p. 70). Aun en el caso en que el concepto de un interés propio del Estado parece afirmarse con la mayor claridad, este concepto aparente no resiste a un atento examen; es así como los bienes de dominio privado del Estado, aunque se traten en derecho como siendo objeto de propiedad de la persona estatal misma, es decir, como formando sus bienes patrimoniales propios, no sirven para procurar un fin particular al Estado, sino que son destinados realmente a procurar a la nación ventajas cuya utilidad, finalmente, recogen sus propios miembros. Por lo tanto, desde el punto de vista jurídico, se puede hablar de bienes del Estado o también de intereses del Estado; pero desde el punto de vista de la realidad, el pretendido interés colectivo del Estado se resuelve invariablemente en intereses individuales, y ello no solamente en el sentido de que, de hecho, los individuos son los que se benefician de las medidas tomadas por el Estado en vista del interés nacional, sino también por el motivo de que la actividad estatal, cuando se ejerce por cuenta del grupo nacional, no puede tener otro fin, realmente, que dar satisfacción a los intereses de sus miembros presentes y futuros, que pasan a ser así los verdaderos destinatarios de las medidas de interés nacional. Ciertamente está permitido oponer el interés colectivo a los intereses individuales, si con ello se quiere indicar que el Estado, como gerente de los asuntos del grupo entero, no puede trabajar para una categoría especial y privilegiada de sus miembros, sino que debe por el contrario mantener el equilibrio entre todos los intereses particulares. Esto es precisamente lo que expresa la fórmula trivial según la cual, en el Estado, el gobierno debe funcionar en interés de todos; pero esta misma fórmula implica que los intereses a los cuales el Estado debe atender, no son en realidad otros que los de sus propios miembros.21 El concepto de una voluntad real de la colectividad, incluso basada sobre la idea de una fusión de las voluntades individuales, no es tampoco aceptable. Es imposible concebir una voluntad estatal que no sea una vo28
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Cf. sobre estos últimos puntos Larnaude, "La théorie de la personnalité morale", Revue du droit public, 1906, pp. 581 ss.: "AI conceder derechos al grupo, ¿se los quitamos al individuo? Una visión muy superficial de las cosas nos impulsa su decir esto. Porque esos derechos, si se los conferimos al grupo, es para que pueda aprovecharse mejor de ellos el individuo que forma parte de éste. Cuando el derecho socializa la justicia, las vías de comunicación, la defensa del territorio, la seguridad individual, refuerza realmente en proporciones gigantescas la protección que el individuo hubiera podido procurarse con gran esfuerzo —y a veces no hubiera logrado procurarse en ninguna forma— en esos diferentes aspectos. No olvidemos que, en toda relación jurídica, no se debe confundir el sujeto jurídico del derecho, que frecuentemente no es sino el sujeto aparente, con el sujeto final, definitivo, el verdadero destinario; que es el que a menudo aprovecha del derecho del cual parece gozar exclusivamente el primero. Esto siempre es cierto para las personas morales."
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8] PERSONALIDAD DEL ESTADO 43luntad humana. En lo que concierne, primeramente, a los miembros de la nación, cualesquiera que sean las reacciones que se admita que sus voluntades operen unas sobre otras, combinándose bajo el influjo de su coordinación hacia un fin común, estas voluntades no dejan por eso de ser voluntades individuales. En cuanto a las voluntades expresadas por los órganos de la colectividad, es decir, por los gobernantes, ninguna sutileza de razonamiento puede prevalecer contra el hecho de que el órgano expresa en realidad su voluntad personal, y por lo tanto esta voluntad de la persona órgano no puede ser considerada como si fuera realmente la voluntad de la persona Estado. A este respecto, no se puede menos de aceptar las ideas de Duguit y decir con él: "La voluntad estatal no es, de hecho, sino la voluntad de los gobernantes" (L'État, vol. i, p. 261). La consecuencia, muy importante, que se deduce de estas observaciones, es que el Estado no debe ser considerado como una persona real, sino sólo como una persona jurídica, o mejor dicho, que el Estado aparece como persona únicamente desde el momento en que se le mira bajo su aspecto jurídico. En otros términos, que el concepto de personalidad estatal tiene un fundamento y un alcance puramente jurídicos (Jellinek, *op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 267, 271, 277 ss., 295; Michoud, op. cit.,vol. I, pp. 7 y 98).22 Ello no significa que forme parte de la naturaleza misma de la colectividad el tener una voluntad propia, intereses también propios y por ello una personalidad distinta; significa sencillamente que los miembros de la colectividad, por cuanto se encuentran reunidos en una organización que implica su sumisión a una autoridad superior encargada de dirigir el funcionamiento del grupo, se encuentran coordinados, entre todos, en una corporación unificada, en una unidad jurídica que, elevándose por encima de los individuos, forma así en derecho —y solamente en derecho— un ser distinto de ellos. Por lo tanto la personalidad del Estado no es una formación natural, en el sentido de que preexistiría a toda organización constitucional y resultaría de ciertas propiedades originarias de las colectividades nacionales, sino que es una consecuencia del orden jurídico con cuyo establecimiento coincidió la aparición del Estado. Es, pues, un concepto exclusivamente jurídico, en el sentido de que tiene ya su fuente en el derecho. También tiene un alcance jurídico, por cuanto los atributos, que se refieren personalmente al Estado no pueden ser tenidos como de su pertenencia propia sin colo29
2922
Es inútil añadir que este concepto puramente jurídico no tiene nada de común con la teoría naturalista que pretende que el Estado es un organismo viviente tal como el hombre o el animal, y que funda sobre esta pretendida aseveración la realidad de su ser y de su personalidad. Ver sobre y en contra de esta teoría, hoy desacreditada, especialmente entre los juristas: Michoud, op. cit., vol. i, núms. 33 ss.; Jellineck, loe. cit., vol. i, pp. 247 ss.
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44 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [8-9 carse, para considerarlos, en el campo del derecho. Así pues, desde el punto de vista real, no existe voluntad estatal, puesto que, en el orden de los fenómenos positivos, las voluntades expresadas en nombre del Estado son únicamente voluntades de individuos. Pero desde el punto de vista jurídico es perfectamente exacto hablar de una voluntad del Estado, ya que, en virtud de la organización jurídica de la nación, las voluntades expresadas en ciertas condiciones por ciertos individuos que tienen para ello competencia constitucional se erigen en voluntad colectiva del Estado. Jurídicamente, pues, el Estado se convierte en un ser capaz de querer, aparece como el sujeto de la voluntad de la colectividad. 9. Pero se ha objetado (Michoud, op. cit., vol. i, p. 98), que este concepto y esta justificación de la personalidad del Estado viene a ser, en definitiva, aquella antigua teoría de la ficción, que bajo la influencia de Savigny, predominó durante mucho tiempo, y que, no viendo en el Estado sino una persona ficticia,23 implicaba realmente una negación de esta persona. Porque decir que el Estado es una persona ficticia equivale a reconocer que esta persona no existe o, lo que es lo mismo, que no existe sino en virtud de una idea arbitraria de los juristas. Por otra parte, si se confiesa que el concepto de la personalidad del Estado no tiene base en los hechos de orden real, parece que la afirmación, a título jurídico, de esta personalidad, no presenta ya verdadero interés, pues parece reducirse, en estas condiciones, a puro juego de palabras. 30
3023
La teoría de la ficción, que se encuentra expuesta en la obra antes citada de Michoud, vol. i, pp. 16 ss., es aún sostenida actualmente por varios autores: Ducrocq, "De la personnalité civile de l'État d'aprés les lois civiles et administratives de la Trance", Revue genérale du droit, 1894, pp. 101 ss. y Cours de droit administratif, 7" ed., vol. IV, núms. 1372 ss.; Bourcart, Des assemblées genérales dans les sociétés par actions, p. 32; Bierling, Kritik der furistischenGrunbegriffe, vol. II, pp. 222 ss., y Juristische Prinzipienlehre, vol. i, pp. 223 ss.; Orban, Droit constitutionnel de la Belgique, vol. I, pp. 307, 461 ss. Pero la mayor parte de los autores contemporáneos rechazan la idea de la ficción: Michoud, op. cit., vol. i, pp. 18 ss.; Saleilles, De la personnalité juridique, pp. 517 ss.; G. Meyer, Lehrbach des deutschen Staatsrechts, 6' ed., p. 15 n.; Jellinek, op. cit., ed, francesa, vol. i, pp. 269, 277 ss., 295, 296; Rehm, op. cit., p. 153; O. Mayer, Die juristische Person, pp. 17-18. Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 4, 34-35, declara que "el Estado, sujeto y titular de la soberanía, no es más que una persona moral, una ficción jurídica" y presenta especialmente la personalidad del Estado como "una ficción legal"; por sus fórmulas este autor parece clasificarse entre los partidarios de la ficción. Pero, como lo hace observar Michoud, "La personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la doctrine Trangaise contemporaine", Festsc.hrift Otto Gierke, p. 498, se trata sólo de una apariencia. Esmein mismo (loe. cit., p. 34) asegura que esta especie de ficción ''traduce las más altas realidades", y por las explicaciones que proporciona sobre este punto (p. 4 n.) da a entender pues sólo empleó el término ficción para hacer resaltar que la personalidad del Estado, a diferencia de la de las personas físicas, no es "un elemento suministrado por la naturaleza, sino un producto del espíritu humano". Según esto, el término ficción debe entenderse aquí en 1 sentido de abstracción. Una abstracción que traduce las más altas realidades.
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9] PERSONALIDAD DEL ESTADO 45 Se puede contestar a esta doble objeción diciendo que, primero, la disputa pendiente entre defensores y adversarios de la personalidad estatal encierra un carácter grave: en efecto, se acaba de afirmar que la personalidad del Estado deriva directamente del orden jurídico mismo sobre el cual se asienta el Estado; por consiguiente, atacar esa idea es querer derribar el orden jurídico por entero, así como el Estado mismo, cuya base constituye.24 En cuanto al cargo de desconocer los hechos, no tiene tampoco mayor fundamento. Aun siendo un concepto jurídico, la personalidad del Estado corresponde sin embargo a realidades.25 No se reduce, pues, a una ficción. No es, evidentemente, la expresión de realidades absolutas, sino únicamente de realidades jurídicas, por lo que no puede tratarse de una persona real del Estado más que en el sentido jurídico de la palabra. Jurídicamente al menos, este concepto de persona31
31
24 O. Mayer (op. cit., p. 56) trata muy bien el problema cuando dice que, antes de pronunciarse sobre el punto de saber si el Estado es una persona, es conveniente comprobar el interés que representa el reconocimiento de esa personalidad; y a la inversa, si la idea de personalidad estatal es rechazada, ¿qué cambio práctico habrá habido en la situación del Estado? Contestación: El concepto de personalidad estatal corresponde al hecho, actualmente consagrado por el derecho público positivo, de que en virtud de la organización que es propia del Estado, los destinos de la comunidad nacional no son regidos por las voluntades individuales de sus miembros cualesquiera, sino por la voluntad de aquellos de dichos miembros que han recibido, para dicho efecto, potestad del órgano jurídico estatutario vigente y que se hallan por ello erigidos en órganos de la voluntad una y superior, es decir, estatal, de la comunidad. Así pues, el concepto del Estado-persona depende directamente de la existencia y mantenimiento de cierto orden jurídico que forma el estatuto orgánico del Estado. Y a la inversa, la negación de la persona Estado implica la destrucción de este orden jurídico, y llevada a sus últimas consecuencias, conduciría hasta a la anarquía. Desde este punto de vista, el interés práctico que entraña el concepto de personalidad estatal no es dudoso, y está bien "claro que, si este concepto no tuviera más que un valor teórico, sus adversarios no lo combatirían con tanto encarnizamiento. Realmente, el fin que buscan estos adversarios es el de debilitar la organización estatal y con ella la potestad misma del Estado. Desde otro punto de vista, el concepto de personalidad estatal tiene por utilidad procurar una base jurídica firme al moderno sistema de limitación de los poderes de los individuos que sirven de órganos al Estado. Implica, en efecto, que el Estado se distingue de esos individuos, en el sentido, al menos, de que los poderes que poseen son ejercidos por ellos, no en su propio nombre, sino en nombre de la persona Estado y en virtud del estatuto orgánico establecido por el Estado; de donde se deduce la consecuencia de que estos poderes encuentran en ese estatuto sus condiciones de ejercicio y sus límites. Por el contrario, la teoría que, al negar la existencia de una persona estatal, sostiene que la potestad de Estado no tiene más fundamento y existencia que la fuerza que poseen de hecho los gobernantes, conduciría a la consecuencia de que los poderes de los órganos de Estado al menos los del órgano supremo, no tienen más límite que los mismos de esta fuerza, es decir, no son susceptibles de ser jurídicamente limitados. 25 Este concepto, dice Michoud, Personnalité morale, vol. i, p. 4, "expresa un simple hecho: el hecho de que en las sociedades humanas hay derechos que se atribuyen no solamente a seres físicos, sino a ciertas agrupaciones, a ciertas asociaciones".
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46 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [9-11 lidad saca su fuerza y su realidad de que no es posible, sin él, expresar en derecho los hechos que se refieren a la constitución y al funcionamiento jurídicos del Estado. Esto es lo que se debe demostrar ahora. 10. De una manera general, el hecho capital que el jurista ha de interpretar y traducir en lenguaje jurídico, referente a la naturaleza jurídica del Estado es — como lo ha demostrado Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 270)26— su unidad. Toda teoría del Estado que no tiene en cuenta o no menciona este hecho, queda fuera de la realidad. Esta unidad del Estado se manifiesta desde dos puntos de vista principales: 11. A. En primer lugar, el Estado es una unidad de personas. Si existe una estrecha relación entre el Estado y los hombres que lo componen; si estos hombres, por lo mismo que son los miembros del Estado, no pueden ser considerados, con relación a la persona estatal, como terceros en el sentido absoluto de la palabra; si por lo tanto no se puede negar que en cierto sentido el Estado consiste en una pluralidad de individuos, por otra parte, sin embargo, es esencial observar que esta pluralidad se halla constituida y organizada en tal forma que se resume en una unidad indivisible. Al parecer, el fundamento de esta unificación debiera buscarse en primer término en la comunidad de intereses que existe entre los hombres que forman una misma nación y que los une en el perseguimiento unánime de ciertos fines comunes. A este punto de vista es al que se adhiere especialmente Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 288 ss.). La idea estatal, dice este autor, es ante todo una unidad ideológica. Sin embargo, la idea de comunidad de fines no basta para explicar lo que hay de característico en la consistencia jurídica del Estado. La ciencia del derecho tiene por objeto fijar no tanto los fines como la estructura de las instituciones (Laband, op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 117); y por otra parte un fin determinado puede, en muchos casos, buscarse y conseguirse por vías e instituciones jurídicas diversas. Para establecer que el Estado es una unidad de hombres conviene, pues, fijarse esencialmente en su estructura, es decir, en la organización que realiza esta unidad. Ahora bien, existen dos combinaciones posibles de unión entre hombres que se proponen un fin común y se conciertan para conseguirlo. La distinción entre estas dos formas de agrupamiento ha sido magistralmente expuesta por Laband (loe. cit., vol. i, pp. 98 ss.,). O bien los individuos se limitan a crear entre ellos una simple sociedad contractual, y en este caso esa formación, que no es más que una reunión 32
3226
El "criterio de la verdadera teoría del Estado", dice Jellinek (loc. cit.), es que esta teoría "sea capaz de establecer (erklaren) la unidad del Estado".
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12] PERSONALIDAD DEL ESTADO 47 de asociados, no engendra sino una relación de derecho, un lazo social entre los partícipes. O, muy al contrario, los individuos comprendidos en el grupo -se encuentran unidos en tal forma que constituyen entre todos una comunidad indivisible o corporación, y entonces esta segunda formación crea un sujeto de derecho, distinto de los miembros individuales y superior a ellos. 12. Y ahora ¿por qué signo positivo se podrá reconocer cada una de estas formas de agrupamiento? ¿En qué casos la unión entre individuos puede crear una persona jurídica? ¿Y en qué caso, por fin, establece una simple relación de derecho? Ello depende evidentemente de la organización que haya recibido el grupo, y ante todo del punto de saber si esta organización es o no productora, en el interior del grupo, de una unidad de voluntad y de potestad. Es posible en efecto que los individuos que ha reunido el perseguimiento de un mismo fin, hayan contraído una asociación cuyo funcionamiento deba depender de las respectivas voluntades de cada uno de ellos. En este caso la voluntad común, destinada a realizar el fin común, no es sino la suma de las voluntades individuales expresadas, bien sea por unanimidad, bien por simple mayoría de votos,27 por los propios miembros del grupo. O, por el contrario, la unión de los individuos se encuentra organizada sobre la base de un estatuto, en virtud del cual la voluntad común será expresada por uno o varios miembros del grupo, que estén jurídicamente calificados para decidir y actuar por cuenta de éste; en este segundo caso, por elevado que sea relativamente el número de miembros llamados a concurrir a la formación de esa voluntad, puede decirse realmente que el grupo posee —si no en el orden de las realidades materiales, al menos jurídicamente— una voluntad y potestad propias, en el sentido de que su voluntad ya no se determina por los asociados como tales, sino que se convierte en una voluntad independiente de ellos y superior a ellos. Se ve, pues, claramente cuál es la diferencia de las dos funciones humanas que acaban de ponerse en oposición. En la una no se encuentran más que individuos, ligados desde luego entre ellos por ciertas relaciones de derecho que resultan de su contrato, pero que en definitiva quedan personalmente como titulares de los poderes que se refieren al funcionamiento de su sociedad, quedando asimismo como sujetos de los derechos correspondientes a los asuntos sociales. En la otra hay más enlace; se produce una concentración y una síntesis; porque encontramos aquí, no ya solamente un sistema de unión contractual entre asocia33
3327
La posibilidad de decisiones tomadas por mayoría se concibe lo mismo en la simple sociedad que en la corporación (Laband, loe. cit., vol. i, pp. 101 y 147; Jellinek, loe. cit., vol. I, pp. 534-535).
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48 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [12 dos, sino una organización estatutaria, que realiza a la vez la reducción de las voluntades individuales en una voluntad unitaria que ha de ser la de la colectividad (Laband, loc. cit., vol. I, p. 101; Rehm, op. Cit., p.153), y por lo tanto también la reducción de los miembros del grupo en una unidad orgánica de personas, que merece entonces el nombre de corporación, y que por ello mismo se convierte también en sujeto propio de los poderes y de los derechos colectivos; porque, a este último respecto, la fusión orgánica de los individuos miembros en un ser corporativo implica necesariamente que éste concentrará desde entonces en sí mismo las facultades jurídicas del grupo unificado. Es, pues, realmente por su organización unificante por lo que la colectividad se halla erigida en sujeto de derechos.28 Finalmente, es esencial añadir que el estatuto de donde deriva toda esta organización unificante es él mismo obra, no ya de las voluntades individuales y concordantes de los miembros, sino de la voluntad unilateral del grupo unificado, en el sentido al menos de que la revisión o renovación, bien sea parcial, o aun incluso total, de ese estatuto, depende exclusivamente de los órganos del grupo, es decir, de los personajes o colegios que poseen jurídicamente competencia para modificarlo. Es éste un rasgo característico que, más que ningún otro, señala de una manera decisiva la unidad, la autonomía y la superioridad de la voluntad y de la potestad del grupo en relación con las voluntades y poderes de sus miembros componentes. Así pues, la oposición entre las dos combinaciones de unión que se acaban de distinguir, es decir, entre la sociedad relación de derecho y la corporación sujeto de derecho, puede resumirse en tres diferencias capitales, que son las siguientes: 1°' en la primera combinación, la relación de derecho que enlaza a los miembros resulta únicamente del contrato estipulado entre ellos; en la segunda, la formación del ser colectivo proviene de una organización estatutaria, es decir, que resulta del esta34
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Cf. Hauriou, Précis de droit administratif, 6" ed., pp. 393-394: "La personalidad jurídica aparece cuando se han creado, en una individualidad administrativa, unos órganos representativos que toman decisiones ejecutorias respecto a intereses considerados como propios de esa individualidad. En efecto, la existencia de órganos representativos que toman decisiones ejecutorias sobre intereses es bastante para probar que se ejerce sobre estos intereses una potestad de voluntad destinada a transformarlos en derechos". Este autor dice, en el mismo sentido (loe. cit., p. 30): "La personalidad moral no es más que un medio de organizar de cierta manera las relaciones de la vida social... Es posible que las corporaciones tengan intereses, pero mientras no dispongan de la palabra, es decir, mientras no tengan órganos adecuados para producir en su nombre una declaración de voluntad propia, carecen de personalidad moral. La personalidad moral en sí depende, pues, del poder de hacer una declaración de voluntad", y además (p. 31 n.): "Por consiguiente, es la voluntad únicamente la que pone a la personalidad jurídica en condiciones de cumplir su verdadera función". Ver, sin embargo, op. cit., 8* ed., p. 118.
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12] PERSONALIDAD DEL ESTADO 49 tuto en virtud del cual la actividad del grupo será ejercida por los individuos que este mismo estatuto señala como órganos de dicho grupo; 2? en el caso de la sociedad, los asociados siguen siendo, cada uno separadamente, sujetos particulares de los derechos sociales; en el caso de la corporación, los derechos de la colectividad tienen por sujeto a la comunidad unificada de los miembros, estando éstos agrupados de tal forma que sólo constituyen uno; 3? por fin, en la primera situación, los asociados conservan para sí mismos el poder de querer individualmente para todo lo concerniente a los asuntos comunes, de donde resulta que los gerentes encargados de la administración de estos asuntos no son sino los apoderados de los miembros individuales; en la segunda situación, los agentes del grupo son los órganos de la corporación misma, que quiere y actúa por mediación de ellos. Esta última circunstancia presenta un interés muy especial. Para sacarlo a relucir, es conveniente recordar aquí que en ocasiones se ha señalado, como formando un sistema intermedio entre la corporación persona jurídica y la sociedad simple relación de derecho, el sistema de la "propiedad mancomunada" (Gesamthand) que implica, en lo que se refiere a una masa de bienes que pertenece en copropiedad a varios asociados, un régimen distinto al de la copropiedad ordinaria; distinto particularmente en cuanto a los puntos siguientes: los bienes comunes constituyen en él un patrimonio aparte, afectado especialmente al fin social; se encuentran substraídos a la acción individual de los asociados, en el sentido de que éstos no pueden disponer de ellos en proporción a su parle de copropiedad; estos bienes, en fin, están sometidos a una administración común y unitaria, por cuanto se nombran ciertos representantes del grupo, a los cuales pertenece de manera exclusiva el poder de administrar el patrimonio común y enajenar los objetos que lo componen. Hay por lo tanto aquí una organización que recuerda en varios aspectos el régimen de la corporación. Y sin embargo no resulta, de este estado de cosas, un sujeto de derechos distinto de los miembros. La razón de ello es que esta clase de agolpamiento no implica una organización de la colectividad misma, sino únicamente un régimen particular de copropiedad de bienes. En esta sociedad mancomunada la ausencia de organización colectiva se revela particularmente en este hecho jurídico capital de que los administradores de la masa son, no ya les órganos de un ser corporativo, sino puramente los mandatarios o apoderados de los miembros interesados, lo que trae consigo que éstos quedan personal y exclusivamente como sujetos, en calidad de copropietarios, de los derechos sobre los bienes; lo que excluye en cambio la posibilidad de admitir que el grupo sea sujeto único de voluntad y de derechos (sobre todos estos puntos: Michoud, op. cit., vol. I,
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50 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [12-13 núms. 65-74, dónde se hallará la bibliografía relativa a esta cuestión). Realmente, este pretendido tipo intermedio entre la persona jurídica y la sociedad contractual no es más que un género especial de la sociedad simple relación de derecho. En todo caso, la oposición entre las dos formas, persona jurídica y sociedad, es tan absoluta que entre estas dos categorías no hay punto medio y no se concibe ningún conjunto de personas que pueda a la vez asemejarse a una y otra. Estas observaciones referentes a los agrupamientos con propiedad mancomunada proporcionan una refutación directa de la teoría Berthélemy- Planiol (ver pp. 33-34, supra), que sostiene que la pretendida personalidad jurídica se reduce en realidad a un simple régimen de propiedad colectiva con administración unificada de los bienes e intereses de los asociados. Es muy cierto, en efecto, que el concepto de persona jurídica no es de ningún modo necesario para explicar un sistema de propiedad o de administración colectiva de bienes.29 Pero el error de estos autores es no haberse dado cuenta de que junto a los agrupamientos que sólo implican cierto régimen unitario en cuanto a los bienes, hay otros que implican una organización unitaria de las personas mismas. Pero no se deben confundir estas dos formaciones. Si el régimen de concentración de los bienes en vista de una administración unificada envuelve únicamente una idea de propiedad colectiva, el sistema de fusión de las personas en un cuerpo orgánicamente unificado no puede explicarse jurídicamente más que por el concepto de personalidad colectiva. 13. Este es igualmente el fundamento del concepto de la personalidad del Estado. Cuando se afirma que el Estado es una persona, ello no puede significar evidentemente que equivale a un ser humano, pero se quiere decir con esto que es una unidad jurídica. Particularmente, es el Estado un ser del mundo jurídico, en cuanto que la existencia en él de una voluntad dirigente encargada de la gestión de los asuntos e intereses de la colectividad implica que esta colectividad se halla erigida en una unidad distinta, que forma en sí misma, y por encima de sus miembros, un sujeto de poderes y de derechos. La colectividad que personifica el Estado se convierte en.un sujeto de derecho por lo mismo que posee una organización de la que resulta para ella una voluntad que se ejerce en su nombre y por su cuenta por medio de sus órganos.30 Entre estos dos 35
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Esta consideración puede invocarse igualmente en contra de la doctrina de O. Mayer op. cit., pp.16s.s., que pretende fundar la personalidad jurídica en el hecho de que un patrimonio se vuelve independiente (losgelost) de la voluntad y potestad de los individuos a quienes pertenece. Se puede objetar a O. Mayor que en dichas condiciones la supuesta personalidad jurídica está a un paso de quedar reducida pura y simplemente a un régimen especial de gestión y disposición de bienes, constituidos así en estado de masa independiente. 30 Saleilles (De la personnalité juridique, pp. 592 ss., especialmente p. 600) cree po-13]
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PERSONALIDAD DEL ESTADO 51 términos, voluntad propia y derechos propios, la transición es inmediata, porque, de un modo general, todo ser admitido jurídicamente a hacer valer como su propia voluntad, ya sea la voluntad que ejerce él mismo, o la que ejercen por él sus órganos, adquiere por este mismo hecho un poder jurídico bastante para hacer de él un sujeto de derecho (supra,p. 48). Evidentemente, la voluntad estatal no es, desde el punto de vista de las realidades absolutas, más que la voluntad particular de ciertos individuos (infra, n° 379).31 Mas ello no hace desaparecer el hecho, 36
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de distinguir la organización unificante del grupo de la voluntad unificada que procede de esta organización, como dos elementos constitutivos o dos factores de la personalidad jurídica, que indudablemente se hallan en estrecha relación el uno con el otro, pero que sin embargo importa — dice— no confundir. Pero en realidad estos dos elementos no constituyen sino uno solo, pues la organización unificante existe únicamente con la mira de producir la voluntad unificada. Es lo que este autor declara él mismo en diversas ocasiones: ''Para que haya un sujeto de derecho es necesario encontrarse en presencia de un conjunto de relaciones constituidas con la mira de enlazar directamente un acto de voluntad a ese conjunto orgánico que ha contribuido a producirlo. En otros términos, es preciso que exista una organización destinada a producir una manifestación de voluntad, de tal suerte que ésta se presente como un efecto inmediato y directo de la organización misma" (p. 599). Así pues, "los dos elementos se -enlazan en una relación íntima. El uno es destinado a producir el otro" (600). 31 Duguit insiste mucho sobre el punto de que los "gobernantes", que "no son más que individuos como los demás", expresan, no ya la voluntad del Estado, ni menos la de la nación, sino puramente su propia voluntad (ver por ejemplo Traite, vol. I, p. 81). Esto es, dice, la realidad incontestable. Y de ello deduce inmediatamente la negación del concepto de potestad pública — potestad que en manos de los gobernantes no es sino "un poder de hecho" y no "un poder de derecho" (ibid,, p. 87)— como también la negación del concepto de personalidad estatal. Pero este autor se olvida del orden jurídico establecido, en virtud del cual esta voluntad individual de los gobernantes vale como voluntad organizada de la colectividad. En esto está la falla de toda su teoría, y el porqué ésta, si bien es cierta, quizás, en algunos aspectos, carece de valor desde el punto de vista especial de la ciencia del derecho. Por lo demás, Duguit, al querer demostrar que el Estado no tiene ni potestad ni personalidad, hace resaltar por el contrario, de una manera muy precisa, las razones por las cuales es imposible negarle, ya sea el carácter de persona jurídica, ya sea la posesión de una potestad dominadora. Por una parte, en efecto, este autor declara (loe. cit., p. 86) que el concepto de potestad pública implica "que una persona puede formular órdenes que se imponen a otras personas y que por consiguiente posee una voluntad que en sí misma es de cualidad superior a las de esas otras personas". Ahora bien, precisamente por efecto de la organización estatal adoptada por la colectividad, la voluntad de los individuos órganos se convierte jurídicamente, es decir, en virtud del orden jurídico establecido en la colectividad, en una voluntad de esencia superior, que como tal se impone. Esto para la potestad pública. Por otra parte, Duguit reconoce (ibid, ip. 87) que la existencia de una potestad pública supone esencialmente la existencia de una personalidad correspondiente del grupo. Los gobernantes, dice, "no pueden tener una potestad más que si son agentes de una persona colectiva superior. Por más que se haga, supone una contradicción manifiesta el negar la existencia de la personalidad colectiva del Estado y admitir al mismo tiempo la existencia de la potestad pública de la que aparecen investidos los gober
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52 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [13-14 positivo y capital, de que en virtud del estatuto de la comunidad, la voluntad del grupo está constituida, no ya por las voluntades individuales de todos sus miembros, sino por la voluntad de algunos de ellos, y vale sin embargo jurídicamente como voluntad colectiva de todos. He aquí por lo pronto un hecho positivo, que están obligados a reconocer hasta aquellos autores que niegan la personalidad del Estado. Así Berthélemy (op. cit., T ed., p. 29) declara que el Estado francés es la colectividad de los ciudadanos franceses "'considerados como siendo uno sólo". Le Fur (op. cit., Zeitschrift f . Volker u. Bundesstaatsrecht, vol. i., pp. 226-227) hasta confiesa que "el Estado, aunque compuesto de multitud de individuos, parece no tener sino una sola voluntad"32, y menciona en diversas ocasiones "esta voluntad única del Estado", que resulta de la organización estatal que hace que "millones de individuos actúen como si sólo tuvieran una única voluntad".32 Por otra parte, esta unidad de la voluntad estatal es un hecho capital, sin el cual la idea de personalidad del Estado aparecería desprovista de todo fundamento. Lo que hace de la colectividad nacional una persona es precisamente que se halla organizada de tal modo que puede independizarse de la voluntad de sus miembros, en cuanto que posee órganos especiales por los cuales es capacitada, ella misma individualmente, para querer y actuar.33 En este sentido es 37
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nantes." Ello está bien claro, y la verdad es que, en efecto, la organización generadora de la potestad pública aparece como siendo al mismo tiempo la fuente de la personalidad del Estado. 82 Desgraciadamente, este autor no está de acuerdo consigo mismo. Su concepto del Estado es mudable y contradictorio. Tan pronto define el Estado como "la nación jurídicamente organizada", definición que marca suficientemente el carácter corporativo del Estado, como, por el contrario, no ve en el Estado sino "simplemente una gran asociación de individuos", y esta segunda definición, totalmente individualista, desprecia enteramente el aspecto unitario y orgánico del Estado (loe. cit., pp. 222 ss.). 83 Estas observaciones relativas al fundamento jurídico de la idea de personalidad del Estado excluyen las limitaciones o restricciones que Hauriou —en sus obras más recientes, ver especialmente Principes de droit public, pp. 100 ss.— ha pretendido poner a esta personalidad. "El dato de la personalidad jujrídica —dice este autor— se limita prácticamente, en sus efectos, a lo que puede llamarse la vida de relación: se emplea útilmente cada vez que se concibe al Estado en relación con lo ajeno, con lo exterior; y no sirve de nada cuando se le considera en su organización interna". Más claramente: El concepto de personalidad estatal no tiene razón de ser sino cuando se aplica al comercio jurídico que pueda establecerse entre el Estado y personas que sean enteramente distintas de él, como por ejemplo en sus. relaciones con Estados extranjeros, o también en lo concerniente a operaciones administrativas tales como expropiaciones, requisiciones militares, empréstitos públicos, trabajos públicos, gestiones de dominio, etc. Por el contrario, existen "situaciones jurídicas" que no implican relación ni comercio con terceras personas y para las cuales, por lo tanto, no es ya útil hacer intervenir el concepto de personalidad del Estado. Esto ocurre ya en derecho administrativo, cuando la autoridad estatal, en materia de policía por ejemplo, toma "la actitud de una potestad", que "para determinar situaciones objetivas" ordena a súbditos más bien que habla a terceros. Ocurre sobre todo en la esfera del derecho constitucional; en ese
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14] PERSONALIDAD DEL ESTADO 53 estrictamente exacto decir con Jellinek (Allgemeine Staatslehre, 2* ed.,p. 546. Cf. ed. francesa, vol. n, p. 248): "El Estado no puede existir más que por medio de sus órganos; si en el pensamiento se le suprimen los órganos, no queda jurídicamente sino la nada". En otros términos, sin una organización unificante no puede concebirse una persona colectiva especial y distinta. 14. Este hecho, innegable y esencial, de la unidad del Estado, no puede expresarse por la ciencia del derecho sino con ayuda del concepto de personalidad. Implica, en efecto, que la colectividad de los nacionales no se reduce a una mera sociedad de individuos, sino que forma, en su conjunto indivisible, un sujeto único de derechos, por lo tanto una persona jurídica. Ello es tan verdadero que hasta un adversario de la personalidad del Estado como Berthélemy (op, cit., 7? ed., p. 29), se ve obligado a conceder que los franceses no forman, entre todos, "más que un sujeto de derechos". La personalidad del Estado no es, pues, una ficción, una comparación, una imagen, como han sostenido tantos autores, sino que es la expresión rigurosamente exacta de una realidad 38
54 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [4 jurídica. Y esta expresión no interviene solamente para facilidad del lenguaje, como declara Le Fur (loe. cit., p. 236), que a pesar de negar la personalidad del Estado, consiente en admitir que la palabra "persona 38
compartimiento del derecho público que tiene por objeto la organización y el funcionamiento de los grandes poderes públicos, Hauriou declara que el concepto de personalidad estatal se obscurece hasta el punto de desaparecer totalmente, y añade que por este motivo mismo no se puede menos de conceder alguna indulgencia a Duguit, cuyos excesivos ataques a este concepto se explican ante todo por el hecho de que ese autor se ha especializado en el campo del derecho constitucional. Así pues, Hauriou, que en las primeras ediciones de su Précis de droit administratif había dado un gran desarrollo a la idea del Estado-persona, está hoy de acuerdo con Duguit, no ya en verdad para negarla totalmente, pero al menos para descartarla, por inútil, de toda una parte del sistema de derecho público. La doctrina de Hauriou sobre este punto y sus concesiones a los adversarios de la personalidad estatal han suscitado objecciones y encontrado resistencias, especialmente de parte de Michoud, "La personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la doctrine frangaise contemporaine", Festschrift O. Gierke, pp. 511 ss., y de Larnaude, Revue du droit public,1910, pp. 389 ss. Ante todo, es muy discutible que el concepto de personalidad llegue a ser inútil en el caso en que el Estado dé órdenes a sus miembros considerados como subditos, porque, como se ha hecho observar (Larnaude, loe. cit.; Menzel, "Begriff u. Wesen des Staates", Handbuch der Politik, vol. i, p. 41), es precisamente en ese caso cuando importa —conforme al régimen del "Estado de derecho"— que el ejercicio de la potestad estatal esté subordinado a ciertas reglas o limitaciones de orden jurídico, y por ello es preciso que el Estado pueda ser considerado, en sus relaciones con sus subditos, como una persona que ejerce sus poderes a título de derecho subjetivo y atenida ella misma a ciertas obligaciones que tienen idéntico carácter subjetivo. Si la personalidad jurídica, como afirma Hauriou, es "un procedimiento con miras a la vida de relación", no es de ningún modo inútil- el admitir que el uso, por el Estado, de su potestad de mando origina una relación entre él y sus subditos. Por otra parte, tampoco se podría decir que el concepto de personalidad no está en su sitio ni tiene nada que hacer en las relaciones del Estado con sus órganos. Razonar de este modo es no tener en cuenta que la teoría del órgano responde por entero a un concepto del Estado-persona y tiene precisamente por objeto hacer aparecer y mantener intacta su personalidad (cf. n' 379 infra). Bien es verdad que en ciertos aspectos el Estado y sus órganos no forman entre
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más que una sola y misma persona (ver sin embargo infra, núms. 424 ss.), y esto parece justificar la tesis de Hauriou, que dice que las relaciones del Estado con sus órganos no son unas relaciones con lo ajeno, con lo exterior, sino realmente un asunto de organización interna que excluye toda idea de personalidad. Sin embargo, se puede replicar a esta argumentación! que peca desde el punto de vista de la lógica, puesto que, en verdad, sería perfectamente ilógico, después de haber admitido la teoría del órgano, que no puede basarse más que sobre la existencia de una personalidad del Estado, servirse de esta misma teoría del órgano para combatir o para negar, en todo o en parte, esta misma personalidad. Pero la principal objeción que se puede oponer a la doctrina de Hauriou concierne ai fundamento que este autor pretende asignar a la idea de personalidad. Hauriou hace valer que en principio no pueden establecerse relaciones jurídicas más que entre personas diferentes, y saca de aquí el argumento para sostener que el Estado no aparece como persona sino mientras se le considera en sus relaciones con terceros propiamente dichos; o más exactamente, el concepto de personalidad no es, según este autor, sino un "procedimiento", un "instrumento" (loe. cit., p. 101), es decir, un medio "destinado" a procurar la sujeción del Estado a ciertas reglas de derecho respecto de terceros. El Estado no sería, pues, persona más que en esta medida y con este fin. En realidad el fundamento del concepto de personalidad es aquí completamente distinto. Este concepto no es un medio imaginado a priori a efecto de obtener ciertos resultados jurídicos premeditados, medio que aparecería entonces —por más que diga Hauriou (od. loe.)— como una creación más o menos artificial; sino que es una consecuencia deducida a posteriori de un hecho positivo e innegable. Saca su fundamento, únicamente, del hecho de la organización unificante que tuvo por efecto transformar la colectividad estatizada en una unidad orgánica y, en este sentido, en un ser de derecho. Por esto mismo el concepto de personalidad se extiende lógicamente a todas las actividades del Estado, y no solamente a los actos que puede realizar por vía de comercio jurídico con los demás. El Estado se comporta como una persona —hasta respecto de sus miembros individuales— todas las veces que, por efecto y en virtud de su organización, actúa como expresión unificada de la colectividad. En este sentido se puede decir en verdad con Michoud (loe. cit., pp. 515-516) "que no hay actos del Estado que no sean actos del Estado sujeto de derecho" y por cierto la personalidad! es cosa indivisible: no es de creer que, en el ejercicio de ciertas actividades, el Estado seauna persona y que cese de serlo en otros campos de acción. Negar su personalidad en partes destruirla en la totalidad (cf. Duguit, Manuel de droit constitutionnel, 1* ed., p. 229). Hauriou mismo parece darse cuenta de esta objeción, porque, para restablecer la continuidad y la permanencia necesarias de la unidad estatal comprometidas por su teoría sobre la personalidad, se ve obligado a introducir en la base del Estado el concepto de una "individualidad objetiva subyacente en la personalidad" (op. cit., pp. 109 ss., 639 ss,), concepto éste que se aplica evidentemente a toda la actividad del Estado. Pero con esto introduce en la teoría del Estado un dualismo que —como se verá más adelante (n. 37 del n" 15)— es aceptable, No es posible admitir que entre los actos del Estado, unos deban relacionarse con su individualidad objetiva y otros con su personalidad jurídica: desde el punto de vista del derecho, todos son obra de la persona estatal. ¿Significa esto que el concepto de personalidad agote totalmente la idea que conviene formarse del Estado? Esto es cuestión muy distinta, sobre la cual véase igualmente .la n. 37 del n" 15, infra. Ver también, respecto a las limitaciones impuestas por Hauriou a la extensión del concepto de personalidad estatal, lo que se dirá más adelante (núms. 84-86).
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14] PERSONALIDAD DEL ESTADO 55 estatal" proporciona "una expresión breve y cómoda para referirse a millones de individuos nacionales que actúan de concierto y hacen valer sus intereses comunes mediante el órgano de las autoridades encargadas de hablar en su nombre".34 En realidad no se trata solamente de una locución cómoda, sino efectivamente de una expresión que se impone, por cuanto ella sola es capaz de traducir jurídicamente el hecho de que millones de individuos no forman, en conjunto, más que un ser orgánicamente unificado. Algunos autores objetan, sin embargo, que la calificación de persona, en lo que concierne al Estado, sólo tiene el valor de una metáfora, por la que se hace resaltar que el Estado actúa como persona, que desempeña el papel de persona, pero no que sea una persona verdadera. Por ello, se dice, los romanos se habían guardado muy bien de admitir la existencia de personas jurídicas colectivas. Se limitaban a afirmar que personae vice fungitur societas (fr. 22, Dig., de fidei., XLVI, 1); no llegaban hasta atribuir a la societas una personalidad propia. Mas se puede replicar que en realidad la idea romana expresada en el texto que precede se acerca singularmente al concepto moderno de la personalidad jurídica. En efecto, cuando dicen que por razón de su organización ciertas asociaciones funcionan y se comportan como personas, los jurisconsultos romanos indican muy exactamente el fundamento preciso sobre el cual ha podido edificarse legítimamente la teoría actual de los grupos personificados. Lo que hace que un grupo humano constituya una persona jurídica es, precisamente, la circunstancia de que según la ley vigente, este grupo es llamado a desempeñar como tal el papel de verdadera persona. En derecho, el desempeñar el papel de persona es tener cualidad de tal. Como observa O. Mayer (op. cit., p. 17, texto y n. 2), cuando el derecho positivo habilita a una agrupación para desempeñar el papel y ejercer la capacidad de una persona, esto viene a significar que el grupo se halla jurídicamente erigido en persona, en sujeto de derechos (cf. Saleilles, op. cit.. pp. 77 ss., 108 ss., 608).Estas últimas observaciones permiten refutar otra objeción que a veces ha sido esgrimida contra la personalidad del Estado en particular y a la que O. Mayer especialmente concede una gran importancia. Este autor arguye (op. cit., p. 59) que, a diferencia de las personas jurídicas reconocidas por la ley positiva, la pretendida personalidad del Estado no encuentra base alguna en el derecho vigente; pues los demás grupos personalizados toman su personalidad de textos que les confieren la capacidad jurídica de una manera expresa. En cuanto al Estado, por el 40
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Cf. Duguit, L'État, vol., I, p. 259 n.: "Decimos el Estado, porque la palabra es cómoda". Hólder, Natúrliche u. jurístische Personen, p. 206: "El concepto de personalidad no es sino una metáfora, un lechnisches Hilfsmittel". .
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56 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [Í4-15 contrario, no existe ningún texto de esta clase. Afirma O. Mayer que son los profesores alemanes los que, por su sola autoridad, han erigido al Estado en persona jurídica. En vano se ha sostenido, respecto del Estado francés, que su personalidad ha sido confirmada de una manera positiva por las numerosas leyes que le reconocen capacidades jurídicas diversas que implican su cualidad de sujeto de derechos. Así razona Ducrocq "De la personnalité civile de l'État d'aprés les lois de la France", Revue genérale du droit, xvm, pp. 101 ss.); pero la falla de este razonamiento ha sido perfectamente exhibida por Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, pp. 265 ss.), que demuestra que las leyes en cuestión presuponen la personalidad estatal y desarrollan su ejercicio sin crearla por sí misma, y se apoya además sobre la evidente verdad de que el Estado no puede crearse a sí mismo. Pero si la argumentación de Ducrocq carece de valor, la de O. Mayer no tiene tampoco justificación. Porque no hay ninguna necesidad de invocar los textos positivos para fundamentar la personalidad del Estado. Que la personalidad de las asociaciones o establecimientos de cualquier clase que se forman en el interior del Estado, no puedan concebirse sin una ley, general35 o particular, que les sirva de base, se explica muy naturalmente por la razón de que depende de la voluntad superior del Estado conceder o no la autorización de existir a aquellos grupos que pretenden crearse dentro de él y ejercer la capacidad de sujetos de derechos. Pero en cuanto al Estado mismo, su capacidad es anterior a toda clase de derechos procedentes de sus órganos. Deriva del hecho mismo de la organización unificadora con cuyo establecimiento coincidió la aparición de su primera Constitución. Basta, pues, que en virtud de esa organización estatutaria el Estado se comporte como sujeto unitario de derechos, para que los profesores alemanes —y franceses— tengan que convenir en que, según la expresión de los jurisconsultos romanos, personae vice fungitur, y afirmar por lo tanto que, en este sentido, es una persona jurídica. 15. Resalta de las explicaciones anteriores, referentes al fundamento del concepto de personalidad jurídica, que este concepto tiene una base y una significación esencialmente formales36 (según la frase de Michoud, 41
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Es así como la ley del 1" de julio de 1901, relativa al contrato de asociación, en sus artículos 2, 5 y 6, ha conferido en bloque la personalidad jurídica a todas las asociaciones (en el sentido que el artículo 1' de la ley da a esta palabra) que pudieren formarse en lo futuro, con tal de que llenen las condiciones fijadas por la misma ley. 36 Decir que el grupo estatizado es una persona porque está construido y organizado en forma que pueda funcionar como sujeto de derechos, es, en efecto, adherirse a un criterio de orden puramente formal y excluir todas las teorías que, bajo pretexto de llegar al fondo de las cosas, caen en el error que consiste en confundir la personalidad jurídica con la personalidad humana y pretenden conceder al concepto jurídico de persona un sentido absoluto que en
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15] PERSONALIDAD DEL ESTADO 57 op. cit., vol. i, p. 17, que por cierto profesa otra opinión). La personalidad del Estado especialmente es la resultante de cierta formación entre hombres: existe aquí ante todo una cuestión de estructura orgánica, de forma de organización de un grupo. En este sentido se dijo antes que la personalidad del Estado es sólo una personalidad jurídica.37 Este 42
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modo alguno tiene. Cf. Hauriou, Principes de droit public, p. 101: "La personalidad jurídica es un procedimiento de la técnica jurídica destinado a facilitar la vida de relación con los demás " O más bien: el concepto de personalidad estatal es la expresión de un fenómeno jurídico, la unidad del Estado, que es la resultante formal de una organización apropiada. Bien entendido, no significa esto que no haya en la base del Estado, de su organización unificante y de la personalidad que de ella deriva, sino causas de orden formal (ver sobre este punto la nota siguiente y cf. infra, n. 13 del n° 23). 37 Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. i, p. 264 n.) hace observar con razón que la doctrina orgánica de Gierke (Deutsches Privatrecht, vol. i, pp. 456 ss.) —según la cual existe anteriormente a la personalidad jurídica del Estado una persona colectiva real que forma el substrato de la persona jurídica— lleva al resultado de que el Estado debería considerarse como una persona doble. Una doctrina que crea análogo dualismo es desarrollada por Hauriou (op. cit., pp. 109 ss., 646 ss; cf. Saleilles, op. cit., pp. 648 ss.), que sostiene que "la personalidad jurídica tiene por punto de apoyo la individualidad objetiva de una institución" y que "supone un ser subyacente, al que viene a completar, pero al que no constituye enteramente". "Los Estados, dice este autor, tienen una individualidad objetiva por debajo de su personalidad jurídica: se llama la nación." Realmente esto implica que habría en el Estado dos personalidades, una de las cuales se injertaría sobre la otra. Hauriou añade que "los órganos por los cuales es servida la persona moral no pertenecen a ésta"; deben relacionarse, no con ésta, sino con la individualidad objetiva que sirve de base a la personalidad jurídica (op. cit., pp. 752 ss.). Según esto, ]a personalidad del Estado presupone un elemento social y profundas realidades distintas de la simple organización jurídica del grupo nacional; es por cierto lo que declara Hauriou (p. 653) : "La organización aparece como un fenómeno preparatorio de la personificación y que puede precederla de muy lejos". Este "dualismo" con "atribución de los órganos a la individualidad objetiva" es, sin embargo, inconciliable con el concepto jurídico del Estado. Seguramente existen, en el seno de una comunidad nacional y entre sus miembros, lazos unificantes y un cemento de unión corporativa más fuertes que el mero hecho jurídico de una organización formal. Y ciertamente también el concepto de personalidad estatal no puede en ningún grado pretender explicar por sí solo todos los fenómenosque se refieren al nacimiento y a la vida de los Estados. Es lo que Jellinek (loe. cit., pp. 10 ss.) ha contribuido especialmente a establecer al demostrar que —según el aspecto bajo el cual se le considere— el Estado aparece unas veces como formación social y otras como institución jurídica; por lo cual Jellinek distingue en esta materia la teoría social y la teoría jurídica del Estado. Los partidarios más resueltos de la teoría de la personalidad del Estado —dice Michoud (Festschrift O. Gierke, p. 519)— saben distinguir bien esta personalidad de las realidades sociales que forman el substratum de las mismas". (Entre los autores recientes, ver sin embargo Loening, Handworlerbiich der Staatswissenschaften, v' "Staat", 3* ed., vol. vil, p. 694 y Kelsen, Hauptproblcme der Staatsrechtslehre, pp. 163 ss., que sostienen que c! concepto de Estado es de orden puramente jurídico). Pero, sea cual fuere, desde el punto de, vista político y social, la importancia de los elementos de unión que existen en el seno de la nación, éstos son impotentes para fundar por sí solos un Estado, una personalidad estatal. Estos elementos o fuerzas unificantes no originan más que tendencias a la unidad: la unidad verdadera no toma cuerpo, no se realiza plenamente sino mediante una reorganización deter-
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58 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [15 punto de vista formal está de acuerdo con los caracteres formales que con frecuencia presentan los conceptos de derecho. Y por cierto, en este punto de vista formal hay que colocarse de una manera general para comprobar la personalidad de todos los agrupamientos calificados por la doctrina como personas jurídicas: grupos territoriales que constituyen subdivisiones del Estado; servicios públicos personalizados; establecimientos de utilidad pública; fundaciones, asociaciones o sociedades de toda clase.38 Sólo por razones de organización puede justificarse 43
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minada. Toda unidad que se funda sobre una base que no sea esta base orgánica no es una unidad estatal: aun cuando fuese, bastante fuerte para originar una nación en el sentido asignado a esa palabra por la teoría de las nacionalidades, no engendraría un Estado propiamente dicho. Si, pues, el Estado no es exclusivamente la resultante de una formación orgánica, al menos es esta formación la que lo perfecciona, y en este sentido también se puede decir, especialmente en el terreno especial del derecho, que el Estado existe sólo por ella. He aquí por qué el jurista debe limitarse, en definitiva, a señalar y a retener esta organización unificante como factor esencial de la unidad y por consiguiente de la personalidad estatal, la cual, con tal base formal, no puede ser igualmente sino una personalidad de orden puramente jurídico y formal. 38 Se ha objetado (Planiol, Traite de dioil civil, 6* ed., vol. i, p. 952, n. 1) que existen comunidades organizadas que no poseen personalidad. Tal es el caso del cantón. "Tiene su representante, el consejero general; su juez, el juez de -paz; su oficina de registro; su percepción de impuestos, etc. Se halla, pues, organizado, y sin embargo se le niega la personalidad". La objeción no tiene valor. Como lo hace notar atinadamente Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 313 n.), para que una comunidad pueda ser considerada como organizada, es preciso que posea órganos propios que puedan tomar decisiones en su nombre. El cantón carece de organización propia de esta clase. Los funcionarios antes citados no son más que agentes locales del Estado; el consejero general mismo no es un órgano cantonal, y la asamblea en que lo eligen los electores cantonales es un mero órgano colegiado del departamento. Una objeción más apremiante parece poder sacarse del caso de los departamentos franceses, considerados en la época de su creación por la ley de 22 de diciembre de 1789-enero 1790. Esta ley concedía a los departamentos una organización propia, una independencia orgánica llevada a tal extremo que no existía ningún lazo entre las autoridades departamentales y el poder central. Las administraciones de departamento, consejo y dirección de departamento, y el procurador general-síndico mismo, eran elegidos por los electores del departamento. La ley de 1790 (art. 9) especificaba que estos elegidos eran "los representantes del departamento". Este tenía, pues, órganos suyos, órganos que le eran exclusivamente propios; y sin embargo es evidente que los departamentos de entonces no eran personas jurídicas. Su personalidad —dice Hauriou (Précis de droit administratif, 8* ed., p. 260)— no ha sido puesta fuera de duda máí que por la ley de 10 de mayo de 1838. A esta objeción hay que contestar que, si bien la organización departamental de 1790 era muy defectuosa desde el punto de vista de la unidad administrativa francesa, no era de ningún modo una organización personificante, por la razón de que, a pesar de su cualificación de "representantes dei departamento", los cuerpos administrativos departamentales no tenían ninguna potestad propia; eran sin duda los órganos del departamento por cuanto a su denominación, pero no eran los órganos de una voluntad departamental distinta de la voluntad central. La instrucción legislativa de 8 de enero de 1790, consecutiva de la ley de organización departamental, lo explicaba claramente en su § 5, en
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15] PERSONALIDAD DEL ESTADO 59 la personalidad atribuida a estos establecimientos o a estos grupos, y particularmente es esencial comprobar que su organización tiene verda el que decía: "El principio constitucional sobre la distribución de los poderes administrativos es que la autoridad desciende del rey a las administraciones de departamento, de éstas a las administraciones de distrito, etc." Comentando este pasaje, Laferriére (Traite de la juridiction administrative, 2" ed., vol. i, p. 184) dice muy justamente: "La idea directriz de la Asamblea constituyente no era, pues, la descentralización, sino por el contrario una estrecha unidad. El departamento no era un centro de administración autónoma, apenas si tenía servicios públicos que atender por su propia cuenta, no tenía bienes ni establecimientos públicos, etc. El Estado conservaba la dirección de todos los servicios públicos de alguna importancia; los directorios «Je departamento no eran en realidad sino auxiliares del Estado encargados de coadyuvar a la adminietración general, y sometidos a la autoridad de los ministros, del jefe del Estado y de la asamblea misma." La instrucción antes citada de 8 de enero ( § 6 ) resumía esta situación al decir que "el Estado es uno; los departamentos no son sino secciones del mismo todo; una administración común debe, pues, enlazarlos todos en un régimen común". En estas condiciones es natural que el departamento no pudiese en aquella época ser considerado como una persona distinta del Estado. Hay lugar para hacer observaciones del mismo género en lo concerniente a los diversos servicios públicos entre los cuales se reparte hoy la acción administrativa del Estado. Como lo demuestra muy bien Hauriou (Principes du droit public, pp. 645 ssj, un ministerio, por cuanto es departamento de servicios públicos, posee una organización especial en virtud de la cual se convierte en "un centro de poderes de decisión"; sin embargo, no es posible considerar a los diferentes ministerios como personas jurídicas diferentes de la persona-Estado. Hauriou lo explica diciendo (loe. cit., pp. 665 ss.) que un departamento ministerial no puede tener, en derecho, ni propiedad, ni posesión, ni comercio jurídico; pero este modo de razonar invierte el orden lógico de las ¡deas, pues si los ministerios no son personas no es porque les falte el jus commercii, sino que, al contrario, les falta la capacidad para un comercio jurídico porque no están dotados de personalidad. Michoud (Festschrift O. Gierke, p. 522) parece aproximarse más a la verdadera explicación de la no-personalidad de los ministerios, al decir que un ministerio, sin dejar de ser por su distinta organización un "centro de voluntad", no constituye sin embargo un "centro de intereses", y esto por el motivo de que "los intereses que le están confiados no son ni pueden ser otros que los del Estado". Esto es muy verdadero, y sin embargo, desde el punto de vista formal, que e?, habitualmente el de la ciencia del derecho, ¿no se podría concebir una distinción entre los intereses especiales a los cuales tienen respectiva y separadamente que proveer los diversos servicios públicos? ¿No se habla frecuentemente, con razón, de la oposición que existe por ejemplo entre el interés de la defensa nacional y el de alguna otra parte de la administración? ¿No sería perfectamente admisible que tal servicio fuera dotado de un patrimonio propio destinado al sostenimiento de su existencia y a favorecer su desarrollo? ¿No intervienen, de hecho, entre los diversos servicios, acuerdos inspirados en consideración a sus intereses respectivos, que parecen implicar, por lo tanto, la posibilidad de distinguir, al menos formalmente, intereses propios de cada uno de ellos? La verdadera explicación del fenómeno de la no-personalidad es que, en la situación actual de las cosas y por razones que se refieren a las hondas necesidades de la unidad estatal, los agentes y funcionarios de toda clase que entran en la organización de un departamento ministerial son en realidad órganos propios de ese ministerio, sino meros agentes del Estado. Un ministerio no es en realidad un organismo aparte, sino únicamente una subdivisión del gran organismo estatal. Como dice muy justamente Michoud (eod. loe.), "el ministerio es para el Estado lo que es una sección especial en un gran almacén". Lo mismo que en el gran almacén los
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60 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [15-16 deramente por efecto realizar entre ellos una unidad de personas.39 En defecto de esta clase especial de unidad, la pretendida personalidad jurídica de estas agrupaciones se resolvería simplemente en un régimen de propiedad colectiva o en un sistema de patrimonio sin sujeto (Zweckvermogen según la fórmula de Brinz. Ver sobre este punto Michoud, op. cit., vol. i, pp. 39 ss.)16. Finalmente, las explicaciones que preceden aportan al concepto de personalidad colectiva la precisión siguiente: Cuando se dice que el Estado es una persona colectiva, no debe entenderse por ello una perso44
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jefes de sección no son órganos dados a la sección misma, sino agentes del gran almacén destinados a uno de sus servicios y encargados, no ya de originar una voluntad especial de la sección, sino solamente de aplicar en una sección especial la voluntad general que preside la dirección de la empresa entera, asimismo las autoridades o jefes de servicios colocados al frente de un departamento de asuntos públicos, sin dejar de poseer en ciertos aspectos un poder (ie decisión propio, no mantienen una voluntad del ministerio que pudiese ser distinta de la del Estado; no hacen sino poner en acción la voluntad estatal misma. Esto se manifiesta particularmente en el derecho público francés, en el que los jefes de departamento no son más que agentes "ejecutivos": ejecutan las leyes, es decir, una voluntad preexistente y superior. Se puede, pues, afirmar que cada ministerio es un centro de decisiones; pero no es exacto considerar en él un centro de voluntad. El único centro de voluntad estatal en el Estado es el Estado mismo. A este respecto existe una gran diferencia entre los departamentos de servicios y las colectividades locales, tales como el municipio por ejemplo. Aunque el municipio no pueda ejercer su actividad sino bajo el imperio de las leyes del Estado y dentro de los límites de las facultades que éstas le reconocen, constituye realmente un organismo distinto del Estado, por cuanto sus órganos emiten por su cuenta una voluntad local que no tiene su fuente en una voluntad estatal anterior, que tampoco recibe del Estado su impulso; es lo que resalta por ejemplo del hecho de que, en las atribuciones cuyo ejercicio emana de su propia voluntad, el municipio se halla sometido únicamente a la inspección y a la vigilancia de la autoridad central, que si bien puede rehusar su aprobación a las medidas tomadas, no puede ordenar las que hayan de tomarse. Las autoridades municipales competentes para tomar estas medidas son, pues, realmente órganos del municipio, puesto que dirigen los asuntos municipales con un poder de voluntad inicial. El municipio es, por lo tanto, un centro de voluntad local; tiene, pues, una organización propia personificante. La ausencia de este poder de voluntad inicial en la dirección de los ministerios excluye la posibilidad de considerar a éstos como provistos de una verdadera organización propia que los convierta en personas jurídicas distintas. 39 Michoud (Théorie de la personnalité múrale, vol. n, n? 187) dice que a veces "la persona moral puede considerarse como existente incluso cuando sus órganos no hayan sido constituidos todavía. Es lo que puede ocurrir en la fundación testamentaria, si se admite que esta fundación adquiere la personalidad moral desde el momento del fallecimiento del testador, no debiendo realizarse su organización sino más tarde". Pero no debe concluirse de esto que la persona jurídica pueda nacer sin órganos o antes que sus órganos, Si en ciertos casos empieza a existir cuando sus órganos no están formados aún, ello se explica por el hecho de que posee ya virtualmente suficientes elementos de organización formal. Es lo que reconoce Michoud (loe. cit): "Para que la persona moral exista se necesita al menos que su organización sea posible en virtud de reglas ya fijadas, bien sea que estas reglas provengan de la ley, bien que provengan de un fundador". Realmente la persona jurídica que se encuentra en esas condiciones se halla desde luego ya organizada.
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16-17] PERSONALIDAD DEL ESTADO 61 nalidad compuesta de una pluralidad de sujetos; tal concepto sería contradictorioen sí, por ser la unidad la esencia misma de la persona jurídica. El Estado es realmente una persona colectiva, en cuanto es la personificación de una variedad de individuos; pero precisamente esta colectividad no se convierte en persona sino por el hecho de reducirse a la unidad, es decir, porque los múltiples individuos que la componen se reúnen en un cuerpo total e indivisible que constituye jurídicamente una nueva individualidad. Finalmente, pues, el concepto de personalidad estatal implica esencialmente el carácter unitario de la persona Estado (Laband, op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 141 ss.). 17. B. La personalidad del Estado resulta de un segundo hecho, que es su continuidad. Mientras que los individuos que componen el Estado o que expresan su voluntad en calidad de gobernantes cambian sin cesar, el Estado permanece inmutable; es permanente y, en este sentido, perpetuo. No solamente, pues, los individuos que coexisten en cada uno de los momentos sucesivos de la vida del Estado forman en esos momentos diversos una unidad corporativa, sino que además la colectividad estatal es una unidad continua, en cuanto que, por el efecto mismo de su organización jurídica, se mantiene, a través del tiempo, idéntica a sí misma e independiente de sus miembros pasajeros. Esta inmutabilidad no es tampoco un concepto arbitrario de los juristas, sino una realidad que se pone en evidencia por los hechos jurídicos siguientes: Según el derecho público positivo, las leyes dictadas o, los actos administrativos cumplidos en virtud de la potestad del Estado, e igualmente los contratos celebrados por el Estado con los particulares o los tratados firmados con un Estado extranjero, sobreviven a la generación de individuos y hasta al gobierno en cuyo tiempo nacieron. Ahora bien, si el Estado fuera solamente un conjunto de individuos o si se confundiera con los gobernantes, cada cambio de los unos o de los otros daría origen a un Estado nuevo, que no se relacionaría con el Estado anterior, y así no podría comprenderse que las nuevas generaciones pudieran hallarse sujetas a obligaciones contraídas por sus predecesoras, ni que los actos realizados por Gobiernos» desaparecidos puedan conservar su valor bajo nuevos Gobiernos. Tal persistencia en cuanto al efecto de las manifestaciones de la voluntad y de la actividad del Estado implica la existencia en la colectividad estatal de un elemento durable y permanente, y que por consiguiente esta colectividad forma una entidad distinta de sus miembros efímeros, por más que esté constituida por ellos. 40 Para ex45
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40 En este sentido el grupo estatizado permanece indiferente a la personalidad de los individuos que sin cesar entran y salen de él; en este sentido también el Estado forma respecto de sus miembros actuales una persona distinta. Pero en este sentido únicamente, puesto que por otra parte, siendo el Estado la personificación de la colectividad formada por todos su
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62 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [17 presar este fenómeno jurídico la ciencia del derecho no puede prescindir de la idea de personalidad: el Estado es la personificación de la colectividad nacional, en cuanto ésta aparece realmente como una unidad invariable e ininterrumpida (Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 3 y 4; Michoud, op. cit., vol. i, pp. 50 n., 63 ss.; Hauriou, Principes de droit public, p. 103; Larnaude, Revue du Droit public, 1910, p. 390; Jellinek, op. cit.,ed. francesa, vol. i, pp. 243, 246, 270; Rehm, op. cit., p. 153). Resulta de lo anterior que el concepto del ser jurídico Estado debe determinarse fuera de toda consideración relativa a la forma del gobierno nacional o a la persona de los gobernantes. Las formas de gobierno son modalidades que afectan a la constitución política del Estado, pero no a su esencia; pueden variar sin que los caracteres, la capacidad o la identidad de la persona estatal sean por ello modificados.41 El concepto de Estado es, pues, superior al de Gobierno.42 El Estado es la colectividad organizada, pero no es la organización de esta colectividad. Con mayor razón la observación de los hechos jurídicos referentes a la inmutabilidad del Estado implica la condenación de la doctrina que confunde al Estado con los personajes que ejercen el poder estatal: éstos son los tenedores de la potestad del Estado, mas no encarnan en ellos al Estado (Jellinek, op. cit., vol. I, p. 246; Rehm, op. cit., pp. 156 ss; G. Meyer, op. cit., & ed., p. 13). Finalmente, y por los mismos motivos, el Estado no podría ser identificado con el pueblo, considerado como el conjunto de individuos que contiene en un momento determinado. Y aquí se descubre la falsedad •de la tesis que sostiene (ver supra, p. 33) que el Estado, en cuanto expresión de la colectividad, no es otra cosa que los ciudadanos mismos tomados colectivamente. Porque por una parte, puesto que esta colectividad se compone de un número indefinido de individuos que cambian sin cesar, ¿cómo podría el Estado identificarse con cualquier masa de hombres determinados? Por otra parte, puesto que la colectividad estatal constituye una unidad superior a sus miembros sucesivos, ¿no resulta contradictorio 46
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miembros presentes, pasados y futuros, cada uno de éstos —por lo mismo que entra como célula componente en la formación de esta colectividad— se halla representado en todos los actos
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17-18] PERSONALIDAD DEL ESTADO 63 definirla por los individuos que forman, en cada momento de su existencia, su consistencia actual? 43 Resumiendo, pues, puede afirmarse que la colectividad de los ciudadanos—bien sea considerando su sucesión a través del tiempo, o bien asimismo limitándose a considerar su conjunto en un momento determinado— forma un conjunto indivisible que se opone precisamente a los individuos ut singuli y que como tal constituye un ser jurídico separado, que encuentra su propia personificación en el Estado. 18. Despejado así, en el terreno de las realidades jurídicas, el concepto de la personalidad del Estado aparece como la base del derecho público y hasta —por más que se haya discutido (Duguit, L'État, vol. i, p. 7)— como la condición de la existencia de tal derecho. El derecho público no puede concebirse sin él, puesto que si en el Estado no se considera sino a los individuos y si se admite que únicamente los individuos pueden ser sujetos de derechos, resulta que el derecho del Estado, no teniendo ya más objeto que regir las relaciones de hombres a hombres, se reduce simplemente a derecho privado. El derecho público, por el contrario, es el derecho de la corporación estatal. Este derecho corporativo considera al Estado, no solamente en los individuos, gobernantes o gobernados, que contiene, sino, sobre todo, en su unidad: supone pues, esencialmente, que la corporación es ella misma un sujeto jurídico. Por eso se ha dicho (G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 51 ss. y n. 7) que la distinción entre derecho público y privado se relaciona directamente con la dualidad de los sujetos jurídicos, es decir, con la diferencia que separa a las personas humanas de las personas colectivas, o al menos de algunas de estas últimas. El uno, el derecho privado, regula las relaciones jurídicas que se refieren a los individuos; el otro comprende las reglas especialmente aplicables a las colectividades, al menos a las colectividades estatales o que participan de la potestad propia del Estado.44 Es decir, que el derecho público se funda esencialmente en la idea de personalidad colectiva. 47
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El error y la contradicción inherentes a esta doctrina resaltan de los mismos términos en que ha sido enunciada. La colectividad, dice Berthélemy (ver p. 33, supra), son los ciudadanos "colectivamente, es decir, considerados como siendo uno solo". Pero justamente porque no constituyen sino uno sólo los ciudadanos forman así una nueva persona, al menos jurídicamente. Todo lo que puede deducirse de la demostración de Berthélemy es, con Michoud (op. cit., vol. I, pp. 36ss, que los ciudadanos no son completamente terceros respecto de esta persona colectiva. 44 Si toda corporación dispone de un cierto poder sobre sus miembros, este poder no tiene en todas ellas los caracteres de la potestad estatal o por lo menos de una potestad delegada por el Estado. Ahora bien, en lo concerniente a las corporaciones desprovistas de tal potestad, El derecho que las rige contiene pocas disciplinas diferentes de las del derecho privado. Por una parte, en efecto, entre las relaciones que afectan a las personas colectivas las únicas que precisan de la reglamentación especial del derecho público son las que suponen el ejercicio de
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64 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [19 § 2. FUNDAMENTO DE LA UNIDAD ESTATAL Y GÉNESIS DEL ESTADO 19. Después de haber comprobado la unidad del Estado, es conveniente averiguar el fundamento de la misma. Es éste un problema que se confunde con el de la fundación del Estado mismo: a decir verdad, la ciencia del derecho no tiene que averiguar en qué circunstancias de hecho ni bajo la influencia de qué causas prácticas han nacido los Estados (G. Meyer, op. cit., & ed., p. 23). Esta labor incumbe al historiador o al sociólogo, no al jurista. Pero el jurista ha de preguntarse cuál es el fundamento jurídico del Estado una vez constituido éste. Y puesto que la esencia del Estado es la realización de la comunidad nacional, la cuestión se reduce a preguntar cuál es el fundamento jurídico de esta unidad. Una primera teoría, que ejerció gran influencia sobre las ideas políticas de los hombres de la Revolución, sitúa los orígenes del Estado en un contrato. Esta doctrina había sido sucesivamente esbozada, desde el siglo xvi, por el alemán Althusio (Gierke, J. Alíhusius, p. 76, pero ver las reservas de Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 328) y por Grocio, desarrollada luego y profundizada en Inglaterra por Hobbes y Locke' y recogida más tarde por Kant, pero recibió su expresión más precisa y al mismo tiempo más célebre en el Contrato social publicado en 1763 por J. J. Rousseau. Rousseau admite un "estado de naturaleza" en el cual los hombres le aparecen como originariamente independientes de todo lazo social, y que considera como anterior a la formación de las sociedades, en el sentido de que la vida social procede, según él, menos de una necesidad primordial inherente a la naturaleza misma de la humanidad que de un acto de voluntad de los individuos. Estos, al sentir la utilidad de juntarse y de hacer comunes ciertos intereses, han renunciado a su independencia primitiva y han establecido un pacto para fundar entre sí la sociedad y el Estado. Este pacto es el contrato social. Evidentemente, este contrato social no es un hecho histórico; no se le podría asignar una fecha en la historia. Rousseau lo reconoce expresa 48
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la potestad dominadora propia del Estado. Por otra parte, las corporaciones que no se relacionan con la organización estatal limitan su actividad a operaciones que derivan de las reglas del derecho privado, así como sus derechos colectivos se reducen a derechos de naturaleza patrimonial. Siendo su personalidad puramente patrimonial, no es, pues, más que una personalidad civil. Por estos motivos, el derecho corporativo que les es aplicable no es en suma sino derecho privado. Por consiguiente el derecho público puede definirse como el que rige a las colectividades provistas de una potestad de dominación (G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 51 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. H, pp. Iss).
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19-20] PERSONALIDAD DEL ESTADO 65 mente: "Las cláusulas de este contrato tal vez no hayan sido enunciadas jamás" (Contrat social, lib. i, cap. vi). Su tesis sobre los orígenes del Estado no tiene, pues, ni puede tener, más que el alcance de una construcción lógica; significa que el Estado se funda racionalmente sobre un acuerdo implícito de voluntades entre sus miembros1 (Esmein, Éléments,5" ed., p. 230; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 335; Rehm, op. cit., p. 267). Por lo demás, este contrato tácito es también un contrato que se renueva sin cesar. Cada hombre, por lo mismo que sigue formando parte de una comunidad nacional estatizada, concurre en todo momentoa la formación de la nación y del Estado.2 La doctrina del contrato social es hoy rechazada universalmente en lo referente a la fundación de la sociedad. No sólo se halla históricamente desprovista de valor, puesto que no se descubre, en ningún tiempo ni lugar, las huellas de ese estado de naturaleza que signifique para los hombres una condición inicial de individualismo absoluto, sino que es falsa hasta como hipótesis teórica, porque el hombre es un ser incapaz de subsistir como no sea en sociedad: y por consiguiente, pretender separar en él al ser individual del ser social, suponer que el primero precede al segundo, en una palabra, aislar al individuo de la sociedad, aunque sólo por un instante de razón, es un concepto carente de sentido tanto desde el punto de vista teórico como desde el punto de vista de las realidades (Le Fur, Zeitschrift f. Vólker u. Bundesstaatsrecht, vol. i, p. 20; Orlando, Principes du droit public et constitutionnel, trad. francesa,P.22). 20. Una segunda escuela arranca de la idea de que la vida social no puede considerarse como obra de la voluntad humana, sino que constituye para el individuo una condición de existencia que le es impuesta por instintos y necesidades inherentes a su naturaleza misma. La hipótesis del contrato social, rechazada en cuanto a la fundación originaria de la sociedad, es igualmente descartada por esta escuela en cuanto a la génesis del Estado. Es descartada ante todo por peligrosa, por cuanto arrastra tras de sí tendencias individualistas nocivas para el desarrollo de las comunidades estatales. Al atribuir al Estado una base contractual, despierta, en efecto, la idea de que la existencia del Estado, el alcance de sus funciones, la energía de sus poderes, dependen de las voluntades particulares de sus miembros, y que pertenece a éstos la reglamentación arbitraria de su funcionamiento. Esta consecuencia debe ser rechazada, así como el concepto general del cual deriva. Veamos 49
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1 Las cláusulas del contrato social "son en todas partes las mismas, en todas partes tácitamente admitidas y reconocidas" (Contrat social, lib. I, cap. VI). 2 "Cuando el Estado se halla instituido, el consentimiento está en la residencia; habitar el territorio es someterse a la soberanía (Contrat social, lib. iv, cap. II).
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66 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [20 ahora la doctrina que le opone esta segunda escuela referente a la fundación real del Estado. El Estado, se dice, no se asienta sobre la libre voluntad de los hombres, sino que es la resultante necesaria de causas y de fuerzas superiores a la voluntad humana. Para unos el Estado es un organismo natural y espontáneo, en el sentido de que es el producto de las fuerzas y de los instintos de sociabilidad que llevan a los hombres a vivir en comunidad (cf. Gierke, "Die Grundbegriffe des Staatsrechts", Zeitschrift f.die gesammte Rechtswissenschaft, vol. xxx, pp. 170 55., 301 y 304). Otros expresan la misma idea en los términos siguientes: Así como la sociedad es un hecho necesario e independiente de la voluntad humana, hay también leyes naturales que rigen el desarrollo de las sociedades y que se imponen a los hombres tan imperiosamente que éstos no podrían desconocerlas sin caer en un estado de barbarie y de inferioridad. Son estas leyes superiores las que han obligado a los individuos a plegarse a esa forma de vida social que engendra al Estado. Son ellas también las que, a medida que evolucionan las sociedades, determinan los atributos y los poderes del Estado. Y son ellas, finalmente, las que causan las transformaciones sucesivas de que el Estado es susceptible. En todo esto la actividad humana se limita a aceptar y a emprender y cumplir las condiciones de vida en común que le son impuestas por la ley del desarrollo natural de las sociedades.3 Colocándose en ese punto de vista, hay que reconocer que el Estado tiene su fuente y su fundamento en el hecho de que, en los medios sociales que han alcanzado cierto grado de cultura, existen numerosas necesidades e intereses colectivos a los cuales sólo el Estado puede proveer. Es así como el Estado aparece cual una institución necesaria, por cuanto que él solo dispone de una potestad bastante para salvaguardar a los individuos contra los ataques del extranjero; así también los hombres tuvieron que plegarse instintivamente a la dominación del Estado, porque éste era la única potestad capaz de asegurar en el interior el orden y la justicia en-las relaciones de los individuos entre sí. Además, loque demuestra la necesidad del Estado es que no se concibe, en la situación actual de los pueblos civilizados, que puedan prescindir de él ni que esté en el poder de los hombres suprimirlo. Esto prueba que el 50
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3 "El poder está constituido sobre las layes naturales y fundamentales del orden social cuyo autor es Dios: leyes contra las cuales todo lo que se hace, dice Bossuet, es nulo de por sí y a las cuales, en caso de infracción, el hombre es traído de nuevo por la fuerza irresistible de los acontecimientos" (de Bonald, Législation primitive, "Discours préliminaire", § II al principio)."El Estado, como la familia, es una sociedad necesaria y como tal no es obra de un contrato, pero sí de la misma fuerza de las cosas" (Le Fur, État federal et Confédératlon d Étais, p. 567). Cf. de Bareilles-Sommiéres, Les principes fondamentaux du droit, pp. 54 ss.
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20-21] PERSONALIDAD DEL ESTADO 67 Estado no es producto de un arreglo convencional entre los individuos, de un acto de libre facultad de su parte, pero sí de un acto de sumisión forzada a exigencias sociales que no depende de ellos eludir. Tal es también la conclusión a la que llegaríamos en el terreno de las realidades históricas: la historia permitiría comprobar que el Estado ha nacido fuera de todo acto voluntario de sus miembros y hasta sin su conocimiento; cuando los hombres empezaron a darse cuenta del Estado, hacía ya tiempo que éste existía.4 21. Así presentada, la teoría que ve en el Estado un organismo o una formación naturales, tiene por lo menos un mérito, el de revelar lo que hay de excesivo y de inaceptable en el concepto según el cual el Estado sólo es una creación arbitraria y artificial de los individuos (G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 12). Pero por lo demás esta teoría apenas tiene valor jurídico, porque no responde a la cuestión de la fundación del Estado tal como ésta se formula para el jurista. Desde el punto de vista jurídico, en efecto, esta cuestión no es saber cuáles son las causas profundas que han suscitado el Estado. Pero sí cuál es el acto positivo que lo ha creado directamente. Ahora bien, es evidente que este acto no puede ser sino un acto humano y por lo tanto un acto de voluntad humana. Poco importa, desde el punto de vista especial del derecho, que la voluntad que tuvieron los hombres de crear el Estado, haya sido determinada por ciertas fuerzas derivadas, bien de sus propios instintos de sociabilidad, o bien de la ley del desarrollo social. Ciertamente, es indiscutible que los hombres, al querer el Estado, obedecen a impulsos procedentes de la naturaleza humana o de alguna otra causa natural. Pero, por imperiosas que sean las necesidades que hacen actuar al hombre, no por ello es menos verdad que el acto por el cual el individuo satisface sus necesidades, hasta las innatas, implica por su parte un movimiento de voluntad. No se puede, pues, confundir los impulsos naturales, que no son más que la causa remota del Estado, con el acto de creación efectiva del Estado, que es su causa próxima. Para el jurista solamente este acto debe ser tomado en consideración; y es por lo que parece ante todo que cualquier teoría jurídica del Estado debe partir del concepto de que el Estado es una institución humana, es decir, cuya causa generatriz está en la voluntad de los hombres (Seydel, Grundzüge einer 51
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4 Parece, sin embargo, que la nacionalidad individual que enlaza al hombre a tal Estado determinado se funda sobre un consentimiento dado a dicho Estado por cada uno de sus adherentes. Sin embargo, incluso a este respecto, hay reservas que plantear. La teoría contractual, por ejemplo, es difícilmente conciliable con el doble hecho de que: 1° los Estados pueden imponer su nacionalidad a los individuos fijados sobre su suelo; 2° el derecho público moderno no admite en principio que un hombre pueda permanecer sin nacionalidad (cf. Esmein, Elementó, 5' ed., p. 231 n).
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ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [21 allg. Staatslehre, pp. 1 y 2; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 285 y 297). Esta es la parte de verdad que contiene la teoría del contrato social, a la cual, de este modo, parece que el jurista haya sido traído necesariamente de nuevo. Sin embargo esta teoría suscita otras objeciones de orden jurídico que la hacen inadmisible. En primer lugar, contiene una verdadera contradicción. Rousseau, en efecto, parte de la idea de que el hombre es primitivamente libre; después admite que esta libertad pudo ser encadenada por un consentimiento contractual entre los miembros de una misma nación. Pero si el hombre es naturalmente un ser libre, ninguna renunciación de su parte podría privarle de libertad; ningún contrato social lo podría sujetar; y así la doctrina de Rousseau, lejos de fundar el Estado, lleva a su negación (Jellinek, loe. cit., vol. i, pp. 341ss.). Por otra parte, si el Estado se asienta sobre un contrato estipulado entre sus miembros, se debe deducir inmediatamente que este contrato no liga sino a aquellos que han concurrido a su formación. El individuo que rehuse prestarse a la organización estatal, podría, pues, a su grado, permanecer fuera del Estado. Pero esta conclusión es desmentida por el derecho positivo moderno, que admite, bien es verdad, que los ciudadanos pueden despojarse de su nacionalidad, pero a condición que adquieran otra nueva, excluyendo así la idea de que algún hombre pueda no pertenecer a ningún Estado. Esto implica que todo individuo debe entrar en el cuadro de la organización estatal, lo consienta o no; y en todo caso, es cierto que el principio de autoridad contenido en esta organización se impone en el territorio de cada Estado, hasta para el heimatlos, el individuo que, de hecho, no está ligado a ningún Estado determinado. Finalmente, la doctrina de Rousseau gira en un círculo vicioso, en cuanto hace intervenir al factor jurídico contrato en un momento en que la sociedad está por fundarse y en el cual, por consiguiente, no puede existir aún ni derecho social, ni menos contratos con valor jurídico alguno. Esta objeción ha podido escapar a los publicistas de los siglos XVII y XVIII, porque estaban poseídos por la creencia en un derecho natural preexistente a toda organización social, y por consiguiente pensaban hallar en ese derecho el fundamento obligatorio del consentimiento dado al pacto social. La objeción aparece por el contrario como decisiva, en cuanto se reconoce que el concepto positivo de derecho presupone la. organización social, al menos en el sentido de que solamente esta organización puede asegurar al derecho su eficacia y su fuerza coercitiva;5 de 5
A las razones expuestas anteriormente contra la teoría del contrato social se añade otra que se expondrá más adelante (n° 48). No existe ningún contrato ni en general ningún acto jurídico de voluntad humana, que pueda fundar la potestad de dominación propia del Estado- Se puede, es verdad, concebir que por contrato los individuos —al menos hasta cierto punto—
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21] PERSONALIDAD DEL ESTADO 69 modo que el pretendido contrato social, no pudiendo tener valor si no es por la organización social, no podría ser al mismo tiempo el elemento generador de esta organización (Duguit, L'État, vol. i, p. 13; Jellinek, loe. cit., vol. i, p. 340; Seydel, op. cit., p. 2. Cf. Le Fur, État federal,pp. 567 ss.).6 52
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lleguen a crear una persona jurídica por encima de sí mismos; y aun esta idea de la creación contractual de personalidad jurídica de un grupo suscita más de una objeción (ver núms. 11-12, supra; cf. Jellinek, Lehre von den Staatenver bindungen, pp. 259-260). Pero de todas maneras liay una cosa que es imposible concebir: la creación, por actos individuales de voluntad contractual, de potestad dominadora del Estado. Porque la dominación estatal y la sujeción al Estado presuponen esencialmente la existencia de una voluntad superior a los individuos que componen el Estado, voluntad que por eso mismo tiene su base fuera de las convenciones que pudieron intervenir entre ellos. Desde el punto de vista jurídico la base de la potestad estatal es el estatuto orgánico del Estado, su Constitución, y ésta no se analiza en un contrato entre los miembros del Estado, sino que se promulga en nombre del Estado mismo y del solo Estado, como un acto de su voluntad unilateral. Desde el punto de vista de las realidades positivas, esta potestad es un puro hecho que resulta de causas naturales, que se deben especialmente a cierto equilibrio de fuerzas sociales, como se verá más adelante (n° 69). Ni su aparición ni su mantenimiento pueden explicarse por un razonamiento o una construcción de orden jurídico. A este último respecto las conclusiones proporcionadas por la ciencia del derecho vienen a coincidir y corroborar la doctrina recordada anteriormente (n' 20) que hace depender el Estado de leyes y causas superiores a la voluntad de los hombres. 6 En lo que concierne especialmente a la génesis del Estado es patente que no hay lugar en la teoría general del derecho estatal para ninguna explicación ni hipótesis sacada del derecho natural. Una de las condiciones esenciales de la formación del Estado es en efecto la existencia de una potestad dotada de fuerza coercitiva en el seno de la comunidad estatizada. Ningún precepto ideal de derecho natural puede sustituir a esta potestad organizada ni a esta obligación positiva. Esto no significa que la distinción entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, dependa de la sola apreciación y determinación del Estado. "Los seres inteligentes —ha dicho Montesquieu (Esprit des lois, libro I, cap. i) pueden tener leyes hechas por ellos; pero tienen también leyes que no han hecho... Antes de que hubiera leyes hechas, había relaciones de justicia... Decir que no hay nada de justo ni de injusto fuera de lo que ordenan o defienden las leyes positivas es tanto como decir que antes de haber sido trazado el círculo todos los radios no eran iguales." Y en este mismo lugar Montesquieu se refiere a "leyes establecidas por Dios", es decir, a leyes que, por su mismo origen, son infinitamente superiores a las leyes 'humanas. Pero por más que se esté profundamente convencido del valor trascendental de los preceptos que derivan de esta fuente suprema, no se podrá menos, sin embargo, de reconocer que en el orden de las realidades sociales no puede existir derecho propiamente dicho con ante-prioridad a la ley del Estado. El alto y soberano valor de estos preceptos no basta a imprimirles el carácter de reglas efectivas de derecho. Porque la esencia misma de la regla de derecho es el ser sancionada por medios de coerción inmediata o sea por medios humanos. El derecho supone, pues, necesariamente una autoridad pública capaz de obligar o constreñir a los individuos a observar mandamientos dictados por ella misma. Por esto mismo es patente que no puede concebirse, en cuestión de derecho, más que derecho positivo. El concepto de "derecho natural" no es un concepto jurídico (cf. n' 73 infra). Hasta aquellos autores que afirman la existencia de un derecho natural se ven forzados a reconocer que dicho pretendido derecho carece en definitiva de valor jurídico. Es así como Michoud (Théoríe de la personnalité morale, vol. I,
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70 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [21 Por lo demás, y aun cuando se comprobara de hecho que tal Estado determinado se ha formado por el concurso y el acuerdo de las voluntades de sus miembros, unidos y concertados a este efecto —lo cual no es imposible en la realidad— no sería exacto decir que al asociar sus voluntades y actividades con objeto de asociarse estatalmente, estos indi53
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p.109; cf. vol. ii, p. 59), después de haber establecido en principio que "el derecho existe fuera del Estado", es decir, desde antes de toda ley estatal, añade: "Es indudable que el derecha no alcanza su completa realización ni se reviste de una protección realmente eficaz sino cuando es reconocido por el Estado. El Estado sólo puede poner a la disposición del sujeto el medio jurídico destinado a asegurar dicha protección. Ningún sistema, ninguna definición puede descartar aquí la brutalidad del hecho". Este autor confiesa por tanto que sólo el derecho positivo constituye el derecho verdadero. Por eso (vol. n, p. 12) declara que "la legislación del derecho natural", como "legislación exterior al Estado", es "completamente ideal"; puede existir en el campo de las ideas, pero no en el de las realidades. Sólo se puede decir de ella que "es de la naturaleza que puede actuar a título de idea-fuerza en el interior del grupo (estatizado)" (vol. 11p. 60) ; y esto, en efecto, es indudable; sólo que la fuerza que se atribuye a esta clase de ideas no tiene —en tanto no son consagradas por la ley positiva del Estado— carácter de fuerza jurídica. En vano los defensores del derecho natural se esfuerzan en dar una significación útil a doctrina haciendo valer que, puesto que existe un principio de derecho superior a la voluntad estatal, el Estado no puede ser considerado como el creador del derecho; sino que, dicen, sólo reconocen el derecho y lo proveen de medios de protección. Pero los mismos autores que sostienen este punto de vista, como por ejemplo Le Fur (op. cit., pp. 433 ss. y p. 577), se ven obligados por otra parte a convenir (p. 441) en que "el Estado constituye una persona libre'" y por consiguiente "puede realizar actos contrarios al derecho, como puede hacerlo toda persona física o moral; hasta puede trastornar los principios de derecho en su existencia objetiva". Por lo tanto de nada sirve decir que el Estado debe limitarse a reconocer el derecho, puesto que lo reconoce libre y soberanamente. E incluso cuando lo reconoce erróneamente, sea por cálculo, sea por error, las reglas que dicta tienen desde el punto de vista estrictamente jurídico un valor positivo innegable, puesto que las sanciona la coacción irresistible de que dispone el Estado. Es lo que Rousseau afirmaba ya cuando, al hablar del pueblo, declaraba que éste-"siempre es dueño de cambiar sus leyes, aun las mejores, porque si es su gusto hacerse mala sí mismo, ¿quién tiene el derecho de impedírselo?" (Control social, lib. II, cap. XIl). Se debe hacer notar que Rousseau no dice que todo lo que decida el pueblo esté bien; especifica por el contrario que el pueblo tiene la libertad de obrar mal, de hacerse daño a sí mismo. Aquí está, en efecto, la sanción de los preceptos superiores, cuyo conjunto forma el pretendido derecho natural. Los pueblos y los Estados son dueños de violar esos preceptos, pero no los violan impunemente. Es una sanción temible, mas no es una sanción de orden jurídico. Geny, que estudia estas cuestiones desde un punto de vista muy elevado, invoca en el mismo sentido consideraciones de utilidad social: "Se ha podido protestar, en nombre de la conciencia y del derecho inmanente, contra las leyes positivas que desconocen los principios de la eterna justicia o que causan ultrajes a la evidente equidad. No ha habido más remediré que reconocer, sin embargo, en el terreno del derecho positivo, que tales leyes no dejaban de imponerse a la obediencia, provisionalmente, y que permitir a cada cual erigirse en juez de las disposiciones legales que hieren sus propios sentimientos significaría legitimar la anarquía. Por razones de orden general y de seguridad social, todos deben presumir que la ley revela el derecho tal como existe" (Méthode d'ínterprétation et sources en droit privé positif, pp. 61-62- Ver del mismo autor: "Les procedes d'élaboration du droit civil", en Les méthodes juridiqu.es-,
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21] PERSONALIDAD DEL ESTADO 71 viduos han estipulado un contrato entre sí. Porque un contrato tiene por objeto preciso establecer entre los contratantes mismos derechos y obligaciones a prestaciones. Ahora bien, si los hombres, al querer el Estado de común acuerdo, se imponen deberes de sujeción hacia él, al menos no crean con esto ninguna clase de obligaciones que los liguen unos a 54
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lecciones profesadas en el Colegio libre de Ciencias sociales en 1910, pp. 173 ss., 194). Esta última consideración es, al parecer, aquella en la cual debe fijarse especialmente la atención (ver sin embargo las reservas que a la misma serán hechas en la n. 8 del n' 73, infra). Respode al hecho ineluctable de que el derecho, considerado en su acepción humana y positiva, descansa sobre bases esencialmente convencionales. Del mismo modo que la res judicata, la cosa que ha sido juzgada por una autoridad competente y con arreglo a formas determinadas, es tenida por verdad jurídica (pro veníate habetur) y se convierte así en verdad irrefragable, al menos en. la esfera jurídica, lo mismo también y por razones tomadas igualmente de las necesidades de la vida social, la regla dictada por el órgano legislativo y en las condiciones fijadas para la creación de las leyes adquiere por este mismo hecho, y en virtud de la organización estatal vigente, la autoridad de un precepto de derecho verdadero, sin que sea posible, desde el punto de vista estrictamente jurídico, socavar esta autoridad oponiendo a las prescripciones del legislador los principios superiores y las verdades ideales de un "derecho natural" (cf. La n. 8 del n' 73, infra). En su última obra, Science et technigue en drolt privé positif, 1a parte, pp. 55-56, Geny no solamente reconoce que el derecho positivo no puede existir sino mediante "la formación de un verdadero poder social", capaz de "asegurar la realización eficaz del mismo" y que por consiguiente "el derecho positivo emana, ante todo y esencialmente, del Estado" (p. 57), siendo el Estado "el agente necesario del derecho positivo" (p. 64), sino que exige aún, en principio y de una manera general, para toda clase de derechos, que los preceptos de éstos sean por lo menos "susceptibles de una sanción social coercitiva" (p. 51), y esto, en el pensamiento del autor, parece aplicarse hasta a lo que llama "el derecho ideal" (p. 53). Cf. Larnaude, Les méthodes juridiques, p. 16: "La coacción es una de las características esenciales del derecho". Hauriou, en el curso de un estudio crítico sobre "Les idees de M. Duguit" (Recueil de législation de Toulouse, 1911), expone una opinión que presenta algunos puntos de contacto con la de Geny antes citada. Declara que la ley positiva y de una manera general las órdenes de los gobernantes deben presumirse conformes al derecho mientras no se haya demostrado que están en contradicción con él (loe. cit., p. 14). Y por lo tanto establece una distinción entre "dos clases de derechos: el derecho positivo que procede de la regla de justicia y el derecho que procede de la soberanía gubernamental" (ibid). Puede ocurrir que haya conflicto entre ambos (pp. 19 ss.). Pero, en este conflicto, "la salud social" y el "orden material" exigen que las Ieyes dispositivas y los mandamientos de los gobernantes sean obedecidos, al menos provisionalmente y a título previo, hasta que la presunción de legitimidad que va unida a dichas leyes o mandamientos sea anulada por una nueva ley o decisión que venga a sustituir este "derecho provisional" por la solución dictada por el derecho ideal (pp. 22 ss.). "En este beneficio de lo previo —dice Hauriou— consiste el principio de autoridad"; y por otra parte este principio se justifica racionalmente por una consideración tomada de las condiciones de organización y del procedimiento constitucionales, condiciones que hacen presumir la legitimidad de las decisiones u órdenes dictadas por los gobernantes (pp. 30-32). Pero es conveniente objetar a esta doctrina que es completamente ilógico aplicar indistintamente la denominación de "derecho" a dos clases de reglas de esencia tan diferente. Una de estas dos clases de derechos, la que se impone a la obediencia de los ciudadanos, tiene por carácter específico, como el mismo Hauriou lo declara, el de "proceder de la soberanía gubernamental"; por tanto se hace imposible
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72 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [21 otros (Rehm, op. cit., p. 273). Así pues, el acto de voluntad común por el cual los fundadores de un Estado han establecido éste por encima de sí mismos, no puede ser un contrato, puesto que no produce efectos contractuales. Y es ésta una de las razones por las cuales el Estado, una vez formado, constituye, no ya una sociedad contractual entre sus miembros, sino un sujeto jurídico superior a ellos. Además, si se considera este acto de fundación voluntaria del Estado en sí mismo y en el momento de cumplirse, el análisis jurídico no permite tampoco descubrir en él los elementos constitutivos de un acto contractual. Pues la característica de un contrato es la de ser un entendimiento entre personas que, al tratar conjuntamente, se proponen respectivamente fines diferentes y quieren cosas diferentes. Un contrato nace del encuentro de dos voluntades, que hallan su acomodo una con otra, precisamente por razón de la diversidad de objetos que han de tratar. En el caso de la fundación de un Estado, por el contrario, se produce entre los fundadores una concordancia de voluntades individuales que convergen todas hacia un fin único y común, que es la institución de ese Estado. Estas voluntades paralelas tienen un contenido idéntico. Concuerdan, no ya en el sentido transaccional que posee la palabra "acuerdo" en materia contractual, sino que su acuerdo consiste en la colaboración que entre ellas se establece en razónde la identidad de su objeto. Desde luego este acuerdo no puede incluirse en la categoría jurídica de los contratos; pero según se tome en principal consideración, bien la comunidad de fines que se proponen los fundadores, o bien el hecho de que su fundación es el resultado de actividades paralelas e idénticas de su parte, se caracterizará la operación, como lo hace la terminología alemana, ya sea con el nombre de V'ereinbarung, que Duguit (L'État, vol. i, p. 395) traduce por la palabra "colaboración", o con el nombre de Gesamtakt, que Hauriou traduce por "acto complejo", pero que sería más exacto traducir aquí por "acto colectivo" o "hecho conjunto".7 55
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considerar como derecho a la otra clase de reglas, la que ni es dictada por el soberano ni obligatoria para los subditos. En vano podría decirse que las órdenes del soberano no tienen más que un valor provisional y no pueden pretender sino una autoridad previa: la verdad es que la ley dictada por el legislador no puede revisarse, corregirse o mejorarse sino por un acto de voluntad de ese mismo legislador, cuya potestad aparece así como imponiéndose de una manera constante y definitiva. En cuanto a la regla procedente de la justicia, no se convierte en derecho en el sentido preciso y positivo de esta palabra sino desde el día en que ha sido consagrada y provista de sanción por un acto legislativo. En todo esto sigue sin poderse descubrir esas "dos series jurídicas", ese dualismo de sistemas de derecho diferentes e iguales entre sí, de que habla Hauriou (p. 19), dualismo que según este autor (p. 21) implicaría que "puede haber un derecho contra el derecho". Muy lejos de ser dualista, el sistema del derecho es uno, puesto que su formación depende invariablemente de la potestad del legislador. 7 Sobre la Vereinbarung, Duguit, L'État, vol. i, pp. 394 ss. Sobre el acto complejo,
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22] PERSONALIDAD DEL ESTADO 73 22. Pero poco importan en definitiva las condiciones de hecho en las cuales ha podido nacer un Estado. Sean las que fueren estas condiciones, siempre hemos de recaer en la observación, antes expuesta, de que el concepto de derecho presupone la organización social y que, por tanto, ni un contrato social, ni ninguna otra categoría de acto jurídico cualquiera podría concebirse anteriormente a esta organización. De esta última consideración se desprende la verdad, muy importante, de que la formación originaria de los Estados no puede ser reducida a un acto jurídico propiamente dicho. El derecho, en cuanto institución humana, es posterior al Estado, es decir, nace por la potestad del Estado ya formado, y por lo tanto no puede aplicarse a la formación misma del Estado. La ciencia jurídica no ha de buscar, pues, la fundación del Estado: el nacimiento del Estado no es para ella sino un simple hecho, no susceptible de calificación jurídica.8 Desde el punto de vista jurídico, este hecho generador del Estado consiste precisamente en que un grupo nacional se halla constituido en una unidad colectiva, desde el punto que en un momento dado empieza a estar provisto de órganos que quieren y actúan por su cuenta y en su nombre. A partir del momento en que está organizada de un modo regular y estable, la comunidad nacional se convierte en Estado.9 Poco 56
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Hauriou, Principes de droit public, pp. 158 ss., donde se encontrarán indicaciones sobre la bibliografía relativa a esta categoría jurídica. 8 En Jellinek (ver sobre todo Statenverbindungen, pp. 262 ss., y L'État moderne, ed. francesa, vol. i, pp. 422 ss.) recae principalmente el mérito de haber fijado este punto. En •el mismo sentido: Borel, Étude sur la souveraineté et l'État fédératif, p. 130: "El Estado no descansa sobre ninguna base puramente jurídica y es ocioso empeñarse en buscarle una. El Estado creador y protector del derecho no puede ser creado en virtud del derecho público que se origina precisamente en él y por su voluntad. Buscar la base jurídica del Estado es, pues, tuscar la cuadratura del círculo. La aparición de todo Estado es un simple hecho que se sustrae a toda calificación jurídica. Al filósofo le corresponde buscar las causas de este acontecimiento; al historiador, describir los actos por los cuales se ha manifestado y que han marcado las diferentes fases de su génesis; el jurista debe esperar para comenzar su examen científico a que el nuevo orden de cosas haya sido establecido. Entonces lo estudia tal como es, sin preocuparse de los hechos que lo han precedido." Michoud, op. cit., vol. i, p. 263, dice también: "La existencia del Estado es un hecho natural, que el derecho sólo tiene que interpretar y del que debe sacar las consecuencias jurídicas. El Estado nace cuando ciertas condiciones de hecho se encuentran reunidas." Esmein, Éléments, 5* ed., p. 351: "El Estado resulta del hecho natural de la formación nacional". 9 Erróneamente, pues, algunos autores empiezan por afirmar la personalidad del Estado y no se preocupan sino en segundo lugar de los órganos de la persona estatal. Ver por ejemplo Esmein, Éléments, 5* ed., p. 4: "No siendo el Estado, sujeto de la soberanía, más que una persona moral, es preciso que esa soberanía sea ejercida en su nombre por personas físicas que quieran y actúen por él". Esta manera de razonar invierte el orden natural de las cosas. No es exacto decir que el Estado necesita órganos porque es una persona, sino que en realidad es una persona porque es una colectividad organizada. Lógicamente, el concepto de órgano
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74 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [22 importa el medio por el cual los individuos que le sirven de órgano han conseguido esta cualidad o capacidad, y han logrado establecer que su voluntad valga como voluntad unificada de la colectividad. Es posible que la organización inicial del Estado se funde en los consentimientos tácita o formalmente otorgados por sus miembros individuales. Pero es posible también que los individuos que han llegado a ser órganos del grupo nacional, se hayan impuesto como tales, bien por medios persuasivos, bien por el prestigio de su poder, o también por la fuerza. A condición desde luego que posean una fuerza suficiente para mantener su autoridad de una manera duradera.10 Si esta autoridad es aceptada, reconocida o soportada por cualquiera de estas causas, por la masa de los miembros de la nación, la organización que de ello resulta para la nación basta para engendrar un Estado.11 57
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precede al de Estado. Sin órganos no podría haber persona estatal, ni Estado en ningún sentido de esta palabra. Cf. los desarrollos que sobre la personalidad jurídica ha dado Hauriou(Principes de droit public, pp. 460 ss.J, que demuestra que, en esta materia, "hay que proceder de lo objetivo a lo subjetivo" (p. 642). 10 La fuerza creadora de organización estatal, a la que se alude aquí, puede ser la de un hombre o la de una clase; puede ser también la del número. Pero, sean cuales fueren los que la pongan en acción, es necesario, desde luego, que esta fuerza sea capaz de producir, en el seno de la comunidad estatizada, un equilibrio político durable, y esto implica que el medio en el cual se ejerce, era previamente favorable a su desarrollo. Cf. las observaciones presentadas sobre este punto por Hauriou, op. cit., pp. 130 ss. Según este autor, la organización existente en la base del Estado, para ser duradera debe llenar una doble condición: debe estar "establecida en relación con el orden general de las cosas", es decir, que debe "haber encontrado su punto de equilibrio con el mundo exterior"; y además de este equilibrio externo, es preciso que "la permanencia de esta organización esté asegurada por un equilibrio de las fuerzas internas", y particularmente, "si una organización de hecho se crea por el único efecto de fuerzas materiales", es necesario para su mantenimiento que se consolide posteriormente por la combinación de "fuerzas morales" con aquellas fuerzas materiales. Ver también lo dicho sobre este punto, n" 69, injra. 11 En este sentido Michoud, op. cit., vol. i, p. 118: "La formación de la voluntad colectiva de un grupo puede presentarse bajo formas diversas. En el Estado se produce espontáneamente: es un hecho que el derecho está obligado a tener en cuenta tal como se lo presenta la realidad. La voluntad colectiva se expresa en él bien sea por el consentimiento de todos, bien sea por la fuerza; desde el punto de vista moral el primer caso es preferible; desde el punto de vista jurídico, poco importa. Para que la voluntad dirigente sea considerada como la del grupo es suficiente que acierte a imponerse en una forma o en otra, por la persuasión o por la coacción, al grupo entero. Este es el hecho social que perfecciona la personalidad del Estado, cuando las demás condiciones de su existencia están, por supuesto, reunidas. El derecho no tiene aquí poder de apreciación, no crea nada; sólo puede limitarse a reconocer la personalidad así constituida. Esta se le impone, si no quiere desconocer los hechos" (cf. ibid., p. 264). Bien es verdad que Francia, contrariamente a ciertos otros Estados actuales, tiene la gran ventaja de ser un Estado fundado, en toda su extensión territorial, no sobre hechos de conquista o anexión, ni sobre la fuerza de ima mayoría de habitantes que impongan su nacionalidad a una minoría refractaria, sino sobre el sentimiento nacional y común de todas las partes de la población. Desde la Revolución, el sistema del derecho público francés se ha des
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22]PERSONALIDAD DEL ESTADO 75 La conclusión que se desprende de estas observaciones es que es inútil pretender buscar una fundación jurídica del Estado fuera del hecho de su organización inicial. Indudablemente, el Estado debe en realidad su creación a voluntades y a actividad humarías; pero la cuestión de saber en qué condiciones y en qué forma estas voluntades y actividades se han manifestado, es jurídicamente indiferente. El jurista no debe, pues, preocuparse de las circunstancias que han precedido a la aparición de un Estado. Pues de una parte el orden jurídico, único objeto de la ciencia del derecho, no se remonta más allá de la organización estatal los actos que han traído y fundado esta organización permanecen, pues, fuera de la esfera del derecho y escapan por lo tanto a toda denominación jurídica; y a de otra parte, aun cuando fuera posible encontrar una construcción jurídica a los actos por los cuales, de hecho, ha sido creado un Estado, esta construcción sería también inútil, por el motiva de que, sean cuales fueren los acuerdos u operaciones que hayan podido preparar la formación del Estado, éste, una vez formado, extrae las causas jurídicas de su personalidad y de sus poderes esencial y exclusivamente en su estatuto orgánico, que lo hace capaz de voluntad y de acción propias. Los actos de voluntad individual anteriores a esta organización estatutaria no deben, pues, tomarse ya en consideración.12 A este respecto debe establecerse una diferencia capital entre la formación de la persona estatal y la de las demás personas colectivas. En cuanto al Estado, como su creación precede a la aparición del derecho, no puede constituir un acto jurídico. Por el contrario, las asociaciones o agrupaciones de todas clases que se forman en el Estado una vez constituido éste, nacen en un medio jurídico y bajo el imperio del orden jurídico 58
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arrollado o por lo inenos descansa hoy por entero sobre la base de este estado de cosas: y ha sacado de ello preciadas cualidades de sinceridad, de rectitud y por lo tanto de nitidez y claridad. Sin embargo, es conveniente observar que aun esta unidad de sentimiento nacional no es suficiente para perfeccionar un Estado; lo que hace el Estado, lo que acaba de unificar en. un cuerpo estatal a los hombres animados de un mismo espíritu nacional, es una organización constitucional determinada y realizada; y uno de los elementos necesarios de esta organización es la forma de gobierno. Pero a este respecto no se encuentra ya la uniformidad de miras y de aspiraciones entre todos los franceses; aquí reaparece en cierta medida la influencia déla fuerza: fuerza democrática del número; fuerza política de. un gobierno activo y poderoso; fuerza económica de clases sociales que disponen de considerables recursos. Aun en Franci» la organización estatal, y por consiguiente el Estado mismo, no es integral y exclusivamente producto del consentimiento unánime y del entendimiento universal de los ciudadanos. 12 Cf. la n. 5 del n' 21, supra. Esta última observación destruye la objeción especial formulada por Le Fur (État federal, pp. 567 ss., p. 585 n. 1), que sostiene que por lo menos el Estado federal puede originarse en un tratado o contrato y que, para establecerlo, hace valer que el Estado federal está fundado la mayor parte de las veces por Estados preexistentes, es decir, en un medio que se encuentra ya incontestablemente regido por el derecho estatal. Ver sobre esta cuestión el n' 48, infra.
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76 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [22-23 establecido en ese Estado. Los actos que las engendran son, pues, susceptibles de construcción jurídica. Pero de esto resulta también la consecuencia de que, a diferencia del Estado, que es una persona moral de hecho, todas las demás agrupaciones, al ser la formación de su personalidad condicionada por el derecho, no pueden alcanzar esa personalidad más que si llenan las condiciones jurídicas impuestas por el Estado a dichos efectos. Indudablemente, la personalidad de cualquier colectividad se funda esencialmente sobre el hecho de su organización. Pero para las agrupaciones que no son el Estado, este hecho no basta ya para erigirlas en personas jurídicas: es preciso, además, que su personalidad de hecho, que resulta de su organización, haya sido reconocida por el Estado como personalidad de derecho mediante el cumplimiento de las condiciones requeridas por la ley de dicho Estado. En este sentido y por ese motivo, la formación de toda persona jurídica que no sea el Estado ha de depender inevitablemente de la voluntad estatal. 23. De todo lo que precede resalta finalmente que el Estado debe su existencia, ante todo, al hecho de que posee una Constitución. Si la organización de la comunidad nacional es en efecto el hecho primordial en virtud del cual se encuentra erigida en Estado, hay que deducir de ello que el nacimiento del Estado coincide con el establecimiento de su primera Constitución, sea o no escrita, es decir, con la aparición del estatuto que por primera vez ha provisto a la colectividad de órganos que aseguran su voluntad y que hacen de ella una persona estatal. Seguramente esta Constitución generadora del Estado podrá, en el transcurso del tiempo, variar notablemente, sin que la personalidad de la comunidad estatizada se encuentre por ello modificada en modo alguno. Bajo este aspecto, el Estado es independiente de las sucesivas formas de gobierno que le dan sus Constituciones (supra, p. 62): la determinación constitucional de los órganos variables que tendrán el poder de voluntad por la comunidad unificada no tiene influencia alguna sobre la continuidad y la identidad de la persona Estado. Pero al menos la existencia de una Constitución es la condición absoluta y la base misma del Estado, en el sentido de que éste no puede existir si no es gracias a un estado de cosas orgánico que realiza la unión de todos sus miembros bajo la potestad de su voluntad superior. Si, pues, el contenido de la Constitución permanece indiferente a este respecto, la existencia de un régimen estatutario alcanza una capital importancia que se comunica desde entonces al concepto mismo de Constitución.13 59
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Bien entendido, cuando se asegura que la existencia y la personalidad del Estado se deben a su Constitución, no se pretende decir con ello que sea la Constitución la que, por las reglas orgánicas que consagra, haya creado por sí sola, y sea capaz por sí sola de mantener el «quilibrio político y social en virtud del cual el Estado y la potestad de los gobernantes sub
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23]PERSONALIDAD DEL ESTADO 77 Por eso se puede decir, en último análisis, que el nacimiento del Estado tiene lugar en el preciso momento en que se encuentra provisto de su primera Constitución. Esta Constitución originaria no es, como el Estado mismo al que da vida, más que un mero hecho, refractario a toda cualificación jurídica. Su establecimiento no depende, en efecto, de ningún orden jurídico anterior a ese Estado. Es, pues, un error fundamental querer —como lo han intentado algunos autores— encontrar siempre el derecho en la fuente de los Estados y de sus Constituciones. Duguit por ejemplo (UÉtat, vol. u, pp. 51-52, 78) sostiene que el principal y "verdadero proble del derecho público" es investigar la fundación y la génesis jurídica de la Constitución primordial que ha inaugurado el Estado. Y hace valer que, para procurarse sus primeros órganos, la colectividad tenía que poseer ya una voluntad organizada. Pero Michoud (op. cu., vol. i, p. 136) replica muy justamente que la creación de los primeros órganos del Estado en formación es, no ya la obra jurídica de la voluntad y actividad de la persona Estado, sino un simple hecho material con el cual el nacimiento mismo de esa persona es concomitante. "El órgano es parte esencial de la persona moral; no es creado por ella, sino que es creado, al mismo tiempo que ella, por las fuerzas sociales que han ocasionado su nacimiento y al mismo tiempo han determinado su Constitución. No ha existido un instante de razón durante el cual la persona moral, nacida sin órganos, se ha recogido para crearlos. No ha existido jurídicamente sino en el momento en que ha tenido órganos. La denominación o los poderes de estos órganos no han sido determinados por ella, sino por los primeros estatutos, obra de las personas físicas que han concurrido a su formación o, si no hay estatutos, por las costumbres que se han formado en el interior de la colectividad y que poco a poco han ido dándole la organización necesaria a la vida jurídica. En los dos casos el origen del órgano se remonta a una causa más elevada que la voluntad de la persona moral" (cf. Borel, op. cit., p. 153). En otros términos, la formación del Estado, de su primera Constitución, de sus primeros órganos, por muchos esfuerzos que se hagan para encontrarle una base jurídica, queda en un simple hecho que es imposible 60
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sisten y se imponen a la comunidad nacional. Simples textos estatutarios no podrían por su propia virtud poseer una eficacia tan poderosa. Pero, si la Constitución no es por sí misma la fuente generadora del estado de cosas o del equilibrio al que corresponde el Estado, al menos es la resultante y la expresión jurídicas del mismo. Por eso el jurista, fjue no puede naturalmente sino adherirse a las manifestaciones jurídicas de los fenómenos políticos y sociales, se encuentra necesariamente llevado a observar y a decir —en el terreno de la ciencia del derecho— que el Estado no existe sino por su Constitución. Es, por lo tanto, innegable que ésta, en cuanto es factor de orden público y organización social, es —aun desde el punto de vista de la ciencia política— uno de los elementos esenciales que contribuyen positiva y prácticamente á asegurar la conservación del Estado.
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78 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [23-24 comparar con ningún acto de derecho (ver infra, núms. 441-442). Y de una manera general, todo el derecho presupone un hecho inicial que es el punto de partida de todo orden jurídico; este hecho es la aparición de la potestad creadora del derecho, es decir, del Estado mismo. El problema de la fundación del derecho y el de la fundación del Estado son uno mismo, dice Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 357). 24. Para concluir, los conceptos que han sido expuestos hasta aquí pueden resumirse en las proposiciones siguientes: 1ª El Estado es una formación que resulta de que, en el seno de un grupo nacional fijado sobre un territorio determinado, existe una potestad superior ejercida por ciertos personajes o asambleas sobre todos los individuos que se encuentran dentro de los límites de ese territorio. Desde el punto de vista de la teoría jurídica general del Estado, poco importa la forma en que, de hecho, se ha establecido dicha potestad, y cómo sus poseedores efectivos fueron investidos de ella: sea por su propia fuerza o con el consentimiento de los miembros de la nación, el Estado se halla realizado desde el momento en que, de hecho, existen a la cabeza del grupo ciertas autoridades que quieren y actúan por éste con una potestad que se impone de un modo estable y regular. Se dice entonces que el grupo posee una Constitución, es decir, una organización de la que resulta un poder efectivo de dominación ejercido por ciertos miembros del grupo sobre éste por entero. Y poco importa también que el número de los poseedores de ese poder sea más o menos considerable: el poseedor puede ser un solo hombre, un autócrata, como puede ser también la masa de los ciudadanos activos. 2ª Como persona jurídica, el Estado es una formación resultante de que una colectividad nacional y territorial de individuos se halla, bien sea en el presente, bien en el transcurso del tiempo, reducida a la unidad por el hecho de su organización. Esta unidad se basa, no ya sobre una asociación entre los individuos, sino sobre la organización estatal misma, teniendo ésta por efecto englobar y fundir en un cuerpo nacional unificado a todos los elementos individuales de que se compone la nación. Lo que convierte a la colectividad en una persona con el nombre de Estado son sus órganos. Pues ella misma, la colectividad nacional, no tiene unidad, y especialmente no tiene voluntad única, real; no adquiere esa voluntad sino cuando se encuentra organizada. La organización de la colectividad es, pues, el hecho generador inmediato de la personalidad estatal. Personalidad ésta que es puramente jurídica y no ya real, en el sentido de que hubiera existido desde antes de toda organización jurídica
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24] PERSONALIDAD DEL ESTADO 79 de la colectividad. Personalidad, por consiguiente, abstracta, mas no ficticia, tiene una realidad jurídica. 3ª El fundamento del concepto de personalidad jurídica es el mismo para todas las colectividades personalizadas que para el Estado. Lo que convierte a un grupo o a un establecimiento en una persona es que se halla constituido en un organismo dotado de una capacidad de derechos propia. Pero entre el Estado y las otras personas jurídicas existe la diferencia capital de que éstas, nacidas bajo el imperio del derecho estatal, toman el origen de su organización en un acto jurídico, y pueden tomarlo particularmente en un contrato estipulado entre los fundadores del grupo; por el contrario, en la base del Estado no puede existir ningún contrato social, porque no existiendo el derecho sino por el Estado, este contrato preestatal no tendría valor jurídico alguno. Por lo tanto, la organización inicial del Estado es un mero hecho; el intentar investigar la génesis jurídica de esta organización es pretender resolver un problema insoluble. Asimismo la Constitución primitiva del Estado, que se confunde con esta organización inicial, no es sino un mero hecho al que es imposible asignar un origen jurídico.
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CAPITULO II DE LA POTESTAD DEL ESTADO § 1. EL CONCEPTO FRANCÉS DEL ESTADO SOBERANO 25. El concepto del Estado-persona no basta para caracterizar al Estado. Además del Estado existe en efecto un gran número de formaciones humanas en las cuales la organización dada al grupo realiza la unidad personal de este por encima de las personalidades individuales e sus miembros (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. i, p. 267). Tal es el caso de las colectividades que corresponden a subdivisiones territoriales del Estado, como la provincia, el municipio, la colonia; tal es el caso también de muchas sociedades corporativas de derecho privado. Importa, pues, indagar cuál es el sigo característico que permite distinguir al Estado de todas estas otras agrupaciones. Este signo característico es la potestad propia del Estado. Le es inherente en un doble sentido: Una sociedad cualquiera no podría subsistir sin un poder social destinado a asegurar su funcionamiento. Ahora bien, en las sociedades estatales el poder social de la nación pertenece como propio al Estado, es decir, al ser colectivo que personifica a la nación. No ya, como se ha dicho alguna vez (Esmein, Éléments, 5* ed, p. 1), porque el poder nacional esté atribuido idealmente al Estado por los teorizantes del derecho, y en este ca-so esta atribución sólo tendría el valor de un concepto arbitrario. Pero es realmente cierto decir que la potestad estatal reside jurídicamente, no en los individuos, príncipe o ciudadanos, que la ejercen de hecho, sino en la persona Estado misma. Prueba de ello es que los actos de autoridad realizados por estos individuos sobreviven a los mismos con su eficacia jurídica; y eso implica que estos actos son efectivamente, en derecho, los actos mismos de la persona permanente Estado. El concepto que pone en el Estado la potestad nacional no es, pues, una ficción teórica, sino que corresponde a realidades jurídicas. El Estado, que en el curso de los estudios hechos con anterioridad se nos había presentado ya como el titular de la personalidad de la nación, se presenta ahora como siendo también el titular propio de la potestad nacional. Por esto los nacionales toman habituálmente el nombre de súbditos del Estado, lo que significa que cada uno de ellos está sometido a
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25-26] POTESTAD DEL ESTADO la potestad del Estado. Potestad que también se llama potestad pública, en oposición a las diversas potestades privadas que pueden regir a los hombres en su vida privada. La existencia de un poder superior de la corporación sobre sus miembros no es privativa del Estado: hasta sociedades privadas pueden tener un poder disciplinario sobre sus afiliados. Pero la potestad que pertenece al Estado le es propia en este segundo sentido de ser de una esencia aparte, y presenta caracteres que la diferencian radicalmente de toda otra potestad del derecho público o privado. Por lo que se la podría caracterizar ya suficientemente designándola con el nombre de potestad de Estado, es decir, una potestad que no se concibe más que en el Estado y que constituye su signo distintivo. La terminología francesa, para distinguir a esta potestad, que es el atributo esencial y característico del Estado, emplea otra palabra: la designa con el nombre, especial y técnico, de soberanía. 26. Tomada en su acepción precisa, la palabra soberanía designa, no ya una potestad, sino una cualidad, cierta forma de ser, cierto grado de potestad. La soberanía es el carácter supremo de un poder; supremo, en el sentido de que dicho poder no admite a ningún otro ni por encima de él, ni en concurrencia con él. Por lo tanto, cuando se dice que el Estado es soberano, hay que entender por ello que, en la esfera en que su autoridad es llamada a ejercerse, posee una potestad que no depende de ningún otro poder y que no puede ser igualada por ningún otro poder. Así entendida, la soberanía del Estado se presenta habitualmente como doble: se la divide en soberanía externa y soberanía interna. La primera se manifiesta en las relaciones internacionales de los Estados. Implica para el Estado soberano la exclusión de toda subordinación, de toda dependencia respecto de los Estados extranjeros. Gracias a la soberanía externa, el Estado tiene, pues, una potestad suprema, en el sentido de que su potestad se halla libre de toda sujeción o limitación respecto a una potestad exterior.1 Decir que los Estados son soberanos en sus relaciones recíprocas significa también que son respectivamente iguales los unos a los otros, sin que ninguno de ellos pueda pretender jurídicamente una superioridad o autoridad cualquiera sobre ningún otro Estado. En la expresión "soberanía externa" la palabra soberanía es, pues, 61
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Naturalmente que esto no significa que el Estado soberano no pueda tener obligaciones respecto a otro Estado, pues puede estar ligado jurídicamente con Estados extranjeros, así
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82 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [26-27 en realidad sinónima de independencia: no tiene así sino un alcance completamente negativo. Por el contrario, en la expresión "soberanía interna" parece tomar una significación positiva. La soberanía interna implica en efecto que el Estado posee, bien en las relaciones con aquellos individuos que son miembros suyos o que se hallan dentro de su territorio, o bien en sus relaciones con todas las demás agrupaciones públicas o privadas formadas dentro de él, una autoridad suprema, en el sentido de que su voluntad predomina sobre todas las voluntades de esos individuos o grupos, al no poseer éstas sino una potestad inferior a la suya. La palabra soberanía sirve, pues, aquí para expresar que la potestad estatal es la más alta potestad que existe en el interior del Estado, que es una summa potestas. Por lo tanto la soberanía tiene dos facetas. Y sin embargo no debe verse, en la soberanía interior y exterior, a dos soberanías distintas. Una y otra se reducen a este concepto único de un poder que no reconoce a otro ninguno por encima de él. Una y otra significan igualmente que el Estado es dueño en su territorio. La soberanía externa no es otra cosa que la expresión, a la vista de los Estados extranjeros, de la soberanía interior de un Estado. Recíprocamente, la soberanía interna no es posible sin la soberanía externa: un Estado que estuviera obligado a alguna sujeción respecto a un Estado extranjero no podría poseer tampoco una potestad soberana en el interior. Evidentemente, el concepto de soberanía se analiza o descompone en independencia en el exterior y superioridad en el interior del Estado, por lo que este concepto parece doble. Pero, en definitiva, soberanía interna y soberanía externa no son sino los dos lados de una sola y misma soberanía. Y por cierto una y otra no tienen, en verdad, sino un alcance igualmente negativo. Al decir que la potestad estatal, en virtud de su soberanía interna, tiene carácter de potestad que se ejerce a título supremo por encima de todos los individuos o grupos situados dentro del Estado, no se determina de ningún modo el contenido positivo de esta potestad, sino que con ello se quiere afirmar simplemente, en realidad, que excluye respecto de ellos todo obstáculo o limitación. La palabra soberanía no expresa, pues, jamás sino una idea negativa: la soberanía es la negación de toda traba o subordinación (Le Fur, op. cu., p. 444; Duguit, Manuel de droit constilutionnel, 1" ed., p. 134; Mérignhac, Traite de droit International, vol. i, p. 163; Pillet, "Les droits fondamentaux des États", Revue genérale de droit international public, 1899, pp. 521-522; Jellinek, loe. cu., p. 127). 27. Según la doctrina tradicionalmente establecida en Francia, la característica del Estado es su soberanía. Este es precisamente el punto de vista que se manifiesta en la terminología francesa cuando se aplica el nombre de soberanía a la potestad característica del Estado. Este punto de
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27-28] POTESTAD DEL ESTADO 83 vista se encuentra ya claramente indicado por los antiguos juristas franceses. Loyseau (Traite des seigneuries, cap. n, núms. 4 ss.) decía a este respecto: "La soberanía es totalmente inseparable del Estado. La soberanía es la forma que da el ser al Estado: hasta el Estado y la soberanía tomada zra concreto son sinónimos, y el Estado es llamado así porque la soberanía es el colmo o período de la potestad, en donde el Estado debe detenerse y establecer". Este concepto del Estado soberano ha dominado hasta la época actual en los conceptos estatales admitidos en Francia. Es así como Esmein, resumiendo sobre este punto la doctrina francesa, escribe al principio de sus Éléments de droit constitutionnel: "Lo que constituye en derecho una nación es la existencia, en esta sociedad de hombres, de una autoridad superior a las voluntades individuales. Esta autoridad se llama la soberanía . . . El fundamento mismo del derecho público consiste en que provee a la soberanía de un titular ideal que personifica a la nación. Esta persona moral es el Estado, que se confunde así con la soberanía, siendo ésta su cualidad esencial." Entre los principales defensores contemporáneos de la teoría francesa del Estado soberano conviene citar en primer lugar a Le Fur, que en su notable obra sobre L'État federal, se ha esforzado muy particularmente en demostrar (ver por ejemplo pp. 395 ss.) que la soberanía es una condición esencial del Estado. Esta doctrina del Estado soberano es ciertamente fundada por lo que se refiere a Francia, pero ¿es igualmente cierta para cualquier Estado? ¿Está permitido decir de una manera absoluta que la potestad propia del Estado tenga por carácter específico el de ser soberana, y por lo tanto será exacto calificar a la potestad estatal con el nombre general de soberanía? En1 una palabra, ¿es la soberanía el criterio, el signo distintivo del Estado? Ciertamente lo es en un sentido, puesto que sólo el Estado puede ser soberano. Pero si la soberanía no puede concebirse más que en el Estado, recíprocamente, ¿no puede el Estado concebirse sin la soberanía? ¿Forma ésta desde luego un elemento indispensable de la potestad de Estado y del Estado mismo? Para contestar a estas preguntas es necesario recordar previamente los orígenes y la historia sucinta del concepto de soberanía. 28. La soberanía, dice Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 126 y 144), no pertenece a las categorías absolutas, sino a las categorías históricas. En •otros términos, el concepto de soberanía se ha formado bajo el imperio de causas históricas, y no tiene, al menos como criterio del Estado, sino -un valor histórico y relativo. La palabra soberanía es un término puramente francés, que no tiene -equivalente en los otros idiomas y que basta para atestiguar el origen francés del concepto de soberanía (G. Meyer, Lehrbuch des deutschen
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84 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [28 Staatsrechts, 6ª ed., pp. 5 y 20; Rehm, Allgemeine Staatslehre, p. 40 y Geschichte dcr Staatswissenschaft, p. 193 n. En Francia es, en efecto, donde este concepto ha hecho su aparición. Ha nacido de la lucha emprendida en la Edad Media por la realeza francesa para establecer su independencia externa respecto del Imperio y del Papado, así como su superioridad interna frente a la feudalidad. Los reyes de Francia, al combatir la pretensión del Santo Imperio romano de extender su supremacía por encima de todos los Estados cristianos y de tener en subordinación a todos los reyes como feudatarios suyos, afirmaron siempre que no reconocían a ningún superior y que "el rey de Francia es emperador en su reino"; asimismo, y conforme a la máxima: "Li rois n'a point de suverains es dioses temporiex" (Étahlissements de saint Louis, ed. Viollet, vol. u, p. 370), se formó en Francia, especialmente con ocasión del conflicto entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII, una doctrina que proclama la independencia estatal de la realeza respecto del papa. Finalmente, para triunfar de los obstáculos que le oponía en el interior el régimen feudal y extender su poder directo sobre todo el reino, el rey de Francia se esfuerza por establecer su preeminencia sobre la potestad señorial. Para alcanzar este triple resultado es por lo que el concepto de soberanía real fue despejado: aparece así como un arma forjada por la realeza para las necesidades de su lucha con el emperador, el papa y" los señores, lucha de la cual es ella misma un producto directo (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 79 ss); Duguit, L'Etat, vol. i, pp. 337 ss.). Primitivamente, sin embargo, la calificación de soberano no parece haberse referido exclusivamente a la persona real; se aplicaba a todos aquellos que poseen alguna superioridad de potestad. Así dice Beaumanoir (Coutumes de Reauvoisis, ed. Beugnot, vol. n, p. 22): "Cada barón es soberano en su baronía". Pero ya aparece el rey en esa época como el soberano por excelencia, como atestigua también Beaumanoir (loe. cit.): "Porque él (el rey) es soberano por encima de todos, lo nombramos cuando hablamos de alguna soberanía que le pertenece". Estat idea se fortifica a medida que la realeza, al desarrollar su predominio* sobre la feudalidad, llega a fundar la potestad del Estado francés y se transforma ella misma —según la frase de Loyseau (Des seigneuries^. cap. II, n"92)— de monarquía señorial en monarquía real. En el siglo xvi esta transformación se termina, y entonces la palabra soberanía va a tomar un sentido absoluto. Antiguamente esta palabra no implicaba: una independencia total: sólo era un comparativo que indicaba ciertogrado de potestad. En la doctrina del siglo xvi el sentido de la palabra se modifica grandemente; la soberanía es el carácter de una potestad que no depende de ninguna otra y no admite a ninguna otra en concurrencia con ella; en vez de ser relativa, la soberanía se ha convertido era
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28] POTESTAD DEL ESTADO 85 absoluta; el comparativo se trocó en superlativo. Resulta, pues, que la soberanía es indivisible, en el sentido de que no admite ni el más ni el menos. Resulta además que únicamente la potestad real puede ser calificada de soberana, porque sólo ella es suprema (Duguit, L'État, vol. i, pp. 339 ss.; Rehm, Allg. Staatslehre, p. 43; Jellinek, loe. cu., vol. II, pp. 97-98; G. Meyer, op. cit., 6ª ed., p. 20). Es lo que dice Pasquier (Recherches sur la France, libro VIH, cap. xix): "He aquí cómo la palabra soberano, que se empleaba comúnmente para todos los que ostentafcan las primeras dignidades de Francia, pero no en absoluto, la hemos aplicado con el tiempo al primero de todos los primeros, quiero decir al rey". Loyseau (Des seigneuries, cap. u, núms. 4-9) se expresa igualmente: "La soberanía es el colmo y el período de potestad en que el Estado tiene que establecerse"; y también: "La soberanía consiste en potestad absoluta, es decir, perfecta y entera de todo punto; y por consiguiente no tiene grado de superioridad, pues el que tiene un superior no puede ser supremo y soberano". Toda esta evolución viene a parar en la célebre definición de Bodino (Les six livres de la République, lib. i, cap. 1): "El Eslado es un recto gobierno de varias agrupaciones (ménages) y de lo que les es común, con potestad soberana". En esta definición, la palabra soberano se entiende como equivalente de supremo: prueba de ello es que, en su «dición latina, Bodino traduce potestad soberana por summa potestas. La potestad soberana se le aparece, pues, como la más alta potestad posible, y la soberanía como el grado más elevado de la potestad. Por otra parte, la definición de Bodino tiene de notable que se eleva de golpe hasta el concepto de Estado. Mientras que, anteriormente a él, la soberanía sólo había sido considerada como un atributo personal del monarca, Bodino despeja la idea de que es, además, un elemento constitutivo del Estado, en el sentido de que el concepto de Estado no se encuentra realizado, según su definición, más que en los países en los que existe una organización gubernamental que contenga el ejercicio de una potestad soberana. Hasta Bodino mismo, pues, se remonta la doctrina que ve en la soberanía una condición esencial del Estado. En resumen, la soberanía es definida por los autores franceses del siglo xvi como la cualidad de una potestad que es suprema y absoluta en el doble sentido de que, por una parte, desde el punto de vista internacional, esta potestad se halla exenta de toda subordinación a una potestad extranjera, y de otra parte, desde el punto de vista interno, se eleva por encima de toda otra potestad dentro del Estado. Así entendido, el concepto de soberanía sólo tiene una significación negativa. Esto es, por otra parte, lo que se deduce de su formación histórica. Este concepto se ha ido formando, en efecto, con el objeto de libertar a la realeza
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86 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [28-29 francesa, bien de toda dependencia respecto de ciertas potestades externas, bien de los impedimentos que le oponía en el interior la potestad señorial; sólo es la negación de esa dependencia y de esos impedimentos. Por ello mismo, el concepto de soberanía aparece ante todo como muy distinto del de potestad estatal. La potestad estatal consiste esencialmente en poderes efectivos, en derechos activos de dominación: tiene necesariamente un contenido positivo. En la pura idea de soberanía no entra, por el contrario, sino un elemento negativo: la palabra soberanía, considerada en sí misma, no revela en nada la consistencia, misma de la potestad que es soberana. En su acepción propia e históricamente originaria, la soberanía no es, pues, más que un carácter de la potestad del Estado: pero no se confunde con esta última (Duguit, L'État, vol. I. p. 340; Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 98). 29. Pero este sentido primitivo va a oscurecerse muy pronto. Bodino mismo empezó a confundir las categorías en esta materia. La causa de esta confusión ha sido que, junto al concepto precedente de soberanía, adopta otro segundo concepto totalmente diferente, según el cual la soberanía no es ya únicamente una cualidad de la potestad estatal, sino que se identifica con esta misma potestad. Es fácil comprender cómo pudo producirse esta transformación. Puesto que la soberanía es un atributo que en el siglo xvi no pertenece ya más que a la potestad estatal y que, según la doctrina de Bodino, entra en la definición misma del Estado, los autores de esa época se han ido dejando llevar a designar a la potestad estatal por su cualidad esencial, y a confundir así esta potestad con uno de sus caracteres. Bodino antes que ninguno da el ejemplo de esta confusión, al enumerar, con el nombre de "verdaderos signos de soberanía", una serie de poderes, como el de hacer las leyes, hacer la guerra y la paz, juzgar a título supremo, crear oficinas, etc. (Six libres de la République, lib. I, caps. VIH y x). Estos derechos no provenían del concepto de soberanía, puesto que ésta es sobre todo negativa; son, propiamente hablando, partes integrantes de la potestad estatal. El error cometido por Bodino y sostenido por sus sucesores consistió en querer dar entrada en la soberanía al contenido positivo de la potestad de Estado, y así es como han llevado a la primera lo que era una consecuencia de la segunda. Al pretender atribuir a la soberanía tales o cuales poderes determinados, no se dieron cuenta de que entre esos poderes hay algunos que incluso pertenecen al Estado no soberano, es decir, no completamente independiente. Así se prepara y se establece la grave confusión que se ha mantenido hasta la época presente y que, por lo mismo que refería a la idea de soberanía las prerrogativas esenciales de la potestad estatal, llevó la doctrina a considerar a la soberanía como un elemento indispensable del Estado, cuando ésta no es, a decir verdad,
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29J POTESTAD DEL ESTADO 87 más que un carácter, no esencial, de algunos Estados. De un concepto de soberanía que había nacido bajo el imperio de causas históricas especiales de Francia, se ha caído en el error de querer hacer el criterio lógico y absoluto del Estado (Duguit, UÉtat, vol. i, pp. 340 ss.; Jellinek, loe, cit., vol. u, pp. 109 ss.). Otra causa de equívoco en toda esta teoría proviene de la confusión que no cesó de reinar en la antigua Francia entre la soberanía del Estado y la del monarca. Junto a la soberanía ¿re abstracto que va unida al Estado, se colocaba la soberanía ¿re concreto o soberanía del principe (Loyseau, Des seigneuries, cap. u, n9 7). Diversas causas contribuyeron a que se considerara a la soberanía como un atributo del rey. Una de estas causas era que la lucha que había de establecer la independencia del Estado francés en el interior y en el exterior había sido emprendida y sostenida por el mismo rey, y por otra parte el objeto efectivo de esa lucha había sido asegurar la supremacía personal del rey. Entonces es natural que, una vez conquistada la soberanía, ésta fuera puesta en manos del monarca mismo, que se convierte pues en soberano. Esta es la doctrina profesada por Loyseau (loe. cit.): "La soberanía, según la diversidad de los Estados, se comunica a los diversos poseedores de éstos, a saber: en la democracia a todo el pueblo; en la aristocracia reside en los que tienen la dominación, y finalmente, en las monarquías pertenece al monarca, que por esta causa es llamado príncipe soberano o soberano señor". Es también el punto de vista de Bodino. Cuando Bodino declara que la soberanía es un elemento esencial del Estado no quiere indicar con eso que el Estado mismo sea el sujeto de la potestad soberana, sino que entiende simplemente que todo Estado supone la existencia de un gobierno dotado de potestad soberana. La soberanía, según esto, no es pues la potestad del Estado, sino una potestad que existe dentro del Estado. En Francia, aquél en quien reside es el monarca. El monarca es el sujeto de la soberanía. Bodino no conoce, en realidad, soberanía alguna del Estado, sino únicamente la soberanía del príncipe, o sea una soberanía del órgano (Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 101 ss.; Rehm, Geschichte der Staatsrechtswissenschaft, p. 224 y Allg. Staatslehre, p. 55; G. Meyer, loe. cit,, p. 20). Si ahora se combina este concepto de la soberanía personal del monarca con la doctrina que define a la soberanía como una potestad de la clase más elevada, resulta de esta combinación que el rey es soberano en el sentido de que es el órgano más alto del Estado. Posee como tai una potestad que es a la vez independiente de la de cualquier otro órgano y superior a la de cualquier otro órgano. Pero, además, lo que caracteriza al monarca soberano en el concepto monárquico que triunfa en Francia a partir del siglo xvi es que la soberanía es un atributo inhe
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88 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [29-30 Tente a su persona, en el sentido de que tiene un derecho propio a ser el órgano supremo del Estado. Y por consiguiente la soberanía va a tomar un nuevo sentido, que viene a añadirse a los precedentes: es la cualidad personal en virtud de la cual el rey posee la más alta potestad en el Estado. Esta soberanía personal del príncipe no le viene, pues, del Estado, ni del orden jurídico establecido por el estatuto del Estado, sino que le pertenece como derecho innato, anterior al Estado y a toda Constitución. El príncipe, como tal soberano, aparece así colocado por encima del Estado (Le Fur, op. cit., p. 359; Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 55-56: Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 103). Es precisamente este concepto el que, en los últimos siglos del antiguo régimen, halla su expresión en la teoría del derecho divino, y la que, poco tiempo aún antes de la Revolución, se formulará de la manera más absoluta por el Edicto de diciembre de 1770, en el que dice Luis XV: "No tenemos nuestra corona más que de Dios." Por lo demás este concepto tiene sus orígenes jurídicos en teorías muy anteriores a la teoría del derecho divino. Se remonta hasta el régimen feudal, en el cual el señorío y los derechos de potestad que éste lleva consigo eran considerados como propiedad personal. Cuando la monarquía francesa se transformó de señorial en real, la potestad real conservó el carácter de patrimonio que antiguamente tenía la potestad señorial. Se llega así, en el siglo xvi, a la teoría del Estado patrimonial, en el cual aparece el rey como propietario de la potestad soberana y donde se aplican a esta potestad los principios del derecho romano sobre la propiedad. Loyseau (Traite des offices, lib. u, cap. n, núms. 21-26) expresa esto diciendo que el rey no solamente tiene el ejercicio de la soberanía, sino que tiene la propiedad de ésta, y añade que "los reyes han prescrito la propiedad de la potestad soberana y la han juntado al ejercicio de ella" (cf. Duguit, LÉtat, vol. i, pp. 328 ss.). 30. Resulta de esta ojeada histórica que la palabra soberanía ha adquirido en el pasado tres significados principales, bien distintos. En su sentido originario designa el carácter supremo de una potestad plenamente independiente, y en particular de la potestad estatal. En una segunda acepción significa el conjunto de los poderes comprendidos en la potestad de Estado, siendo por lo tanto sinónimo de esta última. Finalmente, sirve para caracterizar la posición que dentro del Estado ocupa el titular supremo de la potestad estatal, y aquí la soberanía se identifica con la potestad del órgano. Ahora bien, estos tres conceptos, tan diferentes, de la soberanía, se han conservado hasta la época actual: se les encuentra de nuevo en la literatura contemporánea, enmarañados uno con otro, y esta persistencia
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30] POTESTAD DEL ESTADO 89 la teoría de la soberanía (Duguit, Manuel de droit constitutionnel, 1ª ed., n9 28; Rehm, op. cit., p. 59; Jellinek, loe. cit., vol. ir, pp. 123 ss.). Ante todo, la palabra soberanía continúa empleándose en sentido negativo, según el cual designa la cualidad de potestad de un Estado que no reconoce ninguna potestad superior a la suya en el exterior; ninguna potestad igual a la suya en el interior. Sin embargo, incluso bajo este primer aspecto, los autores no están de acuerdo sobre el valor de la idea de soberanía. Entendida en este primer sentido, la soberanía consiste en efecto, por una parte, en absoluta independencia respecto de los Estados extranjeros, y por otra parte en absoluta superioridad en el interior del Estado. Entonces algunos autores, olvidando que estas dos consecuencias de la soberanía no son sino los dos aspectos de una sola y misma cualidad del Estado soberano, han caído en el equívoco de querer identificar a la soberanía con una de ellas únicamente, con exclusión de la otra. Así es como Duguit (UÉtat, vol. i, p. 348) ha negado la existencia de una soberanía interna y ha pretendido que el concepto de soberanía no puede concebirse más que en las relaciones internacionales de los Estados, porque solamente en el exterior es donde expresa la idea de independencia conforme a su alcance originario. Al razonar así, este autor no tiene en cuenta que el Estado no puede aparecer como soberano en el exterior si no es al mismo tiempo soberano en el interior. En su Manuel de droit constitutionnel (1* ed., p. 134), Duguit ha reconocido que la soberanía interna y la soberanía externa son inseparables, y que la una no puede existir sin la otra. En sentido inverso, algunos autores se han adherido especialmente a la idea de superioridad de potestad que se halla contenida en el concepto de soberanía; y como, por razón de la igualdad de los Estados, ningún Estado podría aspirar a un poder superior sobre otro Estado, han sacado la consecuencia, como Despagnet (Essai sur les prolectorats, pp. 12 ss.), de que debería reservarse la palabra soberanía para el interior y reemplazarla en el exterior por la de independencia; o como Le Fur (op. cit., pp. 443, 465), sostienen que "no existe, propiamente hablando, la soberanía exterior". Seguramente estos autores tienen razón si quieren dar a entender que la soberanía llamada exterior no es otra cosa que la soberanía interna del Estado vista desde fuera, y esto es sin duda el fondo de su pensamiento. Sin embargo, como la summa potestas en el interior no puede realizarse sino mediante la absoluta independencia en el exterior, se hace indispensable, si no desdoblar el concepto de soberanía en dos soberanías diferentes, al menos marcar debidamente y separar, en el concepto de soberanía, las dos direcciones distintas, interna y externa, en las cuales se orienta este concepto, aunque en realidad puede como uno en sí. Se ve con esto que la palabra soberanía, incluso tomada en su sen
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90 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [30 tido más correcto, es de uso delicado. Pero lo que complica aún más las cosas es que esta palabra se aplica frecuentemente al Estado en un segundo sentido, bien diferente, según el cual se designa a la potestad estatal misma, es decir, al conjunto de derechos de dominación comprendidos en esta potestad. Esta manera de entender la soberanía es muy corriente en la literatura francesa (Duguit, Manuel, 1* ed., p. 115 y Traite, vol. i, p. 113). Esmein (Éléments, 5ª ed., p. 1) se hace intérprete de la doctrina, en cierto modo oficial, de la escuela francesa sobre este punto, cuando escribe: "La soberanía tiene dos facetas: la soberanía interior, o el derecho de mandar a todos los ciudadanos . . ., y la soberanía exterior, o el derecho de representar a la nación y de obligarla en sus relaciones con las demás naciones". Resulta de esta definición que la soberanía no consiste solamente en una cualidad negativa de independencia, sino también en derechos positivos de potestad: por una parte, en el interior, potestad para el Estado de dictar e imponer las medidas de leda clase que juzgue útiles; por otra parte, potestad en el exterior de realizar los actos que responden al interés nacional. En otros términos, la soberanía es la suma de derechos de potestad activa, sean interiores, sean exteriores. Y el hecho mismo de que en este concepto la distinción entre la soberanía interna y externa se establezca según la naturaleza de los poderes ejercidos en el interior o en el exterior, revela suficientemente que la soberanía se considera en ella como un conjunto de poderes, por lo tanto, realmente, como identificándose con la potestad de Estado.2 Este concepto ha llevado a ciertos autores a confundir la soberanía del Estado con su capacidad jurídica y su personalidad. Del mismo modo que el conjunto de los derechos que pertenecen a los individuos constituye su capacidad, así la soberanía, considerada como el conjunto de los derechos del Estado, ha sido presentada como la expresión de la capacidad estatal. Es así como Orlando (Principes de droit public et constitutionnel, ed. francesa, n" 59) define la soberanía diciendo que es para el Estado lo que la capacidad jurídica es para los individuos. Moreau (Précis de droit constitutionnel, 7* ed., núms. 9 y 11), colocándose en el mismo punto de vista, deduce que la soberanía, como conjunto de derechos del Estado, implica que el Estado es un sujeto jurídico, y por con62
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Le Fur (op. cit., p. 444) se deja llevar de la misma idea al declarar que no ve "ningún inconveniente" en que la palabra "soberanía externa" se emplee para designar los derechos de guerra, legación, negociación, que posee el Estado soberano en sus relaciones con los Estados extranjeros. En otro lugar (p. 465) este autor dice también: "La expresión soberanía exterior no es sino una expresión abreviada para designar el conjunto de derechos por los cuales se manifiesta la soberanía interior frente a los Estados extranjeros". Pillet, op. cit, Kevue genérale du droit international public, 1899, pp. 503 y 509, se refiere igualmente a "diversas funciones en las cuales consiste la soberanía", y da una relación de las "funciones comprendidas en la soberanía interior y en la soberanía exterior".
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30] POTESTAD DEL ESTADO 91 siguiente, define a la soberanía como "la afirmación de la existencia del Estado" como "ser colectivo", y también como "la expresión de la individualidad del Estado". Por haber partido de una falsa acepción de la palabra soberanía, estos autores llegan así a confundir completamente dos conceptos tan profundamente diferentes como los de soberanía y personalidad. Pero no es solamente en la doctrina, sino que en los mismos textos constitucionales se encuentra la confusión entre la soberanía y la potestad estatal. Desde el principio de la Revolución la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano proclama en su artículo 3 que "el principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación". En este texto la palabra soberanía apunta a la potestad pública misma. El resto del artículo 3 no deja lugar a dudas a este respecto; pues del principio de que la soberanía reside en la nación, el texto deduce en seguida la consecuencia de que "ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer autoridad que no emane expresamente de dicha soberanía". Resulta, por lo tanto, de esta segunda parte del texto que lo que se apunta en la primera bajo el nombre de soberanía es autoridad, potestad. El texto quiere decir que todos los poderes que se ejercen en el Estado tienen su base en la nación exclusivamente. Es lo que se llama el principio de la soberanía nacional. Y esta expresión misma, al menos entendida en el sentido que acaba de ser indicado, consagra una confusión entre la potestad estatal y la soberanía. Esta confusión se ha perpetuado desde entonces en las diversas Constituciones francesas. Por ejemplo, la Constitución de 1791, tít. III, preámbulo, art. I9, declara que "la soberanía pertenece a la nación". El alcance del término soberanía en e'ste texto se pone fuera de duda en el artículo siguiente, así concebido: "La nación, de la cual únicamente emanan todos los poderes, no puede ejercerlos sino por delegación". Luego por soberanía la Constitución de 1791 entiende realmente el conjunto de los poderes estatales, y es como sujeto propio de todos estos poderes como la nación es declarada soberana en dicha Constitución. La Constitución de 1848 entiende la soberanía del mismo modo, al decir (art. 1"): "La soberanía reside en la universalidad de los ciudadanos franceses. Ningún individuo, ninguna fracción del pueblo puede atribuirse su ejercicio". Esta última palabra revela que, bajo el nombre de soberanía, se trata en este texto de la potestad de Estado (ver sobre estos textos y en este sentido Duguit, Manuel, 1* ed., p. 116 y Traite, vol. i, p. 113". Finalmente, la tradición fundada por estas Constituciones ha sido mantenida por la Asamblea nacional de 1871, la que en el preámbulo de la ley del 31 de agosto de 1871 afirma su "derecho a usar del poder constituyente, atributo esencial de la soberanía de la que se halla investida". Este lenguaje es significativo: presenta al poder cons-
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92 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [30 tituyente como elemento de la soberanía ésta se considera, pues, como el conjunto de los poderes de naturaleza estatal. Este concepto de la soberanía se encuentra igualmente en algunas Constituciones extranjeras. La Constitución federal suiza de 1874, por ejemplo, en su artículo 3 dice: "Los cantones son soberanos por cuanto su soberanía no se halla limitada por la Constitución federal, y como Jales ejercen todos los derechos que no son delegados en el poder federal". Si por soberanía se entiende el carácter de una potestad de la especie más alta, no es posible calificar como soberanos a los cantones suizos, ya que la potestad particular de cada uno de ellos está, sobre su propio territorio, dominada y limitada por la potestad de la confederación que, a este respecto, es la única que puede calificarse de soberana. Pero el art. 3, antes citado, precisa en qué sentido declara soberanos a los cantones: son soberanos en la medida hasta donde han conservado sus derechos de potestad estatal, y donde éstos no han pasado a la Confederación. El lenguaje de la Constitución federal suiza implica, pues, que identifica a la soberanía con los atributos constitutivos de la potestad estatal (Blumer-Morel, Handbuch des schweizerischen Bundesstaatsrechts, vol. i, p. 214; Orelli, Das Staatsrecht der schweiz. Eidgenossenschaft, en el Handbuch des offentlichen Rechtes der Gevenwart de Marquardsen, vol. iv, p. 97; Borel, Étude sur la souveraineté de l'État fédératif, p. 182; Schollenberger, Das Bundesstaatsrecht der Schweiz, pp. 146 ss.). He aquí ya, pues, dos conceptos de la soberanía que se encuentran de nuevo en la terminología moderna. Volvemos a encontrar también el tercer concepto antes citado, el que consiste en referir la soberanía a la persona o al conjunto de personas que forman el órgano supremo de la potestad del Estado. En este sentido se ha establecido la expresión actual de soberanía del pueblo. En esta expresión la palabra soberanía designa la posición que ocupa, entre los poseedores de la potestad estatal, el más elevado de entre ellos. Esta manera de comprender la soberanía no es, por otra parte, en la teoría del pueblo soberano, más que la prolongación de la antigua doctrina de la monarquía absoluta francesa, con la sola diferencia de que la soberanía ha pasado, del rey, a la masa total de los ciudadanos (Duguit, L'État, vol. i, pp. 344 ss.). Del mismo modo, en efecto, que antiguamente la soberanía del príncipe implicaba que la potestad del Estado reside únicamente en su persona, y que, por ejemplo, la ley estaba fundada exclusivamente sobre su propia voluntad, según el adagio "Si quiere el rey, quiere la ley", así la Revolución despejó este principio de que la ley no es sino "la expresión de la voluntad general" (Declaración de 1789, art. 6. Duguit, op. cit., vol. i, pp. 488 ss.). Del mismo modo también que antiguamente Bodino definía la potestad del príncipe, como so-
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30]POTESTAD DEL ESTADO 93 berano, cual una potestad indefinida que hace que aquél esté "absuelto de la potestad de las leyes" (Six livres de la Républigue, lib. i, cap. vm) ,3 así el pueblo es llamado soberano, al menos según la doctrina inspirada por Rousseau, en el sentido de que su poder no tiene límites. Finalmente, así como la antigua soberanía monárquica significaba que el rey de Francia tenía un derecho personal, innato, a ser el órgano supremo de la potestad estatal, así también en la teoría absoluta de la soberanía popular el cuerpo de ciudadanos es soberano en el sentido de que posee la potestad suprema, no en virtud de una devolución derivada del orden jurídico establecido en el Estado, sino en virtud de un derecho primitivo anterior al Estado y a toda Constitución. Por lo tanto, el concepto de soberanía popular se funda directamente sobre una confusión entre la soberanía estatal y la potestad del más alto órgano del Estado. Esta confusión existe, por ejemplo, en las Constituciones de 1793 (art. 7) y del año ni (art. 2), que dicen: "El soberano es la universalidad de los ciudadanos franceses." Por lo demás, esta confusión no es exclusiva de la teoría de la soberanía popular. Si los unos hablan de soberanía del pueblo, los otros continúan hablando de la del príncipe. Y sin embargo no es ya muy posible, en lo que concierne a los monarcas, admitir que poseen plena independencia ni summa potestas, pues el establecimiento del régimen constitucional ha tenido por efecto limitar y subordinar su potestad. Parece, desde entonces, que la distinción entre el Estado soberano y la persona del príncipe se impone; pero la terminología corriente no por eso ha dejado de aplicar a este último el nombre de soberano. Por fin, este relajamiento en el concepto de soberanía ha hecho que el calificativo de soberano sea aplicado no solamente al órgano más elevado del Estado, sino también a algunos órganos que sin embargo sólo ejercen potestades subalternas en sí. En esto la palabra soberanía ha vuelto a tomar el sentido relativo que tenía a principios del feudalismo. Así pues, para explicar el art. 9 de la ley de 24 de mayo de 1872, que dice: "El Consejo de Estado estatuye soberanamente sobre los recursos contencioso-administrativos", Laferriére (Traite de la juridiction administrative,2' ed., vol. I, p. 315) hace valer que "la jurisdicción del Consejo de Estado es soberana, por cuanto las decisiones de éste, que estatuyen en lo contencioso, no pueden ser invalidadas ni reformadas por ninguna autoridad jurisdiccional ni gubernamental". Según esto, es soberana toda autoridad que, en el orden de su competencia —aunque ésta fuera subalterna por naturaleza— no depende de ninguna autoridad su63
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Bodino (De re publica, lib. i. cap. vm) dice también que la potestad del príncipe es "infinita, ab omni conditione libera" y que no halla límites sino en las leyes divinas y naturales (cf. Rehm, Geschichte der Staatsrechtswisscnschaft, pp. 222 ss.).
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94 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [30-31 perior y que tiene por consiguiente el poder de decidir a título definitivo e irrevocable (cf. Duguit, Manuel, p ed., pp. 113-114). En resumen, resulta de la extensión del concepto de soberanía a los órganos estatales que habría que admitir dos clases de soberanía: por una parte la del Estado y por otra la de ciertas personas dentro del Estado. Este dualismo aparece claramente en la doctrina de Esmein (Éléments, 5ª ed., pp. 1 a 4). Este autor comienza por decir que "el fundamento mismo del derecho público consiste en que da a la soberanía, por fuera y por encima de las personas que la ejercen en tal o cual momento, un sujeto o titular ideal, que personifica a la nación entera: esta persona moral es el Estado". Con eso Esmein presenta a la soberanía como un atributo del Estado. Pero un poco más lejos da de la misma una noción bien diferente: "No siendo el Estado, sujeto de la soberanía, sino una persona moral, es preciso que la soberanía se ejerza en su nombre por personas físicas. Es necesario que la soberanía, junto a su titular perpetuo y ficticio, tenga otro titular actual y actuante, en el que residirá el libre ejercicio de ésta soberanía. Es aquel a quién se llama soberano en derecho constitucional." Esta vez el soberano es una persona física, o en todo caso es el órgano. 31. Este es el triple sentido que el lenguaje contemporáneo asigna a la palabra soberanía. Y el imperio de esta terminología es tan fuerte que hasta aquellos autores que han reconocido la verdadera naturaleza de la soberanía no creen posible sustraerse a la tradición que ha hecho que se desvíe esta palabra de su sentido exacto, hacia acepciones equívocas. Así Rehm (Allg. Staatslehre, pp. 61 ss.), después de haber distinguido minuciosamente entre la soberanía propiamente dicha, la potestad de Estado y la situación de órgano estatal supremo, y después de haber demostrado que hay tres conceptos diferentes, concede finalmente que se puede, de acuerdo con el uso, servirse del término soberanía interna para designar a la potestad de Estado y del término soberanía orgánica para designar la condición en el Estado del órgano más alto (ver las objeciones de Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 126 n. en contra de ese lenguaje). Asimismo G. Meyer (op. cit., 6* ed., pp. 21 ss.) declara que hay que discernir dos acepciones del término soberanía: una por la que designa cierta relación del Estado con las demás personas físicas o jurídicas situadas en su interior o su exterior, y la otra por la que apunta a la postura jurídica de los personajes o cuerpos que son titulares supremos de la potestad estatal. Y G. Meyer conviene en que la palabra soberanía debería reservarse para el primero de estos conceptos. Sin -embargo, añade que es imposible para la ciencia del derecho dejar de tener en cuenta la tradición, que junto a la soberanía del Estado admite una soberanía del órgano. Y, como consecuencia, da de la soberanía
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3I] POTESTAD DEL ESTADO 95 una doble definición: Es primeramente la cualidad en virtud de la cual el Estado soberano posee una independencia completa en el exterior y una superioridad absoluta en el interior. Y es además la cualidad de la persona o del colegio que posee como titular primordial (Trager) la potestad de Estado. Es natural, sin embargo, que en esta materia, como en cualquier otra materia jurídica, la terminología no pueda ser satisfactoria sino a condición de presentar un término propio para cada concepto especial. El peligro de los términos de doble sentido es introducir la confusión en las ideas. Desgraciadamente el idioma francés es en esto bastante escaso de medios. El vocabulario jurídico alemán ofrece más recursos y permite más claridad en las teorías del derecho público. Los alemanes tienen a su servicio tres términos correspondientes a las tres nociones distintas que la literatura francesa confunde bajo la expresión única de soberanía. Primero tienen la palabra Souveranitizt, que han tomado del idioma francés y que aplican a la potestad estatal cuando quieren significar su absoluta independencia. Tienen después la palabra Staatsgewalt, que designa la potestad de Estado, en cuanto ésta consiste en poderes efectivos. Por fin, en cuanto a los órganos, al menos para designar al monarca, emplean la palabra Herrscher, que Esmein (Éléments, 5ª ed., p. 36) traduce por "Señor" (Maitre) y que sugiere en efecto la idea de un poder de dominación y de mando. A pesar de todo, el idioma francés se prestaría también a ciertas distinciones necesarias. Si bien conviene conservar la antigua palabra francesa de soberanía en su sentido de potestad superlativa, hay que abstenerse de emplearla cuando se quiere designar no ya la cualidad suprema del poder de los Estados soberanos, sino este mismo poder considerado en sus elementos activos: el término más apropiado es entonces el de potestad de Estado (ver sin embargo n9 67, infra). En cuanto al órgano supremo del Estado, puede parecer a primera vista perfectamente legítimo calificarlo de soberano. La soberanía, en efecto, es el carácter de una potestad que no depende de ninguna otra. Ahora bien, la potestad cuyo ejercicio pertenece al órgano supremo es realmente, al menos en cuanto a dicho ejercicio se refiere, una potestad superlativa, puesto que ese órgano no depende de ningún otro que le sea superior, y que tiene el poder de querer, para el Estado, de un modo absolutamente libre. Junto a la soberanía del Estado, no parece, pues, incorrecto hablar, con Esmein y con G. Meyer (loe. cit.), de una soberanía dentro del Estado, es decir, de la soberanía de un órgano. Por eso Jellinek mismo (Gesetz una Verordnung, pp. 207 y 208) aplicó la denominación de soberano a la persona que posee el más alto poder en el Estado. El derecho público francés ha tomado en este asunto una postura muy diferente. El principio fundamental establecido a este respecto
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96 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [31-32 por la Revolución francesa (Declaración de 1789, art. 3; Const. de 1791, tít. ni, preámbulo, arts. 1 y 2) es que solamente la nación es soberana; y por nación entienden los fundadores del principio de la soberanía la colectividad "indivisible" de los ciudadanos, es decir, una entidad extraindividual, luego también un ser abstracto, el mismo, en definitiva, que encuentra su personificación en el Estado (ver n9 331, infra). Únicamente esta persona nacional y estatal se reconoce como soberana. Y los textos antes citados especifican que por razón de la soberanía exclusiva de la nación, ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad sino en virtud de una concesión y delegación nacionales. En estas condiciones no podría calificarse de soberano ni al órgano supremo mismo de la nación, pues su poder, que procede de la Constitución nacional, depende también de las condiciones que la Constitución haya puesto al ejercicio de dicho poder. En el sistema francés de la soberanía nacional no hay ningún órgano que posea una potestad enteramente independiente e incondicionada. Así es como, según la Constitución de 1875, el órgano constituyente no posee, según la opinión predominante, sino una potestad de revisión limitada, es decir, condicionada por las resoluciones previas de las Cámaras diciendo que hay lugar a revisión (ver núms. 468 ss., infra). Si se ha podido, pues, criticar la terminología francesa por cuanto confunde los conceptos de soberanía y de potestad estatal, en cambio hay que reconocer que el punto de vista adoptado por los fundadores del derecho público francés moderno, en lo concerniente a la sede de la soberanía, es irreprochable, puesto que consiste en entregar la soberanía, de un modo exclusivo, a la nación misma, a la colectividad unificada, sin que ésta pueda jamás desasirse de ella en provecho de quienquiera que fuere.4 § 2. ¿Es LA SOBERANÍA UN ELEMENTO ESENCIAL DE LA POTESTAD DE ESTADO? 32. La docrina tradicional que confunde en un solo y mismo concepto las nociones de potestad de Estado y de potestad soberana contiene en todo caso el error de hacer planear un grave equívoco sobre la 64
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4 Se verá más adelante (núms. 329 ss.) que el principio de la soberanía nacional tiene en si un alcance puramente negativo: significa que la voluntad nacional está dotada de una independencia absoluta y que jamás podría estar ligada a la voluntad de ningún hombre ni de ningún grupo parcial; a este respecto es la voluntad más alta y más fuerte en el Estado. Por otra parte se verá también (n9 378) que los poderes cuyo conjunto y cuya reunión forman la potestad de Estado no son, propiamente hablando, transmitidos o delegados por la nación, sino solamente creados y constituidos por ella. Sólo pueden considerarse como poderes nacionales en el sentido de que están fundados por la nación y ejercidos para ella. El principio de la
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32] POTESTAD DEL ESTADO 97 cuestión fundamental de saber si la soberanía es un elemento esencial del Estado. Si por soberanía se entiende la potestad de Estado misma, no hay duda de que la soberanía forma una condición absoluta del Estado, pues el Estado no puede concebirse sin potestad de dominación. Si, por el contrario, se quiere designar con el nombre de soberanía la cualidad de un Estado cuya potestad no depende de ningún otro, es ya muy discutible que la soberanía pueda ser considerada como un elemento indispensable del Estado. Numerosos son, en efecto, los grupos humanos que parecen reunir en todos aspectos los caracteres del Estado y que sin embargo se encuentran en una relación de dependencia respecto de otro Estado. En lo que concierne a ciertos grupos de éstos, por ejemplo los conocidos con el nombre de Estados protegidos, se ha podido sostener hasta cierto punto que las restricciones puestas a su independencia por el protectorado no les impide quedar como Estados soberanos, pues estas restricciones, se dice, por cuanto resultan de un tratado estipulado entre el Estado protector y el Estado protegido, tienen por base, en definitiva, la voluntad misma de este último, y por lo tanto no se les debe considerar como más exclusivas de la soberanía que las obligaciones restrictivas que hubiese contraído un Estado por medio de un tratado cualquiera. Al emitir esta opinión se cuida por cierto de añadir que el Estado protegido se considera soberano tan sólo mientras no puede serle impuesta por el protector ninguna restricción fuera de las previstas en el tratado de protectorado. Es muy cierto, en efecto, que si el Estado protector puede, por su propia autoridad y sin el asentimiento del Estado protegido, acrecer su poder de intervención en los asuntos de éste, no le quedará al Estado protegido ninguna independencia ni soberanía (ver en este sentido Le Fur, op. cit., pp. 446 ss.). Incluso con ésta última reserva, la opinión que acaba de ser expuesta suscita motivos de duda. Evidentemente, las limitaciones a su independencia que un Estado puede consentir por tratado no tienen generalmente por efecto suprimir su soberanía, como tampoco puede destruirse la libertad de los individuos por las obligaciones que pueden 65
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soberanía nacional, pues, no podría significar realmente que la potestad estatal misma tenga su asiento efectivo en la nación, sino que únicamente significa que la creación, organización y funcionamiento de dicha potestad dependen esencialmente de la voluntad nacional y no de las voluntades particulares. Entendido así, este principio encaja totalmente en el sentido propio y preciso de la palabra soberanía. En la expresión "soberanía nacional" la palabra soberanía es sinónimo de absoluta independencia, y marca también una cúspide de voluntad y <¡e potestad. Pero no significa que las diversas funciones de potestad estatal hayan residido primitivamente en la nación antes de hallarse constituidas en sus órganos. Al constituirse, la nación no transmite a sus mandatarios tales o cuales poderes concretos que preexistieran en ella, sino que, por el contrario, la verdad es que solamente da vida a estos poderes y los adquiere por el hecho mismo del establecimiento de su Constitución.
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98 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [32-33 contraer los unos con los otros. Pero es necesario para ello que el abandono de derechos consentido por el Estado que se obliga no llegue hasta coartar en su principio mismo la independencia de este Estado. Ahora bien, parece ser que, al menos en ciertos casos, las restricciones impuestas por los tratados de protectorado a la libertad de los Estados protegidos alcanzan a destruir su independencia, pues a veces el Estado protector se apodera no solamente de la dirección de los asuntos exteriores del Estado protegido, sino de una parte tan considerable de sus asuntos interiores que se hace muy difícil sostener que el Estado protegido conserva sin embargo su soberanía. En vano podrá alegarse que las restricciones sufridas por este Estado provienen de su propia voluntad. Esta manera de razonar es tan inexacta como inexacto sería pretender que el individuo que consiente contractualmente y en provecho de tercero en el abandono de los derechos esenciales de la persona humana, conserva sin embargo intacta ésta. Todo lo que puede decirse es que el Estado protegido ha consentido en la pérdida de su soberanía, mas no por eso dejará ésta de haberse perdido. Por lo tanto, en el concepto que subordina la existencia del Estado a la posesión de la soberanía, entendida ésta como cualidad de completa independencia, cabe afirmar que los Estados protegidos ya no son Estados. 33. En todo caso existe actualmente una numerosa categoría de Estados que no pueden considerarse como soberanos: son los que entran en la combinación estatal conocida con el nombre de Estado federal. Esta forma de Estado, cuyas ventajas se han hecho valer (Le Fur, op. cit., pp. 332 ss,; Polier y de Marans, Esquisse d'une théorie des États compases, pp. 9 ss.)1 y de los cuales incluso se ha dicho que sus aplicaciones se multiplicarán en el porvenir (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 563 ss.), se encuentra desde ahora realizada en Europa por las Constituciones de la Confederación suiza y del Imperio alemán, y en América por la Constitución de los Estados Unidos y las de varios países de la América central y meridional. La forma federativa se encuentra también en ciertos países dependientes de la corona de Inglaterra: en el Canadá, cuyas diversas provincias fueron constituidas por el acta de unión de 29 de marzo de 1867 en una federación que lleva el nombre de Dominion of Canadá; en Australia, donde las diversas colonias se han unido, bajo el nombre de Commonwcalth, en una federación cuya Constitución federal ha sido confirmada por una ley del Parlamento inglés del 9 de julio de 1900. Esta forma federativa no es nada nueva. Sin embargo no era fre66
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1 Montefiquinii (Esprit des luis, lili, ix, cap. i) y Rousseau (Considératlons sur le gouvernement de Púlugnc, cap. v) ya habían recomendado el gobierno federativo como "el único que eúne las ventajas de los grandes y pequeños Estados".
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33] POTESTAD DEL ESTADO 99 cuente aún en la época en que empezó a elaborarse la doctrina del Estado uno y soberano. El desarrollo contemporáneo del federalismo ha venido a sembrar una gran desorientación en esta doctrina tradicional. La teoría del Estado soberano ha sido deducida en el siglo xvi en vista del Estado unitario. En esa época respondía exactamente al principio de completa independencia y de igualdad jurídica sobre cuya base se formaban entonces los grandes Estados unitarios de Europa (Michoud y de la Pradelle, Revue du droit public, vol. xv, pp. 45 ss.). Se armonizaba particularmente con el hecho de que el Estado unitario, normalmente, es soberano en todas las acepciones de la palabra: su potestad es realmente una summa potestas, puesto que por una parte es independiente de toda dominación exterior y por otra se eleva en el interior por encima de toda otra potestad. Particularmente en Francia, donde la unidad estatal se halla realizada desde el siglo XVI, y donde se combina con el hecho secular e ininterrumpido de la independencia exterior del Estado francés, se comprende que la teoría del Estado soberano haya llegado a ser la doctrina clásica y que lo sea todavía hoy. Todas las tradiciones de historia y de espíritu del pueblo francés lo llevan a ver en el Estado unitario y soberano el tipo ideal del Estado. Pero, en la época actual, esta teoría es ya insuficiente; es demasiado estrecha por cuanto prescinde de un segundo tipo de Estado, que ha llegado a ser muy importante: el del Estado federal. Es evidente que la antigua doctrina del Estado soberano no cuadra ya con esta nueva categoría de Estados. Por una parte, en efecto, esta doctrina ha sido concebida con miras al Estado que posee una potestad absoluta y que no admite en su territorio ningún reparto de esta potestad entre él y ninguna colectividad interna dependiente de él. Ahora bien, una de las características del Estado federal consiste por el contrario en el encuentro y la concurrencia sobre el mismo suelo de dos potestades distintas, la del Estado federal y la de los Estados particulares que éste lleva en sí. Por otra parte, la teoría del Estado soberano descansa esencialmente sobre la idea de la igualdad de derecho de los Estados; no concibe al Estado sino dotado de una potestad suprema que implique su entera independencia, y resiste a todo concepto de subordinación jerárquica entre Estados. Por esto mismo se encuentra imposibilitada para explicar la condición jurídica de los Estados particulares en el Estado federal, al no poseer éstos, sobre su propio territorio, sino una parte de la competencia que deriva de la potestad estatal y al permanecer además subordinados al Estado federal, lo que excluye incontestablemente para ellos el carácter de soberanía en el sentido propio de esta palabra. En presencia de estos hechos ¿es posible mantener la definición según la cual la soberanía es el signo distintivo del Estado? ¿Se precisa por con
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100ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO 13.3-34 siguiente sacar la conclusión de que los Estados comprendidos en un Estado federal no son Estados sino de nombre, no conservan este nombre sino en virtud de hábito del lenguaje y no constituyen jurídicamente verdaderos Estados? O, por el contrario, ¿conviene rechazar la teoría del Estado soberano y admitir que a pesar de la ausencia de soberanía las colectividades federalizadas que contiene el Estado federal son efectivamente Estados? Pero en este caso, si la soberanía no es el carácter esencial del Estado, ¿a qué criterio conviene adherirse en adelante para reconocer y caracterizar al Estado? Estos son los problemas que suscita en la ciencia jurídica moderna el caso del Estado federal. Antes de resolverlos es indispensable determinar con precición la naturaleza de esta clase de Estados. 34. Una federación entre Estados puede realizarse bajo dos formas: la confederación de Estados y el Estado federal. En ambos casos hay una formación y un lazo federativo; en ambos casos también los Estados confederados concurren a la creación de la voluntad central. Pero, por lo demás, existe entre estas dos clases de formaciones federativas una diferencia fundamental que hacen resaltar sus mismas denominaciones. La una es calificada tan sólo de Confederación de Estados; la otra lleva el nombre de Estado federal. La terminología alemana es igualmente significativa: por un lado Staatenbund, es decir, lazo federativo entre Estados confederados; por el otro Bundesstaat, es decir, Estado que resulta de una federación, luego también Estado distinto de los Estados confederados y superpuesto a ellos. Esta sola diferencia de lenguaje basta para revelar que la oposición entre confederación y Estado federal consiste esencialmente en que la una no es más que una sociedad2 entre Estados que se han unido para administrar en común algunos asuntos en los cuales están interesados de una manera común, mientras que la otra formación realiza, por encima de los Estados confederados, una unidad estatal distinta, de la que nace un nuevo Estado, el Estado federal (cf. pp. 46 ss., supra). En el primer caso no se encuentra, ni la palabra confederación expresa, sino una simple relación entre Estados confederados; esta relación que se descompone para ellos en derechos y obligaciones recíprocos, es de orden puramente contractual; tiene su origen en el tratado por el cual los Estados partícipes se han confederado; es, pues, una mera relación internacional y se rige exclusivamente por el derecho público externo. El Estado federal, por el contrario, como todo Estado, está fundado sobre su constitución; la condición de los Estados confederados en el Estado federal, el funcionamiento de este Estado, sus relaciones con los Estados confederados, todo esto no depende ni de estipulaciones 67
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Montesquieu (Esprit des lors, lib. IX, cap. i) lo llama "una seriedad de sociedades".
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34] POTESTAD DEL ESTADO 101 contractuales ni de los principios del derecho internacional; pero todo ello depende del derecho público interno y se rige por la constitución federal. Si el Estado federal constituye un Estado propiamente dicho por encima de los Estados particulares, mientras que la confederación de Estados no es más que una sociedad de Estados confederados, esta diferencia capital no puede provenir sino de una diferencia de organización. Seguramente la confederación de Estados no excluye la posibilidad de cierta organización; Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 530531) incluso hace observar que es por su organización por lo que se distingue de una simple alianza. Sólo que esta organización es impotente para crear una unidad estatal, porque tiende simplemente a proporcionar a los Estados confederados el medio de ejercer en común sus voluntades propias. Consiste principalmente en la institución de una dieta o asamblea en la cual se debaten y se regulan los asuntos que el pacto federativo ha convertido en comunes. Pero esta dieta no es un órgano estatal, sino simplemente una reunión de los Estados que en ella comparecen en la persona de sus delegados, es decir, una conferencia internacional. Las decisiones de la dieta no son, pues, sino la resultante de las voluntades particulares expresadas r unanimidad o al menos por mayoría de votos por los Estados confederados. Así, la organización misma de la confederación implica que ésta no es en definitiva más que una unión de Estados que quieren y actúan, en común ciertamente, pero personal y directamente por sí mismos. Muy diferente es la organización que da origen a un Estado federal. Esta organización es concebida de modo que se realice la existencia de una voluntad federal, si no totalmente independiente, al menos diferente de las voluntades particulares de los Estados confederados. Sin duda el Estado federal, como formación federativa, supone esencialmente cierta participación de los Estados confederados en la potestad central y en la creación de la voluntad federal. Ahora bien, los Estados federados ejercen esta participación, no ya en calidad de asociados que expresan su voluntad individual respecto de los negocios comunes en virtud de derechos contractuales, sino en calidad de órganos de una corporación superior, es decir, en virtud del estatuto mismo que los instituye como órganos de esta corporación. Y por otra parte los Estados confederados no son los únicos órganos del Estado federal: éste posee, además, órganos múltiples en la formación de los cuales permanece más o menos al margen la consideración de los Estados confederados (ver n9 38, infra). Así, la organización federal implica que esta especie de formación federativa produce un efecto mucho más enérgico que la simple confederación, pues por ella no se produce ya únicamente una unión social de Estados con la mira de una acción común, sino una fusión de los Estados confederados
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102 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [34 en una unidad estatal superior que constituye un Estado nuevo y distinto. El Estado federal es por lo tanto un Estado, porque tiene órganos suyos, órganos que expresan su voluntad propia y ejercen su potestad propia; órganos constitucionales que le son asignados también por su estatuto propio; órganos que, en una palabra, lo convierten en una entidad estatal superpuesta a los Estados confederados. De estos principios nace una tercera diferencia entre el Estado federal y la confederación de Estados. Por no tener la confederación de Estados potestad estatal propia, resulta que no puede mandar directamente por sí misma sobre el territorio y a los subditos de los Estados confederados. Únicamente los Estados confederados poseen la potestad de Estado. Y por consiguiente, las decisiones tomadas por la confederación no adquieren fuerza imperativa sobre su territorio y para sus súbditos respectivos más que de una forma mediata, es decir, después de haber sido respectivamente decretadas, en el interior de los Estados confederados, por cada uno de esos Estados individualmente y a título de decisiones propias de estos Estados. Por el contrario, uno de los signos característicos del Estado federal es que su potestad de Estado le permite mandar directa e inmediatamente sobre los territorios y a los subditos de los Estados confederados, sin necesidad de recurrir a la mediación de estos Estados para asegurar a esas decisiones la fuerza imperativa. En el Estado federal, en efecto, el territorio y los individuos dependen a la vez de una doble potestad estatal: la del Estado confederado del cual son subditos y la del Estado central. Finalmente, hay una cuarta diferencia esencial: En la confederación de Estados, los Estados confederados, al no estar subordinados a ninguna potestad superior a sus voluntades propias y ejercer solamente, en común, sus voluntades individuales, conservan por eso mismo su entera soberanía. En cuanto a la confederación, ésta no es soberana; es más, no tiene potestad estatal propia y no es un Estado. La no-soberanía de la confederación y la soberanía de los Estados confederados se manifiesta particularmente en que la confederación no tiene el poder de determinar su propia competencia; así que no puede aumentar sus atribuciones extendiendo el círculo de los objetos o fines puestos en común por el tratado de confederación; cualquier modificación de este tratado sólo puede ser hecha por los Estados confederados mismos y exige su unanimidad, o por lo menos, si no se requiere la unanimidad, se reserva una facultad de secesión a aquellos Estados que no acepten la modificación del pacto federativo adoptado por la mayoría. El Estado federal, por el contrario, domina por la superioridad de su potestad a los Estados particulares que comprende en él. No solamente puede, por sus propios órganos y en la medida de la competencia que le atribuye la Constitución federal, emitir
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84-35] POTESTAD DEL ESTADO 103 decisiones que se impondrán, en el territorio mismo de los Estados particulares, al respeto de éstos, sino que además puede, por su propio órgano constituyente, revisar la Constitución federal y extender el campo de su competencia, y ello sin que sea necesario que esta revisión obtenga el consentimiento de todos los Estados confederados. Estos se hallan, pues, expuestos a ver disminuir su competencia sin su adhesión. En estas condiciones, parece indiscutible que el Estado federal es realmente soberano y que lo es él solamente: los Estados confederados no poseen la soberanía. 35. En resumen: en la confederación de Estados sólo existe una asociación contractual entre Estados que siguen siendo soberanos. Por eso el concepto de confederación es relativamente sencillo.3 La teoría 68
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Subsisten sin embargo profundas diferencias entre los autores, respecto a la naturaleza y los efectos de esta formación federativa. Por ejemplo, hay desacuerdo sobre el punto fundamental de saber si la confederación de Estados constituye una simple sociedad fundada en una- relación contractual entre los Estados confederados o, por el contrario, una corporación unificada, constituyendo desde luego una persona jurídica que se superponga a las personalidades de dichos Estados. Unos sostienen que la confederación no posee ninguna personalidad: es ciertamente una unión entre Estados, pero no una unidad de Estados (Laband, Droit public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. T, pp. 98 ss.; Jellinek, loe. cit., vol. TT, pp. 532 ss.). Oíros han sostenido que es una persona desde el punto de vista internacional por lo menos, en oposición al punto de vista interno. Hacia esta opinión se había inclinado en un principio Jellinek (Staatenverbindungen, pp. 181 ss.). Y otros aún la tienen por una persona de derecho público interno tanto como internacional (Le Fur, op. cit., pp. 511 ss., 745 ss.; G. Meyer, op. cit., 6* ed,, p. 41). Existe asimismo controversia respecto a la naturaleza y extensión de la potestad que pertenece a la confederación de Estados. Según G. Meyer (loe. cit., pp. 42-44), tiene poderes de dominación sobre los Estados miembros, que por consiguiente no son soberanos. Esta opinión de G. Meyer sobre la no-soberanía de los Estados miembros es rechazada por todos los autores. Por lo menos, G, Meyer (pp. 39 y 41) enseña que la confederación sólo posee poder de dominación sobre los Estados confederados, pero no directamente sobre los subditos de éstos. Según la opinión corriente, no puede en efecto existir potestad de la confederación sobre los subditos de los Estados, y además, suponiendo que existiera un poder social para la confederación (Vereinsgewalt), éste, en todo caso, no tiene el carácter de poder de dominación estatal (Herrsckafts o Staatsgewalt) (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. i, pp. 531 ss.). Por eso Laband (loe. cit., vol. I, pp. 135-137, 157; cf. Esmein, Éléments, 53 ed., p. 8) niega a la confederación toda potestad legislativa, así como el poder de tener una administración propia y de hacer cumplir leyes por sí misma. Le Fur, por el contrario (op. cit., p. 723) sostiene que "la naturaleza de la confederación de Estados no excluye de niiigún modo una acción directa del poder central sobre los individuos". Sostiene también que las confederaciones pueden ejercer atribuciones legislativas (pp. 508 ss.) y que no podrían prescindir de la potestad ejecutiva (pp. 723 y 507). Por lo tanto este autor, aun reconociendo que las confederaciones no son Estados (pp. 498 ss.), declara que pueden poseer una organización completa en el triple aspecto legislativo, ejecutivo y judicial (p. 721). Todas estas divergencias en la doctrina provienen en parte de la dificultad de concebir teóricamente y sobre todo de asegurar prácticamente el funcionamiento de esta formación federativa, en la cual, por una parle, los Estados confederados permanecen soberanos y por otra
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104 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [35 del Estado federal, por el contrario, es sumamente compleja y difícil de construir. Esta complejidad proviene de que, bajo cierto aspecto, el Estado federal aparece como un Estado unitario, mientras desde otro punto de vista se presenta como una agrupación federativa de Estados, inferiores, es cierto, a 61 mismo, pero que sin embargo participan esencialmente en su potestad y concurren a formar, con sus voluntades particulares, su voluntad de Estado. La coexistencia de estos dos caracteres opuestos, en el Estado federal, y la dificultad de conciliarios en una definición que los tenga en cuenta a ambos a la vez, ha sido origen, en la literatura actual, de múltiples y divergentes doctrinas respecto a la naturaleza jurídica de esta especie de Estado. Se ha observado antes (p. 100) que la agrupación de varios Estados en una simple confederación sólo establece entre ellos una unión contractual e internacional, mientras que en el Estado federal la agrupación de Estados origina por encima de éstos una unidad estatal nueva y distinta. Se puede tener la tentación de buscar el fundamento de esta diferencia esencial entre las dos formaciones federativas en la idea de que, si bien la una consiste en una mera sociedad entre los Estados confederados, la otra se analiza corno una corporación de Estados, es decir, en una unión corporativa cuyos miembros son exclusivamente los Estados confederados, hallándose la colectividad formada por éstos, por efecto mismo de su organización estatutaria, reducida a un cuerpo de Estados unificado. En otros términos, la distinción entre la confederación de Estados y el Estado federal correspondería pura y simplemente a la oposición general y elemental que en repetidas ocasiones ha sido señalada entre la sociedad mera relación de derecho, y la corporación, persona organizada. Del mismo modo, en efecto, que hay lugar a distinguir entre individuos dos formaciones diferentes, la de sociedad contractual y la de corporación estatutaria, constituyendo esta última una persona jurídica mientras que la primera sólo implica un lazo de derecho entre asociados (ver np 12, supra), asimismo también se ha sostenido que las agrupaciones federativas entre Estados pueden afectar la forma, ya sea de una simple sociedad internacional regida por ti tratado estipulado entre los Estados confederados, bien de una corporación de Estados organizada por una Constitución federal y regida, como tal, por los principios del derecho público constitucional. Esta es la tesis que sostiene en particular Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 98 ss., vol. II, p. 568. Ver con el mismo objeto Polier y de Marans, Théorie des États composés, pp. 13 ss.). Este autor califica a la confederación de Estados como unión en forma de 69
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parte no existe potestad central que se ejerza directamente sobre los súbditos de aquéllos. Por ello la confederación de Estados no ha logrado mantenerse de un modo durable en ninguna parte (Le Fur. op. cit.. p. 735; Jellinek, op. cit.. ed. francesa, vol. n, p. 540).
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sociedad, y al Estado federal como unión en forma corporativa: sólo ve en la primera una relación de derecho entre Estados miembros, y caracteriza al segundo como una corporación de Estados, o más exactamente como un "Estado de Estados".11 Por ello se debe entender que, a diferencia del Estado unitario que está formado por ciudadanos, el Estado federal tiene exclusivamente Estados como unidades componentes. En lo que concierne especialmente al Estado federal alemán, Laband (loc.cit., vol. i, p. 162) dice que no son los ciudadanos alemanes quienes forman los miembros del Imperio, sino los Estados alemanes mismos, y sólo ellos: "El Imperio alemán no es una persona jurídica de 50 millones de miembros, sino de 25 miembros." Esta manera de definir al Estado federal, por más que ofrece una explicación seductora del contraste entre este Estado y la confederación, y aunque se concilie bastante bien con el hecho de que, por su participación en el ejercicio de la potestad estatal federal, los Estados confederados desempeñan en el Estado federal un papel comparable al de los ciudadanos en una república democrática unitaria, debe sin embargo ser rechazada. La teoría de Laband contiene ante todo una contradicción indudable. Según este autor, la característica del Estado federal es tener a Estados por miembros. Considerados, por una parte, en sus relaciones con sus respectivos subditos, los Estados confederados son efectivamente Estados, puesto que tienen sobre esos subditos una potestad de dominación estatal. Considerados, por otra parte, en sus relaciones con el Estado federal, los Estados confederados continúan aún siendo Estados, sólo que Estados miembros de un Estado superior, y como tales, subditos del Estado federal. "El Estado particular —dice Laband (loc. cit., p. 104)— es dominador si se mira hacia abajo; subdito si se mira hacia arriba." Por lo tanto, según Laband, el Estado federal es una corporación de Estados en el sentido de que los Estados miembros conservan, incluso en su cualidad de subditos del Estado federal, su carácter de Estados. Pero —como lo hace notar con acierto Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 545 55.— por cuanto, precisamente, que los Estados confederados se hallan sometidos a la potestad dominadora del Estado federal, se hace imposible considerarlos como Estados. La característica del Estado, en efecto, es ser dominador y no subdito. El Estado confederado aparece, pues, realmente como un Estado, en la medida en que tiene sobre sus propios subditos un poder de dominación; por el contrario, en la medida en que aparece colocado bajo la dominación federal, pierde la cualidad de Es70
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Cf. lo que dice Montesquieu (Esprit des lois, lib. ix, cap. i) a propósito de la "república federativa": "Esta forma de gobierno es una convención por la cual varios cuerpos políticos consienten en convertirse en ciudadanos de un Estado más grande que quieren formar."
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106 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [35 tado y no aparece ya sino como una simple provincia del Estado federal. Bajó este aspecto la cualidad de Estado es inconciliable con la de súbdito del Estado federal. Por cuanto son subditos del Estado federal, los Estados confederados no pueden ser a la vez Estados. El concepto de un Estado de Estados es, pues, contradictorio en sí mismo. Pero además la doctrina de Laband, incluso si explicara convenientemente la relación de sujeción del Estado confederado respecto del Estado federal, seguiría inadmisible por razón de que es impotente para explicar la relación de sujeción que existe entre el Estado federal y los subditos de los Estados particulares, así como la potestad y la acción directa que pertenecen al Estado federal respecto a estos subditos. Según la teoría que caracteriza al Estado federal como una corporación de Estados, en efecto, los Estados confederados deben considerarse como siendo ellos solos los miembros propiamente dichos del Estado federal, el cual desde luego no podría lógicamente poseer y ejercer acción dominadora sobre el territorio y los subditos de los Estados confederados sino por mediación de estos Estados. La teoría de Laband se funda, como lo dice él mismo (loc. cit., pp. 104 ss.), sobre la idea de "mediatización" de los Estados. El Estado federal no podría, pues, mandar más que a los Estados particulares, los cuales a su vez impondrían a sus nacionales las decisiones federales. Se recaería así en el régimen de la confederación de Estados. Los hechos desmienten completamente esta teoría de la mediatización. En primer lugar, no puede conciliarse con el hecho de que todas las Constituciones federales conceden al pueblo federal, considerado en su conjunto e independientemente de su repartición entre los Estados confederados, cierta participación inmediata en el ejercicio de la potestad federal o en todo caso la creación de órganos de esta potestad. Si el Estado federal tuviera exclusivamente por miembros los Estados particulares, éstos deberían también participar ellos solos en la potestad federal, y no se ve a qué título el cuerpo federal de los ciudadanos podría ser llamado por su propia cuenta a tomar parte en ella. En sentido inverso, se observa en el Estado federal que el territorio y los nacionales de los Estados particulares se encuentran sometidos de una manera inmediata a la dominación federal:5 las leyes federales, por ejemplo, ejercen directamente su imperio sobre los territorios y los individuos que dependen respectivamente de los Estados particulares, sin que sea necesario para ello que hayan sido confirmadas, decretadas o promulgadas por dichos Estados; 71
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Este poder de dominación directa sobre los subditos de los Estados particulares es con seguridad uno de los signos característicos del Estado federal. Sin embargo no es exacto pretender, como lo hace G. Meyer (op, cit., 6" ed., pp. 43 ss.), que este poder directo forma el criterio único de la distinción entre Estado federal y confederación.
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35] POTESTAD DEL ESTADO 107 aun más, las autoridades federales pueden hacer ejecutar por sí mismas, en los territorios de los Estados confederados, las decisiones dictadas por el Estado federal.6 En una palabra, los subditos y territorios que dependen de la potestad particular de los Estados confederados son a la vez, e inmediatamente, subditos y territorios propios del Estado federal. Y, además, no podría ser de otra manera, pues un Estado no puede concebirse sin un territorio y unos subditos que le pertenezcan en propiedad 7 72
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Contra esos argumentos, Lahand (Deutsches Reichtsstaatsrechl, 1907, p. 20, texto y n. 1) alega para el Imperio alemán que por regla general el Imperio deja a los Estados particulares la tarea de proseguir, por su propia potestad y coacción, la ejecución de las leyes o decisiones federales sobre el territorio y contra los subditos de dichos Estados particulares. En esto al menos —dice este autor —se manifiesta la mediatización que caracteriza al Estado federal. Pero, por una parte, el mismo Laband (loe. cit.; cf. Droit puhlic de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, p. 136) admite en cierto grado la existencia de una potestad directa de ejecución del Imperio, y por lo tanto esta concesión basta para echar abajo su teoría de mediatización, pues implica el reconocimiento de un lazo de sujeción inmediato entre el Estado federal y los subditos de los Estados particulares. Por otra parte, se debe observar que la potestad de hacer ejecutar las leyes del Estado federal se ejerce por los Estados particulares, como colectividades que poseen un poder de administración propio (Laband, op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 171 ss.). Cuando los Estados particulares ejercen poderes administrativos bajo el imperio y en ejecución de las leyes establecidas por el Estado federal, no se debe habla de mediatización, sino de descentralización. Como lo indica Le Fur (op. cit., p. 647), esta descentralización no es de ningún modo especial de los Estados federales, sino que se encuentra también en los Estados unitarios. Cada vez que un Estado, unitario o federal, se limita, en las materias de su competencia, a formular las reglas legislativas y abandona la ejecución de dichas leyes a autoridades locales, se produce sencillamente con ello descentralización administrativa. Cabe sin embargo hacer notar, en este aspecto, la diferencia siguiente entre el Estado unitario y el Estado federal: en el Estado unitario, la colectividad subalterna, dotada de un poder de administración propio, sólo pudo adquirir dicho poder por efecto de una delegación de imperium proveniente del Estado del cual depende. En el Estado federal, por el contrario, al tener cada Estado confederado un imperium propio, le basta al Estado federal recurrir a ese imperium local cuando quiera utilizarlo en provecho propio para la ejecución de sus propias leyes o decisiones. A este respecto, es realmente por su condición de Estados por lo que los Estados particulares son llamados a hacer ejecutar las decisiones del Estado federal por sus propias autoridades. Entiéndase bien que esta ejecución tiene lugar bajo la vigilancia del Estado federal. Pero no ocurre siempre así: hay cometidos que el Estado federal ha podido reservarse para sí, y que desempeña integralmente por sí mismo, quedándose así, a la vez, con la legislación y la ejecución administrativa. En Suiza, por ejemplo, la Confederación se ha atribuido todo lo concerniente a los asuntos extranjeros, las aduanas, la moneda, el correo y el telégrafo (Constitución de 1874, arts. 8 y 102-89, 28, 36, 38). Estas actividades quedan centralizadas, y respecto a ellas los Estados particulares se encuentran completamente desposeídos y colocados fuera de funciones. 7 A este respecto se debe observar que el territorio del Estado federal no coincide necesariamente con la totalidad de los territorios particulares de los Estados confederados. Así es como en Alemania el territorio de Imperio comprende a Alsacia-Lorena además de los territorios de los Estados alemanes. Y esto prueba también debidamente que el Estado federal no es un Estado de Estados, sino realmente un Estado superpuesto a los Estados confederados.
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108 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [35 (ver para la crítica de la teoría de Laband: Le Fur, op. cit., pp. 640 ss.; O. Mayer, Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. iv, p. 367; Jellinek, loc. cit., vol. n, pp. 54555.; G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 43-44, texto y n. 4, así como a los autores citados en esta nota). 73
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Sobre este punto, sin embargo, se han suscitado algunas dudas. En la teoría que define al Estado federal como Estado de Estados, hay que reconocer, en efecto, que Alsacia-Lorena, al caer bajo la dominación del Imperio, no ha sido, propiamente hablando, incorporada a éste ni se ha convertido en parte integrante del mismo. El Imperio, ai anexionarse Alsacia-Loreria, conservó intacta su consistencia anterior, tanto desde el punto de vista de su pueblo y de su territorio como en el aspecto de su organización de potestad. La consistencia y la estructura del Imperio no han podido modificarse por la anexión del país alsaciano-lorenés, puesto que el Imperio es un compuesto de Estados y Alsacia-Lorena no es un Estado; no ha podido, pues, entrar en la composición de dicho Imperio. Este puntó de vista acaba de ser formalmente fixpuesto y defendido por Redslob, Abhangige Lcinder. pp. 125 su., que —a pesar de las reservas que presenta respecto al concepto de Estado de Estados fibid., p. 64)— declara que Alsacia-Lorena se encuentra en el Imperio como "un cuerpo extraño'': depende evidentemente de dicho Imperio, desde el momento en que está sometida a su dominación, pero no forma parte de él, ni es uno de sus elementos constitutivos. Y este autor llega incluso a sostener (p. 129) que a pesar de la ley imperial de 25 de junio de 1873, que introdujo la Constitución del Imperio en Alsacia-Lorena, dicha Constitución no se encuentra de ningún modo vigente en ese país. Porque —dice— no solamente el Imperio se ha constituido sin el concurso de Alsacia- Lorena y fuera de ella, sino que también su Constitución fue hecha con miras a confederar colectividades territoriales que ya estaban organizadas en Estados, por lo cual dicha Constitución es inaplicable y no pudo hacerse extensiva a Alsacia-Lorena, al no ser ésta sino un territorio conquistado y no un Estado (cf. Laband, op. cit.. ed. francesa, vol. n, pp. 567 ss.). Esta tesis no es aceptable. Si tuviera fundamento habría que admitir que las poblaciones anexionadas no han sido reunidas al pueblo alemán y permanecen fuera de él. Y parece en efecto que pueda argumentarse en el sentido del art. 1° de la ley imperial de 1' de junio de 1871, que declara en principio que la adquisición de la cualidad de ciudadano del Imperio está ligada a la adquisición de la cualidad de ciudadano de un Estado confederado y depende de esta última. Pero entonces, ¿cómo explicar que el pueblo de Alsacia-Lorena participa de los derechos del pueblo alemán, por ejemplo, en lo que concierne al nombramiento colectivo ¿el Reichstag? Asimismo, la teoría del Estado de Estados implicaría que el territorio alsaciano- lorenés, igual en esto a los Schutzgebiete alemanes, no forma parte de la extensión de suelo que fue delimitada por la Constitución del Imperio como formando la base territorial de la personalidad estatal de este último. Alsacia-Lorena quedaría así como un territorio especial, separado del del Imperio (ver para los Schutzgebiete, Laband, loe. cit., vol. II, pp. 690 ss.).De hecho la Constitución que fundó el Imperio establece en principio en su art. P que el territorio federal está formado por los territorios de los Estados confederados que dicha Constitución enumera limitativamente. Pero entonces ¿qué sentido lógico tendrían el art. 1" de la ley imperial de 9 de junio de 1871, que realiza la reunión (Vereinigung) de Alsacia y Lorena al Imperio, así como el art. 2 de la ley imperial de 25 de junio de 1873, que especifica que el territorio de Alsacia-Lorena queda incorporado al territorio federal? ¿Y cómo podría explicarse que las leyes federales elaboradas para el Imperio rijan inclusive a AlsaciaLorena y sean directamente, y con pleno derecho, aplicables a su territorio? ¿No habría de decirse de dichas leyes federales lo que Redslob sostiene a propósito de la Constitución del Imperio, o sea que no pueden extenderse a Alsacia-Lorena como leyes federales y que sólo pueden tener fuerza en dicho país como leyes especiales del mismo? La verdad es que el
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36] POTESTAD DEL ESTADO 109 36. Descartada la idea de corporación de Estados, ¿cómo debe caracterizarse al Estado federal? Para determinar la naturaleza de este Estado es esencial observar que en su Constitución entran a la vez un principio unitario y un principio federativo. El Estado federal es a la vez un Estado y una federación de Estados. Por una parte tiene algo de Estado unitario, y por ello se distingue de la confederación de Estados; por otra parte está formado de Estados múltiples ligados entre sí por un lazo federativo y por ello se diferencia del Estado unitario. Hay que examinar sucesivamente estos dos aspectos del Estado federal. A, El Estado federal se presenta ante todo bajo un aspecto unitario. Un Estado federal puede formarse de dos maneras: por la unión de Estados anteriormente independientes, y por el parcelamiento de un Estado anteriormente unitario. Si se razona en particular sobre el primer caso, se puede decir que la formación del Estado federal implica la unificación de los múltiples territorios de los Estados confederados en un nuevo territorio estatal que es el del Estado federal, y además la unificación de las diversas naciones comprendidas respectivamente en los Estados confederados en un cuerpo nacional superior y global que es la nación federal. Desde el punto de vista político, en efecto, la aparición 74
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país anexionado no puede caracterizarse como "cuerpo extraño" respecto al Imperio. La calificación de "Reichsland" aplicada a este país no significa solamente que Alsacia-Lorena se halla sometida a la dominación del Imperio, como dependencia exterior de éste, sino que debe entenderse también en el sentido de que Alsacia-Lorena se ha convertido en parte integrante del Imperio por el hecho de su reunión a él. El Imperio no la posee como un territorio o una corporación situada fuera de él, sino que es un elemento del territorio del Imperio y está incorporada al mismo. El término "país de Imperio" se emplea para marcar, además, que Alsacia-Lorena forma parte del Imperio, por cuanto se considera a éste como constituido por un solo pueblo, formado por un solo territorio y poseedor de una potestad unificada. Alsacia- Lorena es país de Imperio en el sentido de que queda fuera de la formación federativa especial establecida entre los Estados alemanes desde antes de su reunión al Imperio. Como país de Imperio, ocupa en este Imperio una situación análoga a la que pudiera ocupar "una provincia en un Estado unitario. Sin duda se resiente fuertemente, hasta en esta situación, del hecho de que el Imperio es un Estado federal y así por ejemplo se encuentra, como el resto del Imperio, regida por un órgano supremo, el Bundesrat, que es una reunión de Estados confederados. Sin duda también, el Imperio, al no tener organización propia para los asuntos no federales, se ha visto en la necesidad, para aquellos asuntos concernientes en particular a Alsacia- Lorena, de crear órganos especiales, como por ejemplo el Landesausschuss de antes de 1911 o el Landtag actual, que al ser llamados a tratar de los asuntos especiales del Reichs- and, tomaban así un carácter análogo al de los órganos particulares que pertenecen respectivamente a los Estados confederados. Pero por otra parte, y a diferencia de estos Estados, Alsacia-Lorena no entra como elemento especial en la estructura federativa del Imperio ni siquiera desde que la ley de 31 de mayo de 1911 le concedió tres votos en el Bundesrat, pues sus apoderados en el Bundesrat no reciben instrucciones de ella). Los Estad os alemanes forman parte del Imperio como miembros componentes de un Estado federativo. Alsacia-Lorena forma parte de dicho Imperio como dependencia interna de un todo unificado.
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110 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [36 del Estado federal responde a las aspiraciones unitarias de pueblos que, bien sea porque han tenido conciencia de sus afinidades o bien porque aspiran a un aumento de potestad, tienden a reunirse en una sola y misma población nacional. Desde el punto de vista jurídico el Estado federal, tomado en sí mismo y considerado en el ejercicio de la competencia que le asigna en propiedad la constitución federal, se asemeja a un Estado unitario en que —como lo observa Jellinek (loe. cit., voí. u, pp. 542- 543 y 546-547—, en la medida de esta competencia federal, las separaciones y fronteras que existen entre los Estados particulares desaparecen: por cuanto están sometidos a la potestad general, los territorios y poblaciones múltiples de estos Estados no forman más que un territorio y un pueblo únicos. Más aún, en la medida de la competencia federal, los Estados, particulares se desvanecen, pues por cuanto sus subditos y territorios se hallan sometidos a la potestad directa del Estado federal, dejan por ello de ser Estados, como no son Estados los municipios o provincias de un Estado unitario (cf. G. Meyer, op. cit., & ed., p. 46). Bajo este primer aspecto, pues, no se puede considerar como Estados a los Estados particulares, ni al Estado federal como un Estado de Estados. Bajo otro aspecto, por el contrario, los Estados particulares se distinguen esencialmente del municipio o de la provincia, y por lo tanto el Estado federal se diferencia, él también, del Estado unitario. La diferencia capital entre los unos y los otros proviene de que, para todas aquellas materias que no han sido reservadas a la competencia especial del Estado federal, los Estados particulares conservan, con la organización estatal que les es propia, la facultad de determinarse libremente a sí mismos su propia competencia: en esto sí son Estados. Desde el punto de vista político, en efecto, el tipo de Estado federal responde al hecho de que los diversos pueblos que componen ese Estado han querido, aun unificándose con él en ciertos aspectos, conservar por lo demás su parcelación y organización en agrupaciones estatales particulares, agrupaciones que conservan desde luego el poder de extender su competencia a todas las materias que no se han convertido en federales. Desde el punto de vista jurídico, la constitución federal reconoce a estas agrupaciones particulares como verdaderos Estados, por cuanto admite que cada una de ellas tiene el derecho de organizarse y de fijar su competencia por sí misma, y además por cuanto admite que este derecho se funda en su propia potestad y no en una delegación proveniente del Estado federal. En esta esfera, por lo tanto, el Estado particular se comporta como un Estado ordinario (Jellinek, loe. cit., p. 547); solamente que, estando su competencia limitada por la de] Estado federal, es claro que no es un Estado soberano. En todo lo que acaba de decirse no se descubre ninguna razón que
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36] POTESTAD DEL ESTADO 111 permita sostener que la relación entre el Estado federal y los Estados particulares se descomponga en una relación de Estado a subditos, o también de Estado compuesto a Estados miembros. Considerados en el ejercicio de su respectiva competencia, el Estado federal y el Estado particular aparecen, al contrario, como dos agrupaciones estatales distintas, que no se combinan entre sí. Por una parte el Estado federal, en la esfera de su competencia, manda sobre el territorio y a los subditos de los Estados particulares directamente, sin que sus órdenes precisen pasar por la mediación de estos Estados. En este sentido, se comporta con estos últimos, no ya como respecto a Estados, sino como lo haría un Estado unitario con relación a sus subdivisiones territoriales. Y por otra parte, el Estado particular, en la medida en que su organización y su competencia no dependen sino de él mismo, actúa, no ya como la provincia de un Estado unitario, ni mucho menos como miembro de un Estado superior, sino que en esta medida actúa de la misma manera que un Estado independiente. En estas condiciones no se podría suscribir en todo punto y sin reservas la doctrina de ciertos autores (ver por ejemplo Le Fur, op. cit., pp. 639-640, cf. pp. 609 y 643), que afirman de un modo absoluto que el Estado federal tiene por miembros y subditos especiales, además de los individuos que componen el pueblo federal, a los Estados particulares. Esta afirmación no es completamente exacta. La verdad es que, si los Estados particulares entran en la composición del Estado federal por cuanto le proporcionan su territorio y su pueblo, al menos estos Estados no aparecen, bajo ciertos aspectos, ni como subditos ni como miembros del Estado federal. En cambio se puede decir con toda exactitud con Le Fur (op. cit., pp. 615-616) que en el Estado federal aparece un único y mismo pueblo organizado en dos formaciones estatales distintas: por una parte el Estado federal, que comprende a este pueblo en su conjunto, y por otra parte los Estados particulares, que comprenden este mismo pueblo organizado y repartido en agrupaciones estatales especiales y separadas. Por lo tanto parece que la verdadera calificación que debe darse —'según lo que se ha dicho hasta hoy— al Estado federal en sus relaciones con los Estados particulares, no sea precisamente la de Estado compuesto, sino la de Estado yuxtapuesto o mejor aún superpuesto a las agrupaciones estatales particulares. La idea de superposición es más exacta, porque siendo el Estado federal dueño de determinar y extender su competencia en detrimento de la competencia de los Estados particulares, posee así con respecto a estos últimos una potestad de un grado superior. Pero, bajo esta reserva, hay lugar a resumir las observaciones recogidas hasta ahora, diciendo que el Estado federal y los Estados particulares funcionan cada uno por su lado como Estados ordinarios, y también como Estados independientes entre sí.
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112 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [36-37 Se podrá objetar, sin embargo, que el Estado federal tiene, sobre los Estados particulares que comprende, poderes de idéntica naturaleza que aquellos que pertenecen a un Estado respecto de sus miembros. Posee sobre ellos, por ejemplo, un poder jurisdiccional en virtud del cual los conflictos que pueden surgir, bien sea entre los Estados particulares o bien entre uno de estos Estados y el mismo Estado federal, son resueltos por la autoridad federal (Const. suiza, arts. 110 y 113; Const. de los Estados Unidos, cap. ni, sec. 2, art. 1'; Const. del Imperio alemán.art. 76), que estatuye como tribunal federal, con un poder superior que ejerce en nombre del Estado federal, exactamente como en un Estado unitario estatuyen los tribunales sobre los litigios que surgen entre dos ciudadanos o entre un ciudadano y el Estado. Pero esta potestad del Estado federal sobre los Estados particulares no implica de ningún modo que éstos sean sus miembros y sus subditos en las mismas condiciones que los ciudadanos de un Estado unitario son miembros y subditos de este Estado. Los poderes del Estado federal pueden explicarse fácilmente por otra razón. Es muy natural, en efecto, que el Estado federal, por razón de la potestad estatal que posee sobre todo su territorio, ejerza su dominación sobre los Estados que existen dentro de él, tal como un Estado unitario ejerce su potestad sobre las agrupaciones o colectividades personalizadas que existen en el seno de su población, sin que por ello estos grupos o colectividades formen, por encima de los ciudadanos, miembros propiamente dichos del Estado unitario. Del mismo modo que los grupos parciales que están bajo la dominación de un Estado unitario no pueden considerarse como unidades componentes de este Estado, así también el hecho de que los Estados particulares estén en algunos aspectos sometidos a la dominación federal no basta por sí solo a demostrar que sean miembros del Estado federal conjuntamente con los ciudadanos federales.8 37. B. Hasta ahora no ha aparecido, ni el aspecto federativo del Estado federal, ni la relación de federación que une entre sí a los Estados particulares, y por lo que el Estado superior en el cual se hallan comprendidos lleva el nombre de Estado federal. Según la opinión corriente (Le Fur, op. cit., pp. 600 ss., 682; Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 243, 54075
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8 Estas observaciones tienden a demostrar que las dos cualidades de subdito y de miembro del Estado no están ligadas una con otra, sino que son independientes. Toda persona colectiva situada en el territorio del Estado está sometida a su dominación, y constituye en este se o un subdito que depende de su potestad, aunque no sea un miembro especial o elemento componente del Estado. A la inversa, según la teoría antes citada (n' 35) de Laband, que caracteriza al Estado federal como un Estado de Estados, los subditos de los Estados confederados son subditos del Estado federal, aunque no sean miembros de éste. Es lo que dice expresamente Laband (Staatsrecht des deutschen Reiches, 5* ed., vol. i, p. 97 n.) para el Imperio alemán.
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37-38] POTESTAD DEL ESTADO 113 541, 543-544), el carácter federativo de este Estado se manifiesta en la organización especial y federativa de su potestad estatal. El signo distintivo del Estado federal, a este respecto, consiste en efecto en que los Estados particulares son llamados como tales a participar en su potestad y a concurrir a la formación de su voluntad. No ya sin duda en el sentido de que la voluntad federal se confunda con aquélla, incluso unánime,9 de los Estados confederados: si así fuera, el Estado federal no se distinguiría de la confederación de Estados y no dejaría de ser un Estado, pues cualquier Estado no puede existir sino con la condición de poseer voluntad propia o más exactamente órganos propios de su voluntad. Pero los Estados particulares participan en la potestad federal porque precisamente son llamados por la constitución federal a ser órganos del Estado federal. Esta participación es una condición esencial del Estado federal: el mismo nombre de este Estado implica en sí federalismo. Además, es por su condición de Estados por lo que los Estados particulares reciben de la constitución federal el derecho a participar, como órganos, en la formación de la voluntad federal (ver especialmente Jellinek, loc. cit.,p. 556). El primer punto a dilucidar es el de saber en qué medida son órganos del Estado federal. A este respecto se observa que el Estado federal posee órganos de tres clases. 38. a) En todo Estado federal se hallan ante todo ciertos órganos que no tienen lazos especiales con los Estados confederados y que no podrían en ningún sentido considerarse como realizando una verdadera participación de estos Estados en la potestad federal. Son pura y simplemente órganos constitucionales del Estado federal y la organización de éste, bajo este aspecto, es igual a la de un Estado unitario (Jellinek, loc.cit., vol. II, p. 544; Le Fur, op. cit., pp. 614 ssj. Estos órganos corresponden en efecto a la unidad estatal que existe en el Estado federal y que debe encontrar en él su expresión en la organización de su potestad, así como se ha comprobado antes esa unidad en cuanto a los otros dos elementos de este Estado: la población y el territorio. Los órganos de esta primera categoría pueden ser, bien un jefe de Estado hereditario,10 76
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Así es como, incluso en el Imperio alemán en que los Estados confederados son el órgano supremo y único del Estado federal, la voluntad unánime de los Estados o gobiernos confederados carecería de poder para crear una ley o para revisar la Constitución sin el asentimiento previo del Reichstag. 10 Este jefe del Estado no puede calificarse como monarca. Hay que reconocer, en efecto, que el Estado federal no puede conciliarse con la monarquía propiamente dicha. Porque, en esta clase de Estado, el órgano supremo no puede ser un monarca, sino que el órgano federal supremo ha de ser necesariamente, o bien el cuerpo de los ciudadanos, es decir, el pueblo federal tomado en su conjunto, o la colectividad de los monarcas, senados o pueblos, que son respectivamente los órganos supremos de los Estados particulares, o también, finalmente, en un
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114 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [38 bien un presidente traído por la elección del cuerpo federal de los ciudadanos, bien un consejo ejecutivo federal, o bien el cuerpo mismo de los ciudadanos en países como Suiza, en los cuales los ciudadanos son llamados a gobernarse directamente. Además, existe en todo Estado federal una asamblea legislativa elegida por todos los ciudadanos activos que comprende ese Estado. En lo concerniente a este primer grupo de órganos, no puede pretenderse que proporcione a los diversos Estados particulares un medio de participar, como la les, directamente y cada uno distintamente, en la potestad superior del Estado federal. Bien es verdad que los Estados particulares no permanecen totalmente extraños a la creación de los órganos de esta primera clase; es posible que contribuyan en cierta medida a la formación de algunos de ellos, o al menos es poco común que los Estados particulares no sean tomados en consideración en lo absoluto para la formación de esos órganos. En los Estados Unidos, por ejemplo, la Constitución (cap. II, sec. P, art. 2) dice que, para la elección del Presidente de la Unión, cada Estado nombrará tantos electores como senadores y representantes puede enviar al Congreso; y añade este texto que corresponde a los Estados fijar por sus propias leyes las reglas según las cuales serán nombrados los electores presidenciales. En Suiza, el Consejo federal es nombrado por la Asamblea federal (Const. de 1874,art. 96), que comprende un Consejo de los Estados compuesto de miembros elegidos en números iguales por cada uno de los cantones. Así pues, los Estados particulares tienen la mayor parte de las veces cierto papel que desempeñar en el nombramiento de los órganos del Estado federal. Y en este sentido pudo decir ya Jellinek (loe. cu., vol. n. p. 540; cf. G. Meyer, op. cit., & ed., p. 46) que la potestad del Estado federal, al menos considerada en su organización, "proviene de los Estados que lo componen". Mas no resulta de ello que, por los órganos de esta primera categoría, posean los Estados particulares una participación efectiva en la creación de la voluntad federal, pues a decir verdad ni siquiera existen relaciones directas entre esos órganos y los Estados particulares. Esta ausencia de enlace es patente sobre todo en lo que se refiere a la Cámara federal popular. Evidentemente, para la elección de esta 77
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sentido complejo y doble, estos dos conjuntos reunidos. Ver a este respecto Laband, op. cit.,ed. francesa, vol. i, p. 162: "El Imperio alemán no es una monarquía; la soberanía del Imperio reside en todos los miembros del Imperio, pero no en el emperador". Jellinek (loc. cit.,vol. n, pp. 462 y 464) declara que "el Imperio alemán, en el que la dominación pertenece a la colectividad de los gobiernos confederados, entra en el tipo del régimen republicano". O. Mayer (Archiv für óffentl. Recht, 1903, pp. 337 ss.) llega más lejos aún, y pretende que el Estado federal verdadero y perfecto sólo puede establecerse en un medio republicano, como Suiza y los Estados Unidos (cf. Zorn, Staatsrecht des deutschen Reiches, 2" ed., vol. I, pp. 39 ss. Ver sin embargo Le Fnr, op. cit., pp. 624 ss.).
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38] POTESTAD DEL ESTADO 115 Cámara, el Estado federal emplea como electores a los ciudadanos de los Estados particulares.11 Ahora que estos electores votan, no como ciudadanos de los Estados particulares, sino como miembros del Estado federal (Laband, op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 441). El Reichstag alemán, el Consejo nacional de Suiza, la Cámara de representantes de los Estados Unidos, son órganos que realizan la unidad nacional federal. Estas asambleas son elegidas por el pueblo federal tomado en su conjunto y considerado como cuerpo de población unificada. Es por lo que los Estados particulares no tienen derecho a enviar a estas asambleas un número igual y determinado de diputados, sino que este número depende de la cuantía de su población respectiva, y es la Constitución o la legislación federal la que fija el número de habitantes al que le corresponde elegir un diputado (Const. suiza, art. 72; Const. de los Estados Unidos, enmienda XIV, sec. 2). Asimismo, a la Constitución federal corresponde normalmente regular la forma de elección, las condiciones de elegibilidad y capacidad electoral para la formación de esta asamblea.12 Así es como en Alemania la Constitución del Imperio ha establecido para la elección del Reichstag el sufragio universal y directo, que en 1871 era desconocido por las legislaciones electorales de los Estados alemanes. Sólo se tiene en cuenta la repartición de la población entre los Estados particulares en un punto: las circunscripciones electorales están recortadas de tal modo, en efecto, que ninguna de ellas comprenda partes de territorio de Estados diferentes (Const. suiza, art. 73; Const. del Imperio alemán, art. 20). Con la reserva anterior, los Estados particulares no se toman generalmente en consideración para la formación de la Cámara federal popular. Las mismas observaciones han de aplicarse al cuerpo federal de ciudadanos en los países de democracia directa, como Suiza, donde el pueblo federal, tomado en su conjunto, sin tener en cuenta su repartición en los cantones, forma el órgano legislativo supremo de la Confederación. Por lo tanto el Estado federal, en lo concerniente a esta parte de su organización, conserva la fisonomía de un Estado unitario. Laband incurre, pues, en inexactitud cuando caracteriza al Estado federal diciendo 78
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Esto no significa que para ser admitido a concurrir a la elección de la Cámara federal popular sea necesario ser ciudadano de un Estado particular o poseer en él con anterioridad los derechos electorales. Desde 1874, por ejemplo, y en virtud de la ley imperial de 25 de junio de 1873, la población de Alsacia-Lorena nombra diputados al Reichstag, y no podría ser de otra manera, puesto que forma parte del pueblo alemán. Los electores alsaciano-loreneses, sin embargo, no son ciudadanos de ninguno de los Estados confederados (cf. Laband, op. cit.,ed. francesa, vol. n, pp. 585 ss.). 12 En los Estados Unidos, sin embargo, la Constitución federal (cap. i, sec. 2, art. 1) hacedido a los Estados de la Unión el poder de regular por sus leyes particulares las condiciones de los derechos electorales para el nombramiento de la Cámara de Representantes.
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116 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [38-39 (loe. cit., vol. I, p. 106) que en dicho Estado la potestad estatal pertenece a la colectividad de los Estados confederados. Esta aseveración, en todo caso, es demasiado absoluta, puesto que existen en el Estado federal cierto número de órganos que se refieren al aspecto unitario de este Estado y que no proporcionan a los Estados particulares ninguna participación verdadera en la potestad federal. E incluso si los Estados particulares intervienen en cierta medida en la formación de algunos de ellos, como se ha visto antes, no por ello es menos evidente que los órganos de esta especie no son de ningún modo órganos que representen a estos Estados, sino exclusivamente órganos de decisión propios del Estado federal. 39. b) El aspecto federativo del Estado federal empieza a manifestarse de una manera bien clara en una segunda clase de órganos federales, que tienen lazos particulares con los Estados confederados, pero de los cuales no cabría sin embargo afirmar que tengan por objeto absoluto expresar y hacer valer, en el Estado federal, las voluntades especiales de los Estados confederados. Tal es el caso de un órgano que se encuentra en todo Estado federal y que constituye una de las instituciones características de esta forma de Estado: a saber, la llamada asamblea de los Estados. En todo Estado federal se observa en efecto que junto a la Cámara elegida por el cuerpo federal de los ciudadanos, existe una segunda asamblea, que seguramente es en su conjunto un órgano del Estado federal, pero cuyos miembros, tomados individualmente, deberían ser considerados, según una opinión muy extendida (ver por ejemplo Jellinek, loc. cit., vol. it, p. 286), como "representando" especialmente a los Estados confederados. La composición de esta segunda asamblea varía según se encuentre, el Estado federal establecido en un medio monárquico o en un medio democrático. En el primer caso, esta asamblea está formada por los monarcas que reinan en los diversos Estados confederados o —lo que viene a ser lo mismo— por los mandatarios delegados por los gobiernos monárquicos de estos diversos Estados. Así ocurre en Alemania, donde el Bundesrat está compuesto por los apoderados enviados por los diferentes príncipes alemanes, y también por los senados de las ciudades libres, de donde resulta que esta asamblea no tiene de ningún modo carácter de cuerpo parlamentario, sino únicamente de reunión de plenipotenciarios de los Estados. En el Estado federal democrático, por el contrario, existe una verdadera segunda Cámara, que es elegida como la primera y que incluso puede, como es generalmente el caso en Suiza (Veith, Der rechtliche Einfluss der Kantone auf die Bundesgewalt, tesis, Estrasburgo, 1902, pp. 84 ss.; de Seroux, Le Conseil des États et la représentation cantónale en Suisse, tesis, París, 1908, p. 123), ser elegida por los mismos electores que la primera Cámara. Pero mientras
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39] POTESTAD DEL ESTADO 117 que la primera Cámara correspondía a la unidad del pueblo federal tomado en conjunto y considerado sin distinción de Estados, no solamente es indiscutible, en la organización dada a la segunda Cámara, que los Estados particulares se toman en consideración, sino también parece que se encuentran, en cierto sentido al menos, especial y respectivamente representados en ella. Esto se desprende del hecho de que cada uno de ellos, sean cuales fueren la cuantía de su población y la extensión de su territorio, tienen en ella un número igual de representantes.13 Esta segunda Cámara aparece pues, a diferencia de la primera, como la Cámara de los Estados. Así es natural que cada uno de los Estados particulares, y no el Estado federal, determine por sus propias leyes el régimen electoral aplicable al nombramiento de los miembros que a dicha Cámara ha de enviar. En suma, en esta segunda Cámara es donde se manifiestan los lazos federativos que ligan a los Estados confederados entre sí y con ~el Estado federal, y además se pretende que por esta asamblea los Estados se encuentran ya habilitados para concurrir a la formación de la voluntad legislativa del Estado federal. Hay que ponerse perfectamente de acuerdo, por otra parte, sobre el sentido de esta participación. Evidentemente, la Cámara de los Estados no es de ningún modo un órgano del mismo género que la dieta de las confederaciones. Esta, en efecto, no es más que una conferencia entre delegados de los Estados confederados; y la segunda Cámara, en el Estado federal, está por el contrario instituida por la Constitución federal como un órgano propio de este Estado (ver por ejemplo Laband, loc cit., vol. i, pp. 381-382). Pero, por otro lado, lo que caracteriza a este órgano es, según se dice, que estando compuesto de representantes de los Estados, está por lo tanto destinado a proporcionar a estos Estados los medios de expresar sus voluntades particulares. Así, en el seno de esta asamblea las decisiones tomadas por mayoría serían la resultante de las voluntades particulares de los Estados, tal como éstas provienen de les votos de sus respectivos representantes. Pero esta resultante de sus voluntades respectivas vale, según el estatuto federal, como voluntad del Estado federal. Del mismo modo, en una democracia directa, las voluntades individuales de los ciudadanos concurren a formar la volun79
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13 Según la Constitución suiza (art. 80), "cada cantón nombra dos diputados" al Consejo de Estados. Según la Constitución de los Estados Unidos (cap. i, sec. 3, art. 1), "el Senado se compone de dos senadores por cada Estado, elegidos por la Legislatura de cada Estado". En Alemania, por el contrario, los Estados confederados no tienen igual número de votos en el Bundesrat. De los 61 votos con que cuenta dicha asamblea, 17 pertenecen a Prusia, 6 a Baviera, 4 a Sajonia y a Wurtemberg, y la mayor parte de los demás Estados sólo tienen un voto. La ley sobre la Constitución de Alsacia-Lorena de 31 de mayo de 1911, en su art. 1" (este art. Se introdujo como texto adicional al art. 6 de la Constitución del Imperio) concede a Alsacia- Lorena tres votos en el Bundesrat.
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118 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [39 tad misma del Estado unitario, encontrándose erigido el cuerpo de los ciudadanos en órgano de Estados por la Constitución democrática. En esto precisamente consistirá, para los Estados particulares, el poder de concurrir a la formación de la voluntad federal (cf. Le Fur, op. cit.,pp. 620, 631 ss.). Puede sin embargo formularse la pregunta de si la organización dada por las Constituciones a la Cámara de los Estados implica realmente para éstos una participación propiamente dicha en la potestad federal. Parece en efecto que esta organización pueda explicarse sencillamente por la intención de restablecer entre ellos, por medio de la segunda Cámara, la igualdad que se halla en la primera, al estar elegida ésta a prorrata de la población de los Estados. Cuando, por ejemplo, la Constitución suiza (art. 96) prescribe que los miembros del Consejo federal deben ser reclutados en cantones diferentes, esta precaución tiene únicamente por objeto mantener en lo posible la igualdad entre los cantones, y no resulta por ello que el Consejo federal deba considerarse como un órgano por el cual participan los Estados cantonales en la potestad federal. Sin embargo, se puede replicar a esta argumentación que, por lo que concierne a la Cámara de los Estados, su composición característica no responde únicamente a la idea de mantener la igualdad entre los Estados, sino que el punto verdaderamente importante de observar es que las decisiones que son de la competencia de las Cámaras federales deben tomarse por mayoría de votos en cada una de ellas, de donde resulta que ninguna de estas decisiones podrá adoptarse sin el voto favorable de la mayoría de los representantes de los Estados. La igualdad asegurada a los Estados en la segunda Cámara engendra, pues, al parecer, un medio de hacer depender efectivamente la formación de la voluntad federal de las voluntades particulares de los Estados o al menos de la mayoría de ellos. Pero, admitido este punto, se presenta otra objeción. Conviene observar, en efecto, que los diputados a la Cámara de los Estados no necesitan instrucciones del Estado que los ha nombrado. Esto se dice expresamente en la Constitución suiza (art. 91). En la Unión Americana del Norte, donde antiguamente los senadores votaban según las instrucciones de sus Estados, la costumbre contraria ha sido establecida hoy. Sólo el Imperio alemán constituye una excepción: los delegados al Bundesrat se hallan sometidos a las instrucciones que recibieron de sus gobiernos. En estas condiciones es algo difícil —por más que diga Le Fur (op. cit.,pp. 631 ss.)—sostener que, por el hecho de su tratamiento en pie de igualdad en la segunda Cámara, ejercen los Estados particulares una verdadera participación en la potestad federal. Los diputados a esta Cámara representan realmente, en un sentido, a los diversos Estados,
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39] POTESTAD DEL ESTADO 119 pero propiamente hablando esa representación es tan relativa como la del diputado en el régimen instituido por la Constitución francesa de 1791, donde dicho representante había de encontrarse libre de toda subordinación con respecto a su colegio electoral. En Alemania, por razón de las instrucciones dadas a los encargados de negocios que componen el Bundesrat, los autores están perfectamente autorizados para decir —como Jellinek (loe. cit., vol. n, p. 286)— que esta asamblea está formada por los representantes de los diversos Estados confederados, puesto que los órganos supremos de los Estados alemanes, o sea los monarcas y los senados, están jurídicamente presentes en el Bundesrat en la persona de sus delegados, y más aún: por sus órganos supremos así representados, son en definitiva los mismos Estados confederados los que se reúnen en el Bundesrat. Este es jurídicamente un verdadero colegio de los Estados alemanes (cf. Laband, loe. cit., vol. i, pp. 162 ss., 352 ss.).14 Por esto, realmente, el Imperio alemán se aproxima a una confederación (hay aproximación, pero no identidad como pretende O. Mayer, Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. iv, p. 365).15 Por el contrario, en Suiza y en los Estados Unidos, donde los miembros del Consejo de los Estados y los senadores votan libremente, y donde inclusive los votos de dos enviados de un mismo Estado pueden contradecirse y por lo tanto neutralizarse, no puede decirse que los Estados particulares, por mediación de la segunda Cámara, tengan una participación real y directa en la voluntad federal. En Alemania es rigurosamente exacto asegurar que el carácter federativo del Estado federal se manifiesta en el Bundesrat; en los demás Estados federales, esta misma afirmación, por lo que concierne a la Cámara llamada de los Estados, está lejos de 80
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Contrariamente a Laband, G. Meyer (op. cit., 6" ed., pp. 420 ss., 581) sostiene que el "portador" (Trager) de la potestad de Imperio, no es la colectividad de los Estados alemanes, sino realmente la colectividad de los gobiernos confederados, príncipes y senados. Pero dicho autor no tiene más remedio que convenir en que los príncipes alemanes ejercen su participación en la potestad de Imperio, no ya a título de derecho "personal", sino en su cualidad de jefes y órganos supremos de los Estados alemanes. Y G. Meyer reconoce también (pp. 421 y 430) que los Estados y ciudades libres están "representadas" (vertreten) por sus príncipes y senados. Luego los Estados son en realidad, colectivamente, titulares de la potestad ejercida por el Bundesrat. 15 Los autores franceses, para recalcar que el Imperio alemán difiere de los demás Estados federales, ponen de manifiesto especialmente que uno de los Estados miembros del Imperio, Prusia, ejerce en él derechos preponderantes. Pero la diferencia principal entre el Imperio alemán y el Estado federal normal consiste en que el órgano supremo del Imperio se halla constituido únicamente por los Estados confederados mismos, representados en el Bundesrat por los enviados de sus gobiernos (cf. Esmein, Éléments, 5" ed., p. 7, n.) En otras partes, los Estados Unidos, Suiza, el órgano federal supremo es doble, conforme a la naturaleza compleja del Estado federal. Así en Suiza el pueblo federal por una parte y los cantones por otra forman concurrentemente los dos óiganos supremos de la Confederación.
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120 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [39 tener fundamento en todos aspectos: sólo parcialmente es exacta, cuando se trata de la forma de nombramiento y de la composición de esta Cámara.16 Erróneamente, pues, Jellinek (loe. cu., vol. n, pp. 286 y 543) ha sostenido,17 a propósito de esta Cámara, que por ella aparecían los Estados omo órganos primarios del Estado federal. En realidad sólo puede verse en la composición especial que presenta esta asamblea un procedimiento particular de reclutamiento, que con seguridad es característico del Estado federal, que además se funda sobre la consideración de la distinción y de la igualdad de los Estados confederados que implica incluso que el nombramiento de los miembros de esta Cámara pertenece especialmente a los Estados, como tales Estados, pero que no consigue, al fin, que los Estados puedan, por medio de esta Cámara, expresar sus voluntades particulares ni que estén individualmente representados en ella, en el sentido jurídico de la palabra "representación", ni, por consiguiente, que formen bajo este aspecto verdaderos órganos de decisión del Estado federal.18 Otra cosa ocurriría si en los Estados Unidos y en 81
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16 Para que los Estados federales participen realmente, o sea directamente, en la potestad federal es preciso que intervengan en el ejercicio de dicha potestad, bien sea por sus propios órganos, pueblo, legislatura o gobierno, o bien por apoderados designados e instruidos por aquéllos. Si el Estado particular se limita a concurrir a la creación de órganos federales que luego, con plena independencia respecto a él, han de tomar decisiones que la Constitución federal deja a su competencia, sólo resulta para el Estado particular una participación indirecta en la potestad del Estado federal, sin que se pueda decir que la asamblea compuesta de miembros que solamente han sido nombrados por los Estados sea una asamblea representativa de éstos. 17 Jellinek (Staatenverbindungen, p. 288, n. V)-a) admitió al principio la opinión contraria. Reconocía entonces que los miembros de la Cámara de los Estados ,desde el momento en que votan sin instrucciones, no son en realidad representantes de los Estados. El nuevo punto de vista que expone en sus obras posteriores, referentes a dicha Cámara, proviene de la teoría general que adoptó (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 228-229, 278 ss.) sobre la naturaleza de la representación y sobre el "órgano representativo". Esta teoría de Jellinek se analizará después (núms. 385 ss.) y será rechazada. 18 Existe evidentemente una gran diferencia entre el caso del Estado confederado que nombra sus diputados a la Cámara de los Estados y el caso del colegio electoral de un Estado unitario que nombra a los miembros de la asamblea nacional. Cuando, por ejemplo, la Constitución de 1791 transformaba al departamento en un colegio electoral, es evidente —y los oradores de la Constituyente habían tenido buen cuidado de decirlo— que dicho colegio departamental no elegía para sí mismo, sino para toda la nación. Con esto, el departamente no ejercía un poder propio de elección, sino que ejercía el poder electoral de la nación: funcionaba simplemente como una sección o circunscripción electoral (ver n" 410, injra). Por el contrario, cuando el cantón suizo elige sus diputados al Consejo de los Estados, cuando los Estados de la Unión norteamericana nombran por el órgano de sus Legislaturas a sus senadores al Congreso de los Estados Unidos, estos Estados o cantones actúan en su propio nombre y ejercen el poder electoral como derecho propio (ver la n. 23 del n9 391, infra). En esto se manifiesta el federalismo, y en cambio no había ningún elemento de federalismo en la elección
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39-40] POTESTAD DEL ESTADO 121 Suiza las leyes votadas por el Cuerpo legislativo federal tuvieran para su validez que obtener la ratificación de los Estados particulares. Estos se convertirían, en este caso, en órganos legislativos de la Unión y de la Confederación. Es así como el pueblo suizo es órgano legislativo federal, puesto que, si bien no puede dar instrucciones a sus elegidos los consejeros nacionales, al menos la formación definitiva de las leyes federales depende de su adopción por el pueblo, que por ello participa directamente en la potestad legislativa del Estado federal. Si la Constitución suiza hubiese querido conceder a los cantones una participación efectiva en la legislación federal no se habría limitado a encargarles la elección del Consejo de los Estados, sino que, además, hubiera subordinado a la ratificación de los cantones la validez de las leyes votadas por esa asamblea. Pero como, por el contrario, la Constitución suiza (art. 89; cf. ley federal del 17 de junio de 1874, art. 14) se contenta con la adopción de las leyes federales por la mayoría de los ciudadanos y no exige su aceptación por la mayoría de los cantones, se deduce claramente de ello que los cantones no pueden considerarse como órganos legislativos federales, sino que son simplemente órganos de creación de una de las dos Cámaras federales. En suma, la influencia ejercida por los Estados particulares en la formación de la voluntad federal por medio de la Cámara llamada de los Estados se reduce a una participación indirecta en la potestad del Estado federal.19 40. c) En cambio es innegable que los Estados particulares tienen, bajo un tercer aspecto, una verdadera y directa participación en la potestad federal. Este derecho de participación se manifiesta principalmente en materia de revisión constitucional. Los Estados particulares poseen, ante todo, la iniciativa constituyente. Así la Constitución de los Estados Unidos (art. v) concede a los Estados el poder de convocar la 82
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de los diputados por los departamentos bajo la Constitución de 1791, como tampoco en la elección actual de los senadores bajo la Constitución de 1875. Ahora que este derecho propio electoral que los Estados ejercen como tales Estados no significa que tengan también un derecho propio de participación en la potestad legislativa federal misma. Así como en el régimen representativo los ciudadanos-electores no son ciudadanos-legisladores, y sólo pueden influir en la legislación por la elección de las personas que depende de ellos nombrar, así también en el Estado federal los Estados confederados sólo tienen respecto de la Cámara de los Estados un derecho de elección de sus miembros, y toda su influencia sobre la legislación federal se reduce a este acto de elección. Se puede, pues, afirmar que dicha Cámara es la de los Estados en el sentido de que estos Estados tienen sobre ella un derecho de elección, y que tienen este derecho por ser miembros especiales del Estado federal. Pero no puede decirse que sea la Cámara de los Estados en el sentido de que, por ella, los Estados sean llamados, como miembros especiales, a concurrir directamente a la formación de las leyes federales. 19 Cf. las observaciones expuestas más adelante (n° 459) sobre ciertas diferencias o particularidades propias del sistema bicameral en el Estado federal y que no se encuentran en los Estados unitarios, al menos no en todos ellos.
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122 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [40-41 reunión de una Convención, a condición de que la petición vaya suscrita por las Legislaturas de los dos tercios de ellos. En Suiza, resulta de la combinación de los arts. 93, 119 y 121, primer párrafo, de la Constitución federal, que el derecho de iniciativa constituyente pertenece a cada cantón individualmente. Además, tanto en Suiza como en Estados Unidos, toda modificación hecha a la Constitución federal debe ser ratificada por los Estados, es decir, según la Constitución suiza (art. 123) por la mayoría de los cantones y según la Constitución norteamericana (art. v) por las tres cuartas partes de las Legislaturas de los Estados. Según la Constitución del Imperio alemán (art. 78), las modificaciones propuestas a la Constitución federal serán consideradas como rechazadas siempre que, en el Bundesrat, catorce votos hayan sido emitidos en contra. Fuera de esta participación en la potestad constituyente, se debe indicar que en Suiza cada cantón tiene, por el art. 93 de la Constitución federal, el derecho individual de tomar la iniciativa de las leyes federales ordinarias; los cantones pueden también, siempre que lo soliciten en número de cinco, convocar la reunión del Consejo nacional y del Consejo de los Estados (ibid., art. 86); finalmente, en los términos del art. 89, las leyes federales deben ser sometidas a la votación popular cuando lo soliciten por. lo menos ocho cantones (Veith, op. cit., pp. 89 ss., 98 ss., 103 ss.). Ahora se trata realmente de una participación efectiva de los Estados en la potestad federal. Se observará en efecto que, en los diversos casos que acaban de ser indicados, los Estados ya no se limitan a una participación indirecta consistente en proporcionar al Estado federal tal o cual elemento de su organización propia, sino que concurren tácitamente a crear la voluntad federal por sí mismos, es decir, por sus propios órganos, como Legislaturas, Gobiernos o cuerpos particulares de ciudadanos. Las voluntades particulares expresadas por esos órganos de los Estados son erigidas por la Constitución federal en voluntad del Estado federal. En esto, pues, los Estados son órganos del Estado federal, que quiere y decide por ellos.20 41. En la medida en que los Estados particulares participan de este modo, directa o indirectamente, en la potestad del Estado federal, aparece éste como una federación de estos Estados y también, en cierto aspecto, como un Estado compuesto. No ya desde luego como Estado compuesto en el sentido en que lo entiende Laband, que sostiene que el Estado federal 83
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Desde luego que los Estados confederados no merecen por completo dicha calificación de órganos sino en la medida en que ejercen, por cuenta del Estado federal, un poder de decisión propiamente dicha. Es patente, por ejemplo, que el hecho de que los cantones suizos tengan el derecho de proponer una ley federal o pedir el referéndum no basta para transformarlos en órganos propiamente dichos del Estado federal, ya que sólo se trata de facultades constitucionales de iniciativa y no de verdadera decisión.
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41] POTESTAD DEL ESTADO 123 es una corporación de Estados, un Estado de Estados, o sea un Estado que tiene únicamente otros Estados por miembros; sino un Estado compuesto en el sentido indicado por Le Fur (op. cit., pp. 609, 639, 643) o sea en el sentido de que el Estado federal comprende, como elementos constitutivos, dos clases de miembros: los individuos que forman el pueblo federal y además los Estadosparticulares. En efecto, el hecho de que los Estados particulares tengan, cada uno especialmente, un derecho de participación en la potestad federal y que unos y otros participen de ella sobre un pie de igualdad —hecho que es condición esencial 21 del Estado federal y por razón del cual se ha podido decir (Le Fur, op. cit., pp. 638 y 682) que los Estados particulares desempeñan con relación al Estado federal un papel análogo al que desempeñan los ciudadanos de una democracia respecto del Estado unitario del cual son miembros— implica que los Estados particulares tienen, también ellos, la cualidad de miembros y de ciudadanos del Estado federal. En este sentido sobre todo hay lugar a observar que la voluntad estatal federal tiene por factores, no solamente a los órganos centrales por los cuales se encuentra realizada la unidad nacional del Estado federal, sino también, y además, a los Estados particulares, sin cuyo concurso federativo el Estado federal no puede querer, por ejemplo en lo concerniente a la cuestión primordial de los cambios en la Constitución federal. Así es como, en un Estado federal que practica la democracia directa, como Suiza, se acaba de observar (n' 40) que junto al cuerpo total de los ciudadanos, órgano supremo que corresponde a la unidad del Estado federal, la voluntad federal tiene como órgano supremo, concurrente y esencial, a la colectividad de los Estados confederados, que quieren y deciden por sus órganos respectivos, o sea por sus propios cuerpos de ciudadanos (Jellinek, Gesetz und Verordmmg, p. 208 y L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 243; Dubs, Das óffentliche Recht der schweiz. Eidgenossenschaft, vol. II, pp. 40 $$.)." Esta organización dua84
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La participación de los Estados particulares, al menos, es una condición esencial del Estado federal (Laband, op. cu,, ed. francesa, vol. i, pp. 105-106. En sentido contrario, G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 46, texto y n. 10). En cuanto a la igualdad de la participación, ya se sabe que no existe en el Imperio alemán. 22 Esta dualidad de órganos supremos proviene en Suiza del art. 123 de la Constitución federal, en cuyos términos la revisión constitucional sólo es perfecta cuando ha sido adoptada a la vez por la mayoría de los ciudadanos en el conjunto de la Confederación y por las mayorías populares en la mayoría de los cantones. También en los Estados Unidos el órgano constituyente supremo es, por duplicado, el Congreso y la Convención por una parte, y por otra los Estados de la Unión que estatuyen por sus Legislaturas y Convenciones particulares (cap. v de la Constitución). Sólo Alemania tiene por órgano supremo único el Bundesrat, o sea los Estados confederados. Mas esta dualidad de órganos supremos no significa que en el Estado federal haya dualismo de soberanías (veí n° 52, infra). El pueblo federal y los canto
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124ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [41-42 lista no puede explicarse jurídicamente sino por la idea, desarrollada por Gierke (Schmoller's Jahrbuch, vol. vn, pp. 1153 ss.) y recogida por Le Fur (op. cit., pp. 652 ss.), de que el Estado federal está formado por la reunión de la comunidad unitaria correspondiente al conjunto de la población y del territorio federal por una parte, y por la otra parte de la comunidad federativa de los Estados particulares. Así, mientras que el Estado unitario moderno es exclusivamente un Estado de individuos en el sentido de que —conforme a las ideas de la Revolución francesa — está constituido únicamente por "la universalidad de los ciudadanos" (Constitución de 1793, art. 7; Constitución del año ni, art. 2; Constitución de 1848, art. 1°), de tal modo que las corporaciones o las colectividades locales de individuos que contiene en sí el Estado unitario no forman, como tales y con distinción de los ciudadanos, unidades componentes o miembros especiales de este Estado, el Estado federal, por el contrario, tiene por miembros, a la vez, a los individuos que son nacionales suyos y a las agrupaciones estatales constituidas dentro de él por esos individuos, siendo así, conjuntamente, una comunidad de ciudadanos y de Estados confederados. Al menos, los Estados confederados aparecen realmente como miembros suyos y tienen trato de tales en lo que se refiere a su participación en la potestad federal. Evidentemente, la cualidad de miembro de un Estado no implica por necesidad la participación en su potestad: en un Estado unitario los nacionales no son siempre, ni todos, ciudadanos activos. Asimismo, en el Estado de Estados, Laband (loe. cit., vol. i, p. 105) observa que la potestad central puede pertenecer a uno de los Estados miembros solamente, con exclusión de los otros. Pero, en sentido inverso, la participación en la potestad estatal supone la cualidad de miembro del Estado; por el solo hecho de que la Constitución federal hace depender la formación de la voluntad federal de las voluntades articulares de los Estados confederados, hay que admitir necesariamente que estos Estados entran en la composición del Estado federal como miembros distintos de sus nacionales. Esta manera de concebir y de definir el Estado federal se confirma por la terminología corriente, que califica a los Estados particulares como Estados "miembros" (Gliedstaaten). 42. En resumen, las particularidades jurídicas que se observan en la estructura y en el funcionamiento del Estado federal implican que este Estado posee doble carácter: en ciertos aspectos se caracteriza como Estado unitario, y en otros se caracteriza como federación de Estados. En primer lugar, el Estado federal se presenta como Estado unitanes, 85
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en Suiza; el Congreso y los Estados en América, son en conjunto los órganos supremos de un soberano único, que es el Estado federal.
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42] POTESTAD DEL ESTADO 125 rio por cuanto posee en propiedad un territorio que, aunque está repartido entre varios Estados particulares, forma, por lo que al ejercicio de la competencia federal se refiere, y en la medida de esta competencia, un territorio estatal único, sometido a su potestad una y directa. Se presenta igualmente como Estado unitario, por cuanto tiene por miembros a individuos que, aunque se hallen repartidos entre diversos Estados particulares, son sus propios subditos y forman, desde el punto de vista de la competencia federal, un cuerpo nacional único, sometido además a su potestad una y directa. En esto el Estado federal se distingue totalmente del Estado de Estados, que es exclusivamente una formación entre Estados, una corporación de Estados, corporación indudablemente unificada, pero cuyos miembros y elementos componentes son puramente los Estados particulares mismos, de modo que los territorios y súbditos de estos Estados no se convierten en territorio y subditos del Estado compuesto sino de una manera mediata, por la mediación de los Estados componentes. El Estado federal se asemeja también al Estado unitario en que, para todo aquello que es de su competencia, ejerce su potestad de Estado sobre todas las colectividades inferiores que contiene en sí, comprendidos los Estados particulares. A este respecto la condición de los Estados particulares es idéntica a la de la provincia de un Estado unitario. El Estado particular, al estar sometido a la dominación del Estado federal, deja de aparecer como Estado: no es sino una circunscripción territorial del Estado federal.23 Finalmente, el Estado federal se parece a un Estado unitario en lo que se refiere a sus órganos centrales. En efecto, aunque los Estados particulares concurren a la formación de esos órganos centrales, ya sea proporcionando sus elementos de composición o de nombramiento, o bien contribuyendo con sus propias leyes a fijar las reglas relativas a 86
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Es muy cierto que de hecho los Estados particulares se encuentran siempre más o menos mezclados en la actividad y en las decisiones del Estado federal. Por ejemplo, las determinaciones legislativas adoptadas por el Estado federal son obra de dos asambleas, en la formación de una de las cuales, por lo menos, han desempeñado cierto papel los Estados particulares. Estos intervienen igualmente para mandar ejecutar, por sus propios agentes y autoridades administrativas, las decisiones federales. Siempre hay cierta manifestación de fede rslismo en la actividad del Estado federal y bajo este aspecto puede sostenerse con razón que las cosas no ocurren nunca en este Estado como en el Estado unitario. Esto es precisamente lo que constituye la complejidad del concepto del Estado federal. Pero precisamente por razón de dicha complejidad, y por estrecha o constante que sea la penetración entre este Estado y los Estados confederados, el jurista tiene la obligación de separar, entre sus elementos constitutivos, aquellos que pertenecen al federalismo propiamente dicho de aquellos otros que, por el contrario, tiene en común con el Estado unitario. Este análisis y esta distinción se imponen, ya que no hay que perder de vista que el Estado federal no seria un Estado si no hubiera en él, junto al federalismo, un principio y cierta parte de unitarismo.
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126 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [42 su nombramiento, los órganos de esta clase no son destinados a expresar las voluntades particulares de los Estados miembros, sino que en verdad realizan la unidad de voluntad del Estado federal, como también realizan en él una verdadera unidad orgánica. Bajo todos estos aspectos el Estado federal se comporta como Estado unitario, hasta el punto de que puede decirse que en este Estado predomina el aspecto unitario. Es lo que explica que, de hecho, los Estados federales tengan una tendencia a encaminarse hacia el unitarismo, la centralización, el "estatismo", como dicen los suizos. Pero si la mayoría de los fenómenos jurídicos que se observan en el Estado federal dependen de su carácter unitario, hay uno que sólo puede explicarse por su carácter federativo: es la participación que corresponde a los Estados particulares en la formación de la voluntad federal. Esta participación es un obstáculo para que se pueda considerar al Estado federal y al Estado particular como extraños el uno al otro,, como dos Estados que funcionan cada cual separadamente en su propia esfera; implica entre ellos una relación de dependencia y de coordinación, una combinación. Si los Estados particulares están asociados por la Constitución a la vida, a la actividad y a la potestad del Estado federal, ello supone necesariamente que entran como miembros confederados en la composición de este Estado. Desde este punto de vista especial, el Estado federal aparece como una formación federativa. Teniendo en cuenta estas diversas observaciones, se podría, pues, definir al Estado federal como un Estado cuya organización y funcionamiento están fundados a la vez sobre un principio unitario y sobre un principio de federalismo. Sin embargo, esta definición sería incompleta. La organización federativa, por más que sea una condición esencial del Estado federal, no forma por sí sola el criterio de este Estado. La razón de ello es que la participación federativa de los Estados particulares en la poteslad federal no es suficiente para establecer una diferencia absoluta e irreducible entre el Estado federal y el Estado unitario.21 Conviene, en efecto, observar que esta participación se funda sobre la Constitución misma del Estado federal; además, los Estados particulares están llamados a ejercerla a título de órganos del Estado federal. Por consecuencia, 87
87 24
Por más que diga Le Fur (op, cu., pp. 668-669), el federalismo puede concebirse fuera del Estado federal. Un Estado cuya Constitución llamara a las diferentes provincias territoriales a participar en su potestad a títulos iguales (cf. Preuss, Gemcindc, Staat, Reich ..., p. 59), si bien presentaría un carácter de federalismo, que lo distinguiría en cierto grado del Estado unitario normal, no sería sin embargo un verdadero Estado federal. Seguramente las provincias así asociadas a la potestad central adquirirían por este hecho la cualidad y la naturaleza de miembros confederados del Estado del cual'forman parte, pero ello no sería suficiente para erigirlas en verdaderos Estados (ver la n. siguiente). Este Estado federativo no sería, en el fondo, a pesar de su dualismo orgánico, sino una variedad del Estado unitario.
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42] POTESTAD DEL ESTADO 127 los Estados particulares, incluso bajo este aspecto, aparecen como siendo, según la frase de Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 139), "partes constitutivas" del Estado federal; como "instituciones" de este Estado y de los elementos de su organización, organización evidentemente federativa, pero que por sí sola no implica de ningún modo que las colectividades confederadas, dentro del Estado federal, sean verdadera y esencialmente diferentes del municipio o de la provincia de un Estado unitario.25 Indudablemente se desprende, de la participación federativa de estas colectividades en la potestad del Estado federal, que existe dentro de este Estado un dualismo orgánico, que consiste en que el Estado federal tiene por órganos dobles, a la vez, sus órganos centrales o especiales y sus miembros confederados, y es ésta en realidad una de las características principales del Estado federal; pero no resulta de esto que exista en él una verdadera dualidad estatal, de manera que si hubiera que atenerse a la participación federativa de los Estados miembros habría que decir que el Estado federal no se diferencia esencialmente del Estado unitario. Para que se diferencie realmente de éste, no basta que las colectividades en él confederadas tengan el derecho de participar en su potestad por cuanto son órganos instituidos por su Constitución: es preciso además que tengan derechos y poderes originados, no ya en la Constitución federal, sino en su propia voluntad y potestad; en otros términos, derechos que impliquen que estas colectividades son en efecto Estados, por sí mismos y con distinción del Estado federal. Tal es también, de hecho, el signo distintivo del Estado federal moderno: la verdadera característica de este Estado es precisamente que hay en él una dualidad estatal, que resulta de que los miembros confederados que contiene son ellos mismos Estados. El Estado federal no es una federación de colectividades cualesquiera, sino una federación de Estados.26 88
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Así, por ejemplo, Alsacia-Lorena, dotada por la ley (imperial) titulada Gesetz über die Verfassung Els/us-Lothringens, del 31 de mayo de 1911 (art. I9), del poder de ser representada en el Bundesrat, donde cuenta con tres votos, no ha cambiado por ello su naturaleza jurídica, es decir, no ha dejado de formar un Reichsland, o sea una provincia del Imperio. Bien es verdad que desde la concesión de esos tres votos debe considerársela como participando en la potestad de Imperio y como desempeñando el papel de miembro confederado del mismo, y en este sentido el art. 1* ya citado pudo decir que "vale (gilt) como Estado confederado" (al menos en ciertos aspectos). Pero únicamente en ese sentido se parece a los Estados alemanes, ya que no tiene ni organización, ni Constitución, que se funde en su propia potestad y voluntad (cf. Heitz, "La loi constitutionnelle de l'Alsace-Lorraine du 31 mai 1911", Revue du droit public, 1911, pp. 48 ss., 462 ss.). 28 Se debe distinguir, pues, en derecho público, el federalismo y el Estado federal. Este no existe sin aquél, pero el federalismo no basta para hacer que el Estado sea federal (ver sobre este punto mi estudio sobre "La condition juridique de l'Alsace-Lorraine dans l'Empire allemand", Revue du droit public, 1911, pp. 38ssJ.
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128 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [42-43 Falta por determinar este último punto, que es el punto capital de la definición y de la teoría del Estado federal. Se ha visto antes que, bajo ciertos aspectos, las colectividades confederadas en el Estado federal están desprovistas del carácter estatal. Así ocurre particularmente, por cuanto están sometidas a la dominación federal. No puede ser tampoco por su participación en la potestad federal por lo que se caracterizan como Estados; a este respecto, L. Fur (op. cit., pp. 671 ss., 679 ss.) tiene sobrada razón cuando sostiene que la participación que toman estas colectividades no implica por sí sola que sean Estados; bien es verdad que es en su cualidad de Estados como son llamadas por la Constitución federal a participar en la potestad del Estado federal, como órganos de este último (Jellinek, loe. cu., vol. n, p. 556) ; pero no es por esta participación por lo que adquieren su cualidad de Estados. Si deben considerarse como Estados, es por otra razón muy diferente. ¿Cuál es esa razón? 43. Con toda seguridad, si el criterio del Estado es la soberanía, las colectividades miembros de un Estado federal no son Estados, puesto que no son soberanas. En tanto que en la Confederación de Estados la soberanía pertenece exclusivamente a los Estados confederados y falta en la Confederación, que ni siquiera es un Estado (Le Fur, op, cit., pp. 498 ss.; Laband, loe. cit., vol. I, p. 102; Jellinek, Staatenverbindungen, pp. 184 ss.), en los Estados federales los papeles están invertidos. La soberanía del Estado federal y la no-soberanía de los Estados miembros se manifiestan por numerosos signos. Se manifieslan desde luego, dice Laband (loe. cit., vol. i, pp. 153 ss.), por el amplio carácter y por la tendencia extensiva de las atribuciones que la Constitución federal entrega al Estado federal. Indudablemente la competencia del Eslado federal se limita en principio a aquellas materias que le han sido reservadas expresamente por la Constitución federal. Así es como el art. 4 de la Constitución del Imperio alemán enumera restrictivamente las atribuciones del Imperio. Pero, añade Laband, de hecho estas atribuciones son tan numerosas y considerables que le permiten al Imperio intervenir en la mayor parte de los aspectos de la vida nacional del pueblo alemán. Y por ejemplo, el solo hecho de que el art. 4, § 13, introduzca en el círculo de la legislación imperial el derecho civil, el derecho penal y los procedimientos judiciales, implica para el Imperio el poder de ejercer sobre el desarrollo interior de los Estados una acción tan vasta que no es posible prever hasta dónde alcanzarán sus consecuencias. Por lo tanto, en razón de la amplitud de las atribuciones federales, la potestad de acción del Estado federal, y en sentido inverso, la subordinación de los Estados particulares a su voluntad superior, aparecen como susceptibles de una extensión conrinua y casi indefinida.
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43] POTESTAD DEL ESTADO 129 La superioridad del Estado federal sobre los Estados miembros se revela en segundo lugar en que las leyes que el primero ha dictado y promulgado con referencia a objetos de su competencia, se convierten por este solo hecho en ejecutorias y obligatorias, como leyes federales, en cada Estado particular. No solamente el Estado particular va a encontrarse así dominado, sobre su propio territorio, por la voluntad legislativa de un Estado superior, sino que además, y conforme al adagio: "Bundesrecht bricht Landesrecht", las leyes federales descartan las leyes de los Estados particulares, por cuanto tienen por efecto abrogar de pleno derecho cualquier disposición de un Estado particular que les sea contraria. Esta regla se halla estipulada expresamente por las Constituciones federales del Imperio alemán (art. 2), de los Estados Unidos (cap. vi, art. 2) y de Suiza (art. 113 in fine y disposiciones transitorias, art. 2). La preponderancia del Estado federal se afirma además por el hecho de que su propia Constitución se inmiscuye a veces en la organización constitucional de los Estados miembros. En principio, sin embargo, éstos han conservado el derecho de determinar libremente por sí mismos su régimen constitucional. No obstante, la Constitución federal puede imponer á esta libertad ciertas limitaciones. Así la Constitución americana (cap. iv, sec. 4) prohibe a los Estados adoptar otra forma de gobierno que no sea la forma republicana. El art. 6 de la Constitución suiisa impone a las Constituciones cantonales la obligación de asegurar el ejercicio de los derechos políticos según la forma republicana, bien democrática, bien al menos representativa. Este texto exige también que las Constituciones cantonales hayan sido ratificadas por el pueblo del cantón, lo que implica el referéndum obligatorio, y además les ordena conferir al pueblo cantonal la iniciativa de su revisión, sin que el número de votos requeridos para la eíicacia de esta iniciativa popular pueda ser superior a la mayoría absoluta de los ciudadanos del cantón (cf. Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schweiz, pp. 143 ss.). La subordinación de los Estados particulares al Estado federal aparece igualmente en lo que concierne a los conflictos que pueden surgir, bien sea entre los mismos Estados particulares, bien entre uno de estos Estados y el Estado federal. Para la solución de estos conflictos, la Constitución suiza ha instituido en efecto una autoridad jurisdiccional que estatuye, no en virtud de un poder arbitral que le venga de las partes interesadas, sino en virtud de un poder propio que es el poder justiciero del Estado federal mismo. El órgano encargado de juzgar los conflictos que se refieren a los Estados será, pues, siempre, un órgano federal. Las más de las veces será un tribunal propiamente dicho: tal es el caso de Suiza, donde según la Constitución federal (art. 106 ss.) estos conflictos son resueltos por el tribunal federal, y de los Estados Unidos, donde son
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130 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [43-44 juzgados por la Suprema Corte federal (Constitución de los Estados Unidos, art. ni, sec. 1* y art. ni, sec. 2*, § I9). El órgano federal para la solución de los conflictos entre los Estados puede también ser diferente de un tribunal: así, según la Constitución suiza de 1848, su resolución correspondía a la Asamblea federal; según la Constitución del Imperio alemán (art. 76), pertenece al Bundesrat (cf. Le Fur, op. cit., pp. 594 y 684). 44. Finalmente la soberanía del Estado federal halla su más alta y decisiva expresión en el derecho que tiene ese Estado a determinar su propia competencia por sí mismo y de modo ilimitado. No solamente tiene el Estado federal la "competencia de la competencia", según expresión de los autores alemanes, lo que significa que tiene poder de extender su competencia por su propia voluntad y por sus propios órganos, sino que tiene además el poder de extenderla indefinidamente, y en esto su potestad estatal se afirma como una potestad de la más alta especie, es decir, como potestad soberana. Y aquí hay dos puntos que examinar. Que el Estado federal tenga la competencia de la competencia se infiere ante todo por el hecho de que pueda, por la vía de una revisión de su Constitución, ampliar la esfera actual de sus atribuciones apropiándose nuevas competencias, y ello con absoluta independencia de cada uno de los Estados miembros considerados separadamente, o sea en contra, tal vez, de la voluntad de tal o cual de ellos. Sin duda los Estados particulares concurren a la revisión de la Constitución federal por cuanto los órganos federales encargados de efectuar esa revisión, como antes se ha visto, están compuestos en cierto modo por elementos proporcionados por esos Estados mismos. Sin duda también, como ya se ha visto, y ello es muy notable, la revisión de la Constitución federal exige especialmente para su realización el asentimiento expreso de una mayoría de los Estados, y la mayoría requerida es incluso más fuerte que la simple mayoría absoluta. Mas el punto capital que debe observarse es que la revisión puede efectuarse, puede acrecentarse la competencia del Estado federal y disminuir la de los Estados miembros a pesar de que algunos de estos Estados hicieran oposición. El Estado particular no puede con su veto impedir la realización de la revisión.2' Así pues, la unanimidad de los Estados no se requiere: este solo hecho es suficiente para probar que la 89
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Una sola excepción existe actualmente en esto. Según el art. 78 de la Constitución del Imperio alemán, basta que en el Bundesrat se emitan 14 votos en contra de la revisión para que ésta sea rechazada. Al disponer Prusia de 17 votos, puede, pues, por sí sola vetar dicha revisión. Esta particularidad demuestra que la organización del Estado federal alemán se ha combinado a fin de asegurar la hegemonía prusiana.
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44] POTESTAD DEL ESTADO 131 determinación de la competencia federal depende de una voluntad superior a la de cada Estado federal tomado individualmente, voluntad superior que no puede ser otra que la del Estado federal mismo (Le Fur, op. cu., pp. 490, 590, 593, 730). Por otra parte, el derecho del Estado federal a fijarse a sí mismo su competencia se infiere de la observación de que la revisión de la Constitución federal se realiza, no por medio de un tratado o acuerdo estipulado entre los Estados confederados, sino por un acto unilateral del Estado federal, por una ley de este Estado, ley que se impone a los Estados confederados. En otros términos: la determinación de la competencia federal proviene del orden jurídico estatutario del Estado federal mismo. Esto se dice expresamente en las Constituciones actuales de los Estados federales, las cuales especifican que estos Estados pueden modificar su competencia por sus órganos de legislación, es decir, por sus propios órganos. Es así como la Constitución del Imperio alemán (art. 78) prescribe que "las modificaciones constitucionales se hacen en forma de ley (de Imperio)". Asimismo, la Constitución suiza (arts. 119 y .121) dice que "la revisión tiene lugar según las formas estatuidas para la legislación federal". Según la Constitución de los Estados Unidos, las enmiendas a la Constitución serán hechas bien por el Congreso mismo por mayoría de los dos tercios de ambas Cámaras, o bien por una Convención especial que el Congreso ha de reunir cuando se lo pidan las legislaturas de los dos tercios de los Estados. Si, por otra parte, las modificaciones hechas a la Constitución federal han de someterse a la ratificación de los Estados confederados y han de obtener la votación de la mayoría de ellos, no por eso deja de ser verdad que esas modificaciones son en definitiva la obra de una ley del Estado federal (Laband, loe. cit., vol. i, p. 156; Borel, Elude sur la souveraineté el l'État federatif, p. 63).2S No solamente el Estado federal regula él mismo su competencia, sino que además es dueño de extenderla indefinidamente, y por esta segunda circunstancia, sobre todo, confirma su cualidad de Estado soberano. Contra la soberanía del Estado federal se ha presentado a veces la objeción de que la potestad de este Estado es esencialmente limitada, puesto que, sobre su propio territorio, tiene que aceptar el ejercicio 90
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Podrá decirse quizás que el Estado federal no puede considerarse como soberano, sino que depende de los Estados confederados, ya que no puede modificar su Constitución sin el consentimiento de. un gran número de éstos. Puede responderse a esta objeción que dichos Estados toman parte en la revisión citada, no ya como Estados extranjeros y en virtud de una regla de derecho internacional, sino como miembros del Estado federal, llamados por su mismo estatuto interior. El Estado federal no deja por eso de ser soberano, como tampoco deja de serlo el Estado unitario en el cual la revisión de la Constitución depende de la adopción popular tomada por mayoría de votos por los ciudadanos que son sus miembros.
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132 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [4* de la potestad concurrente de los Estados confederados en la medida en que éstos han conservado su competencia propia. Es evidente, en efecto, que la coexistencia sobre el suelo federal de una doble potestad estatal es uno de los elementos esenciales del Estado federal. Sin embargo, esta concurrencia de los Estados miembros no excluye de ningún modo la soberanía del Estado federal.29 La razón de ello es que el Estado federal, al tener el poder de aumentar continuamente sus atribuciones en detrimento de las de los Estados confederados, puede por sucesivas revisiones de su Constitución reducir indefinidamente la competencia de aquellos Estados. Puede así llegar hasta hacerla desaparecer o sea hacer desaparecer su carácter de Estados, hasta transformarlos en simples provincias, en cuyo caso el mismo Estado federal se habría transformado en un Estado unitario. Sin duda, el Estado federal se verá moderado en sus tentativas de transformación unitaria por la necesidad de obtener el asentimiento de la mayoría de los Estados miembros. Sin duda también y desde el punto de vista político, la situación actual de los Estados federales contemporáneos no permite casi entrever la posibilidad, de hecho, de una evolución de esa naturaleza (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 561-562). Pero, desde el punto de vista jurídico, basta que el Estado federal posea en principio la facultad de aumentar indefinidamente su competencia, para que se deba deducir inmediatamente que este Estado es realmente soberano (Le Fur, op. cit,, pp. 708 ss.; Laband, loe. cit., vol. i, p. 204; Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 559560). En sentido inverso, resulta patente que en dichas condiciones los Estados confederados no poseen la soberanía. Es verdad que el Estado confederado se halla asociado a la formación de la voluntad federal: pero, dice Laband (loe. cit., vol. i, p. 156), la voluntad individual expresada por él sobre los asuntos federales, por ejemplo sobre la revisión de la Constitución federal, no es "la voluntad suprema, última.y definitiva", ya que, en el caso de que este Estado pertenezca a la minoría, no puede evitar la voluntad del Estado federal de formarse en un sentido opuesto a la suya. La no-soberanía de los Estados confederados se pone en evidencia, sobre todo, por el hecho de que estos Estados, si no son más que una 91
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Tampoco lesiona la soberanía del Estado federal la existencia de los derechos garantizados que se haya podido reservar a tales o cuales Estados miembros, a los cuales no se les puede despojar de dichos derechos sin su propio consentimiento (Constitución del Imperio alemán, art. 78, n" 2; Constitución de los Estados Unidos, art. v, in fine). Se ha hecho observar, en efecto, que esos derechos están reservados y garantizados al Estado miembro por la propia Constitución federal: luego se fundan en la voluntad misma del Estado federal, y no pueden mermar su soberanía, como tampoco merman la soberanía del Estado unitario los privilegios que su Constitución pueda garantizar a ciertos ciudadanos (Le Fur, op. cit., pp. 456 ssj.
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44] POTESTAD DEL ESTADO 133 minoría de oposición, pueden encontrarse en el caso de tener que aceptar las disminuciones que el Estado federal decida sobre la competencia de ellos. No solamente el Estado particular no es dueño de determinar indefinidamente su competencia, sino que es impotente individualmente para impedir que el Estado federal restrinja su actual competencia de Estado particular. Esto significa pues, como observa Hánel (Studen zum deutschen Staatsrechte, vol. I, p. 240), incluso en la esfera de capacidad que le pertenece actualmente según la Constitución federal, que el Estado particular permanece sometido a la voluntad superior del Estado federal. Finalmente el Estado particular está expuesto a verse teóricamente despojado por el Estado federal, no ya solamente de sus atribuciones, sino también de su cualidad de Estado: su misma existencia como Estado es precaria y depende de una voluntad que está por encima de él; esto es, con mayor razón, la negación de su soberanía. A cambio de su perdida soberanía, los Estados confederados reciben de la Constitución del Estado federal, bien es verdad, un derecho de participación más o menos extensa en el ejercicio de su potestad soberana. Esto es, dice Laband (loe. cit., vol. i, p. 156), más que una compensación para ellos, puesto que adquieren así considerables ventajas políticas. Mas el hecho de que los Estados confederados participen en la potestad soberana federal no implica que se conviertan ellos mismos en soberanos. Dado, en efecto, que los Estados confederados, si quedan en minoría, no pueden impedir la formación de una voluntad federal contraria a la suya, se ve claramente que la voluntad individual de cada uno de ellos no se toma en consideración por sí misma, sino que sólo tiene valor efectivo por cuanto forma parte del conjunto de voluntades de los Estados miembros, que constituyen en definitiva la voluntad del Estado federal mismo. En otros términos, los Estados confederados no concurren a la formación de la voluntad federal más que en calidad de órganos del Estado federal. Ahora bien, como tales órganos, no tienen personalidad distinta del Estado federal; no pueden, pues, ejercer la potestad soberana del Estado federal como un derecho subjetivo, sino que la verdad es que son simplemente los "agentes de ejercicio" de una potestad cuyo único titular es el Estado. En el Estado unitario democrático, en el que el pueblo es llamado a ratificar las decisiones tomadas por las autoridades públicas, y en el que el cuerpo de ciudadanos se convierte así en órgano de Estado, los ciudadanos no se convierten por eso, tomados individualmente, en soberanos. Asimismo, el hecho de que los Estados confederados sean llamados por la Constitución federal a concurrir, como órganos del Estado federal, a la formación de su voluntad, no significa de ningún modo que sean sujetos de la soberanía federal: el carácter de soberanía sólo pertenece al Estado federal (Le Fur, op. cit., pp. 457-459,
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134 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [44-46 671-673); aquí, como en el Estado democrático unitario, la soberanía está en el todo, y no en las partes. 45. La comprobación de la no-soberanía de los Estados miembros de un Estado federal ha hecho que algunos autores les nieguen el carácter de Estados, y por lo tanto, también, nieguen que el Estado federal mismo constituya una forma de Estado verdaderamente especial y distinta. Es cierto en efecto que el Estado federal verdadero no puede concebirse en la teoría que desde Bodino considera a la soberanía como un elemento esencial del Estado. En esta teoría, el Estado llamado federal se reduce necesariamente a un Estado unitario o a una confederación de Estados. Los autores que defienden la doctrina del Estado soberano se encuentran, en efecto, orillados a la siguiente alternativa: o se ven obligados a deducir de la no-soberanía de los Estados miembros que sólo el Estado federal es un Estado, y por consiguiente convierten, en último término, al Estado federal en un Estado unitario, o por el contrario, para mantener en su cualidad de Estados a los Estados confederados se ven forzados a establecer su soberanía y en este caso, como sobre un mismo suelo no pueden concebirse dos soberanías, la soberanía de los Estados miembros excluye la del Estado federal, el cual, por consiguiente, deja de ser un Estado y se convierte en una simple confederación. 46. a) De las dos opiniones anteriores, la primera tiene como principal representante a Le Fur (op. cit., pp. 680 ss.). Este autor parte de la antigua doctrina que ve en la soberanía un carácter indispensable del Estado. Según él, basta la comprobación de que las colectividades miembros del Estado federal no son soberanas para que se deba deducir enseguida que no son Estados (ver, en el mismo sentido: Borel, op. cit., pp. 167 ss.; Zorn, Staatsrecht des deustchcn Ruches, 2* ed., vol. i, p. 84; Combothecra, La conception juridique de L'État, pp. 104 ss., 149). La consecuencia que lógicamente se deriva de esta tesis es que el Estado federal sólo es en realidad una especie particular de Estado unitario, y en cuanto a los pretendidos "Estados" confederados, parece que se les deba asimilar a las subdivisiones o a las provincias descentralizadas de un Estado unitario. Sin embargo, Le Fur niega enérgicamente que su doctrina haya justificado esa conclusión y asimilación. Sin duda —dice— las colectividades que se encuentran confederadas en el Estado federal no son Estados, pero no por eso deja de subsistir una diferencia esencial entre ellas y la provincia de un Estado unitario. Esta, en efecto, aun cuando se halle descentralizada, es decir, aun cuando posea un amplio poder para administrarse por sí misma, sólo tiene, sin embargo, en definitiva, derechos de administración local; ejerce realmente su potestad particular sobre su territorio especial, pero no participa en la potestad central que se ejerce sobre la totalidad del territorio nacional. Por el contrario,
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4647] POTESTAD DEL ESTADO 135 lo que caracteriza al Estado federal es que no solamente las colectividades confederadas que en él contiene se administran por sí mismas en la medida en que la Constitución federal ha dejado subsistir sus competencias propias, sino que además participan en la potestad central del Estado federal. Esta participación es lo que las convierte en miembros especiales del Estado federal, y por esa participación también se distingue claramente el Estado federal del Estado unitario. Esta distinción existe por cuanto el primero tiene por miembros que participan de su potestad, no sólo a los individuos que son nacionales, sino además, a las colectividades confederadas contenidas en él (Le Fur, op. cit., pp. 600 ss., 639, 652 55., 681 55. Al mismo respecto: Borel, op. cit., pp. 177 y 196; Zorn, op. cit., vol. i, p. 87 y Hirtstis Annalen, 1884, p. 480). Pero Le Fur seguramente se hace ilusiones al creer que con eso ha diferenciado radicalmente al Estado federal del Estado unitario. Porque, como él mismo lo dice (por ejemplo, pp. 458 ss., 490), la participación de los miembros confederados del Estado federal en la potestad del mismo se ejerce por ellos en calidad de órganos federales, y además se basa directamente en la Constitución federal. Por consiguiente, bajo este aspecto, la colectividad confederada se asemeja a la provincia de un Estado unitario en este punto capital de que los derechos de participación en la potestad central ejercidos por la primera, así como los derechos de potestad local que ejerce la segunda, les vienen, tanto a la una como a la otra, exclusivamente del Estado del cual dependen respectivamente. Al estar fundada sobre la propia voluntad del Estado federal, la participación de las colectividades confederadas, por más que se ejerza a título federativo, no podría por sí sola destruir real y enteramente la unidad de este Estado.30 Por ello la doctrina que rehusa a los Estados particulares la cualidad de Estados llega a la conclusión de que el Estado llamado federal no es en definitiva sino una variedad del Estado unitario (Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 541-542). Es por otra parte lo que confiesa el mismo Le Fur, al decir (p. 692) que los Estados particulares son "sujetos comunes de un Estado único". 47. b) Una segunda teoría consiste en admitir que la unión de Es92
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Ya se observó anteriormente pp. 126 ss.) que el federalismo puede concebirse hasta en el Estado unitario. Para que un Estado pierda verdaderamente su carácter de unitario no es suficiente que contenga colectividades que tengan, en virtud de la Constitución misma de este Estado, el poder de tomar parte en su potestad central, sino que es preciso, esencialmente, que dichas colectividades tengan poderes que resulten en su provecho, por su propia Constitución f por sus exclusivas voluntades. El Estado federal sólo puede diferenciarse absolutamente del Estado unitario cuando, juntamente con los derechos de participación en la potestad central que les otorga la Constitución federal, las colectividades confederadas en dicho Estado I federal poseen además derechos que toman de sus propias potestades, o sea, en definitiva, derechos que las convierten en Estados distintos.
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136 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [47-48 lados conocida con el nombre de Estado federal no da origen, de ningún modo, a un Estado superior, sino que viene a ser únicamente una sociedad contractual entre Estados que siguen siendo soberanos, es decir, una mera eonfederación. Esto también es la negación del Estado federal. Esta teoría, sostenida primero en los Estados Unidos por Calhoun (Discourse on the Constitution of the United States), tuvo por principal representante a Seydel, que la sostuvo especialmente para el Imperio alemán ("Der Bundesstaatsbegriff", Tübinger Zeitschrift f. die gesammte Staatswissenschaft, 1872, pp. 186 ¿s.; Kommentar zur Reichsverfassung, pp. 1 ss.). Domina a Seydel la idea de que el Estado no puede concebirse sin la soberanía. Además, parte de la idea muy justa de que la soberanía es indivisible y que dos Estados no pueden ser a la vez soberanos sobre un mismo territorio. Es incluso uno de los autores que han contribuido en mayor grado a demostrar esta indivisibilidad (ver n9 50, infra). Por consiguiente, Seydel, al observar que según la Constitución del Imperio alemán los Estados miembros son incontestablemente Estados, no tiene más remedio que sostener que el Imperio mismo no es un Estado, sino una confederación de Estados soberanos. 48. Pero además la doctrina de Seydel proviene de la opinión que mantiene respecto a la fundación de la unión federativa llamada comúnmente Estado federal. De una manera general, la aparición de un Estado coincide con el hecho de su organización originaria: es en este sentido como, por una parte, la formación de los Estados debe considerarse como un mero hecho no susceptible de construcción jurídica (cf. núms. 22 y 23, supra), y por otra parte todo Estado aparece como teniendo su fundamento, la fuente jurídica de su existencia, en su propia Constitución. En todo caso, ningún Estado podría concebirse como creado por un acuerdo contractual entre sus miembros y como basado sobre sus voluntades. La fundación contractual de un Estado es algo imposible de concebir, porque semejante origen, lejos de explicar la potestad esencialmente dominadora del Estado sobre sus miembros, implicaría, por el contrario, la subordinación del Estado a sus fundadores. El mismo hecho de que la voluntad del Estado, según los datos del derecho público positivo, aparece como siendo de una esencia superior a la voluntad de sus miembros, excluye la posibilidad de buscar el origen del Estado en un acto de voluntad de aquéllos. El Estado, jurídicamente, sólo puede fundarse en su Constitución, y sobre una Constitución que provenga de su propia voluntad, no de la voluntad ajena. Resulta de ello que una formación corporativa, que toma su origen en un acto contractual estipulado entre sus miembros, no puede en ningún caso constituir un Estado. Esto ocurre tanto en las formaciones federativas estipuladas entre Estados como en las asociaciones establecidas entre individuos. Así como los individuos
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48] POTESTAD DEL ESTADO 137 no pueden, mediante un contrato, engendrar un Estado, tampoco los tratados que se conciertan entre Estados pueden constituir, por encima de éstos, un Estado nuevo. Como muy justamente dicen Le Fur (op. cit., p. 546) y Borel (op. cit., pp. 125 ss.; cf. Laband, loe. cit., vol. i, p. 101), la hipótesis del contrato social es tan inadmisible por lo que atañe a la formación de un Estado federal por encima de IOB Estados miembros como por lo que se refiere a la formación de un Estado unitario por encima de los individuos. Esto es también el parecer de Seydel. Este autor establece en principio que por medio de tratados sólo pueden crearse relaciones contractuales entre los Estados contratantes, y no un Estado superior. Pero una vez establecido esto, Seydel deduce inmediatamente de ello que las formaciones federativas a las que se aplica el nombre de Estado federal no son de ningún modo Estados. Sostiene, en efecto, que estas uniones federativas se basan únicamente en la voluntad de los Estados confederados y en los pactos federativos estipulados entre ellos. Seydel atribuye particularmente la fundación del Imperio alemán a los tratados entre los Estados alemanes que lo precedieron. El Imperio no es, pues, para él más que una confederación de Estados. Esta teoría no ha logrado aceptación.31 Es muy cierto que la base de un Estado no puede consistir en un tratado: la base de todo Estado es únicamente su estatuto orgánico, su Constitución. Pero Seydel se equivoca al asegurar que los Estados federales que existen actualmente están fundados en tratados; su error proviene de que confunde la fundación constitucional de esos Estados con los tratados que la han preparado. Y de una manera general se pueden considerar como erróneas todas las tentativas que se han hecho, por múltiples autores, con miras a relacionar el Estado federal con los tratados mediante los cuales, anteriormente a su fundación, se pusieron de acuerdo los Estados confederados para poner las bases de su Constitución. Lo cierto es que la aparición del Estado federal, como la de cualquier Estado, es un mero hecho al cual no es posible aplicarle una calificación jurídica (ver a este respecto: Jellinek, Staatenverbindungen, pp. 256 ss. y L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 548 ss.; Borel, op. cit., p. 130; Zorn, op. cit., 2* ed., vol. i, p. 30; Bornhak, Allg. Staatslehre, p. 245). La fundación de un Estado federal puede realizarse de dos maneras. O bien un Estado hasta entonces unitario transforma a sus antiguas provincias en Estados confederados y por ello se transforma él mismo en Estado federal: así se formaron en 1891 los Estados Unidos del Brasil. 93
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Una crítica detallada de ello se verá en Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 127 ss. Cf. Laband, loe. cit., vol. I, pp. 149,«. Ver, sin embargo, G. Meyer, Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6* ed., pp. 175 ss., 185 ss. y Archiv für óffentl. Recht, vol. xvm, pp. 337 ss., que pretende que el Imperio alemán tiene su origen y su fundamento jurídico en contratos.
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138 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [48 O bien varios Estados soberanos, por-ejemplo: Estados que hasta entonces no estaban más que reunidos en una confederación, se ponen de acuerdo para unirse en adelante en un Estado federal. En el primer caso la aparición del Estado federal proviene de un acto de voluntad unilateral del Estado unitario, que actúa conforme a su derecho público vigente, es decir, que actúa por la vía jurídica de una revisión de su Constitución, Constitución que, de unitaria, como lo era con anterioridad, es transformada por él en Constitución federal. El acto generador del Estado federal es aquí, evidentemente, un acto jurídico: consiste en una revisión constitucional. Pero también importa observar que, en el primer caso, no existe, propiamente hablando, al menos en lo que concierne al Estado federal mismo, formación originaria de un Estado: el Estado creado no es en efecto, un Estado enteramente nuevo, sino sólo la continuación del Estado unitario transformado. Más delicada es la segunda situación, la de un Estado federal que nazca, como nuevo Estado, de la unión federativa de Estados anteriormente soberanos. Algunos autores, entre los cuales conviene citar principalmente a G. Meyer (op. cit., & ed., pp. 175 ss.; ver también los autores citados en nota, ibid., pp. 176 ss), sostienen, a propósito de este segundo caso, que la idea según la cual el Estado federal se funda originariamente sobre un contrato internacional puede justificarse perfectamente. Y, para evitar las objeciones que Seydel formuló contra esta idea, presentan la siguiente teoría: Cuando varios Estados se han puesto de acuerdo para fundar por encima de ellos una Constitución federal, esta Constitución convenida entre ellos se funda, por lo que se refiere a su origen, en el tratado estipulado entre las parles contratantes, y por consiguiente hay que reconocer a este respecto que el Estado federal tiene su origen ante todo en una convención. Pero, una vez puesta en vigor, esta Constitución convencional adquiere el valor de una verdadera ley constitucional del Estado federal. Lo que lo demuestra perentoriamente —dice G. Meyer (p. 176)— es que, conforme al tratado mismo que ha fundado al Estado federal, las revisiones eventuales de la Constitución federal deben realizarse, no ya por medio de un nuevo contrato entre los Estados confederados, sino ajustándose a la forma de la legislación federal. Una vez en vigencia, la Constitución federal pierde su carácter contractual y se transforma en estatuto que de ahí en adelante ya no depende más que de la voluntad soberana del Estado federal. De manera que las relaciones puramente contractuales que se habían establecido primeramente por efecto del tratado entre los Estados contratantes se encuentran ahora sustituidas por relaciones realmente constitucionales. Esta sustitución implica que en el Estado federal ya fundado, los Estados miembros se hallan regidos por una Constitución que, si bien es obra de ellos respecto de su origen primitivo,
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48] POTESTAD DEL ESTADO 139 debe ser considerada, desde el punto de vista de su eficacia, como una ley propia y una ley superior del Estado federal. Ahora que el grave cargo que hay que hacer a esta teoría es que no explica cómo pudo realizarse semejante transformación, por lo que los adversarios de esta doctrina han podido decir con razón que esta novación de un tratado internacional en un estatuto interno de Estado resultaba incomprensible. Le Fur apenas hizo otra cosa que recoger esta última doctrina, aunque tratando de precisar las condiciones en las que se efectúa el paso de la convención a la Constitución. No admite (op. cit,, pp. 560 ss.) que sea suficiente, en todos los casos, contentarse con asignar como origen al Estado federal un mero hecho: quiere encontrarle una base jurídica, y según él, esa base debe buscarse en los tratados por los cuales los Estados particulares han convenido en fusionarse en un Estado federal y han fijado la Constitución futura de ese Estado. Por otra parte, sin embargo, Le Fur reconoce que el Estado federal no puede fundarse sobre simples relaciones contractuales entre los Estados miembros, relaciones que sólo implicarían un lazo internacional entre ellos. Lo propio del Estado federal, así como de todo Estado, es mantener con sus miembros relaciones de dominación que se caracterizan como relaciones de derecho público interno y que sólo pueden tener por base la Constitución de este Estado. Así pues, el Estado federal tiene su fuente en ese tratado de unión, y sin embargo se funda sobre su propia Constitución. ¿Cómo conciliar estas dos afirmaciones en apariencia antinómicas? Para conciliarias, Le Fur se inspira en la teoría, ya sostenida por Hanel (Deutsches Staatsrecht, vol. i, pp. 31 ss.; Studien zum deutschen Staatsrechte, vol. i, pp. 68 ss.), según la cual es necesario, en la formación del Estado federal, distinguir dos fases: la fase contractual y la fase constitucional. Los Estados contratantes empiezan ligándose por el tratado de unión, por el cual se obligan a someterse a la potestad superior del Estado federal, cuya competencia y órganos ellos mismos determinan. El Estado federal va a salir de este tratado, en el sentido de que los Estados, obligados los unos con los otros a ejecutar las obligaciones que resultan para ellos de dicho tratado, van a realizar, por esa misma ejecución, las condiciones preliminares a la formación del Estado federal. La formación del Estado federal no se confundirá sin duda con el tratado, pero será el resultado de la ejecución de ese tratado; se relaciona pues realmente, en este aspecto, con el tratado como base jurídica (cf. Laband, loe. cit., vol. I, pp. 65 ss.). Una vez ejecutado, ese tratado desaparece, y ahora empieza la fase constitucional. ¿Cuándo y cómo comienza? Comienza cuando los órganos federales creados por el proyecto de Constitución contenido en el tratado de unión toman posesión de sus funciones. Lo primero que van a hacer esos órganos, en efecto, será pro140
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ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [48-49 mulgar la Constitución federal. La promulgarán, no como expresión de la voluntad de los Estados particulares, pues ya no se trata de la voluntad contractual de dichos Estados, sino en nombre del Estado federal, como expresión de la voluntad unilateral de ese Estado, como ley propia de ese Estado. Y en efecto, por el hecho mismo de que el Estado federal se encuentre ahora organizado, es ya capaz por sus órganos propios de querer y de actuar en su propio nombre. Por lo tanto, la Constitución que promulga por sus órganos —aunque haya sido convenida antes por los Estados concurrentes al tratado de unión— no vale ya sino como Constitución del Estado federal; deja de ser una simple convención entre los Estados particulares y no se basa en adelante más que en la voluntad del Estado federal (ver sobre estos diversos puntos Le Fur, op. cit., pp. 560 a 589). En una palabra, todo esto viene a significar que el Estado federal aparece como Estado, con existencia propia e independiente de la voluntad contractual de los Estados confederados, en el mismo momento en que, por la ejecución del tratado de unión, los órganos de ese Estado han sido creados y han entrado en funciones. Pero de esta conclusión misma se desprende, como observa Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 550 n.), que el hecho generador del Estado federal es únicamente su organización. Una vez provisto de órganos, el Estado federal no se funda ya sobre los tratados que, han preparado su formación; esta formación ya no proviene jurídicamente sino del hecho material de su organización. Y así la teoría de Hánel y de Le Fur no hace más que confirmar la doctrina según la cual la formación del Estado federal sólo es un mero hecho al cual es imposible dar una construcción jurídica. 49. c) Además de las teorías que acaban de exponerse y que niegan la soberanía, y por consiguiente el carácter de Estados, ya sea al Estado federal, o bien a los Estados miembros, la doctrina clásica del Estado soberano ha promovido un tercer grupo de teorías, que reconocen la cualidad de Estados lo mismo a los Estados miembros que al Estado federal, y que también sostienen que los Estados miembros, del mismo modo que el Estado federal, poseen la soberanía. Entre los autores que han defendido esta opinión conviene citar en Francia a Tocqueville (De la démocratie en Amérique, 1835), en Alemania a Waitz (Grundzüge der Politik, 1862, pp. 153 ss.), que sostienen ambos que se produce en el Estado federal una división de la soberanía entre este Estado y los Estados confederados. Aunque antigua y generalmente abandonada, esta tesis sigue encontrando partidarios en la literatura reciente. En Suiza, por ejemplo, a Schollenberger (Bundesstaatsrecht der Schweiz, pp. 3 ss., 146 ss.). Se relaciona en primer lugar, en gran parte, con el concepto que ve
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49] POTESTAD DEL ESTADO 141 en el tratado federativo estipulado entre los Estados particulares la base jurídica del Estado federal. Se parte aquí, en efecto, de la idea de que por dicho tratado los Estados particulares han cedido al Estado federal cierta parte de sus atribuciones anteriores, pero que han conservado para sí otra parte de esas atribuciones. De hecho, es cierto que la Constitución federal misma determina limitadamente los objetos reservados a la competencia federal; para lo demás, o sea para todos los objetos no reservados, deja subsistir la competencia de los Estados confederados. Se deduce de esto que si, en la esfera de sus atribuciones, el Estado federal es soberano, también lo son sus Estados confederados en la esfera de su propia competencia. Evidentemente esta competencia no es completa ni para el Estado federal, ni para el Estado miembro. Pero la soberanía no tiene por esencia el ser ilimitada; para que un Estado pueda ser calificado de soberano, no es necesario que su potestad sea infinita en cuanto a su extensión; basta que, en la medida en que existe, esta potestad sea independiente de toda potestad superior en cuanto a su origen y en cuanto a sus condiciones de ejercicio. Tal es el caso en el Estado federal. La potestad, bien sea del Estado federal, bien del Estado particular, es una potestad independiente, aunque no exista para cada uno de estos Estados sino en los límites de sus respectivas atribuciones. Por lo que concierne especialmente a los Estados confederados, si bien es verdad que sus atribuciones pueden ser restringidas en el porvenir por una revisión de la Constitución federal, al menos la competencia que poseen actualmente estos Estados no proviene de una delegación hecha por el Estado federal, sino que se funda en su propia potestad, y no es otra que la porción de su antigua competencia ilimitada que han conservado, después de la creación del Estado federal, en virtud de un derecho propio anterior a ese Estado. Además los Estados particulares tienen, hasta donde subsiste su competencia, una potestad independiente, en el sentido de que son dueños de ejercer por su libre voluntad las atribuciones que no les ha quitado el Estado federal. Estos Estados son, pues, perfectamente soberanos, como lo dice el art. 3 de la Constitución suiza. Finalmente se deduce que se produce en el Estado federal una división de la soberanía.32 94
142 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [50 94 32
Esta es también, según parece, ]a doctrina enseñada por Esmein (Elementa, 5" ed., p. 6), que admite que el Estado federal y el Estado particular son soberanos uno y otro: "El Estado federativo fracciona la soberanía. Es un compuesto de varios Estados particulares, cada uno de los cuales conserva en principio su soberanía interior, sus leyes propias y su gobierno. Pero la nación entera forma un Estado de conjunto o Estado federal, que también posee un Gobierno completo. Ciertos atributos de la soberanía son retirados a los Estados particulares por la Constitución, que los transfiere al Estado federal. Este, cuando actúa en virtud cié su propia soberanía, obliga directamente a toda la nación. Así es como, sobre ciertas materias, puede dictar leyes generales..." Sin embargo, un atento examen de este párrafo produce la impresión de que, según la terminología que le es habitual y que se funda en una confusión
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50. Pero esta teoría tropieza claramente con una imposibilidad cuyo rigen está en la misma naturaleza de la soberanía. En su acepción propia la soberanía es el carácter supremo de una potestad. Ahora bien, está claro que una potestad suprema no puede pertenecer a dos Estados a la vez sobre un mismo territorio. La idea misma de la más alta potestad excluye toda posibilidad de compartimiento. O la soberanía es entera, o cesa de ser soberanía. Hablar de soberanía restringida, relativa o dividida es cometer una contradictio in adjecto (Laband, loe. cit., vol. I, p. 110; Jellinek, Staatenverbindungen, p. 35 y UÉtat moderne, ed. francesa, vol. H, pp. 157 ss.; Borel, op. cit., pp. 51 ss.). Evidentemente, se concibe perfectamente que dos Estados yuxtapuestos sobre territorios diferentes puedan ser simultáneamente soberanos. El carácter superlativo de la soberanía no implica que únicamente pueda establecerse sobre toda la tierra un solo Estado soberano. En efecto, la coexistencia de varias potestades soberanas localizadas sobre territorios diversos no impide que cada una de ellas sea, en su propio territorio, una potestad del grado más elevado. El principio de la individualidad de la soberanía no significa, pues, que la soberanía no entrañe limitaciones en cuanto a los lugares en los que puede ejercerse. Desde este punto de vista territorial, la soberanía puede ser limitada y relativa: no se halla dividida por ello, porque permanece íntegra sobre cada territorio de Estado soberano. Pero sobre un solo y mismo territorio ya no se puede concebir la divisibilidad de la soberanía. En vano Le Fur (op. cit., p. 485) sostiene que, puesto que la soberanía puede ser limitada en cuanto a la extensión de su territorio, no hay razón para que no pueda serlo también en cuanto a la extensión de las atribuciones que ejerce sobre ese mismo territorio por Estados diferentes. Cuando, dice ese autor, hay sobre un suelo determinado reparto de atribuciones entre dos potestades, cada una de las cuales, en su esfera propia de competencia, goza de una independencia absoluta respecto de todo poder extraño, cada una de esas potestades independientes permanece perfectamente soberana. Pero el argumento tomado por Le Fur de la limitación territorial de la soberanía no permite de ninguna manera sacar la conclusión de una posible limitación en cuanto a la extensión de las atribuciones. Las dos clases de limitaciones tienen, en efecto, un alcance muy diferente: la primera no entraña de ningún modo división de la soberanía; la segunda, por el contrario, se analiza en una división que sería la negación de la soberanía. Si un propietario cede a un tercero la mitad territorial de su herencia, el derecho de propiedad que conserva sobre la mitad no cedida sigue siendo un derecho de propie 95
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Que ya se criticó antes (pp. 89 ss.), Esmein se refiere, y designa aquí bajo el nombre de soberanía, no ya a una potestad que tenga verdaderamente el carácter de summa potestus, sino simplemente a la potestad de Estado, sea o no soberana.
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50-51] POTESTAD DEL ESTADO 143 dad absoluta; pero si cede, de dicha herencia, algunos- de los derechos jurídicos comprendidos en su derecho de propiedad, ésta deja de ser una plena propiedad, puesto que ya no es el derecho absoluto de potestad sobre la herencia. Del mismo modo, la soberanía se conserva íntegra aunque se restrinja a una determinada superficie de suelo; pero dividida entre varios Estados sobre ese mismo suelo, ya no es soberanía. No es posible, pues, admitir en el Estado federal un repartimiento de la soberanía, ni tampoco la concurrencia de dos soberanías distintas. Tampoco es exacto decir, como lo han hecho de Tocqueville y Waitz, que eí Estado federal y el Estado miembro, dentro de los límites de sus atribuciones respectivas, son Estados iguales e independientes el uno respecto del otro. En todo caso, esta igualdad y esta independencia no podrían ser absolutas. En efecto —dice Laband (loe. cit., vol. i, pp. 110-111)—, por claramente delimitadas que estén las respectivas competencias, puede suscitarse una duda sobre la extensión de las atribuciones bien sea del Estado federal o bien del Estado particular. ¿Cuál de los dos Estados decidirá la duda? Además, y de una manera general, ¿quién está capacitado para reglamentar y delimitar las competencias? Claro está que aquel de ambos Estados clel cual dependa esa reglamentación domina al otro Estado. Ahora bien, según las Constituciones federales vigentes, este poder superior de determinación de competencias pertenece al Estado federal sobre los Estados particulares, mientras que el Estado particular nada puede a este respecto sobre el Estado federal. Luego el Estado federal tiene la soberanía y la tiene por entero. Al Estado particular le falta totalmente. 51. Se acaba de ver que la soberanía propiamente dicha no es susceptible de división. Pero los autores que hablan de soberanía compartida entienden a veces a la soberanía en un segundo sentido. A lo que se refieren, bajo ese nombre, es a la potestad estatal misma, que consideran como el contenido de la soberanía. Y entonces la cuestión de la divisibilidad de la soberanía se reduce en realidad a la de la divisibilidad de la potestad de Estado. Es evidentemente en este sentido que la Constitución de 1791, tit. ni, preámbulo, art. 1", declaraba que "la soberanía es una, indivisible". La indivisibilidad afirmada por ese texto es la de la potestad nacional. El final del texto lo demuestra, pues de que la "soberanía" pertenece indivisiblemente a la nación, deduce que "ninguna sección del pueblo, ni ningún individuo puede atribuirse su ejercicio". Ahora bien, no puede haber caso de ejercicio de la soberanía más que si ésta ge identifica con la potestad pública. La misma confusión ha sido la causa de que se forme la teoría del Estado semisoberano. Esta teoría parece desde el principio totalmente
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144 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [51 irracional. La expresión "semi-soberanía" está formada por términos contradictorios, pues la soberanía, como plenitud suprema de potestad independiente, no puede concebirse parcialmente. En realidad, el concepto del Estado semi-soberano tiene por base la consideración de que ciertos Estados, sin dejar de depender de un Estado superior, poseen en grado más o menos amplio derechos de potestad pública, derechos de legislación, de jurisdicción y otros, que constituyen para el Estado que es sujeto de ellos una potestad análoga a la del Estado soberano. Se ha llegado como consecuencia a reconocer a dichos Estados dependientes la posesión de la soberanía. De ahí un doble concepto de la soberanía: la calificación de soberano se aplica primero al Estado independiente de toda potestad superior: esto es la soberanía perfecta y plena. Pero se califica también de soberano al Estado que posee los atributos de la potestad estatal, a pesar de que dependa de otro Estado, y como para marcar la diferencia que existe entre este Estado y aquél que es totalmente independiente, se le llama semisoberano (Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 51 ss., 57-58). Toda esta teoría tiene el defecto de fundarse en una confusión entre la soberanía y la potestad estatal. Pero además es errónea en el fondo, pues si la soberanía propiamente dicha es incompartible, la potestad estatal misma no puede tampoco existir divisiblemente. Lo que, en el Estado federal en particular, ha inspirado a ciertos autores la idea de una división de la potestad estatal, es el hecho, por cierto incontestable, de que se produce entre él y los Estados confederados un reparto de atribuciones, por cuanto la Constitución coloca cierlos objetos dentro de la competencia federal, mientras otros asuntos permanecen a cargo de los Estados confederados. De este reparto de atribuciones y de competencias se deduce la división de la potestad estatal. Pero la limitación de la potestad estatal en cuanto a los objetos sobre los cuales puede ejercerse no implica de ningún modo una división de esta potestad en sí. Como lo hace observar Jellinek (L'État móderné, ed. francesa, vol. n, pp. 166-167), la potestad de Estado puede ser completa y entera, aunque la actividad del Estado al cual pertenece sólo se ejerza en una esfera restringida. Por ejemplo, si se compara el Estado moderno con el Estado de los tiempos pasados, se observa que este último no administraba por sí mismo algunos servicios que hoy se han convertido en públicos, como la enseñanza. ¿Podría decirse por esto que en aquella época el Estado no poseía sino una parte de la potestad pública? La verdad es que el Estado posee una potestad completa desde que retiene integralmente las diversas funciones del poder, de manera que pueda ejercer por sí mismo una dominación perfecta, sea cual fuere, por otra parte, la extensión de los asuntos a los cuales se aplique dicha dominación. En otros términos, hay plenitud de
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51-52] POTESTAD DEL ESTADO 145 potestad estatal por el solo hecho de que el Estado tiene, sobre los objetos que entran en su competencia, poder legislativo, poder gubernamental y administrativo y poder judicial. Si uno solo de estos tres poderes existiera en provecho de una colectividad, entonces sería exacto decir que dicha colectividad no poseía sino un fragmento de potestad estatal, o mejor dicho que esta colectividad, al no tener sino una potestad parcial de dominación, no tiene la potestad de Estado, y por ello mismo no sería un Estado. La potestad de Estado aparece así como indivisible. En el Estado federal no está fragmentada. Si el Estado particular no es soberano, al menos se halla investido de una potestad estatal integral. Evidentemente hay reparto de competencias entre él y el Estado federal, pero lo decisivo es que cada uno de esos Estados posee, para el ejercicio de su respectiva competencia, todos los atributos de la potestad estatal y también todos los órganos, legislativos, gubernamentales o administrativos y judiciales, necesarios para el ejercicio de esta potestad. 52. d) Para evitar las críticas que acaban de ser hechas contra la idea de una posible división de la soberanía y para mantener sin embargo el carácter a la vez estatal y soberano tanto de los Estados confederados como del Estado federal, una última doctrina ha sido propuesta por Hanel (Studien, vol. i, pp. 63 ss.; Deutsches Staatsrecht, vol. i, pp. 200 ss.) y desarrollada por Gierke (Schmollcr's Jahrbuch, vol. vn, pp. 1157 ss.; cf. Bornhak, Allg. Staatslehre, pp. 246 ss.). Según la construcción establecida por estos autores, el Estado federal consistirá en la comunidad orgánica formada por una parte por los Estados particulares y por otra parte por el Estado central mismo, convirtiéndose este Estado central y esos Estados particulares, entre todos y por efecto de su coordinación constitucional, en el sujeto, no único, sino plural, de la soberanía, la cual, según los referidos autores, pertenece así en común al Estado central y al Estado particular, sin hallarse dividida entre ellos.38 Esta teoría parece a primera vista conforme con el hecho de que en el Estado federal la voluntad federal no puede formarse más que por el concurso de los órganos especiales del Estado central por una parte y de los Estados 96
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Según Hanel (Studien, vol.-i, p. 63), "ni el Estado particular ni el Estado central son en realidad Estados. Solamente son colectividades organizadas y que actúan a manera de Estados. El único Estado verdadero es el Estado federal, considerado como totalidad del Estado central y de los Estados particulares". Según Gierke (loe. cit., vol. vil, p. 1.168), por el contrario, "la comunidad orgánica formada por la reunión del Estado central y los Estados particulares no constituye una nueva personalidad estatal por encima de los Estados que la componen". No solamente no constituye un nuevo Estado, sino que ni siquiera es una persona jurídica, pues Gierke declara (eod. loe.) que en la comunidad formada por la reunión del Estado federal con los Estados particulares —comunidad que se convierte en el sujeto de la potestad estatal federal— no se debe ver a una personalidad única, sino a una pluralidad de personas colectivas, o sea al Estado central y a los Estados particulares.
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146 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [52 particulares por la otra. Pero la doctrina de Hánel y Gíerke tiene el defecto de dar al Estado federal una construcción tripartita, cuyos elementos son, según dichos autores, los Estados particulares, el Estado central y finalmente la comunidad de éste y aquéllos, cuando en realidad no hay en el Estado federal más que dos clases de organismos estatales: los Estados particulares y el Estado central. Además, esta doctrina ha suscitado, desde un doble punto de vista, las objeciones siguientes: Unos, como Le Fur y Laband, han hecho observar que Gierke, al querer evitar que se le reproche dividir la soberanía, incurre en una falta mucho más grave, que es la de destruir la unidad estatal misma, pues en su construcción la comunidad, que es el sujeto de la soberanía, ya no es una persona estatal única, sino que consiste en una pluralidad de Estados, pluralidad que ni es una persona, ni es un Estado. Y al destruir así la unidad del Estado federal, Gierke destruye al mismo tiempo la unidad de la soberanía que por su construcción pretendía mantener. La unidad o indivisibilidad de la soberanía, en efecto, está ligada a la del Estado mismo. Fraccionar el Estado federal en una pluralidad de sujetos es establecer fatalmente el fraccionamiento correlativo de la soberanía entre dichos múltiples sujetos. Es, pues, dividir la soberanía en vez de mantener su unidad.34 97
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El error fundamental de la teoría de Gierke es el de haber confundido, en esta materia, dos conceptos que es de esencial importancia distinguir: el del Estado soberano y el del órgano que actúa por dicho Estado. Del hecho de que. los Estados particulares concurren a la formación de la voluntad soberana del Estado federal, Gierke deduce erróneamente que participan do la substancia misma de la soberanía federal, y que por lo tanto ésta tiene por sujeto plural al Estado central junto con los Estados particulares. Pero, en realidad, los Estados confederados no participan en la soberanía federal más que en calidad de órganos del Estado federal, llamados a desempeñar este papel orgánico por la misma Constitución de dicho Estado; su situación en este aspecto es idéntica a la de los ciudadanos que, en una democracia directa, participan en la potestad de Estado; así como en las democracias esta participación no convierte a los ciudadanos en sujetos de la soberanía estatal, tampoco en el Estado federal el hecho de que los Estados miembros tomen parte en la potestad soberana significa de ningún modo que ellos mismos sean soberanos. Esta errónea confusión de Gierke se manifiesta igualmente en lo que concierne a la pretendida "comunidad orgánica" que dicho autor cree hallar entre el Estado federal y los Estados particulares. Como lo observa Le Fur (up. cit., pp. 659, 665), bajo el nombre de Estado central (Gcsamtstaat) Gierke se refiere en realidad a los órganos centrales del Estado federal, o sea a los órganos federales distintos de los Estados particulares. Ahora bien, la existencia cié esos órganos especiales no implica de ninguna manera que exista en el Estado federal, además de los Estados particulares, un Estado central correspondiente a dichos órganos especiales y que fuera diferente del Estado federal mismo. Los órganos en cuestión son pura y simplemente órganos del Estado federal. Sólo existen, pues, como Estados verdaderos, el Estado federal y los Estados particulares. La construcción tripartita que consiste en intercalar entre éstos y aquél un Estado central o Gesamtstaat, no tiene fundamento. En definitiva, sólo el Estado federal es soberano; no existe comunidad de potestad sobe]
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52 POTESTAD DEL ESTADO 147 Otros autores, como Rehm, Laband, Jellinek, alegan contra Hanel, especialmente, que su teoría, a pesar de cuantos esfuerzos hace para distinguir el Estado federal de los Estados unitarios, llega en definitiva a la conclusión de que el primero sólo es un Estado unitario. La teoría de Hanel recuerda en ciertos aspectos la de numerosos autores americanos (ver sobre este punto Rehm, op. cit., pp. 121 ss,) que, apoyándose especialmente sobre el hecho de que el preámbulo de la Constitución federal de los Estados Unidos presenta al pueblo enlero como fundador de esta Constitución y por lo tanto como el sujeto primario de la potestad soberana, construyen el Estado norteamericano de la manera siguiente: El pueblo, dicen, tiene en ese Estado una doble organización. Se halla organizado en una Unión, y también en Estados particulares, y bajo este aspecto parece constituir, pues, no ya un Estado unitario, sino una dualidad de Estados (cf. pp. HOilll, supra). Pero, bajo otro aspecto, estos autores restablecen la unidad estatal del pueblo norteamericano, pues según sus doctrinas, por una parte los órganos centrales de la Unión, así como los Estados particulares como órganos de la Unión, dependen igualmente del pueblo que los ha creado; y por otra parte estas dos clases de Estados ejercen no ya soberanías distintas ni menos partes diferentes de soberanía, sino una soberanía única, que es la del pueblo. En realidad, esta doctrina reduce el Estado federal a un Estado unitario, pues un solo y mismo pueblo, aunque estuviese organizado en forma dualista y su potestad soberana tuviera que ejercerse mediante el concurso y la coordinación de órganos centrales y órganos locales, no puede jamás constituir sino un solo y mismo Estado.85 La doctrina de Hanel lleva a la misma conclusión. Al presentar a los Estados particulares como simples partes constitutivas del Estado federal y al decir que los Estados particulares no tienen carácter estatal más que por su coordinación con el Estado federal y por su participación en su potestad, y al añadir finalmente que sólo éste, como totalidad del Estado central y de los Estados particulares, es un Estado verdadero, Hanel funda por lo tanto la idea de que el Estado federal no es, en verdad, sino una clase especial de Estado unitario: es un Estado unitario organizado federativamente. Porque Hanel excluye
rana entre él y los Estados particulares; éstos sólo tienen participación en dicha potestad como órganos. Por lo demás, si se admitiera inie los Estados particulares participan en la potestad federal soberana no solamente como órganos del Estado federal sino como sujetos comunes de la soberanía federal, se haría imposible caracterizar al Estado federal como Estado soberano, porque en dicho caso ya la soberanía no le correspondería de una manera exclusiva; resulta contrario a la esencia misma de la soberanía el que, sobre el territorio federal, pueda residir en común, a la vez, en el Estado federal y en los Estados particulares. 35 Es también lo que sostiene O. Mayer (Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. IV, p. 365), que admite para Estados Unidos y Suiza una organización análoga a la indicada anteriormente.
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148 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [52 precisamente de su definición del Estado federal al elemento esencial que permite distinguir este Estado del Estado unitario. Este elemento es el siguiente: el Estado federal tiene como miembros confederados a las colectividades que, pr sí mismas e independientemente de su coordinación con el Estado federal, son Estados, y es por su misma condición de Estados por lo que estas colectividades tienen parte en la potestad federal 3C (ver contra la teoría de Hanel y de Gierke: Le Fur, op. cit., pp. 488-489, 651-673; Borel, op. cit., pp. 161 ss.; Duguit, L'État, vol. n, pp. 686 ss.; Laband, loe. cit., vol. I, PP- 138 ss.; Rehm, op. cit., pp. 120 ss.; Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 166 y 2If ed. alemana, p. 751, texto y n. 1; G. Meyer, op. cit., 60ed., p. 45, n. 6).37 En resumen, se deduce del examen de los diversos sistemas que acaban de exponerse que en el concepto tradicional que ve en la soberanía el 98
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Las observaciones antes presentadas respecto a la doctrina de Hanel confirman este concepto ya expuesto (pp. 126-127, supra), o sea que la participación de los Estados particulares en la potestad federal no basta para constituir una diferencia esencial entre el Estado federal y el Estado unitario. Esta participación, en efecto, deriva jurídicamente de la Constitución federal; por consiguiente, y por cuanto participa en la potestad del Estado federal, así como por cuanto es parte componente que concurre a la formación de un Estado soberano, el Estado particular no se diferencia en nada de la provincia de un Estado unitario, la cual, también, ha podido recibir de la Constitución de dicho Estado competencias o prerrogativas que se salgan del derecho común. La participación de los Estados particulares en la potestatí del Estado federal atestigua debidamente el carácter de dualismo de este Estado desde el punto de vista orgánico, pero no implica en él un dualismo estatal, pues no convierte en Estados a las colectividades participantes. Este dualismo estatal no aparecerá, y por consiguiente el Estado federal no será verdaderamente diferente de un Estado unitario, más que en el caso de que las colectividades miembros se afirmen ellas mismas como Estados. Este es el punto capital de la estructura del Estado federal. Hanel comete el error de desconocer este punto cuando niega que las colectividades confederadas sean Estados por sí mismas. 87 Para despejar la teoría del Estado federal, único soberano con exclusión de los Estados particulares, sólo se han presentado, en las páginas que preceden, argumentos de orden jurídico. En Alemania esta teoría responde, además, a preocupaciones de orden político. Se adapta a la perfección a los designios políticos de los fundadores del Imperio alemán, y en particular a las intenciones de Prusia. Ni la teoría de Calhoun, que reduce el Estado federal a una confederación de Estados soberanos, ni menos las teorías que admiten que la soberanía pertenece a la vez al Estado federal y a los Estados miembros al encontrarse repartida entre éstos y aquél, concuerdan con el objeto mismo de la creación del Imperio, que es el de establecer un centro de dominación superior fuertemente constituido por encima de los Estados particulares. Bien es verdad que éstos llevan cierta participación en el ejercicio de dicha dominación, pero cada uno de ellos, individualmente, y exceptuada Prusia, sólo tienen acción efectiva sobre lo? asuntos del Imperio a condición de colocarse en la mayoría, que constituida bajo la influyente preponderancia del Estado prusiano, decide y estatuye. Y, por consiguiente, sólo funcionan a este respecto en calidad de órganos del Estado federal. Así pues, se ha obtenido el fin buscado: los Estados alemanes, si bien conservan su carácter de Estados para los asuntos que quedan de su competencia, no tienen —fuera de dicha competencia, limitada a asuntos de orden relativamente secundario— parte verdadera en la potestad estatal, y en todo caso en una potestad soberana, sino por el Imperio y en el Imperio.
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52-53] POTESTAD DEL ESTADO 149 criterio del Estado, el Estado federal se reduce necesariamente, bien a una confederación de Estados, bien a un Estado unitario. Esto es realmente lo que constituye hoy el interés del estudio del Estado federal, desde el punto de vista de la teoría general del Estado. El caso del Estado federal es particularmente interesante, porque entraña la cuestión de saber si el criterio del Estado no debe buscarse fuera de la soberanía. Ha llegado el momento de abordar esta cuestión. § 3. EL VERDADERO SIGNO DISTINTIVO DEL ESTADO Y DE SU POTESTAD 53. Son los autores alemanes, sobre todo, los que se han empeñado en la busca del signo distintivo del Estado y cíe su potestad. Razones nacionales les imponían ese cometido: dado, en efecto, que la Constitución alemana de 1871 ha reconocido claramente y ha consagrado el carácter de las colectividades confederadas dentro del Imperio, la ciencia alemana ha tenido que precisar los motivos jurídicos por los cuales estas colectividades conservan su naturaleza de Estados. Los autores alemanes han formulado generalmente el problema en los términos siguientes: ¿Cuál es el criterio que permite distinguir al Estado de las demás colectividades territoriales, como provincia, municipio, colonia, que tienen con personalidad propia sus órganos particulares y su competencia respectiva, y sin embargo sólo constituyen circunscripciones más o menos descentralizadas del Estado del cual dependen? Los autores franceses tratan hoy la cuestión en términos análogos; buscan, como Duguit (L'Etat, vol. u, pp. 754 ss.; Traite, vol. i, pp. 125 ss.), la diferencia que separa a la provincia descentralizada de un Estado unitario, del Estado miembro de un Estado federal. Es lo que se ha llamado la cuestión de distinción entre la descentralización y el federalismo.1 Tanto en un caso como en el otro, aparece la provincia descentralizada y el Estado confederado ejerciendo por sí mismos, la primera de una manera independiente respecto del Estado unitario del cual forma parte, y el segundo de una manera autónoma respecto del Estado federal del cual es miembro, determinados derechos o poderes que en cierto sentido aparecen siendo, para la una y para el otro, derechos propios. Y sin embargo la escuela alemana ha pretendido establecer una diferencia esencial entre las colectividades inferiores que dependen de un Estado unitario —aunque gocen de una amplia facultad de administración, propia— y los Estados parti99
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Este modo de exponer el problema no es enteramente correcto. Se ha visto antes (pp. 126 ss.) que una colectividad federalizada no es necesariamente, sólo por eso, un Estado.
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150 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [53-54 culares comprendidos en un Estado federal. El elemento esencial de esta diferenciación no podía buscarse en la soberanía, puesto que se ha demostrado que el Estado confederado no es más soberano que la provincia descentralizada. Ha habido, pues, que descubrir un criterio del Estado, diferente de la soberanía. Así, en el terreno de la comparación entre la descentralización y el federalismo se encuentra hoy colocada la cuestión de la búsqueda del signo distintivo del Estado. Esta búsqueda, precisamente por ser nueva, suscitó grandes dificultades. Múltiples teorías fueron propuestas. Pueden reducirse a dos grupos principales. 54. Un primer grupo de doctrinas pretende hallar el fundamento de la distinción entre Estado y colectividades territoriales inferiores, no ya en Sos poderes que respectivamente les pertenecen, sino en la diferencia de fines perseguidos por una y otra parte. Esta teoría de los fines ha tenido por principales representantes a Rosin ("Souveranetat, Staat, Gemeinde . . . ", Hirts's Annalen, 1883) y Brie (Theorie der Staateverbindungen). Rosin (loe. cit., p. 291) opone el Estado a la Gemeinde o municipio (ver respecto a la significación de esta palabra Le Fur, op. cit., p. 366 n.) en los términos siguientes: "El municipio es el organismo de la colectividad local; el Estado el organismo de la colectividad nacional". Y lo que diferencia a estas dos colectividades es su fin mismo. "Mientras que el fin del municipio es la satisfacción de las necesidades comunes basadas sobre el hecho de la reunión de los habitantes en un mismo lugar y en las proximidades, el Estado persigue el fin de realizar los intereses nacionales, que son los de la totalidad del pueblo como colectividad natural." Distinción entre fines locales y nacionales: tal sería, pues, el criterio de la noción de Estado. Esta teoría de los fines debe ser rechazada. En primer lugar conviene observar que en principio el jurista no podría referirse exclusivamente al fin de las instituciones jurídicas para definir éstas. Si, en efecto, no hay duda de que las instituciones se hallen en gran parte determinadas por su fin, también es cierto que, a diferencia de otras ciencias, la ciencia del derecho tiene por objeto propio despejar no ya el fin de las instituciones, sino su estructura, sus elementos constitutivos y sus efectos jurídicos. Así es como, en derecho privado, se define la propiedad, no por los fines a cuya realización puede servir, sino por los poderes que encierra. De la misma forma un contrato se define, no por los fines variables a que aspiran los contratantes, sino por su contenido jurídico y por las obligaciones que origina. El mismo método se impone en derecho público. Por eso las consideraciones de fin deben permanecer fuera
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54] POTESTAD DEL ESTADO 151 de la definición jurídica del Estado (Laband, loe. cit., vol. i, p. 117; Le Fur, op. cit., p. 367 n,; Borel, op, cit., p. 90). Por lo demás, la consideración de los fines no podría proporcionar un criterio satisfactorio del Estado. En primer lugar la distinción entre fines locales y nacionales tiene el inconveniente de ser muy vaga en sí. Rosin trata de precisarla relacionando los fines locales con las necesidades nacidas de la reunión de los habitantes en un mismo lugar. Pero hay Estados, como las tres ciudades libres alemanas, que no pueden tener más que fines locales por razón misma de sus exiguas dimensiones. Y por el contrario, existen provincias cuyo territorio es extenso y considerable su población, que, aunque teniendo que proveer a los intereses comunes de una numerosa colectividad, no por ello son Estados. Una segunda objeción contra la teoría de los fines es su incapacidad para explicar el carácter estatal que el mismo Rosin reconoce a las colectividades miembros de un Estado federal. Parece que en este Estado, el Estado central sea el encargado de mirar por los intereses nacionales de la totalidad del pueblo y que los Estados particulares sólo tengan, como las provincias de un Estado unitario, que dar satisfacción a intereses locales. ¿Cómo explicar entonces que los Estados miembros sean sin embargo Estados? Y si eon Estados, ¿cómo explicar que puedan existir en el Estado federal dos clases de intereses nacionales superpuestos? Finalmente, en el terreno de los hechos, se puede objetar a la teoría de los fines nacionales o locales que puede existir una provincia, una colonia, dotada de un poder de self-government, cuya competencia y cuyo cometido sean mucho más amplios que los de ciertos Estados no soberanos, Estados protegidos o Estados miembros de un Estado federal. ¿Cómo aplicar a estas diversas colectividades el criterio propuesto por Rosin? No debe, pues, extrañar que ese criterio haya sido rechazado por numerosos autores (Le Fur, op. cit., pp. 368 ss.; Michoud y de Lapradelle, Revue du droit public, vol. xv, pp. 50 ss.; Polier y de Marans, Théorie des États compases, p. 28; Laband, loe. cit., vol. i, p. 118; G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 7). Estos autores añaden que no existe diferencia esencial entre los cometidos del Estado y los de las colectividades inferiores; la verdad es solamente que, en cuanto a estas últimas, su esfera de acción está determinada por la voluntad del Estado del cual forman parte. La teoría de los fines ha sido recogida por Brie, pero presentada bajo otra forma. Este autor (op. cit., p. 5.) no se detiene ya en la distinción de fines locales o nacionales, pero pretende que el signo característico que distingue al Estado de cualquier otra colectividad es la universalidad de su fin, y deduce de ello, para el Estado, una universalidad correlativa de competencia (cf. B. Schmidt, "Der Staat", Staatsrechtliche Abhandlungen, publicadas por Jellinek y G. Meyer, 1896, pp. 51 ss.).
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152 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [54-55 Rosin había dicho ya en el mismo sentido que hay en el fin del Estado "una totalidad potencial con una particularidad actual": lo que significa que, por más que, de hecho, los fines del Estado se restringieran actualmente a tales o cuales objetos, permanecerían en realidad ilimitados, porque el elemento distintivo del Estado es un poder absoluto de señalarse libremente sus fines. En otros términos, el Estado es dueño de darse a sí mismo su competencia. Pero entonces Laband (loe, cil., vol. i, p. 118 n.; cf. Le Fur, op. cit., p. 3 2) hace observar justamente que la universalidad de fin no es más que una manera nueva de expresar la soberanía del Estado; se confunde con la libre "competencia de la competencia", y así se vuelve a adoptar como criterio del Estado la soberanía, que es lo que pretendía evitar precisamente la teoría de de Brie. Además, esta teoría va directamente en contra de los resultados que busca su autor. Brie quiere demostrar que los Estados no soberanos, y en particular los Estados miembros de un Estado federal, son Estados. Ahora bien, es cierto que en el Estado federal los Estados confederados no son indefinidamente dueños de su competencia; luego la universalidad de competencia, y por consiguiente de fines, les falta. Si esta universalidad fuera la marca distintiva del Estado, no habría, pues, diferencia, a este respecto, entre el Estado miembro y la simple provincia (Le Fur, op. cit., p. 373). Finalmente, es absolutamente contradictorio admitir, como lo hace Brie, que en el Estado federal haya coexistencia de dos fines universales, el del Estado central y el del Estado particular. La idea de que el Estado particular tenga, aunque sólo fuera en germen o en vocación, el derecho de competencia universal, es la negación misma del Estado federal, ya que pertenece a la esencia de este último poder extender indefinidamente su competencia, mientras que sus miembros confederados, por principio, no tienen sino una competencia limitada (G. Meyer, loe. cit., p. 8). 55. Un segundo grupo de teorías busca el criterio del Estado en la naturaleza jurídica de los poderes que le pertenecen y que sólo a él pertenecen. Los dos principales representantes de este grupo son Laband y Jellinek. a) Laband (loe. cit., vol. i, p. 112) parte de la idea de que la soberanía no puede ser el elemento esencial de la definición del Estado. En realidad, esta idea ya había sido emitida antes que él, particularmente por R. v. Mohl en su Enzyklopadie der Staatswissenschaften, § 13, y por G. Mayer, Staafsrechtliche Erorterungen über d. deutsche Reichsverfassung, pp. 3 ss.; pero Laband fue quien por primera vez la precisó y desarrolló debidamente. La soberanía —dice este autor (loe. cit., p. 124) — no es más que una cualidad del poder, y además el concepto de soberanía no es en sí sirio un concepto negativo. Por soberanía se debe entender el carácter supremo de una potestad por encima de la cual no existe ninguna
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POTESTAD DEL ESTADO 153 otra potestad que pueda darle órdenes que la obliguen jurídicamente. Pero esto no expresa nada positivo respecto del contenido de la potestad que se halla revestida de soberanía, ni sobre los derechos que contiene en sí. Este contenido positivo de la potestad de Estado es lo que hay que determinar. A este respecto Laband —invocando la autoridad de v. Gerber (Grtindzüge cines Systems des deutschen Staatsrechts, 3ª ed., pp. 3 ss.)2-— declara que el verdadero signo distintivo del Estado es "el poder de dominar que tiene el Estado", y por consiguiente es en este poder de dominación, y no en la soberanía, en lo que consiste la potestad de Estado. La soberanía les falta a muchos Estados: basta en efecto que un Estado se halle en cualquier aspecto sometido a la voluntad de un Estado extranjero para que deje de ser soberano. Pero no por eso dejará de ser un Estado. Si, a falta del carácter de soberanía, la potestad de que se halla investido presenta los caracteres de una potestad dominadora, es realmente una potestad estatal, y dicho Estado, aunque no sea un Estado soberano, debe ser tenido por un Estado verdadero. Queda por determinar en qué consiste la potestad de dominación, que es la característica del Estado. En la primera edición de su Staatsrecht (vol. I, p. 106), Laband no lo había explicado sino de una manera imperfecta. Había insistido especialmente sobre la idea de que el Estado, a diferencia de las colectividades inferiores, ejerce su dominación en virtud de un derecho propio. Por ello el "derecho propio" aparecía como elemento capital de la potestad de Estado. Ahora bien, este concepto del derecho propio no era muy claro y había suscitado muchas objeciones. ¿Habría de entenderse por derecho propio un derecho del cual el Estado no puede ser despojado? Seguramente esta interpretación no hubiera podido conciliarse con el hecho de que, en el Estado federal, los Estados miembros pueden verse despojados de sus derechos propios por una revisión de la Constitución federal que realice, en detrimento de esos Estados, una extensión de la competencia federal. Por derecho propio entendía Laband otra cosa: entendía un derecho nacido históricamente en la persona del que lo posee, y éste es el caso de la dominación poseída por el Estado, en tanto que los derechos que tienen las colectividades inferiores no son sino derechos posteriores y que derivan de una delegación. Así es como Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 177) alegaba que en el Imperio alemán los derechos de los Estados confederados, aun dependiendo del Imperio en el sentido de que éste puede, por una revisión constitucional, retirárselos, no tienen sin embargo su fuente en la voluntad 100
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Gerber es el fundador de la teoría moderna que caracteriza a la potestad de Estado diciendo que ósta tiene por contenido y por signo distintivo la "dominación" (Herrschen),
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154 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [55 del Imperio y no derivan de su potestad, pues "tienen su fundamento positivo en el hecho histórico de que los Estados particulares son más antiguos que el Imperio, y que eran ya comunidades soberanas antes de que el Imperio fuera fundado". Pero contra esta definición cronológica del derecho propio se ha podido objetar fácilmente que, según esto, los municipios —cuya formación precedió la del Estado— tienen derechos que son históricamente anteriores a los del Estado. El criterio histórico del derecho propio no permitiría distinguir, pues, al Estado del municipio. Por otra parte, y en sentido inverso, el criterio *de Laband no podía explicar el carácter estatal de los Estados miembros en aquellos Estados que, como el Brasil, de unitarios se transformaron en federales. Históricamente, los Estados particulares del Brasil, nacidos en 1891, sólo tienen derechos que les han sido concedidos por el Estado brasileño unitario, convertido, por esta concesión, en federal. Además, la naturaleza jurídica de un derecho no podría —-según el mismo Laband— determinarse por consideraciones históricas, sino únicamente por los elementos jurídicos que constituyen este derecho (ver, para el desarrollo de estas objeciones, Le Fur, op. cit., pp. 378 ss.; Duguit, Traite, vol. i, p. 123; Polier y de Marans, op. cit., p. 22; Rosin, op. cit., Hirth's Annalen, 1883, pp. 279 ss.).3 En vista de las objeciones suscitadas por la teoría del derecho propio, Laband tuvo que modificarla en sus ediciones ulteriores. Sin abandonar el concepto del derecho propio, lo relega al último plano al decir (loe. cit., vol. i, p. 116) que la característica del Estado no es solamente el derecho propio, sino más bien el derecho propio de dominación, es decir, la dominación misma en cuanto se ejerce por derecho propio. Esta nueva fórmula tiene por objeto destacar la dominación como el elemento esencial del Estado. Ahora bien, ¿qué es la dominación? Para definirla, Laband la opone, como ejemplo, a los derechos de crédito que se originan entre los individuos. Estos derechos no implican un poder superior en el acreedor sobre el deudor, pues por una parte tienen su origen en la voluntad del obligado, voluntad que es idéntica a la del acreedor, y por otra parte el acreedor no adquiere, por el hecho de su crédito, ningún poder personal de mando o de coerción sobre el deudor, puesto que no puede, por sus propios medios, obtener el cumplimiento de su derecho, cosa que sólo puede hacer mediante la intervención coers 101
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Se ha hecho observar también que la expresión "derecho propio" no tiene el sentido en el cual la emplea Laband. El derecho propio se opone lógicamente al derecho ajeno. En el momento en que un derecho pertenece, en virtud del orden jurídico vigente, al sujeto que lo ejerce, se convierte para éste en un derecho propio, aunque sea derivado. Por ejemplo, los derechos que posee el municipio en virtud de las leyes del Estado son para él derechos propios (Rosin, loe. cit., pp. 279 ss.; Le Fur, op. cit., p. 397; Duguit, loe. cit.).
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55] POTESTAD DEL ESTADO 155 citiva del Estado. Por el contrario, los derechos de dominación implican esencialmente una superioridad de poder en el sujeto sobre las personas dominadas, en este doble sentido: I9 el dominador saca sus derechos de dominación de su propia potestad, en lo que ya se ve aparecer la idea de que el poder de dominación se funda esencialmente sobre un "derecho propio"; 29 el dominador tiene el poder de obligar a las personas que domina a hacer lo que les mande, y esto también implica un "derecho propio" en la base de esta potestad de dominación. Así definida, la dominación es una propiedad esencial, así como la marca distintiva del Estado. Todo Estado —dice Laband (loe. ciL, vol. i, p. 123)—, hasta el más pequeño, tiene una potestad de dominación, y a la inversa, cualquier otra colectividad territorial —así fuese más grande que puedan serlo muchos Estados — se halla desprovista de dicha potestad. Y en primer término, todo Estado tiene una potestad cuyo contenido es dominación. Esto no significa que la actividad del Estado consista exclusivamente en operaciones que constituyan el ejercicio de su poder dominador, pues junto a sus actos de potestad el Estado realiza numerosos actos de gestión, que podría realizar cualquier colectividad no estatal4 (Laband, Loe. cu., vol. i, p. 120; Jellinek, Cesetz und Verordnung, p. 190 n. y L'État moderne, ed. francesa, vol. I, p, 291; G. Meyer, Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6* ed., p. 13). Pero, al menos, la existencia de derechos de dominación es la condición absoluta del Estado, y es por cierto la única. Un Estado puede perfectamente no ser soberano, porque dependa más o menos de una voluntad superior a la suya; pero una comunidad política no es un Estado más que si posee una esfera de actividad propia en la cual tiene derechos de dominación. Puede ocurrir en realidad que, incluso en esta esfera, el Estado sólo sea dueño de ejercer su dominación bajo la reserva de respetar ciertas prescripciones que le sean impuestas por otro Estado del cual dependa. Sin embargo, su dominación, aun así limitada, sigue siendo un poder propio, por cuanto la toma de sí mismo y no del Estado superior al cual se halla subordinado. Por el contrario, cualquier colectividad que no sea el Estado no tiene derechos propios de dominación. Una provincia, un municipio, y con mayor razón una simple asociación entre particulares, pueden tener el poder de hacer reglamentos, de imponer a sus miembros ciertos mandamientos. Pero una de dos: o son incapaces de obligar a sus miembros a obedecer sus ór102
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Sin embargo, hay que observar que, si los simples actos de gestión de los asuntos o intereses de la nación no constituyen en sí actos de potestad estatal propiamente dicha, hay dominación, a pesar de todo, en la base de esta gestión. No hay más remedio, en efecto, que recurrir a la idea de potestad superior del Estado para explicar que éste pueda avocarse la gestión de los asuntos de la colectividad y determinar por sí mismo la extensión de su competencia de gerente (ver la n. 1 del n" 68, infra).
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156 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [55-56 denes, necesitando, para lograr esta coacción, dirigirse al Estado, y en ese caso es patente que no tienen dominación; o bien el municipio, por ejemplo, podrá por sí mismo mandar ejecutar de manera coercitiva sus mandamientos, pero para eso será necesario que el Estado le transfiera parte de su propia potestad, y en este caso el municipio tendrá realmente un derecho de dominación, pero no lo tendrá en calidad de derecho propio, sino tan sólo en virtud de una delegación del Estado (Laband, loe. cit., vol. i, pp. 121 ss.). Por lo tanto la dominación, a título de derecho propio, sólo puede pertenecer al Estado. 56. b) A la teoría de Laband se le aproxima mucho la de Jellinek. Al principio, en su Lehre der Staatenverbindungen, pp. 41 ss., Jellinek, como Laband, se había inclinado al concepto de derecho propio y había tratado de fijar el alcance de este concepto. Enunció entonces una idea que ha seguido sosteniendo después y que es ésta: la característica del Estado es no verse obligado más que por su propia voluntad (op. cit., p. 34). Cuando, bajo todos aspectos, un Estado no puede ser obligado sino por su propia voluntad, este Estado es soberano. Por el contrario, las colectividades inferiores al Estado, en todas las esferas de su actividad, pueden ser obligadas por una voluntad superior a la suya. Finalmente, entre ambos se halla el Estado no soberano, que en parte es obligado por la voluntad del Estado por el cual se encuentra dominado y que en esto se parece a las colectividades inferiores, pero que, en parte también, no depende más que de su propia voluntad y es, por esto mismo, un Estado (cf. L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 136). Ahora bien, ¿cómo puede reconocerse si una colectividad posee un derecho propio, que implique para ella esta capacidad total o parcial de no obligarse sino en virtud de su propia voluntad? Jellinek (Staatenverbindungen, p. 40 a 44) había sostenido primeramente que el derecho propio de potestad se reconocía por el signo de que el sujeto de esa potestad la ejerce libremente, sin tener que dar cuentas del uso que hace de ella, es decir, fuera de toda intervención. Así pues, las colectividades territoriales que no son Estados, como la provincia, la colonia o el municipio, no solamente están sometidas en principio a las órdenes del Estado del que forman parte, sino que además y aun suponiendo que estén dotadas de un poder de administración propio, siguen estando, por cuanto se refiere al ejercicio de las facultades que pueden pertenecerles especialmente, subordinadas a la intervención superior de dicho Estado. Sólo el Estado es dueño de regirse a sí mismo, de ejercer su potestad, por ejemplo de crear su. orden jurídico por sus leyes, sin intervención ajena. Y Jellinek establecía, pues, esta definición: "Por derecho propio se debe entender un derecho que, jurídicamente, escapa a toda intervención". Tal es el caso, añadía (op. cit., p. 306), del Estado miembro de un Estado federal:
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56-57] POTESTAD DEL ESTADO 157 aunque no soberano, este Estado miembro es realmente un Estado, porque posee, al menos en cierta esfera, esos derechos exentos de intervención. Pero precisamente este caso del Estado miembro proporciona la refutación de la teoría del derecho propio "incontrolable", pues está fuera de duda que, incluso en la esfera que se ha dejado a su libre actividad, el Estado miembro se halla sometido a la intervención superior del Estado federal, y esto por la razón de que es indispensable que el Estado federal pueda verificar si el Estado particular no se ha excedido en su competencia o no ha contravenido a las reglas establecidas por la Constitución y las leyes federales (Laband, loe. cit., vol. I, p. 115; Le Fur, op. cit., pp. 387 ss.; Borel, op. cit., p. 82; Duguit, UÉtat, vol. u, p. 681). 57. c) En sus escritos posteriores, Jellinek abandonó la teoría del derecho incontrolable, pero conservó y profundizó la idea de que el Estado se caracteriza esencialmente por su capacidad de regirse y de regir a sus subditos, en virtud de su propia potestad. Esta idea, que ya había expuesto en Staatenverbindungen, pp. 40 ss., y después afirmó de nuevo en Gesetz und Verordnung, pp. 196 ss., ha sido expuesta por él con importantes desarrollos en su Allgemeine Staatslehre (2* ed., pp. 475 ss.; ed. francesa, vol. H, pp. 147 ss.). La teoría presentada en esta última obra referente al verdadero signo distintivo del Estado considerado en las diferencias que lo separan de las colectividades territoriales inferiores, puede considerarse como la más completa que existe actualmente sobre este asunto. La teoría de Jellinek ofrece con la de Laband el detalle común de que, para distinguir al Estado de las colectividades inferiores, no se refiere a la soberanía. El concepto del Estado soberano, dice Jellinek (UÉtat moderne, ed. francesa, vol. II, p. 144), sólo tiene un valor histórico. La soberanía pudo en otro tiempo considerarse como elemento esencial del Estado, pero esto no puede ocurrir hoy día. Por lo demás, no sí podría definir al Estado ni a su potestad por la soberanía, que no es en realidad sino una cualidad negativa, puesto que consiste esencialmente en independencia. Incluso si se expresa esta independencia bajo una forma positiva, destacando el carácter de supremacía que ella implica para la potestad del Estado soberano, y dando así a la soberanía un valor positivo, no se consigue aún determinar, con esta definición positiva, cuál es el contenido efectivo de la potestad de Estado (loe. cit., p. 141). De hecho, no siendo la soberanía sino una manera de ser y un grado supremo de la potestad estatal, no puede tener un contenido determinado. Cuantos esfuerzos se han hecho para darle ese contenido proceden de la confusión que durante mucho tiempo reinó en la ciencia jurídica entre la soberanía y la potestad de Estado. Se identificaba a esta potestad misma con una cualidad, la soberanía, que dicha potestad presenta a veces, pero
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158 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [57 no siempre. Por razón de esta confusión es por lo que frecuentemente se han hecho depender de la soberanía las prerrogativas que derivan de la potestad estatal, como el poder de legislar, el derecho de justicia, etc. Había en ello un error manifiesto: estos poderes no forman el contenido ni son las consecuencias de la soberanía; para darse cuenta de ello basta observar que estos poderes pertenecen incluso al Estado no soberano. El verdadero atributo común e indispensable a todo Estado no es, pues, la soberanía, sino la "potestad de Estado", cuyo mismo nombre atestigua, por una parte, que no puede pertenecer más que al Estado, pero también, por otra parte, que ningún Estado puede existir sin ella. ¿En qué consiste esta potestad, y cuál es su signo distintivo? Para caracterizarla, Jellinek (loe. cit., pp. 61 ss.) la compara con la potestad de los grupos unificados diferentes del Estado. Toda comunidad o asociación constituida en unidad jurídica tiene cierto poder sobre sus miembros, en el sentido de que puede imponerles ciertas prescripciones y amenazarles con determinadas penas en caso de contravención. Y sin embargo, no tiene sobre ellos un verdadero poder de dominación, puesto que no puede, por sus propias fuerzas, obligarles a ejecutar sus órdenes. Necesita, para obtener esta coacción, dirigirse hacia una potestad superior a sí misma y que disponga de la fuerza coercitiva, o sea hacia el Estado. Esta imperfección de la potestad de los grupos no estatales se manifiesta por ejemplo en las asociaciones, que no tienen más que un simple poder disciplinario sobre sus adherentes. Verdad es que, a pesar de la existencia de este poder, no tienen a sus adherentes bajo su dominación, pues éstos pueden sustraerse a esa potestad disciplinaria retirándose de la asociación, así como la asociación, como recurso supremo contra los miembros recalcitrantes, no tien« más medio propio que la exclusión de los mismos. Muy diferente es la potestad de Estado. Aparece ésta como teniendo por esencia la dominación. Dominar —dice Jellinek (p. 64)— es poder mandar de una manera absoluta y con una potestad de coacción irresistible. Tal es precisamente el carácter del poder que pertenece al Estado. Su dominación es irresistible, particularmente porque quien se halla sometido a ella, no puede sustraerse a sus efectos por ninguna dimisión: aun cuando el individuo declinara su cualidad de nacional o incluso demostrara su condición de extranjero, mientras se encuentre en el territorio del Estado no puede escapar a la potestad dominadora de éste. Esta potestad dominadora, que es común a todos los Estados, no existe por cierto sino en el Estado. La dominación es el criterio por el cual la potestad estatal se distingue de cualquier otra potestad. Cuando se encuentra potestad dominadora en las colectividades regionales o locales que forman parte del Estado, se puede tener por seguro —incluso si ha llegado
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57-58] POTESTAD DEL ESTADO 159 a ser un derecho propio5 para la colectividad, o sea un derecho cuyo ejercicio le pertenece especialmente, como es el caso, por ejemplo, de los municipios cuando se trata del poder de policía municipal o al menos del imperium que sirve para asegurar el ejercicio de este poder (ver infra, n9 65 in fine)— que esta potestad no es para la colectividad de que se trata una potestad originaria, sino una potestad derivada de la del Estado mismo. Así pues, la marca distintiva y la condición de Estado es la existencia en él de una potestad originaria de dominación. La extensión mayor o menor de las atribuciones que se ejercen en virtud de esta potestad es indiferente. Lo esencial es que esta potestad debe fundarse en la voluntad y en la fuerza propias de la colectividad a la cual pertenece: a esta condición se habrá realizado el concepto de Estado (loe. cit., p. 148). Al adoptar este criterio, Jellinck se aproxima al fondo de la teoría sustentada por Laband bajo la forma de la teoría del "derecho propio".6 58. Queda entonces por averiguar en qué casos podrá decirse que nos encontramos ante una potestad originaria de dominación y de coacción, o sea determinar por qué signos se reconoce a un Estado. Sobre este punto, Jellinek ha llevado más lejos que Laband la determinación de los signos exteriores que revelan la potestad estatal. La doctrina de Jellinek se relaciona con una idea primitiva, que ha sido expuesta por G. Meyer (op. cit., 6* ed., p. 9; cf. Rosenberg, "Unterschied zwischen Staat u. Kommunalverband", Archiv für offentl. Recht, vol. xiv, pp. 328 ss.) del siguiente modo: El Estado —dice este autor—• se caracteriza por la facultad que tiene de regular por sí mismo, es decir, por sus propias leyes, su propia organización. Recogiendo este concepto, Jellinek declara a su vez que la potestad propia de dominación estatal se manifiesta por 103
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Con esta observación, Jellinek (loe. cit., p. 65, texto y n. 2) rechaza la idea de que ladominación no pueda existir a título de derecho propio más que en el Estado. Al concepto del derecho propio defendido por Laband y que él mismo había adoptado anteriormente (Staatenverbindungen, pp. 41 ss.), substituye aquella otra —más exacta— de potestad originaria. 6 Entre las doctrinas de estos dos autores subsiste, sin embargo, la diferencia de que Laband se adhiere sobre todo a la idea de que los derechos de las colectividades inferiores al Estado sólo pueden ser derechos derivados, concedidos o delegados; de ahí su teoría del derecho propio; Jellinek por el contrario, no demuestra gran empeño por esta cuestión del derecho propio, pero insiste especialmente sobre el punto de que las colectividades distintas al Estado carecen de fuerza coercitiva originaria para realizar o cumplir sus derechos, propios o no propios; por este motivo, sobre todo, es por lo que les niega potestad de dominación (ver, a este respecto, loe. cit., p. 66, la nota en la que Jellinek declara que, en definitiva, la negación de potestad originaria de dominación en las colectividades se reduce a la idea de que carecen de derecho de Selbsthilfe). En el Estado moderno, en efecto, este derecho sólo lo tiene el Estado, y sólo en virtud de un permiso estatal puede ser ejercido, excepcionalmente, sobre su territorio porcolectividades distintas a dicho Estado.
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160 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [58 la capacidad de auto-organización del Estado. Y desarrolla esta idea del modo siguiente (loe. cít., pp. 147 ss.). La facultad de auto-organización consiste, ante todo, para una colectividad, en el poder de darse a sí misma su Constitución, o sea de determinar por su propia voluntad, bien los órganos que ejercerán su potestad, o bien la extensión y las condiciones de ejercicio de esta potestad. La colectividad territorial que tiene esta facultad de organización propia es un Estado. Por el contrario, si una colectividad ha recibido su Constitución de un Estado que la domina; si no puede modificarla sin la autorización de ese Estado; en una palabra, si su organización no se basa sobre su propia voluntad, sino en las leyes del Estado del cual depende, en este caso ya no es un Estado, sino únicamente un país, una provincia o un municipio, que constituye una simple subdivisión o una dependencia territorial del Estado al cual se halla subordinada. He aquí por qué —dice Jellinek— los Estados miembros del Imperio alemán son realmente Estados, puesto que pueden organizarse por sus propias Constituciones; Constituciones que se fundan en su voluntad propia y que son para ellos leyes propias, y no leyes del Imperio. Asimismo, las Constituciones orgánicas de los cantones suizos y las de los Estados de la Unión norteamericana se fundan especialmente en la voluntad y la potestad de dichos Estados y no en la del Estado federal del cual forman parte. Podríase, sin embargo, oponer a esta teoría algunas objeciones. Podría darse el caso, primeramente, de que la Constitución del Estado federal impusiera a los Estados particulares ciertas limitaciones que restringieran su libertad de organización; es más, podría imponerles directamente ciertas reglas de organización. Se ha visto (p. 129, supra), que las Constituciones federales de Suiza y de Estados Unidos imponen a los Estados miembros la forma republicana. ¿No resultará de esto que el Estado miembro se ve privado de la capacidad de auto-organización y pierde, por lo tanto, la cualidad de Estado? No, pues debe observarse que a pesar de esas limitaciones, que provienen del hecho de que no es soberano, el Estado miembro no deja de conservar el poder de darse a sí mismo su Constitución. Y ésta no es obra del Estado federal, sino que está contenida en las leyes que son propias del Estado confederado; además, las instituciones consagradas por estas leyes dependen de su libre voluntad, hasta donde no le sean dictadas por la Constitución federal. Realmente, el poder de auto-organización del Estado miembro se encuentra limitado, pero no suprimido (Jellinek, loe. cit., pp. 149 ss. Cf. Michoud y de Lapradelle, Revue du droit public, vol. XV, p. 54). Hay más: Jellinek (loe. cit.) observa que el Estado inferior puede haber recibido su Constitución hecha por entero por un Estado superior. Pero no dejará por eso de ser un Estado si esa Constitución, aunque con
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58] POTESTAD DEL ESTADO 161 cedida en su origen, le ha sido otorgada como un estatuto que deba depender de su voluntad misma en el porvenir, de tal modo que pueda por ejemplo modificarla por su propia potestad y sin tener necesidad, para ello, de la intervención o del asentimiento del Estado superior. Por esta última observación se ve que el signo distintivo de la auto-organización debe buscarse menos en el origen primitivo de la Constitución del Estado inferior que en el hecho de que dicho Estado sea actualmente dueño de su Constitución. Pero colocándose en este último punto de vista parece que surge una nueva objeción. ¿Puede decirse; que los Estados miembros de un Estado federal sean dueños de su organización? Indudablemente tienen el poder de modificar, por su sola voluntad, su Constitución particular dentro de los límites que les asigna la obligación de no violar la Constitución. Pero también se sabe que el Estado federal, por su lado., tiene el poder de ampliar por sí mismo e indefinidamente su propia competencia por medio de revisiones a su Constitución. Y esta extensión, que tiene lugar en detrimento de los Estados particulares, puede llegar hasta la destrucción de toda competencia para estos Estados, o sea hasta su desaparición, lo que traería la conversión del Estado federal en Estado unitario. En estas condiciones, parece que el Estado particular no sea muy dueño de su Constitución. Esta queda a la discreción del Estado federal, estando el Estado particular expuesto a que aquél le retire la existencia estatal, sin que pueda oponerse a ello. Realmente esto viene a significar que la Constitución de los Estados miembros sólo subsiste por una pura tolerancia del Estado federal, a título completamente precario; en una palabra, que depende de la voluntad del Estado federal. Sin embargo esta objeción no es tampoco decisiva. Ante todo es conveniente observar que si el Estado federal tiene el poder de reducir indefinidamente la competencia de los Estados miembros, se ve limitado en el uso de esta potestad por la interdicción de retirar a uno de estos Estados derechos que dejaría subsistir en provecho de los demás. Así pues, los autores alemanes que como Laband admiten que el imperio puede hacer desaparecer los Estados particulares, reconocen al menos (loe. cit., vol. i, p. 205) que no podrían suprimir uno de ellos aisladamente sin su consentimiento. Los Estados son, pues, a este respecto, iguales unos a otros; están todos igualmente interesados en las revisiones que puedan significar extensión de la competencia federal. Pero, por otra parte, si la resistencia de un Estado determinado contra esa revisión no podría por sí sola impedirla, no se puede tampoco olvidar que el Estado federal sólo puede llevar a efecto la revisión según ciertos procedimientos, que se imponen a él y que precisan el consentimiento de cierto número de Estados confederados, de manera que éstos, si carecen de la potestad de detener indi
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162 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [58 vidualmente la revisión federal, toman al menos una parte importante en ella y tienen sobre la misma una acción notable. Finalmente, se observa que si el Estado federal domina con su superioridad a los Estados confederados, al menos no puede ejercer sobre ellos su potestad sino siguiendo ciertas reglas y bajo ciertas condiciones limitativas (Laband, loe. cu., pp. 175-176, 205; Michoud y de Lapradelle, loe. cit., p. 53). Y entonces ello nos lleva a admitir a este respecto una idea importante que G. Meyer (op. cit., 6* ed., p. 8) ha expuesto en estos términos: La diferencia entre el Estado miembro y las demás colectividades territoriales consiste en que éstas dependen de un Estado que tiene sobre ellas una potestad jurídicamente no limitada, mientras que el Estado federal sólo tiene sobre el Estado miembro una potestad jurídicamente limitada. En otros términos, el Estado miembro goza de una situación de verdadera independencia frente al Estado federal y posee derechos que pueden ser opuestos a éste, por cuanto en las relaciones de ambos existen reglas jurídicas que limitan la potestad del Estado federal y constituyen la garantía del Estado particular. Entre el Estado federal y los Estados miembros está la Constitución federal, que deja a los últimos cierta esfera dentro de la cual pueden determinar libremente su competencia. Esta constitución, además, no puede cambiarse sino bajo ciertas condiciones precisas y mediante cierto concurso de estos Estados; tal es la limitación jurídica de la potestad federal.7 Por el contrario, en el Estado unitario, el municipio, la provincia, no poseen respecto del Estado esta situación independiente: no solamente carecen de campo propio en el cual puedan determinar su grado su competencia, pues en todos los campos esta competencia proviene de las leyes del Estado del cual dependen, sino que además no tienen ninguna garantía jurídica del mantenimiento de las competencias o derechos, que proceden de hecho de las leyes del Estado; éste tiene el poder incondicionado de retirárselas. Tiene sobre ellas, por lo 104
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No existe contradicción entre esta afirmación y aquella otra antes expuesta (núms. 43 y 44) referente a la soberanía del Estado federal. Los derechos de participación en la revisión federal que tienen los Estados particulares, y las garantías jurídicas que por ello resultan en su provecho, provienen en efecto de la Constitución federal, o sea, en el fondo, de la voluntad del Estado federal mismo. A pesar de haberse limitado así por su propia Constitución, con respecto a sus miembros confederados, el Estado federal no pierde su soberanía, como no la perdería un Estado unitario que hubiera garantizado constitucionalmente a sus ciudadanos tales o cuales derechos políticos o libertades individuales. Sin duda la revisión federal depende de las voluntades particulares de los Estados confederados, o por lo menos de su mayoría, y es para ellos un derecho; pero en el ejercicio de ese derecho actúan como órganos del Estado federal. La potestad constituyente inherente a sus voluntades individuales proviene de que dichas voluntades, en su conjunto colectivo, han sido convertidas por el estatuto federal en •voluntad orgánica del Estado federal mismo.
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58] POTESTAD DEL ESTADO 163 tanto, una potestad jurídicamente ilimitada (cf. Duguit, L'État, vol. H, pp. 756 ss.; Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 239). En resumen, Jellinek considera como criterio del Estado la capacidad de organizarse por sus leyes propias. El Estado miembro tiene esta capacidad. Por el contrario, una colectividad territorial que ha recibido su organización de un Estado superior, no a título de ley propia, sino a título de ley de este Estado, no es un Estado, incluso aunque tuviera un poder de dominación, pues entonces ese poder de dominación no es para ella un poder originario, fundado sobre su propia voluntad. Esto ocurre no solamente con el municipio o la provincia ordinaria, sino también con muchas colectividades respecto de las cuales se han suscitado dudas. La Alsacia-Lorena, que varios autores alemanes (enumerados por Jellinek, loe. cit., p. 153 TI. y por G. Meyer, loe. cit., p. 204, n. 8) califican como Estado, no es un Estado, pues su organización constitucional se funda no ya sobre sus leyes o su potestad propias sino sobre leyes del Imperio. No existe una Constitución alsaciano-lorenesa, sino la ley del 31 de mayo de 1911 que fija ¡a organización del país y que es una pura ley del imperio alemán.8 Lo mismo ocurre con las colonias inglesas, incluso con aquellas que poseen con respecto a la metrópoli la autonomía aparente más amplia y parecen más completamente emancipadas de ella. De hecho estas colonias se han organizado por sí mismas en gran parte; en derecho, sus Constituciones son obra del Parlamento de Inglaterra y están consagradas por un acto legislativo inglés. Véase por ejemplo lo que ocurrió en 1900 con el establecimiento de la Constitución federal australiana (ver, respecto a la génesis de esta Constitución, Moore, Revue du droit public, vols. xi y Xii). Esta Constitución había sido hecho por una Convención compuesta «le diputados elegidos por las diversas colonias australianas, y después fue sometida, por vía de referéndum, a la votación popular y aprobada por el pueblo de Australia. A pesar de esta aprobación sólo existía aún en estado de proyecto. Fue la ley del Parlamento británico de 9 de julio de 1900 la que, al ratificarla, la erigió definitivamente en Constitución de la federación australiana. Por lo tanto, aunque estas colonias sean en realidad casi completamente independientes, el poder de dominación y de organización no reside primitivamente en ellas, sino en el Estado Inglés. De hecho se asemejan singularmente a Estados, y se comprende que Esmein (Éléments, 5'' ed., pp. 8 y 12) se haya dejado llevar a califi105
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El. art. 3 de esta ley especifica que no puede ser abrogada ni modificada sino por una ley imperial. Alsacia-Lorena no tiene, pues, ni autonomía, ni potestad originaria de dominación. Asimismo la ley de 4 de julio de 1879, que regía antes de 1911 la organización y administración del Reichsland, era una ley imperial, cuya modificación dependía de la legislación del Imperio; por ello su art. 2 había sido modificado por una ley imperial de 18 de junio de 1902.
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164 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [58-59 car la federación australiana como "nuevo Estado". Jurídicamente, sin embargo, deben colocarse en la misma categoría que la simple provincia. No son Estados, porque su organización se funda, en último término, no en su propia voluntad, sino en una concesión del Estado del cual dependen» Además, lo que prueba claramente que no son Estados es el hecha de que no posean una forma gubernamental que permita situarlas en una categoría determinada de Estados. A este respecto se reconocerá un Estado en que, incluso si no es soberano, será siempre una república o una monarquía. Ocurre lo propio por ejemplo, con el Estado miembro dentro de un Estado federal: Sajonia, Baviera, Badén son monarquías; Haraburgo, ¡os cantones suizos, los Estados de la Unión Norteamericana son repúblicas. Alsacia-Lorena, como cualquier provincia, no entra en ninguna de estas categorías: su nombre de Reichsland lo demuestra. En cuanto a las federaciones coloniales inglesas, es igualmente notable que no lleven el nombre de reino o de república, sino que han recibido una calificación neutra como la de Dominion para la federación del Canadá y de Commomvealth para la federación australiana, denominaciones que tienen por objeto precisamente indicar que quedan en principio como dependencias del Estado inglés (cf. Esmein, op. cit., p. 12). 59. Una organización autónoma fundada en una voluntad autónoma: tal es, pues, según Jellinek, el primer signo distintivo del Estado, pero no el único. Para que una colectividad constituya un Estado hace falta, además, que reúna dos condiciones que por otra parte no son más que consecuencias de la necesidad del poder -de auto-organización. La primera consiste en que toda comunidad estatal debe poseer un órgano supremo propio, es decir, que no se confunda con el órgano de otro Estado. Lo que hace a un Estado, en efecto, es su organización. Si una comunidad se halla constituida de tal manera que su órgano supremo sea el de un Estado superior a ella, carece de organización autónoma, ya no es, pues, un Estado, sino que se vincula a aquel Estado en el que encuentra su órgano supremo. La identidad de órgano —dice Jellinek (loe. cit., p. 151 )9— implica la identidad de Estado. Así sucede con las colonias inglesas: aunque se hubiese demostrado que poseen la facultad de organizarse por sí mismas en los límites que les señala su Constitución otorgada por la metrópoli, siempre sería cierto que tienen como órgano supremo al rey de Inglaterra, tomado precisamente en tal cualidad, y esta simple razón bastaría para excluir la posibilidad de considerarlas corro Estados. La supremacía de la Corona inglesa es reconocida, por ejemplo, en la Constitución federal australiana (arts. 58 a 60), que reserva al rey el poder legislativo supremo, en cuanto hace depender de su asentimiento 106
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Para el caso de las uniones personales, ver Jellinek, Allg. Staatslekre, 2" ed, p. 478 n.
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59] POTESTAD DEL ESTADO 165 la perfección de las leyes votadas por las dos Cámaras federales de Australia. El gobernador general, que representa al rey, puede negar su .asentimiento a estas leyes o hacer uso del derecho de reservation al ¿asentimiento de la Corona.10 El hecho de que, como consecuencia de esta reserva, la Corona deje transcurrir dos años sin prestar su asentimiento al bilí, le impide convertirse en definitivo. Más aún, durante un año, el rey puede anular la vigencia ulterior de los bilis a los que el gobernador no se hubiese opuesto. El rey es asimismo el supremo órgano judicial de las colonias inglesas con poderes de self-government. De este modo, las resoluciones de la Corte Suprema del Canadá son recurribles ante el rey: y este mismo principio ha sido consagrado por el artículo 74 de la Constitución australiana (Esmein, loe. cit., p. 11). } La segunda consecuencia y condición que proviene de la necesidad «leí poder de auto-organización, es la posesión para toda colectividad que aspire a la cualidad de Estado, de todas aquellas funciones que comprende esencialmente la potestad estatal. Es preciso que posea como propios los poderes de legislación, de administración y de justicia. En efecto, una comunidad que no ejerciera por sí misma, por sus propios órganos, alguna de las tres funciones de la potestad de Estado, teniendo que dejar que un Estado superior ejerciera por su cuenta dicha función, ya no tendría un poder completo de auto-organización, y entonces no se podría ya decir que está organizada en virtud de su propia potestad. Indudablemente el Estado no soberano, en particular el Estado miembro de un Estado federal menos, en cuanto a los objetos que caen dentro de su competencia, aparece como Estado, porque posee y ejerce por sus propios órganos todos ral,11 no puede ejercer su potestad dominadora más que en una restringida esfera de atribuciones: hay competencias que no le pertenecen. Pero los poderes del Estado. El campo de acción de su potestad es limitado, pero dicha potestad misma es completa. 107
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Hay en esto más que un simple veto: reduciéndose el veto a la pura facultad de impedir, no implicaría que el monarca inglés posea verdaderamente la potestad legislativa en lo que se refiere a los asuntos de la legislación australiana (cf. n" 136, infra). Lo que los arts. 58 y siguientes de la Constitución de la confederación de Australia exigen para la perfección de las leyes australianas es el asentimiento del rey de Inglaterra; subordinan, pues, la confección de (dichas leyes a su sanción propiamente dicha, y con esto lo transforman en el órgano legislativo supremo de la confederación. 11 Por lo menos, el Estado confederado sólo puede ejercer su potestad legislativa en una esfera restringida, es decir, para aquellas materias que no han sido reservadas a la competencia federal. Por el contrario, es propio del Estado federal, incluso para aquellos objetos que dependen de la competencia federal, ejercer la potestad administrativa y la potestad jurisdiccional por medio de sus propias autoridades administrativas o judiciales. Pero se ha visto (pp. 106 s . 6 y p. 125, n, 23) que para los objetos de esa especie, la actividad particular de esas autoridades se ejerce por cuenta del Estado federal, que en ese caso utiliza en su provecho la potestad dominadora respectiva y los propios órganos de los Estados confederados.
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166 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [56 En esto precisamente es indivisible la potestad de Estado (ver n* 51, su-pra). Su campo de aplicación puede ser restringido, por cuanto la actividad de ciertos Estados no puede ejercerse más que en cierta esfera determinada; pero en el interior de esta esfera su potestad entraña necesariamente el goce integral de todos los poderes estatales, pues si no ya no sería una potestad de Estado ni sería característica de un Estado. Se deduce de aquí que todo Estado debe tener ante todo la potestad de hacer sus leyes en los asuntos de su competencia y en particular en el funcionamiento de su misma potestad.12 Si una colectividad tiene que recibir de 108
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Recíprocamente, el hecho de que mía comunidad territorial posea la potestad legislativa basta para revelar que es un Estado. La legislación es una función específica del Estado:, tas comunidades territoriales distintas del Estado podrán ejercer poderes de administración, sea una actividad subordinada a las leyes, pero no pueden tener la potestad inicial de legislar (ver n' 66, infra). Ahora bien, existen países como Alsacia-Lorena, las colonias inglesas deself- govcrnment, los reinos y Lander austríacos, que poseen órganos legislativos propios, Parlamentos o Landtage, que cooperan a la confección de sus leyes particulares. Indudablemente,., esos países no hacen completamente sus leyes por sí mismos, pues si poseyeran integralmente la potestad legislativa serían totalmente Estados. Pero, por medio de sus órganos legislativos., participan más o menos en dicha potestad, y por consiguiente existe en ellos potestad de Estado, así como sus Parlamentos o Lanrltage tienen carácter de órganos estatales. Jellinek ("Ueber Staatsfragmenle", Heidelberger Fnstgabe, 1896, y UÉiut moderna, ed. francesa, vol. n, pp. 372 ss.) ve en esto una especie particular de descentralización, la descentralización por países; y por tener dichos países una organización rudimentaria de Estados deduce, no sin cierta razón. que forman una categoría intermedia entre la simple provincia y el Estado verdadero. Para caracterizar esos países les da el nombre de fragmentos de. Estado. (Esta teoría de los fragmento?: de Estado ha sido aceptada por G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 32-33, 475-476; la combaten Michoud y de Lapradelle, loe. cit., pp. 77 ss.; Duguit, L'ÉtM, vol. n, pp. 669 ss., y en parte Rehm, Allg. Staastlehre, pp. 169 ss.). Realmente, en un Estado formado por una reunión de países, como por ejemplo Austria (Ldnderstaut), el "país" no podría reducirse a una simple provincia, como por ejemplo la provincia belga o prusiana, y asimismo los Landtage de dichos "países" resnltnn completamente diferentes de los Landtage provinciales prusianos, pueír éstos sólo ejercen poderes de administración bajo el imperio de las leyes mientras que aquéllos concurren a la creación de la ley (cf. Laband, op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 610). Sin embargo, es importante observar que la organización legislativa de esos "países" no se funda: exclusivamente sobre su propia potestad, sino que deriva de un estatuto que les ha sido concedido por el Estado central del cual son elementos componentes. Bajo este aspecto hay que.reconocer que los países dotados de una participación en la función legislativa, a pesar de las diferencias que los separan de la provincia común, deben de clasificarse con ésta, en definitiva., en la categoría general de las colectividades no estatales (cf. Le Fur, op. cit.. p. 314). Conviene sin embargo separar el caso —señalado por Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. u, p. 383)— en que el estatuto local que reconoce a un "país" semejante participación en la potestad legislativa no puede ser modificado por el Estado central sin el concurso y el asentimiento de los órganos legislativos propios del país al que dicho estatuto pertenece. En este caso no solamente hay que convenir en que el país así organizado participa en funciones —la: legislativa y la constituyente que son esencialmente funciones de Estado, sino que además. el punto capital que debe observarse es que semejantes países tienen, respecto del Estado central del que dependen, derechos independientes y oponibles a dicho Estado, mientras que el
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59] POTESTAD DEL ESTADO 167 un Estado superior las leyes referentes a sus propios asuntos, deja de ser en sí misma un Estado. Ejemplo de ello es Alsacia-Lorena. En primer lugar, como los Estados alemanes, se halla sometida a las leyes del Imperio respecto a aquellas materias que, en toda la extensión del Imperio, dependen de la competencia federal. Además, para las materias que no entran en la competencia general del Imperio y que dan lugar a una legislación especial en cada uno de los Estados alemanes, Alsacia-Lorena difiere de éstos en que no puede dictar por sí misma las leyes que la conciernen particularmente; por lo menos no puede dictarlas por sí sola, sino que, hasta en lo que concierne a esta legislación especial e interior, la potestad legislativa de Alsacia-Lorena pertenece, por lo menos en última instancia, al Imperio mismo.13 En segundo lugar, el poder de auto-orga109
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estatuto que les ha sido concedido y la potestad que en su provecho resulta del mismo no pueden serles retirados sin su consentimiento. Es evidente que esos países no son dueños de modificar su Constitución por su sola voluntad, pues cualquier modificación de ese género exige un acto de potestad del Estado que los domina. Carecen, pues, del poder de auto-organización, y por ese motivo difieren esencialmente del Estado miembro de un Estado federa], y no puede considerárseles como Estados. Existe en este caso una unidad estatal que tiene mayor fuerza que en el caso del Estado federal, donde las colectividades confederadas conservan la facultad de organizarse exclusivamente por su propia voluntad. Pero, al menos, dichos países tienen un derecho a la conservación de su Constitución actual que no puede serles suprimido, y poseen con esto una garantía especial de orden jurídico contra el Estado central. La consecuencia esencial que resulta de esta situación es que el Estado central sólo tiene sobre ellos una potestad jurídica limitada (ver pp. 161-162, supra). Por ello se diferencian —ahora esencialmente— de la provincia, cuyos derechos de potestad, sean los que fueren, son jurídicamente revocables (Michoud y de Lapradelle, loe. cit., p. 79; Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. i, pp. 239-240). Ya que no son verdaderos Estados, hay que convenir, pues, en que forman una categoría intermedia entre la provincia y el Estado. 13 La situación de Alsacia-Lorena, en este aspecto, no ha sido modificada por la pretendida "Constitución" que le fue concedida por la ley imperial de 31 de mayo de 1911. Desde antes de 1911, Alsacia-Lorena tenía una asamblea electiva, el Landesausschuss o Delegación del país, cuyo cometido era muy diferente del de una simple asamblea provincial, puesto que éstas sólo se ocupan de asuntos administrativos, mientras que el Landesausschuss había sido asociado, por la ley imperial de 2 de mayo de 1877, a la confección de las leyes concernientes particularmente al Rcichsland, y hasta poseía la iniciativa legislativa en virtud de la ley imperial de 4 de julio de 1879 (art. 21). Sin embargo —y sin llegar hasta adoptar la doctrina de Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 611), que al caracterizar al Landesausschuss como "órgano del Imperio", desconocía que dicha asamblea era, ante todo, un órgano del paísque lo nombraba (Jellinck, loe., cit., vol. n, pp. 380-381)—, es cierto que Alsacia-Lorena nótenla, en lo que se refiere a sus asuntos especiales, un poder de legislación propio, distinto del riel Imperio. En efecto, según la vía legislativa ordinaria y principal instituida por la citada ley de 1877, las leyes para Alsacia-Lorena, deliberadas y consentidas por el Landesausschuss» tenían que ser sometidas después a la aprobación del Bundesrat, y luego sancionadas por el Emperador, el cual por esa sanción había de perfeccionar la ley, en lo que aparecía como órgano legislativo supremo para el Reichsland. El Bundesrat mismo, comparado con el Landesausschuss, desempeñaba ya, en esta tramitación de la legislación alsaciano-lorenesa, el papel de
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168 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [59-60 nización implica que, en la misma medida en que pueda legislar, pueda también el Estado administrarse y aplicar la justicia. Si no ocurriese así, ya no se pertenecería a sí mismo ni sería capaz de desempeñar ningún cometido de su grado. 60. El Estado miembro de un Estado federal, al tener competencia en su propia legislación, su administración y su justicia, tiene todas las 110
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una autoridad superior encargada de perfeccionar y sancionar. El art. 1' de la ley de 2 de mayo de 1877 señalaba suficientemente éste último punto por los términos especiales de que se servía para calificar comparativamente los cometidos respectivos atribuidos en esta labor al Bundesrat y al Landesausschuss; luego, en resumen, en el caso de emplearse esa primera vía, la legislación alsaciano-lorcnesa dependía esencialmente de la voluntad y de la potestad del Imperio y de sus órganos. Y también dependía del Imperio por el segundo motivo de que, junto a la vía legislativa principal que acaba de indicarse, la ley de 2 de mayo de 1877 (art. 2) había dejado subsistir, a título de vía subsidiaria, la vía legislativa anteriormente aplicada en f'í Reichsland, que no era sino la que se hallaba en vigor para la legislación del Imperio mismo. Y en caso de emplearse esta segunda vía, el Landesausschuss no tenía ya por qué intervenir en modo alguno: el Reichstag y el Bundesrat eran entonces, ellos solos, los órganos legislativos para AlsaciaLorena. De este doble mecanismo legislativo se deduce que el Imperio era, en definitiva, el dueño de la legislación aplicable en Alsacia-Lorena, tanto en lo que se refería a la legislación especial e interior de dicho país como en lo concerniente a la competencia que ejercía el Imperio sobre todo el territorio federal. La ley de 31 de mayo de 1911 vino a transformar esta organización legislativa en dos puntos principales. Por una parte, abrogó la vía subsidiaria, excluyendo así la competencia del Reichstag en la labor de la legislación alsaciano-lorenesa. Por otra parte, excluyó la intervención del Bundesrat en dicha labor. En los términos de su art. 2, § 5, las leyes propias de Alsacia-Lorena son deliberadas y adoptadas actualmente por las dos Cámaras que componen el Landtag alsaciano-lorenés, que se substituyen en este aspecto al Landesausschuss y al Bundesrat. Este Landtag es un órgano propio del país, solamente que no tiene el poder de adopción definitiva. Según el art. 2, § 5, antes citado, la adopción última o sanción sigue, como antes, reservada al emperador, que actúa en esto como órgano del Imperio encargado de ejercer en Alsacia-Lorena el poder imperial, que pertenece a la colectividad de Estados alemanes confederados. Así pues —incluso si se admite que el Landtag no sólo se limita al trabajo de fijar el contenido de la ley, sino que concurre también al mandato que reviste a este contenido de fuerza legislativa (ver n° 134, infra)—, resulta siempre que Alsacia-Lorena carece de potestad legislativa propia, ya que no tiene, como tienen los Estados alemanes, el poder de perfeccionar sus leyes internas por medio de sus propios órganos legislativos. Desde 1911, así como antes de dicha fecha, puede decirse realmente que en verdad no existen leyes alsaciano-lorcnesas, en el sentido en que existen leyes prusianas, sajonas o hadesas; éstas son obra exclusiva de los órganos legisladores de los Estados confederados a los cuales están detinadas, mientras que las leyes para Alsacia-Lorena son, por •encima de todo, obra del Imperio, que actúa por uno de sus órganos principales: el emperador {Laband, loe, cit., vol. u, pp. 610, 648 ss.,' G. Meyer, loe. cit., pp. 204, 608 ssj. En estas condiciones, Alsacia-Lorena no es un Estado (Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 153; Laband, loe. cit., "vol. H, pp. 567 ss.; G. Meyer, loe. cit., pp. 204, 475). Existen por cierto otras muchas razones. Igualmente decisivas, para negarle la cualidad de Estado; se encuentran expuestas especialmente por Laband, Staatsrecht des deutschen Reiches, 5ª ed., vol. 11, pp. 232 ss. (Ver también Heitz, Le droit constitutionnel de l'Alsace-Lorraine, pp. 392 ss. y mi estudio sobre "La condition juridique de l'Alsace-Lorraine dans l'Empire allemand", Revue du droit public, 1914, pp. 14 ss.)
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60] POTESTAD DEL ESTADO 169 funciones de la potestad estatal, por lo que debe calificársele de Estado. Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 152) caracteriza la situación del Estado miembro, en este aspecto, diciendo que posee la "autonomía". Es necesario, en efecto, guardarse muy bien de hablar aquí de self-government o de descentralización administrativa (Selbstverwaltung).14 Estos dos conceptos, "Selbstverwaltung" y autonomía, son completamente diferentes. Como dice Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 173 re.), la propia palabra Selbstverwaltung despierta la idea de que la colectividad que se administra por sí misma está subordinada a una colectividad superior, que hubiera podido administrarla por sus propios medios. En otros términos, la Selbstvenvaltung es una facultad de administración que se funda, no ya en la potestad propia de la colectividad inferior que la ejerce, sino en una concesión que emana de la colectividad superior que autoriza su ejercicio. Esta definición concuerda perfectamente con la situación de la provincia o del municipio, dotados con poderes de administración propia. Por el contrario, no puede convenirle al Estado miem111
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La palabra Selbstverwaltung es a la vez más expresiva y más exacta que la de "descentralización" (Michoud, Théorie de la personnalité monde, vol. i, p. 310 n.). En efecto, con el nombre de descentralización los autores franceses se refieren en realidad al régimen en el cual la colectividad regional o local llamada descentralizada administra sus asuntos no ya por agentes nombrados por la autoridad central, sino por sus propios órganos, o sea por agentes nombrados por ella misma. Por eso Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 64; 8" ed., p. 143) dice que se reconoce la descentralización por "el origen electivo de las autoridades locales, ya que este origen indica realmente un principio de administración del país por el país". Asimismo Berthélemy (op. cit., 7* ed., p. 89) dice que se descentraliza siempre que se recluta a los administradores locales por un procedimiento distinto al del nombramiento por la autoridad central, de modo que se les hace independientes de ésta. Duguit (L'État, vol. n, p. 654) define los "agentes descentralizados" como aquellos que "se nombran sin la participación directa ni indirecta de los gobernantes; su forma de nombramiento es por lo general la elección". Resulta de esas definiciones, en la terminología francesa, que la palabra descentralización significa la situación de una colectividad local que tiene la facultad de administrarse por sus propios órganos, nombrados por ella, y que expresan su propia voluntad y no la voluntad del Estado. En cuanto a las medidas que tienden simplemente a acrecentar los poderes de los agentes locales del gobierno, como el prefecto, ya no constituyen, según expresión de los autores franceses, medidas de "descentralización", sino únicamente de "desconcentración" (Aucoc, Conférences fur le droit administratij, 3ª ed., vol. i. p. 112: Berthélemy, loe. cit.). Esta terminología no es muy satisfactoria, pues ambos términos, "desconcentración" y "descentralización", sólo expresan en efecto, por sí mismos, conceptos esencialmente distintos. La atribución de poderes propios a los agentes locales nombrados por la autoridad central es desde luego una operación de descentralización. En cambio, cuando una provincia o un municipio ha recibido del Estado el derecho a regir sus asuntos por sus propios órganos, que actúan en su nombre y no en nombre del Estado, ya resulta poco hablar de descentralización. La verdad, entonces, es que se trata de la administración de la colectividad subalterna por sí misma, o sea administración independiente (aunque se ejerza bajo la vigilancia de la autoridad central) y no solamente administración descentralizada. Esto es lo que la palabra alemana Selbstverwaltung expresa más exactamente que el término "descentralización" usado por los autores franceses.
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170 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [60 bro de un Estado federal. En el caso de este Estado hay algo más que autoadministra'ción, pues el Estado miembro no se administra en virtud de las leyes o autorizaciones del Estado federal, sino que su administración se funda en su propia potestad y voluntad. No debe, pues, hacerse intervenir aquí la idea de autoadministración o de descentralización, sino más bien la de autonomía.15 En resumen, según Jellinek, para que una colectividad territorial sea un Estado, es necesario y suficiente que posea y ejerza en virtud de su propia Constitución, es decir, de su propia potestad de organizarse, todas aquellas funciones que pertenecen a la potestad estatal. Así pues, el Estado no soberano no difiere del Estado soberano más que por la extensión del campo de actividad dentro del cual puede ejercer su potestad completa de Estado. Resulla de esto una última diferencia entre el Estado no soberano y la colectividad descentralizada que se administra por sí misma. En el caso en que viniera a desaparecer un Estado que domina a un Estado no soberano, éste se encontraría inmediatamente transformado en Estado soberano, sin necesitar para ello crearse una nueva organización. Era un Estado anteriormente, y sigue siéndolo después; antes poseía todas las funciones de potestad estatal y todos los órganos referentes a esas funciones, y continúa poseyendo las unas y los otros; el único cambio que sufre consiste en que, al no estar ya limitado en la extensión de su cometido por la competencia de un Estado superior, va a poder ejercer en adelante, con sus antiguos órganos, sus funciones de potestad en un campo de acción ilimitado. Esto es lo que ocurriría, por ejemplo, con los Estados miembros de un Estado federal si este último desapareciera. Otra cosa ocurriría con la provincia descentralizada, si el Estado del cual forma parte llegara a disolverse. Después de dicha disolución esa provincia no se convertiría en Estado sino con la condición de darse la organización estatal que hasta entonces le faltó, o también, y si con anterioridad poseía un principio de organización estatal, con la condición de rellenar los vacíos que hasta entonces existieron en su organización de Estado. Si éste es el criterio jurídico del Estado, poco importa después de todo que las provincias o territorios descentralizados de ciertos Estados 112
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Hay lugar, pues, a distinguir en esta materia tres situaciones bien diferentes: la autonomía, que es el caso del Estado miembro de un Estado federal; el self-government o la selfadministration, que es el caso de las colectividades territoriales que tienen el derecho de administrarse por sí mismas, pero no en virtud de su propia potestad, ya que tienen sus poderes de administración independientes por la voluntad del Estado del cual son partes integrantes, y finalmente la descentralización propiamente dicha o desconcentración, que resulta de la extensión de las atribuciones o poderes concedidos a los agentes locales nombrados por la autoridad central y que actúan en nombre del Estado.
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60-61] POTESTAD DEL ESTADO 171 unitarios, en virtud de sus facultades de administración propia, posean atribuciones más amplias que aquellas que ejercen en virtud de su autonomía estatal algunos Estados miembros de un Estado federal. Realmente, de hecho puede existir más descentralización en un Estado unitario que en un Estado federativo (Laband, loe. cit., vol. u, p. 570; Le Fur, op. cit., pp. 370, 601, 713). Así pues, colocándose en el punto de vista político, se podría llegar a admitir que las colonias inglesas de self-government presentan un carácter estatal más marcado que el cantón suizo cuyas atribuciones propias se encuentran actualmente tan mermadas. Pero desde el punto de vista jurídico, la distinción entre el Estado y las colectividades inferiores no se basa en una cuestión de descentralización o de amplitud de competencias, sino que depende únicamente del origen jurídico de los poderes que ejercen respectivamente estas dos clases de comunidades. 61. La teoría propuesta por Jellinek acerca de los signos distintivos del Estado y de su potestad puede considerarse actualmente como la que más se aproxima a la realidad. Un primer punto debe tenerse por cierto; en el derecho público contemporáneo la soberanía no es una condición esencial del Estado. A este respecto las conclusiones obtenidas por la escuela alemana empiezan a ser admitidas en la literatura francesa. Entre los autores franceses, la mayor parte, en verdad, se conservan fieles al concepto clásico del Estado soberano (ver a este respecto: Esmein, Éléments, 5? ed., pp. 1 ss.; Duguit, Traite, vol. i, pp. 121 ss.; Le Fur, op. cit., pp. 354 ss., 395 ss.- Despagnet, Cours de droit internacional public, 3* ed., núms. 79 ss.; Mérignhac, Traite de droit public internacional, vol. i, pp. 154 ss.; cf. En Alemania: Zorn, Staatsreckt des deutschen Reiches, 29 ed., vol. i, pp. 63 ss.; Bornhak, Allg. Staatslehre, pp. 9-10, y los autores cuyas teorías se han citado en los núms. 47 ss., supra: Seydel, Gierke, Hanel). Sin embargo, la doctrina que admite la posibilidad de Estados no soberanos ha tenido defensores hasta en Francia. Fue sostenida allí por vez primera por Michoud y de Lapradelle, Revue du droit public, vol. xv, pp. 45 ss. Desde el punto de vista político, estos autores le reprochan a la teoría del Estado soberano el ser una teoría de absolutismo. Desde el punto de vista jurídico, sostienen que "para distinguir al Estado de otras colectividades con base territorial hay que fijarse, no en la independencia, cualidad totalmente negativa, sino en las prerrogativas positivas" que constituyen lo característico del Estado. Estas prerrogativas consisten en "los derechos de potestad pública" que ejerce el Estado, y la "cualidad de Estado existirá (en una comunidad) en el momento en que sus derechos de potestad pública sean protegidos contra todo ataque por una delimitación jurídica", sin que haya que averiguar por lo demás si dicha comunidad es o no soberana.
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172 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO ["61-62 En su Théorie de la personnalité moróle, vol. i, pp. 236 ss., Michoud repite: "Aprobamos enteramente las tentativas que se han hecho para tuscar el criterio jurídico del Estado fuera del concepto de soberanía. . . Incluso cuando el Estado se halla limitado por una potestad superior, no resulta que pierda la cualidad de Estado. Sólo la pierde cuando los derechos de potestad pública que ejerce pueden considerarse como delegados por la potestad extraña de la cual depende." La doctrina de Jellinek también se vuelve a encontrar parcialmente en los escritos de Hauriou. Según este autor (Répertoire de Béquet, v9 "Décentralisation", n" 19 y Principes de droit public, p. 458), la diferencia esencial entre la descentralización y el federalismo reside en el hecho de que en el Estado unitario existe "unidad de la ley", o sea unidad de potestad y de órganos legislativos, mientras que en el caso del federalismo hay "diversidad de leyes", en el sentido de que existen varias potestades legislativas secundarias por debajo de una potestad legislativa común, pero que está restringida a fines determinados. Este punto de vista se aproxima al de los autores alemanes que ven en la autonomía legislativa uno de los signos distintivos del Estado. El pensamiento de Hauriou ha sido recogido y desarrollado por Polier y de Marans, en su Esguisse d'une théorie des États compases. Estos autores reconocen (pp. 18 y 70) que es necesario buscar el criterio del Estado fuera de la idea de soberanía. Y lo encuentran en la existencia de una potestad legislativa. La ley •—dicen (pp. 41 ss.)—es a la vez la expresión y la característica del "régimen de Estado". Para que una comunidad territorial sea un Estado, es necesario y suficiente que posea la potestad legislativa, por ser ésta el elemento esencial de la potestad de dominación estatal. La potestad de Estado se revela, pues, en esa comunidad por la presencia de un órgano legislativo (pp. 49 ss., 52 ss.). 62. Así pues, un Estado puede tener una potestad de dominación sin ser por ello soberano. Ahora que, después de haber comprobado que la soberanía no le es indispensable al Estado, importa no caer en una exageración inversa imaginándose que al excluir la condición de soberanía de la definición del Estado se haya modificado con ello de una manera esencial el concepto de Estado y de su potestad estatal. En efecto, según una definición adoptada actualmente por numerosos autores, la soberanía consiste esencialmente en la facultad, para el Estado que se halla investido de ella, de determinar su competencia en virtud de su voluntad exclusivamente, es decir, de fijarse libremente a sí mismo los cometidos que ha de desempeñar. La soberanía se reduce así a la "competencia de la competencia". Esta idea ha sido expuesta primeramente por Hanel, Studien zum deutschen Staatsrecht, vol. i, p. 149, en estos términos: "En el derecho que tiene el Estado de regular su competencia es donde reside la más alta condición de su existencia propia e
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62] POTESTAD DEL ESTADO 175 independiente, el punto esencial de su soberanía." Fue aceptada por Laband, loe. cit., vol. i, pp. 111 n., 156 TÍ. Otros autores proponen una definición parecida. Según Jellinek (Allg. Staatslehre, 2* ed., p. 467; ed. francesa, vol. u, p. 136. Cf. Gesetz und Verordnung, pp. 196 ss.)f "la soberanía consiste en la cualidad especial que reviste la potestad de Estado, cuando ésta es exclusivamente dueña de determinarse por sí misma, como también de obligarse jurídicamente"; esto es la teoría del poder exclusivo de auto-determinación, auto-obligación y autolimitación del Estado soberano. Esta definición es adoptada por Le Fur, op. cit., p. 443: "La soberanía es la cualidad que tiene el Estado de no obligarse ni determinarse sino por su propia voluntad" (cf. Borel, Étude sur la souveraineté de l'État fédcratif, p. 47).16 Estas definiciones son exactas. Sin embargo —no hay que engañarse— la competencia de la competencia, la capacidad de elegir libremente sus cometidos, el derecho a determinarse en virtud de su propia voluntad, la facultad de autoobligación y limitación, todo eso no es exclusivo del Estado soberano, sino que son facultades comunes a todos los Estados, sean o no soberanos. Se ha visto antes, en efecto, que una colectividad 113
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No carece de interés observar que, según estas definiciones, la soberanía no consiste ya en una competencia que sería desde luego indefinida, sino en la facultad que tiene el Estado soberano de extender indefinidamente su potestad en lo por venir. La observación es particularmente importante por lo que respecta al Estado federal. Uno de los signos característicos de dicho Estado es el reparto de las competencias estatales que sobre su propio territorio se establecen entre dicho Estado y los Estados confederados, y lo más notable, sobre todo, es que las competencias que ejercen los Estados confederados se fundan sobre su sola potestad, ya que se las han conferido a sí mismos por sus propias Constituciones y leyes. Se asegura que la potestad y las competencias de los Estados miembros pueden ser comprimidas y aminoradas hasta su desaparición por la voluntad constituyente unilateral del Estado federal. Pero esta desaparición de los Estados particulares sólo tiene carácter eventual, y entrañaría precisamente la transformación del Estado federal en un Estado unitario. Debe, pues, apreciarse al Estado federal por su situación actual y no por las competencias que pudiese adquirir si se convirtiera en Estado unitario. Ahora que, si se considera al Estado federal en su tenor actual, no hay más remedio que reconocer que su competencia está limitada. Esto prueba que el concepto de soberanía no tiene hoy día el alcance absoluto que pudo tener en otros tiempos. Al Estado federal se le llama soberano en el sentido de que puede extender indefinidamente su competencia en el porvenir. Débese notar, sin embargo, que esa extensión de competencia presupone el asentimiento de una mayoría de Estados particulares. Estos, en realidad, darán dicho asentimiento en calidad de órganos del Estado federal, pero no por ello es menos cierto que la voluntad constituyente del Estado federal depende, en este grado, de las voluntades de los Estados particulares. Pero, en el Estado unitario, ¿la formación de las decisiones estatales no depende también de la voluntad de los ciudadanos o de sus elegidos? El puro concepto de soberanía, o sea la dominación absoluta de la voluntad totalmente independiente de un monarca que encarna en sí al Estado, no existe ya en ninguna parte hoy día, al menos desde el punto de vista interno. Desde el punto de vista de las relaciones internacionales, el concepto de soberanía permanece intacto.
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174 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [62-63 territorial, provista de potestad dominadora, no constituye un Estado mientras no posea dicha potestad, no ya a título derivado, sino a título de potestad originaria fundada en su propia voluntad y fuerza; y el signo por el que se reconoce esa potestad estatal consiste precisamente en el hecho de que la colectividad ha sido capaz de fundarse, organizarse y reglamentarse jurídicamente por sí misma. Así pues, todo Estado posee una facultad de auto-determinación y una competencia de la competencia; sin esto no sería Estado. Pero, como tan claramente lo ha establecido Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 155), la verdadera diferencia entre el Estado soberano y el Estado no soberano está en que ambos se determinan, se organizan y se obligan por su propia potestad, pero en cuanto al Estado no soberano, esta facultad de auto-determinación no es ilimitada; al hallarse subordinado a un Estado superior, sólo puede regular su competencia dentro de los límites en que no le ha sido retirada por el Estado dominador. Por el contrario, el Estado soberano, al no depender de ninguna voluntad extraña, tiene capacidad para determinarse exclusiva e indefinidamente por sí mismo. En una palabra, todo Estado tiene necesariamente cierto poder para regirse por sí mismo. La única diferencia entre el Estado soberano y el no soberano es que en uno dicho poder no tiene límites y en el otro se halla limitado. Por ello se ve que entre el Estado soberano y el Estado no soberano que la distancia entre el Estado soberano y el Estado no soberano no es poder de diferente esencia que la potestad estatal no soberana. La soberanía no es un poder especial, no es ni siquiera un poder, sino únicamente un grado de poder. Entre la potestad estatal soberana y la no soberana sólo existe una diferencia de extensión o amplitud. Y si la doctrina moderna, al excluir la soberanía de la definición del Estado, parece haber empeñecido así el concepto de Estado, hay que reconocer sin embargo que la distancia entre el Estado soberano y el Estado no soberano no es tan considerable como podía parecer al principio, ya que en definitiva el uno y el otro poseen igualmente una potestad de dominación de la misma naturaleza y que entraña idénticas prerrogativas, potestad que varía únicamente en la amplitud de su aplicación, según sea o no soberana. Finalmente, pues, hay que definir la soberanía, con los autores antes citados, no como una potestad, sino como una cualidad de la potestad estatal, cualidad por la cual el ejercicio de dicha potestad por el Estado soberano no depende más que de su sola voluntad. 63. Si la teoría que busca el criterio del Estado fuera de la soberanía obtuvo adhesiones notables en Francia, en cambio estas adhesiones no llegan hasta la adopción del criterio propuesto por los autores alemanes. Ni la teoría del derecho propio de Laband, ni la de la potestad orí
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63]POTESTAD DEL ESTADO 175 ginaria de Jellinek, han sido juzgadas como plenamente satisfactorias por los juristas franceses. Por eso Michoud y de Lapradelle (loe. cit., pp. 51, 79; cf. Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. I, p. 239) sostienen que para distinguir al Estado de la provincia o del municipio que se administra por sí mismo, hay que fijarse únicamente en esta consideración: el Estado no soberano tiene derechos de potestad pública oponibles al Estado soberano del cual depende, de modo que éste sólo tiene sobre aquél poderes jurídicamente limitados. Por el contrario, el poder de dominación estatal sobre la provincia o el municipio es jurídicamente ilimitado, por cuanto puede el Estado, sin que haya violación de sus derechos, retirarles todas o parte de las facultades que les pertenecen. Pero este criterio es insuficiente. Para que una comunidad dominada por un Estado soberano sea un Estado, no basta que posea derechos de potestad que le sean garantizados, sino que es necesario además que esos derechos garantizados sean por sí mismos derechos de Estado, de potestad estatal. Si, por ejemplo, una comunidad subordinada a un Estado sólo tuviera como derechos garantizados facultades de administración propia, sin potestad legislativa, ya no sería un Estado, puesto que ningún Estado puede concebirse sin dicha potestad.17 Por lo tanto la posesión de derechos garantizados no puede constituir por sí sola el criterio del Estado. Bien comprendió Hauriou esta importancia de la potestad legislativa: ve en ella una condición esencial del Estado. Le siguen en esto Polier y de Marans. Pero estos autores tienen el defecto de admitir que la existencia de un órgano legislativo en una comunidad territorial basta para caracterizar a ésta como Estado, y por consiguiente esto los lleva a considerar como Estados (Théorie des États compases, pp. 61 ss.) bien sea a las colonias británicas de self-government, bien a los países de la Corona de Austria, cuando esas colonias o países no son, jurídicamente, sino dependencias de la metrópoli inglesa o de la monarquía austriaca, como se demuestra por el mismo hecho de que las leyes adoptadas por sus órganos legislativos sólo adquieren vigencia por la aprobación o sanción del monarca, considerado como soberano de aquellos. Finalmente, entre los adversarios declarados de la doctrina de Jelli114
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Es también lo que afirma G. Meyer (ver pp. 161-162, supra), cuya opinión es mencionada por Michoud y de Lapradelle como parecida a su doctrina. Según dicho autor (op. cit., 6ª ed., pp. 8 ss.), no sólo el Estado dominador no tiene sobre el Estado dominado más que poderes jurídicamente limitados, sino que además éste tiene capacidad para realizar su cometido y regular su organización por sus propias leyes. G. Meyer exige, pues, que los poderes oponibles al Estado superior sean de determinada naturaleza. En esto concuerda su opinión con la de Jellinek, como ambos lo reconocen (G. Meyer, loe. cit,, p. 9, n. 20; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 147 n.).
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176 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [63 nek, se debe citar especialmente a Duguit (L'État, vol. n, pp. 679 ss.; Traite, vol. i, p. 123) que pone como objeción a la teoría del derecho originario que carece de valor jurídico, y esto principalmente por la razón de que la naturaleza de un derecho no se determina por el origen de la adquisición o la procedencia de este derecho, sino únicamente por su contenido y sus efectos. Pero esta objeción no es concluyente, pues cuando se califican los derechos de potestad de una comunidad no estatal como derechos no originarios se entiende precisamente por esto una manera de ser de estos derechos que influye directamente sobre su naturaleza intrínseca, su alcance y sus condiciones de ejercicio.18 Duguit tiene mucha razón cuando escribe (loe. cit.) que no interesa averiguar si la propiedad ha sido adquirida de un modo originario o derivado, puesto que se trata siempre del mismo derecho de propiedad, cualquiera que sea su origen. Por el contrario, sí es interesante comprobar que una colectividad territorial tiene derechos de potestad derivados del Estado al cual se encuentra subordinada, pues la cualidad y la energía de dichos derechos se hallarán por ello profundamente afectados (ver n9 66, infra). Se ha visto anteriormente que entre el Estado soberano y el Estado no soberano sólo existe diferencia en cuanto a la extensión de sus potestades respectivas, pero no en cuanto a la esencia de las mismas. Muy diferente es el caso del municipio, de la provincia o de la colonia. Por amplia que sea su facultad de administrarse por sí mismas, se diferencian radicalmente de cualquier Estado, incluso no soberano, en que su potestad no solamente es de un grado o extensión menor, sino que en realidad es de una esencia diferente de la potestad del Estado. Para determinar este último punto, se puede tomar como tipo el municipio, porque constituye el caso más frecuente de colectividad inferior que se administra por sí misma. Si se considera en particular el municipio francés, se observa ante todo que está en posesión de un derecho de administración propio, por cuanto las autoridades encargadas de la gestión de sus asuntos consisten en el consejo municipal, que es elegido por los electores del municipio desde la ley de 21 de marzo de 1831, y en el alcalde, elegido por el consejo municipal desde la ley de 28 de marzo de 1882. Alcalde y consejeros municipales son, no ya agentes del poder central, ni funcionarios de carrera, sino ciudadanos llamados a ejercer un cargo de administración comunal como miembros del municipio. Existe aquí indudablemente la administración de los intereses de un grupo 115
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A este respecto, ver por ejemplo lo que dice Berthélemy, op. cit., 7* ed., p. 205, a propósito de la cuestión de saber si los poderes de policía municipal que ejercen los alcaldes constituyen para el municipio derechos originarios o derechos derivados. "La cuestión •—dice dicho autor— es interésate en cuanto a la determinación de las condiciones en las cuales deben realizarse las funciones policíacas."
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63-64] POTESTAD DEL ESTADO 177 por los mismos interesados. Por efecto de su organización, el municipio reúne por cierto las condiciones requeridas para convertirse en persona jurídica, al estar constituido en forma de poder querer jurídicamente por sus propios órganos. Y también, por estos mismos órganos, ejerce poderes de dominación, pues no solamente es titular de derechos patrimoniales, sino que tiene atribuciones de potestad pública, puesto que, por ejemplo, al alcalde, en virtud de los arts. 91, 97 ss. de la ley de 5 de abril de 1884 (ver también la ley de 21 de junio de 1898), tiene el poder de tomar medidas de policía generales o individuales para el municipio, que de este modo ejerce por sí mismo su policía. Asimismo establece impuestos sobre sus miembros, cuya tasa fija por el órgano del consejo municipal, que posee para ello poderes suficientes por la ley de 1884 (art. 319 y arts. 141 a 143 modificados por la ley de 7 de abril de 1902). Se trata incontestablemente de actos de potestad pública. Ahora bien, dice Hauriou (Répertoire de Béquet, v° "Décentralisation", n9 84), la posesión de derechos de potestad pública constituye precisamente la característica de las personas administrativas descentralizadas. Así, pues, el municipio tiene, al igual que el Estado, su territorio, sus subditos, sus órganos que expresan no ya la voluntad del Estado, sino su voluntad propia y que son para él órganos de auto-administración. Y hasta ejerce una potestad dominadora. En todos estos aspectos, se asemeja a un Estado miembro de un Estado federal. ¿Cuál es su diferencia de estos Estados? ¿Cómo es que un municipio, una provincia, pueden administrarse por sí mismos, con potestad de dominación, sin que el Estado del cual dependen pierda por ello su carácter unitario? 64. Esta pregunta se formula generalmente bajo otra forma en la literatura francesa. Se trata de saber si los derechos de potestad pública que ejercen las autoridades municipales son derechos propios del municipio. La discusión se• entabla principalmente respecto de los poderes que tiene el alcalde en materia de policía. En los términos del art. 91 de la ley de 1884, "el alcalde está encargado de la policía municipal, de la policía rural, etc., bajo la vigilancia de la autoridad superior". Cabe preguntar si ejerce sus atribuciones policíacas como órgano del municipio y en nombre de éste, o por el contrario como órgano y en nombre del Estado. Particularmente los derechos de potestad inherentes a las atribuciones de policía municipal ¿tienen por titular al municipio mismo o al Estado? Así formulada, esta pregunta ha dado lugar a discusiones bastante confusas. La mayor parte de los autores consideran que el alcalde actúa como órgano del municipio (Hauriou, Précis de droit administratif, 8* ed., pp. 306 ss.; Berthélemy, op. cit., 7' ed., pp. 205 ss.; Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, pp. 302 y 322; Tchernoff, Pouvoir
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178 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [64 réglementaire des maires, tesis, París, 1899, p. 55). En favor de esta opinión se ha invocado una consideración que es muy discutible: se ha dicho (Berthélemy, loe. cit., n.) que los fines para los cuales se toman las medidas de policía municipal sólo interesan al municipio, de manera que el alcalde, cuando toma esas medidas, aparece como agente ejecutivo de derechos cuyo sujeto es únicamente el municipio. Pero es muy difícil sostener que el Estado no está interesado en la forma en que se realizan las funciones policíacas en los municipios que componen su territorio (Duguit, UÉtat, vol. n, p. 717; Michoud, loe. cit., p. 302). La mejor prueba de que está interesado en ello es el texto antes citado, según el cual ejerce un derecho de vigilancia sobre los actos que realiza el alcalde en 'virtud de sus poderes policíacos. Además, y especialmente, el interés del Estado se demuestra en la importante disposición del art. 99, que reserva al prefecto, agente del Estado, el derecho de tomar, en el municipio, las medidas de policía que juzgue útiles, en el caso de que el alcalde, después de la correspondiente advertencia, mostrara negligencia en tomarlas por sí mismo. Por lo tanto, si se lleva la cuestión de la policía municipal al terreno de los intereses que afecta, habría que decir que, por razón del doble interés que a ella se refiere, la actividad policíaca del alcalde se ejerce tanto en calidad de órgano del municipio como de agente del Estado en dicho municipio. Habría que admitir por tanto, con ciertos autores (Morgand, La loi municipale, 7* ed., vol. i, núms. 793-794; Ducrocq, Cours de droit administratif, 79 ed., vol. i, p. 316; Hauriou, op. cit., 8" ed., p. 50) que las funciones municipales de policía tienen un carácter mixto y son a la vez funciones municipales y funciones de Estado, (cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 369). Pero la razón principal que permite sostener que el alcalde ejerce la policía en nombre del municipio se deduce de la oposición señalada por la ley misma entre las funciones de policía municipal y aquellas otras que el alcalde desempeña fiomo agente del Estado. Respecto de estas últimas, el art. 92 de la ley de 1884 dice que las ejerce "bajo la autoridad de la administración superior"; respecto ¿e las primeras, el art. 91 se limita a colocar al alcalde "bajo la vigilancia" del Estado. Resulta de estos textos que en la medida en que actúa por cuenta del Estado, el alcalde se halla estrechamente subordinado a la potestad jerárquica de las autoridades gubernamentales; recibe cíe ellas sus instrucciones y no hace más que ejecutar sus órdenes. Por supuesto, el hecho de que para la policía municipal, el art. 91 no establezca sobre los actos del alcalde más que una simple vigilancia, que no entraña en principio sino el derecho de suspender o anular las decisiones tomadas, y no el derecho de reformarlas o de prescribir su contenido, basta para probar que la ley lo considera como ejerciendo dicha función en calidad de jefe de la agrupación municipal. Por ello
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«4] POTESTAD DEL ESTADO 179 —bajo reserva de la disposición del art. 99— el alcalde actúa aquí por su propia iniciativa y en virtud de la competencia que le confiere su carácter de órgano del municipio. Estas conclusiones, sin embargo, son rechazadas por Duguit (UÉtat, vol. ii, pp. 700 ss.), que sostiene de una manera general que el municipio carece de derechos de potestad pública, y en particular que la policía municipal es exclusivamenle un poder de Estado. Este autor funda su opinión esencialmente en el principio de la unidad estatal, principio del cual deduce que la potestad pública no puede tener sino un titular único e indivisible: el Estado. Ahora bien, los actos de policía constituyen incontestablemente manifestaciones de potestad pública. Todo acto de policía, cualquiera que sea la autoridad que tiene competencia para realizarlo, es la expresión de una voluntad dominadora; implica, pues, el ejercicio de un poder estatal, porque únicamente en el Estado reside, áegún el derecho público moderno, el poder de dominación (eod. loe., pp. 712 ss.). Partiendo de este principio, Duguit ni siquiera, admite •que, en el ejercicio de sus funciones policíacas, el alcalde pueda ser considerado como actuando en calidad de "agente descentralizado" (pp. 487- 489, 740). En el fondo, esta teoría viene a significar que el municipio no posee —haciendo reserva de sus derechos patrimoniales— más que derechos concedidos y derivados de los del Estado, y esto vuelve a llevar, por lo tentó, a la antigua doctrina que primeramente había parecido adoptar Laband y por la cual únicamente el Estado es sujeto de derechos "propios". Tal concepto no es admisible: se funda en una confusión que importa hacer resaltar a fin de desvanecerla. En el actual sistema del derecho público, el papel que desempeña el municipio en el Estado es doble, como lo ha hecho notar Jellinek (loe. cil., vol. u, pp. 368 ss.). Por una parte, el Estado emplea al municipio para la realización de actos relativos a sus propios asuntos, o con mas exactitud (Duguit, L'État, vol. u, p. 707), el Estado utiliza a dicho efecto a los agentes municipales; esto ocurre cuando estima el Estado que sus agentes locales son especialmente aptos para efectuar ciertos actos estalales que deben cumplirse en el mismo municipio (ver especialmente lo actos enumerados en el art. 92 de la ley de 1884). En tal caso, el Estado confiere y delega a las autoridades municipales la potestad necesaria para el desempeño del cometido que les impone, pero también las incorpora a su propia organización administrativa. Los agentes municipales actuarán aquí, pues, como agentes del Estado. Pero por otra parte el municipio tiene también sus cometidos, funciones y derechos propios, o sea ¿derechos que no provienen ya de una delegación estatal, sino que responden a la administración de sus propios intereses y asuntos; derechos que
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180 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [64-65 ejerce, no ya por cuenta o como órgano del Estado, sino en su propia nombre; derechos, en fin, en cuyo ejercicio no expresa ya la voluntad del Estado, sino su propia voluntad. Indudablemente, obtiene una considerable utilidad de esta actividad ejercida a título de derecho propio por cada uno de los municipios que componen su territorio. Esto es patente, por ejemplo, en cuanto a la policía municipal. Indudablemente también, el Estado no dejará de intervenir para reglamentar con sus leyes el uso de esos derechos y el funcionamiento de esta actividad municipal. No por ello sería menos erróneo creer que los poderes que posee el municipio sólo corresponden a la existencia de derechos delegados por el Estado. En efecto, como agrupación local, el municipio posee necesariamente ciertos derechos propios especiales, que son independientes de los derechos generales del Estado (en el sentido de que existirían inclusa si el municipio no formara parte del Estado) y que se fundan en las exigencias inmediatas que origina la reunión de sus habitantes en un mismo lugar. Estos derechos se pueden comparar a los de la persona humana o< también a los de una asociación privada. Ciertamente estos derechos municipales no alcanzan eficacia jurídica —al igual que los derechos de una asociación o el derecho de propiedad de un particular— sino mediante su reconocimiento por el Estado y a condición de haber sido provistos por él de una sanción. Sin embargo, no resulta de ello que estos derechos estén en sí mismos fundados en una delegación o concesión estatal. 19 La propiedad privada no es concedida, puesto que el Estado no es el sujeto primordial del derecho de propiedad sobre todo su territorio. Asimismo, los derechos patrimoniales del municipio e igualmente aquellos otros que, como la policía, precisan para su sanción el ejercicio de la potestad dominadora, no son concedidos, aunque jurídicamente sólo tengan valor por la protección que el Estado consiente en darles y por las delegaciones de potestad coercitiva que concede al municipio para su ejercicio. 65. Se debe distinguir, pues, entre los derechos que el municipio ejerce en calidad de mandatario del Estado y aquellos otros que posee ere propiedad. Esta es también la distinción que establecían los arts. 49 a 51 de la ley de 14 de diciembre de 1789 sobre la constitución de las municipalidades. Estos textos, que han dado lugar a tantas discusiones, que a 116
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Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 176) : "Sería un punto de vista completamente falso el considerar todos los derechos reales, todos los derechos de crédito de los individuos, como derivados del Estado o concedidos por el Estado. El Estado no es, positivamente, el origen, la fuente, el creador ni el sujeto de esos derechos; su voluntad es únicamente una condición negativa, al no poder nacer ni subsistir ningún derecho que no tenga la tolerancia del Kstado." Cf. Le Fur, op. cit., p. 393. La idea exacta, por lo que se refiere a la consagración que a estos derechos da la ley del Estado, es que dicho Estado permite y asegura su ejercicio,
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veces han sido tan mal entendidos y de los cuales la misma Constituyente dedujo consecuencias tan discutibles, reconocían al municipio "dos clases de funciones que realizar: unas propias del poder municipal20 y otras propias de la administración general del Estado y delegadas por ésta a las municipalidades".21 Por más que se haya dicho (Duguit,L'État, vol. VII, pp. 705 ss.; cf. Michoud, "Responsabilité des communes",Reviie du droit public, vol. vn, núms. 4 a 10), había en este concepto de la Constituyente cierta parte de verdad, que subsiste aun hoy día. Si el concepto de un "poder municipal" distinto del poder del Estado no es muy aceptable, en cambio, la Constituyente tenía mucha razón al adoptar el punto de vista de que el municipio, como el individuo, tiene derechos inherentes a la existencia misma del grupo municipal y tiene un círculo la actividad que le pertenece en propiedad.22 Lo que era cierto en dicho concepto, y sigue siendo exacto,23 es la idea de que, incluso en lo que 117
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Cf. Constitución belga, arte. 31 y 108: "Los intereses exclusivamente municipales o provinciales se hallan regulados por los consejos provinciales o municipales." Por ello los autores belgas concluyen en la existencia de un "poder municipal" y de un "poder provincial" (ver por ejemplo Pandectes belges, v* "Pouvoir provincial"). 21 Cf. Constitución de 1791, tít. TI, arts. 9 y 10: "Podrán delegarse en los oficiales municipales algunas de las funciones relativas al interés general del Estado. Las reglas a que los oficiales municipales tendrán que atenerse en el ejercicio de las funciones tanto municipales como las que les hayan sido delegadas por el interés general, se fijarán por las leyes." 22 Entre las funciones que caen dentro de este círculo de actividad, debe observarse que el art. 50 de la ley de 14 de diciembre de 1789 colocaba a la policía junto a otras atribuciones de orden patrimonial. 23 Para hacer aparecer actualmente, todavía, la existencia de ciertos derechos propios en el municipio, basta recordar (ver n. 38, p. 58, supra) la importante diferencia que existe entre su organización y la de los ministerios o departamentos de los servicios del Estado. Mientras que los ministerios no son, tanto por su naturaleza como por su organización, sino subdivisiones del organismo administrativo estatal, que no poseen ninguna personalidad distinta, y a los que se ha podido comparar con las secciones especiales de una gran casa comercial, el municipio, por el contrario, ha recibido una organización que tiende a asegurarle la facultad de tener, en la gestión de sus asuntos, cierta voluntad propia, y que implica igualmente que constituye, no ya únicamente un engranaje administrativo del Estado, sino una persona administrativa distinta de éste. A diferencia del ministro, que sólo es un jefe de servicio estatal, un agente superior del Estado, el consejo municipal es un órgano de voluntad del municipio, y el alcalde, como agente ejecutivo municipal, no solamente es agente del Estado, sino del mismo municipio. Evidentemente que el municipio no saca de sí mismo, de su propia potestad, la organización y la capacidad de querer que lo personifican, sino que las tiene por la ley del Estado. Pero por el hecho mismo de que el Estado consagra su personalidad, reconoce en él aptitud para ejercer por sí mismo ciertas facultades que resultan del hecho de la agrupación de los habitantes de una localidad, facultades que aparecen, por lo tanto, no como derechos del Estado que se ejercen en el lugar por los órganos del municipio, sino como derechos propios de la colectividad municipal, consagrados y sancionados por la ley del Estado. En este aspecto existen, pues, funciones y derechos propios del municipio. La existencia de derechos semejantes en favor de un ministerio no podría concebirse.
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182 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [65 concierne a la potestad pública de que se halla investido, el municipio no puede considerarse como actuando exclusivamente en calidad de mandatario del Estado, puesto que, si no la misma potestad, al menos los derechos para cuya realización el municipio recibió del Estado esa potestad constituyen para él derechos propios y no derivados.24 No se puede, pues, determinar la situación jurídica en que se encuentra el municipio frente al Estado diciendo que sólo tiene atribuciones delegadas, pues incluso aquellos de sus derechos que necesitan el ejercicio de la potestad pública no son puramente derechos de] Estado. Ahora bien, después de haber descartado la doctrina que no reconoce al municipio ningún derecho ni función propia, fuera de sus derechos patrimoniales, no se debe caer en la exageración contraria, por lo que tampoco sería exacto admitir que el municipio, en cualquier medida, está dotado de verdadera autonomía respecto del Estado ni que la potestad que ejerce le pertenezca en virtud de un derecho natural y primitivo. Sin duda, el derecho que tiene el municipio a administrarse por sí mismo es para él, en cierto modo, un derecho propio, lo mismo que el derecho que pueda tener una asociación privada a dirigir sus asuntos. Ahora que, por una parte, así como los estatutos de una sociedad cualquiera sólo adquieren valor jurídico obligatorio por efecto de una ley, en virtud de la potestad del Estado y mediante la ayuda de dicha potestad, asimismo también los derechos y atribuciones del municipio dependen de la voluntad estatal, por cuanto es indispensable que hayan sido consagrados y provistos de protección eficaz por las leyes del Estado. En-otros términos, mientras que el Estado determina y sanciona él mismo sus derechos en virtud de su propia potestad y voluntad, los derechos del municipio se fijan, reglamentan y convierten en jurídicamente eficaces por la ley superior del Estado del que depende. Ya en este sentido no se les puede califi118
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24 Duguit (L'État, vol. u, p. 707) sostiene que los arts. 49 ss. de la ley de 14 de diciembre de 1789 tenían simplemente por objeto fijar las funciones de los agentes municipales., y que no establecían de ningún modo que el municipio mismo tuviera derechos correlativo a:las atribuciones de potestad pública conferidas a sus agentes. Esta interpretación parece ha sido rechazada por varios párrafos de la instrucción de la Asamblea nacional que sigue a dicha. ley. En la citada instrucción se lee, por ejemplo: "Todas las funciones detalladas en el art.- que interesan a la nación como corporación y a la uniformidad del régimen general, excede: a los derechos y a los intereses particulares del municipio; los oficiales municipales no pueden ejercer esas funciones en calidad de simples representantes de su municipio, sino únicamcamente te en calidad de encargados y de agentes de la administración general... No ocurre lo mismo las funciones expuestas en el art. 50.' Dichas funciones —entre otras la policía— son propias del poder municipal, porque interesan directa y particularmente a cada municipio representado por su municipalidad o ayuntamiento. Los miembros de la municipalidad tienen el derecho; propio y personal de deliberar y actuar en todo cuanto concierne a esas funciones, verdaderamente municipales."
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65-66] POTESTAD DEL ESTADO 183 car de derechos originarios: no ya porque, al ejercerlos, el municipio ejerce un derecho ajeno, un derecho del Estado, un derecho verdaderamente delegado o concedido, sino porque los poderes que tiene para ejercerlos —al igual que los poderes de un propietario sobre su cosa— toman su fuerza positiva en su consagración estatal, y por lo tanto las facultades municipales se basan, desde el punto de vista de su eficacia, en derecho positivo, en la voluntad del Estado, el cual, al consagrar esas facultades naturales, las convierte en derechos propiamente dichos. Por otra parte, la situación del municipio dentro del Estado difiere de la de una asociación privada, primero, en que el ejercicio de muchos de los derechos municipales interesan a la administración general, lo que implica la vigilancia del Estado sobre la actividad municipal, y sobre todo en que el ejercicio de dichos derechos, y especialmente del derecho de policía, supone la posesión de una potestad dominadora. Ahora bien, según el derecho público moderno, no existe en principio potestad de dominación más que en el Estado. Si deben considerarse, pues, las facultades municipales, bajo ciertos aspectos, como derechos propios, hay que reconocer al menos que la potestad pública de que dispone el municipio para el ejercicio de algunas de aquellas facultades sólo puede pertenecerle a título derivado y en razón de una delegación propiamente dicha por parte del Estado.26 66. Aquí es donde se hace posible establecer la precisa y capital diferencia que existe entre el Estado y el municipio. Uno y otro tienen, en un sentido, derechos propios, pero mientras que los derechos propios del Estado se ejercen por éste en virtud de su sola potestad y voluntad, los del municipio no pueden ejercerse con efectividad sino con el permiso y conforme a la ley del Estado. Y además, mientras que los derechos estatales llevan en sí originariamente la fuerza proveniente de la potestad pública inherente al Estado, los del municipio sólo adquieren dicha fuerza por cuanto el Estado asegura su realización mediante su potestad o delega ésta en el municipio para su realización. En esto precisamente 119
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Ocurre en este aspecto con el municipio lo mismo que con el individuo. Al decir que el individuo tiene sus derechos del Estado, no se quiere significar que las facultades que ejerce han sido creadas únicamente por la ley del Estado. Significa simplemente que le han sido reconocidas y garantizadas por el Estado, por cuanto dicho Estado, por sus leyes, les asegura la protección de su fuerza coercitiva. El individuo puede afirmar que la existencia de esas facultades le pertenece en propiedad, pero no puede revestirlas él mismo de la debida sanción social. La sanción social le proviene de ley del Estado. Sus facultades no se convierten en derechos efectivos, o sea eficaces, sino por dicha sanción social. 26 Hauriou, Répertoire de Béquet, v' "Décentralisation", p. 483 n.: "En la teoría general de la potestad pública, se puede establecer la regla de que, por su misma naturaleza, es delegada directamente por el Soberano." Cf. Michoud, Théorie de la personnalité múrale, vol. I, p. 307
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.184 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [66 aparece con claridad que los derechos del Estado son de esencia diferente a los del municipio, como antes se ha dicho (p. 177). Los primeros son derechos de dominación, o en todo caso van acompañados de potestad dominadora; los segundos pueden tal vez ser derechos propios, derechos que el municipio ejerce en su propio nombre, pero ni son derechos de dominación, ni llevan en sí potestad dominadora, al menos originariamente. Estas últimas observaciones ponen en claro el error que contenía el concepto municipal consagrado por la ley de 14 de diciembre de 1789. Del hecho de que el municipio tiene un círculo de actividad y atribuciones que le pertenecen a título de derecho propio, la Constituyente creyó poder deducir la existencia de un "poder" municipal, es decir, de un poder que es también propio del municipio y que es distinto del poder del Estado (Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 367-368 y también p. 68). Dicha deducción resultaba
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falsa, pues si la Constituyente tuvo razón al afirmar que el municipio tiene sus funciones propias, erró al hablar de poder municipal: en cuanto a poder, sólo existe el poder del Estado,27 Bien es verdad que los constituyentes de 1789 se colocaron en 120
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27 Tampoco se puede aceptar sin restricciones la fórmula de Michoud (op. cit, vol. I, n' 121), que habla de "derecho de potestad pública que pertenece al municipio". Si Michoud se limitara a decir que el municipio tiene, como derechos propios, facultades que necesitan la intervención de la potestad pública para la realización de los fines para los cuales dichas facultades le pertenecen, tal fórmula sería irreprochable. Incluso si Michoud pretende decir que cuando el municipio usa de la potestad pública para la realización de sus derechos policíacos, ejerce dicha potestad en su propio interés y hace que sirva al cumplimiento de funciones que ln pertenecen en propiedad, esta manera de ver parece igualmente exacta. Pero lo que no es exacto es dar a entender que el municipio puede, incluso en el cumplimiento de sus cometidos policíacos u otros, ejercer la potestad pública a título de derecho que le perteneciera en propiedad. Tal punto de vista sería inconciliable con lo que el mismo autor dice respecto de la potestad pública (loe. cit., p. 307) : "El derecho público moderno no reconoce más derecho de soberanía que el del Estado. Este considera como delegaciones suyas aquellas parcelas de soberanía que cede a los organismos inferiores". Así pues, lo propio del municipio en la policía es el cometido o el fin en vista del cual dicho municipio ejerce la policía local; es también el interés para el que se mantiene esa policía, y en este aspecto puede decirse que la policía constituye, para el municipio, una función propia y hasta un derecho propio. Pero en cuanto a la potestad dominadora y coercitiva que tiene que acompañar necesariamente a dicha función, esa potestad, en el Estado moderno, no puede considerarse como propia del municipio, sino que proviene de una delegación del Estado. Sólo puede provenir de esa fuente superior, porque, en el derecho público actual, el Estado, de modo general, es el sujeto primitivo de toda potestad pública que se ejerza en su territorio. Se puede decir que el Estado delega la potestad pública en el municipio para el cumplimiento de una función municipal que le pertenece especialmente a este último, pero no se puede decir que la potestad así delegada "pertenezca" verdaderamente al municipio. Debe distinguirse en esta materia entre la función y el poder: la función es municipal; el poder no lo es.
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186 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO 66 autoridad municipal, una competencia que procede, no ya de un estatuto creado por el municipio mismo, sino de la ley dictada por el Estado. No solamente el municipio descentralizado se distingue del Estado no soberano en que su organización y sus competencias se fundan en las leyes del Estado del cual forma parte, sino también en que carece totalmente de poder legislativo. Mientras que el Estado federal se caracteriza por la diversidad de leyes de los Estados confederados, en el Estado unitario descentralizado no existe sino una ley única. Los municipios o colectividades territoriales que contiene este Estado pueden poseer una independencia administrativa, un poder de auto-administración, pero nunca constituyen colectividades autónomas desde el punto de vista legislativo (Hauriou, loe. cit., v° "Décentralisalion", n' 19; Polier y de Marans, op. cit., pp. 41 ss, 52 ss.; Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 276; G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 32). Duguit (L'État, vol. u, pp. 724 ss., 755) pretende por el contrario que no hay ninguna diferencia en este aspecto entre el Estado miembro de un Estado federal y el municipio de un Estado unitario que se administre por sí mismo, pues el municipio posee un poder reglamentario que le permite dictar reglas locales que, según dicho autor (cf. Jellinek, loe. cu., vol. n, pp. 351 y 371), tienen naturaleza de leyes materiales, Este punto de vista no puede aprobarse: entre la ley hecha por el Estado y el reglamento municipal existe toda la diferencia que separa la legislación y la administración. La regla legislativa, en efecto, se caracteriza como estatuto superior, hecho en virtud de una potestad inicial y libre. Con el reglamento, por el contrario, el alcalde no hace sino ejecutar las leyes del Estado, pues por una parte no puede hacer reglamentos y por otra parte tampoco puede, por la vía reglamentaria, dictar cualquier género de medidas, por ejemplo medidas de policía, sino en virtud de una habilitación legislativa. Eri esto mismo el reglamento municipal es de una esencia inferior a la ley: es tan sólo un acto realizado en cumplimiento de leyes existentes. La actividad reglamentaria del municipio no es, pues, más que una actividad de naturaleza administrativa (ver núms. 109 ss., 190 ss., infra). Como lo indica la terminología corriente, el municipio descentralizado no tiene más poder que el de administrarse por sí mismo; sólo tiene poderes administrativos. En el municipio francés en particular no existe en ningún grado verdadera autonomía administrativa. El poder de legislar es esencialmente un poder estatal, y no se concibe sino en el Estado. b) Entre el Estado miembro de un Estado federal y el municipio que se administra por sí mismo, se nota una segunda diferencia. El Estado confederado, al tener una potestad propia de dominación, puede obligar al cumplimiento de sus mandamientos por sus propios medios de coacción. El municipio no tiene dicho poder; al menos no lo tiene a título
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66] POTESTAD DEL ESTADO 187 originario. Sin duda, como antes se ha visto, tiene derechos propios que implican que puede emitir en su propio nombre prescripciones reglamentando la conducta de sus miembros, especialmente prescripciones de policía. En la medida en que el Estado autoriza por sus leyes al municipio para ejercer tales facultades, no hace sino consagrar derechos propios del grupo municipal. Queda solamente hacer cumplir los mandamientos así emitidos por el municipio, y para ello precisa el municipio ejercer eí imperium. Pero en los tiempos modernos el Estado se ha apropiado del imperium, y lo monopoliza íntegramente. El Estado unitario particularmente, por descentralizadas que estén sus circunscripciones, debe definirse como un Estado al que pertenece exclusivamente, en principio, toda potestad dominadora que se ejerza en su territorio (Jellinek, loe. cit., vol. i, p. 291; vol. u, p. 351). Luego, para que el municipio posea el imperium, tiene que haberlo recibido del Estado. La ley que le hace esta concesión no se limita ya a consagrar un derecho propio del grupo municipal, sino que realiza ahora una delegación propiamente dicha (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 65 ss., 366-367; Laband, loe. cit., vol. i, pp. 121 y 122; Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 307). c) Finalmente, si los derechos, incluso los propios, del municipio no pueden ejercerse efectivamente por él sino con la condición de haber sido reconocidos y sancionados por las leyes del Estado, resulta naturalmente que el ejercicio de estos derechos puede serle retirado por nuevas leyes que modifiquen la legislación anterior. Más aún: la existencia misma del municipio depende de la voluntad del Estado. Del mismo modo que el Estado crea municipios, puede suprimirlos reuniendo a varios en uno solo. Este es un punto que ha sido claramente establecido por Duguit (L'État, vol. H, pp. 757 ss.). Este autor, que había sostenido que es indiferente averiguar si los derechos del municipio se basan o no en su potestad originaria, muestra también el gran interés de semejante distinción. Señala, en efecto, que el Estado no está obligado a respetar las libertades o atribuciones que pudo reconocer anteriormente al municipio y que en todo momento puede retirárselas total o parcialmente. Por el contrario, Duguit dice que la autonomía de que gozan los Estados miembros de un Estado federal no puede serles retirada por dicho Estado. Esta última afirmación es sin embargo demasiado absoluta. Se ha visto antes que el Estado federal puede, por revisiones sucesivas de su Constitución, retirar a los Estados miembros incluso su carácter de Estados; pero se ha observado también que estas revisiones no pueden efectuarse sin el concurso de los Estados miembros y sin el consentimiento de una gran mayoría de ellos, de modo que, si bien no puede decirse que los derechos de estos Estados son irrevocables respecto del Estado federal, al menos está permitido establecer la conclusión de que no se hallan enteramente
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188 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [66-67 a su discreción. Otra cosa ocurre con el municipio: sin dejar de concederle ampliamente la facultad de administrarse por sí mismo, "el Estado se reserva sobre él los derechos del dueño que puede retirar lo que ha dado" (Michoud, loe. cit., p. 307 y Revue du droit public, vol. VII, pp. 53 ss.). Los poderes que tiene el Estado sobre sus municipios son jurídicamente ilimitados. 67. La conclusión que se deduce de estos estudios es que, en una buena y sana terminología, no es conveniente emplear indistintamente, una por otra, las dos expresiones potestad de Estado y soberanía, puesto que estas expresiones se refieren a dos conceptos claramente diferentes. Debe evitarse al menos esta confusión de lenguaje cuando se está en el terreno de la teoría general del Estado. Desde el punto de vista especial del derecho público francés, hay que reconocer por el contrario que la característica esencial del Estado y de su potestad, al menos por lo que a Francia se refiere, es la soberanía. Y por consiguiente, se explica que los autores y los textos hayan adoptado y continúen ateniéndose a la tradición verbal que designa con ese nombre especial la potestad propia del Estado francés. La continuación de esta costumbre no proviene únicamente del hecho de que la terminología francesa —corno es el caso en Alemania— no haya tenido que respetar y salvaguardar la situación que en el interior del país ocupan Estados que, a falta de potestad soberana, tenían una potestad autónoma. Pero el lenguaje adoptado en esta materia por los escritores franceses se explica sobre todo, e incluso puede decirse que se justifica, por la consideración de que entre todos los caracteres inherentes a la potestad del Estado francés, el más importante es la soberanía. En vano los- autores alemanes han criticado esta terminología, alegando que el concepto de soberanía es de orden simplemente negativo, que no hace sino marcar la ausencia de toda subordinación o limitación respecto de una potestad superior y que no puede por consiguiente usarse en una definición positiva del Estado y de su potestad (ver p. 152, supra). A esta objeción se le puede responder que, si la soberanía considerada en sí carece de contenido positivo, al menos es la cualidad de una potestad que se encuentra elevada a su grado más alto. Ahora bien, este grado supremo de potestad sólo puede concebirse en el Estado. Por eso la expresión francesa "soberanía", aplicada a la potestad de un Estado como Francia, es a la vez perfectamente apropiada a lo que quiere significar y totalmente significativa. Calificar a esta potestad de potestad de Estado, de potestad dominadora o de potestad autónoma no sería decir bastante: ninguno de estos calificativos sería suficiente para revelar que la potestad estatal francesa está, a mayor abundamiento, exenta en toda su amplitud de cualquier dependencia o restricción. Por el contrario, al darle el nombre de soberanía, al mismo tiempo que se pone de relieve
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67] POTESTAD DEL ESTADO 189 su carácter de potestad suprema, se recalca que es una potestad de naturaleza estatal, fundada sobre la fuerza dominadora y la voluntad autónoma el Estado francés, puesto que la soberanía presupone esencialmente todo esto. El empleo de la palabra "soberanía", en lo que se refiere a la potestad estatal francesa, no puede, pues, dar lugar a ningún equívoco, y seguramente los autores alemanes, que critican esta locución, no habrían dudado en emplearla para su propia teoría del Estado si su país hubiese estado en la misma situación unitaria que Francia y si no hubiesen tenido que guardar ciertos miramientos respecto a los Estados no soberanos que contiene el Imperio alemán. No hay duda, en fin, de que la costumbre francesa de designar a la potestad estatal con el nombre de soberanía debe atribuirse en gran parte» desde 1789, al principio de la soberanía nacional. Ya se ha visto (p. 91, supra) que los textos que enuncian este principio se refieren en realidad, con el nombre de soberanía, a la potestad pública misma con todos los poderes que forman su contenido. Todos estos poderes tienen por sujeto propio a la nación. Pero además, al hablar de "soberanía" nacional, estos textos quieren dar a entender que la potestad que reside en la nación es de la clase más alta que se pueda concebir, que no es subdita de ninguna otra potestad y que domina por el contrario a todas las potestades que se ejercen en el seno de la comunidad nacional. Las mismas causas que antiguamente habían determinado que se diera a la potestad de los reyes de Francia el nombre de soberanía han provocado, después de 1789 la aplicación de esta denominación a la potestad de la cual declaraba titular a la nación. Así como en la Edad Media el término soberanía servía para señalar el carácter supremo de la potestad que le pertenecía al rey en el interior del reino, también los fundadores revolucionarios del derecho público moderno de Francia han calificado a la potestad nacional de soberanía, para especificar debidamente que esta potestad es de una esencia superior a cualquier otra, que está por encima de toda otra potestad que pueda tener en el interior cualquier individuo o grupo y especialmente que la voluntad nacional no puede nunca ligarse de una manera definitiva e irrevocable a la voluntad de los gobernantes del momento, sean éstos quienes fueren. Ningún órgano nacional, ni siquiera el cuerpo legislativo, compuesto por miembros elegidos, sometidos a frecuentes reelecciones, absorbe en sí totalmente la voluntad nacional. La potestad suprema de voluntad estatal no reside en particular en ningún órgano: está en la nación, actuando por el conjunto de sus órganos, y por órganos compuestos por individuos cuyo título provisional está sujeta a revocación o renovación. En estas condiciones, bien se puede decir que los gobernantes, los personajes o colegios que forman las diversas autoridades, ejercen poderes de la potestad estatal; pero en cuanto a la
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190 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [67-68 nación, la palabra potestad sería del todo insuficiente: el término más conveniente para caracterizar la postura tomada por la nación desde 1789 •es el de soberanía.28 § 4. FUNDAMENTO Y EXTENSIÓN DE LA POTESTAD DE ESTADO. SUJETO ACTIVO Y PASIVO DE DICHA POTESTAD 68. A. Puesto que la dominación, la potestad de mandar con fuerza irresistible y — según la terminología francesa, así como según el derecho público francés— la "soberanía", son el signo característico del Estado, resulta muy importante averiguar de dónde le viene al Estado esta potestad, cuál es el fundamento de la misma. Hay que guardarse muy bien de confundir esta cuestión con la de la justificación o de la legitimidad de la potestad estatal. Esta no corresponde a la ciencia del derecho público (cf. G. Meyer, op. cit., & ed., pp. 23 ss.). La potestad dominadora del Estado es, en efecto, un hecho natural, un hecho que se impone, y que no hay más remedio que comprobar y aceptar, puesto que no se le puede eliminar. Esto no significa que no se pueda ni se deba averiguar cuáles son las causas justificativas de este hecho. Una afirmación como la de Orlando (Principes de droit public et constitutionnel, ed. francesa, p. 68), que a propósito de la legitimidad de la potestad estatal declara que "todo lo que se refiere al orden 121
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28 El empleo de este término parece justificarse por el motivo de que la nación, en el sistema de la soberanía nacional, se considera como un ser colectivo y abstracto y no como un conjunto de individuos (ver n° 331, infra). Pero un ser abstracto no puede en verdad ejercer poderes, ni poseer una potestad. La potestad sólo puede existir en personas físicas, capaces de actividad efectiva por sí mismas. En el fondo, el principio de la soberanía nacional ha tenido por objeto no tanto el afirmar la existencia de una potestad activa de la nación como el limitar y subordinar a condiciones restrictivas la potestad que de hecho ejercen las autoridades nacionales. En esto, dicho principio — como se verá después (núms. 329 ss.) tiene ante todo un alcance negativo: significa que los poderes que tienen las autoridades constituidas no les provienen de sí mismas y no están destinados a asegurar pura y simplemente la supremacía de su propia voluntad, sino que dichos poderes derivan de un estatuto orgánico nacional superior a los gobernantes, y que tienen por objeto establecer una voluntad nacional superior a las voluntades particulares de sus respectivos titulares. La posición superior que resulta para la nación en ese concepto no proviene, pues, de que se le reconozca una potestad activa que ejercería efectivamente por sí misma, de un modo preponderante, por encima de sus diferentes órganos, sino que dicha posición de superioridad resulta esencialmente de que los poderes atribuidos a los órganos, en las relaciones de éstos con la nación, quedan como poderes derivados, condicionados y en este aspecto subordinados. La ¡dea de preeminencia de la nación aparece así como puramente negativa. No puede causar sorpresa el que, para expresar esa idea negativa, se haya elegido el nombre, igualmente negativo, de soberanía (cf. n. 4, p. 96, supra).
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68] POTESTAD DEL ESTADO 191 natural de las cosas no necesita justificación", es poco admisible. Contra tales afirmaciones, Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 297-298) tace observar que, cualesquiera que sean los orígenes de las instituciones humanas, estas instituciones tan sólo pueden subsistir en tanto que aparezcan, ante cada nueva generación, como razonablemente justificadas. Y tal es precisamente —añade el autor citado— el caso del Estado. Toda generación recién llegada se formula forzosamente la pregunta de saber a qué se debe el Estado con su potestad y por qué el individuo debe doblegarse a la voluntad estatal. Pero también reconoce Jellinek (ibid.t p. 300) que no es por esas consideraciones de orden jurídico por lo que se puede resolver de manera satisfactoria esa cuestión, y da sobre todo la razón decisiva (p. 357) de que el problema del origen del Estado se confunde en definitiva con el del origen del derecho (cf. n° 22, supra). En realidad, el Estado y su potestad se justifican por los fines para los cuales existen uno y otro, y por el hecho de que estos fines, cuya realización presenta capital interés para toda nación e incluso para los miembros individuales del cuerpo nacional, no podría cumplirse sin la ayuda de la potestad estatal.1 122
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1 Esto no significa que toda la actividad estatal consista en actos de mando. Junto a los actos llamados de potestad, el Estado realiza innumerables actos de gestión. Para alcanzar los fines para cuyo cumplimiento existe, el Estado, en efecto, no solamente tiene que dar órdenes, sino que también tiene que regir los asuntos públicos de la colectividad. Entre los actos que en este aspecto realiza, algunos recuerdan a los de un particular al administrar su patrimonio. Sin embargo, incluso en lo que respecta a esta gestión de los asuntos de la comunidad, interviene una idea de potestad dominadora: la potestad estatal se deja sentir en esta materia, por cuanto ya el Estado, en virtud de la facultad soberana que tiene de determinar por sí mismo su competencia, es dueño de fijar, por vía de autoridad, el grado en que pretende regir los intereses colectivos de la nación, y se manifiesta también por cuanto tiene el poder de imponer al respeto de todos las medidas que adopta a título de gestión. Duguit (Traite, vol. i, p. 102) cree poder afirmar que existe toda una serie de servicios públicos "de orden técnico" que "se realizan por medio de simples operaciones materiales", y respecto a los cuales —dice ese autor— "se debe reconocer que la noción de potestad pública, de imperium, nada tiene que ver". Esta afirmación es perfectamente impugnable: en todos los actos del Estado, incluso en aquellos de simple gestión material, entra la potestad, o por lo menos existe, en la base del acto, la potestad. Y no se diga que el cuidado en la gestión de dichos intereses materiales de la comunidad no constituye para el Estado un campo de autoridad, puesto que la actividad estatal, en semejante materia, es de igual naturaleza que la de los particulares al gobernar sus asuntos privados. Hasta cuando el acto del Estado no es, por su contenido, un acto de potestad, lo es por las condiciones en las cuales se produce. Porque es preciso recurrir a la idea de potestad para explicar el hecho de que el Estado se haga cargo de la gerencia de los intereses que él mismo declara colectivos, en vez de dejar dicha gerencia a la iniciativa individual de los miembros de la nación. Poco importa, pues, que ciertos actos estatales no sean en sí mismos actos de mando. Emprender obras públicas, impartir instrucción, realizar todas las operaciones técnicas que menciona Duguit, no es, en sí, realizar actos de mando; sin embargo, es por su potestad dominadora por lo que el Estado se dedica a todas esas operaciones. Así pues, Esmein (Éléments, 5* ed., p. 1) no vacila en calificar como "soberanía exterior" el dere192
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ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [68-69 Por lo tanto la teoría de la legitimidad de esta potestad no es una teoría jurídica. Pero es jurídica la cuestión de saber por qué medios dicha potestad se ha constituido y realizado efectivamente, y cuál es, en este sentido, el fundamento de la misma. Ahora bien, desde el punto de vista especial de la ciencia del derecho, la potestad dominadora del derecho aparece como teniendo su fuente en la Constitución del Estado, sin que el jurista tenga que remontarse más allá de la Constitución inicial con la que coincidió el nacimiento de la persona estatal. Fue esta Constitución, en efecto, la que fundó la organización de la colectividad nacional, organización de la que resultan a la vez la unificación de la colectividad en una persona jurídica y la reducción de la voluntad del grupo en una voluntad unificada, que se expresará por los órganos constitucionales del grupo y que se convierte por eso mismo, jurídicamente hablando, en la voluntad más poderosa que existe en el seno del grupo. Así, en el terreno particular de la ciencia del derecho, la potestad estatal no puede considerarse sino como el resultado de la organización nacional, por cuanto que esta organización produce en la nación una voluntad estatal superior, en derecho, a cuantas puedan existir, de hecho, junto a ella. 69. ¿Quiere decirse con esto que sea suficiente esta organización jurídica para asegurar, desde el punto de vista de las realidades positivas, la superioridad efectiva de la voluntad así constituida? Evidentemente que no. La potestad dominadora del Estado presupone otros factores que no sean las reglas abstractas que contiene un acto constitucional. Para que la organización estatutaria dada a la nación se mantenga en una forma estable y regular es preciso que se apoye en un conjunto de circunstancias de hecho favorables a su funcionamiento, o lo que es lo mismo, que sea apropiada al medio en el cual se encuentra establecida. Esta es la negación de la doctrina que funda la potestad estatal únicamente en la fuerza de los individuos que son los órganos de ejercicio de dicha potestad. Esta doctrina, que es muy antigua (Jellinek, loe. cit., vol. I,pp. 309 ss.), tiene actualmente en la literatura francesa un decidido defensor en la persona de Düguit. Según las afirmaciones muchas veces repetidas de dicho autor (le État, vol. i, pp. 9, 97, 242 ss., 256; Traite, vol. i, pp. 37 ss., 79 ss., 90 ss.), la potestad de Estado tiene su fuente única en un hecho: "la diferenciación entre gobernantes y gobernados"f diferenciación que no es ella misma sino la consecuencia de la diferencia que existe entre los fuertes y los débiles y que es causa de que los prime 123
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cho que tiene el Estado a "representar a la nación en sus relaciones con las demás naciones", especialmente para la gestión de sus intereses. El derecho a representarla en el interior, rigiendo sus asuntos de todas clases, es igualmente soberanía, y las innumerables manifestaciones de ese derecho son manifestaciones de soberanía.
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69] POTESTAD DEL ESTADO 193 ros, por razón de la fuerza de que disponen, impongan su voluntad a los segundos. Indudablemente, al reducir así la potestad estatal a la voluntad de los más fuertes, Duguit no pretende referirse exclusivamente a la fuerza material, sino que junto a dicha fuerza material tiene en cuenta la fuerza moral, la fuerza intelectual, la fuerza económica (L'Etat, vol. i, p. 243). No por ello es menos cierto que el Estado por entero se apoya en el hecho de "la mayor fuerza" retenida por algunos de sus miembros. "Los gobernantes han sido siempre, y son y serán siempre también, los más fuertes de hecho. El hecho simple e irreductible es la posibilidad para algunos de dar a otros órdenes sancionadas por una coacción material; es esta coacción monopolizada por cierto grupo social; es la fuerza de los más fuertes dominando la debilidad de los más débiles" (Traite? vol. i, p. 38). Ya Rousseau había contestado a esta teoría sobre el fundamento de la potestad pública (Control social, lib. i, cap. ni): "En cuanto sea la fuerza la que hace el derecho, toda fuerza que pueda más que la primera sucede a su derecho. Y puesto que el más fuerte siempre tiene razón, lo único que hay que hacer es conseguir ser el más fuerte". En otros términos, y como lo observa justamente Jellinek (loe. cit., pp. 313 55.; cf. Esmein, Éléments, y ed., p. 35), la teoría de la fuerza conduce a destruir al Estado antes que a darle un fundamento resistente. Porque no es suficiente caracterizar al Estado como un hecho debido a ciertas fuerzas. El Estado es también una institución jurídica, especialmente en el sentido de que su potestad gira en el cuadro de un orden jurídico determinado y se ejerce según ciertas reglas que forman, de un modo estable, el derecho público de la comunidad. Ahora bien, en la teoría de la fuerza, esta estabilidad se encuentra comprometida en su principio mismo: desde el momento en que la potestad estatal consiste exclusivamente en la dominación de los que poseen actualmente la mayor fuerza, los individuos dominados, para sustraerse a este yugo de hecho, no tendrán más que utilizar cuantas ocasiones se les presenten e intentar todos los medios para conquistar a su vez una fuerza semejante, o mejor aún, destruir toda fuerza de ese género, suprimiendo a la vez todo régimen estatal. Y así la teoría de la fuerza, en vez de reconocer y poner en evidencia el fundamento estable del Estado y de su potestad, abre el camino, por el contrario, a la acción revolucionaria permanente y a la rebelión legítima contra la dominación estatal. En realidad, el profundo error de esta teoría es el haber creído que la fuerza por sí sola —una fuerza cualquiera— pueda servir de base al Estado. Los casos en los cuales la pura fuerza pudiera poseer esta virtud sólo pueden ser muy excepcionales en los presentes tiempos. Y sobre todo, este efecto de fuerza sólo sería pasajero, sin dar por resultado ese orden regular y estable sin el cual el Estado no
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194 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [69 puede existir. Para que el Estado se halle constituido con la estabilidad de un orden jurídico digno de este nombre no basta con que exista en el seno de la nación una "fuerza mayor" que se eleve por encima de todas las fuerzas rivales y las domine con su potestad preponderante, sino que hace falta, por el contrario, que esas fuerzas múltiples se equilibren entre sí, de tal suerte que sobre la base misma de su coordinación pueda fundarse una organización estatal durable y permanente (cf. nn. 10 y 11, p. 74, supra). Pero entonces ya no es exacto decir que la potestad organizada del Estado tiene su origen pura y simplemente en la fuerza; la verdad es que resulta de cierto equilibrio de las fuerzas sociales en presencia, lo que es muy distinto. Y uno de los efectos más notables de este equilibrio es que la organización gubernamental, que se encuentra así adaptada a las condiciones especiales del medio social, llegará por eso mismo a hacerse aceptar, como hecho natural y necesario, por la gran masa de los miembros de la nación. De donde se deduce la consecuencia de que los órganos estatales, por la misma virtud del concurso prestado por la sumisión de la masa, adquirirán una potestad que se erguirá con una fuerza irresistible2 por encima de cualquier otra potestad que exista en la nación y que triunfará de todas las oposiciones individuales, parciales, locales o momentáneas que pudieran formarse contra ella. Aquí es donde aparece la fuerza mayor de que habla Duguit; pero esa fuerza suprema no es la causa primera del Estado, de su organización, de su potestad, como lo dice dicho autor. Es, por el contrario, un efecto de dicho Estado, organización y potestad. Es una resultante del equilibrio de fuerzas que ha producido al Estado.3 No es cierto que la potestad de 124puede existir. Para que el Estado se halle constituido con la estabilidad de un orden jurídico digno de este nombre no basta con que exista en el seno de la nación una "fuerza mayor" que se eleve por encima de todas las fuerzas rivales y las domine con su potestad preponderante, sino que hace falta, por el contrario, que esas fuerzas múltiples se 124
2 Haurimí (La souverainetá nationale, p. 13) dice: "La soberanía es una voluntad armada de un poder de ejecución; la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta a seguir." Por consiguiente, este autor declara que es necesario "discernir, en la soberanía, elementos de voluntad y elementos de ejecución"; de ese modo parece, pues, separarlos. En realidad esos dos elementos son inseparables, incluso desde el punto de vista analítico. Lo que convierte a la voluntad del Estado en una voluntad dominadora es la fuerza coercitiva de ejecución que lleva en SÍ. Dicha fuerza no es un elemento distinto que viene a añadirse a la voluntad estatal, sino que es un carácter esencial de esa voluntad, e incluso constituye el carácter específico de la misma. La potestad de dominación del Estado está formada ante todo por la fuerza de realización que le es propia y que sólo a ella pertenece, al menos de una manera inicial. 3 Una de las condiciones del mantenimiento de este equilibrio es también que la fuerza estatal que de él se deriva se ejercerá en forma reglada y en particular según ciertas reglas de derecho. Desde este punto de vista, también, la teoría de Duguit no cuadra mucho con el sistema del Estado moderno. Si la potestad estatal sólo se fundara en la fuerza preponderante de un hombre, de una clase o de la mayoría, esta fuerza de los goberriantes, al no ser más que un puro hecho, escaparía a toda limitación de orden jurídico, y en vez de un "Estado de derecho" sólo podrían establecerse formas despóticas de Estado. Por otra parte, ¿cómo podría comprenderse, en la teoría de la fuerza, que aquellos mismos gobernantes que, en ciertos as-
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69-70 POTESTAD DEL ESTADO 195 equilibren entre sí, de tal suerte que sobre la base misma de su coordinación pueda fundarse una organización estatal durable y permanente (cf. nn. 10 y 11, p. 74, supra). Pero entonces ya no es exacto decir que la potestad organizada del Estado tiene su origen pura y simplemente en la fuerza; la verdad es que resulta de cierto equilibrio de las fuerzas sociales en presencia, lo que es muy distinto. Y uno de los efectos más notables de este equilibrio es que la organización gubernamental, que se encuentra así adaptada a las condiciones especiales del medio social, llegará por eso mismo a hacerse aceptar, como hecho natural y necesario, por la gran rnasa de los miembros de la nación. De donde se deduce la consecuencia de que los órganos estatales, por la misma virtud del concurso prestado por la sumisión de la masa, adquirirán una potestad que se erguirá con una fuerza irresistible por encima de cualquier otra potestad que exista en la nación y que triunfará de todas las oposiciones individuales, parciales, locales o momentáneas que pudieran formarse contra ella. Aquí es donde aparece la fuerza mayor de que habla Duguit; pero esa fuerza suprema no es la causa primera del Estado, de su organización, de su potestad, como lo dice dicho autor. Es, por el contrario, un efecto de dicho Estado, organización y potestad. Es una resultante del equilibrio de fuerzas que ha producido al Estado.3 No es cierto que la potestad de 125los gobernantes sólo se funda en su propia fuerza; pero lo que sí es cierto es que la organización consagrada por la Constitución sobre la base de este equilibrio y de conformidad con él, origina en ellos una fuerza gubernamental superior, que por la razón misma de fundarse en el orden jurídico y estatutario establecido a título regular y permanente, aparece esencialmente como una potestad de derecho y no como un simple poder de hecho. 70. Se acaba de observar que la teoría de la fuerza es en el fondo, y por todas sus tendencias, una teoría destructiva del Estado. Prueba de ello es la obra científica de Duguit. La insistencia que pone este autor en sostener que los gobernantes sólo deben su potestad a la fuerza preponderante de la cual son, de hecho, los tenedores, se explica primeramente por el deseo de socavar y hasta de destruir el 1252
Hauriou (La souveraineté naliunale, p. 13) dice: "La soberanía es una voluntad armada de un poder de ejecución; la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta a seguir." Por consiguiente, este autor declara que es necesario "discernir, en la soberanía, elementos de voluntad y elementos de ejecución"; de esc modo parece, pues, separarlos. En realidad esos dos elementos son inseparables, incluso desde el punto de vista analítico. Lo que convierte a la voluntad del Estado en una voluntad dominadora es la fuerza coercitiva de ejecución que lleva en sí. Dicha fuerza no es un elemento distinto que viene a añadirse a la voluntad estatal, sino que es un carácter esencial de-esa voluntad, e incluso constituye el carácter específico de la misma. La potestad de dominación del Estado está formada ante todo por la fuerza de realización que le es propia y que sólo a ella pertenece, al menos de una manera inicial. 3 Una de las condiciones del mantenimiento de este equilibrio es también que la fuerza estatal que de él se deriva se ejercerá en forma reglada y en particular según ciertas reglas de derecho. Desde este punto de vista, también, la teoría de Duguit no cuadra mucho con el sistema del Estado moderno. Si la potestad estatal sólo se fundara en la fuerza preponderante de un hombre, de una clase o de la mayoría, esta fuerza de los gobernantes, al no ser más que un puro hecho, escaparía a toda limitación de orden jurídico, y en vez de un "Estado de derecho" sólo podrían establecerse formas despóticas de Estado. Por otra parte, ¿cómo podría comprenderse, en la teoría de la fuerza, que aquellos mismos gobernantes que, en ciertos as-
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196 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [70 concepto, considerado hasta hoy como fundamento, de potestad estatal y de soberanía. De la afirmación de que la voluntad de los gobernantes no es sino la voluntad de individuos que no poseen sobre los gobernados más superioridad que la que sacan de la potestad de coacción que resulta para ellos de su mayor fuerza (Traite, vol, i, núms. 24 y 25), Duguit deduce inmediatamente la consecuencia de que la voluntad de los gobernantes no tiene por sí misma ninguna virtud especial que permita asegurar que es jurídicamente, es decir, de derecho, una voluntad dotada de valor soberano. Y como prácticamente la potestad del Estado está constituida por la de sus órganos, la negación de la potestad de mando en los gobernantes entraña en seguida la negación de la soberanía estatal misma. Esta negación ocupa un lugar importante en la doctrina de Duguit: "Los gobernantes son individuos como los demás, y su voluntad es una voluntad exclusivamente individual. Los gobernantes no poseen más derecho de potestad que los gobernados"(L'État, vol. i, p. 350). "Negamos la soberanía del Estado. Afirmamos que los gobernantes no tienen el derecho de mandar, como tales gobernantes, ya que una voluntad individual es siempre igual a otra voluntad individual, porque ningún hombre tiene el derecho de mandar a otro hombre" (loc. cit., p. 424). "Cuando en un país un Parlamento, un jefe de Estado expresan su voluntad, no puede decirse que expresan la voluntad del Estado o la de la nación: expresan su propia voluntad…Comprendiendo bien esto, se ve que e! concepto de potestad pública desaparece. Puesto que los gobernantes no son sino individuos como los demás, no pueden formular órdenes, no tienen la potestad pública. La potestad pública es un concepto sin valor, que hay que desterrar de toda pecios, tienen el poder de imponer su voluntad a título de mandamiento estatal, en otro respecto sean sometidos a su vez a mandamientos que los obligan y que emanan de una voluntad extraña? Ver sobre este punto las objeciones de Menzel contra la doctrina de Duguit (Oester-Teichische Tléilsr.hrift für offentl. Recht, 1914, p. 118) construcción del derecho público" (Traite, vol. i, p. 86). "Decimos que el Estado no es una persona soberana, que el concepto de soberanía es un concepto sin valor y sin realidad, que de hecho existen en las agrupaciones nacionales grupos de individuos que retienen una fuerza, que son gobernantes,." (loc. cit., p. 107).4 No es que dicho autor niegue la existencia ni tampoco la necesidad de los gobiernos. "La potestad gubernamental —dice (loe. cit., p. 88)-— existe, y no puede dejar de existir." Ahora que, como dicha potestad sólo es la consecuencia de la diferenciación entre los fuertes y los débiles, añade en seguida que no puede, en esas condiciones, ser un derecho. "Afirmamos que aquellos que retienen esa potestad retienen una potestad de hecho y no una potestad de derecho. Queremos decir que no tienen el derecho de formular órdenes." Al menos, las voluntades de los gobernantes no podrían, por su propia virtud, imponerse a los gobernados. Sólo tienen valor en la medida en que se conforman a lo que Duguit llama "la regla de derecho" (L'État, vol. I,cap. ll), y por ello entiende una regla que —sin ser por cierto inmutable— deriva de la solidaridad social. Esta regla domina lo mismo a los gobernantes —que tan sólo son individuos como los demás— que
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a los gobernados.5 Y, por consiguiente, éstos sólo tienen la» obligación de obedecer las prescripciones de los gobernantes, las leyes por ejemplo,6126 71] POTESTAD DEL ESTADO 197 si esas prescripciones son legítimas por su conformidad con la regla de derecho. Si no existe esta conformidad, los gobernados tienen fundamento para la resistencia. Y recíprocamente, los gobernantes no tienen fundamento para emplear la potestad de coacción o fuerza material monopolizada por ellos, para la ejecución de sus decisiones, sino cuando esas decisiones vienen determinadas con un fin que esté conforme con la solidaridad social (le État, vol. I, p. 267). 71. El carácter generoso de las intenciones que han inspirado a Duguit su tentativa de limitación de la potestad efectiva de los gobernantes por un principio de derecho objetivo superior a las voluntades individuales no ha escapado a ninguno de los juristas que han tratado de apreciar esa tentativa. En la tesis que acaba de ser expuesta unos han creído reconocer la famosa teoría de la escuela de los doctrinarios, que no admitían más soberanía que la de la justicia y de la razón (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 36). Existe, sin embargo, entre ambas doctrinas esta diferencia: una, la de Royer-Collard y de Guizot, se refería a la idea •de que existe un derecho fundado en la razón, es decir, un derecho que sólo la razón puede discernir, mientras que la otra, la teoría actual de la regla de derecho, no se apoya, según su autor, más que en la experiencia 127
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En su última obra, Les transformations du droit public (cap. i, pp. 6 a 9 y cap. 11, §§ I y II). Duguit cree incluso poder afirmar que los conceptos de potestad pública, de soberanía y de soberanía nacional se han desmoronado ante la crítica positiva, porque están en contradicción con los hechos y que la fe de los hombres políticos, así como la de los juristas, en estos conceptos, se encuentra hoy día por ]o menos socavada, "Hoy —dice (ibid., p. 41)— ya no se cree en el dogma de la soberanía nacional, como tampoco se cree en el dogma del derecho divino." 5 "La voluntad estatal no es, de. hecho y en realidad, sino la voluntad de los poseedores del poder político, o sea la voluntad de los gobernantes. En lo que se llama la voluntad del Estado sólo aparece una cosa: las manifestaciones de voluntad de uno o de varios individuos. Ahora bien, dichos individuos forman parte de la sociedad, están sujetos, como todos los individuos, por los lazos de la solidaridad social, y por lo tanto están sometidos, como todos los individuos también, y en los mismos términos, a la regla de derecho, que no es más que la solidaridad social que se impone a todas las voluntades individuales. La voluntad de los gobernantes sólo es una voluntad jurídica, susceptible de imponerse por la coacción, cuando se manifiesta dentro de los límites que le impone la regla de derecho" (L'État, vol. i, pp. 259 y 261). 6 "En nuestro concepto la ley no tiene el carácter de orden dada por el Parlamento, que se impone por ser el Parlamento quien la formula. Los 900 individuos que componen el Parlamento no pueden darme esa orden; la ley sólo se impondrá a la obediencia de los ciudadanos si es la expresión o la realización de una regla de derecho" (Traite, vol. i, p. 88). "Hay que decir sin titubeos que la desobediencia a una ley contraria al derecho (ideal) es perfectamente legítima" (ibid., p. 153; cf. del mismo autor Les transformations du droit public, pp. 13ss).Otra manera de debilitar e invalidar la potestad de la ley, y por lo tanto la potestad estatal misma, es la de Hauriou, que sostiene con insistencia (Principes de droit public, pp. 43, 444 ss.; La souveraineté nationale, pp. 17, 27, 118 ss.) que "las leyes votadas (por el Par70127
sólo son por sí mismas proposiciones de leyes y sólo pueden convertirse en leyes verdaderas por una aceptación definitiva de la nación". Y Hauriou se refiere en esta ocasión a una "adhesión lenta", a una "adaptación progresiva", a una "ratificación implícita y tácita", por las cuales se realizaría dicha aceptación por la nación, única que puede dar a la ley «1 carácter definitivo. Se verán después (nn. 8 del n' 73, 18 del n' 387, 14 del n9 484) las objeciones que suscitan estas
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198 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [71 proporcionada por la observación positiva, no siendo en efecto la solidaridad social sino un mero hecho (Duguit, Traite, vol. i, p. 108). Otros han dicho que el "derecho objetivo" recuerda, en muchos aspectos, el antiguo derecho natural, considerado en tiempos pasados como predominante en todas las leyes positivas (Geny, Revue critique de législation,1901, pp. 508 ss.). Hay que observar, sin embargo, que el derecho natural se presentaba en el pasado como un conjunto de preceptos universales e inmutables, y según Duguit, por el contrario, "la regla de derecho deriva de las condiciones actuales de vida, momentáneas y mudables, de una sociedad dada" (loe. cit,, p. 109). Pero cualquiera que sea el mérito de las intenciones de este autor, hay que fijarse en que, en cuanto al fondo —y el fondo, para un jurista, es o bien el empleo de un concepto jurídico, o bien, sobre todo, los resultados prácticos a los cuales lleva dicho concepto—, la apreciación dominante y muy clara que ha sido emitida por los maestros actuales de la ciencia francesa del derecho público respecta al valor de la doctrina de Duguit, se resume en esta objeción capital: esta doctrina conduciría a la anarquía. En la 4a edición de sus Éléments de droit constitutionnel (p. 40), Esmein ha pronunciado, respecto de esa doctrina, la expresión "quimera anarquista". Hauriou la calificó igualmente de "anarquismo doctrinal", y llama a su autor "anarquista de cátedra" (Revue du droit public, vol. xvn, pp. 348 y 353; Principes de droit public, p. 79; "Les idees de M. Duguit", Recueil de législation de Toulouse, 1911). Michoud formuló sobre esa teoría un juicio idéntico: "Es una teoría propiamente anárquica, incompatible con las necesidades sociales" (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 52; "La personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la doctrine frangaise contempérame", Festschrift O. Gierke, 1911, pp. 500 ss. Ver también Larnaude, Les méthodes juridiques, pp. 11 ss.; Berthélemy, Revue du droit public, 1914, p. 493 n. Idéntica apreciación de Merizel en su análisis crítico de las doctrinas de Duguit, loe. cit., p. 127). Contra ese ataque procedente de tantos adversarios, afirmaciones desde el punto de vista jurídico. Por ahora conviene observar que no cuadran precisamente con la opinión expresada por Hauriou, respecto de la potestad propia del legislador, en otras partes de la misma obra, en la que presenta •en efecto a esta potestad como un poder superior de potestad y de mando (ver pp. 199 s., infra). Desde el momento en que el Parlamento tiene constitucionalmente un poder propio de iniciativa y de adopción perfecta de la ley, no es posible decir que tan sólo labora por el establecimiento de la legislación bajo la condición, suspensiva o resolutoria, de una ratificación o adaptación popular ulterior. Sería inútil recordar que las únicas leyes durables son aquellas que responden efectivamente a las aspiraciones y a las necesidades del pueblo al que son •destinadas. Por cierta que sea esta verdad política, no es menos verdadero que, jurídicamente, la ley saca su valor inmediato y perfecto del hecho de su adopción por el órgano legislativo competente. El argumento, tomado por Hauriou (Principes de droit public, p. 445) del hecho de que el gobierno vacile a veces o renuncie a aplicar ciertas leyes porque tropiecen en el país con una reprobación más o menos viva, tampoco es concluyeme. La abstención gubernamental, en este caso, proviene del temor de dificultades políticas y no de la invalidez jurídica de las reglas legislativas vigentes. El fenómeno, por cierto, es frecuente y bien conocido: incluso en la esfera de las relaciones jurídicas de orden privado ocurre a veces que el titular de un derecho se abstiene de hacer uso, contra terceros, de sus poderes Jurídicos más incontestables, porque teme represalias de otra clase de parte de dichos terceros o porque no tiene, respecto a ellos, suficiente libertad de acción. A nadie se le ocurriría por ello poner en duda la perfecta existencia del derecho que permanece así inaplicable.
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Duguit trata de defenderse alegando que su teoría difiere esencialmente de la teoría anarquista, ya que no impugna la necesidad de hecho de los gobiernos (Traite, vol. i, p. 87; Le droit social, le droit individué et la transformation de l'État, 2* ed., p. 56). Pero, a decir verdad,esta teoría solamente deja subsistir una apariencia, una sombra de gobierno, puesto que le resta al gobierno lo que constituye su fuerza y su utilidad: el principio de autoridad. Según la fórmula de las Pastorales de Jurieu —fórmula tal vez brutal y desprovista de miramientos, pero que contiene una parte de profunda verdad—, "tiene que haber en cada Estado una autoridad que no necesite tener razón para convalidar sus actos", y por esto se debe entender —como lo hace observar Hauriou ("Les idees de M. Duguit", p. 11)— que lo característico de la potestad estatal 71-72] POTESTAD DEL ESTADO 199 es que los mandamientos expedidos de una manera regular, o sea conforme al estatuto orgánico vigente, en virtud de dicha potestad, no precisan de la debida y previa justificación de su contenido para imponerse a la obediencia de los gobernados. En esto precisamente consiste el carácter dominador, incondicional o soberano de dicha potestad. Si, para ser cumplidos, los mandamientos expedidos por las autoridades estatales tienen que confrontarse previamente con ese tipo ideal que llama Duguit "regla de derecho" y si Ja fuerza imperativa de los mismos depende de su conformidad con esa regla, el concepto mismo de potestad estatal y gubernamental se esfuma, puesto que dicha potestad no conserva por sí misma ninguna virtud ni eficacia propias; viene, pues, la anarquía. Es por cierto lo que reconoce el mismo Duguit, pues en el mismo lugar donde protesta contra la acusación de anarquismo doctrinal (Traite, vol. i, p. 87), declara que "niega la potestad pública". Esta negación implica la del gobierno mismo. 72. El alcance de estas negaciones se agrava aún más por razón de que el criterio de la regla de derecho, tal como la entiende Duguit, ha de buscarse únicamente en las sugestiones de la conciencia individual. "La ley —dice, por ejemplo, este autor-— es la expresión de una regla que, bajo la acción de la solidaridad social, se forma en las conciencias de los individuos miembros de una colectividad dada. La opinión pública no se convierte en factor de legislación más que cuando las conciencias individuales que concurren a su formación tienen u-n contenido jurídico", es decir, cuando las conciencias individuales que la forman "han llegado a considerar que una cierta regla se impone a los miembros del grupo social de hacer o de no hacer alguna cosa" (Traite, vol. i, p. 151). Lógicamente debe deducirse de ello que también es asunto de conciencia, y no solamente de conciencia colectiva, sino de "conciencia individual", la apreciación de la conformidad de la ley con la regla de derecho que deriva de la solidaridad social, así como el derecho de resistencia eventual que constituye su corolario. Es tanto como decir que el respeto a las reglas positivas dictadas por el legislador depende de los conceptos que puede formarse subjetivamente cada cual en cuanto a la regla ideal de derecho, y por ello queda socavado hasta en sus cimientos todo concepto de orden jurídico positivo. Por eso se puede observar que los mismos autores que admiten la existencia de preceptos de derecho anteriores a la voluntad del Estado, reconocen la necesidad práctica de una potestad organizada que se ejerza con objeto de comprobar y formular dichos preceptos a fin de transformarlos en leyes positivas y obligatorias. En todo caso, "una autoridad es
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necesaria —dice Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 52)— para proclamar e interpretar el derecho; y es necesario que pueda imponer su manera de comprenderlo e interpre200 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [72 tarlo". En efecto, incluso cuando se parte de la idea de que los gobernantes están efectivamente sometidos al derecho ideal, no basta afirmar que su voluntad es por sí misma incapaz de crear reglas jurídicas, sino que falta aún averiguar cómo es que la regla de derecho ideal, una vez reconocida y comprobada por ellos, adquiere un valor positivo y obligatorio; o, lo que viene a ser lo mismo desde el punto de vista de las realidades prácticas, cómo es que las reglas dictadas por los gobernantes adquieren dicho valor cuando se hallan conformes a la regla de derecho que deriva de la solidaridad social. Sobre este punto la teoría de Duguit presenta un grave vacío que ha sido señalado por diversos autores. "Es necesario —dicen Hauriou y Mestre (Revue du droit public, vol. xvn, pp. 350 ss.)— explicar el fenómeno de la legislación positiva; esa regla de derecho que es ley del mundo social y lo rige soberanamente es preciso explicar que debe ser formulada de alguna manera, puesto que prácticamente sólo se impone a los hombres después de haber sido determinada a título de ley positiva." 7 Y estos autores reprochan a Duguit no explicar "por qué la regla de derecho, para ser positiva, o sea prácticamente obligatoria, ha tenido siempre necesidad de ser comprobada por la ley o por cualquier otra fuente de derecho". Michoud (Fesíschrift O. Gierke, p. 505) dice asimismo: "Duguit no nos explica el fenómeno de la legislación de Estado, es decir, la existencia de una autoridad quetiene el legítimo poder de proclamar y de interpretar el derecho. Una teoría que admita la idea de legitimidad del poder es la única que puede dar la explicación del carácter obligatorio de la legislación positiva".7 Además, este autor señala otra insuficiencia en la doctrina de Duguit. Contrariamente a esta doctrina (L'État, vol. i, p. 305), resulta cierto, en efecto, que la actividad del Estado no puede depender por entero de la entrada en vigor de la regla de derecho o de actos impuestos por esta 128
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Análoga objeción puede oponerse a la teoría de Duguit respecto a los servicios públicos. Rechaza la distinción entre "servicios de autoridad" y "servicios de gestión", declarando que el Estado no es "potestad mandante" ni en los primeros ni en los segundos, y para deshacerse en esta materia de lo que llama "el antiguo concepto del Estado-potestad", expone la idea de que "los gobernantes no son órganos de una persona colectiva que manda, sino que son los gerentes de los asuntos de la colectividad" (Traite, vol. I, p. 102). Al substituir así la idea de gerencia a la de mando, Duguit cree eludir o eliminar el concepto de soberanía. Y esto es un error. No porque la idea de gerencia sea en sí misma inexacta, sino porque existe un punto capital que dicha teoría no explica: ¿de dónde sacan los gobernantes el poder para regir los asuntos de la colectividad? Por otra parte, ¿cómo podrían los gobernantes desempeñar su tarea de gerencia si no dispusieran para ello de una potestad superior que les permita imponer a todos aquellas decisiones o medidas que creen deber adoptar en interés de su gestión? También aquí se comprueba que el concepto de potestad estatal no es de los que se pueden disipar fácilmente, y las tentativas realizadas para eludirlo son vanas, pues renace constantemente bajo nueva forma (cf. n. 1, p. 191, sufra).
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72-73 POTESTAD DEL ESTADO 201 regla. Muchos de estos actos, por su misma naturaleza, dependen de la apreciación discrecional de los gobernantes y consisten en medidas arbitrarias que nada tienen que ver con la pretendida regla de derecho y de las cuales lo más que puede decirse es que tienen que mantenerse dentro de los límites del derecho que deriva de dicha regla. Aquí también —dice Michoud (loe. cit., p. 505; Personnalité morale, vol. i, pp. 52- 53)— "el legítimo derecho de mandar es lo único que puede explicar por qué esos actos, indiferentes al derecho en sí mismos, entrañan para los subditos la obligación de obedecer". Por lo que se refiere a la cuestión del fundamento del carácter imperativo de la ley, Esmein (Éléments, 5* ed., pp. 37-38), en pocas palabras, refutó de una manera decisiva la teoría de Duguit. Demuestra que es el producto de una confusión entre dos cosas que se podrían calificar, según la terminología de Montesquieu, como "la naturaleza y el principio del poder legislativo". Cualquiera que sea la idea que se tenga del papel y del deber del legislador, y aun cuando se haya establecido que las prescripciones legislativas deben de hallarse conformes con la opinión pública, o con los usos y costumbres del pueblo al cual habrán de aplicarse, o con un precepto superior de justicia ideal, hay un punto cierto: que la ley saca su fuerza jurídica positiva de la potestad constitucional del legislador; y esto no solamente en el sentido de que una regla, sea la que fuere, sólo puede adquirir valor de ley mediante su consagración por el órgano que tiene competencia para legislar, sino además también en el sentido de que, en todo Estado que posea una organización regular, a la autoridad legislativa es a la que pertenece determinar por su propia potestad las reglas que han de ser erigidas en leyes, cualesquiera que sean las fuentes de donde provengan. Negarle esta competencia al legislador es en realidad querer negar el valor de la misma Constitución, que proporciona al Estado sus órganos regulares y confiere a éstos sus poderes, legislativos o de otra clase; y por ello mismo es también destruir el principio de todo orden jurídico en el Estado. Tal vez sea por este motivo por lo que Duguit no trata, en ninguna parte de su Traite de droit constitutionnel, de exponer ni de analizar el concepto de Constitución. Bien es verdad que no hay sitio para este concepto en una doctrina que le niega a los órganos regulares del Estado toda potestad estatutaria de decisión imperativa. 73. Por otra parte, y como muy justamente dice Esmein (loe. cit.),el confundir los preceptos superiores en que la ley debe inspirarse con la fuerza jurídica inherente a la legislación positiva es "embrollar las categorías". Que en razón como en justicia, desde el punto de vista de la oportunidad política como bajo el aspecto de la utilidad social, la ley no pueda depender exclusivamente de la voluntad arbitraria del legisla-
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202 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [73 dor; que por encima de esta voluntad actual pueda concebirse, y existan efectivamente, verdades o reglas permanentes de las que pueda afirmarse que ninguna prescripción legislativa positiva debería desconocer la superioridad trascendente, es lo que las observaciones expuestas anteriormente no tienen la menor intención de negar. Pero lo que sí es eminentemente discutible es la posibilidad de conciliar la inviolabilidad de estas reglas superiores con el hecho positivo de la potestad del Estado por una parte, y por otra parte con un segundo hecho, aun más grave: la necesidad social de dicha potestad. Los autores que han intentado contribuir a esta conciliación no parecen haber conseguido hasta ahora resultados jurídicos que tengan un valor apreciable.8 Por muchos esfuerzos que se hagan, en 8
Entre los juristas actuales que han abordado esta cuestión, conviene citar a Geny (Revue critique de législation, 1901, p. 508), que sugiere la idea de que convendría al menos revestir los actos do la autoridad, mediante las garantías que presenta su legítima constitución, de una presunción de conformidad al derecho objetivo, que los garantizara contra toda crítica temeraria". Según esto, la ley se impondría a la obediencia por el motivo jurídico de que, por las garantías que rodearon su confección, habría de tenerse, hasta prueba en contrario, por conforme a los preceptos superiores de justicia absoluta. Con esta teoría, parece que se evita fundar exclusivamente la fuerza imperativa de la ley en la potestad estatal. A la soberanía del Estado se substituye, en efecto, como fundamento de la ley, la soberanía del "derecho objetivo", con el cual se presume que la ley se halle conforme. Ahora bien, ¿hasta cuándo habrá de subsistir dicha presunción, y quién podría hacerla desaparecer? En realidad no puede eliminarse, regular o jurídicamente, sino por una nueva ley que venga a modificar la ley antigua, cuando ésta, por experiencia, se ha juzgado poco satisfactoria. En otros términos, de la.autoridad estatal es de quien depende realmente la suerte de la ley. En estas condiciones, no existe gran utilidad en sostener que la fuerza de la ley se funda sobre una presunción de conformidad con el derecho ideal; prácticamente esa fuerza deriva de la voluntad o de la apreciación del legislador y subsiste hasta que dicho legislador manifieste una voluntad o una apreciación contraria. Por lo demás, Geny parece haber abandonado actualmente el punto de vista que sostenía en 1901 en la Revue critique. En su estudio sobre "Les procedes d'élaboration du droit civil" (Méthodes juridiques, p. 194) hace esta declaración He principio: "Tengo por inadmisible la idea de restringir o limitar la autoridad categórica de la ley escrita". Y da para ello la razón de que "aunque la ley no sea siempre imagen fiel de la exacta justicia, un interés esencial de la vida social exige la indiscutibilidad de la ley escrita". Parecida objeción puede formularse contra la doctrina expuesta en estos últimos tiempos por Hauriou (Les idees de M. Diiguit,, p. 23; La souveraineté nationale, pp. 120 ssj según la cual la obediencia debida a las órdenes de la autoridad cttatal, especialmente a las leyes, tan sólo sería "previa" y "provisional", y esto —dice el autor— "en el sentido de que la orden la autoridad siempre podrá ser revisada". "Todo es revisable —declara Hauriou— porque todo se ejecuta provisional y previamente." Y bace constar que existen "procedimientos de revisión para toda clase de órdenes del gobierno, para los actos administrativos, para los juicios, para los actos legislativos". Por lo tanto, según esta teoría, la potestad estatal dejaría de ser una verdadera potestad de dominación. Asimismo, v sisuif?m.(o la doofria antres citada de Geny, la ley merece obediencia, no ya por ser ley, sino porque se presume provisionalmente de conformidad con el derecho ideal. Así también de la doctrina expuesta por Hauriou
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73] POTESTAD DEL ESTADO 203 efecto, para, en la cuestión del fundamento del carácter imperativo de la ley, salvar el respeto debido a esos preceptos superiores, tropezará siempre con el obstáculo infranqueable que resulta de que, en el terreno de la ciencia del derecho, no es posible •—sin comprometer a la vez todo el orden jurídico y todos los principios de organización estatal— negar a la autoridad legislativa establecida por la Constitución el poder de determinar y formular las reglas que, por razón de su valor intrínseco e ideal, merecen ser erigidas en leyes positivas, ni menos negar a esas decisiones positivas del legislador un valor imperativo, que por cierto no cabe poner en duda, dada la potestad coercitiva del Estado. Esto no sig» niñea que toda decisión legislativa sea irreprochable por el solo hecho de provenir de una autoridad competente, pero sí significa que el derecho no podría, por sus propios medios, impedir de una manera absoluta que se produzcan a veces divergencias e incluso oposiciones más o menos violentas entre la regla ideal y la ley positiva. Por lo tanto, frente a estos conflictos siempre posibles, el jurista se ve obligado, en último término, a reconocer que en esta materia no hay más remedio que distinguir dos campos que son, uno el de la conciencia individual y la libre sumisión» y otro el de la actividad exterior de los hombres y la obediencia forzosa; dos campos de la actividad humana que se rigen respectivamente por dos clases de reglas: la regla ideal, fundada en un principio de inmutable justicia, que tiene su fuerza imperativa en sí misma, en su propio valor, y por otra parte la regla positiva, que para ser perfecta debería inspirarse en la justicia ideal, aunque de hecho está muy lejos de 129
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resulta que el mandamiento actual del legislador sólo tiene valor como medida provisional y en cierto sentido a título precario; saca su valor, no ya de la fuerza inherente a la voluntado apreciación actuales del legislador, sino, por el contrario, de que se halla esencialmente sujeto a revisión, es decir, que no crea derecho firme y estable, sino que sólo constituye un derrotero hacia un derecho definitivo que se obtendrá mediante revisiones sucesivas, y por lo tanto no puede pretender, en el presente, mas que el beneficio de la ejecución previa bajo la reserva de las futuras revisiones. Pero esta forma de mitigar la potestad de Estado, presentando sus decretos como simplemente provisionales, no puede modificar el concepto de dicha potestad. Porque, en lo que concierne especialmente a las leyes, hay que convenir, también en esto, en que su revisión eventual depende en realidad del legislador mismo: la posibilidad de las revisiones futuras deja subsistir, pues, en el órgano legislativo la posesión exclusiva de la potestad legislativa. Por otra parte, y suponiendo que la ley sólo deba ser considerada como una medida provisional y momentánea, no deja de ser cierto que, mientras llega una legislación perfecta y definitiva, la legislación actualmente vigente se impone de una manera irrefragable, cual si realizara un derecho que está fuera de toda discusión. La ley, se dice, sólo tiene un valor pasajero de expectativa, pero no por ello se deja de exigir a los subditos una absoluta obediencia actual; y por otra parte, ¿no renace sin cesar la expectativa de lo definitivo? Los "estados de derecho provisional" de los cuales habla Hauriou, pueden transformarse cuanto quieran; entre sus cambios sucesivos, una cosa permanece idéntica y constante: la potestad dominadora actual del Estado (cf. infra. n° 77, in fine).
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204 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [73 conformarse siempre a ella, pero que en todos los casos toma su fuerza imperativa en la organización estatal vigente, organización que se funda a su vez en una imperiosa necesidad. Esta distinción entre dos clases de reglas ha sido señalada por los autores en repetidas ocasiones. En la literatura reciente, Michoud (Festschrift O. Gierke, p. 502) se refiere a ella cuando —al analizar la regla de derecho tal como la entiende Duguit— declara que esa pretendida regla de derecho "es en el fondo una mera regla filosófica, que sólo tiene existencia en la conciencia individual". Por su lado Hauriou (I¿es idees de M. Duguil, pp. 14 ss.) desarrolla ampliamente una doctrina según la cual habría lugar a discernir dos "sistemas jurídicos", constituidos por "dos especies de derechos" y formando "dos series jurídicas": por una parte ,"el derecho que procede de la soberanía gubernamental" y por otra parte "el derecho que deriva de la regla de justicia". Hauriou marca así debidamente la diferencia que, desde el punto de vista de su origen, de su fundamento y también de su naturaleza respectiva, separa estas dos clases de reglas, una de las cuales toma de la "soberanía gubernamental" de su autor una fuerza positiva que le falta a la otra, pero sin poseer en sí el valor moral que es inherente a ésta. Sin embargo, la doctrina de Hauriou merece una crítica en un punto esencial: no es cierto que esas dos clases de reglas correspondan a dos clases de derechos. Precisamente porque tienen un origen y una naturaleza diferentes no se las puede calificar, a una y a otra, de reglas "jurídicas". No basta afirmar que hay ahí "dos series jurídicas diferentes", pues la verdad es que, de estas dos series, una es jurídica y la otra no lo es. Asimismo, no es exacto decir que junto al derecho procedente de la soberanía gubernamental está la regla de justicia, "que es otra especie de derecho". Este punto de vista,según el cual "el derecho está siempre dividido en dos cuerpos de reglas"(loc. cit., p. 25 n.), lleva a Hauriou a admitir que en caso de contradicción entre las dos series de reglas podrá producirse un "conflicto del derecho contra el derecho", y por ello su doctrina se aproxima, de una manera inesperada, a la de Duguit, combatida por él, y que habla también de "leyes contrarias al derecho" (Traite, vol. i, n9 152). Pero es evidente que esta teoría de Hauriou —como la de Duguit— embrolla las categorías, según la frase ya citada de Esmein. No se puede concebir que lleguen a producirse conflictos del derecho contra el derecho. Lo que sí es posible es que el derecho y la ley positiva se hallen en contradicción con las reglas de la moral, con la justicia inmutable, con el interés social sanamente comprendido. Pero en esto el conflicto no surge entre dos sistemas jurídicos, entre dos reglas que aun siendo de diferente especie, no dejarían sin embargo de ser reglas jurídicas. Si se reconoce que la regla legislativa fundada en la soberanía gubernamental consti
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73-74 POTESTAD DEL ESTADO 205 tuye una regla jurídica, un elemento de derecho propiamente dicho, sería contrario a toda lógica designar con el mismo nombre y colocar igualmente en la categoría del derecho la regla ideal de justicia que no ha sido consagrada por un acto de la potestad soberana. Porque estas dos clases de reglas no son subdivisiones de un sistema jurídico general, que estaría simplemente "dividido en dos cuerpos de prescripciones" o que contendría "dos capas de derecho"; sino que son de orden y esencia absolutamente diferentes. La regla legislativa se funda en la voluntad soberana del Estado. Ahora bien •—y lo dice Hauriou mismo (La souveraineté nationale, p. 13)—, "la soberanía es una voluntad armada con un poder de ejecución: la decisión no es suficiente, es preciso que la ejecución esté dispuesta a seguir". Así pues, la característica de esta clase de regla es el estar sancionada por la coacción, y ésta es también la condición del derecho en el sentido positivo de la palabra. De aquí se deduce inmediatamente que la regla de justicia ideal no puede considerarse como una regla jurídica, ya que no interviene ninguna coacción material para asegurar su ejecución: ejerce su imperio en una esfera distinta a la del derecho. Como dice con toda exactitud Michoud, es "una pura regla filosófica" y sólo tiene eficacia por sí misma en el campo de la "conciencia individual". Y Hauriou mismo indica la profunda diferencia que separa las dos clases de reglas, al oponer —en el mismo lugar en que habla de ellas (Les idees de M. Duguit, pp. 22-23)— el "orden moral" al "orden material", añadiendo que el cometido de los gobiernos consiste principalmente en mantener éste (cf. n. 6, p. 69, supra). 74. Es necesario, pues, mantener una distinción esencial entre la regla jurídica y la regla de justicia. Duguit, sin embargo, niega esta distinción, pretendiendo identificar estas dos reglas al declarar la imposibilidad de descubrir para la primera distinto fundamento que aquél sobre el cual descansa la segunda. En otros términos, niega la legitimidad de toda voluntad estatal soberana, así como también la legitimidad del título que los gobernantes puedan derivar de la Constitución vigente. Así, mientras que los tratados de derecho público, hasta ahora,, referían todo el sistema de dicho derecho al concepto primero de potestad estatal y afirmaban, como por ejemplo Esmein (Éléments, 5? ed., pp. 1 y 31), que "el fundamento mismo del derecho público consiste en el hecho de que el Estado se confunde con la soberanía", o como Jellinek (Allg. Staatslehre, 29 ed., p. 419; ed. francesa, vol. n, p. 70), que "toda la teoría jurídica del Estado se reduce esencialmente a la teoría de la potestad estatal, de sus órganos y de sus funciones", Duguit pretende hoy reconstruir integralmente el sistema del derecho público sobre una nueva base de la que estaría totalmente excluida la idea de potestad estatal. A decir verdad, no parece que esta reconstrucción se encuentre, por el momento, muy
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206 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [74 I adelantada, ni siquiera que esté empezada de ningún modo. Porque la "regla de derecho" que debe servir de base a todo este nuevo edificio apenas aparece, del modo que la concibe dicho autor, como un principio ideal, cuyo contenido depende de la apreciación subjetiva de cada individuo, del que ninguna autoridad regular se halla calificada para determinar con precisión los términos imperativos y al que, en esas condiciones, le faltan todos los caracteres por los cuales, sobre el terreno esencialmente práctico de las realidades jurídicas, se reconoce una regla de derecho verdaderamente digna de ese nombre (Hauriou, Principes de droit public, p. 66; Larnaude, Les méthodes juridiques, p. 12). Pero si bien la parte positiva y constructiva de la tesis de Duguit no ha adelantado mucho, en cambio dicho autor va muy lejos en la senda de las negaciones. Según él, la supresión de la potestad estatal es, desde ahora, un hecho realizado o, por lo menos, en vía de cumplirse. "El Estado soberano —dice— está muerto o a punto de morir", y por lo tanto, para un porvenir próximo, prevé el establecimiento ele un régimen "del cual el concepto de potestad pública será eliminado por completo" (Le droit social, le droit individuel et la transformalion de l'État, 29 ed., pp. 20 y 150). Asimismo, en su Traite de droit constitutionnel, vol. I, p. 89), alude a la "transformación profunda" que cree está en vías de operarse en el derecho público francés, y asevera que "esta transformación proviene totalmente de la desaparición del concepto de potestad pública"9Para demostrar ese ocaso de la soberanía, Duguit tenía necesariamente que impugnar aquella autoridad estatal que, en el actual sistema del derecho público francés, constituye el órgano supremo del Estado, o sea al cuerpo legislativo. Si el concepto de potestad dominadora, en Francia, se halla comprometido, hasta en lo que concierne a las decisiones legislativas de las Cámaras, con mayor razón debe de haber desaparecido toda potestad de dicho género en los demás órganos o autoridades. Por ello, este autor trata de establecer (Traite, vol. i, pp. 149 ss., 160 ss.) que el acto legislativo ya no posee hoy día fuerza soberana. Para llevar a cabo esta demostración, lleva la cuestión, particularmente, al terreno de la responsabilidad que pueda incumbirle al Estado por sus actos legislativos. Su razonamiento es el siguiente (loe. cit., p. 177): Si el Estado fuera realmente soberano, su soberanía se manifestaría, por ejemplo, en el ejercicio de su potestad legislativa, y por consiguiente no 130
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Menzel (loc. cit., p. 129) se extraña, no sin razón, de que se pueda mencionar una desaparición o solamente una disminución de la potestad dominadora del Estado, en estos tiempos en que dicha potestad se afirma en todas partes por la extensión de los cometidos policíacos de) Estado y de una manera aún más notable, por el aumento de las cargas militares de los ciudadanos, las cuales — añade— implican tan claramente la subordinación del ciudadano, tomado individualmente, a la potestad y a la voluntad soberanas del Estado.
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74-75) POTESTAD DEL ESTADO 207 podría incurrir en responsabilidad por razón de las voluntades que expresa en sus leyes. Ahora bien, el Estado ya no es irresponsable de sus leyes. Su irresponsabilidad en este aspecto ha sufrido ya golpes graves, que en un porvenir próximo han de multiplicarse aún. Esto es bastante para que se pueda afirmar desde ahora la decadencia y hasta la eliminación del concepto de soberanía. 75. En vista de la gravedad de tales afirmaciones sería de esperar que los elementos de demostración de su debido fundamento se buscaran en la Constitución misma, tanto más cuanto que —según las observaciones antes expuestas (n9 68)— la soberanía es ante todo un producto de la organización constitucional vigente; del examen de los principios formulados por la Constitución depende, pues, la solución de la cuestión del mayor o menor grado de la potestad que pertenece al Estado. No obstante, Duguit no se inclina del lado de los textos constitucionales; con su causa y razón, ya que la Constitución de 1875 en particular —como después se verá (por ejemplo en los núms. 312, 479 ss.) y como los autores han señalado muchas veces— apenas si ha limitado la potestad de las Cámaras, especialmente su potestad legislativa. No es, pues, de las leyes constitucionales de 1875 de donde podría sacarse un principio de responsabilidad que alegar contra el Estado por sus actos legislativos. Así que los autores que bajo el imperio de la Constitución actual han examinado esta cuestión de la responsabilidad han estado de acuerdo para darle una respuesta totalmente negativa. La opinión común sobre este punto ha sido resumida por Laferriére (Traite de la jurisdiction administrative, 2a ed., vol. ii, p. 13) en esta fórmula bien firme: "Por principio, los daños causados a particulares por actos legislativos no les dan ningún derecho a indemnización. La ley es, en efecto, un acto de soberanía, y lo propio de la soberanía es imponerse a todos, sin que se le pueda reclamar ninguna compensación. Únicamente el legislador puede apreciar si debe conceder esa compensación; las jurisdicciones no pueden aprobarla en su nombre; sólo pueden valuar su monto según las bases previstas por la ley." La misma observación se ha hecho, con idéntica precisión, por Michoud ("De la responsabilité de l'État", Revue du droit public, vol. IV,p. 254): "En nuestra organización constitucional la cuestión de responsabilidad por falta no puede formularse respecto a los actos del poder legislativo." La razón de ello es que, según dicho autor, "es estrictamente cierto decir que el legislador no comete falta en el sentido jurídico de la palabra, porque su derecho no tiene límite de orden constitucional. Su responsabilidad queda siempre dentro del orden puramente moral, y no puede dar lugar .a ninguna condena pecuniaria. Resulta de esto que, en presencia de una ley que daña los intereses privados, incluso de una manera completamente arbitraria, ante una ley injusta, contraria a los
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208 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [75 principios generales de nuestro derecho, el juez no podrá fundarse en la idea de una falta del Estado para conceder una indemnización a las víctimas del perjuicio" (ver a este respecto: Berthélemy, op. cit., 7* ed., pp. 73 ss.; Teissier, La responsabilité de la puissance publique, núms. 17 ss.).10 Puede el Estado, por cierto, estimar que es justo conceder, en la misma ley que causa el daño, una indemnización a los particulares perjudicados, mas desde el punto de vista jurídico esta indemnización es puramente voluntaria por su parte. Estos son los principios que derivan de la Constitución de 1875. Pero, según Duguit, estos principios constitucionales ya no se hallan intactos; están en vías de desaparición. Y para demostrarlo, este autor invoca varias clases de litigios en los cuales —dice— el Consejo de Estado, rompiendo en esto con su jurisprudencia anterior, ha llegado en época reciente a admitir, en una medida tímida aún pero que habrá de ensancharse, el derecho a indemnización de la parte lesionada por un acto legislativo. Es muy cierto -—dice Duguit (Traite, vol. i, p. 168) — que los tribunales, sean cuales fueren, no pueden pronunciarse sobre la legalidad constitucional de una ley, así como tampoco decretar su anulación. Las decisiones del órgano legislativo no pueden ser atacadas, pues, ante ninguna autoridad jurisdiccional. Pero, al menos, compete a los tribunales reconocer el derecho de indemnización de la parte lesionada por una ley, ya sea en el caso en que el Estado haya de obtener de dicha ley una ventaja especial, porque entonces es jurídicamente normal que toda la colectividad soporte el perjuicio infligido a tal o cuaj de sus miembros individuales en consideración a su interés superior, o sea también en el caso en que una ley desconociera los compromisos contraídos por el Estado con los particulares con los cuales trató, porque aquí no puede el Estado, sin haber proporcionado una compensación, hallarse libre de las obligaciones que había contraído regularmente. "El solo hecho —-dice Duguit— de que en hipótesis de ese género haya admitido el Consejo de Estado la posibilidad de una responsabilidad del Estado 131
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10 Para explicar la irresponsabilidad del Estado por razón de sus actos legislativos, se ha alegado también (Barthélemy y Jéze, Revue du droit public, 1907, pp. 95 ss., 453) que la ley, al contener siempre disposiciones generales e impersonales, no puede, por eso mismo, lesionar ningún derecho individual. Esta explicación es a todas luces insuficiente, ya que resultaría que, en el caso en que el legislador haya estatuido, de hecho, en una forma individual y contrariamente a las reglas de la legislación general, el Estado sería responsable del perjuicio que dicho acto legislativo hubiera causado al individuo respectivo o a terceros. Y en realidad ningún acto legislativo, sea general o individual, puede nunca originar un recurso ni contra el Estado ni contra el autor de dicho acto (ver n" 98, infra) La verdadera explicación de la irresponsabilidad del Estado en materia legislativa ha sido dada M supra por Laferriére y por Michoud, y proviene del ilimitado poder que, en este aspecto, atribuyó la Constitución francesa al órgano legislativo.
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75-76] POTESTAD DEL ESTADO 209 basta para probar que ya no se considera hoy que la ley, como manifestación de voluntad soberana, deba quedar fuera de toda especie de discusión y de recurso. Al menos en lo que concierne a las consecuencias de sus leyes, el Estado puede ser declarado responsable del ejercicio de su potestad legislativa". Esta "mella profunda" al principio de la irresponsabilidad en materia legislativa constituye al mismo tiempo una mella al concepto de soberanía (loe. cit., p. 177), y por consiguiente este autor cree encontrar en la nueva jurisprudencia la consagración de su tesis, según la cual "no existe la soberanía, y por consiguiente e) Parlamento no puede poseer una soberanía que no existe" (ibid., p. 168). Sería en verdad muy sorprendente que la jurisprudencia, aunque fuese la del Consejo de Estado, haya podido así, por sus propias fuerzas y por sus solos recursos, causar una modificación tan profunda al sistema de la potestad casi ilimitada del legislador que deriva de la Constitución de 1875. Y es menos de creer aún que esta misma jurisprudencia haya podido permitirse y haya sido efectivamente capaz de trastornar hasta en sus cimientos esenciales y tradicionales el concepto y el derecho del Estado, infiriendo a la soberanía estatal golpes tales que prepararían su destrucción en plazo breve, o incluso que implicarían desde ahora su negación. Es por lo que cuesta trabajo admitir, desde luego, que las pocas decisiones de justicia que cita Duguit en apoyo de su tesis estén basadas en dicha negación. De hecho, el examen de esas decisiones revela prontamente que carecen de ese alcance, en cierto modo revolucionario. 76. He aquí, por ejemplo, la famosa resolución de 6 de diciembre de 1907 (ver n9 207, infra), que se refiere al caso en que el Estado modifica por un acto de potestad soberana las condiciones de funcionamiento de un servicio público concedido y agrava, para el concesionario, las cargas que habían sido convenidas entre este último y él. Esta resolución fue dictada con referencia a un recurso presentado por las grandes compañías de ferrocarriles contra el reglamento de administración pública del 1° de marzo de 1901, que modificaba la ordenanza de 15 de noviembre de 1846 sobre la explotación de los ferrocarriles, agravando las cargas de las compañías al imponerles de un modo eventual un suplemento de medidas de seguridad y otras, de donde resultaba para dichas compañías obligaciones y gastos no previstos al principio. Duguit invoca especialmente en favor de su tesis esta resolución,11 en la cual hace obser11 Quizás pudiera criticarse como equivocado el ejemplo puesto por Duguit, puesto que el decreto de 1° de marzo de 1901, a consecuencia del cual intervino la resolución de 6 de diciembre de 1907, no es un acto legislativo que emane del Parlamento, sino un acto administrativo, Obra del jefe del Ejecutivo. Ahora bien, el Presidente de la República no es un órgano investido del ejercicio de la potestad soberana, sino únicamente —y esto sobre todo en lo que concierne al fundamento y a la extensión de su poder reglamentario (ver núms. 190 ss.,
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210 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [76 var que el Consejo de Estado, declarando desde luego que el decreto de 1901 no está invalidado por exceso de poder y rechazando por consiguiente el recurso de anulación de las compañías interesadas, admite sin embargo expresamente que dichas compañías tienen la facultad de reclamar una indemnización por las cargas extracontractuales que se les podría imponer en virtud del citado decreto. Así pues, el Estado, por más que haya actuado por mediación de una autoridad que se mantenía en los límites regulares de sus poderes, va a ser responsable del perjuicio causado. "Esto —dice Duguit (Traite, vol. i, p. 174)— nos conduce mucho más allá de esa irresponsabilidad general del Estado legislador, que Laferriére expresaba en términos tan absolutos." Y en esto también, añade, el concepto de soberanía se encuentra fuertemente socavado. En realidad no aparece por ninguna parte que la resolución de 1907 justifique esta última conclusión. El Consejo de Estado no emite en esta decisión ninguna proposición que pueda interpretarse como restricción puesta a la potestad soberana del Estado. Muy al contrario, los conside132
infra)— una autoridad subalterna que sólo tiene potestad de ejecución de las leyes. En vano Duguit (Traite, vol. I, p. 171) alega que los reglamentos presidenciales, según su doctrina, son actos de legislación material. Este argumento no es pertinente, puesto que la cuestión suscitada por este autor es en este caso )a de saber hasta qué punto los tribunales deben de respetar los actos de potestad soberana del Estado. Ahora bien, está claro que el carácter de acto de potestad soberana se deduce de la forma del acto y no de su contenido, de la cualidad o superioridad del órgano que lo ha realizado y no de la naturaleza de las disposiciones que constituyen su materia. Luego se podría, al parecer, objetar a la tesis de Duguit que la resolución de 1907, que dicho autor invoca para establecer la declinación de la potestad legislativa del Estado, no es en ningún modo decisiva, puesto que dicha resolución va dirigida, no ya contra un acto de soberanía legislativa, sino contra un simple decreto de naturaleza ejecutiva. A pesar de todo, esta objeción no tendría fundamento. En el fondo, la resolución que se trata se refiere a una hipótesis en la cual se encuentra comprendida la cuestión de la extensión de la potestad legislativa del Estado, pues el decreto de 1° de marzo de 1901, por razón del cual se produjo dicha resolución, había sido dictado en virtud de las leyes de 11 de junio de 1842 (art. 9) y de 15 de julio de 1845 (art. 21), que dieron al jefe del Ejecutivo el poder de determinar, por medio de reglamentos de administración pública, las medidas necesarias para el funcionamiento de la policía, seguridad y explotación de los ferrocarriles, y la resolución de 6 de diciembre de 1907 reconoce expresamente que las disposiciones tomadas por el decreto de 1901 caían dentro de los límites de los poderes conferidos al ejecutivo en esta materia por aquellas dos leyes. Por consiguiente, el caso preciso que se presentaba al Consejo de Estado era precisamente el de saber si el legislador puede bien modificar por sí mismo o bien habilitar al ejecutivo para modificar por vía de decreto las cláusulas del contrato estipulado entre el Estado y las compañías de ferrocarriles. Se trataba, pues, de 132
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76] POTESTAD DEL ESTADO 211 randos de la resolución especifican que la autoridad estatal, incluso al introducir en las cargas de la explotación elementos que no podían haber entrado en las previsiones de las partes contratantes, no ha hecho más que "ejercer un derecho que le pertenecía", y el mismo Duguit desarrolla prolijamente (loe. cit., pp. 171 ss.) la idea de que la existencia de una convención que forme la base de una relación de cargos no podría aminorar el poder que tiene el Estado de modificar, por el interés público, las condiciones de funcionamiento de un servicio público concedido. Luego la cuestión de soberanía no entra para nada en juego. Lo que entra en juego es únicamente la cuestión de saber si, como consecuencia de una ley que tiene por objeto directo agravar respecto de un concesionario las obligaciones que éste tenía coritractualmente con el Estado, el concesionario perjudicado tiene o no derecho a una indemnización por causa de la modificación hecha a las cláusulas del contrato. En contestación a esta pregunta se ha alegado (Duguit, ibid., p. 170) que en derecho privado la superveniencia de un cambio de legislación, o acto arbitrario, que viene a perturbar las relaciones contractuales que existen entre dos particulares, siempre fue tratada como un caso fortuito del cual la parte perjudicada no puede deducir argumentos para reclamar una reducción de sus compromisos, ni daños y perjuicios. Pero es patente que, en las relaciones del Estado con sus contratantes, la aparición de una ley de esta clase no podría asimilarse a un caso fortuito. La razón de ello es que el Estado, autor de esta ley, se presenta aquí con una doble cualidad: como Estado tiene una potestad
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soberana de legislación, pero como contratante no puede por su sola voluntad eximirse de sus compromisos ni imponer un aumento de obligaciones a la parte con la cual ha tratado. Al aplicar estas dos ideas hay que separar la parte de cada una de ellas. Por un lado no podría impugnarse la validez de una ley que hace más onerosas las cargas de un concesionario, por más que dicha ley perturbe el juego de las estipulaciones que habían sido libremente establecidas entre el Estado y la parte concesionaria; y de una manera general, el hecho de que el Estado se haya ligado por una convención no podría alcanzar a su poder soberano para tomar las nuevas medidas que pueda reclamar el interés público que salvaguarda, incluso si dichas medidas estuvieran en contradicción con sus anteriores compromisos. Pero por otro lado el
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76] POTESTAD DEL ESTADO 213 compañías la posibilidad de una acción con miras a una reparación; y como la anulación del decreto que aumenta las cargas se excluye por razón misma del principio de la soberanía del Estado, la única forma de hacer posible la reparación es la indemnización pecuniaria. Así pues, la resolución de 1907 discierne y separa claramente estas dos cuestiones totalmente diferentes: la de la soberanía y la de la responsabilidad. Establece el derecho a indemnización no ya sobre la idea de que el Estado se ha extralimitado en su poder o sobre una restricción a la soberanía, sino sobre una base muy distinta: la de la ''perturbación causada a las convenciones establecidas entre las partes", por cuanto el decreto de 1901 había originado a las compañías un aumento de cargas "que no pudo entrar en las previsiones de las partes contratantes". Por estas mismas fórmulas la resolución establece con toda precisión el fundamento jurídico de la acción por indemnización. La reclamación de las compañías se declara admisible por cuanto se apoya en la violación de su contrato. La justifica, de una parte, el hecho de que las nuevas cargas que le han sido impuestas no se habían previsto en el momento del contrato, siempre que este hecho haya sido demostrado; pero por otra parte — sin que haya tenido que decirlo la resolución, pues se entiende de por sí—, también el hecho de que la reforma legislativa introducida por el Estado en virtud de su potestad soberana tuvo por objeto y por efecto directos modificar las cláusulas del contrato. Si el aumento de cargas hubiera sido consecuencia de medidas legislativas que no se relacionaran especialmente con la explotación de los ferrocarriles por las compañías concesionarias, sino que reglamentaran, por ejemplo, las condiciones de trabajo y la situación de los empleados para todas las industrias o explotaciones, las compañías no tendrían indemnización que reclamar.13 Su derecho a indemnización supone, pues, una perturbación que concierne especialmente a su contrato, y en estos términos también les fue reconocido ese derecho, al menos en principio, por la legislación misma: la ley de 3 de diciembre de 1908, referente a la coordinación de las vías férreas con las vías de agua, les reservó, en efecto, en su artículo 3, la posibilidad "de reclamar indemnizaciones por causa del perjuicio que les causaría la aplicación de la presente ley". En todo esto, como se ve, la legislación y la jurisprudencia dejan intacta la potestad soberana del Estado, incluso en el caso en que 133
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13 Ver a este respecto Consejo de Estado, 10 de enero de 1908, asunto Noiré y Beyssac. Esta resolución rechaza la demanda de indemnización formulada por contratistas de obras públicas, que se quejaban de perjuicios causados a sus intereses por las disposiciones de la ley de 9 de abril de 1898 sobre accidentes de trabajo, promulgada durante la realización de sus obras: "Considerando que en ausencia de cualquier reserva inscrita en la ley de 9 de abril de 1898, el carácter general de dicha ley se opone a que el requirente pueda reclamar la reparación del perjuicio que dicha ley le hubiere causado".
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214 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [76 éste se halle ligado por contratos anteriores. Ni la una ni la otra autorizan la confusión cometida por Duguit entre la cuestión de soberanía y la de responsabilidad contractual.14 Los autores han sabido, en general, huir de esa confusión. En su tratado de la Responsabilité de la puissance publique (núms. 17 y 25), Teissier expone en los siguientes términos la jurisprudencia del Consejo de Estado sobre la cuestión: "Cuando algunos actos legislativos impiden la ejecución de una convención hecha anteriormente entre el Estado y una parte privada o cuando modifican gravemente las cláusulas de esta convención, puede haber lugar a responsabilidad del Estado, por causa del aumento de las cargas de la parte que contrató con él, sin que sean necesarias cláusulas formales que prevean esta eventualidad." Pero este autor tiene sumo cuidado de añadir: "En todas estas hipótesis, y es importante darse cuenta exacta de ello, la responsabilidad del Estado tiene por causa, no ya directamente el ejercicio por éste de su poder legislativo, sino realmente el incumplimiento de sus obligaciones contractuales." Por lo tanto, Teissier mantiene en principio que "las leyes constituyen en primer lugar actos de soberanía y los daños que causan a los particulares no pueden, salvo disposición en contrario, dar lugar a una acción de responsabilidad contra el Estado". Es, pues, inexacto hablar aquí, como lo hace corrientemente Duguit (loc. cu., pp. 161, 169-170), de responsabilidad "del Estado legislador"; si, en el caso a que se refiere la resolución ya citada de 1907, el Estado pudo ser declarado responsable, no lo fue como legislador sino como contratante (cf. Jéze, Revue du droit public, 1908, pp. 60 ss.). Es precisamente la idea que expresaba Michoud en las frases suyas citadas (pp. 207 s., supra). El juez —decía este autor— no puede fundarse en la idea de una falta del Estado legislador para conceder una indemnización a las víctimas del perjuicio originado con ocasión de la ley, y la razón que aducía era que "el legislador no comete ninguna falta (legislativa), porque su derecho no tiene límite constitucional"; la responsabilidad y la falta sólo son de orden contrac134
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14 Con mayor razón no puede considerarse como atentatorios al principio de la soberanía del Estado, ni como inconciliables con dicho principio, las dos resoluciones de 8 de agosto de 1896 y del 1° de julio de 1904, por las cuales el Consejo de Estado reconoció a ciertos establecimientos eclesiásticos de Saboya el derecho a reclamar del Ministerio de Hacienda la liquidación de una deuda contraída en su favor por el Estado francés cuando la anexión de la Saboya, habiendo condenado así al Estado, implícitamente, al pago de dicha deuda, y ello a pesar de que las Cámaras habían rehusado con anterioridad los créditos incluidos en el presupuesto para el pago correspondiente. Como Duguit mismo lo reconoce (Traite, vol. i, p. 178; L'État, vol. I, pp. 377 ss.), estas resoluciones no afectan ni a la cuestión de soberanía ni a la responsabilidad del Estado legislador; se limitan únicamente a comprobar la existencia de obligaciones contractuales, que na pudo hacer desaparecer por sí sola la falta de aprobación, en el presupuesto, de los créditos necesarios para su liquidación.
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76-77J POTESTAD DEL ESTADO 215 tual. La resolución de 1907 adopta de lleno este punto de vista: no es en la idea de falta legislativa o de limitación de la potestad legislativa en lo que se apoya para admitir la posibilidad de la indemnización, puesto que, muy al contrario, el Consejo de Estado reconoce formalmente que el decreto de 1901 ha sido correcto y permanece inatacable; es en una cosa totalmente diferente, en las obligaciones nacidas del contrato, donde se basa el derecho a indemnización. Idéntica doctrina se encuentra en Hauriou (Précis de droit administratif, T ed., pp. 479 y 488; 8* ed., pp. 492 ss). Este autor declara que "las medidas legislativas que producen daños deben causar indemnización, incluso cuando ésta no hubiera sido prevista por el legislador; el carácter legislativo del acto no es obstáculo para ello". Esta fórmula puede parecer muy amplia y absoluta. Pero Hauriou (Précis de droit administratif, T ed., pp. 479 y 488; 8' ed., pp. 492 indemnizar cuando "la medida legislativa oculta una operación económica por la cual haya podido enriquecerse el patrimonio administrativo". Así motivada, la opinión de Hauriou se aproxima mucho a la de los autores que acaban de ser nombrados. Se basa en la idea de que nadie puede, sin compensación, enriquecerse a expensas de otro. En este concepto, también, no hay lugar a discutir la ley en sí misma ni la potestad del legislador: la indemnización concedida a la víctima del daño depende exclusivamente de los principios clásicos que gobiernan, según el derecho común, el caso de enriquecimiento sjn causa (ver, sin embargo, n. 16, p. 217, infra) 77. En resumen, ni la legislación, ni la jurisprudencia, ni el estado actual de la doctrina justifican la afirmación de Duguit (loe. cit., p. 89) de que el derecho público sufre en la época presente "una transformación rápida y profunda, que depende por entero de la desaparición del concepto de potestad pública y que aparece de una manera particularmente característica en la responsabilidad cada vez más grande del Estado", El desarrollo de la responsabilidad del Estado, especialmente por causa de sus leyes, no implica de ningún modo la desaparición del concepto de potestad dominadora; sólo es la natural consecuencia de la idea sencilla de que el Estado, sin dejar de ser soberano, se halla normalmente sometido a las reglas de derecho que él mismo ha creado. Soberanía significa ciertamente potestad dominadora, mas no potestad exenta de todo concepto de derecho. Las decisiones de jurisprudencia del género de la resolución varias veces citada de 1907 no son más que la ilustración de esta verdad y no hay que darles distinta interpretación. En todo caso, no parece que dichas decisiones consagren nada parecido a ese "derecho de resistencia" 15 a la ley, del que habla Duguit (ver p. 197, supra), fun135
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La teoría del "derecho" de resistencia, desarrollada en varias ocasiones en la obra de Duguit (ver por ejemplo Traite, vol. i, pp. 149 ss., 152 ss.; cf. vol. u, pp. 164 ss.), no está
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216 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [77 dado, según él, en el hecho de que los gobernantes legisladores son "individuos como los demás", y que implicaría la posibilidad "de rehusar obediencia a la ley contraria al derecho" o sea a la ley que no llena la condición de expresar de una manera suficientemente adecuada la regla ideal de derecho, tal como ésta "se forma, bajo la acción de la solidaridad social, en la conciencia de los individuos miembros de la colectividad". Para demostrar que la soberanía está en vías de desaparición o solamente de decrecimiento habría que establecer que este derecho de resistencia o de negativa a conformarse con la ley empieza a ser reconocido por los tribunales y sería preciso, por ejemplo —junto a las resoluciones que por razones provenientes de los principios generales de la legislación admiten cierta responsabilidad del Estado por causa de sus leyes—, poder citar decisiones de justicia que concedan una indemnización aun en caso en que la ley que causa el daño hubiera especificado formalmente que no había de pagarse ninguna. Mientras no se hayan presentado juicios de esta clase, seguirá siendo imposible pretender que la jurisprudencia haya habierto en el concepto de soberanía una brecha que permita pronosticar su próxima y definitiva destrucción. Ahora bien, no parece que la actual Constitución francesa favorezca una evolución de este género, ni siquiera que le deje de ningún modo la posibilidad de realizarse. En su estudio antes citado, sobre "La personnalité et les droits subjectifs de État" (Festschrift O. Gierke, p. 516), Michoud declara que "si el acto legislativo escapa a toda acción" es "a consecuencia de dificultades de forma y de competencia", es decir, "porqueninguna autoridad se halla instituida en Francia para juzgarlo". Esta afirmación no es inexacta en sí, solamente que no hay que entender por ella que la ausencia de vías de recurso o de medios de resistencia contra los actos legislativos se debería sencilla y únicamente a un vacío, en cierta forma accidental, que existiera en la Constitución francesa por haber omitido dicha Constitución, de hecho, designar una autoridad que tenga competencia para estatuir sobre tales recursos y autorizar esas re 136
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muy conforme con su doctrina general sobre la potestad estatal. Si dicha potestad no se funda sobre un derecho de los gobernantes, sino únicamente sobre el hecho de su fuerza, la resistencia de los gobernados sólo puede constituir un hecho en sentido inverso, y el concepto de "derecho" debe de quedar ausente tanto en lo que se refiere a los gobernados como en lo que concierne a los gobernantes. La objeción general que puede hacerse en este aspecto .a las doctrinas de dicho autor, respecto al Estado y a su potestad, es que han sido concebidas y desarrolladas en un cuadro que no es el de la ciencia del derecho. En esta ciencia no cabe el concepto de "derecho" de resistencia, como tampoco cabe una teoría jurídica de las revoluciones (cf. n" 444, infra). Como dice Menzel (loe. cit., pp. 126 ss.), éstas no son "cuestiones de derecho". Dupuit mismo lo reconoce (Traite, vol. n, p. 173) : "Es evidente que la cuestión de la legitimidad de una insurrección nunca podrá formularse en derecho positivo ante un tribunal".
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77] POTESTAD DEL ESTADO 217 sistencias. La ausencia de modo de ataque o de posibilidad de oposición contra los actos legislativos tiene una causa mucho más profunda. Se relaciona con el sistema de la Constitución actual de Francia, por cuanto ésta, al investir al Parlamento no solamente de potestad legislativa, sino también de potestad constituyente (ver n° 482, infra), lo ha convertido, en realidad, en el órgano supremo del Estado. Por este mismo motivo se hacía imposible yuxtaponer a las Cámaras una autoridad encargada de juzgar sus actos. Ello hubiera sido comprometer la unidad estatal, la unidad de voluntad y de potestad del Estado.10 En Estados Unidos, una 137
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16 En las páginas que preceden se acaba de comprobar que después de un acto de soberanía, puede achacársele cierta responsabilidad al Estado por la vía de una- simple decisión jurisdiccional, por ejemplo, en virtud y por la aplicación de los principios generales que rigen las situaciones contractuales. Sin embargo, no se vaya a creer que cualquier caso de responsabilidad del Estado, sin distinción ni reserva, pueda ser resuelto en esa forma. Ciertos autores administrativos tienen tendencia a tratar estos casos de responsabilidad estatal como cuestiones de orden puramente administrativo, susceptibles de resolverse en todos casos por decisiones de tribunales administrativos y que no dependieran de los principios del derecho público general o constitucional. Esto es olvidar que el derecho constitucional —como ya lo dijo Rossi— proporciona al derecho administrativo los encabezamientos de sus capítulos. Porque el Consejo de Estado pudo, en la época en que floreció su "jurisdicción pretoriana", y por un fenómeno que provenía esencialmente, por cierto, de que dicha jurisdicción se apoyaba en la potestad del Príncipe de entonces, multiplicar los casos en los cuales cabe el recurso contra actos de potestad que —hay que decirlo— provenían de autoridades simplemente ejecutivas, parece que se quiere deducir actualmente que el Consejo de Estado —que sólo posee ahora, sin embargo, en lo que concierne a sus decisiones jurisdiccionales, carácter de tribunal administrativo— podría igualmente, por su propia potestad y fundándose únicamente en ciertos principios generales de derecho privado o en ciertos conceptos que responden a una nueva orientación de las doctrinas jurídicas, establecer vías de recurso contra actos del órgano supremo mismo, o por lo menos contra las consecuencias de dichos actos, y erigirse así en autoridad que se encargara de vigilar o limitar al legislador. Mas existe una profunda diferencia entre esas dos situaciones. Que haya podido el Consejo de Estado, por su sola jurisprudencia, introducir nuevos recursos contra los actos de autoridades administrativas se explica por la razón de que, con eso, sólo aseguraba la legalidad de la actividad administrativa, al no ser ésta sino una función subalterna de ejecución de las leyes. Por el contrario, el admitir que un tribunal cualquiera, así fuese el Consejo de Estado, tenga de un modo general el poder de contrarrestar la suprema voluntad del Parlamento, bien al inmiscuirse directamente en el examen de la validez de sus decisiones, bien empleando el medio indirecto consistente en declarar al Estado responsable por actos legislativos de las Cámaras, sería en realidad trastornar todo el sistema de la Constitución francesa, al destruir la unidad estatal asegurada por la organización constitucional vigente, y en ese caso sería cierto asegurar con Duguit que el concepto de soberanía se encuentra hondamente lesionado y comprometido. Todo aquel jurista que no tenga por objeto, declarado u oculto, la destrucción de ese concepto esencial, difícilmente admitirá que la autoridad jurisdiccional, con argumentos tomados de teorías propias del derecho civil, como la teoría del enriquecimiento sin causa o de la reparación de daños causados en propiedad ajena, o por aventuradas deducciones sacadas de la idea de la igualdad de los ciudadanos frente a las cargas de los servicios públicos, o incluso de vagas consideraciones de equidad, pueda echar por tierra los principios fun
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218 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [77 yuxtaposición de este género ha podido establecerse especialmente en lo concerniente a la supervisión o "control" de la validez de las leyes desde el punto de vista de su constitucionalidad. Esto ocurre porque en Estados Unidos existe, lo mismo por encima de las asambleas legislativas que de las demás autoridades estatales, un órgano supremo en el cual se halla mantenida la unidad del Estado, el órgano constituyente. En Francia, donde no subsiste separación verdadera entre el poder constituyente y el poder legislativo, y donde por lo tanto la potestad de creación del derecho, que pertenece a las Cámaras, es casi ilimitada, es imposible subordinar la eficacia de las leyes a la apreciación de una autoridad jurisdiccional cualquiera o de reconocer a cualquier tribunal la facultad de poner en juego una responsabilidad propiamente dicha del Estado legislador.El 138
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Fundamentales del orden constitucional vigente, al crear por entero, frente a la voluntad parlamentaria, un régimen de responsabilidad legislativa del Estado, que ni está previsto por la Constitución, ni puede conciliarse con su sistema general de organización de poderes. Por amplios que sean los poderes que para la autoridad jurisdiccional derivan del hecho de ser llamada a resolver, por sus propios recursos e iniciativas, las cuestiones litigiosas de casos que no encuentren de antemano su solución en la legislación positiva existente, es necesario sin embargo afirmar y mantener que el juez, en esa función creadora, y sea el que fuere, no puede desconocer el conjunto del dercho vigente y en particular del derecho que se desprende de la ley fundamental del Estado. Sobre todo, no está en las atribuciones de ninguna autoridad jurisdiccional el poder resolver por sí sola dificultades jurídicas que entrañan cuestiones de interés general del Estado. Tan sólo al Parlamento le corresponde estatuir sobre problemas de tal envergadura. El poder de creación cedido a los jueces sólo les ha sido atribuido para la solución de litigios que no entrañan, en principio, sino puras cuestiones subalternas de orden o interés privado y patrimonial (ver a este respecto los núms. 248 y 404, infra). Todo esto es aplicable incluso a los jueces administrativos. Del hecho de que el tribunal administrativo superior posea hasta cierto punto el imperium, por cuanto puede estatuir sobre actos de potestad pública y decretar su anulación, no se puede colegir que tenga, en mayor grado que los tribunales judiciales, el poder de corregir o de paralizar los actos del órgano supremo mismo estableciendo, con ocasión de dichos actos y especialmente de los actos legislativos, sanciones de ninguna clase contra el Estado. Hauriou parece haber comenzado también, en estos últimos tiempos, a hacer algunas concesiones a la teoría que tiende a socavar la soberanía de la ley, y que por eso mismo trata de reforzar la potestad de la autoridad jurisdiccional en detrimento de la potestad del legislador. En la 8a edición de su Précis y también en una nota del Recueil de Sirey (1913, 3, 137). Hauriou se refiere al poder que dice tiene el Consejo de Estado para "corregir la ley", a) menos en determinados casos. Trata además de introducir la idea de que los jueces pudieran tener de un modo general el poder de distinguir, en la obra del legislador, "leyes fundamentales" y "leyes ordinarias", siendo éstas de una esencia inferior a aquéllas. Y, por lo tanto, declara que el juez, por su propia potestad, puede descartar la aplicación de las leyes ordinarias, siempre que estime que se hallan en oposición con otras leyes erigidas por él en leyes superiores y fundamentales. Esto constituiría para el juez, según Hauriou, un poder análogo al de la comprobación de la constitucionalidad de las leyes que existe en algunos países. Más adelante (n. 8 del n° 114) se verán las objeciones que suscitan las ideas propuestas sobre este punto por dicho autor.
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77] POTESTAD DEL ESTADO 219 hecho de que la Constitución actual excluya toda intervención jurisdiccional de esta naturaleza no debe, pues, imputarse a una omisión más o menos deplorable; tampoco proviene, de un modo exclusivo, de simples dificultades de forma o de competencia; es la consecuencia forzada y hasta parte integrante del régimen constitucional de 1875, por el cual las decisiones de las Cámaras son la expresión de la voluntad más alta en el Estado. El derecho francés ha buscado en otra dirección la solución al problema agitado por Duguit. No ha subordinado la validez de las manifestaciones de la potestad estatal a su conformidad con una regla de derecho ideal: en esto ha mantenido la existencia de una soberanía. Pero ha despejado la idea de soberanía nacional, la que —como se vio anteriormente (cf. No 31, supra)— excluye la soberanía especial de un órgano determinado. Con eso trató de moderar la soberanía. El sistema de la soberanía se relaciona con un conceplo según el cual ningún individuo ni ninguna agrupación de individuos puede apropiarse de una manera absoluta y exclusiva el poder de expresar la voluntad de la nación. Esto se aplica incluso al órgano legislativo. Por grande que sea la potestad del Parlamento, encuentra sus límites en el hecho de que las Cámaras sólo se componen de miembros provisionales, que tienen su título por una elección hecha para un período más o menos breve y que solamente pueden conservar ese título mediante reelecciones periódicas. En estas condiciones, la legislación rio depende enteramente de la sola voluntad de las Cámaras; depende también del cuerpo electoral, que después de haber escogido a sus legisladores, podrá cambiarlos. De esta organización del cuerpo legislativo es de donde la Constitución espera la limitación de la potestad del legislador. Esta limitación no consiste, como pretende Duguit, en que los tribunales tengan el poder de resistir a la soberanía del Estado legislador o de secundar, mediante condenas de daños y perjuicios, las resistencias que a dicha soberanía oponen los gobernados; tiene su origen únicamente en el régimen de elecciones y reelecciones sucesivas. Es aquí, y en este aspecto, donde se hace legítimo invocar el argumento presentado por Hauriou (ver n. 8, p. 202, supra) de que las decisiones del órgano legislativo están sometidas a una continua posibilidad de "revisión". Son revisables por cuanto la obra de los legisladores pasados siempre puede ser modificada por las legislaturas nuevamente elegidas. El régimen constitucional de reclutamiento y renovación de las asambleas no impide que las decisiones del órgano legislativo tengan al principio una fuerza irrefragable; tiene, sin embargo, por efecto quitarle a la potestad legislativa una parte de su carácter absoluto, al menos en cuanto excluye, para el órgano legislativo, la posibilidad de imponer sus voluntades a perpetuidad. Sólo que conviene observar que esta especie de
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220 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [77-78 limitación es de naturaleza muy diferente de aquella cuyo defensor es Duguit. En el sistema de derecho público vigente, las temperanzas llevadas a la potestad del Estado legislador no resultan de que esta potestad sólo podría ejercerse bajo el imperio de una regla ideal de derecho y con la condición de una efectiva conformidad con esta regla superior, en cuyo caso perdería su carácter de soberanía, sino que resultan de la organización constitucional positiva por la cual el mismo Estado, por su voluntad soberana, ha limitado la fuerza de dominación de sus leyes proporcionando al cuerpo electoral el medio de efectuar la revisión de éstas. 78. B. Las últimas observaciones que acaban de presentarse referentes a la potestad del Estado legislador contienen ya los elementos de solución de otra cuestión a la que se debe dedicar ahora la atención y que es la de los límites de la soberanía. Esta cuestión comprende en realidad dos extremos distintos: 1° ¿Es la soberanía una potestad sin límites? ¿Qué origen tienen sus limitaciones? El simple enunciado de estas dos cuestiones basta desde luego para demostrar que están íntimamente ligadas entre sí. Sobre el primer punto, el acuerdo está hoy más o menos realizado en la doctrina. La mayor parte de los tratados de derecho público reconocen que, si bien esta soberanía es la potestad de grado más elevado, por lo menos en el orden de las realidades positivas y de las cosas humanas, ello no significa que sea un poder ilimitado, o en todo caso eso no quiere decir que no sea susceptible de limitación. Muy al contrario, la teoría moderna del Estado está penetrada de la idea de que la potestad de dominación estatal, al ser una potestad de naturaleza jurídica, es por lo mismo una potestad sometida al derecho, luego también y necesariamente una potestad limitada. La soberanía, en efecto, como se ha visto antes (n" 69), no es una mera fuerza brutal: es el producto de un equilibrio de fuerzas que ha llegado a ser lo suficientemente estable para que resulte una organización duradera de la colectividad. El Estado supone esencialmente esta organización, es decir, supone una fuerza organizada. Hay que entender por esto una fuerza regida por principios jurídicos, llamada a ejercerse según ciertas formas y por medio de ciertos órganos, y por lo tanto limitada por el derecho. De que el Estado no puede estar realizado sin este orden jurídico resulta inmediatamente que sólo se le puede concebir como subordinado, en cuanto a su persistencia y funcionamiento, al mantenimiento de una regla de derecho. Toda potestad que sólo pueda nacer y subsistir mediante el establecimiento y la aplicación de una regla jurídica es forzosamente una potestad limitada por el derecho. Como dice Jellinek (el État moderne, ed. francesa, vol. n, pp. 129-130; cf. pp. 6-7), por absoluta que sea la potestad del Estado, e incluso cuando le fuere
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78] POTESTAD DEL ESTADO 221 jurídicamente posible hacerlo todo, siempre existe una cosa que el Estado no puede hacer: no puede suprimir todo el orden jurídico y fundar la anarquía, pues así se destruiría él mismo. Ahora bien, es innegable que el orden jurídico vigente no solamente liga a los subditos, sino también al Estado. No los liga sin duda de la misma manera: a diferencia de los subditos, el Estado puede cambiar el derecho existente. Pero mientras subsiste ese derecho, el Estado no puede desconocerlo, y sólo puede ejercer su potestad en la forma y de la manera que determina la organización constitucional preestablecida; y además sólo puede abrogar el derecho y la organización vigentes creando una organización y un derecho nuevos, que continuarán limitando su potestad. No se puede decir, pues que la potestad estatal no conozca más que limitaciones de hecho, o de orden moral, o de orden político; se encuentra realmente contenida en límites de derecho. La teoría de Seydel (Grandzüge einer allg. Staatslehre, pp. 1 ss., 8) según la que el derecho sólo serviría para obligar a los súbditos y no se impondría al Estado, no puede de ningún modo aceptarse. Esta teoría proviene por cierto del hecho de que Seydel identifica completamente al Estado con la persona del Herrscher, y ésta es también sin duda la razón que ha llevado a los antiguos autores franceses que pertenecen a la escuela del derecho natural a considerar a la soberanía como una omnipotencia que no admite límites; al menos no tenía, según la doctrina de entonces, ningún límite de orden jurídico; sólo estaba subordinada a las leyes divinas y a los preceptos del derecho natural.17 Desde la Revolución, el Estado se concibe y se trata como persona distinta de los gobernantes, y este concepto fundamental lleva consigo, como consecuencia normal, la limitación de la potestad estatal. Esta encuentra primeramente su limitación en manos de los gobernantes, que en el sistema del derecho público anterior a 1789 poseen, no ya una potestad soberana, sino únicamente competencias constitucionales. Además, el reconocimiento de una "persona Estado" distinta, y el atribuir la soberanía a esta persona jurídica, permite y trae la idea de limitaciones que se imponen al Estado mismo. Como dice muy bien Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. u, p. 209; cf. núms. 114 y 196), "la teoría del Estadopersona permite colocar al Estado en los cuadros del pensamiento jurídico y por tanto imponerle la disciplina de éste". Duguit (Traite, vol. I, p. 16) reconoce también que "si se concibe al Estado como una persona,, o sujeto de derechos, hay que admitir por eso mismo que cae en la esfera del derecho, que no solamente es titular de derechos subjetivos, sino 139
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En sus Lettres écrites de la montagne (2* parte, carta 7), Rousseau dice a este respecto: "En todo Estado se necesita una potestad suprema, un soberano que todo lo pueda. Pertenece a la esencia de la potestad soberana el no poder ser limitada: o todo lo puede » nada es."
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222 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [78-79 también obligado por el derecho objetivo". Y Larnaude (Revue du droit public, 1910, p. 391) precisa las consecuencias del concepto de personalidad estatal al declarar que, incluso en lo concerniente a la potestad pública, "no hay más remedio que decir que el Estado ejerce un derecho, y conceder por consiguiente al individuo el poder de exigir que en el ejercicio de ese derecho el Estado no traspase los límites que se le han trazado". Así pues, la soberanía, como poder e institución jurídicos y no solamente como fuerza o hecho material, aparece como una potestad sometida al imperio del derecho y, como tal, limitada. Contrariamente a las afirmaciones de Seydel, se debe observar en esta materia que el orden jurídico, condición esencial del Estado, no puede concillarse con la anarquía de arriba ni con la anarquía de abajo: no tolera la ausencia de regla jurídica en lo que concierne al ejercicio de la potestad pública ni en lo que se relaciona con la obediencia debida por los subditos. Queda por averiguar cuál es la fuente de donde provienen las limitaciones que rodean la soberanía del Estado moderno o, si se prefiere, cuál es la naturaleza de estas limitaciones. Sobre este segundo punto, que es infinitamente más delicado que el anterior, ya no hay acuerdo entre los autores. 79. Aquí es donde los juristas alemanes han expuesto su teoría de la Selbstverpflichtung, Selbstbindung o Selbstbeschránkung del Estado, expresiones a las cuales los escritores franceses han substituido la palabra única de "autolimitación". La idea esencial que se encuentra en la base de esta doctrina es que el Estado no puede estar obligado, ligado o limitado más que en virtud de su propia voluntad. En esto mismo consiste su soberanía. Por consecuencia, las reglas de derecho que han de regir el ejercicio de la potestad estatal sólo pueden ser obra del Estado mismo. Si la. soberanía no es necesariamente un poder sin límites, por lo menos pertenece a la esencia del Estado soberano determinar por sí solo, por su propia voluntad, las reglas jurídicas que deberán formar la limitación de su potestad soberana. El Estado dejaría verdaderamente de ser soberano si tales limitaciones pudieran serle impuestas por una voluntad o una potestad superiores a la suya. Al exponer la génesis de esta doctrina, Duguit (L'État, vol. I, pp. 107 ss.) hace observar que tuvo su primera expresión jurídica en la obra de Ihering, que después de haber reconocido que el derecho, al suponer la coacción estatal, tiene su origen en la voluntad y en la potestad del Estado (Der Zweck im Recht, 3* ed., vol. i, pp. 307 ss., 318, 320 ss.) añade sin embargo que la regla impuesta por el Estado no constituye una regla de derecho, en toda la extensión de la palabra, sino mientras obliga y liga a la vez a los subditos a quienes manda y al Estado que la dicta. De esto deriva el sistema del Rechísstaat. Indudablemente las restriccio-
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79]POTESTAD DEL ESTADO 223 nes que para el Estado nacen de este sistema proceden-de su propia voluntad, pero —dice Ihering (loe. cit., pp. 241 ss., 357 ss., 376 ss.), sea cual fuere la potestad del Estado, es su mismo interés, su interés bien comprendido, el que lo lleva a subordinarse así a su propio orden jurídico y a renunciar en esa medida al empleo de su única fuerza, y ello por la razón de que el Estado asegurará tanto más el respeto a su orden jurídico cuanto que él mismo habrá sido el primero en sujetarse a dicho orden.18 Esta doctrina de Ihering suscita sin embargo dos objeciones: Ante todo, no puede decirse que esté en la esencia de la regla de derecho el obligar a la vez a los subditos y al Estado mismo. Por lo menos no lo obliga en todos los aspectos; así se verá después (núms. 98 y 125) que en el sistema actual del derecho constitucional francés el Estado no se encuentra ligado de una manera absoluta por las reglas generales que consagran estas leyes, pues el órgano legislativo conserva el poder de derogar, por una ley particular, la legislación general vigente. Por otra parte, el motivo alegado por Ihering, aquel que deduce del interés debidamente entendido del Estado, no corresponde directamente al asunto que se trata. Este motivo es de orden político. Y la cuestión que aquí se debate es una cuestión de derecho: no se trata de saber si es conveniente o útil que el Estado solamente pueda ejercer en potestad dominadora bajo ciertas restricciones; se trata de comprobar si el Estado puede ser limitado de un modo efectivo, y cómo esas limitaciones pueden aparecer e imponerse a él. Así expuesta, la cuestión de la limitación del Estado es muy diferente de la del Rechtsstaat. El sistema del Rechtsstaat presupone la posibilidad de una limitación del Estado, pero sobrepasa en mucho la simple idea de limitación. Llegado a su completo desarrollo, implica que el Estado sólo puede actuar sobre sus subditos conforme a una regla preexistente, y particularmente que nada puede exigir de ellos sino en virtud de reglas preestablecidas. El concepto de limitación del Estado tiene un alcance menor: es tan sólo la expresión del hecho de que, en el sistema del derecho público moderno, toda organización estatal, en lo que concierne a la potestad del Estado, produce un efecto a la vez positivo y negativo, pues por lo mismo que la Constitución determina las formas o condiciones de ejercicio de la potestad estatal, excluye toda potestad que pudiera ejer140
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"El derecho, en la completa acepción de la palabra, es la fuerza bilateralmente obligatoria que tiene la ley tanto para el individuo como para el Estado. Es la auto-subordinación de la potestad estatal a las leyes que emanan de ella misma" (Ihering, loe. cit., p. 358). "El derecho es la política sanamente entendida de la fuerza; no ya la política de vista corta del momento presente o del interés pasajero, sino la política de largo alcance que escruta el porvenir y suputa los resultados definitivos" (ibid., p. 378).
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224 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [79 cerse fuera de esas condiciones o formas, o también, por lo mismo que confiere a los órganos del Estado los poderes que enumera, les niega aquellas otras facultades de potestad que no están comprendidas en dicha enumeración. La limitación que de ello resulta no es únicamente asunto de conveniencia política o de oportunidad práctica, sino que es la consecuencia del hecho mismo de la organización estatal, hecho que es —como se ha visto antes (núms. 13 ss., 22 ss.)— una condición esencial del Estado. Cuando, por ejemplo, la Constitución decide que las reglas o medidas que modifican el derecho aplicable a los ciudadanos no se podrán dictar más que por el órgano legislativo y en forma de ley, resulta de esta prescripción orgánica una disminución de la potestad estatal, por cuanto pierde el Estado la posibilidad de tomar, por la simple vía administrativa, las medidas que su Constitución reserva a la competencia del Parlamento. La potestad del Estado se ve limitada, sobre todo, cuando su Constitución, realizando la separación del poder legislativo y del poder constituyente, determina por sí misma ciertos derechos individuales que garantiza a los ciudadanos, y cuando reserva la reglamentación de esos derechos al órgano constituyente con exclusión de todas las autoridades constituidas. En este caso, la limitación del Estado es tanto más fuerte cuanto que la revisión constitucional se subordina a condiciones especiales, como por ejemplo la ratificación popular. Pero sean las que fueren las condiciones a las cuales se puede someter la formación de las leyes o la revisión constitucional en el Estado soberano, hay que convenir en que, como punió cierto, tanto la Constitución que organiza su potestad y rige su funcionamiento como las leyes que establecen en todos aspectos su orden jurídico, son obra de su voluntad y tienen su origen exclusivamente en el poder que tiene de determinarse a sí mismo. Aun en el caso de que la perfección de sus leyes dependa de su adopción por el cuerpo de los ciudadanos, como ocurre en la democracia, o que la reforma de su Constitución, como ocurre con el Estado
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federal, deba ser ratificada por una mayoría más o menos numerosa de sus miembros confederados, siempre se puede decir con certeza que la voluntad legislativa o constituyente que se ejerce en él no le llega de fuera ni se le impone por una fuerza exterior, puesto que es en calidad de órganos designados por la Constitución misma del Estado del que forman parte integrante, como el cuerpo de ciudadanos o el de los Estados miembros cooperan a la formación de su voluntad. Luego si el orden jurídico y la organización estatutaria del Estado soberano se asientan sobre su propia voluntad, las limitaciones a su potestad que resultan de esta organización o de este orden jurídico derivan igualmente de esta misma voluntad. Y por cierto es patente que esas limitaciones engendradas por el derecho positivo vigente son las únicas que tengan en rea-
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226 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [80 Por un autor que, como Mérignhac (Traite du droit public international, vol. i, pp. 225 ss.), se adhiere decididamente a la teoría de Jellinek, podrían citarse muchos que rechazan categóricamente dicha teoría. Duguit (L'État, vol. i, pp. 12255.; Traite, vol. i, pp. 50 ss.) se muestra adversario decidido de la misma y la combate alegando por ejemplo que "una limitación que puede ser creada, modificada o suprimida a voluntad de aquel a quien atañe, deja de ser limitación". Jéze (Les príncipes généraux du droit administratif, p. 14) adopta la misma postura e invoca idéntico argumento. Michoud (op. cit., vol. n, pp. 57 ss.) declara que "la idea de derecho es independiente de la idea de Estado; es anterior y superior a ésta"; ve en "la subordinación del Estado al derecho" el principio de "una limitación de los poderes del Estado soberano"; esta limitación —añade- no es contraria a la idea de soberanía del Estado", pues por soberanía debe entenderse "el hecho de no estar sometido a ninguna voluntad humana superior, y de ningún modo el hecho de no estar sometido a ninguna regla". Reconoce, sin embargo, que la limitación de que se trata es "totalmente ideal", pero piensa que "por su naturaleza puede actuar a título de idea-fuerza en el interior del grupo, adquiriendo así la sanción eficaz que le falta". Le Fur (État federal, pp. 422 ss., 438) sostiene la misma doctrina: "Lejos de hallarse exclusivamente determinado por su propia voluntad, el Estado, como cualquier otra persona, está determinado en parte por un poder ajeno, que es a la vez anterior y superior a él, y este poder superior es el del derecho, bien se le llame con ciertos autores "derecho" solamente o se le denomine, con otros, "derechonatural" o "derecho racional". Por consiguiente, Le Fur (loe. cit.,p. 443) no admite, para el Estado soberano, la facultad de determinarse por sí mismo sino "dentro de los límites del principio superior del derecho". Hauriou (Principes de droit public, p. 73; ver, sin embargo, pp. 706 ss.) declara que en ia teoría de la auto-lirnitación "no se puede evitar la sospecha de un colosal equívoco", porque, dice, considerando a la inversa esta teoría, que "atribuye el establecimiento del régimen de derecho a la acción de la persona moral Estado, ¿no sería más bien la persona moral Estado la que resultaría del régimen de derecho establecido en una nación?" Para apreciar el valor de estas críticas conviene ante todo examinar las proposiciones hechas por los adversarios de la teoría de la auto-limitación con miras a sustituir ésta por un principio de limitación tomado fuera del Estado y de la voluntad de éste. Estas proposiciones son de muchos géneros. Unas derivan de la doctrina de los derechos individuales innatos en la persona de cada nacional y que se imponen luego al respeto del Estado como derechos superiores a su voluntad. Es el concepto de los hombres de la Revolución; fue proclamado por la Declara-
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POTESTAD DEL ESTADO 227 ción de 1789 (art. 2). Pero proviene de un error indudable, pues los derechos en cuestión, "derechos del hombre y del ciudadano", sólo adquieren valor jurídico propiamente dicho con la condición de haber sido declarados, es decir, reconocidos y consagrados, por la ley, y en todo caso es la ley la que debe fijar sus condiciones de ejercicio, reglamentar su ejecución y asegurar su sanción positiva. Se vuelve así de nuevo, desde el punto de vista especial de la ciencia del derecho, pura y simplemente al sistema de la auto-limitación. La Constitución de 1791 creyó fundar un importante principio al prescribir en su título I que "el poder legislativo no podrá dictar ningunas leyes que lesionen el ejercicio de los derechos naturales y civiles"; en realidad sólo se trataba de una fórmula desprovista de eficacia, pues por otra parte esa misma Constitución confería al cuerpo legislativo la potestad de reglamentar el uso, las modalidades y por consiguiente, en el fondo, la consistencia misma de esos derechos. Las conclusiones que Duguit saca de su teoría de la regla de derecho fundada en la solidaridad social no son más satisfactorias desde el punto de vista jurídico. Por lo que se refiere a las necesarias limitaciones de la dominación estatal, este autor recusa al Estado, a su potestad y a su. voluntad. La intervención del Estado, imponiéndose a sí mismo ciertos límites, no es necesaria, puesto que la regla de derecho lleva en sí misma, de modo suficiente, su sanción social. Esta sanción está asegurada por el hecho mismo de que los miembros del cuerpo social tienen conciencia del lazo de solidaridad social y no dejarían pasar sin reprobación y sin resistencia las lesiones que podrían causarse al mismo. "Si —dice Duguil (UÉtat, vol. i, p. 116)— se supone un acto contrario a la regla de conducta, éste es un acto que lesiona la solidaridad social considerado como tal por los individuos conscientes de la solidaridad social, y, por consecuencia, que provoca una reacción en la masa de individuos que tiene conciencia del lazo social." Cuenta, pues, Duguit con esta conciencia y con esas reacciones de la masa para realizar, fuera del Estado y de su potestad, la sanción del derecho social. Aplicada a la cuestión de la limitación de los poderes de los gobernantes en sus relaciones con los gobernados, esta doctrina lleva, pues, a hacer depender la apreciación de la validez de los actos de los gobernantes, no de un orden jurídico determinado por adelantado y precisado por la ley del Estado, sino de un sentimiento que nace en el espíritu de la masa y de las reacciones que del mismo puedan resultar. Es esto un género de limitaciones que escapa a toda prueba de calificación jurídica y cuyo examen está fuera de la ciencia del derecho, pues supone substituir a los medios sacados de un orden jurídico preestablecido, otros medios sin más fundamento que la indeterminación desordenada de las reacciones que puedan producirse
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228 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [80 en la masa de los individuos. Verdaderamente, la teoría de la auto-limítación no puede conciliarse con estos conceptos extrajurídicos. Y es indudable también que tales conceptos, por lo mismo que buscan la solución de los problemas relativos a la potestad estatal fuera del hecho necesario de un orden jurídico preexistente, son incompatibles con el concepto elemental del Estado mismo. La doctrina de Michoud y Le Fur, que limita la soberanía con los principios del "derecho natural", parece que merezca más consideración. En efecto, no se puede negar la existencia de ciertas reglas de justicia, ni tampoco la de ciertas leyes que gobiernan las sociedades humanas, reglas o leyes que son superiores a la voluntad del Estado. El hecho mismo de que no puede el Estado —como se ha visto anteriormente— propasarse en su derecho, sería suficiente para probar que el Estado, al igual que los individuos, está subordinado a leyes divinas o naturales que no puede eludir. Asimismo, el hecho de que el Estado reconoce por sus leyes la personalidad jurídica a sus miembros individuales o a ciertas agrupaciones que existen entre ellos, implica esencialmente que considera que tanto los unos como los otros desempeñan por sí mismos, por su propia naturaleza y sus propias capacidades, las condiciones requeridas para ser sujetos de derecho, y esto también excluye la posibilidad de extender indefinidamente con respecto a esas personas los poderes soberanos del Estado, porque —como observa Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 137)— toda extensión de la potestad estatal no puede operarse sino a expensas de los individuos y de sus derechos; ahora bien, desde el momento en que el Estado reconoce a los individuos una personalidad distinta de la suya no puede tratarlos después como a esclavos sobre los que poseyera la potestad ilimitada de un dueño sobre su cosa. Finalmente, resulta superfluo añadir que la actividad y las decisiones del Estado no se determinan únicamente por los movimientos de su libre voluntad, sino que en gran parte lo son por inumerables influencias exteriores, a las cuales no tiene más remedio que doblegarse y que son causa de que sus actos, en definitiva, al igual que las acciones humanas, dependan muchas veces de las circunstancias, de las posibilidades de hecho, de la fuerza de los acontecimientos, más bien que del libre juego de su potestad soberana. En todos estos aspectos es indudable que las restricciones u obstáculos con los cuales tropieza la potestad del Estado no siempre provienen del hecho de su libre y voluntaria auto-limitación. Y sobre todo, no hay más remedio que colocarse en el punto de vista de los autores que, como Michoud y Le Fur, dan a entender que el criterio de la distinción entre lo justo y lo injusto no reside de una manera absoluta en la apreciación del legislador y en las decisiones que crean las reglas legislativas. El concepto de justicia es más alto que el de voluntad estatal. Incluso hay lugar
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80-81] POTESTAD DEL ESTADO 229 a observar que el respeto a los preceptos superiores contenidos en el concepto de justicia constituye para el Estado uno de los elementos de ese equilibrio social que ha sido presentado anteriormente como una condición normal de su estabilidad y de su buen funcionamiento. Estas son verdades que no pueden desconocerse y a las que la teoría de la auto-limitación no puede pretender dar de lado. Nadie, por cierto, incluso entre los defensores de esta teoría, ha sostenido que el Estado no pueda jamás cometer faltas al hacer uso de su potestad soberana. Ahora que estas verdades no podrían de ningún modo proporcionar la base, ni siquiera formar un elemento de la teoría jurídica del Estado: la razón de ello es que la regla de conducta que trazan a los Estados es puramente una regla de orden moral o político, que no es susceptible de reducirse a fórmula jurídica o de expresarse en regla de derecho. Ahí está el error capital de los juristas que persisten en sostener la doctrina del "derecho natural", error del que sería de desear se viera librada de una vez por todas la ciencia del derecho. 81. Cualquiera que sea, en efecto, la opinión que pueda tenerse del fin que deba alcanzar el derecho y del ideal al cual ha de responder, existe un hecho cierto: el de que, en el orden de las realidades efectivas, una regla cualquiera, regla de conducta de los gobernantes o regla que determine las facultades individuales de los particulares, sólo se convierte en regla de derecho propiamente dicho en cuanto que posee una sanción .material, por la que su cumplimiento puede procurarse o su incumplimiento reprimirse por medios humanos de coacción inmediata, que presenten además el carácter de medios regulares, es decir, que se funden a su vez en otra regla de derecho. La regla de derecho adquiere por esto mismo un carácter formal, que la distingue desde luego de toda otra regla, moral o utilitaria, y que excluye especialmente la posibilidad de concebir, junto al derecho en el sentido positivo de la palabra, la existencia de un verdadero "derecho natural". Esta última expresión contiene visiblemente una contradictio in adjecto, pues una regla que saca su origen del orden natural de las cosas no puede calificarse como regla de derecho mientras no haya entrado en el orden jurídico vigente, y a la inversa, no se la puede calificar como regla natural desde el momento en que se ha convertido en regla de derecho. Es lo que reconocen implícitamente los mismos teorizantes del derecho natural al caracterizar al derecho vigente con el nombre de derecho positivo. Esta denominación denota claramente que sólo esta última clase de reglas consigue llenar las condiciones de las cuales depende la formación de un derecho efectivo y verdadero. Revela al mismo tiempo que es completamente ilógico pretender reunir en el concepto y nombre comunes de derecho dos clases de reglas que
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230 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [81 pertenecen a categorías tan esencialmente distintas (cf. pp. 204-205,supra).En su sentido positivo y formal, la regla de derecho se caracteriza, por lo tanto, no ya por la naturaleza ideal de sus disposiciones, sino por la naturaleza material de su sanción y por la fuerza especial que saca de esta sanción en lo que se refiere a su ejecución. Ahora bien, en los tiempos modernos es necesario además convenir en este otro hecho: que sólo el Estado posee la potestad de conferir esa fuerza especial a las reglas que han de regir la conducta y las relaciones humanas. De ahí el lazo necesario que se establece entre el derecho y la potestad estatal. Es también en este sentido como se ha podido decir que el Estado es el creador del derecho. Finalmente, por este mismo motivo es por lo que el jurista —cuando se coloca en el puro terreno de la ciencia jurídica— no puede buscar la fuente del derecho "positivo" más allá de la potestad o de la voluntad del Estado. Esto no significa que antes que la ley del Estado, o que fuera y hasta por encima de la misma no se pueda concebir o no exista efectivamente ningún precepto que proporcione una regla de conducta a los hombres o a las sociedades, pero esto no significa que únicamente la regla dictada y admitida por el Estado constituya una regla dederecho propiamente dicho. Cuando, por ejemplo, se afirma que la determinación de los derechos individuales reservados a los miembros de la nación depende de la ley del Estado, ello no significa que dichos derechos, en todos aspectos, sólo tengan su fundamento o su razón de ser en la voluntad estatal y no sean sino un reflejo de dicha voluntad. Pero significa que, desde el punto de vista de la ciencia del derecho, una facultad, incluso natural, del individuo no adquiere valor sino cuando ha sido reconocida, proclamada y sancionada por la ley del Estado. No se convierte en derecho, no adquiere eficacia jurídica y práctica sino cuando» ha sido provista de protección por el Estado y garantizada por él mismo contra cualquier ataque, comprendidos los suyos propios (ver p. 183.,supra).19 19 De las observaciones concernientes a la creación del derecho por el Estado se desprende que, en esta materia, hay que tener en cuenta dos ideas, que se limitan una a otra. Por una parte, el individuo, como persona, posee ciertas facultades, inherentes a su misma cualidad de hombre o de ciudadano, y que por lo tanto no son producto de un acto de potestad" estatal y cuya consagración por la ley positiva no se puede considerar, por eso mismo, comes concesión benévola o medida de favor consentida arbitrariamente por el Estado. Desde ese punto de vista se puede repetir (ver p. 229, supra) que los miembros individuales del Estado» no se hallan, con respecto a éste, en condición de esclavos, que tienen cuanto poseen por la sóla potestad de su dueño. Esto es lo que se ha expresado con toda exactitud diciendo que el Estado, al consagrar tales derechos en beneficio de sus subditos, no los crea integralmente, sino tan sólo se los reconoce. Pero, por otro lado, la legitimidad intrínseca de la pretensión del individuo de ejercer sus facultades naturales no basta para erigir a esa pretensión era
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81] POTESTAD DEL ESTADO 231 Aplicadas a la cuestión de la limitación de la soberanía, estas observaciones conducen al reconocimiento de que el Estado es la fuente de derecho que limita su propia potestad, así también como del derecho que la organiza y la desarrolla. De ahí la teoría de la auto-limitación, teoría de orden puramente jurídico y por lo tanto formal (cf. Jellinek, loe. cit., vol. ii, p. 137), sin tener nada de orden político ni moral. Al decir que el Estado no puede verse limitado más que en virtud de su propia voluntad, no se quiere dar a entender que el Estado pueda permitírselo todo moralmente, ni tampoco se niega que se presenten a veces, de hecho, circunstancias de muchas clases que tengan por obejto obstaculizar su voluntad. Lo que quiere decirse es que, desde el punto de vista formal —que es el que predomina en la ciencia del derecho, tanto en lo que concierne a la técnica jurídica como por lo que se refiere a la formación de los conceptos jurídicos mismos— no existe, por encima del Estado soberano, ninguna potestad que sea capaz de limitarlo jurídicamente. Es este un hecho que es inútil discutir, pues su comprobación se impone. La doctrina que pretende limitar el Estado por un principio de derecho natural carece de valor jurídico, pues los autores que la sostienen ni siquiera intentan indicar cuál es la organización jurídica que pudiera asegurar la realización positiva del derecho natural. En vano afirman que el Estado, al hallarse obligado por una regla de derecho superior a su voluntad, tiene el deber de reconocer dicha regla y consagrarla por sus leyes; siempre resulta que la intervención del Estado es indispensable para trasladar la regla ideal de derecho al campo de las realidades jurídicas positivas, y así forzosamente hay que volver a la conclusión de que sólo puede formarse el derecho propiamente dicho por la potestad y la voluntad del Estado. En el momento en que se reconoce que los preceptos naturales de la justicia natural sólo pueden adquirir eficacia jurídica por el empleo derecho formal y completo. Cualquier derecho, en efecto, sea cual fuere la fuerza con la que se desprende de la personalidad humana, se analiza no solamente como una facultad individual cuya legitimidad debería apreciarse exclusivamente en relación con su titular, sino también como una facultad social, o sea llamada a ejercerse con respecto a los demás miembros del cuerpo social y que como tal, en toda sociedad organizada, exige para su actividad el concurso y el apoyo de la autoridad pública. En este aspecto la cooperación del Estado aparece como indispensable para la formación del derecho. A la fuerza ideal inherente a la legitimidad de las reivindicaciones naturales de los individuos, el Estado va a añadir la fuerza positiva de su ayuda y de su coacción. Y en este caso el Estado hace realmente acto de presencia; no se limita a reconocer el derecho como facultad creada en sí, sino que por un mandamiento autoriza su ejercicio social y asegura su eficacia mediante la atribución al interesado de un arma que sirve para realizarlo, o sea la acción en el sentido procesal de la palabra. Este acto de potestad estatal es el que crea definitivamente el derecho, ya que solamente él puede procurarle su sanción. A este respecto puede decirse en verdad, hoy como en Roma, que no existe derecho sin acción, ya que la acción o sanción del derecho sólo puede originarse por la ley del Estado.
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232 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [81 de medios humanos, se ve claramente que el objeto preciso de la ciencia del derecho no es el de indagar si existe una ley moral anterior a las leyes positivas, sino de qué modo los preceptos de dicha ley moral van a entrar en la esfera de las reglas o instituciones jurídicas positivas. Y no entran en dicha esfera sino por la voluntad del Estado, puesto que en la potestad estatal es donde se hallan los medios regulares de los cuales depende, en último término, la creación efectiva del derecho. Por ello el jurista, desde el punto de vista jurídico, al tener que aceptar esta realidad final, no puede menos de establecer la conclusión de que el Estado, así como crea su derecho, se limita por la potestad de su voluntad. Se ha objetado que, en estas condiciones, las limitaciones impuestas a la soberanía por el derecho vigente han de ser esencialmente precarias. Esto es evidente, pero aquí también se puede replicar a los autores que suscitan esta objeción que ni ellos mismos son capaces de indicar cuál pudiera ser el procedimiento o la organización jurídica que asegurara de una manera absoluta, contra el Estado, el mantenimiento y la inconmutabilidad de tales o cuales limitaciones determinadas. La verdad es, en efecto, que el derecho, por sus solos medios, no podría proporcionar esa seguridad o garantía. Y no se vaya a decir que el derecho tiene precisamente por objeto y por encargo crear organizaciones o reglas que obliguen, bien a los particulares en sus relaciones mutuas, bien al Estado mismo respecto a sus miembros, a mantenerse dentro de límites estrictamente fijados. Este argumento carecería de valor, pues, sea la que fuere la eficacia habitual del derecho en este aspecto, es preciso, además, en lo que concierne al Estado, que las restricciones u obstáculos que han de limitarlo no sean contrarios a su misma esencia, o sea precisamente a su potestad de dominación. Cualquier barrera absoluta que se opusiera a la voluntad estatal podría verse barrida tarde o temprano por esa misma potestad inherente al Estado. Por lo tanto no se puede contar con el derecho propiamente dicho, ni sobre las organizaciones o instituciones jurídicas, para obtener, frente al Estado, un sistema de limitaciones que inspire absoluta seguridad. La seguridad sólo puede venir de otra parte. En vez cíe ir contra el Estado y de pretender imponerle, en el terreno jurídico, condiciones que resultan inconciliables con su potestad, sería mejor reconocer que, entre los factores de limitación de la soberanía que dependen de la actividad humana, es decir, entre aquellos que no están comprendidos dentro de los obstáculos de hecho que el curso de los acontecimientos puede oponer al Estado o que no se refieren a las sanciones especiales y extrajurídicas que derivan de las leyes superiores por las cuales se rige la marcha de las sociedades, el único que es verdaderamente eficaz es un factor de orden moral: del valor moral de los gobernantes y, en las democracias contemporáneas, del valor moral del mismo
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81-82] POTESTAD DEL ESTADO 233 pueblo, es de donde hay que esperar la garantía de moderación del Estado que el derecho, por sí sólo, sería incapaz de asegurar. Desde este punto de vista aún, nos vemos traídos de nuevo a la idea de limitación voluntaria. Solamente que esta última clase de auto-limitación no depende ya de la ciencia jurídica, y no se la podría considerar como uno de los elementos del sistema de derecho del Estado.20 82, C. Para acabar de precisar el concepto de potestad de Estado queda por determinar cuál es el sujeto pasivo de esta potestad. Ahora bien, a primera vista parece que dicho sujeto no podría ser la colectividad nacional misma. La idea de una potestad estatal existiendo sobre la colectividad es imposible de construir jurídicamente. La razón de ello es que el Estado —como se ha visto anteriormente (n9 4)— no es sino la personificación de la colectividad nacional misma. Asimismo, la voluntad estatal no es jurídicamente más que la voluntad de la colectividad hallándose ésta organizada en Estado con objeto, precisamente; de querer de un modo unificado y metódico por sus órganos. Cuando los órganos estatales hacen acto de voluntad y de potestad es la colectividad misma la que por ellos quiere y manda. Ahora bien, jurídicamente la relación de potestad sólo puede concebirse entre sujetos distintos. Siendo la colectividad el sujeto activo de la potestad estatal, no puede al mismo tiempo ser el sujeto pasivo de la misma. No es posible, pues, admitir la doctrina expuesta sobre este punto por Haumou (La souveraineté nationale, pp. 14 y 15), que pretende que, en el sistema de la soberanía nacional, "la nación es alternativamente gobernante y subdita": gobernante por cuanto 141
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Singular empeño es el de pretender determinar el concepto jurídico de la potestad del Estado, y particularmente la extensión de dicha potestad, por consideraciones sacadas de la distinción entre lo justo y lo injusto. Al proceder así, se mezclan y se confunden el punto de vista del derecho y el de la moral. Repitiendo (ver n. 6, p. 69, supra): no hay duda de que el Estado, en el ejercicio de su potestad, se encuentra dominado por reglas morales independientes de su voluntad. La distinción entre el bien y el mal se le impone lo mismo que a los individuos. Pero así como a nadie se le ocurre impugnar en su principio los derechos formales del individuo por razón del mal «so que éste pudiera a veces hacer de sus derechos jurídicos, convendría también realmente renunciar de una vez por todas a las tentativas demasiado repetidas para hacer depender la definición jurídica de la soberanía y de la extensión de la misma de una condición justificativa relativa a la moralidad de los actos del Estado. La ciencia del derecho público no tiene, como tiene la ciencia política, por qué preocuparse de los deberes morales del Estado, sino únicamente de sus poderes efectivos. Por lo demás, y desde el punto de vista político mismo, la potestad estatal aparece a la vez como hecho y como necesidad. Se puede decir realmente que pertenece a las Constituciones regular el ejercicio de esta potestad de modo que se prevengan los abusos en un grado cada vez más amplio. Tras maduro examen, y por minuciosas que sean las precauciones constitucionales que con este objeto se hayan tomado, no parece que, por razón misma de la especial naturaleza de la potestad propia del Estado, dichas precauciones puedan adquirir una eficacia absoluta y completa. La mejor garantía en este aspecto no deja de ser siempre la que proviene del valor moral de los gobiernos.
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234 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [82 ejerce el "poder de dominación" del cual, en este sistema, es titular; y subdita por cuanto es el objeto de dicho poder dominador. Esta doctrina contiene dos términos contradictorios: sujeción y poder de dominación son dos cosas que se excluyen mutuamente, incluso cuando se trata de hacerlas funcionar de un modo alternativo. Si la nación es subdita, no puede ser soberana. Y por otra parte, una potestad de dominación sobre sí mismo es una cosa desprovista de sentido desde el punto de vista jurídico. Estos diferentes extremos han sido señalados claramente por Duguit en la primera edición de su Manuel de droit constitutionnel, p. 81: "No se puede comprender cómo, lógicamente, la nación considerada como entidad podría ser al mismo tiempo objeto de la potestad pública y elemento constitutivo del sujeto titular de dicha potestad." La verdad, según este autor, es que "esta potestad no se ejerce sobre la nación considerada como tal (o sea tomada como entidad), sino precisamente sobre los individuos considerados por separado" que componen el cuerpo nacional. Este último análisis parece más satisfactorio, y sin embargo pudieran oponérsele ciertas objeciones. Las objeciones proceden del hecho de que la colectividad nacional, por cuyos órganos estatales se ejerce la potestad soberana, saca su consistencia de los ciudadanos que son sus miembros individuales (ver n" 4y supra). Estos se hallan, pues, asociadas en cierto grado a los actos realizados en nombre de la colectividad. Por ejemplo, cuando los órganos estatales competentes hacen las leyes, es la colectividad entera la que por ellos se fija a sí misma ciertas reglas. Pero es evidente que los ciudadanos, por su lado, y por lo mismo que forman parte de la colectividad, de la que son elementos componentes, no podrían ser considerados como totalmente extraños a la realización de dichos actos legislativos; participan en ellos por lo, menos en un sentido (cf. Michoud, Revue du droit public, vol. xi, pp. 227 y 228). 21 Esto es precisamente lo que decían las Constituciones de la época revolucionaria: las Declaraciones de derechos de 1789 (art. 6), de 1793 (art. 4), del año ni (art. 6) especificaban que todos los ciudadanos concurren a la confección de las leyes, al menos por sus representantes; todos se hallan presentes o representados en el acto de potestad que origina la ley (cf. núms. 416 y 418, infra). La idea de que las decisiones adoptadas por la asamblea de los diputados son obra de todos los ciudadanos ha sido, en efecto, una de las en que más empeño 142
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Cf. Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. i, p. 38: "No se concibe a ninguna persona moral sin los miembros físicos que, de cierto modo, forman su cuerpo. Habrá de buscarse, pues, una teoría que mantenga la unidad de la persona moral, pero sin perder de vista que se trata de una unidad compleja, y que las personas físicas que la componen no son terceros para ella."
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82] POTESTAD DEL ESTADO 235 mostró la Constituyente (ver a este respecto Duguit, L'État, vol. u, p. 93).Puesto que los ciudadanos son las partes componentes de la nación, puede decirse de ellos que, por los órganos legislativos de dicha nación, se dan a sí mismos las reglas que constituyen la legislación nacional. En estas condiciones, parece que el concepto de potestad dominadora de orden imperativo por una parte y de sujeción por otra, se desvanece. Este concepto, que ya no conseguía delinearse por lo que a la colectividad nacional se refiere, al no poder ser ésta subdita de sí misma, parece igualmente difícil de construir respecto a los ciudadanos. Si los miembros de la nación son los autores de las leyes, no pueden considerarse, por otra parte, como siendo sujetos pasivos de la potestad soberana. Por la precisa razón de que la idea jurídica de potestad implica la dominación de una voluntad exterior, es decir, de una voluntad ajena que obligue a aquellos a quienes se impone, coaccionándoles para que respeten sus mandamientos. 22 Por cuanto que los ciudadanos forman parte de la colectividad, las reglas legislativas dictadas por los órganos de ésta no pueden ser consideradas como mandamientos que se destinen a sí mismos. En esto los ciudadanos no hacen sino fijarse, cada cual en lo que le concierne, una regla de conducta cuya creación, por lo mismo que es obra de los mismos a quienes ha de regir, no puede considerarse como acto de potestad y de dominación.23 Para darse cuenta de este punto basta comparar el cas» del ciudadano con el del extranjero que se halla sobre suelo francés: en lo concerniente al individuo que no es miembro de la colectividad francesa, el concepto de potestad se despeja plenamente. El extranjero se halla realmente sometido a una potestad exterior de dominación;24 los 143
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22 Asi pues, el hecho de que las Cámaras se fijen sus reglamentos internos o introduzcan en ellos nuevas disposiciones no .puede considerarse como un acto de potestad y de mando en toda la acepción de la palabra. En efecto, como el mantenimiento y la observancia de esas disposiciones reglamentarias dependen de la voluntad de la asamblea misma, y como no existe autoridad externa que pueda imponer a las Cámaras una coacción en esta materia, es patente que el reglamento no constituye para las Cámaras la obra de una voluntad superior, y tampoco puede decirse que las prescripciones que dicta constituyan reglas que tengan por efecto establecer obligaciones para aquéllas. 23 A este respecto se puede observar que numerosas leyes no contienen, en términos expresos, prescripciones ni prohibiciones que se refieran a subditos en forma externa. Por la misma forma en que están redactadas, dichas leyes aparecen como simples reglas que la colectividad se traza a sí misma y que, desde este punto de vista, recuerdan en cierta forma el reglamento interno que podría dictarse un particular para la gestión de sus asuntos privados y para el gobierno de su casa. En el momento en que esas reglas se adoptan por el legislador y se promulgan por el Ejecutivo, la idea de mando y de prescripción imperativa aún no se desprende claramente. 24 Ver a este respecto lo que dice Duguit (Traite, vol. i, pp. 16 ss.) de los indígenas de las colonias o de los habitantes de países de protectorado que son subditos de la potestad francesa sin ser franceses, o por lo menos sin ser ciudadanos franceses.
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236 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [82 nacionales, por el contrario, y en la medida en que han sido "representados"(Declaración de 1789, art. 6) 25 en la confección de las leyes por los órganos de la colectividad, no aparecen, en su subordinación a dichas leyes, como subditos de una potestad superior, ya que puede decirse que al conformarse con la ley, observan su propia voluntad.26 144
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La palabra "representación" debe entenderse aquí en el sentido especial que ha adquirido en derecho público, bajo la influencia de la terminología empleada tradicionalmente con respecto al gobierno "representativo". Se verá después —en el curso del estudio dedicado a esta forma de gobierno— que dicha terminología, jurídicamente, es muy incorrecta. En su acepción precisa, la representación es una relación que, en primer lugar, supone que el representante y el representado son dos personas distintas, y que además se establece y ejercita exteriormente respecto de terceros, en el sentido de que los actos realizados por mediación del representante van a producir directamente sus efectos de derecho entre dichos terceros y el representado. Ni una ni otra de ambas condiciones se dan en la pretendida representación de la que hablaba el art. 6 de la Declaración de 1789. Por una parte, la confección de las leyes por los "representantes" no es una operación que tenga lugar entre éstos y terceros, sino que el término "representantes" se emplea aquí para designar exclusivamente las relaciones internas entre el cuerpo de diputados legisladores y la totalidad de los ciudadanos" representados". Desde este primer punto de vista se concebiría la idea de representación de los ciudadanos respecto a la confección de los tratados estipulados por los representantes nacionales con Estados extranjeros; en lo que concierne al acto de potestad legislativa, no puede concebirse una representación de los ciudadanos cerca de ellos mismos. Por. otra parte, importa observar que, al calificar de representantes a los órganos legislativos de la nación, la Declaración de 1789 no pensaba de ningún modo en marcar una oposición o una separación entre la nación cuyos órganos son los diputados y los ciudadanos "representados" por ellos, sino que, muy al contrario, quería señalar la íntima y estrecha relación establecida en aquella época entre la nación y sus miembros individuales, que provenía del hecho de que, en el concepto recién formulado por la Revolución, la nación se halla constituida esencial y únicamente por los ciudadanos, al formar éstos con ella una unidad indivisible. De donde se sacaba la consecuencia de que los actos realizados por la nación, es decir, por sus órganos regulares, deben considerarse como obra de los mismos ciudadanos, y de todos ellos. Y ello se aplicaba en ese caso tanto a los actos de legislación interna como a los acuerdos concluidos con Estados extranjeros. Asi pues, la "representación" del art. 6 de la Declaración de 1789 se fundaba precisamente en la idea capital de que. para todo lo que se refiere a la formación y manifestación de la voluntad pública nacional, los ciudadanos componen un todo con la nación y no constituyen personas distintas respecto a ella. También desde este segundo punto de vista, la palabra "representación" no era la más apropiada para la idea que pretendía expresar, pues por lo mismo que los ciudadanos forman parte integrante de la nación y constituyen, bien con ella o bien con sus órganos, una sola y misma persona, es patente pues no hay lugar a una relación de representación, ya que la representación propiamente dicha sólo puede concebirse entre personas distintas. Pero si bien los términos introducidos en esta materia por la Constituyente traicionaron su pensamiento, al menos dicho pensamiento permanece bien claro en sí: se resume en que los ciudadanos, como miembros constitutivos de la colectividad soberana, no pueden considerarse como extraños a los actos de soberanía que realiza la colectividad por mediación de sus órganos; participan en ella por el motivo y en el sentido de que la nación, por cuyos órganos se realiza el acto, no es otra cosa que la universalidad de los ciudadanos. 26 Las consideraciones antes expuestas se oponen a que se pueda aceptar como exacta
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83] POTESTAD DEL ESTADO 237 83. Así pues, la cuestión del sujeto pasivo de la potestad de Estado no deja de suscitar hoy día algunas dificultades. La idea de potestad dominadora y de sujeción se presentaba fácilmente en los tiempos pasados, cuando el derecho público se fundaba en el concepto de la soberanía del príncipe, pues éste mandaba efectivamente a subditos. Pero esta misma 145
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la famosa doctrina de Laband, según la cual la creación de la ley se compondría de dos operaciones esencialmente distintas: la determinación del contenido de la ley y la emisión del mandamiento legislativo que convierte a dicho contenido en prescripción obligatoria. Según este análisis de Laband (Drnit public de FEmpire allemand, ed. francesa, vol. n, pp. 263 ss, la adopción del texto de la ley por las asambleas legislativas no es suficiente para conferir a dicho texto el valor de una regla que tenga carácter imperativo para los subditos. Es preciso que, a la adopción del texto, se añada una orden expresa, que contenga la obligación para los subditos de conformarse al contenido de la ley. E incluso esa orden es la que, según Laband, constituye el punto culminante de toda la obra legislativa: es el acto legislativo por excelencia. Laband (loe. cit., pp. 437 ss., 44955., 484 55.] aplica el mismo análisis a los tratados internacionales. Distingue aquí, por una parte, la formación del tratado en las relaciones internacionales entre los Estados contratantes y, por otra parte, la emisión de órdenes que, en el interior de cada uno de los Estados contratantes, y en- las relaciones de dicho Estado con sus subditos, transforman las reglas contenidas en el tratado en prescripciones de derecho interno que tienen, para los subditos, el valor imperativo de leyes. "Un tratado internacional—dice Laband (p. 438)— carece, por su naturaleza, de efectos jurídicos en el interior, respecto a los cuerpos constituidos y a los subditos, pero los tiene pura y simplemente en el exterior"; porque (p. 484) "los tratados obligan únicamente a los Estados, pero jamás a sus subditos. Crean siempre derechos y deberes internacionales, nunca reglas de derecho; los subditos se encuentran obligados, no ya por transacciones internacionales, sino únicamente por órdenes de sus gobiernos". De ello deduce Laband (eod. cit) que "la validez de los tratados internacionales, desde el punto de vista del derecho público interno, se funda, no en su firma, sino en las órdenes del Estado de considerar el texto del tratado como disposición imperativa". Esta teoría, según la cual ni la adopción de una disposición legislativa, ni la firma de un tratado son suficientes, en sí, para "obligar a los subditos" en ningún grado, se debe a que Laband considera al Estado como persona jurídica, respecto a la cual los "subditos" son terceros en el sentido absoluto de la palabra. Por consiguiente, los actos que puede realizar el Estado, si no van dirigidos especialmente hacia los subditos y no se refieren directamente a ellos, no producen ninguna clase de efectos respecto a estos últimos. Por eso Laband se ve obligado a distinguir entre los efectos exteriores de los tratados, que se producen desde el mismo momento en que el tratado queda perfeccionado, y los efectos internos, que sólo pueden empezar a producirse —para los tratados como para las leyes— cuando el contenido de éstas y de aquéllos se haya hecho obligatorio para los subditos por mandamientos especiales. Este parecer no puede considerarse como de todo punto exacto; por lo menos no puede concillarse enteramente con los conceptos fundamentales del derecho público francés, tal como los expresa el art. 6 de la Declaración de 1789. El concepto que se destaca en dicho texto es el de que los ciudadanos, por cuanto entran en la composición de la colectividad que se halla unificada y personificada en el Estado, no pueden considerarse como totalmente extraños al acto realizado por un órgano de la colectividad al actuar dentro de los límites de su competencia constitucional. Se hallan presentes o "representados" en dicho acto. Detrás del órgano de Estado que realiza el acto por cuenta de la colectividad, se hallan, formando parte
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238 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [83 ma idea es más delicada de precisar en el derecho público moderno, que parte del concepto de que el Estado dominador es la personificación de la nación. Para lograr que reaparezca el concepto de potestad estatal es indispensable, como lo indica Duguit (citado p. 234, supra), considerar no ya las relaciones del Estado con la colectividad tomada en su conjunto, 146
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integrante de ésta, todos sus miembros actuales y por venir, respecto de los cuales, por consiguiente, no puede considerarse el acto como absolutamente res ínter alias acta. Ellos mismos, al menos en su totalidad indivisible, han participado en el acto por los órganos de la colectividad. No es, pues, inconcebible que recojan directamente el beneficio del mismo, o que asuman sus consecuencias obligatorias fuera de toda necesidad de una orden imperativa que estableciera en su cargo la obligación jurídica de conformarse con el contenido del acto. Así ocurre en cuanto a las leyes. En los países de Sanción monárquica se ha podido sostener que la sanción tiene especialmente carácter de mandamiento legislativo por el cual el monarca perfecciona una ley de la que las cámaras sólo determinaron y adoptaron el contenido; esta manera de definir la sanción no deja de ser muy discutible (ver núms. 131,«., infra). En Francia, con la constitución actual, el papel de las cámaras se limita a adoptar el texto de la ley. Después de dicha adopción no interviene ninguna orden especial dirigida a los ciudadanos con objeto de obligarlos a la observancia del texto legislativo: la promulgación, articularmente, no es de ningún modo una orden legislativa (ver. núm. 139 ss., infra). Del mismo modo la distinción que establece Laband entre condiciones de formación de los tratados desde el punto de vista internacional y condiciones de eficacia o vigencia desde el punto de vista interno no ha sido de ningún modo consagrada en la práctica. Indudablemente, en Francia, el art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 exige para la mayor parte de los tratados la intervención de un voto legislativo de las cámaras, pero dicho voto no tiene lugar después de la formación definitiva del tratado y no tiene por objeto asegurar su cumplimiento interno; es un elemento o por lo menos una condición de la formación misma del tratado en las relaciones del Estado francés con las potencias extranjeras y su preciso fin es autorizar legislativamente al presidente de la república para que proceda a la ratificación del tratado (cf. la n. 11 del n? 178, infra). Por lo demás, una vez ratificado, el tratado produce su efecto directamente en favor o contra los nacionales, sin que haya necesidad de orden cualquiera del Estado para imponer a los franceses las obligaciones que para ellos derivan de dichas cláusulas o para conferirles los derechos que en ellas se estipulan en su provecho. Es éste un punto que en varias ocasiones ha sido observado por los autores: "Los tratados válidamente firmados y ratificados —dice Esmein (Éléments, 5* ed., p. 693)— obligan a los ciudadanos como las mismas leyes." Y Despagnet (Cours de droit intemaüonal public, 4a ed. p. '698) declara que "los tratados son contratos que obligan a los nacionales de los Estados contratantes, representados por la autoridad competente que los ha firmado y ratificado, así como a los Estados mismos considerados como colectividades". Verdad es que el tratado firmado y ratificado no puede empezar a recibir su aplicación interna sino después y por efecto de una promulgación o de un acto equivalente, que sea la editlo solemnis de este tratado en Francia, o sea que compruebe y certifique su existencia y su carácter ejecutivo y obligatorio con relación a los ciudadanos. Pero, tanto para los tratados como para las leyes, la promulgación no tiene el alcance de una orden que imprima a su contenido un valor imperativo. No tiene, pues, por objeto convertir las reglas adoptadas por el tratado en prescripciones de derecho interno, sino que, por el contrario, presupone que dichas reglas, por efecto mismo de la ratificación del tratado, se han convertido en obligatorias para los ciudadanos. Así pues, la práctica actualmente seguida en Francia para establecer la vigencia de los tratados en el interior del país implica que, por el sólo hecho de que un tratado ha sido firmado y ratificado
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83] POTESTAD DEL ESTADO 239 sino sus relaciones con sus miembros individuales o también con los grupos parciales, debiéndose además suponer que algunos de estos individuos o de estos grupos opongan resistencias al cumplimiento de las decisiones adoptadas por los órganos de la colectividad. El concepto de potestad estatal vuelve a tomar entonces toda su consistencia. El sujeto pasivo de esta potestad es el individuo, al resistir a las medidas decididas con anterioridad. En otros términos, el concepto de potestad dominadora se funda esencialmente en la distinción de dos cualidades muy diferentes en la persona del ciudadano. Como miembro de la colectividad, el ciudadano es miembro del soberano, y participa por este hecho en la formación de la voluntad estatal. Pero al no ser soberana la colectividad sino cuando se halla constituida por entero, resulta que los ciudadanos no pueden considerarse como teniendo participación en la potestad pública sino en su cualidad de partes integrantes y miembros inseparables del todo. Como individuo tomado separadamente, el ciudadano deja de tener parte en la soberanía y, por consiguiente, vuelve a poderse convertir, en esa cualidad de individuo, en sujeto pasivo de ésta. Al hallarse la soberanía en el todo, en efecto, puede muy bien comunicarse a los miembros componentes, mientras éstos se consideren como formando parte del conjunto colectivo. Pero en el momento en que, por su resistencia a las decisiones de la colectividad, el ciudadano trata de disociarse del conjunto, no es ya más que un simple individuo sometido a la potestad colectiva. En este aspecto pudo decir Rousseau (Contrat social, lib. I, cap. VI) que los ciudadanos aparecían a la vez "como participando de la autoridad soberana y como subditos sometidos a las leyes del Estado". Participan en las condiciones prescritas por el art. 8 de la ley constitucional del 16 de julio de 1875, con pleno derecho y sin que medie al efecto ningún mandamiento interno por parte del Estado francés, adquiere su contenido el valor de una regla interior susceptible de producir derechos u obligaciones para los nacionales franceses. En el imperio alemán, que por cierto ha seguido en esto costumbres anteriormente adoptadas por Prusia en esta materia, se siguen prácticas análogas; según la práctica en curso en el Imperio, los tratados ni siquiera son objeto de una promulgación propiamente dicha, sino únicamente de una publicación. Laband, al observar este hecho (loe. cit., pp. 443 sí., 491 ssj, lo declara "lamentable en el mayor grado" y "totalmente condenable". Es verdad que estas prácticas oficiales no cuadran mucho con las ideas de Laband, según las cuales un tratado, por cuanto es simple promesa .hecha aun Estado extranjero, nunca puede obligar imperativamente a los nacionales. En cambio, estos procedimientos oficiales vienen a apoyar la doctrina antes expuesta, que, conforme al concepto formulado en Francia en 1789, considera que los ciudadanos no son extraños a cualquier acto regularmente realizado por los órganos estatutarios de la colectividad, sino que están presentes en los mismos. Distinto es el caso en que un tratado se limita a imponer a uno o a cada uno de los Estados contratantes la obligación de adoptar por su legislación interna las medidas que han de servir a la realización de determinado resultado. Aquí, sin duda, habrán de intervenir leyes internas, o decretos, posteriormente a la promulgación del tratado, para dictar las medidas mencionadas.
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240 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [83-84 del poder de la colectividad en cuanto no forman sino un todo con ésta; son subditos en cuanto que son individuos distintos de ella. Más exactamente, hay que considerar en definitiva que lo soberano de la nación es el ser colectivo unificado, que resulta de la organización de la totalidad de los nacionales en una unidad corporativa, y lo que está dominado y gravado con sujeción es, no ya la nación en su conjunto, sino sus miembros individuales tomados aisladamente. No se trata aquí, como decía Hauriou (ver p. 234, supra), de una alternancia de soberanía y sujeción en la misma persona, sino que, en último término, hay separación de la soberanía y de la sujeción entre dos clases de personas jurídicas distintas. En el fondo, todas estas observaciones se reducen al concepto de indivisibilidad de la nación y de su potestad. Según una observación hecha en diversas ocasiones, esta indivisibilidad se manifiesta especialmente en que el ciudadano que en su cualidad de miembro del cuerpo nacional estuvo asociado en las decisiones tomadas por los órganos de la nación, no puede posteriormente por su resistencia individual desprenderse de la observancia de dichas decisiones. Estas subsisten indivisiblemente con respecto a todos, por la razón de que se adoptaron indivisiblemente por los órganos del conjunto colectivo. Si el ciudadano que opone resistencia hubiera participado en la adopción de la decisión a título puramente individual, podría luego retirar su adhesión de un modo igualmente individual; pero como participó en la decisión a título colectivo y como miembro del conjunto, queda ligado a la voluntad colectiva mientras ésta no se modifique por otra nueva decisión colectiva. Su oposición individual no lo libra del imperio de la voluntad común, y en esto mismo consiste finalmente su sujeción. 84. El reconocimiento de la existencia de sujetos pasivos de la potestad estatal implica, correlativamente, la existencia de un sujeto activo de la soberanía. En otros términos, implica el carácter subjetivo de la relación de potestad que se establece entre el Estado y los individuos que dependen de su' dominación, y por esto mismo entraña necesariamente la idea de que la potestad estatal debe considerarse como un derecho de la persona Estado y, por lo tanto, como uno de los elementos de la personalidad del Estado. Este punto de vista ha sido impugnado en estos últimos tiempos, sin embargo, por Hauriou, que ha llegado ahora —después de haber admitido ampliamente en sus primeras obras el concepto de personalidad estatal— a poner fuertes restricciones a dicho concepto, especialmente en lo que se refiere al poder de mando del Estado (Principes de droit public, pp. 98 a 122, 690 ss.; Précis de droit administradf, 8* ed., pp. 108 ss.; ver también La souveraineté nationale, pp. 7 ss.). La doctrina actual de Hauriou se relaciona en primer lugar con la idea de que no todas las situaciones jurídicas se componen de relaciones
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84] POTESTAD DEL ESTADO 241 personales o relaciones de derecho (Principes de droit public, p. 104); así, dice, el carácter absoluto del derecho de propiedad no se explica tanto por las relaciones subjetivas con los demás como por la situación objetiva en que se encuentra el propietario frente a la cosa. Esta primera consideración, cualquiera que sea su valor (ver respecto de este punto las objeciones de Michoud, "La personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la doctrine frangaise contemporaine", Festschrift O. Gierke, pp. 515 ss.), no podría ejercer influencia en la solución de la cuestión de la personalidad del Estado. Sea la propiedad una relación entre sujetos diferentes o una situación objetiva frente a la cosa, supone en todo caso un titular personal o sea la personalidad del propietario. Asimismo, el hecho de que deba considerarse a la potestad estatal como la resultante de situaciones objetivas, tampoco demostraría que el Estado, titular del poder de mandar, deja de aparecer como persona en el ejercicio de este poder. Se puede, por cierto, objetar a Hauriou que, en el mismo orden de ideas, es difícil concebir cómo, entre los actos del Estado, podrían unos considerarse como los de una persona jurídica mientras que otros carecían de este carácter; una vez admitido, el concepto de personalidad jurídica no es de los que se dejan limitar fácilmente: no se aviene a ser introducido o aceptado sólo en parte. Insiste sin embargo Hauriou, alegando (op. cit-, p. 100) que, si "la idea fundamental de la personalidad jurídica del Estado es teóricamente ilimitada" como "construcción lógica" que es, encuentra "prácticamente" un límite que proviene del hecho de que sus efectos no se extienden a todos los problemas del derecho público. "Se emplea útilmente —dice— cada vez que se concibe al Estado en relación con los demás, y no sirve de nada cada vez que se le considera en su organización interna." Así poco importa que lógicamente se justifique la idea de personalidad en todos los campos de actividad del Estado; jurídicamente existen campos en los que esta idea nada tiene que hacer, al encontrarse en ellos desprovista de eficacia y de interés práctico. Y los campos en que se ha hecho de este modo inútil son precisamente aquellos en que el Estado no entra en relaciones con los demás. Así pues, el concepto de personalidad desempeña un importante papel en la esfera del derecho internacional público; aquí es donde posee toda su utilidad, porque se aplica a relaciones entre personas estatales diferentes. En la esfera del derecho público interno hay que establecer una distinción según que los individuos con los cuales se relaciona el Estado aparezcan o no, en dichas relaciones, como terceros respecto a él. Se verá después, por ejemplo (núms. 374, 379-380, 428), que en muchos aspectos los órganos del Estado en sus relaciones con él no constituyen personas distintas; asimismo se ha observado ya (p. 234, supra) que las relaciones entre el Estado y sus miembros no
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242 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [84-85 pueden asimilarse completamente a las relaciones del Estado con los demás. Fundándose en estas observaciones, Hauriou declara que ya, en la esfera del derecho administrativo, existen "compartimientos enteros" en los que la idea de personalidad estatal no tiene por qué intervenir, pues no tendría ningún papel qué desempeñar en ellos. Dicha idea encuentra su lugar en lo que concierne a "las operaciones realizadas para la gestión de los servicios públicos, sean o no de potestad pública"; por el contrario, en el campo en que el Estado, al actuar por medio de sus autoridades administrativas, "toma la postura de una potestad que se dirige a súbditos para determinar situaciones jurídicas objetivas", el administrado ya no aparece —según la distinción anterior— como un tercero, y el concepto de personalidad estatal resulta inútil.2' Finalmente, Hauriou sostiene (ver sobre estos diversos puntos op. cit., pp. 106 ss.) que en el campo del derecho constitucional, en el que se trata de "la organización de los grandes poderes públicos y de la soberanía", el concepto de la personalidad del Estado debe quedar sin aplicación, por razón de encontrarse aquí casi completamente desprovisto de interés práctico. El Estado actúa aquí, en efecto, no ya corno una persona susceptible de relaciones subjetivas con terceros, sino como una "institución" que constituye una "individualidad objetiva", como un "conjunto de situaciones establecidas, equilibrado con un poder de dominación"; institución o conjunto que debe considerarse únicamente "en su organización interna", y por consiguiente de una forma puramente objetiva, (pp. 100, 690 ss.). 85. De las diversas consideraciones que acaban de resumirse brevemente se destacan dos argumentos esenciales. El primero consiste en decir que cuando el Estado toma la actitud de una potestad que manda a sus subditos, no pueden éstos, ante dicha actitud, considerarse como terceros, sino que han de tenerse como miembros, como partes del todo, inseparables del conjunto. Hauriou (op. cit., p. 105 n.) invoca a este respecto el testimonio de Michoud que, como se ha visto antes (p. 31), no admite que las relaciones del Estado con sus miembros sean exactamente de la misma naturaleza que las que se establecen entre personas totalmente distintas. Pero este último autor ha protestado él mismo (Festschrift O. Gierke, p. 518) de la interpretación que Hauriou dio a su pensamiento: si el Estado y sus miembros —dice— no son personas abso147
14727
Según Hauriou (op. cit., pp. 101 ss., 107; Précis de droit administratif, 6' cd., pp. 486ss, cf. 8* eu., pp. 500 ssJ, el criterio de la distinción entre la vía de gestión y la vía de potestad pura se halla en el hecho de que los actos de la primera especie son los únicos que pueden dar lu'sar a una responsabilidad pecuniaria del Estado; los de la segunda especie sólo podrán ocasionar un recurso de nulidad. En el fondo, en toda esta teoría hay una tendencia a volver a la antigua doctrina que restringía la intervención de la idea de personalidad estatal únicamente a los actos de gestión y a las operaciones de comercio jurídico.
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85] POTESTAD DEL ESTADO 243 hitamente extrañas una a otra, no por ello deja de ser verdad que la existencia de relaciones subjetivas entre esas dos clases de personas puede concebirse perfectamente. Ocurre así precisamente en el caso en que el Estado se ve obligado a recurrir a su potestad y a usar de ella para forzar a tal o cual de sus miembros a conformarse a la voluntad estatal, por ejemplo, a conformarse a las prescripciones contenidas en las leyes. Evidentemente, se ha confirmado con anterioridad (pp. 234 se.) que los ciudadanos no son extraños a la obra legislativa y que en este sentido tampoco son terceros propiamente dichos con respecto al Estado legislador. Sin embargo, esta última observación no se justifica plenamente sirio mientras que el ciudadano adopte como regla propia de conducía la prescripción legislativa establecida por la, colectividad o por sus órganos, y siga esta prescripción haciéndola suya. Entonces es cierto asegurar que cada nacional compone un todo con la colectividad o con el Estado. Pero en el momento en que ciertos individuos se coloquen en posición de resistencia Irente a la ley, esa unidad se disipa y se manifiesta la oposición de las personas. El nacional, en dicho caso, se coloca en una postura semejante a la que, ocupa frente al Estado el individuo extraño a la comunidad. Desde ese momento las relaciones del Estado con ese miembro individual se convierten a la vez en relaciones de potestad y en relaciones con extraños, y se vuelve así a estar colocado sobre el terreno en que Hauriou mismo reconoce que son posibles las relaciones subjetivas entre el Estado considerado como persona y los individuos. El nombre de subdito y el de sujeción, aplicados tradicionalmente a esos individuos y a su subordinación a la potestad estatal, basta desde luego a revelar el carácter subjetivo de la relación que se establece entre los nacionales y el Estado, incluso cuando éste toma actitud de mando. El segundo argumento que se invoca contra la extensión del concepto de personalidad a los derechos de potestad estatal tampoco tiene fundamento. Este argumento, sobre el que insiste mucho Hauriou (op. cit., pp. 107 y 691), consiste en decir que esa extensión no tendría "ningún interés práctico" y que el hacer depender los derechos de dominación de la persona Estado, considerados esos derechos como subjetivos, sólo puede inspirarse en "un puro espíritu de simetría". En cuanto a interés práctico, Hauriou sólo conoce, en efecto, aquél que se relaciona con la cuestión de responsabilidad del Estado, y en cuanto se trata de actos que no tienen que ver con dicha cuestión declara que el concepto de personalidad pierde toda utilidad. Ahora bien, dicha utilidad ha sido por el contrario claramente indicada y demostrada, hasta en lo que concierne al ejercicio de los poderes de pura dominación, por muchos autores, como Michoud (Fcstschrift O. Gierke, p. 519; Théorie de la pfírsonnalité morale, vol. I, pp. 293 ss., vol. u, pp. 74 s«.), Larnaude (Revue du droit
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244 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [85-86 public, 1910, p. 391), Jellinek (System der subjektiven offentl. Rechte, 2a ed., pp. 193 ss.).28 El mayor interés de la aplicación del concepto de personalidad y de subjetividad bilateral a las relaciones de potestad dominadora es que únicamente dicho concepto permite transformar esa potestad de hecho en una potestad de derecho, es decir, en una potestad jurídicamente reglamentada y limitada. Lejos de exaltar la soberanía y de ampliar indefinidamente sus posibilidades de agrandamiento, la idea del Estado sujeto jurídico obligado a comportarse con respecto a sus miembros como con respecto a sujetos de derecho constituye, en beneficio de éstos, una fuente de preciadas garantías, ya que implica que el Estado no podrá hacer uso de su potestad con relación a ellos sino en la forma que se usa de un derecho, o sea conforme al orden jurídico vigente; y en este aspecto, dicha idea adquiere una capital importancia, puesto que es la condición misma del sistema moderno del "Estado de derecho". Recíprocamente, la consagración en la época presente del régimen del Estado de derecho basta para proporcionar la prueba del carácter subjetivo del Estado y de su potestad. En efecto, el hecho de que el Estado se limite a sí mismo obligándose a no ejercer su dominación más que en ciertas condiciones y según ciertas reglas; el hecho de que, hasta en el ejercicio de esa dominación, reconozca a los individuos que a ella están sometidos la cualidad y los derechos de personas distintas de sí mismo, y el hecho, por fin, de que, hasta en el uso que hace de su soberanía, se considera ligado con dichas personas por ciertas obligaciones o restricciones, todo ello es suficiente para convertir su potestad en una relación jurídica entre sujetos de derecho, si no iguales, al menos distintos e independientes en cuanto se limitan recíprocamente. 86. Queda la parte de la actividad estatal que se refiere a la organización misma del Estado. En esto se inclinan los autores a admitir, con Hauriou, que la personalidad del Estado no se manifiesta ni en la forma en que éste se organiza, ni en aquella en que se halla organizado. "La teoría de la personalidad —dice Michoud (Festschrift O. Gierke, p. 519)— resulta insuficiente si se pretende que abarque todo el derecho público. Convengo en que, por ejemplo, el estudio de las relaciones recíprocas entre los grandes poderes públicos no se refiere a ella." Y asimismo Larnaude (loe. cit.): "Mientras el Estado no entra en contacto con el ciudadano, la teoría de la personalidad no puede sernos de ninguna utilidad. No nos enseñará cómo deben organizarse las elecciones, las Cámaras, los tribunales. Pero desde el momento en que se trata, no ya del órgano considerado en sí mismo, sino de la función, en cuanto ésta 148
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Cf. Esmein (Élérnents, 5* ed., p. 35), que objeta a la doctrina de Duguit, negando radicalmente toda personalidad al Estado, que esa doctrina "sólo tiene un resultado bien claro: el de afirmar el reinado de la fuerza... Es el hecho puesto en el lugar del derecho."
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86] POTESTAD DEL ESTADO 245 puede alcanzar al individuo, creo que es indispensable decir que el Estado ejerce un derecho". Es evidente, en efecto, que el órgano no tiene personalidad distinta a la de la colectividad por cuya cuenta actúa; por lo tanto, no pueden existir relaciones personales entre los órganos, y por lo mismo la relación entre el Estado y sus órganos no es fino cuestión de organización estatal interior, y no relación de naturaleza subjetiva. Sin embargo, al reconocer estas particularidades características del órgano no debe tampoco perderse de vista que dicho órgano es uno de los elementos esenciales de la personalidad del Estado. Por una parte, la teoría del órgano ha sido expuesta en la literatura contemporánea —como se verá después (núms. 373 ss.)— precisamente con el objeto de hacer constar que los derechos y poderes ejercidos por los individuos órganos tienen por sujeto propio, no ya a dichos individuos, sino a la colectividad misma, y por consiguiente esta Leoría responde por enlero a la idea de la personalidad del Estado. Emplea el término "órgano" para disfrazar la personalidad de los agenles que desempeñan funciones organizadas, y para destacar de una manera exclusiva, con ocasión del ejercicio de dichas funciones, la personalidad de la colectividad estatal. Tiende asimismo a poner en evidencia la unidad de la persona estatal en la multiplicidad de sus órganos. Y tiene por objeto también establecer que la potestad poseída y puesta en actividad por el órgano tiene por único titular al Estado. En todos estos aspectos es, pues, imposible sostener que la consideración de la personalidad del Estado es ajena a su organización, sino que muy al contrario, se manifiesta especialmente en ella ocupando un lugar de los más importantes. Así pues, no se comprende bien cómo Hauriou (op. cu., p. 107) puede pretender que no existe "interés alguno en que los grandes poderes públicos se consideren como órganos de la persona Estado o en que la soberanía sea considerada como la voluntad de dicha persona jurídica". El interés de la teoría del órgano es suficientemente conocido, y es capital: se trata nada menos que de asegurar, por esa distinción entre el Estado y sus órganos, la limitación jurídica de la potestad de estos últimos. Por otra parte, es igualmente esencial no perder de visla que la organización del Estado es la condición misma de que depende la formación de su personalidad. Bajo este aspecto también, no es exacto decir que el concepto de personalidad nada tiene que ver con la organización estatal, pues existe entre ambos términos un lazo de los más estrechos, ya que la una es la resultante de la otra. Sin duda, al remontarse al momento primitivo en el que se ahormaron, bajo la exclusiva influencia de los hechos, los elementos de la organización que dio vida al Estado, hay que reconocer que en dicho momento inicial la unidad estatal no se había formado aún. Pero, una vez formada, esa unidad es indeleble, extiende su imperio y se aplica incluso a las cuestiones de
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246 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO [86 organización o reorganización futura. No le está permitido, pues, al juriou conviene en ello (La souveraineté nationale, pp. 149-150): "El punrista, prescindir de ella en el examen de estas cuestiones. El mismo Hauto de vista de la soberanía del Estado es el del ejercicio de una soberanía totalmente formada. Durante el período de formación, se puede admitir que la soberanía se constituye a la manera de una fuerza compuesta, y una vez unificada es cuando el fenómeno de la personificación viene a sobreponerle una unidad indivisible, hallándose entonces totalmente formada". Reconoce, pues, Haurion que cuando el Estado y su potestad han salido de su período de formación la unidad estatal y el concepto de personalidad, que constituye su corolario, empiezan a mostrarse y hallan su aplicación, incluso en lo que a dicha potestad se refiere. Ahora bien, este "punto de vista del ejercicio de una soberanía totalmente formada" es precisamente el punto de vista del jurista. La ciencia jurídica sólo debe considerar al Estado ya formado, y no aquellos hechos que hayan podido proceder o incluso determinar su formación (ver p. 75, supra, y núms. 441-442, infra). He aquí por qué dicha ciencia jurídica no debe dudar en extender la calificación de derechos subjetivos del Estado a los poderes de dominación estatal, o sea de derechos asegurados a la persona estatal por el orden jurídico vigente en el Estado.
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FUNCIONES DEL ESTADO PRELIMINARES 87. Se entiende por funciones estatales, en derecho público, las diversas actividades del Estado en cuanto constituyen diferentes manifestaciones, o diversos modos de ejercicio, de la potestad estatal.1
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La teoría de las funciones no debe confundirse con la de las atribuciones o cometidos del Estado. Consideradas en sus relaciones con los cometidos por cuyo motivo se ejercen, las diversas actividades del Estado pueden reducirse a los tres principales grupos siguientes: 149
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En principio, la potestad del Estado es una. Consiste, de una manera invariable, en el poder que tiene el Estado de querer por sus órganos especiales por cuenta de la colectividad y de imponer su voluntad a los individuos. Cualesquiera que sean el contenido y la forma variable de los actos por medio de los cuales se ejerce la potestad estatal, todos estos actos se reducen en definitiva a manifestaciones de la voluntad del Estado que es una e indivisible. Es necesario, por lo tanto, empezar por establecer la unidad del poder del Estado. Pero, hecho esto, y desde el punto de vista jurídico, es preciso también distinguir, en este poder que es uno, por una parte las funciones del poder, que son múltiples, y por otra parte los órganos del poder, que pueden ser igualmente múltiples. Las funciones del poder son las diversas formas bajo las cuales se manifiesta la actividad dominadora del Estado; dictar la ley, por ejemplo, es uno de los modos de ejercicio de la potestad estatal, o sea una función del poder. Los órganos del poder son los diferentes personajes o cuerpos públicos encargados de desempeñar las diversas funciones del poder. El cuerpo legislativo, por ejemplo, es el órgano que desempeña la función legislativa del poder estatal. Esta distinción tan sencilla entre el poder, sus funciones y sus órganos, está obscurecida, desgraciadamente, por el lenguaje usado en materia de poder, lenguaje que es completamente vicioso. En la terminología vulgar, y hasta en los tratados de derecho público, se emplea indistintamente la palabra "poder" para designar a la vez, sea el mismo poder, o sus funciones, o sus órganos. Así, por ejemplo, se emplea el término "poder legislativo", bien para designar a la función legislativa o bien para referirse a las asambleas que redactan las leyes. Es evidente, sin embargo, que el cuerpo legislativo y la función legislativa son dos cosas muy diferentes. En virtud de la misma confusión se designa por costumbre con el nombre de "poderes públicos" o "poderes constituidos" a las diversas autoridades, como jefes de Estado, Cámaras, Ministros, etc., que poseen las diferentes funciones de la potestad de Estado (ver n. 1, p. 272, infra). Dicha terminología ilógica y equívoca es peligrosa, pues su naturaleza suscita y mantiene numerosos malentendidos en esta materia. Así, por ejemplo, ha contribuido a embrollar y agravar la controversia sin fin que reina entre los autores en lo referente al problema fundamental del número de los "poderes" (ver núms. 249 ss., infra) Un lenguaje claro y preciso es la primera condición en todo estudio científico. Débese, pues, emplear separadamente los tres términos poder, función y órganos para designar sin ambigüedad y respectivamente a la potestad del Estado, a las diversas actividades que entraña y a las varias autoridades que ejercen esas actividades.
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250 FUNCIONES DEL ESTADO [87 1° El Estado tiene por fin resguardar la seguridad de la nación respecto de las naciones extranjeras. 2° Tiene por misión, en el interior, asegurar el orden y el derecho2 en las relaciones que entre sí mantienen los individuos. 3° Además, y frente a la doctrina del "Estado-gendarme", que sos150
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.De todas las teorías que tienden a exaltar al Estado, sus funciones y su potestad, una de las más atrevidas es quizás la que afirma que "el objeto de toda organización jurídica no es más que lo justo", puesto que "las reglas de derecho tienden necesaria y exclusivamente a realizar la justicia" (Geny, Science et technique en droit positif, pp. 49ssJ. Combinada en efecto con la comprobación del hecho de que "el derecho positno moderno emana ante todo y esencialmente del Estado" (ibid., p, 57), esta afirmación viene a significar prácticamente que le corresponde al Estado, como creador del derecho, apreciar y determinar, en virtud de su potestad dominadora, lo que es justo y lo que no lo es. No es fácil concebir que pueda pedirse para e] Estado un papel o un poder más considerable que éste. En realidad, es muy discutible que el Estado sea llamado a desempeñar una tarea tan alta. El Estado tiene efectivamente por misión la creación del derecho, lo que ya es una labor de capital importancia y de orden muy elevado, pero la noción de derecho no se confunde con la de lo "justo" en el sentido propio y absoluto de esta palabra. El objeto de las reglas de derecho no es tanto realizar la justicia en sí como asegurar el mantenimiento del orden social en las relaciones de los hombres entre sí. Esto, claro está, no significa que no deba tener el Estado ante sí cierto ideal de justicia cuando elabora las reglas que tienden a establecer y a conservar el orden y la justicia entre los individuos. Evidentemente también, el Estado moderno ya no merecería el nombre de "Estado de cultura" si desconociera el deber que le incumbe de trabajar, por todos aquellos medios de acción y de potestad de que se halla investido, en el perfeccionamiento moral del pueblo y de los ciudadanos; y esto también implica el desarrollo de la idea de justicia. Pero de aquí no resulta que el derecho estatal y los principios superiores de la justicia perfecta sean idénticamente de la misma esencia. Sin tratar de entrar en el examen profundo de las diferencias que los separan, es suficiente, para establecer entre ellos una innegable distinción, recordar los dos puntos siguientes. Por una parte, el derecho propiamente dicho consiste únicamente en reglas cuya observancia sea susceptible de imponerse por medio de una coacción. Por lo mismo, esas reglas sólo pueden ejercer su imperio sobre las manifestaciones exteriores de la actividad humana. Por ello también, el derecho adquiere ab initio un carácter formal que excluye toda posibilidad de confundirlo con los preceptos de la justicia: éstos se dirigen a la conciencia de los hombres; el derecho sólo puede afectar y regir aquellos actos que son aparentes y tangibles. No se diga que "únicamente hay en esto una diferencia cuantitativa y no cualitativa" (Geny, op. cit., p. 49), pues estas dos clases de reglas son de naturaleza absolutamente distinta, ya que unas sólo exigen la corrección externa de las formas, mientras las otras penetran hasta en los móviles íntimos de los actos humanos. No es difícil que individuos que son hábiles en manejar y explotar la legalidad consigan, por medio de ingeniosas combinaciones jurídicas, eludir las intenciones de justicia esencial del legislador, lo cual por sí solo prueba que el derecho es impotente para realizar la verdadera y plena justicia. Por otra parte, esta impotencia proviene también del hecho de que, por razón misma de su objeto eminentemente social, el derecho estatal se refiere, no ya a las circunstancias especiales en las que puede encontrarse cada individuo, sino precisamente a la condición común y media del conjunto de miembros de la colectividad. El Estado moderno especialmente, como "Estado de derecho", crea habitualmente el orden jurídico en forma de reglas generales preconcebidas, aplicables a la totalidad de los súbditos. Por lo mismo, se ve obligado a la necesidad de atenerse, en sus leyes, a soluciones de conjunto, o sea a soluciones medias y aproximadas, que tal vez convengan, mal que bien, a la pluralidad de las especies, pero que de ningún modo pueden pretender realizar, en cada ocasión, la justicia plena y entera. Ahora bien, ésta, la justicia plena y
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87]PRELIMINARES 251 tiene que fuera de su cometido de conservación nacional, la misión del Estado se limita a desempeñar un papel policíaco y a mantener el derecho, 3 es indudable que el Estado está llamado a desempeñar una misión cultural, en virtud de la cual ha de trabajar por sí mismo, o sea por cuantos medios especiales de que dispone, en el desarrollo de la prosperidad moral y material de la nación. En este orden de ideas se puede sostenener que el Estado está autorizado para avocarse todas aquellas atribuciones que responden a una necesidad o utilidad nacional, al menos en la medida en que la actividad privada de los nacionales se muestra impotente o insuficiente en su realización. Por lo demás, la cuestión de los cometidos estatales no es una cuestión jurídica, sino un problema que depende de la ciencia política; en el terreno jurídico, el único punto a observar en esta materia es que, por razón de su poder de dominación, el Estado es dueño de determinarse a sí mismo y ampliar a su grado el círculo de su competencia4.
entera, no admite término medio; bajo este aspecto tampoco es posible referirse a diferencias puramente "cuantitativas" entre la justicia y el derecho, ya que la verdadera justicia no es susceptible de más o de menos. La verdad es que el Estado moderno con sus considerables dimensiones, que siempre trata de constituye para la regla jurídica una causa de inferioridad o imperfección "cualitativa", inherente a la misma naturaleza de las cosas, por lo que se impone la necesidad de reconocer que siempre existirán ciertas diferencias irreducibles entre los conceptos de justicia y de derecho. 3 Si sólo se tratara de asegurar a los individuos el orden público y la protección de sus derechos, las grandes formaciones estatales de los tiempos modernos se explicarían difícilmente, pues simples comunidades locales bastarían para desempeñar esa labor policíaca. La verdad es que el Estado moderno con sus considerables dimensiones, que siempre trata de ampliar, tanto en población como en extensión de territorio, tiene sobre todo por objeto el desarrollo y el fortalecimiento de la potestad nacional, es decir, de la potestad militar, diplomática y económica de la nación con respecto a los países extranjeros, y su potestad de progreso y de bienestar en el interior. 4 A este respecto se ha podido decir anteriormente (p. 26) que el Estado administra los asuntos de la comunidad nacional. Esto no significa desde luego que el Estado tome por sí mismo la dirección de todos los intereses particulares de sus miembros, ni siquiera que regente por sí la totalidad de los intereses generales de la nación. De hecho, y a pesar del gran desarrollo que en la época presente han tomado las tendencias al estatismo, el número de asuntos que asume directamente el Estado es relativamente poco considerable, y por lo demás el Estado deja que los particulares colaboren con su propia actividad en la satisfacción de las necesidades y en el aumento de la prosperidad de la colectividad nacional, bien seguro de recoger ampliamente los frutos de toda esta actividad privada. No por ello es menos cierto que el Estado puede considerarse como el gerente de los asuntos de la nación, y esto en primer lugar por cuanto es dueño de influenciar y de dirigir, por sus leyes y decisiones de. todas clases, la actividad de sus miembros individuales, y sobre todo por cuanto tiene el poder c
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252 FUNCIONES DEL ESTADO [87-38 Muy distinto es el objeto de la teoría jurídica de las funciones. Sean cuales fueren la extensión y la variedad de las competencias estatales, esta teoría responde a la cuestión de saber cuáles son los actos por los cuales el Estado realiza las diversas atribuciones que él mismo pudo asignarse. Al analizar jurídicamente esos actos, establece su distinción y los clasifica en grupos separados, cada uno de los cuales forma una rama de actividad que es una parte de potestad o función del Estado. Así entendidas, las funciones estatales, conforme a una tradición muy antigua, se reducen por unanimidad de los autores a tres grandes clases de actividad: la legislación, la administración y la justicia. Falta discutir si en esta división tripartita debe considerarse a la justicia como función principal y esencialmente distinta, o si, por el contrario, debe ser tenida como rama especial y parcial de la función general de administrar. Para determinar, en este conjunto de funciones, el alcance y el objeto propio de cada una de ellas, es indispensable ante todo averiguar cuál es el fundamento de su clasificación en tres ramas. ¿Cómo se ha llegado a distinguir una de otra la legislación, la administración, la justicia? Respecto de este punto inicial existen en la literatura contemporánea múltiples tendencias y doctrinas divergentes. 88. Según una primera escuela, de la cual Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 317 ss.; Gesetz una Verordnung, pp. 213 ss.) es el principal representante, la distinción de las funciones corresponde, al menos en parte, a la diversidad de los fines estatales, fines que, según dicho autor, se reducen esencialmente, por una parte, a la creación y al mantenimiento del derecho y por otra parte a la conservación de la nación y al desarrollo de su cultura. Jellinek comienza por comprobar que la actividad del Estado consiste unas veces en formular reglas abstractas, que son leyes, y otras a desempeñar múltiples cometidos mediante disposiciones tomadas de conformidad con las leyes o dentro de los límites de las leyes, y el conjunto de estas disposiciones constituye así el objeto de una segunda función. Pero, al llegar a este punto, Jellinek hace intervenir la consideración de los fines:5 observa que entre los actos de la segunda especie, unos se refieren a la conservación y a la cultura nacionales, mientras que los otros, consistentes en fijar jurisdiccionalmente un 151
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de avocarse y de ejercer por sí mismo aquellos cometidos para cuyo cumplimiento juzgue útil susituir su actividad superior a la de los individuos, en interés general. 5 Esta consideración de los fines, que constituye uno de los signos característicos e incluso una de las bases principales de la teoría de Jellinek respecto al Estado y al sistema del derecho público, reaparece con frecuencia en las obras de dicho autor (ver por ejemplo Gesetz und Verordnung, p. 240, donde se recurre a ella para fundar la distinción entre leyes materiales y formales).
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88] PRELIMINARES 253 derecho dudoso o discutido, tienden al mantenimiento y a la protección del derecho. De la combinación de ambos puntos de vista, dicho autor deduce, pues, la distinción entre la legislación, la administración y la justicia. Este método de clasificación de los actos del Estado según el fin de los mismos ha sido seguido por numerosos juristas. Así, por ejemplo, G. Meyer (Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6ª ed., p. 641) escribe: "La justicia se distingue de la administración en que ésta tiene por objeto, no ya el mantenimiento del derecho, sino la realización de intereses". O. Mayer (Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 6 y 13) define a la justicia y a la administración por sus respectivos objetos: dice de la primera que es "la actividad del Estado para mantener el orden jurídico", y de la segunda que es "la actividad del Estado en la realización de sus fines". En Francia, Artur ("Séparation des pouvoirs et sépa: ration des fonctions", Revue du droit public, vol. xm, pp. 237 ss.) funda esencialmente la distinción entre la administración y la justicia en que se ejercen con fines diferentes, al tener la primera por único fin asegurar el mantenimiento del derecho creado por las leyes y la segunda, por fin verdadero, incluso cuando ejecuta la ley, el de proveer a todas las necesidades del cuerpo social. Esta teoría de los fines debe rechazarse. Tiene el defecto de involucrar dos cuestiones muy diferentes: la de los cometidos del Estado y la de las funciones del mismo. Como claramente lo ha demostrado Laband (Droit public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, p. 117), la ciencia del derecho no es la ciencia de los fines, pues no tiene por objeto definir las instituciones o los actos jurídicos según su finalidad, sino según su estructura, sus elementos constitutivos, su contenido y, sobre todo, sus efectos de derecho. La razón de ello es que actos jurídicos de naturaleza diferente pueden perfectamente ser utilizados con un mismo fin y, recíprocamente, el hecho de que dos actos tiendan a fines diferentes no prueba que dichos actos tengan necesariamente una consistencia jurídica distinta. Esto se prueba precisamente por lo que a las funciones estatales se refiere. Según Jellinek, la legislación y la justicia responden ambas, en oposición a la administración,' a un fin de derecho; por razón de su fin común deberían, pues, hallarse reunidas en una función única, y sin embargo Jellinek las trata como funciones diferentes. Por ello mismo dicho autor reconoce que funciones diversas pueden ejercerse con un fin idéntico, y esto demuestra bien claro que la preocupación de los fines debe permanecer extraña a la definición de las funciones. En sentido inverso, una misma función puede referirse a múltiples fines: por ejemplo, la legislación tiene como uno de sus fines establecer el derecho; pero numerosas leyes tienen también por objeto inmediato la reorganización de la potestad de conservación del Estado o el aumento
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254 FUNCIONES DEL ESTADO [88-89 de la prosperidad de la nación; por lo tanto, si la calificación de los actos estatales dependiese de su fin, las leyes de esta última clase deberían incluirse en la función administrativa. Por estas cuantas observaciones puede verse que la teoría de los fines sólo puede traer embrollo y contradicción en la distinción de las funciones (cf. en este sentido Duguit, L'État, vol. i, pp. 442 ss. y Traite, vol. i, pp. 130 y 200). 152
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89. Según una segunda doctrina, sostenida por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 511 ss.), la diferencia específica que separa los diversos actos del Estado consiste en que dichos actos se componen, los unos de operaciones intelectuales y los otros de operaciones actuantes. Por una parte las leyes y decisiones jurisdiccionales tienen por carácter común enunciar juicios en el sentido lógico de la palabra. La legislación consiste en emitir afirmaciones. Por ella el Estado no hace más que establecer un precepto jurídico, una regla abstracta que juzga apropiada a la relación de derecho que dicha regla ha de regir. Asimismo, la resolución de justicia es una declaración mediante la cual el Estado, en la persona del juez, afirma que según su criterio tal o cual regla de derecho legal se aplica al hecho constitutivo de la especie litigiosa, hecho que el juez hubo de comprobar y calificar previamente. Si la ley es un juicio in abstracto, la sentencia jurisdiccional es un juicio in concreto. Por otra parte, sin embargo, estos juicios de orden legislativo o justiciero no pueden ser suficientes para asegurar el funcionamiento del Estado. Un Estado que no hiciera sino emitir máximas legislativas u opiniones judiciales sería impotente para desempeñar prácticamente su misión. Junto a las operaciones del espíritu se necesitan actos efectivos. El primero de estos actos habrá de consistir en procurar el cumplimiento de las leyes y de las resoluciones: este cumplimiento es una función activa. Sin embargo no sería suficiente definir la función activa del Estado mediante una pura idea de ejecución. No solamente tiene que realizar el Estado el derecho consagrado por las leyes o reconocido por las resoluciones de justicia, sino que también tiene que conservarse y desarrollar la cultura del pueblo. Para esto es indispensable que el Estado realice numerosos actos positivos, es decir, operaciones actuantes. El conjunto de dichos actos constituye la administración, en la cual la noción demasiado estrecha de simple ejecución debe sustituirse por el amplio concepto de función actuante. Lo que caracteriza a la administración es, pues, ante todo, que consiste esencialmente en actuación, y además que, a diferencia de la legislación, que opera por medio de máximas abstractas, y a diferencia también de la resolución de justicia, que no es un juicio preconcebido, sino una decisión emitida ex lege, desprendida de la ley y mandada por ella, la administración consiste en acciones, cada una de las cuales tiende
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89] PRELIMINARES 255 a producir un "resultado determinado", o sea un resultado a la vez concreto y premeditado.6 El desarrollo de este concepto ha llevado a Laband a admitir en relación con él ciertas consecuencias muy importantes. En lo que concierne especialmente a la delimitación entre la administración y la legislación, enseña (loe. cit., p. 516) que por acciones del Estado debe entenderse "no solamente aquellos actos que producen directamente un resultado exterior, sino también las decisiones que provocan tales actos". La acción estatal, en el sentido activo de la palabra, debuta en el preciso momento en que el Estado empieza a tomar disposiciones en vista de un resultado determinado. Por ejemplo, si el Estado desea construir alguna obra pública, la decisión por la que decreta dicha construcción constituye ya un primer eslabón de la cadena de actos positivos que llevarán a la realización del resultado deseado. De esto deduce Laband que, en el caso en que esa decisión se tome por el órgano legislativo en forma de ley, dicha pretendida ley, que ya no se limita a formular una máxima abstracta, sino que entra ella misma en la serie de operaciones dirigidas hacia la construcción proyectada, constituye por ello mismo un principio de acción administrativa, una operación actuante, en una palabra: un acto de administración. Tal es, por lo menos en parte, el origen de la importante distinción que dicho autor establece entre dos categorías de leyes: unas a las que llama leyes concernientes al derecho (Rechtsgesetze), porque formulan reglas de orden puramente jurídico, y otras a las que califica de leyes administrativas (Verwaltungsgesetze), y que sólo son, para él, actos administrativos. . Más adelante (núms. 101 ss., 119) se volverá sobre esta distinción, para combatirla especialmente. Por el momento, hay que limitarse a oponer a la teoría de Laband, tomada en su conjunto, las objeciones generales que han de descartarla. En primer lugar, si bien es verdad, en gran parte, que las decisiones legislativas y jurisdiccionales implican un juicio de parte del Estado, mientras que la administración consiste sobre todo en acción, esta oposición entre las dos especies de funciones no es sin embargo absoluta, ni mucho menos. En lo que concierne a la administración se debe observar ante todo que en numerosos casos el acto administrativo presupone una operación de juicio. Igual ocurre cuantas veces la ley prescribe por anticipado la disposición administrativa que habrá de aplicarse 153
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La doctrina de Laband había sido ya enunciada,, en términos casi idénticos, por Barnave, ante la Constituyente (sesión del 6 de mayo de 1790, Archives parlementaires, 1» serie, vol. xv, p. 410): "Es falso que el poder judicial sea una parte del poder ejecutivo. La decisión de un juez es sólo un juicio particular, así como las leyes son un juicio general; uno y otro son obra de la opinión y del pensamiento, y no una acción o una ejecución"
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256 FUNCIONES DEL ESTADO [89 a tal o cual situación determinada; así, en especial, cuando los administrados recibieron de la ley el derecho propiamente dicho a pedir y obtener que determinado acto administrativo se realice con relación a ellos (Laferriére, Traite de la juridiction administrative, 2' ed., vol. n, p. 546). El cometido del administrador en semejante caso consiste en cerciorarse y apreciar si en el mismo se han cumplido las condiciones previstas por la ley, y si ésta deberá aplicarse a la situación creada. Dicho administrador, que ahora sólo aplica la ley, por cuanto se limita a reconocer lo que debe decidirse en dicho caso según la ley misma, emite él también un verdadero juicio en el sentido lógico de la palabra, e incluso se puede añadir con O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 71 y 127) que su decisión se parece en forma singular a un juicio judicial. Pero además, aun en el caso en que la autoridad administrativa no se halla atada por un texto legislativo y tiene por la ley el poder de actuar libremente según su inspiración, es evidente que antes de tomar una determinación cualquiera habrá de proceder a un juicio cuyo objeto será establecer si la disposición proyectada es legalmente posible en derecho y convenientemente apropiada de hecho al fin propuesto (ver en este sentido Duguit, L'État, vol. i, pp. 458 ss.). Recíprocamente, las leyes, incluso aquellas calificadas por Laband como Rechtsgesetze, no podrían reducirse exclusivamente a operaciones de juicio. Pues, según el mismo Laband (loe. cit., vol. II, pp. 263 ss.), toda ley creadora de derecho contiene necesariamente una orden, una prescripción de observar la regla que consagra, y por lo tanto viene a ser un mandamiento.7 En la creación de la ley, no solamente entra un acto intelectual de juicio, sino también un acto de voluntad, y de voluntad* que tiende a producir determinados resultados. Por lo tanto, como lo propone Duguit (loe. cu., pp. 463 ss.; Traite, vol. i, p. 201), se debe aplicar a las Rechtsgesetze el razonamiento expuesto por Laband para las leyes administrativas, y se debe afirmar que toda ley creadora de derecho, por cuanto contiene una orden con el fin de obtener un resultado determinado de antemano, constituye el punto de partida de toda una serie de acciones que se emprenderán posteriormente para obtener dicho resultado, convirtiéndose así ella misma en una acción, por idéntica razón que las leyes administrativas. También puede oponerse a toda la teoría de Laband esta última objeción: funda la clasificación de las funciones más en un análisis psicológico de las diversas actividades del Estado que en la observación de los caracteres y del alcance jurídico de los actos estatales. Por eso Duguit (L'État, vol. i, pp. 447 ss.) cali154
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Asimismo, la resolución de justicia ya no consiste únicamente, como en el proceso romano de la antigüedad, en una simple sentencia u opinión emitida por el juez. Además de ese juicio propiamente dicho, contiene esencialmente un mandamiento, para la parte condenada, de conformarse a la decisión del tribunal. Es también el mismo Laband (op. cit., ed. francesa, vol. IV, p. 159) el que lo observa.
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89-90] PRELIMINARES 257 fica a las teorías del género de la de Laband como doctrinas psicológicas, y este epíteto indica de sobra que tales doctrinas no pueden satisfacer al jurista, porque no responden al especial orden de ideas de la ciencia del derecho. 90. Frente a las precedentes doctrinas, existe una tercera teoría que declara precisamente que se coloca en el terreno especial del derecho, y particularmente del derecho constitucional vigente. Desde el punto de vista jurídico, los actos del Estado han de definirse y distinguirse, no ya según las consideraciones racionales sacadas de su objeto y de su naturaleza intrínseca, sino por los datos positivos concernientes a su tenor externo y a sus efectos de derecho, tal como éstos se hallan fijados por la Constitución. Ahora bien, las Constituciones hacen depender la calificación y la eficacia jurídicas de los diversos actos estatales de una cuestión de forma y de órgano. Así pues, la decisión emitida en la forma legislativa por el órgano de la legislación lleva, en la terminología constitucional, el invariable nombre de ley, sean cuales fueren su contenido y su naturaleza interna. Y no se trata sólo de una cuestión de palabras, sino que en verdad todo acto en forma legislativa que emane del cuerpo legislativo posee fuerza efectiva de ley, como también, recíprocamente, la decisión que emana de una autoridad administrativa o judicial nunca tendrá la virtud legislativa; aunque el contenido de dicha decisión fuese, por su naturaleza, idéntico al contenido de las leyes, jurídicamente sólo tendrá valor como decisión administrativa o judicial. En una palabra, desde el punto de vista jurídico, los actos del Estado constituyen actos de legislación, de administración o de justicia, según tengan por autores a los órganos legislativos, administrativos o judiciales. Cualquier otra clasificación quedaría desprovista de exactitud jurídica, al encontrarse en oposición con el sistema positivo del derecho constitucional. Es cierto, en efecto, que las Constituciones francesas particularmente se atienen al punto de vista y al criterio formales, que consisten en definir a la función por el órgano. Esto se desprende sobre todo de la definición de la ley que dan dichas Constituciones. Bien es verdad que las de la época revolucionaria parecen haberse inclinado en un principio a un concepto de la ley que se fundaba en el alcance y en la naturaleza intrínseca de su contenido. Han sido dirigidas en este sentido por la doctrina de Rousseau, cuya influencia fue tan considerable en dicha época. Rousseau —como se verá después (n° 92)— había expuesto la idea de que la ley se caracteriza por la generalidad de sus disposiciones, en el sentido de que no estatuye sobre un hecho o sobre un hombre en particular, sino de un modo abstracto y para el cuerpo todo de ciudadanos. En cuanto a la decisión que recae sobre un objeto particular, aunque fuese emitida por el propio legislador, no constituiría una ley, sino un
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258 FUNCIONES DEL ESTADO [90 simple "decreto" o acto de administración. Este concepto de la ley fue consagrado en parte por las primeras Constituciones francesas. Así la Declaración de 1789 (art. 6), al especificar que "la ley debe ser la misma para todos" (ver respecto de este texto n° 98, infra), parece destacar la generalidad de la disposición como un rasgo esencial de la ley y como un elemento de su definición. Asimismo la Constitución de 1791 (tít. m, cap. ni, sec. 1% art. lp), al enumerar las diversas competencias del cuerpo legislativo, coloca en primera línea el poder de "proponer y decretar las leyes"; después este mismo artículo expone una larga lista de otros objetos sobre los cuales el cuerpo legislativo ha de estatuir igualmente, por lo que dicho texto establece una distinción entre leyes propiamente dicha? y otras decisiones del órgano legislativo, las cuales aunque llevarán el título de leyes, 8 no son leyes sino en la forma y no en cuanto al fondo. Se vuelven a encontrar huellas de este concepto en las Constituciones de 1793 y del año m. La Constitución de 1793, conforme a la teoría de Rousseau, divide las decisiones del cuerpo legislativo en leyes y decretos, debiéndose observar que las decisiones colocadas por su art. 55 en la categoría de los decretos consisten en su mayor parte en disposiciones particulares de administración, en oposición a las leyes que, según el art. 54, se refieren principalmente a objetos generales dependientes de la reglamentación general. A su vez la Constitución del año III distingue en su art. 128 "las leyes y los oíros actos del Cuerpo legislativo", dando con ello a entender que todo acto que emana de dicho órgano no es, por ese solo hecho, una ley. Pero desde el principio de la Revolución y junto con el concepto que se desprende de los textos citados, aparece otro concepto de la ley, y este segundo concepto, que se limitaba a definir la ley por sus elementos formales, abstracción hecha de su objeto intrínseco, había de prevalecer poco a poco, hasta acabar por reinar de una manera exclusiva. Aparece ya en la ley del 12 de octubre-6 de noviembre de 1789, especificando en su art. 7 que "los decretos (de la Asamblea nacional) sancionados por el rey llevarán el nombre y el título de leyes". Se confirma en la ley del 2-5 noviembre de 1790, y halla de nuevo su consagración en la Constitución de 1791 (tít. m, cap. m, sec. 3, art. 6): "Los decretos (del cuerpo legislativo) sancionados por el rey tienen fuerza de ley y llevan el nombre y el título de leyes". Se afirma aún más en la Constitución del año ni, que dice en su art. 92: "*'Las resoluciones del Consejo de los Quinientos, adoptadas por el Consejo de los Ancianos, se llaman leyes". 155
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Ver especialmente el tít. ni, cap. m, seo. 3, art. 8: "Los decretos del cuerpo legislativo que conciernen al establecimiento y percepción de las contribuciones públicas llevarán el nombre y título de leyes." Y sin embargo el art. 1', sec. 1* del mismo capítulo, distinguía el poder de "establecer las contribuciones" del poder de hacer las leyes.
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90] PRELIMINARES 259 Finalmente se consagra en forma definitiva y exclusiva en la Constitución del año vm y en las Constituciones posteriores, en las que se puede buscar en vano cualquier vestigio de una definición de fondo de la ley o de la función legislativa. El único concepto que se desprende de las Constituciones posteriores a la Revolución, es que cualquier acto hecho en forma de ley por el órgano legislativo, sea el que fuere su objeto o contenido, constituye una ley propiamente dicha, una ley en el sentido constitucional, por el motivo de que saca de su origen y de su consistencia formal "fuerza de ley".9 Todavía hoy, cuando el art. I9 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 —único texto del que se pueda deducir en la actualidad alguna indicación fundamental referente al concepto constitucional de ley— declara simplemente a este respecto que "el poder legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de los Diputados y el Senado". Esta disposición puede interpretarse en un doble sentido: o bien significa que toda decisión (en forma legislativa) de las Cámaras es una ley, o por lo menos que no puede haber ejercicio de la potestad legislativa sino por parte de las Cámaras, en el sentido de que una ley, en la acepción constitucional de la palabra, sólo puede resultar de una decisión que emane de ellas. Ambas interpretaciones implican el carácter esencialmente formal del concepto de ley en el derecho positivo francés.10 Si el punto de vista formal predomina así en la Constitución, no puede sorprender que la doctrina, a su vez, haya sufrido la misma influencia. En los principios, sin embargo, hubo por parte de la doctrina alguna resistencia. Merlin, por ejemplo, formula en su Repertoire, v" "Loi", § 2, la cuestión de saber "si todo acto de la autoridad investida del poder legislativo es una ley". Y siempre fiel a las ideas que la Revo156
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Ver respecto de esta historia del concepto constitucional de ley en Francia: Duguit (L'Éiat, vol. i, pp. 488 ssj, Jellinek (Gesetz und Verordnimg, pp. 73 ssj. 10 Duguit L'État, vol. i, p. 431) pretendió sin embargo que el art. 1' de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 podría entenderse también en el sentido de que únicamente las Cámaras tienen el poder de dictar una prescripción que tuviera en sí y era cuanto al fondo naturaleza de ley. Pero esta interpretación sólo sería sostenible si la Constitución de 1875, por otro lado, hubiera determinado los elementos de fondo que caracterizan a la ley y a la competencia legislativa así entendidas. Ahora bien, importa observar que desde el año vm las Constituciones francesas, a diferencia de las de la Revolución, no se preocupan ya en lo más mínimo de determinar, ni siquiera por vía de enumeración, ni menos aún por medio de definición de principio, cuál es la naturaleza intrínseca de la ley o cuáles son las materias que entran especialmente en el campo de la legislación (Jellinek, op. cit., p. 81). Su mismo silencio, a este respecto, prueba de nuevo que sólo conocen el aspecto formal de la ley. Es cierto lo que reconoció Duguit en su Traite, vol. n, p. 377: "El art. 1' de la ley de 25 de febrero de 1875 significa únicamente que un acto sólo tiene carácter y fuerza de ley formal cuando emana de un voto de las Cámaras, y por otra parte que todo acto votado por las Cámaras, cualquiera que sea su carácter intrínseco, posee carácter y fuerza de ley formal."
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260 FUNCIONES DEL ESTADO 190 iución había tomado primeramente de Rousseau, contesta: "Es evidente que no se pueden considerar como leyes propiamente dichas aquellos actos del cuerpo legislativo que sólo estatuyen sobre objetos de interés local o individual. Así, autorizar a un establecimiento público a enajenar un inmueble, permitir a un municipio imponerse ciertos impuestos, no es hacer una ley, sino un acto de alta administración. A la larga, sin embargo, los autores se han inclinado por el sistema adoptado por las Constituciones sucesivas, y es cierto que, en su conjunto, la literatura jurídica francesa del siglo xix presenta, por lo que se refiere a la ley, definiciones principalmente formales,11 Los últimos representantes de dicha escuela fueron Ducrocq (Cours de droit adminístratef, T ed., vol. I, pp. 12 ss.) y Beudant (Cours de droit civil, introducción, núms. 4 y 31; cf. Moreau, Le réglement administratif, pp. 50 ss.), que declaran que debe considerarse como ley toda decisión adoptada por las Cámaras en forma legislativa.12 Es conveniente sin embargo establecer una distinción entre los autores que profesan esta teoría formal. Unos se limitan a sostener que es la teoría consagrada por el derecho público vigente. Este es el caso de Hauriou (Précis de droit administratif, 3* ed., pp. 37 ss.) Duguil (L'État, vol. i, pp. 431-432), Labancl (op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 346 «.), JeJlinek (op. cit., pp. 80 ss.), los cuales declaran que el derecho positivo francés se vale únicamente, para declarar la ley, del elemento formal. Asimismo ocurre en Alemania, donde Arndt, en una serie de obras y artículos de polémica (ver particularmente Die Verfassungsurhunde für den preussischen Staat, & ed., pp. 241 ss.) defendió la teoría formal, sosteniendo por ejemplo que, en el art. 62 de la Constitución prusiana 157
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Bastará con citar aquí, a título de ejemplo, a Aubry y Rau (Cours de druit civil franyais, 4' ed., vol. i, p. 7 y p. 48 n.) que declaran que por "leyes propiamente dichas" hay que entender "aquellas reglas formuladas por el poder legislativo", excluyendo aquellas que puedan ser formuladas por otra autoridad. Este concepto de la ley se mantiene en la edición actual (5" ed., pp. 11 y 14). 12 Reudant (loe. cit.): "Se llama leyes a las decisiones que emanan del poder legislativo ... El único carácter esencial de la ley, en el sentido técnico de la palabra, es el de ser una decisión que emana del poder más alto del Estado, el poder legislativo." Moreau, loe. cit.: "¿En que se diferencian el reglamento y la ley? En que la ley emana de un órgano preponderante: el Parlamento... El reglamento y la ley difieren por la autoridad que los hace, y su diferencia es jerárquica." Ver también Raga, Pouvoir réglementaire du Présidenl de la République, tesis, París, 1900, p. 181: "En nuestro derecho público, la cualidad del acto no depende de su naturaleza propia, sino del procedimiento por el cual dicho acto ha sido elaborado. Sólo son leyes aquellas proposiciones que han sido discutidas y votadas por ambas Cámaras. La palabra ley es el nombre genérico con el cual se designa a todas las decisiones tomadas por el poder legislativo. El presupuesto, las autorizaciones de impuestos, etc., considerados en su naturaleza, son actos administrativos, y sin embargo, al emanar del Parlamento, son por ello leyes. La forma se impone al fondo."
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90-91] PRELIMINARES 261 de 1850, las palabras ley y potestad legislativa deben entenderse en un sentido puramente formal; este autor se dio también cuenta perfectamente de que el derecho positivo francés sólo conoce el concepto formal de la ley (op. cit., p. 244; Das selbstandige Ferordnungsrecht, pp. 59 ss.). En a mi¿ma categoría de escritores se puede colocar a O. Mayer, el. Cual •—sin dejar de distinguir perfectamente los elementos y efectos de forma o de fondo de la ley (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 4 ss.,)— declara que, desde el punto de vista jurídico, "no existen dos conceptos de ley. La ley es la ley constitucional, el acto resultante del concurso del príncipe y de la representación nacional según la vía prescrita por la Constitución, o sea la ley en el sentido formal" (loe. cit., vol. T, pp. 88 ss., texto y n. 7). Pero hay otros autores que llegan mucho más lejos: pretenden que no es posible encontrar para la ley más definición que una definición formal. Según ellos, no sólo el concepto formal es el único que está conlorme con el derecho constitucional moderno, sino que •—dicen— incluso elevándose por encima del sistema positivo de las Constituciones, no es posible descubrir más elemento esencial de la ley que su forma, siendo esta la única fuente de donde deriva la fuerza legislativa. Así Zorn (Staatsrecht des deutschen Reichs, 2ª ed., vol. i, p. 404; ver también pp. 401 ss.) dice que "la ley sólo es una forma destinada a la creación del derecho". Asimismo v. Martitz (Zeitschrift f. die gesammte Staatswissenschaft, vol. xxxvi, pp. 241 ss.) y Hanel ("Das Gesetz im formellen und materiellen Sinne", Studicn zuñí deutschen Staatsrecht, vol. II, ver por ejemplo pp. 233, 234, 245 )13 sostienen que toda decisión adoptada por vía legislativa adquiere por esto mismo todos los caracteres y todo el valor intrínseco de una regla legislativa. Por lo tanto, una autorización administrativa, una subvención a un establecimiento público, siempre que sean concedidas en forma de ley, llenan todas las condiciones constitutivas de la regla legal de derecho (ver a este respecto las autoridades citadas por G. Meyer, op. cit., & ed., p. 551, n. 3). 91. Esla teoría formal de las funciones es rechazada hoy día por la gran mayoría de los autores. Dicen que choca demasiado brutalmente con la razón, que contradice demasiado directamente los hechos más evidentes para ser aceptable, incluso desde el punto de vista jurídico. El hecho de que, jurídicamente, una decisión dependa de la competencia del órgano legislativo o de la competencia de la autoridad administrativa, no puede por sí sólo proporcionar la base de la respectiva definición o de una delimitación exacta entre la legislación y la administración. La substancia de un acto estatal no varía según la cualidad de su autor o según la forma en la que se ha gestado. Bien sea que el acto se realice por la 158
15813
ss.
Se hallará el resumen de la doctrina de Hanel en Laband, op. cit., ed. francesa, vol. VI, pp. 381
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262 FUNCIONES DEL ESTADO [91 autoridad administrativa en la forma propia de la administración, o por el cuerpo legislativo estatuyendo en forma de ley, el contenido y la naturaleza interna de dicho acto permanecen idénticos. Indudablemente que el derecho se halla, en general, impregnado de formalismo; que presenta, en amplio grado, carácter formal, y que la forma de los actos jurídicos influye profundamente sobre sus efectos. Sin embargo, la forma no siempre es decisiva por sí sola: junto a las condiciones de forma, existen condiciones de fondo de las que no puede prescindir la ciencia jurídica. Esto se manifiesta particularmente en lo referente a la ley. Se puede, en verdad, sostener racionalmente que una prescripción, cualquiera que ésta sea, no llega a realizar el concepto jurídico de ley sino cuando haya sido dictada por el órgano que tiene la potestad de legislar y decretada a título de ley según la forma constitutiva de la legislación. Entraría así en el concepto de ley un elemento formal, y en este aspecto las condiciones de aparición de la ley dependerían de las variables exigencias de las Constituciones positivas (cf. n9 110, infra). Pero, cualquiera que sea la importancia que convenga conceder a estas cuestiones de forma, de competencia y de órgano, no deja de ser necesario que aquella decisión para la que se reclama el carácter de ley se ajuste a ciertas condiciones de fondo, sin las cuales la ley no puede concebirse. Si faltan esas condiciones, es decir, si el contenido de una disposición adoptada por el legislador es de tal naturaleza que dicha disposición no es susceptible de producir ningún efecto legislativo, será inútil haberle aplicado la forma constitucional de la legislación, pues en ese caso la forma será impotente para imprimirle al fondo el valor de ley. Ahora bien, cualquiera que sea la idea que de la ley se forman las diversas escuelas de juristas, existe al menos un punto, en cuanto al fondo, sobre el cual casi todas se hallan de acuerdo. Según la doctrina generalmente admitida, el concepto de ley implica esencialmente la idea de regla. Lo que distingue la ley de cualquier otro acto de autoridad es su carácter regulador. Este concepto de la ley está tan profundamente arraigado en la opinión corriente que entre los autores más empeñados en defender el criterio puramente formal de la ley, algunos, como v. Martitz y Hanel,14 antes citados, para establecer su teoría se han creído obligados a sostener que toda decisión tomada por vía legislativa adquiere por este solo hecho el carácter de una regla, y como tal llega a ser ley. Pero precisamente 159
159 14
Sostiene Hanel que la forma de ley es suficiente para transformar en regla jurídica a «toda prescripción a la que haya sido aplicada. Reconoce sin embargo que entre las prescripciones dictadas en forma legislativa, existen algunas que de ningún modo pueden considerarse como reglas; pero declara que el empleo de la forma legislativa en semejantes casos es un "contrasentido" por parte del legislador, y se niega entonces a hallar categorías jurídicas para tal clase de contrasentidos, (loe. cit., pp. 171 ss.).
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91] PRELIMINARES 263 esta pretensión es ía que no se puede aceptar. Cualquiera que sea la forma en que se entienda el concepto de ley, en efecto, parece que una prescripción no puede constituir una regla, hasta en el sentido más reducido de la palabra, sino mientras llena por lo menos estas dos condiciones: que contenga algún precepto obligatorio y, además, que la disposición de que trata sea de tal naturaleza que constituya en el futuro, o sea durante un lapso de tiempo más o menos largo, un elemento del orden jurídico de la comunidad estatal (salvo, claro está, precisar lo que se entiende por orden jurídico del Estado). Una simple máxima filosófica, una proposición de orden científico, una declaración solemne que atestigüe que tal o cual ciudadano ha merecido bien de la patria, por más que se emitan en forma legislativa, nunca podrán constituir ni una regla, ni por consiguiente una verdadera ley, puesto que carecen prácticamente de cualquier alcance obligatorio (cf. Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 345, 363 ).15 Lo mismo ocurre con cualquier ley formal que no haga sino estatuir sobre un caso particular por una disposición actual cuyo efecto se acaba instantáneamente, pues una ley de este género no establece ninguna situación jurídica durable en lo por venir. Así pues, no siempre una decisión legislativa tiene la naturaleza y los efectos de una ley verdadera. Partiendo de esta observación, se ha llegado a dividir las leyes en leyes en cuanto a la forma y leyes en cuanto al fondo, o —empleando la terminología alemana hoy aclimatada en Francia— en leyes formales y leyes materiales. Esta distinción, por cierto, no se reduce a la función legislativa, sino que se extiende a todas las funciones del Estado. De un modo general, la repartición de las competencias entre los órganos no coincide estrictamente con la distinción objetiva de las funciones. Así como el legislador, a veces, dicta en forma de ley disposiciones que carecen de naturaleza legislativa, la autoridad administrativa también ejerce, además de su cometido de administración propiamente dicha, un poder reglamentario en cuya virtud toma parte en la legislación material, y un poder de decisión jurisdiccional por el cual participa de la función judicial. A su vez los tribunales, o los jueces individualmente, se hallan investidos de atribuciones tales como la organización y vigilancia de las tutelas, la intervención de ciertos registros, etc., que no son, propiamente hablando, atribuciones jurisdiccionales. 16 Por esas razones —dícese— es necesario distinguir, paralelamente 160
16015
Según Laband (loe. cit.), semejantes proposiciones o afirmaciones sólo valen como leyes formales. Pero Jellinek (op. cit., p. 328) y O. Mayer (loe. cit., vol. i, p. 90) parecen razonar con más exactitud al declarar que ese mismo valor les falta y que, según su teoría, no son leyes en ningún sentido. 16 En numerosos textos se confiere a la autoridad jurisdiccional el poder de realizar
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264 FUNCIONES DEL ESTADO [91-92 a la distinción entre la legislación material y formal, la administración en el sentido material y en el sentido formal del término; por lo que muchos autores consideran a los reglamentos que emanan de la autoridad administrativa como actos que sólo son administrativos en la forma, y en cambio ciertas leyes formales se califican como actos de administración material. Finalmente, se distinguen también los actos realizados por autoridad de justicia, y que no son sino actos judiciales formales, de aquellos que consisten efectivamente en juzgar y que son actos de jurisdicción material. (Se hallará esta distinción presentada en toda su amplitud en Jellinek, L'Élat moderne, ed. francesa, vol. u, pp. 315 ss.; Laband, loe cit., vol. ii, pp. 342 ss,, 505 ss.; G. Meyer, loe. cLl., pp. 549 ss.; cf. Duguit, Traite, vol. i, pp. 130 ss. y L'État. vol. i, pp. 429 ss.). La oposición entre funciones materiales y formales se desprende pues de la falta de concordancia entre la competencia constitucional de los órganos y el campo natural de las funciones consideradas en sí mismas. Por funciones formales se debe entender las diversas actividades ejercidas respectivamente por las tres clases de órganos del Estado en la forma propia de cada uno de dichos órganos. Aquí la función se halla determinada por el agente que ejerce y por la forma en que se ejerce. Pero este criterio puramente formal —dícese— no puede constituir la base de una definición objetiva y de una distinción de las funciones por lo, que se refiere a su fondo. De ahí la teoría de las funciones materiales, en la que las diversas actividades del Estado se caracterizan y diferencian según la substancia misma y el contenido de les actos por los cuales se ejercen respectivamente, haciendo abstracción de las condiciones orgánicas o formalistas en las cuales se cumplen dichos actos. 92. La distinción entre funciones formales y materiales se ha calificado alguna vez, en Francia, como teoría alemana. Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 51 ss.) pretende por el contrario que el fundador de esta teoría no es otro que el mismo Rousseau; pero ello es una afirmación muy discutible, por lo menos en lo que concierne a las leyes. Desde luego tiene razón Jellinek al decir que Rousseau distingue en la ley un elemento de forma y un elemento de fondo. Rousseau define la ley, en efecto, como la expresión de "la voluntad general"; y tiene especial cuidado de especificar que entiende con ello no solamente que la ley tiene su fuente y su consistencia en la voluntad universal del pueblo, sino también que tiene, y que sólo puede tener, un objeto general únicamente, que es el 161
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actos que, según la opinión pública, no son en si actos de jurisdicción. Ver por ejemplo en el Código civil, los arts. 115, 120, 218 a 222, 353, 356, 458, 467, 477, 494 a 496, 1007, 1008, 1555, 1558, 2103, 2174, 2208; en el Código de procedimientos civiles, los arts. 72, 418, 819, 822, 861, 865, 978, 1017, etc.
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92] PRELIMINARES 265 de estatuir abstractamente por y sobre el pueblo entero. Así pues, una voluntad estatal sólo es voluntad general mientras es general juntamente en cuanto a su origen y en cuanto a su objeto.17 El acto estatal que carezca de alguna de estas dos condiciones, deja de ser ley, para ser un acto de administración. Esto es lo que Rousseau declara formalmente. De su teoría sobre la voluntad general, en efecto, deduce la doble consecuencia siguiente: así como la voluntad de sólo una parte del pueblo, y con mayor razón la voluntad de un hombre, jamás puede engendrar una ley,18 tampoco la voluntad universal del pueblo, cuando se ejerce sobre un objeto particular, podrá constituir una ley, sino un simple decreto, un acto de magistratura, o sea un acto administrativo.19 En otros términos, la ley, además de la condición de forma relativa a su origen, ha de llenar una condición de fondo referente a su materia, a falta de la cual la decisión tomada por el pueblo legislador entra en realidad en el concepto material de administración. Bien es verdad que al formular este último principio, Rousseau establecía implícitamente una distinción material entre la legislación y la administración, con lo que tal vez esté permitido decir que, hasta cierto punto, preparó la distinción contemporánea entre leyes materiales y leyes formales. Pero en definitiva, no admite Rousseau de ningún modo esta distinción. En efecto, muy lejos de establecer separación entre el fondo y la forma y de constituir dos categorías de leyes, sólo 162
16217
Control social, lib. II, cap. vi: "Cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, sólo se considera a sí mismo; y si se establece entonces una relación, es del objeto por entero bajo un punto de vista al objeto por entero desde otro punto de vista. Entonces la materia sobre la cual se estatuye es general, como es general la voluntad que estatuye. A este acto es al que llamo ley." "Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos en cuerpo y a las acciones como abstractas, y nunca a un hombre como individuo, ni a una acción particular... Toda función que se refiere a un objeto individual no pertenece a la potestad legislativa." 18 Ibid., lib. II, cap. n: "La voluntad es general o no lo es. Es la del cuerpo del pueblo o solamente de una parte. En el primer caso esta voluntad declarada es un acto de soberanía y hace ley. En e] segundo caso no es sino una voluntad particular o un acto de magistratura: a lo sumo es un decreto." Cf. lib. II, cap. vi: "Debiendo la ley reunir la universalidad de la voluntad y la del objeto, aquello que un hombre, sea el que fuere, ordena por sí, no es una /ey, sino un decreto." 19 Ibid., lib. u, cap. vi: "Incluso lo que ordena el soberano sobre un objeto particular tampoco es una ley, sino un decreto; ni es un acto de soberanía, sino de magistratura." Cf. lib. II, cap. IV: "Así como una voluntad particular no puede representar a la voluntad central, la voluntad general a su vez cambia de naturaleza al tener un objeto particular, y como voluntad general no puede pronunciarse ni sobre un hombre ni sobre un hecho. Cuando el pueblo de Atenas, por ejemplo, nombraba o deponía a sus jefes, concedía honores a uno o imponía penas a otro, o por multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos de gobierno, el pueblo de entonces no tenía ya voluntad general propiamente dicha, no actuaba ya como soberano, sino como magistrado."
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266 FUNCIONES DEL ESTADO [92 conoce, por el contrario, un concepto único de la ley, y exige positivamente que ésta reúna, a la vez, un elemento material y un elemento formal, debiendo necesariamente combinarse dichos dos elementos para que se realice el concepto de ley (Duguit, UÉtat, vol. i, p. 496). La doctrina del Contrato social es muy clara en este sentido: una ordenanza general dictada por una autoridad distinta del legislador no es para Rousseau una ley material, sino un mero "decreto"; una decisión particular emitida por la autoridad legislativa tampoco es calificada por él corno ley formal, sirio que solamente constituye, a su criterio, un "acto de magistratura".20 Por el contrario, lo que caracteriza la teoría moderna de las funciones materiales y formales es que, al referirse alternativamente a la consideración exclusiva, bien sea de la forma o bien del fondo, llega a disociar totalmente estos dos elementos y a admitir, para cada una de las actividades del Estado, dos definiciones enteramente distintas, concebida la una desde el punto de vista formal y la otra desde el punto de vista material. Este concepto dualista de los actos estatales se afirma particularmente en materia legislativa. La mayoría de los autores concuerdan actualmente en decir que hay que discernir dos clases dfi leyes: leyes formales en primer lugar, designando así a todos los actos que han sido realizados por vía legislativa, es decir, por el órgano y según el procedimiento normalmente requeridos por la Constitución para la legislación material. Estos actos presentan, pues, todos los signos exteriores de la ley, y además las condiciones en las cuales han sido realizados aseguran a su contenido la fuerza que es propia y especial del acto legislativo. La ley en el sentido material, por el contrario, se reconoce únicamente por su tenor interno, por la misma consistencia de sus disposiciones; es ley material toda prescripción, de cualquier forma que sea, cuyo contenido lleva en sí el alcance de una regla legislativa. Esta distinción ha llegado a ser corriente hoy día en la literatura francesa. "La diversidad de funciones (del cuerpo legislativo) —dice Esmein (Éléments, 5* ed., p. 879)— no impide que toda decisión tomada por las dos Cámaras lleve el nombre de ley: es el nombre genérico con el que se designan toda clase de decisiones tomadas por el poder legislativo. De modo que, en cierta terminología, se hacen entrar todos estos actos dentro del poder legislativo, siendo ello exacto desde el punto de vista de la forma. Pero en cuanto al fondo, muchos de ellos no son leyes." 163
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Jellinek está por lo tanto equivocado al pretender (op. cit., p. 54) que Rousseau ha reconocido claramente la posibilidad de leyes simplemente formales. En realidad, la distinción entre funciones formales y materiales no se remonta hasta Rousseau, sino que dicha distinción se originó en Alemania, bajo la influencia de causas jurídicas propias de ese país y de las que se volverá a tratar más adelante (n' 106).
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92] PRELIMINARES 267 Duguit (UÉtat, vol. i, p. 435) rechaza enérgicamente toda doctrina que sólo admita definiciones formalistas para la legislación o las demás funciones del Estado: "No comprendemos cómo puede variar el carácter de un acto según sea el órgano que realiza dicho acto. O el acto legislativo, el acto jurisdiccional y el acto administrativo no tienen ninguna diferencia entre sí, o si existe esa diferencia, debe subsistir, cualquiera que sea el agente que realiza el acto, cualquiera que sea la forma en que se manifiesta." Partiendo de esto, Duguit (Traite, vol. I, pp. 132 ss.) distingue y define separadamente dos categorías de leyes: las leyes en sentido material y las leyes en sentido formal. Artur ("Séparation des pouvoirs et des fonctions, Revue du droit public, vol. xm, p. 224) sostiene igualmente que "en aquello que se califica como ley, hay que distinguir entre las verdaderas leyes y las impropiamente llamadas leyes", y desarrolla firmemente dicha distinción (pp. 219 ss.). Antes que estos autores, Lafcrriére (op. cit., 2* ed.. vol. H, pp. 3 ss.) había afirmado ya que el Parlamento, "fuera de sus atribuciones legislativas", posee una "autoridad que consiste en realizar actos de administración en forma de leyes". "En verdad —añadía Laferriére (ibid., p. 17)— estos actos hechos en forma de ley llevan este nombre. Pero la forma de los actos no cambia su naturaleza intrínseca. Así como algunos actos legislativos pueden realizarse en forma de decretos, también algunos actos administrativos pueden realizarse en forma de leyes" (ver en igual sentido: Planiol, Traite élémcntaire de droit civil, 6* ed., vol. i, p. 65; Bouvier y Jéze, "Véritable notion de la loi de finances", Revue critique de législation et de jurisprudence, 1897; Cahen, La loi et le réglement, pp. 46 ss.; Moreau, Le réglement administr tif, p. 4). En cuanto a Hauriou, después de que en las primeras ediciones de su Précis de droit adrninistratif, adoptó la distin0ción entre las dos especies de leyes (ver por ejemplo 3' ed., pp. 37 ss.), presenta hoy (6" ed., pp. 292 ss.; 8? ed., pp. 45 ss.) a la ley como constituida por dos elementos, uno de forma y otro de fondo, debiendo ambos tenerse en cuenta en su definición (ver n' 110, infra). Pero es en Alemania sobre todo donde la distinción entre leyes materiales y formales se ha profundizado más, habiendo sido adoptada desde luego por casi todos los autores. (La relación de esos autores se encontrará en Laband, op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 346 n. y en G. Meyer, op. cit., 6' ed., p. 550, n. 3). Entre sus partidarios más decididos conviene señalar a G. Meyer (loe. cit., pp. 549 ss.), Jellinek (op. cit.,pp. 226 ss.), Anschütz (Kritische Studien zur Lehre vom Rechtssatz y Gegenwartige Theorien über den Begriff der gesetzgebenden Gewalt, 29 ed., pp. 15 ss.), Seligmann (Der Begriff des Gesetzes, pp. 1 ss.). El mismo Laband, si bien no descubrió la distinción, al menos tuvo el mérito de precisar, más que ningún otro, su significación y su alcance (ver loe. cit.,
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268 FUNCIONES DEL ESTADO [92 vol. u, § 56 entero). Indicó con claridad, particularmente, que "entre a ley en sentido material y la ley en sentido formal no existe relación de género a especie, o sea que la segunda no es una subdivisión de la primera, sino que se trata de dos conceptos completamente diferentes, cada uno de los cuales se caracteriza por un signo propio y distinto. La ley material se determina por su contenido; la ley formal se determina por su forma" (traducido de la 5* ed. alemana del Staatsrecht des deuíschen Reiches, vol. II, p. 63). Indudablemente, una misma decisión puede ser a la vez ley material y ley formal; pero también una ley formal puede no ser, en el fondo, sino un acto administrativo, y recíprocamente, una ordenanza dictada por la autoridad administrativa puede constituir una ley material, aunque no sea ley formal. Se desprende de esto, pues, que el concepto de ley es doble. Esta dualidad —añade Laband— responde a la diversidad de efectos que las leyes pueden producir, según sean leyes por su contenido o por su forma. Laband (op. cit,, ed. francesa, vol. u, pp. 353 ss.; cf. Jellinck, op. cit., pp. 248 ss.; G. Mcyer, loe. cit., p. 554) declara en efecto que hay lugar a distinguir entre la fuerza formal y la fuerza material de la ley. La fuerza formal es consecuencia de la forma de la ley. Consiste ante todo en que en cualquier decisión tomada por vía legislativa no puede modificarse o abrogarse sino por esa misma vía. De donde resulta la consecuencia de que la ley formal constituye, para todas as autoridades diferentes del legislador, una prescripción de valor superior, por cuanto ni los administradores, ni los jueces pueden tomar decisión alguna que contradiga o derogue dicha ley. En cambio, la ley formal tiene el poder de derogar las leyes formales vigentes, y puede particularmente, en un caso especial, derogar las leyes generales establecidas por la legislación existente. Finalmente, y en virtud siempre de su superioridad, la ley formal nunca puede ser objeto, ante ninguna autoridad jurisdiccional, del recurso de anulación por cualquier causa que fuere (cf. Hauriou, op. cit., & ed., p. 47; Laferriére, op. cit., 2ª ed., vol. u, p. 18). Por el contrario, la fuerza material de la ley deriva de su contenido. Para que una decisión estatal tenga fuerza material de ley no es necesario que haya sido dictada en forma legislativa, pero es preciso que sea, por su misma naturaleza, una ley material. Se entiende, desde luego, que los efectos materiales de esta clase de leyes varían según el tenor especial de las prescripciones de cada una de ellas. Pero además, y dado que la ley material, según Laband, se caracteriza por su naturaleza de regla de derecho, toda ley material produce los efectos generales inherentes a la regla de derecho. Estos efectos son los que producen propiamente lafuerza material de ley. Laband cita un ejemplo tomado del derecho alemán. A diferencia del derecho francés, que no formula ninguna preci-
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92-93] PRELIMINARES 269 sión en lo tocante a las condiciones bajo las cuales la violación de las leyes por los tribunales ocasiona la apertura de la casación de los juicios, el Código de procedimiento-civil del Imperio alemán (art. 550) especifica que, por lo que se refiere a la casación, "el vicio de violación de la ley sólo existe cuando una regla de derecho ha sido desconocida o erróneamente aplicada por el tribunal" (cf. Código penal alemán, art. 376). Así pues, la violación de una simple ley formal no puede servir de base a la casación; únicamente la ley material produce el efecto de iniciar la casación, en caso de violación de sus disposiciones. Existe aquí — dice Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 355)— una indicación que evidencia el contraste entre la fuerza material y la fuerza formal de la ley. En resumen, Laband y la escuela alemana creen que deben admitirse dos categorías legislativas -distintas. Por una parte, la regla legislativa, que lleva en sí fuerza material de ley y que dicen se concibe independientemente de la forma, ley u ordenanza administrativa, en la que fue dictada. Y por otra parte, el acto legislativo, que en cierto sentido —como así se reconoce21— sólo es una forma de decisión y de actividad estatales, pero una forma que entraña la fuerza legislativa formal. Y se pretende aplicar a cada una de esas dos categorías el nombre de ley: leyes en sentidos completamente diferentes, pero leyes a pesar de todo por una parte y por otra. 93. Todo esto no constituye simple escolástica. Si se quiere conocer el verdadero alcance jurídico y eminentemente práctico de la teoría dualista de la ley, importa hacer notar, en la teoría de Laband y concordes, un último punto que es seguramente el punto capital de la misma y que se refiere a la cuestión, tan delicada y debatida, de la delimitación del campo administrativo con relación a la ley. Entre los diversos objetos sobre los cuales el Estado ha de tomar decisiones, ¿cuáles exigen una intervención del órgano legislativo, que estatuya por la vía legislativa, y cuáles pueden tratarse por las autoridades administrativas en forma de actos de administración? Y en particular, ¿cuál es la esfera reservada a la legislación y cuál es la que pertenece propiamente al reglamento administrativo? La gran utilidad de la distinción entre leyes formales y materiales, y desde luego el objeto esencial que persiguen los autores alemanes que la defienden, es precisamente el proporcionar a esta cuestión la siguiente solución, muy simple y muy clara a la vez. En principio, toda prescripción que lleve en sí el carácter de ley material depende de la competencia de la autoridad legislativa. En su sentido propio y esencial, en efecto, la ley material no es, en definitiva, sino 164
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Laband (loe. cit., p. 344) dice que en la expresión "ley formal", la palabra "ley" designa realmente una forma bajo la que se manifiesta la voluntad del Estado.
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270 FUNCIONES DEL ESTADO [93 la ley ratione materiae, la ley caracterizada por su materia. Decir que una prescripción tiene naturaleza de ley material es, pues, como decir que constituye, por su misma naturaleza, la mater-ia de una ley, y por consiguienle debe normalmente dictarse por la vía especial de la legislación. También, cuando la Conslitución declara que el poder de hacer las leyes sólo pertenece a tal o cual órgano por ella designado, se debe entender por ello que cualquier disposición que contenga materia de ley sólo puede, en tesis general, decretarse por la forma y el órgano legislativos. En una palabra, la legislación material constituye el campo especial y natural de la legislación formal. Las demás prescripciones o reglas emitidas por el Estado no entran en principio en dicho campo reservado, sino que dependen de la potestad administrativa. Y si de hecho o por alguna razón jurídica derivada de una exigencia expresa de los textos legislativos vigentes, han sido emitidas por la la vía de-la legislación, sólo constituyen leyes formales. La distinción entre leyes materiales y formales constituye así la base misma de la delimitación de las competencias legislativa y administrativa (Laband, loe, cit., vol. H, p. 384; Jellinek, op. cit., pp. 254 ss.; G. Meyer, loe. cll., p. 563; Anschütz, Gegenwartige Theorien über den Begriff der gfisetzgebenden Gewalt, 2ª ed., pp. 15 ss.). Y de una manera general, la teoría de las funciones materiales tiene por efecto poner de manifiesto, para cada una de las categorías de órganos del Estado cuál es en principio el campo reservado a su competencia especial. Este es el gran interés práctico de esta teoría. Tal como acaba de ser expuesta, la teoría dualista de las funciones prevalece hoy día en la literatura. ¿Está justificada esa preponderancia? Desde luego, colocándose en el punto de vista racional, parece perfectamente lógico definir doble y distintamente a las funciones por su forma constitucional por una parte y por otra parte por su naturaleza misma. Ahora que para el jurista —y es importante observarlo-—• no se trata de saber si este doble concepto de las funciones estatales sirve para satisfacer al espíritu, sino de cerciorarse, en el terreno del derecho positivo, de si posee algún valor jurídico y si está conforme con el sistema de derecho público establecido por las Constituciones vigentes. La Constitución francesa en particular, ¿admite o autoriza la distinción entre funciones materiales y formales? Y puesto que el verdadero interés jurídico de esta distinción consiste ante todo en determinar, por la misma definición que se ha dado de las funciones materiales, aquellos objetos que en derecho constituyen la materia propia y el campo reservado de cada una de las funciones formales, ¿proporciona la Constitución francesa los elementos de una determinación de ese género? Por ejemplo, y particularmente en lo que se refiere a la función legislativa, ¿se encuentra en el derecho positivo francés alguna definición de la ley o alguna indicación
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93] PRELIMINARES 271 referente a su contenido natural que permita discernir objetivamente aquellas materias que dependen de la legislación formal de las que dependen de la función formal administrativa, particularmente de la función reglamentaria? Este es el problema que debe examinarse, estudiando ahora separadamente cada una de las funciones del Estado,
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CAPITULO I LA FUNCIÓN LEGISLATIVA SECCIÓN I DEFINICIÓN DE LA LEY 94. Los autores que admiten la distinción entre dos clases de leyes, o sea que sostienen que existen leyes formales que no son leyes materiales, y recíprocamente, afirman que dicha distinción tiene su fundamento y halla su consagración en el derecho positivo de las Constituciones modernas. Evidentemente, los textos constitucionales ponen de relieve en forma especial el concepto formal de la ley. Esto se debe a que la Constitución, al colocarse inmediatamente en el punto de vista de las realidades prácticas, no se preocupa gran cosa de destacar la definición abstracta de las funciones, sino que toma en consideración principalmente la actividad de los órganos.1 Por consiguiente, tiene cierta tendencia a confundir a la función con la actividad del órgano y a tratar como ley, por ejemplo, cualquier acto del cuerpo legislativo. La Constitución no construye una teoría funcional, sino un sistema orgánico de los poderes. Por eso las funciones del Estado no suelen aparecer, en los textos constitucionales, más que en su aspecto formal. Sin embargo, hay lugar a suponer que 1 Se podrá observar en este aspecto que los textos constitucionales no hablan de funciones, sino de poderes, y esta misma palabra revela que la Constitución tiende ante todo a establecer la competencia o potestad de los órganos. Así, por ejemplo, el art. 1* de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 utiliza la expresión "poder legislativo" al referirse o la función ejercida por el órgano de la legislación; y asimismo el art. 7 de la misma lev designa con el nombre de "poder ejecutivo" a la fanción que ejerce el Presidente de la República. En otros términos, la Constitución define a las funciones estatales por la potestad de los órganos. De ahí vino en parte la deplorable costumbre de identificar verbalmente a los órganos constitucionales con la potestad que les pertenece en propiedad y de la que son, en cierto modo, la misma encamación. El legislador tomó el nombre del poder legislador; la? autoridades ejecutivas reciben comúnmente el nombre de poder ejecutivo. La misma Constitución emplea este lenguaje al calificar de "poder público" a las diversas autoridades constituidas (ver la titulación de la ley de 25 de febrero de 1875 comparada con la de la ley de 24 de febrero de 1875; ver asimismo la titulación de la ley de 16 de julio de 1875; ver también, en la ley de 25 de febrero de 1875, el art. 9 que se refiere a "la sede del poder ejecutivo"). Ya fue presentada la crítica de dicha terminología (n. 1 del n° 87).
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94] FUNCIÓN LEGISLATIVA 273 la Constitución, al regular la acción de los órganos, se inspira en cierto concepto éste puramente material, según el cual se califica la ley por su textos constitucionales huellas que revelan de un modo indudable que, junto al concepto formal de la ley, puesto particularmente en evidencia por dichos textos, existe en la Constitución un segundo concepto de la ley, concepto éste puramente material, según el cual se califica la ley por su contenido e independientemente de su origen y de su forma. Los autores alemanes son los que principalmente han tratado de demostrar que la palabra "ley" se entiende y se emplea en sus Constituciones nacionales en un doble sentido, formal y material (Laband, Budgetrecht, pp. 4 55.; Jellinek, op. cu., pp. 252 ss.; Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 30 ss.; Seligmann, op. cit., pp. 22 ss¡, 161 ss.). Pero ¿no puede decirse otro tanto de la Constitución francesa? Cuando la ley constitucional de 16 de julio de 1875 (art.'7) dice que "el Presidente de la República promulga las leyes", o (art. 8) que "ninguna cesión de territorio puede realizarse sino en virtud de una ley"; cuando la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 (art. 3) prescribe que "las amnistías sólo pueden concederse por una ley"; cuando el art. 8 de la Declaración de los derechos de 1789 (cf. Código penal, art. 4) declara que "nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley"; cuando el art. I9 de la ley de 27 de julio de 1870 decide que "las grandes obras públicas sólo pueden ser autorizadas por una ley"; cuando la ley del I9 de julio de 1901 (art. 13) formula en principio que "ninguna congregación religiosa puede constituirse sin una autorización dada por una ley", en todos esos textos mencionados,,y en muchos otros del mismo género, la palabra ley se toma evidentemente en el sentido de ley formal (cf. Duguit, Traite, vol. n, pp. 377 ss.). Por el contrario, en la máxima constitucional que dice: "Todos los ciudadanos son iguales ante la ley" (Declaración de 1789, art, 6; Declaración de 1793, art. 3; Declaración del año ni, art. 1°), no cabe duda de que, con el nombre de ley, debe entenderse cualquier regla general, bien sea que provenga de una ley por la forma o de un reglamento administrativo. Asimismo, es evidente que el motivo de recurso de casasión conocido con el nombre de infracción de ley no solamente comprende la violación de una ley formal, sino también la de ciertos reglamentos que emanan de la autoridad administrativa (Moreau, op. cit., p. 348). Finalmente, la distinción entre ley formal y material se vislumbra en la jurisprudencia, la que, en presencia de leyes formales que contengan decisiones referentes a asuntos administrativos, admite que el conocimiento de lo contencioso a que pudiera dar lugar la interpretación de dichos actos legislativos no pertenece a los tribunales judiciales, intérpretes ordinarios de las leyes, sino a la jurisdicción administrativa, y esto por el motivo de que, a pesar de su carácter formal de leyes, en el fondo dichos actos lo son de administra-
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274 FUNCIONES DEL ESTADO [94 ción, por lo que las dificultades de interpretación o de aplicación que pueden provocar forman parte de lo contencioso-administrativo (Laferriére, op. cit., 23 ed., vol. i, pp. 18 ss.; Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 941; Duguit, loe cit.i p. 377). En cambio, la regla general y absoluta que prohibe a los tribunales judiciales conocer de los actos de administración no es extensiva a los reglamentos administrativos. No solamente los tribunales judiciales son llamados a aplicar dichos reglamentos, por ejemplo a pronunciar las penas que constituyen su sanción, sino que además han de interpretarlos, del mismo modo que interpretan las leyes, y sobre todo es de observar que tienen competencia (Código penal, art. 471-15°) para examinar y apreciar su legalidad, lo que implica, para los tribunales judiciales, el poder de negar eficacia a los reglamentos tachados de violación de ley. 2 En todos estos aspectos, el reglamento, si bien está hecho en forma administrativa, es considerado de distinto modo qu'e un acto administrativo (Laferriére, loe. cit,, vol. I, pp. 480 ss.; Moreau, op. cit., pp. 294 ss., 332 ss.; Berthclerny, Traite de droit administratif, T ed., pp. 23, 937-938; llauriou, op. cit., 8' ed., pp. 60 ss.). Así pues, la naturaleza intrínseca de un acto no puede ser modificada por su forma: llega siempre un momento en el que se manifiesta y en el que se sobrepone a la forma, al determinar los efectos del acto. Por ese motivo y en dicho sentido —dícese— es por lo que la distinción entre los puntos de vista material y formal está reconocida implícitamente en el derecho positivo francés, por más que, en apariencia, la Constitución sólo se refiere al aspecto formal de las funciones. A su vez, la doctrina no puede eludir la necesidad de reconocer, en derecho, la existencia de un doble concepto de la ley. Para llegar a desprender este doble concepto, hay que investigar en qué consiste —y ahí está el punto capital del asunto— la ley material, según el derecho público positivo. ¿Cuál es la naturaleza propia de la ley? ¿Cuál es su signo distintivo? Cuantos autores abordan esta cuestión están de acuerdo en definir la ley material como una regla. Ha de ser, pues, por su alcance regulador por lo que, en principio, la legislación se diferencia de la administración. Pero ¿qué hemos de entender por regla? ¿En qué condiciones habrá de constituir una regla una decisión del Estado? Además, ¿es toda regla una ley material? ¿O existen por el contrario reglas que tengan carácter de prescripciones administrativas? Y en este caso, ¿cuáles son 165
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Ocurre así al menos para los reglamentos cuyas prescripciones producen efectos que alcanzan a los administrados. En cuanto a los reglamentos que se refieren únicamente a la organización y funcionamiento internos de los servicios administrativos, los tribunales no tienen por qué inmiscuirse en su apreciación.
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94-95] FUNCIÓN LEGISLATIVA 275 las diferencias esenciales que separan las reglas legislativas de las reglas administrativas? Sobre todos estos puntos los autores se hallan muy lejos de llegar a un acuerdo. § I. TEORÍA DE LA GENERALIDAD DE LA LEY 95. Según una primera doctrina, lo que constituye la regla es la generalidad de la disposición, y por consiguiente, se presenta esta generalidad como la condición esencial de la ley y el principal elemento de su definición. Al hablar de generalidad no debe entenderse por ello únicamente que la decisión produce su efecto erga omnes, pues un acto administrativo puede muy bien ser general en ese sentido. Por ejemplo, Jellinek (op. cit., p. 249) observa que en aquellos Estados en que la naturalización puede conferirse por decreto administrativo, el naturalizado adquiere su nueva nacionalidad erga omnes, exactamente lo mismo que en los Estados en que la naturalización ha de oblenerse por vía legislativa. El concepto de regla general tiene otro sentido muy diferente. Por regla general debe entenderse, primero, una decisión emitida, no ya in concreto, en relación a un caso particular o actual, sino in abstracto, para alcanzar a todos los casos de la misma naturaleza que puedan presentarse en lo futuro, siempre que dichos casos se encuentren comprendidos en los términos del texto regulador; segundo, una decisión que no se toma en relación con uno o más individuos determinados, sino que está concebida sin referencia a personas y destinada a aplicarse a todos los individuos que se encuentren comprendidos en las condiciones previstas en el texto. Por lo demás, esto no significa de ningún modo que, de hecho, haya de recibir la regla un número más o menos considerable de aplicaciones. Es muy posible que el caso al que se refiera in abstracto una ley no se produzca en realidad sino una sola vez, pero sin embargo es necesario que la disposición legal haya sido dictada con objeto de aplicarse en el futuro cuantas veces se repita la situación por ella prevista, bastando por lo tanto, para que sea una regla general, que sea susceptible de ser aplicada un número indeterminado de veces. Del mismo modo, la generalidad no significa que la ley se refiera indistintamente a todos los ciudadanos, pues existen numerosas leyes que sólo consideran a determinadas categorías de personas; que se refieren, por ejemplo, a cierta clase de funcionarios, de obreros, etc. Una ley, de hecho, puede aplicarse tan sólo a un escaso número de individuos. En realidad, lo que caracteriza a la regla legislativa es que estatuye impersonalmente, o sea que no regula
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276 FUNCIONES DEL ESTADO [95-96 la situación de tales o cuales personas determinadas, sino que ha de regir, según las palabras de O. Mayer (Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. i, p. 114ra.), sobre "cada uno de aquéllos a quienes su contenido se refiera". En este sentido también puede decirse, con la Declaración de los derechos de 1789 (art. 6) que "la ley es la misma para todos" (cf. Moreau, op. cit., núms. 2-12). 96. La teoría que considera a la generalidad como el signo distintivo de la ley se remonta hasta la antigüedad. Ya Aristóteles decía (Política, ni, 10) que "la ley siempre dispone por vía general y no prevé los casos accidentales". En Roma, Papiniano (fr. 1, Dig., de legibus, i, 3) define la ley en estos términos: "Lex est commune praeceptum", y Celso (fr. 4, cod. tit.) declara: "Ex his quae forte uno aliquo casu accidere possunt, jura non constituuntur"; Ulpiano (fr. 8, end. tit.) dice asimismo: "Jura non in singulas personas, sed generaliter constituuntur". En los tiempos modernos, la leoría de la generalidad de la ley ha sido renovada por Rousseau. Rousseau consigue exponer su célebre definición de la ley con una argumentación que se ha calificado de "escolástica y sutil" (Esmeiri, Élém&nts, 5* ed., p. 229 n.) y que se íunda efectivamente en un juego de palabras que facilita la pluralidad de sentidos del termino "generalidad". Según la doctrina del Contrato social, la ley es la expresión de la voluntad general. Pero esta voluntad, de la que brota la ley, es general en un doble sentido: en primer lugar, por cuanto es la voluntad común del pueblo entero, teniendo éste, únicamente, la soberanía o potestad de legislar; y además, en cuanto dicha ley tiene un objeto general, es decir, un objeto que tiene un alcance general y presenta un interés también general. Según Rousseau, el pueblo sólo puede expresar voluntad general sobre objetos generales; estatuye sobre los asuntos de la comunidad entera; ni siquiera tiene competencia, en principio, para estatuir sobre objetos particulares (Contrat social, lib. n, cap. vi). Desde Rousseau la doctrina de la generalidad de la ley ha sido captada, en primer lugar, por los hombres de la Revolución. "Las leyes —-dice Mounier en un informe hecho en nombre del Comité de Constitución— al ser dictadas para la sociedad en general, imponen a todos los ciudadanos obligaciones comunes" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. vin, p. 408). Portalis, en su Discurso preliminar sobre el Código civil (Fenet, Travaux préparatoircs du Codc civil, vol. i, pp. 475 y 477) repite: "La ley estatuye para todos: considera a los hombres en masa, y nunca como particulares; no debe inmiscuirse en los hechos individuales ... La ley es una declaración solemne de la voluntad del soberano, respecto a un objeto de interés común." La mayoría de los autores contemporáneos se han adherido a la misma idea: Esmein, Éléments, 5ª ed., p. 15: "La ley puede definirse como "una regla imperativa formulada
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96] FUNCIÓN LEGISLATIVA 277 por el soberano, el cual estatuye, no ya para un interés particular, sino para el interés común; no ya para un individuo aislado, sino respecto de todos y para lo por venir." Y en la p. 879: "En cuanto al fondo, muchos de los actos de las Cámaras no son leyes. En efecto, todos aquellos que son actos particulares y no establecen una regla general, no responden a la definición exacta de la ley." Duguit, L'État, vol. i, p. 502: "La ley es una regla general, y toda disposición que carezca de este carácter no es una ley, aunque haya sido dictada por un supuesto soberano." Aríur, op. cit., Revue du droit public, vol. xin, p. 219: "La ley se distingue de los demás actos de potestad pública por dos caracteres esenciales: es una regla general. . ." Bouvier y Jéze, "Véritable notion de la loi de finances", Revue critique de législation et de jurisprudence, 1897, p. 428: "La ley es algo general. Es general en cuanto al alcance de su aplicación, pues la ley rige a todo un conjunto de seres y de fenómenos." Jéze, Principes généraux du droit administratif, p. 56: "El acto legislativo es aquel que formula una regla general e impersonal de derecho." Barlhélemy, Role du pouvoir cxécutif dans les Républiques modernes, p. 10: "El poder legislativo expresa su voluntad por medio de una forma general." Guillois, Application dans le temps des lois et réglements, tesis, Paris, 1912, pp. 2 ss.: "El carácter jurídico esencial de la ley consiste en dictar disposiciones por vía general." En los civilistas se vuelven a encontrar las mismas definiciones: Planiol, Traite élémentaire de droit civil, 6' ed., vol. i, p. 64: "La ley se establece permanentemente para un número indeterminado de actos y de hechos. Cualquier decisión de la autoridad pública que sólo deba ejecutarse una vez no es ley, sirio un acto de administración." Geny, Méthode d'interprétation et sources e,n droit privé positif, p. 181: "Lo que caracteriza a la función legislativa es el carácter general y permanente (relativamente al menos) de sus disposiciones." Capitant, Introduction á l'étude du droit civil, 2* ed., p. 35: "La ley es una regla general y abstracta, es decir, que no se hace para una especie particular, sino para todos aquellos casos en que la relación que reglamenta pueda reproducirse." Las mismas ideas se hallan en el extranjero: "La ley —dice Blackstone (Commenlaire sur les lois anglaises, traducción francesa, 1822, p. 67)— es una regla, y no una orden súbita y transitoria referente a un particular; es una disposición permanente, uniforme y universal." Bagehot (La Constitution anglaise, traducción francesa, 1869, p. 203) define la ley como una prescripción general que se aplica a un número indefinido de casos. Por lo que a Alemania se refiere, se hallará una larga lista de autores que sostienen idéntica opinión en G. Meyer (op. cit., 6' ed., p. 25, n. 2). Ver por ejemplo, Bluntschli (La Politique, traducción francesa, pp. 299 ss.; cf. Droit public general, traducción francesa, p. 86): "La ley y la administración
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278 FUNCIONES DEL ESTADO [96-97 se oponen entre sí como la voluntad general y la voluntad particular, como la orden general y la disposición especial." O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 4; cf. p. 114, teito y ra.): "Legislación significa el establecimiento, por el soberano, de regías generales y obligatorias." Inspirándose en esas definiciones, se llega a dividir a las diversas actividades del Estado en legislación, que consiste en formular las reglas generales, y administración, la cual consiste en la adopción de disposiciones particulares, apropiadas a casos concretos, o en la emisión de decisiones especiales concernientes a una o varias personas individualmente designadas. El autor que más claramente se ha pronunciado en ese sentido es G. Meyer, que dice (loe. cit., p. 551) que lo contrario de la ley es el decreto (Verfügung) que estatuye a título particular, y que por consiguiente (pp. 25 y 647) establece la siguiente oposición: por un lado, las prescripciones generales o leyes, y por el otro las decisiones individuales o de especie, que entran en la administración. Seligmann (op. cit., pp. 64 ss.) afirma que si no se admite este criterio de distinción entre las dos funciones, se hace totalmente imposible trazar con precisión la línea de demarcación que las separa. Por lo tanto, las decisiones particulares emitidas por el órgano legislativo no son leyes materiales, sino únicamente leyes formales. En cambio, un reglamento hecho por la autoridad administrativa, aunque no tenga forma de ley, es una ley material por razón de su generalidad. Este último punto lo sostiene enérgicamente Duguit (L'État, vol. i, p. 511, vol. u, p. 296; cf. Traite, vol. i, pp. 138, 201 ss.) que deduce muy lógicamente esta consecuencia de su doctrina sobre la generalidad de la ley. O. Mayer (loe. cit., vol. i, pp. 115, 158, 159) deduce de ello esta otra consecuencia de orden constitucional: que el poder de actuar por vía de reglamentación general es una prerrogativa que en principio sólo pertenece al órgano legislativo, y que solamente puede comunicarse a la autoridad administrativa mediante una concesión o delegación consentida por la ley o por la Constitución (cf. Duguit, Traite, vol. i, pp. 209, 210). 97, ¿Sobre qué bases se funda esta teoría de la generalidad de la ley? Entre sus partidarios, unos adoptan, como demostrada, la doctrina de Rousseau, sin experimentar su valor y sin darse cuenta de que su lógica aparente casi no consiste más que en un hábil manejo de palabras de doble sentido. Otros consideran como verdad sobreentendida que la ley es una regla y que toda regla es necesariamente general. Invocan en este sentido una supuesta analogía entre las leyes jurídicas y las leyes físicas, morales y sociales que rigen los fenómenos de la naturaleza, la vida moral del hombre, la evolución de las sociedades. Unas y otras —dicen— tienen un carácter común de constancia y de generalidad, por el que merecen su calificación idéntica de leyes. Esta doctrina puede relacionarse
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97] FUNCIÓN LEGISLATIVA 279 con la famosa definición de Montesquieu (Esprit des lois, lib. I, cap. I):"Las leyes, en su significación más extendida, son las necesarias relaciones que se derivan de la naturaleza de las cosas." Pero las leyes del orden jurídico se diferencian precisamente de las leyes naturales, morales y sociales en que, desde el estricto punto de vista del derecho, dependen de la sola voluntad positiva del legislador, y en que presentan por lo tanto un carácter artificial y efímero que excluye, por lo que a ellas se refiere, cualquier posibilidad de relacionar el concepto de regla con la idea de una necesidad constante y absoluta. Finalmente, un argumento de orden político que se ha invocado frecuentemente en la literatura francesa consiste en sostener que la generalidad responde al objeto mismo de la ley y constituye esencialmente su razón de ser. Al principio —dice Duguit (L'État, vol. i, capítulo vi, §§ 5 y 6; capítulo vn, § 1; Traite, vol. i, pp. 138 ss.)— el poder de los gobernantes sólo se ejercía por medio de mandamientos individuales. Pero llegó un momento en que se sintió la necesidad de sustraer a los ciudadanos de la incertidumbre y de la arbitrariedad de las decisiones individuales, así como de limitar la potestad de los gobernantes mediante reglas superiores que condicionaran su intervención en cada caso particular. De aquí nació la ley, o sea la regla concebida en términos generales y abstractos, que enuncia previamente ciertos preceptos fijos, de los cuales sólo son aplicaciones particulares las decisiones posteriores de los gobernantes, o por lo menos que formula en principio las condiciones y los límites entre los cuales podrá fluctuar, con relación a cada caso individual, la actividad de los gobernantes. La regla legislativa da de este modo origen, en el Estado, a un orden jurídico superior, que rige a la vez a los gobernantes y a los gobernados. Estos tienen, en dicho régimen legal, protección y seguridad dobles: por una parte están a salvo de cualquier sorpresa, por cuanto conocen previamente las disposiciones que podrán, llegado el caso, serles aplicadas por los administradores, o el derecho que, en cada caso, podrá serles enunciado por los jueces. Y por otra parte lo que garantiza la seguridad de los ciudadanos es que, por razón misma de su carácter abstracto e impersonal, la ley será dictada por la autoridad legislativa en un espíritu relativamente desinteresado, y por lo tanto en un espíritu más equitativo que las decisiones individuales inspiradas en el interés del momento o en consideración a las personas. La ley será tanto menos arbitraria u opresiva cuanto que todos, incluso los mismos gobernantes, estén igualmente sometidos a ella. Todas estas ventajas vienen directamente de la generalidad, y Duguit demuestra (UÉtat, vol. i, p. 475) que ha sido considerada, desde la antigüedad, en la ciudad griega lo mismo que en Roma, como la condición de la libertad. Este autor deduce como consecuencia (p. 503) que la ley es esencialmente
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280 FUNCIONES DEL ESTADO [97-98 "desde su mismo origen, una regla general". Esta es también la característica de la ley según Esmein (Éléments, 5* ed., pp. 14 y 15): "Se conciben como posibles dos modos de ejercicio de la soberanía: o el soberano habrá de ejercer la soberanía arbitrariamente y según su sola voluntad, inspirándose en las circunstancias para tomar cada decisión, o tendrán que existir reglas fijas, conocidas previamente, que para tal o cual caso dado dictarán al soberano la decisión que deba tomar. Estas reglas son I las leyes . . . Lo que constituye la virtud protectora de la ley en su mismo concepto. Puede, en efecto, definirse como una regla que no estatuye en interés particular, sino en interés común; no ya con referencia a un individuo aislado, sino respecto de todos, para lo por venir y para siempre". Así pues, según esta doctrina, hay que admitir que la ley es general, pues si no el concepto de ley no tiene ya razón de ser. 98. La teoría que ve en la generalidad el criterio o carácter de la ley es refutada sin embargo, hoy día, por Laband (Droit public de í'Empire allemand, ed. francesa, vol. n, p. 260 ss.), por Jellinek (op. cit., pp. 236 ss.), en la literatura francesa por Cahen (La loi et le réglement, pp. 113 ss.) y por otros muchos más (la relación de éstos se encontrará «i G. Meyer, loe. cit., p. 25 TI.), cuyo número parece que va creciendo sin cesar. Esta teoría, en efecto, suscita múltiples críticas. En primer lugar, aquellos autores que sostienen que toda disposición general constituye una ley sólo dan una noción incompleta de la ley, desde el punto de vista mismo de la protección que cíe dicha ley pretenden sacar para los ciudadanos. En efecto, para alcanzar ese fin de protección no basta que la ley aplicable a los ciudadanos sea general, sino que se precisa además, y sobre todo, que lleve en sí una fuerza predominante, por la que obligue a la autoridad administrativa, pues de lo contrario ésta podría dejar de cumplirla en los casos individuales, y entonces toda la eficacia de la generalidad desaparecería. La verdadera virtud protectora de las leyes no deriva tanto de su generalidad como del hecho de que dependan y emanen de una autoridad superior. El reglamento hecho por los administradores es desde luego general, y sin embargo ¿quién podría admitir que su generalidad basta para asegurar un completo régimen de legalidad? En realidad es indispensable que la autoridad administrativa no pueda modificar por sí misma el derecho legal, ni siquiera por la vía de regla general. Pero entonces aparece que el concepto de ley, para el establecimiento mismo del régimen de la legalidad, implica esencialmente un elemento formal, y por ello aparece también, al menos bajo este aspecto, la imposibilidad de fundar una categoría de leyes puramente material sobre la generalidad o sobre cualquier otro criterio análogo. En segundo lugar, no es exacto sostener que el concepto de regla y de orden jurídico del Estado supone necesariamente una disposición ge
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98] FUNCIÓN LEGISLATIVA 281 neral susceptible de poderse aplicar a un conjunto de personas o de casos.Indudablemente, gran número de leyes formulan reglas generales. Esto proviene de que la mayoría de las situaciones consideradas por las leyes son de tal naturaleza que suelen reproducirse, puesto que —como hace notar Jellinek (op. cit., p. 238)— las relaciones sociales que las leyes tienen como objeto de regulación presentan, en la realidad práctica, carácter de constancia, y por consiguiente la ley que trata de regular estas relaciones estatuye en forma de aplicarse a ellos a título constante, o sea permanente y general. Por eso Laband (loe. cit., vol. II, p. 261) pudo decir que en la naturaleza de la ley está el estatuir generaliter para un número indeterminado de casos. Pero aunque la generalidad sea habitual en la regla, no es indispensable a la misma. Entre las disposiciones dictadas por el Estado, algunas, indiscutiblemente, se refieren a su orden regulador y llegan a constituir parte integrante del mismo, por más que sólo tengan por objeto un caso aislado y actual. Como ejemplo de reglas de esta clase, puede citarse la ley de 20 de noviembre de 1873, que daba el poder ejecutivo, por siete años consecutivos, a la persona individual del mariscal de MacMahon, atribuyéndole el título de Presidente de la República, o también la ley de 22 de julio de 1893, que decidió que, "excepcionalmente", los poderes de la próxima legislatura serían prorrogados por varios meses más allá del término normal fijado por la ley de 30 de noviembre de 1875, art. 16. No puede discutirse el carácter de reglas de esas prescripciones en forma de ley, por más que la primera fuera individual y excepcional la segunda, pues durante el período en el cual habían de producir efectos, sus disposiciones constituyeron muy importantes elementos de la organización constitucional de los poderes públicos, luego también, y en el más alto grado, fueron elementos del orden jurídico fundamental del Estado. Otro tanto puede decirse de la ley de 22 de junio de 1886, que prohibía pisar territorio francés a ciertos miembros de las antiguas familias reinantes. Esta prohibición, indudablemente individual puesto que se refiere a personas determinadas,1 forma desde 1886 una de las reglas constitutivas del estatuto de la República francesa. Más marcado aún es ese carácter estatutario en la disposición que declara inelegible para la presidencia de la República a los miembros de 166
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Algunos autores han tratado de negar que las medidas tomadas en esa época por vía legislativa contra los miembros c!e las familias que reinaron en Francia tuvieran carácter individual. Ahora bien, no sólo es lógicamente imposible pretender que leyes de esa naturaleza se hayan referido a una categoría abstracta de personas indeterminadas, sino que también es conveniente observar que las personas contra las cuales iban dirigidas especialmente se determinaban por razón de una cualidad que les era individualmente propia, por hallarse dicha cualidad adherida a su personalidad de un modo a la vez originario e indeleble, lo que acaba de dar a dichas leyes naturaleza de disposiciones individuales.
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282 FUNCIONES DEL ESTADO [98 las antiguas familias reinantes. El alcance estatutario de esta última disposición se evidencia por el hecho de haber sido dictada por la ley de revisión de 14 de agosto de 1884 e incorporada, a título de disposición constitucional, al art. 8 de la ley de 25 de febrero de 1875 referente a la organización de los poderes públicos, lo que demuestra que ha llegado a ser una de las reglas permanentes y fundamentales que componen el estatuto del Estado francés (ver respecto a estas leyes y otras más del mismo género, a Cahen, op. cit., pp. 119 ss., el cual admite que se trata de leyes materiales, por más que carezcan del carácter de generalidad). Pero la principal objeción que puede oponerse a la teoría de la generalidad de la ley es que de ninguna manera está conforme con el sistema actual del derecho público francés y que, por lo tanto, carece totalmente de valor jurídico. A este respecto es muy significativo observar que los más decididos defensores de esta teoría sólo encuentran, para justificarla, argumentos de orden extrajurídico. Duguit, por ejemplo, al hacer grandes esfuerzos para demostrar que la ley sólo puede ser general, insiste largamente en el fundamento racional, político e histórico de su tesis (L'État, vol. i, pp. 466 ss., 503 ss.; Traite, vol. i, pp. 134 ss.), pero ni siquiera trata de establecer su fundamento jurídico, lo cual, sin embargo, debería ser el punto capital de su demostración. La verdad, en efecto, es que la doctrina sostenida por dicho autor carece por completo de toda base de derecho positivo. En ninguna parte la Constitución define a la ley como regla general, en ningún momento da a entender que las reglas generales constituyan la materia propia y reservada de la legislación. Muy al contrario, junto a las reglas generales que dependen de la potestad y del órgano legislativos, admite la Constitución la existencia de un poder de reglamentación general que considera como una dependencia de la potestad administrativa y que pertenece a ciertas autoridades encargadas de administrar. Ya desde este punto de vista se ve patentemente que la generalidad no es el carácter específico de la ley, al menos de la ley en el sentido constitucional y jurídico de la palabra. En sentido inverso, ¿puede decirse que la esfera legislativa comprende únicamente la reglamentación general y que el poder de tomar decisiones particulares de toda clase entra jurídicamente dentro de la función y la competencia administrativas? Semejante afirmación se hallaría igualmente en contradicción evidente con los principios de la Constitución francesa, porque, según la Constitución, la administración no supone más decisiones o actos que aquellos que tienen por objeto ejecutar las leyes o por lo menos aquellos que están autorizados por las leyes, de donde se saca la consecuencia de que cualquier decisión particular que sobrepasa la ejecución de las leyes o los poderes administrativos por ellas fijados excede de los límites de la función administrativa y exige la intervención de la potestad
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98 FUNCIÓN LEGISLATIVA 283 legislativa misma. Así pues, es tan falso que la generalidad constituya el carácter indispensable de la ley —en el sentido constitucional— que, según el derecho francés, por el contrario, se necesita precisamente una ley cada vez que se trata de estatuir a título particular respecto de algún caso no previsto por la legislación existente.2 En el estado actual del derecho público francés, la doctrina que pretende que la esencia y la razón de ser de la ley consiste en su generalidad parece, pues, desprovista de todo alcance práctico y de todo interés jurídico. No obstante, alegan sus defensores que existe gran interés en reconocer que la decisión particular adoptada en forma legislativa no es una ley, sino un acto de administración. Dicho interés consistiría en que, como cualquier acto administrativo, esa decisión se halla subordinada a las leyes existentes y no puede adoptarse sino conforme a las reglas generales vigentes. Por eso, Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. u, p. 17) sostiene que el legislador está obligado por las leyes existentes siempre que estatuye a título particular. Esmein (Éléments, 5? ed., p. 645) declara asimismo que la ley es "una regla uniforme para todos, e inevitable en el sentido de que ninguno de los poderes públicos puede, en derecho, prescindir de su aplicación en un caso particular. El poder legislativo puede derogar una ley, pero mientras ésta se halle vigente no puede suspenderla o prescindir de su aplicación en una hipótesis especial que se encuentre exactamente dentro de la regla que dicta". Duguit (L État,vol. i, pp. 521 ss.; Traite, vol. n, p. 317) no teme afirmar que una decisión individual, aunque fuera dictada por el Parlamento en forma de ley, es ilegal si contraviene a la legislación general existente, o aun simplemente si no encuentra alguna regla legislativa anterior con la que pueda relacionarse (cf. en el mismo sentido, y a propósito de dos leyes individuales de 13 de julio de 1906, Delpech, Revue du droit public, 1906, pp. 507 55.; ver también Barthélemy, "De la dérogation aux lois par le pouvoir législatif", en la misma Revue, 1907, pp. 478 ss.). Pero esta consecuencia práctica de la teoría de la generalidad está precisamente en completa oposición con el sistema francés de los poderes constitucionales del Parlamento como órgano legislativo, así como con el concepto moderno de la fuerza constitucional inherente a la ley. Los autores antes citados se ven ellos mismos obligados a reconocer que, contra la ley indi2 En Alemania, Kleischmann ("Die materielle Gesetszgebund", Handbuch der Politik, vol. I, p. 271) hace notar que en la época actual es muy raro que el legislador estatuya por una ley sobre un caso particular; pero esto no es de ningún modo imposible ni inconstitucional, y dicho autor cita diversos ejemplos tomados de la legislación alemana contemporánea, ejemplos que demuestran que la intervención de una ley es necesaria cuantas veces se trata de estatuir, aunque fuere a título particular, sobre alguna r.uestión de derecho que no se halle regulada por las leyes vigentes.
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284 FUNCIONES DEL ESTADO [98 vidual que deroga el orden jurídico general, no existe ninguna vía de recurso que permita a cualquiera alegar la supuesta ilegalidad (Duguií, Traite, vol. i, p. 136). En vano invócase aquí el principio proclamado en el art. 6 de la Declaración de 1789, que dice: "La ley habrá de ser la misma para todos". Como muy justamente observa Arndt (Das selbslándige Verordnungsrecht, p. 58), dicha prescripción, por cuanto se dirige al legislador, no tiene mayor alcance que el de una recomendación política, ya que actualmente el derecho positivo francés no habilita a ningún órgano constitucional para que pueda controlar la regularidad de los actos legislativos de las Cámaras, y en caso de irregularidad, decretar su casación o paralizar sus efectos. Finalmente, ninguna autoridad se halla tampoco capacitada para conceder indemnización a la parte que se considera dañada por una ley individual que transgriede la legislación general (cf. Tirard, La responsabilité de la puissance publique, p. 151; Barthélemy, Kevue du droit public, 1907, pp. 92 ss.; ver también los núms. 75 y 77, supraJ. En estas condiciones, la supuesta obligación para el legislador de respetar las leyes y sus reglas generales carece de valor jurídico o, mejor dicho, no existe jurídicamente.3 La conclusión que se desprende de estas observaciones es, por lo tanto, que, lejos de caracterizarse por su generalidad, la ley, en la acepción constitucional de la palabra, tiene, por el contrario, como uno de sus principales caracteres el poder derogar, por vía de disposición particular, las reglas generales vigentes (Cahen, op, cit., p. 308). Por eso igualmente, la potestad legislativa se diferencia esencialmente de la potestad administrativa, la cual, por su misma definición, sólo puede ejercerse bajo el imperio de las leyes y reglamentos. Todo esto, en el fondo, viene a. significar que en materia de decisiones individuales el legislador no se halla limitado más que por sus propios sentimientos de equidad y por 3 Cf. a este respecto Larnaude, "Elude sur les garandes judiciaires qui existent dans certains pays au profit des particuliers centre les actes du pouvoir legislatif", Bulletin de la Société de législation compares, 1902, p. 221: "No solamente en el caso de un conflicto entre la ley y la Constitución es cuando los tribunales se encuentran desarmados a consecuencia del principio de la omnipotencia legislativa. No se hace notar suficientemente, en efecto, que la situación de los tribunales es la misma cuando las Cámaras han violado una ley cuya aplicación habían de realizar. Esto es lo que puede ocurrir cada vez que las Cámaras realizan actos de administración... Los actos de administración realizados en forma de ley no pueden ser conferidos a los tribunales y especialmente no pueden ser objeto de un recurso por extralimitación de poderes ante el Consejo de Estado." Y este autor lo explica con doble razonamiento: "La primera razón que aduce es que dicho recurso ante el Consejo de Estado debería acabar en una anulación, pero en el estado actual del derecho público francés ninguna autoridad, y con mayor razón ningún tribunal, puede anular un acto legislativo. La segunda razón consiste en que "una ley siempre puede derogar otra ley anterior" y especialmente una ley que se refiera a un caso particular puede derogar el orden jurídico general consagrado por la legislación preexistente.
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98-99] FUNCIÓN LEGISLATIVA 285 consideraciones de oportunidad política. Desde el punto de vista jurídico, su potestad es absoluta. Aquellos autores que desconocieron estas realidades jurídicas cayeron en infranqueables dificultades y contradicciones. Por ejemplo, por haber negado que la ley pudiera derogar la legislación general por la vía de decisión particular, Duguit se ve obligado a sostener que una ley que conceda una amnistía individual es un acto anticonstitucional y antijurídico, que no se puede catalogar en ninguna de las funciones regulares del Estado (L'État, vol. I, p. 536; Traite, vol. i, p. 217). Y también dicho autor se ve obligado a sostener que la ley de 1893, que prorroga los poderes de la próxima legislatura, así como la ley que prohibe la entrada en territorio francés a los miembros de las tintiguas familias reinantes han sido ilegales (L'État, vol. i, pp. 533 ss.). Sería inútil buscar en la Constitución de 1875 algún texto o principio que autorice tales asertos. En resumen, el error de la teoría de la generalidad es construir el concepto de la ley material de un modo puramente arbitrario, sin tener para nada en cuenta el sistema de derecho positivo establecido por la Constitución. § 2. TEORÍA DE LA LEY COMO REGLA DE DERECHO 99. Hay que reconocer con justicia que la teoría de los autores alemanes respecto a la naturaleza intrínseca de la ley y respecto a la distinción entre la ley material y la ley formal busca su punto de apoyo y su justificación en la Constitución misma. Según la terminología que prevalece en Alemania, se entiende por ley material aquellas reglas para cuyo establecimiento, y por razón misma de su materia, exige la Constitución el empleo de la vía legislativa formal. La ley material es por lo tanto aquella regla que en principio ha sido reservada por la Constitución a la competencia especial de los órganos legislativos y que, en ese sentido, constituye la materia propia de la legislación. La oposición entre leyes materiales y formales corresponde así a la delimitación establecida objetivamente por el derecho constitucional positivo entre el campo de la competencia legislativa y el de la competencia administrativa. Al colocar su teoría de la ley material en ese terreno claramente jurídico, los alemanes no pueden caer en el defecto de arbitrariedad. Queda únicamente por comprobar si el criterio de la ley que pretenden hallar en las Constituciones alemanas se encuentra efectivamente en ellas. Pero esto es otra cuestión, y sobre todo, ya habrá lugar a indagar si ese criterio es realmente el del derecho público francés. Según la doctrina alemana, el criterio constitucional de la ley se
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286 FUNCIONES DEL ESTADO [99-100 deduce de la observación de que, según las Constituciones modernas, toda regla que crea derecho es materia de ley. Por lo tanto, la ley material deberá definirse como regla de derecho. Esta definición se halla muy extendida hoy día en la literatura alemana. "La ley, en el sentido material de la palabra —dice Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 261) — es, por definición misma, el establecimiento de una regla de derecho." Jellinek (op. cit., pp. 240 ss.) declara asimismo que la ley material se caracteriza esencialmente por su objeto, que es fundar nuevo derecho. Anschütz (op. cit., 2* ed.. pp, 62 ss.) sostiene con vehemencia la misma opinión: "La ley —dice— no es simplemente una regla, sino una regla de derecho". Se trata, dice dicho autor, de dos conceptos muy diferentes: el concepto de regla y el concepto de regla de derecho. Y reprocha vivamente a Arndt (Archiv für óffentl. Recht, vol. xv, pp. 336 ss.; ver también las otras obras de Arndt citadas por Anschütz, loe. cit., n. 55) el haberlas confundido (cf. en el mismo sentido G. Meyer, op. cit., & ed., pp. 551 ss., 560 ss.).1 En la literatura francesa, Moreau (Précis de droit consliluiionnel T ed., n9 253) y Cahen (op cit., pp. 96 ss., 133 ss.; 152 ss.) definen también la ley diciendo que formula principios de derecho. Así pues, toda regla no es una ley: únicamente la regla de derecho es una ley material. 100. Ahora bien, ¿qué se debe entender por regla de derecho? Según los autores citados, una regla posee naturaleza de regla de derecho cuando modifica en cualquier medida la situación jurídica personal de los gobernados, bien sea en sus relaciones recíprocas, bien sea en sus relaciones con el Estado y sus órganos o agentes, creando en su provecho o a su cargo nuevos derechos u obligaciones, o también acrecentando, disminuyendo o extinguiendo antiguos derechos u obligaciones. Así, por ejemplo, dice Laband (loe. cit., vol. n, p. 518): "El derecho consiste en limitar los derechos y deberes mutuos de los individuos". Jellinek (op.cit., p. 241) dice asimismo: "Para que una prescripción sea una ley materiales necesario que cree derecho nuevo, es decir, que funde, para el Estado o para los subditos, derechos o deberes que hasta entonces no estaban contenidos en el orden jurídico vigente"; y (p. 240): "Si una ley tiene por objeto directo el delimitar !a esfera de libre actividad de las personas en sus relaciones mutuas, contiene por lo mismo una regla de derecho y por lo tanto es una ley material; si no, es únicamente una ley formal" (cf. ibid., p. 215). Poco importa, por supuesto, para dichos autores, que la regla de 1 O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 5) declara también que "la legislación supone siempre la creación de una regla de derecho". Pero, por otra parte, observa y afirma que la Constitución (ibid., pp. 88 ss., ver especialmente la n. 7) sólo conoce un concepto de ley, concepto según el cual no es cierto que "cada ley sea una regla de derecho".
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100-101] FUNCIÓN LEGISLATIVA 287 derecho así comprendida se refiera a un número indeterminado de casos semejantes o únicamente a un caso aislado. Según Laband, por ejemplo (loe. cu., vol. II, p. 263) una ley formal que en circunstancias excepcionales viniera a establecer un régimen electoral especial que hubiera de funcionar una sola vez para la constitución de la asamblea legislativa, no dejaría de ser una ley material, pues semejante ley confiere a los ciudadanos poderes jurídicos y por consiguiente sus disposiciones presentan los caracteres esenciales de las prescripciones o reglas de derecho, por más que dicho derecho electoral solamente deba aplicarse en un caso único y extraordinario. Jellinek (op. cit., p. 238) llega más lejos aún: imagina teóricamente un Estado en el cual el estatuto jurídico de los subditos, en cada caso particular, habría de fijarse por medio de decisiones de especie, y en esa hipótesis admite la posibilidad de un orden jurídico que sólo consistiera en prescripciones particulares. Esta última proposición se funda en la idea de que toda decisión que crea nuevo derecho tiene, sólo por eso, naturaleza de ley. Sin embargo, el régimen de prescripciones particulares al que así alude Jellinek supone un Estado en el que una sola y misma autoridad ejerciera todas las funciones de potestad pública por vía administrativa. Ahora bien, como se verá más adelante (n° 116), en semejantes condiciones !a distinción entre la ley y el acto administrativo ya no presentaría interés jurídico.2 101. Antes de averiguar si la teoría que identifica a la ley material con la regla de derecho tiene una base positiva en las Constituciones actuales, conviene conocer las consideraciones racionales con las cuales tratan de justificarla sus defensores. Es Laband (loe. cit., vol. u, pp. 516 ss.) el que ha proporcionado las más precisas explicaciones sobre este punto. Según este autor hay que distinguir dos clases de reglas: unas tienen por objeto la determinación de la condición jurídica de los ciudadanos, y están destinadas a producir su efecto en la esfera de capacidad jurídica de los individuos, por cuanto se refieren a su estatuto personal, o a sus derechos patrimoniales, o a sus libertades individuales, o a los derechos que respecto de ellos tengan los órganos o agentes del Estado. Cualquier regla que actúe sobre las facultades jurídicas de los subditos del Estado es, según Laband, una regla de derecho, y las leyes que dictan reglas de ese género son calificadas por dicho autor como Rechtsgesetze, o sea leyes que conciernen al derecho, que establecen derecho. Estas son tam2 Lo que sí es cierto es que, según la interpretación dada al derecho público positivo por la doctrina anterior, cualquier decisión, incluso cuando sea tomada a título particular, si modifica el orden jurídico vigente, precisa de una ley, y por lo tanto, en este sentido, es materia de ley. En esto se funda Jellinek al decir que toda disposición que crea derecho individual nuevo es una ley material, incluso cuando sólo se refiera a una o varias personas determinadas.
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288 FUNCIONES DEL ESTADO [101 bien, para él, leyes materiales. Existen, por el contrario, otras reglas por las cuales, sin tocar para nada a la esfera del derecho individual, sino permaneciendo dentro de los límites del orden preestablecido en cuanto a sus subditos, se limita el Estado a fijarse a sí mismo, o sea a sus agentes, cierta línea de conducta. Estas reglas, puesto que no atañen a los ciudadanos ni crean para ellos ningún derecho ni carga, sino que interesan exclusivamente al funcionamiento interno del "aparato administrativo" del Estado, ya no son reglas de derecho. El derecho —dice en efecto Laband— supone esencialmente una potestad ejercida por el Estado sobre personas distintas de sí mismo. Las reglas de conducta que el Estado se da a sí mismo no pueden constituir derecho, como tampoco pueden constituirlo las reglas que un particular se trazara personalmente para la gestión de sus negocios. Pues nadie puede obligarse jurídicamente consigo mismo, nadie puede crearse derecho a sí mismo. Así pues, el Estado realiza derecho y funda su orden jurídico cuando en virtud de su potestad sobre sus subditos impone a éstos alguna prescripción concerniente a sus relaciones entre ellos o consigo mismo. Pero por lo que se refiere a las prescripciones por las cuales el Estado regula su propia actividad sin que de ello resulte para los subditos ninguna modificación en su situación jurídica, no son reglas jurídicas, y por consiguiente, al faltarles el fondo jurídico, no pueden constituir leyes materiales, aunque hubieran sido dictadas en forma de leyes. Laband aplica primero estas observaciones (loe. cit., vol. ir, pp. 517 y 520) a la ley formal que, por ejemplo, ordena la construcción de una obra pública, o que autoriza un empréstito. Semejantes leyes —dice— no son en ningún caso fuentes de derecho, y por supuesto ni siquiera son reglas.3 Pero idéntica idea ha de aplicarse, según este autor, a aquellas leyes formales que regulan "simplemente" la actividad del Estado (loe.cit., vol. II, p. 361); y cita como ejemplo las leyes que determinan o regulan "la organización, la competencia y el modo de proceder de las autoridades públicas, el sistema de la hacienda pública, el régimen de los servicios públicos". Semejantes prescripciones son evidentemente reglas, y además Laband reconoce que el ciudadano "resiente la consecuencia de las mismas", pues tienen profunda influencia sobre la sociedad nacional donde se hallan en vigor. Sin embargo, no atañen directamente a los subditos, al no estar hechas para fijar su derecho individual, y no son por lo tanto reglas de derecho. Finalmente, y de un modo general, hay que hacer extensivas estas observaciones a todas aquellas leyes que contengan prescripciones tan sólo para los funcionarios, sin suponer ningún cargo 167
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Hemos visto antes (n9 89) que ya Laband había llegado, por otro camino, a negar naturaleza de ley a esta clase de decisiones. Según dicho autor, en efecto, forman parte de las operaciones actuantes del Estado, pero no de sus operaciones legisladoras.
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101-102] FUNCIÓN LEGISLATIVA 289 ni ninguna nueva facultad para los ciudadanos mismos. Las leyes de esta especie no se refieren al orden jurídico del Estado, sino que, al tener únicamente por objeto asegurar la marcha de los servicios públicos, conciernen solamente al funcionario de la administración estatal y producen sus efectos reguladores exclusivamente dentro de la esfera administrativa. Por esto Laband las caracteriza con el nombre de "leyes administrativas"(Verwaítungsgesetzse), es decir, leyes referentes a la administración o que hacen administración, en oposición a las "leyes referentes al derecho". Y por ello entiende que, en el fondo, sólo constituyen manifestaciones de la función y de la potestad administrativas, o sea actos administrativos. Ya Rousseau había distinguido, en este mismo sentido, "dos voluntades generales, una con respecto a todos los ciudadanos y la otra para los miembros de la administración únicamente" (Contrat social, lib. III, cap. v). Por lo tanto, en esta segunda teoría, habrá de dividirse la actividad del Estado en la forma siguiente. Por una parte, las decisiones que crean reglas —generales o especiales (Rechtssatz)— de derecho. Cualquiera que fuere la autoridad de la que emanan, estas decisiones constituyen en el fondo actos de legislación. Así pues, Laband (loe. cit., vol. n, p. 381) no duda en calificar de leyes materiales los reglamentos dictados por la autoridad administrativa, cuando contienen prescripciones que atañen a los ciudadanos en su derecho individual; Jellinek (op. cit., p. 385) afirma asimismo que una ordenanza administrativa que tenga por contenido una prescripción referente al derecho individual es una ley material en forma de acto administrativo, y deduce de ello (L'État moderne, ed. francesa, vol. u, p. 323) que por su poder reglamentario la autoridad administrativa participa, en algunos casos, en la legislación material. Por otra parte, existen actos administrativos que no entrañan, para los ciudadanos, ninguna nueva consecuencia jurídica, sino que manteniéndose dentro de los límites del derecho individual existente, se reducen a aplicar ese derecho a los ciudadanos por la vía de decisiones particulares, o también, cuando proceden por la vía de prescripciones reglamentarias, se ciñen a la organización y a la reglamentación internas de los servicios públicos. Las decisiones o prescripciones de esta clase, desde el punto de vista material, son actos administrativos, incluso en el caso de que tuvieran por autor al órgano legislativo. Se puede, pues, definir la administración como el conjunto de aquellos actos del Estado que no crean nuevo derecho para los subditos. 102. Toda esta teoría ha salido de las tendencias inherentes al constitucionalismomoderno. Mientras que la antigüedad había concebido a la ley como siendo ante todo una regla general, el concepto según el cual la ley tiene por función propia y por especial objeto regular el dere
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290 FUNCIONES DEL ESTADO [102 cho referente a los particulares, responde directamente a la preocupación política moderna de limitar la potestad de la autoridad gubernamental y administrativa respecto de los ciudadanos, haciendo depender esencialmente la reglamentación del derecho individual de la voluntad de las asambleas legislativas electas. Este concepto se ha formado especialmente en los países de monarquía limitada. Así, por ejemplo, en Alemania, donde se ha extendido tanto la doctrina de la ley-regia de derecho, dicha doctrina, desde el punto de vista político, se inspira en la idea de que el monarca puede desde luego, por virtud de su potestad administrativa, organizar y reglamentar por sus propias ordenanzas los servicios administrativos, pero que en cambio no puede admitirse que los derechos de los subditos puedan ser modificados por el monarca al estatuir por su sola voluntad en forma de ordenanza administrativa; así como los impuestos no pueden establecerse sino mediante el consentimiento de la asamblea que representa al pueblo, así también se precisa en principio de una ley para la adopción de cualquier regla que alcance a los ciudadanos en sus derechos, lo que significa que semejante regla no podrá ser decretada por el monarca sino mediante la intervención y el consentimiento previo de las Cámaras. Este es también, según Duguit (l État vol. ii, pp. 293 ss.) el punto de vista que prevaleció en Francia en la época monárquica de las Cartas y particularmente durante la Carta de 1830 (cf. Jellinek, Gesetz und Verordnung, p. 255). De este concepto se deriva una importante consecuencia práctica, sobre la que los autores alemanes gustan de insistir y que se refiere a la distinción entre las materias legislativas y administrativas, o lo que es lo mismo, a la delimitación de los respectivos campos de la ley y del reglamento. Dicha consecuencia es la siguiente: En principio, cualquier regla de derecho es materia de ley, pues exige una ley formal y no puede ser dictada más que por el órgano legislativo; y en este mismo sentido la regla de derecho, desde el punto de vista constitucional, forma la ley material. La ordenanza o el reglamento administrativo sólo tiene, pues, por campo o materia propia, las reglas de ejecución de las leyes y aquellas otras relativas a la organización y al funcionamiento de los servicios administrativos. En cuanto a crear reglas de derecho que sean obligatorias para los ciudadanos, el reglamento sólo puede hacerlo cuando la autoridad administrativa haya recibido de una ley un poder especial para dicho efecto. A falta de una habilitación "que resulte de un texto legislativo, la autoridad administrativa no puede decretar en legislación material. Para legitimar la definición material de la ley que acaba de indicarse, los autores alemanes no se atienen a las consideraciones racionales o políticas, sino que invocan ante todo derecho positivo vigente, deduciendo de la Constitución misma el concepto de la ley-regia de derecho.
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102] FUNCIÓN LEGISLATIVA 291 Anschütz, particularmente, que dedica a esta demostración su monografía ya citada, Die gegenwartigen Theorien über den Begriff der gesetzgebenden Gewalt, se esfuerza por demostrar (2a ed., pp. 170 a 172) que el concepto de la ley-regia de derecho tiene su fuente en las antiguas tradiciones del derecho público alemán y que se confirmó por las diversas Constituciones que, durante la primera mitad del siglo xix, han llegado a fundar en los Estados alemanes el régimen de la monarquía limitada. Anschütz se apoya especialmente en las numerosas Constituciones del período 1814-1830,4 que especifican que la intervención y el asentimiento del Landtag son necesarios "para todas aquellas leyes que se refieren a la libertad y a la propiedad de las personas". Con dicha fórmula —dice Anschütz-— Jas Constituciones de dicha época establecen claramente que la reglamentación de los derechos de los ciudadanos constituye el objeto propio de la competencia legislativa reservada a las Cámaras y que por lo tanto la regla de derecho es la materia especial de la ley en el sentido constitucional de la palabra. De este modo -—añade dicho autor—se desprende definitivamente el concepto según el cual la palabra ley, en su acepción material, designa la regla de derecho individual. A medida que ese concepto se fue afirmando en la práctica constitucional y en el criterio público, se fue haciendo superfluo especificar explícitamente, en los textos, aquellas materias para las cuales es indispensable una ley formal. Es por lo que las Constituciones posteriores se limitan a declarar que la forma legislativa, es decir, el concurso y el consentimiento del Landtag, son necesarios para "cualquier ley". Este lenguaje, empleado por vez primera en la Constitución wurtemburguesa de 1819 (art. 88) es reproducido por la Constitución sajona de 1831 (art. 86) y finalmente la Constitución prusiana de 1850 (art. 62). Su alcance —según Lnschütz— no puede ponerse en duda, y significa que para toda ley mairial, es decir, para toda prescripción que contenga una regla de derechoplicable a los ciudadanos, la Constitución exige una ley formal y exclue la vía de la ordenanza que se funda en la sola voluntad del monarca.esta interpretación de los textos constitucionales es adoptada hoy por la•an mayoría de los autores alemanes. Así se ve que Laband (loe. Cit ti. ii, pp. 382 ss.) declara que la Constitución del Imperio, así como las Prusia y de los otros Estados confederados, "sobreentiende, como un ioma, que las disposiciones jurídicas (Rechtssaíze) han de establecerse la vía legislativa". O. Mayer (op. cit,, ed. francesa, vol. i, pp. 92 ss.) •e igualmente que "de una manera general, todo aquello que se tradupor una lesión a la libertad o a la propiedad" forma parte de la esfera reservada a la ley, esfera en favor de la cual existe constitucionalmente También se encontrará la lelación de dichas Constituciones en O. Mayer, op. cit., 6' ed.,52. n. 6.
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292 FUNCIONES DEL ESTADO [102-103 una "exclusión de la iniciativa del Ejecutivo". G. Meyer (op. cit., 6* ed.,pp. 561 ss., p. 603.; texto y n. 10) deduce de ello que la vía de la ordenanza queda excluida para todo aquello que sea reglamentación de los derechos de las personas. La autoridad administrativa sólo puede emitir ordenanzas que contengan semejante reglamentación en los casos en que se encuentra expresamente habilitada para ello por un texto de ley (ver en el mismo sentido: Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 15 ss., 28 ss.; Jellinek, op. cit., pp. 254 ss.; Seligman, op. cit., pp. 113 ss., y los demás autores citados por G. Meyer, loe. cit., p. 563, re. 7 y por Fleischmann, "Diematerieíle Gesetzgebung", Handbuch der Politik, vol. i, pp. 269 ss.) 103. Los autores alemanes no se han limitado a despejar su teoría de la ley material en el terreno de su derecho nacional, sino que pretenden además que dicha teoría es la del derecho francés. Jellinek (op. cit.,pp. 77 y 99) sostiene que desde 1789 la regla de derecho, en Francia, constituye la materia especial de la ley, y en ese sentido invoca la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, cuyos arts. 4, 5, 7, 8, 10 y 11 implican, según él, que la reglamentación y la limitación de los derechos de los ciudadanos dependen de la ley, y sólo de ella. El art. 4, en particular, parece consagrar claramente ese principio, al decir: "El ejercicio de los derechos de cada hombre no tiene más límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de esos mismos derechos. Dichos límites sólo pueden ser determinados por la ley". De esto bien parece resultar que las facultades jurídicas de los ciudadanos no pueden modificarse por un simple reglamento administrativo. Esto 168
1685
Cf. Hubrich, Das Reichsgerícht übcr dun Gesetzes und Verordnungsbegrijf nach Reichsrecht (ver especialmente pp. 10 ss., 57 ss.), que analiza buen número de decisiones del tribunal del Imperio señalando la interpretación que debe darse a los textos de la Constitución del Imperio referentes al concepto de ley y de poder legislativo, y que muestra que esos textos fueron interpretados por la Corte de Leipzig como estableciendo el concepto material de la ley-regia de derecho. Ha habido, sin embargo, disidencias. El representante principal de la opinión opuesta es Arndt, el cual, en una serie de escritos (ver especialmente Das Verordnungfirecht des deutschen Reiches, pp. 57 ss.; Die Verfassungsurkunde für den premsischen Staat, 6 ed., pp. 241 ss.; Das selbstandige Verordnungsrecht, pp. 37 ss.,- 64ssJ, sostiene que, para Prusia así como para el Imperio, "el concepto de ley, en los textos constitucionales alemanes, es un concepto puramente formal, libre de toda consideración relativa al contenido del acto hecho en forma legislativa" (traducido del Staatsrccht des deutschen Reiches de Arndt, pp. 157 ss.). En lo que se refiere especialmente a Prusia, Arndi desarrolla la tesis de que la esfera reservada a la legislación, en oposición a la ordenanza, se determina únicamente por la enumeración limitativa de las materias para las cuales se exige una ley formal por un texto expreso de la Constitución. Todo aquello que no se halla comprendido dentro de dicha enumeración constitucional puede, según ese autor, regularse mediante ordenanzas del monarca, el cual estatuye praetcr legern. En el mismo sentido: Bornhak. Preussisches Staatsrecht, vol. i, p. 486 ss. y Allg. Staatslehre, pp. 165 ss., y los autores citados por G. Meyer, op. cit., 6" ed., p. 563, n. 7. En Francia, Cahen (op. cit., p. 296) declara que adopta, respecto a este último punto, las ideas de Arndt.
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103-104] FUNCIÓN LEGISLATIVA 293 es, en efecto, lo que enseñan corrientemente los autores franceses. Duguit, por ejemplo (UÉtat, vol. n, pp. 334 y 335), dice: "Existe un principio cierto, y es que una ley formal, únicamente, puede afectar a los derechos individuales. En cuanto a las materias sobre las cuales puede legislarse en forma reglamentaria, son todas aquellas que no se refieren directamente a los derechos individuales de los ciudadanos". Asimismo, E. Fierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire 2* ed., n° 5.1, dice: "El poder legislativo es el único que puede regular el estado de las personas, los derechos civiles y políticos, los efectos de las convenciones, tocar al derecho de propiedad, etc." Idéntica doctrina profesa Hauriou. Este autor, que en la 59 edición de su Précis de droit administrctif (p. 20) había escrito ya: "El campo reservado del derecho legal es la personalidad jurídica", repite hoy que el derecho legal se elabora "con la idea de la garantía de las libertades individuales" y "en el interés individual" de los miembros del Estado (6* ed., p. 297; cf. 8? ed., p. 46). Formula después este principio: "Es y debe ser materia de ley toda nueva condición impuesta al ejercicio de una libertad", añadiendo que la organización de la libertad individual comprende asimismo "las reglas orgánicas cíelos poderes públicos y aquellas que organizan las transacciones privadas (derecho civil y derecho comercial)" (8? ed., p. 47). Por esto la teoría de Hauriou se aproxima mucho a la de Laband, que identifica la ley material con la regla de derecho individual. 104. ¿Qué debe pensarse de esta teoría? Para apreciar el valor de la misma, es preciso percatarse bien de su alcance. Al decir que el elemento propio de la legislación es la regla de derecho, los autores alemanes no pretenden de ningún modo limitar la extensión de la potestad legislativa a ese objeto especial. Reconocen que dicha extensión, en un sentido, es indefinida, pues la potestad legislativa no tiene límites, por cuanto el órgano legislativo siempre es dueño de atraer hacia sí y de apropiarse cualquier materia, sea regla de derecho u otra, sobre la que desee legislar. Bajo este aspecto, cualquier prescripción puede llegar a ser materia de ley; y, por el hecho mismo de que una prescrioción haya sido emitida en forma legislativa, la materia a la cual se refiere se encuentra incorporada al campo de la legislación, en el sentido de que se sustrae a la autoridad administrativa, que ya no puede reglamentarla por sus ordenanzas. Esto ocurre, según Laband (loe. cit., vol. II, pp. 353 ss., 485 y 486), en lo que concierne a las reglas cíe orden administrativo. La autoridad administrativa no puede estatuir sobre aquellos objetos de administración que, de hecho, se encuentran ya regulados por las leyes. Pero al menos tiene competencia para estatuir por su propia potestad sobre las materias administrativas, hasta donde la ausencia de ley en cuanto a dichas materias le deje el campo libre. No puede, pues, decirse
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294 FUNCIONES DEL ESTADO [104 que la reglamentación administrativa sea, en principio, materia reservada a la ley. Por el contrario, las prescripciones que producen algún efecto por encima de la esfera administrativa, o sea con respecto a los ciudadanos mismos, constituyen, propiamente hablando, "la reserva de la ley" (según expresión de O. Mayer, loe. cit., vol. i, p. 92), por el motivo de que dependen exclusivamente de la potestad del órgano legislativo y no pueden, salvo en el caso de una habilitación legislativa, ser dictadas por la autoridad administrativa. En este preciso sentido es,en el que los autores alemanes definen la ley material como regla de derecho. Y fundan dicha definición en esta doble afirmación: por una parte, que las Constituciones sólo reservan especialmente para la competencia legislativa aquellas materias que se refieren al "derecho" (individual); y por otra parte, que reservan especialmente el nombre de ley para aquellas reglas que contengan "derecho" (individual). Ahora bien, ambas afirmaciones, precisamente, pueden ser objeto de impugnación. Como se ha visto antes (pp. 291-292), las Constituciones alemanas, desde el punto de vista de los principios que formulan respecto a la competencia del órgano legislativo, pueden dividirse en dos grupos. Unas plantean esta competencia diciendo que la intervención de las Cámaras es necesaria "para cualquier ley"; y otras afirman que la intervención de las Cámaras es necesaria "para todas las leyes que afectan al derecho de las personas". Ninguna de estas fórmulas justifica la doble afirmación de los autores alemanes referente al concepto de ley material. La primera fórmula es la de la Constitución prusiana, por ejemplo, cuyo art. 62 dice: "La potestad legislativa se ejerce colectivamente por el rey y dos Cámaras (cf. Carta de 1814, art. 15 y Carta de 1830, art. 14). El acuerdo entre el rey y ambas Cámaras es indispensable para toda ley". Según Laband (Budgetrecht, p. 10), al que siguen en este punto numerosos autores (Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 16, 18 ss.; Seligmann, op. cit., pp. 114 ss.; G. Meyer, op. cit., 6" ed., p. 560, y los autores citados por G. Mcyer, eod. loe., n. 5), la palabra ley al final de dicho texto debió emplearse en un sentido material, pues de lo contrario los dos párrafos del texto no harían sino repetir la misma cosa, careciendo totalmente de sentido dicha repetición. Se sostiene, pues, que el art. 62 contiene a la vez un concepto formal y un concepto material de la ley. La definición formal se deduce del hecho de que el texto exige en primer lugar, para la formación de la ley, el concurso de las Cámaras y el rey. Pero para darle un sentido lógico al segundo párrafo, que dice que la forma legislativa se requiere "para cualquier ley", hay que admitir que dicho párrafo tuvo por objeto imponer la condición del asentimiento previo de las Cámaras para ciertas disposiciones de determinada naturaleza; en otros términos: que la palabra ley se entendió aquí en sentido material. Ahora que este sentido
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104] FUNCIÓN LEGISLATIVA 295 material, revelado, según se dice, por los precedentes constitucionales y por los debates parlamentarios anteriores a la Constitución de 1850 (Ansehütz, loc. cit., pp. 136 ss.), no puede ser otro que el de la regla de derecho. Así pues, el art. 62 vendría a significar que se precisa una ley formal para la adopción de cualquier regla concerniente al derecho individual. Pero para el jurista que emprende sin prevención la lectura del art. 62, la argumentación que acaba de exponerse no es decisiva ni mucho ráenos. Como sostiene Arndt (Verordnungsrecht des deutschen Reiches, pp.2055., 49 ss.; Verfassungsurkunde für den preussischen Staat, 6a ed., pp. 241 ss.), es muy posible que el art. 62 haya tenido únicamente por objeto determinar cómo nace una ley, sin que dicho texto haya tenido jamás la intención de fijar los casos en los cuales una ley es necesaria. Puede, en efecto, interpretarse el art. 62 en la forma siguiente: dicho texto, después de haber formulado en principio, en su primer párrafo, que el rey con las Cámaras concurren para formar el órgano legislativo de Prusia, cuida especialmente de precisar en qué sentido la Corona y el Parlamento se hallan investidos "colectivamente" de la potestad legislativa, y con dicho objeto especifica, en un segundo párrafo, que una ley no puede formarse más que por medio de un "acuerdo" entre el monarca y las asambleas. El objeto de la segunda mitad del texto es, pues, afirmar especialmente la necesidad de ese acuerdo para la formación de toda ley. Esta lectura o interpretación le da un sentido útil a ambas partes del art. 62. La impresión que produce así el art. 62 parece fortificarse aun más por los términos en los cuales está redactado el art. 5 de la Constitución del Imperio, que formula para el Imperio una regla que corresponde a la que establece para Prusia el art. 62. Según dicho art. 5, "la potestad legislativa del Imperio se ejerce por el Bundesrat y el Reichstag. El acuerdo entre las decisiones tomadas por mayoría de votos por esas dos asambleas es necesario y suficiente para la adopción de una ley imperial". Por mucho que digan Laband (Droit public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. II, pp. 384 ss J, Seligmann (op. cit., pp. 120 ss.) y otros más (citados por G. Meyer, loe. cit., p. 603, n. 10), el mismo tenor de esta última frase induce a pensar, a todo lector no prevenido, que se trata únicamente de las condiciones requeridas para la confección de la ley formal y que en ningún modo tiene el texto por objeto ni por efecto fijar el campo de la legislación ni tampoco el concepto material de la ley." 6 Cuando, por ejemplo, el art. 5 de la Constitución del Imperio declara que el acuerdo de las mayorías del Bundesrat y del Reichstag es "suficiente" para la formación de las leyes de Imperio, el objeto de dicho texto es el de especificar que •—a diferencia de lo que exige el art. 78 para la adopción de las leyes modificativas de la misma Constitución— la simple
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296 FUNCIONES DEL ESTADO Se puede, pues, sacar la conclusión de que las Constituciones de este primer grupo solamente proporcionan una base muy incierta para la opinión que pretende que únicamente la regla de derecho forma la materia propia de la ley. La expresión de los textos citados, antes bien, despierta ía idea de que en el actual estado del derecho alemán sólo existe coristitucionalmente una definición formal de la ley. Y en cuanto a la materia de la ley, el único punto que se destaca con certeza en dichos textos es que la citada materia es ilimitada; ilimitada por lo menos en el sentido de que basta con la voluntad del órgano legislativo para erigir toda regla, cualquiera que fuere su objeto en materia de ligisiación. Alegan sin embargo los autores alemanes que el concepto de ley ha sido claramente precisado por otra serie de Constituciones, o sea aquellas que datan cíe la primera parte del siglo xix y que —como antes se ha visto— tienen especial cuidado en declarar que el rey precisa del concurso de las Cámaras "para todas aquellas leyes que se refieren al derecho de las personas". Según Anschütz (loe cil., p. 168), esa fórmula constitucional implica una distinción fundamental entre las reglas de derecho, que son las únicas que constituyen leyes, y las reglas de administración, que no entran dentro del concepto de legislación. Pero esta manera de ver se contradice por los mismos términos de las Constituciones citadas por Anschütz. Debe observarse, en efecto, que las Constituciones de este segundo grupo de ningún modo restringen el concepto de ley a las reglas de derecho únicamente, sino que se limitan a requerir el con- ?entimienlo de las Cámaras "para agüellas leyes" que entrañan derecho individua], dando así a entender que, entre las reglas que no conciernen al derecho de los subditos, y que por consiguiente dependen únicamente del monarca, existen algunas que son en sí "leyes". Lejos, pues, de identificar a la ley con la regla de derecho, las Constituciones referidas dejan indeciso el concepto de ley, y en realidad —como muy acertadamente lo indica Jellinck (op, cu., pp. 109110)— dividen el campo de la legislación en dos partes: una en la cual la voluntad del monarca se subordina a la adhesión de las Cámaras, y otra en la que el rey conserva el poder de legislar por sí solo. Así pues, desde esíe punto de vista tampoco puede afirmarse con certeza que la oposición entre leyes materiales y formales, tal como la entienden los autores alemanes, haya sido francamente percibida y adoptada por sus Constituciones nacionales. 7mayoría de votos, tanto en el Budesrat como en el Reichstag, basta para la adopción de las leyes ordinarias. Esto tiende desde luego a probar que el art. 5 no se preocupa más que de las condiciones formales requeridas para el ejercicio de la potestad legislativa. En el sentido antes indicado se puede añadir que actualmente un gran número de leyes alemanas se cuidan mucho —al emplear, en el curso de su texto, la palabra "ley" en la acepción especial de la regla de derecho— de prevenir al lector y al intérprete. Por ejemplo.
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105] FUNCIÓN LEGISLATIVA 297 105. Por lo demás, y sea la que fuere la solución que convenga dar a dicho problema de derecho constitucional alemán, no hay duda de que el concepto de ley material-regia de derecho carece totalmente de fundamento en el derecho francés. El argumento que se ha intentado deducir de los textos de la Declaración de 1789 para la distinción entre los campos de la ley y el reglamento (ver p. 292, supra) no prueba gran cosa, ya que la Asamblea nacional de 1789 no reconoció al rey ningún poder reglamentario. En cambio, es absolutamente cierto que desde el año VII las Constituciones francesas no se adhieren a ningún concepto material de la ley. Actualmente, al decir el art. P de la ley de 25 de febrero de 1875 —que es el texto que corresponde en la legislación francesa al art. 62 prusiano y al art. 5 alemán— que "el poder legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de diputados y el Senado", no es posible sacar de esta fórmula, ni tampoco de ningún otro artículo de las leyes constitucionales de 1875, la menor indicación que permita afirmar que, encuentra una advertencia de esa especie en el art. 2 de la ley introductoria del Código civil de 18 de agosto de 1896, concebido así: "Ley en el sentido del Código civil y de la presente ley, es toda regla de derecho". Ver asimismo las leyes introductorias de la Civilproccssordnung, art. 12, de la Strafprocessordnung, art. 7, de la Konkursordnung, art. 2 (cf. p. 269, supra). Se ha dado la explicación de esas advertencias de orden terminológico exponiendo que la palabra "ley" posee otra acepción, formal ésta, por la que designa todo acto hecho en forma de ley por el órgano legislativo; y siendo el objeto de los artículos de introducción antes citados, ciertamente, el excluir esta segunda acepción, se ha llegado a la conclusión de que, en rl sistema del derecho alemán, la palabra ley — cuando no se refiere a la ley formal— designa la regla de derecho, al constituir ésta la ley material. Pero la precaución terminológica que toman los artículos de referencia ¿no podría sustituirse perfectamente por la idea de que la ley, considerada en su contenido en oposición a su forma, o sea la ley material, no solamente puede consistir en reglas de derecho, sino también en reglas de diferente naturaleza, en cuyo caso dichos artículos implicarían que la "regla de derecho" no forma de manera exclusiva la materia normal de la legislación? La verdad es que, en efecto, entre las reglas legislativas, unas son reglas de derecho (individual) y las otras no tienen ese carácter. Ahora bien, la regla de derecho tiene, como tal regla, es decir, por cuanto penetra en la condición jurídica de los particulares, ciertos efectos de derecho que le son peculiares y que no pertenecen a cualquier regla legislativa indistintamente. Por eso es por lo que las leyesintroductorias antes citadas se refieren a la regla de derecho como a una regla de clase especial. Pero, por lo demás, no significan por sí solas que el concepto de ley material se identifique con el de regla de derecho. A este propósito es conveniente observar que, en la literatura alemana actual, existe una tendencia muy clara a darle en principio n la palabra ley un sentido formal. O. Mayer op.cit., ed. francesa, vol. i, p. 88 n.) había dicho ya: "Para nosotros no existen dos conceptos de ley: La ley es la ley constitucional, el acto proveniente del concurso del príncipe y de la representación nacional en la vía prescrita por la Constitución, o sea la ley en el sentido formal". En el reciente Handbuch der Politik, vol. I, Fleíschmann (Die materielle Gesetzgebung,p. 273) dice igualmente: "Únicamente la ley en el sentido formal es ley en el sentido constitucional"
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.298 FUNCIONES DEL ESTADO [105-106 en derecho positivo francés, la ley se confunde con las reglas de derecho individual o con cualquier clase de reglas que tengan un contenido especial determinado por la Constitución. En Francia, el concepto constitucional de ley es independiente del contenido de la prescripción elaborada en forma legislativa. Una regla de orden administrativo, es decir, que no ha de surtir efectos sino en el interior del organismo administrativo, es susceptible de constituir la materia de una ley con el mismo título que una regla destinada a ser aplicada a los ciudadanos. Verdad es que esta última clase de prescripciones, en principio, están reservadas al órgano legislativo; pero nada autoriza a afirmar que, según el derecho francés,. legislación sólo comprenda como materias reservadas las reglas que se refieren al derecho de las personas, 106. Los autores franceses que adoptaron la teoría alemana de laley materialregia de derecho han cometido el error de perder de vista que el problema relativo al concepto constitucional de la ley se formula en Francia de muy diverso modo que en Alemania. El concepto alemán de la ley, como tan bien lo ha demostrado Anschiitz (loe. cit., pp. 6ss.; cf. Arndt, Verordnungsrecht des deutschfin Reiches, pp. 64 ss.; G. Meyer, loc. cit,, pp. 244 ss.), tiene su punto de partida en el sistema monárquico de los Estados alemanes, y en particular de Prusia, según el cual, teóricamente todos los derechos de potestad estatal residen en-principio en el rey, así como históricamente le perteneció plenamente el ejercicio de dichos derechos hasta el advenimiento del régimen constitucional moderno. Este régimen constitucional fue introducido, en el curso del siglo xix, por las diversas Constituciones alemanas que vinieron, o bien a transferir el ejercicio efectivo de los poderes cuyo titular propio sigue siendo el monarca, a órganos distintos de él, o por lo menos a subordinar el ejercicio de dichos poderes por el monarca al concurso y a la adhesión de órganos distintos, entre los cuales figuran particularmente, para el ejercicio de la potestad legislativa, las asambleas llamadas representativas (Aiischütz, loc. cit., p. 11). Pero esas Constituciones alemanas, que así sustituyeron la monarquía limitada a la antigua monarquía absoluta, hallaron su origen, histórica y jurídicamente, en la voluntad del príncipe, en el sentido de que éste fue quien en su origen las concedió y quien, por dicha concesión, restringió y limitó él mismo su potestad anterior. Sigúese de aquí que el monarca conservó para sí indefinidamente, no sólo nominalmente, sino también en cuanto a su libre ejercicio, todos aquellos poderes suyos anteriores que no delegó por la Constitución a nuevas autoridades, o que no subordinó, por lo que se refiere a las condiciones de su ejercicio, a la intervención de órganos diferentes de él. Se comprende entonces por qué la doctrina alemana se ha esforzado por demostrar que en los textos que subordinan la confección de la ley al asentimiento de las Cámaras,
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106] FUNCIÓN LEGISLATIVA 299 por ejemplo en el art. 62 prusiano, la palabra ley sólo se refiera, según su sentido tradicional y según los trabajos preparatorios, a la regla referente al derecho de los ciudadanos. El objeto —muy considerable— de dicha-demostración, fue el de establecer que el monarca solamente se despojó del libre ejercicio de la potestad legislativa en aquello que concierne a las regías llamadas de derecho, pero que para todas las demás reglas conservó el poder constitucional de dictarlas por sí solo en forma de ordenanzas. Junto a las reglas que así exigen la deliberación y la adopción por las asambleas, existe, pues, según esta tesis, un amplio campo de reglamentación que es el de la ordenanza y que sigue perteneciéndole al monarca estatuyendo por su sola potestad. De esto ha salido la distinción en Alemania entre leyes materiales y leyes formales. La ley material es toda prescripción susceptible de producir algún nuevo efecto jurídico con respecto a los subditos. Toda prescripción de esta clase, o sea toda regla de derecho, constituye en efecto materia de ley, en el preciso sentido de que debe ser objeto de una ley formal, es decir, de una ley que habrá de someterse al voto de las Cámaras antes de poder ser decretada por el rey. El campo de la legislación material es, pues, aquel que depende de la competencia del Parlamento. En sentido inverso, toda decisión, prescripción o reglamentación que no concierne a los súbditos o que permanece dentro de los límites del orden jurídico individual vigente, deja de formar parte del campo de la legislación, no es ya materia de ley. Puesto que, en efecto, el monarca ha conservado para sí solo todos aquellos poderes de los que no se ha despojado por la Constitución, resulta por la interpretación dada en Alemania al art. 62 de la Constitución prusiana y a los textos análogos de las demás Constituciones alemanas, que las decisiones o reglas de este segundo género pueden ser dictadas por el monarca actuando por su sola voluntad por vía de ordenanza y sin la intervención de las Cámaras. Esta es la parte de su antiguo poder legislativo que el rey continúa poseyendo y ejerciendo de manera exclusiva. Y si, de hecho, algunas prescripciones de este segundo género son emitidas en forma legislativa con el concurso de las Cámaras, la ley así creada sólo constituirá una ley formal, es decir, una ley que se refiere a una materia no legislativa en sí. Se ve con ello que la teoría de las leyes materiales y formales se ha formado en Alemania por la evolución del derecho monárquico propio de dicho país, relacionándose íntimamente con dicha evolución y explicándose tan sólo por ella. Muy distinto es, a este respecto, el punto de partida del sistema francés. El rey después de 1789, y actualmente el Presidente de la República, no tiene más poderes que aquellos que le son conferidos especialmente por la Constitución. Esto ocurre, por ejemplo, en lo que concierne a su poder de reglamentación. Y la fórmula constitucional que determina el
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300 FUNCIONES DEL ESTADO [106-107 fundamento y la extensión del poder reglamentario del jefe del Estado (actualmente la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 3: "El Presidente asegura la ejecución de las leyes") es —como luego se verá (núms. 190 ss.)— muy significativa, y al mismo tiempo de una precisión muy rigurosa, pues implica que los reglamentos presidenciales sólo pueden dictarse en ejecución de las leyes. Resulta de ello que en derecho francés no existe ningún campo de reglamentación en el que pueda ejercerse libremente la iniciativa propia del jefe del Ejecutivo, pues sea cualquiera la materia de que se trate, el reglamento presidencial sólo puede intervenir en cuanto se refiera a una ley anterior de la cual constituya la ejecución. En sentido inverso, al no poder intervenir el reglamento sino a consecuencia de una ley, resulta que ésta, en virtud misma de dicha prioridad, tiene un campo y una materia ilimitada: lo que está reservado a la ley no es ya solamente la regla de derecho, sino toda prescripción que no se halle dentro del cuadro de las leyes existentes. Por estos motivos, es evidente que en derecho francés no hay sitio para la doctrina que define a la ley, desde el punto de vista material, como regla de derecho. Y de una manera general se puede afirmar que los autores franceses que tornaron de la literatura alemana el concepto de ley material para introducirlo en el derecho público francés cometieron con ello un error completo, pues no se dieron cuenta de que dicho concepto procede de causas jurídicas que son especiales de Alemania y que no se encuentran para nada en el sistema constitucional actual de Francia.
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107, Si se examina ahora la teoría de la ley-regia de derecho desde el punto de vista de su valor racional o práctico, parecerá tan injustificable, bajo este aspecto, como injustificada está desde el punto de vista del derecho constitucional vigente. Ante todo se le puede reprochar el proceder de una idea preconcebida y arbitraria referente al concepto de regla de derecho. Laband y Jellinek sólo consideran como derecho aquellas prescripciones que tienen por especial objeto fijar la condición jurídica de los subditos del Estado. Pero el concepto de derecho es mucho más amplio: comprende indistinta e indefinidamente todas las prescripciones que concurren para establecer en el Estado cierto orden, cierta reglamentación, que gobierne superiormente su actividad o la de sus miembros. Las reglas relativas a la organización interior de los cuerpos públicos, los principios directores que rigen el funcionamiento de los servicios administrativos, forman parte integrante y constituyen un elemento importante de ese orden regulador. No es posible, pues, negarles su carácter de reglas de derecho: dichas reglas constituyen indudablemente derecho administrativo, pero derecho al fin. Al negarles el valor de reglas jurídicas, Laband y Jellinek se aproximan,
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302 FUNCIONES DEL ESTADO [107 en provecho del administrado lesionado, un recurso tendiente a asegurar el respeto a su derecho y que, como tal, dé lugar a jurisdicción. La existencia de esta vía de derecho es precisamente, según Laband, un criterio que permite discernir la regla jurídica o ley material de la regla simplemente administrativa, la que sólo puede constituir legislación formal. Es perfectamente cierto, en efecto, que no todas las leyes formales engendran derecho individual, y particularmente, que no de todas nace un recurso propiamente dicho a favor del ciudadano que pretenda haber sido lesionado por su inobservancia. Se tiene prueba de ello, en derecho francés, en el hecho de que la violación de la ley por un acto administrativo no basta por sí sola para entablar el recurso de anulación contra el acto por causa de extralimitación de poderes. Es necesario, además, que la parte reclamante justifique que el acto contrario a la ley la lesiona en su derecho personal. Es por lo que esta causa particular de recurso por extralimitación de poderes lleva el nombre de "violación de la ley y de los derechos adquiridos". Esto es como decir que la violación de la ley no origina el recurso sino en cuanto la ley legal desconocida por la autoridad administrativa ha establecido en favor de los administrados un derecho subjetivo frente al Estado y a sus agentes administrativos. Este punto ha sido claramente indicado por Hauriou (op. cit., 8" ed., p. 463). Así pues, el vicio de violación de la ley, por lo que concierne al recurso por extralimitación de poderes, consiste exactamente en 3a violación de un derecho legal de los administrados, de manera que la violación de dicho derecho individual constituye, no ya sólo una condición de admisión del recurso, como dice Hauriou (loe. czí., pp. 460 ss.), sino también, como indica Laferriére (loe. cu., 2* ed., vol, u, p. 534), una condición de interposición del recurso. Es, pues, indiscutible que numerosas leyes limitan su eficacia al interior de la esfera administrativa y no pretenden —incluso cuando en el fondo sus disposiciones vayan a favor de los administrados— conferir a éstos ningún derecho propiamente dicho. Sin embargo, no es esto motivo para negar a dichas leyes el carácter de reglas de derecho. Semejante conclusión, de ser admitida, nos llevaría riada menos que a la negación del carácter jurídico de gran parte del derecho público, o sea de toda aquella parte que constituye el "derecho del Estado" en el sentido estricto de la palabra, es decir, un derecho propio del Estado y rio el derecho especial de sus subditos. Pero esta conclusión, así como la oposición establecida por Laband entre las "leyes que crean derecho" y las "leyes concernientes a la administración", se funda en un completo desconocimiento de la íntima relación que liga al Estado con sus subditos. Laband pretende tratar al Estado como personalidad totalmente independiente de los hombres que lo componen, cuando en realidad es imposible, no ya
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107] FUNCIÓN LEGISLATIVA 303 concebir al Estado sin sus subditos, sino también ver en él otra cosa que la personificación de la colectividad de sus miembros orgánicamente unificada (ver 4, supra). Se deduce de esto que las prescripciones que conciernen al funcionamiento administrativo del Estado no pueden considerarse como una reglamentación enteramente indiferente a los ciudadanos, como derecho que les sea perfectamente extraño. El derecho del Estado, aunque no consista absolutamente en reglas de derecho individual. es sin embargo el derecho de los ciudadanos por cuanto éstos son miembros de la colectividad.10 No hay, pues, comparación posible entre las reglas de conducta que un particular pueda fijarse para la gestión de sus asuntos y las reglas legislativas que el Estado dicta para la administración de sus servicios. El reglamento adoptado por un simple particular no es sino un acto esencialmente privado. Por el contrario, el Estado no podría concebirse de tal manera distinto de sus miembros que se pudiera suponer que, al formular reglas para la organización y la marcha de sus servicios, actúa exclusivamente dentro de los límites de su esfera de intereses propios, en oposición a la esfera de intereses de sus miembros. Porque se considere al Estado con respecto a sus organismos administrativos, no puede convertirse por eso en una persona de la que pueda decirse que sus asuntos sólo a ella le interesan. 11 Cualquier regla emitida con el objeto de regir la actividad estatal, incluso en el interior del aparato administrativo, constituye un elemento del orden jurídico de la comunidad de los ciudadanos.12 El hecho de que los ciudadanos, en el caso de violación del derecho referente a los asuntos del Estado, carecen de recurso individual, se explica naturalmente por el carácter colectivo propio de este derecho. Así como los ciudadanos, en efecto, sólo participan de este derecho del Estado en su cualidad de miembros de la colectividad, así también sólo pueden reaccionar contra la violación de dicho derecho estatal por mediación de los órganos competentes de la colectividad y en las formas constitucionales previstas por el estatuto de dicha colectividad. La reacción, el recurso, no son individuales; el derecho que nos ocupa tampoco lo es, mas ello no significa que dicho derecho o dicho orden jurídico referente a los asuntos del Estado sea algn indiferente o extraño a los ciudadanos cuya colectividad personifica el Estado. 169
16911 La teoría que exige una ley únicamente para las reglas concernientes al derecho de los individuos y abandona al reglamento o a la ordenanza todo lo que se refiera al funcionamiento interno de los servicios del Estado es una teoría atrasada, que recuerda en cierto modo el concepto primitivo del Código civil, por el cual la propiedad inmueble, considerada, en relación con el adagio "res mobilis, res vilis", como muy superior a la mueble, se hallaba rodeada de muy especiales precauciones, que se rehusaban entonces a la propiedad mueble. Pero en la época presente una disposición, sea general o sea incluso particular, referente a la organización interna del Estado o al funcionamiento de sus asuntos, ¿no tiene a veces repercusiones políticas o económicas que presentan para los ciudadanos mismos un interés más fuerte y poderoso que el que pueda entrañar para ellos una prescripción que se relacione, directamente sin duda, pero quizás en un punto mínimo, con su estado, su capacidad o su patrimonio? 12 Es lo que afirmaba, en el año VIII, el Profet de Code civil, elaborado por la Comisión
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304 FUNCIONES DEL ESTADO [107-108 La distinción que sostiene Laband entre reglas de derecho y reglas administrativas podría, en verdad, defenderse por lo que se refiere a las prescripciones o instrucciones dirigidas por los superiores administrativos a sus agentes subalternos por medio de circulares. La característica de esas recomendaciones o mandamientos es, en efecto, que permanecen lealmente encerrados dentro del círculo de los asuntos internos de la administración y no operan fuera de él, puesto que no solamente los ciudadanos no pueden prevalerse ni quejarse de ellos, sino que tampoco tienen conocimiento de ellos por medio de ninguna publicación oficial, y a veces hasta han de permanecer secretos; no constituyen, pues, derecho "público" (ver n9 224, infra). Otra cosa ocurre con las prescripciones concebidas y publicadas en forma de ley o de ordenanzas: incluso cuando no resultara de dichas prescripciones ningún derecho individual para los ciudadanos, hay que reconocer que crean derecho público, por cuanto trazan la línea de conducta que la autoridad administrativa habrá de seguir jurídicamente para alcan/ar sus fines, y por cuanto también dicha regla de conducta se erige, por el hecho mismo de su publicación, en una regla pública de la nación. El mismo Jellinek parece reconocer implícitamente la exactitud de este punto de vista, al mostrar (op. cit., pp. 255 y 256) que en el Estado constitucional moderno las asambleas legislativas no se contentan con tener dentro de su competencia la reglamentación de la condición jurídica de los ciudadanos, sino que quieren también extender su actividad legisladora a las reglas que rigen la administración, por lo menos a las que tienen más importancia, para así ejercer sobre la administración una influencia directora. Por lo mismo que dichas reglas administrativas tienen alcance de reglamentación pública, que a la vez gobierna superiormente la acción administrativa, aparecen como formando parte esencial de ese orden jurídico superior y nacional cuyo establecimiento constituye indiscutiblemente uno de los principales objetos de la legislación del Estado. 108. La oposición establecida por Laband entre las "leyes que crean derecho" y las "leyes administrativas" no tiene, pues, justificación. Parece, por otra parte, que dicho autor se haya dado cuenta él mismo de cuan discutible era su teoría, pues la somete a diversas restricciones, tan considerables que reducen el alcance de dicha teoría a una cosa insignificante y acaban incluso comprometiéndola por entero. Primeramente, per ejemplo, Laband reconoce que entre las leyes que según su primera definición debieran entrar en la categoría de leyes 170
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del Gobierno, en su libro preliminar, tít. n, art. 2: "Las leyes, sean de la naturaleza que fueren, interesan a la vez al público y a los particulares. Aquellas que interesan a la sociedad más inmediatamente que a los individuos, forman el derecho público de una nación" (Fenet, Travaux préparatoires du Code civil, vol. n, p. 5).
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108] FUNCIÓN LEGISLATIVA 305 administrativas, conviene separar y considerar como leyes materiales la mayor parte de las leyes de organización administrativa, a saber: todas aquellas que conciernen a la creación misma del aparato administrativo y al nombramiento de las autoridades administrativas (loe. cit., vol. n, pp. 523 ss.J. Las reglas relativas al reclutamiento de dichas autoridades, a la cualidad de sus miembros e incluso a la conducta que habrán de seguir, son desde luego para Laband reglas de derecho, porque extienden sus efectos hacia fuera, por cuanto las autoridades de que se trata están provistas de poderes que íes permiten actuar sobre los administrados. Esto ocurre por ejemplo cuando esas reglas han sido formuladas en la Constitución, pero también ocurre cuando se hallan contenidas en las leyes ordinarias. Laband lo explica diciendo que una ley que reglamenta la organización y la actividad de autoridades llamadas a entrar en relación con los ciudadanos ejerce por lo mismo un efecto directo sobre el régimen jurídico que concierne a éstos. Otros autores añaden que con esta clase de reglas el Estado se obliga a ejercer sus poderes por los agentes y según el modo que a sí mismo se impone, limitándose así con respecto a sus subditos y creando por consiguiente derecho individual (Cahen, op. cit., p. 145). En el fondo, la idea contenida en estos diversos razonamientos í=e aproxima singularmente a la tesis sostenida antes, que consiste en afirmar que las prescripciones destinadas a organizar y dirigir la administración forman parte del orden jurídico del cuerpo de ciudadanos. De todos modos Laband (loe. cit.) se ve obligado, por estas consideraciones, a confesar que, en materia de organización administrativa, su doctrina se tiene que reducir finalmente a aplicarse tan sólo a "secretarías, archivos, oficinas técnicas", que a decir verdad sólo ocupan en el organismo administrativo un lugar relativamente restringido y por completo subalterno. Pero este autor le pone a su doctrina una limitación aún mucho más considerable, al abordar la cuestión de averiguar por qué signo positivo podrá reconocerse cuándo una regía relativa a asuntos de administración constituye una simple prescripción administrativa para los funcionarios únicamente o una regla de derecho para los ciudadanos. Esta cuestión suscita muy grandes dificultades (Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 44 TI.) y aquí es donde se ve cómo la característica que la doctrina alemana propone para reconocer la ley material, es en la práctica oscura e incierta, Según una primera opinión sostenida por Seligmann (op. cit., pp. 105 ss.), es en la naturaleza y en el objeto mismos de cada regla en lo que hay que fijarse para comprobar si constituye una prescripción de orden jurídico o de orden administrativo.13 Por ejemplo, una regla que 171
17113
Este punto de vista conduce por otra parte a sutilezas inadmisibles. Por ejemplo, en el caso de una ley de organización judicial, Seligmann distingue según diga el texto: "Tul
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306 FUNCIONES DEL ESTADO [108 fije las horas de trabajo en una oficina del Estado presenta en sí misma, y en el más alto grado, según Seligmann, el carácter de una prescripción que sólo concierne a la actividad interna de los funcionarios adscritos al servicio, y por lo tanto dicha regla, aunque estuviera consagrada por una ley formal, sólo puede constituir una prescripción administrativa. A esto ha replicado O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 117, n. 18) que entre las disposiciones referentes a la conducta de los agentes administrativos que están en contacto con el público, pocas hay cuya naturaleza o cuyo contenido se oponga a que puedan interpretarse como reglas de derecho que producen efectos con respecto a los administrado ver en el mismo sentido Duguit, Traite, vol. i, p. 207). Así, en el ejemplo citado por Seligmann, la persona que, debiendo realizar un acto dentro de cierto plazo, se ve impedida de hacerlo por haberse cerrado la oficina antes de la hora reglamentaria, sufre por este motivo una lesión o daño y tendría manifiesto interés en que se le permitiera alegar la regla sobre las horas de servicio; luego dicha regla se concibe como perfectamente susceptible de formar una regla de derecho, que pudieran invocar los administrados y que impusiera una obligación a la autoridad administrativa con respecto al público. Se desprende de este ejemplo que hasta aquellas prescripciones que por su naturaleza parecen referirse más estrictamente al funcionamiento interno de la administración, pueden perfectamente estar orientadas hacia un fin de creación de derecho individual y erigidas en reglas de orden jurídico, alegables por los interesados. Y es evidente que la tendencia de la legislación moderna es la de aumentar sin cesar la protección a los administrados, multiplicando los casos en los cuales puedan precaverse contra el acto administrativo que haya desconocido alguna prescripción que rija la actividad de la autoridad administrativa. Sin embargo, no puede llegarse hasta decir, como hacen ciertos autores, que cualquier prescripción susceptible de producir efectos de derecho con respecto a los administrados debe considerarse como si creara para ellos un derecho subjetivo, por el solo hecho de haber sido establecida por una ley formal. O. Mayer, que sostiene esta opinión, la funda en "la eficacia general de la ley para todos los interesados" (loe. cit., vol. i, p. 117) y pretende que, como consecuencia de ese carácter de regla general, la ley formal debe poder ^invocarse como fuente de derecho por 172
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tribunal, para poder tomar una decisión, debe estar formado por tres miembros", o simplemente: "Tal tribunal está compuesto de tres miembros". Según ese autor, la primera fórmula es de una ley material, porque el texto, al hablar de una decisión que ha de tomarse, se refiere al poder del juez con relación a los justiciables, y la segunda fórmula, por el contrario, al no expresar más que una regla de organización judicial, no podría ser considerada como ley material.
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108] FUNCIÓN LEGISLATIVA 307 los administrados, aun cuando en el momento de su confección no se hubiera previsto que pudiese tener interés para sus relaciones con la autoridad administrativa. Rosin (Polizeiverordnungsrecht in Preussen, 2ª ed., p. 31 y n. 12) sostiene asimismo que las reglas referentes a las relaciones de la autoridad administrativa con los administrados se convierten en invocables por éstos en cuanto han recibido forma de ley. Pero la forma legislativa de ningún modo es decisiva en este aspecto, pues sin dejar de querer estatuir por sí mismo sobre la materia, el legislador bien pudo dictar la regla a título puramente administrativo y sin proveerla de la sanción de un recurso para el caso de que fuera violada. El hecho de que dicho recurso no haya sido excluido expresamente por la ley no basta para que se presuma su existencia en provecho de los administrados. Mas la verdad es que cada vez que el mismo texto de la ley no expresa claramente el alcance, respecto a los administrados, de una prescripción referente a la administración, corresponde a la jurisprudencia fijar dicho alcance por medio de una interpretación que no deja por cierto, como dice Hauriou (op. cit., 8^ ed., p. 463, n. 1), de ser a veces muy delicada. En cuanto a Laband (loe. cit., vol. 11, pp. 521 ss.), reconoce él también que en presencia de una disposición cuyos términos son indecisos, ofrece dificultad averiguar si sólo actuará con respecto a la autoridad administrativa o si originará algún derecho para los particulares. En el caso en que la disposición haya sido tomada por vía de ordenanza, Laband sale de apuros haciendo la distinción de si la ordenanza ha sido o no publicada en la forma prescrita para las reglas de derecho, y pretende en efecto que, según el art. 2 de la Constitución del Imperio, las ordenanzas de Imperio que crean derecho, a diferencia de las ordenanzas simplemente administrativas, deben publicarse en la forma requerida para las leyes formales.14 Por lo tanto, por el solo hecho de que una ordenanza haya sido publicada en dicha forma se presume que está destinada a producir efecto respecto a los ciudadanos, y por consiguiente esa forma de publicación basta para caracterizarla como ley material, Por el contrario, para las reglas adoptadas en forma de leyes ya no se tiene el recurso de fijarse en el indicio de la publicación, pues, según el art. 2 antes citado, toda ley formal supone indistintamente el mismo modo de publicación. Pero aquí admite Laband que basta que la prescripción dudosa pueda tener eficacia de regla de derecho individual para que se la deba considerar inmediatamente como tal. Y la razón que de ello da es que 173
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La argumentación empleada por Laband (loe. cit., vol. u, pp. 412 ssj en este sentido, refiriéndose al art. 2 de la Constitución del Imperio, es impugnada por varios autores, e incluso se contradice por algunas resoluciones del tribuna] de Imperio. Ver, con relación a esta jurisprudencia y respecto al estado de esta cuestión en la literatura alemana, G. Meyer, op. cit., 6" ed., p. 574, n. 9.
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308 FUNCIONES DEL ESTADO [108-109 en principio "la forma es adecuada al fondo"; en virtud de dicho principio, el empleo de la forma de ley implica que el contenido de la ley formal es en sí una ley material. Así pues, Laband, que empezó por afirmar que la distinción entre la ley creadora de derecho y la ley administrativa dependía únicamente del contenido de cada una de ellas, llega finalmente a abandonar ese criterio y a fijarse solamente en una cuestión de forma. Con ello dicho autor reniega de su propia doctrina, como se le ha echado en cara (Duguit, L'État, vol. i, p. 454), y al mismo tiempo compromete toda su teoría sobre la oposición entre la ley material y la ley formal.15 Pero con eso también se aproxima sensiblemente a la verdadera definición que conviene dar de la ley, según el derecho constitucional moderno. Ha llegado, pues, el momento de presentar dicha definición. § 3. EL VERDADERO CONCEPTO CONSTITUCIONAL DE LA LEY SEGÚN EL DERECHO POSITIVO FRANCÉS 109. La teoría de la ley material —tal como ha sido expuesta hasta ahora— proviene de pretender que la ley, por razón de su naturaleza misma, tiene una función o destino especial que, según unos, es el de crear prescripciones generales, y según otros, el de regular el derecho individual. Así pues, la legislación habría de distinguirse de la administración en que tiene por materia propia, por campo especial, el establecer reglas generales o determinar el derecho aplicable a los ciudadanos. Esta manera de definir la ley no tiene ninguna base positiva en el derecho público francés. En ninguna parte dice la Constitución francesa que la legislación consista en dictar reglas generales o reglas de derecho. En ningún momento define la Constitución al campo de la ley como coincidente con la reglamentación general o con la reglamentación de los derechos de las personas. Y en sentido inverso, en vano habría de buscarse un texto constitucional que confiera a la autoridad administrativa, y especialmente al jefe del Ejecutivo, el poder de estatuir, por su propia iniciativa y por vía de reglamento administrativo, respecto a los objetos que no interesen directamente a los ciudadanos, o el poder de tomar todas aquellas decisiones que carezcan del carácter de prescripciones generales. 174
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Sin embargo, en la doctrina sostenida por Laband y por la generalidad de los autores alemanes, queda siempre subsistente la muy importante consecuencia de la distinción entre leyes formales y materiales, por la que el rey, o en un sentido más amplio la autoridad administrativa, concurrentemente con los órganos legislativos, tiene el derecho de dictar las reglas administrativas en virtud de su sola y propia potestad.
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109] FUNCIÓN LEGISLATIVA 309 Por el contrario, resalta claramente de la Constitución (ley de 25 de febrero de 1875, art. 3)1 que las autoridades administrativas sólo pueden realizar actos que consistan en ejecutar las leyes. Y esto implica por lo pronto que los órganos legislativos son los únicos que tienen competencia para tomar todas aquellas decisiones que no se reduzcan a la ejecución de alguna ley vigente. Este es precisamente el sentido del art. 1° de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Cuando dice este texto que "el poder legislativo" se ejerce por dos asambleas, "la Cámara de Diputados y el Senado", ello significa ante todo que sólo las Cámaras tienen la potestad de tomar cualquier decisión que no se refiera a una ley anterior de la que constituya la ejecución. Esta potestad se califica en el texto como potestad legislativa, no solamente porque pertenece únicamente a los órganos legislativos, sino también porque —como consecuencia de la tradición fundada en derecho público francés por las Constituciones de 1791 (tít. ni, cap. m, sec. 3, art. 6) y del año m (art. 92)— toda decisión emitida por el cuerpo legislativo, en la forma propia del órgano de la legislación, constituye una ley en el sentido constitucional de la palabra. Por este motivo dicen los autores comúnmente, a propósito de los actos que exceden de la competencia administrativa y entran denlro de la competencia del órgano legislativo, que dichos actos exigen una ley. Por consiguiente, según los datos proporcionados por el derecho positivo francés, éste es el concepto constitucional de la ley. La ley es, ante todo, cualquier decisión procedente de las asambleas legislativas, adoptada por ellas en forma legislativa. Esto es sin duda una definición puramente formal. Y en cuanto al fondo, la ley — en el sentido de la Constitución— no se caracteriza ni por su materia, ni por la naturaleza intrínseca de sus prescripciones. El campo de la ley es en efecto ilimitado. Y lo es no solamente en el sentido de que la Constitución no indica materias que se excluyan de la potestad legislativa y se reserven a la competencia administrativa, de donde resulta que el legislador puede extender a su arbitrio su actividad a cualquier clase de objetos,2 sino también que el campo de la ley es 175
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"El Presidente de la República vigila y asegura la ejecución de las leyes". Ver, respecto al alcance de este importante texto, el n' 106, supra y sobre todo los núms. 158 ss., infra. 2 Entiéndase bien que sólo se trata aquí de las relaciones entre la función legislativa y la función administrativa. En las relaciones de la ley con la Constitución el campo legislativo está limitado por el principio de que las materias reguladas por la vía constituyente ya no pueden ser tratadas por la vía de la legislación ordinaria (ver n" 465, infra). Veremos sin embargo (n° 466) que, en el estado actual de la Constitución francesa, el campo de la legislación no se halla muy limitado en este aspecto. Asimismo, en las relaciones entre la función legislativa y la función judicial, el campo de la ley, hasta cierto punto, se halla limitado por el principio de que los justiciables no pueden ser substraídos a sus jueces naturales y legales, como lo etablecía ya la Constitución de 1791, tít. m, cap. v, arts. 1 y 4; el cuerpo legislativo
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310 FUNCIONES DEL ESTADO [109 indefinido, al no enumerar limitativamente la Constitución materias que hayan de reservarse especialmente al legislador, lo que hubiera determinado, en sentido inverso, para la autoridad administrativa, la facultad de estatuir respecto a aquellos objetos no comprendidos en dicha enumeración. El único principio que se desprende de la Constitución a este respecto es que la competencia legislativa comprende indistinta e indefinidamente todas aquellas disposiciones o medidas que no entran dentro de la ejecución de las leyes. La ley —en el sentido constitucional de la palabra—, en cuanto al fondo, no se caracteriza pues por su materia, sino únicamente por la fuerza que le es propia, por su potencia, sea inmediata o virtual. La polencia inmediata de la ley consiste, en todos los casos, en que la decisión, regla general o medida particular decretada a título legislativo se impone con fuerza superior no solamente a los subditos del Estado, sino también a todas las autoridades estatales distintas del legislador mismo, por cuanto que estas autoridades, por una parte, han de ejecutar la ley, y por otra parte, de ningún modo pueden contrariarla. La potencia virtual de la ley consiste en que puede decidir y ordenar, sin necesidad de apoyarse en una ley anterior que a ello le autorice; más aún, puede modificar a título particular las leyes existentes, como también abrogarlas totalmente. Así pues, la verdadera función material de la ley moderna es doble. Primero tiene la ley como función imprimir un valor superior a las prescripciones que dicta, haciéndolas depender en adelante de la exclusiva voluntad del cuerpo legislativo, único que podrá modificarlas o derogarlas en lo sucesivo. Y la segunda función de la ley es la de estatuir, bien a título de regla general, o bien como disposición particular, sobre todos aquellos objetos que, al no haber sido previstos por la legislación vigente, no pueden regularse por la vía de una decisión o medida que constituya una ejecución administrativa de las leyes. Pero esta doble potencia, precisamente, que constituye el carácter esencial de la ley moderna y que determina su cometido propio en el derecho público actual, le viene directamente de su fuerza formal: proviene del origen mismo de la ley, y resulta de la superioridad del órgano por el cual la ley es hecha. Lejos, pues, de prestarse a una definición dualista de la ley, fundada sobre la distinción entre el fondo y la forma, el concepto constitucional de ley aparece hoy, esencial y uniformemente, como un concepto formal. 176
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no puede, por lo tanto, sustituirse a los tribunales competentes para estatuir por sí mismo respecto a un juicio en trámite. Sin embargo, la Constitución francesa actual no tomó ninguna precaución para impedir que el cuerpo legislativo pueda modificar, mediante una ley dictada durante la tramitación de una instancia judicial, el derecho aplicable a la causa pendiente (cf. n" 312, infra).
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109-110] FUNCIÓN LEGISLATIVA 311 Esto es lo que ha de establecerse ahora, al estudiar sucesivamente los dos puntos principales que acaban de deducirse del derecho positivo francés. A. La ley no se caracteriza por su contenido, sino por su forma y por la fuerza inherente a dicha forma. B. La ley debe definirse, no por su materia propia, sino por su potencia especial de decisión inicial. 110. A. Según la doctrina que prevalece en la literatura jurídica contemporánea, lo que caracteriza a la ley propiamente dicha es el hecho de que consagra reglas de cierto tenor. En cuanto a la fuerza especial que pueden revestir esas reglas, y en cuanto a su potencia de reglas superiores, no se quiere ver en ello más que un fenómeno ajeno a la naturaleza esencial de la ley, fenómeno que en efecto deriva, según se dice, de causas puramente formales y externas, y que por consiguiente de ningún modo deben tenerse en cuenta en la definición de la función legislativa tomada en sí. Esta manera de ver proviene directamente de la costumbre que han tomado los autores de descomponer la noción de ley en dos conceptos, que presentan como enteramente distintos uno de otro: el de la ley material y el de la ley formal. No se han dado cuenta de que al proceder así, se eliminaba de la definición de la ley un elemento sin el cual no puede concebirse ninguna ley verdadera. El error de la doctrina reinante es, en efecto, el haber creído que era posible llegar a un concepto de la ley que se hallara desprovisto de todo elemento formal. Aquellos autores que pretenden fundar esta definición puramente material invocan la autoridad de Rousseau, hasta el cual hacen remontar el honor de haber distinguido en la ley, antes que nadie, su materia y su forma (Jellinek, op. cit., p. 54; cf. Duguit, L'État, vol. i, p. 496). En realidad, la teoría contemporánea de las leyes materiales no está conforme, ni mucho menos, con lo que dice Rousseau. Para que el concepto de ley se halle realizado, no solamente exige Rousseau una condición de fondo, sino también una condición de forma: según la doctrina del Contrato social (lib. u, cap. vi), es necesario a la vez que la ley exprese la voluntad general en cuanto a su origen y que constituya una voluntad general en cuanto a su objeto. Rousseau, en efecto, sin dejar de hacer depender el concepto de ley de una condición relativa al contenido del acto legislativo, se dio perfectamente cuenta de que era imposible definir la ley por la naturaleza intrínseca de sus disposiciones únicamente. Comprendió que semejante definición sólo daría de la ley una idea totalmente incompleta. La ley, según Rousseau, no es toda regla general cualquiera, sino que, para que una regla sea ley en el sentido propio de la palabra, es necesario, además, que posea una virtud y una fuerza transcendentes, que la convierta en un elemento del orden jurídico superior del Estado, y para ello es necesario que dicha regla emane de una
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312 FUNCIONES DEL ESTADO [110 autoridad que se halle por encima de las demás autoridades estatales y cuya voluntad domine a cualquier otra voluntad dentro del Estado. Así, aun cuando hubiera que admitir, como sostiene Rousseau, que la ley ha de tener determinado contenido, seguiría siendo inexacto, según la doctrina del Contrato social, el caracterizar a la ley según su materia exclusivamente. Según esta doctrina, la naturaleza legislativa del contenido de una decisión no puede por sí sola darle a dicha decisión valor comple- LQ de ley. La ley, lógicamente, ha de tener un origen especial: ha de ser obra de un órgano distinto. El concepto de ley implica pues, esencialmente, un elemento formal. En una palabra: no es posible fundar una categoría de leyes puramente material (ver n9 92, supra). Es ésta una verdad que ha sido advertida por varios autores. O. Mayer, por ejemplo (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 89, 90 y n. 7), critica el concepto tan extendido según el cual la fuerza material de ley provendría únicamente de la naturaleza interna de una determinada decisión o prescripción. Este concepto — dice— es erróneo, pues la fuerza material de ley, en particular la fuerza de crear una regla de derecho legal, "no solamente es efecto del contenido, sino también de la forma de la ley, única que imprime a dicho contenido la fuerza de actuar en esa forma, o sea de ser una regla de derecho". Hauriou adoptó un punto cíe vista del mismo género, al escribir (op. cit., 5* ed., p. 16, texto y n.): "No solamente la ley propiamente dicha carece de valor de derecho postitivo si no ha sido deliberada por una autoridad constitucional, sino que tampoco ninguna regla de derecho positivo que tenga idéntica materia que la ley podría establecerse sin la deliberación de una autoridad constitucional competente"; y dicho autor deduce de ello que la ley ha de ser "obra de una determinada autoridad, única que según la Constitución puede darle valor de derecho positivo". De este punto de vista resulta naturalmente que en el concepto de ley entran a la yez un elemento de fondo y un elemento de forma, y esto es, en efecto, lo que admite Hauriou (5ª ed., pp. 15 ss.; 6* ed., pp. 292 ss.; 8ª ed., pp. 45 ss.) al declarar expresamente que es necesario, para definir la ley, contar con dichos dos elementos. Su teoría de la ley —bajo este aspecto— es, pues, semejante a la de Rousseau. El derecho público francés, fundado desde 1789, no adoptó sin embargo el concepto de Rousseau. En efecto, no subordina la noción de ley a ninguna condición de fondo, sino que únicamente tiene en cuenta la forma. Por una parle, cualquier prescripción puede ser objeto de una ley; más adelante se volverá a tratar este punto (núms. 118 y 122). Y por otra parte, desde ahora hay que observar que, en el sistema del derecho francés (que en esto al menos, se aproxima a la tesis de Rousseau), una regla, sea la que fuere, sólo puede constituir una ley verdadera y perfecta cuando ha sido dictada en forma legislativa. Esto proviene primeramente
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110-111] FUNCIÓN LEGISLATIVA 313 del hecho de que las sucesivas Constituciones de Francia, desde la de 1791 hasta la ley de 25 de febrero de 1875 (art. 1?), ponen ante todo de relieve el aspecto formal de la ley y la caracterizan por su origen. Esto resulta además del papel preponderante que la ley ha de desempeñar en el Estado, por cuanto que determina superiormente la actividad de las autoridades administrativas y judiciales. Esta primacía de la ley, que constituye uno de los rasgos dominantes del sistema constitucional francés, supone necesariamente que la ley emana de una autoridad distinta y especialmente alta. Finalmente, esto resulta de la oposición que establece la Constitución entre las prescripciones dictadas en forma de ley y otra categoría de reglas que, consideradas en su tenor, se asemejan sin embargo, en muchos aspectos, a las reglas legislativas: aquellas reglas contenidas en los reglamentos administrativos. 777. Este último punto encierra gran importancia. El caso del reglamento es particularmente interesante porque prueba de una manera decisiva que la regla, por sí sola, no crea la ley. El reglamento, considerado en su concnido, présenla con la ley —al menos con aquella ley que enuncia reglas generales— grandes analogías, y sin embargo, como dice muy bien Esmein (Élém,ents, 5* ed,. p. 474), "el reglamento no es la ley", Resulta con esto que una de las primeras tareas de toda teoría sobre la función legislativa consiste en fijar, por la definición misma que se da de la ley, la diferencia esencial que separa a la ley d^l reglamento, así como en despejar sobre lodo la causa iurídica de donde proviene dicha diferencia. Como lo indicó Hauriou (op. cit., 5* ed., pp. 15, 18 55.; 6' ed., p. 292; 8* ed., pp. 36 ss.), ninguna definición de la ley es plenamente satisfactoria si no contiene los elementos de una distinción bien clara entre dichas dos clases de reglamentaciones.
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Según un buen número de autores, el reglamento y la ley se distinguen particularmente por su materia propia (ver n" 185, infra). Pero no parece muy posible llegar en esta dirección a resultados satisfactorios referentes a la determinación de la naturaleza propia de la ley. Indudablemente el reglamento, según el derecho constitucional, no puede intervenir más que a continuación y en ejecución de las leyes, o por lo menos en consecuencia de una habilitación legislativa. En este aspecto se puede, hasta cierto punto, y en un sentido muy especial, sostener que el reglamento, en cuanto a su materia, es de diferente esencia que la ley, y en este sentido también es muy cierto decir, con Esmein (op. cit., 5ª ed., p. 610), que "el poder reglamentario es totalmente distinto del poder legislativo". Pero, por otra parte, también es indudable que el reglamento puede, mediante habilitación legislativa, dictar prescripciones idénticas a las que figuran en las leyes (ver núms. 196 y 201 a 205, infra). Y sin embargo, el acto reglamentario que emite tales prescripciones no se con
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111- 112] FUNCIÓN LEGISLATIVA 315 extensión del territorio por un decreto reglamentario del jefe del Ejecutivo, o por el contrario dejarse a la apreciación de las autoridades administrativas locales para estatuir por la vía de reglamentos locales, lo mismo también puede el legislador, en relación con un objeto determinado, formular por sí a título legislativo las reglas útiles o, si lo prefiere, encargar por medio de una ley a la autoridad administrativa estatuir por sus propios reglamentos. ¿Cuáles son los móviles que habrán de determinar al cuerpo legislativo a emplear uno u otro de estos dos procedimientos? Al examinar esta cuestión es cuando aparece el verdadero alcance de la ley en sus relaciones con el reglamento. Indudablemente, lo que caracteriza a la ley, en su oposición con el reglamento, es su forma, la que le confiere su particular eficacia. Sin embargo, es indiscutible que, en la distinción entre la ley y el reglamento, existe algo más que una simple diferencia de forma. En efecto, el principal resultado que pretende el legislador, cuando para la creación de una regla emplea la forma legislativa, es, en la mayoría de los casos, el de erigir a dicha regla en una prescripción colocada por encima de la voluntad de las autoridades administrativas, con la doble intención de que habrá de regir superiormente la actividad de dichas autoridades y será intangible para las mismas. Bajo este aspecto, pues, el verdadero fin y la auténtica función de la ley es crear reglas de esencia superior, crear el orden regulador superior del Estado. Existe en esto una consideración que necesariamente debe entrar en la definición de la ley, y por más que esa superioridad de la regla legislativa dependa totalmente de una condición formal, no por eso deja de constituir, en cierto sentido, un elemento esencial del concepto de ley. 112, Así orientada, la comparación entre la ley y el reglamento administrativo proporciona, pues, el mejor medio de discernir la verdadera naturaleza actual de la ley, al menos en cuanto se trate de leyes que consistan en la creación de reglas. En esa comparación, hay que notar ante todo los rasgos de semejanza. Tanto el reglamento como la ley establecen reglas; ambos concurren a fundar el orden regular del Estado. De este alcance regulador que tienen en común, resulta que uno y otro poseen también cierta fuerza reguladora que les es común, y ambos producen igualmente los efectos comunes a toda regla. Así se explica cómo el principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley deba entenderse como implicando parejamente su igualdad ante el reglamento. Y así también, el reglamento tiene la misma eficacia general que la ley: si ha regulado in abstracto algún caso que por su naturaleza pueda reproducirse, su aplicación se repetirá, lo mismo que la de la ley, cada vez que se renueve el caso a que se refiere. Así se explica también que los tribunales, bien judiciales o bien administrativos, se vean obligados a aplicar las reglas esta
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316FUNCIONES DEL ESTADO [112 blecidas por vía reglamentaria del mismo modo que aplican las reglas establecidas por leyes; y por lo mismo que los tribunales judiciales vienen obligados a aplicar los reglamentos, se desprende que habrán de tener asimismo competencia para interpretarlos (ver la n. 28 del n9 129, infra). Finalmente, así se explica también que la violación de los decretos reglamentarios esté asimilada a la violación de la ley en lo que se refiere a entablar, bien sea el recurso de casación en contra de un juicio, o bien el recurso de anulación por extralimitación de poderes contra un acto administrativo. Y ello sin que haya lugar a distinción entregos reglamentos de la administración pública y los demás reglamentos presidenciales (ver sobre este punto especial: Laferriére, op. di., 2* ed., vol. u, p. 536; Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 464; Cahen, op. cit., p. 363). Esla última semejanza entre la ley y el reglamento, que es expresamente declarada por algunos textos (ley de 10 de agoslo de 1871, arts. 47 y 88; ley de 5 de abril de 1884, art. 63), ha sido citada en muchas ocasiones como prueba de la identidad de naturaleza entre el acto legislativo y el acto reglamentario: Laband, entre otros (op. cií., ed. francesa, vol. n, p. 355), ve en ella la prueba decisiva de que el reglamento, al menos cuando crea derecho individual, es una ley material. Pero si las reglas creadas en forma de decreto administrativo participan, bajo estos diversos aspectos, del poder de las reglas legislativas, ello no proviene de que, en el sistema del derecho público actual, tengan la ley y el reglamento, de un modo absoluto, la misma naturaleza material. Lo contrario es lo cierto, ya que según la Constitución el objeto propio de la ley no sólo consiste en reglas generales, sino que el campo legislativo comprende también a toda clase de decisiones particulares. La semejanza de efectos que acaba de observarse, en ciertos aspectos, entre la ley y el reglamento, proviene sencillamente de que la igualdad de los ciudadanos ante la ley, o el efecto general de la ley, o también la institución del recurso de casación o de anulación por infracción de ley, provienen directa y exclusivamente del orden de consecuencias jurídicas que derivan del concepto de regla en general. Se trata aquí de efectos producidos por la ley, no ya como ley, sino como prescripción que tiene carácter de regla.3 Desde luego se comprende que estos efectos deben ser los mismos para toda clase de reglas, lo mismo 177
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' Es lo que dice expresamente el art. 550, ya citado (p. 269, siipra), del Código alemán de procedimiento civil. Dicho texto expresa que "el vicio de infracción de ley sólo existe —como causa de apelación— cuando una regla de derecho haya sido desconocida por el tribunal". Esto significa que, en el caso de apelación conocido con el nombre de infracción de ley, la casación es posible no porque, haya habido infracción de una ley, sino porque la hubo de una regla de derecho. En otros términos, se desprende del texto que el origen de este motivo de casación no es efecto de la ley misma, sino de la regla de derecho.
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112-113] FUNCIÓN LEGISLATIVA 317 para aquellas que proceden del ejercicio de la función administrativa que para las que derivan de la legislación.4 113. Pero, por lo demás, el poder legislativo y el poder reglamentario difieren profundamente el uno del otro. Lo que los hace totalmente difirentes es que el uno es de esencia más alta que el otro. Tanto el reglamento como la ley son fuentes de derecho, pero el derecho que crean respectivamente no tiene el mismo valor, y no lo crean, en efecto, con igual potencia. Por una parte, la regla emitida por la vía legislativa tiene por consiguiente, sobre todas las reglas preexistentes que puedan hallarse, una fuerza superior, que consiste: 1°, en que tiene primacía, anulándolas en oposición con ella;5 y 2", en que no puede modificarse ni derogarse más que por una nueva disposición de orden legislativo. A dicha superioridad de la regla legislativa corresponde por una parte la subordinación del reglamento a la ley, pues el reglamento no puede moverse sino dentro de los límites de la ley; más aún, la actividad reglamentaria sólo puede ejercerse en ejecución de las leyes, y con mayor razón no puede el reglamento ni contradecir ni derogar las leyes existentes. Finalmente, la regla establecida por un reglamento se halla a merced de la ley, que en iodo momento puede desconocerla, contradiciéndola, y modificarla o abrogarla. Así pues, según las condiciones dentro de las cuales ha sido emitida, la misma regla puede adquirir dos diferentes naturalezas. Entiéndase bien que su naturaleza no varía desde el punto de vista de su contenido, sino que, con idéntico contenido, tiene un alcance diferente en cuanto a 178
su eficacia se refiere, ya que puede establecerse para valer bien a título de regla legislativa, bien a título de prescripción simplemente reglamentaria. En el primer caso, la regla erigida en ley domina por su superioridad a toda reglamentación futura que no sea la reglamentación legislativa y, de un modo general, rige por encima de todas las actividades estatales distintas de la actividad legisladora.0 En 1784
Según la jurisprudencia actual del Consejo de Estado (cf. Hauriou, o¡>. cit., 8a ed., p. 464), el principio por el cual la autoridad debe ajusfar sus decisiones particulares a las reglas generales rigentes no se aplica sólo al caso en que la regla general haya sido formulada por una ley formal o por un reglamento presidencial, sino que la aplicación de dicho principio se extiende al caso en que la regla general se ha establecido por un reglamento local, en el sentido de que el autor de dicho reglamento local no podrá apartarse de ella por vía de decisión particular. Por lo tanto, un alcalde no podría tomar medidas particulares que desconocieran los reglamentos de policía establecidos por él mismo, o que los derogasen a título excepcional. Sin embargo, nadie podrá deducir de esto la conclusión de que los reglamentos municipales sean leyes en sentido alguno. Si el alcalde ha de respetar sus propios reglamentos mientras estén vigentes, esto proviene únicamente de que las reglas contenidas en los mismos tienen la condición propia de las prescripciones formuladas en términos generales. Sólo se trata de una consecuencia de la generalidad de la disposición. Esto demuestra perentoriamente que es necesario saber distinguir los efectos de las reglas generales de los efectos propiamente dichos de la ley (ver, respecto a esta distinción, n' 129, infra), 5 A este respecto, la relación que se establece entre la ley y el reglamento recuerda la que existe, en el Estado federal, entre la ley federal y las leyes particulares de los Estados confederados, expresada por la fórmula: Bundesrecht brícht Landesrecht. Cf., respecto de este punto. O. Mayer, op. cit., ed francesa, vol. iv, p. 366, que pone perfectamente en claro dicha analogía.
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este sentido es cuando aparece como elemento del orden jurídico superior y fundamental del Estado. En el segundo caso, la regla, aun teniendo el mismo tenor, sólo vale ya como regla subalterna del orden administrativo, y no solamente no obliga al legislador, sino que además tampoco obliga a la misma autoridad administrativa, por lo menos no la obliga del mismo modo que la ley, puesto que dicha autoridad administrativa es dueña de modificar por bí misma sus reglamentos, mientras que no puede modificar las leyes. En estas condiciones, el contraste entre la ley y el reglamento se caracteriza ante todo por la idea de que la ley tiene un alcance estatutario del que carece el reglamento. Desempeña en el Es.tado el papel de un estatuto superior, bajo cuyo imperio se ejercen las demás actividades estatales. El carácter distintivo del derecho legislativo es el de ser un derecho estatutario. Y por consiguiente, la legislación, en cuanto tiene por objeto formular leyes, debe definirse como "la parte de la actividad del Estado que consiste en dictar las reglas que han de valer a título de estatuto". 114. Este es también el concepto que ha expuesto Hauriou en la 6 edición de su Précis de droit administran f (pp. 289 ss.; cf. 8 ed., pp. 44 ss.) y en su estudio sobre "L'institution et le droit statutaire" (Recueil de législation de Toulouse, 1906, pp. 134 ss.; ver también Principes de droit public, cap. ni). La resume en esta fórmula: "Ley o estatuto son de la misma especie" (Précis, 6 ed., Introducción, p. XVII); y precisa su pensamiento sobre este punto diciendo que las leyes ordinarias deben considerarse como perteneciendo al estatuto fundamental por las mismas razones y en el mismo sentido que las leyes constitucionales (ibid., 179
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6 La regla legislativa se impone a todas las autoridades estatales salvo al legislador. La regla formulada por el art. 2 del Código civil, por ejemplo, que dice: "La ley sólo dispone para lo por venir; no tiene, efecto retroactivo", obliga a las autoridades administrativas y judiciales, que en sus aplicaciones de la ley no pueden hacerla retroactuar en el pasado. Pero esta regla, incluso si se probara que va dirigida al legislador mismo, no puede encadenarlo, ya que, como lo reconoció el Tribunal de Casación por una resolución de 7 de junio de 1901, el legislador es siempre dueño de derogar e] principio de no retroactividad, por lo mismo que es dueño normalmente de derogar sus propias leyes o de modificarlas (ver, sin embargo, Duguit, Traite. vol. I, pp. 180 ss.). En cambio, una regla como la del art. 4 del Código civil, que ordena al juez que juzgue, incluso en el caso de insuficiencia de la ley, o como la del art. 5 del mismo Código, que prohibe al juez pronunciarse por vía de disposición general, posee con respecto a las autoridades judiciales, por cuanto tiempo la deje subsistir el legislador, idéntica fuerza superior y obligatoria .que si hubiera sido consagrada por la misma Constitución.
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p. 292). Bien es verdad que no se pueden aprobar desde todos los puntos de vista las consideraciones en las cuales funda dicho autor su concepto estatutario de la ley. Por ejemplo, no es posible aceptar la idea de que la ley es un estatuto por cuanto el derecho elaborado por ella se establece '"en interés individual de los miembros" del Estado (Recueil de législation de Toulouse, 1906, pp. 161 y 168). Hauriou se equivoca al pretender que la materia propia de la ley consiste únicamente en las reglas que atañen directa o indirectamente al derecho de los individuos (Précis, & ed., p. 297; cf. 8 ed., pp. 46 y 47). Excluye con esto del concepto de ley y de estatuto toda la parte del derecho del Estado que no se se refiere especialmente a los subditos tomados individualmente, con lo que se aproxima a la teoría de Laband, que identifica a la ley material con la regla de derecho individual.7 Pero, al menos, el gran mérito de dicho autor es el de haber esclarecido perfectamente que la naturaleza estatutaria de la ley, sin dejar de ser consecuencia de la fuerza formal de la misma, constituye también un elemento importante de su definición material. Bajo este aspecto, hay que suscribir las fórmulas por las cuales Hauriou afirma que "la ley es una regla estatutaria tanto desde el punto de vista del fondo o de la materia" como "en virtud de su forma" (& ed., p. 296) o también que "la ley, carta estatutaria, tiene una materia propia, que es el estatuto nacional" (ibid., p. 292), Ahora que estas fórmulas deben interpretarse, no en el sentido de que la materia de la ley se limita a ciertos objetos o reglas,'sino en este otro sentido de que toda regla ascendida a la altura de ley por su forma legislativa adquiere por ello la naturaleza intrínseca de estatuto nacional.8 180
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Se puede observar por cierto que Laband reconoce también implícitamente el carácter estatutario de la ley cuando establece (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 519) que las reglas de derecho individual, que según él mismo son las únicas que constituyen leyes, fijan los limites dentro de los cuales puede actuar el Estado administrativamente. Estas reglas, en otros términos, son el estatuto bajo cuyo imperio puede y debe ejercerse la administración. 8 En oposición al criterio de Hauriou, que solamente atribuye carácter estatutario a la ley en cuanto concierne a los subditos y al derecho individual, veremos después (núms. 161 ss., 202) que dicbo carácter estatutario se acentúa particularmente en las relaciones entre la ley y la autoridad administrativa, ya que, en derecho francés, desempeña la ley el papel de Constitución con relación a los administradores, por cuanto sólo pueden ejercer estos, de un modo general, aquellas competencias que las leyes les reconocen, ni pueden realizar más actos que los autorizados por las leyes. Recientemente, en una nota publicada en el Recueil de Sirey (1913, 3. 137), introdujo Hauriou una importante modificación a su teoría del carácter estatutario de la ley. Esta nota se refiere a una resolución del Consejo de Estado de I9 de marzo de 1912 (ver asimismo una resolución de 7 de agosto de 1909, Sirey, 1909, 3. 145) que establece que en el caso de huelga de funcionarios la destitución pronunciada contra uno de ellos por causa de abandono de servicio es regular y firme, por más que no haya precedido la comunicación de antecedentes que prescribe el art. 65 de la ley de presupuestos de 22 de abri' de 1905. Por lo tanto, parece haber
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Este concepto de la ley se hallaba ya en germen en teorías que se remontan hasta la antigüedad (ver respecto de estas teorías a JeÜinek, op. cit., pp. 35 ss.) las que distinguían en la ley dos elementos: la regla general primero, y también una regla proveniente de la más alta voluntad en el Estado. También se hallaba, en forma latente, en la doctrina 181
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creado el Consejo de Estado, por su jurisprudencia, una restricción a la aplicación del art. 65, restricción que dicho precepto no había establecido ni previsto. Y Hauriou observa que con esto quiso el Consejo de Estado hacer prevalecer respecto de la disposición especial de la ley de 1905 los principios generales de la legislación relativa a la organización y a la jerarquía administrativas. Partiendo de esta observación, Hauriou llega a decir que deben distinguirse leyes de dos clases: unas que llama "fundamentales" y otras que denomina "leyes ordinarias", debiendo estas últimas "estar subordinadas a las leyes fundamentales". En oíros términos, no todas las leyes son estatutarias. "Existe una jerarquía entre ellas." Hasta ahora establecían los autores esa jerarquía entre las leyes constitucionales, provenientes del órgano constituyente, y las leyes propiamente dichas, que provienen del cuerpo legislativo. Hauriou traslada esta jerarquía a la esfera interior de la legislación corriente, en la obra legislativa de las Cámaras. Bien es verdad que las leyes elaboradas por el Parlamento no presentan ningún signo de diferenciación entre ellas. Pero Hauriou declara que debe el juez realizar la necesaria selección entre ellas, con objeto de determinar cuáles tienen el carácter de reglas fundamentales. Resultado de dicha selección será proporcionar al juez la facultad y el medio de restringir a veces el alcance de la aplicación de una ley nueva, si las disposiciones de esa ley, a su juicio, están en pugna con los principios anteriormente establecidos por la legislación fundamental. Así los tribunales adquirirían el poder de retflner al legislador dentro del respeto a las reglas legislativas que ellos mismos hubieran erigido en preceptos fundamentales y estatutarios del orden jurídico del Estado. Ilauriou llega incluso a referirse, a este propósito, a un derecho del juez para "corregir" las leyes recién adoptadas por las Cámaras. Existe ahí —dice (Précis, 8 ed., p. 962)— un nuevo género de comprobación jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes, y si en el momento actual los tribunales, en Francia, apenas tienen ocasión de comprobar la inconstitucionalidad de la ley con respecto a la Constitución, tan breve, de 1K75, al menos serán requiridos, cada vez con más frecuencia, a negarse a aplicar ciertas reglas por causa de "inconstitucionalidad", por cuanto que la aplicación de dichas leyes o de algunas de sus disposiciones lesionará al orden estatutario establecido por la legislación fundamental.Este es el movimiento jurisprudencial cuyas primeras manifestaciones, ya bien delimitadas, cree encontrar Hauriou en las resoluciones del Consejo de Estado anteriormente citadas. En realidad, estas resoluciones por ningún concepto parecen tener el alcance audazmente innovador que les concede dicho autor. El fenómeno señalado por Hauriou no es desconocido, ni tampoco data de ayer. Cada ve?, que una ley reciente contiene disposiciones especiales, que parecen estar en conflicto con las reglas generales de la legislación vigente, y cuando además el texto nuevo no especifica en qué medida sus especiales disposiciones derogan los principios generales del orden jurídico preexistente, corresponde directamente a la competencia jurisdiccional de los tribunales determinar esa medida, investigando, con ocasión de los diversos casos en que han de pronunciarse, cuál es el alcance de aplicación respectivo de, las dos leyes en presencia, y cuál de las dos es la que debe prevalecer en cada caso. Si después de esta investigación estima el juez que las disposiciones de la ley reciente no se aplican a tal o cual caso actual, y decide por lo tanto que ese caso ha de regirse por la anterior legislación, no es posible aseverar en semejante caso que la jurisprudencia se eleve contra la voluntad reciente del legislador, ni que corrija la obra del cuerpo legislativo. El juez realiza así el oficio de intérprete, que es su labor propia y normal, y de ningún modo se erige en censor de los actos legis
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de Rousseau que define a la ley como la expresión de la voluntad general y que por lo tanto identifica la potestad legislativa con la soberanía. Dichas teorías implican que la ley, por razón de su origen, tiene valor de regla superior, a la que habrán de subordinarse todas aquellas prescripciones generales o decisiones particulares que pudieran emitirse posteriormente en el Estado, al menos por autoridades distintas del legislador. Una indicación en el mismo sentido parece desprenderse hoy día de la fórmula de promulgación de las leyes, tal como se fija en el decreto de 6 de abril de 1876. Conforme a dicho decreto, y a una tradición que data ya de la Restauración, el acto de promulgación, después de reproducir el texto de la ley que ha de promulgarse, añade: "La presente ley se ejecutará como ley del Estado". Estas últimas palabras no eirañan más que una sola interpretación: significan que la parle dispositiva del texto promulgado tiene el valor superior que es inherente a la ley, y que a ese título, si consagra una regla, ha de valer como regla fundamental del Estado. No debe deducirse de esto, por cierto, que el reglamento administrativo, que sin duda no es "ley del Estado" y que ninguna fórmula oficial presenta corno tal, sólo origine —como pretende Laband (op, cit., ed., francesa, vol. II, pp. 377 ss.)— una regla que es simplemente la expresión de la voluntad de la autoridad administrativa, en oposición a la voluntad estatal y nacional, y que sólo puede producir efectos en el interior de la esa administrativa. Este modo de ver sería completamente erróneo. El reglamento hecho por la autoridad constitucional competente es una manifestación de la voluntad del Estado, igualmente que la ley, y la regla que establece es una regla del Estado y de la colectividad nacional, lo mismo que la regla establecida por una ley (ver núrns. 224-225, infra). Sin embargo, el reglamento no es '7ej del Estado", porque su contenido no se ha dictado para valer como elemento estatutario, sino 182
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lativos de las Cámaras. El criterio según el cual tendrían los tribunales facultad para distinguir, de entre las leyes adoptadas por las Cámaras, prescripciones de primera y de segunda clase, y para descartar unas por vicios de, inconstitucionalidad con respecto a las otras, conduciría a afirmar que, incluso en el caso en que el legislador hubiera manifestado formalmente su voluntad derogatoria, en un caso determinado, de la legislación preexistente, depende de Jos jueces ligarlo al mantenimiento de dicha legislación, si ellos estiman que debe tenerse por fundamental e intangible. Atribuir a la autoridad jurisdiccional semejante potestad sería tanto como desconocer los principios esenciales y las constantes tradiciones del derecho público francés. Según el derecho francés, todas aquellas leyes que dictan una prescripción abstracta no limitada a casos individuales tienen igualmente carácter estatutario; es evidente que su efecto estatutario sólo puede dejarse sentir en el cuadro más o menos amplio de aquellas situaciones para las que han sido creadas por el legislador, por lo que puede ocurrir a veces que la aplicación jurisdiccional o administrativa de algunas de ellas se restrinja a un círculo de hipótesis relativamente determinado.
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únicamente como elemento reglamentario y subalterno del orden jurídico estatal.9 La oposición que acaba de establecerse entre el derecho estatutario y el derecho simplemente reglamentario parece conciliarse también con ciertas observaciones que a menudo han sido reproducidas en la literatura moderna referente al alcance respectivo de la ley y el reglamento. En efecto, según gran número de autores (cuya relación se encuentra en la obra de Moreau, Le réglement administratif, p. 40, re.), la ley funda en general principios, mientras que el reglamento estatuye sobre puntos secundario . Es la idea que ya expresaba Portalis, en un pasaje frecuentemente citado de su Discours préliminaire sur le Code civil (Fenet, Travaux préparaíoires du Code civil, vol. i, p. 478): "Las leyes propiamente dichas difieren de los simples reglamentos. Corresponde a las leyes formular en cada materia las reglas fundamentales así como determinar las formas esenciales. Los detalles de ejecución, las precauciones provisionales o accidentales, los objetos instantáneos o variables, en una palabra, todas aquellas cosas que solicitan más la vigilancia de la autoridad que administra que la intervención de la potestad que instituye o crea, son de la competencia del reglamento. Los reglamentos son actos de magistratura, y las leyes actos de soberanía". Resulta de ello que el reglamento tiene carácter de prescripción variable, mientras que la ley es llamada normalmente a durar de manera permanente. Esto es lo que también reconocía el art. 3, tít. n del libro preliminar del proyecto elaborado por la comisión encargada en el año vm de preparar el Código civil: "Las leyes difieren de los reglamentos. Los reglamentos son variables, la perpetuidad está en el deseo de las leyes" (Fenet, op. cit., vol. II, p. 5). De hecho los reglamentos administrativos, en general, no tienen la estabilidad de las leyes. La reglamentación por decretos es en realidad más móvil, más 183
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Así se explica la importancia que algunos autores conceden a muchas leyes que sin embargo tan sólo han consagrado reformas ya realizadas en forma de reglamentos. Por ejemplo, la ley orgánica sobre el Consejo de Estado de 19 de julio de 1845 casi no hacía otra cosa que reproducir las ordenanzas de 1831 y de 1839, las cuales ya habían reglamentado la organización de esa alta asamblea, y asegurar a los justiciables ante ella garantías análogas a las que implican las instancias judiciales. Sin embargo, los autores administrativos concuerdan en decir que dicha ley señala una fecha memorable en la historia de la jurisdicción del Consejo de Estado. Y las razones que aducen confirman plenamente la doctrina antes expuesta. Lo que constituye la importancia de la ley de 1845 —dice Laferriére (op. cit., 2 ed., vol. I, p. 240) — es que "por primera vez se consagraron legislativamente las reformas que las ordenanzas de 1831 y de 1839 habían realizado provisionalmente". "Por ella —dice asimismo Berthélemy (op. cit., 7S ed., p. 120)— la organización del Consejo había de tener en lo sucesivo una base más firme y un carácter más inmutable". Y Auroc, sobre todo (Le Conseil d'État avant et depvis 1789, p. 118), señala exactamente el alcance jurídico de dicha ley, al decir que tuvo por efecto imprimir al Consejo de Estado "el carácter de institución fundamental del país".
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cambiante, más abundante en textos que la reglamentación por leyes. Se ha podido decir, pues, que el legislador recurre principalmente a la ley cuando quiere introducir en el orden jurídico del Estado alguna regla que haya de durar, siendo ésta una de las razones por las que se justifica el concepto estatutario de la ley. Por el contrario, en lo que se refiere a las leyes relacionadas con puntos sujetos a frecuentes variaciones, es preferible abandonarlas a la autoridad administrativa, para que ésta las establezca a título de prescripciones administrativas, y en este sentido se las puede calificar como medidas de administración, a pesar de su alcance regulador, y en oposición a la verdadera legislación. Finalmente, conviene relacionar al mismo orden de observaciones el hecho, señalado por varios autores (ver especialmente Cahen, op. cit., pp. 315 ss.), de que sobre las materias que aún no han sido objeto de ninguna reglamentación, ocurre con bastante frecuencia que un reglamento administrativo estatuye primero a título de experimentación, y luego, cuando dicho ensayo ha dado resultados concluyentes, viene a su vez la ley a dictar disposiciones definitivas, y si hay lugar a ello, a transformar las reglas provisionales y flotantes en reglamentación estable y fundamental. Hasta se ha recomendado este procedimiento como método que presenta una doble ventaja: la de la rapidez en primer lugar, ya que el reglamento administrativo se elabora más rápidamente que una ley, y en segundo lugar la de permitir experimentar el mérito de la regla antes de que ésta se haya consolidado como ley. Pero, a decir verdad, todas estas diferencias entre el reglamento y la ley no tienen relativamente sino una importancia secundaria. La principal y esencial diferencia entre la regla legislativa y la regla establecida por vía de reglamento consiste en el alcance estatutario de la primera y en el alcance simplemente reglamentario de la segunda. 10 775. Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de esa diferencia? Según una primera opinión, la distinción entre la ley y el reglamento es independiente de toda consideración formal referente a su origen. En razón pura, el concepto de regla superior y estatutaria, dícese, puede concebirse haciendo abstracción de las condiciones de forma en las cuales se fundó la regla y del órgano al que debe su creación. La cuestión de saber si una decisión estatal que entrañe reglamentación engendra una regla legislativa o simplemente una prescripción reglamentaria, debe resolverse ante todo por la fuerza y los efectos inherentes a dicha decisión. Cualesquiera 184
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Resulta de estas observaciones que es insuficiente la definición común que consiste en decir que la ley es una regla. Toda regla no es ley, pero junto a las reglas formuladas a título legislativo y estatutario, algunas lo son a título administrativo o simplemente reglamentario. Se verá después (ri' 124) que no sólo es insuficiente esta definición, sino que además es inexacta, ya que, recíprocamente, toda ley no es una regla.
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que sean el autor y la forma del acto que crea la regla, ésta será ley o reglamento según que haya sido emitida para valer como estatuto o simplemente para tener el alcance de una disposición reglamentaria. Es así como Laband, después de haber afirmado en principio (loe. cit., vol. II, p. 353) que la fuerza superior de la ley proviene especialmente de su forma, declara que la fuerza de regla legislativa no depende exclusivamente del origen formal de la regla. Cita, en efecto (ibid., p. 359; cf. O. Mayer, op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 91; Seligmann, op. cit., p. 21), algunos ejemplos de ordenanzas alemanas cuyas prescripciones, aunque no fueron creadas por la vía legislativa, tuvieron fuerza de ley, porque no podían ser modificadas sino por un acto legislativo. Y recíprocamente, cita reglas emitidas en forma de ley que no tuvieron fuerza legislativa, porque las leyes que las dictaban habían especificado que podrían ser modificadas por vía de ordenanza. En el mismo orden de ideas, se ha sostenido que en la antigua Francia existió la distinción entre las leyes y los reglamentos reales. Indudablemente, en la época en que la monarquía no se hallaba limitada por ninguna separación de poderes, tanto las leyes como los reglamentos provenían indistintamente del mismo rey. Pero, dijese, la diferencia material que separa estas dos clases de reglamentaciones es tan fuerte, deriva tan imperiosamente de la misma naturaleza de las cosas, fuera de toda cuestión de formas, que se había abierto camino hasta en el antiguo derecho público, afirmándose entonces, de una manera suficientemente clara, por la subordinación del reglamento a la ley, no pudiendo el reglamento real, en principio, ni modificar ni abrogar la ley (Balachowsky-Petit, La loi et l'ordonnance dans les Etats qui ne connaissent pas la séparation des pouvoirs, tesis, París, 1901, pp. 68 y 205). Desde 1789, ha ocurrido igualmente, en diversas ocasiones, que ambos poderes, el legislativo y el reglamentario, se vieron reunidos en la misma mano. Un gobierno provisional, que poseía a la vez la potestad legislativa y la potestad administrativa, dictaba reglas por vía de decretos, de los cuales unos habrían de valer como leyes y otros como simples reglamentos. Así es como, durante el período dictatorial que siguió al 2 de diciembre de 1851, se dictaron, entre otros, dos decretos, que llevan la misma fecha del 2 de febrero de 1852, 'que estatuyen sobre la misma materia, la elección de los diputados del cuerpo legislativo, y que están dictados en la misma forma y por la misma autoridad. Pues bien, a pesar de todas estas semejanzas, uno de estos decretos es considerado por los autores como una verdadera ley, que no puede modificarse sino por una ley formal, mientras que al otro lo tienen como simple reglamento. Y esto es, dicen, porque el primero, titulado "decreto orgánico sobre la
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al o sea esencial de la ley, por lo que concierne a las decisiones creadoras de reglas, depende directamente de circunstancias de forma. 116. El concepto moderno de ley se funda esencialmente en un sistema orgánico de multiplicidad y de desigualdad de las autoridades encargadas de querer para el Estado y, por lo tanto, en un principio de separación de poderes. Lejos de haber embrollado la teoría de las funciones estatales, como pretenden tantos autores (Duguit, UÉtat, vol. I, p. 437; Cañen, op. cu., p. 61; Laband, loe. cit., vol. II, pp. 342 ss.; Anschütz, op. cit., 2 ed., p. 15; Seligmann, op. cit., p. 1), la separación de los poderes era lo único que podía permitir que el concepto de ley adquiriera su completo desarrollo y su plena significación, porque únicamente dicha separación establece entre las autoridades estatales la jerarquía de potestades que es causa de que la ley se presente como manifestación de la más alta voluntad en el Estado (ver a este respecto Moreau, op. cit.f núms. 39-40). Gracias a la separación de los poderes, el carácter estatutario de la ley ya no es solamente la consecuencia de una distinción teórica y artificial entre la regla legislativa y las demás prescripciones reglamentarias, sino que dicho carácter estatutario corresponde a una superioridad realmente inherente a la ley y que proviene de que esa ley es obra de una autoridad que domina y rige a todas las demás autoridades estatales. Así pues, en el Estado constitucional moderno, las condiciones mediante las cuales adquiere fuerza estatutaria una regla, se reducen precisamente a condiciones de forma y de origen. Este es un punto que ha sido sacado a relucir plenamente por O. Mayer (loe. cit., vol. i, pp. 87 ss.), cuyo gran mérito a este respecto fue el de mostrar que el concepto actual de la ley proviene directamente del sistema de separación de poderes.12
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Se hace la objeción, sin embargo, de que la separación de los poderes es totalmente moderna, mientras que el concepto de ley es muy antiguo. Artur ("Séparation des pouvoirs et des fonctions", Rcvue du droit public, vol. XIII, p. 224) y Duguit (op. cit., vol. i, p. 437; cf. Seligmann, op. cit., p. 78) observan que en la antigua Francia todos los actos de Estado provenían o por lo menos aparentaban provenir del rey, de modo 185
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12 Se puede ver, sin embargo, que la separación de los poderes a que se hace aquí referencia es muy diferente de aquella otra que defendió Montesquieu. Bien es verdad que la autoridad que elabora las leyes y la que hace los reglamentos ejercen poderes diferentes. Pero la diversidad de sus poderes no se debe a que la potestad de Estado sea causa de una división de funciones entre ellas, difiriendo una de otra por el contenido respectivo de las decisiones que deban tomar. La diversidad consiste en que la misma decisión o prescripción habrá de tener alcance y fuerza diferentes, según sea manifestación del poder legislativo o del poder reglamentario. Lo que se expresa aquí con el nombre de separación de poderes es, pues, en realidad, una jerarquía o gradación de los poderes, y no una separación formal tal como la entendía Montesquieu (ver núms. 305 ss., infra).
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que, por lo que se refiere a su origen así como a la potestad de su autor, no podía establecerse diferencia alguna entre ellos y, sin embargo, ¿cómo suponer que, hasta 1789, sólo haya habido una especie de función estatal, y cómo admitir igualmente que no haya existido en aquella época ninguna diferencia material entre las funciones de legislación, de administración y de justicia? Debe darse por contestación a dicha pregunta que por razón misma de la falta de separación de los poderes, la distinción entre las diversas funciones era entonces de la mayor imperfección; se distinguían tan poco una de otra, por ejemplo, la legislación y la administración, que en el ejercicio de su potestad administrativa era dueño el monarca de eximirse de aplicar la ley (Duguit, op. cit., vol. i, p. 492). El hecho mismo de que la ley no obligara a la potestad administrativa, por lo menos en la persona de su supremo titular, prueba precisamente, sin que haya temor en asegurarlo, que en dicha época no existían aún leyes verdaderas, ya que una regla que no obligue por su fuerza superior a la autoridad encargada de su aplicación deja de ser una ley en el sentido integral de la palabra.13 Existía, sin embargo, en el antiguo régimen una categoría especial de reglas que respondían plenamente al concepto de ley: aquellas "leyes fundamentales del reino" que se imponían al rey, el cual no podía desconocerlas. Pero, como lo hace notar Duguit (op, cit., vol. I, pp. 490 ss.), si las leyes del reino eran superiores al rey era precisamente por el motivo de no ser obra suya, o por lo menos de no provenir sólo de él. Era por lo tanto a su origen especial, o sea a una causa formal, a lo que debían su superioridad y por consiguiente su naturaleza de verdaderas leyes. Idénticas observaciones deben aplicarse a los decretos-leyes que se dictaron durante los períodos dictatoriales de 1851-1852 y 1870-1871. Entre los decretos promulgados en esas diversas épocas, algunos se consideran como teniendo fuerza de ley, pudiendo ser modificados únicamente por una ley formal, y otros son simplemente reglamentos que pueden modificarse por un decreto reglamentario. Mas los autores se ven muy apurados para distinguir los decretosleycs de los decretos-reglamentos. Se ha sostenido que habían de considerarse como legislativos aquellos decretos que estatuyen sobre materias que por su misma naturaleza entran dentro del campo de la legislación, pero este criterio es inaplicable, ya que no se encuentran en las Constituciones francesas ninguna relación ni definición de las materias que son por su naturaleza legislativas, en oposi186
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En estas condiciones, en efecto, la ley ya no es ni una regla superior, ni una regla general, ni una regla de derecho que fije de un modo cierto la situación individual de los particulares. No se le puede aplicar, pues, ninguna de las definiciones propuestas para el concepto de ley.
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ción a las que son simplemente reglamentarias. Así pues, en último término, los autores tienen que reducirse a admitir que la fuerza legislativa de algunos de los decretos citados se reconoce únicamente por la circunstancia de que han estatuido sobre objetos que, de hecho, habían sido regulados anteriormente por medio de leyes formales, o también que habían sido reservados a la legislación por un texto legislativo expreso" (ver en este sentido: Laferriére, op. cit., 2 ed-, vol. II, pp. 7-8; Duguit, Traite, vol. II, p. 474; cf. Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 62 texto y n. ó). Por lo demás, la comprobación del carácter legislativo de dichos decretos sólo presenta interés porque desde la época de su aparición fue restablecida una autoridad legislativa distinta de la autoridad administrativa; si el régimen dictatorial bajo el cual esos decretos legislativos fueron dictados hubiera subsistido, la autoridad administrativa de la que provenían hubiera continuado teniendo el poder de modificarlos o de abrogarlos del mismo modo que los decretos reglamentarios, y de hecho, no se hubieran distinguido de estos últimos. Todo esto prueba que es imposible despejar el concepto de ley en los regímenes que no reconocen la separación jerárquica de los poderes. En realidad, los supuestos decretos-ieyes de ios gobiernos provisionales de 1848, 1851 y 1870 no son verdaderas leyes, sino •—como su mismo nombre indica— decretos, o sea actos de reglamentación por vía administrativa. Asimismo, antes de 1789, no existían leyes propiamente dichas, fuera de las llamadas leyes del reino. Realmente sólo existía entonces una sola función: la administración, y el rey tan sólo administraba cuando dictaba reglas que hoy se pretende llamar leyes materiales, pero que entonces, desprovistas de la fuerza superior y característica de la ley, sólo tenían en el fondo el valor de actos de administración. Finalmente, en la actualidad, en la medida en que el orden jurídico y regulador aplicable en las colonias francesas, en virtud del senado-consulto de 3 de mayo de 1854, ha sido creado y puede ser modificado por decretos presidenciales, la única fórmula conveniente para 187
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Esto ha sido reconocido de una manera expresa en 1872 por los decretos emitidos por el gobierno de la Defensa Nacional. Habiendo sido nombrada en aquella época una comisión por la Asamblea Nacional para averiguar cuáles de dichos decretos presentaban carácter legislativo el relator hubo de confesar que dicha selección era irrealizable, alegando que: "El nombre atribuido al acto no permite prejuzgar si sus autores han querido hacer una ley o un simple reglamento administrativo, pues todos los actos, cualesquiera que fueren su alcance y su naturaleza, reciben el nombre de decretos, y además, bajo el gobierno de la Defensa Nacional provenían de la misma autoridad". En cuanto a calificar al decreto como legislativo "por razón de las disposiciones que contiene", esto constituye, decía el relator, "un método cuya aplicación no está exenta de duda y de dificultad". Para salir de dudas, no hubo más remedio que adoptar la solución de que únicamente aquellos decretos que modificaban o derogaban leyes formales anteriores debían considerarse como legislativos (Journal officiel del 18 de abril .de 1872, p. 2006).
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caracterizar ese estado de cosas es decir que las colonias se hallan sometidas a un régimen administrativo y no gozan del régimen legislativo. Por lo tanto, desde el punto de vista jurídico, no se despeja en toda su amplitud la función legislativa y la ley no puede definirse de un modo completo sino mediante un elemento formal. Mientras que los actos del Estado tengan el mismo origen, la misma forma y por consiguiente la misma fuerza constitucional, no es posible establecer entre la administración y la legislación sino diferencias parciales y relativamente secundarias, que no son bastantes para fundar entre ellas, y en el terreno jurídico, una absoluta distinción. Únicamente la diversidad y la separación de las autoridades legislativa y administrativa imprimen a la regla formulada por vía de legislación ese carácter estatutario que es el signo distintivo de la regla-ley. En todo caso, este concepto de la regla legislativa, condicionado por un elemento formal por lo que se refiere a su misma definición material de regla estatutaria, es el del derecho público actual. Suponiendo que pudieran admitirse otros conceptos de la ley para el derecho público de tiempos anteriores, aquéllos ya no serían valederos en la época actual. No existen en derecho categorías absolutas y perpetuas. 117. En el Estado moderno, no solamente se caracteriza la ley como la decisión de un órgano legislativo distinto de la autoridad administrativa, sino que también lo que ha contribuido particularmente a que se la considere como estatuto superior es la especial naturaleza y la cualidad propia del órgano que la formó. La ley moderna, en efecto, sólo puede engendrarse mediante el asentimiento de una asamblea elegida por el cuerpo de ciudadanos o por lo menos por un número relativamente considerable de los mismos. En Francia es creada directamente por asambleas electas. El órgano legislativo se distingue, pues, de la autoridad administrativa en que no es ya solamente un órgano de la nación en el sentido general y amplio de esta expresión, sino también un colegio "representativo" del cuerpo de ciudadanos; representación que puede ser por razón de los lazos electorales que lo unen a este último, o más bien por razón de que el régimen parlamentario contemporáneo implica —al menos en la medida que se señalará después (ver especialmente los núms. 397 ss., 409)— la conformidad de las voluntades manifestadas por las asambleas elegidas con la voluntad del cuerpo electoral. En resumen, se puede decir que en el Estado parlamentario actual es el cuerpo de ciudadanos, o por lo menos de los electores, el que elabora las leyes nacionales por mediación de las asambleas representativas. En esas condiciones, la ley aparece como expresión de la voluntad que, en las democracias modernas, constituye la voluntad más alta en el Estado (cf. Moreau, op. cit., ir 40), puesto que, mientras que los actos administrativos, por ejemplo
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los decretos reglamentarios, emanan de una autoridad que carece del carácter de representación popular, las leyes son obra, si no del pueblo mismo, o sea del conjunto de ciudadanos, por lo menos de la autoridad que más se acerca al pueblo, o sea de la asamblea elegida por los ciudadanos activos. Por eso mismo, la regla-léy aparece también como estatuto popular, por lo mismo que es la regla fundamental adoptada por el pueblo o por sus representantes, regla que en razón misma de su origen se halla investida de una potestad superior, en cuya virtud regirá la actividad subalterna, reglamentaria o no, de todos los demás órganos de la comunidad, como regla fundamental de la misma.15 118. Se comprende ahora por qué la ley no fue definida ni podía ser definida por su contenido en la Constitución, en lo referente a las decisiones que consisten en formular reglas. La razón de ello es que, por una parte, no puede adquirir una regla cualquiera la potestad superior de efectos que constituye la característica de la. ley en el sentido constitucional y el carácter estatutario que especifica a la regla legislativa sino mediante una condición de forma. Por otra parte, y recíprocamente, dicha potestad especial y dicho carácter superior son susceptibles de comunicarse a cualquier regla, sea cual fuere su contenido. Este es, en efecto, el doble concepto que consagra el art. 1 de la ley de 25 de febrero de 1875, al decir: "El poder legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de Diputados y el Senado". Se desprende de ese texto que únicamente las Cámaras tienen la potestad de conferir a una regla el valor legislativo, y se desprende asimismo que toda regla dictada por las Cámaras dentro de las formas requeridas para el ejercicio de su poder legislativo se convierte en una ley por ese solo hecho, o sea por virtud de la potestad legisladora inherente a dichas asambleas.
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Se deduce de aquí que el campo de la ley, considerada en sus relaciones con el reglamento, es ilimitado. Según las Constituciones modernas, el cuerpo legislativo eleva a la superioridad de materia legislativa a todo objeto susceptible de reglamentación que le plazca avocarse, tratar por sí mismo e incorporar así al campo de la legislación estatutaria. En el Estado moderno, en efecto, la ley tiene por verdadera función, que le sea exclusivamente propia, el regir superiormente la actividad de las autoridades administrativas, y en particular el situar por encima de la voluntad de dichas autoridades, y a salvo de cualquier perjuicio de su parte, a todas aquellas materias y disposiciones reguladoras respecto de las cuales 188
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La idea de que las leyes son la expresión de la voluntad más alta en el Estado es una de aquellas por las que más empeño mostraron los constituyentes de 1789-91, y por la que expresaron en la Constitución de 1791, tít. III, cap. II, sec. 1, art. 3, que: "No existe en Francia autoridad superior a la de las leyes".
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les el cuerpo legislativo se reserva una exclusiva competencia. Cada vez que el cuerpo legislativo desea conseguir ese resultado, sólo necesita apropiarse de la materia para reglamentarla por sí mismo. Como lo dice Moreau (op. cit., p. 195): "El Parlamento siempre tiene libertad de tomar o dejar algún objeto que entrañe reglas". 119. Si el legislador posee de esta manera una competencia ilimitada, se debe llegar a la conclusión de que, por lo menos en derecho francés, es absolutamente arbitrario e injustificable negar el carácter material a aquellas prescripciones que, estando contenidas en una ley formal, regulan el funcionamiento interno de la administración. Poco importa que dichas prescripciones se refieran únicamente a la autoridad administrativa y no establezcan ninguna facultad ni carga individual para los administrados. Según la observación de Moreau (op. cit., p. 162) "el legislador tiene una competencia universal que abarca igualmente a las leyes de derecho privado y a las de derecho público". Basta que el cuerpo legislativo decrete respecto a un objeto cualquiera una regla en forma legislativa, para que nazca una ley en el sentido integral de la palabra. Una regla referente a los asuntos administrativos es tan apta como una regla de derecho individual para convertirse, por su adopción a título de ley, en un estatuto nacional. Con manifiesto error desconocieron este punto los autores alemanes, seguidos por Hauriou, el cual —según vimos ya (p. 318)— reserva el concepto de estatuto para las leyes que elaboran derecho en interés del individuo, considerando al derecho de esa clase como única materia propia de la ley. I
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Laband, que puede considerarse como el jefe de esta escuela, reconoce sin embargo (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 355) que "el campo de la legislación no solamente comprende al derecho y a los objetos que se le asignan por especial disposición de la Constitución, sino también todos aquellos casos en que la voluntad del Estado se manifiesta en forma de ley", por cuanto la regla formulada para esos casos no podrá modificarse después más que por vía legislativa. Pero al decir esto, Laband declara que sólo se refiere al campo de la legislación formal, y no admite que una regla administrativa, incluso hallándose dentro de dicho campo, constituya por ello una ley material. Es interesante hacer notar que dicho autor había enseñado primitivamente otra opinión. En su primera edición alemana (vol. II, pp. 68, 208-210) manifestaba que la reglamentación de los asuntos administrativos puede establecerse lo mismo por medio de un acto de legislación que por la vía administrativa, especificando que una regla que se refiera a la actividad de los funcionarios administrativos se convierte en un elemento del orden jurídico del Estado, o sea en una ley material, en el momento en que dicha regla ha sido adoptada en forma y cualidad de
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ridad administrativa está obligada legalmente a conformarse a las reglas consagradas por las leyes formales, poco importa que dichas reglas no se hallen sancionadas por un recurso abierto a todos los ciudadanos que se quejen de su inobservancia. No por ello dejan de constituir reglas de derecho. Porque el orden jurídico del Estado no solamente consiste en el derecho individual referente a los subditos, sino que aquellas reglas que originan para los administradores obligaciones y deberes legales constituyen también una parte importante de dicho orden jurídico. Y por cierto, aunque no atañan a los ciudadanos tomados individualmente y considerados en su esfera privada, les interesan como miembros unificados de la colectividad estatal, a los cuales no puede considerarse como ajenos a nada de lo que se refiera a los asuntos de dicha colectividad. El desconocimiento de semejantes reglas tiene, pues, carácter de violación del derecho, incluso de violación del derecho estatutario, establecido en el Estado. Por estas observaciones se ven las diferentes tendencias que animan a las dos doctrinas puestas anteriormente en oposición relativas al concepto de ley. Mientras Laband se ve llevado por su teoría a hacer resaltar sobre todo la falta de recurso en los administrados contra los actos administrativos que violan leyes formales que no crean derecho individual, la teoría que caracteriza a la regla administrativa, sea la que fuere, por su alcance estatutario, implica, por el contrario, la lógica necesidad de organizar de una manera eficaz ciertos medios, especialmente un poder de control y de coacción por parte del cuerpo legislativo, a fin de mantener a la autoridad administrativa dentro del respeto a las prescripciones reguladoras que le imponen las leyes vigentes. En esto está el interés práctico de toda esta controversia, puramente teórica en apariencia. 120. Falta observar que el concepto de regla estatutaria puede aplicarse racionalmente, en sentido lato, a toda prescripción dictada por acto legislativo, bajo la doble condición únicamente de que, por una parte, el efecto actuante del mandamiento legislativo no se agote inmediatamente por su aplicación a la situación a que se refiere, y por otra parle, que la decisión emitida interese a la comunidad estatal en su conjunto y no solamente a tal o cual persona considerada en particular. Toda prescripción que llene esta doble condición puede considerarse como regla y, por consiguiente, puede convertirse, por su adopción en forma legislativa, en un elemento del orden estatutario del Estado. Así es como una prescripción en forma de ley, incluso cuando se dicte solamente para un lapso de tiempo limitado de antemano (Duguit, Traite, vol. I, p. 141; Cahen, op. cit., p. 118), o aunque sólo estatuyera sobre un caso aislado, adquiere carácter estatutario. Se encuentra un ejemplo de ello, bien claro, en la ley ya citada (ver p. 281, supra) de 22 de julio de 1893. Dicha
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ley, que prolongaba el período de una legislatura, estatuía a título particular y hasta excepcional, pues sólo había de producir efecto durante un tiempo limitado; pero durante dicho período no dejó de presentar todos los caracteres de una regla estatutaria del Estado. Lo mismo ocurre con las disposiciones legislativas tomadas a título transitorio, así como con las leyes elaboradas para un período crítico, como la de 27 de febrero de 1858 (arts. 5 a 8). Finalmente, hay que hacer extensivas las mismas observaciones a una categoría de leyes temporales cuyo carácter material ha sido particularmente discutido: las leyes que fijan los presupuestos. Según ciertos autores, la ley anual de presupuestos no puede ser una ley en cuanto al fondo, por tener solamente una vida efímera, al no surtir efecto por un año (Bouvier y Jéze, "La véritable notion de la loi", Revue critique de législation, 1897, p. 444). Otros arguyen que el presupuesto, por su naturaleza, sólo es un acto administrativo, ya que sus efectos consisten únicamente, en cuanto a los gastos, en "asegurar el funcionamiento de instituciones creadas por la ley" —en lo que no es más que un acto ejecutivo— y en cuanto a los ingresos, tan sólo en autorizar la ejecución de leyes anteriores que establecieron los impuestos (Duguit, La séparation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, p. 26; Bouvier y Jéze, loe cit., pp. 445 ss.). Esmein (Éléments, 5^ ed., pp. 898 ss.) sostiene la misma idea. Distingue por una parte "las leyes que establecen los impuestos y que determinan la naturaleza y reglas de los mismos", que tienen — dice— el carácter de "verdaderas leyes", y por otra parte la ley de presupuestos, que tiene, es cierto, forma legislativa, pero que "en realidad tiene otra naturaleza". El presupuesto, en efecto, "contiene, para un tiempo determinado, la previsión de los gastos y los ingresos del Estado, y ordena el pago de unos y la percepción de los otros". Así definido, el presupuesto, para Esmein, no es más que "un acto particular", "un acto de administración superior". Los autores alemanes profesan la misma doctrina. Según Laband (op. cit., ed. francesa, vol. VI, pp. 268, 381 ss.), "el establecimiento del presupuesto no tiene nada que ver con la legislación, considerada como reglamentación de orden jurídico, sino que pertenece únicamente a la administración". Jellinek (op. cit., pp. 284 ss.) dice que, desde el punto de vista material, el presupuesto no es una ley, sino un acto de administración, ya que, tomado en sí, no es más que una evaluación de los ingresos y de los gastes con miras al próximo ejercicio; no contiene reglas, sino cifras. Idéntica definición da O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 185): "La ley de presupuestos, por su contenido, sólo presenta una cuenta, un presupuesto, un plan para el futuro ejercicio." G. Meyer (op. cit., & ed., p. 752, y los autores citados en re.) se expresa en la misma forma.
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Este punto de vista no debe admitirse. Ha sido descartado en parte por Duguit, que hoy repudia (LÉtat, vol. i, pp. 524 ss.) su anterior doctrina. Por lo que concierne a la parte del presupuesto referente a los gastos, es cierto que dicho autor continúa negándole el valor de ley material, viendo en ella tan sólo un acto administrativo que consiste en autorizar a los funcionarios competentes a gastar las sumas votadas (Traite, vol. ii, p. 389). Pero en lo referente a la parte de los impuestos a percibir, dice Duguit que se trata de una verdadera ley material, y funda esta aseveración en el principio de la anualidad del impuesto. "Si el impuesto —dice (LÉtat, vol. i, p. 526; Traite, vol. r, p. 141, vol. u, p. 387)— se estableciera de una vez para siempre, sin que fuera necesario renovar periódicamente su votación, la ley de presupuestos, que se limitaría a evaluar cada año el monto de su probable producto, sólo constituiría una simple previsión de ingresos, es decir, una operación puramente administrativa. Pero en el sistema francés, que exige que los impuestos se voten anualmente por el Parlamento, las leyes de presupuestos no pueden considerarse como simples medidas de ejecución de leyes existentes que crearon los impuestos, determinando su cuota y su reparto. La verdad, por el contrario, es que los impuestos se establecen de nuevo cada año por la ley de hacienda, de tal forma que no solamente no podrían percibirse, sino que se verían suprimidos si no fueran votados por el Parlamento. En estas condiciones la ley de presupuestos, por cuanto renueva los impuestos establecidos por la legislación fiscal, tiene el mismo alcance que una ley que creara nuevos impuestos. En este aspecto contiene una regla general y por lo tanto es una verdadera ley material. Distinto es el caso de la parte del presupuesto en la que se evalúan en ingresos las rentas de las propiedades del Estado. En este caso sólo se trata de establecer una previsión de ingresos, lo cual no es más que una operación administrativa. Pero, a decir verdad, no hay necesidad de referirse a la anualidad del impuesto" para establecer la naturaleza legislativa del presupuesto.1T Esta anualidad no es por cierto un principio constitucional que se imponga de modo absoluto al cuerpo legislativo. Como dice Esmein (ÉUments, 5* ed., p. 900), "en realidad las Cámaras podrían actualmente votar el impuesto por varios años". Alega Duguit inútilmente (Traite, vol. II, p. 386) que la anualidad del impuesto ha sido consagrada sucesivamente por la Constitución de 1791 (tít. v, art. 1*), por la Constitución del año ni (art. 302) y, al menos en cuanto se refiere al impuesto directo, por la Carta de 1814 (art. 49), por el Acta adicional de 1815 (art. 34), por la Carta de 1830 (art. 41) y por la Constitución de 1848 (art. 17). Dado el silencio de la Constitución actual, esta regla ya no tiene sino el valor de una costumbre, y todo lo más tendría valor legislativo si se admitiera que sobre este punto siguen teniendo efecto las Constituciones desaparecidas; tanto en un caso como en el otro, el legislador es muy dueño de modificarla o derogarla. En realidad son razones políticas, pero no jurídicas, las que mantienen la práctica de la anualidad.
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121-122] FUNCIÓN LEGISLATIVA 337 constitucional en particular, el interés esencial de la distinción entre las funciones legislativas y administrativas es el de proporcionar un principio que permita determinar con certeza cuáles son las decisiones que dependen de la competencia del legislador y cuáles entran dentro de la competencia administrativa. Particularmente, debe esperarse de esa definición y de esa distinción que aporten a la práctica jurídica un medio seguro y preciso de reconocer aquellas materias que exigen una ley formal y que no podrían tratarse por un simple reglamento de las autoridades administrativas. Se ha visto, en efecto, que en el derecho público actual el concepto de ley no coincide con el concepto de regla. El poder de crear reglas no pertenece exclusivamente al órgano legislativo, sino que se ejerce también, como dependencia de la función administrativa, por los titulares de dicha función. La ley no es toda regla, cualquiera que ésta sea, sino únicamente la regla emitida en cierta forma. Desde el momento en que la decisión que crea una regla es calificada como ley por la Constitución, no ya por los caracteres específicos de su contenido, sino por su forma, existe, al parecer, una nueva razón para suponer que la Constitución, puesto que no define a la ley por la naturaleza de su contenido, debe tratar esencialmente de determinar las materias que constituyen el objeto especial de la legislación. Ya se observó, sin duda, que el campo de la ley es ilimitado, en el sentido de que el legislador puede atraer hacia sí cualquier regla que desee erigir en ley, y toda materia que quiera reservarse como de su competencia. En este aspecto no existe para el reglamento administrativo ninguna esfera que le pertenezca de una manera exclusiva. Pero, al menos, entre las materias que, de hecho, no han sido aún objeto de ninguna reglamentación legislativa, ¿existe alguna sobre la cual la autoridad administrativa por sus propios reglamentos, pueda estatuir por su propia iniciativa? Y a la inversa, ¿existen prescripciones que eslén reservadas exclusivamente por la Constitución a la competencia legislativa y que formen por ello la materia propia de la ley? En otros términos, ¿existen, en virtud de la Constitución, reglas que sean leyes ratione materiae, o sea leyes materiales, en oposición a otras reglas cuya adopción dependa de la función administrativa? 189
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122. La mayoría de los autores responden afirmativamente a esta cuestión. Casi todos los tratados de derecho público francés contienen, en efecto, una relación de objetos que presentan como reservados para la ley. Dicen, por ejemplo, que sólo la ley puede dictar una pena, establecer un impuesto, organizar una jurisdicción, crear autoridades administrativas que tengan el poder de mandar a los administrados, etc. Esta enumeración de materias legislativas por los autores implica en sentido inverso
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338 FUNCIONES DEL ESTADO [122 que los objetos que no se reservan especialmente a la legislación quedan abandonados a la potestad administrativa. Por muy extendida que esté esta doctrina, se puede asegurar que, en el estado actual de la Constitución francesa, carece enteramente de fundamento. Ni en las leyes constitucionales de 1875, ni en las Constituciones anteriores, se encuentra ninguna relación detallada, ni mucho menos ninguna definición de principio, que permita clasificar por divisiones las materias que originen reglamentación, en materias legislativas y materias administrativas. Por una parte, en efecto, no puede tratarse de ningún modo de considerar que establecen una lista de las materias legislativas algunos escasos textos en los cuales la Constitución de 1875, saliendo de la habitual reserva que en este aspecto guarda, especifica incidentalmente que es necesaria una ley en tal o cual caso. Esos textos se reducen al art. lp de la ley constitucional de 25 de febrero, que dice: "La Cámara de los Diputados se nombra por sufragio universal, en las condiciones determinadas por la ley electoral. La composición, la forma de nombramiento y las atribuciones del Senado se regularán por una ley especial"; al art. 3 de la misma ley: "Las amnistías no pueden concederse sino por una ley"; al art. 8 de la ley constitucional del 16 de julio: "Ninguna cesión, ningún cambio, ninguna incorporación de territorio podrá tener lugar si no es en virtud de una ley"; al art. 12 de la misma ley, que, en lo referente al procedimiento que habrá de seguirse ante el Senado, cuando éste funcione como alta corte de justicia, dice: "Una ley determinará el modo de proceder para la acusación, la instrucción y el juicio". En presencia de esos textos, tan escasos, es manifiesto que no hay posibilidad de sostener para el derecho francés la doctrina de Arndt (ver por ejemplo Verfassungsurkunde für den preussischen Staat, 6? ed., pp. 245 ss.) que pretende que en Prusia todos los objetos no reservados a la ley por un texto expreso de la Constitución de 1850 pueden ser reglamentados por una ordenanza del monarca (ver n. 5, p. 292, supra). Lo que permitió a Arndt sostener esa opinión —que por otra parte es rechazada por la generalidad de los autores alemanes (ver especialmente Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 34 ss.)— es el hecho de que la Constitución prusiana señala en numerosos artículos determinados objetos para los cuales es necesaria una ley. En la Constitución francesa, por el contrario, esta clase de textos, como se acaba de ver, falta casi por complelo. Por otra parte, en lo que se refiere a la administración, no solamente la Constitución de 1875 no señala a ésta materia especial alguna para su reglamentación, sino que además expresa formalmente que no existe ninguna materia que le pertenezca propiamente. En efecto, en un texto cuya importancia ya fue señalada y del que volveremos a hablar más
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122] FUNCIÓN LEGISLATIVA 339 adelante, o sea el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero, se establece en principio que la función administrativa consiste, únicamente, en asegurar la ejecución de las leyes. Tiene esta definición un alcance considerable. Significa que, para la autoridad administrativa, no existe ningún campo dentro del cual tenga enteramente libre acción, pues en cualquier materia la función administrativa se limita a hacer cumplir prescripciones dictadas anteriormente por el legislador. Sólo puede ejercerse después de la ley y conforme a ésta, en virtud de poderes conferidos a la autoridad administrativa por una ley. Si éste es el concepto constitucional de la administración, se explica inmediatamente por qué la Constitución no formula ninguna definición material o ratione materiae de la ley. La razón perentoria de ello es que la materia de la ley es indefinida, en el sentido de que es necesaria una ley cada vez que se trata de estatuir sobre un objeto cualquiera respecto al cual no existe en la legislación vigente ningún texto que proporcione a la autoridad administrativa la posibilidad de decidir por sí misma. Por consiguiente, la competencia reservada al legislador no se reduce solamente a las reglas generales, o a las reglas de derecho individual, o a un orden determinado de materias, sino que comprende indefinidamente todos aquellos casos en los cuales se deba tomar una decisión o medida —general o particular, relativa a los ciudadanos o concerniendo solamente a los funcionarios— para la cual carece de poder legal la autoridad administrativa. En estas condiciones, se comprende claramente que en el derecho positivo francés no hay lugar para un concepto material de la ley, considerada desde el punto de vista de su objeto. El concepto constitucional de ley es un concepto puramente formal. La distinción constitucional entre la legislación y la administración no se refiere a una diferencia material entre ciertos objetos que pudieran ser legislativos o administrativos en sí, sino que se refiere únicamente a la diferencia de potestad de los órganos. La Constitución francesa no conoce una materia legislativa, conoce únicamente una potestad legislativa, un "poder legislativo", según expresión de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. I9. Debe entenderse con es lo que únicamente el cuerpo legislativo tiene la potestad de estatuir de una manera inicial, autónoma y libre. Los agentes administrativos, en todos los grados de su jerarquía, sólo pueden querer y estatuir, bien por vía de reglamentación general, bien a título de decisión particular, mientras puedan invocar una ley de la cual derive para ellos un poder a dicho efecto. Este es, ratione materiae, el único criterio constitucional del concepto de ley.18 En una palabra, así como hemos visto 18 Es un derecho francés la materia misma de la ley sólo es susceptible de una definición formal. No consiste, en efecto, en un objeto de naturaleza determinada, sino que comprende
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340 FUNCIONES DEL ESTADO [122-123 antes que, desde el punto de vista del valor de su contenido, la ley no se caracteriza por la naturaleza intrínseca de sus disposiciones, sino por la fuerza que le confiere su forma, así también vemos aquí que desde el punto de vista de su campo de acción, la ley no se caracteriza por su materia especial, sino por la potestad de decisión inicial que le pertenece por su origen. 123. Esto se aplica en primer lugar a las decisiones que consisten en formular reglas. En vano se tratará de delimitar el campo respectivo de la ley y del reglamento mediante la distinción entre materias legislativas y materias reglamentarias. Cualquier tentativa en este sentido acabará en un indudable fracaso. Es éste un punto que, después de haber sido negado por mucho tiempo, llegó por fin a ser reconocido por los autores. "El sistema del derecho francés actual —dice Cahen (op. cit.,p. 247)— no implica de ningún modo la determinación de las materias llamadas legislativas." En efecto, "en ningún momento enumera la Constitución las materias legislativas y las materias reglamentarias" (Jéze, Revue du droit public, 1908, p. 50). Duguit (Traite, vol. n, p. 451) dice igualmente: "Cuantas veces se ha tratado de determinar un criterio general para la distinción entre materias legislativas y materias reglamentarias, se ha tropezado con la imposibilidad de hacerlo". Asimismo Moreau (op. cit., p. 195) dice: "No existe catálogo de materias legislativas, y materias reglamentarias", y en la p. 220: "La distinción entre materias naturalmente legislativas y materias naturalmente reglamentarias carece de fundamento y hasta de sentido". Carece de sentido por el motivo de que el campo de la legislación se determina, no ya por su materia, sino únicamente por el principio constitucional de que la ley solamente es capaz de formular las reglas cuya creación no entra dentro del poder administrativo de ejecución de las leyes vigentes. Por lo tanto, los autores se reducen ahora a reconocer que la distinción entre la ley y el reglamento no se funda en la distinción de su materia propia. Pero mucho antes de haberse admitido este punto en la literatura, ya había sido reconocido claramente y señalado por las Constituciones francesas. Prueba de ello es el hecho tan notable de que las Constituciones de la época revolucionaria, que como antes se ha visto (pp. 257 ss.), empezaron por tratar de establecer un concepto material de la ley según su objeto (Constitución de 1791, tít. ni,cap. ni, sec. 1?, art. 1°; Constitución de 179,)arts. 54 y 55), tuvieron que abandonar rápidamente este punto de vista por inconciliable con el concepto en ellas expuesto de potestad legislativa y potestad administrativa una respecto a la otra, y se atuvieron desde entonces a definiciones puindistintamente todo aquello que excede de la ejecución de las leyes, coincide con la potestad formal del órgano legislativo y no puede definirse sino de un modo extra-objetivo por el grado de potestad formal propio de dicho órgano.
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123-124] FUNCIÓN LEGISLATIVA 341 ramente formales de la ley. Ya a partir del año ni no se encuentra en la Constitución la enumeración de las materias o competencias legislativas. Actualmente lo que se desprende de los textos constitucionales a este respecto es, únicamente, que la autoridad administrativa, en principio, no puede reglamentar un objeto cualquiera si no es en ejecución de las leyes o en virtud de un poder legal. Además, la Constitución se abstiene de abordar la irrealizable tarea que habría de consistir en precisar respectivamente la especial esfera material de la ley y del reglamento. 124, Pero de este sistema constitucional deriva otra consecuencia, no menos importante. Del hecho de que la potestad administrativa sólo pueda ejercerse en ejecución de las leyes existentes resulta que las disposiciones incluso particulares, que no se hallen previstas por una ley anterior, precisan de la intervención del cuerpo legislativo, que estatuya por vía legislativa, y por consiguiente también resulta que el concepto de potestad legislativa y de ley se extiende incluso a decisiones individuales y a medidas circunstanciales, que de ningún modo concurren a establecer el orden regulador del Estado (cf. respecto a este punto p. 282, supra) y que por lo tanto no parecen poder ser consideradas como constitutivas de reglas (ver sin embargo p. 344, infra). Se trata aquí de esas leyes, por ejemplo, que ordenan la construcción de una obra pública, o autorizan un empréstito, o conceden una explotación, etc. Casi todos los autores se niegan a considerar los actos legislativos de esa clase como verdaderas leyes; según ellos sólo se trata de medidas administrativas en forma de leyes. Y la principal razón que aducen es que semejantes decisiones son, por su naturaleza, idénticas a aquellas decisiones particulares que, según la opinión corriente, constituyen el ejercicio normal de la función de administrar. Ahora bien —dicen—, el hecho de que una decisión, que es administrativa, sea adoptada por el órgano legislativo, no es suficiente para modificar la naturaleza y el valor intrínseco de dicha decisión. Pero los numerosos autores que persisten en negar a las leyes que nos ocupan la cualidad de verdaderas leyes parten de una idea preconcebida, o sea de la idea tradicional de que la ley se caracteriza por cierto alcance regulador, inherente a la misma prescripción que establece. No quieren darse cuenta de que el concepto de ley está completamente transformado en el derecho francés actual y que, según la misma Constitución, la ley no tiene solamente por materia las decisiones que constituyen reglas. La característica actual de la ley, considerada en cuanto a su materia, es que sólo ella puede estatuir sobre todos aquellos objetos que no han sido colocados, por la legislación anterior, dentro de la competencia de alguna autoridad administrativa. En otros términos, la ley no se caracteriza por la especial naturaleza de su objeto, sino por la potestad de iniciativa que sólo a ella pertenece. Mientras que el administrador no puede
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342 FUNCIONES DEL ESTADO [124-125 realizar ningún acto, bien sea reglamentario o particular, que no esté fundado en una disposición legislativa que a ello le autorice, la ley, por el contrario, está hecha en virtud del poder propio del legislador, en el sentido de que éste no precisa habilitación de ningún texto previo para tomar cualquier medida, pues posee a este respecto un poder general que le viene de la Constitución misma. En este sentido tiene la ley un carácter inicial. Se deduce de esto que si hay necesidad de tomar una disposición, incluso particular, y que no tenga nada de regulador, la cual no haya sido prevista por ninguna ley vigente, la autoridad administrativa carece de poder para hacerlo y únicamente una ley podrá dictar esa disposición. Así pues, el concepto de ley es totalmente independiente del concepto de regla, y recíprocamente, las decisiones o medidas particulares que no tienen el alcance de reglas, no son todas ellas objetos de la administración. Muchas de ellas, todas aquellas que no tienen carácter simplemente ejecutivo, son de la incumbencia de la legislación. Y la disposición en forma legislativa mediante la cual adoptan las Cámaras semejantes medidas, es una ley propiamente dicha en el sentido constitucional, ya que toda medida de ese género implica un poder inicial de creación, que es precisamente, según los principios constitucionales franceses, uno de los principales atributos y signos distintivos de la potestad legislativa. 125. Si se precisa de una ley para adoptar aquellas medidas que no consisten simplemente en ejecutar administrativamente la legislación preestablecida, con mayor razón entran en la esfera exclusiva de la legislación las decisiones que, en un caso particular, vienen a derogar las leyes vigentes. A este respecto, hay que señalar que la ley se distingue del acto administrativo no porque no necesita, para estatuir, fundarse en ninguna prescripción legislativa anterior, sino además porque no se halla ligada por la legislación ya existente. Este es también uno de los caracteres específicos de la ley, una de las fuerzas que le pertenecen especialmente. A diferencia de la autoridad administrativa, que no puede derogar a título particular ni las leyes ni sus propios reglamentos, el legislador tiene la potestad de derogar, por vía de medida singular y excepcional, las reglas generales anteriormente formuladas por él. La ley tiene, pues, como carácter distintivo el de no depender de leyes anteriores, en el doble sentido de ser un acto de potestad inicial y de potestad exenta del respeto a las reglas vigentes, con excepción de las reglas' constitucionales (cf. a este respecto Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. xnr, p. 221). Se ve por estas observaciones cuan poco exacto resulta repetir, como hacen todavía tantos autores, que las decisiones o medidas que se refieren a un hecho aislado, a un caso especial o a determinada persona, son todas ellas actos de administración material. En realidad, todas las decisiones de ese género sobre las cuales no exista disposición legislativa que habí
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125-126] FUNCIÓN LEGISLATIVA 343 lite a la autoridad administrativa para estatuir por sí misma, son propiamente objetos de legislación, leyes ratione materiae. Esto se aplica por ejemplo a las decisiones que atenían o entrañan excepción a las reglas que constituyen el orden general del Estado. Si se consideran, por ejemplo, las dos leyes de 13 de julio de 1906, una de las cuales decreta la reintegración en el ejército y la promoción al grado de general de brigada de teniente coronel en disponibilidad, y la otra decide que un capitán diplomado sea ascendido a jefe de escuadrón, especificando que deroga con esto el art. 4 de la ley de 24 de junio de 1890, relativo al ascenso de los oficiales diplomados, no es posible adoptar la opinión de Duguit (Traite, vol. i, p. 135; cf. Delpech, Revue du droit public, 1906, pp. 507 ss.) que se niega a ver en dichas decisiones individuales otra cosa que actos administrativos. Dicho autor no tiene en cuenta que esas decisiones, por lo mismo que derogaban leyes no abrogadas, implicaban el ejercicio de la potestad legislativa, de manera que su naturaleza legislativa no solamente resulta de su ferma, sino también de su objeto (ver también los ejemplos de leyes individuales citados por Beudant, Cours de droit civil, Introducción, p. 36, y las observaciones hechas eod. loe. sobre el alcance de esas leyes). 126. Así pues, las decisiones particulares o individuales que el cuerpo legislativo adopta en forma legislativa entran directamente en el concepto constitucional de ley, por cuanto estatuyen, bien de un modo inicial,bien a título derogatorio y excepcional, pues la potestad de estatuir en esa forma sólo pertenece a la ley. Se ha objetado sin embargo (Caben, op. cit,, pp. 128 ss.) que entre las decisiones en forma legislativa, un buen número de ellas se producen en aplicación de una ley anterior y les falta por consiguiente el carácter de iniciativa y de independencia que caracteriza a la ley. El art. 13 de la ley de I9 de julio de 1901, por ejemplo, prescribe que "ninguna congregación religiosa puede constituirse sin una autorización dada por una ley". Seguramente el Parlamento es libre de conceder o no esa autorización; sin embargo, la libertad de apreciación de que dispone en este caso el cuerpo legislativo no difiere de la que tiene la autoridad administrativa, cuando esta última ha recibido de una ley el poder discrecional de realizar o no cierto acto, y además, parece que el acto legislativo que autorizara una congregación sería exactamente igual por su naturaleza a un acto administrativo, por cuanto su intervención constituiría, no ya un acto de potestad inicial, sino una ejecución de la ley de I9 de julio de 1901. Sin embargo, esta similitud no sería exacta, pues las autorizaciones legislativas concedidas en virtud de la ley de 1901 no podrían haber sido consideradas como simples actos ejecutivos. Importa, en efecto, observar que, por razón de la potestad inicial que le es habitual, el Parlamento, a diferencia de la autoridad administrativa, no
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344 FUNCIONES DEL ESTADO [126-127 tenía ninguna necesidad de hallarse habilitado por una ley expresa para adquirir el poder de conceder semejantes autorizaciones. En realidad, la disposición del art. 13 antes citado se explica únicamente por el motivo de que el legislador de 1901 ha querido recalcar que la futura autorización de las congregaciones queda como materia reservada a la ley, y para la cual queda excluida la competencia de las autoridades administrativas. Las leyes formales de autorización que intervienen en esas condiciones habían de seguir siendo, pues, actos legislativos propiamente dichos y no actos ejecutivos, puesto que se referían a objetos reservados a la potestad legislativa. 127. Por lo demás, incluso en el caso de que una ley particular o individual se dicte como aplicación de una ley anterior, e igualmente en el caso en que el cuerpo legislativo hubiera de tomar por vía formal una diaposición para la cual hubiera tenido competencia la misma autoridad administrativa, dicha decisión constituiría también una verdadera decisión legislativa, por cuanto contendría la virtud superior inherente a las leyes. No es que se pueda decir, como Hanel (Studicn zum deutschen Staatsrecht, vol. u, pp. 233-234, 246), que toda prescripción en forma de ley, así fuera la que ordena la construcción de un canal o de un ferrocarril, o que encarga a la autoridad administrativa realizar tal acto determinado, adquiera naturaleza de precepto de derecho por razón misma de su forma solamente, pues al sostener esta tesis, Hanel cae en exageración, lo que provocó justamente la ironía de Laband contra su doctrina (op. cit., ed, francesa, vol. vi, pp. 381 ss.). Pero por lo menos se puede asegurar que las leyes formales que prescriben medidas particulares poseen a veces cierto valor regulador, en el sentido de que sus prescripciones constituyen un principio de acción para la autoridad administrativa encargada de ejecutarlas; y en todo caso, toda decisión, incluso particular, en forma legislativa, tiene valor constitucional de ley. por cuanto se impone a todas las autoridades estatales subordinadas al legislador con la fuerza propia de la ley (ver en este sentido Sarwey, Allg. Verwaltungsrecht, en Marquardsen, Handbuch des offentlichen Rechtes, vol. i, p. 27). Bajo este último aspecto, es cierto asegurar que toda decisión contenida en una ley formal vale "como ley del Estado", conforme a los términos de su promulgación. La especial significación y la importancia que acaban de atribuirse a la forma legislativa para fijar el concepto de ley, se ven confirmadas por un hecho que los autores olvidan generalmente de tomar en consideración y cuyo interés fue sin embargo señalado por Laband (loe. cit., vol. I pp. 450 ss.). Este autor observa que no toda voluntad expresada por el cuerpo legislativo es una ley. En efecto, las decisiones que dependen de la voluntad del Parlamento pueden ser tomadas por éste bajo dos formas:
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“Junto a la forma de ley —dice Laband— está la forma de consentimiento”, es decir, la simple aprobación, que consiste, bien en una adhesión concedida previamente, bien en una ratificación concedida, previo su cumplimiento, a un acto proveniente de la autoridad administrativa. En la Constitución de 1875, el art. 9 de la ley de 16 de julio parece proporcionar un ejemplo de aprobación de esta clase, cuando dice: “El Presidente de la República no puede declarar la guerra sin el previo asentimiento de las dos Cámaras”.190 Pero también puede intervenir el Parlamento con el empleo de la forma legislativa, pues numerosos textos exigen una ley formal para la adopción de medidas como la declaración del estado de sitio (ley de 3 de abril de 1878, art. 1), la declaración de utilidad pública relativa a ciertas obras públicas (ley de 27 de julio de 1870; cf. la ley de 11 de junio de 1880, art. 2), la creación de un nuevo municipio o algunas transformaciones en la circunscripción territorial o términos municipales (ley de 5 de abril de 1884, arts. 5 y 6), etc., medidas todas ellas calificadas por los autores como gubernamentales o administrativas (La. ferriere, op. cit., 2a ed., vol. II, pp. 16 ss.; Esmein, Éléments, 5 ed., pp. 952 Ss.; Duguit, Traité, voL u, pp. 377 ss.). Ahora bien, el empleo de dichas dos formas produce efectos muy diferentes. Por la pura resolución que aprueba un acto de la autoridad administrativa, se limita el cuerpo legislativo a legitimar o confirmar dicho acto, el cual sigue siendo sin embargo un acto puramente administrativo. Por el contrario, cuando el Parlamento es llamado a estatuir en forma de ley, se apropia el acto, transformándolo en un acto legislativo. Sentado esto, es muy difícil suscribir la explicación que los autores generalmente dan con objeto de motivar la intervención de la ley en la elaboración de actos considerados por ellos como actos administrativos en &í. Los autores (por ejemplo, Esmein, loc. cit., p. 952) dicen que por razón de la gravedad de ciertas medidas administrativas se ha creído necesario que el legislador tuviera participación en su adopción, subordinando ésta a su consentimiento. Esta explicación es visiblemente insuficiente. Si sólo se tratara de obtener la adhesión del Parlamento, bastaría para ello solicitar de él una decisión en forma de simple consentimiento. El hecho de que las Cámaras reciban el encargo de estatuir directamente por sí mismas y en forma de ley tiene, pues, una significación especial: implica la decisión que se les pide no solamente debe constituir una decisión de orden administrativo, sino un elemento del orden legislativo superior
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Otro ejemplo de decisión tomado por el Parlamento en forma de consentimiento: “Las Cámaras tendrán el derecho de declarar que hay lugar a revisar las leyes constitucionales” (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 8). La decisión de referencia no es una ley, sino una simple “resolución”, según el texto mismo (cf. E. Pierre, Traité de droit politique, electoral a parlementaire, 2 ed., nº 12).
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del Estado. Por lo mismo, la decisión que hubiera podido tomarse solamente a título de medida administrativa se convierte en una medida legislativa. La exigencia de la forma de ley responde así al concepto constitucional moderno, según el cual esta forma es la condición misma de la ley considerada como expresión de la más alta voluntad estatal. Se deben extender estas observaciones191 a las leyes que tienen por objeto autorizar un acto que depende de la voluntad del Ejecutivo, un tratado por ejemplo (ver especialmente el final del art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875), y en particular a las leyes llamadas de interés local, que autorizan ciertos actos que interesan a los municipios o a los departamentos: Estas leyes, a diferencia de aquellas de que acabamos de hablar, no cumplen por sí mismas el acto al que se refieren, sino que se limitan a autorizarlo, y el acto consecutivo a dicha autorización es un acto administrativo. Por lo menos, esa autorización debe darse en forma de ley, y en esto también la exigencia de esta forma especial sólo puede explicarse plenamente por la idea de que el acto administrativo de que se trata debe realizarse, no ya simplemente con la aprobación del Parlamento —en cuyo caso bastaría el consentimiento de éste—, sino en ejecución de una ley, o sea en virtud de una prescripción superior que constituya para la autoridad administrativa un principio determinante de actividad. 128. La conclusión que se deduce de este estudio es que la tan extendida distinción entre ley material y ley formal debe tenerse como error verdadero de la literatura contemporánea, al menos en lo que al derecho público francés se refiere. El concepto de ley material podría justificarse si la Constitución hubiera exigido que la ley formal reuniera ciertas condiciones de fondo respecto a su contenido, por ejemplo que la ley, para ser válida, tuviera que estatuir por vía de disposición general. Pero se ha visto que no solamente pueden estatuir las leyes a título particular, sino que además numerosas decisiones particulares caen especial y exclusivamente dentro de la competencia de la legislación. Y como muchas de dichas decisiones particulares no pueden considerarse de ningún modo como constitutivas de leyes por sí mismas, resulta patente que la legislación no consiste esencialmente en reglamentación, y por lo tanto que la idea de regla no constituye un elemento necesario en la definición de la ley.192
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En idéntico orden de ideas, es conveniente también distinguir entre el caso en que las Cámaras invitan al gobierno, por una simple resolución, a realizar un acto de su competencia, y aquél en que por una ley le ordenan la realización de dicho acto. Aquí también la forma legislativa imprime a la decisión de las Cámaras un especial alcance regulador del que carece en el caso de simple resolución. 192
Asimismo, no es exacto introducir en la definición de la ley la idea de que “la ley es
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A falta de condiciones especiales referentes a los caracteres internos de las disposiciones legislativas, podría justificarse el concepto de ley material si la Constitución, al menos, estableciera una distinción entre materias legislativas y administrativas que reservara ciertos objetos, bien sea reglamentarios o bien particulares, a la exclusiva competencia del legislador, y recíprocamente hubiera admitido que la autoridad pudiera estatuir en virtud de su propia potestad sobre otros objetos considerados como dependientes de la función de administrar. Pero, bajo reserva de lo que más adelante diremos respecto a los actos de gobierno (ver núms. 174 ss., infra), la Constitución no señala a la administración una esfera propia para sus decisiones, sino que el principio general que formula a este respecto es que la función administrativa consiste simplemente en ejecutar las leyes; el campo reservado a la ley comprende, por lo tanto, todo aquello que sobrepase dicha ejecución. Desde este punto de vista también, el derecho francés no establece distinción material alguna entre la legislación y la administración. En realidad, según la Constitución francesa, la ley sólo puede definirse intrínsecamente, en cuanto a sus efectos, por la fuerza que le es propia, y en cuanto a su campo u objeto, por la potestad que le corresponde. En lo referente a sus efectos, la fuerza especial de la ley consiste en que sus prescripciones, sean las que fueren, se imponen, por ser la expresión de la voluntad más alta que existe dentro del Estado,22 a todas las autoridades estatales distintas del legislador. En lo relativo a su campo o esfera, la potestad propia de la ley consiste en que sólo la ley puede emitir en forma inicial y libre todas aquellas decisiones que no se reduzcan a la ejecución de una ley anterior ni a una ejecución para la cual sea legalmente competente la autoridad administrativa.
una disposición imperativa”, como lo pretende Duguit (Traité, vol. i, pp. 142 SS.). No hay duda de que existe algo imperativo en todo acto legislativo, en el sentido de que la ley no admite ninguna afirmación o disposición contraria a su contenido. Pero no es cierto que ese contenido constituya siempre un mandamiento. Incluso la ley que no emite ningún mandamiento —por ejemplo, aquella que declara que un ciudadano ha merecido bien de la patria— es una verdadera ley, en el propio sentido de la palabra, por cuanto es una manifestación de voluntad que depende de la especial competencia del legislador o, en todo caso, por cuanto adquiere esta manifestación, por el mero hecho de provenir del legislador, una significación y un valor que no adquiriría si procediese de otra autoridad estatal. 22. Este carácter de más alta voluntad Jellinek (op. cit., p. 249) se lo niega a la ley tan sólo porque no quiere admitir la idea de separación de poderes. Pero dicha idea se impone, al menos en cuanto se refiere a una jerarquía de los poderes y de los órganos. Bajo esta forma, la aceptan hasta los mismos autores alemanes. Ver aún, a este respecto, Fleischmann, “Dic materielle Gesetzgebung”, Handbuch der Politik, vol. j, pp. 272 Ss., que define la ley como obra del “hochste Machthaber” y que dice que el concepto de ley supone una manifestación de voluntad de la autoridad más altamente colocada en el Estado.
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Así pues, según el derecho francés, la ley tiene actualmente como función especial, no ya el crear reglas generales ni fijar el derecho individual, sino el dictar, por una parte, las decisiones destinadas a dominar al resto de las actividades estatales, y por otra parte, las decisiones que tienen carácter inicial23 o que derogan el orden legislativo vigente. Ahora bien, esta fuerza y esta potestad superiores por las que se caracteriza la ley, provienen directamente de su origen y se relacionan esencialmente con causas formales. Provienen de la superioridad propia de la voluntad del órgano legislativo que estatuye legislativamente. Finalmente, pues, el concepto de ley se reduce, en derecho positivo francés, a un concepto puramente formal.24 129. Cualquier otra definición de la ley es arbitraria y a la vez carece de interés jurídico positivo, por lo menos desde el punto de vista constitucional.25 Se hace, sin embargo, la objeción de que, junto al con-
23 Se verá después, sin embargo (núms. 234 ss.), que también puede el juez, de un modo inicial, crear el derecho. Pero sólo puede hacerlo a título de solución específica y no por vía de reglamentación general. Bajo este aspecto, es decir, en comparación con el acto jurisdiccional, la generalidad de la disposición constituye un carácter y una potestad propios de la ley. Además no puede el juez, ni aun a título particular, derogar la ley: también es éste un poder reservado únicamente a la ley. 24 De un modo general, toda definición constitucional de las funciones estatales tiene tendencia a ser de orden formal principalmente, pues la Constitución tiene por objeto, antes que nada, determinar la potestad de los órganos. Por la razón misma de que la Constitución es un estatuto orgánico de los poderes, el punto de vista constitucional es naturalmente un punto de vista formal. En este aspecto no debe sorprender que el concepto constitucional de ley sea principalmente un concepto formal. Pero, además, el concepto de ley, según el derecho francés, es especial y exclusivamente formal, por cuanto la Constitución francesa, para determinar la competencia y los poderes legislativos reservados a las Cámaras, no se inspira en consideraciones referentes a las materias sobre las cuales puede haber lugar a estatuir, sino Únicamente en el principio de que en cualquier materia, sea la que fuere, la potestad de querer y de decidir de una manera inicial ha de pertenecer normalmente al órgano legislativo, estatuyendo éste en forma de ley. Desde cualquier punto de vista, pues, el concepto francés de ley es de orden formal.
25 Idéntica conclusión se impone respecto al derecho público belga, como lo reconoce Vauthier (“Staatsrecht des Königreichs Belgien”, Handbach des öffentlichen Rechtes. de Marquardsen, vol. IV, pp. 77-78): “Consideramos superfluo definir la ley según su naturaleza intrínseca. La distinción establecida por los autores alemanes entre leyes en sentido material y leyes en sentido formal, carecería en Bélgica de todo interés práctico. Se puede asegurar que lo que imprime a la ley su carácter realmente distintivo —cualquiera que fuere su contenido— es la fuente de donde proviene. Ley es esencialmente todo acto que emana de la autoridad Legislativa en la forma regular de la legislación. En efecto, la potestad legislativa se caracteriza por ser, dentro de los límites que fija la Constitución, la más alta potestad en el Estado, por cuanto expresa la voluntad general. Por eso se considera a la ley como la expresión de dicha voluntad. Y, por lo tanto, cualquier acto estatal que por su aspecto formal se presente como obra de la voluntad general es propiamente una ley” (traducido del texto alemán). Ver en este mismo sentido Errera, Traite de droit public beige, p. 120: “Desde un punto de vista puramente doctrinal, se puede sostener que la expresión de la voluntad nacional sólo merece el
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cepto formal que se desprende de la Constitución, contiene el derecho francés los elementos de un segundo concepto, material éste, de la ley (ver núms. 94 y 112, supra). Se alega, en efecto, que existen leyes formales que se tratan como actos administrativos; por ejemplo, las dificultades de interpretación que se suscitan a propósito de leyes que contienen una declaración de utilidad pública, o un cambio de circunscripción administrativa, o una concesión de dominio, etc., dan lugar a recursos contencioso-administrativos y son de la competencia de la autoridad administrativa, porque, dícese (Lafarriére, op. cit., 2 ed., vol. ti, pp. 16 ss.), dichas leyes contienen actos de administración. En sentida inverso, la interdicción a los tribunales judiciales para conocer de los actos de administración no alcanza a los reglamentos de la autoridad administrativa, pues la aplicación e interpretación de dichos reglamentos corresponde a los tribunales judiciales, que tienen incluso el poder de comprobar su legalidad, y la razón que de ello se ha dado (Ducrocq, Cours de droit adm.inistratif, 7 ed., vol. i, p. 83; vol. ¡ti, pp. 291 y 294) es que los reglamentos, por más que carezcan de la forma legislativa, tienen naturaleza material de leyes. Por lo tanto, dícese también, junto a los efectos especiales que se refieren a la forma legislativa o administrativa de los actos, hay igualmente otros efectos determinados por el contenido del acto y que, por lo mismo, implican que, junto a la distinción formal de las funciones estatales, haya que tener también en cuenta su distinción material. Esta argumentación no es decisiva. En primer lugar, no es enteramente exacta. El hecho de que ciertas leyes formales, por razón de su contenido, dependan de la autoridad administrativa, no invalida de ningún modo su carácter legislativo; 26 prueba de ello es que la autoridad revestida de la jurisdicción administrativa, aunque tenga la facultad de interpretar esas leyes, carece del poder de control y anulación respecto de ellas, poder que le corresponde sobre los actos administrativos (Lafarriere, loc. cit., p. 18) •27 Asimismo, la facultad que tienen los tribunales. nombre de ley cuando estatuye en forma general, y no cuando se limita a regular casos particulares. Pero, en derecho positivo, es ley todo aquello que votan ambas Cámaras y que sanciona el Rey. La misma Constitución nos obliga a hablar de esta manera”. 26 La distinción entre lo contencioso-administrativo y lo contencioso-judicial no se funda de ningún modo en una distinción material entre la legislación y la administración. La competencia jurisdiccional atribuida a la autoridad administrativa con referencia a las reclamaciones que constituyen lo contencioso-administrativo, no corresponde a consideraciones deducidas de la naturaleza intrínseca de los actos administrativos, sino realmente a la preocupación de asegurar una protección especial bien sea a los agentes del Estado o bien a los actos administrativos del mismo (cf. Jacquelin, Les principes dominants du contentieux administratif, p. 107). Las leyes a que antes nos referimos entrañan intereses de este género, por cuya razón su interpretación contenciosa se ha reservado a la jurisdicción administrativa. 27 Asimismo se ha hecho observar (Teissier, De la res ponsobilité de la puissance publique. 26) que, por razón de su naturaleza legislativa, estas leyes no pueden causar ninguna
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judiciales de descartar la aplicación de un reglamento tachado de ilegalidad no proviene ciertamente de la naturaleza legislativa de las prescripciones reglamentarias, pues el derecho público francés excluye para los jueces, sean los que fueren, todo poder de apreciar la regularidad y validez de las disposiciones legislativas (Laferrire, ¿oc. cit., vol. 1, pp. 482 Ss.; Berthélemy, op. cit., 7? ed., pp. 937 Ss.; Jacquelin, Les principes dominants ¿u contentieux administratif, pp. 89ss.). Desde este último punto de vista, hay que observar, inclusive, que, además de la vigilancia de legalidad que se ejerce por los tribunales judiciales sobre los reglamentos, tiene el Consejo de Estado poder para dictar su anulación por causa de extralimitación de atribuciones, y con esto basta para probar que en sí no es sino un acto de potestad administrativa.28
responsabilidad para el Estado, ni dar lugar a ningún recurso de indemnización en contra del mismo. 28. Laferriére (loc. cf.; Merthélesny, loc. cit., y Hauriou, op. cit., 8 ed., p. 60, n. 3) pretende que el poder que tienen los tribunales judiciales de apreciar la legalidad de los reglamentos “deriva de los derechos inherentes al ejercicio de la justicia penal”. Es necesario, según este autor, que el juez llamado a dictar las penas que corresponden a la violación de los reglamentos “tenga plenitud de jurisdicción sobre todas las demandas y excepciones referentes a la aplicación o exención de dichas penas”. Esta explicación parece hallar su confirmación en el hecho de que el único texto que establece la facultad, para los jueces, de comprobar la legalidad de los reglamentos, es el art. 471-15° del Código penal. Dicho art. 471 subordina, en materia penal, la aplicación de la multa señalada para la violación de un reglamento, a la condición de que dicho reglamento haya sido “legalmente dictado”. Pero la explicación que da Laferriére no es admisible, siendo hoy rechazada por numerosos autores (Moreau, op. cit., pp. 262 Ss.; Jacquelin, op. cit., p. 90; Caben, op. cit., pp. 372 Ss.). Por una parte, en efecto, los tribunales judiciales han afirmado y ejercido su derecho de examinar la validez de los reglamentos, desde antes de que la revisión del Código penal, en 1882, hubiera introducido en éste el art. 471 actual (ver a este respecto una importante resolución de la Corte de Casación de 15 de enero de 1829). Por otra parte, y muy especialmente, es esencial observar que ese poder de examen no se reduce al caso en que los tribunales represivos tengan que aplicar la sanción penal de los reglamentos, sino que en realidad, cada vez que en un asunto litigioso un tribunal, sea el que fuere (Nézard, Le controlé juridictioneel des réglements d’administration publique, p.70), se halla en presencia de un reglamento que deba aplicarse, ha de comprobar la validez del mismo, bien sea a petición de la parte interesada, bien sea, incluso, de oficio; y si reconoce que dicho reglamento viola las leyes vigentes, habrá de negarse a tomarlo en cuenta. (Ejemplo tomado entre otros muchos: El art. 11 del decreto de 13 de agosto de 1889, dictado para ejecución de la ley de 26 de junio de 1889, había autorizado a los representantes de menores que se encontraran en el caso a que se refiere el art. 8-4° del Código civil, para que renunciasen por cuenta de ellos a la facultad de declinar la nacionalidad francesa en el año siguiente a su mayos-la de edad. Por una resolución de 26 de julio de 1905 [Sirey, 1906, 1. 113), la Corte de Casación decidió que esa disposición del art. 11 carecía de valor legal, por cuanto invadía el campo reservado al poder legislativo.) Así pues, los reglamentos sólo son obligatorios para los jueces cuando han sido dictados legalmente. Es una regla general que se aplica a toda clase de reglamentos, cualquiera que sea la naturaleza de sus disposiciones, con la única condición de que dichas disposiciones se refieran a los particulares y no a los asuntos internos de la administración.
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Por lo demás, el argumento consistente en alegar que se debe distinguir en las leyes sus efectos formales y sus efectos materiales, se reduce a la constancia de que las decisiones adoptadas en forma de ley no poseen en todos los aspectos el mismo contenido, ni por lo tanto el mismo alcance ni los mismos efectos. Esto, en efecto, es muy cierto. Puesto que el cam-
Pero entonces, ¿cómo explicar esta derogación del principio general por el cual los tribunales judiciales no pueden inmiscuirse en la apreciación de los actos de la autoridad administrativa? Moreau (op. cit., pp. 260 Ss.; cf. Nézard, ¿oc. cit.) sostiene que la facultad de control de los reglamentos que tienen los jueces, deriva de la misión misma de los tribunales, consistente en aplicar las leyes y, por consiguiente, en asegurar l respeto a las mismas; el juez hará respetar la ley negando efectividad a los reglamentos que la desconocen. Pero esta forma de razonar conduce directamente a admitir el dominio o el control de legalidad de los tribunales sobre todos aquellos actos administrativos que se aleguen ante ellos, es decir, lo mismo sobre los actos individuales que sobre los actos reglamentarios, y entonces dejaría de subsistir todo lo relativo a la prohibición de inmiscuirse en lo contencioso-administrativo que pesa sobre la autoridad judicial. La verdadera razón de la facultad de control de los tribunales debe buscarse, no ya en su misión de aplicar las leyes, sino más bien en su misión de aplicar los reglamentos mismos. Por la fuerza de los hechos, en efecto, incumbe a los tribunales judiciales aplicar, al mismo tiempo que las leyes, los reglamentos vigentes, por lo menos aquellos que estatuyen sobre los derechos y las obligaciones de los particulares. En este aspecto no se debe establecer diferencia entre los reglamentos y las leyes. Resulta ya de esto la primera consecuencia de que los jueces habrán de intervenir en el examen de los reglamentos para interpretar las disposiciones de los mismos que deban aplicar: los tribunales judiciales son competentes para interpretar los actos reglamentarios, mientras que no lo son para interpretar los demás actos administrativos. Por idénticos motivos, en segundo lugar, los jueces se ven compelidos a comprobar la legalidad de los reglamentos. Antes de aplicarlos, en efecto, tienen que asegurarse de su existencia material y de su validez jurídica. Respecto a las leyes, no necesitan los tribunales realizar esta comprobación previa, ya que el decreto del Presidente de la República que las promulga basta para establecer su existencia de hecho y su fuerza obligatoria en derecho; reduciéndose por lo tanto la labor del juez, por lo que a dichas leyes se refiere, a su aplicación e interpretación. Por el contrario, cuando se trata, para los tribunales, de aplicar un decreto reglamentario, el juez debe empezar necesariamente por comprobar que el decreto es aplicable, es decir, que ha de verificar la realidad y la legalidad del mismo, y ello especialmente por la decisiva razón de que los tribunales judiciales, al estar encargados igual y parejamente de aplicar y de interpretar las leyes y los reglamentos, en caso de conflicto entre aquéllas y éstos, naturalmente deberán dar preferencia a la ley sobre el reglamento. La facultad de control que tienen los tribunales judiciales sobre los reglamentos cuya aplicación les incumbe, deriva, pues, de la naturaleza misma de los hechos: el art. 471 del Código penal no hace sino consagrar esta facultad general en una esfera particular. En apoyo de esta explicación es conveniente observar, además, que el control de los tribunales judiciales sobre los reglamentos no les autoriza para decretar la anulación de los mismos, en caso de reconocer su ilegalidad, pues el poder de anulación sólo incumbe al Consejo de Estado. Los tribunales judiciales se limitan a hacer constar que el reglamento no es aplicable, y por lo tanto se niegan a aplicarlo en el caso especial que dió origen a la cuestión de validez. Esto demuestra también que la facultad de control o verificación de los tribunales judiciales sobre la legalidad d los reglamentos únicamente se refiere a la misión que tienen de aplicarlos: de estos dos poderes, uno no es sino la consecuencia forzosa del otro. Aunque el poder judicial de control de los reglamentos derive así de la naturaleza de
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po de la ley formal es hoy día ilimitado y puesto que el legislador, en forma legislativa, puede tomar decisiones de todo género, es evidente que esas decisiones no pueden tener todas, indistintamente, los mismos efectos. Entre esas decisiones en forma de ley, unas presentan naturaleza de reglas generales, mientras que otras estatuyen respecto de un hecho aislado o un caso individual; unas establecen derechos y obligaciones para los ciudadanos, mientras que otras sólo han de actuar dentro del organismo administrativo; unas tienen un contenido idéntico al de los reglamentos administrativos, así como otras son análogas a las decisiones particulares, de gestión o de mando, de las autoridades administrativas. Naturalmente que estas decisiones tan diversas producen también distintamente, según su respectiva naturaleza, los efectos propios bien de la regla general, bien de la regla de derecho, bien del acto de gestión administrativa, etc. Así se explican las particularidades que pueden referirse a tal o cual grupo de leyes consideradas en cuanto a sus efectos. Todo esto es tanto como decir que no se deben confundir los efectos que corresponden propiamente a la ley con aquellos otros efectos que pueden producir las decisiones de todas clases susceptibles de constituir el contenido de una ley. En particular, importa establecer, en esta materia, una distinción bien clara entre ciertos efectos que son propiamente los de la ley y otros que son los de las reglas, reglas generales o reglas de derecho. Los errores que sobre este punto se encuentran en la doctrina provienen de que los autores,
los hechos y, por lo tanto, no sea necesaria su consagración por un texto constitucional, algunas Constituciones extranjeras han tenido especial cuidado de enunciarla formalmente. Los términos en que lo hacen confirman la explicación que se acaba de exponer. Ver principalmente a este respecto la Constitución belga, art. 107: “Las cortes y tribunales sólo aplicarán las resoluciones y reglamentos generales cuando sean acordes con las leyes”. Asimismo la ley austriaca de 21 de diciembre de 1867 sobre el poder judicial, dice en su art. 7 (Dareste, Constjtutions rnodernes, 2’ cd., vol. i, p. 447): “Los tribunales no son jueces de la validez de las Leyes publicadas regularmente; en cambio, pueden apreciar la validez de las ordenanzas con ocasión y en la tramitación de los procesos de que conocen legalmente”. Algunas Constituciones alemanas, sin embargo, niegan a los jueces la apreciación de la validez de las ordenanzas del monarca. La Constitución prusiana, especialmente, dice en su art. 106: “La apreciación de la validez jurídica de las ordenanzas reales publicadas regularmente no corresponde a las autoridades administrativas o judiciales (Behórden), sino únicamente a las Cámaras”. Pero los autores alemanes reconocen que dicha disposición constituye un resto de absolutismo, que no puede tener justificación en el sistema moderno del Estado de derecho (Jellinek, op. cit., pp. 408-409). Por lo demás, al no referirse el art. 106 más que a las ordenanzas reales, deja subsistir, para los tribunales, el derecho de comprobar la legalidad de las ordenanzas de todas las demás autoridades administrativas (Arndt, Verfassungsurkunde jür den preitssjschen Staat, 6’ cd., p. 370). En lo referente a las ordenanzas imperiales el silencio de la Constitución del Imperio .respecto a la cuestión de su legalidad permitió a los autores sostener que corresponde al juez comprobar su validez (Laband, op. cit., ed. francesa, vol, II. p. 409; G. Meyer, op. cit., 6’ ed., p. 35; Hubrich, Das Reichsgericht über den Geseizes und Verordnungs begriff nach Reichsrecht, pp. 34 ss.).
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desconociendo en esto al sistema efectivo del derecho público moderno, persisten en confundir los conceptos de ley y de regla, y creen por consiguiente hallarse con una ley cada vez que se encuentran frente a una decisión que produce efectos de regla, o recíprocamente, niegan el carácter de ley a toda decisión que carezca del alcance y de los efectos inherentes a las reglas. La idea verdadera y sana a la que hay que adherirse para librar a la ciencia jurídica de estos errores y equívocos es la que Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 36 ss.; cf. Jellinek, op. cit., p. 250) expresó muy correctamente al decir: “Los efectos materiales de las leyes se determinan por su contenido, pudiendo por consiguiente presentar la misma variedad que las leyes mismas”. Pero, precisamente porque toda clase de decisiones pueden tomarse a título de ley y por vía legislativa, hay que reconocer que la ley no puede definirse ni por su variable contenido, ni por los variables efectos que derivan de dicho contenido. Por eso es por lo que las Constituciones francesas renunciaron a definirla de otro modo que por sus elementos formales. Se colocaron, en efecto, en el punto de vista de que, por encima de los caracteres o efectos particulares y diferentes que dependen de la naturaleza intrínseca de las diversas especies de decisiones tomadas por vía legislativa, existe una potestad y un efecto que son comunes a todas las leyes, y que en el derecho público actual constituyen el signo distintivo, uniforme y constante de la ley propiamente dicha. Este efecto, esa potestad, derivan del origen y de la forma de la ley. Ley, en el sentido constitucional de la palabra, es, pues, toda decisión que se toma en forma legislativa por el órgano legislativo.
SECCION II
LA VÍA DE LA LEGISLACJON LOS ACTOS DE LA POTESTAD LEGISLATIVA 130. En los estudios que preceden se ha caracterizado a la ley como expresión de una voluntad especial: la voluntad legislativa, y se ha comprobado que esta voluntad legislativa debe su especial carácter tanto a la forma en la cual -se manifiesta como al órgano de donde proviene. Queda ahora investigar cuáles son, entre 1os diferentes actos jurídicos que tienden a crear cada ley y a conferirles su propia virtud, aquellos que constituyen propiamente hablando actos de potestad legislativa. Según el análisis comúnmente presentado por la doctrina corriente, las diversas etapas por las cuales ha de pasar toda ley para originarse y entrar en vigencia
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son cinco: la iniciativa, la deliberación, la adopción, la promulgación y la publicación. En sentido amplio todas estas operaciones pueden considerarse como formando parte de la vía legislativa; son factores de la legislación, elementos del procedimiento legislativo, por cuanto que el concurso de cada una de ellas y su reunión total son indispensables para que una prescripción o disposición sea erigida en ley y pueda producir sus efectos legislativos. Sin embargo, es necesario establecer entre estos diversos actos algunas distinciones. Todos ellos no son verdaderos actos de potestad legislativa. El objeto del presente estudio es determinar precisamente cuáles, entre ellos, son los que implican la posesión y el ejercicio de esa potestad especial. En su acepción estrictamente exacta, la potestad legislativa consiste en el poder jurídico, atribuido por la Constitución a ciertos órganos, de imprimir a una prescripción o disposición el carácter y la fuerza imperativa propios de la ley. Unicamente son órganos legislativos aquellas personas o cuerpos que han recibido semejante poder. Y asimismo sólo es acto legislativo, en el sentido preciso de la palabra, el acto que produce semejante efecto. En otros términos, para que una operación que concurre a la confección de la ley deba definirse como un acto de potestad legislativa no basta que ponga a esta potestad en movimiento, o que prepare la adopción de la ley, o que tienda a poner en vigencia a la ley ya adoptada, sino que es necesario que sea, de manera inmediata, uno de los elementos constitutivos de la decisión imperativa de donde proviene directamente la ley, y que presente por sí misma los caracteres de un mandamiento legislativo. Unicamente esta decisión que lleva en sí mandamiento es un acto de legislación. Igualmente, para que un órgano estatal pueda ser considerado como partícipe de la potestad legislativa no basta que tenga el poder de originar el procedimiento legislativo al provocar el examen de una posible medida de legislación, o que esté asociado a la discusión y la elaboración preparatoria de la ley, o también que sea el encargado de hacer entrar a la ley ya adoptada en su fase de ejecución. Es necesario que dicho órgano tome parte en la emisión misma de la voluntad legislativa del Estado, es decir, es preciso que su consentimiento sea necesario para la misma adopción de la ley. Así pues, la iniciativa o presentación a las Cámaras de un proyecto legislativo no es por sí sola un acto de potestad legislativa; y esta observación se extiende a la enmienda, que sólo es, como se ha dicho, una nueva iniciativa que se injerta sobre una iniciativa anterior. Indudablemente la iniciativa es una operación esencial del procedimiento legislativo, ya que éste sólo puede iniciarse por cuanto que las Cámaras han sido llamadas a examinar un texto, y es evidente también que, para ser adoptada, la ley ha de ser antes propuesta. Incluso es posible que las proposiciones
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hechas a las Cámaras se impongan a éstas, en el sentido de que han de tomarlas en consideración y deliberar sobre ellas. Tal es el caso actualmente, en virtud de la misma Constitución, de los proyectos presentados por el gobierno. Sin embargo, es incontestable que la iniciativa no es un acto de decisión legislativa, sino que solamente da impulso a la labor de la legislación; por indispensable que sea, sólo constituye una condición preliminar de la formación de la ley y no una parte integrante de su adopción. En efecto, no sólo no es previamente seguro que se llegue a dicha adopción, sino que además, aunque efectivamente hubiera de llegarse a ella, no se la podría incluir en las operaciones de potestad legislativa, ya que no contiene en sí ningún mandamiento legislativo. Como dice Jellinek (op. cit., pp. 318), “no es en el impulso dado a la formación de la voluntad legislativa del Estado donde se manifiesta la potestad efectiva de mando y de dominación, sino únicamente en el enunciado de dicha voluntad definitivamente formado”. En Francia, especialmente, no es posible pretender que el derecho de iniciativa conferido actualmente al Presidente de la República asegure a éste alguna participación en el poder legislativo, ya que el Presidente en ningún caso puede dictar una ley, y además no se requiere su consentimiento para la adopción de ninguna ley; el poder de iniciativa atribuido al Ejecutivo sólo es en realidad una consecuencia de su función y de su tarea de administración, y el ejercicio de dicho poder por él mismo sólo es una manifestación de su actividad administrativa.1 2 Las mismas observaciones deben hacerse en lo que concierne al examen y discusión de la ley ante las Cámaras. Así como corresponde natu-
1 Con manifiesto error, pues, las Constituciones de 1791 (tít, III, cáp. III, sec. 1ª, art. 1) y del año III (arts. 76 y 163) se valieron, tanto una como otra, del principio de la separación de poderes para negar al Ejecutivo la iniciativa de las leyes, pues por su participación en el poder de proponer la ley, dicho Ejecutivo no se halla de ningún modo asociado al ejercicio efectivo de la potestad legislativa. Montesquieu mismo (Esprit des lois, lib. XI, cap. VI) se había limitado a decir que “no es necesario que la potestad ejecutora proponga las leyes”. 2 Muy distinto es el alcance de la institución establecida en Suiza bajo el nombre de “iniciativa popular” por la Constitución federal (art. 121) en materia de revisión parcial y por las Constituciones cantonales en materia constituyente y en materia legislativa. Con ese nombre, permiten las Constituciones suizas a los ciudadanos iniciadores, no solamente presentar a las asambleas elegidas el proyecto concebido y redactado por ellos, sino promover sobre dicho proyecto, en el caso de que las asambleas se resistan a admitirlo, mas votación popular que habrá de decidir su adopción o su abandono. En realidad, gracias a esta prerrogativa, depende, pues, del pueblo realizar la revisión y hacer la ley, desde el principio hasta el fin, por sí mismo y por sí solo. En esto posee el pueblo, íntegramente, la potestad constituyente o legislativa (Binet, L’iniciative populaire en Suisse, tesis, Nancy, 1904; Berney, “L’initiative populaire en droit publie fédéral”, Recueil inaugural de b’Univeriité de Lausanne, 1892, y “L’initiative populaire et la législation fédóral”, Recucil publié par l’Université de Lausanne ó l’occasion de l’Exposition nationale suisse, 1896; Keller, Das Volksin.itiativrecht nach den schweizerischen Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889).
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ralmente al gobierno proponer y pedir al Parlamento todas aquellas medidas o reformas legislativas que considera necesarias para desempeñar útilmente su labor de dirección de los servicios públicos y de gestión de los asuntos del país, así también es conveniente que el Ejecutivo se halle íntimamente asociado a los debates que preceden y preparan la adopción o la no admisión de cada ley. Particularmente en el régimen parlamentario el Ministerio, constituido por los jefes de la mayoría y responsable ante ella de toda la acción gubernamental, se encuentra por lo mismo llamado necesariamente a guiar dicha mayoría en la elaboración de las leyes y a dar a conocer su parecer respecto de las medidas legislativas en trámite de discusión, medidas que le interesan directamente, puesto que él mismo tendrá que aplicarlas una vez que hayan sido adoptadas. Esta es una de las razones capitales por las cuales el art. 6 de la ley constitucional de 16 de Julio de 1875 concedió a los ministros el derecho de entrar a las Cámaras, de hacerse oír en ellas y de tomar parte en todos sus trabajos. Resulta de dicho texto, así como de sus motivos, que el Ministerio se halla investido de un importante cometido respeto a la deliberación de las leyes. Si se trata de proyectos originados en su propia iniciativa, el Ministerio no dejará de defenderlos ante las asambleas; y en cuanto a las propuestas debidas a la iniciativa parlamentaria, intervendrá igualmente para apoyarlas o combatirlas según las juzgue o no oportunas. Todo esto se ha resumido diciendo que, en el régimen parlamentario, el gabinete ministerial posee la dirección de toda la labor legislativa. Sin embargo, por importante que sea su influencia en la preparación de las leyes, es evidente que el Ejecutivo, en la Constitución francesa actual, no participa en la potestad legislativa misma; ya que, aunque el Parlamento tienda a hacer depender la labor de legislación del concierto y del entendimiento entre el Ministerio y las Cámaras, no por ello deja de ser verdad que en definitiva éstas son las Únicas que gozan del derecho de decisión legislativa y que el gobierno no participa en el acto de mando que origina realmente la ley, sino que solamente figura como asociado a las operaciones previas de las cuales dicho acto constituye la conclusión, y esta conclusión, única que da valor imperativo a todas las voluntades legislativas previamente tomadas en el curso de la discusión, tiene por exclusivo autor al Parlamento. Así pues, en los países en los que la adopción de la ley es obra de las Cámaras únicamente no puede surgir ninguna dificultad respecto a la naturaleza jurídica del acto con él cual crean definitivamente la ley; dicha adopción constituye por su parte un acto de completa potestad legislativa. Otra cosa ocurre en los Estados monárquicos, en que el origen de la ley depende a la vez del voto de las asambleas y de la adopción por el jefe del Estado, siendo esta última la que se designa entonces con el nombre de sanción. No cabe duda que la sanción real es un acto de
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potestad legislativa en el más alto grado,3 ya que no solamente tiende a confirmar, ratificar o dar vigencia a una ley ya nacida, sino que tiene por objeto preciso perfeccionar la ley por el consentimiento y la voluntad del monarca; viene, pues, a perfeccionar totalmente una ley que hasta entonces aún no existía, y por consiguiente es un elemento directo y esencial de la formación de la ley; es especialmente, en toda la fuerza de la palabra, un acto de mandamiento legislativo. Pero, si en este sentido constituye el acto supremo de la legislación, ¿habremos de considerarla también como un acto legislativo de distinta esencia que la adopción por las Cámaras? La decisión por la cual las Cámaras otorgan su consentimiento a un proyecto de ley ¿tiene distinto contenido que aquella por la cual el monarca sanciona dicho proyecto? O, por el contrario, ¿habrá tan sólo una simple diferencia de grado entre la potestad legislativa que se manifiesta por parte de las Cámaras en su adhesión a la ley, y aquella que se manifiesta por parte del rey en la sanción? Esta es la cuestión que han suscitado los autores alemanes, especialmente, respecto al derecho público monárquico de los Estados comprendidos en el Imperio. Esta cuestión se suscita igualmente en la época de las Cartas en Francia. Se trata de saber cuál es, en lo referente a la creación de las leyes, el papel propio del rey y el que corresponde al Parlamento, cuál es el alcance, la significación precisa de la adopción pronunciada por cada uno de estos órganos.
Entre los actos que se producen con ocasión de la creación de una ley, hay uno cuya naturaleza jurídica suscitó igualmente dificultades y controversias. Incluso en los Estados donde la adopción de la ley se reserva a las asambleas, el jefe del Ejecutivo es llamado a ejercer, posteriormente a esa adopción, un poder que sólo a él le pertenece: promulga la ley, y por efecto de dicha promulgación convierte a la ley en ejecutiva, por lo menos en el sentido de que la hace entrar en la fase donde empezará a recibir ejecución. ¿Cuál es el carácter de este acto? ¿Es conveniente considerar a la promulgación, en cuanto permite que se ejecute la ley, como un acto que concurre a imprimirle su fuerza imperativa y por consiguiente como un mandamiento legislativo y una manifestación de potestad legislativa? ¿No debe verse en ello, por el contrario, sino una operación}
3 Este punto ya lo indicaron claramente los oradores de la Asamblea nacional de 1789, en el transcurso de la larga discusión que tuvo lugar entre ellos respecto a la cuestión de la sanción real, en las sesiones de 28 de agosto de 1789 y de los días siguientes. Según los términos empleados repetidas veces durante dicha discusión, la admisión del sistema de la sanción había de hacer del rey “una parte integrante del cuerpo legislativo”, y hacía entrar su consentimientos “como parte integrante, en la formación de la ley” (Archives parlementaires, 1’, serie, vol. VIII, pp. 509, 521, 534, 559, 566 y 593).
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que, al suponer a la ley perfectamente formada ya, se limita a provocar su ejecución, o sea un acto de potestad simplemente ejecutiva? Hay que estudiar por separado estas dos cuestiones que acaban de plantearse en cuanto a la sanción y en cuanto a la promulgación. &1. LA SANCIÓN DE LAS LEYES 131. Según una teoría expuesta por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 263 ss.) y que actualmente ha llegado a tener preponderancia en la literatura alemana (ver los autores citados por Lahand, loc. cit., p. 267 n. y por G. Meyer, op. cit., 6’ ed., p. 560, n. 4), pero que al parecer también ha obtenido en Francia algunas adhesiones notables (Duguit, Traité, vol. II, p. 447), es necesario, para comprender el papel que desempeñan respectivamente, uno junto al otro, el Parlamento y el rey en el sistema monárquico de la sanción, observar que en la confección de las leyes existen dos momentos esenciales que deben distinguirse lógicamente: por una parte la determinación del contenido de la ley, y por otra parte la emisión de la orden que da a dicho contenido el valor imperativo y obligatorio que la convierte en una ley del Estado. Ahora bien, de estas dos operaciones, únicamente la última constituye propiamente hablando un acto de potestad legislativa, ya que solamente ella presenta los caracteres de un acto de mando y de imperium. La determinación del contenido de la ley no es en sí un acto de potestad dominadora, sino que solamente es una actividad mental e intelectual, que consiste simplemente en pesar y apreciar lo que conviene que la ley contenga. Este cometido ni siquiera implica necesariamente la intervención del legislador; el cuidado de investigar y hallar el contenido de la ley puede encomendarse a una comisión de juristas o profesionales, o también los pensamientos, las ideas, los preceptos que habrán de establecerse por un texto legislativo pueden tomarse de la costumbre, de la legislación de un Estado extranjero, de algunas obras científicas; hasta con recordar, en este último aspecto, las compilaciones de Justiniano. Todo este trabajo preparatorio no implica necesariamente la posesión y el funcionamiento de la potestad de Estado. Esta no comienza realmente a ejercerse y su intervención no es enteramente indispensable sino en el momento en que se trata de sancionar las máximas, proposiciones o reglas apuntadas y escogidas previamente, confiriéndoles la fuerza de prescripciones destinadas a formar parte del orden jurídico obligatorio del Estado. Esta es, según Laband, la distinción que hay que establecer para definir en las monarquías constitucionales alemanas la función legislativa propia del rey y del Landtag. En efecto, en el sistema de derecho público de los Estados alemanes únicamente el monarca posee, en principio, el
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imperium. Sólo él puede emitir el mandamiento por el cual adquiere una determinada proposición jurídica fuerza de ley. Su sanción aparece, pues, como el acto legislativo propiamente dicho. En este aspecto es una manifestación de potestad estatal muy diferente de la adopción por el Landtag y muy superior a esta última. El Landtag, en efecto, no tiene más poder que el de fijar el contenido de la ley; es el monarca quien, al emitir la orden que convierte este contenido en obligatorio, elabora definitivamente, y elabora por sí solo, la ley. Evidentemente, el monarca sólo puede decretar como leyes aquellos textos a los cuales las Cámaras hayan otorgado su asentimiento, y en este aspecto parece no podérsele negar a las Cámaras participación en la potestad legislativa, ya que sin su adhesión no puede formarse la ley. Sin embargo, según Lahand, importa observar que el acto de voluntad que se manifiesta de parte del Parlamento por la votación de la ley no tiene ni con mucho el mismo objeto que el acto que consiste en sancionarla por parte del rey. El voto parlamentario no se refiere más que a la determinación del texto legislativo: únicamente la sanción, con la cual emite el monarca el mandamiento que erige en ley a dicho texto, es un acto de verdadera potestad legislativa. La distinción así establecida entre la votación de la ley y su sanción en los Estados monárquicos del Imperio alemán la extiende Laband (Ion. cit., pp. 273, 294 ss. 307), por lo demás, al Imperio mismo. Bien es verdad que éste, como Estado federal, no puede ser una monarquía (ver n. 10, p 113, supra) y su Constitución (art. 5, especialmente segundo párrafo; cf. art 17) señala claramente —sobre todo al comparársela con la Constitución prusiana (art. 62)— que el emperador no tiene, como tal, que dar su consentimiento ni por consiguiente su sanción a las leyes del Imperio. Según el art. 5 antes citado, la creación de dichas leyes depende únicamente del Reichstag y del Bundesrat. Sin embargo, el cometido jurídico de dichas dos asambleas en la elaboración de la legislación no es idéntico. En el Estado federal alemán, el cuerpo unificado de los Estados confederados es el que posee la potestad dominadora, que le corresponde al monarca en cada uno de dichos Estados tomados particularmente. En él es en quien residen el imperium y el poder de emitir un decreto o mandamiento legislativo. La sanción de la ley pertenece, pues, al Bundesrat o a las asambleas de los Estados alemanes reunidos en la persona de sus delegados. En cuanto al Reichstag, se limita, como acaba de decirse para el Landtag de los Estados particulares, a concurrir a la determinación del contenido de la ley, en la cual el Bundesrat, por lo demás, es llamado también a participar. Unicamente así se puede explicar la práctica que hace que los proyectos de ley que, de hecho, han sido adoptados en primer lugar por el Bundesrat, y votados en segundo lugar por el Reichstag, vuelvan después de nuevo ante el Bundesrat para ser objeto de una nueva de-
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cisión legislativa. La necesidad de esta práctica, prescrita por la misma Constitución (art. 7, &. 1º), se funda en el hecho de que, a diferencia del Richstag, el Bundesrat no solamente tiene que cooperar a fijar el texto de la ley, sino que además le corresponde, y sólo a él corresponde, emitir el mandamiento por el cual la ley habrá de ser sancionada. Aquí también, la sanción por el Bundesrat constituye el punto esencial de toda la obra de la legislación, por lo menos según la teoría de Laband. 132. Sin dejar de aprobar la distinción establecida por Laband entre la determinación del contenido intelectual de la ley y el decreto ordenatorio que confiere a ésta su fuerza imperativa, Jellinek (op. cit., pp. 315 ss.; cf. G. Meyer, loc. cit.) ha introducido en la doctrina expuesta una modificación importante. Según Jellinek, no es exacto reducir la función de las Cámaras a un puro cometido de fijación preparatoria de los textos legislativos. Sobre este punto el análisis de Laband es defectuoso, por cuanto no establece suficientemente la diferencia que separa al Parlamento de una simple comisión preparatoria de las leyes. Ahora bien, esta diferencia es esencial, y consiste en que las Cámaras son llamadas, no solamente a dar su asentimiento al texto, sino a darlo también para que el monarca dicte el mandamiento del que habrá de nacer definitivamente la ley. Si bien es verdad que no participan en el mandamiento mismo, sin embargo la emisión de éste se deriva de su voluntad4 en el sentido de que de ellas depende autorizar al monarca a transformar la proposición legislativa sometida a su voto en una ley perfecta, y ello en virtud del principio de que, a diferencia del monarca absoluto que todo lo puede querer por sí solo, el monarca constitucional, para ciertas decisiones y especialmente para las decisiones legislativas, no puede querer sino aquello a que le autoriza el Parlamento. En esta medida, el consentimiento legislativo dado por las Cámaras no se aplica, pues, solamente al texto de la ley, sino que también se refiere al mandamiento que le da a la ley su perfección. Recíprocamente —añade Jellinek—, no sería suficiente caracterizar la actividad del monarca en esta materia como de simple decreto ordenatorio. La sanción real no solamente tiende a dar fuerza imperativa a una regla jurídica cuyo contenido ha sido querido por otro órgano, sino que se refiere igualmente a este mismo contenido. Al sancionar la ley, declara el monarca querer, él también, lo que aquélla contiene. Es su propia voluntad legislativa la que decreta, y no solamente la del Parlamento. En todos estos aspectos, la teoría de Jellinek se separa de la de Laband, pero por lo demás vuelven a estar de acuerdo en un punto primor. dial. En efecto, después de haber establecido que las Cámaras son las llamadas a dar su consentimiento no solamente a la parte dispositiva de la ley, sino también al mandamiento que las sanciona, Jellinek (op. cit., pp. 37 ss.) reconoce que este mandamiento sólo es emitido por el monar-
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ca y es exclusivamente obra del mismo. Así como —dice—- el tutor que habilita a su pupilo para contraer matrimonio no toma sin embargo parte alguna en el acto por el cual se realiza el matrimonio,1 tampoco el consentimiento de las Cámaras, si bien condiciona el mandamiento legislativo del rey, se confunde con éste. Así pues, en definitiva, tanto según Jellinek como según Laband, el rey guarda para sí solo el poder de hacer la ley. Aunque su potestad de querer legislativamente esté limitada por la necesidad del asentimiento de las Cámaras, sólo él puede engendrar la voluntad legislativa del Estado. En este sentido es realmente cierto decir que la potestad legislativa no se halla compartida entre el monarca y las Cámaras; o, en todo caso, el poder legislativo de éstas es de esencia muy diferente que el del monarca. Esto es lo que repite todavía Jellinek en su Allg. Staatslehre (2 ed., pp. 666-667, 692; ed. francesa, vol. II, pp. 420 Ss., 457): “El acto de voluntad legislativa es exclusivamente un acto del monarca, al cual dió previamente su consentimiento el Parlamento”. Esta es, por lo demás, la doctrina sustentada por la mayoría de los autores alemanes. Tiene su base en la idea primordial de que en el derecho público alemán “el monarca, como titular de la potestad del Estado en su integridad, es el único que posee la cualidad de legislador” (esta fórmula está tomada de G. Meyer, op. cit., 6! cd., p. 559.; cf. del mismo autor, Der Anteil der Reichsorgane un der Reichsgesetzgebung, pp. 18 ss.) Para conciliar estas afirmaciones con los textos constitucionales que subordinan la formación de la ley al asentimiento de las Cámaras, los autores alemanes introducen en esta materia la distinción entre el jus y el exercitium juris. El rey — dicen— es el único que posee la potestad legislativa quoad jus; su poder sólo se halla subordinado a la asistencia del Parlamento quoad exercitiurn (ver por ejemplo Anschütz, Begriff der gesctzgebunden Gewalt, 2ª ed., p. 3).2 133. Toda esta teoría alemana que pretende reducir de modo exclusivo al acto de la sanción la integridad de la potestad legislativa suscita vivas objeciones. En primer lugar, es evidente que no podría aplicarse a todos los Estados monárquicos. Entre estos Estados existen algunos cuya Constitución reparte incontestablemente la potestad legislativa entre el mo1 El derecho público proporciona ejemplos del mismo género. Así Jellinek (Gesetz u. 1”., p. 318) señala que en la monarquía constitucional, el rey, en el cumplimiento de sus actos de gobierno, está sometido a la necesidad de obtener el consentimiento de sus ministros, lo que no impide que esos actos sean realizados por él, en su propio nombre, en virtud de su propia voluntad. En el derecho constitucional francés se puede citar asimismo la disolución de la Cámara de los Diputados, subordinada a la conformidad del Senado, pero que se lleva a cabo mediante un decreto presidencial; la ratificación de los tratados, que presupone la habilitación por las Cámaras, pero que queda reservada al Presidente de la República, etc.
2 Contra el empleo que se hace, en esta materia, del jus y del exercistum, ver especialmente J. Lukas, Die rechtliche Steflung des Parlamentes, pp. 228 ss.
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narca y el Parlamento, en el sentido de que en ellos se presenta a la ley como producto de la voluntad común de ambas autoridades, reunidas en un solo órgano.3 Es por lo que Jellinek —sin dejar de afirmar (Gesetz und Verordnung, pp. 17 ss.) que en Inglaterra “el Parlamento ejerce derechos del rey”, que la potestad legislativa es allí una dependencia de la potestad real y que aun hoy es el rey mismo el que hace la ley con la condición del asentimiento de las Cámaras— reconoce por otra parte (L’État moderne, ed. francesa, vol. u, pp. 457-458) que, según el derecho público inglés, la ley se funda en un acto de voluntad común del monarca y del Parlamento, y ello por la razón especial de que el Parlamento participa en la potestad de mando que forma la esencia misma de la legislación. La teoría citada —la que caracteriza la participación de las Cámaras en la confección de las leyes afirmando que el Parlamento no tiene más poder que el de limitar por su voluntad el ejercicio de una potestad legislativa que, por lo demás, pertenece únicamente al rey— debería, pues, considerarse como propia y especial de las monarquías de Alemania, siendo por lo demás razones históricas propias de dicho país las que han llevado a los autores citados a tratar de justificarla. Dicen éstos que en la época en que los diversos monarcas alemanes otorgaron a sus pueblos las Constituciones que establecieron en sus Estados la monarquía limitada, no se despojaron de la potestad estatal que anteriormente se encontraba concentrada íntegramente en ellos mismos, sino que se limitaron a someter, para lo por venir, el ejercicio de su potestad a ciertas condiciones restrictivas que habían de limitar dicho ejercicio. Esto ocurre, por ejemplo, en materia de legislación: el monarca conservé para sí solo y por entero la potestad legislativa, sin compartirla con las Cámaras; y al subordinar la confección de las leyes al previo asentimiento del Landtag, sólo se obligó desde el punto de vista del ejercicio de su poder legislativo. Si bien el asentimiento del Landtag ha llegado así a constituir un factor limitativo del ejercicio de la potestad legislativa del rey, no por eso dejó ésta de continuar residiendo exclusivamente en la persona real (ver respecto de esta doctrina oficial alemana Berthélemy, “Les théories royalistes dans la doctrine allemande contemporaine”, Revue du droit public, 1905, pp. 727 ss.). Por otra parte, estas deducciones históricas parecen corroborarse por las fórmulas actualmente empleadas para la promulgación dichas fórmulas, por las que el monarca expresa concurrentemente su voluntad sancionando la ley, señala claramente que ésta es decretada por él únicamente y que el
3. Esta cooperación de voluntades se ha puesto en claro particularmente por las fórmulas de promulgación de la ley. En Bélgica, por ejemplo, se lee: “Las Cámaras han adoptado y Nos sancionamos lo que sigue”; en Italia: “El Senado y la Cámara de Diputados han aprobado, Nos hemos sancionado y promulgamos lo que sigue”. Cf. Constitución de 1791, tít, III, cap. tu, sec. 1ª, art. 3.
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papel de las Cámaras consiste simplemente en un previo asentimiento a tal decreto.4 134. Sea el que fuere el valor de estas razones históricas, hay que reconocer que la doctrina que se dedujo de ellas en Alemania respecto al alcance histórico de la sanción real no se concilia realmente con los textos constitucionales vigentes. En esto hubo de convenir Laband (op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 271). Tomando como ejemplo la Constitución prusiana de 1850, reconoce que “en dicha Constitución, la más importante de Alemania, se afirma la similitud del cometido deL rey y el cometido del Landtag en la legislación”. En ella, en efecto, l art. 62 se expresa así: “La potestad legislativa se ejerce en común (gemeinschaftlich) por el rey y por ambas Cámaras. El acuerdo entre el rey y las dos Cámaras es indispensable para la formación de toda ley”. Este texto de ningún modo indica que el consentimiento que se pide a las Cámaras sea de distinta naturaleza ni posea otra eficacia que el consentimiento prestado por el rey. Muy al contrario, el art. 62 coloca a ambas autoridades, Landtag y monarca, en pie de igualdad, por cuanto atribuye el ejercicio de la potestad legislativa en común a ellas dos, haciendo depender igualmente la formación de la ley de la voluntad de una y otra. 5 Después de esto, poco importa el tenor de las fórmulas de promulgación, pues la práctica que haya podido establecerse con referencia a dichas fórmulas no constituye 4 “Wir (es el rey quien habla)... verordnen, mit Zustimmung der beiden Hauser des Landtages, was folgt” (ver respecto de esta fórmula Bornhak, Preussisciaes Staatsrecht, vol i, p. 492). 5 Asimismo hay que observar, y Laband lo reconoce en varias ocasiones (op. cit., vol, II, pp. 273, 294 y 309) que el art. 5 de la Constitución del Imperio, que declara que la legislación se halla dentro de las atribuciones del Bundesrat y del Reichstag, no establece en este aspecto ninguna diferencia entre dichas asambleas. Por el contrario, dicho texto, al especificar que “el acuerdo entre las decisiones votadas por la mayoría de cada una de dichas asambleas basta para la formación de una ley imperial”, les confiere en esta materia idénticos derechos y excluye la posibilidad de considerar al Bundesrat como investido de un poder legislativo exclusivo. Según el art. 5, la situación respectiva del Bundesrat y del Reichstag, con respecto a la legislación del Imperio, es la misma que la que resulta del art. 62 anteriormente citado, entre las dos Cámaras del Landtag de Prusia, con relación a la legislación prusiana. Bien es verdad que el art. l-1 de la Constitución del Imperio exige que el Bundesrat estatuya en último lugar respecto de todas las decisiones que emanan del Reichstag, y por lo tanto también respecto de sus decisiones legislativas. Pero dicho texto no implica por necesidad que el Reichstag no tenga más competencia legislativa que la determinación del contenido de la ley y que sólo el Bundesrat pueda añadirle el mandamiento legislativo. Se verá después (nº 135) que la disposición del art. 7-1º puede explicarse de otra manera. La fórmula de promulgación de las leyes imperiales no señala tampoco diferencia alguna entre el cometido del Reichstag y el del Bundesrat por lo que se refiere a la confección de las leyes (ver respecto a este punto la nota siguiente).
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ningún argumento que pueda prevalecer sobre las disposiciones formales de la Constitución.6 Pero no solamente el texto de las Constituciones vigentes parece condenar la distinción que establece Laband entre el mando generador de la ley y la decisión que fija su tenor, sino que en verdad, y sobre todo, esta decisión no se concibe como razonable, por ser imposible separar a los dos elementos de formación de la ley que Laband pretendió disociar. Ante todo, no es posible negar que la actividad legislativa de las Cámaras, comparada con la del monarca, no se puede reducir a la simple busca y determinación intelectual de una proposición o máxima de derecho, determinación que se hallaría desprovista de todo carácter de acto de potestad estatal. Respecto a este punto, niega Laband que trate la decisión del Parlamento relativa a una proposición de ley como una simple resolución análoga a la que pudiera provenir de un congreso de juristas, “ya que —dice (loc. cit., vol. u, p. 267 n.)— la decisión del Parlamento tiene por objeto incorporar la proposición adoptada al orden del derecho positivo, siendo una condición constitucional de la sanción de dicha pro. posición”. En esto difieren las Cámaras de una reunión de juristas, pues. Lo que intervienen y actúan en nombre del Estado, como autoridades estatales y en virtud de la potestad del Estado. Pero, por lo demás, Laband les niega el poder de hacer acto de voluntad legislativa: podrán adoptar un texto, al que el monarca no podrá cambiar los términos y al cual se 6 Si hubiera que apegarse a los términos de la fórmula de promulgación habría que admitir, tanto para el Imperio como para Prusia, que el emperador es el titular del poder legislativo, pues la fórmula de promulgación de las leyes imperiales esté redactada en términos análogos a aquellos que se emplean para los leyes prusianas: “Wir Wilhclm... verordnen im Namen des Reíches, nach erfolgter Zustimmung des Bundesrats und des Reichstag, was folgt”. De estas palabras, dice Laband (Ioc. cit., vol, u, p. 301), parece desprenderse que es al emperador a quien corresponde dar la orden legislativa y que la misión del Bundesrat y del Reichstag se limita a una simple autorización. Ahora bien, es absolutamente cierto que la formación de las leyes imperiales no depende de la voluntad del emperador. El art. 5 de la Constitución del Imperio, en efecto, especifica que el poder legislativo corresponde al Bundesrat y al Reichstag, o sea sólo a ellos, y el art. 17 de esta misma Constitución no confiere al emperador, en materia legislativa, más poder que el de promulgación y el de publicación. Finalmente, la disposición del art. 5, in fine, que por excepción, y sólo para proyectos de leyes imperiales referentes a ciertos objetos determinados, reserva al rey de Prusia la posibilidad de evitar su adopción con su sola oposición, sería ininteligible si en todos los casos fuera necesario el consentimiento del emperador para la legislación imperial. Por lo tanto, la fórmula promulgatoria empleada en esta legislación no expresa con fidelidad el verdadero cometido que les corresponde respectivamente al emperador y a las asambleas en semejante materia, lo que demuestra que no hay que fiarse de fórmulas de esa clase. Realmente, el tenor de la fórmula concerniente a las leyes imperiales se explica únicamente por el hecho de que la práctica la calcé de la formula empleada para las leyes prusianas (Schon, “Die formellen Gesetze”, Handbuch der politik, vol. i, p. 291; Radnitzky, “Ueber den Anteil des Parlamentes so Staatsgesetz”, Jarhbuch des offentl. Rechtes, 1911, p. 52).
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halla ligado en este sentido, pero carecen del poder de añadir a dicha adopción ni pronunciar sobre dicho texto el mandamiento ita jus esto, que en definitiva es el único que posee el carácter y la virtud de un acto legislativo. Pero, al razonar de este modo, Laband en el fondo no hace otra cosa que asimilar el cometido de las Cámaras al de una simple comisión preparatoria, oficial y estatal sin duda alguna, pero desprovista, en suma, de potestad verdadera. Pues, como objetó muy justamente Gierke (Crünhut’s Zeitschrift, vol. VI, p. 229; cf. Schulze, Deutsches Staatsrecht, vol. r, p. 527), una de dos: o bien el contenido del texto adoptado por las Cámaras recibe por esta adopción el alcance de una prescripción jurídica, y entonces el texto lleva en sí, necesariamente, el mandamiento de observar dicha prescripción; o el voto emitido por las Cámaras se halla desprovisto de fuerza imperativa y no contiene en sí ningún mandamiento, en cuyo caso la disposición votada —por más que su adopción parlamentaria sea condición de la sanción real — ya no constituye, intrínsecamente, una prescripción jurídica y no se diferencia ya, en sí, de una proposición adoptada por cualquier comisión.7 En todo caso, la situación que Laband le atribuye al Parlamento recuerda en cierto aspecto aquélla que se le asignaba, en Francia, al Consejo 7 En el Archiv für óffentl. Rechi, 1902, p. 441, Laband vuelve de nuevo sobre esa cuestión de la distinción entre el Gesetzesinhalt y el Geseizesbefehi, y sin dejar de mantener que la adopción de la ley por las Cámaras se diferencia esencialmente de un simple voto académico en que es la condición constitucional previa de la sanción real y constituye por lo tanto una manifestación de actividad y de potestad estatales, precisa nuevamente su teoría respecto del cometido de las Cámaras en esta materia y respecto a la oposición que según él existe entre la decisión de éstas y la sanción del monarca, diciendo que la decisión del Parlamento sólo crea una “proposición de derecho” (Rechtssaiz) y que la sanción o mandamiento legislativo viene a transformar esta proposición en una “prescripción de derecho” (Rechtsvorschrift). Pero esta manera de definir el cometido del Parlamento tropieza con la objeción de que la parte dispositiva adoptada por las Cámaras, habiendo de constituir el contenido de la futura ley, no puede constituir realmente un Rechtssotz si no adquiere por dicha adopción ninguna significación imperativa, pues el derecho, según el concepto del mismo Laband, supone esencialmente una obligación positiva, y por tanto también un mandamiento que entraña coacción. Por consiguiente, la oposición que establece dicho autor entre el Rechtssaiz y el Rechmvorschrift no se concibe. Si la parte dispositiva adoptada por las Cámaras no tiene carácter alguno imperativo, no puede constituir un elemento de derecho, y sólo valdrá como simple fórmula, quedando en una proposición que no puede tener naturaleza de proposición de derecho. Y nos encontramos reducidos así a la conclusión de que la decisión de las Cámaras no tiene más valor que el parecer de una simple comisión; por lo menos, y a pesar de ser constitucionalmente necesaria y de obligar al monarca a una parte dispositiva determinada, en sí no se diferencia de la decisión de cualquier comisión, en el sentido de que no contiene ningún germen de obligación ni de mandamiento para aquellos a quienes se refiere. Laband acabó por convencerte de esto, ya que dice ahora (Deutsches Reichssaatsrecht, 1907. p. 108 n.) que al calificar la decisión de las Cámaras como decisión que crea un Rechtssatz, quiso designar con ese último término una proposición de derecho análoga a la que se expresaría, por ejemplo, en un tratado jurídico.
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de Estado, en la época, anterior a 1872, en que este no tenia potestad jurisdiccional propia, cuando sus disposiciones antes a los asuntos contenciosos no llegaban a ser decisiones verdaderas sino por medio del decreto por el cual es jefe del Estado les expedía él mismo apropiándoselas; de hecho, el jefe de Estado no hacia sino reproducir la solución adoptada por el Consejo de Estado, como si –según la frase de Hauriou (op. Cit., 8a ed., p. 956)- “la verdadera autoridad contenciosa hubiese residido en esa asamblea”. Pero, en derecho, la solución admitida por el Consejo de Estado solo tenia el valor de un dictamen, y no adquiría eficacia jurídica sino en cuanto había sido revestida de fuerza imperativa mediante un decreto. En los estados en que la legislación depende de la sanción del monarca, la adopción de la ley por las Cámaras tiene, en cierto sentido, más valor que un dictamen, ya que el jefe de Estado solo puede sancionar disposiciones legislativas votadas por las asambleas; y sin embargo, al decir de Laband, la situación creada en materia legislativa al Landtag en las monarquías alemanas se parecía a aquella que en materia jurisdiccional ocupaba el Consejo de Estado francés antes de 1872, en que la sanción real en que erige en ley la decisión del Landtag seria la única que posee carácter de acto de potestad legislativa.
Pero esto es precisamente los que no se puede admitir. Pretender que la adopción de un proyecto de ley por las Cámaras no es una participación en el poder legislativo es reducir su decisión respecto a este proyecto a una simple opinión; en vano se dice que dicha opinión es necesaria, ya que constituye la condición constitucional previa del decreto legislativo del monarca; en vano tambien se añade que tiene cierto alcance obligatorio, ya que el monarca no puede apartarse del texto adoptado. A pesar de su importancia capital en este doble aspecto, la decisión de las Cámaras solo tiene el valor de una opinión o dictamen por lo que se refiere al punto esencial de la legislación sea en cuanto a la creación de la fuerza imperativa de la ley, puesto que dicha fuerza imperativa proviene únicamente de la voluntad del monarca. Ahora bien, esta manera de caracterizar el cometido de las Cámaras en materia de legislación supone que el desconocimiento de la verdadera naturaleza del poder legislativo. Este no consiste únicamente en un derecho a ser consultado y a dar opiniones o asentimientos, sino que es un poder de voluntad. En el caso antes citado el Consejo de Estado antes de 1872, el jefe de Estado, al estatuir sobre un asunto contencioso, solo decretaba su propia decisión; en el régimen de la sanción de las leyes no solamente entra en juego la voluntad del monarca sino que aquello que sanciona el monarca es, edemas de su propia voluntad legislativa, la voluntad de las Cámaras. Y es evidente que no se puede hablar aquí de una verdadera voluntad de las Cámaras sino cuanto su poder de querer se refiere de una manera completa y
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directa a todos los elementos de la ley, es decir, lo mismo a su fuerza imperativa que al tenor de sus disposiciones. Pues una disposición cualquiera solo puede adquirir significación legislativa y considerarse como tenor de ley en cuanto ha sido adoptada para valer como tal, es decir, para, adquirir la fuerza propia de la ley. Por eso estos dos elementos de la legislación, determinación del contenido y mandamiento legislativo, son inseparables uno del otro. La distinción que entre ellos hace Laband no se concibe. Al adoptar un proyecto legislativo, las Cámaras no se limitan a exponer idealmente el posible contenido de una ley eventual, lo que seria por su parte un acto de verdadera voluntad, sino que crean un dispositivo, una prescripción, y en derecho pertenece a la esencia de toda prescripción contener en si un mandamiento. La adopción de la ley por las Cámaras implica, pues, que toman parte por si mismas en la orden ita jus esto. El acto de voluntad que así realizan no se refiere solamente al texto, no se reduce tampoco, como dice Jellenek, a otorgar un consentimiento a aquello que el monarca emite según un mandamiento que de él solo dependería emitir, sino que contiene desde luego dicho mandamiento y es por consiguiente, por su propia virtud, un acto de potestad y de voluntad legislativas.8 Evidentemente la voluntad así manifestada por las Cámaras
Cf., respecto de todos estos puntos, J. Lukas, op. cit., que ha sometido a una profunda critica la teoría de Laband y de Jellinek referente a al distinción entre el Gesetzesinhalt y el Gesetzesbefeh, en cuanto a esta teoría pretende que la declaración de voluntad que emana del Parlamento referente al contenido de la ley no implica de ningún modo emisión de mandamiento legislativo, quedando este reservado al monarca. Demuestra Lukas (pp. 111 ss., y especialmente pp. 120-121) que “es imposible concebir que la declaración de voluntad de las Cámaras respecto del contenido de la ley no contenga al mismo tiempo la emisión de una orden legislativa”. A esto contesta Laband (Deutsches Reichsstaatsrecht, 1907, p. 110; ed. francesa, vol. II, p.266) que la decisión del Parlamento no puede tener valor de una orden, ya que ni siquiera se dirige a los súbditos, y tan solo confiere al monarca la autorización de lanzar una orden que, finalmente, se dirija a los súbditos. Lukas (op. cit., pp 194 ss.) ha replicado muy acertadamente que en este caso debería considerarse el Bundesrat, en lo que se refiere a las leyes imperiales, como simple colaborador del Reichstag, y en pie de igualdad con este, en la determinación del contenido de las leyes, pues, como subraya el mismo Laband (ed. Francesa, bol. II, p. 309), el Bundesrat tampoco se dirige a los súbditos, sino que es al emperador, èl solo, el que mediante la promulgación enuncia con respecto a aquellos la orden formal de obediencia la ley. Y sin embargo Laband (loc. cit., p.301 ss.) desarrolla con brío la idea de que la sanción por el Bundesrat “es el punto de toda pbra legislativa”, por lo que se refiere a las leyes imperiales, y en otra parte (loc. cit., p. 273) asimila la sanción a la orden legislativa. Asimismo, en el derecho publico actual de Francia la adopción del texto de la ley por las Cámaras tiene el valor de mandamiento legislativo y produce directamente su efecto imperativo respeto de los súbditos, sin que haya necesidad, después de dicha adopción, de ninguna orden especial para imponerles las obligaciones que establece el texto legislativo. Se vera, en efecto (no 139), que la promulgación por el jefe del Ejecutivo no constituye de ningún modo una orden de ese genero. Y sin embargo, es cierto que la votación de la ley por las Cámaras no es un acto que se dirija de modo exterior a los súbditos (cf. Radnitzky, op. cit., Jahrbuch 8
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no basta por si sola a engendrar la ley, sino que esta solo será perfecta a partir del momento en que una voluntad legislativa idéntica haya sido expresada por el monarca.9 Pero estas dos voluntades cuya coexistencia e identidad son indispensables para la formación definitiva de la ley, desempeñan en la obra de la legislación el mismo papel, por cuanto se refiere a los mismos objetos. Se completan la una a la otra, no ya el sentido de que se apliquen respectivamente a elementos legislativos diferentes, cuya reunión es necesaria para que la ley se constituya, sino en el sentido de que cada uno de los elementos de la legislación debe ser querido paralelamente y de un modo dualista por el monarca y por el Parlamento, que forma así entre los dos un órgano legislativo complejo, como se dirá más adelante (nums. 279 y 311). Así como el monarca quiere a la vez el contenido de la ley y su fuerza imperativa, así tambien la voluntad de las Cámaras abarca, además de este contenido, el mandato legislativo. Si el mandato legislativo proviniera solamente del monarca y si por adopción de la ley las Cámaras no hicieran otra cosa que autorizar al monarca para emitirla, habría que deducir lógicamente de ello que el monarca tambien podría, por su única voluntad, retirar la orden legislativa que emitiera anteriormente, y por lo tanto destruir, sin el concurso de las Cámaras, el efecto obligatorio y la fuerza imperativa de la ley. Así es como, en materia de tratados, Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp.495 ss.; cf. Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp. 362 ss.), fundandose
des öffentl. Rechtes, 1911, pp. 51-52). Esta observación referente al sistema legislativo del derecho publico francés proporciona un decisivo argumento en contra de la distinción establecida por Laband entre la adopción del contenido de la ley y la emisión de la orden legislativa, demostrando, en efecto, que la adopción de un texto, cuando no proviene de una simple comisión encargada de dar pareceres y cuando se emite a titulo legislativo, puede tener perfectamente por si misma, e incluso tiene necesariamente, fuerza imperativa. Entre una comisión preparatoria y las Cámaras, incluso en el estado monárquico, existe la notable diferencia de que las Cámaras, al adoptar la ley, realizan un acto de voluntad, pues su votación del texto de la ley tiene carácter de verdadera decisión. Ahora bien, el poder de voluntad y de decisión implica un poder de mando, como se dirá ,mas adelante (no 139). 9 Uno de los principales argumentos que en favor de la distinción entre el Gesetzesinhalt y el Gesetzesbefeh se alega por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 267 n.; Archiv für offentl. Recht, 1902, p. 441; Staatsrecht des deutschen reiches, 5a ed., vol. II, p. 6 n.) es que la parte dispositiva adoptada por las Cámaras carece de fuerza obligatoria hasta el momento de la sanción. Esto significa, dice Laband, que solamente la sanción contiene el mandamiento que convierte a esta parte dispositiva en verdadera ley, en prescripción obligatoria. Este argumento no es decisivo. El hecho de que el texto adoptado por la Cámaras no produzca inmediatamente efecto obligatorio no implica por necesidad que la votación de las Cámaras no contenga mandamiento alguno. Este hecho se explica simplemente por el motivo de que la formación de la ley exige a la vez, juntamente coordinadas, la orden de las Cámaras y la orden del rey. Mientras solamente exista la orden de las Cámaras, no puede la ley producir su efecto obligatorio. Pero en el momento en que la sanción monárquica haya venido a juntarse con la votación del Parlamento, la ley ejercerá su fuerza imperativa en virtud, a la vez, del mandamiento de las Cámaras y del mandamiento del monarca.
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en que, según el art. 11 de la Constitución de 1891, el derecho de representar a la Imperio desde el punto de vista internacional reside en el Emperador, declara que “el Emperador se halla autorizado para hacer que deje de tener fuerza de ley un tratado internacional sin la colaboración del Bundesrat y del Reichstag, retirándole la base internacional sobre la cual se funda su valor”. Esta clase de abrogación por la sola voluntad del jefe del Estado, según la observación de Laband, no se aplica más que a aquellas disposiciones que en derecho interno han adquirido fuerza de ley, al ser consagradas en tratados internacionales. Pero si en los países de sanción monárquica el jefe del Estado representara tambien, por sí solo, al Estado, en lo referente al derecho a imprimir fuerza imperativa a las disposiciones de las leyes ordinarias, un razonamiento análogo al que se alega respecto a los tratados conduciría igualmente a reconocer el derecho de abrogar esas leyes, despojándolas de la fuerza de que anteriormente las había investido. Y no se valla a objetar que la ley, una vez hecha, solo puede abrogarse en principio por un actus contrarius, por una ley nueva, que necesite a su vez la doble intervención del monarca y de las asambleas, pues en el fondo esta necesidad de una nueva ley adoptada por el Parlamento es en si misma consecuencia del hecho de que la ley que va a abrogarse es en todos aspectos –contenido y mandamiento- obra de las Cámaras tanto como del rey, lo cual proporciona precisamente la demostración. Si la potestad legislativa perteneciera únicamente al monarca, si solamente la sanción real el acto legislativo propiamente dicho y si la orden legislativa del rey bastara por si sola para hacer la ley, al darle su fuerza imperativa, la orden contraria del mismo monarca bastaría tambien para deshacerla, y seria superfluo hacer invertir a las Cámaras para obtener de ellas que se retirase un mandamiento en el cual, anteriormente, no hubieran tomado parte. La necesidad de su intervención para abrogar dicho mandamiento implica que originalmente habían tenido parte en el. 135. ¿Debe afirmarse, por lo tanto, que en el sistema de sanción real no se puede establecer ninguna diferencia entre los cometidos desempeñados respectivamente por el Parlamento y el monarca en la labor legislativa? Esto sería mucho decir. Subsiste desde luego cierta diferencia, pero es de naturaleza muy distinta a la que hacen resaltar la mayoría de los autores alemanes. Lo diferente no el punto u objeto al que se refieren las dos voluntades legislativas concurrentes del Parlamento y del rey, sino que el concepto en que ambos órganos cooperan a la formación de la ley. En una monarquía, incluso si ésta es limitada, el rey es el órgano estatal supremo, sino en el sentido en que entraña de un modo inicial la potestad entera del Estado, por lo menso en el sentido de que participa, por cuanto es al autoridad más alta, en todas las funciones de potestad
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estatal. Esto ocurre especialmente en materia legislativa. Si bien pudo el monarca, al otorgar la Constitución, compartir su potestad legislativa con las asambleas, no pudo despojarse de su cualidad de órgano supremo del Estado, ya que al hacerlo hubiera destruido la monarquía misma (ver no 334. infra). Quedó, pues, como órgano legislativo supremo, y en esta cualidad especial interviene en la confección de las leyes. En otros términos, en materia legislativa, la voluntad mas alta que existe en el Estado, y entonces esto implica que su cometido especial consiste en emitir la decisión definitiva y suprema que originará la ley. La idea precisa que hay que formarse de la sanción es, pues, que por ella el jefe de Estado es llamado a estatuir en ultimo término, ejerciendo, con el nombre de sanción, un poder que consiste en perfeccionar la ley, después de haber sido adoptada ésta por las Cámaras (cf. No 293, infra). No es que entre en la sanción un elemento de mando o de potestad especial que no estuviera contenido en la adopción votada por las Cámaras, pues desde el punto de vista objetivo, tanto la sanción del rey como la adopción por el Parlamento son actos de la misma naturaleza, y las voluntades expresadas por cada una de dichas autoridades son idénticas en cuanto a su contenido. Pero si bien, de una parte y de otra, el acto es el mismo, no lo realizan ambas autoridades en la misma cualidad, ya que no se hallan en pie de igualdad. La distinción entre la sanción y la adopción parlamentaria se refiere a una cuestión de jerarquía de los órganos,10 y la sanción adquiere su significación particular del hecho de ser la manifestación de voluntad de la autoridad más elevada así como de aquélla en que se realiza la voluntad superior del Estado. Así se explica que la sanción debe producirse en último lugar. Incluso cuando el Parlamento ha adoptado sin modificación alguna un proyecto de ley proveniente de la iniciativa del jefe de Estado, será preciso que éste intervenga de nuevo –aunque no se dude de su consentimiento- para sancionar el texto legislativo. Intervendrá como órgano supremo, y a este titulo, en efecto, le corresponde concluir y pronunciar la ultima palabra. Se debe explicar de la misma manera la disposición del art. 7-1o de la constitución del Im-
Liebenow, Die Promulgation, p.35, dice muy acertadamente a este respecto: “Cuando la Constitución, al crear los varios factores de la legislación, reserva a uno de ellos el poder de la sanción, tal cosa supone que dichos factores no son iguales entre sí, y ello significa tambien que el factor llamado a sancionar la ley es el más elevado”. Añade dicho autor que en las repúblicas, donde las dos asambleas legislativas, Senado y Cámara de Diputados, poseen en igual grado la potestad legislativa, no puede haber sanción, ya que esas dos asambleas desempeñan en la obra de la confección de la ley un cometido absolutamente idéntico. En efecto, es inexacto afirmar, como lo hace Laband (op. cit., ed. francesa, vol II, p. 288), que según la constitución francesa de 1875, las leyes son “sancionadas” pos las Cámaras, siendo así que la sanción es una institución que ya no puede hallar lugar en el sistema legislativo actual del derecho público francés. 10
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perio alemán, que dispone que el Bundasrat estatuya después que el Reichstag y por encima de éste sobre todas las decisiones tomadas por esta asamblea. Por razón de la generalidad de sus términos, esta regla del art. 7 se explica incluso a aquellas leyes que hubieran sido sometidas en primer lugar al Bundesrat y que ya hubieran sido adoptadas por él antes de serlo por el Reichstag. Esta necesidad de una reiterada decisión del Bundesrat –cuando su adhesión a la ley ya ha sido concedida – sería, según Laband, una incomprensible singularidad, si no se admitiera que solo el Bundesrat tiene competencia para formular el mandamiento legislativo; y naturalmente este mandamiento sólo puede formularse después de que ambas asambleas se hayan puesto de acuerdo al tenor de la ley. Pero, por más que diga Laband la exigencia del arti. 7 se explica sencillamente por la razón de que el Imperio alemán, el órgano supremo esta constituido por el conjunto de príncipes y senados de los Estados confederados. Por lo tanto, el Bundesrat, constituido por los delegado de los príncipes o de los senados es llamado, al mismo titulo que el rey en un estado monárquico, a emitir respecto a la ley la suprema decisión, o sanción, que la confirma y la perfecciona. La diferencia que así se establece entre los poderes legislativos del Reischtag y los del Bundesrat no se refiere a la esencia de esos poderes, sino únicamente a su grado respectivo y a la cualidad en la que se ejercen por una y por otra parte. La doctrina que acaba de exponerse referente a la naturaleza del derecho de sanción real debe aplicarse igualmente a aquellas Constituciones francesas que, antes de 1875, reservaron esta prerrogativa el jefe del Estado. Según la Constitución de 1852 (arts. 4 y 10), el jefe del Estado participaba esencialmente en la potestad legislativa, por cuanto que la perfección de la ley dependía de su sanción: pero no seria exacto afirmar que solo el estuviera investido del poder legislativo. Duguit, reproduciendo a este respecto las teorías alemanas, caracteriza la actividad legislativa del rey y de las Cámaras, en la época en que las Cartas, declarando que las Cámaras tan sólo “establecían la parte dispositiva de la ley”; y añade dicho autor que “la parte dispositiva votada por las Cámaras sólo era una ley cuando el rey le había dado fuerza legislativa por su sanción”, ya que solamente al monarca le corresponde “dar a la ley fuerza obligatoria” (Traité, vol. II, pp. 447). Esta doctrina tropieza con la objeción antes señalada (p. 367): el texto votado por las asambleas no puede constituir una “materia dispositiva” más que si posee la “fuerza legislativa” sin la cual no sólo constituía una formula jurídicamente inoperante. Además, esta doctrina se contradice por el texto de las Cartas, que precisaba que “la potestad legislativa se ejerce colectivamente por el rey, la Cámara de los pares y la Cámara de diputados”; este texto no señala diferencia alguna entre la potestad legislativa de las Cámaras y la del monarca; por el
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contrario, especifica que el ejercicio de las mismas es colectivo, lo que únicamente puede interpretarse en el sentido de que las Cámaras por su parte participaban plenamente en la función legislativa. Por último, las Cartas indicaban claramente el fundamento y la naturaleza del poder legislativo del rey: si el art. 22 de la Carta de 1814 y el art. 18 de la de 1830 asentaban que “sólo el rey sanciona las leyes”, esta prerrogativa exclusiva provenía del echo de que cada una de las dos Cartas, en un artículo anterior (art. 14, art. 13), había formulado en principio que “el rey es el jefe supremo del Estado”. Así fundamentada, la sanción parecía realmente como un poder de decisión más alta, que solamente podía pertenecer al monarca, en el sentido de que, en su cualidad especial de jefe del Estado, sólo él tenía derecho a pronunciar la adopción definitiva de la ley. Pero, aparte de ese derecho de última decisión, la potestad legislativa correspondía en todos los aspectos, determinación del contenido de la ley y emisión del mandamiento legislativo, a las Cámaras y al rey de una manera igual y colectiva. 136. Nos queda recordar brevemente que las observaciones que preceden no pueden aplicarse a la prerrogativa que en 1791 había sido conferida al rey bajo el nombre de “sanción” (Constitución de 1791, tít. III, cap. III sec 3) y que en realidad solo consistía en un derecho de veto suspencivo.11 Los autores concuerdan en reconocer que esta supuesta sanción no implicaba para el monarca participación ninguna efectiva en la potestad legislativa. Pertenecía ésta exclusivamente, en dicha época, al cuerpo legislativo. Es lo que se desprende ya de la denominación de “decretos” dada por la Constitución de 1791 (sec. 3 antes citada) a las decisiones legislativas de la asamblea y por cierto el art. 1º del cap III tenía buen cuidado de decir que “la Constitución delega exclusivamente en el cuerpo legislativo el poder de decretar las leyes”. Así pues, a diferencia de la sanción verdadera, que es un elemento esencial de la formación de la ley, el derecho de veto de 1791 era concedido al rey encontrar de leyes que se formaban sin su participación, y le proporcionaba los medios, no ya de oponer una negativa absoluta de consentimiento a la ley adoptada por el cuerpo legislativo, poniendo así perentoriamente un obstáculo a su La palabra “sanción” era tan sólo la consecuencia de una ficción, empleada por la Constitución de 1971 con un propósito de deferencia y miramiento respecto del monarca. El carácter ficticio de esta supuesta “sanción real” se desprende suficientemente de los términos mismo en los cuales se desarrollaba el funcionamiento de esta institución el la sección 3, tít. III, cap. III. Es así como el articulo 2 de esta sección decía que, en el caso de que un decreto del cuerpo legislativo que haya sido objeto de devolución suspensiva se adoptase de nuevo por las dos legislaturas siguientes, “se consideraría que el rey había otorgado la sanción”. No se atrevían aún a declarar brutalmente que en adelante podría hacerse la ley sin el consentimiento del rey; la sec. 3 se refiere incluso en varias ocasiones a dicho consentimiento, como si fuera siempre necesario, y sin embargo el rey estaba excluído de la potestad legislativa. 11
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realización, sino simplemente de volver a tratar dicha ley, impidiendo así, durante un cierto tiempo, su formación, y consiguiendo su pase a una legislatura ulterior que estatuía definitivamente respecto a su adopción.12 En esto, la distinción entre el veto y la sanción correspondiente a la célebre diferencia establecida por Montesquieu (Esprit des lois, lib. XI, cap. VI) entre la “faculta de estatuir”, que asocia íntimamente al jefe del Estado con la legislación, convirtiéndolo en una parte integrante del órgano legislativo, y la “facultad de impedir”, que sólo es un poder de resistencia y que por lo consiguiente, lejos de dar participación a su titular en la potestad legislativa, supone por el contrario que en el principio es extraño a la misma (ver la n. 12 del nºn276, infra).13 Con mayor razón el poder de pedir a las Cámaras una nueva discusión de la ley, actualmente concedido al Presidente de la República por el art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 (cf. Constitución de 1848, art. 58), no puede considerarse como elemento de participación en la potestad legislativa, pues por más que digan ciertos autores (Duguit, Traité, vol. II, pp. 446 ss.), dicha prerrogativa ni siquiera constituye un veto propiamente dicho. Bien es verdad que no pueden las Cámaras, según el art. 7, rehusar la discusión pedida y que por lo tanto este texto confiere al Ejecutivo el poder de ponerles una suspensión de la promulgación. Pero importa observar que la Constitución de 1875 no exige, como la de 1791, que la nueva discusión sea obra de una legislación ulterior”: el Presidente no apela de la legislatura presente ante las legislaturas futuras, sino que dirige su petición a los mismos miembros de las asambleas que acaban de adoptar la ley. En estas condiciones, el supuesto veto pre-
12 El art. 6 de la sec 3, antes citado, indica claramente que, con el empleo de su veto, no participa el rey en su adopción de las leyes, y que ésta quedaba reservada únicamente a la asamblea legislativa. Dicho texto, en efecto, dice: “Los decretos que hayan sido presentados al rey por tres legislaturas consecutiva tienen fuerza de ley y llevan el nombre y el título de leyes” esto es tanto como decir que la formación de la ley depende y resulta de la votación de las legislaturas y no del consentimiento del monarca. 13 Más exactamente, la institución del veto se refiere a las tendencias especiales de la teoría separatista de Montesquieu, de la cual no es sino una pura aplicación. Proviene, en efecto, de la idea de que el monarca y el cuerpo legislativo, en el Estado descompuesto en tres titulares de potestad, son dos autoridades enteramente distintas, una de las cuales, el monarca, tiene el poder de paralizar por su voluntad, al menos de momento, el efecto de las decisiones adoptadas por el otro. Es éste un juego de frenos y contrapesos entre las autoridades concebidas como independientes. La institución de la sanción proviene de una fuente muy diferente. Se encuentra en estrecha correlación con el concepto de la unidad fundamental del Estado. Parlamento y monarca son en conjunto, en cuanto a las creación de las leyes se refiere, n o ya autoridades diferentes y separadas, previstas de poderes respectivos que les permiten luchar una contra otra, sino un órgano único, indivisible dentro de su complejidad, y la intervención del monarca responde a la idea de que ha de realizar en sí la unidad superior del Estado y, por consiguiente, que la ley no puede producirse sin su consentimiento.
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sidencial viene a ser, no ya un poder de verdadero impedimento opuesto a la voluntad de las Cámaras actuales, sino simplemente facultad de llamar su atención sobre ciertos inconvenientes que el Ejecutivo cree hallar en la disposición legislativa recientemente votada por él; e una palabra, sólo constituye, en favor del Ejecutivo, la facultad de suscitar un examen complementario de la ley. Distinto es el caso del Presidente de los Estados Unidos. También él posee el derecho de devolver a las Cámaras el bill que acaba de ser adoptado por ellas, y se ha establecido igualmente entre los autores la costumbre de designar esta prerrogativa con el nombre de veto. Sólo que, a diferencia del sistema de Constitución francesa de 1875, la surte de esta nueva deliberación ya no depende pura y simplemente de la mayoría parlamentaria que con anterioridad votó la ley sometida de nuevo a discusión. Para que dicha ley pase definitivamente, precisa reunir en cada una de las Cámaras una mayoría de votos especial, y más fuerte, o sea los dos tercios de los votos. Por esto mismo, la petición presidencial de nueva discusión carácter de oposición efectiva a la voluntad expresada en primer lugar por las asambleas, y en este aspecto también es decir, por cuanto la mayoría anteriormente constituída, no es dueña ya de hacer prevalecer por sí sola su voluntad legislativa, no puede negarse que el poder presidencial de devolver un bill a las Cámaras adquiere el alcance de un veto suspencivo.14 La Constitución de los Estados Unidos parece incluso llegar más lejos: en su cap. 1º, sec.7, art.2 dice: “todo bill que halla pasado por la Cámara de los Representantes y por el Senado, entes de convertirse en ley deberá ser presentado al Presidente de los Estado Unidos…” Según estos términos, la devolución a las Cámaras no sería solamente un veto, es decir, un medio para en Presidente de detener una ley ya perfecta, sino que el texto parece implicar que el bill adoptado por las Cámaras aún no se ha convertido en ley. Y en efecto, si se le ha aplicado la devolución será necesario, para su transformación en ley, que sea adoptado de nuevo por una mayoría de los dos tercios. Luego, podría decirse, la ley sólo recibe su perfeccionamiento por su reiterada adopción mediante una mayoría especial o por expiración de un plazo de diez días durante en cual tiene el Presidente derecho de
14 En Estados Unidos la devolución a las Cámaras hace desaparecer la ley anteriormente adoptada, ya que tiene por objeto subordinar su definitiva formulación a la nueva condición de una adopción por una mayoría diferente y extraordinaria. En esto aparece dicha devolución como un verdadero veto. En Francia, donde la devolución a las Cámaras no tiene, en suma, más efecto que el de promover una lectura suplementaria de la ley, la adopción tomada después de esta deliberación no hace sino confirmar una votación anterior, por lo que no se puede decir que el Presidente francés esté provisto de un verdadero veto (cf. A este repecto Esmein, Elémentes. 5ª ed., p. 608). La experiencia, por lo demás, ha demostrado en Estados Unidos la eficiencia y la energía del medio de acción concedido al Presidente en la esfera de la legislación (ver la n. 41 del nº 293, infra).
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Volverla a las asambleas. Así pues, tendría el Presidente más que un poder de veto, porque su aprobación, expresa o tácita, sería un elemento de perfección de la ley. Esta conclusión no es exacta, como lo demuestra la segunda parte del artículo 2. Añade este artículo, en efecto, que si, después de un segundo examen, la adopción reúne los dos tercios de votación en cada una de las Cámaras, “el bill se convertirá en ley”. Es, pues, la decisión de las Cámaras, y no el asentimiento presidencial, lo que hace la ley. Asimismo, cuando un bill no ha sufrido la devolución, a partir del momento en que la nooposición del Presidente es indudable, debe ser considerado como obra exclusiva de las asambleas.15
Duguit (Traité,vol. I, p.328), al examinar las diversas formas de la intervención del pueblo en la obra legislativa, y tratando de señalar la diferencia que separa a las dos clases de instituciones conocidas respectivamente conocidas con el nombre de referéndum obligatorio y referéndum facultativo, pretende que hay equivalencia entre esta segunda clase de referéndum y el regímen de veto. Pero esta aproximación es muy discutible, tanto desde el punto de vista práctico como desde el punto de vista teórico. En el sistema de veto popular, el pueblo, según la terminología de Montesquieu, no tiene más que una simple facultad de impedir; no está llamado, pues, a estatuir por sí mismo sobre la ley. Así es como el proyecto de Constitución girondino de 1793, en su título VIII, bajo en nombre de “censura del pueblo” establecía un régimen de veto, por el cual determinado número de ciudadanos podían, por medio de un procedimiento por cierto muy complicado, promover la reunión de las asambleas primarias, a efecto de consultarlas respecto al punto de saber si había o no lugar a conseguir la “revocación” de una ley adoptada por el cuerpo legislativo. Pero, como esto sólo debá constituir para el pueblo un derecho de censura y de veto, el proyecto girondino no admitía, en el caso de una respuesta afirmativa de las asambleas primarias, que la revocación fuera realizada por el cuerpo mismo de los ciudadanos. El voto popular que tendía a la revocación únicamente tenía por consecuencia la renovación del cuerpo legislativo, y a la legislatura nuevamente elegida en esas condiciones quedaba reservado el poder de pronunciar la revocación referida. En ese sistema no participaba realmente el pueblo en la potestad legislativa, pues la formación de la ley no dependía de su sanción; por lo cual el art. 29 del título VII especificaba que, por más que el mantenimiento de las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo dependiese de la censura popular, “la ejecución provisional de la ley sería siempre de rigor”. Esta es la característica del veto. Muy diferente es el alcance del referéndum, incluso del referéndum facultativo. En éste el pueblo ya no recibe solamente un poder de resistencia o de impedimento, sino que posee la facultad de estatuir. Es lo que dice formalmente el art. 89 de la Constitución federal suiza, que establece en materia legislativa esta clase de referéndum: “Las leyes federales se someten a la adopción y a la revocación del pueblo, mediante la petición por 50,000 ciudadanos activos o por 8 cantones. Según este texto pertenece al pueblo pronunciar la adopción de la ley, y su intervención es necesaria para la perfección de ésta. Si, a falta de la reclamación formulada por un número suficiente de ciudadanos, las leyes federales no se someten a la adopción popular, no sería porque el referéndum facultativo es de la misma naturaleza que el veto popular y presupone esencialmente una reacción intentada en contra de la ley, a efecto de dar lugar a su revocación; sino porque la palabra “facultativo” se refiere únicamente al hecho de que la ausencia de reclamación por parte de un número suficiente de ciudadanos tiene todo el valor de una aprobación popular táctica que hace superflua la aprobación expresa, como ya lo decía Rousseau (Contrat social, libro II, cap. I in fine). Resulta ello que en el sistemas del referéndum, y a diferencia de lo que ocurre en el caso del veto, la ley adoptada por el cuerpo le15
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& 2. PROMULGACIÓN DE LAS LEYES
Acabamos de ver que en la Constitución de 1875 el Presidente de la República, reducido, en lo que refiere a la formación de las leyes, a la facultad de pedir una nueva deliberación o discusión, con ello no participa en la potestad legislativa. Esta pertenece exclusivamente a las Cámaras. Por otra parte, así se desprende claramente del art. 1 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que dice que “el poder legislativo se ejerce por dos asambleas: Cámara de Diputados y Senado”, Parece así que las discusiones que se suscitan en Alemania a propósito de la sanción real, referentes a la naturaleza de la participación del jefe del Estado en la legislación, se han evitado en Francia. Pero estas discusiones renacen sin embargo en la literatura francesa a propósito del derecho de promulgación. Antes de adentrarnos en la parte controvertida del tema, será bueno recordar y fijar los puntos del mismo que no ofrecen duda. La promulgación es el acto por el cual la autoridad designada a dicho efecto por la Constitución, que en Francia es el jefe del poder ejecutivo, reconoce y atestigua la existencia de una ley que acaba de ser adoptada por el órgano legislativo. El objeto de dicho acto, o si se quiere su efecto, es el de hacer entrar la ley en su fase de ejecución, pues hasta ese momento no era ejecutiva. A esta respecto se puede decir que la promulgación convierte a
gislativo no existe nunca más que en estado de proyecto. Esto es también lo que expresaba positivamente la Constitución de 24 de junio de 1793, que en sus arts. 58 ss. Establecía para la elaboración de las leyes y dicta decretos”. Según dicho texto (confirmado por le art. 58), la ley no adquiría, al ser adoptada por el cuerpo legislativo, más que el valor de una proposición la que debía dirigirse al pueblo, y no se convertía en ley perfecta sino por la adopción expresa o la falta de reclamación del pueblo, en una palabra el referéndum facultativo difiere totalmente del veto popular (ver esta diferencia claramente desarrollada por Esmein (Elements, 5ª ed., pp. 356 ss., 371 ss.), en que el pueblo desempeña en él un cometido legislativo semejante al que ejerce el monarca por medio de la sanción. Así como el monarca sanciona la ley tácitamente cuando la promulga sin más formalidad, así también el pueblo, en el sistema del referéndum facultativo, concede al a ley su táctica sanción al dejarla pasar sin reclamación. En la democracia directa, así como en la monarquía, el fundamento jurídico del derecho de sanción o de adopción popular reside en el hecho de que le pueblo es, constitucionalmente el órgano supremo del Estado, lo cual ya no es verdad en el caso del simple veto. En las democracias, donde tiene el pueblo, además del poder de ratificación, la iniciativa de las leyes (en el sentido suizo de los términos “iniciativa popular”), su potestad legislativa llega a ser mucho más fuerte. Aquí se observa, en efecto que a diferencia del monarca, que, con la sanción, no es sino una parte del órgano legislativo, el pueblo es por sí solo un órgano legislativo completo, pues al tener a la vez la iniciativa y el derecho de adopción, puede hacer la ley por sí mismo desde le principio hasta el fin.
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la ley en ejecutiva. Todo ello se desprende de la fórmula misma actualmente empleada en Francia para la promulgación. Esta fórmula, establecida por el decreto de 6 de abril de 1876, dice así; “El Senado y la Cámara de Diputados han aprobado, y el Presidente de la República promulga la ley cuyo tenor sigue: (aquí viene el texto de la ley promulgada)… La presente ley, discutida y aprobada por el Senado y por la Cámara de Diputados, será ejecutas como ley del Estado. Hecho en …, el…” En esta fórmula, como se ve, entran dos cosas: por una parte el Presidente de la República afirma que la ley de referencia ha cumplido con las condiciones fijadas por la Constitución (ley de 25 de febrero de 1875, art. 1) para el ejercicio del poder legislativo, y por ello, atestigua de una manera oficial el nacimiento de la ley, su existencia regular. Por otra parte, declara, por una afirmación que presenta idéntico carácter oficial, que la ley que promulga es apta en adelante para se ejecutada y que lo será efectivamente. Por último, para completar estas primeras nociones, conviene observar inmediatamente que en las constituciones que no subordinan la formulación de la ley a la adopción y al consentimiento del jefe del Estado, la promulgación constituye para éste no tanto una prerrogativa como una obligación, que debe cumplirse en un plazo generalmente breve. Así, el art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 impone al Presidente de la República la obligación de pronunciar la promulgación “en el mes siguiente ala transmisión al gobierno de la ley definitivamente aprobada”. Esta plazo se reduce, según el mismo texto, a tres días para aquellas leyes cuya promulgación, por un voto expreso de ambas Cámaras, haya sido declarada urgente. Respecto a estos diversos puntos elementales, los autores franceses se hallan más o menos de acuerdo; pero, por lo demás, no existe acuerdo ni sobre la naturaleza constitucional de la promulgación ni sobre sus efectos, ni siquiera sobre el fundamento del poder presidencial de promulgar las leyes, ni por consiguiente sobre la definición que deba darse de este acto. 138. Según una opinión muy extendida entre los autores y que incluso parece haber llegado a ser opinión corriente, debe considerarse la promulgación como un acto de naturaleza legislativa, como una operación de la confección de la ley; en una palabra, como una dependencia de la función del poder legislativos. Las razones aducidas son múltiples y, por cierto, de orden diversos. Se alega en primer lugar que las disposiciones adoptadas por el órgano legislativo no adquieren realmente valor de ley sino a partir de su promulgación, y en este sentido se aducen ya dos motivos bien diferentes. Ante todo, se dice, debe la voluntad del legislador, para adquirir existencia jurídica, se objeto de una declaración que releve dicha existencia o sea de una promulgación, ya que, desde el punto de vista del derecho,
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una voluntad cualquiera no puede tornarse en consideración ni ser operante mientras no se manifieste al exterior por un signo palpable, por un documento que la haga sensible; hasta la promulgación, que da esa expresión exterior a la ley, permanece ésta como inexistente; la promulgación es, pues, lo que le da jurídicamente vida. Este argumento ha sido desarrollado especialmente por escritores alemanes (Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 277 y 278; Jellinek, op. cit., pp. 319-320).1 Ut, segundo argumento del mismo género se saca del hecho de que la ley no se convierte en ejecutiva sino a partir de su promulgación; Iuego, dícese, le falta hasta entonces un elemento esencial ya que no tiene fuerza actuante de ley, y por consiguiente también es la promulgación la que perfecciona la ley y la completa haciéndole adquirir Ia fuerza ejecutiva de la que deriva su eficacia. Tal es la idea por Ia que se pronuncia especialmente Deuguit, cuando dice: "La promulgación es el complemento indispensable de la ley; mientras no hay promulgación, no se puede hablar propiamente de ley", .y ello porque" nadie tiene la obligación de obedecer a esa supuesta ley que aún no ha sido promulgada" (Traité, vol. II, p. a 3); y en otro lugar (L'Étaf, vol.II, p.331), Duguit dice igualmente: "La promulgación es indispensable para la perfección de Ia ley, ya que una ley no promulgada, aunque haya sido votada por ambas Cámaras donde se impone a la aplicación de los tribunales ni al respeto de los ciudadanos". Otros autores alegan en el mismo sentido razones de orden diferente y aun más enérgico. No se contentan con recordar que la ley no se convierte en ejecutiva sino desde el momento de su promulgación sino que añaden que es la promulgación misma o por sí sola, la que le confiere su fuerza ejecutiva, debiéndose considerar por este motivo, a fortíori, que es la que le da Ia perfección. La idea general que se desprende de esta nueva doctrina es que las disposiciones legislativas aprobadas por las Cámaras sólo poseen en virtud de dicho voto el valor de simples decisiones, si bien las Cámaras pueden imprimirles carácter de decisiones imperativas que obligan o prohíben, no pueden revestirlas de fuerza ejecutiva; únicamente el Ejecutivo es capaz de conferirles esta última. Esta doctrina, en cierto modo, ha llegado a ser tradicional en la literatura francesa. La ferriére (op. cit.,2a ed., vol. r, p. 454) la describió firmemente en estos términos: Puede decirse que el derecho de imprimir fuerza efectiva a
Este argumento entraña, por otra parte, que se extienda al publicación lo que se dice anteriormente a la promulgación, pues resulta cierto decir respecto de la publicación misma que, hasta su cumplimiento, la ley carece de eficacia jurídica, por lo menos en lo que se refiere a la ejecución de sus prescripciones. Esto es, por lo demás, lo que aseveraban Laband (loc. Cit., p. 273); “Para converitre el proyecto adoptado por el legislador en una ley se necesita al más; la promulgación y la publicación”, y Jellinek (op. Cit., p. 321); “Solo mediante el cumplimiento de la orden de publicación la ley se convierte en perfecta en derecho público”. 1
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una decisión es atributo exclusivo del poder ejecutivo. Las decisiones judiciales mismas sólo poseen esa fuerza en virtud de la fórmula ejecutiva estampada en los juicios, fórmula que contiene un mandamiento dirigido a los agentes ejecutivos por el poder ejecutivo". Hauriou (Principes de droit public, p. 448) expone la misma idea: "Todos los actos del poder ejecutivo van revestidos de la fórmula ejecutiva; recíprocamente, la fuerza ejecutiva no puede concederse a un acto jurídico proveniente de otro poder sino por intervención del poder ejecutivo. Por lo tanto, las leyes sólo se convierten en ejecutivas por la promulgación que de ellas hace el jefe del Estado". Por la promulgación, dice Hauriouo y no solamente desde la promulgación; es por lo tanto el acto citado del jefe del Estado el que constituye propiamente el origen de la fuerza ejecutiva,2 y el fundamento de la necesidad del acto así comprendido reside indudablemente en el concepto de que en principio, corresponde al jefe del Estado -en cuanto éste es el encargado de procurar la ejecución de las leyes- el tomar todas las medidas y emitir todos los mandamientos que llevan a asegurar dicha ejecución. En otros términos Ia promulgación, en dicha doctrina, ya no tiene solamente por objeto afirmar la existencia de la ley, sino que contiene esencialmente una orden, apareciendo corno un acto de mando. De esta manera es como realmente la entiende y define Laband (loc. cit., vol. II, pp.309 y 319). Después de demostrar que en el Imperio alemán la sanción que da a la ley su fuerza imperativa pertenece únicamente al Bundesrat y que el emperador, reducido, como tal, por el art. 17 de la Constitución federal, al poder de promulgar la ley, no tiene por qué participar en el mandamiento legislativo contenido en la sanción (ver n. 6, p. 364, supra), declara Laband, sin embargo, que en la fórmula de introducción de las leyes del Imperio que sirve al mismo tiempo de fórmula de promulgación, "es el emperador el que da Ia orden de obedecer la ley"; pues, dice: "El Bundesrat se limita exclusivamente a tomar decisiones y nunca da formalmente órdenes. En el terreno de la legislación es el emperador el que ejecuta las decisiones sancionadas -o sea hechas impe
2 En sus Principes de droit public (pp. 151 y 153), Hauriou precisa su pensamiento respecto a este punto con la mayor claridad. “La confección de la ley – dice- supone por lo menos tres actos sucesivos; la votación por cada una de las dos Cámaras y la promulgación por el Presidente de la República. Hay que encontrar un medio de amalgamar esos tres actos sucesivos. A mi entender constituyen una operación enlazada, en la que el consentimiento de la segunda autoridad viene a juntarse a la decisión tomada por la primera… El jefe de Estado se encontrará, pues, en presencia de dos hechos a los cuales, a su vez, se adherirá mediante la promulgación”. “Solo la promulgación por le jefe del Estado dará al contenido de la ley fuerza obligatoria con respecto a los ciudadanos; sólo ella dará a dicho contenido el velos de un acto y también, mediante un rodeo, al ordenar a todos los agentes de la fuerza pública que la hagan ejecutar. Así pues, la forma ejecutiva es un elemento perfectamente separable del contenido del a decisión…” (p.149).
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rativas- por Ios gobiernos confederados, al ordenar observarlas" (op.cit., p.309).3 La doctrina de Laband es reproducida por Duguit, que la adapta al derecho público francés al decir (Traité, vol. II, p. 444) que "por la promulgación, el Presidente de la República ordena realizar los actos prescritos por la ley que promulga: ordena que se ejecute la ley". Y en este camino, Duguit llega incluso más lejos que Laband. Pretende que al dar esa orden de ejecución, el Presidente no realiza simplemente un acto de función ejecutiva: "Ordenar que se ejecute una ley no es ejecutar dicha Iey ", sino que, dice, al promulgar la ley, realiza el Presidente un verdadero acto de potestad legislativa: "Por la promulgación, el Presidente queda directa y verdaderamente asociado a la confección de la ley" (ibíd. p, a3). "Participa en la confección de las leyes, porque la promulgación es indispensable para la perfección de las mismas" (L'Étot, vol. II, p.331).4 En una palabra, según Duguit y según los autores franceses antes citados, l a promulgación es uno de los factores esenciales de la legislación, en cuanto es ella la que termina la ley, añadiéndole y confiriéndole la fuerza ejecutiva que es la condición misma de su eficacia.. Y no hay más remedio que reconocer que esta doctrina tan extendida tiene un muy firme punto de apoyo en el art. la del Código civil, según el cual "las leyes son ejecutivas en virtud de la promulgación que de las mismas Hace el Presidente de la República". Esmein adopta en esta cuestión una postura especial. "La promulgación dice (Éléments,5' ed., p. 60a)- es el acto mediante el cual el jefe del poder ejecutivo declara ejecutiva una ley votada regularmente por el cuerpo legislativo", e incluso especifica que "la ley es realmente perfecta
3 Así parece explicarse el hecho anteriormente señalado (n. 6, p. 364) de que en la fórmula de promulgación el emperador emite una orden (wir…verordenen). Aunque tenga apariencia de orden legislativa, esa orden no es sino un mandamiento de ejecución que forma parte de la promulgación y no tiene naturaleza de sanción. “El Bundesrat – dice también a este respecto Laband (loc. Cit., p. 319)-. Al votar la sanción, no ha dado la orden formal de obedecer a la ley, sino que solamente ha decidido que dicha orden habrá de darse e nombre del Imperio. Al emperador es a quien el art. 17 de la Constitución del Imperio confiere la misión de declarara formalmente cuál es la voluntad legislativa del Imperio; a él le corresponde la promulgación.” Contra esta afirmación de Laband, ver las objeciones expuestas en el n. 32 del No. 144, infra, y también las que se desprenden del hecho de que, según el mismo Laband, la potestad legislativa, en el Imperio, corresponde exclusivamente al Reichstag y al Budesrat (nn. 6 y 8 del NO. 134, supra).
4. Saint-Girons, Manuel dedroit constittutionnel, pp. 374 ss., caifica asimismo la promulgación como “acto legislativo”. Es, dice, “un acto que contempla la ley”. Dicho acto es “preliminar indispensable de la ejecución, no es un acto de ejecución”, sino, mejor dicho, “un acto que debe considerarse como una colaboración del jefe del Estado con el Parlamento”. Idéntica doctrina sostiene de Vareilles-Sommiéres, De la promulgation et de la publication des lois et decrets, p.6, que dice que la promulgación “completa ley” y constituye en ese aspecto “un acto legislativo”.
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y definitiva cuando ha sido votada por el poder legislativo". 5 Por esta prudente definición, Esmein parece dar a entender que la promulgación sólo tiene un efecto declarativo, y no atributivo, de fuerza ejecutiva y que por lo tanto no es un acto de potestad legislativa. Pero lo que sigue de las explicaciones proporcionadas por este autor respecto de la promulgación demuestra que se coloca con referencia a dicho, acto' dentro de la doctrina que acaba de exponerse en último lugar como la que ha llegado a tener preponderancia en los tratados de derecho público francés. Se distingue únicamente Esmeind de Ios autores antes citados en que aporta a Ia doctrina común, un argumento nuevo y de distinto género. Su argumento capital se toma del principio de la separación de los poderes. En efecto, según Esmein, la promulgación, al mismo tiempo que declara la ley ejecutiva, es también, el acto mediante el cual el jefe del poder ejecutivo da a los agentes de la autoridad pública la orden de mirar por su ejecución y prestarle asistencia en caso necesario" (ibíd.,). Ahora bien, la "necesidad" de dicha orden especial" es una lógica consecuencia de la separación de los poderes. La razón de ello es que "el derecho y la obligación de velar por la ejecución de la ley pertenecen al poder ejecutivo; mientras éste no haya dado orden de proceder a ello, ninguna de las autoridades públicas ha de tenerla en cuenta". Así pues, Esmein se distingue de los demás autores antes citados en que asigna a la promulgación un fundamento especial, al cual aquéllos no habían hecho referencia: según el, la promulgación es la consecuencia directa y necesaria del sistema constitucional de separación de las diversas autoridades. Puede la autoridad legislativa confeccionar las leyes; pero estas leyes, aunque perfectas y definitivas, no pueden imponerse a las autoridades ejecutivas y obligar a los agentes ejecutivos a procurar su ejecución, mientras éstos n o hayan recibido al efecto una orden especial de su jefe propio y separado, el Presidente de la República. Eh aquí, pues, un nuevo motivo dé promulgar que viene a añadirse a todos aquellos que se enumeraron antes antes. Pero, en suma, Ia alegación de dicho motivo distinto supone que Esmein comparte en el fondo el sentimiento común de los autores franceses respecto a la naturaleza y a los efectos de la promulgación. Pues si bien es verdad que las autoridades ejecutivas no se hayan ligadas a la ley ni empiezan a tener que ejecutarla si no por efecto de la orden especial que so les dirige con ese objeto por el 5 Asimismo Ducroc q (Etudes de droit public, p. 12; Cours de droit administratif, 7ª edición vol. I, pp 21 y 68) dice que la promulgación es el acto por el cual el poder ejecutivo convierte la ley en ejecutiva; la define como “la orden de ejecución de la ley”; y añade que sólo por ella adquiere la ley fuerza coercitiva. Pro, por otra parte, insiste especialmente sobre el punto de que , a su parecer, la promulgación no es un acto de potestad legislativa, puesto que – dice – “la ley existe y está completa antea de su promulgación”. Esa sólo constituye el primer acto de ejecución del a ley.
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Por el decreto presidencial que Ia promulga, hay que deducir de inmediato que sólo dicho decreto comunica a la ley su fuerza ejecutiva, su virtud y su eficacia positiva so y así nos encontramos en realidad traídos de nuevo a la conclusión de que la promulgación es una de las partes integrantes del procedimiento que tiende a crear las leyes como decisiones que imponen la obediencia, es decir, que ella misma es un acto de potestad legislativa. 139. Todas estas teorías referentes al fundamento, la naturaleza y los efectos de la promulgación descansan sobre un equíoco que conviene señalar desde ahora para disiparlo. Del hecho de que el jefe del Ejecutivo es el encargado por la Constitución (ley de 25 de febrero de 1875, art. 3) de tomar todas aquellas medidas prácticas y concretas que tienden a asegurar la ejecución de las leyes, y particularmente de dar a los agentes que dependen jerárquicamente de él las órdenes que puedan sr necesarias a dicho efecto, se deduce que también se halla investido del poder constitucional de emitir, en el momento de aparecer la ley, la orden general y abstracta que, al conferir a ésta su carácter de prescripción ejecutiva, conduce a convertirla en una ley perfecta y verdadera, es decir, en una prescripción realmente provista, en adelante, de fuerza imperativa, y por consiguiente, se llega así a afirmar que no merece jurídicamente la ley producir sus efectos ni es ejecutiva en dicho sentido sino en virtud y por la potestad del mandato contenido en la promulgación. En el fondo, esta doctrina se confunde --o poco le falta- con la teoría alemana anteriormente expuesta (n° 131), que sostiene que corresponde exclusivamente al jefe del Estado emitir el mandato por el cual adquiere la ley su valor de prescripción imperativa y obligatoria. Entre los juristas franceses, Duguit es el que más se acerca actualmente a este concepto alemán. Desde el momento -dice este autor- en que es el Presidente de la República el que ordena que se ejecute la ley, y desde el momento en que emite esa orden, no ya a título ejecutivo, sino en cuanto está "directa y realmente asociado a la confección de la ley", ya no se percibe diferencia apreciable entre la promulgación, considerada en este aspecto,6 y la sanción monárquica tal como la describen los autores alemanes. En realidad toda esta concepción equivocada, todas estas incertidumbres respecto a la verdadera naturaleza de Ia promulgación provienen de la persistencia de ideas esencialmente monárquicas en Ia literatura del derecho público francés. La doctrina que ve en la promulgación una orden general que imprime a la ley su fuerza ejecutiva supone, en efecto, como punto de partida y como base esencial, que el jefe del Ejecutivo en Francia –como el monarca en otros sitios- es el único que posee el imperio (cf. Esmein, Éléments. 5ª 6 En otros aspectos difiere evidentemente de la sanción, ya que tiene por objeto certificar y atestiguar la ley. Y, sobre todo, existe entre ambos actos la diferencia de que uno, la sanción, es libre, y el otro, la promulgación – al menos en el derecho francés actual -, no lo es.
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ed., p. 17). Sólo éI es capaz de emitir mandamientos que tengan una verdadera virtud imperativa, es decir, que puedan tener por efecto desencadenar el movimiento de la fuerza pública. En este concepto, las asambleas llamadas legislativas, así como los tribunales, sólo pueden emitir decisiones; e incluso si dichas decisiones deben considerarse como llevando en sí algo imperativo, es necesario aún que el jefe del Ejecutivo, desempeñando así el cometido de un verdadero jefe del Estado y erigido por ello en órgano supremo, intervenga para revestirlas, por su propio mandamiento y en virtud de su derecho exclusivo de imperio, de la fuerza coercitiva que ha de vivificarlas, atribuyéndoles de una manera completa y definitiva un valor real y definitivo y una eficacia de órdenes propiamente dichas.7 Que tal condición haya podido prevalecer en Alemania, donde Ios tratados de derecho público están impregnados del espíritu monárquico, y que los alemanes (especialmente Laband, ver supra, p. 380 y n. 3) hayan tratado de hacerlas prevalecer hasta en el Imperio (que, sin embargo, no es una monarquía) en lo que concierne a la promulgación hecha por el emperador, tiene su explicación; pero resulta sorprendente que ese concepto haya podido sobrevivir en Francia a las monarquías de antaño y hasta conservar preponderancia. Esto demuestra cuán tenaces son las ideas jurídicas formadas sobre antiguas tradiciones históricas y con qué fuerza subsiste el rastro de regímenes políticos anteriores, incluso cuando dichos regímenes se consideran como enteramente desaparecidos. En realidad, lo que imprime a la ley la fuerza imperativa en virtud de la cual su ejecución se impone por sí misma es la orden de conformarse a las disposiciones que enuncia. Ahora bien, en el derecho público actual de Francia esta orden proviene directa y exclusivamente del cuerpo legislativo mismo, y proviene del acto por el cual las Cámaras adoptan la ley. Forma parte integrante y es elemento esencial de la confección de las leyes por las asambleas. Hasta 1789, los Estados generales carecían del poder de mandamiento propio, y se reducían, especialmente en materia legislativa, a postular cerca del rey, que era el único que podía decretar (ver n 352, infra). En esa época resultaba cierto decir que la fuerza en virtud de la cual la Iey ha de recibir su ejecución proviene de la orden del jefe del Estado. Hoy ya no puede convenir esta afirmación, y hasta es inconciliable con el sistema de derecho público vigente. Ya en 1791 Ia Asamblea legislativa había adquirido el derecho de decisión imperativa, y según frase de los constituyentes de aquella época, se había elevado a la potestad de "querer por la nación (ver n 363, ínfra), particularmente 7 En resumen, según esta teoría, la adopción de la ley por la Cámaras no tendría por sí misma efecto plenamente imperativo más que en un solo aspecto; respecto al presidente de la República, por cuanto éste está obligado, por el solo hecho del a adopción regular, a efectuar la promulgación.
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en la esfera de la legislación. Bien es verdad que en la fórmula de la promulgación de 1791, la ley también se presentaba como fundada en la voluntad del rey. "La promulgación -decía la Constitución de 179l (tít. III, cap. IV, sec. 1, art. :1)- estará redactada en la forma siguiente: La Asamblea nacional ha decretado y, nos queremos y ordenamos lo que Sigue”. Mas los términos de esta fórmula se explican por el motivo de que, según esta Constitución, la ley promulgada por el monarca se entendía como sancionada por el mismo; pero, como se demostró anteriormente (n 136, texto y n. Il), la supuesta sanción de entonces sólo era una ficción.
En definitiva, para averiguar de qué mandato obtiene la ley su fuerza, sea imperativa o sea incluso ejecutiva, es indispensable y suficiente también indagar cuál es la voluntad en la cual se funda, ya que la idea de mando supone un acto de voluntad por parte del que manda. En el derecho público actual de Francia, eI acto de voluntad, en lo que se refiere a la creación de las leyes, es visible con toda claridad en las Cámaras, sin que se pueda decir que se perciba del mismo modo en el presidente de la República. La promulgación, en efecto, no es, por parte del citado Presidente un acto libre: quiera la ley o no la quiera, está obligado a promulgarla.8 No se puede decir, pues, que la fuerza propia de la ley – llámese como se llame, imperativa o ejecutiva- procede de la voluntad o del mandato del Ejecutivo, sino que Ia orden legislativa proviene únicamente de las asambleas y se halla contenida en la adopción de la ley por éstas.9 Así pues, la promulgación no es un verdadero acto de mando, porque la voluntad de las cámaras tiene por sí sola una fuerza completa y suficiente. Contra lo que dice Duguit (citado p.380, supra), no es necesario que el Presidente ordene que se ejecute la ley, pues la orden
8 Según Laband (loc.cit, vol. II p. 302 n.), no es la ley adoptada por las Cámaras la que crea por sí misma, respecto del jefe del Ejecutivo, la obligación de promulgarla, ya que las leyes no contienen ningún texto que dirijan a éste semejante orden; sino que, por el hecho de ser adoptada una ley, deriva para el jefe del Ejecutivo la obligación constitucional de realizar la promulgación de la misma. Este análisis parece exacto a primera vista; sin embargo, hay que reconocer que si la Constitución impone al jefe del Ejecutivo la obligación de promulgar las leyes, es porque considera que la voluntad legislativa de las Cámaras se impone por sí misma, de una manera superior, a la autoridad ejecutiva encargada de la promulgación. En este sentido se puede decir, pues, que la adopción de la ley por las Cámaras contiene implícitamente una verdadera orden de promulgación. Po lo menos equivale a esa orden, en cuanto son las Cámaras las que, por la votación de la ley, colocan al jefe del Ejecutivo en la obligación de cumplir con su deber constitucional de promulgación.
9 Hasta las resoluciones judiciales tiene contenido imperativo. El juez no se limita a emitir una simple sententia, dejando a toras autoridades el cuidado de derivar de ella sus consecuencias, sino que ordena, prohíbe, y emita así mandamientos, que obtiene su fuerza en la potestad propia de la autoridad jurisdiccional (cf. La n. 7, p. 256, supra, y la n. 46 del no. 147, infra).
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de ejecución es inherente a la misma ley; deriva de la potestad propia de la ley. 10 La ley, en el momento de su ejecución, se ejecuta en virtud de la voluntad de las asambleas, y no de la voluntad del Ejecutivo.11 La
Hasta las deliberaciones de los consejos generales y de los consejos municipales se califican hoy día por los autores como "ejecutivas por sí mismas" (Hauriou, Précis de droit administratif, 8* ed., pp. 270 y 324), aunque habitualmente no puedan ejectuarse antes de que transcurra cierto plazo durante el cual quedan sometidas al control de la autoridad central (ley 10
de 10 de agosto de 1871, arts. 47 y 49; ley de 5 de abril de 1884, art. 68, in fine). Con mayor razón las leyes adoptadas por las Cámaras deben considerarse como "ejecutivas por sí mismas", aunque no puedan ser ejecutadas sino después de su promulgación, ya que el Presidente de la República ni siquiera tiene que ejercer control respecto a su valor intrínseco (ver núms. 148-149, infra). Las deliberaciones legislativas de las Cámaras, en este sentido, son soberanas, poseen por sí mismas un valor completo y perfecto, y no esperan de la promulgación ningún aumento de fuerza ni virtud alguna que ya no posean. Particularmente en lo que se refiere al Presidente de la República, es evidente que las leyes adquieren, por el solo hecho de su adopción parlamentaria, el carácter de decisiones ejecutivas: esto lo prueba precisamente el hecho de que, por causa de su adopción, el Presidente se ve obligado a promulgarlas y, desde luego, a proceder a su ejecución (cf. Hauriou, op. cit., 8" ed., p. 210 y también 6* ed., p. 417, n.). ¿No es ésta la idea contenida en el pasaje, frecuentemente recordado, de Tácito (Annalcs, m, 69) : "Nec utendum imperio ubi legibus agi possit"? Resulta superfluo hacer intervenir el imperium, como potestad especial del magistrado, allí donde la potestad de la ley es por sí sola suficiente. Fué en virtud de esta idea por lo que los actos realizados por el pretor romano conforme a las leyes y mediante un poder legal no se consideraban como actos de potestad pretoriana, sino como provenientes directamente de la ley, y sus efectos se tenían como derivados de la ley misma. Por ejemplo, las instancias judiciales organizadas por el magistrado 11
dentro de los límites fijados por la ley que le había conferido su poder jurisdiccional se calificaban c'omo indicia legitima, y no como judicia imperio continentia: por más que dichas instancias estuviesen fundadas en una judicii dado realizada por el pretor y que fuesen, en este sentido, obra de él mismo, los romanos se guardaban muy bien de hacer resaltar respecto a ellas la potestad del magistrado que las había formulado, sino que las trataban exclusivamente como instancias legítimas. Así también se sabe —y aquí se hace más estrecha la analogía con el caso de la promulgación moderna—, gracias a los trabajos y a la luminosa demostración de Wlassak (Edikt und Klageform, ver especialmente pp. 54 s s j , que en Roma no había edictos civiles, o sea edictos que garantizasen a los litigantes la disposición de las acciones que tienen por la ley misma o por una fuente civil equivalente a la ley. Estas acciones sólo estaban representadas, en el álbum del magistrado, por un esquema de fórmula y no por una cláusula edictal anunciando la judicii dado; sólo eran objeto, según las palabras de los textos, de un proponerse acdonem y no de un polliceri acdonem. Es que, en efecto, el edicto honorario no tenía que confirmar o consagrar el derecho civil, al menos en los casos en que éste había provisto a las necesidades de la práctica de modo que se bastara a sí mismo. En semejante caso, los romanos no admitían que hubiese intermediario entre la ley y los ciudadanos que invocaban un derecho que habían recibido de la misma; y es también por lo que el pretor no tenía que renovar, por una medida edictal o por una orden proveniente de su propia potestad de imperium, las prescripciones o mandamientos que habían sido emitidos por la ley misma. E tas verdades lógicas vuelven a tener actualmente su necesaria aplicación en lo que se refiere a la determinación del alcance de la promulgación. La doctrina que define la
134 promulgación como una orden de ejecución, o sea de obediencia a la ley, tropieza con la siguiente alternativa: o bien la orden dada por el Presidente de la República es una nueva orden que no se hallaba ya contenida en la adopción de la ley por las Cámaras, y entonces se cae en la teoría alemana que
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doctrina por la cual el Presidente sería el llamado a perfeccionar la ley añadiéndole la fuerza que le falta12 se contradice por la Constitución, ya que ésta, como se observó antes, coloca el poder legislativo, por entero, en las Cámaras (ley de 25 de febrero de 1875, art. I 9 ) y sólo atribuye al Presidente de la República (art. 3) la "ejecución" de la ley. Estos textos implican que la ley sale de las asambleas totalmente perfectas, sin que el Presidente tenga que añadirle ni completarle nada. El poder ejecutivo es por consiguiente un poder de pura ejecución, y nunca un poder de dar a la ley la fuerza ejecutiva.13 no reconoce al Parlamento sino un poder de deliberación legislativa y le niega la potestad de mando legislativo, o bien el Presidente no hace sino repetir una orden que ya provenía de la creación de la ley por las Cámaras; ahora bien, esta repetición es inútil, y ni siquiera se concibe, así como no podían concebirse edictos civiles en derecho romano. La razón de ello es que el Ejecutivo no tiene por qué confirmar los mandamientos del cuerpo legislativo, pues éste se halla investido de una potestad de mandar que le basta a sí mismo. La ley es ejecutiva, manda obedecer, no ya porque haya sido promulgada por el Ejecutivo, sino porque es la ley, la expresión de la voluntad imperativa de un órgano, el Parlamento, que es el órgano supremo del Estado. Entre esta voluntad superior y los subditos a los cuales impone prescripciones, no hay necesidad de intermediario alguno que venga, por una orden nueva y especial, a darle fuerza ejecutiva. De hecho, una vez que la ley ha entrado en ejecución, a nadie se le ocurriría decir que al conformarse a sus prescripciones, los ciudadanos o los funcionarios obedecen a la orden del Presidente de la República. La palabra "obediencia a la l e y " , o según la terminología de la Constitución de 1791 (tít. m, cap. i, sec. 5, art. 6 y cap. I I , sec. 1", art. i v ; tít. v n , art. 7 ) , "fidelidad a la ley" significa únicamente obediencia a la voluntad del cuerpo legislativo. Y, en efecto, no cabe en la imaginación que el deber de obediencia a las leyes provenga de un mandamiento de aquel mismo que está obligado a promulgarlas y a asegurar su ejecución. 12 La doctrina de Hauriou (indicada en la p. 379, supra), según la cual los decretos del Presidente de la República habrían de tener por sí mismos, bajo el nombre de fuerza ejecutiva, una fuerza especial que no poseen las leyes (ver también a este respecto una nota del mismo autor en Sirey, 1914, 3. 2 ) , tampoco es admisible. No es de creer que los actos y voluntades del cuerpo legislativo, la más alta autoridad, tengan una potestad menor que los actos del jefe del Ejecutivo, autoridad subalterna, y que tengan necesidad de la ayuda de este último para adquirir pleno valor. Bien es verdad que las leyes son objeto de una promulgación especial, que es obra del Presidente de la República, a la que no se hallan sometidos los decretos presidenciales; y, por consiguiente, también es cier'o que estos últimos pueden ser ejecutados desde el momento en que han sido dictados, mientras que, para las leyes, la fase de ejecución sólo empieza a partir de la promulgación (ver n' 142, infra). Pero esto no significa que sea la promulgación la que confiere a las leyes la fuerza especial en virtud de la cual tienen derecho a la ejecución. 13. Respecto a estos diversos extremos, ver Beudant, Cours de droit civil, introducción, n.80, que se rebela contra la idea de que la promulgación sea una orden de ejecución dada por el jefe del Ejecutivo, diciendo: " ¿ De qué sirve, en efecto, esa orden de ejecución de la ley ya votada? ¿No resulta superflua? ¿No se entiende de por sí que una ley debe ejecutarse cuando ha sido votada? Hoy día, el jefe del poder
136 ejecutivo ya no participa en el ejercicio de la autoridad legislativa, y la ley votada por las Cámaras es perfecta y definitiva. ¿A qué responde entonces esa orden de ejecución, que no puede dejar de darse?" En el mismo sentido, Bonnet, De la promulgation, tesis, Poitiers, 1908, pp. 67, 128 ss., 150, dice: " L a orden final de la fórmula promulgatoria es perfectamente inútil, cualquiera que sea el sentido que se le atribuya.
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140. Todo esto viene a significar que la fuerza ejecutiva de la ley no es más que su misma fuerza imperativa, que se llama imperativa en estado de reposo y se califica de ejecutiva cuando se halla en movimiento. Y realmente, al Ejecutivo es a quien le corresponde ponerla en movimiento, sin que esto signifique que sea ese Ejecutivo el que la crea. Se ha tra-
La ley, como ley, lleva en sí misma una orden de obediencia, que se dirige a los agentes del Estado, en todos los grados de la jerarquía, así como a los simples particulares. No existe ley sin mandamiento. ¿De qué sirve, entonces una vez que está hecha, dar la orden de ejecutarla? "Cf. para los juicios, Jéze, Revue du droit public, 1913, pp. 455-456, que, a propósito del "deber jurídico" que tienen los agentes púhlicos de prestar su ministerio a la realización de las decisiones del juez, dice muy acertadamente: " Esta obligación existe con independencia de toda fórmula ejecutiva, ya que su deber proviene, no ya de la fórmula ejecutiva, sino de la ley que organiza su función y de la autoridad del juez" . Y dicho autor recuerda a este respecto —según Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. i, p. 379— el caso de los juicios de los consejos de prefectura, para los cuales no existe fórmula ejecutiva y que, sin embargo, en ausencia de cualquier requerimiento especial dirigido a los agentes públicos de ejecución, crean a éstos la obligación de ejecutarlos. Sin embargo, existe una categoría de juicios que no tienen fuerza ejecutiva en Francia mientras no han sido objeto de una orden especial de ejecución: se trata de los juicios que provienen de tribunales extranjeros, y ello por la razón de que los mandamientos emitidos por una autoridad extranjera no pueden tener fuerza imperativa en territorio francés. Es necesario, pues, para su ejecución en Francia, que estos juicios sean investidos, por una autoridad francesa, de la fuerza ejecutiva que les falta. Ahora bien, conviene observar que la autoridad a la cual ha de pedirse la orden de ejecución necesaria para los juicios extranjeros no es otra que los mismos tribunales franceses. Esto es lo que afirman los arts. 546 del Código de procedimientos civiles y 2123 del Código civil, los cuales especifican que los juicios extranjeros no llegan a 'ser "susceptibles de ejecución en F r a n c i a " sino " e n cuanto han sido declarados ejecutivos por un tribunal francés". Las palabras de estos textos implican que la fuerza en virtud de la cual los juicios son ejecutivos proviene de las decisiones de la autoridad jurisdiccional y de ninguna otra parte. Por lo demás, es lógico pensar que en principio todo acto realizado por una autoridad estatal que actúa dentro de la esfera de su competencia debe llevar en sí su fuerza ejecutiva. Es fácil de explicarse que el Estado deba interevnir necesariamente para conferir semejante fuerza a las voluntades o convenciones de los particulares, ya que sólo él puede, mediante su mandamiento, poner en movimiento la potestad pública. Pero cuando es el mismo Estado el que por uno de sus órganos regulares ha hecho acto de voluntad o de decisión imperativa, la intervención de un mandamiento especial y posterior, destinado a conferir a dicho acto estatal la fuerza ejecutiva, parece superflua, puesto que la voluntad estatal tiene por carácter propio y esencial poseer por sí misma una fuerza inmediata y absoluta de realización, que implica que por el solo hecho de su emisión, cualquier orden que emana de una autoridad pública competente tiene directamente derecho a ser ejecutada. Considerándolo bien, la doctrina tan difundida que pretende reservar al Ejecutivo el poder de conferir fuerza ejecutiva a las decisiones estatales sólo podría
138 justificarse en el caso de que el jefe del Ejecutivo fuese llamado por la Constitución a funcionar dentro del Estado como órgano supremo, de que tuviera él solo capacidad para formular voluntades definitivas, y de que debiera desde ese momento intervenir necesariamente para hacer suyas, por su mandamiento superior, las decisiones imperativas enunciadas por las demás autoridades. Por lo que concierne especialmente a las leyes adoptadas por las Cámaras, este último punto de vista — bajo el imperio de la Constitución de 1875— sería tanto menos defendible cuanto que el órgano supremo del Estado, según dicha Constitución, es precisamente el Parlamento.
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tado, sin embargo, de distinguir esas dos fuerzas. La ley —dice Esmein (citado p. 380, supra) es "perfecta y definitiva " ; tiene por lo tanto también fuerza imperativa, desde el momento en que ha sido adoptada por las Cámaras. Pero no adquiere fuerza ejecutiva sino por su promulgación, en el sentido de que los agentes ejecutivos no pueden proceder a su ejecución más que en virtud de una orden que les haya sido dada por su propio jefe, el Presidente de la República. Puede objetarse a esta doctrina el provenir de una confusión entre la fuerza ejecutiva y los medios de ejecución. Realmente, en efecto, es al Ejecutivo a quien corresponde emplear estos últimos y aplicar los medios de coacción, por lo que también corresponde al jefe del Ejecutivo dar a los agentes competentes las órdenes necesarias a dicho efecto.14 Pero sólo se trata aquí de medios de ejecución, y no de la fuerza ejecutiva propiamente dicha, la que proviene de una "oluntad superior a la del Presidente, y es inherente, con pleno derecho, a las prescripciones legislativas provenientes de las Cámaras. Se podría, pues, creer que Esmein sólo quiso referirse a las órdenes relativas a las medidas de ejecución. Sin embargo, dicho autor no se refiere solamente a órdenes de esa naturaleza, sino que trata de la fuerza ejecutiva misma, considerada in abstracto, y exige para la creación de dicha fuerza una orden general y de principio, proveniente especialmente del Presidente de la República. La necesidad de dicha orden —dice— se deduce del sistema de la separación de poderes. En ese sistema, las Cámaras carecen de potestad jerárquica sobre los agentes del Ejecutivo, y por lo tanto, la ley adoptada por las Cámaras no puede tener valor de mandamiento para ellos. Sólo habrán de "tener en cuenta" dicha ley cuando hayan recibido de su jefe la orden correspondiente. Así pues, según esa doctrina, sólo la promulgación puede imprimir a la ley la fuerza ejecutiva, y ello no solamente con respecto a los agentes ejecutivos, sino en definitiva respecto a los mismos particulares, ya que los agentes ejecutivos son los que mandan ejecutar la ley por estos últimos. Por lo demás, Esmein aplica su teoría tanto a las decisiones judiciales, como a las prescripciones legislativas. "La justicia —dice dicho autor (Éléments, 5* ed., p. 6 2 8 )— se administra, no ya en nombre del Presidente de la República, sino en nombre del pueblo francés, pero la fórmula ejecutiva que termina la expedición de las resoluciones, juicios y mandamientos judiciales se hace en nombre del Presidente de la República. Aquí, como en la promulgación de las leyes, existe una aplicación exacta del principio de la separación de poderes”.15 14 Es lo que se desprende particularmente de los términos de la fórmula ejecutiva que se pone a las decisiones de justicia: " El Presidente de la República manda y ordena a todos los actuarios, por este requerimiento, ejecutar dicha resolución o juicio . . . " 15 Artur ("Séparation des pouvoirs et des fonctions", Revue du droit public, vol. xiv,
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Se verá más adelante (n* 279) las graves críticas que pueden suscitarse contra el sistema de separación de poderes tal como Esmein lo entiende. La base que dicho autor pretende asignarle a la institución de la promulgación supone que las diversas autoridades estatales —por ejemplo el cuerpo legislativo y el Ejecutivo— se hallan separadas y son extrañas unas a otras, a tal punto que los mandamientos del legislador sólo adquieren valor para los agentes ejecutivos mediante una orden formal y especial del jefe de dichos agentes. Si tal fuera el alcance de la separación de poderes, ésta nos llevaría nada menos que a comprometer e incluso a arruinar totalmente la necesaria unidad del Estado. Volveremos a tropezar después con esta objeción fundamental, pero desde ahora es conveniente refutar la teoría de Esmein sobre la promulgación por razones especiales tomadas de la misma naturaleza de la ley y del poder legislativo. Se debe observar ya que en principio, aquello que se quiere, ordena o cumple por un órgano estatal que actúa dentro de la esfera de su competencia estatutaria, debe considerarse jurídicamente como la voluntad, la orden o el hecho del Estado mismo, y vale como tal para todos los demás órganos estatales. Esto solo bastaría para excluir la idea de que los actos realizados regularmente por una autoridad pública puedan, bajo el pretexto de la separación de poderes, ser ignorados o tenerse por inexistentes e inoperantes por las demás autoridades. Con mayor razón, es inadmisible que la ley sólo adquiera fuerza y tenga valor para los agentes encargados de su ejecución después de que éstos hayan recibido a tal respecto una orden del jefe del Ejecutivo, puesto que la adopción de la ley por las Cámaras constituye por sí misma una orden que, en virtud de la superioridad del órgano legislativo, se impone inmediatamente a todos, tanto gobernantes como gobernados. Si se consideran en particular aquellas leyes que sólo se refieren a los funcionarios para regular su conducta dentro de los servicios, ¿cómo poder admitir oue, según la frase de Esmein, éstos sólo tengan que "tenerlas en cuenta" por razón de un mandamiento proveniente del Presidente de la República?.16 Y de un modo ge-
p. 57) sostiene que " l a fuerza ejecutiva se adhiere con pleno derecho a las decisiones de justicia", y hace observar, en este sntido, que de hecho "es el actuario el que pone esta fórmula a los juicios" . Bien es verdad que el Presidente de la República no interviene, después de cada juicio, para emitir una orden de ejecución, como interviene después de cada ley adoptada para hacer la promulgación de la misma, pero no deja de ser cierto también que la fórmula ejecutiva de los juicios está redactada en nombre del Presidente y esto basta, al parecer, para que se deba sacar la conclusión de que la fuerza ejecutiva de las decisiones judiciales se origina en la orden que da el jefe del Ejecutivo en la fórmula de referencia (ver la nota precedente). 10 Bonnet, op. cit., pp. 67 y 151, alega, en el sentido antes indicado, que las leyes se imponen, según la misma Constitución, por su sola cualidad de leyes, al Presidente de la República, el cual está obligado a promulgarlas y tiene el deber de asegurar su ejecución. " Si ocurre así —añade con razón dicho autor—, si el Presidente, que es el representante más eminente
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neral, en el sistema francés de jerarquía de las autoridades ¿cómo concebir que la ley dictada por el cuerpo legislativo, que es el órgano preponderante, sólo deba su eficacia a la voluntad del Ejecutivo, que es una autoridad subalterna? Semejante concepto resultaría especialmente chocante en lo que se refiere a las leyes constitucionales. Según la opinión común, deben estas leyes, después de su adopción por la Asamblea nacional, ser promulgadas por el Presidente de la República. ¿Podrá sostenerse aquí también que la fuerza por la cual son ejecutivas proviene de dicha promulgación y del mandamiento del Ejecutivo, cuando, según el mismo Esmein (Éléments, 5* ed., p. 9 8 3 ) , "son obra de una autoridad superior al poder ejecutivo, y también al poder legislativo"? 17
Sería inútil alegar, en respuesta a esos argumentos, que la ejecución de las leyes no se impone a los agentes encargados de dicha función sino a partir del momento en que han sido promulgadas. Es cierto, en efecto, que para que dichos agentes procedan a la ejecución de la ley es necesar i o que hayan sido informados previamente de su existencia, y por consiguiente después de la adopción de la ley, transcurrirá forzosamente un intervalo más o menos largo durante el cual aquélla carecerá de eficacia. Más aún, será necesario a veces que los agentes de ejecución esperen de sus jefes, y particularmente del jefe del Ejecutivo, órdenes respecto a la manera como habrán de ejecutar la ley. La emisión de dichas órdenes entra directamente en las funciones del Presidente de la República, puestoque la Constitución le encarga especialmente de "asegurar la ejecución de las leyes" (ley de 25 de febrero de 1875, art. 3 ) . Pero no debe confundirse este poder de ejecución con el poder de imprimir a la ley, de manera inicial, su fuerza ejecutiva. El uno sólo es un poder subalterno de naturaleza estrictamente ejecutiva; el otro supondría que el Presidente participa del mando superior del cual toma la ley su potestad, que es de esencia francamente legislativa. El hecho de que sea llamado el Presidente, como del poder ejecutivo, puede recibir directamente la orden legislativa, sin que el principio de la separación de poderes reciba con ello ninguna merma, ¿cómo admitir que la orden de la ley no puede obligar directamente a los subordinados del Presidente? ¿Por qué la ley, que por su cualidad de ley se impone al jefe del poder ejecutivo, no ha de imponerse igualmente al poder ejecutivo por entero?" 17 En su estudio sobre la promulgación, el autor citado en la nota precedente pretende establecer a este respecto una distinción entre leyes constitucionales y leyes ordinarias. Estas deben ser promulgadas para llegar a ser ejecutivas (op. cit., núms. 138 ss.J. Aquéllas son ejecutivas indepedientemente de dicha formalidad (op. cit., núms. 93 ss.). La razón de ello es que la ley constitucional es obra de un poder constituyente, superior por esencia a los poderes constituidos, y por consiguiente sería inadmisible que la puesta en ejecución de esta clase de ley estuviera subordinada a un acto del jefe del Ejecutivo. Pero esta razón de orden jerárquico ¿no se aplica con idéntica fuerza a las leyes ordinarias? Estas leyes emanan del cuerpo legislativo,
142 que es, entre los órganos constituidos, el más alto; su ejecución, pues, no puede depender de la voluntad del jefe del Ejecutivo, que no es sino una autoridad inferior en potestad.
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jefe del Ejecutivo, a tomar aquellas medidas que tienen por objeto asegurar la ejecución de las leyes y a dar a los agentes que de él dependen cuantas órdenes tiendan a dicho resultado, no demuestra de ningún modo que sea él quien le imprime a la ley la primera fuerza que la convierte en ejecutiva para sus agentes. 18 Muy al contrario, del hecho de que, por el art. 3 antes citado, tenga constitucionalmente el Presidente la obligación 18 Se desprende de estas observaciones que hay que hacer extensiva al acto legislativo la muy juiciosa distinción establecida por Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 419 nj, con relación a los actos administrativos, entre la decisión ejecutiva y las medidas de ejecución. Los agentes administrativos subalternos, puestos en contacto con los administrados y encargados de ejecutar las decisiones de la autoridad administrativa, emiten a veces, con este fin, órdenes por las cuales hacen producir efectos concretos y positivos a decisiones que hasta entonces sólo habían sido emitidas de un modo abstracto y de principio; así pues, la orden del agente ejecutivo parece comunicar a la decisión, respecto a los interesados, una eficacia, y por consiguiente una fuerza ejecutiva, de la que carecía con anterioridad. En realidad, sin embargo, y como lo señala acertadamente Hauriou, la orden dada por el agente subalterno no es una decisión nueva, sino que solamente constituye una medida o procedimiento de ejecución de una decisión preexistente. La verdadera decisión ejecutiva, en este caso, no es la orden de ejecución emitida por el agente subalterno, sino la primera decisión en virtud de la cual dicha orden ha sido emitida; y el administrado que acata la orden del agente subalterno no hace en realidad sino acatar el mandamiento contenido en la decisión inicial, de la cual esa orden posterior es únicamente la ejecución. Estos conceptos deben aplicarse al acto legislativo. Después de la votación de una ley, múltiples órdenes pueden ser dirigidas, por la autoridad ejecutiva, bien a los agentes administrativos o bien a los administrados, con objeto de asegurar la ejecución detallada de dicha ley. Pero, en primer lugar, no hay evidentemente ninguna comparación qué establecer entre esas órdenes particulares, que se refieren a las diversas aplicaciones o consecuencias de la ley, y el mandato general de ejecución que los autores han creído ver en la promulgar ción, el cual tendría por objeto conferir a la ley la fuerza misma por razón de la cual tendrá derecho a ser ejecutada. Como se ha visto anteriormente (n. 11, p. 385), no hay lugar en el derecho público actual de F r a n c i a para semejante mandamiento por parte del Ejecutivo. Ya desde este punto de vista, las órdenes dadas a consecuencia de la adopción de la ley sólo pueden ser medidas de ejecución, y presentan dicho carácter, además, desde un segundo punto de vista. Cualquiera que fuere su objeto, en efecto, y aun cuando las hubiera emitido la autoridad ejecutiva en virtud de su propia potestad o que tal o cual de entre ellas constituyese por sí misma una decisión especial que tuviera una fuerza ejecutiva distinta de la de la ley, no por ello dejará de ser cierto que dichas órdenes presuponen una fuerza ejecutiva primordial, que es aquella de la ley a la cual se refieren. La misma expresión "poder ejecutivo", de la que se sirve la Constitución para caracterizar toda la potestad y toda la actividad ejercida por el Presidente de la República y por los agentes de los cuales es el superior jerárquico, basta para demostrar que las leyes llevan en sí mismas, a partir del instante de su formación parlamentaria, la fuerza imperativa por la cual pueden pretender su ejecución. Esto es como decir que cualesquiera órdenes que tienden a asegurar esa ejecución se producen a consecuencia de una fuerza ejecutiva que se encuentra ya contenida en la ley que va a ejecutarse. No se puede, pues, tomar de dichas órdenes argumento alguno para sostener que corresponde al Ejecutivo conferir a la ley 6U fuerza ejecutiva. Con mayor razón, no puede alegarse el argumento en lo que concierne a la promulgación, pues se verá, en efecto (pp. 394 y 3 9 9 ) , que la promulgación no es ni siquiera una orden, sino un simple reconocimiento y una enunciación; es, pues, totalmente imposible considerarla como un acto que engendre la fuerza ejecutiva de la ley.
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de promulgar y hacer ejecutar, debe deducirse que, desde antes de su promulgación, y tanto respecto del Presidente como respecto de sus subordinados, tiene la ley carácter ejecutivo, del cual la misma promulgación no es sino el reconocimiento y la consagración. Por lo demás, no es el Presidente de la República el jefe jerárquico de las autoridades judiciales, y si los tribunales tienen la obligación de aplicar la ley a partir de su promulgación, ya no puede decirse que lo hacen en virtud de una orden que les haya dado el jefe del Ejecutivo en el acto que la promulga. Hay que admitir, pues, que la fuerza ejecutiva inherente a la ley, cuyo efecto empieza a producirse después de la promulgación, proviene de fuente distinta a una orden presidencial contenida en aquélla. Esta observación referente a las autoridades judiciales basta también para demostrar que no se debe tratar de explicar la institución de la promulgación por el principio de la separación de poderes. 141. La conclusión que se desprende de todo lo precedente es que, al promulgar la ley, el Presidente de la República de ningún modo realiza un acto de función legislativa, sino que únicamente provee a la ejecución de aquélla. No ejerce en esto un poder de mando, sino que desempeña respecto al cuerpo legislativo cuya obra promulga, y respecto a esta obra legislativa misma, un deber de sumisión, una obligación de su cargo ejecutivo.19 Por ello, la promulgación se diferencia esencialmente de la sanción, pues mientras que ésta constituye una adhesión prestada a la ley por el jefe del Estado, destinada a perfeccionar la ley por efecto de la reunión de las voluntades legislativas paralelas e idénticas del gobierno y de las Cámaras, la promulgación por el Ejecutivo, por el contrario, supone terminada la obra legislativa y perfeccionada la ley, y su único objeto es asegurar la ejecución de ésta. Como ya se ha dicho (Ducrocq, Études de droit public, p. 8;20 " Beudant, Cours de droit civil, introducción, p. 84), la promulgación es el primer acto de la ejecución de la ley.21 Por lo tanto, 19 Al promulgar las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo, el Presidente de la República no realiza un acto de potestad legislativa, como tampoco realiza labor jurisdiccional al ordenar a los agentes de la fuerza pública, en la fórmula ejecutiva puesta al pie de las sentencias, que se hace en su nombre (ver n. 14, p. 388, supra), ejecutar dichos juicios. 20 La doctrina de Ducrocq es además poco lógica. Por una parte afirma que la promulgaciónes " l a orden de ejecución de la ley" (Cours de droit administran), 7» ed., vol. I, p. 68) y que "sólo por ella adquiere la ley fuerza coercitiva" (ibid., p. 21). Por otra parte sostiene (loe. cit.) que " l a promulgación no es más que el primer acto de ejecución de la ley". Si en la promulgación es donde se halla contenido el mandamiento que confiere a la ley su fuerza imperativa, no es posible considerarla como un puro acto ejecutivo.
21 Se ha objetado (Bonnet, op. cit., p. 73) que " l a s leyes no ordenan su propia promulgación" y que, por consiguiente, ésta no es propiamente hablando una ejecución de la ley. Duguit (Traite, vol. n, p. 444) dice asimismo que, al promulgar la ley, el Presidente de la República no ejecuta, pues "no realiza un acto prescrito por la ley que promulga". Razonar de esta
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cuando se repite que constituye el acto que origina la ley, hay que interpretar esta fórmula banal en el sentido de que no es la promulgación el acto que da origen a la ley, sino que es simplemente el acto que hace constarla aparición de la ley, aparición que, según el derecho francés, tiene lugar el día de la última votación mediante la cual el Parlamento dio por terminada la adopción del proyecto legislativo."22 Débense aplicar a este acto de adopción final , mutatis mutandis, las fórmulas mismas tan acertadamente empleadas por Laband (op. cit., ed. francesa, vol n, pp. 301-302) para caracterizar la sanción en los países monárquicos, pues se aplican a él con toda exactitud. Se puede decir, en efecto (trasponiendo las palabras de Laband), que "en la aprobación de las leyes por las Cámaras es
manera es hacer un juego de palabras. Se verá más adelante que por función ejecutiva debe entenderse, no solamente aquellos actos que consisten en ejecutar una prescripción formal de la ley, sino también todas aquellas medidas que pueden tomarse con objeto de asegurar la ejecución de las leyes, por cuanto dichas medidas quedan dentro de la competencia reconocida'al Ejecutivo por la Constitución o la legislación vigente. Así pues, los autores no dudan en admitir (ver n' 216, infra) que la disposición del art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que encarga al Presidente la ejecución de las leyes, supone para él el poder de hacer los reglamentos necesarios a dicho efecto; y aun cuando esos reglamentos no hayan sido prescritos especialmente por la ley a la cual se refieren, no por eso dejan de constituir actos que tienden a asegurar su ejecución, y por consiguiente actos ejecutivos. La promulgación de las leyes es en primer lugar un acto ejecutivo de esta naturaleza, ya que tiene por objeto hacer entrar a la ley promulgada en su fase de ejecución. No sin razón el art. 3 antes citado coloca juntos en el mismo párrafo el poder de promulgar las leyes y el poder de asegurar su ejecución. Se trata, en efecto, de poderes de idéntica naturaleza, o sea de poderes de orden ejecutivo. La promulgación y los reglamentos hechos espontáneamente con objeto de asegurar la ejecución de una leyson actos de naturaleza y de potestad ejecutivas, si no por cuanto ejecutan una orden formalmente dada por la ley a la cual se refieren, al menos por cuanto tienen un fin ejecutivo y también se refieren a la obligación de ejecutar la ley, obligación que tienen las autoridades ejecutivas con respecto a las decisiones del cuerpo legislativo. Tal parece ser también el sentir de Esmein (Éléments, 5' ed., p. 603), que asimila la promulgación al poder reglamentario, clasificando a ambos bajo la rúbrica de "poderes del Presidente que tienden a la ejecución de las leyes". 22. Existe una gran diferencia, a este respecto, entre la promulgación de las leyes y el pronunciamiento de los juicios previsto y ordenado por el art. 116 del Código de procedimiento civil . No basta con que el juicio haya sido visto y adoptado por el tribunal para que sea perfecto; la decisión de ese tribunal no llega a ser perfecta sino después de haber sido leída y publicada en la audiencia por el presidente. Hasta ese pronunciamiento, los jueces tienen lafacultad de modificar su sentencia, y si entre la adopción del juicio y su lectura en la audiencia falleciese uno de los jueces, con la consecuencia de impedir que el tribunal quedara completo, el juicio tendría que celebrarse de nuevo. Así pues, la publicación de la sentencia es necesaria para que ésta adquiera carácter definitivo. Muy distinta es la significación de la promulgación de las leyes. Desde el momento en que la ley ha sido adoptada por las Cámaras, éstas ya no pueden modificarla; al menos, sólo podrían modificarla por una nueva ley (cf. Esmein, Éléments, 5' ed., p. 895, que dice que, cuando las Cámaras han estatuido en calidad de legislador, " e l acto realizado adquiere valor definitivo"). Desde este punto de vista
146 tampoco puede decirse que la promulgación añada algo a la ley; no la origina, sino que reconoce su aparición o existencia, que se remonta a su adopción por las Cámaras.
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donde se manifiesta directamente la voluntad dominadora del Estado. Constituye el punto esencial de toda la obra legislativa: todo aquello que se produce antes, en el trámite de la legislación, no es sino su preparación; todo lo que se produce después es la necesaria consecuencia jurídica de la adopción de la ley, el efecto que produce sin que nada pueda detenerla". Y sigue diciendo Laband: " La libre voluntad que decide la formación y la potestad de la ley se ejerce exclusivamente en la adopción por las Cámaras". Esta adopción constituye " e l acto decisivo" que lleva consigo la promulgación, la publicación y, de un modo general, todo aquello que ha de concurrir a la formación de la ley. Todos estos actos ejecutivos se cumplen ulteriormente, en virtud de la obligación de ejecutar la voluntad legislativa de las Cámaras, impuesta por la Constitución al jefe del Ejecutivo, pero no en virtud de la voluntad de éste. Se desprende de aquí que las consecuencias jurídicas que puede producir la ley después de su promulgación y de su publicación, así como las diversas fuerzas que habrá de tener a consecuencia de estos actos, no deben atribuirse tanto a estos mismos actos ejecutivos como a la adopción de la ley, única que puede engendrar estas consecuencias y en la cual se encuentran contenidas en principio. Se dice habitualmente que la promulgación convierte a la ley en ejecutiva; y esta fórmula debe entenderse en el mismo sentido que aquella otra, análoga, que consiste en decir que la publicación hace obligatoria a la ley. En realidad, no es la publicación la que imprime a la ley su fuerza obligatoria. Esta le viene de más alto: de la voluntad de las Cámaras, que se manifestó definitivamente por la adopción de la ley. La publicación, a decir verdad, sólo determina el momento en que la fuerza obligatoria conferida a la ley por el voto parlamentario empezará a producir su efecto. Lo mismo ocurre con la fuerza ejecutiva. Esta fuerza se pone en movimiento por la promulgación, pero no es transmitida (conferida) por ella. Al igual que la publicación, la promulgación no es un acto de mando, que aporte a la ley una nueva potestad, sino que se limita a hacer entrar en vigencia a la ley, apoyándose, a dicho efecto, en el mandamiento anterior del legislador, único que tiene el poder de comunicar a la ley sus diversas fuerzas. Esto es precisamente lo que se desprende de la fórmula actual de la promulgación. Se ha pretendido (Duguit, Traite, vol. II , p. 443) que los términos de esta fórmula (antes indicados, p. 377) demuestran claramente que el jefe del Ejecutivo perfecciona la ley y le confiere su fuerza ejecutiva. Parece, por el contrario, que dichos términos son ahora muy discretos y reservados. Al decir: " La presente ley, discutida y aprobada por las Cámaras, será ejecutada como ley del Estado", el Presidente, en realidad, no da una orden, sino que reconoce únicamente, y afirma, que la ley será ejecutada. No hay aquí expresión de mando.,
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que atribuya fuerza ejecutiva,23 sino que se trata de una simple declaració reconocimiento de la fuerza que la discusión y la aprobación parlamentarias han conferido a la ley. 24
142. Pero entonces ¿cuál es el objeto preciso de la promulgación? Teniendo en cuenta que el Presidente ya no sanciona las voluntades legislativas de las Cámaras y que tampoco tiene nada que añadir a una ley que ya es perfecta por el voto de las asambleas, ¿por qué exige la Constitución su intervención para promulgarla? Finalmente, puesto que la promulgación sólo es un acto de ejecución, ¿para qué es necesario dicho acto ejecutivo? 23 Si se compara la fórmula actual de promulgación con la fórmula ejecutiva que termina el pronunciamiento de los juicios y las actas notariales, no se puede menos de advertir entre ellas una notable diferencia. La fórmula ejecutiva puesta al pie de las sentencias ejecutorias contiene, en efecto, el siguiente mandamiento: " En consecuencia, el Presidente de la República francesa manda y ordena a todos los actuarios, mediante este requerimiento, ejecutar dicha sentencia, a los procuradores generales y a los procuradores de la República cuidar de la misma, a todos los comandantes y oficiales de la fuerza pública prestar su ayuda cuando sean legalmente requeridos para ello" (decreto del 2 de septiembre de 1871). Estas palabras son verdaderamente de mandamiento; hay aquí una verdadera orden de ejecución, dirigida a los agentes que han de realizarla. Por el contrario, al afirmar que " la ley adoptada por las Cámaras será ejecutada", el Presidente no emite ningún mandamiento, sino que afirma sin ordenar. Entre las dos fórmulas referidas existe la profunda diferencia de que aquella que va al pie de los actos suscptibles de forzada ejecución es realmente una fórmula ejecutiva, y la que sigue a las leyes sólo es una fórmula promulgatoria. Respecto a saber si es lógicamente necesario que la fórmula ejecutiva de las sentencias esté redactada en nombre del Presidente de la República, ver la n. 46 del n' 147, infra. 24 En este sentido, se debe observar que la fórmula de promulgación, que ya una vez había reconocido que " el Senado y la Cámara de Diputados adoptaron la ley en cuestión", hace notar nuevamente, en su parte referente a la ejecución de la ley promulgada, el hecho de la adorrción por las Cámaras. "La presente ley, discutida y aprobada por el Senado y la Cámara de Diputados, se ejecutará como ley del Estado". Esta repetición sólo puede explicarse por la intención de referir directa y exclusivamente la ejecución de la ley a su adopción parlamentaria. La significación más natural y verosímil de esta parte de la fórmula promulgatoria es que la ley de referencia será en adelante ejecutada, no ya en virtud de la promulgación hecha por el Presidente, sino a causa de haber sido discutida y aprobada por las Cámaras. Cf. Beudant, op. cit., introducción, p. 86, que, a propósito de las fórmulas de promulgación actualmente vigentes, dice que " y a no se trata de la fórmula ejecutiva que contiene la orden dada por el poder ejecutivo; ésta se juzga superflua. La promulgación es simplemente el anuncio, hecho oficialmente, de que la ley existe y va a ser ejecutada". En sentido contrario, Bonnet, op. cit., p. 66, sostiene que, en la fórmula de promulgación, la proposición que dice: "La presente ley será ejecutada como ley del Estado" , continúa teniendo al presente la significación y el valor de una orden. Tampoco es exacto afirmar, como a veces se ha dicho, que mediante la promulgación, el
149 jefe del Ejecutivo transmite al cuerpo de ciudadanos la orden contenida en la ley, pues la promulgación, aunque destinada esencialmente a ser llevada a conocimiento de los ciudadanos, no es en sí un acto rodeado de publicidad (ver n' 146, infra). La transmisión de la orden legislativa sólo tendrá lugar mediante la publicación de la ley. En cuanto a la promulgación, se limita a afirmar la existencia de esa orden proveniente de las Cámaras.
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Para establecer la necesidad de la promulgación, se ha dicho a veces que bajo la Constitución actual, que reserva al Presidente de la República el poder de pedir a las Cámaras una nueva deliberación, es indispensable que el Presidente —en el caso en que renuncie a hacer uso de dicha facultad— realice un acto especial para manifestar que no opondrá ninguna resistencia a la ley. Esta consideración no es decisiva. Puesto que, en efecto, la petición de nueva deliberación sólo puede formularse dentro de un plazo limitado, el simple hecho de expirar dicho plazo bastaría para significar que la ley adoptada por las Cámaras no encuentra objeciones por parte del jefe del Ejecutivo y que no será devuelta. Por otra parte, se debe observar que la exigencia de la promulgación se extiende por los autores a las leyes de revisión constitucional, por más que las leyes de ese género no pueden ser objeto de la petición presidencial de nueva discusión (ver n9 478, infra). Esto demuestra bien a las claras que la institución de la promulgación se refiere a causas distintas de la facultad presidencial de suscitar un nuevo examen de la ley. La verdad es, en efecto, que la promulgación —incluso en aquellos Estados en que el Ejecutivo queda excluido de toda participación en la formación de las leyes— responde a una necesidad jurídica que deriva de la naturaleza misma de los hechos. Y precisamente el caso de las leyes de revisión, al que nos acabamos de referir, proporciona a dicho respecto una indicación significativa. Acaba de decirse que, según la doctrina generalmente admitida, estas leyes deben promulgarse como las demás leyes ordinarias; sin embargo, la Constitución de 1875 no ha previsto, ni prescrito, su promulgación, y los dos textos constitucionales que se ocupan de promulgación, o sea el art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875 y el art. 7 de la ley de 16 de j u l i o de 1875, no se refieren, ninguno de los dos, sino a leyes "votadas por ambas Cámaras", dejando pues de lado las leyes de revisión adoptadas por la Asamblea nacional (cf. la n. 3 del n9 460, infra). Sin embargo, ni los autores (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 983; Duguit, Traite, vol. n, p. 532; E. Pierre, Traite de droit politigue, electoral et parlementaire, suplemento, n9 506), ni la práctica (cuando las revisiones de 1879 y 1884), han dudado en admitir la necesidad de la promulgación para las leyes de naturaleza constituyente. Se ha tomado como argumento, en este sentido, que las leyes constitucionales de 1875 (ley de 25 de febrero, art. 4 y ley de 24 de febrero, art. 11) han hecho mención expresamente de su propia promulgación. Pero, fuera de estos textos, existen otras razones profundas que militan en favor de la promulgación de todas las leyes. Es tal la fuerza de estas razones que algunos autores hablan de promulgación incluso respecto de actos que nada tienen de legislativo, como por ejemplo los decretos reglamentarios.
Y sin embargo, se ha observado con razón que la promulga-
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c.ión difícilmente se concibe para los decretos, ya que no se distinguiría de la confección misma del decreto, puesto que ambas operaciones tendrían un mismo autor (Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 52; Bonnet, op. cit.,p. 97 ) ; y por cierto no se ve en qué consistiría dicha promulgación, ni por qué vía podría hacerse, pues la fórmula promulgatoria actual, cuyo tenor se fijó por el decreto de 6 de abril de 1876, no se refiere más que a las leyes y no es aplicable a los decretos.25 A pesar de estas objeciones, algunos autores continúan afirmando que los decretos mismos deben ser objeto de promulgación 26 (ver sobre todo Beudant, loe. cit., p. 89; Moreau, Le régtement administratif, p. 236), lo que demuestra la tendencia a considerar dicha formalidad como natural y necesaria.27
25 Es cierto que la ordenanza de 27 de noviembre de 1816 y el decreto de 5 de noviembre de 1870 se refieren igualmente a la promulgación de las leyes y de los decretos. Pero la larga controversia que se ha suscitado respecto a ambos textos está resuelta hoy día en el sentido de que la palabra promulgación debe entenderse en ella como sinónimo de publicación. La inserción en el Journal Ojjiciel o en el Bulletin des loís, prescrita por la ordenanza de 1816 y el decreto de 1870, no puede considerarse en efecto más que como una medida de divulgación, que tiene por objeto hacer correr los plazos a cuya xpiración la ley o el decreto insertado se considerarán publicados; esta inserción es ya, pues, un elemento de la publicación, y no un acto que tiende a realizar la promulgación, como erróneamente lo establecen los dos textos antes citados (Bonnet, op. cit., pp. 51 SÍ.; Cass., Cámaras reunidas, 22 de junio de 1874). Respecto a la publicación de los decretos reglamentarios, cf. n" 224, infra.
26 Esta opinión ha sido rechazada implícitamente por la jurisprudencia del Consejo de Estado, que se pronuncia en el sentido de que los decretos presidenciales son ejecutables desde el momento mismo de su emisión, bastando ésta —fuera de toda necesidad de cualquier formalidad— para asegurar su existencia y su eficacia legales. Es así como una resolución de 18 de julio de 1913 (ver respecto a esta resolución la nota de Hauriou, Sirey; 1914, 3. 1) reconoce que el acto administrativo realizado en ejecución de un decreto recientemente emitido es regular válido, por más que dicho acto se haya realizado antes de la publicación del decreto en el que se apoya. Evidentemente, las disposiciones de los decretos sólo son aplicables a los administrados mediante su publicación y al expirar el plazo posterior a la publicación que fija el decreto de 5 de noviembre de 1870; y por consiguiente, los administrados no pueden ser obligados a someterse a las medidas ejecutivas de un decreto mientras dicho plazo no haya vencido. Pero, por lo menos, las medidas o decisiones tomadas por las autoridades administrativas entre la emisión del decreto y la publicación del mismo no pueden considerarse como desprovistas de fundamento, prematuras e irregulares, ya que, una vez emitido el decreto, posee inmediatamente, a falta de fuerza obligatoria respecto a los particulares, una completa fuerza de ejecución, suficiente para proporcionar una base de regularidad a las decisiones tomadas por agentes administrativos en virtud de sus disposiciones; y por consiguiente, estas decisiones producirán sus efectos jurídicos respecto a los administrados mismos, una vez efectuada la publicación. Esto implica que, a diferencia de lo que ocurre con las leyes, no existe para los decretos ninguna formalidad promulgatoria que haya de colocarse entre su emisión y su publicación, y de la que dependa su ejecución. 27 Es verdad que en Inglaterra las leyes no son objeto de promulgación especial. El tradicional ceremonial de aceptación por el rey, al que se someten en la Cámara de los Lores los bilis
152 adoptados por las dos Cámaras (Anson, Loi et pratique constitutionnelles de l´Angleterre,ed. Francesa, vol. I, pp. 355 ss.; E. Mayr, Traitédes lois, priviéges et usages du Parlament, ed.
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143. Para reconocer y apreciar la utilidad y la razón de ser de la promulgación, es conveniente referirse a su fórmula, tal como se halla establecida actualmente por el decreto de 1876 (ver p. 377, supra). Según los términos mismos de dicha fórmula, la promulgación tiene un triple objeto: es ante todo un reconocimiento de la adopción de la ley por el órgano legislativo; en segundo lugar, es la certificación de la existencia de la ley y de su texto, y finalmente, es la afirmación de su valor imperativo y ejecutivo. El jefe del Ejecutivo empieza por considerar un hecho: " El Senado y la Cámara de diputados han aprobado. . ." Esta parte de la fórmula promulgatoria tiene el alcance de un protocolo, pues en ella se levanta acta de que la ley en cuestión ha sido votada por ambas Cámaras. Y al mismo tiempo se indica en ella implícitamente que dicha doble adopción se ha realizado en las condiciones requeridas para la formación regular de las leyes. Bien es verdad que el fragmento de fórmula que acabamos de citar no expresa esto categóricamente, pero así se desprende de la combinación de dicho fragmento con la frase siguiente, por la cual el Presidente de la República va a declarar que promulga la ley, y por cosiguiente, si la promulga, es porque ha sido regularmente confeccionada y aprobada. Este es, en efecto, el segundo enunciado contenido en la fórmula: " El Presidente de la República promulga la ley cuyo tenor sigue: (texto de la ley)" . Esta parte de la fórmula tan sólo deduce una consecuencia del reconocimiento que precede. Del hecho de que la ley ha sido aprobada por las Cámaras, deduce el Presidente que ésta se halla definitivamente formada, y por consiguiente, la promulga, como se lo manda el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. La promulga, es decir, afirma su existencia y atestigua que ha tomado cuerpo por efecto de los votos parlamentarios y, en el mismo orden de manifestaciones, fija y atestigua el texto, el contenido. Finalmente, la última parte de la fórmula promulgatoria no hace tampoco más que deducir las consecuencias de los enunciados que preceden: "La presente ley, discutida y aprobada por el Senado y la Cámara de Diputados, se ejecutará como ley del Estado". Reconocer la existencia de la ley es, en efecto, tanto como reconocer su fuerza imperativa; así pues, desde el momento en que la perfección de la ley ha sido comproba-
francesa, vol. n, pp. 142 ss.), parece —a pesar de lo que dice Laband, op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 282-283— tener el alcance de una aprobación real de la ley más bien que de una verdadera promulgación. Pero esta ausencia de promulgación ¿no puede provenir de que el pueblo inglés se supone que está presente en todos los actos que se realizan en sesión pública del P a r lamento, y como consecuencia de esta ficción, de que no hay necesidad de atestiguar especial y solemnemente, por medio de una promulgación formal, la aparición de una ley a cuya formaciónse supone que ha asistido el pueblo?
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da y atestiguada, el Presidente declara que la ley es apta para producir su efecto ejecutivo, y anuncia que va a entrar en ejecución. En todo esto, como se ve, nada dice el jefe del Ejecutivo que pueda hacer considerar que ejerce un poder de naturaleza legislativa; en el curso de las diversas declaraciones o afirmaciones que contiene la fórmula promulgación no interviene ninguna palabra que signifique verdadero mandamiento, ninguna orden propiamente dicha, ni siquiera (cf. n9 147, infra) una orden de publicación. Antes bien, los términos mismos de d i cha fórmula revelan claramente cuál es el significado, el alcance de la promulgación. Del principio hasta el f i n , sus términos vienen a ser un testimonio formal y auténtico aportado por el Presidente a la ley que promulga. El testimonio es t r i p l e : el Presidente atestigua sucesivamente la existencia de la ley, el contenido de la misma y finalmente la reunión de las condiciones exigidas para que empiece a ejecutarse. Tal es el objeto preciso de la promulgación; tal es también el objeto exclusivo de la misma. Esto no significa que la promulgación carezca de utilidad. Del hecho de que su objeto se encuentre reducido a las modestas proporciones de una simple declaración oficial no se desprende que deba ser considerada en definitiva como "una condición superflua que se pone a la ejecución de las leyes", condición que, por lo tanto, "podría ser borrada sin inconveniente de la Constitución de 1875" (Bonnet, op. cit., pp. 148 ss.), ni tampoco que pueda considerársela como uno de los elementos de la publicación, elemento que formaría parte del "conjunto de medidas por las cuales una ley nueva se hace del conocimiento del público" (Planiol, Traite elémentaire de droit civil, 6* ed., vol. i, pp. 69 ss.), y que, por lo tanto, no constituiría un acto especial que respondiese a una necesidad distinta. Contrariamente a estas opiniones, la promulgación es una operación necesaria, que se coloca entre la adopción y la publicación de la ley, sin confundirse ni con la una ni con la otra. La necesidad de este acto ha sido demostrada claramente por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 277 ss., 318, 324; cf. Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp. 321 ss.). Cuando —dice Laband— una ley acaba de ser creada, se necesita, antes de que entre en vigencia, que su existencia y su regularidad constitucionales queden establecidas y fuera de duda mediante un acto formal, para que no pueda nadie, en el transcurso de su ejecución, suscitar discusiones a este respecto. A esta necesidad de certidumbre responde la promulgación. No tiene de ningún modo el mismo objeto que la publicación, pues ésta tiene por objeto poner la ley en conocimiento de los ciudadanos. La promulgación no es por sí misma un acto o un medio de publicidad, sino tan sólo un procedimiento de certificación. El Presidente de la República, al hacerla, desempeña en cierto aspecto un papel comparable al de un
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otario público que recibiera un acta con objeto de comunicarle carácter de autenticidad. Esto ocurre por ejemplo, en lo que se refiere al tenor de la ley, al fujar la promulgación con perfecta exactitud los términos de aquél. Pero además el Presidente ejerce también un poder de comprobación o verificación sobre las operaciones que han conducido a la formación de la ley. Para poder certificar su existencia, es necesario que se cerciore previamente 28 de la observación de las formas prescritas por la Constitución para la confección de la misma; así, al atestiguar su existencia, atestigua al mismo tiempo la regularidad de su adopción.29 Una vez comprobados y fijados estos tres puntos — existencia, regularidad y tenor 2 8 Así se explica el plazo de un mes conferido al Presidente por el art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 para el cumplimiento de la promulgación. Esmein (Éléments,5* ed., p. 606) dice que dicho plazo permite al jefe del Ejecutivo "prepararse para la aplicación de las leyes y escoger el momento oportuno para hacerlas entrar en vigor". Pero, si tal fuerael objeto del plazo, hay que convenir en que la elección del momento oportuno quedaría encerrada en un intervalo muy corto de tiempo. La verdad es, más bien, que ha parecido convenientedejar al Presidente un cierto plazo con objeto de que tenga tiempo para comprobar la regularidad de la formación de la ley. Por lo demás, el plazo se imponía por el solo hecho de que la Constitución concedía al Presidente el poder de reclamar una nueva deliberación (ver también lo que, para justificar dicho plazo, dice E. Pierre, op. cit., suplemento, p. 223). 29 En su monografía titulada Die Promulgation, Liebenow trata de demostrar que, contrariamente a la doctrina de Laband, ni el derecho francés ni el derecho alemán admiten, entre la adopción o la sanción de las leyes y su publicación, la intervención de un acto especial, que, con el nombre de promulgación, estuviese destinado a reconocer y declarar de modo auténtico el nacimiento constitucional de la ley (op. cit., pp. 61 ss., 100 ss., 107 ss.). Liebenow combate especialmente (ibid., pp. 86, 98, 108 ss.) la idea de que la promulgación constituya una declaración solemne de la regularidad constitucional de la ley promulgada. Es cierto, en efecto, que, en Francia particularmente, la promulgación, considerada en sí misma, no tiene por objeto proporcionar al jefe del Ejecutivo un poder de control sobre la constitucionalidad de las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo, ni el medio de hacer pesar una especie de anulación sobre aquellas leyes que juzgara inconstitucionales. Pero, por otra parte, no se puede negar tampoco que, al atestiguar por la promulgación la aparición de una ley, el jefe del Ejecutivo asegura al mismo tiempo, e implícitamente, que la ley de que se trata ha cumplido con las condiciones esenciales sin las que ninguna ley, según la Constitución vigente, puede ser adoptada. En este sentido, Laband tiene perfecto fundamento para decir (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 278 y 321) que la promulgación es una declaración de la formación regular de la l e y ; es —dice (p. 330 )— "el reconocimiento formal de que la ley ha sido discutida, votada y sancionada constitucionalmente". Y lo que constituye la fuerza de esta afirmación de Laband es que se deduce de la misma naturaleza de las cosas, pues, por ejemplo, cuando el Presidente de la República francesa atestigua, en su decreto de promulgación, que ambas Cámaras han adoptado tal o cual texto, cuyo tenor reproduce, es evidente, sin que tenga que decirlo la Constitución, que el Presidente sólo puede enunciar semejante testimonio cuando el texto legislativo promulgado ha sido realmente adoptado, en términos idénticos, por ambas asambleas. La promulgación implica, pues, necesariamente, por parte del promulgante, cierta comprobación, al menos exterior (cf. n' 150, infra), de la validez de la ley cuya existencia certifica (ver por lo demás la réplica de Laband a las objeciones de Liebenow en Archiv für óffentl. Recht., xvn, pp. 440 ss.).
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de la ley—, ésta podrá, en adelante, ser ejecutada. Y esto es en efecto lo que declara el Presidente en la última frase del decreto de promulgación. 144. Tal es también el concepto que parecen haber admitido, respecto de la naturaleza y el objeto de la promulgación, los diversos oradores que durante la confección del Código civil tomaron parte en las largas discusiones suscitadas por la redacción del art. I9 del título preliminar. La idea que se destacó especialmente en el transcurso de dichos debates fué que la promulgación tiene por utilidad y por razón de ser el reconocimiento de la existencia de la ley. Entre los mútiples testimonios que concuerdan a este respecto, el más famoso es aquel de Portalis, que en su discurso de 23 frimario del año x al cuerpo legislativo, definía la promulgación como " e l medio de comprobar la existencia de la ley cerca del pueblo" y que la calificaba, seguidamente, como "edición solemne de la ley, solemnis editio". Y Portalis precisaba su pensamiento añadiendo que " la ley es perfecta antes de su promulgación". La promulgación, decía también Portalis, "no hace la ley" , pero "los efectos de la ley sólo pueden comenzar después de su promulgación". En estas condiciones sacaba la conclusión de que " l a promulgación es una forma exterior a la ley, así como la palabra y la escritura son exteriores al pensamiento", (Fenet, Travaux préparatoires du Code Civil, vol. v i , p. 256, cf. p. 350). Era como decir que el acto de la promulgación desempeña el mismo oficio que el acta auténtica levantada por un notario para recoger, atestiguar y conservar la voluntad de las partes contratantes; y así como el notario que registra y certifica la voluntad de las partes no realiza acto alguno de voluntad contractual, así la promulgación — s i n dejar de suponer en su autor cierta potestad pública— tampoco es un acto de potestad legislativa, sino que únicamente autentifica la ley. En la misma sesión, Andrieux expresaba con gran firmeza ideas idénticas: "Cuando —decía a los miembros del cuerpo legislativo— habéis adoptado la ley, ésta ya está hecha; es completa, entera. . . La promulgación no es en modo alguno un acto legislativo, sólo tiene por objeto certificar la ley y declarar que ésta no ha sido atacada por razón de inconstitucionalidad." También, criticando la redacción del art. I 9 del Código ci vil , declaraba Andrieux: "No es en virtud de la promulgación, sino después de la promulgación, cuando la ley debe ser ejecutada" (Fenet, loe. cit., pp. 231 ss.). El tribuno Grenier, en la sesión del Tribunado del 9 ventoso del año XI , decía asimismo: "No es de la promulgación de donde obtiene su existencia la ley, pues ya antes existía. Pero no basta que exista, es necesario que exista una prueba auténtica de esa existencia, y esta prueba es la que se desprende de la promulgación. Esta promulgación es lo que atestigua ante el cuerpo social la existencia del acto que constituye la ley y que este acto ha sido
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revestido de todas las formas constitucionales. Entonces solamente es cuando la ley impone la obediencia. . . " (Fenet, loe. cit., p. 364). El tribuno Maillia-Garat había dicho por su lado: " La promulgación no es un carácter constitutivo de la ley; sólo es una forma exterior de ésta, el primer acto de su ejecución. Las leyes son ejecutivas en virtud de que son leyes; y son leyes en virtud de las condiciones a las cuales el acto constitucional sometió su formación" (Fenet, loe. cit., pp. 147 ss.). Igualmente el tribuno Savart dice: " La promulgación es una manifestación auténtica de que la ley es expresión de la voluntad general." "No es más que el sello del gobierno, que atestigua que la ley ha recibido todos aquellos caracteres que la constituyen en ley, y que no ha sido denunciada ante el Senado por causa de inconstitucionalidad" (Fenet, loe. cit., pp. 190 y 3 1 5 ) . 8 0 Más aún, bajo la Constitución del año v m , la fórmula de promulgación de las leyes, cuyos términos habían sido fijados por una resolución del primer Cónsul, de 29 nivoso del año v m , no contenía ninguna orden de ejecución, ni siquiera se aludía en la misma a la ejecución de la ley promulgada. 31 El artículo primero del Código civil no podría, pues, pretender que la promulgación haya tenido por objeto ni por efecto el conferir a las leyes la fuerza ejecutiva. ¿Cómo habrá de explicarse, pues, la incorrecta redacción, o por lo menos la equívoca redacción de dicho texto? Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II , pp. 286-287) cree que dicha redacción ha sido inspirada por el deseo de hacerle desempeñar al primer Cónsul un cometido legislativo más importante que aquel que le había atribuido la Constitución del año VII. Según esa Constitución (art. 2 5 ) , el gobierno sólo intervenía en la legislación mediante su poder, por cierto exclusivo, de proponer las leyes, siendo "decretadas" éstas por el cuerpo legislativo únicamente. El Código civil quiso realzar el prestigio del jefe del gobierno, dando a entender que de él detraen las leyes parte de su fuerza. Considerando que la adopción de la ley, el poder de adoptarla, pertenecía constitucionalmente al cuerpo legislativo, y sólo a él, pareció oportuno conceder por lo menos su fuerza ejecutiva a la promulgación, la que, según el art. 41 de la Cons-
30 Un parecer del Consejo de Estado, referente a la cuestión de la fecha de las leyes, del 5 pluvioso del año v m , reconoce igualmente que la "promulgación es el primer medio de ejecución de la ley. Cuando el gobierno promulga, ya no lo hace como parte integrante del poder legislativo, sino únicamente como poder ejecutivo. Hay que evitar que se confunda esta promulgación con la sanción que le correspondía al rey en 1791. Dicha sanción constituía parte necesaria de la formación de la ley y en nada se parecía a la promulgación". 31 Esta fórmula estaba redactada de la siguiente forma: "Bonaparte, primer Cónsul, proclama como ley de la República el siguiente decreto, emitido por el cuerpo legislativo e l . . . (texto de la l e y ) . Sea la presente ley revestida con el sello del Estado, inserta en el Boletín de las leyes, inscrita en los registros de las autoridades judiciales y administrativas y quede el ministro de Justicia encargado de vigilar su publicación”.
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titución del año vm, era decretada por el primer Cónsul. Este se encontraba por lo tanto llamado a participar en la perfección de la ley. De ahí los términos del art. I9 del Código c i v i l , que declara que las leyes son ejecutivas "en virtud de su promulgación". Estas palabras no correspondían, en 1804, ni a las disposiciones formales de la Constitución ni a los términos de la fórmula promulgatoria entonces en uso; como dice Laband,32 "atribuyen a la promulgación un efecto que no le corresponde". El senadoconsulto del 28 floreal del año XII vino a restablecer la armonía entre la afirmación del Código civil y el derecho constitucional, estableciendo en suart. 140 una nueva fórmula promulgatoria, según la cual correspondía al Emperador, no ya solamente "proclamar la ley", hacer la editio solemnis de la misma, sino también dar la orden de su ejecución.33 La confusión creada por el Código civil entre la promulgación y elmandamiento legislativo debía de haberse disipado desde la época de la Restauración. La Carta de 1814, en efecto, al decir en su art. 22 que "sólo el rey sanciona y promulga las leyes", señalaba claramente que la sanción, que es un acto de adopción por el monarca, y la promulgación, son dos cosas totalmente diferentes. Esta distinción se reproducía en idénticos términos en el art. 18 de la Carta de 1830 y en el art. 10 de la Constitución de 1852. En presencia de estos textos, parece que hubiera debido renunciarse a considerar la promulgación como un mandamiento legislativo cualquiera, ya que es evidente que todos los mandamientos de este género que tuviera que emitir el jefe del Estado se encontraban ya emitidos por él en la sanción y, por consiguiente, no se ve qué clase de orden 32 ¿Se le podría reprochar hoy día a Laband lo mismo que él les reprocha a los autores del Código civil? Por una parte, demuestra perentoriamente Laband (loe. cit., vol. n, pp. 300 5 5 J que en el Imperio alemán la sanción de las leyes, o sea el poder de perfccionarlas y emitir el mandamiento legislativo, pertenece total y únicamente al Bundesrat. Por otra parte, sin embargo, sostiene dicho autor que, tn la promulgación, " e l Emperador da la orden de obedecer la ley" (p. 309) ; ya que, dice, el Bundesrat nunca puede tomar más que decisiones; en cuanto a las órdenes, al Emperador es a quien corresponde darlas (ver p. 380, supra). Por más que Laband hace observar que la orden legislativa dada en la fórmula promulgatoria por el Emperador se emite en virtud y en ejecución de la decisión imperativa tomada por el Bundesrat, ¿no podría decirse que dicho autor hace actualmente para el Emperador alemán lo que reprocha a los redactores del Código civil francés haber hecho para el primer Cónsul? Y al pretender encontrar en la promulgación imperial alemana una orden legislativa, ¿no comete Laband, también, el error que consiste en "atribuir a la promulgación un efecto que no le corresponde"? 33 Senado-consulto del 28 floreal, año x n , art. 140: " La promulgación será redactada como sigue: El cuerpo legislativo ha emitido el siguiente decreto, conforme a la proposición hecha en nombre del Emperador y después de haber sido oídos los oradores del Consejo de Estado y de las secciones del Tribunato: (texto de la l e y ) . Mandamos y ordenamos que las presentes, revestidas con los sellos del Estado, insertas en el Boletín de las leyes, sean dirigidas a las cortes, tribunales y autoridades administrativas para que las inscriban en sus registros, las observen y las hagan observar, y el gran juez, ministro de Justicia, queda encargado de vigilar su publicación".
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el pretexto tomado por Esmein (ver pp. 381 y 388, supra), del principio de separación de poderes, no puede aducirse para esta época constitucional,ya que, aun si fuera exacto que los agentes ejecutivos necesitasen de una orden especial de su jefe para tener en cuenta a la ley y ejecutarla, ha de observarse que, bajo las Constituciones de 1814, 1830 y 1852, dicha orden especial resultaba suficientemente clara respecto a ellos por la sanción dada a la ley por el jefe del Ejecutivo. Bien es verdad que las fórmulas promulgatorias empleadas en aquellas épocas seguían expresando una orden dirigida por el jefe del Estado tanto a los ciudadanos como a las autoridades encargadas de ejecutar la ley, orden que reunía todos los caracteres de un mandamiento legislativo. 34 Pero la presencia de esta orden en las fórmulas promulgatorias se explicaba con toda naturalidad por el motivo, señalado por todos los autores, de que bajo esos regímenes de sanción monárquica la promulgación era el acto exterior por el cual el jefe del Estado manifestaba su voluntad de sancionar la ley; de lo que se desprende entonces que las palabras de mando pronunciadas por él en dicho acto debían referirse, no ya a la promulgación misma, sino únicamente a la sanción que en ella se hallaba contenida implícitamente. 35 Así 34 Ver, por ejemplo, la fórmula promulgatoria adoptada bajo la Restauración: "Nos hemos propuesto, las Cámaras han adoptado y ¡Nos hemos ordenado y ordenamos lo que sigue: (texto de la ley ) . La presente ley, discutida, deliberada y aprobada por las Cámaras de los pares y de los diputados y sancionada por Nos hoy día, será ejecutada como ley del Estado. Queremos en consecuencia que sea guardada y observada en todo nuestro reino . . . Damos por mandamiento a nuestras cortes y tribunales, prefectos, cuerpos administrativos y todos los demás, que guarden y mantengan las presentes, hagan guardar, observar y mantener . . . ; pues tal es nuestra voluntad". 35 Jellinek (Gesetz und Verordnung, p. 319), seguido por Liebenow (op. cit., pp. 17, 21 ss., 3 7 ) , pretende que la sanción no es un acto exterior, sino un acto de voluntad interior del monarca; es, dice, la resolución que toma el monarca de emitir su mandamiento legislativo sobre el texto de la ley (cf. la n. 53 del n? 152, infra). Según esta doctrina, la sanción no es, por lo tanto, objeto de una declaración expresa o de una manifestación aparente; así añade Jellinek que no es ella la que puede darle a la ley su fuerza imperativa, pues no es susceptible de producir efectos jurídicos una voluntad que no se manifiesta al exterior. Pero, precisamente porque las voluntades sólo tienen valor, desde el punto de vista jurídico, en cuanto revisten una forma sensible, no es de creer que las Constituciones que subordinan la perfección de la ley a la sanción del monarca, sólo hayan considerado, con ese nombre de sanción, un movimiento de voluntad interna del jefe del Estado. Por eso la sancin se consideró siempre, por la generalidad de los autores, como un acto positivo y una manifestación externa de voluntad. " Es —dice Laband (Archiv fiir óffentl. Recht, 1902, p. 441; cf. Lukas, Die rechtliche Stellung desParlamentes, p. 1 8 5 )— un acto gubernamental; ahora bien, los actos gubernamentales del monarca exigen el refrendo de un ministro responsable, pero ¿cómo podría darse ese refrendo a una simple decisión mental? "En la época de las Cartas, y bajo la Constitución de 1852, no cabe duda, pues, de que, salvo en los casos en los que había sido objeto de un acto firmado aparte, la sanción sólo podría resultar del acto de la promulgación.
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pues, no subsistía ya ninguna razón seria para considerar a la promulgación como una operación cuyo objeto fuera perfeccionar la ley, ni prestarle otra significación que la de un testimonio auténtico de su existencia. Pero, por otra parte, el art.1 del Código civil permanecía siempre en pie con sus enunciados ambiguos sobre " la virtud " de la promulgación. A pesar de las objeciones de orden constitucional que suscitaba la afirmación de dicho texto, a pesar de la evolución posterior a 1804 que se acaba de recordar, la influencia del art. 1* sigue siendo preponderante, y los autores persisten en decir que la promulgación es la que confiere a la ley su fuerza ejecutiva. Basta citar como ejemplo a Aubry y Rau (Cours de droit civil, 4* ed., vol. i, p. 48 ) : "Los preceptos jurídicos a los cuales ha conferido carácter de leyes la potestad legislativa no son ejecutivos en sí, sino que sólo llegan a serlo en virtud de la promulgación, o sea de una orden de ejecución proveniente del jefe del Estado." 36
145. Pero si bien es conveniente reaccionar contra esta clase de error, no se debe tampoco, por espíritu de reacción, caer en el defecto opuesto, que consiste en negar a la promulgación toda significación o virtud propia y a confundirla pura y simplemente con la publicación. Según varios autores, la promulgación y la publicación, bajo dos nombres diferentes, no son sino una sola y misma cosa, o en todo caso, la promulgación no es sino uno de los actos que tienden y concurren a realizar la publicación, en el sentido de que la declaración oficial o solemne proclamación de la existencia de la ley, hecha por el jefe del Ejecutivo, no tiene, en el fondo, más objeto que el de dar a conocer esta ley a los ciudadanos y a las autoridades que, desde entonces, van a tener la obligación de observarla y ejecutarla. En este sentido declara Huc (Commentaire théorique et pratique du Code civil, vol. i, p. 48) que " l a promulgación constituye uno de los elementos de la publicación".37 Pero es en Alemania
36 Esta proposición se encuentra reproducida todavía hoy en la 5' ed. de la obra de Aubry y Rau, vol. i , p. 84. 37 Planiol (op. cit., 6" ed., vol. I, pp. 69 ss.) declara también que la promulgación y la publicación son dos cosas idénticas; se apoya, para establecer esa identidad, en la significación originaria y natural de la palabra "promulgar" y también en el hecho, desgraciadamente exacto, de que los redactores de los textos legislativos, así como esos mismos textos (ver n" 146, infra), han empleado frecuentemente ambos términos como equivalentes. Pero, sin dejar de criticar la distinción, que es clásica hoy día, entre la promulgación y la publicación, reconoce dicho autor, por otra parte, que antes de la publicación se produce un acto especial del jefe del Ejecutivo, que tiene por triple objeto, dice, atestiguar la existencia y la regularidad de la ley, ordenar su publicación y dirigir un mandamiento de ejecución a los agentes ejecutivos. Solamente que Planiol no admite que se dé a dicho decreto presidencial, que precede a la publicación y que es distinto de ella, el nombre de promulgación.
161 "Este decreto — dice — ordena la promulgación o publicación, pero no la constituye; ésta es su consecuencia y su ejecución." La crítica suscitada por Planiol no va dirigida, pues, más que contra la terminolog
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sobre todo donde la distinción entre la publicación y la promulgación encontró más adversarios. Una relación de ellos se encuentra en G. Meyer (Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6* ed., p. 566, n. 8 ) , que sostiene él mismo, frente a Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 277 ss.) y a Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 321 ss.), que la doctrina que ve en la promulgación un acto especial, colocado entre la adopción y la publicación de la ley, carece de base en derecho alemán tanto como en derecho francés. "Lo que Laband llama promulgación —dice G. Meyer— no es más que una medida que ordena la publicación", y entra, por consiguiente, dentro de las operaciones que tienen por objeto publicar la ley. Esta manera de considerar la promulgación desconoce las diferencias bien claras que la separan de la publicación. Conviene observar desde luego que la promulgación es un acto jurídico propiamente dicho, ya que no solamente consiste, por parte del jefe del Ejecutivo, en poner una firma al pie del texto de la ley, sino que es un testimonio de la ley, que, como t a l , produce ciertos efectos jurídicos especiales, de los cuales se hablará más adelante (núms. 148 ss.).38 La publicación, por el contrario, no corriente y no desconoce la necesidad de un acto distinto mediante el cual el jefe del Ejecutivo certifique la aparición de la ley, y conduce solamente a pretender que se distinga en los términos el "decreto de promulgación", propiamente dicha, que, declara el repetido autor, consiste en la inserción en el Journal Officiel. (La misma distinción sostiene Beudant, op. cit., introducción, núms. 102-103; ver también E. Pierre, op. cit., 2' ed. p. 509, y suplemento, p. 222, que parece admitir que la promulgación se lleva a efecto mediante la inserción en el Journal Officiel y que consiste por consiguiente en esa misma inserción). Quizás no carezca de fundamento esta crítica desde el punto de vista racional; es evidente que la palabra "promulgación" no expresa bien el verdadero alcance del acto presidencial al que se le da hoy dicho nombre. Y sin embargo, cabe preguntarse si sería muy ventajoso, en una materia en la que reina ya mucha confusión, socavar la terminología consagrada por el uso actual. Además, y sobre todo, conviene observar que esta costumbre actual del lenguaje tiene su origen y su justificación en la misma Constitución. En efecto, la Constitución de 1875 no conoce ni permite la distinción que establecen los autores anteriormente citados entre el decreto de promulgación y la promulgación misma. No cabe duda de que los textos de 1875 que tratan de la promulgación de las leyes se refieren con ese nombre al decreto mismo por medio del cual atestigua el Presidente la existencia de la ley. Esta comprobación relativa a la terminología consagrada no deja de presentar un interés práctico. Dicho interés se verá más adelante (n° 146), al tratar de averiguar si la inserción en el Journal Officiel debe realizarse dentro de los plazos fijados para la promulgación o si basta que el decreto que promulga la ley haya sido firmado por el Presidente dentro de los mismos plazos.
38 Se trata aquí de efectos que provienen especialmente de la promulgación, abstracción hecha de la fuerza ejecutiva, la cual, como se ha visto anteriormente (p. 394), no es, propiamente hablando, un efecto de la promulgación. La publicación no produce por sí misma ningún efecto especial de ese género. Abre, es verdad, una nueva fase, durante la cual va a recibir la ley su aplicación; pero la fuerza en virtud de
163 la cual las leyes habrán de entrar así en vigor no proviene de la publicación. El único efecto propio de ésta es el de hacer presumir la ley conocida. Sin embargo, no es el Ejecutivo el que, al hacer la publicación, crea por sí mismo y asigna a la ley esa presunción. Por el contrario, mediante la promulgación, es realmente el
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es en sí un acto jurídico; es un simple hecho, que consiste en una inserción de la ley en el Journal Officiel (decreto de 5 de noviembre de 1870) y que, por sí mismo, no produce directamente efectos de derecho. La ley no se considera como puesta en conocimiento de los interesados y no se convierte en realmente susceptible de ejecución sino al vencimiento de cierto plazo fijado por el citado decreto de 1870, vencimiento que también es un simple hecho. Merlin (Répertoire de Jurisprudence, V" Loi " 4) hacía ya resaltar esta diferencia entre promulgación y publicación,al decir que la primera es " e l acto por el cual el jefe del Estado atestigua ante el cuerpo social la existencia del acto legislativo que constituye la ley" y que la segunda es el "modo empleado para poner la ley en conocimiento de todos los ciudadanos". Jellinek (op. cit., p. 327) dice asimismo hoy día que la publicación es un hecho. Y efectivamente, la publicación no es sino un hecho, bien sea que por publicación se entienda la inserción en las hojas oficiales, o bien que con esta palabra se designe el estado de cosas que resulta del vencimiento de los plazos previstos por el decreto de 1870. Por otra parte, se ha dicho anteriormente (p. 399) que la promulgación y la publicación difieren por su objeto. Aunque la promulgaciónfuera, como erróneamente parece darlo a entender su nombre, una pública afirmación de la existencia de la ley, no por eso se confundiría con la publicación, ya que siempre se hallaría en ella, esencialmente, un testimonio de la confección de la ley, cuyo tenor certifica al mismo tiempo, mientras que la publicación no tiene más significación que la de una medida de información 39 destinada a propagar el conocimiento de la ley en el país. Así pues, incluso si la promulgación fuera un anuncio público, subsistiría aún entre ella y la publicación propiamente dicha una diferencia análoga a la que, en materia de juicios, se establece entre el pronunciamiento de la sentencia y su notificación a los interesados. El juicio desde luego se tramita públicamente; pero el acto por el cual se dicta en la audiencia no hace sino asegurar su existencia y convertir a la vez en cierto y definitivo su contenido; incluso después de este pronunciamiento, hay que proceder aún a su notificación.
146. Pero la promulgación ni siquiera es un acto que se realiza en público. Indudablemente el decreto que promulga la ley es esencialmente jefe del Ejecutivo el que confiere a la ley el carácter de certidumbre y autenticidad que hacen que en adelante su existencia y su texto sean indiscutibles. 39 "Divulgatio promulgationis", así es como califica Portalis a la publicación, que es, dice, el conocimiento de que una ley ha sido promulgada (Fenet, op. cit., vol. v i , p. 259) ; y con esto señalaba claramente Portalis que la promulgación y la publicación son dos cosas muy diferentes: la segunda presupone la primera, puesto que tiene por objeto ponerla en conocimiento del público.
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llamado a recibir una publicidad inmediata. A decir verdad, este decreto sólo se dicta para producir ciertos efectos, lo mismo que el notario que autentifica una voluntad mediante un documento levantado en su bufete trabaja con miras a resultados que habrán de producirse fuera. No deja sin embargo de ser cierto que la promulgación no se hace a la luz del día: como ya se ha dicho, se realiza en el despacho del jefe del Ejecutivo, y el público nada sabría de ella si posteriormente no le siguiera la publicación de la ley. ¿Cómo es, pues, que los autores hayan presentado tantas veces la promulgación como un testimonio hecho "ante el cuerpo social", o como un anuncio dirigido a la nación, o también como una "proclamación” de la ley? Por más que estos modos de definir o calificar la promulgación no sean enteramente exactos, se explican fácilmente por la razón de que existe un estrecho lazo entre el decreto que promulga la ley y la inserción en el Journal Officiel que tiene por objeto publicarla. En efecto, si la publicación, en sí o por su objeto, es netamente distinta jurídicamente de la promulgación; si es una operación posterior a la promulgación y que supone que ésta ha terminado completamente; si, por consiguiente, estos dos actos no deben confundirse en teoría, por otra parte, sin embargo, se debe reconocer que se aproximan mucho y se relacionan inmediatamente el uno con el otro, y ello —como acertadamente lo observa Esmein (Éléments, 5ta ed., p. 604)— a causa de que en la práctica" la ley es publicada por la publicación del acto mismo de la promulgación", siendo también por la inserción de dicho decreto en el Journal Officiel como llega a conocimiento de los ciudadanos el tenor de la ley. Pollo tanto, sin formar parte de la publicación, y persiguiendo un f i n distinto de esta última, el decretó de publicación parece en cierto aspecto formar un todo con ella, por cuanto la prepara directamente y es seguido inmediatamente por ella. En este sentido, puede decirse que la promulgación va encaminando a la ley hacia su publicación; y por consiguiente, se comprende que los autores hayan sido inducidos a considerarla como una manifestación que se dirige al "cuerpo social", tanto más cuanto que, en definitiva, es para dicho cuerpo social para quien se ha realizado. Esto explica también, aunque no se justifique desde el punto de vista jurídico, el lenguaje de la ordenanza real de 27 de noviembre de 1816 y del decreto del 5 de noviembre de 1870, que prescriben ambos que en adelante "la promulgación de las leyes resultará de su inserción en el Journal Officiel (en el Bulletin Officiel en 1816)". La clásica controversia que se suscitó respecto de estos textos, parece terminar hoy día (Bonnet, op. cit., p. 51 ss.) en el sentido de que hay que considerar, tanto en el uno como en el otro, una confusión entre la promulgación y la publicación. Así como la promulgación no forma parte integrante de la publicación, tampoco la in -
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serción en las hojas oficiales constituye un elemento de la promulgación, y no hubiera debido designársela bajo este último nombre. Pero de hecho el error de lenguaje cometido por la ordenanza de 1816 y por el decreto de 1870 se explica al considerar que la promulgación, sin dejar de tener por objeto propio y exclusivo, mediante un documento auténtico, fijarla existencia de la ley, tiene también por resultado inmediato promover la publicación 40 y se manifiesta exteriormente en la inserción por la cual se opera aquélla. Más aún, el decreto de 1870 —y lo mismo puede decirse de la ordenanza de 1816— obedeció a la idea esencial, que se desprende ya tan claramente del art. 1* del Código civil, de que la promulgación, si bien no es por sí misma un acto público, está hecha para ser conocida y debe por consiguiente publicarse inmediatamente. Al decir que "la promulgación de las leyes resulta de su publicación en el Journal Officiel", el texto de 1870 se expresa sin duda en forma incorrecta, pero al menos da a enteder claramente que el Ejecutivo no agotó sus obligaciones hacia la ley que acaba de ser adoptada por el cuerpo legislativo cuando, mediante un decreto de promulgación, atestiguó su existencia y certificó su tenor, sino que además ha de publicar ésta. El objeto del texto de 1870 es el de indicar que la publicación debe estar ligada a la promulgación. Esto no significa que la promulgación sólo sea perfecta por la publicación, y el texto de 1870 cometió una f a l ta al emplear un lenguage que, al pie de la letra, conduciría a esa conclusión, sino que dicho texto significa que el cometido que le incumbe al Ejecutivo sólo se encuentra realizado de modo perfecto cuando el decreto de promulgación ha sido inserto en el Officiel. Este es sin duda el pensamiento del texto y este pensamiento es totalmente correcto y exacto. Por consiguiente, no se puede deducir del decreto de 1870 que la inserción en el Journal Officiel deba efectuarse en el plazo de un mes, asignado al Presidente de le Rpública para la promulgación por el art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, sino que es suficiente que el decreto presidencial reconociendo la aparición de la ley haya sido dictado dentro de ese plazo para que las prescripciones del art. 7 referentes a la promulgación se vean satisfechas, ya que, por la emisión de dicho decreto, se consuma la promulgación. Equivocadamente ciertos autores (Ducrocq, Cours de droit administratif, vol.I, p. 68; Duguit, Traite, vol. n, p. 245) han sostenido que la inserción debe hacerse dentro del plazo fijado para la promulgación; estos autores añadenal art. 7 precitado una exigencia que éste no contiene. Pero, en cambio, resulta del decreto de 5 de noviembre de 1870 que cuando la promulgación tuvo lugar al vencimiento del plazo previsto por la ley de 1875, la publicación por inserción debe realizarse en este caso en el acto mismo 40 Es lo que Portalis expresaba ya al decir que " l a publicación es la consecuencia de la promulgación y tiene por objeto dar a conocer la ley" (Fenet, op. cit,, vol, vi, p. 12).
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y sin ninguna prórroga, ya que según el texto de 1870 la promulgación es un acto destinado esencialmente a ser publicado, que debe enlazarse con la publicación, y que por consiguiente no puede considerarse como realizado en una forma regular si no le sigue la inserción que sirve para darlo a conocer públicamente. De estas observaciones al decreto de 1870 combinado con las disposiciones de la Constitución de 1875 referentes a la promulgación, se desprende que la publicación se realiza hoy día por el Ejecutivo en virtud de una obligación que le impone la Constitución misma. No es, pues, exacto afirmar, como lo han hecho algunos autores (ver por ejemplo Planiol, op. cit., vol. i, p. 69, que la promulgación "ordena la publicación de la ley" ni siquiera que "contiene una orden virtual de publicación" (Huc, op. cit., vol. i, p. 4 2 ) . En Alemania, igualmente, numerosos autores enseñan —y tal es particularmente el caso de Jellinek (op. cit., p, 321 ; cf. G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 566 n.)— que la promulgación contiene, entre otras cosas, una orden de publicación. Esta doctrina, en todo caso, es inaceptable en derecho público francés. Ya es inconciliable con el sistema de publicación establecido en 1804, puesto que, según el art. 1° del Código civil, la publicación resultaba únicamente del vencimiento de cierto plazo que corría a partir del decreto de promulgación. En ese régimen, la promulgación no era la orden de publicar, sino tan sólo el punto de partida del plazo de publicación; producía, por sí sola, al expirar dicho plazo, la publicación.4 1 Hoy ni siquiera se puede ya, para sostener que la publicación se ordena en el decreto de promulgación, deducir argumentos de los términos de dicho decreto, pues a diferencia de lo que ocurría en los regímenes anteriores, la fórmula promulgatoria ni siquiera enuncia la orden de publicar la ley. La enunciación de semejante orden ha desaparecido de la fórmula de promulgación por razón misma de que hubiera sido en ella totalmente superflua. En efecto, la obligación de publicar la ley, no deriva para la autoridad ejecutiva del decreto que la promulga. Evidentemente, se ha podido decir a veces que la publicación es una consecuencia de la promulgación, y esto en el sentido, que acabamos de comprobar, en que se enlazan una con otra; por lo menos es la promulgación, según expresión de un autor (de VareillesSommiéres, De la promul41 Bien es verdad que desde aquella época había de insertarse la ley en el Bulletin des lois y enviarse mediante dicho boletín a los departamentos. Mas la omisión de este procedimiento de publicación no impedía de ningún modo que la ley fuera obligatoria, puesto que el art. 1' del Código civil se contentaba a este respecto con la expiración del plazo fijado en su texto. Este sistema del art. 1' se explicaba por la razón de que, según la Constitución del año v m , la ley había de ser promulgada a los diez días de aquel en que había sido decretada por el cuerpo legislativo; los ciudadanos, al conocer por las hojas públicas la adopción de la ley por el cuerpo legislativo, sabían, pues, de antemano, la fecha de su promulgación.
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gañón et de la publication des lois, p. 4 ) , la "señal" de la publicación. Pero, por lo demás, no es posible admitir que la necesidad de publicar provenga de una orden presidencial contenida en el acto de promulgación. Esta necesidad se establece por el decreto de 5 de noviembre de 1870, por una parte, y por otra parte resulta constitucionalmente de la orden legislativa contenida en la misma ley que se trata de publicar. Así como la adopción de esta ley por las Cámaras supone una orden de ejecución que entrará en vigor una vez que haya sido llevada su existencia al conocimiento de los ciudadanos, así como implica una orden de promulgación que ha de ejecutarse dentro de un plazo determinado, así también implica una orden de publicación, la cual ha de realizarse una vez efectuada la promulgación. Toda adopción de ley por las Cámaras lleva en sí estas diferentes órdenes (cf. supra, pp. 393-395, y también n. 8, p. 384 y n. 21, p. 393). 42 Sólo una cosa no puede llevar en sí: el testimonio auténtico de la existencia de la ley y de la regularidad de su formación. Es necesario que este testimonio sea proporcionado por un acto o un documento especial, y — a l parecer— por una autoridad distinta; para esto sirve particularmente la promulgación. 147. Así pues, la promulgación no tiene más objeto propio que el de conferir a la ley señales de autenticidad. Pero, partiendo de esto y sin dejar de reconocer también que es indispensable que intervenga un acto particular entre la adopción y la publicación de las leyes, con objeto de comprobar su existencia, se ha llegado a formular la pregunta de si es indispensable también que dicho acto se realice por el jefe del Ejecutivo. En respuesta a dicha pregunta, algunas críticas han sido formuladas en contra del sistema de promulgación consagrado por el derecho positivo francés. Se ha dicho (Bonnet, op. cit., pp. 63 y 150) que " e l poder de autentificar la ley no aparece como necesariamente dependiente de la persona del jefe del Estado"; y en efecto, se añade, "¿por qué las firmas puestas al pie de la expedición de la ley transmitida por el poder legislativo con fines de promulgación no han de hacer fe respecto de todos?" En este sentido, se puede alegar que la Constitución de 1848 (art. 59) , al prever el caso en que el Presidente de la República no cumpliera con su obliga-
42 Se desprende de esto que el efecto imperativo de la voluntad legislativa de las Cámaras sólo se realiza positivamente, en primer lugar, respecto del Ejecutivo, obligado inmediatamente a promulgar, y después a publicar (cf. supra, p. 392 y también n. 7, p. 383 y n. 16, p. 390). En cuanto a los ciudadanos, la orden legislativa contenida en la votación de las Cámaras no empezará realmente a producir su efecto imperativo respecto de ellos sino después de la publicación que suceda a la promulgación. No deja de ser verdad, sin embargo, que lo que se comunica a los ciudadanos por medio de la publicación no es una orden presidencial contenida en el decreto de promulgación, sino una orden legislativa que emana únicamente de las asambleas (cf. Radnitzky, op. cit.. Jahrbuch des offentl. Rechtes. 1911, p. 51).
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ción de promulgar la ley en los plazos prescritos por los arts. 57 y 58, decidió que al expirar estos plazos "se proveería a la promulgación por el presidente de la Asamblea nacional.43 Parece, pues, que lo que se reconocía como posible en un caso particular 44 sería susceptible de generalizarse, y que nada podría oponerse a que la promulgación, en vez de efectuarse por el jefe del Ejecutivo, fuera realizada por regla general por los presidentes de las asambleas legislativas. Esta es también la forma de promulgación admitida en Suiza. Por los términos de la ley federal de 9 de octubre de 1902, "respecto de la forma de promulgación y de publicación de las leyes y resoluciones" (art. 3 2 ) , "después que una ley o una resolución ha sido votada por las dos secciones de la Asamblea federal, la Cancillería federal lleva a cabo la expedición original, la cual va firmada en nombre de la Asamblea federal por los presidentes y los secretarios de ambos Consejos, con indicación de la fecha de adhesión de estos últimos, y comunicada al Consejo federal para que éste la mande publicar y, eventualmente, la haga ejecutar". Los autores suizos hacen observar que en esta comunicación hecha al Consejo federal con vistas a la publicación y a la ejecución de la ley y referente a la expedición original firmada por los presidentes de los dos Consejos legislativos, es en lo que consiste, propiamente hablando, la "promulgación" de las leyes federales (Schollenberger, Das Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 247; cf. Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 3 3 0 ) : según esto, el cometido del Ejecutivo en esta materia se limita a la publicación en el Recueil Officiel des lois et ordonnances de la Confédération suisse.'1' Podría deducirse la conclusión, por 43 Al no haber tomado la Constitución de 1875 ninguna precaución de este género, ni haber previsto siquiera el caso en que el Presidente no cumpliría con su obligación de promulgar las leyes dentro de los plazos que le son impuestos, los autores admiten que dicha obligación presidencial no tiene hoy día sanción especial, y que solamente está sancionada por el principio general de la responsabilidad ministerial (Duguit, Traite, vol. u, p. 446; Esmein, Éléments, 5' ed., p. 607) Esmein se pregunta sin embargo (loe. cit., pp. 709 ss.) si la negativa del Presidente a promulgar la ley no podría, " a l menos en ciertos casos, entrar en la hipótesis de alta traición" y poner en juego por este hecho su responsabilidad personal. 44 Aunque la disposición del art. 59 de la Constitución de 1848 no se refiriera sino a un caso particular y que había de conservarse como excepcional, basta para demostrar, sin embargo, que, contrariamente a la doctrina antes citada (p. 381) de Esmein, la orden del jefe del Ejecutivo no es indispensable para que las autoridades encargadas de la ejecución de las leyes estén obligadas a proceder a dicha ejecución. Si fuera exacto el argumento que dicho autor deduce del principio de la separación de poderes y los agentes ejecutivos sólo pudiesen proceder a la ejecución en virtud de una orden de su jefe jerárquico contenida en la promulgación, la Constitución de 1848 no hubiera podido admitir que la orden dada por el presidente de la Asamblea nacional fuera capaz, en ningún caso, de suplir a la que había de provenir necesariamentedel Presidente de la República. 45 Según la Constitución de 1793, el Consejo ejecutivo no tenía igualmente más que asegurar la publicación de las leyes, pero en dicha época la promulgación había sido suprimida
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estas observaciones, de que en Francia tampoco es indispensable, para conferir a la ley su carácter de autenticidad, darle intervención al Presidente de la República, pues el documento auténtico que en el estado actual de la práctica constitucional se trasmite al Presidente de la República por los presidentes de las Cámaras con miras a la promulgación de las leyesadoptadas por ellas, podría, al parecer, ser suficiente para determinar su lexto de una forma cierta, y en todo caso, si es necesario que un acto especial continúe produciéndose, con el nombre de promulgación, a continuación de la votación de las leyes y para atestiguar su formación, se podría concebir que dicho acto proviene del cuerpo legislativo mismo y especialmente del presidente da las asambleas.46 Sin embargo, y cualquiera que sea el valor de las consideraciones que preceden, hay que reconocer que la función que consiste en certificar, por la promulgación, la existencia y el tenor de las leyes recae naturalmente y con preferencia en el Ejecutivo, y ello no solamente a causa de que la promulgación —como se ha visto antes ( n 9 141, supra)— es un acto de potestad ejecutiva, que como tal, incumbe normalmente a la autoridad encargada de asegurar la ejecución; pero además, y sobre todo, por la razón de que es natural pedir el testimonio de la ley a alguien que no sea el autor mismo de dicha ley. Como testimonio, la promulgación, lógicamente, debe ser obra de una autoridad diferente del legislador, y supone un intermediario colocado entre el cuerpo legislativo y el público, que le garantice a éste, de algún modo, la perfección de la ley creada por aquél. Es en este sentido, especialmente, como se ha tomado la costumbre de decir que la promulgación es un testimonio hecho "ante la nación" (ver p. 408, supra). Y esto es también lo que explica que la promulgación no se aplica a los decretos del jefe del Ejecutivo, como se ha dicho anteriormente (p. 397). Si estos decretos no se someten,
por completo; la Constitución de 1793 (art. 61) sólo fijaba un "encabezamiento de las leyes" así redactado: " En nombre del pueblo francés, el a ñ o . . . de la República francesa". 46 Asimismo Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. xiv, p. 57, dice, por lo que se refiere a las sentencias, que bien podría concebirse, sobre todo en el sistema de separarción de los poderes ejecutivo y judicial, que la fórmula ejecutiva que les pone al pie el actuario del tribunal esté redactada en nombre del tribunal, y no en nombre del Presidente de la República, como se hace actualmente. Por una parte, en efecto, y contra la opinión de Esmein (Eléments, 5* ed., p. 628), debe admitirse que la fuerza en virtud de la cual son ejecutadas las sentencias proviene de la decisión misma del juez, y no de un mandamiento del jefe del Ejecutivo (ver las nn. 9 y 13 del n° 139, supra). En todo caso, no es indispensable que el mandamiento de ejecución provenga del jefe del Ejecutivo mismo; prueba de ello se tiene en el hecho de que la fórmula ejecutiva puesta al pie de las resoluciones del Consejo de Estado no hace intervenir a la persona del Presidente. En virtud del decreto de 2 de agosto de 1879, esta fórmula se halla redactada del siguiente modo: "La República manda y ordena al ministro d e . . . , en lo que le concierne, proveer a la ejecución de la presente decisión". Por otra parte, ¿no tiene la autoridad judicial suficiente calidad para autentificar por sí misma sus propias decisiones sin la ayuda del Ejecutivo?
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como las leyes, a la formalidad de la promulgación, no es —como tantas veces se ha sostenido (ver p. 379, y también n. 12, p. 386, supra)— porque lleven en sí una fuerza ejecutiva congénita de la que carecen las leyes, sino que la verdadera razón de ello es que una promulgación que no fuera, por parte del que promulga, más que el testimonio de su obra personal, la certificación de sus propios decretos, tendría ya muy poco sentido.No se comprende qué es lo que la firma del Presidente de la República, en dichos decretos, a título de promulgación, podría añadir a la firma ya estampada por él como autor del decreto. Existe por lo demás una última razón que excluye la posibilidad de hacer promulgar un acto, legislativo o de otra especie, por la autoridad misma que ha realizado dicho acto. Es que, por la misma fuerza de los hechos, la promulgación no puede atestiguar la existencia de un acto sin atestiguar, al mismo tiempo, la regularidad de sus funciones.47 Ahora bien, no cabe duda de que este último testimonio no tendría sino un mediocre valor si proviniese del autor mismo del acto. Así pues, aun desde este punto de vista, sería poco satisfactorio confiar a la autoridad legislativa la promulgación de las leyes; ello sería retirarle a ésta gran parte de su utilidad. Nos vamos a dar cuenta de este último punto al examinar ahora cuáles son los efectos de la promulgación.
148. Entre estos efectos, algunos sólo se refieren a la promulgación desde un punto de vista cronológico y solamente en el aspecto de que la promulgación señala el momento en que van a empezar a producirse. Ya han sido señalados. Así, se ha visto que la promulgación lleva tras ella a la publicación; está hecha esencialmente para ser publicada, pero de ella no deriva, para la autoridad ejecutiva, la obligación de publicar la ley, y no es, propiamente hablando, una orden de publicación. Asimismo, y con la condición de su publicación, hace entrar a la ley en su período de ejecución, pero la fuerza en virtud de la cual la ley va a ser ejecutada proviene de una fuente distinta de la promulgación. Realmente, el único efecto directo y propio de la promulgación es el de comunicar certeza a la existencia de la ley y al tenor de la misma. Este es un efecto que deriva especial y únicamente de la intervención promulgatoria del jefe del Eje47 También en este aspecto carecería de utilidad la promulgación de los decretos presidenciales, especialmente de los decretos reglamentarios. En efecto, corresponde a los tribunales comprobar la regularidad de los reglamentos, bien sea por lo que se refiere a la forma que se ha seguido en su confección, bien por lo que concierne al fondo y a la legalidad de su contenido. La ausencia de promulgación no constituye, pues, una causa de inferioridad de los decretos reglamentarios con respecto a los administrados, sino que, muy al contrario, el control que la autoridad jurisdiccional ejerce sobre dichos decretos es, para los interesados, una garantía muy superior a aquella que resulta del control, por lo demás muy limitado (ver n° 150, infra), que el Presidente de la República ejerce sobre la formación de las leyes antes de promulgarlas
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cutivo. Una vez que éste ha atestiguado que tal ley ha-sido adoptada en tales términos por ambas Cámaras, ni la existencia de dicha ley ni su texto podrán ponerse en tela de juicio. Y por consiguiente, por este hecho, la ley ya no encontrará ningún obstáculo para su ejecución. 149. Algunos autores han creído poder deducir de esto que la promulgación tiene por consecuencia subsanar los vicios de inconstitucionalidad de la ley. Se trataría aquí de un nuevo y considerable efecto del decreto de promulgación. Así se explicaría que los jueces no puedan, en caso alguno, comprobar la validez constitucional de las leyes regularmente promulgadas. Desde este punto de vista especial, la promulgación vendría a conceder a la ley una cierta fuerza ejecutiva, de un nuevo género, que no podría discutírsele. Esta tesis ha sido sostenida sobre todo por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 321 ss.), al que se unen Jellinek (op. cit., pp. 402 ss.) y los autores citados por G. Meyer (op. cit., 6* ed., p. 632, n. 6 ) . Según Laband (loe. cit., pp. 329 ss.), la promulgación tiene valor de " j u i c i o " , es decir, de una apreciación referente al punto de saber si la ley ha sido creada, bien por cuanto al fondo, bien por cuanto a la forma, en conformidad al orden estatutario vigente. Antes de promulgar, el jefe del Estado debe, pues, comprobar por sí mismo si la ley ha sido confeccionada según el procedimiento establecido por el acto constitucional; si el legislador no se extralimitó en su competencia constitucional al estatuir por la vía legislativa sobre tal o cual objeto reservado al poder constituyente, y si las prescripciones contenidas en la ley no están en oposición con aquellas que consagra la Constitución. Por la promulgación, el jefe del Estado certifica en todos respectos la validez constitucional, material y formal de la ley. Este es también según Laband el principal objeto y el alcance esencial de la promulgación, particularmente en el Imperio alemán. Pues dicho autor hace observar que desde antes de la promulgación por el Emperador, las decisiones legislativas del Reichstag y del Bundesrat han sido objeto por parte de los presidentes de dichas asambleas de una especie de promulgación que consiste en fijar, por medio de un documento auténtico, el texto de la ley. Si se tratara, pues, únicamente de dar autenticidad a la ley, dicho documento sería suficiente y sólo faltaría publicar la ley. El hecho de que la Constitución exija, además, una promulgación especial hecha por el Emperador sólo puede explicarse por la idea de que el Emperador es llamado a reconocer y atestiguar formalmente la completa regularidad de la ley. De esto concluye Laband, contra la opinión que prevalece en Alemania (G. Meyer, loe. cit., pp. 631 ss. y los autores citados allí, n. 6 ), 48 que no corresponde a los 48 Por lo menos sostienen los autores alemanes que el juez tiene la facultad de comprobar si la ley ha sido regularmente confeccionada: reconocen que su poder no se extiende
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Jueces encargados de aplicar las leyes del Imperio examinar la constitucionalidad de las mismas, pues ésta se halla a cubierto de toda discusión en virtud de la promulgación. La argumentación de Laband no es por cierto aceptable en derecho público francés. Por una parte, en Francia no hay ninguna necesidad de que el jefe del Ejecutivo venga a atestiguar la realidad de la ley, para que los tribunales queden excluidos del derecho de apreciar su validez constitucional intrínseca. Esta exclusión no se funda, en efecto, en la idea de que los tribunales deben inclinarse ante la promulgación hecha por el Ejecutivo, sino únicamente en el hecho de que, desde 1789, numerosos textos han prohibido a los jueces inmiscuirse en el ejercicio de la potestad legislativa, particularmente suspendiendo la ejecución de las decisiones legislativas de las asambleas. Entre los autores, algunos explican esta prohibición por consideraciones tomadas del principio de separación de poderes; otros la refieren, bien a la desconfianza de que fueron objetos los cuerpos oficiales en la época de la Revolución, bien a la intención de colocar las voluntades del legislador a salvo y por encima de todo control de los tribunales, bien finalmente a la consideración de que sería peligroso socavar la autoridad de la leyes dejando en suspenso y en la incertidumbre la cuestión de su validez ( ver respecto de estos motivos de la prohibición y sobre los textos que la establecen, la n. 11 del nº 481, infra)Pero ( ver sin embargo Bonnet, op. cit., pp. 122-123) nadie ha tratado de explicar la exclusión de que son objeto los jueces, en esta materia, por el respeto debido a la palabra del jefe del Ejecutivo y al testimonio de la validez constitucional proporcionado por él en la promulgación. Por otra parte, es igualmente indiscutible que en el derecho positivo actual el Presidente de la República de ningún modo se halla autorizado para dedicarse a un examen de la validez del contenido de las leyes antes de realizar su promulgación. Admitir que pueda subordinar la promulgación a dicho examen sería en realidad reconocer el poder de oponer a las voluntades legislativas de las Cámaras una especie de veto, al menos por causa de inconstitucionalidad. Ahora bien, la Constitución le impone, de modo absoluto, la obligación de promulgar, por el solo hecho de haber sido adoptada la ley por las asambleas. En estas condiciones no es posible pretender que la promulgación presidencial constituya un certificado o patente de validez y el contenido de la ley, ni mucho menos, por consiguiente, que comunique a la le, desde este punto de vista especial, una fuerza nueva y suplementaria, de la que habría que hacer para depender del hecho de
hasta la comprobación de la validez constitucional del contenido de la ley (ver especialmente, en este sentido, G. Meyer, loc. Cit., p.635).
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que la regularidad interna de la ley no podrá en adelante ser discutida, por nadie y ante ninguna autoridad.49 150. ¿Significa esto que el Presidente de la República, sin exámen y a ojos cerrados, debe promulgar toda ley transmitida al gobierno por haber sido adoptada por las asambleas? Tal conclusión es poco aceptable. Si el Presidente no tiene la facultad de rehusar la promulgación de las leyes votadas por el cuerpo legislativo, es necesario, sin embargo, para que esté obligado a promulgarlas, que dichas leyes tengan realmente existencia. A falta de poder examinar su constitucionalidad, es necesario pues, por lo menos, que se cerciore de su existencia. Esto supone que el Presidente, antes de promulgar, deberá proceder a una comprobación de la formación constitucional de la ley,. Suponiendo, por ejemplo, que el presidente de la Cámara de Diputados o del Senado transmita al Presidente de la República, para su promulgación (art. 143 del reglamento de la Cámara de Diputados, art. 128 del reglamento del Senado) un texto legislativo que aún no hubiera sido votado por la otra asamblea, o que no hubiera sido votado por ambas Cámaras en términos absolutamente idénticos,50 no hay duda de que el Presidente de la República deberá abstenerse de promulgar dicho texto, el cual, en efecto, en esas condiciones no se hallaría aún convertido en ley. Asimismo Esmein ( Èlements, 5ª ed., p. 983), al examinar el caso en que una ley a revisión constitucional hubiera sido votada por la Asamblea nacional no hallándose ésta reunida más que para proceder a la elección presidencial, no duda en decir que “el Presidente de la República no habrá de tenerla en cuenta para nada”, y ello por el motivo de que “dicha les es inexistente”, por no haber sido votada por una asamblea que sólo se hallaba reunida como colegio electoral y que no podía, por lo tanto, ejercer el poder constituyente. Así pues, hay que dar por cierto que la promulgación presupone, por parte del promul49 Incluso en el año VIII, a decir verdad, no era la promulgación la que cubría el vicio de la inconstitucionalidad de las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo, sino la expiración de un plazo de diez días durante el cual la ley hubiera podido ser objeto de recursos ante el Senado de dicho vicio. Entonces, como ahora, el jefe del Ejecutivo no tenía por qué atestiguar, en la promulgación, la constitucionalidad del contenido de la ley; se limitaba a certificar, como dice el tributo Favart (Fenet, op. cit., vol. VI, p. 313), “que no había denuncia al Senado por causa de inconstitucionalidad, y que habiendo expirado el plazo constitucional sin que hubiese habido reclamación, la ley se ha convertido en inatacable”. En el derecho actual carece de interés la cuestión de saber si la promulgación cubre los vicios de inconstitucionalidad de la ley en cuanto al fondo, ya que, como de verá más adelante (núms. 488 ss.), las leyes constitucionales de 1875, por decirlo así, no han limitado en nada la competencia material de las Cámaras como órgano legislativo. 50 No deja de haber ejemplos de que hayan sido cometidos errores de esra clase. Ver los casos citados respecto de Francia por Duguit, Traité, vol. I, p. 160, y para los países extranjeros, por Liebenow, op. cit., p. 114.
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gante, un examen de las condiciones en las cuales se ha sido confeccionada la ley. Si el promulgante no tiene que pronunciarse sobre la cuestión de constitucionalidad material de las suposiciones dictadas por el órgano legislativo., que es una cuestión de validez interna de la ley, tiene por lo menos que comprobar la regularidad formal del acto legislativo que le presentan para su promulgación, puesto que es una cuestión esencial de la existencia misma de la ley. Ya no se puede decir aquí –como hizo Liebenow (op. cit., pp. 86 y 98) – que al rehusar promulgar la ley por causa de un vicio de orden formal, el jefe del Ejecutivos erige censor del legislador, y que la posesión de ese poder de control conduciría a colocarle por encima del cuerpo legislativo. No se diga tampoco de dicha facultad de control inconcebible con la Constitución, la que no admite que el Presidente tenga libertad de promulgar o no, sino que le impone la estricta obligación de realizar la promulgación. A estas objeciones se puede contestar que la obligación de referencia sólo existe cuando la ley ha satisfecho las condiciones de forma requerida por la Constitución para su existencia misma, o sea la adopción por ambas Cámaras y la identidad de los textos adoptados. Cuando falta una de estas condiciones esenciales, el Presidente, al rehusar la promulgación, no se coloca por encima de las Cámaras, no hace desaparecer sus voluntades legislativas, puesto que una cosa es anular y otra reconocer la inexistencia de la ley por defecto de adopción. (cf. N. 29, p. 400, supra). Sólo falta ahora averiguar cuales son las causas de orden formal por la cuales el Presidente puede rehusar la promulgación. Respecto a este punto han propuesto los autores aun fórmula bastante amplia. Dicen que la negativa a la promulgación podría extenderse a todas aquellas leyes “a las cuales faltaran condiciones de forma que la Constitución y el reglamento imponen a las Cámaras” (Larnaude, “Étude sur les garanties judiciaires qui existent dans certains pays au profit des particuleirs contre les actes du pouvoir législatif”, Bulletin de la Societé de législation copareé, 1902, p.220). Esta formula implica que el Presidente habría de verificar o comprobar la regularidad de todo el procedimiento parlamentario; sus investigaciones habrían de ejercerse, no solamente respecto a la adopción de la ley, sino también respecto de las condiciones en las cuales ha sido discutida, desde el principio hasta el fin, respecto de las formalidades de la doble lectura, respecto de la manera como ha tenido lugar la citación, etc., etc.. Pero es muy difícil admitir que el control presidencial deba extenderse indefinidamente a todas esas formalidades y que éstas constituyan sin excepción formalidades substanciales, cuya inobservancia bastaría para justificar por parte del Ejecutivo la negativa a promulga. Realmente tampoco parece que tenga el jefe del Ejecutivo, de ningún modo, que ocuparse de la conformidad del procedimiento par-
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lamentario de los reglamentos de las Cámaras; pues las prescripciones dictada por dichos reglamentos, concernientes al procedimiento legislativo, no forman, propiamente hablando, reglas constitucionales, elementos o condiciones de la formación constitucional de las leyes. En efecto, el reglamento de las Cámaras ni siquiera tiene el alcance de una ley; como obra de cada una de las asambleas, que por siempre y respectivamente dueñas de modificarlo, sólo constituye para ellas un estatuto interno, que no puede obligarlas al exterior, ni serles impuesto por más autoridad que ellas mismas. Si la Constitución francesa, por sus propios textos, hubiera determinado las condiciones del procedimiento legislativo, la extensión del poder de inspección que ejerce el Presidente sobre la regularidad formal de la confección de las leyes podría ser considerables; pero en el estado actual de las cosas, y considerando que dicho procedimiento sólo es para las asambleas en asunto interior, que depende exclusivamente de la voluntad de aquéllas, no corresponde al Presidente de la Repúblicas obligarlas a observar su reglamento. Por consiguiente, el reconocimiento del derecho y de la obligación para el Presidente de cerciorarse, antes de la promulgación, de la regularidad de las formas seguidas en la creación de las leyes, sólo presenta – hay que confesarlo—un interés relativamente poco considerable en práctica. En realidad, la extensión de dicho poder presidencial se determina por los términos mismos de la fórmula de la promulgación, que se limitan a promulgar que la ley promulgada ha sido primeramente discutida y después aprobada por las Cámaras. Se desprende de ello qe la comprobación que condiciona la promulgación no se refiere tanto a las formas de deliberación como a la conclusión, aprobación o desaprobación de la misma. No solamente esta comprobación es completamente externa, por cuanto que no se ejerce sobre la cuestión de la validez constitucional del contenido de la ley, sino que, además, en la esfera formal en que permanece contenida, no se refiere realmente sino al resultado obtenido, o sea la aprobación, sin tener en cuenta, de modo esencial, el carácter de los procedimientos empleados para llegar a ese resultado. En definitiva, el testimonio de constitucionalidad de la ley, contenido en el decreto de la promulgación, no se refiere, pues, verdaderamente, sino a estos dos puntos capitales: aprobación para ambas Cámaras y aprobación de un mismo texto. 51
51 Por esencialmente formal que sea este testimonio de aparición de la ley, no deja de tomar en cuenta, en la adopción de la ley por las Cámaras, ciertos elementos intencionales. Por ejemplo, se ha hecho observar que el Presidente no podría promulgar como ley aprobada por ambas asambleas un texto que, habiendo sido votado por una de ellas como un proyecto determinado, sólo hubiera sido votado por la otra como parte del proyecto más amplio. Para que exista aprobación, en el sentido requerido por la promulgación, se precisa a la vez el corpus y el animus (E. Pierre, op. cit., suplemento, p. 221).
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151. Incluso reducido a estas modestas proporciones, el testimonio contenido en la promulgación no deja de tener un alcance útil y un importante efecto. Afirma el nacimiento constitucional de la ley. Este es un punto que, después de la promulgación, ya no podrá discutirse. Este efecto del decreto que promulga la ley ha sido desconocido, sin embargo, por numerosos autores, que sostienen que apresar de la promulgación los tribunales tienen la facultad de rehusar la aplicación de una ley que no se ajustara a las condiciones de adopción establecidas por la Constitución o por los reglamentos de las Cámaras (Larnaude, loc. Cit., pp. 220-221; Saleilles, Bulletin de la Societé de législation comparée, 1902, p. 244). Esta opinión es difícilmente admisible. Respecto a lo que concierne a las violaciones de los reglamentos parlamentarios, se ha visto que no corresponde al jefe del Ejecutivo señalarlas y tomarlas como motivo para negar la promulgación; en mayor razón, los tribunales no han de dirigir sus averiguaciones por ese lado. Del hecho de que la ley fuera tachada de en vicio de forma, que por la Constitución misma pueda afectar a su existencia, se ha dicho que tal vicio no podría ser subsanado por la promulgación, ya que, según los autores anteriormente citados, están obligados los jueces a aplicar la ley por el solo hech de su existencia, sino que, para que exista, no basta que haya sido promulgada, pues es necesario que haya sido hecha regularmente. En efecto, es muy cierto que el decreto de promulgación no puede prestar existencia a una ley inexistente, pero ésta no es la cuestión. La verdadera cuestión que aquí se formula es únicamente el saber quién esté calificado para comprobar la existencia de la ley y para estatuir sobre las dificultades de dicha comprobación pueda suscitar. Ahora bien, segón la Constitución, no se puede negar que esta comprobación forme parte de la misión de la autoridad encargada de promulgar las leyes; y hasta se puede añadir que la promulgación carecería de sentido si, después de hecha esa comprobación, y luego que el jefe del Ejecutivo, conforme a su competencia, haya atestiguado la adopción de la ley, pudiera ésta ser discutida de nuevo ante los tribunales. Por idéntico motivo se puede considerar como carente de valor el hábil argumento sustentado por Duguit ( Treité, vol. I, p. 160) en esta materia. Dicho autor, suponiendo el caso de que el Presidente hubiera promulgado como ley un texto que no hubiera sido votado por las dos Cámaras, declara que dicha hipótesis “sólo existiría en simple decreto reglamentario, del cual pueden los tribunales juzgar la legalidad, según opinión que se va haciendo unánime”. Se puede oponer como respuesta a ese argumento que un decreto no puede juzgarse como ilegal sino cuando el Presidente actuó sin poderes. Ahora bien, a menos que se suponga el caso inverosímil en que el Presidente tratara de hacer aceptar, promulgándolo como ley, un texto del cual él mismo fuese autor, es indiscutible que al resolver
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Mediante su decreto de promulgación las dudas que pudieran suscitarse respecto a la regularidad de la votación de una ley por las Cámaras, el Presidente no hace sino usar de sus poderes constitucionales, ya que es la Constitución misma la que le encarga de comprobar la existencia de las leyes que han de promulgarse. Se decreto de promulgación no puede, pues, considerarse como un acto ilegal. Sin duda, dicho decreto, de hecho, puede ser resultado de un error; pero no es a los tribunales a quienes corresponde señalar dicho error y ponerle remedio. A la autoridad de la promulgación y a ella sola queda conferido el poder de comprobar la existencia de la ley. Por consiguiente, en el momento de aplicar la ley, los tribunales sólo tienen que examinar una cosa: ¿ha sido la ley promulgada? Bien entendido que la promulgación sólo es eficaz en cuanto le sigue la publicación. Si la promulgación se ha realizado, los tribunales no tienes que preocuparse de ninguna otra cosa. En otros términos, no es necesario que se cercioren por sé mismos de la existencia de la ley en cuanto a su forma, i pueden tampoco apreciar su constitucionalidad en cuanto al fondo (cf. Ls n. 11 del nº 481, infra).52 En resumen, se acaba de reconocer que la promulgación tiene por objeto certificar la existencia de la ley o, en todo caso, hacerla indiscutible. Esta es una de las rezones por las cuales se ha anticipado anteriormente (nº 147) que la promulgación debe ser obra de una autoridad distinta del cuerpo legislativo. En efecto, sería poco comprensible que el legislador mismo fuera el llamado a pronunciarse respecto del valor de sus propias leyes y a disipar las dudas que puedan surgir de las irregularidades de su adopción. No es el autor de la ley quien corresponde decir: “Mi ley está bien hecha, merece que sea reconocida su existencia”. Es necesario que este testimonio de existencia dado a la ley le venga de fuera; de una autoridad distinta. Por eso no se puede admitir la proposición que hace dicho autor (ver p. 412, supra) de reemplazar la institución de la promulgación por “firmas estampadas sobre la expedición de la ley transmitida al gobierno por el poder legislativo”. 152. De cuantas observaciones preceden resulta que la promulgación es la que, al darle certeza a la ley y entrañar su publicación, la coloca prácticamente en el campo de las realidades exteriores. No es que la promulgación pueda considerarse como el momento jurídicamente preciso de la parición de la ley. En aparición, como se ha visto (p. 394, supra), coincide con la votación final, por la cual aquella de las dos Cámaras que obró la última, aprobó el provecto legislativo.53 Pero al menos, por la
Por lo que concierne a los reglamentos presidenciales, se ha visto, por el contrario (nº 142), que no puede ser objeto de promulgación; pero también (n.28 p. 350, supra) corresponde a los tribunales asegurarse de su existencia, comprobándola. 52
179 53 Para los Estados monárquicos alemanes sostiene Jellinek (op. cit., p. 319) que no es
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Promulgación es por la que la ley, cuya existencia había permanecido hasta ahora, no ya en secreto, pero sin embargo careciendo de los testimonios oficiales que son indispensables en un acto de importancia, recibe si carácter de certidumbre y se prepara también a adquirir, por medio de la publicación que ha de sucederla, se carácter de eficacia. Esta conclusión es de tal naturaleza que puede ejercer una apreciable influencia en la solución que conviene dar a la controversia que reina entre los autores respecto a la fecha de las leyes.
De hecho, el modo de fechar las leyes se fija actualmente por la práctica de la Cancillería, que ha adoptado como fecha el día de la firma del decreto de la promulgación, y que justifica esa práctica sosteniendo que dicha firma implica por parte del Presidente de la República una renuncia al derecho de solicitar una nueva deliberación, renuncia ante la cual no es completamente cierta la suerte definitiva de la ley. Esta práctica se aceptó naturalmente sin dificultad alguna por aquellos autores que, como Duguit (Tretairé, vol. II, p. 442), consideran la promulgación como un acto por el cual “el Presidente de halla realmente asociado a la confección de la ley”. Suscitó, por el contrario, muy vivas protestas de parte de aquellos que, por razones muy convincentes que se expusieron antes (nº 141), no ven la promulgación sino una operación de naturaleza ejecutiva. Estos no dejan de recordar que, según el principio formulado respecto a dicha materia por la opinión (antes citada, n.30, p. 402) la sanción la que constituye el momento de la aparición de la ley, y ello porque, al no tener lugar de una manera pública, la sanción no puede tener valor de orden, de mandamiento legislativo. En efecto, el mandamiento, por esencia, se manifiesta al exterior, y mientras no se formula exteriormente podrá constituir una voluntad imperativa, pero no es un orden jurídicamente operante. La sanción, dice Jellinek, no es, pues, sino la terminación del proceso evolutivo del que resulta la formación embrionario de la ley, y ésta sólo nace cuando su formación se anuncia al exterior. En otros términos, las sanción, como acto de voluntad, es “la causa psicológica” pero no “la fuente jurídica” de la fuerza legislativa (ver en el mismo sentido Leibenow, op. cit. Pp. 21 ss., 37). En apoyo a este análisis, Jellinek alega que hasta el anuncio de la ley el monarca no se halla obligado por la sanción ya concedida, pues es dueño de retirarla. Esto prueba evidentemente, dice ese autor, que la sanción sólo es un acto de voluntad interior, que no basta para conferir a la ley su fuerza definitiva. A esta argumentación es conveniente responder (ver también las objeciones anteriormente hechas, n. 35, p. 404, a la doctrina de Jellinek referente a la sanción) que si, en efecto, el mandamiento legislativo no se convierte en jurídicamente eficaz sino a partir del instante en que se anuncia de un modo exterior, por otra parte, sin embargo, en innegable que una vez publicado, no es en virtud de su publicación como existe dicho mandamiento, sino únicamente en virtud de la sanción ( o de la adopción por las Cámaras), y, por consiguiente, de dicha sanción hay que hacerlo depender. No hay en esta materia una causa remota de la fuerza legislativa, que seria la sanción o adopción parlamentaria, y una causa próxima, que es la publicación; solo hay una causa única, que es exclusivamente la voluntad del órgano legislativo. La formación y también la parición de la ley coinciden con el último acto de voluntad legislativa en este órgano.
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del Consejo del Estado de 54 pluvioso del año VIII, “la verdadera fecha de la ley es aquella en que fue emitida por el cuerpo legislativo”. Ahora bien, el no haber sido rectificada dicha opinión, sigue permaneciendo en vigor. Hasta 1865 este principio siempre fue respetado. Es verdad bajo las Cartas, y también bajo la Constitución de 1852, las leyes fueron designadas por la fecha de su promulgación. Pero esto se justifica por la razón de que su perfección dependía entonces de la sanción del jefe del Estado, que tenia lugar al mismo tiempo que la promulgación y en el mismo acto. Por e contrario, bajo la constitución de 1848 las leyes llevaban la fecha de su adopción en tercera lectura por la Asamblea legislativa; y por otra parte, el decreto presidencial de promulgación, en dicha fecha, ni siquiera se hallaba fechado. Ya bajo la Constitución del año III las leyes tomaban exclusivamente la fecha de la votación legislativa que las perfeccionaba. Lo mismo ocurrió en 1871 a 1875. La costumbre actual, adoptada por el Ministerio de Justicia, de fechar las leyes en el día en que han sido promulgadas, parece pues estar en oposición a la vez con los precedentes y con los principios. Así se la ha combatido como completamente incorrecta. Drucocp (Études de droit public, pp. 3, 7 ss.; Cours de droit administratif, 7ª ed., vol. I, p. 68-69) declara que desde 1875 “las leyes francesas están mal fechadas”. Beudant (op. cit., introducción, pp. 104 ss.) estima simismo que si no se les quiere dar la fecha de la última citación parlamentaria que les da definitivamente la existencia, al menos se hubiera debido escoger para designarlas la fecha de la inserción del decreto de las promulgas en el Officiel. Es incomprensible –dice dicho autor—que se haya escogido la fecha de la firma de ese decreto, fecha intermedia, de la que se puede decir que no tiene ninguna importancia (cf. Planio), op. cit., 6ª ed., vol. I, nº 178).
153. Bien mirado todo, se puede pensar con E. Pierre (op. cit., 2ª ed., nº 508) que este asunto de fechas no tiene la importancia que se le ha pretendido darle, Sin duda no es ilógico sostener en principio que las fechas que llevan las leyes debería variar según que exija o no la Constitución la sanción del jefe del Estado. Si la exige, al no adquirir existencia la ley sino en el día de su sanción, es decir, de hecho, de su promulgación, debería llevar la fecha de ésta última. Por el contrario, bajo la Constitución actual las leyes recibirían la fecha de la votación emitida por aquélla de las dos Cámaras que la hubiera adoptado en último lugar. Este sistema no seria ilógico, y sin embargo tampoco se puede decir que la solución practicada anteriormente sea viciosa. En efecto, no es exacto declarar que carece de importancia la firma del decreto de promulgación; por el contrario, desempeña un cometido considerable, si no en la formación misma de la ley que presupone, al menos en lo que concierne
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a su entrada en la fase de ejecución y de eficacia real. no puede sorprendernos que conserve la ley fecha del día en que, al convertirse en cierta e indiscutible, ha llegado a ser al mismo tiempo apta para el conocimiento del público y para su ejecución. La promulgación es una etapa decisiva en la vida de la ley, ya que – según se ha dicho (Bonnet, op. cit., p. 118)—ella es la que confiere a la ley un carácter práctico que permite aplicarla: a este título, se concibe que la fecha de este acontecimiento pueda ser recordado del mismo modo que la de la citación final que ha perfeccionado la ley. La prueba de que no es indiferente esta fecha, es que se especifica en la formula promulgatoria, la que determina con estas palabras: “Dado en …, el…”, y si – como se ha visto anteriormente p. 407) – la promulgación por si misma una operación públicamente hecha, al menos su fecha se revela por la inserción del decreto correspondiente en el Officiel. Dicha fecha es también, con respecto a cada nueva ler, la única que llega a conocimiento del publico, ya que el decreto de promulgación no indica la fecha de la votación respectiva de las Cámaras. Esta permanece, pues, obscura. ¿Cómo extrañarse que en esas condiciones la práctica se haya atendido a la fecha indicada por la promulgación?
Este último punto lo reconoce el mismo Ducrocq, al confesar (Études de droit public, p.8) que la practica que consiste en fechar las leyes por el decreto de su promulgación se halla actualmente “impuesta”, ya que el acto que las promulga no contiene ninguna otra fecha. Pero dicho autor ataca también fuertemente el decreto de 6 de abril de 1876, que fijò a los términos actuales de la fórmula promulgatoria y al que, según él ( loc. Cit., pp. 9 ss.), hay que imputar esa practica. El error de ese decreto, según Ducrocq, es el no haber exigido, como en1848, que la formula promulgatoria hiciera mención de la fecha de la citación parlamentaria que perfeccionaría la ley que se promulga. Al contentarse, en la formula promulgatoria, con una fecha única, o sea la de la promulgación misma, el decreto de 1876 ha actuado como si la promulgación fuera el acto esencial de la potestad legislativa, o sea el acto que confiere a la ley su perfección, Para poner las cosas en su punto seria preciso, dice el autor, que el decreto de 1876 se revisara que en adelante el Presidente de la Republica fuera obligado a insertar, en la formula de promulgación, la fecha de la ultima votación legislativa por medio de la cual el Parlamento terminó su obra de creación de la ley. Pero cabe la duda de si dicha reforma no sucintaría nuevas criticas. Evidentemente, como dice Ducrocq, la ley no es obra del Presidente que la promulga, sino de las Cámaras que la adoptan. Pero, precisamente por ese motivo, no sería muy satisfactorio dar a la ley la fecha de su aprobación definitiva, ya que dicha fecha es la
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de una votación emitida solamente por una de las Cámaras, por aquella que estatuyó en último lugar; y si se le pone esa fecha a la ley, parecería que se le resta importancia a la otra asamblea, o en otro caso habría de dársele al a ley las fechas de las sucesivas votaciones de las dos Cámaras, lo cual sería una complicación inútil, que tiene la ventaja de ser evitada en el sistema que ahora se aplica.54 En cuanto a la adopción del a echa de la inserción del a ley en el Officiel, como la ha propuesto Beudant (ver p. 423, supra), tampoco sería acertada, pues dicha inserción pertenece ya al procedimiento de publicación, existiendo menos razones aún para fechas las leyes. 55 Por otra parte, sin embargo, para justificar la práctica actual no es de ningún modo necesario, y por el contrario conviene guardarse de ello, hacer intervenir la consideración de orden constitucional, alegada por la Cancillería y por ciertos autores (Bonnet, op. Cit., pp. 118 ss.), consistente en sostener que, hasta el momento de la promulgación, la existencia del a ley no es definitivamente cierta, ya que el Presidente conserva hasta entonces el derecho a pedir nueva deliberación. Este argumento debe ser abandonado. Evidentemente, el hecho de que el Presidente tenga el derecho de devolver la ley a las Cámaras dentro de los plazos de la promulgación, deja planeando sobre la formación de dicha ley cierta incertidumbre mientras no haya sido promulgada. Pero no se infiere de aquí que el Presidente deba considerarse como en posesión del poder de participar en la adopción de la ley. Se ha visto antes (p.373) que esa prerrogativa presidencial ni siquiera constituye un verdadero veto, sino que sólo es para el Ejecutivo la facultad de promover un examen suplementario de la Ley. Así como en el caso de una nueva deliberación, la ley sometida a esa prueba especial se hallaría perfeccionada el día en que se adopción fuera confirmadas por las Cámaras, al estar obligado ineludiblemente a promulgar al Presidente, así también, cuando se promulga la ley de una manera normal y cuando, por esa promulgación, existe la certidumbre de que no será objeto de la petición de deliberación suplementaría, se deduce así, por el hecho mismo del decreto que la pro54 Estas consideraciones no se aplican a las leyes de revisión, que son votadas por una asamblea única. “Ningún equivoco respecto de la fecha es posible aquí”, dice E: Pierre ( op. Ci., ed. No. 508), y por consiguiente dicho autor declara con razón que esas leyes debían designarse por la fecha de su adopción por la Asamblea nacional. Erróneamente el Bulletin del lois ha dado a las dos leyes de revisión de 1789 y 1884 la fecha del decreto que las promulgó. Las tres leyes constitucionales de 1875 han sido fechadas correctamente en el día de su votación definitiva. 55. En Alemania, las leyes del Imperio toman igualmente la fecha de su promulgación y no la de la sanción por el Bundesrat, que les otorga la perfección legislativa (Lanband, op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p. 334.
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mulga, que dicha ley obtuvo su perfección el día de la ultima votación que consumo su adopción (cf. A este respecto Ducrocq, op. Cit., pp. 13 ss.). por consiguiente, y a partir de ese momento, la razón especial y supuestamente imperiosa que alega la cancillería para darle fecha de su promulgación no subsiste ya en ningún grado. Es por lo que en 1848 las leyes llevaban la fecha de su adopción, aunque la constitución (art.58) hubiese conferido al presidente el derecho de solicitar nueva deliberación; en esa época, por lo demás, las leyes eran obra de una asamblea única. Hoy día la única verdadera razón para fechar las leyes en el día de la promulgación es – además de lo dicho referente a la votación de las dos cámaras—la que anteriormente se alego, o sea que la promulgación, respecto al cuerpo nacional, es un acto capital, ya que es ella la que produce como consecuencia inmediata la publicación y la vigencia de las leyes.
185 CAPITULO II LA FUNCION ADMINISTRATIVA SECCION I DEFINICION DE LA ADMINISTRACION
& 1.- DIVERSAS TEORIAS RESPECTO A LA FUNCION ADMINISTRATIVA
154.- la definición de administración ha dado lugar naturalmente, en la literatura, a las mismas divergencias que la definición de la legislación. Estas divergencias provienen de que los autores se colocan en diferentes puntos de vista para estudiar y discernir las funciones del Estado. Nos encontramos de nuevo, primeramente, en lo que concierne a la administración, con la teoría que pretende distinguir las funciones del Estado según los fines en vista de los cuales se ejerce la actividad estatal. Así pues, Jellinek (L´État moderne, ed. Francesa, vol. II, p.317) opone la administración a la legislación y a la justicia, diciendo que, a diferencia de estas dos últimas funciones, que tienen por fin la creación y la protección del derecho, la función administrativa tiende a realizar los fines de conservación y de cultura del Estado; es, pues, la parte de la actividad estatal que se dirige hacia ese doble fin.1 Así mismo, G. Meyer (Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6ª ed., p, 641) recurre a la idea de fin para definir la administración, por lo menos para distinguirla de la justicia. Dice que consiste en decisiones o actos in concreto destinados a dar satisfacción a los intereses del Estado, mientras que la decisión concreta de justicia tiene por único fin la conservación del orden jurídico existente. Entre los autores franceses, Hauriou (Précis de droit administratif, 5ª ed, p.182) declara que “la función administrativa aparece en si misma caracterizada por su fin”, y colocándose en este punto de vista la define
1 A decir verdad, la administración así definida no aparece como actividad especial del Estado. El individuo, cuando actúa dentro de su esfera privada con objeto de proveer a sus intereses, realiza, también él, administración. Pero, dice Jellinek y coacción propio del Estado(loc. Cit., vol. II, pp. 337-338; Gesetz und Verordnung, p. 219), la administración estatal se distingue de la que ejercen los simples particulares por los medios de los cuales dispone para conseguir sus fines, medios que provienen del poder de dominación y de coacción propio del Estodo.
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(6ª ed., p.53)2 como “la actividad del Estado, en cuanto se emplea en crear y hacer vivir la institución del Estado”; lo cual es una definición finalista. Artur (“Separation des pouvoirs et des fonctions”, Revue du droit public, vol. XIII, pp. 232 ss.) funda esencialmente la distinction entre la justicia y la administración en que “corresponden a misiones diferentes, y no se ejercen con el mismo fin”; e inspirándose en esta idea de fin, formula la siguiente definición: “administrar consiste en proveer por actos inmediatos e incesantes a la organización y al funcionamiento de los servicios públicos”. Ya se ha demostrado (n° 88, supra) que esas definiciones tomadas de los fines del Estado deben ser descartadas, pues no solamente no aciertan a precisar el carácter especifico de las diversas actividades estatales, sino que además la consideración de los fines es indiferente desde el punto de vista puramente jurídico, a causa de que la naturaleza jurídica de los actos del Estado sólo puede depender de su consistencia, de su alcance intrínseco y de sus efectos. Según una segunda doctrina, que tiene por principal defensor a Laband (Droit public de l ´Empire allemand, ed. Francesa, vol.II, pp.511 ss.), la administración se opone a la legislación por ser “la acción del Estado” mientras que la ley expresa su pensamiento; mediante la legislación emite el Estado juicios abstractos: “solo administra en tanto que aparece actuando” Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p.55; 8ª ed., p.28; cf. N. 11 de n° 165, infra) dice en el mismo sentido que “lo propio del poder que administra es estar pasando continuamente a la actuación”, y por consiguiéndote se ve “ a la administración resolverse naturalmente en actos”, Pero este punto de vista, aunque acertado en algunos aspectos, no puede realmente conciliarse con el sistema del derecho constitucional moderno. Ya se ha observado, en efecto (p.256, supra), que, según el derecho publico francés, se deben considerar como leyes propiamente dichas muchas decisiones del orden legislativo que tienden, como dice Laband (loc. Cit., vol. II, p.154), a “la producción de un resultado deseado”, y que son por lo tanto, según dicho autor, verdaderas “acciones”. Recíprocamente, se comprobara mas adelante que, según el concepto constitucional francés, la función administrativa comprende en si el poder de dictar prescripciones reglamentarias, entre las cuales un buen numero de ellas presenta el carácter de juicios o pensamientos, en el cual cree encontrar Laband el signo distintivo de la legislación. 155. una tercera tendencia, muy extendida en la literatura francesa, consiste en ver la administración una función de ejecución de leyes.
f.8° ed., p.9: la función administrativa tiene por objeto proveer, por medio de actos y operaciones, jurídicas y técnicas a la vez, a la satisfacción de las necesidades publicas y a la gestión de los servicios públicos”. Esta es también una definición teleológica, como lo observa Duguit (Traité, vol. I, p.199) 2c
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“la función de juzgar y la función de administrar –dice Berthélemy (Traité élémentaire de droit administratif, 7ª ed., p.1)—concurren al mismo fin, que es la ejecución de las leyes. Todos aquellos diversos servicios, a excepción del servicio judicial, que concurren a la ejecución de las leyes, son servicios administrativos.” Ducrocq (cours de droit 187dministración, 7ª ed., vol. I, pp.35 ss.) define asimismo a la 187dministración como “una rama del poder ejecutivo”, y precisa su pensamiento afirmado que, en la potestad del Estado, solo pueden concebirse dos poderes principales: aquel que crea la ley y el que la pone en ejecución, lo que significa que fuera de la legislación sólo puede concebirse una función que consista en actos de ejecución. Es evidente, en efecto, que el derecho publico francés considera a la administración como una función de orden ejecutivo ; basta, para demostrarlo, recordar que desde 1789 la mayoría de las constituciones de Francia, apropiándose así a la terminología creada por Montesquieu, designan con el nombre de poder ejecutivo a la potestad que corresponde a la función administrativa (Constitucion de 1971, tit. III, preámbulo, art.4, y cap.IV; Constitucion de 1793,arts. 62ss.; Constitución del año III, tit. VI; Constitucion de 1848, cap.V; ley de 25 de febrero de 1875, arts.7 y 9; cf. Las leyes de 31 de agosto de 1871 y 20 de noviembre de 1873). Se vera mas adelante que esta función puede con todo derecho calificarse de ejecutiva, por cuanto que, según el derecho positivo actual, solo puede ejercerse en virtud de y con fundamento en textos legislativos. Pero la doctrina que define a la administración como una función de ejecución ha sido considerada frecuentemente, por los autores franceses, en un sentido mucho mas absoluto. Proviene, en cierto sentido, de la distinción entre la voluntad y la ejecución. Según este concepto, que encontró su expresión mas precisa en el contrato social de Rousseau,3 hay que distinguir, en la actividad del cuerpo social lo mismo que en la de los seres humanos, aquellos actos de voluntad que consisten en definir y los actos físicos que permiten a la voluntad realizarse. A esta distinción, dícese, es a lo que responde esencialmente la diferencia entre la legislación y la administración, El poder de tomar una decisión cualquiera que implique un acto de voluntad forma parte de la protestad legislativa; en cuanto a la protestad administrativa, se reduce a procurar la ejecución, en el sen-
3”toda acción libre tiene dos causas que concurren a producirla: una causa moral, o sea la voluntad que determina el acto; otra física, que es la potestad que lo jecuta. Cuando camino hacia un objeto es necesario en primer lugar que yo quiera ir hacia el, en segundo lugar, que mis pies me lleven a él. El cuerpo político tiene idénticos móviles; también se distingue en él la fuerza y la voluntad: ésta con el nombre de potestad legislativa, y aquella con el nombre de potestad ejecutiva; nada se realiza en él, ni debe realizarse, sin su concurso” (contrat social, libro III, cap. I)
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Tido material de la palabra, de decisiones anteriormente adoptadas por las leyes. 4 Se ha expresado a veces la misma idea diciendo, desde el punto de vista organico, que el legislador es la cabeza que concibe y decide, mientras que la autoridad administrativa solo es el brazo que ejecuta. Comprendida asi, la administración no es únicamente una función subalterna subordinada a las leyes, sino que aparece como una tarea servil, como una actividad estrechamente encadenada, que no entraña ningún poder propio de iniciativa o apreciación, e incluso, a decir verdad, no consiste de ninguna manera en actos d evoluntad. Esta teoría es hoy rechazada universalmente, Se funda en la idea errónea de que las leyes pueden proveer a todas las necesidades del Estado. Pero un Estado que se impusiera vivir exclusivamente de sus leyes, en el sentido de que su actividad estuviera indefinidamente encadenada a decisiones o medidas tomadas previamente por via legislativa, se colocaría prácticamente en la imposibilidad de subsistir y, de hecho, en ninguna parte existe un Estado de este género (Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp.369370, y L´État moderne, ed., francesa, vol. II, p.328). En la mayor porte de los casos, en efecto, las leyes se limitan a formular reglas generales y abstractas, o sea a fijar de manera preventiva un cierto orden jurídico para el porvenir. Ahora bien, es evidente que la ley no podría preverlo todo, Existen innumerables medidas circunstanciales que al Estado ha de tomar, dia tras dia y de una manera incesante, por razón de acontecimientos variables que las leyes no han podido presentir; y aunque la legislación hubiera previsto ciertas eventualidades, no podría prescribir por anticipado las disposiciones que deban adaptarse a ellas. A menudo, en efecto, estas disposiciones solo pueden escogerse últimamente a medida que se van produciendo los incidentes que las hacen necesarias. Sin duda, como se ha visto anteriormente, en el derecho actual el campo de la legislación es ilimitado, hasta tal punto que el órgano legislativo puede siempre, en un momento dado, estatuir por si mismo en forma de ley respecto a las situaciones que diariamente surgen por las circunstancias. Sin embargo, conviene observar que, en la practica, el cuerpo legislativo no es muy apto para esta tarea. Razon de ello es, en primer lugar, que el procedimiento legislativo , con sus dilaciones, no se presta precisamente a la adopción de medidas que han de tomarse rápidamente, con objeto de hacer frente de modo inmediato a las circunstancias pasajeras. Ademas, las asambleas legislativas no poseen ni los medios de información, ni las ca
4 Sin embargo, la doctrina que divide la actividad del Estado en función consistente en ejecutar las leyes, se entiende por la escuela oriunda de Rosseau en el sentido de que la potestad administrativa se reduce invariablemente a aplicar casos particulares disposiciones o medidas dictadas por vía de reglas generales por el legislador.
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pacidades técnicas indispensables para determinar conveniente esas medidas. Esta es una misión que solo la autoridad administrativa es capaz de desempeñar con éxito. Por último, lo que demuestra claramente que la constitución no cuenta con el Parlamento para el cumplimiento de este cometido es el hecho de que no ha permitido que las asambleas funcionen permanentemente, sin embargo, en los intervalos de las sesiones, es preciso que el Estado conserve la posibilidad de tomar, por vía administrativa, aquellas medidas de emergencia cuya necesidad se deja sentir constantemente. Por otra parte, es también evidente que esas medidas, precisamente porque dependen de los acontecimientos diarios y varían según los hechos que las producen, han de poder decidirse por la autoridad administrativa a que corresponda según las necesidades del momento, y por lo libremente, con un poder de apreciación actual. El legislador no puede pretender fijar por medio de una regla estable e inflexible aquello que la autoridad administrativa habrá de decidir en cada caso especial; es necesario que tenga el administrador cierta libertad de iniciativa, una potestad de decisión propia, en una palabra, la facultad de querer y de actuar con criterio personal. Por esto, de hecho, es por lo que las leyes que rigen la actividad administrativa no llegan hasta dictar por anticipado, a la autoridad competente, todas aquellas medidas que habrá de adoptar en cada caso particular, y con frecuencia se limitan a poner a disposición del administrador cierto numero de medios de acción, entre los cuales podrá escoger, o también le confiere autorizaciones generales. Puede caracterizarse, pues, la función del administrador diciendo que consiste en tomar de las leyes existentes los medios de acción que juzgue mas apropiados a las circunstancias presentes. La autoridad administrativa actúa y estatuye en virtud y dentro de los límites de los poderes que le son conferidos por las leyes. Pero entonces no es exacto reducir la administración a una idea de ejecución pasiva de las leyes; la verdad es, mas bien, que el administrador hace uso de un poder legal. Ejecutar la ley, en el sentido dado por Rosseau a la palabra ejecución, o tener de la ley un poder de acción y de voluntad, son dos conceptos muy diferentes. A este respecto Duguit (Traite, vol. I, p. 198) ha podido decir muy acertadamente: “la mayor parte de los actos administrativos no son en realidad ejecución de la ley. Cuando, por ejemplo, un ministro firma un contrato en nombre del Estado, actúa dentro de los límites de la competencia que la ley le ha otorgado; pero en realidad no ejecuta la ley, así como tampoco la ejecuta un particular que firma un contrato dentro de los limites de capacidad que la ley le reconoce” no solamente no se reduce la función administra a la pura ejecución material, sino que también, en muchos aspectos, parece que entraña una
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Potestad igual o incluso superior a la del legislador. Se ha señalado (Duguit, L´État, vol. I, pp.414 y 471) que históricamente el acto administrativo fue la manifestación primitiva de la voluntad estatal. En la época actual se puede observar que, a diferencia del poder legislativo, que sólo funciona de una manera intermitente, la administración se ejerce permanente, sin interrupción, y ello por la razón de que el Estado no puede, ni por un instante, dejar de hacer frente a los acontecimientos que exigen el desarrollo continuo de su actividad administrativa (Esmein, Éléments, 5ª ed., p.17). Además, se ha alegado que dicha función tiene un campo infinitamente vasto, puesto que comprende en principio todos los actos que pueda necesitar el interés del Estado, en cuanto dichos actos no queden comprendidos dentro de la legislación o de la jurisdicción; así que muchos autores definen la administración diciendo que abarca toda la actividad del Estado que no sea su actividad legislativa y judicial (Laband , op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p.509; o. Mayer, Droit 190llemande190tive 190llemande, ed.francesa, vol. I, p.9, texto y n.12; Jellinek, L ´État modern, ed. Francesa, vol. II p.321); en este mismo sentido Duguit (L´État vol. I, p. 414) declara que “el acto administrativo es la manifestación ormal de la voluntad gobernante”. Si a esto se añade que las Constituciones del Estado comprenden dentro de la función administrativa ciertos actos de la mas alta gravedad, como la declaración de guerra o la negociación de los tratados, se desprende finalmente que, por la frecuencia de su intervención, por la extensión de su campo de acción, por la importancia de sus actos, dicha función constituye en efecto uno de los mas considerables poderes. El instinto popular no se ha equivocado en esto: da al titular supremo de la potestad administrativa el nombre de jefe del estado (Jellinek, loc. Cit., vol. II, p.331) por todas estas consideraciones, numerosos autores contemporáneos rechazan la distinción entre la legislación y la ejecución que llegó a ser tradicional en Francia bajo la influencia de Montesquieu y de Rosseau, y se niegan a admitirativa pueda caracterizarse con el nombre de poder ejecutivo. Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p. 55; cf. 7ª ed., p.9) por ejemplo, califica de “herejía constitucional” la doctrina que pretende que el poder llamado ejecutivo “se limita a ejecutar la ley” Esta doctrina es criticada y rechazada igualmente por Duguit (L ´État, vol. I, p.450, y Manuel de droit constitutionel, 1ª ed., pp. 187, 261 ss.), Berthélemy (Le role du pouvoir exécutif dans les republiques modernes, pp. 446 ss.). se vera sin embargo (n|165) que existen sólidas razones para definir a la administración como una función de orden ejecutivo; sólo que es ejecutiva en un sentido
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muy diferente al que se acaba de iniciar, según el cual dicha función sólo consistiría en la ejecución física de decisiones tomadas por entero por leyes. 156. Actualmente la mayor parte de los autores, para definir la función administrativa, se inspiran en la teoría comúnmente admitida que distingue entre funciones materiales y funciones formales. El punto de vista que domina en la literatura contemporánea es que el acto administrativo debe caracterizarse por su naturaleza intrínseca, especialmente por su contenido. Evidentemente, en cierto sentido, se permite, o por lo menos se ha establecido el uso de llamar actos administrativos a todos aquellos actos, cualesquiera que sean, que emanan de la autoridad administrativa y se cumplen en la forma administrativa. Pero, junto a este concepto completamente formal, que, dícese, solo es superficial y se funda sobre consideraciones externas de pura forma, se pretende que existe un concepto material de la administración, concepto éste racional, que se deduce del fondo de las cosas (Duguit, Traité, vol. I, pp. 194-195; laband, loc. Cit., vol. I, p. 511) se añade que el concepto material de la ley. En efecto, al oponerse entre sí la legislación y la administración, y debiendo tener la ley material un determinado contenido, todo acto que no presente semejante contenido será por ello mismo un acto de administración material (cf. Laband, loc. Cit., p.379)
Colocándose en este punto de vista, un primer grupo de autores, aquellos que ven en la generalidad de la disposición el criterio de la ley, definen la administración diciendo que comprende todas las decisiones que regulan un asunto particular o un caso individual. El principal defensor de esta teoría es G.Meyer (op. Cit., 6ª ed., pp.25, 641 y grunhut´s zeitschriift, vol. VIII, pp. 15ss.), que resume el concepto del acto administrativo en el calificativo de decisión particular (Verfugung). Se ligmann (Begriff des Gesetzes, pp.64 y 68) declara que se hace imposible la delimitación entre la legislación y la administración si se aparta uno de la idea que la ley estatuye a titulo general y el acto administrativo a título particular. Este modo de comprender la 191dministración se encuentra muy extendido sobre todo en la literatura francesa . así Esmein que empezó carecterizando a la Ley como una regla general (Éléments, 5ª ed., p.15), no podía menos de definir el acto administrativo como un “acto particular” (eod.loc., p.898). Duguit (L´État , vol. I, pp.412 ss.; Traité. Vol. I, p.195) afirma que “el acto administrative es siempre un acto individual y correcto” – Jéze (príncipes generaux du droit administratif, p. 59) sostiene que el acto administrativo tiene por carácter distintivo “referirse a un caso particular “. Toda esta teoría tiene como
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Primer fundador a Rosseau, que había dicho ya que el acto administrativo solo era “una voluntad particular, un acto de magistratura , un decreto” ( Contat social, libro II , cap. II ; cf. Cap. IV y VI)Pero, como observa muy acertadamente Jellinek (Gesetz und Verordnung, p. 237), tales definiciones solo presentan en realidad un concepto formal de la administración. Decir que el acto administrativo consiste en una desición particular viene a ser fijarse en un simple signo exterior ; semejante criterio no permite de ningún modo penetrar en la naturaleza intima de dicho acto. Los autores anteriormente citados pretenden despejar el concepto material de la Administración, y a decir verdad sólo sustituyen una nueva definición formal a la generalmente usada. Es lo que comprendió perfectamente Duguit . Se esfuerza este autor por dar su definición de la administración un fundamento material, para lo cual trata de mostrar (ver especialmente Traité, vol. I , pp. 195 ss., 226 ss-; cf. Jéze, op. Cit. , pp. 59 ss.)que si el acto administrativa se caracteriza como acto concreto e individual, es de carácter externo se relaciona estrechamente con la naturaleza intima de dicho acto, considerado en cuanto a su alcance y a sus efectos. Duguit define en efecto la función administrativa como aquella mediante la cual crea el Estado “ situaciones jurídicas subjetivas “ (L´État , vol. I . pp. 412 ss.). Mientras que la ley, como regla abstracta y general crea derecho objetivo, la administración que se ejerce por cierto bajo el imperio de la ley y de conformidad con ella, origina derecho subjetivos,; y engendra situaciones jurídicas subjetivas, precisamente porque tiene por objeto regular especies individuales que conciernen a personas determinadas, he aquí por qué el acto administrativo es necesariamente una decisión particular y concreta. Pero esta definición sólo conviene a una parte, relativamente reducida, de los actos administrativos, dejando. De lado a numerosos actos de la función administrativa, como los reglamentos, que son generales; toda la categoría considerable, de las operaciones administrativas de orden técnico o práctico, las cuales no tienen por objeto directo producir efectos de derecho; finalmente, toda la serie, también numerosa, de los actos de control o de instrucción administrativa, por cuanto dichos actos emanan de autoridades que, en concreto, carecen del poder de decisión propia, no pueden , por consiguiente, crear situaciones jurídicas y subjetivas. Duguit trata de soslayar esta objeción alegando que to dos estos actos no están contenidos en la función administrativa propiamente dicha; pero, salvo para los reglamentos, que clasifican dentro de la legislación, omite indicar con que función del Estado es conveniente relacionar estos casos. Su función de la administración es por lo tanto incompleta; además es arbitraria, al no tener – como se verá más adelante—ningún punto de
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apoyo en el derecho público, francés, derecho que, por otra parte, dicho autor se abstiene de citar al fundamentar su doctrina. 157.Un segundo grupo de autores pretende que se debe buscar el fundamento material de la distinción , no ya en la oposición entre los actos generales y los actos individuales, sino en consideraciones tomadas del examen del campo que, ratione materiae, pertenece como propio a cada una de esas dos funciones. El acto legislativo y el acto administrativo pueden, tanto el uno como el otro, tener indistintamente un alcance general o individual, pero no tienen la misma materia. Según el derecho público moderno, lo que con el nombre de leyes se reserva a la autoridad legislativa son únicamente las prescripciones que consisten en crear un nuevo derecho, debiéndose entender por éste toda disposición que tiene por objeto modificar el anterior estatuto jurídico de los ciudadanos, por cuanto entraña para ellos la creación de alguna facultad o carga nueva. De este concepto de la ley se deduce recíprocamente el de la administración. Si las disposiciones referentes al derecho individual constituyen la materia especial de la ley, hay que admitir, en sentido contrario, que toda prescripción general o decisión particular que no implique para los particulares ninguna modificación a su régimen jurídico, tal como éste se halla establecido por las leyes vigentes, pertenece a la administración y constituye. Según los principios del derecho positivo actual, un acto de naturaleza administrativa. Esta doctrina ha nacido en Alemania. La definen allí particularmente Laband ( loc. Cit.,vol.II, pp. 518 ss.) y jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 240 ss; L´État 193odern, ed. Francesa , vol. II, p.318), Anschutz le consagra importantes desarrollos ( Gegenwartige Theorien uberdem Begriff der gesetzgebenden Gewalt, 2ª ed., especialmente pp. 61 ss. ). En francia, Hauriou (Up. Cit., 8ª ed.,pp. 37, 46,54) la ha abrazado en gran parte, y ha sido igualmente adoptada por Cahen (la loi et le réglement, pp. 152 ss.). La teoría de dichos actores se resume en la idea de que el conjunto de prescripciones que fijan los derechos y las obligaciones de los individuos forman el orden jurídico y legal del Estado. Toda decisión tomada dentro de los límites de este orden jurídico es una manifestación de la actividad administrativa del Estado. Según esto, deben considerarse en primer lugar como actos administrativos todos aquellos que se limitan a aplicar particular e individualmente a los ciudadanos las reglas legales. La creación de situaciones jurídicas subjetivas de que habla Duguit , cuando se produce en virtud del derecho objetivo estableciendo por las leyes , no tienen en ningún modo por efecto original para los individuos derechos o deberes nuevos, puesto que dichos deberes u obligaciones se hallaban ya consagrados in abstracto por la legislación anterior, se hallaban contenidos en potencia en el orden jurídico existente, y por con-
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siguiente esta creación aparente no es definitiva sino un acto de ejecución de las leyes. Pero, además de la ejecución de las leyes, la administración entraña también un amplio poder de acción y decisión iniciales. Entran, en efecto, en el campo de acción de esta función todas las medidas que tienen por objeto proveer a las necesidades del Estado, por cuanto se encuentran dentro del cuadro del orden jurídico vigente, o sea por cuanto no introduce ningún cambio en el estatuto legal que rige a los ciudadanos y este segundo radio de actividad administrativa comprende no solamente innumerables decisiones especiales, sino también todas aquellas prescripciones de orden general o reglamentario por las cuales la autoridad administrativa se traza así misma una línea de conducta, ordena sus propios asuntos, organiza sus servicios y determina el funcionamiento de los mismos, todo ello mediante reglas que solo se dirigen a los funcionarios y no alcanzan a los administrados toda esta actividad, que solo se desarrolla y produce efectos en el interior del organismo administrativo es una actividad libre y espontánea, que no puede reducirse a la noción de ejecución de las leyes. La función administrativa, dícese, tiene como efecto como la legislación su campo de acción y su materia propios. Desde el punto de vista de su materia, o se en su sentido material, la administración, además de la aplicación, del orden jurídico vigente comprende todos los actos o medidas que, aunque no hayan sido previstos por ese orden jurídico, por lo menos lo dejan intacto. La importante consecuencia práctica que se desprende de toda esta teoría es que la autoridad administrativa tendrá competencia para tomar por si misma, es decir, por su propia potestad y sin tener necesidad de apoyarse a dicho efecto sobre un texto legislativo, todas las medidas particulares o generales, que entran dentro de la esfera administrativa así entendido. La doctrina que acaba de exponerse tiene méritos apreciables explica la presencia de prescripciones reglamentarias ante los actos administrativos. Establece un amplio concepto de la administración, que permite comprender en esta incluso las operaciones administrativas de orden práctico, finalmente, y sobre todo, el mérito indiscutible de la escuela alemana es el haber llevado el debate a su verdadero terreno: desde el punto de vista jurídico, en efecto, la cuestión de saber cuál es el objeto de la función administrativa viene a ser, ante todo, investigar cuales son los actos que según el derecho público vigente, y especialmente según la constitución, entran dentro de la competencia de la autoridad administrativa. Este criterio, tomado de derecho positivo, es el único que puede proporcionar el concepto constitucional y de administración ; todas las demás teorías, por lógicas que sean en sus deducciones, tienen el defecto de no ser sino conceptos personales, desprovistos de fundamento y de valor jurídicos. Ahora bien, al colocarse así en el terreno de derecho positivo, hay
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que reconocer que la definición de la administración propuesta por Hauriou, Laband y consortes no se aviene precisamente con el sistema actual de dicho derecho; por lo menos se halla en desacuerdo con el derecho publico francés. Según estos autores, la legislación y la administración se diferencian constitucionalmente una de otra en que tienen cada una su esfera propia, su materia especial y, por consiguiente también, su concepto material distinto. Se vera enseguida, por el contrario, que la constitución francesa no define a la administración por su materia; sino que los elementos de definición que de la misma proporciona se refieren a un orden de consideraciones completamente diferentes. & 2. EL VERDADERO CONCEPTO DE LA ADMINISTRACION SEGÚN EL DERECHO POSITIVO FRANCES.
158. Se ha observado anteriormente (núms. 90, 109, 118 y 123) que desde el año VIII las constituciones de Francia, particularmente la de 1875, no contienen ninguna definición expresa de la ley ni de la potestad legislativa. Por el contrario, existe en la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 un texto que proporciona los elementos precisos para una definición de la función administrativa. Se trata del art.3, que al considerar a esta función en manos de su mas elevado titular, el Presidente de la Republica, especifica que consiste de una forma general, en vigilar y asegurar la ejecución de las leyes. 1 se ha dicho que esta fórmula del art 3 1 Art3: ”El presidente de la republica promulga las leyes; vigila y asegura la ejecución de las mismas”, algunas de las constituciones anteriores de 1875 han dado una definición más amplia de la potestad administrativa del jefe de estado. La constitución de 1791 (tit.III, cao. IV, art 1°) decía: “el rey es el jefe supremo de la administración general del reino; el cuidado de mirar por el mantenimiento del orden y de la tranquilidad pública le esta confiado”. Por otra parte, sin embargo, esta misma constitución anotaba como principio (tit.III, cap. II, sec.1°, art. 3) que “el rey no reina sino por la ley, y únicamente en nombre de la ley puede existir la obediencia” la constitución del 24 de junio de 1793 (art65) encarga el consejo ejecutivo “la dirección y la vigilancia de la administración general”, pero carga al consejo ejecutivo “la dirección y vigilancia de la administración general”, pero especificando que no puede actuar sino “ en ejecución de las leyes y de los decretos del cuerpo legislativo” según los términos del art 144 de la constitución del año III, el “directorio provee, según las leyes, a la seguridad exterior o interior de la republica. Puede hacer proclamaciones conforme a las leyes y para la ejecución de las mismas” según la constitución del año VIII (art.44), “el gobierno propone leyes y para la ejecución de las mismas” la carta de 1814 decía en su art.14 que el “rey hace reglamentos y ordenanzas necesarias para la ejecución de las mismas” y la de 1830, en su art 13, que “hace los reglamentos y ordenanzas necesarios para la ejecución de las leyes, sin que pueda jamás suspender las leyes mismas, ni dispersar de su ejecución” la constitución de 1848, en su art 49, se limita a declarar que el presidente vigila y asegura la
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es vaga, obscura y que carece de utilidad (Duguit, Traité, vol. I, p. 289; cf. Moreau, Le reglement administratif, p.159), L a verdad, por el contrario, es que presenta para el establecimiento del concepto constitucional de administración una considerable importancia; y no sin razón fue reproducida en 1875 en los mismos términos en que había sido enunciada ya por el art 49 de la constitución de 1848 (cf. La ley de 31 de agosto de 1871, art 2). Al repetir que el presidente de la republica, fuera de los poderes especiales que le atribuyen expresamente los diversos textos constitucionales de 1875, no tiene más potestad general que la de ejecutar las leyes, la constitución consagra el principio esencial de que, incluso en la cúspide de la jerarquía administrativa, los actos realizados por la autoridad encargada de administrar deben basarse siempre en una ley en cuya ejecución interviene. Evidentemente, la palabra ejecución no debe entenderse en un sentido demasiado riguroso. Por ejemplo, al encargar el art. 3 al presidente de “asegurar la ejecución de las leyes” debe deducirse legítimamente que la autoridad administrativa, además de la ejecución propiamente dicha de las leyes, es llamada a tomar medidas subsidiarias o de detalle, pero ejemplo las medidas de organización que juzgue convenientes para que la ley se ejecute. Pero, en todo caso, siempre es necesario que las decisiones administrativas se refieran a una ley, bien sea a una ley que las autorice, o sea, al menos, a una ley que vengan a completar mediante prescripciones que tengan por objeto asegurar la ejecución de la misma; y en este último caso es indudable que, por razón misma de su fundamento puramente ejecutivo, estas prescripciones han de limitarse a desarrollar y a ejecutar los principios formulados por la ley que complementan, sin que puedan sobrepasar esta ley añadiendo algún nuevo principio que no estuviera ya expresa o implícitamente establecido en la misma.
Así pues, resulta muy notable que la constitución francesa no caracterice al acto administrativo ni por la naturaleza intrínseca de sus disposiciones, ni por su materia especial. En esto, emplea respecto de la administración el mismo método que respecto a la legislación. Así como los textos constitucionales no definen a la ley por su objeto, su campo de acción o su contenido, así también el art 3 antes citado se abstiene de especificar las materias a las cuales podrá referirse la acción administrativa del presidente, o los caracteres internos que habrá de presentar, respecto ejecución de las leyes. Las constituciones de 1852 y 1870, en sus arts 6 y 14, respectivamente, dicen que el jefe del Estado “hace los reglamentos y decretos necesarios para la ejecución de las leyes” Estas diversas formulas son más o menos amplias; pero se observa sin embargo que casi todas refieren la potestad administrativa a una idea de ejecución de las leyes, y esta es, en efecto, la idea fundamental y tradicional del derecho público francés respecto a este punto desde 1789.
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a su contenido, el acto administrativo presidencial. Según el derecho positivo francés, el concepto del acto administrativo, así como el de la ley, es independiente del contenido de uno y otro y no existe materia propia de la administración, como tampoco reserva la constitución materia especial a la ley. Pero, para señalar la diferencia esencial que separa la administración y la legislación, la constitución se refiere exclusivamente a la desigualdad de los poderes inherentes a cada una de estas funciones, desigualdad que, por lo demás, sólo es una consecuencia de la desigualdad de sus órganos. De ahí la definición del art 3. En ese texto, la función de administradores, empezando por el Presidente de la Republica, se caracteriza únicamente por la relación de dependencia y subordinación que en él se establece entre el acto administrativo y la ley, subordinación que se lleva a tal punto que, según la fórmula del art.3, la función administrativa sólo consiste normalmente en la ejecución de las leyes. De este sistema del derecho publico francés derivan, como consecuencia, los dos conceptos siguientes: 159. en primer lugar, la autoridad administrativa carece de potestad general que le permita, en un orden determinado de materias, actuar o estatuir por su propia iniciativa por vía de reglamentos generales o de medidas particulares. Sin duda alguna el Presidente de la Republica tiene directamente de la constitución cierto número de poderes, como el de dirigir los asuntos exteriores, convocar o aplazar las cámaras, etc; poderes cuya importancia es desde luego considerable y que ejerce, no ya a consecuencia y en virtud de leyes que emanan del cuerpo legislativo, sino fundado en su propia competencia constitucional. Pero fuera de estas atribuciones especiales, que sólo entrañan ciertos actos limitativamente determinados, el principio general formulado por el art.3 antes citado es que la actividad administrativa sólo puede ejercerse en ejecución de una prescripción legislativa, y ello sin que deba distinguirse, ratione materiae, entre los actos que se refieren a los ciudadanos y aquellos cuyo efecto debe permanecer confinado dentro del organismo administrativo. Según el art 3 no existe materia que dependa directamente de la función administrativa. El campo de acción de la administración es sencillamente la ejecución de las leyes. Esta condición de ejecución de las leyes se encuentra realizada, no solamente cuándo los actos de la autoridad administrativa se limitan a asegurar la limitación de medidas ya dispuestas por las leyes existentes, sino además cuantas veces la autoridad administrativa toma por sí misma medida en virtud de una habilitación que le ha sido conferida por un texto legislativo, puesto que, en este último caso el acto administrativo halla su origen y adquiere su legitimidad (en el sentido jurídico romano de esta palabra) en la ley que lo autoriza y en lo cual, en este sentido,
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Constituye la ejecución. Los textos mismos califican como medida de ejecución d ela ley a aquellos actos realizados por la autoridad administrativa en virtud de una competencia atribuida a esta por una ley. El art 38 de la ley de presupuestos de 17 de abril de 1906, por ejemplo, que vino a conferir al Presidente de la Republica la facultad de regular por vía de decreto las condiciones de nombramiento y ascensos en la magistratura, especifica que el derecho a que se refiere, constituirá “un reglamento de administración pública, dictado en ejecución de la presente ley”. La determinación de las reglas que rigen el nombramiento para las funciones judiciales depende sin duda, en principio, de la competencia del legislador. Al atribuir al Presidente el poder de formular esas reglas por sí mismo, la ley de 1906 le confería, pues, al parecer una competencia de esencia legislativa (a este respeto, ver Duiguit, Traité vol.II, pp.457. ss.). A pesar de esto, el texto de referencia define al decreto que habrá de dictarse como un acto de la función administrativa consistente en asegurar la ejecución de las leyes, y por lo mismo como un acto administrativo. Se desprende, pues, del art.3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que no existe materia general sobre la cual tenga la autoridad administrativa el derecho de estatuir por su propia potestad, es decir, en ausencia de todo texto que la habilite a dicho efecto. Fuera de los casos de que el presiente de la republica encuentra en la constitución misma el poder de realizar ciertos actos determinados, la autoridad administrativa sólo puede ejercer su actividad a condición de apoyarse en textos de leyes. La fórmula que mejor resume respecto a este punto el sistema del derecho público franceses la del art 78 de la Constitución Belga, que dice: “El rey no tiene más poderes que aquellos que le atribuyen formalmente la constitución o las leyes formuladas en virtud de la constitución”. Este texto expresa en términos particularmente claros y afortunados la naturaleza y el alcance de la función administrativa que consiste, en todos los casos, en actuar en virtud de poderes legales, provengan, esos poderes de la ley constitucional, misma o de las leyes ordinarias. Este es un punto admitido hoy día por la mayor parte por los autores franceses, pero no por todos, sin embargo. Algunos sostienen aún, como Barthélemy (op. Cit., pp.6 ss., 14 ss.;ef. Revuet du droit public, 1907, pp.298 ss.), que “el cometido del gobierno no puede limitarse a la obediencia de la ley”, que “no está permitido, pues, caracterizar este contenido por la ejecución de las leyes”, sino que “consisten en velar por los intereses generales, proveer a las necesidades del gobierno, etc;.”. Esta fórmula vaga e indefinidamente amplia, si fuera exacta, supondría en suma la emancipación casi completa del gobierno respecto de la legislación en la literatura reciente se afirma la opinión contraria. Así, según Duguit, (L´État vol.I. pp.459 y 465), “ la administración solo puede actuar den-
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tro de los limites que le son trazados por una regla legislativa, y debe ocurrir siempre así… La administración solo puede intervenir dentro de estos límites fijados previamente por una leyescrita”, y ( Manuel 1ª ed., pp.661): “Un acto administrativo solo es valido cuando esta realizado por un funcionario que actúa dentro de los limites de la competencia que la ley le confiere”. Artur (“Separtion des pouvairs et des fonctions”, Reciso: “Los actos de administración siempre suponen una ley anterior que lo autorice y con lo cual deben hallarse de acuerdo”. Las formulas mas absolutas las proporcionan Berthélemy (“De l´exercise de la souverainete par l´autorité administrative”, revue dud droit public, 1904, pp.214, 220, 226): “La administración solo puede actuar, actuar, para procurar la ejecución de la ley, dentro de las formas prescritas por la laey, y únicamente en la medida prevista por la ley… es principio de nuestro derecho publico que la administración no puede ejercer sino aquellos poderes que le son conferidos rigurosamente por la ley.. solo la ley reina… el legislador determina que hombres procuraran por la acción y porque acción, la ejecución de las leyes que dicta. Los administradores son los agentes designados para realizar la tarea legal que el programa legal les asigna” 2 Laferriére (Traité de la juridiction administrative, 2ª ed., vol. II, p.45)dice asimismo, al menos en cuanto a las medidas administrativas susceptibles de afectar a los particulares, que no es admisible “que las autoridades públicas puedan revestirse por si mismas de poderes que legislador hubiera omitido concederles”. Los autores alemanes, si bien deducen de sus constituciones positivas, para la autoridad administrativa, el derecho de estatuir en virtud de su sola potestad respecto a los asuntos interiores de los servicios públicos, reconocen al menos que en lo que se refiere a las medidas que afectan a los administrados, la autoridad administrativa no puede tomarlas sino con la condición absoluta de haber recibido de la ley el poder correspondiente. Esta es la doctrina que Laband, particularmente, sostiene en forma muy clara: “El imperium no es, en el Estado moderno civilizado, un poder arbitrario, sino que se halla regulado según máximas jurídicas; es
2. Ver también las objeciones suscitadas por Berthelemy (loc. Cit.,p.213) contra la siguiente afirmación de O. Mayer (op. Cit., ed. Francesa, vol. I p. 108): “existe para la administración la posibilidad de actuar fuera de la esfera de ejecución, fuera de cualquier dirección por parte de la ley. Este caso se presenta cuantas veces no existe ley en la materia de que se trata, o cuando no se trata de la esfera reservada” por esfera reservada entiende O.Mayer la esfera del derecho individual. Su afirmación referente a la posibilidad para la autoridad administrativa de actuar fuera de la ley no concierne, pues, sino a las decisiones que no se refieren a los administradores respecto de su derecho individual. Berthélemy declara, sin embargo, que dicha información “puede ser cierta mas allá del rin, pero nadie en francia puede suscribirla”
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Característica del Estado de derecho, que dicho Estado no puede exigir de sus súbditos ningún acto positivo o negativo, imponerles o prohibirles lo que fuere, sino en virtud de un prinicipio jurídico. Estas reglas jurídicas tienen generalmente a las leyes por sanción etas leye proporcionan las prescripciones jurídicas referentes a las usurpaciones que pueda permitirse el Estado sobre la persona y la fortuna de sus subordinados” (op.cit., ed. Francesa, vol. III p.526) y en otro lugar (p.538): “El deber de obediencia que incumbe al ciudadano en el estado moderno no es ilimitado; la determinación de su amplitud no queda al buen criterio del gobierno… los derechos del poder político respecto al individuo están determinados por dispociones jurídicas y son consiguientes, restringidos. Luego toda orden administrativa debe fundarse en una ley que confiera el poder de exigir de los súbditos tal o cual acto, tal o cual prestación , tal o cual abstención. Este principio no admite excepción y no solamente se aplica a las cargas financieras o militares, sino también, en la misma medida, a las ordenes de la policía” (cf.Rosin, Polizeiverordnungsrecht in Preussen 2ª ed., pp.15 ss.) este criterio de laband ha sido impugnado por G. Meyer (Lehrbuch des deutschen staatsrechts, 6ª ed., p.649; cf. Sarwey, allg Verwaltungsrecht, en el Handbuch des offentlichen Rechets de marquardsen, vol. I p.36) , que pretende que la administración no se reduce a la ejecución de prescripciones legales, sino que consiste en actuar dentro de los limites fijados por la ley, formando ésta así, no ya la condición, sino únicamente la barrera de la actividad administrativa. G Meyer aplica esta proposición, particularmente, a la policía, la que según él no necesita texto especial para emitir una orden o una prohibición. Pero anschutz, que hizo publicar la 6ª edición de la obra antes citada de G Mayer, declara (p.649, n.3) que la opinión de dicho autor ha sido abandonada actualemente por la doctrina alemana, demostrando asimismo que ha sido rechazada por el tribunal administrativo superior de Prusia
160. El derecho público francés no autoriza la distinción alemana entre materias jurídicas y materias administrativas. Pero por el sistema de la constitución francesa resulta el segundo concepto: que la administración, si bien en cierto sentido no posee materia propia, tiene por lo menos, en otro sentido, no posee materia propia, tiene por lo menos, en otro sentido, un campo de acción ilimitado. Con la única condición de fundarse en un texto legislativo que a ello la habiite, puede la autoridad administrativa tomar cualquier clase de medidas respecto a cualquier clase de objetos. Pues la constitución no entra en ninguna distinción ni formula ninguna rserva a este respecto. No dice que el presidente solo podrá ejecutar las leyes por actos particulares, con exclusión de los actos de reglamentación general; no dice tampoco que su potestad de ejecución de las leyes se limite a aquellas medidas que solo tienen efecto en el interior de los servicios públicos, ni excluye de ningún modo
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las medidas que afectan a los ciudadanos en su derecho individual. La constitución no define a la administración por su materia , si no únicamente por su carácter ejecutivo , exige que todo acto administrativo se haga en ejecución, o sea en virtud, de una ley; pero no hace indicación de materia respecto de las cuales prohíba a las leyes encargar a la autoridad administrativa de estatuir. La mayor parte de los autores franceses han desconocido este punto; no pudieron creer que la administración pudiera ejercerse indefinidamente sobre los mismos objetos que la legislación, y se esforzaron por determinar las materias que se reservan exclusivamente a la ley. Pero, si se consideran aquellas mismas materias que, según los autores, constituyen el mas alto grado de la esfera reservada al legislador, se observa que la competencia administrativa. Es evidente, por ejemplo, que la autoridad administrativa puede, mediante sus reglamentos de policía, imponer restricciones a la libertad de los individuos, y se verá asimismo (n° 2059) que no es imposible que algunos reglamentos administrativos establezcan sanciones que tengan el carácter penal o tasas que tengan carácter de impuestos. Indudablemente, la autoridad administrativa solo puede dictar semejantes medidas bajo la condición general que constituye la regla fundamental de toda su actividad, o sea bajo la condición de actuar en virtud de un texto que a ello la autorice. Esto es ciertamente una reserva capital. Pero, bajo esa reserva, no es menos importante observar que la autoridad administrativa, al tomar esas decisiones, realiza verdaderamente un acto de función administrativa, y hace uso de su propia potestad. La condición de legalidad a la que se halla subordinada la acción administrativa no impide que el administrador, cuando actúa a consecuencia de la ley y mediante un permiso legal, realice en definitiva un acto de competencia, puesto que así ejecuta la ley, lo que constituye por definición misma el poder administrativo, esto significa, pues que la administración puede referirse a los mismos objetos que la legislación. Así como la ley puede atraer hacia si toda decisión, cualquiera que sea, para emitirla a titulo legislativo, así también el acto administrativo puede, apoyarse en un texto legal, adoptar cualquier clase de disposiciones. Ambas funciones tienen igualmente, en este sentido, un campo de acción indefinido. En apoyo de estas últimas observaciones es interesante hacer notar una diferencia claramente señalada entre el método seguido por la Constitución actual y aquél del cual se sirvieron las primeras Constituciones de la época revolucionaria para determinar y limitar la potestad administrativa respecto de la legislación. La Declaración de 1789, por ejemplo, en sus artículos 4, 5, 7, 8, 10, y 11, enumeraba toda una serie de derechos individuales a los cuales tan sólo una ley podía tocar o transformar. La
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protección de los ciudadanos por el régimen de la legalidad provenía por lo tanto del hecho de que la constitución tenía el cuidado de especificar aquellos derechos fundamentales cuya reglamentación reservaba al poder legislativo. Únicamente una ley formal podría determinar las condiciones de ejercicio de esos derechos y marcar a dicho ejercicio los límites o restricciones que exige el orden público. Esta reserva, establecida a favor de la legislación, tenia precisamente por objeto limitar los poderes de la autoridad administrativa (ver en este sentido O. Mayer, op. Cit., ed. Francesa, vol I, pp. 92 ss., Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp. 77 y 99). Las constituciones posteriores, al menos la de 1875, abandonaron dicho método, y ya no formulan reservas de ese genero. Se reconoció que tales reservas resultaban superfluas en presencia de la regla general que hace depender los actos administrativos del permiso de la ley. La protección de los ciudadanos consiste hoy en que la autoridad administrativa no puede, en principio, ordenarles ni prohibirles nada sino en ejecución de las leyes. 161. considerando el régimen administrativo que se acaba de exponer según la constitución, ¿Cuál es, según el derecho positivo francés, el concepto constitucional de la función administrativa? ¿cuál es la diferencia esencial que distingue la administración de la legislación? En su aspecto constitucional, la administración debe definirse como la actividad que ejerce la autoridad administrativa bajo el imperio y en ejecución de las leyes. Debe observarse ante todo que en esta definición la administración no se caracteriza ni por su objeto, ni por sus procedimientos especiales, ni por su campo de acción. Desde el punto de vista de sus fines, la administración y la legislación – por mas que se haya dicho lo contrario(ver n°154, supra)—no persiguen fines diferentes, sino que proveen, cada una por su lado, a las diversas necesidades del Estado, y concurren paralelamente a regular el derecho aplicable a los ciudadanos, a asegurar el orden público, a organizar a las autoridades y servicios estatales, a desarrollar la cultura nacional.3 asimismo, y en cuanto a los procedimientos 3. Eesto se dice de una manera afirmativa en algunas constituciones. Por ejemplo, la constitución suiza, que en su art 85-6° coloca dentro de la competencia de la asamblea federal “las medidas para la seguridad exterior y para el mantenimiento de la independencia y de la neutralidad de suiza”, dice igualmente, en el art 102, enumera las atribuciones del consejo federal, que este ultimo “cuida de la seguridad exterior de suiza y del mantenimiento de su independencia y de su neutralidad” (art. 102-9°) igualmente el art 85-7° menciona, entre los asuntos de la competencia de la asamblea federal, “las medidas para a seguridad interior de suiza, para el mantenimiento de la tranquilidad y el orden”, mientras que, por su parte, el art. 102-10° dice que el consejo federal “cuida de la seguridad interior de la confederación, del mantenimiento de la tranquilidad y del orden” así pues, ambas autoridades federales, la encargada especialmente de la legislación y la que tiene por objeto
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empleados, debe señalarse que ambas funciones entrañan, tanto una como otra, decisiones particulares y prescripciones generales, pues si bien un buen numero de medidas particulares dependen de la legislación (ver n° 124, supra). Recíprocamente, consiste a veces la administración en estatuir por la via de reglas generales concebidas ni abstracto. Finalmente,
exclusivamente la administración, reciben de la constitución atribuciones idénticas, referentes a los mismos objetos y redactadas, en lo que concierne a dichos objetos, en términos idénticos. Y por lo demás nada hay en ello de sorprendete, puesto que el art.2 de la constitución suiza sienta como principio que “la confederación tiene por objeto asegurar la independencia de la patria frente al extranjero y mantener la tranquilidad y el orden en el interior”; es evidente, pues, que las diversas autoridades federales deben trabajar igualmente para que estos fines esenciales sean conseguidos. Ahora bien, hay diferencias de procedimiento. Si el consejo federal y la asamblea federal colaboran en las mismas tareas, no ejercen las mismas funciones de potestad. La asamblea es la autoridad superior, única que puede formular las voluntades principales y darles valor de leyes. En cuanto al consejo federal, solo es una autoridad subalterna y su cometido, sea ejecutivo, sea incluso “directorial”, solo puede ejercerse bajo el imperio de las leyes en vigor y de conformidad con las leyes (art.102-1°). La asamblea federal y el consejo federal se caracterizan también, incluso cuando sus actividades respectivas se ejercen para la realización de un fin común, como órganos investidos de funciones diferentes. La diferencia consiste, ante todo, en que la asamblea federal posee un poder de legislación, mientras que el consejo federal no posee sino un poder de administración. Parece pues, que la constitución federal misma haya querido señalar esta diferencia funcional por los términos apropiados de los que ha servido para definir separadamente los cometidos de la asamblea federal y del consejo federal referentes a las tareas que le son comunes. La variedad de las expresiones constitucionales se manifiesta particularmente, a este respecto, en el texto alemán de esta constitución. El art. 85-6°, 7° y 8°, por ejemplo, atribuye a la asamblea federal los Massregeln, que tienen por objeto asegurar la seguridad exterior, el orden y la seguridad interiores, etc … El art.102 que le encarga al consejo federal ocuparse de los mismos objetos, se limita a decir, bajo los incisos 3°,8°,9° y 10°, er wacht, er whart, er sorgt; estas expresiones se traducen uniformemente en los números correspondientes del texto francés por la palabra: II veille (el cuida). Se trata aquí, evidentemente, de matices del lenguaje, que sin embargo no pueden considerarse como debidos simplemente a una casualidad de redacción. Solo pueden explicarse, en los textos citados, por la intención de establecer una diferencia entre los procedimientos empleados por una y otra parte para conseguir los fines comunes, diferencia que proviene de la desigualdad de las potestades propias de ambas partes. Partiendo de estas observaciones, he aquí cómo, en el terreno de las tareas idénticas de las dos autoridades, abra de establecerse entre ellas el reparto de las competencias. Corresponde primeramente al consejo federal tomar todas aquellas medidas tendientes a la realización de los fines a los cuales debe proveer, por cuantas dichas medidas están ordenadas en virtud de las leyes vigentes; en este consejo federal no hace sino ejercer una actividad de orden estrictamente ejecutivo. Si, por el contrario, se trata de adoptar medidas que no están previstas por la legislación y que incluso crean nuevo derecho, entonces no pueden negarse que el consejo federal, en virtud de los textos antes citados, tenga el poder de hacerlo juntamente con la Asamblea federal y fuera de la misma, y debe reconocercele a este respecto un poder propio de ordenanza reglamentaria, en cuyo ejercicio se manifiesta su competencia “directoral” (ver la n|5 del n°195 infra). Pero, al menos, sus actos reglamentarios se hayan siempre dominados por la legislación federal, en el sentido de que no pue-
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FUNCION DEL ESTADO
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Se acaba de demostrar que ambas funciones tienen el mismo campo de acción: particularmente, no es exacto pretender que las reglas de derecho dependen que la función legislativa únicamente, y que, por el contrario, la administración comprende en sí la reglamentación administrativa y del funcionamiento de los servicios públicos corresponde a la potestad legislativa, lo mismo que función administrativa supone necesariamente el poder de emitir prescripciones obligatorias para los administrados. Pero si ambas funciones se parecen en todos los aspectos se dis- tinguen por su potestad respectiva, por cuanto que n o entraña igual grado de iniciativa para el cumplimiento de sus actos respectivos y por cuanto dichos actos no tienen la misma eficacia. Según la Constitución francesa, la Constitución y la legislación colaboran en las mismas tareas, pero con cometidos y poderes desiguales. La diferencia esencial entre estas actividades es una “diferencia jerárquica”,4 que depende de la superioridad de la ley por una parte y por otra de la subdirección de la administración con respecto a la ley. Esta diferencia de potestad se manifiesta desde un doble punto de vista. 162. Entre el acto legislativo y el acto administrativo hay en primer lugar una diferencia de potestad por lo que se refiere a sus efectos. Una misma prescripción o decisión, según sea emitida a titulo administrativo a titulo legislativo, tiene un alcance y una fuerza. Muy diferentes. Así den modificar ni contrariara a ésta. Tampoco pueden invadir el campo de acción que se encuentra ya reglamentado por soluciones de las asamblea. Es éste un punto que ha sido notado expresamente por los autores suizos. Burckhardt, especialmente (Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, 2ª ed., p. 693),hace notar, enel art.102-9° y 10°combinando con el art.85-6°y 7°, que,por razones de identidad de los objetos confiados por estos textos a la actividad de la Asamblea federal y el consejo federal, ambas autoridades tienen, tanto una como otra, competencia para adoptar las medidas tendientes a garantizar la seguridad interna y externa de Suiza, pero bajo las mismas reservas, sin embargo, de que la competencia del gobierno federal en estas Materias solo puede ejercer en cuanto la Asamblea federal no haya intervenido por si misma Para prescribir las medidas referentes a una cuestiono situación determinada. Esta observación demuestra bien a las claras que aunque posea ciertas competencias semejantes a las de la Asamblea federal, el consejo federal, incluso en el orden de las tareas comunes , sólo posee una potestad subordinada a la potestad de el asamblea. Finalmente, las medidas reglamentarias provenientes del consejo federal no adquiere valor de leyes; a este respecto debe observarse que no solamente la asamblea federal es dueña de cambiar las reglas contenidas en las ordenanzas del consejo federal, sino que además, el art.113 de la constitución, que especifica que el tribunal federal tiene obligación de aplicar las leyes y las resoluciones de la asamblea federal que tenga un alcance general, no menciona las ordenanzas del consejo federal, de donde se deduce que estas últimas caen bajo el control jurisdiccional del tribunal federal del mismo modo que se encuentra bajo el control parlamentario de la asamblea federal(cf. Respecto de estos puntos, la n. ll del n.309,infra).
4. Según expresión de Hauriou (op. Cit,5ª ed; p.39) quien por otra parte (cf.8ª ed., p.379) Niega la distinción entre ambas funciones se reduzca a esta referencia jerárquica.
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FUNCION ADMINITRATIVA
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Como la ley es una disposición de esencia superior, que se coloca entre las reglas estatutarias o entre las manifestaciones de la más alta voluntad del Estado, en el sentido de que en el porvenir no podrá modificarse más que por una nueva ley, y que, por lo tanto, no solamente se impone a los gobernadores, sino también a los gobernantes distintos del legislador, el acto administrativo solo tiene el valor de una regla o decisión subalterna, que de un modo general no obliga a legislador ni, en cierto sentido, a la autoridad administrativa. Puesto que, por una parte, la ley tiene el poder de modificar o derogar las disposiciones tomadas por vía administrativas; así pues, abroga con el pleno derecho cualquier disposición de un reglamento administrativo que le sea contrario. Por otra parte las decisiones administrativas no obligan de una manera absoluta al administrador, y en la medida que éste es dueño de modificarlas o derogarlas no tiene, en lo que a él se refiere sino una fuerza inferior a la fuerza de la ley. Estas diferencias entre la función legislativa y la función administrativa deriva únicamente, por cierto, de la diferencia de potestad de los órganos de legislación y administración, y por lo mismo, la distinción entre ambas funciones aparece en lo que acaba de decirse, con una significación permanente formal. Pero precisamente este punto de vista formal es el único que cuadra hoy en día con el sistema de derecho público francés, ya que en dicho sistema las cualidades especiales que caracterizan el acto administrativo y lo distinguen de la ley derivan exclusivamente de la desigualdad de potestad constitucional que existe entre las autoridades legislativas y administrativas. 163. Esta desigualdad de poderes y la subordinación de la administración a la ley se manifiesta más aún desde un segundo punto de vista si en cierto sentido el campo de acción de la administración es ilimitado, lo mismo que el de la legislación, ambas funciones no implican igual potestad de iniciativa y de decisión en el terreno en el cual se ejerce concurrentemente. Así como la legislación es libre la administración de halla constitucionalmente obligada (cf. O. Mayer, loc. Cit., vol. I, p.97; Jellinek, l’ É tat moderne, ed. Francesa, vol. II, p.327 ss.), solo pueden ejercerse, bajo el imperio de las leyes, que la denomina y delimitan jurídicamente; háyase, pues, obliga a obedecer la leyes y a conformarse a ellas. Ésta es una consecuencia de la superioridad – particularmente de la superioridad estatutaria- de la ley. Resulta de esto que la función administrativa tiene como primer cometido el de poner en ejecución, ya sea las reglas abstractas, ya sea las decisiones particulares, o, de un modo general, todas las prescripciones o medidas cualesquiera decretadas por las leyes. Esta es la parte estrictamente ejecutiva de dicha función. Entre las medidas que son administrativamente aplicadas para la realización de los fines estatales deben
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FUNCION DEL ESTADO
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Figurar en primera línea aquellas que han sido decretadas por la ley misma. Si las leyes no han establecido por sí mismas las medidas que deben tomarse, no podrá ejercer la acción administrativa –en segundo lugar- bajo la condición de no desconocer la legislación existente; habrá de mantenerse intra legen, es decir, dentro de los limites que resulten, bien del orden jurídico general establecido por la legislación, bien de las decisiones particulares emitidas por la vía legislativa. Esto implica especialmente que la autoridad investida de la potestad administrativa no podrá en ningún caso derogar por un acto individual las reglas generales contenidas en las leyes. Pero, en este ultimo aspecto, importa hacer notar otra diferencia de potestad mas profunda entre la administración y la legislación. Una de las principales características de la ley, como se ha visto anteriormente (núms. 98 y125), es la de poder dictar a título particular medidas que deroguen la ley general establecida por la legislación vigente. No existe en efecto, medio jurídico alguno que permita impugnar la validez de tales leyes excepcionales y por otra parte, la constitución francesa no establece limites para la potestad legislativa, ni en lo que se refiere a su materia ni en lo que concierne a las decisiones que entraña. Así pues, la ley es soberana; el legislador es legibus solutus, y escapa a la necesidad de observar sus propias leyes. La autoridad administrativa, por el contario, se encuentra sometida, no solamente a las leyes, al provenir éstas de un órgano que es superior a ella sino también en las reglas generales que ella misma haya podido crear; eso ocurre, al menos, cuando dicha regla se refieren individualmente a los administrados. No puede el administrador, por vía de decisiones particulares, introducir en el orden jurídico general ninguna modificación que atente contra los individuos, cualquiera que sea la fuente de donde provenga dicho orden. Evidentemente la autoridad administrativa no está obligada por sus propios reglamentos en el sentido que puede revisarlos y sustituirlos en el porvenir con una nueva reglamentación general. Está obligada a respetarlas, en el sentido de que no puede mientras el reglamento está vigente, adoptar ninguna nueva desición individual que se halle en contradicción con dicho reglamento (Deuguit, Traité, Vol. I, p.210; Mayer, loc. Sit., vol. I, pp. 97 y 116). Esta limitación de la potestad administrativa es completamente cierta, porque en el derecho positivo actual existe, contra los actos administrativos, un recurso por infracción de la ley que también se extiende a la infracción de los reglamentos; mientras que con el acto administrativo no es posible ningún recurso de este género. Existe pues, en esto una diferencia muy marcada de la potestad entre la legislación y la administración. Esta nueva diferencia, por otra parte viene a revelar claramente cuál es el fundamento
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FUNCION ADMINISTRATIVA
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preciso de la potestad especial inherente a la ley. Si el legislador puede derogar las leyes no es por la razón que, en principio, el autor de una regla general sea siempre dueño de aportar excepciones individuales a la regla formulada por él mismo, pues esta explicación seria in exacta, ya que no puede aplicarse a las autoridades administrativas ni a los reglamentos hechos por ella. En realidad, el poder que tienen la ley para derogar la legislación existente se fundamenta únicamente en la potestad propia del órgano legislativo, y proviene que la voluntad del cuerpo legislativo, según el derecho constitucional actual, es enteramente independiente de cualquier sujeción o limitación. Así pues, desde el punto de vista de su potestad de iniciativa, la administración se halla obligada por el hecho de que, por la vía administrativa, nada puede emprenderse en contra de la ley, y la función administrativa debe permanecer siempre contenida intra legem, dentro de los limites que resultan dentro de las leyes. Ya en este primer sentido se encuentra estrechamente subordinada la ley; pero además, según el derecho francés, esta subordinación alcanza a un grado tal que la administración solo puede ejercerse secundum legem, de conformidad con las leyes, o sea a consecuencia y en virtud de un texto legislativo, o como dice el art. 3, antes citado, de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, “en ejecución de las leyes”. La ley no es, pues, únicamente el límite de la actividad administrativa, sino que forma también la condición de la misma. Esta actividad sólo puede consistir en actos o medidas que tiendan a procurara o asegurar la ejecución de las leyes vigentes, o por lo menos que estén autorizadas por una ley. Este es el sistema constitucional consagrado por el art.3. 164. no hay que confundir este sistema con lo que se llama el régimen del Estado de derecho, en oposición{on al estado de policía. El Estado de policía es aquel en el cual puede la autoridad administrativa, de una manera discrecional y con una libertad de decisión m{as o menos completa, aplicar a los ciudadanos todas aquellas medidas cuya iniciativa juzgue útil tomar por si misma , a fin de hacer frente a las circunstancias y conseguir en cada momento los objetos que se proponen. Este régimen de policía se funda en la idea de que el fin basta para justificar los medios. Al Estado de policía se opone el Estado de derecho, el “RECHTSSTAAT” de los alemanes (cf.p. 223, supra).5.Por estado de derecho debe entenderse Un estado que, en sus relaciones con sus súbditos y para garantía del es5 la teoría del estado ha sido construida en su forma científica, por los autores alemanes, u sus principales fundadores son v.Mohl (Die Polizewissenschaft nach den Grundsätzen des Rechtsstaates, & 2), Stahl (Rechts- und Staatslehre, 3ª ed., vol. II. p. 133) y Gneist (Der Rechthsstaat,2ª ed., p. 33; cf. Bähar, Der Rechthsstaat, pp. 1ss). Pero en Francia, y por la asamblea nacional de 1789, donde han sido expuestas las ideas primordiales y en
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FUNCION DEL ESTADO
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tatuto individual de estos, se somete el mismo a un régimen de derecho, por cuanto a encadena su acción, respecto a ello por un conjunto de reglas, de las cuales unas determinan los derechos otorgados a los ciudadanos y otras establecen previamente las vías y los medios en que podrán emplearse con vistas a realizar los fines estatales: dos clases de reglas que tienen por efecto común limitar la potestad del Estado subordinándola al orden jurídico que consagra. Uno de los signos característicos del régimen del estado de derecho consiste precisamente en que, respecto a los administrados, la autoridad administrativa solo puede emplear medios autorizados por el orden jurídico vigente, especialmente por las leyes. Esto implica dos cosas: por una parte, cuando entra en relación con los administradores, no puede la autoridad administrativa ir en contra de las leyes existentes ni apartarse de las mismas, sino que está obligada a respetar la ley. Por otra parte, en el Estadio de derecho que ha alcanzado su completo desarrollo, la autoridad administrativa no puede imponer nada a los administrados si no es en virtud de una ley, y no puede aplicar, respecto a ellos, sino aquellas medidas previstas explícitamente por las leyes o al menos implícitamente autorizadas por ella. El administrador que exige de un ciudadano un hecho o una abstención debe empezar por mostrarle el texto de la ley de donde toma el poder para dirigirle ese mandamiento. Por consiguiente, en sus relaciones con los administrados, la autoridad administrativa no solo mente debe abstenerse de actuar contra legem, sino que además está obligada a actuar solamente secumdum legem, ose en virtud de habilidades legales. Finalmente el régimen del Estado de derecho implica esencialmente que las reglas limitativas que el Estado se ha impuesto a sí mismo en interés de sus súbditos podrán ser alegadas por éstos de la misma manera que se alega el derecho, ya que sólo con esa condición habrá de constituir, para los súbditos, verdadero derecho. El estado de derecho es pues, aquel que al mismo tiempo que formula prescripciones relativas al ejercicio de su potestad administrativa, asegura a los administrados, como sanción de dichas reglas un poder jurídico de actuar ante una autoridad jurisdiccional con objeto de obtener la anulación, la reforma o por lo menos la no aplicación de loa actos admnistrativos que las hubieran infringido. Por lo tanto, el régimen del Estado de derecho se establece en interés de los ciudadanos y tiene por fin especial preservarlos y defenderlos contra la arbitrariedad de las autoridades estatales. Muy diferente es el parte de las instituciones sobre las cuales descanza el sistema del Estado de derecho. El origen Francés de este sistema ha sido reconocido y puesto en claro por O. Mayer(loc. Cit. Vol. I, pp. 74 ss., 81). Respecto al Estado de derecho, ef. Duguit, Traité, vol. I, pp. 50 ss., vol.II, pp. 1 sss.; Jellinek op. cit., ed. Francesa, vol. II, p. 322; G. Meyer. Op. cit., 6ª ed., p.27.
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FUNCION ADMINISTRATIVA
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Sistema establecido por la Constitución francesa, en lo que se refiere a la subordinación de la potestad administrativa a la legislación. Este sistema no solo consiste en hacer depender las habilitaciones legislativas aquellos actos de las autoridades administrativas que interesan individualmente a los administrados, sino que el principio formulado por el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1985 tiene un alcance mucho más absoluto: implica, de una manera general e ilimitada, que la actividad administrativa cualesquiera que fuera su objeto y sus defectos, sólo puede ejercerse normalmente con posterioridad a la ley, tomando como punto de partida y como base de legitimidad una decisión o una prescripción legislativa. El régimen establecido por el art. 3 significa, pues, que la función administrativa por entero se reduce, por definición misma a una la función de la ejecución de las leyes. Ya no se trata aquí solamente del sistema del Estado de derecho, sino que la verdadera denominación que debe darse al Estado francés en este aspecto sería más bien la de Estado legal, es decir, un Estado en el cual todo acto de potestad administrativa presupone una ley de la que depende y de la cual debe asegurar la ejecución. Entre el régimen del Estado legal y el del Estado de derecho existen muchas diferencias: 1° El Estado de derecho se establece simple y únicamente en interés y para la salvaguardia de los ciudadanos; solo tiende a asegurar la protección de su derecho o su estatuto individual. El régimen del Estado legal está orientado a otra dirección. Se relaciona con un contexto político referente a la organización fundamental de los poderes, concepto según el cual debe la autoridad administrativa, en todos los casos y respecto a todas las materias subordinarse al órgano administrativo en el sentido de que no podrá actuar sino en ejecución o por autorización de la ley. Esta subordinación no se reduce desde luego a aquellos actos de administración que producen efectos de orden individual respecto a los administrados, sino que se extiende, en principio, a todas las medidas de administración, hasta aquellas – reglamentarias o particulares- que, sin tocar el derecho de los administrados, concierne únicamente al funcionamiento interno de los servicios administrativos y solo deben dejar sentir sus efectos en el interior del organismo administrativo. Tal es actualmente el sistema que haya su expresión en el art. 3 antes citado de la ley de 25 de febrero de 1975. Dicho texto, en efecto, no establece distinciones. Lo mismo en lo que concierne al funcionamiento interior del aparato administrativo que en lo que se refiere a las medidas externas aplicables a los administrados formula como regla invariable que la autoridad administrativa solo puede “asegurar la ejecución de las leyes” , lo que significa que habrá de buscar siempre un texto legislativo la legitimación y la fuente
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FUNCION DEL ESTADO
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primera de su actividad. Lo que establece el art. 3 no es solamente por lo tanto el régimen del Estado de derecho, sino precisamente el de Estado legal.
2° El sistema del Estado de derecho se encuentra establecido actualmente en la mayor parte de los estados por lo menos en lo que a la potestad administrativa se refiere. Ha llegado a imponerse hasta a los países de monarquía pura. Asi es como la mayor parte de los autores alemanes enseñan que en Alemania la autoridad administrativa y el mismo monarca no puede dictar ninguna regla ni medida que pueda afectar a los ciudadanos sino en virtud de una ley. Todo aquello que puede, modificar el derecho individual, como se ha visto anteriormente (núms. 99 ss) es considerado en la literatura jurídica alemana como una materia de ley. El sistema de jerarquía de las funciones establecidas por el art. 3 es especial de las democracias; se refiere a la idea de que el cuerpo legislativo, en cuanto lo constituyen los elegidos por el país, es la autoridad superior, única que tiene un poder de voluntad y de decisión iníciales, y tiene por objeto directo hacer depender toda la actividad subalterna de las autoridades administrativas, incluso al jefe del ejecutivo de voluntades previamente enunciadas por el legislador, por lo que no pueden las autoridades administrativas, en dicho sistema tener mas facultades, competencias o poderes que aquellos que le sean atribuidos por una ley preexistente. Así pues, de estos dos regímenes, el uno solo tiende a proporcionar a los ciudadanos ciertas seguridades individuales que pueden conciliarse con todas las formas gubernamentales; el otro constituye por sí mismo una forma especial de gobierno.6
3° El sistema de derecho, por más que tenga en cuanto a la extensión de la potestad administrativa, un alcance menos absoluto que el del sistema del Estado legal, posee, en otros aspectos, un alcance, mayor que este ultimo. El estado legal tiene puramente a asegurar la supremacía de la voluntad del cuerpo legislativo y solo implica la subordinación de la administración de las leyes. El régimen del Estado de derecho significa que no podrán imponerse a los ciudadanos otras medidas administrativas que aquellas que estén autorizadas por el orden jurídico vigente, y por consiguiente exige la subordinación de la administración, 6 no hay que confundir, sin embargo esta fórmula gubernamental con aquella que se conoce habitualmente con el nombre de “gobierno convencional”. A pesar de ciertas tendencias comunes, estas dos formas están separadas por una diferencia muy clara como su nombre lo indica, el régimen convencional en el cual la acción administrativa suprema se ejerce directamente por las Asambleas mismas, al concentrar estas en sí a la vez, la Potestad legislativa y la potestad administrativa. En el caso del Estado legal realmente la autoridad ejecutiva solo puede actuar en virtud de una ley; al menos bajo esta reserva actúa por si sola, y las Cámaras no ejercen en el orden administrativo, en principio, sino un poder de control y de vigilancia.
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Tanto a los reglamentos administrativos como a las leyes. Además, el desarrollo natural del principio sobre el cual descansa en Estado de derecho implicaría que el legislador mismo no puede, mediante las leyes hechas a titulo particular derogar las reglas generales consagradas por la legislación existente. Estaría igualmente de acurdo con el espíritu de dicho régimen que la constitución determine superiormente y garantice a los ciudadanos , aquellos derechos individuales que deben permanecer fuera del alcance del legislador. El régimen del Estado de derecho es un sistema de limitación, no solamente de las autoridades administrativas , sino también del cuerpo legislativo. Desde este punto de vista se debe observar que el principio del art.3° antes citado, que en cierto sentido sobrepasa las exigencias del estado de derecho, permanece, en otro sentido, por debajo de dichas exigencias. Por un lado, la Constitución francesa llega mas alla que al establecimiento del estado de derecho, puesto que subordina a las leyes incluso aquellos actos administrativos que no se refieren directamente a los ciudadanos considerados individualmente. Pero, por otro lado no se ha elevado hasta la perfección del estado de derecho, pues si bien asegura a los administrados una protección eficaz contra las autoridades ejecutivas, no obliga a al legislador a un principio de respeto del derecho individual que deba imponerse a él de un modo absoluto. Para que el Estado de derecho se encuentre realizado, es indispensable, en efecto, que los ciudadanos estén provistos de una acción de justicia, que les permita atacar a los actos estatales viciosos que lesionen su derecho individual. Ahora bien, según el derecho francés, semejante acción solo existe contra los actos administrativos y jurisdiccionales, únicos que pueden ser objeto de un recurso contencioso por violación del orden jurídico vigente. En cuanto al acto legislativo, no puede ser objeto de ningún recurso por parte de los ciudadanos y no ha instituido la constitución ninguna autoridad que sea capaz de apreciar la validez de los mismos. Como dice BerThélemi (Revuedu droit public, 1904, p. 209, n.), el respeto de las leyes hacia las reglas que el Estado se impuso para limitar su potestad no tiene mas garantía que la “buena voluntad del legislador”; ahora bien, la buena voluntad de la autoridad legislativa, en cuanto se trata de obligar a dicha autoridad, es un factor que carece de valor jurídico. En realidad pues, el sistema del Estado de derecho, tal como se haya establecido en Francia, solo concierne y rige, además de a la justicia, como a la administración. El principio del Estado legal debe entenderse por lo demás en un sentido razonable, o sea suficientemente amplio. Por lo tanto del hecho de que la Constitución encargue a la autoridad administrativa de asegurar la ejecución de las leyes, resulta lógicamente que la potestad legislativa comprende en sí el poder de emitir aquellas prescripciones que puedan ser necesarias para que dicha ejecución se consiga plenamente. A este
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respecto, es cierto que la función administrativa de ejecución de las leyes entraña cierta facultad de iniciativa. La cuestión de saber cuáles son prácticamente la medidas que puedan tomarse en este sentido, es por otra parte muy delicada. De hecho, si los actos realizados espontáneamente por la autoridad administrativa interesan individualmente a ciudadanos, a la autoridad jurisdiccional corresponderá estatuir respecto a su legalidad, y por lo mismo, en ese caso, serán los tribunales los que determinen los limites efectivos de la iniciativa legislativa. Si dichos actos no tocan al derecho individual permanecen siempre sometidos al control parlamentario, y corresponde a las cámara poner coto a los actos de la autoridad administrativa, bien mediante leyes que modifiquen los reglamentos que esta haya podido dictar, bien por la aplicación de la responsabilidad ministerial. Sin embargo, por vigilada y limitada que este la autoridad administrativa, no deja de subsistir para ella cierto poder de iniciativa. Pero es esencial observar que , según la Constitución dicha iniciativa solo puede ejercerse de una manera consecutiva a la ley, y que únicamente se justifica por su objeto y por su carácter ejecutivo. Si tiene por efecto añadirle algo a la ley, solo puede hacerlo en la medida en que se trata simplemente de desarrollar las consecuencias naturales de ésta, y así, por ejemplo la autoridad administrativa no podría, bajo el pretexto de asegurar la ejecución de la ley, tomar medidas que entrañarían para los administrados en aumento de cargar no previstas por dicha ley. Finalmente, pues, puede seguirse diciendo que solo la ley está dotada de potestad inicial absoluta, y que todo acto administrativo presupone una ley que lo autorice expresamente o de la cual pueda considerarse que asegura la ejecución en el sentido de que se acaba de indicar. 165. el fundamento de esta conclusión, sin embargo, es impugnado por buen numero de autores. En lo que concierne por ejemplo, a la potestad administrativa reglamentaria, se ha alegado (Hauriou, op. Cit., 8ª ed., pp.48 y 54; Moreau, op .cit., pp. 159,165,168 ss.; Cahen, op. cit., pp.190 ss., 260 ss., 299,310 ss.) que es tradicional en el derecho publico francés que el jefe del estado posea por lo menos, paralelamente al cuerpo legislativo, la facultada de dictar reglas de policía obligatorias para los ciudadanos asi como de regular la organización y la marcha de los servicios públicos. Estos reglamentos, hechos praeter legem , es decir, que no precisan apoyarse sobre ninguna ley anterior sino que sirven por el contrario para suplir las lagunas de la legislación y que reemplazan a la ley, se fundan, dícese, en la potestad propia del jefe de estado. Y para demostrar que esa es la tradición, se enumera, bajo los mismos regímenes anteriores a 1875, los precedentes y las practicas que suponían en su persona el citado poder reglamentario propio. Pero precisamente debe observarse que el mantenimiento de dicha tradición ha sido excluido por la
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FUNCION ADMINISTRATIVA
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Constitución de 1875. Es cierto que el jefe del Estado ha tenido, paralelamente al cuerpo legislativo, una potestad independiente bajo aquellas constituciones que, con las Cartas, y como la Constitución de 1852 también, subordinaban a su sanción la formación de la ley, concediéndole el derecho de firmar por si solo los tratados con los Estados extranjeros; bajo tales constitucionales era natural que el poder propio del jefe del Estado se manifieste también por la espontaneidad de sus reglamentos, reglamentos que dependían puramente de su voluntad. Pero esa tradición fue ya interrumpido por la Constitución de 1948, que le negaba al presidente de la República el poder de construir en la adopción de la ley; que hacia depender igualmente de la asamblea nacional la perfección de los tratados y que, por fin, en cuanto a los reglamentos encerraba a la potestad presidencial dentro de la estricta formula de art. 49, que decía: “Asegura la ejecución de las leyes”. La Constitución de 1875 siguió respecto de este punto el sistema de 1848. Algunos autores, sin embargo, como Duguit (L’État, vol. II, p. 329; Traité, vol. I, p.405) y Barthélemy (PouVoire executif les republiques modernes, pp. 629, ss.),insisten y demuestran que los constituyentes de 1875 tuvieron la intención de hacer del presidente un “representante” de la nación, que tuviera, lo mismo que las asambleas, la facultad de estatuir por su libre y plena iniciativa; de donde, por lo tanto, surge la consecuencia de que puede por ejemplo, hacer reglamentos que no se limiten a la ejecución de las leyes (Barthélemy, op. Cit., pp. 647 ss.). Pero es conveniente fijarse en lo que los constituyentes de 1875 tuvieron de la intención de hacer que en lo que en realidad hicieron. Es posible que en ciertos aspectos se haya propuesto conferir al presidente poderes de naturaleza representativa. Pero, en lo que concierne a su potestad administrativa y reglamentaria, se ha atenido el principio de 1848 de que el presidente solo puede ejecutar las leyes. Hasta es conveniente observar que aquellos textos constitucionales que se han alegado que como implicado como presidente el carácter de “representante” solo le confiere habilitaciones especiales, el único texto que define de una manera general y en su conjunto la competencia presidencial, el único también que proporciona los elementos constitucionales de una definición de principio de la función administrativa, a saber, el art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875, solo reconoce al presidente un poder de orden ejecutivo.7 Esta es una de las principales razones que han im-
7 Si queremos darnos cuenta del alcance del sistema establecido a este respecto por la Constitución de 1875, será útil compararla con otras Constituciones extranjeras, por ejemplo y especialmente con la Constitución federal suiza. Tanto en la confederación suiza como en la república francesa, solo puede el ejecutivo, en realidad, ejercer los poderes que le hayan sido conferidos por los textos constitucionales (ef. la n. 8 del n° 177, infra). Pero, por lo menos,
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pedido desde 1875 que el Presidente desempeñe el papel de representante que los autores de la Constitución se imaginaban haberle asegurado. Duguit mismo se ve obligado hoy día (Traité, vol. l, p. 406, vol II, p. 464) a reconocer, particularmente en lo que se refiere a los decretos reglamentarios, que en definitiva no tiene el Presidente la potestad de una autoridad representativa. Así pues, la Constitución francesa, después de haberse contentado, en tiempos pasados, con asignar la ley como límite a la potestad administrativa, acabó por formular el principio de que la legislación domina por completo a la administración, en el sentido de que esta última función solamente puede ejercerse, por su misma definición, para la ejecución
se debe observar, para Suiza, que el art. 102 de la Constitución de 1874, que determina las atribuciones del Consejo federal, no se limita a enumerar poderes que se refieren a un objeto especial o consisten en tomar medidas estrictamente definidas por anticipado, como el poder de hacer los nombramientos, o de proponer el presupuesto, o de reclutar tropas en ciertos casos, o de presentar proyectos de ley{ sino que, además, confiere este texto al Consejo federal ciertas competencias generales, definidas menos por su objeto o por la naturaleza del acto a realizar que por los fines que debe alcanzar, y que implican también para su titular una amplia esfera de iniciativa, en la cual dicho titular tiene entonces facultad de adoptar, a su arbitrio, aquellas medidas variables que juzgue necesarias. Así es como el Consejo federal “dirige los asuntos federales” (art. 102-1°){ “provee a la ejecución de las leyes” (art. 102-8°) “cuida de la seguridad exterior de Suiza, del mantenimiento de su independencia y de su neutralidad” (art. 102-9°){ “cuida de la seguridad interior de la Confederación, del mantenimiento de la tranquilidad y del orden” (art. 102-10°) { “tienen a su cargo todos los ramos de la administración que pertenecen a la Confederación” (art.102-12°). Si las atribuciones del Consejo federal son, pues, limitadas respecto a su número, algunas de ellas, al menos, suponen en él un poder a la vez general e inicial, que excluye la posibilidad de reducir su competencia a una pura potestad de ejecución. Muy diferente es, a este respecto, la posición que toma la Constitución francesa. Fuera de los textos que confieren al Presidente es aquella que tiene su expresión en la fórmula del art. 3 de la le de 25 de febrero de 1875, que dice: “Vigila y asegura la ejecución de las leyes”. La ejecución de las leyes, he aquí todo lo presidencial, por lo menos desde el punto de vista de los asuntos interiores. Ni siquiera se encuentra, en las leyes de 1875, texto alguno que conceda al jefe del Ejecutivo el poder de dirigir por su propia potestad, la administración, especialmente de dirigirla formulando libremente las reglas referente a la acción administrativa. Por eso el único nombre general que le conviene a la función presidencial es el de función ejecutiva puesto que, desde el momento en que el Presidente no se halla en el terreno de la ejecución de las leyes, no puede, a excepción de lo que concierne a las relaciones exteriores, tomar más medidas que aquellas que han sido especialmente previstas y claramente determinadas por un texto formal de la Constitución. Y se verá más adelante (Nº 177) que las medidas o actos que así decide o realiza en cierto sentido merecen el nombre de actos ejecutivos.
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FUNCION ADMINISTRATIVA
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de las leyes o en virtud de un poder legal. Esto justifica la costumbre, desde largo tiempo establecida en Francia, de designar a la potestad administrativa con el nombre de poder ejecutivo.8 Esta denominación se justifica, no ya, realmente---como lo dice Artur (op.cit., Revue du droit public, vol xIII, pp. 234,ss.)---, por el motivo de que la administración “consiste en resolver la ley en hachos de ejecución”, lo cual significaría que el administrador no hace nunca otra cosa que aplicar las medidas previamente determinadas por la ley, sino que justifica por el motivo, señalado muy exactamente por O.Mayer (loc. Cit., vol. I, pp. 107 ss.), de que la autoridad administrativa, incluso cuando estatuye por sí misma, y con una amplitud más o meno grande en virtud de un poder legal, no hace con ello sino actuar conforme a la ley que la habilita, y ejecuta la ley, a la cual, aun en este caso, está subordinada. Esto es precisamente lo que quiere indicar el art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875, al declarar que la potestad del jefe mismo de la administración sólo consiste en asegurar la ejecución de las leyes.
La denominación de función ejecutiva parece sin embargo haber suscitado ciertas objeciones, Se ha dicho que es una expresión inexacta que no traduce ni con mucho el verdadero alcance de la función administrativa en sus relaciones con la legislación. En un gran número de casos la función del administrador consiste en actuar en virtud de una habilitación legislativa ahora bien, no se puede decir en semejantes casos que el administrador ejecute una ley, sino que la verdad es que ejerce los poderes que la ley le confiere hacer uso de un poder legal es muy diferente a realizar un acto de ejecución de las leyes (cf. P. 431, supra). Pero la Constitución francesa tuvo sus razones para caracterizar la administración como poder ejecutivo. Quiso señalar con ello de una manera bien clara que no puede la autoridad administrativa realizar más actos que aquellos para los cuales ha sido habilitado por una ley, o los que desarrollan con un objeto ejecutivo los principios contenidos en las leyes, sin añadirles innovación alguna. En otros términos, por esa misma expresión de poder ejecutivo la Constitución excluye el sistema según el cual tendría la autoridad administrativa un poder inicial que le permitiera tomar
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Esta expresión, ahora más que nunca, tiene, en el derecho público actual de Francia, su tradicional valor jurídico y constitucional, consagrado por textos formales. El art. 7 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 especifica que, en caso e vacante súbita de la presidencia de la República, “el Consejo de Ministerios queda investido del poder ejecutivo” (se trata aquí de la función o protestad ejecutiva). Igualmente, el art. 9 de esta ley decía que “la sede del poder ejecutivo y de las dos Cámaras está en Varsalles” (se trataba en este caso de la autoridad ejecutiva misma). El art. 1° de la ley de 22 de julio de 1879 se expresa en idénticos términos. Cf. La ley del 31 de agosto de 1871, art. 1°[ “El jefe del poder ejecutivo tomará el título de Presidente de la República francés”. Ley de 20 de noviembre de 1873, art. 1° “El poder ejecutivo se confía por el término de siete años al mariscal de Mac-Mahon”.
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FUNCION DEL ESTADO
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propia iniciativa, todas las disposiciones que juzgar útiles, con única condición de mantenerse dentro de los límites de las leyes, es decir de no infringir ni contrariar ninguna ley. La Constitución no solamente exige que el administrador actúe intra legem, sino que le manda actuar secundum legem, en el sentido de que todo acto administrativo debe fundarse en leyes que le autoricen o de las cuales busque la ejecución. En este sentido es cierto afirmar, sin forzar el alcance natural de las palabras, que la administración es tan sólo una potestad de orden ejecutivo.9 9
La resistencia que se ha opuesto a la doctrina que caracteriza el cometido del gobierno calificándolo de ejecutivo parece provenir en parte del hecho de que el alcance del término “poder ejecutivo” no ha sido siempre advertido totalmente por aquellos que critican el empleo de esos términos. En realidad, la palabra ejecución, en el idioma francés, sirve para expresar dos ideas sensiblemente diferentes. Designa en primer lugar la operación que consiste simplemente en realizar, por vía de cumplimiento positivo, una decisión que se encuentra ya enteramente formada y definida, o un mandamiento manifestado por órdenes precisas y formales. El agente de ejecución sólo tiene aquí un papel de obediencia puntual o de realización material y no ejerce sino una actividad puramente subalterna; no es más que un instrumento puesto al servicio de una voluntad superior, y que funciona con docilidad bajo el imperio exclusivo y absoluto de dicha voluntad. Pero la palabra ejecución no siempre tiene un sentido tan humilde. Cuando se dice de un escultor que ejecuta la obra de arte que fue solicitada de su talento, o de un general que ejecuta un plan de campaña, o de un gabinete ministerial que ejecuta el programa político que le fue asignado por los votos parlamentarios, es evidente que la clase de ejecución de que aquí se trata no es ya de la misma naturaleza que aquella otra mediante la cual un agente de la fuerza pública ejecuta un juicio o por la cual un funcionario administrativo ejecuta una orden de servicio. Con un término único se designan, pues, en idiomas francés, dos actividades que tienen un alcance muy diferente. Los alemanes han marcado esta diferencia por medio de dos términos distintos: Vollziehung, o sea cumplimiento adecuado de una decisión anterior, y Ausführung, que designa principalmente la conducción de un asunto y despierta la idea de una actividad que se ejerce en condiciones de libertad más o menos amplia, con efecto de desarrollar, con todas sus consecuencias, el pensamiento sucinto o las intenciones generales contenidas en una manifestación de voluntad primordial. Es verdad que en ambos casos la palabra ejecución sirve para indicar que la actividad del ejecutor se produce como consecuencia y en virtud de un impulso o de un acto de voluntad previos y que puede por lo tanto condicionarse mediante instrucciones que la dominen obligándolo desde este punto de vista la función ejecutiva presenta siempre cierto carácter de subordinación, y también en este sentido el acto ejecutivo no es nunca, de un modo absoluto, un acto primario. Pero, por lo demás, importa hacer notar, entre las dos clases de ejecuciones, un contraste que, guardando las debidas proporciones, recuerda en cierto aspecto la oposición clásica establecida entre la capacidad del funcionario y la protestad del representante (ver núms.. 364 ss., infra). En la esfera del Ejecutivo se encuentran, en efecto, junto a las medidas de ejecución que no son sino la realización de prescripciones emitidas por una voluntad superior y que no implican por parte de su autor ningún poder de verdadera iniciativa personal, una segunda clase de ejecución, que consiste ahora en tomar iniciativas y determinaciones, en dictar prescripciones nuevas, en tratar y dirigir operaciones administrativas, en conducir toda una política gubernamental, y en este segundo caso es innegable que la decisión primitiva que ha puesto en movimiento la actividad de las autoridades
218 ejecutivas ha hecho un llamamiento, no y solamente a su concurso material o a su deber de obediencia, sino también a sus facultades de esclarecida apreciación
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FUNCION ADMINITRATIVA
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Duguit, sin embargo (Traité, vol. I, pp. 131, 288 ss.), no admite esta denominación de función ejecutiva. La crítica haciendo observar que “la función ejecutiva no es una función específica del Estado”, puesto que no consiste en actos que tengan un objeto o un contenido determinados y uniformes. Las palabras “función ejecutiva” expresan únicamente la idea de que la actividad de las autoridades distintas del legislador sólo puede ejercerse en virtudes de las leyes; pero no existe ninguna categoría particular de actos que sean, por su misma naturaleza, actos ejecutivos. Desde el punto de vista de su consistencia intrínseca, los actos del Estado sólo pueden dividirse, según Duguit, en actos legislativos, que formulan reglas generales, y en definiciones particulares, que son actos administrativos. Pero, en el concepto de actividad ejecutiva, están comprendidos a la vez actos reglamentarios y decisiones individuales, y además, estos actos o decisiones pueden referirse a los más diversos objetos. Duguit se extraña de ello; pero su extrañeza proviene precisamente de que se empeña en buscar en la Constitución una clasificación material de las funciones, que no se encuentra en ella. La Constitución, en efecto, no distingue a los actos del Estado por su materia o su contenido, sino únicamente según la potestad que atribuye respectivamente a los órganos. Así como identifica a la función legislativa propia del cuerpo legislativo, así también califica a la función ejercida por las autoridades administrativas como poder ejecutivo, por el motivo de que en sus manos, cualquiera que a su inspiración y a su espíritu de empresa, a su especial competencia profesional y a su habilidad política. Es evidente que no depende del agente ejecutivo elegirse a sí mismo, de una manera discrecional, sus cometidos y sus medios de acción, pero por lo menos dicho agente desempeña, en el cumplimiento del cometido ya designado, así como en el empleo de los medio puestos a su disposición, un papel cuya importancia no es ya subalterna, sino que a veces llega a ser capital, puesto que en adelante va a girar sobre su propia habilidad o destreza toda la tramitación del asunto que se le ha candidato. No es, pues, de ningún modo, humillar al gobierno, ni rebajarlo a un rango de servilismo, calificar su función como ejecutiva. Aunque el Ejecutivo reciba de una voluntad más alta que la suya propia la orientación a la que ha de conformarse o la indicación de los objetivos en vista de los cuales habrá de actuar; aun también cuando solamente pueda, para conseguir los fines buscados, usar de los medios puestos a su servicio por la autoridad que lo domina: incluso, finalmente, cuando su actividad se halle sometida al control de dicha autoridad preponderante y no pueda proseguir sino mediante la aprobación o la confianza que continuamente debe esperar de ella, no por eso deja de ser cierto que, en la medida en que es llamado a llevar por sí mismo los asuntos internos y externos del Estado, aparece el Ejecutivo como teniendo entre los gobernantes un lugar de los más importantes, y por consiguiente parece también que esta parte de su función presenta realmente los caracteres de función directorial y merece recibir este nombre. Si, no obstante, se persiste en calificarla como ejecutiva, es para mantener en principio y recordar constantemente, como un punto esencial, que por amplias y altas que puedan llegar a ser las competencias atribuidas al Ejecutivo, no hay ninguna que dicho Ejecutivo pueda tribuirse a sí mismo, y solamente pueden pertenecerle en virtud de la voluntad legislativa de las asambleas parlamentarias, conservando en este aspecto el carácter de competencias ejercidas en ejecución de las leyes.
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sea, por otra parte, la naturaleza esencial de las decisiones tomadas, la protestad de Estado se reduce a actos realizados en ejecución o para la ejecución de las leyes. Realmente, la Constitución francesa ni siquiera conoce la distinción de las funciones en legislación, administración, etc. Sólo conoce el “poder legislativo” (ley de 25 de febrero de 1875, art. 1) y necesario hacer observar el carácter puramente formal de esta terminología constitucional? La misma expresión de “poder ejecutivo”, aplicada por la Constitución a la función administrativa, basta para probar que el derecho francés no admite sino una noción formal de esta función. De las observaciones que preceden se desprende ahora que para despejar los dos conceptos de legislación y administración el camino a seguir no es el mismo en el derecho positivo francés que en el derecho alemán. En Alemania, las Constituciones vigentes, por lo menos tal como las interpretan los autores (ver núms.. 102 y 104, supra), no han reservado a la ley, en principio, sino las prescripciones calificadas por la literatura alemana como jurídicas, es decir, aquellas que tienen por efecto alemanes deducen la conclusión del concepto de la administración: esta última función, dicen, comprende todos los actos que no se refieren directamente a los ciudadanos, o que, si se refieren a ellos, quedan dentro de los límites del derecho individual establecido por las leyes vigentes. En Francia, según la Constitución, hay que seguir un método inverso para llegar a la definición respectiva de ambas funciones. La Constitución francesa, en efecto, no define a la legislación, sino únicamente a la administración, diciendo que su campo de acción coincide con la ejecución de las leyes; de esto se deduce, pues, la definición de la protestad legislativa: comprende ésta todos aquellos actos que no entran dentro de la función de ejecución.10 Por consiguiente, no es posible, en derecho francés, admitir la doctrina, tan extendida en Alemania (ver por ejemplo Jellinek, Gesetz und Verordnung, p. 256), según la cual existiría una categoría de actos que son administrativos por su misma naturaleza, y que a ese título podrían realizarse por la autoridad administrativa sin que ésta hubiera de fundarlos en leyes, y que, finalmente, sólo necesitarían de la intervención del órgano legislativo en el caso de que hubieran sido reservados expresamente a su competencia por la Constitución o por un texto legal. Por ejemplo, en la primera parta del art. 1° de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que dice: “El poder legislativo se ejerce por dos asambleas…”, el término “poder legislativo” significa la protestad de tomar todas aquellas decisiones que no se reducen a la ejecución de las leyes. Y el sentido general del texto es, por consiguiente, que todas estas decisiones, cualesquiera que sean su materia o su naturaleza intrínseca, dependen exclusivamente de la competencia legislativa de las Cámaras. 10
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FUNCION ADMINISTRATIVA
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Esta doctrina alemana es inconciliable con el derecho positivo francés, según el cual la autoridad administrativa, por regla general, no tiene más poder que el de ejecutar las leyes.11 11
El término “poder ejecutivo” no significa por lo demás que la función administrativa no entrañe ninguna iniciativa, ninguna facultad de acción espontánea (ef. n° 155, supra, y la n. 9 del presente número). Nadie mejor que Hauriou ha señalado este punto. Sólo que, en su preocupación de salvaguardar a la autoridad administrativa la potestad de acción libre sin la cual no tendría capacidad para desempeñar sus tareas, Hauriou ha llegado a desnaturalizar y desconocer completamente el concepto constitucional francés de poder ejecutivo. Según dicho autor, este término debe entenderse en un sentido especial, muy diferente de su aceptación tradicional. En primer lugar (op. Cit., 8° ed., p. 28; Principes de droit public, p. 448), dice que el poder administrativo en su poder ejecutivo en el sentido de que pasa constantemente a la acción por sí mismo, sin tener necesidad del juez, y por vía administrativa. Esto alude al poder de “acción directa” del cual está provista la autoridad administrativa y que le permite proceder inmediatamente a la ejecución de sus decisiones, sin tener necesidad de que un juez las controle, y sin que pueda tampoco el recurso judicial de los administrados, en principio, paralizar esa ejecución. En segundo lugar, el poder administrativo es ejecutivo, según Hauriou, en cuanto tiene por objeto ejecutar las leyes de policía y de los servicios públicos haciendo funcionar esos servicios; pero en esto, añade (Précis de droit administratif, 8° ed., pp. 9-10), el fin esencial de la acción administrativa es la ejecución de los servicios, más bien que “la ejecución de las leyes”, no siendo esta última, en definitiva, sino un medio, o “una consecuencia”, o “una condición” de la gestión de los servicios. Finalmente, Hauriou llega a decir que para determinar la verdadera naturaleza de la administración “es conveniente dejar de lado el punto de vista de la ejecución de la ley, para fijarse en el punto de vista de la actividad con objeto de satisfacer las necesidades públicas” y, por consiguiente, establece un tercer sentido del término “poder ejecutivo”, al declara que (loc. Cit., pp. 10, 28-29) si la administración ha de considerarse como una función ejecutiva, es en cuanto “tiene por objeto ejecutar un serie de actos prácticos para la gestión de los servicios”. Así pues, en la doctrina de Hauriou el concepto de poder ejecutivo sufre una completa transformación. La calificación de función ejecutiva, aplicada a la administración, ya no significa, como lo admitían corrientemente los autores franceses, que la administración sea esencialmente una función subalterna, que no suponía potestad inicial y había de ejercerse en virtud de las leyes, sino que significa, por el contrario, que esta función es esencialmente actuante, emprendedora, libre de trabas y limitada únicamente por un principio de legalidad, o sea por la condición de no ejercerse contra las leyes vigentes. Sea el que fuere al alcance de la doctrina de Hauriou, esto es lo que se desprende especialmente de las consecuencias de ella deduce su autor en lo que se refiere al fundamento y a la extensión del poder reglamentario de la autoridad administrativa. Partiendo de la idea de que la función administrativa es ejecutiva, en cuanto tiene por objeto asegurar servicios, Hauriou se ve llevado, en efecto (loc cit., pp. 48 y 54), a sostener que dicha función implica, en los agentes que la ejercen superiormente, la existencia de un “principio de autoridad” por el cual el jefe de la administración, sobre todo, podrá, “con intenciones autoritarias, formular reglas para la organización y el mantenimiento del orden”, y ello a causa de la misión de asegurar los servicios comprende necesariamente la de crear los organismos indispensables para dicho efecto, y de que, además entre todos los servicios que deben asegurarse, el primero y más apremiante es sin duda alguna el que se refiere al mantenimiento del orden. En este doble terreno, por lo menos, Hauriou llega a la conclusión de la “independencia constitucional del poder reglamentario del jefe del Estado2 (ibid., p. 48 n.). Esta conclusión no parece conciliarse con la Constitución, la cual, para fundar el poder reglamentario presidencial.
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& 3. ¿EN QUÉ SENTIDO ES LA ADMINISTRACIÓN UNA FUNCIÓN DE EJECUCIÓN DE LAS LEYES?
166. Cuando se caracteriza a la administración dándole la denominación de función ejecutiva, esto no significa que le administrador esté reducido a un papel de ejecución servil, que no entrañe por su parte ninguna posibilidad de apreciación libre o de decisión personal. En realidad, como veremos en breve, el administrador, con frecuencia, se halla investido de amplios poderes. Pero, al menos, el punto capital en el Estado legal es que, amplios o reducidos, los poderes del administrador sólo pueden provenir de la ley. Por esto la función administrativa ha podido se calificada con razón como ejecutiva. Tampoco se quiere dar a entender con esto que las leyes sean suficientes para preverlo y regularlo todo, sino que únicamente se ha querido dar a entender que los actos de potestad administrativa no pueden realizarse si no es en virtud de un texto legislativo: presuponen una ley, sobre la cual puedan apoyarse y cuya ejecución, en este sentido, constituyen. Por lo demás, hay que añadir inmediatamente que el régimen de la legalidad no puede llegar hasta la pretensión de determinar previamente, de una manera inflexible, todas aquellas medidas que la autoridad administrativa habrá de adoptar o prescribir en cada caso particular. Si el Estado se obligara hasta ese punto; se colocaría en la imposibilidad de hacer frente a su cometido. Así pues, importa observar que las leyes que tienen por objeto habilitar a la autoridad administrativa tienen buen cuidado, en muchos casos –y ello precisamente para evitar los inconvenientes que presentaría la exageración del régimen de la legalidad-, en conferir al administrador, respecto a ciertas situaciones y con relación a algunos asuntos, autorizaciones generales y amplios poderes, de manera que el administrador pueda determinar por sí mismo y por su propia apreciación, según las circunstancias y el fin propuesto, las medidas que le parezcan más convenientes. No por ello deja de ser verdad que, incluso en este caso, el administrador habrá de operar en virtud de un poder legal. Al colocarse en este punto de vista, se observa que las leyes que reguSe ha limitado a decir que “el Presidente asegura la ejecución de las leyes” (ve n° 191, infra). Será siempre difícil admitir que por esta fórmula la Constitución haya querido crear un poder independiente y autónomo. De una manera general, no es de creer que al designar la función administrativa con el nombre de poder ejecutivo, la Constitución haya querido indicar que dicha función consiste precisamente en cualquier otra cosa que en una función de ejecución de las leyes
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regulan la actividad administrativa pueden proceder de tres manera distintas: 1° La ley ha podido precisar con tanta exactitud la conducta que haya de observar el administrador, en tal o cual caso previsto por ella, que éste sólo tenga que aplicar a dicho caso la medida que le dicta imperativamente el texto legislativo. En realidad, la adopción de medidas de esta clase constituye para la autoridad administrativa, no ya un poder, sino una obligación. Se trata aquí de la ejecución en el sentido estricto de la palabra. 2° Ha podido la ley, al fijar por sí misma lo que el administrador tenga el poder de hacer, confiarse sin embargo a él, a su apreciación personal, en cuanto al extremo de decidir si, en cada caso especial, hay lugar a tomar la medida que ella ha autorizado. O también ha podido la ley conceder al administrador la libertad de elegir, según lo juzgue más útil, entre varias medida que pone a su disposición. 3° Finalmente, ha podido la ley, sin fijar por sí misma ninguna medida precisa, darle al administrador, para una categoría especial de intereses o de eventualidades, poderes amplios y hasta ilimitados que le permitan prescribir todo aquello que juzgue necesario. En esta caso los poderes administrativos adquieren carácter discrecional y sin embargo, aquí también, las decisiones tomadas por la autoridad administrativa se basan, en el fondo, en la ley (cf. O. Mayer, op. Cit., ed. Francesa, vol. I, pp. 407 ss.). 167. La gradación que acabamos de observar referente a la extensión de los poderes conferidos por las leyes a la autoridad administrativa, halla ejemplo, especialmente, en materia de policía. De un modo general, la policía, al tener por objeto asegurar el orden público, consiste en medidas que ponen restricciones a las libertades individuales de los ciudadanos (Hauriou, op. Cit., 8a ed., pp. 517 ss; Duguit, Traité, vol. I, p. 204; Rosin, Polizieverordnungsrecht, 2a ed., pp. 130 ss.; G. Meyer, op. cit., 6a ed., p. 644). En el Estado moderno, la policía, como cualquier otra actividad administrativa, se halla sometida al régimen de derecho, en el sentido de que, para conseguir su objeto, sólo puede ejercerse por medio y en virtud de poderes legales. No es, pues, completamente exacto decir, como hace O. Mayer (loc. Cit., vol. I, p. 8), que se encuentran en la policía actual aquellas ideas sobre las cuales se fundaba el Estado de policía de tiempos pasados, o de oponer, como hace Duguit (Traité, vol. II, pp. 23 ss.), el régimen de policía al régimen de derecho. Pues por graves y apremiantes que puedan ser en algunos casos las exigencias del orden o del interés público, la policía queda sometida a la regla general que manda que la actividad administrativa sólo pueda ejercerse con fundamento en autorizaciones legislativas. Pero estas autorizaciones pueden ser más o menos amplia. A este respecto, es cierto que la policía se distingue de la demás actividades administrativas, como observa Laband (op. Cit., ed. Francesa, vol. II, p. 541)
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en que entraña necesariamente ciertos poderes generales, o por lo menos poderes más amplios que aquellos que generalmente confieren las leyes a la autoridad administrativa para el cumplimiento de sus otras funciones. Además, la función de policía implica naturalmente una cierta dosis de potestad discrecional, ya que es necesario frecuentemente que la autoridad policial pueda determinar libremente, inspirándose en consideraciones de pura oportunidad práctica, las medidas que convenga tomar para conseguir un resultado determinado. Pero no hay que concluir de esto que la policía sea una potestad arbitraria: lo que prueba que permanece bajo el régimen de la legalidad es que el acto realizado a título de medida de policía puede ser combatido ante la autoridad jurisdiccional, en el momento en que su autor se haya excedido en los poderes que recibió de la ley o los haya desviado de su objeto legal. Desde el punto de vista de la naturaleza y de la extensión de esos poderes se pueden distinguir tres clases de leyes de policía: Unas, refiriéndose a un objeto especial, enuncian formalmente las medidas que podrá o deberá tomar la autoridad administrativa. Así, por ejemplo, el art. 7 de la ley de 3 de diciembre de 1849 confiere al ministro del Interior, y en los departamentos fronterizos al prefecto, el poder de expulsar a los extranjeros como medida de policía. La ley de 30 de junio de 1838, en su art. 18, autoriza a los prefectos para ordenar, motivando dicha orden, el internamiento en un establecimiento de alienados de aquellas personas cuyo estado de enajenación mental compromete el orden o la seguridad públicos. La ley de 21 de junio de 1898 referente al Código rural (arts. 3 y 5) permite al alcalde ordenar la reparación o la demolición de los edificios alineados en la vía pública cuando amenazan ruina e incluso, si hay peligro inmediato, y bajo ciertas condiciones previas, hacer ejecutar de oficio las obras indispensables. Esta misma ley, por lo que se refiere a la policía sanitaria de los animales, enumera toda una serie de poderes que deja en manos de la autoridad administrativa: por ejemplo, el art. 33 establece que la declaración de infección hecha por una resolución del prefecto, para un determinado perímetro, puede entrañar la aplicación de medidas tales como el aislamiento de los animales, la interdicción de su circulación, la prohibición de las ferias, la desinfección de las cuadras; los arts. 34 y 36 autorizan al alcalde a ordenar el sacrificio de los animales contagiados de ciertas enfermedades. Por lo que concierne a la protección de la salud pública, la ley del 15 de febrero de 1902 confiere al alcalde el poder de prescribir, mediante reglamentos sanitarios comunales, sometidos por otra parte a determinadas aprobaciones administrativas, medidas tales como la desinfección o destrucción de los objetos usados por los enfermos y que pudieran convertirse en vehículo del contagio (arts. 1 ss.), etc., etc,
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Se observa también que, incluso en el caso en que la ley sólo le brinda al administrador, como medios de policía, la aplicación de una medida única, subsiste también para la autoridad policíaca cierta latitud u holgura que resulta de que, generalmente, es llamada a apreciar si conviene o no emplear el medio fijado por la ley. Por consiguiente, si en este caso la autoridad policíaca se encuentra obligada por la ley respecto al contenido del acto de policía, conserva su libertad de acción en cuanto al cumplimiento mismo de dicho acto. En segundo lugar, se encuentran en las leyes de policía textos que confieren a la autoridad administrativa, respecto a un objeto dado y con un fin determinado, el poder de tomas cuantas medidas crea útiles, confiriéndole por consiguiente dichos textos, para ese objeto especial, verdaderos plenos poderes. Ni que decir tiene que semejantes autorizaciones especiales se le conceden respecto de eventualidades graves y extraordinarias; se refieren, además, a una situación momentánea, y finalmente, los poderes que de ellas derivan sólo habrán de ejercerse para una categoría de asuntos estrictamente limitada. Así, por ejemplo, se atribuyen poderes ilimitados en materias sanitarias al jefe del Ejecutivo con objeto de prevenir, en las fronteras, o también en el interior, la propagación de epidemias peligrosas. Por lo que concierne a las enfermedades del extranjero, ya la ley de 3 de marzo de 1822 decía en su art. 1° que “el rey determina mediante ordenanzas las medidas extraordinarias que el temor de una enfermedad pestilente hiciera necesarias”. Asimismo, la ley de 21 de junio de 1898, en su art. 57, referente a la policía sanitaria de los animales en las fronteras, después de haber indicado diversas medidas especiales que pueden ser tomadas por decreto, tales como la prohibición de la entrada de los animales, cuarentena o sacrificio sin indemnización, añade: “Finalmente, el gobierno, en la frontera, puede tomar todas aquellas medidas que el temor a la invasión de una enfermedad hiciera necesarias”. En el interior, el art. 8 de la ley de 15 de febrero de 1902, al prever el caso en que una epidemia amenazare una parte del territorio o en que los medios de defensa locales fueran reconocidos como insuficientes, concede al Presidente de la República el poder de decidir por decreto “Las medidas convenientes para impedir la propagación de dicha epidemia”. Estas medidas no se precisan de otro modo; pero los autores reconocen que dicho texto tiene por objeto hacer extensivos a todas las enfermedades graves que se desarrollan en el interior los poderes extraordinarios que la ley de 1822 atribuye al jefe del Estado para detener en la frontera la invasión de enfermedades pestilentes provenientes del exterior (ver respecto de estas diversas leyes: Hauriou, op. Cit., 8a ed., pp. 527 ss., 538; Duguit, Traité, vol. II, pp. 45 ss.).
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168. Existe una tercera categoría de leyes de policía, que carecen de la precisión de las dos clases precedentes. Se pueden caracterizar con Hauriou (op. cit,, 8? ed., p. 521) diciendo que, más bien que determinar los poderes de policía de la autoridad administrativa, le asignan ciertos fines de policía. Se limitan, en efecto, a indicar aquellas labores policíacas que la autoridad administrativa habrá de desempeñar, pero no fijan los medios de que podrá valerse a dicho efecto. Si se considera por ejemplo el art. 97 de la ley de 5 de abril de 1884, texto que enumera las principales atribuciones que entran en la misión general que tiene la autoridad municipal de "mantener el orden, la seguridad y la salubridad públicas" en el municipio, se lee en dicho artículo que la policía municipal comprende: "1 todo aquello que interese la seguridad y la comodidad del tránsito en las calles, lo que se refiere a la limpieza, alumbrado, retirar los escombros, etc.; 2 el cuidado de reprimir las faltas a la tranquilidad pública, tales como riñas acompañadas de aglomeraciones en las calles, tumultos promovidos en los lugares de reuniones públicas, grupos, ruidos y reuniones nocturnas; 3 el mantenimiento del buen orden en los sitios donde tienen lugar grandes reuniones de personas, tales como las ferias, mercados, espectáculos, cafés, iglesias, etc.; 4 el modo de transporte de los cadáveres, inhumaciones, etc.; 5 la inspección respecto a la exactitud de las ventas de los artículos que se expenden por peso o medida y a la salubridad de los comestibles expuestos en venta; 69 el cuidado de prevenir, mediante las precauciones convenientes, los accidentes y las calamidades públicas, tales como incendios, inundaciones, etc." En realidad estos textos no hacen sino enumerar los objetos respecto de los cuales la autoridad municipal es llamada a asegurar el orden público; y sólo se refieren a los fines, sin definir los medios. De ahí surge la delicada cuestión de saber qué medios o cuales medidas habrán de emplearse y cuál será en esos casos la amplitud de los poderes de la autoridad administrativa. Un primer punto es indiscutible. La falta de precisión de la ley no puede interpretarse en el sentido de que, para desempeñar su cometido, la autoridad administrativa tenga el poder de recurrir a cualquier clase de medios. Esta tesis es la de G. Meyer (op. cit., 6* ed., pp. 649 ss.), el cual sostiene que las órdenes de policía no necesitan fundarse en una disposición especial de ley que autorice expresamente tal mandamiento o prohibición, sino que es suficiente, para la legalidad de dichas órdenes, que se refieran a las leyes generales que instituyen la policía y le trazan su misión; en otros términos, G. Meyer, sin dejar de reconocer que la autoridad policíaca sólo puede actuar en virtud de la ley, pretende que toda ley que asigne al administrador una labor policíaca, le proporciona con ello una base legal, que basta para justificar cualquier especie de medidas tomadas para cumplir dicha labor. Pero esa doctrina es inadmi-
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sible. Hasta en materia policíaca, la concesión por las leyes de poderes ilimitados al administrador tiene un carácter exorbitante, que no permite presumirla; por lo tanto los poderes de policía respecto a los administrados sólo pueden desprenderse de un texto formal. Sin ir más lejos que el citado autor, Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 522, n. 1) declara que no se puede aceptar la opinión radical que consiste en pretender que no existe, I ni ra la autoridad administrativa, "ningún derecho de mandamiento o de prohibición, si dicho derecho no tiene su principio en una ley". Pero Hauriou enseña que, en ausencia de un texto preciso, puede la autoridad ¡ulministrativa, para realizar los fines de policía que le son fijados por las leyes, llegar hasta "oponer restricciones a una libertad, por cuanto precisamente no ha sido determinada ésta por una ley " . Así pues, en los casos en que la ley sólo ha definido la función de policía por su objeto, los poderes generales de la autoridad competente sólo encontrarían su limite en el principio que le prohibe lesionar derechos concedidos a los administrados por las leyes, pero, como lo ha demostrado O. Mayer (loe. cit.. vol. i, p. 92, nn. 12 y 1 3) , esta manera de comprender la subordinación de la administración a la ley no está muy conforme con el régimen del Estado de derecho; pues precisamente lo característico de este régimen es que proporciona a los ciudadanos, por su sola virtud, la garantía de que nada podrá exigirse de ellos fuera o más allá de lo fijado por las leyes. Por consiguiente, el hecho de que una libertad no se halle determinada, en cuanto a su alcance, por la legislación, no puede interpretarse en el sentido de que la autoridad administrativa pueda, mediante sus resoluciones de policía, poner restricciones a dicha libertad. En el Estado legal no es a la autoridad administrativa a quien corresponde determinar, mediante medidas de policía, la amplitud y los límites de las libertades individuales, sino que, muy al contrario, el sistema del Estado legal significa que esta amplitud y estos límites sólo pueden trazarse por una ley. Finalmente, la indeterminación legal de una ley no puede dar lugar, para la autoridad administrativa, a una extensión de sus poderes de policía. Nos vemos traídos de nuevo al principio de que la autoridad encargada de la policía no puede imponer a los administrados ningún mandamiento sin haber sido habilitada para ello por un texto legislativo (ver en este sentido Berthélemy, op. cit., 7* ed., p. 343; Duguit, Traite, vol. II, p. 25; 0. Mayer, loe. cit., vol. H, p. 36 y re. 2, p. 11 y n. 19). No hay que deducir de esto, sin embargo, la conclusión de que las leyes de policía que establecen los fines y guardan silencio respecto a los medios dejan con bsoluta carencia de poderes a los agentes a quienes es les encarga su ejecución. Suponen para éstos, desde luego, ciertos poderes. No ya únicamente porque es lógico admitir que al querer el fin , la ley también quiso los medios, pues a decir verdad esta razón carece de valor, ya que en ma-
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y por lo tanto una ley que manda a los agentes administrativos cumplir ciertos fines sin darles para ello los medios, es una ley incompleta, que queda inoperante. Pero la verdad es que en ciertos casos el solo enunciado legislativo del fin basta para autorizar ciertos medios, y sin que la ley haya tenido necesidad de decirlo, autoriza aquellos medios de ejecuciónque se enlazan tan estrechamente con el fin definido por ella que se encuentran virtualmente contenidos en esa misma definición. Por ejemplo, l comprender la ley de 5 de abril de 1884 dentro de la función de policía municipal "todo aquello que se refiere a la seguridad y comodidad del tránsito en las calles", no es posible discutir la validez legal de las resoluciones mediante las cuales reglamenta el alcalde el estacionamiento en la vía pública, prohibe los depósitos de materiales en las calles (cf. Código penal, art. 471-49 ) o prohibe el paso de vehículos por ciertas calles con ocasión de una fiesta pública. Semejantes medidas entran directamente dentro de la labor que consiste en asegurar la debida circulación por la vía pública, y por consiguiente, tienen su fuente inmediata y hallan su autorización indiscutible en los términos mismos de la ley que impone esta labor a la autoridad municipal. Además, se debe observar que las prescripciones qúe este género no lesionan de ningún modo los derechos individuales de los particulares,1 o por lo menos no imponen a éstos ninguna restricción cuyo principio se encuentre esencialmente contenido en el texto que ha fijado el objeto de la policía municipal. Por el contrario, dado el silencio de la ley, una resolución de policía no podría dirigir a los administrados mandamientos o prohibiciones que les afectaran en sus derechos individuales, en su propiedad, en la libertad de que disfrutan en el interior de su domicilio y, de una manera general, en sus facultades de libre actividad. Asimismo, los mandamientos emitidos con un f i n policíaco quedarían sin valor en cuanto tuvieran por efecto gravar los patrimonios con obligaciones, o l i m i t a r las libertades individuales con restricciones que fueran más allá de las estrictas consecuencias que provienen irreductiblemente, para los administrados, de los mismos términos de las leyes de policía vigentes. Ejemplo: en v i r t u d de su poder referente a la limpieza de las calles (art. 97 antes citado), puede el alcalde ordenar a los habitantes que barran la nieve delante de sus casas, pero se excedería en los poderes que resultan de este texto si los obligara a proporcionar caballos y carros para llevarse la nieve que han quitado. Asimismo, no podría pres1 Ocurre así para todo aquello que concierne al uso de la libertad individual en la vía pública. La razón de ello es que los administrados no tienen sobre el dominio público ningún derecho individual. Esto explica el hecho, señalado por los autores (Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 522 ss; cf. Duguit, Traite, vol. 11, pp. 24 y 25), de que los poderes de la autoridad policial son muchos más considerables sobre las vías públicas que en las propiedades privadas.
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cribir la autoridad administrativa, para la ejecución de una ley de policía, un procedimiento de ejecución del cual resultara, para los particulares, un aumento de las cargas que les incumben en virtud de dicha ley (Herthélemy, Revue du droit public, 1904, pp. 215 ss.; O. Mayer, loe. cit., vol. II, pp. 11 y 137). En último término, a la jurisprudencia, mediante los recursos de los interesados, es a la que corresponde determinar, por medio de la interpretación del texto de la ley, cuáles son los poderes que dicho texto contiene para la autoridad administrativa. Por lo demás, hasta en los casos en que las leyes de policía no proporcionan, ni explícita ni virtualmente, ningún medio preciso de ejecución de sus prescripciones, la autoridad administrativa no se encuentra por ello reducida a la impotencia, sino que conserva aún ciertos medios de acción indirectos, que provienen de la idea general de que el ejercicio de los derechos individuales, aunque estuvieran determinados y garantizados por las leyes, no pueden llegar a ser una causa de alteración del orden público. Por ejemplo, si, en principio, no puede la autoridad administrativa, sin la ayuda de una habilitación legal, imponer a los particulares obligaciones o abstenciones especiales en el interior de su propiedad o de su domicilio, no hay duda por lo menos de que esta autoridad, por cuanto tiene encargo de la ley para asegurar el orden, la tranquilidad y la seguridad públicas, tiene facultades para exigir a cada quien que no los altere. Más exactamente, el poder del administrador habrá de consistir en esto, en ordenar a los particulares que tomen en su domicilio o dentro de su propiedad las precauciones necesarias para evitar perturbaciones exteriores. Pero la orden de policía habrá de abstenerse por lo demás de imponer a los particulares cualquier medio determinado. Como dice Hauriou (op. cit., 8* ed., pp. 522, 61 n.), el habitante se verá así en la obligación de asegurar por sí mismo el orden público, y esto por los medios de su elección. Al proceder así, la autoridad administrativa se conforma fielmente a las leyes que le asignaron ciertos fines de policía, sin indicarle de manera precisa las vías o medios para alcanzarlos; evitará, en efecto, el prescribir a los administrados ningún deber especial, que vendría a aumentar sus obligaciones legales; pero permanecerá perfectamente dentro de los límites de su cometido y de su competencia legal al obligarles a actuar de manera que se mantenga el orden público del cual tiene la responsabilidad (cf. J. Laferriére, Le droit de propriété et le pouvoir de pólice, tesis, París, 1908, pp. 133 ss.; O. Mayer, loe. cit., vol. n, pp. 9 ss.). Finalmente, para determinar el alcance del principio general que manda que la función de policía sólo pueda ejercerse en virtud de poderes legales es conveniente presentar una última observación, que se refiere a la hipótesis de que ya exista perturbación actual en el orden pú-
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blico y que, por consiguiente, ya no se trata de medidas preventivas, sino de medidas de represión. Hauriou (op. cit., 8*ed., p. 525) hace observar que la misma ley estableció una distinción entre el poder de prevenir y el poder de reprimir (art. 97 antes citado, párrafos 2* y 6 ") ; y esta distinción no puede tener sino una sola significación: supone que, en ciertos casos en los que la autoridad administrativa no tiene el poder de prevenir, tiene por lo menos el de reprimir. Por una parte, en efecto, la existencia de una perturbación ya consumada crea una situación más grave que la simple amenaza de su realización, y por consiguiente, es explicable que los poderes de policía sean más fuertes en el primer caso que en el segundo. Por otra parte, y sobre todo, se debe observar que el autor de la perturbación ha violado desde luego la ley de policía que, al ordenar de una manera general el mantenimiento de la seguridad, tranquilidad y salubridad públicas, establece por ello implícitamente la obligación para cada quien de no contravenirla. Se comprende, pues, que la autoridad policíaca tenga obligación de hacer cesar semejante perturbación, puesto que a ella corresponde guardar el orden público. No es necesario para ello ningún texto especial que le proporcione el poder de intervenir. Si la autoridad administrativa necesita autorización legal administrativa para imponer a los administrados determinadas obligaciones a efecto de disipar la amenaza de perturbaciones eventuales, los textos generales que la encargan de mantener tal o cual parte del orden público bastan para habilitaría para hacer cesar, por la fuerza si es necesario, la perturbación ya realizada (cf. O. Mayer, loe. cit., vol.II, pp. 11, 138 ss.). 169. Teniendo en cuenta la diversidad de los deberes o poderes que las leyes imponen o confieren a la autoridad administrativa en sus relaciones con los administrados, nos vemos llevados a discernir, entre los actos administrativos que interesan a los particulares, dos clases de actos, que los autores alemanes han llamado, para distinguirlos, "decisiones" y "disposiciones" (O. Mayer, loe. cit., vol. i, pp. 126 ss.; Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 539; G. Meyer, op. cit., 6* ed., 649). He aquí la base de esta distinción. Cuando la ley ha determinado estrictamente por sí misma el contenido de un acto administrativo, así como las condiciones en las cuales debe intervenir, el administrador, obligado por esta prescripción legislativa, no goza de ninguna libertad de acción, y su papel se limita a aplicar pura y simplemente la medida formulada por la ley, cada vez que se presente el caso por ésta previsto. El acto administrativo presenta aquí gran analogía con el acto jurisdiccional, ya que el administrador, en dicha hipótesis, no tiene que ejercer su voluntad personal, pero está obligado a aplicar la ley como habría de hacerlo un juez. Aprecia los hechos para comprobar si entran dentro de las previsiones de la ley, y en caso afirmativo, no tiene más que pronunciar la aplicación
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a estos hechos de lo que ha prescrito el texto. Según expresión de O. Mayer (loe. cit., vol. i, p. 127; cf. pp. 80 y 120), el acto administrativo no hace entonces sino "declarar lo que es de derecho"; en esto es en lo que se parece a la decisión de un juez y por lo que merece, por consiguiente, lomar el nombre de "decisión". El tipo de esta clase de actos se encuentra en las decisiones de las autoridades administrativas que consisten en estatuir respecto a lo contencioso-administrativo. La "disposición", por el contrario, supone en el administrador una mayor o menor libertad, que resulta, bien de que depende de él realizar o no el acto, bien de que puede elegir entre varios medios para alcanzar el fin fijado por la ley. La disposición se caracteriza, pues, por el hecho de que se apoya a la vez en la voluntad o el permiso del legislador y en un acto de voluntad de la autoridad administrativa. El interés de esta distinción se manifiesta especialmente desde el punto de vista de los recursos que pueden ser entablados por los administrados contra las dos especies de actos. En principio un acto administrativo cualquiera sólo tiene valor constitucional a condición de ejecutar la ley o de estar fundado en ella. Esta es la regla esencial sobre la que se basa actualmente el concepto jurídico de función administrativa. Esta regla tiene su sanción efectiva, particularmente en los textos que aseguran a los administrados la facultad de ir contra los actos administrativos que a ellos se refieren, cuando estos actos entrañan ilegalidad, por medio de un recurso que será entablado ante una autoridad encargada de pronunciar el derecho, es decir, obligada a acceder a la reclamación del administrado, si se le reconoce fundamento. Así es como, en el derecho actual, el principio constitucional de la ley de 25 de febrero de 1875, art. 3, según el cual la autoridad administrativa sólo puede actuar en ejecución de las leyes, recibe su sanción, por lo que se refiere a los administrados, de los textos legislativos que encargan al Consejo de Estado, decidiendo a título jurisdiccional, estatuir "sobre los recursos en materia contencioso-administrativa y respecto a las demandas de anulación por extralimitación de atribuciones formuladas contra los actos de las diversas autoridades administrativas". En definitiva, de este sistema de recurso contencioso deriva, desde el punto de vista del derecho positivo, la realización o consagracióndel régimen del Estado de derecho. La posibilidad de estos recursos se aplica tanto a las decisiones como a las disposiciones. Sin embargo, varía la naturaleza y los efectos del recurso, según se entable contra una decisión o contra una disposición. En lo que concierne al acto administrativo que implica decisión, el administrador está obligado a reconocer y a aplicar al administrado el derecho que le asegura la ley misma; así, si la decisión administrativa ha desco-
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nocido o violado ese derecho, el administrado tendrá contra ella un medio de ataque tendiente a restablecer su derecho lesionado; el recurso conducirá, pues, a la reforma del acto ilegal. En el caso de la disposición, la autoridad administrativa, sin dejar de quedar obligada a proceder en ejecución de las leyes, no se limita a ya a pronunciar aquello que, según la ley misma, es de derecho, sino que hace uso de su poder legal al efecto de adoptar ciertas medidas variables que dependen de su apreciación. Se precisa además, sin embargo, que la medida tomada a título de disposición se mantenga dentro de los límites de los poderes conferidos por la ley al administrador. Así, si la disposición es tachada de extralimitación de atribuciones, los administrados a los cuales se refiere podrán por lo mismo recurrir contra ella, para que se declare su invalidez; el recurso conducirá, ahora, no ya a una reparación del acto vicioso, sino a su anulación. La autoridad que estatuye en lo contencioso no tendrá ya que reconocer un derecho especial del administrado, puesto que éste no tenía derecho legal a una medida administrativa determinada, sino que habrá de limitarse a restablecer para los administrados la situación anterior al acto atacado, no teniendo así el recurso sino un efecto negativo y destructor. Se desprende de esto que la distinción desde el punto de vista de lo contencioso entre la reforma y la anulación corresponde a la diferencia entre la decisión y la disposición administrativa (Berthélemy, Traite de droit administratif, 7* ed., pp. 957 ss., 961 ss.). Además, la disposición es susceptible de una segunda especie de recurso, que no podría concebirse en cuanto a la decisión se refiere. Al no consistir ésta, en efecto, sino en una estricta aplicación de la ley, es inatacable en el momento en que se conforma a las prescripciones legislativas. Por el contrario, al tener la disposición carácter facultativo, por cuanto su adopción depende de la apreciación administrativa, puede ser criticada por causa de simple inoportunidad de hecho. El particular cuyo interés lesiona, sin dejar de reconocer que la autoridad administrativa, en derecho, ha procedido de una manera regular, puede sostener que, dadas las circunstancias, hubiera tenido la posibilidad o incluso hubiera hecho mejor absteniéndose de actuar o adoptando cualquier otra medida. Por consiguiente, mientras que a la decisión sólo se la puede atacar por vicio jurídico, la disposición, además, puede ser objeto de un recurso fundado en consideraciones de oportunidad. Pero este último recurso no será entablado ante una autoridad que estatuya a título jurisdiccional, sino que habrá de entablarse, bien sea ante el autor del acto por vía de súplica o bien ante su superior por la vía jerárquica, es decir, que en uno y otro caso se empleará la vía administrativa y no la vía contenciosa. La misma existencia de esta clase de recurso basta para revelar que la autoridad admi-
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nistrativa, en materia de disposiciones, se halla investida de una libertad de acción de la cual carece en materia de decisiones. § 4. LA FUNCIÓN ADMINISTRATIVA CONSIDERADA ESPECIALMENTE EN SU EJERCICIO EN EL INTERIOR DEL ORGANISMO ADMINISTRATIVO 170. El principio constitucional que prohibe a la autoridad administrativa actuar sin poder legal, entraña, según determinada doctrina, una limitación importante en lo que concierne al funcionamiento interno de los servicios administrativos. Esta doctrina, que ha tenido su principal desarrollo en la literatura alemana, consiste en distinguir dos clases de actos u órdenes administrativas: unos que han de producir efecto con respecto a los administrados, bien sea que se refieran al conjunto de los administrados o que solamente afecten a uno de ellos; y otros que se refieren únicamente a los agentes administrativos y no conciernen sino a los asuntos interiores de la administración. Ahora bien, se ha dicho que únicamente en las relaciones de la autoridad administrativa con los ciudadanos es donde la actividad administrativa se subordina a la condición de fundarse en una determinación y autorización de la ley. En cuanto a los ciudadanos, en efecto, el actual régimen del Estado legal implica esencialmente que nada podrá ordenárseles sino en virtud de una prescripción legislativa, pues la ley constituye la única base de la relación de sujecióny del deber de obediencia que obliga a los ciudadanos con respecto a la autoridad administrativa y les impone la obligación de conformarse a los mandamientos de esta última; por consiguiente, cualquier medida administrativa que por su naturaleza pueda afectar a los administrados ha de tener su fuente en la ley y sólo de ella puede tomar su fundamento obligatorio. Otra cosa ocurre en lo que se refiere a las medidas de administración que sólo deben aplicarse en el interior del organismo administrativo, particularmente en lo que se refiere a los mandamientos que reciben los agentes administrativos de sus superiores jerárquicos, al menos cuando dichos mandamientos sólo se refieren a los agentes y sólo a ellos obligan. Se trata aquí de órdenes de servicio que emite la autoridad administrativa superior en virtud de su poder jerárquico, pues los impone no ya al público, sino a sus propios subordinados. Puede tratarse de órdenes generales, que tengan carácter reglamentario, o de órdenes individuales, que prescriban a un agente tal o cual acto determinado. Los agentes tienen la obligación de ejecutar esas órdenes aun cuando el superior que las emite no pueda fundarlas en ningún texto legal. A diferencia de los de-
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más ciudadanos, el agente administrativo, en efecto, no solamente se encuentra obligado por el deber de obediencia cívica que subordina a todos ios subditos a la potestad general del Estado, bajo la condición, por lo demás, de que dicha potestad sea de un Estado legal, sino que, como agente del orden administrativo, se encuentra además colocado en una relación de sujeción particular, que proviene de sus deberes jerárquicos, al implicar la jerarquía, para los jefes de servicio, el poder de mandar a sus subordinados dentro del servicio. Resulta de aquí que las medidas administrativas cuyo efecto no ha de extenderse fuera de la esfera de acción interna de la administración, no necesitan depender de una habilitación legislativa, pues el mandamiento administrativo adquiere aquí su fundamento en la potestad propia de la autoridad administrativa, y saca su fuerza jurídica del especial deber de obediencia de los agentes llamados a ejecutar. Pero, entiéndase bien, esta orden de servicio, al no tener valor más que en virtud de la sujeción particular en que se encuentran los agentes administrativos, no puede producir efecto respecto a los administrados. Esta es la tesis que sostienen en Alemania numerosos autores, entre los cuales se puede citar a Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 146 ss., 380, 520, 544 ss.), Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 254 ss, 384 ss.)', O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 130, 137 y 162), Anschütz (Gengenwartige Theorien über den Begriff der gesetzgebenden Gewalt. 2* ed., § m; ver especialmente pp. 62 ss., 73, 76, 153 ss.), G. Meyer (op.cit., & ed., pp. 571 ss.), Rosin (Polizeiverordnungsrecht, 2* ed., pp. 27 ss.; cf. Cahen, La loi et le réglement, pp. 146 ss., 190, 197 y 220). Importa observar que, una vez dentro de esta dirección, no solamente aplican los autores alemanes su teoría a las órdenes individuales y a las instrucciones generales o circulares que pueden emitir los jefes administrativos con objeto de d i r i g i r o regular la actividad de sus subordinados, sino que, según los autores citados, la potestad propia de la autoridad administrativa comprende también, en lo que se refiere a los asuntos administrativos, el poder de emitir reglamentos propiamente dichos, en cuanto dichos reglamentos no contengan prescripciones obligatorias más que para el personal administrativo; por ejemplo, el monarca es competente para dictar sin habilitación legislativa las ordenanzas llamadas de organización, entre otras aquellas que crean autoridades administrativas, con la única condición de que no resulte de esa creación u organización un aumento de la potestad administrativa con respecto a los administrados.1 1 Toda esta teoría referente a la potestad inicial que corresponde a la autoridad administrativa respecto a los asuntos interiores de la administración, se desprende del principio que se considera en Alemania como la base misma de la distinción entre la legislación y la administración, o sea del principio según el cual las reglas o medidas que afectan a los subditos en su derecho individual son las únicas que constituyen materia de ley, y por lo tanto las únicas que
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171. En principio, la teoría alemana que acaba de exponerse no puede aceptarse en derecho francés. La definición de la función administrativa tal como resulta de la Constitución francesa, no permite distinguir entre los actos que sobrepasan la esfera de actividad interna de la autoridad administrativa y aquellos otros que quedan dentro de dicha esfera, entre los mandamientos dirigidos a los administrados y aquellos que se refieren a los agentes administrativos. De un modo general, el principio constitucional del derecho francés es que la autoridad administrativa sólo puede proceder en ejecución de la ley (Duguit, UÉtat, vol. I I , pp. 619 ss., 446 ss., y Traite, vol. i, p. 230). Es por otra parte temerario pretender que las medidas o reglas prescritas por la autoridad administrativa dentro de los servicios públicos sólo la interesen a sí misma: la mayor parte de las veces habrán de tener repercusión en el exterior, sobre el público; y en todo caso, no puede considerarse a la esfera administrativa como de tal manera especial, cerrada y distinta del resto de los asuntos de la nación que todo lo que en ella ocurra deba considerarse como correspondiendo a la libre voluntad de los jefes administrativos (cf. núms. 107 ss., supra). Por otra parte, sin embargo, y por firme que sea el principio que se acaba de recordar, no puede negarse que al organizar la jerarquía administrativa2 haya establecido la ley, a cargo de los funcionarios, un deber de obediencia jerárquica, que implica por lo tanto, para la autoridad superior, el poder de imponer órdenes de servicios generales o individuales a los agentes subalternos. Mejor dicho, este deber de obediencia tiene su origen en la misma ley: "Es por la ley misma —dice Duguit (UÉtat, vol.II, p. 6 1 9 )— que el funcionario se encuentra en tal situación que ha de conformarse a las instrucciones que recibe de otro funcionario"; existe en esto, según dicho autor, una consecuencia de la ley que rige el ejercicio de la función pública. Así, si las órdenes dadas por la autoridad administrativa en virtud de la potestad jerárquica tienen en la ley el fundamento de su fuerza obligatoria, parece que el acto realizado, a consecuencia de esas órdenes, por el agente subordinado, se encuentra a su vez contenido dentro de la idea general de ejecución de las leyes. Por consipresuponen, para su adopción por la autoridad administrativa, un poder legal (ver núms. 99 ss., supra). 2 Se encontrará un primer ejemplo de esta organización jerárquica en la Constitución de 1791, tít. in, cap. iv, sección 2.art. 1ro: "Existe en cada departamento una administración superior, y en cada distrito una administración subordinada", y art. 6: "Los administradores de departamento tienen el derecho de anular los actos de los sub-administradores de distrito que sean contrarios a las resoluciones de los administradores de departamento o a las órdenes que estos últimos les hubieran dado". El principio de la jerarquía administrativa es asimismo consagrado por el art. 59 de la Constitución del año vm (cf. Duguit, L'État, vol. n, pp. 485 ss.; Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 137 ss.).
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de obediencia de los funcionarios han originado también, por lo mismo, para la autoridad administrativa superior, cierto poder que les permite tomar, por su propia iniciativa y sin ayuda de ningún texto especial, las medidas de administración interna cuya realización puede obtenerse por medio de la sola activdad de los funcionarios y en virtud únicamente de la obligación que éstos tienen de ejecutar las órdenes superiores de servicio. Nos veríamos llevados de nuevo, así, a distinguir dos potestades distintas en la función administrativa: la que obliga a los administrados y está sometida a la ley, o sea que sólo puede ejercerse mediante habilitación legislativa, y aquella otra que obliga únicamente a los administradores, y que se ejerce libremente de una manera autónoma. 72. Esta conclusión, sin embargo, no estaría justificada. Del hecho de que el funcionario se encuentre bajo el mando de los jefes de servicio no se desprende que éstos posean, incluso en el interior del servicio, una potestad inicial y principal, o sea independiente de la del legislador e igual a ella. La potestad jerárquica, en efecto, no existe para sí misma, sino que sólo se confiere a los administradores superiores, comprendido el jefe supremo de la administración, para el cumplimiento del cometido constitucional que le incumbe a la autoridad administrativa, o sea del cometido que consiste en ejecutar las leyes. En otras palabras, para la autoridad administrativa superior no existen dos potestades distintas, una que fuera su potestad jerárquica y otra la potestad de hacer ejecutar las leyes. Sólo hay una potestad única, la de ejecución de las leyes, potestad para cuyo ejercicio tiene la autoridad superior un poder jerárquico sobre los agentes subalternos. Y recíprocamente: la sujeción especial a que están obligados los agentes subalternos en virtud de la jerarquía no tiene más fin u objeto que la ejecución de las leyes. Se desprende de esto que la orden de servicio que obliga a los agentes a realizar un acto determinado no puede dar a dicho acto un fundamento jurídico nuevo, que baste por sí solo para legitimarlo. O bien el acto ordenado se funda en una prescripción o autorización administrativa, en cuyo caso tiene puramente carácter de medida de ejecución de la ley, o bien, por el contrario, la autoridad administrativa carece de poder legal para realizar ese acto, y en este segundo caso, el hecho de que el acto haya sido ordenado a los agentes subalternos por los jefes administrativos no podría servirle de base legal, ni tampoco conferirle el carácter legal de que carece originariamente. Por idénticas razones, la potestad jerárquica no puede constituir, para la autoridad administrativa, el fundamento de un poder reglamentario propio, por lo que respecta a la organización y al funcionamiento de la administración.
¿Significa esto que el deber de obediencia jerárquica no entrañe
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inadmisible. Es evidente, en efecto, que el principio de la jerarquía administrativa excluye el concepto según el cual el agente que recibe una orden de su jefe, por regla general, sería dueño de no ejecutar dicha orden sino después de que personalmente hubiera apreciado y admitido su regularidad, o sea después de haber interpretado él mismo, según su propio juicio, el texto que proporciona al acto ordenado la base de su legitimidad. Admitir semejante derecho de apreciación sería, como dice Laband (Inc. cit., vol. I I , pp. 150 ss.), ir directamente contra el principio jerárquico y hasta echar totalmente por tierra la jerarquía, ya que el agente Niibalterno se transformaría así en autoridad superior, puesto que él mismo sería quien decidiera en último término si conviene o no realizar el neto ordenado.3 Las leyes que coordinan a las diversas autoridades administrativas en un conjunto jerárquico tienen precisamente por consecuencia con ceder a los jefes de servicio el poder de determinar superiormente las medidas que puedan tomarse en v i r t u d de los textos legislativos vigentes y prescribir el empleo de dichas medidas a sus subordinados. En esto precisamente consiste el efecto de la jerarquía administrativa. En las relaciones de las autoridades administrativas con los administrados la solución de las dificultades que pueden surgir respecto a la extensión de los poderes legales de los administradores y por lo que se refiere a la interpretación de las leyes de las cuales derivan dichos poderes sólo pertenece a la autoridad jurisdiccional, que pronuncia entre los administrados y la autoridad administrativa. En las relaciones entre la autoridad administrativa superior y los agentes subordinados, esta misma interpretación corresponde a los jefes de servicio y, en virtud de la jerarquía, se impone a los funcionarios subalternos.4 Se desprende de estas últimas observaciones que, en el interior de la jerarquía administrativa, depende de la autoridad superior determinar aquello que entra legítimamente dentro de la ejecución de las leyes. En este sentido se puede decir, pues, que en virtud de su poder jerárquico tiene la autoridad administrativa, respecto de los agentes subordinados, una potestad que no posee respecto de los administrados. No deja por ello de ser cierto que, incluso en el caso en que la actividad administra3 Este parece ser también el parecer del Consejo de Estado. Ver a este respecto su resolución de 13 de marzo de 1908, asunto Municipio de Boutevilliers.
4 Entiéndase bien que este poder de interpretación autoritaria sólo corresponde a los superiores administrativos en lo que se refiere a los asuntos del servicio. En cuanto a las dificultades que puedan suscitarse entre los jefes de las administraciones públicas y los funcionarios subalternos referente a la interpretación de las leyes o reglamentos que fijan el estatuto personal de estos últimos y les confieren derechos relativos a su estado o carrera, el examen de estas dificultades debe depender de las autoridades jurisdiccionales, que habrán de interponerse aquí entre los jefes administrativos y sus subordinados.
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tiva se ejerza por medio de órdenes de servicio dirigidas a agentes obligados a obedecer, dichas órdenes se basan en definitiva en las leyes, y no en la potestad jerárquica de la autoridad que ordena. El único arbitrio de que dispone esta autoridad consiste en el poder que tiene de fIjar el alcance de las leyes que han de ejecutarse. Los mismos conceptos deben aplicarse a los reglamentos que organizan los servicios administrativos o regulan su funcionamiento. En principio el jefe del Ejecutivo sólo puede hacer reglamentos en virtud de un poder legal o, por lo menos, con objeto de asegurar mediante reglas complementarias la ejecución de las leyes vigentes. La potestad reglamentar ia tiene, pues, un carácter puramente ejecutivo. Por otra parte, sin embargo, y en lo que concierne a los reglamentos que sólo han de actuar en el interior de la esfera administrativa, bien sean reglamentos de organización o reglamentos que rijan la actividad de las autoridades administrativas, se desprende del principio de la jerarquía que, en las relaciones con esas autoridades, corresponde al jefe del Ejecutivo determinar, por su propia interpretación de las leyes existentes, la extensión de la competencia reglamentaria que le confieren dichas leyes. Por consiguiente, las disposiciones reglamentarias de orden administrativo interno cuya iniciativa toma con objeto de asegurar la ejecución de las leyes se imponen a las autoridades administrativas a él subordinadas. Pero las reglas creadas en esas condiciones no dejan por eso de fundarse en una pura idea de ejecución de las leyes. Esto es lo que observan algunos de los autores alemanes mismos (ver* por ejemplo, G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 572 n.), que muy correctamente hacen depender los reglamentos concernientes a la organización o a los asuntos administrativos de la potestad ejecutiva de las leyes que le corresponde al jefe del Estado, y no de su potestad jerárquica sobre los agentes. Por lo demás, si los reglamentos de esta clase quedan fuera del control de las autoridades jurisdiccionales, y si el jefe de la administración tiene, en el interior del organismo administrativo, el poder de determinar por sí mismo las medidas que las leyes le permiten adoptar, no hay que perder de vista que dicha potestad reglamentaria interna se ejerce bajo el control de las Cámaras y bajo la responsabilidad parlamentaria habitual del gobierno, no siendo, pues, ilimitada.5
5 Se ha visto anteriormente (núms. 100 ssj que, según los autores que profesan la teoría de la ley-regla de derecho, las prescripciones reglamentarias que se dirigen únicamente a los funcionarios y que se refieren sólo a su actividad dentro del servicio no constituyen derecho propiamente dicho. Otros autores han razonado en forma diferente. Admiten éstos que semejantes prescripciones originan verdadero derecho, y reconocen, por lo tanto, que las reglas que establecen forman realmente un elemento del orden jurídico del Estado (ver en este sentido, por ejemplo: Burckhardt, op. cit.. 2" ed., p. 721; Guhl, Bundesgesetz, Bundesbeschlus: und Verordnung nach schweiz. Staatsrecht, p. 79). Ahora que, añaden, este derecho tiene una
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173. Si tal es el alcance de la potestad jerárquica, se advierte ahora que entraña además, respecto a los mismos subordinados, la doble limitación siguiente: En primer lugar, sólo engendra el deber de obediencia para los actos de la función. La potestad jerárquica, en efecto, no está constituida por un poder personal del jefe de servicio sobre los funcionarios que de él dependan, sino que sólo es una manifestación particular y un accesorio, en sus relaciones con éstos, de su poder ordinario de ejecutar las leyes. Resulta, pues, que el jefe de servicio sólo puede usar de su superioridad jerárquica para prescribir los actos que son legalmente de su competencia. Con mayor razón, no puede hacer uso de ella para dar a los subalternos órdenes referentes a su vida privada o a su conducta fuera del servicio. En segundo lugar, no puede en ningún caso extenderse el deber de obediencia a aquellos actos que supongan una violación de las leyes. Que la autoridad superior pueda imponer a los funcionarios la interpretación que ella misma ha hecho de las leyes existentes se explica no solamente por la necesidad práctica de asegurar dentro de la administración la unidad de acción y de dirección, sino también por la consideración jurídica le que la orden de servicio general o individual emitida en esas condiciones se refiere, en principio, a alguna ley de la que deduce ciertas consecuencias. Indudablemente es posible que dichas consecuencias sean discutibles, y que los poderes administrativos que el jefe de servicio creyó encontrar en las leyes vigentes puedan ser inciertos y discutibles. Pero en razón precisamente de la jerarquía administrativa, el alcance de los textos legislativos dudosos se determina y fija, en el cuadro interior de base especial; se creó por la relación de subordinación que existe entre los jefes de servicio y sus subalternos; estos últimos tienen obligación de conformarse a él por razón de su deber de obediencia jerárquica, o sea por razón de obligación inherente a la función pública, y es también por lo que este derecho, fundado en principios que rigen el servicio, no puede obligar más que a los agentes del servicio, y no obliga a los demás ciudadanos. Así habría, pues, dos clases de derecho: el derecho para los ciudadanos, que no puede ser creado sino por las leyes o en ejecución de las leyes, y el dercho para los funcionarios, que no depende ya rigurosamente de las leyes, sino que se funda en el hecho de que los funcionarios, además de su sujeción respecto de la ley, están obligados a obedecer las órdenes que reciben de sus superiores por razón de su deber de sumisión personal hacia éstos. Pero este concepto de una dualidad, así entendida, del derecho, es inconciliable con el sistema general de la Constitución francesa, según la cual la función administrativa sólo consiste uniformemente en una potestad de ejecución de las leyes. Resulta de este principio constitucional que la potestad jerárquica misma, que no es más que uno de los grados de la potestad ejecutiva, sólo puede ejercerse a efecto de asegurar esta ejecución y no puede pretender imponer a los subalternos reglas de derecho y obligaciones que no tuvieran su base en las leyes vigentes. No hay en Francia, desde el punto de vista de la fuente de las obligaciones jurídicas, e incluso para los funcionarios, más que un derecho único, aquel que deriva de las leyes. La potestad jerárquica no puede por sí sola erigirse en una fuente especial e independiente de derecho.
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los servicios administrativos, por los superiores jerárquicos, y por consiguiente el funcionario subalterno debe conformarse a las órdenes que le son transmitidas en virtud de dicho poder de apreciación, sin que tenga que indagar personalmente el sentido de la ley. Por el contrario, cuando la orden dirigida a los agentes no encuentra ninguna ley en la cual pueda apoyarse, desaparece la base misma de toda potestad jerárquica, porque dicha potestad, no siendo más que una auxiliar del poder de ejecutar las leyes, deja de concebirse en el momento en que no existe ninguna ley que ejecutar. El deber de obediencia en el servicio se justifica, pues, por lo que se refiere a las órdenes basadas en textos dudosos, pero si la orden excede abiertamente de los poderes fijados por una ley que no es dudosa, o si ataca directamente una prescripción formal de las leyes, el funcionario está desligado de toda obligación de obediencia e incluso la verdad es que, en tal caso, tiene el deber de negar su obediencia6 (Duguit, UÉtat, vol. i i , pp. 624 ss.; G. Meyer, op. cit., 6* ed., § 146, in fine). Hay que reconocer, por lo demás, que todas estas observaciones sólo pueden aplicarse realmente a las órdenes de servicio cuya ejecución es susceptible de producir efectos respecto a los administrados; en cuanto a aquellas prescripciones que conciernen al servicio interior, éstas siempre encuentran una base más o menos lejana en la legislación vigente, y por consiguiente difícilmente se concibe que pueda dudarse de su fuerza obligatoria para los funcionarios a los que van dirigidas, por lo que a estos últimos se refiere.
SECCION II LOS ACTOS DE GOBIERNO
174. Hasta ahora se ha comprobado que la función administrativa se caracteriza y debe definirse por su subordinación a la ley. Según cier6 Esta última solución parece desprenderse también de los artículos 114, 184 y 190 del Código penal. Estos textos, que se refieren a ciertos abusos de potestad de los funcionarios^ prevén el caso en que el autor del acto protestado "justifica que obró por orden de sus superiores, respecto a objetos que dependen de éstos, y sobre los cuales les debía obediencia jerárquica". En tal caso, estos diversos artículos eximen, en realidad, al agente subalterno de la pena aplicable a su acto, debiendo aplicarse esta pena únicamente al superior que ordenó el acto. Pero, por otra parte, es importante observar que estos textos presentan la exención penal como mero efecto de una excusa absolutoria, y de ningún modo como fundada en la inculpabilidad del agente. Así pues, la obediencia del agente se declara excusable, pero en el fondo el Código penal establece sin embargo el principio de que el agente hubiera debido, y desde luego podido, dejar de obedecer (cf. Duguit, UÉtat, vol. n, pp. 621 ss.). Ver sin embargo Hauriou, Recueil de législation de Toulouse, 1911, pp. 7 ss., que sostiene que el agente administrativo obligado a la
241 previa obediencia a las órdenes de los funcionarios superiores, no debe de ningún modo examinar la legalidad de éstas.
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Los autores, sin embargo, existe toda una parte, y muy importante, de la función administrativa que queda fuera de dicha definición. Es evidente, en efecto, que el Estado no puede obligarse de una manera absoluta y sin reservas, haciendo depender integralmente de las leyes su actividad administrativa. Por otra parte, entre las iniciativas o decisiones que se salen así de la esfera de la ejecución de las leyes, existen algunas que no pueden estar comprendidas dentro de la competencia del cuerpo legislalivo. Por ejemplo, difícilmente se podría concebir que la dirección de los asuntos exteriores pueda conferirse a otra autoridad que no sea el jefe del Ejecutivo. Exige, pues, el interés del Estado que haya, dentro de la función de que está investida la autoridad administrativa, un campo de libre actividad (Jellinek, UÉtat moderne, ed. francesa, vol.II, pp. 327 ss.). Es por lo que, además de la fórmula general: "E l Presidente de la República asegura la ejecución de las leyes", la Constitución de 1875 enumera otros poderes presidenciales que no entran desde luego en dicha fórmula. Por esto también la doctrina, la jurisprudencia y la legislación misma distinguen, dentro de la función general de administración, dos actividades diferentes: el gobierno y la administración stricto sensu; consiste ésta solamente en potestad ejecutiva y no puede ejercerse sino en virtud de autorizaciones legislativas; aquélla, por el contrario, se mueve libremente y no puede ser reducida a una idea de ejecución de las leyes. Esta distinción, que apareció con claridad muy particular en la literatura y el derecho positivo francés, se expresa por los autores mediante la oposición que establecen entre los actos de administración propiamente dichos y los actos de gobierno (Laferriére, Traite de la juridiction administrative, 2* ed., vol.II pp. 32 ss.; Aucoc, Conférences sur Vadministration 3* ed., vol. i, p. 11 y 92; Ducrocq, Cours de droit administratif, 7* ed., vol. i, núms. 52 y 70; Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 11 ss.; Esmein, Éléments,5* ed., p. 1 8 ) . 1 La teoría del acto de gobierno se remonta hasta los orígenes del derecho público de Francia, o sea a la Constitución de 1791. Esta Constitución negaba cualquier carácter representativo a los funcionarios (tít. m, cap. IV, sec. 2, art. 2 ) , ya que sólo pueden actuar en virtud de las leyes. Igualmente, la Constituyente había negado la cualidad de representante al mismo rey, como jefe de la administración general, porque a este respecto sólo veía en él a un funcionario, el primero de los funcionarios públicos. Pero, por otra parte, la Constitución de 1791 (tít. m, preámbulo, art. 3) reconocía al rey, como jefe del gobierno, el carácter de repre1 Cf. el decreto referente a la descentralización administrativa de 25 de marzo de 1852, que dice: "Considerando que se puede gobernar desde lejos, pero que no se administra bien más que de cerca; que, por consecuencia, tanto importa centralizar la acción gubernamental del Estado como es necesario descentralizar la acción puramente administrativa..."
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sentante nacional, teniendo por esa cualidad la facultad indudable de querer, de una manera libre e inicial, por cuenta de la nación. Los oradores de la Constituyente especificaban particularmente que el rey representa a la nación, por cuanto la negociación y la conclusión de los tratados a negociar con los Estados extranjeros dependen esencialmente de él (ver núms. 366 y 367, infra). 175. Aun hoy, éste es uno de los ejemplos más importantes que puedan darse de los actos de gobierno. Según los términos del art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, al Presidente de la República es a quien corresponde negociar y ratificar los tratados y es evidente que ninguna ley podría reglamentar el ejercicio de ese poder diplomático, ni determinar imperativamente las cláusulas de los tratados a negociar. Pero no sólo en las relaciones internacionales, sino también en el interior, se halla investido el Presidente de ciertos poderes de gobierno. Los autores presentan una lista de esos poderes que comprende especialmente: actos que se producen en las relaciones del Presidente con las Cámaras, por ejemplo los decretos de convocatoria o de aplazamiento de las Cámaras; aquellos que deciden la disolución de la Cámara de Diputados; los actos por los cuales el Presidente ejerce su derecho de iniciativa legislativa; aquellos por los cuales ejerce su derecho de gracia. Se pueden añadir a esta enumeración los actos presidenciales que disponen de la fuerza armada; los de nombramiento de funcionarios; el decreto por el cual el Presidente constituye al Senado en alta corte de justicia, y de un modo general, todos los actos que realiza en virtud de poderes que no le confieren las leyes, sino la Constitución directamente. En cambio, no parece posible considerar como actos de gobierno ciertos actos que se presentan habitualmente como tales. Por ejemplo, los autores clasifican como actos de gobierno a los decretos que establecen el estado de sitio y a los dictados en materia de policía sanitaria (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , pp. 35 ss.; Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 8 0 ). Pero no se puede decir que al dar esos decretos actúe el jefe del Ejecutivo fuera del orden jurídico establecido por las leyes. Evidentemente, el estado de sitio es un régimen que se sale del derecho común y que tiene por efecto imponer a los ciudadanos graves restricciones en el ejercicio de sus libertades ordinarias, pero no por ello deja de ser cierto que al declarar el estado de sitio en los casos y bajo las condiciones previstas por la ley de 3 de abril de 1878a (arts. 2 y 3 ) , el Presidente sólo hace uso de un poder legal y no realiza por consiguiente sino un acto eje-
2 En principio, el art. I9 de esta ley exige una ley formal para la declaración del estado de sitio. El Presidente de la República no puede proclamarlo por decreto sino en caso de receso de las Cámaras, o también en el caso en que la Cámara de los Diputados esté disuelta, pero en este último caso únicamente si hay estado de guerra.
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cutivo. Por otra parte, se desprende de los arts. 9 y 11, siempre vigentes, de la ley de 9 de agosto de 1849, que la autoridad que aplica las consecuencias el estado de sitio no puede realizar otros actos que aquellos que permiten las leyes que regulan dicho régimen (Laferriére, loe. cit., p. 3 7) . Asimismo, por amplios y extraordinarios que sean en tiempos de epidemia los poderes de policía sanitaria del Presidente, debe observarse que dichos poderes tienen su fundamento en las leyes que autorizan al Ejecutivo a prescribir, contra el peligro de contagio, todas aquellas medidas de seguridad que juzgue necesarias. En resumen, pues, todas las medidas de esta clase, por cuanto se ordenan en v i r t u d de leyes existentes, permanecen bajo el imperio del orden legal del Estado, y como tales no se oponen de ningún modo al concepto general del acto de administración. Como dice muy acertadamente Berthélemy (op. cit., 7* ed., p. 105), cada vez que la autoridad administrativa actúa en virtud de poderes legales, no existe ninguna razón, por amplios y discrecionales que sean dichos poderes, para invocar el concepto de acto de gobierno, pues no hay diferencia esencial, desde el punto de vista de su fundamento, entre estos actos y aquellos otros mediante los cuales desempeña habitualmente la autoridad administrativa su cometido de ejecución de las leyes.3 176. Lo que caracteriza al acto de gobierno, por el contrario, es precisamente el hecho de que, a diferencia de los actos de administración, se encuentra libre de la necesidad de habilitaciones legislativas y se cumple por la autoridad administrativa con un poder de libre iniciativa, en virtud de una potestad que le es propia y que procede de un origen distinto de las leyes, de modo que el gobierno puede calificarse, al menos en este sentido, como actividad independiente de las leyes. Como lo indica Jellinek (loe. cit., vol. n, p. 330), la teoría del acto gubernamental supone esencialmente que, junto a su potestad condicionada por la legislación y que sólo es una potestad de ejecución de las leyes, tiene la autoridad administrativa una potestad autónoma que proviene de una concesión superior a los permisos legislativos, y que por consiguiente no puede considerarse como un poder ejecutivo de las leyes, sino que es verdaderamente un poder de gobierno. La fuente superior de donde proviene este poder es la Constitución misma y no puede ser otra que ella. La teoría del acto de gobierno se refiere directamente a la distinción entre la ley constitucional y las leyes ordinarias .4 Si el jefe del Ejecutivo tiene, por su sola inicia3 Esta es la parte de verdad que se halla contenida en las objeciones y ataques que se han dirigido a la teoría del acto de gobierno por Michoud, "Des actes de gouvernement", Anuales de Grenoble, 1889 y Brémond, "Des actes de gouvernement", Revue du droit public, vol. v, pp. 23 ss.; ver respecto de esta teoría, Hauriou, op. cit., 8* ed., pp. 82 ss.; Duguit, Traite, vol. I, pp. 210 ss.; Jacquelin, Príncipes dominants du contentieux administranf, pp. 297 ss. 4 Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, p. 88: " L a fórmula que nos parece exacta consiste en no
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tiva, el poder de realizar cierto número de actos independientes de toda autorización legislativa previa, es porque ha recibido ese poder, formalmente, de la Constitución. Al conferírselo, la Constitución lo ha relevado de la obligación de esperar sus impulsos de los textos legislativos, o más exactamente, ha creado para él cierta esfera de atribuciones que es precisamente la esfera del gobierno, en la cual ocupa dicho jefe del Ejecutivo una posición constitucional análoga a la del legislador, en el sentido de que, al igual que el cuerpo legislativo, toma directamente de la Constitución misma sus poderes referentes a estas atribuciones. Ocurre así con todos los poderes concedidos al Presidente por la Constitución, además de su función administrativa de ejecución de las leyes. Resulta entonces, de la superioridad de la ley constitucional respecto a las leyes ordinarias, que el órgano legislativo no puede restringir esos poderes presidenciales de gobierno ni determinar imperativamente, por vía de reglas generales, o por prescripciones particulares de especie, el uso que debe hacerse de ellas. Cuando, por ejemplo, la Constitución de 1875 sienta el principio de que corresponde al Presidente negociar y ratificar los tratados, hay que entender por ello, no sólo que el Presidente tiene en esta materia un permiso para actuar, que procede inmediatamente de la Constitución, sin intervención del legislador, sino también, que se halla investido, en lo que se refiere a las negociaciones con los Estados extranjeros, de una potestad particular y exclusiva de iniciativa y de decisión a la que no puede afectar ninguna reglamentación ni disposición legislativa (Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 691 ss.; Michon, Les traites internationaux devant les Chambres, pp. 214 ss.). Constituye esto una esfera dentro de la cual el jefe del Ejecutivo, para una categoría de atribuciones que se considera formando parte del gobierno, está colocado en pie de igualdad con el legislador y de independencia respecto de éste. Asimismo, en presencia de la disposición constitucional que pone en manos del Presidente el ejercicio discrecional del derecho de gracia no es reconocer carácter de decretos gubernamentales más que a aquellos que son ejecución directa de una disposición formal de la Constitución. En el momento en que un decreto del Presidente de la República se dicta para la ejecución de leyes distintas de las leyes constitucionales, debe negársete el carácter de los decretos gubernamentales y reconocer en él un decreto administrativo."Idéntica fórmula en Le Courtois, Des actes de gouvernement, pp. 112 ss. Este criterio es el único que proporciona una base firme a la distinción entre la administración y el gobierno. Todas las demás definiciones de las dos funciones carecen de precisión y de eficacia jurídicas. Así, por ejemplo, la de Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 78: " E l gobierno tiene por función asegurar la centralización política, mientras que la administración tiene por función ejecutar los servicios públicos". Igualmente la de Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , p. 38. Con mayor razón, las antiguas definiciones: "Gobierno en las escalas superiores del poder ejecutivo; administración en las escalas inferiores," o, también: " E l gobierno es la cabeza, la administración es el brazo", carecen de valor jurídico.
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posible admitir que una ley pueda limitar ese derecho fijando los casos en los cuales su titular podrá o deberá usar de él.5 En todos estos aspectos, pues, la función gubernamental aparece libre de la subordinación a las leyes. También se halla relevada de dicha subordinación, por cuanto los actos de gobierno, según el derecho positivo francés (ley de 24 de mayo de 1872, art. 2 6) , quedan fuera de los recursos contenciosos que por regla general pueden entablarse por los administrados contra los actos de autoridades administrativas tachados de ilegalidad. Esta es la segunda diferencia capital que separa al acto gubernamental del acto administrativo. Por lo que concierne a la administración, su subordinación a la ley se realiza especialmente mediante la institución del recurso contencioso, que permite al particular lesionado en sus derechos, e incluso a veces en sus simples intereses, atacar en modificación o en anulación los actos administrativos contrarios a las leyes. Por lo que se refiere al acto de gobierno, por el contrario, queda excluida toda posibilidad del recurso contencioso.6 La jurisprudencia aplica rigurosamente dicha exclusión, particularmente, a los actos diplomáticos, y no admite que los actos realizados por una autoridad administrativa en ejecución de una convención internacional puedan ser atacados ante los tribunales, ni que la negativa de protección diplomática de un subdito francés cerca de un Estado extranjero pueda originar, para dicho subdito francés, una demanda de i n demnización, ni que los tribunales que sean competentes para aplicar las 5 Se ha hecho la objeción de que la disposición constitucional (art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875) que encarga al Presidente de la República el nombramiento de todos los empleos civiles y militares, no es de ningún modo obstáculo para que ciertas leyes regulen las condiciones, bien sea de este nombramiento, bien sea del ascenso o del cese. Esta objeción carece de fundamento. Al decir que el Presidente nombra a los funcionarios y al no añadir que determina las condiciones de su reclutamiento, se limitó la Constitución a confiarle únicamente un poder de elección y designación de las personas. Por lo demás, las leyes siguieron predominando (Esmein, Éléments, 5* ed., pp. 623ss.; Duguit, Traite, vol. II, p. 439). De ahí también la perfecta legitimidad de las decisiones jurisprudenciales que declaran admisibles los recursos de nulidad por causa de extralimitación de atribuciones, formulados por funcionarios contra los decretos que lesionan los derechos establecidos por las leyes con respecto a la propiedad de sus grados o títulos (Laferriére, op. cit., 2, ed., vol. n, pp. 540 ss.). La Constitución de 1791 (tít. ni cap. iv, preámbulo, art. 2) , que concedía al rey el derecho de nombrar para cierto número de empleos militares, decía ya que el rey no podría hacer estos nombramientos más que "conformándose a las leyes respecto a los ascensos". Cf. Hauriou, op. cit., 8 ed., p. 80 n.
6 En esto se diferencia el acto de gobierno del acto de administración discrecional, el cual, incluso si ha sido realizado por la autoridad competente queda sujeto al recurso por violación de forma o desviación de atribuciones. Los actos de administración discrecional quedan, pues, sometidos en cierta medida al control jurisdiccional; los de gobierno sólo dependen del control político del Parlamento (Jacquelin, op. cit., pp. 299 ss.J.
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cláusulas de los tratados que se relacionan con los derechos privados de los ciudadanos puedan interpretar las disposiciones dudosas de dichos tratados (ver sin embargo las distinciones que a este respecto hace Brémond, loe. cit., pp. 50 ss. y Le Courtois, op. cit., pp. 177 ss.), no correspondiendo esa interpretación, en efecto, más que a la autoridad gubernamental que negoció el tratado (ver respecto a estos puntos Lafarriére, loe. cit., vol. II , pp. 47 ss.). 177. Del hecho de que la función gubernamental se libre de esta manera a la vez de la necesidad de autorizaciones legislativas previas y de todo control constitucional, se ha deducido que se encuentra fuera del régimen de la legalidad, y por consiguiente que se diferencia radicalmente de la administración, la cual fué definida anteriormente como una función que ha de ejercerse bajo el imperio y en ejecución de las leyes. Esta oposición entre el gobierno y la administración ha sido particularmente acentuada por los autores alemanes (ver, por ejemplo, O. Mayer, op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 10) , que sostienen que el gobierno queda fuera del concepto general de administración, y ello a causa de que, a diferencia de la actividad administrativa, que se ejerce dentro de los límites del orden jurídico del Estado, la actividad gubernamental no se halla contenida dentro de esos límites y no está sometida al régimen de derecho. Pero esta doctrina se basa en un equívoco y en una exageración. Ante todo en un equívoco. Es cierto que tiene la autoridad.gubernamental, según la Constitución, diversas atribuciones que ejerce en virtud de su propia potestad y no en ejecución de leyes dictadas por el cuerpo legislativo. Pero esto no significa que sea dueña de emprender cualquier clase de operaciones, bajo pretexto de gobierno, ni de decretar, de modo enteramente discrecional, cualquier clase de medidas. La verdad, por el contrario, es que no puede realizar ningún acto, aun a título de medida de gobierno, sin haber recibido para ello poder de la Constitución. Si bien no se halla subordinada a habilitaciones legislativas provenientes del órgano legislativo, la potestad gubernamental sólo existe bajo la condición y dentro de los límites de las habilitaciones constitucionales. Este es un extremo reconocido implícitamente hoy día por todos los autores. La unanimidad de la doctrina y la misma jurisprudencia están de acuerdo para rechazar, por inconciliable con el sistema moderno del Estado de derecho, la teoría por mucho tiempo admitida que colocaba al criterio del acto de gobierno dentro de los móviles políticos en los cuales se inspira, y que, por consiguiente, llevaba a decir que un acto, que en sí es arbitrario, es decir, que no está autorizado por las leyes, puede convertirse en legítimo e inatacable cuando ha sido realizado a título de acto de gobierno y con un f i n de seguridad política o de salvaguardia de los intereses superiores del Estado (ver, en contra de esta teoría del móvil: Laferriére, loe. cit.,
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vol. II , pp. 33 y 3 4 ; Berthélemy, op. cit., 7* ed., pp. 101 ss.; Hauriou, op.til., 8' ed., p. 79; Duguit, Traite, vol. I, pp. 211 ss.; Jacquelin, op. cit., pp. 365 ss.). Cualesquiera que fueren la gravedad y la urgencia de las situaciones que pueden surgir en la práctica, la autoridad que gobierna sólo puede hacerles frente por medios tomados del derecho establecido por los textos vigentes, y en ningún caso puede arrogarse a sí misma poderes que sobrepasan aquellos que para ella derivan del orden jurídico legal existente en el Estado. De estos medios o poderes, unos se basan en simples leyes, y entonces los actos realizados con ese fundamento entran plenamente dentro del concepto de ejecución de las leyes, o sea de la administración. A falta de leyes, la autoridad gubernamental no puede actuar sino con la condición de poder alegar a dicho efecto habilitaciones constitucionales. Es por lo que ha podido afirmarse con razón que el acto de gobierno ha de tener su fundamento en una disposición formal de la Constitución (Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, p. 88; Le Courtois, op. cit., pp. 112 ss.; Cahen, op. cit., p. 332). ¿Significa esto que se encuentre la función gubernamental elevada, por ello, a actividad l i b r e de la necesidad de fundarse en el orden legal del Estado? De ninguna manera. Es evidente que el gobierno se ejerce fuera de toda legalidad, si por legalidad se entiende el conjunto de leyes que provienen del órgano legislativo propiamente dicho. Indudablemente también, al gobierno no se le puede calificar como función ejecutiva en el mismo sentido que a la administración, ya que no espera, para ejercerse, que las leyes ordinarias hayan conferido a su titular una habilitación, sino que se ejerce por razón de habilitaciones contenidas en la misma Constitución, las que, por lo mismo, son superiores a las leyes. Sin embargo, no por ello la función gubernamental se desarrolla fuera del orden jurídico vigente, pues, a decir verdad, es precisamente la Constitución, en la que se apoya el acto gubernamental, uno de los factores esenciales, mejor dicho, la fuente fundamental de dicho orden jurídico. En el derecho público francés, que distingue entre leyes constitucionales y leyes ordinarias, se puede diferenciar debidamente el acto administrativo ordinario del acto gubernamental, por cuanto aquél se funda en un poder simplemente legal, y éste en un poder constitucional. Pero, en definitiva, tanto el uno como el otro quedan comprendidos dentro del concepto general de administración lato sensu, o sea de actividad que se ejerce de conformidad con el orden jurídico establecido en el Estado. Con más exactitud, ambas clases de actos tienen como cualidad común que, tanto el uno como el otro, derivan su derecho a la existencia de una ley superior — ley constitucional o ley ordinaria —, por lo que el acto de gobierno aparece tam-
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Bién como acto ejecutivo, en el sentido general que ha sido reconocido anteriormente a la expresión "poder ejecutivo".7 7 Cf. Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. X I I I , p. 222: " E l carácter inicial e independiente les falta a los actos de gobierno. Poco importa la definición que se dé de los mismos. Los actos de gobierno están todos, en principio, dominados por leyes y, en cierto sentido, son la aplicación de la ley a los hechos particulares." Considérese en este sentido la profunda diferencia que se establece entre el sistema del derecho público francés y el de las Constituciones monárquicas extranjeras, en lo que se refiere al origen y al fundamento de los poderes de gobierno del jefe del Estado. En el sistema de las Constituciones monárquicas, el monarca realiza los actos de gobierno en virtud de su propia potestad. Esto ocurre, por ejemplo, en las monarquías alemanas. Indudablemente, el monarca, aquí también, se funda en la Constitución para ejercer sus atribuciones gubernamentales. Pero, por una parte, esta Constitución es obra del monarca mismo, y por lo tanto el monarca saca de sí mismo, y no de una voluntad superior a la suya, su habilitación constitucional para realizar tal o cual acto de gobierno. En el ejercicio de sus poderes gubernamentales, el monarca no es ejecutor de ninguna otra voluntad habilitante que no sea la suya propia. Por otra parte, los poderes de gobierno de los que se halla investido, a decir verdad, no son sino supervivencias de su antigua potestad general y absoluta; e incluso establece la doctrina alemana, a este respecto, que el monarca conservó todo aquello que no cedió él mismo por la Constitución que vino a limitar la monarquía. Igualmente, en Inglaterra, los poderes del rey se fundan en su prerrogativa histórica y tradicional. Finalmente y en todo caso, es de observarse que, en la monarquía, los poderes del jefe del Estado no pueden modificarse sino por vía de una revisión que necesita la sanción real. En el sistema actual del derecho público francés, por el contrario, el Ejecutivo, sean las que fueren las facultades de iniciativa y de libre apreciación inherentes a sus atribuciones llamadas de gobierno, no puede, a título gubernamental, realizar más actos que aquellos para los cuales ha sido formalmente habilitado por una Constitución que es obra de los elegidos por el país; no actúa sino en virtud, o sea en ejecución, de una voluntad superior a la suya. Más aún, esta Constitución, aunque distinta en ciertos aspectos de las leyes ordinarias, se aproxima a estas últimas por cuanto su mantenimiento o su cambio dependen de la voluntad de las Cámaras, a las cuales les basta poner de acuerdo sus mayorías respectivas para ser capaces de realizar cualquier revisión proyectada por ellas (ver n9 482, injra). Una vez decidida 1 a revisión, se efectuara por el personal parlamentario mismo; como dice Esmein (Éléments, 5' ed., p. 694), "el poder constituyente que organizan las leyes constitucionales de 1875, en cuanto a sus elementos constitutivos, no difiere del poder elgislativo ordinario; son los mismos senadores y los mismos diputados los que estatuyen por una y otra parte, entrando en una nueva combinación y por un procedimiento particular para el ejercicio del poder constituyente". Así pues, hasta para los actos de gobierno se vuelve a encontrar siempre, en definitiva, el sistema general del derecho francés, por el cual no puede actuar el Ejecutivo sino mediante autorizaciones parlamentarias y en ejecución de una voluntad previa del Parlamento. Se llegaría a las mismas conclusiones al comparar, desde el punto de vista de los poderes de gobierno, la situación del Ejecutivo francés con la del Ejecutivo estadounidense. En los Estados Unidos el Congreso no puede por su propia voluntad modificar las competencias constitucionales del jefe del Ejecutivo, pues la revisión no depende allí únicamente de las decisiones del órgano legislativo. Por lo tanto puede decirse que en Estados Unidos los poderes del Presidente no solamente tienen carácter de poderes ejecutivos, o sea fundados en una habilitación recibida de las Cámaras, sino que son verdaderos poderes de gobierno, poderes independientes que el Presidente recibe de una Constitución superior a la voluntad
251 parlamentaria. Idéntica observación puede hacerse para Suiza, con mayor fuerza aún. Se ha comparado frecuentemente las
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Tal vez se objete que, por lo tanto, la legislación misma podría quedar comprendida dentro de la amplia definición de la administración, ya que también el poder legislativo se funda en la Constitución. Pero este acercamiento entre el acto legislativo y el acto de gobierno no estaría justificado. En efecto, conviene señalar una diferencia esencial entre los poderes que la Constitución confiere respectivamente al órgano legislativo y a la autoridad gubernamental. Por lo que se refiere al legislador, la Constitución, en realidad, le reconoce un poder ilimitado tanto en lo que se refiere a las decisiones que pueda tomar, como en lo relativo a los objetos a los cuales pueda extenderse su actividad. Por el contrario, el acto de gobierno, por más que tenga carácter discrecional, no se funda en un poder ilimitado, sino que se realiza en virtud de una autorización constitucional especial que se refiere a un objeto determinado o a una categoría particular de atribuciones. El acto de gobierno permanece, pues, comprendido, en suma, bajo el régimen de permisos derivados del orden estatutario vigente.8 En cuanto a los actos legislativos, por el contrario, la verdad relaciones establecidas en Suiza entre la Asamblea federal y el Consejo federal con aquellas que el régimen "convencional" consagrado por la Constitución francesa de 1793 establecía entre el cuerpo legislativo y el Ejecutivo de entonces. Esta comparación se funda en el hecho de que no hay en Suiza, propiamente hablando, jefe del Ejecutivo; es exacta en lo que se refiere al carácter colegial del Consejo federal y al nombramiento de sus miembros por la Asamblea federal. Es cierto también que el Consejo federal, en muchos aspectos, queda subordinado a la Asamblea federal. Sin embargo, el régimen federal suizo de organización y de funcionamiento del Ejecutivo difiere en muchos detalles del régimen llamado convencional. Y sobre todo, debe observarse que el Consejo federal, respecto de las cámaras federales, posee cierta independencia que proviene de que sus atribuciones constitucionales, tales como se determinan en el art. 102 de la Constitución federal, no se basan únicamente en la voluntad parlamentaria. En este aspecto el Consejo federal, en sus relaciones con la Asamblea federal, tiene una situación más fuerte que aquella que le concede la Constitución francesa de 1875 al Presidente de la República con respecto al Parlamento; pues la Asamblea federal carece del poder de modificar por sí sola las atribucions del Consejo federal, y tampoco provienen de ella exclusivamente las competencias que posee el Consejo federal. Las competencias del art. 102 son instituidas por una Constitución que es ante todo obra del pueblo mismo, y también de los cantones. En Suiza, como en Estados Unidos, la condición especial en que se halla el Ejecutivo proviene del hecho de que existe en estos dos países una separación del poder constituyente que no se encuentra ya o que sólo subsiste débilmente en el parlamentarismo francés. 8 La posición en que se halla el Ejecutivo a este respecto es análoga a la que en Suiza está caracterizada por el art. 84 de la Constitución federal. Dice ese texto que las cámaras federales "deliberan respecto de todos los objetos que no se atribuyen a otra autoridad federal". Se infiere de esta fórmula que el Consejo federal, particularmente, sólo tiene atribuciones esencialmente limitadas, por lo menos en cuanto a su número y en cuanto a su objeto (cf. la n. 7 del n9 165, supra): su competencia sólo puede hacerse extensiva a los actos o cometidos que le han sido positivamente conferidos por un texto de la Constitución, o al menos por una ley federal. Cualquier decisión, cualquier acto, para los cuales no exista un texto que habilite al Consejo federal para actuar por sí mismo, quedan por este solo hecho reservados a la Asamblea federal (excepción hecha de las competencias atribuidas al Tribunal federal). La
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es que tienen la potestad de crear dicho orden estatutario a consecuencia y de acuerdo con la Constitución. 178. En segundo lugar, la doctrina que define al gobierno como una restricción propuesta por diversos autores (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schwciz, p. 243; Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 678 y 658), que interpretan el art. 84 en el sentido de que dicho texto no establece la competencia general de la Asamblea federal más que para los objetos que necesitan una ley, es poco aceptable; pues el art. 84 carecería en este caso de utilidad; es evidente que únicamente la Asamblea federal posee el poder legislativo y puede hacer una ley. Implica el texto, por el contrario, que una ley o una resolución de la Asamblea federal es necesaria para cualquier objeto que no entre dentro de la competencia concedida a otras autoridades federales. Así pues, la Constitución suiza, sin dejar de establecer dos autoridades especiales, ejecutiva la una y la otra judicial, junto a la Asamblea federal, formula en favor de esta última una presunción general de competencia (ver en este sentido Fleiner, Entstehung und Wandlung moderner Staatstheorien, p. 10). Al ser éste el sentido del art. 84, puede decirse que el estado de cosas consagrado por la Constitución francesa actual con referencia a los poderes del Ejecutivo podía haber sido expresado por los textos de 1875 en una fórmula análoga a aquella que aparece en el texto suizo. En efecto, se infiere del sistema constitucional de 1875 que cualquier atribución que no esté comprendida dentro de la ejecución de las leyes en vigor o que no haya sido conferida al Ejecutivo por un texto de la Constitución misma, sólo puede ejercerse por las Cámaras, cuya competencia presenta así carácter ilimitado. El Ejecutivo, por el contrario, sólo tiene las competencias que le han sido formalmente conferidas por un texto; su actividad ha de apoyarse siempre en un texto que la legitime. Poco importa que dicho texto esté contenido en la Constitución misma o en un acto legislativo; tanto en un caso como en otro, los poderes del Ejecutivo deben tomar su origen en una prescripción anterior de las Asambleas; en este sentido tienen invariablemente el carácter de poderes de ejecución. Se desprende de estas observaciones que no existe, en derecho público francés, acto alguno que esté fundado puramente en el imperium del Ejecutivo. La distinción romana entre el acto legitimus y el acto imperio continens, no halla lugar en Francia. Cualquier acto de la autoridad ejecutiva se realiza sobre la base de un poder legal, bien se produzca en virtud de una ley ordinaria o bien se realice en virtud de la ley constitucional. Es simpre legal, legítimo, y en este sentido, ejecutivo de las leys. El dualismo romano (lex-imperium), que suponía dos potestades independientes, podría concebirse actualmente en Francia si, como en Estados Unidos, el Parlamento y el Ejecutivo recibieran sus respectivas competencias de una autoridad constituyente especial, superior y única, que creara por debajo de sí misma el cuerpo legislativo y el gobierno, y que confiriera a cada uno de ellos su propia potestad, de tal modo que estableciera así una franca separación de poderes. En Francia no existe actualmente esta clase de separación. El Parlamento mismo constituye —en su unión, por cierto estrecha, con el cuerpo electoral— la suprema autoridad que, al ser dueña de la Constitución misma, fundamenta todos los poderes, comprendido el suyo propio. En el Estado francés, no hay competencia que no se ejerza en virtud y en ejecución de esta voluntad primera y superior del Parlamento. No existe acto alguno que pueda hacerse en virtud de potestad distinta a la que deriva de las leyes, constitucionales u ordinarias, dictadas por el Parlamento. La potestad del Ejecutivo no es, por entero y en todas sus manifestaciones, sino un poder exlege, y los actos que proceden de esta potestad son en el fondo, y esencialmente, actos ex lege, legítimos y ejecutivos. Una de las principales transformaciones realizadas por la Revolución en el derecho público francés consistió en substituir, en todas partes, la ley al imperium, en el sentido de que el imperium ya rio es un poder paralelo al poder legislativo e independiente de éste, sino que no es él mismo más que una competencia legal que sólo puede ejercerse en virtud de la ley.
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función libertada de las leyes contiene una exageración. Del hecho de que la autoridad gubernamental recibe directamente de la misma Constitución ciertos poderes discrecionales, no resulta que, de una manera absoluta, sea legibus soluta, ni que, en todos aspectos, se halle por encima de las leyes. Un notable ejemplo de ello se encuentra en materia de poderes diplomáticos del Presidente de la República. En principio, el art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 instituye al Presidente en órgano exclusivo del Estado francés para Ias negociaciones internacionales y la ratificación de los tratados. Ese texto enumera únicamente cierto número de tratados, especialmente importantes, para los cuales la ratificación presidencial se subordina a la condición de un voto favorable de las Cámaras. Pero los autores conciierdan en general en decir que la enumeración proporcionada por el art. 8 es limitativa. Por lo tanto, según la opinión común, el Presidente tiene así plenos poderes para negociar y ratificar, por sí solo, todos aquellos tratados para los cuales no ha exigido el texto de referencia la intervención del parlamento (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 689; Michon, op. cit., pp. 228 ss.; Barthélemy, Démocratie et politique étrangére, pp. 105 ss.). Así es como corresponde al Presidente ratificar por su sola autoridad los tratados de orden puramente político, especialmente los de alianza, lo que resulta, de una manera evidente, de la disposición del art. 8, que le permite no comunicar a las Cámaras aquellos tratados que " e l interés y la seguridad del Estado" mandan conservar en secreto. Es evidente, en efecto, que esa disposición se refiere ante todo a los tratados políticos (Traite, vol. H, p. 477). Así pues, parece desprenderse del art. 8 que el Presidente, como órgano del Estado en las relaciones internacionales, tiene un poder general de decisión y de reglamentación mucho más amplio y enérgico que aquel que le corresponde, en el interior, como jefe de la administración. En la competencia de la administración interior sólo puede dictar prescripciones y adoptar cualquier medida en ejecución de las leyes o en virtud de habilitaciones legislativas; en los tratados que negocia con los Estados extranjeros está capacitado para adoptar todas aquellas reglas o medidas que no están comprendidas en alguno de los objetos reservados especialmente por el art. 8 al conocimiento del Parlamento. El art. 8, pues, derogaría gravemente el sistema general de la Constitución francesa, que en principio hace depender las iniciativas de las autoridades administrativas de permisos o autorizaciones legislativas. Sin embargo, según la doctrina y la práctica, este poder gubernamental del Presidente entraña una primera y muy importante limitación, que, aunque no prevista por el art. 8, se desprende de los principios generales del derecho público francés. Es regla fundamental, en efecto, que
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sólo el legislador puede aportar modificaciones a las leyes vigentes. Por la aplicación de este principio, los autores (Esmein, ojo. cit., 5" ed., p. 686; Michon, op. cit., pp. 293 ss., cf. pp. 222 ss.; Laband, op. cit., ed. francesa, vol. I I, pp. 485 ss.) están de acuerdo en admitir —y se ha establecido la práctica en este sentido— que todo tratado que signifique cambio o derogación de la legislación existente, o incluso refiriéndose simplemente a una materia ya legislada, necesita una intervención del órgano legislativo.
Pero hay que ir más lejos aún. En virtud de los mismos principios, es lógicamente necesario reconocer que el gobierno está obligado a solicitar de las Cámaras un voto favorable para todos los tratados que, i cluso sin referirse positivamente a la legislación formal vigente, tienden a engendrar y a hacer aplicables en Francia prescripciones o reglas que el Presidente no podría dictar por su propia potestad en forma de reglamentos administrativos internos; y se puede extender esta consecuencia de los principios generales de la Constitución francesa, no solamente a las disposiciones de los tratados que se refieren a los franceses en cualquiera de sus derechos individuales, sino también a las que se refieren a los asuntos o servicios administrativos del Estado mismo, en cuanto se tratara de adoptar por tratado medidas internas de administración que no estuvieran comprendidas dentro de los poderes ejecutivos ordinarios del Presidente. Por lo menos, se ha observado que tratados de esta índole no pueden tener eficacia en Francia, es decir, ser ejecutados allí, sino a condición de que las Cámaras, por una ley, hayan transformado sus cláusulas en reglas internas de derecho francés o dictado a título interno la adopción de las medidas que sus estipulaciones imponen al Estado francés, (Michon, op. cit., pp. 293 ss., 299 y 304; cf. Laband, loe. cit.). Sin embargo, la reserva así formulada no sería aún suficiente. Por lo que concierne a los tratados cuyas cláusulas sobrepasan o exceden a los poderes de reglamentación interna del Ejecutivo, no podría bastar solicitar del Parlamento, después de la ratificación del tratado, una ley que implante en Francia las reglas o medidas adoptadas por el tratado, sino que la verdad es que debe el Ejecutivo, para semejantes convenciones internacionales, proveerse de la autorización del Parlamento con anterioridad a la ratificación, no pudiendo ésta tener lugar en tal caso sino mediante una votación previa de las Cámaras. Esta nueva limitación tiene entonces por objeto restringir considerablemente los poderes, tan amplios en apariencia, que confiere el art. 8 al Presidente en materia diplomática; significa que, a pesar de su cualidad de representante del Estado francés en el exterior y a pesar también de la competencia general que parece atribuirle el art. 8, el Presidente, en definitiva, no puede por su propia potestad imponer a Francia, por vía de obligación internacional, ninguna
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disposición cuya aplicación en el interior equivalga por su parte a la creación de reglas o medidas que excedan de su poder interno de simple ejecución, ya que semejantes creaciones dependen de la potestad legislativa y no pueden realizarse sino por una ley. En resumen, todo esto se reduce a decir que sería contrario al sistema general de la Constitución de 1875 fijarse estrechamente en la enumeración especial y restringida del art. 8, sino que hay que inspirarse más bien, para la interpretación de dicho texto, en el principio sobre el cual se funda dicha enumeración.9 9 La regla enunciada en términos generales por el art. 8 debe interpretarse, pues, con prudencia. Parece más exacta la fórmula empleada por la Constitución del Imperio alemán, en nu nrt. 11: '"Cada vez que los tratados con las potencias extranjeras se refieren a materias que «ni de la esfera de la legislación, no pueden ser resueltos (por el Emperador) si no es con el iiNi'ntimicnto del Bundesrat, y su validez queda subordinada a la aprobación del Reichstag" (ver respecto a este texto Laband, op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 485ss.). Ahora bien, según rl derecho francés, la esfera de la legislación comprende todos aquellos actos o decisiones que mi se producen en ejecución de las leyes o en virtud de un poder atribuido de manera expresa a la autoridad ejecutiva por la Constitución. Incluso admitiendo, según la letra del art. 8, querldo Presidente de la República haya sido habilitado por la Constitución para negociar y ratificar por sí solo los tratados a que antes se hace referencia, siempre sería cierto que nada en la Constitución lo autoriza a promulgar las disposiciones de estos tratados como reglas aplicables ni Francia, ni a dictar administrativamente las medidas adecuadas para asegurar su ejecución en Francía (cf. respecto de la interpretación del art. 8, Jéze, " L e pouvoir de conclure les frailes internationaux", Revue du droit public, 1912, p. 320; ver también la n. 14 del n' 406, infra).
En resumen, y contrariamente a la primera impresión que se desprende de la lectura del II rt. 8, se puede decir que el régimen francés actual de negociación de los tratados se aproxima bastante al que establece para esta misma materia la Constitución federal suiza. Esta, aunque encarga (art. 102-8") al Consejo federal de representar a la Confederación suiza en las relaimies internacionales y de perfeccionar en nombre de Suiza en las relaciones internacionales y de perfeccionar en nombre de Suiza los actos concertados con los Estados extranjeros, especifica (art. 85-5°) que "las alianzas y los tratados" dependen de la competencia de la Asamblea federal. Se pudo discutir en Suiza respecto al punto de saber si la fórmula del art. 85 implica que la ratificación de los tratados queda reservada a la Asamblea federal misma, o si significa Himplemente que el Consejo federal sólo puede proceder a su ratificación después de haber sido habilitado para ello por una resolución de dicha asamblea que apruebe el tratado (verrespecto a esta cuestión Bossard, Das Verhaltniss zwischen Bundesversammlung und B undesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 106 ss.). Pero, en todo caso, es evidente que todos los tratados sin excepción deben someterse a la Asamblea federal, de cuya superior voluntad dependen; al menos así ocurre cada vez que el tratado, por su naturaleza, puede originar obligaciones a cargo de Suiza (Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 689-ssJ. Partiendo de estas consideraciones, muchos autores han creído poder establecer, en esta materia, una oposición claramente señalada entre Suiza, donde la Constitución, en principio y de un modo general, subordina la formación de los tratados a una decisión de la Asamblea federal, y Francia, donde, dícese, la "regla general" (Esmein, Éléments, 5' ed., pp. 687 y 689) es la de que corresponde únicamente al Ejecutivo negociarlos y ratificarlos, fallando solamente esta regla general, por excepción, para aquellas categorías de tratados limitativamente enumerados en el art. 8. Por resuelta que se halle en
257 apariencia la diferencia entre las fórmulas empleadas a este respecto por la Constitución suiza v la Constitución francesa, el distanciamiento real entre ambos regímenes está, sin embargo, muy lejos de ser tan considerable como se ha dicho; pues la enumeración en términos limi
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Este principio es que no puede el Presidente, sin el concurso de las Cámaras, realizar a título internacional ni hacer aquello que no puede realizar en el interior por vía de decreto especial o reglamentario. Y esto tativos del art. 8 se dictó, en el fondo, por un principio que constituye a su vez una regla constitucional general, a saber: que el Ejecutivo no puede por sí solo regular por vía de convención internacional aquello que no podría regular por vía de decretos internos sin una habilitación del Parlamento. Y el alcance de aplicación de este principio establecido por la segunda parte del art. 8 es tan amplio que la supuesta "regla general" contenida en la primera parte del texto se ve rechazada y restringida, en cuanto a la extensión de su eficacia, hasta el punto de no constituir ya sino una excepción o poco menos. Parece con esto que en definitiva la voluntad de las Cámaras, al manifestarse por la vía de decisiones habilitantes, es preponderante en materia de tratados, tanto en Francia como en Suiza. Pues, a decir verdad, el Ejecutivo francés no puede prescindir correctamente de la autorización parlamentaria para la ratificación de los acuerdos concertados con el extranjero más que en el caso en que el objeto de estos acuerdos entre dentro de la categoría de los objetos para los cuales ya posee el Ejecutivo, en virtud de las leyes existentes, un poder ejecutivo de libre decisión y reglamentación. Por eso la única diferencia realmente clara entre el régimen suizo y el régimen francés consiste en que, al menos con respecto a los objetos de la categoría especial que acaba de indicarse, la Constitución francesa deja al Ejecutivo la facultad de concertar y ratificar tratados con los Estados extranjeros sin la intervención de las Cámaras, mientras que en Suiza parece desprenderse de los términos absolutos del art. 85-5* que, incluso para los asuntos confiados al Consejo federal por los textos vigentes, no puede éste concertar definitivamente un acuerdo internacional sino a condición de obtener a dicho efecto una decisión favorable de la Asamblea federal. La competencia interna del Consejo federal no logra, pues, en tal caso, reaccionar sobre la impotencia esencial de esta autoridad para obligar a Suiza por su propia voluntad, por vía de tratados (Burckhardt, loe. cit., p. 690; ver sin embargo en Bossard, op. cit., pp. 115 ss., las pretensiones emitidas en sentido contrario por el Consejo federal). En cuanto a las alianzas, se verá después (n° 300, in fine) que a causas políticas más bien que a razones jurídicas es a lo que hay que referir las diferencias susceptibles de señalarse en esta materia entre lo que pasó en Francia desde 1875 y aquello que es regla absoluta en Suiza, donde el art. 85-5' reserva de un modo expreso a la Asamblea federal la facultad de estatuir respecto de semejantes acuerdos. Se desprende de estas observaciones que, para gran número de tratados, se reduce la libertad de acción del Ejecutivo francés, en realidad, a la facultad de tomar la iniciativa de su negociación y de su conclusión. Bajo este aspecto, al menos, posee el Ejecutivo, según el art. 8, un poder que sólo a él le corresponde. A diferencia de las leyes, cuya iniciativa es conferida por la Constitución de 1875 conjuntamente al Presidente de la República y a las Cámaras, la negociación de las reglas a introducir en Francia por vía de convención internacional y, por consiguiente también, la iniciativa de su redacción, tanto en la forma como en el fondo, dependen únicamente de la actividad del Ejecutivo. No .parece que la Constitución haya dejado a las Cámaras la posibilidad de redactar por sí mismas, por medio de proyectos divididos en artículos, las cláusulas de los acuerdos a negociar con los Estados extranjeros. A lo más podrían las Cámaras, mediante una resolución referente a un objeto determinado, invitar al Ejecutivo a que entable conversaciones, respecto a ese objeto, con los Estados extranjeros, indicando, a título de orientación general, aquellas medidas cuya adopción les pareciera útil. En esto ejercerían una facultad análoga a la que las Constituciones de 1791 (tít. m, cap. m, sec. 1', art. 1") y del año I I I (art. 163) concedían al rey y al Directorio en materia legislativa y que la Constitución de los Estados Unidos (cap. n, sec. 3, art. 1°) reconoce para esta misma materia al Presidente de la Unión.
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se extiende entonces a muy numerosos tratados, y no solamente a algunos de éstos, como podría .dar a entender la enumeración "del art. 8 (ver en este sentido Moreau, Précis de droit constitutiormel, 7* ed., n* 324; Clunet, Du défaut de validité de plusieurs traites diplomatiques, pp. 10 ss.). Si los tratados llamados políticos quedan fuera de la aplicación de este principio, es únicamente por cuanto las obligaciones que establecen no entrañan la ejecución inmediata, es decir, por cuanto no implican actualmente ninguna nueva reglamentación ni actividad especial por parte del Estado francés y en el interior del mismo (Esmein, loe. cit., p. 690; Michon, op. cit.. pp. 306ss . ) . Por lo demás, es muy útil e interesante señalar las condiciones y las formas en las que el gobierno somete a examen de las Cámaras los tratados para los cuales se exige una votación favorable del Parlamento, bien expresamente según el art. 8, bien implícitamente según los principios fundamentales generales del derecho constitucional. La forma usual de consulta al Parlamento, respecto de los tratados, consiste en solicitar de las Cámaras la votación de una ley que diga lo siguiente: " E l Presidente de la República queda autorizado para ratificar y, si es necesario, hacer ejecutar la convención". Así pues, las Cámaras no toman parte directamente en la ratificación, que queda como atribución y acto exclusivamente presidencial. Más aún, ni siquiera conceden una aprobación propiamente dicha al tratado, ya que para una aprobación sería suficiente una simple resolución, que no estuviera redactada en forma de ley y se limitara a atestiguar que el Parlamento está de acuerdo con el gobierno. Pero el cometido preciso de las Cámaras consiste, en esto como en otras cosas, en emitir una ley (cf. reglamento del Senado, art. 73; de la Cámara de los Diputados, art. 32) ; y el objeto especial de esta ley es conceder al jefe del Ejecutivo una autorización,10 o sea conferirle la facultad de adoptar, por 10 Así pues, resulta esencial observar que el tratado autorizado por las Cámaras es exclusivamente obra del Presidente. Indudablemente, las Cámaras concedieron al Presidente la autorización para ratificar por medio de una ley. Pero dicha ley no tiene por objeto ratificar por i-í misma el tratado, sino que se limita a habilitar al Presidente para realizar el acto de ratificación, o sea a hacerlo por sí solo. Se infiere de aquí que dicho acto no es un acto legislativo y que el tratado mismo no es una ley, del mismo modo que no sería una ley el decreto emitido por el Presidente en ejecución de una ley, o sea mediante habilitación legislativa. Pero la ratificación del tratado y el tratado mismo siguen siendo, uno y otro, un acto puramente administrativo; el acto es administrativo porque tiene por verdadero autor una autoridad administrativa y porque está hecho en ejecución de una ley (cf. Lafferriére, op. cit., 2* ed., vol. 11. pp. 50 y 51; Esmein, Éléments, 5' ed., pp. 688 y 689; David, De Vinterprétation des traites diplomatiques, tesis, Nancy, 1909, pp. 51 ss. De aquí surgen consecuencias importantes, bien en cuanto al punto de saber si el Presidente autorizado a ratificar tiene obligación de proceder a dicha ratificación, bien por cuanto se refiere a saber en qué condiciones podrá, en lo sucesivo, denunciar el tratado que fué autorizado a ratificar (cf. E. Pierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire, suplemento, n° 547). Pero, por otra parte, habiendo sido autorizado
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el tratado de referencia, disposiciones que deban constituir en Francia prescripciones o medidas que las leyes anteriormente vigentes no le hubieran habilitado a dictar por vía de decreto presidencial. Esta forma de proceder se funda en el sistema general de la Constitución de 1875, según el cual la actividad de la autoridad ejecutiva debe basarse en autorizaciones que provengan de las leyes, y por consiguiente, este procedimiento proporciona también la prueba de que ese sistema general se extiende incluso a los tratados, al menos a todos aquellos cuyas estipulaciones implican la introducción, en el interior, de reglas o medidas que no entran dentro de la potestad ejecutiva del Presidente.11 el tratado por el legislador, podrá derogar las prescripciones de las leyes vigentes, así como originar en Francia nuevas reglas, referentes al derecho de los ciudadanos o a otros objetos; y en virtud de los términos de la ley de autorización, podrá adoptar igualmente el Presidente, por vía de decretos posteriores, aquellas medidas que tengan por objeto asegurar la ejecución del tratado ratificado. 11 Según algunos autores (ver sobre todo Laband, op. cit., ed. francesa, vol. II pp. 437 ss., 449 ss., 484 ss.) conviene lógicamente distinguir, con relación a la validez y a la eficacia de los tratados, condiciones de dos clases. Unas se refieren a la formación del tratado, desde el punto de vista internacional, y se trata de saber en qué forma se origina el tratado, como convención que crea un lazo de derecho obligatorio entre los Estados contratantes, y en particular qué órganos tienen competencia constitucional para tratar en nombre del Estado en las relaciones internacionales y para obligarlo con respecto a las potencias extranjeras. Una segunda serie de condiciones se refiere a la cuestión de la ejecución del tratado, desde el punto de vista del derecho público interno del Estado obligado; se trata ahora de saber cuál es, en el interior de dicho Estado, es decir, para sus subditos o también para sus autoridades administrativas, el valor obligatorio de las disposiciones que contiene el tratado definitivamente concertado con Estados extranjeros. ¿Poseen las cláusulas del tratado, en el interior del Estado, valor y fuerza imperativa de prescripciones obligatorias, por el solo hecho de que el tratado haya sido concertado regularmente por el órgano que tiene la facultad de obligar al Estado desde el punto de vista internacional? ¿O habrá de ser necesario, para que adquieran dicho valor, que sean dictadas por sus sórganos legislativos u otros como leyes o prescripciones internas de dicho Estado? Algunas Constituciones separan claramente, en esta materia, los puntos de vista internacional e interno. Así, por ejemplo, en Inglaterra, el monarca, en principio, se halla investido del completo poder de representar al Estado en el exterior y de concertar por sí solo todos los tratados. Pero, por otra parte, es igualmente un principio de derecho público inglés que el rey no puede, por su única voluntad y sin el concurso de las Cámaras, ni introducir un cambio en la legislación del país, ni modificar el derecho aplicable a los particulares, ni imponer nuevas cargas financieras al Estado. Por consiguiente, las cláusulas de los tratados concertados por la Corona que entrañen semejantes efectos no pueden tener ejecución interna en Inglaterra si no es por medio de un acto legislativo del Parlamento. La colaboración de las Cámaras, si bien no es necesaria de ningún modo para la conclusión de los tratados, es sin embargo indispensable para la ejecución de algunos de ellos. Lo mismo ocurrió en Francia durante el imperio de las Cartas: según el art. 14 de la Carta de 1814 y el
261 art. 13 de la de 1830, el poder de concertar y ratificar los tratados residía de modo ilimitado y exclusivo en el rey, pero en virtud de los arts. 15 y 48 de la primera Carta y de los arts. 14 y 40 de la segunda, cuando la ejecución del tratado implicaba, bien sea una modificación en las leyes vigentes, bien una creación de impuesto, era necesaria una ley consentida por las Cámaras para que fuera posible dicha ejecució
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179. Con este ejemplo referente a los tratados se ve que de ninguna manera es exacto pretender que los actos de gobierno no entran dentro de la definición ejecutiva de la administración o se hallan relevados de la obligación de respetar las leyes. En definitiva, el acto de gobierno sólo puede realizarse en virtud de un permiso de la Constitución. Además, cada (Michon, op. cit., pp. ñOss., lOOss., 3l0ss.). Actualmente, en el Imperio alemán, se desprende, HÍ no de la Constitución misma, al menos por la práctica que se ha establecido de hecho,ipil' rl Emperador, por sí solo, tiene plena cualidad para representar al Imperio en las relaciones internacionales, y que el cometido, bien sea del Reichstag, o incluso del Bundesrat, por lo que se se refiere a los tratados para los cuales el art. 11 antes citado exige la intervención de de dichas asambleas, consiste únicamente en darles, bien la aprobación o también la sanción que son necesarias, desde el punto de vista interno, para su ejecución. Esta es, por lo menos, la opinión que sostiene Laband (loe. cit., vol. n, pp. 461 ss., 471 ss., 487 ss.). Igualmente también, en los Estados Unidos, no puede el Presidente, en verdad, concertar y ratificar tratados si no i's con el asentimiento del Senado, y la validez incluso internacional del tratado queda subordinada a dicho asentimiento. Sin embargo, la Cámara de los representantes no tiene que desempeñar ningún papel en la conclusión del tratado y la necesidad de su intervención no llega n sentirse sino en el caso de que sea necesaria una ley. en razón del contenido del tratado, para isrgurar su ejecución en el interior de la Unión. Así pues, desde el punto de vista jurídico, parece posible y hasta lógico establecer la dislineión entre la conclusión o firma de los tratados, cuyo objeto propio es el de regular relaciones internacionales y cuyo efecto preciso se descompone en una simple promesa hecha al exterior, y la ejecución de dichos tratados, que es cosa de derecho interno y de reglamentación nacional, que se refiere a las autoridades y a los subditos del Estado que ha prometido (ver sin embargo la n. 26 del n° 82, supra). Por consiguiente, es natural pensar también que, en derecho, se requieren condiciones diferentes para la validez internacional de los tratados, por una parte, y por otra parte para su eficacia en el interior de los Estados interesados. Esta distinción ha sido sostenida, además, por una consideración práctica, sobre la que Laband (loe. cit., vol. I I , pp. 462 ss.; ver también Michon, op. cit., pp. 490 ss.) ha insistido vivamente. Este autor, en efecto, hace notar que la necesidad de una votación legislativa de las Cámaras con relación a los tratados concertados por el jefe del Estado depende de la situación actual de la legislación interna del país. Si esa votación, pues, que constituye una condición de ejecución interna, fuera también una condición de validez internacional del tratado, los gobiernos extranjeros con los cuales los tratados se negocian, habrían de dedicarse a averiguaciones muy complicadas para comprobar, en relación con cada una de las cláusulas del tratado, si las reglas que dichas cláusulas entrañan dependen de la potestad legislativa del Estado que se obliga, o si el jefe de dicho Estado es competente para decretarlas por sí solo. Esto constituiría una fuente de dificultades e incertidumbres, que paralizarían las transacciones internacionales. Importa, pues, que en las relaciones internacionales el jefe del Estado se halle investido por la Constitución de plenos poderes para concertar los tratados y para ratificarlos, de modo que los Estados extranjeros puedan contar con certeza con la validez de las obligaciones tomadas por el Estado que representa en el exterior.
263 Sin embargo, el sistema que acaba de ser expuesto presenta, desde el punto de vista práctico un peligro muy serio. En efecto, en el caso de que la ejecución del tratado necesite un acto de legislación interna puede ocurrir que dicho tratado, después de haber sido concertado a título definitivo por el jefe del Estado, en virtud de su poder absoluto de representación exterior, se vea desaprobado después por las Cámaras, pudiendo ocurrir entonces que éstas se nieguen a erigir las cláusulas adoptadas por medio de un tratado en reglas de legislación interna.
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uno de estos permisos constitucionales es especial; sólo entraña el poder de realizar una categoría de actos determinados, de manera que el Presidente procede verdaderamente en ejecución del texto constitucional que le proporciona la autorización. Y cuando por excepción llega la Constitución a conferir al Presidente un poder general, como el de negociar los Esta situación, que constituye la no ejecución por el Estado de las obligaciones contraídas formalmente por su representante titulado con respecto a potencias extranjeras, puede originar entonces, para dicho Estado, importantes complicaciones diplomáticas. Esta objeción de orden práctico tiene también un alcance jurídico: revela el vicio jurídico del sistema que pretende separar las dos cuestiones de la validez externa de los tratados y la ejecución interna de los mismos. En efecto, como ha demostrado claramente Jellinek (Gesetz und Verordnung, pp. 347 ss.; cf. Unger, "Ueber die Gültigkeit von Staatsvertrágen", Grunhut's Zeitschrift, vol. vi, pp. 349 ss.), un jefe de Estado, como represéntate del Estado en el exterior, no puede válidamente contraer por tratado sino aquellas obligaciones que puede cumplir por su sola voluntad y potestad. Si la ejecución de las cláusulas del tratado depende de la voluntad de otro órgano, por ejemplo del cuerpo legislativo, no es posible decir jurídcamente que el jefe del Estado, a quien corresponde la facultad de negociar las cláusulas y establecer los términos de las mismas, tiene también en esto el poder de obligar al Estado con respecto a las potencias extranjeras, pues la promesa hecha por dicho jefe de Estado a las potencias contratantes sólo tiene un valor condicional, quedando su eficacia subordinada a la condición —por lo menos resolutoria— de que las Cámaras voten las prescripciones o medidas estipuladas por el tratado. Para que el jefe del Estado pueda obligar a éste, al Estado, en el exterior, sería necesario que tuviese en el interior la potestad de obligar, por el tratado que ratifica, a los órganos que habrán de ordenar la ejecución de dicho tratado. Pero carece de esta potestad interna. Por estas diversas razones hay que deducir la conclusión, con un segundo sistema, de que la validez de los tratados no es susceptible de división y que un tratado no puede ser válido desde el punto de vista internacional si ha de permanecer amenazado de invalidez en el interior. La doctrina que pretende que el Estado queda obligado en el exterior por las promesas de su jefe, mientras que los órganos estatales no lo están en el interior, lleva nada menos que a romper la unidad del Estado. El razonamiento por el cual se esfuerza Laband en separar en esta materia el punto de vista internacional y el punto de vista constitucional o interno, peca en lo demás por su base; pues ¿de dónde obtiene el jefe del Estado el poder de representar al Estado en el exterior y obligarlo por vía de tratados? Recibe este poder únicamente de la Constitución. Luego también sólo lo tiene en la medida y bajo las condiciones fijadas por el acto constitucional. Por consiguiente, en el momento en que la Constitución hace depender la ejecución del tratado, en el interior, de la voluntad de órganos distintos del jefe del Estado, ya no puede decirse que este último tenga constitucionalmente un verdadero poder de obligar al Estado a título internacional. Con mayor razón, estas consideraciones han de ser decisivas en un país como Suiza, donde la Constitución federal, al mismo tiempo que deposita en el Consejo federal el poder de representar a la Confederación en el exterior y de firmar en nombre de
265 ésta los arreglos concertados con los Estados extranjeros (art. 102-8'), especifica por otra parte (art. 85-5') que las alianzas, y de un modo .general todos los tratados, dependen de la competencia de la Asamblea federal. Algunos autores (Burckhardt, op. cit., 2" ed., pp. 687ss.; Bossard, op. cit., pp. 106 ss.) han interpretado estos textos en el sentido de que, no solamente se limita el cometido de la Asamblea en esta materia a autorizar al Consejo federal para que ratifique por sí mismo (lo que excluye a la Asamblea del poder de ratificación propiamente dicha), sino además que el tratado que hubiese ratificado indebidamente el Consejo federal sin que éste se hubiese provisto previamente de la habilitación de las Cámaras no dejaría por
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tratados, inmediatamente restringe dicho poder (art. 8 antes citado), por lu necesidad de requerir de las Cámaras una autorización legislativa para la ratificación de la mayor parte de los tratados. Algunos utores insisten, sin embargo, alegando que, a diferencia del aelo de administración, que incluso cuando es discrecional, continúa sieneso de ser obligatorio para Suiza, y esto, dícese, por el motivo de que, sean las que fueren desde el punto de vista interno las responsabilidades constitucionales asumidas en tal caso por el Consejo federal en relación con la Asamblea, dicho Consejo federal no dejaba de hallarse capacitado para obligar a la Confederación en las relaciones internacionales. Pero esto es precisamente lo que parece imposible admitir, pues desde el momento en que la Constitución formula de manera expresa, en principio, que los tratados son de la competencia de la Asamblea, no en comprende cómo podría sostenerse aún que el Consejo federal conserva el poder, por sí solo, de obligar a Suiza con respecto a los Estados extranjeros (ver a este respecto Blumer-Morel, Uandbuch des schweiz. Bundesstaatsrechts, 2" ed., vol. m, p. 349; Schollenberger, Kommentar dcr schweiz. Bundesverfassung, p. 164). La Constitución de 1875 establece el sistema que se acaba de sostener. En efecto, con referencia a los tratados que subordina a una votación parlamentaria, el art. 8 de la ley de 16 de julio especifica que sólo "son definitivos después de haber sido votados por ambas Cámaras". Esta misma fórmula implica que el asentimiento de las Cámaras es necesario para la perfección del tratado desde el punto de vista internacional, y no solamente para su eficacia desde el punto ile vista interno (Michon, op. cit., p. 199 ss., 202 ss.). Así, si el Presidente de la República ratifica un tratado sin la autorización de las Cámaras, en el caso de que dicha autorización fuese necesaria, comete un acto irregular y no puede obligar al Estado francés (Barthélemy, op. cit., p. 119). Evidentemente, según el art. 8, el poder de negociar y de ratificar los tratados reside únicamente en el Presidente, en el sentido de que dicho Presidente es, como dice Esmein (Éléments, 5* ed., p. 688), " l a única autoridad que entra en relación jurídica con las naciones extranjeras para la negociación de los tratados". Esto ocurre también en los Estados Unidos, donde sin embargo la Constitución declara formalmente que la ratificación de los tratados depende del asentimiento del Senado. Pero si bien las Cámaras no toman parte directa en la ratificación de los tratados, al menos las potencias extranjeras que contratan con Francia están prevenidas por el art. 8 de que, según la Constitución francesa, el tratado ratificado por el Presidente sólo adquiere valor "definitivo", incluso por lo que a ellas se refiere, a condición de haber recibido la aprobación de las asambleas. Ahora bien, ¿no resulta de esto una causa de incertidumbre y una amenaza de invalidez del tratado para el Estado extranjero, quien, después de que dicho tratado haya sido ratificado por el Presidente, podrá verlo vetado por la negativa de asentimiento de las Cámaras francesas? No precisamente, pues esta amenaza queda atenuada por el hecho de que, por otra parte, el art. 8, al subordinar la perfección internacional de ciertos tratados a una votación parlamentaria, impone por este mismo hecho al Presidente de la República, de un modo simplemente implícito pero sin embargo indiscutible, la obligación constitucional y el deber jurídico de no proceder a la ratificación de estos tratados sin haberse asegurado antes de la conformidad del Parlamento (cf. Michon, op. cit., pp. 202 ss., 492 ss.; Laband, loe. cit., vol. I I , pp. 460 y 483).
267 Esta es también la interpretación que, conforme a los precedentes nacidos de la Constitución de 1848 (art. 53) y puestos de nuevo en vigencia desde 1871, prevaleció en la práctica parlamentaria después de 1875. Esta práctica, que consiste en someter a las Cámaras un proyecto de ley que entraña la autorización, para el Presidente, de ratificar el tratado una vez que haya sido concertado, se basa en la idea de que la petición de autorización presentada por
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do objeto de ciertos recursos, por ejemplo por causa de desviación de poder, el acto de gobierno, por el contrario, no solamente es un acto arbitrar i o , sino también un acto contra el cual no puede entablarse recurso por ninguna vía jurisdiccional y por ningún motivo (Jacquelin, op. cit., pp. 299 ss.). Así pues, el Consejo de Estado no podría realmente conocer de la regularidad de los decretos de aplazamiento de las Cámaras o de disolución de la Cámara de Diputados; asimismo, los actos diplomáticos están exentos de todo recurso ante cualquier tribunal (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. I I , p. 422). Si bien es verdad que la institución del recurso contencioso constituye la garantía misma de la legalidad de los actos admi-
gobierno a las Cámaras ha de preceder naturalmente a la ratificación presidencial, ya que la habilitación legislativa forma jurídicamente la condición de la perfección del tratado. Por otra parte, se infiere de los principios mismos que establece el art. 8 que debe aplicarse dicho procedimiento no solamente a los tratados enumerados en el texto, sino también a todos aquellos que exigen para su ejecución un acto legislativo. Esto ha sido impugnado, por lo que respecta a estos últimos, apoyándose en la letra del art. 8 (Michon, op. cit., pp. 299 ssj, pero debe sin embargo admitirse, incluso por lo que a ellos se refiere, por razón del sistema general establecido por el art. 8, ya que dicho texto implica lógicamente que la intervención parlamentaria, cada vez que es indispensable para asegurar al tratado su valor definitivo, debe producirse con anterioridad a su ratificación por el Presidente. Gracias a esta forma de proceder, las potencias extranjeras con las que el Presidente cambia las ratificaciones de los tratados tienen normalmente el derecho de creer que el jefe del Ejecutivo francés ha obrado de conformidad con las exigencias de la Constitución francesa. Esta seguridad, sin embargo, no es absoluta. Hay que convenir, en efecto, en que el sistema del art. 8, tal como acaba de ser descrito, deja subsistir un resquicio de dificultades diplomáticas en el caso en que el Presidente, sin consultar a las Cámaras, hubiera concertado y ratificado un tratado cuyo contenido consideró como dependiente de su propia competencia, mientras que, según la opinión posterior de las asambleas, algunas cláusulas del tratado necesitaban la votación parlamentaria. Cuando el gobierno se equivocó así respecto de la extensión de sus facultades constitucionales, la convención carece de validez internacional. Pero esto no es lo bastante para sostener, como lo han hecho algunos autores (Michon, op. cit., p. 201), que deberían los tribunales, si dicha convención se invocara ante ellos, tenerla por nula y rehusar su aplicación. Aquí es donde vuelve a presentarse la teoría del acto de gobierno. Según esta teoría los tribunales no tienen por qué apreciar la validez de los tratados regularmente promulgados, así como no han de comprobar la constitucionalidad de las leyes. Unicamente las Cámaras podrían suscitar dicha nulidad y obligar al gobierno a abrogar mediante nuevo decreto el derecho de promulgación que hizo ejecutivo en el interior la convención indebidamente ratificada por el Presidente sin habilitación legislativa. De hecho se ha observado en diferentes ocasiones (Esmein. Éléments, 5* ed-, p. 693; Barthélemy op. cit., pp. 136 ss.) que las Cámaras ejercen sin gran energía sus
269 prerrogativas referentes a la autorización para ratificar los tratados. La opinión antes expuesta (pp. 492 ss.), según la cual el Presidente sólo puede hacer por tratados aquello que pudiera hacer por reglamentos. no aparece realmente confirmada por la práctica parlamentaria. Es que aquí, precisamente, el fenómeno es el mismo que en materia de reglamentos (ver n' 228, infra): las Cámaras dejan pasar cierta clase de tratados por las mismas razones que, a veces, dejan pasar disposiciones reglamentarias respecto de las cuales, en principio, hubiera sido necesaria una habilitación legislativa.
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niatralivos, la ausencia de dicho recurso en lo que se refiere a los actos de gobierno ¿no parece implicar que dichos actos se encuentran fuera del régimen de la legalidad? Esta conclusión, aunque ampliamente justificada, peca de exageración. Bien es verdad que los particulares no poseen individualmente medios jurídicos que les permitan atacar, por causa de ilegalidad, los actos de gobierno. A este respecto el acto de gobierno está, lo mismo que el acto legislativo, por encima de la legalidad. Pero, por otra parte, existe entre estas dos clases de actos la diferencia esencial de que, en ausencia de todo órgano constituido que sea superior a las Cámaras, no existe ningún medio de mantener al poder legislativo dentro de la legalidad, mientras que la autoridad ejecutiva se encuentra subordinada, incluso en el ejercicio de sus prerrogativas gubernamentales, al control superior del Parlamento y a las responsabilidades que pesan sobre los ministros. A falta de medios jurisdiccionales propios de los administrados, existen pues, por lo menos, ciertos medios constitucionales que permiten influenciar a la autoridad gubernamental y contenerla hasta cierto punto dentro del respeto a la legalidad.
Por lo demás, importa observar que la exención de control jurisdiccional de que gozan los actos de gobierno entra también bajo ciertos aspectos en el régimen de la legalidad. Entra dentro de dicho régimen en el sentido de que no proviene de una violación anárquica del orden jurídico establecido en el Estado sino que es una consecuencia de dicho orden jurídico mismo, tal como se encuentra establecido por las leyes. Como lo alegan Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. n, p. 32 ) , Houriou (op. cit., 8* ed., p. 77) y Jacquelin (op. cit., p. 301) , la exclusión de los medios de recurso contra los actos de potestad gubernamental no es una creación arbitraria de la autoridad ejecutiva o de la jurisprudencia, sino que tiene su base en textos legales, actualmente en el art. 26 de la ley de 24 de mayo de 1872, que reproduce aproximadamente los términos del art. 47 de la ley de 3 de marzo de 1849 y que está redactado como sigue: "Los ministros tienen el derecho de reivindicar ante el tribunal de conflictos los asuntosllevados a la sección de lo contencioso que no pertenezcan a lo contencioso-administrativo". Se deduce de este texto que entre las dificultades que pueden suscitarse referentes a la validez de los actos realizados por la autoridad administrativa, algunas quedan fuera de la competencia habitual del Consejo de Estado en esta materia, y ello en razón de que la misma ley los coloca fuera de lo contencioso, o sea de la competencia de los tribunales. Todos los autores se ven obligados a aceptar esta interpretación del texto. Algunos, sin embargo, exponen dudas respecto al extremo de saber a qué categoría de actos se aplica el texto (ver Berthélemy, op. cit., 7* ed., p. 106.). Pero conviene observar que el legislador se ha abstenido intencionalmente de determinar, mediante una enumera-
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ción rigurosa, aquellos actos que no dependen de lo contencioso-administrativo. Dejó esta tarea al tribunal de conflictos, es decir, como indica Hauriou (loe. cit., p. 79), a la jurisprudencia administrativa, que decide bajo la autoridad del tribunal de conflictos. Corresponde a dicha jurisprudencia establecer cuáles son, según la Constitución, los ctos de gobierno, y cuál es la extensión de los poderes de que se halla in vestida, respecto a dichos actos, la autoridad administrativa. Así es como se halla legislativamente consagrada la institución de los actos de gobierno.
SECCION I I I REGLAMENTOS ADMINISTRATIVOS 180. Los reglamentos, al menos en la forma, son actos administrativos. Esto lo reconoce la literatura contemporánea de derecho público, al designarlos habitualmente con el nombre de reglamentos administrativos.1 Lo característico del reglamento, en efecto, es que lo hacen, no ya el órgano legislativo —pues entonces sería una l e y— sino las autoridades administrativas.Y sin embargo los autores le conceden al reglamento un sitio aparte entre los diversos actos administrativos, tratándolo como una categoría diferente del acto administrativo propiamente dicho, y ello por razón principalmente de las semejanzas que señalan entre el reglamento y la ley, tal como la definen generalmente. Así es como los tratados de derecho público distinguen con especial cuidado, entre los decretos del Presidente de la República, actos de dos clases: Existen decretos que tienen un carácter especial o individual, en el sentido de que son dictados con referencia a un hecho aislado o a una persona determinada. Por ejemplo: un decreto que convoque a las Cámaras, que nombre a un funcionario, que reconozca a un establecimiento de útilidad pública, que autorice un cambio de nombre. A nadie se le ocurre comparar estos decretos con las leyes. Pero a estos decretos especiales o individuales se oponen los decretos generales o reglamentarios. Estos ya no estatuyen sobre un asunto particular, sino que, dicen los autores, se aproximan en muchos aspectos a la ley. Se aproximan a la ley, ante todo, por su contenido, ya que formulan reglas igual que la ley; de ahí su nombre de reglamentos. Además, como
1 Ver jor ejemplo el título de la obra de Moreau: "Le reglement administratif". Hauriou op. cit., 8* ed., pp. 36 y 1012) emplea también por momentos dicha expresión. Se puede argumentar en el mismo sentido respecto al término técnico "reglamento de administración pública".
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la ley, estatuyen por vía de disposición general, de modo que rigen abstracta e impersonalmente todos los casos y todos los individuos a que su parte dispositiva concierne. Lo mismo que la ley también, el reglamento puede dictar reglas de derecho individual, es decir, engendrar en provecho o a cargo de los ciudadanos derechos y obligaciones. En segundo lugar, losreglamentos, ante los tribunales, tienen la misma fuerza y el mismo valor que las leyes. Se aplican e interpretan por los jueces de la misma manera que ésta. Incluso la violación de un reglamento por una decisión judicial puede, como la violación de una ley, causar un recurso de casación, igualmente la violación de un reglamento por un acto administrativo da lugar a un recurso de nulidad contra dicho acto ante el Consejo de Eslado, estatuyendo a título jurisdiccional. Finalmente, el reglamento, como la ley, es susceptible de una sanción penal. Una sanción de este género está escrita en el art. 471-15' del Código penal, que de una manera general se aplica a todas las contravenciones a los reglamentos de policía, al menos en cuanto no estén sometidas por un texto especial a una pena más elevada (con referencia a este paralelo entre la ley y el reglamento, ver especialmente Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. I, núms. 65 ss.; ver también n9 112, supra). En todos estos aspectos, el reglamento, se dice, no presenta diferencias "materiales" con la ley, concluyéndose de ello que sólo difiere de ésta por su forma y por su autor. La semejanza entre la ley y el reglamento había llamado igualmente la atención de los hombres de la Revolución, y les había parecido tan notable que las Constituciones de 1791 y del año m, que tendían a excluir sistemáticamente a la autoridad ejecutiva de toda participación en la potestad legislativa, negaron a esta autoridad, o por lo menos sólo le concedieron en un grado muy restringido, el poder de hacer reglamentos (Constitución de 1791, tít. 3, cap. IV, sec. 1*, art. 6; Constitución del año m, art. 144; ver respecto de estos textos Esmein, Éléments, 5* ed., p. 6 1 1 ; Moreau, Le reglement administratif, núms. 48 55.; Duguit, UÉtat, vol. n, p. 293; La séparation des pouvoirs et FAssamblée nationale de 1789, p. 23 y Traite, vol. I I , p. 466). Solamente a partir del año vm el poder reglamentario le ha sido reconocido francamente al jefe del Estado; así, le ha sido reconocido sucesivamente por la Constitución del año vm (árt. 4 4 ) , la Carta de 1814 (art. 14), la de 1830 (art. 13) y la Constitución de 1852 (art. 6 ) . Además del jefe del Estado, tienen también este poder, desde el año v m , los prefectos y los alcaldes, que hacen reglamentos locales para sus departamentos o sus municipios mediante resoluciones prefectorales o municipales. Los reglamentos del jefe del Ejecutivo se hacen por el contrario, para toda Francia, y precisamente por este motivo mismo conviene ocuparse aquí de ellos. La cuestión que suscitan inmediatamente 504
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es la siguiente: ¿Cómo es que el jefe del Ejecutivo puede dictar reglas que parecen reunir todos los caracteres y producir todos los efectos de la ley? Esta cuestión sólo se formula después del advenimiento del régimen constitucional moderno. En la antigua monarquía absoluta, la distinción entre la ley y el reglamento no existía, o por lo menos —por más que se haya dicho (ver Balachowsky-Petit, La loi et Vordonnance dans les États qui ne connaissent pas la séparation des pouvoirs, tesis, París, 1901, pp.68 y 205)— no presentaba interés práctico verdadero (cf. núms. 115, 116, supra). En efecto, cuando el monarca acumula en su plenitud los poderes legislativo y administrativo, poco importa que las reglas dictadas por él sean emitidas en calidad de leyes o de reglamentos administrativos, pues en ambos casos gozan de la misma ilimitada libertad, en cuanto a la iniciativa y en cuanto al contenido de la decisión que se tome. La distinción entre la ley y el reglamento sólo adquiere verdaderamente toda su importancia en el Estado constitucional moderno (Duguit, UÉtat, vol. n, p. 292; Moreau, op. cit., n9 42; Laband, op. cit., ed. francesa, vol. I I , p. 343; Jelli'- nek, Gesetz und Verordnung, p. 366; G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 570; Anschütz, Gegenwartige Theorien über den Begriff der gesetzgebenden Gewalt, 2- ed., p. 15). 2 Aquí, en efecto, ya no posee el jefe del Estado el
2 Se ha observado ya (pp. 325-326, supra) que la distinción entre la ley y los actos — reglamentosu otros— que por su contenido presentan con ella más o menos semejanzas no puede establecerse plenamente desde el punto de vista jurídico y no llega a funcionar, de hecho, de una manera satisfactoria sino en cuanto dicha distinción se refiere a un dualismo de orden formal entre autoridades dotadas respectivamente de potestades diferentes y desiguales. Cualquier clasificación de actos que se haga desde el punto de vista constitucional presupone la pluralidad de las autoridades y la diversidad de sus respectivos poderes. Si una sola y misma autoridad posee el poder de estatuir bajo dos formas diferentes, a una de las cuales se la llama legislativa, mientras que la otra lleva nombre distinto, se hace muy difícil mantener, lógica c prácticamente, una distinción verdaderamente clara entre las dos clases de actos que corresponden a esta forma doble. La dificultad se agrava aún más, e incluso degenera en imposibilidad, cuando la Constitución no ha precisado los objetos, materias o cuestiones que dependen separadamente de cada una de las formas de actos. Suiza ofrece un ejemplo que permite comprobar, todavía hoy, la realidad de estas observaciones (ver especialmente sobre este punto Hiestand, Zur Lehre von den Rechtsquellen im schweiz. Staatsrecht, tesis, Zurich, 1891, pp. 5ss., 17, 23 ss.; ver también Signorel, Étude sur le referendum, pp. 317 ss.). Según los términos del art. 89 de la Constitución federal, la Asamblea federal, que con el pueblo es el órgano legislativo de la Confederación, puede, junto a las "leyes" propiamente dichas, emitir "resoluciones", siendo por lo demás a ella misma a quien corresponde presentar y caracterizar con uno u otro de estos dos nombres las decisiones cuya adopción ha pronunciado. A primera vista, la distinción entre estas dos clases de actos parece ofrecer gran interés. Desde 1874, en efecto, cualquier decisión proveniente de las Cámaras federales con el nombre de ley se somete a una posibilidad de referéndum; por el contrario, las resoluciones sólo quedan bajo a aplicación del referéndum cuando tienen un "alcance general" y no han sido señaladas por la Asamblea
274 federal como presentando "carácter de urgencia" (ley federal del 17 de jupio de 1874, art. 2) ; e incluso cuando esta doble condición se ha cumplido, y cuando de
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poder legislativo, que pertenece a las asambleas. ¿Cómo puede explicarse entonces que un monarca o un presidente pueda, paralelamente o lucra del cuerpo legislativo, por vía de ordenanzas o decretos, dictar prescripciones reglamentarias que parecen constituir una nueva legislación, ¡unto a la que emana del órgano legislativo propiamente dicho?
hecho la resolución ha sufrido la prueba de la votación popular, se diferencia aún de las leyes cu que éstas solamente pueden ser modificadas por un nuevo acto legislativo (Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 718; Hoerni, De l'état de nécessité en droit public federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, pp. 44s.<¡.; en sentido contrario: Guhl, op. cit., pp. 66 ss.), mientras que la resolución, incluso cuando ha sido adoptada por el pueblo, es susceptible de ser abrogada por una simple resolución nueva, que esta vez, mediante una declaración de urgencia, puede hallarse libre del referéndum. En estas condiciones, la división constitucional de las decisiones de la Asamblea federal en leyes y resoluciones parece adquirir considerable importancia (Guhl, op. cit., p. 8). Ahora que, para que esta división conserve realmente su importancia, es preciso que se puedan separar de un modo preciso los casos en los cuales la decisión de las Cámaras debe redactarse en forma de ley y aquellos en que puede emitirse en forma de simple resolución. Ahora bien, la Constitución suiza no proporciona indicaciones respecto a este punto (ver especialmente a este respecto la demostración de Guhl, op. cit., pp. 18 ss., 37 ss.); y por otra parte, difícilmente hubiera podido proporcionar indicaciones precisas. Por otro lado, sin embargo, y aunque de hecho dependa de la Asamblea federal misma designar sus decisiones, unas veces bajo el nombre de leyes, otras bajo el nombre de resoluciones, no es de creer que la Constitución haya querido dejar a las Cámaras federales, de un modo ilimitado, la facultad de elegir arbitrariamente entre esas dos formas. De todos modos, el hecho de que el art. 89, en principio y salvo la eventualidad de urgencia, haya mantenido al pueblo el derecho de estatuir sobre aquellas de las resoluciones que tengan un alcance general, basta para probar que la Constitución no ha admitido que la Asamblea federal pueda servirse de la forma de resolución liara librarse de la intervención de la voluntad popular. Y por consiguiente, se desprende también del art. 89 que la Asamblea federal desconocería a la Constitución si, para resoluciones de esta índole, recurriese a la declaración de urgencia con el único objeto de evitar un referéndum. Esta declaración sólo es lícita cuando se precisa por una verdadera urgencia, y eneste sentido se puede argumentar, según la expresión del art. 89, que en su texto alemán se refiere al "dringliehe Natur". Esta última expresión significa que la declaración de urgencia debe fundarse en la naturaleza de las cosas y no solamente en la voluntad arbitraria de la Asamblea federal. Así pues, sería desde luego muy útil —y hasta parece que de una utilidad apremiante determinar claramente el alcance de la distinción entre leyes y resolucions, fijando particularmente la esfera de intervención respectiva de éstas y de aquéllas. Tal es también la labor a que se han dedicado los autores suizos, sin que sus esfuerzos hayan logrado llegar a un resultado positivo. Un primer extremo es indudable: el empleo de una u otra de estas dos formas no puede corresponder a la distinción frecuentemente propuesta entre las prescripciones generales y las decisiones que se refieren a un punto particular. El art. 89, en efecto, especifica que
276 las resoluciones pueden tener un alcance general. Bien es verdad que se ha tratado de sostener que, incluso entre las decisiones que se refieren a un hecho especial, algunas adquieren alcance general, en el sentido de que presentan interés para toda la colectividad, y obedece a ese motivo, dícese, que el art. 89, por lo que a ella se refiere, reserve el derecho popular de referéndum (cf. Hiestand, op. cit., pp. 7, lO.ssJ. Pero ¿por qué signo podrá reconocerse prácticamente que una decisión presenta en realidad carácter de generalidad en ese sentido? Para las prescripciones emitidas en forma de leyes, su misma forma legislativa basta para revelar que, a
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Esta cuestión se reduce a la pregunta de cuál es el fundamento del poder reglamentario. Pero además se debe indagar cuál es la naturaleza intrínseca del reglamento y el alcance de sus efectos. Finalmente, otro problema capital es el de conocer cuáles son las materias que dependen de la potestad reglamentaria del jefe del Ejecutivo y cuáles son, por el
los ojos del legislador, tienen carácter de importancia "general"; pero, para las resoluciones, ¿cómo evaluar su grado de importancia? Además, el grado de importancia no puede constituir el criterio de distinción entre leyes y resoluciones, puesto que se deduce del art. 89 que puede la Asamblea federal, por vía de resolución, dictar disposiciones de alcance "general" Otros autores, basándose en el texto, bien alemán o bien italiano, del art. 89, que caracteriza más explícitamente las resoluciones de alcance general designándolas bajo el nombre de resoluciones creadoras de una obligación general ("allgemein verbindlich" y "di carattere obligatorio genérale"), deducen de estas expresiones que las prescripciones que afectan a los ciudadanos en general en su derecho individual forman una categoría separada y deben considerarse como constitutivas de leyes "materiales" (Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719) ; pero no deja de ser verdad que según el art. 89 dichas prescripciones de orden a la vez general e individual pueden dictarse por la Asamblea federal lo mismo en forma de resoluciones que por la vía legislativa. Ahora bien, la cuestión es precisamente saber cuál es constitucionalmente la esfera propia de cada una de estas dos formas. Cabría entonces sentirse inclinado a buscar la solución de esta cuestión en el hecho de que la Asamblea federal no solamente es llamada a funcionar como órgano legislativo, sino que también se halla erigida por la Constitución en autoridad administrativa, como se desprende especialmente del art. 85, que le atribuye potentes facultades de administración. Tal vez fuera conveniente, por consiguiente, admitir que la distinción entre las leyes y las resoluciones corresponde a la dualidad de atribuciones y cometidos de la Asamblea. La forma de ley impondríase así para aquellos actos realizados por la Asamblea en virtud de su poder legislativo y la forma de resolución sólo hallaría empleo normal para los actos realizados por aquélla a título administrativo (ver en este sentido: Fleiner, Zeitschrift für schweiz. Recht, vol. xxv, p. 401; Bossard, op. cit., pp. '43, 67, 168 y 169). Así entendida, la distinción entre las leyes y las resoluciones recordaría mucho, por su fundamento y su significación, la que la Constitución francesa de 1793 había establecido (arts. 53 a 55) entre las leyes y los decretos provenientes del cuerpo legislativo. Pero este nuevo criterio no sería más satisfactorio que los precedentes; por ejemplo, entre las prescripciones que entrañan ciertas obligaciones para los ciudadanos, ¿cómo discernir con certeza las que constituyen propiamente leyes y aquellas que, emitidas por la Asamblea en su condición de autoridad administrativa, pueden emitirse simplemente a título de medidas de administración y por vía de resoluciones? Teniendo en cuenta todas estas incertidumbres, no puede causar sorpresa la oscuridad y las contradicciones que reinan en la literatura suiza respecto de esta cuestión, tan elemental sin embargo y tan importante, de la distinción entre las leyes y las resoluciones federales. Cada autor expone respecto de este punto una teoría y definiciones diferentes (ver especialmente en Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 716 ss., la exposición de algunas de las doctrinas de referencia). Los intérpretes del art. 89 de la Constitución federal comprenden desde luego que la Asamblea federal no tiene
278 completa libertad para servirse a su grado de la forma de la resolución, pero no consiguen despejar claramente el principio que habrá de permitir reconocer
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contrario, aquellas que quedan reservadas al cuerpo legislativo, o en otros términos, cuál es respectivamente el campo de la ley y el del reglamento. Todas estas cuestiones, aunque diversas en apariencia, están, como se verá después, íntimamente enlazadas. Un completo desacuerdo reina entre losautores respecto a cada una de ellas, y apenas hay teoría, en derecho público francés, que haya dado lugar a más divergencias que la del reglamento. § 1. DIVERSAS TEORÍAS RESPECTO AL FUNDAMENTO Y ALCANCE DEL PODER REGLAMENTARIO 181. A. Primeramente existe desacuerdo con respecto al fundamento del poder reglamentario. Según una doctrina que puede calificarse como doctrina tradicional francesa, el poder reglamentario es una dependencia de la potestad ejecutiva y proviene de la misión que tiene el jefe del Ejecutivo de asegurar dificultades inextricables, al dar a la Asamblea federal la facultad de formular reglas bajo dos formas diferentes. Cada vez que una misma autoridad es dueña de elegir por sí misma entre dos procedimientos para el cumplimiento de sus actos, se hace realmente imposible establecer entre estos dos procedimientos algo más que una diferencia de nombres y de palabras (cf. Schollenberger, Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, p. 523, que subraya y acentúa este último punto pretendiendo que todas las decisiones de la Asamblea federal, lo mismo las emitidas en forma de resoluciones que las dictadas en forma legislativa, constituyen realmente leyes en el sentido formal). Por esto los autores suizos quedan obligados, en su mayor parte, n admitir como conclusión que la Asamblea federal ha de adoptar la forma legislativa para las prescripciones más importantes, por lo menos cuando se trata de prescripciones que se refieren i.l derecho de los ciudadanos, y la forma de la resolución sólo sería posible para aquellas prescripciones que no conciernen al derecho individual de los ciudadanos o que, por lo menos, sólo ofrecen un interés secundario con relación al derecho de los ciudadanos (ver en este sentido: Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719; Guhl, op. cit., p. 65). Esta conclusión recuerda la tendencia que frecuentemente han mostrado los autores franceses a diferenciar las leyes y los reglamentos por el grado de importancia de su contenido. La ley, dicen, formula las reglas principales, y el reglamento formula las disposiciones accesorias (ver p. 322, supra). Pero este último criterio es siempre vago y escurridizo. ¿Con qué
279 se mide la importancia de una regla de derecho público o privado? En realidad, las Cámaras federales son las que han de estatuir respecto al grado de importancia que desean atribuir a sus propias prescripciones (como lo dice de una manera expresa la ley federal del 17 de junio de 1874, referente a las votaciones populares sobre las leyes y resoluciones federales, art. 2) ; y por consiguiente, la teoría que hace depender la distinción entre las leyes y las resoluciones de la distinción entre lo principal y lo accesorio no hace sino señalar más aún la libertad de que goza la Asamblea federal a este respecto. En resumen, todo esto viene a significar que, entre las reglas dictadas por la Asamblea federal, solamente se hallan ineludiblemente sometidas al régimen del referéndum eventual aquellas para las cuales decidió la Asamblea adoptar la forma de ley. No es, pues, el contenido de la regla, sino solamente su forma legislativa, lo que asegura completamente al pueblo la facultad de hacer uso del referéndum.
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la ejecución de las leyes. Su fundamento debe buscarse únicamente en el concepto de poder ejecutivo, tomando esta palabra en su sentido literal. Laferriére (op. cit., 2? ed., vol. i, p. 482) resume sobre este punto el sentir de la generalidad de los autores administrativos, al escribir: " El poder reglamentario depende directamente de la potestad ejecutiva, ya que ésta, encargada de asegurar la ejecución de las leyes, no podría hacerlo sin dictar las prescripciones secundarias que dicha ejecución entraña". Se encuentran afirmaciones análogas en numerosos autores. Ducrocq, por ejemplo, dice (op. cit., T ed., vol. I, n 965) : "Asegurar la ejecución de las leyes, tal es el f i n y el único objeto de los reglamentos". Esmein escribe también (Éléments, 5* ed., p. 611) : " E l derecho de hacer reglamentos para la ejecución de las leyes parece naturalmente inherente al poder ejecutivo". Berthélemy (op. cit., T ed., p. 9 6 ) : "Para asegurar la ejecución de las leyes, el jefe del Estado dicta decretos reglamentarios", y en la Revue du droit public, 1904, p. 212, este mismo autor escribe: "Los administradores han recibido la facultad de tomar disposiciones reglamentarcon objeto de procurar la ejecución de las leyes". Artur dice asimismo (op. cit., Revue du droit public, vol. xm, p. 222) respecto de los reglamentos que "su razón de ser es asegurar la ejecución de las leyes". En este concepto, pues, el reglamento sólo es, en manos del jefe del Ejecutivo, un medio de ejecución. 182. Contra esta doctrina tradicional se ha manifestado un movimiento de reacción en un sector de la literatura actual. En oposición a la teoría del reglamento que tiende únicamente a asegurar la ejecución de las leyes, se ha formado en Francia una doctrina que sostiene que el poder reglamentario no solamente se ejerce para la ejecución de las leyes, sino que se funda también en la potestad gubernamental del jefe del Estado. Para justificar esta idea, algunos, como Moreau (op. cit., núms. 105 a 115), Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 48) y Cahen (op. cit., pp. 260 ss.), alegan la naturaleza de las cosas y las necesidades del gobierno. El gobierno, dicen, se haría imposible, y los intereses cuya salvaguardia tiene el Estado se verían comprometidos, si junto al cuerpo legislativo y en caso de silencio de las leyes, no tuviera el jefe del Ejecutivo el poder de toma aquellas medidas reglamentarias cuya necesidad puede sentirse imperiosamente. Otros autores, y particularmente Duguit (UÉtat, vol. u, cap. m, § § 5 y 9 ) , han desarrollado la tesis de que, en el sistema constitucional francés, no solamente el jefe del Estado es un agente o funcionario encargado de asegurar la ejecución subalterna de las leyes, sino que, junto con el cuerpo legislativo, es un gobernante, un "representante", según la frase de la Constitución de 1791, es decir, un órgano competente para dictar reglamentos por sí mismo, espontáneamente y a título gubernamental. Así pues, según esta escuela, el poder reglamentario se funda en la potesta
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de gobernar, y es de una esencia muy superior al poder de simple ejecución de las leyes. Por eso Moreau (op. cit., ver particularmente p. 172) refiere los reglamentos, al menos aquellos que no son de orden ejecutivo, al poder propio de gobierno que corresponde al jefe del Estado. Duguit (op. cit., vol. I I , pp. 329, 331 ss.) sostenía también en sus primeras obras que el reglamento no es un acto administrativo, o sea un acto subalterno de ejecución, sino un acto de gobernante, o sea uq acto de potestad inicial y autónoma.1 Hauriou (op. cit., 6- ed., p. 299; 8- ed., p. 48) declara que "las autoridades administrativas reciben su poder reglamentario de la naturaleza misma de las cosas, al ser imposibles, sin el imperium, el gobierno y la administración. . . En donde dicho poder funcione, lo hace por su propia virtud. . . El reglamento no se reduce enteramente a la ejecución de la ley, sino que supone en muchos casos un poder espontáneo". Cahen (op. cit., ver especialmente p. 262) defiende el mismo punto de vista: " E l gobierno toma de sí mismo, de su razón de ser, el derecho general de dictar reglamentos". Orlando (Principes de droit public, ed, francesa, n9 290) dice igualmente: " E l poder ejecutivo tiene una voluntad propia, que halla su expresión jurídica en el derecho de ordenanza. La ordenanza es la expresión de la voluntad del poder ejecutivo, así como la ley es la expresión de la voluntad del poder legislativo". 183. En Alemania, en lo que se refiere al fundamento del poder reglamentario, la mayor parte de los autores establecen una distinción entre dos clases de ordenanzas: unas que califican como ordenanzas referentes al derecho (Rechtsverordnungen), y otras como ordenanzas administrativas (Verwaltungsverordnungen). Las primeras tienen por objeto crear nuevo derecho o modificar el derecho existente, entendiendo aquí por derecho los autores alemanes el derecho individual, el que concierne a las facultades jurídicas de los ciudadanos. La ordenanza de derecho es, pues, aquella que tiene por objeto modificar el orden jurídico aplicable a los ciudadanos, por cuanto origina para ellos facultades u obligaciones nuevas. Las ordenanzas administrativas se mueven dentro de los límites del derecho vigente, es decir, no entrañan ninguna modificación en la situación jurídica de los particulares, su eficacia permanece estrictamente dentro del organismo administrativo, sólo se dirigen a los funcionarios, y su objeto es únicamente el de formular para éstos reglas aplicables a los asuntos administrativos; pueden, pues, crear así un orden reglamentario para la autoridad administrativa, pero no constituyen un orden jurídico para los administrados.2 Según la doctrina alemana, estas dos clases de 1 Como se verá más adelante (n. 32 del n* 207) que, en sus obras posteriores, Duguit modificó notablemente su primera opinión respecto a este punto (cf. núms. 301 y 406, infra). 2 Definida así, la división de las ordenanzas en ordenanzas referentes al derecho y ordenanzas refetnesa ldecho y ordenanazaa administrativas es una suma división, en la que entran todas la s ordenanzas posibles.
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ordenanzas tienen un fundamento muy diferente. Las ordenanzas administrativas tienen su fuente en la potestad administrativa. Al no dirigirse al público ni afectar a los ciudadanos, sino constituir prescripciones obligatorias únicamente para los funcionarios, se fundan directamente en la relación de potestad jerárquica que existe dentro del organismo administrativo entre los jefes de servicio y sus subordinados. En virtud de esta relación de sujeción particular, tienen los superiores administrativos el poder de imponer a los agentes subalternos, que tienen la obligación de conformarse a ellas, cualesquiera reglas referentes a la organización administrativa, al funcionamiento de los servicios, a la actividad profesional de los funcionarios. Por lo tanto, las ordenanzas administrativas emitidas por los jefes de servicio así como por el jefe del Ejecutivo se fundan en la potestad propia de la autoridad administrativa. Por el contrario, cuando se trata de dictar reglas que puedan oponerse a los ciudadanos o que éstos puedan invocar, no le corresponde a la autoridad administrativa, en principio, hacerlo por vía de ordenanzas. La potestad administrativa, en efecto, sólo tiene por subditos a los administradores subalternos y no se extiende a los administrados; por lo menos, las autoridades administrativas, sean las que fueren, y el mismo jefe del Ejecutivo, en el derecho constitucional moderno, sólo tienen potestad sobre los ciudadanos en virtud del orden jurídico establecido por las leyes que determinan los derechos y las obligaciones de éstos. Por eso los administradores y el jefe del Ejecutivo sólo pueden reglamentar de nuevo la situación jurídica de los ciudadanos, en un punto cualquiera, por vía de ordenanza, a condición de haber recibido para ello poder especial de la ley, bien de la ley constitucional,3 bien de Es así como Laband (loe. cit., vol. I I , p. 383) hace observar que las ordenanzas de ejecución, o sea aquellas que fijan las medidas que tienden a asegurar la ejecución de las leyes, pueden consistir, ya en prescripciones de derecho impuestas a los ciudadanos o ya en prescripciones administrativas dirigidas a los agentes encargados de ejecutar la ley. Asimismo, las ordenanzas complementarias que se producen por invitación de la misma ley que se trata de completar pueden ser ordenanzas de derecho "b simples prescripciones administrativas.
3 Entre las ordenanzas que se fundan en la Constitución, deben citarse especialmente aquellas que están destinadas a asegurar la ejecución de las leyes. En derecho público prusiano, por ejemplo, estas ordenanzas están previstas y autorizadas por el art. 45 de la Constitución de 1850 que dice: " E l rey dicta las ordenanzas necesarias para asegurar la ejecución de las leyes", fórmula que resulta análoga a las de la Constitución del año vm (art. 44), de la Carta de 1814 (art. 14), de la Carta de 1830 (art. 13) y de la Constitución de 1852 (art. 6). Esta disposición constitucional ¿ha de implicar la facultad de emitir, con respecto a la ejecución de las leyes, reglas de derecho que se impongan a los ciudadanos, o únicamente reglas administrativas que se dirijan a los agentes ejecutivos? La mayor parte de los autores alemanes alegan que la Constitución no establece distinción entre ambas clases de ordenanzas y que, por consiguiente, legitima lo mismo a las unas que a las otras. En este sentido: G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 573, ra. 8; Rosín, Polizeiverordnungsrecht, 2' ed., p. 35, ra. 5; O. Mayer, op. cit.,
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una ley ordinaria. En otros términos, la ordenanza que se refiere al derecho tiene su fundamento en una autorización o habilitación legislativas. Esta distinción entre ordenanzas administrativas y ordenanzas de derecho tiene como principal defensor a Laband (op, cit,, ed. francesa, vol. 11, pp. 379 ss,, 518 ss., 544 ss.); ha sido adoptada por la mayor parte de los autores alemanes (Jellinek, op. cit., pp. 384 ss.; G. Meyer, op. cit., 6* ed., pp. 570 ss.; O. Mayer, loe. cit., vol. i, pp. 159 ss.; Anschütz, op. cit., 2* ed., pp. 62 ss., 73 ss., 92; Seligmann, Der Begriff des Gesetzes, pp. ¿104 ss.). En Francia la distinción es aceptada, en parte, por Cahen (op. cit., pp. 190 ss.), que le opone sin embargo ciertas objeciones y reservas pp. 202 55.j. Se verá más adelante ( n 9 222) que esta distinción, aunqueno tiene base en la Constitución francesa, ha sido consagrada actualmente por la jurisprudencia del Consejo de Estado. 184. B. Los autores se hallan igualmente divididos respecto a la cuestión del campo de acción respectivo de la ley y del reglamento.
Según la teoría alemana que distingue entre las ordenanzas de derecho y las ordenanzas de administración, el principio de delimitación entre los campos de acción legislativo y reglamentario lo proporciona la misma Constitución. Se desprende de los textos constitucionales, tales como el art. 62 de la Constitución prusiana, el art. 88 de la Constitución wurtemburgesa y el art. 86 de la Constitución sajona, que exigen, para la formación de cualquier ley, la intervención y el consentimiento de las Cámaras. La tesis de los autores alemanes es que, tanto en esos textos como en el art. 5 de la Constitución del Imperio, la palabra ley ha sido empleada por los fundadores de dichas Constituciones, y debe entenderse también por los intérpretes del derecho alemán, en el sentido que posee tradicionalmente en Alemania, o sea en el sentido de regla de derecho o, con mayor precisión, de regla concerniente al derecho de los ciudadanos (ver n° 102, supra). Se deduce, pues, de los textos antes citados que las reglas de esta clase sólo pueden dictarse mediante el concurso de las Cámaras y en forma de legislación; en otros términos, constituyen la materia propia, el campo de acción reservado de la ley; constituyen también, por lo tanto, en ese sentido y por esas razones constitucionales, las leyes propiamente dichas, las leyes según el objeto al cual se aplican, en una palabra, las leyes "materiales". Así expresado, el concepto de ley material adquiere desde luego una importancia capital, pues proporciona precisamente el criterio que va a permitir distinguir las materias legislativas de las materias reglamentarias. Considerando, en efecto, que el establecimiento de las reglas de derecho queda reservado a la potestad legislativa y a las Cámaras, el jefe del Estado no puede, en principio, decretar dichas reglas Preussisches Staatsrecht, vol. i, pp. 448 ss.; Jellinek, op. cit., pp. 379 ss. Jellinek modificó su opinión a este respecto en Verwaltungsarchiv, vol. xn, pp. 266 ss.
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el monarca conservó el poder de emitir por sí solo, sin el asentimiento de las asambleas, o sea en forma de ordenanza, aquellas reglas que sólo conciernen al orden administrativo del Estado y que no afectan a los ciudadanos; estas reglas, en efecto, no entran dentro de la esfera atribuida a la legislación por las Constituciones anteriormente citadas, sino que son la materia propia de las ordenanzas, bajo la condición, desde luego, de que los objetos administrativos a los cuales se refieran no se encuentren regulados ya por una ley formal, puesto que, por principio constitucional una simple ordenanza no puede modificar, en cuanto a la forma, una ley (cf. n9 106, supra). Laband (loe. cit., vol. 11, pp. 379 ss.) resume toda esta teoría presentando, por lo que se refiere a las ordenanzas, una distinción análoga a la de las leyes materiales y formales. Así como la ley material es aquella que tiene como contenido alguna regla de derecho, así también se puede, según Laband, en sentido inverso, calificar como ordenanza material aquella que, según su contenido, formula reglas administrativas y se mantiene en el terreno especial de la administración. La definición material de la ordenanza corresponde así al hecho de que existe, según la Constitución misma, un campo de reglamentación, aquel que concierne a los asuntos administrativos, que se abandona a la libre voluntad y potestad del jefe del Estado, como jefe del poder ejecutivo. Pero junto a las ordenanzas materiales, señala también Laband ordenanzas formales, que son aquellas que contienen reglas de derecho. Desde el punto de vista de su fondo y de su contenido, son leyes materiales; pero se trata aquí de reglas de naturaleza legislativa, que han sido establecidas en forma de ordenanza. La ordenanza formal que se refiere a puntos de derecho corresponde, pues, la ley formal referente a objetos administrativos; esta última no es, en sí, sino una ordenanza material. Solamente que, mientras el legislador siempre puede apoderarse de las materias administrativas para reglamentarlas en forma legislativa, el jefe del Estado no tiene, en principio, competencia propia a efecto de crear reglas de derecho. Por residir exclusivamente en el órgano legislativo, esta competencia no puede comunicarse al monarca sino por medio de una transmisión de potestad legislativa consentida por el legislador mismo, y a la cual Laband (loe. cit., vol. II, p. 395) y Jellinek (op. cit., p. 381) aplican el nombre de delegación. Dicha delegación se cumple por vía de ley que habilita al jefe del Estado a dictar ordenanzas concernientes al orden jurídico sobre determinado punto especial. Toda ordenanza de orden jurídico supone, pues, una ley que la autorice; por el contrario, la ordenanza adminfstrativa o material puede hacerse praeter legem, bastando para ello que no actúe contra legem. Esta es la doctrina general sostenida por la mayoría de los autores alemanes
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(Laband, loe. cit., vol. n, pp. 260ss., 376ss.; Jellinek, op. cit., pp. 2.'. 1 ss., 373 ss.; (',. Meyer, op. cit., pp. 560 ss., 571 ss.; O. Mayer, loe. cil., vol. I, pp. 158 ss.; Seligmann, op. cit., pp. 103 ss., 113 ss.; Anscliülz, op. cit., pp. 15 ss., y los autores citados ibid., p. 22) .4 Entre los disidentes, hay que citar especialmente a Arndt, el cual, en sus diversos escritos (ver particularmente Verfassungsurkunde für den preussischen Staat, 6? ed., pp. 241 ss.), sostiene que el campo de la legislación sólo comprende los objetos ya legislados, o reservados a la ley por un texto constitucional o legislativo, y que en cuanto a lo demás, el jefe del Estado conserva el poder de hacer reglamentación mediante sus propias ordenanzas,
185. El contraste que los autores alemanes han creído encontrar en su Constitución entre las ordenanzas, que tienen por objeto propio las prescripciones administrativas, y las leyes, que tienen por materia la reglamentación del derecho individual, tiene la gran ventaja de haberles permitido trazar una línea precisa de demarcación entre el campo de la ley y el del reglamento, tanto desde el punto de vista práctico como desde el punto de vista teórico. En Francia, la doctrina es más dudosa; a decir verdad, carece por completo de firmeza y de precisión. En la hora presente sólo existe en Francia un autor que exponga claramente la idea de que existe un dominio propio de la ley y del reglamento. Este autor es Hauriou (op. cit., 8* ed., pp. 37, 46, 47 y 5 4 ) , que adopta respecto de este punto un principio análogo a los conceptos alemanes. Enseña que la ley tiene por materia propia "cualquier condición nueva impuesta al ejercicio de una libertad y cualquier organización importante para la garantía de una l i b e r t a d " , es decir, en suma, cualquier regla que
4 Algunos autores alemanes pretendieron que el derecho positivo francés está dominado por idénticos principios. Así, por ejemplo, Jellinek (op. cit., pp. 77 y 99) dice que la esfera de la legislación, en oposición a la del reglamento, se fijó desde el principio de la Revolución por la Declaración de 1789. cuyos artículos 4, 5, 8, 10 y ll implican que únicamente la ley puede determinar, en cuanto a sus condiciones de ejercicio, o restringir, los derechos individuales de libertad, propiedad o seguridad de los ciudadanos. O. Mayer (loe. cit., vol. T. p. 93, texto y n. 13) dice igualmente que el verdadero alcance práctico de la Declaración de los Derechos del hombre ha sido excluir, en lo que concierne a las restricciones que cabe imponer a esos derechos, cualquier intervención del poder reglamentario, y hacer necesaria una ley cada voz que se trata de modificar alguno de ellos. Pero olvidan esos autores que, en dicha época, apenas si podía tratarse de derecho reglamentario. El jefe del Estado no podía hacer reglamentos, "sino únicamente proclamas conformes a las leyes para ordenar o recordar su ejecución" (Constitución de 1791, título ni, capítulo iv, sección 1*, art. 6). El sistema actual del derecho francés, en esta materia, ha sido, por el contrario, comprendido y expresado muy exactamente por Arndt, que declara en diversas ocasiones (Das selbstandige Vorordnungsrecht, pp. 18, 242, 243 y 279) que en Francia las autoridades administrativas y el mismo jefe del Estado no pueden dictar otros reglamentos que aquellos que tienen su punto de apoyo y su habilitación en una ley o en la
286 Constitución, sin distinción alguna entre los reglamentos de orden jurídico y los reglamentos administrativos.
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afecte en sus capacidades jurídicas a los ciudadanos. Aplicando esta idea, dicho autor coloca dentro de la esfera de la ley las reglas orgánicas de los poderes públicos y aquellas, también orgánicas, de las libertades individuales y de los derechos privados referentes al estatuto y al patrimonio de las personas, las reglas penales y las reglas que organizan, bien sea autoridades jurisdiccionales, bien autoridades administrativas que tienen poderes de mando sobre los administrados. El reglamento, por el contrar i o , tiene, según Hauriou (6* ed., p. 298, ra. 2 ) , " un objeto propio, que es asegurar el funcionamiento de la administración", lo que corresponde a la ordenanza administrativa de los autores alemanes. Hauriou admite sin embargo también que el reglamento podrá imponer obligaciones a los administrados, pero solamente en cuanto se trate de "mantener el orden público", io que es, según dicho autor, su segundo objeto propio. En su libro acerca de UÉtat (vol. H, pp. 333, 291 ss., 298), Duguit profesaba también la misma opinión. Admitía la existencia de "materias sobre las cuales se puede legislar en forma reglamentaria", y que "son todas aquellas que no se refieren directamente a los derechos individuales de los interesados". Hoy día dicho autor ha abandonado esa idea (Traite, vol. I I , p. 451) : "Se ha tratado — dice— de hacer una distinción entre las materias llamadas legislativas y las llamadas reglamentarias, pero cuando se ha querido determinar un criterio general de distinción entre las materias legislativas y reglamentarias no ha habido posibilidad absoluta de hacerlo". La doctrina de Moreau es incierta y contradictoria. Por una parte, sostiene este autor (op. cit., núms. 109 y 136) que el jefe del Ejecutivo tiene un poder de reglamentación propio, que no consiste solamente en ejecutar la ley, sino que, al derivar de su cualidad de administrador supremo, comprende "las materias administrativas, la organización de los asuntos públicos y de sus dependencias", materias todas que "ofrecen al reglamento un inmenso campo de acción" (p. 219) , en oposición a las materias de derecho privado que forman el campo especial de la ley. Por ello Moreau parece seguir la distinción alemana de las materias jurídicas y las materias administrativas. Por otra parte, sin embargo, declara este autor (núms. 137 y 33) que " l a distinción entre materias naturalmente legislativas y naturalmente reglamentarias está desprovista de fundamento e incluso de sentido" (p. 220) . 5 Cahen (op. cit., ver especialmente p. 296; cf., pp. 255 y 299) declara abrazar la tesis de Arndt, según la cual el jefe del Estado puede formular
5 Cf. el Manuel de droit administratif de Moreau, donde se dice por un lado (p. 206) que en su calidad de jefe de la administración, el Presidente de la República es el llamado a organizar los servicios públicos, y por otra parte, sin embargo (p. 14), que las respectivas esferas de la ley y de] reglamento son indeterminadas.
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por decreto reglas sobre cualquier materia, con la excepción únicamente de aquellas que la Constitución o alguna ley reserva expresamente al Irgislador. 186. Los demás autores franceses, o sea la gran mayoría, al no encontrar en la Constitución texto alguno que pueda, como en Alemania, inlerpretarse en el sentido de una distinción claramente marcada entre la esfera de acción del poder legislativo y la del poder reglamentario, se refugia en la fórmula t r i v i a l que consiste en decir que el reglamento sólo puede servir a la ejecución de la ley. Esta es la idea que expresa Esmein (Éléments, 5* ed., p. 474) : " E l reglamento es simplemente una prescripción que tiene por objeto asegurar la ejecución de la l e y " ; por lo tanto (p. 611) "sólo puede desarrollar y completar en detalle las reglas que la ley ha formulado". Ducrocq (op. cit., 7- ed., vol. I, p. 84) dice que el reglamento encuentra en la ejecución de las leyes la razón de ser y, al mismo tiempo, el límite de su acción. Artur (Revue du droit public, vol. xm, p.225) dice así: " E l poder reglamentario sólo debe reglamentar para la ejecución de las leyes; si se sale de este campo de la ejecución, usurpa la función legislativa". Pero, presentado en esta forma, este concepto del reglamento ejecutivo permanece muy obscuro, y queda en la indecisión el punto capital del objeto, que es precisamente el de saber cuáles son las medidas y prescripciones a las que puede recurrir el jefe del Ejecutivo para desarrollar y completar la ley, con objeto de asegurar su ejecución. ¿Debe limitarse el reglamento ejecutivo a regular los detalles de aplicación de las disposiciones establecidas por el texto legislativo, o puede añadir a la ley prescripciones que ésta no contiene, pero que son adecuadas para asegurar su ejecución? Particularmente, ¿puede imponer a los ciudadanos, para la ejecución de las leyes, otras obligaciones que aquellas que ponen a su ¿cargo esas mismas leyes? Sobre todos estos puntos la teoría dominante del reglamento como acto ejecutivo deja flotando gran incertidumbre respecto a la extensión del campo reglamentario y de la competencia reglamentaria de las autoridades administrativas. La generalidad de los autores se halla de acuerdo, sin embargo, para precisar que la potestad reglamentaria sufre, en todo caso, las limitaciones siguientes: 1* Un reglamento no puede dictar penas, pues el art. 4 del Código penal, reproduciendo un principio ya establecido por el art. 8 de la Declaración de 1789, especifica, en efecto, que las penas sólo pueden establecerse por las leyes; se deduce de aquí, en particular, que el reglamento no puede darse a sí mismo su sanción penal, sino que sólo puede sacar dicha sanción de un texto legislativo. 2* Un impuesto tampoco puede crearse mediante un reglamento. Es un principio general del derecho público francés, en efecto —y dicho principio, formulado por
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La Constitución de 1917 ( tít. III, cap. III sec. 1a, art. 1-3°) y confirmado por la ley de finanzas de 25 de marzo de 1817 (art. 135), se encuentra desde 1817 reproducido cada año en el ultimo artículo de las leyes de presupuestos --, que ningún impuesto o tasa puede ser percibido si no ha sido establecido por una ley. 3 a También es de principio, en virtud de la ley de 16-24 de agosto de 1790 referente a la organización judicial (tít. I, art. 17; cf. Constitución de 1791, tít. II cap. v, art. 4°), que el orden jurisprudencial (ver respecto a estos dos puntos, Moreau, Reglament administratif, núms.. 132 ss.; Hauriou, op. cit.; 8a ed., p. 61 n.; Bertélemuy, Traité, 7a ed., pp. 98 ss.). y “Le pouvoir règlementaire du President de la Rèpublique et parlamentaire, Revue politique et parlamentaire, vol. xv, pp. 325 ss.;cf. Cahen, op. cit., pp. 265 ss.). 4a. Por último, es evidente que el poder reglamentario no podría ejercerse ni sobre aquellas materias para las cuales exige la Constitución una ley,6 ni sobre aquellas que han sido expresamente reservadas por una ley a la potestad legislativa, ni siquiera sobre aquellas que constituyen ya el objeto de de una ley. Por lo que a estas últimas se refiere, al menos, el reglamento sólo puede desarrollar las prescripciones de la legislación vigente. Sin embargo, según algunos autores, ni siquiera estas últimas limitaciones de la potestad reglamentaria son absolutas, pues se ha pretendido en efecto que no se aplican a los reglamentos llamados de administración Pública. En su estricta acepción, el reglamento de administración pública es aquel sobre el cual no sólo se ha deliberado en el Consejo de Estado, sino que además ha sido especial y expresamente prescrito por una ley, bien sea que esta ley haya encargado al Presidente de la República completar por un decreto sus propias disposiciones, a efecto de asegurar la detallada ejecución de las mismas, bien le haya conferido el poder de reglamentar por entero una materia cuyos principios se abstiene ella misma de formular y sobre la cual tampoco haya estatuído la legislación anterior. Ahora bien, según una opinión que, como se verá más adelante (no. 197), ha sido adoptada a la vez por la jurisprudencia y por una gran parte de la doctrina, el reglamento dictado en esas condiciones se distingue de los demás decretos reglamentarios en que se funda, no ya solamente en el poder general de ejecución de las leyes que la Constitución confiere al jefe del Ejecutivo, sino en una delegación especial hecha a este último por el legislador en la misma ley que ha prescrito ese reglamento. En otros términos, el jefe del Ejecutivo, dícese, se halla investido respecto de esta categoría de
6. Se ha visto anteriormente ( n°. 122, supra) que el número de textos constitucionales que exigen una ley para determinada materia es insignificante, y que dichos textos sólo designan como materias legislativas algunos raros objetos.
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reglamentos de la misma potestad legislativa, y el reglamento hecho en virtud de semejante delegación se identifica con la ley que lo ordenó, adquiriendo el valor y los efectos de está. Los reglamentos de la administración pública constituyen así, según la expresión consagrada, una “legislación secundaria” que participa de la fuerza propia de la legislación principal. Resulta de ello – y este es el interés capital de la teoría – que puede el jefe del Ejecutivo, en este caso, tomar mediante reglamento todas las disposiciones que pudiera dictar una ley propiamente dicha; como delegado del cuerpo legislativo, puede establecer penas e impuestos, así como tiene también el poder de modificar o derogar las leyes existentes, todo ello, bien entendido, bajo la condición de que estos poderes exorbitantes se desprendan de los términos de la delegación especial hecha al Presidente por el legislador. Tal es la doctrina de Laferriere (op. cit., vol. II, p. 11), Ducrocq (op. cit.,8a ed., p. 85), Moreau (op. cit., pp. 186-190) y Cahen (op. cit., pp 265 ss.); Hauriou (op. cit., 8a ed., p. 67 ), sin adoptar la idea de la delegación legislativa, propone una teoría que parece aproximarse a la de la delegación, si no en sus consecuencias, al menos en su principio. Duguit (L’ Éta, vol. II, p. 345) había adoptado primeramente estas consecuencias; pero se pasó después a la opinión contraria (Traité, vol. II pp. 463 ss.), que es también la de Esmein (Élément, 5a ed., p. 618) y Berthélemy (Traité, 7a ed., pp. 98 ss.). 187. C. No podrá sorprender, después de todas las divergencias que acaban de indicarse, el reconocer que el desacuerdo reina igualmente entre los autores respecto a la naturaleza propia y los caracteres intrínsecos del acto reglamentario. Los autores alemanes, aquí como en otras partes, hacen intervenir, de un lado, su habitual distinción los puntos de vista material y formal, y de otro, su división de las ordenanzas en ordenanzas creadoras de derecho y ordenanzas administrativas. Las primeras, dice Laban (loc. cit., vol. II, p. 381), son realmente actos administrativos en la forma; pero en razón de su contenido, y desde el punto de vista material, constituyen leyes, pues, lo mismo que la ley material, crean reglas de derecho. En cuanto a las ordenanzas administrativas, en todos aspectos, tanto en la forma como en el fondo, constituyen actos administrativos, y Laband (vol. II, pp. 544 ss.), las estudia entre los actos que forman parte de la administración. Por el contrario, una ley formal que contenga reglamentación administrativa sólo es, a pesar de su forma legislativa, una ordenanza material. Jellinek (op. cit., p. 385) define igualmente la ordenanza de derecho como una ley material que tiene la forma propia de los actos administrativos. G. Meyer (op.cit., 6a ed., pp. 550 ss) desarrolla la misma doctrina, la que también presenten Anschutz (op. cit., 2a ed.,
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pp. 15 ss.), Seligmann (op. cit., pp. 103 ss) y, en la literatura francesa, Cahen (op. cit., pp. 220, 189 ss). 188. Existen en Francia dos doctrinas principales respecto de esta cuestión. La primera tiene por representante a Duguit. Este autor se acerca a la escuela alemana, por cuanto que se inspira, como ésta, en la distinción entre las leyes materiales y formales, y cree que debe buscar en el contenido del acto reglamentario los elementos que han de servir para caracterizar dicho acto. Pero se separa de los autores alemanes en que, para distinguir la legislación de la administración, se refiere, no ya al alcance jurídico o administrativo de la desición tomada, sino únicamente al alcance general o particular, abstracto o concreto de la misma. La generalidad de la disposición, su concepto objetivo y no subjetivo, tal es según Duguit, la característica de la ley. Ahora bien, el reglamento tiene por contenido una regla general; desde el punto de vista material, y sea el que fuere su valor formal, es, pues, esencialmente un acto legislativo. Al calificarlo así, Duguit no solamente quiere hacer notar que, en cuanto a su contenido, presenta grandes semejanzas con la ley. Estas semejanzas las hacen notar casi todos los autores franceses. Ducrocq (op. cit., 7a ed., vol. I, p. 57) dice a este respecto: “Los reglamentos tienen por signo distintivo el de presentar los mismos caracteres que la ley. Como ella, presentan la generalidad de la disposición, la reglamentación de lo por venir, etc., etc.” Berthélemy (op. cit., 7a ed., p. 96) señala igualmente que los decretos reglamentarios, como la ley, son imperativos y generales; y añade este autor que la utilidad del reglamento es aligerar el trabajo legislativo, al permitir inscribir en la ley los principios fundamentales únicamente, lo que es tanto como decir que los reglamentos contienen una parte de la legislación. Asimismo Moreau (op. cit., p. 50): “El reglamento y la ley, parecidos por cuanto contienen una disposición general, tienen la misma naturaleza intrínseca.” Esmein (Éléments, 5a ed., p. 474), sin aceptar la asimilación del reglamento con la ley, quiere demostrar que la potestad reglamentaria de los administradores no es contraria a la separación de los poderes, y esta preocupación en dicho autor revela que considera realmente a la potestad reglamentaria como implicando en ciertos aspectos una participación en la función legislativa. Pero Duguit no se limita, como lo hacen esos diversos autores, a considerar ciertas similitudes entre el contenido de la ley y el del reglamento; pretende que desde el punto de vista material ambas clases de actos se identifican. “Una ordenanza por vía general – dice (L´ État, vol. II, p. 296) – es siempre una ley en el sentido material.”El reglamento administrativo contiene una disposición que tiene en sí carácter legislativo” (ibid., p. 377) “Toda decisión que estatuye por vía general es una ley. Los reglamentos del jefe del Estado son leyes propiamente dichas. Así como el Parlamento, al realizar un acto individual, rea-
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lizar un acto individual, realiza un acto que no es una ley, así también el jefe del Estado, al formular un reglamento por vía general, hace una ley” (vol. I, p. 508; ver también Traité, vol. I, PP. 196, 202 ss., vol. II, pp. 377 ss., 451 y 452). Según esta doctrina, se produce, pues, en el Estado moderno, una división de la potestad legislativa entre el cuerpo legislativo y el jefe del Ejecutivo. Duguit incluso ha sostenido que esta división puede explicarse por causas históricas. En los países monárquicos, por lo menos, el poder reglamentario del jefe del Estado vendría a ser solamente un fragmento y un vestigio de su antigua potestad absoluta e ilimitada para legislar: 7 “Lo que se llama el poder reglamentario del rey es aquella parte de su poder legislativo que ha conservado a pesar de la información de un Parlamento junto a él” (L’ État, vol. II, pp. 296 ss.; reglamento es de orden puramente formal, y desde el punto de vista material no existe ninguna diferencia entre ambos actos. 189. la mayor parte de los autores franceses, por el contrario, estiman que el reglamento, por su misma naturaleza, difiere de la ley. Sin duda, las disposiciones que contienen estas dos clases de actos son análogas por su generalidad; sin embargo, esta generalidad, realmente, sólo constituye un signo de semejanza externa y casi formal entre ellos. En cuanto al fondo, es decir, en cuanto a su contenido mismo, hay entre ellos, según la opinión común, la gran diferencia de que no solamente el reglamento se halla subordinado sólo pueden consistir en medidas de ejecución. En esto aparece la potestad reglamentaria como siendo realmente de otra esencia que el poder legislativo, por lo que el reglamento no puede ser calificado de ley. Así pues, la doctrina de Duguit respecto a la identidad material entre la ley y el reglamento se ha mantenido poco menos que aislada, y casi todos los autores califican al reglamento de acto administrativo por oposición a la ley. Asi pues, Laferriére (op. cit., vol. I, p. 482), después de haber formulado claramente la cuestión de saber si los reglamentos son “actos administrativos propiamente dichos” o “actos legislativos”, contesta que el reglamento “de ningún modo es de esencia legislativa, sino que se relaciona directamente con la potestad ejecutiva”.
7. Si este punto de vista fuera exacto, se sacaría la consecuencia de que el poder reglamentario del jefe actual del Ejecutivo está llamado a desaparecer poco a poco. Ahora bien, lejos de declinar, el uso de los reglamento, por el contrario, va creciendo. Este fenómeno es señalado, por lo que se refiere a los reglamentos, del Presidente de la República, por Berthélemy (Revue politique et parlamentaire, vol. Xv, p. 6 ) y por el mismo Duguit (Traité, vol. II, p. 452). En Inglaterra, donde la legislación es más detallada y el empleo de los reglamentos más restringido, se ha reconocido que dicho régimen presenta inconvenientes. Dicey (Introduction á l’ étude du droit constitucionnel, ed. Francesa, p. 46) recomienda la practica de los reglamentos y desea su extensión conforme ocurre en los Estados continentales.
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Esmein (Éléments, 5a ed., pp. 475 y 610) dice igualmente: “Los reglamentos son actos administrativos”, y también: “el reglamento no es una ley sino que, al hacerse en ejecución de la ley, está completamente subordinado a está”. Berthélemy se pronuncia claramente en el mismo sentido: “Sólo vemos en los reglamentos de administración pública actos administrativos semejantes a los reglamentos ordinarios”. (Traité, 7a ed., p. 98 y Revue politique et parlementaire, vol. xv, p. 9 ): “Los reglamentos no pueden hacer nada que salga de la esfera normal de los actos de su categoría o sea de los actos administrativos”. Le sigue Jeze (Principes géneraux du droit administratif, pp. 31 y 56 y “Le reglement administratif”, Revue générale d’administration, 1902, vol. II, P. 7): “La ley, por su naturaleza, es diferente del reglamento. El punto de diferencia es la absoluta subordinación del reglamento. El punto de diferencia es la absoluta subordinación del acto reglamentario al acto legislativo”. Hauriou, que en sus primeras ediciones enseñaba que según el derecho positivo francés la ley y el reglamento sólo difieren por su forma (op. cit., 3a ed., pp. 37 ss), pronto abandonó ese punto de vista y en sus ediciones más recientes (ver actualmente 8a ed., pp. 36 ss., 54) da deficiones distintas del reglamento y de la ley, tanto desde el punto de vista material como desde el punto de vista formal. 193 Moreau (op. cit., n° 45) adopta una opinión mixta, considerando que el reglamento tiene la misma naturaleza que la ley por lo que se refiere a la generalidad de la prescripción, pero reconociendo también que el reglamento es un acto administrativo por razón de su origen y de su subordinación a la ley; por lo tanto dice que, teniendo en cuenta ese doble carácter, se le deben aplicar distributivamente las reglas que fijan ya el alcance de las leyes, ya el de los actos de administración. Jacqelin (op. cit., p. 89) dice asimismo: “Los reglamentos, a pesar de su carácter general, no pueden asimilarse a las leyes, pues, cumplidos por los agentes del poder ejecutivo, siempre son actos administrativos”. El interés que entraña este concepto es considerable. Si el reglamento constituye un acto administrativo de ejecución de las leyes hay que deducir inmediatamente de ello que está sujeto a los mismos recursos que los demás actos de administración, y especialmente al recurso de nulidad ante el Consejo de Estado por razón de cada uno de
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Hauriou (8° ed., p. 37) se funda particularmente en “la teoría de la ilegabilidad de los reglamentos” para afirmar que la ley y el reglamento no tienen la misma materia. Pero el alcance que concede a este argumento es discutible. La “teoría de la ilegabilidad” demuestra, en efecto, que el reglamento y la ley no son actos de idéntica naturaleza, pero no que su materia sea diferente. Lo que hace el reglamento y la ley no son actos de idéntica naturaleza, pero no que su materia sea diferente. Lo que hace que el reglamento sea ilegal no es el hecho de que haya referido a tal o cual materia, sino únicamente el hecho de que se haya referido a ella sin que su autor haya recibido al efecto un poder legal. La “teoría de la ilegalidad” no es una teoría de orden material, pero sí de orden formal.
295 los vicios constitutivos de extralimitación de atribuciones. Esta es igualmente la consecuencia que
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deducen Laferriere (op. cit., 2a ed., vol. II, p. 8) Esmein (Éléments, 5a ed., pp. 614 y 618), Berthélemy (Traité, 7a ed., pp. 98 ss. Y Revue politique et parlementaire, vol. xv, pp. 9 y 333), Hauriou (op. cit., 8ª ed., pp. 60 ss.), Moreau (op. cit., núms.. 192 ss.) y Cahen (op. cit., pp. 408 ss.). La doctrina que define al reglamento como un acto legislativo nos lleva, por el contrario, a admitir que, lo mismo que la ley, está fuera del alcance de todo recurso contencioso. Así es como Duguit (L´État, vol. II, pp. 330 ss.) había expresado primeramente la opinión de que los reglamentos presidenciales se sustraen a cualquier control de los tribunales; esta opinión cuadraba perfectamente con su tesis sobre el carácter legislativo de la potestad reglamentaria; además, se apoyaba en la idea de que el Presidente ha recibido de la Constitución de 1875, al menos por lo que se refiere a algunas de sus atribuciones, el carácter y la potestad de un “representante” de la nación; y Duguit sostenía precisamente que el poder reglamentario del jefe del Ejecutivo, como el poder legislativo, es una potestad de naturaleza representativa, que implica que el Presidente hace los reglamentos a título de representante y no como autoridad ejecutiva. Actualmente, Duguit renunció a esta manera de ver, y reconoce (Traité, vol. II, pp. 461, 464, 468 y 473) que los reglamentos presidenciales son susceptibles de recurso, especialmente del recurso de nulidad por causa de extralimitación de atribuciones. La jurisprudencia y algunos de los autores antes citados, sin embargo, opusieron durante mucho tiempo una restricción importante a este principio del posible recurso. Si, en general, los reglamentos no son sino actos administrativos y como tales dependen de lo contencioso-administrativo, las resoluciones del Consejo de Estado anteriores a 1907 creyeron que debían tratar en forma diferente, a este respecto, los reglamentos llamados de administración pública. La razón que se alegaba era que los reglamentos de esa clase están hechos en virtud de una legislación de potestad legislativa, y por consiguiente participan de la naturaleza de la ley. El Consejo de Estado deducía de esto la consecuencia de que los reglamentos de administración pública se hallan libres del recurso de nulidad, y sólo exceptuaba de esta solución de principio el caso en que las disposiciones contenidas en esos reglamentos hubieran excedido patentemente el alcance de la delegación concedida por la ley. Esta jurisprudencia tenía la aprobación de Laferriere (op. cit., 2ª ed., vol. II, pp. 11, 12 y 422). Hauriou la defendía igualmente (5ª ed., p. 32) y en su 6ª ed, la exponía aún (p. 308), sin combatirla. Se verá más adelante (n° 207) que hoy ha sido abandonada por el Consejo de Estado. Ya antes de este cambio de la jurisprudencia, la mayor parte de los autores, bien sea porque rechazan la teoría de la delegación legislativa, como Berthélemy (Traité, 7ª ed., p. 98), Duguit (Traité , vol. II. pp. 464 ss.), Esmein
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297 (Éléments, 5ª ed., p. 618), o bien porque se adhieren a la idea de la delegación, como Moreau (op. cit., n° 195) y Cahen (op. cit., pp. 408 ss.), han asimilad, desde el punto de vista de los posibles recursos, los reglamentos de administración pública a los demás reglamentos de administración. Ofrece otro interés la cuestión de la naturaleza del reglamento. Si las prescripciones contenidas en los actos reglamentarios hubieran de considerarse como leyes, habría que deducir de ello que la autoridad administrativa no puede modificar ni derogar sus propios reglamentos. Se verá más adelante (n° 208, infra) que tampoco desde este punto de vista tiene el reglamento carácter de ley.
§
2. VERDERO CONCEPTO DEL REGLAMENTO ADMINISTRATIVO SEGÚN EL DERECHO POSITIVO FRANCÉS
190. Entre las múltiples teorías divergentes que acaban de exponerse referentes al fundamento, al campo de acción y a la naturaleza del reglamento, y aunque algunas de ellas contengan una mayor o menor parte de verdad, ninguna expone de manera totalmente satisfactoria el verdadero punto de vista en que hay que situarse para apreciar y definir jurídicamente, ya sean las relaciones, ya sea el contraste, que existen entre la ley y el reglamento. Desde el primer momento, es evidente que este punto de vista debe buscarse en la Constitución misma. Por ejemplo, cuando Duguit (Traité, vol. I, p. 202) pretende justificar la asimilación de la ley con el reglamento alegando que “racionalmente sólo se puede ver en los reglamentos, desde el punto de vista material, actos legislativos”, este razonamiento no tiene valor, ya que, seguramente, no es la misión del jurista construir la teoría racional, sino exponer la teoría jurídica, o sea constitucional, del reglamento. Ahora bien, desde este punto de vista estrictamente jurídico se observa que la Constitución francesa condena por igual las dos ideas principales alrededor de las cuales se agrupan las diversas doctrinas a las cuales se ha pasado revista anteriormente. Algunas de estas doctrinas consideran a los reglamentos como una clase de actos profundamente diferentes de los demás actos administrativos, y ello evidentemente porque están dominadas por la idea de que el reglamento, por su contenido, se parece más o menos a la ley. En sentido inverso, un segundo grupo de teorías, al establecer una oposición absoluta entre el acto legislativo y el acto reglamentario, admite que estos dos actos no solamente se diferencian por la potestad que sacan respectivamente de su origen, sino también por su campo de acción propio, al menos en el sentido de que puede haber objetos que
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queden esencialmente reservados a la legislación. Vamos a ver que ni una ni otra de estas dos ideas puede justificarse. 191. A. En primer lugar, con manifiesto error los autores, incluso aquellos que reconocen la naturaleza administrativa del reglamento, conceden a éste un sitio entre los actos de administración y lo presentan como un acto de una especie particular. Así, por ejemplo, Ducrocq (op. cit., 7ª ed., vol. I p. 86) no cuenta menos de ocho diferencias entre los reglamentos y los demás actos de administración. En todo caso, la mayoría de los autores estudian separadamente al reglamento, como si formara una categoría especial y extraordinaria. Berthélemy (Revue politique et parlamentaire, vol. xv,. p. 9) es tal vez el único que declara que los reglamentos entran pura y simplemente en la categoría ordinaria de los actos administrativos. Sin embargo, nada autoriza a los autores para hacer semejante distinción. Muy al contrario, es digno de notarse que por lo que concierne, por ejemplo, al jefe del Ejecutivo, la Constitución de 1875 no le confiere expresamente el poder reglamentario. Se limita a decir (ley de 25 de febrero, art. 3) que el Presidente “vigila y asegura la ejecución de las leyes” y de esta fórmula, que no es sino la reproducción de la del art. 49 de la Constitución de 1848, los autores deducen el derecho presidencial de reglamento. Todos, en efecto, están de acuerdo en decir que dicho texto implica natural y necesariamente para el Presidente el poder de tomar todas aquellas medidas y de emitir todas aquellas prescripciones que tengan por objeto o que constituyan la ejecución de una ley (ver en este sentido: Laferriere, op. cit., 2ª ed., vol. II, p. 9 y n. 1; Esmein, Éléments, 5ª ed., p. 613 y “De la délégation du povoir legislatif”, Revue politique et parlementaire, vol. I, p. 212; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 48 n. 3; Berthélemy, Traité, 7ª ed., p. 96; Moreau, op. cit., n° 81; Duguit, Traité, vol. II, pp. 466 ss.). Si tal es el alcance del texto, presenta su disposición, para la teoría constitucional del reglamento, una considerable importancia. En efecto, por lo mismo que comprende y confunde en una fórmula común e idéntica a todos los actos administrativos de ejecución, comprendidos los actos reglamentarios, implica el art. 3°, de una manera indudable, que el reglamento, en todos los aspectos, no es más que un acto administrativo puro y simple propiamente dicho. Lo que es muy notable en este texto es que, en efecto, no establece dos categorías de actos administrativos: aquellos que consisten en medidas particulares, de una parte, y de otra aquellos que suponen reglamentación. Según el derecho positivo francés, el reglamento no procede de un poder especial en la autoridad administrativa, sino que es una consecuencia del poder administrativo en general. Según el texto mismo de la Constitución, entra dentro de la fórmula y de la definición general de la administración. En realidad, nadie podría decir mejor que el texto del art. 3° que el acto reglamentario es, de todo
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Punto, un acto exclusivamente administrativo. Esta es una conclusión que se desprende irrefragablemente de la Constitución. Para corroborar esta conclusión, importa observar que desde la restauración, en el año de VIII, del poder reglamentario del jefe del Estado, la distinción que había sido señalada primeramente por la Constitución entre el reglamento y los demás actos administrativos ha ido atenuándose sin cesar, acabó por desaparecer completamente en los textos constitucionales. La Constitución del año VIII (art. 44) se ocupaba especialmente del acto reglamentario diciendo que “el gobierno hace los reglamentos necesarios para asegurar la ejecución de las leyes”. En dicha época, en efecto, se precisaba un texto expreso para establecer francamente el poder reglamentario, que hasta entonces no había sido realmente reconocido al jefe del Ejecutivo por las Constituciones revolucionarias. La Carta de 1814 (art. 14) vino a añadir a los reglamentos para la ejecución de las leyes aquellos otros “necesarios para la seguridad del Estado”, lo que implicaba para el rey un poder de reglamentación que excedía de la simple ejecución de las leyes en vigor. La Carta de 1830 (art. 13) y la Constitución de 1852 (art. 6) volvieron a la fórmula del año VIII. Todos estos textos presentaban, pues, a la potestad reglamentaria como un poder que merecía especial mención. La Constitución de 1848 (art. 49), por el contrario, se limita a decir que el Presidente “vigila y asegura la ejecución de las leyes”, pero, sin embargo, formulaba en su art. 75 algunas reglas especiales en lo que concierne a aquellos reglamentos de la administración pública respecto a los cuales la Asamblea legislativa concediera al Consejo de estado una delegación especial que le permitiera hacerlos por sí solo. En la Constitución de 1875 (art. 3, anteriormente citado; cf. ley del 31 de agosto de 1871, art. 2) no se encuentra ya sino una fórmula única, que comprende indistintamente los actos reglamentarios y los demás actos administrativos del jefe del Ejecutivo; y esta fórmula, que señala el término de toda la evolución1 realizada en esta materia, significa claramente que el reglamento tiene los mismos fundamentos, la misma naturaleza e idénticos efectos que cualquier otro acto de potestad administrativa realizado por el Presidente. Con manifiesto error, pues, en gran número de obras de derecho público se habla del reglamento como un acto de una especie aparte.
1 Lo más significativo de esta evolución constitucional es el proceso depuración de depuración que se ha realizado, respecto del reglamento, desde el año VIII hasta 1875. Al nombrar separadamente el poder reglamentario, las antiguas Constituciones permitían hasta cierto punto considerar a los reglamentos como una categoría de actos aparte. La Constitución de 1875 ni siquiera nombra al reglamento; únicamente hace resaltar, a este respecto, la idea de ejecución de las leyes; sólo esta idea en la base del poder reglamentario.
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En esto los autores se muestran muy poco lógicos consigo mismos, pues todos, en efecto, hacen depender la competencia reglamentaria del Presidente del texto constitucional que le confiere el encargado de ejecutar las leyes, y sin embargo muchos de ellos presentan al reglamento como un acto de naturaleza y de potestad legislativas. Esta forma de tratar el reglamento proviene directamente del concepto que consiste en ver la generalidad de la prescripción o en su carácter de regla de derecho la característica de la ley. Por ser general el reglamento, o por poder contener prescripciones que se refieren al derecho individual, se pretende ver en él a un acto aparte, que tiene más o menos analogía con la ley. Este punto de vista está en absoluta contradicción con la Constitución. La fórmula antes citada del art. 3, en efecto, consagra el concepto de que la función administrativa entraña los mismos procedimientos de desición que la función legislativa, y al igual que la legislación, entraña el poder de formular reglas, tanto generales como de derecho. Sólo que estas reglas, al no estar dictadas en forma legislativa y a título legislativo, no tienen valor de leyes, sino que valen solamente lo que pueda valer un acto de administración. Además, por ser el reglamento obra de la autoridad administrativa, no posee la potestad de iniciativa que corresponde a la ley y al autor de ésta, el Parlamento. En este doble aspecto, el calificativo, de “legislación secundaria” tantas veces aplicado por los autores a los reglamentos en general, o al menos a los reglamentos de administración pública (Aucoc, “Des reglements d ´administration publique”, Revue critique de legislation, 1871-1872, pp. 75 ss.; Ducrocq, op. cit., 7ª ed., vol. I, p. 83; Moreau, op. cit., p.61; Esmein, Elements, 5ª ed., p. 610), es totalmente contraria a la Constitución: los reglamentos no constituyen en grado alguno legislación, ya que, como actos administrativos, se hallan totalmente desprovistos de la potestad, de los caracteres y de los efectos que constituyen el signo propio de la ley en el sentido constitucional de esta palabra. Las diferencias esenciales entre la ley y el reglamento se reducen a tres:
192. a) El reglamento y la ley, si bien pueden tener el mismo contenido, no tienen la misma potestad de efectos. La ley, comparada con el reglamento, se caracteriza como estatuto, es decir, como una regla de esencia superior, que se impone al respecto de todas las autoridades estatales distintas del legislador, en tanto que todas las desiciones que emanan de estas autoridades subalternas sólo podrán adoptarse bajo la condición de respetar el orden general establecido por las leyes. El reglamento carece de ese valor estatutario, y no es sino una fuente de derecho inferior. No solamente no se impone al legislador, ya que es evidente que el derecho estatutario domina y abroga al derecho simplemente reglamentario, sino que además no obliga a las autoridades administrativas, en el sentido de que éstas siguen siendo naturalmente dueñas de modificar sus propios
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reglamentos.2 En el mismo orden de ideas hay que añadir que el reglamento carece también de la segunda fuerza característica de la ley, que es la de poder, en un caso individual, derogar el orden general vigente; no solamente carece del poder de derogar el orden superior creado por la legislación, y ello por razón de su subordinación a la ley, sino que tampoco podría la autoridad administrativa, sirviéndose de la vía reglamentaria, prescribir a título excepcional medidas que supusieran la violación, en detrimento de los administrados, del orden jurídico general que resulta de sus propios reglamentos. 193. b) El reglamento no tiene la misma potestad de iniciativa y de libre exposición que la ley. Mientras el poder legislativo se ejerce de una manera inicial e incondicional, el reglamento, como todo acto administrativo, es un acto subalterno que, en principio y por su definición misma, sólo puede producirse en ejecución de las leyes. Es éste un carácter esencial del reglamento, especialmente señalado por la Constitución, puesto que comprende al poder reglamentario dentro de la actividad general que consiste en ejecutar las leyes. Resulta de ello que no solamente el reglamento queda sometido a la ley y contenido intra legem, en el sentido de que no puede ir en contra de las leyes ni referirse a una materia que el legislados ha hecho suya al estatuir sobre ella por vía legislativa, sino que también, como acto ejecutivo, no puede el reglamento concebirse sino como consecuencia de la ley; la presupone y es un acto secundum legem, en el sentido de que sólo es lícito y válido mientras se funda en la ley o al menos mientras depende de un texto legislativo que entrañe ejecución.3
2 Así como la forma de la ley, como manifestación de un poder preponderante, queda reservada al Estado con exclusión de la provincia, del municipio o de cualquier otra colectividad territorial subalterna (ver pp. 166 ss., 175, 186, supra), así también la facultad de servirse de esta forma y el poder de conferir por dicho medio valor legislativo a una prescripción o decisión estatal sólo pertenece en el Estado a aquel de los órganos constituidos que ha sido llamado a expresar en el mismo la más alta voluntad. Unicamente los actos que emanen de dicho órgano pueden recibir el nombre de leyes. Aquellos que emanan de una autoridad de menos categoría, aunque sean idénticos a la ley por su contenido, habrán de tomar una denominación diferente: reglamento, ordenanza, resolución, puesto que sólo son la manifestación de una voluntad menor y obra de una potestad jerárquicamente inferior (ver pp. 326 ss., supra). La misma regla adquiere, pues, carácter y efectos de ley o de reglamento según sea su autor. 3 Del carácter ejecutivo de los decretos reglamentarios puede deducirse que su eficacia sólo puede empezar a tener lugar a partir de la entrada en vigor de la ley de que dependen, e inversamente, la abrogación de dicha ley entrañaría al mismo tiempo la de los reglamentos que se refieren a su ejecución. Más aún, es conveniente observar que no puede el reglamento, en principio, decretarse sino después de la promulgación de la ley, pues el poder de ejecutar determinada ley no puede legítimamente empezar a existir y a ponerse en movimiento sino a partir del momento en que esta ley ha llegado a ser en sí misma ejecutiva, es decir, a partir de su promulgación. Al ser ejecutivo, el reglamento no puede originarse sino a consecuencia de una ley. No solamente es cronológicamente posterior al acto legislativo, sino también a la promulgación misma de dicho acto. Bien es verdad que se ha visto que, desde antes de su
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194. c) Finalmente, la consecuencia de este carácter ejecutivo es que, a diferencia de la ley, el reglamento se halla sujeto a los mismos remisos que los demás actos administrativos. En el sistema francés del listado legal, el mismo hecho de que el reglamento sólo puede crearse en ejecución de las leyes implica respecto a este acto un control de legalidad, con objeto de comprobar si se mantiene correctamente dentro de los límites de la ley que ejecuta. Este control se ejerce especialmente por la vía jurisdiccional. Si el reglamento ha sido hecho sin poder legal o si ha tomado medidas que van más allá de los poderes que para la autoridad administrativa se desprenden de la ley, la parte interesada, para suprimir esta ilegalidad, dispone de dos medios: uno de ataque y otro de defensa. Puede atacar al reglamento, en nulidad, por extralimitación de atribuciones, ante el Consejo de Estado. A este respecto, el reglamento está sometido a los mismos recursos que los demás actos administrativos. Pero, además, existe una vía especial contra él: la parte interesada puede desconocer al reglamento ilegal, y cuando sea perseguida penalmente por esta violación del reglamento podrá defenderse invocando la ilegalidad de éste. El art. 171-15' del Código penal especifica, en efecto, que el juez encargado de perseguir al contraventor no debe aplicarle la multa sino después de haber comprobado la legalidad del reglamento violado. Con esto el art. 471 establece una importante derogación a la regla general según la cual las autoridades judiciales no pueden conocer de las dificultades que surgen respecto de la validez de los actos de la autoridad administrativa. Es de preguntarse cómo algunos autores (Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. I, p. 83, vol , p. 291) han podido tratar de explicar esta derogación por la razón de que los reglamentos tienen en sí carácter legislativo. Si esta consideración tuviera fundamento resultaría, por el contrario, que los tribunales judiciales no podrían comprobar la regularidad de los reglamentos, como no pueden controlar la constitucionalidad de las leyes, y resultaría, además, que el Consejo de Estado no podría tampoco conocer del recurso de nulidad. Otros autores han sostenido que la derogación consagrada por promulgación, tiene la ley cierta fuerza ejecutiva respecto al jefe del Ejecutivo (p. 392, supra).Sin embargo, importa observar que esta fuerza ejecutiva, que se adhiere de golpe al acto legislativo por el solo hecho de la aprobación de la ley por las Cámaras, no puede llegar hasta permitir al Ejecutivo poner inmediatamente en ejecución las diversas disposiciones que constituyen el contenido de dicho acto. Con relación al público, no pueden éstas entrar en ejecución sino •i partir de la promulgación. Ahora bien, el hecho de que el Presidente de la República, en virtud de una ley, emita las medidas reglamentarias para las cuales dicha ley le habilita expresa o implícitamente, constituye por parte del Ejecutivo un acto de ejecución del contenido del acto legislativo. Semejante acto de ejecución sólo es susecptible de producirse después de la promulgación. Por eso un decreto que supone reglamentación para la ejecución de una ley no pued' tener fecha anterior al decreto que promulga la ley misma (cf., respecto a estas cuestiones, la n. 26, p. 397, supra).
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el art. 471 está motivada únicamente por los principios relativos al ejercicio de la justicia penal. Pero se ha demostrado anteriormente (n. 28, p. 350) que el poder de comprobar la legalidad de los reglamentos no se reduce al caso en que un tribunal de represión se hace cargo de una contravención punible, sino que este poder se extiende a todos aquellos reglamentos que pueden alegarse ante un tribunal judicial cualquiera, al menos en cuanto se trata de reglamentos cuyas prescripciones crean derecho aplicable a los particulares. Y precisamente el motivo de la derogación establecida por el art. 471 , como se vio antes, en el sitio señalado, debe buscarse en la consideración de que, para todos los reglamentos de esta clase, a los jueces encargados de su aplicación incumbe apreciar, no solamente en qué sentido deben aplicarse, sino también y ante todo si son aplicables, es decir, si están hechos legalmente. 195. B. Hay que referirse ahora a la segunda idea que aparece en la doctrina, o sea a la teoría tan extendida en Alemania e incluso en Francia según la cual el reglamento y la ley se distinguen uno de otro por su objeto, su materia y su campo de acción respectivos. Esta teoría está igualmente en contradicción con la fórmula constitucional que hace depender el poder reglamentario, únicamente, de la función de ejecución de las leyes. Como lo ha observado Moreau (op. cit., pp. 195 y 220) y como lo reconocen actualmente la mayoría de los autores (Duguit, Traite, vol. H, p. 451; Jéze, Revue du droit public, 1906, p. 678 y 1908, p. 50; Raiga, Pouvoir réglementaire du Président de la République, tesis, París, 1900, p. 152; Cahen, op. cit., p. 247) , es notable que ni el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, ni ningún otro texto de la Constitución, determinan las materias que son de la competencia reglamentaria de la autoridad administrativa, y la Constitución tampoco contiene principio general alguno que implique cualquier distinción entre las materias legislativas y las materias reglamentarias. Por otra parte, no se podría decir que existen, naturalmente y por definición, materias que sean legislativas en sí y materias que sean por sí mismas de orden reglamentario, ya que la legislación y la administración, al perseguir en el fondo los mismos fines, no tienen objetos esencialmente diferentes.4 Lo que las distingue
4 En sv discurso preliminar sobre el Código civil (Fenet, Travaux préparatoires du Codecivil, vol. i, p. 478), Portalis trataba sin embargo de determinar el papel respectivo de la ley y el reglamento, al establecer a este respecto el principio siguiente: "Las leyes son las que deben formular en cada materia las reglas fundamentales y determinar las formas esenciales. Los detalles de ejecución, las precauciones provisionales o accidentales, los objetos instantáneos o variables son de la competencia del reglamento". Pero esta expresión, frecuentemente referida, no significa que el reglamento se caracterice jurídicamente y se distinga de la ley por su materia y por la naturaleza de su contenido. La afirmación de Portalis respecto de este punto, en efecto, no tiene el alcance de una regla de derecho positivo; tan sólo tiene valor de consejo o recomendación de orden político (cf. p. 322, supra).
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como se ha visto (núms. 162 ss., supra)— son únicamente los poderes dexiguales que entrañan respectivamente estas dos funciones para alcanzar sus fines comunes. En este terreno de los poderes es precisamente donde se coloca el art.. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875 para formular el principio único que determina y delimita, en el derecho positivo actual, la esfera de accion y la extensión de potestad del reglamento comparado con la ley. Este principio es que el reglamento, asimilado en esto a los demás actos administrativos por el art. 3, es un acto de potestad subalterna, que no solamente no puede ser realizado más que por el imperio estatutario del orden natural creado por las leyes y bajo la observancia de todas las decisiones emitidas a título legislativo, sino también que, conforme al sistema general del derecho público francés, sólo puede producirse en ejecución de las leyes. Ejecutar las leyes: tal es, pues el único e invariable campo de acción del poder reglamentario. Esto significa que, para el reglamento, no existen materias que le pertenezcan en propiedad. O, por lo menos, si se tiene absoluto empeño en hablar de materias reglamentarias, hay que decir que la materia del reglamento es ejecución y, en sentido inverso, es materia legislativa toda regla que no tenga por objeto ejecutar las prescripciones de las leyes vigentes.5
5 En otras Constituciones, el poder reglamentario del Ejecutivo tiene base más amplia. En Suiza por ejemplo, se ha observado ya (n. 7, p. 455) que el Consejo federal, además de su cometido de ejecución, recibe de la Constitución (art. 102) competencias generales que implican es el llamado a desempeñar en diversos campos de acción un cometido paralelo, aunque iiirrrior en potestad, al de la Asamblea federal. Estas competencias suponen para el consejo federal el correspondiente poder reglamentario. Cuando se lee en el art. 102-12" (ver también mi. 10215°) que el Consejo federal "es el encargado de todas las ramas de la administración que pertenecen a la Confederación", se debe deducir de ello que la misma Constitución lo habilita directamente, con anterioridad a toda invitación procedente de las asambleas legislativas, para formular por vía de ordenanza las reglas destinadas a asegurar el funcionamiento de los diversos ramos de la administración federal, de los que tiene la dirección y también la responsabilidad. Bien es verdad que las ordenanzas de esta primera clase sólo conciernen a la marcha interna de los servicios y no se aplican sino a los funcionarios. Pero existen en el art. 102 otros textos que implican a su vez para el Consejo federal el poder de emitir ordenanzas que crean reglas obligatorias para los ciudadanos Por ejemplo, y especialmente, el art. 102-10'' le impone la obligación de "cuidar de la seguridad interior de la Confederación, del mantenimiento de la tranquilidad y del orden". No se comprende cómo podría el Consejo federal desempeñar esta obligación constitucional si no tuviera la facultad de dictar, además de las medidas particulares apropiadas para casos aislados, ciertas prescripciones generales que se refieran al conjunto de la colectividad. Los autores suizos están de acuerdo en reconocer que le corresponde al Consejo federal emitir por su propia iniciativa las ordenanzas que califican como administrativas (Verwaltungsverordnungen), o sea aquellas que sólo se refieren a la conducta que han de seguir los agentes administrativos y que no deben producir su efecto sino en el interior del servicio. Si se trata, por el contrario, de dictar ordenanzas de derecho (Rechtsverordnungen), que crean obligaciones para los ciudadanos mismos, la doctrina
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196. No se debe olvidar, por cierto (óf. núms. 159 y 166, supra), que la palabra ejecución debe entenderse en un sentido relativamente amplio. Según la tradición constitucional, el concepto de reglamento eje' cutivo no significa que el reglamento ha de limitarse a asegurar la ejecución de disposiciones ya decretadas por el legislador mismo, sino que, por
es más dudosa. Cierto número de autores estiman que el Consejo federal, en principio, no el competente para emitir ordenanzas de esta segunda clase; incluso cuando se producen con objeto de asegurar la ejecución de disposiciones legislativas, estas últimas ordenanzas presuponen, cuando han de crear derecho, una habilitación recibida de la Asamblea federal, o mal exactamente una "delegación", bien sea formal, bien por lo menos tácita (ver v. Salis, Schweiz. Bundesrecht, 2* ed., vol. 11, p. 180; Blumer-Morel, op. cit., 2* ed., vol. m, p. 89; Burckhardt, op. cit., 2" ed., pp. 683 y 684; Guhl, op. cit., pp. 71 ss., 85-86, 91-92, 102 ss.; cf. Hiestand, op. cit., p. 81). El Consejo federal mismo parece haberse colocado en este primer punto de vista. Se ha observado, en efecto (Guhl, op. cit., pp. 84, 86, 92 y 103), que el Consejo federal presenta por lo general sus ordenanzas como medidas de "ejecución" de las leyes (Vollziehungsverordnungen); e incluso cuando contienen reglas obligatorias para los ciudadanos, tiene buen cuidado, con objeto de poner su competencia a salvo de toda discusión, no solamente de hacer depender su ordenanza de una ley determinada, sino además de referirse en esta ley al artículo especial del que depende su intervención reglamentaria y de tal modo demuestra que cree hallar en él el fundamento de su delegación. A pesar de la reserva así observada respecto de esta cuestión por una parte de la doctrina y por la práctica, parece preferible adherirse a una segunda opinión (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 254 y Kommentar der schweiz. Bundesverfassumg, p. 548; Bossard, op. cit., pp. 165 ss., 176-177), según la cual los poderes de reglamentación del Consejo federal no se deducen únicamente de la función de ejecución de las leyes que le incumbe a dicha autoridad, y no se reducen tampoco a la facultad de regular la marcha interna de los servicios en virtud de la potestad territorial asignada al Consejo federal sobre todas las ramas de la administración, sino que comprenden también, y naturalmente, la facultad de emitir ordenanzas que crean derecho aplicable a los ciudadanos, por cuanto que estas ordenanzas se producen con fines cuya realización tiene encargo de asegurar el Consejo federal por la Constitución. La teoría de la delegación debe rechazarse. Además de ser la idea de delegación inconciliable con los principios del derecho público suizo, lo mismo que con los del derecho constitucional francés (ver respecto a este punto las objeciones especiales de Bossard, op. cit., pp. 171 ss.), conviene observar que esta idea es superflua: no se precisa de una delegación consentida por la Asamblea federal, toda vez que la misma Constitución federal ha encargado al Consejo federal que actúe; y éste es especialmente el caso por lo que concierne a las medidas de seguridad interior, como se ha visto anteriormente por el art. 102-10". Bien es verdad —como lo recuerda Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 683— que, según el art. 16 de la Constitución federal, el mantenimiento de la tranquilidad y del orden corresponde en primer término a los cantones y no a la Confederación; el poder de ordenanza del Consejo federal se encuentra, pues, reducido correlativamente. No por ello deja de ser cierto que dicho poder puede encontrar aún algunas ocasiones de ejercerse. La práctica ofrece ejemplos de ordenanzas que regulan las facultades jurídicas de los ciudadanos, cuya iniciativa tomó el Consejo federal sin hallarse habilitado para ello por ninguna delegación (ver especialmente los casos señalados por Guhl, op. cit.. pp. 87-88). Se podrían encontrar sobre todo ejemplos de este género en el reciente período de la guerra, período que, bien es verdad, ha sido regido por el sistema de los "plenos poderes", pero en el curso del cual parece que el Consejo federal, incluso en ausencia de sus poderes extraordinarios, hubiera podido adoptar, por encima de los cantones, ciertas medidas de seguridad externa o interna en interés de la Confederación. Ver
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M I S reglamentos, también la autoridad administrativa puede estatuir de una manera que, en cierto sentido, es inicial, es decir, sobre materias que no han sido reguladas anteriormente por ninguna ley. Ahora bien, ¿nulo puede hacerlo en virtud de un texto legislativo que le confiera poder para ello. En tal caso, no constituye el reglamento la prolongación o el complemento de una ley anterior, puesto que al intervenir en una materia que no ha sido legislada, su objeto no es completar la ley, prescribiendo medidas de detalle propias para asegurar la ejecución de reglas ya lo rumiadas por ellas. Los reglamentos de esta clase no pueden, pues, calificarse como actos ejecutivos en el sentido l i t e r a l de esta palabra (Duguit, Traite, vol. II, p. 4 5 8 ) . Y sin embargo, el reglamento hecho en estas condiciones, desde el punto de vista constitucional, sigue siendo un acto ejecutivo, por cuanto está hecho por la autoridad administrativa en virtud de una invitación o de una orden legislativa, y tiene así su punto de partida y el fundamento de su legitimidad en una ley de la que, al menos en este sentido, constituye la ejecución.6 7 en este sentido la resolución del Consejo federal del 12 de julio de 1918, referente "a las medidas que deben tomarse por los gobiernos cantonales para el mantenimiento de la tranquilidad y del orden". Débese observar, en el texto de dicha resolución, que, para tomarla, el Consejo federal no solamente se apoya en los poderes especiales que tenía desde el 3 de agosto de 1914, Hiño también, y en primer término, en aquellos que recibe del art. 102-9" y 10" de la Constitución federal. Así pues, y en resumen, la competencia reguladora del Consejo federal no se limita al poder de hacer ordenanzas que tengan carácter estrictamente ejecutivo, o sea dictadas en consecuencia y en virtud de una prescripción legislativa de la Asamblea federal, sino que constituye también, para ciertas materias, un poder propio e inicial de reglamentación, inherente a la misma naturaleza de las atribuciones de que el Consejo federal ha sido investido por la Constitución, bien sea dentro de la esfera de los servicios administrativos, bien sea con relación a los ciudadanos; poder reglamentario que tiene, no obstante, carácter de subordinación, por cuanto que las ordenanzas del Consejo federal deben desde luego respetar normalmente, además de la Constitución, las leyes y las resoluciones que emanan de la Asamblea federal. Finalmente, se ve que la comparación de la Constitución federal suiza con la Constitución francesa de 1875, respecto de dicho punto, tiene por resultado hacer resaltar el estrecho fundamento y la naturaleza puramente ejecutiva del poder reglamentario del Presidente de la República en Francia. En la Constitución de 1875 no existe ningún texto que proporcione al Presidente la base para una facultad "material" de reglamentación comparable a las competencias que, en virtud del art. 102 de la Constitución suiza, permiten al Consejo federal emitir espontáneamente ordenanzas concernientes a la administración y que obligan a los ciudadanos. El único texto que han podido alegar los autores franceses para fundamentar el poder reglamentario del Presidente es la disposición del art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875, que le encarga de ejecutar las leyes. La Constitución de 1875 no crea ningún poder independiente e inicial de reglamentación para el jefe del Ejecutivo, y solamente lo habilita para dictar reglamentos en consecuencia de una ley y que sean la ejecución de ella. 6 Podrá decirse quizás que la palabra ejecución no expresa de una manera exacta la relación de dependencia que existe entre el reglamento y la ley. En efecto, frecuentemente concede la ley al jefe del Ejecutivo un amplio poder para tomar por decreto aquellas medidas reglamentarias que juzgue útiles. En tal caso, dícese, el jefe del Ejecutivo, al formular el
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Por las observaciones que preceden se ve que la Constitución no ha definido la administración en general, y la actividad reglamentaria en particular, ni por su f i n , ni por la naturaleza de las disposiciones que entraña el reglamento, ni por las materias en las cuales puede intervenir, sino que define al reglamento únicamente por su subordinación a las ledecreto, no ejecuta la ley, sino que en verdad hace uso de un poder legal. Ya se ha contestado a esta objeción (p. 457, supra). Al caracterizar al reglamento como acto de ejecución, la Constitución francesa ha querido marcar con toda claridad que el Presidente de la República sólo puede hacer uso de su poder reglamentario sin excederse de los permisos legislativos; en otros términos, el art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875 significa que el poder reglamentario no solamente está limitado por las leyes vigentes en el sentido de que no puede ir contra legem, sino además que se encuentra condicionado por la ley. Condicionado no ya ciertamente en el sentido de que no pueda contener el reglamento más que medidas ya decretadas por una ley, puesto que con frecuencia el Presidente recibe de la ley el poder de determinar por s; mismo las medidas convenientes, sino al menos condicionado por la ley en el sentido de que siempre debe tener en su base una ley que lo autorice o de la que asegure la ejecución. 7 La interpretación que ?e ha dado anteriormente al art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875 y el concepto del poder reglamentario que de la misma se desprende han sido impugnados. Se ha dicho que el reglamento tiene por cometido procurar la ejecución de las leyes, en el sentido de que desarrolla las prescripciones discutidas y aprobadas legislativamente por el Parlamento a fin de asegurar la ejecución de las mismas, pero no en el sentido de que se substituya a la ley al estatuir respecto de asuntos a los que no se refirió el cuerpo legislativo. Esta objeción la formuló especialmente Larnaude, en el curso de una discusión que tuvo lugar en la Sociedad General de Prisiones respecto de la disposición, ya citada (p. 439), del art. 38 de la ley de presupuestos de 17 de abril de 1906. Mediante dicho texto el Parlamento encargaba al Presidente de la República establecer por un reglamento de administración pública las garantías especiales de capacidad profesional para los candidatos a las funciones judiciales e instituir para los magistrados una escala de ascensos. Larnaude reprocha en primer lugar a ese texto el establecer "una abdicación del poder legislativo, impotente o incapaz, en manos del poder ejecutivo". Esta es una apreciación de orden político de la que no debe hacerse caso aquí. Pero, además, Larnaude impugna desde el punto de vista jurídico el procedimiento empleado en esta circunstancia por el Parlamento, alegando que en este caso, no habiendo dictado por sí misma la ley de presupuestos ninguna disposición respecto a las condiciones de nombramiento y de ascenso en la magistratura, no había lugar para un reglamento ejecutivo, por el motivo de que dicho reglamento nada tenía que ejecutar. La ley en cuestión "no dice ni prescribe nada que deba ejecutarse: no puede ejecutarse la nada". Esta objeción desconoce el verdadero alcance del concepto de ejecución. Ejecutar la ley no es únicamente ejecutar los principios que haya podido enunciar respecto de una materia que ya se encuentra legislada, sino que, además, es obedecer a los mandamientos que haya podido dirigir la ley a la autoridad ejecutiva. En el caso que nos ocupa, el Presidente tenía que ejecutar la ley de presupuestos, .emitiendo el reglamento que le había ordenado dictar en Consejo de Estado. Esto es por otra parte lo que dice de una manera expresa el art. 38: "Un reglamento de administración pública, dictado en ejecución de la presente ley, dentro de los tres meses siguientes a su promulgación, fijará..." Pero entonces, si tal es rl sentido del art. 38, declara Larnaude que dicho texto contiene "una verdadera disposición anti-constitucional". Se debe contestar a esto, y se comprobará después (núms. 201 ss.) que en la Constitución francesa
308 nada se opone a que el Parlamento encargue al Presidente de la República estatuir por vía reglamentaria sobre una materia cualquiera. Ahora bien, aquel
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yes, subordinación llevada a tal extremo por el art. 3 antes citado, que la autoridad administrativa nada puede emprender por vía reglamentaria niño a consecuencia o en virtud de una ley. El carácter dominante del reglamento no es, pues, que reglamenta detalles ni que estatuye sobre ciertos objetos que constituyen su esfera especial en oposición a la esfera legislativa, sino que lo que caracteriza esencialmente al reglamento es que estatuye en consecuencia y en ejecución de la ley. En este aspecto, el art.3 anteriormente citado no distingue de ningún modo entre las prescripción es que se refieren a los asuntos administrativos y aquellas que eonciernen a los ciudadanos. Esta distinción, admitida por tantos autores, es " arbitraria" , como dice Duguit (Traite, vol. II, p. 471), el cual añade que, por lo que se refiere a los reglamentos que estatuyen sobre el funcionamiento de los servicios administrativos, "no se puede fundar la competencia del gobierno en el art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875". En cualquier materia, en efecto, este texto reduce la competencia reglamentaria a la misión de ejecutar las leyes. En otros términos, la Constitución ha querido reservar a la ley, incluso para las materias llamadas administrativas, el poder inicial de estatuir por sí misma o de habilitar a la autoridad administrativa a estatuir en lugar del legislador. En vano se alega que el Presidente de la República es incompetente, por su misma cualidad de jefe de la administración, para dictar espontáneamente los reglamentos referentes a los servicios adminstrativos. Este razonamiento carece de justificación, ya que, según la Constitución, la potestad del Presidente como jefe de la administración consiste simplemente en asegurar la ejecución de las leyes.8 que no le está prohibido al legislador por la Constitución, debe serle permitido, y el uso que el legislador puede hacer de esta libertad no puede, por consiguiente, considerarse como inconstitucional. Queda únicamente la cuestión de saber si el Consejo de Estado y el Presidente podían, mediante su reglamento, derogar o modificar las leyes anteriormente vigentes, que fijaron ciertas condiciones de nombramiento a las funciones judiciales; respecto de este punto hay que contestar negativamente, habida cuenta de que la ley de presupuestos de 1906 no les confería ningún poder especial de esta naturaleza (ver las observaciones de Larnaude en el Bulletin de la Société Genérale des Prisons, vol. xxx, pp. 1004 ss.; cf. ibid., pp. 996 ss., 1001 ss.).
8 La teoría contemporánea que distingue entre las reglas de derecho, materia propia de la ley, y las reglas concernientes a los asuntos administrativos del Estado, que pueden ser materia de reglamentos lo mismo que de leyes, se desprende en gran parte de las doctrinas de Montesquieu sobre la separación de poderes. Estas doctrinas tendían esencialmente a garantizar, contra la arbitrariedad de las autoridades estatales, " l a vida y la libertad de los ciudadanos, así como la seguridad de los mismos" (Esprit des lois, libro xi, cap. vi,), y con este objeto Montesquieu expresaba la idea de que las prescripciones que se refieren a los derechos de los ciudadanos no pueden ser dictadas por las autoridades ejecutivas o judiciales, sino que solamente puede establecerlas el cuerpo legislativo, estatuyendo a título de ley y en forma de regla general. Así pues, la doctrina de Montesquieu implica que no comprende la
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Pero, por otra parte, no es menos importante observar que el art. 3 no limita de ningún modo el campo de intervención del reglamento. En ninguna parte dice la Constitución que la competencia reglamentaria de la autoridad administrativa se reduzca a una clase de materias o a un orden de prescripciones determinadas. Bajo la única reserva de la necesidad de la autorización legislativa, la esfera del reglamento es ilimitada. La única delimitación que puede establecerse entre la esfera de la ley y la del reglamento proviene del principio que subordina la iniciativa reglamentaria a la condición de una autorización de la ley, pero por lo demás no existe diferencia " material " entre ambas esferas. En una palabra, si el reglamento nada puede hacer sin una habilitación legislativa, puede hacerlo todo mediante dicha habilitación.9 Desde este punto de vista es legislación, como objeto propio, sino aquellas reglas referentes al derecho individual. El principio de la separación de poderes se funda en un concepto según el cual los ciudadanos sólo pueden pretender la protección que resulta del régimen de la legalidad y sólo merecen en cierto modo esta protección en la esfera y en la medida de sus intereses privados. Por el contrario, para todo aquello que se salga de esta esfera, es decir, para todo lo que concierne a la cosa pública, los asuntos del Estado, sus servicios administrativos, sus relaciones con los Estados extranjeros, el Ejecutivo vuelve a ser dueño de tomar por sí solo aquellas medidas que juzgue útiles y de formular las reglas que habrán de gobernar su actividad en este aspecto. El interés de los ciudadanos se considera que no tiene nada que ver en esto: sólo el interés del Estado está en juego. Estas ideas de Montesquieu, que aun hoy día sirven de principio conductor en monarquías integrales como las de los Estados alemanes, no resisten un atento examen. Ya se demostró (n° 107, supra) que los ciudadanos no tienen interés únicamente en la seguridad de sus derechos privados, pues las medidas que conciernen el funcionamiento de los asuntos públicos tienen repercusiones que pueden alcanzar a cada uno de ellos de la manera más sensible en sus intereses individuales o por lo menos en sus sentimientos o aspiraciones cívicas. Es por lo tanto explicable que el derecho constitucional de los pueblos libres, en principio, introduzca en la legislación lo mismo las reglas referentes a los asuntos administrativos del Estado que las que conciernen al derecho de los ciudadanos. El cometido normal del Ejecutivo se limita a ejecutar estas dos especies de reglas. 9 La fórmula propuesta anteriormente, según la cual el reglamento puede hacerlo todo, con la condición de hallarse habilitado para ello, parecerá sin duda singularmente absoluta a primera vista, y ha tenido muchos adversarios. Evidentemente, no es fácil comprender, en tiempo normal, que el Parlamento, abdicando de sus derechos, se someta a las iniciativas del Ejecutivo. Pero pueden surgir algunas circunstancias graves en las que se hace útil, y hasta necesario, que las competencias reglamentarias del Ejecutivo se aumenten y fortifiquen más o menos ampliamente. En esos momentos es cuando el principio constitucional que permite al Parlamento conferir legislativamente al gobierno habilitaciones ilimitadas encuentra su legítima aplicación. Los acontencimientos de la primera guerra mundial proporcionaron interesantes enseñanzas a este respecto. Con fecha de 4 de agosto de 1914, fué votada una serie de leyes mediante las cuales las Cámaras autorizan al Presidente de la República a estatuir por decreto sobre numerosas materias de derecho público, de derecho civil o comercial, de derecho financiero, etc. (ley relativa al estado de sitio; ley relativa a la prórroga de los plazos de los valores negociables, arts. 2 y 3; ley estableciendo el aumento de la facultad de emisión del Banco de Francia, arts. 1 y 2; ley referente a la acumulación de los sueldos militares con los sueldos
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ricrlo asegurar, como lo hacen numerosos autores, por ejemplo Moreau (o/>. cit., p. 50) , que la ley y el reglamento pueden tener un contenido identico, y que la misma prescripción podrá llamarse reglamento o ley, según que tenga por autor al jefe del ejecutivo o al cuerpo legislativo.
civiles en los casos de movilización, art. 8; ley modificando la ley de 14 de diciembre de 1879 «ubre los créditos suplementarios y extraordinarios que pueden establecerse por decreto para UN necesidades de la defensa nacional; ley relativa a la admisión de los alsaciano-loreneses en el ejército francés, art. 3). Mediante estas leyes de habilitación el Parlamento se inclinó unte el Ejecutivo, reforzando considerablemente los poderes de éste. Pero con ello no desconoció de ningún modo la Constitución ni suspendió su aplicación, puesto que las leyes constitucionales de 1875 le permitían actuar así. La postura en que se encontró el Ejecutivo como consecuencia de la votación de dichas leyes se caracterizó claramente en la declaración presentada a las Cámaras por el gobierno en sesión de 22 de diciembre de 1914. " E l gobierno —decía dicha declaración— hizo uso del derecho que le había conferido el Parlamento para regular toda clase de materias." Estas palabras implican que la habilitación conferida por las leyes al Ejecutivo puede extenderse ii toda clase de asuntos. Adquiere así el gobierno una potestad de acción de las más fuertes, y está llamado a desempeñar, en lugar del Parlamento, un cometido que parece puede llegar a ser preponderante. Sin embargo, la misma declaración añade, poco después, que incluso en estas condiciones, y por amplia que sea la extensión de los poderes conferidos extraordinariamente al Ejecutivo, la situación de éste con respecto al Parlamento no ha sido modificada en cuanto a su esencia. El Parlamento sigue siendo el amo, no solamente porque "sabe que el gobierno acepta con deferencia su necesario control", sino además porque "sabe que, mañana como ayer, su soberanía habrá de ser obedecida". Así pues, incluso cuando el gobierno parece tomar el sitio del Parlamento, eclipsándolo, sólo posee, con su cualidad de ejecutivo, un poder subalterno, pues independientemente del hecho de quedar sometido a] control de las Cámaras y a la necesidad de conservar su confianza en cuanto al uso que pueda hacer de esas habilitaciones, puede decirse que al ejercer esos poderes reglamntarios, por amplios que éstos sean, no hará, ahora y siempre, sino obedecer al Parlamento y ejecutar la voluntad legislativa de éste. Ha sido emitida la opinión de que la primera guerra mundial sorprendió a la Constitución francesa; las leyes de 1875, dícese, no habían previsto el caso de guerra y no habían pensado en la necesidad que puede haber en tales circunstancias de fortalecer los poderes del gobierno. Esta apreciación no está justificada (cf. Barthélemy, Problema de politique et finances de guerre, p. 110). La Constitución de 1875 estuvo a la altura de las circunstancias. En efecto, encerraba un principio que, a este respecto, proporcionaba el medio de hacer frente todas las excepcionales exigencias de la situación. Este principio era precisamente el del art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que concede al Parlamento la posibilidad de extender, tan ampliamente como las circunstancias lo reclamen, las facultades reglamentarias del Presidente de la República (cf. la n. 23, p. 549, injra). Hay que reconocer, en efecto, que al definir al reglamento presidencial por una simple idea de ejecución de las leyes, la Constitución concedió al Parlamento una prerrogativa que lo convierte en dueño de determinar por sus propias leyes la esfera variable del reglamento presidencial. La Constitución, así, demostró verdadera discreción, pues se abstuvo de regular por sí misma la materia de los reglamentos, dejando este cuidado al Parlamento. Demostró también una gran flexibilidad, siendo la misma
312 flexibilidad de su método en cuanto al establecimiento de la extensión del poder reglamentario lo que permite sostener que, en este aspecto, podía adaptarse a las circunstancias y a las necesidades extraordinarias de la guerra.
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Raiga (op.cit., p, 85) expresa con gran exactitud la misma idea al decir que el cuerpo legislativo, cuando formula reglas por la vía legislativa, y el Presidente de la República, cuando ejerce poder su poder reglamentario, “pueden considerarse como dos órganos que ejercen la misma función, el uno a título principal, como dueño, y el otro a título auxiliar, como subordinado “; y la subordinación, añade dicho autor (ibid., p.180) consiste en que “ el Presidente, órgano auxiliar, espera del órgano director, que es el cuerpo legislativo” (cf. Para Suiza, Hiestand , op. Cit., p. 80; Guhl , op.cit., p. 74). De todas estas observaciones se desprende que la distinción entre la ley y el reglamento es de orden esencialmente formal (ver núms . 115 ss., supra). Se desprende, no ya de un dualismo establecido por la Constitución entre materias de las cuales unas son legislativas y otras reglamentarias, sino únicamente de la jerarquía que existe entre dos clases de autoridades, de las cuales una, inferior en potestad, sólo puede actuar en ejecución de las decisiones previas de la otra. 197. C. En resumen, pues, el sistema del derecho público francés , en lo que se refiere al poder reglamentario del jefe del Ejecutivo, consiste en la combinación siguiente: el Presidente recibe la Constitución misma una potestad general e ilimitada para hacer reglamentos sobre cualquier especie de objetos, y estos reglamentos pueden también dictar prescripciones de todas las clases; solamente que la Constitución hace depender el ejercicio de esta potestad ilimitada, en cuanto a su objeto, de una condición de ejecución de la leyes, en el sentido de que, en cualquier materia, el reglamento presupone una ley, bien una ley cuyas prescripciones desarrolle para asegurar su aplicación o bien una ley que haya invitado u obligado al jefe del Ejecutivo, para un objeto determinado por ella, a hacer uso de su poder constitucional de reglamentación. De aquí se desprende la solución de la cuestión muy controvertida suscitada entre los autores respecto a la naturaleza jurídica de la disposición legislativa que, por vía de autorización, de invitación o de mandamiento, habilita al Presidente de la República para hacer un reglamento, bien sea para completar una ley anterior, bien sea para regular mediante decreto una materia no legislada aún. Según una doctrina muy extendida, los reglamentos hechos de esta manera, en virtud de una habilitación conferida por un texto legislativo formal, tienen su fundamento en una delegación de potestad legislativa hecha por el cuerpo legislativo al jefe del Ejecutivo. La habilitación, en efecto, tendría valor de tal delegación. Esta idea de delegación legislativa es adoptada corrientemente por los autores alemanes. Según la teoría alemana, el jefe del Estado puede perfectamente, en la esfera de los asuntos administrativos, hacer reglamentos por su propia potestad,
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o sea en virtud de la protestad administrativa que tiene directamente de la Constitución misma. Pero, en principio, carece de competencia para dictar por sí solo, y sin el concurso de las Cámaras, reglas de derecho aplicables a los ciudadanos . El poder de dictar semejantes reglas, según la Constitución, entra en la potestad legislativa, y no puede comunicarse al jede del Estado sino mediante una concesión de esta potestad, que emane del legislador. Laband (op. Cit., ed. Francesca, vol. II, p. 394), Jellinek (op. cit., p. 381), O. Mayer (op. cit., ed. Francesa , vol. , p. 158) , G. Meyer (ap. cit., 6 ed., p. 573) y otros numerosos autores admiten sin dificultad que al no haber limitado la Constitución , este respecto, la libertad del legislador, éste puede delegar en la autoridad administrativa su protestad legislativa (cf. Los autores suizos citados en la n. 5, p. 530, supra ).10 En Francia, se desprende de la doctrina generalmente admitida que debe establecer, a este respecto, una distinción entre dos clases de reglamentos. Existen primeramente reglamentos que se producen con objeto simplemente de fijas los detalles de aplicación de las leyes, a fin de asegurar la ejecución de las mismas. En cierto sentido, estos reglamentos tienen realmente por efecto completar la ley a la cual se refieren; sin embargo, no le añaden nada de verdaderamente nuevo, ya que se limitan a desarrollar las consecuencias de las prescripciones no dudosas que ha dictado (Moreau, op. Cit., n 126; Duguit, Traité, vol. Ll, p. 467). Los autores están de acuerdo en admitir que los reglamentos de esta clase están hechos por el Presidente en virtud del poder reglamentario que tiene de la Constitución, es decir, del art. 3 muchas veces citado (ver especialmente en este sentido Duguit, loc. Cit., pp. 462, 465 ss.). Por lo tanto, el Presidente puede hacer estos reglamentos espontáneamente, sin que la ley que complementa haya exigido su actividad reglamentaria. Por el contrario, cuando se trata de dictar reglas que o se refieren a ninguna ley preexistente o que, refiriéndose a una ley vigente, añadan a ésta prescripción que no se encontraban contenidas en ella en embrión, cuando se trata por ejemplo de imponer a los ciudadanos obligaciones que excedan de las que la ley pone a su cargo, las medidas de esta clase ya no entran en el poder de reglamentación ejecutiva definido por el art. 3, sino que exigen una habilitación legal. El efecto de esta habilitación, dícese, es el de conferir al Presidente una competencia que no había recibido de la Constitución; y le confiere un poder que, según la Constitución; sólo le corresponde en principio al legislador, y constituye, pues, una delegación de protestad legislativa. Una delegación de este género se produce cuantas
10 Jellinek ( op. Cit., p. 383) añade que esta posibilidad de delegación por parte del legislador es ilimitada y que por consiguiente, desde el punto de vista jurídico, no existe asunto que no puedav reglamentarse tanto por las ordenanzas como por la leyes.
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veces una ley confiere al jefe del Estado el poder de dictar reglas que no Se limitan a desarrollar en sus detalles de aplicación las disposiciones de leyes existentes. Esta teoría de la delegación legislativa, admitida por la Corte de Casación y por el Consejo de Estado (ver también el 6b de diciembre de 1907, asunto de las Compañías del Este, del Mediodía, del Norte, etc.), que ha sido por mucho tiempo sostenida unánimemente por los autores administrativos (Aucoc, Conférences sur le droit administratif , 3 ed., vol. 1,n 54; Ducrocq, op. Cit., 7ª ed., vol. L, p. 85; Laferriere, op. cit., 2 ed., vol. ll, pp 10 ss.; cf. Hauriou, op. cit., 8 ed., pp. 66-67), y que ha sido recogida y defendida de nuevo por Moreau (op. Cit., pp. 185 ss.) y por Cahen (op.cit., pp.240 ss.), se ha construido sobre todo una relación a reglamentos llamados de administración pública. Estos reglamentos se producen en circunstancias de dos clases: unas veces han sido ordenados por un ley, que después de haber establecido ella misma reglas respecto de una materia sobre la cual legisla, manda al Presidente de la República completas sus disposiciones mediante decreto, con objeto por ejemplo de fijar las medidas auxiliares apropiadas para asegurar la aplicación de los principios formulados por esa ley, y en este caso, el legislador delega en el jefe del Ejecutivo, a título complementario, su protestad legislativa, y por este motivo, el reglamento que así se coloca a continuación de una ley forma cuerpo con éstas, se convierte en parte integrante de la misma, legis vicem optinet, y tiene la misma potestad y el mismo valor que la ley a la cual se refiere. Otras veces las Cámaras autorizan o invitan al Presidente, facultativa u obligatoriamente, a estatuir sobre una materia respecto de la cual se abstienen de legislar por sí mismas, respecto a la cual incluso no exista quizás, en la legislación vigente, ningún principio de reglamentación. En este caso, como en el anterior, se ha sostenido que el Parlamento concede y transfiere al jefe del Estado su poder legislativo para la materia en cuestión, deduciéndose de ello que el reglamento hecho en virtud de dicha delegación participa de la naturaleza y de la fuerza de la ley. 198. Según los partidarios de la teoría de la delegación legislativa, el interés que presenta esta teoría es considerable. En efecto, si los reglamentos de administración pública dictan frecuentemente disposiciones idénticas a aquellas que, en principio, sólo puede tomas el legislador: si imponen a los ciudadanos nuevas obligaciones; si llegan hasta de crear tasas o penas; si también aportan, a veces, modificaciones o derogaciones a una ley formal, esto proviene, se ha dicho, de que están hechos con fundamento en una comisión legislativa, otorgada al Presidente por las Cámaras. Como delegado del cuerpo legislativo, el Presidente ejerce, en su plenitud, los poderes del legislador; sucedáneo de la ley, el reglamento
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de administración pública puede ordenar todo aquello que hubiera podido prescribir en la materia la legislación formal misma. Este es la explicación que de la protestad propia de esta clase de reglamento dan Laferriere ( op.cit., 2 ed., vol , ll, p.11 ), Moreau (po. Cit., pp. 186 ss), Cahen (op. Cit., pp. 26e5ss.), Fuzier-Herman (Séparation des pouvoirs, pp.382ss.) . Pero no s éste el único interés de esta doctrina .Si realmente el reglamento de administración pública se funda en un mandato legislativo que emana del Parlamento, hay que deducir de él , con Laferriére ( loc. Cit.; cf. Hauriou, op. Cit., 8ª ed ., p. 67 ),que se halla libre del recurso por extralimitación de atribuciones, y esto es también lo que durante mucho tiempo decidió la jurisprudencia del Consejo de Estado ( 20 de diciembredev 1872, asunto Fresneau; 1 de abril de 1892, asunto del municipio de Montreuil-sous-bois; 8 de julio dev 1892, asunto de la ciudad de Chartres). En Vno se ha alegado (Moreau, op. Cit., pp. 290 ss.;Cahen, op. Cit., pp.305, 408ss.) que el reglamento, incluso cuando está hecho en virtud de una delegación legislativa, sigue siendo obra de una autoridad administrativa y por consiguiente queda, como tal, expuesto a los recursos que pueden entablarse contra todos los actos de esta clases de autoridad (ley de 24 de mayo dev1872, art.9). Como observa muy acertadamente Jeze (Revue du droit public, p. 479, este razonamiento no es concluyente, ya que no basta, para que el recurso por extralimitación de atribuciones tenga lugar, que el acto emane de una autoridad administrativa, sino que es necesario, además, que consista el ejercicio de un poder sometido al control jurisdiccional del Consejo de Estado. Ahora bien, como delegado del cuerpo legislativo, el Presidente está investido de una protestad cuyas manifestaciones están fuera de todo control jurisdiccional. Finalmente, la teoría de la delegación legislativa implica lógicamente, para el reglamento de administración pública, una autoridad y una estabilidad análogas a las de la ley; por ra<ón de su carácter legislativo, y a diferencia de los reglamentos ordinarios, sólo podrá modificarse o abrogase por un ley formal o por lo menos mediante una nueva delegación legislativa (Moreau, op .cit., p. 220,n. 6).11 199. La idea de delegación legislativa es rechazada hoy día por la
11 En la sesión de la Cámara de Diputados de 9 de noviembre de 1906 el ministro Briand, al examinar la cuestión de saber si un reglamento de administración pública puede modificarse por el gobierno, bajo la condición por otra parte, de nueva deliberación en Consejo del Estado, sostuve que el reglamento de esa especie se hace “en virtud de la ley, o sea mediante una delegación del poder legislativo” y que “forma parte integral de la ley, mientras no haya sido modificada”. Y añadía después el ministro: “Personalmente, me inclino a creer que un decreto deliberado en virtud de una delegación legislativa sólo puedes ser revisado por una ley “ ( Journal officiel del 10 de noviembre de 1906, debates parlamentarios, Cámara de los Diputados, p. 2460).
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Inmensa mayoría de los autores (Esmein, Éléments, 5ª ed., pp. 616 ss., y “De la delegation du pouvoir législatif ” , Reuve politique et parlementaire,vol.l, pp. 200 ss.; Berthélemy, Traité, 7a ed., pp.98 ss., y “Le pouvoir reglementria du Président de la République” , Reuve politique et parlementaire, vol. Xv, pp. 323 ss.; Duguit, L´Etat, vol. II, pp.296, 337 ss. y Traité, vol. II, pp. 459 ss.; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 49; Jéze, “ Le reglement administratif “, Reuvé génerale d´´administration, 1902, vol. II,p. 14; cf. Raiga, op. cit., p. 180), que no admiten que semejante delegación sea constitucionalmente posible.12 Esmein ( Éléments, 5ª ed., p. 618) y Berthélemy (Reuve politique et parlementaire , vol, xv, pp. 9y 322) deducen de ello, especialmente, que el Presidente no puede ordenar por un reglamento de administración pública nada más de lo que podría decretar mediante un reglamento ordinario; de todos modos no puede dictar impuestos ni penas, por estar materias reservadas a la potestad legislativa. Es evidente, en efecto------- y Esmein (Reuve politique et parlementaire, vol. I, pp. 202 ss. ) lo ha demostrado de una forma efectiva ------, que los principios generales del derecho público francés se oponen a la posibilidad de una delegación del poder legislativo hecha por las Cámaras al jefe del Ejecutivo. En el sistema francés de la soberanía nacional, el cuerpo legislativo no posee la propiedad de la potestad legislativa, sino que sólo posee el ejercicio de la misma en nombre y por cuenta de nación, que es la única soberana; no puede, pues, disponer de ella. Puede expresarse la misma idea diciendo que el Parlamento no saca de sí mismo su potestad legislativa, sino que la recibe de la nación a través de la Constitución. Ahora bien, la Constitución, al conceder a las asambleas el ejercicio del poder legislativo (ley de 25 de febrero de 1875, art. 1), las erige en órganos legislativos de la nación, confiriéndoles, no ya un derecho del
12 Respecto de la naturaleza jurídica del acto mediante el cual las Cámaras encargan al presidente de la Republica hacer un reglamento de administración pública, conviene observar ante todo que, incluso se si estableciera que dicho acto constituye una delegación en el sentido de que contiene una transmisión de poderes, no podría, de todos modos, verse en el una delegación en el sentido contractual de la palabra mandato. Todo mandato supone acuerdo de voluntades entre dos partes, una de las cuales escoge libremente su mandatario, mientras que la otra acepta libremente también el mandato que se le propone. A consecuencia al referirse a un reglamento de administración pública, no pueden elegir la persona, sino que solo pueden conceder la supuesta delegación legislativa al Presiente. Este, por su parte, no puede rehusar la misión que s ele encarga; la llamada dirigida al Presidente es, por pare de las Cámaras, un acto de potestad unilateral y dominante. Finalmente, el Presidente no confecciona el reglamento pedido en nombre de las Cámaras, sino en nombre y por cuenta del Estado; ejerce la potestad del estado y no la del Parlamento, de modo que, ya desde este punto de vista, es difícil concebir que reciba su competencia reglamentaria de una delegación de poderes de las Cámaras.
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que puede disponer libremente, sino una competencia constitucional (Duguit, Traite, vol. II, p.459).Sería contrario a la Constitución que el órgano designado por esta para ejercer una función pudiera descargarse de ese cometido sustituyéndose por otro órgano que el mismo designara. Señaladas por la Constitución nacional para el ejercicio de la potestad legislativa, las Cámaras han de desempeñar esta función dentro de las formas y de las condiciones fijadas por la Constitución misma, no pudiendo, pues delegar su competencia en otro órgano de su selección. Únicamente la nación podría realizar semejante delegación por un acto de poder constituyente. 13 200. Estos principios son indiscutibles, y hasta tienen en un texto constitucional su expresa consagración.14 Pero realmente hubiera sido superfluo recordarlos en lo que se refiere a los reglamentos de administración pública, ya que la cuestión de saber si, en principio, una delegación de potestad legislativa es posible o no, presenta interés por lo que a estos reglamentos se refiere. La verdadera y única razón por la cual la teoría de la delegación legislativa debe rechazarse en esta materia es que los reglamentos del jefe del Ejecutivo, sea el que fuere su objeto o su contenido, no exigen ni implican ninguna delegación de este órgano. En efecto, según el derecho publico francés, el Presidente de ninguna necesita una concesión de potestad legislativa para estatuir por decreto sobre un objeto cualquiera, sino que recibe su potestad de la Constitución misma para este efecto; la Constitución no ha limitado el campo de intervención del reglamento ni las materias a las a cuales puede referirse, contentándose con subordinar el reglamento a la condición de que exista un texto de la ley que llame al Presidente a estatuir. Cumplida esta
13 Para establecer que la orden constitucional de las competencias no puede alterarse por actos de la voluntad contraria de las autoridades estatales, se alegra generalmente que la potestad de los órganos constituidos es inferior a la del órgano constituyente. Pero existe también otro motivo que hay que tener en cuenta, y es que la Constitución, en su cualidad de regla estatutaria, es, por definición misma, una regla fija previamente trazada, y que una vez instituida, no puede ya, so pena de perder su carácter de Constitución, depender de modificaciones arbitrarias. (cf. respecto del derecho público suizo, Burckharsdt, op. Cit., 2ª ed., p 55: “Las reglas de la Constitución respecto de la repartición de las competencias son del zwingendes Recht) 14 Constitución del año III, art. 45: “ En ningún caso puede el cuerpo legislativo delegar en uno o varios de sus miembros, ni en nadie, ninguna de las funciones de las funciones que le son conferidas por la presente Constitución” (ver respecto de este texto Esmein, Reuve politique et parlamentaire, vol. I, pp. 203 y 204) Una prohibición expresa de este género hubiera sido inútil en la Constitución de 1875. La fórmula del art. 1° de la ley de 25 de febrero de 1985, que establece que el principio que “el poder legislativo se ejerce por dos asambleas, la Cámara de los Diputados y el Senado”, basta por is sola para excluir rigurosamente toda posibilidad de delegación del poder legislativo, puesto que atribuye este poder, especial y exclusivamente, a las Cámaras.
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condición, o sea cuando existe una ley que invita al presidente, bien sea a emitir tal cual prescripción especial o bien a tomar de una manera general todas aquellas medidas que juzgue útiles respecto de una determinada materia, el reglamento que se produce en estas circunstancias se funda jurídicamente, no va en la ley particular que lo ha promovido, sino en el poder de ejecución de las leyes que el jefe del Ejecutivo recibe de la Constitución mismas ya que la Constitución misma la que le encargo la ejecución de las leyes. Indudablemente, para que haya lugar a reglamento, es necesaria la preexistencia de una ley que ejecutar; a este respecto, la ley condiciona el reglamento, y solo en este sentido se puede decir que lo autorice. Pero esto no significa que el reglamento, incluso el de administración pública, se funde en una delegación especial del legislador. Al recurrir a la actividad reglamentaria del Presidente, la ley no hace sino poner en movimiento la potestad reglamentaria propia que poseía el jefe Ejecutivo desde antes de esa ley que ha recibido de una delegación15 general de la Constitución. La idea de delegación legislativa supone que el Parlamento, al prescribir un reglamento, transfería al presidente de la Republica un nuevo poder, que este no había recibido aun de la constitución. Ahora bien, cuando una ley encarga al Presidente de regular por decreto una materia cualquiera, el Presidente, que ejecuta esta ley dictando su reglamento que ella prescribe, no hace con ello sino ejercer la función y la potestad ejecutivas que ha recibido de la Constitución (art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875). No existe aquí ni en la creación ni el ejercicio de un nuevo poder. 16
15 La palabra delegación debe entenderse aquí abajo las reservas que se indicaran en el n° 378, infra. 16 La idea exacta es la siguiente: la ley que encarga al Presidente hacer un reglamento respecto de un asunto que atribuye a su competencia, no le confiere un poder nuevo puesto que ya posee, en virtud de la misma Constitución el poder de ejecutar todas las prescripciones de las leyes. Esta ley únicamente atribuye a la potestad ejecutiva del Presidente un nuevo objeto; introduce en la esfera de su competencia ejecutiva _que según la Constitución es susceptible de una extensión ilimitada_ una nueva categoría de materias. Es conveniente, por los demás hacer notar que estas observaciones no se aplican solamente al caso del que el Presidente este habilitado por una ley para tomar medidas de orden general y reglamentario. En efecto, si la teoría de la delegación legislativa fuera exacta, habría de extenderse lógicamente incluso a las medidas particulares que las leyes puedan encargar al Presidente que tome por vía decreto; por lo menos, debería extenderse aquellas medidas que, a falta de un texto formal de habilitación legislativo, no hubiera podido ser decretadas espontáneamente por el jefe ejecutivo y hubiera queda reservadas a la competencia del órgano legislativo. Puede parecer sorprendente que la teoría de la delegación legislativa solo haya sido
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Así pues, la habilitación conferida al Presidente por la ley no constituye una delegación de poder. El cometido de la ley en esta materia consiste puramente en iniciar el ejercicio de la potestad reglamentaria, fijando los casos y los objetos para los cuales podrá o deberá el Presidente hacer uso de su poder constitucional de reglamentación. La ley ofrece, pues, a dicho poder una ocasión de ejercerse-, realiza la condición a cuyo cumplimiento ha sido subordinado su uso por la Constitución; pero si bien es ella la que legitima el ejercicio de la actividad reglamentaria, no es ella la que funda el poder del que depende dicha autoridad. Es por ello que hay que establecer la conclusión de que todo reglamento, aunque presuponga esencialmente una ley que vaya a ejecutarse, procede directamente, en definitiva de la Constitución.17
Es la Constitución misma, en efecto, la que por anticipado ha conferido al Ejecutivo los poderes que le son eventualmente necesarios a efecto de desempeñar los cometidos o de cumplir las órdenes que le serán impuestas por las leyes. Le confirmo estos poderes, dándoles el calificativo de poderes de ejecución de las leyes, marcando claramente por ello que solo puede entrar en acción mediante un acto de voluntad previa del órgano legislativo, pero, bajo esta reserva, tuvo buen cuidado de investir por si misma al Ejecutivo de toda potestad de que pudiera necesitar, en cada circunstancia, para asegurar de las prescripciones legislativas. Así, cuando el órgano legislativo da al Ejecutivo una orden o le encarga un cometido, no es de ningún modo indispensable y tampoco se concebiría que el legislador tenga que comunicar al Presidente de la Republica, para la ejecución de sus órdenes, una potestad que este posee ya. En caso, el Parlamento se limita a utilizar y hacer entrar en tradicional de que el reglamento, por cuanto se tiene por contenido prescripciones generales, es un acto aparte, un acto de naturaleza legislativa. 17 Enderecho francés, pues, se deben a todos los decretos reglamentarios las observaciones que hace Jallinek, para le derecho alemán para caracterizar especialmente aquellas ordenanzas que califica como ordenanzas de ejecución, entendiendo con ello únicamente aquellas ordenanzas que se producen como consecuencias de las leyes para desarrollar y completar las prescripciones: “Las ordenanzas se basa en un poder que tiene su origen en la (op. Cit., 126). “El fundamento jurídico se la ordenanza reside, no ya en la ley especial que ha de ejecutar, sino den el atribuido por la Constitución misma al gobierno” (ibid., p.378). “No es el fundamento de la ordenanza sino únicamente su existencia y su eficacia lo que determina la ley especial de la que depende. (ibid., p. 379). “Las ordenanzas suponen evidentemente una ley especial; sin embargo, se emiten en virtud de un poder reglamentario general anterior a ducha ley especial” (ibid., p.381) Cf. Sobre el derecho público suizo, Guhl,op. Cit., p. 171: “L ejecución de las leyes (bajo forma de reglamentos) se produce como consecuencia de un aley de alaque depende, pero se realiza en viryud de un poder conferido por la Costitucion”. De dondeGuhl concluye que hay que descartar la teoría del reglamento fundado en un delegación legislativa.
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Acción la potestad legislativa que ha recibido el jefe del Ejecutivo de la Constitución misma, desde el principio. 18 18 Esto nos recuerda hasta cierto punto el trayecto seguido en Roma por varios senadoconsultos, el Macedonio, el Valleiano, el Trabeliano, para conseguir sus fines. O Estos senadoconsulto no tomaban por si mismos las medidas que debían de asegurar ña realización de la voluntad senatorial, sino que se limitaban a recurrir a la actividad del magistrado, invitándole a hacer uso de los mejores que dependía de su propia potestad para alcanzar el fin deseado y definido por el Senado. Esto es ki que se desprende, por ejemplo, de la fórmula del Valleiano: Arbitrari Senatum recte atque ordine facturos ad quos de ea in jure asitum erit, su dederint ut ea re sebatus voluntas servetur (fr. 2, § I, Dig., as senatusconsultus Valleianum, XVI, 1). Como consecuencia de esta indicación, las medidas dictadas por el pretor con objeto de satisfacer el deseo del Senado presentaban carácter de medidas pretorianas; las acciones o defensas creadas por el Edicto de conformidad con los postulados del Senado eran , no ya acciones o defensas civiles, sino acciones honorarias y excepciones. La situación en hoy en día se encuentra el Ejecutivo como consecuencia de una ley que le ordena tomar medidas por vía del reglamento, presenta verdaderas analogías con lo que acaba de decirse del pretor romano. Evidentemente, existe entre dos casos la gran diferencia de que el Ejecutivo moderno no posee de ningún modo potestad reglamentaria inicial que pueda compararse con el jus edicendi, que permitía que el magistrado romano apoderarse de una cuestión de derecho para tratar de ella espontáneamente. El jefe del Ejecutivo, en efecto, solo puede emitir prescripciones reglamentarias a consecuencia de un mandato o habilitación contenidos en una ley. En este aspecto, el reglamento, y particularmente el reglamento de administración pública, no procede de un poder inicial del Ejecutivo, e incluso podría legitima en el sentido romano de la palabra, ya que actúa en virtud y en ejecución de una ley. Sin embrago, el ejecutivo no realiza acto de potestad legislativa. Pero, así como en Roma las medidas tomadas por ek magistrado de conformidad con los senadoconsultos anteriormente citados conservaban el carácter de medidas pretorianas, así también los actos reglamentarios emprendidos hoy por la autoridad ejecutiva de conformidad con una prescripción de la ley no constituye en si sino actos de potestad ejecutiva, simples decretos, y no actos legislativos. En efecto, si bien presuponen esencialmente una ley que los promueve, y si, en este sentido, están dominados por un principio de legalidad, por otra parte sin embargo resulta primordial observar que la ley que recurre al reglamento se funda en un texto de la Constitución que confirmo al Ejecutivo el poder de ejecución de las leyes, socavando así un poder que recibió el Ejecutivo de la Constitución misma. La habilitación concedida al Ejecutivo por un texto legislativo, con el objeto de confeccionar un reglamento, tiene exactamente por fin y por efecto el permitir o promover en su consecuencia una ejecución de la ley; de modo que el acto reglamentario que se produce despees entra exactamente dentro de la fórmula del art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1975; vine a “asegurar la ejecución de las leyes2, realiza ejecución. Así pues, incluso aquellos reglamentos hechos en ejecución de una ley que encargo al Presidente de la Republica estatuir por sus propios decretos respecto de determinada materia, no toman fuerza obligatoria de dicha ley, no han sido creados en virtud de una delegación recibida por el legislador. Sino que, por mas que es condicionados por la ley, si la cual no hubiera podido dictarse espontáneamente, están creados en virtud del poder de ejecución de las leyes que la
323 misma Constitución concedió a l Ejecutivo. Y por siguiente, en este sentido, el reglamento, en este sentido, e reglamento, incluso el de administración pública, se dicta, como en otros tiempos en Roma la actio, o la exceptio senatusconsulti, en virtud de un poder propios de su actor, sigue siento un acto ejecutivo, o sea un acto fundado en una competencia que el Ejecutivo pese como propia y que recibe, no ya del cuerpo legislativo, sino directa y única-
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201. Resumiendo, todo esto viene a significar que la Constitución misma da a la autoridad administrativa el poder de hacer todo aquello a que las leyes habrán de invitarla. Pero, puede objetarse, ¿no se juega con las palabras al caracterizar de este modo el sistema de derecho francés referente al poder reglamentario? Una de dos: o se admite que el cuerpo legislativo es dueño de conferir por sus leyes al Presidente la competencia que va a permitirle formular reglas, que si dicha habilitación solo podrían dictarse por una ley formal, y entonces hay que reconocer francamente que esta atribución de competencia se reduce, en el fondo, a una verdadera delegación de potestad legislativa, 19 o, por el contrario, hay que atenerse al principios de la imposibilidad jurídica de las delegaciones legislativas, pero en este caso se opone a que se admita para el Parlamento una facultad ilimitada de encajar al jefe del Ejecutivo hacer que las Cámaras nunca pueden confiar al Presidente de tomar aquellas medidas que la Constitución ha reservado normalmente a la legislación. Este último punto de vista es el de Esmein (Eléments,5ª ed., p. 518), Berthélemy (Traité, 7ª ed., pp. 98ss. y Reuve politique et parlamentaire, vol.XV, pp. 322 ss.),así como de Jéze (Reuve du droit public, 1908. P. 50 .;cf. E. Pierre, Traité de droit politique, electoral et parlamentaire, suplemento, n° 51). Para justificar su doctrina a este aspecto, Esmein se apoya primeramente en la consideración de que las leyes que prescriben su reglamento de administración pública se limitan a recurrir a poder de reglamentación mente de la Constitución. Por ejemplo, cuando las cámaras remiten una cuestión a un reglamento de administración pública, puede decirse que por esta remisión conceden su poder al ejecutivo, no ya únicamente desde el punto de vista material, al abrirle un campo nuevo de actividad reglamentaria que comprende un nuevo objetivo a tratar por decretos, sino también desde le punto de vista formal, por cuantos sustituyen al empleo de la vía legislativa, para el objeto de que se trata, el empleo de la vía ejecutiva, y encargan a Ejecutivo que provea a la reglamentación de dicho objeto por sus propios medios constitucionales, o sea por decretos fundados por su potestad subalterna de la ejecución de las leyes. En una palabra, el Ejecutivo, al tomar las medidas ordenadas por la ley, realiza labor ejecutiva y no legislativa, lo mismo que en Roma, el magistrado, al obedecer el impulso de los senadoconsultos, creaba derecho honorario y no derecho civil. 19 Moreau (op.cit., p. 195) parece dar entender que entre ambas ideas, delegación legislativa o determinación por la ley de la competencia reglamentaria del Ejecutivo, no existe gran diferencia. DUguit (Traité, vol. II, pp. 459 ss.) indica, por el contario, considerables diferencias entre ellas, por ejemplo desde el punto de vista de la viabilidad del recurso por extralimitación de atribuciones, el cual puede concebirse contra el reglamento hecho en virtud de una determinación de competencia, mientras no se puede tener lugar contra el mismo reglamento hecho en virtud de una delegación del poder legislativo. Por otra parte, sin embrago. Diguit reconoce (eod. loc) que las objeciones de orden constitucional suscritas contra la teoría de la delegación legislativa pueden oponerse con la misma fuerza a la idea de a determinación de competencia.
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que el presidente ha recibido ya de la Constitución; por consiguiente, no siendo el reglamento de administración pública sino el ejercicio del poder reglamentario actual del Presidente, no puede contener nada más que los reglamentos presidenciales ordinarios y espontáneos. Pero este autor saca argumentos, especialmente, de un principio que se ha alegado frecuentemente como una de las bases del derecho público francés: el principio de la separación de los poderes constituidos. “Bajo nuestras Constituciones nacionales y rígidas, los diversos poderes constituidos no toman su existencia y sus atribuciones más que de la Constitución misma. Solo existen en virtud de esta Constitución, en la medida y en las condiciones fijadas por ella… Por lo mismo que la Constitución ha establecido poderes diversos y distintos y ha repartido entre diversas autoridades los atributos de la soberanía, prohíbe implícitamente, pero también necesariamente, que uno de esos poderes pueda ser descargado de su función en otro… Esto sería sustituir momentáneamente, por la duración de la delegación, una nueva Constitución a la Constitución existente” (Revue politique et parlementaire, vol. I, p. 203). En otros términos, el principio de la separación entre poderes constituyentes y poderes constituidos no solamente presenta un obstáculo –como se ha dicho anteriormente, p. 541—a que el cuerpo legislativo conceda a nadie una delegación de potestad legislativa, sino que además se opone a que el Parlamento pueda determinar a su grado, bien sea su propia competencia, bien sea la competencia de las demás autoridades creadas por la Constitución. Que en Inglaterra el Parlamento puede hacerlo todo, se explica por la razón de que por encima de el no existe ni órgano constituyente que lo domine, no Constitución rígida que lo encadene. Pero en Francia, donde las autoridades constituidas están subordinadas a la Constitución que las ha instituido y que ha fijado superiormente sus respectivas atribuciones, es inadmisible que el cuerpo legislativo, órgano constituido, se convierta en el repartidor de las competencias constitucionales, erigiéndose así en órgano constituyente. 202. No es éste el lugar de discutir en su conjunto la cuestión de la separación del poder constituyente (ver respecto de esta cuestión nums. 447 ss., infra). Bastará con observar que la Constitución no ha establecido en contra del cuerpo legislativo ninguna separación de esta clase en lo que concierne a la determinación de las competencias respectivas del Parlamento, cuando estatuye por vía de reglamento. La argumentación mantenida por Esmein seria decisiva siempre que la Constitución francesa hubiera distribuido, entre el Parlamento y el jefe del Ejecutivo, las atribuciones legislativas o reglamentarias, y sobre todo si hubiera indicado aquellas materias que hubiese reservado especialmente al legislador. En este caso, es evidente que las Cámaras no podrían ordenar al Presidente
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que reglamentara los objetos que no le haya hecho accesibles un texto constitucional, pues ello supondría, por parte del Parlamento, alterar el orden de las competencias establecidas por la Constitución, y supondría también, por su parte, abrogarse un poder constituyente que no le pertenece. Pero uno de los signos característicos de la Constitución francesa, precisamente, es el de no haber determinado ratione materiae la esfera de los dos poderes legislativo y reglamentario (ver nums. 121-123, supra); dicha Constitución no delimita la legislación y la administración por su materia propia, sino únicamente por su grado de potestad respectiva, por cuanto la administración sólo puede ejercerse en ejecución de las leyes; y además, la Constitución establece, a favor del cuerpo legislativo. Tal preponderancia sobre la autoridad ejecutiva, que esta última está obligada a conformarse con las leyes dictadas por las Cámaras y a ejecutarlas. Por lo mismo, la Constitución se encuentra con que concedió al órgano legislativo una especie de poder constituyente, en el sentido de que le dejo libertad y potestad de regular por si mismo los cometidos del Ejecutivo. El Parlamento se convierte así en regulador de las competencias naturales de la autoridad administrativa, delegándole la Constitución el cuidado de fijar legislativamente, en sus relaciones con el Ejecutivo, la esfera de intervención y de acción respectivas de la ley y el reglamento. Por una parte, en efecto, el Parlamento es dueño de encargar al Presidente que haga un reglamento respecto a una materia cualquiera; y en efecto, al encargarle este reglamento, realmente concede al Presidente, en cierto sentido, una atribución de competencia material; pero, sin embargo, no le delega potestad legislativa, y ello por razón de que la competencia que le confiere no ha sido reservada especialmente por la Constitución al órgano legislativo. Así pues, al invitar al Presidente a estatuir sobre tal o cual punto cualquiera, el cuerpo legislativo no mengua en nada su propia competencia constitucional, no delega nada en el Presidente, sino que se limita a habilitarlo. Por otra parte, es de observarse que estas atribuciones de competencia tienen su base de legitimidad en la Constitución misma: por lo mismo, en efecto, que la Constitución ha reducido la función reglamentaria del Presidente de la República a una misión de ejecución de las leyes, autoriza por anticipado y en cierto sentido hace suyas todas aquellas habilitaciones que el legislador pueda conferir al Presidente mediante una ley que le ordene hacer un reglamento. Se repite con demasiada frecuencia que Francia tiene una Constitución “rígida”. Esto no es exacto. La constitución francesa es actualmente en extremo lacónica para que se pueda hablar de su rigidez. En todo caso, falta completamente esta rigidez por lo que concierne a la determinación de los objetos legislativos reservados exclusivamente al Parlamento. A este respecto es exacto hablar de Constitución rígida en aquellos países en
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que los textos constitucionales definen por si mismos los cometidos y los objetos de reglamentación que deben quedar afectados en propiedad al órgano legislativo. La Constitución de los Estados Unidos (cap. I, sec. 8) y la Constitución federal suiza (arts. 84 y 85)20 contienen textos de este género. Las primeras Constituciones francesas (Constitución de 1791, tit. III, cap. III, sec. 1ª; Constitución de 1793; art. 54) enumeraban igualmente, de una manera expresa y detallada, las funciones legislativas y especificaban (Constitución de 1791, loc. Cit., atr. 1º) que “la Constitución delega exclusivamente sus funciones en el cuerpo legislativo”. Bajo tales condiciones, en realidad, el órgano legislativo no podría mediante una ley transferir a ninguna otra autoridad las competencias materiales que le han sido reservadas de este modo; se precisaría, para este desplazamiento de competencias, un acto superior de nueva delegación constituyente, o sea un procedimiento de revisión constitucional. Muy distinta es la situación en el estado actual de la Constitución francesa. Por el solo hecho de haberse abstenido de exigir una ley para tales o cuales materias ha dejado a las asambleas la suficiente holgura para confiar dichas materias a la regulación del jefe del Ejecutivo. Al actuar así, las Cámaras no realizan ninguna transmisión de potestad legislativa, puesto que la esfera objetiva de esta potestad no ha sido definida por la Constitución;21 no realizan tampoco una desclasificación de materias, puesto que no hay clasificación
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En un país como Suiza, donde las asambleas no ejercen la potestad legislativa sino bajo reserva del referéndum popular, parece haber aún otro motivo para negarles la facultad de ampliar, mediante una ley, el campo de actividad reglamentaria del Consejo federal. Se ha hecho observar (Bossard, op. Cit., p. 173) que las ordenanzas del Consejo federal no se someten al referéndum y que, por consiguiente, el recurrir a una resolución reglamentaria del Consejo federal tendría por objeto, sustituyendo la ordenanza a la ley, eludir los poderes legislativos del pueblo. Pero se debe contestar con Burckhardt (op. Cit., 2ª ed., p. 684) que la misma ley que habilita al Consejo federal cae bajo el efecto del referéndum y que, por consiguiente, la extensión de competencia que pretende realizar a favor del Consejo federal no puede realizarse definitivamente sino mediante el voto favorable o, por lo menos, la ausencia de reclamación del pueblo, que es, aquí como en todo lo demás, el órgano legislativo supremo y el dueño de las competencias. 21 La doctrina de Moreau respecto de este punto se compone de dos proposiciones, que no es fácil coordinar entre si. Por una parte sostiene dicho autor (op. Cit., ver especialmente p. 195) que la Constitución no ha establecido clasificación ni distinción entre las materias legislativas y las materias reglamentarias; y reconoce, por consiguiente, que el legislador es el que debe establecer esa clasificación y efectuar la separación entre el reglamento y la ley. Por otra parte, cuando el legislador remite una materia al reglamento de administración pública, Moreau ve en esta remisión una delegación de potestad legislativa. Pero, en el momento en que la remisión se refiere a materias que no han sido clasificadas especialmente por la Constitución dentro de la legislación, no se puede decir que necesite una delegación de poder legislativo. En estas condiciones, ni siquiera cabe la idea de delegación, pues esta sòlo se concebiría si las Cámaras, en vez de realizar un simple reparto de materias, trasladaran al Ejecutivo una competencia que, según la Constitución, les pertenecería como propia.
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Establecida superiormente por la Constitución. Y por otra parte, el poder que tiene el Parlamento francés de determinar por sus leyes la competencia reglamentaria del Presidente se encuentra también reforzado por la disposición constitucional que impone al Presidente la obligación de asegurar la ejecución de las leyes. Es interesante observar que el mismo Esmein ha tenido que reconocer incidentalmente lo acertado del punto de vista que acaba de exponerse. En su estudio sobre “La délégatio du pouvoir legislatif” (Revue politique et palementaire, col. I, pp. 213218), dicho autor examina ciertas leyes que, por ejemplo en materia de enajenación de dominios nacionales y en materia de estado de sitio, han conferido a la autoridad ejecutiva atribuciones que anteriormente, en virtud de leyes más antiguas, correspondían al cuerpo legislativo. Se ha dicho que, al despojarse así en beneficio del jefe del Ejecutivo, el legislador había hecho delegación de su potestad en éste (Ducrocq,l Personnalité civile de I’État d’apres les lois civiles et administratives de la France, p. 30). Pero Esmein critica con razón esta manera de caracterizar la devolución de competencia hecha a la autoridad ejecutiva por las leyes de referencia; demuestra debidamente que esta devolución no constituye de ningún modo una delegación de poder legislativo, dando para ello la razón perentoria de que, en la época en que se produjeron dichas leyes, las reglas de competencia referentes a la enajenación de los bienes nacionales y al estado de sitio no eran “constitucionales, sino simplemente legislativa siempre puede modificarse o abrogarse por una nueva ley. Así pues, depende de las leyes atribuir al gobierno todas las competencias que no les han sido reservadas a esas mismas leyes por un texto de la Constitución. Esta es la conclusión que se desprende de la demostración proporcionada por Esmein. Pero entonces ¿Cómo conciliar con esta demostración esa otra afirmación del mismo autor de que una ley, incluso para un objeto determinado, no puede conferir al poder ejecutivo el ejercicio de ningún derecho que entre dentro de las atribuciones del poder legislativo? (Éléments, 5ª ed., p. 618). La verdad es que, actualmente, al callar la Constitución, o poco menos, respecto a las materias reservadas a la competencia legislativa del Parlamento, tiene éste plena y entera libertad, o poco menos, 22 para ceder al jefe del Ejecutivo cualquiere especie de competencia reglamentaria.23
22. Hay que reservar solamente algunos asuntos, muy poco numerosos, tales como la amnistía o la cesión de territorio para los cuales se ha visto anteriormente (p. 338, supra) que la constitución de 1875 exige una ley. 23. Durante la guerra, el gabinete Briand se había visto obligado a depositar ante las Cámaras un proyecto de ley, fechado el 14 de diciembre de 1916 y redactado así: “Hasta la cesación de las hostilidades el gobierno queda autorizado para tomar, mediante decretos dictados
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203. Por lo demás, la teoría que le niega al Parlamento la facultad de remitirse al reglamento de administración pública respecto de cualquier materia tropieza con una objeción capital, que invalida toda la argumentación en la que dicha teoría se funda. Según esmein, Berthèlemy y Jèze (loc. Cit., ver p. 545, supra), existen prescripciones que las Cámaras
tados en Consejo de ministros, todas aquellas medidas que, por adición o derogación de las leyes vigentes, sean aconsejadas por las necesidades de la defensa nacional en lo que se refiere a la producción agrícola e industrial, maquinaria de los puertos, transportes, avituallamiento, higiene y sanidad públicas, reclutamiento de la mano de obra, venta y reparto de mercancías y de productos y su consumo”. Añadía el proyecto: “En cada uno de estos decretos podrán establecerse penalidades que se fijarán dentro de límites que no pasen de seis meses de prisión y diez mil francos de multa”. Se suscitaron contra dicho proyecto muy vivas objeciones, especialmente en el dictamen presentado el 29 de diciembre de 1916 en nombre de la comisión de la Cámara de Diputados encargada de efectuar el examen del mimo (ver el Journal officiel del 21 de enero de 1917, anexos, pp. 1858 ss.) Estas objeciones eran de dos clases. Se trataba primero de objeciones de orden político, sobre las cuales no deben insistirse aquí, por más que parezcan haber ocupado lugar preponderante entre los móviles que incitaron a los miembros del Parlamento a acoger desfavorablemente la petición del gobierno y finalmente a oponerse a dicha petición. Desde el punto de vista político se reprochaba al proyecto del gobierno el aminorar notablemente el cometido de las Cámaras y el fortificar con exceso la potestad del Ejecutivo, por cuanto que éste iba a ser habilitado para estatuir por si mismo respecto de una serie de cuestiones, sin duda muy importantes y además muy numerosas, cuya naturaleza había de dar lugar por su parte a iniciativas y a medidas que podrían desarrollarse, por vía de decretos, en proporcionarse casi ilimitadas. A este respecto se puede asegurar que hubieran sufrido las Cámaras, si no respecto al control, al menos por lo que se refiere a la iniciativa y a la decisión, un considerable desposeimiento de hecho. Está claro que disco desposeimiento no podía serles impuesto contra su grado. El Parlamento es el dueño absoluto de toda ley que entrañe autorizaciones de este género. ¿En qué medida será conveniente, especialmente en tiempo de guerra, que las Cámaras autoricen al Ejecutivo para tal o cual categoría de decisiones o prescripciones? Esta es, en el estado de la Constitución francesa, una cuestión de apreciación política, y sobre todo de confianza, de la que sólo el Parlamento es juez soberano. Pero, además de estas objeciones políticas, el dictamen anteriormente citado formulaba, contra el proyecto de autorización, argumentos de orden jurídico y constitucional que gravitaban alrededor de la afirmación de que la adopción de semejante proyecto hubiera “constituido una violación formal de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875” (ver en este sentido Barthelemy, Revue politique et parlementaire, 1917, col. XCI, pp. 8 ss.). Ahora bien, se puede contestar a dicha afirmación que desconoce los principios esenciales y, además, el genio propio de la Constitución de 1875. Toda la argumentación dirigida por el dictamen contra la demanda de autorización proviene de la idea de que la concesión de esta autorización por las Cámaras hubiera constituido jurídicamente una delegación del poder legislativo en provecho del Ejecutivo para las materias a que se refería el proyecto gubernamental, esas materias, en principio, sólo podían haber sido
330 tratadas por una ley. Partiendo de esta observación, el relator no duda en calificar, en diferentes ocasiones, como “decretos-leyes” aquellos actos de reglamentación que, como consecuencia
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no pueden abandonar a la potestad reglamentaria, porque, dicen los autores citados, esas prescripciones quedan rigurosamente dentro de la esfera de la legislación, sin que jamás puedan salirse de ella. Así, si una ley encargara al Presidente de dictar prescripciones de ese género, dicha ley sería sin duda inconstitucional, y por consiguiente, el decreto hecho en.
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de la autorización proveniente del Parlamento, hubieran podido dictarse sobre los diversos asuntos enumerados en el proyecto; y hasta establece una similitud entre estos decretos-leyes y aquellos que durante algunos interregnos del derecho constitucional, fueron dictados en Francia en 1848, en 1851-52 y en 1870-71, por gobiernos circunstanciales, que acumulaban los poderes legislativo y ejecutivo; en una palabra, sostiene que la habilitación solicitada por el gabinete Briand con el objeto de ampliar el poder presidencial de reglamentación hubiera tenido por efecto establecer, para la duración de la guerra, “dos autoridades legislativas”; una, el Parlamento, que continuaría legislando en la forma prevista por la Constitución de 1875, y la otra, que hubiera sido el Ejecutivo, estatuyendo por vía de decreto, si bien decretos autorizados, pero que no hubiera sido el Ejecutivo, estatuyendo por vía de decreto, si bien decretos autorizados, pero que no hubieran dejado de ser, ratione materiae, decretos-leyes. Pero, continúa diciendo el dictamen, es indiscutible que semejante delegación de potestad legislativa y tal dualismo de autoridades llamadas a legislar son inconciliables con los principios fundamentales del derecho público francés. Por una parte, los conceptos que desde 1789 se resumen en la idea de soberanía nacional excluyen de modo absoluto toda posibilidad de delegación de competencia realizada por un órgano constitucional a favor de otra autoridad (ver nº 199, supra). Por otra parte, el art. 1º de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 especifica que el poder legislativo es conferido y reservado a las Cámaras; únicamente éstas constituyen el órgano de la legislación; para derogar este texto e instituir, junto a las Cámaras, una segunda autoridad legislativa, no podía ser suficiente una simple ley, sino que hubiera sido necesaria una revisión propiamente dicha de la Constitución. E incluso semejante dualidad, aunque se hubiese realizado por vía constituyente, hubiera presentado en la práctica numerosos peligros, pues el paralelismo de las competencias legislativas sólo hubiera suscitado entre el Parlamento y el Ejecutivo graves conflictos, en el caso en que esas dos autoridades no hubieran estado de acuerdo sobre la regularidad y la oportunidad de las medidas tomadas en forma de decretos con el valor de leyes. La infranqueable dificultad que hubiera habido, en ese caso, para conciliara la competencia legislativa del Ejecutivo con la preponderancia general, y particularmente con la preponderancia legislativa normal del Parlamento, hubieran engendrado fatalmente el caos y la anarquía. El proyecto de ley presentado por el gobierno no tropezaba, pues, únicamente con imposibilidades jurídicas, sino que la aplicación de sus disposiciones hubiera encontrado también, en la práctica, impedimentos que hubieran hecho irrealizable su funcionamiento. Así razona el dictamen. Pero realmente, los argumentos jurídicos que invoca, con una vehemencia acrecentada por preocupaciones políticas claramente confesadas, no responden a los textos positivos de la Constitución de 1875, ni sobre todo al régimen de reparto de las competencias que se desprende actualmente de dichos textos. El relator de la Cámara de Diputados razona como si la Constitución hubiera determinado en forma de principios las materias que constituyen el objeto especial de
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virtud de esa ley careciera a su vez de valor (en este sentido ver especialmente Berthèlemy, Revue politique et parlementaire, vol. XV, p. 324). Pero es conveniente contestar que ni los tribunales administrativos, ni los tribunales judiciales tendrían competencia para conocer de esta clase especial de ilegalidad. Razón de ello es que, en el sistema del derecho
a consecuencia y en virtud de una ley. En cualquier materia, la iniciativa y el primer impulsa han de proceder del Parlamento; tal es la condición primordial que domina toda la actividad reglamentaria del Ejecutivo. Pero, cumplida esta condición, puede a su vez el Ejecutivo estatuir en todas aquellas materias para las cuales recibió autorización legislativa, ya que, desde el punto de vista materia, la Constitución no establece ninguna restricción a su facultad de acción (ver nº 196, supra). En este primer aspecto, el proyecto gubernamental no lesionaba de ningún modo la constitucional de 25 de febrero de 1875. Bien es verdad que, según dicho texto, la potestad de legislar sólo reside en las Cámaras, pero el art. 1º debe completarse inmediatamente con el art. 3 in fine de la misma ley, del que resulta que el poder reglamentario, con tal de que se produzca en ejecución de una ley, es en si mismo, en cuanto a su materia eventual, ilimitado. Desde el punto de vista material no se puede, pues, afirmar que la concesión de la autorización pedida por el gobierno a las Cámaras hubiera implicado de ningún modo una delegación de poder legislativo, sino que la petición contenida en el proyecto de ley estaba, por el contrario, totalmente conforme con el mecanismo constitucional establecido por la ley de 25 de febrero de 1875. Pero junto al punto de vista material está el punto de vista formal. ¿Deberá decirse, en este segundo aspecto, que la demanda de autorización dirigida a las Cámaras implicaba una delegación de poder legislativo? Tampoco. En principio, la habilitación concedida por una ley al Ejecutivo, con objeto de permitirle estatuir por si mismo respecto de una materia determinada, por otra parte, sea la que fuere esta materia y sean también las que fueren la naturaleza y la extensión de las medidas que pudieran ser decretadas en virtud de la habilitación, no puede originar en la persona del Presidente de la República ningún derecho de potestad legislativa ni ninguna cualidad de legislador. Es este un extremo que se deduce claramente del art. 1º de la ley de 25 de febrero de 1875. Se habrá podido atribuir a este texto diversas significaciones, pero de todos modos significa que únicamente las Cámaras pueden crear una ley en el sentido formal de la palabra. Si bien el art. 1º no reserva ninguna materia a las Cámaras, como dependiendo exclusivamente de ellas, por lo menos les reserva, de una manera absoluta y rigurosa, la potestad orgánica de hacer acto de legislación. Únicamente el acto hecho en forma legislativa por el Parlamento posee las propiedades formales que son el signo especifico de la ley en el derecho público francés. De la combinación del art. 1º con el art. 3º, que confiere el Ejecutivo la facultad ilimitada para hacer reglamentos en ejecución de las leyes, se deduce, pues, que las Cámaras pueden perfectamente habilitar al Presidente de la República para dictar decretos reglamentarios respecto a todas clase
la competencia legislativa. Esto es olvidar que, desde este punto de vista “material”, la Constitución de 1875 no es una constitución rígida, sino, por el contrario, una Constitución de notable flexibilidad. No define a la esfera de actividad reguladora que corresponde relativamente al Parlamento y al Ejecutivo por un principio de competencia delimitada ratione materiae, sino que la define únicamente por un principio formal de subordinación de una de las autoridades a la otra, en el sentido de que no puede actual el Ejecutivo si no es a consecuencia y en virtud de una ley.
333 de materias; pero existe una habilitación que no puede conferir: la de dictar un reglamento que adquiriera el valor y la fuerza constitucional propios de la ley. El acto mediante el cual emite el Ejecutivo prescripciones reguladoras en ejecución de una ley de autorización, pues de ningún modo puede ser un acto legislativo, lo mismo desde el punto de vista formal que desde el punto de vista material; por su forma, por las condiciones en las cuales interviene, y sobre todo por su origen orgánico y por la fuerza constitucional que deriva de este último, solo es un puro acto ejecutivo, un decreto propiamente dicho, un decreto que no vale como ley, que no posee ninguna de las virtudes características
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público Francés, no corresponde a los tribunales apreciar la constitucionalidad de los actos del cuerpo legislativo. Ahora bien, según la observación muy acertada de un autor (Raiga, op. Sit., pp 272 ss.), la decisión de justicia que viniera a impugnar la regularidad de una medida reglamentaria autorizada por una ley formal no vendría a ser nada meinherentes al acto legislativo. Especialmente no podría, en lo que por venir, obligar al legislador, o sea al Parlamento, que siempre será dueño de recoger, para tratarlo en forma de ley, aquella materia respecto de la cual había habilitado el Ejecutivo para una acción reglamentaria y que conserva, igualmente el poder de dictar medidas legislativas que habrán de primar sobre los reglamentos ya hechos por el ejecutivo en virtud de una habilitación anterior. Con manifiesto error, pues, el dictamen presentado a la Cámara de Diputados aplica a los actos reglamentarios para los cuales se pedía al Parlamento una autorización, el nombre de decretos-leyes. Accediendo a la habilitación pedida, el Parlamento no hubiera sido substituida de ningún modo por el Ejecutivo como orgánico de legislación, sino que solo hubiera puesto en movimiento el poder que le corresponde al ejecutivo en virtud de la misma legislación, ósea el poder de ejecución de las leyes. No hubiera existido en esto ninguna delegación de potestad legislativa. El Parlamento, cuando cede, a favor del Ejecutivo, una materia por reglamentar, no delega por ello la potestad legislativa en el Presidente de la República, así como la Asamblea Nacional no ha delegado en las Cámara la potestad constituyente cuando por la ley de revisión de 14 de agosto de 1884 pronuncio la desconstltucionalizaciòn de los Arts. 1º a 7º de la ley de 24 de febrero de 1875 referentes al Senado, destitucionalizaciòn que tuvo por efecto colocar toda la materia de la organización del Senado dentro de la competencia legislativa ordinaria de la Cámara. Así como la ley orgánica sobre elecciones de Senadores, que a consecuencia de dicha extensión de la competencia material del Parlamento fue dictada el 9 de diciembre de 1984 no fue sino una ley pura y simple desprovista de todo carácter constituyente, por más que haya estatuido sobre un objeto que, hasta 1884 dependía de la competencia constituyente asi también los actos reglamentarios provenientes del ejecutivo, en consecuencia y en virtud de una ley de habilitación solo constituyen simples decretos a los cuales de ningún modo se el puede dar el nombre de actos legislativos o decretos-leyes. Este es un punto que , para los reglamentos de administración pública, ha sido admitido desde hace mucho tiempo por la doctrina, y después de 1907; incluso cuando los reglamentos de esta clase están autorizados, por la ley en virtud de la cual han sido dictados, a estatuir sobre cuestiones que anteriormente solo podían tratarse por la vía legislativa, se ha reconocido sobre cuestiones que anteriormente solo podrían tratarse por vía legislativa, se ha reconocido que no poseen otro carácter que el de decretos ejecutivos. El hecho de que, según el proyecto de ley de 14 de diciembre de 1916, las prescripciones reglamentarias que debían dictarse en interés de la defensa nacional había de ser actos acordados en consejo de ministros”, nada cambia en esta situación. Es, por otra parte, lo que especifico el mismo proyecto de ley, al decir que las medidas a adoptar se tomarían “mediante decretos”, y acabamos de ver las razones que demuestran la perfecta corrección de esta denominación. De las observaciones que preceden se desprende la consecuencia de que no es exacto afirmar como lo hizo el dictamen sobre el proyecto de ley—que la habilitación solicitada de las cámaras hubiera tenido por efecto suscitar conflictos agudos e insolubles por el Parlamento y el Ejecutivo, erigidos ambos en autoridades legislativas paralelas y rivales. No hubiera podido producirse en este caso verdadero conflicto, en el sentido jurídico y constitucional de esta palabra, pues no existe en el sistema del proyecto de ley un verdadero dualismo de órganos legislativos. Incluso después de la concesión de la autorización pedida, el parlamento hubiera conservado el solo esta potestad inicial, primordial y preponderantemente, propia del órgano
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nos que la crítica y la impugnación de la validez misma de dicha ley. Es este un punto evidente. Que puede el Consejo, de Estado anular por causa de extralimitación de atribuciones el reglamento presidencial, incluso prescrito por una ley, cuando este reglamento ha ido mas allá del límite de las habilitaciones que dicha ley otorgaba al Presidente, ello se justifica
legislativo; por una parte, los decretos tomados de defensa nacional se hubieran basado en su voluntad primera, puesto que hubieran sido tomados en virtud de su autorización legislativa, y por otra parte, el Parlamento hubiera tenido siempre la libertad de revocar la autorización por una nueva ley que señalara un plazo para el ejercicio de los poderes conferidos anteriormente. En cuanto al gobierno, en sentido inverso, hubiera quedado en su lugar subalterno de autoridad ejecutiva. No solamente no hubiera actuado sino en ejecución de la ley que lo había habilitado; no solamente, también, los decretos que se citaban por razón de la habilitación hubiera quedado sometidos al control y a la apreciación parlamentaria, ejerciéndose por vía de interpelación, con todas las eventualidades que entraña esta última, son que tampoco estos decretos hubieran podido, ni imponerse al legislador en el futuro, ni entrar en rivalidad con las leyes futuras, por lo mismo que la ley hubiera conservado siempre esa superioridad esencial e irresistible por la que prima y abroga los actos que sólo tienen cualidad de decretos, cada vez< que se halla en contradicción con ello (cf. Berthèlemy, loc. Cit., p.9). No puede, pues, tratarse de un verdadero dualismo legislativo, ni de un conflicto propiamente dicho entre leyes y decretos. Los decretos siempre han de ceder ante las leyes. Y por ello las Cámaras tienen siempre la seguridad de decir la última palabra. Particularmente la concesión de la administración para regular tal o cual asunto no puede significar que se obligue a no legislar en un sentido que pudiese contrariar las medidas ya tomadas por los decretos autorizados. Por lo tanto es imposible aceptar, con respecto a este punto, la doctrina del dictamen antes citado, el cual, después de haber caracterizado a al habilitación como una delegación de potestad legislativa, sostiene que dicha habilitación constituía al menos una “ratificación anticipada”. Esta última afirmación es ciertamente errónea desde el punto de vista jurídico. Bien pueden las Cámaras autorizar decretos que establezcan cambios o derogaciones en la legislación preexistentes, pero ningún caso ni bajo ninguna forma pueden conferir a dichos decretos la potestad de tener en jaque o simplemente de hacer concurrencia a las leyes por venir. La preponderancia del Parlamento, por consiguiente, excluye todo dualismo o conflicto de competencia. También en este último aspecto es evidente que los decretos dictados en virtud de habilitaciones legislativas, por amplias que sean estas, no pueden en ningún grado considerarse como decretos-leyes. El régimen de los decretos- leyes supone ante todo, como en 1848, en 1851 y en 1870, la ausencia de Constitución regular, así como la ausencia de cuerpo legislativo superior al gobierno, e implica, por consiguiente, la acumulación en manos de una autoridad única de los poderes ejecutivos y legislativos, o mejor dicho, tiene por efecto abolir la distinción entre ambos poderes (ver en ese sentido p. 328, supra). La característica de este régimen es que la autoridad única, investida de esos plenos poderes, es capaz a la vez de extender por su sola voluntad, su competencia material a todos aquellos objetos o asuntos sobre los cuales pretende dictar reglas, y además conferir a dichas reglas, formuladas mediante decretos una fuerza formal igual a la que tienen las leyes en su régimen constitucional normal, de donde proviene entonces el nombre de decretos-leyes, que significa sobre todo que entre los decretos y las leyes no existe ya diferencia realmente esencial. Muy distinto hubiera sido la situación que hubiese resultado al conceder las Cámaras los poderes solicitados por el gabinete Briand. El punto capital que debe observarse aquí es que esta consecución, al producirse bajo el imperio de la Constitución de 1875 y de conformidad con las disposiciones
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Fácilmente a causa de que la anulación, en este caso, se refiere exclusivamente al acto presidencial y no a la ley que origino dicho acto. Pero cuando el reglamento se ha mantenido dentro de los límites fijado por la ley que ejecuta, si pudiera el Consejo de Estado anular el decreto presidencial por meterse en una esfera que está fuera de la potestad regladel art. 3 de la Ley constitucional de 25 de febrero de 1875, hubiera tenido por efecto, de ningún modo, eliminar el Parlamento o dejarlo fuera de funciones. Ya a este respecto es indiscutible que los decretos que habrían surgido en virtud de los poderes concedidos no hubieran podido calificarse como leyes: desde el momento en que el Parlamento subsistía. Él solo hubiera conservado la potestad de hacer las leyes propiamente dichas. Además, los decretos citados sólo hubieran podido ser, en si, actos ejecutivos, puesto que hubieran sido dictados en virtud de una autorización legislativa, o sea en ejecución de una voluntad previa del Parlamento. El ejercicio del poder reglamentario, en esas condiciones, solo hubiera sido la aplicación del derecho común, y el principio constitucional por el cual únicamente el Parlamento regula las competencias reglamentarias, hubiera permanecido intacto. Finalmente, la concesión de la habilitación hubiera dejado subsistir íntegramente, para lo por venir, la superioridad indeleble del Parlamento; y por ello aún, se hubiera mantenido intacta la distinción jerárquica entre ambos poderes y ambas clases de actos: los legislativos y los ejecutivos. Por muchos esfuerzos que se hagan para establecer, por razón de la materia, un acercamiento entre las leyes y los decretos dictados a consecuencia de autorizaciones legislativas, existe una consideración decisiva que se opone a que estos últimos puedan caracterizarse como actos de esencia legislativa; no son sino simples decretos, en razón de que su destino permanece siempre subordinado a las voluntades legislativas de un Parlamento, que es siempre en suma el dueño supremo, no pudiendo posteriormente el Ejecutivo, sean las que fueren sus habilitaciones actuales, eludir ni desconocer sus manifestaciones de superioridad. Finalmente, pues, cuando se formula la cuestión del alcance de la habilitación en el terreno de los principios jurídicos, hay que sacar la conclusión de que el Parlamento, al habilitar al Ejecutivo, no hace dejación de ninguna de sus prerrogativas, no abdica en nada de su potestad legislativa, y aunque lo quisiera, por lo demás, no podría despojarse de sus supremacía. Por otro lado, sin embargo, es necesario admitir que por la concesión de semejante habilitación manifiesta el Parlamento la intención de asegurar al Ejecutivo, de hecho, cierta libertad de acción. Sin dejar de reservarse la preponderancia que les pertenece esencialmente, no podrían las Cámaras, cuando conceden al gobierno autorizaciones más o menos amplias, prepararse al mismo tiempo y por anticipado a contrarrestar su obra. Junto a la cuestión de derecho puro, existe en todo esto una cuestión política que se origina por hecho de que la concesión de una amplia autorización, como la que se pidió en el proyecto de ley de 14 de diciembre de 1916, hubiera implicado por parte de las Cámaras un verdadero espíritu de conciliación, de acomodamiento y, para decirlo todo, de desprendimiento consentido, constitucionalmente al menos. La Constitución de 1875 se mostró muy flexible, por cuanto le dejó al Parlamento la facultad de extender a voluntad y de un modo casi ilimitado la competencia reglamentaria del Ejecutivo. Pero la Constitución de 1875 se mostró muy flexible, por cuanto le dejo al Parlamento la facultad de extender a voluntad y de un modo casi ilimitado la competencia reglamentaria del Ejecutivo. Pero la Constitución de 1875 exige también, para el manejo de su sistema orgánico, una gran flexibilidad mutua de disposiciones de espíritu y de habilidad en las relaciones entre el gobierno y las Cámaras. Corresponde a las Cámaras apreciar, según las circunstancias, la medida en que puede convenir tratar por decretos tal o cual cuestión que el gobierno parece más particularmente apto a regular por si mismo. Recíprocamente, incumbe al gobierno, investido de semejantes autorizaciones, mantenerse dentro de una línea que esté conforme con lo que esperan las Cámara y poder encontrar medidas que obtengan su aprobación. Por encima de todo, la realización del sistema de habilitaciones, tal como se
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mentaría, ahora la anulación alcanzaría a la ley misma en la que dicho decreto se funda, implicando así, para la justicia administrativa, el poder de estatuir respecto de la validez de un texto legislativo y de enfrentaría con la voluntad formal del legislador. En Estados Unidos, las cortes de justicia poseen este poder, y es éste uno de los aspectos bajo los cuales se afirma el carácter "rígido" de la Constitución de los Estados Unidos. En esto, el sistema norteamericano es perfectamente coordinado. Así como la Constitución determina la esfera que pertenece como propia a la legislación, así también asigna al poder de las asambleas ciertos límites de los cuales éstas no deben salirse, y esas limitaciones se sancionan por la institución del control judicial respecto a la inconstitucionalidad de las leyes. En Francia no existe este control, demostrándose con ello precisamente que Francia, en este aspecto, no tiene una Constitución rígida. Por lo demás, los diversos elementos del sistema francés referentes a la extensión de la potestad legislativa se encadenan tan lógicamente como los elementos correspondientes del sistema norteamericano, sólo que en el sentido de la no rigidez, es decir, de la libertad de acción casi ilimitada del Parlamento. En estas condiciones, de nada sirve sostener, con los autores antes citados, que las leyes no pueden aumentar, mediante habilitaciones especiales, la esfera natural y propia de la función reglamentaria. Aun cuando la doctrina de dichos autores tuviera fundamento en principio, carecería de utilidad práctica, ya que carece de sanción constitucional.24 halla fundado por la Constitución de 1875, implica que posee el gobierno, en grado suficiente, la confianza del Parlamento. La cuestión de saber hasta qué punto podrá llegar esta confianza no depende de las teorías jurídicas. Desde el punto de vista jurídico basta haber demostrado que en la Constitución de 1875 nada se hubiera opuesto a la adopción por las Cámaras del proyecto de ley presentado en diciembre de 1916 por el ministerio Briand. 24 Por amplias que sean las habilitaciones conferidas al Ejecutivo por las leyes, parece al menos que, por principio mismo, las Cámaras no pueden llegar hasta autorizar al Presidente de la República para que modifique por decreto disposiciones enunciadas por el acto constitucional, y por consiguiente tampoco deben poder habilitarlo para derogar un texto de la Constitución. No sin sorpresa se observa, en Suiza, la afirmación de una doctrina en contrario entre los considerandos emitidos por una resolución de la Corte penal del Tribunal federal de 14 de diciembre de 1915, con ocasión de una demanda en virtud de la ordenanza del Consejo federal de 2 de julio de 1915 "sobre la represión de los ultrajes contra los pueblos, jefes de Estado y gobiernos extranjeros". Esta ordenanza es una de aquellas, muy numerosas (podrá encontrarse relación de las mismas, hasta el mes de febrero de 1917, en Hoerni, De Vétat de nécessité en droit public federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, pp. 203 ss.), que fueron formuladas por el Consejo federal con motivo de los acontecimientos o de las exigencias de la guerra y que se fundaron en lo que se llamó en Suiza los "plenos poderes", conferidos al Consejo federal por resolución de la Asamblea federal de 3 de agosto de 1914. El art. 3 de esta resolución especifica que "la Asamblea federal concede poder ilimitado al Consejo federal para tomar todas aquellas medidas que sean necesarias para la seguridad, la
338 integridad y la neutralidad de S u i z a . . . " . Para la aplicación de la ordenanza de 2 de julio de 1915, el Tri-
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204. No es de extrañar, pues, que la Constitución de 1875 se haya desarrollado , de hecho, en el sentido de que las Cámaras tengan libertad,
bunal superior se vio así llevado a apreciar el alcance de la resolución inicial misma de 1914, f »mpn lilimente a examinar si “la Asamblea federal había podido autorizar al Consejo federal pitin lilii'iiise de las reglas constitucionales que en tiempos ordinarios se imponen a la observancia de las autoridades". La resolución de la Corte penal federal declara que "no hay Hllil" dr que, cuando a consecuencia de circunstancias excepcionales, el Consejo federal queda Mli'Ni'f.ndii dr tomar todas las medidas e xcepcionales necesarias para el bien público amena-Mil". »» podría quedar obligado por la Constitución en esta labor indispensable". Por lo Imiln, Invoca ante todo el Tribunal federal la necesidad de evitar los peligros que puedan «lliHiüAiir al bien público. La resolución de 3 de agosto de 1914, en efecto, tuvo por objeto asegurar. como expresa su artículo 3, el mantenimiento de la seguridad y de la neutralidad lfl |»ik v fué autorizado el Consejo federal, de un modo ilimitado, a tomar las medidas adef »m\n» n la realización de dicho fin. Las exigencias de la salvación del país, pues, deben tener llMliliii'í" sobro cualquier otra consideración. Si las circunstancias hacen indispensables medimrrprionales concedidas fuera o en contra de las prescripciones constitucionales, el interés drl KHIIIIIII deberá prevalecer sobre el respeto a la Constitución, y la resolución anteriormente dlmlM del Tribunal federal añade incluso que, en esta vía extra o anticonstitucional, "es eviftriiti'tiii'ntr. imposible obligar al gobierno a pararse en un punto determinado, si la salvación lM puÍH rxipe que vaya más allá". En el fondo, toda esta argumentación gira alrededor de la IIIHI que lia sido expresada en numerosas ocasiones por la fórmula brutal de " la necesidad no iMinniT leyes". Y no hay más remedio que reconocer, en efecto, en el terreno de las realidades |irni'li<'iis. que en ciertas circunstancias la gravedad de los intereses nacionales en peligro no |ii
340 el fondo, un cambio introducido en el urden constitucional vigente; este orden constitucional se encuentra ignorado por cierto tiempo, n» decir, dentro de cierta medida y, por consiguiente también, en parte. El acto que viene a «impender la Constitución equivale también al acto que opera una revisión parcial; ambos artos son de la misma naturaleza, y suponen en su autor el mismo poder, pues la idea de revisión parcial se halla realizada lo mismo cuando los textos constitucionales son objeto de una mmpensión de funciones por una duración ilimitada que cuando uno de ellos es reemplazado por un nuevo texto. Tocar a la fuerza superior de la Constitución en el tiempo es también
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en todas materias, para atribuir competencia al reglamento llamado administración pública. El mismo hecho de que este desarrollo haya po-
lesionarla parcialmente (cf. Bossard, op. cit, pp. 137 ss.). Ahora bien, según los arts. 121 f¡ 123 de la Constitución suiza, el acto constitucional es intangible en contra de la Asamblea» federal en el sentido de que la revisión del mismo, incluso parcial, no puede llegar a WUS perfecta sino cuando ha sido aceptada por la mayoría de los ciudadanos. Ningún texto de lt. Constitución federal prevé, incluso en caso de necesidad excepcional, la posibilidad de otfO procedimiento para cambiar nada en el régimen constitucional existente. Así, si es incapai la Asamblea federal de modificar la Constitución o de derogar momentáneamente sus pre§> cripciones. ¿cómo concebir jurídicamente qua haya podido habilitar al Consejo federal para ejercicio de un poder que ella misma no posee Estas objeciones de orden orgánico y en cierto sentido técnico pueden presentarse bajo una segunda forma que las hace aun más apremiantes. En una democracia como Suiza, la doctrina que le presta a la Asamblea federal, y subsidiariamente al Consejo federal, el poder de librarse momentáneamente del respeto a las reglas constitucionales no tropieza únicamente con el texto de la Constitución, como se acaba de ver, sino que además parece inconciliable con el espíritu de esta última, es decir, con los principios, las tendencias y las tradiciones que forman la base misma de todo el régimen constitucional. Tanto desde el punto de vista jurídico como desde el punto de vista político,' la característica y la condición esencial de la democracia es que en ella sea el pueblo el órgano supremo del Estado, y esta supremacía orgánica del pueblo se manifiesta especialmente en el hecho de que la Constitución no puede' crearse ni revisarse sin la intervención y el asentimiento del cuerpo de los ciudadanos; por lo menos la sanción del pueblo es indispensable para la perfección de cualquier operación de orden constitucional. En Suiza, el espíritu democrático del régimen constitucional se desprende especialmente del hecho de que, hasta en lo que concierne a las Constituciones particulares de los cantones, la Constitución federal (art. 6) exige que se sometan a la aceptación formal del pueblo cantonal y que sean ratificadas por éste. Así, la Constitución forma, en la democracia helvética, la ley popular por excelencia, aquella en efecto por medio de la cual limita el pueblo la potestad de sus gobernantes y que determina en el Estado, por consiguiente, la esfera de acción reservada, en cuyo interior nada puede ser emprendido sin el concurso de la voluntad popular. Incluso en la democracia suiza se concibe que la Asamblea federal haya podido ser habilitada por la Constitución (art. 89 y ley federal de 17 de junio de 1874, arts. 1° y 2') para sustraer por medio de una declaración de urgencia algunas de sus resoluciones generales a la eventualidad de una petición de votación popular; pero lo que es admisible para las simples resoluciones no se concibe ya para las decisiones que tienen alcance constituyente. ¿Qué se diría de un Estado monárquico en que las asambleas elegidas emitieran la pretensión de modificar o suspender la Constitución fuera de toda intervención del monarca? Se diría con razón que semejante iniciativa de las asambleas, por lo mismo que lesiona a la más esencial de las prerrogativas del monarca, viene a socavar los fundamentos mismos de la monarquía. Otro tanto puede decirse de la resolución antes citada mediante la cual admite el Tribunal que la Asamblea federal podía sustraer al Consejo federal del respeto a las reglas constitucionales vigentes en la Confederación. Por cuanto dicha resolución concede a las autoridades federales la facultad de derogar la
342 Constitución evitando toda consulta popular, introduce en la democracia suiza una innovación que no tiende a nada menos que a modificarla esencialmente e incluso a destruirla, ya que substituye, en un punto capital, el régimen del gobierno popular directo por el principio del gobierno representativo. Pero esto no es todo. La innovación que resulta de la jurisprudencia del Tribunal federal no solamente altera el equilibrio democrático de Suiza, sino que además rompe otro equili-
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dido reulizarse sin obstáculos basta para probar que la Constitución, a rale respecto, no ha limitado la potestad del órgano legislativo. Esta es, brio, mo menos esencial en dicho país, y que es aquel que se halla establecido en él por los tMliix constitucionales y por un largo pasado histórico entre la Confederación y los cantones. Un rícelo, la Constitución federal no solamente se basa en la voluntad popular, sino que también loma su origen en la voluntad de los cantones y depende esencialmente de esta última. Hi'dijii lim términos del art. 123, ninguna modificación, ninguna lesión puede hacerse al régimen Constitucional de la Confederación sin el consentimiento de la mayoría de lbs cantones. Pin ln tanto, no se ve cómo las Cámaras federales, que son órganos de la Confederación y no ili< ln~ cantones, podrían, por su sola potestad, descartar o suspender la aplicación de los textos internacionales vigentes. Admitir que la Asamblea federal pueda tomar semejante inividual es desconocer el carácter federalista que entraña esencialmente la Constitución suiza, |inr rn/.ón de sus orígenes, de su contenido formal y de todo su espíritu; es sustituir pura y simplemente el federalismo por el estatismo unitario. En esto, también, la jurisprudencia establecida por la resolución de que se trata aparece preñada de consecuencias. Si? ha tratado en vano, para huir de estas objeciones fundamentales, de alegar (ver v.Wnldkirch, Die Notverordnungen im schweiz. Bundesstaatsrecht, tesis, Berna, 1915, pp. 21 ss., 71 »\.) que la Constitución federal, en su art. 2, asigna a la Confederación y por consiguiente * IIIK uutoridades federales, como " f i n " esencial, el mantenimiento de " l a independencia de la |mliia contra el extranjero" y el mantenimiento de " l a tranquilidad y el orden en el interior"; ili donde se saca la consecuencia de que, en tiempo de crisis y en caso de mayor necesidad, ln» autoridades federales están autorizadas para tomar libremente todas aquellas medidas imtiuordinarias cuya adopción se imponga para la salvación externa e interna del país; aun manilo esas medidas de salvación pública estuvieran en oposición con ciertas disposiciones r«|niiules del acto constitucional, las autoridades federales, al prescribirlas, no se colocan por rniimu de la Constitución, sino que, muy al contrario, dícese, no hacen con ello sino conformante fielmente a la misma Constitución y se mantienen estrictamente dentro de los límites dri KU potestad constituida, puesto que laboran por mantener, mediante medios apropiados, la «imiridad del país, lo que, según la misma Constitución, constituye el fin supremo de la Confederación y de la actividad estatal federal. Así pues, según esta doctrina, el art. 2 anteriormente citado, considerado como el punto culminante de la Constitución, habría de dominar, por la superioridad de su importancia, todos los demás textos constitucionales, no formando /•dios frente a él sino prescripciones subalternas, en el sentido de que su aplicación estaría condicionada por la necesidad de dar ante todo satisfacción completa al principio del art. 2, y de tal suerte que su eficacia se hallaría relegada y en suspenso cada vez que las circunstancias excepcionales, refiriéndose a los intereses vitales del país, hicieran indispensable el refuerzo de la ampliación de los poderes normalmente conferidos por la Constitución a las autoridades federales. Puede contestarse a toda esta argumentación que desnaturaliza el alcance del art. 2, por cnanto pretende transformar ese texto en una fuente de poderes constitucionales efectivos, eiiundo es así que el art. 2 se limita a definir los fines políticos para los cuales han sido creadas la Confederación y su Constitución (cf. Burckhardt, op. cit., 2» ed., pp. 45 ss.). Ciertamente, la disposición del artf 2 presenta una importancia de principios en lo que concierne a la determinación de los cometidos que incumben a las autoridades federales: en efecto, el lexto establece las direcciones maestras en las cuales debe orientarse el cumplimiento de estos cometidos. Pero, por lo demás, el art. 2 no puede aislarse del conjunto de la Constitución, al principio de la cual fué colocado, y este conjunto constitucional constituye, en Suiza como en todas partes, un todo indivisible, en el sentido de que los fines esenciales asignados por
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por lo demás, una observación cuya expresión se encuentra ahora cada vez con mayor frecuencia en la literatura. Incluso los autores que se resisten
la Constitución a las autoridades estatales deben perseguirse y alcanzarse por las vías, en lisformas y —como lo decía la Constitución francesa de 1791, título vil, art. l ' - r - "por los medid tomados dentro de la misma Constitución". La teoría que trata de distinguir, en el acto conititucional, textos de los cuales unos tendrían por objeto ejercer un imperio preponderante f absoluto, mientras que otros sólo tendrían un valor subalterno y condicional, parece ser en sí muy aventurada. Pero de todas maneras, e incluso si se demostrara la posibilidad de establecer semejante jerarquía de los textos, sería sin embargo indiscutible, por lo que se refiera ^a Suiza, que las disposiciones constitucionales que hacen depender de la voluntad expresa del ' pueblo y de los cantones cualquier modificación a la Constitución federal deben considerarse como partes esenciales y fundamentales del orden jurídico absoluto establecido por esta Constitución y no son susceptibles, por consiguiente, de relegarse entre aquellos textos de segunda clase que, según se dice, han de inclinarse, en caso de necesidad, ante el principio mayor del art. 2. ; Idénticas objeciones pueden oponerse a otra doctrina, sostenida en Suiza por hombres políticos y por algunos juristas (Burckhardt, Politisches Jahrbuch der schweiz. Eidgenossentchaft, vol. XXVIII, p. 10; cf. Jéze, Revue da droit public, 1917, pp. 228, 412 ss.) y que consiste en buscar las bases de justificación del régimen ilimitado de los plenos poderes en los textos constitucionales que determinan las competencias de las autoridades federales, particularmente en el art. 85-6', que encarga a la Asamblea federal tomar las medidas para la seguridad extt-' rior así como para el mantenimiento de la independencia y de la neutralidad de Suiza, y en el art. 102-8' y 9', que confía al Consejo federal análogo cometido. Estos textos, lo mismo que el art. 2, no se prestan a una interpretación que tendiese a determinar su alcance por vía de exégesis aislada, abstracción hecha del resto de la Constitución federal. No significan que las autoridades federales puedan prescribir ilimitadamente cualquier especie de medidas por el solo hecho de que estas medidas respondan, de un modo más o menos útil o apremiante, a las exigencias de la seguridad del país. Pero, naturalmente, deben los textos en cuestión, para su interpretación, mantenerse dentro del cuadro de las instituciones generales de la Constitución y apreciarse en sus relaciones con estas últimas. Al conferir a la Asamblea federal y al Consejo federal las competencias enumeradas en los arts. 85 y 102, entendió la Constitución, como cosa evidente, que dichas competencias se ejercerían bajo las condiciones y, por consecuencia también, en los límites que resulten de las instituciones orgánicas esenciales de la Confederación suiza. Corresponde desde luego a las autoridades federales cuidar de la seguridad de Suiza, pero por procedimientos que no se hallen en contradicción con el orden constitucional vigente. El art. 102 hasta tiene cuidado de explicarlo por lo que se refiere al Consejo federal, pues antes de enumerar las competencias conferidas a dicha autoridad, especifica que las "atribuciones y obligaciones del Consejo federal" que van a indicarse en lo que sigue del texto, sólo pueden ejercerse "dentro de los límites de la presente Constitución". En cuanto a la Asamblea federal, si bien el art. 85, que establece sus competencias, no recuetda de manera expresa el respeto debido por ésta al conjunto de la Constitución, existe sin embargo un texto que por sí solo bastaría para resolver imperiosamente la cuestión considerada por el
345 Tribunal federal en la resolución antes citada, y que era saber si la Asamblea federal puede, a título de medida extraordinaria de seguridad, conferir al Consejo federal plenos poderes, que llegasen hasta permitir a este último sustraerse a la observancia de las reglas formuladas por la Constitución federal. Este texto es el art. 71, el cual, colocado a la cabeza de toda la sección en que la Constitución de 1874 trata de la Asamblea federal, formula en principio que esta Asamblea, por más que haya sido erigida en auto-
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A admitir que las leyes puedan habilitar al reglamento para todo, se aproximan singularmente a esta observación cuando confiesan, como Jéze ililud Miprcma entre las autoridades federales, no puede sin embargo ejercer su potestad aiipriun sino "bajo reserva de los derechos del pueblo y de los cantones". Ahora bien, entre IIID derechos reservados por el acto constitucional al pueblo y a los cantones figura principalliimln el de ser consultados para toda modificación y, por consiguiente también, para toda dningurión de la Constitución federal. Las competencias atribuidas a las Cámaras federales por el art. 85 no pueden ejercerse, pues, si no es bajo reserva del principio del art. 71, que domina todo el sistema constitucional de la potestad de la Asamblea federal y que establece ••I limite infranqueable de esta potestad. El art. 71 determina así el alcance del art. 85-6', y i\r ln combinación de ambos textos se infiere que la facultad conferida a la Asamblea federal pmn tomar todas las medidas circunstanciales precisadas por las necesidades de la seguridad de Suiza sólo pueden moverse dentro de los límites de la Constitución vigente, porque la Amunlilea violaría los derechos del pueblo suizo y de los cantones si pretendiese, por su propia voluntad, dejar en suspenso reglas constitucionales que sólo pueden ser modificadas con su i'imiiirso. En estas condiciones es igualmente cierto que la Asamblea federal no puede habilitar al Consejo federal para que éste se coloque por encima de la Constitución federal. La Aimiiihlea federal puede evidentemente conceder al Consejo federal plenos poderes con relariúu ella misma, puesto que depende de ella, según la Constitución (art. 102-5') asignarle mediante sus leyes o resoluciones la ejecución de cometidos que, a falta de ley expresa o de MHoliiiión formal, dependerían de su propia competencia; en este sentido, puede ampliar las competencias del Consejo federal, pero no puede investir a dicho Consejo federal de plenos poderes con relación a la Constitución, puesto que la Constitución ya no depende de ella sola, HÍIIO también del pueblo y de los cantones. En definitiva, ni el art. 2 ni ninguna de las disposiciones de los arts. 85 y 102 pueden iirrvir de base a la doctrina que sostiene que en tiempo de crisis la Asamblea federal puede dispensarse a sí misma o dispensar al Consejo federal de la observancia de la Constitución. Este punto ha sido reconocido por lo menos por un autor (Hoerni, op. cit., pp. 23ssJ. Ha sido reconocido también por el mismo Tribunal federal, el cual, en la resolución antes citada de 14 de diciembre de 1915, confiesa que "la Constitución no contiene disposición formal en ese sentido", o sea en el sentido de la teoría de los plenos poderes ilimitados con respecto a la Constitución. El Tribunal federal podía haberse extendido más aún: hubiera debido reconocer que la Constitución contiene un texto que excluye la posibilidad de plenos poderes susceptibles de ejercerse con desconocimiento de las disposiciones que figuran en el acto constitucional y que forman en él la expresión de la voluntad suprema del pueblo y de los Estados cantonales. Este texto, como se ha visto anteriormente, es el art. 71. Debe observarse por otra parte que la tesis de los plenos poderes ilimitados, tal como ha sido admitida por el Tribunal federal, está condenada por la enormidad misma de las consecuen cias a que su aplicación podría conducir lógicamente. Si fuera verdad, como lo dice la resolu ción de 14 de diciembre de 1915, que mediante la concesión de los plenos poderes haya podido la Asamblea federal habilitar al Consejo federal para que éste se sustraiga a la Constitución, resultaría de ello que la potestad adquirida por el Consejo federal se habría hallado sin ninguna clase de límites de orden jurídico, y, por ejemplo, se ha dicho irónicamente que de este modo el Consejo federal hubiera podido hacer uso de la habilitación que le confería la Asamblea para disolver las Cámaras y constituirse en la única autoridad que hubiera subsistido en el Estado. ¿Cómo creer que la concesión de los plenos poderes pueda tener semejante significado? En resumen, seguimos ante el siguiente dilema: o bien la resolución que crea los plenos poderes ha tenido por efecto colocar al Consejo federal por encima de las reglas cons
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(Revue du droit public, 1908, p. 50), que "en ninguna parte enumera la ley constitucional las materias legislativas y las materias reglamentaria».
titucionales que pudiesen estorbar su acción, y en este caso no hay más remedio que convenir en que la Constitución suiza íntegra quedó inoperante durante el tiempo de guerra, o por el contrario, la creación de los plenos poderes no pudo tener el alcance de semejante alteración constitucional, pero entonces, para salvar a la Constitución federal en una cualquiera de sus partes, hay que reconocer que el Consejo federal de ningún modo y en ningún grado pudo ser dispensado de su observancia. En otros términos, el único modo de limitar la potestad del Consejo federal a este efecto es admitir que no pudo la Asamblea federal, con el nombre de plenos poderes, conferirle más facultades que aquellas que recibió ella misma de la Constitución vigente (cf. Jéze, loe. cit., p. 232). El mismo Consejo federal parece haberse rendido a veces a estas razones. En 1915, por ejemplo, para el establecimiento del impuesto de guerra como impuesto federal directo, el Consejo federal renunció a hacer uso de sus plenos poderes. En su mensaje de 12 de febrero de 1915, se explicó a este respecto recordando que " l a Constitución federal no autoriza a la Confederación a percibir impuestos directos aunque fuese bajo la forma de una contribución' de guerra cobrada de una vez por todas a título excepcional", y por consiguiente, reconoció que la vía normal para el establecimiento de dicho impuesto era la de una revisión constitucional, que confiriera a la Confederación el derecho a percibir un impuesto directo de guerra y que implicaría necesariamente la cooperación del pueblo suizo y de los cantones. Esta revisión, que consistía en la inserción en la Constitución federal de un nuevo artículo, 42 bis, para dicho efecto, se realizó mediante votación popular el 6 de junio de 1915. Puede decirse que el método seguido en este caso por el Consejo federal fué un homenaje que se rindió a la sana doctrina jurídica, que limita la extensión de los plenos poderes por el respeto debido a las reglas fundamentales de la Constitución. En favor de esta doctrina limitativa, se puede observar que incluso aquellas Constituciones contemporáneas que prevén y autorizan, en tiempo de crisis, el ejercicio de un poder excepcional de Notverordnung por ciertas autoridades estatales, tienen sumo cuidado de poner una limitación a dicho poder, limitación que consiste en la obligación de respetar, por lo menos, las reglas constitucionales vigentes. Este es por ejemplo el caso de Austria, donde el famoso art. 14 de la ley constitucional de 21 de diciembre de 1867 sobre la representación del Imperio, previendo que pudiesen sobrevenir "circunstancias urgentes", concedía al Emperador la facultad de tomar, por vía de ordenanzas y sin el concurso del Reichsrat, las medidas que las circunstancias hicieran "necesarias", pero el texto especificaba que la adopción de esas medidas se subordinaría "a la condición de que no se establecería ninguna modificación a las leyes constitucionales" (Dareste, Les constitutions modernes, 3* ed., vol. i, p. 437). Con mayor razón, esta última restricción debe aplicarse a Suiza, pues aquí la institución misma de las ordenanzas llamadas de necesidad es, en principio, completamente desconocida por la Constitución federal. Este nuevo punto, que fué puesto en claro por Hoerni, loe. cit., merece mencionarse. La Constitución de 1874, por más que haya sabido en ciertos aspectos prever las necesidades inherentes a los períodos de crisis (ver por ejemplo el art. 39, en su último párrafo, relativo a tiempo de guerra), no organizó en ninguna parte, para las autoridades federales, poder alguno especial de Notverordnung para el caso de acontecimientos excepcionales. Existe sin embargo una facultad que ha sido reconocida constantemente a la Asamblea federal por el art. 89 de la Constitución. Según dicho texto, se permite a la Asamblea estatuir bien sea por vía de leyes, bien por vía de resoluciones, y estas últimas, cualquiera que sea su alcance general o concreto, y a diferencia de las leyes, pueden sustraerse a la votación del pueblo, cuando tienen carácter de urgencia. El art. 2 de la ley federal de 17 de junio de 1874, relativo a las votaciones populares sobre las leyes y resoluciones federale
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por consiguiente, corresponde al Parlamento establecer si tal o cual materia es legislativa o reglamentaria". Otros autores admiten francamente especifica además que a la Asamblea federal es a quien corresponde declarar si la resolución que adoptó reviste carácter de urgencia. Se desprende de estos textos que en las circunstancian turbulentas que exijan la adopción de rápidas medidas, la Asamblea federal posee el poder de tomar dichas medidas, generales o particulares, y según el art. 89, este poder de la Asamblea se desarrolla en contra del pueblo, que en dicho caso no puede exigir que se oiga nú voz. Algunos autores suizos han creído poder inferir de esto que el art. 89 establece implícitamente la institución de los Notverordnungen en favor de la Asamblea, que, según ellos, se ((invierte así en titular especial del derecho a emitir las ordenanzas de necesidad (Bossard, op. cit., pp. 140 ss., Hiestand, op. cit., pp. 86 ss.; Guhl, op. cit., p. 93; ver, sin embargo, Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 719, que sostiene que la facultad, para la Asamblea general, de decidir que una resolución tiene carácter de urgencia, no debe servir para sustraer del referéndum, de una manera subrepticia, aquellas prescripciones que por su naturaleza intrínseca, o sea por razón de su "alcance general"', deben estar sometidas a él). Sin embargo, importa observar que el poder de declarar urgente una resolución no está reservado a la Asamblea federal únicamente en el caso de acontecimientos excepcionales, sino que es una facultad que le está concedida en todas circunstancias. Por lo mismo, parece que este poder no puede depender de la institución de los Notverordnungen, ya que ésta, como su mismo nombre lo indica, sólo se admitió en algunos países para funcionar en circunstancias extraordinarias. Por, el contrario, la facultad atribuida por el art. 89 a la Asamblea federal presenta los caracteres de un poder normal, y no de una competencia exorbitante del derecho común. Esta última observación ofrece gran interés por lo que se refiere al hecho de saber si puede la Asamblea federal, en caso de crisis, dictar resoluciones que suspendan ciertos artículos de la Constitución. En efecto, desde el momento en que el art. 89 se toma como base de las resoluciones urgentes que pueden presentarse en tiempos excepcionales, es evidente que dicho texto no proporciona a la Asamblea federal, para ese período especial, poderes más amplios de los que pueda conferirle en tiempo ordinario, pues el texto no hace ninguna distinción de ese género. Ahora bien, en tiempo normal a nadie se le ocurriría pretender que pueda la Asamblea, bajo pretexto de urgencia, dictar resoluciones que derogasen las reglas de la Constitución o que suspendieran la aplicación de las mismas. El art. 89 desliga debidamente las resoluciones que se declaran urgentes de la condición del referéndum, pero no las libera de las demás reglas o instituciones constitucionales. Se infiere de ello que en tiempo de crisis el art. 89 tampoco permite a la Asamblea federal tomar mediante resolución, ni siquiera a título excepcional, medidas que pudieran lesionar la Constitución o que paralizasen momentáneamente la vigencia de sus disposiciones. Nos vemos, pues, traídos de nuevo, en el terreno del art. 89, a las conclusiones que, en la primera parte de la presente nota, han sido expuestas, en contra de la resolución antes citada del Tribunal federal, de los principios generales del derecho público de Suiza. Estas conclusiones, por otra parte, se ven corrobaradas por el art. 121 de la Constitución federal, que establece que cualquier modificación a la ley constitucional debe realizarse "dentro de las formas establecidas para la legislación federal", lo que excluye igualmente, para esta materia, el empleo por la Asamblea federal de la forma de resolución. (Respecto a este último punto, ver sin embargo, en sentido contrario, a Burckhardt, loe. cit., p. 818; Guhl, op. cit., pp. 22, 26 y 41.) Manteniéndose siempre en el terreno del art. 89 y por razones análogas a las que se han expuesto anteriormente, es conveniente añadir que la Asamblea federal no podría hallar en la Constitución federal disposición alguna que le permitiese modificar una ley federal por vía de resoluciones declaradas de urgencia, y libres, como tales, de la eventualidad de un referéndum. En principio, es decir, en tiempos corrientes, la facultad concedida a la Asamblea
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que en ausencia de textos constitucionales que tracen una línea de demarcación cualquiera entre la esfera reservada como propia de la legislación para estatuir, unas veces en forma de ley, otras veces en forma de resoluciones, debe entenderse, y se entiende efectivamnte por los autores (Burckhardt, loe. cit., p. 718; Hoemli op. cit., pp. 41 ss.; ver, sin embargo, Guhl, op. cit., p. 68), en el sentido de que una ley federal no puede modificarse correctamente más que mediante una nueva ley; lo que se estatuyó en forma legislativa, es decir, con la sanción expresa o tácita del pueblo, no puede sufrir cambio o derogación sino por medio de un acto legislativo propiamente dicho, que implique su vez la sanción popular. Si se pretendiera, pues, deducir del art. 89, para la Asamblea federal, el poder de emitir, por vía de resoluciones declaradas urgentes, Notverordnungen, habría que reconocer que estas resoluciones ni pueden ir contra leyes federales vigentes ni pueden lesionar las reglas de la Constitución, pues ni el art. 89, ni tampoco otro texto alguno de la Constitución prevé para el caso de necesidades extraordinarias derogación alguna al principio normal de la subordinación de las resoluciones, aun urgentes, a las leyes. Finalmente, se debe observar, con referencia al art. 89, que no contiene la Constitución suiza, en relación con los casos de urgencia, disposiciones especiales más que en lo que concierne a las esoluciones que provienen de la Asamblea federal. En cuanto al Consejo federal, ningún texto prevé para los casos extraordinarios ampliación alguna de los poderes que regularmente le corresponden en materia de ordenanzas (ver, sin embargo, el art. 102-11°). A pesar de los esfuerzos tendenciosos llevados a cabo en Suiza para establecer la existencia de un derecho de A'oíverordnung en favor del Consejo federal (v. Waldkireh, op. cit., pp. 20 ss.), no hay más remedio que negarle a este último todo poder especia] de este género. Especialmente no está habilitado el Consejo federal por la Constitución a prevalerse del caso de necesidad para tomar por sus propias resoluciones medidas que son de la competencia de la Asamblea federal. Sólo podría tomar semejantes medidas en ejecución de una ley o de una resolución mediante las cuales la Asamblea le hubiera habilitado para ello. Y ya se entiende que la Asamblea federal no puede, por sus propias leyes o resoluciones, conferir al Consejo federal el poder, del cual ella misma carece, de colocarse por encima de la Constitución. Así pues, no solamente no existe ningún texto que permita a la Asamblea federal o al Consejo federal emitir, en caso de crisis o a título excepcional, Notverordnungen sustraídos a la observancia de la Constitución, sino que la misma institución de ordenanzas de necesidad, en realidad, no tiene ninguna base en la Constitución federal. Esto no puede sorprender, ya que dicha institución no es de las que puedan situarse fácilmente en un Estado democrático como Suiza (ver, sin embargo, las Constituciones del cantón de Berna, art. 39, y del cantón de Turgovia, art. 39-9Q). La teoría de los Notverordnungen se ha desarrollado en Alemania, donde tiene su base en los principios del derecho monárquico alemán. Al conceder al monarca el poder de dictar por sí solo y sin el concurso del Parlamento las ordenanzas de emergencia, las Constituciones de los Estados alemanes, después de todo, no hacen más que reforzar el poder de un jefe del Estado que ya es normalmente, según el derecho constitucional establecido en el país, el órgano supremo capaz de emitir la más alta voluntad estatal. Se produce así un aumento excepcional y momentáneo de potestad en provecho del monarca, pero no se opera cambio alguno en el carácter en que el monarca ejerce su poder. Muy diferente es la cuestión del poder de Notverordnungen en la democracia, ya que en ella no se trata de nadamenos que de despojar al pueblo de su potestad constitucional, pues la autoridad investida de la facultad de dictar en tiempo de crisis ordenanzas fundadas en su única voluntad se erige así, durante ese período, en órgano supremo, reemplazando al cuerpo de ciudadanos, de donde se infiere una alteración completa, aunque pasajera, en el edificio constitucional de la democracia
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y la de los decretos reglamentarios, el Parlamento es dueño de regular, como mejor lo entienda, aquellas habilitaciones que confiere al Presidente.
A falta de una base constitucional, se ha intentado justificar jurídicamente el sistema iic los plenos poderes atribuidos o conferidos al Consejo federal en 1914 mediante una argumentación fundada en lo que se llamó el "estado de necesidad". Esta teoría del estado de necesidad ha sido desarrollada en Suiza por Hoerni (op. cit., pp. 1 ss.) Existe estado de necesidad, según este autor (p. 12), cuando circunstancias de fuerza mayor colocan al Estado en la imposibilidad de conformarse a las exigencias del orden constitucional vigente para efectuar, en el derecho positivo, modificaciones que estas mismas circunstancias hacen indispensables. En semejante caso, los intereses superiores del Estado no pueden sacrificarse a cuestiones de observancia de las formas; esto ocurre sobre todo cuando el Estado se halla amenazado hasta en su conservación. De la misma necesidad surge para el Estado un derecho II tomar las medidas de seguridad que demandan los acontecimientos (ibid., p. 8). Poco importa que dicho derecho haya sido o no establecido por la Constitución y que ésta se haya cuidado o no de regular sus condiciones de ejercicio o designar los órganos que habrán de realizarlo. Este derecho de necesidad existe independientemente de toda previsión en las leyes escritas. En efecto, es inherente a la misma existencia del Estado, (p. 18). Se trata de un estado de legítima defensa, y por lo mismo de "un derecho natural" (ibid.). Especialmente en la Confederación suiza, donde no se organizó el "derecho de necesidad constitucional". iy legítimo hacer funcionar y aplicar, en caso de necesidad, el "derecho de necesidad natural" (p. 50). A condición de hacer caso omiso de las preocupaciones de orden estrictamente jurídico, esta argumentación es indudablemente muy sensata. Nadie puede negarle al Estado, en caso de grave peligro, el recurso de hacer uso, para su conservación, de medios que estén a la altura de las circunstancias. Sólo que es conveniente reconocer que el empleo de esos medios se desarrolla en un terreno que no es ya el del derecho propiamente dicho. Aunque en semejante circunstancia los órganos del Estado cuidasen de no recurrir a los medios irregulares, sino en la medida más reducida y se esforzasen, por lo demás, en mantener el orden jurídico preestablecido, no por ello deja de ser cierto que, en la medida misma en que .sus iniciativas se despliegan fuera o en contra de las prescripciones constitucionales o legislativas vigentes, estas iniciativas, sea la que fuere la gravedad de los acontecimientos que las han hecho indispensables, quedan desprovistas de regularidad jurídica y pierden por lo tanto el carácter de medios jurídicos para revestir exclusivamente el carácter de medios de hecho o de necesidad. Derecho y necesidad son dos términos que se excluyen, en el sentido de que la necesidad, si es suficiente para justificar de hecho el recurrir a medios improvisados, no basta para conferir a estos medios la corrección y el valor de medios legales. En la esfera de actividad de los individuos, es cierto que en razón del estado de necesidad ciertos medios de salvaguardia, corrientemente prohibidos, adquieren, bajo el nombre de legítima defensa, carácter de medios de derecho; pero lo que convierte a la legítima defensa en un procedimiento jurídico es precisamente el hecho de que se autoriza y legitima, en ciertos casos excepcionales, por las prescripciones de la ley positiva. Asimismo en el sistema moderno del Estado de derecho no pueden concebirse como medios de derecho para la defensa de los intereses estatales sino aquellos que la Constitución o las leyes pusieron a disposición de las autoridades constituidas. ¿Por qué, entonces, obstinarse en decorar con colores jurídicos lo que sólo son expedientes de
353 hecho impuestos por necesidades ineluctables? Antes que malgastarse así en vanos esfuerzos para demostrar la posibilidad de un "derecho" estatal que existiera al margen e incluso en contra del verdadero derecho, ¿na sería mejor reconocer simplemente que existen casos en que el derecho orgánico del Estado está condenado a sufrir un eclipse o una suspensión, porque sus prescripciones no siempre e indefinidamente proporcionan medios regulares
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respecto de las materias que devuelve a este último (Moreau, op. cii., p. 195; Hauriou, n. .sub Consejo de Estado, 6 de diciembre de 1907, Sirey,
que permitan hacer frente a todas las eventualidades y porque a veces los hechos pueden más que los principios constitucionales? En donde el derecho vigente no es ya suficiente para proveer a necesidades que no supo prever, no puede tampoco imponer su imperio de un modo irresistible. Este parece haber sido también el sentir del pueblo suizo con respecto a la cuestión de los plenos poderes. Por poco conforme que fuese el régimen de los plenos poderes con el espíritu y las tradiciones de la democracia helvética, la opinión general no solamente toleré, sino que en resumidas cuentas ratificó tácitamente, por su actitud con respecto a las decisiones tomadas, la concesión de los plenos poderes que resultaban de la resolución de 3 de agosto de 1914 y, en un amplio grado, el empleo que de los mismos había hecho el Consejo federal (Hoerni, op. cit., pp. 66 ss.; Jéze, loc. cit., pp. 266 ss., 404 as.). El pueblo suizo estimó indudablemente que ante la gravedad de los riesgos que para él originaba la guerra europea y por razón de la insuficiencia de medios ofrecidos por la Constitución a las autoridades federales para prevenir dichos riesgos, la consideración de la salvación pública, en la medida de las necesidades del momento, debía tener primacía sobre los argumentos de orden simplemente formal que se desprendían del derecho positivo vigente. Si pudo el pueblo suizo, por esas razones, acomodaras a un régimen de semi-dictadura, no ha de ser el jurista quien le llame la atención respecto de este extremo, ya que, después de todo, en un asunto que ponía en juego en tan alto grado sus intereses políticos, era el pueblo mismo el mejor juez de los sacrificios de libertades constitucionales que le convenía consentir para salvaguardar esos intereses. Considera da en este último aspecto, la cuestión de los plenos poderes, de la legitimidad de su con cesión, de la oportunidad de las medidas tomadas en virtud de dicha concesión por el Consejo federal, se muestra como una Cuestión de orden político más bien que jurídico. También el Tribunal federal parece haberse adherido, en. cierta medida, a esta manera de ver. Si la tesis jurídica adoptada por la resolución antes citada de 14 de diciembre de 1915 parece frágil, en cambio es difícil desconocer el acierto de aquellos considerandos de dicha resolución por los cuales el Tribunal federal, afrontando la cuestión de saber “si en el caso particular el Consejo federal tenía razones suficientes para salirse del cuadro marcado por la Constitución”, responde que, sobre semejante problema, “la autoridad judicial no puede arrogarse el derecho de decidir”, pero que “es la autoridad política por sí sola (es decir, en último término, la Asamblea federal, actuando en virtud de su poder de control establecido por el art. 5 de la resolución de 3 de agosto de 1914), la que juzga de la necesidad de las medidas” ordenadas. Así pues, por razón de la naturaleza política del problema formulado, el Tribunal federal se excusa. Hay una última cuestión, de orden francamente político, que ha sido tomada en consideración y por cierto resuelta negativamente por la resolución del 14 de diciembre de 1915: la de saber si le corresponde al Tribunal federal apreciar la constitucionalidad de las ordenanzas del Consejo federal, cuando éstas han sido dictadas en virtud de poderes ilimitados conferidos por la Asamblea federal. Según los términos del art. 113 de la Constitución federal, el Tribunal federal tiene que “aplicar las leyes votadas por la Asamblea federal y las resoluciones de dicha Asamblea que tienen un alcance general”. Esto implica que no es preciso averiguar si esas leyes o resoluciones son o no conformes a la Constitución. Sin que tengamos que recurrir aquí a la idea
355 de la delegación de potestad legislativa (como lo hace la resolución de 14 de diciembre de 1915), se puede, pues, deducir del art. 113 que el Tribunal federal tampoco tiene el poder de apreciar la constitucionalidad de las medidas tomadas por el Consejo federal, cuando dichas medidas son dictadas en virtud de y conforme a los términos de las
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1908,3. 2; Cahen op. cit., pp. 247 Ss.; Raiga, op. cit., pp. 152 ss.). Final-mente, Duguit (Traité, vol. u, p. 461) reconoce que de hecho es reglahabilitaciones que le han sido conferidas por una ley o por una resolución general de la Asamblea federal; pues, como se ha dicho anteriormente (p. 556), el examen de la constitucionalidad del acto realizado en estas condiciones por el Consejo federal equivaldría a poner en tela de juicio la validez de las prescripciones y autorizaciones emitidas por la Asamblea federal misma. Esta es también la conclusión a la que se adhiere, en la resolución muchas veces citada, el Tribunal federal. Por lo tanto, según esta primera doctrina, el cometido de la autoridad judicial en este caso consistiría simplemente en asegurarse de que la resolución formulada por el Consejo federal a consecuencia de una habilitación recibida de la Asamblea federal no sobrepasa los poderes contenidos en dicha habilitación.
Debe considerarse sin embargo que esta primera opinión no es la que, antes de 1914, prevalecía en la literatura suiza. Los autores se habían atenido al texto formal del art. 113, el cual, al no pronunciar la exclusión del control jurisdiccional del Tribunal federal sino respecto de las leyes y resoluciones generales votadas por la Asamblea federal, da claramente a entender que las resoluciones u ordenanzas del Consejo federal quedan, por el contrario, sometidas a dicho control. Por ello Burckhardt (op. cit., 2’ ed., p. 803) declara de una manera absoluta, y sin reserva alguna, que las ordenanzas del Consejo federal no obligan al Tribunal federal, al tener éste el poder de examinar si se hallan conformes a la Constitución (cf. Schollenberger, Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, p. 563; Hoerni, op. cit., p. 151). En el mismo sentido, Bossard (op. cit., pp. 172 y 173) hace observar, no sin cierta lógica, que la Constitución suiza ha establecido cierto paralelismo entre los principios consagrados por el art. 113 y las condiciones en las cuales funciona la institución del referéndum. Es fácil explicarse que los actos legislativos o las resoluciones generales de la Asamblea federal se sustraigan a todo examen de constitucionalidad ante el Tribunal federal, ya que unos y otros —salvo no obstante el caso de urgencia, en lo que concierne a las resoluciones generales— han sido, al menos, sometidos al referéndum facultativo y han recibido así el asentimiento del pueblo, suprema autoridad en materia constituyente. No se puede decir otro tanto de las ordenanzas del Consejo federal, sobre todo cuando, como ocurre en el caso a que se refiere la resolución anteriormente citada, estas ordenanzas han sido formuladas en virtud de una resolución de la Asamblea federal que había sido a su vez sustraída a la posibilidad de una votación popular. El hecho de que, en un caso de este género, la garantía del referéndum y la garantía de una comprobación jurisdiccional de constitucionalidad falten a la vez no parece ser a propósito para facilitar la aceptación de la solución admitida en este punto particular por la resolución de que se trata.
A pesar de estas objeciones, se puede reconocer, sin embargo, el fundamento exacto de esta solución. No precisamente, como lo han pretendido algunos (y. Waldkirch, op. cit., pp. 101 y 102; Hoerni, op. cit., pp. 153 ss), porque la resolución sobre los plenos poderes del 3 de agosto de 1914 hubiera tenido por efecto, al sustituir el Consejo federal a la Asamblea federal, conferir a las ordenanzas del primero naturaleza de ley, lo que las beneficiaría con la exención del control jurisdiccional asegurado a las leyes por el art. 113. Esta explicación, que sólo es una variante de aquella otra tomada de la idea de delegación de potestad legislativa, no resiste a una observación que es a la vez capital y elemental recordar aquí y que se deduce del concepto mismo de la ley. Por muchos esfuerzos que se haga, en efecto, para asimilar a las leyes las ordenanzas formuladas por el Consejo federal en virtud de poderes “delegados”, por amplias que
357 se las suponga, no se llegará nunca a demostrar que un acto del Consejo federal puede ser un acto legislativo. Pues la ley, según la Constitución suiza (art. 85-2’ y art. 89), por definición misma, no puede emanar más que de la As federal. En cuanto al Consejo federal, no le es posible crear otra cosa que resoluciones u
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mentario hoy día, en derecho público francés, que “siempre pueda el legislador, en una materia cualquiera, conceder al gobierno competencia para hacer un reglamento”.25
En cuanto a las influencias que llevan a las asambleas a valerse cada vez más del reglamento y especialmente del reglamento de administración pública, proviene de múltiples causas. Ante todo es el fenómeno, frecuentemente señalado (Berthélemy, loc. cit., vol. xv, p. 6), del aumento tan considerable de la reglamentación estatal. Al no poder, por sí solo, bastarse para esta reglamentación, que ha llegado a ser tan abundante y minuciosa, ha tenido el Parlamento, en casos cada vez más numerosos, que recurrir al poder reglamentario del jefe del Ejecutivo y descargar en éste las labores que no conseguía realizar él mismo. Por otra parte, existen en la reglamentación contemporánea, por razón misma de su minucioso deordenanzas. La Asamblea federal puede, desde luego, en virtud de la obligación que tiene el Consejo federal de ejecutar sus mandamientos legislativos (art. 102-5’), habilitar a este último para que estatuya respecto de materias que, sin dicha habilitación, hubieran sido de la competencia del órgano legislativo; no depende de ella, y hasta le es radicalmente imposible, hacer que las decisiones tomadas en esas condiciones por el Consejo federal, cualesquiera que fuesen su objeto y su contenido, sean actos provenientes de la autoridad legislativa y adquieran la natura leza propia de los actos que son obra de dicha autoridad. Desde este punto de vista, pues, los actos realizados en virtud de los plenos poderes siguen siendo, a despecho de su contenido mate rial, resoluciones u ordenanzas del Consejo federal, que, como tales, deberían quedar bajo la apreciación del Tribunal federal. La verdadera razón para sustraer esos actos al examen jurisdiccional del Tribunal federal es la que se ha expuesto anteriormente (p. 556). Se deduce del carácter ilimitado, de los plenos poderes en virtud de loa cuales han sido realizados tales actos. Desde el momento en que el Consejo federal recibió de la resolución del 3 de agosto de 1914 habilitaciones que excluían totalmente cualquier especie de limitación, es claro que ninguna de las medidas tomadas por él a consecuencia de dicha concesión puede ser impugnada como excediéndose de sus poderes. El Tribunal federal no hubiera podido pronunciar la no aplicación de una de esas medidas más que con la condición de probar que la Asamblea federal misma había ido más allá de sus poderes al conceder autorizaciones que ni siguiera salvaguardaban la intangibilidad de la Constitución. En otros términos, no era posible impugnar la decisión del Consejo federal sin impugnar al mismo tiempo la resolución de 3 de agosto de 1914 en ejecución de la cual había sido tomada esta decisión. Ahora bien, la resolución inicial de 3 de agosto de 1914 era una de estas resoluciones provenientes de la Asamblea federal y con un alcance general respecto de las cuales especifica el art. 113 que queda prohibido entablar una discusión crítica ante el Tribunal federal. Esto equivale a decir que no subsistía ninguna posibilidad de recurso ante el Tribunal federal contra las decisiones emitidas por el Consejo federal en virtud de sus plenos poderes (cf. Hoerni, op. cit., p. 155). 25
Duguit (loc.. cit.) presenta esta “regla” como el resultado de una “evolución” que, según él, “se produce actualmente en nuestro derecho constitucional” Realmente, esta regla no es una novedad; tampoco es el producto de una evolución que se hubiera operado por fuera y, por consiguiente, en contra de la Constitución de 1875. No es sino la consecuencia normal y el desarrollo natural de los principios formulados por la misma Constitución; deriva particular
359 mente del hecho de que la Constitución sólo ha determinado la materia eventual de los regla mentos presidenciales por la idea de ejecución de las leyes.
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sarrollo, ciertos detalles técnicos cuya fijación exige conocimientos profesionales que el Parlamento no puede poseer con completa perfección, siendo pues natural que confíe la elaboración de estas reglas especiales a los agentes y oficinas competentes, para que éstos preparen un proyecto de reglamento que será decretado después por el jefe del Ejecutivo. Finalmente, bien podría darse el caso de que una de las causas profundas de la multiplicación de los reglamentos de administración pública haya de buscarse —como acertadamente observa Hauriou (nota antes citada, Si rey, 1908, 3. 2)— en el hecho de que, bajo la Constitución de 1875, el Consejo de Estado ya apenas participa en la confección de las leyes; y sin embargo la intervención de esta alta asamblea en el examen de las cuestiones de legislación, y su concurso para la delicada redacción de ciertos textos, no dejan de ser tan deseables actualmente como en el pasado. Pa rece como si el Parlamento se hubiera dado cuenta de ello y que fuera éste uno de los motivos por los cuales recurre tan frecuentemente al reglamento de administración pública, que es deliberado en Consejo de Estado.
Algunos autores, para explicar el desarrollo que en la práctica ha adquirido el reglamento de administración pública, y también para determinar la relación constitucional que existe entre esta clase de reglamento’ y la ley, han pretendido que esta práctica se funda en una idea de colaboración y de asociación entre el Parlamento y el gobierno. Esta idea, dícese, se halla conforme con el espíritu del régimen parlamentario, que es esencialmente un régimen de entendimiento entre el órgano legislativo y el órgano gubernamental, y también un régimen que implica su cooperación en labores comunes. Así es como participa el gobierno en la confección de la ley mediante la iniciativa y por el papel que desempeña en su discusión. Igualmente colaboran las Cámaras en el reglamento por la invitación que dirigen al Presidente con vistas a su redacción, y por las atribuciones de competencia que le consienten a este efecto. Tal es el punto de vista que expone Duguit (L’État, vol. u, pp. 343 ss.) y que defiende igualmente Hauriou (Précis, 6 ed., p. 309; cf. 8 ed., p. 67, y nota varias veces citada en Sirey, 1908) 26 Este último autor resume su doctrina a este respecto diciendo que el reglamento de administración pública, como la ley, es “el resultado de un pacto” entre el legislador y el Ejecutivo. Pero estas teorías tienen el defecto de ser algo vagas y de no dilucidar, jurídicamente, la naturaleza del lazo que liga al reglamento con la ley. Sin contar con que la idea de pacto entre el gobierno y el cuerpo legislativo, que son órganos de una sola y misma persona jurídica, el Estado, es, en derecho, de una corrección harto dudosa (ver n° 279, infra) 26
En sentido contrario, Moreau, op. cit., p. 209, dice: “La ley se hace con la colaboración del gobierno... El reglamento no se hace más que por una sola de las autoridades públicas... Es obra exclusiva del gobierno.”
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Desde el punto de vista jurídico, la idea esencial que conviene hacer resaltar no es la de colaboración o de entendimiento común, sino precisamente de habilitación otorgada superiormente por la ley al Presidente. Y, por otra parte, al reducir los poderes del gobierno a un cometido general de ejecución de las leyes, lejos de orientarse en el sentido de una asociación igualitaria entre el gobierno y las Cámaras, la Constitución francesa se aproximó más bien al régimen gubernamental que convierte al Parlamento en órgano supremo y preponderante, que impone altamente sus voluntades al Ejecutivo (cf. núms. 29 ss., mfra). 205. Al menos, con la condición de fundarse en una ley que ejecuta. es decir, mediante una habilitación consagrada por un texto legislativo, el reglamento puede adoptar toda clase de medidas, puede realizar todo aquello que hubiera podido realizar la ley misma, ya que la Constitución no establece límites para la potestad reglamentaria en sí. Hay que fijar bien la atención, por otra parte, respecto al alcance de esta afirmación. No significa sin duda que, por el solo hecho de que el Presidente haya sido encargado de hacer un reglamento de administración pública sobre algún objeto determinado adquiera con pleno derecho, para la reglamentación de dicho objeto, todos los poderes que corresponden al cuerpo legislativo. Por ejemplo, del hecho de que la ley hubiera recurrido a un reglamento destinado a crear derecho aplicable a los ciudadanos no resultaría que el decreto dictado en ejecución de esta delegación pueda sancionar las obligaciones que impusiera a los particulares mediante penalidades que estableciera por su propia iniciativa.27 Pero cuando la ley, al mismo tiempo que prescribe un reglamento respecto de una materia de terminada, especifica que dicho reglamento podrá dictar medidas policía cas, penales, fiscales u otras, el jefe del Ejecutivo se hace competente para tomar aquellas medidas que el texto legislativo autorizó de esa manera, por más que sean estas medidas, en principio, de la competencia de la legislación.
Esta idea de que el reglamento de administración pública puede crear penas o impuestos es considerada por Berthélemy (loe. cit., p. 324) como una especie de monstruosidad constitucional. Si la Constitución, dice este autor, hubiera admitido realmente, para el legislador, la posibi27. En este sentido, pero únicamente en este sentido, Duguit (Traité, vol. II, pp. 463 y 464) tiene razón cuando dice que “la invitación expresa dirigada al gobierno para hacer un reglamento de administración pública en nada aumenta los poderes de dicho gobierno, y por consiguiente sólo puede inscribir en este reglamento aquellas disposiciones que hubieran podido figurar en un reglamento complementario dictado espontáneamente”. Debe entenderse por esto que la invitación al reglamento no significa para el Presidente, por sí sola, el origen de un aumento de poderes. Otro sería el caso si a esta invitación se añadiesen habilitaciones especiales para tomar tales o cuales medidas que fueran más allá de la competencia habitual del jefe del Ejecutivo.
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lidad de habilitar al Presidente para dictar penas o impuestos, no hubiera dejado de establecer, por lo menos, ciertos límites a la potestad presidencial en semejante materia.
362 ¿Cómo creer, en efecto, en el sistema general del derecho francés, que puede el Presidente, ilimitadamente, crear nuevos impuestos o dictar penalidades? ¿Podría admitirse, por ejemplo, que dictara penas privativas de libertad? Es evidente, en efecto, que las tradiciones políticas establecidas en Francia desde 1789 serían obstáculo para que el gobierno pudiera ejercer normalmente poderes tan considerables, y desde luego, no es muy vero símil que las Cámaras consintieran en concederle tales prerrogativas. Pero, por otra parte, es indudable que los textos constitucionales vigentes no excluyen de ningún modo la posibilidad jurídica de habilitaciones legislativas referentes a penas o a impuestos. Y además, si no es de desear que el gobierno reciba habilitaciones que lleguen hasta el poder de decretar la prisión o de modificar el régimen de impuestos, puede ser útil, a ve ces, que la ley lo autorice a regular o a instituir cierto impuestos o a sancionar mediante determinadas penalidades ciertas disposiciones de sus reglamentos. Precisamente, la práctica ofrece algunos ejemplos de reglamentos de administración pública que han establecido impuestos o penas. Berthélemy (loe. cit., pp. 325 ss.) niega que ningún decreto presidencial haya contenido jamás semejantes prescripciones, y se esfuerza por demostrar que ciertos reglamentos, de los cuales se dice comúnmente que han creado impuestos o penas, no han tenido en realidad ese alcance. Pero, fuera de los casos que discute dicho autor, existen otros muchos en que es indiscutible que las leyes han autorizado al jefe del Ejecutivo a emitir disposiciones fiscales o penales. Así, Duguit (Traité, vol. u, pp. 457-458) cita diferentes casos en que el gobierno ha establecido impuestos por decreto; Moreau (op. cit., pp. 186 ss.) enumera gran cantidad de textos legislativos que han autorizado al jefe del Ejecutivo a crear impuestos y penas; Cahen (op. cit., pp. 265 ss.) y Raiga (op. cit., pp. 164 ss.) señalan ejemplos del mismo género. Y de un modo general, sin que sea necesario entrar en el examen especial de tal o cual de dichos casos, se reconoce hoy, por el conjunto de la teoría, que en principio no hay nada en la Constitución que se oponga a que pueda el reglamento de administración pública, si tal es la voluntad expresada por el legislador, dictar disposiciones fiscales o penales (Laferriére, op. cit., 2a ed., vol. II, p. 11; Ducrocq, Cours de droit administratif, 7a ed., vol. i, p. 85; Hauriou, op. cit., 8a ed., pp. 61-62).
Esta opinión, que ya había sido consagrada por dos resoluciones de la Corte de Casación, frecuentemente recordadas, de 12 de agosto de 1835, parece haber sido adoptada también por el Consejo de Estado. En efecto, dicho Consejo de Estado, por la resolución antes citada de 6 de diciembre
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de 1907, declara que los reglamentos de administración pública “entrañan, en toda su plenitud, el ejercicio de ios poderes que le han sido conferidos al gobierno por el legislador”. Y en las conclusiones presentadas sobre el asunto que motivó esa resolución, el comisario del gobierno, Tardieu, por su parte, había dicho de la manera más categórica, teniendo buen cuidado de oponer su tesis a la de Berthélemy y Esmein, respecto de este
363 punto: “Cada vez que el legislador, al ordenar al poder ejecutivo que haga un reglamento para completar determinada ley, dispone en términos expresos que, en dicho reglamento, podra el gobierno fijar penalidades,, formular reglas de competencia, establecer un impuesto, cosas todas estas que no podría realizar en virtud de sus poderes normales, estimamos que dicha disposición se impone y debe prestársele obediencia”. Tardieu ofrece para ello una doble razón: por una parte, la autoridad gubernamental está obligada a ejecutar las órdenes que recibe de la ley, y por otra parte, los tribunales, al no deber discutir las leyes, están obligados igualmente a aplicar todas las disposiciones tomadas por decreto en ejecución de un texto legislativo (ver las conclusiones de Tardieu en Sirey, 1908,3.4). Ambos motivos son, uno y otro, exactos. Pero la principal razón que conviene presentar para, demostrar la posibilidad de habilitaciones legislativas que autoricen al reglamento a dictar penas e impuestos es que, en el estado actual de los textos constitucionales, estas materias no se encuentran reservadas por la Constitución al poder legislativo. Se trata, indudablemente, de materias legislativas, pero, como observa Moreau (op. cit., p. 209; cf. Caben, op. cit., pp. 266 ss.), son legislativas en virtud de las leyes, pero no en virtud de la Constitución. Por lo que se refiere a las penas, el único texto que, al presente, reserva su establecimiento a la legislación es el art. 4 del Código penal, que dice: “Ninguna contravención, ningún delito, ningún crimen pueden ser castigados con penas que no estuvieren pronunciadas por la ley antes de que se hayan cometido”. Este artículo sólo funda una regla legislativa, pero carece del valor de texto constitucional. Lo mismo ocurre con la regla que exige el voto de las asambleas legislativas para el establecimiento de impuestos y contribuciones públicas. Esta regla, dice Esmein (Éléments, 5a ed., pp. 897-898), “es uno de los puntos esenciales de la libertad moderna”. Pero este autor reconoce que ya, hoy día, no se encuentra escrita en los textos constitucionales. Por mucho tiempo estuvo formulada en ellos de una manera expresa. La Constitución de 1791 la consagraba en dos lugares: “Las contribuciones públicas serán discutidas y fijadas cada año por el cuerpo legislativo” (tít. y, art. 1v). “La Constitución delega exclusivamente en el cuerpo legislativo los poderes y funciones. . . de establecer las contribuciones públicas, de determinar su naturaleza, su cuota, su duración y
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su modo de percepción” (tít. u, cap. III, sec. 1 art. 10). La Carta de 1814 (art. 48) decía igualmente: “Ningún impuesto puede establecerse ni percibirse si no ha sido consentido por las dos Cámaras” (cf. Acta adicional de 1815, art. 35, y Carta de 1830, art. 40) . Actualmente, desde el punto de vista de los textos, esta regla no tiene más base que la disposición que se reproduce anualmente, desde 1817, al final de cada ley de presupuestos, y que dice así: “Cualesquiera contribuciones directas o indirectas distintas de las que se autorizan por la (presente) ley de presupuestos, sea el que fuere el título o el nombre con que se perciban, se hallan formalmente prohibidas. - .“ Esto no es ya sino una regla de orden legislativo. Así pues, bien sea en materia de penas, bien en materia de impuestos, la reserva
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establecida en favor del poder legislativo no tiene más fundamento que las prescripciones de la misma ley. Pero el legislador siempre puede derogar sus propias leyes. Por eso el reglamento, y en particular el reglamento llamado de administración pública, puede habilitarse para establecer una pena o un impuesto.30 Por las mismas razones 28
La Constitución de 1848, en su art. 16, emplea una fórmula más amplia; se limita a decir que “no p establecerse ni percibirse ningún impuesto, sino en virtud de la ley”. Un impuesto creado por un reglamento que haya sido autorizado por una ley a realizar esta creación es un impuesto establecido “en virtud de la ley”. 29
Duguit (Traité, vol. II, pp. 381 ss.) sostiene que esta regla, por más que haya desaparecido de la Constitución francesa, conservé su antiguo carácter constitucional al menos en el sentido de que forma parte del derecho constitucional usual de Francia. Sin entrar en el examen de este punto de vista, es suficiente observar, en cuanto al asunto tratado anteriormente, que la costumbre constitucional, al no tener la forma de Constitución escrita, tampoco tiene u fuerza; puede modificarse y pueden establecerse derogaciones en ella, sin procedimiento especial de revisión y simplemente por la vía legislativa. Esta observación se aplicaría también, en lo que concierne a las penas, al art. 8 de la Declaración de 1789, la que dice: “Nadie puede ser castigado si no es en virtud de una ley”. Por lo menos debe hacerse extensiva a este texto, si es verdad, como se dice habitualmente, que a falta del valor constitucional formal que habían recibido en 1791, los principios de la Declaración de 1789 conservan aún hoy el valor que se asigna a la costumbre constitucional. 30
Por esto el proyecto de ley del 14 de diciembre de 1916 (citado en la e. 23, p 550, supra)., para formular el cual el gabinete Briand solicitaba de las Cámaras que autorizasen al gobierno para tomar por decretos, durante la guerra, todo un conjunto de medidas que respondían a ciertas necesidades de la defensa nacional, sin apartaran de los principios constitucionales, había podido especificar que los decretos para los cuales se solicitaba la habilitación parlamentaria podrían establecer como sanción “penalidades que se lijarían dentro de límites que no excederían de seis meses de prisión y diez mil francos de multa”. Según este texto, las penas habían sido creadas por los decretos mismos, por limitarse la ley de autorización a fijar el límite de las penalidades por dictar. La ley de 10 de febrero de 1918, ‘al establecer sanciones a los decretos formulados para el avituallamiento nacional”, procedió en forma diferente. Después de haber decidido en su art. 1” que “durante la duración de la guerra, los decretos podrán reglamentar o suspender, con objeto de asegurar el avituallamiento nacional, la producción, la fabricación, la circulación, la venta, etc, de los productos que sirven para la alimentación del hombre o de los ani-
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las leyes que le encargan al Presidente hacer un reglamento, pueden auto- rizarlo para introducir por decreto modificaciones o excepciones a la legislación existente, así como también modificar el derecho legal aplicable a los ciudadanos e imponer a éstos nuevas obligaciones. Se han visto en la práctica frecuentes ejemplos (Moreau, op. cit., pp. 187193; Duguit, Trai té, vol. i p. 458); y esta práctica se explica naturalmente por el motivo de que la Constitución francesa no diferencia la ley y el reglamento por su esfera material, sino por su potestad formal únicamente.31
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206. Del hecho de que los reglamentos, particularmente los de administración pública, se funden, río ya en una delegación de la potestad legislativa, sino en el poder ejecutivo que el Presidente recibe de la Constitución misma, resulta que el acto reglamentario, en todos sentidos, es un puro acto administrativo. Y es un acto administrativo no solamente, como se dice de ordinario, porque emana de una autoridad administrativa, sino también, y sobre todo, porque es en sí un acto de ejecución de males”, esta ley prescribe (art. 2): “Las infracciones a los decretos dictados en aplicación del artículo precedente se castigarán con penas de dieciséis a dos mil francos de multa y de seis días a dos meses de prisión, o con una de estas dos penas únicamente. En caso de reinciden cia, la pena de multa será de. dos mil a seis mil francos y la pena db prisión de dos meses a un año”. Por este texto, las Cámaras ya no confieren al Ejecutivo e] poder de crear penalidades por sus propios decretos, cuyo máximum sólo es limitado por la ley; sino que aquí es la ley misma la que establece previamente las sanciones penales destinadas a aplicarse a las infracciones cometidas en violación de decretos futuros. Así, el Parlamento ya no abandona, pues, al Ejecutivo el poder de dictar penas. Sin embargo, es conveniente observar que en el sistema de esta ley corresponde al Ejecutivo crear, mediante sus decretos referentes al avituallamiento, las obligaciones cuya violación entrañaría posteriormente la aplicación de las penas formuladas por la ley. Si el Ejecutivo no crea la pena, crea el delito: y bajo este aspecto continúa desempeñando un importante cometido en materia de penalidad, ya que él es el que fija, mediante sus propias prescripciones reglamentarias, los hechos punibles. Es de observarse, también, que esta situación no constituye una novedad en el derecho público francés. El art. 21 de la ley del 15 de julio de 1845 sobre la policía de los ferrocarriles, había operado ya del mismo modo, estableciendo una multa de dieciséis a tres mil francos como sanción a las contravenciones de las ordenanzas reales que habrían de dictarse en lo futuro para reglamentar la policía, la seguridad y la explotación de los ferrocarriles. El art. 471 del Código penal castiga asimismo con una multa legal las infracciones que habrán de nacer por la violación de las prescripciones futuras de las resoluciones municipales o prefectorales. Ver, para Suiza, en la obra ya citada de y. Waldkirch, pp. 47 ss., una lista de ordenanzas por las cuales el Consejo federal creó nuevos delitos y nuevas penas en virtud de los plenos poderes que le habían sido concedidos por la resolución de la Asamblea federal de 3 de agosto de 1914, a efecto de tomar todas las medidas necesarias para el mantenimiento de la seguridad y de la neutralidad del país. 31
En el caso en que una ley autorice al Presidente de la República para abrogar sus disposiciones en el futuro mediante un decreto reglamentario, puede seguir diciéndose que, incluso al abrogar esta ley, el Presidente la ejecuta; la ejecuta, puesto que actúa en virtud de una prescripción de la ley que abroga.
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las leyes, o sea un acto de función administrativa, tal como la Constitución define esta función. Y bajo este último aspecto, no hay lugar a distinguir entre los reglamentos que hace el Presidente en virtud de una disposición de la ley y aquellos que dicta espontáneamente. Las medidas contenidas en un reglamento pudieron ser tomadas por el Presidente por su propia iniciativa, porque se limitaban a ejercitar y a desarrollar
366 decisiones ya adoptadas por la misma ley a que se refiere el decreto, o por el contrario, esas medidas reglamentarias pudieron ser autorizadas especial mente por un texto de ley expreso, por ir más allá de los poderes normales del jefe del Ejecutivo; tanto en un caso como en otro, el Presidente no hace sino ejecutar una ley. Cuando una ley de interés local habilita a un municipio para realizar un acto determinado, o cuando una ley autoriza de un modo general a los municipios para tomar por vía reglamentaria, por ejemplo, tales o cuales medidas, el acto realizado por los órganos municipales en virtud de la autorización legislativa es indiscutiblemente un acto administrativo. Asimismo, el reglamento presidencial que ha sido promovido, autorizado u ordenado por un texto de ley especial, no por eso se con vierte en un acto legislativo, sino que, invariablemente, sólo es un acto de ejecución administrativa. Aquí es donde hallan lugar las observaciones anteriormente citadas (p. 546, supra) de Esmein respecto a la imposibilidad de una delegación de potestad legislativa. En el derecho público francés, puede el Parlamento, de una manera casi ilimitada, ampliar las competencias del reglamento presidencial, porque la Constitución no ha delimitado el campo de acción material propio de la legislación; pero lo que las Cámaras no pueden hacer sin modificar la Constitución y sin transformarse ellas mismas en órgano constituyente, y lo que la Constitución no les permite realizar, es decidir que los actos reglamentarios del Presi dente de la República han de valer como leyes, que tendrán fuerza y autoridad de actos legislativos, pues esto sería verdaderamente una delegación de potestad legislativa y, por parte del Parlamento, una usurpación de poder constituyente. 207. Del carácter administrativo del reglamento de administración pública se deducen, especialmente, las dos consecuencias siguientes: En primer lugar, este reglamento está expuesto a los mismos recursos que los demás decretos reglamentarios. Particularmente, se le puede atacar de nulidad por causa de extralimitación de atribuciones. Este es un punto admitido hoy día por casi todos los autores (Ducrocq, op. cit., 7 ed., vol. u p. 142, n.; Esmein, Élérnerrts, 5 a ed., p. 618; Berthélemy, Revue politique et parlementaire, vol. XV, pp. 333 Ss.; Moreau, op. cit., pr 291 ss.; Nézard, Le contróle juridictionnnel des réglements d’adrninistration publique, pp. 46 ss., 56 Ss.; Jéze, Principes généraux da droit adrninis tratif, p. 114, n.; Cahen, op. cit., pp. 408 Ss.; Raiga, op. cit., pp. 182 ss.;
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cf. Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 67; Duguit, Traite, vol. n, pp. 452, 461, 464-465).3 2 Y tal es también el principio al que por f i n se ha adherido el Consejo de Estado después de una larga resistencia, por resolución antes citada de 6 de diciembre de 1907 (asunto de las Compañías de fe* rrocarriles) . Se ha dicho de esta resolución que el cambio de jurisprudencia que consagra estaba ya preparado y se esperaba desde mucho tiempo. No por ello deja de ser verdad que esta
367 nueva jurisprudencia, desde el punto de vista de la teoría general del reglamento de administración pública, presenta una capital importancia, pues al admitir la posibilidad del recurso de nulidad, el Consejo de Estado, en realidad, abolió la única diferencia esencial que separaba esta clase de reglamento de los demás reglamentos presidenciales (ver núms. 213 y 214, infra). Durante mucho tiempo se negó el Consejo de Estado a admitir que los reglamentos del jefe del Estado, sean los que fueren, pudieesn ser objeto de ningún recurso contencioso. Fué únicamente hacia la mitad del siglo cuando el recurso por extralimitación de atribuciones empezó a ser declarado admisible en lo que concierne a los decretos reglamentarios, pero continuó el Consejo de Estado, en esta esgunda fase, y hasta 1907, oponiendo un no ha lugar a los recursos formulados contra los reglamentos de administración pública, y ello porque esos reglamentos, considerados como fundados en una delegación legislativa, debían, al igual que las leyes, hallarse fuera del alcance de cualquier recurso, o por lo menos de todos los recursos que tendieran directamente a su anulación. A part i r de 1872, en efecto, el Consejo de Estado trajo a su jurisprudencia una notable componenda, consistente en distinguir entre el recurso directo y las impugnaciones que pueden suscitarse referente a la legalidad de un reglamento de administración pública con ocasión de la aplicación de sus dispocisiones a los administrados. En cuanto al recurso directo, las reso32 Duguit no siempre sostuvo la misma opinión respecto de este punto. Había empezado por sostener (L'État, vol. n, pp. 330ss.; cf. n9 182, supra) que el reglamento presidencial es un acto de potestad bubernamental, o sea un acto realizado por el Presidente como gobernante y en virtud de sus poderes de representante de la nación; y por lo tanto pretendía en aquella época que el reglamento —al menos el reglamento de administración pública— se sustrae, lo mismo que la ley, al recurso por exceso de poder. En la primera edición de su Manuel de droit constitutionnel, pp. 1026 y 1027, Duguit ya había llegado a modificar su opinión a este respecto, y declaraba que había tenido que modificarla, pues había reconocido entre tanto que, bajo la Constitución de 1875, el jefe del Ejecutivo "pierde cada vez más su carácter de órgano de representación para convertirse en autoridad administrativa", de donde resulta que el reglamento no puede considerarse como un acto de gobierno, ni como un acto de potestad representativa, sino únicamente como un acto realizado a título administrativo y en virtud de un poder administrativo. Hoy este autor no duda en decir, en su Traite (loe. cit.), que, por este mismo motivo, el reglamento de administración pública, como cualquier reglamento, queda sujeto al recurso por exceso de poder.
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liiriuncH se empeñaban en declararlo inadmisible, pero admitían que las pintes interesadas discutieran las medidas individuales tomadas en ejecución del reglamento, y se previnieran contra dichas medidas, en razón de hi ilegalidad del reglamento del cual eran aplicación3 3 (Moreau, op. cit., 2H4 ss.; Jéze, op. cit., pp. 111 ss.). La resolución de 1907 terminó la evolución al admitir el recurso directo.34 Lo admitió en estos términos: " Si los actos del jefe del Estado que mirarían un reglamento de administración pública se realizan en virtud de una delegación legislativa, por el hecho de emanar de una autoridad mlministrativa no dejan sin embargo de estar sujetos al recurso previsto por el art. 9 de la ley de 24 de mayo de 1872; y por lo mismo corresponde al Consejo de Estado, estatuyendo en lo contencioso, examinar si las disposiciones 'dictadas por el reglamento de administración pública etilnm dentro de los límites de los poderes conferidos al gobierno por el legislador". Así pues, la resolución mantiene la teoría de la delegación de potestad legislativa, y funda la admisión del recurso directo únicamente en la consideración de que el Presidente de la República, incluso cuando enlatuye como delegado del legislador, conserva personalmente su carácter de autoridad administrativa. Ahora bien, según el art. 9 antes citado, "los actos de las autoridades administrativas" están sujetos al recurso por extralimitación de atribuciones. Esta argumentación no es más que la reproducción de la que sostienen Moreau, Cahen y Raiga (loe. cit.), que se habían esforzado por conciliar la idea de la delegación con la iniciación del recurso de nulidad. Es de lamentar que el Consejo de Estado se haya empeñado tardíamente en esta idea de la delegación. Es evidentemente inexacta, y por otra parte de ningún modo se halla en armonía con los principios enunciados por la resolución. La prueba de que el reglamento de administración pública no se funda en una delegación legislativa es que precisamente —como lo afirma la resolución de 1907— no puede el Presidente, por dicho 33 Gracias a este rodeo, el Consejo de Estado evitaba impugnar directamente el reglamento de administración pública. Lo dejaba intacto y así actuaba como los tribunales judiciales, los cuales, incluso en el caso en que reconocen la ilegalidad de un reglamento, no pueden pronunciar su anulación. Pero, por otra parte, al anular las medidas individuales tomadas en virtud del reglamento de administración pública tachado de exceso de poder, el Consejo de Estado, estatuyendo como los tribunales judiciales por vía de decisión particular, negaba al reglamento impugnado la posibilidad de ser aplicado y así, en definitiva, impedía que produjera sus efectos. 34 El Consejo de Estado confirmó esta jurisprudencia por una segunda resolución de 7 de julio de 1911 (asunto Omer Decugis). La nueva resolución incluso llega más allá que la de 1907: ésta se limitaba a aceptar en principio la admisibilidad del recurso por exceso de poder; la resolución de 1911 pronuncia, por causa de exceso de poder, la
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reglamento, adoptar más medidas que aquellas que entran dentro de los poderes que le han sido conferidos por la ley. Quien dice potestad legislativa, en derecho francés, dice potestad libre, amplia, casi ilimitada. Si el Presidente hubiera recibido del Parlamento una delegación de potestad legislativa, podría, por este hecho, ordenar cualquier clase de medidas, al igual que el legislador. El mismo hecho de que nada puede decretar fuera de las autorizaciones que implícita o explícitamente le concedió la ley a la que sigue el reglamento, basta para probar que este reglamento no es un acto de potestad legislativa, sino un acto de ejecución de las leyes, y por consiguiente de potestad administrativa. Luego el verdadero motivo jurídico por el cual el reglamento de administración pública es objeto del recurso por extralimitación de atribuciones no es únicamente —como dice la resolución de 1907 y como lo sostiene en sus conclusiones el comisario del gobierno, Tardieu (Sirey, 1908, 3. 5 ) — que el reglamento sea obra de una autoridad administrativa,3 5 sino que el verdadero motivo es, sobre ¿todo, la misma naturaleza del reglamento en cuanto acto ejecutivo y administrativo. 35 Duguit (Traite, vol. n, p. 464), aunque rechazando la idea de delegación legislativa,funda también la posibilidad del recurso en la consideración exclusiva deducida del carácter de autoridad administrativa del Presidente. 36 En el fondo, el Consejo de Estado, al admitir la posibilidad del recurso de nulidad contra el reglamento de administración pública, no hizo sino consagrar tardíamente una consecuencia lógica de la distinción entre el poder ejecutivo y el poder legislativo. En otros países, las consecuencias que entraña desde el punto de vista jurisdiccional esta distinción han sido establecidas, al menos en parte, por la misma Constitución. Así, por ejemplo, la Constitución federal suiza especifica, en el último párrafo de su art. 113, que únicamente los actos legislativos de las Cámaras, así como aquellas de sus resoluciones que tienen un alcance general, se sustraen a cualquier control jurisdiccional del Tribunal federal. Este texto implica, a la inversa, que las ordenanzas del Consejo federal quedan sometidas a dicho control, lo mismo desde el punto de vista de la comprobación de su constitucionalidad que desde el punto de vista de la apreciación de su legalidad (Burckhardt, op. cit., 2" ed., p. 803; Guhl, op. cit., pp. 105 y 106; Bossard, op. cit., pp. 169 y 172; cf. para las Constituciones belga y alemana, la n. 28 in fine del n' 129, supra). No obstante, como no existe hasta ahora ningún tribunal administrativo en Suiza, se debe observar que las ordenanzas del Consejo federal no pueden ser objeto de un recurso jurisdiccional directo con fines de anulación. El Tribunal federal, incluso en el caso de inconstitucionalidad o de ilegalidad reconocida, no puede hacerlas desaparecer; sólo puede impedir su aplicación, con ocasión de cada uno de los casos que se le sometan, y su decisión ocasional sólo produce efecto en el caso particular que suscitó incidentalmente la cuestión de la regularidad de la ordenanza. La posición del Tribunal federal, en este aspecto, es análoga a la que se le produce en Francia a la autoridad judicial con respecto a los reglamentos fichados de ilegalidad; no tiene comparación con la posición del Consejo de Estado francés. En resumidas cuentas, se comprueba que en el momento actual, Suiza se encuentra todavía en el punto en que se encontraba antes de 1907 la jurisprudencia francesa, con respecto a los recursos contra los reglamentos de administración pública. Las ordenanzas del Consejo federal, así como los reglamentos de administración pública franceses hasta 1907, pueden ser declarados ilegales, y como tales inaplicables por la autoridad jurisdiccional; pero
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208, El carácter administrativo del reglamento de administración pública implica como segunda consecuencia la facultad, para el Presidente de la República, de modificar o abrogar las disposiciones del mismo mediante nuevos decretos, con la única condición de que éstos sean igualmente deliberados en Consejo de Estado. Se han suscitado dudas a este respecto. Por una parte y dentro del concepto que trata al reglamento de administración pública como un acto de legislación, era lógico pretender que dicho acto legislativo no puede derogarse o rehacerse por la autoridad ejecutiva sino mediante una nueva delegación de potestad legislativa. Por otra parte, se ha alegado que cuando el legislador encarga al Presidente la reglamentación de determinada materia, éste agota su poder al firmar un primer decreto y por consiguiente, no puede volver a tratar dicho primer reglamento por decretos posteriores (cf. n. 11, p. 539, supra). Estas objeciones carecen de Valor, y para refutarlas basta con observar que el no son susceptibles de impugnarse por vía de recurso propiamente dicho, es decir, que tienda a pronunciar su invalidez. Los autores suizos (ver particularmente Guhl, op. cit., pp. 102 ss.,106 ss.) expresa esta situación distinguiendo en dicha materia la cuestión de la aplicación de la ordenanza (Verbindlichkeit) y la cuestión del recurso (Anfechtung). Cf. respecto de este último punto la ra. 28, pp. 351 s., supra, donde se demostró ya que la facultad de comprobación de la legalidad que correspondía a los tribunales judiciales sobre los reglamentos se deduce, no ya de (pie estos tribunales tengan, en principio, competencia para conocer de los recursos contenciosos dirigidos contra los actos viciosos de la autoridad ejecutiva, sino más bien del hecho de que son llamados a aplicar los reglamentos como las leyes, de donde surge la consecuencia de que, en caso de oposición entre el reglamento y la ley, se ven llevados naturalmente a imponer la ley sobre el reglamento. En defecto del tribunal administrativo, algunos autores suizos (ver v. Salis, Schweiz. Bundesrecht, 2" ed., vol. ir, p. 6; Guhl, op. cit., pp. 108 ss.) lian mantenido que los particulares que por una ordenanza del Consejo federal se sienten lesionados en derechos originarios de la Constitución o de la legislación federales, pueden entablar un recurso contra esta ordenanza ante la misma Asamblea federal. Pero esta opinión es difícil de defender desde que la Constitución de 1874 se abstuvo de reproducir la disposición de su antecesora, que en 1848 reconocía a las Cámaras federales, en su art. 74-155, el poder de estatuir respecto de las reclamaciones suscitadas contra las resoluciones del Consejo federal. Además, si fuera verdad que las ordenanzas del Consejo federal pueden ser impugnadas ante la Asamblea federal por causa de violación de la Constitución o de la ley, no se comprende por qué las decisiones o medidas tomadas por el Consejo federal en un caso individual no podrían, del mismo modo, ser llevadas por la parte interesada ante las Cámaras cuando han sido tachadas de vicio de ilegalidad; ahora bien, la doctrina suiza se halla fijada hoy en el sentido de que las resoluciones individuales del Consejo federal no son susceptibles de recurso ante la Asamblea federal (ver sobre estos diversos puntos Burckhardt, op. cit., 2* ed., pp. 732 ss., 744 y 745; Bossard, op. cit., pp. 25 ss., y los autores citados en esos diversos lugares). Se advierte cuánto es de sentir, en estas condiciones, el vacío que resulta en Suiza por la ausencia de un tribunal administrativo, y es explicable, por consiguiente, el movimiento que en dicho país se ha producido, bien en los medios políticos, bien en la literatura jurídica, con objeto de llenar este vacío mediante la creación de un tribunal que sea capaz de decidir respecto de los recursos entablados en contra de los actos del Consejo federal y de las demás autoridades administrativas federales (Burckhardt, I.ot\ cit., p. 734).
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reglamento, por razón de su carácter de acto administrativo, puede, como todos los actos de esta especie, abrogarse o corregirse libremente por la autoridad administrativa de la cual procede. A esta consideración de orden jurídico se añade otra de utilidad práctica: una de las razones que determinan al Parlamento a confiar al gobierno la reglamentación de determinadas materias es precisamente que las prescripciones emitidas en forma de decreto pueden, con mayor facilidad que aquellas contenidas en textos de leyes, enmendarse y rectificarse, para adaptarse a las circunstancias variables y a las necesidades actuales reveladas por la experiencia. También desde este punto de vista importa que el gobierno conserve continuamente el poder de modificar sus reglamentos. Este poder le ha sido reconocido formalmente por la resolución muchas veces citada de 1907.37 Conforme a las conclusiones del comisario del gobierno, declara el Consejo de Estado que, a menos que surja una excepción resultante de la misma naturaleza del objeto a reglamentar, o de una disposición expresa de la ley que ha recurrido al reglamento, éste siempre puede ser modificado por el Presidente, del cual depend en por lo tanto su creación primitiva y su ulterior destino (ver en el mismo sentido Moreau, op. cit., p. 368; Raiga, op. cit., p. 1 9 1 ) . 38
§ 3. DIVERSAS ESPECIES DE REGLAMENTOS PRESIDENCIALES
209. En cierto sentido, sólo existe una clase de reglamentos presidenciales,que son los reglamentos de ejecución de las leyes. Esto se desprende de los mismos términos en los cuales funda implícitamente la Constitución el poder reglamentario. El art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, en efecto, comprende a este poder dentro de la misión general que tiene el jefe del Ejecutivo de "asegurar la ejecución de las leyes". Bien es verdad que esta ejecución entraña reglamentos ¿de dos clases: unas veces el Presidente, bien a invitación del legislador,bien por su propia iniciativa, dicta prescripciones complementarias destinadas a procurar la aplicación de disposiciones ya estipuladas por las leyes, y que no son sino el desarrollo de dichas disposiciones, a las cuales no añaden nada verdaderamente nuevo, tratándose aquí de la ejecución 37 Una resolución de la Corte de casación del 11 de enero de 1837 (Sirey, 1837, 1. 640)
había decidido ya que "un reglamento de administración pública es susceptible de modificación por ordenanza real". 38 Rolland (Revue du droit public, 1911, p. 397) resume las razones por las cuales el Presidente "puede siempre modificar, mediante un reglamento de administración pública, un reglamento anteriormente adoptado bajo igual forma", en esta fórmula muy clara y exacta: "Puede hacerlo, porque entonces no actúa como un legislador, sino como un administrador, y porque su decreto no es más que un acto administrativo".
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en el sentido estricto de la palabra. Y otras veces los decretos reglamentarios se refieren a materias no legisladas o introducen en el derecho vigente principios completamente nuevos. Pero, incluso en este caso, el reglamento se produce en ejecución de la ley, ya que sólo puede el Presidente dictar reglamentos de esta clase a condición de fundarse en una ley que de ello lo haya encargado. En este sentido, cualquier reglamento presupone una ley que ejecuta. Así como todos los reglamentos son actos ejecutivos, así también lodos ellos tienen su fundamento en la Constitución, en el sentido de que se fundan indistintamente en la potestad reglamentaria que ha sido conferida por la misma Constitución al jefe del Ejecutivo. Evidentemente, los reglamentos que tienden a añadir a la legislación nuevas reglas, sólo pueden dictarse en ejecución de una ley especial, que los haya producido u ordenado. Pero esta ley no funda la potestad en virtud de la cual va a hacerse el reglamento que ella suscitó; es la Constitución misma la que prescribe u ordena al jefe del Ejecutivo ejecutar las leyes y la que le confiere el poder de hacer los reglamentos previstos u ordenados por ellas. Por consiguiente, es en la Constitución, en realidad, en la que, aun en este caso, se funda la potestad reglamentaria. No es posible admitir, pues, en derecho francés, la doctrina alemana, expuesta especialmente por Jellinek (Gesetz uncí Verordnung, pp. 372 ss.), que distingue entre ordenanzas fundadas en la Constitución y ordenanzas fundadas en las leyes (ver n" 200, supra). Desde este punto de vista también, y según el derechopúblico francés, sólo existe una clase de reglamentos, o sea reglamentos hechos en virtud de la Constitución y del poder ejecutivo que ésta atribuye al Presidente. 210. Sin embargo, los autores han querido establecer algunas distinciones entre los reglamentos. La mayor parte de ellos presentan como distinción principal la división en reglamentos de administración pública, decretos en forma de reglamentos de administración pública y reglamentos ordinarios (Laferriére, op. cit., 2^ ed., vol. n, pp. 9 ss.; Ducrocq,op. cit., 1* ed., vol. i, pp. 82 ss.; Hauriou, op. cit., 8? ed., p. 50; Berthélemy, Traite, 7- ed., pp. 97 ss.; cf. Moreau, op. cit., cap. iv y v ) . Esta es una distinción tradicional y clásica. Sin embargo, no tiene gran valor, como podrá verse en seguida. Es de observar ante todo que la expresión "reglamento de administración pública" no tiene ningún sentido en sí; por lo menos, no tiene sentido preciso. Se introdujo en la terminología mediante los arts. 52 y 54 de la Constitución del año v m ; pero estos textos no precisan en qué difiere el reglamento de administración pública de los demás reglamentos (Moreau, op. cit., p. 132). Si la expresión "reglamento de administración pública" ha de significar que dicho reglamento es un acto de la fun
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ción administrativa, ese término debería de extenderse a todos los reglamentos, ya que todos ellos son actos administrativos. Igualmente, esta denominación no puede entenderse en el sentido de que algunos reglamentos se refieren a los asuntos interiores de la administración, puesto que cualquier reglamento, sea la que fuere su forma, puede aplicarse a ese objeto. Así pues, la misma expresión "reglamento de administración pública" no corresponde a ninguna idea precisa. Esto ya es un indicio de que la distinción y la separación de esta clase de reglamentos no puede tener un fundamento muy sólido. En derecho, cuando las palabras que se usan son equívocas, es generalmente porque a los conceptos que amparan les falta también consistencia y claridad. 211. Las primeras dudas se ven ampliamente confirmadas por las incertidumbres y contradicciones que, todavía actualmente, reinan en la literatura con referencia a la característica propia de las diversas clases de reglamentos. Así como las denominaciones que se les aplica son obscuras, tampoco los autores han conseguido ponerse de acuerdo respecto a las definiciones respectivas que deba darse a cada uno de ellos. En primer lugar, existe desacuerdo respecto al concepto de reglamento de administración pública. En los tratados de derecho público se encuentran hasta cuatro definiciones diferentes para esta clase de reglamentos. Así, por ejemplo, Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. n, p. 9) admite que, en su sentido amplio, "esta expresión designa a todos los reglamentos que hace el jefe del Estado para asegurar la ejecución de las leyes", no existiendo distinción entre aquellos que hace por sí solo y aquellos sobre los que delibera el Consejo de Estado.1 Según otra teoría, que es la de Duguit (Manuel de droit constitutionnel, P ed., p. 1020 y Traite, vol. n, p.462; cf. Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, p. 8 2 ) , la denominación reglamento de administración pública debe reservarse para los decretos reglamentarios que han sido objeto de una deliberación en asamblea general del Consejo de Estado, pero por otra parte, sin que deba distinguirse si el reglamento ha sido hecho espontáneamente o por invitación del legislador; y para que un reglamento lo sea de administración pública, es suficiente que, de hecho, haya sido formulado según dictamen del Consejo de Estado. Esta definición parece sin embargo inconciliable con los textos. La ley de 19 de j u l i o de 1845, en su art. 12, decía ya, y la
1 Se puede observar, en el mismo sentido, que en los textos —tales como la ley de 10 de agosto de 1871 (arts. 47 y 88) y la ley de 5 de abril de 1884 (art. 63)— que se refieren £ los recursos de nulidad por "violación de un reglamento de administración pública", no dudan los autores en declarar que la expresión reglamento de administración pública designa, no solamente los reglamentos deliberados en asamblea general del Consejo de Estado, sino de un modo más amplio "todos los reglamentos provenientes del poder central" (Laferriére, loe. cit., vol. I I , p. 537; Hauriou, op. cit., 6" ed., p. 459 n., 8* ed., pp. 464-465).
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ley de 24 de mayo de 1872, en su art. 8, vuelve a decir hoy, que fuera de los proyectos de decreto que pueden serle sometidos por el Presidente y para los cuales la consulta es sólo facultativa, " e l Consejo de Estado es llamado necesariamente a dar su dictamen respecto de los reglamentos de administración pública". Al expresarse así, dicho texto da a entender claramente que el concepto del reglamento de administración pública se lialla realizado con anterioridad a toda deliberación en Consejo de Estado. Según el art. 8, en efecto, se exige la intervención del Consejo de Estado respecto a ciertos reglamentos, porque son, en sí, reglamentos de administración pública, y no porque se conviertan en reglamentos de administración pública; luego no es la deliberación del Consejo de Estado la que, por sí sola, hace al reglamento de administración pública.2 Por eso, los autores han tratado de precisar, fuera del hecho de la intervención del Consejo de Estado, la característica de esta categoría de reglamentos. De aquí surge una tercera definición, que es la más extendida: el reglamento de administración pública es aquel que está hecho en virtud de un texto especial de ley, o sea aquel que ha sido ordenado, o por lo menos formalmente autorizado, por una ley (Moreau, op. cit., p. 132; Berthélemy, op. cit., Ir ed., p. 9 7 ) . Sin embargo, esta definiciónle parece todavía demasiado amplia a Hauriou (op. cit., 8* ed., pp. 50 y 66; cf. Laferriére, loe. cit., vol. I I , p. 1 0 ) , que presenta una cuarta definición, fundada en una subdivisión que este autor establece entre los reglamentos hechos en virtud de un texto especial de ley. Entre estos reglamentos, unos tienen por objeto completar la misma ley que los ordena, siendo la prolongación de la misma; otros, por el contrario, en virtud de una ley, son llamados a reglamentar una materia cuyas reglas no formula dicha ley; no se limitan ya, pues, a completar la legislación, sino que en realidad substituyen a la ley y toman el lugar de la misma. Según Hauriou, solamente los primeros son reglamentos de administración pública; los segundos son simplemente "reglamentos en forma de reglamentos de administración pública". Unos y otros, por lo demás, han de ser examinados por la asamblea general del Consejo de Estado. El concepto de los actos en forma de reglamentos de administración pública no se ve menos impugnado que el de los reglamentos de administración pública. Acabamos de ver el significado que concede Hauriou (loe. cit., pp. 50-51) a esta expresión técnica. Según la opinión corriente, por el contrario, no existen reglamentos en forma de reglamentos de administración pública, sino únicamente decretos que se dictan en esa for-
2 Berthélemy (op. cit., 7* ed., p. 100 n.) dice muy acertadamente a este propósito: "No ts el hecho de que se haya consultado al Consejo de Estado lo que da a un decreto su valor particular de reglamento de administración pública; es el hecho de haber sido obligado a hacer esta consulta".
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ma (argumento en este sentido de la ley de 24 de mayo de 1872, art. 8) Esta categoría, en efecto, no se aplica a los reglamentos, sino únicamente a los actos individuales realizados por el Presidente. Entre estos último», se llaman decretos en forma de reglamentos de administración pública aquellos que se dictan previo dictamen del Consejo de Estado, deliberando en asamblea general; y esta misma denominación indica en forma suficiente que se trata de actos que sólo tienen la forma de los reglamentos, y cuyo contenido no tiene en sí nada de reglamentario (Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, pp. 89 ss. y Revue genérale d'administration, 1878, vol. i, pp. 232 ss.; Moreau, op. cit., p. 144; Berthélemy, op. cit., 7* ed., p. 100; Duguit, Manuel de droit constitutionnel, P ed., p. 1020 y Traite, vol. I I , p. 432). Por estas indicaciones se ha visto cuan indeciso es, en la doctrina, el concepto del reglamento de administración pública. Los mismos textos contribuyen a aumentar esta indecisión, pues unas veces califican a los reglamentos de administración pública de simples decretos individuales, y otras llaman decretos en forma de reglamentos de administración pública a reglamentos que son verdaderos reglamentos de administración pública. Numerosos ejemplos de estas confusiones son señalados por los autores (Ducrocq, Cours, 7* ed., vol. i, p. 90; Moreau, op. cit., p. .145). 272. ¿De dónde proviene, pues, esa distinción entre el reglamento de administración pública y los demás reglamentos? Sus orígenes mismos están rodeados de cierta obscuridad. Existe cierto acuerdo, sin embargo, para convenir en que se hallan en el período monárquico que se extiende desde 1814 a 1848 (Laferriére, loe. cit., vol. n, p. 10; Berthélemy, Revue politique et parlementaire, vol. xv, p. 15, n.; Moreau, op. cit., pp. 132 ss). Durante el Consulado y el Imperio, la distinción entre las dos clases de reglamentos es muy confusa en los textos, y sobre todo la idea de que el jefe del Estado pueda hacer los reglamentos de administración pública, en calidad de apoderado del legislador, no se trasluce de ningún modo; no podía germinar esta idea en una época en que, hasta en materia de legislación, el gobierno dominaba al cuerpo legislativo con toda la superioridad de su potestad. Bajo la Restauración, únicamente, es cuando se trazó una línea de demarcación entre los reglamentos de administración pública y los demás, y parece, por cierto, que la distinción que entonces empieza a establecerse entre las dos clases de reglamentos haya nacido de la desgracia política en que había caído el Consejo de Estado durante dicho período. En efecto, mientras que durante el Imperio gran número de reglamentos habían sido elaborados por el Consejo de Estado, el gobierno de la Restauración, al esforzarse por restringir la influencia de esta asamblea, se abstuvo de solicitar su parecer,
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incluso para aquellas ordenanzas reales cuyo objeto era importante,3 y se limitó a solicitar este parecer en los casos en que la ley que ordenaba el reglamento especificaba que éste había de ser "un reglamento de administración pública".4 Así se va formando el concepto de que los reglamentos de administración pública constituyen una categoría aparte; y la característica de esta clase de reglamentos era precisamente que debían ser formulados en Consejo de Estado. Durante la monarquía de julio, esta distinción se consolida. Por una parte, la consagra la ley de 19 de julio de 1845 (art. 12) , que dice: " El Consejo de Estado puede ser llamado a dar su dictamen respecto a los proyectos de ordenanzas. Es llamado necesariamente a dar ese dictamen respecto a todas las ordenanzas que implican reglamentación de administración pública". Por otra parte, la distinción adquiere un nuevo sentido, que viene a añadirse a su anterior significación: los progresos de la autoridad de las Cámaras, én las relaciones de éstas con la realeza, originan, en efecto, la idea de que el legislador, cuando ordena un reglamento de administración pública, confiere con ello un mandato al gobierno y delega en éste, para el cumplimiento de este cometido, un fragmento de su propia y superior potestad. Este concepto se manifiesta por vez primera en 1844 en el Cours de droit administrad^ (vol. i, pp. 48 ss., vol. I I , p. 628) de Macarel, que caracteriza al reglamento de administración pública como una ordenanza hecha en virtud de una delegación legislativa. Para revelar el éxito que tuvo inmediatamente esta idea, basta recordar que tuvo su expresión en la Constitución de 1848 (art. 75) y en la ley de 3 de marzo de 1849 (art. 4) . Estos textos fundan en una "delegación" aquellos reglamentos de administración pública que una ley especial encargó al Consejo de Estado que dictara por sí solo; y poca duda puede haber de que, en el pensamiento de los autores de la Constitución de 1848, se aplicara también esta idea de la delegación a los reglamentos de administración pública decretados por el jefe del Ejecutivo (ver sin embargo Esmein, Éléments, 5? ed., p. 618). 213. Estos son los orígenes de la tradición por la cual la unanimidad de los autores y de las resoluciones, durante la segunda mitad del siglo xix, consideró al reglamento de administración pública como un acto de potestad legislativa y admitió por consiguiente, entre otras consecuencias de dicho concepto, que no le alcanza el recurso por extrali3 Entre las ordenanzas que han sido dictadas de esta manera, sin el concurso del Consejo de Estado, es clásico citar aquella, especialmente notable, de 1* de agosto de 1827 para la ejecución del código forestal. 4 El gobierno, al someterse en este caso al control del Consejo de Estado, se conformaba literalmente al principio formulado por la Constitución del año V I I I , art. 52: "Un Consejo de Estado se encarga de redactar los reglamentos de administración pública..."
377 586 FUNCION DEL ESTADO [213 mitacion de atribuciones. ¿Qué queda, hoy día, de este punto de vista tradicional? Poco queda de el. La distinción entre el reglamento de administración publica y los reglamentos ordinarios se esta borrando actualmente, y a perdido ya gran parte de su importancia. Desde el punto de vista teórico, toda la importancia de esta distinción se hallaba en la idea de que el reglamento de administración publica se basa en una delegación legislativa; ahora bien, esta idea no se puede sostener, como se ha visto anteriormente (núms... 197 ss.), y Haurin (nota antes citada en Sirey, 1908, 3.2) reconoce que por su resolución de 6 de diciembre de 1907, el mismo Consejo de Estado ha “matado” esta idea. Desde el punto de vista práctico, el capital interés de la distinción era liberal a los reglamentos de administración pública del recurso por extralimitación de atribuciones; pero hoy día, el Consejo de Estado admite que están sometidos a dicho recurso al igual que los demás reglamentos. El interés de esa distinción era también, según cierta doctrina, que el jefe del Ejecutivo, por medio de sus reglamentos de administración publica y en cuanto se hallaba investido de una verdadera protestad legislativa, pudiera hacer todo aquello que pudiera hacer el mismo legislador. Ahora bien, esta doctrina es ciertamente errónea, y el Consejo de Estado, siempre por medio de la misma resolución (ver p. 578, supra.), ha reconocido que si el legislador puede encargar al Presidente de la Republica dictar por reglamento toda clase de medidas, por otra parte, sin embargo, el gobierno, por esa vía, no puede decretar mas prescripciones que aquellas que entran dentro de los limites de las habilitaciones que ha recibido la ley. En todos estos aspectos, la distinción tradicional entre reglamentos de administración pública y reglamentos ordinarios ha sido abandonada hoy día. Por lo tanto, en el asunto que dio lugar a la resolución de 6 de diciembre de 1907, hubo de confesar el comisario de gobierno que se ha hecho muy difícil, en este nuevo estado de cosas, diferenciar entre si ambas clases de reglamentos. Hauriou, a su vez (loc. Cit.) confiesa lo mismo. Indudablemente, subsiste entre ellos la diferencia en que el dictamen del Consejo de Estado es necesario para los reglamentos de administración pública y facultativo para los reglamentos ordinarios. Pero, cualquiera que sea prácticamente5 la importancia de la intervención del
5.
En cuanto a la importancia jurídica de la intervención del Consejo de Estado en la confección de los reglamentos de administración publica, para apreciarla correctamente es esencial no perder de vista que dicha intervención consiste en emitir simplemente un parecer, que no obliga en derecho al gobierno. Por más que el reglamento de administración pública deba someterse necesariamente a la asamblea general del Consejo de Estado, conserva como autor especial al jefe del ejecutivo, y no se le puede considerar como obra de dicha asamblea. Esta confusión, no obstante, se cometió ante las cámaras por el presidente
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Consejo de Estado, se trata solo de una diferencia de procedimiento, que no se refería a la naturaleza intrínseca de estos diversos reglamentos, es decir, que no modifica el grado de potestad de que se hayan dotados indistintamente. 214. Lo cierto es, en efecto, que el reglamento de administración publica no es de diferente esencia que el reglamento ordinario. Como dice Berthèlemy (Revve politique et parlementaire, Vol. Xv, pp. 9, 15 y 322; cf. Caben, op. Cit., pp. 303 y 304), entre este reglamento y los reglamentos simples no hay “mas que una diferencia de formas”, y por lo demás “ningún texto hace alusión a la diferencia de alcance que pudiera existir entre ellos”. Particularmente, el reglamento de administración publica no entrañe por si mismo poderes mas amplios que el reglamento ordinario. Para convencerse de ello, basta considerar el caso en que una ley ordena al Presidente hacer un reglamento de administración pública complementario que asegure la aplicación de las reglas enunciadas en ella. Suponiendo que nada mas haya añadido la ley, el Presidente, en tal caso, no habrá de tener más poderes que si hubiese hecho por su propia iniciativa el reglamento ejecutivo de que se trata.6 Luego no es por que el reglamento ordenado por la ley sea un reglamento de administración publica por lo que tiene el Presidente, en ciertos casos, amplios
del Consejo de Ministros, en ocasión del debate que tuvo lugar en marzo y abril de 1911 a propósito de la revisión del decreto de 17 de diciembre de 1908 que delimitaba la champaña vitícola. En el curso de dicho debate afirmo el jefe de gabinete en varias ocasiones que la disposición mediante el cual un legislador recurre a un reglamento de administración publica constituye una delegación legislativa; delegación -decía- que se concede al Consejo de Estado y en virtud de la cual este es llamado a estatuir soberanamente sobre la cuestión a la que se somete (ver, respecto de la argumentación expuesta a este respecto por el Presidente del Consejo en 1911, Rolland, “Le Consei d`Etat et les reglements dàdministration publique”, Revve du droit public 1911, pp. 380 ss.).Rolland demuestra que esta tesis era completamente errónea. La delegación –si se trata de una delegación- no se dirige al Consejo de Estado, al que solo se consulta para que el de su parecer, sino que se dirige al gobierno, el cual es libre de seguir o no el parecer dado y que asume la responsabilidad del decreto formulado por el Presidente de la Republica. Rolland, sin embargo, se pregunta sino convendría modificar respeto de este punto el sistema de derecho actual, y parece inclinarse hacia un régimen en el cual el gobierno se vería obligado en esta materia por los dictámenes del Consejo de Estado, el cual se convertiría así en el verdadero autor de los reglamentos de administración publica (loc. Cit., pp. 389 ss.). Pero no se ve claramente, en el estado actual de la Constitución francesa, la posibilidad de tal reforma, que llevaría nada menos a convertir una asamblea irresponsable en jefe de gobierno o que en todo caso la convertiría, en amplio grado, en dueña de este ultimo. 6
Ver especialmente, en este sentido, Duguit, Traitè, vol. II, p. 463: “La invitación expresa dirigida al gobierno para hacer un reglamento de administración publica complementario de una ley o aumenta en nada los poderes de dicho gobierno; por consiguiente, solo lo puede incluir en ese reglamento de administración publica aquellas disposiciones que hubieran podido figurar en un reglamento complementario hecho espontáneamente”.
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poderes reglamentarios, sino que la verdadera razón de estos amplios poderes es que le han sido conferidos al Presidente por un texto legislativo especial y formal. Y viceversa, se podrá concebir perfectamente que una ley le conceda al Presidente considerables atribuciones reglamentarias, sin que por esto dicha ley ordene un reglamento de administración publica; de hecho no es fácil que esto se produzca, pues una de las razones que animan al Parlamento a confiarle al gobierno la misión de tomar poderosas medidas mediante el reglamento es precisamente que estas medidas abran de ser discutidas y fijadas por el Consejo de Estado; pero, en derecho, no es de ningún modo imposible que la ley conceda aun reglamento ordinario, por ejemplo, el poder de crear nuevo derecho aplicable a los administrados.7 De todas estas observaciones debe desprenderse, pues, la siguiente conclusión: el hecho de que un reglamento sea o no reglamento de administración pública es in diferible por lo que se refiere a la amplitud de la potestad reglamentaria. Algunos autores han creído hallar un signo particular del reglamento de administración pública en lo que laman su carácter obligatorio y forzoso. Verthelemy (loc. Cit., vol.xv, p. 324), Jeze (Revue du droit public, 1908, p. 48) insisten en el punto de que el gobierno, cuando a sido encargado por una ley de formular un reglamento de esta clase, esta obligado a hacerlo; existe aquí para el una orden a la que tiene que conformarse. Otros autores prefieren atenerse a la idea de que solo se trata de una simple invitación (Hauriou, nota repetidamente citada en sirey, 1908, 3.3). Otros finalmente dudan entre la idea de invitación y la idea de orden (Esmein, Elements, 5ª ed., p. 617). A decir verdad, la cuestión de saber si la referencia hecha por la ley al reglamento engendra para el gobierno una obligación o una facultad, no puede contestarse en tér7
Es sabido, en efecto, que cuando una ley ordena un reglamento, ello no implica necesariamente la intervención del Consejo de Estado. Es preciso, para que sea obligatoria esta intervención, que la ley haya exigido un reglamento de administración publica. Algunos autores han sostenido que seria inútil “que todos los reglamentos provenientes del jefe del poder Ejecutivo, sin distinción, fuesen sometidos al examen del consejo de estado” (Aucoc, “Des reglements d`administration publique et de I`intervention du Conseil d`Etat das la redaction de ces reglements”, Revue critique de legislation te de jurisprudence, 1872, y Le Conseil d`Etat avant et depuis 1789, p. 154., Cohen, op. cit., pp. 361 ss.); se han dicho que al menos de via imponerce esta intervención para todos los reglamentos preescritos por una ley, o tambien sea demostrado el deceo de que fuera hecha necesaria para aquellos reglamentos presidenciales que tengan un carácter permanente. Una proposición en este sentido fue prestada en la asamblea nacional en 1872, al discutirse la ley orgánica sobre el consejo de Estado y fue rechazada. El Art. 8 de la ley del 24 de mayo de 1872, según las palabras mismas de su relator, consagro la tradición según la cual el jefe del Estado “no tiene que solicitar dictamen del Consejo de Estado mas que cuando la ley lo establece obligatoriamente” (Moreau, op. Cit., p. 140).
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minos absolutos, sino que todo depende de las intenciones del legislador, o mejor dicho, de los términos en los cuales formulo sus intenciones. En principio, cuando la ley prescibe un reglamento de administración publica, esta prescripción equivale a una orden; la idea de que hay que ver en ella una orden se encuentra conforme con el carácter ejecutivo común a todos los reglamentos. Pero, incluso para los reglamentos de administración publica, La ley que los prescribe pudo declarar que el gobierno podrá juzgar por si la oportunidad de dictarlos (Moreau, po. Cit., p. 150), en cuyo caso esos reglamentos son puramente facultativos. Por otra parte, es de observarse que el reglamento ordinario, del mismo modo que el de administración publica, puede prescribirse por la ley de una manera obligatoria; la redacción obligatoria no constituye, pues, una particular especial del reglamento de administración publica. Finalmente, incluso en el caso en que hubiese de admitir que todo texto legislativo que se remite aun reglamento de administración publica constituye una orden dada al gobierno, este reconocimiento no tendría por efecto modificar el concepto anteriormente desarrollado respecto a la naturaleza intrínseca de esta clase de reglamentos. 215. En resumen, de todas las observaciones que proceden se desprende que, salvo la necesidad de la deliberación en Consejo de Estado, no existe diferencia esencial entre los reglamentos ordinarios y los de administración pública. Erróneamente, pues, los tratados de derecho público presentan esta distinción como la división capital que ha de establecerse entre los reglamentos presidenciales. En la literatura reciente, algunos autores mejor inspirados han relegado esta división al último plano. Moreau (op. Cit., caps. IV y V) dio el ejemplo, al adoptar como distinción principal la de los (reglamentos espontáneos), por una parte, y, por otra parte, los “reglamentos formulados en virtud de una ley”; Duguit (Traite, vol. II, nums. 160-161) establece una clasificación detallada sobre la misma base, en la que, como Moreau, solo concede a la distinción entre los reglamentos de administración publica y los demás una importancia secundaria. En efecto, esta es la dirección en que hay que caminar para estudiar las diversas clases de reglamentos presidenciales. La distinción esencial que debe establecerse entre ellos deriva de la observación fundamental de que, según la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, Art. 3, la actividad reglamentaria del Presidente se reduce invariablemente a “la ejecución de las leyes”. Partiendo de este principio, se observa que el jefe del ejecutivo, por vía de reglamento, puede ejecutar las leyes de dos maneras. En primer lugar, puede procurar su ejecución tomando al efecto medidas reglamentarias propias para asegurar la aplicación usual y detallada de las prescripciones formuladas por la ley misma; por cuanto
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estas medidas no son sino la ejecución de las prescripciones mismas de la ley, entran debe luego en la potestad ejecutiva, y, por consiguiente, el Presidente tiene el poder de dictarlas espontáneamente. Si se trata, por el contrario, de dictar reglas respecto de materias que no han sido tratadas por el legislador, o también de añadir a las reglas establecidas por las leyes vigentes alguna nueva prescripción que no se limite a asegurar la aplicación de los principios formulados por el legislador mismo, no podría el Presidente, por su sola potestad, tomar semejante iniciativa, ya que se saldría así de su función de simple ejecución. Pero si bien no puede hacer espontáneamente los reglamentos de esta segunda clase, adquiere competencia para dictarlos desde el momento en que una ley lo encarga de ello; es suficiente, en efecto, que un texto legislativo haya prescrito o permitido un decreto reglamentario respecto de un objeto cual quiera, para que el presidente se encuentre de nuevo en el terreno que la Constitución asigno a su competencia, ósea en el terreno de la ejecución de las leyes. Al colocarnos en este punto de vista, nos vemos llevados a reconocer que los reglamentos deben dividirse en dos grupos principales: 1º aquellos que el Presidente puede hacer espontáneamente; y 2º aquellos que solo puede hacer a condición de recibir para ello el encargo por un texto especial de ley. Esto es lo que los autores expresan frecuentemente al distinguir, por una parte, reglamentos hechos en virtud de la Constitución, y por otra parte, reglamentos hechos en virtud de las leyes. Esta forma de expresarse no es absolutamente incorrecta, ya que los reglamentos de la segunda clase presuponen una habilitación legislativa. Sin embargo, tiene el inconveniente de ser equivoca, por que puede suscitar la idea de que existe, para el jefe del Ejecutivo, una competencia reglamentaria que se funda puramente en las leyes y que no tiene base en la constitución; se volvería a caer así dentro de la teoría de la delegación legislativa. P ero esta idea seria totalmente falsa: todo los reglamentos, bien sean hechos espontáneamente o bien “en virtud” de una ley especial, tienen esencialmente su fundamento en el Art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, ya que dicho texto es el que confiere al Presidente el poder- y también el que le impone el deber- de “ejecutar” las leyes que le encargan hacer un reglamento cualquiera. Indudablemente, los reglamentos de la segunda categoría difieren de los reglamentos espontáneos en que estos se refieren exclusivamente a la constitución, mientras que para aquellos existen, entre ellos y la constitución, un intermediario indispensable, que es la ley. Pero unos y otros se fundan, en definitiva, en la posteta de ejecución que el Presidente recibe directamente de la constitución. No es, pues, exacto decir, como Hauriou (Sirev. 1908, 3 2) que el jefe del Ejecutivo ejerce “dos com-
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petencias reglamentarias, una que recibe de las leyes constitucionales y otra de las leyes ordinarias”. Si hubiera de admitirse este punto de vista, habría que sacar la conclusión de que, junto a los reglamentos constitucionales, existen otros extraconstitucionales, o sea, en último termino, inconstitucionales. La verdad es que solo existe una competencia reglamentaria única, la que deriva del Art. 3 antes citado, solo que se ejerce en condiciones de dos clases, unas veces de manera espontánea, y otras como consecuencia y bajo la condición de una habilitación legislativa. Hasta pudiera decirse “en virtud de una ley”, pero en virtud de una ley que se limita a poner en movimiento las facultades reglamentarias que la constitución misma atribuyo al Presidente. Ahora bien, los reglamentos hechos en ejecución de una prescripción legislativa especial pueden, a su vez, subdividirse en diversa categorías. A veces la ley los ha prescrito imperativamente; otras veces se contento con autorizarlos. Por otra parte, la ley puede recurrir a la potestad reglamentaria del Presidente bien sea encargándole completar reglas que ella misma acaba de enunciar, bien encargándole de regular totalmente una materia respeto de la cual la legislación vigente no estatuyo aun. Finalmente, si de hecho la mayor parte de las leyes que prescriben reglamentos, exigen reglamentos de administración publica, algunas de ellas ordenan o permiten reglamentos ordinarios, o sea reglamentos que no tendrán necesidad de ser deliberados en asamblea general del Consejo de Estado; y en derecho importa observar que, aun en este ultimo caso, el legislador puede autorizar al Presidente para que adopte, mediante estos reglamentos ordinarios, medidas que no podrían prescribirse por reglamentos espontáneos. La práctica ofrece diversos ejemplos de ello (Moreau, op. Cit., pp. 199-200). He aquí, pues, entre los reglamentos hechos en consecuencia de una habilitación legislativa, múltiples subdistinciones. Por estas subdistinciones no responden a diferencias esenciales entre las diversas categorías, sino que, por el contrario, provienen de que todos los reglamentos hechos bajo habilitación legislativa tienen como carácter común el de ser registrados por la ley que los ha previsto, de modo que bien sea su forma, bien sea su contenido eventual, se determinan por esa ley, y ello sin que exista una relación de dependencia necesaria y constante entre esa forma y ese contenido. La única distinción principal que debe establecerse entre los reglamentos presidenciales es, pues, la de reglamentos espontáneos y reglamentos que presuponen una habilitación legislativa. 216. En virtud de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 (Art. 3), el Presidente de la republica tiene ante todo el poder de hacer espontáneamente los reglamentos que tienen por objeto asegurar la ejecución de las leyes, regulando los detalles de aplicación de las prescrip-
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ciones dictadas por ellas. Este cometido, en efecto, entra directamente dentro de la función ejecutiva; incluso la Constitución de 1791, que en principio rehusaba al rey el poder de hacer reglamentos, lo reconocía, como facultad inherente a los deberes de su función, el poder de “hacer proclamas conforme a las leyes, para ordenar y recordar la ejecución de las mismas” (tit. III, cap.IV, sec. 1ª, Art.6). Se desprende de ello que el jefe del Ejecutivo puede en cualquier momento hacer semejantes reglamentos, sin que tenga que invocar al efecto una invitación o una habilitación formulada por un texto legislativo. Pero estos reglamentos, a los cuales dan los autores el nombre de complementarios, y que tienen carácter de actos adicionales a la ley, solo pueden prescribir aquellas medidas cuyo principio se encuentra contenido, al menos implícitamente, en la misma ley a la que vienen a continuar. El cometido de estos reglamentos es doble. Por una parte tienen por objeto dar vida a las disposiciones de las leyes y, en caso necesario, sostener la aplicación de las mismas, si dicha aplicación tuviera tendencia a desaparecer; en una palabra, y según la expresión de 1791, recuerdan la ejecución de las leyes y evitan que esta caiga en el olvido. Por otra parte aseguran la ejecución de la l4ey al determinar, bien sea para los agentes administrativos o bien para los mismos ciudadanos, las condiciones en las cuales abra de ser aplicada aquella ley. Pero bajo este aspecto, el reglamento solo puede desarrollar las consecuencias de las reglas establecidas por la ley, y no hace sino parafrasear la ley, o también acomoda su aplicación a las circunstancias variables, pero sin poder jamás añadir ningún principio nuevo a los que dicha ley consagra, ni, con mayor razón, contrariar o desviar sus disposiciones (Moreau, op.. cit., pp.202 ss.; Duguit, Traite, vol.II, p. 467-468; Laband, op. cit., ed. Francesa, Vol. II, p. 383; Jellinek, op. cit., pp. 378-380). Como dicen estos autores, podrá el reglamento espontáneo, por ejemplo, precisar las condiciones de realización de las formalidades prescritas por una ley, pero sin añadir ninguna formalidad a aquellas que previo dicha ley, y sin que puede tampoco resultar de ese reglamento complementario ninguna agravación de obligaciones formalistas para los ciudadanos. Si no puede el reglamento agravar las condiciones de forma fijadas por la ley, con mayor razón tampoco podría modificar las condiciones de fondo determinadas por los textos legislativos. Aunque el Presidente de la Republica pueda dictar por su propia iniciativa los reglamentos de esta primera clase, ocurre frecuentemente que las leyes establecen específicamente que habrán de ser completadas, respeto de tal o cual punto a que se refiere su texto, por un reglamento de administración pública. El efecto de este mandamiento legislativo es doble. En primer lugar, la confección del reglamento com-
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plementario, en vez de depender de la iniciativa del Ejecutivo, se convierte en obligatoria para el Presidente. En segundo lugar, el Presidente habrá de solicitar dictamen del Consejo de Estado, mientras que para los reglamentos espontáneos ese dictamen solo es facultativo. Pero, en cualquier otro aspecto, no cabe establecer diferencias entre el reglamento complementario ordenado por una ley y aquel otro hecho libremente por el jefe del Ejecutivo. Especialmente, la invitación o el mandamiento legislativo, en tal caso, no tiene por efecto aumentar los poderes reglamentarios del Presidente. Aquí puede decirse en realidad-como lo hacen Esmein (Elements, 5ª ed., pp.616ss.) y Berthelemy (Traite, 7ª ed., pp. 98 ss.)- que el reglamento de administración publica no entraña poderes mas amplios que el reglamento espontáneo (cf.Duguit, Traite, Vol. II, p.463; Jeze, Revue du droit public, 1908, p. 48). Y esto demuestra bien a las claras que el reglamento de administración pública no es en si de esencia diferente a los reglamentos ordinarios. Pero si el simple hecho de recurrir a un reglamento de administración publica no tiene por si solo como efecto aumentar los poderes del Presidente, se pude admitir – contrariamente a la doctrina de Esmein y Berthelemy- que dichos poderes son siempre susceptibles de recibir una extensión especial; adquirirán dicha extensión cuando la ley que remite el reglamento complementario haya prescrito formalmente que mediante dicho reglamento - sea o no de administración publica- puede el Presidente adoptar tales o cuales medidas que excedan de su potestad normal de reglamentación espontánea. En este caso, el decreto reglamentario corresponde ala segunda categoría de reglamentos ejecutivos, de la que se va a hablar enseguida.
217. Siendo el reglamento, esencialmente, un acto ejecutivo, presupone siempre una ley. Si se trata de regular, mediante un decreto complementario, los detalles de ejecución de una ley, el jefe del Ejecutivo, como se acaba de ver, puede hacerlo por su propia iniciativa, por que ello significa, por su parte, una actividad esencialmente ejecutiva. Por el contrario, para que puede el Presidente estatuir por decreto respecto de materias no legisladas, o también para que pueda crear, referente a una materia ya legislada, reglas nuevas que se salgan de la esfera de la simole reglamentación complementaria, es preciso que se haya invitado para ello, o por lo menos autorizado, por un texto legislativo especial, cuya consecuencia y ejecución habrá de ser el reglamento. Junto a los reglamentos espontáneos hechos para la ejecución de las leyes, están pues los reglamentos hechos en ejecución de las leyes, o como dicen algunos autores, en virtud de una ley, o sea mediante un permiso o invitación
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expresa del legislador.8 Conviene observar que el gobierno mismo pude promover semejantes autorizaciones, bastándole para ello con presentar a las cámaras un proyecto de ley que contenga a la habilitacion que pretende. La cuestión capital que se formula respecto de los reglamentos de este segundo grupo es la de saber en que casos dicha habilitación es necesaria: cuales son los reglamentos que no pueden hacerse espontáneamente por el Presidente y para los cuales se precisa de una ley que los autorice. La respuesta es que en principio no puede el Presidente decretar por su propia iniciativa sino aquellas reglas que sean el desarrollo de otras formuladas por las leyes, y toda reglamentación que valla mas allá de estos limiotes solo puede ser emprendida por la autoridad gubernamental en virtud de un texto que encargue al gobierno de este cometido. Sin embargo, muchos autores clasifican aparte, como no estando sujetos a este principio y perteneciendo a la propia potestad del jefe del Ejecutivo, los reglamentos de policía y los reglamentos que conciernen a la organización y el funcionamiento de los servicios públicos. Deben estudiarse especialmente estas dos clases de medidas reglamentarias. 218. Números autores afirman, como cosa evidente, que el Presidente de la Republica tiene la facultad de dictar espontáneamente, es decir, sin necesidad de que una ley lo invite o autorice previamente a ello, los reglamentos que tengan un fin policíaco. Se funda esta afirmación en la idea de que el gobierno tiene como una de sus principales ta-
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La distinción anteriormente establecida, entre los reglamentos dictados para la ejecución de las leyes y aquellos emitidos en ejecución de las leyes, corresponde a la distinción general ya adoptada con anterioridad (n. 9, p. 458) entre dos clases de ejecución. Se ha visto, en efecto, que el termino “poder ejecutivo” tiene dos sentidos: designa, no solamente la actividad subalterna que consiste simplemente en procurar la realización efectiva de prescripciones ya formuladas por las leyes mismas, sino también la actividad creadora que consiste en producir, desarrollándolas por vía de medidas apropiadas y libremente escogidas, las consecuencias de una voluntad legislativa, que solo se manifestó por la manifestación de la labor a realizar o los fines a alcanzar. Estos conceptos se aplican igualmente a los reglamentos. Los reglamentos son todos ejecutivos, pero no todos lo son del mismo modo. Unos no hacen sino asegurar la ejecución detallada y el funcionamiento técnico de las prescripciones legislativas vigentes, tratándose aquí de la ejecución en el sentido mas modesto. Otros implican en la autoridad llamada a dictarlos un poder más o menos amplio de libre disposición, y aquí la palabra ejecución sirve sobre todo para marcar la dependencia especial en que se encuentra situado el reglamento frente a la ley. Los reglamentos de esta segunda clase son ejecutivos, por cuanto no pueden dictarse sino a condición de haber sido promovidos y suscitados por una ley, y en este sentido se conducen de la ley, pero por otra parte pueden tener un alcance innovador considerable. Análoga distinción fue presentada en la literatura suiza por Guhl, op. Cit., pp. 82 ss. y Affolter, Grundzüge des schweiz. Staatsrecht, p. 166, que dividen los reglamentos en Vollziehungsverordnungen y Ausfühurungsverordnungen.
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reas asegurar en todo el territorio el mantenimiento del orden; ahora bien, no pude desempeñar esta tarea sin poseer facultades de policía, y especialmente sin el poder de hacer reglamentos de policía. Esta es la idea que sostiene Hauriou (op. Cit., 6ª ed., p. 298, texto y n. 2),9 al decir: “El reglamento tiene en si un objeto propio, que es asegurar el orden publico. . .; esto no se reduce enteramente a la ejecución de la ley, y supone en muchos caso un poder espontáneo”. Igualmente Moreau (op. Cit., pp. 164 ss.) se rehúsa admitir que el jefe del Ejecutivo se vea reducido a la pura ejecución de las leyes. Junto al poder reglamentario ejecutivo, existe, según este autor, un “poder reglamentario autónomo”; entre otros reglamentos que puede hacer espontáneamente el Presidente y que no precisan apoyarse en una ley, Moreau cita aquellos que se refieren al orden general de la sociedad y que “se explican por un fin policíaco”. Cohen (op. cit., p. 262) admite como tesis general “que el gobierno haya en si mismo, en su razón de ser, el derecho general de dictar reglamentos de derecho” y que “cuando suple al silencio del legislador, no hace sino cumplir con su misión” (p. 312); por consiguiente, y entre otras medidas reglamentarias, le corresponde tomar todas aquellas que tienden a la conservación del orden (pp.190 ss., 260 ss., 310 ss.). Esta doctrina halla su confirmación en el hecho de que, desde 1875, así como antes de dicha fecha, el jefe del Ejecutivo dicto frecuentemente reglamentos de policía que no tiene mas fundamento que su propia potestad legislativa. Los autores citan particularmente el decreto de 2 de octubre de 1888 referente a los residentes extranjeros de Francia ( cf. La ley respecto al mismo objeto el 8 de agosto de 1893), el decreto del 10 de marzo de 1894 respecto a la higiene de los trabajadores, el de 13 de noviembre de 1896 referente a la vigilancia de los vagabundos, los de 10 de marzo de 1899 y 10 de septiembre de 1901 sobre la circulación de los automóviles, etc., etc. Entre los decretos que tienen esos objetos de policía, unos no se refieren a ninguna ley que los autorice y de la cual constituyan la ejecución; otros se refieren a algún texto legislativo del cual pretenden derivar pero, en este ultimo caso, la relación entre el reglamento presidencial y la ley a que se refiere es con frecuencia tan lejana y problemática que mas vale reconocer francamente que, en realidad, tiene el 9
En su 8ª ed., p. 54, Hauriou dice igualmente: “La materia propia del reglamento reside en su espíritu. Este espíritu consiste en formular reglas que son para la organización y el mantenimiento del orden, y en formularlas según los motivos autoritarios del poder político. Así pues, el contenido de las reglas reglamentarias se determinan a priori por la necesidad de proceder a la organización rápida de ciertas relaciones sociales o de poner fin rápidamente a ciertas alteraciones que amenazan el orden social. Estas reglas improvisadas van saturadas del espíritu de autoridad propio del poder político…”
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decreto carácter puramente espontáneo (Moreau, op. cit., p. 167; Duguit, Traite, vol. n, p. 472). Los autores que así admiten para el jefe del Ejecutivo la existencia de un poder reglamentario autónomo en materia policíaca, hubieron de precisar la amplitud de este poder. Según la opinión corriente, hay que atenerse, a este respecto, a la definición que daba ya de la policía general la ley de 14 de diciembre de 1789 (art. 5 0 ) , que la reducía, según su objeto, a estos tres términos: asegurar la tranquilidad, la seguridad y la salubridad públicas. La ley de 16-24 de agosto de 1790 (tít. x i , art. 3) deduce de esta triple condición una enumeración de los objetos que entran dentro de las funciones de policía de las autoridades municipales. Este texto fué reemplazado después por el art. 97 de la ley municipal de 5 de abril de 1884, que proporciona una enumeración análoga y por cierto no limitativa. Con la ayuda de estos mismos textos han definido los autores la potestad reglamentaria del jefe del Ejecutivo respecto a la policía, al decir que le corresponde decretar, para el conjunto del territorio, aquellas medidas reglamentarias de policía que el art. 97 antes citado habilita a los alcaldes a dictar, por vía de resolución municipal, dentro de los límites de sus municipios. Se reconoce, por otra parte, que el jefe del Ejecutivo lo mismo que el alcalde, no pueden crear penas para sancionar sus reglamentos de policía, y a falta de sanción establecida con una ley especial, estos reglamentos estarán sujetos únicamente a la sanción general del art. 471-159 del Código penal (ver a este respecto Dalloz, Codes annotés, Lois administratives, \° "Lois constitutionnelles", vol. i, núms. 291 ss.).
219. Así pues, existiría para el Presidente de la República, y por lo que se refiere a medidas de policía aplicables en toda la extensión del territorio, una competencia reglamentaria que corresponde a aquella de que está investida por la ley la autoridad municipal al estatuir a título local. Pero esta doctrina suscita una objeción decisiva; y es que no tiene ninguna base en los textos. Existen evidentemente textos particulares, como la ley de 29 de junio de 1898 respecto al Código rural (art. 57) o la ley de 15 de febrero de 1902 relativa a la protección de la salubridad pública (art. 8 ) , que para materias especiales, como son policía sanitar i a de los animales en las fronteras y policía sanitaria de las personas en caso de epidemia, confieren al Presidente la facultad de tomar por vía de reglamento medidas de salubridad. Pero en la legislación francesa no se encuentra ningún texto que le conceda al jefe del Ejecutivo un poder de policía general, por el cual pueda hacer reglamentos destinados a asegurar, en toda Francia, la seguridad, la salubridad y la tranquilidad.10 Importa hacer constar que esta laguna de la legislación no debe ser 10 Esto es lo que reconoce Hauriou mismo (op. cit., 8* ed., p. 50).
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achacada simplemente a una negligencia del legislador. La ausencia de un It'Xto que atribuya al jefe del Ejecutivo un poder de policía general nr explica por la consideración de que las medidas a tomar respecto a los tres objetos generales de la policía han de variar necesariamente según los lugares, y que, por consiguiente, no sería posible, de ordinario, determinar dichas medidas por vía de reglamentación uniforme y nacional (cf. (/. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 575). Es por lo que las leyes de 14 de diciembre de 1789 y de 16-24 de agosto de 1790 colocaban bajo hi vigilancia de las autoridades municipales el triple objeto salubridad, seguridad y tranquilidad, que hacían entrar dentro de la noción general de policía; y la ley de 1789 precisaba su pensamiento a este respecto al especificar que el cometido de velar por estos objetos constituye "una función propia del poder municipal".11 Hoy día, aún, el poder de hacer los reglamentos que tienen por objeto la policía general es atribuido por el art. 97 de la ley de 1884, en principio, a las autoridades locales. Se infiere de esto que en ausencia de todo texto que le confiera un poder general de policía, el Presidente de la República sólo puede dictar reglamentos de policía en el caso en que una ley especial lo haya habilitado para ello respecto de un objeto determinado. Los decretos que formulan una regla de policía, que invocan para su legitimación una ley anterior, no hacen sino rendir homenaje a este principio; y esto ocurre así incluso cuando, de hecho, la ley a que se refieren no contiene en ningún modo la habilitación que el decreto en cuestión pretende tomar de ella. Sin embargo, los autores que admiten la posibilidad de reglamentos espontáneos de policía, insisten alegando que, bajo las Constituciones anteriores a la de 1875, el poder de dictar semejantes reglamentos fue ejercido constantemente por el jefe del Estado y jamás se le discutió. No es de creer que la Constitución de 1875 le haya retirado esta tradicional competencia (Moreau, op. cit., pp. 170 y 178). Pero es conveniente replicar con la observación, hecha ya con anterioridad (pp. 454-455), de que la Constitución de 1875 limitó mucho más estrictamente que sus antecesoras los poderes del jefe del Ejecutivo. Estas le concedían diversas prerrogativas que implicaban en él una potestad autónoma e independiente de la potestad del cuerpo legislativo. Es explicable, por
11 Así entendida, esta expresión, que tantas discusiones suscitó, se justifica plenamente. Su justificación se hace, por el contrario, muy discutible cuando se trata de interpretarla en el sentido de que el municipio tiene poderes orignarios que recibe de sí mismo y que no se basan de ningún modo en las leyes del Estado (ver núms. 65-66, supra). Sin embargo, conviene añadir que por la ley de 22 de diciembre de 1789-enero de 1790 (sección 3, art. 2-9'') los prefectos son igualmente los encargados de proveer " a l mantenimiento de la salubridad, de la seguridad y de la tranquilidad públicas", lo que —según la doctrina y la jurisprudencia— implica para ellos el poder de tomar, respecto a este triple objeto, medidas reglamentarias.
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lo tanto, que bajo esas Constituciones el jefe del Estado haya podido hacer uso de su poder autónomo, ejerciéndolo especialmente bajo forma de reglamento espontáneo.12 La Constitución de 1875, por el contrario, reduce en principio la función presidencial a una función de ejecución de las leyes, resultando que en materia de policía, muy especialmente, o sea en una materia en que se trata de imponer obligaciones a los ciudadanos, no puede el Presidente dictar reglamentos por su propia autoridad. Esto no significa que no sea muy útil y hasta indispensable que posea el gobierno, en esta materia, ciertos poderes de reglamentación, pero es necesario que estos poderes le hayan sido concedidos por leyes. Se observará a este respecto que hasta en las monarquías, por ejemplo en Prusia, no tiene la Corona el poder autónomo de reglamentación policíaca, pues el art. 136 de la ley prusiana sobre administración general del 30 de j u l i o de 1883 dice de un modo expreso que las autoridades centrales del reino sólo pueden dictar, bajo sanciones penales, réglamentos de policía siempre que un texto formal de ley les haya encargado de ello respecto a determinados objetos (Rosin, Polizeiverordnungsrecht in Preussen, 2* ed., pp. 185 ss.; G. Meyer, loe. cit., p. 576; Anschütz, Begriff der gesetzgebenden Gewalt, 2/ ed., pp. 145-146) . 13 No hay que dudar, pues, al decir que los reglamentos presidenciales de policía, cuando se hacen espontáneamente, es decir, cuando no se dicten en ejecución de una ley que los autorice, carecen de valor y son contrarios a la Constitución.14 Así lo reconoce francamente Duguit (Trai-
12 Es por lo que en Bélgica, donde la Constitución de 1831 se inspira, a este respecto, en las concepciones monárquicas de las Cartas francesas de 1814 y 1830, la práctica y lá doctrina admiten, a pesar de los términos aparentemente contrarios de los arts. 67 y 68 de esta Constitución, que el rey, como jefe de la administración general, tiene derecho "a tomar las medidas reglamentarias que reclame el mantenimiento de la tranquilidad y de la salubridad públicas" (Girón, Le droit administratif de la Belgique, 2' ed., vol. i, n" 77), lo que implica para el monarca la facultad de hacer o de dictar reglamentos espontáneos de policía. Ver sin embargo Errera, Traite de droit public belge, p. 207: "Cabe la pregunta de si, en materia de policía, no tendrá el rey una competencia general. Los art. 67 y 68 de la Constitución, al retener el poder ejecutivo por entero dentro de los límites que le traza la ley, prohiben al rey dictar reglamentos en materia de policía, a menos que una ley lo habilite para ello". 13 Hauriou (op. cit., 8' ed., pp. 48 y 54), fundándose en la afirmación de que "el gobierno tiene por misión mantener el orden", sostiene que el Presidente, en materia de policía, tiene un poder de reglamentación propio y espontáneo. Esto no es fácil de creer. Si la Constitución hubiera querido conferirle semejante poder, no hubiera podido dejar de fijar los límites del mismo. ¿Puede concebirse que haya reconocido al Presidente la facultad ilimitada de imponer obligaciones a los ciudadanos por vía de medidas de policía, cuando, incluso en los Estados monárquicos como Prusia, no puede el monarca, en principio, sin una habilitación legislativa, dictar ninguna ordenanza, sea de policía o de cualquiera otra clase, que cree derecho aplicable a los subditos?
390 14 Es naturalmente a los tribunales a quienes corresponde comprobar desde este punto de vista la regularidad y la validez de los reglamentos presidenciales de policía.
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li', vol. II , p. 472). En principio, dice este autor, "las disposiciones de policía que deben ser las mismas para todo el país, deberían evidentemente, según el derecho constitucional, establecerse por una ley formal" . Si, de hecho, el Presidente de la República dicta a veces reglamentos de policía espontáneos, no debe verse en ello, añade Duguit, sino una inslilución constitucional "consuetudinaria", que se formó a la sombra de las necesidades de la práctica y que se funda en la tradición de los regímenes (interiores. Dicho de otro modo, esta institución consuetudinaria no tiene base en la Constitución verdadera, o sea en la Constitución escrita. El testimonio de Duguit concuerda precisamente con la demostración presentada o expuesta anteriormente. Y la verdad es que, en definitiva, el cuadro, demasiado estrecho, sin duda, de la Constitución de 1875, que sólo previoreglamentos ejecutivos, ha sido forzado. 220. La cuestión de saber en qué medida puede el Presidente de la República, mediante decretos espontáneos, reglamentar la organización y el funcionamiento de los servicios públicos, es de las más delicadas, Cuando se aborda esta cuestión, se tropieza en efecto con la dificultad de conciliar los dos principios siguientes: por una parte, la Constitución encarga al Presidente asegurar la ejecución de las leyes en vigor, y por lo mismo parece como que le da implícitamente competencia para decretar por su propia iniciativa todas las reglas referentes a la organización o a la actividad de las autoridades administrativas, por cuanto esas reglas tienden a asegurar la ejecución de las prescripciones legislativas; por otra parte, sin embargo, la Constitución, de una manera general, reducela función presidencial a un simple "poder ejecutivo", y por consiguiente,e incluso en materia de reglamentación de los servicios públicos, excluye la posibilidad de decretos autónomos que se fundarían exclusivamente en la potestad del Presidente, o sea que serían dictados por él fuera de una habilitación legislativa. 221. Los autores parecen no haberse fijado en esta última consideración: admiten sin titubeos que puede el Presidente, sin el concurso de ninguna ley que para ello le habilite, estatuir en forma reglamentaria respecto de la composición del personal administrativo o de la conducta que habrán de seguir los agentes encargados de ejercer la administración. Entre los defensores más decididos de esta opinión se debe señalar a Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 307, texto y n.), que dice: "Los reglamentos tienen un objeto propio, que es el de crear organizaciones públicas. Esto se halla bajo el control de la ley, pero no está necesariamente dentro de los límites de la ley, es para asegurar el cumplimiento de la función administrativa, lo que no es lo mismo". 15 Así pues, entre las princi15 En su 8* ed., Hauriou incluso introduce esta idea en la definición principal que expone del reglamento presidencial: " E l reglamento puede definirse como una regla que tiende a
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pales atribuciones del Presidente enumera Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 220) la siguiente competencia: "Organiza, en principio, los servicios públicos". Moreau (op. cit., p. 171) no se muestra menos categórico: "Nadie se atrevería a negarle al jefe del Estado el derecho de dictar reglamentos referentes a la organización de los servicios públicos". Esmein (Éléments, 5* ed., p. 631) dice igualmente: "Puede considerarse como una regla de nuestro derecho público el que el titular del poder ejecutivo pueda, en principio, crear las funciones y los empleos, y suprimirlos cuando no han sido consagrados por una ley". Cahen (op. cit., p. 318) sostiene que los decretos reglamentarios que crean órganos administrativos son "dictados en virtud del derecho de iniciativa que pertenece al gobierno y debe conservar". En cuanto al fundamento de este poder presidencial, numerosos autores lo buscan en la misión que tiene el Presidente de ejecutar las leyes. Esta es la explicación que proporciona por ejemplo Esmein para justificar los reglamentos que entrañan creación de lunciones o empleos (loe. cit.): "Incumbe al titular del poder ejecutivo hacer ejecutar las leyes; y es natural que tenga los poderes necesarios para asegurar este resultado". Jéze (Revue du droit public, 1904, p. 97) se coloca en el mismo punto de vista. En sus conclusiones respecto de un asunto que llevó al Consejo de Estado a examinar la cuestión de los reglamentos orgánicos referentes a los servicios públicos, el comisario del gobierno, Romieu, decía igualmente: " L a competencia general del poder ejecutivo para todo aquello que concierne al personal puede hacerse derivar del derecho que tiene, por el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, para asegurar la ejecución de las leyes" (4 de mayo de 1906 (asunto Babin). Así pues, el poder de organización y de reglamentación de los servicios públicos sólo es, según este concepto, una consecuencia inmediata y necesaria de la potestad ejecutiva. Al estar encargado de ejecutar las leyes, es necesario que pueda el jefe del Ejecutivo crear y dirigir las autoridades que habrán de procurar esa ejecución. El poder ejecutivo comprende pues en sí, en principio, el derecho de instituir funciones administrativas y de determinar los órganos de las mismas; de f i j a r la repartición de las competencias entre éstos, y de regular el modo de su actividad, y finalmente de dictar todas las prescripciones referentes al estatuto orgánico, e incluso personal (ver sin embargo la n. 27 del n° 227, infra) de los funcionarios del orden ejecutivo. Este principal poder de organización solamente deja de pertenecer al jefe del Ejecutivo en organización y al mantenimento del orden dentro del Estado..." p. 47*. Diré también (ibib.. pp. 54 y 65), que, según su "espíritu", el reglamento tiene por "materia" las reglas que sirven para la organización, y que además de su "cometido de coadjutor de la ley, el reglamento tiene otro cometido que le es propio y que es el de proveer a las necesidades de la organización".
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aquellos casos en que el cuerpo legislativo se lo apropie al regular por MIS propias leyes determinado servicio administrativo. 222. Los autores alemanes admiten igualmente, para los jefes monárquicos de los Estados comprendidos en el Imperio y para el mismo emperador, el derecho de dictar ordenanzas de organización adminisIrativa; pero, en general, motivan este derecho de una manera muy diferente. Según la doctrina que prevalece en la literatura alemana, el poder de regular por vía de ordenanzas la organización y el funcionamiento de los servicios públicos deriva especial y directamente de la relación de superioridad y de subordinación jerárquicas establecida entre las autoridades administrativas y que implica, para los agentes subalternos, el deber jurídico de conformarse a las prescripciones de sus jefes, al menos en los casos en que éstas se refieren al servicio. Se infiere de esto que los Mjperiores administrativos tienen la facultad de emitir, a título de mandamientos dirigidos a sus subordinados, todas las prescripciones, sean individuales o reglamentarias, que conciernen, bien a la actividad del personal, bien a la marcha de los asuntos de la administración. La fuerza jurídica de estas prescripciones se basa en la propia potestad interna de la autoridad administrativa, y por consiguiente pueden dictarse fuera de loda ley, especial o general, de habilitación. Se infiere también de esto que el poder de dictar semejantes prescripciones por vía de ordenanzas no solamente le pertenece al monarca, como jefe supremo de la administración, sino también a los ministros, en su cualidad de jefes de un departamento de asuntos públicos, a las autoridades provinciales superiores, y de una manera general a cualquier jefe de servicio. En lo que se refiere particularmente al monarca, su poder de reglamentación administrativa se funda, además, en el hecho de que las Constituciones de Alemania, según la interpretación que de las mismas dan la mayoría de los autores de dicho país, no exigen el asentimiento legislativo del Parlamento más que para las reglas que forman materia de ley, para las leyes materiales, es decir, para las reglas que se refieren al derecho individual de los ciudadanos. Este es el sentido que dan los autores alemanes al art. 62 de la Constitución prusiana, por ejemplo. Por lo tanto, se debe admitir recíprocamente que el monarca ha de poder decretar por sí solo, sin el concurso de las Cámaras, luego en forma de ordenanza, las prescripciones reglamentarias que no constituyen derecho aplicable a los administrados,10 sino que rigen únicamente el personal y la conducta de los 16 Hay que añadir, no obstante, que la disposición de las Constituciones alemanas, que conceden al rey el poder de dictar "las ordenanzas necesarias para la ejecución de las leyes" (ver por ejemplo la Constitución prusiana, art. 45), se interpreta por la mayor parte de los autores como autorizando al monarca para dictar, para esa ejecución, no solamente ordenan¿as administrativas, sino también ordenanzas "de derecho", que vienen a añadir nuevas obli
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administradores (ver sobre estos diversos puntos los núms. 101 ss., 157, 170, 183 y 184, supra, y los autores citados en ellos). Partiendo de estos principios, la doctrina alemana ha llegado a oponer a las ordenanzas que crean derecho (Rechtsverordnungen), que presuponen una habilitación legislativa, las ordenanzas de administración (Verwaltungsverordnungen), que dependen de la libre iniciativa de los jefes de la administración. Según esta teoría, que como se ha visto anteriormente ( n ? 183) ha llegado a ser clásica en Alemania (ver también, en la literatura reciente de preguerra, la exposición de la teoría de los Verwaltungsverordnungen presentada por Anschütz en la Enzjklopadie der Rechtswissenschaft de Holtzendorff, 7* ed., vol. iv, pp. 161 ss.), la ordenanza administrativa tiene por carácter distintivo el de dirigirse únicamente a los agentes administrativos y no producir sus efectos más que en el interior del organismo administrativo. Sólo concierne a los asuntos interiores de la administración. Por lo tanto Laband (op. cit., ed., francesa, vol. n, p. 520) y Jellinek (op. cit., p. 386) la comparan 'con el reglamento que pueda establecer un propietario privado para la explotación de sus dominios, para el funcionamiento de sus fábricas o para la gestión de sus negocios. No por ello deja de ser cierto, .según la opinión en curso en Alemania, que esta clase de ordenanzas tiene un campo de aplicación muy extenso. Por sus ordenanzas puede el jefe del Estado, ante todo, organizar la administración, es decir, crear empleos y funcionarios; al menos, la ordenanza de organización tiene naturaleza de ordenanza administrativa, cuando las autoridades que instituye no están llamadas a ejercer potestad imperativa sobre los administrados (Laband, loe. cit., vol. I I , p. 324; Jellinek, op. cit., p. 387; G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 571, n. 5 y los autores citados en esa nota; en sentido contrario: Hanel, Studien zum deutschen Staatsrecht, vol. I I , pp. 223 ss., 284 ss.; Arndt, Das selbstandige Verordnungsrecht, pp. 159 ss.; Preuss, Hirth's Annalen, 1903, p. 525, que consideran las reglas de organización como reglas esencialmente creadoras de derecho). En segundo lugar, hay que colocar entre las ordenanzas administrativas aquellas que regulan el reclutamiento, la carrera y las obligaciones de estado de los funcionarios; tales prescripciones constituyen, en efecto, medidas de organización interna del personal administrativo. Finalmente, entran en esta categoría todos los reglamentos referentes al reparto de las atribuciones administrativas, y todas las prescripciones de naturaleza instructiva, que trazan a los funcionarios la línea de conducta y el procedimiento que habrán de seguir en el cumplimiento de los actos de servicio, con la única condición de gaciones a aquellas que la misma ley por ejecutar ha impuesto a los ciudadanos (ver sobre este punto la n. 3, p. 510, supra).
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wrtrt* prescripciones no entrañen ninguna modificación en el régimen IHleo aplicable a los administrados. Importa señalar que el Consejo de Estado, en dos resoluciones de lebrero de 1904 y de 4 de mayo de 1906, adoptó, como principio inliieióri de las dificultades que en el derecho público francés se suscirr* peclo a la extensión de los poderes reglamentarios espontáneos del •Mente de la República, una distinción análoga a la que sienta autoridad en la doctrina alemana. Ia resolución de 1904 estatuye respecto a la legalidad de los decre entrañan creación y organización de consejos de trabajo, que ftorron dictados en 17 de septiembre de 1900 y 2 de enero de 1901, visto ti dictamen de Millerand, ministro de Comercio e Industria. La validez 4f rulos decretos había sido objeto de enconadas discusiones, cuyo eco M#gó hasta el Parlamento. En la sesión del Senado de 11 de noviembre * 1902, el senador Francis Charmes impugnaba la regularidad de dichos jbmretos, diciendo: "No basta con un decreto, sino que se necesita una |fy para crear una institución que, por su misma naturaleza, ha de influir poderosamente en la vida económica, política y social del país (Journal officiel, debates parlamentarios, Senado, 1902, p. 1113). El ClmiHejo de Estado admitió sin embargo la validez de la institución de los Himsejos de trabajo. La resolución de 19 de febrero de 1904 se funda #ft la consideración de que tienen " un carácter puramente consultivo", y I j u r "son esencialmente, órganos de información" y finalmente, y sobre todo, que "no se hallan investidos de ningún poder propio de decisión". A propósito de este último punto, Romieu, comisario del gobierno, había rrHiielto en el mismo sentido, sentando este principio: El "gobierno siempre puede tomar las medidas de administración que crea necesarias al Interés general, con tal de no imponer a nadie ninguna obligación ni lenionar ningún derecho". Se encuentra en esta afirmación, y en los considerandos de la resolución que la consagran, la teoría alemana que con en distinguir entre los reglamentos que crean, autoridades que tienen un poder de decisión imperativa respecto a terceros y los reglamentos que, creando autoridades que carecen de esa potestad, se mantienen así dentro del cuadro del derecho individual vigente y sólo tienen el alcance de medidas internas de administración (cf. Revue du droit public, 1904, pp. 88 ss.). Esta jurisprudencia se confirmó por la resolución de 4 de mayo de 1906 (asunto Babin), que estatuye respecto al recurso entablado por un funcionario contra una decisión referente a él, en virtud de decretos que habían modificado la condición administrativa del cuerpo de agentes al cual pertenecía. Esta resolución decide que el Presidente de la República, en ausencia de toda ley que le autorice a ello y por el solo hecho de
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que no existe ley en la materia, posee el poder de regular y modificar por decreto la situación y el estado de los funcionarios dentro del organismo administrativo. Con esto, el Consejo de Estado reconoce de una forma general, al Presidente, un poder de reglamentación propio en lo que concierne a la organización de los cuerpos y servicios administrativos. Es también lo que se desprende de las conclusiones presentadas en dicho asunto por el comisario Romieu. Según estas conclusiones, el principió general del derecho público francés referente a la delimitación de los poderes legislativo y reglamentario se reduce a la distinción siguiente: "Dependen, por su naturaleza, del poder legislativo, todas aquellas cuestiones que se refieren directa o indirectamente a las obligaciones a imponer a los ciudadanos por vía de autoridad. Recíprocamente, es el poder ejecutivo, en principio, el que regula la organización interior de los servicios públicos y las condiciones de su funcionamiento que no lesionan el derecho de terceros. El poder ejecutivo, especialmente, es el que f i j a las reglas del contrato entre la administración y sus agentes, el reclutamiento, el ascenso, la disciplina, la destitución, etc." Esto ocurre, por lo menos, "mientras no haya texto legislativo que a ello se oponga" (cf. Revue du droit public, 1906, pp. 678 ss.; ver tamibén en el mismo sentido las conclusiones de Romieu, en la resolución del 2 de diciembre de 1892, asunto Mogambury). 223. Aunque la distinción así establecida por el comisario del gobierno parece haber sido adoptada por el Consejo de Estado, y aunque haya obtenido el asenso de la mayor parte de los autores, se puede pensar que es arbitraria, ya que en el estado actual de la Constitución francesa, no se ve claramente la base jurídica positiva en que se funda. Ninguna de las dos explicaciones que se han propuesto para demostrar que el jefe del gobierno posee una competencia general para organizar y reglamentar los servicios públicos es satisfactoria. Un primer razonamiento consiste en sostener que dicha competencia proviene del poder de asegurar la ejecución de las leyes que le concede al Presidente el art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Se dice que este texto implica que puede tomar todas las medidas administrativas que tienden a perfeccionar dicha ejecución. Pero hay que observar que el art. 3 no distingue de ningún modo entre las medidas ejecutivas de orden administrativo y las medidas ejecutivas de orden jurídico que lesionan a los ciudadanos en su derecho individual. Por lo tanto, si bien es verdad que el texto autoriza las medidas de la primera clase, su fórmula, que es general, autoriza igualmente los reglamentos de la segunda especie, y así,nos vemos llevados inevitablemente, por esta primera explicación, a admitir la posibilidad de reglamentos mediante los cuales el Presidente, alegando la necesidad de asegurar la ejecución de las leyes, crearía por
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«ii propia iniciativa nuevas obligaciones a cargo de los administrados. Semejante consecuencia es inaceptable, y no es aceptada en efecto por ningún autor francés. Hay que renunciar, pues, a fundar en dicho texto supuesto poder presidencial de crear espontáneamente instituciones Administrativas. Esto es lo que han visto claramente diversos autores, que IIIIII introducido entonces una segunda idea, sensiblemente diferente de ln anterior. Según esta nueva explicación, la potestad propia e inicial del Presidente en materia de reglamentación administrativa se basa en el hecho de que es el jefe del poder administrativo y en que es el llamado, en esta misma cualidad, a d i r i g i r la administración.17 Mas esta segunda justificación no vale más que la primera, pues al colocarnos en este punto de vista, nos encontramos traídos de nuevo al principio general que la Constitución expresa precisamente en el citado art. 3, según el cual no tiene el Presidente, como titular supremo de la función administrativa, más poder que el de ejecutar las leyes, lo que excluye en él toda potestad i n i c i a l , incluso en lo que se refiere a la administración. 224. En cuanto a la teoría alemana, que funda las ordenanzas adminislrativasen la potestad jerárquica de los jefes del servicio adminisinilivo, presenta el error de mezclar dos categorías de prescripciones reguladoras muy distintas. Por una parte, aquellas que, dirigidas a los ngentes administrativos por medio de circulares, instrucciones u órdenes de servicio, que no se publican exteriormente, tienen carácter de pura reglamentación interior. Por otra parte, aquellas otras, redactadas en forma de ordenanzas o decretos, anunciadas y publicadas exteriormente en forma parecida a la que se emplea para la publicación de las leyes, que, por lo mismo, tienen el carácter de reglas que concurren a constituir el derecho público del Estado. Es importante precisar la diferencia indiscutible que separa estas dos categorías de prescripciones. Para ello, es conveniente inspirarse, ante todo, en la denominación misma que se aplica corrientemente a las prescripciones de la primera clase: se llaman instrucciones de servicio. Esta calificación no solamente significa que se trata de reglas referentes al servicio, sino además que estas reglas se originan dentro del servicio, que se dictan en virtud de las relaciones que engendra el servicio entre jefes y subalternos, y que no son susceptibles de producir efectos más que en el interior del servicio, la instrucción de servicio se funda inmediatamente en la potestad jerárquica de los superiores administrativos, especialmente en el poder que tienen éstos para imponer a sus subordinados la interpretación que estiman deben dar a las leyes que rigen los servicios públicos y que fijan la
17 Esmein, Élements, 5* ed., p. 631: " E s al titular del poder ejecutivo al que incumbe dirigir la administración, y es natural que disponga de los poderes necesarios para asegurar dicho resultado".
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competencia de los funcionarios (cf. nº 172, supra). Por razón misma de este fundamento, lo característico de la instrucción de servicio es dirigirse exclusivamente a los agentes que forman parte del servicio; solamente puede reglamentar su actividad administrativa, y carece de eficacia respecto a los administrados. Finalmente, puesto que es un acto interior, que debe permanecer confinado dentro del organismo administrativo, no hay necesidad que se publique en las colecciones o compilaciones que sirven para la publicación de las leyes y los reglamentos, sino que basta su inserción en los boletines administrativos de los ministerios, que son instrumentos de información para los funcionarios solamente. A veces incluso se conservará secreta y será enviada confidencialmente a los agentes encargados de su aplicación. Distinto es el caso del decreto reglamentario, incluso cuando dicho decreto se refiere a la organización y el funcionamiento de la administración. Desde luego conviene observar que el reglamento presidencial debe publicarse en el Journal officiel o en el Bulletin des lois (decreto de 5-11 de noviembre de 1870; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 52; Moreau, op. cit., nº 151; E. Pierre, Traité de droit politique, electoral et parlementaire, 2ª ed., p.103; cf. Jèze, Revue du droit public, 1913, pp. 678 ss.). 18 Esta necesidad de publicación, análoga a la de las leyes, es significativa; excluye la posibilidad de decir que deba el reglamento presidencial, como la instrucción de servicio, permanecer encerrado en el interior del establecimiento administrativo. Esto ocurre incluso en el caso en que el decreto reglamentario se refiera a asuntos puramente internos de la administración; por el solo hecho de su publicación, este decreto se afirma en el exterior como una manifestación de potestad nacional, como un acto que formula, en nombre y por cuenta de la nación, una regla que se convierte en elemento del orden reglamentario del Estado (cf. pp. 302 ss., supra). Ninguna similitud es posible, pues, entre esta regla del estado, que en cierto sentido es una regla de derecho público, y las prescripciones reguladoras que un particular o una sociedad privada pueden darse a sí mismos para la gestión de sus asuntos domésticos o particulares; por más que la aplicación de los decretos referentes al servicio no deba salir de la esfera administrativa, las reglas de organización o de procedimiento que consagran no pueden considerarse como puro estatuto interno de la autoridad administrativa, que solo a ésta le interese.
18 Con manifiesto error dice Moreau (op. cit. p.236), influenciado por la doctrina alemana (ver en particular Laband, op. cit., ed. francesa, vol, II, pp. 547, 521 y 522), que los decretos que conciernen únicamente al servicio interior no necesitan publicarse en el Journal Officiel o en el Bulletin del ois. Esta información se contradice con el texto formal del art. 1º del decreto de 5 de noviembre de 1870, que no distingue a este respecto entre las diversas especies de decretos presidenciales.
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Por las mismas razones, tampoco es posible asimilar las prescripciones de orden administrativo emitidas por vía de decreto con las prescripciones del mismo orden emitidas por vía de instrucción de servicio o de circular. Si bien su contenido puede ser idéntico, las vías por que han sido dictadas son muy eficientes desde el punto de vista formal.19 Las reglas de administración creadas por vía de instrucción se fundan en la potestad jerárquica interna de los jefes de servicio, y las que se formulan por vía de decreto se emiten por el Presidente de la Republica en virtud del poder constitucional que, bajo ciertas condiciones, posee para hablar en nombre del Estado y para dar a la colectividad nacional ciertos elementos de su reglamentación. No se pueden reunir en una misma categoría dos clases de reglas que tienen un fundamento tan diferente. Como dice muy acertadamente Berthélemy (Traité, 7ª ed., p. 112; cf. O. Mayer, op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 162, n. 9), “con manifiesto error se confunden los reglamentos propiamente dichos con los reglamentos de orden interior de las administraciones públicas, que solo son ordenes jerárquicas. Hay que abstenerse de emplear aquí la expresión reglamento”.20 225. La distinción de orden formal que acaba de indicarse entre el reglamento, que crea una regla pública, y la instrucción, que sólo crea una regla interior, se confirma por las observaciones siguientes: En primer lugar, las circulares o instrucciones de servicio que emanan de la autoridad administrativa no pueden abrogar ni modificar las prescripciones que esta misma autoridad ha dictado con anterioridad por vía de reglamento propiamente dicho. Sin embargo, si ambas clases de actos fueran de la misma naturaleza, podrían modificarse indistintamente uno y otro. En el mismo sentido, se debe observar que algunas instrucciones especiales pueden derogar libremente, a título individual, las reglas contenidas en instrucciones generales. Por el contrario, actuaría la autoridad administrativa de un modo completamente incorrecto si en sus instrucciones particulares desconociera las prescripciones formuladas por sus reglamentos públicos. Entre las dos clases de actos existe
19 Esta es precisamente la idea esencial a la que conviene referirse. El reglamento y la instrucción de servicio o circular constituyen jurídicamente dos vías distintas, dos formas de la facultad de emitir prescripciones generales, vías o formas que corresponden a grados diferentes de potestad. Esta diferencia entre la potestad reglamentaria y la potestad instructiva se desprende particularmente del hecho de que la circular o instrucción de servicio queda estrictamente subordinada al reglamento, como se verá en el nº 225. El reglamento tiene primacía sobre ella. 20 Barthélemy, considerando el caso en que la autoridad administrativa formula reglas que habrán de regir, bien sea su propia actividad, bien la actividad de los agentes subalternos,
400 dice igualmente (Le rôle du pouvoir exéctif dans les Républiques modernes, p. 102): “No se trata aquí del poder reglamentario propiamente dicho.”
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pues una jerarquía de potestad (Grélat, Théorie juridique de I’nstruction de service, tesis, Nancy, 1908, pp. 546 ss., 569 ss.). En segundo lugar, muy pocas son las autoridades administrativas que tengan el poder de dictar reglamentos propiamente dichos, y por el contrario, con muy numerosos los administradores que tienen facultad para dar instrucciones generales. La razón es que las autoridades de la primera especie estatuyen cómo órganos de la colectividad, y las otras actúan como simples jefes de servicio. Esta observación proporciona la solución de las dificultades que han surgido entre los autores respecto al extremo de saber si los ministros poseen el poder reglamentario. Se ha dicho que corresponde a los ministros hacer los reglamentos, bien sea para la organización de servicios, bien para la determinación del procedimiento aplicable a los asuntos que dependen de su departamento (Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 51; Duguit, Traité, vol. I, p. 208.). La mayor parte de los autores enseñan, por el contrario, que los ministros, en principio, carecen de potestad reglamentaria. Cuando se trata de reglamentos hechos para la totalidad del territorio francés, esta potestad solo le corresponde al Presidente de la República y solo en casos muy excepcionales pueden ejercerla los ministros, cuando les ha sido expresamente, para una materia determinada, por una ley o por un decreto que haya surgido a su vez en virtud de una ley (Ducrocq, Cours, 7ª ed., vol. I, p. 83; Aucoc, Conférences sur le droit administratif, 3ª ed., vol. I, pp. 139 ss.; Berthélemy, op. cit. 7ª ed., p. 112; Moreau, op. cit., pp. 384 ss.). Ésta última opinión es la única exacta. Indudablemente, el ministro, por su calidad de jefe de un departamento administrativo, es llamado a emitir numerosas prescripciones, que regulan en términos generales la conducta de los funcionarios y el procedimiento en los asuntos que dependen de dicho departamento. Pero se trata aquí únicamente de reglas del servicio interior, que no pueden asimilarse a aquellas que se decretan por reglamentos en el sentido estricto de la palabra. Generalmente se emiten en forma de circulares, que sólo son, tanto en la forma como en el fondo, actos de servicio. Pero aún cuando hubieran sido emitidas por vía de resoluciones, sólo tienen valor de reglamentación interna, y lo que parece probarlo debidamente es que ningún texto obliga, en principio, a que las resoluciones ministeriales se publiquen en las colecciones oficiales de reglamentos (Moreau, op. cit., p. 396).21 No es exacto, pues, decir que los ministros tienen poder reglamentario. Al hablar de reglamentos ministeriales se comete una confusión idéntica a la que cometen los autores alemanes cuando, al referirse al poder que tiene todo jefe de servicio de reglamentar la actividad de sus subordinados, infieren
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El decreto del 5 de noviembre de 1870, que ordena la publicación de los decretos reglamentarios, no se refiere a la publicación de las resoluciones ministeriales.
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que los administradores superiores poseen todos, a titulo de potestad jerárquica el poder de dictar ordenanzas administrativas22 (ver respecto de esta doctrina alemana las observaciones de Duguit, Traité, vol. I, pp. 209-210).23 En tercer lugar, el contraste formal entre el verdadero reglamento y las instrucciones reglamentarias de servicio se manifiesta claramente en el caso en que las prescripciones enunciadas en esas dos clases de actos se refieren a las relaciones de las autoridades administrativas con los administrados. El reglamento tachado de extralimitación de atribuciones puede impugnarse inmediatamente en nulidad por la parte interesada. Por el contrario, las instrucciones reguladoras dadas a los agentes por sus superiores jerárquicos, con objeto de prescribirles tal o cual modo de proceder con respecto a los administrados, no pueden dar lugar al recurso por extralimitación de atribuciones. La razón de ello es que, según la jurisprudencia del Consejo de Estado (7 de julio de 1905, asunto Borel), “estas instrucciones no constituyen una decisión susceptible de ser llevada al Consejo de Estado estatuyendo en lo contencioso”. Al menos, no constituyen una decisión ya existente con respecto a los administrados y que pueda lesionar a éstos, pues normalmente la instrucción o la circular sólo se dirige a los agentes administra-tivos y no produce su efecto jurídico, jerárquico y disciplinario, sino en las relaciones entre
22 . Ver por ejemplo Laband, op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 546: “El poder de emitir ordenanzas administrativas no solamente corresponde al monarca, como jefe de la administración, sino a las autoridades de los diferentes grados jerárquicos.” Al expresarse así, Laband no deja transparentar ninguna clase de diferencia entre el poder de ordenanza propiamente dicho, que corresponde al monarca como jefe de Estado, y el poder de emitir prescripciones reguladoras de orden administrativo interno, que corresponde a los superiores administrativos, como jefes de servicio. Hauriou, sin dejar de admitir la existencia de un poder reglamentario ministerial (loc. cit), sintió la necesidad de señalar cierta distinción entre las reglas formuladas por vía de decreto presidencial y las que se formulan por los ministros actuando en sus respectivos departamentos. Hauriou (op. cit., 6ª ed., p. 302; 8ª ed., p. 51), en efecto, opone a los reglamentos que llama “territoriales” y que son los del Presidente de la República, los reglamentos ministeriales, que califica de “reglamentos puramente disciplinarios” y que son los dictados por el ministro en virtud del “poder disciplinario” que posee en su carácter de “jefe de la jerarquía administrativa”. Esto es tanto como decir que estas dos clases de reglamentaciones tienen fundamento, alcance y, por consiguiente también, naturaleza, muy diferentes. Por este mismo motivo, es de estricta lógica no asimilar a los reglamentos presidenciales, hechos para todo el territorio y que por lo mismo presentan carácter externo, los actos ministeriales que emiten prescripciones reguladoras a titulo disciplinario o jerárquico y que sólo son medidas interiores de servicio. Sólo las disposiciones tomadas por vía de decreto constituyen reglamentos
402 propiamente dichos, y el poder regulador que corresponde normalmente a los ministros no es un poder reglamentario en el sentido tradicional de esta expresión. 23.
Este autor cae en un exceso inverso. Niega (loc. cit.) a las autoridades administrativas que no han recibido poder reglamentario propiamente dicho, toda facultad para estatuir por vía de disposición general.
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dichos agentes y sus jefes (Laferrière, op. cit., 2ª ed., vol II, p. 427; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 441; Jèze, Revue du troit public, 1906, pp. 246 ss. y 1911, pp. 684 ss.).24 Igualmente, y por idénticos motivos, ha reconocido el Consejo de Estado (19 de marzo de 1868, asunto Champy) que la decisión administrativa que infringe las prescripciones contenidas en una instrucción no puede ser impugnada por nulidad por este solo hecho. La violación de las instrucciones no da lugar al recurso por extralimitación de atribuciones, como la violación de los decretos reglamentarios, porque dichas instrucciones, al no constituir sino medidas interiores de servicio, no pueden originar reglas que puedan alegarse en el exterior por los interesados (Laferrière, loc. cit., p.537; Jèze, Revue du droit public, 1906, pp. 246 ss.; ver sin embargo Consejo de Estado, 6 de agosto de 1909, asunto Rageot). Se desprende de estas diversas observaciones que las instrucciones de servicio, las circulares ministeriales y de un modo general las prescripciones de orden interior emitidas por las autoridades superiores para regular, bien sea la organización o bien la actividad administrativa, tienen un alcance muy diferente al de los reglamentos propiamente dichos que puedan dictarse respecto a estos mismos objetos por el jefe del Ejecutivo. Las primeras no se han hecho para el público, aun cuando pudieran trazar la línea de conducta que los agentes hayan de seguir en relación con los administrados. Los segundos presentan el carácter de reglamentación pública y nacional, aun cuando se refieran solamente a los asuntos internos de la administración. Ya desde este punto de vista la doctrina que deduce sus argumentos de la potestad instructiva de los superiores administrativos para atribuir a la autoridad administrativa un poder general de reglamentación autónoma referente a la organización y al funcionamiento de la administración se funda en un equívoco que importaba señalar, pues confunde el poder instructivo, o sea la facultad de dictar instrucciones, con el poder reglamentario propiamente dicho. Se ha visto anteriormente, por lo que respecta a los ministros, que se trata de dos poderes muy diferentes. 226. Pero este equívoco debe combatirse también, y sobre todo desde otro punto de vista. El principal error de la teoría que admite de un modo general que el Presidente de la República puede reglamentar la administración mediante decretos espontáneos, es el de haber desconocido la distinción fundamental que es indispensable establecer en esta materia entre dos clases de reglas:
En funcio-
primer
lugar, hay
reglas
que
se
refieren
estrictamente
al
24 Otra cosa sería si, de hecho, la instrucción de servicio o la circular contuviera una decisión ya tomada por su autor con respecto a los administrados. En este caso, el Consejo de Estado admite la posibilidad del recurso (Hauriou, loc. cit., n.).
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namiento de un servicio creado por las mismas leyes y a la ejecución de las operaciones que entraña dicho servicio. Muchas de estas reglas tienen carácter puramente técnico, gobiernan la actividad profesional del personal administrativo y pueden también tener objeto orgánico, por ejemplo en cuanto reparten las competencias entre los agentes. Es indudable que, en el interior del servicio, las autoridades dirigentes pueden, en virtud de su superioridad jerárquica, dictar semejantes prescripciones, pues con ello no hacen sino proveer al cumplimiento mismo del servicio y realizar el encargo que tienen de las leyes que las han instituido. Cuando se trata, por ejemplo, de reglamentación de orden militar referente al servicio en campaña, el tiro, la instrucción de las tropas, o también de prescripciones reguladoras relativas al funcionamiento, práctico del servicio de correos y telégrafos, o de las condiciones de ejercicio de la enseñanza en los establecimientos escolares, o de los procedimientos técnicos de construcción de obras públicas, del cuidado de los edificios y del material del Estado, etc., es evidente que todas las reglas de esta clase entran directamente dentro de la competencia de la autoridad administrativa. Forman la materia propia del poder “instructivo”, que corresponde jerárquicamente a los jefes de servicio. Es evidente también que pueden ser dictadas por el jefe general de la administración, o sea por el Presidente de la República, en forma de decretos. 25 En todo caso, para proceder a esta clase de reglamentación, no es necesario que la autoridad administrativa haya recibido la habilitación especial de una ley. La habilitación resulta naturalmente por tratarse aquí del servicio, pues el ejercicio de la potestad reguladora por el Presidente, los ministros o un jefe cualquiera de servicio es, en esa materia, una consecuencia inmediata de la creación del servicio por las leyes. Pero esto está muy lejos de la doctrina que pretende que el Presidente de la República tiene, de una manera ilimitada, el poder de decretar por su propia iniciativa todas las reglas que conciernen a la organización y el funcionamiento de la administración, bajo la sola condición de que el decreto no habrá de agravar las obligaciones de los administrados ni se referirá a materia alguna que el Parlamento hubiera hecho suya regulándola legislativamente. Junto a las reglas que se refieren directamente
25
Las facultades reglamentarias que a este respecto tienen el Presidente de la República, con tanto más amplias cuanto que –como se ha visto anteriormente (p. 478)- el poder jerárquico que corresponde a los jefes administrativos en sus relaciones de subalternos, no solamente se aplica en las circulares o instrucciones de servicio, sino que se extiende a los mismos decretos reglamentarios, suponiendo, bien entendido, que dichos decretos solo conciernen a la actividad de los agentes dentro del servicio, pues en este caso las prescripciones de semejantes decretos se imponen a los funcionarios obligados por el deber de obediencia administrativa, y, por otro lado, no pueden ser objeto de impugnación por parte de los administrados, puesto que no conciernen ni afectan a estos últimos.
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al servicio y cuya adopción constituye en sí misma un acto de servicio, que como tal entra en la competencia de los administradores encargados de dirigirlos, existe una segunda clase de reglas que, aun cuando su ejecución no lesione ningún derecho individual, no pueden dictarse espontáneamente por ninguna autoridad administrativa, ni siquiera por el jefe del Ejecutivo. Esta segunda categoría comprende los reglamentos que no se limitan a asegurar la marcha de los servicios establecidos por las leyes, sino que crean a su vez un nuevo servicio. Comprende a si mismo los reglamentos que no se limitan a estructurar los organismos administrativos o los establecimientos públicos preexistentes, sino que pretenden crear organismos o establecimientos hasta entonces desconocidos. Finalmente, comprende los reglamentos que tiene por objeto no solamente repartir los empleos ya creados o determinar las atribuciones del personal que compone actualmente el servicio, sino crear por entero empleos o personal nuevos. Evidentemente, los reglamentos de esta segunda clase no pueden considerarse como simples medidas subalternas de servicio; pero en verdad tienen carácter de decisión inicial y autónoma que excluye la posibilidad de incluirlos en el concepto de poder ejecutivo, tal como se desprende del sistema constitucional francés.
En vano se ha tratado de justificar éstos reglamentos innovadores, alegando que las creaciones que introducen en la administración tienden, en el fondo, a asegurar el funcionamiento de las instituciones y la ejecución de los principios consagrados por la legislación vigente, y afirmando, por lo tanto, que éstas creaciones, en realidad, tiene un objeto ejecutivo. Al razonar así se amplía en forma abusiva la idea de ejecución de las leyes. Para que un acto de la autoridad administrativa pueda calificarse como ejecutivo no basta que sea ejecutivo por su objeto, sino que es necesario que lo sea en cuanto a su fundamento, en el sentido de que se base en una prescripción o en una habilitación de la ley. Así pues, en lo que se refiere a la validez de los reglamentos presidenciales relativos a la organización y a la actividad administrativa, toda la cuestión se reduce al punto de saber si tienen su origen en la ley. Acabamos de ver que existe una primera clase de decretos que cumplen con esta condición de legitimidad constitucional, que son aquellos que intervienen como consecuencia de las leyes para asegurar mediante reglas de organización o de procedencia la marcha de servicios, establecidos por la misma legislación; éstos son reglamentos ejecutivos propiamente dichos; por el contrario, no se puede admitir que el Presidente, mediante decretos espontáneos, pueda fundar servicios, empleos u organismos cuyo principio no esté consagrado por la ley, pues éste sería tanto como admitir que existen instituciones administrativas que, fuera de toda ley, pueden
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fundarse en una sola voluntad, iniciativa y protestad de la autoridad administrativa. Hasta la esfera interna de la administración, según el derecho francés, no hay lugar para semejantes instituciones. Los reglamentos de esta segunda clase solo pueden hacerse en virtud de una autorización administrativa.26
Tal vez se objete que la distinción doctrinal que acaba de exponerse tiene una aplicación muy delicada en la práctica. Es evidente, en efecto, especialmente en lo que concierne a los reglamentos referentes a la organización y a los asuntos administrativos, que la línea de demarcación entre aquellos que pueden pasar por actos de ejecución y los aue deben considerarse como teniendo carácter inicial, es, por lo general, muy indecisa y difícil de reconocer. En la mayor parte de los casos, el decreto que establece medidas de orden administrativo tratará de referirse a las leyes existentes, en el sentido de que no hace sino formular reglas de servicio para la ejecución de éstas. Por ésta incertidumbre es por lo que
26 Entiéndase bien que esto no se refiere únicamente al hecho de que el gobierno no pueda crear, sin el concurso y el asentimiento de las Cámaras, las organizaciones que entrañarían un aumento de gastos. Las creaciones de ésta clase quedan necesariamente subordinadas a la autoridad parlamentaria, puesto que exigen una votación legislativa de créditos. Pero es inútil recurrir a éste reglamento pecuniario; por fuera y por encima del punto de vista financiero, el principio constitucional es que no puede el Presidente, incluso en el orden de los asuntos administrativos, hacer innovaciones por su propia voluntad. Para justificar su teoría de un poder reglamentario autónomo, especialmente en materia de organización de servicios públicos, Hauriou (op. cit., 8ª ed., pp. 48 y 54) se refiere sin embargo con insistencia a un “principio de autoridad” que, según él, se encuentra en el gobierno. Pero por más que ésta “autoridad” no pueda ejercerse sino de una manera subalterna, puesto que las Cámaras conservan siempre la facultad de abrogar o de modificar mediante un texto legislativo los reglamentos que podrían desaprobar, no se advierte que haya lugar, en la Constitución actual, para un poder de reglamentación especial, que implicaría en el Ejecutivo un derecho de “autoridad” propiamente dicha, o sea de autoridad verdaderamente inicial; pues en el sistema actual de parlamentarismo francés, no existe dualismo de autoridades (ver núms. 297 ss., 405 y 406, infra). El Presidente no posee autoridad realmente distinta o independiente. Fuera de las atribuciones especiales que le confiere de manera expresa la Constitución, su autoridad general se determina únicamente por el principio del art. 3 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Es lo que reconoce el mismo Hauriou (loc. cit., p. 65) cuando dice: “Asegurar la ejecución de las leyes mediante el empleo de los reglamentos; solamente bajo éste aspecto y con esta misión es como consideran al reglamento los textos constitucionales”. Así pues, el Presidente sólo puede, por la vía reglamentaria, dictar medidas ejecutivas. A éste respecto, el “principio de autoridad” sólo esta en las Cámaras, que son el único órgano de la nación y que tienen, ellas solas, el poder de querer de una manera inicial y autónoma. Este punto ha sido perfectamente señalado, especialmente en materia de organización y de funcionamiento de los servicios públicos, por Duguit (Traité, vol. II, pp. 468 ss.). que se ve llevado a esta conclusión por el hecho mismo de que observa (op. cit., vol. I, pp. 406 y 421, vol. II, pp. 452 y 464) que en la Constitución de 1875 ya no tiene el Presidente de la República, carácter de “órgano de representación” sino únicamente el de “simple autoridad administrativa”.
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crece sin cesar el numero de los decretos de ésta clase. No por ello es menos útil e importante, desde el punto de vista de la teoría general del derecho público francés, el haber establecido mediante los estudios que preceden que ni en materia administrativa ni en ninguna otra materia puede el jefe del Ejecutivo, en principio, emitir reglamentos que procedan de la sola prerrogativa del gobierno, independientemente de toda ley. Y también es posible, en apoyo de ésta afirmación de principio, proporcionar ejemplos cuya naturaleza pueda fijar el alcance práctico de la misma. 227. Uno de los más significativos se refiere a la cuestión del número de los ministros y a la de la creación de nuevos ministerios. Inspirándose en la idea de que, por regla general, corresponde al jefe del poder ejecutivo crear funciones y empleos, los autores admiten, generalmente, que el Presidente de la República, en virtud de su protestad administrativa, puede crear un nuevo departamento ministerial, salvo la necesidad de una votación legislativa en cuanto a los créditos a los cuales depende la constitución efectiva de este nuevo organismo administrativo. Y se admite, también, que puede suprimir un departamento ministerial, con la única condición de que éste no esté consagrado por una ley (Esmein, Éléments, 5ª ed., pp. 715 ss.; Diguit, Traité, vol. II, p. 470; Hauriou, op. cit., 8ª ed., p. 221). Para justificar este poder presidencial se alega en primer lugar que, a diferencia de ciertas Constituciones anteriores (Constitución del año III, art. 150; Constitución de 1848, art. 66; Ley de 27 de abril de 1791) que hacían depender del cuerpo legislativo fijar el número de los ministros, las leyes constitucionales de 1875 guardaron silencio respecto a este punto. Pero éste mismo silencio lleva a conclusiones diametralmente opuestas, ya que en una Constitución como la de 1875, que reduce al jefe del Ejecutivo a no ejercer sino aquellos poderes que recibe de la ley constitucional o de la ley ordinaria, el hecho mismo de que ningún texto autorice al Presidente a crear ministerios, basta para quitarle toda posibilidad de ello. Se buscaron, pues, otros argumentos. Algunos autores han recurrido a la idea de que los ministros son los delegados del Presidente de la República. Se dijo que el jefe del Ejecutivo está “investido con la plenitud de la protestad ejecutiva”, y que por ese motivo tiene derecho a fijar el numero de los ministerios y de repartir entre ellos los servicio públicos (Brémond, revue critique de législation, 1984, p. 325). Ésta idea de delegación debe rechazarse (Esmein, Éléments, 5ª ed., pp. 716 ss.; Duguit, L’État, vol. II, p. 387). Implicaría que los ministros, así como todos los funcionarios ejecutivos, sólo ejercen sus atribuciones en virtud de un poder prestado por el Presidente. Ahora bien, el jefe del Ejecutivo, en principio, no posee el poder ejecutivo por entero, lo mismo, por ejemplo,
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que la Corte de Casación no concentra en ella todo el poder judicial. Es tan solo el jefe del poder ejecutivo, y solamente tiene la dirección de dicho poder, las atribuciones de jefe. Al colocar a los ministros por debajo de él, la Constitución confiere a éstos aquella parte de poder ejecutivo que corresponde a la situación que tienen en el gobierno, y por consiguiente de la Constitución, directamente, es de la que reciben su poder. Lo que acaba de comprobarlo, es que, según los términos del art. 7 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, en caso de vacante del Presidente por causa de deceso u otra, el Consejo de Ministros queda investido del poder ejecutivo, en espera de la elección de un nuevo Presidente. Ahora bien, si los ministros fueran los delegados del jefe del Ejecutivo, no podrían substituirse al presidente que los nombró. Hubo de proponerse, pues, otra explicación. Se trató de encontrarla en la disposición constitucional que le atribuye al Presidente el poder de nombrar para todos los empleos civiles y militares. Esta prerrogativa, dice, Esmein (loc. cit., p. 718), no implica solamente, para el Presidente, el derecho de nombramiento para los empleos creados por la ley, sino que implica también el derecho de crear nuevos empleos y modificarlos empleos así creados. Pero éste razonamiento no es aceptable. Se funda en el fondo, en la idea de que el Presidente es en autor de los empleos para los cuales nombra, y se vuelve a caer, por un camino desviado, en la teoría de la delegación que acaba de ser rechazada. Pero la facultad de nombrar a los titulares de los empleos públicos, y en particular a los ministros, no tiene realmente esta significación. Por más que se funde jurídicamente en a consideración de que queda dentro del cometido presidencial de dirección del poder ejecutivo el proveer a los empleos comprendidos dentro de dicho poder, solamente constituye un derecho de elegir y designar a los titulares de esos empleos y sólo supone un acto de puro nombramiento. Es lo que reconoce Esmein mismo (p. 627) cuando dice que, al ejercer su derecho de nombramiento, “el Presidente, en realidad, desempeña realmente el papel de elector”. No puede, pues, deducirse ningún argumento de esta prerrogativa del Presidente a favor de la teoría que pretende que éste puede crear empleos y ministerios. Queda un último argumento, de orden político tanto como jurídico. Se ha alegado que, bien sea el espíritu, bien sean las necesidades prácticas del régimen parlamentario, exigen que, en determinadas circunstancias “pueda un nuevo gabinete, con referencia a su misma constitución, modificar el número de sus ministros o la demarcación de los departamentos” (Esmein, loc. cit., p.718; cf. Revue du droit public. 1906, p. 745). Pero desde el punto de vista jurídico de puede contestar a esta argumentación que constituye una petición de principio, ya que se funda en una idea preconcebida referente a la naturaleza del parlamentarismo
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las reglas del régimen parlamentario para deducir de ellas la solución de las dificultades referentes a la creación de los ministerios por el Presidente de la República, es conveniente, por el contrario, para fijar el alcance actual del parlamentarismo francés, investigar ante todo cuáles son los poderes que la Constitución de 1875 ha conferido realmente al Presidente de la República y al gabinete. Pero, precisamente, el hecho de que dicha Constitución, generalmente, sólo conceda al Ejecutivo y a su jefe poderes de ejecución, proporciona una indicación de la mayor importancia, respecto a las características actuales del parlamentarismo en Francia (ver nº 300, infra). Y, en todo caso, este hecho apenas deja subsistir la posibilidad de admitir que el Presidente tenga facultades para crear ministerios por su sola voluntad.27 27.
La cuestión de saber si la creación de un ministerio precisa de una ley o puede hacerse mediante un decreto, ha sido discutida en diferentes ocasiones ante las Cámaras (ver respecto de estos debates parlamentarios y también respecto de las soluciones divergentes que ha recibido en la práctica esta cuestión desde 1875, Duguit, Traité, vol. n, p. 470; cf Revue du droit public, 1906, pp. 741 ss.). Otra cuestión, respecto de la cual existieron durante mucho tiempo divergencias, especialmente entre el Parlamento y el gobierno (ver respecto de este desacuerdo Lefas, Bulletin de la Société d'études législatives, 1913, pp. 297 ss., y 1914, pp. 26 ss.), se refiere al estatuto de los funcionarios; cabe preguntarse si dicho estatuto debe fijarse por la vía legislativa o si su establecimiento, lo mismo que la determinación de las reglas que constituyen su contenido, son de la competencia del Ejecutivo y pueden tomar forma de decretos. Importa observar inmediatamente que esta cuestión tiene un alcance muy distinto a aquella que se examinó anteriormente respecto al poder reglamentario del Presidente de la República en materia de organización y funcionamiento interiores de los servicios públicos. Esta sólo se refería a la reglamentación de asuntos puramente internos de la administración. El establecimiento del estatuto de los funcionarios entraña claramente una cuestión de derecho individual, bien sea de derecho que deba reservarse y confirmarse en su provecho, bien sea, por el contrario, de derecho que pueda limitar e incluso usurpar. Para fundamentar el derecho propio del gobierno a refutar a condición de los funcionarios, se ha alegado que todo el sistema de la función pública, en Francia, se basa desde el año VIII y debe permanecer necesariamente basado en el principio de ]a jerarquía y de la disciplina, que implica, dícese, una sujeción particular de los agentes con respecto a la autoridad administrativa superior, añadiéndose que dicha sujeción de orden disciplinario debe mantenerse especialmente en el régimen parlamentario actual, que hace responsable al gobierno, ante las Cámaras, de la conducta de sus agentes. No puede discutirse, en principio, lo acertado de estas consideraciones; sin embargo, como podrá verse pronto, el argumento que de elIo se ha deducido para establecer la competencia gubernamental en materia de estatuto de los funcionarios, no es concluyente, pues antes de poder alegar el sistema de la jerarquía administrativa, es necesario previamente haber establecido cuál es la naturaleza de la potestad jerárquica de los jefes de la administración y cuál es la extensión de la misma. Ahora bien, el estatuto de los funcionarios tiene por objeto precisamente determinar este punto capital. De una manera general, puede decirse que la reglamentación a la que se da hoy día el nombre habitual de estatuto de funcionarios, sólo merece este nombre en cuanto ha de aplicarse especialmente a personas que ejercen una función pública o que aspiran a ser funcionarios. Por los demás, este esta-
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228. El Presidente, como jefe y director de la administración, sólo tiene poderes de ejecución de las leyes. Esta es, en efecto, la conclusión a la que hay que llegar. Esta conclusión implica que, aun en materia de
tuto tiene por objeto principal y esencial determinar, no ya derechos inherentes al ejercicio de la función considerada en sí misma, sino aquellos que habrán de pertenecer a la persona misma del funcionario (Houriou, (op. cit., 8ª ed., p. 640). Por esto mismo, se refiere a derecho individual. Indudablemente, se ha podido decir (Duguit, Traité, vol. I, p., 487) que ante todo se halla "establecido en interés del servicio público"; sin embargo no reglamenta los asuntos del servicio, sino la situación y la carrera personales del agente; hasta, para convencerse de ello, examinar aquellas cuestiones cuya solución se propone hoy día introducir en un estatuto general de funcionarios (ver por ejemplo e] cuestionario publicado a este respecto por el Bulletin de la Société d'études législatives, 1912, pp. 177 ss.) ; incluso si se admite, en principio, que el gobierno tiene un poder propio de reglamentación en materia de organización y de funcionamiento de los servicios, no hay más remedio que reconocer que la mayor parte de las cuestiones a tratar, respecto del estatuto de los funcionarios, se sustraen a la competencia del gobierno, por lo mismo que no se refieren de ningún modo a la constitución de] servicio o a la marcha de las operaciones administrativas, sino a] derecho de las personas, en cuanto se encuentran éstas, por el hecho de sus relaciones con el servicio, colocadas en una situación especial con referencia al Estado (Hauriou, loc. cit., p. 638). Esto es evidente, en primer lugar, por lo que se refiere a las reglas que conciernen al ingreso en el servicio, pues si se trata de fijar las condiciones de nacionalidad, edad, rango social o fortuna, moralidad o lealtad política, que habrán de ser requeridas para la admisión a una función pública, sólo una ley podrá realizarlo. A decir verdad, las reglas de esta clase ni siquiera pueden considerarse como refiriéndose al régimen especial de los funcionarios, ya que son aplicables a personas que aún no tienen la cualidad de agentes del Estado; se refieren, en realidad, al derecho individual de la generalidad de los ciudadanos. Si suponemos ahora al ciudadano dentro de la carrera administrativa, se observa que entre las reglas que deben constituir su estatuto personal de funcionario hay que señalar dos categorías particularmente importantes. Algunas de estas reglas tienen por objeto asegurar o garantizar a los funcionarios la conservación y el libre ejercicio de derechos civiles o cívicos que deben ser comunes a todos los ciudadanos, y se trata aquí de derechos que se le reservan a] agente en sus relaciones con el Estado y que se le garantizan contra posibles tentativas de restricción por parte de los jefes de servicio. Las reservas de esta naturaleza, lo mismo que las reglas protectoras destinadas a garantizar al funcionario contra la arbitrariedad en lo que se refiere a sus emolumentos, sus ascensos, sus traslados o su cese, deben establecerse por la ley y no pueden depender de simples decretos: y esto no solamente por la razón política de que las reglas de esta primera especie se consideran hoy día como medidas de seguridad tomadas en favor de los funcionarios contra abuses de poder o contra el favoritismo del mismo Ejecutivo, sino también por el motivo jurídico de que tales medidas protectoras no pueden adquirir eficacia positiva sino a condición de haber sido establecidas en forma legislativa, de modo que sean susceptibles de imponerse al Ejecutivo con la fuerza y la potestad superiores que son propias del a ley (Hauriou, loc. Cit., p. 639; Demartial. Le statut des fonctionnarires, pp. 1 ss., 16). Una segunda categoría de reglas del estatuto de funcionarios exige igualmente la
411 intervención del órgano legislativo; se trata de aquella que, como se ha dicho (Duguit, Traité, vol. i.p. 507), ha de constituir la parte “negativa” de dicho estatuto. Comprende las restricciones que se refieren, por ejemplo, al derecho de asociación, al derecho de tomar parte en luchas de partidos, o incluso a derechos de orden patrimonial y no político, tales como el derecho de formar parte de los consejos de adminis-
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organización y funcionamiento de los servicios públicos, no puede el Presidente -fuera de los reglamentos de servicio, que sólo son la ejecución y el desarrollo de las leyes que crean el servicio- tomar iniciativas parlamentarias más que en virtud de una habilitación legislativa.28 De hetración de algunas sociedades o a los derechos resultantes del principio de la libertad de trabajo. Se trata ahora de medidas tomadas contra los funcionarios en interés exclusivo del Estado y de los servicios públicos. Que el Estado tenga derecho a imponer tales restricciones a sus funcionarios, es un hecho repetidamente probado por la demostración de que "el funcionario no es un ciudadano como los demás" (ver especialmente a este respecto las observaciones de Larnaude en el Bulletin de la Société d’études législatives, 1914, pp. 136 ss.). Pero no se infiere de esto que las restricciones en cuestión puedan dictarse por el gobierno en virtud, simplemente, de la potestad jerárquica que le corresponde con respecto a los agentes de los servicios. La razón de hecho es precisamente que estas restricciones tienen por objeto directo convertir al funcionario en "un ciudadano disminuido" sea la expresión de Larnaude, "un ciudadano especial" como dice también Hauriou. Duguit (loc. cit.), por su parte, insiste, en el mismo sentido, en la observación de que no se trata aquí de regular obligaciones de servicio propiamente dichas, o sea de obligaciones administrativas que le incumben al funcionario en d ejercicio mismo de su competencia o en el cumplimiento de actos de su cargo; sino que la verdad es que esta parte del estatuto de funcionarios viene a imponer a éstas obligaciones en cierta forma exteriores a la función pública y que se añaden a aquellas que constituyen inmediatamente obligaciones del cargo y del servicio. Evidentemente, por razón de su cualidad de funcionario es por lo que el agente sufre estas restricciones; pero no deja por ello de ser verdad que afectan al ciudadano en sí mismo, en el preciso sentido de que pretenden regular y limitar su actividad fuera del servicio, de que lo siguen en su vida privada y finalmente de que constituyen derogaciones al estatuto normal de los ciudadanos. Semejantes restricciones no podrían establecerse por vía de mandamientos fundados en el principio de la jerarquía, ya que la potestad jerárquica no rige más que la esfera interna del servicio, por lo que sólo pueden dictarse por la ley, única capaz de modificar el derecho individual normal de los ciudadanos, aunque éstos sean funcionarios. En todos estos sentidos puede sacarse, pues, la conclusión de que el estatuto de funcionarios está fuera de la competencia reglamentaria, o por lo menos de que el jefe del Ejecutivo no podría adoptar por decreto, respecto a categorías de funcionarios, las medidas de que se ha hecho referencia, sino a condición de haber sido habilitado para ello mediante textos legislativos. De hecho, el gobierno, en tres ocasiones: en 1907, en 1909 y en 1910, ha presentado ya a la Cámara de Diputados proyectos de estatutos de funcionarios, y por la presentación de estos proyectos al Parlamento parece haber reconocido, en principio, la necesidad de que en esta materia se dicte una ley. 28 Como ejemplo de leyes que confieren estas habilitaciones, conviene recordar especialmente la ley de presupuestos de 29 de diciembre de 1882 (art. 16): "Antes de ¡o de enero de 1884, la organización central de cada ministerio habrá de regularse mediante un decreto formulado en forma de reglamento de administración pública, insertado en el Journal Officiel; ninguna modificación podrá introducir en el mismo sino en idéntica forma y con la misma publicidad". La
412 ley de presupuestos de 13 de abril de 1900 (art. 35) vino a moderar estas exigencias, diciendo que el parecer o dictamen del Consejo de Estado no será necesario, en adelante, sino para aquellos decretos, referentes a la organización de los ministerios, que determinen los emolumentos del personal, el número de los empleos y las reglas relativas al reclutamiento, ascensos y disciplina. Para todo lo demás bastará un simple decreto. Por excepción, añade el arto 35, el número de los empleos de jefes de servicio en los ministerios sólo podrá aumentarse mediante una ley. En 1901 se propuso establecer por la ley de presupuestos un principio mucho más amplio.
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cho, sin embargo, existen en esta materia gran número de decretos que, a decir verdad, no dependen de ninguna ley (Duguit, Traité, vol. II, pp. 469 ss.) y cuya validez, sin embargo, no es discutible. ¿Cómo explicarse que pueda ocurrir esto? Existen para ello muchas razones. La primera ya fue indicada anteriormente. Se ha visto (p. 611) que a falta de una verdadera potestad inicial de reglamentación administrativa, tiene el Presidente, por lo menos dentro de los servicios administrativos, el poder de prescribir las medidas que pueden ser consideradas como constituyendo operaciones de servicio. Ahora bien, este concepto del reglamento de servicio es bastante indeciso, pues los límites de este poder especial de reglamentación son frecuentemente indefinidos. Su misma indeterminación favorece las usurpaciones o invasiones del reglamento presidencial sobre las materias que, en principio, no deberían abordar los reglamentos sin estar autorizados para ello por el texto de una ley. Algunas veces, sin embargo, ningún equívoco será posible, pues aparecerá claramente que un decreto que entraña organización administrativa carece de base legal. Hasta en este caso, ocurrirá muy frecuentemente que su validez es indiscutible. Esto proviene, en primer lugar, de que no puede ser impugnada ni por los administradores ni por los administrados. Los administradores están obligados a ejecutar semejantes reglamentos, pues les obliga a ello el principio de jerarquía. En cuanto a los administrados, no son quiénes para intentar el recurso por extralimitación de atribuciones, ya que se trata de prescripciones que no se dirigen a ellos, que no les alcanzan, y que solamente conciernen al funcionamiento interno del aparato administrativo (Laferrière, op. cit., 2ª ed., vol. II, p. 425; Hauriou, op. cit., 8ª ed., pp. 445 ss.; Moreau, op. cit., pp. 301 ss,).29 Así pues, por este lado, el principio constitucional que reduce
Consistía este principio en admitir, de una manera general, el derecho del gobierno para organizar por vía de decretos todos los servicios públi.cos, al menos todos aquellos cuya organización no se encuentra fijada ya por una ley; sólo que estos decretos habían de tener forma de reglamentos de administración pública, hallándose así. la organización administrativa sometida al control del Consejo de Estado. El arto 55 de la ley de presupuestos de 1901, que formulaba este principio, fue aprobado por la Cámara de Diputados, pero lo rechazó el Senado. 29
Laferrière, loc. cit.: "Existen actos administrativos que tienen un carácter tan general e impersonal que apenas se concibe qué parte podría atacados si se les tachara de extralimitación de atribuciones. Tales son, por ejemplo, los reglamentos que determinan la marcha de un servicio público, que señalan reglas a los subordinados para el funcionamiento de este servicio, pero que no dirigen ninguna prescripción a las personas extrañas a la administración. Aun cuando los reglamentos de esta naturaleza fueran tachados de incompetencia, parece dudoso que pudiera impugnárseles ante el Consejo de Estado. En efecto, ¿quién los impugnaría? Ni los timples ciudadanos, ni los agentes del servicio interesado parece que tengan título para constituirse en defensores oficiosos de la legalidad desconocida o en censores
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la competencia presidencial a un cometido de ejecución carece de sanciones, y la libertad de acción del jefe del Ejecutivo en materia de reglamentación administrativa se encuentra con ello notablemente ampliada. La verdadera sanción debe buscarse en las Cámaras. Las Cámaras tienen el recurso de la interpelación. Además, las iniciativas orgánicas tomadas por el gobierno, en gran número de casos, no adquirirán eficacia definitiva sino a condición de una votación parlamentaria concediendo los créditos necesarios para la organización creada por vía de decreto. Finalmente, las Cámaras conservan siempre el poder de avocarse la materia que ha sido reglamentada por decreto y de modificar mediante una ley el reglamento presidencial. A veces invitarán al gobierno mismo para que prepare el proyecto de ley, el cual, una vez adoptado por ella, substituirá al reglamento que reprueba (ver un ejemplo de esta clase en la Revue du droit public, 1904, p. 173). Pero, precisamente porque las Cámaras tienen la seguridad de que la suerte de todo reglamento, cualquiera que sea el objeto del mismo, depende en definitiva de su voluntad superior, toleran fácilmente en la práctica que el gobierno, por su sola iniciativa, dicte reglamentos para los cuales hubiera sido necesaria una autorización legislativa previa, según los puros principios de la Constitución. Bien sea que se ejerza bajo forma de habilitación, dada por anticipado, o por vía de control, produciéndose con posterioridad, la preponderancia del Parlamento queda siempre salvaguardada, y son siempre las Cámaras las que, en último término, regulan el uso que puede hacer el Presidente de su potestad reglamentaria.30 31Por ello mismo es
de un superior jerárquico." Pero Laferrière añade con razón (p. 426) que la imposibilidad de impugnar proviene, no "de la naturaleza del acto", sino “de la falta de título de las partes que pretendiesen impugnarlos". En otros términos, el acto en sí es un acto irregular, y puede decirse realmente, en este caso, que los principios de la Constitución han sido desconocidos. 30 Duguit (L'État, vol. II, pp. 344-345) caracteriza esta situación diciendo que e! ejercicio de la potestad reglamentaria por el jefe del Estado implica una colaboración entre él y las Cámaras. Pero esta observación no se justifica bajo el imperio de la Constitución de 1875. En efecto, la colaboración supone cierta igualdad entre los colaboradores. Todo el sistema actual del derecho público francés, por lo que se refiere al poder reglamentario, se funda por d contrario en la desigualdad esencial entre e! Parlamento y la autoridad ejecutiva, no pudiendo actuar ésta sino en ejecución de las decisiones del legislador (cf. pp. 569-570, supra). 31 Estas observaciones se aplican igualmente a los reglamentos presidenciales de policía, que conciernen y afectan a los administrados mismos. Aquí también, las Cámaras dejan hacer, porque todo ocurre bajo Sil control y porque saben que depende de eHas sujetar al gobierno en d momento que lo deseen. En Alemania, las ordenanzas de esta clase no pueden dictarse por el monarca más que a título de Notverordnungen, o sea por razón de urgencia y para casos excepcionales. Con relación a estas ordenanzas extraordinarias se adoptan precauciones especiales: el monarca no puede tomar la iniciativa de ellas sino en aquellos períodos en que el
415 Landtag no se encuentra reunido; además deben ser presentadas al Landtag en el momento
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explicable que, de hecho, el gobierno, desde 1875, haya continuado dictando reglamentos que van más allá de la simple ejecución de las leyes.32 Hasta se ha dicho que estas prácticas han adquirido hoy día el valor de derecho constitucional consuetudinario (Duguit, Traité, vol. II, p. 471). Se trata aquí también, en el fondo, de una manera de reconocer que las prácticas de referencia se han originado fuera de las reglas de la Constitución, ya que. Cada vez que los autores se ven reducidos a invocar la costumbre para justificar un estado de cosas establecido de hecho, ello equivale a decir que dicho estado de:"-cosas carece, de base en derecho. En definitiva, cualquiera que sea la costumbre que haya podido establecerse referente a
en que éste reanuda sus funciones, y deben ser aprobadas por él. Hasta que hayan recibido su aprobación, sólo tienen carácter provisional, pues hasta con la oposición de una de ambas Cámaras para despojarlas de su fuerza momentánea, aunque esta supresión no tiene efecto retroactivo (ver sobre todos estos extremos G. Meyer, op. cit., 6' ed., pp. 577 ss.). En Francia, todas estas precauciones serían superfluas. Son necesarias en Alemania porque las Cámaras no tienen la facultad de poner en juego la responsabilidad política de los ministros y porque, además, la ley mediante la cual el Landtag abrogara una ordenanza del monarca no puede perfeccionarse sin la sanción de éste. En Francia, por el simple hecho de la responsabilidad parlamentaria del gobierno, las Cámaras siempre tienen la seguridad, en esta materia como en cualquier otra, de hacer prevalecer su voluntad. 32 Esta extensión del poder reglamentario, en cierto sentido, es la contrapartida de! sistema constitucional general que subordina actualmente toda la actividad del Ejecutivo a la voluntad preponderante del Parlamento. Incluso la institución de la responsabilidad ministerial, que tiene por objeto restringir la potestad ejecutiva, tiene también como efecto inverso el aumentar los poderes del gobierno. Este puede a veces atreverse hasta traspasar los límites estrictos de sus atribuciones constitucionales; se toma esta libertad cuando sabe o cree que cuenta con la aprobación, tácita o expresa, de las Cámaras. Esto es lo que ocurrió en materia de reglamentos. Según la fórmula -quizás demasiado estricta-- de la Constitución de 1875" el jefe del Ejecutivo no tiene por sí mismo ningún poder inicial de decisión reglamentaria, y su actividad a este respecto depende, en principio, de la autorización de las asambleas legislativas. Sin embargo, el Ejecutivo se ha mostrado emprendedor en este terreno, y ha tomado espontáneamente, sin esperar el impulso de las Cámaras, más de una iniciativa. Desde e! punto de vista estricto del derecho vigente, la legitimidad de estas iniciativas hubiera sido muy discutible. Pero, de hecho, su atrevimiento se explica por e! motivo de que e! gobierno sabía o esperaba que sus decretos no chocarían con el sentimiento de la mayoría parlamentaria, y pudo así suponer la aprobación o la tolerancia de las Cámaras. Gracias a esta tolerancia, los decretos dictados en esas condiciones pudieron subsistir y producir sus efectos por más que se valieran de la competencia normal del Ejecutivo. Queda únicamente por formular la pregunta de cuál pudiera o debiera ser la actitud de la autoridad jurisdiccional con respecto a aquellos de dichos decretos que penetraran en la esfera de! derecho individual de los administrados. Suponiendo que un reglamento de esta clase hubiera sido hecho sin autorización legislativa, es muy dudoso que los tribunales, que sólo deben aplicar e! derecho vigente, pudieran considerar
417 las prescripciones emitidas por el Ejecutivo como válidas por el solo hecho de no haber suscitado objeción ni reacción por parte de las Cámaras (ver en este sentido Duguil, Traté, vol. 11, p. 471).
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la extensión de la potestad reglamentaria del Presidente de la República, el intérprete de las leyes constitucionales de 1875 no puede menos de mantener que, en principio, la Constitución francesa sólo admite reglamentos hechos para la ejecución o en ejecución de las leyes.33
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¿No deberá admitirse, al menos, que el estado de guerra tiene como efecto aumentar los poderes reglamentarios del Ejecutivo? La cuestión se formuló, en el curso de la guerra mundial, ante el Consejo de Estado (ver el caso y la resolución de 30 de julio de 1915, referidas en la Revue du droit public, 1915, pp. 479 ss.), respecto al decreto de 15 de agosto de 1914, que modificó las formalidades exigidas por la ley de 16 de febrero de 1912 referente al retiro de los oficiales generales. En esa ocasión, el Consejo de Estado expuso la idea de que dados el estado de guerra y la imposibilidad absoluta de satisfacer ciertas exigencias de forma, establecidas por la ley de 1912, "correspondía al Presidente de la República tomar las medidas dictadas por las circunstancias, con objeto de asegurar, en interés de la defensa nacional, la ejecución de la ley". Por lo tanto, el Consejo de Estado no admite que el estado de guerra engendre para el Presidente un poder general por el cual pueda tomar por su propia iniciativa toda clase de medidas de circunstancias: no solamente el Presidente no puede dictar espontáneamente más que los reglamentos que responden a las necesidades de la defensa nacional, sino que además el interés de la misma defensa nacional no puede legitimar medidas extraordinarias más que cuando se trata de asegurar la ejecución de las leyes vigentes. Bajo esta reserva, sin embargo, la resolución en cuestión reconoce, para tiempo de guerra, la existencia en el Presidente de un poder de iniciativa reglamentaria más extenso que en tiempo normal (cf. Jèze, "Pouvoirs de l'Exécutif en temps de guerre", Revue du droit public, 1915, pp. 487 ss.; Barthélemy, "Le droit public en temps de guerre", ibid., pp. 571 ss.). Desde el punto de vista político, en efecto, es indiscutible que las exigencias de la defensa nacional, en razón de su gravedad, no deben tener primacía, en muchos casos, sobre las consideraciones formales de estricta legalidad. Desde el punto de vista jurídico, sin embargo, hay que reconocer que el principio formulado por el Consejo de Estado carece de base en la Constitución. Ni los textos de 1875, ni la ley sobre el estado de sitio de 9 de agosto de 1849 suspenden, en tiempo de guerra, el régimen de legalidad, ni modifican la regla general según la cual la competencia reglamentaria del jefe del Ejecutivo se reduce a un poder de ejecución de las leyes. En vano alega el Consejo de Estado que, en interés mismo de esta ejecución, puede ser indispensable tomar, en el curso de una guerra, ciertas disposiciones especiales, como por ejemplo simplificar o suprimir las formalidades requeridas por una ley para su aplicación, si el cumplimiento de estas formalidades, de hecho, se hace imposible por los acontecimientos de la guerra. A esta argumentación se puede contestar que el Ejecutivo, en principio, no puede asegurar la ejecución misma de las leyes sino por medios legales, es decir, por medidas tomadas dentro de los límites de los poderes que recibe de la legislación vigente. Ahora bien, en el caso a que se refería el Consejo de Estado ningún texto legislativo había habilitado al Presidente para
418 modificar por decr3to la formalidad prescrita por la ley de 16 de febrero de 1912 (cf. Wahl, Le droit civil et commercial de la guerre, vol. I, pp. 13 ss.). Todo lo que puede decirse para justificar la doctrina emitida por el Consejo de Estado "" que el gobierno, colocado entre su obligación constitucional de asegurar la ejecución de las leyes y la prohibición, constitucional también, de recurrir a medios ejecutivos extralegales, se verá naturalmente llevado en tiempo de guerra -y cuando la ausencia de las Cámaras se junta con la imposibilidad de recurrir a medios regulares- a tomar por si mismo las iniciativas ejecutivas cuya urgencia se impone; y nadie podrá razonablemente reprocharle esto, sobre todo si se trata de una ley cuya no ejecución comprometería el interés superior de la
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defensa nacional. Este es el caso de decir aquí que entre dos males debe elegirse el menor. No por ello deja de ser cierto que semejantes iniciativas gubernamentales se saIen fuera del cuadro regular de las previsiones constitucionales, puesto que la Constitución actual no autoriza en ningún caso nada análogo ni a los "reglamentos necesarios para la seguridad del Estado" de la Carta de 1814 (art. 14), ni a la institución alemana de las Nortverdunungen. Por indispensables que sean, pues, de hecho, estas iniciativas, en derecho quedan desprovistas de legitimidad. Pues si bien es verdad que "la necesidad no reconoce leyes", no se puede llegar hasta pretender que la necesidad tiene valor de ley y constituye una fuente de derecho legal.
Hay que reconocer, pues, que durante el curso de la guerra, buen número de decretos reglamentarios se han visto desprovistos de validez, por no apoyarse en ninguna habilitación legislativa. Sin embargo, como parecía oportuno hacerles producir un efecto útil, múltiples leyes se dictaron posteriormente para regularizar la situación de hecho creada por esos actos reglamentarios (leyes de 26 de diciembre de 1914, arto 14; de 17 de marzo de 1915; de 30 de marzo de 1915; de 16 de octubre de 1915; de 15 de noviembre de 1915, etc., etc.). La terminología empleada por dichas leyes consiste en decir que los decretos irregulares a que se refieren quedan en adelante "ratificados" o también "convertidos en leyes" (cf. Barthélemy, loc. cit., p. 569). Estas expresiones son inexactas. El decreto que se hizo sin poderes carece de valor, y no puede ser objeto ni de una ratificación por la ley ni de una conversión en ley, ni de una confirmación o regularización legislativa. Pues cualquiera que sea la denominación jurídica con que se pretenda designar la operación que consiste en dar validez al decreto, es evidente que esta validez no se concibe, ya que ninguna ley puede dar valor a un acto que es nulo en sí.
Considerando sin embargo que los decretos hechos sin poderes producen indiscutiblemente cierto efecto útil por razón de los medios que, de hecho, tiene el gobierno para imponer inmediatamente su ejecución, se ha creído poder alegar que semejantes decretos tienen por sí mismos cierto valor, valor de hecho en todo caso, que no permite considerados romo inexistentes. Por lo menos habrían de valer como medidas provisionales, teniendo en este sentido un principio de existencia, cuya realidad bastaría para que pueda concebirse y admitirse la posibilidad de una ratificación legislativa posterior, que viniera, no ya a confinar una nada, pero sí a perfeccionar y consolidar un acto al que sólo le faltaba dicha confirmación para convertirse en regular y legal. Habría, pues, en esto un procedimiento constitucional que permitiría al gobierno, en caso de necesidad creado por el estado de guerra, hacer a título provisional reglamentos no previstos por las leyes vigentes, y este procedimiento, empezado por vía de decreto proveniente de la iniciativa gubernamental, sería después terminado por la votación legislativa de las Cámaras (ver sobre este punto: Jèze, loc. cit, p. 489; Barthélemy, loc.
419 cit., pp. 563 y 566). La hipótesis de la posibilidad de tal procedimiento parece corroborarse por el hecho de que, entre los decretos hechos sin poderes en el curso de la guerra, algunos de ellos (ver por ejemplo el decreto de 27 de septiembre de 1914 sobre la prohibición de comerciar con súbditos enemigos, arto 6; los dos decretos antialcohólicos de 7 de enero de 1915 en sus arts. 2, y el decreto sobre revisión del reemplazo de 1916, de 3 de diciembre de 1914, arto 5) tienen sumo cuidado de prever y anunciar que posteriormente habrán de ser objeto de presentación ante las Cámaras, para su ratificación.
Sin embargo, la ingeniosidad de esta construcción de procedimiento es inútil, pues semejante procedimiento no sólo carece de base en la Constitución, sino que también se halla evidentemente en contradicción con las disposiciones constitucionales referentes al poder reglamentario. En efecto, éstas solo prevén reglamentos dictados para la ejecución o en ejecución de las leyes. Ahora bien, importa observar que la palabra ejecución, vaga en ciertos aspectos, tiene, al menos respecto a un punto particular, un sentido que no es equívoco: implica claramente que el decreto ejecutivo sólo puede situarse cronológicamente después de la
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ley de la que constituye la ejecución. No puede tratarse de la ejecución de leyes por venir. Con mayor razón, la idea de ejecución no puede concebirse cuando nada permite afirmar que las Cámaras habrán de votar la ratificación que de ellas se espera. De un modo genera], es de principio y queda fuera de duda que las autoridades ejecutivas no pueden empezar a ejercer aquellos poderes que dependen de autorizaciones legislativas sino a partir del momento en que la ley que confiere la autorización es susceptible de ponerse en ejecución (cf. a este respecto la n. 3, p. 526, supra). Así pues, no existe lugar en la Constitución francesa actual para un procedimiento que consista en dictar, fuera de las leyes, decretos espontáneos, que sean destinados a promover en lo sucesivo una, intervención y un examen de las Cámaras para su ratificación. La iniciativa primera, en materia reglamentaria, debe partir de las Cámaras; a ellas corresponde preparar el procedimiento, y el gobierno, al invertir los papeles y tomar la delantera, desconoce el sistema de la Constitución, y realiza un acto inconstitucional. No es posible considerar este acto como conteniendo, a falta de legalidad, un principio de existencia, y la capacidad de ser completado o terminado posteriormente por un alto parlamentario. Según el rigor de los principios jurídicos, el acto nulo ab initio no se presta a ninguna ratificación.
Se infiere de esto que no se puede aprobar la fórmula de que se sirvieron las leves que han venido a consagrar tardíamente las disposiciones de los decretos dictados sin autorización. He aquí, por ejemplo, la ley de 30 de marzo de 1915, que se refiere a 34 decretos que formulaban reglamentaciones sobre cuestiones de orden militar. Esta ley se expresa en los siguientes términos: "Quedan ratificados, para que sus disposiciones tengan fuerza de ley a partir de su publicación, los decretos que a continuación se enumeran". La fórmula es incorrecta. La institución de la ratificación, que se ha pretendido introducir en esta materia para sanear y salvar una situación irregular, no sanea ni salva nada, y lejos de ocultar los vicios del decreto hecho sin poderes, no hace sino subrayar la inconstitucionalidad del mismo. La palabra ratificación sólo puede aquí engañar o tranquilizar a quienes no tienen de la Constitución francesa sino nociones confusas o erróneas. Es un eufemismo cuyo empleo no se justifica verdaderamente sino por un motivo de consideración y de miramiento con respecto al gobierno, el cual, después de todo, no ha hecho sino cumplir con su deber nacional al tomar sobre sí la
420 responsabilidad de proveer, mediante medidas apropiadas, a necesidades urgentes de la defensa del país. .
Una vez reconocida la inexactitud de la idea de ratificación, nos vemos llevados a observar que la cuestión de la retroactividad de las medidas de saneamiento tomadas por las Cámaras con respecto a los decretos irregulares no deja de suscitar ciertas dificultades. Con la teoría de la ratificación, el efecto retroactivo es evidente. Por el contrario, su justificación se hace delicada en el momento en que se comprueba que el juicio inicial que afecta al decreto no puede subsanarse por ninguna ratificación propiamente dicha. Se ha alegado, a propósito de la ley antes citada de 30 de marzo de 1915, que las Cámaras no están obligadas por el principio de la no retroactividad de las leyes, puesto que este principio no ha sido establecido por ningún texto constitucional, sino únicamente por el art. 2 del Código civil; y el legislador siempre es dueño de derogar sus propias leyes (ver en este sentido las conclusiones del comisario del gobierno en el asunto que dio lugar a la resolución del Consejo de Estado del 30 de julio de 1915, citado al principio de la presente nota, Revue du droit public, 1915, p. 481). Esto es muy cierto, y hay que llegar más lejos aún: hay que añadir que, incluso si el principio de no retroactividad hubiera de considerarse .como formando parte integrante del derecho público consuetudinario, es decir, como consagrado por la tradición constitucional de Francia, no adquiriría por este hecho el poder especial, el valor reforzado, que sólo pertenece a la Constitución formal; únicamente aquellos textos concebidos y adoptados en forma constituyente se imponen al respeto del legislador ordinario (ver sobre este punto la n. 10 del nº
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467, infra) Las Cámaras, por lo tanto, pueden dictar reglas que tengan efecto retroactivo. Sólo que existe una retroactividad que no depende de ellas ordenar: aquella cuyo efecto consiste en convalidar en el pasado, o aún sencillamente para lo porvenir, decretos reglamentarios que, por su ilegalidad, son originariamente nulos. Esta clase de retroactividad está prohibida, no ya por una ley ordinaria, sino por la misma Constitución. Pues la Constitución no admite sino reglamentos ejecutivos, y no autoriza reglamentos preventivos o anticipados. La habilitación legislativa, de la que deriva para el Ejecutivo el poder de realizar un acto reglamentario, debe preceder a dicho acto, y no puede sobrevenir después. Al ratificar retroactivamente decretos hechos por anticipado y sin poderes, las Cámaras no solamente derogarían el art. 2 del Código civil, sino que también desconocerían el art. 3 de la ley de 25 de febrero de 1875, la que sólo admite reglamentos que tengan por objeto asegurar la ejecución de las leyes y que, por consiguiente, se dicten con posterioridad a la ley que los legitima. Las Cámaras carecen del poder de modificar de tal modo, por vía legislativa, los principios formulados por la Constitución misma (ver, sin embargo, Wahl, op. cit., vol. 1, pp. 17 ss.).
¿Significa esto que las leyes de supuesta ratificación de 105 decretos irregulares motivados por la guerra no hayan podido producir ningún efecto retroactivo? Semejante conclusión sería excesiva. Existe en esta materia una retroactividad que es perfectamente concebible y lícita. Ahora que hay que precisar debidamente el objeto al que se refiere. Dicho objeto no puede ser el decreto mismo, con el que se relaciona la llamada ley de ratificación. Dictado fuera de toda ley, dicho decreto se encuentra originariamente afectado por un vicio irremediable y la misma Constitución se opone a que la ley que viene a sustituido le confiera la validez de la cual carece, por medio de una habilitación retroactuante. Pero, al menos, el
421 legislador es muy dueño de apropiarse las disposiciones reglamentarias contenidas en el decreto de referencia; tiene facultad para apropiarse esas disposiciones en virtud de su propia potestad legisladora y a título de prescripciones legislativas, pudiendo así, sin tropezar ahora con ningún obstáculo constitucional, especificar que esas prescripciones emitidas por él mismo, se dictan con objeto de tener valor retroactivo a partir de una fecha señalada en el pasado; por ejemplo, puede hacer retroceder su vigencia hasta la fecha de publicación del decreto que las había introducido en forma irregular.
Esta es, en realidad, la labor que realizaron las leyes llamadas de ratificación. Los términos de los cuales se sirvieron para realizar esta operación son defectuosos, pero la operación en sí es perfectamente correcta. Y es correcta precisamente porque difiere totalmente de una ratificación. El análisis jurídico de 105 hechos lo demuestra plenamente. Ya nada queda del decreto mismo: lejos de ratificarse, desaparece totalmente, y desaparece retroactivamente. Esto es lo que algunas de las leyes de que se trata expresan diciendo que el decreto "se ha convertido en ley"; expresión que si bien no es exacta desde el punto de vista estrictamente jurídico, por lo menos indica perfectamente que la ley, por sí sola, se substituye a] decreto, sea en lo por venir o en el pasado. Así pues, el decreto queda borrado, como carente de valor, y por consiguiente la ley rectificadora no lo convalida. Pero si no lo confirma, ni siquiera en el pasado, al menos adopta su contenido, erigiéndolo en disposición legislativa. So pretexto de ratificación, viene en realidad a consagrar por vez primera una prescripción que hasta entonc.es carecía de existencia regular y de valor constitucional. Esta prescripción, en primer lugar, tendrá valor de ley para lo sucesivo, y además el legislador, haciendo uso de su facultad ¡.ara dar valor retroactivo a sus disposiciones legislativas, ordena que la prescripción que establece habrá de entrar en vigencia, como ley, en la fecha de publicación del decreto del cual, por esto mismo, hace resaltar la inexistencia.
Finalmente, pues, el decreto, aunque desprovisto de valor, se toma en consideración bajo un doble aspecto: en primer lugar en cuanto a su contenido, que se conserva intacto; además, por su fecha, a la cual la ley rectificadora hace retroceder el punto de partida de sus
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propios efectos. Pero por lo demás, importa observar que dicha ley no convalida el decreto mismo. La medida retroactiva que dicta no tiene por objeto conferir al decreto, respecto del pasado, la fuerza jurídica de la que careció inicialmente. La retroactividad se refiere exclusivamente a las mismas disposiciones erigidas por la ley rectificadora en prescripciones legislativas. Estas disposiciones legislativas son las que toman la fecha del día de la publicación del decreto para su entrada en vigencia. Esto es precisamente lo que se desprende de la misma fórmula empleada por el legislador en esta materia: “quedan ratificados, para que sus disposiciones tengan fuerza de ley a partir de la fecha de su publicación, los decretos siguientes...” (ley anteriormente citada del 30 de marzo de 1915). Esta fórmula, aunque menciona erróneamente la ratificación, indica el modo más claro que esta supuesta ratificación no tiene de ningún modo por objeto convalidar los decretos de referencia, pues si dichos decretos fuesen convalidados, no podrían, como tales decretos, tener fuerza de ley. ahora bien, no solamente la ley de 30 de marzo de 1915 dice que las disposiciones que establece habrán de tener fuerza de ley en lo futuro, sino que además precisa que la fuerza de ley les queda conferida desde la fecha de su publicación primitiva en forma de decretos. Esto equivale a decir claramente que el decreto desaparece, y que la ley sola toma su lugar, y esto ab initio desde el momento en que hizo su aparición. Así pues, lo que se conserva no es el decreto mismo, sino
422 únicamente sus disposiciones. Es evidente, pues, que las medidas retroactivas tomadas por la ley de 30 de marzo de 1915 y por las leyes del mismo género no constituyen una ratificación aplicada con posterioridad a los decretos ilegales, que viniera a vivificar in praeteritum estos actos reglamentarios, sino que la retroactividad solo se refiere a las prescripciones del decreto consagradas tardíamente por estas mismas leyes, y es exclusivamente en su cualidad de disposiciones legislativas como dichas prescripciones producen sus efectos desde la fecha de publicación de los decretos, ayándose estos así definitivamente eliminados.
Todas las observaciones que se acaban de presentar se refieren al caso de decretos dictados sin poderes, o sea a decretos que, jurídicamente, no tienen base legitima, y que solo tienen existencia de hecho, cualquiera que haya sido su oportunidad y su urgencia, por consiguiente, su legitimidad practica, o mejor dicho su excusabilidad practica. Estos decretos no son susceptibles de ratificación. Distinto es el caso de aquellos decretos que hubieran sido dictados en virtud de una ley previa, que hubiese conferido el gobierno facultades de reglamentación mas o menos extensas, aunque bajo la reserva, sin embargo, de que los reglamentos dictados en virtud de dichos poderes habrán de someterse a un examen posterior de las Cámaras y deberán obtener la ratificación del Parlamento. La constitucionalidad de semejante reserva (que ha sido discutida para Suiza, especialmente por Burckhardt, op. cit., 2ª ed., p. 683; ver en sentido contrario Guhl, op. cit., pp. 88 ss.)., no parece poder negarse en Francia, pero sin embargo con una condición: que ha de entenderse que la votación parlamentaria que se produzca sobre la cuestión de ratificación solo ha de producir efecto en lo futuro, y carece de efecto retroactivo. Por lo que se refiere al periodo comprendido entre la emisión del decreto y su presentación a las Cámaras, dicho decreto permanece como tal y conserva su validez incluso aunque el Parlamento rehusara confirmarlo. Este mantenimiento del decreto se explica constitucionalmente por la razón de que el decreto ha sido dictado en ejecución de una ley que habilitó al Ejecutivo para estatuir por si mismo, respecto de un objeto de terminado, por lo menos a titulo provisional, y semejante habilitación legislativa basta para asegurar, en este periodo ya pasado la existencia y la regularidad del decreto. La exigencia de la ratificación carece ya por lo tanto de carácter de condición resolutoria carente de efecto retroactivo. La negativa a ratificar abroga el decreto, pero únicamente para el porvenir. Con mayor razón, si las Cámaras conceden la ratificación, no es necesario que revaliden el decreto, transformándolo en ley respecto del pasado: para el periodo que precede a la ratificación
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el decreto se basta a si mismo, puesto que ha sido dictado en virtud de poderes regulares.
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423 Por otra parte, por lo que se refiere al porvenir, la ratificación, tiene por efecto convertir el decreto en ley. A este respecto, la idea de conversión es más exacta que la de ratificación, y también que la de “sanción” que se encuentra en algunos textos (Ley de 5 de agosto de 1914, sobre los créditos suplementarios o extraordinarios a establecer por decretos para las necesidades de la defensa nacional, y la let de 29 de marzo de 1915, concerniente a la regularización de decretos respecto del presupuesto general del ejercicio de 1945 y de los presupuestos anexos). En este sentido es el que debe entenderse la palabra ratificación por ejemplo, en la ley de 10 de febrero de 1918, “que establece sanciones (penales) a los decretos y a las resoluciones dictadas para el autoayamiento nacional”. Se lee en el art. 1 de dicha ley: “los decretos dictados en aplicación del presente artículo serán sometidos a la ratificación de las Cámaras en el mes siguiente de su promulgación”. Este texto no puede significar que los decretos de referencia conservaran después de la ratificación, su naturaleza de decretos, pues en adelante las prescripciones contenidas en el decreto no obtienen ya solamente su fuerza de la potestad reglamentaria del Ejecutivo, sino que se convierten en manifestaciones de la voluntad legislativa de las Cámaras. No puede decirse tampoco que la ratificación o la sanción confiera dichos decretos en carácter mixto de decretos-leyes, ya que no hay lugar para una categoría intermedia de esta clase en la Constitución francesa actual, que no conoce sino las leyes propiamente dichas por una parte, y por otra parte simples actos de ejecutivos. Pero el art. 1 anteriormente citado implica, por el hecho de la supuesta ratificación votada por las Cámaras, que el decreto se encuentra transformado en acto legislativo y que su contenido habrá de tener en adelante el valor propio de las disposiciones legales.
CAPITULO III LA FUNCION JURISDICCINAL
229.- A imitación de Montesquieu1 los tratados s del derecho público presentan y estudian la función jurisdiccional como una manifestación especial desde la potestad estatal, y es
424 evidente, en efecto que considerada desde el punto de vista de su constitución orgánica, aparece la justicia como un tercer gran poder en el estado. Sin embargo, los autores no están de acuerdo, ni mucho menos, respecto al punto de saber en qué sentido la potestad jurisdiccional debe considerarse como distinta de las otras dos, y hasta existe, a este respecto, una cuestión frecuentemente discutida que se ha hecho clásica en la doctrina, pero que en suma permanece siempre sobre el tapete: la cuestión del numero de los poderes del estado. Según una opinión muy extendida en la literatura jurídica francesa, la función jurisdiccional no tiene más objeto que el de aplicar a los casos concretos sometidos a los tribunales las reglas abstractas formuladas por las leyes. Si esta opinión tiene fundamento, hay que deducir lógicamente de ello que la jurisdicción, en definitiva no es, si no una operación de ejecución de las leyes, o sea una actividad de naturaleza ejecutiva. Por lo tanto, la función jurisdiccional no puede considerarse como un tercer poder principal del Estado, como una potestad igual a las otras dos e irreduciblemente distinta de ella, sino que constituye simplemente una manifestación y una dependencia del poder ejecutivo, el que comprende así dos ramos particulares: la administración y la justicia. Las funciones estatales se encuentran reducidas con esto, esencialmente, a dos poderes primordiales. Este es el concepto que desde el principio de la revolución fue sostenido por numerosos oradores de la asamblea constituyente, y que parece haberse impuesto en el espíritu de la mayoría de dicha asamblea (cf. Redslob, Die Staststheorien der französischen Nationalversammlung v1789, pp. 292 ss., 360 ss.)
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Espirit des lois, lib.IX cap VI: “exiten en cada estado tres clases de poderes: La potestad ejecutiva de aquellas dependen del derecho de gentes y la potestad ejecutiva de aquellas que dependen del derecho civil ….Se dará a esta ultima el nombre de potestad de juzgar y la otra se llamara simplemente la potestad ejecutiva del Estado”
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La formula más clara fue dad entonces por Cazalés: “En toda sociedad política solamente existen dos poderes, aquel que hace la ley y el que la hace ejecutar. El poder judicial por mucho que de él hayan dicho varios publicistas solo es una simple fundación, ya que consiste en la simple aplicación pura y simple de la ley. La aplicación de la ley es una dependencia del poder ejecutivo” (Archives parlamentaires. 1° serie, vol. xv, p. 392).Es conocida la exclamación que lanzó Mirabeau en el mismo sentido: “Pronto tendremos ocasión de examinar esta teoría de los tres poderes. . . y entonces los valerosos campeones de los tres poderes trataran de hacernos comprender lo que entienden por esta gran frase de los tres poderes, por ejemplo como lo conciben al poder judicial distinto del poder ejecutivo” (Archives parlamentaires. 1° serie, vol. XIII, p. 243). En su memoria titulada Príncipes Et Plan sur I’ établissement de I’ ordre judiciare, Duport decía también: “antes de ejecutar las leyes se trata de saber si aplican o no a un hecho ya realizado esta función no puede con toda seguridad ser desempeñada por ninguno de los otros dos poderes; forma propiamente el objeto de lo que se llama impropiamente el poder judicial. Y digo impropiamente porque en realidad, en el poder, judicial, no hay más poderes que el poder que es el poder ejecutivo, el cual tiene la obligación de consultar a personas designadas por la constitución antes de mandar a ejecutar las leyes civiles cuando parece dudosa la ejecución de estas “(archives parlamentaires 1° serie vol. XII, p.410) Mounier declaraba a su vez en tanto el poder judicial, es tan solo una enajenación del poder ejecutivo, que tiene que ponerlo en actividad y vigilarlo constante mente” (Archives Parlamentaires 1° serie vol. VIII, p.409). Esta doctrina revolucionaria no ha dejado de tener nuevos defensores desde 1789. Entre los más recientes y enérgicos se pueden citar Ducrocq (Cours de droit administratif. 7° ed. Vol. I n° 35) Duguit, ( la separation des pouvoirs et I’ Assamblée nationale de 1789, pp. 14 ss.; traite vol. ! pp. 358 ss.) Y Saint-girons ( Essai sur la separation des pou voirs, pp. 1, 135 ss.) El principal razonamiento de estos autores solo es, hoy aun la reproducción del que Cazales enunciaba en 1790 (el espíritu no puede concebir , decía Ducrocq (loc.cit) en la constitución de las sociedades, si no dos potestades: aquella que crea la ley y la que hace ejecutar, de manera que no hay lugar para una tercera potestad junto a las dos primeras . . . Todo el que, en el país, este encargado a titulo cualquiera de la aplicación de las leyes, participa en la potestad ejecutiva . ahora bien , la autoridad judicial es la encargada de la aplicación de las leyes” Saint-Girons expone la misma idea al principio de su libro:
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"Todo gobierno tiene dos funciones esenciales: dictar las leyes y hacerlas ejecutar"2 Sean o no exactas estas tajantes afirmaciones, parecen a primera vista tener por lo menos un mérito indiscutible, que es el de determinar perfectamente el terreno en el cual es conveniente colocarse para poder apreciar el número y la distinción de los poderes. Los autores antes cita dos sostienen que la jurisdicción, tomada en sí y considerada en sus caracteres específicos, no es en realidad, lo mismo que la administración, sino una función de ejecución de las leyes, e infieren de ello que, en principio, sólo existen en el Estado dos poderes primordiales. Estos autores se colocan, por lo tanto, en el punto de vista funcional para realizar la discriminación de los poderes, y en esto por lo menos están en lo cierto. Es evidente, en efecto, que la determinación del número de los poderes depende ante todo de la diversidad y de la distinción de las funciones. Pero es importante añadir que, en derecho, las funciones de potestad estatal no se diversifican únicamente por su naturaleza respecto al fondo, sino también por sus condiciones de forma. Este es precisamente el caso por lo que se refiere a la función jurisdiccional. Aunque se demostrara que dicha función es de naturaleza puramente ejecutiva y debe aproximarse, en este aspecto, a la administración, habría que observar que, desde el punto de vista de las condiciones en las cuales se ejerce, o sea desde el punto de vista orgánico, la jurisdicción se halla erigida por el derecho público moderno en función especial, "claramente separada de las otras' dos, con sus reglas propias y sus órganos particulares, y que constituye así, en cierto sentido, un tercer poder, que aparece, en derecho positivo, como enteramente distinto de la legislación y de la administración. En otros términos, para la jurisdicción así como para las demás funciones, y junto al punto de vista material, hay que tener en cuenta el punto de vista formal. Se ha visto anteriormente que en el derecho público francés las diferencias que separan a la legislación de la administración son esencialmente de orden formal; las indagaciones que siguen traerán un reconocimiento del mismo género 2 El punto de vista de Duguit es menos claro, pues reconoce dicho aut or (L'F:tat, "01. 1, p. 450; Traité, vol. 1, p. 359) que la fun ción de juzgar es una funció n totalmente distinta de la función legislativa y de la función administrativa y que' los caracteres internos de la administración y de la juri sdicción son esencialmente diferentes. 3 A este respecto, el principio se encuentra ya formulado por la ley de 16·24 de agosto de 1790, tÍt. 11, arto 13: "Las funciones judiciales so n distintas y permanecerán siempre separadas de las funciones administrativas". As í pues, por más que la función de juzgar. según el sentir de la Asamblea naciona l, no fuese s ino una función de naturaleza ejecutiva, el texto In caracterizaba como una función distinta de la función admin istrativa, y e llo por razón de la organización que e ntonces se le dab a (ef. nQ 268, inir a),
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En lo que se refiere a la distin ción entre la fun ción juri sdiccional y las otras dos funciones. Por es tas explicaciones prelim inares se v e que el estudio de esta nueva función depend e direct amente y desde el primer moment o de la controvertida cuestión del número de poderes. Para resolver esta cue stión, se deben e xaminar sucesivamente los dos puntos siguiente s: 1° ¿Es cierto que la función juri sdiccional se reduce únicamente a una fun ción de ejecución de las leye s? 2 ° ¿En qué sentido puede considerar se com o manif estación especial y distinta de la potestad...de Estado? Y por consigui ente, ¿en qué sentido puede decirse que hay en el Estad o, desde el punto d e vista funcional, tre s poderes en vez de dos únicamente? § 1. DEFINIC IÓN DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL SEGÚN SU OBJETO 230. Para determinar la naturaleza de la función jurisdiccional es conveniente averiguar en primer lu gar cuál es su objeto propi o. Según el concepto que de ello exponen numerosos autores , este objeto sería el de resol ver los litigio s que se suscitan , bien sea entre do s personas con oca sión de sus relaciones de orden privado, bien entre un administrado y la autoridad admini strativa respecto a los act os realizado s por ésta. Así pue s, el ejercicio de la juri sdicción supondría necesariamente un litigio, una discusión entre partes que sostienen pretensiones contrarias, o por lo meno s, sería suficiente que tal litigio se suscitara, para que hub iese lugar a una intervención juri sdiccional . Esta es la defini ción que propone Ar tur con respecto a la función de juzgar: "Juzgar es pronunciar el dere cho con obje to de asegurar el respet o del mismo, cuando ha y lugar a ha cerlo, o sea cuando ha sid o violado o impugnado" ("Séparation de s pouvoirs et séparation des fonction s", Rente du droit public, vol. XIII, p. 22 6) ; y este autor precisa su p ensamiento al añadir (ibid., pp. 487 Y 488): "Para que la función de juz gar se ejer- za es necesario que e xistan cue stiones contenciosas a dilucidar". Se gún esto, el concepto de jurisdicción implica esencialmente la existencia d e un debate cont encioso. Pero, dice J acquelin (Principes dominarus du cotüentieux administrau], p. 191; cf. Hauriou, "Le s éléments du contentieux", Recueil de législation de Toulouse, 1905, p. 13) , para que haya "co ntencioso" la primera de todas las condicione s es que exista un "liti gio". Luego sólo puede tratarse de función juri sdiccional en el caso en que haya un litigio a re solver. Por esto se ha caracterizado a la autoridad judicial diciendo que es "aq uella que, en un proceso entre dos o má s personas, ha de interpretar y ap licar la ley y reconocer así dónde se encuentra e l derecho "(Sai nt-Girons, op; cit., p. 411). L os auto res alema nes
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se expresan en términos análogos. Por ejemplo, J ellinek (L' État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 318) dice que el objet o de la función jurisdiccional es el de fijar un derecho in cierto o impugnado. Y M ontes quien había d eclarado ya que mediant e esta función el príncipe o el magistrado juzga lo s litigios de los particulares (Esprit des lois, libro XI, cap. VI) En resumen, la idea general que se d esprende de e stas diversas definicion es es que la func ión jurisdic cional está llamada a ejerc erse siempre qu e se, suscite un litigio para cuyo apa ciguamiento sea necesar io proceder, bien sea a una apli cación o a una interpretación de la ley . Hay que observar, en efecto, que el desacuerdo que origina los casos litigio sos puede referir se ya a un punto de derecho o ya a un punto de he cho. Exi ste el litigio sobre un punto de derecho cuando el desacuerdo se suscita re specto al sentido mismo de una disposición legal cuyo alcance es puesto en duda por una de las parte s rivales. La solución de este litigio precisa entonce s de una interpretación de la legi slación vigente. Pero puede ocurrir también que el debate se refiera simplemente a la existencia de hechos que condicionan la aplicación de la le y, y en este último caso ya no es el sentido de la ley el que se pone en tela de juicio, sino que el litigio es re specto al punto de saber si las leye s aplicable de hecho, y se trata entonces solamente de un caso de aplicación de la ley. Por lo demás, para que el titular de un derecho pueda poner en movimiento la actividad jurisdiccional del Estado no es indispensable que su de recho haya sufrido ya una- violación efectiva, sino que ba sta que e se derecho le sea discutido ; a decir verdad, cuando un derecho tiene existencia regular, negar su realidad constitu ye ya una violación del mismo. 231. Si esta primera doctrina tuviera fundamento, habría de decirse que la función juri sdiccional tiene por esfera propia y por materia el examen de los casos litigiosos y la solución de los pro cesos; y así se despejarían los elementos de una definición material de dicha función. Sin embargo, e sta forma de defini rla no sería exacta. Indudablemente, en la mayor parte de los ca sos, la actividad jur isdiccional se ejerce con objeto de resolver litigios. A vec es también , sólo puede ej ercerse en cuanto el liti gio está claramente cara cterizado por ciertas circunstancias formal es, que ponen en ab soluta e videncia la opo sición y la lucha contenciosa que existen entre la s partes rivales. Es por lo que l os tribunal es admini strativos (Laferriére, Traité de la juridiction adminístrative, 2" ed., vol. 1, p. 322;Hauriou, Précis de droit administratij, 8 : )ed., . pp. 402 ss.; Jacquelin, op. cit., p.191), o por lo menos el Consejo de Estado (Artur, op. cit., Revue du droit public,vol. XIV, pp. 24 8 ss., 436 ss.), no pueden inte rvenir en un r ecurso contencioso sino a condición de que exista con anterioridad una d ecisió n admini strativa formal que pueda serles deferida
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por el autor del recurso como contaría al dere cho ."Vigente . seegún Laferriére (loc. cit., p. 462), esta n ecesidad de una decisión previa de la autoridad administrativa s e explica, entre otros, por el motico de que la juri sdicción del Consejo de Estado tiene por objeto preciso “no ya simples preten siones de las parte s” sino una oposición ent re administrados y admini stradores, que se haya manifestado por una decisión administrativa e xpresa, debiendo entonce s ser esta el verdadero objeto de la instan cia conten ciosa" (ver respe cto de e ste formalismo las observaciones críticas de Artur , loco cit., pp. 464 ss.). La teoría según la cual la función jurisdiccional tiene por objeto resolver las cuestiones contenciosas, contiene pues gran parte de verdad. Sin embargo exi sten numerosos casos en los cuales esta teoría ya no está de acuerdo con los hechos; pues por una parte, las decisiones estatales que estatu yen respecto a puntos litigiosos no constituyen necesariamente y sólo por esto actos de jurisdic ción. Por ejemplo, cuando se suscita un litigio entre una autoridad admini strativa y un administrado referente a la regularidad de un acto de administración que es combatido todos los autores están de acuerdo en negar todo carácter Jurisdiccional a la deci sión mediante la cual el superior administrativo que se Hace cargo de un recurso jerárquico contra dicho acto pronuncia su confirmación, su modificación o su anulación . Por otra parte, y en sentido inverso, hay que reconocer con Duguit (L' État, vol. 1, p. 422; Traité, vol. 1, p. 269) que la función jurisdiccional se ejerce frecuentemente fuera de toda impugnación re specto del hecho o respecto del derecho. Cita este ha ce cargo de un recurso jerárquico contra dicho acto pronuncia su con autor el ca so en que el titular de una obligación que consta en documento privado cita para reconocimiento de firma al deudor, hallándose éste totalmente de acuerdo con aquél re specto a la existencia de la obligación. La deci sión judicial que se produce en estas condiciones no hace sino registrar el a cuerdo de la s partes. Hay que hacer extensiva esta observación a los llamado s convenios judiciales. El objeto de la intervención judicial en este caso no es de ningún modo resolver un litigio, sino, antes al contrario, re- conocer un entendimiento y una transacción entre las partes, a fin de conferir a su acuerdo carácter de autenticidad y fuerza ejecutiva. Se ha podido de cir con razón que cuando las partes celebran un convenio de e sta clase, el papel del tribunal e s el mismo que el del notario que es requerido para elevar a escritura pública un contrato, y sin embargo lo s convenios judiciales no dejan de ser decisiones jurisdiccionales. Otro ej emplo: según los términos de los arts. 99 ss. del Código civil y 855 ss. del Código de procedimiento civil, la parte qu e desea r ectificar un acta concerniente a su estado civil ha d e dirigirse a los tribunale s civiles, Ah ora bien, esta peti ción no implica necesariamente un li tigio, y el artículo 858 del Códi go
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De procedimiento civil hasta prevé especialmente el caso en que no hubiera mas parte que el demandante para rectificación. No por ello deja de ser verdad que la rectificación de las actas del estado civil en todos los casos, constituye una operación de naturaleza jurisdiccional, y es lo que establecen los textos anteriormente citados, ya que califican como JUICIO la decisión judicial que pronuncia la rectificación. En el mismo sentido, es conveniente, sobre todo invocar el caso de la jurisdicción represiva. Como alega Esmein (tlem;nts, 5il ed., p. 439), la ejecución de la ley penal presupone siempre un juicio de condena, es decir un acto jurisdiccional y ello aun cuando ni el hecho punible, ni el ~ alcance de la ley que. Castiga ese hecho pudieran ponerse en duda por el inculpado DI fuera Impugnado por él. En efecto, así como el derecho penal moderno se basa en el principio nulla poena sine lege, así también es un principio de derecho público actual el que la pena legal no puede ejecutar la autoridad administrativa sino después de haber sido pronunciada judicialmente por un tribunal represivo, el que previamente tiene la obligación de comprobar la existencia de los hechos imputados al acusado, y además de apreciar esos hechos están comprendidos entre las, infracciones previstas y sancionadas por la legislación penal. Aquí también el concepto de jurisdicción aparece como independiente de la existencia de un litigio y de la idea de contencioso en el sentido propio de esta palabra.1 1
Precisamente por es tos motivos los autores actual es emp lean más bien la expresió n función jurisdiccional, con preferencia a fun ción judicial. Esmein (Éléments. S' ed., pp. 436 ss.) Habla toda vía del "poder judici al". Duguit (Traité, vol. J, pp. 260 ss.) dice "f unción jurisdiccional " y explica (p. 261) por qué prefiere servirse de este término. Lo s autores administrati vos, part iculann ente La ferriére y Hauriou, empl ean corrienteme nte las palabra s "juri sdicción admini strativa". La palabra juzgar despierta p articularmente la idea de proceso o juicio, y tiene tr adicionalm ente un sentido de arbitraje: e! juez es un árbi tro entre part es contrarias. La palabra jurisdicción no imp lica por sí mism a la existencia de un proceso, sino que designa simplem ente una fun ción que consiste en pronunciar el derecho. Por e jemp lo, en el caso de in stancia cri minal, hay lugar a j urisdicción, aunque no exista propiam ente hablando l ucha co ntenciosa ent re do s partes co ntrarias. Los mismo ocurre en e! caso de! recurso por extralimitación de atribuciones , a pro pósito del cual Hauriou pudo decir que dicho proceso se le hace, no a la autoridad a dministrati va, sino al acto mi smo que se impugna po r vicioso (6' ed., pp. 384 ss.; ver tambi én 8' ed., pp. 402 SS ., 978). Por otr a parte, cada vez que se s uscita un recurso contencioso respe cto de un acto realizado en no mbre del Estado y en virtud de la potestad estatal, hay qu e reconocer que la i dea de pro ceso propiamente dicho entre el Estado, perso na domina dora, y el simple administrado q ue intenta el recurso, no es de las que se dejan construir fácilmente. La idea de proceso y de arbitraje só lo puede conce birse claramente entre personas jurídicas iguales. En todas las hipótesis de este gé nero, el ún ico concepto exacto es sencillamente el de jurisdicción. An te la reclamación de la parte interesada, e l Estado manda ex ami nar por sus agentes jurisdiccionales e! acto realizado por sus agentes administrativos. La aut oridad jurisdicciona l comprueba l a regularidad del acto de referencia; si e llo es neces ario, r econoce y restable ce el derecho de la parte reclamant e, si ese derecho ha
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232. Descartada esta primera teoría, se encuentra en la literatura contemporánea otra definición, que parece adaptarse bastante bien a los diversos casos de intervención de la función jurisdiccional que han sido citados como ejemplo. En estas diversas hipótesis (convenios judiciales, rectificación de actas del estado civil, condena penal), el cometido jurisdiccional de la autoridad judicial consiste, haya o no litigio, en reconocer, bien sea el derecho que habrá de tener ella misma que aplicar a un caso del que se ha hecho cargo, bien sea una situación jurídica que se halla ya establecida. Juzgar es, por lo tanto, reconocer y declarar el derecho aplicable a cada justiciable o el derecho existente para cada uno de ellos. Idéntica idea se sugiere con la misma palabra jurisdicción. Traducida literalmente, esta palabra significa que la función jurisdiccional, en su sentido material, es la parte de la actividad del Estado que consiste en decir el derecho, en pronunciado (respecto del valor de esta definición, ver lo que se dirá en el n" 268, in/ra). Queda por precisar lo que debe entenderse por "pronunciar el derecho". En el Estado moderno, el derecho es el conjunto de reglas formuladas por las leyes o en virtud de las leyes, que constituyen el orden jurídico del Estado. Pronunciar el derecho no es, pues, creado, sino reconocerlo. Según la expresión de O. Mayer (Droit administrati/ allemand, ed. fran- cesa, vol. 1, p. 7), es "declarar lo que, según el orden jurídico (existente), debe ser de derecho en el caso individual". El acto jurisdiccional consiste, pues, en buscar y determinar el derecho que resulta de las leyes, a fin de aplicado a cada uno de los casos de que se hacen cargo los tribunales. El cometido de éstos, por consiguiente, es aplicar las leyes, o sea asegurar el mantenimiento del orden jurídico establecido por ellas. Por esto se califica generalmente a los jueces como guardianes de las leyes. 233. Este es también el concepto al que han llegado casi todos los autores. "Juzgar, dice Duguit (Traité, vol. 1, pp. 263·264; cf. L'État, vol. 1, pp. 416 ss.), es reconocer la existencia, bien sea de una regla de derecho, bien de una situación de derecho. Toda decisión jurisdiccional es un silogismo; la mayor es el llamamiento a la regla de derecho. El juez no realiza un acto de voluntad, sino que reconoce el derecho y deduce la conclusión lógica". Laband (Droit public de l'Empire allemand; ed. francesa, vol II , p. 514) dijo igualmente: "La resolución (judicial) consiste en aplicar el derecho vigente a un estado de cosas concreto.
432 sufrido una violación a un daíio ; se e ncuentra, pues, en efecto, llamada a pron unciar el derec ho, pero sin que se pueda hacer referencia por ello a un verdadero pro ceso entre el reclaman te y el Estado. La idea de arbitraje no aparece aquí sino desde un solo pu nto de vista, a saber , por cuanto el examen jur isdiccional de la re clama ción se reserva a una autori dad diferente de aquella que realizó el acto (d. n' 256 , infra ).
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Las consecuencias de este derecho se presentan por sí mismas con una necesidad intrínseca". Es por lo que los autores alemanes definen generalmente a la justicia (Rechtspflege) como "una actividad que tiene por objeto ase- gurar la conservación (Aufrechterhaltung) del orden jurídico existente"(G. Meyer, Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6~ ed., pp. 26, 618, 641). En cuanto a la cuestión de saber cuál es la fuente de donde el juez puede tomar los elementos del orden jurídico vigente, los autores contestan generalmente que dicha fuente la constituye la ley. De aquí la definición clásica: "La función jurisdiccional consiste en aplicar las leyes". En este sentido, Artur (op. cit., Reoue du droit public, vol. XIII, p. 222) escribe: "Los juicios son la aplicación de una o de varias leyes a hechos particulares y a personas determinadas. Por definición, los juicios siempre suponen una ley anterior que aplicar". Asimismo, Moreau (Précis de droit constiuuionnel, 5~ ed., núms. 422.423): "La autoridad judicial tiene por misión dar solución a las dificultades jurídicas que suscita la aplicación de las leyes. Sólo puede aplicar las leyes a los casos que examina". Berthélemy (Reuue du droit public, vol. XIX, p. 210) enuncia la misma doctrina: "La resolución judicial sólo vale por la ley, de la que es la fiel traducción. El juez no añade nada a la ley, sino que dice el sentido de ésta y precisa su significación". Michoud (Revue du droit public, vol. IV, p. 273) dice igualmente:" uestro derecho es un jus scriptum. Indudablemente, no debe entenderse en un sentido demasiado estricto la necesidad de un texto como base de obligación jurídica. Puede resultar ciertamente, del conjunto de los textos, un principio jurídico que no se exprese en ellos de un modo formal, y que corresponderá al intérprete despejar. Desde este punto de vista, la tarea del intérprete, así como la de la jurisprudencia, es muy extensa. Pero es necesario además que este principio jurídico se halle en germen en los textos. Es preciso que exprese, no ya la forma en que concibe el intérprete las relaciones sociales, sino la forma en que las ha concebido el legislador." Los autores alemanes sostienen las mismas ideas. La ley, dice O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. 1, p. 92), procura a la justicia el fundamento in- dispensable de su actividad; no hay juicio si no es sobre la base de una regla de derecho". Y también (loc. cit., p. 106): "Para la justicia, la ley siempre ha previsto lo que debe hacerse y contiene, para cada caso individual, la determinación de lo que es de derecho en ese caso. No le queda al tribunal sino pronunciar de una manera expresa lo que ha querido la ley. El tribunal no hace más que aplicar la ley". G. Meyer (op. cit., 6~ ed., p. 27) resume todo esto en la siguiente fórmula: "La justicia es únicamente una función de ejecución de las leyes".
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En definitiva, de la doctrina generalmente admitida por los autores se desprende que la potestad jurisdiccional está llamada a ejercerse 233]
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siempre que proceda con objeto de asegurar la ejecución de la ley- fijar el sentido de la misma y el alcance de su aplicación, o compro- bar si es aplicable a un caso determinado y de qué manera debe ser aplicada al mismo. Aplicar las leyes, tal es, según la opinión general, la materia propia de la jurisdicción. Así definida, la función jurisdiccional se presenta como una actividad de naturaleza ejecutiva y como no siendo sino una manifestación particular de la función de ejecución de las leyes. En efecto, si bien es verdad que la misión del juez se reduce en todos los casos a aplicar la legislación vigente, así como la del administrador consiste en actuar en virtud de prescripciones legislativas, hay que deducir de ello que cualquier decisión emitida tanto por la autoridad judicial como por la autoridad administrativa ha de tener su principio, su base primera, en un texto legal, de manera que, finalmente, sólo la ley posee una potestad creadora inicial; con esto se ve justificada, por lo tanto, la afirmación de los autores que, como se ha visto anteriormente, sostienen que fuera de la legislación y de su ejecución no puede concebirse ninguna tercera función que entrañe una potestad verdadera y esencialmente autónoma. Indudablemente, y como observa Jellinek (loc. cit., vol. 11, p. 332), tiene el juez, en cierto sentido, una misión creadora que se desprende del hecho de que una disposición legislativa sólo adquiere su completo desarrollo y su alcance definitivo mediante la aplicación jurisdiccional quede la misma hacen los tribunales. Estos añaden algo a la legislación, por lo mismo que deducen las consecuencias de la misma y fijan sus detalles de aplicación. Y a este respecto, se puede decir que el cometido de las decisiones jurisdiccionales es análogo al de los reglamentos hechos por la autoridad administrativa, pues así como el reglamento de ejecución completa a la ley desarrollando sus disposiciones, así también corresponde a los tribunales proporcionar, mediante 'sus sentencias, el desarrollo complementario de las leyes que han de aplicar. Importa también observar, además, que el juez desempeña esta tarea con un amplio perder depreciación personal; prueba de ello es el hecho, tan frecuente, de diversidad y hasta de oposición de juicios. Sin embargo, por amplio que sea el complemento que tienen las leyes en los juicios, no puede decirse de esta parte de la actividad jurisdiccional que implica en el juez, realmente y en totalidad, el poder de crear derecho, pues a decir verdad, todo el desarrollo que con esto aporta la jurisprudencia a las leyes se funda directa y únicamente en su interpretación. Interpretar la ley, en efecto, no es únicamente despejar el sentido inmediato de la regla que ha formulado, sino
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también determinar cuál es el alcance de aplicación de dicha regla, cuáles son los casos que rige, y las consecuencias jurídicas que de ella derivan, aunque dichas
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consecuencias no se hallen expresadas en el texto legislativo. Fijar todos estos puntos es indudablemente desarrollar los principios consagrados por las leyes, así como también desarrollarlos por vía de interpretación. En otros términos, las soluciones así adoptadas por los tribunales hallan su origen primero en una disposición legislativa, no son sino !a ejecución de un principio formulado por la legislación y están contenidas, al menos en embrión, en los textos legales. En todos estos aspectos, por consiguiente, la función jurisdiccional sigue constituyendo, en el fondo, una función de ejecución. 234. ¿Habrá de inferirse de aquí que esta función se reduce por entero a una labor subalterna de orden ejecutivo? No, no cabe atenerse a semejante conclusión, pues ello supondría perder de vista otra parte, muy importante, de la competencia que comprende en sí la función jurisdiccional. En efecto, se acaba de comprobar que la jurisdicción, ante todo, consiste en la interpretación y en la aplicación de las leyes. Pero esto supone naturalmente la existencia de una prescripción legislativa que se ha de interpretar y aplicar. Ahora bien, pueden presentarse casos respecto de los cuales la ley no haya estatuido y cuya reglamentación no contenga de ningún modo, ni siquiera virtualmente. Cuando falta así toda regla legislativa, no puede haber interpretación, ni se puede decir tampoco que haya que completar la ley, sino que la verdad es que el juez tiene entonces precisión de rellenar los vacíos, diciendo derecho allí don- de el legislador no estableció ningún orden jurídico. En una palabra, junto a los casos en que la función jurisdiccional consiste simplemente en reconocer y declarar el derecho legal, hay que situar aquellos en los que ha de consistir en crear derecho, en ausencia de toda prescripción legislativa. En este caso, hay que despejar un nuevo aspecto y una nueva definición de la función jurisdiccional. Según la doctrina corriente, recordada anteriormente, esta función no entraña más potestad que la de aplicar las leyes; su ejercicio presupone, pues, la existencia de la ley y sólo se produce a fin de preparar su ejecución. Si se admitiera esta definición, resultaría inmediatamente que, cuando la ley nada dice, no podría ejercerse la función jurisdiccional. El juez, al no hallar texto legislativo en que fundar su sentencia, no podría juzgar, como no podría el administrador, según el derecho positivo francés, tomar medidas administrativas cuando para ello no ha recibido poder por una ley," 2
2 Algunos autor es han sostenido qu e a falta d e ley ap licable al caso qu e se le so mete, el juez pu ede re chazar l a pret ensión del demandant e. y añaden qu e al rechazar a sí al demandante, el juez ejerce tambié n la f unción de juzgar y pronun cia el derecho, pues declara p or su sentencia que la pretensión del demand ante carece de fund amento legal. Pero es te 'razo namiento no re siste a un serio examen. Como lo demostró Ge ny (Méthode d'interprétotion et sources
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Ahora bien, existe el principio, por el contrario, de que el juez que se ha hecho cargo de un litigio tiene obligación, en todo caso, de estatuir sobre el mismo, bien sea que la cuestión litigiosa expuesta ante él haya Sido prevista por una ley o bien que no exista en la legislación ningún elemento de solución aplicable al citado litigio. Este principio se halla consagrado en el derecho francés por el arto 4 del Código civil, que dice que el Juez que se ampara en el silencio de la ley para negarse a fallar cometió, una denegación de justicia, o sea que traiciona los deberes de su función, Esto demuestra que la función jurisdiccional no se reduce al poder de aplicar ejecutivamente las leyes a los casos concretos sometidos a los tribunales, sino que, además de la aplicación de las leyes, comprende también poder y el deber de pronunciar el derecho, con objeto de resolver los litigios cuya reglamentación no se encuentra en las leyes. Pronunciar el derecho no consiste únicamente, por parte del juez, en reconocer y en declarar el derecho legal, sino que consiste también, a veces, en. Crear nuevo derecho, cuando respecto a una cuestión determinada no exista derecho establecido por la ley misma. Es necesario por lo tanto, ampliar el concepto de jurisdicción. Al definir la jurisdicción como una función de aplicación de las leyes, no se expresa sino una parte del cometido del juez, y sobre todo no se explica cómo es que .el juez puede decir derecho en ausencia de toda ley. Para que el la autoridad jurisdiccional tenga ese poder, es indispensable que la función de juzgar tenga un fundamento y una esfera de acción más amplios que la simple aplicación de las reglas legislativas vigentes a verdadera definición que debe darse de esta función es la de que consiste en pronunciar el derecho, en el sentido de que el juez, en cada uno de los casos que regularmente se le someten, tiene la obligación de deducir de la ley o difundir Por .sí mismo una solución que, sea el que fuere su origen, habrá de constituir el derecho aplicable al caso formulado. Esto es al menos lo que ocurre en caso de litigio, ya que en este caso el cometido del juez es el de fijar, es decir, reconocer o crear el derecho que, entre las partes litigantes, ha de regir la relación respecto de la cual están en desacuerdo. Pronunciar el derecho, sea legal o extralegal, es el objeto verdadero y completo de la jurisdicción. 235. Por esta definición se ve cuáles son, en realidad, las relaciones
en droit privé positij, pp. 22, 33 Y 109), el hecho de que el juez rechace una d emanda fund ándose en el silencio de l a ley e quivale en realidad a una n egativa a juzgar , y esto, especialmente, a causa de que tal rechazo e quivale, en el fondo, a una ne gativa a t omar en consideración los a rgumentos que el demandante haya podido pr oducir en f avor de su pretensión. Pero lejos de pronunciar el derecho, el juez que así actúa declara que la s partes han de per o mantener la situació n de hecho que ya se encuentra establecida entre ellas, sin que d icha situación pueda s er objeto de un examen jurídico. La ver dad es, por lo tanto, que este juez se abstiene de juzgar.
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entre la jurisdicción y la ley. Indudablemente, cada vez que el juez se halla en presencia de un caso comprendido en las previsiones de un texto legal, debe, para este caso, pronunciar el derecho legal. En el Estado legal moderno, el juez viene obligado ante todo, por lo que se refiere al derecho, a pronunciar el que la misma ley consagra. No ya porque por su naturaleza se reduzca la función de juzgar a una pura tarea de aplicación de las leyes, sino por la razón de que la ley se impone superiormente todas las autoridades estatales subordinadas en potestad al legislador. Además, por razón del carácter estatutario que se desprende de la ley, en el caso en que ésta haya dispuesto por vía de regla general (ver n" 114, supra), es evidente que toda la cuestión referente a un punto que ha sido previsto y regulado por un estatuto legislativo halla su previa respuesta en el orden jurídico estatutario y debe ser resuelta judicialmente por una aplicación directa de la regla legal. Bajo ese aspecto, es cierto, pues, que la ley domina y gobierna el ejercicio de la función jurisdiccional. Pero no se infiere de esto que dicha función no tenga razón de ser sino en cuanto existen leyes que hayan de aplicarse. Muy por el contrario, se puede afirmar que mientras menos leyes existan en el Estado, más amplitud adquirirá la función del juez. Históricamente, esta afirmación se justifica por la observación de que la justicia viene funcionando, en forma arbitral, desde antes de que el derecho fuera elaborado en forma de reglas generales por la ley (Esmein, Éléments, 5" ed., p. 438). En dicha .época le correspondía al juez fundar por vía de soluciones particulares el orden jurídico, el cual no se hallaba fijado aún por vía de estatuto legal. Más tarde, especialmente en la hora presente, la multiplicación de las leyes ha tenido por efecto enrarecer cada vez más los casos en que el juez ha de hallar por sus propios medios el derecho que ha de pronunciar entre litigantes. Pero aunque de hecho no subsistiera más que un solo y único caso de este género, ello bastaría para que se pudiera y se debiera afirmar, en principio, que la función judicial se concibe independientemente de la existencia previa de leyes aplicables. Resulta también de ello que esta función no puede calificarse como potestad puramente ejecutiva; de todas maneras, no es de orden ejecutivo exclusivamente. En el momento en que el juez viene obligado a pronunciar el derecho, incluso fuera de los casos regulados por las leyes, no hay más remedio que admitir que en la potestad judicial entra algo más que un simple poder de ejecución. Sin embargo, la doctrina reinante niega este punto de vista .A medida que, en el Estado moderno, aumentó tan considerablemente el número de las leyes y que, además, su codificación ha llegado a ser hecho habitual, se ha establecido el uso, entre los auto- res, de afirmar que en adelante no hay lugar, ante los tribunales, más que para la aplicación de las leyes y de los códigos; de donde se ha llegado
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a la conclusión de que, en resumen, la justicia sólo es ya un oficio de naturaleza ejecutiva. Este concepto proviene de la idea primera de que las leyes, actualmente, en Francia, bastan para resolver por anticipado todas las cuestiones de derecho que puedan presentarse a los tribunales. Pero precisamente esta idea de que la ley puede bastar a todas las necesidades de la práctica judicial, se funda en un desconocimiento absoluto de las realidades positivas. Por abundante que sea la legislación, siempre será insuficiente para prever ilimitadamente todos los casos judiciales que nacen, a cada instante, por la enorme complejidad de la vida jurídica; y particularmente, no es posible que el legislador presienta íntegramente las relaciones jurídicas nuevas, que bajo la influencia de la incesante transformación de las costumbres y de las necesidades sociales podrán originarse de una forma inesperada en el curso de los tiempos, y a las cuales no habrá entonces más remedio que aplicar el derecho por la vía jurisdiccional, ante el silencio de las leyes o de los códigos en vigor. Indudablemente, por lo que se refiere a la administración, se ha visto anteriormente (núms. 159 ss.) que existe el principio, en el derecho público moderno, de que el administrador no puede tomar más decisiones o medidas que aquellas previstas o autorizadas por las leyes. Esta condición de legalidad ha tenido por objeto, en el Estado actual, limitar la potestad de la autoridad administrativa, y a veces incluso reducir a esta autoridad a la impotencia y a la inacción. El Estado ha hecho aquí un sacrificio a sus expensas. Pero, por lo que se refiere a la justicia, no es admisible que en un Estado ordenado las diferencias que se suscitan entre los particulares puedan nunca quedar sin solución regular y que la protección que un litigante le pide al Estado, en ningún caso pueda faltarle, pues a tales peticiones no se puede contestar por una denegación de justicia. Por esto es indispensable que el juez pronuncie el derecho, incluso en el caso en que no encuentre ley que aplicar. Estas verdades, por mucho tiempo desconocidas, encontraron al fin defensores. Contra la antigua teoría que sólo veía en la jurisdicción una función de aplicación de las leyes, sea formado en la literatura reciente una corriente de ideas que consiste en admitir que la misión del juez no se limita a pronunciar el derecho dictado por las leyes, sino que implica también la tarea de crear el derecho destinado a regir los casos que no están contenidos en ninguna de las previsiones del legislador. Así, por ejemplo, Capitant (Introduction a l' éuule du: droit civil, 2" ed., pp. 61 ss., 32 ss.; ver también los autores citados en nota, p. 34) coloca junto a los casos regulados por la ley, bien de una manera expresa, bien virtualmente, y que sólo exigen por parte del juez una interpretación de los textos, "aquellos otros casos en que la ley no ha estatuido" y en los que por consiguiente "ya no puede tratarse de interpretar una voluntad (legislativa) que falta".
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Sostiene este autor, en verdad, que la busca del derecho aplicable a esta segunda clase de casos ha de tener su punto de apoyo en la ley escrita; pero, por otra parte, reconoce formalmente (p. 33) que el juez habrá de encontrarse a veces en la obligación de crear derecho, de una manera concreta, para la solución del litigio que se le somete. Pero es sobre todo a Geny (M éthode d' inier prétation et sources en droit privé positif) al que corresponde el mérito de haber demostrado la impotencia del legislador para preverlo todo y el carácter forzosamente incompleto d e la legislación, y por lo mismo la necesidad que tiene el juez de suplir por su propio esfuerzo y mediante sus propias decisiones las insuficiencias de la ley. Por lo demás, esta demostración, desde el punto de vista del derecho positivo, tiene su punto de partida en la misma ley, o sea en el art. 4 del Código civil anteriormente citado. Contiene este texto, por parte del mismo legislador, la confesión de que no le es posible a la ley preverlo y regularlo todo. Más exactamente, y como observa Geny (op. cit., p. 106), "los mismos autores de nuestra codificación han confesado, al dictar el art. 4, la necesidad de una autoridad independiente para col- mar las lagunas de su obra". En otros términos, el citado texto implica que el juez ha de crear el derecho, a título de solución particular, en todos aquellos casos en que la ley no lo haya establecido por vía de regla general (cf. las observaciones de Hauriou, op. cit., 8 :t ed., pp. 960 SS. , sobre "el poder creador de la jurisprudencia administrativa"). 236. Se desprende de las observaciones que acaban de exponerse que la función jurisdiccional, sin dejar de estar subordinada a las leyes, entraña para el juez cierta esfera de libertad, en el interior de la cual, y de una manera inicial y autónoma, le corresponde a él pronunciar el derecho fundándose en su propia potestad. Esta esfera de autonomía del juez es tanto más amplia cuanto que, en principio, la autoridad imperativa de la ley, su alcance de aplicación, la extensión de su imperio, se determinan limitativamente por sus mismos términos, de modo que las únicas consecuencias de sus disposiciones que se imponen al juez son aquellas que se hallan contenidas, explícita o implícitamente. en su texto formal. Este es, sin embargo, un punto muy discutido entre los autores. Con el pretexto de que la autoridad de la ley tiene su fundamento en la voluntad del legislador, de la que el texto legislativo sólo es una manifestación, se ha sostenido que para descubrir' el significado íntegro de cada ley )' para apreciar la amplitud de las consecuencias que entraña no basta con interrogar e interpretar sus términos, sino que es necesario, ante todo, indagar cuál ha sido la intención del legislador y determinar el alcance del texto por la voluntad misma que lo inspiró; en una palabra, hay que fijarse, no solamente en lo que ha dicho el legislador, sino también en lo
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que ha querido decir. Los medios de investigación a los cuales habrán de recurrir el intérprete doctrinal y el juez para descubrir esta voluntad legislativa, son numerosos. Por una parte, habrán de consultarse los trabajos preparatorios, por revelar éstos el pensamiento que presidió en la elaboración de la ley y el alcance que el legislador mismo le confirió; por otra parte, es conveniente tener en cuenta el objeto que se propuso el legislador al dictar la ley, ya que el alcance de un acto de voluntad depende esencialmente del objeto hacia el cual se orientó dicha voluntad. Además, los precedentes históricos y también las circunstancias de todo orden entre las cuales, fue creada la ley, habrán de tomarse en consideración, pues estos elementos hubieron de influir en la voluntad del legislador y por consiguiente su examen puede dar a conocer por su naturaleza el estado de espíritu de aquél en el momento en que concibió y adoptó la ley. Por otra parte también, si bien es verdad que el alcance de la ley depende de la voluntad de sus autores, es evidente que, para interpretar sus prescripciones, habrá que remitirse al momento en que ha sido dictada, o sea querida. Poco importa que, desde dicha época, hayan variado las circunstancias o las necesidades en vista de las cuales fue hecha, pues en realidad la voluntad del legislador no ha podido determinarse por acontecimientos posteriores a su obra; luego la ley ha de interpretarse según los hechos coetáneos a su confección, y no según las transformaciones que hayan podido producirse desde su vigencia (ver respecto de estos extremos: Geny, op. cit., núms. 97-99, 103-104; Capi- tant, op. cit., pp. 61 ss., y los autores citados en estas dos obras). 237. Toda esta teoría se funda en un equívoco que no es difícil de disipar. Procede, en efecto, de la idea de que la leyes una obra de voluntad humana, un acto de voluntad. Esta idea no es realmente discutible, solamente que importa observar que, según los principios del derecho público orgánico del Estado, la voluntad dominante que origina la ley no produce efecto legislativo ni adquiere fuerza de ley sino con la condición de manifestarse y exteriorizarse en cierta forma constitucional; y esta forma es, precisamente, el texto legislativo. Ni por un solo momento sería posible pretender que cualquier voluntad, enunciada en forma también cual- quiera por el legislador, tenga por este sólo hecho el valor de ley. Por más que el legislador declare conferir a su voluntad ese valor, no lo conseguiría si no empleara a dicho efecto el procedimiento y la forma legislativos. Para que la voluntad del legislador se convierta en leyes preciso que tome cuerpo en un texto oficial, adoptado en forma solemne, y por consiguiente también -sin caer de ningún modo en las exageraciones de un estrecho formalismo-, cabe y hasta se debe afirmar que la voluntad del legislador no puede tenerse por ley y no se impone como tal, especialmente al juez, sino en la medida en que ha recibido su expresión
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Formal, auténtica y regular, en un texto legislativo. En otros términos, si bien la voluntad del legislador es el fundamento de la ley, no debe ser confundida con la ley misma. Lo que en la ley tiene fuerza obligatoria no es la voluntad que animaba al legislador en el momento de la confección del texto, sino la voluntad que expresó legislativamente en ese mismo texto. Esta expresión de voluntad, a saber, la fórmula legislativa, los términos del texto, tal es la ley propiamente dicha, lo que tiene fuerza de ley. 3 Los términos de que se sirve el legislador no son solamente, según la comparación consagrada, el ropaje de su pensamiento, sino que se puede decir que son estos términos los que dan verdaderamente cuerpo a su pensamiento, y de todas maneras, por ellos únicamente este pensamiento llega a ser jurídicamente capaz de producir sus efectos. Es por cierto fácil darse cuenta de los motivos de orden práctico por los cuales la virtud y la fuerza legislativa provienen del texto mismo y sólo pueden corresponderle a dicho texto según el derecho público actual. En efecto, únicamente el texto posee ese carácter de precisión y de fijeza que puede darle a la ley el necesario grado de certeza. En este aspecto, el sostener que la intención del legislador puede buscarse fuera del texto es ir contra todas las tendencias que en los tiempos modernos han llevado al triunfo del sistema de las leyes escritas, consideradas como fuente esencial del orden jurídico del Estado. “No tendría sentido este sistema si el alcance de la ley hubiera de buscarse en elementos situados fuera de su fórmula escrita. Por esto el procedimiento de investigación que comiste en interpretar las intenciones del legislador teniendo en cuenta el estado de espíritu, las costumbres, las circunstancias que predominaban en la época de confección de la ley, sólo puede proporcionar al intérprete datos sumamente vagos. Lo mismo ocurre con el examen de los objetos o fines que se propuso el legislador, ya que, incluso en el caso en que estos fines fueran perfectamente ciertos, siempre habrá podido ocurrir que, para alcanzar un fin determinado, se hayan empleado medios legislativos diversos. 3 Ver en el mismo sentido las observaciones presentadas por Duguit, respecto de los actos. Administrativos, en la Reme du droit public, 1906, pp. 415-419. Se pregunta asimismo este autor si es posible, para determinar el sentido y el alcance de un acto administrativo, tener en cuenta otra voluntad que aquella que se formuló en el acto. Su contestación es la siguiente (p. 418): "La voluntad del administrador, en efecto, no puede producir derecho sino dentro de los límites en que se ha manifestado exteriormente, porque sólo con esta condición y en esos límites es un acto social. La voluntad interior y real del agente, pero no manifestada exteriormente, es su voluntad personal y no una voluntad representativa de una persona pública. El agente no es el representante de la persona pública sino cuando manifiesta su voluntad en las formas y bajo las condiciones prescritas por la ley para que dicha voluntad, que en realidad es la suya propia, sea considerada como la voluntad de la persona pública en nombré de la cual quiere."
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En cuanto a los trabajos preparatorios, ya es un lugar común hacer notar su insuficiencia para ayudar al intérprete de ley. Con demasiada frecuencia son obscuros o contradictorios, y además ocurre muchas veces, en las asambleas legislativas, que la mayoría que se forma para la adopción de una ley se ha decidido no tanto por los motivos públicamente alegados durante el curso de la discusión parlamentaria como por tendencias secretas o causas mal definidas. Por lo demás, aun en el caso de que los motivos, el fin y el alcance de la ley hubieran sido clara y firmemente revelados por tal o cual de sus autores, abría que asegurar aunque estas indicaciones, por precisas que fueran, no tienen el carácter imperativo reservado a los enunciados del texto,4 y ello desde luego, por la razón elemental de que la potestad legislativa no reside en los miembros individuales del parlamento, si no solamente en el colegio que estos constituyen, de manera que únicamente las decisiones adoptadas por este colegio, en la forma a fijada por el estatuto orgánico de estado, pueden tener el valor constitucional de las leyes. Se desprende de aquí que las opciones anunciadas por el poder de la ley, o por el autor del proyecto legislativo, o por un miembro de la mayoría que adopto la ley, no pueden en ningún grado obligar al juez llamado a aplicar su texto. De todas estas consideraciones-como se ve obligado a reconocerlo geny (op.sit.,pp.106,218.140)-se desprende que la formula de la ley es la única que puede expresarse como expresión jurídica de la voluntad del legislador y que por lo tanto, en la interpretación de los actos legislativos así como en la de los actos solemnes del derecho privado (ibit.,pp.107.231.258), se deben excluir todos los elementos de apreciación de voluntad que no se desprendan de los mismos términos del acto. 5 lo que no puede extraerse de la parte dispositiva de la ley, tal como ha sido formulada, aprobada, promulgada y publicada por la autoridad constitucional completamente, no tiene existencia legal y no puede producir efecto legislativo. por consiguiente una de dos : o la formula de la ley es obscura, incierta, en contradicción con otros textos vigentes, y en este caso solo se puede decir una cosa: Que el legislador no ha conseguido enunciar una voluntad que tenga fuerza efectiva de la ley, que erró su objeto.
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Igualmente, los fundamentos de las sentencias, normalmente, no tienen fuerza de cosa juzgada, y ésta sólo reside en la parte dispositiva. 5 Los autores alemanes se encuentran divididos respecto il: esta cu~stlOn. En, el sentido de la doctrina que sostiene que el juez debe buscar la intencion y el fin del legislador, ver la literatura reciente los desarrollos presentados por Heck, "Gesetzesauslegung und Inte en .. e , prudenz" Archiv für die civilistische Praxis, vol. cxn, especialmente pp. 59 ss.; entre ressen)UIlS. los autores ,que se adhieren a la idea de que sólo la fórm~la .de la ley obliga al Juez, ver a Wach, Handbuch des Cioilprocesses, vol. 1, pp. 25~ ss.; Binding, H~~dbu:h de: Str~frechts,ss.: Kohler "Deber die Interpretation von Gezetzen , Grunhut s Zeitscbrijt, vol. xnr, pp. 1 ss.
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e hizo obra inútil, y el juez no se encuentra obligado; o, por el contrario, la redacción de la leyes clara y precisa, y en este caso el intérprete habrá de atenerse al texto. Esto quiere decir, en primer lugar, que habrá de aplicar todas las consecuencias que se desprenden del texto, aunque se estableciera que algunas de esas consecuencias no han sido advertidas por el legislador. Puede ocurrir, en efecto, que una disposición legislativa, algún día, llegue a ser aplicable a relaciones jurídicas que no existían aún al tiempo de su promulgación, y no es difícil que produzca efectos que no hayan sido calculados, ni siquiera previstos, por el legislador. , Pero pretender excluir estos efectos o sustraer estas relaciones al imperio del texto sería realmente socavar el principio mismo de la autoridad de las leyes,6 ya que, si se permitiera al intérprete desconocer en un grado cualquiera los términos positivos y el sentido indudable de un enunciado legislativo, no subsistiría ya autoridad alguna en provecho de la ley, frente a una interpretación que se tendría por desligada del texto formal. Cualquier sistema de interpretación restrictiva de este género debe, pues, rechazarse radicalmente. Al legislador es a quien incumbe pesar sus palabras y medir sus términos, cuando desea que la aplicación de sus prescripciones se restrinja a una situación determinada o no pueda producir más efectos que aquellos que él desea. Sentado este primer punto, y en sentido inverso, se debe repudiar el sistema de interpretación extensiva, que implica que debe el intérprete hacer producir a la ley los efectos deseados por su autor, incluso cuando estos efectos no se desprenden de su texto. En efecto, desde el momento en que el régimen de interpretación de las leyes se funda en el principio de la autoridad del texto, hay que admitir que únicamente el texto constituye autoridad y obliga al intérprete. ¿Significa esto que le queda prohibido al juez inspirarse en la intención del legislador, en el objeto de la ley, en las circunstancias en vista de las cuales fué dictada, y que nunca podrá, ten do en cuenta estos elementos extrínsecos, extender la disposición del texto a casos o relaciones que no estén comprendidos en él? Semejante conclusión sería muy poco razonable. Con toda certeza, cuando el juez no encuentre en 6 Semejante exclusión sería tanto más inadmisible cuanto que e! texto de la ley, en cierto modo, renace diariamente y adquiere en cada instante una nueva fuerza, por e! solo hecho de que el legislador actual, que podría abrogarlo o modificarlo, lo deja subsistir en su tenor anterior. El argumento tomado del hecho de que lás situaciones a las cuales se aplica actualmente el texto no existían al tiempo de su confección y no podían ser previstas por el legislador de entonces, carece totalmente de valor, No obstante, puesto que el alcance de las disposiciones legislativas debe determinars e según los términos mismos de los cuales se ha servido e! legislador, parece justo reconocer que esos términos, a pesar de los cambios que hayan podido producirse en el lenguaje jurídico, deben continuar entendiéndose en el sentido que tenían corrientemente en la época de la confección de la le)" (W. Jellinek, Ceseu: Gesetzcsanwendung und Zioeckniissigkcitserusigung, p. 164).
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la fórmula misma de la ley los elementos de una solución jurisdiccional, tiene la facultad de recurrir a la intención del legislador para extraer esta solución. Ahora bien, aunque tenga el poner de hacerlo, no tiene la obligación. Únicamente el texto tiene valor autoritario de ley. La decisión que emite el juez en consideración a los trabajos preparatorios, a las intenciones del legislador o a las circunstancias cualesquiera que rodearon la confección de la ley, se basa, pues, en definitiva, en la apreciación del juez, es decir, en su propia potestad jurisdiccional, y no ya en una interpretación propiamente dicha o en una aplicación de la ley.7 238. En resumen, todo esto viene a significar que, una vez decretada por el legislador, la ley, o sea el texto legislativo, forma una entidad que queda desde luego separada e independiente de la voluntad de sus autores, en el sentido de que esta voluntad no produce en adelante efecto imperativo más que en la medida en que claramente se haya manifestado y afirmado en el texto. Al redactar y decretar la fórmula legislativa, el legislador ha agotado su labor y su influencia autoritaria.8 Empieza
7 Estas últimas observaciones contienen los elementos de la respuesta que debe oponerse a los argumentos que se han invocado para tomar en consideración los trabajos preparatorios. Realmente, los argumentos propuestos por los defensores de los trabajos preparatorios (por ejemplo y especialmente por Heck, loco cit., pp. 105 ss.) tienden simplemente a establecer que no se le puede negar al juez la facultad de consultar esos trabajos y de tener en cuenta las explicaciones o las intenciones enunciadas por e! legislador en el curso de la elaboración de la la ley; s trabajos preparatorios. 8 Si el legislador tuviera positivos deseos de obligar a los jueces a respetar tales o cuales intencionpero estos argumentos no son suficientes para probar que el juez venga ohligado a tener en cuenta loes que hayan podido guiarlo en el momento de confeccionar la ley, le bastaría para ello incorporar estas in tendones al texto legislativo, haciendo comenzar la ley por una exposición auténtica y solemne de los motivos en los cuales se funda y de los fines que persigue. Revestida de forma legislativa, esta exposición participaría de la fuerza inherente a la parte dispositiva, de la que constituiría el preámbulo. Es sabido que la Asamblea nacional de 1789 había inaugurado prácticas legislativas de esta clase. Actualmente, por el contrario, el legislador se atiene sistemáticamente al procedimiento que consiste en resumir sus voluntades o intenciones en unas cuantas fórmulas secas, que constituyen la parte dispositiva de la ley: y por lo demás, se remite a la potestad, bien sea de interpretación, bien de apreciación propia de! juez. Por esta razón misma es por lo que puede decirse que las disposiciones de las leyes no constituyen en realidad, teniendo en cuenta la infinita varidad de los casos y de las cuestiones prese ntadas ante los jueces , sino un número limitado de principios, que no son suficientes, ni con mucho, para proporcionar de una manera imperativa, a la autoridad judicial, todas las instrucciones necesarias para la solución de dichos casos o cuestiones. Puede decirse también que, en estas condiciones, las disposiciones textuales de las leyes constituyen simplemente un cuadro de principios, en cuyo interior se mueve la potestad propia del juez. Finalmente, conviene observar que, a veces, el legislador ni siquiera da a los principios que enuncia una fórmula absolutamente clara y rigurosa, sino que intencionalmente se atiene a
445 términos q ue permiten aplicaciones o deducciones en diversos sentidos, y no formula sino un mínimo de principios, de tal modo que deja a los trihunales la amplitud de fijar por sí mismo, el alcance de las prescripciones contenidas en la ley.
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Ahora la labor de la. Jurisdicción. La jurisdicción habrá de consis tir en primer lu gar en apli car la parte dis positiva de la ley, dedu ciendo del texto toda s las consecuencia s que se e ncuentren contenida s implícitame nte en él . En esto, la jurisd icción no hace más que de clarar el derecho establecido por la l ey. Por lo demá s, o se a cada vez que la int erpretació n propiamente dicha, obt enida media nte análisi s gramatical y lógico del contenido del texto, no proporcione al juez firme indi cación r espec to a la voluntad del l egislador y al alcan ce de sus prescripciones, éste r ecobra su libertad de pronuncia r el derecho por s í mismo, y consiste enton ces la jurisdicción en consegui r una solu ción para las necesidade s del ca so, teniendo en cuenta, bien sea las circun stancias que han pre cedido a la confección de las leyes, lo que constituye simplem ente una facultad del juez, bien sea, sobre todo, las circunstancias o condi ciones actuales en la s cuales se formula la cuestión que se le somete. Esto ha sido e xpresado diciendo que el t exto, una vez adoptado, y abandonado a su suerte por el legislador , es llamado a vivir una vida propia, en el sentido de que le corresp onde al juez, en el curso del tiempo, adaptarlo a las tran sformaciones del medio social en el cual ha d e aplicarse de un modo sucesivo. Pero esta t esis (v er las referencias dadas a este respecto por Geny, op. cu., núms. 97 y 99, y Capitant , op. cit., p. 62, que por cierto la rechazan) no es exa cta. No e s el texto el qu e es s usceptible de modificarse bajo la influen cia de la s transformaciones socia- les, ya que, lejos de tener vida propia, lo s textos sólo con stituyen un material l egal, que por su misma naturaleza e stá condenado a la inercia y a la inmo vilidad; 9 sino que lo que e s móvil, lo que se halla dotado de 9 No por ello deja de ser verdad que este texto inerte tiene en sí una fuerza más considerable de la que va adherida a las intenciones que animaban a sus- creadores cuando fué adoptado. La exactitud de esta observación se comprueba, por ejemplo y especialmente, al examinar la evolución de las teorías constitucionales realizada bajo el imperio de la Constitución de 1875, en lo que se refiere a la interpretación que debe darse a dicha Constitución. Muchas veces los primeros comentadores de las leyes fundamentales de 1875 han repetido que estas leyes tuvieron por objeto y por efecto conferir al Presidente de la República una situación y obligaciones análogas a los de un monarca constitucional (Leíebvre, Étude sur les lois constitutionnelles de 1875, pp. 67 ss.; Saint-Girons, Manuel de droit constitutionnel, pp. 356 ss.;cf. Esmein, Élém ents, 5' ed., pp. 569, 598 ss.) , En 1903, un autor tan esclarecido como Duguit sostenía aún (L'Éta/, vol. II , pp. 330 ss.} que "el Presidente de la República no es un simple agente administrativo superior, sino que es un gobernante, un representante que colabora con el Parlamento en las diversas funciones estatales). Esmein (loc. cit., pp: 341 y 603) ha dicho igualmente que "los poderes presidenciales lo convierten, en sentido propio, en un verdadero representante de la soberanía nacional". Estas doctrinas se basaban, no sin alguna razón, en la voluntad de la mayoría de la Asamblea nacional, la cual, como lo recuerda Duguit, "al no poder establecer en 1875 la monarquía parlamentaria, quiso establecer una república
446 sobre aquel modelo". Un examen más atento de estos textos de 1875 y una inteligencia más completa de lo que Esmein llamó tan acertadamente "la lógica de las instituciones"
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vida propia, e s el espíritu con el que rellena el juez lo s juicios de las le yes. En cuanto a l os textos mismos, és tos perman ecen inalterables, y hasta su abroga ción, el juez no puede s ino se guir apli cando estric tamente la s dispos iciones, ex presas o imp lícitas, que consag ran.10 Pero e n cuanto a lo s puntos no regulad os por esos tex tos, es evidente qu e el juez se verá
gica que ha sido suficientemente revelada, por lo que se refiere a las instituciones constitucionales de 1875, por las enseñanzas de la experiencia-e- han llevado a sus autores a reconocer hoy día que estos textos y las instituciones que consagran no tienen el alcance y por consiguiente no pueden producir los efectos que habían deseado y creído asegiirarles los constituyentes de 1875. Es por lo que Duguit no duda en decir actualmente (Traité, vol. 1, pp. 412, 420 ss.,vol. 11, pp. 452, 461, 464 y 465) que en realidad el Presidente no es "sino un simple agente ejecutivo, un simple dependiente del Parlamento" (ver en el mismo sentido Jese, Principes généraux du droit administrutij, pp. 25·26; cf. núms. 405406, injra), Esta profunda transformación en la manera de caracterizar la situación jurídica del Presidente no debe considerarse como consecuencia de una evolución que se hubiese producido accidentalmente en el desarrollo de los efectos de las instituciones de 1875 y que, al desviar el sentido primitivo de estas instituciones, hubiera modificado su naturaleza original El cambio que sobrevino en la doctrina responde simplemente a que el alcance real de la Constitución ha ido comprendiéndose mejor a medida que se ha podido apreciar el valor efectivo de sus disposiciones, según la experiencia práctica de sus naturales consecuencias que se ha adquirido progresivamente. Se ha necesitado mucho tiempo para llegar a esta clara apreciación, pero en definitiva, los textos, sus principios, su lógica intrínseca habían de prevalecer forzosamente sobre la idea que la doctrina pudo formarse, al principio, de la Constitución de 1875, según las intenciones de sus fundadores. En un orden de ideas parecido, se debe observar --conforme a una observación ya hecha [n. 6, p. 646)- que mientras más tiempo pasa desde la confección del texto, más vigor projio e independencia adquiere la fórmula del mismo, por inmutable que sea frente al. pensamiento del antiguo legislador del cual es obra, y esto por razón del hecho de que dicha fórmula, tal como opera actualmente sus efectos, se mantiene sin cambio, y se encuentra así implícitamente confirmada por el legislador actual. Estas reflexiones se aplican también, con fuerza especial, a la Constitución de 18i5. ¿Podrá creerse que esta Constitución se .funda aún, después de cuarenta años de existencia, únicamente en la voluntad de los constituyentes que la elaboraron. En realidad, en la hora presente se funda sobre todo en la voluntad de las generaciones sugestivas que .desde 1875 han asegurado su mantenimiento, siendo dueñas de haberla podido transformar. y es importante añadir que lo que se encuentra de este modo mantenido ante la generación actual no es necesariamente el pensamiento o la intención primitiva de los constituyentes de 18i5, sino el texto constitucional mismo, con su alcance y su significación intrínsecos, tales como han sido revelados por la práctica en el curso de su uso dilatado. Para determinar en el presente la verdadera consistencia del régimen constitucional de Francia es, pues, conveniente desprender los textos de 1875 de las intenciones o de los planes que pudieron presidir en su confección. La significación efectiva de dichos textos se aclara y precisa mucho más por los efectos que han causado progresivamente, que por los fines que habían perseguido sus fundadores. Actualmente, la orientación y el desarrollo que han adquirido las instituciones constitucionales, desde su origen. dicen mucho más, respecto al alcance verdadero de la obra de los constituyentes de 1875, que el examen de los conceptos personales o de los
448 móviles particulares que guiaron e inspiraron a estos mismos constituyentes. 10 Asimismo, no sería correcto. por parte de la autoridad ejecutiva, suspender la ejecución de una ley y detener su funcionamiento bajo pretexto de que el legislador se prepara o
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Llevado con frecuencia a admitir soluciones que se apartarán en mayor o menor grado del espíritu en el cual la materia a que se refieren había sido originariamente comprendida y reglamentada por el legislador. Al principio, inmediatamente después de la aparición de la ley, el juez que no encuentra en ésta la solución que busca, hallará generalmente tal solución en el concepto general que inspiró la legislación referente a la materia de que se trata. Pero a medida que nos alejamos del tiempo en que la ley fue hecha, se modifican las ideas, las aspiraciones y las necesidades y, por consiguiente, el juez se ve obligado a buscar soluciones que corresponden a las nuevas condiciones en las cuales se le presentan los problemas que resultan del silencio de la ley, soluciones que se apartan cada vez más del punto de vista inicial en que se había situado el legislador.¹¹ En este caso, ¿puede decirse que el texto de la ley evoluciona o que su interpretación se adapta por los tribunales a las transformaciones del medio social? No, puesto que no se trata aquí de verdadera interpretación; lo que ha evolucionado es únicamente el espíritu judicial, el espíritu en el cual el juez crea derecho, en virtud de su propia potestad jurisdiccional y para suplir a la insuficiencia de las leyes (cf. Hauriou, op. Cit., 6ª ed., p. 295, n.). 239. Así pues, en toda la medida en que el juez pronuncia el derecho fuera del contenido explícito o implícito de los textos, es imposible calificar a la jurisdicción como función ejecutiva. Sin embargo, parece que pueda existir una duda en lo que concierne a uno de los procedimientos a los que recurre el juez para colmar las lagunas de la ley. Este procedimiento, que por la frecuencia de su empleo reviste una gran importancia, es la analogía. Se práctica de dos maneras diferentes. Unas veces consiste en
Está decidido a abrogar o a modificar las disposiciones de la misma (cf. En este sentido la observación expuesta en la n. 6, p. 646, supra). 11 Igualmente, cuando un texto como el art. 1135 del Código Civil dice que para la interpretación de los contratos hay que tener en cuenta la “equidad” pero sin que dicho texto indique positivamente lo que en esta materia debe entenderse por equitqtivo, no se puede pretender que para determinar las exigencias de la equidad deba el juez indefinidamente inspirarse en las concepciones éticas corrientes en la época de la confección del Código Civil y que pudieron prevalecer entonces en la mente de sus redactores. Pero la verdad es que, mediante la aplicación de ese art. 1135, cuyos términos se conservan inmutables, podrá el juez, según las épocas y las circunstancias, determinar de un modo variable la influencia y los efectos que deben ejercer las consideraciones de equidad sobre la amplitud de las obligaciones que derivan de los contratos. Debe observarse, por lo demás, que los textos legislativos que autorizan e invitan al juez a estatuir ex aequo et bono, según la buena fe y la equidad, le confieren en esto un poder de apreciación y de decisión que, en el fondo, es de la misma naturaleza que el de suplir a la insuficiencia de las leyes de que habla el art. 4 del Código Civil; estos textos, en efecto, habilitan al juez para que busque por sí mismo y fije por su propia apreciación las soluciones particulares proporcionadas por las consideraciones de equidad.
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Aplicar una disposición legislativa determinada a casos no previstos por la ley, pero que son del mismo género que aquellos para los cuales fue dictada esta disposición. Otras veces consite en desprender del conjunto de la legislación determinados principios generales, que sirven después para regular las relaciones respecto de las cuales no estatuyó el legislador. En ambos casos, la solución que se obtiene por vía de analogía se funda en la idea de que la identidad de naturaleza reconocida entre dos situaciones, una de las cuales está prevista por la ley, mientras que la otra no lo está, ha de entrañar lógicamente, entre ellas, la identidad de reglamentación jurídica: Ubi eadem ratio, ibi idem jus. Así definida, la analogía, según la opinión corriente, constituye un puro procedimiento de interpretación y de aplicación de las leyes. Esta opinión, en primer lugar se deriva de la creencia, tan extendida entre los autores, de que la legislación francesa actual contiene un fondo de principios y de reglas que debe bastar para todas las necesidades de la práctica judicial, porque proporcionan al juez los datos que le permiten suplir todas las aparentes lagunas de los textos; no siendo la analogía sino la ejecución o la realización de estos datos legislativos. Por otra parte, la doctrina comúnmente admitida, referente a la naturaleza y al fundamente de este procedimiento jurisdiccional, proviene de la idea de que, incluso en el caso en que los textos guardan silencio respecto a una cuestión de derecho, los tribunales ante los cuales es llevada esta cuestión, para resolverla, deben inspirarse en la ley, apoyarse en ella, sacar de ella la solución que necesita, y ello por el motivo de que el juez no se halla obligado únicamente por los textos formales, sino también por el espíritu de la ley, por las tendencias generales de la legislación, por las intenciones de los autores de la ley y, en una palabra, por la voluntad del legislador, aunque ésta sea latente y no formulada. Se deduce de estos diversos puntos de vista que el procedimiento de la extensión por vía de analogía se basaría esencialmente en una averiguación de la voluntad íntima del legislador, y por eso la mayor parte de los autores la consideran como un procedimiento que entra también en la interpretación de las leyes. Esta manera de considerar la analogía no puede aceptarse, ya que como se ha dicho anteriormente el juez sólo se encuentra ligado por las intenciones de la ley y por la voluntad de sus autores, mientras éstas se deducen positivamente de un texto. Por lo demás, se debe observar que, al recurrir a la analogía, el juez ni siquiera indaga lo que el legislador ha querido efectivamente, sino que más bien presume lo que hubiera querido el legislador si su atención hubiera sido llamada por el punto al que se aplica la analogía. La conclusión que debe deducirse de esto es que el juez no está obligado legalmente a razonar y a decidir por vía de
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analogía, y que si recurre al empleo de este procedimiento, ello no constituye, por su parte, una verdadera aplicación de la ley, sino que la decisión obtenida por esta vía se basa, en realidad, sobre su propia apreciación y su propia potestad, por más que en cierto sentido se funde en argumentos sacados de la ley (cf, en este sentido, Geny, po. Cit., núms. 16, 107, 108, 165-166; en sentido contrario, W. Jellinek, op. Cit., pp. 167 ss.). Así pues, también en este aspecto la función jurisdiccional tiene un alcance que va más allá del simple concepto de ejecución.
|240. En definitiva, si tantos autores han caracterizado a la función jurisdiccional como una función ejecutiva de aplicación de las leyes, ello es porque han atribuido a la legislación una virtud y una amplitud de eficacia sumamente exageradas. En efecto, desde el momento en que se parte de la creencia de que las leyes y los códigos modernos bastan a solucionar todas las cuestiones que pueden presentarse ante un juez; desde el momento en que se admite que toda decisión judicial tiene su principio en un texto legislativo y se encuentra contenida previamente en él, aunque sólo fuese en embrión, no hay más remedio que decir que la función de juzgar sólo consiste en poner en ejecución reglas formuladas por la ley y que se reduce por lo tanto a una tarea de interpretación y de aplicación; en una palabra, que no tiene más objeto que asegurar la ejecución de las disposiciones legislativas vigentes. Pero se acaba de demostrar que este concepto no responde a la realidad de los hechos. Por extensos que sean los códigos, por considerable que haya llegado a ser en la época presente el aumento de la producción legislativa, siempre subsistirán, en las predicciones de las leyes, lagunas a casusa de las cuales existirá siempre lugar para una función judicial que consista en pronunciar el derecho fuera de los textos por vía de soluciones particulares. En vano se ha invocado, en contra de la potestad creadora del juez, el principio constitucional de la subordinación de la autoridad judicial a las leyes: este principio no debe entenderse en el sentido de que sólo la ley pueda crear derecho. Indudablemente, la subordinación de los jueves a la legislación, como se verá después (nª 248), es el origen de considerables limitaciones a la potestad de juzgar. Pero. Bien mirado, estas limitaciones se desprenden simplemente del hecho de la superioridad de la ley, .y no implican ni mucho menos su exclusiva omnipotencia en materia de creación de soluciones jurídicas. Orea cosa sería reconocer que el juez sólo puede ejercer su actividad jurisdiccional dentro de los límites que le trazan las leyes, otra cosa también pretender que cualquier sentencia judicial debe tener necesariamente su fundamento y su punto de partida en un texto que la determina previamente. Del hecho de que la ley mande con una fuerza superior que se impone al juez, no resulta que la legislación vigente sea bastante para regularlo todo. Y sin embargo, el juez no puede
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dejar ningún litigio sin solución; por lo tanto, ¿cómo podría negársele la facultad de formular, a veces, esta solución fundándola en su propia apreciación? Puesto que el juez tiene la obligación de estatuir, incluso ante el silencio de la ley, es necesario que cree por su propio potestad el derecho que no encuentra preestablecido en los textos (Geny, po. Cit., p. 182). Es, pues, la misma naturaleza de las cosa al que exige que la función jurisdiccional contenga en sí cierta potestad inicial de creación de derecho. En apoyo de esta conclusión, es a la vez muy interesante y útil observar la evolución que ha tenido lugar, desde 1789, en el sistema del derecho positivo francés, en lo que se refiere a la naturaleza y ala extensión de los poderes del juez. Los fundadores revolucionarios del nuevo derecho público habían partido de la idea de que la justicia tiene por único objeto y por única razón de ser la aplicación de las leyes en vigor. Bajo la presión de las necesidades prácticas y de las enseñanzas de la experiencia, este primer concepto tubo que se abandonado; y por más que subsistan aún algunos rastros de él en ciertas partes no abrogadas de la legislación revolucionaria, se puede afirmar que hoy día se encuentra en contradicción con el conjunto del derecho positivo establecido en Francia en esta materia. La evolución que en este sentido se ha realizado respecto a la potestad judicial es, pues, muy significativa; ha sido puesta perfectamente en claro por Geny en numerosos pasajes de su obra anteriormente citada (ver especialmente pp. 64-94). Es importante recordar aquí sus principales etapas. 241. Al principio, la Asamblea nacional de 1789 no vio en la función jurisdiccional sino un función de aplicación de las leyes, Indudablemente, desde el punto de vista orgánico, no es muy discutible que la mayoría de la Asamblea se haya pronunciado por el sistema que consiste en erigir el poder judicial en un tercer poder, enteramente distinto del Ejecutivo. A este punto de vista se refiere especialmente, en la Constitución de 1791 (tit. III, preámbulo, art. 5 y cap. V, art. 2), el principio de la elección de los jueces por el pueblo, pues desde el momento en que se deseaba constituir a las autoridades judiciales en un tercer gran poder orgánico, pareció necesario admitir que los jueves habrían de recibir su delegación directamente del pueblo, y no simplemente del jefe del Ejecutivo. Según esto, podría creerse que los fundadores del nuevo derecho público de Francia consideraron la función jurisdiccional como una actividad esencialmente diferente de aquella que calificaban como ejecutiva. No hay nada de esto, y no se puede dudar de que la Constitución de 1791, aunque en apariencia y desde el punto de vista orgánico asigne la dignidad de tercer poder a la justicia, se haya abstenido, en el fondo y desde el punto de vista funcional, al concepto de los dos poderes.
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Este es un punto que ha sido claramente reconocido por los autores. Así por ejemplo Duguit, después de haber demostrado (La séparation des pouvoirs et I´ Assemblée nationale de 1789, pp. 70 ss.) que la Constituyente creó orgánicamente tres poderes, se ve obligado a convenir (L’État, vol. I, p, 450) en que, en sus principios, el derecho positivo salido de las labores de esta Asamblea consagró el concepto según el cual sólo hay dos funciones de potestad pública, la legislativa y la ejecutiva. La razón de ello es que en la época revolucionaria la jurisdicción se consideró como una función de pura aplicación, y por lo tanto también de ejecución de las leyes.
Ya esta manera de ver se desprendía de la doctrina de Montesquieu, cuya influencia en las ideas de los hombres de 1789 fue tan grande en materia de distinción y de definición de poderes. Debe observarse, en efecto, que si en su célebre capítulo sobre la Constitución de Inglaterra, comienza Montesquieu diciendo que “existen en cada Estado tres clases de poderes”, por lo que parece tratar a la potestad judicial como un tercer poder claramente distinto de los otros dos, si también Montesquieu afirma vehementemente la necesidad de separar orgánicamente la potestad judicial de la ejecutiva, en cambio, en ese mismo capítulo, el autor del Esprit des lois aplica indistintamente la calificación de potestad ejecutiva al gobierno, que llama “potestad ejecutiva de las cosas que dependen del derecho de gentes”, y a la justicia, que llama “potestad ejecutiva de las cosas que dependen del derecho civil”. Y aunque más adelante diferencia estas dos potestades, dicha y que debe darse a la segunda el nombre de “potestad de juzgar”, subsiste de la primera denominación común de potestad ejecutiva, aplicada por igual a ambas funciones, la idea de que deben juntarse en un concepto común de ejecución.12 En otro lugar, Montesquieu precisa su doctrina en estos términos: “En el gobierno republicano se desprende de la Constitución que
¹² Bien es verdad que, por los ejemplos que indica de la potestad ejecutiva propiamente dicha hacer la guerra o firmar la paz, enviar embajada, establecer la seguridad, prevenir las invasiones (Esprit des lois, lib. XI; cap. VI)-, Montesquieu hace pensar que considera al Ejecutivo, no ya como un poder de simple ejecución de las leyes, sino como un poder que consiste en operaciones activas y que debe hallarse siempre dispuesto a la acción. No obstante, el resto del capítulo pone fuera de duda que en la doctrina de Montesquieu la potestad ejecutiva constituye, ante todo, una potestad de ejecución de las leyes. Esto se desprende particularmente de los pasajes siguientes: “Cuando en la misma persona la potestad legislativa se reúne con la potestad ejecutiva, puede temerse que el mismo monarca dicte leyes técnicas para ejecutarlas tiránicamente… En las repúblicas en que estos poderes se hallan reunidos, el mismo cuerpo de magistratura, como ejecutor de las leyes, tiene toda la potestad que se concedió como legislador… Ambos poderes (legislativo y ejecutivo) no son otra cosa que, uno la voluntad general del Estado y otro la ejecución de dicha voluntad general.”
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los jueces han de seguirLa letra de la ley” (Esprit des lois, lib. VI, capl III). Y concluye así: “Los juicios deben ser hasta tal punto fijos que no sean jamás sino un texto preciso de la ley. Si fueran una opinión particular del juez, se viviría en la sociedad sin saber con precisión las obligaciones que en ella se contraían” (ibid., lib. XI, cap. VI).13 Tales ideas habían de predominar en el seno de la Constituyente, Esta, imbuida en la creencia de la omnipotencia de la ley, sólo ve en la decisión de los jueces así como en los actos de los administradores, aplicaciones ejecutivas de las reglas legislativas. Aplicar las leyes, ejecutarlas, tal es la definición que da, con mucha frecuencia, los oradores de la Constituyente, de la función jurisdiccional. Así, por ejemplo, Thouret, dirigiéndose al comité de Constitución y enumerando los diversos poderes públicos, caracteriza a esta función en los términos siguientes: “La ejecución de las leyes que tienen por objeto las acciones y las propiedades de los ciudadanos, necesita la creación de los jueces: de ahí los tribunales de justicia, en los que reside el poder judicial” (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. VIII p. 326). Bergasse (ibid., p. 440) define a los jueces como “una clase de hombres encargados de aplicar las leyes a las diversas circunstancias para las cuales han sido hechas”. Idénticas frases en Duport (ibid, vol. XII, pp. 408-410): “He dicho que los jueces sólo han sido instituidos para aplicar las leyes civiles… Los jueces deben limitarse a la aplicación de las leyes”, y en Cazales (ibid., vol. XV, p. 392): “El poder judicial consiste en la aplicación pura y simple de la ley”. Duguit (Séparation des pouvois, p. 73) deduce de estas definiciones” que el orden judicial no es un poder distinto, sino simplemente una dependencia del poder ejecutivo… El orden judicial no constituye un poder, sino que es un agente de ejecución subordinado al poder ejecutivo”. Estas deducciones habían sido establecidas ante la misma Constituyente particularmente por Duport (loc. Cit.): “No hay realmente más poder en el orden judicial que el poder ejecutivo”, y por Cazales (loc. Cit): “La aplicación de la ley es una dependencia del poder ejecutivo”. En vano Barnave se esforzaba por modificar el sentir de la Constituyente, al hacer observar que las operaciones en que consisten respectivamente la actividad del juez y la del agente ejecutivo son de naturaleza totalmente diferente: “Es perfectamente falso que el poder judicial sea una parte del poder ejecutivo. La decisión de un juez sólo es un juicio particular, así como las leyes son un juicio general; uno y otro son obra de la opinión y del pensamiento, y no una acción o una ejecución” (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XV, p. 410). Barnave sostenía también
¹³ En este sentido, sobre todo, se apoya Montesquieu para decir (lib. XI, cap. VI) que “la potestad de juzgar es en cierto modo nula”. Si, en efecto, sólo consiste en aplicar las leyes, no es una potestad creadora, y por lo mismo no constituye una verdades `potestad.
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que siendo el acto jurisdiccional, lo mismo que el acto Jurisdiccional, lo mismo que el acto legislativo, una operación intelectual, se diferencia esencialmente del acto ejecutivo, que consiste en acción. Pero esta doctrina, deducida de un análisis que distingue las diversas actividades estatales en operaciones mentales y en operaciones actuantes, no habían de prevalecer en la mayoría de la Asamblea, que permanecía dominaba por la idea de que la función de juzgar, sea la que fuere la naturaleza psicológica del acto jurisdiccional, se reduce a la aplicación de las leyes.
Las tendencias de la Constituyente a este respecto se revelan claramente también por el hecho de que se negó a reconocer a los jueces la cualidad de representantes nacionales. Según la teoría de la época, el representante es, en efecto, solamente aquel que, bien sea persona o corporación pública, tiene el poder de querer por la nación de una manera inicial. Ajora bien, si el juez está encerrado en una misión exclusiva de aplicación de las leyes, no puede considerársele como queriendo de esa manera, y a decir verdad, el juez comprendido en esa forma no tiene ningún moder de voluntad propia, pues no hace sino deducir judicialmente las aplicaciones de una voluntad anterior, que es la voluntad legislativa.14 Este juez no sería, pues, un representante, sino que, lo mismo
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Contrariamente a las aseveraciones de algunos autores, que presentan el acto jurisdiccional como una “manifestación de voluntad” (Duguit, Traité , vol. I, p. 268; ef. Jeze, “L’acte juridictionnel”., Tevue du droit public, 1909, p. 667: Kellerahohn, Des effets de I’anulation pour exces de pouvoirs, tesis, Burdeos 1915, pp. 177 ss.), puede observarse que el juez al estatuir, no realiza un acto de voluntad, sino únicamente de apreciación. Esto ocurre, al menos, cada vez que el juez se limita, para solucionar el litigo, a aplicar la ley; como voluntad, no existe aquí más que la del legislador cuya ejecución ha de asegurar el juez. Bien es verdad que el juez tiene el poder de decisión pero decidir y querer son dos cosas diferentes. El poder voluntad implica la facultad de disponer. El juez no dispone; sus decisiones, incluso cuando contienen una orden no consisten sino en determinar y en ordenar lo que es de derecho según la ley. Es la medida en que el juez no hace sin aplicar la ley, no se puede, pues, considerar a la autoridad jurisdiccional como a un órgano de voluntad nacional. Cuando por ejemplo, el art. 9 de la ley de 24 de mayo de 1872 dice que “el Consejo de Estado estatuye soberanamente sobre los recursos en materia contencioso-administrativa”, esto no significa evidentemente que el Consejo de Estado tenga un poder de voluntad soberana comparable al del legislador. Ni siquiera sería posible asimilar las decisiones soberanas del Consejo de Estado a los actos mediante los cuales un superior administrativo da jerárquicamente órdenes a los administradores colocados bajo su mando: pues el legislador, e igualmente el jefe de servicio, poseen el rimero de un modo muy amplio y el segundo dentro de los limites de las habilitaciones que recibe de las leyes, el poder determinar libremente las prescripciones o las medidas que les han de permitir alcanzar ciertos fines escogidos voluntariamente por ellos mismos; y por consiguiente, en la medida en que gozan de la libertad de elegir los fines y los medios, sus decisiones aparecen como implicando, por su parte, actos de propio voluntad. El juez, por cuanto es el llamado a asegurar la aplicación de la ley, no tiene por que hacer obra
456 voluntaria; el fin mismo que persigue, y que es exclusivamente el mantenimiento de la legalidad, excluye en él todo poder de verdadera voluntad personal.
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que los administradores, de los que la Constitución de 1791 (tit. III, cap. IV, sección 2, art. 2) decía Que “no tienen ningún carácter de representación”, porque sólo ejercen una función de ejecución, los jueces sólo podían ser considerados como simples funcionarios. Esto es lo que afirmaba Esto ocurre, especialmente, en las relaciones entre la autoridad jurisdiccional y los administradores. Esta es la razón por la que las decisiones emitidas en materia contenciosa por el Consejo de Estado no podrían considerarse como mandamientos administrativos que tuvieran la misma naturaleza que las órdenes de servicio dirigidas por un jefe jerárquico a sus subordinados; pues el agente subalterno, obligado a ejecutar la orden de servicio, obedece en esto, a veces, un acto de voluntad de su superior. Por el contrario no se puede pretender que, al inclinarse ante la decisión jurisdiccional del Consejo de Estado, las autoridades ejecutivas ejecuten una voluntad propiamente dicha de ese alto tribunal administrativo. Evidentemente, la obligación en que se encuentran los administradores de respetar esta decisión soberana no constituye solamente como se ha dicho en alguna ocasión (Laferriere, op, cit., 2º ed., vol. I, p. 351; Hauriou, po. Cit., 8º ed., p. 389) un simple deber moral, sino que se trata, para ellos. De una obligación jurídica y constitucional. Pero, por otra parte, este deber estricto no puede referirse a la idea de una superioridad de la voluntad misma de este último, no podría, como tal, obligar a los administradores activos. Si la decisión jurisdiccional del Consejo de Estado se basara en la voluntad misma de este último, no podría, como tal, obligar a los administradores activos; el concepto francés de la independencia respectiva de las autoridades encargadas de administrar y de las autoridades jurisdiccionales (ver sobre los efectos de este concepto, Hauriou, po. Cit., 8º ed,. Pp. 393ss., 957ss.) sería un obstáculo a que la voluntad de éstas se impusiera a aquellas. Partiendo de este concepto separatista, nos vemos conducidos a observar que la posibilidad de considerar las decisiones jurisdiccionales del Consejo de Estado como mandamientos dirigidos a los administradores parece desvanecerse completamente. En realidad, si estas decisiones se imponen de un modo absoluto a los administradores es precisamente porque son algo muy distinto a los actos de voluntad de parte del Consejo de Estado; lo que constituye su fuerza obligatoria es el hecho de que tienen carácter, no de cosa querida, sino de cosa juzgada. Más exactamente, los administradores están obligados a respetarlas y a conformar sus actos a ellas, porque emanan de la autoridad que, según el orden jurídico establecido en el Estado, se halla investida del poder de resolver soberanamente las dificultades que suscitan las cuestiones de aplicación y de interpretación de las leyes que rigen la actividad administrativa, cuando dichas cuestiones se formulan en forma contenciosa y por ello dan lugar a que se produzca una decisión jurisdiccional. En este sentido también y por el mismo motivo, es por lo que la decisión emitida a título jurisdiccional por el Consejo de Estado tiene, para las autoridades encargadas de la administración activa, el mismo valor que un mandamiento. En virtud del sistema de la unidad orgánica del Estado equivale a un mandamiento, por cuanto que a ella corresponde fijar el alcance y los efectos de las leyes cuya ejecución han de procurar los administradores. No obstante, esto no significa que la decisión jurisdiccional contenga, para los administradores, como se ha sostenido (Kellershohn, po. Cit., p. 199) un “emperativo jurisdiccional” que vendría a
457 añadirse al “imperativo legal”. En sus relaciones con los agentes encargados de la acción administrativa, el juez ya no tiene que ordenar por su propio mandamiento la ejecución de las leyes y el jefe del Ejecutivo, como superior jerárquico, no tiene que renovar para ellos, por la promulgación por cualquier otro acto especial, los mandamientos que se hayan contenidos en las prescripciones legislativas y que como se ha visto anteriormente (p. 385 n. 11, p. 388) imponen, por la sola virtud imperativa de estas prescripciones, su fuerza ejecutiva implícita a los agentes ejecutivos. La decisión del juez sólo podría constituir para los agentes administrativos un nuevo imperativo en el caso en que creara para ellos jus novum; pero precisamente es muy dudoso (ver nº 248, infra) que la autoridad jurisdiccional pueda hacer uso de sus facultades creadoras en las cuestiones concernientes en la potestad administrativa del Estado.
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Cazales en su discurso anteriormente citado; “El poder judicial no es más que un simple función puesto que consiste en la aplicación pura y simple de la ley”. Simple función significaba, según la terminología de la época, que la jurisdicción no es un poder de naturaleza representativa.
No es, pues, realmente posible concebir la decisión jurisdiccional referente a lo contenciosoadministrativo como un mandamiento propiamente dicho que se dirigiera a los administradores (ver la tesis contraria desarrollada por Kellershohn, po. Cit., pp. 18 ss., 50, 147, 148, 151 ss., 174 ss., 183 ss., 196 ss.,). Los autores que quieren ver en ella una orden o mandamiento, obedecen en el fondo a la tendencia muy discutible que, aquí como en todas partes, y bajo el pretexto de separación de poderes, consiste en tratar las tres clases de órganos o autoridades estatales como constituyendo tres personas distintas dentro del Estado (ver núms. 278-279, infra). En realidad, las autoridades jurisdiccionales y los administradores sólo son los órganos o agentes de una sola y misma persona, el Estado, que no puede, por sus tribunales que imponen mandamientos a sus administradores, darse órdenes a sí mismo. Esta unidad esencial del Estado es la que, más que cualquier otra razón, ha permitido asegurar que las reclamaciones y recursos comprendidos en lo contencioso-administrativo tienen por objeto el acto administrativo mismo,. “considerado en sí” (Hauriou, op. Cit., 8º ed., p. 102). Es perfectamente evidente, en efecto, que la autoridad administrativa de la cual emana el acto, no posee, en el Estado, personalidad distinta a la que nos podamos referir; es por lo que fue necesario, dícese (Hauriou, eod. Loc.), “formar proceso al acto”, pidiendo, contra e lacto mismo, su anulación o su reforma a la autoridad jurisdiccional. Por los mismos motivos, la idea de un mandamiento propiamente dicho, dirigido por los jueces administrativos a los administradores, debe desecharse. Bien es verdad que el concepto de orden y de imperativo, al menos en cierto sentido, puede hallar su lugar en las relaciones entre el órgano legislativo y las demás autoridades estatales, así como también se justifica, en el seno del organismo administrativo, en las relaciones entre el jefe del servicio y sus subordinados. Aquí, el concepto de orden se refiere al sistema de la jerarquía establecida en el interior del Estado, bien sea entre los órganos, bien entre los agentes, y se legitima por este régimen de organización jerárquica. Igualmente, el concepto de mandamientos y orden jurisdiccional llega a desprenderse racionalmente respecto de los simples particulares, por cuanto que el juez tiene sobre ellos, por su cualidad de autoridad estatal, el poder de pronunciar condenas que restablecen el derecho legal violado e incluso, a veces, de crear derecho extralegal. Por el contrario, cuando se consideran las relaciones entre autoridades jurisdiccionales y autoridades administrativas, este concepto de orden se hace impalpable, y ello por razón del hecho de que, desde la Revolución, el derecho positivo francés creyó que debía
458 fundar, entre las dos clases de autoridades, un principio de independencia, que excluye de una a otra toda relación de naturaleza jerárquica, así como toda posibilidad de mando. Finalmente, pues, si los administradores tienen la obligación de conformarse con las decisiones de los tribunales administrativos, no es en virtud de las órdenes o mandamientos que estos últimos pudieran dictar respecto de ellos, sino porque, en el sistema de la unidad del Estado, todo acto realizado por una autoridad que opera dentro del cuadro de su competencia regular debe tener valor normalmente, con respecto a las demás autoridades estatales incluso si éstas son independientes, y con la condición, sin embargo, de que no sean ellas mismas
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Del preámbulo del título III de la Constitución de 1791 se desprende que este punto de vista ha sido consagrado por la misma. En este preámbulo, tres textos especiales, los arts. 3, 4 y 5, presentan realmente, con la debida separación, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, como tres poderes principales y enteramente distintos, delegados separadamente por la Constitución a tres órdenes de autoridades independientes. El art. 5, en particular, trata de la potestad judicial como de un tercer poder primordial, que no deriva de ninguno de los otros dos. Sino que es delegado directamente por la nación a la corporación de los jueces; corporación cuya independencia ya se hallaba establecida por el hecho mismo de que dicho texto mandaba elegir los jueces por el pueblo. 15 Este artículo fue sometido a la Asamblea en la sesión del 10 de agosto de 1791, y se aprobó sin dar lugar a largos debates. Sin embargo, un diputado, D.J.Garat, suscitó una objeción contra su redacción: “Esta redacción convierte al poder judicial en un poder distinto y separado, de manera que los jueces podrán considerarse en el futuro como los representantes del pueblo. Pido, pues, que se reemplacen las palabras poderes judiciales por éstas: funciones judiciales” (Archives parlementaires, 1º serie, vol. XXIX, p. 332). Garat, como todos los oradores anteriormente citados, solo veía en la potestad judicial una función de aplicación ejecutiva, y nunca una potestad de representación. La observación de dicho diputado no mereció réplica, pero la redacción del art. 5º no se modificó. Sin embargo, no cabe duda de que la Constitución de 1791 negó a los jueces la culidad de representantes. Esto resulta categóricamente del art. 2 del citado preámbulo, que al enumerar a los representantes de la nación, excluye por su silencio a los jueces. El carácter representativo fue negado a los jueces en 1791, porque estimaba la Constituyente que el juez, por más que estatuya libremente, inspirándose únicamente en su conciencia, no tiene en principio más potestad que la de aplicar las leyes, lo que solo es una función subalterna, y no un poder de querer por la nación. En suma, pues, si la Constitución de 1791 consideró al poder judicial como un tercer gran- poder, fue por razones orgánicas únicamente, o sea por el motivo de que entendía que dicho poder había de ser organizado de una manera independiente, especialmente frente al Ejecutivo. Esto es lo que Bergasse expresaba al decir: “El poder judicial quedará mal organizado si depende en su organización de una voluntad distinta de la voluntad de la nación” (Archives parlementaires, vol. VIII, p. 441). Pero desde el punto de vista funcional la Cons-
jerárquicamente superiores, como una manifestación de la actividad de la persona Estado, una e indivisible.15 Art. 5: “El poder judicial se delega en jueces elegidos por el pueblo en tiempo oportuno”.
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tituyente no consideró 'a la potestad de juzgar como un poder verdadero y autónomo, sino únicamente como una "función" 18 (cf. n' 370, infra). 242. El concepto de la Constituyente respecto a la naturaleza de la función judicial se manifiesta también en dos instituciones importantes, creadas por ella: la consulta legislativa y el tribunal de casación. El recurso o consulta al legislador tiene su origen en el art. 12, título I I , de la ley de 16-24 de agosto de 1790, que establece que "los t r i bunales se dirigirán al cuerpo legislativo cada vez que crean necesario interpretar una ley". Este texto implicaba primeramente que los jueces no pueden interpretar la ley por vía de disposición general y abstracta, y esta prohibición se desprendía ya suficientemente por el principio formulado al comienzo del mismo texto, que decía que los tribunales "no podrán hacer reglamentos". Pero además, parece que la disposición del art. 12 referente a la interpretación de las leyes por el cuerpo legislativo debió entenderse en el sentido de que, incluso en los casos concretos que se presentan con regularidad ante los tribunales, no corresponde a los jueces pronunciarse respecto al alcance de la ley cuando ésta da lugar a dudas graves o a dificultades (Geny, op. cit., n9 4 0 ) . En otros términos, así como aun actualmente los tribunales judiciales están obligados a aplicar los actos administrativos invocados ante ellos en el curso de los procesos que dependen de su competencia, pero no están calificados para interpretar esos actos en el caso en que sea discutido el sentido de los mismos, y deben a este respecto sobreseer hasta que el acto haya sido interpretado por la autoridad administrativa competente, así también el punto de vista de la Constituyente, respecto al cometido de los jueces con referencia a la ley, ha sido el de que únicamente tienen por misión aplicar el texto legal, y no el de resolver las dificultades que puede originar éste. Por esta idea es por lo que el art. 12 anteriormente citado reservó al juez la facultad de recurrir al legislador con objeto de obtener de él la solución de las dificultades que se suscitan en el curso de las instancias, respecto al sentido de la ley. A decir verdad, sólo se hizo, durante la Revolución, un uso poco
16 Duguit (Traite, vol. i, pp. 305-306; cf. Séparation des pouvoirs, p. 76) sostiene que "en el sisterña de la Constitución de 1791, los jueces formaban un cuerpo representativo". Se Lasa sobre todo en el hecho de que la constituyente "convertía al orden judicial en un tercer poder independiente e igual a los otros dos" (Traite, vol. i, p. 353), "un poder distinto y autónomo" (Séparation des pouvoirs, loe. cit.). Pero las dos cuestiones de saber si, por una parte, el cuerpo de jueces forma un tercer poder y si, por otra parte, la función de juzgar implica una potestad de naturaleza representativa, son muy diferentes. Y por cierto, no se puede decir que el cuerpo de jueces fuera en 1791 totalmente autónomo. Evidentemente, se elegía por el pueblo y recibía su delegación directamente de la nación y de la Constitución, pero aeremos en las páginas siguientes que quedaba colocado bajo el control y hasta en la dependencia del cuerpo legislativo.
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frecuente de esta consulta facultativa. Pero la Constituyente había establecido, por otra parte, un sistema de recurso o consulta obligatoria, que fué practicado durante mucho tiempo y que tiene su origen en el art. 21 de la ley de 27 de noviembre-19 de diciembre de 1790, relativa al t r i bunal de casación. Este texto se refiere al caso en que, entre el tribunal de casación y los tribunales que dependen de su control, se suscite un conflicto de decisiones, a resultas de que, después de dos casaciones consecutivas, el tercer tribunal recurrido estatuye del mismo modo que los dos primeros, cuyos juicios fueron casados anteriormente. La existencia misma de este conflicto, llegado al estado agudo, revela que la ley que lo ocasionó suscita graves dificultades de interpretación a las cuales, según el concepto de la Constituyente, únicamente el legislador puede encontrar una solución; y por consiguiente, establece el texto que en ese caso, el tribunal de casación, al que por tercera vez se presenta el caso, habrá de sobreseer hasta que la cuestión haya sido resuelta por el cuerpo legislativo, que formulará un decreto de interpretación de la ley, al cual habrá de conformarse el tribunal de casación en su juicio posterior. Este sistema del recurso o consulta obligatoria al legislador fué confirmado por la Constitución de 1791 (tít. m, cap. v, art. 2 1 ) . Se desprende del examen de esta institución que, en el pensamiento de los primeros constituyentes, la función judicial sólo entrañaba un poder de aplicación de las leyes. Idéntica comprobación se desprende de la observación de las condiciones en las cuales el tribunal de casación fué organizado por la ley de 1790 y del cometido que, según esta ley, había de desempeñar. La institución de Un tribunal de casación, en principio, respondía a la preocupación de crear un control superior sobre la regularidad de los juicios dictados por los tribunales judiciales. Pero ¿desde qué punto de vista y con qué objeto preciso había de ejercerse ese control? En el pensamiento de los autores de la ley de 1790, la necesidad de un control provenía ante todo de la idea de que, al reducirse el cometido de los tribunales, estrictamente, a la aplicación de las leyes, se hacía indispensable establecer una vigilancia sobre la manera como, mediante sus decisiones, realizaban dicha aplicación. Tal es, en efecto, el objeto para el cual se estableció la institución de la casación. Esta tiene por objeto especialmente asegurar la subordinación de los tribunales y la conformidad de sus decisiones a las leyes dictadas por el cuerpo legislativo. Así considerada, la casación hubo de aparecer, en 1790, como un poder que le corresponde naturalmente al cuerpo legislativo mismo. Robespierre lo dijo en la sesión del 9 de noviembre de 1790: "Es necesario establecer una vigilancia que reduzca a los tribunales a los principios de la legislación. ¿Formará pa
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del poder judicial este poder de vigilancia? No, puesto que el poder judicial es precisamente el que se vigila. .. Este derecho de vigilancia es, pues, una dependencia del poder legislativo. En efecto, según los principios reconocidos, al legislador es al que corresponde interpretar la ley que ha hecho" (Archives parlementaires, 1* serie, vol. xx, p. 336). Por su parte, Le Chapelier, ponente de la ley sobre el tribunal de casación, había dicho en la sesión del 25 de octubre de 1790: "Este derecho de vigilancia debe conferirse por el cuerpo legislativo, porque después del poder de hacer la ley viene naturalmente el poder de vigilar la observancia de la misma, de tal modo que, si ello fuera posible, dentro de los verdaderos principios, los juicios contrarios a la ley habrían de ser casados mediante decretos" (Archives parlementaires, vol. xx, p. 2 2 ) , es decir, por la asamblea legislativa misma. La Constituyente no llegó hasta ese punto, sino que concedió el poder de vigilar la aplicación judicial de las leyes a un órgano especial: el tribunal de casación. Pero este " t r i b u n a l " recibía una posición y una función especiales. Su posición se determinó de manera notabilísima al principio mismo de la ley, por el art. I 9 , que decía: "Existirá un tribunal de casación, establecido cerca del cuerpo legislativo" (cf. Constitución de 1791, tít. m, cap. v, art. 19). Así pues, dicho tribunal es un auxiliar del cuerpo legislativo; colocado junto a éste, opera en cierto modo por su cuenta. En cuanto a su función, consiste principalmente, como dice el art. 3 de la ley de 1790, en anular "cualquier juicio que contenga una contravención expresa al texto de la ley". Esto equivalía a decir que el tribunal de casación había de funcionar por el interés constitucional de la subordinación de los tribunales al cuerpo legislativo y a la ley, antes que por un interés j u d i c i a l ; la misión propia de este tribunal era la de reprimir mediante anulación las lesiones directas a la ley. Finalmente, el espíritu en el cual estaba concebida la institución de la casación se manifestaba también en el art. 24 de la ley de 1790, que imponía al t r i bunal de casación la obligación de enviar cada año a la tribuna del cuerpo legislativo una diputación de ocho miembros para darle cuenta de las casaciones pronunciadas y de los textos legislativos cuya violación las hubiera causado. En estas condiciones es difícil decir si, según la ley que lo instituyó, era o no el tribunal de casación un órgano judicial en el sentido preciso y completo de esta palabra. Por una parte, su mismo nombre de tribunal y ciertas atribuciones que le confería el art. 2 y que implican que poseía respecto a los demás tribunales la preponderancia jurídica de un órgano judicial superior, y también el hecho de que, contrariamente a las proposiciones presentadas en primer lugar a la Asamblea constituyente para que fuera el cuerpo legislativo el que nombrara al tribunal de casación,
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sus miembros se elegían por el pueblo lo mismo que los jueces ordinarios, todo ello inducía a considerar al tribunal de casación como un cuerpo udicial y a sus miembros como jueces, y así era por cierto como los llamaba la ley de 1790 (art. 13 ) , que calificaba también sus decisiones como juicios. Pero, por otra parte, dicho tribunal se distinguía de los cuerpos judiciales, según la expresión de Le Chapelier (loe. cit.), en que se hallaba "colocado entre los tribunales particulares y la l e y " ; establecido cerca del cuerpo legislativo, que había de proceder (art. 29) a su instalación y del cual dependía por cuanto había de rendirle cuentas; habilitado únicamente, en f i n , para una misión constitucional de conservación de las leyes, sin que pudiera "conocer del fondo de los asuntos", cosa que le prohibía el art. 3, es decir, sin poder ejercer ese arbitraje judicia entre litigantes que constituye, en caso de litigio , el objeto más elevado de la función jurisdiccional propiamente dicha; en todos estos aspectos, el tribunal de casación no tenía de tribunal más que el nombre. Es por lo que Duguit (Séparation des pouvoirs, p. 95) opina que el tribunal de casación ha sido tratado por la Constituyente, "no ya como un órgano del poder judicial, sino como una delegación del cuerpo legislativo"; y éste es también, al parecer, el sentir de Geny (op. cit., p. 71). En todo caso, la idea maestra que se halla en la base de toda esta institución no puede ponerse en duda: en esto, como en lo que concierne a la consulta al legislador, la Constituyente partió de la convicción, tan profundamente anclada en el espíritu público en los tiempos de la Revolución, de que el derecho por entero está contenido en la ley, y que sólo la ley puede querer y por consiguiente crear derecho; que, por lo tanto, el oficio del juez se reduce a hacer en cada caso la aplicación casi servil del derecho legal; que no puede tratarse, de ningún modo, de derecho pronunciado por los tribunales de la ley. Consecuencia de estas ideas fué la supresión radical de toda jurisprudencia debida a la apreciación o a la iniciativa propia de los jueces. Los oradores de la Constituyente son categóricos a este respecto: "La palabra jurisprudencia —dice Robespierre en la sesión de 18 de noviembre de 1790— debe borrarse de nuestro idioma. En un Estado que posee una Constitución y una legislación, la jurisprudencia de los tribunales no es otra cosa que la ley misma; por lo tanto, siempre habrá identidad de jurisprudencia" (Archives parlementaires,1* serie, vol. xx, p. 516). Le Chapelier decía en la misma fecha: " E l tribunal de casación, lo mismo que los tribunales de distrito, no debe tener jurisprudencia propia. Si esta jurisprudencia de los tribunales, la más detestable de las instituciones, existiera para el tribunal de casación, habría que destruirla. El único objeto de las disposiciones respecto de las cuales vais a deliberar, es impedir que se introduzca" (ibid., p. 517).
Así pues, según esta última cita, la institución misma de la casación se
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inspiraba esencialmente en la idea de que la función judicial, al consistir enteramente en la aplicación de las leyes, no entraña para los tribunales el poder de formular derecho extralegal por vía jurisdiccional y de jurisprudencia. 243. ¿Qué ocurrió, después de la Revolución, con este concepto de la función judicial? Es evidente que se modificó profundamente en un primer aspecto. La idea revolucionaria, tan estrecha, de que los jueces tienen por única misión la de aplicar las leyes en cuanto que las disposiciones de éstas son claras y ciertas, pero que no pueden interpretarlas en caso de duda o de obscuridad, no se ha mantenido. Prueba de ello se encuentra en la desaparición de la institución de la consulta al legislador En primer lugar la consulta facultativa ha sido implícitamente abrogada por el art. 4 del Código c i v i l , que le prohibe al juez negarse a fallar en caso de obscuridad de la ley. El art. 4 especifica que semejante negativa por ese motivo constituye por parte del juez una denegación de justicia, es decir, una defección, una falta grave a su función; esto significa, pues, que la función de juzgar comprende en sí, esencialmente, no sólo la aplicación de las leyes cuyo alcance no es dudoso, sino también la interpretación de aquellas que dan lugar a dificultades. La consulta obligatoria, confirmada por la ley de 16 de septiembre de 1807, sobrevivió hasta la ley del 30 de j u l i o de 1828, que ya repudia el principio sobre el cual se basaba, y su abrogación fué confirmada definitivamente por la ley de 1* de abril de 1837, que establece que después de dos casaciones sucesivas, pronunciadas por el mismo motivo, el tercer tribunal al que se remite el asunto habrá de conformar su juicio a la decisión de la corte de casación respecto al punto de derecho juzgado por ésta. Se infiere de esta ley que, incluso en los casos en que las dificultades de interpretación de la ley sean tan grandes que susciten un conflicto prolongado entre las jurisprudencias contradictorias de la corte de casación y de los tribunales que estatuyen en última instancia, no hay lugar a recurrir a la interpretación por el legislador, sino que esta interpretación, considerada como una dependencia de la función de juzgar, debe corresponder directamente a la autoridad judicial. Por otra parte, de la ley de 1837 resulta la consecuencia, muy importante, de que la corte de casación adquiría la facultad de conocer del fondo de los asuntos y, en el caso que da lugar al recurso, de ejercer la plenitud de la función de juzgar, al menos en el sentido de que se hallaba habilitada en adelante para resolver por sí misma, con una potestad que se imponía soberanamente, la cuestión de derecho a dilucidar en el proceso. Hasta entonces, la corte suprema sólo había ejercido en materia judicial una actividad que producía efectos negativos; su cometido consistía exclusivamente, según la ley de 1790, en anular los juicios que
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suponían infracción de ley; se hallaba reducida a ese poder de casación y no tenía que estatuir respecto al proceso mismo; esto es precisamente lo que la ley de 1790 expresaba al prohibirle conocer del fondo de los asuntos. No constituía, pues, por encima de los tribunales de apelación, un tercer grado de jurisdicción, o sea un juez superior encargado de substituir en el proceso una nueva sentencia a aquella que pronunciaron los jueces anteriores. A decir verdad, no juzgaba de ningún modo el proceso, sino que se limitaba a apreciar la legalidad de los procedimientos y de los juicios que se habían sustanciado con objeto del proceso o causa. Por la ley de 1837, la corte de casación, dotada ahora de la facultad de imponer su decisión a los tribunales que de ella dependen, se vio investida de un poder positivo, que incluso en cierto sentido se puede calificar como poder de plena jurisdicción. Indudablemente, sigue subsistiendo, del sistema originario de 1790, el principio de que los jueces supremos no han de conocer de los hechos de la causa y deben atenerse al control de la legalidad de los juicios a ellos remitidos. Indudablemente también, este control, hoy día lo mismo que en su origen, continúa traduciéndose, formalmente, en simples anulaciones de sentencias, seguidas de remisión a una nueva autoridad jurisdiccional, y no puede la corte de casación substituir directamente su decisión propia a la que anuló. Pero, al menos, esta anulación, desde 1837, tiene por efecto imponer al nuevo tribunal que se ha hecho cargo del caso la adopción de una solución jurídica determinada, y por consiguiente, se infiere de la ley de 1837 que la corte suprema, implícitamente, tiene la facultad de emitir, por el medio indirecto de la casación, verdaderas decisiones positivas referentes a las cuestiones de derecho que se suscitan en los procesos. En esto, esta corte ha llegado a ser realmente una autoridad jurisdiccional de tercer grado que estatuye, al menos de un modo indirecto, respecto al fondo mismo de los juicios o sea respecto a su fondo jurídico. Esto ocurre, al menos, en el caso de la segunda casación; pero en la práctica, los tribunales, habitualmente, no. habrán de esperar una segunda casación para inclinarse ante la potestad imperativa de la corte suprema. Por lo tanto, la cuestión de saber si la corte de casación debe considerarse como un órgano judicial , no puede suscitar ninguna de las dudas permitidas en la época revolucionaria. Por una parte, no tiene ya ningún contacto con el cuerpo legislativo, respecto del cual ha llegado a ser completamente independiente, al tener ella misma el poder de interpretar soberanamente las leyes para la solución de los litigios; por otra parte, participa positivamente en la función de juzgar, por cuanto que a su antiguo poder negativo de simple tribunal de casación se añade ahora el poder implícito de pronunciar definitivamente el derecho aplicable al proceso. En todos estos aspectos nada queda ya del punto de vista de la
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Constituyente, que, al confinar a los jueces dentro de la aplicación estricta de las leyes y bajo el pretexto de la separación de poderes, había reservado la interpretación de los textos dudosos al cuerpo legislativo. 244. Pero esto no es todo. No solamente la legislación posterior a la Revolución abrogó las instituciones especiales, creadas en 1790, que tendían a excluir de la función j u d i c i a l la interpretación de las leyes, sino que además el derecho positivo que se formó después del período revolucionario estableció, respecto a la naturaleza y a la extensión de la potestad de juzgar, un concepto nuevo, según el cual comprende esta potestad, además de la aplicación de las leyes y de su interpretación propiamente dicha, una amplia facultad para pronunciar el derecho en casos particulares, con objeto de colmar las lagunas de la ley. Este es, en efecto, el concepto general que se deduce irremisiblemente del art. 4 del Código civil , cuya capital importancia, a este respecto, nunca se acentuará bastante. Este texto, cuyo alcance es tan considerable como el de muchos de los textos constitucionales que organizan actualmente los diversos poderes públicos (sobre el alcance del art. 4, ver Hauriou, op. cit., 6* ed., p. 295 n.), precisa de la manera más clara las diferentes dificultades con que puede encontrarse el juez llamado a resolver un l i t i g i o con su sentencia, en cuanto estas dificultades resultan de la imperfección de la ayuda que le dan las leyes: estas dficultades son el "silencio", la "obscuridad" o " l a insuficiencia de la ley". Puede ocurrir , en primer lugar, que la ley haya resuelto la cuestión llevada ante los tribunales, pero que el sentido de la regla legal sea obscuro y dudoso: en este caso, el art. 4 manda al juez disipar esa incertidumbre, determinando por su apreciación personal el alcance verosímil del texto; se trata aquí, digamos, de un simple caso de interpretación. Pero el art. 4 llega más lejos aún: prevé el caso en que la ley que debe aplicarse sólo solucione el caso litigioso en parte y de manera insuficiente, y ordena entonces a la autoridad judicial que supla estas insuficiencias con su propia decisión. Más aún, el art. 4 considera la eventualidad de que la ley guardara un completo silencio respecto a la cuestión de que se trata en el l i t i gio, y también esta vez prohibe a los tribunales tomar como "pretexto" este silencio para negarse a fallar. En esta última hipótesis habremos de colocarnos, sobre todo, para darnos cuenta de toda la amplitud de los poderes que el art. 4 reconoce al juez. Se infiere de este texto que el juez, habilitado, o mejor dicho, obligado a juzgar incluso ante el silencio de laley, habrá de crear necesariamente por sí mismo los elementos de soluciónque le niega esta ley.17 Así ocurrirá al menos, en el caso en que la
1T No es, pues, exacto decir, como lo hacen varios autores franceses, que hay lugar a jurisdicción cuando un derecho ha sido violado (Artur, Revue du droit public, vol. xm, p. 226) ; ni tampoco decir, con los autores alemanes, que la justicia ha de intervenir cuando ha habido
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función de juzgar se ejerza para resolver un l i t i g i o . El art. 4 convierte pues al juez en un arbitro de Estado, que tiene un poder ilimitado para apaciguar los litigios y que posee a dicho efecto, no solamente la facultad de pronunciar el derecho legal por aplicación pura y simple o por interpretación de la ley, sino también la de pronunciar derecho judicial siempre que sea necesario suplir el silencio de las leyes. En una palabra, el art. 4, en el derecho positivo francés, establece el principio capital de que la función jurisdiccional consiste a veces- en crear inter partes derecho originado en la única potestad del juez. Algunos autores han intentado sin embargo huir de esta conclusión, alegando el razonamiento siguiente: si el Código c i v i l prohibe al juez atrincherarse detrás del silencio de la ley para no emitir su juicio, ello se debe a que, en el pensamiento de sus creadores, la codificación del derecho francés tuvo por efecto desprender un conjunto de principios que habían de bastar ampliamente a todas las necesidades de la práctica y dentro de los cuales tenía el juez la seguridad de encontrar, en todo caso, elementos de solución para las causas judiciales. El art. 4 significaría también que no pueden los tribunales, en ningún caso, tomar como pretexto el silencio de la ley, ya que en ningún caso sería admisible semejante pretexto. Pero esta explicación, que no se aviene mucho con el contenido mismo del art. 4, se desmiente también por las declaraciones expresas emitidas por los redactores del Código c i v i l con referencia al alcance de su obra de codificación. Portalis, por ejemplo, afirma con claridad perfecta que la nueva legislación codificada no pretende de ningún modo proporcionar a la práctica judicial todas las soluciones que ésta habrá de formular para regular las relaciones litigiosas de derecho. Veamos, a este respecto, algunos extractos particularmente significativos del discurso preliminar presentado por Portalis en nombre de la comisión de redacción del Código civil . Partiendo de la confesión de. que "preverlo todo es un f i n imposible de alcanzar", el discurso preliminar declara que "por mucho que se haga, nunca las leyes positivas han de poder reemplazar el uso de la razón natural en los asuntos de la v i d a " . La razón de esto es que "las necesidades de la sociedad son tan variadas, la comunicación entre los hombres es tan activa, sus intereses tan multiplicados y sus relaciones tan extensas que no le es posible al legislador preverlo todo un código, por completo que pueda parecer, apenas se acaba cuando mil cuestiones inesperadas vienen a ofrecerse al magistrado. Numerosos asuntos se abandonan, pues, necesariamente al arbitrio de los
"Stórung der Rechtsordnung" (G. Meyer, op. cit., 6' ed., p. 618) ; pues la autoridad judicial no solamente tiene por labor o tarea hacer respetar el derecho preexistente, sino tambión resolver toda discusión entre litigantes mediante una solución que 1 brá de constituir para éstos derecho judicial y nuevo.
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jueces. . . La previsión de los legisladores es limitada. . . Sería, pues, un error pensar que pudiera exirtir un cuerpo de leyes que hubiera previsto por anticipado todos los casos posibles". Así pues, " t an imposible es prescindir de la jurisprudencia como prescindir de las leyes. A la jurisprudencia es a quien abandonamos los casos raros y extraordinarios, que no pueden entrar en el plan de una legislación razonable, los detalles demasiado variables y contenciosos, que no deben ocupar al legislador, y todos aquellos objetivos que sería inútil esforzarse en prever. La experiencia es la que ha de ir llenando sucesivamente los vacíos que dejamos". El alcance de estas explicaciones de Portalis se halla fuera de toda duda por la distinción que establece, a este respecto, entre las leyes criminales y las leyes civiles. En lo que concierne a las primeras, no puede el juez suplir su silencio. En cuanto a las segundas, el juez puede suplirlas como "arbitro esclarecido e imparcial". Tiene que juzgar, porque " l a justicia es la primera deuda de la soberanía". Esta última idea la desarrolla Portalis en los términos siguientes: " En las materias civiles, el debate se realiza entre dos o más ciudadanos. Una cuestión de propiedad o cualquier otra cuestión semejante no puede quedar indecisa entre ellos. No hay más remedio que pronunciar: de la manera que sea, hay que terminar el l i t i g i o . Si las partes no pueden ponerse de acuerdo ellas mismas, ¿qué hace entonces el Estado? En la imposibilidad de ofrecerles leyes sobre todos los objetos, les ofrece, en el magistrado público, un arbitro esclarecido e imparcial, cuya decisión les impide venir a las manos". De aquí la conclusión: "Reconocemos en los jueces la autoridad de estatuir respecto a aquellas cosas que no han sido determinadas por las leyes" (Fenet, Travaux préparatoires du Code civil, vol. i, pp. 467-476; Locré, La législation de la France, vol. i, pp. 256-265.1 8 Estas palabras de Portalis constituyen el comentario más claro al art. 4; indican que, tanto en la intención de sus redactores como en su fórmula expresa, dicho texto convierteal juez en un arbitro encargado de suplir las lagunas de la ley e investido, por lo tanto, de una función que —aunque, de hecho, los tribunales no tengan ocasión de ejercer ese arbitraje sino en muy raras ocasiones— no puede ser definida teóricamente y en principio como una simple función de aplicación de las leyes. 245. Cabe preguntarse, después de todo esto, cómo es que tantos autores mantienen aún la definición, tomada de los conceptos revolucionarios, según la cual juzgar es únicamente aplicar las leyes. Nada en los
18 El proyecto de la comisión gubernamental del año vin decía igualmente, en su libro preliminar, tít. v, art. 11: " E n las materias civiles, el juez, a falta de ley precisa, es un ministro de equidad"; art. 12: " E l juez que rehusa juzgar se hace culpable de denegación de justicia"; art. 13: " E n materia criminal, no puede el juez suplir a la ley en ningún caso" (Fenet, op. cit., vol. I I , p. 7).
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textos autoriza semejante concepto, y la verdad, por el contrario, es que cute concepto se halla en oposición directa con la disposición del art. 4 y las declaraciones formales del legislador de 1804. Pero la supervivencia de esta definición se explica por el hecho de que la creencia en la omnipotencia de la ley, o sea en su capacidad para preverlo y regularlo todo, no ha dejado de permanecer profundamente arraigada en el espíritu público francés. Las ideas de los hombres de la Constituyente en cuanto al cometido respectivo del legislador y el juez, su desconfianza respecto a la autoridad judicial, han persistido mucho después de la terminación de la Revolución. Prueba de ello se encuentra particularmente en las críticas vehementes que, durante la confección del Código civil , suscitaron algunos tribunales de apelación contra el principio del art. 4, y sobre todo en la resistencia porfiada que, como se sabe, opuso el Tribunado al título preliminar el Código civil y en particular a la disposición de dicho artículo 4 (ver particularmente Fenet, op. cit., vol. v i , pp. 150 ss.). Por lo demás, se ha creído encontrar en favor de la doctrina nacida de la Revolución un argumento bastante sólido en algunas disposiciones, todavía vigentes, de la ley de 27 de noviembre-19 de diciembre de 1790 que creó el tribunal de casación. En efecto, si bien la institución de la consulta al legislador ha desaparecido del derecho francés, así como la dependencia de la corte de casación respecto del cuerpo legislativo, por otra narte, sin embargo, debe observarse que, conforme a la ley de su fundación, la corte suprema, aun actualmente, no está autorizada para casar una decisión judicial sino únicamente "por contravención expresa al texto de la ley". Ningún texto posterior ha modificado esta disposición limitativa del art. 3 de la ley de 1790. El art. 7 de la ley de 20 de abril de 1810, por el contrario, la confirmó; y por esto, todavía hoy día, cualquier decisión de la corte suprema que pronuncie una casación, tiene especial cuidado de especificar el texto legal cuya violación o indebida aplicación constituye el fundamento mismo y la justificación jurídica de la casación pronunciada. ¿No constituye esto la prueba más clara del " r e i no exclusivo de la ley como fuente de decisiones judiciales"? (Geny, op. cit., p. 7 8 ) . Y el hecho mismo de que, según el derecho positivo v i gente, tenga la corte de casación por misión única la de casar por infracción de ley, ¿no implica manifiestamente que las decisiones judiciales sólo consisten en la aplicación de los textos legislativos? Es difícil negar, en efecto, que la disposición no abrogada del art. 3 de la ley de 1790 constituya, en el derecho actual, un vestigio del antiguo concepto que reducía los tribunales a un cometido de pura aplicación de las leyes y que también, por consiguiente, sólo confería al tribunal de casación el poder de anular sus sentencias por causa de infracción de ley.
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Pero precisamente porque este concepto se halla actualmente en contradicción con el conjunto de la legislación referente al alcance de la función judicial, con el art. 4 del Código Civil, con la ley de 1837 que reconoce a la corte de casación una potestad jurisdiccional que va mucho más allá de su poder originario de pura anulación, se ha dado el caso de que durante el siglo XIX, la corte suprema ha intentado continuamente, y ha conseguido un amplio grado, salirse de las limitaciones anticuadas del art. 3, transformando el antiguo control que ejercía sobre los juicios, desde el punto de vista exclusivo de su conformidad con los textos, en un control muchísimo más amplio, que se refiere, de un modo general, a la legalidad del derecho llamado inter partes por las resoluciones de justicia. Indudablemente, la corte de casación expresa con todo cuidado su diferencia hacia la ley que la instituyó, refiriendo siempre las anulaciones que pronuncia a un texto legal. No por ello deja de ser cierto que, desde su fundación y por su propia jurisprudencia, la corte suprema ha modificado notablemente y ha ampliado su poder de control sobre los tribunales que de penden de su censura. Esto es lo que ha demostrado perfectamente Geny (op. Cit., núms. 45 y 117-183). Este autor expresa y resume la transformación operada en el control de la corte se casación, bien sea lo que a su naturaleza se refiere, bien sea en lo que concierne a su extensión, repitiendo en diferentes ocasiones (pp. 77, 78, 85, 557, 563 y 568) que hoy en día es “interprete soberana para el conjunto del campo jurídico privado”, que “ejerce una completa soberanía de interpretación en toda la esfera jurídica (privada)”, que “tiene control y la dirección soberana de toda la interpretación jurídica”, y finalmente que “tiene la plenitud de control y que posee una soberanía general” en materia jurisdiccional (pp.559 y 570). Esta evolución era inevitable. En efecto, desde el momento que se había reconocido que los tribunales no se limitan a realizar la aplicación de las leyes vigentes, sino que además pueden pronunciar derecho para colmar las lagunas de la legislación, se hacía indispensable también que el control de la corte suprema sobre las decisiones de los tribunales pudiera ejercerse no solamente a fin de comprobar su legalidad propiamente dicha y de salvaguardar así la aplicación de las leyes, sino también a fin de vigilar, desde el punto de vista de su valor intrínseco, el derecho creado por los jueces ante el silencio de la ley. Pues si no, los tribunales, en el caso en que la ley no diga nada, al hallarse a la vez libertados de la estricta obligación de seguir los textos y la censura de la corte de casación, hubieran adquirido una facultad de estatuir arbitrariamente, que no hubiera dejado de presentar grandes inconvenientes y hasta verdadero peligro para los justiciables. Estos inconvenientes hubieran sido particularmente sensibles en el caso en que, respecto de una
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cuestión de derecho no regulada por un texto, existiera una jurisprudencia que tuviera cierta solidez; no hubiera sido admisible que algunos tribunales hubieran podido prescindir de esta jurisprudencia, rompiendo su unidad bien establecida, y rehusado a los litigantes a un beneficio con el cual estos hubieran podido contar. Es una palabra y de un modo general, si es necesario que los fallos que aplican e interpretan las leyes se hallen sometidos a un control de la legalidad, con mayor razón se hace sentir esta necesidad de control por lo que se refiere a aquellos otros en los que el tribunal pronuncia el derecho por sus propios medios. La corte de casación, por otra parte, ha necesitado una gran prudencia y verdadera habilidad para conseguir extender su inspección a esta última clase de sentencias. Regularmente, por la ley que gobierna su actividad, instituida con objeto de impedir que se lesione la integridad de las leyes, y al no tener que examinar las resoluciones impugnadas más que desde el punto de vista de su conformidad extrínseca con los textos formales, la corte suprema no hubiera debido ocuparse de estos arbitrajes que ejerce el juez en virtud de su propia potestad y fuera de la esfera reglamentada por las leyes. Pero, por una parte, la misma naturaleza de las cosas exigía que, en una esfera donde impera libremente la apreciación propia de la autoridad jurisdiccional, la corte de casación fuera especialmente llamada a intervenir, ya que, en el estado de la organización judicial francesa, presenta esta corte, en el grado más elevado, las garantías de alta sabiduría que son las únicas que pueden justificar la existencia de semejante poder de apreciación libre de los tribunales. Por otra parte, la corte de casación ha podido realizar esta extensión gracias al hecho de que ella misma no esta subordinada a ningún control superior, y al hallarse así dueña soberana de determinar los casos en los cuales existe violación de la ley, al pronunciar por si misma la casación, ha podido ejercer su influencia sobre todas las decisiones de los jueces que dependen de ella, es decir, tanto sobre lasque pronuncian derecho extralegal como sobre aquellas que se formulan en aplicación a las leyes. De esta extensión del primitivo cometido de la corte suprema ha resultado la importante consecuencia de que a su tarea ordinaria, que solo consistía en vigilar la aplicación de las leyes con objeto de salvaguardar la unidad de la legislación, se ha añadido una segunda facultad, que en la de asegurar la unidad de jurisprudencia. Pero de esta misma evolución ha surgido otra consecuencia no menos considerable. Según su estudio inicial, el tribunal de casación no habría de conocer del fondo de los asuntos, y especialmente no podía inmiscuirse en el examen de los hechos constitutivos de los casos particulares; por razón misma del objeto especial de su misión, debía colocarse por encima y fuera del caso
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particular, para estatuir, de una manera en cierto modo ideal, respecto a la validez legal del juicio recurrido. Esta absoluta separación entre el punto de derecho y el punto de hecho no ha podido mantenerse íntegramente. En efecto, en los casos en que en ausencia de reglamentación legislativa, los tribunales hubieron de ejercer, entre los litigantes, el arbitraje que consiste en pronunciar el derecho según los hechos de la causa, la misión que reconoció a sí misma la corte suprema, de controlar el derecho pronunciado de ese modo, tenía que llevarla forzosamente a un examen de los hechos de referencia, puesto que en tal hipótesis, el derecho pronunciado por los jueces “se sale de los hechos mismos”, como lo declara Geny (op. Cit., p. 565); y por consiguiente es imposible aislarlo de esos hechos. Indudablemente, los tribunales cuya sentencia es remitida a la corte suprema tiene un poder soberano en lo que se refiere al puro conocimientote los hechos, pero al menos caen bajo el control de la corte de casación las soluciones jurídicas que adoptan en consideración de los hechos, y por lo mismo, aquella ha de examinar estos hechos, por lo menos desde el punto de vista de la determinación del derecho judicial que debe aplicárseles. Finalmente, pues, ejerce la facultad de casar las decisiones impugnadas ante ella, incluso en ausencia de toda violación formal de las leyes, y por el solo hecho de que la solución de derecho aplicada a los hechos del proceso no le parece conveniente apropiada a estos; más aun, llega hasta ocuparse especialmente de los hechos con objeto de establecer el reglamento de derecho que debe ser adoptado a ellos. En todos estos aspectos se puede decir de nuevo (cf. nº 243, supra) que la corte de casación esta a punto de constituir un nuevo grado de jurisdicción, pues se parece cada vez más a un tribunal de instancia superior, al que las partes, después de haber agotado las jurisdicciones subalternas, se dirigen de nuevo para que se pronuncie el derecho que habrá de terminar su proceso. Esta transformación del cometido original de la corte suprema confirme que, en el estado del derecho positivo francés, la función jurisdiccional no se reduce a la pura aplicación de las leyes. 246. Después de haber dejado sentado que la función jurisdiccional no consiste únicamente en aplicar e interpretar las leyes, sino que también comprende una amplia facultad de pronunciar nuevo derecho, conviene ahora indicar los limites de esta potestad creadora de las autoridades judiciales. Las limitaciones que entraña la potestad jurisdiccional derivan todas ellas del principio fundamenta de que no pueden los jueces, de ningún modo, inmiscuirse en el ejercicio de la función legislativa, ni invadir las atribuciones reservadas al órgano de la legislación. Es este un principio que ha sido formulado con gran firmeza por múltiples textos de la época revolucionaria. La ley sobre la organización judicial de
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16-24 de agosto de 1970 (tít. II, arts. 10 y 12) prohibía ya a los tribunales “tomar directa o indirectamente cualquier parte en el ejercicio del poder legislativo”, y deducía de esto especialmente que “no podía hacer reglamentos”. La Constitución de 1791 (tít. III, cap. V, art. 3) renueva la misma prohibición en los siguientes términos: “Los tribunales no pueden inmiscuirse en el ejercicio de l poder legislativo ni suspender la ejecución de las leyes”. La constitución del año III. (art.203) repite que “los jueces no pueden inmiscuirse en el ejercicio del poder legislativo ni hacer reglamento alguno”. Después de terminarse la Revolución, estos principios se vieron confirmados por el art. 5 del Código civil, que dice: “Queda prohibido a los jueces pronunciarse por vía de disposición general y reglamentaria sobre las causas que les son sometidas”. Y el art. 127-1° del Código penal sanciona estas prohibiciones dictando penas contra las autoridades judiciales que resulten culpables se semejantes invasiones. Todas estas disposiciones no son sino la aplicación del principio de separación de poderes legislativo y judicial, que, desde 1789, ha sido tan solidamente establecido en Francia, especialmente contra jueces. Pero entonces estos textos parecen suscitar inmediatamente una grave objeción en contra del concepto sostenido anteriormente y que admite en el juez un poder creador del derecho. Pues, en principio, la creación de una disposición jurídica (de un Rechtssatz, según la expresión técnica alemana), sea a titulo de regla general, sea a titulo de prescripción destinada a regir un caso individual, presenta un carácter de decisión inicial, y por este mismo motivo constituye un acto de potestad legislativa, que entra normalmente dentro de la competencia exclusiva del órgano legislativo. Así pues, el principio de la separación de los poderes legislativos y judicial parece excluir de una manera imperiosa toda posibilidad de reconocer al juez la facultad de pronunciar derecho que no haya sido ya consagrado por las leyes. Esta consideración constitucional ejerció gran influencia en la formación de las ideas relativas a la función jurisdiccional. Contribuyo notablemente a crear en los autores ese estado de espíritu que consiste en no ver la jurisdicción sino una potestad de reconocimiento y aplicación del derecho vigente. Este estado de espíritu se manifiesta, todavía actualmente, en las definiciones corrientes de la función jurisdiccional, por ejemplo en las que propone Duguit (L’Etat, Vol. I, pp. 416 ss.; Traité, vol. I, pp. 263 ss). Según dicho autor, la jurisdicción no tiene más objeto ni más razón de ser que la de “reconocer” el derecho existente, comprobarlo y declararlo, a fin de asegurar su realización. Deguit insiste en el que el juez no tiene que realizar obra creadora, pues su cometido se limita a reconocer y a emitir “una decisión que es la consecuencia natu-
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ral y lógica del reconocimiento". Necesariamente también, este reconocimiento presupone derecho ya existente, y por ello este autor termina reproduciendo la máxima trivial : "Los juicios no crean derechos, sino que los reconocen". Ahora bien, ¿cuál es el origen de estos derechos, de los que el juez ha de limitarse a comprobar y afirmar la existencia? Ese origen no puede ser otro que la ley, y esto es lo que atestigua Duguit, cuando dice: " La decisión del Estado-juez es una decisión que debe ser la consecuencia lógica de la l e y " (Manuel de droit constitutionnel, ed., p. 249). Así pues, esta doctrina conduce a la conclusión de que la función jurisdiccional consiste, en suma, en pronunciar el derecho legal. Esto es lo que otros autores, como Artur (Revue du droit public, vol. X , p. 227), expresan directamente diciendo: " E l juez tiene por misión esencial y única aplicar la ley". Si se saliera de esta esfera, si él mismo creara derecho, usurparía la potestad del legislador. Es innegable, en efecto, que el juez que por su propia iniciativa crea una solución jurídica para la solución de un l i t i g i o , ejerce con ello un poder que, en sí, es de esencia legislativa (ver n9 250, infra).19 Tal era, indudablemente, el punto de vista en el que se colocaban los textos antes citados de la época revolucionaria, cuando prohibían a los tribunales inmiscuirse, de cualquier forma que fuera, en las funciones del legislador. Por eso también la legislación de entonces reservaba a los jueces la facultad de dirigirse al legislador, cuando no encontraban en las leyes vigentes los elementos de una solución suficiente de las cuestiones que les eran sometidas (ley de 16-24 de agosto de 1790, tít. n, art. 12; ver 242, supra). Pero desde que esa institución de la consulta al legislador fué suprimida, y desde que se impuso al juez la estricta obligación de resolver por sí mismo y en todos los casos todos los procesos que se le presentan, el alcance de la separación de los poderes legislativo y judicial, tal como había sido concebido durante la Revolución en contra de los tribunales, ha sufrido una modificación, mejor dicho una restricción, notable. Desde el momento en que el juez estaba obligado a estatuir, incluso ante el silencio de la ley, ¿cómo se hubiera podido mantener en su contra la prohibición de crear, por su propia sentencia, la solución de derecho que no encuentra en los textos, actuando así a modo de legislador? Por eso debe observarse que el Código c i v i l , después de haber for19 Este punto no fué advertido por Geny (op. cit., p. 181). Esto se debe a que dicho autor, al limitar sus penetrantes estudios a la función judicial, no se ocupó en averiguar por sí mismo cuál es, en derecho constitucional francés, el concepto preciso que debemos formarnos de la ley. Se limita" a reproducir a este respecto la opinión común, y declara que "lo que especifica la función legislativa, es el carácter general y permanente de sus disposiciones". Y por consiguiente, declara que el juez que crea derecho para solucionar un caso determinado no realiza obra legislativa.
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mulado en principio, en su art. 4, que los jueces no podrán dejar ningún litigio sin solución, no reproduce en su contra sino una sola de las consecuencias de las prohibiciones formuladas por la legislación revolucionaria: la de estatuir por vía de disposición general (art. 5). Ya no cabe, pues, desde 1804, prevalerse de los textos de la época intermedia para negar a la autoridad jurisdiccional a la facultad de esencia legislativa que consiste en crear derecho, y existe aquí, en el caso de laguna de la ley, un poder de creación que puede ejercerse tanto por el juez como por el legislador. Ahora bien, este derecho de creación jurisdiccional no puede ser dictado en forma de prescripción reglamentaria, como lo especifica el art. 5. Y por otra parte, se infiere de los principios generales del derecho público –sin que el Código civil tenga necesidad de recordarlo- que las decisiones jurisdiccionales jamás pueden contradecir las leyes vigentes ni abrogarlas. Estas son las únicas causas de la limitación a la potestad creadora de los tribunales que subsistan hoy en día en virtud del principio de separación de los poderes legislativo y judicial. 247. En primer lugar, si el juez esta capacitado para crear algunas veces nuevo derecho, le esta prohibido darle a estas decisiones la forma y el valor de las reglas generales. Esta prohibición se aplica lo mismo a aquellas sentencias que solo reconocen y declaran el derecho legal que a las que pronuncian el derecho praeter legem. Por lo que se refiere a estas ultimas, es cierto que se parecen a las decisiones legislativas por su carácter de novedad; pero entre ellas y las leyes existe la enorme diferencia de que la ley pueda crear el derecho, y lo crea habitualmente, por vía de prescripción general y a titulo de estatuto de la comunidad, mientras que la sentencia de una autoridad jurisdiccional, en principio, no tiene más alcance que el de la solución de un caso particular, dictada a titulo individual y que no origina sino derecho ínter partes. Emitida para las necesidades de la causa, es decir, para la solución necesaria de un litigio, esta sentencia tan solo tiene valor con respecto a la causa a la que se aplica. Indudablemente, una decisión judicial que viene a establecer un principio jurídico nuevo sirve como la ley a las partes para la que ha sido formulada, pero solo vale como tal para el caso particular a que se refiere. El acto jurisdiccional no tiene, pues, la potestad propia del acto legislativo, pues tan solo su parte dispositiva posee fuerza de cosa juzgada (art. 1341, Código civil). Lo mismo ocurre incluso con las resoluciones de la corte de casación, pues cualquiera que sea su alto alcance doctrinal, carecen de fuerza legislativa y no obligan – salvo el caso previsto en la ley del 1° de abril de 1837- a los tribunales que dependen de dicha corte, como tampoco la obligan a ella misma. Así pues, en sus relaciones con la potestad jurisdiccional, se caracteriza la potestad legislativa, no ya como un poder de crear soluciones
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de derecho, ya que este es un poder que en cierto modo es común al juez y al legislador, sino como el poder de crear reglas generales.20 Este poder de estatuir generaliter, en efecto, se le niega al juez, que, por los que a derecho se refiere, no puede sino crear derecho in concreto, o sea para un caso particular. En este sentido y por la misma razón es por lo que hay que afirmar enérgicamente que la jurisprudencia, en Francia, no puede de ningún modo considerarse como una fuente general de derecho positivo, como ocurre en Inglaterra. Todos los esfuerzos que se han intentado para atribuirle ese carácter de fuente de derecho (ver a este respecto Geny, op. Cit., pp. 426 ss.) están destinados a tropezar con la regla constitucional que acaba de recordarse y que por lo mismo que limita el valor de las decisiones jurisdiccionales al caso para el cual se han distado, excluye rigurosamente la posibilidad de admitir que puedan constituir jamás una orden jurídica capaz de regir los casos venideros. En resumen, pues, no puede la autoridad jurisdiccional erigir en regla común el derecho que a veces se ve llamada a pronunciar de un modo inicial para resolver los procesos. El derecho pronunciado por el juez no vale sino como derecho in concreto, o sea para el caso particular, y en esto, legis vicem non obtinet.21 Al recordar esta fórmula romana no
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Se ha visto no obstante (núms.. 98, 111 ss., supra que la generalidad de la disposición no puede considerarse como el criterio o característica absoluta de la ley. En efecto, si en su comparación con la jurisdicción se caracteriza la legislación por el poder que tiene el legislador de fundar el derecho a título de prescripciones generales, este criterio deja de ser exacto en las relaciones de la potestad administrativa, pues se ha comprobado que esta ultima entraña, lo mismo que la legislación, el poder de emitir regalas generales. 21 Existe en esto, seguramente, una causa de inferioridad del derecho pronunciado por el juez con respecto al derecho dictado en forma de regla general por el legislador; el sistema de las decisiones jurisdiccionales particulares perjudica la estabilidad del derecho y engendra la inseguridad para los justiciables. Pero esta imperfección, por desagradable que sea, tiene su contrapeso, en su parte, con preciadas ventajas. De todos los defectos inherentes a las instituciones jurídicas, quizás no haya ninguno más grave, en los tiempos modernos, que el que resulta del sistema que consiste en establecer el orden jurídico aplicable a los particulares por la vía de reglas generales formuladas por anticipado y destinadas a regir indistintamente todo un conjunto de casos que suponen se de la misma naturaleza. El temor a lo arbitrario, la desconfianza respecto de las autoridades publicas y el deseo de limitar su potestad, finalmente la pasión por la igualdad llevada a su extremo, han sido la causa de que la evolución del derecho, en este aspecto, se haya orientado en un sentido opuesto al progreso de la ciencia médica, la cual por el contrario, dícese, tiende a reconocer, en cada uno de los casos individuales que ha de tratar, una especie particular, que suscita un nuevo problema y necesita un tratamiento apropiado al sujeto. Al contrario de este método, el legislador aborda y resuelve los problemas de orden jurídico como si cada una de las categorías de relaciones de derecho que considera, pudieran reducirse a un tipo abstracto, inmutable, susceptible de regularse de una vez por todas por una prescripción fija e invariable. Y los creadores de las leyes se dan
477 perfectamente cuenta, sin embargo de que sus reglas generales son llamadas a aplicarse a situaciones múl-
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FUNCION JURISDICCIONAL
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se puede por menos de pensar en que la distinción que se establece hoy entre la protestad jurisdiccional y la potestad legislativa había sido ya claramente advertida por los romanos. La sacaron a la luz a propósito de los poderes de orden judicial del pretor. Indican los textos que, en virtud de su potestad de judicii datio, el pretor tenía la jurisdictio, y por lo tanto podía jus dicere, pero no podía jus facere, según la expresión de los intérpretes modernos. En otros términos, el magistrado tiene ciertamente el poder de crear, entre las partes actuantes, situaciones jurídicas que para ellas son equivalentes a las que pudieran resultar de una ley, pero el pretor queda declarado como incapaz de crear derecho, en el sentido de que sus decisiones solo tienen el valor de soluciones jurisdiccionales que se aplican a casos litigiosos y que no se refieren a un poder general de crear derecho, poder este ultimo que solo pertenece al legislador. Incluso el edicto honorario, a pesar de su parecido esencial tan notable con la ley, a pesar también de la generalidad de sus disposiciones, no tenia, propiamente hablado, valor legislativo, ya que el magistrado sólo
tiples que habrán de ser de hecho muy desiguales, así como ocurre muy frecuentemente que las cuestiones presentadas ante el legislador se refieren a intereses contradictorios y por su naturaleza han de resolverse de manera muy diferente según el punto de vista político o económico, individual o general, desde que el se las examine, resulta de ello de la ley , al tratar de conciliar todos los intereses y tener en cuenta todas las consideraciones presentes, se que a veces con soluciones intermedias, que tienen el carácter de compromisos entre postulados opuestos (cf. p. 250,n. 2). El gran defecto de esta forma de proceder es que haca caso omiso, precisamente, de las circunstancias particulares que en cada caso concreto, confieren a una situación o a una cuestión jurídica de su verdadero significado y que por lo tanto, deberían de terminar la solución que habría de aplicarse. Por eso es por lo que el régimen de la reglamentación legislativa por vía de disposición general no puede engendrar, bajo cierto aspecto, sino un mínimo de justicia, así como solo realiza, a veces, una de igualdad. El sistema de las decisiones jurisdiccionales concretas, ósea para casos particulares, permite al juez conceder todo su valor a aquellos hechos de la causa que imprimen a esta su carácter particular y que, por consiguiente, merecen ser tomados en preponderante consideración en la búsqueda de la decisión que habrá de adoptarse. En lugar de la solución preconcebida con referencia a un caso ideal, considerado por el legislador como el caso mas habitual o corriente, pero que en la practica solo muy raras veces habrá de presentarse bajo el aspecto teórico como fue previsto solución mixta y neutra que tal vez excluya lo arbitrario, pero cuya ciega aplicación, a veces , no satisface ni la razón, ni, sobre todo , la equidad - ,el juez tendrá la facultad de matizar su decisión, adaptándola lo mas cercano posible a las particularidades de la causa sobre la cual ha de estatuir. Bien es verdad que esta libertad de apreciación jurisdiccional supone jueces dotados de gran discernimiento y cuya absoluta rectitud esté plenamente asegurada, Ya se observo anteriormente (pp. 232-233) que para el Estado moderno pueda hallarse a la altura de sus cometidos y a hacer frente a las complejidades de la vida contemporánea, tiene necesidad de estar secundado por agentes que presentas sólidas garantías de valor personal, que permitan que lo pueda confiar poderes suficientemente amplios, mas bien que por agentes mediocres, en los cuales la mediocridad se compense por la carencia de poderes.
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anunciaba en el las condiciones en las cuales habría de ejercer su poder jurisdiccional y de procedimiento durante el ejercicio de su cargo. 248. Del principio de subordinación de los tribunales a las leyes deriva una segunda serie de limitaciones a la potestad jurisdiccional. Del hecho de la autoridad jurisdiccional se halla investida de la facultad de suplir las lagunas de ley no se infiere que pueda aquella, ante el silencio de esta, adoptar cualquier solución particular que se le parezca conveniente. Por amplia que a veces pueda ser la potestad creadora de los tribunales, resulta siempre que no pueden dictar ninguna solución que contravenga en cualquier grado a las disposiciones de las leyes vigentes. Este principio tiene por efecto reducir notablemente a la facultad de decisión inicial que reconoce a dicho tribunales el art. 4 del código civil. En la esfera del derecho privado, por ejemplo, ah señalado Geny (op. Cit., p. 522). Que el juez no puede crear discapacidad jurídica alguna distinta a aquellas que están previstas en las leyes, pues según los principios de la legislación civil, las incapacidades son de derecho escrito, en el sentido de que la lista de las mismas solo puede ser ampliada por el mismo legislador. Igualmente, no se le permite al juez crear restricciones al principio legal de la libertad de contratación. Por idénticos motivos, es evidente que los tribunales de represión puedan pronunciar las cadenas penales que aquellas que tienen su base en un texto legal (cf. p. 668, supra). El código penal, en efecto, dice en su art. 4 de nadie puede ser castigado si en virtud de una disposición legislativa que pronuncie la sanción y determine la pena. En la esfera del derecho público se pueden hacer análogas reservas en lo que concierne a las dificultades litigiosas que pueden suscitarse entre los particulares y el Estado. Evidentemente los tribunales administrativos, lo mismo que los judiciales, están obligados a resolver todos los procesos que se les presentan, y por lo mismo pueden ser llamados también a suplir las lagunas de la legislación, creando con sus sentencias derecho in concreto aplicable a casos particulares. De donde se infiere la notable consecuencia de que la autoridad administrativa, en cuanto ejerce la función jurisdiccional, tiene cierto poder de creación, (Hauriou, op. Cit., pp. 101,960 ss.),22 mientras que, en sus cometidos de administración propiamente dicha, tan solo tiene poderes de ejecución de las le-
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Como ejemplo del “poder propio” de la justicia administrativa, Hauriou (loc, cit., p.79) señale especialmente que le corresponde a dicha justicia determinar cuales son los “actos de gobierno”. Bien es verdad que esta determinación, en ultimo termino, depende de la jurisprudencia administrativa; sin embargo, hay que observar que el juez administrativo, a este respecto, no tiene potestad incondicionada, y su verdadero papel consiste únicamente en indagar y decidir cuales son, según la Constitución, los actos que entran dentro de la categoría de actos de gobierno (cf. núms.. 176-177, supra).
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yes. Es sabido especialmente cuan considerable ha sido la letra creadora de la jurisprudencia del Consejo de Estado en materia de extralimitación de poderes. Ha sido su carácter innovador el que le ha valido a dicha jurisprudencia el calificativo de “pretoriana”. Ha sido pretoriana, dice Laferriere (op. Cit., 2 ed., vol. II, p. 412), en primer lugar por su objeto, que ha sido el “colmar las lagunas del derecho antiguo y a suavizar el rigor del mismo”. Ha sido también pretoriana, además, dice Hauriou (op. Cit.,8ª ed., p. 436) por sus resultados, que han sido “crear el derecho introduciéndolo en regiones nuevas”.23 Sin embargo , no cabe duda de que el juez administrativo no podría, bajo el pretexto de arbitraje entre los administrados y los administradores, tomar una solución que implicara para estos un aumento de poderes, ya que esto constituye un principio de derecho publico actual el que los administradores no tengan mas poderes de los que reciben de las leyes. Así mismo, la autoridad jurisdiccional, no podría emplear su potestad creadora para originar, a cargo de los administrados, obligaciones que no le estén impuestas por las leyes. Por otra parte, no se puede concebir que un tribunal, sea el que fuere, limite por su propia iniciativa la potestad creadora del Estado, pues solo el Estado, actuando por medio de su órgano supremo, puede imponerse semejante limitaciones, y autoridades subalternas tales como, los tribunales no le esta permitido usurpar ese cometido de limitación que las igualaría a las mas altas autoridades estatales. Por todas estas razones, el poder creados de lo jueces, dentro de la esfera el derecho publico, es por lo tanto bastante restringido (cf. n° 77, supra y n° 404,Infra ). La subordinación de la autoridad jurisdiccional a las leyes es, pues, el origen de importantes limitaciones a su potestad de creación jurisprudencial. Pero, en definida, estas limitaciones se refieren a princio de superioridad de la ley y no implica e las leyes vigentes basten a preverlo y a regular todo. Otra cosa es que reconocer que el juez solo puede ejercer su actividad dentro de los limites que le han sido trazados por las leyes; otra cosa es también pretender que toda solución jurisdiccional debe tener invariablemente su fundamento en un texto que la determine positivamente por anticipado. Pues por amplia que sea la interpretación que
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Es conveniente, por los demás, que las tendencias innovadoras de la jurisprudencia del consejo de estado se manifestaron especialmente durante la época en que las decisiones de esta sablea en materia contenciosa solo era emitidas a titulo de parecer o dictamen, y en que por lo tanto sus innovaciones podían apoyarse en la potestad jerárquica de jefe de estado. Desde que la ley de 24 de mayo de 1872 concedió al consejo de Estado poder propio en materia contenciosa, Hauriou hace observar que “el desarrollo del recurso por exceso de poder parece haberse detenido, por lo menos en lo que se refiere a la admisión de los mismos” (op. Cit., 8ª ed., p.439).
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se le quiera dar al principio de subordinación de los tribunales a las leyes, siempre les quedara cierto resquicio para el ejercicio de su potestad propia de decisión jurisdiccional. 194 Esto basta para que la función jurisdiccional no pueda calificarse integra y uniformemente como función de aplicación ejecutiva de las leyes. 2. DEFINICION DE LA FUNCION JURISDICCIONAL SEGÚN SUS CONDICIONES DE EJERCICIO 249. Es conveniente examinar ahora la segunda cuestión que se enuncio anteriormente (p. 631). Se trata de saber si la función jurisdiccional ha de considerarse como una manifestación principal, y esencialmente distinta, de la potestad del Estado, y si, por consiguiente, se deben contar con el Estado, desde el punto de vista funcional, tres grandes poderes. En caso de respuesta afirmativa, se trata, además, de saber en que sentido puede y debe considerarse a la jurisdicción como un tercer poder. En el momento de abordar este problema, importa recordar que, en una teoría jurídica de Estado, hay que situarse ante todo en el punto de vista jurídico para buscar su solución. No se trata de, en efecto, de saber si, por razón y según el análisis de sus elementos internos como puede considerarse la jurisdicción como una actividad diferente de las demás actividades estatales, sino que el punto capital del asunto es comprobar si el derecho positivo francés la considera como un potestad distinta de las potestades legislativa y ejecutiva. En contestación a este pregunta, debe observarse, ante todo, que la función jurisdiccional (según frases de Deguit, Traité, vol, I, nº 51, pero por cierto en distinto sentido a como la entiende este autor) es compleja. Según la definición que de la misma se ha dado anteriormente, tiene, en efecto, doble objeto. Unas veces consiste en reconocer y declarar a titulo jurisdiccional el derecho de cada uno, tal como resulta del orden jurídico vigente; y haya o no litigio, es una actividad que entra dentro de la función jurisdiccional. Otras veces también se ejerce con el objeto de resolver litigios, lo que constituye a si mismo un oficio jurisdiccional, sino que en este caso no habrá de consistir siempre innecesariamente en reconocer derechos preexistentes, pues puede ocurrir, además, que cree nuevo derecho. Importa, pues, distinguir, dentro de las jurisdicciones, dos clases de potestades. 250. En el caso de que el juez cree derecho, la jurisdicción en un
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Para no citar sino un ejemplo, se puede recordar aquí el papel desempeñado por la jurisprudencia en las cuestiones de derecho internacional privado.
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amplio grado, participa de los caracteres y de las facultades de la potestad legislativa, pues no solamente la autoridad jurisdiccional establece aquí una solución jurídica, que constituye entre las partes en litigio, y para la resolución de sus diferencias, el equivalente de una ley, sino que también ejerce un poder de decisión inicial que, en principio, sólo le corresponde al legislador. Indudablemente que el juez carece de la plenitud del poder legislativo. A diferencia del legislador, tan sólo puede estatuir sobre lo que ha de juzgar. Su sentencia en ningún caso puede contravenir ni derogar las leyes vigentes. Le está vedado pronunciar por vía de disposición general. En todos estos aspectos, no tiene el acto jurisdiccional la potestad del acto legislativo. Pero es un acto de naturaleza legislativa, en cuanto que suple la insuficiencia de las leyes pronunciando derecho praeter legem. Poco importa, a este respecto, que ese derecho no se cree a título reglamentario, sino como solución concreta e individual. Según el principio del derecho público francés, cualquier decisión que suponga creación de nuevo derecho, aunque sólo fuera a título particular, es decir, cualquier decisión que no se reduzca a la ejecución de las leyes existentes, es en sí una decisión legislativa. El juez que en un caso litigioso funda una proposición jurídica nueva (Rechtssatz), realiza, pues, lo que, en principio, sólo puede hacer el legislador. Realiza un acto de potestad legislativa.1 Es lo que ha tenido que reconocer en parte Geny; por más que no llegue a caracterizar la actividad creadora de los tribunales como una actividad de orden legislativo (ver n. 19, p. 674, supra), confiesa (op. cit., p. 459) que "la búsqueda que se le impone al juez en el terreno del derecho por descubrir aparece como muy análoga a la que le incumbe al mismo legislador". El art. I9 del Código civil suizo de 1907 expresa idéntica idea, sólo que en una fórmula más precisa y enérgica: "A falta de una disposición legal aplicable, el juez pronuncia.según las reglas que establecería si tuviera que actuar como legislador" 2 195
1951 No es posible, pues, aceptar la afirmación de Duguit (L'État, vol. i, p. 416) de que el acto jurisdiccional, "si creara una situación jurídica (nueva), sería un acto de administración". 2 Ver respecto de este texto el Exposé des .motifs de l'avant-projet du Code civil suisse (E. Huber), vol. i, pp. 30 ss.: "El juez debe estar autorizado para reconocer que el derecho escrito tiene sus lagunas, que ninguna interpretación puede rellenar. Y hecho este reconocimiento, pronuncia fundándose, no ya en una ley que fuera absolutamente completa, sino en el derecho que debe serlo, y crea él mismo la norma que estimaría justa y prudente en el cuadro del orden jurídico existente, si hiciera oficio de legislador". En el mismo sentido que el Código civil suizo, el art. 7 del Código civil austríaco de 1911 prescribía ya al juez, en caso de laguna en el derecho positivo vigente, buscar una solución en las "natürliche Rechtsgrundesátze". Por el contrario el Allgemeine preussische Landrecht, redactado bajo la influencia de las ideas de omnipotencia y de suficiencia universal de la legislación que dominaban a fines del siglo XVII, declaraba en su art. 49 que en el caso en que la ley no contenga decisión tomada en previsión del caso litigioso actual, debía recurrir el juez a los principios generales
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(cf. Rumpf, Gesetz una Richter, p. 19). Conviene, a propósito de esta clase de sentencias, recordar las palabras de Barnave, que aproximaba las sentencia» y las leyes diciendo: "La decisión de un juez no es más que un juicio particular, como las leyes son un juicio general" (Archives parlementaires, 1a serie, vol. xv, p. 410). Si Barnave pudo calificar la ley como juicio general, podría decirse, recíprocamente, que la sentencia del juez, al menos aquella que realiza una innovación, tiene el valor de una ley particular.3 La conclusión que se desprende de estas observaciones es que, bajo este primer aspecto, la función jurisdiccional sólo se distingue de la función legislativa por diferencias de forma. La creación de una prescripción jurídica cuyo objeto es regular en una forma nueva un caso individual puede tener lugar a veces en forma legislativa y a veces en forma jurisdiccional. La distinción entre estos dos modos de decisión es, por lo tanto, de orden formal. 251. Si se considera ahora el caso en que el juez se limita a aplicar al asunto que se le somete el derecho establecido por un texto legislativo, hay que reconocer que la función jurisdiccional, en esta ocasión, es de naturaleza ejecutiva, ya que se limita a poner en ejecución los principios establecidos por la legislación, y que sólo los aplica a los casos litigiosos u otros con objeto de asegurar su realización. Evidentemente, la misión ejecutiva del juez no es exactamente igual a la de los agentes de ejecución propiamente dichos, y la diferencia que existe entre ellas se desprende especialmente del hecho de que no le corresponde al juez hacer ejecutar sus propios juicios. Una vez que el juez ha estatuido sobre la aplicación de la ley, abandona el asunto, y son entonces los agentes especialmente ejecutivos los que intervienen para procurar la ejecución de la sentencia judicial. En esto se ve que la función jurisdiccional no es una función 196
196admitidos en el Landrecht y sacar de ellos, para la solución del litigio, el mejor partido posible. Estos principios generales del Landrecht, según dicho texto, se consideraban como suficientes para proveer a todas las necesidades de la práctica. 3 Cuando se dice que, en el silencio de la ley, se comporta el juez como el legislador, esto no significa, como pretende Jellinek (op. cit., pp. 167), que deba el juez en tal caso limitarse a buscar cuál sería, respecto de la cuestión de derecho que se le somete, la solución por la que se decidiría verosímilmente el órgano Iegislativo actualmente en funciones. El cometido del juez, a este respecto, no se reduce a una simple averiguación de la voluntad probable del legislador. Evidentemente, el juez, hasta en este caso, está obligado a respetar esta voluntad superior, en el sentido de que la solución que trata de buscar por sí mismo no debe, ni directa ni indirectamente, chocar con ninguna de las reglas contenidas en las leyes vigentes. Pero, con esta importante reserva, el juez ejerce aquí un poder realmente independiente y la verdad es que, en la medida en que las leyes existentes le dejan campo libre, se encuentra en el lugar del legislador; pues ha de buscar por sí mismo, igual que pudiera hacerlo el legislador, la solución que le parece más conveniente para la cuestión formulada ante él (ver en este sentido Heck, loe. cit., pp. 239 ssj. En esto es en lo que la competencia jurisdiccional aparece verdaderamente, en esta hipótesis, como una potestad creadora de soluciones de derecho
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actuante, sino que consiste únicamente en operaciones intelectuales, y se limita a emitir juicios. Sin embargo, si bien se mira, no hay más remedio que reconocer que cuando resuelve decidiendo aplicar la ley, el juez no tiene más objeto que preparar y asegurar la ejecución de la misma. Juzgar si la ley es aplicable, y de qué manera debe aplicarse, significa ya proveer a su ejecución. La autoridad jurisdiccional concurre, pues, a su manera, a la ejecución de las leyes, y en esto la función de jurisdicción se refiere al poder ejecutivo y entra dentro del concepto general de dicho poder. Y hasta se puede añadir que la jurisdicción, cuando consiste únicamente en aplicar leyes, es una función cuyo carácter es más estrictamente ejecutivo aún que el de la administración; pues el administrador recibe a menudo de la ley poderes más o menos amplios; le cabe elegir entre diversos medios y puede emplear los poderes que aquélla le confiere o, por el contrario, permanecer inactivo. La autoridad jurisdiccional, por el contrario, si se encuentra en presencia de un texto legislativo, tiene la estricta necesidad de aplicar las disposiciones del mismo a los litigios que ha de resolver. Así pues, la jurisdicción, por lo que precede, y según que cree derecho puramente jurisdiccional o que aplique derecho legal, entra en la definición, bien sea de la función legislativa, bien de la función administrativa. Hasta este momento, pues, no aparece como una manifestación principal e irreduciblemente distinta de la actividad estatal. Y en realidad parece indiscutible, en principio, que todas las manifestaciones de potestad estatal se reduzcan necesariamente a actos que tienen por contenido decisiones iniciales, o a actos de realización, y por consiguiente de ejecución subalterna de estas decisiones. En este sentido se ha podido decir que la potestad estatal sólo comprende dos funciones esenciales: la legislación y la ejecución. ¿Significa esto que desde el punto de vista jurídico la jurisdicción no deba de ningún modo considerarse como un poder distinto, ni que deba confundirse con la administración, o por lo menos aproximarse de ésta para no formar con ella sino una sola función principal? Tal conclusión es inadmisible. La desmiente el sistema del derecho público moderno, cuyas diferentes tendencias a este respecto han sido y son aún el separar cada vez más la administración y la justicia. El solo hecho de esta separación basta para probar que debe distinguirse a la justicia como un tercer poder. ¿Pero cuál es el fundamento preciso de esta distinción? Esto es lo que hay que averiguar ahora. 252. Los autores que sostienen la distinción entre funciones materiales y formales declaran que, para apreciar si la función jurisdiccional constituye una función especial, hay que hacer abstracción de las condiciones orgánicas en las cuales se ejerce, y fijarse únicamente en el exa
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men de su naturaleza y de sus caracteres intrínsecos. Es evidente que, desde el punto de vista orgánico y por razones provenientes de la necesidad de asegurar a las partes las garantías de una buena justicia, la potestad jurisdiccional debe ejercerse y se ejerce en el Estado moderno por autoridades diferentes de los administradores ordinarios y en formas diferentes a las de la administración propiamente dicha. Pero no resulta de esto que la jurisdicción, considerada en sí misma, sea una función esencialmente distinta. Del hecho de que, bajo el aspecto orgánico, existan constitucionalmente tres poderes separados, no se infiere, dícese, que deba deducirse la conclusión de la distinción de tres funciones principales. Según la expresión de Bluntschli (Théorie genérale de ('État, trad. francesa, p. 443), de la "división subjetiva de los órganos" no se puede deducir la "distinción objetiva de las funciones". El razonar de este modo sería cometer una burda confusión entre las funciones del poder y los órganos del poder (cf. Duguit, L'État, vol. i, pp. 437 y 451; Orlando, Principes de droit public et constitutionnel, trad. francesa, p. 93). Para establecer que existen en el Estado tres poderes en el sentido funcional, la mayoría de los autores se han esforzado, pues, por encontrar una diferencia "material" entre la jurisdicción y las demás funciones, especialmente la función ejecutiva. ¿Cuáles son las razones que se han alegado, en este terreno, para justificar la doctrina de los tres poderes? 253. Algunos autores alegan como decisiva la consideración de que "el juicio es siempre previo a la ejecución" (Esmein, Éléments, 5* ed., p. 439). Así pues, en materia de represión penal, la autoridad encargada de hacer ejecutar las penas no puede cumplir la ley penal sino después de que el juez haya intervenido para pronunciar la pena legal. Y de un modo general, basta que se suscite una controversia con respecto a la aplicación de la ley, para que la ejecución de ésta, en principio, se suspenda hasta que un juicio haya fijado sí la ley es aplicable al caso y cómo ha de aplicarse. Este principio se realiza incluso en el caso en que se suscite una diferencia entre un administrado y la autoridad administrativa, referente a un acto que ésta se prepara a realizar o que ha empezado a realizar. Indudablemente la autoridad administrativa, en un amplio grado, goza del privilegio de poder hacer ejecutar sus decisiones a título provisional y sin necesidad de obtener previamente un juicio que le permita vencer las resistencias que se opongan a dicha ejecución. Sin embargo, cuando el sentido y el alcance de la ley en la cual el administrador pretende fundarse para actuar son impugnados, la suerte definitiva del acto y la cuestión de su validez queda en suspenso hasta que una autoridad jurisdiccional haya estatuido respecto a su legalidad, de modo que, incluso en este caso, corresponde a la autoridad jurisdiccional intervenir con objeto de fijar, en cada caso particular, la extensión de
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los poderes legales de los que se hallan investidos los administradores (ley del 24 de mayo de 1872, art. 24; Hauriou, op. cit., 8^ ed., pp. 395 ss.). Así pues, la autoridad jurisdiccional desempeña una función intermedia entre la legislación y la ejecución; lo que supone que la actividad del juez, que es consecutiva a la ley, pero que precede o condiciona la ejecución de la misma, constituye una manifestación de potestad estatal que es tan distinta del poder ejecutivo como del poder legislativo. Este es el punto de vista al que se adhiere Esmein. Pero se puede replicar que, al colocarse en este punto de vista, se hace muy difícil considerar, en la acción jurisdiccional, otra cosa que no sea una operación particular de ejecución; puesto que, desde el momento en que se reconoce que el juez interviene para decidir si la ejecución es posible y de qué manera ha de realizarse, hay que admitir, por lo mismo, que prepara dicha ejecución, y por consiguiente, se puede afirmar también que concurre en la misma. Es evidente, en efecto, que la potestad ejecutiva no se refiere únicamente a los actos de ejecución directa de las leyes, sino que comprende también todas aquellas operaciones que tienden a la realización de las prescripciones legislativas. El acto mediante el cual el juez comprueba y declara que la ley es aplicable a un caso determinado no es otra cosa sino una de estas operaciones. Se llega así a la conclusión de que la jurisdicción no es en sí una tercera gran función del Estado, sino que entra en la función general de -ejecución, de la que no es sino una rama particular. Se ha visto anteriormente (n 242) que éste era también el sentir de los constituyentes de 1789-1791, los que, partiendo de la idea de que la función jurisdiccional se reducía a aplicar las leyes para su ejecución, se detenían lógicamente en la conclusión de que sólo era una función de naturaleza ejecutiva.4 Esmein mismo parece adherirse a esta opinión, cuando escribe (loe. cit., p. 17) que "la administración de la justicia es un atributo de la soberanía, separado del haz del imperium", o sea del haz de los poderes comprendidos en el poder ejecutivo. No se puede reconocer mejor que la justicia es en sí una función de la misma naturaleza que aquellas a cuyo conjunto da dicho autor el nombre de poder ejecutivo, y Esmein añade que se encuentra separada del poder ejecutivo, por cuanto que "tiene órganos distintos o por lo menos reviste formas especiales". Estas son, en efecto, como se verá después, la verdadera característica y la única base jurídica de la distinción entre ambas funciones. 197
1974 Ver en este sentido las observaciones de Clermont-Tonnerre (Archives parlementaires, 1* serie, vol. XV, p. 425) : "El poder judicial, lo que se llama impropiamente poder judicial, es la aplicación de la ley o voluntad general a un hecho particular. No es, pues, en último término, sino la ejecución de la ley; pero esta ejecución tiene de particular que va precedida por una consulta, por un examen, que abraza a la vez la ley y el hecho".
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En el orden de ideas que acabamos de examinar, podríamos sin embargo dejarnos impresionar por la consideración de que la autoridad jurisdiccional está llamada, en el moderno Estado de derecho, a desempeñar el papel de arbitro y a servir de intermediaria entre los administrados y la autoridad administrativa, en los casos en que se entabla un recurso, por un administrado, contra un acto administrativo. Así, si depende de la función jurisdiccional el estatuir respecto de la regularidad de la acción administrativa, es necesario, al parecer, deducir de ello que, lejos de estar comprendida dentro de la administración, la jurisdicción domina a ésta y es, por consiguiente, distinta de ella. Esta conclusión parece imponerse sobre todo en los casos en que se suscita alguna dificultad respecto de la interpretación y de la aplicación de las leyes que determinan los poderes de las autoridades administrativas en sus relaciones con los administrados. En caso de una controversia de este género, el sistema del derecho público actual consiste en dar a interpretar estas leyes a una autoridad jurisdiccional, excluyendo a los administradores activos, de modo que la ejecución de estas leyes se descompone en dos partes o actividades distintas: en primer lugar se fija el alcance de la ley, y luego viene su ejecución propiamente dicha, que no puede realizarse sino después de que las operaciones jurisdiccionales hayan terminado y que, se entiende, ha de tener lugar conforme a las decisiones jurisdiccionales a las cuales se halla subordinada.5 Parece, pues, que desde el punto de vista jurídico se tienen que distinguir necesariamente, como consecuencia de la legislación, dos funciones claramente diferentes: la jurisdicción y la función ejecutiva. Parece igualmente que la aplicación o la interpretación jurisdiccional de la ley es esencialmente previa a su ejecución administrativa, 6 así como también el poder jurisdiccional está situado entre el poder legislativo y el poder ejecutivo. Todo esto es jurídicamente indiscutible, y todo esto implica realmente que, en derecho, la jurisdicción, por su organización y desde el punto de vista formal, debe ser una función especial, como se dirá después. Pero todo esto no demuestra que la jurisdicción, desde el punto de vista material, sea otra cosa que una función de naturaleza ejecutiva. Y precisamente en el caso al que nos acabamos de referir y en el que se trata de fijar el alcance de las leyes que regulan los poderes de la autoridad administrativa, existe un hecho que prueba claramente que la intervención de la jus198
1985 La función administrativa se encuentra así contenida entre la ley, de la cual no es sino la ejecución, y la justicia, que la mantiene dentro de la legalidad, En este sentido, se ha podido decir que la ley es el regulador y la justicia la barrera de la actividad administrativa (Gneist, Der Rechtsstaat, 2 ed., caps, II-in). 6 Se trata, por lo menos, de la ejecución definitiva, puesto que en general los recursos contra los actos administrativos carecen de efecto suspensivo.
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ticia sólo constituye un incidente de la ejecución. Este hecho es que la autoridad jurisdiccional no puede hacerse cargo del debate respecto de estas leyes sino en cuanto exista ya en el caso particular una decisión administrativa aplicable a la misma. Se hace alusión aquí a la necesidad de una decisión administrativa previa, que constituye una de las condiciones de la formación de lo contenciosoadministrativo, por lo menos en lo que se refiere a los asuntos que han de presentarse al Consejo de Estado (Hauriou, op. cit., 8^ ed., pp. 402 ss. y Les éléments du contentieux, pp. 46 ss.). Se infiere de esto que la interpretación de las leyes que determinan los poderes de la autoridad administrativa se injerta en su ejecución, de la cual aparecen, por lo tanto, como una parte integrante y como una dependencia. 254. Si se examinan las demás teorías que se han propuesto con objeto de fundar una distinción material entre la administración y la jurisdicción, hay que reconocer que se reducen todas, en el fondo, a la idea de que ambas funciones deben tenerse por esencialmente diferentes, por la razón de que se ejercen con fines muy diferentes. Así, por ejemplo, Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 511 ss.) opone la justicia a la administración alegando que ésta consiste en actuar con objeto de producir un efecto deseado previamente, y aquélla, por el contrario, no implica ningún designio preconcebido, ninguna actividad orientada hacia un resultado premeditado. Mientras que el acto administrativo presupone una voluntad inspirada en móviles interesados y que trata de alcanzar determinado fin escogido intencionalmente, en el ejercicio de la función jurisdiccional no interviene ningún movimiento de voluntad, sino que la resolución de justicia se limita a aplicar a un caso particular actual el derecho vigente, reconoce y declara derechos subjetivos mediante la aplicación del derecho objetivo; en esto, los juicios de los tribunales aparecen, no ya como actos que 'tienden a realizar una voluntad preconcebida, sino, así lo indica su nombre, como operaciones intelectuales, como juicios en el sentido lógico de la palabra, o sea "silogismos", dice Duguit (Traite, vol. I, p. 263), quien reproduce sobre este punto la definición de Laband. Realmente, Laband quiere decir que la administración y la justicia persiguen fines diferentes, pues una tiene por objeto satisfacer los intereses del Estado mediante el empleo de medidas apropiadas al resultado por obtener, y la otra sólo se preocupa de asegurar, mediante sentencias, la observación y la aplicación de las reglas establecidas por las leyes vigentes. Esta es también la base de distinción de las dos funciones que adoptan la mayoría de los autores alemanes. O. Mayer, por ejemplo (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 6 y 13), dice que "la justicia es la actividad del Estado para mantener el orden jurídico", mientras que "la ad-
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ministración es la actividad del Estado para la realización de sus fines".G. Meyer (op. cit., (y ed., pp. 27, 618 y 641) enseña igualmente que la administración y la justicia se diferencian una de otra en que la primera tiene por objeto proveer a intereses, mientras que la segunda no tiene más objetivo que el mantenimiento del derecho existente. Pero es Jellinek sobre todo el que ha desarrollado y precisado esta teoría de los fines. Según dicho autor (Gesetz und Verordnung, pp. 213-225; UÉtat moderne, ed. francesa, vol. u, pp. 317 ss.), la distinción material de las funciones se determina por la relación que existe entre las actividades estatales y los fines estatales. Estos se dividen esencialmente en fines de derecho por una parte y fines de potestad y de cultura por otra. Por lo que concierne especialmente a la administración y a la jurisdicción, su distinción material se funda precisamente en el hecho de que corresponden a esta dualidad de fines. Indudablemente, se aproximan una a otra por cuanto ambas se ejercen bajo el imperio del orden jurídico creado por la legislación, y por cuanto consisten también ambas en decisiones que estatuyen de un modo concreto con respecto a un caso especial o a una circunstancia determinada. Pero lo que las separa es el fin para el cual se ejercen respectivamente: por la jurisdicción, el Estado realiza únicamente su fin de derecho; por la administración, se esfuerza en realizar sus fines de potestad y de cultura. En la literatura francesa, este mismo criterio ha sido aceptado de nuevo por Artur, que le dedica, en su estudio sobre la "Séparation des pouvoirs et des fontions" (Revue du droit public, vol. XIII, pp. 218ss.) importantes desarrollos. Dicho autor formula claramente la cuestión de saber "si la función de administrar y la función de juzgar son idénticas, si constituyen una sola y misma función de la potestad pública"; y contesta que dichas dos funciones, por más que según él sean ejecutivas las dos, son "irreducibles una a otra". La razón que da de ello es que corresponden a misiones diferentes, por cuanto que no se ejercen con el mismo fin. Los administradores ejecutan la ley con objeto de proveer mediante sus actos ejecutivos a todas las necesidades de la comunidad nacional, exceptuando la necesidad de justicia. Los jueces ejecutan las leyes con el único fin de asegurar el respeto a las mismas. El administrador, al ejecutar la ley, no tiene generalmente como fin el de asegurar la realización de la ley por sí misma, sino que en verdad se sirve de la ley para alcanzar determinado resultado, que corresponde a intereses de orden administrativo. Ejecuta, pues, la ley con un fin que va más allá de la simple idea de ejecución. A decir verdad, la ejecución de las leyes, para la autoridad administrativa, no es sino un medio de acción con objeto de alcanzar los fines útiles que se propone. Para el juez, por el contrario, la ejecución de la ley constituye el único objetivo que pueda pro-
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ponerse legítimamente. Al tener que estatuir directa y exclusivamente respecto a una cuestión de aplicación de la ley, el juez sólo interviene para asegurar el mantenimiento de las prescripciones legales y sólo debe preocuparse de este fin. Así pues, el objetivo del administrador es la ventaja del Estado o el interés general, y el del juez la legalidad. De esta diferencia de fines se infiere, según la observación de Artur, que los poderes del administrador son mucho más flexibles y amplios que los del juez. Encerrado en una estricta misión de legalidad, el juez está obligado a aplicar estrictamente la ley a los casos que se le presentan; la relación que se establece entre la ley y él es una relación de estrecha subordinación, de ejecución obligatoria. La autoridad administrativa, por el contrario, tiene en sus relaciones con la ley cierta libertad de apreciación y de acción. La naturaleza misma de la función administrativa, en efecto, exige que la autoridad encargada de asegurar el debido orden, la salubridad, la seguridad pública, tenga la facultad de apreciar, según las circunstancias, las medidas que, en virtud de las leyes, convendrá tomar con objeto de alcanzar esos fines. Es por lo que puede caracterizarse la misión del administrador diciendo que consiste en tomar de las leyes vigentes los medios de acción que, en cada ocasión, parezcan los más propios para dar satisfacción a los intereses cuya guardia tiene. Esto explica que el administrador, si lo juzga oportuno, pueda llegar a veces hasta a abstenerse de ejecutar la ley, es decir, hasta dejarla dormir, absteniéndose de hacer uso de los poderes que de la misma ha recibido. Se han expresado estas mismas ideas diciendo que la jurisdicción consiste en pura ejecución de las leyes, mientras que la administración, junto a la ejecución propiamente dicha, entraña un poder de actuar libremente dentro de los límites trazados por las prescripciones legales (G. Meyer, loe. cit., p. 27). En una palabra, la ley constituye, para el juez, un precepto cuya aplicación viene obligado a realizar fielmente, y en cuanto al administrador, la verdad es, más bien, que la ley constituye una fuente de poder que le confiere el de hacer uso de tal o cual medida que pone a su disposición. Obligación estricta por un lado; poder más o menos amplio por el otro. Por este motivo es por lo que el recurrir al juez constituye, en favor de los interesados, una garantía de su derecho a la legalidad mucho más fuerte que la que resulta de recurrir a la autoridad administrativa. En todos estos aspectos, ambas potestades, administrativa y jurisdiccional, entrañan según Artur procedimientos ejecutivos tan esencialmente diferentes que no le parece posible aproximarlas o confundirlas en un poder o función única.7 199
1997 Idénticas ideas se han defendido en Alemania, especialmente por Ihering (Der Zweck ira Recht, y ed., vol. I, pp. 387 ss.), que formula el criterio de distinción entre la justicia y la administración diciendo que el juez ejerce una actividad encadenada, mientras que el
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255. Por diversos que sean sus respectivos procedimientos de ejecución, no parece que Artur haya demostrado realmente la dualidad de naturaleza de las funciones administrativa y jurisdiccional. Lo único que se desprende claramente de la teoría expuesta por dicho autor es que, por razón de la diversidad de sus fines, existe entre la administración y la justicia una notable diferencia respecto a la extensión de los poderes que entrañan para el administrador y para el juez. En sus relaciones con las leyes, la función administrativa es una función más libre que la función jurisdiccional. Esto, evidentemente, es muy interesante de observar, pero no basta para probar que exista entre ambas funciones una diferencia material, es decir, una diferencia que consista en que la decisión administrativa y la decisión jurisdiccional, consideradas en sí, tengan una naturaleza absolutamente diferente. El hecho de que una función sea más o menos libre, no basta para modificar la naturaleza intrínseca de esta función. Por consiguiente, la administración y la justicia no pueden diferenciarse irreductiblemente entre sí por el grado variable de libertad que suponen en provecho de sus agentes de ejecución respectiva. La argumentación de Laband y de Jellinek tampoco es decisiva. Por lo que concierne al primero de dichos autores, su afirmación de que la jurisdicción consiste en operaciones lógicas y mentales no es enteramente exacta. Como hace observar Duguit (Traite, vol. i, pp. 264 y 270), el juez no se limita a declarar el derecho, sino que también decreta. Ordena actos, abstenciones, reparaciones, restituciones, etc.; emite todas estas decisiones por aplicación de la ley, pero, en suma, actúa del mismo modo que podría actuar un administrador, apoyándose en la ley.9 Además, ¿no puede decirse que la función jurisdiccional, 200
200administrador goza de un poder de libre apreciación que le permite inspirarse, para la determinación de sus actos, en consideraciones de fines e intereses. Esta cuestión de la libertad respectiva del juez y el administrador con relación a la ley ha dado lugar, en la literatura alemana, a numerosos trabajos, que se indican en las páginas 2 y 3 de la reciente obra dedicada a esta misma cuestión por Jellinek, con el título de Gesetz, Gesetzesanwendung uncí Zweckmassigkeitscrwagung.Jellinek (cap. u, ver especialmente pp. 176, 177, 193 y 194) llega a la conclusión de que el juez carece de verdadero poder de libre y subjetiva apreciación o creación. 8 Ver, sin embargo, las reservas que sobre este punto se hacen en la n, 14, p. 656, supra, por lo que concierne a la posibilidad para los tribunales administrativos de imponer verdaderas órdenes a los administradores. 9 Ver en el mismo sentido Demogue, Les notions fundamentales du droit privé, pp. 521-522: "Los jueces son a la vez expertos en el derecho y en los hechos, que tienen una apreciación soberana, y autoridades que tienen el derecho de mandar. Así pues, la justicia lleva en una mano la balanza, por medio de la cual pesa el derecho, y en la otra la espada, por medio de la cual lo defiende. Esto es particularmente claro en las épocas en que la misma persona es 3 la vez jefe y juez, como el pretor romano. En esas épocas, nada más natural que
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veces, entraña el poder de estatuir con objeto de obtener un resultado deseado previamente? Según Laband, esta forma de actuar es la característica de la función administrativa. Pero el tribunal represivo, que concede a un delincuente al que condena el beneficio del recurso por lo que se refiere a la ejecución de la pena, o que admite en su favor la existencia de circunstancias atenuantes (y es sabido que éstas no necesitan ser razonadas en el fallo), ¿no se determina a ello, frecuentemente, en consideración al fin que desea alcanzar, fin que es, especialmente, la salvación del culpable? Y por consiguiente, si el criterio de Laband tuviera fundamento, ¿no sería preciso reconocer que, en esto, el juez de represión actúa como un administrador penal más bien que como una autoridad que se limite estrictamente a pronunciar el derecho? Duguií (loe. cit., p. 271) tiene razón, pues, al hacer observar que "existe algo de administrativo en la función jurisdiccional". Recíprocamente, es indudable que en la función administrativa entra con frecuencia algo de jurisdiccional. Por ejemplo, el administrador que litiga la pensión de retiro de un funcionario o las cuentas de un empresario con el Estado, debe hacer esta liquidación de conformidad con las prescripciones establecidas por la legislación, y no puede sino aplicar dichas prescripciones; y si, con este motivo, resuelve alguna dificultad suscitada por la parte interesada, la decisión que emite tiene, en cierto sentido, carácter jurisdiccional, puesto que por dicha decisión —con la potestad propia de su cualidad de agente estatal— manifiesta cuál es, según él, el derecho que se deriva de las leyes vigentes para el caso particular. Estas observaciones tienen un amplio alcance. En el derecho público moderno la oposición general establecida por los autores antes citados entre el administrador, que según ellos actúa con vistas a un resultado deseado por anticipado, y el juez, que no hace más que pronunciar el derecho, es completamente exagerado. Erigir estas definiciones en principio de distinción material entre ambas funciones, es perder de vista que en el sistema actual del Estado legal, la administración es una actividad que debe ejercerse en ejecución de las leyes. Antes de estatuir, el administrador, así como el juez, debe referirse a la ley, tomar de ella el 201
201por cierto, de una orden administrativa cualquiera". El juez, en efecto, como el administrador, posee una potestad imperativa. La función jurisdiccional no se reduce al poder de emitir simples sententiae (cf. n. 9, p. 384, supra). No es, pues, desde este punto de vista como puede señalarse una diferencia material y esencial entre el acto administrativo y el acto jurisdiccional. Ver en el mismo sentido a Jéze, Revue du droit public, 1909, p. 674: "Al deducir las consecuencias de las comprobaciones hechas por él, el juez realiza un acto cuya naturaleza es idéntica a la de los que realizan los agentes administrativos".
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principio de sus decisiones. Ahora bien, sin llegar a negar que la legislación confiera frecuentemente a ios agentes administrativos amplias facultades de apreciación y de acción, es evidente también que, especialmente en las relaciones con los administrados, multitud de decisiones que dependen de la función administrativa están estrictamente determinadas con anticipación por la ley, de manera que el cometido del administrador ha de limitarse en este caso a comprobar si las condiciones previstas por los textos legislativos están reunidas en el caso especial, y hecha esta comprobación, tiene obligación de aplicar la decisión legal. Por ello, la negación dada a un administrado por la autoridad administrativa para realizar un acto al cual estaba legalmente obligada, constituye una violación de la ley, que da lugar a un recurso por exceso de poder. Y no solamente el cumplimiento de los actos administrativos puede ordenarse por las leyes, sino que también es su contenido el que, a veces, se determina imperativamente por ellas. Cada vez que la actividad administrativa se halla así determinada estrictamente por la legislación, no puede negarse que se parece notablemente a la actividad jurisdiccional. El administrador ya no tiene que realizar aquí obra de voluntad, no puede pretender más resultados que aquellos que derivan de la pura ejecución de la ley. En tal caso, el acto administrativo procede a la manera, del acto jurisdiccional; como la sentencia de un juez, va a "declarar lo que es de derecho", como lo observa O. Mayer (loe. cit., vol. i, p. 127). Se comprueba así que existe toda una parte de la función administrativa que se resiste a la tentativa hecha por la mayor parte de los autores para fundar la distinción entre la administración y la justicia en la diversidad de sus fines. Importa añadir que mientras más se desarrolla el sistema del Estado de derecho, más tiende a crecer el número de los actos administrativos de esta segunda clase. En definitiva, la conclusión que se desprende del examen de las diversas explicaciones propuestas con objeto de diferenciar "materialmente" la administración y la justicia, es que desde luego se ha podido establecer entre ambas funciones ciertas diferencias más o menos importantes, más o menos completamente ciertas, en cuanto a sus fines, en cuanto a sus procedimientos de ejecución, en cuanto a la naturaleza psicológica de las operaciones que entrañan, en cuanto a las circunstancias en las cuales son llamados a intervenir, bien sea el juez o bien sea el administrador. Pero, a decir verdad, se trata aquí solamente de diferencias de orden externo o que tienen carácter puramente formal. En cuanto al fondo, ninguna de las teorías propuestas demuestra ni trata siquiera de demostrar que la administración y la justicia, consideradas desde el punto de vista de su naturaleza esencial, es decir, de la consistencia intrínseca de sus actos respectivos, sean irreductiblemente diferentes, sobre todo
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en el sentido de que el acto administrativo no pueda tener jamás el mismo contenido que el acto jurisdiccional. Muy al contrario, es evidente que el acto jurisdiccional, al menos en cuanto se limita a aplicar las leyes vigentes, no hace más que lo mismo que numerosos actos administrativos. Y es precisamente porque estas dos clases de actos pueden tener y tienen frecuentemente idéntico contenido, por lo que ios autores han quedado reducidos, para distinguir ambas funciones, a referirse únicamente a consideraciones de fines y de condiciones de ejecución. Pero entonces el hecho mismo de que la doctrina contemporánea haya tenido que atenerse a semejantes criterios, basta para despertar la idea de que en realidad no hay diferencia material absoluta y constante entre la administración y la jurisdicción10 y que, desde el punto de vista material, ésta no es sino 202
20210 Duguit (La séparation des poutoirs et l'Assemblée nationale de 1789, pp. 70 ss.; Traite, vol. i, pp. 353 ss.) sostuvo sin embargo que entre la justicia y la administración existe una diferencia material, en el sentido de que, según el derecho público francés, son de una materia diferente. Dice este autor, en efecto, que el poder judicial tiene por verdadero objeto aplicar las leyes en cuanto se refieren más directamente al interés individual, y por lo mismo proteger los derechos individuales. La administración tiene por objeto propio, a la inversa, aplicar las leyes, en cuanto que se refieren directa y principalmente al interés colectivo, haya o no litigio (ver en el mismo sentido a Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. i, n° 35). Así pues, la ejecución de las leyes civiles constituye la materia especial de la competencia judicial y la ejecución de las leyes de interés público es materia de la potestad administrativa. Duguit recuerda que éste era ya el punto de vista de Montesquieu, que daba a ambas funciones el mismo nombre común de "potestad ejecutiva", pero que especificaba que la justicia es "la potestad ejecutora de las cosas que dependen del derecho civil". Invoca particularmente el testimonio de los miembros de la Asamblea nacional de 1789 (citados en la p. 655, supra) que, como Duport por ejemplo, declaraban "que había que distinguir las leyes políticas y las leyes civiles. Las primeras se refieren a las relaciones de los individuos con la sociedad. Las segundas determinan las relaciones de individuo o individuo. Para aplicar estas últimas leyes es para lo que los jueces han sido especial y únicamente instituidos" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. xn, p. 410). Es evidente, en efecto —por más que haya dicho Artur, Revue du droit public, vol. xvn, pp. 246 ss.—, que dicho concepto, tomado de la doctrina de Montesquieu, es el que dominó en las asambleas revolucionarias; y es también el que llevó a la Constituyente a atribuir lo contencioso-administrativo a los mismos cuerpos de administración. Pero es evidente también, como lo ha demostrado Jacquelin, op. cit., pp. 97 ss., que el criterio propuesto por Ducrocq y Duguit no está ya en armonía con las reglas que actualmente determinan la esfera respectiva de la competencia administrativa y la competencia judicial; pues se observa que ésta comprende a veces la interpretación de leyes de interés general, mientras que aquélla se extiende a cuestiones de derecho individual. Por lo demás, la doctrina de Duguit implica, como consecuencia lógica, que la administración y la justicia, aunque teniendo materia diferente, no constituyen en definitiva sino una sola y misma función, ya que ambas tienen por objeto común la ejecución de las leyes. Una ejecuta las leyes llamadas políticas, la otra las leyes civiles; pero ambas se reducen por lo tanto a la idea de función ejecutiva. Es lo que afirma Ducrocq (loe. cit.): "Quienquiera que se halle encargado, a título cualquiera también, de la aplicación de las leyes, participa en la potestad ejecutiva. Ahora bien, la autoridad judicial es la encargada de la aplicación de las leyes de derecho privado y de orden
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una dependencia de aquélla.11 Tal es también la conclusión en la que conviene detenerse. En cuanto se limita a aplicar las leyes existentes sin crear nuevas soluciones, la jurisdicción no es, desde el punto de vista material, una función esencialmente diferente de la administración, y bajo este mismo aspecto no pueden, pues, distinguirse en el Estado sino dos funciones principales. Esta doctrina deriva de la definición misma que se ha dado de la ley. Según el derecho público francés, todo acto que tiene carácter inicial, o sea que no provenga de la ejecución de una ley anterior, es en principio un acto de potestad legislativa. Se infiere de aquí que fuera de la legislación, no hay lugar sino para una sola función o potestad distinta. Frente al acto inicial que es la ley, todas las demás actividades estatales no constituyen ya sino una categoría principal única, por cuanto no consisten sino en ejecutar las reglas o decisiones legislativas. Todas estas actividades subalternas, cualesquiera que fueren los caracteres especiales o la forma propia del acto realizado, entran, pues, dentro del concepto general de administración o sea de función que se ejerce bajo el imperio y en consecuencia de las leyes. Así ocurre, en particular, con la jurisdicción: ésta no es, en principio, sino uno de los servicios públicos comprendidos en la idea amplia de administración. El instinto popular no se equivocó; en esto, pues, el término corriente "administración de justicia" (empleado por Esmein, Éléments, 5 ed., pp. 17 y 438) se debe indudablemente, al menos en parte, a que la justicia se presenta ante todo al espíritu como una de las ramas de la administración general del Estado, en oposición a la legislación. 256. Nos falta ahora averiguar por qué razones y en qué sentido 203
203penal, así como la autoridad administrativa es la encargada de la de las leyes de interés general. Tanto en un caso como en el otro, se trata, con el mismo título, de aplicar la ley y de asegurar su ejecución, lo cual es misión del poder ejecutivo". Este era también el sentir de los oradores de la Constituyente, cuyo testimonio alega Duguit; y parece, por otra parte, que en su estudio sobre La séparation des pouvoirs et l'Assemblée de 1789, dicho autor participó, respecto de este punto, de la manera de ver de los primeros constituyentes. Hoy sostiene L'État, vol. i, p. 450; Traite, vol. I, p. 359) que "los caracteres internos de la administración y de la jurisdicción son esencialmente diferentes" y que, por consiguiente, no son dos las funciones que hay que atribuir al Estado, sino tres. Esta última afirmación, desde el punto de vista material, es difícil de conciliar con la doctrina que, por otra parte, no ve en la justicia, lo mismo que en la administración, sino una función de aplicación ejecutiva de las leyes, civiles o políticas. 11 En Alemania, G. Meyer (op. dt., 6* ed., pp. 25 a 27), partiendo de la idea de que la legislación consiste en emitir prescripciones generales y la administración consiste en regular casos particulares, presenta también a la jurisdicción como una subdivisión de la función administrativa. Sin embargo, pretende este autor (loe. cit., n. 3) que en el interior de la función administrativa tomada en su conjunto, la jurisdicción y la administración stricto sensu st distinguen entre sí por diferencias materiales, reduciéndose éstas, en su doctrina, a diferencias de fines.
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fue erigida la jurisdicción como función aparte en el conjunto de la administración. Desde el punto de vista de su contenido, el acto administrativo y el acto jurisdiccional (cuando éste aplica las leyes) son con frecuencia de naturaleza idéntica, puesto que la autoridad administrativa es llamada frecuentemente, por su misma función de administración, a estatuir respecto de cuestiones de derecho idénticas a las que se formulan ante el juez. Así lo reconoce Artur (op. cit., Revue du droit public, vol. xiv, p. 266) cuando dice: "Un administrador, haciendo uso de poderes que le pertenecen indiscutiblemente, resuelve en nombre de la potestad pública, lo mismo que los tribunales, cuestiones susceptibles de ser remitidas a los tribunales; parece, pues, desempeñar el mismo oficio que un tribunal". Esto es, en efecto, indiscutible. Ahora que también es indiscutible que el derecho pronunciado por el administrador no habrá de presentar para los administrados las mismas garantías que el derecho pronunciado por un tribunal, pues no existe la seguridad de que la autoridad administrativa desempeñe este "oficio", semejante en sí al de un juez, del mismo modo que puede hacerlo este último. La razón trivial de esto es que el administrador, al tener que hacer frente a las necesidades del Estado, puede hallarse dominado o al menos influenciado por la consideración de los intereses administrativos a los que debe proveer, y su decisión respecto a cuestiones de derecho es hasta cierto punto sospechosa, ya que es más o menos interesada, pudiendo por lo tanto ser más o menos tendenciosa. El juez, por el contrario, estatuye en una forma relativamente desinteresada, porque no tiene acción directa que ejercer en la administración de los asuntos del Estado ni asume responsabilidad alguna en cuanto a los resultados de esta última. Puede esperarse, pues, que su decisión habrá de ser más imparcial, más objetiva, o sea más plenamente adecuada al derecho vigente. Esto es evidente, sobre todo en el caso en que por un administrado se entabla un recurso contra un acto proveniente de un administrador. Si el juzgar lo contencioso-administrativo correspondiera a los administradores activos, éstos habrían de estatuir respecto de la legalidad de sus propios actos, y la autoridad administrativa que pronunciara así el derecho en asuntos en los cuales tiene un interés directo, sería juez y parte a la vez. Es de la mayor importancia para los administrados el que las reclamaciones interpuestas contra las decisiones de los administradores puedan formularse ante una autoridad extraña a la administración activa y dispuesta especialmente para el ejercicio de la jurisdicción. Esta autoridad jurisdiccional, que no está mezclada en los asuntos que ha de juzgar, sino que se halla colocada en forma exterior, se interpondrá y podrá desempeñar imparcialmente un papel comparable al de un arbitro entre los administradores y los administrados. Libre de toda preocupación administrativa, podrá hacer abstra
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ción de las consideraciones de oportunidad, interés general y fines a alcanzar, y no tendrá más preocupación que asegurar en cada caso particular el mantenimiento de la legalidad o dar satisfacción a la equidad. Ha sido con objeto de mantener a la justicia en el respeto estricto del derecho legal o en una tarea de pura equidad por lo que la función que consiste en resolver las cuestiones de derecho dudosas, especialmente en caso de litigio, ha sido conferida a autoridades distintas de los administradores propiamente dichos. Esto no significa ni mucho menos que el administrador, en el mismo grado que el juez, deje de estar sometido a la legalidad. A este respecto, no es posible admitir el punto de vista de aquellos autores que, como Hauriou (ed., p. 951), oponen las decisiones jurisdiccionales a las decisiones administrativas, pretendiendo que éstas son ante todo "declaraciones de voluntad con objeto de ejercer derechos de la Administración". En el sistema actual del Estado legal, el administrador que se halla frente a una cuestión de derecho, no ha de realizar obra de voluntad, sino de aplicación de la ley. Lo mismo que el juez, llegado el caso, tiene que pronunciar el derecho. Ahora que su decisión no presenta en grado suficiente las garantías de imparcialidad que constituyen la seguridad de los administrados y de los litigantes. \r eso podrán éstos, luego que el administrador ante un juez. Así pues, la separación entre las funciones jurisdiccionales y administrativas responde ante todo a la necesidad de proveer a los ciudadanos de jueces que estatuyan con plena independencia de espíritu. Es esto una necesidad cuya demostración perentoria proporcionó Montesquieu (Esprit des lois, lib. XI, cap. VI). Pero esta separación se funda también en la necesidad de someter la jurisdicción a formas de procedimiento destinadas a proporcionar a los administrados y a los litigantes garantías de veracidad, o sea de conformidad a la ley, o de alta imparcialidad, en el derecho que debe serles pronunciado. Las formas ordinarias de la administración son demasiado sencillas, demasiado rápidas, e incluso por demás arbitrarias, para proporcionar a las partes una seguridad suficiente. Importa, pues, sujetar la justicia a formas especiales y rigurosas, cuyo empleo asegure a las decisiones jurisdiccionales un valor y una fuerza que permitan a los litigantes aceptarlas con confianza y al Estado imponérselas como inatacables. Estas son las razones que han traído, en el derecho público moderno, la separación entre la jurisdicción y la administración, Finalmente, se desprende de estas mismas razones que dicha separación consiste jurídicamente en que la jurisdicción ha recibido una organización distinta y formas también distintas. Es necesario examinar sucesi
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vamente estas dos diferencias establecidas entre la jurisdicción y la administración. 257. Por lo que se refiere a su organización, la jurisdicción puede hallarse más o menos profundamente separada de la administración. En primer lugar, puede estar confiada a tribunales que formen un cuerpo especial totalmente distinto de las autoridades administrativas. Este es el caso de la justicia civil y criminal. Los tribunales que administran esta justicia forman, con el nombre de cuerpo judicial (stricto sensu), una autoridad que por la forma misma en que se halla constituida aparece como no formando en modo alguno parte del personal ni de la jerarquía de los administradores y como siendo de una esencia diferente de la autoridad administrativa. Pero puede ocurrir también que la función jurisdiccional se entregue a cuerpos administrativos, es decir, que formen parte del grupo de autoridades administrativas; solamente que dichos cuerpos se componen de funcionarios que no tienen carácter de administradores activos, y que no participan, al menos directamente, en las operaciones activas de administración, apareciendo así como distintos, lo mismo desde el punto de vista orgánico que en el aspecto funcional, de las autoridades administrativas actuantes. Esto es lo que ocurre en Francia con respecto a la justicia llamada administrativa. Los tribunales administrativos franceses, particularmente el Consejo de Estado y los consejos de prefectura, no son, propiamente hablando, cuerpos judiciales. En efecto, desde la Revolución, uno de los principios esenciales del derecho público francés es que las autoridades judiciales propiamente dichas no pueden inmiscuirse en los asuntos administrativos, y especialmente que una autoridad administrativa es la única que puede apreciar la regularidad de los actos administrativos. Así pues, lo contencioso-administrativo es juzgado por tribunales que entran dentro de la categoría de las autoridades administrativas, que incluso participan en cierta medida en la potestad administrativa, pero que, por su organización y sus funciones particulares, no dejan de ser tribunales, y tribunales en los cuales se halla realizada la separación entre la administración y la jurisdicción, ya que tienen en principio, por cometido especial, si bien no absolutamente exclusivo, el de pronunciar el derecho. He aquí, pues, dos grados, dos sistemas diferentes de separación. Importa precisar qué es lo que los diferencia y también qué es lo que tienen de común. 258. Cuando se examinan las condiciones en las cuales se halla organizada la justicia civil o criminal, aparece claramente la separación entre la autoridad administrativa y la autoridad jurisdiccional. Esta justicia, en efecto, es administrada por tribunales constituidos en una postura de completa independencia respecto del jefe y de los agentes del poder ejecutivo, a los que se reserva, por este mismo motivo, el califica
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tivo especial y característico de tribunales judiciales. Desde el punto de vista orgánico, es indiscutible que la potestad judicial, tal como se ejerce por estos tribunales, no forma un tercer poder estatal enteramente distinto de los otros dos. Por lo que concierne a estos tribunales, en efecto, el derecho positivo vigente se ha aplicado a asegurar, en interés de las partes, la independencia más perfecta posible de los jueces. Con este objeto estableció primero su inamovilidad, que actualmente existe en especial en contra del jefe del Ejecutivo. El principio de la inamovilidad (bajo reserva del caso de prevaricación) ha sido formulado por numerosas Constituciones, por las de 1791 (cap. VI, art. 2) y del año III (art. 206), por la del año III (art. 41), por las Cartas de 1814 (art. 58) y de 1830 (art. 49), por la Constitución de 1848 (art. 87) y por la de 21 de mayo de 1870 (art. 15); ha sido confirmado implícitamente por la ley de 30 de agosto de 1883, que suspendió de momento la aplicación de la misma. Por otra parte, el jefe del Ejecutivo no puede ejercer sobre los jueces la potestad jerárquica que le corresponde respecto de los funcionarios administrativos: no puede darles órdenes, pues los jueces no le deben obediencia; no puede censurarlos ni anular o reformar sus sentencias; desde el punto de vista disciplinario, los jueces no pueden ser objeto de censura, suspensión, traslado o cesantía que entrañe su revocación si no es por una decisión de la corte de casación, actuando como consejo superior de la magistratura y estatuyendo todas sus cámaras reunidas (ley de 30 de agosto de 1883, arts. 13 ss.). Por lo demás, los jueces son igualmente irresponsables, en lo que se refiere a sus sentencias, con relación a las partes, salvo únicamente la posibilidad de querella en caso de malversación, prevaricación u otra falta grave. Finalmente, la independencia de la autoridad judicial, su separación orgánica de la autoridad administrativa, se halla realizada y atestiguada claramente —como lo ha demostrado Jacquelin, op. cit., pp. 20 y 52— por el hecho capital de que todos los tribunales judiciales están exclusivamente bajo el control y la potestad jerárquica de un órgano supremo, la corte de casación,12 que es a su vez una autoridad puramente judicial y que no depende de ninguna autoridad superior.13 204
20412 Artur (op. cit., Revue da droit public, vol. XIII, pp. 250 ss.) hace observar que la jerarquía judicial no es de la misma naturaleza ni produce los mismos efectos que aquella que se establece entre el jefe del Ejecutivo y las diversas autoridades administrativas —al menos aquellas nombradas para la administración activa— que se escalonan por debajo de él. Pero las diferencias entre ambas jerarquías, administrativa y judicial, se explican principalmente por el motivo de que la corte de casación, como cualquier tribunal, no puede avocarse de oficio al examen de los juicios emitidos por las jurisdicciones inferiores; es necesario el recurso de la parte interesada o del ministerio público. 13 "Salvo evidentemente una intervención legislativa en caso de abuso", como lo hace observar Geny (op. cit., p. 557).
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Gracias a este conjunto de disposiciones relativas a la organización y al funcionamiento de la justicia, los jueces forman un cuerpo autónomo, enteramente distinto del cuerpo ejecutivo y con plena libertad. Constituye así la justicia, al menos orgánicamente, un poder aparte.14 En vano se ha tratado de quebrantar esta conclusión, objetando que los jueces, lo mismo que los funcionarios ejecutivos, son nombrados por el jefe del Ejecutivo, y pretendiendo deducir de este origen común la prueba de que la autoridad judicial depende del poder ejecutivo, que comprendería por lo tanto en sí, desde el punto de vista orgánico lo mismo que desde el punto de vista funcional, la administración y la justicia (Ducrocq, op. cit., 7 ed., n9 35). Bien es verdad que por su poder de nombrar los jueces y de concederles el ascenso, adquiere el gobierno sobre ellos un 205
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Se verá más adelante, a propósito del régimen parlamentario, que incluso en este régimen debe dejársele al gabinete ministerial cierta independencia para regir los asuntos gubernamentales. Pero la independencia asegurada a los curpos judiciales no es ni con mucho de igual naturaleza que aquella que precisan los ministros. Esta se funda simplemente en motivos de orden político de utilidad práctica: conviene que las Cámaras dejen, a los hombres a quienes han encargado las tareas del gobierno, la libertad de acción que les es necesaria para tratar los asuntos con éxito. Esta es una cuestión de medida, de tacto, de oportunidad política; pero, por lo demás, el Parlamento se halla estrechamente asociado a la actividad gubernamental, y siempre es dueño de proyectar sobre ella su influencia superior; especialmente, tiene el poder jurídico de pedir cuentas a los ministros, los cuales están obligados para con él a una responsabilidad ilimitada. Muy distinto es el alcance de la independencia que para el cuerpo judicial resulta de la constitución orgánica que les ha sido dada por el derecho positivo. Para caracterizar esta clase de independencia basta con señalar el hecho de que los tribunales se sustraen, bien con referencia al Parlamento, bien en relación con el Ejecutivo, a toda responsabilidad por el hecho de sus decisiones jurisdiccionales y que los ministros tampoco responden ante las Cámaras de esas decisiones. La independencia establecida en provecho de los tribunales tiene, pues, por objeto y por efecto sustraer su actividad jurisdiccional a toda intromisión o a toda influencia proveniente de otra autoridad estatal, y en esto hay que reconocer que, a diferencia de la supuesta separación entre el cuerpo legislativo y la autoridad ejecutiva, se refiere directamente al orden de ideas en el cual fundaba Monteaquieu su sistema de separación de poderes. Y no es, sin embargo, que las decisiones jurisdiccionales de los tribunales sean por sí mismas actos que difieren siempre de los artos de los administradores, ya que éstos, a su vez, son llamados frecuentemente a emitir decisiones que implican que pronuncian el derecho (ver p. 691, supra). En este aspecto, el acto judicial tiene un contenido que no difiere invariablemente del contenido del acto administrativo, y la función jurisdiccional no aparece como «irreduciblemente distinta de la función administrativa. Pero, al menos, existe separación de poderes, por el hecho de que, entre las decisiones que consisten en pronunciar el derecho, aquellas que emanan de la autoridad jurisdiccional son las únicas que adquieren, por razón misma de la independencia orgánica de que goza esta autoridad, el valor y la fuerza especial que confieren a estas decisiones carácter y naturaleza de actos de función jurisdiccional (ver núms. 264-265, infra). La independencia de los tribunales se convierte así en el fundamento mismo y en la fuente del concepto de jurisdicción; como también la única característica que permite reconocer específicamente una decisión jurisdiccional ha de buscarse en el origen de esta decisión, o sea en la cuestión de saber si es o no obra de una autoridad constituida sobre el principio de independencia propio de los tribunales
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verdadero medio de acción y de influencia (Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. XII, pp. 480 ss.). Pero, por una parte, es evidente que en el derecho actual los jueces no son los delegados del Presidente de la República y no reciben de él su potestad. Y por otra parte, el poder de nombramiento que sobre ellos tiene el Presidente no implica necesariamente que éste sea el jefe de las autoridades judiciales, como lo es de las autoridades administrativas, pues este poder se explica debidamente por la consideración de que cualquier otro modo de reclutamiento de los cuerpos judiciales presentaría inconvenientes, de orden diferente sin duda, pero cuya gravedad sería todavía peor. De hecho, la mayor parte de los autores no ven en este sistema de reclutamiento más que un procedimiento de designación, y se niegan a deducir de ello que la autoridad judicial deba hacerse depender de la autoridad ejecutiva (Jacquelin, op. cit., pp. 18-19; Esmein, Éléments, 5 ed., pp. 450 ss.). Es necesario hacer las mismas observaciones en lo que respecta al poder de vigilancia que corresponde a la autoridad ejecutiva en relación con los jueces. Por este poder de vigilancia, el art. 17 de la ley anteriormente citada de 30 de agosto de 1883 reconoce al Ministro de Justicia el derecho de dirigir a los jueces una "reprimenda" y también el de "apercibir y mandar venir a cualquier magistrado a fin de recibir sus explicaciones". Además, le corresponde al Ejecutivo poner en movimiento a la justicia, al menos cada vez que el orden público lo demanda, y hasta existen a este efecto, cerca de los tribunales judiciales, ciertos funcionarios ejecutivos u oficiales del ministerio público, situados jerárquicamente bajo las órdenes del Ministro de Justicia, que son los encargados, bien sea de promover algunas acciones (ley de 20 de abril de 1810, art. 46), bien de procurar la aplicación de las leyes. Este cometido de vigilancia y de ejercicio de las acciones se explica naturalmente por la consideración de que la administración de la justicia, en suma, es uno de los servicios públicos del Estado, pomo ya se dijo anteriormente (p. 694). En este carácter, incumbe a la autoridad ejecutiva "asegurar la debida administración de la justicia" (Duguit, Traite, vol. I, p. 360; cf.Esmein, loe. cit., p. 441). Pero no se infiere de esto que las autoridades judiciales deban considerarse como si formaran parte de la categoría general de las autoridades ejecutivas y como si simplemente constituyeran, entre éstas, un departamento especial. Si el gobierno, bajo su responsabilidad, está obligado a vigilar a los jueces y a actuar por mediación del ministerio público con objeto de asegurar la aplicación judicial de las leyes, resulta siempre que ni él, ni ninguna autoridad administrativa, puede dirigir a los tribunales órdenes referentes a las decisiones jurisdiccionales que han de pronunciar, ni tampoco puede ejercer sobre los miembros de dichos tribunales los poderes jerárquicos o disciplinarios
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que corresponden a los superiores administrativos respecto de los funcionarios ejecutivos. 259. A los tribunales judiciales se oponen los tribunales administrativos. La distinción entre estas dos clases de autoridades jurisdiccionales se establece ya claramente por la observación de que dependen de dos tribunales supremos diferentes. Los tribunales administrativos están bajo la dependencia y el control del Consejo de Estado, que ocupa así, en la cúspide de la justicia administrativa, una situación semejante a la que corresponde a la corte de casación por encima de los tribunales judiciales. Ello establece la completa independencia de estas dos justicias separadas. Pero, más que nada, lo que caracteriza y distingue a los tribunales administrativos es que, corno su nombre lo indica, ejercen su función como autoridades administrativas, y son realmente autoridades de esta clase. Esto, sin embargo, ha sido discutido. Según Artur (loe. cit., vol. XII, p. 241), la teoría tradicional que consiste en decir que el ejercicio jurisdiccional de lo contencioso-administrativo corresponde a la autoridad administrativa pudo ser exacto en otros tiempos, y lo fue especialmente en la época revolucionaria, pero la persistencia de esta teoría en la hora presente constituye un anacronismo. Observa este autor, en efecto, que con motivo de la evolución que se operó durante el siglo XIX respecto a su organización y a su funcionamiento, los tribunales administrativos son ahora completamente independientes del resto de las autoridades administrativas; pues no sólo ejercen su función jurisdiccional según las reglas practicadas por los tribunales judiciales y no según aquellas que practican las autoridades administrativas, sino que además, y en especial, están situados totalmente fuera de la jerarquía administrativa e independizados por completo de los jefes de la administración. Los ministros, particularmente, no tienen sobre ellos la potestad que tienen sobre los agentes administrativos; no pueden dictarles las decisiones que habrán de pronunciar, ni reformar o anular las que han pronunciado; y lo que demuestra la independencia de estos tribunales respecto de los jefes administrativos es que los ministros no son responsables de sus juicios, como en principio lo son de todos los actos que provienen de los administradores. En estas condiciones, termina diciendo Artur, "¿cómo podría considerarse que los tribunales administrativos forman parte de la autoridad administrativa? Constituyen un sistema distinto de autoridades". Hay en esta doctrina gran parte de verdad, pero también algo de error. Evidentemente, es cierto 'asegurar que, gracias a su organización, los tribunales administrativos forman hoy un sistema de autoridades
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especiales y separadas. Pero de ello no se infiere que hayan perdido su carácter de autoridades administrativas. Si lo hubieran perdido, no podrían conservar ya ninguna participación en la función administrativa, ninguna competencia de orden administrativo. Ahora bien, tanto el Consejo de Estado como los consejos de prefectura siguen conservando atribuciones de esta clase; por ejemplo, deben dar dictámenes a los administradores activos para el cumplimiento de los actos de la administración, con la que así quedan mezclados. Esto ya implica que poseen la cualidad de autoridades administrativas. Por otra parte, y especialmente, la doctrina presentada por Artur es inconciliable con el principio esencial que, según el derecho público francés, domina toda la organización jurisdiccional en materia contencioso-administrativa. Este principio es el de que únicamente la autoridad administrativa puede conocer de las dificultades contenciosas que suscitan sus propios actos. Los textos revolucionarios enunciaron esta regla en los términos más enérgicos: "'Las funciones judiciales son distintas, y permanecerán siempre separadas de las funciones administrativas. Los jueces no podrán, bajo pena de prevaricación, alterar de cualquier manera las operaciones de los cuerpos administrativos" (ley de 16-24 de agosto de 1790, tít. n, art. 13). "Los tribunales no pueden invadir las funciones administrativas ni citar ante ellos a los administradores por razón de sus funciones" (Constitución del 1791, tít. ni, cap. v, art. 3). "Reiterada prohibición se hace a los tribunales de conocer de los actos de administración, de cualquier especie que sean' '(ley de 16 fructidor, año ni). Si los tribunales quedan excluidos del conocimiento de lo contenciosoadministrativo, éste sólo puede corresponder a autoridades administrativas. Por ello, la ley de 6-7 de septiembre de 1790 empezó por atribuir esta competencia a los mismos cuerpos que estaban encargados de la administración activa: los directorios administrativos. Posteriormente, la competencia en los asuntos contencioso-administrativos fue retirada a los administradores activos y transferida a cuerpos especiales, erigidos por este hecho en tribunales, Pero estos cuerpos, Consejo de Estado y consejos de prefectura, eran puras autoridades administrativas: estaban asociados al ejercicio de la función administrativa, y se componían de miembros reclutados entre los funcionarios administrativos, los que quedaban bajo la dependencia del jefe del Ejecutivo, especialmente desde el punto de vista de su cese. Actualmente, aún, conservan estos caracteres y esta composición. Admitir con Artur que el Consejo de Estado y los consejos de prefectura estatuyen respecto a lo contencioso-administrativo en carácter distinto del de autoridades administrativas sería desconocer el concepto francés tradicional, según el cual el control de los actos administrativos sólo co
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rresponde a la autoridad administrativa, con exclusión de toda autoridad puramente judicial. Además, la doctrina casi unánime se pronuncia en este último sentido. No son ya únicamente los adversarios de la justicia administrativa los que, como Jacquelin por ejemplo (op. cit., pp. 181-210), alegan en su contra que el poder de juzgar lo contencioso-administrativo permanece, en suma, en manos de la autoridad administrativa, sino que los mismos defensores de esta justicia lo reconocen así de una manera expresa. "En Francia, dice Duguit (Traite, vol. I, p. 361; cf. pp. 353 ss.), la función jurisdiccional corresponde a los agentes del orden administrativo." Berthélemy (Traite, 7^ ed., p. 919) dice asimismo: "La justicia administrativa es el órgano jurisdiccional mediante el cual el poder ejecutivo impone a la administración activa el respeto al derecho. Los tribunales administrativos son una de las formas por las cuales se ejerce la autoridad administrativa." Hauriou (op. cit., 8* ed., p. 951) observa que los tribunales administrativos "son, a la vez que tribunales, consejos administrativos"; y también (p. 934): "El juez administrativo es un juez porque no es el administrador mismo, pero, por otro lado, pertenece lo bastante a la Administración para poder obligar a ésta" (cf. Esmein, Éléments, ed., p. 470; Larnaude, "La séparation des pouvoirs et la justice en France et aux États-Unis", Revue des idees, 1905, pp. 333 ss.). Esta última observación de Hauriou señala claramente una de las principales razones por las cuales es indispensable que la jurisdicción administrativa se ejerza por una autoridad administrativa. Si se ejerciera por los cuerpos judiciales, éstos adquirirían sobre los administradores una superioridad que les permitiría dominarlos, y por razones políticas, el derecho francés quiso evitar esta dominación. Pero, además de las razones políticas, interviene aquí una consideración jurídica decisiva: la que Hauriou alega anteriormente, y que ya había sido señalada por Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. i, p. 12). Las reclamaciones dirigidas contra los actos administrativos, dice este autor, pueden tener por efecto promover la reforma o la anulación del acto impugnado. Ahora bien, para que la autoridad ante la que se reclama pueda casar el acto impugnado o sustituirle por un acto nuevo, es preciso que se halle ella misma investida de la potestad administrativa; un simple juez sólo podría comprobar la irregularidad de los actos viciosos, y no tendría el poder de invalidarlos o de modificarlos. Por lo tanto, termina diciendo Laferriére, "la autoridad llamada a controlar la decisión administrativa hará oficio de juez, puesto que resolverá una diferencia". Pero también es necesario que haga "oficio de administrador" y que, por consiguiente, sea ella mis
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ma autoridad administrativa.10 Con esto se justifica la clasificación tradicional que establecen los autores (ver especialmente Ducrocq, op. cit., 7 ed., vol. i, pp. 75 ss.) en el interior del organismo administrativo, entre tres clases de autoridades: los agentes encargados de un cometido 206
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alega sin embargo que los tribunales administrativos, no solamente no pueden dar órdenes a los administradores, mandando, por ejemplo, un acto de administración, sino que, en principio, tampoco tienen el poder de reformar o de anular los actos administrativos que se les someten. En este aspecto, dice, no existe diferencia entre los tribunales administrativos y los tribunales judiciales. Un tribunal, incluso administrativo, no puede casar o reformar un acto administrativo, porque, como tribunal, sólo tiene un poder de jurisdicción y no un poder de administración. Es evidente, en efecto, que los poderes de los tribunales administrativos sobre los actos de los administradores entrañan considerables limitaciones, originadas por el hecho de que estos tribunales, en principio, no tienen competencia para ejercer la acción administrativa propiamente dicha. Por ello, Laferriére (loe. cit., vol. II, p. 131) indica que, por lo que concierne a lo contencioso de los mercados de obras públicas, el consejo de prefectura, aun teniendo en esta materia poder de plena jurisdicción, no podría, a demanda del contratista, anular las decisiones de los administradores activos. Esto constituiría por su parte una invasión de la esfera propia de dichos administradores. Podrá evidentemente el consejo de prefectura, en tal caso, apreciar la legalidad de la decisión impugnada y determinar las reparaciones pecuniarias que se le deban al contratista; pero no puede substituir a los administradores competentes tomando, respecto del asunto en litigio, decisiones reservadas a su competencia (cf. por lo que se refiere a los mercados de provisiones, Hauriou, op. cit., 85 ed., p. 849). Se infiere de aquí que el concepto de lo contencioso de plena jurisdicción debe entenderse con ciertas consideraciones; implica desde luego que el tribunal administrativo que enjuicia tiene la facultad de asegurar al derecho alegado en justicia las reparaciones que le son debidas, pero únicamente en la forma en que dichas reparaciones sean posibles.- En ciertos casos, evidentemente, la reparación directa será posible: esto ocurrirá siempre que el tribunal pueda restablecer el derecho de la parte lesionada, sin que por ello tenga que hacer u ordenar un acto de administración. Por ejemplo, podrá un tribunal administrativo decidir que un funcionario tiene derecho a una atención, pronunciar la exención o la reducción de una contribución directa, liquidar con un contratista; en esto, el tribunal pronuncia el derecho sin invadir la acción administrativa. Pero hay casos en que el derecho lesionado no puede restablecerse sino por medio de reformas o anulaciones que implican para la justicia administrativa el poder de realizar por sí misma actos de administración. En este caso Artur (loe. cit., vol. XII, p. 200 n.) declara que el tribunal administrativo sólo podrá conceder una indemnización. Por ello dice Hauriou (op. cit., 6l ed., pp, 482, 511 y 958) que el resultado más común del recurso contencioso ordinario es "la condena de la persona administrativa a pagar una indemnización", y también que "lo contencioso de plena jurisdicción es puramente pecuniario". Pero, si bien es verdad que lo contencioso de plena jurisdicción con frecuencia se reduce a una indemnización, no por ello deja de ser cierto, por otra parte, que la justicia administrativa entraña también un importante poder de anulación, por ejemplo en el caso del recurso por extralimitación de atribuciones. Artur (loe. cit., vol. xm, p. 236 n.; vol. xiv, p. 273 n.) dice que se trata aquí de una derogación a la regla general. Pero esta excepción compromete toda su tesis. ¿Cómo explicar, en efecto, en su concepto, que el Consejo de Estado pueda anular? Se comprende que la corte de casación pueda anular los juicios de los tribunales ordinarios; en esto sólo hace uso de su poder de tribunal supremo sobre los actos de una
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activo, los consejos que deliberan a título consultivo y los tribunales administrativos. Con esto también se justifica la expresión "tribunales administrativos", en cuanto implica que dichos tribunales deben chitarse entre las autoridades administrativas. 260. Pero si lo contencioso-administrativo queda colocado fuera de la competencia de los tribunales judiciales, es esencial observar ahora que las autoridades a las cuales queda confiado forman, en el conjunto de las autoridades administrativas, un grupo aparte, que se caracteriza a la vez por su organización especial y por la tarea jurisdiccional a la cual se halla especialmente dedicado. Aun siendo tribunales administrativos, los cuerpos que ejercen la jurisdicción administrativa no dejan por ello de ser tribunales. Como dice Laferriére (loe. cu.), ha sido necesario que los capacitaran para desempeñar oficio de jueces; por lo que recibieron una organización análoga a la de los tribunales judiciales. Al menos, así ocurrió a partir del año VIH. Hasta entonces, eran los administradores mismos los que estatuían respecto de lo contencioso-administrativo en las formas habituales de la administración. El año VIII empieza una evolución de la que han salido principalmente los dos progresos siguientes: En primer lugar, el conocimiento de lo contencioso-administrativo fue transferido de los administradores activos a autoridades administrativas distintas, de manera que los actos de administración sean sometidos, en cuanto a su regularidad, a un control distinto del de sus mismos autores. El punto de partida de esta reforma se encuentra, por una parte, en el art. 52 de la Constitución del año VIII, que instituía cerca de los cónsules un Consejo de Estado, que había de asistirlos en el ejercicio de algunas de sus funciones, y especialmente "de resolver las dificultades que se susciten en materia administrativa", y por otra parte, en la ley de 28 pluvioso del año VIII, que colocaba junto al prefecto, en cada departamento, un consejo de prefectura, al que concedía (art. 4) las atribuciones contenciosas que la ley de 6 de septiembre de 1790 había confiado en primer lugar a los directorios de departamento. Se ha intentado en diversas ocasiones rebajar la importancia de esta legislación del año VIII diciendo de ella que sólo establecía reforma 207
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autoridad del mismo orden que ella. Por idénticos motivos se comprende que el Consejo de Estado pueda anular las decisiones de los tribunales administrativos que le están subordinados; hasta tal punto realiza, así, un acto de autoridad jurisdiccional superior, que la anulación sólo operará aquí ínter partes. Por el contrario, si el Consejo de Estado sólo fuera autoridad jurisdiccional cuando estatuye en lo contencioso, ¿cómo podría anular actos administrativos? No hay más remedio que admitir que en esto tiene cierta potestad administrativa, aunque no pueda hacer o prescribir directamente actos de administración. Y la prueba de que anula en virtud de esta potestad es que la anulación se realiza erga omnes.
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"de fachada" (Jéze, Principes généraux du droit administratif, p. 132), Bien es verdad que Ids condiciones en las cuales la jurisdicción administrativa se ejercía al principio resultaban muy defectuosas. El Consejo de Estado carecía de poder jurisdiccional propio, y sus decisiones en materia contenciosa no se hacían definitivas sino mediante la firma del jefe del Estado, al que venía a parar así todo lo contencioso-administrativo. Además, incluso después de la creación, en 1806, de la comisión de lo contencioso, el Consejo de Estado continuó pronunciándose respecto de los asuntos contenciosos en asamblea general, es decir, que conservaba la misma formación para el juicio de estos asuntos que para el examen de los asuntos administrativos. En cuanto al consejo de prefectura, si bien estatuía por sí mismo, lo hacía bajo la presidencia del prefecto, administrador activo, que incluso tenía voto decisivo en caso de empate. A pesar de estas imperfecciones, la legislación del año VIII tiene capital importancia e inaugura verdaderamente una nueva era, por cuanto tuvo el mérito de establecer el principio de cierta separación entre la administración activa y la jurisdicción administrativa. La idea que presidió la creación del Consejo de Estado y de los consejos de prefectura es la de que únicamente deben ser cuerpos deliberantes y que pronuncian la justicia administrativa, y no cuerpos encargados de administrar efectivamente. Esta idea se resume en la máxima fundada en aquel tiempo y desarrollada en el célebre dictamen de Roederer respecto de la ley de 28 pluvioso del año VIII: "Administrar debe ser la obra de un hombre solo; juzgar, la obra de varios".16 Ahora bien, el concepto que halla su expresión en esta máxima contenía en embrión la institución moderna de la justicia administrativa, al menos por lo que implicaba que en adelante lo contencioso-administrativo no podría ya ser juzgado pura y simplemente por los administradores. Tal era la consecuencia inmediata y muy importante del nuevo estado de cosas. Y esta consecuencia fue lógicamente aplicada desde el año vm, especialmente a los ministros. El reglamento de 5 nivoso del año VIII, en efecto, viene a dilucidar el alcance del art. 52 de la Constitución del año VIII y a precisar el poder jurisdiccional del Consejo de Estado, al especificar que éste "pronuncia 208
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de los administradores respecto de los cuerpos judiciales— permanecían fieles a la idea de que lo contencioso-administrativo sólo puede ser juzgado por una autoridad administrativa, era necesario, dice Hauriou, que la autoridad a la que se remitía el conocimiento de este contencioso, "perteneciera de alguna manera a la administración" (op. cit.. 8 ed., p. 951). La habilidad del sistema del año VIII consistió en remitirlo a los cuerpos consultivos, que se mezclan a los asuntos administrativos, sin participar directamente, sin embargo, en la función de administrar. "No cabría imaginar —observa Hauriou (6* ed., p. 814)— lazo más ingenioso."
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Sobre los asuntos contenciosos cuya decisión era remitida con anterioridad a los ministros". Esta disposición, y los términos mismos con que se iniciaba, son muy notables. Se desprende de ella que, así como en los departamentos los poderes contenciosos que correspondían anteriormente a los cuerpos encargados de la administración activa no pasaban a los prefectos, sino a un organismo jurisdiccional, que es el consejo de prefectura, así también los ministros, que habían tenido, bajo la Constitución del año ni, una competencia general en materia contencioso-administrativa, ya han dejado de tenerla, y los asuntos contenciosos que dependían de su decisión pasan desde ahora al Consejo de Estado. Indudablemente los ministros, como administradores en jefe de una categoría de servicios públicos, continúan examinando los asuntos que dependen de estos servicios y emitiendo en este carácter, decisiones que conciernen a dificultades que pueden dar lugar a lo contencioso. El texto de nivoso no dice que los ministros hayan perdido todo derecho de decisión respecto de estos asuntos; pero lo que da a entender claramente es que, por cuanto se trata de emitir respecto de estos asuntos una decisión a título jurisdiccional, el poder de estatuir pertenece en adelante solamente al Consejo de Estado. En otros términos, en el régimen creado en el año VIII los ministros ya no pueden ser los jueces de lo contenciosoadministrativo, puesto que en este régimen el conocimiento jurisdiccional de los asuntos contenciosos no pertenece ya a los administradores activos, sino a autoridades administrativas encargadas especialmente de la jurisdicción, al consejo de prefectura con exclusión del prefecto y al Consejo de Estado con exclusión del ministro. Tal es la interpretación que la doctrina y la jurisprudencia dan hoy día a los textos del año VIII; pero necesitaron mucho tiempo para advertir el alcance real de estos textos. Durante mucho tiempo, los autores y las resoluciones han admitido que el ministro estatuye como juez sobre los asuntos que, no siendo de la competencia del consejo de prefectura, se formulan ante él antes de pasar al Consejo de Estado, y por consiguiente, cuando el Consejo de Estado se hacía cargo a su vez de los asuntos, se decía que estatuía en apelación o como juez de segundo grado. Esta es la famosa teoría del ministro-juez, que sólo fue desechada en el último cuarto del siglo xix. Y sin embargo, esta teoría estaba formalmente en contradicción con el reglamento de nivoso del año VIII, que había establecido claramente que el Consejo de Estado, en el ejercicio de la jurisdicción, reemplaza los ministros, lo que implicaba que no juzga en apelación por encima de ellos, sirio que los substituye como juez administrativo. Además, al pretender que el ministro, que es un administrador, fuese al mismo tiempo un tribunal administrativo, se des- 'conocía el principio general establecido en el año VIII, de que la justicia
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administrativa se ejerce no ya por los administradores activos, sino por autoridades administrativas especialmente destinadas al examen de las cuestiones jurisdiccionales. Sin embargo, la fuerza de este principio, contenida en el sistema del año VIH, era tal, que había de acabar por imponerse. Por mucho que haya durado el error de la doctrina y de la jurisprudencia respecto a este punto, no hay más remedio que reconocer hoy día que es a la legislación del año vm a la que se remonta originariamente la separación entre la administración propiamente dicha y la jurisdicción administrativa. El desarrollo de este principio de separación, posteriormente al año VIII, trajo una segunda serie de progresos, que sirvieron para fortificar cada vez más el carácter jurisdiccional de los tribunales administrativos, al modelar su organización sobre la de los tribunales judiciales y eliminar de esta organización los elementos que implicaban, bien sea una confusión de las funciones administrativa y jurisdiccional, bien sea una intromisión de los administradores activos en la justicia administrativa. Entre las reformas que se realizaron sucesivamente en este sentido, la más importante, al menos desde el punto de vista teórico, consistió en la atribución al Consejo de Estado de un poder propio de decisión en materia contenciosa, liberándolo así de los lazos que le sujetaban anteriormente al jefe del Ejecutivo y encontrándose, por lo mismo, erigido en un verdadero tribunal (ley de 24 de mayo de 1872, art. 9). En el mismo orden de ideas, debe observarse que el Ministro de Justicia, como miembro del Ejecutivo, ha sido despojado del poder de presidir, bien sea la sección de lo contencioso, bien sea la asamblea pública estatuyendo en lo contencioso (leyes de 24 de mayo de 1872, art. 10 y de 13 de julio de 1879, art. 5). De igual modo, los consejeros en servicio extraordinario no pueden tomar parte en el juicio de los asuntos contenciosos (ley de 1872, art. 10; cf. ordenanza del 12 de marzo de 1831, art. 4). Finalmente, el Consejo de Estado reviste formas diferentes, según delibere a título administrativo o estatuya a título jurisdiccional (ley de 1872, arts, 10 y 17; cf. decreto de 25 de enero de 1852, arts. 17 y 19); y por lo tanto, en el interior de esta asamblea, se encuentra así asegurada la separación de las funciones de administración deliberante y de jurisdicción administrativa. Con el mismo objeto, la ley de 1872 (art. 20; cf. ordenanza del 12 de marzo de 1831, art. 3) establece que los consejeros de Estado que en las secciones administrativas han tomado parte en las deliberaciones que preparan una decisión, no podrán participar después en los juicios de los recursos que pudieran entablarse contra dicha decisión. En cuanto al consejo de prefectura, sólo tiene, en verdad, una organización única, que es la misma tanto cuando delibera en materia administrativa como cuando juzga; sin embargo, desde que la ley de 21 de
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junio de 1865 le adjudicó un vicepresidente, nombrado cada año entre sus miembros, el prefecto, de hecho, se abstiene de presidir las sesiones dedicadas a asuntos contenciosos. Resumiendo, pues: si bien el, derecho público actual se atiene siempre a la idea de que los jueces propiamente dichos deben permanecer alejados de lo contencioso-administrativo y que el conocimiento de este contencioso sólo puede corresponder a las autoridades administrativas, por lo menos la legislación establecida durante el curso del siglo XIX separó poco a poco, entre autoridades administrativas diferentes, las funciones de administrar y de juzgar lo contenciosoadministrativo; y además, las autoridades administrativas dedicadas a la jurisdicción han recibido una organización análoga a la de los tribunales judiciales. En esto aparecen ya como constituyendo por sí mismas tribunales que, indudablemente, no son todavía tan perfectos como los tribunales judiciales, puesto que les faltan siempre ciertas garantías de independencia, particularmente la inamovilidad de sus miembros, pero que no por eso dejan de ser verdaderos tribunales. Por lo mismo también, la regla que prohibe a las autoridades judiciales conocer de lo contencioso-administrativo ha adquirido una significación muy diferente de la que tenía en su origen. Ya no significa, como en la época revolucionaria, que los actos de los administradores se hallen fuera de todo control de la autoridad jurisdiccional, sino que significa únicamente que existen tribunales de dos clases: los tribunales del orden judicial y, para lo contenciosoadministrativo, tribunales de orden administrativo, que se oponen, no solamente a los tribunales judiciales, sino también a los administradores, de los cuales son ahora distintos (Artur, loe. cit., vol. xm, p. 232; Jéze, op. cit., pp. 120-121). 261. Por lo demás, no es únicamente por su organización y por sus funciones especiales por lo que los tribunales administrativos se diferencian de las demás autoridades administrativas, sino que también se diferencian de ellas, apareciendo como tribunales propiamente dichos, por cuanto ejercen su actividad en las formas propias de la jurisdicción y no en aquellas con las cuales se contenta la administración. Como se dijo con anterioridad (p. 696), la jurisdicción se distingue esencialmente de la administración por sus formas destinadas a garantizar a las partes el alto valor de la sentencia del juez. Entre estas formas tutelares, se debe señalar especialmente la obligación que tiene el juez de statuir cuando se hace cargo de un asunto; la observancia de un procedimiento riguroso para instrucción del asunto; la publicidad de las audiencias; la institución del debate contradictorio; la necesidad de motivar la sentencia; el sistema de las instancias sucesivas en múltiples grados de jurisdicción, etc. Ahora bien, estas diferentes formas protectoras, después de haber
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sido patrimonio de la justicia que se ejerce por las autoridades judiciales, han sido sucesivamente tomadas de ésta para extenderlas, o mejor dicho imponerlas, a la justicia que ejercen los tribunales administrativos. Esta evolución no fue sino el desarrollo natural del concepto contenido en la legislación inicial del año v-in, ya que, por lo mismo que dicha legislación había separado la jurisdicción administrativa de la administración, implicaba que la actividad de las autoridades encargadas de estatuir sobre lo contencioso-administrativo debe ejercerse, no ya dentro de las formas administrativas, sino siguiendo aquéllas que son características de la jurisdicción. Por lo que concierne al Consejo de Estado, las ordenanzas del 2 de febrero y el 12 de marzo de 1831 vinieron a aplicar esta consecuencia del régimen inaugurado el año vm, al prescribir que las sesiones de la asamblea general del Consejo de Estado, deliberando en lo contencioso, se convertirían en públicas y serían contradictorias, admitiéndose en adelante a los abogados de las partes, que presentarán informes orales. Por otra parte, se creó un ministerio público, cuyas funciones se conferían a magistrados que habían de presentar sus conclusiones en cada asunto, y la institución del comisario del gobierno, que formula conclusiones según la ley y según su conciencia, no dejaba de ser tan útil a los administrados interesados en el proceso como al gobierno. Estas reformas fueron confirmadas por la ley de 19 de julio de 1845, y gracias a ellas presenta el Consejo de Estado, desde aquella época, las garantías esenciales de un verdadero tribunal.En cuanto a los consejos de prefectura, las reformas destinadas a someter su actividad jurisdiccional a las formas especiales de la justicia no fueron realizadas sirio mucho más tarde. Desde el año VIII hasta el segundo Imperio, la legislación referente a su organización y funcionamiento permaneció estacionaria y totalmente insuficiente; las formas del procedimiento que había de seguirse ante ellos en materia contenciosa jamás habían sido reglamentadas. Los diferentes proyectos que habían sido elaborados bajo la Monarquía de Julio y durante la segunda República, con objeto de llenar esos vacíos, no habían llegado a ningún resultado. Un importante decreto de 30 de diciembre de 1862 vino por fin a dar a los administrados que han de acudir ante los consejos de prefectura garantías análogas a las que les habían sido conferidas, desde 1831, ante el Consejo de Estado: publicidad de las audiencias; facultad de las partes para formular observaciones orales personalmente o mediante mandatario; institución de un ministerio público. Estas mejoras fueron definitivamente establecidas por la ley de 21 de junio de 1865. La ley de 22 de julio de 1889 acabó de transmitir a los consejos de prefectura carácter jurisdiccional al consagrar, para el procedimiento a seguir ante
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ellos, reglas e instituciones de procedimiento análogas a las que se emplean ante los tribunales judiciales. 262. El establecer un conjunto de reglas particulares y de garantías protectoras para la organización de los tribunales y para el funcionamiento de su actividad tuvo por objeto, desde el punto de vista jurídico, originar una vía especial de ejercicio de la potestad de Estado: la vía jurisdiccional, en oposición a la vía administrativa. De aquí se desprende la distinción entre la jurisdicción y la administración. No es que el acto realizado en las condiciones propias de la jurisdicción sea en sí mismo y en su naturaleza intrínseca esencialmente diferente de todos los actos que dependen de la función administrativa; bajo este aspecto, muchos actos administrativos tienen idéntico contenido que los actos jurisdiccionales; pero, por razón del régimen especial a que se halla sometida en cuanto a su ejercicio, la función que consiste en estatuir en formas jurisdiccionales sobre cuestiones litigiosas u otras, adquiere el carácter de una actividad estatal distinta de la administración y constituye, en este sentido, un tercer poder. Con esto queda de manifiesto cuáles son los verdaderos fundamentos y la significación de la clasificación tripartita establecida entre la legislación, la administración y la jurisdicción. Mientras que la legislación y la administración son dos funciones irreductiblemente diferentes, por lo menos en cuanto la actividad administrativa no puede ejercerse sino en ejecución de las leyes, la potestad administrativa y la potestad jurisdiccional tienen como signo común el ser ambas potestades de eje-; lición. Por esto la jurisdicción18 y la administración aparecen, ante todas como dos ramas de una sola y única función: la función ejecutiva. Sólo se distinguen profundamente por sus fines y por sus formas. Pero la distinción de los fines no constituye en sí una distinción jurídica: el hecho de que las decisiones administrativas y las decisiones jurisdiccionales estén inspiradas en preocupaciones diferentes no impide que, entre estas dos clases de decisiones, haya algunas que sean jurídicamente de naturaleza y consistencia idénticas. En cuanto a las diferencias de forma, es209 20917
Indudablemente existe gran número de actos administrativos que no se conciben como el posible objeto de una actividad jurisdiccional: así ocurre por ejemplo con todos aquellos que consisten en operaciones técnicas o en gestiones que implican una actividad de orden físico. Pero es igualmente cierto —como se verá más adelante— que la función administrativa comprende en sí el poder de estatuir sobre cuestiones susceptibles de ser reguladas también radiante decisiones jurisdiccionales. Existen, pues, decisiones jurisdiccionales que tienen el mismo contenido que algunas decisiones administrativas. En estas condiciones, no puede decirse que ambas funciones, administración y jurisdicción, cada una por su lado, tengan una materia propia esencialmente distinta.
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evidente que no pueden ser fundamento para un principio de distinción material entre ambas funciones. Esta es también la conclusión a la que hay que llegar respecto de la jurisdicción. Desde el punto de vista estrictamente jurídico, no se encuentra diferencia material entre las dos funciones, administrativa y jurisdiccional, pues la jurisdicción sólo constituye una función realmente distinta por razón de su forma. La subdistinción establecida, dentro de la función ejecutiva, entre la justicia y la administración, no tiene pues sino un valor formal. Todo esto puede resumirse diciendo: en derecho no existe, en sentido material, una función jurisdiccional distinta, sino que existen solamente formas jurisdiccionales y una vía jurisdiccional distintas de las formas y de la vía administrativas. Para justificar esta conclusión, basta con demostrar que el juez, en virtud de su misión jurisdiccional, es llamado frecuentemente a ejercer una actividad que es, en sí, exactamente igual a la que ejercen los administradores por razón de su función administrativa; y recíprocamente, los administradores expiden con frecuencia, en virtud de su potestad administrativa, decisiones idénticas a las que, según la opinión común de los autores, constituyen el objeto propio de la función jurisdiccional. Existe pues, de todos modos, una zona común entre ambas funciones. Los actos realizados dentro de esta zona, unas, veces a título administrativo, otras veces a título jurisdiccional, son semejantes en el fondo, y sólo difieren por su forma. Pero aquí, como en otros casos, la diversidad de las formas entraña graves diferencias en cuanto a los efectos del acto; la misma decisión, según se tome por la vía jurisdiccional o por la vía administrativa, tiene muy diferente fuerza. Vamos a comprobarlo. 263. En primer lugar, debe observarse que, contrariamente a las suposiciones a que pudiera dar lugar su denominación, la función jurisdiccional no siempre y únicamente consiste en pronunciar el derecho. Muy a menudo el juez ha de resolver litigios que se refieren principal e incluso exclusivamente a la existencia de ciertos hechos, hechos que afirma una de las partes mientras la otra los niega. Indudablemente, la comprobación y el reconocimiento de estos hechos presentan un interés jurisdiccional, en el sentido de que de dicha comprobación depende y habrá de resultar el establecimiento de cierta relación de derecho entre las partes causantes. No por ello es menos cierto que, en el caso en que el litigio se refiera a un punto de hecho, sin que exista discusión en cuanto al punto de derecho, el cometido del juez se limita a comprobar la existencia de los hechos alegados, y una vez reconocidos estos hechos, el derecho legal se aplica a ellos por sí mismo, sin que el juez tenga siquiera necesidad de emitir, propiamente 18 Entiéndase bien que sólo se trata siempre del caso en que la jurisdicción no consiste sino en la aplicación de las leyes.
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hablando, una decisión a dicho respecto. Por lo demás, gran número de juicios que estatuyen respecto a cuestiones de
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derecho empiezan por comprobar y establecer hechos. "La comprobación, dice Jéze ("L'acte juridictionnel", Revue du droit public, 1909, pp. 668 ss.) es la misión esencial del juez"; y añade dicho autor que las comprobaciones jurisdiccionales se refieren, entre otras cosas, a hechos.19 Ahora bien, las comprobaciones de hecho realizadas por los tribunales a título jurisdiccional tienen exactamente la misma naturaleza, en sí, que las que hacen los agentes administrativos en virtud de su tarea de administración. Dejando de lado las comprobaciones que constituyen uno de los principales cometidos de la autoridad policial, ocurre constantemente que, antes de tomar una decisión que depende de su competencia, los administradores proceden, y tienen obligación de proceder, a la comprobación de ciertos hechos, siendo afirmados e invocados estos hechos como motivos en el texto mismo de la decisión administrativa que resulta de ellos; a veces también, antes de estatuir, la autoridad administrativa aprecia los hechos sobre los cuales se basa para actuar, exactamente lo mismo que pudiera hacerlo un juez. En todos estos aspectos, no es posible establecer una diferencia de orden material entre el acto administrativo y el acto jurisdiccional. 264. Veamos dónde va a aparecer la diferencia entre ambas clases de actos. Como indica muy acertadamente Jéze (loe. cu., especialmente p. 683), las dos comprobaciones, la hecha por un juez y la otra realizada por un agente administrativo, no tendrán el mismo valor ni el mismo efecto. La característica de la comprobación o afirmación emitida por la vía jurisdiccional es, desde este punto de vista, que posee la fuerza, la autoridad especial que entraña la cosa juzgada. Según la máxima tradicional, la cosa reconocida por esta vía, pro veritate habetur, no puede ya tratarse de nuevo. Mientras que el hecho que ha sido comprobado por un administrador puede discutirse aún ante el superior jerárquico, o por lo menos ante un juez, y mientras que el autor mismo de la comprobación puede hacer desaparecer ésta al reconocer que se equivocó, la misma comprobación hecha mediante un juicio pronunciado como cosa juzgada adquiere valor de verdad irrefragable; en cambio, este juicio sólo tiene autoridad ínter partes, mientras que el acto administrativo, en principio, produce su efecto erga omnes. Los efectos de ambas clases de actos son, pues, muy diferentes. Pero ¿en qué se funda esta diferencia? Seguramente no se funda en motivos de orden material. Se 210
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Ver también, con referencia a este punto, Demogue, Les notions fundamentales du droit privé, pp. 521 sí.; "El cometido de los tribunales es doble. Realizan ciertas comprobaciones de hecho o de derecho y dan órdenes... En un fallo lo que primero llama la atención es la orden que contiene... Pero detrás de este armazón de la orden dada, existe la comprobación que es su razón de ser... En el seno de la decisión se sitúa una relación y una apreciación de los hechos."
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haya realizado por la vía administrativa o haya sido cumplido por la vía jurisdiccional, el acto que lleva en sí la comprobación de un hecho determinado tiene en ambos casos la misma naturaleza intrínseca. Si varían sus efectos es únicamente por razón de su forma. Se aprecia aquí en lo vivo el carácter formal, y por mejor decir convencional, del derecho. Con objeto de remediar las imperfecciones de la vía administrativa se ha establecido en provecho de los interesados todo un conjunto de precauciones y de garantías que constituyen la vía jurisdiccional. Pero también, mediante esas garantías, el acto cuyos enunciados se emiten a título de cosa juzgada se convierte en inatacable. No es que el contenido de dicho acto, de una manera absoluta, sea la expresión cierta de la verdad: la cosa juzgada se presume simplemente que se halla conforme con la verdad, pro ventóte habetur; queda erigida artificialmente, por la orden jurídica, en verdad de la esfera del derecho. El art. 1350 del Código civil especifica que no existe aquí sino una presunción; pero esta presunción no admite prueba en contrario. 265. Así pues, la característica de la jurisdicción no es el contenido material del acto, sino la forma del mismo.20 El signo distintivo por el que se reconoce el acto jurisdiccional es, por una parte, su origen, por cuanto es obra de una autoridad organizada especialmente para el ejercicio de la jurisdicción, y por otra parte, su procedimiento, por cuanto ha sido realizado según las reglas propias de la función que consiste en juzgar.21 Por razón de esta forma especial, el acto posee también la fuerza 211
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Jéze (loe. cit., pp. 667 ss.) sostiene con insistencia que para determinar los caracteres esenciales por los que se reconoce el acto jurisdiccional "hay que hacer caso omiso de la cualidad del autor del acto, de las formas como se ha realizado el acto, y de una manera general de todos los ementes formales". Por otra parte, sin embargo, reconoce este autor (p. 670) que "solamente la ley puede dar a cierto reconocimiento o comprobación la naturaleza de juicio propiamente dicho, al formular la regla de que la comprobación hecha por tales o cuales agentes en tales o cuales formas será tenida por verdad legal. Por lo tanto, el acto de jurisdicción es toda comprobación a la que la ley atribuye fuerza de verdad legal" (cf. p. 669- 1 y 2). Estas son afirmaciones contradictorias que no parece posible conciliar entre sí, pero de las que se desprende claramente que lo que constituye el acto jurisdiccional su forma. Por lo demás, es conveniente observar que la definición que de la función jurisdiccional de Jéze es completamente formal. En los gtudios que dedicó a esta función, repite en diferentes ocasiones (Revue du droit public, 1909, p. 670 y 1913, p. 437) : "El acto jurisdiccional es una comprobación hecha por el juez con fuerza de verdad legal". Así pues, caracteriza este autor al acto de jurisdicción, no ya por su naturaleza intrínseca, por su contenido, sino por la fuerza que le es propia. Precisa su pensamiento sobre este punto añadiendo (loe. cit., 1913, p. 437 n.) que "depende del legislador el conferir o no a una comprobación la fuerza de verdad legal, y por lo tanto, el carácter de acto jurisdiccional". A este respecto no pueden sino aprobarse las observaciones de Jéze.
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superior que entraña la cosa juzgada. Todo esto es de orden formal, y resulta de ello que, cuando la autoridad judicial misma no emplea ya la forma jurisdiccional, sólo realiza actos administrativos, y esto ocurre incluso cuando estos actos dependen especialmente de la competencia de los jueces. De igual modo, ocurre con frecuencia que los administradores pronuncian el derecho, pero como no estatuyen en forma jurisdiccional, y como, además, no poseen por sí mismos, o sea por su constitución orgánica, el carácter de autoridades jurisdiccionales, se infiere de ello que incluso cuando pronuncian el derecho los administradores realizan acto de administración y no de jurisdicción.22 23 212
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Debe observarse que hasta los autores que profesan más enérgicamente la teoría de la distinción material entre la administración y la justicia, se ven obligados a hacer concesiones 212 en el sentido formal antes indicado. Por ejemplo, cuando Artur (op. cit., Revue du droit public, vol. xiv, p. 297) se refiere a las "reglas de. la función juzgadora" y cuando las opone (vol. XIII, p. 477) a las "reglas de la función administrativa", reconoce implícitamente con ello que la función de juzgar se caracteriza por las reglas que le son propias, que son esencialmente reglas de forma. 22 Igualmente, y por más que hayan dicho, ya los autores (Duguit, Traite, vol. II, pp.302 sí.; cf. Esmein, Éléments, 5" ed., p. 838), ya la misma Constitución (ley de 16 de julio de 1875, art. 10: "Cada una de las Cámaras es juez de la elegibilidad de sus miembros y de la regularidad de su elección"), los actos mediante los cuales las Cámaras comprueban los poderes de sus miembros y estatuyen sobre la validez de su elección no son propiamente hablando, actos jurisdiccionales. Para establecer este punto, no es necesario llegar hasta sostener, como se ha hecho algunas veces, que "la Cámara, al estatuir en materia de comprobación de poderes, no está obligada, ni por el texto de las leyes, ni por las decisiones del sufragio universal, sino que es soberana, con una soberanía absoluta y sin reservas" (E. Fierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire, 2* ed., p. 412). Basta observar que el procedimiento de comprobación de los poderes no está sometido a ninguna de las reglas o condiciones de forma esenciales que caracterizan a la función y a los órganos jurisdiccionales. ¿Cómo, por ejemplo, se podría reconocer a la Cámara en esta materia los caracteres de un tribunal, cuando se observa que aquellos de sus miembros que no han asistido a todos los debates referentes a una elección impugnada, son admitidos sin embargo a votar respecto de la validez de dicha elección? Idéntica observación puede hacerse a propósito del art. 85-12" de la Constitución federal suiza, que encarga a la Asamblea federal estatuir respecto de "las reclamaciones contra las decisiones del Consejo federal relativas a los pleitos administrativos". Es difícil ver en esto un recurso por vía jurisdiccional. En vano se alegaría que la reclamación en cuestión se refiere a asuntos que dan lugar a contencioso ("pleitos"), que se ha introducido por medio de un recurso sin el cual la Asamblea federal no puede hacerse cargo del asunto, y que el autor del recurso tiene derecho a obtener una solución de la Asamblea. Incluso cuando se emite, respecto de un punto contencioso, una decisión formulada por un cuerpo político tal como la Asamblea federal y mediante un procedimiento enteramente diferente de las formas de la justicia, no puede tener valor jurisdiccional. Ver a este respecto las observaciones de Bossard, Das Verhdltniss zwischen B undesversammlung und Bimdesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 29 y 30, que hace notar especialmente que el tribunal más pequeño ofrece para los justiciables más garantías de orden jurídico que una asamblea del género parlamentario. Cf. la última parte de la n. 11 del n' 309, infra. En sentido inverso, conviene considerar como una manifestación jurisdiccional la decisión dictada por el tribunal de conflictos para resolver una cuestión de competencia suscitada
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266. Esta última observación tiene capital importancia. Revela de una manera decisiva que el concepto de jurisdicción, en derecho, tiene 213
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entre la autoridad administrativa y la autoridad jurisdiccional. Bien es verdad que esta clase de conflicto no origina un verdadero proceso entre las dos autoridades que se disputan la competencia, ya que la competencia respecto de la cual están en disputa no constituye un derecho subjetivo respecto de ellas, que sea susceptible de ser objeto de una reivindicación propiamente dicha (ver n9 380, infra). Pero el tribunal de conflictos tiene por su organización caracteres de autoridad jurisdiccional, y procede y estatuye también según las formas y con las garantías propias de la justicia. Esto basta para que los actos que realiza deban considerarse como actos de jurisdicción (cf. Duguit, L'État, vol. II, pp. 517 ss.; Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. I, pp. 285-286). 23 Las consideraciones anteriormente expuestas (p. 715) constituyen igualmente un obstáculo para que el Senado pueda ser .considerado como una verdadera autoridad jurisdiccional, en el caso en que es llamado a conocer, bien sea de atentados cometidos contra la seguridad del Estado, bien de acusaciones lanzadas contra el Presidente de la República o los ministros. Es cierto que la Constitución de 1875 repite en varios de sus textos (ley de 24 de febrero de 1875, art. 9; ley de 16 de julio de 1875, arts. 4 y 12) que el Senado ejerce y funciona, en tal caso, como "corte de justicia"; y estos textos dicen también que su función consiste en este caso "en juzgar" a las personas o las autoridades acusadas ante él. Así pues, no dudan loe autores en calificar al Senado como tribunal cuando actúa en el ejercicio de esta competencia. Indudablemente, reconocen, con Esmein (Hl.em.ents, 5* ed., p. 957), que el Senado es "una jurisdicción cuyo carácter político es evidente"; y esto no sólo porque el Senado es esencialmente una asamblea política, sino también porque los crímenes sometidos a su apreciación "entrañan un juicio más político que penal" (ibid., p. 959). Esmein, sin embargo, no por eso deja de sacar la conclusión de que el Senado, como corte de justicia, es "un tribunal regular, el más alto que exista en Francia" (p. 962)); y esta manera de ver queda definitivamente consagrada por la terminología comente, que aplica al Senado, considerado en el ejercicio de su competencia justiciera, el nombre de Alta Corte. Este concepto parece de otra parte corroborado por las dos leyes de procedimiento de 10 de abril de 1889 y 5 de enero de 1918, que al producirse en virtud del art. 12 ¿re fine de la ley constitucional de 16 de' julio de 1875, establecieron, para la acusación, la instrucción y el fallo de los asuntos criminales llevados ante el Senado, reglas de forma idénticas a aquellas que determinan el procedimiento a seguir, en materia penal, ante los tribunales de represión. A pesar de todas las apariencias que originan estas diversas observaciones, la idea de que el Senado pueda asimilarse a un tribunal propiamente dicho es muy difícil de aceptar. El argumento que se saca del hecho de que es el encargado por la Constitución de determinar, el derecho, al estatuir conforme a las leyes sobre la existencia de ciertas culpabilidades y al pronunciar, contra la persona declarada culpable, la pena legal (ver especialmente el art. 2, de la ley de 10 de abril de 1889), de ningún modo es decisivo; y tampoco se hace más convincente este argumento cuando se alega que la mayor parte de los asuntos criminales atribuidos por la Constitución a la competencia del Senado siguen dependiendo paralelamente de la competencia de los tribunales ordinarios de represión, lo que, al parecer, implica desde luego su carácter judicial. Si esta argumentación tuviera fundamento en lo que se refiere al Senado, lo tendría también con respecto a los ministros, en los casos en que éstos son llamados a estatuir sobre cuestiones que pueden dar lugar a juicios contenciosos, y entonces habría que volver a la antigua doctrina del ministro-juez, la cual, del hecho de que el ministro tiene poder de pronunciar el derecho sobre multitud de asuntos, deducía que desempeñaba el oficio de autoridad jurisdiccional y que constituía, por lo tanto, una instancia judicial, o sea un tribunal.
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un fundamento puramente formal y no material. Los autores, durante mucho tiempo, se han equivocado respecto de este punto, particularmente 214
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Se podrá objetar que, a diferencia del ministro, el Senado opera según las formas propias de la jurisdicción. Pero el concepto de jurisdicción no reside por entero en una cuestión de procedimiento. Para que una autoridad tome carácter jurisdiccional no basta que esté obligada a observar las formas de la justicia. La función jurisdiccional se caracteriza, no solamente por una condición de forma de los actos, sino también por una exigencia relativa a la cualidad de la autoridad que pronuncia el derecho. Es necesario que esta autoridad presente por sí misma caracteres de arbitro desinteresado, situado en una esfera de acción diferente de aquella en que se debate el proceso y no teniendo más preocupación que la de pronunciar el derecho entre las partes. Si se trata, en particular, de la regularidad de actos que dependen del ejercicio de una función estatal, el concepto de jurisdicción implica que la autoridad designada para pronunciar el derecho referente a estos actos no participa en la función cuyas manifestaciones tiene que juzgar. Estas dos condiciones, la relativa a la forma de la actividad jurisdiccional y la que se refiere a la cualidad del agente que juzga, constituyen un conjunto indivisible. El hecho de que el Senado desempeñe la primera no puede, en ausencia de la segunda, proporcionar la prueba de que las decisiones de esta asamblea, en los casos en que es llamada a conocer de ciertos crímenes, posea en sí una naturaleza y una consistencia jurisdiccionales. La cuestión precisa que aquí se formula es, pues, la de saber si, independientemente de las formas en las cuales elabora sus decisiones, puede el Senado, en sí mismo, ser reconocido como tribunal. Así orientada, la cuestión se halla resuelta por anticipado. La expresión constitucional "corte de justicia" no debe ser objeto de equívoco. Pues —como lo dice muy acertadamente Esmein (loe. cit., p. 961)— esta supuesta "Alta Corte no es sino el Senado mismo". La Constitución bien pudo decir (ley de 24 de febrero de 1875, art. 9; ley de 16 de julio de 1875, art. 12) que para juzgar a ciertas personas o ciertos crímenes, el Senado se "constituye en corte de justicia". Este cambio de nombre no puede significar que se produzca una transformación análoga a la que recibe el Parlamento, por ejemplo, cuando se constituye para funcionar en Asamblea nacional. El Senado no se convierte en un órgano nuevo, sino que sigue siendo el mismo, sin que su naturaleza propia se haya modificado. Ahora bien, en sí mismo, el Senado, Cámara del Parlamento, es una pura asamblea política, estrechamente mezclada a toda la acción gubernamental, y que, por este solo motivo, no puede considerarse como un arbitro neutral con relación a crímenes que tienen a su vez un color político acentuado o que se refieren especialmente a los asuntos del gobierno. No solamente se diferencia el Senado de una franca autoridad jurisdiccional por el hecho de que, lejos de permanecer retenido habitualmente en una esfera especial de dicción del derecho, acumula sus atribuciones justicieras a sus funciones políticas y gubernamentales; e incluso se desvía muy raramente de éstas para ejercer su papel de "corte de justicia"; de donde ya resulta que esta corte, en realidad, no es sino un tribunal de ocasión, aunque se reconozca, con Esmein (loe. cit.. pp. 960 que en derecho está constituida en "tribunal permanente", es decir, "siempre dispuesto a funcionar", y no en "jurisdicción temporal". También es conveniente observar que el objeto mismo de la Constitución, al someter delitos políticos a una asamblea parlamentaria, ha sido principalmente el hacer que se juzgue esos delitos y a sus autores según miras también de orden político. Precisamente en su cualidad de cuerpo político, y de ningún modo por razón de su carácter intrínseco de autoridad jurisdiccional, es por lo que el Senado ha sido elegido como "corte de justicia" para conocer de los crímenes que comprometen graves intereses políticos; y sin dejar de exigir que proceda el Senado, en tal caso, dentro de las formas de la sana justicia, la Constitución ha entendido que habría de juzgarlos políticamente. Así
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en la cuestión del ministro-juez, que es muy interesante recordar aquí. Los ministros son llamados frecuentemente a estatuir, bien sea sobre re215
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la elección de Senado como autoridad competente no se desprende de preocupaciones de orden jurisdiccional, sino, por el contrario, de un plan esencialmente político. En estas condiciones es evidentemente imposible considerar al Senado como autoridad que tenga en sí, o que adquiera constitucionalmente, carácter jurisdiccional. Poco importa, por lo tanto, que el Senado se halle investido del poder de pronunciar una condena, que es, por su naturaleza, un acto de jurisdicción. Por lo mismo que el ministro no se convierte en juez cuando como jefe administrativo de servicios ejerce sus atribuciones consistentes en pronunciar el derecho, tampoco el Senado puede encontrarse erigido en cuerpo judicial por el solo hecho de que ejerza, como asamblea política, poderes que normalmente son los de una autoridad jurisdiccional. Por lo tanto, la impresión general que se desprende del examen de las causas que determinaron la institución actual de la "Alta Corte de Justicia", es que el Senado es llamado a ejercer, con este nombre, una función que es, ante todo, de orden gubernamental. Pero esta impresión se acentúa más aún cuando se considera la competencia atribuida al Senado con respecto de los ministros, relativa a los crímenes cometidos por éstos en el ejercicio de sus funciones. Aquí es, sobre todo, donde debe establecerse una relación entre las atribuciones justicieras del Senado y sus atribuciones ordinarias de gobierno. Por lo que concierne a la acusación de un ministro por la Cámara de Diputados, Esmein observa (loe. cit., p. 767) que esta prerrogativa parlamentaria, aun cuando se ejerza contra un antiguo ministro, debe ser y ha sido siempre considerada como la sanción y el corolario de la responsabilidad ministerial. Esta fórmula de Esmein se aplica con el mismo acierto a la prerrogativa justiciera conferida al Senado respecto de los ministros. El origen de esta prerrogativa es muy distinto en Francia y en Inglaterra. Si los ministros, desde 1875, son los justiciables del Senado por sus crímenes ministeriales, no es, no puede ser, porque el Senado francés sea, como lo es la Cámara de los Lores en virtud de una tradición secular, la más alta corte de justicia dentro del Estado. El poder de justicia del Senado sobre los ministros, como el de acusación que corresponde a la otra Cámara, debe relacionarse, ante todo, con los conceptos del parlamentarismo, tal como son actualmente aceptados en Francia, y sobre todo con el que coloca al Ejecutivo bajo la dependencia y la estrecha vigilancia de las Cámaras. El poder de acusa a los ministros y de estatuir respecto de su culpabilidad no es, en el derecho público francés, sino la prolongación y la consecuencia de la potestad general y superior de control y de investigación que les pertenece a las asambleas elegidas sobre los asuntos y sobre los hombres del gobierno. La facultad de pronunciar una condena, en caso de faltas criminales del Ejecutivo, apareció como consecuencia natural de la facultad de enjuiciamiento político de dichas faltas: pareció lógico que el poder de castigar se colocara accesoriamente en las mismas manos que el poder de juzgar y de calificar los actos punibles. Y sí, por otra parte, este poder de condenar ha sido reservado al Senado, esa reserva encaja bastante bien con la idea que se formaban los constituyentes de 1875 de una asamblea que, en su pensamiento, debía encarnar en sí, con las tradiciones del régimen, la más alta sabiduría de la República, y que, por lo mismo, parecía especialmente designada para desempeñar, en asuntos de tal gravedad, el papel de arbitro supremo entre la Cámara que acusó y los miembros del gobierno acusados. Que el poder de condena penal, así atribuido al Senado sobre los miembros del Ejecutivo, sea el desarrollo del sistema de su responsabilidad política y parlamentaria, es lo que se desprende ya, en cuanto al Presidente de la República, de la expresión y del encadenamiento de los dos párrafos del art. 6 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Que se refieren respectivamente a la responsabilidad ministerial y a la responsabilidad
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cursos entablados ante ellos por la vía jerárquica, bien sobre reclamaciones que tienen en sí carácter contencioso. En tal caso, la decisión 216
presidencial. Al decir sucesivamente que los ministros son ilimitadamente "responsables ante las 216 Cámaras" y que el Presidente sólo es "responsable" ante ellas en el caso de alta traición, el art. 6 no puede referirse evidentemente, bajo esta expresión común e idéntica, sino a una responsabilidad de la misma naturaleza, o sea a una responsabilidad que es política en lo que se refiere al Presidente lo mismo que en lo que concierne a los ministros. Bien es verdad que la responsabilidad presidencial no puede, conforme a la opinión común, determinarse sino por una acusación proveniente de la Cámara de Diputados y formulada solamente ante el Senado (ley constitucional de 16 de julio dé 1875, art. 12), el cual, como lo demostró Esmein (loe. cit., pp. 709 ssj, a falta de otra pena aplicable a las faltas graves del Presidente, podrá pronunciar por lo menos su destitución. Pero precisamente es de notarse que esta responsabilidad que se pone en juego contra el Presidente por la vía de un procedimiento de acusación tendiente a una condena penal, no es en sí más que la responsabilidad política del art. 6, y se afirma su carácter político, con una evidencia particularísima, en el caso en que los hechos de alta traición imputados al Presidente no caen bajo ninguna disposición de ley penal ni pueden ser objeto más que de una simple condena a la destitución. Nada podría demostrar mejor la estrecha conexión que existe entre la responsabilidad política, fundada en la preeminencia que corresponde a las Cámaras en el régimen parlamentario, y la responsabilidad penal o criminal, que es objeto de un juicio del Senado, funcionando éste bajo el título de corte de justicia. En el caso de alta traición presidencial, ambas responsabilidades pe confunden al punto de no poder distinguirse una de otra. Lo que es verdad para el Presidente no lo es menos para los ministros. Sería inexacto creer que la responsabilidad criminal de los ministros es de esencia diferente de su responsabilidad política, o procede de un principio que no sea aquel de donde deriva esta última. Sobre todo, no sería exacto suponer que únicamente la responsabilidad política tiene su fuente en el sistema del parlamentarismo y que la otra, la responsabilidad criminal, se refiere, en la Constitución de 1875, a un concepto según el cual las Cámaras, y especialmente el Senado, en cualquier medida, serían órganos jurisdiccionales y poseerían naturalmente poderes de jurisdicción. A decir verdad, ni siquiera existen, en las relaciones de los ministros con las Cámaras, dos responsabilidades diferentes, sino que no hay más que una sola, que proviene del hecho de que, en el régimen parlamentario, los miembros del gabinete están obligados a rendir cuentas y a justificarse de todos sus actos ante el Parlamento. Tanto si se trata simplemente de una ruptura del acuerdo entre el ministro y la mayoría como de faltas ministeriales no sancionadas por un texto legal, el Parlamento con sus votos obligará a los ministros a que se retiren; si, en el curso de sus investigaciones, descubre el Parlamento que las faltas atribuidas a un ministro entran en una de las incriminaciones previstas por las leyes penales, en ese caso no se limitará a desacreditar al ministro culpable con una censura política, sino que tendrá además el derecho de aplicarle, por la vía de acusación, la pena señalada por las leyes de represión. Así pues, la responsabilidad criminal, bajo un nombre distinto y una forma especial, no es sino una manifestación de la responsabilidad general de los ministros ante el Parlamento, y no es otra que su responsabilidad parlamentaria misma, que produce, según los casos, efectos unas veces políticos y otras veces penales. Sea la que fuere la gravedad de la cuenta que se pide a los ministros, siempre es el mismo principio el que se encuentra en juego, a saber, que el Parlamento es dueño de apreciar y juzgar la actividad ministerial. Únicamente varían el procedimiento y las sanciones. Se desprende de estas observaciones que el poder de acusación, de enjuiciamiento y de condena, conferido por la Constitución de 1875 a las Cámaras sobre los ministros y sobre el Presidente de la
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ministerial se refiere, bien a un litigio cuyos elementos de hecho ya se encuentran establecidos, bien a una reclamación que invoca un derecho 217
República, no implica de ningún modo que las Cámaras deban considerarse como autoridades jurisdiccionales. Cuando condena, el Senado no se convierte en órgano de 217 jusrisdicción, lo mismo que la Cámara de Diputados cuando acusa. No solamente sigue siendo el Senado, desde el punto de vista de su consistencia orgánica, sino que, además, desde el punto de vista funcional, sigue comportándose como asamblea política y ejerciendo sus atribuciones normales de control y de apreciación parlamentarias sobre los actos del Ejecutivo. Finalmente, conviene añadir que el Senado se coloca en el terreno político, o más exactamente se inspira en sus propias tendencias políticas, para apreciar el valor de esos actos y para determinar si constituyen o no un crimen calificado y sancionado por la ley penal. El Senado se ve, pues, llamado a juzgar una política ministerial, sobre la cual tiene a su vez puntos de vista propios; esto tampoco tiene nada de jurisdiccional (ver también la n. 32, p. 736, infra). En resumen, pues, el verdadero fundamento de la institución llamada de la Alta Corte de Justicia, según el derecho constitucional actual de Francia, debe buscarse esencialmente en el régimen especial de jerarquía establecido, por efecto del parlamentarismo, entre el Ejecutivo y las Cámaras; una jerarquía que no solamente implica para las asambleas elegidas el poder de vigilar, de influenciar, de dominar, en una palabra, al Ejecutivo, sino que también, combinándose con el hecho de que el Parlamento es hoy día el órgano supremo, permite a las Cámaras llegar hasta a acusar a los miembros del Ejecutivo e incluso hasta pronunciar contra ellos condenas penales. Todo esto, sin que sea necesario conferir a las Cámaras carácter jurisdiccional, sino simplemente en virtud de la superioridad que, en principio, les corresponde sobre el Ejecutivo. En estas condiciones, las denominaciones de Alta Corte o de Corte de Justicia pueden tenerse, hoy día como un anacronismo. Estas expresiones provienen del tiempo en que las asambleas legislativas quedaban excluidas de toda preponderancia de orden parlamentario sobre el Ejecutivo y en que, por consiguiente, había habido que crear, fuera de ellas y para juzgar los crímenes políticos, un alto tribunal especial, que constituía en ese régimen un verdadero cuerpo judicial. En la Constitución de 1875, estas expresiones tradicionales no tienen lugar; no es ya en calidad de corte de justicia como la Cámara de Diputados y el Senado ejercen sus poderes de acusación y de juicio; ambas Cámaras tienen estos poderes en virtud del parlamentarismo y como asambleas parlamentarias. ¿Significa esto que en su calidad de parte componente del Parlamento, órgano supremo, tenga el Senado la potestad de condenar al Presidente o a los ministros por hechos que no están calificados como crímenes por ninguna ley preexistente y de aplicarles en tal caso, y a falta de texto legal, penas que él mismo podría elegir determinando libremente su cuantía? Ecepción hecha de la destitución, que, como se dijo anteriormente, podría pronunciarse siempre contra el Presidente de la República al declarársele culpable de alta traición, no parece que tenga el Senado la facultad, por graves que sean políticamente las faltas cometidas, de aplicar ni la calificación de los delitos ni una pena cualquiera a hechos que no entren dentro cíe las previsiones anteriores del texto de una ley penal. Como razón de ello se ha dicho que el derecho público actual excluye las penas arbitrarias (Código penal, art. 4) y se ha recordado a este propósito el adagio "Nidia poena sine lege". Es indudable, en efecto, que el Senado, que no es sino la mitad del Parlamento, no podría por sí solo legislar penalmente. No obstante, esta razón quizás no sea decisiva, pues la cuestión es precisamente saber si, al decir sin reserva alguna que e] Senado es el llamado a juzgar al Presidente por actos de alta traición y a los ministros por crímenes cometidos en el ejercicio de sus funciones, la Constitución de 1875 no se propuso precisamente colocar a la alta asamblea por encima de los principios habituales del derecho penal y conferirle, en lo que se
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para su justificación; esta decisión es, pues, en el fondo, de idéntica naturaleza a aquella por la cual un juez pronuncia el derecho. Así pues, durante 218
refiere a las faltas de orden político, un verdadero pleno poder a efecto de determinar discrecionalmente, bien sea la criminalidad de la falta, bien la pena que deba aplicársele. 218 Ahora bien, así formulada la cuestión, se podría caer fácilmente en la tentación de recurrir, para su solución, a la consideración antes expuesta, o sea que el Senado es aquí el llamado a estatuir, no ya en cualidad de autoridad jurisdiccional, obligada a conformarse a las reglas de la jurisdicción penal, sino de asamblea política y parlamentaria que cumple una tarea de gobierno y que tiene, a dicho efecto, el poder de decidir libremente el grado de culpabilidad política de los acusados, así como de las sanciones que han de corresponder, en cada caso particular, sea al sentimiento público de reacción suscitado por las faltas cometidas, sea al interés político del país. Esta es también la opinión a la cual se adhirió Esmein (loe. cit., pp. 761 Este autor recuerda que en la mayor parte de las antiguas Constituciones francesas se especificó que los ministros no podrían ser condenados sino por delitos determinados por la ley y castigados con penas legales (ley de 27 de abril-25 de mayo de 1791, art. 31; ley de 10 vendimiado, año IV, art. 11; senadoconsulto del 28 floreal, año XII, art. 130 Constitución de 1848, art. 100). Pero Esmein observa que, en estas Constituciones, los ministros acusados eran remitidos, no a una asamblea parlamentaria, sino a una Alta Corte propiamente dicha, con carácter realmente judicial y que, por lo mismo, había de colocarse exclusivamente en el terreno jurisdiccional. Actualmente, por el contrario, el hecho de que los ministros son enviados para su enjuiciamiento ante una asamblea política como el Senado no puede explicarse, según Esmein, sino por la intención que tuvo la Constitución de hacer prevalecer el punto de vista político sobre las reglas de orden estrictamente jurisdiccional, y de hacer depender la condena de los acusados de la soberana apreciación de la Cámara llamada a conocer de su conducta política. Esta argumentación, sin embargo, no es convincente. Indudablemente, se ha establecido anteriormente que el Senado no puede considerarse como un cuerpo judicial. Además, se ha observado que el Senado concurre actualmente a constituir el orden supremo y participa de la potestad preeminente que corresponde a éste. Pero el concepto de órgano supremo aquí como en cualquier parte, tiene que entenderse acertadamente, pues no implica una potestad incondicionada. De la misma Constitución es de donde las Cámaras reciben su cualidad de órgano supremo; y por consiguiente, no puede el Senado, incluso con esta cualidad, ejercer su potestad superior más que en la medida y en los términos en que le ha sido conferida por las leyes constitucionales. Ahora bien, si la Constitución de 1875 no ha conseguido conferir al Senado un carácter de autoridad jurisdiccional al que la naturaleza misma y las atribuciones normales de esta asamblea la hacen esencialmente refractaria, al menos se debe reconocer que los textos constitucionales que, en numerosas ocasiones, califican al Senado de "corte de justicia" y que especifican, con relación a las personas o a los crímenes llevados a su jurisdicción, que es el encargado de "juzgarlos", por lo mismo, han dado a entender categóricamente que, en el ejercicio de esta clase de competencia, el Senado debe comportarse como lo haría un verdadero juez: lo que, en materia penal, implica que tiene por único papel aplicar las leyes vigentes, excluyendo, en sentido inverso, la posibilidad para dicha asamblea de crear arbitrariamente delitos y penas. Desde el momento en que los textos enuncian formalmente que el Senado debe actuar a manera de juez, se necesitaría una disposición especial y expresa, en la Constitución, para autorizarlo a desviarse de las reglas de la función jurisdiccional represiva y a tratar como delitos hechos que no están calificados como tales ni tampoco sancionados por las leyes penales. La Constitución de 1875 no contiene ninguna disposición de la que se pueda deducir que el Senado posee semejante poder.
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mucho tiempo, la doctrina y la jurisprudencia han admitido que, al pronunciar semejantes decisiones, los ministros ejercen un poder de juris 219
Aun sin dejar de aportar, fatalmente, sus propias ideas y sus preocupaciones políticas en la apreciación de los actos punibles que se le someten, debe pues el Senado, tanto para los ministros como para el Pre 219 mantenerse dentro de los límites que le trazan las leyes penales vigentes; y esto no ya realmente porque es una autoridad jurisdiccional, ni siquiera porque las condenas que ha de pronunciar deberían de considerarse como actos de función jurisdiccional en el sentido pleno de la palabra, sino porque, de todas maneras, no puede, en el ejercicio de su potestad parlamentaria sobre e] Ejecutivo, ir más allá de los poderes que le asignó la Constitución. En este sentido, debe recordarse que ya la Carta de 1814, que entregaba a la Cámara de los Pares el enjuiciamiento de los ministros acusados de traición o malversación, limitaba la potestad parlamentaria de dicha asamblea al añadir en su art. 56: "Leyes particulares especificarán esta clase de delitos y determinarán la persecución de los mismos". Sin embargo, no hay que darle demasiada importancia a este argumento histórico porque en el sistema monárquico de entonces las Cámaras, naturalmente, no podían poseer el poder preponderante de apreciación y de dominio que hoy día les pertenece sobre el Ejecutivo. Pero existe, a este respecto, otro argumento, que habrá de disipar toda duda. Es aquel que se deduce de las facilidades antes señaladas entre la responsabilidad política de los ministros y su responsabilidad criminal. La doctrina que concede al Senado un poder ilimitado de calificación criminal y de represión penal de los actos ministeriales, procede en el fondo de la idea de que, además de su responsabilidad política, los ministros estarían obligados para con las Cámaras por una segunda especie de responsabilidad, totalmente distinta, en virtud de la cual el Parlamento, representado por el Senado, tendría respecto de los actos ministeriales un poder propio de incriminación y de sanción penal. Se ha demostrado anteriormente que no existe este dualismo. Incluso en el caso en que la acusación de los ministros no se injerte, como un procedimiento incidental, en la apreciación por el Parlamento de su responsabilidad política, aun en el caso en que constituya un procedimiento principal, intentado por ejemplo contra un ministro que ya no se halla en funciones, no es en realidad sino un accesorio, una consecuencia y una aplicación de la amplia responsabilidad establecida en el art. 6 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875. Ni el Parlamento en general, ni el Senado por su lado, poseen un poder principal y autónomo de justicia criminal o de castigo espontáneo sobre los ministros. Las Cámaras tienen únicamente el derecho de estatuir sobre la regularidad y el valor de la acción ministerial; y en esta ocasión, la Constitución, tomando en cuenta la potestad superior del Parlamento, concede a las Cámaras la facultad de perseguir y pronunciar contra los ministros la aplicación de aquellas disposiciones de las leyes penales bajo cuya sanción habrían de caer algunos de sus actos punibles. En lugar de que las Cámaras deban dejar a las autoridades jurisdiccionales ordinarias el cuidado de sacar las consecuencias penales de su apreciación política sobre los actos de los ministros, están autorizadas a no abandonar ese aspecto de la responsabilidad criminal; pueden incluso arrogársela directamente, y mucho significa ya que la Constitución haya extendido, de lo político a lo criminal, la competencia jerárquica de las Cámaras, pero por lo demás nada autoriza a pensar que las Cámaras pueden tomar la responsabilidad de acusar y condenar a los ministros por hechos que, fuera de toda ley, erigirían, por su propia iniciativa, en actos punibles. La palabra "crímenes", en el segundo párrafo del art. 12 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, es bastante para señalar que la Constitución no quiso en realidad conferir aquí al Parlamento un poder de castigo extralegal (ver en el mismo sentido el art. 23 de la ley de 10 de abril de 1889, confirmado por el art. 10 de la
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dicción. Autores y resoluciones, en efecto, estaban dominados por la teoría material que define a la jurisdicción como una función que consiste en pronunciar el derecho.24 Del hecho de que el ministro pronuncia el derecho como un juez, se sacaba la conclusión de que era juez.25 Hoy día esta teoría del ministro-juez ha sido rechazada por la jurisprudencia, así como por la mayoría de los autores, que le niegan al ministro toda cualidad o potestad jurisdiccional. Pero es muy interesante señalar los motivos por los cuales se le niega esta potestad. ¿Han reconocido los autores, actualmente, que en el caso en que el ministro estatuya sobre un litigio existente o a punto de aparecer, haga cosa distinta de lo que se había creído primero, o sea que no pronuncia el derecho? De ninguna manera. Laferriére, que, más que ningún otro autor, ha contribuido a producir respecto de esta materia el cambio de la doctrina y de la jurisprudencia, escribe a este respecto (op cit., 2 ed., vol. I, p. 450) que "no es posible administrar los asuntos del Estado sin encontrarse constantemente con cuestiones de derecho y de justicia", y añade que "la función ministerial quedaría paralizada si el ministro tuviera que retirarse frente a un juez o esperar a que éste le llamara, cada vez que su actuación tropezara con una reclamación que invoque un derecho". Así pues, el ministro pronuncia efectivamente el derecho; y lo pronuncia a veces de oficio. Hasta lo hace respecto de una reclamación de naturaleza contenciosa, sólo que "como consecuencia de necesidades administrativas" (ibid., p. 451); estatuye sobre puntos de derecho "como administrador que cuida de la fortuna del Estado, de los servicios públicos y de la observancia de las 220
ley de 5 de enero de 1918). La Constitución se limitó, en las relaciones de los ministros con el Parlamento, a tratar la responsabilidad penal de los mismos, tal como resulta de las leyes represivas en vigor, como 220 un corolario y una dependencia de su responsabilidad política y, por consiguiente, hizo, en esta materia, una simple aplicación del principio accessorium seqiátur principáis. 24 Es evidentemente cierto que no existe diferencia material entre la decisión formulada por el ministro sobre un asunto contencioso y el juicio de un tribunal. Lo que lo demuestra claramente, es que —por testimonio mismo de los autores— la controversia respecto del ministro- juez no presenta sino un interés puramente formal y de procedimiento. Del hecho de que la decisión ministerial sea de naturaleza administrativa y no jurisdiccional, Laferriére (op. cit., 2a ed., vol. i, pp. 457 si.; cf. Hauriou, op. cit., 8* ed., p. 954 y "Les Éléments du contentieux", Recueil de législation de Toulouse, 1907, pp. 173 ss.) deduce que no es susceptible de oposición, que no precisa ser motivada, que el ministro puede modificarla fuera de tiempo, al menos mientras no ha creado derecho adquirido, etc., etc. Todas estas consecuencias tienen evidentemente gran interés práctico, pero ninguna implica una diferencia esencial, en cuanto al fondo, entre la decisión del ministro y la de un juez. 25 Ver especialmente en este sentido a Ducrocq, op. cit., 7* ed., vol. II, p. 174: "Es a la naturaleza de la función desempeñada a la que conviene interrogar para reconocer el carácter contencioso o no contencioso de una decisión, más que a la autoridad de la cual emana". Por ello Ducrocq sostiene (ibid., p. 173) que el ministro que estatuye respecto de ciertos recursos actúa como juez,
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mente: "No digo que sea un verdadero juicio, y lo que le falta es que no emana de un juez público". En otros términos, el concepto de juicio y de jurisdicción no puede concebirse sin un elemento formal. Así como en derecho público francés el concepto de ley presupone esencialmente una disposición tomada por el órgano legislativo y dentro de las formas de la legislación, de modo que una disposición que careciera de ese origen y de esa forma dejaría de ser una ley, así también una decisión que consista en pronunciar el derecho no es un juicio, ni un acto de función jurisdiccional, sino en cuanto se emite por una autoridad erigida orgánicamente en tribunal y se expide en forma jurisdiccional. En defecto de esos elementos de forma, sólo constituye un acto administrativo. Es lo que Hauriou había advertido claramente ya en su 3^ edición (p. 38):
puesto que "realiza acto de juez". En el mismo sentido, Artur, op. cit., Revue du droit public, vol. XIV, pp. 502 y 505.
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"El derecho francés se ha adherido al principio del predominio del elemento formal, cuando se trata de distinguir el acto de administración del acto de jurisdicción. Sólo hay jurisdicción allí donde hay litigio organizado en la forma".27 No se diga, pues, que cuando el ministro pronuncia el derecho, realiza, desde el punto de vista material, obra de jurisdicción. En la definición de la jurisdicción, según el sistema positivo del derecho francés, interviene esencialmente una condición de forma, y esta condición, como dice Hauriou, hasta es predominante. Sin la forma jurisdiccional no puede tratarse, en ningún grado, de función ni de acto jurisdiccional.28 221
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No decía otra cosa Artur cuando en sus estudios sobre la "Séparation des pouvoirs et les fonctions" empezó escribiendo (Revue du, droit public, vol. xiv, p. 252; cf. p. 500) : "Para que exista lo contencioso-administrativo no basta la violación de un derecho; es necesario, además, que la autoridad que resuelve la controversia sea una autoridad contenciosa", y "no hay autoridad contenciosa sino cuando la autoridad que pronuncia sobre el derecho violado se somete a las reglas ideales que dominan la función de juzgar". Mediante estas proposiciones. Artur señalaba claramente que la noción de jurisdicción se refiere esencialmente a la distinción de orden formal entre las autoridades jurisdiccionales y las autoridades administrativas; y por lo tanto negaba (pp. 250 ss.) que pueda considerarse al ministro como un juez. Fue con manifiesto error como, más tarde (ibid., pp. 499 ss.), Artur abandonó este primer punto de vista: ha sido ganado por la idea, durante mucho tiempo predominante, y sostenida aún por Ducrocq (ver la n. 25, p. 723, supra), según la que los actos y las autoridades estatales deben estar calificados por "la naturaleza de la función cumplida"; y bajo esta influencia llegó a decir que, desde el momento en que la parte reclamante debe empezar por añadirse el derecho sobre su reclamación, el ministro, al hacer función de juez, tiene en esto que considerarse como una autoridad jurisdiccional. La refutación de este argumento se encuentra ya contenida, como se vio anteriormente (pp. 706-708), en el reglamento del 5 nivoso, año VIII. 28 La doctrina que niega que el ministro sea juez, parece, sin embargo, tropezar con una objeción que ha sido señalada con gran acierto por Artur (loe, cu., vol. xiv, pp. 436 ss.) y que deriva de que los autores (ver sin embargo Jéze, Príncipes généraux du droit administratif, p. 87, n. 2), las resoluciones y la legislación misma (ley de 17 de julio de 1900, art. 3) persisten en exigir una decisión ministerial previa para la admisión de los recursos que han de entablarse ante el Consejo de Estado. Al menos, la intervención previa del ministro es
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267. Así pues, la evolución que se realizó respecto a la cuestión del ministro-juez prueba claramente que la distinción entre la administración y la jurisdicción se basa puramente en la diferencia de formas. Una misma decisión que pronuncie el derecho podrá ser decisión administrativa o 222
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necesaria cada vez que el recurso al Consejo de Estado no esté dirigido contra una decisión preexistente de una autoridad administrativa, que posea en el caso particular un poder completo de estatuir por sí misma (Laferriére, op. cit., 2* ed., vol. i, pp. 323 ss., 460). Este es especialmente el caso cuando reclamaciones de indemnizaciones se formulan contra el Estado por razón del perjuicio causado por actuaciones administrativas de puro hecho. Cuando se trata de daños causados a terceros por la ejecución de obras públicas (respecto a las relaciones entre el contratista mismo y la autoridad administrativa ver Laferriére, loe. cit., vol. II, p. 136) el consejo de prefectura, que tiene competencia para conocer de esta clase de demandas, puede entender dirctamnte en el recurso. Por el contrario, si la demanda de indemnización por perjuicio causado por un simple hecho administrativo depende de la competencia del Consejo de Estado, éste no puede hacerse cargo de plano, sino que la parte que se dice lesionada debe dirigir en primer lugar su reclamación al ministro y promover por parte de este último una decisión en forma. No será sino después de .haber obtenido esta decisión cuando podrá, si no le satisface, recurrir al Consejo de Estado. Así pues, es particularmente notable que la decisión previa de una autoridad administrativa sólo se requiere ante el Consejo de Estado, y no ante los demás tribunales administrativos. Respecto de este punto, particularmente, el estado de cosas establecido por la jurisprudencia y consagrado por la doctrina fue confirmado por la ley de 17 de julio de 1900, cuyo art. 3 se encuentra redactado en la forma siguiente: "En los asuntos contenciosos que no pueden llevarse ante el Consejo de Estado más que en forma de recurso contra una decisión administrativa, cuando se hubiere agotado un plazo de más de cuatro meses sin que se haya producido ninguna decisión, las partes interesadas pueden considerar su demanda como rechazada y acudir ante el Consejo de Estado". Este texto tuvo por objeto contrarrestar el peligro que presentaba para los administrados el sistema de la necesidad de decisiones previas; mediante una ficción, asimila el silencio que guarda la autoridad administrativa, en caso de reclamación, a una decisión formal de denegación; o mejor dicho, presume, y esta presunción se halla muy conforme con la verosimilitud, que el silencio prolongado de la autoridad administrativa está motivado por su negativa a atender la reclamación. Pero importa precisamente observar que el art. 3, que en cualquier otro aspecto tiene un alcance de aplicación muy general (Hauriou, op. cit., 8" ed., pp. 406 ss.), se convierte por el contrario en restrictivo por lo que se refiere al tribunal ante el que no se puede prescindir de decisión previa. Sólo se refiere al caso en que el tribunal que ha de endender en el asunto es el Consejo de Estado, hace caso omiso de los casos en los cuales se tratara de abordar otro tribunal administrativo, por ejemplo el consejo de prefectura. En definitiva, la ley de 1900 mantiene en principio la obligación, para la parte que quiere actuar ante el Consejo de Estado, de dirigirse en primer lugar al ministro y subordina la admisibilidad o mejor dicho la iniciación del recurso contencioso ante este tribunal a la preexistencia de una decisión ministerial formal o por lo menos supuesta. El mantenimiento de esta exigencia impresionó a tal punto a Artur que este autor, que al principio se había adherido a la doctrina contemporánea para combatir la teoría del ministro- juez (loe. cit., vol. xiv, pp. 263 ss.), se separó de su primera opinión y creyó debía reconocer que en realidad el ministro continúa formando, por debajo del Consejo de Estado, un primer grado de jurisdicción. Desde el momento, dice Artur (loe. cit., pp. 460 ss.), en que el derecho de la parte reclamante ha sido violado por la autoridad administrativa, aunque sólo fuera por efecto de una simple actuación de hecho, se origina en provecho de esta parte
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jurisdiccional según que haya sido tomada en una vía o en otra. Recíprocamente, actos que, si nos atuviéramos al concepto material de administración, habrían de considerarse como administrativos, se convierten en actos jurisdiccionales por el solo hecho de haberse realizado 223 Consejo de Estado pronuncia la anulación de un acto administrativo por causa de extralimitación de atribuciones. Si el Consejo de Estado se limitara a estatuir sobre la cuestión de la regularidad del acto impugnado 224 y si el reconocimiento de la invalidez de dicho acto no tuviera más 223
un recurso de reparación, que debe poder formularse ante una autoridad jurisdiccional, y que, por consiguiente, tiene carácter contencioso. Es esto tan cierto que Laferriére (loe. cit., vol. I, pp. 430 ss., 450 ssj califica la decisión del ministro, en tal caso, como "decisión en materia contenciosa"; esta misma expresión implica que por el solo hecho de la violación del derecho del reclamante existe lo contencioso vivo y actual. Así, si es cierto que el Consejo de Estado, con exclusión del ministro, es el juez ordinario de primer grado, es de esperar que pueda hacerse cargo inmediatamente del recurso. Ahora bien, resulta, por el contrario, de las resoluciones, de textos diversos (citados por Artur, loe. cit., pp. 26355., 492 ss., 501 y sobre todo de la ley de 17 de julio de 1900, que a diferencia de lo que ocurre con respecto al consejo de prefectura, la parte que desea acudir al Consejo de Estado, si no posee ya alguna decisión administrativa susceptible de ser remitida a este tribunal, debe empezar por dirigirse al ministro, y no puede hacerse cargo de ella el Consejo de Estado si no es bajo la forma de recurso contra alguna decisión ministerial previa. Esta exigencia de una decisión emitida por el ministro no puede explicarse, según Artur (loe. cit., pp. 280, 499 ssj, sino de una sola manera: como una supervivencia de la teoría del ministro-juez. Se ha creído excluir completamente la institución de la jurisdicción ministerial. En realidad, ni los autores, ni las resoluciones han conseguido librarse del concepto tradicional, que consistió, hasta 1880, a despecho de los textos del año vm, en ver en el ministro el juez de primera instancia y en considerar al Consejo de Estado como tribunal de apelación. El mismo legislador no hizo sino confirmar el sistema del ministro-juez. La prueba de ello se desprende del hecho de que la ley de 17 de julio de 1900 esté redactada en los mismos términos y consagra idéntica ficción o presunción que el famoso decreto de 2 de noviembre de 1864, que había sido dictado en una época en que la creencia en el ministro-juez reinaba sin discusión. El mecanismo imaginado en 1864 consistía, igualmente, en suponer la existencia de una decisión ministerial, sin la cual, pensábase entonces, no podía recurrirse en apelación ante el Consejo de Estado. El hecho de que la disposición de 1900 sea idéntica a la de 1864, demuestra claramente que ambas obedecen- al mismo concepto (loe. cit., pp. 416, 471-472). En una palabra, y por sensible que sea esta infracción a la separación entre los administradores y los jueces, hay que reconocer naturalmente que el ministro sigue siendo juez de lo contencioso-administrativo. Pero esta argumentación no es convincente. Si el ministro fuera el juez de primer grado, habría de ser llamado invariablemente a estatuir antes que el Consejo de Estado. Ahora bien, existen numerosos recursos que se juzgan por el Consejo de Estado sin que el ministro haya conocido de ellos previamente. Para que el recurso a esta alta asamblea sea admisible, basta en efecto que se dirija contra una decisión que emane de una autoridad administrativa que tenga la facultad de estatuir por sí misma respecto a la cuestión en que se origina la reclamación contenciosa, y esta autoridad no siempre es el ministro. Luego, si la intervención del ministro no es siempre indispensable, éste no es juez en primera instancia. El propio art. 3 anteriormente citado recuerda en su último párrafo que la decisión previa sin la cual el Consejo de Estado no puede hacerse cargo del asunto ha de ser formulada por un "cuerpo deliberante", consejo general o consejo municipal, qtie tenga cualidad para obligar administrativamente al departamento o al municipio. Indudablemente, no es posible admitir que estos consejos intervengan como un grado de jurisdicción, pues sólo pueden estatuir a título administrativo. ¿Por qué ha de considerarse de manera diferente al ministro, cuando estatuye, en las mismas condiciones, por cuenta del Estado? (Hauriou, Reiue du droit public, vol. XVII, p. 362 n.). 224 decisiones ministeriales previas debe buscarse en otra dirección que la indicada por Artur.
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sanción que la negativa a aplicar su disposición, no existiría en ello sino una pura decisión pronunciando el derecho. Pero al casar por vicio de extralimitación de atribuciones, no se limita el Consejo de Estado a pronunciar el 225
Según Laferriére (loe. cit., vol. i, pp. 322 as., 462 ss.; cf. Jaquelin, op. cit., p. 191 y Berthélemy, op. cit., 7* ed., pp. 959 ss.), esta necesidad proviene de que la expresión juez ordinario o de primer grado no tiene el mismo sentido en lo contencioso-administrativo que para los asuntos contenciosos que dependen de los tribunales judiciales. A diferencia de los tribunales judiciales de primera instancia, el Consejo de Estado, por más que sea el juez ordinario de lo contenciosoadministrativo, no puede hacerse cargo directamente de cualquier pretensión suscitada por un reclamante en contra de "la autoridad administrativa. La razón de ello es que, para que exista lo contencioso-administrativo, no basta con que la parte actuante invoque una violación dañosa de su derecho, sino que además es necesario que dicha violación sea el resultado de una decisión expresa irregular de una autoridad administrativa competente; pues lo contencioso-administrativo supone, en principio y por su misma definición, según el derecho positivo francés, una oposición entre la pretensión del reclamante y una decisión administrativa que constituya a la vez la materia prima y el elemento generador de dicho contencioso administrativo. Luego, para poder entablar un recurso ante el Consejo de Estado, no basta tener un motivo de queja contra un hecho administrativo, sino que es necesario tener una decisión en forma que someterle. Si no existe esta decisión, se hace necesario provocarla, con objeto de poder impugnarla después en lo contencioso. De ahí la obligación para la parte de dirigirse en primer lugar al ministro. Indudablemente se trata de una exigencia fuera del derecho común, como lo sostiene Artur (loe. cit., vol. xiv, pp. 462-464) ; pero no debe perderse de vista que el derecho administrativo francés se funda, no ya en principios tomados del derecho común, sino en la idea de que existe desigualdad entre los administrados y la autoridad legislativa, o mejor dicho las colectividades públicas en cuyo nombre actúan estas autoridades; la necesidad de las decisiones previas es precisamente uno de los privilegios que se desprenden, para la autoridad administrativa, de esta desigualdad, y es por lo tanto así, o sea como un "privilegio", como la caracteriza Hauriou (op. cit., 6* ed., p. 407; cf. la introducción de la 5* ed., en efecto, al recoger la tesis de Laferriére, declara este autor que para que un simple hecho administrativo o el acto de un agente subalterno pueda dar lugar a entablar un recurso, es necesario que este hecho o ese acto haya sido "endosado" por una autoridad cuya decisión tenga la potestad de crear lo contencioso (op. cit., 5 ed., p. 262). Por lo menos, Hauriou dice hoy ("Les Éléments du contentieux", Recueil de législation de Toulouse, 1905, pp. 55 ss.; Précis, 8 ed., pp. 402 ss.) —modificando en cierto modo su doctrina anterior— que si bien la decisión así requerida no crea el derecho contencioso de la parte reclamante, únicamente ella puede ligar la instancia entre dicha parte y el Estado, el departamento o el municipio; y por lo tanto, es indispensable para la constitución de la instancia, lo mismo que en Roma el concurso y la actividad bilateral del demandante y el defensor eran indispensables para que existiera la lis contéstala y el judicium inchoatum. Pero la explicación propuesta por Laferriére y Hauriou deja en la obscuridad un punto esencial. En efecto, si bien es verdad que una decisión administrativa previa es necesaria, bien para originar lo contencioso, bien por lo menos para ligar la instancia, ¿cómo se puede comprender que, según la jurisprudencia y la ley de 1900, dicha necesidad no se imponga sino para los recursos que se entablan ante el Consejo de Estado, y que no se haga extensiva a los que dependen de los consejos de prefectura? Como lo ha demostrado Artur, éste es el hecho primordial que habría que justificar ante todo. La teoría que acaba de recordarse no pro
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derecho: la anulación de un acto administrativo es en sí una operación de naturaleza administrativa. En el caso en que la facultad de pronunciar la anulación de los actos de ciertas autoridades administrativas, por causa de ilegalidad, ha quedado en manos de los administradores activos, por ejemplo en el caso en que, bien un decreto expedido en Consejo de Estado, bien una resolución del prefecto anule por ilegales las decisiones de un consejo general conforme a los artículos 33,' 34 y 47 de la ley de 10 de agosto de 1871, es indiscutible que dicha anulación 225
Diferencia que existe a este respecto entre el Consejo de Estado y los demás tribunales administrativos origina en contra de esta teoría una objeción que, en definitiva, la hace inaceptable. La verdadera explicación de la necesidad de la intervención previa del ministro habría de buscarse sencillamente en la observación de que, desde el año VIII, el Consejo de Estado se ha considerado y comportado como una autoridad que, como tribunal, es la llamada a juzgar únicamente de las decisiones administrativas. Este concepto de la naturaleza de la jurisdicción de la alta asamblea no se infería sin embargo de la Constitución del año VIII; pues el art. 52 de dicha Constitución nunca dijo que el Consejo de Estado habría de juzgar los actos administrativos, sino que juzga las dificultades que se suscitan en materia administrativa. Sin embargo, de hecho, y por más que diga Artur (loe. cit., pp. 467, 468 y 470), parece que el Consejo de Estado tenga la idea de que su cometido jurisdiccional deba ser del mismo género que el de la corte de casación; del mismo modo que ésta juzga de las decisiones judiciales, el Consejo de Estado se consideró también como el regulador de los actos de las autoridades que le están subordinadas desde el punto de vista jurisdiccional, y como llamado, a este título, a juzgar de las decisiones. ¿No es esto lo que reconoce, en el fondo, Laferriére, cuando escribe (op. cit., vol. I, p. 462) : ''La jurisdicción del Consejo de Estado tiene por objeto, no ya simples pretensiones de las partes, sino la oposición que se produce entre estas pretensiones y una decisión administrativa, que se convierte en el verdadero objetivo de la instancia contenciosa"? El prototipo de la jurisdicción del Consejo de Estado, a este respecto, se tiene en el recurso por extralimitación de atribuciones, que trata de la anulación de un acto administrativo vicioso, o también en el recurso de casación que tiende a la anulación de las sentencias de tribunales administrativos. Incluso cuando funciona como tribunal de apelación, el Consejo de Estado, en cierto sentido, estatuye sobre una decisión previa de un tribunal administrativo, decisión que confirma o reforma. Finalmente, cuando ha tenido que estatuir como juez de primera instancia, se ha colocado igualmente en el punto de vista de que su competencia jurisdiccional no podía originarse sino mientras existiera alguna decisión administrativa susceptible de ser llevada a su examen. De aquí la necesidad de las decisiones ministeriales, que forman, en ciertos casos, el preliminar indispensable del recurso. Y en tales condiciones, esta necesidad ha parecido deber mantenerse, incluso después de que el ministro hubiera dejado de ser considerado como un juez. Además, con esta explicación, se hace fácil comprender por qué la intervención del ministro sólo se exige mientras se trate del Consejo de Estado. El interés que existe en adoptar una u otra de estas dos explicaciones que preceden, es considerable. Si se admite con Laferriére y Hauriou que, en principio, lo contencioso-administrativo no puede originarse más que en una decisión administrativa, se llega lógicamente a hacer extensiva la aplicación de este principio a todos los tribunales administrativos, y especialmente al consejo de prefectura. Esta es, en efecto, la tesis sostenida por Hauriou en 5 ed. (p. 231 y p. 830), y ya creía dicho autor en esa época poder suscitar un principio de evolución de la jurisprudencia en ese sentido. Si, por el contrario, nos adherimos a la segunda explicación, que no considera en la institución de las decisiones ministeriales previas Bino una particularidad especial del Consejo de Estado resultante de un accidente histórico propio de esta alta asamblea más bien que de una causa profunda y racional, ya no podrá haber lugar a extender esta exigencia a otros tribunales administrativos, sino que habrá que considerarla como una anomalía que debe quedar restringida al Consejo de Estado. Ahora
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es un acto administrativo. Parece que la anulación por el Consejo de Estado, estatuyendo en lo contencioso, de una decisión administrativa tachada de extra 226
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parece que este último punto de vista haya sido consagrado por la ley de 17 de julio de 1900, ya que esta ley no se refiere a la necesidad de una decisión anterior sino para los asuntos a entablar ante el Consejo de Estado. Parece, pues, haber condenado la doctrina de Hauriou tal como lo sostiene Artur (loe. cit., vol. xiv, p. 471 nj. Y por lo demás, el propio Hauriou reconoce hoy (8' ed., p. 408; "Les éléments du contentieux", loe. cit., p. 65) que no existe razón jurídica que se oponga a que sea posible el recurso directo, sin previa decisión, ante tribunales distintos del Consejo de Estado. Pero es preciso ir más lejos aún, y hallaremos un segundo interés en escoger entre ambas explicaciones. Si se admite que la institución de las decisiones previas es una anomalía, hay que deducir de ello que debe desaparecer. Lejos de abogar por su extensión, la evolución que tuvo por efecto modelar cada vez más la jurisdicción de los tribunales administrativos, particularmente del Consejo de Estado, sobre la de los tribunales judiciales, exige que, incluso ante el Consejo de Estado, la parte que sufrió una lesión pueda hacer valer directamente sus derechos en lo contencioso, sin tener que dirigirse en primer lugar al ministro. Y entonces sería conveniente considerar a la ley de 19.00 como una notable etapa en la marcha progresiva que llevará a la supresión total de las decisiones previas. Así es como interpreta realmente Artur (loe. cit., p. 473) la ley de 1900. Esta ley, dice, ha realizado ya un sensible proceso, al admitir que la parte que no obtiene respuesta del ministro puede efectuar ante el Consejo da Estado prescindiendo de la decisión ministerial formal; ya sólo queda realizar un último progreso, que se impone y que habrá de consistir en dispensar totalmente a la parte actuante de la obligación de recurrir previamente al ministro. Hauriou, por el contrario, empezó por sostener que la innovación de la ley de 1900 constituye el remate de una evolución que se encontró, desde el momento de la aparición de dicha ley, llegada a su término. Al asimilar el silencio ministerial a una decisión denegatoria, el legislador de 1900, decía Hauriou, se adelantó lo más que pudo en la vía de las concesiones susceptibles de hacerse a los administrados, reduciendo la exigencia de las decisiones previas a su estricto mínimo. Llegar más lejos y sustraer totalmente de esta exigencia a los quejosos sería alterar todo el sistema de lo contencioso-administrativo francés, que, como dice también este autor, se basa en el privilegio que tiene la autoridad administrativa de crear lo contencioso por medio de sus actos. Hauriou afirmaba, pues, que tal alteración era imposible y que no llegaría a producirse (Précis, 5 ed., introducción, p. XXI; Revue du droit public, vol. XII, p. 365). Pero en obras más recientes este autor mitigó sus afirmaciones anteriores, llegando a prever, en un porvenir más o menos cercano, la entera supresión del sistema de decisiones previas y la posibilidad de demandar directamente a las autoridades administrativas ante el juez administrativo; reforma última y que no será, según su misma confesión, sino el complemento y la consecuencia natural de la que operó la ley de 17 de julio de 1900 ("Les éléments du contentieux", loe. cit., p. 61 n., pp. 95 ss.; cf. Précis, 8 ed., p. 399 .
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limitación de atribuciones debiera calificarse del mismo modo, puesto que en sí tiene idéntica naturaleza. Sin embargo, se está de acuerdo hoy día en considerar a esta última anulación como un acto jurisdiccional. Hauriou da la razón de ello (Précis, 8 ed., p. 435): "El recurso por extralimitación de atribuciones es un recurso contencioso, porque se entabla ante un juez, que es la sección de lo contencioso y la asamblea de lo contencioso del Consejo de Estado y concluye (así) en una decisión jurisdiccional formulada, además, en forma contenciosa". En otros términos, la anulación por causa de extralimitación de atribuciones es aquí una causa jurisdiccional porque, al pronunciarla, el Consejo de Estado adoptó su formación de tribunal y estatuyó según las formas de la jurisdicción. Es importante observar que, durante mucho tiempo, la anulación de los actos administrativos tachados de extralimitación de atribuciones, conforme a las leyes de 7-14 de octubre de 1790, fue dictada por la vía administrativa, o sea por una decisión del jefe del Estado, que actuaba como "jefe de la administración general", esto es, como superior jerárquico. Desde 1872 se pronuncia por el Consejo de Estado estatuyendo a título jurisdiccional. ¿Puede decirse por eso que la decisión que anula haya cambiado su naturaleza intrínseca? Evidentemente no (Duguit, L'État, vol. i, p. 581; ver sin embargo Traite, vol. u, p. 280). El acto era administrativo antes de 1872; si hoy día se le considera como jurisdiccional, sólo puede ser por una razón de forma. Puede generalizarse esta observación extendiéndola a lo contenciosoadministrativo en su totalidad. El conocimiento de dicho contencioso administrativo empezó por remitirse, bajo la Revolución, a las autoridades encargadas de la administración activa, y éstas estatuían sobre los litigios administrativos dentro de las formas y según las reglas de la administración. Se ha dicho que con esto los cuerpos de la administración ejercían una función jurisdiccional. En la época revolucionaria, dice Artur (op. cit., Revue du droit public, vol. XIV, pp. 238 ss., 500), por defectuosas que fueran las condiciones en las cuales los cuerpos administrativos y los ministros impartían justicia, no por ello deja de ser verdad que, por el solo hecho de estatuir sobre los litigios administrativos, pronunciaban el derecho y ejercían la función jurisdiccional. Pero esta manera de ver no encaja en el concepto en el cual se ha inspirado, en esta materia, la legislación revolucionaria. La verdad es, en efecto, que en el sistema establecido por la Revolución, la justicia administrativa se ha considerado y tratado, desde el punto de vista funcional, como operación administrativa. Ya por lo que concierne a los ministros, Laferriére (op. cit., 2 ed., vol. n, p. 454) hace observar que "incluso antes del año VII, ninguna ley dijo jamás que los
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ministros fuesen los encargados de juzgar lo contencioso-administrativo"; cuando trataban asuntos contenciosos,"sólo se les consideraba como administradores que cuidaban de los servicios públicos y de la observancia de las leyes". Por lo que concierne a las administraciones de departamento, existe un testimonio bien claro: el de la ley de 6-7 de septiembre de 1790, que remitía gran número de asuntos contenciosos a los directorios encargados de la administración activa. Se puede decir ciertamente, en determinado sentido, que, al estatuir sobre estos asuntos, los directorios desempeñaban oficio de juez, y no hacían otra cosa que lo que hubieran hecho los "tribunales de administración", cuya creación había sido propuesta primeramente a la Constituyente y que, según dicha proposición, hubieran juzgado lo contencioso administrativo como autoridades judiciales. Sin embargo, la ley de 1790 no presenta a los directorios, de ningún modo, como titulares de un poder de jurisdicción. Ninguno de los textos de esta ley dice refiriéndose a ellos que tengan que juzgar. Por el contrario, es muy notable que el único artículo que habla de juicio, que es el art. 2, pronuncia esta palabra a propósito de "acciones civiles relativas a la percepción de los impuestos indirectos"; para esta materia, en efecto, existía la competencia de los tribunales judiciales, y el texto califica entonces al recurso como acción, así como califica a la decisión del tribunal de distrito como juicio. En cambio, todos los artículos de la ley que atribuyen competencia a los cuerpos administrativos se abstienen de referirse a acciones o juicios; el recurso a los directorios se denomina, por dichos artículos, unas veces reclamación y otras recurso o queja, y en cuanto a los directorios, dice la ley que "pronuncian" (art. I), "deciden" (arts. I9 y 3), "terminan el litigio" (art. 4), "estatuyen" (art. 5), pero nunca que "juzgan". Esta terminología es altamente significativa. Revela claramente que la actividad que ejercen los cuerpos de administración activa en materia contenciosa ha sido considerada por la Constituyente como puramente administrativa. En el momento en que los directorios, y también los ministros, eran llamados a estatuir en lo contencioso-administrativo en cualidad de autoridades administrativas y dentro de la forma administrativa, y especialmente en virtud de un concepto por el cual entraba la justicia administrativa dentro de la función general de administración, la Revolución consideró a sus decisiones como siendo, en derecho positivo, decisiones administrativas, y de ningún modo actos de jurisdicción.29 227 22729
No carece de interés recordar aquí los términos en los cuales el diputado Pezous expuso ante la Constituyente la proposición de entregar lo contencioso-administrativo a los propios cuerpos de administración. En una memoria que se distribuyó a los miembros de la Asamblea el 5 de agosto de 1790, Pezous impugnaba el proyecto del comité de Constitución que consistía en crear "tribunales de administración" que tuvieran el carácter de tribunales judiciales de excepción. Decía luego: "Habéis establecido acertadamente, en cada departamento, un directorio de ocho miembros,
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Así pues, lo contencioso-administrativo se solucionó primero por vía de decisión administrativa. Actualmente, las decisiones que se producen respecto a dicho contencioso se consideran como actos jurisdiccionales, a causa de que las autoridades que las expiden están organizadas en tribunales y estatuyen dentro de las formas de la justicia. Pero por profunda que sea la transformación que se operó, desde la Revolución, en lo que se refiere a las condiciones orgánicas y de procedimiento en las cuales se ejerce la justicia administrativa, no se puede decir que exista una diferencia esencial, en cuanto al fondo, entre la decisión que emitían antes del año VII los cuerpos administrativos sobre los recursos entablados por los administrados y las que expiden hoy día los tribunales administrativos sobre el mismo objeto. Al cambiar de forma, dicha decisión no cambió de naturaleza. Aquí también, la distinción entre la administración y la jurisdicción descansa sobre bases puramente formales. Por lo demás, y de un modo general, es conveniente observar que la tendencia del derecho moderno es extender cada vez más la aplicación de la vía jurisdiccional, substituyéndola a la vía administrativa en un número de actos que va creciendo sin cesar (cf. Hauriou, Principes du droit public, p. 451). Esta ha ido perdiendo constantemente el terreno en provecho de aquélla. Al principio, la forma judicial sólo había sido introducida para aquellas decisiones que se refieren a la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos, es decir, para los procesos que se limitan al terreno del derecho privado y del derecho penal. Los progresos del régimen del Estado de derecho han traído después la extensión de la vía jurisdiccional, juntamente por cierto con la vía administrativa,228 y en cada distrito un directorio de cuatro miembros. Estos directorios, compuestos de hombres elegidos por el pueblo y en continua actividad, han de 228 llevar todos los asuntos de la administración. ¿Por qué no habrían de encargarse de las cuestiones contenciosas que dependen de la misma? Los administradores, indudablemente, son más adecuados que los jueces para entender de estos litigios con absoluta ausencia de triquiñuelas. Que todos los asuntos que derivan de la administración se terminen por estos cuerpos administrativos" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XVII, p. 675. Así pues, en el pensamiento del promotor del sistema que había de ser establecido por la ley de 6-7 de septiembre de 1790, el examen y la solución de las cuestiones contenciosas debía volver a los mismos administradores, por tratarse de "asuntos de la administración". Pezous no veía en justicia administrativa sino el ejercicio de la misma función de administrar. Por otra parte, la memoria insiste en la necesidad de simplificar el examen de estos asuntos, descartando toda triquiñuela, es decir, excluyendo aquí las formas judiciales. Al invocar este último argumento, Pezous no hacía sino expresar un sentimiento que era entonces muy vivo en la Asamblea. Es sabido, en efecto, que los hombres de la Revolución eran muy hostiles a las formalidades de la justicia, cuya radical supresión incluso había de ser solicitada después. En suma, pues, la idea que inspiró la adopción de la ley de 6-7 de septiembre es que la reglamentación de los asuntos contenciosos debe tratarse como una actividad puramente administrativa (ver, sobre la memoria de Pezous y sobre las razones por las cuales la Constituyente se adhirió tan prontamente al sistema propuesto por dicho diputado,
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expresión, se trata sólo de una apariencia; el hecho de que desde el punto de vista "subjetivo" el cuerpo judicial sea autónomo y las autoridades jurisdiccionales estén colocadas orgánicamente en 'una posición de completa independencia respecto a las autoridades ejecutivas, no basta para probar que la potestad de la que los tribunales se hallan especialmente investidos constituya objetivamente un poder en esencia diferente de aquel que por su parte ejercen las autoridades ejecutivas. Esta idea de Laband ha sido expresada frecuentemente por los autores. No se debe, dijeron, mezclar la cuestión de la repartición orgánica de los poderes del Estado con la del número y la distinción de las funciones estatales consideradas en sí. Del hecho de que, en interés de las partes, las autoridades jurisdiccionales formen un cuerpo separado y ejerzan su actividad según reglas especiales, no se infiere que la jurisdicción sea en sí misma una tercera función, esencialmente distinta de las otras dos. Esta conclusión no debe admitirse. En efecto, sea la que fuere la naturaleza intrínseca de la jurisdicción, y por muchas semejanzas que se puedan establecer entre ésta y la función que ejercen los administradores, la única cuestión que se formula para el jurista es la de saber si, en el sistema positivo del derecho vigente, constituye una función especial y separada. Ahora bien, la respuesta a esta cuestión, en derecho francés, no puede ser dudosa. Por el hecho mismo de que la autoridad jurisdiccional ha recibido una constitución orgánica que la transforma en una autoridad independiente; por el hecho de que la autoridad jurisdiccional se halla sometida a formas especiales y las decisiones jurisdiccionales tienen una fuerza que no corresponde a las decisiones administrativas, la jurisdicción, desde el punto de vista jurídico, se encuentra erigida en un poder distinto, es decir, en una tercera función de la potestad de Estado. Considerarla como tal no es adherirse a una "apariencia", sino más bien reconocer una realidad jurídica. Esta realidad ha sido advertida claramente, desde el principio de la era moderna del derecho público francés, por la ley de 16-24 de agosto de 1790, que decía a este respecto en su título II, art. 13: "Las funciones judiciales son distintas y estarán siempre separadas de las funciones administrativas". Este texto no se limitaba a hablar de una separación necesaria entre las autoridades judiciales y las autoridades administrativas, sino que afirmaba la distinción entre las funciones mismas. La razón capital y decisiva por la que deben considerarse como distintas, es en efecto que constituyen dos potestades claramente diferentes. La característica de la jurisdicción31 es ser una potestad que consiste en
Esmein, "La question de la juridiction administrative devant FAssemblée constituante", Jahrbuch des offentl. Rechts. 1911, especialmente pp. 30ss ).
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Sólo' se trata aquí del caso en que la autoridad jurisdiccional se limita a pronunciar el derecho legal. La jurisdicción, en este caso, es una potestad de la misma naturaleza que la administración, en el sentido de que una y otra consisten en la aplicación de las leyes; pero, con
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conferir a las decisiones emitidas por la vía jurisdiccional el valor y la fuerza especial de cosa juzgada.32 Es ésta una potestad no inherente a la administración.33 Por eso la justicia, en derecho positivo, es un poder distinto, incluso desde el punto de vista funcional; las autoridades ejecu230
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relación a la administración, se caracteriza —como se ha dicho anteriormente— por la fuerza especial que entraña la cosa juzgada. Distinto es el caso en que el juez pronuncia derecho praeter legem. La potestad jurisdiccional se parece entonces, por su virtud creadora, a la potestad legislativa. Pero en sus relaciones con la legislación y la jurisdicción, sin embargo, se caracteriza por la inferioridad de potestad del acto jurisdiccional. Este, a diferencia del acto legislativo, no puede derogar las leyes en vigor; no puede estatuir generaliter; finalmente, no puede crear nuevo derecho más que cuando el juez se hace cargo de un litigio para cuya solución es indispensable la creación de un derecho particular. 32 Contrariamente a la opinión expuesta en la nota 23, p. 716, supra, se ha sostenido que el Senado realiza actos de función jurisdiccional cuando estatuye como corte de justicia; y esto por la misma razón que se indicó anteriormente, pues, dícese, su decisión tiene fuerza de verdad legal (Berthélemy, Revue du droit public, 1918, p. 621 n.; cf. la n. 20, p. 714, supra). Pero la Constitución no ha dicho que la decisión del Senado tuviera en sí fuerza de cosa juzgada; la ley de 10 de abril de 1889, art. 25, se limita a decir que esta decisión no es susceptible de ningún recurso, lo que no es lo mismo. ¿Se podrá pretender que las decisiones emitidas por las Cámaras respecto a la validez de la elección de sus miembros son actos jurisdiccionales porque estas decisiones no son apelables? 33 Además de la fuerza de cosa juzgada, el acto jurisdiccional se diferencia del acto administrativo por otros dos caracteres, que implican recíprocamente que su potestad, en ciertos aspectos, es menor que la del acto administrativo. Por una parte, sólo puede contener decisiones particulares: la generalidad de la disposición le está prohibida. Por otra parte, no puede dirigir órdenes formales a los administradores activos: el juez administrativo es desde luego capaz de anular o de reformar los actos administrativos sometidos a su apreciación; puede hacerlo, porque es, a su vez, una autoridad administrativa; pero, en cuanto se halla encerrado dentro de una función exclusivamente jurisdiccional, carece de potestad jerárquica sobre los administradores y no puede imponerles mandamientos. En cuando al hecho de saber en qué casos el juez administrativo puede llegar hasta reformar el acto vicioso sometido a su control y en qué casos, por el contrario, ha de atenerse a una simple anulación, la solución depende principalmente de la distinción siguiente. Si se trata de un acto cuyo cumplimiento la misma ley había prescrito u ordenado al administrador, y cuyo contenido además, había fijado ella misma, el juez, en este caso, queda estrictamente dentro de su cometido al enderezar y -reformar la decisión impugnada, si comprueba que ésta no se halla conforme con las prescripciones legales, ya que, en esto, no hace sino pronunciar el derecho o sea declarar lo que es de derecho según la ley misma. Y no es posible pretender, en semejante caso, que la autoridad jurisdiccional adopte una posición de voluntad preponderante respecto de los administradores, ni que adquiera de este modo el dominio sobre los asuntos de la administración. La reforma del acto vicioso supone únicamente la preponderancia de la ley, que no puede discutirse. Por el contrario, si se trata de actos para los cuales la ley ha dejado al administrador competente la amplitud de tomar por su propia iniciativa las medidas que estime convenientes, el juez, en este caso, sólo puede anular aquellas medidas que tiene por ilegales; en cuanto a substituir una parte dispositiva nueva a la del acto declarado vicioso
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inherente al acto por razón misma de su autor y de su forma, es en derecho una actividad o función especial. Así, en el curso de los estudios que anteceden, se ha demostrado que la legislación y la administración son dos funciones distintas, por más que no se diferencien siempre por el contenido de sus actos respectivos; asimismo, no existe contradicción en sostener que la jurisdicción, en derecho, es una tercera función, distinta de la administración, aunque haya quedado establecido por otra parte que sólo difiere esencialmente de ésta desde el punto de vista formal. En la esfera de las cosas jurídicas se puede decir que el órgano crea a la función; la existencia de un órgano distinto, dotado de una potestad especial, implica que la competencia propia de este órgano constituye por sí misma una función distinta.
y anulado por tal, el juez carece de poder para ello, pues esto sería, por su parte, invadir la competencia de los administradores, a quienes la ley ha reservado la capacidad de apreciar y determinar las medidas que deban tomarse (cf. Jéze, Revue du droit public, 1905, p. 110, y 1913, ,p. 34).
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269. La conclusión que se deduce de estos estudios es que el derecho francés discierne en la actividad del Estado tres vías distintas: la legislación, la administración y la jurisdicción, así como también hay que distinguir en la potestad estatal —por más que sea una en principio— tres clases o cualidades de poderes, correspondientes a la triple naturaleza o fuerza especial de la potestad de que se hallan investidos respectivamente los órganos legislativos, ejecutivos y jurisdiccionales. A esta distinción de tres vías y potestades se refiere la clasificación de las funciones del Estado en legislativa, administrativa y jurisdiccional.35 No hay que reprochar a esta clasificación su carácter puramente formal. Evidentemente se atiene a un criterio de orden simplemente orgánico y de procedimiento, y de ningún modo tiene en cuenta la naturaleza interna de las decisiones o medidas contenidas en los actos legislativos, administrativos y jurisdiccionales. Pero, por esto mismo, se halla totalmente conforme al sistema actual del derecho positivo francés; pues se ha comprobado que el acto legislativo y el acto administrativo, tomados en su sentido constitucional propio, pueden tener un contenido idéntico, y que igualmente la fijación de un punto litigioso puede ser objeto de una decisión administrativa lo mismo que de una decisión jurisdiccional.231
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Se verá más adelante (n. 6 del n' 462) que junto a estas tres funciones es necesario, en derecho francés, considerar una cuarta función: la función o potestad constituyente. Esta presenta, en efecto, todos los caracteres de una función jurídicamente distinta, reservada a un órgano diferente del legislador propiamente dicho, que se ejerce en formas diferentes a las de la legislación y que origina "leyes constitucionales" cuya fuerza es superior a la de las leyes ordinarias. Desde el punto de vista de su naturaleza intrínseca, sin embargo, las prescripciones contenidas en la Constitución no son absolutamente diferentes de aquellas que pueda contener una ley ordinaria, y la misma materia puede regularse, bien por la vía constituyente, bien por la vía simplemente legislativa, como lo demuestra por ejemplo el caso del Senado, cuya organización y composición han sido desconstitucionalizadas por la ley de revisión de 14 de agosto de 1884 (art. 3) y devueltas, por lo mismo, al órgano legislativo habitual.
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La única característica absoluta y constante de las tres especies de actos es su origen, su forma y su fuerza respectivos. Por lo demás, ¿cómo habría de causar extrañeza que la distinción jurídica de las funciones se base en estas diferencias de orden formal? Como se ha dicho desde el principio de este capítulo, el objeto esencial de la teoría de las funciones es precisamente averiguar cuáles son las vías y los medios por los cuales ejerce el Estado su actividad para desempeñar sus diversos cometidos. La ciencia del derecho no es tanto la ciencia de los fines a los que tienden las instituciones jurídicas, como la de los procedimientos técnicos por medio de los cuales se persigue la realización de esos fines. Sin embargo, si se tiene absoluto empeño en referirse a los fines que, en el derecho francés, han determinado la formación distinta de las tres vías o funciones legislativa, administrativa y jurisdiccional, es conveniente observar que estos fines son en gran parte, a su vez, de orden formal. La distinción entre la legislación y la administración responde ante todo al deseo de asegurar la preeminencia de las Cámaras elegidas sobre las autoridades administrativas, reduciendo a éstas a una función subalterna de ejecución de las leyes adoptadas por el Parlamento. El cometido especial de la ley, en la época actual, es el de enunciar las voluntades superiores del órgano que, con el nombre de órgano legislativo, está llamado a dominar a todos los demás órganos del Estado. Igualmente, la separación entre la jurisdicción y la administración se funda esencialmente en la necesidad de confiar a arbitros distintos de las autoridades ejecutivas ordinarias, y de rodear de especial seguridad, el enjuiciamiento de las cuestiones, sean o no litigiosas, para cuya solución se creyó que las consideraciones de estricta legalidad o de pura equidad habían de primar sobre cualquier otro motivo, en especial sobre los motivos de utilidad práctica o de interés general. En todos estos aspectos, la distinción de las funciones parece ser y deber ser de orden exclusivamente formal. Sólo se justificaría su distinción "material" si el derecho público vigente, por lo demás, hubiera establecido correspondencia entre la competencia de los diversos órganos y el empleo de las diferentes formas de actividad estatal a categorías de materias estrictamente limitadas y determinadas, de tal modo que ninguna decisión pueda jamás constituir materia de dos clases de actos formalmente diferentes. Pero se ha visto que gran número de decisiones o de disposiciones pueden tomarse indistintamente por la vía legislativa o por la vía administrativa, y que hasta entre aquellas que dependen de la función jurisdiccional, muchas pueden ser objeto de un acto administrativo. Por lo tanto, para terminar, conviene recordar (ver pp. 272-273, supra) que la Constitución no define las funciones estatales
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por la competencia ratione materiae de los órganos, sino únicamente por la naturaleza o el grado de potestad que a cada uno de ellos pertenece. Más aún, la Constitución ni siquiera se refiere a funciones, sino únicamente a poderes. Hay que conformarse a las conclusiones que, en este sentido, se desprenden de los textos constitucionales. En el derecho público francés, la distinción de las funciones se reduce únicamente a la distinción de las diversas especies, cualidades o grados de potestades inherentes a los diversos actos por los cuales persigue el Estado la realización de sus fines, cualesquiera que éstos sean.
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CAPITULO IV SEPARACIÓN DE LAS FUNCIONES ENTRE ÓRGANOS DISTINTOS 1. LA TEORÍA DE MONTESQUIEU SOBRE LOS TRES PODERES Y SU SEPARACIÓN 270. La distinción y la definición de las funciones del Estado, que fueron presentadas en los tres capítulos anteriores, se basan en un concepto político que hace depender el grado de potestad y la energía de los efectos de los actos que realizan las diversas autoridades estatales del origen de estas últimas, de su régimen de organización y de las condiciones en las cuales ejercen su actividad. La distinción positiva de las funciones responde, en efecto, como se ha visto, a la idea de que los órganos estatales no tienen todos en igual grado la potestad de Estado. Implica, pues, en derecho constitucional francés, la existencia en este sentido de cierto reparto o separación de los poderes. De hecho, la separación de los poderes, desde 1789, se tiene por uno de los principios esenciales del derecho público francés. Se trata sin embargo de un principio de origen completamente moderno. Establecido por primera vez en Francia por la Asamblea nacional de 1789, como una de las bases de su obra de regeneración política, sólo había hecho su aparición poco tiempo antes, relativamente, de los acontecimientos revolucionarios. Bien es verdad que desde la antigüedad la ciencia política se aplicó a denominar y clasificar las diversas manifestaciones de la potestad estatal. Así, por ejemplo, Aristóteles distinguía en ella tres operaciones principales: la deliberación, el mando y la justicia; y esta distinción tripartita correspondía directamente a la organización entonces en vigor, la cual comprendía la asamblea general o consejo encargado de deliberar sobre los asuntos más importantes; los magistrados, investidos del poder de mandar y de obligar, y los tribunales. Pero sería un error pretender remontar hasta Aristóteles los orígenes de la teoría de la separación de poderes. Aristóteles, como todos los antiguos, se empeña únicamente en discernir las diversas formas de actividad de los órganos, y no piensa en establecer un reparto de las funciones fundado en la distinción de los objetos que corresponden a cada una de ellas (Saint-Girons, Essai sur la
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séparation des pouvoirs, p. 17; E. d'Eichtal, Souveraineté du peuple, pp. 105 ss.; Jellinek, UÉtat moderne, ed. francesa, vol. u, p. 298); y por otra parte, no encuentra obstáculo en que al mismo tiempo la misma persona forme parte de la asamblea deliberante, ejerza una magistratura y se siente en el tribunal. En los tiempos modernos, Locke, que parece haber sido el primero en advertir la utilidad de una separación de poderes, no consiguió desarrollar sobre este punto una teoría suficientemente clara. En su Traite du gouvernement civil, escrito inmediatamente después de la revolución de 1668 (caps, vi, xi ss.), Locke distingue cuatro potestades: el poder legislativo, que presenta como el poder preponderante; el poder ejecutivo, que queda subordinado al legislativo; y además, el poder federativo, o facultad de dirigir las relaciones con el extranjero, y la prerrogativa, que es el conjunto de los poderes discrecionales conservados todavía en aquella época por el monarca inglés. Inspirándose en el estado de cosas que imperaba entonces en Inglaterra, Locke aprueba y recomienda, en cierta medida, la separación de las potestades legislativa y ejecutiva entre órganos diferentes. Pero del mismo modo que no trata a estas dos potestades como iguales e independientes entre sí, así tampoco llega, en definitiva, hasta afirmar la necesidad absoluta de su separación orgánica. Lo que prueba esto es que no se muestra extrañado de que el monarca de su tiempo acumule todas las funciones. No solamente, en efecto, el rey de Inglaterra posee como propios, además de la prerrogativa, los poderes ejecutivo y federal, que según Locke, aunque distintos, no pueden atribuirse a personas diferentes, sino que también participa en la potestad legislativa, en cuanto, por ejemplo, ninguna ley puede hacerse sin su consentimiento. Locke reconoce esta acumulación sin reprobarla; muy al contrario, saca argumento de ella, y en particular se basa en la potestad legislativa del rey para mantener que éste debe considerarse como el "soberano", o sea el órgano supremo del Estado. En el fondo, la doctrina de Locke se reduce, pues, a una simple teoría de distinción de las funciones: bajo la reserva de que el rey por sí solo no puede hacer la ley y que se halla sometido a esta última, no es aún una doctrina de franca separación de los poderes (cf. Esmein, Éléments de droit constitutionnel, 7 ed., vol, I, pp. 458 ss.; Jellinek, loe. cit., vol.II, p. 307). 271. Hay que llegar hasta Montesquieu para hallar la verdadera fórmula de la teoría moderna de la separación de poderes, por lo cual el nombre de Montesquieu se encuentra estrechamente unido a esta teoría. Entre él y sus predecesores existe la diferencia capital de que no se limita ya a discernir los poderes por medio de una distinción abstracta o racional de las funciones. Incluso su doctrina referente a la naturaleza
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intrínseca y al número de las funciones, carece de profundidad 1 y es a veces bastante indecisa (ver supra, pp. 653 5., e infra, pp. 764-766). De lo que Montesquieu se preocupa especialmente es de separar el ejercicio de ciertas funciones entre titulares diferentes; incluso, a decir verdad, no distingue las funciones sino desde el punto de vista de, esta separación práctica que, según él, debe reinar entre ellas. Su teoría es, pues, franca y quizás exclusivamente, una teoría de separación orgánica de poderes; y desde este punto de vista, no deja nada que desear en cuanto a su precisión. Lo que supone también la originalidad de esta doctrina es el hecho de enunciarse en forma de un principio general, principio que Montesquieu formula como una de las condiciones fundamentales de la debida organización de los poderes en todo Estado bien ordenado.2 Y esto constituye una nueva diferencia entre él y sus antecesores. Estos pudieron establecer algún signo característico de cierta separación de los poderes en el sistema de organización estatal que existía en su país y ante sus ojos; así es como Locke, al hablar de la separación de los poderes legislativo y ejecutivo, no había hecho sino exponer el estado de cosas establecido en la Constitución inglesa de su tiempo, Montesquieu no considera ningún Estado en particular, sino que se refiere al Estado ideal; y lo que expone es un sistema de separación de poderes destinado a aplicarse, en principio, en cada Estado", como él mismo lo dice al principio de la exposición de su doctrina (Esprit des lois, libro xi, cap. VI). Sin embargo, no es la especulación abstracta lo que llevó a Montesquieu a descubrir este principio general. Mucho antes de haber sido enunciada en Francia en forma de principio, la separación de poderes había empezado a practicarse, en cierta medida, en Inglaterra. Allí, se había establecido la práctica de la misma, no en virtud de un principio preconcebido análogo al que desarrolla Montesquieu, sino por efecto de una lenta evolución histórica y bajo la influencia de las circunstancias. Fue el producto de la lucha secular sostenida por el Parlamento inglés contra la potestad real, con objeto de limitar los derechos de la Corona mediante esas dos asambleas, consideradas como representantes del pueblo inglés. El resultado de esta lucha fue, especialmente después de la revolución de 1688, el establecimiento de cierto equilibrio de potestad 232
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Por esto se reprochó a Montesquieu el no haber proporcionado los elementos detallados de una definición de la función administrativa (ver sin embargo n' 280, infra). La "potestad ejecutiva de las cosas que dependen del derecho de gentes"', de la que hace uno de los tres crandes poderes, corresponde simplemente al poder federativo de Locke (Esmein, loe. cit., p. 461: Jellinek, loe. cit., vol. u, p. 308). 2 (Indudablemente, a esta clase de Estados es a los que convienen los calificativos de "Estado moderado'' y de "gobierno temperado", que se encuentran a veces en el Esprit des lois (ver lib. IX, caps, IV y VIII).
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entre la realeza y las Cámaras, que se obtuvo, especialmente, por medio de una distribución entre dichos órganos de los poderes legislativo y gubernamental. Este reparto y este equilibrio habían sido ampliamente realizados, cuando fue Montesquieu, durante dos años (1729-1731), a estudiar sobre, el terreno las instituciones inglesas. Las observaciones que realizó le llevaron a extraer una teoría general que trajo a Francia y que expone en el más famoso de los capítulos del Esprit des lois, el cap. vi del libro xi, titulado "De la constitution d'Angleterre". Con este título trata Montesquieu, en realidad, de una Constitución ideal; generaliza;3 y por cierto, la separación de los poderes, tal como la expone, va mucho más allá de lo que pudo observar entre los ingleses. 272. El punto de partida de la doctrina de Montesquieu queda enunciado en un capítulo anterior (libro XI, cap. IV) del que es conveniente destacar las proposiciones siguientes, que se han hecho célebres: "Es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder se ve llevado a abusar del mismo: va hacia adelante hasta que tropieza con límites. Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder". En este párrafo, Montesquieu denuncia el vicio y pronuncia la condena del régimen autocrático o régimen del poder absoluto. Cuando en un Estado todos los poderes quedan reunidos en manos de un titular único, bien sea un hombre o una asamblea, I la libertad pública está en peligro. Es evidente, en efecto, que la persona o el cuerpo político que es dueño de todos los poderes a la vez, posee un? potestad ilimitada, puesto que no existe, fuera de él, ninguna potestad que pueda limitar la suya. Ahora bien, el peligro de toda potestad sin límites es la posible opresión de los ciudadanos; éstos, frente a tal potestad, quedan expuestos a la arbitrariedad. Para evitar este peligro, es indispensable, en el principio y en la base de toda organización de los poderes, hallar una combinación que, al multiplicar las autoridades públicas y al repartir entre ellas los diversos atributos de la soberanía, tenga por objeto limitar respectivamente la potestad de cada una de ellas por la potestad de las autoridades vecinas, de tal modo que ninguna pueda llegar jamás a una potestad excesiva. Este es el problema que debe resolverse. Según Montesquieu, la solución de este problema consiste en separar tres funciones estatales, las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, para entregarlas respectivamente a tres órganos distintos de poseedores. "Todo estaría perdido — dice Montesquieu (libro XI, cap. VI)— si el mis233
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3 El mismo declara, al final del capítulo en cuestión, que no se limitó a presentar un cuadro de la Constitución inglesa, y que no pretende tampoco haber trazado el cuadro fiel de la misma: "No me toca a mí examinar si los ingleses gozan actualmente o no de dicha libertad. Me basta con decir que sus leyes la establecen, y no me preocupo de más."
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mo hombre o el mismo cuerpo ejerciera esos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar y el de juzgar". Y Montesquieu desarrolla el principio así formulado, justificándolo por la triple consideración siguiente: En primer lugar es preciso que los poderes legislativo y ejecutivo estén separados. Existen para ello dos razones. La primera se refiere a la idea misma que Montesquieu tiene de la ley. En el régimen del Estado legal, es decir, en el régimen que tiende a asegurar a los ciudadanos la garantía de la legalidad, lo que a los ojos de Montesquieu constituye el valor protector de esta garantía es que la ley es una regla general, abstracta, concebida, no en vista de un caso aislado sino preexistente a los hechos particulares a los que habrá de aplicarse. La ley es justa, porque es igual para todos ("Debe ser la misma para todos". Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, art. 6), y porque sus preceptos, al ser formulados para el porvenir, no han sido inspirados al legislador por preocupaciones actuales de personas o de casos particulares (Esmein, Éléments, 1 ed., vol. i, p. 23; Duguit, L'État, vol. i, pp.470 ss.). Pero, si la ley ha de concebirse así de una manera desinteresada, es preciso que no pueda ser dictada por la autoridad gubernamental o administrativa, es decir, por aquella misma que, siendo la llamada a ejecutarla y también a servirse de ella, pueda tener interés en que esté orientada en tal o cual sentido. A diferencia del legislador, en efecto, la autoridad ejecutiva está acostumbrada a actuar y a adoptar medidas oportunas, con ocasión de los casos particulares y en consideración a los acontecimientos o necesidades diarias. Así, si retuviera al mismo tiempo la potestad legislativa, sería muy tentador para ella formular leyes de circunstancias, que respondiesen a su política, a sus preferencias, quizás a sus pasiones, del momento actual. En una palabra, y como dice Montesquieu (loe. cit.), sería muy de temer que el monarca mismo o el Senado hicieran leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente también. En estas condiciones, no existe libertad; pues el mismo cuerpo de magistratura, como ejecutor de las leyes, posee toda la potestad que se ha dado a sí mismo como legislador; y así, puede destrozar al Estado por sus voluntades generales. Por otra parte, si los poderes legislativo y ejecutivo estuvieran reunidos en las mismas manos resultaría con ello que la autoridad encargada de ejecutar no se consideraría obligada por las leyes vigentes, puesto que sería dueña de abrogarlas; o también podría, en virtud de su potestad legislativa, modificarlas en el momento mismo de la ejecución, y así los ciudadanos, sorprendidos por esta legislación originada en la arbitrariedad del momento, verían desvanecerse toda la garantía del régimen de la legalidad. Por las mismas razones, Montesquieu sostiene que es necesario igualmente separar las potestades legislativa y judicial. Si así no fuera,
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el juez, al ser al mismo tiempo legislador, podría él también, bien separarse de la ley, bien cambiar ésta según su capricho, y ello en el instante mismo en que tuviera que aplicarla. Entre las manos de semejante juez, declara Montesquieu, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario. Finalmente, dice Montesquieu que es necesario que el poder judicial esté separado del ejecutivo, por más que en ciertos aspectos la justicia parece haber sido tratada por él como una dependencia de la ejecución de las leyes (ver supra, pp. 653 ss.). En efecto, si estas dos potestades pertenecieran a un mismo dueño, éste podría tener fuerza de opresor. La opresión resultaría del hecho de que el agente ejecutivo, que además sería juez, podría, en el curso de la ejecución, desnaturalizar el alcance de la aplicación de las leyes mediante juicios tendenciosos e inicuos, según tuviera interés en que dicha ejecución se hiciera en determinado sentido o produjera ciertos efectos determinados de antemano. En el fondo, la separación de las funciones de juzgar y de ejecutar no es también sino uno de los medios destinados a asegurar el mantenimiento de la legalidad. Toda la demostración de Montesquieu, por lo demás, gira alrededor de esta idea principal: asegurar la libertad de los ciudadanos, proporcionándoles, mediante la separación de los poderes, la garantía de que cada uno de éstos se ejercerá legalmente (Esmein, Éléments, 1 ed., vol. i, pp. 461 55.; Saint-Girons, op. cit., p. 95; Orlando, Principes de droit public et constitutionnel, ed. francesa, pp. 95-96; Jellinek, loe. cit., vol. II, p. 325; Rehm, Allg. Staatslehre, p. 234) .4Únicamente, en efecto, la separación de los poderes puede proporcionar a los gobernados una seria garantía y una eficaz protección. Por ejemplo, si se pretende limitar la potestad de la autoridad administrativa, no es suficiente formular en principio que ésta sólo podrá actuar en virtud de poderes legales; es necesario además que no pueda por sí misma, ni crear una ley, ni modificar la legislación vigente. Si tuviera capacidad para establecer modificaciones a las leyes, sólo tendría que cumplir con una simple formalidad cada vez que quisiera aumentar sus poderes, y el principio de la administración legal no tendría así más valor que el de un vano formalismo. Para que este principio adquiera eficacia es necesario que la modificación de las leyes dependa, no ya de la voluntad del que ha de servirse de ellas 234
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Montesquieu definió perfectamente la relación entre la libertad y la legalidad: "La libertad, dice (lib. xi, cap. ni), es el derecho de hacer todo aquello que permiten las leyes". Y un poco más adelante (cap. iv) añade: "Una Constitución puede ser tal que nadie esté obligado a realizar las cosas a las cuales no le obliga la ley, y a no realizar aquellas que la ley le permite". Los ciudadanos del Estado que poseen semejante Constitución poseen la libertad, o sea "la tranquilidad de espíritu que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad" (cap. VI).
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ejecutándolas, sino de un órgano distinto. Así, por ejemplo, en una monarquía en la que corresponda al rey administrar y al mismo tiempo hacer la ley (en forma de sanción), el monarca no podrá emitir decretos legislativos sino con el asentimiento del Parlamento. De esta manera, "la ley tiene su guardián", como dice O. Mayer (Droit administratif allemand, ed. francesa, vol. i, p. 85), y los derechos del Parlamento limitan útilmente a los del príncipe, el cual, por lo tanto, se halla en la imposibilidad de darse o de extender, por su propia voluntad, su potestad ejecutiva. 273. La doctrina de Montesquieu se refiere pues esencialmente al sistema del "Estado de derecho". Sin embargo, por la fuerza de las cosas, y aunque tenga por objeto principal salvaguardar la libertad civil, esta doctrina implica también ciertas disposiciones que deben tomarse con vistas a asegurar la libertad de las autoridades públicas mismas, en sus relaciones las unas con las otras, por cuanto se trata, para cada una de ellas, del ejercicio del poder que le está especialmente atribuido. Este es un nuevo aspecto, muy importante por cierto, del asunto. En efecto, la división de las competencias y la especialización de las funciones, no pueden, por sí solas, ser suficientes para realizar la limitación de los poderes. Para que esta limitación se halle asegurada, es necesario, además, que ninguna de las tres clases de titulares de los poderes posea o pueda adquirir superioridad, que le permitiera dominar a las otras dos, y que por lo mismo, podría poco a poco degenerar en omnipotencia. Y para ello, es indispensable que los titulares de los tres poderes estén, no solamente investidos de competencias distintas y separadas, sino también convertidos, por su constitución orgánica, e independientes e iguales los unos respecto de los otros. Sólo con esta condición podrán efectivamente ilimitarse y detenerse entre sí. ¿De que serviría, por ejemplo, haber separado la función ejecutiva de la función legislativa, si la persona del titular del Ejecutivo había de estar bajo la dependencia del cuerpo legislativo?' 5 ¿Cómo la separación de la justicia podría ser eficaz, si los jueces dependieran personalmente de la autoridad ejecutiva? Así pues, la teoría de Montesquieu sobre los tres poderes y su separación no puede reducirse a un sistema de reparto objetivo de las funciones entre titulares diferentes; ¿pero entraña necesariamente como consecuencia la inde235
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Esta es una de las razones por las cuales Montesquieu (lib. ix, cap. vi) declara que "en un Estado libre, la potestad legislativa (o sea el cuerpo legislativo) no debe tener el derecho de detener la potestad ejecutora". Le reconoce únicamente "la facultad de examinar de qué manera las leyes que ha hecho han sido ejecutadas". "Pero —añade inmediatamente—, sea el que fuere este examen, el cuerpo legislativo no debe tener la facultad de juzgar la persona, y por consiguiente la conducta del que ejecuta. Su persona debe ser sagrada, porque siendo necesaria al Estado para el cuerpo legislativo no llegue a ser tiránico, en el momento en que se le acusara o juzgara ya no existiría la libertad."
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pendencia subjetiva de los órganos? 6 Y entonces se puede precisar el completo y profundo alcance de esta teoría diciendo que tiende esencialmente a constituir tres grandes potestades, las cuales habrían de ser puestas en condiciones, por las circunstancias mismas de su organización, de defenderse cada cual contra toda invasión de las otras dos, es decir, de mantener su independencia en el ejercicio de las atribuciones que les pertenecen como propias en virtud de la separación de poderes. Desde este punto de vista, sobre todo, la teoría de Montesquieu mereció ser calificada como sistema de frenos y de contrapesos, o también teoría de la balanza y del equilibrio de los poderes. El mismo promovió esta denominación por la descripción que hace de este equilibrio: "Para constituir un gobierno moderado, hay que combinar las potestades, regularlas, atemperarlas, hacerlas actuar; dar, por decirlo así, un lastre a cada una para ponerla en condiciones de resistir a las otras; es una obra maestra de legislación, que raramente se consigue por la suerte y que muy pocas veces se deja realizar a la prudencia" (Esprit des lois, libro v, cap. XIV). 274. Particularmente en este último aspecto, la doctrina de Montesquieu es muy diferente de la que profesó en esta materia Rousseau. Bien es verdad que en cierto sentido se pudo decir que Rousseau admite una separación de poderes, por ejemplo de los poderes ejecutivo y legislativo (Esmein, Éléments, T ed., vol. I, pp. 464 ss.). En efecto, si, según el Contrat social, todos los poderes, en principio, se hallan contenidos y reunidos en el pueblo, por otra parte, sin embargo, el pueblo, que en su cualidad de soberano hace la ley, es decir, que dicta las reglas generales, no debe proveer por sí mismo a su ejecución, es decir, a su aplicación en cada caso particular. La razón que de ello da Rousseau es en primer lugar que esta clase de democracia sería impracticable (Contrat social, lib. III cap. IV), y además que "no es conveniente que el cuerpo del pueblo desvíe su atención hacia miras generales para aplicarlas a los objetos particulares" (ibid.). De donde se deduce esta conclusión: "La potestad ejecutiva no puede pertenecer a la generalidad, porque esta potestad sólo consiste en actos particulares" (lib. III, cap. I). Por ello, Rousseau coloca, junto al pueblo, legislador o soberano, al "gobierno" o "cuerpo encargado de la ejecución de las leyes"; y con esto, parece que la potestad legislativa y la potestad ejecutiva se encuentren desunidas y separadas. Pero no se trata aquí sino de una separación aparente. En realidad Rousseau no admite sino un poder único, el poder legislativo, que con236
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En este sentido, cabe considerar como fundada, a pesar de las críticas de Duguit (Manuel de droit constitutionnel, 1* ed., p. 333), la afirmación de Artur ("Séparation des pouvoirs et séparation des fonctions", Revue du droit public, vol. xiv, p. 43) : "El primer elemento constitutivo de todo poder es la separación de las funciones. El segundo es una independencia suficiente de los depositarios de cada función."
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funde con la soberanía; y sobre todo, no admite que el "gobierno" o Ejecutivo pueda contrarrestar al cuerpo legislativo. Su doctrina respecto de este punto se precisa del modo más claro al principio del lib. III, cap. I. La relación entre la potestad legislativa y la potestad ejecutiva, dice, es idéntica a la que existe entre la voluntad o potestad moral que determina un acto y la fuerza o potestad física que lo ejecuta. La potestad legislativa es la voluntad determinante. La potestad ejecutiva no es más que la fuerza puesta al servicio de esta voluntad. En otros términos, el gobierno queda estrictamente subordinado al soberano, "del cual no es más que el ministro". Así pues, define Rousseau al gobierno como "un cuerpo intermedio establecido entre los subditos y el soberano"; intermedio en el sentido de que "recibe del soberano órdenes que transmite a los subditos". Todo esto viene a significar que no existe en el Estado sino un solo poder digno de este nombre, el poder legislativo o soberanía, y así es efectivamente como la doctrina de Rousseau será comprendida y aplicada por la Convención: "El consejo ejecutivo —dice Condorcet en su dictamen sobre la Constitución de 1793— no debe considerarse como un verdadero poder. No debe querer. Es la mano con la cual actúan los legisladores; el ojo por el cual observan los detalles de la ejecución de sus decretos". 7 Así pues, mientras Montesquieu ni siquiera parece preocuparse por conciliar su teoría separatista con el principio de la unidad, sea del Estado o de su potestad, Rousseau rechaza la idea de que puedan coexistir diferentes poderes iguales y autónomos. Lejos de admitir la pluralidad de los poderes, afirma y se aplica a demostrar la unidad del poder. A dicha demostración consagra particularmente el segundo capítulo del lib. II del Control social, donde expone "que la soberanía es indivisible": "Nuestros políticos —dice allí—, al no poder dividir la soberanía en su principio, la dividen en su objeto: la dividen en fuerza y voluntad, en potestad legislativa y potestad ejecutiva; en derechos de impuesto, de justicia y de guerra; en administración interior y potestad para tratar con el extranjero. . . Este error proviene de no haberse formado conceptos exactos de la autoridad soberana, y de haber tomado como partes de esta autoridad las que sólo eran emanaciones de la misma. . . Cada vez que se cree ver dividida a la soberanía, se incurre en error: los derechos que se toman como partes de esta soberanía están todos subordinados a la misma y suponen siempre voluntades supremas 237
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La doctrina del contrato social implica igualmente que el poder judicial sólo puede consistir en la ejecución de las leyes o voluntades del soberano y que, por consiguiente, queda comprendido en el poder ejecutivo. Rousseau reconoce, sin embargo, que el ejercicio de la justicia debe corresponder a jueces distintos de los magistrados encargados de la administración (Esmein, Éléments, 1" ed., vol. i, p. 465).
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de las cuales estos derechos sólo proporcionan la ejecución." Todo este pasaje constituye, por parte de Rousseau, una negativa directa de la idea primera sobre la que se basa la teoría de la separación de poderes (Duguit, Traite, vol. I, pp. 119 y 355). 275. Desde su aparición, la teoría de Montesquieu tuvo una resonancia considerable. Llegaba muy a propósito, en un tiempo en que el sistema de la monarquía absoluta había pasado de su apogeo en Francia y estaba destinado a una destrucción próxima. Uno de los caracteres principales de la Constitución francesa de los últimos siglos antes de 1789 era, en efecto, la concentración de todos los atributos de la potestad estatal en la persona del rey, que encarnaba en sí todos los poderes o, por lo menos, del cual emanaban todos los poderes. Por reacción contra este absolutismo, la separación de los poderes estaba llamada a ser uno de los dogmas políticos fundamentales de los hombres que prepararon y dirigieron la Revolución; desde el comienzo de ésta se consagró, en la forma solemne de principio absoluto, por el art. 16 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano: "Toda sociedad en la cual la separación de los poderes no está determinada, carece de Constitución". Se verá más adelante la enorme influencia que este dogma ejerció sobre las Constituciones de la época revolucionaria. Desde dicha época, la doctrina de Montesquieu siguió hallando en Francia un terreno favorable para su desarrollo. Durante el curso del siglo XIX, la separación de poderes ha sido constantemente recordada e invocada por los publicistas franceses. Esto se debe, en gran parte, a la inestabilidad constitucional que sufrió Francia en el período de 1789 a 1875. Por razón de los frecuentes cambios de régimen que se sucedieron en dicha época, no pudieron establecerse tradiciones firmes, que determinaran con precisión y certeza los derechos respectivos de las grandes autoridades constituidas. Resultó de ello que estas autoridades vivieron frecuentemente desconfiando las unas de las otras, temiendo ser víctimas de alguna usurpación por parte de la que, entre ellas, parecía ser más poderosa. Y de hecho fue necesario en muchas ocasiones invocar la separación de poderes, con objeto de contener o de mantener a tal o cual de las autoridades citadas dentro de los límites de su legítima competencia (cf. E. d'Eichtal, op. cit., pp. 144 ss.). El principio de la separación de poderes debió, pues, a causas políticas la importancia que adquirió durante mucho tiempo en Francia. Hoy día, por el contrario, y gracias a la desaparición de estas causas, el prestigio de la teoría de Montesquieu parece estar en baja, al menos en la literatura jurídica. Indudablemente, esta teoría tiene aún, entre los juristas franceses, eminentes defensores. A la cabeza de todos conviene citar a Esmein (Éléments, 7* ed., vol. I, pp. 467 ss.), quien sostiene que los ata
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ques dirigidos contra ella sólo tienen fundamento en la medida en que se refiere, no ya a la separación misma de los poderes, sino a las consecuencias exageradas que a veces se dedujeron de ella. Michoud (Théorie de la personnalité moróle, vol. I, pp. 281 ss.) expone idéntica tesis. Saint-Girons, en su Essai sur la séparation des pouvoirs, pp. 138 ss., se aplicó a justificar el principio de Montesquieu refutando las críticas de que había sido objeto. Y Aucoc, en su dictamen a la Academia de Ciencias Morales y Políticas sobre la obra de Saint-Girons (op. cit., p. XVII, declara a su vez que la mayor parte de dichas críticas "se fundan en malentendidos". Pero, junto a estos defensores, la teoría de la separación de poderes cuenta hoy día con numerosos adversarios cuyo número parece ir creciendo sin cesar. Se la atacó, primero, desde el punto de vista de su valor político. El principio de Montesquieu, díjose, es ante todo un principio restrictivo y creador de impedimentos, que divide el poder, en efecto, entre sus titulares, de tal modo que cada uno de ellos, encerrado dentro de un círculo de atribuciones especiales, queda condenado a vegetar en un estado de penuria, que equivale a una especie de impotencia. Suponiendo que la libertad pública salga gananciosa con esto, la potestad de acción del Estado se encuentra en cambio singularmente disminuida, y se ha hecho observar que en período de crisis este parcelamiento del poder podría tal vez tener por efecto aplicar a los gobiernos de los Estados una parálisis desastrosa para el país. Análoga idea se expresó al decir que el equilibrio respectivo de los poderes engendraría su inmovilidad, que haría imposible la vida del Estado.8 Por otra parte, se ha observado que al seccionar y desmenuzar el poder entre autoridades que nada pueden la una sin la otra, el sistema de la separación desmenuza al mismo tiempo las responsabilidades, de tal forma que, al cometerse una falta, ya no sabrá el país quién es el responsable. Estas diferentes críticas han sido formuladas particularmente por Woodrow Wilson, el cual, en su Gouvernement congressionnel, endereza una verdadera requisitoria contra el régimen separatista establecido en los Estados Unidos. "La Constitución inglesa —dice este autor, que recuerda, a este respecto, una palabra de Bagehot — tiene por principio escoger una sola autoridad soberana y hacerla buena: el principio de la Constitución norteamericana es tener 238
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Esta objeción había sido prevista por el mismo Montesquieu, que sólo le opone una contestación muy débil: "He aquí, pues, la constitución fundamental del gobierno de que estamos tratando. Como el cuerpo legislativo se halla compuesto de dos partes, una de ellas arrastrará a la otra por su mutua facultad de impedir. Ambas estarán ligadas por la potestad ejecutora, la cual a su vez estará obligada por la legislativa. Estas tres potestades habrían de formar (así) un reposo o una inacción. Pero, como por el movimiento necesario de las cosas se ven obligadas a moverse, habrán de moverse de acuerdo" (Esprít des lois, lib. XI, cap. VI). Bajo la influencia, bien sea de las críticas teóricas formuladas por la escuela alemana, bien de las observaciones de hecho fundadas en datos de la experiencia, se ha formado igualmente, en Francia, una escuela que le niega al principio de Montesquieu todo valor jurídico así como toda posibilidad de realización postiva. A la cabeza de este movimiento se ha
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varias autoridades soberanas, en la esperanza de que su número compensará su inferioridad" (op. cit., ed. francesa, p. 331). Este es, según W. Wilson, "el resultado práctico del parcelamiento que se ha imaginado en nuestro sistema político. Cada rama del gobierno ha recibido una pequeña parcela de responsabilidad, a la cual puede sustraerse fácilmente la conciencia de cada funcionario. Cualquier culpable puede hacer recaer su responsabilidad sobre sus camaradas. ¿Cómo puede el maestro de escuela, quiero decir la nación, saber cuál es el alumno que hay que azotar? No se puede negar que así parcelada la autoridad y disimulada de este modo la responsabilidad, sean a propósito para paralizar notablemente al gobierno en caso de peligro" (ibid., pp. 302-303). De donde deduce esta conclusión: "Tal como está constituido, el gobierno federal carece de fuerza, ya que sus poderes se encuentran divididos; carece de prontitud o rapidez, porque los poderes encargados de actuar son demasiado numerosos; es difícil de manejar, porque no procede directamente; carece de eficacia, porque su responsabilidad es vaga. . Este es el defecto al que me refiero continuamente" (ibid., pp. 340-341). Se trata aquí de críticas de orden principalmente político. Desde el punto de vista estrictamente jurídico, de Alemania vinieron en primer lugar los ataques. Los autores alemanes impugnaron la idea francesa de la separación de poderes, no solamente declarándola inconciliable con el sistema monárquico de su derecho nacional, sino también tratando de probar que, de una manera general, es inaplicable, a causa de que su aplicación destruiría la unidad del Estado. Así, por ejemplo, Laband, que ha sido uno de los principales representantes de la doctrina establecida en la Alemania monárquica respecto de la cuestión de la separación de los poderes, dice (Droit public de l'Empire Allemand, ed. francesa, vol. II, p. 268 que el principio de esta separación es rechazado unánimemente por la ciencia alemana y hasta añade que sería superfluo volver a refutar de nuevo este principio, que se encuentra hoy día definitivamente condenado y abandonado. Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 161 ss., 314 ss.) demuestra igualmente que la teoría de Montesquieu respecto de los tres poderes y su separación no es, ni lógicamente aceptable, ni prácticamente realizable (ver: v. Mohl, Geschichte und Literatur der Staatswissenschaft, vol. I, pp. 280 ss.; Stein, Verwaltungslehre, vol. I, p. 18; G. Meyer, Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 6 ed., pp. 28 135). Bajo la influencia, bien sea de las críticas teóricas formuladas por la escuela alemana, bien de las observaciones de hecho fundadas en datos de la experiencia, se ha formado igualmente, en Francia, una escuela que le niega al principio de Montesquieu todo valor jurídico así como toda posibilidad de realización positiva. A la cabeza de este movimiento se ha
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colocado Duguit, que ya en su estudio sobre La séparation des pouvoirs el FAssemblée nationale de 1789 (pp. 116 ss.) calificaba a la "teoría de los tres poderes separados" como "teoría artificial, hecha para falsear los resortes de la vida social y política", "contraria a la observación científica de los hechos", y que decía también de ella que ha sido "irremediablemente condenada por experiencias concluyentes", por aquellas experiencias realizadas durante la Revolución. En su gran obra sobre L'État (vol. II pp. 281 ss,) repite Duguit estos ataques. Partiendo de la idea de que la organización de los poderes debe tener por fin asegurar la coparticipación de los gobernantes, declara que "cualquier teoría que se refiera de cerca o de lejos a la separación de los poderes no alcanza este objeto y se halla, por lo mismo, condenada a la impotencia"; añade que no solamente "la separación de los poderes está en contradicción con la realidad social", sino también que "se sufrió una extraña equivocación" cuando se concibió "la idea de que existía en esto un sistema protector del individuo contra la arbitrariedad gubernamental". Actualmente, este autor mantiene en su Traite, (vol. I, pp. 346 ss.. 360) sus anteriores apreciaciones respecto de la separación de poderes, y las resume diciendo (p. 361) que "el concepto de un poder soberano, uno en tres poderes, es un concepto inadmisible dentro de una construcción positiva del derecho público". Numerosos escritores franceses se han adherido a estas opiniones. Al hablar de la separación de poderes, Moreau (Le reglement administranf, p. 263) dice: "Este supuesto principio, que no es en el fondo sino un concepto oscuro, estorba indebidamente a nuestro derecho público, embrolla muchas cuestiones, falsea gran número de soluciones". Declara también este autor (Pour le régime parlementaire. p. 183) que "el principio de la separación de poderes es una quimera, una idea imaginaria; ni es susceptible de una distribución precisa, ni tampoco de una aplicación razonable". Cahen (La loi et le reglement, pp. 27 ss.) reconoce "la quiebra del principio", el cual no hay que considerar ya sino como "un dogma envejecido o una fórmula vana", y afirma que, "de hecho, no existen ni poderes ni separación". Según E. d'Eichtal (op. cit., pp. 89-90), el antiguo adagio de la separación de poderes, supuesta prenda y garantía de la libertad y del orden, está bien para inscribirse en el frontispicio de los edificios públicos, pero en la práctica "se ve que de axioma o de dogma y por efecto de la presión de los hechos, ha quedado reducido a simple fórmula".9 En suma, con239
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Una fórmula: tal es también la apreciación de Larnaude (¿'La séparation des pouvoirs et la justice en France et aux États-Unis", Revue des idees, 1905, p. 339) : "La separación de los poderes no es más que una fórmula, y con fórmulas no se gobierna. Montesquieu, mediante esta fórmula, indicó, sobre todo, el desiderátum de su tiempo y de su país. No pudo ni quiso resolver, de una manera definitiva y para siempre, todas, las cuestiones que puede originar el gobierno de los hombres."
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cluye un autor, que, aunque no es jurista, advirtió perfectamente y descubrió las debilidades jurídicas de la separación de poderes, "la idea de que el mejor medio de asegurar el funcionamiento regular de un gobierno libre sería separar los poderes entre cuerpos independientes, esta idea está bien muerta, y puede leerse su oración fúnebre en todos los tratados de derecho público fundados en la experiencia de un Estado centralizado" (Seignobos, "La séparation des pouvoirs", Revue de París, 1895, vol. I, p. 727).10 276. Un caso digno de notarse, sin embargo, es que, mientras la doctrina de Montesquieu caía así en descrédito en gran parte de la literatura francesa, se dibujó un renacimiento en favor de esta doctrina entre los autores alemanes, que tan unánimemente hostiles eran antes a toda idea de separación de poderes. El primer jurista alemán que haya tomado posición claramente en este nuevo sentido fue O. Mayer (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 84 ss.), que decía a este respecto: "Hemos adoptado el principio de la separación de poderes según el modelo francés y se halla aquí en plena actividad y en pleno vigor". Según O. Mayer es un error de la ciencia alemana haber negado la posibilidad de la separación y haber hecho un "espantajo" de esta última. No solamente puede realizarse la separación, sino que también ha sido realizada en Alemania; 240
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Así como las teorías de Rousseau respecto de la soberanía popular compuesta de soberanías individuales suscitaron, en la literatura del derecho público, una reprobación que ha llegado a ser casi general, las ideas de Montesquieu sobre la organización de los poderes continúan gozando de una reputación de liberalismo, de mesura y de sagacidad, que. Aun actualmente, les asegura amplio favor. En realidad, bajo un aspecto de sabio liberalismo, las ideas expuestas en el capítulo sobre la Constitución de Inglaterra han sido, tal vez, más perjudiciales que los sofismas del Contrato social; pues éstos sólo pudieron ser aceptados por espíritus fáciles de seducir, mientras las doctrinas separatistas de Montesquieu ejercieron su influencia hasta en los medios más esclarecidos. Ahora bien, esta influencia es realmente disolvente, porque la separación de los poderes, al descomponer la potestad estatal en tres poderes, cada uno de los cuales sólo tiene una capacidad de acción insuficiente, no lleva a nada menos que a destruir en el Estado la unidad que es el principio mismo de su fuerza. Rousseau, al menos, había respetado esta necesaria unidad. Desde otro punto de vista, Montesquieu realizó obra inoportuna cuando (Esprit des lois, lib. XI, cap. VII) opuso, una a otra, la libertad de los ciudadanos y la "gloria" del Estado, dando a entender que una Constitución no puede pretender realizar la segunda sino a condición de sacrificar la primera; como si, en la incesante lucha de los pueblos, los ciudadanos pudiesen esperar conservar una verdadera libertad en un Estado disminuido en "gloria", o sea, en el fondo, en potestad de acción y, por consiguiente, también en capacidad para defenderse y mantener su rango. Sobre este último punto, las ideas de Montesquieu presentan con las teorías de Rousseau sobre la soberanía popular, la analogía de poder convenir sólo a un pequeño Estado cuya existencia esté garantizada por las condiciones del equilibrio general entre las grandes potencias. Aquí, en efecto, es posible que, a falta de gloria, los ciudadanos, en el florecimiento de instituciones que tengan por único objeto aumentar su libertad, consigan gozar de los beneficios de una vida fácil. Pero, en cuanto a los grandes Estados, la dura tarea a la que han tenido que hacer frente hasta ahora no les ha dado la posibilidad de abandonarse a esta quietud burguesa.
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es éste un hecho que se impone sobre todas las afirmaciones o apreciaciones formuladas en sentido contrario. De hecho, el derecho público de las monarquías alemanas quiso que detrás de los poderes legislativo y ejecutivo no existiese una sola e idéntica voluntad: la voluntad del príncipe, que es dueña del poder ejecutivo, no debe serlo del poder legislativo; el rey sólo puede hacer la ley mediante el consentimiento de la asamblea elegida. Es pues un error, concluye O. Mayer, el creer que la separación de poderes es incompatible con el principio de la monarquía, pues se halla consagrada por el derecho monárquico de los Estados alemanes. Esta tesis ha sido recogida por Anschütz (Begriff der gesetzgebenden Gewalt, 2* ed., pp. 9 ss.), que sostuvo, particularmente en lo que se refiere al derecho prusiano, que la separación de poderes se encontraba establecida en el mismo y claramente formulada por los tres textos siguientes de la Constitución de 1850: art. 45: "Al rey únicamente le pertenece la potestad ejecutiva"; art. 62: "La potestad legislativa se ejerce en común por el rey y las dos Cámaras"; art. 86: "La potestad judicial se ejerce en nombre del rey por tribunales independientes que no están sometidos a más autoridad que la de la ley". Estos textos, observa Anschütz, señalan muy correctamente que las limitaciones impuestas por la Constitución a la potestad del rey, por lo que se refiere a la legislación y a la justicia, sólo tienen por objeto el ejercicio de estas funciones. En principio, el monarca prusiano es el titular nominal de los tres poderes. Ejerce plenamente por sí mismo, o por las autoridades que le están subordinadas, uno de ellos, el poder ejecutivo. Pero de ningún modo puede ejercer por sí mismo el poder judicial; y en cuanto al poder legislativo., no puede ejercerlo sino con el concurso de las Cámaras. En esto precisamente consiste la separación de poderes. Y Anschütz alaba vivamente a O. Mayer por haber sabido discernir en el derecho monárquico alemán la existencia de esta separación, que había sido desconocida durante mucho tiempo antes de él.11 Pero estos autores se hacen ilusiones al creer que han reahibilitado así la idea de la separación de poderes. Entre esta última y el sistema de reparto de las competencias, o más exactamente de limitación de la potestad del monarca, que describen O. Mayer y Anschütz según el derecho entonces en vigor en los Estados alemanes, hay una profunda diferencia. Para hacerla evidente basta con recordar que en la doctrina de Montes241
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Bien es verdad que otro autor reclamó el mérito de este descubrimiento. Se trata de Arndt, que alega, en el Archiv fur offenll. Recht, vol. xv, p. 346, haber sido el primero en afirmar en su Kommentar zur Reichsverfassung, p. 101. la consagración de la separación de poderes por el derecho alemán. Pero Anschütz (loe. cit.. p. 10 n.) indica las razones por las cuales debe negársele esta prioridad. Ver también Arndt, Archiv fur of/entl. Recht, vol. XVIII. pp. 166 ss.
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quieu la legislación y la ejecución se consideran como dos potestades autónomas que deben pertenecer o corresponder a titulares totalmente distintos, de donde se saca la consecuencia de que el monarca, jefe del Ejecutivo, tiene que ser excluido del poder legislativo;12 según el derecho público alemán, por el contrario, el rey estaba llamado a desempeñar un cometido esencial en la legislación. El aserto de O. Mayer y de Anschütz, de que los dos poderes, legislativo y ejecutivo, se encontraban separados en Alemania, antes de 1918, se contradecía directamente por el texto de las Constituciones alemanas y, por consiguiente, por el art. 62 de la Constitución prusiana, la cual especifica que "la potestad legislativa se ejerce en común (gemeinschaftlich) por el rey y por dos Cámaras" (cf. las Cartas de 1814, art. 15, y de 1830, art. 14, que decían: "La potestad legislativa se ejerce colectivamente por el rey, la Cámara de los Pares, y la Cámara de Diputados"). En este sistema, si bien es verdad que el monarca puede hacer la ley por sí solo, no puede sin embargo dar 242
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Montesquieu se refiere, sin embargo, a cierta parte que toma el monarca en la legislación: "Es necesario —dice— que tome parte en ella mediante la facultad de impedir", o sea mediante el derecho de oponer su veto. Pero, por otra parte, tiene especial cuidado Montesquieu en hacer observar que esta facultad de impedir es totalmente diferente "de la facultad de estatuir". La última implica que el rey concurre a la confección de la ley: la facultad de impedir sólo se le confiere al monarca para permitirle "defenderse" y no es sino "el derecho a anular" la decisión adoptada por el legislador (Esprit des lois, lib. XI. cap. VI). Al oponer así estas dos facultades. Montesquieu, en definitiva, trata de establecer que. Mediante su derecho a impedir, el rey no toma ninguna parte positiva en la legislación y que. por consiguiente, este derecho no lesiona de ningún modo el principio de la separación de poderes. En vano se ha alegado que el ejercicio del veto no puede considerarse, sin embargo, como un acto de potestad ejecutiva, y que, por lo mismo, aparece esta prerrogativa como contraria a la separación de poderes (Jellinek, loe. cit.. vol. n, p. 309 n.). Esta es la tesis que sostenía Sieyés. en su discurso de 7 de septiembre de 1789 (Archives parlementones. 1 serie, vol. vin. pp. 592 ssj, y concluía, a este respecto, diciendo: "El derecho a impedir no es. según mi parecer, diferente del derecho de hacer. Pero, si bien es exacto que el veto, por su naturaleza, no es un poder de ejecución, por otra parte, sin embargo, es evidente también que, por la posesión de dicha facultad, el jefe del Ejecutivo no se convierte en parte integrante del cuerpo legislativo, ya que —como se ha hecho observar muy acertadamente (Duguit. Traite, vol. II, pp. 447, 448)— el veto supone que la ley ya está hecha, y no es un acto de confección de la ley sino un impedimento que se opone a la ejecución de una ley ya adoptada (ver suprn, pp. 372 sj. Y en cuanto a la separación de poderes, lejos de excluir este derecho de impedimento, exige, por el contrario que le sea reconocido al jefe del Ejecutivo, como lo demostró el mismo Montesquieu (loe. cit.): "Si la potestad ejecutiva no tiene el derecho de detener las actividades del cuerpo legislativo, éste será despótico, pues .al poderse conceder todo el poder que puede imaginar, reducirá a la nada todas las demás potestades". "Sin la facultad de impedir, la potestad ejecutiva se verá pronto despojada de sus prerrogativas." Existen, en estas observaciones del Esprit des lois, "unas miras muy profundas", dice Esmein (Éléments. 7 ed-, vol. I. p. 479) ; evidencian que sin el veto la independencia de los poderes, que es uno de los elementos esenciales del sistma de separación de Montesquieu, se halla comprometida en detrimento del Ejecutivo.
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a sus voluntades la fuerza de ley sino mientras la disposición legislativa querida por él ha sido previamente adoptada por las Cámaras. Pero, bajo esta reserva, concurre directamente en el ejercicio de la potestad legislativa, particularmente mediante la sanción, al ser ésta necesaria para la adopción definitiva de la ley. Solamente existe aquí, por lo tanto, una limitación de la potestad del monarca en lo que se refiere a la confección de las leyes. Así pues, la separación de poderes, tal como la entienden y la defienden los dos autores anteriormente citados, no se parece ya en nada a la que había, concebido Montesquieu. Incluso es todo lo contrario de una verdadera separación de poderes; pues, así como la doctrina de Montesquieu tiene por objeto establecer la división ab initio de tres poderes entre tres clases distintas de autoridades, la característica de la teoría expuesta por O. Mayer y Anschütz, según el derecho constitucional alemán, es que el rey, en principio, es el titular de todos los poderes y queda sometido únicamente a condiciones restrictivas especiales en cuanto al ejercicio de dos de ellos. 277. Para apreciar el valor real del principio de la Reparación de poderes no se le debe juzgar según las variantes que han sido propuestas fuera del lugar o según la imagen deformada que del mismo pueden presentar hoy día algunos publicistas, sino que hay que examinarlo en su primitiva pureza, en su significación integral; en otros términos, para exponer un juicio respecto del concepto de la separación hay que atenerse a la doctrina del mismo Montesquieu, autor de dicho concepto. Ahora bien, el signo esencial de esta doctrina, el que caracteriza más especialmente su alcance, consiste en que Montesquieu descompone y secciona la potestad del Estado en tres poderes principales, susceptibles de atribuirse separadamente a tres clases de titulares que constituyen por sí mismos, en el Estado, tres autoridades primordiales e independientes. Al concepto de la unidad de la potestad estatal y de la unidad de su titular primitivo, Montesquieu opone un sistema de pluralidad de las autoridades estatales, basado directamente en la pluralidad de los poderes. Bajo este aspecto es como hay que considerar el principio de separación y las consecuencias que del mismo derivan, para pesar su valor y averiguar si es realizable de hecho o de derecho. 278. A. La forma en que Montesquieu presenta su teoría separatista implica que cree hallar en el Estado tres potestades diferentes, cuya reunión o haz constituye la potestad estatal total, pero que tienen un contenido diferente y que, por lo mismo, se le muestran como iguales, independientes y autónomas en sus relaciones de unas con otras. A su vez, las tres clases de autoridades que corresponden a esta división tripartita de la potestad del Estado constituyen orgánicamente tres grandes
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poderes yuxtapuestos e iguales, en el sentido de que cada una de ellas posee una parte especial y diferente de la potestad estatal, así como tiene cada una de ellas su esfera de acción propia, en cuyo interior es independiente y dueña; de donde se deduce la consecuencia de que, en la esfera de cada uno de los tres poderes, el titular más elevado tiene realmente carácter de órgano supremo. Se ha discutido que la doctrina de Montesquieu tuviera este alcance absoluto, y se ha hecho observar por ejemplo que ni siquiera pronuncia la expresión "separación de poderes" (Duguit, Traite, vol. I, p. 348), de la que se han servido los partidarios de su teoría para designar esta última. El pensamiento de Montesquieu, dícese, nunca fue que los tres poderes hubieran de estar separados en el sentido propio de la palabra, o sea repartidos orgánicamente entre autoridades que representaran o expresaran tres voluntades estatales distintas. Su idea es, sencillamente —como él mismo lo explica—, que la libertad desaparecería y quedaría reemplazada por el despotismo si dependiera el ejercicio de la potestad cíe Estado, enteramente y sin reparto, de la voluntad de un solo hombre o de una sola asamblea (Duguit, loe. cit.; Michoud, op. cit., vol. i, p. 283). Pero conviene replicar que, si bien la palabra separación no se encuentra en el capítulo De la Constitution d'Angleterre, la idea de separación sobresale ciertamente del conjunto de la doctrina que en él se expone. Se desprende ya de la proposición fundamental con que comienza este capítulo: "Existen en todo Estado tres poderes", proposición que presenta a la potestad estatal bajo un aspecto plural y a la que no sigue, en el resto del capítulo, ningún ensayo de demostración de la unidad necesaria y esencial del Estado, de su potestad, de su voluntad: de donde parece desprenderse que el concepto de esta unidad pasó completamente inadvertido para el autor del Esprit des lois. Se desprende también del hecho de que, en ninguna parte, pone Montesquieu en evidencia ni parece siquiera advertir la necesidad superior, para los titulares de los poderes separados, de coordinar sus actividades respectivas asociándolas y fundándolas en una acción común, de modo que se asegure mediante esta cooperación la unidad de fines y de resultados que demanda la misma unidad del Estado. Montesquieu no se preocupa de aproximar las potestades que empezó por disociar; se limita, a este respecto, a reivindicar para ellas mutuas facultades de "impedirse", "obligarse" "encadenarse", lo que es muy diferente de una colaboración o entendimiento común (ver np 284, infra); por lo demás, se fía de este "movimiento necesario de las cosas", por el cual, según él, "habrán de ir forzosamente de concierto", pero que en realidad, y para la realización siempre delicada y difícil de semejante concierto, no ofrece sino una garantía muy vaga e insuficiente. Finalmente, esta misma misión de "detenerse" uno a otro, que
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asigna Montesquieu a los diversos poderes, contribuye a fortificar la idea de su separación, pues implica, en efecto, que cada uno de ellos tiene un campo especial de acción, constituido por medio de un delineamiento de la potestad pública y que constituye, para cada titular de una fracción de dicha potestad, un terreno vedado dentro de cuyos límites sus derechos y sus facultades se oponen a los de los titulares vecinos. En vez de únalos poderes en una indivisión conforme a la unidad de los fines estatales, Montesquieu, pues, los alza unos contra otros, si no como rivales, al menos como vecinos destinados a limitarse y contrarrestarse mutuamente.13 Después de esto poco importa que la palabra separación no figure en el capítulo De la Constitution d'Angleterre. Es desde luego un sistema de separación el que describe y funda este capítulo. Y en este sentido también es como los intérpretes del pensamiento de Montesquieu, sin titubeos, lo comprendieron y aplicaron, durante el siglo XVII y durante gran parte del XIX. Las tentativas que se hacen actualmente para atribuir al principio de Montesquieu un significado que excluya toda separación verdadera, datan únicamente de la época en que este principio se reconoció falso. Hasta entonces, el principio había sido tenido como implicando naturalmente la coexistencia, dentro del Estado, de tres poderes distintos, y esto en un doble sentido: En primer lugar, se consideraba a las funciones legislativa, ejecutiva y judicial como otras tantas potestades soberanas, o al menos como partes, divisibles e independientes, de la soberanía. Este concepto, particularmente, fue el de la Constituyente, como Duguit lo ha demostrado con claridad (Traite, vol. I, pp. 119, 350 ss.). Partiendo de la afirmación del capítulo VI, lib. IX del Esprit des lois: "Existen en todo Estado tres clases 243
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Es sobre todo en los Estados Unidos donde este concepto de Montesquieu halló su aplicación. La separación de los poderes se entendió allí en el sentido de que cada una de las tres grandes autoridades estatales debe hallarse provista de facultades que le permitan "detener" el poder de la autoridad vecina. Según la Constitución federal, el Presidente puede oponer su veto a las leyes regularmente adoptadas por el Congreso. A su vez, las asambleas disponen, contra el Ejecutivo, del poder de someterle a acusación y de enjuiciarle; y el Senado puede oponerse al uso que pretende hacer el Presidente de su derecho a concluir los tratados o a nombrar ciertos funcionarios. La autoridad judicial detiene al poder legislativo por la facultad que posee de rehusar la aplicación de las leyes tachadas de inconstitucionalidad (W. Wilson, op. cit., ed. francesa, p. 17). De este sistema general de impedimentos resulta evidentemente una causa de debilidad para el poder federal, como se ha observado con anterioridad (p. 751). Pero, dice Boutmy (Études de droit constitutionnel, 2° ed., p. 162), "los americanos apenas tienen ocasión de padecer esa debilidad, pues todo el tren ordinario de la política interior se lleva por los gobiernos de los Estados, bastándose éstos a su labor. Los norteamericanos prefieren resignarse a ciertos desfallecimientos de los poderes federales y no tener nada que, temer para esa autonomía de los Estados que, a sus ojos, es el mayor de los bienes Sólo que, añade dicho autor, esta debilidad, que en parte constituye un bien en un Estado federal, sería el peor de los males en un Estado unitario.
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de poderes. . .", los constituyentes de 1791 se vieron llevados a tratar los poderes que atribuían respectivamente a los órganos legislativo, ejecutivo y judicial, no ya como competencias funcionales particulares, o sea como modos variados de ejercicio de una sola y misma potestad reconocida indivisible en sí, sino —según la acertada expresión de Duguit—como "porciones desmembradas" y "elementos fraccionados" de la potestad soberana, considerándose ésta como constituida y compuesta por tres poderes distintos. Este concepto aparece especialmente en el preámbulo del título ni de la Constitución de 1791, que lo formula con notable claridad al presentar en tres textos sucesivos (arts. 3-5) los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como tres potestades esencialmente diferentes, delegadas separadamente en tres clases distintas de autoridades. Según estos textos, cada una de estas potestades aparece a la vez como un fragmento de la soberanía y como un poder que es por sí mismo completo, que se basta a sí mismo y que es, en este sentido, autónomo. La reunión de estos poderes constituye la soberanía. En segundo lugar, y teniendo en cuenta que los tres poderes así definidos se atribuyen separadamente a tres autoridades especiales y distintas, se ha deducido lógicamente de la doctrina de Montesquieu que cada una de estas autoridades encarna y figura un poder determinado, una parte divisoria de la soberanía, y por consiguiente se ha llegado a considerar a estas autoridades como constituyendo ellas mismas, y cada una de ellas, un "poder".14 O, lo que es igual, se estableció la costumbre de ver en ellas a los sujetos de tres voluntades distintas, de tres clases de voluntades, que son igualmente partes, independientes entre sí, de la voluntad estatal y que concurren, entre las tres, a formar esta última. De esto a admitir que a estas tres voluntades corresponde, en el Estado, la existencia de tres personas soberanas, no hay mucha distancia; y tal ha sido, en efecto, la doctrina de Kant (Metaphysische Anfangsgriide der Rechtslehre, 5 y 48), que caracteriza a los tres poderes como "otras tantas personas morales que se completan una a otra" y que funda así la teoría del Estado uno en tres personas. 279. La doble serie de ideas que acaba de indicarse como contenida en la doctrina de Montesquieu debe ser rechazada, pues estas ideas son inconciliables con el principio de la unidad del Estado y de su potestad. Desde luego, hay que tomar posición contra la famosa afirmación con la que comienza el capítulo De la Constitution d'Angleterre: "Existen en todo Estado tres clases de poderes". Esta fórmula no es exacta. 244
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Esta es una de las principales causas de terminología, tan molesta pero tan habitual, que consiste en aplicar el nombre de poderes en conjunto a las funciones de potestad y a los órganos que ejercen esas funciones (ver su/ira, p. 249, n. 1).
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No existen en el Estado tres poderes, sino una potestad única, que es su potestad de dominación. Esta potestad se manifiesta bajo múltiples formas: su ejercicio pasa por diversas fases: iniciativa, deliberación, decisión, ejecución. Los diversos modos de actividad que entraña pueden necesitar de la intervención de órganos plurales y distintos. Pero, en el fondo, todos estos modos, formas o fases, concurren a un fin único: asegurar dentro del Estado la supremacía de una voluntad dominante, que no puede ser otra que una voluntad única e indivisible. La misma palabra "dominación" excluye la posibilidad de una pluralidad de poderes propiamente dichos, pues si la potestad del Estado se dividiera en varios poderes yuxtapuestos e iguales ninguno de ellos podría poseer el carácter dominador, y por consiguiente, la potestad total de la cual son elementos constitutivos y parciales, quedaría a su vez desprovista de dicho carácter. Así mismo, el concepto según el cual la persona estatal habría de comprender en sí, correlativamente con los tres poderes, tres sujetos o personas que expresaran cada una por cuenta del Estado una voluntad propia y distinta, es inaceptable. Se ha reprochado frecuentemente a Kant el haber llevado hasta el extremo y hasta el absurdo las consecuencias, lógicas por lo demás (Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol.II, p. 161; Duguit, Traite, vol. I, p. 119), de la teoría de Montesquieu. Pero la idea de Kant se vuelve a encontrar en muchos tratados de derecho público. Se vuelve a encontrar, por ejemplo, como lo ha demostrado Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II pp. 268 y 291), en el fondo de la doctrina, que por tanto tiempo no tuvo contradictores, que consistía en decir que, en los Estados en los que se practica la institución monárquica de la sanción de las leyes, la formación de la ley depende y deriva de un acuerdo necesario de voluntades entre el monarca y las Cámaras, o sea de una operación análoga a la que se produce entre dos personas que contratan entre sí.16 Como si esos dos órganos del Estado, el rey y el Parlamento, pudiesen considerarse correspondiendo a dos voluntades distintas, capaces de contratar entre sí.16 Todavía hoy, entre los autores que se niegan a defender el concepto trinitario reprochado a Kant, más de uno se acerca, en el pen245
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Hanriou definía antes la ley desde el punto de vista de su forma como "una regla obligatoria escrita, cuya redacción y promulgación son el resultado de un pacto estatutario entre poderes constitucionales", pacto "que se establece entre el gobierno y el Parlamento" (Précis tle droit administran!, 6* ed., pp. 292 ss.). La fórmula de esta definición puede ser objeto de crítica por cuanto despierta la idea de un origen contractual de la ley. Hoy día, Hauriou repudia la idea de contrato en lo que se refiere a la confección de las leyes (Principes ile droit public, 2* ed., pp. 138 ss.; ver también Précis, 10" ed., p. 57). 16 Igualmente, en el sistema de las dos Cámaras, la necesidad de sus votos concordantes para la adopción de un texto legislativo no responde de ningún modo a la idea de que la ley tiene su origen en un acuerdo contractual formulado entre ellas. "Las comparaciones con el
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samiento, al filósofo alemán. Cuando, por ejemplo, presenta Esmein (Éléments, 6 ed., p. 669) la necesidad de la promulgación de las leyes como "una consecuencia lógica del principio de la separación de poderes", expresa con ello, en realidad, una idea que se aproxima singularmente a la teoría del Estado en tres personas. Para que la ley que acaba de ser aprobada por las Cámaras, y que es por lo tanto "perfecta", se convierta en ejecutoria, es preciso, dice Esmein, que el jefe del Ejecutivo, mediante el acto de la promulgación, haya dado jerárquicamente a las autoridades ejecutivas la orden de hacerla ejecutar, y mientras no haya sido emitida esa orden, "ninguna de esas autoridades podría tener en cuenta dicha ley". Y esto ocurre, sin duda, porque en el sistema de la separación de poderes, los agentes ejecutivos dependen únicamente de su jefe propio y de ningún modo del cuerpo legislativo. Es como si, en el sistema esencialmente unitario del Estado, las voluntades estatales enunciadas por uno de los órganos del Estado y que actúan regularmente dentro de los límites de su competencia, pudieran considerarse, respecto de los otros órganos, como voluntades de una persona extraña, y carecer así de valor en cuanto a ellos (cf. supra, núms. 138 y 140).17 Semejantes teorías no solamente hacen caso omiso del principio de unidad de la potestad estatal,18 sino que desconocen también una de las ideas esenciales sobre las que se basa el concepto moderno de la persona 246
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concurso de voluntades en los contratos son falsas en esta materia", dice Esmein (Éléments, 6 ed., pp. 988 ss). 17 Al decir que el Ejecutivo, sin una orden de su jefe, no tiene por qué tener en cuenta las leyes, Esmein, en realidad, no hace más que invocar y pretender aplicar aquí el principio res ínter olios acta... ; en otros términos, trata al Ejecutivo como a un tercero; como si fuese dentro del Estado una persona distinta del cuerpo legislativo; y esto no es sino hacer revivir el concepto del Estado en tres personas. Puede suscitarse una crítica del mismo género en contra de la doctrina que ve en las leyes orgánicas, concernientes a las diversas autoridades públicas y que regulan su actividad, órdenes que el poder legislativo dirige a los demás poderes. "Esta teoría —dice Laband (loe. cit., vol. II, p. 362)— destruye el concepto unitario del Estado"; y lo destruye por cuanto trata a los poderes como a personas distintas que pueden darse órdenes o recibirlas unas de otras. La superioridad del poder legislativo no puede adquirir ssemejante sentido (cf. Duguit, Traite, vol. I, p. 145; O. Mayer, op, cit., ed, francesa, vol. I, pp. 109 ss). 18 Es conocida la crítica, a la vez jocosa y acerba, pero indiscutiblemente justa, que dirigió Rousseau en contra de la doctrina que consiste en decir con Montesquieu: "Hay, en el Estado, tres poderes". Contesta Rouseau (Control social, lib. n, cap. n): "Nuestros políticos, al no poder dividir a la soberanía en su principio, la dividen en su objeto. La dividen... en potestad legislativa y en potestad ejecutiva; tan pronto confunden estas partes como las separan. Hacen del soberano un ser fantástico, constituido por piezas ensambladas; es como si compusieran al hombre con varios cuerpos, uno de los cuales tuviera ojos, el otro brazos, el otro pies, y nada más. Se dice que los charlatanes del Japón despedazan a un niño ante los espectadores, y después, arrojando al aire todos esos miembros uno tras otro, recogen al niño vivo y y recompuesto. Así son, aproximadamente, los trucos de nuestros políticos: después df
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lidad del Estado. Este concepto tiene por objeto señalar, entre otras cosas, que, en el derecho público actual, el Estado debe considerarse como si fuera él mismo, y él solo, sujeto de la potestad que lleva su nombre, excluyendo por tanto cualquier doctrina que tendiera a dar a dicha potestad sujetos plurales. Decir que el Estado es una persona es tanto como decir, en efecto, que es el sujeto unitario de la potestad pública, la cual es, a su vez —como se acaba de ver—, una potestad única. Se infiere de ello que en el Estado moderno no cabe distinguir tres poderes desde el punto de vista subjetivo, lo mismo que, en su potestad, no se pueden distinguir tres poderes desde el punto de vista objetivo. Es también, en gran parte, para señalar esta unidad subjetiva del poder estatal para lo que se ha formado la teoría contemporánea del órgano de Estado. Sirve para expresar, especialmente, la idea de que, según el derecho público actual, los titulares de la potestad de Estado, como tales, carecen de personalidad propia diferente de la del Estado, y que tan sólo componen un todo con ésta, siendo simplemente sus órganos. El individuo órgano no es, como tal órgano, un sujeto jurídico, sino que ejerce los poderes de que se halla investido, no con aptitud personal, sino como competencia estatal (ver núms. 379-380, infra) En estas condiciones, el Estado puede tener múltiples órganos sin que su unidad se vea disminuida, ya que cada uno de ellos no hace sino ejercer, en la esfera de su competencia, la potestad unitaria de la persona única que es el Estado (Michoud, op. cit., vol. I, pp. 283-284). Pero es evidente también que en estas condiciones no se puede hablar de separación de poderes, pues no hay ni puede haber, entre los diversos titulares de la potestad estatal, sino una sola distribución o afectación especial de competencias (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 157, 158 y 164; G. Meyer, op. cit., 6* ed., p. 17 n. 5 y p. 29 n. 14). Los titulares de las funciones legislativas, ejecutiva y judicial reciben estas funciones, no ya como trozos de potestad estatal, destinados a incorporarse separadamente en cada uno de ellos, y cuya posesión los convertiría en fuerzas políticas concurrentes o en personas soberanas llamadas a tratar juntas a modo de contratantes que alegasen sus derechos e intereses diferentes, pues, menos que cualquier otra, la Constitución francesa, fundada en la idea de la indivisibilidad de la nación, no se presta a tales conceptos, sino que estos múltiples titulares reciben, con diversas competencias, la misión de cooperar al ejercicio de una potestad única, y por consiguiente también, la de colaborar en la formación de una voluntad estatal única y común. 247
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Desmembrar al cuerpo social por una prestidigitación digna de un circo, no se sabe cómo, juntan de nuevo las piezas. Este error proviene de no haberse establecido conceptos exactos de la autoridad soberana, y de haber tomado como partes de esta autoridad lo que sólo eran emanaciones de la misma."
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Esta comunidad de cometido es particularmente notable en el caso en que diversas autoridades deben, según la Constitución, concurrir en la realización de una categoría determinada de actos. Esto ocurre, por ejemplo, en aquellos Estados en los que la Constitución exige, para la elaboración de la ley, tanto la aprobación por las Cámaras como la sanción del monarca. Contrariamente a la antigua doctrina, que consideraba este encuentro necesario de dos voluntades conformes como un cambio de consentimientos comparable a un acuerdo de naturaleza contractual, la verdad jurídica —reconocida hoy día por la mayoría de los autores (Jellinek, loe. cit., vol. II, p. 235; Michoud, op. cit., vol. I, p. 282 II)— es que en el sistema de la sanción, el rey y el Parlamento forman en conjunto un órgano legislativo único, o lo que viene a ser lo mismo, en este, sistema el órgano legislativo es un órgano complejo, constituido por dos autoridades. Evidentemente, cada una de estas autoridades expresa separadamente su voluntad especial con miras a la formación de las leyes; y esto es por lo demás, lo que ocurre también en el sistema de las dos Cámaras, donde las asambleas deliberan y deciden cada una por su lado. Pero, así como las dos Cámaras son colectivamente el órgano de una voluntad legislativa única, así también el rey el Parlamento concurren, con sus voluntades distintas, a la formación de una voluntad legislativa, que es, en definitiva, la voluntad estatal única del Estado (Duguit, Traite, vol. I, p. 368; cf.2 ed., vol. I, pp. 273-274). Hay que generalizar estas observaciones en amplio grado, aplicándolas a la organización toda del Estado. Esta organización es compleja: precisa de la institución de órganos múltiples, provistos de competencias diversas; las consideraciones debidas a la libertad pública exigen, como lo ha demostrado Montesquieu, que el ejercicio de la potestad estatal no dependa exclusivamente de la voluntad de una sola y misma autoridad. Pero, por encima de estas necesidades, domina un principio capital, que forma el punto culminante del sistema estatal moderno: el principio de la unidad del Estado. Esta unidad sólo puede salvaguardarse con una condición: es necesario que, entre la multiplicidad de las autoridades y la especialización de las competencias, la organización del Estado se combine de modo que produzca en él una voluntad unitaria y esto implica que las voluntades y actividades de los órganos estatales deben estar ligados y coordinados entre sí de tal modo que converjan hacia un fin común y hacia resultados idénticos. ¿Pensó Montesquieu en esta coordinación indispensable? ¿Se realiza su teoría? Ahora lo examinaremos, para acabar de apreciar su principio de la separación de poderes. 280. R. Según Montesquieu, existe entre los diversos poderes cierta coordinación, que resulta de que uno de ellos, el poder legislativo, consiste en enunciar voluntades generales, y los otros dos no implican má-
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que decisiones particulares, que no pueden tomarse sino bajo el imperio de las voluntades generales legislativas y de conformidad con éstas. Al adoptar este punto de vista, Montesquieu demuestra que su sistema de separación de poderes se funda en la idea particular que se forma de las funciones a separar y de la naturaleza intrínseca de las mismas o, para hablar en el lenguaje actual, sobre cierto, concepto "material" de las funciones. He aquí un nuevo interesante aspecto de su teoría. Se ha reprochado con frecuencia a Montesquieu no haber dado de las tres funciones que distingue en la potestad estatal sino un concepto totalmente insuficiente: no se cuida de definir el objeto preciso de cada una de ellas. Y sin embargo, es evidente que el principio de separación de poderes, tal como lo presenta el Esprit des lois, presupone esencialmente un concepto material de las funciones, sin el cual carecería de sentido. El fin mismo de este principio, en efecto, es repartir las funciones entre órganos distintos, según la naturaleza intrínseca de aquéllas. En realidad, el capítulo De la constitution d'Angleterre presenta, si no una definición firme o un análisis profundo de las tres funciones, al menos ciertas indicaciones que permiten establecer con seguridad la doctrina de Montesquieu referente a la distinción material de las funciones. Se lee en ella, por ejemplo, que si los tres poderes se reúnen, "el cuerpo mismo de magistratura tiene, como ejecutor de las leyes, toda la potestad que se ha atribuido como legislador. Puede destrozar al Estado por sus voluntades generales, y como tiene también la potestad de juzgar, puede destruir a cada ciudadano por sus voluntades particulares". Según este párrafo, la potestad legislativa se caracteriza, pues, por la generalidad de sus prescripciones: consiste en voluntades generales, en oposición a las decisiones particulares: y esto es lo que se desprende también del principio del capítulo, donde se dice que por ella "el príncipe o el magistrado confecciona leyes por algún tiempo o para siempre" (ver también supra, p. 533, n. 8). Si las regla; generales forman la materia propia de la legislación, recíprocamente, la función ejecutiva sólo entraña el poder de tomar decisiones particulares o medidas de actualidad. Esto es también lo que declara Montesquieu: "la potestad ejecutiva se ejerce siempre sobre cosas momentáneas". \n este mismo capítulo resume y confirma su doctrina sobre la naturaleza material de los dos poderes considerados en sus relaciones recíprocas, diciendo que son: "El uno, la voluntad general del Estado, y el otro, la ejecución de esta voluntad general". En cuanto a la potestad judicial, de la que dice Montesquieu que se ejerce especialmente sobre los "particulares" a fin de solventar las diferencias que les conciernen, no consiste, a sus ojos, sino en aplicarles reglas generales legislativas. Expresa esto último al declarar que "los juicios deben ser a tal punto fijos que no constituyan jamás sino un texto
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vas tienen por cometido propio administrar, lo cual, desde el punto de vista material, excluye de ellas la potestad legislativa, pero es cierto también que la autoridad administrativa no podría desempeñar su cometido si no poseyera el poder de tomar a dicho efecto ciertas medidas generales por vía de reglamentación; hay que reconocerle, pues, el poder reglamentario, por más que sea verdad que dicho poder es en sí de esencia legislativa. De modo análogo, el legislador, lo mismo que el juez, no pueden prescindir, el uno para la preparación de las leyes y el otro para la preparación de sus juicios, de una amplia facultad de realizar encuestas, investigaciones o comprobaciones, que, según la teoría material de las funciones, son operaciones de naturaleza administrativa.19
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Por otra parte, la separación o especialización orgánica de las funciones tropieza con un obstáculo por el hecho de que entre las funciones propiamente dichas de legislar, administrar y juzgar, en el sentido material indicado por Montesquieu, existen ciertos puntos de contacto, y —como se ha dicho ya (Laferriére, Traite de la juridiction administrative., 2 ed., vol. I, p. 11; Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 533 y 537)— algunas "zonas limítrofes" o "zonas mixtas", que comprenden atribuciones que por su naturaleza participan a la vez de dos poderes funcionales. Este es el caso de la actividad que consiste en tomar la iniciativa de las leyes. En cierto sentido, esta iniciativa es un acto de potestad legislativa, ya que forma esencialmente parte de las operaciones que concurren a la confección de las leyes; y sin embargo, se puede afirmar que el hecho de tomar la iniciativa de reforma a realizar por medio de nuevas leyes, de reformas administrativas por ejemplo, es en sí una medida de gobierno, y que en este carácter la iniciativa no puede rehusarse a la autoridad que tiene a su cargo gobernar y administrar (cf. supra, pp. 354-355). Asimismo, se ha señalado como un poder de naturaleza intermedia aquel que consiste en estatuir sobre lo contencioso-administrativo. La Revolución francesa, en su ingenua creencia en la posibilidad de separar rigurosamente las funciones, había atribuido este contencioso a los cuerpos administrativos mismos, y esto por Ja razón de que la misión de examinar y resolver las cuestiones litigiosas referentes a los asuntos administrativos queda dentro de la función misma de administrar. Pero, sin ser inexacta, esta visión es incompleta, pues si bien es indiscutible que el poder de 248
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No sólo las autoridades públicas no podrían desempeñar la misión que les incumbe si su competencia se redujera al ejercicio de una función material única, sino que también la independencia de los poderes, que es uno de los objetivos de la teoría de Montesquieu, exige a su vez que cada una de estas autoridades pueda participar en funciones complementarias de su función principal. Es lo que indica muy exactamente Hauriou (Précis, 9 ed., p. 12) : "Las garantías de independencia sólo existen si cada uno de los poderes políticos acumula en cierto grado las diversas actividades funcionales".
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decidir sobre las dificultades que suscita la administración es inherente a la función administrativa, no es menos cierto que el ejercicio de este poder constituye una actividad de naturaleza judicial, siempre que estas dificultades de orden administrativo entrañen cuestiones que afecten a la propiedad y a los derechos individuales legales de los administrados. Estas observaciones demuestran lo ilusorio que sería tratar de establecer una separación absoluta, o hasta simplemente una distinción racional claramente señalada, entre las funciones consideradas bajo un aspecto material. Así pues, no cabría extrañarse sí, de hecho, no se encuentra en ninguna parte una concordancia, ni siquiera aproximada, entre la competencia de los órganos y las funciones así consideradas. La separación de las funciones ni siquiera existe en aquellos Estados cuya Constitución pretendió aplicar estrictamente el principio de Montesquieu. Y no son solamente cuestiones históricas o políticas las que han hecho atribuir a los diversos órganos poderes extraños a su función especial, sino que es la misma naturaleza de las cosas la que exige esta mezcla y esta acumulación. Por ello, la potestad legislativa, en la mayor parte de los Estados, le corresponde juntamente al cuerpo legislativo y al gobierno; o por lo menos, concurre éste en la obra de la legislación, en cuanto tiene, además de la iniciativa de las leyes y del derecho de participar en su discusión, el poder de oponer a su formación o a su ejecución ciertos obstáculos cuyo efecto es perentorio, o, por lo menos, suspensivo. Incluso en los Estados Unidos, donde el Ejecutivo pasa por ser, más que en otro sitio cualquiera, ajeno a la función legislativa, se observa que, además de su derecho de veto suspensivo, el Presidente posee, por lo que se refiere a las leyes votadas por el Congreso durnte los últimos días de la legislatura, la facultad de impedir su formación absteniéndose simplemente de firmarlas, en cuyo caso su inacción equivale a un verdadero veto absoluto (Constitución de 1787, cap. I, sección 7, art. 2). En Francia, el jefe del Ejecutivo posee una facultad reglamentaria que, si se admite la teoría material de las funciones, es un verdadero poder de legislación. 249
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A su vez, la potestad gubernamental y administrativa se ejerce compartiéndola con los órganos legislativo y ejecutivo. Sin referirnos, en efecto, a los países de parlamentaao Hay que observar que este poder reglamentario va directamente en contra de las ideas expresadas por Montesquieu en el lib. XI, cap. VI, pues permite a la autoridad ejecutiva fijar por sí misma los principios que habrá de aplicar a los casos particulares en virtud de su función administrativa, y por consiguiente, le permite también modificar estos principios con relación a ciertos casos particulares. Para alcanzar su objeto en tales o cuales casos determinados, la autoridad ejecutiva sólo tendrá que cambiar momentáneamente las disposiciones de sus reglamentos generales; pero deberá actuar con cierta anticipación, para que no se le oponga el principio de la irretroactividad.
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rismo, en los que las Cámaras están estrechamente asociadas a la actividad entera del gobierno, se observa que, según muchas Constituciones actuales, numerosos actos gubernativos, tales como la ratificación de los tratados, la declaración de guerra, etc., etc., exigen la intervención concurrente y el doble consentimiento del Ejecutivo y del cuerpo legislativo. Esto ocurre, por ejemplo, en los Estados L nidos, donde el Senado es a la vez una rama de la legislatura y un consejo de gobierno (Constitución de 1787, cap. Il, sección 2, art. 2). Por otra parte, no se limita el cuerpo legislativo, mediante sus leyes, a formular reglas generales, sino que estatuye con frecuencia a título particular. Muchos actos que se reconocen umversalmente como actos administrativos no pueden realizarse sino por el Parlamento en forma de ley (Esmein, Éléments, 6 ed., pp. 1049 ss.).21 Así es como, en Inglaterra, el Parlamento administra mediante los prívate bilis. Los jueces, por su parte, incluyen en su competencia muchos actos que no son actos de naturaleza jurisdiccional sino administrativa. Finalmente, hasta la función jurisdiccional es objeto de cierta participación entre los titulares de los diversos poderes. En Francia, las Cámaras estatuyen respecto a la validez de la elección de sus miembros, y el Senado puede erigirse en alta corte de justicia para juzgar a ciertas personas o ciertos crímenes. Lo contencioso-administrativo es juzgado por autoridades administrativas; bien es verdad que el derecho público actual se esfuerza por separar lo más que se pueda, dentro del organismo administrativo, el ejercicio de las funciones de administrar y juzgar; pero no por ello es menos cierto también que el conocimiento de este contencioso queda reservado sistemáticamente a tribunales que tienen carácter de autoridades administrativas22 En Inglaterra, la Cámara de los Lores es la más alta corte judicial del Imperio. En los Estados Unidos, "el Senado es el único que tiene el poder de juzgar todos los impeachmems", dice la Constitución de 1787 (cap. i, sección 3, art. 6). 250
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Incluso si fuera verdad —corno lo pretende una doctrina muy difundida (ver supra, pp. 599 ss.) —que, según el derecho público francés actual, las reglas relativas a los asuntos administrativos entran en la competencia reglamentaria del jefe del Ejecutivo, en oposición a las reglas de derecho individual, que quedan reservadas a la competencia legislativa de las Cámaras, este reparto de atribuciones tampoco podría calificarse como separación propiamente dicha, pues la separación, tal como la entiende Montesquieu, no sólo implica atribuciones de competencia, sino también, en el sentido inverso, exclusiones de competencia. Ahora bien, es cierto que las Cámaras conservan siempre el poder de crear por sí mismas, en forma de ley, reglas de todas clases, incluso aquellas que se refieren a los asuntos internos de la administración. 22 Ver, sobre este punto, supra. n" 259. Por otra parte, se ha visto (supra, n' 266) que los ministros son llamados con mucha frecuencia a resolver cuestiones de derecho. Existe inclusive toda una categoría considerable de litigios que no pueden presentarse ante el Consejo de Estado sino después de haber sido objeto de una decisión ministerial. Desde el punto de vista material es indiscutible que el ministro ejerce así la función jurisdiccional.
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En resumen, pues, se observa que cada uno de los órganos estatales acumula funciones materiales diversas. Y esta acumulación es inevitable, pues no se concibe al cuerpo legislativo sin participación en el gobierno, al Ejecutivo sin poder reglamentario ni a las autoridades administrativas sin poder de pronunciar el derecho. La competencia de los órganos no puede coincidir con la distinción de las funciones, tal como la concibe Montesquieu: la fórmula que éste da de la separación de funciones es a la vez demasiado flexible y demasiado simplista para poder adaptarse a la realidad tan compleja de los hechos que condicionan la organización del Estado y el funcionamiento de su potestad. Por otra parte, en derecho no es la clasificación racional y preconcebida de las funciones la que determin a la competencia de los órganos, sino que, por el contrario, es la competencia de los órganos lo que ha de determinar la distinción jurídica de las funciones.23 282. C. Si la separación de las funciones, en el sentido en que la concibe Montesquieu, es inaplicable, y si no se encuentra aplicada en ninguna parte, ¿será posible, al menos, realizar la otra parte del sistema de Montesquieu, aquella que se refiere a la igualdad de los órganos y que exige su independencia? Aquí también encuentra infranqueables obstáculos el principio de la separación de poderes. Ante todo, por lo que concierne a la independencia de las tres clases de autoridades que distingue el capítulo sobre la Constitución de Inglaterra, su realización tropieza con una imposibilidad que resulta del hecho de que los diversos órganos estatales no pueden funcionar sin tener unos con otros ciertas relaciones, que son la negación misma de esta independencia. Se ha comparado frecuentemente al organismo estatal construido por Montesquieu con un mecanismo en el cual las diversas autoridades formarían otros tantos engranajes, de los que cada uno tendría su cometido particular. Esta comparación se reduce a hacer resaltar con más claridad el punto débil del sistema de la separación de poderes. El error de este concepto es precisamente haber creído posible regular el juego de los poderes públicos por medio de una separación mecánica y en cierto modo matemática; como si los problemas de organización del Estado fueran susceptibles de resolverse mediante procedimientos de tal rigorismo y precisión. 251
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Ahí está el error de la teoría que pretende distinguir funciones materiales junto a las funciones formales. En el fondo, esta teoría material proviene —como se dijo supra. núms. 90., 156 si., 230, 252, 269— del hecho de que nos obstinamos en entender las palabras ley, administración, justicia, en un sentido que han perdido hoy en el derecho positivo francés; la distinción de las supuestas funciones materiales no es sino una supervivencia de antiguos conceptos que se suele oponer a los de la Constitución vigente, aunque, en realidad, son extraños a ésta.
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Únicamente la autoridad jurisdiccional puede, hasta cierto punto, concebirse como teniendo que constituirse aparte, en pie de independencia con respecto a las demás autoridades estatales; porque es la llamada a ejercer un papel de arbitro, que no ha de poder desempeñar bien sino mientras se encuentra en estado de actuar en plena libertad. Es la llamada, especialmente, a intervenir como arbitro entre la autoridad administrativa y los administrados; y por consiguiente, es necesario que se la haga independiente frente al Ejecutivo. Pero ya esta independencia no puede ser tan absoluta por lo que se refiere al órgano legislativo. Por una parte, en efecto, si, en principio, la autoridad jurisdiccional, es decir el tribunal supremo, estatuye soberanamente respecto a las cuestiones que dan lugar a la jurisdicción, si especialmente este tribunal no depende sino de sí mismo en el ejercicio de su poder de interpretación jurisdiccional de las leyes, será necesario además prever el caso en que, abusando de su potestad, desconocería deliberadamente la legislación vigente, y conviene reservar, para este caso, la posibilidad de una intervención superior y represiva del cuerpo legislativo (cf., supra, p. 698, re. 13). Por otra parte, y sobre todo, debe observarse que según el derecho público francés la libertad de apreciación jurisdiccional de la cual gozan los tribunales, o por lo menos algunos de ellos, respecto de los actos de la autoridad administrativa y por lo que concierne a la validez de esos actos, no se encuentra ya con respecto a los actos legislativos del Parlamento. Frente al Parlamento, la autoridad jurisdiccional, sea la que fuere, permanece en una posición de dependencia e incluso de impotencia. La impotencia del juez para pronunciarse sobre la validez de las leyes viene de que, en Francia, el Parlamento es el órgano supremo. No podría ser de otra manera más que si, como en Estados Unidos, la unidad del Estado se encontrara realizada, en grado supremo, en el pueblo mismo y no en las asambleas elegidas. Así pues, la autoridad jurisdiccional misma no posee una independencia absoluta. Con mayor razón, las dos autoridades legislativa y ejecutiva no pueden ejercer sus poderes respectivos sin tener el derecho y el medio de controlarse e influenciarse una a otra. Y ni aun sería suficiente que tuvieran una sobre otra ciertos medios de acción, sino que es necesario, además, que la Constitución establezca entre ellas aproximaciones y relaciones de coordinación tales que esas dos autoridades no puedan ejercer su actividad separadamente, cada una por su lado, sino que, por el contrario, estén obligadas a concertarse y unirse, con objeto de actuar en común y de marchar de acuerdo. A este respecto, la mayor objeción que se pueda alegar contra el principio de la separación de poderes nos la proporcionan las mismas Constituciones que han tratado de realizar esta separación según la doctrina de Montesquieu y con todas
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las consecuencias que entraña. Estas consecuencias, con el uso, resultaron impracticables. 283. Existen, desde fines del siglo xvm, tres Constituciones que es clásico citar como habiendo intentado establecer el régimen completo de separación entre los poderes legislativo y ejecutivo. Estas tres Constituciones-tipos —como las llama Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 471 55.J— son las de 1791 y del año Hi en Francia, y en América la Constitución federal de los Estados Unidos. Tomando a la letra la palabra "separación", las tres la interpretaron en el sentido de que, no solamente las funciones legislativa y ejecutiva deben atribuirse a titulares distintos, sino que además entre estos titulares nada debe existir en común. Fueron los americanos los que primero entraron por este camino. En la época en que los nuevos Estados de América del Norte se constituían en unión federal, la teoría de Montesquieu ejercía en todas partes Una potente influencia sobre las ideas políticas. Ya había sido recibida en Inglaterra, en donde la introdujo Blackstone, el cual, apropiándose de una gran parte de la doctrina del Esprit des lois, había revelado, como se ha dicho, a los ingleses su propia Constitución. Los americanos se conformaron estrictamente a ella. Al adoptar, con la terminología de Montesquieu, su división de los poderes en legislativo, ejecutivo y judicial, los autores de la Constitución de los Estados Unidos han tratado además de asegurar entre esos tres poderes una absoluta separación. Los hombres de la Revolución francesa siguieron idéntica inspiración. En 1789, el principio de la separación de poderes era uno de los principales artículos de fe política de la mayoría de la Asamblea nacional, que se preparaba a regenerar la sociedad francesa. Desde el comienzo, como se ha visto, este principio había sido proclamado solemnemente por la Declaración de los derechos del hombre, la cual, en su art. 16, formulaba el axioma de que una Constitución sin separación de poderes no es una Constitución verdadera y digna de este nombre. ¿Qué se entendía entonces, en Francia, por separación de poderes? Si la Asamblea nacional de 1789 hubiese tomado su concepto de la separación de poderes de las prácticas en curso en Inglaterra en el siglo XVIII, podría haber observado que en Inglaterra existía efectivamente un cierto rep'arto o equilibrio de los poderes, pero que ello no constituía de ningún modo una separación en el sentido propio de la palabra. En la época en que Montesquieu publicaba sus observaciones sobre las instituciones del pueblo inglés, éste se encontraba ya envuelto en la lenta evolución consuetudinaria que había de conducirlo a lo que se conoció después con el nombre de régimen parlamentario. Desde la primera mitad del siglo XVIII, en efecto, el sistema de un gabinete ministerial reclutado entre los miembros del Parlamento y en las filas del partido dominante, gabine
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te que se hacía cada vez más independiente del monarca para depender, por el contrario, de los Comunes, por efecto de la responsabilidad parlamentaria de los ministros, se hallaba contenido en germen y estaba en formación en las prácticas políticas de Inglaterra; y es evidente que este régimen, por cuanto hace depender la política del gabinete de la mayoría de los Comunes, es todo lo contrario de una separación de los poderes ejecutivo y legislativo. Por otra parte, había tan poca separación entre estos poderes en Inglaterra, que allí es, y sigue siendo todavía, de tradición que el rey mismo sea, según la fórmula consagrada, una parte constitutiva del Parlamento. Por lo que Blackstone, sin dejar de adoptar la doctrina de Montesquieu, establecía esta reserva: "Para mantener la balanza de la Constitución es necesario que el poder ejecutivo sea una rama del poder legislativo, sin ser el poder legislativo por entero. Su reunión en una misma mano conduciría a la tiranía; su separación absoluta produciría en final de cuentas los mismos efectos" (Commentaires sur les lois d'Angleterre, libro i, cap. n). Los hombres de 1789 conocían muy bien estas instituciones inglesas, que no gozaban de favor entre ellos. Reprochaban particularmente a las prácticas parlamentarias el engendrar la corrupción, al verse llevado el jefe del ministerio a usar de todos los medios para conciliarse la mayoría de los Comunes. Así pues, no fue en Inglaterra, sino en Montesquieu, donde los primeros constituyentes franceses tornaron sus ideas sobre la organización que debía darse a los poderes. Ahora bien, Montesquieu, si bien no dejó de advertir los elementos ya existentes, en su tiempo, del parlamentarismo inglés (ver a este respecto Esmein, Elements. 79 ed., vol. I, p. 224), cometió por lo menos la falta de no hacer resaltar suficientemente este aspecto de la Constitución de Inglaterra. Lo que había construido Montesquieu era un sistema de separación de poderes, más bien que un sistema de reparto del tipo inglés. Por lo mismo que el caoítulo vi del libro XI del Esprit des lois opone los poderes unos a otros, el conjunto de este capítulo implica el aislamiento de sus titulares pero no su unión o asociación. En este concepto separatista de Montesquieu y, además, en el'reciente ejemplo de los americanos, es en donde se inspiró la mayoría de la Constituyente. Por lo demás, es explicable que, por efecto natural de una muy viva reacción contra el sistema absolutista de la antigua monarquía, la cual, hasta 1789, había concentrado en sí todos los poderes, los fundadores del nuevo derecho público francés hayan sido impulsados a llevar hasta sus consecuencias más extremas el principio de separación que acababan de introducir en él. De tal modo, y por todas estas razones, los primeros constituyentes, con objeto de establecer —según la palabra de Mounier (Archives parlementaircs, 1 serie. vol. VIII, p. 243— "límites sagrados" entre los poderes, fueron llevados
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a instituir un régimen de división y separación tales que no debía subsistir ninguna relación, ningún punto de contacto ni posibilidad de acercamiento entre sus distintos titulares, especialmente entre las dos autoridades legislativa y ejecutiva. Esta separación, en el sentido radical de la palabra, se manifiesta, en las Constituciones de 1791, del año III, y en la de los Estados Unidos, por dos series de consecuencias particularmente notables. En primer lugar, se manifiesta desde el punto de vista de la posición asignada por las tres Constituciones de referencia a los ministros con respecto al cuerpo legislativo. En efecto, estas Constituciones parten de la idea de que los ministros, al ser los agentes del poder ejecutivo, no deben depender de ningún modo de las asambleas legislativas, sino que sólo deben depender del jefe del Ejecutivo. Este los nombra y los separa con plena libertad; además los hace actuar bajo su sola dirección y autoridad. Los ministros no tienen, pues, que dar cuenta de sus actos a las asambleas, las que, a su vez, no tienen la facultad de censurar o de derribar al ministerio. Tal es el sistema que se estableció en los Estados Unidos y que aún permanece allí en vigor24 Es el que consagraba la Constitución del año vin. como se desprende particularmente de su art. 148: "El Directorio nombra a los ministros, y los revoca cuando lo juzga conveniente". Se desprende también de los arts. 160 55., que prohibían a los consejos legislativos llamar a su presencia a los miembros del gobierno y que no les permitían a éstos comunicarse con los consejos sino por escrito. En cuanto a la Constitución de 1791, sólo daba a la asamblea legislativa el derecho de ejecutar o aplicar la responsabilidad civil y penal de los ministros (título ni, cap. u, sección 4, arts. 5-8); y el art. 1° de esta misma sección, al especificar que "únicamente al rey corresponde elegir y revocar a los ministros", parecía evidentemente excluir del cuerpo legislativo el poder de promover la revocación. Por otra parte, 252
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Se ha repetido con frecuencia que la Constitución de. lo? Estados Unidos fue concebida según las ideas inglesas y que sólo era una adaptación de la Constitución inglesa. La gran distancia que hoy las separa resultaría únicamente del hecho* de que. situadas en medios diferentes, evolucionaron en sentidos opuestos. Y se ha concluido de ello que la Constitución norteamericana, lo mismo que la de Inglaterra, no se propuso crear una separación completa de los poderes (Duguit. Traite, yol. I, p. 349). Pero, en la época en que los norteamericanos, con su independencia, fundaban su régimen constitucional, el desarrollo del parlamento acababa de sufrir un colapso en Inglaterra: Jorge III se había dedicado, durante e] ministerio North, a restablecer y mantener el poder personal del príncipe, consiguiéndolo hasta cierto punto. No puede decirse, pues, que al inspirarse en la Constitución inglesa, los constituyentes de Estados Unidos encontraran en ella un modelo de asociación de poderes: lo que entonces, les ofrecía era más bien un modelo de separación (ver en este sentido Sumner Maine. Le eouternentent populaire. ed. francesa, pp. 291 ss.; pero ver también las observaciones de Boutmy, op. cit., 2' ed., pp. 332 ssj.
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sin embargo, la ley sobre la organización del ministerio de 27 de abril-29 de mayo de 1791 decía en su art. 28: "El cuerpo legislativo podrá presentar al rey las declaraciones que juzgue convenientes respecto a la conducta de sus ministros, e incluso declararle que perdieron la confianza de la nación". Este texto parecía consagrar la responsabilidad política de los ministros ante la asamblea. Sin embargo, se desprende del debate, muy confuso en verdad, que había precedido a esa adopción, que en el pensamiento de la Constituyente el art. 28 no concedía al cuerpo legislativo sino el derecho de presentar al rey una instancia respecto de sus ministros, sin que ésta tenga por efecto obligar al monarca a despedir a esos ministros. Esta fue también la objeción que opuso Thouret, ponente del Comité de Constitución, a ciertos diputados que pedían la inserción de la disposición del art. 28 en el acta constitucional: ''Nos ha parecido —dice Thouret (Archives parlementaires, P serie, vol. XXIX, p. 434) — que se trataba de una disposición que no merecía figurar en el acta constitucional, ya que, según los términos del decreto, puede el rey conservar a los ministros a pesar de la declaración del cuerpo legislativo; y no creemos digno de la Constitución introducir en la misma esta clase de disposiciones, que no conducen a ninguna ejecución" (ver respecto de estos diversos puntos Duguit, La séparation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, pp. 62-67). En este aspecto, pues, la Constitución adoptó la idea de la separación de poderes en todo su rigor. En otro aspecto se desligó de este riguroso concepto, al admitir, después de muchos titubeos y a pesar de las protestas emitidas por varios de sus miembros en nombre de la separación de poderes (Duguit, op. cit., pp. 67 ss), que los ministros tendrían entrada en la asamblea legislativa y que bien sea a petición de los mismos, bien a requerimiento de la asamblea, podrían tomar en ella la palabra (Constitución de 1791, tít. ni, cap. ni, sección 4, art. 10). En el mismo orden de ideas, he aquí otra particularidad común a las tres Constituciones anteriormente citadas, que se refiere a las condiciones de reclutamiento de los ministros. Estas constituciones se colocan en el punto de vista de que los ministros, puesto que son miembros del Ejecutivo, no pueden formar parte al mismo tiempo de las asambleas legislativas. De lo cual, entonces, formulan en principio la incompatibilidad de la función ministerial con la cualidad de miembro del cuerpo legislativo. Esto es lo que declara en los Estados Unidos el art. 2, sección 6, cap. I de la Constitución. En Francia,'las constituciones de 1791 y del año ni llegaron más lejos aún: no solamente excluían la acumulación de las cualidades de ministro y de diputado, sino que además especificaban que los ministros ni siquiera podrían ser escogidos entre los miembros del cuerpo legislativo. Esta es la prohibición que establece la Cons
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titución de 1791 (tít. ni, cap. n, sección 4, art. 2). Contrariamente a la opinión de Mirabeau y a pesar de las censuras de Thouret (Duguit, op. cit., pp. 49 ss.), la Constituyente decidió, por este texto, que ningún miembro de la legislatura podría ser promovido al ministerio, ni durante el ejercicio de sus funciones, ni siquiera durante dos años después de haber cesado en dicho ejercicio.25 El art. 136 de la Constitución del año ni decía igualmente: "Los miembros del cuerpo legislativo no podrán ser ministros ni durante el desempeño de sus funciones legislativas, ni tampoco durante el primer año después de haber cesado en dichas funciones". Se ve por este último detalle hasta qué punto llevó la Revolución la separación de poderes. Una segunda serie de consecuencias de este sistema de separación radical se hace sentir respecto a lo que concierne a la determinación de las atribuciones respectivas de los órganos legislativo y ejecutivo. La idea que aquí interviene es que estos órganos, al ser llamados a ejercer funciones separadas, deben quedar encerrados dentro de esferas de acción totalmente diferentes. A este respecto, el carácter más significativo que debe señalarse en las Constituciones anteriormente citadas consiste en que, al excluir al jefe del Ejecutivo de toda participación en la función legislativa, le niegan la facultad de tomar, bien sea por sí mismo, bien por medio de sus ministros, la iniciativa de un proyecto de ley. La Constitución de 1791 (tít. III, cap.III, sección 1, art. 1) declaraba expresamente a este propósito que delegaba exclusivamente en el cuerpo legislativo el poder de proponer las leyes; asimismo el art. 163 de la Constitución del año ni especificaba que el Directorio no podía proponer al Consejo de los Quinientos proyectos redactados en forma de ley. Como componenda, ambos textos permitían únicamente, el primero al rey y el segundo al Directorio, "invitar al cuerpo legislativo —o al Consejo de los Quinientos— a tomar algún asunto en consideración". Asimismo, en los Estados Unidos, la Constitución (cap. II sección 3, art. I9) dice simplemente que el Presidente "recomendará al examen del Congreso todas aquellas medidas que juzgue necesarias y convenientes". Recíprocamente, el concepto de separación de poderes implica que las asambleas legislativas no pueden asociarse a la potestad ejecutiva. Si en Norteamérica, 253
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Conviene añadir que durante este mismo lapso los miembros de la legislatura, según el texto indicado anteriormente, "no podían recibir ningún puesto, dádivas, pensiones, sueldos o comisiones del poder ejecutivo". Además de la separación de poderes, la mayor razón alegada para justificar estas prohibiciones fue —como lo declara Roederer en la sesión del 13 de agosto de 1791— que "no basta con que los legisladores sean incorruptibles; es necesario que el pueblo no tenga ninguna razón para creer que no lo son; y tendría siempre ese temor si se supiera que el jefe supremo del poder ejecutivo puede obtener de algunos de los miembros del cuerpo legislativo condescendencia para sus intenciones mediante la promesa de empleos saperiores y hasta inferiores" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, p. 404).
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la Constitución de 1787 (cap. u, sección 2, art. 2) hizo depender del parecer y del consentimiento del Senado el cumplimiento por el Presidente de ciertos actos de su función, esto se debe a que los autores de dicha Constitución concibieron y consideraron originariamente al Senado, no ya como una pura asamblea legislativa, sino también como un consejo de gobierno. En Francia, la Constituyente, partiendo de la doctrina de Montesquieu, había reconocido y formulado en principio desde el comienzo (sesión de 23 de septiembre de 1789, Archives parlementaires, P serie, vol. IX, p. 124) que "el poder ejecutivo supremo reside exclusivamente en manos del rey". Posteriormente abandonó este principio, y la Constitución de 1791 vino a establecer muchas intromisiones de la Asamblea legislativa en la función ejecutiva (ver especialmente tít.III, cap. IV, sección 2, art. 8). El abandono que respecto de este punto se hizo de las consecuencias de la separación de poderes se explica ante todo por la desconfianza que reinaba en dicha época con respecto a la autoridad ejecutiva, y por la tendencia que tenía la Constitución de 1791 a subordinar la voluntad del jefe del Ejecutivo a la voluntad preponderante de la Asamblea (Duguit, op. cit., pp. 26-27; Esmein, Éléments, 7 ed., vol. Ii, p. 481). En resumen, el sistema de la separación de poderes que acaba de exponerse se caracteriza por dos rasgos esenciales: de una parte, excluye cualquier colaboración de las dos autoridades legislativa y ejecutiva en una labor común; de otra parte, no admite que se establezca comunicación entre ellas. No deja subsistir, pues entre esas dos autoridades, ninguna relación funcional ni orgánica. Tales son las consecuencias que se dedujeron del principio de Montesquieu a fines del siglo XVIII. 284. Se ha pretendido que estas deducciones no podían justificarse de ningún modo y que las Constituciones del período revolucionario, así como la de los Estados Unidos, habían interpretado erróneamente la doctrina del Esprit des lois. Jamás —se dijo (Duguit, op. cit., p. 10, y Traite, vol. I, pp. 348-349— entró en el pensamiento de Montesquieu que los órganos legislativo y ejecutivo hubieran de quedar constituidos uno frente a otro, en una postura de completa independencia, que impidiese toda relación entre ellos. Muy al contrario, la teoría de Montesquieu implica indudablemente la necesidad de establecer entre estas dos autoridades ciertas relaciones de dependencia. ¿Cuál es, en efecto, y según esta teoría, el objeto esencial de la separación de poderes? Este objeto es, ante todo, el imponer a cada titular de la potestad pública determinados límites. "Es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder", he aquí el punto de partida de toda la doctrina. Ahora bien,
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si se quiere que los poderes se contengan y se detengan uno a otro, es necesario para ello conceder a sus titulares los medios de influenciarse recíprocamente. Por lo tanto, lejos de conducir al aislamiento de los poderes, la teoría del Esprit des lois exige desde un principio la institución entre el gobierno y el cuerpo legislativo de medios de acción que les permitan vigilarse constantemente y moderarse mutuamente. Esto es, añádese, lo que el mismo Montesquieu tuvo cuidado de indicar claramente en su capítulo De la Constitution d'Angleterre. Por ejemplo, declara que "si la potestad ejecutiva no tiene derecho a detener las empresas del cuerpo legislativo, éste habrá de ser despótico". Y también: "la potestad ejecutiva tiene el derecho y debe tener la facultad de examinar de qué modo son ejecutadas las leyes que hizo". Igualmente: "El cuerpo legislativo no debe reunirse él mismo en asamblea. . . Si tuviera el derecho de prorrogarse a sí mismo, podría ocurrir que no se prorrogara jamás, lo que sería peligroso. . . Es preciso, pues, que sea la potestad ejecutiva la que regule el tiempo de la sesión y de la duración de estas asambleas, con relación a las circunstancias que ella misma conoce". De estos párrafos se saca la conclusión de que Montesquieu no tuvo intención de crear, entre los titulares de los distintos poderes, una separación sin relaciones. Esta conclusión, sin embargo, no es exacta. Indudablemente, Montesquieu quiere que el cuerpo legislativo y el gobierno tengan uno sobre otro medios de influencia y de acción. Pero, a decir verdad, sólo les confiere estos medios de acción para ponerlos en condiciones de "detenerse" mutuamente. Lo que trata de asegurarles es armas defensivas, instrumentos de lucha. En cambio no piensa de ningún modo en preparar su penetración, su asociación, su entendimiento, con objeto de hacerlos actuar en concurso y en colaboración. Así pues, según su teoría, no habrá entre ellos cooperación en tareas comunes. Por ejemplo, en lo que concierne a la legislación declara él mismo, de una manera expresa, que el poseedor del poder ejecutivo sólo tendrá una simple facultad de impedir: la Constitución de 1791 y la de los Estados Unidos se conformaron con este punto de vista, al conceder al jefe del Ejecutivo la facultad de oponerse a las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo y al rehusarle, por el contrario, toda participación directa en la potestad legislativa. Igualmente, Montesquieu nada deja entrever de la posibilidad de unir entre sí a los titulares de los dos poderes, por ejemplo por la manera como los ministros serán reclutados y ejercerán sus funciones en armonía con el Parlamento. Prevé efectivamente, para declararla inconciliable con la separación de poderes, la hipótesis de que la potestad ejecutiva no tenga más titular que un comité de personas sacadas del cuerpo legis
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lativo.26 Pero no prevé de ningún modo el caso, muy diferente, de que, junto al titular principal del Ejecutivo, hubiera ministros, los cuales tuvieran, como en Inglaterra, orígenes y relaciones parlamentarias, y no reserva la posibilidad de hacer desempeñar a estos ministros el papel de enlace entre el jefe del gobierno y las asambleas. Por lo tanto, la clase de relaciones que Montesquieu establece entre estas dos autoridades no tiene de ningún modo por objeto acercarlas una a otra, sino que, por el contrario, no sirve más que para fortificar su oposición, y por lo mismo, sólo constituye uno de los elementos de su separación (ver pp. 758-579, supra). No puede decirse, pues, que las Constituciones de fines del siglo XVIII hayan hecho caso omiso del verdadero pensamiento de Montesquieu, al abstenerse sistemáticamente de organizar la colaboración y la asociación entre el Ejecutivo y el cuerpo legislativo. Por el contrario, la verdad es que aplicaron fielmente las consecuencias de la doctrina separatista expuesta en el Esprit des lois. Esta doctrina excluye las relaciones entre las autoridades ejecutiva y legislativa, por lo menos todas aquellas que tuvieran por objeto asegurar la unión de las mismas. 285. En esto, la teoría de Montesquieu es impugnada unánimemente hoy día. Suscita, en efecto, en este aspecto, múltiples objeciones. Ante todo, desde el punto de vista teórico, la separación de poderes, sin relación entre las autoridades, es inconciliable con el concepto mismo de poder. El poder, en efecto, no tiene más objeto que el de hacer reinar soberanamente la voluntad del Estado. Ahora bien, esta voluntad es, necesariamente, una. Racionalmente, pues, es necesario que, incluso si se pretende separar los poderes, se mantenga entre sus titulares una cierta cohesión o unidad de acción; de lo contrario, la voluntad del Estado correría el riesgo de verse solicitada por los múltiples órganos estatales en sentidos divergentes y contradictorios (Duguit, La séparation des pouvoirs, p. 1; Saint-Girons, op. cit., pp. 291 ss.). Esto no es más que lógica abstracta. Pero la verdad de este punto de vista teórico se hace todavía más evidente por el examen de las necesidades de orden práctico. A estas necesidades prácticas es a lo que Mirabeau aludía cuando lanzaba su famoso apostrofe: "Los valerosos campeones de los tres poderes tratarán de hacernos comprender lo que entienden por esta gran frase de los tres poderes, y, por ejemplo, cómo conciben el poder legislativo sin ninguna participación en el poder ejecutivo" (sesión del 18 de julio de 1789, Archives parlementaires, P serie, vol. vin, p. 243). Es evidente, en efecto, que si el legislador tuviera que limitarse a dictar prescripciones generales 254
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Esprit des lois, lib. XI, cap. VI: "Que si no hubiese monarca, y la potestad ejecutiva quedara confiada a cierto número de personas tomadas del cuerpo legislativo, ya no habría libertad, pues las dos potestades quedarían unidas, al participar a veces las mismas personas en ambas y poder hacerlo siempre."
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y estuviera así condenado a vivir dentro de la esfera de los principios abstractos, sin contacto con las realidades administrativas prácticas, llegaría muy pronto a perder de vista estas realidades y a elaborar leyes desprovistas de utilidad positiva, inoportunas, inaplicables. Inversamente, ¿cómo la autoridad ejecutiva, que tiene a su cargo el gobierno y la administración, podría concebirse privada de la facultad de proponer a las asambleas las medidas o reformas legislativas que le son indispensables para el cumplimiento de su labor y de las que su experiencia de los asuntos y su conocimiento de los intereses generales del país le permiten discernir la oportunidad con más sagacidad que pudiera demostrar, a este respecto, cualquier otro órgano del Estado? Hay, pues, que reservar al Ejecutivo determinada participación en la confección de las leyes, concediéndole, por lo menos, la facultad de iniciativa y, además, el derecho de participar en su discusión; y asimismo es conveniente, no sólo reconocer al cuerpo legislativo medios de control o de acción sobre la autoridad ejecutiva, sino también asociarlo más o menos ampliamente a la función que ejerce esta última. Si examinamos ahora el sistema de la separación absoluta desde el punto de vista político del equilibrio, o mejor dicho, del orden que debe reinar entre las autoridades públicas, el vicio de este sistema se manifiesta igualmente. En efecto, si el cuerpo legislativo y el gobierno están aislados por una barrera que intercepte toda comunicación entre ellos; si han de trabajar, cada uno por su lado, sin conocerse, sin tener que ponerse de acuerdo, resultará de esto, no ya solamente la distinción o la independencia, sino además la desunión de los poderes. Según una observación hecha en numerosas ocasiones, el gran peligro de semejante estado de cosas es que la Constitución, al no haber regulado las relaciones entre ambas autoridades, se hallará por lo mismo impotente para resolver los conflictos que puedan suscitarse entre ellas. Sieyés, al presentar en el año ni su proyecto de Constitución, decía ya a este respecto: "Por lo que se refiere al gobierno, y más generalmente, por lo que se refiere a la Constitución política, la unidad sola es despotismo; la división sola es anarquía; división y unidad dan garantía social" (sesión del 2 termidor del año III, Réimpression du Moniteur, vol. xxv, p. 291). En el sistema de la separación, el gobierno y el cuerpo legislativo, colocados uno frente a otro sin relaciones regulares, se hallarán prestos a entrar en lucha; y si una de estas dos autoridades consigue hacerse más fuerte, es de temer que su preponderancia degenere en una potestad excesiva. Así pues, se ha dicho, la separación completa de los poderes conduce finalmente al despotismo. Por último, esta clase de separación es prácticamente irrealizable. La prueba de ello se desprende del hecho de que en ninguna parte ha
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podido mantenerse de una manera duradera, ni siquiera all^ donde había sido sistemáticamente querida y establecida por la Constitución. El ejemplo constantemente citado de los Estados Unidos, a este respecto, lo prueba suficientemente. La Constitución federal de 1787 había excluido las relaciones entre el Ejecutivo y el Congreso; especialmente, no había dado a los ministros entrada al Congreso; las relaciones que había creído innecesario establecer, se establecieron en la práctica fuera de ella y a pesar de ella. Indudablemente no existe en Norteamérica colaboración oficial entre los ministros y las Cámaras. Pero la colaboración se ha establecido oficiosamente; se ejerce por los comités permanentes de ambas Cámaras, que sólo deben su existencia a los reglamentos de estas asambleas, y determinado número de los cuales corresponde a los diversos departamentos ministeriales. De hecho, es en estos comités, principalente, donde se discuten y se deciden las medidas o reformas legislativas, limitándose las Cámaras a aprobar rápidamente las leyes que les proponen sus comités. Ahora bien, no teniendo los ministros entrada en las asambleas, han tomado la costumbre de ponerse en relación con los presidentes de los comités competentes, con objeto de que lleguen a buen término los proyectos de ley que el gobierno, privado de la iniciativa legislativa, desea aprobar. Por otra parte, los comités no dejan de examinar las cuestiones de administración y de ejercer un control sobre los actos de los ministros o de los funcionarios administrativos; como les está permitido tomar los informes que juzguen útiles y especialmente oír a las personas que puedan orientarlos, convocan a los secretarios de Estado y también a los funcionarios, bien sea para escuchar el parecer de los primeros respecto de los proyectos legislativos en preparación, bien para que los primeros y los segundos les den cuenta de sus actos y tratar de dirigirlos. 27 Se restablece así cierta colaboración entre ambas autoridades y, en suma, la separación sin relaciones no subsiste más que en el texto de la Constitución. La única consecuencia actual del sistema primitivo de la Constitución es que estas relaciones de las dos autoridades, en vez de tener lugar en sesión pública de las Cámaras, se ejercen en los comités, a puerta cerrada, y tal es el grave inconveniente de estas prácticas, que, por otra parte, tienen un origen puramente usual y no han sido establecidas por ningún texto (ver respecto de estos diversos extremos, a Esmein, Éléments, 1 ed., vol. I, pp. 482 ss.; Boutmy, op. cit., 2 ed., p. 156; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 215; Bryce, La République américaine, 2 ed. francesa, vol. I, pp. 239 ss., 313; W. Wilson, op. cit., ed. francesa, pp. 281 ss., 293 ss.). 255
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No existe tendencia más clara, en la historia del Congreso, que la tendencia a someter todos los detalles de la administración a la vigilancia constante de los comités permanentes, y toda la politica a su vigilante intervención" (Wilson, op. cit., ed. francesa, p. 54).
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Puesto que los poderes ejecutivo y legislativo no pueden funcionar sin relaciones y sin entendimiento entre sus titulares, es evidente que las Constituciones tienen el deber de prever y de regular estas relaciones indispensables. Esta es también, según la opinión común, una de las razones principales por las cuales un gran número de Constituciones modernas han adoptado el régimen parlamentario. Este régimen, dícese, no se limita a atribuir a los titulares de ambos poderes ciertos medios de acción recíproca, que les permiten detenerse entre sí, según el deseo de Montesquieu, sino que se propone, además, como uno de sus objetivos esenciales, establecer entre ellos un constante acercamiento, una estrecha coordinación Lejos de perseguir su separación, su objeto preciso en este aspecto, así como su característica, es fundar su asociación (sobre la exactitud de esta idea de asociación, ver sin embargo los núms. 294 ss., infra). Los asocia haciendo que cooperen, no ya ciertamente sobre un pie de igualdad, pero al menos por vía de colaboración, en cada una de las funciones legislativa y ejecutiva. Por una parte, el gobierno, tomado nominalmente en la persona de su jefe y efectivamente en las personas de los ministros, participa directamente en la obra de legislación, por cuanto se reparte con las Cámaras la iniciativa de las leyes y se ve mezclado íntimamente en su discusión. Recíprocamente, participan las Cámaras en el poder ejecutivo al estar asociadas al gobierno y a la administración, por cuanto que, especialmente, según el régimen parlamentario, la actividad gubernamental y administrativa se ejerce efectivamente, no por el jefe nominal del Ejecutivo, sino por los ministros, que deben ser elegidos dentro del partido que represente a la mayoría en el seno de las Cámaras, los cuales, por consiguiente, se eligen generalmente dentro de las mismas filas de esta mayoría, y que, por último, no pueden mantenerse en funciones sino mientras los sostiene la confianza de la mayoría parlamentaria; de donde resulta, en definitiva, que no solamente la acción gubernamental se determina por las miras y las voluntades de esta mayoría, sino que además se halla mantenida por un comité ministerial, que en realidad es una emanación del Parlamento. Tal es el régimen de organización de los poderes que tiende cada vez más a propagarse en las Constituciones modernas. Por los caracteres esenciales que del mismo se acaban de recordar, y especialmente por la fusión orgánica que opera entre los poderes ejecutivo y legislativo, aparece como siendo precisamente lo opuesto de una separación de estos poderes (ver respecto del alcance verdadero del régimen parlamentario a este respecto, núms. 297 ss., infra). 286. D. Veamos, finalmente, un último aspecto bajo el cual conviene examinar la teoría de Montesquieu. Frecuentemente se entendió que implicaba la igualdad de los poderes, y es así efectivamente como
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parece presentarla el mismo Montesquieu. De hecho, -esta igualdad no ha existido realmente en las diversas Constituciones que se sucedieron en Francia desde 1789. Si todas estas Constituciones tratan más o menos de fundarse en el principio de la separación de poderes, incluso si algunas de ellas han tenido el cuidado de establecer este principio mediante un texto expreso (Constitución de 1791, Declaración de derechos, art. 16; Constitución de 1793, Declaración de derechos, art. 24; Constitución del año ni, Declaración de derechos, art. 22; Constitución de 1848, art. 19), en realidad no llegaron ni mucho menos a establecer la igualdad de poderes ni a asegurar su mantenimiento. Unas veces son las asambleas las que, como en 1791 y en 1793, llegan a ser preponderantes y pueden aspirar a decir la última palabra en todo. Otras es el jefe del gobierno el que se convierte en dueño de todos los poderes, como en el año vin y en 1852. O también la Constitución le reserva al jefe del Estado, además de la potestad gubernamental, la iniciativa exclusiva al mismo tiempo que la sanción de las leyes, lo que conduce a convertirlo en dueño de la potestad legislativa: esto es lo que hacía la Carta de 1814. Finalmente, incluso con las Constituciones que no habían tratado de establecer la absoluta preeminencia de uno de los órganos estatales, se ha visto, de hecho, como en 1848-1851, a uno de éstos adquirir una fuerza predominante. La igualdad de los poderes, de hecho, no ha existido jamás. Tampoco puede concebirse en derecho. Por la misma fuerza de las cosas, la jerarquía que se establece entre las funciones entraña inevitablemente una desigualdad correspondiente entre los órganos. Esta jerarquía o desigualdad resulta de la misma teoría de Montesquieu; toda la demostración que proporciona con objeto de fundar su principio de separación —como se ha observado anteriormente (pp. 746-747)— lleva a mantener las dos actividades ejecutiva y judicial dentro de la legalidad, es decir, en el respeto a la ley y en la subordinación hacia ésta; ¿no implica, por lo tanto, la superioridad de la función legislativa sobre las demás funciones? No sólo bajo la influencia de Rousseau, sino también bajo la influencia de Montesquieu, la Revolución estableció, como uno de los grandes principios del derecho público moderno de Francia, la preponderancia y la supremacía de la ley y del poder legislativo. Como lo demostró muy acertadamente Duguit (op. cit., p. 116; cf. Jellinek, loe. cit., vol. II pp. 161-162, y Orlando, op. cit., ed. francesa, pp. 90-91), los constituyentes de 1791 no se dieron cuenta de que se contradecían a sí mismos al declarar, por una parte, a los tres poderes iguales e independientes, y por otra parte al subordinar al poder legislativo el ejecutivo y
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(Duguit, op. cit., pp. 90 ss.) el judicial.28 Así pues, el supuesto principio de la igualdad de los poderes consistía en establecer o colocar a uno de ellos por encima de los otros dos.29 287. Pero, podrá decirse, si por su misma naturaleza las funciones son desiguales entre sí, al menos queda la posibilidad de asegurar la igualdad constitucional de los órganos, en el sentido de que incluso los titulares de potestades subordinadas serán personalmente independientes con respecto a los poseedores de una potestad superior en sí. Y con esto se ataca precisamente el objeto esencial del principio de la separación; pues, y no hay que perderlo de vista, el principio de Montesquieu, ante todo, se refiere a los hombres que retienen el poder. Contra las debilidades o abusos de los gobernantes, mucho más que contra los peligros que resultan de la desigualdad de las funciones, es contra lo que dicho principio va dirigido. La separación de poderes no puede impedir que la potestad legislativa domine, en muchos aspectos, a las demás funciones; pero, al menos, trata de asegurar a las autoridades ejecutiva y judicial una situación personal de independencia dentro de los límites de su legítima competencia (cf. Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 469 y 470; Rehm, op. cit., pp. 286, 287, 291 ss.). Este parece haber sido también el punto de vista de los autores de la Constitución de 1791. En esta Constitución establecen desde luego una jerarquía de las funciones, pero se preocupan por mantener la independencia de los órganos. Y, por ejemplo, creían haber contribuido especialmente a fundar la autonomía de los poderes, al decidir que los titulares de las tres funciones por separar recibirían sus títulos y potestad, no ya unos de otros, sino de una delegación directa e inmediata hecha a cada uno de ellos por la misma Constitución (título ni, preámbulo, arts. 3 a 5). Por lo que se refiere particularmente al poder judicial, su autonomía debía quedar asegurada por el hecho de que los jueces se elegían por el pueblo (Esmein, loe. cit., p. 506; Duguit, op. cit., pp. 77 ss.; Rehm, op. cit., p. 287). Así pues, a pesar de la desigualdad de las funciones, los poderes parecían constituidos en una situación de independencia mutua. Pero esto no era sino una nueva ilusión. La jerarquía de las fun-256 25628
Desde este punto de vista, la Constitución de 1791 deja de poder considerarse como la realizadora de una absoluta separación de poderes (ver en este sentido la acertada observación de Jellinek, loe. cit., contra Rehm, Allg. Staatslehre, pp. 288 55.). Y por otra parte, esta Constitución sólo dejaba subsistir, frente a la Asamblea legislativa, que había llegado a ser muy poderosa, un poder ejecutivo muy debilitado en manos del rey. 29 Asimismo, se puede afirmar que la Revolución colocó a los administradores por encima de los jueces, por cuanto sustrajo del conocimiento de éstos los litigios suscitados por la actividad administrativa (cf. n. 2 del n* 307, infra). Esto ha hecho decir a Hauriou (op. cit., 8 ed., p. 33) que en Francia "la autoridad judicial está rebajada ante la administración: la administración es más fuerte que la justicia" (cf. 9 ed., p. 997).
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cienes causa e implica fatalmente la de los órganos. El titular de una función no puede ser verdaderamente dueño del ejercicio de esta función si ésta, por su naturaleza, queda subordinada a otra función que la manda. Si nos referimos, por ejemplo, al poder ejecutivo, además de ser su titular inferior en potestad al legislador, puesto que queda obligado a conformarse a una voluntad legislativa preexistente, hay que observar que la superioridad de la función legislativa supone necesariamente, para el cuerpo legislativo, cierto poder de examen y de control, hasta puede decirse un poder de dirección, sobre la ejecución de las leyes. El mismo Montesquieu tiene que convenir en ello: es necesario, dice, que tenga el cuerpo legislativo el medio de vigilar cómo se ejecutan las leyes que él hizo. Esta consecuencia es necesaria. La superioridad de la ley, en efecto, no sería sino una palabra vana si la autoridad ejecutiva tuviera libertad de ejecutar las leyes a su gusto.Í0 Así es, por ejemplo, como el poder financiero de las Cámaras implica su derecho de control sobre el empleo que han hecho los diversos ministerios de los subsidios que les fueron legislativamente concedidos; y particularmente, implica el control parlamentario de la ejecución de la ley de presupuestos. Se ha visto anteriormente (p. 662) que la Constituyente había aplicado la misma idea al poder judicial. Partiendo del principio de que "después del poder de hacer la ley viene naturalmente el poder de vigilar su observancia" (discurso de Le Chapelier, citado supra, eod. loe..), dedujo lógicamente que los tribunales encargados de aplicar las leyes deben hallarse sometidos, por lo que a dicha aplicación se refiere, al control del cuerpo legislativo. Y, por consiguiente, concebía al tribunal de casación como auxiliar y delegado de la Asamblea legislativa, situado junto a ella y bajo su vigilancia, y cada año a ella debía rendirle cuenta de sus decisiones. Además, cuando después de dos casaciones sucesivas, un tercer tribunal decidía en el mismo sentido que los juicios ya casados, la Constituyente reservaba al cuerpo legislativo el poder de estatuir respecto a la validez de este tercer juicio mediante un decreto de interpretación de la ley aplicable al caso particular (ley de 27 de noviembre-1 de 257
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Entiéndase bien que no es a los ciudadanos a quienes se trata aquí de proteger contra la arbitrariedad del Ejecutivo. Los ciudadanos están ya protegidos por el hecho de poder dirigirse a la autoridad jurisdiccional a fin de obtener la anulación o la reforma de aquellos actos ejecutivos que pudiesen violar en su detrimento las leyes vigentes. Pero, con independencia de Ja estricta cuestión de legalidad que puede suscitarse por los particulares lesionados por una aplicación viciosa de la ley, existe una cuestión política y de orden general que se plantea en las relaciones del Ejecutivo con el legislador y que es la del respeto que el Ejecutivo debe a las voluntades de la autoridad legislativa. Corresponde a las Cámaras emplear su potestad para obligar al Ejecutivo a que aplique la ley dentro del mismo espíritu en que ha sido concebida por el legislador, cuyas intenciones, a no ser por eso, podrían desconocerse o falsearse.
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diciembre de 1790). En todos estos aspectos, la casación era considerada como una institución establecida menos en interés de los justiciables que en favor del cuerpo legislativo, cuya supremacía, ante todo, tenía por objeto asegurar, por lo que se refiere a la aplicación judicial de sus voluntades. Si esta institución, hoy día, responde principalmente a un objeto diferente, y si la Corte suprema ha sido desligada del legislador, hay que observar, sin embargo, que incluso los autores que se formen el más alto concepto de su cometido jurisdiccional y de su independencia constitucional, tienen especial cuidado, después de haber afirmado que, en principio, no se halla sometida a ningún control, en prevenir el caso de "a buso" por su parte, en cuyo caso, dícese, existiría siempre y "evidentemente" lugar para "una intervención legislativa" (Geny, Méthode d'ínterprétation et sources, 2 ed., vol. II, p. 196). Llega siempre un momento en que la preeminencia inherente a la función considerada por la Constitución como superior se afirma por la preponderancia del órgano investido de la misma, y permite a éste dominar a las autoridades dedicadas a funciones subalternas. 288. Por lo demás, es imposible concebir que no existan en el Estado más que poderes iguales. La unidad estatal, con ello, se encontraría deshecha. He aquí por qué, en todo Estado, incluso en aquellos cuya Constitución pretende basarse en la teoría de Montesquieu y tiende a una cierta igualdad de los poderes, se encontrará invariablemente un órgano supremo que domina a todos los demás y que así realiza la unidad del Estado. Esta es una verdad que reconocen hasta los autores que defienden la doctrina del Esprit des lois. "Es inevitable, —dice Esmein (Elements, 1 ed., vol. I, p. 469)— que uno de los poderes tenga la preponderancia entre los demás" Michoud (op. cit., vol. i, p. 284) usa el mismo lenguaje. Pero es a Jellinek, sobre todo, al que corresponde el mérito de haber aclarado por completo esta verdad (Gesetz und Verordnung, p. 208; L'État Moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 161 ss., 239 ss., 420 ss.). 289. Este autor hace observar, en primer término, que la separación de los poderes no tuvo, ni pudo tener, en las Constituciones que lo llevaron hasta sus consecuencias más absolutas, sino el alcance de un principio secundario. Si estas Constituciones presentan a las tres potestades, legislativa, ejecutiva y judicial, como estrictamente separadas entre tres clases de titulares iguales, admiten, por encima de estas potestades y estos titulares, la existencia de un poder superior, que es el poder constituyente, y la primacía de una voluntad inicial, que es la voluntad del pueblo. Según este concepto constitucional, la separación de poderes sólo debe producirse en el orden de los poderes constituidos; permanece subordinada a un principio superior: el principio de la unidad del poder constituyente. Es de observarse que Montesquieu dejó sin aclarar la
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cuestión capital del poder constituyente: ocupa, sin embargo, un lugar importante en los conceptos sobre los cuales se basan las Constituciones separatistas de fines del siglo XVII. Así, las Constituciones de los Estados norteamericanos, como también la de la Unión, al distinguir el poder constituyente de los poderes constituidos, adoptan, como punto de partida de toda la organización de los poderes que constituyen, y consagran, anteriormente a la separación que establecen entre ellos, la idea fundamental de que el pueblo es la fuente de todos los poderes, es decir, el titular originario de todas las potestades que ejercen los diversos órganos estatales: éstos derivan, en efecto, su potestad respectiva de la delegación que de la misma les ha hecho el pueblo por la Constitución. Esto es lo que se desprende, especialmente, del preámbulo de la Constitución federal de 1787: "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, con objeto de formar una unión más perfecta, etc. .. ordenamos y establecemos la presente Constitución para los Estados Unidos de América". Así se desprende igualmente de los tres textos que, al principio de los capítulos I, II y III de esta Constitución, presentan a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como siendo objeto de "investiduras" o sea de delegaciones distintas, respectivamente consentidas por el pueblo al Congreso, al Presidente y a las cortes de justicia. Finalmente, la misma idea se confirma por la enmienda X, que opone a los poderes delegados aquellos que, no estando comprendidos en la delegación, se encuentran por lo mismo en poder del pueblo, constituyendo, en este sentido, "poderes reservados". Así pues, sin dejar de dividir la potestad del Estado en tres clases de órganos iguales, los norteamericanos mantienen la unidad esencial de dicha potestad, afirmando en principio que el pueblo reúne en sí, primitivamente, todos los poderes, y haciendo de la delegación popular el título necesario de todas las autoridades constituidas. Y esto no es solamente un principio nominal, pues las Constituciones particulares de los Estados, que lo establecen igualmente en su base, deducen de él la consecuencia de que cualquier cambio establecido en sus disposiciones debe someterse a la votación popular y depende de su aprobación por el pueblo. Es sabido cómo esta teoría americana del poder constituyente pasó a Francia: fue introducida allí por Sieyes, que se sirvió de ella especialmente para rectificar y atenuar lo que había de demasiado absoluto e incorrecto en el sistema de separación de poderes establecido por la Constitución de 1791. Había declarado esta Constitución "la soberanía una e indivisible" (preámbulo del título m); por otra parte, sin embargo, tomaba la separación de poderes como la condición sine qua non de toda organización constitucional (art. 16 de la Declaración de derechos), y aplicaba esta separación del modo más estricto, por lo menos en ciertos
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aspectos. ¿No había en esto una enfadosa contradicción? (Duguit, op. cit., p.19). Para disipar esta contradicción, Sieyés presenta su teoría del poder constituyente, que había de desarrollar especialmente en la sesión del 2 termidor del año III (Réimpression du Moniteur, vol. XXV, pp, 291 ss.): "Una idea sana y útil se estableció en 1788: es la división entre el poder constituyente y los poderes constituidos". Esta "división" se basa en la idea de que el poder constituyente reside esencialmente y en forma inalienable en el pueblo. Los poderes constituidos pueden desde luego repartirse separadamente entre múltiples autoridades, pero sólo son, en manos de estas autoridades, emanaciones o delegaciones parciales y especiales del poder originariamente contenido en el pueblo, que realiza en sí, de este modo, la unidad de la soberanía y del Estado. Esto es lo que declara de un modo expreso Sieyés: "Vuelvo a la división de los poderes, o, si os parece mejor, de las diversas procuraciones que, en interés del pueblo y de la libertad pública, deben confiarse a diferentes cuerpos de representantes'". Y precisa su pensamiento diciendo además: "Sólo hay en una sociedad un poder político: el de la asociación; pero pueden llamarse impropiamente poderes las diferentes procuraciones que da a sus representantes el poder único" (loe. cit.). La separación de poderes sólo se establece, pues, por debajo del pueblo. Este reunió originariamente en sí todos los poderes,'" y es el único que puede cambiar las condiciones de las delegaciones constitucionales separadas que de dichos poderes hizo con anterioridad. Se muestra así, finalmente, por su poder constituyente, como el órgano supremo del Estado32 (cf. n° 451, infra). 290. La unidad del Estado y de su potestad, así como la imposibi258
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Como se verá más adelante (n9 456), esta idea de Sieyés era enteramente falsa. En el sistema de la soberanía nacional ningún órgano puede reunir en sí todos los poderes, pues solamente la nación es soberana. Aun cuando el pueblo, o sea el cuerpo de ciudadanos activos, sea de hecho el órgano constituyente (lo que, por otra parte, no era el caso, según la Constitución de 1791), no resultaría de ello que contenga en sí todos los poderes que ha de constituir. Teniendo en cuenta el principio de la soberanía nacional, el órgano constituyente, sea el que fuere, no posee íntegramente la soberanía, sino que sólo tiene una competencia constituyente que, por alta que sea, queda restringida, pues entraña únicamente la potestad de crear los órganos constituidos y determinar sus poderes. La separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos significa que los órganos constituidos no pueden darse a sí mismos, ni modificar por sí mismos, sus poderes; implica también que el órgano constituyente es el órgano supremo del Estado; pero no significa qu'e contenga en su origen todos los poderes, ni, con mayor razón, que pueda ejercerlos todos. Así lo reconocieron las múltiples Constituciones que prohiben al órgano constituyente ejercer cualquier otro poder que no Pea el de revisión (ver especialmente la Constitución de 1791, tít. VII, art. 8; Constitución del año III, art. 342; Constitución de 1848, art. 111). 32 La Constitución separatista del año III (art. 343) aplicará estas ideas, subordinando todo cambio constitucional a la aceptación del pueblo y sometiéndose ella misma a la sanción popular.
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lidad de igualar entre sí a todos sus órganos, se afirman ya, por lo tanto, en la superioridad del poder y del órgano33 constituyentes. Pero hay que ir más allá, y reconocer que esta unidad estatal y esta desigualdad de los órganos deben volverse a encontrar también en el orden de los poderes constituidos. No es de creerse, en efecto, que el principio de unidad, que constituye la base esencial del Estado unitario moderno, sólo produzca sus consecuencias con ocasión de las revisiones constitucionales, es decir, en muy raras circunstancias, separadas por largos intervalos, y casi no puede concebirse que en tiempos ordinarios y durante el curso de la actividad habitual del Estado, permanezca este principio desprovisto de efectos. Es indispensable que en todo tiempo exista en el Estado (según la palabra de Jellinek, L'État moderna, ed. francesa, vol.II, p. 420), un "centro" único de voluntad, o sea un órgano superior cuyo cometido habrá de ser preponderante, bien en el sentido de que este órgano tendrá la potestad de imponer su voluntad, de modo inicial, a las demás autoridades estatales, o bien, por lo menos, en el sentido de que nada habrá de hacerse sin el concurso de su libre voluntad. Solamente con esta condición la unidad del Estado habrá de mantenerse; y quedaría arruinada si coexistieran en él dos centros principales, dos voluntades diferentes e iguales. Es éste un punto que Duguit (L'État, vol. n, pp. 258-259) ha establecido igualmente: a propósito de la representación, demuestra muy claramente este autor que, en el concepto francés que reconoce a la nación una soberanía una e indivisible, no hay lugar para un dualismo 259
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Naturalmente, esta especie de manifestación de la unidad estatal sólo es indispensable en el Estado unitario, y puede faltar en el Estado federal. En éste, el órgano supremo constituyente no siempre es único, como era el caso (ver supra, p. 119, re. 15) en el Imperio alemán, con el Bundesrat (G. Meyer, op. cit., 7* ed., pp. 681-682 y los autores citados en la n. 4) : pero puede ser un órgano doble, y hasta es normal, en aquellos Estados federales en que se practica el sistema de la democracia directa, que el órgano constituyente sea doble, ya que en principio el Estado federal tiene por miembros constitutivos, a la vez, Estados y ciudadanos. En razón de este dualismo, combinado con el sistema de la democracia directa, en Suiza el poder de estatuir definitivamente respecto a las modificaciones introducidas en la Constitución federal corresponde juntamente al pueblo federal y a los cantones, actuando éstos mediante sus órganos respectivos, los pueblos cantonales (Constitución federal de 1874, art. 123). El pueblo federal por una parte y los cantones por otra, constituyen, pues, de una manera dualista, el órgano supremo de la Confederación helvética. Igualmente, en los Estados Unidos las enmiendas que hayan de introducirse en la Constitución de la Unión deben aprobarse a la vez por el Congreso, o por una Convención convocada al efecto, y por los Estados (por mayoría de sus tres cuartas partes), actuando mediante sus respectivas legislaturas (Constitución de 1787, cap. V). También aquí el órgano supremo federal es doble* y en definitiva es de la esencia del régimen federal que así ocurra, siempre que la Constitución federal no ha hecho de los Estados miembros, como en Alemania, el órgano supremo ordinario del Estado federal (cf. Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 243 y Gezetz und Verordnung, pp. 208-209).
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representativo, pues, dice, "¿cómo podría la voluntad nacional, que es una en II esencia, ser doble en su representación?" 291. Contra este punto de vista se podría tener la tentación, sin embargo, de suscitar una objeción. La unidad del Estado, podría decirse, exige efectivamente que las voluntades de sus diversos órganos estén coordinadas de manera que produzcan en él una voluntad unitaria, pero no exige que la voluntad estatal se forme por medio de un órgano único. Incluso el órgano constituido que ha de ejercer la potestad preponderante puede no ser un órgano simple; se puede concebir perfectamente que sea un órgano complejo. Así es como, en el sistema constitucional de Francia, el Parlamento, que es, entre las autoridades constituidas, el órgano superior y dominante, está constituido por dos Cámaras, es. decir, realmente, por dos órganos, cuyas voluntades deben evidentemente unificarse por su concordancia con vista a las decisiones que deban tomar, pero que no por eso dejan de expresar en forma separada sus respectivas voluntades.34 Así, si el sistema de las dos Cámaras es conciliable con la unidad del Estado, ¿no podría concebirse también que el jefe del gobierno, monarca o Presidente, y el cuerpo legislativo, formen, entre los dos, el órgano estatal más elevado, por cuanto la reunión y la conformidad de sus voluntades serán necesarias, según la Constitución, para la formación de la voluntad unitaria del Estado? Este punto de vista parece ser desde luego el de Duguit, que sin duda no admite que la potestad del Estado pueda ser objeto de un desmembramiento entre órganos múltiples, pero que, por lo menos, sostiene que la soberanía, sin dejar de ser indivisa, debe ejercerse en colaboración por el jefe del gobierno y por el Parlamento, actuando cada uno de estos órganos en la forma que le es propia; de donde resultará entre ellos, por lo tanto, según Duguit, cierto reparto de las funciones; por lo demás, este autor no cree en la necesidad de un órgano superior,35 y su. doctrina a este respecto deriva de la naturaleza misma de la colaboración que quiere establecer entre los órganos anteriormente citados (Traite, vol. I, pp. 346, 352, 357-358; UÉtat, vol.II, cap. III, IV y V). En la literatura alemana, numerosos autores, entre los cuales conviene citar especialmente a G. Meyer (op. cit., 1 ed., p. 18), 260
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Este dualismo parlamentario se hace notar hasta en el caso de revisión de la Constitución; pues si la Asamblea nacional, constituida por la reunión de los miembros de ambas Cámaras, es un órgano único, al menos la extensión de su poder revisionista depende de las voluntades previamente manifestadas por ambas Cámaras, en cuanto a éstas corresponde delimitar, mediante sus resoluciones tomadas separadamente, el programa eventual de la revisión (ver n° 472, infra). 35 Acaba de verse sin embargo (p. 789) que, según Duguit, el principio de la unidad indivisible de la soberanía nacional habría de excluir la posibilidad del dualismo. Pero, por otra parte, este autor no cree en la soberanía ni en su unidad indivisible (L'État, vol. n, pp. 258 y 260).
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a Jellinek (loe. cit., vol. n, pp. 235-236) y a Rehm (op. cit., pp. 193 ss.), demuestran igualmente que el principio de unidad de la persona y de la voluntad estatales no excluye de ningún modo la pluralidad de los órganos del Estado. Es indiscutible, en efecto, que la unidad del Estado puede conciliarse perfectamente con la diversidad de sus órganos. Ahora que, una vez reconocida esta posibilidad, importa precisar el sentido de la misma y limitar su alcance y sus consecuencias. La teoría de la multiplicidad posible y de la colaboración de los órganos estatales es perfectamente exacta, en cuanto quiere decir que no es de ningún modo necesario que la potestad del Estado se encuentre concentrada por entero en un solo y mismo órgano. No solamente no es indispensable semejante concentración, sino que además se puede añadir que, en el sistema especial del derecho público francés, queda prohibida por el principio de la soberanía nacional (ver n9 303, infra). Así pues, nada se opone a que la formación de la voluntad única del Estado dependa del concurso de varios órganos constituidos; y, entiéndase bien, se trata aquí de una pluralidad o diversidad que consiste sobre todo en independencia, en el sentido de que cada uno de estos órganos habrá de expresar libremente su voluntad y de que no existirá ninguno, entre ellos, que retenga por sí solo una potestad inicial de la que pudieran derivarse las facultades que ejercen los demás órganos. Por ello, en la monarquía moderna, la asamblea de los diputados, nombrados por el país, constituye frente al monarca un órgano esencialmente distinto, por cuanto tiene un origen electivo, ejerce poderes que no tienen de ningún modo su origen en el rey y enuncia una voluntad totalmente independiente de la voluntad real (ver en este sentido Jellinek, loe. cit., vol.II, pp. 412 ss., 238 n., donde toma, en este aspecto, una posición muy clara en contra de la doctrina ajemana —sostenida especialmente por G. Meyer, op. cit., 7 ed., pp. 20, 272 ss.— según la cual "el monarca reúne en su persona la potestad íntegra del Estado"). 292. Pero, por otra parte, de la multiplicidad posible de los órganos no puede sacarse la conclusión de su mutua igualdad; tal conclusión iría directamente contra las tendencias unitarias sobre las cuales se basa esencialmente la organización del Estado moderno. Que las Constituciones actuales, en su mayoría, se hayan opuesto a concentrar en un solo órgano la totalidad de los poderes y que, por el contrario, establezcan cierto dualismo, consistente en la coordinación y la colaboración necesaria del gobierno y el Parlamento (Jellinek, loe. cit., vol. I, p. 501), que algunas de ellas establezcan, aún hoy día, esta forma estatal mixta de la que se ha dicho (Rehm, op. cit., pp. 192 ss.) que se basa en una mezcla orgánica de la monarquía, la aristocracia y la democracia, todo esto es innegable, pero también es cierto que, entre los diversos órganos así cons
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tituídos, habrá uno que será el órgano superior, no ya porque reúna en él todos los poderes, lo que le permitiría hacerlo todo por sí solo, sino porque posea una potestad predominante, al menos en cuanto ningún acto importante podrá realizarse en el Estado en contra de su voluntad. De hecho, en primer lugar, la igualdad no podría mantenerse en forma duradera entre dos órganos que representarían elementos social o políticamente diferentes. Si hoy día se encuentra establecido un equilibrio suficiente, en Francia, entre las dos Cámaras, esto se debe a que, según la Constitución de 1875 y la ley orgánica del 9 de diciembre de 1884, el Senado tiene, en suma, el mismo origen que la Cámara de Diputados: no se puede decir que esté formado por elementos especiales, que implicarían un dualismo inicial de voluntades entre ésta y aquél; por ello pue de sostenerse que las dos Cámaras francesas, en realidad, no forman sino un órgano único, al menos desde el punto de vista que acaba de indicarse. (Desde otro punto de vista, ver lo que se dirá en el n 459.) 36 Si, por el contrario, una Constitución pretendió establecer una 261colaboración igualitaria entre dos órganos de orígenes diversos y cuyas voluntades se orientan en diferentes direcciones, es de esperarse que cada uno de ellos trate de aumentar su potestad, y es casi inevitable que alguno de los dos llegue a ser efectivamente más poderoso. El recuerdo, reciente aún, del conflicto entre la Cámara de los Comunes 26136
La unidad orgánica del Estado, en Francia, no solamente se encuentra realizada en la actualidad por efecto de la supremacía que —como se verá más adelante, n' 309)— le aseguró al Parlamento la Constitución de 1875, sino que tuvo también su consagración en el hecho de que, a diferencia de lo que ocurre en otros Estados, ambas Cámaras constitutivas del Parlamento francés, aun siendo elegidas mediante procedimientos diferentes, están organizadas, en cuanto a su reclutamiento y composición, de manera tal que representan idénticamente, tanto una como otra, a la nación francesa, considerada como universalidad de ciudadanos indistintamente semejantes e iguales. El Senado, por las condiciones en que se elige, aparece como una asamblea de la misma esencia que la Cámara de Diputados. Como ésta, desde el punto de vista de sus orígenes, procede de la asamblea uniforme e indivisible del pueblo francés. El sistema bicameral no presenta en todas partes este carácter esencialmente nacional y, en este sentido, unitario. Dejando aparte a los Estados federales, en los cuales la organización dada respectivamente a cada una de ambas Cámaras federales corresponde al dualismo estatal inherente a este género de Estados (ver xupra, pp. 127-128), cabe observar, en los países monárquicos que poseen una Cámara señorial o aristocrática, que la composición de dicha Cámara, formada por una casta especial de nacionales, implica, en el modo de concebir la nación, un cierto "dualismo, que, al hallar su expresión la organización estatal de las Cámaras, se comunica y extiende finalmente al Estado mismo; justo es reconocer, por otra parte, que este dualismo parlamentario sólo se establece en un grado inferior de la organización del Estado; en el grado supremo la unidad estatal se halla reconstituida en el monarca. De un modo general, toda organización bicameral que, en un país donde el Parlamento tenga el rango de órgano supremo, tendiera a transformar una de las Cámaras en la representación de una categoría especial de ciudadanos, de clases o de intereses, tendría por efecto introducir en la consistencia del Estado un germen de dualismo que debilitaría la unidad estatal. La Constitución francesa actual supo evitar cualquier riesgo de este género: aun adoptando para los senadores una forma de nombramiento diferente de aquella que se aplica a la elección de los diputados, ha mantenido entre ambas Cámaras la unidad de representación nacional, excluyendo del régimen de reclutamiento senatorial todo aquello que hubiera podido conferir al Senado el carácter de asamblea fundada en un desdoblamiento de la nación, de los intereses nacionales y de la soberanía nacional. Existe aquí un notable aspecto de la unidad estatal francesa. La composición
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y la de los Lores proporciona a este respecto una enseñanza concluyente: después de que el Parlamento inglés había conseguido ya, en los tiempos modernos, colocarse por encima del monarca, una de las partes componentes de este Parlamento acabó por establecer a su vez, y en virtud de su origen electivo, su propia preponderancia. La igualdad de los órganos es, pues, irrealizable de hecho; tampoco puede concebirse en derecho. Como dice Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 239), el Estado no podría prescindir de un órgano preponderante.37 La razón de ello no es únicamente, como de ordinario se repite, que la igualdad perfecta de los órganos engendraría entre ellos, incluso en un régimen de estricta separación de competencias, conflictos insolubles; indudablemente es necesario también, desde este punto de vista, que uno de los órganos estatales se halle provisto de una potestad superior de decisión en última instancia, pero esta razón de disciplina y de buen orden no tiene relativamente sino una importancia secundaria. La verdadera y gran razón que conviene poner en primer término es que el dualismo igualitario de órganos concurrentes, cuyas voluntades habrían de responder a inspiracio 262
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dada a los colegios electorales de los senadores, y por consiguiente al Senado mismo, contribuye fuertemente a asegurar y mantener esta unidad. Por lo tanto, sólo con extremada prudencia se puede tratar de las instituciones características que determinan el reclutamiento de esta segunda asamblea. Desde el momento en que el Parlamento, en Francia, está llamado a constituir el órgano supremo, parece que cada una de las Cámaras que lo forman debe ser igualmente, por sus orígenes y su forma de nombramiento, una emanación del soberano, o sea de la nación una e indivisible. El Senado francés está destinado, pues, a un régimen de elección de la misma naturaleza que el relativo a la Cámara de Diputados. Sólo a este precio puede mantenerse plenamente la unidad francesa. 37 Cabría combatir el sistema de la unidad del Estado y del órgano supremo como instituciones opresivas. Pero, en los Estados modernos de tendencias liberales y democráticas, se evitan precisamente los inconvenientes de la unidad realizando ésta en un órgano supremo que no pueda ejercer su preponderancia de manera opresiva. Así ocurre en la Constitución francesa actual: la unidad estatal reside en las asambleas elegidas, o sea compuestas de miembros sometidas a reelección y que sólo tienen poderes temporales. Si las Constituciones modernas se inclinan hacia la democracia y el parlamentarismo es precisamente porque, reconociendo la imperiosa necesidad de la unidad estatal, quisieron evitar que esta unidad se encontrase asegurada en la persona y por la potestad de un solo hombre, que llegara a ser jefe del Estado, o en un colegio compuesto de hombres salidos de una clase privilegiada. En el caso en que la unidad estatal no se hallara ya suficientemente realizada y salvaguardada por las instituciones positivas de un Estado democrático o parlamentario, hay que convenir en que la democracia y el parlamentarismo, en este Estado, perderían una parte apreciable de las ventajas que son su razón de ser.
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nes diferentes, pondría en peligro la unidad del Estado. Se concibe desde luego que en la estructura del Estado puedan entrar materiales de orden diverso, tomados simultáneamente de la monarquía, de la aristogracia y de la democracia; se comprende también que la Constitución trate de establecer, entre estos elementos heterogéneos, cierta mezcla o cierto equilibrio parcial; no se concebiría que no llegue, en definitiva, a conceder la preeminencia a uno de ellos; y, por ejemplo, si instituyó conjuntamente un monarca y una asamblea electiva, no es posible que sea a la vez monárquica y democrática, en el sentido de que no estableciera, en las relaciones entre estos dos órganos, la superioridad de ninguno de ellos. Teniendo en cuenta, en efecto, que ninguno de estos órganos reúne en sí todos los poderes, es indispensable que la unidad de la voluntad estatal se encuentre restablecida, por cuanto esta voluntad se expresará de una manera preponderante por uno de los dos. Hay que ir más lejos aún, y hacer extensivo lo que acaba de decirse de las Constituciones mixtas a las Constituciones de tendencias democráticas, que sólo instituyen órganos originados en la elección popular. Incluso en las Constituciones de esta última clase, la balanza no puede mantenerse con absoluto equilibrio entre las diversas autoridades elegidas: en efecto, sería contrario a la unidad estatal que el cuerpo legislativo y el jefe elegido del Ejecutivo pudiesen sostener, cada uno por su lado, dos políticas diferentes; para evitar semejante dualismo, es necesario que la Constitución haya reservado a una de estas dos autoridades una potestad especial, que le permita, en caso necesario, hacer prevalecer sus ideas y sus voluntades. 293. Normalmente, pues, cabe esperar que se encuentre, en toda Constitución, un órgano preponderante, incluso entre las autoridades constituidas. Así es como, en los países de democracia directa o absoluta, la cualidad de órgano supremo se manifiesta del modo más claro en el pueblo, es decir, en el cuerpo de ciudadanos activos, que, además de su poder constituyente de iniciativa y de ratificación de las revisiones, posee y ejerce el poder legislativo en su grado más elevado. En el régimen de la pura democracia la potestad de las asambleas elegidas es dominada por la potestad del pueblo. Indudablemente, este régimen confiere a las asambleas una situación altamente predominante frente al Ejecutivo. Especialmente de Suiza se ha dicho que los consejos ejecutivos '"son, al pie de la letra, los ejecutores de las voluntades del cuerpo legislativo: el ejercicio de una voluntad diligente ni siquiera entra en su ánimo" (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p. 495 ;38 cf. Constitución de 1793, arts. 263
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Ver en el mismo sentido a Rehm, op. cit., p. 287, que caracteriza al Consejo federal de Suiza diciendo que "sus miembros son órganos de ejecución que dependen de la Asamblea federal". En contra de esta manera de definir al Consejo federal, Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 83 n.) ha suscitado objeciones, que deduce particularmente del hecho
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62 ss.; ver sin embargo a Bossard, Das Verhaltniss zwischen Bundesversammlung und Bundesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 15 ss., 179 ss.). Pero existe una contrapartida: las leyes sólo nacen mediante la aprobación popular, su aprobación por el cuerpo legislativo las deja en el carácter de simples proyectos; con esto se encuentra sumamente rebajada la potestad de las asambleas. En resumen, esta potestad es menor en la democracia directa que en el régimen parlamentario, donde las Cámaras dominan al Ejecutivo sin estar ellas mismas rigurosamente subordinadas, en cuanto a la legislación, a la voluntad del pueblo. 264
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de que, según los arts. 95 y 102 de la Constitución federal de 1874, el Consejo federal no sólo ejerce la potestad ejecutiva, sino también la potestad "directorial superior de la Confederación" (art. 95). El art. 102, en sus apartados 1 y 5, distingue entre esos dos poderes y especifica que el Consejo federal no sólo tiene que "proveer a la ejecución de las leyes", sino que, además, "dirige los asuntos federales conforme a las leyes y resoluciones de la Confederación", lo cual, se ha dicho, es cosa muy diferente de la pura ejecución (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Shweiz, pp. 252 ss.). En el ejercicio de esta actividad dirigente "superior", concluye Jellinek, el Consejo federal queda constituido, frente a la Asamblea federal y para un amplio conjunto de sus competencias, como un órgano independiente (cf. las observaciones hechas supra, p. 444, n. 3, p. 455, n. 7; pero ver también la n. 11 del n" 309, infra). Pero, por otra parte, dicho autor se ve obligado a reconocer (cod. loe.) que no se ha realizado en Suiza una verdadera separación de poderes, y conviene en que lo que reina en ese país es más bien —según la frase de Dubs (Das ijffentliche Recht der schweiz. Eidgenossenschaft, vol. II, p. 71)— "la confusión orgánica de los poderes". A este respecto importa observar que el Consejo federal no presenta los caracteres ni desempeña el papel de un ministerio; esto se desprende especialmente del hecho de que está compuesto por miembros provenientes de diferentes partidos. Como lo demuestra Esmein (loe. cit., p. 500), este hecho se explica precisamente porque el Consejo federal, en las condiciones especiales de neutralidad y de federalismo en que se encuentra Suiza, no tiene política propia que mantener. Sus miembros sólo son funcionarios ejecutivos; no son sino empleados, según la Constitución federal misma, que caracteriza su función como un simple "empleo" (art. 97). Esto explica también el que sean elegidos para una duración fija de tres años, y que durante dicho período no estén sujetos a revocación, como lo serían los ministros. En vano alega Jellinek (loe. cit.) que el Consejo federal tiene derecho a presentar a la Asamblea federal proyectos de ley (art. 102-4°), lo que implica en él cierto poder inicial e independiente diferente al de ejecución. Este argumento en modo alguno es decisivo en este sentido. ¿No es el mismo Jellinek quien, en principio, declaró que el impulso dado por vía de iniciativa para la formación de la voluntad legislativa del Estado, por sí solo, no tiene carácter de acto de potestad imperativa, correspondiendo únicamente dicho carácter al acto mediante el cual se afirma la voluntad legislativa una vez formada (Gezetz und Venrdnung, p. 318; cf. L'État moderne, ed. francesa, vol. n, p. 421) 39 Ver, no obstante, lo que queda dicho supra, p. 504, n. 2, referente a la distinción que establece el art. 89 de la Constitución federal suiza entre las leyes y las resoluciones que emanan de la Asamblea federal. Resulta de dicho texto que el derecho de adopción o de sanción popular no se aplica de un modo absoluto sino a las prescripciones emitidas por la Asamblea en forma y con el nombre de leyes. En cuanto a las resoluciones, cualquiera que sea su contenido, pueden sustraerse a la votación popular siempre que tengan "carácter de urgencia"; y, por otra parte, a la Asamblea federal misma corresponde apreciar y declarar si la resolución que adopta tiene dicho carácter. En la medida en que la Asamblea tiene así el poder de dictar prescripciones sustraídas a la sanción del pueblo, éste pierde su cualidad de órgano legislativo
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62 ss.; ver sin embargo a Bossard, Das Verhaltniss zwischen Bundesversammlung und Bundesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 15 ss., 179 ss.). Pero existe una contrapartida: las leyes sólo nacen mediante la aprobación popular, su aprobación por el cuerpo legislativo las deja en el carácter de simples proyectos; con esto se encuentra sumamente rebajada la potestad de las asambleas. En resumen, esta potestad es menor en la democracia directa que en el régimen parlamentario, donde las Cámaras dominan al Ejecutivo sin estar ellas mismas rigurosamente subordinadas, en cuanto a la legislación, a la voluntad del pueblo. 265En la monarquía absoluta o ilimitada, la supremacía del rey resulta igualmente evidente: ocupa el rey, en este caso, un lugar análogo al que ocupa el pueblo en la pura democracia. Sólo a él pertenece el poder de hacer la ley; gobierna y administra, bien por sí mismo, bien por agentes que dependen de él; otorga justicia mediante 265
de que, según los arts. 95 y 102 de la Constitución federal de 1874, el Consejo federal no sólo ejerce la potestad ejecutiva, sino también la potestad "directorial superior de la Confederación" (art. 95). El art. 102, en sus apartados 1o y 5", distingue entre esos dos poderes y especifica que el Consejo federal no sólo tiene que "proveer a la ejecución de las leyes", sino que, además, "dirige los asuntos federales conforme a las leyes y resoluciones de la Confederación", lo cual, se ha dicho, es cosa muy diferente de la pura ejecución (Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Shweiz, pp. 252 ss.). En el ejercicio de esta actividad dirigente "superior", concluye Jellinek, el Consejo federal queda constituido, frente a la Asamblea federal y para un amplio conjunto de sus competencias, como un órgano independiente (cf. las observaciones hechas supra, p. 444, n. 3, p. 455, n. 7; pero ver también la n. 11 del n° 309, infra). Pero, por otra parte, dicho autor se ve obligado a reconocer (cod. loe.) que no se ha realizado en Suiza una verdadera separación de poderes, y conviene en que lo que reina en ese país es más bien —según la frase de Dubs (Das offentliche Recht der schweiz. Eidgenossenschaft, vol. n, p. 71)— "la confusión orgánica de los poderes". A este respecto importa observar que el Consejo federal no presenta los caracteres ni desempeña el papel de un ministerio; esto se desprende especialmente del hecho de que está compuesto por miembros provenientes de diferentes partidos. Como lo demuestra Esmein (loe. cit., p. 500), este hecho se explica precisamente porque el Consejo federal, en las condiciones especiales de neutralidad y de federalismo en que se encuentra Suiza, no tiene política propia que mantener. Sus miembros sólo son funcionarios ejecutivos; no son sino empleados, según la Constitución federal misma, que caracteriza su función como un simple "empleo" (art. 97). Esto explica también el que sean elegidos para una duración fija de tres años, y que durante dicho período no estén sujetos a revocación, como lo serían los ministros. En vano alega Jellinek (loe. cit.) que el Consejo federal tiene derecho a presentar a la Asamblea federal proyectos de ley (art. 102-4'), lo que implica en él cierto poder inicial e independiente diferente al de ejecución. Este argumento en modo alguno es decisivo en este sentido. ¿No es el mismo Jellinek quien, en principio, declaró que el impulso dado por vía de iniciativa para la formación de la voluntad legislativa del Estado, por sí solo, no tiene carácter de acto de potestad imperativa, correspondiendo únicamente dicho carácter al acto mediante el cual se afirma la voluntad legislativa una vez formada (Gezetz und Verordnung, p. 318; cf. L'État moderne, ed. francesa, vol. n, p. 421) 89 Ver, no obstante, lo que queda dicho supra, p. 504, n. 2, referente a la distinción que establece el art. 89 de la Constitución federal suiza entre las leyes y las resoluciones que emanan de la Asamblea federal. Resulta de dicho texto que el derecho de adopción o de sanción popular no se aplica de un modo absoluto sino a las prescripciones emitidas por la Asamblea en forma y con el nombre de leyes. En cuanto a las resoluciones, cualquiera que sea su contenido, pueden sustraerse a la votación popular siempre que tengan "carácter de urgencia"; y, por otra parte, a la Asamblea federal misma corresponde apreciar y declarar si la resolución que adopta tiene dicho carácter. En la medida en que la Asamblea tiene así el poder de dictar prescripciones sustraídas a la sanción del pueblo, éste pierde su cualidad de órgano legislativo
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jueces que son sus delegados. Acumula, pues, todos los poderes o, en todo caso, es la fuente y el origen de todos los poderes, tal como se deduce del hecho de que es también dueño de modificar la Constitución. Esta preponderancia del monarca se afirma igualmente en la monarquía limitada, suponiendo, bien entendido, que ésta se haya mantenido, a pesar de sus limitaciones, como una monarquía verdadera, como era el caso de los Estados alemanes, y que no se haya convertido en una monarquía simplemente aparente, como la monarquía francesa de 1791. Incluso cuando se mezclan en ella elementos democráticos, la monarquía limitada conserva como carácter esencial el ser una forma de gobierno en la que el jefe del Estado es el centro de toda la vida y de toda la potestad estatales. Indudablemente, el monarca ya no ejerce aquí, como en el caso de la monarquía absoluta, la potestad íntegra del Estado; por lo menos, sólo puede ejercerla con el concurso de otros órganos que no dependen de él, y especialmente no puede legislar sino mediante el consentimiento previo dado a la ley por una asamblea elegida. Pero no por eso deja de ser el órgano central y principal del Estado. Pues, por una parte, a él corresponde —según lo observa Jelliriek (loe. cit., vol. II pp. 416 ss.)— poner en movimiento la actividad estatal, dándole impulso a los demás órganos, por ejemplo convocando las Cámaras y sometiéndoles proyectos legislativos. Y, por otra parte, en él reside igualmente el poder de decisión definitiva, por ejemplo el poder de perfeccionar la ley después de su votación por las Cámaras. Este poder de decisión suprema tiene aplicación particularmente importante y significativa en el caso de revisión de la Constitución: ningún cambio puede introducirse en ésta sin la intervención del monarca, y266 también es lo cierto que es él quien decreta en última instancia las leyes que implican revisión, lo mismo que con su sanción perfecciona las leyes ordinarias. Este poder de orden constituyente halla su fundamento, en parte, en el hecho de que la Constitución del Estado fue creada y otorgada por el mismo monarca, el cual, en este sentido al menos, aparece como siendo primitivamente el origen de todos los poderes constituidos. Más aún, es decir, fuera de esta justificación tomada del pasado, la potestad constituyente del monarca se refiere al concepto general de que, si bien en la actualidad no puede quererlo todo por sí solo, al menos nada puede hacerse en el Estado sin su voluntad. Y es en realidad por esta última razón por lo que el monarca limitado sigue siendo, en suma, el órgano preponderante y supremo, especialmente en sus relaciones con el Parlamento. Pues, ante todo, ejerce libremente y con voluntad dominante la 266
supremo, y por lo tanto también, la democracia directa sufre en Suiza una restricción a favor del gobierno representativo, al cual deja paso en la misma medida. Según la Constitución de 1874, el carácter representativo de la Asamblea federal era más acentuado aún por lo que se refiere a los tratados con los Estados extranjeros, ya que, en los términos del art. 85-5, correspondía a la Asamblea federal aprobar los tratados, o más exactamente (art. 102-8) autorizar al Consejo federal para ratificarlos por vía de decreto, y esto sin que dichas resoluciones sean susceptibles de referendum. Así ocurría incluso cuando las cláusulas del tratado modificaban prescripciones consagradas por leyes vigentes (Burkhardt, Kornmentar der schweiz. Bundesverfassung, 2 ed., pp. 688-689). Importante reforma acaba de ser hecha en este estado de cosas: el 30 de enero de 1921 el pueblo suizo, por medio de una iniciativa popular tendiente a someter los tratados internacionales mismos al referendum, aprobó esta innovación por fuerte mayoría y amplió así notablemente en Suiza la aplicación de los principios de la democracia directa.
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potestad gubernamental y administrativa, y las tentativas que pudieran hacer las Cámaras con objeto de restringir o disminuir en sus manos el ejercicio de esta potestad, por vía de limitaciones legislativas, no podrán realizarse sino mientras él mismo les dé su consentimiento sancionando las leyes propuestas a dicho efecto. En cuanto a la potestad legislativa, ya no se puede decir que sea dueño de ella como lo es del gobierno, puesto que no puede legislar por sí solo; pero al menos desempeña también en la legislación un cometido capital, por cuanto que de él depende emitir la decisión suprema que habrá de dar nacimiento a una ley nueva. En definitiva, pues, y conforme a la fórmula que a este respecto da Jellinek de la monarquía limitada (loe. cit., vol. II, p. 420), el Parlamento sólo tiene una potestad inferior, puesto que nada puede sin el rey; éste, por el contrario, es el órgano superior, puesto que todo lo puede con el concurso del Parlamento y puesto que, incluso sin el Parlamento, puede mucho al gobernar y al administrar. Distinto es el caso de las Constituciones que, como la de 1791, instituyen en apariencia una monarquía pero confiriendo al cuerpo legislativo prerrogativas que lo transforman en el órgano preponderante. En 1791 la preponderancia de la asamblea legislativa resultaba claramente del hecho de que el rey, provisto de un simple derecho de veto suspensivo, no era admitido a particpar directamente en la legislación: la ley podía hacerse sin él y contra su voluntad. Resultaba igualmente del hecho de que la asamblea legislativa tenía, en todo el campo de la administración, un poder de alta vigilancia, que le permitía, incluso en este campo, dominar y contrariar la acción del rey (ver especialmente en la Constitución de 1791, título III, cap. IV, el art. 8 de la sección 2). Finalmente, y sobre todo, la Constitución de 1791 aseguraba la superioridad de la asamblea legislativa al reservarle el poder de iniciar la revisión de los textos constitucionales por sus "votos" (título VII, art. 2): votos que podía poner en entredicho los poderes del propio monarca y preparar su aminoración; votos que, por otra parte, quedaban sustraídos a la exigencia habitual de la sanción del rey (título vil, art. 4; ver infra, n° 337, in fine). La Constitución de 1791 no instituía, pues, una verdadera monarquía, ya que sólo daba al rey un lugar subalterno. Pero precisamente por esto, el régimen constitucional establecido en dicha época proporciona una interesante comprobación: demuestra, en efecto, que incluso en las Constituciones que tratan de fundar una separación absoluta de poderes, se vuelve a encontrar inevitablemente, si no un órgano que reúna en sí todos los poderes, al menos un órgano superior cuya voluntad es predominante y que, por lo mismo, entre la multiplicidad de las autoridades constituidas, asegura al mantenimiento de la unidad de voluntad y de potestad del Estado. El dualismo estatal que puede establecerse entre un jefe de gobierno, presidente o monarca, y el cuerpo legislativo, no será nunca sino parcial. Para que fuese completo sería necesario que la Constitución hubiese realizado, entre estos dos órganos, no solamente la independencia, sino también la igualdad;40 esta clase de dualismo sólo puede conciliarse con el principio de unidad propio del Estado moderno. Falta incluso en los Estados que pasan por haberlo adoptado con más plenitud. Tal es el caso de la Unión Norteamericana. Se ha citado con frecuencia a la Constitución de los Estados Unidos como la que ofrece el modelo de un equilibrio real entre las dos autoridades, ejecutiva y legislativa. Según los autores americanos, sin embargo, este equilibrio no llega hasta el grado de engendrar entre ellas una completa
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igualdad: entre el Presidente y el Congreso existe, en efecto, cierta "balanza" o equilibrio de poderes; pero, en definitiva, la balanza se inclina del lado del Congreso, que es el órgano superior. "En todo sistema de gobierno —dice W. Wilson, op. cu., ed. francesa, p. 15— existe siempre un centro de poder. ¿Qué ocurre en el sistema del gobierno federal? Ahí la fuerza que domina y controla el origen de toda potestad motriz y de todo poder regulador es sin disputa el Congreso." "Las balanzas de la Constitución —dice también este autor, p. 60— en su mayor parte no son más que ideales. En todas las cuestiones prácticas predomina el Congreso sobre sus supuestas ramas coordinadas." "En cualidad de funcionario del Ejecutivo, el Presidente es el servidor del Congreso" (ibid., p. 286). Bryce (op. cit., 2 ed, francesa, vol. I, p. 332) hace la misma observación: "La Constitución, al considerar ciertas funciones como siendo naturalmente de la dependencia del Ejecutivo, las ha reservado al Presidente, excluyéndolas de la competencia 267 del Congreso. Sin embargo, un atento examen demuestra que no hay, por decirlo así, ni una sola de estas funciones a la que no alcance el largo brazo del poder legislativo." A principios del siglo XX, sin embargo, múltiples causas, entre las cuales hay que recordar especialmente la nueva importancia del papel desempeñado por los Estados Unidos en la política mundial, habían aumentado singularmente la potestad de hecho del Presidente: el mismo W. Wilson señalaba esta transformación en el prefacio de su edición francesa (p. XXX) y reconocía que había resultado de ello, para el Presidente, un poder de "dirección e iniciativa efectivas" ver en el mismo sentido Joseph Barthélemy, "De la condition actuelle de la Présidence des États-Unis", Revue politique et parlementaire, 1906, vol. I, pp. 277 ss.). Pero no deja de ser cierto, desde el punto de vista jurídico, que las asambleas estadounidenses reciben de la Constitución ciertos poderes que les permitirían, si las circunstancias lo exigiesen, afirmar su preponderancia con respecto al Presidente. Hallan esta preponderancia, en primer lugar, en la potestad legislativa integral de que están provistas. Se la deben también a la facultad que les pertenece de desencadenar, contra el Presidente, el procedimiento del impeachment, no sólo por razón de sus infracciones delictivas, sino también por su conducta y sus faltas políticas. En el orden gubernamental, el Presidente no puede ejercer sus atribuciones si no es con el concurso y mediante el asentimiento del Senado. Por fin, el veto que le corresponde en materia legislativa, y que los autores norteamericanos consideran como la mayor de sus prerrogativas,41 sólo tiene efectos suspensivos, y los bilis que han sido objeto de él pueden mantenerse contra el Presidente, a condición de reunir en cada una de las Cámaras una mayoría numerosa y bien definida.42 En todos estos aspectos el Congreso aparece, en derecho, como el órgano superior (Jellinek, loe. cit., vol. u, pp. 242, 485, 493 ss.). En Francia no cabe duda de que las Cámaras tienen actualmente este carácter. Sin referirnos al ascendiente político que les da, respecto del Presidente, el derecho que tienen de nombrarlo y de reelegirlo, es su ficiente,268 para probar esa superioridad jurídica, recordar que tienen por sí mismas y por sí solas el poder de promover la revisión de la Constitución; que pueden 26740
Así, el sistema de ambas Cámaras sólo se realiza plenamente en aquellos Estados en que la diversidad de las Cámaras en cuanto a su composición se combina con su igualdad en cuanto a los poderes, al menos en cuanto a los poderes legislativos (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 137 ssj.
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dirigir esta revisión contra la Presidencia con el fin de modificar la situación constitucional de esta última, y finalmente que depende también de las mayorías de cada una de ellas, si están de acuerdo a dicho efecto, operar dicha revisión y dicha modificación en asamblea nacional, sin que el jefe del Ejecutivo pueda oponer a ello obstáculo alguno. Además, el Presidente es responsable ante ellas, al menos en el caso de alta traición. Estas son, en verdad, hipótesis extraordinarias; en tiempo normal, la superioridad de las Cámaras y la subordinación del jefe del Ejecutivo se hallan aseguradas por el régimen parlamentario. Conviene detenerse especialmente en este último punto. 294. E. Según la doctrina que enseñan los más importantes autores franceses, el gobierno parlamentario está formado por un sistema de dualidad de poderes, en el sentido de que implica esencialmente el dualismo de los órganos legislativo y ejecutivo. Esta es la idea primera sobre la cual Esmein, especialmente (Éléments, 1* ed., vol. i, p. 155), funda toda su teoría del parlamentarismo. "El gobierno parlamentario —dice— supone ante todo la separación jurídica del poder legislativo y el poder ejecutivo, que se confieren a titulares distintos e independientes" (cf. ibid., pp. 158, 469-470, 488 ss.). Duguit sostiene la misma qpinión. Es verdad que este autor declara en diferentes ocasiones que "el gobierno parlamentario es, sin disputa, la negación misma de la separación de poderes" (La separation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, p. 55; cf. Traite, vol. I, p. 413), pero con esto quiere significar tan sólo que "los dos órganos (Parlamento y Gobierno) habrán de colaborar en la misma medida en todas las funciones del Estado" (Traite, loe. cit.). Por lo demás, Duguit admite, como Esmein, que "el régimen parlamentario se basa esencialmente en la igualdad de los dos órganos del Estado, Parlamento y Gobierno", e incluso presenta esta igualdad dualista como "la primera condición" de este régimen (Traite, vol. I, p. 411). En el fondo y a pesar de ciertas divergencias de detalle, estos dos autores se forman, pues, idéntica idea del régimen parlamentario. Según Duguit, el dualismo propio de este régimen se traduce especialmente en el hecho de que el jefe del Gobierno posee en él, conjuntamente con el Parlamento, el carácter representativo: es un "segundo órgano de representación " (Traite, vol. I, pp. 405406,421, cf. L'État, vol. u, pp. 324 ss.); pues el parlamentarismo implica la existencia, en el gobierno, de una voluntad y una potestad iniciales, que se ejercen libremente, en forma paralela a las de las Cámaras. Por su parte, Esmein, sin dejar de reconocer que la superioridad inherente al poder legislativo entraña naturalmente cierta preponderancia de las Cámaras, caracteriza al 26841
"El Presidente —dice W. "Wilson (loe. cu., p. 280)— debe su potestad sobre todo a su derecho de veto", y también: "su poder de veto constituye su más formidable prerrogativa" (ibid., p. 59; ver también p. 273). Bryce (loe. cit., vol. I, p. 333) dice asimismo: "La única fuerza verdadera del poder ejecutivo, la trinchera tras la cual puede resistir a la asamblea legislativa, es su derecho de veto". Según dichos autores (loe. cit.), que en este punto siguen la opinión generalmente admitida en los Estados Unidos, el Presidente llega a ser incluso, gracias a su derecho de veto, "una parte de la legislatura"; ejerce su veto "no como Ejecutivo, sino como tercera rama de la legislatura". Pero este último punto de vista no es exacto, ya que el veto presidencial, al carecer de efecto perentorio, es lógicamente muy distinto de la sanción legislativa (cf. supra, pp. 344 sj. 42 De hecho, sin embargo, es difícil que semejante mayoría pueda constituirse, y ésta es la gran fuerza efectiva del Presidente.
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parlamentarismo diciendo que tiene por objeto mantener la independencia respectiva de ambas autoridades, en particular la de la autoridad gubernamental. Esta independencia del gobierno, según Esmein, es uno de los elementos esenciales del sistema parlamentario. Un régimen que privara al Ejecutivo de esta independencia, subordinándolo al cuerpo legislativo, sería lo más opuesto al régimen parlamentario (Éléments, 1* ed., vol. i, p. 492). Así es como la Constitución de 1875, queriendo establecer el parlamentarismo, hubo de hacer del Presidente de la República "el titular de un poder independiente". Y el signo distintivo en el que se reconoce esta independencia es la irrevocabilidad del jefe del Ejecutivo con respecto a las Cámaras. El parlamentarismo mantiene la separación de poderes, al menos en que "los poderes reconocidos como distintos deben tener titulares, no sólo distintos, sino independientes, en el sentido de que uno de los poderes no pueda destituir a voluntad al titular del otro poder. Es aquí, en la irrevocabilidad recíproca, donde radica el principio" (ibid., pp. 469-470, 488489). Bien es verdad que, según estos autores, los distintos titulares de ambos poderes deben relacionarse y entenderse, con objeto de ejercer esos poderes en colaboración. Sin embargo, no debe deducirse de aquí la conclusión de que estos titulares forman, en su conjunto, un órgano complejo, en el sentido que se indicó con anterioridad (p. 764). En el caso del órgano complejo hay sin duda cierto dualismo, que resulta de que la intervención de dos autoridades diferentes es indispensable para la confección de un acto determinado: así ocurre, por ejemplo, en aquellos Estados en que la formación de la ley depende a la vez de su aprobación por las Cámaras y de su sanción por el monarca; pero, en definitiva, dicho dualismo no llega hasta convertir a cada una de las autoridades que componen el órgano complejo en el titular especial de un poder distinto e independiente; reúne ambas autoridades en el ejercicio colectivo de una función común, pero no las opone una a otra confiriéndoles, respectivamente, medios de acción y de resistencia recíprocos; así, por ejemplo, en los países de sanción monárquica, el rey no puede evidentemente hacer ley alguna sin el concurso y el asentimiento de las Cámaras, pero éstas no poseen, frente el monarca, un poder legislativo propio e independiente. Muy diferente es el dualismo parlamentario, según la doctrina que profesan los autores anteriormente citados. Conforme a esta doctrina, si el régimen parlamentario implica en ciertos aspectos la asociación de los poderes, en cuanto tiene por objeto asegurar la colaboración del Gobierno y el Parlamento, funda también la separación de los poderes, en cuanto reserva respectivamente a cada una de dichas autoridades ciertas facultades o prerrogativas con objeto de asegurar, en sus relaciones mutuas, su independencia y hasta su igualdad. En el régimen parlamentario, en efecto, y especialmente en el que consagra ahora en Francia la Constitución de 1875, la potestad de emitir la voluntad nacional no se concentra por entero en el cuerpo legislativo, con exclusión del Gobierno, sino que éste por su parte, en razón de las prerrogativas concedidas nominalmente a su jefe, posee una potestad que le permite contrarrestar la de las Cámaras y que implica que, frente a estas últimas, constituye una segunda autoridad, principal y no subordinada, capaz de mantener y de oponer, llegado el caso, una voluntad propia; en una palabra, que ofrece todos los caracteres de un representante nacional. Así pues, el Gobierno y el
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cuerpo legislativo son llamados en efecto a colaborar asociándose entre sí: pero esto no significa que formen juntos un órgano único, ni que el primero sea simplemente agente del segundo; se trata de dos órganos distintos, que incluso se oponen uno a otro, en el sentido de que pueden resistirse mutuamente: hasta pueden entablar una lucha, y en caso de conflicto no puede decirse que el Parlamento será quien diga siempre la última palabra. Tal es, se dice, el estado de cosas establecido en la actualidad, por la Constitución de 1875, y para demostrarlo no sólo se invoca la posición de irrevocabilidad que esta Constitución le asegura al Presidente de la República respecto de las Cámaras, sino que además se arguye a base de los medios de acción, es decir, de combate, de que el Gobierno dispone contra el Parlamento. Duguit, en particular, alega este clásico argumento (Traite, vol. i, pp. 411, 414 ss.) al enumerar los medios de acción que, dice, permiten a estas dos autoridades "limitarse recíprocamente". Esmein insiste igualmente en estos medios de resistencia y entre ellos subraya en especial el poder gubernamental de disolución (Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 160, 470, 489; cf. Redslob, Die parlamentarische Rcgierung, pp. 1 ss., 120), en el cual ve la "garantía" esencial de la irrevocabilidad del titular del poder ejecutivo, y precisamente por ello, uno de los factores principales del dualismo inherente, según él, al régimen parlamentario. En fin, Duguit resume este sistema dualista diciendo que "la idea clave del régimen parlamentario", tal como se desprende de la Constitución de 1875, es la de asegurar la "igualdad y equilibrio de los órganos superiores del Estado, Parlamento y Gobierno" (op. cit., p. 409). Según esto, el régimen parlamentario sería, pues, en su más alto grado, un régimen de separación de poderes (cf., en la colección del Congreso internacional de derecho comparado de 1900, vol. II, los estudios sobre el parlamentarismo de Moreau, pp. 232 ss., 267-268, y Ch. Benoist, pp. 295 ss.). 295. ¿Tiene fundamento esta concepción dualista del régimen parlamentario? La respuesta a esta pregunta depende, ante todo, de saber cuál es, en este régimen, el papel del gabinete ministerial, o sea cuál es su posición constitucional, sea frente a las Cámaras, sea frente al jefe del Ejecutivo. No cabe duda de que, en los países de parlamentarismo, el ministerio forma el engranaje esencial del gobierno. El es quien ejerce, en su totalidad o al menos de una manera casi exclusiva, la acción gubernamental efectiva. ¿En cualidad de qué lo realiza? También en este punto se hallan frente a frente dos doctrinas. Según una opinión que va ganando terreno continuamente, el gabinete ministerial, en realidad, no es sino un comité del Parlamento, llamado a gobernar en nombre de éste, si no en el sentido de que recibe su poder de las Cámaras por efecto de una delegación propiamente dicha en cuanto a la forma, al menos en el sentido de que, en el fondo, debe su existencia a la sola voluntad de éstas y de que sólo puede ejercer sus funciones en virtud, bajo la influencia directa e incluso bajo el imperio absoluto de su voluntad. Por una parte, en efecto, el ministerio es una emanación de las Cámaras, por cuanto éstas lo designan y se halla constituido formalmente con miembros elegidos dentro de ellas. Es el Parlamento mismo el que proporciona al Ejecutivo los ministros, es decir, los jefes de los diversos departamentos de servicios ejecutivos; y no sólo los ministros se escogen dentro de las Cámaras, sino que también conservan, al frente de sus departamentos, su carácter de miembros de las asambleas, acumulando así el carácter y las
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facultades de funcionarios en jefe y de parlamentarios, y ejerciendo en su misma condición de parlamentarios sus atribuciones ministeriales. Por otra parte, este gabinete, expresión de la mayoría parlamentaria, está en constante relación con las Cámaras: los ministros toman parte en las sesiones de las asambleas y allí hablan y deliberan con ellas. Más aún, el ministerio se encuentra en una relación de estrecha subordinación con respecto a las Cámaras, ante las cuales es ilimitadamente responsable, mientras que actúa con independencia frente al jefe del Ejecutivo. Por último, en este colegio de miembros del Parlamento es donde reside la realidad de la potestad ejecutiva, de la cual el jefe oficial del gobierno, presidente o monarca, sólo conserva el uso nominal, de manera que la acción ejecutiva aparece, en definitiva, como dependiente de la voluntad parlamentaria por medio de los ministros. En estas condiciones, el ministerio debe considerarse como siendo esencialmente una comisión gubernamental de las asambleas. En este carácter es el agente de ejercicio efectivo, bien del derecho de iniciativa legislativa, bien de la potestad ejecutiva, atribuidas al Gobierno por la Constitución. En esta doble esfera actúa bajo el control inmediato y bajo la superior autoridad del Parlamento, que estatuye respecto a los proyectos de reforma legislativa de su comité ministerial, y que aprueba o reprueba sus actos ejecutivos. Y es en virtud de la misma idea como el Parlamento, cuando ya no está de acuerdo con este comité de ministros, lo derriba o provoca su dimisión, lo que equivale a una revocación. Esta manera de considerar al ministerio en sus relaciones con las Cámaras encontró en Francia cierto número de defensores entre escritores y políticos, como lo observa con pesar Esmein ("Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. i, pp. 33 ss.; Éléments, 1 ed., vol. I, p. 492). Pero en Inglaterra sobre todo es donde parece justificarse y hasta imponerse. Allí, en efecto, el parlamentarismo se constituyó históricamente al calor de la existencia de los dos grandes partidos, entre los cuales, durante mucho tiempo, osciló alternativamente la mayoría de los Comunes y del cuerpo electoral mismo. Al ser llamados cada uno de estos partidos, en rotación, a asumir la dirección del gobierno, proporcionando los miembros del ministerio, se hizo natural considerar a este último como el instrumento por el cual la mayoría, y por consiguiente el Parlamento mismo, ejerce el poder gubernamental. Esto no significa que el
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ministerio no sea más que el agente ejecutivo de la mayoría parlamentaria. Los ingleses tienen demasiado sentido de las realidades prácticas para no haber comprendido la necesidad de un gobierno fuerte, y por ello han conservado en el gabinete el centro de gravedad de la potestad gubernamental. Pero como, por otra parte, los partidos ingleses, sólidamente disciplinados y organizados, tenían jefes titulados e indiscutidos, resultó de ello que en cada desplazamiento de la mayoría y en cada cambio de ministerio, el jefe del partido predominante en aquel momento se veía designado para ser jefe del gabinete en formación. Bien es verdad que ni este primer ministro, ni sus colaboradores, se nombran directamente por las Cámaras; pero en definitiva reciben claramente de ellas su designación y son por ellas las que los llevan al poder. En este sentido, puede decirse, pues, que el ministerio es elegido por el Parlamento y que este comité de jefes de la mayoría, en el fondo, no es más que un comité de gobierno del Parlamento. Así es como los autores ingleses se inclinan hoy a interpretar y a definir su sistema de gobierno de gabinete. "Los ministros —dice Bryce (op. cit., 2 ed. francesa, vol. I, p. 407)— se escogen nominalmente por el jefe del Estado, pero en realidad por los representantes del pueblo. Estos, los representantes del pueblo, son en realidad, a través de los agentes que designan, el verdadero Gobierno del país. De esta manera, el poder ejecutivo y el poder legislativo corresponden a la mayoría de la Cámara representativa, aunque nombrando agentes —expediente a que obliga el número de sus miembros— dicha mayoría se vea forzada a abandonar en sus manos una parte de poder discrecional." El mismo punto de vista ha sido expuesto de una manera más clara aún por Bagehot, que caracteriza al gabinete como "una comisión del cuerpo legislativo, elegida para ser el cuerpo ejecutivo". Dice además este autor: "El cuerpo legislativo tiene varias comisiones, pero ésta es la mayor. Escoge para esta comisión principal a los hombres en quienes tiene más confianza. Por regla general el denominado primer ministro se elige por la legislatura. Casi siempre, en el partido que predomina en la Cámara de los Comunes, hay un hombre claramente elegido por la voz de ese partido para ser su jefe y, por consiguiente, para gobernar a la nación." Y Bagehot llega hasta comparar, en cuanto a su modo de nombramiento, al primer ministro de Inglaterra con el Presidente de los Estados Unidos: "Tenemos en Inglaterra un primer magistrado electivo tan verdaderamente como lo tienen los norteamericanos. Sin embargo, nuestro primer magistrado difiere del de los norteamericanos. No lo elige el pueblo, sino que lo eligen los representantes del pueblo" (traducido por Esmein, Éléments, 7* ed., vol. i, p. 156; ver una comparación del mismo género en Sidney Low, The governance of England, p. 101). En suma, la conclusión que se desprende de esta primera doctrina es que las Cámaras son la autoridad inicial y suprema, lo mismo en lo que concierne a la potestad ejecutiva que en materia de legislación. De estas dos potestades, una la ejercen por sí mismas y la otra mediante un gabinete que procede de ellas solas y que no depende más que de ellas. En último término, esto parece implicar efectivamente que contienen o reasumen en sí las dos potestades reunidas. Según este concepto, el poder ejecutivo no forma ya, por su constitución orgánica, un segundo poder principal y esencialmente distinto. Pero la verdad es que las
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Cámaras realizan en sí la unidad de la potestad del Estado. En este sentido sobre todo el régimen parlamentario parece excluir la idea de la separación de poderes. 296. Pero también y precisamente contra esta conclusión se yergue un segundo grupo de autores en cuya primera fila se coloca Esmein. Pretender, dice este autor, que el parlamentarismo "realiza la confusión de los dos poderes" en uno solo, es desconocer esencialmente la verdadera naturaleza jurídica de dicho régimen, así como su significación efectiva y su genio propio desde el punto de vista político (Éléments, 1 ed., vol. I, pp. 488 55.). Si el gobierno parlamentario ocasionara tal confusión, no sería, en realidad, sino una forma de lo que se llama en Francia, desde 1793, gobierno convencional. Se reduciría al sistema en el cual el cuerpo legislativo gobierna a través de un comité formado de su seno, y los nistros por tanto, no serían otra cosa que comisarios de la asamblea legislativa. Ahora bien, dicen los autores de este segundo grupo, esta forma de caracterizar la condición del ministerio queda desmentida por los hechos, y sobre todo por el derecho positivo de las Constituciones parlamentarias. No hay duda de que el parlamentarismo tiene esencialmente por objeto hacer depender la dirección del gobierno de la voluntad de las Cámaras elegidas, es decir, en el fondo, del sentimiento del país mismo. Es el régimen del gobierno de opinión, en oposición al gobierno de autoridad, que se ejerce, con un poder de dominio personal, por el jefe del Estado. Pero, en esta dirección, el régimen parlamentario no ha llegado al gobierno directo en lo que concierne al país (ver n° 400, infra), ni al gobierno convencional por lo que se refiere a las asambleas. En su formación histórica se detuvo en una combinación que consiste en asociar los dos órganos legislativo y ejecutivo en la obra gubernamental, incluso en darles medios de influenciarse recíprocamente, pero sin embargo sin confundirlos ni comprometer la autonomía esencial de ninguno de ellos, Eri otros términos, el régimen parlamentario hace funcionar al gobierno por medio de un acuerdo entre el jefe del Ejecutivo y las Cámaras. Pero para la realización de esta armonía son precisamente los ministros los que han sido llamados a servir de intermediarios, de lazo de unión entre dichas autoridades. Resulta de ello que la característica del régimen parlamentario reside no solamente en la institución del gobierno de gabinete, sino también en la situación constitucional especial en que se encuentra el ministerio frente a los dos órganos distintos del poder legislativo y del poder ejecutivo: el gabinete ministerial tiene relaciones, no sólo con el Parlamento, sino también con el jefe del gobierno; tiene y depende, a la vez, de uno y de otro. Especialmente según el derecho constitucional francés, este lazo de doble dependencia se manifiesta desde tres puntos de vista principales. En primer lugar, si en cierto sentido el ministerio procede de las Cámaras, por otra parte es esencial observar que a los ministros los nombra el Presidente de la República. Ya desde este punto de vista, es evidente que el ministerio, por su origen, depende tanto del Ejecutivo como del Parlamento, 43y esto bastaría ya para probar que el parlamentarismo se basa269 en el dualismo de autoridades, cada una 26943
Hasta se ha hecho observar, a este propósito, que el derecho a constituir el gabinete, en principio, no corresponde más que al jefe del Estado, a él solo. '"Teóricamente, el Presidente de la República es quien forma el ministerio: y ningún texto le prohibe tomar sus ministros donde quiera y como le plazca, elegirlos él mismo uno a uno, para agruparlos después como pueda" (Lefebvre, Elude sur les lois constitutionnelles de 1870, p. 103; cf. Hauriou, Précis, 10 ed., p. 189). Pero esta
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de los cuales tiene su propio papel que desempeñar en él. Pero, además, este dualismo se deduce del hecho de que los ministros, sin dejar de depender ampliamente de las Cámaras, forman parte de la jerarquía ejecutiva, en la que son, nominalmente al menos, auxiliares y subalternos del Presidente. Sin duda, ellos son quienes ejercen efectivamente las atribuciones cuyo titular es, según la Constitución, el Presidente. Sin embargo, sus actos, las decisiones, proyectos de ley o disposiciones gubernamentales, se hacen, no ya en su propio nombre, ni en nombre de las Cámaras, sino en forma de decretos y en nombre del jefe del Estado. Así como el Presidente y el Parlamento concurren en la formación del ministerio, del mismo modo, se dice, existe entre ellos comunidad de influencia sobre los ministros en lo relativo a la responsabilidad política de éstos. En el régimen parlamentario, el gabinete depende a la vez del jefe del Ejecutivo y del Parlamento, por cuanto debe, en principio, poseer a la vez la confianza de uno y otro. Esto no es tan aparente por lo que se refiere al jefe del Ejecutivo, porque en realidad rara vez hace uso de su poder de separar a los ministros. Pero la existencia de este poder no puede ponerse en duda: se deduce del derecho mismo que tiene el Presidente de nombrar a los ministros, derecho que implica la facultad inversa de destitución. Hasta en el régimen parlamentario se han señalado (Esmein, Éléments, 6* ed., p. 791 )44 algunas hipótesis en que este poder de destitu ción 270 podría ejercerse también de hecho. Y esto basta para que afirmación contiene una indudable exageración. No es exacto decir que la Constitución de 1875 le deje al jefe del Ejecutivo la libertad de elegir los ministros según su propia inspiración. Tal doctrina se aproximaría singularmente a la tesis sostenida en otro tiempo por algunos autores alemanes (ver, por ejemplo, en este sentido, Jellinek. op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 449), que pretendían que el régimen parlamentario carece de base jurídica o constitucional y sólo constituye un puro estado de hecho (cf. respecto y en contra de esta doctrina, Orlando, op. cit,, ed. francesa, pp. 363 ss.; ver también n. 54, p. 819, infra). Según esta doctrina alemana, si los ministros se toman de la mayoría y gobiernan, conforme a las inspiraciones de ésta, en lugar del jefe del Estado, no es en virtud de una regla constitucional de derecho, ya que jurídicamente el poder gubernamental reside en el jefe del Estado y no en las Cámaras, sino sólo por motivos de hecho y porque en la realidad las Cám aras han adquirido una potestad que les permite hacer prevalecer su voluntad sobre la del 270 jefe del gobierno. El régimen parlamentario no sería, pues, sino el producto de la usurpación, realizada por el Parlamento, de funciones que jurídicamente no le pertenecen. Pero esta tesis se contradice por la misma Constitución. Por el hecho de que la Constitución de clara en principio que los ministros son responsables ante el Parlamento, introduce una profunda modificación en la organización y el mecanismo del poder ejecutivo, y excluye formalmente la posibilidad de pretender que la potestad gubernamental, en derecho, resida de un modo exclusivo en el jefe del Estado. Por ejemplo, del hecho de que el ministerio no pueda subsistir sino mediante el apoyo de las Cámaras resulta inmediatamente que en cada cambio de gabinete, el Presidente estará jurídicamente obligado a recurrir, para la formación del nuevo gabinete, a hombres que tengan asegurada la confianza de la mayoría parlamentaria, es decir, por la fuerza misma de las cosas, a hombres tomados de las propias filas de idicha mayoría, o, por lo menos, que pertenezcan al mismo partido que ella. Esto es en efecto evidente, ya que los ministros escogidos en contra de las opiniones de la mayoría serían derribados por ella inmediatamente. De este modo, la influencia soberana que tienen las Cámaras en el nombramiento de los ministros, así como en la política gubernamental, ya no es un hecho inconstitucional y extrapolítico, sino una consecuencia directa del principio de la responsabilidad parlamentaria de los ministros. Por ello, la Constitución de 1875 pudo limitarse, cuando quiso consagrar el régimen parlamentario, a formular la regla que establece dicha responsabilidad. Todo lo demás se deriva de esto. Y todas las consecuencias que de ello provienen son perfectamente jurídicas, ya que tienen su origen en un principio formalmente
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se pueda afirmar que los ministros están sujetos, con respecto al jefe del Ejecutivo, por cierta responsabilidad. Por otra parte, importa no exagerar las consecuencias del principio de que los ministros son responsables ante las Cámaras. Esta clase de responsabilidad no significa de ningún modo que estén sometidos directamente a sus voluntades. En el sistema parlamentario, el cometido del gabinete no consiste en obedecer a la mayoría, sino, al contrario, en dirigirla; y esto es lógico, ya que los ministros se reclutan precisamente entre los jefes de dicha mayoría: deben, pues, comportarse como jefes suyos, no como sus servidores. Desde el punto de vista jurídico, esto se traduce en la regla de que las Cámaras no pueden dirigirles órdenes directas y formales. Pueden, desde luego, mediante mociones adecuadas, hacerles sentir sus opiniones y tendencias, pero no imponerles verdaderas órdenes. No puede decirse, pues, que, mediante el órgano del ministerio, son en realidad las Cámaras las llamadas a gobernar: es el ministerio mismo quien gobierna, aunque lo hace bajo su responsabilidad parlamentaria. El Parlamento no tiene la dirección efectiva, sino simplemente el control de la acción gubernamental. Por lo demás, por completa que sea, con respecto al Parlamento, la responsabilidad del gabinete por esa actividad, tampoco sería exacto deducir de ello que las Cámaras tienen sobre los ministros un poder jurídico de destitución. Pueden desde luego obligar indirectamente al gabinete a dimitir, pero no destituirlo directamente, como tampoco nombrarlo. Sólo al Presidente correspondería el derecho de destituir a un ministro, condenado formalmente por el Parlamento, que se negara a abandonar sus funciones.
enunciado por la Constitución. 44 "El ejereicio del derecho a separar a los ministros —dice dicho autor— sólo podrá ser muy raro y supondrá circunstancias excepcionales. En efecto, sólo podrá ejercerse con el refrendo de un ministro y con el apoyo de un ministerio que pueda conseguir una mayoría en la
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Por último, se afirma, la doctrina que define al gabinete como un comité gubernamental de las Cámaras desconoce la idea fundamental del parlamentarismo, la cual es, no ya la de concentrar todos los poderes en el Parlamento, sino, por el contrario, la de mantener la distinción esencial de los órganos ejecutivo y legislativo y establecer únicamente una asociación entre estos órganos, con objeto de hacer depender de su acuerdo la actividad gubernamental. El ministerio ha de ser el artífice de este acuerdo. Contrariamente a la fórmula que del parlamentarismo daba el conde de Bismarck en 1863, los miembros del gabinete no sólo son los ministros de la mayoría, sino que el ministerio es el intermediario colocado entre el jefe del Ejecutivo y las asambleas y el encargado de preparar entre estas dos autoridades el acuerdo y la colaboración. Ante el jefe del Ejecutivo, y especialmente en consejo de ministros, representa al 271 Parlamento, y su papel consiste aquí en oponer las opiniones de la mayoría, en la que se apoya, a las veleidades políticas del Presidente, en tanto que éstas pudieran orientarse en un sentido divergente; ante el jefe del Ejecutivo, pues, obtiene su fuerza de las Cámaras. Pero, recíprocamente, ante las asambleas, ios ministros representan al Ejecutivo: hablan y actúan en ellas en nombre y como agentes del poder ejecutivo, y de ningún modo como mandatarios del cuerpo legislativo; su papel es entonces hacer prevalecer las opiniones del Gobierno en el seno de las Cámaras. Más aún, en sus relaciones con las asambleas, el gabinete se apoya en la persona del jefe del Ejecutivo, y así es especialmente como recibe del Presidente la potestad que le permite, en caso de desacuerdo con la Cámara de Diputados, recurrir a disolverla; ahora bien, si el ministerio no fuera más que un comité procedente exclusivamente del Parlamento, no sería comprensible que pudiera apoyarse en el Presidente, que es independiente del Parlamento; y sobre todo, sería inconcebible que pudiese tomar del Presidente un poder como el de la revocación de una de las asambleas de las que obtuvo su delegación. De todas estas observaciones, tomadas, dícese, de los principios mismos del derecho constitucional vigente, se saca la conclusión de que, especialmente en Francia, el régimen parlamentario presenta en efecto los caracteres de un régimen dualista, ya que dota al Estado de dos órganos directos e independientes, el Parlamento y el jefe del Ejecutivo; dos órganos a los que reconoce potestades distintas, entre las cuales se aplica a mantener el equilibrio; dos órganos, también, en los que admite la posibilidad de voluntades diferentes, entre las cuales impone al ministerio la obligación de negociar la conciliación y el acuerdo. Si esta conclusión está justificada, hay que convenir en que el arlamentarismo, en definitiva, no es sino la consagración, bajo una nueva forma, del sistema, anteriormente expuesto (pp. 760 ss.), del Estado uno en varias personas y de la potestad estatal una en varios poderes. Indudablemente, esta especie de separación de los poderes difiere de aquella que preconizaba Montesquieu, en cuanto —como lo demuestra Duguit (Traite, vol. I, pp. 357-358, 271
Cámara de Diputados. Habría que suponer, por ejemplo, un ministro que faltara gravemente a sus obligaciones hacia el jefe del poder ejecutivo, de tal modo que sus colegas mismos no pudiesen aprobarlo, o también un ministerio derrotado en diferentes ocasiones en la Cámara de Diputados y que se obstinara en no dimitir."
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413— ni se refiere a las funciones mismas, ni conduce ya a tratar a éstas como fragmentos reparados de soberanía, susceptibles de constituirse orgánicamente en poderes distintos y autónomos; muy al contrario, en el régimen parlamentario, el jefe del Estado y el Parlamento toman parte en común en las funciones legislativa y ejecutiva, consideradas como inseparables; y en este sentido —como dice también Duguit (loe. cit., pp. 346 y 413)— la supuesta separación de los poderes no consiste, bajo este régimen, más que en la diversidad de los modos de participación, según los cuales los dos órganos son llamados a colaborar en
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ambas funciones. Pero, en otro aspecto, el parlamentarismo sigue siendo, según la doctrina que acaba de presentarse, un régimen de dualismo y de separación verdadera de poderes, pues la potestad estatal se encuentra en él, según esta doctrina, dividida entre dos titulares primordiales, que, ciertamente, no están del todo separados, puesto que encuentran en el ministerio su punto de contacto y de unión, pero que, por lo menos, se constituyen, uno frente al otro, como dos autoridades opuestas, cada una de las cuales posee su potestad propia, destinadas a contrarrestarse, y finalmente llamadas a tratar entre sí; de modo que, particularmente en este último respecto, se deduce de esta teoría que la idea oculta en el fondo del parlamentarismo es siempre la de acuerdo contractual entre titulares del poder, a la que antes se aludió (p. 761) y que es, en realidad, la negación completa de la unidad del Estado.45 272
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A dicho concepto dualista del régimen parlamentario debe atribuirse asimismo, desde el punto de vista doctrinal, el origen de ciertas tentativas realizadas —especialmente en el transcurso de la guerra europea— con objeto de ampliar y transformar, en cuanto a sus condiciones de ejercicio, el poder de control sobre la conducción de los asuntos gubernamentales. que corresponde en Francia al Parlamento. Según la Constitución y la práctica tradicional, este poder se ejerce normalmente en forma de petición de explicaciones dirigida a los ministros, jefes de los servicios públicos, y en caso necesario, por medio de investigaciones realizadas ocasionalmente por comisiones de las Cámaras. Pero se ha sostenido a veces que el control parlamentario sólo podía llegar a ser plenamente efectivo a condición de mantenerse, de una manera directa y permanente, en el seno de los servicios públicos —y especialmente, en tiempo de guerra, en el seno de los ejércitos en campaña— mediante un comité, también permanente, de miembros de las asambleas; comité que constituiría así un organismo nuevo y especial, no previsto, en verdad, por la Constitución, pero que permitiría al menos al Parlamento darse cuenta, directa y constantemente, de todo lo que ocurre en los servicios por controlar, mediante memorias de sus propios delegados (ver en este sentido el orden del día votado el 22 de junio de 1916 por la Cámara de Diputados, y cf., respecto al alcance de dicha votación, las observaciones expuestas por Joseph Barthélemy, Reme du drait pubh'c, 1916, pp. 557 ss.). La idea básica de esas tentativas es que al Parlamento no pueden bastarle los informes que recibe del gabinete ministerial, aunque dichos informes sean susceptibles de comprobarse y profundizarse por medio de una investigación particular. Este género de información se considera insuficiente, no sólo porque de hecho los ministros pueden ser engañados respecto de lo que ocurre en sus servicios, sino porque, en principio, dícese, incluso el testimonio de los ministros emana de una autoridad distinta al Parlamento, por cuanto forma parte del Ejecutivo, y cuyas declaraciones, por lo tanto, no pueden considerarse, para las Cámaras, como el equivalente de un instrumento de control que les permitiese instriuirse y aclarar las cosas por sí mismas. Para que el poder de vigilancia y de apreciación preponderante que corresponde al Parlamento respecto de la acción ejecutiva se realice en verdad, es preciso, se ha diojho, que las Cámaras queden en condiciones de ejercer dicho poder por sus propios medios y por sus propios miembros es decir, por una comisión de delegados destinada especialmente a la inspección inmediata de aquellos servicios cuyo funcionamiento desea observar. De aquí, entonces, el propósito de instituir, junto al ministerio y fuera de él, un órgano particular por cuya mediación el Parlamento se relacione con les diversos agentes u oficinas administrativas, al efecto de estar continuamente al corriente de sus actuaciones. En el fondo, las proposiciones de este género implican en sus autores la persistencia del concepto separatista que fundamenta teóricamente el régimen parlamentario en la oposición y el dualismo entre el Ejecutivo y el Parlamento. Pero,
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297. ¿Es exacta esta manera de definir el gobierno parlamentario? Un primer punto es cierto. Suponiendo que exista en esta clase de gobierno un elemento de dualismo, éste no es, en todo caso, un dualismo igualitario. Muy al contrario, el régimen conocido con el nombre de gobierno parlamentario —como su nombre lo indica— se instituyó precisamente con objeto de asegurar la preponderancia de las asambleas sobre la autoridad encargada del gobierno. Especialmente en Francia puede decirse, bajo la Constitución de 1875, que las Cámaras poseen íntegramente, si no la potestad gubernamental misma, al menos el poder de poner en movimiento todos los resortes que determinan su funcionamiento. El Parlamento es, en primer lugar, quien concede al Ejecutivo las habilitaciones y atribuciones de que este último precisa para ejercer su función de ejecutar las leyes (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 3; ver supra, núms. 158 ss.). Además, vigila el uso que se hace de estas autorizaciones legislativas y pone en juego las responsabilidades que dicho uso puede originar. Por último, estas atribuciones o poderes de ejecución se ejercen por un comité ministerial que emana del Parlamento mismo. ¿Cómo se podría, después de esto, hablar de igualdad entre el Gobierno y las Cámaras? Si éstas, propiamente hablando, no son las titulares del poder ejecutivo, al menos es cierto que jurídicamente este poder se ejerce según su voluntad. 273
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precisamente por esto, semejantes proposiciones parecen desconocer la verdadera significación del parlamentarismo. En el sistema de la Constitución de 1875. el Parlamento no necesita crear delegados especiales en el interior de los diversos servicios públicos, ya que, con anterioridad a toda delegación de este género, tiene hombres de confianza colocados al frente de dichos servicios, a saber, los ministros mismos. Como muy acertadamente afirma Joseph Barthélemy (loe. cit., p. 564), los ministros son la "representación" del Parlamento con respecto a las oficinas y a los funcionarios administrativos, en el sentido de que el ministerio mismo es un comité investido por la confianza del Parlamento de la función de vigilar los servicios públicos: es el intermediario designado por la Constitución para servir de órgano de enlace entre las oficinas y las Cámaras. En estas condiciones, la institución de un segundo comité parlamentario de control no sólo constituiría una reduplicación, sino que iría directamente en contra de los principios del parlamentarismo, ya que conduciría a crear de nuevo, bajo otra forma, el dualismo que dicho régimen trató de eliminar en las relaciones entre las asambleas y el Ejecutivo. Suponiendo que las Cámaras hayan perdido la confianza en la habilidad de los ministros o también en la vigilancia que éstos ejercen sobre sus departamentos, la única solución a que esta situación daría lugar sería la derrota del ministerio, y no la yuxtaposición de un comité parlamentario de control que, al inmiscuirse en el funcionamiento de los servicios, no haría más que contrarrestar la acción ministerial e introducir el desorden en ella. Se ve claramente por ello que el poder de investigar que corresponde a las Cámaras sólo entraña la facultad de emprender investigaciones limitadas, ya sea en cuanto a su duración, ya en cuanto a su objeto, pues la investigación permanente o general supondría que las Cámaras desconfían de su comité ministerial y pretenden buscar fuera de él los medios tendientes a asegurar el predominio de su influencia en la marcha de los asuntos ejecutivos, y esto sería la negación misma del régimen parlamentario y del gobierno de gabinete.
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Se objeta que la igualdad o el equilibrio se establece gracias a los medios de acción y de resistencia de que dispone el Gobierno con respecto a las Cámaras; y entre estos medios se ha invocado sobre todo el derecho de' disolución, que, dícese, permite al jefe del Ejecutivo, o en todo caso a los ministros, combatir la política que sigue o proyecta la Cámara de Diputados y que implica, por consiguiente, la posibilidad de obstaculizar la ejecución de la voluntad parlamentaria y de tener a ésta en jaque. Pero este argumento, al que los autores concedieron tanta importancia, pierde su mayor fuerza ante la observación —de la que hicieron muy poco caso— de que, en el régimen parlamentario, el instituto de la disolución se destina mucho menos a reforzar la potestad particular del Gobierno y poner a éste en pie de igualdad con el Parlamento, que a fortificar la posición y la influencia del cuerpo electoral mismo (Rehm, op. cit., pp. 317 55.). El objeto preciso de la disolución es impedir que el Parlamento imponga al país una política contraria a la voluntad del cuerpo electoral. Para este objeto la Constitución se sirve del Gobierno: a él es a quien concede el poder de disolver la Cámara de Diputados, porque, al no admitir a este respecto la iniciativa directa del pueblo mismo, estima que en la práctica es el Gobierno, en la mayor parte de los casos, el que estará más interesado en promover la intervención electoral del pueblo contra una política abusiva de dicha Cámara; con él es, por lo tanto, con quien principalmente conviene contar para poner en movimiento la disolución, en interés del país. Pero, por una parte, esta disolución podría perfectamente provocarse por la mayoría de la Cámara que se sujeta a ella, y esto prueba ya que dicha institución no se establece especialmente en favor del Gobierno.16 Por otra parte, incluso en el caso de que la iniciativa haya sido tomada por el jefe del Ejecutivo o por los ministros, no se puede decir que la disolución tenga por efecto restablecer la igualdad entre la voluntad del Gobierno y la del Parlamento. Esto sería verdad 274
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La Cámara, en efecto, puede tener interés en promover por sí misma su disolución, no ya con motivo de un conflicto con el Ejecutivo, sino, por el contrario, de acuerdo con el gabinete. Así pues, cabe concebir que la mayoría existente sienta el deseo de consultar al país con respecto a una cuestión importante que se esté discutiendo. Asimismo, una Cámara'dividida e impotente puede aspirar a su disolución, en la esperanza de que unas elecciones generales traerán a su seno una mayoría sólida y capaz de decisión. Finalmente, en caso de conflicto con el Senado, la Cámara podría considerar ventajoso hacerse disolver, con objeto de someter al país la cuestión que divide a ambas asambleas. En este caso, la disolución sería para la Cámara un medio de obtener la aprobación política por los electores y de hacerse conferir así por el cuerpo electoral una fuerza que le permitiera vencer la oposición del Senado. Estas prácticas, de las cuales dio el ejemplo Inglaterra (ver n. 18 del n° 312, infra), se hallan totalmente conformes con el espíritu del régimen parlamentario; y en lo que se refiere a la última hipótesis, la de una diferencia entre las dos asambleas, hay que reconocer sin embargo que una disolución dirigida contra el Senado sería difícil de realizar, a causa, de las resistencias que el Senado habría de oponerle.
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si el Gobierno pudiera oponerse directamente a los designios de la mayoría parlamentaria, o sea si fuera capaz de contrarrestar por sí mismo y por su sola voluntad las voluntades de esta última. Pero, en realidad, la disolución no tiende a hacer prevalecer la voluntad del Gobierno con preferencia a la de la Cámara disuelta; lo que ha de hacer prevalecer es únicamente la voluntad del cuerpo electoral; es, esencialmente, un procedimiento de apelación al pueblo, de consulta popular; es al país a quien se concede la palabra. Y en esto no modifica esencialmente la posición subordinada del Ejecutivo con respecto al Parlamento; pues, en definitiva, una vez realizadas las elecciones generales, el Gobierno se verá colocado bajo la preponderancia de la Cámara que acaba de ser renovada; ésta es la que, en todo el asunto, dirá la última palabra; en último análisis, por consiguiente, es siempre la voluntad del Parlamento la decisiva.47 No es exacto, pues, decir —como lo hace Esmein (Éléments, 1 ed., vol. i, pp. 160, 489; cf. & ed., pp. 747-748— que en el régimen parlamentario la disolución tiene por objeto proporcionar al Ejecutivo "la garantía de una separación de poderes"; sean cuales fueren las ventajas que de ello pueda sacar indirectamente el Gobierno, se trata propiamente de una garantía de los derechos del pueblo.48 Por lo demás, importa no perder 275
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Entiéndase bien que todo esto sólo se refiere a los países parlamentarios, donde el poder gubernamental de disolución sólo tiene como contrapartida la responsabilidad parlamentaria del gabinete. En el Estado monárquico no parlamentario la disolución tiene un significado muy diferente, pues no está destinada a fortalecer la influencia del cuerpo electoral, y tampoco puede redundar en beneficio del Parlamento, en el sentido de asegurar, en definitiva, su preponderancia. Entonces no es sino un medio de reforzar la potestad del monarca y de sus ministros. Considerando, en efecto, que éstos, si cuentan con el favor del monarca, no se exponen a ningún riesgo en el caso de que las elecciones promovidas por una medida de disolución resultaran contrarias a sus proyectos políticos, el empleo de dicha medida sólo constituye para el gobierno monárquico un medio y una oportunidad de obtener de una cámara renovada lo que no pudo obtenerse de la asamblea disuelta. Y, por otra parte, los medios de influencia política y de presión administrativa de que dicho gobierno dispone con respecto al cuerpo electoral no hacen sino aumentar sus probabilidades de obtener por medio de una disolución las concesiones que desea. Se verá, pues, naturalmente inducido a recurrir a dicha medida, que con frecuencia debe serle provechosa. Se servirá también, en esas condiciones, de la amenaza de una disolución para deshacer las tentativas de resistencia de la asamblea de diputados y para forzarla a doblegarse ante sus voluntades. En Francia, este régimen fue consagrado por la Constitución de 1852, art. 46; cf. Constitución del año x, art. 55. 48 Todo lo que podría deducirse de la institución de la disolución, en el sentido indicado por Esmein, es que, por encima de las dos autoridades que dicho autor trata de equilibrar, existe una autoridad suprema, que es el cuerpo electoral. Pero entonces ya no puede hablarse de dualismo parlamentario: la unidad estatal se restablece en el pueblo. Se ha dicho a veces que para apreciar la extensión y energía verdaderas de los poderes que la Constitución confirió al Presidente de la República, hay que colocarse, no ya en el caso normal y que vino a ser habitual desde 1875, en que la política seguida por las Cámaras está de acuerdo con el sentimiento predominante en el cuerpo electoral, sino, por el contrario, en el caso extraordinario en que llegara a producirse, de modo persistente, una divergencia más o
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de vista que, según la Constitución de 1875, el Presidente de la República no puede disolver la Cámara de Diputados sino mediante el dictamen concorde del Senado. Esta última observación agota el debate; prueba que, ante el acuerdo de las dos Cámaras, o sea ante el Parlamento tomado en su conjunto, no podría ser motivo de discusión la subordinación y la inferioridad del Gobierno.49 276
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menos profunda entre el país y las Cámaras, o, por lo menos, entre el país y la Cámara de Diputados. En este caso especial, dícese, es cuando se hace imposible apreciar todo lo que un Presidente que goce de la confianza popular podría hacer legalmente. Armado por la Constitución del poder de nombrar y destituir a los ministros, del poder de suspender las Cámaras, de imponerles nuevas deliberaciones de las leyes, de enviarles mensajes que, en realidad, irían dirigidos, por encima de ellas, al país mismo, y finalmente, de disolver la Cámara de Diputados, el Presidente tal vez conseguiría, con ayuda de todas estas prerrogativas, en un momento de alteración o de crisis, ejercer una acción política que influyera en forma considerable y hasta decisiva en el desarrollo de los destinos del país. Semejante eventualidad no tiene, de hecho, nada de inverosímil; tampoco tendría nada de inconstitucional, desde el punto de vista jurídico; y basta representársela, se dice, para descubrir y reconocer que, frente al Parlamento, organizó la Constitución, en el Ejecutivo, una potestad distinta, independiente, capaz no sólo de resistencia pasiva, sino también de acción enérgica, y que en ciertas coyunturas puede afirmarse como preponderante. ¿No es ésta la prueba de que subsiste en el régimen parlamentario un cierto y auténtico dualismo de poderes y de autoridades? Puede contestarse que no existe aquí verdadero dualismo, pues el dualismo propiamente dicho supone igualdad entre autoridades que se hallan establecidas en el grado supremo y que estatuyen en última instancia. Ahora bien, y aun suponiendo 'que el Presidente de la República pueda hallar alguna ocasión extraordinaria para desempeñar el papel militante al que acabamos de aludir, no habría que concluir de ello que su voluntad pueda imponerse en forma soberana. Según la Constitución, al cuerpo electoral es a quien correspondería estatuir superiormente en caso de conflicto entre el Ejecutivo y el Parlamento. El supuesto dualismo del régimen parlamentario sólo se establecería, pues, por debajo de los electores, es decir, en un grado inferior. En el grado superior la unidad estatal quedaría mantenida en el cuerpo electoral. Pero esta idea de un dualismo subalterno parece también discutible. La verdad es más bien que, en el parlamentarismo actual, el Parlamento y el cuerpo electoral constituyen juntos —como podrá verse más adelante, n" 409— un órgano complejo, en el sentido de que la Constitución quiso asegurar entre sus voluntades cierta conformidad. El objeto de la disolución, haya sido promovida por el Ejecutivo o por la Cámara de Diputados, es precisamente comprobar o restablecer dicha conformidad. Por lo tanto, el régimen parlamentario no podría definirse como un sistema de dualismo en el cual el Ejecutivo y las Cámaras constituyeran dos autoridades iguales bajo la preponderancia del cuerpo electoral. Sino que el análisis de este régimen conduce a la conclusión de que el Parlamento y el cuerpo electoral constituyen en conjunto el órgano supremo ante el cual no puede haber para el Ejecutivo, Presidente o ministros, ni igualdad, ni posibilidad de resistencia, ni, por consiguiente, dualismo alguno. Por ello, inmediatamente después de la renovación de la Cámara disuelta mediante el sufragio universal, el Ejecutivo se halla de nuevo, frente a ella, en su habitual condición subordinada. 49 La exigencia constitucional del "dictamen de conformidad" del Senado (ley de 25 de febrero de 1875, art. 5) prueba también que la disolución, sin dejar de depender, desde el punto de vista formal, de la competencia y de un decreto del Presidente de la República, no depende, en el fondo, de la sola potestad o voluntad del Ejecutivo, sino que, considerando que el Senado es una parte del Parlamento, la necesidad de su dictamen de conformidad implica
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El régimen parlamentario no es, pues, un sistema de dualismo igualitario. Pero, dejando aparte la cuestión de la igualdad, se puede llegar más lejos y formular la pregunta de si subsiste realmente, en este régimen, un verdadero dualismo. En cierto sentido, es evidente que el parlamentarismo presupone cierto dualismo, si por tal se entiende que la potestad ejecutiva es conferida por la Constitución a un titular especial, que constituye con respecto a las Cámaras una autoridad orgánicamente distinta y que se halla investido de un poder de decisión propio para los asuntos de su competencia. En este aspecto es indiscutible que el Ejecutivo, frente al Parlamento, ocupa una posición separada. Y es evidente, por otra parte, que sin esta separación las reglas y precauciones que adopta el régimen parlamentario con objeto de limitar la potestad personal del jefe del Ejecutivo y de asegurar la preponderancia del Parlamento no tendrían ya razón de ser y se convertirían en ininteligibles. En este sentido, el dualismo es de la esencia misma del parlamentarismo; y por consiguiente, en este primer aspecto, la doctrina de autores tales como Esmein y Duguit (pp. 800 ss., supra), que presentan al gobierno parlamentario como un régimen de separación de poderes, parece hallarse plenamente justificada. Ahora que esta doctrina es incompleta, pues sólo muestra una de las caras del parlamentarismo. No basta, en efecto, recordar que el régimen parlamentario, como punto de partida, implica el dualismo de las autoridades estatales, sino que también es esencial añadir inmediatamente que su objeto principal es atenuar este dualismo, reducir el alcance y las consecuencias del mismo, y esto hasta el punto de reducirlo a la nada, o poco menos. El parlamentarismo mantiene nominalmente la separación de poderes, pero en realidad todas las instituciones y tendencias que lo caracterizan se hallan combinadas en vista de un re 277
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que la disolución, en esta medida, depende esencialmente de la propia voluntad parlamentaria. Así pues, el derecho de disolución no ha sido conferido por la Constitución como un poder de reacción que permita al Ejecutivo luchar contra el Parlamento entero; la aplicación de este derecho supone, bien que ambas fracciones del Parlamento están en desacuerdo, o, por lo menos, que una de dichas fracciones, el Senado, reconoce la utilidad y aprueba la idea de consultar al cuerpo electoral, promoviendo una renovación anticipada de la Cámara de Diputados. En estas condiciones cabe reproducir aquí, a propósito del Senado, una observación análoga a la que se presentó en la nota precedente con respecto al cuerpo electoral: así como no hay disolución posible, o al menos útil, cuando el gobierno se encuentra frente a una mayoría de diputados que cuenta con la mayoría de los electores, asimismo la posibilidad de una disolución, y por consiguiente la posibilidad de hablar de dualismo, se desvanece cuando el Ejecutivo tiene ante sí una Cámara de Diputados y un Senado que están de acuerdo. En suma, pues, la disolución simplemente permite al gobierno traer de nuevo a la Cámara hacia la política que desean el Senado y el país, cuando esta política es desconocida por la mayoría actual de los diputados; pero contra un Parlamento unido o contra una Cámara de Diputados respaldada por el país, el Ejecutivo no posee potestad de acción o de reacción que lo transforme en una autoridad independiente con respecto al órgano parlamentario.
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sultado final, que es el predominio de una de las dos autoridades cobre la otra. En la forma se limita a establecer una asociación de poderes (p. 782, supra); en el fondo, el fin a que tiende es directamente la realización de la unidad del poder, asegurando la preponderancia de la voluntad parlamentaria. La doctrina que sostiene que el gobierno parlamentario tiene por base el dualismo de los poderes no expresa, por lo tanto, sino una verdad nominal. Es perfectamente exacto que este modo de gobierno supone el dualismo, pero sólo lo supone para combatirlo y paralizarlo. 298. Por singular y hasta contradictorio que pueda parecer el método practicado por las Constituciones que establecen el parlamentarismo, este método se explica naturalmente por las circunstancias y también por el ambiente en los que se originó este régimen. Las particularidades que lo distinguen no solamente provienen de que es, según una fórmula frecuentemente repetida, "un producto de la historia" (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p. 162; Duguit, Traite, vol. I, p. 411; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. u, p. 456); sino que se refieren también a las costumbres conservadoras y al espíritu de tradición del pueblo inglés. A medida que se iban consolidando en Inglaterra las nuevas costumbres, que habían de tener por efecto substituir allí al gobierno fundado en la potestad personal del monarca por el gobierno de gabinete, parece que los ingleses habrían podido abandonar el punto de vista tradicional de su derecho público primitivo, según el cual el rey es el centro y el titular supremo de todos los poderes, e incluso hubiera sido estrictamente lógico por su partereconocer, como única verdad jurídica acorde con las nuevas realidades, que el Parlamento constituía desde entonces la suprema autoridad, tanto en el orden gubernamental como en el orden legislativo. Pero los ingleses son conservadores, especialmente en materia política. Para la reforma consuetudinaria de su derecho público emplean un procedimiento análogo a aquel de que se servía el pueblo romano. Este —como se ha observado repetidamente— no derogaba fácilmente sus instituciones primitivas, sino que las dejaba subsistir, por lo menos en apariencia, y se limitaba a yuxtaponerlesnuevas instituciones destinadas, de hecho, a reemplazar poco a poco y a hacer caducas a las antiguas. Este es el método seguido en Inglaterra para la adopción del régimen parlamentario. El mismo apego del pueblo inglés por sus instituciones monárquicas contribuía a impedir que se diera al parlamentarismo una fórmula que hubiera significado abiertamente que el rey era desposeído de sus atributos tradicionales, pues semejante fórmula hubiera destruido la idea misma de la monarquía. Había que mantener intacto el prestigio real, aun hallándose decididos a colocar al rey en la imposibilidad de hacer uso de sus prerrogativas de monarca. Por otra parte, repugnaba a los hábitos de modera
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ción y de tacto político de ese pueblo conceder un alcance demasiado absoluto a la transformación que realizaba en su Constitución política. No sólo le parecía útil que pudiese el rey, a falta de un poder personal propiamente dicho, continuar ejerciendo una influencia efectiva en los consejos y la dirección del gobierno, y es sabido qué considerable ha sido esta influencia, por discreta que haya sido en la forma, en los últimos reinados, sino que también los ingleses han tenido empeño en dejar subsistir en derecho las antiguas prerrogativas de la Corona,"" porque comprendieron el interés nacional que podía existir, en ciertas circunstancias graves y extraordinarias, en que conservase la facultad de hacer uso de ellas.31 En realidad, sin embargo, el monarca de Inglaterra ya no ejerce sus poderes teóricos; el derecho que conserva, en principio, de rehusar su asentimiento a los bilis adoptados por el Parlamento ha caído en desuso desde hace dos siglos; no queda mayor cosa de su poder de destituir a sus ministros, si éstos cuentan con la confianza de los Comunes, o de disolver los Comunes, si'la iniciativa de esta medida no ha sido tomada por el gabinete; en resumen, deja que el ministerio gobierne libremente por él. Sigue siendo él quien decreta los actos del gobierno, pero ya no es quien los decide.52 La evolución consuetudinaria que así hizo pasar la realidad actuante y la plenitud efectiva del poder gubernamental a un comité ministerial formado por los jefes de la mayoría parlamentaria y que por lo 50 No sólo subsisten teóricamente estas prerrogativas, sino que también ha quedado como costumbre que todo bilí que trate de restringirlas sea sometido al consentimiento del rey antes de ser discutido en las Cámaras. Ha ocurrido en diversas ocasiones, en el penúltimo reinado, que algunos bilis de este género tuvieron que ser retirados, porque la reina les negó su previo asentimiento (Erskine May, Lois. privileges et usages du Parlement, ed. francesa, vol. II, pp. 74s.s.). 278
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Por esto, algunos autores ingleses (por ejemplo Anson, Loi et pratique constíttitionnelle de VAngleterre, ed. francesa, vol. i, pp. 348 ss.; cf. vol. u, p. 55) sostienen que aun hoy el rey podría despedir a un ministerio que tuviera la confianza de la Cámara de los Comunes y, de acuerdo con el ministerio nuevamente constituido, disolver dicha Cámara. Naturalmente, el monarca sólo llegará a tales medidas si cree contar con la aprobación del cuerpo electoral. 52 Se ha dicho, sin embargo, que es el monarca el que continúa poniendo en actividad el Parlamento y que, igualmente, si no hace ya uso de su veto, él es, al menos, quien, mediante su sanción, continúa dando su perfección legislativa a los bilis adoptados por las Cámaras; siírue siendo, por lo tanto, caput, príncipium et jinis parliamcnti. "La inacción del rey —declara Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 418)— tendría por efec.to detener la vida del Estado"; pues él. lo pone todo en movimiento y todo lo concluye. Pero cabe responder que estos actos tan importantes, si bien dependen siempre de la competencia del monarca, ya no dependen de su libre voluntad, puesto que, según la fórmula consagrada, el rey sólo quiere lo que quieren sus consejeros. En particular, el argumento que se deduce del hecho de que siempre interviene regularmente para sancionar las leyes, carece de valor, pues dicha sanción, que ha llegado a ser una simple formalidad, sólo fune,ona ya como un vestigio y un recuerdo del pasado.
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tanto no depende sino de la cámara electiva, o, en último término, del cuerpo electoral mismo, ha terminado desde hace mucho tiempo; ya ni siquiera se advierte la posibilidad de que se presenten aún casos en los que la Corona volvería a tener ocasión de ejercer por sí misma sus poderes de antaño. Y sin embargo, corno en el pasado, los ingleses continúan considerando al monarca como el titular propio de la potestad gubernamental. En cuanto a los ministros, no son sino los "servidores de Su Majestad"; en nombre de Su Majestad hablan y actúan. Más aún, el gabinete ni siquiera posee existencia legal: las condiciones de su reclutamiento, la extensión de sus poderes, su posición constitucional con respecto a las Cámaras, todos estos puntos esenciales sólo se determinan y regulan por la práctica, es decir, por una serie de precedentes particulares. En derecho puro, el ministerio es ignorado, y solamente quedan dos autoridades constitucionales principales, el rey y el Parlamento, que poseen cada uno su potestad propia y su especial esfera de acción. Se ha querido sacar de todo esto la consecuencia de que el régimen parlamentario deja subsistir el dualismo orgánico de los poderes y se ha pretendido que los ministros dependen, a la vez, de una y otra de estas autoridades.53 Pero este ipsum jus, que siempre está en pie, sólo tiene ya el valor ideal de un homenaje a la persona real. Si se quiere discernir, bajo estas apariencias puramente exteriores, la realidad constitucional, basta formularse la pregunta siguiente: ¿Posee todavía el rey la facultad de mantener en el Estado una voluntad personal, que en una circunstancia determinada pueda oponerse francamente a la voluntad fijada por el Parlamento? En cuanto se precisa así el problema, aparece con certeza que, a pesar de la complejidad del régimen parlamentario y sea la que fuere efectivamente la influencia 279
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Es de observarse, no obstante, que este dualismo se desmiente en cierto sentido por la fórmula tradicional según la cual el Parlamento inglés es un órgano complejo, ciertamente, pero sin embargo único, compuesto por el rey, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. Este punto ha sido perfectamente indicado por Duguit (Traite, vol. i, p. 412), que deduce acertadamente de él que "en Inglaterra, el Parlamento y la Corona sólo se consideran como dos partes iguales de un solo órgano". Algunos autores ingleses restablecen, sin embargo, el dualismo, fundándolo en otra base. "En nuestra Constitución —dice Anson (loe. cu., vol. I, p. 46)— podemos decir que los poderes ejecutivo y legislativo son distintos. El elemento común a ambos poderes es la Corona... Los poderes legislativo y ejecutivo de la Corona se han bifurcado. Existe un dualismo real en nuestra Constitución: la Corona en el Parlamento y la Corona en Consejo." "La elaboración de las leyes es obra de la Corona en el Parlamento... El Ejecutivo es la Corona en Consejo" (ibid., pp. 3839). Y declara Anson que "con esta capacidad (Ejecutivo), la Corona queda completamente fuera del Parlamento". Pero este género de dualismo tiene en la actualidad un carácter menos real aún que la dualidad del rey y el Parlamento; esto es perfectamente evidente, puesto que el Consejo privado, desde hace ya mucho tiempo, ha sido suplantado de hecho por el ministerio. El mismo Anson lo reconoce (loe. cit.): la Corona en Consejo, dice, es únicamente "el Ejecutivo de jure"; y a dicho Ejecutivo nominal opone "el Ejecutivo de facto", a saber, "los ministros de la Corona".
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política o moral que aún ejerce el monarca, ya no existe jurídicamente54 más que una sola voluntad orgánica principal, la del Parlamento, con la 280
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Sobre este punto hay que tomar posición contra la opinión que sostienen algunos autores, especialmente los autores alemanes, según la cual el régimen parlamentario es res facti, non juris, en el sentido de que la preponderancia que el Parlamento ejerce sobre el Ejecutivo sólo constituiría un estado de cosas puramente político, debido también a causas políticas, y no un principio jurídico consagrado por el derecho constitucional vigente. "La preponderancia del Parlamento inglés sobre el monarca —dice Jellinek (Allg. Staatslehre, 3* ed., pp. 703-704; cf. ed. francesa, vol. n, pp. 448449)— es el resultado de un compromiso que se ha establecido, de hecho, en las relaciones políticas entre el Parlamento y la Corona, pero nunca ha podido ser reconocida en ningún texto oficial. Este sistema inglés de monarquía con gobierno parlamentario llegó a introducirse en buen número de Estados del continente europeo, pero en ninguna parte pudo consagrarse como institución constitucional. Hasta la Constitución actual de la República francesa, aunque tuvo la intención absoluta de erigir la forma parlamentaria en institución duradera y definitiva, no trató de dar a dicha institución una expresión o base legal y constitucional." Esmein parece compartir en cierta medida esta manera de ver. "El gobierno parlamentario —dice (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 155)— supone la separación jurídica de los poderes legislativo y ejecutivo, los cuales se confieren a titulares distintos e independientes. El poder ejecutivo se confiere a un jefe, monarca o presidente... Pero el poder efectivo de dicho jefe es singularmente rducido." Esta oposición entre el punto de vista jurídico y la realidad efectiva parece desprenderse también de lo qué dice el mismo autor (p. 158) a propósito de la responsabilidad ministerial propia del parlamentarismo: "Esta responsabilidad es propia y puramente política. Al negarles su confianza, la mayoría de las Cámaras despide indirectamente a los ministros. Tampoco aquí se trata de una revocación jurídica." G. Meyer (op. cit., 6 ed., pp. 683 ss.) expuso idéntica doctrina sobre la responsabilidad ministerial: "En cuanto a los ministros —dice —, es necesario distinguir su responsabilidad jurídica y su responsabilidad política. Esta se hace extensiva a la actividad ministerial entera. Pero no merece ser tomada en consideración por la ciencia del derecho público propiamente dicho, pues sólo aparece como un asunto de práctica política y parlamentaria. En derecho público solamente tiene importancia la responsabilidad jurídica. Ahora bien, jurídicamente los ministros sólo tienen que responder de una cosa: es necesario y suficiente que tanto sus propios actos como los actos refrendados por ellos se mantengan dentro de los límites que fijan las leyes." Así pues, según esta doctrina, las instituciones parlamentarias sólo habrían de aplicarse en la esfera inferior de los hechos; en derecho, el principio superior es siempre que el jefe del Ejecutivo es el titular independiente de un poder distinto. En el fondo, todo esto es tanto como decir que el parlamentarismo se ha establecido al margen y con violación del derecho consagrado por la Constitución. Y precisamente aquí aparece la falsedad de la doctrina que se acaba de recordar; pues no se podría discutir en serio que las reglas parlamentarias practica, das en Inglaterra sean allí la expresión del derecho positivo actualmente vigente en aquel país. Si dichas reglas no han sido formuladas oficialmente por ningún texto, ello se debe al carácter consuetudinario de la Constitución inglesa, y esto se explica también por las consideraciones anteriormente indicadas. Pero no puede deducirse de ello que en Inglaterra las instituciones parlamentarias carezcan de carácter jurídico. De todas maneras, no cabe discusión posible sobre este punto respecto a Francia: el art. 6 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que formula en términos a la vez amplios y precisos el principio de la responsabilidad ministerial, basta para conferir al régimen parlamentario entero una base jurídica
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reserva, sin embargo, de que esta voluntad, debe realizar los deseos o conseguir, en caso de disolución, los sufragios del cuerpo electoral. 299. En Francia, la situación, al comienzo, pudo parecer diferente. Bajo la Constitución de 1875, el parlamentarismo no tuvo que adaptarse, como en su país de origen, a una monarquía tradicional: aquí no había por qué tener consideraciones con la dignidad del jefe del Estado, ni salvaguardar, en la forma, principios de derecho público consagrados por un largo pasado. Desde 1789, las Constituciones francesas no tuvieron inconveniente en abrogar o renovar el derecho anterior. Los procedimientos de elaboración del derecho público 1 ranees no se parecen en nada a los que se acostumbraron en Inglaterra. No existe, pues, ninguna razón, en Francia, para distinguir entre un ípsum jus o derecho aparente, que no existiría más que en la letra de los textos, y una práctica constitucional, que sería el verdadero derecho. Por lo tanto, los textos múltiples (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, arts. 3 a 5. art. 8; ley constitucional de 16 de julio de 1875, arts. 1 y 2, 6 a 9, etc.) que colocan el poder ejecutivo y sus atributos diversos a nombre del Presidente y no a nombre de los ministros,55 no podrían, al parecer, interpretarse como simples fórmulas teóricas desprovistas de eficacia positiva. Estos textos implican que el Presidente es en efecto el titular real de los poderes que la Consti 281
muy firme. Bien es verdad que esta responsabilidad se designa generalmente con el nombre de responsabilidad política; y es política, en efecto, en cuanto a su sanción, que consiste únicamente en la pérdida del poder; también lo es desde el punto de vista de sus causas, ya que 281 Recibe su aplicación desde el momento en que se rompe el acuerdo político entre el ministerio y las Cámaras; pero, por lo demás, en virtud de la Constitución, es una responsabilidad jurídica, lo mismo que la responsabilidad civil o penal de los ministros (cf. n. 43, p. 806, supra; ver también, en este sentido: Rehm, op. cit.. pp. 33255., y Anschütz, en G. Meyer. op, cit., 61 ed., p. 683, n. 2). No es exacto, pues,- decir que. según el régimen parlamentario, el jefe del Ejecutivo sólo ha sido despojado de la realidad política de su poder y que conserva la realidad jurídica del mismo. La verdad es, por el contrario, que las instituciones jurídicas propias de dicho régimen están combinadas de tal manera que hacen depender, en derecho, la acción gubernamental de la voluntad del gabinete, o sea del Parlamento: y en cambio, es precisamente desde el punto de vista político como dejan subsistir, en favor del jefe del Ejecutivo, la posibilidad de hacer sentir en cierta medida su influencia personal. Ya no es por vía de potestad jurídica, sino únicamente por medios en cierto sentido extraoficiales, por la persuasión, por su habilidad o sus relaciones personales, es decir, en suma, por su influencia de orden político, por lo que el jefe del Ejecutivo continúa participando en la acción del gobierno (ver sobre este punto Joseph Barthélemy, Dérnocratie et politigue étrangére, pp. 142 ss.. que demuestra cuál ha sido, en ciertas circunstancias, la efectiva importancia del papel extrajurídico desempeñado personalmente por el monarca inglés, especialmente en las cuestiones relativas a las relaciones internacionales; cf. en el mismo sentido Redslob, op. cit., pp. 45 ss.). •55 La Constitución de 1875 ni siquiera se ocupa directamente del Consejo de Ministros, sino que se limita a hacer incidentalmente algunas alusiones a su existencia (art. 12. ley constitucional de 16 de julio de 1875; arts. 4 y 7, ley constitucional de 25 de febrero de 1875). Este último texto, al especificar que, en el caso de súbita vacante de la presidencia, "el Consejo de Ministros queda investido del poder ejecutivo", y ello de una manera puramente momentánea, señala muy claramente que en cualquier otro momento sólo el Presidente está investido de dicho poder.
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tución le confiere nominalmente. Sin duda, no puede ejercer estos poderes por sí solo y como dueño, sino que es el ministerio el que los ejerce en su nombre. Pero lo esencial es reconocer que, según la Constitución, estos poderes ejercidos por los ministros los toman de la persona presidencial y no son los de las Cámaras ni los suyos propios. Si la Constitución hubiera querido situar el poder ejecutivo en el gabinete ministerial, o aun si hubiera querido que sólo los ministros tuvieran la realidad de este poder, lo hubiera dicho claramente. Sólo al conferir el poder ejecutivo a un titular especial, señala claramente que concibe y desea organizar este poder como una potestad distinta e independiente de aquella que contienen las Cámaras; y así parece justificar la doctrina de los autores que definen al régimen parlamentario como un régimen de dualismo de poderes.56 282
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Del texto mismo de la Constitución, tal como acaba de ser recordado, estos autores deducen igualmente que no se le puede negar al jefe del Ejecutivo el derecho a participar realmente en el gobierno. La célebre máxima formulada en 1829 por Thiers: "El rey reina, pero no gobierna", debe rechazarse, dicese, porque no traduce exactamente los principios propios del parlamentarismo francés. En efecto, por lo mismo que la Constitución confiere y vincula en la persona presidencial misma los atributos del poder ejecutivo, es inadmisible que el Presidente haya de permanecer ajeno a actos que, según los textos mismos, no pueden realizarse sin su concurso, su firma y, por consiguiente, su consentimiento o su influencia. Este argumento se invocaba ya en la monarquía de 1830, pues en la célebre discusión que tuvo lugar sobre estas cuestiones ante la Cámara de Diputados los días 27, 28 y 29 de mayo de 1846, Guizot alegaba, en contra de la tesis de Thiers, que los textos formales de la Carta excluían la posibilidad de pretender que "el rey no signifique nada en su gobierno". Con mayor razón, se ha dicho, el Presidente actual, aunque sometido a las condiciones del gobierno de gabinete, está llamado a desempeñar un cometido gubernamental efectivo. En efecto, un Presidente electo, por la naturaleza misma de las cosas, está obligado a menos reserva que un monarca constitucional. En primer lugar, no se verá cohibido, como un monarca, por el temor de cometer, al gobernar, faltas que pudieran perjudicar a sus intereses dinásticos. Ya en este aspecto tiene, en el ejercicio de sus poderes constitucionales, mayor libertad de acción, y no está condenado a un papel tan borroso como el de un rey hereditario. Por otra parte, a este Presidente electivo debió elegírsele por su valor personal, por sus altas cualidades políticas. ¿Cómo conseguir que, una vez llamado por sus méritos al primer puesto del Estado, haya de permanecer en él inactivo y desempeñar solamente un papel de puro aparato? Esto es tanto menos admisible cuanto que el jefe de una República no tiene que ejercer las funciones de Majestad; si, no llegando a reinar, no puede tampoco gobernar, su presencia al frente del gobierno no tiene ya razón de ser. Además, las opiniones que pueda permitirse dar oficiosamente a los ministros no serán escuchadas con el mismo respeto que las de un monarca como el rey de Inglaterra. ¿No será conveniente, por lo tanto, suplir esta insuficiencia de influencia moral reconociéndole un poder jurídico más fuerte? Por todas estas razones se ha sostenido que el Presidente francés no puede quedar apartado del gobierno; el régimen parlamentario tiene desde luego por efecto limitar su acción personal, pero no la excluye totalmente. Este es en particular el parecer de Esmein, que discute el fundamento de la máxima: "El rey reina, pero no gobierna" Es posible, dice este autor, que dicha máxima exprese con bastante exactitud el estado de cosas que se ha establecido poco a poco en Inglaterra. En Francia exagera el carácter imper
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Los autores que sostienen esta doctrina, alegan, por lo demás, que está confirmada por hechos de orden constitucional. Así, por ejemplo, invocan la importancia política del papel que el Presidente puede desempeñar en el Gobierno, por ejemplo a causa de que, si bien propiamente hablando no preside el consejo de ministros (Duguit, Traite, vol. II, P. 487) ni toma parte en la votación (Esmein, Éléments, 6* ed., p. 806), por lo menos asiste a sus sesiones y se encuentra así asociado a las deliberaciones que preceden a todos los actos gubernamentales de alguna importancia; lo que de ningún modo le permite obligar a los ministros, pero sí ejercer sobre sus resoluciones una influencia que, aunque invisible para el público, en ocasiones puede ser muy importante. Asimismo, se ha hecho observar que la influencia efectiva del Presidente puede ejercerseen forma considerable, en el momento de los cambios de ministerio, pues aunque el Presidente haya de conformarse para el nombramiento de los ministros a las indicaciones que proporciona la actitud de la mayoría parlamentaria, conserva la posibilidad, dentro de los límites que le imponen estas indicaciones, de realizar una selección de personas que es, relativamente, tanto más amplia cuanto que en Francia el parlamentarismo no se basa, como en Inglaterra, en la oposición de dos grandes partidos ni en la existencia, al frente de ellos, de jefes titulares; de donde resulta entonces que el poder presidencial de constituir el gabinete presenta un interés práctico muy real, ya que la orientación política y los procedimientos de acción del gabinete en formación podrán variar sensiblemente según sean las tendencias particulares del hombre que el Presidente elija para formar el ministerio. 300, No puede negarse la exactitud de estas observaciones; y sin embargo, no hay más remedio que reconocer que el dualismo establecido en principio por la Constitución de 1875, de hecho no ha podido mantenerse. En el estado actual de las prácticas parlamentarias francesas, el gabinete aparece, no como el agente de ejercicio de un poder cuya residencia estuviera originariamente en el Persidente, ni tampoco como el intermediario que sirviese de lazo entre dos autoridades que representaran dos poderes distintos, sino en realidad como un comité gubernamental dominado únicamente por la potestad y las voluntades del Parlamento. Era inevitable que se produjera esta evolución. Los constituyentes de 1875, al colocarse en el punto de vista de que un país como Francia no podía prescindir de un jefe de gobierno que tuviera los caracteres de un verdadero jefe de Estado —y un jefe de esta clase, en efecto, era indispensable, aunque sólo fuera por razones de orden internacional y de re 283
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sonal del poder presidencial. A diferencia del monarca inglés, "el Presidente de la República francesa participa activamente en el gobierno del que es jefe'' (Éléments. 6 ed., p. 665, y 7 ed., vol. I, p. 231; ver, en el mismo sentido. Lefebvre, o¡>. cit., pp. 72 ss., 97 ss.).
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presentación exterior—, se han visto lógicamente llevados, una vez admitida la institución de la Presidencia, a erigir al Presidente eri titular inicial y especial del poder ejecutivo. Hasta se ha pretendido que habían intentado hacer de él un "representante" de la nación (Duguit, Traite, vol. I, pp. 405-406, 421, y L'État, vol. II, pp. 329-330, 334; cf. Lefebvre, op. cit., pp. 67 ss., y Esmein, Éléments, 6-1 ed., pp. 633-634, 663 ss., que comparan al Presidente actual con un monarca). De todas maneras, es a la persona del Presidente a la que han referido los atributos del poder ejecutivo. Y haciéndolo así, la Constitución de 1875 creyó consagrar el dualismo orgánico de los poderes. Pero establecía al mismo tiempo el régimen parlamentario, el cual, según sus orígenes ingleses, está fundado históricamente sobre un principio de dualismo, pero cuyas tendencias prácticas están orientadas hacia este objeto final: asegurar el dominio del Ejecutivo por las asambleas. El parlamentarismo pretende mantener cierto equilibrio entre los poderes ejecutivo y legislativo; pero, en razón de las fuertes prerrogativas que confiere al cuerpo legislativo, este equilibrio es totalmente inestable. En realidad, esta clase de gobierno presenta un carácter mixto, que hace de ella un régimen transitorio; el término normal de la evolución que se inició con la forma parlamentaria es la plena supremacía del Parlamento. Se hizo la prueba de ello, en Francia, bajo la Constitución actual, y se pudo observar que, al adoptar el gobierno parlamentario, los constituyentes de 1875, cualesquiera que hayan sido, por otra parte, sus intenciones o preferencias políticas, habían introducido en la Constitución francesa un germen de gobierno según la voluntad que se había adueñado de las Cámaras, germen cuyo desarrollo había de entrañar naturalmente la desaparición del dualismo teórico inscrito en los textos constitucionales. Si este dualismo pudo mantenerse en Inglaterra en cierta medida, ello se debe a causas especiales de dicho país: al prestigio que rodea aún a la Corona, asegurándole, al menos, una alta influencia moral; a la fuerte organización de los partidos, que es causa de que los ministros se hayan comportado realmente como directores de la mayoría; a la clara percepción que tuvieron los ingleses de la necesidad de conservar, por lo menos dentro del ministerio, un gobierno dotado de suficiente potestad; y finalmente, al hecho de que la Corona conserva del pasado notables prerrogativas, que el gabinete es llamado a invocar en su nombre 57 y que implican 284
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Aun en Francia, el gabinete conserva de hecho una fuerza polítira innegable, que toma, bien sea de las atribuciones puestas por la Constitución a nombre del Presidente, como por ejemplo el derecho presidencial de nombrar a los funcionarios, bien sea de todos los poderes administrativos que quedan a disposición de la autoridad gubernamental y que hacen que los administradores se vean obligados continuamente a solicitar su concurso. Ello constituye para todo el gobierno un conjunto de medios de acción que le asegura una influencia más o menos considerable cerca de los miembros del Parlamento.
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en la autoridad gubernamental un verdadero poder inicial, y no sólo una potestad subalterna de ejecución de las leyes, de modo que el fin y el efecto del régimen parlamentario en Inglaterra es simplemente hacer ejercer estas prerrogativas por un ministerio que emana de las Cámaras y es responsable ante ellas. Causas inversas produjeron en Francia resultados opuestos. Bajo la Constitución de 1875, el Presidente, elegido por el personal parlamentario, no tiene, frente a las Cámaras, una fuerza política que le permita ejercer una acción comparable a la del monarca inglés. Por su parte, los ministros, al no tener suficientemente el carácter de jefes titulares de la mayoría, con frecuencia no pudieron ejercer sobre ella sino un ascendiente restringido y precario. Por otra parte, es sabido que el pueblo francés desconfía de la autoridad gubernamental y se hallaría poco dispuesto a secundarla en el caso de que ésta intentara reaccionar contra la voluntad de las asambleas. Así pues, el gabinete ministerial sólo usa con extrema reserva de los poderes que la Constitución concedió al Ejecutivo. Incluso una institución tan conforme al espíritu del parlamentarismo y a las tendencias de la democracia como la disolución, ha quedado inutilizada desde hace largos años y hoy parece ser casi inutilizable. Por lo demás, y pese a lo que hayan dicho algunos autores que pretenden que el Presidente fue dotado de atribuciones que lo igualan a un monarca constitucional,58 los poderes de que dispone el Gobierno bajo la Constitución de 1875 no tienen la misma amplitud ni la misma fuerza que los del rey de Inglaterra. En Inglaterra, la Corona, en virtud de su propia potestad histórica, posee atributos que provienen del hecho de que el rey ha sido primitivamente el soberano efectivo; atributos que el monarca no recibe de la voluntad de las asambleas, y cuya supervivencia implica que constituye todavía hoy, frente al Parlamento, una autoridad provista de un poder independiente; atributos, en fin, cuyo ejercicio por los ministros asegura al gabinete cierta independencia o iniciativa. En Francia, por el contrario, el gobierno recibe sus poderes de una Constitución 285
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En el sistema de la Constitución de 1875, la semejanza entre el Presidente y un monarca constitucional consiste sobre todo en que, como en el Estado monárquico transformado en parlamentario, el Presidente sólo conserva el aspecto y los atributos decorativos del poder propio de un verdadero jefe de Estado. El Presidente francés carece ya completamente de poder realmente personal, no teniéndolo ante las Cámaras ni, incluso, ante los ministros. Y, sin embargo, en Francia parece indispensable no decapitar al Estado, y dejarle un jefe nominal, que encarne en su persona la más alta magistratura francesa en las solemnidades nacionales, la más alta dignidad soberana del país en las relaciones con los representantes de los Estados extranjeros. Un Estado como Francia no puede prescindir de ese aparato. En esto, sobre todo, es en lo que el Presidente ha sido llamado a desempeñar un. papel comparable al de un monarca. Si la Constitución de 1875, como la de Estados Unidos, o incluso la de 1848. no estableció un régimen de gobierno presidencial, al menos se propuso conservar al jefe del Ejecutivo el prestigio presidencial.
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que es, a su vez, obra de una asamblea nacional y cuyo mantenimiento depende de la voluntad parlamentaria. Y, además, la Constitución de 1875 sólo convierte a! gobierno en un Ejecutivo: resume su concepto a este respecto en la fórmula del art. 3 (ley constitucional de 25 de febrero de 1875): vigila y asegura la ejecución de las leyes" (ver supra, núms. 158 ss.). Entre las atribuciones presidenciales enumeradas por los autores como comparables a las de un monarca, algunas de ellas sólo son, en realidad, de orden ejecutivo: tal es el caso de la promulgación de las leyes (ver supra, rr 141). Otras, como la iniciativa legislativa, no contienen ningún derecho efectivo de decisión propia; bien es verdad que las Cámaras están obligadas a deliberar sobre los proyectos legislativos gubernamentales que se les presentan mediante un decreto presidencial; pero el acto que consiste en tomar la iniciativa de una ley, propiamente hablando, no es un acto de potestad legislativa, sino que es sólo uno de los elementos de la preparación de las leyes, una de las operaciones preliminares que terminarán, quizás, en la adopción de la ley; sólo esta última implica una verdadera facultad de potestad (cf. supra, n° 130). Por otra parte, algunas atribuciones presidenciales, que implican en apariencia un poder de decisión propia, como las relativas a los tratados, se resuelven efectivamente en ejecución de leyes de autorización (ver supra, n° 178). Otros poderes, como el de convocar las Cámaras y clausurar sus sesiones, sólo tienen un valor nominal, teniendo en cuenta las condiciones de ejercicio, tan restrictivas, a las cuales las subordinó la Constitución de 1875 (cf. n. 17 del n" 406. infra). Otras más, que le darían al Gobierno una fuerza real, tales como el derecho de disolución o el de solicitar una nueva deliberación de las leyes, han quedado sin efecto, por haber revelado la experiencia que no eran susceptibles de aplicarse contra un Parlamento al que la Constitución había asegurado, por lo demás, una verdadera superioridad, que impide al Gobierno toda ocasión de enfrentarse a él. En resumen, abstracción hecha de ciertos reglamentos presidenciales que adoptaron medidas que sobrepasan ciertamente la simple ejecución de las leyes, reglamentos que constituían en este aspecto iniciativas poco conformes con la Constitución y que sólo pueden explicarse por una tolerancia de las Cámaras (ver supra, n° 228), se observa, por lo demás, que tal vez no haya sino un solo poder inicial de acción y de decisión del cual la voluntad gubernamental haya continuado haciendo uso desde 1875; y lo ha usado porque le era necesario hacerlo, dada la situación internacional de Francia con respecto a la Europa contemporánea: este poder es el de negociar acuerdos políticos o alianzas con las potencias extranjeras. Pudo ejercerse fuera de las Cámaras, pero desde luego con su constante aprobación59 (cf. Joseph Barthélemy, Démocratie 286
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una de las principales razones que han contribuido al mantenimiento, para el gobierno,
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et politique étrangére, pp. 109 ss.). Bajo esta reserva, el Gobierno no es actualmente en Francia, ni la misma Constitución de 1875 hace de él otra cosa que un simple Ejecutivo, una autoridad reducida a un cometido de ejecución. Por lo tanto, no cabría extrañarse de que, en el régimen parlamentario francés, el gabinete, encargado de ejercer los poderes del Gobierno, no tenga, frente a las Cámaras, al contar con medios de acción tan reducidos, sino una influencia y una potestad muy inferiores a aquellas de que goza el ministerio en algunos países parlamentarios extranjeros. 301. En apoyo de estas observaciones es conveniente añadir que hasta los autores que en principio definen el régimen parlamentario como un sistema de dualismo y separación de poderes, se ven obligados después a reconocer que este dualismo ya no existe realmente en el derecho público francés. Así es como Duguit, que empezó caracterizando al Pre 287
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del poder de concluir, por sí mismo y fuera de las Cámaras, tratados políticos, fue expuesta claramente en sesión de la Cámara de Diputados el 1' de marzo de 1912. por Poincaré, entonces ministro de asuntos extranjeros: Para que pueda negarse al gobierno el derecho de firmar con potencias extranjeras convenciones destinadas a permanecer secretas, "sería necesario —decía— que todas las potencias estuvieran decididas a tratar solamente a la luz del día. En otro caso nos encontraríamos en un estado de inferioridad con respecto a la mayor parte de las naciones extranjeras y quedaríamos reducidos a descartar ocasiones de acuerdos ventajosos para Francia, incluso tratados de alianza o de amistad, por no poder prometer la discreción a los gobiernos que así lo exigieran. Una regla demasiado inflexible se volvería, pues, en contra de los intereses de Francia; implicaría el riesgo de aislarnos en Europa." Joseph Barthélemy (op. cit., pp. 87, 125 ss.) señala otra causa de la potestad diplomática conservada por el gobierno. Se trata, dice, de que, en el transcurso de la evolución constitucional de los Estados contemporáneos, "el progreso democrático es infinitamente más lento, y siempre menos completo, en lo que concierne a la dirección de la política extranjera, que para todo aquello que afecta a la política interior". Y el citado autor lo explica al afirmar que "la democracia ha sentido menos aptitudes para regir directamente los destinos del país en el exterior", porque se da perfecta cuenta de que esta clase de gestión exige competencias especiales, y también medios de acción y de información de las que reconoce no estar suficientemente provista. Incluso en una democracia como Suiza, los tratados, a diferencia de las leyes, hasta una fecha muy reciente, han queda sustraídos a la posibilidad del referendum. En Francia. donde por regla general el gobierno, desde el punto de vista de los asuntos interiores, sólo tiene un poder de ejecución de las voluntades del Parlamento, la actitud de este último es evidentemente más reservada en cuanto a las negociaciones internacionales y hasta en cuanto a los arreglos concluidos con el extranjero. Esta disminución de los poderes del Parlamento en materia de relaciones internacionales queda señalada claramente tambié" en Inglaterra, donde las asambleas carecen del derecho de intervención directa en la conclusión y ratificación de los tratados. Importa observar, no obstante, con Joseph Barthélemy (op. rit.. n. 95), que. por efecto del régimen parlamentario, es decir, "por el control que ejerce sobre li conducta de los ministros, ñor la preocupación que tienen estos últimos de no actuar sino de acuerdo con la ooinión pública, de la que es el órgano regular, el Parlamento británico (y otro tanto puede decirse del Parlamento francés en lo que se refiere a las negociaciones internacionales sobre lfs cuales no está directamente llamado a estatuir) ejerce en realidad, en la dirección general de la política extranjera del país, un control por lo menos tan enérgico como el que resultaría para él del derecho de adherirse especialmente a los tratados".
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sidente como a un "representante", acaba por reconocer que ya no es, de hecho, sino una simple autoridad administrativa (Traite, vol. i, pp. 406, 421, vol. II, pp. 452, 461). Análoga conclusión se desprende de la doctrina expuesta en esta materia por Esmein. Según este autor (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 469), resulta evidentemente cierto que el cuerpo legislativo es preponderante respecto del Ejecutivo, y esto es cierto especialmente en el régimen parlamentario. Pero esta preponderancia no suprime el dualismo y la separación de poderes, sino que sólo evita su separación absoluta y excesiva. El jefe del Ejecutivo se mantiene como el titular independiente de un poder distinto; su independencia se manifiesta, por lo menos, en la irrevocabilidad que tiene asegurada, bastando ésta, en efecto, para realizar la innegable separación de ambas autoridades. Sobre la base de esta separación se edifica el régimen parlamentario, que implica, así, que "el poder ejecutivo, con todas sus prerrogativas, se confiere a un jefe distinto e independiente" (ibid., p. 133). Pero esta teoría de Esmein de ningún modo expresa la realidad parlamentaria tal como ésta se desprende de los principios mismos formulados por la Constitución. En realidad, en un Estado republicano, el régimen parlamentario no deja subsistir la independencia del jefe del Ejecutivo; en realidad, la superioridad del Parlamento no constituye sólo preponderancia, sino dominación; el mismo Esmein se encarga de demostrarlo. Así, en primer lugar, tratándose del derecho de nombramiento de los ministros, los autores, y en particular Esmein (p. 491), alegan que se trata de una atribución esencial del jefe del Ejecutivo, incluso su principal atribución en el momento actual; tanto más cuanto que, si el Presidente fuese despojado de este derecho, en el acto y necesariamente perdería el poder de presidir o de asistir a las reuniones del consejo de ministros, y, en estas condiciones, la institución de la Presidencia no tendría ya razón de ser.60 He aquí, pues, al parecer, una atribución presidencial que es una manifestación característica del dualismo y que constituye también la condición del mismo. Ahora bien, esta atribución sólo existe en apariencia y en la forma. "El titular del poder ejecutivo —dice Esmein (p. 155)— tiene el derecho formal y aparente de nombrar a los ministros, pero su poder efectivo en cuanto a su elección es singularmente restringido." E incluso la verdad es que está restringido hasta el punto de hallarse anulado. En efecto, si la mayoría parlamentaria tiene 288
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Tal es la respuesta que conviene oponer a las proposiciones que a veces se han hecho para que las Cámaras nombrasen directamente a los ministros. Desde el momento en que la Constitución deja al Ejecutivo un jefe nominal, es preciso que le deje también —por lo menos a título nominal— ciertas atribuciones que justifican su presencia al frente del Ejecutivo. El nombramiento de los ministros es la principal entre estas atribuciones necesarias.
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jefes titulados, el Presidente estará obligado a llamarlos al ministerio. Y hasta en el caso en que la situación de los partidos le permitiese ejercer cierta elección de personas, esta elección no sería realmente un acto de potestad presidencial, pues el ministerio sólo nace viable si cuenta con la aprobación de las Cámaras. El papel efectivo del Presidente se limita, por consiguiente, a proponer al Parlamento aquellos ministros elegidos por él; al hacerlo, debe tratar de interpretar el sentimiento de las asambleas; ellas dirán si acertó. No existe aquí, en suma, sino una presentación de ensayo, y son las Cámaras las que confirman o invalidan el nombramiento hecho por el Presidente. Todo esto viene a significar que la formación del ministerio, en el fondo, depende de la exclusiva voluntad del Parlamento. En este aspecto, pues, no podrá hablarse de independencia del Ejecutivo, sino que, antes el contrario, hay que reconocer en ello su dominio por las Cámaras. La misma ob servación se impone en lo que concierne a la separación de los ministros. Según los dualistas, al jefe del Ejecutivo, y sólo a él, corresponde, en principio, el "derecho formal" de separación (Esmein, op. cit., 6 ed., p. 791). En cuanto a las Cámaras, sus votos de desconfianza no pueden tener el carácter de una "separación jurídica" (ibid.. 7 ed., vol. I, p. 158). Pero también aquí el dualismo y el poder del Presidente sólo son aparentes. Esmein lo reconoce así de manera expresa, pues, después de haber declarado que la votación hostil de las Cámaras no es más que "una simple indicación que se hace al jefe del Estado", añade: "Pero, de hecho, esta indicación es una orden" (p. 158). Suponiendo, pues, que el Presidente pronuncia la separación de ministros que, censurados por la mayoría parlamentaria, se negaran a dimitir, no realizaría así un acto de potestad independiente, sino que ello no sería por su parte sino la ejecución de una "orden". Este contraste entre el derecho nominal y el verdadero derecho se manifiesta igualmente al considerar las condiciones en que se realizan los actos que dependen de la competencia del jefe del Ejecutivo. En la forma, estos actos son decretos del Presidente; no pueden hacerse sino bajo su firma; y se ha alegado especialmente que el Parlamento, con respecto a su confección, no puede dar órdenes ni al Presidente, ni siquiera a los ministros; las Cámaras, a este propósito sólo poseen la facultad de dar a conocer sus preferencias por vía de indicaciones. Teóricamente esto no es inexacto, pero aquí, como antes, la indicación equivale a una orden. Pues, en la práctica, el gabinete, obligado por su responsabilidad, no puede resistir a la presión que procede de las Cámaras; en semejante caso, su único recurso, totalmente negativo, sería dimitir. Y por otra parte, el Presidente tampoco podría resistir la presión de los ministros
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responsables; en cuanto éstos insistan tendría que resolverse a dar su firma.el La humorada de Bagehot, al declarar que la reina no podría negarse a firmar su propia sentencia de muerte, si ésta fuera pronunciada por las dos Cámaras, no es, en su forma singular, sino la expresión de la verdad constitucional de que, en el régimen parlamentario, el poder, reservado al jefe del Estado, de decretas los actos ejecutivos no corresponde ya a una distinción dualista de las voluntades y potestades orgánicas del Gobierno y el Parlamento.62 Por último, hasta la irrevocabilidad del Presidente —esta pieza capital, según Esmein (ver p. 801, supra), del sistema francés de la separación y del dualismo de poderes— depende, en realidad, de la buena voluntad, es decir, de la voluntad eminente de las Cámaras. Esta irrevocabilidad, que es reflejo de la del rey de Inglaterra y que incluso ha sido criticada a veces, bajo la Constitución de 1875, como una prerrogativa de esencia monárquica, sólo en apariencia tiene valor absoluto. En 289
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Cuando se dice que, desde 1875, el jefe del Ejecutivo ya no tiene ningún poder personal, no se pretende dar a entender que el Presidente quede en una completa inercia. La Constitución no le prohibe, ni podría impedirle, ejercer su influencia personal sobre los ministros y sobre sus decisiones políticas (cf. n. 56, p. 821, supra). Esta influencia hasta podría llegar a ser considerable a veces (ver especialmente, sobre el posible papel del Presidente en materia exterior, Joseph Barthélemy, op. cit., pp. 144 ss.); en este aspecto todo depende de la valía y de la habilidad del hombre que ocupa la Presidencia. Pero, sean los que fueren esta valía y la autoridad que entrañan las opiniones del Presidente, el punto capital en que hay que fijarse es que la acción presidencial, oficial o ignorada por el público, sólo puede desarrollarse en la medida en que obtiene el asentimiento de los ministros, y sobre todo la aprobación que el Parlamento otorga a estos últimos. El Presidente bien puede tratar de atraer a su política a los ministros, y, más allá del gabinete, a la mayoría de las Cámaras. Si consigue que le sigan, su parte de influencia en la política del país podrá ir creciendo. Pero su voluntad, por hábil que sea, en ningún caso habrá de prevalecer, ni siquiera continuar tratando de hacerse admitir, si llega a tropezar con la oposición del ministerio o, con mayor razón, con la del Parlamento. Para demostrar la existencia de un poder gubernamental del Presidente no basta, pues, alegar que este personaje, si está dotado de altas cualidades políticas, en ciertas circunstancias podrá arrastrar a los ministros, al Parlamento y al mismo país; sino que habría que probar que, incluso en caso de divergencias de criterios, el Presidente tiene derecho a imponer su parecer o a exigir que se tenga en cuenta. Ahora bien, es evidente que la Constitución excluye semejante pretensión por su parte. El hecho de que el ejercicio de sus facultades personales por el Presidente queda subordinado a voluntades superiores a la suya basta para demostrar perentoriamente que estas facultades no constituyen un verdadero poder en la acepción jurídica de la palabra. 62 En estos diversos aspectos, la posición constitucional del Presidente de la República de 1848 era muy diferente. Y ello por dos razones: de una parte, era responsable (Constitución de 1848. art. 68) ; de otra, los actos mediante los cuales nombraba y cesaba a los ministros quedaban exentos de la necesidad del refrendo ministerial (art. 67). "El Presidente de 1848 era todopoderoso; el Presidente, como lo ha querido la Asamblea nacional, queda reducido a la impotencia" (carta de Casimir Périer al periódico Le Temps, 22 de febrero de 1905).
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una monarquía constituye una garantía jurídica real, porque en ella se combina con el principio monárquico. Lo mismo sucedería en una República no parlamentaria, en la que el Presidente fuera dueño de elegir y nombrar a los ministros. En Francia, el mismo Esmein (Éléments, 1 ed., vol. I, pp. 489-490) reconoce que "el gobierno parlamentario proporciona al poder legislativo un medio de obligar a retirarse al titular del poder ejecutivo. Basta para ello que las Cámaras estén perfectamente resueltas a impedir la formación de cualquier ministerio. Esto se ha hecho, en nuestro tiempo, contra un Presidente de la república (Grévy)".63 La irrevocabilidad presidencial no es completamente efectiva; no es, pues, lo mismo que las instituciones anteriormente examinadas, una verdadera garantía de la separación de poderes. Ahora es muy importante añadir que todas las facultades que se encuentran así aseguradas a las Cámaras en lo referente a la formación del ministerio, a la dirección de la actividad ejecutiva y a la revocación de los ministros o a la destitución del mismo Presidente, no son solamente poderes de hecho, sino verdaderos poderes jurídicos. Todo esto no es solamente práctica más o menos conforme a los principios constitucionales, sino que forma realmente el derecho parlamentario, pues todo ello resulta naturalmente del juego de las instituciones consagradas por la Constitución. Como muy acertadamente dice Esmein (p. 489), es el mismo gobierno parlamentario el que proporciona a las asambleas los medios de acción irresistibles que les permiten hacer prevalecer, bajo tan variadas formas, su voluntad superior.*" No puede negarse, pues, el carácter jurídico del estado de cosas que tiene en la Constitución misma su origen esencial. Cuando, por ejemplo, los constituyentes de 1875 inscribían en el art. 6 de la ley de 25 de febrero el principio de la irresponsabilidad presidencial, se imaginaban fundar así la irrevocabilidad del Presidente. La aplicación y el desarrollo de la Constitución han revelado claramente que esta irrevocabilidad no estaba asegurada. No hay duda de que siempre subsiste, del sistema del art. 6, la consecuencia de que el Presidente no puede ser objeto de una acusación por hechos de orden político más que en el caso de alta traición. Pero, fuera de esta destitución pronunciada como consecuencia de un procedimiento criminal, el mismo art. 6, al instituir la responsabilidad ministerial —como acabamos de verlo — 290
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Por otra parte, las Cámaras siempre tendrían la facultad, si sus mayorías estaban de acuerdo a este respecto, de reunirse en Asamblea nacional y, por medio de una revisión, introducir en la Constitución una nueva causa de destitución del Presidente. También desde este punto de vista, el Parlamento domina al Ejecutivo. 64 Cf. Larnaude, "La séparation des pouvoirs et la justice en France et aux États-Unis". Revue des idees, 1905, p. 339: "Actuamos como si tuviéramos un Parlamento soberano. Y es que el gobierno parlamentario tiene su lógica: conduce fatalmente, de hecho, a la cuasi-soberania del Parlamento. Políticamente y en realidad, el Parlamento es soberano."
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ofreció a las Cámaras un medio eficaz de obligar al Presidente a retirarse: para ello les basta con negar su concurso a todo ministerio que constituya. Es evidente que esto supone un medio "extremo" (Esmein, loe. cit.), al que no recurrirá la mayoría sino en circunstancias extraordinarias; pero, por más que diga Esmein, no es de ningún modo un medio "revolucionario", puesto que está tomado de la Constitución misma.65 Los autores de esta Constitución no advirtieron suficientemente las repercusiones lejanas que había de producir jurídicamente su principio de la responsabilidad parlamentaria de los ministros, combinado con las demás instituciones republicanas fundadas en 1875. En resumen, el régimen parlamentario, llegado a su completo florecimiento, no es un sistema de dualismo de poderes. No sólo excluye la igualdad de los órganos, al tener por objeto directo asegurar la preponderancia del Parlmento, y a este efecto se aleja singularmente de esa balanza de poderes que, según Montesquieu, ha de constituir uno de los elementos esenciales de su separación, sino que además no deja subsistir verdadero dualismo entre los dos órganos legislativo y ejecutivo; pues el dualismo supone, si no igualdad, al menos una cierta independencia en virtud de la cual aquella de las dos autoridades que sólo posee una potestad menor, es por lo menos capaz de ejercer esta potestad por su libre voluntad. Ahora bien, el gobierno parlamentario conduce, en este aspecto, al predominio verdadero de una de las autoridades sobre la otra. En vano podrá alegarse que la separación de poderes está mantenida, en esta clase de gobierno, en cuanto que los dos poderes conservan titulares distintos. Es cierto, en efecto, que las Cámaras no reúnen en sí las dos potestades, ejecutiva y legislativa; no poseen el poder ejecutivo, puesto que no tienen cualidad para hacer por sí mismas un acto que dependa de este poder y puesto que el Presidente de la República no es su delegado en la función ejecutiva; el régimen parlamentario se diferencia en esto del gobierno convencional. Pero en el fondo68 se aproxima a él, según 291
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No se objete que el empleo de este medio, por parte de las Cámaras, constituye un abuso de su poder constitucional. El concepto de la desviación del poder puede concebirse con respecto a una autoridad cuyos actos quedan sometidos a un control superior de legalidad, especialmente a un control jurisdiccional; y es jurídicamente inaplicable al órgano supremo que en la actualidad son las Cámaras en Francia, que no dependen de ningún órgano superior. 66 El régimen parlamentario y el gobierno convencional tienen un punto de partida totalmente diferente, pero convergen hacia el mismo objeto final y se aproximan por sus resultados. En el régimen parlamentario no podría decirse que las Cámaras presentan el carácter jurídico de un "consejo de administración" que cumple por sí mismo los actos de la función ejecutiva- Pero tampoco sería suficiente caracterizarlas como un simple "consejo de vigilancia", que se limita a controlar, sin tomar ninguna parte en ella, la acción ejecutiva. El mejor calificativo que puede aplicárseles sería más bien el de "consejo de dirección". Evidentemente, según la opinión corriente, el papel del Parlamento no es el de gobernar, sino, por el contrario, el de dejar actuar al gobierno por su propia iniciativa, vigilando su
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el sistema actual del derecho público francés, porque toda la acción ejecutiva, en definitiva, depende de la voluntad eminente del Parlamento; 292
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actividad y poniendo en juego, si hubiere lugar, la responsabilidad ministerial. Esto es perfectamente cierto, desde el punto de vista práctico, y es evidente que el gabinete no conseguiría cumplir sus tareas gubernamentales si no se le confiriese a este efecto una real y suficiente libertad de acción. Un ministerio que se viera de continuo hostigado en el cumplimiento de estas tareas, por intervenciones parlamentarias, llegaría a estar incapacitado para tratar normalmente los asuntos de política interior y exterior. No obstante, no hay que equivocarse respecto al alcance y la naturaleza esencial del poder ministerial del gobierno. Que, por causas de oportunidad política, las Cámaras deban, en la práctica, dejarle al Ejecutivo la facultad de moverse libremente, de elegir bajo su propia apreciación su momento y sus modos de acción, es una verdad evidente que sería trivial recordar Pero, por amplias que sean las libres facultades de que ha de disfrutar el Ejecutivo en la dirección de las operaciones gubernamentales, es cierto que dicha libertad no constituye jurídicamente una verdadera independencia. Desde el punto de vista jurídico, las Cámaras siempre conservan el poder de inmiscuirse en la acción gubernamental, no sólo con el fin de controlarla y de apreciar sus manifestaciones, sino también para imponer sus opiniones y su voluntad a los ministros encargados de ejercerla. Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 243) resume estos diversos aspectos del parlamentarismo diciendo que ese régimen "une y concilia dos términos casi opuestos: la libre acción del poder ejecutivo y la acción todopoderosa de las Cámaras sobre el gobierno". Por lo tanto, la idea importante que hay que aclarar para caracterizar en este aspecto la potestad respectiva del Parlamento y el Ejecutivo es que éste sólo ejerce una función de negotiorum gestio, dirige y administra los asuntos. Su papel es de la misma naturaleza que el del profesional, del técnico, único capaz de ejecutar un trabajo o emprender operaciones que exigen una formación y conocimientos especiales (cf. Joseph Barthélemy, "Le gouvernment par les spécialistes", Revue des sciences politiques, 1918, pp. 193 ss.). Y sin duda conviene que dicho técnico no se vea constantemente molestado, solicitado en sentidos divergentes mientras ejecuta la labor que se le ha confiado. Como dice Joseph Barthélemy (Démocratie et politique étrangére, p. 248), "los propietarios de un barco tienen el derecho de indicar el puerto de destino, pero, una vez hecho a la mar, el capitán se hace responsable de la navegación, y no debe estar obligado a consultar a los pasajeros para resolver todas las dificultades". No por ello deja de ser verdad que el práctico encargado de semejantes tareas técnicas, en el ejercicio de sus atribuciones no es más que un agente de ejecución con respecto a la persona que ha recurrido a su habilidad, y solamente ésta puede considerarse como el dominus reí. De igual modo, el ministerio no hace más que regir los asuntos públicos bajo la autoridad del Presidente, el cual, órgano del soberano, ejerce por sí solo la verdadera soberanía, es decir, la potestad de voluntad, superior y eminente, de la nación. En un Estado parlamentario los ministros no constituyen un órgano independiente con respecto de las Cámaras, lo mismo que en una monarquía no tienen independencia con respecto al monarca, el cual, sin embargo, tampoco realiza por sí solo todas las cosas, y deja en gran parte que sus ministros actúen según su propio juicio. No sólo el gabinete, al mismo tiempo que puede reclamar una verdadera libertad de acción, está obligado a doblegarse, llegado el caso, ante la voluntad superior del Parlamento, sino que también la función ministerial tomada en sí no consiste, a decir verdad —y aun esto en la medida en que se califica de gubernamental—, más que en regentar, en tratar asuntos, en una palabra, en administrar. Existe aquí una ocasión de hacer notar la diferencia que separa los conceptos de soberanía y administración. Volvemos a encontrar una aplicación de
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en el orden ejecutivo nada se hace si no es bajo el imperio de esta voluntad. Si las Cámaras no son el Ejecutivo, por lo menos lo dominan total 293
la distinción establecida tiempo atrás por los hombres de la Revolución (ver núms. 364 ss., infra) entre la simple "función" y la "representación nacional" o poder de ejercer la sobera301] 293 nía misma de la nación. Por amplia que sea, por motivos de orden técnico o de oportunidad práctica, la libertad de iniciativa y de acción a la que tienen derecho a aspirar los ministros para el cumplimiento de su misión, el gabinete, en el conjunto de la organización propia del régimen parlamentario, sólo ejerce una simple "función" de gestión y de administración.Cabría objetar que, desde 1875, los ministros no han sido elegidos, ni con mucho, en razón de sus aptitudes técnicas. Muchas veces ocupan los puestos ministeriales hombres políticos y no especialistas. Joseph Barthélemy (op. cit., p. 154) incluso hace observar que desde este punto de vista el régimen parlamentario ha podido ser definido como "el gobierno del país por un comité de aficionados". No obstante, esta objeción no invalida las observaciones que anteriormente se presentaron respecto al carácter técnico del cometido ministerial. Poco importa, en efecto, a este respecto, que un ministro haya entrado en el gabinete para ejercer en él aptitudes especiales en relación con los asuntos de servicio de su departamento, o únicamente para mantener en él una acción política orientada en un sentido determinado; aun en este último caso hay que dejarle tiempo y libertad para imprimir a sus oficinas el impulso político para el que se le eligió personalmente. Por otra parte, conviene no perder de vista que existe una técnica especial de la política misma y que, en este aspecto por lo menos, los ministros, incluso cuando no son sino personajes políticos, son llamados a actuar —y a veces en condiciones delicadas— como verdaderos técnicos. Quizás se objete también que, en el estado actual de la Constitución francesa, la doctrina que reclama para los ministros suficiente libertad de acción gubernamental no sólo tiene el valor de una recomendación de orden político o de utilidad pública, sino que las leyes constitucionales mismas han reconocido como propias del Ejecutivo ciertas atribucones o ciertos poderes de gobierno y al hacerlo así han señalado una separación y un dualismo de orden jurídico entre la potestad de las Cámaras y la potestad del Ejecutivo. Prueba de semejante dualismo se desprende del hecho de que, según la Constitución de 1875, existe una serie de competencias que, incluso jurídicamente, sólo pertenecen al Ejecutivo y no podrían ejercerse por el Parlamento. Pero este nuevo argumento no es tampoco decisivo. Cuando, en una sociedad anónima, los estatutos encargan a los administradores o a los directores dirigir los asuntos de la sociedad y a este efecto les atribuyen competencias que únicamente ellos son declarados estatutariamente capaces de ejercer, es sin duda cierto que la asamblea de accionistas no puede, sobre todo en las relaciones con terceros, ponerse en el lugar de los directores para realizar por sí misma los actos que han sido reservados a la competencia de los últimos. ¿Podrá decirse por esto que, en la sociedad anónima, el personal encargado de la dirección es igual a la asamblea de accionistas? ¿Podrá hablarse de un verdadero dualismo de poderes entre directores que, cualesquiera que fueren sus atribuciones estatutarias, sólo son agentes técnicos de la sociedad, y la asamblea de los asociados mismos, únicos dueños efectivos de los asuntos y destinos de la sociedad? Desde principios del siglo actual, en las relaciones del Parlamento con el Ejecutivo se han producido dos fenómenos que actuaron en sentidos contrarios. De una parte, el desarrollo de las aspiraciones liberales y populares a las que corresponde el régimen parlamentario engendró para los elegidos del país un aumento de potestad política que favoreció en su provecho las tendencias a la supremacía, de donde resultó que las Cámaras se ven cada vez más impulsadas a ejercer su ingerencia y a dejar sentir la preponderancia de su voluntad en la esfera de la acción ejecutiva. Pero, por otra parte, también es cierto que la
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mente. Esto es suficiente para que no se pueda hablar de dualismo efectivo.67 No se vaya a decir tampoco que de hecho, las Cámaras se limitan habitualmente a controlar la autoridad ejecutiva y que dejan a ésta la libertad de tomar, bajo su responsabilidad parlamentaria, iniciativas que impliquen en ella un poder distinto. Para disipar esta objeción basta con volver a la cuestión ya formulada anteriormente (p. 818): En caso de desacuerdo entre el Gobierno y las Cámaras ¿quién deberá imponerse Es evidente que, ante la voluntad fija del Parlamento, habrá de ceder la autoridad ejecutiva. E incluso en la hipótesis de una disolución, también será el cuerpo legislativo renovado quien diga la última palabra.68 No se puede llamar a esto separación de poderes. 2. ¿CONSAGRA LA SEPARACIÓN DE PODERES EL DERECHO PÚBLICO FRANCÉS? 302. Desde todos los puntos de vista en que nos hemos colocado hasta ahora para examinar la separación de poderes, ésta apareció como irrealizable y no realizada en derecho positivo. Ni la división de la potestad de Estado en tres poderes distintos, ni la especialización de las 294
multiplicación y la complejidad creciente de las tareas gubernamentales exigen que se deje una libertad cada vez más amplia a la autoridad encargada de tratar los asuntos de gobierno. No se puede pedir a esa autoridad que lo haga bien, si al mismo tiempo se le niegan las libres facultades que le son 294 indispensables para llevar su misión a buen fin. El Ejecutivo tiende así a reconquistar una parte de la potestad independiente que el parlamentarismo tuvo por objeto retirarle. Este último fenómeno se manifiesta incluso en un país no parlamentario y de franca democracia como Suiza: alcanzó allí su paroxismo durante la guerra, al amparo del régimen de los "plenos poderes'' otorgados al Consejo federal por la Asamblea federal. Sin embargo, este fenómeno no debe inducir a error. Según el régimen parlamentario, corresponde siempre a las Cámaras afirmar la superioridad de su voluntad en relación con la política gubernamental, y si las necesidades o las complejidades de dicha política les mandan dejar al Ejecutivo mayor o menor independencia en el ejercicio de su actividad, al menos conservan siempre el control de esta actividad, por cuanto depende de ellas administrarle al ministerio la libertad que juzgan útil reconocerle y también por cuanto quedan dueñas de estatuir en última instancia respecto al empleo que aquél hace de BU libertad. 67 En cierto sentido existe menos dualismo en el gobierno parlamentario que en el régimen de la monarquía no parlamentaria limitada. Aquí, en verdad,, el monarca es titular, a la vez, de la potestad legislativa y de la potestad gubernamental. Pero en el orden legislativo, en el que nada puede decretar sin la adhesión previa de las Cámaras, se expone a encontrar, en la resistencia opuesta por éstas y especialmente por la Cámara elegida, un obstáculo infranqueable a sus proyectos de ley. La ley no puede originarse sin la voluntad del monarca, pero su formación depende también de la voluntad de un órgano distinto e independiente. De este modo la monarquía limitada se funda en un dualismo de voluntades. En el régimen parlamentario, en cambio, el Parlamento, en todos los aspectos, posee con relación al gobierno una superioridad absoluta. 68 La disolución, que en principio está destinada a fortalecer la influencia del cuerpo electoral, y que por consiguiente limita la potestad de la asamblea elegida en sus relaciones con los electores, tiene también por efecto inverso aumentar la potestad de dicha asamblea en sus relaciones con el gobierno; pues, por una parte, la Cámara que acaba de ser sometida a
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Funciones materiales y su reparto entre titulares diferentes, ni la independencia de los órganos y la ausencia de relaciones entre ellos, ni la igualdad de los poderes o de las autoridades encargadas de ejercerlos, han sido reconocidas como posibles; y se comprenden, por lo tanto, los ataques y las negativas que hoy se suscitan en contra del principio de Montesquieu, principio generalmente rechazado por la literatura contemporánea como erróneo e inaplicable. En vano algunos autores (ver especialmente Esmein, Éléments, 79 ecl., vol. I, p. 469) se esfuerzan por salvar este principio, alegando que las críticas dirigidas en contra de la doctrina de Montesquieu sólo se refieren a la separación absoluta y exagerada, como pretendió establecerla la Revolución: esta manera de intentar la rehabilitación del principio resulta ineficaz. Cualquier tentativa para justificar la separación de los poderes en uno cualquiera de los sentidos que se han indicado hasta ahora, es decir, en una dirección conforme con el pensamiento de Montesquieu, está destinada a un evidente fracaso. Por ejemplo, cualquier separación de funciones en el sentido en que quiere establecerla Montesquieu es inadmisible. La misma palabra separación, en efecto, tiene un alcance absoluto; implica una escisión entre las funciones o los órganos. Ahora bien, esta escisión, en cualquier grado que se pretenda realizar, tropieza con imposibilidades. Las críticas formuladas contra la separación de poderes concebida según el Espíritu de las leyes no se dirigen solamente, pues, al sistema que trata de separar hasta el exceso las funciones materiales comprendidas en la potestad estatal, sino que se dirigen a cualquier sistema que pretenda separarlas en cualquier grado, ya que toda separación propiamente dicha, por lo que concierne a estas funciones, es excesiva en sí. La separación de los poderes, en cuanto a ellas, así como en cuanto a sus titulares, sólo sería aceptable con la condición de no ser de ningún modo una separación. 303. Tal como la entendió Montesquieu, la separación de poderes es irrealizable, porque, al exigir que cada función material de la potestad estatal sea concedida en su totalidad a un órgano o a un grupo de autoridades especial, independiente, que actúe libre y hasta soberanamente dentro de su propia esfera de competencia, y que constituya así orgánicamente un poder igual a los otros dos, la teoría de Montesquieu implica una división de poderes que no sólo paralizaría la potestad del Estado, sino que además arruinaría su unidad. Esta unidad, condición fundamental del Estado, no excluye la multiplicidad de los órganos, pero no puede mante 295
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una disolución posee, como resultado de la consulta popular, una fuerza parlamentaria irresistible, y por otra parte, si no se hace uso de la disolución, el hecho mismo de que el Gobierno no se atreva a arrostrar esa prueba permite a la Cámara afirmar que expresa la voluntad superior del cuerpo electoral.
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nerse sino mientras la Constitución coordine entre sí a las respectivas actividades de estos órganos, de tal modo que de sus múltiples voluntades se desprenda finalmente una voluntad estatal unitaria. Y para ello es necesario, o bien que estos órganos sólo puedan tomar decisiones en común, o que uno de ellos tenga un poder de decisión más alto, una potestad de voluntad superior, que haga de él el órgano predominante y supremo: dos combinaciones que constituyen, tanto una como otra, lo contrario de la separación de poderes según el Espíritu de las leyes. Hay que ponerse de acuerdo, por lo demás, sobre el concepto de órgano supremo. Todo Estado, como se ha visto, tiene necesariamente un órgano de esta clase. Pero, por una parte, el órgano supremo puede ser complejo, es decir, compuesto de dos órganos que formen en conjunto un todo único: tal es el caso en Francia, donde el órgano supremo es el Parlamento, constituido por dos Cámaras. Por otra parte, y sobre todo, órgano supremo no quiere decir órgano que concentre en sí solo la potestad entera del Estado. Como dice Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 234 ss.; cf. Duguit, UÉtat, vol. II, p. 44), la doctrina, todavía hoy tan extendida, que busca y pretende encontrar en todo Estado un titular primitivo de la potestad estatal, rey o pueblo, que contenga en sí, de un modo íntegro y exclusivo, todos los poderes inherentes a esta potestad, esa doctrin a desconoce la idea fundamental del derecho público moderno, a saber, que sólo el Estado es soberano, que él solo es el sujeto jurídico de la potestad que lleva su nombre. De todas maneras, e incluso si se demostrara que en ciertos Estados hubiese un órgano —el rey en los países de monarquía pura, el cuerpo de ciudadanos en los países de democracia pura— que reuniera en sí todos los poderes (ver sin embargo la n. 16 del n' 334, infra), la verdad es que este estado de cosas no se encuentra necesariamente en todas partes, y en especial se verá después (n' 328, in fine) que hasta ahora no ha podido establecerse en Francia, pues el principio francés de la soberanía nacional se ha opuesto a ello. En el sistema del derecho público francés, la potestad soberana reside exclusivamente en la nación, es decir, en el ser colectivo abstracto e indivisible que tiene en el Estado su personificación; esta potestad no puede localizarse en ningún individuo en particular, ni en ningún grupo de individuos. Resulta de ello que ningún órgano nacional puede poseer, por sí solo, la soberanía íntegra de la nación; pero, por lo. que se refiere a su ejercicio; ésta debe ser objeto de cierto reparto, de tal modo que nadie sea dueño exclusivo de ella y que, en definitiva, sólo la nación sea soberana (cf. n'315, infra). Así pues, no es de ningún modo indispensable, para salvaguardar la unidad estatal, que exista en el Estado un órgano que concentre en sí, 303-305]
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de un modo inicial, toda la potestad soberana.1 Con mayor razón, "órgano supremo" no significa órgano que tenga una potestad ilimitada (ver n° 310, infra). Pero, por lo menos, el Estado, para la realización de su unidad, precisa de un órgano preeminente, cuya voluntad domine la de los órganos concurrentes, bien sea en el sentido de que nada pueda realizarse en el Estado sin su voluntad, bien, en todo caso, que nada pueda hacerse en él contra su voluntad. En este sentido dicho órgano puede caracterizarse, justamente, como órgano supremo, siendo esto suficiente, también, para que pueda aceptarse la teoría de Montesquieu sobre los tres poderes y su separación. 304. Se vio antes que esta separación, en el sentido en que la entiende Montesquieu, desde ningún punto de vista se encuentra realizada en el derecho positivo francés. ¿Significa esto que el derecho público francés no entrañe ninguna distinción entre las potestades respectivamente ejercidas por los diversos órganos del Estado? Ni un solo momento debemos detenernos en semejante suposición: ésta sería inverosímil en el más alto grado. Con toda certeza, la Constitución francesa estableció profundas diferencias entre los diversos poderes o competencias que atribuye especialmen'te a cada clase de órgano. Y hasta se puede sostener que, en este sentido, proporciona los elementos para construir cierta teoría de la separación de poderes. Pero esta separación se presenta desde un punto de vista muy diferente de aquel que percibió Montesquieu; tiene un alcance y un significado muy diferentes de los que derivan de la doctrina delEspíritu de las leyes. ¿Cuál es este significado? ¿En qué sentido nos podemos referir, en derecho público francés, a una separación de poderes? 305. A. Para percibir la separación de poderes tal como resulta del sistema de organización constitucional vigente, hay que partir de la distinción o definición de las funciones tal como ha sido establecida en los precedentes capítulos. Según la doctrina corriente, que se inspira —con el el pretexto de hacer prevalecer las consideraciones racionales de orden "material" y esencial sobre los conceptos de orden formal—, a imitación de Montesquieu, en una definición preconcebida de las funciones estatales, supuestamente consideradas en su naturaleza propia e intrínseca, la separación de poderes significaría que sólo el cuerpo legislativo puede dictar una regla general o una regla de derecho, que la autoridad administrativa es la única que puede tomar decisiones particulares o medidas de gobierno y administración, que los tribunales son los únicos que pueden examinar y resolver cuestiones de derecho y de legalidad (ver p. 766, supra). Así entendida, la separación de poderes ni existe, ni es posible. Es fácil de296
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Por las mismas razones, debe rechazarse la teoría alemana del Trager, de la cual volveremos a hablar más adelante (n. 22 del n° 336).
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mostrarlo. Por ello han negado tantos autores que, en derecho francés, hubiese lugar para una idea de la separación de poderes. Todo esto proviene del hecho de que la doctrina tradicional y .corriente, conforme al concepto de Montesquieu, comprendió e interpretó la separación en el sentido de que cada órgano o grupo de autoridades debe tener una competencia ratione materiae que le sea propia, es decir, una esfera de actividad especial que quede determinada por la misma materia del acto a realizar o de la decisión a adoptar. Ahora bien, es evidente que, en el sistema constitucional del derecho francés, ni la ley, ni el acto administrativo, ni el acto jurisdiccional se caracterizan por su esfera material o por su contenido; sino que se diferencian y deben definirse por la potestad que les es propia respectivamente, potestad que —como se ha visto— varía para cada uno de ellos, bien sea en cuanto a la iniciativa de las decisiones a adaptar, bien sea en cuanto a la fuerza y el valor de estas decisiones ya adoptadas. La distinción entre los actos y las funciones, en derecho francés, tiene una base y un alcance puramente formales. 306. De esta distinción formal hay que partir para determinar el género especial de separación de poderes que se halla realmente establecido en Francia por el derecho positivo actual. En cuanto se entra por esta vía, el concepto de separación se ilumina con una nueva luz, y se desprende muy claramente por cierto, de la Constitución vigente. La separación consiste en que: 1 El Parlamento es el único que puede realizar actos de potestad legislativa, lo que significa que es el único que puede tomar las medidas iniciales que no se reducen a la ejecución administrativa de una ley anterior, y asimismo el único que puede conferir validez legislativa, y particularmente validez estatutaria, a una decisión estatal. 2 Las autoridades administrativas, por el contrario, no pueden conferir a sus decisiones sino la validez de actos o de medidas de administración, validez o fuerza inferior a la que se atribuye a la ley o a los juicios de los tribunales; y además, sólo pueden realizar actos de potestad ejecutiva, lo que significa que sólo pueden actuar conforme a las leyes y dentro de los límites de los poderes que las leyes les confieren. 3 A su vez, los jueces están obligados por las leyes en el sentido de que no pueden pronunciar sino el derecho legal, si la ley habló ya; y si es muda, podrán, en caso de litigio, pronunciar derecho extralegal, pero este derecho sólo valdrá como decisión particular, por no tener fuerza más que ínter partes. Así pues, se realiza desde luego, en el derecho actual, cierta separación de poderes, pero de ningún modo en el sentido del principio de Montesquieu. Esta separación actual en modo alguno significa que el cuerpo legislativo no pueda realizar actos particulares, e incluso actos referente a los asuntos que entran en lo que tradicionalmente se llama "la administración"; o que la autoridad administrativa no pueda dictar regías
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generales, e incluso reglas de derecho análogas a las que decreta el legislador; o que la autoridad jurisdiccional emita mediante sus sentencias decisiones que jamás puedan tener idéntico contenido que las del órgano legislativo o las de un administrador. La separación de poderes, según el derecho positivo actual, de ningún modo es una separación de funciones en este sentido. Las tres clases de actos, legislativos, ejecutivos y judiciales, pueden tener un contenido idéntico; pero la misma decisión adquiere un valor muy diferente según la autoridad que la toma, y además, las condiciones en las que puede tomarse determinada decisión varían según la autoridad que trata de tomarla: esto es lo que hoy significa la separación de poderes. La verdad es, pues, que consiste en atribuir distintamente a las tres clases de órganos o autoridades estatales potestades de grados muy diferentes. Es una separación que se refiere, no ya a las funciones materiales, sino a los grados de potestad formal. Esto se parece muy poco a la separación que preconizaba Montesquieu. En realidad, lo que se halla establecido en el derecho público francés es un sistema de gradación de poderes más bien que un sistema de separación de poderes. 307. En esta jerarquía de los poderes y de las autoridades, el cuerpo legislativo posee la más alta potestad. Estatuye de una manera inicial: en especial, crea el derecho libremente. Las reglas que dicta constituyen el orden jurídico superior y estatutario del Estado, y, por consiguiente, obligan a todos los órganos o autoridades estatales distintos del órgano legislativo mismo. Con la misma libertad, puede tomar medidas particulares, ya sea que por sus leyes se haya conferido a si mismo la facultad o reservado la potestad de realizar tal o cual acto determinado, ya sea que se trate de medidas que van más allá de la capacidad de la autoridad administrativa, al no formar parte de la ejecución de las leyes existentes. Por último, el cuerpo legislativo no está sujeto a sus propias leyes; puede derogar, a título particular, las prescripciones generales de la legislación vigente, e incluso él solo es competente para emitir las decisiones particulares que implicasen tales derogaciones. Y realiza todo esto sin que pueda formularse contra sus actos ningún recurso, jurisdiccional ni de ninguna otra clase. Sólo el caso en que la misma ley hubiera establecido para los interesados algún derecho de indemnización por el perjuicio causado por sus disposiciones, el recurso contra el legislador y sus actos es únicamente de orden político; se aplica por el cuerpo electoral, al ser renovadas las Cámaras.2 297
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Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, pp. 505 ss.) se fija especialmente en este orden de consideraciones para definir la legislación y demás actividades del Estado, al menos en sus relaciones con el sistema moderno de la separación de poderes. Desde este punto de vista, dice, las funciones o poderes se caracterizan, no ya por el contenido de los actos, sino por la
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Las autoridades administrativas sólo poseen una potestad de menor grado. Indudablemente, el acto administrativo puede tener un contenido idéntico al contenido de la ley. Pero, por una parte, incluso cuando enuncia reglas generales, este acto no tiene el valor estatutario propio de las reglas dictadas en forma legislativa. Por otra parte, los administradores no pueden actuar ni contra la ley. ni siquiera sin ella: su actividad sólo puede ejercerse en ejecución de un texto legislativo; supone, por lo menos, una habilitación legal, pues no tienen sino una potestad ejecutiva. Por lo tanto, sus actos están sujetos a recurso, cuando se les tacha de ilegalidad o cuando han sido realizados sin poder legal. En cuanto a la función jurisdiccional, bien es verdad que su distinción de las demás funciones estatales se desprende directamente del orden de ideas de donde Montesquieu deduce su sistema de separación de poderes.3 La separación de esta función tiene esencialmente por objeto 298
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situación de los órganos, tal como la estableció el derecho público positivo, especilmente en lo que se refiere a la cuestión de las responsabilidades eventuales. Así pues, "los actos legislativos son actos para los cuales no hay responsabilidad, que se fundan en una voluntad libre. Son libres incluso en relación Con el derecho vigente. La libertad, la irresponsabilidad del legislador, no pueden restringirse". Del mismo modo, la característica del poder judicial consiste —a diferencia del poder administrativo— en ser "un poder independiente del jefe del Estado, autónomo por consiguiente (en este sentido)", pues "la justicia exige que las autoridades sean independientes de las órdenes del jefe del Estado y de sus agentes". Por último, la administración se caracteriza por el rasgo esencial de ser la parte de la actividad estatal por la que los ministros son responsables, mientras que no lo son ni por los actos del poder legislativo ni por los del poder judicial. Mediante este análisis establece Laband una división o gradación de poderes que tiene cierto parecido con las que se expusieron antes. En efecto o, es evidente que la separación de poderes, tal como se desprende del derecho positivo moderno, se refiere esencialmente a la cuestión de saber en qué medida se encuentra libre o encadenada la actividad de las diversas autoridades estatales. Sin embargo, esta separación no se reduce exclusivamente a una cuestión de responsabilidad, sino que corresponde, de un modo general, a la variedad o diversidad de las potestades de que se hallan investidas las diferentes autoridades estatales, en cuanto a sus iniciativas y al valor de sus actos. 3 ¿Habrá que referir igualmente a las doctrinas de Montesquieu relativas a la separación de poderes, el sistema francés —consagrado por la ley de 6-7 de septiembre de 1790— que consiste en excluir del conocimiento de lo contencioso-administrativo a los tribunales judiciales y remitir a autoridades administrativas la jurisdicción concerniente al mismo? Esta cuestión ha sido muy discutida. Conviene, por lo menos, observar que dicho sistema ya se encontraba establecido en el antiguo régimen, y ello fuera de toda idea de separación de poderes al modo de Montesquieu. A este respecto basta recordar el edicto de Saint-Germain de 1641, que especificaba que los Parlamentos "sólo han sido establecidos para administrar la justicia a nuestros subditos" y que, al ordenarles "contentarse con esta potestad", les prohibía expresamente conocer "generalmente de todos los asuntos que puedan referirse al Estado, a la administración o al gobierno de éstos". Así pues, pudo Larnaude (Bulletin de la Sacíete de législation fomparée. 1902, p. 217) decir muy acertadamente, de este sistema de exclusión de la autoridad judicial en materia contenciosoadministrativa, que "Francia lo tomó de su propia historia más que de Montesquieu. Esta separación de poderes tan particular es un producto nacional del suelo francés; es una regla esencial de nuestro derecho público en el último estado del antiguo régi307]
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garantizar a los interesados la equidad y la imparcialidad de la decisión estatal por la cual se les pronuncia el derecho, ya sea que este derecho se 299
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men, formulada en términos más claros, pero no inventada, por los hombres de la Revolución". Artur (op. cit., Revue du droit public, vol. XVII, pp. 234 ss.) ha ido más lejos aún: sostiene que no son de ningún modo consideraciones tomadas de la necesidad de separar los poderes las que determinaron a la Asamblea constituyente a conferir lo contencioso-administrativo a autoridades administrativas; sino que, en el transcurso de los debates que se efectuaron en diferentes ocasiones con referencia a esta cuestión, los oradores de la Constituyente se fijaron en motivos de orden muy diferente, por ejemplo, en la necesidad- de que se juzgue dicho contencioso especial mediante formas y por una autoridad también especiales, o también en el peligro de multiplicación de las dificultades y conflictos de competencia que hubiera originado la creación de tribunales de excepción (cf. Esmein, "La question de la juridiction administrative devant l'Assemblée constituante", Jahrbuch des offentl. Rechtes, 1911, pp. 22 ss.; ver también la n. 29 del n9 267, supra). Así pues, dice Artur, la Constituyente no se colocó en el terreno de la separación de poderes para examinar y regular la cuestión de lo contencioso-administrativo; sólo más tarde fue cuando el principio de Montesquieu se alegó para justificar la solución que la Revolución había dado a dicha cuestión. Por otra parte, cabe preguntarse si el principio de la separación de poderes estrictamente aplicado no hubiera exigido más bien que el conocimiento de lo contenciosoadministrativo se hubiese conferido a autoridades judiciales. La Constituyente se dio cuenta, en efecto, de las dudas que podían suscitarse respecto de este punto. Antes de 1789. la monarquía absoluta había podido resolver sin inconvenientes los litigios administrativos por medio de sus intendentes, porque no se paraba entonces en escrúpulos inspirados por la idea de la separación de poderes. Esta idea, precisada fuertemente al principio de la Revolución, había de ejercer, por el contrario, una notable influencia en la orientación que tomó primero la Constituyente en la cuestión de la justicia administrativa. A este respecto, importa observar los términos en los cuales dicha cuestión se formuló primitivamente ante la asamblea en la sesión de 27 de mayo de 1790: "¿Tendrán competencia los tribunales ordinarios para todo género de materias, o habrá que establecer algunos tribunales de excepción?" Esta fórmula implicaba que, en todos los casos, lo contencioso-administrativo había de remitirse a tribunales. De hecho, el proyecto inicial, que por tres veces se presentó a la Constituyente en las sesiones de 22 de diciembre de 1789, 27 de mayo de 1790 y 5 de julio de 1790, proponía conferir este contencioso a un tribunal especial, que con el nombre de "tribunal de administración" se concebía y organizaba como una autoridad judicial. Este proyecto fracasó, y la ley de 6-7 de septiembre de 1790 atribuyó en definitiva lo contenciosoadministrativo, conforme a la proposición hecha por el diputado Pezous, a los cuerpos encargados de la administración activa. Pero no parece que este cambio tuviera por causa la preocupación de asegurar la separación de la administración y la justicia. La memoria de Pezous, en particular (Archives parlementaires, 1" serie, vol. xvn, p. 675), no aludía directamente a la necesidad de mantener esta separación, sino que invocaba, ante todo, la necesidad de no multiplicar los tribunales de excepción, de simplificar la justicia, de evitar a los litigantes investigaciones de competencia. Estas últimas consideraciones son las que trajeron la votación de la ley de 6-7 de septiembre de 1790. Artur concluye de ello que la teoría de la separación de poderes no tuvo nada que ver en la solución que dicha ley dio a la cuestión de lo contencioso-administrativo. Esta conclusión es combatida por Duguit (Traite, vol. i, pp. 353 ss.). No es cierto —dice Duguit— que el sistema adoptado por la Constituyente con relación a lo contencioso-administrativo haya suscitado en Francia —como lo pretende Artur— un nuevo concepto, especial e inesperado, de la separación
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pronuncie por la aplicación de las reglas jurídicas existentes, ya sea que,en ausencia de reglas preestablecidas, deba crearse para resolver un litié 300
de poderes; sino que la verdad, por el contrario, es que dicho sistema es consecuencia lógica y natural del principio de separación, tal como se entendía 300 ste en los comienzos de la Revolución, tal como había sido concebido por Montesquieu mismo. Montesquieu, en efecto, define al poder judicial como "la potestad ejecutiva de las cosas que dependen del derecho civil", y dice que, por ella, "el magistrado castiga los crímenes o juzga las diferencias entre particulares" (Esprit des loi.i, lib. xi, cap. vi). Así pues, según este concepto, el poder judicial consiste evidentemente en aplicar las leyes en caso de litigio, pero no todas las leyes: fuera de las leyes criminales, los jueces sólo son llamados a estatuir respecto a Ja aplicación de las leyes civiles, o sea de las leyes que regulan las relaciones jurídicas entre particulares y que proporcionan la solución de los procesos de orden privado. Si se trata, por el contrario, de las leyes que regulan las relaciones jurídicas referentes a la sociedad política misma y que suponen cuestiones de interés público, la aplicación de este segundo género de leyes ya no depende del poder judicial, sino que, incluso en caso de litigio, entra dentro de la competencia de las autoridades encargadas de la administración de los asuntos del Estado; por lo que las diferencias que se refieren a cuestiones administrativas, como todo aquello que se relaciona con el interés general, deben sustraerse al conocimiento de los jueces y reservarse a las autoridades investidas del poder administrativo. Este fue también, según Duguit (La séparation des pouvoirs et FAssemblée de 1789, pp. 70 ss.; ver en el mismo sentido a Esmein, Eléments, 7 ed., vol. I, p. 532, y Jéze, Principes généraux du drnit administratif. 1* ed., p. 125). el concepto al cual se adhirieron los constituyentes de 1789-1791 desde el principio de la Revolución. Y Duguit invoca a este respecto las afirmaciones de varios de ellos, como son Bergasse, Thouret y Duport. El testimonio de Duport es particularmente claro: "Hay que distinguir dos clases de leyes, las leyes políticas y las leyes civiles. Las primeras comprenden las relaciones de los individuos con las sociedad o las diversas instituciones políticas entre sí; las segundas determinan las relaciones particulares de individuo a individuo. Para aplicar estas últimas leyes es para lo que los jueces están especial y únicamente instituidos. Con respecto a las leyes políticas, nunca la ejecución de las mismas puede confiarse a jueces... Hay que prohibir toda función política a los jueces: éstos han de estar encargados simplemente de decidir las diferencias que surgen entre los ciudadanos" (sesión del 29 de marzo de 1790; Archives parlementaires, 1 serie, vol. XII, pp. 408 ss.) Estas ideas, tomadas directamente de Montesquieu, eran en realidad las que predominaban en el seno de la Constituyente, y fue efectivamente por este motivo por lo que la Constituyente, después de haberse negado durante mucho tiempo a admitir el proyecto de creación de los tribunales de administración, que hubieran tenido más o menos carácter de autoridades judiciales, se adhirió con tanta prisa a la proposición hecha por Pezous para remitir lo contencioso-administrativo a los cuerpos administrativos. Por otra parte, la memoria de Pezous contiene ciertos párrafos o argumentos que se refieren directamente al orden de ideas indicado por Duport. Esta memoria opone entre sí lo que llama el "género judicial" y el "género administrativo"; y Pezous, después de desarrollar su sistema, concluye que "un plan tan simple, tan regular... distingue y separa perfectamente el orden administrativo del orden judicial". Este sistema, adoptado por la ley de 6-7 de septiembre de 1790, responde, pues, a un concepto claramente definido referente a la naturaleza y la extensión del poder judicial. "Por más que —dice Duguit (op. cit,, p. 110)— esta ley se votó sin discusión, la Asamblea comprendía claramente el sistema que establecía y que se refería a la separación entre la administración y la justicia." No puede negarse que la tesis histórica
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gio. Sin embargo, la separación de la jurisdicción con respecto a las demás funciones no constituye una separación de funciones materiales, en 301
de Artur suscita ciertas reservas. Y no obstante, es cierto que la Constituyente, con respecto a esta cuestión de lo contencioso-administrativo, no precisó sus ideas con la firmeza que demostró para otros problemas importantes del derecho público; por lo menos no indicó categóricamente que en su pensamiento la exclusión de la 301 competencia judicial, en lo que se refiere a lo contencioso-administrativo, se fundara en el principio mismo de la separación de poderes. ¿Podía, por otra parte, invocar en esta ocasión el principio de Montesquieu, cuando atribuía la jurisdicción administrativa a las autoridades encargadas de la administración activa, mezclando así, al reunirías en las mismas manos, las funciones de administrar y de juzgar? Más aún: en el sistema de la separación de poderes ¿puede admitirse que el conocimiento de lo contencioso-administrativo se confiera a una autoridad cualquiera del orden ejeeutivo? Parece contrario al espíritu de la doctrina de Montesquieu que el Ejecutivo pueda fijar por sí mismo el alcance de aplicación de las leyes que tiene que ejecutar, sean éstas las que fueren; y ello tanto más cuanto que, incluso para aquellas leyes que se califican como "leyes políticas" y que se relacionan con el interés general, los litigios a los cuales da lugar su aplicación conservan, en definitiva, y en un amplio grado, el carácter de discusiones referentes a intereses privados, ya que estas discusiones se suscitan por particulares que luchan por la defensa de sus propios intereses. Estas son cuestiones teóricas a las cuales no es fácil encontrar soluciones exentas de toda contradicción interna y, por consiguiente, cuestiones sobre las cuales es siempre posible volver a entablar controversias. Así pues, es de observarse que todavía hoy muchos autores, para justificar la institución de la justicia administrativa, invocan menos el principio propiamente dicho de la separación de poderes que la necesidad de fortalecer la potestad administrativa y de proteger la actividad administrativa contra los ataques que, formulados ante jueces ajenos a los asuntos de la administración, podrían entorpecer la marcha de éstos. Por ello, Laferriére (op. cit., 2* ed., vol. II, p. 11) declara que la prohibición a los tribunales judiciales de conocer de los actos de la administración "proviene de que los diferentes regímenes que se han sucedido en Francia, desde que la unidad gubernamental y administrativa empezó a establecerse en ella, consideraron como una necesidad del gobierno asegurar la independencia de las administraciones públicas con respecto a los cuerpos judiciales e impedir que, según la frase de Loysel, sea posible "ponerle pleito a la corona". En el fondo esta explicación no se distancia mucho de la que proporcionan los adversarios de la justicia administrativa. Entre éstos, Jacquelin (Principes dominants da contentieux administratif, pp. 32-33) sostiene que "el sistema francés (de la justicia administrativa) es, en verdad, precisamente lo opuesto a la separación de los poderes ejecutivo y judicial", y caracteriza este sistema diciendo que en realidad se funda "en la regla de la absoluta independencia de la administración con respecto a la justicia". Hauriou, por su parte, sin llegar hasta oponer la institución de la justicia administrativa a la separación de poderes, viene a decir lo mismo que Jacquelin, al declarar (op. cit., 6* ed., p. 797) que "la jurisdicción administrativa está ligada a la prerrogativa, quedando ésta a su vez ligada a la centralización", o cuando habla, a este respecto, del "priinlcgio de competencia" de que goza la autoridad administrativa para los litigios suscitados por sus actos (6* ed., p. 406), y de la "inmunidad en relación con la jurisdicción civil" que corresponde a dicha autoridad y que tiene por causa primera "cierto concepto de las prerrogativas de la potestad pública, concepto que motivó la creación de la jurisdicción administrativa como jurisdicción de excepción" (8* ed.. pp. 85-86) ; de donde se deduce la consecuencia, añade Hauriou (8* ed., pp. 33 y 934), de que la autoridad judicial queda "rebajada
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el sentido de la teoría de Montesquieu; pues la decisión emitida a título jurisdiccional puede tener el mismo contenido que una decisión administrativa o incluso legislativa; en particular, existen numerosas decisiones que pronuncian el derecho y que dependen a la vez de la función jurisdiccional y de la función administrativa. No es, pues, por su substancia material sino —como se vio anteriormente (núms. 265 y 268)— por sus elementos formales como el acto jurisdiccional se caracteriza y se distingue de los demás actos de potestad del Estado. En realidad, la jurisdicción es una función que toma su consistencia menos del hecho de pronunciar el derecho que de la manera de pronunciarlo. Cuando se repite, a consecuencia de los textos de la época revolucionaria, que en derecho público francés las funciones de juzgar son diferentes y distintas de las de administrar, esto no significa que la decisión emitida por un administrador y a título administrativo sobre un punto de derecho impugnado sea en sí de diferente naturaleza que aquella otra emitida sobre el mismo punto por una autoridad jurisdiccional; sólo significa que el juez puede conferir a su decisión el valor superior de cosa juzgada, y que la misma decisión formulada por un administrador no puede adquirir sino el valor de una solución administrativa, susceptible de ser discutida y tratada de nuevo (ver n9 264, supra). Así pues, en razón de las diferencias existentes entre sus condiciones respectivas de forma, el acto jurisdiccional tiene una fuerza especial, de la que carece el acto administrativo que se produce sobre el mismo objeto. Por esto, por su forma y su potestad propias, es por lo que se distinguen de una manera absoluta ambas clases de actos. Igualmente, en este terreno formal se establece, en definitiva, la diferencia verdaderamente irreducible entre las funciones jurisdiccional y legislativa, pues, desde el punto de vista material, la decisión contenida en el acto jurisdiccional no siempre se limita a reconocer y a hacer indiscutible una situación de derecho que se desprende del orden jurídico preexistente, sino que también puede crear, como la ley, una situación jurídica nueva, un principio de derecho, o Rechtssatz nuevo. Pero, incluso en este último caso, la potestad jurisdiccional es inferior a la potestad legislativa, pues, por una parte —además de no poder de ningún modo contradecir las leyes en vigor—, el juez sólo puede crear derecho a título de decisión particular e individual, ya que carece de toda potestad de reglamentación general; y por otra parte, sólo se le permite establecer una solución jurídica original en cuanto ello sea necesario para la resolución de un litigio que se le haya sometido regularmente. En resumen, pues, al referirnos a la separación de poderes, tal como resulta del sistema positivo del derecho francés, se observa que esta sepa
ante la administración" y de que "nuestro régimen administrativo centralizado convierte a la administración en un poder más fuerte que la autoridad judicial" (cf. 9* ed., p. 73, y 10* ed., pp. 4445). Así pues, según estas fórmulas, hay que ver en la institución de la justicia administrativa, ante todo, un privilegio asegurado a la potestad administrativa, privilegio de exención de jurisdicción. Esto no significa que esta institución sea condenable o injustificada: quiere decir, en definitiva, que su justificación esencial debe buscarse en la necesidad positiva de hacer que la potestad administrativa sea suficientemente fuerte, antes que
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En las deducciones, siempre tan confusas y a veces incluso contradictorias, de la teoría de Montesquieu sobre la separación de poderes.
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ración consiste, no ya en repartir entre los diversos órganos funciones que difieren entre sí por la naturaleza intrínseca de las decisiones a adoptar, sino en atribuir a cada clase de órgano o de autoridad grados diferentes de potestad en el ejercicio de funciones que, por lo demás, son semejantes, al menos en gran parte. En esto consiste —como se dijo anteriormente— la gradación de_ los poderes, que no tiene nada de coman con una separación material de las funciones y que es todo lo contrarío de la igualdad de los órganos. 308. Y también así mantiene el derecho francés, con la coordinación de los poderes, la unidad del Estado y de su potestad. En efecto, los órganos del Estado, ejercen en este sistema la misma potestad* en grados desiguales o, si se prefiere, funciones iguales con una potestad desigual. Esto es particularmente visible en las relaciones del poder ejecutivo con el poder legislativo; pues una determinada decisión, sea cual fuere su naturaleza o su objeto, puede depender lo mismo de la competencia de la autoridad ejecutiva que de la del órgano legislativo: todo depende, a este respecto, de saber si, de hecho, ha sido habilitado el Ejecutivo por el legislador para tomar por sí mismo esta decisión. Desde el punto de vista material, es, pues, la misma actividad funcional, y en este sentido la misma potestad, la que se ejerce en ambos casos; sólo que no puede ejercerla la autoridad ejecutiva sino a consecuencia y en ejecución de una ley. En otros términos, la potestad ejecutiva, tal como la estableció el derecho francés actual, no es un poder distinto y autónomo, colocado junto a la potestad legislativa e igual a ella, teniendo como ésta su esfera y su materia propias y formando así una porción especial o un elemento separado de la soberanía, pues el derecho francés, en este sentido, no conoce separación de poderes. Lo que se encuentra en la Constitución francesa es. una potestad única, que se manifiesta en primer lugar por actos de voluntad inicial y que, en este grado superior, se llama potestad legislativa, que luego se ejerce, en un grado inferior, mediante actos de ejecución de las leyes, tomando entonces, por este motivo, el nombre de potestad ejecutiva. Esta clase de separación no se refiere, pues, a partes separadas de la soberanía, sino que resulta del hecho de que el órgano legislativo y el Ejecutivo ejercen la potestad soberana en condiciones muy diferentes. Uno y otro desempeñan, cada uno por su parte, las mismas funciones 303
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Ver en el mismo sentido las observaciones presentadas por Hauriou, La souveraineté nationale, pp. 150-151, con el nombre de "teoría de la indivisión de la soberanía del Estado". "Siendo naturalmente indiscutible la soberanía del Estado •—dice este autor—•, se encontrará perpetuamente en estado de indivisión. Una de las reglas esenciales de la indivisión es que cada uno de los co-agentes pueda manejar el derecho por entero, y ésta es también en efecto la regla esencial de la soberanía del Estado, la cual puede ser puesta en movimiento, por entero, por cada uno de los poderes de gobierno."
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materiales; trabajan con el mismo fin, estatuyen sobre los mismos objetos y ejercen, pues, la misma soberanía: pero la ejercen con un poder desigual. 5 Ya había señalado Rousseau, en este sentido, que el legislador es el soberano por excelencia. Y de hecho, la separación de poderes del derecho francés actual se aproxima mucho más a la doctrina de Rousseau, que mantiene la unidad del Estado, que a la doctrina de Montesquieu, que destruye dicha unidad.6 309. Por lo demás, no es únicamente en la superioridad de potestades del acto legislativo propiamente dicho, o sea del acto realizado por la vía y en la forma peculiares de la legislación, donde se manifiesta la preeminencia del órgano llamado legislativo, sino que esta preeminencia continúa afirmándose en lo que se refiere al ejercicio del poder ejecutivo mismo. Se ha visto, en efecto, que en el régimen parlamentario actualmente establecido en Francia, si bien la acción ejecutiva no se realiza directamente por el Parlamento mismo, al menos se ejerce por un comité ministerial que emana del Parlamento, que administra y gobierna bajo el control e incluso bajo el impulso de éste, y que finalmente es responsable" de todos sus actos ante él. En el fondo de ello resulta que las Cámaras son dueñas del poder ejecutivo, como lo son del poder legislativo: su voluntad superior ya no se traduce aquí por actos en forma legislativa; pero las manifestaciones de esta voluntad cualquiera que sea su forma, votos, resoluciones, órdenes del día simples o motivados, no dejan de tener por efecto determinar de un modo preponderante no sólo las decisiones generales de la acción ejecutiva, sino también las decisiones particulares que constituyen el ejercicio de esta actividad. También desde este punto de vista la potestad ejecutiva tiene por características, en el derecho francés, la de ser una potestad dominada y de un grado inferior, así como también es innegable, desde este punto de vista, que el sistema de derecho francés de ningún modo realiza, entre las dos autoridades, parlamentaria y ejecutiva, una separación material de las funciones. Resulta de esto que es en absoluto inexacto, conforme al régimen constitucional vigente, dar a las Cámaras el nombre de órgano o cuerpo 304
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Cf. la doctrina de Duguit respecto de este punto (Traite, vol. i, pp. 346-347, 413- 414). Según este autor, el Parlamento y el gobierno no ejercen una soberanía dividida, sino que "colaboran en la misma medida en las funciones del Estado"; sólo que "no participan en el mismo grado en las funciones de éste", pues participan en ellas "en una forma diferente"; cada uno de ellos "tiene un modo de participación diferente en el ejercicio de la soberanía". En este sentido admite Duguit entre ellos una "separación de funciones". 6 No obstante, se ha visto anteriormente (núms. 92 y 110) que Rousseau mezclaba en su definición de las funciones ejecutiva y legislativa un elemento material, la ley, que según su doctrina consiste en reglas generales. Este elemento no se encuentra ya en el sistema actual del derecho francés, en el que la potestad ejecutiva, a condición de habilitaciones suficientes, puede ejercerse tanto por vía de reglamentación general como por vía de decisiones particulares.
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legislativo. Esta denominación, tomada de la teoría de Montesquieu sobre los tres poderes y su separación, induce a creer que las Cámaras tienen por cometido exclusivo, o al menos por función principal, hacer las leyes. Esto pudo ocurrir en el pasado, y así se explica el empleo tradicional de esta terminología.7 Pero hoy la conservación de estas tradiciones de lenguaje ya no corresponde a las realidades existentes, y es tiempo de abandonarlas.8 Así como las palabras Ejecutivo o jefe del Ejecutivo siguen justificándose, e incluso se hallan cada vez más justificadas, por lo que concierne al Presidente de la República y a las autoridades colocadas por debajo de él, así las expresiones "cuerpo legislativo" o "asambleas legislativas" han perdido toda su pasada exactitud. Bien es verdad que únicamente las Cámaras poseen y pueden ejercer la potestad legislativa (ley constitucional del 25 de febrero de 1875, art. I9); pero no es ésta ni con mucho su única función o potestad. La verdad es que hoy son la autoridad principal, inicial y suprema en toda índole de materias;9 y especialmente tanto en orden a la potestad ejecutiva como en orden a la legislación; pues si son las únicas que tienen el poder de hacer una ley, de ellas depende también la dirección de la acción ejecutiva, llámesele gobierno o administración. Sólo que, por razones históricas que provienen del hecho de que primitivamente las asambleas elegidas habían sido concebidas como debiendo ejercer, en principio, únicamente la función legislativa conforme al sistema de la separación de poderes, los medios formales mediante los cuales aplican las Cámaras su potestad superior sobre el Ejecutivo son de dos clases muy diferentes. Unas veces estatuyen por vía de decisión en forma legislativa, y otras se limitan a emitir, con referencia a la acción ejecutiva, apreciaciones concebidas en forma de votos, de aprobación o de censura.10 Pero, cualquiera que sea la forma por 305
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Esta tradición ha sido establecida por las Constituciones de 1791 (tít. ni, cap. I, titulado '"De la Asamblea nacional legislativa"), de 1793 (arts. 39 ss., que aparecen bajo la rúbrica "Del cuerpo legislativo"), del año ni (tít. V, que lleva como encabezado las palabras "Poder legislativo"), del año VIII (tít. III, "Del poder legislativo", ver especialmente los arts. 25 y 1 ss.. dedicados al "cuerpo legislativo"), del año X (tít. vn. "Del cuerpo legislativo") y del año XII (tít. X), de 1848 (cap. IV, "Del poder legislativo"), de 1852 (tít. V, "Del cuerpo legislativo") y de 1870 (tít. VI). 8 Esto es lo que empiezan a hacer algunos autores. Así, Duguit, al estudiar en su Manual la organización política de Francia, distingue (3* narte, caps. I ss.) "el cuerpo electoral", "el Parlamento", "el Gobierno y "la Asamblea nacional" (ver especialmente Traite, §§ 69 y 155). Análogas divisiones en Moreau, Précis de droit constitutionne.l, 9' ed. Esmein, por el contrario, en sus Éléments de droit constitutionnel, se atiene siempre a las divisiones antiguas: "El poder ejecutivo"; "El poder legislativo" (6* ed., pp. 636 ss., 855 ss.); y bajo esta última denominación comprende las Cámaras. 9 Se verá también más adelante —en el transcurso del cap. referente al poder constituyente (n* 482)— que en la actualidad dominan dicho poder. 10 En la forma, las Cámaras no realizan el acto ejecutivo por sí mismas; y por esto puede
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la cual dan a conocer su voluntad y cualquiera que sea el objeto al que dicha voluntad se aplica, no deja de ser cierto que la autoridad llamada gubernamental o administrativa está obligada, en definitiva, a conformarse a ella. Y por este mismo motivo el Presidente de la República, los ministros, los funcionarios administrativos, dominados por la potestad y la voluntad superiores del Parlamento, deben comprenderse en la denominación general de Ejecutivo. Por el contrario, la expresión "cuerpo legislativo" no tiene ya razón de ser. Las leyes constitucionales de 1875 se guardaron muy bien de emplearla, como tampoco emplean el término "asambleas legislativas"; no conocen más que las "asambleas", las "cámaras", la "Cámara de Diputados y el Senado". Los autores que a pesar de ello siguen designando a las Cámaras con el nombre de "cuerpo legislativo" o denominaciones análogas, incurren en la falta de mantener en la Constitución actual de Francia una separación de poderes al modo de Montesquieu, que ya no se encuentra en ella11 (ver en el mismo sentido, 306
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decirse que no poseen la potestad ejecutiva. Pero en el fondo, sin embargo, dicho acto se realiza conforme a su voluntad. Sea que la influencia del Parlamento en la actividad ejecutiva se ejerza por medio de autorizaciones previas dadas en forma legislativa (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 3': "El Presidente asegura la ejecución de las leyes"), o bien se ejerza por medio de aprobaciones posteriores, cuya renovación es de continuo indispensable al ministerio para que pueda mantenerse en funciones (misma ley, art. 6), ambos procedimientos, en suma, tienen por objeto común y por resultado idéntico asegurar la supremacía del Parlamento. 11 Aquí también, como en la n. 8, p. 489, supra, puede citarse un texto de la Constitución suiza que podría servir para caracterizar en la Constitución francesa actual la posición respectiva de las Cámaras y el Ejecutivo. Es el art. 71, que dice que "la autoridad suprema de la Confederación se ejerce por la Asamblea federal". Contrariamente a la opinión de algunos autores (ver por ejemplo Burckhardt (op. cit., 2" ed., pp. 658 ss., 677 ss.; Bossard, op. cit., pp. 7 ss.; Affolter, Grundziige des schweiz. Staatsrechts, p. 22), que se esfuerzan todavía en probar que la Constitución suiza organiza los poderes de las autoridades federales sobre la base del sistema de la separación funcional según el principio de Montesquieu, el art. 71 indica claramente que en la Confederación suiza el reparto de los poderes se realiza, no por la vía de una separación "material" de las funciones, sino en forma de una gradación de
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para Suiza, Guhl, Bundesgesetz, Bundesbeschluss una Verordnung in schweiz. Staatsrecht, pp. 16-17, quien demuestra que sería muy inexacto 307
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Tribunal federal, existen, según el art. 102 de la Constitución federal, muchos actos y medidas que entran directa y especialmente dentro de la competencia propia del Consejo federal y para la realización de las cuales este último no queda reducido a un papel exclusivo de expectativa y de sumisión que consista en aguardar los impulsos de la Asamblea federal o en ejecutar sus órdenes; el art. 95 especifica inclusive que "la autoridad directorial superior de la Confederación se ejerce por el Consejo federal", lo cual parece excluir la posibilidad de considerar a la Asamblea federal como superior al Consejo federal en el cuadro de dicha competencia directorial. Y sin embargo, con razón caracteriza el art. 71 a la Asamblea federal como siendo, de modo general, la autoridad suprema; incluso como autoridad directorial "superior", el Consejo federal no es aún sino una autoridad subalterna. Las razones de afirmar su subordinación son múltiples, y se desprenden de los textos mismos que, en la Constitución, definen su competencia y sus relaciones con la Asamblea federal. En primer lugar, es evidente que el Consejo federal sólo puede ejercer su poder de dirigir los asuntos federales a condición de conformarse a las leyes y resoluciones de la Confederación (art. 102-1"). Ya en esto resulta evidente que el Consejo federal sólo tiene una potestad inferior a la de la Asamblea federal, puesto que no puede ir en contra de las reglas o decisiones adoptadas por ésta; sus iniciativas están dominadas, pues, por las voluntades formuladas por la Asamblea. Los artículos 71 y 95, citados antes, señalan con claridad, por lo menos en su versión francesa, esta diferencia jerárquica entre ambas autoridades. Si bien el segundo de dichos textos califica al Consejo federal como autoridad superior en el orden directorial y ejecutivo, el primero declara en cambio que la Asamblea federal es la autoridad suprema; y en efecto, incluso ejerciéndola en el grado superior, la función directorial, lo mismo que la función ejecutiva, es en sí una función de naturaleza subalterna, ya que su ejercicio, por lo menos, queda sujeto a la obligación de respetar las leyes vigentes. Pero esto no es todo. La supremacía que la Constitución reconoce a la Asamblea federal es efectivamente general, por cuanto se manifiesta incluso en la esfera de la función atribuida a título "superior" al Consejo federal; de modo que la superioridad de éste no es sino relativa; sólo se halla establecida con referencia a autoridades diferentes de la Asamblea federal y sólo puede ejercerse bajo reserva de los poderes gubernamentales y administrativos que corresponden a la misma Asamblea federal. A este respecto debe señalarse un primer punto: en la literatura suiza se ha podido discutir la cuestión de saber si la Asamblea federal, por medio He postulados que no revistan la forma de resoluciones, puede emitir órdenes o instrucciones sobre el modo como desea que el Consejo federal, haciendo uso de sus poderes, actúe en tal o cual caso determinado (ver en la obra anteriormente citada de Bofsard, pp. 16 ss., las diversas opiniones sostenidas con relación a esta cuestión). De hecho, esta cuestión ha sido resuelta por la práctica, y parece asimismo resolverse, en derecho, en el sentido de que la Asamblea federal tiene la facultad de imponer tales orientaciones o instrucciones, y ello sobre todo por la razón de que posee, según la Constitución misma, "la autoridad suprema" (cf. Burckhardt, loe. cit., pp. 660 y 732; ver también la ley federal de 9 de octubre de 1902, referente a las relaciones entre los Consejos de la Confederación, art. 14). Pero, en todo caso, es evidente — pues se dice así por la Constitución (art. 102-4°; cf. art. 102-2")— que la función concedida al Consejo federal consiste, en primer término, en ejecutar o realizar todas las prescripciones generales o medidas particulares decretadas por las leyes y resoluciones que emanan de la Asamblea federal; y en el ejercicio de este cometido, estrictamente ejecutivo, es evidente que el Consejo federal se comporta como autoridad subalterna con relación a la Asamblea federal, que lo
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caracterizar el cometido de la asamblea federal designándola con el nombre de órgano legislativo). 308
domina, tanto por el poder que le corresponde de reglamentar las condiciones generales de su actividad administrativa, como por la facultad que tiene de adoptar, mediante resolu 308 ciones, medidas concernientes a los asuntos interiores o a la seguridad exterior del país. En efecto, importa observar, desde este último punto de vista, que el art. 85-61-1 y 7" y el art. 102-9'' y 10* colocan, tanto uno como otro, las medidas para la seguridad interior y exterior de Suiza, dentro de las respectivas competencias del Consejo federal y de la Asamblea federal; pero entiéndase bien, la acción de estas dos autoridades en dicha materia no se ejerce en pie de igualdad y de una manera independiente (ver respecto de este punto supra, p. 444, n. 3) ; considerando que el Consejo federal, ante todo, en esta esfera viene obligado a ejecutar las decisiones de la Asamblea federal, es ésta, en efecto, el órgano preponderante y, como lo dice el art. 71, la autoridad suprema. Finalmente, y sobre todo, la superioridad que la Asamblea federal es llamada a ejercer hasta en la esfera de los asuntos administrativos y gubernamentales se encuentra asegurada, directamente ahora, por todo un conjunto de disposociones e instituciones constitucionales que excluyen la posibilidad de considerar al Consejo federal como el titular especial y exclusivo de la función de administración o de gobierno y que, por consiguiente también, revelan de una manera decisiva que la Constitución suiza no ha establecido, en las relaciones entre estas dos autoridades, el principio de la separación de poderes según la fórmula de Montesquieu. Desde luego se puede invocar en este sentido la disposición capital del art. 84, que reserva a la Asamblea federal el poder de estatuir "sobre todos los objetos que la presente Constitución coloca bajo la dependencia de la Confederación y que no queden atribuidos a otra autoridad federal". Resulta de este texto que, hasta en materia de gobierno y administración, la función directorial superior del Consejo federal no constituye una competencia general y exclusiva, sinope, muy al cosario, el Consejo íedeial sólo pede ejei-m en esta materia las atribuciones que le han sido especialmente conferidas por el art 102, en el que se enumeran sus cometidos y sus poderes. Se ha pretendido, sin embargo, que la enumeración del artículo 102 no es limitativa: el mismo texto empieza, en efecto, diciendo que "las atribuciones del Consejo federal son especialmente las siguientes". Pero esta fórmula sin duda no puede significar que las competencias del Consejo federal sean ilimitadas. Sólo significa que el Consejo federal posee los poderes que derivan implícitamente de la enumeración que habrá de seguir, aunque dichos poderes no se encontrasen expresamente mencionados en ella. Así es como el derecho de dictar ordenanzas reglamentarias ha sido generalmente reconocido a] Consejo federal (ver supra. p. 529. n. 5), por más que el art. 102 no lo establezca en términos formales. Pero, bajo esta reserva, el Consejo federal, en virtud del art. 84, sólo puede tener una competencia limitada: y entonces, para todo aquello que exceda de su competencia especial, reaparece la competencia general de la Asamblea federal. Además, la Asamblea federal es llamada por textos constitucionales, en forma expresa, a ejercer en la esfera de la administración y del gobierno un considerable cometido: pues, por una parte, el art. 85, además de las medidas de seguridad externa o interna de las que se acaba de hacer referencia, le confiere en propiedad toda una serie de atribuciones —como el nombramiento de altos funcionarios o creación de función"? federales, conclusión de alianzas y tratados con los Estados extranjeros, amnistía y gracia, disposición del ejército federal— de las cuales se ha podido decir que son las atribuciones más importantes del gobierno: de modo que la parte más alta de esta función queda reservada a la Asamblea federal. Por otra parte, el art. 102-16' establece v destaca la subordinación del Consejo federal con respecto a la Asamblea, por cuanto impone al Consejo federal la obligación de "dar cuenta de su
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310. B. Acabamos de ver que, en el derecho francés actual, la separación de poderes se halla reducida a una separación en los grados de 309
gestión a la Asamblea federal en cada sesión ordinaria": y, por su parte, el art. 85-11" reconoce a la Asamblea un poder de "alta vigilancia de la administración". Bien es verdad que los poderes de vigilancia de la Asamblea sobre el Consejo federal sólo consisten en un control de la actividad de éste: la Asamblea no puede anular un acto del Consejo federa!. 309 ni ordenar al Consejo federal que derogue uno de sus actos; sólo tiene la facultad de expresar su aprobación o su desaprobación, o también de exigir la responsabilidad penal de los miembros del Consejo federal. Sobre todo, cabe observar, con Burkhardt (loe. cit., p. 659), que, en la medida en que el Consejo federal recibe de la misma Constitución el poder de actuar administrativamente, las Cámaras federales no podrían substituirlo para emprender y realizar los actos de su competencia. Asi pues, en estos diversos aspectos, la forma en la cual se manifiesta la superioridad de la Asamblea federal parece excluir la posibilidad de considerar a las Cámaras, en Suiza, como un verdadero órgano de administración. Sin embargo, es notable que los autores suizos (ver de nuevo Burckhardt, loe. cit., p. 659-660) concuerdan en reconocer que, incluso dentro de la esfera de su labor administrativa, el Consejo federal queda subordinado a la Asamblea federal. En este sentido hacen observar que el Consejo federal —que se compone, por cierto, de miembros que pertenecen a partidos diversos— no podría, en el ejercicio de sus funciones, mantener una voluntad diferente de la voluntad de la Asamblea. La Constitución federal, que ni siquiera deja lugar a la hipótesis de crisis parecidas a las crisis ministeriales de los países de parlamentarismo, no permite suponer que entre las Cámaras y el Consejo federal pueda producirse un conflicto, o solamente un disentimiento persistente. De hecho, el mismo Consejo federal reconoce la necesidad de someterse a la voluntad de las Cámaras. Todo ello implica que la Asamblea federal, incluso en el orden de la acción simplemente administrativa, posee un poder de voluntad superior. Y, por consiguiente, el derecho de alta vigilancia que le corresponde con respecto a la administración, así como el deber de dar cuenta que tiene hacia ella el Consejo federal, no se refiere únicamente a la idea de que sea un órgano de control, sino que deben explicarse más bien por la idea de que está llamada a desempeñar, por encima del Consejo federal, un papel directivo. Y también se justifica por ello la facultad, que posee la Asamblea federal, de imponer al Consejo federal instrucciones imperativas, facultad que se encuentra establecida por la práctica, como anteriormente se ha dicho. En una palabra, todo este conjunto de superioridades parece conducir a la conclusión de que. hasta en el orden de las competencias conferidas al Consejo federal, es también la Asamblea federal la que está investida de la potestad suprema de la Confederación. De todos modos, existe una competencia de la Asamblea federal a propósito de la cual hay que afirmar especialmente su potestad administrativa y, por consiguiente, su carácter de órgano administrativo. Se trata de la competencia que le corresponde en materia de "reclamaciones contra las decisiones del Consejo federal referentes a discusiones administrativas" (arts. 85-12'-', 102-2', 113; cf. la ley federal de 22 de marzo de 1893 sobre la organización de la justicia federal, arts. 189 y 192). Se trata aquí de "reclamaciones'"; es decir, por lo tanto, de asuntos contenciosos. En ausencia de un tribunal administrativo, estos asuntos son examinados y resueltos por el Consejo federal: y después de esta decisión puede entablarse un recurso ante la Asamblea federal, la que se encuentra así llamada a estatuir en última instancia y puede anular o reformar la decisión del Consejo federal. La Asamblea ejerce, pues, en lo que se refiere a las reclamaciones administrativas, un poder de control al que se le ha dado en Suiza el nombre de control jurisdiccional (Bossard, op. cit., p. 22). ¿Se halla justificada esta denominación? En cierto
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potestad de las diversas clases de autoridades, lo que es cosa muy diferente de una separación en las funciones. ¿Pero no suscitará alguna objeción este estado de cosas? ¿No cabrá temer que el sistema de la gradación de poderes haga renacer los peligros de opresión que trataba de conjurar Montesquieu? El órgano que posea la potestad estatal en su grado más elevado ¿no se hallará investido, de hecho, de un poder absoluto, que volverá a ser una amenaza para la libertad pública e individual? Por otro lado, cabe preguntar si el régimen de organización de poderes actualmente establecido por la Constitución de 1875 puede concillarse con el gran principio sobre el cual se fundó originariamente el derecho público francés de los tiempos modernos, o sea el principio de la soberanía nacional. Según el concepto de los fundadores del derecho público francés —concepto que, como se verá más adelante, se encuentra formalmente expresado en la Declaración de 1789 (art. 3) y en la Constitución de 1791 (tít. III, art. I9)—, la soberanía reside esencial y abstractamente en la nación, como colectividad unificada e indivisible, y no 310
sentido la Asamblea parece ejercer una función análoga la de un tribunal. Su intervención con fines de anulación o de reforma supone un asunto contencioso, no pudiendo, pues, según la opinión corriente (ver los autores citados por Bossard, p. 28, n. 15), producirse esta clase de intervención con respecto a decisiones del Consejo federal que no se refieran a reclamaciones administrativas. Además, la Asamblea no puede darse por enterada y estatuir sino en el caso de que haya sido entablado un recurso; una vez enterada, ya no 310 puede negarse a resolver. Por otra parte, sin embargo, es realmente difícil considerar como jurisdiccional en sí la vía mediante la cual el recurso se entabla ante la Asamblea federal; es cierto, en efecto, que el procedimiento seguido para la solución del asunto nada tiene de común con las formas de la justicia; por ejemplo, la decisión a dilucidar puede no estar motivada, y sobre todo, es evidente que asambleas políticas como los dos consejos que componen la Asamblea federal no pueden considerarse de ningún modo como autoridades jurisdiccionales (cf. supra, n' 265). Por lo demás, conviene observar que el Consejo federal mismo, por encima del cual la Asamblea federal ha de resolver las reclamaciones administrativas, no ha podido intervenir en el examen y resolución de estas reclamaciones sino como autoridad administrativa, decidiendo a título administrativo. Así pues, si la Constitución suiza, para la resolución de estos asuntos, organizó una instancia superior ante la Asamblea federal, puede pensarse con razón que esta disposición constitucional, que no se explica ciertamente por una vocación jurisdiccional naturalmente inherente a una Asamblea de esta clase, re refiere, antes bien, a un concepto general según el cual la Asamblea federal, en virtud de su situación como autoridad suprema, es el órgano lógicamente designado, en caso de recurso, para apreciar las decisiones del Consejo federal, cuyo examen no entra dentro de la competencia limitativamente atribuida al Tribunal federal, y respecto de las cuales, sin embargo, la Constitución no quiere dejar al Consejo federal un poder de resolución definitiva. La disposición del art. 85-12", que encarga a la Asamblea federal resolver respecto a las reclamaciones formuladas contra las decisiones del Consejo federal en materia de reclamaciones administrativas, según las observaciones que preceden, no sería, pues, sino la confirmación de la preponderancia reconocida a la Asamblea, incluso en la esfera administrativa. Por otra parte —y como lo observa Fleiner, op. cit., p. 10—, ¿no es también por su cualidad de órgano supremo por lo que la Asamblea federal queda encargada por el art. 85-13' de decidir los conflictos de competencia entre autoridades federales, o sea especialmente entre el Consejo federal y el Tribunal federal? De todos modos, cualquiera que sea la opinión que se adopte respecto a la naturaleza, jurisdiccional o administrativa, del poder atribuido a la Asamblea federal sobre las decisiones del Consejo federal en materia de reclamaciones administrativas, una cosa es cierta: no es sin duda el principio de separación de funciones materiales lo que ha llevado a la Constitución suiza a reconocer
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puede localizarse, de un modo concreto, en ningún hombre en particular, ni en ningún grupo parcial o colegio de individuos. La solución propuesta por Montesquieu con objeto de limitar la potestad respectiva de cada uno de los titulares de la potestad nacional encaja perfectamente en este principio; pues al no conceder a cada uno de estos titulares sino una parte fragmentada de la potestad soberana, obstaculiza el que cada uno de ellos adquiera y pueda ejercer un poder completo y verdaderamente soberano en este sentido, y así deja intacta la soberanía exclusiva de la nación. Por el contrario, la soberanía de la nación parece comprometida y sacrificada en el estado actual del derecho constitucional francés. En efecto, excepción hecha de la justicia, que pudo prácticamente quedar aparte y que goza efectivamente de una independencia casi completa, se acaba de observar que la potestad pública de la nación francesa se encuentra hoy fuertemente concentrada en el Parlamento, de cuya voluntad soberana dependen a la vez la legislación y el gobierno. Por ello, ¿no se hallará despojada la nación, en definitiva, de su soberanía? Antes de responder directamente a esta cuestión importa preguntarse si el fin que persiguió Montesquieu no puede alcanzarse mediante otros medios que los que él preconiza. Según la doctrina del Espíritu de las leyes, para asegurar la libertad pública es necesario dividir la potestad del Estado en tres poderes que sean conferidos separadamente a tres clases distintas de autoridades. Esta solución tiene el inconveniente de disminuir la fuerza del Estado. Ahora bien, precisamente sintió el Estado moderno la necesidad de ser fuerte, para desempeñar sus numerosos y difíciles cometidos; y para esto necesitaba unidad, no podía admitir la división. Por ello no pudo aceptarse el principio de Montesquieu. El Estado que concibió Montesquieu no ha sido realizado por las Constituciones contemporáneas. Estas buscaron en otra dirección la solución del problema. Partieron de la idea de que el Estado necesita un órgano supremo, que es —fuera de las democracias puras— bien un monarca, bien el Parlamento. 12 Pero, sin dejar de convertir a este órgano en el centro de la 311
semejante poder a la Asamblea federal. 31112 Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 240, 481-482) pretende que en las democracias representativas el órgano supremo no es la asamblea elegida por el pueblo, sino el pueblo mismo actuando por medio de esta asamblea, que, según esta doctrina, sólo es un órgano secundario. Pero se verá más adelante (núms. 392-393) que este punto de vista es inconciliable con el concepto francés de soberanía nacional, el cual, a decir verdad, excluye la democracia pura y directa e implica un contraste claramente determinado entre esta última y el régimen representativo. En el sistema de la soberanía nacional, el régimen representativo se funda esencialmente en la oposición establecida entre la nación, ser colectivo indivisible y por consiguiente abstracto, y el pueblo o cuerpo de ciudadanos activos, o sea masa de individuos. Los "representantes" son el órgano, no ya del pueblo (hoc sensu), sino únicamente de la nación, ser ideal que sólo por ellos llega a ser capaz de querer. La asamblea representativa es, pues, un órgano primario. Sólo en la democracia absoluta o directa el pueblo, el conjunto de los ciudadanos, aparece como el órgano primario y, por consiguiente, supremo.
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voluntad estatal, no creyeron que su potestad debiera ser ilimitada, incondicional.En otros términos, substituyeron la separación de poderes por la limitación de poderes. Separación de poderes o limitación de la potestad del órgano supremo: he aquí dos nociones bien diferentes. Aquélla implica que es posible y necesario dividir la potestad estatal e igualar los órganos; y tal cosa no es indispensable ni posible. Esta significa simplemente que ningún hombre ni grupo de individuos puede quedar investido de una potestad sin límites; y, por ejemplo, la potestad de los individuos no puede ser ilimitada, a la vez, en cuanto a su expresión actual y en cuanto a su duración. La limitación de los poderes no implica, pues, una división de poderes que afectase al Estado mismo destruyendo su unidad y paralizando su fuerza de acción; tampoco consiste en una estricta especialización de las funciones; no pretende tampoco impedir que exista un órgano más poderoso que los otros, y así es especialmente como el parlamentarismo, lejos de establecer 'la igualdad dualista de los órganos, antes al contrario, tiene por objeto comprobado asegurar la preponderancia de uno de ellos, pero fija ciertos límites a esta preponderancia. Y esto es perfectamente posible, de hecho, tanto más cuanto que los procedimientos de limitación podrán variar sensiblemente según las tendencias y las tradiciones propias de cada país. ¿Cuáles son estos procedimientos? Hay que distinguir dos casos: el órgano supremo, en efecto, puede ser un monarca o el Parlamento.13 311. En el sistema de la monarquía propiamente dicha, el monarca es el centro de todos los poderes. Es, ante todo, el jefe del gobierno y de la administración, y ejerce este poder por sí mismo o por agentes a sus órdenes. También es el titular del poder judicial: la justicia se administra en su nombre. Finalmente, en él también reside la potestad legislativa, pues si bien es verdad que las leyes han de ser elaboradas por las Cámaras, no se convierten en leyes sino por la sanción del monarca. ¿Significa esto que el monarca sea todopoderoso? No; su potestad está limitada, en primer término, por el principio actual del Estado legal, en virtud del cual el monarca sólo puede ejercer sus poderes según ciertas reglas establecidas, según las leyes vigentes y también según la Constitución. En lo que se refiere especialmente a ésta última, importa observar, en efecto, que —incluso cuando ha sido "otorgada" por el monarca— una vez promulgada constituye la única fuente de sus poderes y, por consiguiente, determina también, de manera infranqueable, los límites de 312
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Existe un tercer caso, el de la democracia pura, en que el órgano supremo es el cuerpo de ciudadanos. Pero este caso puede omitirse: aquí es al pueblo mismo, dueño de sus destinos, al que corresponde asegurar su libertad y la de sus miembros.
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los mismos.14 Así es, especialmente, como impide que administre la justicia por sí mismo: no puede ejercer su poder judicial sino mediante jueces delegados, "por tribunales independientes" (Carta de 1814, arts. 57 ss.; cf. Constitución prusiana de 1850, arts. 86 ss.). Y la administración misma se ejerce por funcionarios o autoridades designados a dicho efecto por las leyes y de los cuales no puede el monarca desconocer la competencia legal. Pero la limitación de la potestad real se infiere también, y sobre todo, del hecho de que, en el moderno Estado constitucional, no depende del monarca modificar por su sola voluntad las leyes, ni tampoco la Constitución, que fijan la extensión de sus poderes. Es verdad que en un sentido el monarca es dueño de la legislación: pues ninguna ley, constitucional ni de otra clase, puede hacerse sin su concurso y su sanción. Pero, por otro lado, sólo puede sancionar y decretar aquellas leyes que hayan recibido previamente el asentimiento de las Cámaras, de las cuales una, por lo menos, es independiente de él, más independiente aún, por su origen electivo, que los jueces, cuyo nombramiento y ascenso conserva en su poder. Por esto, sobre todo, se ha dicho (ver n° 276, supra) que la monarquía moderna se funda en un principio de separación de poderes. Pero esta afirmación no es exacta. Para que existiera verdadera separación sería necesario que el monarca estuviera excluido de la potestad legislativa. Pero que no es así lo demuestra el hecho de que ninguna ley puede originarse sin su intervención y su consentimiento. Como dicen las Constituciones monárquicas, la potestad legislativa se ejerce conjuntamente por las Cámaras y por el rey, el cual, por ello mismo, aparece como parte integrante y esencial del órgano legislativo (cf. n' 135, supra). Y esto es precisamente todo lo contrario de una separación de poderes. La verdad es que se produce aquí, como con respecto al poder judicial, no una separación, sino solamente una limitación de la potestad real. Por lo de313
31314
De un modo general, en derecho no cabe tomar en consideración los hechos que precedieron al establecimiento de la Constitución (ver supra, p. 75) Esto se aplica incluso al monarca, cuando es el autor voluntario de la Constitución y cuando consintió libremente en su otorgamiento. Después de este otorgamiento no importan las condiciones en las cuales ha sido creada. Los derechos o poderes del monarca sólo reposan ya en la Constitución misma, ya no existen para él derechos anteriores a ésta (cf. Jellinek, Gesetz und Verordnung, p. 373 n.). Indudablemente, el monarca, autor de semejante otorgamiento, podrá- conservar todos los poderes o facultades que no se ha retirado a sí mismo por el acto constitucional, pero esos poderes derivan para él del principio monárquico tal como ha sido consagrado por la Constitución vigente, y, por consiguiente, provienen, en realidad, de esta misma Constitución, y no de un derecho anterior de la persona real. Igualmente, como lo demuestra Jellinek (LÉtat moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 238 n., 412 ss.),, los derechos de las Cámaras no derivan del monarca, que seguía siendo el sujeto primordial de los mismos, sino únicamente de la Constitución, aunque ésta sea otorgada.
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más, lo expresa claramente el término hoy consagrado para esta especie de monarquía: se la llama monarquía limitada. El monarca queda limitado, por cuanto no puede legislar por sí solo, encontrándose así en la imposibilidad de aumentar por su sola voluntad sus poderes legales. En este sentido, Jellinek (loe. cit., vol. m, pp. 412 ss.) tiene razón al decir que no lleva en sí la potestad íntegra del Estado. Pero, por otro lado, sigue siendo el centro de todos los poderes, pues en todos participa.1" 312. Hay que convenir en que la limitación de los poderes es más difícil de realizar en una Constitución como la que rige actualmente en Francia. La razón de ello es que el órgano supremo, el órgano que ha de limitarse, es aquí el Parlamento, es decir, el mismo órgano que, por sus leyes, puede conferirse indefinidamente nuevos poderes. En este régimen todas las limitaciones parecen dirigidas exclusivamente contra las autoridades distintas de las asambleas elegidas.16 Así, la autoridad judicial es limitada fuertemente por la prohibición que se le hace de invadir la esfera legislativa o la esfera de competencia propia de los administradores. Igualmente, existe una estricta limitación contra el Ejecutivo, el cual no puede, en principio, realizar más actos que los que autorizan las leyes, y cuyo jefe no puede, además, por efecto del parlamentarismo, ejercer sus atribuciones gubernamentales más que por mediación de un ministerio en estrecha dependencia de las Cámaras. Pero, en cuanto a estas últimas, parecen carecer de toda limitación. No sólo son dueñas de fijarse por sus leyes su propia competencia, sino que también el régimen parlamentario viene a aumentar su potestad al Asegurar su supremacía sobre el Ejecutivo y al hacer depender de ellas toda la acción gubernamental. Y 314
31415
Así es como el nombramiento de los jueces por el jefe del Estado, que en los países no monárquicos sólo tiene el valor de un procedimiento de designación que se estima preferible, en una monarquía constituye, por el contrario, una institución necesaria. "No existe otro modo posible, ni siquiera concebible", dice a este respecto Artur (op. cit., Revue du d.roit public. vol. XIV, p. 59; cf. p. 53), el cual añade que no se puede retirar al monarca el nombramiento de los jueces, lo mismo que no puede retirarse el nombramiento de los agentes al poder ejecutivo. Y la razón que de ello da este autor es que "los jueces son sus auxiliares o sus agentes", con igual título que los funcionarios del orden ejecutivo. El mismo Jellinek (lor. cit., vol. II, pp. 293 y 413) tiene que convenir, en este sentido, en que el juez, en la monarquía moderna, es, si no el "delegado" propiamente dicho, al menos el "representante" del monarca: lo cual, según su doctrina sobre la representación, significa que el juez, a título secundario, es el órgano de un órgano judicial primario que es el monarca mismo. 16 Se ha hecho observar con frecuencia que, en particular bajo la Revolución, las diversa? prohibiciones dictadas en nombre de la separación de poderes por los textos constitucionales o legislativos han sido dirigidas sobre todo contra las autoridades electivas, y más aún, en contra de las autoridades judiciales. De hecho, las consecuencias de la idea de separación de poderes se aplicaban, en dicha época, con mucho más rigor al Ejecutivo (Duguit, La séparation des pouvoirs et l'Assemblée de 7789, pp. 21 ss.) y a los jueces (ibid.. pp. 88 ss.; cf. Larnaude, Bulletin de la Sacíete de legislarían comparte. 1902, p. 217, y Revue des idees, 1905, pp. 332 ss.) que al cuerpo legislativo.
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hasta en lo que concierne al poder judicial, se ha hecho observar (Morcan, op. cit., 5^ ed., n° 429) que, si bien se les prohibió, en principio, inmiscuirse en su ejercicio (Constitución de 1791, tít. Hi, cap. v, art. 1'; Constitución del año ni, art. 202), esta prohibición casi no las obliga: por una parte, carece de sanción, y por otra, queda a su voluntad modificar mediante una ley retroactiva el derecho aplicable a procesos en trámite, o ijisiuse —dice Moreau— la solución aplicada a procesos ya juzgados. Se ha dicho, sin embargo, que la limitación de la potestad de las Cámaras queda asegurada por el régimen parlamentario, en cuanto ese régimen implica — dícese— un dualismo de poderes; y en este sentido se ha alegado sobre todo que el parlamentarismo proporciona al Ejecutivo el arma de la disolución, que le permite oponer, por la vía de una apelación al país, una resistencia muy eficaz al cuerpo de los diputados elegidos. Pero se ha demostrado antes que el régimen parlamentario, por e] contrario, tiene como objeto esencial y como resultado efectivo reforzar la potestad de las Cámaras. El parlamentarismo, en realidad, no tiene más objeto que limitar el poder del jefe del Ejecutivo; así como acaba de observarse que en la monarquía limitada el rey no puede hacer las leyes sin el asentimiento de las Cámaras, así en el régimen parlamentario tampoco el jefe del Estado puede gobernar y administrar si no es con la ayuda de un comité ministerial, que en el fondo no es otra cosa que una emanación del Parlamento. En cuanto a la disolución —que, a decir verdad, se refiere especialmente a las individualidades que componen la Cámara de Diputados más bien que a la Cámara misma—, se ha observado ya (n9 297) que en el estado actual del parlamentarismo francés casi no puede ya concebirse como un arma para el Ejecutivo: en efecto, sólo puede funcionar por la voluntad del Parlamento mismo; 17 y en estas condiciones, se ha transformado en un medio, para las propias Cámaras, de hacer prevalecer su voluntad. En otros términos, hoy está destinada a aplicarse mucho menos al caso de conflicto entre el Ejecutivo y el Parlamento que en caso de desacuerdo entre las dos partes integrantes del Parlamento. O puede ser promovida por la mayoría de la Cámara de Diputados, al tratar ésta de imponer su superioridad recurriendo con este fin al cuerpo electoral, con objeto de obtener de él la confirmación de la política que se propone seguir, o con objeto de que aquél le trace una línea, de conducta determinada (cf. Esmein, Éléments, 6* ed., p. 753).18 O 315
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Se vio antes (n. 49, p. 814) que la Constitución de 1875 ya había introducido la disolución en esta vía, puesto que la hacia depender, no de la única voluntad del Ejecutivo, sino también de la apreciación del Senado, que es una parte del Parlamento. 18 Así es como en Inglaterra, cuando el conflicto que precedió a la adopción de la Parliament Act de 1911, la disolución se aplicó por dos veces, con objeto de asegurar el triunfo de la voluntad de los Comunes y de romper la resistencia de los Lores. En Francia, este empleo de la disolución es más difícil de concebir, ya que la Cámara de Diputados sólo puede ser
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bien puede responder a los propósitos del Senado, y entonces se inspira en la preocupación de esta asamblea de poner en guardia al país contra los peligros de la política que prevalece en la Cámara de Diputados; tiende, por consiguiente, a conseguir que el cuerpo electoral desapruebe dicha política. En ambos casos, Ja disolución se basa en la voluntad parlamentaria, s decir, en la voluntad por lo menos de una de las Cámaras: el Gobierno, que la pronuncia, no podría realizarla por su sola y propia voluntad.19 Así pues, parece, en primer lugar, que la potestad del órgano supremo sea más difícil de limitar cuando esta potestad es la del Parlamento que cuando pertenece a un monarca. Sin embargo, existen medios eficaces de limitación, incluso contra el Parlamento, suponiendo que sea éste el órgano supremo. Pero son de orden muy distinto que en el caso de la monarquía. Y desde luego, como en el caso de ésta, no consisten en una separación propiamente dicha de los poderes, sino que derivan de fuentes muy diferentes. 313. El primero de estos procedimientos es la división del Parlamento en dos Cámaras. Se ha repetido con frecuencia que el sistema bicameral "tiene ante todo por objeto debilitar la potestad del cuerpo legislativo" (Esmein, Éléments, 1* ed., vol. I, p. 128). Por una parte, debilita el número de miembros en cada una de las Cámaras; y en este aspecto, evita los inconvenientes del sistema de la asamblea única, la cual es de ordinario muy numerosa, precisamente por ser única, y, por consiguiente, llega a ser con facilidad una asamblea tumultuosa y violenta. Por otra parte, una asamblea única, dueña por sí sola del poder parlamentario, se inclinará por ello a formarse una idea excesiva de su potestad y 316
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disuelta mediante el consentimiento del Senado. Esta es también una de las razones por las cuales esta institución sólo parece susceptible de muy raras aplicaciones en el régimen parlamentario francés. 19 La evolución que así se realizó con respecto al destino de la disolución, no solamente proviene de la superioridad constitucional que hoy día tiene el Parlamento con respecto al Ejecutivo, sino que debe referirse también al sistema de igualdad de ambas Cámaras, que tanto lugar ocupa en la organización fundada por la Constitución de 1875, y, sobre todo, se halla claramente de conformidad con el hecho de que, según esta organización, las dos Cámaras concurren —como se verá más adelante (n" 409)— para formar con el cuerpo electoral un órgano complejo y único, en el doble sentido de que la voluntad estatal suprema es la resultante de las voluntades coordinadas de dichos tres factores, en el sentido de que, las voluntades manifestadas por las Cámaras deben ser conformes y, en todo caso, no pueden ser contrarias a la del cuerpo electoral. Por lo tanto, es natural que en caso de divergencia entre las dos partes del Parlamento, cada una de ellas pueda volverse hacia el cuerpo electoral y solicitar una confrontación de las voluntades respectivas de cada una de las dos asambleas con la voluntad de dicho cuerpo. El hecho de que el Gobierno al que corresponde pronunciar la disolución se incline en esto hacia una de las asambleas, no impide el reconocimiento de que la disolución, en el fondo, se promueve por un impulso que proviene del mismo Parlamento.
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de su cometido; en este aspecto será tanto más temible, cuanto que, por emanar del sufragio universal, pretenderá representar soberanamente la voluntad del país. La dualidad de Cámaras, al hacer depender la acción legislativa y parlamentaria del concurso de voluntades de dos asambleas distintas, excluye la omnipotencia de cada una de ellas; tiene además, como efecto útil, asegurar, en cierta medida, la moderación de sus decisiones y resoluciones, legislativas o de otra clase; pues de hecho será relativamente raro que una segunda Cámara comparta las pasiones o los arrebatos de la otra asamblea. Y, sin embargo, hay que convenir en que la división del Parlamento en dos asambleas sólo proporciona, en este último aspecto, una garantía imperfecta, pues el Parlamento recobra una potestad ilimitada cuando sus dos secciones se hallan de acuerdo sobre la política a seguir y las decisiones a adoptar. 314. Así pues, no es posible contentarse con este primer medio de limitación. El medio esencial y más eficaz consiste en subordinar la potestad y la actividad de las asambleas parlamentarias a una ley superior, que fije y contenga sus poderes: una ley cuya modificación no dependa de las asambleas por sí mismas. Esta ley superior es la Constitución. La Constitución desempeñará así, con respecto al Parlamento, el papel que en la monarquía limitada desempeñan las leyes ordinarias respecto del monarca, al no poder éste gobernar y administrar sino intra legem. La Constitución formulará, sobre ciertos puntos, principios superiores, que las Cámaras, como cuerpo legislativo, no podrán vulnerar. Por ejemplo, les prohibirá hacer leyes retroactivas, determinará los derechos individuales que reserva y garantiza de manera intangible a los ciudadanos. O también se reservará a sí misma, es decir, reservará a un órgano constituyente especial ciertas materias consideradas como particularmente graves, y las cuales, por lo tanto, no podrán ser objeto de las leyes ordinarias. Las limitaciones de esta clase no se desarrollan ya en el terreno y sobre el fundamento del principio de separación de poderes según Montesquieu, sino que aquí nos encontramos en presencia de un principio muy diferente: el de la separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos.20 Las Cámaras continúan 317
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Aunque los dos principios sean diferentes, conviene observar que la separación de poderes constituidos supone necesariamente la separación del poder constituyente. Entre estas dos separaciones la relación es estrecha. Una verdadera separación entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial sólo es posible y puede concebirse mientras exista por encima de las autoridades a separar una autoridad superior que establezca entre ellas la separación, como ocurre en Estados Unidos, donde el pueblo, autor de la Constitución, delega separadamente los tres poderes en tres clases de órganos, constituyéndolos en una situación de independencia en sus relaciones recíprocas, pero dependiendo de él los tres (cf. n" 451, infra). Si no existe en la base del Estado semejante separación, especialidad y superioridad del poder constituyente; si el poder constituyente reside en uno de los órganos llamados constituidos, como es el caso ac
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siendo el órgano supremo, en el orden de las autoridades constituidas; pero por encima de ellas se establece un poder y un órgano superiores que las dominan y las contienen (ver n9 455, infra). Esta clase de separación ha sido concebida, y allí se halla fuertemente establecida, en Estados Unidos, donde se basa principalmente en la idea de la soberanía del pueblo y donde tiene por corolario y sanción la facultad de los tribunales para comprobar la constitucionalidad de las leyes y negarse a aplicar las que juzguen inconstitucionales. En el fondo, esta separación del poder constituyente, así como las instituciones que entraña, proceden sobre todo, en Estados Unidos, del hecho de que el pueblo de este país sintió fuertemente la necesidad de procurarse una protección efectiva contra la arbitrariedad y los intentos de despotismo de sus gobernantes y, en particular, de sus legislaturas. Con este objeto, los americanos se dieron Constituciones detalladas y extensas, cuyas prescripciones, al imponerse al respeto de las asambleas legislativas, tienen como efecto restringir notablemente la potestad de estas últimas (ver n9 463, infra). En Francia prevalecieron otras influencias. Bajo la Constitución de 1875, sobre todo, la separación del poder constituyente se reduce a muy poca cosa. Por una parte la Constitución actual es muy breve: incluso es completamente muda sobre la cuestión, sin embargo primordial, de las libertades y derechos individuales; ya en este aspecto apenas si restringe los poderes de las Cámaras. Por otra parte, es de observar que, aunque la Constitución hubiese cuidado de limitar, mediante disposiciones o prohibiciones múltiples y precisas, la potestad parlamentaria, estas prohibiciones no constituirían para las Cámaras sino una barrera relativamente fácil de franquear, un freno del cual les sería relativamente cómodo desasirse (ver n9 482, infra). En el estado actual del derecho público francés la separación entre las leyes ordinarias y las leyes constitucionales es, en efecto, muy débil; e incluso es cierto que la revisión de la Cons 318
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Tualmente en Francia, donde el Parlamento es dueño de la Constitución, y como ocurre también en los Estados monárquicos, donde el monarca es el órgano supremo en materia constituyente y legislativa a la vez, entonces no cabe ya una separación real entre las autoridades constituidas, pues en este caso, teniendo los diversos órganos constituidos su poder por uno de ellos, dejan de poseer con respecto a éste una situación de independencia y de separación efectivas. Así es como se ha demostrado anteriormente (supra, p. 488, n. 7) que en Francia la autoridad ejecutiva sólo tiene una potestad subalterna de ejecución de las leyes que emanan del Parlamento, o, de todos modos, una potestad de ejercicio ejecutivo de los poderes que proceden de la ley constitucional dependiente de ese mismo Parlamento. No tiene, pues, un verdadero poder primario, independiente y separado. La razón por la cual la separación de poderes ya no es posible aquí, es que la unidad del Estado, en vez de realizarse desde el primer momento en un órgano constituyente colocado por encima de las autoridades constituidas, sólo se realiza en una de estas mismas autoridades. Se hace, pues, inevitable, para mantener la unidad del Estado, que esta autoridad, sea monarca o Parlamento, ejerza una primacía sobre los demás órganos constituidos, lo cual excluye la aplicación del principio de Montesquieu.
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titución depende pura y simplemente de la voluntad del Parlamento, Aunque se dice que la Asamblea nacional es un órgano constituyente distinto del cuerpo legislativo, el hecho es que este órgano está formado por la reunión de los miembros de las dos Cámaras; la asamblea en que reside el poder constituyente se compone del personal parlamentario ordinario. Así pues, en el momento en que las Cámaras están de acuerdo para introducir una modificación en la Constitución vigente,21 les basta constituirse en Asamblea nacional para realizar ese cambio. Así, en el sistema constituyente establecido actualmente en Francia, la Constitución ya no obliga realmente al Parlamento, pues éste no tiene más que adoptar una formación especial para erigirse en órgano constituyente. Esto, en definitiva , es tanto como decir que las Cámaras son incluso dueñas de la Constitución. El Parlamento francés, como el de Inglaterra, es hoy todopoderoso. 315. De esta última observación parece inferirse que la actual Constitución francesa ya no respeta el principio de la soberanía nacional, como tampoco se preocupó de realizar la separación funcional y orgánica de los poderes. Esta conclusión, sin embargo, no sería justa. Si, en cierto sentido, puede decirse que las Cámaras concentran en sí y absorben la soberanía nacional, en otros aspectos puede afirmarse que su soberanía, sin embargo, no es completa ni absoluta. Por considerable que sea su potestad, ésta queda realmente limitada. La limitación resulta del hecho de que el Parlamento, órgano supremo, órgano todopoderoso, es un órgano electivo. Por lo menos, los hombres que lo componen están sometidos a la necesidad de las renovaciones electorales; su poder sólo tiene una duración pasajera y relativamente corta; no son sino los portadores momentáneos de la potestad nacional. No sólo han sido elegidos por el cuerpo de ciudadanos, sino que también es preciso que esta elección sea periódicamente confirmada y renovada. Esta especie de limitación es muy diferente de la que se encuentra en las monarquías. El monarca reina sin fin, pero sólo tiene, en cada momento de su reinado, una potestad limitada; el Parlamento posee un poder que casi carece de límites durante la legislatura, pero se ve limitado en el tiempo, por la brevedad de dicha legislatura. Así pues, en el monarca es la expresión actual de los poderes lo que está limitado; en las Cámaras 319
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Se verá más adelante (núms. 471 y 472) (pie esta condición suficiente, o sea el acuerdo de ambas Cámaras, es también una condición necesaria. Al mismo tiempo que fusiona al personal de ambas Cámaras en una sola Asamblea para la realización de la revisión, la Constitución de 1875, incluso en este caso, y especialmente en favor del Senado, salvaguardó la igualdad de poderes, que es en esencia inherente al sistema bicameral francés. La división del Parlamento en dos Cámaras sigue siendo, pues, lo mismo en materia constituyente que en materia de legislación ordinaria, uno de los elementos de limitación de la potestad parlamentaria, según el derecho positivo actual de Francia.
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es la duración de dichos poderes.22 Ni en un caso ni en otro, los hombres que llegan al poder poseen potestad ilimitada, y no son realmente el soberano. Esta es una idea a la que se han adherido con firmeza los fundadores revolucionarios del derecho público francés y que han expresado de manera bien clara por lo que concierne a la asamblea elegida de los diputados (ver la n. 28 del n9 393, infra). Según su concepto, la potestad de esta asamblea, por amplia y fuerte que sea, no podría amenazar el principio de la soberanía exclusiva de la nación, pues los individuos que ejercen esta potestad sólo tienen su goce precario y efímero (cf. n° 484, infra). En el régimen constitucional que, conforme a este concepto originario, se halla actualmente consagrado en Francia, la soberanía es nacional, por cuanto se reparte entre órganos diferentes, hecho cuya necesidad se indicó antes (n9 303); este reparto, establecido entre el cuerpo electoral y las Cámaras electas, cuya naturaleza se precisará más adelante (n? 409), ha sido regulado de modo tal que excluya tanto la potestad absoluta del Parlamento como la del cuerpo de ciudadanos. Este no posee la soberanía como propia, pues sólo tiene un poder electoral; por su parte, las Cámaras no se convierten en verdaderamente soberanas, ya que los elegidos que las componen sólo poseen el poder parlamentario por tiempo limitado. Como dice un autor, "mientras una asamblea es electiva, no llega a ser absoluta, ya que de sus electores depende no renovarle sus poderes" (Seignobos, op. cit., Revue de París, 1895, vol. i, p. 730). Tal es el punto de vista que prevaleció en Francia; desde 1789, ejerció capital influencia en la formación del derecho público francés. Resulta de esto cierta especie de separación de poderes, pero que se funda sobre una base totalmente distinta de aquella a la que Montesquieu unió su nombre.23 Mientras que la doctrina del Espíritu de las leyes buscaba la garantía de la libertad pública en el reparto de las funciones entre titulares independientes, la separación —puede decirse— se establece hoy entre el cuerpo de electores y el cuerpo de elegidos; no se refiere a funciones materiales, sino que tiende a limitar la influencia de 320
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22 Cf. Esmein, íléments, 7 ed., vol. I, p. 306, el cual, a propósito de los poderes no limitados en sí mismos, dice: "La colación por tiempo parece ser la consecuencia natural de la soberanía nacional". 23 Los autores que hoy persisten en buscar, en la base de la organización constitucional francesa, una separación de poderes conforme al principio de Montesquieu, parecen olvidar que este principio se creó pensando en las monarquías. Suponiendo que pueda recibir su aplicación en éstas, no está hecho para tener otras aplicaciones. Si los norteamericanos lo adoptaron al fundar su Constitución, ello se debe en gran parte al hecho de que, haciendo abstracción de la evolución hacia el parlamentarismo que ya en esa época se había realizado en Inglaterra, calcaron la condición de su presidente popular sobre la de un monarca dotado de poder personal.
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los elegidos con la de los electores; por último, se fuqda en un hecho político que Montesquieu no pudo prever ni tener en cuenta: el incremento, tan considerable hoy, de la fuerza de la opinión popular. Según la frase de un publicista norteamericano, citado por W. Wilson (op. cit., ed. francesa, p. 17), aplicable a Francia en amplio grado, "el pueblo tiene en sus manos la balanza contra sus propios representantes por medio de elecciones periódicas". Al cuerpo electoral es, pues, a quien corresponde contrarrestar la alta potestad de las Cámaras.
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LOS ÓRGANOS DEL ESTADO
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PRELIMINARES 316. El problema que domina todo el estudio de los órganos del Estado es el siguiente: En cada Estado se encuentran ciertas personas, tales como el rey, el presidente de la República, los ministros, o también ciertos colegios, como las asambleas legislativas, que son los titulares efectivos de los poderes del Estado, los agentes de ejercicio de las diversas funciones de potestad estatal. Con respecto a estos diversos poseedores del poder, puede formularse una doble pregunta: 1 ¿Con qué carácter ejercen la potestad del Estado? 2 ¿De dónde procede esta cualidad? ¿De dónde obtienen el poder que ejercen, así como su vocación para dicho ejercicio? Estas dos preguntas no se formulan únicamente para los gobernantes? se plantean en las democracias, para los mismos ciudadanos, por cuanto que en ellas esos ciudadanos participan en el ejercicio de ciertas funciones de potestad pública, estando, por ejemplo, llamados a emitir su sufragio para la formación de las leyes o el establecimiento de la Constitución. ¿Con qué carácter lo hacen? ¿Y de dónde procede el derecho de ejercer, en todo o en parte, la potestad estatal? Desde el punto de vista estrictamente jurídico, la contestación a esas dos preguntas es desde luego muy sencilla: 1 Las personas o cuerpos que ejercen una parte cualquiera de la potestad pública, son por ello mismo los órganos del Estado, y la potestad que poseen es la del Estado. En efecto, se observó al iniciar estos estudios (núms. 11 ss.) que el Estado resulta de determinada organización de la colectividad nacional, organización de tal índole que la potestad de querer y mandar de la colectividad se concentra en ciertos individuos cuya voluntad y cuyas decisiones se consideran como la voluntad y las decisiones de la colectividad misma. Por esta organización, la colectividad se halla constituida —formalmente (ver supra, pp. 56 ss.)— en una persona jurídica, es decir, en una unidad corporativa, en la cua! se funden todos sus miembros individuales y que se convierte así, con el nombre de Estado, en el sujeto propio de los atributos de la potestad pública. Las personas o asambleas que expresan la voluntad nacional o ejercen la potestad pública, jurídicamente no son más que los órganos de
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esa colectividad unificada, es decir, los órganos de la persona estatal. En derecho estricto y desde el punto de vista de la teoría general del Estado, la naturaleza del órgano estatal es igual en todas partes: el zar de Rusia, en los tiempos de su autocracia, era un órgano en el mismo sentido que la asamblea de ciudadanos que deciden por sí mismos en la democracia suiza. 2 Si nos preguntamos ahora de dónde obtienen los poseedores del poder —sean quienes fueren, gobernantes o asambleas de ciudadanos— su cualidad de órganos del Estado, y en virtud de qué derecho pudiere a adquirir dicha cualidad, hay que contestar, desde el punto de vista jurídico, que poseen ese título y recibieron su vocación del orden jurídico establecido a este respecto en cada Estado. Pero este orden jurídico se halla contenido en la Constitución. Por lo tanto, su vocación procede de la Constitución, y en virtud de ésta ejercen su competencia. 317. Nada tiene que añadir el jurista sobre la cuestión del fundamento de la potestad que ejercen los órganos del Estado. El jurista, en efecto, sólo conoce el orden jurídico existente. Por consiguiente, la ciencia del derecho sólo se preocupa del fundamento jurídico .de las instituciones, el cual, según las nociones que se acaban de recordar, se reduce a una cuestión de reglamentación u organización formales. Por su parte, pues, no tiene por qué buscar el fundamento de las instituciones desde el punto de vista histórico o social, ni menos proporcionar su justificación desde el punto de vista político o filosófico. En particular, el problema de la legitimidad de la autoridad de los gobernantes —por considerable que sea su importancia moral— no depende de la ciencia jurídica propiamente dicha.1 A veces, sin embargo, los tratados de derecho público no se contentaron con estas soluciones puramente jurídicas. Les reprocharon el tener tan solamente un valor formal, el no expresar por lo tanto sino realidades exteriores o artificiales, y sobre todo el atenerse a Ja comprobación pura y simple del hecho consumado.2 Los autores que pretenden escudri321
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En principio, sin embargo, parece que hay motivo para declarar ilegítimo a todo gobierno que se establezca y se adueñe del poder fuera o en contra del derecho público vigente en el momento de su advenimiento. Pero, como el primer cuidado de los gobernantes que alcanzaron el poder en esas condiciones es precisamente crear un nuevo estatuto que consagre su autoridad, esta autoridad, después de sus comienzos contrarios al derecho, acabará adquiriendo un carácter de legitimidad jurídica, siempre que el nuevo estatuto con el cual se halla actualmente conforme sea reconocido y aceptado públicamente como estable y regular. Por esto puede decirse que la legitimidad jurídica de la potestad de los gobernantes no depende tanto de las condiciones en que adquirieron primitivamente el poder, como del hecho de que estén en situación de conservar la posesión del mismo de una manera regular y duradera según la Constitución actualmente en vigor. 2 Esta crítica ha sido dirigida con frecuencia a las teorías jurídicas en general. "Los idealistas reprochan a los juristas el adoptar la teoría del stata quo", dice Joseph Barthélemy
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ñar en el fondo de las cosas consideran indispensable, pues, indagar cuáles son las bases racionales de la autoridad que ejercen ciertas personas o cuerpos en nombre del Estado. Plantean entonces la cuestión teórica de saber cuál es la fuente primera del poder que ejercen los gobernantes o, para emplear la terminología establecida en Francia a este respecto, en quién reside primitivamente la soberanía. Esto ya no es, propiamente hablando, una cuestión jurídica, sino una cuestión de orden especulativo y de principios. Ya no se trata de resolver el problema de la soberanía según los datos positivos del derecho vigente, sino según los conceptos que se fundan en la razón. Y ya se entiende que estos conceptos varían según las ideas particulares y las tendencias personales de cada pensador. En ninguna parte ha sido esta cuestión de principio más agitada que en Francia. Muchas razones hubo para ello. Ante todo, la necesidad de lógica, y también de justicia, propia del espíritu francés, o sea la necesidad de referir las instituciones a ciertas ideas generales, por una parte, y por otra la de encontrar a la potestad de los gobernantes una justificación que no sea la fuerza de que disponen o el imperio del hecho existente. Pero —hay que decirlo también—- la importancia que se ha dado en Francia a la cuestión de los orígenes del poder que poseen los gobernantes se debió, en gran parte, a la inestabilidad de las instituciones políticas francesas después de 1789. En aquellos países que tienen instituciones tradicionales, consagradas por un largo pasado histórico, los poderes públicos funcionan apaciblemente y la autoridad de sus titulares es aceptada por el pueblo sin que éste piense en preguntarse cuál es el fundamento de esta autoridad ni si es legítima. Así ocurrió en Inglaterra durante mucho tiempo. Los ingleses tomaron la costumbre de decir que, en Inglaterra, la potestad soberana reside en el Parlamento, y con el nombre de Parlamento entendían la reunión del rey, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. En efecto, el rey y las Cámaras fueron durante siglos los titulares tradicionales e indiscutibles de la potestad estatal; a la larga, esos titulares acabaron por encarnar, para los ingleses, la potestad soberana, y el pueblo inglés no se preocupó ya más de indagar de dónde procedía su poder. Lo tenían, ante todo, por una posesión inmemorial, y a decir verdad este título histórico constituye la justificación más sólida que pueda invocarse, desde el punto de vista político, por los gobiernos de los Estados, así como constituye también la mejor garantía política de su mantenimiento duradero,3 durante tanto tiempo, al menos, como la tradición del pasado 322
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(Démocratie et politique étrangére, p. 456), que, por cierto, reconoce que en esto "los juristas no han elegido desde luego la mejor parte", aunque no por eso deja de mantener, apoyándose en buenas razones, que "su papel es necesario". 3 En la época de las monarquías alemanas, muchos autores, en Alemania, elevaron esta verdad histórica y política a la altura de un principio absoluto. La tesis expresada por ellos
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no se vea socavada por la aparición en el país de aspiraciones, necesidades o acontecimientos nuevos. 318. Otras circunstancias prevalecieron en Francia. Después de la caída del antiguo régimen, al romper el pueblo francés con las tradiciones de su historia política, le costó gran trabajo crearse otras nuevas. De 1789 a 1875, y mediante múltiples cambios de Constitución, bruscos y radicales, agotó todas las formas de gobierno. Durante este período de inestabilidad no pudieron los poseedores sucesivos del poder, como en Inglaterra, fundar su existencia en una posesión constante de la soberanía, y entonces, a falta de un título de legitimidad proporcionado por el pasado, hubo que preguntarse cuál era, en el presente, el origen jurídico y la base racional de su autoridad. Esta cuestión adquirió hace tiempo, en las preocupaciones de los publicistas franceses, una importancia tanto más considerable cuanto que siempre se veían llevados a considerar la eventualidad de un cambio total de Constitución o de modificaciones más o menos profundas del régimen, constitucional vigente. Y, en efecto, el problema capital que suscitaba el examen de semejante eventualidad era el siguiente: ¿a quién pertenece el derecho de hacer labor constituyente, de instituir los órganos del Estado y de conferirles el poder? Así pues, la cuestión de saber en quién tiene la soberanía su sede primordial tomó en Francia, y bajo la influencia de los acontecimientos, un giro y una significación especiales. Se reduce a preguntar en quién reside el poder constituyente. Es importante observar cómo se formula este problema, pues sus mismos términos indican que, para indagar el fundamento de la potestad de los gobernantes, no nos colocamos después y bajo el imperio de la Constitución vigente, sino en el mismo momento en que ha de hacerse esa Constitución; no se supone un orden jurídico preexistente, sino que se hace tabla rasa de todo aquello que existe como organización constitucional, pretendiendo organizar de nuevo y por entero al Estado sobre el fundamento de teorías preconcebidas. En realidad no hubo más remedio que recurrir a teorías de esta clase cada vez que se trató, desde 1789, de darle al pueblo francés una nueva Constitución des 323
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era que el monarca no recibe sus derechos de la Constitución, sino del hecho histórico de la posesión del poder. Ricker, por ejemplo (Frankensteirís Vierteljahrsschrijt fiir Staats und Volkswirtschaft, vol. IV, p. 261). dice: "La supremacía que corresponde al monarca tiene por base la potestad de hecho que ha recibido en el transcurso de la historia. Por lo tanto, la cuestión de saber a quién pertenece jurídica y legítimamente la autoridad estatal suprema se reduce a la de saber quién está en posesión efectiva de dicha autoridad". G. Meyer (Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 7* ed., p. 26) declaraba igualmente: "El derecho al ejercicio de la potestad estatal está condicionado, no ya por la necesidad de un título jurídico de adquisición, sino únicamente por el hecho de la posesión de dicha potestad". Y uno de los jefe? de esta escuela, Max Seydel (Grundzüge einer allg. Staatslehre, p. 14), ha expuesto la fórmula del sistema al decir: "La cuestión de la legitimidad del poder del soberano efectivo no tiene sentido jurídico", y también (p. 16) : "La Herrschaft es puramente un hecho".
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pues de una revolución o de un acto de fuerza que acababa de derribar en su totalidad, haciéndola desaparecer radicalmente, la Constitución vigente (ver n9 444, infra). Así, es conveniente recordar, ante todo, las teorías emitidas respecto a la primitiva sede y a la fuente originaria de la potestad soberana. Después abordaremos el estudio del sistema del derecho positivo francés en relación con el órgano estatal. Y por último volveremos a la cuestión del poder constituyente mismo, para examinar la solución jurídica que le dieron las Constituciones francesas.
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CAPITULO I TEORÍAS CONTEMPORÁNEAS SOBRE EL ORIGEN DE LA POTESTAD DE LOS ÓRGANOS DE ESTADO 319. Antes de exponer las dos grande's teorías propuestas actualmente por los tratados de derecho público francés en respuesta a la pregunta sobre el origen del poder, que son, por una parte, la de la soberanía del pueblo y, por otra, la de la soberanía nacional, hay que recordar la solución que se dio a esta cuestión en la Francia antigua de antes de 1789. En el último estado del antiguo derecho público, la realeza francesa se fundaba —y hasta la Revolución siguió fundándose— en el concepto teocrático del derecho divino, concepto que tenía su origen en el principio de que toda potestad procede de Dios.1 La monarquía de derecho divino 324
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Los orígenes de la doctrina del derecho divino son seguramente muy lejanos (Brissaud, Histoire genérale du droit franjáis vol. I, pp. 528-529), como lo atestigua, por ejemplo, la antigüedad de la máxima: "Le roi de France ne tient son royaume que de Dieu et de son épée" (Debe observarse, por otra parte, que al principio esta máxima fue invocada especialmente en contra del papado; significaba que el rey recibe su espada temporal inmediatamente de Dios, sin la mediación del papa.) No obstante, sólo en los dos últimos siglos del antiguo régimen ha sido profesado como doctrina oficial el sisterria del derecho divino propiamente dicho (Duguit, L'Étai, vol. I, p. 250). Fue afirmado especialmente por Luis XV, en el edicto de diciembre de 1770: "Solamente de Dios recibimos nuestra corona." Respecto de la supervivencia de esta doctrina en la Prusia de anteguerra, ver Le Fur, Revue du droit public, 1908, p. 415, y Duguit, Traite, 2* ed., vol. i, p. 418. La doctrina del derecho divino, en efecto, ha sido invocada en diversas ocasiones por Guillermo II, últimamente en su discurso pronunciado en Koenigsberg el 24 de agosto de 1910: "Aquí es donde el Gran Elector se declaró, por su propio derecho, como soberano en Prusia. Aquí es donde su hijo colocó sobre su cabeza la corona de rey. Aquí, Federico Guillermo I estableció su autoridad como una roca de bronce... Aquí fue igualmente donde mi abuelo puso de nuevo sobre su cabeza, por su propio derecho, la corona de rey de Prusia, demostrando una vez más, de un modo preciso, que le estaba concedida solamente por la gracia de Dios, y no por asambleas nacionales ni por plebiscitos, de tal modo que se consideraba como el instrumento escogido por el cielo y cumplía, como tal, sus deberes de soberano... Considerándome como un instrumento del Señor e indiferente a las ideas del día, prosigo mi camino, consagrándome únicamente a la prosperidad de la patria..." En la sesión del Reichstag de 26 de noviembre de 1910, el canciller del Imperio, interpelado por los socialistas sobre el discurso de Koenigsberg, si bien no defendió directamente la teoría del derecho divino, afirmó por lo menos que la monarquía prusiana debía su origen al desarrollo histórico de la casa de Hohenzollern y que se fundaba, por consiguiente, no ya en una idea de soberanía nacional, sino en el "derecho propio" del monarca. Y este punto de vista, que, en efecto, se hallaba conforme con el sistema del derecho público prusiano, fue, en la
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derivaba de la idea de que Dios había designado y predestinado a una familia para que ejerciera hereditariamente, en su nombre, la potestad soberana sobre el pueblo francés. En este concepto, la cuestión del poder constituyente, en el sentido en que'fue formulada antes (p. 870), ni siquiera podía ser tratada, pues el rey de Francia no recibía su poder de ninguna Constitución humana, sino directamente de la institución divina, al ser rey únicamente "por la gracia de Dios". El' desarrollo que a la terminación del antig uo régimen adquirió la teoría del derecho divino se explica sobre todo porque encajaba en forma armoniosa y muy útil en el sistema de la monarquía absoluta, tal como éste había sido edificado poco a poco por los reyes de Francia, desde Luis XI hasta Luis XIV, y así venía a justificar el absolutismo real. Gracias al principio del derecho divino, el rey tenía fundamento para actuar como titular de un poder a la vez ilimitado y exclusivo. De una parte, en efecto, y puesto que sólo dependía de la institución divina, sólo había de rendir cuentas a Dios, a su potestad no podían asignarse más reglas o límites que los que resultaban de las leyes divinas. Humanamente hablando, el monarca estaba desligado de toda responsabilidad respecto de su pueblo. Por lo tanto, el poder real era ilimitado, en el sentido de que adquiría su consistencia en la voluntad omnipotente del monarca. La soberanía, en el sistema de la monarquía absoluta, se reducía a la idea de que el monarca puede todo lo que quiere. Es lo que expresa el antiguo adagio: '"Si el rey quiere, la ley quiere"; y esto se desprende también de la fórmula por la que el rey cierra sus edictos y ordenanzas: "Por ser ésta nuestra voluntad". Por otra parte, el poder real era exclusivo: vicario de Dios en lo temporal, el rey concentraba en sí, totalmente, la potestad del Estado, cualesquiera que fueren sus formas o funciones, y ninguno de los atributos de dicha potestad podía ejercerse por nadie que no fuera el monarca, a no ser por delegación consentida por éste, delegación que sólo podía referirse al ejercicio de la misma. Con razón, pues, podía decir el rey: "El Estado soy yo". En efecto, el sistema de la monarquía absoluta, fundada en el derecho divino, conducía a la conclusión de que el Estado encarna en la persona del monarca, y uno y otro se confunden al punto de no constituir sino uno solo, y el rey lleva en sí mismo toda la potestad estatal. 325
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misma sesión, sostenido igualmente por los oradores de los diversos grupos del Reichstag. Con excepción del representante del partido demócrata progresista, sin que ninguno de estos oradoexpresión e los sentimientos cristianos del Emperador. Cf., entre los autores, Bornhak de este último por el discurso de Koenigsberg fue justificada por diversos oradores como la expresión de los sentimientos cristianos del Emperador. Cf., entre los autores, Bornhak (Preussisches Slaatsrecht, 2' ed.. vol. I, pp. 67 y 152), que señalaba como una de las bases sobre las cuales se ha fundado el derecho público prusiano el principio de que l:los reyes de Prusia reciben su corona de Dios, y no por la gracia del pueblo y del Parlamento"
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Desde larga fecha y en numerosas ocasiones, fue denunciado y demostrado el error de la teoría del derecho divino; lo fue, especialmente, por los mismos teólogos. Las palabras de San Pablo: "Omnis potestas a Deo", no significan que los gobiernos o sus jefes hayan sido creados o designados directamente por Dios (doctrina del derecho divino sobrenatural). Tampoco significa que estén señalados indirectamente por la forma en que la divina Providencia dirige el curso de los acontecimientos (derecho divino providencial). El principio del origen divino del poder debe entenderse solamente en el sentido, que precisó Santo Tomás de Aquino (Summa theologica, 2* parte, I, cuestión 96, art. 4), de que Dios, al crear al hombre sociable, quiso también el poder social, puesto que ninguna sociedad puede subsistir sin una autoridad superior dotada de la potestad de mandar a cada uno con miras al bien de todos. Así pues, el poder, considerado en sí, procede de Dios; es, en su esencia, de origen divino, porque su necesidad deriva de las leyes mismas que condicionan el orden social, leyes cuyo autor es Dios; pero no por ello deja de ser cierto que, en el campo de las realidades positivas, el poder sólo puede organizarse por medios humanos. En otros términos, a los hombres es a quienes corresponde regular sus formas y sus condiciones de ejercicio, así como determinar quiénes han de ser sus titulares. Por consiguiente, desde el punto de vista del derecho positivo, lo que el jurista debe indagar ante todo es la fuente humana de la que brota el poder que ejercen los órganos del Estado (Chénon, Théorie catholique de la souveraineté nationale, pp. 7-16; Duguit, Traite, 2* ed., vol. i, pp. 413 ss.; Le Fur, "La souveraineté et le droit", Revue du droit public, 1908, pp. 412 ss.).2 326
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Estos autores observan que, lejos de ser los fundadores y los defensores de la doctrina del derecho divino de los reyes, los teólogos católicos, en su mayor parte, sostuvieron una tesis contraria, al declarar de un modo expreso que lo que procede de Dios es únicamente el poder in abstracto, pero no la designación concreta de los jefes que han de ser titulares del poder. Esta última doctrina, que San Juan Crisóstomo enseñó desde el siglo iv y que fue reproducida por los doctores de la Edad Media y confirmada por las encíclicas de León XIII, puede considerarse como la doctrina tradicional de la Iglesia católica. Incluso Bossuet, el teorizante de la monarquía absoluta, se aleja en amplio grado del sistema del derecho divino (Le Fur, loe. cit., pp. 416-419, texto y notas: Duguit, Traite, vol. I, p. 27). Conviene añadir que. Según gran número de teólogos, entre los cuales debe citarse especialmente a Santo Tomás, al cardenal Belarnino y a Suárez, el poder es puesto por Dios en la misma comunidad popular, en la "multitud" y ésta es quien trasmite su ejercicio a sus gobernantes. Los príncipes tienen, pues, su potestad por el consentimiento del pueblo. De aquí la máxima repetida por muchos teólogos: Omnis potestas a Deo per populum (Chénon, op. cit., pp. 13 ss.; Duguit, Traite. 2' ed., vol. I, p. 420). Incluso hubo, desde la Edad Media, teólogos que sostuvieron que el rey dehe su potestad a un contrato. Pero este contrato es muy diferente de aquel que había de concebirse después, bajo el nombre de contrato social, por la escuela del derecho natural. No es, en efecto, sino un contrato de sujeción, referente a la designación y a la institución del sobe
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1. TEORÍA DE LA SOBERANÍA DEL PUEBLO 320. En el momento actual, la teoría más extendida, respecto a la cuestión de la residencia ordinaria de la soberanía, es aquella que sitúa la fuente del poder en el pueblo, en la masa común de los ciudadanos. Esta idea debe su fuerza de expansión al desarrollo de la civilización democrática, y también se la debe a los continuos progresos del espíritu individualista, por más que, llevada a sus consecuencias extremas, pueda llegar a ser excesivamente opresora para el individuo, al menos en aquellos pueblos que sólo poseen en grado insuficiente el sentido de la justicia y de la libertad. Pero, además, debe su éxito, especialmente en Francia, a la seducción de las fórmulas que dio de ella su principal propagador, Juan Jacobo Rousseau. No es que la haya descubierto Rousseau, ni que la haya expuesto por vez primera. Sin referirnos a los teólogos, que desde la Edad Media situaban la residencia de la potestad soberana en la comunidad popular, ni a las tentativas hechas en los Estados Generales de 1355, y sobre todo en los de 1484, con objeto de lograr la admisión de esta misma idea, ni finalmente a la tesis, muy absoluta, sostenida en el mismo sentido en el siglo XVI por los monarcómacos, basta recordar que, ya antes de Rousseau, había fundado Hobbes su teoría del absolutismo del príncipe en la afirmación de aue la masa de los ciudadanos transfería al rey la potestad que se hallaba originariamente en ella; que Jurieu, al proclamar la necesidad de una "autoridad aue no haya de tener razón para convalidar sus actos", había añadido que "esta autoridad tan sólo se encuentra en el pueblo"; aue Locke fundó igualmente la sociedad civil y su potestad en el consentimiento de sus miembros (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 278 ss., 285 ss., 291 s$.; Duguit, Traite, vol. i, pp. 29 ss.). Pero fue Rousseau quien dio a esa doctrina su expresión teórica más clara, particularmente en su Contrato social, y además, auien dedujo sus consecuencias prácticas con una precisión y una valentía que no alcanzó ninguno de sus predecesores. La tesis de Rousseau, a este respecto, deriva directamente de las ideas emitidas por él acerca del fundamento mismo de la soberanía. Procede del concepto de que la soberanía, lo mismo que la sociedad y el Estado, tiene su origen en un contrato.1 En efecto, el objeto del contrato 327
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rano, y no un contrato de sociedad, que tiene por efecto originar la nación misma o el Estado (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. I, p. 326). 1 La hipótesis del contrato social, dice Rousseau, es la única explicación que permite conciliar el estado de sujeción en que se encuentran los individuos que viven en sociedad con el hecho de que el hombre es esencialmente libre y no puede renunciar a su libertad. "El hombre nació libre, y en todas partes está aherrojado. ¿Qué es lo que puede hacer legítimo este
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social no es tan sólo producir "un cuerpo moral y colectivo", sino también, y esencialmente, crear en el seno de la sociedad una autoridad pública, superior a los individuos. A este efecto, el contenido del pacto social lo constituye, según Rousseau, la cláusula siguiente: Cada uno de los contratantes, es decir, cada miembro del cuerpo nacional en formación, consiente en una enajenación total de su persona en favor de la comunidad, en tanto que se subordina, él y su voluntad, "a la suprema dirección de la voluntad general", la que se convierte así en soberana. Pero, por otra parte, cada miembro es admitido por todos los demás "como parte indivisible del todo", y por consiguiente, la misma voluntad general no es sino una resultante de voluntades individuales; es la suma numérica de las voluntades particulares e iguales de los asociados.2 Así pues, en virtud del contrato social, los asociados son, a la vez, "ciudadanos, en cuanto participan en la autoridad soberana, y subditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado" (Contrat social, libro I, cap. vi). Finalmente, pues, del hecho de que todo nacional es llamado a concurrir, con su voz y con su voluntad, a la formación de la voluntad general, resulta que la soberanía tiene esencialmente su residencia en el pueblo, o sea en los individuos mismos que componen el pueblo, en cada uno de los miembros, contados uno a uno, de la masa popular. Esto es lo que Rousseau expresa al decir que "el soberano sólo está formado por los particulares que lo componen" (ibid., libro i, cap. vn). Y en otra parte: "Supongamos que el Estado esté compuesto por diez mil ciudadanos. Cada miembro del Estado tiene a su vez la diezmilésima parte de la autoridad soberana" (ibid., libro III, cap. I) 3 328
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cambio? Creo poder resolver esta cuestión" (Contrat social, lib. I, cap. I). "Hallar una forma de asociación por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo, y quede tan libre como antes. Tal es el problema fundamental cuya solución da el contrato social" (ibid,, lib. I, cap. VI). Lo que constituye el valor de esta solución, según Rousseau, es que la voluntad general comprende en sí la voluntad de cada ciudadano, y de aquí, por lo tanto, que cada uno sólo se obedece a sí mismo. 2 "La voluntad constante de todos los miembros del Estado es la voluntad general; por ella son ciudadanos libres" (Contrat social, lib. iv, cap. n). 3 Se ha discutido, sin embargo, si la doctrina de Rousseau debe entenderse en este sentido. Se ha dicho que cuando Rousseau declara que el soberano sólo está constituido por particulares, esto significa efectivamente que la sociedad estatal, según él, no es más que un compuesto de individuos, y esta idea es, en realidad, una de aquellas sobre las cuales la Revolución fundó posteriormente, de modo esencial, todo el sistema del derecho público francés. Pero, por lo demás, admite Rousseau que por efecto del contrato social se constituye en esta sociedad una persona colectiva, un "yo común", que se distingue de los miembros individuales. A este ''yo común" corresponde una voluntad común o general, que es igualmente diferente de las voluntades de los miembros. "La soberanía —dice Duguit (Traite, vol. I, p. 35)—, en este concepto, no es la suma de las voluntades individuales, sno una voluntad general en la que vienen a fundirse, a perderse en cierto modo, las voluntades individuales." Cuando los ciudadanos son invitados individualmente a emitir su sufragio, lo que se les pide no es que
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321. Así entendida, la soberanía se encuentra dividida, desmenuzada en porciones personales, entre todos los miembros ut singuli de la nación. Y entonces, he aquí la consecuencia práctica de este concepto "atomístico": para reconstituir la soberanía del Estado entero será necesario ensamblar y adicionar todas estas parcelas de soberanía individual. En otros términos, cada vez que haya de tomarse una decisión soberana, habrá que convocar al pueblo, a la totalidad de los ciudadanos; y después, se sumarán las voluntades particulares expresadas por cada uno de ellos, y así se manifestará la voluntad general. Ahora bien, como no podrá esperarse obtener una voluntad absolutamente unánime, respecto de ninguna cuestión, por parte de todos los ciudadanos, Rousseau no tiene más remedio que admitir, en último término, que la voluntad general quedará determinada por las voluntades de la mayoría. Por la misma fuerza de las cosas, en efecto, hay que contentarse con la mayoría si no se quiere que el Estado quede condenado a la impotencia; la ley de la mayoría es por lo tanto un expediente necesario. No obstante, es conveniente observar que Rousseau no la presenta de ningún modo como un expediente, sino que pretende justificarla lógicamente haciéndola depender de las mismas cláusulas del contrato social. 329
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den a conocer su voluntad particular, sino que digan cuál es, a su juicio, esa voluntad general así definida; y por ello observa el mismo Rousseau que ''existe mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general"; por ello también la votación de la mayoría habrá de obligar a la minoría que había expresado un parecer diferente. Pero toda esta argumentación queda anulada por la simple observación de que, según la definición misma que da de ella el Contrato social, la voluntad general tiene su fuente y su consistencia esencialmente en la voluntad de los ciudadanos mismos, de todos los ciudadanos y, por consiguiente también, de cada uno de los ciudadanos. Es lo que se desprende, por ejemplo, del concepto de ley tal como lo presenta Rousseau (lib. u, cap. vi) : si a sus ojos la ley es el acto de soberanía propiamente dicho, por este motivo es la expresión de la voluntad de todos. "Cuando todo el pueblo estatuye sobre todo el pueblo, entonces la materia sobre la cual se estatuye es general como la voluntad que estatuye". Así pues, Rousseau no concibe a la voluntad general como pudiendo tener más elemento constitutivo que las voluntades de todos. Y es efectivamente por este motivo por lo que se verá obligado a sostener (ver p. 878, infra) que "el ciudadano consiente todas las leyes, incluso aquellas que se hacen a pesar suyo" (lib. IV, cap.II). Considerando, en efecto, que "las leyes sólo son registros de nuestras voluntades" (lib. II, cap. VI), Rousseau no admite que los ciudadanos puedan quedar "sometidos a leyes en las cuales no han consentido" (lib. iv, cap. 11). Esto implica efectivamente que, según él, la soberanía reside en todos los ciudadanos y en cada uno de ellos. Esta doctrina de Rousseau, de la que deduce la conclusión de que los ciudadanos son a la vez soberanos y subditos, no es exacta. Como se ha observado ya anteriormente (n° 83), la medida en la que el ciudadano participa en la soberanía y aquella en la cual está obligado a sujeción no son ni con mucho iguales. El ciudadano no es soberano individualmente, ya que, en definitiva, la soberanía se halla en el todo y no en las partes; por el contrario, su sujeción personal a las voluntades del conjunto soberano es total y absoluta. La soberanía y la sujeción de los ciudadanos no se equilibran entre sí, pues una es colectiva y la otra es individual.
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"Sólo existe —dice— una ley que, por su naturaleza, exija un consentimiento unánime: es el pacto social. Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor número obliga siempre a los demás; es una consecuencia del contrato mismo" (Contrat social, libro iv, cap. u). Rousseau quiere decir con esto que es en virtud de las estipulaciones mismas del pacto social por lo que la minoría se halla subordinada a la mayoría. Y, en efecto, se acaba de ver que, según el análisis que presenta de estas estipulaciones, en el pacto social cada uno ha consentido en abandonarse a la voluntad general: este abandono o renunciación no puede tener más sentido que el de la sumisión individual de cada uno a la voluntad del mayor número. Por razón misma de este consentimiento otorgado previamente, la voluntad general, por más que haya sido determinada por un cálculo de mayoría, contiene en sí la voluntad de todos, de modo que puede decirse que, al obedecerla, cada cual sólo se obedece, en suma, a sí mismo; y así se mantiene la libertad del ciudadano dentro del Estado.4 Sin embargo, parece surgir una objeción: si, en virtud del contrato social, los ciudadanos se han sometido para el porvenir a la voluntad de la mayoría, ¿no excluirá esta subordinación la posibilidad de considerarlos como conservando su libertad y como participando todos, con igual título, en la soberanía? Soberanía y sujeción a la voluntad ajena son dos cosas inconciliables. Rousseau mismo se plantea esta objeción: "Se pregunta cómo el hombre puede ser libre y tener que conformarse a voluntades que no son las suyas. ¿De qué modo los opositores pueden ser libres y sometidos a leyes que no han consentido?" (Contrat social, libro IV,cap. II). Veamos por medio de qué sutil razonamiento trata de soslayar esta objeción (ibid.): "El ciudadano consiente en todas las leyes, incluso en aquellas que se hacen a pesar suyo. Cuando se propone una ley a la asamblea del pueblo, lo que se pregunta a los ciudadanos no es precisamente si aprueban o rechazan la proposición, sino si dicha proposición es o no conforme a la voluntad general, que es la suya: cada uno de ellos, al emitir su sufragio, da su parecer a este respecto; y del cómputo de los votos se obtiene la deducción de la voluntad general. Así, cuando prevalece el parecer contrario al mío, esto no prueba sino que yo estaba equivocado, y que lo que yo estimaba como voluntad general, no lo era en realidad". Se desprende de esta argumentación, particularmente complicada y sobre todo contradictoria, que la voluntad general no se confunde con la voluntad de todos, ya que puede hallarse en oposición con los su330
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Contrato social, lib. u, cap. iv: "Mientras los subditos sólo están sometidos a tales convenciones (las del pacto social), no obedecen a nadie, sino sólo a su propia voluntad, y preguntar hasta dónde se extienden los derechos respectivos del soberano y de los ciudadanos es como preguntar hasta qué punto pueden éstos obligarse consigo mismos, cada uno hacia todos y todos hacia cada uno de ellos."
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fragios formalmente expresados por una minoría más o menos imponente. Esto es, por lo demás, lo que declara positivamente Rousseau en otro párrafo de su obra (libro n, cap. m): "Existe a veces mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general". Y sin embargo, por otra parte sostiene que esta voluntad general es desde luego la voluntad de todos los ciudadanos. Es "la suya", no sólo porque cada uno ha sido llamado a expresar su parecer respecto de ella, o porque cada ciudadano la hizo suya previamente al suscribir al contrato social, sino también por la razón de que el parecer expresado por la mayoría sobre la consistencia de la voluntad general tiene por efecto determinar cuál es realmente la voluntad de todos: tanto es así que habría que deducir que al emitir un voto contrario al de la mayoría, la minoría se equivocó respecto de su propia voluntad. Esta es una conclusión que Rousseau, a pesar de toda su habilidad, no consiguió hacer admitir (ver núms. 323 y 413, infra). 322. Por muchas que sean sus imperfecciones, la doctrina de Rousseau demostró, desde su aparición, una gran fuerza de difusión. Respondía a las aspiraciones hacia la libertad y a las tendencias igualitarias de los hombres de aquella época; y fue acogida con ansia por ellos. Desde la Revolución, continuó ejerciendo una gran influencia en las ideas políticas del pueblo francés5 Este no conoció nunca las explicaciones confusas o paradójicas de dicha doctrina, sino que sólo retuvo sus fórmulas simples, y precisamente por ello, lo que hizo la fuerza de esta teoría cerca de las masas fue su apariencia de gran simplicidad al mismo tiempo que de estricta lógica. ¿No es muy racional, en efecto, admitir que en las comunidades estatales, lo mismo que en todas las demás sociedades, el gobierno de los asuntos sociales corresponde, en derecho, a los mismos asociados, y que cada uno de ellos está calificado para defender, por medio de su sufragio individual, su respectiva parte de intereses comunes? La teoría de la soberanía popular, tal como la presenta Rousseau, suscitó, no obstante, múltiples críticas. Unos la atacaron por razones de orden político. El sistema de la soberanía popular implica, en efecto, que los gobernantes, reducidos al papel de apoderados del pueblo, no tendrán más poder que el de recoger y aplicar las voluntades de la mayoría de los ciudadanos, con respecto a la cual se encuentran en un estado de completa subordinación. Semejante régimen, dícese, es impracticable, pues impediría toda acción gubernamental seria, metódica y provechosa. Otros han alegado consideraciones de equidad. La doctrina del contrato social, dicen, es destructora de toda justicia. Y han impugnado sobre todo el concepto que da Rousseau dt la ley, ese concepto según el cual la ley sólo es la expresión de la voluntad general, o sea, de hecho, 331
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En lo que se refiere a su influencia mundial sobre la estructura y las instituciones del Estado moderno, véase .Tellinek, op. cit., ed. francesa, vol, I, pp. 342-343.
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de la voluntad del mayor número. Así definida, la ley ya no necesita conformarse a la sabiduría y a la equidad, sino que se convierte en puramente arbitraria: todo lo que quiere el pueblo es legítimo, por el solo hecho de quererlo así. El sistema de Rousseau llega, pues, a conferir a la masa popular una potestad absoluta, indefinida, temible;6 este sistema es inicuo, porque entrega el individuo a la tiranía de las mayorías.7 Estas consecuencias de las ideas de Rousseau fueron impugnadas especialmente por la escuela de los doctrinarios, cuyos jefes, RoyerCollard y Guizot, les opusieron, bajo la Restauración y al principio de la monarquía de Julio, elocuentes protestas. Los doctrinarios, en lo que se refiere a la soberanía, establecieron una fórmula que se ha hecho céle332
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"El pueblo es quien decidirá lo que conviene dejar respecto a libertad y a bienes a cada ciudadano, y esto hace temblar" (Jules Lemaitre, Jean-Jacques Rousseau, p. 256). 7 Contrat social, lib. i, cap. vi: "Estas cláusulas (las del contrato social), entiéndase bien, se reducerl todas a una sola: conocer la enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, a toda la comunidad..." De ahí el poder absoluto de la comunidad con respecto a sus miembros: "Como la naturaleza concede a cada uno un poder absoluto sobre todos sus miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto respecto de todos los suyos; y este mismo poder es el que, dirigido por la voluntad general, lleva el nombre de soberanía" (lib. II, cap. IV). "Se conviene en que todo lo que cada uno enajena, mediante el pacto social, referente a su potestad, sus bienes, su libertad, es únicamente la parte de todo ello cuyo uso importa a la comunidad; pero hay que convenir también en que solamente el soberano puede juzgar de esta importancia" (ibid). "Va contra la naturaleza del cuerpo político que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. Por donde se ve que no hay, ni puede haber, especie alguna de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social" (lib. I, cap. vil). En estas condiciones, los bienes, la persona y hasta la vida misma de los ciudadanos quedan a merced del soberano: "El Estado, con respecto a su? miembros, es dueño de todos sus bienes mediante el contrato social, el cual, en el Estado, sirve de base a todos los derechos..." (lib. I. cap. IX). "Cuando el príncipe dice al ciudadano: 'Es conveniente para el Estado que mueras', debe morir, puesto que sólo con esa condición ha podido vivir con seguridad hasta entonces, y su vida no es ya un beneficio de la naturaleza, sino un don condicional del Estado" (lib. II, cap. V). Se sabe, por otra parte, mediante qué sofismas trata Rousseau de demostrar que la soberanía absoluta del pueblo, tal como se desprende del contrato social, no puede ser nociva ni inquietante para los ciudadanos. Por efecto del pacto social, "al darse cada uno por entero, la condición es igual para todos; y al ser igual para todos, nadie tiene interés en que sea onerosa para los demás" (lib. I, cap. VI). "No estando constituido el soberano sino por los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener interés contrario al suyo; por consiguiente, la potestad soberana no tiene ninguna necesidad de fiador con respecto a los subditos, ya que es imposible que el cuerpo trate de perjudicar a todos sus miembros. El soberano, por el mero hecho de ser, es siempre lo que debe ser" (lib. I, cap. VIIl). "La voluntad general es siempre recta" (lib. II, cap. III). "¿Por qué la voluntad general es siempre recta, y por qué quieren todos constantemente la felicidad de cada uno de ellos, si no es porque no existe nadie que deje de apropiarse la expresión 'cada uno', y que no piense en sí mismo al votar por todos?" (lib. II, cap. IV). "¿Qué es un acto de soberanía? Es una convención del cuerpo con cada uno de sus miembros; convención equitativa, porque es común a todos; útil, porque no puede tener más objeto que el bien general" (ibid.).
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bre, y que consiste en proclamar que por encima de las sociedades no puede existir más que una sola soberanía: la de la justicia y la razón. 8 La soberanía no tiene por objeto, pues, realizar la voluntad del mayor número, sino que debe servir únicamente para realizar aquello que, en interés de la nación, es justo y razonable (Tchernoff, Le partí républicain sous la monarchie de Juillet, pp. 13 ss.; Faguet, Politiques el moralistes du XIX" siécle, 1 serie, pp. 330 ss.). Esta es una doctrina ideal, de un alto valor moral, pero que no puede satisfacer al jurista, pues no le hace avanzar más que el concepto teológico del poder de derecho divino. No basta, en efecto, formular en principio la soberanía de la justicia y de la razón, sino que, desde el punto de vista jurídico, toda la cuestión se reduce a saber a quién corresponde, en el Estado, determinar lo que es justo y razonable.9 333
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Esta fórmula, por otra parte, no ha sido inventada por los doctrinarios. Por ejemplo. Condorcet, en su Essai sur les Assemblées provinciales (1* parte, art. 2) decía ya en 1788: "¿No debería tratarse de destruir la peligrosa idea de que los diputados o representantes han de votar, no ya según la razón y la justicia, sino según el interés de sus comitentes?" 9 Se pueden dirigir y se han dirigido (Esmein, Élénients, 7" ed., vol. i, p. 46) las mismas críticas a la teoría que presentó Duguit referente a la soberanía en su importante obra sobre L'État. Obedeciendo a tendencias que recuerdan en cierto aspecto las de los doctrinarios, este autor — como ya se ha visto, n° 70, supra— rechaza la idea de la soberanía; no admite que el Estado tenga una potestad de dominación (L'État, vol. I, pp. 320 ss.), ni que pueda crear el derecho (pp. 422 ss.); tampoco admite que los gobernantes posean un poder de mando en virtud del cual puedan dar órdenes a los gobernados (pp. 267 ss., 359ss.). El Estado, así como los gobernantes, no son soberanos, sino que están subordinados a su vez a un principio superior, que es "la regla de derecho", o sea una regla de conducta que proviene de las exigencias de la solidaridad social y que se halla conforme con esta solidaridad (pp. 80-105). "El Estado —dice Duguit (p. 259)— queda sometido a la regla de derecho Jo mismo que los individuos"; por su parte, "los gobernantes sólo son individuos como los demás" y su voluntad no es de esencia superior a la voluntad de los gobernados (p. 360 y 369). La voluntad de los gobernantes, lo mismo que la de los gobernados, sólo tiene valor jurídico y se impone al respeto de todos cuando se halla conforme con la "regia de derecho" y en la medida de esta conformidad. En el Estado, lo que merece la obediencia no es, pues, la voluntad del Estado, ni la de los gobernantes, sino únicamente "la regla de, derecho", que aparece así como única soberana (pp. 268 y 424; cf. sobre todos estos puntos el Traite de droit constitutionnel del mismo autor, 1 ed., vol. I, pp. 85 ss., 2* ed., vol. i, pp. 26 ss., 63 ss., 393 ss., 512 ss.) Duguit se refiere a la regla de derecho como otros se han referido a la justicia y a la razón. Se trata de puros conceptos filosóficos, que tienen como característica y defecto comunes carecer de alcance práctico, y por consiguiente de interés jurídico. Duguit. indudablemente, se vería muy apurado si tuviera que decir por qué signo positivo podrá reconocerse, en la realidad de los hechos, que una orden dada por los gobernantes se halla o no conforme con lo que llama la regla de derecho; así pues, es de observarse que se abstiene de toda indicación a este respecto; y por lo mismo que renuncia a abordar esta cuestión de orden práctico, que sin embargo es primordial para la ciencia del derecho, deja entrever que su doctrina no tiene valor ni eficacia jurídicas. El mismo conviene en ello a veces: "Los gobernantes —dice (Traite. P ed., vol. I. p. 301)— se hallan sometidos a una regla superior de derecho, y teóricamente no pueden violar dicha regla; pero esta regla carece de sanción eficaz con respecto a ellos." Una regla despro882
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323. Sin insistir más sobre estas críticas de orden moral o político, debemos tratar especialmente de las objeciones jurídicas que suscita la teoría de Rousseau. He aquí, en primer término, una objeción que ha sido reproducida con frecuencia por los autores. Se refiere al régimen mayoritario, que Rousseau pretende conciliar con la idea de una soberanía individual de los ciudadanos. Se trata, dícese, de dos cosas inconciliables. Si cada ciudadano es personalmente soberano por su parte, es imposible explicar la subordinación de la minoría a la mayoría; o, mejor dicho, el hecho de esta necesaria subordinación basta para demostrar que los ciudadanos no tienen por sí mismos ninguna parcela de soberanía (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p. 356; Duguit, L'État, vol. II, pp. 68 y 85, y Traite, vol. I, p. 34; Saripolos, La démocratie et l'élection proportionnelle, vol. I, p. 210, vol. II, pp. 10 ss.). Esta objeción había sido advertida por el mismo Rousseau y se ha visto anteriormente (p. 878) con qué argumento trata de prevenirla. Si se adopta, dice, la primera hipótesis del contrato social, no hay contradicción en admitir después que los ciudadanos quedan libres, aunque sometidos al principio mayoritario; pues quedan sometidos por su mismo contrato, siendo precisamente ésta una de las cláusulas de su pacto de asociación. Cuando, en una confederación de Estados, se ha estipulado en el tratado federativo que la minoría someterá su voluntad a la voluntad de la mayoría, los autores no dejan por e]lo de seguir declarando que cada uno de los Estados confederados conserva su respectiva cualidad de soberano. Esta sumisión de los Estados confederados a las decisiones eventuales de la mayoría, en efecto, se origina en el tratado mismo concluido entre ellos; se funda en el libre consentimiento de cada uno de ellos, y por esto deja subsistir su soberanía (Laband, Droit public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 101 y 147; Jellinek, op. cit.. ed. francesa, vol. u, pp. 534-535). Igualmente, dice Rousseau, "el ciudadano consiente en todas las leyes, incluso en aquellas que se dictan a pesar suyo" (Contrat social, libro IV, cap. II); consiente en ellas, porque 334
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vista de sanción efectiva y que no se impone sino de un modo teórico, no es una regla de derecho. ¿Significa esto que no se pueda concebir ninguna regla de conducta, individual o social, anterior y superior a la voluntad del Estado? Tal regla existe desde luego, y Duguit tiene razón al afirmar su existencia. Pero, por mucho esfuerzo que realice dicho autor (L'État. vol. I. pp. 101 ss.) para demostrar su carácter jurídico, tal repla sólo posee un valor puramente moral, mientras no haya sido sancionada por el Estado. El derecho, en el sentido propio del término, supone, en efecto, la sanción de una coacción; por lo menos se ha dicho (Lévy- Ullmann. La définition du droit, p. 151) que supone la coacción como ultima ratia. "La coacción es una característica esencial del derecho" (Larnaude, Les méthodes juridiques. leccione» dadas en el Colegio Libre de Ciencias Sociales en 1910, p. 16). El derecho no puede originarse, pues, sino mediante una organización estatal: en este sentido es cierto decir, en definitiva, que sólo el Estado puede crear derecho.
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personal y libremente aceptó el sistema mayoritario; la voluntad enunciada por la mayoría es la voluntad de todos los ciudadanos, porque cada uno de ellos la hizo suya de antemano en el momento de estipular el contrato social. Y así pues, al ciudadano debe considerársele como soberano, incluso en el sistema mayoritario. El vicio de este razonamiento es fácil de advertir. Desde el punto de vista que se acaba de indicar, no puede establecer ninguna aproximación entre el caso del Estado que se ha comprometido en una confederación y el caso del ciudadano obligado por el contrato social. El Estado confederado ha podido asociarse con otros Estados para poner en común ciertos intereses o fines que son los mismos para cada una de las partes contratantes, pero, por lo demás, reservó de un modo absoluto su libertad intangible de acción y sus derechos de potestad soberana. Según la doctrina de Rousseau, por el contrario, el ciudadano queda completa e ilimitadamente subordinado a la voluntad general: sus bienes, sus derechos, su vida misma dependen de ella; ha hecho una "enajenación total" de su persona al Estado. Sin duda se ha observado que esta enajenación es seguida inmediatamente de una restitución, por parte del Estado, que reconoce a cada uno de sus subditos, a título de derechos civiles, todos aquellos de sus derechos naturales cuyo sacrificio no juzga útil a la comunidad. Pero es conveniente observar también que estos derechos individuales, restituidos por el Estado, en adelante se fundarán de modo exclusivo en una concesión estatal, y no subsisten sino como "un don condicional del Estado" (libro II, cap. V); y de ahí que ese don pueda ser objeto de revocación. El ciudadano carece, pues, de seguridad personal con respecto al Estado: Rousseau incluso tiene mucho cuidado en especificar que el soberano no puede hallarse obligado, con respecto a los subditos, por ninguna ley, ni siquiera por el contrato social (libro i, cap. VIII). Entonces, el ciudadano, que en este respecto depende de la voluntad de la mayoría, ¿cómo podría ser declarado soberano? 10 En vano pretende 335
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Para que los ciudadanos puedan considerarse como soberanos se necesitaría, en todo caso, que el asentimiento de cada uno de ellos fuese necesario para la adopción de cualquier modificación a la Constitución, como ocurre en la confederación de Estados. El hecho de que la Constitución pueda ser modificada a pesar de la oposición de la minoría demuestra que los ciudadanos no son soberanos, como no lo son los Estados particulares que forman parte de un Estado federal; pues lo mismo que se está de acuerdo, generalmente, en negar el carácter de soberanía a los Estados miembros de un Estado federal, y ello por la causa, entre otras, de que el estatuto federal puede modificarse sin su adhesión unánime, también del mismo modo hay que reconocer que los ciudadanos no poseen individualmente la soberanía, puesto que las revisiones constitucionales no quedan subordinadas al consentimiento de cada uno de ellos. Bien es verdad que en los países de pura democracia el pueblo es el órgano supremo constituyente. Puede decirse, pues, que en esos países la colectividad de ciudadanos es soberana, lo mismo que los autores alemanes declaraban que en el Imperio alemán la soberanía correspondía a la colectividad de los Estados miembros, en cuanto éstos constituían una unidad. Pero, si en
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Rousseau justificar su tesis alegando que el ciudadano concurre personalmente en la formación de la voluntad general. La influencia que da al ciudadano su sufragio individual en la formación de esta voluntad, es bien mínima si se la compara con la enormidad de la potestad que tiene la mayoría con relación a los miembros de la minoría. En realidad, el sistema de Rousseau nos conduce, como se ha dicho, a la completa absorción del individuo por el Estado.11 324. Pero esta dominación del Estado sobre sus subditos se manifiesta también desde otros puntos de vista; y aquí se verá aparecer una nueva contradicción en la explicación que propone Rousseau para conciliar la libertad del ciudadano con su sumisión a la mayoría. Como se ha visto, esta explicación se funda, ante todo, en la idea de que cada miembro del Estado ha tenido que consentir, por su parte, y ha consentido efectivamente, en la formación del contrato social. Rousseau insiste en diferentes ocasiones sobre este punto: "La ley de la pluralidad de los sufragios es una fundamentación convencional y supone, por lo menos una vez, la unanimidad. . . En efecto, si no existiese convención anterior, ¿dónde estaría para el número menor la obligación de someterse a la elección del número mayor?" (Contrat social, libro I, cap. IV). Y en otro lugar: "Hay una ley que, por su naturaleza, exige un consentimiento unánime: es el pacto social. . . (libro IV, cap. II). Así pues, la unanimidad de los consentimientos en el pacto social es una condición esencial de todo el sistema. Ahora bien, es muy cierto que esta unanimidad no se realizará jamás, y el mismo Rousseau tuvo que prever el caso en que "en el momento del pacto social, se encuentren opositores al mismo". Pero, dice, "su oposición no invalida el contrato, sino que sólo evita que estén 336
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la democracia la soberanía reside en la colectividad de los ciudadanos, cada uno de éstos considerado individualmente no puede ser calificado como soberano; y lo demuestra precisamente el hecho de que, incluso en las democracias, la minoría de los ciudadanos queda sometida, en lo que se refiere a las revisiones constitucionales, a la voluntad expresada por la mayoría. 11 Por esto es imposible aceptar el punto de vista de algunos autores (ver especialmente Boutmy, Aúnales des sciences politiquea, 1902, pp. 415 ss.) que pretendieron hallar en el Contrato social el origen de los principios formulados por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. La característica de los derechos individuales proclamados por la Declaración de 1789 es constituir —como lo afirma su texto (ver particularmente el preámbulo y los arts. 1, 2 y 4)— ''derechos naturales, inalienables, imprescriptibles y sagrados", o sea anteriores y superiores a la voluntad del Estado. Según Rousseau, por el contrario, los derechos primitivos del individuo quedan abandonados por él en el momento de la creación contractual de la sociedad, y aquellos de tales derechos que posteriormente le son devueltos, proceden únicamente del Estado. La Declaración de 1789, pues, no puede relacionarse con el Contrato social (Jellinek, La déclarntion dea droits de l'homme et du aloyen, traducción de Fardis: ver también el art. de dicho autor sobre el mismo tema en la Reme du droit public. vol. XVIIT. pp. 385 sí.; Bonnard, "Les idees politiques de Rousseau", en la misma Revue. vol. xxiv. pp. 784 ss.; Duguit, Traite, vol. i, p. 33 y vol. II, pp. 6 ss.).
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comprendidos en él: quedan como extranjeros entre los ciudadanos". Por otra parte, sin embargo, Rousseau comprende desde luego que esta facultad de los opositores, de permanecer extraños en el seno del Estado, sería un obstáculo para la realización de la unión estatal y para el funcionamiento de la potestad estatal, lo cual es inadmisible. Por lo tanto, establece la consecuencia de que "cuando el Estado es instituido, el consentimiento está en la residencia; habitar el territorio es someterse a la soberanía (libro IV, cap. II). Así pues —y por más que Rousseau añada en nota a este párrafo que sólo se refiere a una residencia voluntaria y no forzada—, aparece, en último término, que la absorción del ciudadano por el Estado deriva, al menos para los miembros de la minoría opositora, de un imperio ejercido por el Estado sobre los individuos que pueblan su territorio, y no necesariamente de su consentimiento contractual. En estas condiciones, ¿qué es lo que queda de la demostración que consistía en pretender que el ciudadano es libre porque sólo está sometido al principio de la mayoría en virtud de su adhesión al pacto social?
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325. Más aún, y aunque se demostrara que el ciudadano es libre dentro del Estado, en el sentido de que su sujeción se basa en su consentimiento, no resultaría de esto que sea soberano en medida alguna. A este respecto, es útil recordar de nuevo el caso de los Estados confederados, del cual se acaba de hablar. Los autores están generalmente de acuerdo en reconocer que tales Estados son soberanos, y esto significa que cada uno de ellos, antes y después de entrar en la confederación, conserva una potestad soberana. Pero ¿sobre quién ejerce esta potestad? Sobre sus propios subditos, sobre su propio territorio, y de ningún modo sobre los subditos, los territorios o los Gobiernos de los demás Estados comprendidos en la confederación. Por el tratado que fundó la confederación, el Estado miembro no adquirió parcela alguna de potestad dominadora sobre sus confederados; la confederación misma no tiene potestad estatal (en este sentido, ver sobre todo a Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 531 ss.). En resumen, el Estado que entra en confederación sigue siendo soberano en el sentido en que lo era anteriormente. Rousseau, por el contrario, pretende que por el contrato social los ciudadanos adquieren una potestad soberana de la que carecían antes de este contrato, una potestad que los hace soberanos a unos sobre otros. Cabe preguntarse de dónde podrían recibir semejante potestad. No puede concebirse con anterioridad al contrato social, pues el individuo no tiene ningún derecho inicial de mando respecto de su semejante. Pero tampoco puede justificarse posteriormente a dicho contrato, y el ejemplo de las confederaciones de Estados lo demuestra, puesto que, lo mismo que se reconoce que los Estados miembros no adquieren, mediante el tratado federativo, poder alguno de dominación sobre sus confederados, también el pacto social es impotente para
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originar, en la persona de los contratantes y en sus relaciones recíprocas, una potestad soberana que no existía en ellos primtivamente. Pero, podrá alegarse, en el caso de la confederación, una de las razones por las cuales los Estados confederados deben considerarse como conservando el carácter soberano se deduce precisamente del hecho de que cada uno de ellos coopera a la formación de la voluntad común, al no ser ésta sino la resultante de las voluntades particulares de los miembros. Ahora bien, según la construcción dada por Rousseau al Estado, la voluntad general sólo es, de modo análogo, la voluntad común de los ciudadanos, que son así, ellos mismos, los titulares de la potestad suprema en el Estado; por consiguiente, al menos en este aspecto, parece tener razón Rousseau cuando caracteriza a los ciudadanos como soberanos. Pero ahora la teoría del Contrato social tropieza con otra objeción, no menos decisiva que las anteriores. En efecto, si bien es verdad que el Estado democrático, conforme a las ideas de Rousseau, constituye una pura asociación o confederación de ciudadanos soberanos, habría que deducir inmediatamente que el Estado democrático no es un verdadero Estado, pues una confederación de individuos, lo mismo que una confederación de Estados, no puede formar un Estado. El supuesto Estado, según el tipo del Contrato social, se reduce a una simple comunidad de hombres, ligados entre sí por una relación contractual, pero por encima de los cuales no existe unidad ni potestad estatales. En suma, pues, la doctrina de Rousseau, lejos de fundar el Estado y la soberanía, implica la negación del uno y de la otra. 326. Todo esto es tanto como decir que la soberanía sólo puede concebirse en un ser distinto de los individuos y superior a ellos: sólo se concibe en el ser ideal Estado. La soberanía no es una potestad de orden individual, sino que presupone al Estado, y es propio de su esencia hallarse situada por encima de los "subditos". Por lo mismo, es imposible admitir que pueda originarse por un arreglo contractual o que los individuos puedan disponer de ella por vía de contrato. La hipótesis del contrato social, universalmente rechazada en lo que concierne a los orígenes de la sociedad (ver supra, pp. 65, 67 ss.), es igualmente falsa en cuanto a la génesis de la soberanía. Finalmente, Rousseau desconoce la verdadera soberanía jurídica del Estado al formular como tesis general y principio absoluto que la soberanía reside de un modo inicial en los ciudadanos. El principio —desde el punto de vista jurídico— es aquí que el Estado no puede formarse sino mediante una organización social, generadora de potestad dominadora. Ahora bien, no se dice que esta organización, que es la primera condición del Estado y de la misma soberanía, habrá de consistir, necesariamente y en todo caso, en un régimen de gobierno popular. Por lo tanto, y puesto que el concepto de Estado supone
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esencialmente una comunidad organizada, es decir, provista de cierto orden jurídico relativo al ejercicio de la potestad pública y regida por una ley orgánica que no es más que la Constitución del Estado, no se puede afirmar de una manera absoluta que la participación de los ciudadanos en la soberanía esté fundada en su propia voluntad o en un poder primitivo que reside en cada uno de ellos a título de derecho personal. Sólo el Estado tiene como propiedad ser soberano, y no existe, en el Estado, soberanía anterior a la del Estado mismo. En cuanto a los ciudadanos, la verdad es que encuentran en la Constitución del Estado la fuente originaria de los poderes que pueden ser llamados a ejercer a título de participación en la soberanía estatal, del mismo modo que es la Constitución la que determina las condiciones de ejercicio, las formas y la medida de esa participación individual. En una palabra, el error capital de Rousseau es el haber presentado a la soberanía del Estado como formada por la de sus miembros, cuando, en realidad, la soberanía, en cuanto a su ejercicio, no puede comunicarse a los ciudadanos sino después de haber nacido, en primer lugar, en el Estado, y por el hecho mismo de la organización que engendró el Estado y su potestad (ver sobre este punto el n9 413, infra). 2. TEORÍA DE LA SOBERANÍA NACIONAL 327. Según el derecho positivo francés, a la teoría de la soberanía del pueblo debe oponerse el sistema de la soberanía nacional. El concepto de soberanía nacional es en Francia uno de los principios fundamentales del derecho público y de la organización de los poderes. Se ha dicho de este principio que es la más importante de las conquistas realizadas por la Revolución. De hecho fue consagrado, desde el principio de los acontecimientos de 1789, por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, art. 3: "El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane de ella expresamente". Desde entonces, y salvo una sola interrupción en 1814, la soberanía nacional, al menos en teoría, ha sido admitida explícita o implícitamente por las sucesivas Constituciones de Francia. Fue en primer lugar la Constitución de 1791 la que, en los arts. 1° y 2° del preaámbulo de su tít. III, declaró que "la soberanía pertenece a la nación. . . de la que emanan todos los poderes". Según el art. 25 de la Declaración de derechos que encabeza la Constitución de 1793, "la soberanía reside en el pueblo". La Constitución del año ni (art. 17 de su Declaración de derechos) dice que "reside en la
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universalidad de los ciudadanos".1 En la Constitución del año VII y durante el Imperio, la soberanía nacional se afirma bajo forma plebiscitaria. En 1814 ya no se trata de la soberanía de la nación: en el sistema de la Carta, la soberanía, como en la antigua monarquía, reside en la persona del rey. Pero, a partir de 1830, el principio de la soberanía nacional vuelve a estar en vigor; y desde esta época se ha mantenido en 1848, en 1852 y en el derecho público actual. La Constitución de 1848 lo proclama aún de una manera expresa en su art. I9. La de 1852 (art. 1) declara que "reconoce, confirma y garantiza los grandes principios proclamados en 1789". Y si hoy día no se encuentra ninguna fórmula especial, a este respecto, en la Constitución tan lacónica de 1875, los autores no dejan de estar de acuerdo en decir que toda la organización constitucional actualmente existente se basa en la idea de la soberanía nacional. Ante estos textos y en razón de la importancia que conceden a la soberanía nacional, es conveniente precisar con cuidado el sentido de este principio, su alcance y sus consecuencias. Ahora bien, existen a este respecto dos corrientes de interpretación, dos tendencias divergentes. Unos exaltaron el principio y pretendieron que produce consecuencias muy absolutas. Otros sostienen que se trata solamente de una fórmula teórica y política, desprovista de sentido jurídico. Estos dos puntos de vista son igualmente erróneos, como veremos en seguida. 328. A. El principio de la soberanía nacional ha sido interpretado con frecuencia a la luz de las teorías de Rousseau, teorías cuya influencia sobre las ideas de los tiempos de la Revolución fue tan considerable. La soberanía nacional se confundiría así con la soberanía popular. Estaría constituida por una soberanía individual de los miembros de la nación, y por lo tanto habría que decir que en Francia, de cuarenta millones de nacionales, cada uno de ellos posee una cuarentamillonésima parte del poder soberano, considerado, bien por lo que se refiere a su fuente primitiva, bien al menos en cuanto a su ejercicio (ver p. 876, supra). Resultaría de ello, finalmente, que el principio de la soberanía de la nación implica, por una necesaria consecuencia —como lo afirma Aulard, Histoire politique de la Révolution Franqaise, advertencia, pp. v y 45—,la república democrática. Pero seguramente no fue en este sentido como se estableció el principio. Para demostrarlo, es conveniente insistir desde ahora en el punto esencial de que la idea de la soberanía nacional, tal como fue introducida en el derecho público moderno de Francia por los mismos fundadores de este derecho, sólo tenía un alcance negativo; y se verá más adelante 337
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Cf. para esta misma época, la Constitución dada por Francia a la república helvética en 1798, art. 2: "La universalidad de los ciudadanos es el soberano".
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oponiéndola al rey como verdadero elemento constitutivo del Estado y, por consiguiente, como la única legítima propietaria de la potestad soberana. En efecto, la idea esencial formulada por los hombres de 1789 y que se convierte en la base misma de todo el nuevo derecho público, fue que el Estado no es más que la personificación de la nación/ El Estado es la persona pública, en la que se resume la colectividad nacional. Por lo tanto, el Estado no puede absorberse en el rey, sino que se identifica con la nación, y entonces la soberanía estatal ya no se halla en el rey, sino que tiene su sede en la nación misma. Así se encuentra directamente fundado el principio de la1 soberanía nacional (cf. Duguit, L'État, vol. I, pp. 344-345). Vemos así cómo nació este principio: no es más que la respuesta de la Revolución a la pretensión de Luis XIV de reducir el Estado entero a la sola persona del rey.4 330. Así pues, el principio de la soberanía nacional, ante todo, iba dirigido contra la potestad real. Desde el principio de los acontecimientos revolucionarios, la Asamblea nacional, que se preparaba a sustituir a la monarquía absoluta de los tiempos pasados por una realeza moderada, reaccionó contra la teoría de la soberanía personal del monarca y, con este fin, formuló la doble idea fundamental siguiente: lp El rey no puede ser propietario de la soberanía; carece de poder para ello. La soberanía no puede ser el bien propio de nadie. La soberanía o potestad estatal, en efecto, no es más que el poder social de la nación, un poder esencialmente nacional en el sentido y por el motivo de que se funda únicamente en las exigencias del interés de la nación y de que no existe sino en ese interés nacional. El cuaderno del Tercer Estado de París decía ya en este sentido: "Cualquier poder sólo puede ejercerse 338
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Incluso se ha pretendido que la Revolución había eliminado el concepto de Estado, substituyéndolo por el de nación, como se deduce, se ha dicho, de la fórmula constitucional de 1791: "La Nación, la Ley, el Rey". Es evidente que, en la terminología de aquella época, o sea en los textos de la Constitución, lo mismo que en los discursos de los primeros constituyentes, la palabra Nación es de un empleo más frecuente que la palabra Estado; y el sentido mismo en el que allí se le emplea podría sugerir la idea de que la Constituyente repudió todo concepto estatal y reemplazó la idea de Estado por la de Nación exclusivamente. Esto sería sin embargo un profundo error. Al mismo tiempo que aclaraba la nueva idea del Estado como personificación de la Nación, la Revolución, no solamente mantuvo, sino que también fortaleció el estatismo, o sea en especial la unidad de voluntad y de potestad estatales del cuerpo nacional. Por otra parte, la palabra Estado se encuentra también en numerosos textos de la Constitución de 1791, por ejemplo: tít. III, cap. III, sección 1, art 1: cap. IV, sección 1. arts. 1-4, y sección 3, art. 3; cap.V, art. 23; tít. IV, art. 1 y 3, etc. 4 Hauriou, Principes de droit public, 2* ed., p. 82: "Nótese que la Revolución no renovó la personalidad jurídica del Estado. La modificó en el sentido de que puso fin a la confusión entre la personalidad jurídica del Estado y la personalidad jurídica del Rey; restableció la personalidad del Estado sobre la base de la nación, pero no interrumpió dicha personalidad. En la Revolución existe un desplazamiento de la soberanía: la soberanía pasó a la Nación.
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para la felicidad de la nación" (Archives parlemcntaires, primera serie, vol. V, p. 281). Esta es una verdad elemental que los filósofos y los teólogos (Chénon, op. cit., p. 18) defendieron e"n todo tiempo al decir que, en las sociedades políticas, el poder social no puede instituirse ni debe funcionar sino con miras al bienestar de la comunidad. La Revolución, a su vez, establece esta verdad moral en el terreno del derecho, al formular en el art. 3 de la Declaración de 1789 el concepto capital de que el sujeto jurídico de la potestad soberana es propiamente la nación. En otros términos, la Constituyente hizo realizar un gran progreso al derecho público, progreso que consiste en distinguir en adelante al soberano de las personas que, de hecho, ostentan la soberanía. El verdadero soberano ya no es el rey, ni ningún gobernante, sea el que fuere: es la nación exclusivamente. Por consiguiente, la potestad que ejercen los gobernantes no es para ellos un atributo personal, no les pertenece en propiedad y no se convierte para ellos en un beneficio propio, sino que es un depósito que poseen por cuenta de la nación y que, en sus manos, sólo debe servir para el bien de la comunidad nacional (Michoud, Théorie de la personnalité moróle, vol. II, pp. 55-56). Más exactamente, en derecho debe decirse que los gobernantes, propiamente hablando, no poseen la soberanía misma, sino que, y es muy distinto, sólo tienen el ejercicio de ella; no están ivestidos más que de una simple competencia, y en este sentido, sólo son administradores de un bien extraño, de un poder que es puramente el de la nación. Este es el primer sentido del principio de la soberanía nacional. 2 Por otra parte, la Asamblea nacional formula y consagra la idea, no menos importante, de que entre los hombres que conmponen la nación, ninguno puede pretender el ejercicio del poder soberano fundándose en un derecho de mando innato en su persona, o alegando, bien sea una superioridad personal, bien una vocación personal para este ejercicio. En efecto, la soberanía es propiamente el derecho que tiene la comunidad nacional de hacer respetar sus intereses superiores por medio de su potestad, también superior; es, por consiguiente, un derecho que sólo pertenece a la nación. Así, si la soberanía sólo se concibe como legítima en la colectividad, de ello se infiere que los miembros individuales del cuerpo nacional", en lo que se refiere a su ejercicio, son iguales unos a otros, en el sentido de que ninguno de ellos puede invocar derecho originario a tomar personalmente para sí este poder de la nación. Tal es, desde luego, el concepto que consagra el art. 3 de la Declaración de 1789, pues dicho texto, después de haber afirmado que el principio de toda soberanía reside en la nación, añade en seguida: "Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella". En otros términos, del hecho de que la soberanía es nacional en su principio,
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deduce el texto que debe serlo también en cuanto a la transmisión de su ejercicio. Nadie puede ejercerla sino en nombre de la nación y en virtud de una concesión nacional.- La Asamblea constituyente admite que esta concesión se realiza en la Constitución. Por medio de la Constitución el poder nacional se transfiere, en cuanto a su ejercicio, a los gobernantes, y no puede haber otros derechohabientes a este ejercicio sino aquellos que señala la Constitución. Por lo tanto, el rey no puede considerarse en adelante como poseyendo su título en virtud de un derecho propio, como teniéndolo de su propia voluntad o potestad, sino que no podrá obtenerlo ya sino en virtud de la concesión que del mismo le hace la Constitución. Este monarca nacional habrá de ser también un monarca constitucional, y de ahí que sólo poseerá el ejercicio de la potestad estatal en la medida y con las condiciones en que haya sido investido del mismo por la Constitución. En resumen, la Asamblea nacional de 1789, al fundar el principio de la soberanía de la nación, se proponía esencialmente retirarle al rey su antiguo poder absoluto, para mitigarlo y restringirlo subordinándolo a la Constitución, y también repartiéndolo entre el rey y otros órganos nacionales, especialmente un cuerpo legislativo electo e independiente del monarca. Con este objeto, la Constituyente le negaba al rey toda soberanía personal, y colocaba la fuente de la soberanía en la nación misma, de manera que el rey no podría ya, en adelante, ejercer el poder sino en nombre, por cuenta y por obra de la nación, única soberana. 331. Ahora bien, ¿en qué sentido la Asamblea nacional de 1789 transfería la soberanía a la nación? ¿Quería decir que la soberanía reside originariamente en la persona individual de todos los nacionales y de cada uno de ellos? Evidentemente que no. Basta, para establecerlo, recordar que, en la Constitución de 1791, la disposición del art. 1° del preámbulo del tít. III, dice: "La soberanía es una, indivisible. . . Pertenece a la nación; ninguna sección del pueblo ni individuo alguno puede atribuirse su ejercicio". El principio formulado por este texto es de los más claros. En él, la soberanía es llamada nacional, en el sentido de que reside indivisiblemente en la nación entera, y no ya dividida5 en la persona, ni mucho menos en ningún grupo de nacionales (Duguit, Manuel de droit constitutionnel, P ed., p. 128; cf. Traite, vol. I, p. 118). La nación es, pues, soberana como colectividad unificada, o sea como entidad colectiva que, por lo mismo que es el sujeto de la potestad y de los derechos estatales, debe reconocerse como una persona jurídica,6 que tiene 339
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Ni siquiera de una manera indivisa. En efecto, se observará que el texto de 1791 no se refiere solamente a indivisión, sino a indivisibilidad. 6 Al deducir el principio contenido en el art. 1' del preámbulo del tít. ni, consagraba la Constitución de 1791, al mismo tiempo, la noción de personalidad estatal. Esta noción, en
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una individualidad y un poder a la vez superiores a los nacionales e independientes de ellos (cf. Duguit, L'État, vol. i, pp. 321-322, vol.II, p. 89).7 En una palabra, la Revolución, lejos de transferir, como se ha dicho, la soberanía a todos los miembros de la nación, negaba, por el contrario, y de una vez por todas, la cualidad soberana a cualquier individuo considerado en particular, así como a cualquier grupo parcial de individuos; no hacía así sino reconocer, a su manera, la verdad teórica enunciada anteriormente (p. 886), a saber, que la potestad de dominación estatal sólo puede concebirse en el ser sintético y abstracto que personifica la colectividad nacional y que, en definitiva, no es sino el Estado. Soberanía nacional o colectiva era, en las ideas de 1789 y de 1791, la negación directa de toda soberanía individual.8 340
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efecto —como se ha visto (supra. pp. 46 ss.)— no es sino la expresión de la unidad que se halla realizada en el Estado. Ahora bien, esta unidad queda afirmada y puesta totalmente en claro por el texto anteriormente citado. Desde el momento en que la soberanía es una e indivisible, la nación, a la que pertenece, no puede declararse titular de dicha soberanía sino en cuanto constituya ella misma una unidad que presente un carácter de indivisibilidad. La unidad de la soberanía nacional implica esencialmente la unidad de la nación soberana. Por ello, el art. 1" significa que la nación fue considerada por la Constituyente como un conjunto que no puede descomponerse, como un todo no parcelable y, por consiguiente también, como una unidad global superior a sus miembros individuales. Proclamar esta unidad indivisible era, en el fondo y sin duda alguna, afirmar el concepto de personalidad estatal de la nación. 7 Podría tratarse de explicar de otra manera la indivisibilidad de la soberanía nacional. Podría decirse que la soberanía reside evidentemente en los individuos, que es realmente individual en este sentido, pero que no reside separadamente y por partes divididas en cada uno de ellos, sino que reside de una manera indivisible en su totalidad. Ahora bien, la totalidad de los miembros que componen la nación no es ni podrá ser sino una reunión de individuos. Así, uno o más ciudadanos, considerados aisladamente o constituyendo un grupo parcial, nada pueden hacer soberanamente: es necesario que todos los miembros de la nación estén reunidos, y sólo entonces estaremos en presencia de la nación soberana. No deja por ello de ser cierto que la nación soberana consiste en un total de individuos y que no constituye una entidad abstracta distinta de sus miembros. Esta explicación no puede admitirse. Tropieza, en primer lugar, con una objeción de orden práctico: si la reunión de todos los nacionales es necesaria para formar al soberano, esta formación nunca podrá realizarse, pues en esa asamblea general habrá de haber siempre, y necesariamente, ausentes. Además, y desde el punto de vista racional, es de observarse que la Constitución de 1791 no se contentó con decir que ninguna sección del pueblo posee la soberanía, sino que, considerando al pueblo por entero, al conjunto de todos los nacionales, especifica que la soberanía le pertenece de una manera indivisible y sin poder fragmentarse. Esto significa, pues, que en ningún sentido y en ninguna medida reside en cada uno de ellos, sino puramente en su colectividad extraindividual. En otros términos, todos los nacionales son el soberano en cuanto constituyen una unidad colectiva que se convierte así jurídicamente en un sujeto diferente de los individuos que contiene en sí. 8 Hauriou, La suaveraineté nationale, p. 8: "La teoría clásica de la soberanía tal como surgió de la Revolución tiene que considerar a la soberanía nacional como no susceptible de descomposición, porque confunde la soberanía nacional con la soberanía del Estado". Así es, por ejemplo, como "se vio llevada a identificar la voluntad general con la soberanía nacional".
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Si por soberanía nacional no entendía la Constituyente una soberanía que residiera originariamente en los nacionales, ¿quería decir, al menos, que, desde el punto de vista de su ejercicio, el poder soberano reside individualmente en cada uno de los miembros de la nación? Tampoco. Veamos, en efecto, el art. 3 de la Declaración de 1789, que formula el principio, y el art. F del preámbulo del tít. ni de la Constitución de 1791, que lo enuncia de nuevo. ¿Deducen estos textos, del citado principio, la consecuencia de que cualquier miembro del cuerpo nacional será llamado a participar en el ejercicio efectivo de la soberanía? No, la única consecuencia que deducen de ello es una consecuencia puramente negativa, que consiste únicamente, según dichos textos, en que ningún individuo ni grupo podrá ejercer poderes, sean los que fueren, sino en virtud de una concesión y de una transmisión nacionales (d'Eichthal, Souveraineté du peuple, p. 76). Más tarde, bajo el impulso de los acontecimientos revolucionarios, la soberanía nacional había de recibir una interpretación muy distinta: había de transformarse en soberanía popular. Después de la caída de la monarquía, la Convención funda el sistema constitucional de 1793 en la idea de que la soberanía se contiene indistinta e igualmente en todos los ciudadanos. Pero esta interpretación, tomada del Contrato social, desnaturalizaba el alcance inicial del principio de la soberanía de la nación, tal como se deduce de sus orígenes históricos. La prueba de que la Constituyente no había querido establecer un régimen de soberanía popular es que, en la Constitución de 1791, ni siquiera había instituido, para la elección de los diputados al cuerpo legislativo, el sufragio universal y directo, sino únicamente un sistema de electorado por censo y de dos grados. Desde el año III se volvió a este sistema (cf. Duguit, Traite, 2 ed., vol. I, p. 436). Existe otra materia del derecho público francés que ha sido objeto de una evolución histórica sensiblemente igual a la que acaba de indicarse respecto de la soberanía: se trata del dominio nacional. En la antigua Francia, al confundirse el rey con el Estado, los dominios del Estado eran considerados como dominios de la Corona. La Constituyente, aquí como en todo, disipó esta confusión. Al separar al rey del Estado, desposeyó a la Corona de los dominios del Estado para entregarlos a la nación, bajo el nombre de dominio nacional (Barckhausen, "'Étude sur la théorie genérale du domaine public", Revue du droit puhlic, vol. XVIII, pp. 11, 414 ss.; Brissaud, Cours d'histoire genérale du droit franqais, vol. I, pp. 912 ss.). Y sin embargo, nadie habrá de pretender que los miembros de la nación sean individualmente copropietarios, cada uno por su parte personal, de este dominio llamado .nacional. Pues en este dominio, que pertenece a la nación como colectividad indivisible y perpetua, es bien
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cierto que los nacionales vivos en la actualidad no poseen ninguna parcela individual de propiedad, divisa ni indivisa. Tal es también el sentido del principio de la soebranía nacional: ésta se halla en la nación y no se descompone en una soberanía personal de los nacionales.9 En definitiva, se ve que este principio, tal como fue establecido por los hombres de 1789, no tenía en sí sino un alcance puramente negativo.10 Era tanto como decir que en el Estado nadie puede pretenderse soberano, si no es el Estado mismo, o —lo que es igual— la nación y el pueblo, tomados en su consistencia global e indivisible y formando así un sujeto 341
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9 Esta conclusión es también la que se desprende —tal vez sin advertirlo ellas— de la fórmula que han empleado diversas Constituciones para expresar el principio de la soberanía nacional. Dicen que ''la soberanía reside en la universalidad de los ciudadanos". Así se expresan las Constituciones de 1793 (art. 7), del año ni (Declaración de derechos, art. 17) y de 1848 (art. I). El alcance jurídico de esta expresión es evidente. En efecto, así como la universalidad de un patrimonio, de una sucesión, es en derecho una entidad distinta de los objetos singulares que dicha sucesión o dicho patrimonio contienen, así también —ateniéndose al sentido propio de las palabras— la universalidad de los ciudadanos es cosa muy diferente del total de los individuos, contados uno a uno, que componen la ciudad. La universalidad de los ciudadanos o nacionales es la nación considerada en su unidad colectiva y distinta de sus miembros particulares. La fórmula antes citada puede, por lo tanto, servir muy acertadamente para indicar que la soberanía nacional no reside en los nacionales mismos, sino en el ser colectivo que concurren a formar y que es la nación. 10 Este carácter negativo del concepto de soberanía nacional queda puesto en claro por la célebre fórmula revolucionaria que consiste en afirmar que la soberanía es "indivisible, imprescriptible e inalienable" (Constitución de 1791, tít. III, preámbulo, art. 1; Constitución de 1793. Declaración de derechos, art. 25; Constitución de 1R48, art. 1). Es indivisible, en primer lugar, por cuanto que, hallándose en la universalidad nacional, no puede localizarse, por vía de fraccionamiento, individualmente en los nacionales. Igualmente es imprescriptible en el sentido dé que la nación, que es su única titular, no puede ser despojada de ella por ninguna posesión adversa, por prolongada que ésta sea. Finalmente, es inalienable por el mismo motivo. Todo acto, toda disposición constitucional que tratara de hacer adquirir personalmente la soberanía a un hombre o a una asamblea, sería radicalmente nulo por inconciliable con el principio de que únicamente la nación es soberana. Incluso aunque todos los soberanos, en un momento dado, consintieran unánimemente en una transmisión o delegación de ese género, se hallarían imposibilitados para realizar semejante enajenación; pues no sólo la soberanía nacional no les pertenece a los ciudadanos mismos, ni éstos tienen el poder de disponer de ella, sino que, a decir verdad, ni siquiera reside en la colectividad indivisible que concurren a formar, en cada uno de los sucesivos momentos de la vida nacional. La razón de ello es que la colectividad nacional, en la que está contenida la soberanía, no sólo está constituida por la generación presente de los ciudadanos, sino que, de un modo ilimitado, comprende la sucesión ininterrumpida de las generaciones nacionales presentes y futuras. Resulta. pues, que en ningún momento de su historia puede la nación quedar encadenada para el futuro; la generación actual no puede pretender imponer sus voluntades a las generaciones venideras. Todo esto viene a ser la condena de la doctrina creada por Napoleón, que pretendía conciliar el cesarismo con la soberanía nacional, fundando el Imperio en el plebiscito mediante el cual se suponía que los ciudadanos delegaban en el Emperador la soberanía popular (cf. Declaración de derechos del 24 de junio de 1793, art. 28: "Una generación no puede sujetar a sus leves Ins veneraciones futuras").
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jurídico que halla su personificación unitaria en el mismo Estado, lo cual excluye toda soberanía particular. Así definida, la soberanía nacional es un principio inofensivo, y no tiene ya nada de común con la teoría de la soberanía popular.11 332. Lo que importa añadir es que, al convertirse en nacional en el sentido que acaba de precisarse, perdía la soberanía, por lo mismo, el carácter absoluto que le atribuye la escuela de Rousseau. Según dicha escuela, la soberanía consiste en el derecho originario que tienen los ciudadanos a imponer su voluntad discrecional cuando componen una mayoría. En este concepto, la soberanía nacional no sería, pues, otra cosa que el antiguo poder personal y absoluto de los reyes de Francia, el cual, por efecto de la Revolución, habría pasado del monarca a los ciudadanos. La verdad es, por el contrario, que, al poner la soberanía a nombre de la nación, la Revolución modificó hasta en su esencia el concepto anterior y la definición monárquica del poder soberano. Al establecerse en provecho de la nación únicamente, la soberanía dejó de ser un poder basado en un derecho originario de alguien, o que implica, para aquellos que poseen su ejercicio, una potestad personal absoluta. Por una parte, en efecto, sus poseedores sólo podrán ejercerla en la medida en que la nación se la ha confiado, y es evidente que, en un sistema de soberanía nacional, toda la organización constitucional deberá dirigirse a limitar la potestad de estos poseedores, a fin de impedir hasta donde sea posible que hagan un uso arbitrario de la misma o la empleen con fines personales (cf. Michoud, op. cit., vol. u, p. 56); más exactamente, la organiza342
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La diferencia que separa los dos conceptos de soberanía nacional y soberanía del pueblo, se precisa especialmente por las observaciones que con frecuencia han formulado los autores con respecto a la composición y a la forma de reclutamiento actuales del Senado. Por más que el Senado se reclute mediante un procedimiento distinto al de la Cámara de Diputados, los tratados de derecho constitucional hacen observar que su composición no se encuentra desde luego en oposición con el principio de la soberanía nacional. Sin embargo, es innegable que la institución de esta segunda cámara, que no se elige directamente por sufragio universal, tiene como efecto disminuir la influencia que ejerce en el Estado la masa común de los ciudadanos, por el poder que tienen éstos de elegir a los diputados. Bajo este aspecto, el Senado no es, desde luego, una institución que corresponda a la idea de la soberanía del pueblo. Pero alegan los autores que, al menos, el Senado no representa clases ni intereses especiales, puesto que los colegios electorales que lo nombran están formados por electores que son a su vez, directa o indirectamente, elegidos por el conjunto de los ciudadanos; esto es suficiente, dícese, para que pueda afirmarse que esta sgunda cámara debe su origen a la universalidad nacional, sin que ninguna categoría de ciudadanos se halle por ello favorecida o perjudicada; y se añade con razón que el principio de la soberanía de la nación queda así totalmente satisfecho (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 135, 137-138; cf. Duguit, Traite, vol. I, p. 370). Pero precisamente el hecho de que el principio de la .soberanía nacional no exige nada más, revela claramente la considerable distancia que existe entre este principio y el sistema de la soberanía popular; y de ello se deduce también que la interpretación dada a este principio sigue siendo hoy, lo mismo que en su origen, simplemente negativa.
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ción constitucional estará combinada de tal modo que ningún órgano del Estado pueda poseer por sí solo la soberanía. En este sentido se ha podido decir que, al trasladar la soberanía del monarca a la nación, la Revolución la destruyó (Berthélemy, Revue du droit public, 1904, p. 212). Por otra parte, al ser impersonal la soberanía, nadie puede tener derecho individual a ejercerla. En este sentido, Duguit (Traite, 2 ed., vol. I, p. 436) resume con mucha exactitud el alcance del sistema fundado por la Constituyente cuando dice: "En la doctrina de la soberanía nacional, es la persona colectiva la que posee la soberanía, y los ciudadanos considerados individualmente no tienen la más pequeña parcela de ella; no tienen, pues, ningún derecho a participar en el ejercicio de la soberanía. La única consecuencia que deriva del principio de la soberanía nacional es la necesidad de hallar el mejor sistema para encontrar la voluntad nacional". 333. B. Hasta ahora, el principio de la soberanía nacional se ha presentado como teniendo solamente un significado negativo. Al situar a la soberanía en la universalidad nacional, los fundadores del derecho público francés la convirtieron en anónima e intangible; al declararla indivisible, la sustrajeron a toda posibilidad de apropiación. Pero algunos autores no se contentaron con señalar este carácter negativo del principio, sino que pretenden, además, que es un principio desprovisto de eficacia práctica y, por consiguiente, de valor jurídico. Unos sólo quieren ver en ella un "concepto de orden exclusivamente político" (Michoud, op. cit., vol. I, p. 287). Otros le niegan toda utilidad seria. Tal es especialmente la opinión de Duguit: "Este célebre principio no es sino un engaño, una ficción, que carece de valor real" (UÉtat, vol. I, p. 251). Más aún: "El principio de la soberanía nacional es no sólo indemostrable e indemostrado, sino también inútil" (Traite, 2 ed., vol. I, p. 435). Para probar su inutilidad se apoyaron, particularmente, en el hecho de que este principio no implica, dícese, ninguna forma determinada de gobierno, sino que puede conciliarse con todas las formas gubernamentales, democracia, aristocracia o monarquía.12 Por lo que se refiere a la democracia, se admite generalmente, como cosa evidente, que puede conciliarse con la idea de soberanía nacional. Se ha discutido, por el contrario, en cuanto a las otras dos formas de gobierno13 (ver sobre este punto: Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 343
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Es lo que afirma especialmente Duguit, L'État, vol. n, p. 59: "El Estado fundado en el principio de la nación como persona soberana puede ser lógicamente, sin embargo, monárquico o aristocrático" (Michoud, op. cit.. vol. H, p. 56). 13 Es sabido que Rousseau no dudó en admitir la posibilidad de una combinación de la monarquía con su sistema de soberanía popular. Pero, como lo hace notar Esmein (Éléments,
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ción constitucional estará combinada de tal modo que ningún órgano del Estado pueda poseer por sí solo la soberanía. En este sentido se ha podido decir que, al trasladar la soberanía del monarca a la nación, la Revolución la destruyó (Berthélemy, Revue du droit public, 1904, p. 212). Por otra parte, al ser impersonal la soberanía, nadie puede tener derecho individual a ejercerla. En este sentido, Duguit (Traite, 2 ed., vol. I, p. 436) resume con mucha exactitud el alcance del sistema fundado por la Constituyente cuando dice: "En la doctrina de la soberanía nacional, es la persona colectiva la que posee la soberanía, y los ciudadanos considerados individualmente no tienen la más pequeña parcela de ella; no tienen, pues, ningún derecho a participar en el ejercicio de la soberanía. La única consecuencia que deriva del principio de la soberanía nacional es la necesidad de hallar el mejor sistema para encontrar la voluntad nacional". 333. B. Hasta ahora, el principio de la soberanía nacional se ha presentado como teniendo solamente un significado negativo. Al situar a la soberanía en la universalidad nacional, los fundadores del derecho público francés la convirtieron en anónima e intangible; al declararla indivisible, la sustrajeron a toda posibilidad de apropiación. Pero algunos autores no se contentaron con señalar este carácter negativo del principio, sino que pretenden, además, que es un principio desprovisto de eficacia práctica y, por consiguiente, de valor jurídico. Unos sólo quieren ver en ella un "concepto de orden exclusivamente político" (Michoud, op. cu., vol. I, p. 287). Otros le niegan toda utilidad seria. Tal es especialmente la opinión de Duguit: "Este célebre principio no es sino un engaño, una ficción, que carece de valor real" (L'État, vol. I, p. 251). Más aún: "El principio de la soberanía nacional es no sólo indemostrable e indemostrado, sino también inútil" (Traite, 2 ed., vol. i, p. 435). Para probar su inutilidad se apoyaron, particularmente, en el hecho de que este principio no implica, dícese, ninguna forma determinada de gobierno, sino que puede conciliarse con todas las formas gubernamentales, democracia, aristocracia o monarquía.12 Por lo que se refiere a la democracia, se admite generalmente, como cosa evidente, que puede conciliarse con la idea de soberanía nacional. Se ha discutido, por el contrario, en cuanto a las otras dos formas de gobierno13 (ver sobre este punto: Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, pp. 344
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Es lo que afirma especialmente Duguit, L'État, vol. II, p. 59: "El Estado fundado en el principio de la nación como persona soberana puede ser lógicamente, sin embargo, monárquico o aristocrático" (Michoud, op. cit.. vol. u, p. 56). 13 Es sabido que Rousseau no dudó en admitir la posibilidad de una combinación de la monarquía con su sistema de soberanía popular. Pero, como lo hace notar Esmein (Éléments,
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300 55.; Duguit, Traite, P ed., vol. i, pp. 397 ss., y L'État, vol. u, pp. 257 ss.). No obstante, lo que hay que observar es que, de hecho, el principio de la soberanía de la nación no ha sido considerado, desde 1789, como implicando o excluyendo una forma determinada de gobierno. Así, es digno de observarse que los mismos fundadores del principio, en la Constitución de 1791, admitieron la realeza, como perfectamente compatible con su concepto de la soberanía. Igualmente, la Carta de 1830 establecía la monarquía sobre la base de la soberanía nacional. Asimismo, se ha podido sostener con razón que la organización gubernamental creada por las Constituciones de 1791 y del año ni presentaba, en amplio grado, un carácter aristocrático, pues en el régimen electoral instituido en dicha época el nombramiento de los diputados quedaba reservado a los possedores de la propiedad inmueble. Lo mismo ocurrió con la Carta de 1830, que combinaba con el principio de la soberanía de la nación, una Cámara de los pares reclutada en las clases altas del país y, para la elección de los diputados, un régimen de censo, según el cual el electorado sólo pertenecía a las clases adineradas (Duguit, UÉtat, vol. n, pp. 59-60). En resumen, se puede decir que, desde 1789, las formas de gobierno más diversas han podido sucederse en Francia, desde la monarquía hasta la república democrática, sin contar el Imperio, y todas ellas en nombre y al cobijo de la soberanía nacional. Esto demuestra, pues, que la soberanía nacional autoriza todos los regímenes gubernamentales. En estas condiciones, se ha afirmado que este principio carece de alcance práctico y no constituye sino una pura fórmula verbal, a la que no hay que conceder ningún valor jurídico. 334. Esta afirmación es totalmente exagerada. Indudablemente sería un error el creer que la soberanía nacional implica necesariamente, como suponen ciertos autores, la república democrática y el gobierno directo por el pueblo (ver n° 338, infra). Pero, si el principio no tiene esta significación absoluta, sería un error decir, en sentido inverso, que no produce efectos jurídicos. Importa precisar aquí su alcance real. Ante todo hay que ponerse en guardia contra la doctrina tradicional que reduce las formas gubernamentales a los tres tipos clásicos: monar345
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7 ed., vol. I, p. 302; cf. Duguit, Traite, 1 ed., vol. I, p. 3991. ello se explica naturalmente por la distinción que en el Contrato social se establece entre la soberanía y el gobierno. La soberanía, o sea el poder legislativo, sólo pertenece al pueblo. Lo que puede ser monárquico o también aristocrático es únicamente el gobierno, que sólo tiene un papel ejecutivo. Desde el momento en que la soberanía legislativa se reserva al pueblo, nada se opone, según Rousseau, a que el poder ejecutivo quede delegado en un monarca. Existirá así una combinación entre soberanía popular y gobierno monárquico. Por lo demás, Rousseau señala que semejante monarquía, en el fondo, no es más que una república: ''Para ser legítimo, es necesario que el gobierno no se confunda con el soberano, sino que sea ministro de éste: entonces la monarquía misma es república" (Contrat social, lib. II. cap. VI. II.).
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quía, democracia, aristocracia. Se alega generalmente, en apoyo de esta división tripartita, que se remonta hasta la Antigüedad, y ello es verdad (ver sin embargo la n. 19, p. 903, infra). Pero existe un régimen que no conoció la Antigüedad y que data de los tiempos modernos: el régimen llamado representativo. Y precisamente tiene capital importancia hacerle un lugar a este régimen entre las formas de gobierno. A dicho efecto, conviene recordar previamente cuál es el sigao característico de las diversas formas gubernamentales, y particularmente de la monarquía y de la democracia. No se crea que todo Estado en el que reine un príncipe hereditario, será, sólo por esto, una verdadera monarquía. Existen Estados que parecen tener un monarca y que, en realidad, no son sino democracias representativas. Lo que caracteriza a la verdadera monarquía —aquella que los autores franceses llaman monarquía absoluta, y que es también la monarquía pura y propiamente dicha— es el hecho jurídico de que el monarca es en ella el titular, si no único al menos supremo, de la potestad estatal en su totalidad.14 En este sentido el soberano es el órgano más alto del Estado.15 Por una parte, en efecto, es el centro de todos los poderes: él es quien gobierna y administra, bien sea por sí mismo, bien por medio de sus delegados; hace las leyes en su Parlamento; y la justicia se administra en su nombre.16 Por otra parte, y sobre todo, es el órgano 346
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Esto no significa que la potestad del monarca carezca de límites. Puede quedar limitada bien sea por la necesidad constitucional de observar ciertas formas para ciertos actos, o bien por el hecho de que, según la Constitución, el monarca sólo puede ejercer algunos de sus derechos, por ejemplo su poder legislativo, mediante el concurso y el asentimiento previo de ciertos órganos más o menos independientes de él. Esto tampoco significa que el monarca habrá de ejercer efectivamente todos los poderes. En el derecho monárquico moderno, ya no es él quien administra justicia, y hasta los funcionarios administrativos, para numerosos asuntos, tienen una competencia que, al corresponderías de manera especial según las leyes vigentes, excluyen la posibilidad, para el monarca, de substituirse a ellos y decidir en su lugar. La monarquía, por lo tanto, puede ser limitada, sin dejar por ello de ser una monarquía verdadera. Pero no será una monarquía sino mientras se presente el monarca como titular supremo y común de todos los poderes comprendidos en la potestad del Estado. 15 Montesquieu desconoció la verdadera naturaleza de la monarquía al no conceder al monarca, en principio, sino una potestad simplemente igual y yuxtapuesta a las otras dos, la legislativa y la judicial, y hasta una potestad que tiene carácter subalterno en cuanto sólo consiste en la ejecuciónde las leyes (Esprit des lois, lib. XI. cap. VI). 16 Contrariamente a la doctrina, tradicional y oficial, que caracterizaba a la monarquía diciendo que el monarca, en principio, concentra en sí toda la potestad del Estado (ver especialmente a G. Meyer, op. cit., 7* ed., pp. 272 ss., así como las Constituciones alemanas y los autores citados en este mismo lugar, nn. 8 y 9; cf. .Toseph Barthélemy, "Les théories royalistes dans la doctrine allemande contemporaine", Revue du droit public, 1905, pp. 729 ss.), Jellinek, preocupado por conciliar el concepto de monarquía con las ideas y los hechos constitucionales de la época moderna, declara (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 401, 412 ss., ver también pp.
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supremo porque él es quien hace la Constitución; o por lo menos, ésta no puede ser revisada ni modificada sin su consentimiento y su sanción (Je347
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234 ss.) que hoy día no es exacto definir al monarca como titular de la potestad total del Estado. La fórmula según la cual el rey concentra en su persona todos los poderes era cierta en otro tiempo, en la época de la monarquía absoluta. Puede servir todavía para explicar las Constituciones otorgadas, por las cuales los monarcas alemanes limitaron antes su propia potestad, pues es cierto que en la época en que se realizó ese otorgamiento el rey poseía aún, por sí solo, toda la potestad estatal, de la cual, mediante esas Constituciones, trasladó una parte a órganos distintos de él Pero esta fórmula ya no concuerda con el sistema contemporáneo de la monarquía constitucional. Según Jellinek. ya no se puede decir actualmente que toda la potestad estatal reside en el rey, sino que la verdad es únicamente que el monarca constituye "el más alto poder" en el Estado (loe. cit., p. 416) y que es "el punto de partida"' y el "centro" de unidad de todos los poderes (p. 420) ; y esto, no ya en el sentido de que participa efectivamente en todas las funciones ípp. 413-414), o de que todos los órganos quedan necesariamente dentro de su subordinación (p. 421), sino en el de que depende de él la aplicación de la actividad de todos los demás órganos del Estado. Y de esto, de esta situación suprema del monarca resulta también la regla —que constituye el más importante de los signos distintivos de la monarquía y es la condición esencial fuera de la cual ninguna monarquía puede realizarse (pp. 422 55.)— de que ningún cambio puede introducirse en la organización constitucional del Estado sin la intervención y la voluntad del monarca. Tanto una como otra de estas dos doctrinas opuestas, suscitan críticas. Por una parte, la definición que de la monarquía siguieron G. Meyer y consortes, es demasiado absoluta. Lo que era verdad en la época del otorgamiento de las Constituciones que fundaron la monarquía limitada, ya no lo es bajo el imperio de estas Constituciones otorgadas. El principio de que el rey es titular primordial de toda la potestad del Estado, bien puede ser la expresión de una verdad histórica, pero ya no se conforma con la realidad actual. Por ejemplo, se ha visto anteriormente (no 134) que las Cámaras poseen conjuntamente con el rey la potestad legislativa, y es cierto que ejercen sus derechos de participación en la formación de las leyes como un poder que les pertenece en propiedad, y no como un poder que pertenezca al rey. Indudablemente, este poder les ha sido concedido antiguamente por la voluntad constituyente del monarca, y en este sentido tiene su origen en una concesión consentida por éste; pero en la actualidad ya no puede decirse que se funde en la voluntad real, sino que se funda puramente en la Constitución, considerada como ley del Estado (cf. n. 14, p. 855, supra). He aquí, pues, toda una porción, y considerable, de la potestad estatal, que ha dejado de pertenecer al rey. Y es notable sobre todo que las Cámaras alemanas poseyeran en análogas condiciones una parte de la potestad constituyente misma, ya que, en los Estados alemanes, las leyes de revisión sólo podían recibir la sanción real después de haber sido aprobadas por las asambleas legislativas. Pero, si bien es demasiado absoluto pretender que toda la potestad del Estado reside en el rey, por otra parte es insuficiente decir con Jellinek que la monarquía se caracteriza por el hecho de que el monarca promueve la actividad de todos los órganos estatales. No sólo carece de precisión este criterio (sobre este punto ver Duguit, L'État, vol. n, pp. 264 ss.), sino que además sólo permite darse cuenta con mucha imperfección del verdadero papel que el monarca desempeña en el Estado y del verdadero sitio que ocupa en el conjunto de la organización estatal. El rasgo esencial de la monarquía, la característica más importante de esta forma de Estado es que el monarca es jurídicamente el centro de la unidad y de la potestad estatales, en primer lugar por cuanto participa en todos los poderes, y sobre todo por cuanto es el órgano supremo del Estado en todas las ramas
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llinek, op. cu., ed. francesa, vol. II, pp. 422 ss.). He aquí el punto capital; luego, por razón de su potestad constituyente, es el autor de todos los poderes, incluso del suyo propio. Y aquí se puede observar en seguida que, en la supuesta monarquía que estableció la Constitución de 1791, la potestad constituyente no le correspondía al monarca. Desde 1789, no hubo, en Francia, sino una sola Constitución que se fundara directamente en la potestad del monarca: fue la Carta otorgada de 1814.17 Pero, precisamente, la Carta de 1814 se mantuvo fuera del principio de la soberanía nacional; y es importante señalar este punto. Las mismas observaciones deben hacerse en cuanto a la democracia. Aquí, el soberano es el pueblo, considerado en sus miembros individuales. El pueblo es, en ella, lo que el monarca en la monarquía. En la democracia propiamente dicha, el pueblo es el centro y el origen de todos los poderes. Por ejemplo, hace él mismo sus leyes, o —lo que es jurídicamente idéntico— las perfecciona al ratificarlas (cf. n. 15 del n" 136, supra). La justicia se administra en su nombre. Los agentes administrativos se limitan a ejecutar sus decisiones soberanas. Y sobre todo, él hace la Constitución. ¿Es esto soberanía nacional? No: es más que soberanía nacional: es soberanía del pueblo. El soberano, aquí, ya no es la nación como persona abstracta, sino la masa de ciudadanos, considerados éstos como poseyendo cada uno el derecho primitivo de concurrir personalmente a la formación de la voluntad soberana. Los fundadores del moderno derecho público de Francia, en la Constitución de 1791, consagraron la soberanía de la nación, conservando al mismo tiempo la realeza. Y sin embargo —como se verá después—, no instituyeron una verdadera monarquía, así como tampoco la democracia 348
de la potestad de éste. Tal es la idea primordial a la 348 que hay que adherirse para definir la monarquía, incluso la monarquía limitada. En la monarquía limitada tal vez no exista ninguna esfera de la actividad estatal en la cual el jefe del Estado pueda hacerlo todo por su sola voluntad, pero no existe tampoco ninguna en la que su voluntad no aparezca como la voluntad más alta que existe en el Estado. En esta cualidad de órgano supremo el rey es llamado a dar a la ley su última perfección mediante la sanción (n" 135, supra). Igualmente, si en el orden administrativo no puede substituir su competencia a la que especialmente se atribuye a los funcionarios por las leyes vigentes, por lo menos él es quien dirige, en virtud de su potestad jerárquica, la actividad de los administradores, así como también vigila y controla sus actos con el mismo carácter. Incluso en el orden jurisdiccional, si bien no puede intervenir en persona en el ejercicio de la función de juzgar, al menos la justicia se administra en su nombre y por jueces que necesariamente obtienen su nombramiento del mismo monarca a título de delegación (ver re. 15, p. 856, supra). Finalmente, y siempre por la misma razón, de él depende, en último recurso, la perfección de toda revisión constitucional. En todos estos aspectos aparece el monarca como la autoridad más alta en la cual, y por la cual, se realiza la unidad de potestad y de voluntad del Estado en el grado supremo (cf. n' 311, supra). 17 Ver en este sentido el preámbulo de la Carta, que recuerda que "la autoridad por entero reside en Francia en la persona del rey", y funda la concesión de dicha Carta en "el libre ejercicio de nuestra autoridad real".
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verdadera. ¿Qué hicieron, pues? ¿Cuál es el alcance verdadero de su principio de la soberanía nacional? 335. Para comprender la verdadera esencia del régimen monárquico importa observar que, o bien el monarca se presenta en él como teniendo un derecho personal de potestad soberana anterior al Estado y a toda Constitución, como era el caso en la antigua Francia, derecho personal que se funda en la teoría del derecho divino, o en un concepto patrimonial del Estado, o por lo menos, en el hecho histórico de la posesión tradicional de la soberanía; o bien, dicho monarca se presenta como órgano del Estado, lo que, recientemente aún, era el punto de vista de la doctrina monárquica alemana (Jellinek, loe. cit., vol. II, pp. 406 ss.; G. Meyer, op. cit., 1 ed., p. 271, texto y n. 5, y los autores citados en dicha nota). Pero, incluso en esta última doctrina, hay que señalar el hecho importante de que el Estado, cuyo órgano es el monarca, se considera como una entidad jurídica distinta de la nación, no es la personificación de la nación, sino una persona en sí; adquiere esta personalidad en virtud y por el hecho de su sola organización. Ahora bien, en esta organización, el elemento capital, el órgano supremo, es precisamente el monarca, de modo que, en el fondo, lo que hace al Estado, o en todo caso lo que lo perfecciona, es el monarca. Esto lleva a un punto muy cercano de la máxima: "el Estado es el rey". En vano un monarca como Federico II de Prusia podrá ser bastante hábil para decir que "el príncipe es el primer servidor del Estado" (sobre esta otra máxima, ver Jellinek, loe. cit., vol. II, p. 408). A pesar de todas las afirmaciones de este género, quedará siempre que la personalidad del Estado se basa, en último término, en la potestad del monarca; la soberanía del Estado está hecha, ante todo, de la soberanía del monarca: esto era la monarquía verdadera y completa. Si se examina la democracia pura, se encuentra en ella el mismo concepto jurídico. En este caso, el soberano es el pueblo.18 Los ciudada349
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Por este motivo, la postura constitucional de las Cámaras federales suizas es muy diferente de la que corresponde a las Cámaras francesas. Mientras que en Francia las asambleas se han caracterizado desde 1789 como "representantes" de la nación soberana, en el sentido de hallarse capacitadas para querer, de un modo completo, en nombre y por cuenta de la nación (ver núms. 363 ss., infra), en Suiza, por el contrario, la Asamblea federal se presenta bajo un aspecto muy diferente, que se desprende del solo hecho de que esta Asamblea se caracteriza en la Constitución federal (ver el título del cap. n) como siendo solamente una de las "autoridades" (Behorden) de la Confederación; es la autoridad más alta, indudablemente, pero sin embargo una simple autoridad; y este calificativo, que la Constitución aplica indistintamente a la Asamblea federal y al Consejo federal, tiene por objeto señalar que las Cámaras federales, incluso desde el punto de vista legislativo, sólo poseen una simple función subalterna y no un poder soberano, puesto que su actividad legislativa sólo se ejerce bajo la reserva de los derechos superiores del cuerpo de ciudadanos activos, el cual —en cierto sentido (cf. supra, pp. 364 ss.)— es el único órgano de legislación propiamente dicho, ya que sólo él posee, en el ejercicio de su competencia legislativa, el poder de querer de un modo absoluto en nombre
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nos se consideran como teniendo, en el ejercicio de la soberanía, un derecho que existía antes del Estado y de la Constitución. O también se dice que el pueblo es jurídicamente el órgano del Estado. Pero, por las mismas razones que anteriormente en la monarquía, esta fórmula, en el fondo, significa que el Estado, como persona, no existe sino por el pueblo y por ello se confunde, en definitiva, con los ciudadanos.19 350
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del soberano. En el fondo, la diferencia entre el Parlamento francés, que quiere por la nación, y la Asamblea federal suiza, que según la Constitución sólo es una simple autoridad, corresponde a la oposición establecida por los constituyentes franceses de 1791 ( ver núms. 364 ss., infra) entre el "representante" y el "funcionario". Esta diferencia proviene del hecho de que, en una democracia pura, la Constitución sólo puede conferir a las autoridades constituidas poderes para tratar los asuntos (Gescháftsfiíhrung) bajo el control y con la reserva de la decisión del pueblo, o sea poderes, no ya de voluntad soberana, sino de los cuales podría decirse que constituyen únicamente facultades de gestión y de administración (cf. a este respecto la n. 66, p. 831, supra). En apoyo de estas observaciones, Jellinek (Allg. Staatslehre, 3S ed., p. 727 n.) señala el hecho de que la aplicación del art. 117 de la Constitución suiza (cf. la ley federal de 9 de diciembre de 1850 sobre la responsabilidad de las autoridades y funcionarios de la Confederación), que consagra el principio de la responsabilidad de los funcionarios, se extiende a los miembros de ambas Cámaras federales. Todo ello porque, en una democracia como Suiza, no existe nadie, fuera del pueblo actuando por su cuerpo de ciudadanos, que pueda aspirar a ejercer un poder de naturaleza soberana. 19 En suma, la monarquía y la democracia no sólo son, como se dice de ordinario, formas de gobierno, sino más bien formas y maneras de ser del Estado mismo; formas que reaccionan hasta sobre la definición que deba darse del Estado. Esta definición, en efecto, no es ni con mucho la misma en un Estado monárquico o democrático que en el Estado fundado en el principio de la soberanía nacional. El concepto francés según el cual el Estado es la personificación jurídica de la nación no puede concillarse con las instituciones monárquicas, que hacen que. en los países de monarquía, el Estado encuentre en la persona o en la potestad del príncipe el punto culminante y esencial de la organización que perfecciona su existencia. En estos países el Estado aparece como un organismo que existe por encima y fuera de la nación. Así es como, en sus definiciones monárquicas del Estado, los autores alemanes hacían resaltar, como elemento esencial de éste, no ya la nación que halla en él su unidad, sino esta unidad misma, unidad a la cual se encuentra reducida la nación por su organización monárquica y que se realiza en el rey. Esto venía a ser como decir que la dominación ejercida por el monarca es lo que hace el Estado. Por consiguiente, éste casi se confunde con el monarca; por lo menos, se funda en él. Igualmente, la democracia, donde la masa de los ciudadanos reunidos ut singuli constituye el órgano supremo, implica, en el fondo, que el Estado se resuelve aquí en sus mismos miembros, que se confunde con la totalidad de sus miembros. ¿No es ésta una de las razones por las cuales repudian los suizos lo que llaman estatismo? La verdad es, en efecto, que en la democracia integra], el Estado —si aún puede llamársele así— toma su consistencia exclusivamente de sus miembros individuales: no existe en él otra voluntad estatal sino la suya, y la unidad estatal no se halla realizada entre ellos sino por la aplicación de la ley de la mayoría. Así, el Estado monárquico sólo existe por el rey; el Estado democrático es principalmente una reunión de ciudadanos. Sólo la idea que tiene su expresión en el principio francés de la soberanía nacional permite delinear totalmente el concepto del Estado que se afirma como sujeto permanente y distinto, o sea con independencia a la vez de sus órganos, cualesquiera que éstos sean, y de los individuos que lo componen en cada uno de los momentos sucesivos de su duración. Aquí aparece el
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El principio de la soberanía nacional va directamente en contra de estas conclusiones y de los conceptos de que derivan. Y como, en 1789, la Revolución iba dirigida contra la monarquía absoluta, es ante todo con referencia al monarca mismo como se afirmó, en oposición a las ideas que acabamos de recordar, la nueva teoría, que desde entonces se convirtió en la base del derecho público francés regenerado. 336. Para transformar a la monarquía del antiguo régimen, recurre la Constituyente —como se ha dicho anteriormente (pp. 889-890)— al medio teórico que consiste en hacer intervenir a la nación como el elemento constitutivo esencial del Estado. La Constituyente expone la idea fundamental de que el Estado es la personificación de la nación. ¿Qué entendía por ello? Entendía, indudablemente, que el Estado no es una persona en sí, que tenga su existencia fuera de la nación y que adquiera su personalidad por el hecho de poseer sus órganos propios, monarca u otros. El Estado sólo es una persona en cuanto personifica a la colectividad nacional constituida en una unidad indivisible y formando así ella misma un ser jurídico. La nación, pues, es una persona. Esto, sin embargo, ha sido impugnado. Existe aquí, se ha dicho (Duguit, L'État, vol. II, pp. 57 ss., cf. pp. 49-50 y 73; Manuel de droit constitutionnel, P ed., p. 83, y Traite, vol. I, p. 77), una construcción jurídica que, aunque esté consagrada por el derecho positivo francés, es inadmisible. Es imposible concebir que existan en el Estado dos personas distintas: una persona Estado y una persona nación. Este dualismo es inaceptable. Pero hay que responder ue la Revolución en modo alguno consagró el dualismo que se le imputa20. La Constituyente no dijo ni mucho menos que en el Estado hubiese 351
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Estado, verdaderamente, como la personificación de la nación. Supone, desde luego, a la nación organizada; pero no por ello deja de personificar a la nación considerada en sí misma, y no solamente en su organización. La personifica también como colectividad de ciudadanos, pero como una colectividad considerada en su indivisibilidad permanente y que aparece así como superior a sus miembros individuales. Las observaciones que preceden no sólo se aplican al Estado unitario, sino que su exactitud se comprueba igualmente en lo que se refiere al Estado federal. También aquí existe tal régimen de organización, en el que puede tratarse de ver solamente una forma especial de gobierno, pero que, en realidad, reacciona sobre la naturaleza misma del Estado. El Imperio alemán, tal como se constituyó en 1871, proporcionaba un ejemplo de ello. El hecho de que el órgano supremo consistía en él, de un modo exclusivo, en los Estados alemanes, representados en el Bundesrat por sus delegados, implica que el Imperio se alejaba del tipo normal de Estado federal para acercarse, bajo este aspecto, a una Confederación de Estados (ver supra, p. 119). 20 Es la teoría alemana de la nación-órgano, la que —aunque lo nieguen sus partidarios—• convierte implícitamente a la nación en una persona diferente de la persona Estado, como lo señala Duguit (L'État, vol. n, p. 77; Traite, vol. I, pp. 78-79). Sobre esta teoría, ver infra, núms. 385 ss.
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dos personas: la nación por un lado y el Estado por otro. Únicamente admitió, y el principio de la soberanía nacional lo implica exactamente (ver núms. 4 y 329, supra), que el Estado no es sino la nación organizada. En otros términos, el Estado y la nación no son más que un todo; el Estado y la nación sólo son las dos caras de un mismo ente de derecho; en cuanto persona, la nación se llama Estado. Trátase de un punto que ha sido perfectamente reconocido y expresado por Michoud (op. cu., vol. I, p. 287): "El concepto de soberanía nacional no debe traducirse jurídicamente, como se ha tratado de hacerlo durante mucho tiempo, en la idea de una nación-persona que sería distinta de la persona Estado. En efecto, la nación no tiene ninguna existencia jurídica distinta: el Estado no es sino la nación misma (la colectividad) jurídicamente organizada; y es imposible comprender cómo podría concebirse ésta como un sujeto de derecho distinto del Estado".21 Y más adelante (p. 291) añade este autor, no menos acertadamente: "En el concepto del Estado, tal como se ha expuesto, la potestad pública se considera como perteneciente a un sujeto de derecho, que es el Estado, es decir, la colectividad nacional organizada".22 352
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Cf. Hauriou, La souveraineté nationale, p. 149: "Las teorías que ven en la nación una persona moral secundaria acoplada al Estado son mal recibidas. La nación organizada, provista de su gobierno central, no es sino el Estado; el Estado no es sino la personificación de la nación, es decir, la nación considerada como sujeto de derechos. La nación es el Estado, y el Estado es la nación." En otra parte de este estudio sobre La souveraineté nationale (pp. 8ssJ, Hauriou pretende que es necesario establecer una distinción rigurosa entre la soberanía nacional, que es, dice, "la fuerza del organismo nacional", y la soberanía del Estado, que es "un derecho de dominación" de la persona estatal: y funda esta distinción en la consideración de que la organización constitucional de la nación es anterior a la personalidad jurídica del Estado, siendo ésta el resultado de aquélla. Pero más adelante (pp. 149-150), Hauriou conviene en que "el punto de vista de la soberanía nacional" sólo se aplica a la formación de la soberanía, y que una vez constituida esta soberanía, sólo subsiste "el punto de vista de la soberanía del Estado", no pudiendo ya la nación y el Estado, desde ese momento, quedar separados uno de otro. Ahora bien, la teoría jurídica del Estado y la ciencia del derecho público sólo pueden considerar al Estado una vez constituido, cualesquiera que fueren los cíícfí que hayan podido preceder a su formación (ver n° 441, infra). 22 Se desprende de esto que, contra la opinión de Duguit (Traite, vol. I, p. 304), no cabe en Frf.ncia la teoría alemana del Tráger. Según esta teoría, que ha sido sostenida principalmente por G. Meyer (op. cit., 7* ed., pp. 19 ss., 272) y por Rehm (Allg. Staatslehre, pp. 176 ss.) V que parece admitida también por Laband —éste último dice que los príncipes alemanes y los senados de las ciudades libres son tanquam unum corpus, el Tráger de la soberanía del Imperio (Droit public de l'Empire Allemand. ed. francesa, vol. i, p. 163; Reichsstaatsrecht, 1907, p. 56—. el Tráger es la o las personas físicas a las que corresponde en propiedad la potestad del Estado. Para justificar esta teoría del Tráger, alegan sus defensores que en ciertas formas de gobierno el titular primario de la potestad estatal es distinto de los órganos del Estado encargados del ejercicio de esta potestad. Por ejemplo, se ha dicho, en el sistema de la soberanía nacional el Tráger de la potestad del Estado es la nación, mientras que los órganos efectivo? son el jefe del Ejecutivo, el Consejo de Ministros y las Cámaras.
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Así pues, al formular el principio de la soberanía nacional, la Constituyente de ningún modo opuso la nación al Estado, pero sí la opone al monarca, y veamos en qué sentido: antiguamente, el monarca francés era propiamente el soberano, pues no ejercía la potestad estatal en nombre de ninguna persona que no fuera él mismo. También actualmente, en los países de monarquía pura, el monarca es debidamente calificado como órgano del Estado; pero el Estado del que es órgano se considera como un "establecimiento" distinto de la nación y, en cierto modo, extrínseco a la nación; pues, según la pura doctrina monárquica, tal como la profesaban por ejemplo los autores alemanes, la nación es desde luego uno de los elementos constitutivos del Estado, al mismo título por ejemplo, que el territorio (ver respecto de este punto a Duguit, L'État, vol. II, p. 110; Manuel de droit constitutionnel, 1 ed., p. 83, y Traite, vol. i, pp. 78-79), pero no es elemento constitutivo del Estado en el sentido de que no forme sino un todo con éste. Por el contrario, en el concepto admitido por la Revolución, el soberano es la nación, considerada ésta desde entonces como el sujeto propio de la personalidad y de la potestad estatales. Por consiguiente, nos vemos llevados a establecer la idea esencial de que los titulares efectivos de los poderes públicos son ante todo los órganos de la persona jurídica nación. Indudablemente son también órganos del Estado. Solamente que, en el sistema de la soberanía nacional, la expresión "órgano del Estado" tiene un alcance muy especial: significa que los agentes de ejercicio de la potestad pública, en este ejercicio, son los órganos del ser colectivo que halla en el Estado su personificación, o sea de la nación misma. Tal es el sentido preciso del principio de la soberanía nacional. Por lo que precede se ve el contraste que existe entre el sistema de la monarquía absoluta o pura y el de la soberanía nacional. En el primero, el Estado sólo se personifica a sí mismo, no siendo la nación sino uno de los factores cuya reunión tiene por efecto formar el establecimiento público Estado. En el segundo, la nación no sólo es uno de los elementos que concurren a constituir el Estado, sino que se identifica con él, que sólo a ella la personifica. En el primer sistema, además, el Estado se convierte en una persona por el hecho de tener un órgano propio, el monarca; en el segundo, siendo la persona Estado idéntica a la persona na353
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Esta teoría ha sido combatida, en último lugar, incluso en Alemania, especialmente por Jellinek (loe. cu., vol. n, pp. 237 ss.; ver también las críticas que contra ella dirige Duguit, L'État, vol. II, pp. 238 ss.). De todos modos, no podría aplicarse, en Francia, a la nación, pues por una parte, siendo la nación una universalidad extra-individual, no puede desempeñar el papel de Tráger, puesto que el Trager es uno o varios hombres determinados, o sea una o varias personas físicas. Y por otra parte, según el concepto francés de la soberanía nacional, la nación es más que un Trager, es el sujeto mismo de la potestad estatal, por cuanto se identifica con el Estado, siendo éste la personificación de la nación.
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ción, existe por el hecho de que la nación misma se halla organizada. Finalmente, y a consecuencia de estas diferencias iniciales, en el primer sistema el monarca tiene potestad sobre la nación considerada como elemento subalterno del Estado; en el segundo, por el contrario, es la nación la que tiene potestad sobre el monarca considerado como órgano nacional.23 337. No se diga que todo esto es simple metafísica jurídica. Por abstractos que puedan parecer los conceptos que acabamos de exponer, en efecto, engendrarán como consecuencia numerosos e importantes resultados prácticos, que demuestran que el principio de la soberanía nacional presenta un interés que no es simplemente teórico. Para exponer estos resultados, es conveniente razonar en primer lugar sobre el caso de la monarquía, tal como se dio en 1789-1791. La Constituyente no pensó en que el principio de la soberanía de la nación hubiera de excluir la institución de un monarca hereditario, y mantuvo la realeza en la Constitución de 1791, Solamente que es una realeza transformada por completo. Y está transformada porque se ha convertido en una monarquía nacional. El monarca ya no es sólo, como en la antigua Francia o como recientemente aún en Prusia, un órgano del Estado, sino un órgano de la nación. Y de aquí las deducciones siguientes: a) El rey ya no es el soberano. Sólo la nación, es decir, el cuerpo indivisible y permanente de los nacionales, tiene la soberanía. Nadie, fuera de ella, puede llamarse soberano (cf. supra, pp. 95-96 y n° 303; ver también n" 456, infra). Nadie, ni siquiera el monarca, puede pretender que ejerce el poder en virtud de un derecho personal ni a título de derecho absoluto. 354
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La Constituyente lo modificó lodo, por el simple hecho de colocar a la nación entre el rey y el Estado. El Estado, en este concepto revolucionario, ya no es la expresión de la organización que -anteriormente tenía su realización en el monarca: sino que es la expresión de la unidad nacional y, en este sentido, la personificación de la nación. Sin duda el Estado presupone la nación organizada; pero en el sistema de la soberanía nacional, el monarca no puede ser el órgano supremo de la voluntad última de quien todo depende. Constituir al rey en órgano supremo sería lo mismo que encadenar a la nación. Ya no es, pues, el monarca quien perfecciona, por sí solo, la organización y la unidad estatales de la nación: aquél no es ya sino uno de los elementos parciales y subordinados de esta organización. Es el órgano de una nación que posee, fuera de él, elementos de organización, si no totalmente completos, suficientes al menos para asegurar en ella una unidad orgánica. Particularmente, es órgano de una nación que halla fuera del rey sus facultades orgánicas para crearse a sí misma su Constitución. En estas condiciones, el monarca ya no es el órgano esencial en el que se realiza la unidad nacional en grado supremo. Y por consiguiente, aunque desapareciera la institución monárquica, la nación aún tendría, en el resto de su organización, recursos suficientes para mantener su unidad orgánica de un modo íntegro. Así pues, en todos aspectos, aparece que la organización de la nación no queda ligada esencialmente a la persona y a la voluntad del monarca, sino que, por el contrario, es el monarca el que aparece como dependiente de una organización nacional superior a sí mismo y como siendo, en este sentido, un monarca nacional.
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b) El monarca no es ya necesariamente el centro y el origen de todos los poderes. Los poderes tienen su residencia primitiva y central únicamente en la nación. En especial, el poder constituyente reside en la nación misma. c) No es, pues, el monarca el que habrá de hacer o de reformar la Constitución. El monarca, como todos los órganos de la nación, no es un órgano constituyente, sino un órgano constituido. Según la expresión que se ha hecho técnica, es un monarca constitucional. Conforme a los principios consagrados por los arts. 2-5 del preámbulo del tít. III de la Constitución de 1791, a la nación, y sólo a ella, le corresponde "delegar" los poderes de los cuales es titular exclusivo; y los delega por su Constitución. d) Dado que el monarca no obtiene su potestad de sí mismo, sino de la Constitución nacional, de ello resulta que no tendrá más poderes que aquellos que le hayan sido conferidos por la Constitución y que no podrá ejercerlos sino bajo las condiciones prescritas por ésta. El rey ya no será, pues, necesariamente, el órgano estatal supremo; podrá poseer una potestad simplemente igual, o incluso inferior, a la de otros órganos. Así es como, en el nuevo concepto de la soberanía nacional, la Constitución de 1791 pudo subordinar la actividad del rey a la ley, formulando este principio: "El rey sólo reina por la ley, y sólo en nombre de la ley puede exigir la obediencia" (tít. ni, cap. n, sección P, art. 3). e) Desde el momento en que se admite que los gobernantes reciben su título por una concesión nacional y constitucional, hay que admitir también que este título no puede ser objeto de una apropiación irrevocable en su provecho, sino que, al contrario, siempre es susceptible de revocación por efecto de una nueva Constitución que venga a modificar la antigua. Esta es también una consecuencia directa de la idea de la soberanía nacional, pues al ser la única soberana, la nación conserva en todo momento el derecho de retirar el poder a aquellos a quienes lo había confiado primeramente. La Asamblea nacional de 1789 aplicó esta consecuencia incluso a la persona y a la potestad del rey. En principio la realeza se había declarado hereditaria (loe. cit., art. I9), pero esto no significaba que fuera inconmutable. Partiendo del principio de la soberanía nacional, la Asamblea se vio llevada lógicamente a decidir que la nación siempre podría, mediante una revisión constitucional, ya modificar el título del monarca restringiendo los poderes que anteriormente había unido a dicho título, ya incluso revocarlo completamente promoviendo la destitución del rey. En este orden de ideas, la Constitución de 1791 (loe. cit., arts. 5-8) llegaba hasta a determinar previamente ciertas causas que entrañaban de pleno derecho la destitución del rey; y únicamente disimulaba esta destitución con una ficción que consistía en decir que, en los casos previstos por dichos textos, se consideraría "legalmente"
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que el rey había "abdicado" (Esmein, Éléments, 1* ed., vol. I, pp. 303-304). 24 f) Por lo mismo que el principio de la soberanía nacional exige que la nación sea siempre dueña de cambiar libremente su régimen constitucional, se opone a que la revisión pueda depender de la voluntad del monarca, bien sea en cuanto a su iniciación o proposición, bien sea en cuanto a su perfección. Si la revisión estuviera subordinada al consentimiento del rey, ello supondría una confiscación de la soberanía nacional, especialmente a causa de que el rey, en realidad, se convertiría en el propietario inamovible de su título y de su poder, ya que nada podría afectarlo sin su asentimiento.25 Por esto, la Constitución de 1791, después de haber admitido implícitamente la posibilidad de las revisiones futuras en cuanto a la institución de la misma realeza, tenía especial cuidado en especificar (tít. VII, art. 4) que los decretos mediante los cuales el cuerpo legislativo pudiese emitir un voto de revisión, no estarían —como lo estaban en dicha época las leyes ordinarias— sujetos a la sanción real. Con mayor razón, las decisiones de la asamblea que realiza la revisión habían de quedar sustraídas a la condición de esa sanción. 338. Por todas estas consecuencias,"6 se ve cuan inexacto es decir que la soberanía nacional, tal como-se proclamó en 1789, no era sino un principio teórico, desprovisto de eficacia jurídica. Entre la monarquía pura de antes de 1789, o de 1814, o de la Prusia de ayer, y la realeza nacional fundada en 1791, existe una diferencia tan profunda que sólo puede expresarse por la conclusión siguiente: La supuesta monarquía 355
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¿Es necesario hacer notar, de paso, que este carácter precario y revocable del título de los gobernantes se lleva a su más alto grado por el régimen parlamentario, en el que la potestad nacional se ejerce, bien por asambleas elegidas temporalmente, bien por ministros sujetos continuamente a revocación? Únicamente los funcionarios tienen cierto derecho respecto de su función, pero ésta sólo implica para ellos una participación de naturaleza subalterna en la potestad de la nación. Así, el parlamentarismo se relaciona con las ideas y las tendencias que en Francia inspiraron el principio de la soberanía nacional. 25 Desde este punto de vista sobre todo la monarquía es inconciliable con el concepto de la soberanía nacional. Incluso en la monarquía limitada de los tiempos modernos, el monarca se mantiene por encima de la Constitución, ya que ésta, hecha originariamente por él, no puede modificarse sin su sanción. Desde el momento en que el monarca dispone así de la revisión constitucional, la nación queda privada de su independencia y ya no cabe llamarla soberana. 28 Se verá más adelante (núms. 455-456) que el principio de la soberanía nacional entraña también la separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Ni que decir tiene que este principio implica asimismo, entre sus consecuencias, el carácter nacional de los órganos del Estado, en el sentido de que el órgano debe tomarse necesariamente de entre los miembros del cuerpo nacional. La nación dejaría evidentemente de ser soberana si uno cualquiera de sus órganos estatales procediera de fuera. Ver sobre este punto lo que se dirá en el n* 375, mira. Ver también la n. 28 del n° 393 y. en lo que concierne a las repercusiones de la idea de la soberanía nacional en el sistema de las dos Cámaras, el n' 459, infra. Ver también supra, p. 540).
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fundada en la soberanía nacional no es ya una verdadera monarquía, pues le faltan todos los caracteres esenciales que, según se indicó anteriormente, forman el signo distintivo de la monarquía, en el sentido propio de esta palabra."' ¿Deberá decirse ahora que, por el establecimiento de la soberanía nacional, los constituyentes de 1791 fundaron la democracia, una auténtica democracia? Tampoco. Ante todo, es indudable, de hecho, que ni con la Constitución de 1791, ni de un modo general en el sistema de derecho público francés de 1789 en adelante, el pueblo no fue nunca el órgano supremo del Estado; sino que el órgano supremo, en 1791 y todavía actualmente con la Constitución de 1875, es, bien sea la asamblea de revisión, corno autoridad constituyente, o bien, entre las autoridades constituidas, el cuerpo legislativo, o sea, por una y otra parte, asambleas electas. La participación de los ciudadanos en la soberanía no consiste en Francia sino en el electorado. En particular, es de observarse que, ni en 1791 ni actualmente, posee el pueblo francés el poder constituyente: la Constitución se hace y se revisa sin su intervención. Pero hay más aún. En el sistema de la soberanía nacional, la verdadera y franca democracia, la que consiste en que la potestad estatal resida de una manera inicial o suprema en los ciudadanos mismos, no es posible; pues debe repetirse aquí todo lo que acaba de decirse para la monarquía. De una parte, en el concepto establecido en 1791, si los ciudadanos se hallan investidos de una participación en la potestad pública, no puede considerárselos por esto como ejerciendo su propia soberanía; lo mismo que el monarca, ejercen exclusivamente la soberanía nacional, y por consiguiente, no tienen en este ejercicio vocación personal, sino que sólo pueden acceder a él en virtud de la Constitución y a consecuencia de una concesión nacional. Esto es lo que afirmaba de manera expresa la Constitución de 1791, cuando formulaba en principio que "ningún individuo" puede ejercer poder alguno que no emane de la nación. Esto excluye para los ciudadanos la posibilidad de concederse a sí mismos sus poderes constitucionales, y, por consiguiente, no pueden reivindicar individualmente el poder constituyente. Por otra parte, en el orden de la soberanía constituida misma, la voluntad nacional no puede absorberse en voluntades individuales, cualesquiera que éstas sean, lo mismo en las voluntades de todos los miembros actuales de la nación que en la de uno de ellos: el monarca. El principio de la soberanía nacional se opone a que la potestad de la nación se encuentre orgánicamente inmovilizada, o 356
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Cf. Joseph Barthélemy, Démocratie et politique ¿trangere, p. 2: "Sin llegar —como lo hace Stendhal— a calificar como democracia toda monarquía que tenga Carta y Cámaras, consideramos como tal cualquier régimen de representación nacional preponderante: el Reino Unido es una democracia que tiene un rey a su frente".
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sea localizada a título permanente en los individuos, así fuesen éstos la totalidad de los ciudadanos. La organización estatal de la nación debe combinarse de tal manera que los hombre* que concurren a formar un órgano de voluntad nacional en ningún caso puedan convertirse en el soberano. Concebida la potestad soberana como un poder que corresponde a la universalidad ideal del pueblo, habrá de mantenerse siempre independiente de los miembros individuales de la comunidad popular. Por eso los ciudadanos, incluso reunidos en su totalidad, no podrían constituir el órgano supremo del Estado; es necesario que este órgano esté compuesto por miembros renovables que puedan cambiarse a voluntad de la Constitución, y no de miembros inamovibles que formaran parte del mismo en derecho. En esto, el principio de la soberanía nacional excluye a la democracia propiamente dicha, así como excluye a la monarquía verdadera. Se verá más adelante (n 361) que los fundadores del principio pronunciaron ellos mismos esta exclusión: lo mismo arriba que abajo, no quisieron el poder personal.28 En resumen, la Constitución de 1791 no admitió ni la monarquía, ni la democracia;"" ella misma indica de una manera expresa qué forma 357de gobierno desea consagrar. En efecto, después de haber establecido en principio que todos los poderes residen primitivamente en la nación, declara (tít. III, preámbulo, art. 2) que "la nación no puede ejercerlos sino por delegación). Y este texto añade que, así, "la Constitución francesa es representativa", lo que significa que la nación ejerce sus poderes por medio de sus representantes.30 En otros términos, lo que 35728
Sería inexacto, sin duda, decir que, en la democracia, el ciudadano considerado individualmente es soberano, puesto que los miembros de la minoría están obligados a doblegarse a las voluntades de la mayoría. Pero, al menos, el principio esencial de la democracia es que la voluntad general se determina en ella, como lo demuestra Rousseau, por una suma de votos individuales de los miembros; en este sentido, la voluntad del pueblo sólo se compone de las voluntades de sus miembros. Ahora bien, esto es precisamente lo que la Constituyente quiso evitar cuando introdujo su principio de la soberanía nacional. La idea de la Constituyente fue que en el seno de la nación existiera una voluntad nacional que no se valúa por un cálculo de mayorías, que no es la resultante de decisiones individuales contadas una a una, sino que, al permanecer flotante en el conjunto de la colectividad, debe buscarse, deducirse y formularse por los órganos o los representantes de la nación. Así pues, mientras que la democracia llama a cada ciudadano para que concurra, al menos con su voto, a la consulta de la que habrá de salir la expresión de la voluntad general, el principio de la soberanía nacional, fundado en la idea de la unidad y de la indivisibilidad de la potestad y de la voluntad nacionales, excluye la necesidad de una consulta individual a todos los ciudadanos y conduce —según la fórmula de los constituyentes de 17891791, fórmula que se opone a la de Rousseau— a la conclusión de que el cuerpo de ciudadanos no puede tener más voluntad que la de sus representantes. Asi, se separa claramente de la democracia pura para conducir al régimen representativo. 29 Puede señalarse, a este propósito, la flexibilidad del régimen político que introdujeron en Francia los hombres de 1789. Conforme al temperamento y a la idiosincrasia del pueblo francés, el sistema de la soberanía nacional no implica ni soluciones radicales, ni forma rígida de gobierno, sino que todo él se reduce a matices y a agudeza de intenciones. Sólo una cosa queda implicada, de un modo absoluto, en el principio de la soberanía nacional: la igualdad entre los miembros de la nación, tal como se deduce de los textos de 1789-1791, que repiten que nadie puede adquirir un poder que no reciba de la nación. Al establecer este principio, los fundadores del derecho público francés tuvieron por objeto principal inmediato la exclufción de todo acaparamiento de la potestad soberana por tales o cuales miembros del cuerpo nacional, que así hubieran podido volver a convertirse en privilegiados y dominadores, contra
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fundó la Revolucion 358 lución francesa en virtud del principio de la soberanía nacional es el régimen representativo, un régimen en el cual la soberanía, al quedar reservada exclusivamente al ser colectivo y abstracto de la nación, no puede ejercerse por nadie sino a título de representante nacional. Este es, en último término, el significado de la soberanía nacional. Nos vemos así llevados a estudiar una fórmula gubernamental nueva y moderna, diferente de los antiguos tipos monárquico o democrático,31 fundada directamente en la idea de la soberanía de la nación: el gobierno representativo. Al abordar este estudio, saldremos del campo de las teorías ideales que acaban de ser expuestas sobre el origen primero de la potestad ejercida por los órganos estatales, y entraremos en el examen del sistema jurídico positivo del órgano del Estado, tal como se ha formado en el derecho público francés. 358
riamente a la idea de igualdad; y también esto era muy conforme al gusto y las aspiraciones del espíritu francés. Por lo demás, puede decirse que, al mismo tiempo que despojaba a la monarquía de sus antiguos poderes soberanos, la Asamblea nacional de 1789 no instituyó un régimen de soberanía democrática de los ciudadanos ni una plena soberanía de los elegidos, sino que concedió el ejercicio de la potestad nacional a una asamblea de diputados que, por su carácter electivo, dependían de la selección de los ciudadanos, y sin embargo, se negó a hacer depender directamente las decisiones nacionales de la pura voluntad popular. Seguramente que hoy el pueblo francés ya no se contentaría con el contenido simplemente negativo y las consecuencias simplemente igualitarias del principio de la soberanía nacional. Quiere poseer una influencia positiva sobre la actividad de sus elegidos. Y sin embargo, el régimen constitucional de Francia, todavía en la actualidad, continúa resintiéndose de las tendencias iniciales que presidieron su fundación durante la Revolución. Bajo la Constitución de 1875, en efecto, se observa que el órgano supremo de la nación, de un modo concurrente y complejo, se compone del Parlamento y el cuerpo electoral, de tal manera que sería difícil decir cuál de estos dos factores es el que ejerce influencia más considerable sobre la formación de las voluntades nacionales; pues, si bien bajo ciertos aspectos el Parlamento parece tener la primacía en las decisiones por tomar, también es indiscutible que las Cámaras quedan sometidas a la influencia singularmente poderosa de la opinión pública y no pueden expresar la voluntad nacional más que en un sentido conforme a los deseos del país. En este régimen existe una mezcla de influencias provenientes de fuentes diversas, por lo que la definición de dicho régimen es difícil de precisar. Sin embargo, existe un punto cierto, y es que, en el estado de la Constitución francesa, ni los electores, ni los elegidos pueden considerarse verdaderamente dueños de la voluntad nacional, pues la formación de ésta no depende exclusivamente de las asambleas parlamentarias ni del cuerpo electoral. Nos vemos llevados así a reconocer que el principio de la soberanía nacional, en Francia, conserva siempre su alcance negativo del comienzo: sigue excluyendo todo poder absoluto sobre la potestad de voluntad de la nación. Al abstenerse así de conferir a nadie una preponderancia formal y dejando igualmente al Parlamento y al cuerpo electoral la facultad de influenciarse recíprocamente y, a veces, de reaccionar uno sobre otro, la Constitución de 1875 evitó el establecimiento de una forma rigurosa de gobierno, orientándose en un sentido francamente democrático, sin llegar hasta consagra la democracia propiamente dicha. Por este motivo se ha podido decir, al comienzo de esta nota, que las instituciones políticas de Francia se caracterizan por su verdadera flexibilidad. Esta flexibilidad, uno de los rasgos principales del derecho público francés, se manifiesta actualmente también en otras esferas de la Constitución. Ya se vio (siípra, pp. 547 ss.) un notable ejemplo de ello en lo que se refiere a la delimitación de las competencias respectivas del Parlamento y el Ejecutivo en materia de reglamentación. De igual modo podría decirse perfectamente que las leyes constitucionales de 1875 no procedieron a una rigurosa delimitación de potestad entre el cuerpo de los electores y el de los elegidos; sino que se remitieron más bien, con respecto a este punto, al pacto político y al sentido de la medida propios del espíritu francés. 30 Esta deducción era obligada, pues desde el momento en que la Constitución de
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llinek, op. cit., ed. francesa, vol. u, pp. 422 ss.). He aquí el punto capital; luego, por razón de su potestad constituyente, es el autor de todos los poderes, incluso del suyo propio. Y aquí se puede observar en seguida que, en la supuesta monarquía que estableció la Constitución de 1791, la potestad constituyente no le correspondía al monarca. Desde 1789, no hubo, en Francia, sino una sola Constitución que se fundara directamente en la potestad del monarca: fue la Carta otorgada de 1814.1T Pero, precisamente, la Carta de 1814 se mantuvo fuera del principio de la soberanía nacional; y es importante señalar este punto. Las mismas observaciones deben hacerse en cuanto a la democracia. Aquí, el soberano es el pueblo, considerado en sus miembros individuales. El pueblo es, en ella, lo que el monarca en la monarquía. En la democracia propiamente dicha, el pueblo es el centro y el origen de todos los poderes. Por ejemplo, hace él mismo sus leyes, o —lo que es jurídicamente idéntico— las perfecciona al ratificarlas (cf. n. 15 del n 136, supra). La justicia se administra en su nombre. Los agentes administrativos se limitan a ejecutar sus decisiones soberanas. Y sobre todo, él hace la Constitución. ¿Es esto soberanía nacional? No: es más que soberanía nacional: es soberanía del pueblo. El soberano, aquí, ya no es la nación como persona abstracta, sino la masa de ciudadanos, considerados éstos como poseyendo cada uno el derecho primitivo de concurrir personalmente a la formación de la voluntad soberana. Los fundadores del moderno derecho público de Francia, en la Constitución de 1791, consagraron la soberanía de la nación, conservando al mismo tiempo la realeza. Y sin embargo —como se verá después—, no instituyeron una verdadera
de un modo ideal, situaba a la soberanía en la nación tomada indivisiblemente, es evidente que ésta no podía ejercer por sí misma sus poderes, ya que la nación considerada en su indivisibilidad no es sino una pura abstracción. 31 La antigua y clásica distinción entre la monarquía y la democracia ya no es hoy día una summa divisio, que pueda aplicarse a todas las formas de Estado. El régimen representativo, construido sobre la base de la soberanía nacional, constituye una forma gubernamental especial, que queda situada fuera de los términos de la antigua clasificación. Otro tanto debe decirse del Estado federal: así como, bajo la Constitución federal de 1871, el Imperio alemán no era una monarquía puesto que tenía por órgano supremo la colectividad de los estados confederados (ver supra, p. 113, n. 10), así también la Confederación suiza, a pesar de sus tendencias esencialmente democráticas, no puede caracterizarse como una absoluta y perfecta democracia, ya que tiene por órgano supremo, no sólo al pueblo federal, sino, doblemente, a este pueblo y a los Estados cantonales. 359
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monarquía, así como tampoco la democracia 360 verdadera. ¿Qué hicieron, pues? ¿Cuál es el alcance verdadero de su principio de la soberanía nacional? 361
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que hay que adherirse para definir la monarquía, incluso la monarquía limitada. En la monarquía limitada tal vez no exista ninguna esfera de la actividad estatal en la cual el jefe del Estado pueda hacerlo todo por su sola voluntad, pero no existe tampoco ninguna en la que su voluntad no aparezca como la voluntad más alta que existe en el Estado. En esta cualidad de órgano supremo el rey es llamado a dar a la ley su última perfección mediante la sanción (n' 135, supra). Igualmente, si en el orden administrativo no puede substituir su competencia a la que especialmente se atribuye a los funcionarios por las leyes vigentes, por lo menos él es quien dirige, en virtud de su potestad jerárquica, la actividad de los administradores, así como también vigila y controla sus actos con el mismo carácter. Incluso en el orden jurisdiccional, si bien no puede intervenir en persona en el ejercicio de la función de juzgar, al menos la justicia se administra en su nombre y por jueces que necesariamente obtienen su nombramiento del mismo monarca a título de delegación (ver n. 15, p. 856, supra). Finalmente, y siempre por la misma razón, de él depende, en último recurso, la perfección de toda revisión constitucional. En todos estos aspectos aparece el monarca como la autoridad más alta en la cual, y por la cual, se realiza la unidad de potestad y de voluntad del Estado en el grado supremo (cf. n' 311, supra). 17 Ver en este sentido el preámbulo de la Carta, que recuerda que "la autoridad por entero reside en Francia en la persona del rey", y funda la concesión de dicha Carta en "el libre ejercicio de nuestra autoridad real". 36118 Por este motivo, la postura constitucional de las Cámaras federales suizas es muy diferente de la que corresponde a las Cámaras francesas. Mientras que en Francia las asambleas se han caracterizado desde 1789 como "representantes" de la nación soberana, en el sentido de hallarse capacitadas para querer, de un modo completo, en nombre y por cuenta de la nación (ver núms. 363 ss., infra), en Suiza, por el contrario, la Asamblea federal se presenta bajo un aspecto muy diferente, que se desprende del solo hecho de que esta Asamblea se caracteriza en la Constitución federal (ver el título del cap. n) como siendo solamente una de las "autoridades" (Behórden) de la Confederación; es la autoridad más alta, indudablemente, pero sin embargo una simple autoridad; y este calificativo, que la Constitución aplica indistintamente a la Asamblea federal y al Consejo federal, tiene por objeto señalar que las Cámaras federales, incluso desde el punto de vista legislativo, sólo poseen una simple función subalterna y no un poder soberano, puesto que su actividad legislativa sólo se ejerce bajo la reserva de los derechos superiores del cuerpo de ciudadanos activos, el cual —en cierto sentido (cf. supra, pp. 364 ss.)— es el único órgano de legislación propiamente dicho, ya que sólo él posee, en el ejercicio de su competencia legislativa, el poder de querer de un modo absoluto en nombre
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CAPITULO II GOBIERNO REPRESENTATIVO § 1. FUNDAMENTO Y NATURALEZA DEL GOBIERNO REPRESENTATIVO 339. "En la forma del gobierno representativo se demostró y ejerció la soberanía nacional en los tiempos modernos", dice Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 402). Al emitir esta proposición, dicho autor señala claramente la relación que existe entre'el régimen representativo y el principio de soberanía de la nación. Esta relación se indica no menos claramente por Duguit (Manuel de droit constitutionnel, P ed., pp. 274-275; Traite, vol. I, p. 303): "La teoría francesa de los órganos del Estado se funda, ante todo, en la idea de que los individuos que forman dichos órganos ejercen derechos de los cuales no son titulares, y que representan a la persona que es titular de esos derechos. . . El punto de partida de toda la teoría es el reconocimiento de un elemento que es el soporte de la soberanía del Estado. Este elemento es la nación." Queda así demostrado que el régimen representativo tiene su punto de partida en el sistema de la soberanía nacional, así como, recíprocamente, el concepto de soberanía nacional conduce esencialmente al gobierno representativo. Los lazos y las relaciones de dependencia que se establecen entre estas dos instituciones han sido indicados claramente por la misma Constitución que constituye, todavía actualmente, el origen primero del derecho público de Francia: la Constitución de 1791. En el prámbulo de su tít. III en el que se encuentra resumido todo su concepto sobre la nueva organización de los poderes públicos y cuya importancia, por este mismo motivo, es primordial, revela esta Constitución de una manera notable cómo llegó a hacer surgir, de su principio de la soberanía nacional, el gobierno representativo.Partió de la idea, establecida por el art. I9, de que la soberanía reside indivisiblemente en la nación, es decir, en el cuerpo nacional tomado por entero y considerado como un todo indivisible. No hay que confundir a la nación así considerada con sus miembros individuales. "El derecho político de Francia — dice Duguit (L'État, vol. II, p. 24)— se basa por entero en esta fórmula: el pueblo en su totalidad, realidad personal, distinta de los individuos que lo componen, la nación-persona, es el titular
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de la soberanía". La nación es, pues, un todo orgánico, una unidad. Por el hecho de su organización1 constituye una entidad que se convierte en una persona jurídica: la persona Estado. En esta colectividad unificada, —no en los nacionales mismos, y menos aún en la asamblea general de Jos ciudadanos activos— es donde reside la soberanía. Se deduce de esto que ningún individuo, ninguna sección del pueblo, puede invocar un derecho propio para ejercer la soberanía nacional (art. 1 antes citado). El art. 3 de la Declaración de 1789, que ya había formulado este principio, añadía que cualquier potestad ejercida por individuos cualesquiera había de emanar "expresamente" de la nación, es decir, debía haberle sdo conferida por la Constitución nacional. El art. 2 (Constitución de 1791, tít. m, preámbulo), que se enlaza inmediatamente con este principio, repite que, puesto que todos los poderes emanan de la nación y de ella sola, estos poderes sólo pueden ejercerse en virtud de una "delegación". Delegación de poderes: he aquí también uno de los conceptos fundamentales introducidos en el derecho público francés por la Constituyente. Al ser la nación el sujeto primitivo de todos los poderes, delega por su Constitución, no ya la propiedad, ni el goce propiamente dicho, sino únicamente el ejercicio (art. 2 antes citado, argumento de la palabra "ejercer") de los mismos, en los diversos individuos o cuerpos que se convertirán, por su cuenta, en sus titulares efectivos. Este concepto de delegación se desarrolla en los textos subsecuentes: art. 3: "El poder legislativo se delega en una Asamblea nacional. . ."; art. 4: "El poder ejecutivo se delega en el rey"; art. 5: "El poder judicial se delega en jueces. . ." (ver también tít. m, cap. n, sección P, art. I9, cap. III, sección P, art. 1° y cap. IV, art. 1). Así pues, la potestad que ejerce cada órgano o grupo de órganos se basa, según estos textos, en una delegación. Duguit (L'État, vol. n, p. 20; cf. Esmein, "Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. I, p. 15) demuestra que este concepto de delegación ha llegado a ser, después de 1789, la idea clave del derecho público francés, una idea que no cesó de predominar desde entonces (ver especialmente Constitución de 1848 arts. 18, 20 y 43),2 y que subsiste todavía en la base del derecho positivo actual (Duguit, loe. cit., p. 24). Michoud (op. cit., vol. r, p. 287) llama a esta teoría de la delegación la "teoría clásica" francesa. Fue formulada especialmente, ante la Asamblea constituyente, por Sieyés, 362
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Esta organización existía y.a antes del 3 de septiembre de 1791, fecha en que se terminó la nueva Constitución, puesto que ya entonces la nación poseía órganos, entre otros la Asamblea constituyente. 2 Se encuentra hasta en la Constitución de ]4 de enero de 1852, art. 2"; cf. Constitución del año m, art. 132 y art. 19 de su Declaración de derechos. Acta adicional de 1815, art. 67.
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que fue su principal intérprete y defensor (ver n9 452, infra; Dandurand, Le mandat impératif, pp. 60 ss.). La idea de la delegación implica como consecuencia la de la representación nacional. Los delegados de la nación son sus representantes. Así pues, del principio de que la nación soberana ejerce sus poderes mediante sus delegados, el citado art. 2 deduce que "la Constitución francesa es representativa". Así, en el pensamiento de los primeros constituyentes el concepto de representación derivaba directamente del principio de la soberanía nacional. Del hecho de que la soberanía corresponda indivisiblemente a la universalidad de los nacionales, se infiere que ninguno de ellos puede ejercerla tampoco en su propio nombre, sino únicamente en nombre de la nación. Por último las voluntades que expresan las personas investidas de la potestad pública no valen como voluntades propias de estos individuos, sino como la expresión de la voluntad nacional. La Constitución de 1791, por lo tanto, caracteriza esta situación de los titulares efectivos del poder soberano, con respecto a la nación, diciendo que son los representantes de ésta. De aquí, el régimen representativo (cf. n. 23, p. 937, infra). Se ve así cómo llegaron a la idea de la representación los fundadores del nuevo derecho público. Se ve también cómo el gobierno representativo fundado en la soberanía nacional se opone a la monarquía y a la democracia puras. El rey en la monarquía y los ciudadanos en la democracia no son los delegados del soberano, sino el soberano mismo. El principio de la soberanía nacional, por el contrario, pareció implicar, en 1789-1791, que todo titular del poder, en el ejercicio de sus atributos de potestad, no es sino un delegado o representante de la nación, única soberana. ¿Serán exactas estas deducciones, que hace resaltar el preámbulo del tít. II de la Constitución de 1791? La relación que en el sistema de la soberanía nacional se establece entre la nación y las personas o cuerpos que poseen su poder ¿será verdaderamente una relación de representación? Antes de contestar a esta pregunta, hay que empezar por averiguar en qué consiste exactamente el régimen llamado representativo. 340. En su acepción política, que es también su acepción corriente y vulgar, el término "régimen representativo" designa, de una manera que ha llegado a ser hoy tradicional, un sistema constitucional en el que el pueblo se gobierna por medio de sus elegidos, y ello en oposición, tanto al régimen del despotismo, en el que el pueblo no tiene ninguna acción sobre sus gobernantes, como al régimen del gobierno directo, en el que los ciudadanos gobiernan por sí mismos. El régimen representativo implica, pues, cierta participación de los ciudadanos en la gestión de la cosa pública, participación que se ejerce bajo la forma y en la medida del electorado. Este régimen implica además cierta solidaridad o armonía
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entre elegidos y electores; a los elegidos se les nombra sólo por un tiempo limitado, y están obligados a volver, en intervalos bastantes cortos, ante sus electores para hacerse reelegir, lo que, naturalmente, sólo conseguirán si se han mantenido, durante ese tiempo, de acuerdo con sus electores. Finalmente, el régimen representativo implica que las asambleas elegidas tendrán una poderosa influencia en la dirección de los asuntos del país. No sólo hacen las leyes, de las que depende, entre otras cosas, la acción administrativa, sino que también tienen la votación del impuesto, lo que coloca a la autoridad gubernamental bajo su dependencia, y además se hallan directamente asociadas a los actos de gobierno más importantes, no pudiendo hacerse éstos sino mediante su autorización. Este conjunto de tendencias e instituciones, liberales, electorales y parlamentarias, constituye el régimen representativo en el sentido político de la palabra. Pero, junto a este concepto político, hay que deducir el concepto jurídico de dicho régimen. Y ésta es una cuestión mucho más delicada. Si la expresión "régimen representativo" es exacta, la esencia de este régimen es que en él se produce un fenómeno jurídico de representación. Esta representación es lo que hay que definir jurídicamente. ¿Qué debe entenderse en derecho público por representación y por representante? 341. Si, como lo hizo la Asamblea nacional de 1789, se parte de la idea de que, en el sistema de la soberanía nacional, los titulares efectivos de los poderes estatales sólo pueden ejercer su potestad en calidad de representantes nacionales, parece que el concepto de representación, así fundado, deba aplicarse a todos los que poseen la potestad pública, y esto cualquiera que sea la naturaleza de la función o la forma de nombramiento del órgano. En este concepto, en efecto, las autoridades ejecutivas o judiciales deben considerarse lógicamente como siendo, en la esfera de sus atribuciones respectivas, autoridades representativas exactamente como cuerpo legislativo. Este es un concepto amplio de la representación de derecho público. No obstante, existe un segundo concepto de la representación, más restringido que el precedente, pero mucho más extendido, según el cual el nombre de representantes se reserva a los diputados a las asambleas legislativas que eligen los ciudadanos.3 La idea de representación se enlaza aquí con la de elección: los diputados al cuerpo legislativo son considerados como representantes de la nación, por cuanto los eligen los miembros del cuerpo nacional o, por lo rnenos, por gran número de ellos. Por el momento y provisionalmente (ver n 363, infra), conviene colocarse en este punto restrictivo para averiguar cuál es el sentido jurídico y el alcance de la idea de representación en derecho público. Se ha363
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Este concepto aparece especialmente en la denominación de "Cámara de representantes", dada por numerosas Constituciones a la asamblea electa de los diputados.
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blará, pues, en primer lugar, de los representantes que proceden de la elección por los ciudadanos. La cuestión primordial que se formula respecto de ellos, es la siguiente: ¿En qué sentido puede calificarse al diputado como representante, y qué es lo que representa? ¿Cuál es, igualmente, la extensión de los poderes que le pertenecen como personaje representativo? 342. Si por soberanía nacional hubiera entendido la Asamblea de 1789 una soberanía que reside en el pueblo, es decir, en la totalidad de los ciudadanos tomados individualmente, la consecuencia inmediata y necesaria de este concepto hubiera debido ser que, en adelante, los ciudadanos ejercerían por sí mismos su soberanía, y esto sin necesidad de representantes; más aún, sin que sea posible instituir ningún régimen representativo. Este es un punto del cual proporcionó Rousseau la perentoria demostración. En principio, Rousseau niega absolutamente toda posibilidad de representación política; declara al régimen representativo incompatible con la soberanía popular. Rousseau es en esto perfectamente lógico con su doctrina de la soberanía. Según esta doctrina, en efecto, la soberanía halla su consistencia en la voluntad general del pueblo. Ahora bien, la voluntad general no es susceptible de ser representada, lo mismo que no podría enajenarse. Así como la soberanía es inalienable, así también el soberano no puede ceder a nadie el poder de querer por él, representándole. He aquí la razón de ello: "El soberano puede decir: 'Quiero actualmente lo que quiere tal o cual hombre'; pero no puede decir: 'Lo que este hombre quiera mañana, yo lo querré también', pues sería absurdo que la voluntad se encadenara para el futuro. Así, si el pueblo promete simplemente obedecer, se disuelve por este acto, pierde su cualidad de pueblo; en el momento en que existe un amo, ya no hay soberano" (Control social, lib. II, cap. I). "El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca totalmente; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento: en cuanto son elegidos, el pueblo es un esclavo, el pueblo no es nada" (ibid., lib. ni, cap. xv). Rousseau saca, pues, la conclusión de que el pueblo no podría transmitir ni delegar su soberanía; nadie, incluso elegido por el pueblo, podría pretender expresar la voluntad general por representación del pueblo, es decir, en su lugar y sitio. Esta absoluta exclusión del régimen representativo es una de las características más salientes de la doctrina del Contrato social. En esta doctrina es, pues, al pueblo solo, a la totalidad de los ciudadanos, a quien corresponde ejercer la soberanía, al expresar por sí mismos la voluntad general. La representación política, dice Rousseau, es un producto de la Edad Media: "Nos viene del gobierno feudal" (eod. loe.). A esta institución feudal opone el ejemplo de las repúblicas anti
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guas, donde la asamblea popular gobernaba directamente en la plaza pública sus asuntos políticos. Esta es, a juicio de Rousseau, la más pura imagen, la expresión más adecuada de la soberanía del pueblo. Sin embargo, después de haber negado, en principio, la posibilidad del régimen representativo, Rousseau no tiene más remedio que reconocer que de hecho el gobierno directo por el pueblo sólo es practicable en pequeños Estados como los de la Antigüedad. 4 En los grandes Estados modernos es manifiestamente imposible reunir continuamente a todos los ciudadanos y hacer que el pueblo mismo ejerza íntegramente su soberanía. Es forzoso, pues, poner el ejercicio de la potestad pública, y particularmente de la potestad legislativa, en manos de órganos especiales y titulados, especialmente de una asamblea de delegados elegidos por los ciudadanos; por lo tanto, el pueblo tendrá que nombrar sus representantes. En otros términos, el régimen representativo, según Rousseau, no tiene más fundamento y justificación que una necesidad de orden puramente material. En estas condiciones, los diputados elegidos por el pueblo sólo pueden ser representantes de los electores mismos. Tampoco podrán representarlos en el sentido de que tengan el poder de querer y de decidir por su cuenta y en su lugar. Pero, considerando que la soberanía reside a título inalienable e intransmisible en el pueblo, Rousseau deduce de ello que los elegidos por los ciudadanos no tienen ningún poder propio: nada pueden decidir soberanamente por sí mismos. También desde este punto de vista, Rousseau niega la representación política: "Los diputados del pueblo —dice (ibid., lib. III, cap. XV)— no pueden ser sus representan tes: sólo son sus comisarios". Sus comisarios, es decir, puros mandatarios, colocados bajo la dependencia de sus comitentes, que son los ciudadanos, y subordinados a la voluntad popular, única que puede hacer acto de soberanía. De aquí se desprende una doble consecuencia práctica: En primer lugar, el diputado al cuerpo legislativo nada puede emprender por su propia iniciativa, sino que, como simple mandatario, ha de actuar y votar en la asamblea según las instrucciones imperativas que le han sido dadas por sus electores; tal es el origen del sistema llamado del mandato imperativo. En segundo lugar, la ley, incluso elaborada en estas condiciones, no es aún perfecta. En efecto, dice Rousseau (ibid.), los diputados no pueden "concluir nada definitivamente por sí mismos. Toda ley que no haya ratificado el pueblo en persona es nula; no es una ley". La ley adoptada por el cuerpo legislativo no se perfecciona, pues, sino después de 364
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"Bien mirado todo, no creo que en adelante le sea posible al soberano conservar entre nosotros el ejercicio de sus derechos, si la ciudad no es muy pequeña" (Control social, lib. III, cap. XV).
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ser sometida a la aprobación popular. Sólo esta aprobación constituye el acto de potestad legislativa propiamente dicho; todas las operaciones que preceden no son sino actos de preparación de la ley. En resumen, pues, sólo admite Rousseau el régimen representativo bajo la reserva del mandato imperativo y de la ratificación popular, que son, en realidad, procedimientos de gobierno directo, y que constituyen, en efecto, según la doctrina del Contrato social, la forma y la medida en la que el gobierno directo debe mantenerse en los Estados de régimen representativo, con objeto de conciliar este último régimen con las exigencias del principio de la soberanía del pueblo.5 343. Frente a esta primera doctrina, existe un segundo modo, muy diferente, de concebir la representación de derecho público y de definir sus causas, su fundamento y su alcance. Según este segundo concepto, la representación no sólo deriva de la imposibilidad de reunir al pueblo, sino que se funda aquí, ante todo, en la afirmación de que la masa común de los ciudadanos no posee en grado suficiente la capacidad y la prudencia que son necesarias, en las sociedades que han llegado a la forma superior de Estado y sobre todo en los grandes Estados modernos, para discernir las medidas que puede demandar el interés nacional.6 En razón 365
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Sólo se trata anteriormente del poder legislativo. En cuanto al ejecutivo, se presta menos aún a la posibilidad de una representación; resulta esto de la idea que Rousseau se forma de este poder. Según la doctrina del Contrato social, la soberanía, que no es sino el poder que entraña la voluntad general, coincide con el poder legislativo, ejercido por el pueblo, y consiste en emitir prescripciones, generales también en cuanto a su objeto. Después de que el pueblo, haciendo acto de soberanía, decretó la ley, hay que ejecutar esta ley, es decir, traducirla "en actos particulares" de aplicación a los hechos. Esta ejecución habrá de ser obra de magistrados o agentes ejecutivos, que constituirán el "Gobierno". Este no constituye un cuerpo representativo del pueblo. Y ello porque no realiza acto de soberanía. La soberanía propiamente dicha ha sido agotada con la confección de la ley; el Gobierno ya no tiene que ejercerla, sino que únicamente realiza una ejecución subalterna. Con manifiesto error —dice Rousseau (Contrat social, lib. ni, cap. i)— el Gobierno ha sido "confundido con el soberano, del cual no es sino el ministro". Así pues, el Gobierno no representa la soberanía del pueblo; sólo es el ministro de esta soberanía. Rousseau deduce de ello (ibid., lib. III, cap. XVIII) que "los depositarios de la potestad ejecutiva no son los amos del pueblo, sino sus oficiales: puede establecerlos y destituirlos cuando le plazca; para ellos sólo se trata de obedecer". Sólo son los empleados del pueblo soberano, los servidores del poder legislativo y de la voluntad general. Todo esto excluye respecto al Ejecutivo la idea de representación. La doctrina de Rousseau sobre este punto fue consagrada por la Convención. Tiene su expresión, especialmente, en la memoria presentada el 10 de junio de 1793 a la Convención por Hérault de Sácheles, relativa a la Constitución "montañesa". Respecto del Consejo ejecutivo, del que decía el art. 65 de dicha Constitución que "no podía actuar sino en ejecución de las leyes y de los decretos del cuerpo legislativo", Hérault de Séchelles declaraba que "el Consejo no tiene ningún carácter representativo", y la razón que daba de ello es que "no puede representarse al pueblo en la ejecución de su voluntad" (Moniteur, reimpresión, vol. XVI, p. 616). 6 Por otra parte, tampoco el pueblo dispondría del tiempo necesario para llevar los asuntos del Estado, añadía Sieyés, quien a este respecto decía, ante la Asamblea constituyente:
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de estos peligros que presentaría el sistema del gobierno directo, el pueblo será admitido simplemente para elegir sus representantes, es decir, hombres esclarecidos, tomados entre lo mejor de los ciudadanos y que posean aptitudes suficientes para dirigir los asuntos del Estado. Así es como Montesquieu entiende la representación: "El pueblo es admirable para elegir a aquellos a quienes debe confiar alguna parte de su autoridad. . . ¿Pero sabrá conducir un asunto, conocer los lugares, las ocasiones, los momentos, y aprovecharse de ellos? No, no lo sabrá" (Es'prit des /oís, lib. II, cap. II). "La gran ventaja de los representantes es que son capaces de discutir los asuntos. El pueblo en modo alguno lo es, lo que constituye uno de los grandes inconvenientes de la democracia. . . Existía un gran vicio en la mayor parte de las antiguas repúblicas: era que el pueblo tenía derecho a tomar en ellas resoluciones activas, que exigían alguna ejecución, cosa de la cual era totalmente incapaz. El pueblo no debe entrar en el gobierno más que para elegir sus representantes, lo que está muy a su alcance. . . El cuerpo representante debe ser elegido para acer leyes. . . Así pues, la potestad legislativa será confiada al cuerpo que se elegirá para representar al pueblo (ibid., lib. XI, cap. vi).7 Según Montesquieu, el régimen representativo tiene por efecto, pues, una selección: en este sentido se ha podido decir que en el fondo es un régimen aristocrático. El fin de esta selección o designación de capacidades es hacer aparecer, entre los ciudadanos, a aquellos que sean más dignos de convertirse en agentes de ejercicio del poder. El procedimiento de designación, por lo demás, puede variar. En los Estados que practican el régimen de aristocracia nobiliaria, el criterio de la designación reside en la filiación, haciendo presumir ésta que los descendientes de familias nobles heredan las cualidades raciales de sus ascendientes: entonces se entra en 366
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"Los pueblos europeos modernos se parecen muy poco a los pueblos antiguos. Entre nosotros sólo se trata de comercio, de agricultura, de fábricas; el deseo de riquezas transforma a todos los Estados de Europa en amplios talleres. Por lo tanto, los sistemas políticos de hoy se fundan exclusivamente en el trabajo. Nos vemos obligados, pues, a no ver, en la mayor parte de los hombres sino máquinas de trabajo... La gran mayoría de nuestros conciudadanos no tiene bastante instrucción ni bastante tiempo disponible para querer ocuparse directamente de las leyes que han de gobernar a Francia. Su parecer es, por lo tanto, nombrar representantes, y puesto que es el parecer de la mayoría, los hombres esclarecidos deben someterse a él lo mismo que los demás" (Archives parlementaires, 1" serie, vol. VIII, p. 592. Pero esta explicación de Sieyés, por cuanto funda el régimen representativo en la carencia de tiempo disponible, o sea en simples impedimentos materiales, viene a ser, en el fondo, la misma dada por Rousseau. 7 Basta recordar estos cuantos párrafos, muy conocidos, del Espíritu de las leyes para refutar la opinión de algunos autores (ver por ejemplo Saripolos, La democratie et l'élecrí.^n proportionnelle, vol. II pp. 16 ss.) que pretendieron que Montesquieu, como Rousseau, funda el gobierno representativo exclusivamente en una "necesidad material". El mismo Sirinr.Ior, (loe. cit., p. 16 n.) no tiene más remedio que convenir en que, según los párrafos antes citados, el régimen representativo es presentado por Montesquieu como "teniendo valor propio" y distinguiéndose así esencialmente del gobierno directo.
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la asamblea por derecho de nacimientq. En otros Estados, la designación resulta de la edad, del grado de riqueza, de la profesión o demás presunciones de aptitud del mismo género. En los Estados de tendencias democráticas se parte de la idea de que el mejor modo de discernir a los ciudadanos más capaces es apelar al sufragio de todos. La consecuencia lógica de este punto de vista es que los representantes, lejos de tener que obedecer las órdenes populares, son llamados, por el contrario, a gobernar al pueblo, tomando a este efecto las medidas que les parecen más convenientes; en otros términos, ejercen su función con plena independencia respecto de sus electores. En este segundo concepto, en efecto, lo propio de la representación y la esencia de la misma es que el representante posea los mismos poderes que si fuera personalmente soberano. Indudablemente, no posee él mismo la soberanía, que sólo pertenece a la nación; y lo prueba que sólo puede actuar dentro de los límites de su competencia, y en cuanto ésta le ha sido conferida por la Constitución. Pero, al representar al soberano, toma de éste su poder de decisión soberana, y esto en un doble sentido: por una parte, el representante , para los asuntos comprendidos dentro de su competencia, tiene un poder de libre iniciativa, de personal apreciación, de decisión propia: no es, pues, comisario del pueblo, y se sustrae, por consiguiente, a todo mandato imperativo. Por otra parte, el soberano se supone que habla por la boca de su representante; luego todas las voluntades o decisiones que enuncie el representante en nombre del soberano adquieren inmediatamente la misma fuerza o perfección que si hubieran sido expresadas por el propio soberano. Y por tanto son válidas por sí mismas sin tener que esperar la ratificación del pueblo. En este doble sentido, el régimen representativo aparece como excluyendo los procedimientos de gobierno directo popular cuyo establecimiento reclamó Rouseau en el Estado moderno. Más aún, el régimen representativo, así entendido, es precisamente lo opuesto del gobierno directo, con el cual se encuentra en perfecta antinomia, pues, según el fundamento que se le asigna en esta segunda doctrina, tiene precisamente por objeto hacer que se ejerza la soberanía por las personas o cuerpos representativos sin el concurso del pueblo, e incluso con exclusión del mismo. Dos conceptos posibles del régimen representativo acabamos, así, de caracterizar: averigüemos ahora cuál de los dos es el que consagra el derecho público francés. Para ello hay que fijarse en primer lugar en el examen del punto siguiente: ¿Cuál es, en el derecho público vigente, la naturaleza jurídica de la relación que se establece, mediante la elección, entre electores y elegidos? ¿El elegido es jurídicamente comisario o representante de sus electores? Si no lo es, ¿a quién representa? 344. Según la opinión más extendida, o sea según la que prevalece
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en la gran masa del público y en los medios políticos, la relación que se establece entre electores y elegidos es una relación de naturaleza contractual, análoga a la que resulta del contrato civil de mandato.8 Así pues, la elección del representante se trata como una operación de mandato; se considera al elector como mandante y al elegido como mandatario. Más exactamente, la idea esencial que se halla en este punto de vista es que la elección constituye una transmisión de poderes de los electores a sus elegidos. Y, en efecto, la misma palabra "mandato" implica que el representante ejerce su función como encargado de representar, es decir, en virtud de una delegación o comisión que le ha sido dada por los electoresmandantes. En realidad, este concepto procede directamente de las ideas emitidas por Rousseau acerca de la soberanía. He aquí, en efecto, cómo se razona para construir la teoría del mandato electivo. Se admite, como punto de partida, que la soberanía reside en el pueblo. En el momento de la elección el pueblo es representado por el cuerpo de los electores; y 367
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En la literatura jurídica, la teoría del mandato representativo, por el contrario, es generalmente rechazada. No obstante, en estos últimos tiempos encontró un defensor en Duguit, el cual, sin llegar hasta declararla fundada, pretende al menos que es la teoría consagrada por el derecho público francés. "El gobierno representativo, tal como se entendía en 1789-1791, tal como nuestras posteriores Constituciones lo aceptaron y organizaron, se funda evidentemente, en derecho positivo, en una idea de mandato" (L'État, vol. n, p. 173; cf. pp. 172-182, y, respecto a la crítica de este concepto del derecho positivo francés, pp. 190 ssj. En su Traite (vol. I, pp. 30355., 337 ss.) repite este autor: "En la teoría de 1789-1791, que es todavía la de nuestro derecho constitucional, importa hacerlo notar, existe verdaderamente un mandato...: el Parlamento es el mandatario representativo de la nación" (p. 338). Indudablemente, reconoce Duguit que el sistema del derecho positivo francés excluye la posibilidad de admitir la existencia de un mandato en las relaciones particulares entre cada elegido y su colegio especial de electores. Pero, al menos, sostiene que este sistema se funda esencialmente en la idea de un mandato dado por la nación, como unidad indivisible, al Parlamento, como cuerpo unificado. Y añade que "la palabra mandato es adecuada a la nueva institución del régimen representativo". Finalmente, especifica que este mandato se origina en el momento y por efecto de la elección: "El diputado no recibe un mandato de la circunscripción que lo nombra, pero el Parlamento sí adquiere su derecho de la nación que lo elige. La asamblea, por el hecho de la elección, adquiere el derecho de querer por la nación" (L'État, vol. II, p. 174; Traite, vol. I, p. 338). Duguit se encuentra enteramente dentro de la realidad, si desea expresar que los constituyentes de 1789-1791 presentaron su régimen representativo como un sistema de delegación y de mandato: la importancia concedida por la Constitución de 1791 a esta idea de delegación ya fue señalada anteriormente (p. 915). Sin embargo, y cualesquiera que hayan sido los términos empleados en esta materia por los fundadores del derecho público francés, se verá más adelante (núms. 377-378) que en realidad el concepto de mandato representativo no era de ningún modo "adecuado" a la organización estatal creada en 1791: en las relaciones de la nación con el Parlamento considerado corporativamente no lo era mucho más que en las relaciones de cada elegido con sus respectivos electores. Y de todos modos, se demostrará (ver n 382) que no puede ser en el momento de la elección, sino únicamente en el instante en que se crea la Constitución, cuando el supuesto mandato representativo se confiere por la nación al cuerpo de los diputados.
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en este cuerpo electoral se encarna el soberano.9 Por el hecho de la elección, cada elector confiere al elegido la fracción individual de soberanía de que es titular; se opera, pues, una trasmisión de la soberanía, que pasa de los electores a los elegidos. Después de la elección, la soberanía se encuentra trasladada a la asamblea. ¿Con qué título se han convertido los diputados, entre todos, en el soberano? Lo han hecho a título de delegados, investidos por el mandato de los poderes de sus mandantes, que son los electores. Y entonces, así como en el caso del contrato civil de mandato los actos realizados por el mandatario se reputan hechos por el mismo mandante, así también en derecho público, cuando los elegidos realizan un acto de potestad soberana, hay que considerar sus actos como obra del pueblo entero, que ejerce su soberanía por intermedio de sus representantes.10 Esta es la teoría corriente, que constantemente apunta en el lenguaje usual, pues de continuo se oye hablar del mandato de diputado, del mandato legislativo; y es tan grande la fuerza de esta costumbre del lenguaje que los mismos textos (ver especialmente la ley sobre la elección de diputados de 30 de noviembre de 1875, arts. 8 ss.) se sirven de la expresión "mandato de diputado". Es fácilmente explicable que esta creencia en el mandato representativo haya podido arraigar en el espíritu popular, pues la masa del público se atiene a las apariencias. Ahora bien, a primera .vista parece muy natural admitir que el diputado, ya que es el elegido de los ciudadanos, también de ellos recibe su poder, y por consiguiente, parece lógico basar el régimen representativo en una delegación de poder que se opera entre 368
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Se encuentra una teoría del mismo género en Duguit (Traite, vol. i, pp. 303 y 327) : "El cuerpo de ciudadanos, llamado frecuentemente cuerpo electoral, puede ser más o menos extenso, comprender todos los individuos capaces de expresar conscientemente su voluntad o no comprender sino cierto número de individuos considerados como especialmente competentes, pero tiene siempre el mismo carácter. No es, en realidad, un órgano del Estado; ni siquiera es un órgano de la nación: es la nación misma, en cuanto expresa su voluntad". No es explicable que Duguit pueda decir que, en el régimen representativo francés, el cuerpo de electores se confunde con la nación, cuando de hecho sólo comprende la cuarta parte de los miembros de ésta. Tampoco es explicable que en estas condiciones pueda considerar en este cuerpo electoral otra cosa que no sea un órgano estatal o nacional. Por lo demás, el mismo Duguit no parece estar muy seguro de la exactitud de su punto de vista, y su doctrina a este respecto carece de firmeza, pues en el mismo lugar (pp. 303-304) declara que el cuerpo de ciudadanos electores debe considerarse, en Francia, como "el órgano directo supremo". 10 Toda esta teoría del mandato electivo queda viciada por una contradicción manifiesta. Se parte de la idea de la soberanía popular tal como ésta fue expresada por Rousseau, y se llega al régimen representativo pasando por esta otra idea de que, en las elecciones, el pueblo trasmite a los elegidos su poder soberano. Esto es tanto como olvidar que la soberanía es inalienable, y si se encuentra en el pueblo, no puede salir de él. Rousseau era más lógico: desde el momento en que, en principio, había afirmado la soberanía del pueblo, concluía que nadie puede colocarse en su lugar ni pretender representarlo soberanamente.
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los electores y sus elegidos. Y sin embargo, esta teoría debe rechazarse totalmente. Sin hablar de sus graves inconvenientes políticos, ocasionados por el hecho de que implica una subordinación ilimitada del elegido a sus electores, y colocándose puramente en el terreno propio de la ciencia del derecho, se observa que, desde el punto de vista jurídico, suscita objeciones perentorias. Estas objeciones provienen del hecho de que en el supuesto mandato legislativo no se encuentra ninguno de los elementos constitutivos del mandato ordinario, así como ninguno de sus caracteres específicos. En cuanto se entra en el examen de la relación que se establece entre electores y elegidos, no hay más remedio que señalar, en efecto, cuatro diferencias primordiales entre la situación del diputado y la de un mandatario, diferencias que han sido señaladas especialmente por Orlando ("Du fondement juridique de la représentation politique", Revue du droit public, vol. m, pp. 9 ss.). 345. a) Ante todo, para que pueda considerarse al diputado como un mandatario, sería necesario que representara exclusivamente al colegio electoral que lo nombró. Un mandato, como en principio todo acuerdo contractual, sólo puede producir efectos entre las partes que intervinieron en el contrato y que trataron juntas. Así ocurría en la antigua Francia: el diputado, simple mandatario de la bailía, sólo representaba en los Estados generales la bailía que delegaba en él. Desde 1789, por el contrario, las Constituciones francesas formulan en principio de modo expreso que cada diputado no representa a su circunscripción electoral, sino a la nación entera. ¿Cómo explicar esto mediante la idea del mandato? 11 El diputado moderno, lo mismo que el diputado del antiguo ré369
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La idea de mandato, en las relaciones entre el elegido y sus electores, no puede construirse, porque el colegio electoral, según el derecho público francés, no constituye una persona jurídica, capaz de contratar, sino que sólo constituye jurídicamente una agrupación de ciudadanos. Tampoco puede decirse que el elegido, incluso cuando es miembro del grupo que lo ha hecho diputado, sea un órgano de este grupo, ni que, por el hecho de esta organización, el grupo electoral se convierta en persona jurídica, pues, según el principio formalmente formulado por las Constituciones francesas, los diputados sólo representan a la nación y sólo constituyen un órgano de ésta. En los Estados federales, por el contrario, por ejemplo en Suiza, podría parecer aceptable y hasta conveniente considerar a los miembros del Consejo de los Estados, si no como mandatarios, puesto que se sustraen a cualquier instrucción que los obligue (Constitución suiza, art. 91), por lo menos como órgano de los Estados particulares. En efecto, éstos son personas jurídicas reconocidas por la Constitución federal, e incluso como personas, o más exactamente en su condición de Estados, es como son llamados a enviar diputados a la Cámara de los Estados, diputados cuyo modo de nombramiento les corresponde, además, fijar por sí mismos. Parece así que la Cámara de los Estados sea una reunión de los órganos particulares que allí han constituido los Estados confederados. Indudablemente, esta asamblea, en su conjunto, es también órgano del Estado federal, pero se podría sentir inclinación a caracterizarla como un órgano federal compuesto de los órganos respectivos de los Estados miembros. Sin embargo, este modo de ver no puede concillarse con el papel que en el Estado federal es llamada a desempeñar la Cámara de los Estados. Se ha observado anterior
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gimen, sólo recibió poderes de su propio colegio. Si representa, pues, a todo el país, esto no puede realizarse en calidad de mandatario. Este solo argumento basta ya para probar que la idea del mandato no puede conciliarse con los principios del régimen representativo actual.12 370
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mente (pp. 116 ssj que no sólo esta Cámara, considerada como colegio, es un órgano federal, sino también que sus miembros individuales no tienen que expresar en ella las voluntades particulares de los Estados, ni tampoco tienen que hablar o votar en ella en nombre y como órganos particulares de dichos Estados; también a éstos cabe aplicar la máxima francesa según la cual los diputados sólo representan a la nación considerada como unidad indivisible. Bien es verdad que, por razón de sus lazos especiales con cada uno de los Estados confederados, los miembros de la Cámara federal de los Estados habrán de ser más o menos influenciados, en el ejercicio de su actividad legislativa o de otra clase, por la comunidad de opiniones o aspiraciones en que habrán de encontrarse naturalmente con las colectividades confederadas de las cuales emanan respectivamente. En esto es innegable que las mismas colectividades, por su derecho propio de nombramiento, adquieren determinada parte de influencia efectiva en la formación de la voluntad general, tal como esta última habrá de ser elaborada por la Cámara de los Estados (cf. n. 17, p. 932, infra.). Pero, precisamente, importa observar que la parte de influencia de los Estados confederados sólo existe jurídicamente en la medida de su poder de nombramiento, y no llega hasta permitirles constituirse a sí mismos, en el seno de esta Cámara, órganos propiamente dichos de sus voluntades particulares. Por consiguiente, ni la Cámara de los Estados como colegio, ni sus miembros componentes considerados en lo individual, pueden caracterizarse como órganos de los Estados confederados (ver en este sentido, para Suiza, Burckhardt, Kommentar der schweiz. Verfassung, 2" ed., pp. 725-726). Por ello, estos mismos Estados no podrían, al menos bajo este aspecto, considerarse como órganos de voluntad del Estado federal. Sólo funcionan, en lo que se refiere a la Cámara de los Estados, como órganos de nombramiento de los miembros de esta Asamblea. 12 Se ha tratado de soslayar esta objeción alegando que, según el concepto admitido en 1791, el diputado nombrado por una sección electoral no sólo era el elegido de esta sección, sino el elegido de toda la nación. Thouret ya lo había dicho, en la sesión de 11 de agosto de 1791: "Cada una de las secciones, al elegir inmediatamente, no elige por sí misma, sino que elige por la nación entera". Y Barnave declara en la misma sesión: "La función de elector no es un derecho, sino que cada uno la ejerce por todos" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. xxix, pp. 356 y 366). Sieyés ya se había pronunciado en este sentido el 7 de septiembre de 1789: "Un diputado lo es de la nación entera, y todos los ciudadanos son sus comitentes" (Archives parlementaires, 1* serie, vol. vm, p. 594). Así pues, cada circunscripción electoral nombra a su diputado en virtud de una comisión nacional; por consiguiente, el mandato que le confiere debe considerarse jurídicamente como conferido por Francia entera (ver la n. 20, p. 934, infra). Es la tesis que sostiene aún hoy Duguit (L'Éfat, vol. n, pp. 173 ss.; Traite, vol. i, pp. 338 ss.): "El diputado no es mandatario de la circunscripción que lo ha elegido, la cual sólo se constituye ante la imposibilidad material de establecer para el país entero un solo colegio electoral... El mandato no se da por la circunscripción electoral1, sino por la nación entera... En derecho, los diputados son representantes del país entero... Un solo mandato es dado por la nación una e indivisible". Este razonamiento no puede destruir la objeción que antes se opuso a la teoría del mandato representativo, sino que, por el contrario, la confirma. En efecto, como dice üuguit, si el diputado no es mandatario de su colegio especial, sólo puede serlo de la nación considerada en su unidad indivisible. Ahora bien, precisamente la nación así entendida es incapaz de comunicar su potestad a nadie, ni a los diputados considerados individualmente, ni a la asamblea de los diputados considerada como corporación. La razón de ello es que, considerada en
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b) Una segunda diferencia radical entre el representante electivo y el mandatario de derecho privado, se infiere del hecho de que, según los principios que rigen el mandato ordinario, éste, por su esencia misma, es siempre revocable a voluntad del mandante (Código civil, arts. 2003-2004). Incluso cuando el mandato ha sido otorgado por un tiempo limitado, el mandante conserva el derecho de revocarlo antes de que llegue el término convenido. En el régimen representativo, por el contrario, y a diferencia de lo que ocurre en países de democracia directa como ciertos cantones suizos, donde el pueblo tiene el poder de disolver la asamblea legislativa (Curti, Le referendum, ed. francesa, p. 217), en ningún caso pueden los electores revocar a su diputado antes de la expiración normal de la legislatura; ni siquiera podrían revocarlo fundándose en sus faltas. c) Un tercer signo esencial del mandato, considerado en cuanto a sus efectos, consiste en que el mandatario es responsable, con relación al mandante, de la manera como lleve a efecto la misión que asumió; y por consiguiente, tiene la obligación de rendir cuentas de su gestión ante el mandante (Código civil, arts. 1991-1993). En la esfera de la representación de derecho público no existe nada parecido, pues el diputado no es responsable, ante sus electores, ni de su conducta política, ni de sus discursos, ni de sus votos. No queda obligado jurídicamente a rendir cuenta alguna ante sus electores. d) A todas estas diferencias se agrega la última, de una importancia muy especial. En todos los casos del mandato propiamente dicho, al ser instituido el mandatario por voluntad del mandante, no tiene, por lo mismo, más poderes que aquellos que le confiere su mandato. Sin duda, depende del mandante confiar al mandatario una procuración que se extienda ilimitadamente a todos sus asuntos, o por el contrario, que quede limitada a algunos asuntos especiales (Código civil, art. 1987). Pero de todos modos, bien sea el mandato general o particular, constituye un principio absoluto que el mandante es dueño de su mandato, en el sentido de que tiene derecho a dictar al mandatario sus instrucciones respecto a la 371
su universalidad abstracta, no tiene voluntad que 371 pueda ser representada, ni tampoco potestad que pueda ser objeto de delegación. Como lo reconocieron los mismos constituyentes de 1791 (ver n* 349, infra), la voluntad y la potestad nacionales sólo comienzan a existir, para una categoría de actos cualesquiera, a partir del momento en que la nación queda provista de los órganos competentes para realizar estos actos; la nación sólo puede querer por medio de sus órganos. La relación que se establece entre la nación y la asamblea de diputados no es, pues, una relación de representación, y menos aún puede ser una relación de mandato, pues el cuerpo de diputados no es un mandatario nacional, sino realmente un órgano nacional. La construcción jurídica propuesta por Duguit no es, pues, aceptable. El error de esta construcción, propuesta por cierto por otros muchos publicistas, proviene de que se razona sobre la personalidad de la nación situándose antes de la constitución de sus órganos, como si la personalidad, la potestad, la voluntad y los derechos estatales de la nación pudiesen existir con anterioridad a su organización (ver n' 378, infra).
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manera como entiende que éste ha de actuar. El mandatario se encuentra, pues, ligado por los términos del mandato; y está obligado a seguir las órdenes del mandante. Por consiguiente, todo aquello que pudiera realizar fuera de sus poderes o en contra de sus instrucciones, sería nulo con respecto al mandante, el cual no puede obligarse por actos que no ha autorizado (Código civil, arts. 1989 y 1998). Así, si el diputado es un mandatario, de ello hay que deducir que los electores podrán limitar sus poderes a su antojo, en el momento de la elección; podrán también indicarle un programa político, trazarle una línea de conducta; en resumen, imponerle órdenes precisas y obligatorias. El diputado, por lo tanto, se limitaría a traer a la asamblea los votos que le hubieren sido dictados previamente por sus electores mandantes. Si votara contra las prescripciones de sus comitentes, su voto no tendría efecto respecto a ellos, y no quedarían ligados por la decisión de la asamblea.13 En una palabra, si el diputado es un mandatario, queda sometido necesariamente, como tal, al régimen del mandato imperativo. Todas estas consecuencias de la idea del mandato pueden estar en auge en el campo de los partidarios de la soberanía popular, pero serán rechazadas formalmente por el derecho público positivo. Desde 1789, el mandato imperativo no ha dejado de prohibirse en Francia: se prohibió especialmente por las Constituciones de tendencias democráticas, como las del año m (art. 52) y de 1848 (art. 35). En la actualidad, la ley orgánica sobre la elección de diputados de 30 de noviembre de 1875 dice en su art. 23: "Todo mandato imperativo es nulo y sin ningún efecto". Obsérvese que, si el legislador francés considerara la elección del diputado como un mandato, este texto implicaría que la elección misma, cuando se ha realizado en condiciones imperativas, es nula. Pero no es éste el sentido del texto. Los autores están de acuerdo en que significa simplemente que las instrucciones dadas al diputado o las obligaciones asumidas por él con respecto a sus electores no lo ligan jurídicamente, es decir, dejan subsistir su plena libertad de opinión, de palabra y de voto. Por las mismas razones, la jurisprudencia parlamentaria decidió que, en el caso de un diputado que en el momento de la elección entrega a su comité electoral una dimisión firmada en blanco, con objeto de ponerse a disposición de sus electores, esta- dimisión es nula, lo mismo que las 372
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Esto es por lo menos lo que da a entender Orlando, op. cit., Revue du droit public, vol. III, pp. 12-13; pero se verá más adelante (n° 359) que este punto de vista es inexacto, pues hasta en el sistema del mandato imperativo, la oposición de uno o varios colegios electorales no puede paralizar la aplicación sin distinción, a todos los ciudadanos, de las leyes o decisiones adoptadas por la mayoría de la asamblea de diputados. La cuestión de saber si los electores quedan obligados por los votos de sus elegidos sólo podría formularse en el caso en que la asamblea electa hubiera desconocido los mandatos conferidos por la mayoría de los colegios electorales.
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obligaciones de las que constituye la garantía. Es indudable que un diputado puede considerar como deber de conciencia el cumplimiento de semejante promesa de dimisión; sin embargo, será necesario que dicha dimisión sea aceptada por la asamblea, pues, según los términos del art. 10 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, ningún miembro de las Cámaras puede dimitir, sin estar autorizado para ello por la Cámara de que forma parte (E. Fierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire, 4 ed., núms. 314 ss.). Esta regla constitucional basta para probar que en derecho los compromisos del diputado y las dimisiones destinadas a servirles de sanción carecen por completo de valor. 346. Se puede ver por estos diversos rasgos cuáles son los caracteres de la función de diputado. El diputado no realiza un mandato que lo encadene, sino que ejerce una función libre. No expresa la voluntad de sus electores, sino que se decide por sí mismo y bajo su propia apreciación. No habla ni vota en nombre y de parte de sus electores, sino que forma su opinión y emite su sufragio según su conciencia y sus opiniones personales. En una palabra, es independiente con respecto a sus electores. Desde todos estos puntos de vista, existe una absoluta divergencia entre la representación de derecho público y el sistema del mandato; pues los elementos esenciales del mandato, aquellos que, por su definición misma, son indispensables para la realización de este contrato, faltan todos en la representación de derecho público. Por lo tanto, ¿cómo pretender establecer una semejanza, incluso únicamente una analogía, entre la situación del diputado y la del mandatario? La verdad es que, entre la idea de la representación en el sentido que tiene esta palabra en derecho público y la del mandato, existe una absoluta incompatibilidad, que excluye toda clase de aproximación entre ellas. Se desprende de esto, dice Esmein (Éléments, 7 ed., vol. I, p. 317; ver también la memoria de las Seances et travaux de l'Académie des sciences morales et potinques, vol. CXXXI, pp. 297 ss.), que la expresión usual de mandato legislativo, en todos respectos es incorrecta e inexacta, es una expresión poco feliz de la que hay que abstenerse.14 La misma palabra "representación" debe entenderse, en esta materia, con cierta prudencia. De todos modos, si los elegidos son representantes, no representan a sus electores. 347. Por lo mismo que acaba de demostrarse que la relación entre electores y elegidos no puede compararse con una relación de mandato, 373
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Hauriou (Principes de droit public, pp. 438 y 442; ver en otro sentido, 2* ed., pp. 652 y 703) pretende sin embargo mantener el concepto de un "mandato electivo", pero que, dice, "no contiene procuración ni verdadera representación", pues "los electores no han trasmitido a su diputado ningún poder, se han elegido un amo temporal". Hauriou ve en esto una "especie de mandato" de una naturaleza especial; lo más especial que se encuentra en esta clase de mandato es que ya no es en modo alguno un mandato, en el sentido esencial de la palabra.
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se ha establecido al mismo tiempo que la elección no constituye una delegación de poder que tiene por objeto trasladar la soberanía, de los ciudadanos, a los diputados. Pero entonces, descartada la idea del mandato, ¿cuál es, en el derecho público moderno, la verdadera significación de la elección, cuál es su verdadero objeto? Cuando se aborda esta cuestión hay que ponerse ante todo en guardia contra el error sobre el que se funda toda la teoría del mandato representativo: hay que guardarse muy bien de mezclar dos cosas que son muy distintas, el hecho de la elección y la idea de la transmisión del poder. Del hecho de que los diputados son elegidos por los ciudadanos, se ha sacado la conclusión de que reciben su poder de éstos por vía de delegación. Se trata de una confusión. En efecto, de una manera general, el procedimiento empleado para el nombramiento de un titular del poder no implica necesariamente que este titular reciba su poder de las personas que lo nombran. Por ejemplo, en la Constitución de 1875, el Presidente de la República es elegido por los miembros de las dos Cámaras reunidas en Asamblea nacional; y sin embargo, evidentemente no es el delegado de las Cámaras o de sus miembros, y no recibe su poder de éstos ni de aquéllas. El hecho de tener sobre una de las Cámaras y sobre sus miembros un poder de disolución, o sea de revocación, prueba de manera evidente que no es su delegado. En derecho no se concebiría que un delegado o procurador pueda revocar a su comitente. Así pues, la elección presidencial por el personal parlamentario no es más que un simple acto de nombramiento, una elección de persona, no una operación de transmisión del poder ejecutivo. Asimismo, los jueces son nombrados por el Presidente de la República; tampoco aquí puede interpretarse el nombramiento como una delegación de poder, pues tan sólo es una simple designación. En el sistema francés de separación del poder judicial, el jefe del Ejecutivo no puede considerarse que sea al mismo tiempo el jefe de la justicia. Si es extraño al poder judicial, no puede transmitir a los jueces un poder del cual carece. La prueba de que los jueces, aunque nombrados por el Presidente, no son sus apoderados, es que administran justicia, no ya en su nombre, sino —según la fórmula que figura en el encabezamiento de las sentencias —"en nombre del pueblo francés", es decir, en el fondo, directamente en nombre de la soberanía nacional. Se da el mismo fenómeno en el régimen representativo. En efecto, se ha observado con anterioridad que la elección del diputado no tiene nada de común con la constitución de un mandato. Si no tiene por objeto, pues, operar una transmisión de poder, de los electores a los elegidos, no hay más remedio que admitir que sólo puede ser un modo de designación de los miembros del cuerpo legislativo. Puede decirse que es un acto análogo
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al acto administrativo mediante el cual el Presidente de la República nombra a los funcionarios y a los jueces. ¿Significa esto que dicho nombramiento por los ciudadanos sea cosa indiferente? Desde luego que no, como no lo es que los jueces sean nombrados por el Presidente,15 o el Presidente por el personal parlamentario. Tan poco indiferente es este último procedimiento de nombramiento, que, desde 1835, se ha propuesto, en numerosas ocasiones, que el Presidente sea elegido por un colegio electoral diferente del que constituyen los miembros de las Cámaras, a fin de hacerlo más independiente de ellas. Del mismo modo, muchas veces se ha repetido que la inamovilidad de los jueces sólo constituiría una garantía imperfecta de su independencia si sus ascensos dependieran del Gobierno. su vez en su poder electoral hallan los ciudadanos un medio de ejercer gran influencia en la orientación general de la política que habrán de seguir los representantes; pues es evidente que los electores elegirán a su diputado según sus opiniones políticas, y que sólo lo reelegirán cuando durante su actuación haya actuado de acuerdo con esas opiniones.16 Mas no por ello deja de ser cierto que en el régimen representativo la acción de los ciudadanos en la marcha de los asuntos públicos sólo se ejerce por la vía, en la forma y en la medida de su poder de nombramiento 374
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"Desde el año VIII, el Ejecutivo consideró el nombramiento de los jueces como una de sus prerrogativas esenciales. Los mismos regímenes republicanos se han guardado de abandonar este poderoso medio de influencia" (Larnaude, "La séparation des pouvoirs et la justice en France et aux États-Unis", Revue des idees, 1905, p. 331). 16 No es exacto, pues, decir, como se ha hecho en ocasiones, (ver p. 921, supra) que, en el sistema del gobierno representativo, la elección sólo es un procedimiento de selección, un medio de designar a los más capaces. Por lo menos, esta manera de caracterizarla sólo da de ella una idea incompleta. Si bien el cuerpo de los electores no tiene sobre los elegidos los poderes de un mandante sobre su mandatario, el régimen electoral no se reduce sin embargo a un simple régimen de selección, sino que tiene también por objeto proporcionar a los ciudadanos ciertos medios de acción sobre sus diputados. Sólo que esta acción de los ciudadanos no se manifiesta sino de un modo indirecto y limitado; resulta únicamente del hecho de que tienen el poder de elegir a sus diputados y de que éstos tienen que hacerse reelegir periódicamente. Ante la Asamblea constituyente, ya formulaba Sieyés estas verdades, del modo más preciso, en la sesión de 7 de septiembre de 1789. A propósito del "grado de influencia" que correspondía a las "asambleas comitentes sobre los diputados nacionales", distinguía entre "la influencia de los comitentes sobre las personas" y "la influencia sobre la legislación misma" Sobre las personas, decía, esta influencia "ha de ser entera"; sobre la legislación, por el contrario, queda excluida (Archives parlementaires, 1* serie, vol. VIH, p. 594). Así marcaba Sieyés la diferencia esencial que separa al régimen representativo, en el que el pueblo sólo se ocupa de la elección de las personas, siendo llamado únicamente a elegirlas, y la democracia directa, en la que el pueblo se ocupa de los asuntos mismos, siendo llamado a tratarlos por su propia voluntad, especialmente creando soberanamente las leyes.
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de los representantes, de suerte que en la elección agota el pueblo su derecho de participación en el ejercicio de la soberanía.17 En estas condiciones ¿cómo habrá de caracterizarse finalmente la relación que se establece entre electores y elegidos? Esta relación debe definirse de la manera siguiente: Los diputados se instituyen por el su375
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Del mismo modo ha de interpretarse la disposición constitucional que, en los Estados federales, confiere a los Estados confederados el nombramiento de los miembros de la Cámara llamada de los Estados. La forma de reclutamiento de esta Cámara, combinada con el hecho de que cada Estado es llamado indistintamente a nombrar el mismo número de sus miembros, permite a los Estados ejercer en ella cierta influencia sobre la formación de la voluntad general. Es evidente, en efecto, que los diversos miembros de esta Cámara se verán inclinados a tener en cuenta, lo más ampliamente posible, los intereses del grupo confederado que los nombró respectivamente. Y con este objeto, corresponde a cada Estado elegirse diputados cuyas ideas concuerden con sus propias opiniones y tendencias. El sistema de nombramiento aplicado a la Cámara de los Estados presenta por lo tanto, para estos últimos, considerable interés. No es, pues, exacto pretender —como lo ha hecho Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 286)— que la institución de una Cámara de los Estados y el papel conferido a los Estados en el nombramiento de esta asamblea sólo puedan explicarse de un modo satisfactorio a condición de reconocer que la Constitución federal, por medio de esta Cámara, quiso erigir a los Estados confederados mismos en órganos primarios del Estado federal. Según la doctrina de Jellinek, la Cámara de los Estados vendría a ser un órgano secundario o representativo, destinado a querer en nombre y por cuenta especial de los Estados. Entre esta Cámara y los Estados confederados, se establecería así una relación de órgano; y en consecuencia éstos habrían de considerarse como órganos principales, que tienen el poder de concurrir a la formación de la voluntad federal por mediación del subórgano que es, con relación a ellos, la Cámara que procede de su nombramiento (cf. n" 386, infra). Pero de ningún modo es indispensable admitir la teoría de Jellinek para explicar la forma de reclutamiento de la Cámara de los Estados. El procedimiento de nombramiento aplicado a los miembros de esta Cámara no implica necesariamente que la Constitución federal haya querido convertir a su colegio en un órgano especial de los Estados confederados. Indudablemente, la Constitución federal, al instituir este modo de nombramiento, quiso tener en cuenta la naturaleza federativa del Estado federal y asignar a los Estados miembros determinado papel en la organización de donde ha de salir la expresión de la voluntad federal; pero, con este objeto, se ha limitado a conferir a los Estados un poder de nombramiento. La participación de estos Estados en la formación de la voluntad general sólo puede ejercerse en la medida de la elección de los diputados que han de nombrar. Incluso reducidos a este simple poder, los Estados confederados no dejan de conservar, por mediación de la Cámara originada por su nombramiento, una influencia que tiene valor útil y apreciable; como decía Sieyés (ver la nota anterior), esta influencia se ejerce sobre y por las personas que disputan. Por lo demás, la Cámara de los Estados no es un órgano especial de éstos, así como, en el Estado unitario, las Cámaras tampoco son órganos representativos de los colegios particulares que las nombraron. No sólo los miembros de la Cámara de los Estados, una vez nombrados, se sustraen a toda subordinación con respecto al Estado de que proceden, sino que también la Cámara misma, considerada en su conjunto, es exclusivamente órgano del Estado federal (cf. Burckhardt, op. cií., 2" ed., p. 673), en cuanto éste personifica a la vez, en una unidad indivisible, al pueblo federal y a la colectividad de los Estados confederados. En suma, los Estados confederados, en el acto del nombramiento de los miembros de la Cámara de los Estados, agotan la influencia que son llamados a ejercer en el Estado federal por medio de dicha Cámara (cf. supra, pp. 116 ss.; ver también la n. 11, p. 925).
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fragio de los ciudadanos, pero el poder que adquieren mediante la elección no lo reciben de los ciudadanos. Esta fórmula significa que el diputado es elegido, designado y nombrado por los electores: es llamado por ellos al poder y de ellos recibe su investidura; en este sentido, es posible decir, si se quiere, que el cuerpo electoral es autor del poder de sus elegidos. 18 Pero no puede decirse más que en este sentido, pues por lo demás el diputado no es ni mandatario, ni delegado, ni representante de sus electores. Es su elegido, pero no su comisario. La misma idea se ha expresado al decir que lo que el pueblo da a sus elegidos en la elección no es un mandato, sino su confianza. Caracterizar la elección como un acto de confianza es señalar también que constituye, por parte de los electores, un acto de abandono más bien que de dominio. Respecto de estos diversos puntos y en análogo sentido, ver sobre todo a Saripolos, op. cit., vol. II, pp. 98-113. 348. Puede tenerse por cierto, pues, que, en el derecho actual, la potestad que ejerce el cuerpo de los diputados no procede de los ciudadanos. Pero esto sólo constituye un concepto negativo, y queda siempre por averiguar la solución positiva de la pregunta que antes se formuló: ¿de quién reciben el poder los representantes? En otros términos: ¿a quién representan? La respuesta a esta pregunta se halla directa y formalmente contenida en un principo muy importante del derecho público francés, principio que ya estaba consagrado por la Constitución de 1791 (tít. III, cap. I, sección 3, art. 7) y que desde entonces ha sido reproducido en numerosas ocasiones por las sucesivas Constituciones de Francia. Este principio, al que ya nos hemos referido, es que los diputados representan, no ya a su colegio electoral,19 sino a la nación entera. Esta es una 376
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Desde este punto de vista, cabe criticar como demasiado absoluta la fórmula de los autores que, como Saripolos especialmente (op. cit., vol. II, p. 29), dicen que "los diputados nombrados por los ciudadanos electores sólo reciben su poder del Estado". Ver sin embargo n. 13 del n° 428, infra. 19 No solamente los diputados no son representativos del colegio que los ha designado, sino que además, y propiamente hablando, ni siquiera son diputados o elegidos de ese colegio, sino que son los diputados y los elegidos de la nación entera. El art. 7 (tít. m, cap. I, sección 3) de la Constitución de 1791 señala esto por medio de una fórmula prudente. Este texto se refiere a los diputados "nombrados en los departamentos" y no por los departamentos. Así pues, incluso en lo que se refiere al nombramiento, el poder de diputación reside indivisible y únicamente en la universalidad nacional. De donde se infiere la consecuencia, posteriormente desarrollada en las Constituciones de 1793 (art. 21), del año III (art. 49), de 1848 (art. 29), de que únicamente la "población", cuyo conjunto constituye esta universalidad, es la "base" de la elección (cf. Esmein, Éléments, 7* ed., vol. i, pp. 315-316). Los colegios electorales, por lo tanto, sólo aparecen como elementos parciales de la población total, que ejercen en forma electoral un poder que sólo a ella pertenece. Los diputados elegidos son los del pueblo francés. El alcance de estas observaciones es puesto en claro por una comparación
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regla que se ha hecho clásica, que se invoca frecuentemente y que presenta, para la inteligencia del régimen representativo, una capital importancia. ¿Qué significa? La regla de que "los diputados representan a la nación" sólo es susceptible de una interpretación: significa que representan, no ya a la totalidad de los ciudadanos considerados individualmente, sino a su colectividad indivisible y extraindividual. En efecto, esta regla no puede significar que cada diputado, además de a sus propios electores, represente a los de todos los demás colegios electorales del país. Semejante interpretación de la regla carecería de sentido jurídico; pues si el diputado representa a electores, sólo puede representar a los que lo han elegido; en cuando a los ciudadanos situados fuera de su circunscripción, no ha entrado en relación con ellos, y no puede, por lo tanto, a ningún título, ser su representante.20 Luego la regla en cuestión no puede evidentemente 377
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(ya señalada en la p. 925, n. 11; ver también p. 120, n. 18) con el caso de la Cámara de los Estados en el Estado federal. En Suiza, por ejemplo, si los diputados del Consejo de los Estados no son los representantes de sus cantones respectivos, importa observar que, por lo menos, son nombrados por los cantones, habiendo de realizar éstos el citado nombramiento como Estados confederados. La Constitución suiza señala muy claramente la profunda diferencia que, en este aspecto, se establece entre el Consejo nacional y el Consejo de los Estados. Refiriéndose al primero, dice que "se compone de los diputados del pueblo suizo" (art. 72) ; refiriéndose al segundo, dice que "se compone de cuarenta y cuatro diputados de los cantones" (art. 80). Esto es tanto como decir que, a falta del derecho a la representación, los Estados cantonales, al menos, poseen el derecho de diputación. A ellos corresponde en propiedad "componer" la segunda Cámara. Y la relación especial que, a este respecto, existe entre ellos y dicha asamblea, se hace más patente aún por el hecho de que la reglamentación del modo de nombramiento de los miembros del Consejo de los Estados es abandonada por la Constitución federal al derecho cantonal; se desprende también del hecho de que la elección de esta clase de diputados se trata como una elección cantonal, sujeta, a este título, al recurso ante el Tribunal federal, de modo que el Consejo de los Estados, en principio, no está llamado, como el Consejo nacional, a comprobar la elección de sus miembros (Burckhardt, ,op. cit., 2 ed., p. 674). Desde todos estos puntos de vista, el Consejo de los Estados, a pesar de ser un órgano federal o nacional en cuanto a las voluntades a formular o a las decisiones a tomar, aparece como dependiente de los cantones: éstos son, por lo menos, respecto a él, órganos de nombramiento. En Francia, el órgano de nombramiento de los miembros de la asamblea de diputados, como para el Consejo nacional suizo, es el pueblo entero, actuando en colegios múltiples, pero en colegios que no poseen respectivamente sobre la asamblea electa ningún poder que les esté conferido en virtud de un derecho propio, ni siquiera el de diputación. Este último, así como el poder de representación, sólo pertenece a la nación. 20 En su discurso del 7 de septiembre de 1789, pretendía sin embargo Sieyés que el diputado nombrado por los electores de una determinada circunscripción es el elegido de todos los ciudadanos. "El diputado de una bailía —decía Sieyés— es inmediatamente elegido por su bailía, pero mediatamente es elegido por la totalidad de las bailías. He aguí por qué todo diputado es representante de la nación entera... Todos los ciudadanos son sus comitentes" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, pp. 593-594). Pero no es exacta esta manera de explicar la regla: "El diputado representa a la nación". Indudablemente, en el sistema de la soberanía nacional, cada sección electoral elige, no ya en virtud de un derecho propio,
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tener el sentido de que cada diputado representa a la totalidad de los ciudadanos que componen la totalidad de los colegios electorales. Por lo tanto sólo queda una interpretación posible: la regla significa que el diputado no representa colegios electorales, ni ciudadanos, en cuanto tales, ni, en una palabra, suma alguna de individuos ut singuli, sino que representa a la nación, como cuerpo unificado, considerado en su universalidad global, y distinto, por consiguiente, de las unidades individuales y de los grupos parciales que comprende en sí dicho cuerpo nacional. Y como, en el fondo, la nación así entendida se identifica con el Estado mismo, se podrá añadir —con Orlando, loe. cit., p. 23— que la regla de referencia se reduce, en definitiva, a decir que los diputados son los representantes del Estado, los agentes de ejercicio de su soberanía, al menos en la medida de la competencia constitucional del cuerpo legislativo. Más exactamente, la regla de que "el diputado representa a la nación" se funda en el hecho de que es miembro de una asamblea colegiada, que tiene el poder de querer por la nación: por consiguiente, el diputado representa a la nación, por cuanto concurre individualmente, con su actividad y con su sufragio, a la formación de la voluntad nacional (Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 280.).21 Hay que observar, en efecto (ver 378
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como lo hacía la bailía antes de 1789, sino en nombre y por cuenta de la nación, y es efectivamente cierto, por consiguiente, que el diputado es el elegido de la nación misma. Ahora que, aquí como en todas partes, hay que guardarse muy bien de identificar la nación con sus miembros individuales. En efecto, ¿cual es el acto mediante el cual las diversas secciones electorales han recibido el poder de elegir en nombre de la nación? Este acto es, o bien la Constitución, o bien una simple ley electoral. Ahora bien, en el régimen representativo, tanto la Constitución como las leyes ordinarias son obra, no de los ciudadanos mismos, sino de la colectividad unificada actuando por sus órganos estatutarios. En ningún momento los ciudadanos, considerados individualmente y como tales, intervinieron para conferir a cada una de las secciones electorales la potestad de elegir en nombre de todos. Únicamente la nación, la colectividad una e indivisible, instituyó estas circunscripciones y fundó su competencia. No puede decirse, pues, que cada circunscripción electoral nombre a su diputado en virtud de un mandato otorgado por todos los ciudadanos; y por consiguiente, no puede aceptarse la explicación que daba Sieyes para demostrar que el diputado es el representante de todos. Así, hay que volver siempre a la conclusión de que el diputado no puede calificarse como representante de la nación entera sino en cuanto se considera a ésta como unidad corporativa superior a sus miembros componentes (ver n. 12, p. 926, supra). Estos sólo están representados por los diputados en la medida en que, en su condición de partes integrantes y de miembros inseparables del cuerpo electoral, se funden y absorben en la nación, constituyendo un todo con ella y en ella (ver supra, pp. 234 ss.). Por lo demás, el mismo Sieyes había de rectificar posteriormente su doctrina del 7 de septiembre de 1789, al reconocer que en realidad no es cada diputado, elegido por cada sección, sino únicamente el cuerpo legislativo, quien posee el carácter representativo (ver n' 382, infra). 21 Duguit, (Traite, vol. n, p. 356) adopta respecto de este punto la misma fórmula de Jellinek: "En el sistema francés de representación política, el diputado no recibe un mandato de su circunscripción, sino que simplemente es parte componente del Parlamento, el que representa a la nación entera".
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n 382, infra), que no podría cada diputado, él solo, querer por la nación.El órgano propiamente dicho de la nación es el cuerpo legislativo. El diputado sólo es representante como miembro de la asamblea representativa, o sea en cuanto concurre a constituir dicha asamblea y es llamado a cooperar en la formación de la voluntad que ésta expresa. Ahora bien, la asamblea es el órgano indivisible de la nación, considerada, también ella, en su indivisibilidad colectiva. 349. Si éste es el significado de la regla de que "el diputado representa a la nación", se advierte ahora cuáles son, desde el punto de vista de la determinación del alcance del principio de la soberanía nacional, las repercusiones del régimen representativo moderno. Este régimen confirma la idea, anteriormente desarrollada (núms. 331 y 338), de que el poder soberano no reside en los individuos miembros de la nación, ni tampoco en sus agrupaciones particulares, electorales o de otra clase, sino únicamente en el ser colectivo nacional. Esta es la respuesta precisa a la pregunta que antes se formuló (p. 933). El objeto de esa pregunta era saber de quién reciben los diputados su poder. Ahora ya es posible contestar que ejercen un poder que no es el de los electores, sino precisamente el de la nación y del Estado, pues como representantes de la nación y del Estado es como se hallan investidos de dicho poder. De esto hay que deducir la consecuencia de que la asamblea de diputados tiene como función expresar, no ya las voluntades de los electores, sino únicamente la voluntad estatal de la nación. Así, el régimen representativo se aleja totalmente de las concepciones políticas de la escuela de Rousseau. Para los teorizantes de la soberanía popular, las decisiones de la asamblea legislativa deben determinarse directamente por la voluntad mperativa de los electores. Por el contrario, cuando la Asamblea constituyente formulaba, en la Constitución de 1791, el principio de que los diputados representan a la nación, con ello creía fundar la representación del nuevo derecho público francés en la idea de que existe en el Estado una voluntad nacional, independiente de las voluntades de los individuos, y que es la voluntad de la nación formando un cuerpo unificado. Este punto de vista se hallaba totalmente conforme al concepto general que de la nación y de su soberanía se formaba la Constituyente. Así como, en efecto, los hombres de 1789-1791 admitieron, como se dijo anteriormente, que la soberanía corresponde indivisiblemente a la colectividad nacional, erigida en persona distinta de los nacionales, así también fueron llevados a admitir la existencia correspondiente de una voluntad nacional, voluntad superior que no es la resultante de voluntades individuales, que no se determina por un puro cálculo de votos electorales, sino que es la voluntad unificada de la universalidad nacional,
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la voluntad indivisible de la persona nación.22 He aquí por qué la Constitución de 1791 declaraba, en el preámbulo de su tít. III, que ningún individuo, ninguna sección del pueblo, puede, propiamente hablando, hacer acto de soberanía; y por qué también prohibía el mandato imperativo a los colegios electorales, que sólo son partes no soberanas de la nación.379 Podrá argüirse que la nación, tomada en su universalidad supraindividual, es un puro ente de razón. ¿Cómo atribuirle una voluntad? Esta objeción sólo es aparente, y es fácil contestarla, por lo menos desde el punto de vista jurídico. En efecto, desde el principio de estos estudios se demostró (núms. 12 ss., 22 ss.) que, en toda formación estatal, el objeto esencial del derecho público es organizar al grupo nacional: organizarlo, es decir, darle órganos encargados de querer y de 37922
Estas ideas teóricas encuentran todavía hoy su expresión en la doctrina del derecho público. Ver, por ejemplo, a Joseph Barthélemy, op. cit., p. 202: "Los órganos constitucionales de un país no representan tendencias más o menos pasajeras, que se dibujan con mayor o menor claridad en el cuerpo electoral, sino que representan al país mismo, en su pasado y en su porvenir, en sus aspiraeiones y en sus deberes, en su misión histórica; no representan un número mayor o menor de individuos, sino la persona moral que es la nación". 23 En definitiva, todos los conceptos que se han expuesto en el curso de este capítulo y del anterior sobre la soberanía y la representación nacional, se desprenden directamente de la idea primera que fue el punto de partida de toda la obra de la Revolución en materia de organización constitucional, o sea la idea de la unidad y de la indivisibilidad de la nación. Desde el momento en que la Constitución de 1791 afirmó (tít. ni, preámbulo, art. 1) la indivisibilidad nacional, todo lo demás debía sucederse: el principio de la soberanía nacional, que excluye toda apropiación individual de cualquier parcela de poder; el gobierno representativo, que hace depender la formación de la voluntad nacional de las decisiones adoptadas por los órganos centrales de la nación, fuera de toda necesdad de consulta de los miembros particulares de ésta; y por fin, la regla de la representación nacional, que implica el que los órganos nacionales no son llamados a representar sumas de voluntades de individuos o de grupos parciales, sino a formular, de un modo unitario, una voluntad de conjunto, cuyos elementos han de deducir por sí mismos. En estas condiciones, bien puede decirse que el concepto de unidad de la nación es, por excelencia, fundamento y origen de todo el sistema del derecho estatal francés. Otros principios esenciales, por ejemplo el de la igualdad de los ciudadanos, que tanto lugar ocupa en la obra revolucionaria, sólo son consecuencias o manifestaciones de esta idea fundamental de la unidad y la indivisibilidad del cuerpo nacional. Indudablemente Rousseau también había fundado un sistema esencial y absolutamente unitario de voluntad estatal, pues en la doctrina del Contrato social se presentaba la voluntad general como un todo indivisible. Pero Rousseau sólo llegaba a esta especie de unidad, que es uno de los rasgos característicos de su teoría, después de una consulta previa de los miembros, que tenía por objeto poner de manifiesto una mayoría de votos individuales, y esta voluntad de la mayoría es la que, después, llegaba a ser la voluntad única de todos. Los fundadores revolucionarios del derecho público francés adoptaron la actitud inversa: parten de la unidad de la nación, no ya en el sentido de que tratan de realizarla, sino en el de que la consideran como ya hecha en el momento mismo en que se trata de tomar alguna decisión, bien sea legislativa o incluso de orden constitucional, y por consiguiente no titubean en decir que el pueblo, en principio, no puede tener más voluntad que la de los representantes nacionales. Si es verdad que todo el sistema representativo fundado en 1789-1791 tiene, por lo tanto, su origen en el concepto de la unidad nacional, se comprende cuánta gravedad alcanzan los problemas que hoy suscitan ciertas tendencias particularistas, como las que tratan de asegurar la representación especial de los partidos, de las clases sociales o de los grupos regionales. En realidad, cualquier modificación que se haga al régimen de representación indivisible de la nación tiende a socavar el principio mismo de la unidad francesa, tal como fue consagrado por la Revolución, o sea la base principal sobre la que, desde 1789, está fundado todo el edificio del derecho público francés.
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actuar por su cuenta. Tal es precisamente la función de la asamblea de diputados. Esta es, especialmente en el orden legislativo, un órgano creado por el derecho púplico con objeto de permitir que la nación pueda querer. Así es como, después de 1789, consideraron y definieron a la asamblea legislativa los fundadores del nuevo derecho público francés. Barére expresaba este concepto, de manera atrayente, en la sesión de 8 de julio de 1789, al decir: "La potestad legislativa sólo empieza en el momento en que queda formada o constituida la asamblea general de los representantes" (Archives parlementaires, P serie, vol. VIII, p. 205; y con ello pretendía establecer que los electores, en el momento de la elección, no pudieron dar órdenes legislativas a sus diputados, pues en este momento no existía aún la potestad legislativa, ya que la nación no poseía todavía su órgano legislativo. En la sesión del 7 de septiembre de 1789, Sieyés decía igualmente: "El pueblo sólo puede tener una voz: la voz de la legislatura nacional. Los comitentes sólo pueden hacerse oír por medio de los diputados nacionales; el pueblo sólo puede hablar, sólo puede actuar a través de sus representantes" (Archives parlementaires, P serie, vol. VIH, p. 595). Así pues, en materia legislativa, la asamblea de diputados es el único órgano por el que la nación o el pueblo puede expresar su voluntad; con mayor precisión: es el órgano mediante el cual la nación podrá querer legislativamente. 350. Situándose en este punto de vista, en la época actual, numerosos autores han llegado a impugnar, no sin razón, la exactitud Je la idea misma de "representación" nacional. La asamblea de diputados, se ha dicho, y de un modo general las diversas personas o cuerpos llamados a querer por cuenta de la nación no son, en esto, propiamente hablando, representantes, sino que jurídicamente deben definirse más bien como órganos de la nación. Entre el representante y el órgano existe gran diferencia. Lo que caracteriza al representante es que quiere y habla por cuenta de una persona distinta de sí mismo. Toda representación implica esencialmente dos personas, una de las cuales, la del representado, es anterior y, en cierto sentido, superior a la del representante. La misma palabra "representación lo dice: si el representante representa al representado, la representación presupone una persona representable. De esta anterioridad
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y superioridad del representado se desprende que el representante está obligado a conformar la voluntad que expresa por representación, a la voluntad del representado; así ocurre al menos siempre que el representado no sea física o jurídicamente incapaz de expresar su voluntad. Por tanto, cuando el representado enuncia, respecto del objeto de la representación, una voluntad especial, el representante ha de seguir las indicaciones de esta voluntad; así pues, un mandatario ha de conformarse a las instrucciones de su mandante. Cuando el representante actúa como tal, expresa sin duda su voluntad propia; pero la expresa en representación de la voluntad del representado; luego también ha de respetar ésta, que es anterior a la suya. Mu'y distinto es el caso del órgano. Lo propio del órgano es querer por cuenta de una colectividad unificada, la cual, como entidad abstracta, por sí misma no podría querer ni actuar. El órgano no presupone una personalidad ni una voluntad ya existentes; pero la constitución del órgano es el medio por el cual la colectividad llega a ser capaz de voluntad y de acción, por el cual se realiza, en cuanto a su formación, una voluntad de la colectividad que no existía hasta entonces, por el cual, pues, adquiere esta colectividad, como sujeto jurídico, una realidad de existencia, o sea una personalidad que no podría poseer sin sus órganos. En una palabra, lejos de presuponer una personalidad o voluntad anteriores, el órgano, por el contrario, origina esta voluntad y esta personalidad. Y por consiguiente, a diferencia del representante, habrá de expresar la voluntad de la persona colectiva con plena independencia o espontaneidad, al menos dentro de los límites de su competencia estatutaria. Consideradas estas definiciones, aparece como cierto que el régimen llamado representativo no es un régimen de representación en el verdadero sentido de la palabra, pues el cuerpo de los diputados no puede considerarse como representante de los ciudadanos ni de la nación. En primer lugar, los diputados no representan la voluntad de los ciudadanos, puesto que —salvo la relación electiva que los liga con éstos— y por el efecto mismo del supuesto régimen representativo, han sido constituidos, con respecto a ellos, por la duración de la legislatura, en posición de completa independencia. La verdadera representación, como se acaba de ver, implica siempre cierta subordinación del representante al representado. Si una persona tiene derecho a querer con entera libertad por cuenta de otra sin que ésta tenga ninguna posibilidad de afirmar su propia voluntad, no puede decirse que haya representación de una voluntad por otra; lo cierto es que ya no subsiste, en semejante estado de cosas, sino una voluntad única: la de la persona que tiene el poder de decidir libremente por cuenta ajena. Por ello, en el caso de verdadera representación, existe siempre un momento en que, bien sea la voluntad bien sea en todo caso la personalidad del representado, reaparecerá y manifestará su superioridad sobre la del representante. Supóngase al incapaz aquejado de la más absoluta imposibilidad de querer, a un menor de edad o a un individuo en estado de completa demencia; puede decirse que estos incapaces están debidamente reprsentados por su tutor, pues llegará el momento en que el tutor habrá de rendir cuentas a estos representados o a sus sucesores, y además, podrá hacérsele responsable de lo
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que quiso por ellos en su representación. Ahora bien, nada de esto se encuentra en el supuesto régimen representativo de derecho público. Por una parte, el "representante" no representa una voluntad preexistente de los ciudadanos puesto que el derecho positivo de las Constituciones representativas niega a éstos el poder de querer más que a través de sus representantes; en estas condiciones no es posible decir que la voluntad de los ciudadanos entre en la representación; pero existe aquí, de un lado una voluntad, la de los ciudadanos, de la que se hace abstracción y qvte se tiene jurídicamente por inexistente 24 y de otro lado una voluntad, la del "representante", que reemplaza totalmente a la de los ciudadanos y que finalmente queda como la única operante. Por otra parte, para el "representante" no existe ninguna subordinación hacia los iudadanos, pues al no ser, respecto de éstos, ni responsable, ni revocable, ni obligado a rendir cuentas, no actúa como representante, sino como dueño. Y no se diga que la superioridad de los ciudadanos reaparecerá al término de la legislatura. Evidentemente, en ese momento podrán no reelegir a los antiguos diputados, pero importa observar que, si el poder electoral de los ciudadanos les permite cambiar sus diputados en la legislatura siguiente, no les da el medio de anular los actos realizados por ellos durante la legislatura anterior; las voluntades y decisiones emitidas por los "representantes" se mantienen firmes, son inatacables, y los ciudadanos no disponen de recurso alguno contra ellas. Así pues, el poder de los ciudadanos sobre los diputados no es más que un simple poder de 380 nombramiento;25 no es un poder sobre las voluntades que los elegidos habrán de expresar durante el desempeño de su función.26 Por lo demás, del derecho positivo francés resulta que los ciudadanos no son los sujetos del derecho a la representación.- Según las Constituciones francesas, el sujeto "representado" por los diputados es únicamente la nación, una, indivisible, permanente y, por consiguiente, distinta de los individuos que la componen en cada uno de los instantes sucesivos de su existencia. Pero, teóricamente, la nación así entendida tampoco es susceptible jurídicamente de ser representada. Pues, como se vio antes, para que exista verdadera representación, es necesario, previamente, que existan una persona y una voluntad representables: la nada no puede ser representada. Así pues, para que fuera posible una representación de la nación, en el orden legislativo por ejemplo, sería necesario que preexistiera al cuerpo legislativo una voluntad legislativa nacional, que pudiese entonces ser representada por este último; y de modo general, para que se pueda hablar legítimamente de una representación de 38024
Véase, sin embargo, lo que se dirá más adelante (n' 398) respecto a la disolución; pero conviene observar que en el régimen representativo primitivo de 1791 ésta no se admitía aún. 25 La utilidad de dicho poder ha sido señalada anteriormente (nn. 16 y 17, pp. 931-932). Puede decirse, no obstante, que este poder de dominación no proporcionaría por sí solo a los ciudadanos sino un medio de acción de restringida eficacia, pues esa eficacia, en todo caso, sería muy inferior a la de un poder de revocación. A este respecto, basta comparar la situación de los diputados electos por el pueblo con la de los ministros, en relación con las Cámaras. Aunque el Parlamento no tenga el poder de nombramiento formal y directo de los ministros, conserva el control de toda la actividad ministerial, puesto que en todo momento puede obligar al ministerio a retirarse. Por el solo hecho de haber declarado a los ministros responsables ante las Cámaras, la Constitución de 1875 hizo depender íntimamente la voluntad ministerial de la voluntad de la mayoría parlamentaria. En realidad, lo que garantiza la potestad del
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la nación por las personas o cuerpos que ejercen la potestad pública, sería preciso que con anterioridad a esta representación se haya comprobado la existencia de una persona nación. Ahora bien, la nación no adquiere jurídicamente voluntad, legislativa o de otra clase, y no se convierte jurídicamente en persona, sino por el hecho mismo de su pretendida organización representativa. La formación de un cuerpo de diputados o de cualquier otra autoridad que tenga poder estatutario de querer por la nación tiene por efecto, pues, no ya conceder una representación a la voluntad y a la persona nacionales, sino suscitar y engendrar esta persona y esta voluntad. 381 Corporativamente, los diputados no son los representantes, sino los autores de la voluntad nacional; son el órgano de formación de una voluntad que no empieza a existir, que no tiene su origen más que por ellos. Finalmente, lo que se encuentra en el régimen llamado representativo no es un sistema de representación de la persona y de la voluntad nacional es, sino precisamente un sistema de organización de la voluntad y de la persona nacionales. El verdadero calificativo que debe darse al cuerpo de los diputados no es el de representante de la nación, sino el de órgano de la nación. Se ha resumido todo esto diciendo que lo propio del régimen llamado representativo es ser un régimen en el que de ningún modo hay representación (Saleilles, Nouvelle revue historique, 1899, pp. 593-595 ).27 Si el régimen representativo no corresponde a ninguna idea precisa de verdadera representación, ¿de dónde procede, pues, el concepto de representación política? ¿Cómo se introdujo en el derecho público moderno? El concepto moderno de representación, en buena parte, debe su origen a causas históricas; aparece como una supervivencia de las costumbres del pasado. Para demostrarlo es conveniente recordar a grandes rasgos la historia del régimen representativo. 2. ORÍGENES REVOLUCIONARIOS DEL SISTEMA FRANCÉS DE LA REPRESENTACIÓN NACIONAL 351. "La idea de los representantes -—dice Rousseau (Contrat social, lib. III, cap. XI)— procede del gobierno feudal. En las antiguas repúblicas nunca tuvo 381
cuerpo electoral sobre sus actuales electores no es tanto el hecho de haber, sido nombrados por él como el poder que se reserva de reelegirlos o de cambiarlos; aparecía así este poder de nombramiento peródico, por lo tanto, como conteniendo en sí una facultad intermitente de destitución. 26 Ver en este sentido un interesante pasaje de un discurso de Royer-Collard citado por Esmein (Éléments, 7" ed., p. 92, n. 73) : "La palabra representación es una metáfora. Para que la metáfora sea exacta, es preciso que el representante tenga verdadera semejanza con el representado, y para ello se requiere que lo que hace el representante sea precisamente aquello que haría el representado. Se infiere de aquí que la representación política supone el mandato imperativo determinado con un objeto igualmente determinado, tal como la paz o la guerra, o una ley propuesta. En efecto, únicamente entonces es cuando queda probado que el mandatario hace lo que hubiera hecho el mandante y que el mandante hubiera hecho lo que hace el mandatario". En otros términos, el concepto de representación no puede darse más que cuando el representante queda subordinado a la voluntad del representado. A falta de esta subordinación, la palabra representación, en materia política, ya no expresa una realidad: es tan sólo una metáfora, que carece de exactitud y es contraria a la verdad. Ver además, por lo que se refiere a las relaciones entre los supuestos representantes y los ciudadanos, las objeciones que ya se expusieron supra, p. 236, n. 25, en contra del fundamento de la idea de representación
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el pueblo representantes; esta palabra era desconocida." Rousseau diee la verdad. La Antigüedad no conoció el régimen representativo. El pueblo, entonces, ejercía su poder por sí mismo, en forma de gobierno directo. Es en la época feudal cuando hizo su aparición la representación política y hay que añadir que nació bajo la influencia de causas feudales. Los orígenes de la representación se desprenden del concepto feudal, según el cual los vasallos debían asistencia al rey, quien, por su parte, estaba obligado a consultarlos con objeto de obtener su asentimiento a las prestaciones que pretendía imponerles. En virtud de este lazo feudal mutuo los reyes de Francia convocan a los prelados y a los barones382 en asamblea para pedirles ayuda y consejo. La comparecencia a esta asamblea no solamente era un derecho de esos señores, sino también un deber o servicio feudal. A partir del otorgamiento de fueros a los municipios, las ciudades privilegiadas adquieren una situación parecida a la de los señoríos, y tienen derecho, desde entonces, a ser convocadas, así como tienen la obligación de comparecer. Es así como en 1302, Felipe el Hermoso reunió por primera vez, en una asamblea plenaria, a los señores eclesiásticos y laicos así como a los representantes de las ciudades, y procedió, en esta medida, a una especie de consulta nacional. Tal es el origen de los Estados generales, a cuya historia se encuentra ligada desde entonces la evolución de la antigua representación política en Francia. En Inglaterra, una asamblea general del mismo género había sido reunida en 1295; y los ingleses le conservaron el nombre de Gran Parlamento, o Parlamento Modelo, porque, al estar constituida por prelados, barones y diputados de los condados, villas y burgos, constituía ya una representación completa de todos los elementos de la nación y presentaba así, desde esa época lejana, todos los caracteres esenciales del moderno Parlamento inglés. La representación de la época feudal es realmente una representación. En efecto, en esta época en que no era tomado en consideración el individuo como tal, sino solamente el grupo o la corporación, el derecho a comparecer en los Estados reside especialmente en la persona colectiva y feudal, señoríos, comunidad religiosa, ciudad. Esta es la persona que va a los Estados por mediación de su representante. Así es como las ciudades se hacen representar por sus diputados. Igualmente los capítulos y abadías son grupos representados por el obispo, el abad o un procurador. En cuanto a los señores laicos o eclesiásticos, si se les convoca personalmente es porque cada uno de ellos es jurídicamente el representante natural de su señorío; pero el derecho a ser representado corresponde especialmente a éste. Bajo este aspecto, el régimen feudal en toda su acepción es un régimen de representación. Únicamente los campos quedaron al principio sin representación (a diferencia de lo que pasaba en
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Ver en el mismo sentido a Hauriou, La souveraineté nationale, p. 5, que resume todo el sistema del gobierno representativo diciendo que dicho sistema implica esencialmente "la autonomía de los representantes". Cf. Principes de droit public, p. 426: "El representante de derecho público se distingue del mandatario en que tiene un derecho de autonomía"; y Précis, 8 ed., p. 117: "Los órganos representativos producen de manera autónoma sus representaciones de la voluntad general". Ahora bien, la autonomía, en el que quiere por cuenta ajena, es todo lo contrario de una representación ajena.
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Inglaterra desde el fin del siglo xin), y esto se debe a que no constituían personas feudales (Saripolos, op. cit., vol. i, pp. 97 ss.). Desde el siglo xv, la reducción de la feudalidad trajo cambios notables en este régimen inicial. Por una parte, los nobles y los eclesiásticos ya no fueron convocados personalmente a la asamblea de los Estados; sino que los diputados de la nobleza y del clero tuvieron, así como los del Tercer Estado, aue proceder de la elección. Esta reforma correspondía a la desaparición del antiguo derecho propio que primitivamente tuvieron los señores para representar personalmente a su señorío; e implica que no hubiese ya representación del señorío mismo. Por lo de más, parece que los mismos nobles fueron los que causaron este cambio, pues la comparecencia en los Estados era una pesada carga, y les pareció más ventajoso hacerse representar colectivamente por diputados elegidos por ellos en cada bailía que no tener que presentarse cada uno en persona a la asamblea. Por otra parte, a causa del debilitamiento de las libertades municipales, el derecho a la representación dejó de ser un privilegio de las ciudades, y la realeza tomó la costumbre de convocar, para la elección de los diputados del Tercer Estado, y al mismo tiempo que a los habitantes de las ciudades, a la población de los campos, que también se había emancipado de la potestad señorial. Estas dos reformas, la primera de las cuales se había realizado ya cuando los Estados generales de 1484, mientras que la segunda no se realizó completamente sino un poco más tarde, habían de entrañar una profunda modificación en el alcance del régimen representativo. Ocurrió, en efecto, de modo natural que los diputados elegidos respectivamente por la nobleza, el clero y los burgueses o campesinos se comportaron como los representantes de las clases que los delegaban. A la antigua representación de las personas feudales se substituye, pues, en el siglo xvi, una representación de los tres órdenes o estados que componían la nación. Indudablemente no se trata aquí todavía de representación individual, pues los individuos no están representados sino en cuanto forman parte de una de las clases que tienen derecho a la diputación. Pero desde entonces la representación adquiere cada vez más el carácter de una representación de clases y de intereses particulares. Sin embargo, incluso en este nuevo estado de cosas, han subsistido importantes vestigios de la antigua representación corporativa de los tiempos feudales, vestigios que consisten, por ejemplo, en el hecho de que, en el derecho público de los últimos siglos y hasta 1789, la bailía ha sido la unidad representable, "la persona pública en quien residía el derecho de diputación" Esmein, Cours d'histoire du droit franqais, 12* ed., p. 553). En efecto, la bailía no sólo era la circunscripción electoral de la época, sino que además cada diputado representaba especialmente a la bailía que lo había enviado y la consideraba como el titular propio del derecho a la representación. Esto se traducía sobre todo en la consecuencia de que en los Estados generales, el voto tenía lugar, no por cabeza, sino por bailía, en el sentido de que cada bailía poseía un voto, cualquiera que fuese el número de sus diputados. En esto el régimen representativo conservaba siempre el carácter de una representación de personas colectivas. Antiguamente, los Estados generales habían sido una reunión de personas feudales, que comparecían por medio de sus representantes; en los siglos posteriores son una dieta de bailías que se hacen representar por sus diputados.
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De la combinación de estos principios con el sistema de la representación distinta de los tres órdenes o estados resulta que la bailía estaba representada en los Estados por tres clases de diputados, que correspondían a los tres órdenes o estados de la nación. La separación de los órdenes se producía en primer lugar en la elección, teniendo cada uno de ellos, en cada bailía, que nombrar distintamente sus diputados. Para la formación de los Estados generales de 1484, se había practicado primeramente un sistema distinto. En esta época, los tres órdenes o estados se reunieron en las bailías para nombrar en ellas, en común, sus diputados; por lo que entonces cada diputado, al recibir mandato de los tres órdenes o estados a la vez, hubo de representarlos conjuntamente, confundiéndose así todas las clases en un cuerpo único. Si este procedimiento electoral hubiera continuado practicándose, hubiera tenido por efecto fundar la unidad de la nación por la fusión de los órdenes o estados y hubiera originado una verdadera representación nacional, que a la larga había atenuado y hasta borrado las distinciones de clases. Pero este sistema electoral no se mantuvo. En el siglo xvi, cada orden elige sus diputados aparte.1 Esta separación de los órdenes se manifestaba además en los Estados generales, una vez reunidos, pues las deliberaciones y el voto tenían lugar en ellos, no en común, sino por orden o estado, realizándose la votación, en la asamblea de cada orden, por bailías. Solamente que las resoluciones discutidas en los Estados no se consideraban adoptadas sino cuando se tomaban de acuerdo y por una votación conforme de los tres órdenes o estados; tal es el principio consagrado en 1560, particularmente en materia de impuestos, por el art. 135 de la ordenanza de Orleans, a favor 383
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Por lo demás, la forma electoral no era la misma para los tres órdenes. Para el clero y la nobleza, el sufragio era directo. La asamblea electoral del clero comprendía a todos los eclesiásticos que tuviesen un beneficio en la bailía y, además, representantes de los cabildos y comunidades. Esta asamblea redactaba un pliego de quejas y designaba a uno de sus miembros para que lo llevara y sostuviese ante los Estados. La nobleza operaba del mismo modo, componiéndose su asamblea de todos los nobles poseedores de feudos (condición que es también un vestigio del régimen feudal). Incluso los menores y las mujeres que poseían feudo \otaban mediante procurador. En cuanto al Tercer Estado, elegía a sus diputados solamente por sufragio indirecto, y éste es también un hecho que se relaciona con el concepto feudal según el cual sólo se toma en consideración al individuo en cuanto es miembro de un grupo. Conforme a este concepto, no se convocaba individualmente a los habitantes de las ciudades ni a los campesinos a la asamblea electoral de la bailía, sino que lo eran, colectivamente, las mismas ciudades y las parroquias rurales, consideradas unas y otras como personas públicas. Después estas colectividades se presentaban a la asamblea electoral por mediación de delegados elegidos. Se realizaba, pues, en las ciudades y parroquias campestres, una primera elección, que tenía por objeto el nombramiento de sus representantes electorales a la asamblea de la bailía, y al mismo tiempo se redactaba en cada una de ellas un pliego de quejas. Los delegados así nombrados se reunían en las cabeceras de bailía, en las que constituían una asamblea electoral de segundo grado, donde tenía lugar la elección definitiva y en la que todos los pliegos procedentes de los diversos puntos de la bailía se refundían en uno solo.
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del Tercer Estado especialmente, el cual, sin esta precaución, hubiera podido ser dominado por una mayoría formada por los otros dos órdenes o estados. En todo esto, como se ve, el papel del individuo queda muy borrado. Es efectivamente elector, pero no está representado por sí mismo. Lo que está representado en el antiguo derecho público es el grupo, la bailía, y en la bailía, el orden: clero, nobleza, o Tercer Estado (ver también sobre este punto a Saripolos, op. cit., vol. i, pp. 111 ss.). 352. Las observaciones que preceden permitirán ahora establecer los caracteres del diputado a los Estados generales, y por consiguiente precisar la naturaleza jurídica del régimen representativo en la antigua Francia. La relación de representación, en el derecho público anterior a 1789, constituye claramente una relación de mandato, de delegación, de comisión. Es éste un signo característico, no sólo de la primitiva representación feudal, sino también del régimen representativo posterior, en el cual el diputado es el representante de una bailía y del orden especial que lo eligió. Este diputado no representa, pues, a la nación entera, sino a un grupo particular; es el emisario y el apoderado de ese grupo; es un diputado en el sentido literal de la palabra. Por lo tanto, no tiene poder propio, sino sólo aquellos poderes que le confiaron sus comitentes. Es un representante, en la acepción precisa que tiene esta palabra en derecho civil y en materia de mandato. Como mandatario, llega a la asamblea, portador de las instrucciones y cuadernos que le remitieron sus electores; tiene obligación de conformarse a ellos y no puede conceder a la realeza sino lo que le han autorizado sus mandantes; por ello el rey, cuando envía sus cartas de convocatoria para la elección de los diputados, recomienda a los diversos órdenes dar a sus elegidos poderes suficientemente amplios. Como mandatario, el diputado es responsable, con respecto a sus comitentes, del cumplimiento de su misión, y está obligado a rendirles cuenta de sus actos; los electores pueden también desaprobarlo y hasta revocarlo. Finalmente, como todo mandatario, tiene derecho a ser indemnizado de sus gastos por el mandante, es decir, por la bailía. Este carácter representativo de los diputados a los Estados generales puede verse desde un segundo punto de vista no menos importante. A diferencia del Parlamento inglés, cuya potestad, a partir del siglo xv, va creciendo sin cesar, los Estados generales jamás participaron directamente en la soberanía. Muy pronto, sin embargo, en la época turbulenta de Juan el Bueno, se produjo una notable tentativa para constituir a los Estados generales en un Parlamento que tuviera sesiones continuas y que ejerciera un estrecho control sobre la percepción y el empleo de los impuestos, así como sobre la gestión de los asuntos del reino. Esta tentativa, por un momento, se vio coronada por el éxito; y las ordenanzas de 1355 y 1356 recono
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cieron a los Estados generales derechos análogos a los que el constitucionalismo de los tiempos modernos artibuye a las asambleas elegidas. Pero el asesinato de Esteban Marcel marca el fracaso de este movimiento que tendía a subordinar la realeza a los Estados generales. Durante los siglos siguientes hubo una lucha entre dos conceptos referentes a la naturaleza del poder que corresponde a la asamblea de los Estados. Una primera doctrina, que trataba de fortificar su potestad, recuerda el sistema moderno de la soberanía nacional. Es la que expresaba Felipe Pot en los Estados de 1484 en un discurso que se hizo célebre, diciendo: "El Estado es la cosa del pueblo. La realeza es un oficio, que no posee por su propio derecho, sino por el consentimiento del pueblo que la crea. La voluntad de Dios es la que hace a los reyes, pero la voz del pueblo es la que expresa esta voluntad divina. Vox populi, vox Dei." El reino de Francia es electivo. Tal es también el punto de vista en que se colocaron los Estados generales para sostener, en diferentes ocasiones, que encarnaban la soberanía de la nación que los había elegido. El rey, según esta doctrina, sólo ejerce la soberanía por delegación del pueblo. La ejerce con tal carácter en ausencia de los Estados; pero una vez reunidos éstos, representan al pueblo, y la potestad soberana vuelve a ellos, de modo que sus decisiones son soberanas de pleno derecho y valen como leyes, sin tener siquiera necesidad de ser registradas por el Parlamento, y sin que el rey pueda ponerles obstáculo, ni modificarlas, si no es con el propio consentimiento de aquéllos. Pero esta teoría nunca fue aceptada por la autoridad regia. Los reyes de Francia nunca admitieron que su poder procediera del pueblo; en los últimos siglos especialmente pretenden que sólo procede de Dios y de su herencia. La tesis real, desde entonces, es que los Estados generales sólo se convocan en calidad de cuerpo consultivo, llamado a proporcionar asistencia a la corona, y sin más poder que el de dar consejos, que el rey seguirá o no en la medida que le parezca. Así ocurrió, especialmente, en materia legislativa; sin duda se realizaron gran número de reformas, particularmente en el siglo XVI, por ordenanzas dictadas a consecuencia de reuniones de los Estados generales y conforme a los votos que formularon; no por ello deja de ser cierto que los Estados, en principio, no tuvieron poder legislativo. No podían, pues, obligar directamente al monarca a realizar reformas; sólo podían presentarle quejas, agravios y súplicas, y el rey era libre de rechazar estas demandas. Así pues, fue la tesis real la que se impuso, y ello se deduce también del hecho de que, a pesar de sus reiteradas reclamaciones, nunca tuvieron sesiones plenarias los Estados generales. No tenían derecho a ejercer sus funciones, pero la iniciativa de convocarlas correspondía al rey, que hacía uso de ella a su antojo. Su última convocatoria, antes de 1789, data de 1614; a partir de ese momento, triunfa la monarquía abso
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luta, y su jefe, desde entonces, gobierna por sí solo, sin tomar consejo de los Estados. Una de las causas generales de este fracaso del régimen representativo en la antigua Francia fue sin duda la división que reinaba, en el seno de los Estados, entre tres órdenes o estados desunidos, rivales y, por consiguiente, impotentes. Mientras que en Inglaterra la nobleza y la burguesía supieron, desde el principio, concertarse con el propósito de limitar una realeza que al principio era muy poderosa, en Francia, donde la monarquía medieval había sido débil y el feudalismo muy fuerte, la burguesía buscó en la realeza su punto de apoyo y de resistencia contra la potestad señorial: se unió a ella y contribuyó, en definitiva, a traer la monarquía absoluta.Finalmente, pues, se comprueba que no sólo los diputados del antiguo régimen carecían individualmente de poder propio, ya que dependían de las instrucciones de sus grupos, sino también que la asamblea de diputados tomada en conjunto carecía asimismo de todo poder de decisión, en el sentido de que no podía dictar ninguna medida ni decretar ninguna disposición legislativa por su voluntad; y sólo podía solicitar del rey, único soberano, reformas realizadas después mediante ordenanzas reales. Resulta de esto que los diputados aparecen como los enviados de las diversas bailías y órdenes o estados, delegados por éstos cerca del rey para exponerle los deseos de sus subditos, para darles a conocer sus necesidades, para solicitar reformas de él, en su nombre y de su parte. Son embajadores, enviados a la realeza para hacer oír la voz de la nación; son plenipotenciarios que, a falta de un poder de decisión imperativa, van a negociar con la realeza, y que, por ejemplo, no le concederán los subsidios financieros que pide sino mediante promesas de reformas. En todo esto, la idea de representación es bien clara. La forma en que los Estados generales representan ante el rey a los diversos elementos de la nación recuerda en cierto sentido el modo como un agente diplomático representa a su país cerca de un soberano extranjero. Y hay que observar desde luego que esta idea de la representación sólo puede aplicarse, en esta época, a los Estados generales; ya no tendría razón de ser por lo que se refiere al rey. El rey, según la pretensión de la monarquía absoluta, es el Estado mismo. No es un representante del Estado, sino el órgano directo del Estado. 353. El sistema representativo que acaba de exponerse es también el que presidió la convocatoria y la formación de los Estados generales de 1789. Pero, apenas reunidos, éstos se transforman en Asamblea nacional, y esta asamblea, a su vez, transforma completamente y en todos los aspectos la institución de la representación en derecho público. En la Constitución de 1791 nada queda ya de las tradiciones y de los principios representativos del antiguo régimen. Entre estos principios y los del
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nuevo sistema de representación, se observan tres diferencias principales y radicales. A. En primer lugar, el diputado ya no es el representante del grupo especial que lo ha elegido, pues se convierte en el representante de la nación entera. La Revolución se hizo para el Tercer Estado, y en su favor. Desde el principio, los miembros del Tercer Estado, que eran 578 de los 1039 diputados, invitan al clero y a la nobleza a proceder en común a la comprobación de los poderes (6 de mayo de 1789); después, a pesar de la resistencia de la nobleza y de los titubeos del clero, la asamblea formada por el Tercer Estado procede a dicha comprobación, tanto para los miembros ausentes como para los presentes; por último, a proposición de Sieyés, se constituye en "Asamblea nacional" (17 de junio). El 23 de junio. Luis XVI ordenaba a esta asamblea que se disolviera y respetara la distinción de los órdenes o estados prosiguiendo las deliberaciones en las cámaras afectadas separadamente a cada uno de ellos. Pero el Tercer Estado se negó a abandonar la sala de sesiones, y el 27 de junio, al capitular, el rey autorizaba a los miembros de los órdenes privilegiados a unirse al Tercer Estado para deliberar en común. 354. Era el comienzo de la destrucción de los órdenes o estados y el triunfo de los conceptos políticos del Tercer Estado, o sea de la burguesía. Esta, en efecto, para afirmar su supremacía, tenía que combatir a los antiguos órdenes privilegiados. Desde entonces, los hombres que tomaban la dirección de la Revolución se vieron llevados a exponer el concepto de que el Estado no está formado por clases, grupos ni corporaciones con intereses especiales, sino únicamente por individuos iguales entre sí y entre los cuales no puede establecerse distinción política. Asi pues, la Revolución va a reconocer, como único elemento constitutivo de la nación, al hombre, la "mónada humana", como dijo Boutiny (Eludes de droit constitutionnel, 2* ed., pp. 242 ss., 261; cf. Duguit, L'État, vol. u, pp. 91 ss.). Este concepto estaba de acuerdo con las ideas de Rousseau, que había dicho en su Contrato social (lib. i, cap. vn): "El soberano está formado únicamente por los particulares que lo componen". Sieyés, en su libro Qu'est-ce que le TiersEtat?, formula claramente los nuevos principios, definiendo a la nación como "un cuerpo de asociados, que viven bajo una ley común y están representados por la misma legislatura" (cap. I); y por consiguiente, la voluntad nacional, para él, no es sino "el resultado de las voluntades individuales, del mismo modo que la nación es el conjunto de los individuos" (cap. vi). Así pues, entre el Estado y el individuo no habrá en adelante intermediario, o sea órdenes ni corpora
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ciones. Como se ha dicho, es la teoría individualista atomística del Estado (Saripolos, op. cit., vol. i, pp. 151 ss.). Esta teoría entraña lógicamente un concepto individualista de la representación. Una vez suprimidos los grupos, el único elemento responsable en el Estado será el individuo, en cuanto es parte componente de la nación, o sea el ciudadano. ¿Qué se debe entender por ciudadano? Sieyés (ibid., cap. VI) contesta: "El derecho de hacerse representar sólo corresponde a los ciudadanos en razón de las cualidades que les son comunes, y no de las que los diferencian. Las ventajas por las cuales difieren los ciudadanos están más allá de su carácter de ciudadanos. Los intereses por los cuales se asemejan son, pues, los únicos por los que pueden reclamar derechos políticos, o sea una parte activa en la formación de la ley social, los únicos, por consiguiente, que confieren al ciudadano la cualidad de representable." En otros términos, el ciudadano es el hombre desprovisto de clase o grupo, y hasta de todo interés personal; es el individuo como miembro de la comunidad, despojado de todo lo que pudiera imprimir a su personalidad un carácter particular. Sobre este concepto del ciudadano se edificará el nuevo régimen representativo. Este concepto implica, en primer lugar, que en adelante el individuo concurrirá a la elección del representante no ya como miembro de un grupo especial, ni tampoco por tener un interés particular en hacerse representar, sno como ciudadano igual a todos los demás ciudadanos y como teniendo una cualidad semejante a las de todos los demás ciudadanos. Pero este concepto implicaba también que todo ciudadano tiene derecho a la representación y, por consiguiente, debe ser admitido al electorado. Así lo afirmaba Mirabeau, en un discurso pronunciado en enero de 1789 en los Estados de Provenza: "El primer principio, en esta materia, es que la representación sea individual; y lo será si no existe en la nación ningún individuo que no sea elector o elegido, ya que todos habrán de ser representantes o representados. . . Todos los que no sean representantes, debieron ser electores, por lo mismo que se hallan representados" (este discurso figura al principio del vol. i de las Oeuvres de Mirabeau). La misma doctrina fue sostenida ante la Asamblea nacional, en las sesione? de 4 de septiembre y 17 de noviembre de 1789, por Pétion de Villeneuve "Todos los individuos que componen la asociación tienen el derecho inalienable y sagrado de concurrir a la confección de la ley"; de donde saca esta conclusión: "La representación es un derecho individual; éste es un principio indiscutible" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, p. 582, vol. X, p. 77). Este principio había de ser consagrado por la Declaración de derechos del hombre y el ciudadano, art. 6: "La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir a su formación personalmente o por medio de sus representan
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tes". Resulta de este texto que el derecho a la representación reside en todos y cada uno de los ciudadanos (ver n9 418, infra). 355. No obstante, este primer concepto, con las consecuencias que de él acaban de deducirse, no fue, en definitiva, completamente admitido por la Asamblea nacional de 1789. Indudablemente, la obra de la Constituyente en materia de representación siguió fundándose en la idea de que la nación sólo está formada por individuos iguales los unos a los otros. Pero a este concepto individualista, que se acogió al principio sin reserva, vino a mezclarse una segunda corriente de ideas que acabó imponiéndose en la Constitución de 1791. Junto, o mejor por encima de la teoría inicial que hace del ciudadano la célula componente de la nación, la Constituyente deriva la idea de la unidad orgánica de la nación, que había de hallar su expresión clara y fuerte en el art. I9 del tít. III de la Constitución de 1791, y que implicaba también esencialmente la idea de unidad de voluntad y de representación nacionales. Este concepto unitario se hallaba ya, hasta cierto punto, contenido en la definición igualitaria que del ciudadano había dado anteriormente Sieyés. Según esta definición, como se ha visto, la nación es la reunión de los nacionales, considerada, no ya en las diferencias que los separan, sino en el rasgo común y nacional que los une a todos, es decir, en su cualidad idéntica de ciudadanos. Sieyés deducía de esto que el ciudadano sólo tiene derecho a la representación en cuanto es miembro de un todo homogéneo y unificado; lo que era tanto como decir, en el fondo, que sólo la nación tomada en su conjunto tiene derecho a ser representada. Añádase a esto el principio de la indivisibilidad de la soberanía nacional, proclamado por el art. I9 del tít. III de la Constitución de 1791, y de ello resultará que el derecho a la representación reside, no ya individual y separadamente en cada uno de los ciudadanos que componen la nación, sino indivisiblemente en su colectividad total. Así pues, el principio de la unidad nacional viene a corregir lo que había de excesivo en el concepto individualista de la nación. Sin duda, en el pensamiento de los hombres de la Constituyente no deja de ser verdad que la nación sólo está constituida por individuos y, por consiguiente, no puede ser representada sin que sus miembros mismos lo sean. Pero, nótese bien, los ciudadanos sólo son representados indirectamente y por un efecto reflejo, a consecuencia y por mediación de la nación. El hecho de que la nación tomada en su totalidad tenga una representación, implica la representación de los ciudadanos, en cuanto éstos forman parte del cuerpo nacional. Así se explica que aun los ciudadanos no electores puedan considerarse representados en el Parlamento (ver supra, núms. 82-83 y n9 418, infra; cf. Duguit, UÉtat, vol. II p. 93). Pero, por lo demás, los ciudadanos considerados individualmente no tie
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nen un derecho personal a la representación, distinto del de la nación considerado en su unidad indivisible.2 Tales son los principios que vienen a resumirse en la célebre fórmula de la Constitución de 1791 (tít. ni, cap. i, sección 3, art. 7): "Los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de la nación entera". Análoga fórmula había sido ya consagrada por la ley respecto a la constitución de las asambleas primarias, de 22 de dciembre de 1789. En la base de esta regla se encuentra en definitiva una combinación de las dos ideas expuestas anteriormente: por una parte, la nación sólo está constituida por ciudadanos (en el sentido romano de esta palabra); pero, por otra parte, es una unidad indivisible. La Constituyente, aceptando estas dos ideas, dedujo de cada una de ellas las respectivas consecuencias. 356. Así, en primer lugar, no admitió que todo ciudadano tuviera individualmente derecho al electorado, a pesar de que su concepto individualista de la nación a primera vista hubiera parecido entrañar el sistema del sufragio igual para todos. Desde el punto de vista político, la actitud adoptada por la Constituyente en este asunto de! electorado se 384
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Quizás sea aquí donde mejor puede apreciarse el concepto exacto de la Constituyente en relación con la soberanía nacional. Al declarar soberana a la nación, la Constituyente entendía que todos los ciudadanos, en cierto sentido, se encuentran asociados en la soberanía, puesto que la nación, según la idea que privaba en dicha época, sólo es una formación de individuos. Así pues, las decisiones soberanas tomadas por los representantes nacionales, en especial por el cuerpo legislativo, han de considerarse como obra de todos los ciudadanos, pues como representante nacional, el cuerpo legislativo representa implícitamente a todos los ciudadanos que componen la nación. En este sentido es cierto decir, con el art. 6 de la Declaración de 1789, que "la ley es la expresión de la voluntad general". Pero si bien el principio de la soberanía nacional significa que todos los ciudadanos están igual e indistintamente representados por los representantes nacionales en el acto que consiste en emitir una decisión soberana, dicho principio no lo entendió la Constituyente en el sentido de que todos los ciudadanos tuvieran derecho a participar efectivamente en la formación de las decisiones soberanas o en el nombramiento de los representantes que han de tomarlas. El cuerpo legislativo es el representante de todos, pero no el elegido de todos. En efecto, bajo este último aspecto, y abandonando el punto de vista individualista, la Constituyente se apegó a la idea de que la nación es una colectividad unificada de nacionales, y a ese ser colectivo, erigido en unidad indivisible, es a quien reconoció el derecho exclusivo de determinar, por su Constitución orgánica, aquellos de sus miembros individuales que, instituidos representantes de la nación se convertirán por tal hecho en representantes de todos los ciudadanos. En suma, pues, en el sistema adoptado por la Constituyente, la participación pareja de todos los ciudadanos en la soberanía nacional es puramente ideal, pues, como lo indica Duguit (L'État, vol. n, pp. 91 ss.; Traite, vol. I, pp. 315 ss.) —que aclaró perfectamente el pensamiento de la Constituyente sobre estos diversos puntos—, el ciudadano, como tal, no tiene más derecho que el de llamarse "parte componente de la nación", y por lo demás, o sea desde el punto de vista de las realidades prácticas, el derecho de concurrir al ejercicio de la soberanía nacional sólo corresponde a aquellos ciudadanos a los que la Constitución de la nación les confirió especialmente el poder de querer por cuenta de todos.
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explica por la observación de que el Tercer Estado, que tenía influencia preponderante en el seno de la asamblea, era un Tercer Estado burgués, pero no popular o democrático. Esta burguesía, al trabajar para sí misma, en agosto de 1791, edificó un régimen electoral cuyos dos caracteres esenciales eran la división de los ciudadanos en activos y pasivos, y la elección en dos grados; todo ello según un sistema de censo (Aulard, Histoire politique de la Révolution, pp. 60 ss., 158 ss.). Desde el punto de vista jurídico, la exclusión formulada contra parte de los ciudadanos se justifica por la idea de que el derecho a la representación, así como al electorado, corresponde no a los ciudadanos ut singuli, sino a su totalidad indivisible, a la nación; de modo que únicamente la nación es la que puede elegir, así como sólo ella es una persona representable. Esta tesis jurídica fue expuesta del modo más claro y sostenida por Sieyés, que decía en la sesión del 7 de septiembre de 1789: "El diputado de una bailía es elegido inmediatamente por su bailía, pero mediatamente por la totalidad de las bailías"; y también: "Un diputado es nombrado por una bailía en nombre de la totalidad de las bailías; un diputado es diputado de la nación entera: todos los ciudadanos son sus comitentes" (Archives parlementaires. P serie, vol. VIH, pp. 593-594). La misma doctrina reaparece en diversas ocasiones en los discursos pronunciados por los miembros más influyentes de la asamblea. Así es como, en la sesión del 6 de mayo de 1790, Barnave aseguraba que "la nación no hace más que comunicar a ciertas seccciones el poder de elegir que ella tiene: da a dichas secciones el derecho a nombrar diputados para todo el reino" (Archives parlementaires., P serie, vol. xv, p. 409). Igualmente, en la sesión del 11 de agosto de 1791, Thouret declara: "Cuando un pueblo es obligado a elegir por secciones, cada una de las secciones, incluso cuando se elige inmediatamente, no elige por sí misma, sino por la nación entera" (ibid.. vol. XXIX, p. 356). Resulta de ello que los electores no votan como ciudadanos que ejercen un derecho individual en su propio nombre, sino como funcionarios llamados por la nación a elegir en nombre de ella y por su cuenta. De donde se deduce, por lo tanto, que corresponde también a la nación determinar libremente por sus leyes las condiciones a las cuales se subordinará la adquisición del título de elector; y esto es también lo que afirman Thouret y Barnave: "La condición de elector se funda en una comisión política, de la cual la potestad pública tiene derecho a regular la delegación". "La condición de elector sólo es una función pública, a la que nadie tiene derecho, y que concede la sociedad según se lo prescribe su interés. La función de elector no es un derecho, sino que cada uno la ejerce por todos" (loe. cit.). En resumen, puede decirse, desde este primer punto de vista, que la representación organizada en 1791,
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si bien individualista en su punto de partida, era colectiva y corporativa en su punto de llegada. La nación representable se concebía como formada únicamente por individuos; pero lo representable en la nación no eran los individuos como tales, sino la universalidad de los mismos (cf. Saripolos, op. cit., vol. i, pp. 174 ss.; ver también núms. 415 ss., infra). Pero, por otro lado, la Constituyente, también lógicamente, aplicó las consecuencias de su concepto individualista de la nación. Esto ocurrió en lo que se refiere a la formación y el seccionamiento de las asambleas generales. Admitido que las funciones electorales son partes de un todo que es la nación, y puesto que la nación se consideraba como una pura colectividad de individuos, pareció inferirse de aquí que cada sección, para presentar los mismos caracteres que la nación, había de constituirse por ciudadanos iguales unos a otros, de manera que todas las secciones fuesen, por su composición y su naturaleza, semejantes entre sí (Esmein, Éléments, 7 ed., vol. I, p. 312). Por ello la Constitución tomó como base del seccionamiento la división administrativa del territorio federal. La Constitución de 1791 (tít. III, cap. I sección 3, art. 1) decide, pues, que los diputados se nombran por colegios departamentales, que comprenden a todos los electores del departamento. Ahora bien, el departamento, tal como fue creado por las leyes de 22 de diciembre de 1789-8 de enero de 1790 y 10-20 de agosto de 1790, no era sino una simple circunscripción administrativa, una subdivisión geográfica del suelo nacional: no correspondía a ninguna agrupación social o política de personas, a ningún conjunto o categoría especial de intereses regionales o locales; tan cierto es esto que en su origen, el departamento ni siquiera fue una persona jurídica. En estas condiciones, las secciones electorales no podían considerarse ya como colectividades que ejercían un derecho propio de representación, comparable al que le correspondiera a la bailía bajo el antiguo régimen; no eran sino subdivisiones del cuerpo electoral, que recibían su poder electoral de la nación y lo ejercían por cuenta de ella entera. Por otra parte, del hecho de que cada sección electoral sólo se consideraba como una fracción del cuerpo entero de la población, resultaba la consecuencia de que el reparto del número total de representantes a elegir sólo podía hacerse entre los diversos departamentos a prorrata de la población respectiva de cada departamento. Tal es, en efecto, la regla que aplicaron el art. 21 de la Constitución de 1793 y el art. 49 de la Constitución del año III. Estos textos declaran que "la población es la única base de la representación", y que "cada departamento concurre, sólo en razón de su población, al nombramiento de los miembros del Consejo de los Antiguos y del Consejo de los Quinientos". En cuanto a la Constitución de 1791, en este punto se apartó en parte de sus principios, pues en
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su tít. III, cap. I, sección 1, decidía que el reparto de los 745 diputados que habían de elegirse se efectuaría entre los departamentos "según las tres proporciones del territorio, la población y la contribución directa" (art. 2). Lo que significaba que se le atribuían ante todo tres diputados al territorio de cada departamento, y que además, cada uno de los departamentos recibiría un número de diputados proporcional a la cifra de su población "activa" (art. 4), por una parte, y por otra, a la importancia del impuesto directo que pagaran sus habitantes.3 357. B. La segunda modificación capital que la Asamblea nacional de 1789 introdujo en el antiguo régimen representativo se refiere a la extensión de los poderes del diputado, en las relaciones de éste con sus electores. En la antigua Francia, el diputado a los Estados generales, delegado de su grupo, quedaba sometido a las instrucciones que había recibido de dicho grupo, respecto del cual se comportaba como lo hace un mandatario con relación a su mandante. En el sistema representativo que fundó la Constituyente, la idea de la representación se opone a la idea del mandato, lo excluye y es incompatible con ella. El diputado es el elegido de un colegio de ciudadanos, y no el apoderado de ellos; durante toda la legislatura es independiente de ellos. Esta es una regla que ya se desprende del principio de que el dipu385
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Saripolos (op. tit., vol. i, pp. 172-173, 183 ss.) cree poder decir que, basando la representación en la cifra de la población, las Constituciones revolucionarias introdujeron en el derecho electoral francés un elemento de representación proporcional. Desde luego, la adopción de esta especie de base se relaciona con el concepto individualista de la nación, y bajo este aspecto, la consideración concedida por la Constitución de 1791, y sobre todo por las Constituciones de 1793 y del año ni, a la importancia respectiva de la población activa o total de los departamentos, respondía en cierto modo a las ideas en las cuales se fundan hoy las aspiraciones a la representación proporcional. Entre el proporcionalismo admitido por la Revolución y el régimen de representación proporcional, existe sin embargo una primordial diferencia, la cual impide, en definitiva, toda clase de aproximaciones entre ambos sistemas. El objeto esencial del régimen de representación proporcional es asegurar a cada elector un representante efectivo, o sea un diputado que dicho elector haya contribuido personalmente a nombrar. Aquí el proporcionalismo se lleva hasta la representación individual. Por el contrario, las Constituciones anteriormente citadas, sin dejar de tener en cuenta el número, ya de la población real, ya de los ciudadanos activos, establecían como uno de los fundamentos mismos del gobierno representativo el principio de la elección mayoritaria, deduciendo este principio de la idea principal de que el ciudadano es llamado a elegir, no ya en su propio nombre, sino en nombre de la nación. En estas Constituciones, el proporcionalismo sólo se aplicaba a la determinación del número de diputados a elegir en cada departamento, pero no se hacía extensivo al régimen de las elecciones mismas; y menos aún modificaba el principio de la representación exclusiva de la nación. En contra de los conceptos en que se basa la representación proporcional, el colegio electoral, en esa época, y cualquiera que fuese el número de los diputados que tuviera que nombrar, quedaba como unidad ndivisible, lo mismo que la nación por cuenta de la cual funcionaba.
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tado representa a la nación. Pues si el elegido no representa especialmente a un grupo electoral, con menos razón puede considerarse como su procurador o su portavoz, y por tanto tampoco puede quedar sometido a las instrucciones y a las órdenes de sus electores; se sustrae a todo mandato imperativo. Tal es el concepto que formula la Constitución de 1791 (tít. III, cap. I, sección 3, art. 7). Este texto, después de haber formulado el principio de que los diputados de cada departamento representan a toda la nación, añade inmediatamente: "No podrá dárseles ningún mandato". Es importante precisar cómo y sobre qué bases estableció la Constituyente esta prohibición. 358. La cuestión de los mandatos imperativos quedó planteada desde el mes de junio de 1789, durante el curso de la famosa discusión que entonces se suscitó acerca de si la Asamblea votaría por cabeza o por orden o estado. Algunos diputados de la nobleza y del clero se atrincheraron tras de sus mandatos imperativos, alegando haberse comprometido con sus comitentes a votar por orden (ver, por ejemplo, la declaración del conde de Lally-Tollendal en la sesión del 26 de junio de 1789, Archives parlementaires, P serie, vol. VIII, p. 158, cf. p. 56).4 En aquel momento, las tradiciones del antiguo régimen podían permitir que se sostuviera que cada diputado queda encadenado por las promesas que hiciera en su bailía. Y por otra parte, muchos diputados se consideraban aún como representantes de su bailía; la idea de que el diputado representa a la nación no había prevalecido aún por completo.5 Así se ve que 386
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En este punto, sin embargo, el rey se había pronunciado en contra de los mandatos imperativos en su declaración de 23 de junio de 1789, cuyo art. 4 decía así: "El rey casa y anula por anticonstitucionales, contrarias a las cartas de convocatoria y opuestas a los intereses del Estado, las restricciones de poderes que, al coartar la libertad de los diputados a los Estados generales, les impediría adoptar las formas de deliberación tomadas separadamente por orden, o en común mediante la votación distinta de los tres órdenes". La anulación decretada por ese artículo se fundaba en la idea de que únicamente al rey le corresponde regular la constitución y el modo de deliberación de los Estados. El art. 6 de la misma declaración añadía, de un modo general: "Su Majestad declara que en las sucesivas sesiones de Estados generales no permitirá que los pliegos t> los mandatos puedan considerarse nunca como imperativos. No deben ser más que simples instrucciones, confiadas a la conciencia y a la libre opinión de los iputados que se hayan elegido" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, p. 143). Ya en el antiguo régimen, la realeza se había pronunciado en contra de la limitación demasiado estricta que los pliegos significaban para los poderes de los diputados a los Estados generales. Ver a este respecto la ordenanza real de 24 de enero de 1789 (art. 45): "Los poderes que ostenten los diputados habrán de ser generales y suficientes para proponer, advertir, aconsejar y consentir, como se dice en las cartas de convocatoria". 5 Así es como, en la sesión de 7 de julio de 1789, Talleyrand-Périgord se refiere al diputado como representante especial de su bailía: "El diputado —dice— tendrá todos aquellos poderes que tendría su bailía misma, sin lo cual ya no sería su representante". Decía también Talleyrand que la bailía es una parte del Estado "que tiene esencialmente el derecho de con
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los miembros de la Asamblea invocan con frecuencia los deseos que les fueron expresados o las limitaciones de poderes que les impusieron sus lectores (Dandurand, op. cit., pp. 57 ss.). Y sin embargo, para que la Asamblea pudiera cumplir la misión de regeneración política de Francia que se había asignado, era preciso que no se encontrara trabada por ninguna restricción; era necesario que cada uno de sus miembros tuviera un poder de libre iniciativa y que pudiese hacer caso omiso, llegado el momento, de las instrucciones recibidas de los comitentes. Desde el principio, la Asamblea sintió la necesidad de ponerse por encima de todos los mandatos imperativos. La cuestión de la validez de estos mandatos fue examinada especialmente en las sesiones de 7 y 8 de julio de 1789, dando lugar en esa fecha a un importante debate en el cual tomaron parte TalleyrandPérigord, Lally-Tollendal, Barére, Sieyés y otros más. 359. En los discursos que pronunciaron estos oradores existe una preocupación que aparece en diversas ocasiones y que al parecer domina toda su argumentación: que las voluntades y decisiones de la Asamblea no puedan verse obstaculizadas por las protestas o la abstención sistemática de los diputados que se creyesen obligados por sus mandatos electorales en un sentido contrario a la mayoría. Este temor se expresa ya en el discurso de Talleyrand-Périgord, que declara "reprensible y nula" la cláusula imperativa según la cual una bailía ordenó a su diputado que se retirara en el caso en que tal o cual opinión llegase a prevalecer en la 387
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currir a la voluntad general". Presentaba así el derecho de diputación como un derecho propio de la bailia. Igualmente, para combatir los mandatos imperativos, el obispo de Autun se limitaba a alegar la consideración de que, en el momento de la elección, "la bailia misma no puede conocer con certeza cuál será su opinión después de que la cuestión haya sido libremente discutida por todas las demás bailías, no pudiendo, por lo tanto, fijar anticipadamente dicha opinión". De aquí esta definición: "¿Qué es el diputado de una bailía? Es el hombre al que la bailía encarga de querer en su nombre, pero -de querer como querría ella misma si pudiera transportarse a la reunión general, o sea después de haber deliberado debidamente y comparado entre sí los motivos de las diversas bailías. ¿Qué es el mandato de un diputado? Es el acto que le transmite los poderes de la bailía, que lo constituye en representante de su bailía." Según esta teoría, la Asamblea nacional hubiera debido considerarse, pues, como una reunión de todas las bailías, y la prohibición de los mandatos imperativos se hubiera fundado simplemente en la idea de que la deliberación sólo es posible cuando todas las bailías se encuentran reunidas en la persona de sus respectivos representantes. Lally-Tollendal, el mismo día, invocaba análoga doctrina contra los mandatos imperativos: "La soberanía sólo reside en el todo reunido". Es necesario que todas las, bailías estén presentes para que pueda empezar la deliberación: ésta es la idea emitida por dichos oradores, que no se elevan aún a los puros principios del gobierno representativo, es decir, al principio de representación exclusiva de la nación. Pero, en la misma sesión, Barére ya llega a dicho principio: dice que las bailías están incapacitadas para otorgar mandatos imperativos, "porque la asamblea general no ha de ocuparse únicamente de sus intereses particulares, sino del interés general"; con esta última consideración, la nación va a aparecer como única representable (Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, pp. 201, 204 y 205).
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Asamblea; pues, decía, semejante mandato "implicaría que la voluntad general queda subordinada a la voluntad particular de una bailía o de una provincia". Barére es más claro aún: "Si se admitiera el sistema de los poderes imperativos y limitados, evidentemente se impedirían las resoluciones de la Asamblea, al reconocer un veto temible en cada una de las 177 bailías del reino, o mejor dicho en las 431 divisiones de los órdenes o estados que enviaron diputados a esta Asamblea". Así pues, un diputado, al fundarse en esas instrucciones, podría por sí solo impedirlo todo: tal es el peligro "temible" sobre el cual insiste Barére, pues añade. "Si alguna bailía pudiese mandar previamente en la opinión de la Asamblea, por la misma razón podría rechazar los decretos de la misma, bajo el pretexto de que serían contrarios a su opinión porticular" (Archives parlementaires, 1? serie, vol. vni, pp. 202 y 205). 6 De estas citas se desprende que en opinión de los oradores la prohibición de los mandatos imperativos respondía esencialmente a la preocupación de asegurar los derechos y la potestad absoluta de la mayoría de la Asamblea. Pero en este sentido la argumentación que acaba de recordarse era jurídicamente falsa, y el peligro que señalaba Barére como tan temible era puramente imaginario. La institución del mandato imperativo en modo alguno puede ser obstáculo a la constitución o a la ejecución de las decisiones de la mayoría. Incluso en los antiguos Estados generales, donde el diputado se presentaba como apoderado obediente a las instrucciones de su grupo y el voto tenía lugar por bailías, las decisiones se adoptaban en cada orden o estado, por mayoría de votos, sin que las voluntades de la mayoría pudiesen paralizarse por la oposición de una minoría que invocara en sentido contrario sus instrucciones formales. Igualmente, hoy día, el hecho de que en un Estado federal los miembros de una de las asambleas federales estén instruidos por los Estados particulares de los que dependen respectivamente, como ocurría en el Bundesrat alemán, de ningún modo tiene por efecto impedir la aplicación de la ley de mayorías en el seno de la Asamblea compuesta por semejantes mandatarios (Constitución del Imperio alemán de 1871, art. 7; cf. Constitución de 1919, art. 66). El razonamiento expuesto por Barére y aceptado sin reservas por la Constituyente7 no tenía, pues, fundamento alguno. 388
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Montesquieu (Esprit des lois, lib. xi, cap. vi) ya había señalado este peligro en los mismos términos: "No es necesario que los representantes reciban una instrucción particular sobre cada asunto, como se practica en las dietas de Alemania. Verdad es que, de este modo, la palabra de los diputados sería en mayor grado la palabra de la nación, pero ello llevaría a dilaciones ilimitadas, haría de cada diputado el amo de todos los demás y, en las ocasiones más urgentes, toda la fuerza de la nación podría quedar detenida por un capricho." 7 -Todavía hoy reproducen este razonamiento algunos autores. Duguit por ejemplo (Traite. vol. I, p. 339) dice: "Si el diputado fuera mandatario de su circunscripción y estuviese obligado por las instrucciones de ésta, impondría su voluntad a la colectividad entera".
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nes que se invocaron en la discusión de los días 7 y 8 de julio de 1789 por los adversarios de los mandatos imperativos, la cuestión relativa a estos mandatos quedó planteada en términos muy diferentes de aquellos en que debía comprenderse más tarde. Hoy día, cuando la ley de 30 de noviembre de 1875 (art. 13) dice que el mandato imperativo es nulo y sin efecto, hay que entender por ello que el diputado de ningún modo se halla obligado con respecto a sus electores por los compromisos que haya podido tomar respecto de ellos en el momento de su elección; en otros términos, la nulidad del mandato imperativo se establece, ante todo, en las relaciones del diputado con su colegio electoral. En cuanto a la Asamblea misma, es evidente que ningún mandato imperativo puede afectar su libertad de acción ni oponerse a las decisiones soberanas adoptadas por su mayoría. En junio de 1789, por el contrario, resulta notable que los oradores que combatían los mandatos imperativos se limitaron a establecer que tales mandatos eran nulos con relación a la Asamblea. En efecto, como fundaban su tesis sobre la sola idea de que la bailía, al no ser sino una parte del todo, no puede hacer prevalecer su voluntad particular en contra de la voluntad general, demostraron así que la Asamblea no podía quedar encadenada por las cláusulas limitativas impuestas a algunos de sus miembros; pero, por lo demás, es decir, en cuanto a los diputados considerados individualmente, la argumentación sostenida ante la Constituyente no probaba que los mandatos que había recibido de sus comitentes quedasen desprovistos de valor. Hubo, por lo tanto, un momento de titubeo en la Constituyente. La nulidad del mandato se reconoció con respecto a la Asamblea misma; pero quedaba aún dudosa por lo que respecta a las relaciones de los mandatarios con sus electores. Así pues, Talleyrand-Périgord solicitaba de la Asamblea que autorizara a aquellos de sus miembros que fuesen portadores de instrucciones limitativas a volver a sus bailías para que sus comitentes los desligaran del compromiso. Esta moción fue apoyada por Lally-Tollendal y por otros diputados. Si hubiera sido adoptada, habría tenido como consecuencia suspender indefinidamente los trabajos de la Asamblea. El temor a esta suspensión decidió a la Asamblea, a instancias de Sieyés y de Barére,9 a rechazar la proposición del arzobispo de Autun, por 700 votos contra 28. 389
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Las explicaciones de Sieyés, en esta circunstancia, son bastante confusas. Por una parte declara que la actividad de la Asamblea no puede ser detenida por las protestas o por la abstención de una minoría que se apoye en sus mandatos imperativos; por otra parte, sin embargo, propone a la Asamblea invitar a las bailías a que devuelvan a los diputados su entera libertad.
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360. En suma, esta primera discusión dejaba indecisa la cuestión de saber si puede el diputado considerarse como mandatario en sus relaciones con los electores. Pero bien pronto sería tratada de nuevo esta cuestión: fue objeto de un debate capital en septiembre de 1789, durante la elaboración de la Constitución; y esta vez se planteó en su verdadero terreno. El problema formulado ante la Asamblea no fue únicamente el de los derechos de la mayoría, pues a este respecto no cabía ya ninguna duda. Pero la discusión se suscitó directamente respecto al punto siguiente: ¿Cuál debe ser, en el futuro régimen constitucional, la naturaleza de los lazos que se establecen entre los colegios electorales y sus elegidos? ¿En qué medida corresponde a los ciudadanos electores influir en las voluntades que expresaran los representantes en el seno de la Asamblea? En el fondo la cuestión que así se planteaba era nada menos que la de la naturaleza del gobierno representativo. Dos opiniones claramente opuestas se presentaron a este propósito. En la sesión del 5 de septiembre de 1789, Pétion de Villeneuve expuso y defendió con gran energía la doctrina del mandato imperativo: "Los miembros del cuerpo legislativo —dice— son mandatarios; los ciudadanos que los han elegido son comitentes; luego esos representantes quedan sujetos a la .voluntad de aquellos de quienes reciben su misión y sus poderes. No vemos ninguna diferencia entre estos mandatarios y los mandatarios ordinarios: unos y otros obran con el mismo título, tienen las mismas obligaciones y los mismos deberes." Este concepto, que fundaba el régimen representativo en una pura relación de mandato, provenía del hecho de que Pétion, en principio, hacía consistir la soberanía nacional en una soberanía individual de todos y cada uno de los nacionales: "Todos los individuos que componen la asociación tienen el derecho inalienable de concurrir a la formación de la ley, y si cada uno pudiese hacer que se oyera su voluntad particular, la reunión de todas estas voluntades formaría verdaderamente la voluntad general: sería el último grado de perfección política. Nadie puede ser privado de este derecho, bajo ningún pretexto." En el mismo sentido añadía: "¿Por qué los pueblos se eligen representantes? Es que la dificultad de actuar por sí mismos es casi siempre infranqueable; pues si estos grandes cuerpos pudieran constituirse de tal modo que se movieran fácilmente, los delegados serían inútiles, y digo más, serían peligrosos." Partiendo de estos principios, Pétion, en definitiva, proponía el gobierno directo popular, al me 390
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que se han excedido en los suyos" (Archives parlementaires, loe. cit.) Según Barére. pues, los diputados, de pleno derecho y sin que quepa consultar a los electores, quedan liberados de las condiciones restrictivas que aquéllos pretendieron imponerles.
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nos bajo la forma del mandato imperativo (Archives parlementaires, Ia serie, vol. VIII, pp. 581 ss.). Pero Sieyés vino a combatir esta tesis en su discurso del 7 de septiembre de 1789 (ibid., pp. 592 ss.), en el que expone sólidamente los principios en que ha de fundarse el nuevo sistema representativo. Los argumentos jurídicos que alegó para fundar la nulidad de los mandatos imperativos se reducen a dos puntos principales. Sieyés comienza recordando el principio de la unidad de la nación y de la indivisibilidad de su soberanía: "Ya sé —dice—• que a fuerza de distinciones y de confusión, se ha llegado a considerar al voto nacional como si pudiera ser distinto al voto de los representantes de la nación; como si la nación pudiese hablar en otra forma que por sus representantes. Aquí, los falsos principios son extremadamente peligrosos. Tratan nada menos que de parcelar, de rasgar a Francia en una infinidad de pequeñas democracias, que sólo posteriormente se unirían por los lazos de una confederación general. . . Francia no es una colección de Estados; es un todo único, compuesto de partes integrantes; estas partes no deben tener separadamente una existencia completa, porque no son todos simplemente unidos, sino partes que forman un solo todo." Esta argumentación se funda en una de las ideas capitales que dominaron la Revolución francesa: la idea unitaria y antifederalista. La nación, según el concepto que impera desde 1789, no es un compuesto de bailías, posteriormente de departamentos, que formasen tantos grupos locales o unidades parciales cada una de las cuales tuviese un derecho propio de participación en la soberanía y estuviese solamente englobada en una federación nacional. El lazo nacional no es un lazo de orden federativo. Al contrario, la nación es un cuerpo unificado que no admite desmembraciones, y en este cuerpo total e indivisible reside exclusivamente la soberanía. Por lo tanto, la voluntad general, que constituye la expresión de la soberanía, no puede tenerse por una suma de voluntades particulares, que emanara de cada una de las bailías, sino que esta voluntad general misma participa de la unidad y la indivisibilidad de la nación. Resulta de aquí que el derecho de diputación de la bailía se reduce al envío de los diputados a la Asamblea; solamente en esto concurre la bailía a la formación de la voluntad general, y no puede concurrir a ella por instrucciones imperativas. Pues la voluntad general, que ha de deducirse del seno de la Asamblea, no depende de las voluntades particulares de las bailías, sino que es superior a ellas y se les impone; y esta voluntad general se manifiesta en la votación del conjunto de los diputados. Los diputados enviados por las diversas bailías tienen por única misión indagar y expresar la voluntad general. Si una bailía prescribiese a un diputado que emitiera una voluntad especial sobre determinado
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punto, usurparía así una potestad que sólo pertenece a la nación en su totalidad. Tal es también el concepto que proclama Sieyés: "El diputadolo es de la nación entera: todos los ciudadanos son sus comitentes. Ahora bien, puesto que en una asamblea de bailías no quisierais que el que acaba de ser elegido se encargara del voto del menor número en contra del voto de la mayoría, con mayor razón tampoco querréis que un diputado de todos los ciudadanos del reino se haga eco del voto de los habitantes de una sola bailía o de una municipalidad contra la voluntad de la nación entera. Así pues, para un diputado no hay, no puede haber, otro mandato imperativo, o incluso otro voto positivo, que el voto nacional." En estas últimas palabras reaparece la idea que Rousseau había expresado con tanta fuerza: "Cuando en la asamblea del pueblo se propone una ley, lo que se pregunta (a los miembros de la asamblea) no es precisamente si aprueban o rechazan la proposición, sino si esa proposición está o no conforme con la voluntad general" (Contrat social, lib. IV, cap. II). 361. Pero el principal argumento alegado por Sieyés contra el mandato imperativo se deduce de la naturaleza misma del régimen representativo. En efecto, con ocasión de la cuestión de los mandatos imperativos fue cuando los oradores de la Constituyente, especialmente Sieyés, expusieron su concepto representativo; y para ello, establece Sieyés una oposición esencial entre dos formas de gobierno que, según el lenguaje de la época, designa una de ellas con el nombre de "democracia" y la otra con el de "gobierno representativo". He aquí cómo define cada una de ellas: "Los ciudadanos pueden dar su confianza a algunos de ellos. Para la utilidad común designan representantes mucho más capaces que ellos mismos de conocer el interés general y de interpretar su propia voluntad a este respecto. La otra manera de ejercer su derecho a la formación de la ley es concurrir uno mismo inmediatamente para hacerla. Este concurso inmediato es lo que caracteriza a la verdadera democracia. El concurso mediato designa al gobierno representativo. La diferencia entre estos dos sistemas políticos es enorme." He aquí, pues, dos regímenes claramente definidos en su antinomia. ¿Cuál de los dos debe dársele a Francia? Contesta Sieyés: "La elección entre estos dos métodos de hacer la ley no puede ser dudosa entre nosotros". He aquí la razón de ello: "La gran pluralidad de nuestros conciudadanos no tiene bastante instrucción ni bastantes momentos de ocio para querer ocuparse directamente de las leyes que han de gobernar a Francia; su parecer es, pues, el de nombrarse representantes. Y puesto que es el parecer del mayor número, los hombres esclarecidos, así como los demás, deben someterse a él." Una vez realizada esta elección, quedan por deducir las consecuen
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cias de la misma, y aquí Sieyés expresa el alcance preciso del régimen representativo. La esencia de este régimen es que "el pueblo o la nación sólo puede tener una voz, la voz de la legislatura nacional". Más exactamente, "los comitentes sólo pueden hacerse oír por medio de los diputados nacionales. . . Repito que el pueblo, en un país que no es una democracia (y Francia no lo es), no puede hablar, no puede actuar, sino a través de sus representantes". Así pues, el signo característico y el objeto mismo de la representación es que el representante decida por cuenta del pueblo y posea él solo el poder de decidir por aquél. Barére había dicho en el mismo sentido: "Ninguno de los comitentes particulares puede ser legislador en materia de interés público". Y daba de ello esta razón jurídica: "La potestad legislativa sólo empieza en el momento en que queda constituida la asamblea general de los representantes" (Archives parlementaires, P serie, vol. vm, p. 208.10 Mediante esta fórmula, Barére quería expresar que, en el momento de la elección, las bailías no pudieron dictar a sus diputados las instrucciones referentes a la legislación, pues en ese momento no había aparecido aún la potestad legislativa. Esta potestad sólo se contiene en la asamblea ya reunida; no existe ni en las circunscripciones electorales, ni mucho menos en los diputados individualmente. Se sigue de esto que el representante no puede ser considerado como el apoderado de sus comitentes; menos aún puede hallarse subordinado a su mandato imperativo. Ya lo dijo Sieyés anteriormente (p. 962): lo que los ciudadanos entregan a su diputado es su confianza, no son instrucciones. El mismo precisa su pensamiento añadiendo: "Luego los ciudadanos que se nombran representantes, renuncian y deben renunciar a hacer por sí mismos inmediatamente la ley; luego carecen de voluntad particular que imponer. Toda influencia, todo poder les corresponde sobre la persona de sus mandatarios, pero eso es todo. Si dictaran voluntades, el Estado ya no sería representativo, sino democrático." En otros términos, el principal motivo por el cual los mandatos imperativos deben ser excluidos, no solamente con respecto a la asamblea, sino también en las relaciones de los ciudadanos con sus elegidos, es que en el régimen representativo, tal como lo entendían Sieyés y Barére, los ciudadanos no tienen ninguna participación en la potestad legislativa; la oposición entre 391
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Esta célebre y tan clara fórmula de Barére se relaciona con la de la Constitución actual, que, en términos algo diferentes, tiene en el fondo el mismo alcance. "El poder legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de Diputados y el Senado" (Ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 1°: ver n" 371 in fine, injra). Cf. en el mismo sentido la Constitución de 1848, art. 20: "El pueblo francés delega el poder legislativo en una asamblea única". Con las debidas reservas en cuanto a la exactitud del concepto de delegación, cuya crítica se presentará más adelante (n9 378), este texto, en todo caso, significa que, una vez creada la Constitución, la potestad legislaf'va reside exclusivamente en el cuerpo de diputados.
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este régimen y la democracia consiste esencialmente en que en ésta el ciudadano es legislador, y en aquél sólo es elector. Tiene toda la potestad en cuanto a la elección de las personas que habrán de representar a la nación, pero es imposible admitir que pueda dirigir la voluntad legislativa de su diputado, pues así se volvería a caer en una forma de gobierno que es todo lo contrario del sistema representativo. Tal es la conclusión del discurso de Sieyés; se observará que este discurso define al gobierno representativo, desde los principios de la nueva era del derecho público, con una seguridad y una precisión que no han sido superadas desde entonces. En suma, el punto de partida de toda esta argumentación consistía en negarle al pueblo el tiempo disponible y sobre todo las capacidades que requiere el ejercicio del poder legislativo. Sieyés se refería así a la doctrina de Montesquieu, que, como se vio antes (n9 343), sostiene también que el pueblo es capaz de elegirse representantes, pero no de discutir por sí mismo los asuntos. Sieyés no admitía, pues, el razonamiento que se limita a fundar el régimen representativo en la imposibilidad de reunir al pueblo para hacerlo legislar directamente por sí mismo.11 Cinco años más tarde, en la sesión de 2 termidor del año m y durante la confección de la Constitución de ese mismo año, recogería la tesis que sostuvo en 1789, para demostrar, de manera sorprendente, que el gobierno representativo se justifica por otras razones que no son la imposibilidad de hacer hablar al pueblo directamente. "Domina —dijo entonces— un error gravemente perjudicial: que el pueblo sólo debe delegar aquellos poderes que no puede ejercer por sí mismo. Se enlaza con este supuesto principio la salvaguardia de la libertad. Es como si se quisiera demostrar a los ciudadanos que tienen precisión de escribir a Burdeos, por ejemplo, que conservarán mucho mejor toda su libertad si prefieren reservarse el derecho de llevar ellos mismos sus cartas, puesto que pueden hacerlo, en vez de confiar este cuidado a la sección del establecimiento público encargada de ello. ¿Pueden verse en un cálculo tan malo los principios verdaderos?" (Moniteur, reimpresión, vol. xxv, p. 292) ,12 392
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La posición que adoptó Sieyés en la cuestión del régimen representativo, la energía con la que trabajó constantemente en el establecimiento de este régimen, bastan para demostrar cuan poco exacta es la opinión de ciertos autores (ver por ejemplo Rieker, Die rechtliche Notar der modernen Volksvertretung, pp. 11 ss.) que sólo quieren ver en él a un discípulo de Rousseau y que pretenden que sus ideas están tomadas de las doctrinas del autor del Contrato social. Mientras que Rousseau no acepta el gobierno representativo sino con recelo, como un mal inevitable, como una derogación desagradable del puro principio de la soberanía popular, Sieyés, por el contrario, hace de la representación la base misma de toda la organización política en los grandes Estados. No la considera como un mal necesario, sino como el mejor sistema de gobierno. 12 En sus Considérations sur le gouvernement de Pologne, cap. vil, declara Rousseau que
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Todos los argumentos expuestos anteriormente contra el mandato imperativo se encuentran resumidos en la instrucción de la Asamblea nacional de 8 de enero de 1790 sobre "la constitución de las asambleas representativas". Se lee en ella: "Siendo los mandatos imperativos contrarios a la naturaleza del cuerpo legislativo, que es esencialmente deliberante; a la libertad de sufragio de que ha de gozar cada uno de sus miembros en interés general; al carácter de sus miembros, que no son representantes del departamento que los env ió, sino de la nación; y por último, a la necesidad de la subordinación política de las diferentes secciones de la nación al cuerpo entero de ella, ninguna asamblea de electores podrá insertar en el expediente de la elección ni redactar separadamente mandato alguno imperativo. Ni siquiera podrá encargar a los representantes que nombre ninguna instrucción o mandato particular."13 393
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”uno de los mayores inconvenientes de los grandes Estados, el que, entre todo s, es causa de que la libertad sea más difícil de conservar, es que la potestad legislativa no puede mostrarse en ellos y sólo puede actuar por diputación". Según Sieyés, por el contrario, no es indispensable que el pueblo se gobierne por sí mismo para que la libertad quede salvaguardada, y Sieyés incluso da a entender que en muchos aspectos los ciudadanos acrecientan su libertad haciéndose representar por la "parte del establecimiento público" que a dicho efecto se encuentra organizada. En apoyo de esta opinión se ha alegado que, en la esfera de la vida privada, igualmente, los individuos gozan de una libertad tanto mayor cuanto que poseen en mayor medida la facultad de hacer que otros hombres trabajen por su propia cuenta (Zweig, Die Lehre vom pouvoir constituant, p. 127). Pero este último argumento no es convincente. No puede establecerse analogía entre la condición de los ciudadanos que viven bajo el régimen representativo y la del individuo que hace trabajar en su provecho. Este último sigue siendo verdaderamente dueño del trabajo que le interesa; pues, si no realiza este trabajo por sí mismo, al menos lo hace ejecutar según su voluntad y sus instrucciones. Por el contrario, en el régimen parlamentario tal como lo entendía Sieyés, el pueblo no es un dueño: pues si bien queda a su arbitrio la elección de sus representantes, no depende de él dirigir y regular la actividad de éstos hacia un fin común. 13 La cuestión de los mandatos imperativos se suscitaría de nuevo, sin embargo, en el mes de abril de 1790. En dicha fecha expiraban los poderes de cierto número de diputados, los cuales sólo habían sido elegidos por sus electores por un año. La oposición realista vino a alegar entonces que la Asamblea no podía continuar reuniéndose, sino que habían de elegirse otros diputados por el pueblo y cederles el sitio. El objeto de esta proposición era promover la interrupción de la labor de confección de la Constitución, la cual se encontraba entonces solamente a media discusión. Para asegurar la terminación del acto constitucional, el comité de Constitución propuso un decreto que anulaba el efecto de los pliegos en lo que se refería a la limitación de la duración de los poderes. Este proyecto de decreto fue combatido por el abate Maury, el cual, en servicio de su causa, invocó la soberanía nacional, declarando que la Asamblea usurparía los derechos del pueblo si prolongaba más allá de su mandato los poderes que había recibido del pueblo. Pero Mirabeau replicó que, desde el juramento del Juego de Pelota, la Asamblea había modificado la naturaleza de sus poderes y se había transformado en Convención nacional, y esto por efecto mismo del juramento que sus miembros habían prestado de no separarse sin dar una Constitución a Francia: "Creada por el invencible estímulo de la necesidad, nuestra Constitución nacional es superior a toda limitación, así como a toda autoridad; no le debe cuentas sino a sí misma y sólo puede ser juzgada por la posteridad".
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362. Finalmente, todo este movimiento hostil al mandato imperativo del antiguo régimen conduce, en la Constitución de 1791, a la prohibición del art. 7, tít. III, cap. I, sección 3: "No podrá darse ningún mandato a los representantes". Con este texto la Asamblea constituyente, en realidad, creyó consagrar la oposición fundamental que en el derecho público moderno establece entre el régimen representativo y la democracia directa o propiamente dicha (cf. n' 338, supra). Derivaba, a la vez, la nueva naturaleza del derecho de diputación, que no es sino un poder de nombramiento, y el carácter esencial del diputado, que no es ya el portavoz de sus electores, sino que ahora se convierte en miembro de una asamblea que ha de representar libremente a la nación, es decir, decidir soberanamente en interés general. A decir verdad, la disposición de este art. 7 no era sino el desarrollo y la consecuencia del principio formulado por el preámbulo del tít. III, art. 2: "La nación, única de la que emanan todos los poderes, no puede ejercerlos sino por delegación". Este texto excluía ya cualquier sistema de gobierno directo: implicaba que la colectividad nacional de los ciudadanos gobierna, no por sus propios miembros, cada uno de los cuales tendría el derecho de concurrir a la formación de las decisiones soberanas, sino por medio de representantes. No hay duda de que, en el régimen fundado en 1789-1791, los ciudadanos, o por lo menos aquellos a los cuales la Constitución concedía la cualidad de ciudadanos activos, no podían dejar de ejercer indirectamente una acción apreciable sobre el gobierno de la nación, por la libre elección de sus representantes, que estaban habilitados para hacer; pero, por lo demás, carecían del poder de actuar directamente sobre sus elegidos. Hay mucha diferencia entre esto y el sistema de la soberanía del pueblo tal como lo expuso Rousseau. Según el Contrato social, el pueblo es soberano en el sentido de que ejerce su soberanía por sí mismo, especialmente por cuanto cada ciudadano concurre en persona a la confección de las leyes. En el régimen que instituyó la Constituyente, el cuerpo de ciudadanos es efectivamente soberano, en el sentido de que se le reconoce, en su universalidad indivisible, como titular de la soberanía, pero la Constitución sólo le reconoce esta soberanía para negar inmediatamente a sus miembros toda posibilidad de ejercerla por sí mismos; al menos, sólo les permite.hacer uso de ella dentro de la medida del electorado. Así, este sistema, que sólo concedía a la colectividad de los ciudadanos un mero título, la sola apariencia e ilusión de la soberanía, suscitaba en la sesión de 10 de agosto de 1791 la siguiente objeción de Robespierre: "Es imposible pretender que la nación esté obligada a delegar todas las auto394
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Arrastrada por esta apelación de Mirabeau, la Asamblea votó el decreto que aseguraba la prolongación de sus poderes (sesión del 19 de abril de 1790: Archives parlementaircs, 1 serie,vol. XIII, p. 114).
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ridades, todas las funciones públicas; que no tenga ningún modo de retener alguna parte de ellas. . . No puede decirse que la nación sólo puede ejercer sus poderes por delegación; no puede decirse que exista un derecho que no tenga la nación; se podrá reglamentar que no hará uso de ellos, pero no se puede decir que exista un derecho del cual no pueda hacer uso la nación si así lo quiere" (Archives parlementaires, P serie, vol. XXIX, pp. 326-327). Con estas palabras exhibía Robespierre el punto débil, en lógica, de la construcción edificada por la Constituyente: la nación declarada soberana, pero bajo la interdicción de ejercer directamente su soberanía. Desde el punto de vista político, de modo semejante, se ha hecho observar, no sin cierta ironía, que después de basarse en las instrucciones de sus comitentes para erigirse en Constituyente,14 la Asamblea de 1789-1791 tuvo como primer cuidado el de sustraerse, en el presente, a los mandatos recibidos por sus miembros, así como en la Constitución, que es obra suya, había prohibido definitivamente a los colegios electorales señalar cualquier instrucción a sus diputados o expresar cualquier opinión sobre las cuestiones que éstos tuvieran que discutir durante la legislatura. En realidad, todo esto se explica por el hecho de que la Revolución, en sus comienzos, fue concebida, orientada y realizada por la burguesía. Esta tuvo desde luego la intención de destruir el antiguo régimen, en cuanto trataba de emanciparse a sí misma de la condición política borrosa en que hasta 1789 había permanecido frente al monarca y a las clases privilegiadas. Pero, por lo demás, no trató de organizar un régimen popular, comparable con el que acababa de fundarse, parcialmente al menos, en los Estados Unidos de América. Se contentó con asegurar su propio predominio; y con este objeto creó un régimen electoral y representativo que permitiría ocupar las situaciones electivas y que mantenía al pueblo sistemáticamente apartado del gobierno. La Constitución de 1791 señala el triunfo del Tercer Estado burgués. Fue solamente con la Constitución de 1793 cuando este régimen burgués se transformó en gobierno popular, y la transformación, que por cierto no llegó a aplicarse, fue de escasa duración. A partir del año m, se volvió al gobierno representativo.15 395
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Ver por ejemplo la memoria presentada a la Asamblea, el 27 de julio de 1789, por el conde de Clerrnont-Tonnerre, que "contenía el resumen de los pliegos en'lo que se refiere a la Constitución", donde se dice: "Nuestros comitentes están todos de acuerdo en un punto: quieren la regeneración del Estado" (Archives parlementaires, I" serie, vol. m, p. 283). 15 Esto se desprende ya del hecho de que la Constitución del año in vuelve a dar a los miembros del cuerpo legislativo el nombre de "representantes", calificativo que habían perdido en la Constitución de 1793. Bien es verdad que el art. 21 de esta última, así como su encabezamiento, emplean la expresión "representación nacional", pero es de notarse también que los miembros del cuerpo legislativo, en 1793, nunca fueron calificados como representantes, sino que la Constitución sólo los designa con el nombre de diputados o con aquel otro, más
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363. C. He aquí, finalmente, un tercer signo característico del régimen representativo tal como fue concebido y organizado por la Constituyente. A diferencia de los antiguos Estados generales, que carecían del poder de decisión soberana y sólo podían solicitar del rey determinadas reformas, la asamblea de diputados, en el derecho público nacido de la Revolución, expresa directa y soberanamente la voluntad de la nación. A este respecto, la naturaleza de la asamblea de representantes se vio completamente transformada el día mismo en que los Estados generales de 1789 se transformaron en Asamblea nacional. De simples negociadores que eran cerca de la realeza, los diputados se convirtieron en un cuerpo soberano, que delibera y decreta por cuenta de la nación. La asamblea de diputados, en gran medida, tomó el sitio del rey en cuanto al ejercicio de la soberanía. Desde entonces, también el concepto de representación va a transformarse. La palabra representación ya no designará únicamente, como antes, cierta relación entre el diputado y sus electores, sino que expresa la idea de un poder que para el representante consiste en querer y en decidir por la nación. La asamblea de diputados representa a la nación en cuanto tiene el poder de querer por ella. Como una consecuencia lógica e inmediata, este concepto va a tener por efecto ensanchar el concepto de representación. Antiguamente, los representantes eran los elegidos de los diversos grupos comprendidos en la nación; la idea de representación se enlazaba entonces con la de elección. En el sistema representativo que instituyó la Constituyente, este lazo se rompe y la condición de elección desaparece. La representación ya no presupone necesariamente la elección de representantes, sino que la cualidad de representante se hará extensiva a toda persona o colegio que tenga 396
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expresivo aún, de "mandatarios del pueblo" (Declaración de derechos de 1793, arts. 29 y 31). En el año m, los diputados vuelven a tener el nombre de representantes (Declaración de derechos del año ni, art. 20, y Constitución del mismo año, art. 52). Esta diferencia de lenguaje revela suficientemente la distancia que existe, a este respecto, entre ambas Constituciones. En el mismo orden de ideas puede notarse el hecho de que, en la Constitución de 1793, ningún texto había pronunciado formalmente la prohibición del mandato imperativo, pues el art. 29 se limitaba a establecerlo indirectamente, diciendo que "cada diputado pertenece a la nación entera". La Constitución del año ni, en este aspecto, vuelve a las fórmulas de 1791, y su art. 52 especifica que "no puede darse ningún mandato a los miembros del cuerpo legislativo"; "ningún mandato": por consiguiente, a diferencia de lo que se decía en 1793, no son, en medida alguna, mandatarios del pueblo. Finalmente, mientras los arts. 58 ss. de la Constitución de 1793 reservaban a las asambleas el derecho de ratificar o no los proyectos de ley adoptados por el cuerpo legislativo, el art. 37 de la Constitución del año ni prescribe que "las asambleas electorales no pueden ocuparse de ningún objeto ajeno a las elecciones que les han sido encargadas" (ver, sin embargo, art. 343). Es el retorno al puro régimen representativo, en el cual el cuerpo de ciudadanos no tiene más poder que el de elegir a los representantes (cf.Duguit. L'État, vol. n, p. 20).
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de la Constitución la potestad de querer por la nación. En el sistema representativo que consagró la Constitución de 1791 se puede ser representante sin ser elegido, así como también existen elegidos que no son representantes. La Constituyente no distinguió entre agentes del poder que son electivos, y como tales representantes, y los agentes no electivos, que no son representantes; pero opuso el representante a lo que llamó el "simple funcionario". Y esta distinción, aun hoy, se presenta por los autores como dotada de una considerable importancia para la determinación del alcance de la idea moderna de representación. Hay que precisar su sentido. 364. El representante y el funcionario tienen en común hablar y actuar ambos en nombre de la nación y haber recibido de ella su poder por mediación de la Constitución. Desde el punto de vista del origen de sus poderes se encuentran, pues, en idéntica posición. Pero difieren esencialmente por el carácter y la extensión de sus respectivos poderes. Representante es cualquier persona o cuerpo público que haya recibido de la Constitución alguna atribución o competencia que implique en él la capacidad de mantener y enunciar una voluntad inicial en el ejercicio de la potestad nacional, y posea el ejercicio de esta potestad en su plenitud soberana. La idea de representación se enlaza así con la idea de voluntad plenamente independiente. Lo propio de la representación es conferir al representante un poder discrecional, en virtud del cual, en los asuntos que dependen de su competencia, estatuye por su propia iniciativa y bajo su exclusiva apreciación. Sin llegar a pretender que el representante sea el soberano efectivo, lo que estaría en contradicción con el principio de la soberanía nacional, puede decirse al menos que demuestra una voluntad dominante en el uso que, dentro de los límites de su competencia, hace de la potestad del Estado. El simple funcionario, por el contrario, aunque ejerciendo igualmente una parte del poder nacional e incluso teniendo también él cierta potestad de querer por su propia apreciación, no alcanza el mismo grado de iniciativa, de libre voluntad personal y de independencia. Ya no tiene el poder de querer, de un modo inicial, por la nación; sino que solamente puede enunciar, para los asuntos de su competencia, una voluntad subordinada a aquella que por encima de él constituyen los representantes nacionales. En efecto, o se limita a ejecutar la voluntad nacional tal como ha sido formulada precedentemente por sus representantes, o, por lo menos, sólo puede emitir decisiones que se basen en su iniciativa personal en virtud de habilitaciones que le concedan las autoridades representativas que lo dominan. Ya no tiene, pues, una potestad primordial, sino condicionada y secundaria no solamente está obligado por reglas legales que para él tienen el
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valor de prescripciones imperativas, sino que también recibe todos sus impulsos de una voluntad superior a la suya.16 La distinción entre el representante y el funcionario se hallaba ya en germen en las doctrinas de Rousseau. Se deriva de la teoría particular que profesa Rousseau respecto de la soberanía. En el sistema del Contrato social, la soberanía se confunde con la potestad legislativa, al consistir ésta, en efecto, en expresar la voluntad general; y por otra parte, el pueblo mismo es, y tal vez sea él solo, el legislador o soberano, ya que la voluntad general no puede expresarse sino únicamente por él. Queda por asegurar la aplicación de la ley en cada caso particular, o sea su ejecución. Rousseau dice que no corresponde al pueblo proceder a ella por sí mismo, sino que el pueblo concederá el poder de ejecución a un hombre o a un cuerpo, que en la terminología especial del Contrato social toma el nombre de "gobierno". El Gobierno, según Rousseau, es distinto del soberano, y no tiene más misión que procurar la ejecución de la ley por actos de aplicación particular. Sólo tiene, pues, un poder subalterno, y no es sino el ministro del soberano o legislador, es decir, del pueblo. Este Gobierno, así entendido, no tiene sino un poder de funcionario.17 Bajo la Revolución se vuelve a encontrar una distinción análoga entre dos clases de poderes: los poderes representativos y los poderes comisionados. Fue claramente formulada por Roederer, en la sesión del 10 de agosto de 1791: "Los diputados del cuerpo legislativo no sólo son 397
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El alcance preciso de la distinción entre el representante y el funcionario terminara de exponerse más adelante, al examinar la teoría del órgano. Se verá (núms. 402-403 y n. 16 del n° 406) que el órgano —o representante— quiere por la nación, en el sentido de que le proporciona a ésta, de modo inaugural, una voluntad que sin él no hubiera tenido: origina la voluntad nacional. El funcionario es el que quiere, decide o actúa, bajo el imperio, el impulso o el control de una voluntad nacional ya constituida. 17 Control social, lib. ni, cap. i: "La potestad legislativa corresponde al pueblo y sólo a él le puede corresponder. Es fácil darse cuenta, por el contrario, por los principios anteriormente establecidos, de que la potestad ejecutiva sólo puede corresponder a la generalidad como legisladora o soberana, porque esta potestad sólo consiste en actos particulares que no son de la competencia de la ley, ni, por consiguiente, de la competencia del soberano, cuyos actos sólo pueden ser leyes. "La fuerza pública necesita, pues, un agente propio, que la aplique según las orientaciones de la voluntad general... Esta es, en el Estado, la razón del Gobierno, que se confunde erróneamente con el soberano, del cual no es sino el ministro. "¿Qué es, pues, el Gobierno? Es un cuerpo intermedio establecido entre los subditos y el soberano..., encargado de la ejecución de las leyes... "Llamo, pues, gobierno o administración suprema al ejercicio legítimo de la potestad ejecutiva, y príncipe o magistrado al hombre o al cuerpo encargado de esta administración."— Cf. Lettres écrites de la montagne, 1* parte, carta 5: "En las repúblicas, el soberano nunca actúa por sí mismo. Entonces el gobierno no es más que la potestad ejecutiva, y es totalmente distinto de la soberanía"; carta 6: "El poder legislativo, si es el soberano, precisa de otro poder que ejecute, o sea que reduzca la ley a actos particulares".
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representantes del pueblo, sino representantes del pueblo para ejercer un poder representativo, y por consiguiente igual al del pueblo e independiente como éste, sin lo cual no serían su imagen, su fiel representación" Así pues, entre las autoridades públicas solamente poseen una potestad representativa aquellas que tienen un poder igual al del pueblo, que expresan plenamente su voluntad; tal es el caso de la asamblea de diputados. En cuanto a los administradores, Roederer los consideraba desde luego como representantes, en cierto sentido; en el de que en dicha época ellos mismos eran elegidos del pueblo, pero añadía inmediatamente: "Los administradores sólo son representantes del pueblo para ejercer un poder comisionado, un poder subdelegado y subordinado". "Es una idea muy acertada —decía también— que los administradores elegidos no deban quedar al mismo nivel que los diputados elegidos a la legislatura." Indudablemente, unos y otros son elegidos, pero hay que hacer una distinción entre ellos, distinción que "proviene de la diferencia de los poderes comunicados a los legisladores de una parte y a los administradores de otra". Y Roederer precisaba esta diferencia en los términos siguientes: "Los primeros (los administradores) han de rendir cuentas y ser responsables ante el jefe del poder ejecutivo, mientras que los segundos (los legisladores) son independientes de él, e incluso tienen funciones superiores a las suyas, y además, no pueden ser estorbados por mandato alguno del pueblo a quien representan" (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, pp. 323 ss.). Estas últimas palabras indican el fundamento de la oposición que se establece entre poderes representativos y poderes comisionados. Los diputados son independientes, no están obligados por ningún mandato, hablan y votan libremente, y no son responsables; el cuerpo legislativo tiene, pues, el poder de querer soberanamente. El administrador sólo tiene un poder comisionado, porque es un mandatario, sujeto por la ley y por las instrucciones que recibe para el ejercicio de su misión, y por consiguiente tiene cuentas que rendir y una responsabilidad a que someterse. Por más que diputados y administradores sean personalmente de un mismo carácter en cuanto elegidos, y en este sentido los califique igualmente Roederer como representantes (cf. n9 369, infra), difieren por la naturaleza de sus poderes. Según la distinción de Rousseau, los legisladores realizan obra de soberanía y los administradores sólo realizan actos de magistratura. Partiendo de estas ideas, Barnave, en la misma sesión, vino a precisar claramente la distinción entre el representante y el funcionario: "En el orden y dentro de los límites de las funciones constitucionales, lo que distingue al representante del simple funcionario público es que aquél tiene, en ciertos casos, el encargo de querer por la nación, mientras que el
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simple funcionario nunca tiene más encargo que el de actuar18 por ella". Esta vez nos encontramos en presencia de la idea clave en la que había de detenerse la Asamblea nacional, en cuanto al alcance preciso de la representación de derecho público; esta idea es que el representante quiere por la nación. He aquí el elemento esencial de la distinción del régimen representantivo. 19 Representar a la nación es tener el poder de ejercer en su nombre una voluntad que tenga los mismos caracteres que la voluntad nacional, o sea una voluntad libre y soberana. 365. Por lo tanto, añadía Barnave que, en su acepción plena y absoluta, "la verdadera representación soberana, general, ilimitada, no existe ni puede existir más que en el cuerpo constituyente". Una asamblea constituyente, en efecto, representa en el más alto grado a la nación soberana. En primer lugar, porque tiene el poder de querer por la nación hasta el punto de darle su Constitución, es decir, su ley fundamental, aquella que es la fuente primera de todo su orden jurídico, y además, porque esta Constituyente tiene entera libertad de iniciativa y de decisión, en cuanto no existe por encima de ella ninguna autoridad de la cual dependa, ninguna regla ni ley superior que la encadene; existe aquí, por lo tanto, una representación, o sea una facultad ilimitada de querer por la nación.20 A esta representación por excelencia oponía Barnave lo que llamaba "la representación constitucional", aquella que se ejerce por una autoridad constituida, por ejemplo por la asamblea legislativa. Esta segunda representación no es ya tan completa, pues el cuerpo legislativo no ejerce un poder enteramente libre, ya que sólo opera "dentro de los límites de sus funciones constitucionales"; y además, sólo puede legislar bajo la condición de no lesionar los principios formulados por la Constitución. No obstante, concluía Barnave, "el cuerpo legislativo es el representante de la nación, porque quiere por ella: I9 al hacer sus le398
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Se vuelve a encontrar, también en esta definición, una idea de Rousseau: la distinción entre la voluntad y la acción; idea que hoy se vuelve a discutir, desde otro punto de vista, por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 513) : "La administración es la acción del Estado... El Estado no administra sino mientras aparece actuando." Es inexacto decir, no obstante, que el funcionario no hace sino actuar, pues también puede querer, pero únicamente de modo subalterno. 19 No carece de interés señalar que ya en la terminología de Montesquieu y de Rousseau la palabra representación, desde el punto de vista político, se empleaba en el sentido que le atribuyen los constituyentes de 1789-1791, o sea en el de que el representante es llamado a querer libremente por el pueblo. Este es el motivo que impulsa a Rousseau, adversario de la substitución de la voluntad general por la voluntad de los elegidos, a decir que el diputado no debe ser un representante del pueblo, sino un comisario del misrnov Igualmente, bajo el nombre de representantes, se refiere Montesquieu a hombres elegidos y capaces, que tratarán por sí mismos los asuntos del Estado. Así pues, el Contrato social y el Espirita.' de las leyes desvían, tanto uno como otro, la palabra representación de su auténtica acepción jurídica. Esto
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yes; 2 al ratificar los tratados con las potencias extranjeras" (Archives parlementaires, loe. cu., p. 331). No es de extrañar que el carácter representativo del cuerpo legislativo haya sido reconocido sin discusión por la Asamblea nacional de 1789, pues el cuerpo legislativo hace las leyes libremente, espontáneamente, con un poder de iniciativa y de decisión independientes. Pero la Constitución de 1791, al desarrollar las consecuencias de la idea de representación tal como la había expresado Barnave, atribuía también la cualidad de representante a otro titular del poder nacional: "Son representantes —decía el art. 2 del preámbulo del tít. ni— el cuerpo legislativo y el rey". Así pues, bajo el aspecto representativo, el rey era colocado al mismo nivel que la asamblea de diputados. Esta es una disposición notable de la Constitución de 1791. Importa fijar su fundamento. 366. A primera vista, esta aproximación, esta identidad que establece el art. 2 entre el rey y el cuerpo legislativo, pueden sorprender, pues a diferencia de los diputados, el rey no estaba ligado a la nación por los lazos de la elección, sino que recibía su título, no ya del nombramiento por los ciudadanos, sino de la herencia dinástica. Indudablemente, por razón del principio de la soberanía nacional, el poder que correspondía al monarca no era, en sus manos, sino un poder "delegado", es decir, un poder que se ejerce en virtud de una concesión de la nación, concesión que realiza la nación por la misma Constitución que se otorga. Por esto el rey se titulaba "rey por la gracia de Dios y por la ley constitucional del Estado" (tít. m, cap. iv, sección 1?, art. 3); por ello también el art. 4 del preámbulo del tít. m decía que "el poder ejecutivo se delega en el rey". Pero, si el poder real emanaba de la nación, si también es cierto decir que la persona real reinaba en virtud del consentimiento nacional contenido en el acto constitucional, no dejaba asimismo de ser cierto que la dinastía de los Borbones continuaba siendo llamada al poder por una vocación hereditaria, como lo reconocía el art. 1 (tít. III, cap. II, sección 399
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se explica indudablemente por el hecho de que Rousseau y Montesquieu buscan su modelo de régimen representativo allí donde funcionaba regularmente dicho régimen en su tiempo, o sea en Inglaterra, y no en Francia, donde, desde 1614, los Estados generales no habían sido convocados. Ahora bien, desde la época en que fueron escritos el Espíritu de las leyes y el Contrato social, los diputados ingleses habían dejado de depender de las instrucciones de sus electores particulares y se consideraban como representando al reino entero. 20 Esta idea de Barnave no era exacta. El poder constituyente está obligado a su vez por la Constitución en vigor aún. El concepto de los hombres de 1789, a este respecto, se debía a que estaban imbuidos de la teoría de Rousseau que asimila la elaboración de la Constitución a un contrato social. Y hay que reconocer que, de hecho, las circunstancias, en 1779, favorecían este concepto, puesto que en aquella época se construía la nueva Constitución haciendo tabla rasa del pasado (ver infra, n' 439, pero también núms. 445-446).
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1, que declaraba que "la realeza es delegada hereditariamente en la raza reinante, de varón en varón, por orden de primogenitura". Entonces, ¿cómo podía este monarca hereditario ser calificado de representante nacional? Esta calificación sorprende además porque, de otra parte, la Constitución de 1791 había disminuido sistemáticamente el poder ejecutivo en manos del rey, pues no sólo subordinaba el rey a "la autoridad superior de la ley" (tít. m, cap. u, sección P, art. 3), sino que también limitaba sus atributos, hasta el punto de colocarlo en una condición de evidente debilidad respecto de una asamblea legislativa que se hacía mucho más poderosa que él. Como se ha observado con frecuencia, la Constituyente mantuvo la realeza por respeto hacia el pasado, pero destruyó la potestad real y sólo dejó al monarca su corona y un título desprovisto de fuerza. ¿Cómo, por consiguiente, podía la Constitución de 1791 erigir al rey en representante, colocándolo, a este respecto, en pie de igualdad con el cuerpo legislativo? Podría intentarse explicar el carácter representativo atribuido al monarca por la consideración de que el rey, como jefe del Estado, continuaba siendo, en la jerarquía constitucional de 1791, la más alta encarnación de la nación. Thouret expresaba una idea parecida al decir, en esa misma sesión de 10 de agosto de 1791: "El rey es representante porque es el depositario de toda la majestad nacional, el único individuo de la nación que, tanto en el interior como en el exterior, representa la dignidad nacional" (Archives parlementaires, loe. cit., p. 329). Y esta idea se encuentra confirmada por el hecho de que la Constituyente, muy apegada al mantenimiento de la monarquía tradicional, la consideraba como una institución verdaderamente nacional. La Asamblea nacional había de separarse el 30 de septiembre de 1791 al grito de "¡Viva el rey!" 367. No obstante, el título representativo del monarca, así entendido, sólo hubiera tenido un alcance decorativo, nominal y muy vago. En realidad, esta representación por el rey se basaba en un concepto mucho más firme y más jurídico. El preámbulo mismo del tít. m revela que era de idéntica naturaleza a la representación que ejercía el cuerpo legislativo. Para alcanzar el fundamento de esta aproximación, hay que referirse a la distinción establecida anteriormente entre el representante y el funcionario público. Si el rey, en 1791, fue calificado como representante, se hizo precisamente para distinguirlo del simple funcionario y para señalar que, a diferencia de éste, poseía, al menos en ciertos casos, el poder de querer libremente por cuenta de la nación. Antes de indicar estos casos, hay que observar que este concepto del rey-representante no fue admitido sin dificultad por los primeros constituyentes. Las objeciones fueron presentadas especialmente por Roederer, en su discurso precitado de 10 de agosto de 1791. Roederer sostiene
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1), que declaraba que "la realeza es delegada hereditariamente en la raza reinante, de varón en varón, por orden de primogenitura". Entonces, ¿cómo podía este monarca hereditario ser calificado de representante nacional? Esta calificación sorprende además porque, de otra parte, la Constitución de 1791 había disminuido sistemáticamente el poder ejecutivo en manos del rey, pues no sólo subordinaba el rey a "la autoridad superior de la ley" (tít. III, cap. II, sección 1, art. 3), sino que también limitaba sus atributos, hasta el punto de colocarlo en una condición de evidente debilidad respecto de una asamblea legislativa que se hacía mucho más poderosa que él. Como se ha observado con frecuencia, la Constituyente mantuvo la realeza por respeto hacia el pasado, pero destruyó la potestad real y sólo dejó al monarca su corona y un título desprovisto de fuerza. ¿Cómo, por consiguiente, podía la Constitución de 1791 erigir al rey en representante, colocándolo, a este respecto, en pie de igualdad con el cuerpo legislativo? Podría intentarse explicar el carácter representativo atribuido al monarca por la consideración de que el rey, como jefe del Estado, continuaba siendo, en la jerarquía constitucional de 1791, la más alta encarnación de la nación. Thouret expresaba una idea parecida al decir, en esa misma sesión de 10 de agosto de 1791: "El rey es representante porque es el depositario de toda la majestad nacional, el único individuo de la nación que, tanto en el interior como en el exterior, representa la dignidad nacional" (Archives parlementaires, loe. cit., p. 329). Y esta idea se encuentra confirmada por el hecho de que la Constituyente, muy apegada al mantenimiento de la monarquía tradicional, la consideraba como una institución verdaderamente nacional. La Asamblea nacional había de separarse el 30 de septiembre de 1791 al grito de "jViva el rey!" 367. No obstante, el título representativo del monarca, así entendido, sólo hubiera tenido un alcance decorativo, nominal y muy vago. En realidad, esta representación por el rey se basaba en un concepto mucho más firme y más jurídico. El preámbulo mismo del tít. ni revela que era de idéntica naturaleza a la representación que ejercía el cuerpo legislativo. Para alcanzar el fundamento de esta aproximación, hay que referirse a la distinción establecida anteriormente entre el representante y el funcionario público. Si el rey, en 1791, fue calificado como representante, se hizo precisamente para distinguirlo del simple funcionario y para señalar que, a diferencia de éste, poseía, al menos en ciertos casos, el poder de querer libremente por cuenta de la nación. Antes de indicar estos casos, hay que observar que este concepto del rey-representante no fue admitido sin dificultad por los primeros constituyentes. Las objeciones fueron presentadas especialmente por Roederer, en su discurso precitado de 10 de agosto de 1791. Roederer sostiene
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que el rey no podía ser un representante, porque era hereditario y no electivo. "La esencia de la representación —decía— es que cada individuo haya cpnfundido, mediante una confianza libre, su voluntad individual en la voluntad de su representante. Así pues, sin elección no existe la representación; así pues, las ideas de herencia y representación se rechazan una a otra; por lo tanto, un rey hereditario no es representante." Por esta cita, combinada con los párrafos de Roederer mencionados antes (p. 972), se ve cuál era la tesis de este orador. Según dicha tesis, para ser representante no es suficiente ejercer un poder de naturaleza representativa, sino que hay que poseer además, personalmente, el carácter representativo, y para ello hay que proceder de la designación de los ciudadanos. Ahora bien, el rey no era electivo, y por lo tanto, cualquiera que fuese la naturaleza de sus poderes, no podía ser representante. Por lo demás, Roederer negaba al rey hasta la posesión de poderes representativos por su naturaleza, y sólo le reconocía, en el poder ejecutivo, un poder comisionado. Por último, no admitía que pudiera considerarse al rey como el titular propio del poder ejecutivo por entero. A este respecto impugnaba la redacción que el comité de Constitución dio al art. 4 del preámbulo del tít. ni. "El poder ejecutivo —decía dicho texto— se delega en el rey, para ser ejercido, bajo su autoridad, por ministros y demás agentes responsables." Roederer combatió esta fórmula, la cual, decía, implica que "el rey no es ya solamente el jefe supremo del poder ejecutivo, sino que según dicha fórmula este poder le es delegado en su totalidad". Roederer oponía a este concepto otro muy diferente: "Todo el mundo ha entendido que el poder ejecutivo se repartiría entre diferentes manos creadas por la Constitución, siempre, desde luego, bajo la autoridad del rey, jefe supremo del poder ejecutivo, y no único depositario de la totalidad de dicho poder" (Archives parlementaries, loe. cu., pp. 323 ss.j. Y más adelante (p. 332) resumía así su punto de vista: "El poder ejecutivo, en su totalidad, se distribuye entre diferentes cuerpos instituidos para recibirlo y ejercerlo, bajo la suprema autoridad y la vigilancia eminente del rey, jefe supremo de dicho poder. Si se dijera simplemente que el poder ejecutivo está en manos del rey, los cuerpos administrativos ya no tendrían en él una parte asignada por la Constitución bajo la autoridad del rey." Por lo tanto, según esa doctrina, el poder ejecutivo, por su naturaleza, no es más que un poder comisionado y, además, no le pertenece íntegramente al rey, sino que el rey sólo conserva una parte de ese poder, su vigilancia eminente. No es, pues, desde todos estos puntos de vista, más que un funcionario público. Partiendo de estas observaciones, Roederer proponía redactar los arts. 2 y siguientes del preámbulo del tít. ni en la forma siguiente: "Art. 2.—La nación no puede ejercer por sí misma su soberanía. A este efecto,
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instituye poderes representativos y poderes comisionados... Art. 3.—El poder legislativo es esencialmente representativo; está delegado en una Asamblea nacional, compuesta de representantes temporales, libremente elegidos por el pueblo... Art. 4.—El poder ejecutivo es esencialmente comisionado; debe ejercerse bajo la autoridad del rey, que es jefe supremo del mismo, por ministros y administradores responsables." En definitiva, Roederer sostenía en esta forma que el rey, que ya no es representante por su persona, tampoco lo es por la naturaleza de su poder. Esta tesis fue recogida, en la misma sesión, por Robespierre, que la expresó en estos términos: "El señor Roederer nos ha dicho una verdad que ni siquiera necesita pruebas: ha dicho que el rey no es representante de la nación, y que la idea de representante supone necesariamente una elección por el pueblo, y ustedes han declarado a la corona hereditaria; el rey no es, pues, el representante del pueblo: sólo el azar os lo proporciona, no vuestra elección. El señor Roederer nos ha dicho con razón que no debía dársele al rey solo esta prerrogativa o que había que dársela a todos los funcionarios públicos." Y Robespierre concluía del mismo modo que Roederer: "Pido que el rey sea llamado el primer funcionario público, el jefe del poder ejecutivo, pero de ningún modo el representante de la nación" (Archives parlementaires, loe. cit., pp. 326-327). Sin embargo, esta opinión no prevaleció ante la asamblea. Fue impugnada especialmente por Thouret, el relator del proyecto de Constitución, y por Barnave. Hay que observar en primer lugar que estos oradores, y detrás de ellos la Constituyente, parecían haberse adherido a la doctrina de Roederer por lo que concierne al carácter con que ejerce el rey el poder ejecutivo. En la. esfera de sus atribuciones ejecutivas, el rey sólo fue considerado por la Constituyente como un funcionario. Thouret le aplica formalmente esta calificación: llama al rey "funcionario público en todo lo que concierne al poder ejecutivo", y lo titula también "el primero de todos los funcionarios públicos". La idea dominante aquí es que el poder ejecutivo, al no ser sino un poder de ejecución subalterna de las leyes, no puede implicar para su titular la potestad de querer libremente en nombre de la nación, y no es, por lo tanto, un poder de naturaleza representativa. 21 Añadía Thouret: "El poder ejecutivo se delega en el rey, a 400
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El decreto referente a la residencia de los funcionarios, aprobado por la Asamblea nacional el 28 de marzo de 1791 y reproducido en la ley de 12 de septiembre de 1791, calificaba igualmente al rey de "primer funcionario público", pero ello en un sentido bastante diferente del que se indica antes. El objeto de la Asamblea, al adoptar este calificativo, era hacer extensiva al rey la obligación de residencia, que por decreto se imponía a los funcionarios. Se desprende de la discusión que se efectuó a este respecto en las sesiones del 23 y 25 de febrero de 1791 (Archives parlamentaires, 1* serie, vol. xxm, pp. 434 ss., 506 ss.) y en las de 26 y 28 de marzo (ibid., vol. xxiv, pp. 390 ss., 424 ss.) que el rey se caracterizaba en esa época
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condición de que no pueda ejercerse sino por ministros y agentes responsables". El rey no lo tenía, pues, como dueño, no lo ejercía por sí mismo, con plena libertad de acción.22 Tampoco desde este punto de vista era un representante. Pero, volvía a insistir Thouret, si en estos diversos aspectos el rey sólo es un funcionario público, no existe ninguna contradicción en que, bajo otros aspectos, reciba conjuntamente con el cuerpo legislativo la denominación de representante nacional. Y, en efecto, el relator del proyecto de Constitución sostenía que, entre las diversas atribuciones concedidas al rey por la Constitución, fuera de la ejecución de las leyes propiamente dicha, existían por lo menos dos que implicaban en él la condición y los poderes de un representante. "No nos ha parecido dudoso el que existiera en la realeza un carácter de representación fuera del dominio del poder ejecutivo. El rey tiene la sanción de los decretos del cuerpo legislativo, y en el ejercicio de este derecho es representante. El rey tiene también indiscutible carácter de representante en el derecho que le confiere la nación para tratar con las potencias extranjeras sobre los intereses y asuntos del Estado; tiene el derecho de ejercer las negociaciones políticas en el exterior" (Archives parlementaires, vol. XXIX, pp. 329 y 332). Barnave alegó los mismos argumentos (ibid., p. 331). Así como "el cuerpo legislativo es el representante de la nación, porque quiere por ella", así también, dice, "el rey es el representante constitucional de la nación: 1 porque consiente y quiere por ella que las nuevas leyes del cuerpo legislativo sean ejecutadas inmediatamente o queden sujetas a una suspensión; 2 porque estipula por la nación, porque prepara y hace en su nombre los tratados con las naciones extranjeras, que son verdaderos actos de voluntad, verdaderas leyes que ligan recíprocamente a una nación con nosotros, mientras que las leyes interiores emanan del cuerpo legislativo". Estos discursos demuestran cuál era, en el pensamiento de la mayoría de la Asamblea, el fundamento preciso del carácter representativo del monarca. No es en cuanto jefe del Ejecutivo como el rey era recono 401
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como funcionario, especialmente en el sentido de tener a su cargo una delegación de la nación: así se desprende, en particular, de las explicaciones presentadas en el curso de dicho debate por Thouret (vol. XXIV, pp. 425 ss.). 22 Por otra parte, el rey no recibía en su totalidad la plenitud del poder ejecutivo. La Constitución de 1791 señala perfectamente que sólo es el jefe del Estado: "El poder ejecutivo supremo reside exclusivamente (es decir, con exclusión del cuerpo legislativo) en manos del rey. El rey es el ¡eje supremo de la administración general del remo... El rey es el jefe supremo del ejército..." (tít. III, cap. iv, art. 1'). Reconocer al rey la posesión íntegra del poder ejecutivo hubiera sido —como señaló Roederer (Archives parlementaires, vol. xxix, p. 324) — darle la facultad de hacer revivir la institución de los intendentes de provincia y comprometei así toda la obra de la Constituyente en materia de organización administrativa.
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cido como representante; bajo este aspecto, la Asamblea nacional sólo vio en él a un funcionario, pues en el ejercicio de este poder no manifiesta el rey una voluntad inicial, ya que no hace sino ejecutar las leyes. Por el contrario, el rey quiere por la nación, y por consiguiente la representa, cuando recibe de la Constitución el derecho a tomar, en nombre de la nación, alguna iniciativa fundada exclusivamente en su propia y libre voluntad. Y este es el caso, decían los oradores citados, cuando opone su veto suspensivo a la ley adoptada por el cuerpo legislativo, pues para que pueda contrarrestar una decisión de la Asamblea representativa no hay más remedio que admitir que él también es capaz de querer por la nación. Esta idea ya había sido expresada, en la sesión de I9 de septiembre de 1789, por Mirabeau, el cual, para caracterizar y justificar el poder real de veto, había dicho: "El príncipe es el representante perpetuo del pueblo, así como los diputados son sus representantes elegidos en ciertas épocas. . . El veto del príncipe no es sino un derecho del pueblo confiado especialmente al príncipe" (Archives parlemeníaires, 1 serie, vol. VIII, p. 539).23 Este es también el caso, decían Thouret y Barnave, cuando el rey entra en negociaciones con los Estados extranjeros. Para ejercer semejante poder, está constituido desde luego en representante nacional, pues negocia libremente y la nación quiere por él. Indudablemente, la Constitución no admitió que el rey pudiese, por su sola voluntad, imponer los tratados a la nación. La Constitución de 1791 (tít. III, cap. III, sección P, art. 3) especificaba que "ningún tratado tendrá efecto sino mediante ratificación del cuerpo legislativo". Pero, si bien la aprobación del cuerpo legislativo era necesaria, no por eso dejó de considerarse al rey, en esta materia, como representante de la nación, por cuanto que de él solo dependía la iniciativa de la negociación y de la conclusión de los tratados, no'teniendo aquí el cuerpo legislativo más derecho que el de ratificar o no los arreglos debatidos y fijados fuera de él. Finalmente, la doctrina de Thouret y de Barnave, y el texto del comité de Constitución que la consagraba, fueron adoptados por la Asamblea, y así es como el preámbulo del tít. 111 colocó al rey entre los representantes (cf. Joseph Barthélemy, Role du pouvoir exécutif dans les républiques modernes, pp. 436 ss.). 368. Esta disposición del preámbulo del tít. ni toma una significa402
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Cf. el discurso de Cázales en la sesión de 28 de marzo de 1791 (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIV, p. 430) : "Cuando le damos al rey el derecho de suspender, durante dos legislaturas consecutivas, las leyes que se someten a su sanción, el espíritu de este decreto y la intención del mismo no me parecen equívocas. Habéis dicho: si se suscita una disensión entre el rey y la Asamblea nacional, entre los representantes electivos y el representante hereditario de la nación, sobre la utilidad de una ley propuesta, este disentimiento debe someterse al juicio de la nación."
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ción más interesante aún cuando se la compara con otro texto de este título, el art. 2 del cap. IV, sección 2, titulada "De la administración interior". Este texto tiene buen cuidado de declarar que "los administradores no tienen ningún carácter de representación"; y los caracteriza simplemente como "agentes elegidos temporalmente por el pueblo, para ejercer, bajo la vigilancia y la autoridad del rey, las funciones administrativas".Mediante esta fórmula señala el art. 2, más que ningún otro texto de la Constitución de 1791, cuáles eran el alcance y la base precisos en dicha época, tanto a la idea de la representación en general como a la cualidad representativa reconocida al poder real. Los administradores no son representantes por dos razones: en primer lugar porque no deciden soberanamente, pues se hallan bajo el control y la autoridad del rey, que puede anular sus actos (arts. 5 y 7 de la misma sección); después, y sobre todo, porque se limitan, cada uno dentro de la esfera de sus atribuciones, a aplicar las disposiciones de las leyes y las órdenes jerárquicas del rey (arts. 4 y 5, ibid.), de donde resulta que sólo tienen un poder subalterno, que no les permite querer de una manera inicial por la nación.24 Si la Asamblea constituyente erigió entonces al rey, a diferencia de los administradores, en representante, así demostró claramente que quería hacer de él, no solamente el jefe de la administración francesa y el primero de los funcionarios, sino también el titular de un poder independiente, en la medida en que lo investía de ciertas prerrogativas que implicaban en él la libertad primera de querer, especialmente la de suspender la promulgación de la ley y la de dirigir las relaciones exteriores de la nación. 369. Esta oposición que la Constitución de 1791 establecía entre el rey, que es representante, y los administradores, que no lo son, era tanto más notable cuanto que el rey no era electivo, mientras que el art. 2 anteriormente citado recuerda que los administradores eran "elegidos temporalmente por el pueblo". Roederer, en su discurso del 10 de agosto de 1791, había sacado de esto una objeción, que desarrolló con energía, contra el sistema del proyecto de Constitución. "Sin elección —decía— no hay representación. Así pues, un rey hereditario no es un representante." En sentido contrario, sostenía que los administradores son representantes 403
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Bien es verdad que el administrador recibe de la Constitución misma cierto poder de voluntad: a diferencia del juez, que no puede querer sino por la legalidad (cf. supra, n. 14, p. 656), tiene por lo menos la facultad de esforzarse por alcanzar ciertos resultados, más o menos libremente elegidos por él (ibid., pp. 687 ss.j. Pero, si bien puede querer los resultados, no es libre de querer los medios. Con objeto de alcanzar los fines por él premeditados, sólo puede servirse de aquellos medios que ponen a su disposición las leyes vigentes. En esto su voluntad conserva el carácter de voluntad subalterna. Únicamente el legislador tiene poder de voluntad plenamente libre, que le permite elegir y determinar, a la vez, los resultados y obtener y los medios a aplicar para lograrlo.
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por el hecho de ser electivos: "Si es evidente que no hay representación sin elección, es claro también que todo ciudadano elegido es representante del que lo ha elegido, por el tiempo y para lo que es objeto de la elección; y sobre esta verdad evidente establezco mi proposición, a saber, que los administradores son representantes". Y concluía Roederer: "Digo, pues, que el rey no es representante, que los administradores sí lo son y que es necesario que lo sean para que el comité pueda decir con exactitud: la Constitución francesa es representativa". Con estas palabras, Roederer planteaba muy claramente ante la Asamblea la cuestión de saber cuál es el fundamento esencial de la representació del nuevo derecho público. Colocaba a la Constituyente en la necesidad de elegir entre dos conceptos posibles en esta materia. Uno consiste en apegarse a la naturaleza de los poderes ejercidos por los diversos poseedores de la potestad pública, y es un concepto objetivo de la representación. Son representantes, según este concepto, las personas o cuerpos, electivos o no, que tienen un poder representativo, es decir, un poder que implica la facultad de querer por la nación. Desde este punto de vista, Roederer no tenía más remedio que reconocer que los administradores no son representantes, pues no ejercen un poder representativo "igual al del pueblo", sino un simple poder comisionado "subdelegado y subordinado". Sin embargo, Roederer no paraba mientes en este primer concepto, y defendía un segundo concepto, que hace provenir la representación de una cualidad subjetiva de las personas que ejercen la potestad pública, según que estas personas sean o no designadas por la elección popular. Lo que caracteriza al representante no es ya entonces la naturaleza de su poder, sino el modo originario por medio del cual ha sido llamado a él. Y Roederer, al adoptar este segundo punto de vista, urgía a la asamblea para que reconociese que los administradores, aun poseyendo un poder comisionado, son, por su persona y en razón de su origen electivo, representantes (Archives parlementaires, 1 serie, vol. XXIX, pp. 323 ss.). Pero esta tesis fue rechazada por la Constituyente. No solamente el rey, aunque no era elegido, fue declarado representante nacional, sino que también, y esto es más notable, el art. 2 anteriormente citado dice de los administradores, "elegidos por el pueblo", que "no tienen ningún carácter de representación". 25 Se comprende fácilmente que no sean re404
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Duguit (L'État, vol. u, pp. 704 y 697; cf. pp. 383 ss.) explica esta regla por el motivo de que los administradores se elegían por el cuerpo electoral de una circunscripción administrativa local. Ahora bien, una sección electoral particular carece de soberanía, según la Constitución de 1791; y, por consiguiente, los elegidos de este cuerpo electoral restringido tampoco pueden ser representantes de la nación, sino solamente de su circunscripción (cf. ley de 22 de diciembre de 1789-8 de enero de 1790, arts 9-10). Pero esta explicación es superflua.
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presentantes por la naturaleza de sus poderes, pero el texto es mucho más absoluto, y declara que no son representantes en ningún sentido, ni siquiera como elegidos. Por el notable contraste que se establece entre estas dos disposiciones^ una de ellas relativa al rey y la otra a los administradores, revela muy claramente la Constitución de 1791 una de las principales características de la teoría representativa admitida en dicha época, la que consiste en separar las ideas de representación y elección. Se ve, por lo tanto, cuáles fueron, en definitiva, en el pensamiento de los constituyentes de 1791, el fundamento y la esencia del régimen representativo. La representación no se basa en un hecho electoral, sino en una concesión constitucional de potestad llevada hasta cierto grado. No es una calidad subjetiva (ver sin embargo la n. 23 del n9 391, infra), sino un poder objetivo.26 Existe representación desde que hay poder representativo, es decir, poder en virtud de la Constitución de querer libremente por la nación, poder que no se reduzca a la ejecución de una voluntad anterior. Así pues, no es el régimen representativo, en principio, o sea necesariamente, un régimen electoral. El puro concepto de representación se establece fuera de toda condición electiva. Y entonces la cuestión de saber si los representantes deben ser elegidos por el pueblo no es ya una cuestión de representación propiamente dicha, sino •— lo que es muy diferente— una cuestión de nombramiento de los representantes. 370. En resumen, pues, según la Constitución de 1791 eran representantes: 1 el cuerpo de diputados, en el orden legislativo; 2 el rey, en el orden ejecutivo. Quedaba el orden judicial. ¿Existía representación de este tercer orden? En ciertos aspectos parece que hubiera debido constituirse una representación de la nación en este orden, lo mismo que en los otros dos. En efecto, se sabe que la Constitución de 1791 erigía al poder judicial en un tercer poder claramente separado (Duguit, La séparation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, pp. 70ss.j. Para comprobarlo basta referirse al preámbulo del tít. m, en el que los arts. 3, 4 y 5 presentan sucesivamente a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial como tres grandes poderes, paralelos y esencialmente distintos; como tres poderes que son delegados separadamente en tres órdenes de autoridades independientes. El art. 5, en particular, caracteriza al poder 405
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Aunque los administradores hubieran sido los elegidos de toda la nación, no hubieran podido ser representantes, y ello porque sólo tienen un poder de ejecución de las leyes: ahora bien, como habría de decirlo Hérault de Séchelles en la Convención, el 10 de junio de 1793, "no se representa al pueblo en la ejecución de su voluntad" (Moniteitr, reimpresión, vol. XVI, p. 618). 26 Esto no significa que cualquiera pueda convertirse en un órgano dotado del poder de querer por la nación. En efecto, no hay que perder de vista que, en el sistema de la soberanía nacional, de donde deriva todo el régimen representativo que se instituyó en 1791, el órgano sólo puede existir y ejercer su competencia en virtud de una Constitución que tenga carácter nacional, es decir, que .esté fundada en la voluntad de la nación.
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judicial como un tercer poder principal y autónomo. Esta autonomía se desprende también del hecho de que la Constitución de 1791 trataba del poder judicial en un capítulo especial, el V, así como había consagrado dos capítulos anteriores a los poderes legislativo y ejecutivo. Con todo esto, dicha Constitución colocaba al poder judicial en pie de igualdad con los otros dos poderes. Desde ese momento ¿no era necesario que la nación tuviera su representación en el orden judicial, lo mismo que tenía representantes en cada uno de los órdenes legislativo y ejecutivo? Sin embargo, la Constitución de 1791 parece no haber admitido la posibilidad de una representación especial en materia judicial. Bien es verdad que, desde cierto punto de vista, la Constituyente adoptó la idea de que el poder judicial es un poder primordial, que no deriva de los otros dos, sino que es delegado directa y separadamente por la nación misma. Decidió, en efecto, que los jueces serían elegidos por los ciudadanos (ley de 16-24 de agosto de 1790, tít. n, arts. 3 y 4); y la Constitución de 1791 (tít. m, cap. v, art. 2) repetía: "La justicia se administrará por jueces elegidos temporalmente por el pueblo e instituidos por cartaspatentes del rey, el cual no podrá rehusarlas". Roederer, en su discurso tantas veces citado (loe. cit., p. 323), había de deducir de ello, según su teoría sobre la representación, que los jueces, puesto que son elegidos, son representantes: "Si los administradores, como los jueces, no tuviesen carácter representativo, ¿a título de qué se llamaría representativa a nuestra Constitución?" Pero esta argumentación, como se ha visto, no pudo convencer a la Constituyente. Parece que el sentir de la Asamblea fue efectivamente que los jueces no pueden considerarse como representantes. Así se desprende claramente del art. 2 del preámbulo del tít. Il, que, al no enumerar como representantes más que al cuerpo legislativo y al rey, excluye implícitamente, por ello mismo, a los jueces. Idéntica conclusión se ve confirmada también por la observación de que, cuando el art. 2 antes citado y los textos siguientes fueron sometidos a la Asamblea, nadie elevó su voz para sostener la idea de la representación a favor del poder judicial. Por el contrario, durante el muy breve debate que tuvo lugar sobre el art. 5 del preámbulo, que estaba especialmente consagrado al poder judicial, la única observación que se hizo en relación con dicho texto iba dirigida contra el carácter representativo de los jueces. Fue Garat quien la presentó: la redacción de este artículo, dice, podría hacer creer que los jueces son representantes del pueblo. "Pido, pues, que se reemplacen las palabras poder judicial por estas: funciones judiciales" (Archives parlementaires, loe. cit., p. 332). A pesar de esta crítica, el art. 5 se aprobó sin modificación; pero débese notar también que la objeción de Garat no tuvo réplica. Parece cierto, pues, que en el concepto de la Constituyente, y por más que ejercieran un tercer poder,
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los jueces no eran representantes, sino que, como los administradores, eran simples funcionarios elegidos. Fiel a su criterio referente a la representación nacional, la Asamblea se colocó en el punto de vista de que los jueces, ya que sólo tienen un poder subalterno de aplicación de las leyes (ver en este sentido supra, pp. 655 ss.), no podrían ser considerados como capaces de querer representativamente por la nación.27 Existe, a este respecto, una gran diferencia entre el concepto del poder judicial que prevaleció en Francia después de 1789 y el que poco tiempo antes había sido implícitamente establecido por la Constitución norteamericana. El desarrollo de esta Constitución trajo la consecuencia de que los jueces norteamericanos tienen un poder propio, en virtud del cual pueden oponer ciertas limitaciones a la potestad de las asambleas legislativas e incluso tener en jaque la voluntad de éstas. Corresponde, en efecto, a estos jueces, controlar la regularidad constitucional de las leyes aprobadas por el cuerpo legislativo y negar la aplicación de ellas cuando hayan comprobado que entrañan inconstitucionalidad. En esto se puede decir que los tribunales de Estados Unidos son llamados a querer por la nación y, por consiguiente, tienen un poder representativo28 (cf. Larnaude, Bulletin de la Société de législation comparée, 1902, pp. 178-179, 206 ss.). La Asamblea constituyente, por el contrario, no admitió que la autoridad judicial pudiera ser el arbitro de la validez de los actos del cuerpo legislativo ni de los actos de sus administradores. En lo que se refiere a los actos administrativos, había confiado lo contencioso-administrativo, relativo a su validez, no a la autoridad judicial, sino a los mismos cuerpos administrativos y al rey, jefe de la administración general. En cuanto a las leyes, impuso a los tribunales la estricta obligación de aplicarlas, prohibiéndoles inmiscuirse en el examen de su validez (ley de 16-24 de agosto de 1790, tít. n, art. 10; Constitución de 1791, tít. III, cap. V, art. 3). Los jueces no estaban elevados, como el rey, al rango de 406
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Duguit (op. cit., p. 76; Traite, vol. i, p. 306) admite que la Constitución de 1791 concedía carácter representativo al cuerpo judicial. Este parecer ya fue combatido (ver supra, n. 16, p. 660). Esmein (Éléments, 7* ed., vol. i, p. 402), seguido por Saripolos (op. cit., vol. II, p. 90, n.), estima igualmente que los jueces tienen carácter de representantes, "aunque sólo estén encargados de aplicar la ley"; y esto porque deciden "por un acto libre de su inteligencia, según su conciencia y su clarividencia personales". Pero una simple función de aplicación de las leyes no puede constituir un poder representativo, pues la potestad jurisdiccional sólo puede elevarse al grado de potestad de represntación en el caso de que el juez cree derecho con objeto de llenar las lagunas de las leyes; y hasta en este último caso es dudoso que el juez sea un verdadero representante (cf. n9 404, infra). 28 Sieyés enuncia esta idea, ante la Convención, en el discurso de 9 termidor del año III, en el que expuso su proyecto de jurado constitucional: "Pido ante todo un jury de Constitución, o, para afrancesar la palabra, un jurado constitucional. Lo que pido es un verdadero cuerpo de representantes, que tenga la misión de juzgar de las reclamaciones contra cualquier lesión que pudiera infligirse a la Constitución" (Moniteur, reimpresión, vol. XXV, p. 293).
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representantes, que pudieran, en nombre de la nación, oponer resistencia a las decisiones del cuerpo legislativo; todo poder de apreciar el valor de las leyes, incluso desde el punto de vista de su conformidad con la Constitución, se les negaba. Así, como hace observar Duguit (op cit., pp. 60 55.; cf. Larnaude, loe. cit., p. 216), la Constituyente violaba gravemente su sistema de distinción de tres poderes. Había tratado de constituir al poder judicial como un tercer poder, independiente e igual a los otros dos. La igualdad no existía en modo alguno. En realidad, la autoridad judicial quedaba colocada en una postura de subordinación y de inferioridad absoluta con respecto al legislador, teniendo la obligación de aplicar, sin resistencia alguna, todos los decretos de éste, incluso aquellos que fueran contrarios a la Constitución. Esto era, al mismo tiempo, la negación de una verdadera superioridad del poder constituyente sobre el poder legislativo ordinario. 3. ALCANCE JURÍDICO DEL CONCEPTO DE REPRESENTACIÓN EN EL DERECHO PÚBLICO MODERNO. TEORÍA DEL ÓRGANO DE ESTADO 371. Acaba de comprobarse que el régimen representativo fundado al principio de la era moderna del derecho público francés por la primera Constituyente, se opone, en todos los aspectos, a la antigua representación anterior a 1789. Esta oposición es tan completa que nos vemos llevados a preguntarnos si es efectivamente un sistema de verdadera representación el que se instituyó en dicha época. En el momento en que se examina esta cuestión no hay más remedio que reconocer que sólo puede darse una respuesta negativa. El establecimiento de la idea de representación por la Constitución de 1791 sólo puede explicarse históricamente. Como dice Duguit (L'État, vol II, p. 18), esta idea se impuso a la Constituyente porque "era el producto de un largo pasado histórico" (ver sin embargo n. 19, p. 973, supra). Los fundadores del nuevo derecho francés conservaron el derecho tradicional de representación, sin darse cuenta de que había perdido su razón de ser por el hecho mismo de la radical transformación que habían hecho sufrir al antiguo régimen representativo. Antiguamente el diputado a los Estados generales, ese mandatario enviado por su grupo hacia el rey para llevarle los votos de sus comitentes, era un representante; y la misma asamblea de diputados, si bien carecía de poder propio de decisión, era también una asamblea representativa de los diversos grupos del reino, por parte de los cuales venía a negociar con la realeza. Muy distintos son los caracteres de la Asamblea legislativa después de 1789, y las mismas condiciones en las que, bien sea esta asamblea, bien sus miembros, son
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llamados a ejercer sus poderes, hacen que el concepto de representación se convierta, por lo que a ella se refiere, en muy difícil, o más bien imposible de construir jurídicamente. Esta construcción es imposible, primero, porque ya no se sabe cerca de quién representaría a la nación la asamblea de diputados. Ya no puede ser, desde luego, cerca de la autoridad ejecutiva o del jefe del Ejecutivo, pues el cuerpo legislativo no tiene ya que tratar con el Ejecutivo; por el contrario, le impone su voluntad en forma de leyes, y la verdad es que, en cuanto a la potestad legislativa, tomó el lugar que ocupaba anteriormente el monarca. A menos que se diga que los representantes representan a la nación cerca de la nación misma, lo cual sería un contrasentido (cf. supra, p. 236, n. 25), no se ve ya*cerca de quién podría ejercerse la representación. En segundo lugar, la relación de representación, que antes de 1789 aparecía muy claramente entre el diputado y sus comitentes, ya no se concibe en el régimen creado por la Constituyente, porque no se alcanza ya a encontrar en el elegido los caracteres esenciales de un representante de sus electores. El cuerpo legislativo no es ya, en efecto, una reunión de mandatarios que se hacen intérpretes de las voluntades explícitas o implícitas de sus colegios electorales, sino que la esencia misma de la supuesta representación moderna está en la completa independencia del diputado respecto de sus electores, al hallarse éstos sistemáticamente excluidos de toda participación efectiva en la potestad legislativa. Es, efectivamente, en este sentido en el que los constituyentes de 1791 han opuesto el régimen que llamaban representativo al gobierno directo. Según su mismo testimonio, la diferencia precisa y capital entre estos dos regímenes consiste en que, en la democracia directa, la potestad legislativa corresponde a los mismos ciudadanos, y por consiguiente, las voluntades legislativas expresadas por la asamblea de diputados sólo tendrán valor mientras estén conformes con la voluntad popular; por el contrario, en el sistema constitucional que estableció la Constituyente, la potestad legislativa sólo empieza en la asamblea de diputados, una vez que ésta haya sido elegida y constituida; no reside, pues, en ningún grado, en los colegios electorales. Estos colegios ya no son, como antiguamente, asambleas deliberantes, sino únicamente asambleas electorales; y de modo análogo, los ciudadanos que los componen no son ciudadanos-legisladores, como en la democracia, sino únicamente ciudadanos-electores (Saripolos, op. cit., vol. II, p. 29)-1 Estos ciudadanos sólo tienen un puro poder electoral; 407
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Esta distinción entre el ciudadano legislador y el ciudadano elector fue indicada por los primeros constituyentes, especialmente por Barére, en la sesión del 7 de julio de 1789: "Distingo el caso en que un particular concede poderes a otro particular respecto a los objetos que le interesan personalmente, de aquel otro en que las asambleas elementales conceden a diputa371]
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no son llamados, en la elección, a dar su parecer respecto a las leyes por hacer, sino simplemente a escoger a las personas que habrán de hacer esas leyes; su intervención electoral constituye exclusivamente un acto de nombramiento de los legisladores. En estas condiciones no es posible admitir que los ciudadanos legislan por representación, y tampoco se puede decir que el diputado representa la voluntad legislativa de sus electores, pues no puede representarse una voluntad que no existe o, lo que jurídicamente viene a ser lo mismo, que la Constitución trata como inexistente. A este respecto, se ha podido decir que, en los límites de su competencia, el cuerpo de los diputados "encarna la voluntad, toda la voluntad, del ser colectivo" (Michoud, op. cit., vol. I, p. 143). La colectividad, en efecto, desde el punto de vista jurídico, no tiene más voluntad que la que habrá de ser formulada por sus autoridades regulares; fuera de éstas, nadie está calificado para querer por ella. Tal es también la idea que de la representación se formaron los hombres de 17891791; cuando hablan de la voluntad general, entienden por ella no ya la voluntad de la generalidad de los ciudadanos, ni siquiera la de la mayoría de éstos, sino únicamente la voluntad que se expresa por los representantes en nombre y por cuenta de la generalidad. La Constituyente se expresó, pues, de un modo incorrecto al seguir calificando como representativa a la asamblea de los diputados así transformada. Desde el momento en que rompía los lazos de subordinación que antes de 1789 unían al diputado con sus electores, excluía en adelante toda posibilidad de considerar a los elegidos como representantes. Con mayor razón, la idea de representación es inadmisible en lo que se refiere a los supuestos representantes que, como el monarca de 1791, ni siquiera están ligados al cuerpo de los ciudadanos por los lazos de la elección. Finalmente, desde un tercer punto de vista, la posibilidad de establecer la relación de representación con los datos proporcionados por el derecho público que nació después de 1789 desaparece porque no se ve quién entra en esta relación como representado. A despecho de la regla según la cual los diputados representan a la nación, la nación no puede ser sujeto de una representación propiamente dicha. En efecto, si se considera a la nación en sus miembros individuales, que son los ciudadanos, se acaba de demostrar que éstos de ningún modo están representados por el cuerpo legislativo, pues carecen de voluntad legislativa jurídicamente 408
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dos poderes que deben ejercerse en una asamblea general. En el primer caso, el comitente es el legislador: tiene el derecho de someter a su voluntad la de su mandatario. En el segundo caso son particulares no legisladores los que dan a sus diputados el poder de ser miembros de una asamblea legislativa y de opinar en ella como sus comitentes. En este último caso, los comitentes particulares no pueden ser legisladores... (Archives parlementaires, 1 serie, vol. VIII, p. 205).
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representable, ya que, según el orden jurídico establecido por la Constitución, sólo pueden querer legislativamente por la asamblea de diputados. Si, por el contrario, se considera a la nación como una colectividad indivisible en cuya unidad los individuos se absorben y se borran, es cierto desde luego que la nación así considerada tampoco es un sujeto representable, en el sentido propio de la palabra representación. Pues, por una parte, como colectividad unificada de los nacionales presentes y futuros, la nación es una persona abstracta. Las abstracciones no son susceptibles de ser representadas (cf. p. 1004, texto y n. 7, infra). Es el caso de repetir aquí que "el diputado que representa a todo el mundo ya no representa a nadie" (Prins, La démocratie et le gouvernement parlementaire , 2 ed., p. 161). Decir que los diputados representan a la nación, ser colectivo, sucesivo e intangible, es una fórmula que, jurídicamente, carece de sentido. Por otra parte, y sobre todo, la nación tomada en su unidad es una entidad abstracta que aparece como incapaz de querer por sí misma, y no llega a ser capaz de voluntad sino una vez provista de órganos que tengan jurídicamente capacidad de querer por ella. Por lo mismo, es evidente que la relación entre la nación y sus supuestos representantes no puede ser una relación de representación. El cuerpo de diputados no representa una voluntad nacional preexistente a la formación de la asamblea legislativa, voluntad que dicho cuerpo no haría entonces sino traducir o reproducir, sino que es el órgano encargado de formular una voluntad nacional que sólo comienza a existir por él, que se origina en él y que, según la Constitución, no se concibe fuera de él. La verdad es, pues, que el cuerpo de diputados crea esta voluntad, y no que la representa. Según la definición de los constituyentes de 1791, la asamblea de diputados quiere por la nación, lo que implica, recíprocamente, que la nación no puede querer, es decir, que no adquiere voluntad, por lo menos en el orden legislativo, más que por esta asamblea. La misma Constitución de 1875 no quiere significar otra cosa cuando declara que "el poder legislativo se ejerce por dos asambleas: la Cámara de Diputados y el Senado" (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. I9). 372. Así pues, en todos sentidos, los elementos indispensables para la construcción de la idea de representación faltan en el supuesto régimen representativo que es obra de la Asamblea nacional de 1789. Por esto la ciencia jurídica contemporánea vino a rectificar la calificación dada por la Revolución a los diputados electos. Al analizar la relación establecida por el derecho público moderno entre los diputados y la nación, dijo: Los diputados no son los representantes de la nación, pero su asamblea es el órgano, uno de los órganos de la nación. Para que el cuerpo de diputados pudiera considerarse como un cuerpo repre
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sentativo sería preciso que, con anterioridad a las decisiones emitidas por él, existiera una voluntad nacional, de la cual estas decisiones no serían sino la expresión conforme. Ahora bien, nada de esto se encuentra en el régimen llamado representativo, y este régimen no se basa en una idea de conformidad entre la voluntad nacional y las voluntades enunciadas por los diputados, sino que consiste en que las voluntades expresadas por el cuerpo de diputados constituyen la voluntad misma de la nación. No existe, en este régimen, representación de una voluntad por otra, sino que entra en juego una sola voluntad, la de la nación, que se expresa, se realiza por los diputados. Estos no son, pues, los representantes de una voluntad nacional distinta de la suya, sino que son un órgano por el cual la nación llega a ser capaz de querer. En adelante hay que sustituir el concepto de representación por el de órgano nacional o también órgano de Estado. 373. A. ¿Qué es un órgano y, en particular, qué debe entenderse por órgano de Estado? Para aclarar la teoría del órgano, hay que remontarse, por un instante, al concepto de persona colectiva. Según la definición comúnmente propuesta por los autores (ver especialmente a Michoud, op. cit., vol. I, pp. 3 ss.), la expresión persona jurídica, aplicada a una colectividad, expresa el hecho de que esta colectividad es un sujeto de derecho y forma, por consiguiente, una unidad jurídica; el Estado, en particular, personifica a la nación —se dice— porque es el titular subjetivo de los derechos de la colectividad nacional unificada. Desde luego, esta definición no es inexacta en sí; es evidente que las colectividades que tienen la condición de personas jurídicas se caracterizan como sujetos de derecho, pues en otro caso no serían personas. No obstante, importa observar que la propiedad de ser sujeto de derecho no es, para las colectividades personalizadas, el fundamento o el origen de su personalidad, sino una consecuencia que deriva de ésta. En realidad, la adquisición de la personalidad jurídica por una colectividad queda subordinada, ante todo, a la condición de que esta colectividad se haya constituido y organizado de manera que asegure en sí la unidad de voluntad, de potestad y de actividad; en el cumplimiento de esta condición es en lo que reside la verdadera causa determinante de la personalidad jurídica; por ello, en efecto, la colectividad se transforma en un ser único capaz de convertirse en adelante en un sujeto de derechos (ver supra, núms. 12 ss., 22 ss.). Ahora bien, esta unidad de voluntad, al engendrar como consecuencia para el Estado la potestad de dominación, no puede realizarse efectivamente sino mediante una organización que trate de producir una voluntad propia de la colectividad por procedimientos formales, ya que, por sí misma, la colectividad no tiene voluntad única; y como dice Michoud ("La notion
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de personnalité morale", Revue du droit public, vol. xi, p. 227), en ella "no hay más que las voluntades a veces confusas y contradictorias de sus miembros, voluntades que el derecho no puede tener en cuenta". Por ello, el objeto esencial de toda Constitución es dar a la comunidad nacional —que, por eso mismo, se encuentra estatizada— una organización que le permita tener y expresar una voluntad unificada. Y como, por la fuerza de las cosas, esta voluntad, de hecho, no puede ser sino la de individuos, el papel de la Constitución, a este respecto, consiste en determinar qué personas tendrán el encargo de querer por cuenta del ser colectivo. Por lo que acaba de decirse, estas personas no se limitarán a enunciar una voluntad colectiva ya formada anteriormente, sino que serán los órganos de voluntad de la persona colectiva, órganos mediante los cuales ésta puede empezar a querer jurídicamente. Finalmente, pues, por órganos hay que entender a los hombres que, individual o corporativamente, quedan habilitados por la Constitución para querer por la colectividad y cuya voluntad vale, por esta habilitación estatutaria, como voluntad legal de la colectividad. 374. Entre el órgano así definido y el representante, existen jurídicamente dos diferencias principales. a) Así como la representación supone esencialmente dos personas distintas, una de las cuales actúa por cuenta de la otra (ver pp. 938 ss., supra), el órgano, como tal, carece de personalidad propia. No existen aquí dos personas diferentes: la colectividad y su órgano, sino que sólo existe una personalidad única, que es la de la colectividad organizada; y los órganos de la colectividad no forman con ella más que una sola y misma persona. Incluso de aquí es de donde proviene principalmente el empleo, en esta materia, de la palabra órgano, y significa que los órganos de la persona colectiva, al igual que los de la persona física, no forman con la colectividad sino un solo ser jurídico. No es, por cierto, que se les pueda asimilar a los órganos del cuerpo humano, pues éstos son instumentos pasivos de la voluntad del hombre y de esta voluntad reciben su impulso, mientras que el órgano constitucional, por el contrario, es el llamado a proporcionar a la colectividad su voluntad legal. La teoría orgánica de que aquí se trata nada tiene de común con la de ciertos sociólogos que pretendieron asimilar las sociedades humanas a organismos vivientes y que hicieron así de la sociología una rama de la biología (contra esta doctrina, que nunca halló crédito entre los juristas, ver especialmente: Michoud, Théorie de la personnalité morale, vol. i. pp. 71 ss., 138; Deslandres, "La crise de la science politique", Revue du droit public, vol. XIII, pp. 249 ss.; Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 248 ss.). El concepto del órgano de Estado de ningún modo se funda en argumentos de orden psicológico, tomados de las ciencias naturales, sino únicamente
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en un análisis jurídico de la relación que existe entre la colectividad estatizada y los individuos que ejercen el poder de ésta. Estos individuos son órganos en el sentido de que, como los órganos del cuerpo humano, forman con el cuerpo nacional un todo único, una unidad jurídica. Son la misma colectividad que quiere y actúa, y esto desde un doble punto de vista: Por una parte, a diferencia del representante, que es con relación al representado una segunda persona, completamente distinta, el órgano no es un extraño para la colectividad, pues se recluta dentro de ésta y no fuera de ella; es uno de sus miembros constitutivos; más aún, por esta cualidad de miembro es llamado a servirle de órgano. Ya a este respecto aparece como parte integrante de la colectividad. Este es un punto que ha sido señalado por muchos autores, particularmente por Gierke (Die Genossenschaftstheorie und die deutsche Rechtssprechung, p. 625): "Cada uno de los órganos de la colectividad es poseído por ésta como un fragmento de sí misma" (cf. Michoud, op. cit., vol. i, p. 138, vol. n, p. 44; Jellinek, System der subjektiven offentl. Rechte, 2* ed., p. 30; G. Meyer, op. cit., 1 ed., p. 18; ver también la n. 23 del n9 391, infra). Por otra parte, el órgano no constituye sino un solo todo con la colectividad, porque la existencia de órganos es para ésta la condición misma de que depende esencialmente la formación y el mantenimiento de su personalidad, ya que un ser colectivo no puede nacer a la vida jurídica sino mediante una organización que transforme a la multiplicidad de sus miembros en una unidad corporativa de personas, que constituyan un nuevo sujeto de derechos. Bajo este aspecto, la diferencia fundamental que existe entre el órgano y el representante se desprende del hecho de que la representación puede tener su origen, y lo tiene la mayor parte de las veces, en un acto jurídico voluntario realizado por el que quiere hacerse representar, especialmente en un contrato concluido entre éste y el representante. Por el contrario, la cualidad de órgano jamás puede tener su fundamento jurídico en un contrato. Pues no convirtiéndose la colectividad en persona jurídica sino por la posesión de órganos, la posibilidad para ella de establecerlos por vía de un contrato no se puede concebir. No solamente esta posibilidad queda excluida en la época de la formación inicial de la persona colectiva y en lo que concierne a la fundación originaria de sus primeros órganos, sino que, incluso suponiendo a esta persona ya nacida y provista de suficientes órganos, el acto por el cual llega a crearse nuevos órganos o a transformar sus órganos anteriores no tiene nada de contractual; indudablemente, en este último caso, la colectividad, mediante su órgano, que tiene competencia para dicho efecto, realiza un acto de voluntad; sin embargo, tampoco hace otra cosa, con esto, sino constituir y reorganizar su personalidad. Así pues, la institu
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ción y los poderes del órgano derivan exclusivamente del estatuto orgánico de la colectividad. En una palabra, en lo que se refiere a la fundación del órgano, la idea de Constitución se opone a la idea de contrato (Michoud, op. cit., vol. I, pp. 132, 136-137; Laband, Archiv für civilistische Praxis, vol. LXXIII, p. 187-188, y Droit public de l'Empire allemand, ed. francesa, vol. i, pp. 99 ss.). Así pues, la representación presupone una persona representable; por el contrario, la personalidad jurídica de las colectividades presupone al órgano, porque es de la esencia misma de la persona colectiva el encontrarse, ante todo, organizada. Tal es el sentido, muy sencillo y correcto, de esta afirmación de Jellinek (op. cit., 2 ed., p. 30), que ha suscitado, en la literatura francesa, tan vivas protestas y ataques contra la teoría del órgano:. "Detrás del representante existe otra persona; detrás del órgano no hay nada". Duguit saca de estas palabras un argumento que considera decisivo, pues se refiere a él en diferentes ocasiones (ver especialmente L'État, vol. I, pp. 8, 238, 240, 271 n. etc.), contra la idea de la personalidad del Estado: "Si —dice— detrás de lo que se llama órganos de Estado no hay nada, es que sólo están los órganos, es decir, individuos que imponen su voluntad a los demás individuos". En el fondo, declara Duguit, Jellinek confiesa la inexistencia total de una persona-Estado. Esta argumentación no está en modo alguno justificada. Es posible que la fórmula de Jellinek esté concebida en términos demasiado absolutos, pues, como lo hace observar muy acertadamente Michoud (op. cit., vol. I, pp. 139-140), no son los órganos por sí solos los que forman la persona estatal. Pero, al menos, quiere decir Jellinek, y en esto tiene razón, que la organización de la colectividad, desde el punto de vista jurídico, es la condición sine qua non de su personalidad, y que, por consiguiente, esta personalidad, sin órganos, es totalmente inexistente en derecho. Esto es, en efecto, lo que, en último término, dice este autor en su Allg. Staatslehre, 3 ed., p. 560: "El Estado sólo puede existir por sus órganos; si, en pensamiento, se separaran de él esos órganos, no subsistiría una persona-Estado, que apareciera por lo menos como Tráger de sus órganos, sino que sólo quedaría jurídicamente la nada". Y esto es indudablemente cierto, sin que de ello, sin embargo, se pueda deducir nada contra los conceptos puramente jurídicos de personalidad estatal o de órgano de Estado. 375. b) Así como la representación supone dos voluntades, de las que una substituye a la otra, en las colectividades orgánicamente unificadas, particularmente en aquellas que constituyen Estados, no existe sino una voluntad única, la de la colectividad misma, organizada para querer. Sin duda se ha hecho observar con razón que el representante no se limita a declarar la voluntad del representado, pues en este caso no sería sino
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un simple mensajero; es su propia voluntad lo que declara; pero, en virtud del poder representativo que le ha sido conferido, bien sea por un acto jurídico que emana del representado, bien sea por la ley, su voluntad es representativa de la voluntad del representado, y por lo tanto la presupone. Por el órgano, al contrario, es la colectividad misma, particularmente la nación, y es ella sola, la que quiere y decide. Bien es verdad que el órgano, cuando expresa la voluntad de la colectividad, lo hace con plena independencia, y no está, como el representante, subordinado a la voluntad del representado, sino que quiere libremente. Pero por otra parte, y a diferencia del representante, que declara su voluntad propia, voluntad distinta de la del representado, el órgano estatutario no declara su voluntad propia, sino la del grupo que quiere por él (Duguit, L'État, vol. II, p. 32, y Traite, vol. I, p. 308; Michoud, op. cit., vol. I, p. 132; Saleilles, Nouvelle Revue historique, 1899, p. 598). El órgano expresa la voluntad de la colectividad. Esto no significa que la colectividad tenga realmente una voluntad propia en el sentido en que lo entiende cierta escuela, la que tiene como jefe a Gierke. Según este autor, existe en las corporaciones, especialmente en el Estado, una voluntad colectiva, real y natural, que es anterior a toda organización jurídica. "La corporación —dice Gierke (op. cit., pp. 603 ss.)— es una persona real, capaz de querer y de actuar. . . Indudablemente, la capacidad de voluntad y de acción de las colectividades sólo empieza a adquirir carácter de capacidad jurídica por efecto del derecho; pero no es creada por el derecho: éste la encuentra ya establecida, antes de intervenir para consagrarla, y se limita a reconocerla y a reglamentarla desde el punto de vista de su funcionamiento jurídico" (p. 609). Y especifica Gierke (p. 608) que, lo mismo para las colectividades que para los individuos, el fundamento primordial de la personalidad jurídica reside en el hecho de que tanto éstas como aquéllas poseen una voluntad interna, que es la fuerza inicial de la que proceden todos sus movimientos de actividad exteror. Así pues, según esta teoría, el órgano no puede considerarse, propiamente hablando, como el autor, el creador de la voluntad del grupo. Según Gierke, esta voluntad se halla contenida en el grupo desde antes de que éste haya recibido órganos jurídicos encargados de formularla. Es verdad que sólo existe en él de una manera latente y difusa; sin los órganos, no podría precisarse y manifestarse exteriormente; en este sentido, por lo tanto, es el órgano quien la realiza. No obstante, el órgano jurídico, en definitiva, no hace más que expresar al exterior una voluntad que es, no sólo jurídicamente sino natural y originariamente, la voluntad de la colectividad misma; el órgano no es, según Gierke (p. 624), sino el "Vermittler", el intermediario por el cual esta voluntad colectiva, interna y natural, va a canalizarse y a traducirse en actos externos. Por esto hay
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que decir que la colectividad y su órgano no tienen en conjunto más que una sola y misma voluntad.2 Pero esta manera de concebir el papel del órgano no puede admitirse. Como objeta Michoud (op. cit., vol. I, p. 71), Gierke se contenta con afirmar, pero no prueba de ningún modo, la existencia de una voluntad colectiva inmanente en el grupo. Para realizar esta prueba no sería suficiente —desde el punto de vista positivo y práctico en el que debe colocarse la ciencia jurídica— establecer que de la colectividad se desprende una voluntad común, formada por todas las voluntades individuales de los miembros, en cuanto éstas se dirigen hacia ciertos objetos comunes; sino que había que demostrar, además, que estas aspiraciones individuales hacia un objeto idéntico tienen por resultante una voluntad que es realmente una en cuanto a los medios a emplear con el fin de alcanzar el objeto común. Ahora bien, en lo que concierne especialmente a las colectividades estatales, es evidente que, respecto de ninguna cuestión, las diversas voluntades que se agitan dentro de ellas constituyen, en este último aspecto, una unidad real. Tal es precisamente el motivo por el que resulta indispensable que el Estado posea órganos. Cuando se dice que el Estado no puede prescindir de los órganos, esto no sólo significa, como pretende Gierke, que a falta de personas físicas que le sirvan de intermediarios, sería incapaz de manifestar exteriormente su voluntad interna, sino que, sin órganos, sería incapaz de querer, pues no subsistirían ya en él, 409
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Desde el punto de vista psicológico parece necesario, para darse cuenta del alcance preciso del concepto del órgano según Gierke, recordar la relación que a veces se establece entre la muchedumbre y los hombres, escritores u oradores, que se dirigen a ella. Ocurre a menudo que al escuchar a ciertos hombres eminentes que destacan en el discernimiento de los profundos e íntimos resortes del alma popular, el público reconoce en sus palabras la expresión de sus propios pensamientos, cuando, sin embargo, se trata de sentimientos que la gran masa de oyentes hubiera sido incapaz de definirse a sí misma, o que, en todo caso, no hubiera podido formular por sus propios medios. Se establece así una íntima comunicación entre la muchedumbre y quienes saben llegar a su espíritu revelándole sus propias aspiraciones y permitiéndole así tener conciencia de ellas. Sería tentador fundar la teoría del órgano, en gran parte, en un fenómeno del mismo orden. Los políticos que salen de la masa del pueblo para formular la voluntad nacional son, se ha dicho, órganos del pueblo, no ya en el sentido de que sus decisiones sólo habrían de ser necesariamente la expresión de voluntades populares ya fijadas y conscientes de sí mismas, sino, al menos, en el sentido de que, gracias a sus orígenes nacionales, a su forma de reclutamiento y a las garantías de todas clases por las que han sido designados como órganos por la Constitución, pueden considerarse como particularmente aptos para estatuir y obrar en direcciones que estén conformes con las aspiraciones, notorias o secretas, de la masa por cuya cuenta son llamados a querer. Por consiguiente, cabe esperar que, en las decisiones o medidas que son obra suya, la colectividad, normalmente, habrá de reconocer la expresión de sus propios deseos o tendencias, y, por tanto, de su propia voluntad. En este sentido, se ha dicho, puede afirmarse que realizan la voluntad existente en el seno de la colectividad, y también por esto se ha sacado la conclusión de que merecen ser llamados órganos de la colectividad.
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en este caso, sino voluntades individuales divergentes, inseguras de sí mismas, obscuras, no susceptibles de ser reducidas a la unidad.3 Lo propio del órgano de Etado es, pues, proporcionar a la colectividad nacional la voluntad unificada que le falta. Y esto es precisamente lo que afirmaban, en contra de la doctrina de Gierke, los constituyentes de 1789-1791, al decir de aquel al que llamaban representante que quiere por la nación. Con esto daban a entender que este "representante" no se limita a traducir una voluntad colectiva que estaría ya formada en el seno de la nación, 410
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Hauriou (La souveraineté nationale, pp. 16, 33-34) observa que en el seno de toda nación —y ello es particularmente cierto por lo que se refiere a la nación francesa, que actualmente no comprende poblaciones conquistadas o retenidas por la fuerza— existe una voluntad general, incluso unánime, que preexiste a las voluntades expresadas por los órganos y que es la condición previa de toda la organización estatal: es la voluntad de vivir en común; comprende cierto fondo de ideas morales y de principios jurídicos comunes, aspiraciones idénticas hacia determinado ideal de cultura y, sobre todo, la misma fe patriótica, el mismo profundo deseo de conservar intactos, con respecto al extranjero, el suelo, la población y la potestad social de la nación. Es lo que Hauriou llama (op. cit., pp. 23, 33 ss.) el "bloque de las ideas indiscutibles". Existe aquí un bloque de ideas, y también de personas: los individuos que no compartiesen esta voluntad unánime sobre aquellas cuestiones que para la nación tienen vital importancia, especialmente en materia de patriotismo o de servicio militar, se separan ellos mismos de la nación y son tratados por ella como criminales (pp. 20 y 36). Pero importa añadir, con el propio Hauriou (pp. 21, 56 ss.), que esta voluntad general, referente a tales puntos primordiales, está muy lejos de la voluntad que se enunciará, como voluntad una de la nación, por los órganos de ésta, particularmente por el órgano legislativo; pues si la unanimidad existe entre los nacionales en cuanto a los fines a perseguir, las incertidumbres, las divergencias de opiniones y de intereses, las contradicciones y las querellas empiezan en el momento en que se trata de fijar los medios que habrán de emplearse para alcanzar tales fines; a la unanimidad referente al bloque de ideas indiscutibles se sustituye en seguida la diversidad de las tendencias y opiniones particulares. En el momento en que el legislador toma partido y estatuye sobre alguna cuestión interesante para la nación, no se puede decir que reproduzca ni que exponga una voluntad superior, que tenga carácter de voluntad general en el sentido último que acaba de indicarse. No sólo la voluntad general, en el régimen llamado representativo, no es una voluntad soberana, ya que, en el momento de las decisiones por tomar, no tiene parte actual en la adopción de dichas decisiones, sino que tampoco existe, en ese instante, voluntad verdaderamente general: sólo existen voluntades discordantes, confusas, que se combaten entre sí. Cuando, según la fórmula revolucionaria tomada de Rousseau, se repite que la ley es la expresión de la voluntad general, esto no puede significar que enuncia una voluntad general preestablecida, sino que crea una voluntad general de la nación, general en el sentido puramente jurídico y formal de que, en adelante, y por razón del orden estatutario vigente, no se admitirá ni tolerará en derecho, y sobre el punto regulado por la ley, voluntad alguna particular contraria a la que enuncia el legislador. La voluntad general, por lo tanto, no tiene papel actual en la obra de la legislación. ¿Puede decirse, al menos, con Hauriou (op. cit., pp. 17, 27, 118 ss.), que desempeña en ella un papel posterior, por cuanto las leyes, dictadas en primer lugar por el órgano legislativo, son adoptadas más tarde por el conjunto de los ciudadanos, y ello en virtud de una "adaptación progresiva que entraña la adhesión de la voluntad general" y que constituye así una "ratificación por la voluntad general" de la obra del legislador? Sobre esta cuestión ver lo que se dirá infra, n. 18, p.1028, y cf. supra, pp. 197 y 202 n.
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sino que las decisiones por él emitidas constituyen, de una manera inicial, la voluntad nacional. Por lo mismo, en efecto, que la colectividad nacional recibió de su Constitución órganos regulares encargados de cumplir las diversas funciones estatales, empezó a encontrarse organizada para querer; al darle órganos estatutarios, la Constitución creó para ella medios o instrumentos de volición. Por efecto de esta organización, la voluntad enunciada por la persona u órgano adquiere valor de voluntad nacional, así como en adelante la colectividad no tendrá jurídicamente más voluntad que la de sus órganos. Así, cuando el órgano, actuando dentro de la esfera de su competencia y en las formas fijadas por el estatuto orgánico de la nación, emite una decisión, ya no hay por qué indagar si esta decisión corresponde a una voluntad naturalmente, o sea realmente, existente en la nación. La verdad es que la voluntad enunciada por la persona órgano sobre un objeto de su competencia constituye, en derecho, por sí misma, y constituye ella sola, la voluntad estatal de la nación. En este sentido se dijo anteriormente (pp. 992 ss.) que, a diferencia del representante, la persona órgano, al enunciar su voluntad, declara propiamente la voluntad nacional; y también en este sentido el hecho y el acto del órgano son el hecho y el acto de la colectividad nacional. Así pues, las personas o cuerpos que tienen la cualidad de órganos no son solamente órganos de expresión de la voluntad colectiva, en el sentido en que lo entiende Gierke, sino precisamente órganos de formación de esta voluntad. Son llamados a estatuir, no según una voluntad nacional preestablecida y que se impusiera a ellos, sino según su propia deliberación y según las circunstancias, a medida que éstas se vayan produciendo Sin embargo, para determinar completamente el concepto del órgano, conviene combinar las observaciones que, con respecto a la potestad de que dispone el órgano, acaban de presentarse, con otra observación no menos importante. Cuando se dice que el órgano quiere libremente y de una manera independiente, esto no significa que exista ausencia total de relaciones entre las voluntades que emite y las tendencias y aspiraciones que se producen en el seno de la colectividad por la que tiene el encargo de querer. Muy al contrario, importa no perder de vista, y —como se ha observado anteriormente (p. 990) —la misma palabra "órgano" basta para recordarlo, que el individuo que desempeña la función de órgano está en estrechas relaciones con la corporación: es un miembro, una parte integrante de ésta y no un tercero. Esto implica ya que el individuo que quiere por el grupo comparte, como miembro del grupo, las opiniones esenciales de éste. Un extraño, cuya voluntad se impusiera al grupo por una fuerza venida del exterior, ya no sería un órgano de la colectividad, sino un amo. Además, en el sistema francés de la soberanía nacional, el órgano ha de poseer un carácter nacional, en cuanto
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se relaciona con la nación, bien sea por su forma de nombramiento, por ejemplo y especialmente por la elección, bien sea, en todo caso, por el hecho de estar instituido por una Constitución que es a su vez obra de una voluntad que tiene carácter nacional. Y esto implica, entonces, que el órgano, por razón misma de su origen o de sus vínculos con el cuerpo nacional, se halla más o menos sometido a la influencia de las ideas y de los sentimientos que reinan en la nación; por consiguiente, las decisiones que tome se inspirarán en el espíritu nacional. Esto es lo que la primera Constituyente quiso expresar al calificar al órgano como representante. Desviando la palabra representación de su acepción jurídica normal, la empleó aquí en un sentido puramente político, con objeto de señalar la relación especial y las afinidades que existen entre la colectividad de los ciudadanos y sus órganos; y en cuanto a las voluntades del órgano, las consideraba como representativas, al menos en el sentido de que el órgano, sin dejar de estatuir libremente, enuncia una voluntad más o menos aproximada a la que emitiría la nación si pudiese querer por sí misma (cf. sobre estos diversos puntos la n. 23, p. 1037, infra). En resumen, pues, el concepto de órgano supone la existencia de ciertos lazos entre el grupo y los individuos que quieren por él. En virtud de estos lazos, el órgano está calificado para expresar la voluntad del grupo; constituye, en efecto, una unidad con el grupo, por lo que las decisiones que toma pueden considerarse como manifestaciones de la voluntad de grupo. No deja de ser cierto, sin embargo, que el órgano tiene el poder de decidir por sí mismo y bajo su propia apreciación. En el Estado especialmente, la influencia de la nación en la formación de las decisiones que sus órganos dictarán por su cuenta se ejerce desde luego en el acto constitucional que los determina; se ejerce también en el acto por el que se eligen y designan las personas llamadas a una misión de órgano. Pero, una vez instituido de conformidad con la voluntad nacional, el órgano no se comporta como representante de una voluntad superior, sino como el agente libre de la nación. Al instituirlo, ésta le confió el cuidado de querer por ella; en el mismo sentido, se ha dado un órgano de voluntad. 376. B. Tal es, en sus principales rasgos, la teoría del órgano. El mérito de haberla derivado y construido le cabe especialmente a Gierke, que la desarrolló, para las corporaciones en general, en su importante obra Die Genossenschaftstheorie und die deutsche Rechtssprechung, a la que hay que añadir su Deutsches Privatrecht, vol. I, p. 137 ss., 456 ss., así como el estudio aparecido en el Schmoller's Jahrbuch, vol. VII, pp. 1139 55. (ver también del mismo autor: Das Wesen der menschlichen Verbdnde). Se ha podido reprochar a este autor su concepto orgánico del Estado (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. i, pp. 250 ss.); se puede criticar también (ver pp. 993 55., supra) aquella parte de su doctri
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na que consiste en admitir la existencia natural de una voluntad colectiva, a la cual, para poder manifestarse, sólo le faltarían órganos; tampoco es posible seguir a Gierke cuando habla (Genossenchaftstheorie, pp. 172 ss.) de una personalidad del órgano, como si el Estado y su órgano constituyesen dos personas diferentes. Pero, una vez hechas estas reservas, hay que reconocer que Gierke es el primer autor que haya hecho aparecer claramente la oposición entre el representante y el órgano, al demostrar que por el órgano es la colectividad misma la que quiere y actúa (ver especialmente op. cit., pp. 624-625). Según esta doctrina, "el derecho constitucional tiene por objeto establecer las condiciones mediante las cuales un acto de voluntad realizado por ciertos individuos debe considerarse no ya como una simple manifestación de la actividad de dichos individuos, sino como una manifestación de la vida del ser colectivo del cual son los órganos" (Schmoller's Jahrbuch, vol. vn, p. 1139). Después de Gierke, el principal defensor de la teoría del órgano es Jellinek, que la sostuvo, en relación con el Estado, primero en su System der subjektiven offentl. Rechte, 2 ed., pp. 28 ss., 223 ss. (ver también Gesetz und Verordnung, pp. 205 ss.), y finalmente en su Allg. Staatslehre (3 ed., pp. 540 ss., ed. francesa, vol. II, pp. 219 ss.). Durante mucho tiempo, dice Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 258), se ha buscado en analogías sacadas del derecho privado, o sea en los conceptos de procuración y de mandato, el medio de definir la relación de derecho que se establece entre el grupo y los individuos encargados de actuar en su nombre; pero no se esclareció completamente, a este respecto, sino desde el momento en que se delineó el concepto jurídico del órgano. Y en otro lugar (System der subj. offentl. Rechte, 2 ed., p. 30) resume Jellinek la teoría del órgano en estos términos: "Los actos de voluntad realizados por los miembros de una colectividad unificada con vistas a un objeto unitario de ésta presentan un doble aspecto. En el mundo físico son actos de voluntad de individuos; en el mundo jurídico son puramente actos de voluntad de la comunidad. El individuo encargado de querer se convierte, desde e] punto de vista jurídico, en un órgano de voluntad de la comunidad." Así pues, respecto de este último punto, si bien Jellinek se separa claramente de la escuela organicista al rechazar toda idea de una voluntad colectiva primaria que existiera naturalmente en las colectividades estatales, llega a las mismas conclusiones que Gierke. Fuera de estos dos autores, la teoría del órgano recogió en Alemania numerosas adhesiones, especialmente las de Laband (ver las referencias indicadas, p. 992, supra), Preuss (Gemeinde, Staat, Reich, ais Gebietskorperschaften, pp. 157 ss.; "Ueber Organpersó'nlichkeit", Shmoller's Jahrbuch, vol. XXVII, pp. 557 ss.), Bernatzik ("Kritische Studien über den Begriff der juristischen Person", Archiv für offentl. Recht, vol. 376-
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V pp. 237 ss.). En Francia le costó más trabajo hacerse admitir; sin embargo, junto a adversarios determinados, como sobre todo Duguit (L'État, vol. II, pp. 25 ss; Traite, vol. I, pp. 311 ss.), cuenta hoy en la literatura francesa con cierto número de defensores, entre los cuales hay que citar principalmente a Michoud (op. cu., vol. I, pp. 129 ss.; vol. II, pp. 41 ss.), Saripolos (op. cit., vol. n, pp. 67 ss.), Mestre (Les personnes morales et le probléme de leur responsabilité pénale, pp. 211 ss.) (cf. Saleilles, Nouvelle Revue historique, 1899, pp. 597 ss., y, en un sentido muy especial, Hauriou, Principes de droit public, 2* ed., pp. 94 ss.). 377. Los adversarios del concepto de órgano de Estado lo combaten repitiendo que es un concepto de origen y esencia puramente germánicos (ver, por ejemplo, en este sentido Joseph Barthélemy, Role du pouvoir exécutif dans les républiques modernes, p. 28). Es posible, en efecto, que esta idea haya encontrado en el derecho monárquico alemán un terreno especialmente favorable para su desarrollo, así como parece, en primer lugar, que sea inconciliable con la idea de "delegación", sobre la cual la Constitución de 1791 (preámbulo del tít. III) fundó esencialmente, desde el principio, el sistema constitucional moderno del derecho público francés. Duguit (L'État, vol. II, pp. 15 ss.; Traite, vol. I, núm?. 5657) insiste mucho sobre este último punto. A la "teoría alemana del órgano jurídico" opone la "teoría francesa", que es, dice, la "teoría del mandato representativo". Esta teoría se formó en 1789-1791, y "no se puede dudar que constituye aún la base de nuestro derecho público" (Traite, vol. I, pp. 306-307, 337 ss.; cf. Hauriou, Précis, 9 ed., p. 137). Duguit se halla muy lejos de tenerla por irreprochable; sostiene, al menos, que su establecimiento por la Constitución de 1791 y por las Constituciones posteriores de Francia excluye la posibilidad de admitir el sistema del órgano del Estado en el derecho positivo francés. Pero cabe responder que, si la teoría actual del órgano jurídico es de construcción alemana, los materiales de la misma han sido proporcionados, en gran parte, por los trabajos y los discursos de los constituyentes franceses de 1791. El germen de esta teoría está contenido en su concepto del régimen "representativo" y en las definiciones mismas que dieron de este régimen. Indudablemente, la Constitución que es obra suya califica como "delegados" y "representantes" de la nación a las personas o asambleas a quienes confiere el ejercicio de la potestad nacional. Pero no hay que dejarse llevar por las apariencias que resultan de estas palabras. Hay que fijarse, no en lo que pudo decir la Constitución de 1791, sino en lo que hizo. La Constituyente obedeció a hábitos mentales fundados en una larga tradición, y trató también de dar satisfacción a las aspiraciones políticas del pueblo francés, presentándole a sus diputados
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como representantes y mandatarios. En realidad, bajo la apariencia de representación instituyó una cosa muy distinta. En efecto, 4si nos remontamos a la definición de la representación (ver pp. 967ss,, supra) que establecieron los primeros constituyentes y si se considera la naturaleza especial del poder que reconocieron a las personas o cuerpos calificados por ellos como representativos, si, por fin, nos fijamos en las condiciones, de que hicieron depender el derecho a esa calificación, nos veremos irresistiblemente llevados a establecer la conclusión de que la Constituyente entendió la palabra "representación" en el mismo sentido en que se emplea hoy la palabra órgano". En el régimen instituido por ella, esta palabra significaba que los supuestos representantes no son los intérpretes de una voluntad nacional que pueda formarse fuera de ellos, sino los órganos por los cuales se constituye esta voluntad. No solamente la teoría contemporánea del órgano se adapta muy exactamente al estado de cosas establecido con el nombre de régimen representativo por la Asamblea nacional de 1789, sino que también es la única que puede explicar las particularidades características de dicho régimen. Explica, por ejemplo, la independencia de que gozan los diputados con especto a sus electores; esta independencia proviene del hecho de que el cuerpo legislativo es un órgano de formación de la voluntad de la nación y no el representante de una voluntad preexistente. Asimisrno, el concepto de órgano permite comprender por qué pudo el rey, en 1791, ser clasificado entre los representantes aunque no fuera urr personaje electivo. La razón jurídica de ello es que también el rey recibía de la Constitución el poder de querer, en ciertos aspectos, por la nación, como lo observaron expresamente Barnave y Thouret; era por lo tanto, efectivamente, un representante nacional, en el sentido en que la Constituyente entendía la representación, o sea en el sentido de que efa-un'órgano de la nación En estas condiciones, cabe extrañarse de que los autores franceses, al renegar de los orígenes franceses de la teoría del órgano de Estado, la tengan hoy día por una creación exclusivamente germánica. Y esto es tanto más sorprendente cuanto que los hombres de 1789 delinearon los elementos de esta teoría con una firmeza y una precisión que nadie ha alcanzado' desde entonces. Cuando, por ejemplo, declaraba Sieyés ante la Constituyente que "el pueblo o la nación sólo puede tener una voz, que es la de la legislatura nacional", y en el sentido de que "sólo puede hablar por sus representantes"; cuando Barnave decía que "el cuerpo legislativo es el representante de la nación, porque quiere por ella"; cuando también Barére formulaba el principio de que "la potestad legislativa sólo comienza en el momento en que se constituye la asamblea de representantes" (ver pp. 963 y 979, supra), estos oradores expresaban, con
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tanta fuerza como lo hacen actualmente Gierke y Jellinek, la verdad de que el cuerpo legislativo es jurídicamente el órgano de la nación. En suma, pues, la ciencia alemana contemporánea no hizo sino formular científicamente un sistema que, en realidad, tiene su origen en los conceptos que sobre el régimen representativo emitió en Francia la Constituyente. Los alemanes descubrieron la palabra órgano, pero la Constituyente había concebido y expuesto claramente la idea esencial a la que responde esta palabra, a saber, que el órgano quiere por la nación.411 378. Se ha objetado, no obstante, que los conceptos representativos de la Constituyente difieren de la teoría actual del órgano de Estado por el hecho de que, procediendo del principio de la soberanía nacional, hacen derivar el poder del órgano, esencialmente, de una concesión que le fué hecha por la nación. Al darse órganos por su Constitución, la nación soberana delegó en ellos las diversas potestades que les encargó ejercer en su nombre. Nos vemos así llevados de nuevo a la idea de delegación,
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Se infiere de esto que de ningún modo puede considerarse fundado el reproche —tantas veces reproducido en contra de los constituyentes de 1791— de que, con su sistema representativo, establecieron entre la nación que es supuesta soberana y el cuerpo de diputados que es dueño efectivo de las decisiones por tomar, un dualismo de potestades que es inconciliable tanto con la unidad del Estado como con el principio de la soberanía nacional. Este reproche fue formulado aún, en último lugar, por Redslob (Die Staatstheorie der französischen Nationalversammlung von 1789, pp. 128 ss.). Este autor se apoya en el testimonio de Duguit, el cual sostiene (Traite, vol. i, pp. 77-78, 338) que, en el concepto francés consagrado por los textos revolucionarios, "la nación es una persona distinta del Estado, así como es distinta de los individuos que la componen", persona que, como tal, es "titular de la soberanía originaria". ¿Cómo —dice Redslob— puede comprenderse que la Constituyente haya podido declarar soberana a la nación y conceder a la vez el ejercicio de la soberanía efectiva a representantes, o sea a personas diferentes de la nación misma? Semejante contradicción, añade dicho autor, fue evitada por la teoría alemana, la que, por una parte, atribuye la soberanía únicamente al Estado y, por otra parte, define a las autoridades estatales como capaces precisamente de querer por dichos órganos, de modo que en esta persona única, que actúa así por sus órganos, están reunidas de un modo inseparable la soberanía nacional y la soberanía real. Pero la Constituyente no es culpable de la contradicción que así se le imputa. O, por lo menos, sólo es responsable en la medida en que cometió el error de presentar como representativas a autoridades que, según el papel que les asignaba la Constitución y según la definición misma que de dicho papel habían dado los oradores de la Asamblea, en el fondo y en realidad eran puros órganos. En el sistema efectivamente instituido por la Constituyente, la nación soberana no es una persona diferente del Estado (como ya se ha visto, núms. 4 y 336; ver también núms. 388 ss., infra), ni tampoco una persona distinta de las que orgánicamente son llamadas a querer por ella. Tampoco puede decirse, como lo hacen los dos autores anteriormente citados, que estas últimas personas posean el ejercicio delegado de la soberanía, de la cual, por su parte, la nación sólo conserva la sustancia. La verdad es que la nación constituye un todo indivisible, una unidad absoluta, con los supuestos representantes en los cuales halla su voluntad. Para cerciorarse de ello, basta recurrir otra vez a las claras afirmaciones de Sieyés y sus colegas, recordadas anteriormente. Se verá que estas afirmaciones excluyen cualquier idea de dualismo en esta materia: no dejan lugar a dualismo, ni de personas, ni de voluntades, ni de soberanías.
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de mandato y de representación, expresada por la Constitución de 1791 (ver pp. 914 55., supra). Esta idea parece confirmarse por el hecho de que, en el momento en que la nación se dio una Constitución, poseía ya jurídicamente cierta voluntad, pues se hallaba provista de un órgano constituyente por mediación del cual, en derecho, era capaz de querer, capaz por lo menos de constituirse; así ocurrió, especialmente en 1791. Si existe, por lo tanto, en el instante mismo en que la nación se constituye, una voluntad, y por consiguiente también una personalidad nacional, nada se opone, al parecer, a que las autoridades creadas por la Constitución sean consideradas como ejerciendo su voluntad o potestad por representación de la voluntad y de la potestad nacional y, por consiguiente, como representando, en definitiva, a la persona nación en la total acepción jurídica de la palabra representación. Sin embargo, esta conclusión sería errónea. Se basa en un análisis incompleto de la relación establecida efectivamente por la Constitución de 1791 entre la nación y sus supuestos representantes. Bien es verdad que, en el sistema de la soberanía nacional que adoptó esta Constitución, cualquier poder ejercido por la nación había de fundarse en una concesión nacional, en el sentido de que la nación no puede tener más órganos que aquellos que se asignó por su Constitución. Esto es lo que decía el art. 1º del preámbulo del tít. III de la Constitución de 1791, y también en este sentido dicho texto y los artículos siguientes del preámbulo creyeron poder referirse a una delegación o atribución de potestad hecha por la Constitución a las diversas autoridades instituidas por ella. Pero, si bien estas autoridades sólo pueden constituirse y adquirir potestad en virtud de un acto de voluntad nacional, esto no significa que el poder de que se hallan investidas proceda, propiamente hablando, de una delegación, en el sentido de que dicho poder hubiera sido objeto de una verdadera transmisión realizada entre ellas y la nación. Para que fuera posible semejante transferencia sería preciso, en efecto, que dicho poder haya existido primeramente en la nación, antes de pasar a las autoridades constituidas que lo ejercen. Ahora bien, del examen del régimen representativo tal como fue fundado en 1791, resulta precisamente que la nación, en este régimen, sólo adquiere la potestad de querer, en orden a las funciones constituidas, por sus "representantes"; por ejemplo, en el orden legislativo, la potestad nacional no empieza a existir —según la fórmula misma de Barére (ver p. 938, supra)— sino en el cuerpo legislativo ya constituido. Así pues, desde el punto de vista jurídico, no es exacto decir que en 1791, la nación, por medio de su Constitución, transmitía su potestad legislativa a la asamblea a quien encargaba de legislar; la verdad es que, al darse un órgano legislativo, sin el cual no hubiera podido querer legislativamente, creaba su potestad legislativa: se constituía a sí misma en
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efecto, un medio de querer en el orden legislativo. Es evidente que la potestad del órgano legislativo tenía su origen en un acto de voluntad nacional, o sea en el acto constituyente. Pero éste era un acto de creación y no de transferencia de la potestad legislativa412. Del hecho de que los órganos constituidos por la nación ejercen su poder eh virtud de un acto primario de voluntad nacional, no hay que intentar deducir, pues, que lo ejercen también en calidad de mandatarios y de representantes, delegados por la nación. Esta deducción, tan comúnmente admitida en la literatura francesa, proviene de un error respecto del alcance exacto de la idea de representación. Dicho error, por lo demás, fué afianzado en Francia por la misma Constituyente, que creyó y dijo fundar un régimen representativo cuando en realidad hacía algo muy diferente. Se hubiera evitado ese error si se hubiera puesto cuidado en f i j a r debidamente el concepto de representación. Cuando se quiere averiguar si una persona encargada de hablar por cuenta de una colectividad es un órgano o un representante, no es suficiente indagar si, en el momento en que se le dio dicho encargo, la colectividad ya se hallaba dotada de personalidad, pues a este respecto se ha observado ya (p. 991) que, una vez nacido y organizado, el ser colectivo lo mismo puede otorgarse por vía estatutaria nuevos órganos que concederse, por delegación, un representante. Pero ante todo es necesario tratar de saber cuál es el grado de independencia que va a gozar en su cargo la persona llamada a actuar por cuenta de la colectividad. He aquí entonces, de un modo general, cuál es el criterio distintivo entre representante y órgano: si la persona que habla por otra es independiente de ésta, bien sea porque esté obligada a conformarse a sus instrucciones o porque su misión sea revocable, como ocurre en el caso del mandatario, bien sea porque la voluntad que declara queda subordinada a una ratificación, como en el caso del gerente de negocios, bien sea también porque sea responsable de la manera como desempeña su misión, lo que ocurre en el
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Esta conclusión concuerda con el hecho de que, según el derecho público fundado en 1791 y que desde entonces ha permanecido vigente, el órgano constituyente queda excluido formalmente de cualquier participación en los poderes que ha de constituir. El principio francés de la separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos, en efecto, se dirige lo mismo contra el órgano constituyente que contra los órganos constituidos (ver no. 456, infra). Si el cuerpo legislativo no participa en la función constituyente, una Constituyente tampoco posee potestad legislativa. Tiene únicamente un poder: el de determinar los órganos que habrán de ejercer por la nación las diversas potestades a constituir. Así pues, si bien es verdad que preexiste al cuerpo legislativo cierta voluntad nacional que se halla realizada en el órgano constituyente, al menos conviene reconocer que dicho órgano sólo proporciona una voluntad a la nación desde el punto de vista constituyente, y que no engendra directamente en ella una voluntad legislativa. La potestad legislativa no se encuentra en las asambleas constituyentes, y éstas tampoco la delegan en las asambleas legislativas, aunque establezcan estas últimas y Fijen competencia.
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caso del tutor, de ello resulta una simple representación, pues en todas estas situaciones la voluntad del que actúa por cuenta ajena se encuentra subordinada, bajo una u otra forma, a la voluntad o a los derechos superiores del principal interesado, al que no hace más que representar.413 Por el contrario, si es la voluntad de la persona por la que se habla la que depende, en cuanto a su formación, de la voluntad del que habla, entonces ya no hay representación de una voluntad por otra, sino que la persona que habla aparece como el órgano de la que sólo por ella puede hablar. De esto se deduce que las personas físicas encargadas de enunciar voluntades en nombre de una colectividad poseen carácter de órganos o de representantes según que hayan recibido el poder de querer de un modo discrecional por el ser colectivo o se hallen dominadas por una voluntad superior que ya se encuentra realizada en el ser colectivo por medio de sus órganos. 414 Ahora bien, según los 413
En este sentido precisamente es en el que, en la esfera del derecho privado, y siguiendo en ello el ejemplo de los romanos, los juristas llaman a veces al representante el "dueño del asunto". Esto ocurre, particularmente, en el caso de la gestión de negocios (Código civil, arts. 1373 y 1375). ¿Puede decirse asimismo, en derecho público, que, según el régimen representativo, el pueblo es el amo, y que está representado por sus elegidos? A esta cuestión contestan los autores, ya como Hauriou (ver n. 27, p. 942, supra), afirmando la autonomía de los representantes", ya como Esmein (Éléments, 7º. ed., vol. i, p. 402), diciendo que "lo que caracteriza a los representantes del pueblo es el hecho de que son llamados a decidir arbitrariamente en nombre del pueblo". 414 El derecho público alemán ofrece un conocido ejemplo de esta distinción. Junto a sus príncipes y senados, que eran órganos propios de cada uno de ellos, los Estados alemanes de antes de 1918 tenían también, en el Imperio, un derecho de representación que se ejercía en el seno del Bundesrat. En efecto, éste se componía de delegados, enviados por los diversos Estados confederados, y que la Constitución del Imperio (art. 6) caracterizaba como "representantes" y "apoderados" de cada Estado. Este calificativo se justificaba porque los delegados de los Estados ante el Bundesrat habían de conformarse a las instrucciones que habían recibido de sus Gobiernos respectivos, que los habían nombrado y con relación a los cuales eran responsables de sus votos: eran, por lo tanto, pura y simplemente, mandatarios. Así pues, mientras que los príncipes y los senados alemanes, para cada Estado, eran los órganos constitucionales de una voluntad estatal por formarse y que se formaba efectivamente por ellos, los miembros del Bundesrat habían de expresar representativamente en esta asamblea una voluntad estatal ya constituida, la misma que se había manifestado en las instrucciones dadas a cada uno de ellos por sus Gobiernos particulares (Laband, Droit public de L’Empire allemand, ed. francesa, vol. I, pp. 365 ss., 383 ss.). En cuanto al Bundesrat, como colegio, era un órgano, el órgano supremo del Imperio. Hoy día, el Reichsrat, que sucedió al Bundesrat, pero que sólo posee una pequeña parte de la potestad del antiguo Consejo federal, es igualmente una reunión de representantes de los diversos Lánder comprendidos en la República imperial (Constitución del 11 de agosto de 1919, arts 60 ss.): el Reichsrat, en efecto, está compuesto de miembros de los Gobiernos de los Lander, que son delegados en él por esos mismos Gobiernos (ver, sin embargo, en cuanto se refiere a Prusia, la particularidad establecida en el art. 63). Por otra parte, cabe preguntarse en qué cualidad los Lánder reciben en él una representación. La cuestión de saber si tienen carácter de Estados es, en efecto, dudosa (ver, a este respecto y en sentido diverso, los estudios sobre la nueva Constitución alemana de Stiér-Somlo, pp. 79 ss., de Giese, 2" ed., pp. 65, 200-201, y
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principios del derecho público fundado en Francia en 1789-1791, es indudable que una vez creada la Constitución por la nación, por medio de su órgano constituyente, las autoridades constituidas por la nación para querer en nombre suyo están, con respecto a ella, en una situación de perfecta independencia. El cuerpo legislativo, en particular, no se limita a expresar a título representativo una voluntad legislativa preexistente en la nación, sino que quiere libremente por ésta; en el orden legislativo origina la voluntad nacional; las voluntades que emite valen por sí mismas, no se determinan por instrucciones previas, se sustraen a cualquier necesidad de una ratificación nacional y la nación no puede oponerles su veto; finalmente, el cuerpo legislativo no incurre en responsabilidad con respecto a la nación a causa de las decisiones que haya podido adoptar. En todos estos aspectos hay que reconocer que no ejerce un poder de delegado o de representante,415 sino efectivamente un poder de órgano. Y toda esta independencia característica del cuerpo legislativo proviene de que, como órgano, encarna de una manera exclusiva, por lo menos en el límite de su competencia constitucional, la voluntad entera de la nación —como lo dice Michoud, op. cit., vol. I, pp. 133 y 143— puesto que, para los objetos comprendidos dentro de este límite, la nación no puede jurídicamente manifestar una voluntad distinta de la suya. En esta manera de definir los órganos constituidos no subsiste sino un solo punto débil: estos órganos son revocables, la nación puede modificar sus poderes por una revisión constitucional e incluso puede retirarles completamente su "delegación"; así lo admitía, efectivamente, la Constitución de 1791, sobre todo en cuanto se refiere al rey. Así conserva la nación un poder sobre sus autoridades constituidas; así las mantiene dentro de su subordinación; así también, por tanto, parece salvaguardarse la idea de representación. Pero esta misma objeción no puede considerarse decisiva. En efecto, es conveniente observar que, según el derecho público positivo, la revisión constitucional no puede emprenderse y la substitución por órganos nuevos de los órganos anteriormente en funciones no puede realizarse más que por el órgano nacional que tiene competen-
los autores citados por este último). La modicidad misma de los poderes del Reichsrat podría inducir a pensar que el Imperio, actualmente, no es ya un Estado federal, sino un Estado unitario con federación de los países contenidos en él. 415 El representante está dominado por una voluntad más alta que la suya; se parece en esto .al funcionario, del que ya se trató en los números 364 ss., supra. No obstante, el representante y el funcionario difieren esencialmente el uno del otro, pues el primero actúa por representación de una voluntad que es en sí una voluntad libre. Bien es verdad que la voluntad enunciada poj el representante debe hallarse conforme con la que representa; pero, en suma, enuncia, a ir propio riesgo, Uta voluntad libre. El funcionario, por el contrario, sólo es el agente de ejecución subalterno de lu voluntad que lo domina.
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cia para expresar a dicho efecto la voluntad de la nación, o sea por el órgano constituyente, por el mismo que instituyó a las autoridades que ahora se trata de destituir. Ahora bien, acaba de demostrarse que la institución de estas autoridades por el órgano constituyente no es una operación de mandato; por lo tanto, el acto por el que este mismo órgano les retira su anterior potestad tampoco puede constituir una revocación de mandato. Al admitir un estatuto y órganos nuevos, la nación no hace sino darse un nuevo modo de formación de su voluntad y de su potestad en el orden de las funciones y de los poderes constituidos. En una palabra, por encima y por fuera de los órganos variables de la nación no existe una voluntad nacional de la que éstos serían los representantes revocables, sino que la voluntad nacional sólo puede constituirse, en derecho, por medio de los órganos encargados de producirla en cada una de las esferas de actividad estatal de la nación.416 379. C. Aclarado así el concepto de órgano de Estado, conviene ahora precisar su alcance. Las mismas precisiones que van a dársele acabarán de proporcionar su justificación. Considerando que hubo que buscar otra palabra diferente a la de representación para caracterizar de modo exacto la relación que se establece entre la nación y las personas encargadas de querer por ella, la palabra órgano es un término felizmente escogido, en cuanto expresa naturalmente, en esta materia, dos ideas principales sobre las cuales conviene insistir: a) Significa, ante todo, que el individuo que desempeña la función de órgano opera, no ya como pudiera hacerlo una persona que ejerza, como t a l , un poder del que fuera el sujeto especial, sino realmente como un instrumento del que se vale el ser colectivo para el ejercicio de poderes que sólo a él le pertenecen. Es evidente que el papel que personalmente desempeña el individuo órgano en la formación de la voluntad nacional es considerable. Y hasta se puede reprochar a algunos autores que no hayan reconocido e indicado
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La teoría de la delegación de la potestad soberana por la nación, después de haber sido durante mucho tiempo la teoría preponderante en la doctrina del derecho público francés (Duguit, Traite, vol. I, pp. 303 ss., 338 ss.), es rechazada hoy por la mayor parte de los autores: por Duguit (loe. cil., p. 299), por Michoud (op. cit., vol. i, pp. 287 ss.), por Hauriou (Principes de droit public, 1ª. ed., pp. 419 ss.; cf. 2» ed., pp. 637 ss.), que la llama " l a llaga del derecho constitucional francés". Hauriou (op. cit., pp. 434 ss.) propone substituir la teoría de la delegación por la idea de la "investidura", la cual, a primera vista, parece aproximarse a aquella otra, anteriormente expuesta, según la cual, al darse constitucionalmente órganos, la nación crea su potestad de querer. Sin embargo, la teoría de la investidura, tal como la entiende Hauriou, se reduce en último término a la de la delegación. En efecto, él mismo declara (op. cit., 1' ed., pp. 438 y 442) que "existe en la investidura una especie de mandato" dado por la nación a las autoridades que inviste. Ahora bien, la idea de mandato implica forzosamente la idea de transmisión de poder.
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bastante el carácter evidentemente personal, en ciertos aspectos, de la actividad que consiste en querer por la nación. Entre los partidarios de la teoría del órgano, en efecto, hay muchos que sostienen que el individuo órgano no tiene más función que la de expresar una voluntad cuyos elementos constitutivos se encuentran ya contenidos, al menos en estado latente, erf la nación. "Lo que se le pregunta al órgano —dice por ejemplo Mestre (op. cit., p. 2 2 1 )— no es su parecer personal sobre determinado objeto, sino cuál es, respecto de esta materia, la voluntad general o corporativa." Esto es tanto como decir que el órgano sirve para expresar la voluntad efectivamente preponderante en el grupo. Otros, como Gierke (ver pp. 993 ss., supra), pretenden que el órgano traduce al exterior una voluntad colectiva que existe realmente en el interior de la comunidad y que es la resultante o la síntesis de todas las voluntades particulares que se combinan en ella, de suerte que las decisiones emitidas por el órgano habrían de considerarse como el producto destilado de todas estas voluntades particulares, fundidas en una voluntad unificada. Pero este modo de comprender el papel del órgano no está conforme con la realidad de las cosas. En realidad, las personas colectivas carecen de voluntad propia; las decisiones tomadas por el órgano se basan en un acto de voluntad personal de éste. Sólo desde el punto de vista jurídico puede y debe el órgano ser considerado como enunciando la voluntad de la colectividad. Cuando se dice que esta colectividad quiere por sus órganos, hay que entender esto —como lo indica con mucha exactitud Michoud (op. cit., vol. i, p. 1 3 9 )— en el sentido de que, en v i r t u d del estatuto jurídico del grupo organizado, se considera como voluntad del ser colectivo lo que quiere el órgano. El acto de voluntad de la persona órgano es, según el mismo autor, "atribuido" por el derecho a la persona colectiva. Jellinek (L'État moderne, ed. francesa, vol. n, p. 219) expone un concepto análogo del órgano, definiéndolo como " u n individuo cuya voluntad vale como voluntad del grupo". Más exactamente aún, puede decirse que, por su estatuto, las colectividades en general y la nación en particular, se han apropiado de antemano las voluntades y decisiones emitidas por los individuos que adoptaron como órganos (cf. supra, p. 5 2 ) . Así, el individuo órgano es, por decir verdad, el autor de la voluntad nacional. El papel personal que desempeña en la formación de esta voluntad es por lo tanto capital. Y sin embargo, es de notarse que, a diferencia de la palabra representante, que despierta de inmediato la idea de una persona que actúa por cuenta de otra, la palabra órgano de ningún modo hace resaltar la personalidad del individuo que quiere por la colectividad. Muy al contrario, esta palabra se emplea a propósito para ocultar y hacer desaparecer a la persona que desempeña la función de órgano. Incluso los autores que con más precisión reconocen que la voluntad del
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ser colectivo, en derecho, adquiere su consistencia exclusivamente de la de los hombres que le sirven de órganos, definen al órgano no como una persona, sino sólo como un instrumento (Jellinek, loe. cit.) de voluntad de la colectividad. La razón de ello, dícese, es que el individuo órgano no tiene, como tal órgano, personalidad propia (Michoud, loe. cit., p. 134). Especialmente las relaciones entre el Estado y sus órganos, así como aquellas que se establecen entre los múltiples órganos del Estado, no son relaciones jurídicas entre personas diferentes. El Estado y sus órganos no forman en conjunto más que una sola y misma persona. Si otra cosa ocurriera, los conceptos de unidad y de personalidad del Estado no habrían podido concebirse. Todo esto es in dudable, y sin embargo esta manera de justificar la teoría del órgano exige a su vez una nueva explicación. Es cierto, en efecto, que el individuo llamado a desempeñar el papel de órgano es, en principio, una persona, un sujeto de derechos. Se le trata como tal desde el momento en que ejerce su actividad a título distinto del de órgano; incluso en sus relaciones con la persona colectiva es capaz de derechos y obligaciones cada vez que ejerce con respecto a dicha persona colectiva alguna facultad inherente, no a su función de órgano, sino a su personalidad individual. ¿Cómo puede ocurrir, pues, que esta personalidad del individuo órgano se desvanezca, o mejor dicho, que se haga caso omiso de ella, cuando actúa en su papel de órgano, y por qué no se le considera ya entonces como parte integrante del ser colectivo, formando con él una unidad análoga a la que forman entre sí el cuerpo humano y sus órganos? La explicación de este último punto, naturalmente, es de orden puramente jurídico. En lo que respecta especialmente al órgano de Estado, se refiere, ante todo, al concepto moderno según el cual la potestad estatal sólo pertenece al Estado mismo, o también a la nación (según el punto de vista del derecho francés), en cuanto ésta se identifica con el Estado. Según dicho concepto, la potestad que ejerce el órgano no puede considerarse como su propia potestad; tiene al Estado o a la nación como titular único, y el órgano no es sino su instrumento de ejercicio. Ya expresaba parcialmente esta idea Loyseau (Traite des seigneuries, cap. II, n' 7) al decir que " l a soberanía in abstracto es inherente al Estado, reino o república", y que del Estado "se comunica" ya al pueblo en la democracia, ya al príncipe en las monarquías. Esta misma idea constituye, en el fondo, la fuente más importante del principio de la soberanía nacional, tal como lo adoptó la Asamblea de 1789 como base del nuevo derecho público francés. Encontró por último su expresión más firme en la literatura alemana contemporánea, que refiere al Estado, como a su único titular primordial, toda potestad de dominación; a
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pesar de las tendencias que inducían a la escuela monárquica alemana a admitir que la aparición del órgano es un hecho concomitante con la aparición del Estado e incluso constituye el hecho generador del Estado, esta escuela afirma que, una vez formado el Estado, sólo él es el sujeto de toda la potestad de naturaleza estatal, del mismo modo que el poder* ejercido por un órgano estatal, sea el que fuere, no se basa en adelante, desde el punto de vista jurídico, sino en el orden estatutario establecido en y por el Estado; de donde se infiere la distinción esencial que introdujo esta doctrina entre la soberanía del órgano y la soberanía del Estado (Jellinek, loe. cit., vol. n, pp. 104 ss., 125). 380. Así pues, la teoría del órgano tiene por objeto, en primer lugar, señalar que, si bien de hecho la voluntad estatal reside y tiene su origen en los hombres encargados por la Constitución de querer por el Estado o por la nación, el poder que ejercen estos individuos no es en ellos una potestad originaria, un derecho propio, sino una simple competencia estatal, es decir, una potestad que se ejerce por cuenta exclusiva del Estado. No obstante, aun partiendo de la idea de que el Estado es el titular primitivo de la potestad soberana, ¿no podría admitirse que, por la Constitución, delega esa potestad en las personas o asambleas que poseen su ejercicio? ¿No es suficiente el concepto de delegación para indicar que estas personas o cuerpos sólo poseen una potestad prestada? Y, por consiguiente, ¿no podrá este concepto prestar los mismo servicios que el de órgano? Ya se contestó antes a esta pregunta (ver pp. 1001 ss.) que el Estado no transfiere por la Constitución su potestad, sino que se la crea al organizaría. Pero, además, la construcción jurídica que se resume en la idea de delegación es inconciliable con el principio de la necesaria unidad del Estado, y sería contraria a la doctrina misma, antes recordada, según la cual la potestad estatal sólo puede concebirse en el Estado; pues implicaría, según la acertada observación de Jellinek (loc. cit., vol. I I , p. 250), que el Estado reconocería junto a sí, en la persona del delegado, un segundo titular de su potestad, y así originaría un dualismo en oposición directa con el objeto mismo que persigue la doctrina moderna del Estado, único posible sujeto de la soberanía. Este fin sólo puede ser alcanzado mediante una condición: que se establezca efectivamente que, al recurrir a personas físicas para el ejercicio de la potestad estatal, la Constitución no las inviste de dicha potestad como delegados, como personas jurídicamente distintas del Estado, sino que con ello no hace sino constituir la personalidad del Estado mismo, asegurándole a éste órganos que no constituyen sino un todo con él. Por lo tanto, el individuo órgano no ejerce un derecho propio, ni tampoco un derecho delegado; no es, en modo alguno, un sujeto de derechos, al menos
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como órgano; luego tampoco posee, como órgano, la cualidad de persona. Todo esto es tanto como decir que la potestad estatal- no es de las que se prestan a delegaciones, no sólo porque una delegación de soberanía equivaldría a una enajenación, como lo demostró Rousseau (Contrat social, l i b . I I , cap. i y l i b . III, cap. x v ) , sino sobre todo porque, si se admitiese la posibilidad de transferirla a personas diferentes del Estado, se destruiría por ello mismo su carácter esencial, que consiste en ser una potestad estatal, es decir, una potestad que sólo se concibe en el Estado (cf. supra, n" 86). Tal es también el sentido de la proposición, tan frecuentemente reproducida en la literatura actual, de que el órgano ejerce, no ya un derecho subjetivo ni una capacidad conferida a la persona que desempeña la función orgánica, sino únicamente una competencia estatal (ver para la precisión de esta idea los núms. 424 y 428, infra). En estas condiciones, nada se opone a que el Estado posea múltiples órganos, entre los cuales se repartirán competencias diversas. La unidad del Estado no puede comprometerse con esto, pues, por su íntima unión con el Estado, los múltiples órganos no constituyen con él sino un sujeto único. También resulta de esto que, si se suscitaran entre estos órganos dificultades de orden jurídico referentes a la extensión de sus competencias particulares, este l i t i g i o , por más que se instruyera en forma de proceso, no podría considerarse como un verdadero proceso entre personas adversas y que hicieran valer sus respectivos derechos, pues todo conflicto de este género sólo puede dar lugar a un simple arreglo de competencias en el interior del Estado, sujeto común de los derechos y poderes aplicados por sus órganos (Jellinek, loe. cit., vol. II, p. 249; Michoud, op. cit., vol. I, pp. 146, 285; cf. n. 8 del n* 428, infra). 381. Tal vez se diga que toda esta construcción abstracta del sistema del órgano de Estado no altera en nada el hecho de que, en definitiva, la voluntad del Estado se reduce a la de los individuos que pasan por sus órganos. Pero sería un error creer que la teoría del órgano sólo presenta un interés de orden especulativo y que está desprovista de valor práctico. No solamente es la única que puede explicar los hechos de que derivan los caracteres distintivos del Estado corporativo moderno, como lo reconocen sus mismos adversarios (Duguit, L'État, vol. i i , pp. 50-51), sino que, además, proporciona la solución de muchas cuestiones que sin ella quedarían indecisas. Desempeña, por ejemplo, un papel decisivo en la cuestión de saber si las personas o cuerpos designados por la Constitución para ejercer tales o cuales atributos de la potestad del Estado pueden delegar total o parcialmente su poder en otras autoridades, que les substituirían así en el
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cumplimiento de su labor. Si no se admite la teoría del órgano, cabrá vacilar al discutirles esta facultad. El titular de un derecho subjetivo tiene libertad de disponer de su derecho trasmitiéndoselo a otro. Incluso un representante, un mandatario por lo menos, puede encargar a un tercero que ejecute el mandato en su lugar (Código c i v i l , art. 1994; Aubry y Rau, Cours de droit civil franeáis, 5* ed., vol. v i , pp. 173 ss.; cf. Esmein, Éléments, 1* ed., vol. i, p. 469 n.). Por el contrario, la posibilidad de tal substitución por parte del órgano no puede concebirse ni por un instante, pues en el poder ejercido por él no existe nada subjetivo. El órgano no posee un derecho delegado y susceptible de subdelegación, sino únicamente una competencia que ha de ejercer en los términos mismos, o sea dentro de las formas y bajo las condiciones en que le ha sido atribuida por la Constitución (sobre esta cuestión ver las observaciones que se presentaron supra, p. 5 4 1 ; cf. Esmein, "De la délégation du pouvoir législatif", Revue politique et parlemeníaire, vol. i, pp. 202 ss.). El interés práctico de la distinción entre el órgano y el representante se descubre también al abordar la cuestión de las responsabilidades que pueden incumbirles respectivamente. Así como el representante responde normalmente de los actos punibles que haya podido cometer en el ejercicio de su función, la irresponsabilidad que es propia del Estado, al menos dentro de la esfera del derecho interno y en lo que concierne a aquellos de sus actos que se refieren al ejercicio de su pura potestad imperativa (ver supra, pp. 207 ss.), implica necesariamente la irresponsabilidad correspondiente de sus órganos, ya que éstos, cuando funcionan dentro de la órbita de su competencia, son el mismo Estado que quiere y actúa. Este es, en gran parte, el fundamento de la irresponsabilidad, que constituye uno de los rasgos característicos de la condición jurídica del órgano de Estado propiamente dicho, o sea de las personas o asambleas que tienen el poder de querer por el Estado de un modo totalmente independiente. Tal es el caso de una Constituyente, del monarca en el régimen de la monarquía pura y del cuerpo legislativo. Recíprocamente, las personas colectivas distintas del Estado, que carecen de potestad dominadora, no pueden atrincherarse detrás del principio de la irresponsabilidad que deriva, en provecho del Estado, de la energía especial de su poder. Así pues, la teoría del órgano entraña, por lo que a aquéllas se refiere, la consecuencia de que serán directamente responsables, civil e incluso penalmente, de los actos punibles o delictivos que pudieran cometer sus órganos con ocasión y en el ejercicio de sus funciones, pues, mediante el órgano, es la colectividad misma la que quiere y actúa; la falta del órgano es, pues, la falta de la colectividad misma (sobre la responsabilidad de las personas colectivas por la actuación de sus órganos, ver Michoud, op.
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cit., vol. i i , cap. x, y sobre la del Estado, ibid., vol. i, pp. 272 55., vol. 11, pp. 231 ss., 257 ss., con la bibliografía indicada en esos diversos l u gares).417 382. b) La palabra órgano tiene por objeto, en segundo lugar, señalar que el órgano no se identifica con las personas físicas que desempeñan la función orgánica. A diferencia de la palabra representante, que llama directamente la atención sobre la persona que ha de actuar por otra, la palabra órgano hace abstracción de los individuos encargados de querer por el Estado. Es un término impersonal, que únicamente se refiere a la organización estatal y que relega al último plano a los indivi417
Otra consecuencia, ya señalada (p. 761), de la teoría del órgano es que los acuerdos o manifestaciones de voluntades comunes e idénticas que pueden producirse entre autoridades encargadas de querer en nombre del Estado no pueden constituir contratos en el sentido propio de la palabra. Tanto si las dos Cámaras que constituyen el cuerpo legislativo se ponen de acuerdo y ocurre así después de negociaciones entre ellas para adoptar un texto, como si la ley se engendra en concurso por las voluntades concordantes del Parlamento y de un monarca, es muy posible que exista aquí un caso de Vereinbarung (Jellinek, System der subjektiven óffentl. Rechte, 2* ed., pp. 204 ss. ) , pero no existe, en ningún grado, acto contractual, puesto que un contrato supone tratos entre personas diferentes; y las dos Cámaras, el Parlamento y el monarca, quieren en nombre y por cuenta de una persona única, que es el Estado; tales autoridades actúan en este aspecto como órganos de la persona estatal, o mejor dicho, constituyen el órgano complejo de la legislación. Con mayor razón, no pueden considerarse dentro de la categoría de los contratos los entendimientos o acuerdos, por lo demás frecuentes en la práctica, que se producen entre servicios administrativos, por ejemplo entre diferentes ministerios; pues un ministerio, aunque se le considere en la persona de su jefe, el ministro, ni siquiera es un órgano de la persona estatal, sino únicamente un departamento, una subdivisión del organismo administrativo. Un contrato propiamente dicho no puede concebirse entre dos ministerios, como tampoco puede concebirse entre oficinas de una misma casa de comercio. Cuando dos órganos o servicios administrativos entran en negociaciones y llegan a un arreglo, es siempre y únicamente el Estado el que, en definitiva, habla y actúa por ellos; ahora bien, el Estado no puede contratar consigo mismo, obligarse a sí mismo. Por lo que se refiere especialmente a los servicios administrativos, sus agentes sólo operan como autoridades subalternas subordinadas a una autoridad estatal superior y común, que puede anular los actos concluidos entre ellos; tales actos, pues, no pueden originar entre ellos lazos contractuales, que constituyan obligaciones efectivas. Diferente es el caso en que se concluyese un convenio entre el Estado, actuando a través de sus órganos o agentes competentes, y, por ejemplo, un municipio: el concepto de contrato se encuentra aquí plenamente realizado, ya que el municipio es una persona administrativa distinta. Ni el órgano del Estado, ni los servicios públicos o departamentos ministeriales del Estado, poseen ese carácter de personas jurídicas distintas. Ver, además, en la obra anteriormente citada de Michoud, vol. 1, pp. 133, 143-144, la enumeración de otros múltiples intereses que se refieren a la distinción entre el órgano y el representante. Por ejemplo, en lo que se refiere a los poderes electorales que corresponderían a una colectividad, debe observarse que, en principio, el derecho de voto no puede trasmitirse a un tercero: este derecho, por lo tanto, no es susceptible de ejercerse por un representante (ver no 420, infra); por el contrario, es natural que el poder electoral de la colectividad se ejerza mediante el órgano de ésta, ya que, al no constituir el órgano sino un todo con la persona colectiva, te esta persona misma la que, a través de su órgano, hace uso de su derecho de voto.
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duos, cuyo concurso es indispensable sin embargo para el funcionamiento de esta organización. Indudablemente, el valor y las actitudes personales de los hombres que sirven de órganos al Estado tienen para éste gran importancia desde el punto de vista político; pero desde el punto de vista jurídico, la consideración de su individualidad es indiferente. La razón de ello es que no hay que confundir al órgano con la o las personas que se hallan, en un momento determinado, investidas de un cometido orgánico (Jellinek, L'État moderne, ed. francesa, vol. I I , pp. 251 ss.; G. Meyer, op. cit., 7* ed., p. 18, texto y n. 4 ). Así ocurre en cuanto al órgano legislativo. Ante todo, hay que tener por cierto que el órgano legislativo no es cada diputado en particular; e incluso, aunque esto sea discutido, no puede decirse que cada diputado sea un órgano legislativo. El órgano legislativo es únicamente el cuerpo de diputados, tomado en su conjunto y estatuyendo por mayoría de sus miembros (Saleilles, Nouvelle Revue historique, 1899, p. 600; cf. Duguit, L'État, vol. II , pp. 148-149; Michoud, op. cit. vol. i, p. 145; en sentido contrario, ver Saripolos, op. cit., vol. I I , pp. 86 ss.). La Constitución de 1791 (tít. III, preámbulo, art. 3) lo decía claramente: " El poder legislativo se delega en una Asamblea nacional, compuesta de..." El art. 2 (ibid.) repetía: "Los representantes son el cuerpo legislativo y el rey" (cf. tít. III , cap. n i , sección 1ª, art. 1º: " La Constitución delega en el cuerpo legislativo los poderes siguientes..."). Bien es verdad que otros textos (por ejemplo, tít. III, preámbulo, art. 3; cap. I, sección P, arts. V ss., y sección 3ª, arts. 1' ss., 7) daban a cada diputado individualmente el nombre de representante. Pero esta calificación no estaba en absoluta conformidad con las ideas que habían inspirado la creación constitucional del régimen representativo en 1789-1791; existe sobre este punto el testimonio de Sieyés, uno de los promotores de dicho régimen: "Sólo por abuso tomamos individualmente el título de representantes; aquí no hay más que un representante, el cuerpo de la Convención" (Moniteur universel, 7 termidor, año m ) . El diputado sólo puede ser calificado como representante en el sentido de que es miembro del órgano colegiado en que reside el poder representativo. Pero hay que ir más lejos aún. No sólo el diputado, considerado aisladamente, no es un órgano, sino que además el órgano legislativo no debe identificarse con el conjunto de los diputados que componen, en un momento dado, la asamblea legislativa. Así también, y suponiendo que, según el derecho establecido por la Constitución de 1875, la función presidencial entrañe para el Presidente de la República un poder de órgano, el órgano ejecutivo, no se trata de la persona que, en un momento dado, ocupa la Presidencia, lo mismo que en la monarquía el órgano real
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no se confunde con la persona física que reina en el momento. Así también, el cuerpo electoral, como órgano de nombramiento, no consiste sólo en aquellos ciudadanos actualmente en vida que tienen capacidad de electores. La razón de ello es que los individuos que se suceden en la función de órgano son efímeros y mudables; en tanto que se renuevan, el órgano, por el contrario, permanece estable e idéntico. Este es el concepto que expresaban los antiguos legistas franceses, al decir: " E l rey nunca muere" (Duguit, L'État, vol. i, pp. 332-333). Los ingleses se expresan del mismo modo: " [ L o s monarcas] Enrique, Eduardo o Jorge pueden morir, pero el rey les sobrevive a todos" (Jellinek, loe. cit., vol. I I , p. 2 5 3 ) . Asimismo, los hombres que constituyen el cuerpo legislativo pueden variar durante el curso de las diversas legislaturas, pero las leyes que emanan de estas sucesivas asambleas quedan como obra de un solo y mismo órgano. En una palabra, el órgano no es tal individuo o tal asamblea de personas físicas, sino el Parlamento, el monarca, el Presidente, "como institución", según dice Jellinek (System der subj. óffentl. Rechte, 2^'ed., p. 138). El órgano es continuo y permanente. La perpetuidad del Estado no es más que la perpetuidad del órgano.418 Así se explica que la consideración de los individuos que desempeñan la función de querer por el Estado no se transparente en la palabra órgano. La verdad es, en efecto, que el poder orgánico ha sido ligado por la Constitución a la función de órgano antes que a la persona investida de dicha función.419 Con esto se confirma la doctrina, ya expuesta anteriormente (núms. 347 y 3 6 9 ) , según la cual el órgano, si es electivo, o también el representante, como se decía en 1791, recibe su poder, no ya de la elección, sino de la Constitución misma. Esta doctrina se halla efectivamente conforme con la idea que se formó la Constituyente del fundamento de la representación. Según el concepto aceptado en dicha época, es en la Constitución donde la nación "delega" su potestad en
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¿No es esa, en el fondo, la verdadera razón por la que se justifica la no caducidad de las proposiciones de ley adoptadas por la Cémara de Diputados, cuando llega el final de la legislatura, antes de que hayan sido adoptadas también por el Senado? Las legislaturas sólo son temporales: el órgano legislativo no perece jamás. Ver sobre este punto y, en parte, en este sentido: Esmein, Éléments, 6* ed., pp. 984 ss.; Hauriou, "L'institution et le droit statutaire", Recueil de législation de Toulouse, 1906, p. 147 n. 419 Si el órgano se confundiese realmente con la persona física que desempeña su panel, la cualidad de órgano sería indeleble en dicha persona y todos los actos, cualesquiera que tueien, realizados por ella, serían actos de órgano, ya que dicha persona es una y permanece siempre igual a sí misma. En realidad, los únicos actos que, por parte de ella, tengan valor de actos de órgano, son aquellos que realiza a título de órgano y según las formas especiales que condicionan la actividad del órgano. Así pues, la persona física se reduce a revestirse de la función de órgano, del mismo modo que un oficial o un funcionario reviste el uniforme que lo capacita para ejercer los poderes inherentes a su función.
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autoridades representativas. La Constitución crea los poderes representativos, en el sentido de que determina objetivamente los órganos que podrán querer por la nación, y además regula el modo de designación y la competencia de dichos órganos. Pero la Constitución no designa subjetivamente a los individuos que habrán de ejercer el poder representativo, sino que se l i m i t a a f i j a r los procedimientos mediante los cuales estos individuos serán designados posteriormente. Esto es evidente para el cuerpo legislativo, pues la Constitución instituye y organiza un colegio de diputados-legisladores, pero no nombra ella misma a los diputados. Esto es visible también, en una república, para el jefe del Ejecutivo, pues la Constitución crea una presidencia a la que tal vez conceda poderes de naturaleza representativa, pero no puede nombrar a los sucesivos presidentes. Será, pues, necesario, bajo el imperio de la Constitución y a medida que se produzca una terminación de legislatura o una vacante presidencial, proceder a nombramientos o a elecciones que tendrán por objeto designar los titulares de los poderes representativos. Pero, obsérvese bien, no es en el momento de la elección cuando se opera el fenómeno generador de la representación; no es la elección la que confiere al representante la cualidad representativa, sino que esta cualidad le ha sido atribuida previamente por la Constitución.420 Asimismo, no es la elección la que crea el órgano, como tampoco la función instituye ni determina los poderes que entraña. Estos poderes han sido creados por la Constitución; el elegido los encuentra incorporados a la situación para la cual se le nombra. En una palabra, la elección sólo designa a los individuos que habrán de desempeñar provisionalmente el papel de órgano o que habrán de ocupar los puestos representativos instituidos previamente por la Constitución. Encontramos así de nuevo la conclusión que ya se dedujo en otro terreno (ver pp. 930 ss., supra), a saber, que la elección no constituye una delegación de poder, sino que sólo tiene el alcance de una designación de personas.421 420
Otra cosa ocurre en las Constituciones plebiscitarias, en las que el plebiscito se refiere a la vez a los poderes representativos y al hombre que habrá de poseerlos. Aquí, la Constitución confunde al órgano con el hombre elegido como titular de la función. Esta es una de las principales diferencias que separan al régimen plebiscitario del régimen representativo. 421 Hauriou (Précis, 6' ed., p. 62) expresó ideas análogas, sólo que en términos que parecen discutibles: " E s el cuerpo electoral soberano, en el que se encuentra el depósito de la potestad pública, el que, por una especie de acto creador, pone a disposición de una administración pública el poder, y al mismo tiempo, delega este poder en órganos. En la realidad de las cosas, esta delegación por el cuerpo electoral no se renueva totalmente en cada elección. Lo que se renueva es la delegación de los poderes a tal o cual personaje elegido, pero, en cuanto al poder puesto a disposición de una administración pública para ser ejercido por sus Órgano*, la delegación es permanente y regulada por la ley. Este arreglo se hace posible mediante la distinción entre el puesto y el titular del puesto: se regulan por la ley, de una vez Conspor todas, las atribuciones del puesto, y después se delega a alguien en el puesto." La distinción establecida por Hauriou entre el puesto y sus sucesivos ocupantes (ver también Principes de droit public, 2" ed., p. 646) es perfectamente exacta. Pero en modo alguno existe la doble delegación de potestad de que habla dicho autor. Al organizarse
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383. D. Hay queaveriguar ahora —y ésta es una parte a la vez importante y delicada del asunto— de quién o de quiénes son órganos los individuos o asambleas investidos del poder de querer por la nación. Acerca de este punto, el pensamiento de la Asamblea nacional de 1789 no deja lugar a dudas. Son los órganos de la nación; y la Constituyente entendía por ésta la colectividad indivisible y permanente de los nacionales. Mediante su Constitución, la nación se ha dado órganos para expresar su voluntad. En adelante, las decisiones formuladas por esos órganos constitucionales habrán de ser consideradas jurídicamente como la voluntad del cuerpo nacional. Y la Constituyente no distinguía, a este respecto, entre los órganos electivos y los órganos no electivos, pues según la Constitución de 1791, el rey y la Asamblea legislativa eran "representantes" de la nación con el mismo título y en el mismo sentido. Evidentemente, los poderes o atribuciones de la Asamblea eran notablemente más extensos y más fuertes que los del monarca. No obstante, en lo que se refiere al fundamento del carácter representativo de estos órganos, la Cons-
mediante su Constitución, la nación no delega su potestad, sino que la crea, como se ha dicho anteriormente (p. 1002). Y en cuanto al cuerpo electoral, el acto mediante el cual nombra a los individuos que desempeñarán el papel de órganos consiste en una simple designación de personas y no en una operación de trasmisión de poder. No puede aceptarse, pues, la doctrina emitida sobre este punto por Duguit (L'État, vol. I I , pp. 173-174; Traite, vol. i, pp. 338-339), quien enseña que, según la Constitución de 1791, los diputados, en la elección, reciben un mandato que les da la nación, de modo que "adquiere la asamblea, por el hecho de la elección, el derecho de querer por la nación". Suponiendo que el régimen representativo se fundara en un verdadero mandato, lo que —como se ha visto (n9 377)— no era el caso del sistema de 1791, este "mandato" hubiera estado contenido en el acto constituyente, pero no en el acto electoral. No es por la elección como la nación confiere a sus diputados el poder de querer por ella, sino que se lo ha conferido, de una vez por todas, por la Constitución que se ha dado. O mejor dicho, lo ha conferido, de una manera impersonal, a la asamblea legislativa, y es indirectamente también, por el hecho de que lleguen a ser miembros de dicha asamblea, como los diputados lo adquieren a su vez. En otros términos, el representante no adquiere su carácter representativo de su origen electivo, sino realmente de la naturaleza de los poderes que la Constitución confiere a la función de que se halla investido. Así se desprende de los textos constitucionales de 1791 y de las explicaciones que dieron los primeros constituyentes. Según estos textos y según el testimonio de sus autores, para saber si nos hallamos en presencia de un personaje representativo no hay que fijarse en el procedimiento que sirvió para nombrar a dicho personaje, sino interrogar a la Constitución y ver si confirió a su función la potestad de querer por la nación (ver n" 369, supra). En todos estos aspectos, es decir, del mismo modo que la Constitución crea el órgano, reservando para después la designación de los individuos que habrán de desempeñar la función orgánica, la creación constitucional del órgano o del "representante" ofrece muchas diferencias con una delegación o un mandato.
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tituyente al parecer no admitió que, por efecto de la elección, se estableciera entre la asamblea de diputados y el pueblo una relación más especial y más estrecha que entre el último y el rey. El cuerpo elegido de los diputados y el rey son igualmente representantes en cuanto ambos quieren, cada uno dentro de su esfera, por la nación. Y sin embargo, es indudable que la asamblea elegida por los ciudadanos se halla con respecto al pueblo en una relación muy distinta que el rey. La facultad que tiene el pueblo de reelegir o de cambiar a sus diputados en cortos intervalos, le asegura, en efecto, una constante influencia sobre el cuerpo legislativo y unos medios de acción que no tiene respecto al monarca, ya que éste es independiente del pueblo a causa de que su título constitucional, aunque pueda revisarse, no está sometido a una renovación periódica. Pero la Constituyente no se fijó en esta diferencia, al menos para la determinación del concepto de representación. Desde el punto de vista representativo, colocó al rey y al cuerpo de diputados al mismo nivel. Por lo demás, cuando determinó las relaciones del cuerpo de diputados con el pueblo, la Constituyente se preocupó sobre todo de impedir la subordinación de los elegidos a los electores (cf. n. 1 del n9 395, infra). No trató de establecer un sistema de gobierno de opinión, en el cual el país estaría gobernado por sus elegidos, debiendo éstos permanecer en estrecha unión y en armonía permanente con él, sino que la idea de los constituyentes de 1791 fué más bien la de que el pueblo debe tener gobernantes que actúen por su cuenta y realicen sus asuntos. El único papel del pueblo, en este concepto, es elegir sus diputados, pero esta elección no tiene más significado que el de una elección y un nombramiento de personas. En una palabra, la Constituyente orientó al régimen representativo, no ya en el sentido democrático, ni tampoco en el sentido liberal del gobierno de opinión, sino realmente en el sentido del gobierno de autoridad. El cuerpo legislativo emite entonces sus decretos, no bajo el impulso de la voluntad popular o del sentimiento público, sino puramente en virtud de su propia potestad. Por lo demás, este concepto gubernamental encajaba perfectamente con las tendencias interesadas de la clase social que dirigió la Revolución en sus comienzos. Al asegurar la i n dependencia y la preeminencia de la asamblea electiva, lo mismo respecto del pueblo que con relación al rey, la burguesía, que contaba con hacerse elegir y que dispuso de los medios para ello gracias al sistema electoral establecido en la Constitución de 1791, sólo trataba de asegurar su propia preponderancia, y con esta intención fundó, en dicha época, un régimen de representación autoritaria. En suma, pues, la idea de la Constituyente consistió en admitir que l.is personas o cuerpos representativos son órganos nacionales, en el sentido de que en cada uno de los momentos de la vida sucesiva de la nación expresan por sí mismos y por sí solos la voluntad de la colectividad unificada de los ciudadanos. Tal es la doctrina que han persistido en sostener los autores que se mantuvieron fieles a las ideas de los hombres de 1789-1791, y así es también como Esmein especialmente (Éléments, 7* ed., vol. i, p. 402) entendía la representación, cuando escribía: "Los representantes son llamados a decidir libre y arbitrariamente, en nombre del pueblo, el cual se supone que quiere por la voluntad de ellos." Pero,
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por otra parte, y por completa que sea la independencia de los representantes, la Constituyente no dejó de admitir que ejercen sus poderes por representación de la nación, y ello porque la nación misma los ha capacitado, por su Constitución, para querer por ella. Como dice Esmein, deciden "en nombre del pueblo" y es el pueblo mismo el que expresa por ellos su voluntad. Así pues, según el concepto inicial del derecho público francés, los individuos o cuerpos representativos son realmente órganos de la nación, o sea de la colectividad de los nacionales, como persona una, indivisible y permanente. 384. A este concepto se opone otro que, hasta ayer mismo, conservó el crédito de los autores alemanes. En él no se admite que la nación, o sea la colectividad de los nacionales formando una persona jurídica, sea susceptible de tener órganos propios. No hay en el Estado, dice la escuela alemana, más personalidad estatal que la del Estado mismo. El solo es sujeto de derecho, él solo es el sujeto de la potestad del Estado. Y por Estado entiende esta escuela una persona pública totalmente distinta de la nación. Indudablemente, se reconoce en esta doctrina que la nación es un elemento esencial del Estado y que éste no podría concebirse sin ella; pero se añade que la nación no es más que uno de los factores que concurren en la formación del Estado. El Estado, dícese aquí, resulta ante todo de la organización dada al grupo nacional, por lo que aparece como un ser orgánico superior a la nación. Esta no se identifica con él, sino que sólo es una parte del todo estatal. Una vez constituido, el Estado no puede considerarse como la personificación pura y simple de la nación, lo mismo que la nación no puede considerarse como el sujeto de los derechos estatales, y por otra parte, la nación no tiene por sí misma ninguna personalidad propia, ni es titular de derechos particulares dentro del Estado (ver supra, n 94) . De esta teoría se deriva la importante consecuencia de que las personas o colegios designados con el nombre de órganos no son los órganos de la nación, sino únicamente los órganos del Estado. Y así ocurre incluso en lo que se refiere a aquellos órganos que los ciudadanos han de elegir por mandato de la Constitución. Tal es especialmente el caso de las asam-
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bleas que proceden de elección popular; el hecho de que sean elegidas por el cuerpo de ciudadanos no basta a hacerlas considerar como órganos del pueblo; con este último no tienen más relación que la de la elección; los miembros del pueblo, al elegir los diputados, sólo realizan un acto de nombramiento; la asamblea electiva no es un órgano popular, sino puramente u i j órgano del Estado. En otro tiempo, Laband confirió a esta doctrina la autoridad de su nombre. Según este autor (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 442 55.), la calificación de "representantes del conjunto del pueblo", que se aplicaba a los miembros del Reichstag por el art. 29 de la Constitución de 16 de abril de 1871, tenía por único objeto establecer el principio de que el diputado al Reichstag no es mandatario de su colegio particular y no se halla sometido a las instrucciones de sus electores. Por lo demás, Laband declaraba que el Reichstag no es, propiamente hablando, ni una representación ni menos un órgano del pueblo alemán. La razón jurídica que de ello daba Laband es que " e l conjunto del pueblo alemán no tiene una personalidad diferente de la del Imperio; no es un sujeto de derechos, y carece jurídicamente de voluntad".422 " Los miembros del Bundesrat son realmente "representantes de los Estados confederados", porque estos Estados son a su vez "sujetos de derechos", que tienen, como tales, órganos propios, por mediación de los cuales pueden darse delegados o apoderados al Bundesrat. Así, si esta asamblea, en su conjunto, es un órgano del Imperio, al menos los miembros individuales que la componen son realmente representantes. Por el contrario, el pueblo alemán, como no es una persona jurídica, no está capacitado para tener representantes ni órganos propios. En lo que concierne en primer lugar a los miembros individuales del Reichstag, la denominación de representantes, dice Laband, no podría tener ninguna significación jurídica positiva, pues "en toda su situación jurídica no existe un solo punto subordinado a los principios de derecho que rigen la procuración, los plenos poderes o el mandato". Por otra parte, en cuanto al Reichstag mismo, "hay que considerar como no jurídico el concepto según el cual el pueblo, por medio del Reichstag, que es su representante, participa continuamente en los asuntos del Imperio". En vano se ha sostenido que el Reichstag formaba, frente a los Gobiernos autoritarios representados en el Bundesrat, una asamblea en cuyo seno la voluntad y las aspiraciones del pueblo alemán, considerado en su unidad federal, hallaban su expresión regular y autorizada (cf. Deslandres,
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Esta afirmación de que el pueblo alemán no tiene personalidad propia, por lo demás, no puede sorprender por parte de Laband. Se encuentra forzosamente llevado a ella por su teoría sobre l:t naturaleza del Imperio, teoría según la cual —como se vio anteriormente ( p , IOS) di.lio I m p c i i o personifica, no ya al pueblo alemán, sino a la colectividad de los Estados confederados.
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Revue du droit public, vol. xm, pp. 446 ss.). Esta manera de caracterizar a la Cámara electiva del Imperio quizás esté justificada desde el punto de vista filosófico, histórico o político, decía Laband, pero desde el punto de vista jurídico es inconciliable con el hecho de que, según el derecho positivo, la participación del pueblo en la actividad y en las decisiones del Imperio se reduce únicamente al poder de nombrar los diputados al Reichstag por medio del sufragio universal. Seguramente resulta de esto, para el pueblo alemán, cierta facultad de i n f l u i r jurídicamente en la conducta política del Imperio. No obstante, esta influencia sólo existe en la medida del derecho electoral que corresponde a los ciudadanos. Pues, una vez elegidos, los diputados son independientes del cuerpo electoral, y reciben su potestad, no ya de él, sino directamente de la Constitución. En estas condiciones no se puede decir que la relación existente entre el Reichstag y el pueblo sea una relación de representación, sino que sólo es una relación de nombramiento. La participación del pueblo en la dirección de los asuntos del Imperio no es continua, en efecto, sino que se l i m i t a a una actuación pasajera, periódica, consistente en elegir y nombrar a los diputados. Terminada la votación, cesa toda cooperación del pueblo en las decisiones del Imperio. Laband deducía de esto que si se persistía en calificar al Reichstag como representación nacional, no sería "'desde el punto de vista de sus obligaciones y de sus derechos, sino únicamente desde el punto de vista de su formación y de su composición". En cualquier otro aspecto, " e l Reichstag, dentro de la órbita de su competencia, se encuentra, lo mismo que el Emperador, investido de derechos propios e independientes; y no es representante de la colectividad del pueblo en sentido diferente a como pueda serlo el Emperador mismo". Tal es la teoría que, bajo la Constitución de 1871, prevaleció en la literatura alemana. En Francia, varios autores han llegado a conclusiones análogas partiendo de la idea de que, en la elección de sus diputados, los miembros activos de la nación no tienen más papel que el de hacer una elección y un nombramiento. Michoud especialmente (op. cit., vol. i, p. 289) escribe a este respecto: " L a elección no es un mandato dado por los electores. Es únicamente un escoger, un procedimiento de selección imaginado para dar al Estado una representación capaz de proveer a las necesidades que debe satisfacer." Saripolos (op. cit., vol. I I , p. 99) formula enérgicamente igual idea: " E l cuerpo electoral es un órgano del Estado y el cuerpo legislativo elegido por él es otro órgano del Estado; entre ellos no existen relaciones jurídicas" (ver en el mismo sentido Orlando, op. cit., Revue du droit public, vol. m, pp. 24 ss. y Principes de droit public, traducción francesa, pp. 102 ss.; cf. Dandurand, op. cit., pp. 60-72). 385. No obstante, estas conclusiones fueron impugnadas por Jellinek,
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que trató, en su Allg. Staatslehre (ed. francesa, vol. II, pp., 271 5 5 ) , de dar una nueva definición jurídica del régimen representativo, muy diferente de la usual anteriormente en la literatura del derecho público. Jellinek reconoce (loe. cit., vol. 11, pp. 228-229, 2 4 1 , 274 ss.) que el cuerpo electo de los diputados es esencialmente un órgano y hasta un órgano directo del Estado; y se pronuncia también resueltamente contra las teorías que fundan el régimen representativo en un mandato otorgado por el pueblo a sus elegidos. Pero, añade, por importantes que sean estos dos primeros puntos, su reconocimiento sólo proporciona un análisis muy incompleto de la institución de la representación, y sobre todo, no se puede deducir de este reconocimiento que entre el pueblo y las Cámaras electas no exista otra relación jurídica que la del simple nombramiento. Considerando esta deducción, la doctrina reinante cometió la falta de hacer caso omiso del punto capital de todo el sistema representativo, y también se pone absolutamente en contra de las realidades de hecho. En efecto, pretender —como lo hace la teoría clásica de la representación— que después de la elección no persiste ningún lazo jurídico entre el pueblo y sus elegidos es tanto como decir que para el pueblo es indiferente que sus diputados hayan sido nombrados por sufragio universal o por sufragio restringido, por sufragio directo o indirecto. Más aún, según esta teoría, no podrían establecerse diferencias, en cuanto a sus relaciones con el pueblo, entre las asambleas señoriales compuestas de miembros hereditarios o de representantes nombrados por el monarca y las asambleas populares procedentes de la elección por el cuerpo de ciudadanos. ¿Cómo comprender entonces las transformaciones tan profundas que se han realizado en los Estados contemporáneos por medio de reformas electorales tratando de ampliar el derecho de sufragio, y las luchas apasionadas que el pueblo ha sostenido en todas partes por la conquista del derecho de voto individual? Del mismo modo, ¿cómo explicar el sistema de las legislaturas de duración limitada y la necesidad de la renovación periódica de los poderes de los elegidos, la institución tan característica de la disolución y, por último, la institución de la publicidad de los debates y de las votaciones parlamentarias, que tiene por objeto asegurar el control de los electores sobre los actos de los elegidos? La verdad es que estas múltiples instituciones no son susceptibles más que de una sola explicación: todas ellas aparecen como medios de derecho, que tienen por objeto y por efecto convertir a la asamblea electa en un órgano que represente especialmente al pueblo, es decir, que sirva especialmente para expresar, en un grado más o menos amplio, las opiniones y la voluntad del pueblo. Significan , pues, indudablemente, que entre el pueblo que elige y los órgano estatales elegidos por él existe una relación jurídica de naturaleza par
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ticular, de tal índole que se hace imposible establecer, en el terreno del derecho, una distinción esencial entre estos órganos populares y los demás órganos de Estado. Cualquier teoría del régimen representativo que no tenga en cuenta esta distinción y que asimile ambas clases de órganos bajo el pretexto de que, una vez elegido, el cuerpo de diputados es independiente de los electores, sólo es, para Jellinek, una construcción sin fundamento, que no puede dar de este régimen sino una idea incompleta e incluso falsa. Según Jellinek (loe. cit., vol. H, pp. 241, 278 ss., 481 ss.), el régimen representativo moderno implica esencialmente que el pueblo es el órgano o, por lo menos, un órgano del Estado. Para darse cuenta de ello, según este autor, es conveniente comparar la democracia directa con la democracia representativa. En un país de gobierno popular directo como Suiza, el pueblo es un órgano colegiado del Estado, investido del poder de querer y decidir por sí mismo. En la democracia representativa, dice Jellinek, el pueblo es también órgano del Estado, sólo que en vez de querer por sí mismo, quiere mediante un subórgano, la asamblea de diputados; tiene que elegir dicha asamblea que es especialmente el órgano de la voluntad popular. El Parlamento es, pues, el órgano de voluntad de otro órgano, que es el pueblo. Para comprender debidamente el pensamiento de Jellinek, hay que observar que mediante su construcción no pretende erigir al pueblo en una persona distinta del Estado. Muy al contrario, especifica (p. 276, n.) que el pueblo no posee jurídicamente personalidad alguna fuera de la personalidad del Estado, y (p. 279) que el pueblo es simplemente un órgano estatal. Así pues, en esta teoría, sólo el Estado queda como persona jurídica, y el pueblo no se convierte en una persona especial, cuyo órgano fuese el Parlamento. El Parlamento, como órgano del pueblo, sólo es el órgano de un órgano estatal; es, pues, en definitiva, un órgano del Estado mismo. Según la terminología particular de Jellinek (pp. 228229), es un "órgano secundario" del Estado, mientras que el pueblo es el "órgano primario" del mismo. Por otra parte, cuando dice este autor que la asamblea electa es el órgano popular, de ningún modo entiende con esto que entre el pueblo y dicha asamblea se establezca una relación de mandato o de concesión de poder; pues, como se vio antes, lo propio del órgano es querer libremente por la corporación cuya voluntad expresa; y además, el órgano es instituido por la Constitución misma, que le confiere directamente la función de querer por la corporación. Así pues, la asamblea de diputados, aunque ligada al pueblo por una relación de órgano, no es mandataria del pueblo, sino que recibe su poder únicamente de la Constitución.
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En resumen, según la doctrina de Jellinek, el Parlamento es el órgano de voluntad del pueblo, siendo éste a su vez órgano de voluntad del Estado. Se infiere de esto que se caracteriza erróneamente la relación que existe entre el pueblo y la asamblea electa cuando sólo se dice que el pueblo es un órgano de creación cuya función se reduce a constituir la asamblea y cuyo papel se agota en este nombramiento. Este es el punto de vista de Laband. Jellinek, por el contrario, sostiene que entre el pueblo y la asamblea se constituye no sólo una relación pasajera y efímera, limitada al momento de la elección, sino en realidad un lazo permanente, una relación constante de dependencia, que sobrevive a las operaciones electorales, que subsiste durante toda la legislatura y en virtud de la cual expresa el Parlamento la voluntad del pueblo, siendo ésta, a su vez, voluntad del Estado. Sólo de este modo pueden explicarse el fenómeno contemporáneo de la expansión del derecho de sufragio, la duración limitada de las funciones electivas, la disolución y otras instituciones del mismo género. Todo esto, concluye Jellinek (pp. 278-279) es tanto como decir que " e l pueblo y el Parlamento constituyen, desde el punto de vista jurídico, una unidad" (traducido de la 3* ed. alemana, p. 583). Porque "el pueblo tiene su organización, en derecho, en el Parlamento" (ibid.). Y por otra parte, esta organización tiene por objeto y por resultado unificar al pueblo, en cuanto las votaciones que tienen lugar en el Parlamento engendran decisiones que jurídicamente constituyen actos de voluntad unitaria, cualesquiera que sean las discusiones contradictorias o las d i vergencias de opiniones, inspiradas en consideraciones de interés particular, que precedieron a la votación, y cualesquiera que sean también las oposiciones que, en la votación misma, se manifiesten de parte de una minoría más o menos numerosa. En este sentido es cierto afirmar que cada uno de los miembros de la asamblea representa al pueblo entero: esta afirmación significa que cada diputado es parte integrante de un colegio, cuyas voluntades valen como voluntad unificada del pueblo (ed. francesa, vol. n, pp. 280-281). Y no se objete que el pueblo, para el ejercicio de su función electoral, queda dividido en circunscripciones separadas y que, por lo mismo, aparece como desprovisto, ya de organización, ya de voluntad unitaria. Jellinek descarta esta objeción alegando que en la elección, el pueblo hace ya acto de voluntad una, pues el objeto buscado por las diversas circunscripciones electorales no es solamente nombrar c a d a una a su diputado particular, sino también crear la Cámara que representará al pueblo entero; por esta unidad de intención se halla real i z a d a , en derecho, la unidad del cuerpo electoral (pp. 287-288). 386. Partiendo de las ideas que acabamos de exponer, Jellinek consigue aclarar el concepto de régimen representativo, que, según él, se
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refiere al hecho de que, entre los órganos estatales, existen algunos que tienen carácter especial de órganos populares, en el sentido de que ejercen su función orgánica por representación del pueblo, considerado éste como un órgano primario que quiere y actúa por ellos. En efecto, según Jellinek hay en los Estados modernos dos clases de órganos: unos representativos y otros que no lo son. Un monarca no es un órgano representativo, pues no representa a otro órgano, sino que es, puramente y en su exclusivo nombre, un órgano del Estado. Es un contrasentido, declara Jellinek (pp. 291-292), calificar al monarca de representante de la nación, como lo han hecho algunas Constituciones, pues entre el rey y el pueblo no existe ni lazo de nombramiento, ni relación alguna de dependencia. Por el contrario, la idea de representación tiene su justificación en los órganos que el pueblo elige temporalmente, y significa aquí que estos órganos son órganos secundarios, o sea los órganos de un órgano primario, que es la nación o el pueblo. Así, el Parlamento electo, órgano del Estado, es al mismo tiempo órgano representativo del pueblo, pues es órgano del Estado en cuanto órgano de la voluntad del pueblo. Indudablemente, el pueblo no puede enunciar su voluntad directamente por sí mismo; no puede expresarla sino por sus órganos secundarios, y en especial por el Parlamento. No obstante, del conjunto de instituciones actuales referentes a la elección y al funcionamiento del Parlamento se desprende que éste no puede sustraerse a la necesidad de conformar sus decisiones a las opiniones generales del pueblo, ni al control popular que tiene por objeto mantener esta conformidad. En el mismo grado en que se encuentra sometido así a la influencia popular, el Parlamento aparece, pues, realmente como un órgano especial del pueblo, pues tiene por función precisa realizar la voluntad de este último, de modo que lo representa efectivamente. También de este modo, el pueblo aparece a su vez como un órgano de voluntad del Estado, es decir, no ya solamente un órgano de creación que no tuviera más papel que el de nombrar un Parlamento, que después se haría plenamente independiente de él, sino un verdadero órgano primario al que reconoce la Constitución, realmente, cierta potestad de voluntad y cuya voluntad halla su expresión representativa en las decisiones del Parlamento.423 Finalmente, debe entenderse por representación, en derecho público, la relación jurídica que existe entre un órgano de Estado y otra u otras
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Sobre esta distinción entre el órgano de creación y el órgano primario, por una parte, y entre el órgano creado y el órgano secundario, por otra, ver Jellinek, loe. cit., vol. I I , pp. 227 ss., 283, y Duguit, Traite, vol. I, p. 310. A diferencia del órgano secundario, órgano de un órgano primario, el órgano creado no es el órgano del órgano creador, sino que es completamente independiente de éste, como lo demuestra el ejemplo clásico del Papa creado por el colegio de cardenales.
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varias personas constituidas a su vez en órgano estatal, relación en virtud de la cual la voluntad formulada por el primero de estos órganos aparece como una manifestación de la voluntad especial del segundo, sin que éste sea admitido a querer inmediatamente por sí mismo, de modo que el órgano llamado representativo debe considerarse como un órgano del órgano representado (pp. 256-257). Tal es el caso de los órganos electivos con respecto al pueblo en los Estados en que la Constitución reconoce al cuerpo de los ciudadanos cierto derecho de influencia en la dirección de los asuntos públicos, sin llegar, no obstante, hasta conferirle la potestad de dirigir por sí mismo esos asuntos. Así definida, la idea de representación no se restringe a las asambleas nombradas por los ciudadanos, sino que Jellinek (p. 291) la aplica igualmente, en las Repúblicas, a los jefes de Estado electivos. Un Presidente de la República no es, como el monarca, un órgano primario de Estado, sino un órgano secundario, o sea un órgano representativo del pueblo considerado como órgano primario. La cualidad de órgano primario del pueblo se afirma aquí por lo menos en el hecho de que el Presidente es elegido por el pueblo, es decir, bien sea directamente por el cuerpo de los ciudadanos, bien por órganos nombrados por este último, como los electores de segundo grado en los Estados Unidos y las Cámaras reunidas en Francia y en Suiza.424 387. Entre los juristas franceses, Duguit es quien más se acerca actualmente, con su doctrina sobre el régimen representativo, a las ideas de Jellinek. Ese autor comienza declarando (L'État; vol. I I , pp. 215 ss.) que no debe tratarse de definir la representación de derecho público por medio de una fórmula rígida, tomada de uno de los conceptos jurídicos tradicionales, pues toda construcción de este género constituiría una tentativa infructuosa. Duguit rechaza, pues, la teoría del mandato representativo, por más que, según él, sea ésta la teoría del derecho francés; rechaza igualmente la teoría alemana del órgano. Para determinar el verdadero alcance del régimen representativo, dice, hay que atenerse únicamente a los hechos y a una fórmula que sea su traducción fiel. Ahora bien, ¿cuáles son los hechos? Es verdad que, por una parte, se observa que, entre los elegidos y los electores, no existe subordinación propiamente dicha, como la que resultaría de una relación de mandato. Pero, por otra parte, en las democracias modernas se ve que los gobernantes, especialmente los legisladores, son nombrados por los ciudadanos. Y si bien este hecho no es por sí solo decisivo, al menos es significativo
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Hay que notar, sin embargo, que, según el derecho público francés, el Presidente de la República no es el representante de las Cámaras reunidas, pues los miembros de éstas sólo concurren a formar, con respecto a él, un puro órgano de nombramiento (Duguit, Traite, vol. I, p. 310).
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que los diputados sólo sean nombrados por un tiempo relativamente corto, expirado el cual se ven obligados a volver a presentarse al sufragio de los electores. Estos, pues, al renovarse la legislatura, son llamados a expresar por sus votos si siguen estando de acuerdo con sus diputados. Esta necesidad de un acuerdo constante entre el Parlamento y el cuerpo de ciudadanos se revela por toda una serie de instituciones contemporáneas, especialmente por la disolución (op. cit., vol. H, pp. 232 ss.), que sólo puede interpretarse como un medio que sirve para comprobar si la voluntad del cuerpo legislativo sigue estando en armonía con las voluntades del cuerpo electoral. Estos son los hechos. ¿Qué conclusiones jurídicas cabe deducir de ellos? Alejándose de toda fórmula jurídica preconcebida, Duguit contesta que de todo este estado de cosas se infiere una "asociación particular entre electores y diputados" (p. 2 1 9 ) . Se trata, pues, de una relación de orden especial, una relación sui generis, que no tiene semejante en la esfera del derecho privado. Para caracterizar esta relación hay que considerar su fundamento y su objeto. Desde el punto de vista de su fundamento, la relación de representación resulta de lo que llama el autor la "penetración recíproca" (p. 216) entre el pueblo y sus elegidos. Para aclarar esta penetración, Duguit (loe. cit., pp. 159 y 224; Manuel de droit constitutionnel, P ed., p. 338 ss.) argumenta especialmente por medio del contraste que se establece entre las asambleas elegidas por el pueblo y las Cámaras altas, compuestas de miembros hereditarios o nombrados por el monarca. Claro está que entre el pueblo y sus diputados, considerados individual o corporativamente, hay un lazo particular y afinidades que no se encuentran ya en el caso de las Cámaras no elegidas. Este lazo forma el elemento constitutivo de la representación del pueblo, no habiendo representación más que cuando, por efecto de este lazo, se establece una penetración recíproca entre el pueblo y el Parlamento. En lo que concierne a su objeto, la relación de asociación a que se refiere Duguit se diferencia de una relación de mandato en que no llega a subordinar rigurosamente las decisiones de los elegidos a las instrucciones imperativas de los electores; pero, sin embargo, se acerca a ella porque, por una serie de instituciones combinadas con vistas a este resultado, trata de asegurar "una conformidad tan grande como sea posible entre la voluntad de los representantes y la voluntad de los representados" (L'État, vol. I I , p. 2 3 1 ) . Finalmente, Duguit da del régimen representativo el siguiente concepto: Es un régimen de solidaridad, fundado en la penetración entre el pueblo y sus gobernantes y que implica como f i n cierta concordancia entre la voluntad de los gobernantes y la voluntad popular. Esta definición recuerda mucho la que propuso Jellinek. Indudablemente entre ambos autores subsiste un grave disentimiento con respecto a
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la apreciación del carácter jurídico con que la asamblea elegida representa al pueblo: sostiene Jellinek que actúa como órgano del pueblo, mientras que Duguit rechaza esta aplicación de la teoría orgánica. Pero, por lo demás, ambas doctrinas ofrecen numerosos puntos de contacto. Así como Jellinek afirma la existencia de un "lazo duradero" entre el pueblo y sus representantes ( 3ª ed. alemana, p. 585) , lazo cuya naturaleza, por lo demás, queda bastante difusa en su teoría, también Duguit habla de una "asociación particular" entre los electores y los diputados (L'État, vol. I I , p. 219) y de un cierto "contacto" que, en su opinión, es indispensable entre ellos para que exista representación (Manuel, 1* ed., p. 339). Además, así como Jellinek declara (op. cit., ed. francesa, vol. II , pp. 283-284) que en el régimen representativo la voluntad del Parlamento no puede desviarse sensiblemente de los propósitos del pueblo, así también dice Duguit que este régimen implica una "correspondencia" necesaria entre los votos parlamentarios y la voluntad popular (Traite, vol. i, p. 3 4 1 ) ; y hasta añade que "ha de haber, en lo posible, adecuación" entre la voluntad del representante y la del representado (ibid., p. 311). Por último, ambos autores concuerdan en decir que la teoría que niega la existencia de una relación de derecho entre el pueblo y la asamblea de los representantes, es inconciliable con los hechos y asimismo impotente para explicar las instituciones características del sistema representativo moderno (Duguit, Traite, vol. i, p. 341). Pero la comunidad de opiniones de ambos autores se desprende sobre todo del hecho de que uno y otro toman del gobierno directo ciertos elementos esenciales para su definición del gobierno representativo. Por lo que se refiere a Jellinek, ya se ha observado (p. 1022, supra) que, lejos de reconocer una oposición absoluta entre estas dos clases de gobiernos, establece entre las mismas una comparación y una aproximación. Para comprender el régimen representativo, dice (loe. cit., vol. I I , p. 2 7 8 ) , es necesario remontarse en primer lugar hasta el sistema de la democracia directa. En ésta, el pueblo estatuye por sí mismo sobre los asuntos del Estado; en aquél, estatuye mediante sus órganos representativos. En ambos casos, el pueblo es órgano estatal primario. En el fondo, y por el conjunto de su doctrina, considera Jellinek a estos dos regímenes como variedades de un mismo género, en el sentido de que, tanto en uno como en Otro, el f i n perseguido es el de asegurar al pueblo determinada participación en la formación de ciertas decisiones estatales, en virtud del concepto de que estas decisiones, en principio, deben depender de la voluntad popular; solamente que en la democracia directa esta participación llega hasta un poder inmediato de adopción o de negación, que implica la preponderancia absoluta del pueblo; y en el gobierno representativo se reduce
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a una influencia mediata y parcial, que se ejerce por la vía y en la medida del electorado. En todos estos aspectos adopta Duguit el mismo punto de vista y se orienta en la misma dirección que Jellinek, pero sobrepasa todavía las conclusiones de este último, pues no se limita a un acercamiento entre el régimen representativo y el gobierno directo, sino-que llega a mezclarlos y a confundirlos. Según Duguit, en efecto, el régimen representativo no trata solamente de dar al pueblo cierta influencia en la formación de las decisiones estatales, sino que implica entre la voluntad de los representantes y la de los representados una "armonía", una "conformidad", que son, dice, " l a esencia misma de la representación" (L'État, vol. i i , p. 232). Partiendo de esto, dicho autor llegar a reclamar la introducción, en el gobierno representativo, de instituciones que constituyen la característica de la democracia directa. Declara especialmente (loe. cit.) que " u n país que practica el referendum se acerca mucho más a la verdad del régimen representativo que aquel que no lo ha inscrito en su Constitución". 425 425
Idéntica fórmula se encuentra en Hauriou, Principes de droit public, 1ª ed. p. 446: " El referendum, lejos.de constituir un ataque a los principios del gobierno representativo, es una consecuencia del mismo." Por otra parte, Hauriou estima que, a falta de referéndum propiamente dicho, el pueblo francés tiene, desde ahora, cierto poder de ratificación con respecto a sus leyes. En este sentido dice (loe. cit., p. 44) que " l a ley moderna postula el consentimiento del pueblo", como antiguamente lo hacía la ley romana. Y también (ibid., p. 445) : "En nuestro régimen actual aparece el Parlamento como un mecanismo constructor, que nos propone una serie de leyes y que, además, las declara aplicables por ejecución previa, para que las experimentemos. Pero esta aplicación previa es como provisional, y se entiende que si la nación no quiere esa ley, manifestará su voluntad en las próximas elecciones, y entonces se cambiará. La ley sólo es votada ya a beneficio de inventario... Por el momento, en Francia, la nación ejerce su poder de aceptar o rechazar las leyes bajo la forma difusa de la adhesión lenta o, por el contrario, de la manifestación electoral hostil" (cf. op. cit., 2ª ed., pp. 656, 810). En su estudio sobre La souveraineté nationale. pp. 118s.s., Hauriou llega más lejos aún: mientras que, mediante la voz del referendum, los ciudadanos activos son los únicos consultados, "existe —dice— en nuestro régimen constitucional una verdadera ratificación por la voluntad general" de la obra legislativa de los "representantes"; y esta voluntad general, añade, si bien no se manifiesta sino por adhesiones tácitas o implícitas, al menos es mucho más extensa que la voluntad del cuerpo de ciudadanos activos, ya que es la voluntad del conjunto del pueblo y, por consiguiente, una "voluntad unánime". Pero cabe objetar que la voluntad general así entendida no tiene medio jurídico de manifestarse; así pues, la determinación del contenido positivo de esta voluntad se muestra siempre rodeada de oscuridad y de incertidumbre. De hecho, la supuesta ratificación por la voluntad general, a la que se refiere Hauriou, muy raramente será obra de la unanimidad del pueblo; ni siquiera supone siempre la adhesión de una verdadera mayoría, sino que a veces sólo depende de la voluntad del partido o de los grupos sociales que, por razones políticas, económicas o de otra clase, tienen una influencia preponderante en el país y consiguen así imponer al conjunto de ciudadanos sus sentimientos y sus preferencias. En cuanto al poder electoral que pertenece al pueblo, tampoco constituye un poder de ratificación. Indudablemente, los electores tienen la facultad de nombrar nuevos diputados que desharán la obra de las legislaturas pasadas. Pero los electores no se encuentran en la posibilidad de formular su juicio sobre cada una de las leyes adoptadas en el transcurso de la legislatura que termina; siendo indivisible su voto, tal vez pueda tener el valor de una aprobación de conjunto, pero su carácter global le
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En efecto, es cierto que si el régimen representativo se basa en la y el pueblo, se impone al referendum como una práctica indispensable, pues la consulta al pueblo es el único procedimiento que permite comprobar con precisión y certeza si la decisión tomada por los representantes es adecuada a la voluntad de los representados. Por estos motivos considera Duguit al referendum como totalmente "conforme con la esencia misma del régimen representativo" (Traite, vol. i, p. 335), y concluye que esta institución constituye el complemento necesario (ibid., p. 341) de dicho régimen. 388. ¿Qué debe pensarse de estas diversas doctrinas? Se debe descartar en primer lugar aquella (expuesta pp. 1018 ss., supra) que considera que los gobernantes son órganos del Estado por oposición a la nación. Debe descartarse, porque no se puede establecer, entre el Estado y la nación, ni una distinción absoluta, n i , con mayor razón, una oposición cualquiera. En el derecho público moderno, y especialmente en el sistema jurídico originado en los principios que puso de relieve la Revolución francesa, la teoría, hoy predominante, del Estado corporativo, no puede tener, en sí y en el fondo, sino un solo significado: implica que el Estado no es más que la personificación de la nación. El Estado y la nación, bajo dos nombres diferentes, no son sino un solo y mismo ser. El Estado es la persona abstracta en la que se resume y unifica la nación. Es, pues, imposible oponer la persona estatal a la nación, pues la misma palabra Estado no es, en definitiva, más que la expresión de la personalidad nacional. Indudablemente el concepto de Estado supone la nación organizada, pues la nación sólo mientras posee una organización unificante puede constituir una persona jurídica; sin esa organización no sería más que una masa amorfa de individuos. Pero de esto no resulta que la nación y el Estado sean distintos o puedan oponerse uno a otro. Si, por
quita el alcance de una adhesión libre e integral. Más de una ley se encuentra as! consolidada cuando, sin embargo, no hubiera obtenido la mayoría de los votos del país de haber sido objeto de una consulta directa y especial del sufragio universal. Ahí está la diferencia capital entre el régimen representativo y la democracia propiamente dicha, que implica que toda ley recientemente adoptada habrá de someterse a la aprobación popular. En estas condiciones, y sea la que fuere la posible acción del cuerpo electoral sobre la lex ferenda, no es exacto pretender que la lex lata recibe en principio su fuerza de la voluntad y de la ratificación del pueblo. Pero siempre ha) que acabar por reconocer que Rousseau tenía razón cuando caracterizaba al régimen representativo diciendo que dicho régimen tiene por objeto y por efecto la subordinación del pueblo i una voluntad más alta que la suya, a la voluntad de sus elegidos. Ver sobre esta cuestión n. 6 del no. 70 y n. 8 del no. 73, supra, e infra, n. 14 del no. 484.
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el hecho de su organización estatal, la nación se convierte en persona jurídica, esto mismo demuestra que en último término el Estado, como ser jurídico, sólo personifica a la nación misma. Es asimismo indudable que ni el Estado ni la nación deben confundirse con la generación pasajera de los nacionales actualmente en vida. Esta bien puede formar una unidad en el presente, pero sólo tiene una existencia efímera, mientras que la nación, personificada en el Estado, tiene carácter de permanencia y constituye una unidad en el transcurso del tiempo, de modo que, a este respecto, los órganos estatales no pueden considerarse como órganos del pueblo, si por pueblo se entiende exclusivamente al conjunto de individuos que componen la nación en un momento dado. No obstante, es importante observar que, incluso el pueblo así considerado, es sin duda alguna parte integrante de la nación. Si ésta no se absorbe por entero en él, forma, por lo menos, el elemento constitutivo de la misma, en cada uno de los momentos de la vida nacional. Por consiguiente, incluso desde este punto de vista, no pueden ser considerados como extraños entre sí el Estado y la nación, tomada ésta en su consistencia actual. Finalmente, pues, no parece posible admitir que los gobernantes sean órganos del Estado en un sentido que excluya la idea de que son, al mismo tiempo, órganos de la nación. Son a la vez órganos estatales y órganos nacionales, porque el Estado y la nación se identifican uno con otro (cf. supra, núms. 4, 329 y 336). La doctrina de Jellinek parece al principio más satisfactoria que la que acaba de ser rechazada. En su teoría del régimen representativo, dicho autor se propone dejar un lugar especial para la consideración de que, en el Estado moderno, el cuerpo de ciudadanos participa en la formación de la voluntad estatal por la influencia que sobre dicha voluntad le proporciona su poder electoral. Para exponer este hecho, Jellinek califica al pueblo como órgano primario del Estado, y bajo ese nombre de pueblo entiende —como se desprende visiblemente de toda su argumentación— no ya solamente la nación como ser permanente constituido por la serie sucesiva de las generaciones nacionales, sino también la colectividad de los individuos que en el presente componen la nación. Este conjunto de nacionales es el que constituye un órgano primario del Estado en cada uno de los momentos transitorios de la existencia de este último. Con esto, la teoría de Jellinek parece encajar felizmente dentro de las Constituciones democráticas modernas, las cuales, sin dejar de colocarse en el punto de vista de que la soberanía reside, de un modo extraindividual y abstracto, en el ser sucesivo nación, admite no obstante que el ejercicio de hecho de esta soberanía, en un grado más o menos amplio, corresponde a la generación actual de los nacionales. Además, esta teoría tiene el
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mérito de señalar perfectamente que la generación actual no es el sujeto exclusivo de la soberanía; ésta de ninguna manera es un sujeto jurídico, sino únicamente un órgano: el órgano pasajero del ser continuo personificado en el Estado. Existe aquí una distinción muy correcta entre el Estado y el conjunto de individuos que contiene en un momento determinado. Se evita así el error que consiste en resolver al Estado en sus miembros individuales. La generación viviente no es el Estado, sino que sólo es el órgano momentáneo del mismo. Por último, al reducir a una relación de órganos la que existe entre la colectividad nacional actual y sus gobernantes, esta teoría excluye la idea del mandato representativo que tanto embrollo sembró en el estudio de la representación de derecho público. Estos son méritos apreciables. Pero en la construcción de Jellinek se encuentran también muchos puntos débiles que la hacen inaceptable. Este autor pretende ante todo que el pueblo, o sea la colectividad nacional actual, es órgano del Estado. Pero esto, en realidad, no se advierte. En efecto, no es el pueblo en su conjunto el que desempeña el papel de órgano estatal, sino que de hecho es un número restringido de miembros del pueblo el que constituye este órgano, a saber, los ciudadanos activos, aquellos que han sido investidos por la Constitución de la cualidad especial de electores. Jellinek no ha dejado de darse cuenta de ello. Sin embargo, deja subsistir a este respecto en su teoría un equívoco y una incertidumbre. Tan pronto presenta como órgano primario del Estado al pueblo entero (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 279 y 2 8 3 ) , como dice que el órgano popular es únicamente la parte del pueblo que constituye el cuerpo electoral (pp. 282 y 289; cf. Duguit, Traite, vol. i, pp. 303 y 314). Pero ninguna de estas dos afirmaciones está justificada. 389. Por una parte, no puede decirse que el pueblo entero sea un órgano estatal, pues según la acertada observación de Duguit (Traite,vol. I, p. 79: L'État, vol. II , p. 76) y de Michoud (op. cit., vol. I , p. 289 n.), para poder convertirse en órgano de una persona colectiva hay que tener capacidad de actuar y de querer, bien por sí mismo, bien por un órgano preexistente. Una persona física puede ser órgano del grupo del que es miembro; igualmente, una persona jurídica organizada puede, mediante sus órganos, querer por cuenta de una corporación superior en la cual se halla comprendida; así es como, en el Imperio alemán, los Estados confederados, actuando mediante sus gobiernos respectivos y los delegados de éstos, constituían, por su reunión en el Bundesrat, el órgano superior del Imperio. El pueblo, por el contrario, es un conjunto inorgánico de individuos, que como tal es incapaz de querer y de actuar por el Estado; el pueblo, considerado en su masa general, no puede por lo tanto constituir un órgano en el sentido propio de esta palabra.
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En vano alega Jellinek que, en el régimen representativo, posee el pueblo en el Parlamento mismo, y también en el cuerpo electoral, una organización que realiza su unidad. Puede contestarse a esta argumentación, en primer lugar, que el cuerpo electoral" y el Parlamento no son órganos populares preexistentes al Estado, sino en realidad órganos estatales instituidos a f i n de dar al Estado mismo una organización. No es exacto, pues, pretender que el Estado encuentra en el pueblo organizado un ser capaz de llegar a ser su órgano, sino que la verdad es, en sentido inverso, que la organización estatal proporciona al pueblo órganos de los cuales carecía anteriormente.426 Además, la doctrina de Jellinek contiene una manifiesta contradicción. Dicho autor empezó afirmando que el pueblo no tiene personalidad distinta de la del Estado; pero, por otra parte, sin embargo, sostiene que el pueblo es órgano del Estado, en cuanto quiere por éste mediante órganos populares, cuerpo electoral y Parlamento. Ahora bien, si es cierto que el pueblo posee de este modo una organización propia y especial, de ello resulta lógicamente la consecuencia de que también constituye el pueblo, dentro del Estado, una persona especial. Finalmente, pues, la teoría de 426
Este punto es muy importante. Para comprobar la exactitud del mismo, no hay más que considerar el caso del Estado federal. Este comprende en sí Estados particulares que respectivamente poseen sus órganos propios, órganos que no les ha dado el Estado federal, sino que ellos mismos se asignaron por sus propias Constituciones. Por lo tanto, son capaces de querer y de actuar por sus propios medios, y si entonces el Estado federal quiere asociar a los Estados miembros a la formación de su voluntad, les conferirá el poder de querer colectivamente por su cuenta por tales o cuales de los órganos especiales que a dicho efecto designe su Constitución, por sus legislaturas, sus gobiernos o sus cuerpos electorales. Estos intervendrán, a título secundario, como órganos de los Estados confederados, que así aparecerán como siendo ellos mismos los verdaderos órganos primarios del Estado federal. Muy diferente es el caso del pueblo en los Estados de régimen representativo. Aquí, el Estado ya no encuentra al pueblo organizado, y no hace uso de los órganos preexistentes de éste para utilizarlos por su propia cuenta, sino que la verdad es que la Constitución del Estado viene a crear, en interés del Estado mismo, órganos tales como la asamblea electiva de diputados, a los que declara órganos representativos de la nación y por los cuales esta última llega a ser, en efecto, jurídicamente, capaz de voluntad y de acción. En estas condiciones, la nación o el pueblo ¿cómo podrían ser calificados como órganos del Estado? ¿Y qué es este supuesto órgano —el pueblo— que sólo puede querer por el Estado después de que el Estado mismo le creó órganos a dicho efecto? No se objete que existe en el pueblo una voluntad de hecho, cuya manifestación han de proporcionar los colegios electorales y las asambleas parlamentarias. Del mismo modo que la Constitución del Estado se reserva la facultad de determinar superiormente las condiciones en las cuales se nombrarán estas asambleas, así como designar aquellos de los miembros del pueblo que habrán de tener la condición de electores o los que, por diversas razones, quedarán privados de dicha cualidad, es evidente que modela por sí misma los órganos que confiere al pueblo; y por consiguiente, puede decirse que el Estado toma al pueblo por órgano, puesto que la Constitución no erige en voluntad estatal la voluntad bruta que puede existir de hecho en la masa popular, sino que sólo reconoce como voluntad estatal del pueblo la de los órganos populares a los que ha conferido la potestad de querer por cuenta del Estado.
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Jellinek conduce a crear dentro del Estado un dualismo de personas, dualismo que el propio autor ha declarado, en principio, inadmisible (Duguit, L'État, vol. i i , p. 77, y Traite, vol. i, p. 79). Jellinek acentúa aún este dualismo cuando, en las monarquías, opone al Parlamento el jefe del Estado, diciendo del primero que es puramente un órgano del Estado, mientras, que califica al segundo como órgano del pueblo; como si, en el Estado, pudiesen concebirse paralelamente dos organizaciones separadas y diferentes: la del pueblo y la del Estado.427 El derecho público fundado por la Revolución francesa excluyó este dualismo al formular el principio de la unidad de la soberanía y al poner de relieve el carácter nacional de esta última. El concepto que se consagró en 1789 es que el pueblo, o mejor dicho la nación, constituye un solo todo con el Estado. La organización de la nación la convierte en un ser unificado, que toma el nombre de Estado. Los órganos estatales, sean cuales fueren, resultan así, indistintamente, órganos nacionales. Pero, al contrario que la teoría de Jellinek, la nación no se convierte por esto en un órgano primario del Estado, sino que, según el derecho francés, es más que un órgano, es el elemento constitutivo del Estado, o sea el ser personificado por él e idéntico a él mismo. 390. Si se examina ahora, por otra parte, el cometido que el cuerpo electoral está llamado a desempeñar en el régimen representativo, ¿podrá decirse, con Jellinek y con Duguit, que esta parte del pueblo sea un órgano primario del Estado? Desde luego, es un órgano de nombramiento
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En vano podrá alegarse que, según el derecho alemán, la unidad del Estado se hallaba salvaguardada por el hecho de que el monarca era el órgano supremo al que correspondía perfeccionar las decisiones ya adoptadas por las Cámaras. Según la opinión que prevaleció en la literatura alemana (ver supra, pp. 135 ss.), las Cámaras, órgano del pueblo, ni siquiera participaban directamente en la potestad legislativa, sino que se limitaban a dar su asentimiento a la ley. siendo ésta decretada después únicamente por el monarca, órgano del Estado. No por ello deja de ser verdad que la teoría, anteriormente expuesta, de Jellinek introduce en la estructura del Estado dos organizaciones diferentes, la del Estado y la del pueblo, las cuales poseen, desde entonces, un doble efecto personificante: ahí está el dualismo. Respecto de este punto, Laband era más lógico, cuando, al negar que el pueblo alemán pudiera considerarse como un sujeto de representación distinto del Imperio, combatía todo pensamiento dualista y se esforzaba por establecer que el Reichstag era, lo mismo que el Emperador y el Bundesrat, órgano del Imperio exclusivamente (ver pp. 1018 ss., supra). En efecto, hay que elegir entre los dos términos de la siguiente alternativa: o bien, como pretende Laband, el Estado se encuentra constituido fuera o al menos por encima del pueblo, y en este caso todas las autoridades estatales sólo pueden ser órganos del Estado, con exclusión del pueblo; o bien, como implica la idea francesa de la soberanía nacional, el Estado sólo es la personificación de la universalidad, y en este caso Ios órganos estatales son, al mismo tiempo y todos indistintamente, órganos de la nación. Podrá discutirse sobre el valor respectivo de estos dos puntos de vista; pero seguramente no hay lugar, en el moderno sistema de la unidad estatal, para un tercer concepto según el cual las autoridades constituidas, como lo sostiene Jellinek, serían unas órganos del Estado y otras del pueblo, oponiéndose éste al Estado o, por lo menos, siendo considerado como un sujeto de-presentación diferente del Estado.
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del órgano Parlamento. Pero el cuerpo de ciudadanos activos ¿es también un órgano de voluntad del Estado, en el sentido de que las decisiones que tomará el Parlamento deberían considerarse, según el objeto mismo del régimen representativo, como la expresión especial de la voluntad de los electores?. Tanto sobre este punto como sobre el anterior, la doctrina de Jellinek no se halla, desde luego, en conformidad con las ideas de los fundadores del derecho público francés ni con los principios sobre los que edificaron, en la Constitución de 1791, la representación moderna. En primer lugar se especifica en esta Constitución que la asamblea de diputados no es órgano del cuerpo electoral solamente, sino del pueblo entero, o mejor dicho de la nación. Además, y sobre todo, de las declaraciones formales de los primeros constituyentes (ver p. 963, supra) se desprende claramente que los ciudadanos activos sólo tienen un puro poder de elegir y que no participan en la formación de la voluntad estatal, ya que ésta no se origina sino en la asamblea de diputados ya reunida. En el verdadero régimen representativo, tal como lo comprendió y lo quiso la Constitución, no puede considerarse al cuerpo de los representantes como un órgano secundario, cuya voluntad fuera la reproducción de la voluntad del cuerpo electoral o del pueblo, órgano primario. En efecto, no es la voluntad del pueblo la que determina la voluntad del representante, sino que, por el contrario, es el pueblo el que hace suyas previamente las voluntades que sus representantes habrán de enunciar, conforme a la frase de Rousseau, que definió muy acertadamente el régimen representativo como aquel en que el pueblo no solamente dice, al darse su representante: "Quiero actualmente lo que quiere tal hombre", sino también: " L o que este hombre haya de querer mañana, yo lo querré también" (Contrat social, lib. II , cap. I ) . Esmein está en lo cierto, pues, o por lo menos permanece fiel a las tradiciones de 1789-1791 y expresa con exactitud el principio originario del derecho público francés actual en materia de representación, al afirmar (Éléments, 7ª ed., vol. I, p. 402) que " l o que caracteriza a los representantes del pueblo es el hecho de que están llamados a decidir libre y arbitrariamente en nombre del pueblo". En efecto, en este poder de decisión libre consiste, por definición misma, la representación nacional, en el sentido que entraña esta palabra después de 1789. Jellinek y Duguit alteran por completo el concepto de representación nacional cuando tratan de introducir en él la idea de una necesaria conformidad entre la voluntad del pueblo o del cuerpo electoral y la de los representantes. Un régimen en el cual semejante conformidad fuera requerida en cualquier grado no sería ya el verdadero régimen representativo, sino que sería, más o menos, un régimen de gobierno directo.
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391. Por lo demás, presenta la doctrina de Jellinek, por lo que se refiere a este último punto, variaciones e incertidumbres que la hacen bastante confusa. En ocasiones dice que el pueblo sólo puede querer mediante órganos secundarios, de donde se infiere que al pueblo no se le permite expresar su voluntad propia. En otros momentos, por el contrario, abstiene Jellinek que la voluntad de los representantes queda dominada por la voluntad del pueblo y de su cuerpo de electores. Se trata aquí de puntos de vista divergentes que no es fácil conciliar entre sí. Así pues, en primer lugar, Jellinek no tiene más remedio que convenir en que las Constituciones que adoptan el régimen representativo de ningún modo proporcionan al pueblo la garantía de que las decisiones de sus diputados serán la traducción de su propia y real voluntad (loe. cit., Vol. i i , p. 2 8 3 ) ; en lugar de esto observa únicamente que un Parlamento elegido no podría contrarrestar de un modo durable las opiniones de sus electores. En estas condiciones, el supuesto lazo representativo que Jellinek cree hallar entre el pueblo y el cuerpo de los diputados, queda ya bastante flojo. Pero Jellinek hace más vago aún dicho lazo al añadir que debe entenderse por representación una relación de orden puramente jurídico, y no una relación de orden psicológico (p. 257) . En otros términos, existe representación, en derecho público, por el solo hecho de que, según la Constitución, un órgano cualquiera queda instituido y debe funcionar como órgano del pueblo. Así, si estima la Constitución que al dar al pueblo el poder de ejercer por la vía electoral cierta influencia sobre sus diputados, convierte a éstos en un órgano popular, esto basta para que sean un tilicamente representantes, aunque en realidad no garantice la Constitución que las decisiones de la asamblea de diputados constituirán desde el punto de vista psicológico una representación efectiva de la voluntad del pueblo. En este orden de ideas, Jellinek incluso llega a admitir que una Cámara compuesta por miembros hereditarios, o nombrados por la Corona, o designados por la ley, puede constituir para el pueblo mismo un órgano de representación (ver loc. cit., pp. 284-285, y System der subjektiven öffentl. Rechte, 2ª ed., p. 174, donde se dice que los miembros no elegidos del Parlamento tienen derecho, lo mismo que los diputados elegidos, a la condición de "representantes del pueblo"). Pero entonces hay que confesar que la supuesta representación popular no tiene más valor que el de una figuración nominal y artificial del pueblo, y por esto la doctrina de Jellinek se aproxima sensiblemente a la doctrina de Rieker, al que se ha reprochado tan justamente que reduzca la idea
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de representación a una limpie ficción.428 En suma, pues, si bien es verdad que el pueblo se halla
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Rieker, op. cit., p. 8, sostiene que los miembros de una Cámara alta, cualquiera que sea su forma de reclutamiento, representan al pueblo con el mismo título que los de la Cámara electiva. Según este autor, la representación popular, en efecto, no es sino una "ficción" en virtud de la cual el Parlamento debe considerarse como figurando al pueblo entero. Esta figuración o ficción, por lo demás, sólo se funda en el orden jurídico establecido por las leyes constitucionales. Indudablemente, dice Rieker (p. 52), el Parlamento, en realidad, sólo está formado por una parte reducida de los miembros del pueblo, pero de la legislación vigente resulta que este reducido número debe considerarse como equivalente al pueblo entero, y que sus decisiones valen como decisiones de todo el pueblo. En contra de esta manera de ver de Rieker, véanse las observaciones de Duguit (L'État, vol. II, pp. 221-222), Orlando (op. cit., Revue du droit public, vol. III pp. 14 ss.) y G. Meyer (op. cit., 7* ed., p. 330, n. 5).
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representado, en una medida cualquiera, por una Cámara nombrada con independencia de él, es difícil figurarse lo que subsistiría aún, en semejante estado de cosas, de la idea inicial en la que Jellinek basó, en principio, su definición del órgano representativo.429 Pero Jellinek no se atiene exclusivamente a este primer punto de vista. Después de haber indicado que el pueblo halla en el Parlamento su organización y su voluntad (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 2 7 9 ) , admite también, en ciertos aspectos, que, con la elección, el pueblo o se limita a hacer acto de creación de su órgano secundario, pues pretende que con ello, además, hace acto de voluntad. " E l concepto dice— según el cual la votación de los electores tiene el valor de una decisión de principio con respecto a las cuestiones esenciales que entran en juego en el momento de las elecciones, no es exacto desde el punto de vista político solamente, sino que se justifica también desde el punto de vista jurídico. En efecto, por la elección el pueblo emite respecto de estas questiones una opinión determinada, y esta opinión recibe después su realización en forma jurídica por mediación del órgano secundario que el pueblo elige" (traducido de la 3* ed. alemana, p. 589). Este lenguaje implica que el cuerpo electoral no sólo es un órgano de nombramiento, sino también un órgano de voluntad estatal. Jellinek modifica aquí la
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Por las mismas razones, no es fácil explicarse que Jellinek pueda caracterizar al pueblo, en las democracias representativas, como "el órgano supremo del Estado" (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 239-240, 482). En vano alega que es al pueblo a quien corresponde dar impulso a la actividad estatal entera, por cuanto es llamado a elegir a las personas o cuerpos que habrán de ejercer dicha actividad, de modo que, dice, si el pueblo dejara de desempeñar su papel electoral, la vida entera del Estado quedaría paralizada. En vano Duguit (Traite, vol. i, pp. 303-304) alega, en el mismo sentido, que "el cuerpo de ciudadanos es el órgano supremo directo, porque todos los órganos del Estado derivan de él". Esta argumentación no encuadra en el punto de vista de Jellinek anteriormente indicado. Pues, por una parte, este autor acaba de decir que el pueblo puede tener por órganos asambleas que no sean nombradas por él. Y por otra parte, en sus relaciones con las asambleas electivas mismas, ¿cómo podría considerarse al pueblo como el órgano supremo, siendo así que, según el mismo Jellinek, no está seguro de que su voluntad haya de ser respetada por sus elegidos? Se concibe que un órgano creado pueda tener una potestad superior a la del órgano simplemente creador (Jellinek, loe. cit., p. 532; Duguit, loe. cit., p. 310); pero ¿cómo comprender a un órgano supremo cuya voluntad que daría subordinada a la voluntad de su órgano inferior?
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orientación anterior de su teoría: acaba de decir que el pueblo sólo puede empezar a querer mediante el Parlamento; ahora lo presenta como jurídicamente capaz de voluntad desde el momento de la elección. Pero entonces, al seguir definiendo a la asamblea elegida en estas condiciones corno un órgano del pueblo, incurre en el reproche de alterar gravemente y de falsear el concepto de órgano. En efecto, si la voluntad preexistente del cuerpo electoral domina y dirige a la asamblea de diputados, la relación que se establece entre el pueblo y ella ya no puede ser una relación de órgano verdadero, pues el verdadero órgano se caracteriza por el rasgo esencial de querer de una manera inicial por el grupo; las decisiones que emite no son, pues, la realización más o menos adecuada de una voluntad anterior a la suya, sino la expresión de una voluntad que no se origina ni puede existir, al menos jurídicamente, sino en él y por él. Existe, pues, una antinomia entre el concepto de órgano y el de representación, en el sentido en que Jellinek entiende a esta última; y por consiguiente, el concepto del "órgano representativo", al que se refiere este autor, resulta ininteligible. La misma expresión "órgano representativo" contiene una contradictio in adjecto, pues un órgano no puede ser al mismo tiempo un representante.430 430
Al menos, la reunión de las cualidades de órgano y de representante no podría concebirse en el sentido de que alguien pudiese ser, a la vez, el representante y el órgano de una sola y misma persona. En efecto, la representación presupone una voluntad ya existente; el órgano, por el contrario, origina la voluntad que expresa. Las cualidades de órgano y de representante excluyen, pues, una a otra. En Alemania, el Bundesrat estaba formado por representantes de loa Estados confederados y era a la vez órgano del Estado federal; y esto se comprende perfectamente, porque el Bundesrat tomaba su doble carácter de órgano federal y de asamblea representativa con respecto a personas estatales diferentes. Igualmente, cuando Jellinek dice que el cuerpo de diputados electos es al mismo tiempo un órgano director del Estado y una asamblea representativa del pueblo, hasta cierto punto (o sea salvo la cuestión del dualismo que de ello resultaría en el Estado) puede concebirse. Pero Jellinek no se limita a esto. Especifica que el cuerpo de diputados es órgano representativo del pueblo, en el sentido de que con respecto al pueblo se establece a la vez en una relación de órgano y en una relación de representación (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 228, 256-257), y esto resulta inadmisible. La equivocación de Jellinek proviene del hecho de haber querido justificar erróneamente la idea de representación y hacerle un sitio en una materia en la que no tiene nada que ver. La teoría o la palabra "delegación" —como se ha dicho (Hauriou, Principes de droit public, 1ª ed., p 419; cf. No. 378, supra)— no solamente es una "llaga" de la ciencia del derecho público moderno, sino que la palabra y la idea de representación, que se fundan por lo demás, en parte, en los mismos conceptos que la idea de delegación, también son propensos por su naturaleza a suscitar y mantener muchos equívocos y errores en la teoría del gobierno llamado representativo. Se verá más adelante (no. 409) que, incluso actualmente y después de que las alteraciones sufridas desde la Revolución por el régimen representativo lo han hecho desviarse y evolucionar hacia el gobierno directo, sigue siendo imposible caracterizar al Parlamento como i un i .i f i m o representativo" del pueblo, cuando la verdad es que el cuerpo electoral y el Parlamento constituyen en conjunto un órgano complejo y se encuentran unidos de tal manera que cooperan j participan concurrentemente, uno con otro, en la formación de la voluntad del Estado. En el puro régimen "representativo", el cuerpo de diputados sólo está unido al pueblo por los lazos de la elección. Por potentes que sean los efectos jurídicos que resultan de estos lazos, no se desprende de ellos relación jurídica de representación efectiva. Sin embargo, lo que ha contribuido a que se diga de una manera persistente
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El representante es un delegado, un mandatario, un apoderado, pero jamás puede ser un órgano. Al calificar como representativo al órgano constituido por la asamblea de los diputados, Jellinek recae, en definitiva, en la teoría que admite la existencia de una relación de mandato o de delegación entre el pueblo y sus elegidos. Ahora bien, esta idea de delegación había sido rechazada anteriormente por él. En este aspecto, pues, su doctrina es contradictoria. Desde este mismo punto de vista suscita dicha doctrina otra crítica, en cuanto implica que la elección misma de los representantes es la que constituye el punto de partida y el fundamento de la representación. Jellinek, por otra parte, lo que la asamblea de diputados es representativa, es el hecho de que, a diferencia de los órganos que no son elegidos por el pueblo, tiene con éste lazos especiales que hacen suponer que la voluntad que expresa habrá de ser análoga a la que expresaría el pueblo si pudiese querer por sí mismo directamente. Es representativa en el sentido de que, a consecuencia de sus orígenes, su estado de espíritu corresponde al que prevalece en los electores. Con más exactitud, se ha dicho, los electores eligen para sus diputados a hombres que comparten sus ideas y con los que creen poder contar para adoptar aquellas soluciones que ellos mismos adoptarían si hubieran de estatuir respecto a las cuestiones que puedan suscitarse ante las Cámaras. Pero conviene contestar a esta argumentación que, al actuar de esta manera, el cuerpo electoral precisamente no hace más que darse un órgano, pues ni impone a sus elegidos una voluntad previamente determinada, ni siquiera conoce con certeza las cuestiones que podrán ser llamados a examinar. Se contenta con designar diputados cuyas opiniones le sean conocidas y respondan a sus propias ideas y tendencias, y una vez hecha esta elección, se remite a ellos, así como a sus iniciativas y a sus decisiones, durante la legislatura. No puede decirse que diputados elegidos en esas condiciones tengan el encargo de representar una voluntad preestablecida, ni tampoco que el cuerpo de elegidos sea llamado a deducir, de la masa de aspiraciones manifestadas por los colegios electorales, una voluntad nacional cuyos elementos ya preexistentes sólo tuviera que coordinar y traducir en una fórmula precisa. La verdad es que los diputados, en su conjunto, constituyen un órgano encargado de querer por cuenta del pueblo; éste ha hecho de ellos su órgano, por cuanto precisamente l<;s ha elegido como hombres a los cuales podía confiar el cuidado de querer en su nombre. Así pues, incluso si nos adentramos en las ideas particulares de Jellinek referentes al lazo especial y estrecho que une a los órganos electivos con el cuerpo electoral, hemos de sacar también la conclusión de que estos lazos, lo mismo psicológica que jurídicamente, constituyen una relación de órgano y no una relación de representación. Y es precisamente, en definitiva, lo que el mismo Jellinek reconoce al declarar (loe. cit., vol. II, p. 279) que el pueblo "tiene (es decir, encuentra) su voluntad en la voluntad del Parlamento". Jellinek insiste, sin embargo, en hacer observar que, por sus lazos especiales con el pueblo, la asamblea elegida debe distinguirse de los demás órganos estatales. Entre dicha asamblea y el pueblo existe un lazo especial que no se encuentra ya en el caso de las autoridades no electivas; así pues, aparece como siendo propia y particularmente un órgano del pueblo mismo, y en este sentido, por lo menos, es en el que debe considerarse como representativa del elemento popular del Estado. Pero, a decir verdad, la idea especial que Jellinek quiere señalar así con la expresión "órgano representativo" se halla contenida ya en la calificación de "órgano". Evidentemente, entre las autoridades estatales existen algunas que se encuentran junto al pueblo, que dependen más estrechamente de él, pero, por otra parte, importa observar también que ningún órgano puede concebirse sin relaciones con el pueblo; una autoridad que no tuviera carácter de órgano del pueblo dejaría de merecer el nombre de órgano. En efecto, según la observación que a este respecto ya se hizo anteriormente (ver p. 996), el concepto y el calificativo de órgano tienen por objeto
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declara formalmente: "Mediante el acto electoral, el pueblo se constituye representantes y, al hacerlo, aparece como el
hacer resaltar, entre otras cosas, la existencia de un lazo necesario entre el grupo y los individuos que, bajo el nombre de órganos, son llamados a querer por el grupo. Es indudable que, en una acepción amplia, se ha llegado hoy a hacer extensiva la denominación de órgano a toda persona o todo colegio que tiene el poder de querer por cuenta de una colectividad o de un ser jurídico abstracto, y ello, aun cuando la persona que desempeña la función de órgano no forme parte originariamente del grupo que quiere por ella. Así ocurre, por ejemplo, en muchos establecimientos públicos o de utilidad pública. Pero no ha sido ciertamente en este amplio sentido en el que el concepto de órgano se fundó implícitamente por los lumibres de la Revolución, en lo que se refiere a la nación francesa y a la formación de su voluntad. En su pensamiento, y en el sistema de derecho público que desearon establecer, las personas llamadas a querer por la nación habían de ser más esencialmente, y ante todo, miembros de ésta, y además, habían de proceder de la nación por el hecho de que recibían su vocación orgánica de una devolución nacional. Esto es sobre todo lo que quiso expresar la Constituyente al aplicarles el nombre de "representantes". Con este denominación se proponía exponer la idea capital de que —en razón de sus afinidades con la nación y de las condiciones en las cuales se instituyen por la Constitución francesa— pueden y deben considerarse como enunciando verdaderamente la voluntad de la colectividad nacional, y no, es cierto, en el sentido de que sean llamados a enunciar una voluntad ya formada anteriormente en el seno de esta colectividad, sino, al menos, en el sentido de que, si la colectividad fuera capaz de querer por sí misma, querría habitualmente de la misma manera que sus "representantes". E importa señalar que, al contrario de la doctrina de Jellinek, que pretende distinguir entre órganos representativos por oposición a otros órganos desprovistos del carácter de represéntale concepto francés de representación nacional, tal como fue precisado en 1789-1791, se Hiende a todas las autoridades estatales llamadas a querer por la nación, es decir, lo mismo el rey que al cuerpo legislativo, puesto que el rey mismo aparecía, en aquella época, y en virtud de sus relaciones con la nación y de su designación constitucional, que emanaba de una asamblea nacional, como llenando a este respecto las condiciones que constituyen al "representante". Al emplear de tal modo la palabra representación, es verdad que la Constituyente desviaba este término de su acepción jurídica normal. Puede decirse que Jellinek, a su vez, comete en suma la misma falta que los hombres de 1789-1791, los cuales, del hecho de que las autoridades encargadas de querer por la nación proceden esencialmente de la comunidad nacional, creyeron poder sacar la conclusión, de que son representativas de ésta. La doctrina dominante hoy repudia este concepto revolucionario de la representación, habiéndolo substituido, por la teoría del órgano. Sin embargo, conviene añadir que la idea especial que la Constituyente había pensado expresar con ayuda de la palabra representación se vuelve a encontrar siempre en el concepto contemporáneo del órgano. El órgano propiamente dicho, el órgano nacional en particular, no es un individuo cualquiera, sino que, como su nombre lo indica, es mino de la nación, llamado como tal a querer por ella. Es éste un punto generalmente hulado por los autores. "Es necesario —dice Duguit (Traite, vol. I, p. 303)— que la
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órgano primario " (traducido de la 3ª ed. alemana, p. 5 8 5 ) . Duguit sostiene análoga opinión, cuando dice (Traite, vol. i, p. 338) que, por efecto de la elección, " e l Parlamento adquiere sus poderes de la nación que lo elige". Estas afirmaciones están en oposición con la verdadera definición del régimen representativo, tal como fué establecida en 1789 en la base del derecho público francés, pues, como se vio anteriormente (pp. 930 y 1014), no es en el acto electoral sino en el acto constituyente en el que se cumple el fenómeno jurídico generador de la supuesta representación. Por la Constitución, y no por la elección, el pueblo, o más exactamente la nación, se otorga órganos a los cuales confiere el poder de querer nación pueda expresar su voluntad. Esta función corresponderá a cierto número de individuos, miembros de la nación..." Señaló este punto con especial fuerza Michoud, que insiste ante todo en el hecho de que el órgano no es un tercero con respecto a la persona colectiva: "No es li Huí., .le ella, sino una parte de ella misma" (op. cit., vol. I, p. 132); y añade este autor (p. 142) que la teoría del órgano "se justifica prácticamente por el hecho de que, formando parte Integrante de la colectividad, puede considerarse socialmente que los órganos expresan la voluntad preponderante en el grupo" o, por lo menos, la que se deduciría de él de un modo preponderante si el grupo estuviera capacitado para querer directamente. Por consiguiente, todo órgano es necesariamente "representativo", en el sentido en que Jellinek entiende aquí la representación. Es más o menos representativo, según que sus relaciones con la población nacional sean más o menos estrechas o más o menos extensas, pero siempre lo es dentro de cierta medida. Si no lo fuera, dejaría de ser órgano del grupo. Así es como las autoridades, que en determinado país consisten en personas que no forman parte del grupo local y que proceden de fuera, no podrían considerarse — jurídica ni políticamente— como órganos propiamente dichos de este país. El Statthalter de Alsacia-Lorena, por ejemplo, por razón de las condiciones en las cuales era llamado a ejercer sus funciones, no era un órgano de Alsacia- Lorena, sino efectivamente un órgano del Imperio en Alsacia-Lorena, pues este lugarteniente del Emperador, nombrado por él y dependiente de él, no era miembro del pueblo AlsaciaLorena, y su poder de decisión no respondía a la idea de que hubiera de querer por cuenta de dicho pueblo, sino que las voluntades que expresaba eran las del Imperio para y sobre Alsacia-Lorena. Asimismo, el prefecto, en Francia, a diferencia del consejo general, no es un órgano del departamento, sino un agente de la nación en el departamento. En sentido inverso, el mismo Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 381) sabe decir muy bien que los Landtage particulares de los países de Austria no eran órganos del Estado austríaco, sino solamente órganos de dichos países; y es de observarse que Jellinek no solamente les negaba, con respecto al Estado austríaco, el carácter de órganos representativos, sino que les negaba también cualquier carácter de órganos con relación a dicho Estado. Lo mismo puede decirse del Landtag alsaciano-lorenés de 1911 con relación al Imperio (ver mi estudio sobre la "Condición juridique de l'AlsaceLorraine dans l'Empire Allemand", Revue du droit public, 1914, pp. 22 ss.). Finalmente, estas mismas consideraciones permiten explicar la denominación de "Cámara de los Estados" que se aplica corrientemente a una de las dos asambleas que constituyen el Parlamento en los Estados federales. Esta denominación no llega a interpretarse — como dice Jellinek (loe. cit., vol. II, p. 286) — en el sentido de que los Estados confederados serían "órganos primarios" del Estado federal en materia de legislación federal. La expresión "Cámara de los Estados" se justifica simplemente por el hecho de que esta asamblea está constituida por diputados que son nombrados a ella, y en ella se presentan, no sólo en calidad de miembros del Estado federal, sino también en calidad de miembros y de elegidos de los diversos Estados confederados. Naturalmente, la actitud y las tendencias de estos diputados se resienten, en un grado muy notable, de su origen especial y de los lazos que los ligan a sus Estados
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por ella. En el régimen llamado representativo, la elección sólo puede ser un acto de designación de los representantes, no es más que un acto de nombramiento. 392. Pero la crítica principal que puede oponerse al sistema de Jellinek debe ir dirigida contra la aproximación que pretende establecer entre el gobierno directo del pueblo y el régimen representativo. Según este autor, el régimen representativo no es más que un diminutivo, una variante de la democracia directa; y ello porque, en ambas formas de gobierno, el pueblo es órgano de voluntad estatal; la única diferencia que hay entre ellas es que en aquél el pueblo quiere por sí mismo y en éste quiere, como órgano primario, por mediación de su órgano secundario, que es el Parlamento. En realidad, esta aproximación procede de una grave confusión entre dos regímenes que se hallan en esencial oposición respectivos, y por consiguiente, los Estados confederados mismos, aunque desprovistos del derecho de instruir a sus diputados, llegan, en esta medida (cf. n. 17, p. 932, supra), a ejercer en el seno de esta Cámara una influencia indirecta en la formación de las decisiones federales. Dados los lazos particulares que unen así a los miembros de esta Cámara con los diversos Estados confederados, cabría sentirse inclinado a considerar en cada uno de ellos a i»n órgano del Estado de donde proceden. Esta idea no sería exacta, pues cualesquiera que sean sus relaciones individuales con los Estados confederados, los miembros de la Cámara de los Estados son llamados a querer no por cuenta de estos Estados, sino únicamente por cuenta del Estado federal (ver n. 11, p. 925, supra). Pero, de todas maneras, y aunque la Cámara de los Estados hubiera de considerarse, en ciertos aspectos, como un órgano de los Estados particulares, tampoco sería posible aún ver en estos Estados órganos primarios del Estado federal. La razón de esta imposibilidad ya fue indicada (p. 1032). Deriva del hecho de que la Cámara de los Estados no es, como las legislatura los ,"gobiernos o los cuerpos de ciudadanos activos de los Estados confederados, un órgano propio de éstos, fundado en sus propias Constituciones, preexistente a la Constitución federal. No puede decirse que esta Cámara sea un órgano tomado por el Estado federal de los Estado» miembros, sino que es un órgano que el Estado federal, por su propia Constitución, se han creado a sí mismo, y, por consiguiente, esta Cámara no es un órgano dado por la Constitución n los Estados miembros mismos, sino únicamente a su colectividad unificada dentro del Estado Federal. El nombre de Cámara de los Estados no proviene, pues, de que, por ella, los Estados, ruino órganos primarios, querrían por el Estado federal, sino que se refiere únicamente al poder de nombramiento que sobre ella tienen los Estados confederados. Queda por observar que el concepto de órgano, tal como acaba de ser expuesto, o sea de Órgano nacional que forma parte del grupo, comparte los sentimientos del grupo y tiene sus un sus mismos intereses, viene a mitigar el concepto de potestad dominadora del Estado. Evidentemente, loa personajes que tienen calidad de órgano poseen, en virtud de la Constitución, un poder superior de voluntad y de mando. Pero, al menos por sus afinidades con la comunidad nacional, el individuo órgano es un solo todo con ella; su voluntad tiene normalmente un carácter nacional. Existe una gran diferencia entre este concepto del órgano, así comprendido, y la idea alemana del Herrscher, concepto que trata al Herrscher como si estuviera colocado por encima i lucra de la nación. Aquí sólo queda una pura idea de dominación; en la teoría del órgano, pin el contrarío, entra esencialmente una idea de autonomía nacional, ya que puede decirse que la nación se pertenece a sí misma en cuanto se rige por sus órganos. Por ello, la teoría del órgano únicamente puede conciliarse con el principio de la soberanía nacional. También desde este punto de vista aparece esta teoría como y a se observó antes , núms. 376 ss., supra- como una emanación de los conceptos formulados por la Revolución francesa y de ningún modo un concepto de esencia germánica.
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uno con otro. Acerca de este extremo, Esmein deslindó magistralmente los verdaderos principios — t a l como derivan de la obra fundamental de los constituyentes franceses de 1791 — a l mostrar que la representación fué concebida por ellos "no como un sucedáneo del gobierno directo, sino como un sistema de gobierno preferible a éste" ("Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. i, p. 1 6 ) ; es "una forma superior de gobierno", dice en el mismo sentido Saripolos (op. cit., vol. II, p. 554). En efecto, la verdad es que, incluso en un Estado de tendencias democráticas, existe una profunda e irreductible diferencia entre el régimen representativo y el gobierno directo. En un país de democracia directa, el pueblo, o mejor dicho el cuerpo de ciudadanos activos, es realmente un órgano de voluntad del Estado, pues crea esta voluntad por sí mismo, ya que la adopción definitiva de las potestades estatales depende directamente de él. Por el contrario, lo que caracteriza al régimen representativo es que en él el pueblo no tiene la potestad de decidir; el cuerpo electoral es desde luego órgano de creación del Parlamento, pero no órgano de volición; más aún, el fin mismo del régimen llamado representativo es excluir sistemáticamente al pueblo de la potestad de querer o sea de decidir por el Estado, y reservarla únicamente a los representantes. Así pues, en la democracia representativa todos los esfuerzos que pudieran intentarse para que el cuerpo de ciudadanos activos fuese considerado como un órgano primario de voluntad estatal, fracasará ante la infranqueable objeción de que aquí el pueblo se limita a nombrar el órgano encargado de querer. Querer mediante un órgano, como, según Jellinek, lo hace el pueblo en el régimen representativo, no es ser órgano por sí mismo, como se vio antes (p. 1032), sino todo lo contrario. El error de Jellinek, en este respecto, queda en evidencia por las consecuencias a que ha llevado a algunos autores. Así es como Duguit llega, bajo la influencia de este falso concepto, a preconizar la introducción en el régimen representativo actual de instituciones tales como el referendum (L'État, vol. n, pp. 231-232; Traite, vol. I, p. 3 4 1 ) . En efecto, si, en el régimen representativo, el pueblo es el órgano primario del Estado y si las decisiones de las asambleas elegidas deben ser representativas de la voluntad popular en el sentido en que Jellinek emplea aquí la palabra representación, es legítimo sostener que el medio más eficaz para asegurar real y completamente esta representación es confrontar entre sí ambas voluntades, consultando al pueblo, no ya solamente por la vía indirecta de elecciones generales, sino por la vía directa del referendum. Más aún, el referendum aparece en estas condiciones como una necesidad que se impone estrictamente, pues desde el momento en que se parte de la idea de que la asamblea de diputados no hace sino representar a la voluntad
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popular en el sentido propio de la palabra, ¿cómo es posible concebir que pueda expresar esta voluntad sin que el pueblo representado tenga el recurso de dar a conocer su verdadera opinión en contra de la que se haya formulado falsamente como suya? Por esto Duguit presenta al referendum como el "complemento" natural y hasta "necesario" del régimen representativo. Este autor no parece advertir que, al razonar así, llega, en realidad, a sustituir al gobierno representativo por el régimen de la democracia directa. Nada puede revelar mejor la falsedad de la doctrina que aproxima estas dos formas de gobierno. Por haber partido de una idea inexacta en cuanto al régimen representativo, Duguit llega a introducir en él instituciones que constituyen precisamente su contrafigura y con las que es inconciliable. Como demostró perentoriamente Esmein (loe. cit.), en esta clase de gobierno no hay lugar para procedimientos de consulta popular directa, porque la esencia misma del régimen llamado representativo es que los representantes quieran libremente por el pueblo.431 Y esto mismo prueba, en definitiva, que en dicho régimen el pueblo no es órgano primario del Estado y que, contra la denominación usual del mismo, a voluntad de los elegidos no es en él representativa de la voluntad popular, al menos en el sentido propio que en la ciencia jurídica tiene actualmente el término representación.432 431
Distinta es la cuestión política de saber si, a causa de las alteraciones que ha sufrido lll Francia el gobierno representativo (ver núms. 394 ss., infra), no sería deseable corregir mediante la constitución del referendum el régimen que, de hecho, funciona aquí actualmente y que, en cierto grado, parece tener los inconvenientes del sistema de la democracia directa sin presentar sus ventajas. Una de estas ventajas más apreciables es la de excluir, o al menos disminuir, la influencia de los políticos profesionales. Otra ventaja de la institución del referendum es la de desarrollar en el pueblo la conciencia de su responsabilidad y, por lo mismo, aumentar su cultura política, mientras que el régimen representativo, tal como se practica en la actualidad, tiene el enorme inconveniente de dispersar las responsabilidades y aminorar el sentido de las mismas en el Parlamento (ver n. 20 del no. 400, infra) y en el pueblo a la vez, pudiendo este último, incluso cuando pesa sobre las voluntades de sus elegidos, pretender que mi es él quien toma las decisiones. En ciertos aspectos, por lo tanto, se pueden compartir las simpatías de Duguit (Traite, vol. I, p. 335) por el referendum. Pero, si no deseamos disfrazar l.i verdad, habrá que reconocer que, al adoptar esta institución, la Constitución francesa, en definitiva, abandonaría el sistema representativo y lo substituiría en realidad por el gobierno directo del pueblo. 432 Hay que volver aquí sobre una cuestión a la que ya se hizo referencia (supra, p. 375, II. 15), la de la naturaleza del referendum en materia legislativa. En la literatura suiza actual parece existir una tendencia bastante extendida a reducir el alcance de esta institución, y . II, aparentemente con el objeto de disminuir la idea que se pueda formar del papel legislativo J más generalmente, de la potestad constitucional del pueblo, al menos desde el punto de vista federal. A este efecto, numerosos autores han afirmado que las leyes federales son perfectas solo hecho de haber sido adoptadas por los dos Consejos que constituyen la Asamblea federal, de modo que la potestad de hacer las leyes residiría solamente en esta asamblea, no teniendo la votación popular, por sí misma, el carácter de un acto de decisión legislativa (ver especialmente en este sentido: Burckhardt, op. cit., 2* ed., p. 723; Schollenberger, Bundesstaatsrecht der Schweiz, p. 247 y Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, pp. 519-520; Guhl, Bundesgesetz, Bundesbeschluss und Verordnung nach schweiz. Staatsrecht, pp. 48ss., 60 ss.; Veith, Der rechtliche Einfluss der Kantone auf die Bundesgewalt, tesis, Estrasburgo, 1902, pp. 104 ss.; Bossard, Das Verháltniss zwischen Bundesversammlung und Bundesrat, tesis, Zurich, 1909, pp. 39-40). En otros términos,
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393. En el fondo, el gran error de Jellinek y de los autores que siguen su doctrina es no haber distinguido sino dos formas principales de gobierno, la monarquía y la democracia, cuando en los tiempos modernos se ha creado un tercer tipo, esencialmente diferente de los otros dos, el gobierno representativo (ver núms. 334 y 338, supra). Jellinek incluye al régimen representativo dentro de la democracia; y recíprocamente, califica como representativas a las democracias provistas de instituciones, como el referendum, que son tomadas de la democracia directa (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 484 ss.). Al hacer esto, desconoce la gran idea que precisó la Revolución francesa con el nombre de principio de la soberanía nacional y que, en las Constituciones que se inspiraron en este el pueblo suizo no podría considerarse ya como un órgano de legislación al formarse la ley sin su concurso; y la institución del referendum únicamente le proporcionaría el recurso de impedir la ejecución de leyes que, por lo demás, se originan sin su participación; no tendría, pues, en definitiva, más alcance que el que entraña la institución del veto; el pueblo tendría el poder de paralizar, pero no el de crear. De donde se deduce la consecuencia —afirmada de un modo expreso por Burckhardt, loe. cit., p. 7231— de que, en el caso de que el referendum no sea solicitado por un número suficiente de ciudadanos o de cantones, la ausencia de votación popular no podría constituir una aceptación tácita de la ley; únicamente tendría una significación totalmente negativa, sólo implicaría que, no habiendo hecho uso el pueblo de su poder de veto, la ley, ya perfeccionada al salir de la Asamblea federal, no encontró ningún obstáculo para entrar en vigor. Por razones análogas habría que decir que en el caso de que la votación popular resulte en favor de la ley para la cual fue solicitada, tampoco tiene el valor de una decisión legislativa, pues nada puede añadir a una ley que ya era perfecta; sólo constituye, a su vez, una manifestación negativa, o sea una renuncia, por parte del pueblo, al poder de oponer su veto. Hay que referir a las mismas tendencias otra teoría —ya indicada supra, pp. 505 s., n.— según la cual las resoluciones de la Asamblea federal sólo se someterían a una posibilidad de referendum en el caso de referirse al derecho individual de los ciudadanos; tal es la tesis que sostienen especialmente Burckhardt, loe. cit., pp. 717 ss., y Guhl, op. cit., pp. 32 ss., 42 ss. Esta doctrina, que, hay que repetirlo, tiende nada menos que a eliminar de la Confederación el régimen de la democracia, para volver a colocar al pueblo suizo bajo el imperio del gobierno representativo, parece inconciliable con la Constitución federal de 1874. Bien es verdad que el referendum facultativo, cuando fué introducido en la Constitución de 1874, se presentó como un simple veto. Particularmente, se caracterizó bajo este nombre por los partidarios del referendum obligatorio (ver especialmente Curti, Le referendum, ed. francesa, pp. 247 ss.). Pretendían éstos establecer una oposición esencial entre las dos clases de referendum. Resultaba la oposición, según su razonamiento, del hecho de que el referendum obligatorio, tal como existía ya en cierto número de cantones, asocia constante y directamente al pueblo a la formación de cada una de las leyes, en el sentido de que éstas solamente llegan a ser perfectas mediante la adopción popular, que constituye así una verdadera sanción de los actos legislativos del Estado por la voluntad del cuerpo de ciudadanos. Por el contrario, en el sistema consagrado por la Constitución federal se decía que el pueblo no participa, en principio, en la confección de la ley y que sólo se le consulta, a este respecto, cuando la ley que acaba de ser adoptada por la Asamblea federal suscita cierto número de reclamaciones entre los ciudadanos. La intervención del pueblo, al producirse en estas condiciones, sólo le permite oponerse a una ley que sin esta oposición hubiera entrado en vigor sin necesitar una sanción popular; se ve as! que la institución del referendum facultativo sólo implica para el pueblo un poder de resistencia ocasional, o sea el veto. Tal era la argumentación de los partidarios del referendum obligatorio, Pero, a decir verdad, éstos sólo reducían el referendum facultativo a la calificación de régimen de veto, con el objeto de combatirlo y
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principio, determinó una especie de democracia enteramente distinta de la democracia integral, así como también una forma monárquica totalmente diferente de la antigua y pura monarquía. En la democracia directa son los ciudadanos mismos los que constituyen, en su masa total, el órgano esencial e inicial del Estado, en el sentido, ante todo, de que esa totalidad de individuos es el origen de todos los poderes que ejercen las autoridades públicas, y además, de que la voluntad estatal se confunde en principio con la voluntad popular. Por lo tanto, las decisiones que emite un órgano cualquiera distinto del cuerpo de ciudadanos no pueden ser sino la expresión secundaria de la voluntad primaria de los ciudadanos mismos, y por consiguiente, desacreditarlo. Por lo demás, no cabe duda de que el poder que había de pertenecer al pueblo en relación con la legislación federal, en el pensamiento de los autores de la Constitución de 1874, haya estado relacionado con la idea esencial de que, en Suiza, el pueblo es llamado jurídicamente, por razón misma de su soberanía, a ejercer un derecho de decisión suprema en materia legislativa; en todo caso nadie se atrevió a refutar directamente esta idea. Ahora bien, este concepto de la supremacía popular excluye la posibilidad de reducir el referendum, cualesquiera que sean sus modalidades, a una simple facultad de reclamación y de veto. En realidad, la preferencia dada al referendum facultativo se explica principalmente por razones de orden práctico. Al descartar la necesidad de un acto formal de adopción de la ley por el pueblo, la Constitución suiza evitó los inconvenientes y las complicaciones del sistema de la legislación popular. No por ello dejó de consagrar el principio de esta especie de legislación y de asegurar las efectivas ventajas de la misma. Gracias a la combinación del referendum facultativo, el pueblo se sustrae a la molestia y al cansancio que significaría para él que se recurriera con demasiada frecuencia al cuerpo de votantes, que se repitieran las convocatorias siempre que apareciera una ley nueva; y sin embargo, sigue siendo efectivamente dueño de la legislación, ya que ninguna ley puede imponérsele en contra de su voluntad. Por lo tanto, incluso reducido a una forma facultativa, el referendum proporciona al cuerpo de ciudadanos un instrumento suficiente de la soberanía popular. En este sentido conviene recordar que el mismo Rousseau (Contrato social, lib. II, cap. i) sugirió y recomendó esta forma de consulta al pueblo como la que satisfacía los principios esenciales de la democracia. La doctrina que no quiere ver en el referendum facultativo más que una variedad del veto es impugnada formalmente por el art. 89 de la Constitución federal. Si este texto sólo hubiera querido reconocer al pueblo un derecho de veto, habría debido limitarse a hablar de una posible oposición de los ciudadanos a la ley adoptada por la Asamblea federal. Ahora bien, el art. 89 emplea un lenguaje muy diferente. En el caso de que el cuerpo de ciudadanos sea requerido por una petición de votación, especifica que el pueblo es llamado a pronunciar la "adopción" de la ley reclamada. La palabra "adopción", en esta materia, tiene un sentido preciso que no puede discutirse y que implica para el pueblo, no sólo el poder de obstaculizar con su veto la ejecución de una ley ya perfecta, sino realmente el derecho de estatuir sobre la formación misma de la ley. Habrá de observarse, por cierto, que este término del art. 89 es por lo menos tan fuerte como el que emplea, para el caso de revisión constitucional, el art. 123, que dice que la Constitución federal revisada debe ser "aceptada" por el pueblo suizo (cf. la versión alemana de los arts. 89 y 123, que contiene expresiones idénticas en ambos casos: Annahme y angenommen). Ahora bien, en el caso de revisión constitucional, el referendum es obligatorio y, BOI consiguiente, el poder de intervención del pueblo no puede reducirse aquí a una simple facultad de veto, sino que los mismos autores suizos reconocen (ver especialmente Schollenberger, Kommentar, p. 520; Guhl, op. cit., p. 51) que el pueblo es llamado a dar su sanción • la Constitución revisada, en el sentido técnico de dicha palabra. Esta interpretación queda confirmada por otro término del
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es evidente que los ciudadanos son invitados a hacer saber si dichas decisiones están conformes con su propia voluntad. Muy distinto es el alcance, así como también el fundamento, del régimen representativo tal como se le concibió en 1789T1791. El régimen representativo de entonces se basaba esencialmente en la idea de que los ciudadanos, lo mismo que el monarca, no tienen individualmente ninguna participación en la soberanía, sino que ésta reside de un modo extraindividual en el ser colectivo y sucesivo nación. Ocurre así especialmente en el sentido de que la voluntad nacional no consiste originariamente en la voluntad de los miembros particulares de la nación, ciudadanos o monarca, sino que, por el contrario, se ha organizado en la nación una potestad de voluntad general y art. 89, pues, en efecto, este texto confiere a los ciudadanos el poder de pronunciar alternativamente la adopción o el "rechazo". Rechazar la ley no sólo M obstaculizar su ejecución, sino anular todo el trabajo legislativo realizado hasta entonces por las cámaras, y esto implica también que dicha labor sólo por la decisión popular llega a dad, éstos sólo reducían el referendum facultativo a la calificación de régimen de veto, con el objeto de combatirlo y desacreditarlo. Por lo demás, no cabe duda de que el poder que había de pertenecer al pueblo en relación con la legislación federal, en el pensamiento de los autores de la Constitución de 1874, haya estado relacionado con la idea esencial de que, en Suiza, el pueblo es llamado jurídicamente, por razón misma de su soberanía, a ejercer un derecho de decisión suprema en materia legislativa; en todo caso nadie se atrevió a refutar directamente esta idea. Ahora bien, este concepto de la supremacía popular excluye la posibilidad de reducir el referendum, cualesquiera que sean sus modalidades, a una simple facultad de reclamación y de veto. En realidad, la preferencia dada al referendum facultativo se explica principalmente por razones de orden práctico. Al descartar la necesidad de un acto formal de adopción de la ley por el pueblo, la Constitución suiza evitó los inconvenientes y las complicaciones del sistema de la legislación popular. No por ello dejó de consagrar el principio de esta especie de legislación y de asegurar las efectivas ventajas de la misma. Gracias a la combinación del referendum facultativo, el pueblo se sustrae a la molestia y al cansancio que significaría para él que se recurriera con demasiada frecuencia al cuerpo de votantes, que se repitieran las convocatorias siempre que apareciera una ley nueva; y sin embargo, sigue siendo efectivamente dueño de la legislación, ya que ninguna ley puede imponérsele en contra de su voluntad. Por lo tanto, incluso reducido a una forma facultativa, el referendum proporciona al cuerpo de ciudadanos un instrumento suficiente de la soberanía popular. En este sentido conviene recordar que el mismo Rousseau (Contrat social, lib. II, cap. i) sugirió y recomendó esta forma de consulta al pueblo como la que satisfacía los principios esenciales de la democracia. La doctrina que no quiere ver en el referendum facultativo más que una variedad del veto es impugnada formalmente por el art. 89 de la Constitución federal. Si este texto sólo hubiera querido reconocer al pueblo un derecho de veto, habría debido limitarse a hablar de una posible oposición de los ciudadanos a la ley adoptada por la Asamblea federal. Ahora bien, el art. 89 emplea un lenguaje muy diferente. En el caso de que el cuerpo de ciudadanos sea requerido por una petición de votación, especifica que el pueblo es llamado a pronunciar la "adopción" de la ley reclamada. La palabra "adopción", en esta materia, tiene un sentido preciso que no puede discutirse y que implica para el pueblo, no sólo el poder de obstaculizar con su veto la ejecución de una ley ya perfecta, sino realmente el derecho de estatuir sobre la formación misma de la ley. Habrá de observarse, por cierto, que este término del art. 89 es por lo menos tan fuerte como el que emplea, para el caso de revisión constitucional, el art. 123, que dice que la Constitución federal revisada debe ser "aceptada" por el pueblo suizo (cf. la versión alemana de los arts. 89 y 123, que contiene expresiones idénticas en ambos casos: Annahme y anrt iiommen). Ahora bien, en el caso de revisión constitucional, el referendum es obligatorio y, BOI consiguiente, el poder de intervención del pueblo no
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superior, voluntad nacional cuya expresión habrá de ser proporcionada por aquellos miembros de la nación que se constituyen, por el estatuto orgánico
puede reducirse aquí a una simple facultad de veto, sino que los mismos autores suizos reconocen (ver especialmente Schollenberger, Kommentar, p. 520; Guhl, op. cit., p. 51) que el pueblo es llamado a dar su sanción a la Constitución revisada, en el sentido técnico de dicha palabra. Esta interpretación queda confirmada por otro término del art. 89, pues, en efecto, este texto confiere a los ciudadanos el poder de pronunciar alternativamente la adopción o el "rechazo". Rechazar la ley no sólo M obstaculizar su ejecución, sino anular todo el trabajo legislativo realizado hasta entonces por las Cámaras, y esto implica también que dicha labor sólo por la decisión popular llega a ser completa, perfecta y definida (cf. en este sentido el art. 15 de la ley federal, concerniente a las votaciones populares de las leyes y resoluciones populares federales, de 17 de junio de 1874: " S i la mayoría de los votantes ha rechazado la ley o la resolución que les fue sometida, esta ley o esta resolución habrán de considerarse como nulas e inexistentes"). Por último, la misma indicación se desprende del conjunto de los términos del art. 89, particularmente según el texto alemán. Después de haber anunciado que "las leyes federales no podrán dictarse sino con acuerdo de los dos Consejos", el art. 89 declara que, además (überdies en el texto alemán), estas leyes quedan sometidas a la adopción y al rechazo del pueblo, al menos cuando el referendum es solicitado por 30,000 ciudadanos. Semejante lenguaje revela desde luego que la decisión que se solicita del pueblo es de la misma naturaleza que la que se requiere de las Cámaras. De todas maneras, excluye en lo absoluto la posibilidad de aceptar la doctrina (sostenida especialmente por Guhl, op. cit., pp. 48-49) que, ateniéndose a la primera fase del art. 89, pretende que el acuerdo de las dos Cámaras, por sí solo, es suficiente para la existencia de la ley. La palabra überdies, que une entre sí las dos disposiciones del art. 89, señala claramente que no se puede interrumpir la lectura del texto después de su primera frase, y que por consiguiente el acuerdo de las dos Cámaras no basta para engendrar una ley. Si únicamente las Cámaras tuvieran la potestad de crear las leyes y si el papel del pueblo, en este aspecto, se redujera a una facultad de impedimento, la Constitución suiza no hubiera podido emplear una locución que aproxima y asimila la decisión popular a la decisión parlamentaria, sino que, por el contrario, hubiera tenido que señalar mediante términos apropiados el contraste que quería establecer entre estas dos clases de decisiones. En vez de decir überdies hubiera recurrido a tina expresión tal como no obstante o sin embargo. Así pues, del art. 89 cabe deducir que el voto de las Cámaras no es suficiente para perfeccionar las leyes federales; lo que asegura la perfección de la ley es su adopción por el pueblo suizo (cf. en este sentido: Signorel, Elude sur le referendum, pp. 314 y 345; Salis, Reichesbergs Handwórterbuch, v "Bundesgesetzgebung", vol. I, pp. 665 y 671; Keller, Das Volksinitiativrech nach den schweiz. Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889, p. 68; Hiestand, Zur Lehre von den Rechtsquellen im schweiz. Staatsrecht, tesis, Zurich, 1891, p. 16; Hoerni, De l'état de nécessité en droit public federal suisse, tesis, Ginebra, 1917, p. 46). Al menos así ocurre cuando el pueblo suizo es consultado. Pero esta primera conclusión conduce inmediatamente a otra que tiene un alcance general. El hecho de que, en el caso de consulta expresa, la perfección de la ley, como se acaba de ver, dependa de la votación popular, implica necesariamente que, aun en principio y
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de ésta, en sus "representantes". En tales condiciones, las personas o asambleas investidas del poder de expresar la voluntad nacional, aun siendo elegidas por el pueblo, no pueden considerarse como órganos de voluntad de los ciudadanos, lo mismo que, en una monarquía representativa, las autoridades nombradas por el rey no pueden ser órganos de la persona real; por ello, la Constitución de 1791 reducía a los ciudadanos al poder de elegir, sin concederles el medio de obligar a los elegidos a conformar sus voluntades a las de los electores. En el sistema fundado por esta Constitución, la asamblea de diputados, en cuanto a su poder de voluntad, era exclusivamente el órgano del ser jurídico nación. de un modo general, esta perfección queda subordinada a la voluntad del cuerpo de ciudadanos. Esto debe aplicarse entonces, por extensión, incluso al caso en que el referendum, de hecho, no se solicita; tanto más cuanto que sólo depende de los ciudadanos promover irresistiblemente la votación sobre la adopción de la ley. En otros términos, no parece posible sustraerse a la idea de que la falta de reclamaciones contra la ley equivalga a un consentimiento popular tácito (ver en este sentido especialmente Hiestand (op. cit., p. 12), que hasta llega a decir (p. 16) que, para las resoluciones de alcance general declaradas urgentes y por lo tanto no sujetas al referendum, la aceptación del pueblo "se presume"). Así, nos vemos llevados a reconocer que la Constitución suiza no sólo ha provisto al pueblo federal de un poder defensivo de impedimento o de veto que le permite oponerse a la ejecución de leyes que ya estuviesen perfeccionadas sin su voluntad, sino que en verdad ha convertido al cuerpo de ciudadanos en un órgano, e incluso, en definitiva, en el órgano supremo de la legislación, el que, mediante su adopción expresa o tácita, es llamado a perfeccionar las leyes. Si fuera vendad que el pueblo suizo no participa en la creación de la ley, de ello resultaría que esa ley halla su fuerza formal únicamente en su adopción por la Asamblea federal, de donde se inferiría que las leyes a las que el pueblo dio su asentimiento expresa o tácitamente — como sostiene Guhl, op. cit., pp. 66 ss. (ver en sentido contrario Hoerni, op. cit., pp. 43 ss.)— podrían derogarse o modificarse por la simple voluntad de la Asamblea federal, o sea por simples resoluciones, susceptibles de sustraerse al referendum mediante una declaración de urgencia. Hay más aún: si la votación popular que se produce con respecto a las leyes no tiene carácter de manifestación de la potestad legislativa del pueblo, de ello debería deducirse lógicamente que después de rechazar el pueblo una ley adoptada por la asamblea, ésta conservaría el poder de resucitar el texto desechado y de imponerlo por su sola voluntad, adoptándolo ahora en forma de resolución declarada urgente. Estas diversas consecuencias no son conciliables con los términos ni con el espíritu del art. 89, cuyo objeto ha sido con toda certeza hacer depender la obra legislativa de la voluntad suprema del pueblo. Por esto hay que sacar la conclusión de que el sistema de legislación popular consagrado por el art. 89 entraña una sola interpretación: debe interpretarse en el sentido de que la Constitución suiza no sólo confirió al pueblo un derecho de control y de vigilancia en la obra legislativa de la Asamblea federal, sino que la asoció directamente a dicha obra así como a la potestad de crear las leyes. Se ha tratado, sin embargo, de socavar esta
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De estas observaciones resulta que la democracia representativa no se reduce a una forma especial de la democracia directa, lo mismo que la monarquía representativa no es, como el mismo Jellinek lo reconoce (loe. cit., vol. I I , p. 423) a propósito de la Constitución francesa de 1791, una verdadera monarquía (cf. p. 910, supra). La diferencia jurídica capital que separa estas dos clases de democracias es la siguiente: En la democracia pura, los elegidos de los ciudadanos han de expresar la voluntad de éstos, y por este mismo motivo, sus decisiones quedan subordinadas, bien sea en cuanto a la iniciativa, bien sea en cuanto a la perfección ' de la decisión, a una voluntad preponderante, que es la de la asamblea del pueblo. En la democracia representativa, el cuerpo de los elegidos conclusión, y para ello se ha pretendido que la institución del referendum facultativo únicamente tiene por objeto proporcionar a los ciudadanos adversos a la ley un medio de recurso análogo al que, en materia constitucional, permite a los litigantes recurrir de un tribunal inferior a otro superior. Guhl, que desarrolla esta comparación (op. cit., pp. 60ss.), formula así su argumentación: lo mismo que el juicio pronunciado en primera instancia tiene existencia jurídica a pesar de ser susceptible de recurso, y que el hecho de estatuir por el tribunal superior sobre el recurso de ningún modo implica la participación de dicho tribunal en el primer juicio anteriormente pronunciado, así tampoco debe considerarse que el pueblo suizo participe en la confección de la ley cuando se hace cargo de un recurso formulado por cierto número de ciudadanos en contra de ella, sino que sólo estatuye respecto al recurso, siendo esto lo que explica que, en caso de que el referendum no se solicite, la ley tenga que entrar en ejecución solamente en virtud de la decisión de las Cámaras, lo mismo que el juicio no recurrido recibe su ejecución en virtud de su propio valor y como obra de los jueces que lo pronunciaron. Pero esta argumentación no resiste un atento examen de las dos situaciones parangonadas. En primer lugar, no puede establecerse comparación alguna entre el caso del litigante que recurre de la sentencia que supone mal dictada y la facultad, concedida a los ciudadanos, de solicitar una votación popular respecto de una ley, pues el litigante que hace uso de una vía de recurso, apela a una autoridad distinta de sí mismo. En el caso del referendum, por el contrario, no puede decirse que el recurso se reanuda ante una autoridad ajena, sino que es el pueblo mismo el que, después de haberse hecho algo del supuesto recurso por mediación de cierto número de sus miembros, estatuye directamente respecto de la adopción definitiva o del rechazo de la ley. Por otra parte, si bien es exacto que el tribunal superior no concurre a la formación del juicio dictado en primera instancia, por lo menos es indiscutible que tanto los segundos jueces como los primeros participan en la potestad judicial, sin la que, en efecto, no podrían substituir por su propia sentencia aquella que ha sido recurrida ante ellos. Pero precisamente el poder que le corresponde al pueblo suizo de estatuir en última instancia sobre la ley adoptada por las Cámaras, implica que éste este pueblo participa también en la potestad legislativa, y cuanto más se pretende que la ley originada por las deliberaciones parlamentarias constituye una decisión que sólo por esto es perfecta, más se fortalece la idea de que el pueblo mismo queda investido del poder legislativo, pues si asi no fuera estaría incapacitado para invalidar por vía de "rechazo" la obra del legislador. No hay, pues, más remedio que reconocer que por la institución del referendum, incluso facultativo, el pueblo no sólo queda habilitado para controlar las decisiones del legislador y oponerles ciertos impedimentos, sino que es llamado a participar en la legislación misma, lo que supone esencialmente que desempeña un papel efectivo en la formación propiamente dicha de la ley. Por esta última razón los autores suizos (Hilty, "Das Referendum im schweiz. Staatsrecht", Archiv jür óijentl. Recht, vol. I I , p. 367; cf. Guhl, op. cit., p. 32) pudieron decir que la introducción del referendum legislativo en el derecho público federal constituyó, en 1874, una novedad que confería a la revisión realizada en dicha época el carácter de una verdadera revisión total, aunque gran número de artículos de la
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no representa una voluntad anterior ni sus decisiones dependen de una voluntad que domine a la suya, sino que crea él mismo la voluntad de la nación por la que está encargado de querer. Y precisamente en esto es un órgano de la nación. Pues —importa observarlo—, en realidad, únicamente en el caso de la democracia pura es cuando se produce una representación en el sentido ordinario de esta palabra, ya que la asamblea de los diputados no es aquí un órgano del pueblo, sino que tiene por función representar al pueblo, el cual aparece así como el verdadero órgano de Estado, o sea no solamente como un órgano primario actuando por medio de un órgano secundario, sino como un órgano exclusivo del Estado que actúa por su representante, que es el cuerpo de los diputados. En el anterior Constitución de 1848 no fueron objeto de modificación alguna en 1874. Aunque limitada en cuanto a su extensión, la revisión de 1874, en efecto, tuvo por resultado transformar esencialmente el régimen constitucional de Suiza, por cuanto confirió al cuerpo mismo de ciudadanos la potestad de pronunciar la última palabra en la formación de la voluntad legislativa del Estado, habiéndole asignado así, tanto en orden a las funciones constituidas como en el orden constituyente, la más alta posición entre los órganos de la Confederación. Esta es también la opinión que prevaleció en la literatura alemana con respecto al alcance de la institución del referendum. Jellinek, en particular (op. cit., ed. francesa, vol. I I , pp. 241, 485 ss.; cf. Gesetz und Verordnung, p. 208), demostró que para caracterizar el papel legislativo del pueblo suizo conviene compararlo con el poder de sanción que corresponde a los monarcas en cuanto órganos supremos de sus Estados. Esta analogía con la sanción real señala suficientemente la diferencia que separa al referendum, incluso facultativo, de un simple veto. Quedan por decir algunas palabras sobre otra tendencia que se apunta con respecto al referendum y que consiste en referir esta institución a un concepto político del mismo género de aquel que, en cualquier país y hasta en las monarquías, hizo admitir tradicionalmente que los impuestos no pueden crearse y ponerse a cargo del pueblo sin el concurso y sin cierta intervención de los contribuyentes. Como dice una fórmula trivial, es necesario que el impuesto se consienta por quienes han de pagarlo o, por lo menos, por sus representantes. Recogiendo una fórmula análoga, se ha sostenido en Suiza que el referendum, tal como se halla establecido actualmente en ese país, se funda simplemente en la idea de que el pueblo debe ser admitido a desempeñar cierto papel en la labor legislativa siempre que se trate de leyes especialmente aplicables a los ciudadanos, o sea de leyes que crean para ellos derechos o deberes individuales (ver, por ejemplo, en este sentido Guhl, op. cit., pp. 32 ss.). Pero, así como en materia de impuestos la fórmula anteriormente citada no implica que las leyes de presupuestos han de ser deliberadas y votadas por los mismos ciudadanos, y que, con relación a las monarquías, cierta doctrina —expuesta supra, núms. 131 s s .— pretende que las leyes, aunque sean destinadas a crear derecho individual, no son decretadas por las asambleas representativas mismas, sino que son obra del monarca exclusivamente, así también la aplicación al referendum del concepto que acaba de recordarse conduce a decir que esa clase de consulta popular, en Suiza, no tiene por objeto asociar directa y formalmente al pueblo a la confección de las leyes; en efecto, los ciudadanos aparecen como suficientemente garantizados desde el momento en que las leyes aceptadas por las asambleas no pueden aplicarse contra la voluntad de la mayoría popular, y la Constitución suiza pudo, por consiguiente, limitarse a proporcionarles una simple facultad de veto, reservando a las Cámaras federales el poder legislativo propiamente dicho. Así Io es, el referendum no constituiría una institución que tuviera por objeto preciso fundar jurídicamente la democracia directa, sino que sólo constituiría un elemento de un régimen político liberal. Además, de este punto de vista resultaría que el pueblo no puede aspirar a ejercer ninguna acción ni a manifestar su sentimiento bajo ninguna forma con respecto
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régimen llamado representativo, por el contrario, las voluntades enunciadas por la asamblea de los diputados no son representativas de una voluntad preexistente, la de los ciudadanos, sino que la asamblea elegida es, como el monarca mismo433, un órgano de la nación, el órgano por el cual la nación
a las leyes que, sin afectar al derecho individual de los ciudadanos, tienen por objeto y regulan únicamente los asuntos o servicios del Estado. Dos breves objeciones serán suficientes para i el mar esta manera de ver. En primer lugar, ya se observó anteriormente que la Constitución federal de 1874 no sólo concede al pueblo un medio indirecto de ejercer su influencia sobre la legislación o de preservarse contra las leyes que considera desfavorables, sino que especifica que el pueblo es llamado a estatuir sobre la "adopción" misma de las leyes. La importancia de este último término ha sido subrayada en el transcurso de la presente nota y conviene añade que el carácter facultativo del referendum no puede disminuir esta importancia, ya que, en suma, el pueblo queda admitido a formular expresamente su voluntad legislativa en cuanto manifiesta deseo de ello. En segundo lugar, el poder de adopción del pueblo no se refiere Únicamente a las leyes que afectan a los ciudadanos en la esfera privada de sus derechos individuales, sino que, de un modo ilimitado, se extiende a toda ley, cualquiera que sea el objeto de- la misma, sin hablar de las resoluciones que tienen alcance general. Así pues, la institución del referendum no solamente responde a la preocupación de proteger a los ciudadanos contra las autoridades estatales o a la idea de que, en un país libre, el pueblo no puede asumir i o r a s individuales, fiscales o jurídicas a las que no haya prestado su consentimiento, sino que HC funda en la idea de que el pueblo debe ser dueño supremo de la legislación. Con más exactitud, el principio consagrado por la Constitución suiza es el de que una prescripción reguladora o una medida cualquiera sólo pueden adquirir el carácter especial y la fuerza superior propias de la ley cuando han sido revestidas de ese carácter y de dicha fuerza por c i c l o d e una adopción popular expresa o tácita. La adopción por el pueblo se convierte así c u una condición esencial de la forma de la ley. Ahora bien, este último rasgo es precisamente uno de l o s q u e caracterizan a la verdadera y franca democracia. 433 También sobre este punto la doctrina de Jellinek es inconciliable con los principios que constituyen la base del derecho público francés. Al distinguir en el Estado dos clases de órganos, de los que unos, como el Parlamento, son órganos representativos del pueblo, mientras que otros, como el monarca, son exclusivamente órganos del Estado (puesto este último, por otra parte, en oposición a la nación), Jellinek introduce en la organización estatal un dualismo que no sólo se encuentra en contradicción con el principio de la unidad del Estado (ver p. 1033, supra), sino que es igualmente inconciliable con la idea de la soberanía nacional. En el sistema del derecho público francés, tal como fue concebido y establecido por la Revolución, . ualquier autoridad encargada de enunciar la voluntad estatal sólo puede ser, indistinta y uniformemente, órgano de la nación soberana, o sea de la colectividad nacional tomada en su Indivisibilidad abstracta. La doctrina de Jellinek se presta doblemente a la crítica, pues pretende convertir al monarca en órgano del Estado con exclusión de la nación, por una parte, y por otra, porque califica al cuerpo de los elegidos como órgano popular, tomando la palabra pueblo en un sentido diferente del que posee la palabra nación en el concepto de la soberanía nacional.
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llega a ser capaz de querer. En cuanto a esto, ya se observó anteriormente (núms. 350, 371 ss., 378) que la denominación dada por los constituyentes de 1791 al nuevo régimen que fundaron en Francia era totalmente impropia 434; la característica de este régimen "representativo" es que no entrañaba ninguna verdadera representación. Es, pues, una falsedad decir —como lo hace Jellinek (loe. cit., vol. II, pp. 285-286; cf. en el mismo sentido a Duguit, Traite, vol. I, pp. 303-304 )— que, según el derecho público francés, " el orden estatal entero se basa en la voluntad del pueblo", en cuanto las autoridades públicas, en Francia, proceden todas directa o indirectamente de la elección popular y constituyen así, para el pueblo, órganos secundarios, que se otorga a sí mismo, bien eligiéndolos inmediatamente, bien haciéndolos elegir por sus propios elegidos. Esta manera de caracterizar al sistema constitucional de Francia es contrario al concepto original de donde salió, en la época revolucionaria, el régimen representativo francés. Se puede decir que la organización estatal de Francia se basa hoy enteramente en el principio de que corresponde al pueblo la elección de las personas llamadas a ejercer los poderes representativos; pero pretender que esta organización tiene por objeto asegurar la primacía de la voluntad popular es olvidar que el régimen representativo francés emana directamente del principio de la soberanía nacional (ver n9 339, supra); y es, además, perder de vista que este principio, cuyo significado es, ante todo, negativo (ver núms. 328 ss., supra), excluye toda posibilidad de individualizar la soberanía del cuerpo nacional en sus miembros actuales, es decir, tanto en la totalidad general de sus miembros como en uno de ellos en particular . De igual modo que en la monarquía representativa, el monarca, aunque capaz en ciertas materias de querer por la nación, no resume toda la voluntad soberana de la nación, sino que queda, en gran medida, lometido a esta voluntad (ver n9 337, supra), así también, en la democracia representativa, la voluntad nacional no se reduce a la voluntad
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Por lo menos, y en cuanto al fondo, manifestaron claramente su pensamiento oponiendo a la democracia el régimen que califican como representativo; y entendían por aquélla la democracia directa (ver especialmente, sobre este punto, el discurso de Sieyes citado supra, pp 163 ss). El error de Jellinek es precitamente haber desconocido esta oposición.
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popular, y, por consiguiente, no es exacto afirmar que el funcionamiento del Estado se basa enteramente en ésta. Pero la verdad es que el régimen representativo —por derivar del principio de la soberanía nacional— trata de establecer entre el pueblo y sus elegidos cierto equilibrio de fuerzas y de influencias, de tal modo que ni él, ni ellos, puedan adquirir un dominio absoluto que sería la negación de la soberanía exclusiva de la nación. Por una parte, en efecto, el pueblo no es dueño de la voluntad nacional, ya que no hace sino elegir; la asamblea de los diputados es la llamada a querer por sí misma por la nación y no a expresar la voluntad de los ciudadanos; en este aspecto, es órgano de la nación tomada en su indivisibilidad, y no del pueblo considerado en sus miembros. Pero, por otra parte, la Constitución francesa pensó que la potestad de dicha asamblea se halla bastante limitada por el hecho mismo de que los diputados que la componen están sometidos al régimen electivo, o sea que tienen que haber sido designados por los sufragios de los ciudadanos activos, y sólo ejercen su poder de una manera pasajera y durante un corto período de tiempo cuya duración, en la
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Constitución actual, puede también abreviarse mediante una resolución.435 Tal es el sistema gubernamental inau-
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Este carácter efímero de la función del diputado se señala particularmente en la Constitución de 1791, que reducía a dos años la duración de las legislaturas (tít. III, cap. I, art. 2). El principio de las legislaturas bienales había sido adoptado por la Constituyente desde el 12 de septiembre de 1789. Entre las razones que en esa fecha se invocaron en favor del sistema de las legislaturas de corta duración, conviene recordar especialmente la argumentación de Le Pelletier de Saint-Fargeau, que quería que dicha duración se redujese a un solo año: "Fijando en un solo año la duración de la asamblea —dice ese orador—, este período asegura contra el peligro de usurpar un poder que no debe tenerse. Esta idea debe ser desarrollada. Todo el mundo aprecia al primer golpe de vista la extensión de las relaciones del cuerpo legislativo; todo el mundo conoce la inclinación que se tiene a usurpar un poder que no se nos ha confiado; el espíritu de conquista, por decirlo así, es natural al hombre. Este peligro será tanto menos de temer cuanto más frecuentes sean las elecciones y más precaria la existencia de dicho cuerpo. Es de desearse, por otra parte, que la opinión pública invista sin cesar al cuerpo legislativo. Habrá de sentir más fácilmente que lo merece cuando, en corto espacio de tiempo, no tenga más interés que el de servirse de todo su poder para el bien común" (Archives parlementaires, 1" serie, vol. III, p. 617). Esta argumentación, que en la misma sesión fue aprobada y apoyada por numerosos oradores, revela claramente el pensamiento dominante y las tendencias de la Constituyente en esta materia. Este pensamiento era el de impedir toda apropiación individual de la soberanía nacional. Como lo observa Le Pelletier de Saint-Fargeau, la Constituyente entregaba al cuerpo legislativo un poder de gran extensión; pero también trataba de moderar el uso de ese poder, en cuanto los hombres que se hallaban revestidos del mismo sólo habían de poseerlo durante muy corto tiempo. Finalmente, pues, ni los ciudadanos, que quedaban apartados del gobierno directo, ni los mismos diputados, que sólo recibían una potestad efímera, llegaban a ser dueños de la soberanía nacional; nadie había de tener "más interés que el de servirse de su poder para el bien común". Con esto se manifiesta claramente el carácter negativo del principio de la soberanía nacional. Por consideraciones del mismo género se determinó la Constituyente a acoger la proposición de aquellos de sus miembros que pedían que, en el futuro, los diputados nombrados en dos legislaturas sucesivas no pudiesen reelegirse en la legislatura siguiente. En los numerosos discursos que se pronunciaron en mayo de 1791 en favor de esta proposición, se repite sin cesar el argumento de que la posibilidad de una renovación ilimitada de los poderes del diputado queda excluida por el principio mismo de la soberanía nacional. Este argumento fue desarrollado especialmente por Barére, en la sesión del 19 de mayo de 1791: " E l gran principio cuyo espíritu habéis infundido en todas las partes de la Constitución —decía Barére— es que los hombres revestidos de poderes públicos deben cambiar constantemente, renovarse y alejarse por algún tiempo de las funciones públicas para volver a ser ciudadanos. Bien sabíais que el gobierno representativo es aristocrático por naturaleza; y ese vicio natural que habéis querido corregir con vuestra Constitución es el que ha destruido todas las aristocracias. Así es como habéis sometido a los miembros del poder legislativo a elecciones frecuentes, o sea a una verdadera censura política, que
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gurado después de 1789, como consecuencia de la idea de que la soberanía es nacional y no reside especialmente en nadie. En principio subsiste este estado de cosas, aun hoy, a pesar de ciertas deformaciones que vamos a indicar, y no permite colocar a Francia entre los Estados en los cuales todo se basa originariamente en la voluntad del pueblo.436
se ejerce por los cuerpos electorales. Lo que habéis querido establecer i por lo tanto, una representación nacional y no una aristocracia legislativa, una aristocracia de oradores, que es la más peligrosa y la más funesta de todas para la libertad de las naciones. Ia verdad, pues, que la reelección ilimitada constituye un sensible cambio en la naturaleza de nuestro gobierno y una peligrosa corrupción de su principio representativo." ¿Por qué la reelección corrompe el régimen representativo? Porque, decía Barére, "hace de la soberanía nacional el patrimonio de algunos oradores, de algunos charlatanes políticos". Pero añadía l I mismo Barére, "habéis contado con instituciones, y no con hombres. Pues bien, la reelección Ilimitada coloca a los hombres en el lugar de las instituciones". Y terminaba diciendo: ''Ved la aristocracia de los representantes, ved el espíritu de perpetuidad y de herencia que pronto ha de venir a emponzoñar esta fuente de poderes nacionales, y decidnos si estas plagas de la libertad pública deben conservarse en la Constitución francesa. En fin, después de haber inalado al despotismo, debéis temer que oradores perpetuos traten de recoger su legado" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXVI, pp. 223 ss.). Arrebatada por esta argumentación, la Constituyente decidió, en la misma sesión, que los miembros de la legislatura que hubiesen Ido reelegidos una vez, no podrían serlo de nuevo sino después de un intervalo de dos años (ley de 13 de junio de 1791, art. 13; Constitución de 1791, tít. III, cap. i, sección 3, art. 6). I I i. relator del proyecto de Constitución, y que sin embargo combatía la moción de Barére, tuvo que reconocer que dicha moción era "el reconocimiento del principio de la soberanía de l i nación" (ibid., p. 227). En efecto, si la Constituyente repudió el sistema de las reelecciones Indefinidas, que al permitir el acaparamiento de los asientos del cuerpo legislativo por "oradores perpetuos" hubiera originado, como decía Barére, una nueva aristocracia: la casta de los diputados vitalicios, lo hizo para asegurar la integridad de la soberanía nacional. También aquí puede verse el sentido negativo que los fundadores de la soberanía nacional asignaban a este principio. 436 Si la Asamblea de diputados no representa al pueblo, cabría inclinarse a admitir que, por lo menos, existe cierta relación representativa entre cada diputado considerado aisladamente y su respectivo colegio de electores, y podría alegarse en este sentido un razonamiento que ya se desprende de las declaraciones de algunos de los oradores de la Constituyente, especial- mente de un discurso de Sieyés: "Cuando la gente se reúne —decía Sieyés— es para deliberar, para conocer las opiniones de unos y otros, para confrontar las voluntades particulares, para modificarlas, para c aliarlas, en fin para obtener un resultado común a la pluralidad... Es indiscutible, pues, que los diputados se hallan en la Asamblea nacional para votar en ella libremente según su opinión actual, esclarecida con todas las luces que la Asamblea haya podido proporcionar a cada uno de ellos" (sesión del 7 de septiembre de 1789; Archives parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 595). Así pues, según estos párrafos, en la deliberación habría que distinguir dos fases: en la primera, se producen opiniones individuales, "voluntades particulares" que conviene "confrontar" entre sí; y aquí parece que nada se opone a que cada diputado se convierta en el representante de su grupo electoral, aportando y sosteniendo en la asamblea el voto o la voluntad especial de sus comitentes. Pero en la
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4. EVOLUCIÓN DEL RÉGIMEN REPRESENTATIVO DESDE LA REVOLUCIÓN 394. La teoría de la representación nacional que ha sido expuesta hasta ahora es la que deriva de la constitución inicial de 1791. Es la teoría del puro régimen representativo, en el sentido histórico que la palabra representación tomó bajo la Revolución, es decir, de un régimen en el cual el pueblo, al no poder querer sino por medio de sus representantes, no
segunda fase es indispensable que se forme una opinión general, que habrá de ser la expresión de la voluntad de la nación, y ahora ya no puede el diputado atenerse simplemente al voto de sus electores, sino que ha de formarse "una opinión actual" y votar según ella, o sea teniendo en cuenta todas las consideraciones que hayan sido alegadas durante la discusión, modificando por consiguiente las opiniones que antes había defendido, a fin de poder llegar a un "resultado común". Así, parece desprenderse de la doctrina de Sieyés que los diputados llegan a la asamblea como representantes de grupos especiales y que empiezan manifestando los deseos particulares de éstos, sin perjuicio de refundir después estas voluntades particulares en una voluntad general, que acabará teniendo la primacía sobre todas las demás opiniones o aspiraciones contrarias. Esta manera de comprender la representación recuerda lo que ocurría en el antiguo régimen. Entonces cada diputado expresaba en la asamblea de los Estados las peticiones de su grupo. Luego intervenía el rey como titular de la potestad soberana; y después de que los representantes le habían dado a conocer el parecer de las diversas partes de la nación, estatuía en vista del interés general y como órgano del Estado dotado del poder de enunciar la voluntad superior de éste. Se ha pretendido que en el Estado moderno, o por lo menos en los Estados monárquicos, el papel del Parlamento sigue estando conforme con estos antiguos precedentes. Esta tesis ha sido desarrollada particularmente por Rieker, op. cit., pp. 55-60. Según dicho autor, el Parlamento no puede considerarse como un órgano del Estado, sino que es simplemente la representación de las diversas tendencias o fuerzas actuantes que coexisten en el seno de la comunidad nacional; no representa al pueblo en su unidad estatal, sino en la diversidad e incluso en la oposición de los elementos sociales que lo constituyen. Una asamblea parlamentaria electa sólo es una reunión de diputados, cada uno de los cuales representa los intereses particulares y divergentes de sus electores y que se esfuerzan por hacer prevalecer los intereses de un grupo o de un partido sobre los de los grupos o partidos rivales. Si las cosas se redujesen a esto, la unidad de la voluntad nacional se vería comprometida. Pero, dice Rieker, esta unidad se restablece gracias al monarca, que colocado por encima de todas las clases del pueblo, decida soberanamente en nombre del Estado, aplicándose a mantener una armonía suficiente entre las diversas clases y entre los intereses propios de cada una de ellas. Suponiendo que este análisis del régimen representativo sea exacto para las monarquía, seguiría siendo inadmisible en lo que se refiere al derecho constitucional francés. La razón de ello debe buscarse, ante todo, en la radical transformación que se realizó en 1789 acerca de la naturaleza y la función de la asamblea de diputados. En el antiguo régimen, donde los diputados a los Estados sólo constituían asambleas consultivas y postulantes y el poder de decidir únicamente pertenecía al rey, se comprende que los diputados de las diversas bailías y órdenes pudieran comportarse como simples portavoces de sus comitentes. Haciéndose cargo de las peticiones o instruido por los pareceres que así le llegaban por mediación de los Estados, el monarca tomaba las decisiones definitivas. Después de 1789, tanto el poder como el deber de estatuir se trasladan a la misma asamblea, transformándose ésta
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estaba admitido jurídicamente a ejercer una voluntad propia, o más exactamente, en el cual los representantes eran órganos de volición, no solamente del pueblo inconcreto, sino del ser abstracto nación; un régimen, además, en el que entre el cuerpo de los diputados y el de los electores no había más lazos que los que se desprendían de la elección; un régimen, en f i n , en el cual se ha podido decir (Constitución de 1791, tít. m, preámbulo, art. 2; Laband, op cit., ed. francesa, vol I, p. 4 4 4 ) que el cuerpo electo de los diputados no representa al pueblo en sentido diferente de como lo representa el propio monarca. Queda por examinar cuál fué en Francia, después de la Revolución, la suerte de este régimen y de este concepto. Se ha visto que la Constituyente, al tiempo que aseguraba la preponderancia de la burguesía, trató de idealizar la voluntad nacional, por cuanto la trató como a una voluntad superior a la de los miembros de la nación, que debe determinarse por consideraciones superiores de interés general; en este sentido la asamblea de los diputados estaba instituida como órgano de la nación. ¿Alcanzó su objeto la Constituyente? ¿Respondieron los hechos a su intención? No hay más remedio que reconocer que no. Desde sus orígenes revolucionarios, el régimen representativo sufrió en Francia considerables
directamente en el órgano estatal de la nación. En estas condiciones, ¿cómo concebir que la asamblea, en un momento cualquiera de sus deliberaciones, pueda funcionar como una reunión de grupos que debaten sus asuntos particulares y hacen valer sus intereses propios? La verdad es que esta asamblea, desde el primer momento, o sea desde que aborda una cuestión, ha de deliberar como asamblea nacional, que tiene exclusivamente por cometido proveer a los intereses generales de la nación, en cuyo nombre tiene encargo de estatuir. Así, si la asamblea en su conjunto tiene por misión querer por la nación, resulta imposible admitir que sus miembros individuales puedan representar a los grupos que los han elegido en ninguna medida y en ningún momento. Esto es lo que decía la Constitución de 1791, en el famoso texto (tít. m, cap. i, sección 3, art. 7) que declaraba sin reservas que los diputados, en el nuevo derecho público, tenían que ser "representantes de la nación entera", y no sólo "de un departamento particular". Al colocar así a los elegidos por encima de las voluntades de sus colegios electorales, el citado texto señalaba clarimente que, desde el comienzo de la deliberación, deben preocuparse únicamente de considera- , lunes de orden nacional, y por consiguiente excluía el concepto según el cual los diputados quedarían autorizados, durante la fase de los debates preparatorios, para hacerse intérpretes de los deseos especiales de sus electores y unirse después, en un pensamiento superior de interés nacional, cu el momento final de la decisión. Esto es, por lo demás, lo que reconocía el mismo Sieyes cuando - como se vio anteriormente (p. 1013)— negaba a los diputados, considerados, individualmente, l a cualidad de representantes.
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desviaciones. Entre los autores que permanecieron apegados a las doctrinas representativas de 1791, Esmein especialmente señaló estas deformaciones: "el régimen representativo, dice ("Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. i, pp. 17 ss.), perdió su pureza primitiva y tiende a alterarse cada vez más. Sobre este punto, como sobre tantos otros, las ideas de los hombres de la Revolución han quedado hoy profundamente alteradas, y bajo el nombre de régimen representativo, se practica actualmente un sistema gubernamental muy diferente del que aquéllos pretendieron fundar. Esta deformación se produjo bajo múltiples influencias, entre las cuales conviene insistir sobre las dos siguientes: 395. En primer lugar, el cuerpo electoral ha lomado sobre sus elegidos una influencia que crece sin cesar, influencia tal que sería negar la evidencia de los hechos el pretender que la relación entre elegidos y electores se limita a una pura relación de nombramiento. La verdad es que, con el sistema de las legislaturas a corto plazo y la necesidad de las reelecciones periódicas, el elegido se encuentra en mayor o menor grado bajo la voluntad de sus electores, y a menos de un desinterés que no puede admitirse como habitual, se conforma en amplio grado a sus voluntades. A este respecto, los acontecimientos han echado abajo los cálculos de los fundadores del régimen representativo. La Constituyente concibió la asamblea de los diputados como una oligarquía, órgano de la comunidad nacional, que quería por ésta con exclusión del pueblo. Era una especie de régimen aristocrático, en el cual, según la frase de Rousseau, el pueblo, al elegir sus diputados, se constituía sus propios dueños; en el que el ejercicio de la soberanía había de pertenecer a un reducido número de elegidos y sólo a ellos. Los diputados serían los verdaderos ciudadanos activos. Actualmente aún, el pueblo, en principio, sólo posee el poder de nombrar a sus diputados y según la Constitución de 1875 no tiene por qué inmiscuirse en la confección de las leyes, que corresponde solamente a las Cámaras. La misma revisión de la Constitución puede emprenderse y realizarse sin ninguna intervención del cuerpo electoral. Pero el pueblo francés no se contentó con el papel borroso que se le atribuyó primeramente por sus Constituciones. Haciendo uso de la potestad de hecho que para él se derivaba de su función electoral, pretendió ejercer, si no una completa acción dirigente, por lo menos cierta influencia, y en todo caso un control efectivo sobre la conducta y las resoluciones de sus elegidos. Estos, por su parte, si aspiraban a la reelección437, sintieron la necesidad 437
Esta preocupación de las reelecciones futuras, sobre todo, es la que, por su naturaleza, puede disminuir la independencia de los elegidos. Se ha visto (p. 1052, n. 28) que la Constitución de 1791 (tít. III , cap. I, sección 3, art. 6; ver también la Constitución del año III, arts. 54-55) había tomado a este respecto una medida de las más enérgicas: establecía que los miembros del cuerpo legislativo no podrían ser reelegidos más que una sola vez. Después de una primera reelección, el diputado se convertía en inelegible, al menos para la legislatura siguiente. Esta regla rigurosa constituye seguramente uno de los rasgos más notables del sistema representativo que se instituyó en 1791. Se había inspirado principalmente en el deseo de impedir el acaparamiento de la soberanía nacional por una casta de diputados permanentes; pero respondía también a la idea de que los diputados, como representantes de la nación, deben guiarse ante todo, en el ejercicio de su función, por la consideración del interés nacional. Este último motivo lo había indicado claramente Barére: "La reelección ilimitada crea los aduladores del pueblo", decía en el discurso de 19 de mayo de 1791, que ganó la votación de la Asamblea en cuanto a la cuestión de la reelegibilidad de los
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de seguir las indicaciones que recibían de sus colegios electorales, o, por lo menos, de no exponerse, respecto de algún punto importante, a una desaprobación formal por parte de sus electores. Por la misma fuerza de las cosas, el establecimiento del sufragio universal tuvo como efecto aumentar singularmente esta potestad del cuerpo electoral y esta subordinación de los elegidos. De ello resultó, sobre todo, que cada diputado se ha convertido, más o menos especialmente, en el representante de su colegio particular. Desde este punto de vista también, los constituyentes de 1791 desconocieron el alcance real del régimen electoral, por lo que su obra no pudo resistir la prueba del tiempo. En efecto, la Constituyente no sólo cometió un error desde el punto de vista jurídico, al calificar como representativo un régimen que, según hemos visto, conforme a sus intenciones había de ser una cosa muy diferente de un régimen de representación, sino que también se equivocó, desde el punto de vista político, al caracterizar a los diputados electos por los diversos colegios como representantes de la nación. La regla " e l diputado representa a la nación" queda desmentida por los hechos (Duguit, Traite, vol. I, p. 341; Rieker, op. cit., pp. 55 ss.). Por muchas precauciones que tomen las Constituciones para prevenir o
diputados (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXVI, p. 226). La obra de la Constituyente en esta materia se compone, pues, de dos clases de medidas que, al mismo tiempo que atestiguan la altura del patriotismo y del desinterés de los primeros constituyentes, arrojan clara luz sobre el concepto que se formaron de la soberanía v de la representación nacionales. Por una parte se esforzaban en sustraer a los diputados de un ascendiente demasiado considerable por parte de sus electores, y con este objeto los hacían no reelegibles. Esta prohibición de las reelecciones revela que, en su pensamiento, las elecciones sólo tenían el alcance de un simple escoger de personas: los electores no tenían que aprobar y confirmar la actividad de sus elegidos al reelegirlos; se les quitaba así el poder de formular un Juicio sobre la labor de sus elegidos. Pero, por otra parte, la Constituyente tampoco quería que la independencia del elegido degenerara en un poder sobre la soberanía de la nación, y por ello limitaba la potestad individual de los diputados, reduciendo a dos años la duración de las legislaturas. La desaparición de estas dos limitaciones en las Constituciones posteriores, y sobre todo l a desaparición de la referente a las reelecciones, había de producir una profunda modificación en el funcionamiento y el alcance del régimen representativo, en lo que se refiere a la independencia de los elegidos con respecto a los electores.
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evitar la subordinación de los elegidos a los electores y aun cuando desliguen al diputado de todo lazo de mandato con respecto a su circunscripción, no podrán hacer que los electores permanezcan completamente neutros o indiferentes, y por consiguiente, ocurre naturalmente que cada diputado no sólo refleja los sentimientos de sus electores, sino que también se aplica a servir sus intereses particulares. Pedir a los diputados que sólo representen a la nación es pedirles un imposible. Si —observa Rieker (op. cit., p. 56 )— a un candidato a la diputación se le ocurriera declarar, en la asamblea de electores cuyos sufragios pretende, que tratará de defender, no ya sus intereses particulares, sino exclusivamente el interés nacional, este candidato estaría seguro de fracasar. La Constituyente creyó impedir la representación de los intereses particulares seccionando al pueblo en colegios electorales que correspondían a divisiones puramente territoriales o administrativas. Pero, incluso en este sistema de seccionamiento, se encuentran tendencias regionales, preferencias particulares, intereses de clase, que llegan a vislumbrarse en las elecciones y que adquieren su especial representación en el Parlamento, ya sea en los diputados individualmente, ya en los grupos que éstos constituyen en el seno de las asambleas. Muy a menudo el diputado se mantiene como el hombre de un partido, de un grupo, de una idea, de una categoría de intereses. Decir que este diputado representa a la nación es más que una abstracción o una ficción, es faltar a la verdad.438 Puede decirse que, a pesar de su voluntad por crear un régimen representativo fundado en la idea de la soberanía puramente nacional, las Constituciones francesas introdujeron en la organización de la nación un elemento o un germen de gobierno directo, por cuanto colocaban la preponderancia de la acción soberana en un Parlamento elegido, en el que acabaría por introducirse poco a poco y desarrollarse la representación de las voluntades y de los intereses de los electores mismos. Así se explica que, de hecho y bajo la influencia del constante progreso de las ideas democráticas, el régimen representativo haya evolucionado hacia el gobierno directo, es decir, hacia la forma gubernamental en la que el Par-
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En estas condiciones, y ante la lección que deriva perentoriamente de los hechos actuales, sería ingenuo querer atenerse estrictamente a la doctrina clásica que, para definir el alcance del régimen electoral, se limita a argumentar sobre las diferencias que existen entre la situación del diputado y la situación de un mandatario. Razonar así es mantenerse en la superficie de las cosas. Sin duda es fácil demostrar, aun hoy, que desde el punto de vista jurídico la elección del diputado no entra dentro de la categoría contractual del mandato (ver núms. 344 ss., supra). Pero esta demostración no agota el debate. La cuestión capital que subsiste en esta materia, en efecto, es saber si, a pesar de la exclusión del mandato electivo, la organización dada por las Constituciones contemporáneas al régimen electoral, en lo que se refiere al cuerpo de diputados, no conduce por otras vías a asegurar, más o menos altamente, la preponderancia de la voluntad del cuerpo de electores.
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lamento es el instrumento de la voluntad del pueblo, siendo éste el órgano sencial del Estado. Se comprende, asimismo, que, a consecuencia de esta evolución, el concepto del régimen representativo se haya obscurecido en el espíritu público y hasta en los tratados de derecho constitucional. En particular, las razones que determinaron a la Constituyente a tratar indistintamente al rey y al cuerpo legislativo como "representantes" de la nación, se fueron perdiendo de vista poco a poco, e incluso algunos autores se olvidan hoy totalmente de ellas.439 En efecto, mientras más influencia adquirieron los electores sobre sus elegidos, más irracional pareció asimilar en la calificación idéntica de representantes un personaje no electivo, tal como el jefe del Estado, sobre el que el pueblo no tiene directamente acción alguna, y la asamblea de los diputados, sobre la que, por el. contrario, se hace sentir de una manera continua la acción de los electores, es decir, no solamente en el momento de las renovaciones periódicas o accidentales, sino también durante todo el tiempo de las legislaturas. El antiguo concepto revolucionario según el cual la representación consiste en el poder objetivo de querer por la nación en virtud de la Constitución, ha sido substituido así por una nueva doctrina, que ve en la representación un carácter subjetivo propio de las autoridades elegidas y proveniente de las relaciones especiales que se establecen entre estas autoridades y el pueblo por el hecho de la elección. No hay más remedio que convenir, por otra parte, en que estas ideas erróneas fueron provocadas en gran parte por la viciosa terminología de la que se sirvieron los constituyentes de 1791, pues dándole al régimen que fundaban en Francia el nombre de gobierno representativo, sugirieron la idea de que este régimen tenía por objeto asegurar la aplicación, por los representantes, de una voluntad superior que sólo puede ser la del pueblo, cuando en realidad se proponían excluir toda representación en el sentido propio de esta palabra. Resultó de esto un equívoco que pesa aún sobre toda está teoría. La característica esencial del régimen erróneamente llamado representativo es que no entraña ninguna representación. En cuanto se infiltra en la organización estatal un elemento de representación popular, ya no existe el régimen que recibió en 1789-1791 el nombre de gobierno representativo. 396. Finalmente, la evolución que desde la Revolución realizó el régimen representativo explica que se hayan infiltrado en el mismo algunas instituciones, o por lo menos algunas tendencias, que no están muy acordes con el espíritu de dicho régimen, pero que responden, en el
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Ver , por ejemplo , Duguit, Traite, vol. 1, p. 364: "E s totalmente imposible atribuir el Carácter representativo a una asamblea no elegida"; e ibid., p. 398: "L a monarquía hereditaria no puede tener carácter representativo." C f . Esmein, Elemento, 7ª ed ., vol. I, pp. 303 ss.
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fondo, a los principios del gobierno directo. Entre ellas están la representación de intereses y la representación proporcional. Tanto una como otra se basan en la misma idea, o sea que es necesario que todas las aspiraciones de orden material o moral que, en el seno del pueblo, existen entre las diversas categorías de ciudadanos, encuentren su representación en el Parlamento y puedan, no sólo manifestarse en él, sino también recibir cada una de ellas determinada parte de satisfacción. Una representación especial de los intereses particulares se concibe en el puro régimen representativo, pues según la fórmula expuesta desde principios de la Revolución, el diputado tiene como única función "representar" a la nación tomada en su universalidad indivisible, o sea querer libremente por ella ; no puede ser, pues, el representante o el portavoz de una clase de ciudadanos, de una categoría de intereses, económicos, profesionales o de cualquier otra clase, de un grupo cualquiera de electores. La representación de intereses sólo fue admitida en Francia por una Constitución, el Acta adicional de 1815, cuyo art. 33 decía que, junto a los diputados nombrados por los colegios electorales ordinarios, la industria y el comercio tendrían "una representación especial". Pero desde entonces, y sobre todo en la época actual, cuántas veces no se ha reclamado una representación especial en las asambleas electivas para ciertas clases sociales, especialmente para las clases obreras. Estas reivindicaciones proceden del hecho de que es cosa sabida que el diputado de una clase de ciudadanos se convertirá en campeón de sus intereses, pese a los textos que formulan el principio de que los diputados representan a la nación. Por las mismas razones, se ha reivindicado enérgicamente, a favor de las minorías, el establecimiento de la representación proporcional. El objeto de esta institución es asegurar, a las diversas partes en que los electores se dividen en cada circunscripción electoral, un número de asientos parlamentarios que corresponda aproximadamente a su fuerza respectiva, o sea al número de sufragios emitidos a favor de cada uno de ellos; y esto en virtud de la idea de que el Parlamento debe ser un "espejo" de la situación o composición electoral del país, o también una "carta geográfica" que reproduzca, en reducción y tan exactamente como sea posible, todas las partes en que se encuentra dividido el país, según la cifra de sus adherentes. Los adversarios de la representación proporcional demuestran tanto ardor en combatirla como sus partidarios en defenderla. Esmein, particularmente ("Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. i, pp. 23, 36, 55; Éléments, 7* ed., vol. I, pp. 326 5 5 . ) , alegó, no sin razón, contra esta institución, que no sólo no concuerda con el género del régimen representativo, sino también que está en absoluta oposición con los principios mismos sobre los que este régimen fue edi-
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ficado en Francia; y este punto fué reconocido en parte incluso por decididos proporcionalistas (ver por ejemplo Saripolos, op. cit., vol. H, pp. 25-46). La representación proporcional, en efecto, se justificaría y hasta se impondría si el régimen llamado representativo fuera un régimen de verdadera representación, es decir, si tuviera por objeto hacer reinar cierta conformidad entre la voluntad nacional enunciada por las asambleas electas y la voluntad del cuerpo de los ciudadanos. Apoyándose en esta idea de conformidad necesaria, reclama Duguit la representación proporcional, sin la cual, dice (Manuel, 1ª ed., p. 311; Traite, vol. I, pp. 378 ss.), " u n país no tiene verdaderamente el régimen representativo". No se le puede negar a Duguit el derecho de afirmar sus preferencias hacia la representación proporcional; pero lo que sí puede reprochársele es presentar esta institución como un elemento y una condición del gobierno representativo. En realidad, la representación proporcional así motivada se encuentra en oposición con el régimen llamado representativo, pues trata precisamente de introducir en el derecho público francés un principio de representación efectiva que los fundadores de este derecho pretendieron excluir de él. En principio, el supuesto régimen representativo del derecho francés se opone a la admisión de la representación proporcional, no ya solamente, como lo da a entender Esmein (Éléments, 7ª. ed., vol. I, p. 330), porque la asamblea de los diputados "representa" a la nación en su conjunto,440 sino también porque dicha asamblea, propia440
Saripolos (op. cit., vol. I I , pp. 35 ss.) ha demostrado que, por sí sola, la regla "los diputados representan a la nación", entendida en el sentido que habitualmente tiene la palabra representación, no sería obstáculo a la representación de los individuos o de los grupos: implicaría solamente que el diputado debe representar a sus comitentes, en cuanto éstos son órganos de la voluntad general y en cuanto le encargaron un mandato referente al interés general, pero que, inversamente, no puede representar sus voluntades o sus intereses particularistas. En suma, la idea de representación, en el sentido propio de este término, conduce siempre y fatalmente a admitir la representación de los grupos. Esta es desde luego la tesis de Duguit (loe. cit.). A este propósito conviene recordar aquí el famoso texto de la Constitución de 1791 (tít. III, cap. i, sección 3, art. 7) que decía: "Los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de la nación entera, y no se les podrá conferir ningún mandato." Como lo observa Saripolos (loe. cit., p. 36), este texto enlaza la prohibición de todo mandato con la regla "los diputados representan a la nación" y deduce esta prohibición como una consecuencia inmediata de la regla. De aquí que fije claramente el alcance de esta regla, pues si la Constituyente hubiera querido asignar a los diputados una función de verdadera representación se hubiera limitado a prohibir los mandatos particulares, inspirados en consideraciones de interés especial de un grupo y a los que es ajena la preocupación del inicies general. El hecho de que, por el contrario, la Constitución de 1791 haya excluido todo mándalo, cualquiera que éste sea, lo mismo los que se confieren con vistas al interés nacional c u i n o los de orden particular y egoísta, prueba suficientemente que esta Constitución no admitía en ningún grado que los ciudadanos pudiesen participar en la formación de la voluntad nacional. Esta únicamente podía ser formulada por los diputados. Los diputados eran, pues, los encargados de querer por la nación de una manera primaria, y la Constitución no admitía que fuera de ella hubiera en la nación voluntad alguna que pudiesen representar. En otros términos, el texto anteriormente citado establece que la asamblea de diputados no era una asamblea de representantes en stricto sensu, sino un órgano de la nación.
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mente hablando, es un órgano de la nación. La función de esta asamblea no es expresar una voluntad más o menos adecuada a la de los individuos o grupos que componen la nación, sino querer directamente y de un modo inicial por la nación. En una palabra, en el régimen llamado representativo no hay lugar para una representación proporcional, por la razón perentoria de que este régimen no entraña representación de ninguna clase. Y no se diga que, no pudiendo concurrir por sí mismos a la formación de la voluntad nacional, los ciudadanos son llamados a elegir a las personas que habrán de enunciar esta voluntad, y que, al menos en este aspecto, cada partido es obligado a exigir que se le atribuya proporcionalmente cierto número de diputados a elegir. A esta argumentación cabe contestar que en el puro régimen representativo la elección no es sino un procedimiento de designación o de selección democrática de los órganos, y un procedimiento fundado en la idea de que tendrán aptitud para convertirse en órganos de la nación aquellos que hayan obtenido mayor número de sufragios: el resultado de la elección es, pues, esencialmente indivisible. En el gobierno representativo el régimen electoral mismo implica el sistema mayoritario (ver no. 433, infra). Así pues, en principio, es decir, si se parte del sistema instituido por la Constitución fundamental de 1791, es indiscutible que la representación proporcional es lógicamente inconciliable con las tendencias y las reglas formales del régimen representativo. Pero los hechos tienen aquí más fuerza que la lógica teórica. Y de hecho el régimen representativo ha evolucionado en un sentido muy diferente de aquel en que creyeron orientarlo sus fundadores. De hecho, el diputado, que, según la letra de los textos constitucionales, sólo debería representar a la nación, se pone en amplio grado al servicio del grupo que aseguró su elección. De hecho también, las decisiones del Parlamento, que, según la fórmula constitucional, pasan como la expresión de la voluntad nacional, son en gran parte el resultado de negociaciones y arreglos transaccionales entre parlamentos que forman agrupaciones particulares que corresponden a la diversidad de los partidos y de los intereses especiales. Por lo tanto, no hay más remedio que reconocer que, en esta asamblea que, en derecho, de ningún modo es una reunión de grupos e intereses particulares, sino en la que en realidad las consideraciones de partido y de interés especial ocupan tanto lugar, es legítimo y necesario que todos los partidos sean representados proporcionalmente a su respectiva importancia, de manera que cada
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uno pueda hacer valer en ella, a prorrata del número de sus electores, sus tendencias y sus reivindicaciones. No podría sorprender, pues, el movimiento de ideas que, en Francia como en otros muchos países, se ha desarrollado en favor de la representación proporcional. Si en el derecho francés esta institución no puede justificarse por razones jurídicas sacadas de la naturaleza del régimen representativo; si incluso se encuentra en antinomia con ese régimen, se justifica por causas políticas, o sea por las transformaciones de hecho que este régimen ha sufrido y que le han hecho perder su primitiva significación. 397. La segunda causa importante de alteración del régimen representativo ha sido la adopción y el desarrollo, en el derecho francés actual, del régimen parlamentario. Existe profunda diferencia entre ambos regímenes. En el puro sistema representativo, tal como lo concibieron los hombres de 1789, los representantes expresan superiormente la voluntad de la nación, en el sentido de que quieren libremente por ella. La idea de que la voluntad de los representantes debe conformarse a la voluntad del pueblo se encuentra excluida aquí a causa de que el pueblo es considerado como si no pudiese tener más voluntad que la de sus representantes, o más exactamente, porque jamás es el órgano de volición de la nación. No hay, pues, que averiguar si las voluntades emitidas por la asamblea de diputados corresponden a las del cuerpo electoral. En este concepto, el cuerpo electoral sólo tiene el poder de elegir y nombrar los representantes. El régimen parlamentario tiene un alcance muy diferente. Además de implicar un sistema electoral muy amplio, según la misma definición que de él se ha dado con tanta frecuencia, es un régimen de gobierno del país por el país, o también un gobierno de opinión; no ya, seguramente, en el sentido de que los electores puedan dictar instrucciones a sus elegidos, sino al menos, en el de que, por la orientación de las elecciones, el país es llamado a determinar por sí mismo las grandes directrices de la política nacional. Hay en esto, posiblemente, algo más que en el régimen representativo estricto. En éste se ha podido decir, a lo más —y aún es poco correcta esta afirmación—, que el diputado es el representante de sus electores, por cuanto es el hombre elegido por ellos; según esta opinión discutible, los representa en cuanto lo han creado a su imagen. En el régimen parlamentario, las elecciones son algo más que operaciones de designación de los representantes: constituyen, según las tendencias de este régimen, un medio por el que el cuerpo electoral da a conocer su opinión sobre los asuntos del país. 441 En los Estados que adoptaron el
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No solamente el cuerpo electoral influye preventivamente en la política del país mediante Las elecciones que inauguran la legislatura, sino que también se considera, en el régimen parlamentario, que al final de la legislatura es el llamado a formular un juicio sobre sus diputados y su obra, reeligiéndolos o reemplazándolos por otros elegidos; concepto bien diferente del de 1791, según el cual los diputados eran inelegibles al cabo de cuatro años.
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régimen parlamentario, ante el cuerpo electoral se presentan todas las grandes cuestiones que afectan la vida o la evolución nacional. Y es corriente decir que, en estas condiciones, las elecciones adquieren carácter de consulta al cuerpo de los electores. Así es como, en los países de parlamentarismo, se cuenta con el cuerpo electoral para resolver soberanamente, por vía electoral, aquellos conflictos que pudieran suscitarse, ya sea entre las dos Cámaras, ya entre una de ellas y la autoridad ejecutiva. En resumen, el espíritu de ambos regímenes, representativo y parlamentario, es sensiblemente diferente. En el fondo, el objeto político del régimen parlamentario, según la fórmula consagrada, es dar al país, a través de su influencia electoral, la posibilidad de gobernarse, si no por sí mismo, al menos por medio de sus elegidos, en el sentido de que no será gobernado por ellos en forma contraria a su voluntad. Aquí es donde puede aplicarse exactamente la doctrina de Jellinek (ver p. 1023, supra) según la cual la elección original hace nacer entre el país y sus elegidos una relación de enlace constante, cuya duración no se reduce únicamente al momento efímero en que el cuerpo electoral nombra y vuelve a nombrar periódicamente a sus diputados, sino que se mantiene de un modo persistente durante todo el curso de la legislatura. Bien es verdad que, incluso en el sistema parlamentario, los electores no pueden imponer un programa obligatorio a sus elegidos en el momento de la elección, ni pedirles cuenta jurídicamente de sus actos en el transcurso o al finalizar la legislatura. Pero, al menos, el elegido depende de sus electores, por cuanto se encuentra bajo su permanente control, por medio de instituciones que son propias del parlamentarismo y entre las cuales conviene recordar ya las de la publicidad de las sesiones de las asambleas y de las votaciones de sus miembros y las de la publicación, tanto de estos votos como de los debates que los han precedido (E. Pierre, op. cit., 4r ed., núms. 1028 ss.); instituciones que sería difícil explicar si hubiera que atenerse a la idea primitiva de los fundadores del régimen representativo, o sea que el representante quiere arbitrariamente por la nación y es totalmente independiente de sus electores.442
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Duguit, Traite, vol. I I , p. 356: " E n el sistema francés de representación política, el diputado es simplemente integrante del Parlamento, que representa a la nación entera. No puede decirse que los electores tienen el derecho de conocer el sentido del voto de sus representantes, ya que los diputados no son sus representantes." Según las Constituciones de 1791 (tít. III, cap. m, sección 2, art. 1°; Constitución del año III, art. 64), las sesiones del cuerpo legislativo eran públicas y los debates que en ellas tenían lugar eran objeto de publicación; pero la forma de votación practicada en dicha época era la de sentados y levantados, que no permite la publicación del voto individual de cada diputado.
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398. Pero existe otra institución que revela más claramente aún las tendencias características del régimen parlamentario: esta institución es la de la disolución. Es de observar que no admitieron esta institución las Constituciones representativas de la época revolucionaria.443 A veces se ha querido explicar este rechazo de la disolución diciendo que los hombres de la Revolución hubieran considerado como una injuria a la soberanía popular el acto que consiste, por parte de la autoridad ejecutiva, en disolver la asamblea elegida por el pueblo. Podría intentarse explicarlo también por la consideración de que las Constituciones revolucionarias, al separar rigurosamente los poderes, no podían admitir que el Ejecutivo tuviera una potestad de revocación sobre el cuerpo legislativo. Estas razones no parecen decisivas; por lo menos, no han impedido a la Constituyente reconocerle al rey un poder de veto sobre los decretos adoptados por la Asamblea legislativa. En el fondo, el verdadero motivo de esta exclusión reside en el concepto representativo de dicha época, pues en ese concepto no había lugar para la disolución, ya que el pueblo no se consideraba en ella como el llamado a enunciar en las elecciones una voluntad propia. El pueblo no hacía más que elegir, y en cuanto a querer, esto era una facultad reservada exclusivamente a los representantes. El cuerpo electoral no tenía, pues, por qué inmiscuirse directa ni indirectamente en la apreciación de las voluntades de sus elegidos; y por consiguiente, no podía tratarse de ninguna manera de remitir a éstos, durante el curso de la legislatura, ante los electores, con objeto de que dijese el cuerpo electoral si aprobaba o no su actitud y sus resoluciones.444 443
Constitución de 1791, tít. III, cap. I, art. 5: " El cuerpo legislativo no podrá ser disuelto." 444 Así se desprende especialmente del célebre discurso pronunciado por Sieyés en la constituyente el 7 de septiembre de 1789 a propósito de la sanción real. Algunos oradores, como Salle, Dupont de Nemours y otros, habían propuesto la admisión del voto suspensivo, como “especie de apelación a la nación que hace intervenir a ésta como juez entre el rey y sus representantes" (Archives parlementaires, 1º serie, vol. VIII, pp. 529, 567, 736; cf. p. 979, supra). En la sesión del 10 de agosto de 1791, Roederer sostenía también que el derecho de sanción o veto suspensivo era "un simple derecho de apelación al pueblo, concedido al rey" (Archives parlementaires, 1ª. serie, vol. XXIX, p. 325, n.). Pero esta idea —que también expone y defiende Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, p. 479— no tuvo acogida en la Constituyente. Se la rechazó por el mismo motivo que había desarrollado magistralmente Sieyés en contra de la sanción real, en aquel discurso del 7 de septiembre en el que, con ocasión de esta cuestión, expuso su doctrina sobre la antinomia existente entre el gobierno representativo y la democracia o gobierno popular. "L a expresión apelación al pueblo no es tan mala como impolítica", decía Sieyés. Y la razón decisiva que daba de ello es que, en el régimen representativo, " e l pueblo o la nación sólo puede tener una voz: la voz de la legislatura nacional. Así pues, el poder ejecutivo no podrá apelar de l o s representantes ante sus comitentes, puesto que éstos no pueden hacerse oír más que por los diputados nacionales... El pueblo, repito, en un país que no es una democracia (y Francia no lo es), no puede hablar, no i n i c i e aduar más que por medio de sus representantes (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 595). Este mismo motivo —o sea el principio mismo del régimen representativo— es el que había de oponerse radicalmente a que la Constituyente admitiera la posibilidad de la disolución, pues en el momento en que los fundadores de dicho régimen partían de la idea de que el pueblo no tiene más voluntad que la de los representantes nacionales, no cabía en su pensamiento recurrir al cuerpo de ciudadanos para permitirle expresar su opinión sobre las decisiones de sus elegidos. Por eso las proposiciones que se hicieron en
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Por el contrario, es sabido el lugar importante y necesario que ocupa la disolución en el régimen parlamentario, y también cuál es, en este régimen, el significado de dicha institución. Bien sea que la iniciativa de disolución la tome el Gobierno en el caso de un conflicto suscitado entre él y la asamblea de diputados, bien sea que esta asamblea misma haya provocado su anticipada renovación, por ejemplo con objeto de acabar con la impotencia a que se siente reducida como consecuencia de la ausencia de una mayoría suficientemente compacta y decidida, en ambas hipótesis aparece la disolución como una llamada al pueblo, como una medida que tiene por objeto concederle la palabra y proporcionarle la ocasión de manifestar su sentimiento con referencia a la política que deba seguirse. Especialmente en el caso en que el pueblo es llamado a pronunciarse respecto de una cuestión que divida, ya a las Cámaras, ya a una de ellas con respecto al Gobierno, la disolución desempeña un papel análogo al del referendum; resulta aquí esencialmente un procedimiento de consulta popular que permite comprobar si las voluntades expresadas por la Cámara disuelta están realmente acordes con las del cuerpo electoral, y por consiguiente, en el régimen parlamentario implica la necesidad de
diferentes ocasiones, desde 1789 a 1791, con objeto de introducir en la Constitución futura la institución de la disolución, nunca fueron tomadas seriamente en consideración por la Constituyente, como lo demuestra Duguit (La séparation des pouvoirs et l'Assemblée nationale de 1789, pp. 30 ss.). Existe, no obstante, un caso en que la Constitución de 1791 exigía que se recurriera al cuerpo de ciudadanos para la renovación de la legislatura por la vía de elecciones generales. Este caso se daba cuando la legislatura había de funcionar coco asamblea de revisión. Parece así que esta Constitución haya consagrado la institución de las consultas electorales al pueblo, al menos para el caso de revisión. Y hasta se ha deducido de aquí el argumento para sostener que la Constitución de 1791 reservaba especialmente al pueblo, reunido en sus colegios electorales, el poder de expresar de un modo inicial, mediante sus votos, la voluntad constituyente en el Estado (en este sentido, ver especialmente a Zweig, Die Lehre vom pouvoir constituant, pp. 312-313). Pero la renovación de la legislatura con vista a la revisión se explica más bien porque la Constitución de 1791 se aplicaba a realizar la separación del poder constituyente y el poder legislativo (ver la n. 6 del n° 449, infra), y así resulta, en particular, del hecho de que, según esta Constitución (tít. vil, art. 6; ver también la Constitución del año ni, art. 345), los miembros del cuerpo legislativo que estaban anteriormente en funciones no podían ser elegidos para la asamblea de revisión. Las elecciones generales exigidas para la constitución de ésta tenían, pues, por objeto no precisamente pedir su parecer al pueblo, sino constituir, para las necesidades de la revisión, una asamblea esencialmente distinta de la asamblea legislativa ordinaria.
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dicho acuerdo, y por lo tanto también —a diferencia de lo que ocurre en el régimen representativo— una subordinación de los elegidos con respecto a los electores.445 Tal vez se objete que por la disolución el pueblo queda invitado, no ya a expresar su voluntad sobre una cuestión determinada, como ocurre después de un referendum, sino simplemente a elegir diputados para la renovación de la asamblea disuelta. La disolución, pues, recurre únicamente al poder electoral del pueblo y éste, incluso en tal caso, continúa ejerciendo su influencia sobre la constitución de la voluntad estatal sólo bajo la forma y en la medida del electorado, que no le confiere sino una facultad fugitiva de elección y designación de los representantes. De lo que, al parecer, debe sacarse la conclusión de que la introducción, en el régimen representativo, del instituto de la disolución no ha modificado esencialmente la naturaleza de ese régimen. Pero cabe responder que las circunstancias en que después de la disolución se realizan las elecciones, les dan un alcance especial, muy diferente del de las elecciones ordinarias. El hecho capital que debe observarse a este respecto es que en el transcurso mismo de la legislatura el cuerpo electoral es invitado a renovar los poderes de sus diputados o a sustituirlos por otros. Ya no se trata aquí de un simple acto de nombramiento, sino que se trata de confirmar, en el curso del período para el que había sido hecho, un nombramiento anterior, confirmándolo o revocándolo. La operación mediante la cual se convoca a los ciudadanos no responde ya únicamente, pues, a la necesidad de designar miembros de la Cámara, puesto que ya existía una Cámara regularmente nombrada. No puede tener otro significado que el de proporcionar al pueblo un medio de dar a conocer si aprueba o desaprueba a sus diputados, es decir, si desde el comienzo de la legislatura estuvo o no de acuerdo con ellos. La disolución es, por lo tanto, un procedimiento que sirve para controlar y comprobar la persistencia de una
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Cf. en este sentido Esmein, Éléments, 7* ed., vol. i, p. 160, quien hace observar que la Institución de la disolución, en los países de parlamentarismo, tiene un significado muy diferente del que posee en los Estados cuya Constitución trata de asegurar la preponderancia del príncipe. En éstos, el derecho de disolución es un "arma ofensiva", destinada a reforzar la potestad del jede del Estado frente a la asamblea elegida y que, en efecto, le permite ejercer presión sobre dicha asamblea con la amenaza de una revocación. En el régimen parlamentario, el objeto de esta institución es, ante todo, mantener a la asamblea elegida bajo la dependencia del cuerpo electoral; está destinada no ya precisamente a aumentar la fuerza del Gobierno, sino a fortalecer al cuerpo electoral frente a y en contra del Parlamento. Se trata de impedir que el Parlamento imponga sus voluntades cuando éstas ya no están de acuerdo con el sentir que prevalece en el cuerpo electoral (cf. Rehm, Allg. Staatslehre, p. 318). Duguit (Ttraité, vol. I, p. 415) dice igualmente: " L a disolución es la garantía más eficaz del cuerpo Electoral contra los excesos del poder del Parlamento... Es el medio de asegurar que la mayoría de la Cámara se halla en armonía de pensamiento con la mayoría del cuerpo electoral."
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conformidad real entre la voluntad del pueblo y la de sus elegidos; así pues, dicha institución basta para probar que en la base del régimen parlamentario hay un elemento y una condición que no se encontraban en el simple régimen representativo, o sea la necesidad de una unión constante y de un acuerdo permanente entre elegidos y electores. En el régimen representativo, la asamblea de diputados halla su prestigio y su superioridad de potestad en su mismo origen electivo: para que pueda desempeñar un papel preponderante entre los órganos constituidos basta que se componga de los elegidos del pueblo; sólo por ese título quedan éstos habilitados por la Constitución para querer libremente, ellos solos, por la nación. Tal ha sido, por lo menos, el concepto de los hombres de 1789.446 En el régimen parlamentario, el cuerpo de los ciudadanos ya no se l i m i t a a elegir, sino que conserva sobre sus elegidos algunos medios de control y de acción que le permitirán también, en cierta medida, conservar a sus elegidos en la observancia de sus voluntades. Lo que constituye la fuerza de la asamblea, ahora, ya no es únicamente su carácter electivo, sino que sus decisiones son la expresión del sentimiento público y la realización de los deseos del país. Si se compromete en una vía diferente de aquella que desea el cuerpo electoral, éste, a condición de que una disolución le ofrezca ocasión para ello, podrá desaprobarla y elegir una nueva mayoría que esté de acuerdo con sus aspiraciones.447
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Este concepto halla siempre defensores. Ver por ejemplo lo que a propósito de la soberanía nacional dice Villey, Revue du droit public, 1904, pp. 22-23: "Mandan legítimamente aquellos que mandan en virtud de la voluntad de los que son mandados. —La soberanía nacional es pura y simplemente el derecho a no ser mandados sino por hombres investidos de la confianza de la nación y aceptados por ella; o, si se quiere, el derecho de elegir sus amos.— Se llama representantes a los que así han sido elegidos para ejercer el gobierno, y gobierno representativo al que ellos ejercen." 447 Es conveniente recordar, sin embargo (ver n" 301, supra; cf. No. 406, infra), que, desde 1877, la disolución se encuentra como en desuso en Francia. Este desuso no proviene solamente, como se ha dicho a veces, del hecho de que algunos de los adversarios de la disolución hayan llegado a desacreditarla haciéndola pasar por un golpe de Estado. El fenómeno tiene causas más profundas, que se refieren a la superioridad misma que la Constitución de 1875 aseguró al Parlamento respecto del Ejecutivo, superioridad tal que, prácticamente, la disolución, así como el ejercicio de otras muchas supuestas prerrogativas del Gobierno, dependen en definitiva de la iniciativa parlamentaria misma, o por lo menos de la voluntad del Parlamento. En todo caso puede decirse que, desde el principio, la Constitución de 1875 ha dirigido la evolución de la disolución dentro de esta dirección, al subordinar su aplicación por el Ejecutivo al parecer conforme del Senado (ver p. 814, supra): resulta de esta exigencia, en efecto, que el recurso de elecciones generales se halla casi excluido si ambas Cámaras marchan de acuerdo; resulta también que, incluso en caso de desacuerdo entre ellas, podrá a veces el Senado, con su simple oposición, impedir una consulta popular deseada por la Cámara de Diputados. En estos diversos aspectos no hay más remedio que reconocer que, todavía hoy, el pueblo francés, en un amplio grado, se encuentra bajo el imperio del régimen representativo tal como éste fue concebido originariamente, o sea bajo el imperio del concepto antidemocrático de 1791, en virtud del cual corresponde a las asambleas el querer por sí solas por la nación, sin intervención del cuerpo de ciudadanos.
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399. Es indiscutible, pues, que, superponiéndose al régimen representativo, el régimen parlamentario modificó notablemente las ideas políticas sobre cuyo fundamento habían edificado los constituyentes de 1791 su teoría de la representación nacional. Desde el punto de vista jurídico, puede resumirse esta modificación diciendo que el parlamentarismo tuvo por efecto introducir en el antiguo régimen representativo creado después de 1789 un principio o elemento de representación efectiva que primitivamente no se encontraba. Mientras que, en el sistema establecido por la Constituyente, la voluntad enunciada por los supuestos representantes no representaba a ninguna voluntad anterior a la suya, el parlamentarismo actual, por el contrario, trata de establecer entre elegidos y electores una relación de unión y entendimiento tal que las decisiones de los elegidos, sin ser positivamente ordenadas por prescripciones imperativas del cuerpo electoral, al menos no puedan ponerse en oposición persistente con las voluntades de este último, sino que sean la imagen más o menos parecida y adecuada del mismo, en el sentido de que la voluntad de los elegidos llega a ser representativa de la voluntad de los electores. Así pues, en el sistema mixto que resulta de la combinación del régimen parlamentario con el antiguo régimen representativo, si bien el pueblo sólo posee en principio un poder electoral, y si no ha llegado a ser, propiamente hablando, legislador, aparece en cierta medida como investido jurídicamente de la capacidad de tener voluntad propia sobre Loa asuntos que han de decidir sus elegidos, voluntad que éstos no pueden desconocer por completo; voluntad popular que, por consiguiente, y en esta medida, se reconoce como superior a la de los elegidos.448 448
Cuando se dice del régimen representativo actual que implica el reconocimiento jurídico de una voluntad popular distinta, con la que debe conformarse la voluntad de los representantes, ello no significa, en el derecho público actualmente en vigor, que los representantes hayan dejado de poseer sus anteriores facultades de propia iniciativa y que no conserven ya el poder de determinar por sí mismos, bajo su clara apreciación, las medidas legislativas o de Otra especie que convenga adoptar según las circunstancias. Pero la acción de los representantes queda condicionada por cuanto que sus tendencias, su línea de conducta política, sus mismas decisiones, han de responder a las aspiraciones del país y obtener la aprobación Implícita de éste. En este aspecto, se puede repetir, a propósito del régimen representativo tal como hoy funciona en Francia, lo que se ha dicho anteriormente (n. 29, p. 911) respecto al li anee de la idea de soberanía nacional, o sea que el sistema político de Francia se caracteriza por su flexibilidad y su delicadeza de matices antes que por instituciones rígidas basadas en principios absolutos. La impresión que se desprende del estado de cosas a que ha llevado la evolución contemporánea del gobierno representativo es, por lo tanto, que corresponde a los representantes atraer a su política el cuerpo electoral, y para ello es preciso que, por la cordura y oportunidad de sus netos, sepan formar en el país una opinión y una voluntad que estén acordes con su propia manera de ver y de actuar. Esto implica entonces que, en lugar de esta voluntad conforme, el país podría formarse una opinión y una voluntad opuestas a la política del momento, y precisamente las instituciones representativas están reguladas hoy de tal modo que, llegado el caso, el cuerpo electoral puede manifestar e incluso hacer prevalecer su voluntad contraria. Por lo tanto, el gobierno representativo ya no se funda actualmente, como en el tiempo de la Revolución, en la idea de que el pueblo no puede tener más voluntad que la emitida por sus representantes. El pueblo es admitido a mantener y a afirmar una voluntad disidente. En este sentido cabe hablar de una conformidad necesaria con las opiniones y la voluntad del cuerpo electoral. De la necesidad de esta conformidad resulta, en lodo caso, que los representantes no
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Existe, pues, verdadera representación en el régimen de organización y funcionamiento de las asambleas parlamentarias practicado actualmente en Francia. Pero también, y por el mismo motivo, este régimen actual ya no es el puro régimen representativo que quiso fundar la Constituyente y que, a pesar de su nombre, tenía como característica no entrañar ninguna representación. Y aquí conviene criticar el punto de vista de los autores que, como Duguit y Jellinek (ver núms. 385 S5. supra), representan las más recientes instituciones nacidas del parlamentarismo —el control de los electores sobre sus elegidos, la disolución, la representación proporcional, la necesaria conformidad entre los actos de los representantes y la voluntad del país— como aplicaciones y consecuencias lógicas del régimen llamado representativo. La verdad es que las instituciones de esta clase, lejos de constituir el desarrollo natural del gobierno representativo, son la contradicción del mismo; su adopción, en la época actual, responde al hecho de que este sistema de gobierno, bajo la influencia del parlamentarismo, sufrió considerables alteraciones que le han desviado notablemente de su significación y de sus tendencias iniciales. A este respecto basta recordar las declaraciones de los primeros constituyentes -—particularmente la de Sieyés: " E l pueblo no puede tener más que una voz (es decir, una sola voluntad), la de la legislatura nacional" (ver pp. 963-965, supra)— para medir toda la distancia que separa al régimen representativo de entonces del que hoy sigue llevando el mismo nombre. En el pensamiento de los hombres de 1789, la legislatura debía ser, en realidad, el órgano del pueblo, o mejor dicho de la nación, la que sólo podía querer a través de ella, y por consiguiente no tenía, con anterioridad a la legislatura, voluntad representable por ella. Hoy, por él contrario, las instituciones propias del parlamentarismo que acabamos de recordar implican que el pueblo no sólo tiene que elegir a los representantes sino que es llamado también a ejercer cierta influencia en la formación de las decisiones que deban ser tomadas por él. El Parlamento no es ya exclusivamente un órgano de la nación o del pueblo, sino que representa también, en cierta medida, a la voluntad popular. Así, el
podrían imponer al país, de modo duradero, una política a la que el cuerpo electoral hubiera llegado a ser hostil.
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régimen establecido en Francia al principio de la Revolución ha llegado a ser, en parte, y conforme a su nombre, pero al contrario de lo que era en primer lugar según la intención de sus fundadores, un régimen representativo (ver, sin embargo, la n. 19, p. 1075), infra). Pero, precisamente por ello, se acercó al gobierno directo, como lo señala Esmein ("Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. I, p. 29, in fine). Todo sistema gubernamental implica, en un grado cualquiera, una representación por los elegidos de la voluntad de los electores, se orienta ya en la dirección del gobierno directo y no entra en el puro concepto del gobierno representativo, en el sentido que este último posee por sus orígenes revolucionarios.449 449
Bajo este aspecto, no es exacto, pues, presentar al régimen parlamentario como una forma especia! del régimen representativo. Según Esmein (Éléments, 7* ed., vol. I, p. 155), “eI gobierno parlamentario, ante todo, supone al gobierno representativo, del cual es una variedad". Morcan ("Régime parlementaire et principe representatif", Revue politique et parlementaire, vol. XXVII, pp. 333 ss.; Pour le régime parlementaire, pp. 16 ss.) declara que "el régimen parlamentario es la forma superior" al mismo tiempo que la forma más natural del sistema representativo". Orlando (Principes de droit public et eonstitutionnel, ed. francesa, p. 329) dice igualmente que en el parlamentarismo "debe verse la última forma de desarrollo alcanzado, hasta ahora, por el régimen representativo". En efecto, es verdad que el gobierno parlamentario se ha injertado en el régimen representativo, apropiándose algunos de los procedimientos de este último, especialmente el que consiste en no hacer intervenir a los ciudadanos mi. que en la forma indirecta del electorado. Y sobre todo, es evidente que el parlamentarismo ya no tiene sentido, o por lo menos llega a ser superfluo, en la democracia directa. Pero, por Otro lado, el gobierno parlamentario parte de un concepto político y jurídico muy diferente del gobierno representativo. Este tendía a excluir a los ciudadanos de la acción gubernamental. Aquél, por el contrario, trata de asociarlos a ella, y por lo mismo que reconoce al pueblo el derecho de opinar y decir electivamente su parecer respecto a los asuntos que han de debatir loi elegidos, ya no es el puro régimen representativo, llegando incluso a ser su contrario. En realidad, las divergencias existentes entre estos dos regímenes se explican porque nacieron en circunstancias y medios muy diferentes. El parlamentarismo se constituyó originariamente en las monarquías, en Inglaterra, en Francia bajo las Cartas; intervino allí como medio de limitar la supremacía del monarca. Con objeto de establecer esta limitación, la Cámara electiva se apoyó en la voluntad del cuerpo electoral, voluntad cuya importancia se aplicó a desarrollar. No había por qué temer, de otra parte, que la influencia popular llegara a ser demasiado considerable, puesto que, por el mismo efecto de las instituciones monárquicas, la potestad del gobierno era siempre preponderante. Muy diferente era, en 1791, el medio en el cual se fundó el sistema representativo francés. Aquí, la monarquía había sido derribada, y estaba constitucionalmente asegurada la preponderancia de la asamblea de diputados. Esta de ningún modo necesitaba invocar los derechos de la voluntad popular para fortalecerse a sí misma, que, muy al contrario, hubiera comprometido su propia potestad y su libertad de acción de haber admitido, como principio del nuevo derecho público francés, la idea de una conformidad ni más o menos necesaria entre sus decisiones y las voluntades del cuerpo electoral. Y por otra parte, conviene observar que el pueblo habría llegado a ser particularmente poderoso si hubiera dominado de este modo a la asamblea electa, ya que, fuera de esta asamblea, no subsistía ya en el Estado ningún órgano que estuviese en situación de resistirle o contrarrestarlo. No cabe extrañarse de que, en estas condiciones, los constituyentes de 1789-1791 hayan sido esencialmente hostiles a las tendencias y a las instituciones del parlamentarismo, y se hayan orientado en el sentido del gobierno de autoridad, al encontrarse la autoridad en la asamblea de diputados. En efecto, aquí está la diferencia característica
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400. Hay que concluir, pues, que Francia no conserva hoy el estricto régimen representativo. Este ha sido reemplazado por una combinación de instituciones que provienen, unas del sistema revolucionario de la representación nacional y otras del parlamentarismo: combinación que ha producido una forma gubernamental bastarda, para la cual encontró Esmein (loc. cit., pp. 25 ss.) 450. el nombre de gobierno semirepresentativo.451 Por razón de la mezcla de ideas generatrices y de las instituciones que la caracterizan, esta tercera forma de gobierno aparece como un régimen intermedio, situado entre el gobierno representativo y el gobierno directo, y que difiere igualmente de uno y de otro. En la democracia integral, en efecto, el pueblo, órgano supremo del Estado, expresa por sí mismo su voluntad, erigida jurídicamente en voluntad estatal. En el régimen representativo, los "representantes", incluso si han sido elegidos por el pueblo, no son los representantes de los ciudadanos, sino el órgano de la nación por la cual quieren en virtud de su sola iniciativa y bajo su libre apreciación. El régimen semi-representativo toma algo de los dos sistemas precedentes, sin confundirse con ninguno de ellos. De una parte, el pueblo aquí no puede querer siempre directamente por la nación, pues continúa teniendo sólo una potestad electoral. Unicamente los elegidos expresan la voluntad nacional. Pero a esta continuación del régimen representativo se mezclan, por efecto del parlamentarismo, instituciones que implican, por otra parte, que la voluntad expresada por los elegidos, en cuanto sea posible, debe encontrarse conforme con la del pueblo, instituciones que son, por consiguiente, elementos de democracia pura. Y la piedra de toque para comprobar si existe esta conformidad son las elecciones, periódicas o provocadas por una disolución. El régimen electoral adquiere entonces un significado especial: en realidad es el medio jurídico, para el pueblo, de dar a conocer su voluntad. La adopción por el derecho público actual de prácticas tales como la disolución o la representación proporcional equivale, por parte de la Consti
entre el régimen llamado representativo, que en el pensamiento de sus fundadores significaba que el pueblo sólo puede querer por sus elegidos, y el régimen parlamentario, que habiendo sido hecho, en su origen, para Estados donde las asambleas no constituían el órgano supremo, se ha fundado en la idea de que el país mismo había de desempeñar determinado papel en la formación de las voluntades que hubieran de expresar las asambleas. 450 Cf. la terminología de Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II , p. 485), que caracteriza esta forma gubernamental diciendo que entraña "la mezcla de los elementos representativos y los elementos de la democracia directa". 451 De hecho, sin embargo, la mayor parte de los autores siguen designando conjuntamente con el nombre de régimen representativo: 1° el sistema de la antigua representación en los Estados generales, que era un puro sistema de mandato: 29 el supuesto régimen representativo inaugurado en 1789-1791 y en el cual el "representante" es en realidad órgano de formación de la voluntad nacional; 3' el régimen semi-representativo actual, que se inclina ya hacia la democracia directa. ¡Qué imprecisión de lenguaje y qué motivo de confusión en las ideas!
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tución, a reconocer que la elección ya no es solamente un procedimiento de designación, sino también un medio, dado al cuerpo electoral, de ejercer una influencia a veces decisiva sobre la actividad de sus elegidos. En el fondo, pues, en este sistema se reconoce al pueblo como jurídicamente capaz de poseer una voluntad propia referente a los asuntos del Estado; su voluntad se toma en consideración; adquiere un valor estatal. Y en esto se aproxima este régimen, en definitiva, al gobierno directo, y ha podido calificárse'e justamente como "sucedáneo" del último (Esmein, loe. cit., p. 24).452 Se aleja de él, sin embargo, por el hecho de que el pueblo no es admitido para hacer conocer su voluntad por la vía inmediata de una votación que se refiera abiertamente a las cuestiones mismas que sus elegidos han de resolver. Mientras que, en la democracia pura, la conformidad de las decisiones de los elegidos con la voluntad del cuerpo electoral se comprueba mediante procedimientos directos de consulta popular, en el régimen representativo el procedimiento de comprobación sólo consiste en las elecciones. Este régimen tomó, pues, su procedimiento de consulta popular del gobierno representativo,453 el cual 452
Esta evolución se facilita actualmente, en Francia, por el hecho de que la Constitución de 1875 no precisa de ningún modo el alcance que atribuye al régimen representativo. Se ha dicho, sin embargo, que las leyes constitucionales de 1875 establecían implícitamente, sobre este punto, los principios de 1789-1791. Es posible. Pero, como estos principios no fueron expresamente formulados por los textos de 1875, carecen de la fuerza especial inherente a las reglas constitucionales escritas; y por consiguiente, pueden modificarse, bien en sí mismas o en sus consecuencias, por medio de nuevas prácticas consuetudinarias o, de todos modos, por la vía legislativa. Así es como la ley de 12 de julio de 1919 logró introducir, al menos parcialmente, el sistema de la representación proporcional en lo que se refiere a la elección de la Cámara de Diputados. En lo futuro, la legislación electoral podría avanzar más aún en esta vía y llegar hasta a transformar la Cámara de Diputados en una asamblea netamente representativa de los diversos partidos. De hacerlo, lesionaría profundamente el concepto revolucionario de la unidad indivisible de la nación así como la unidad de la soberanía y de la representación nacionales; y sin embargo, se mantendría aún dentro del cuadro, singularmente amplio, de los textos de la Constitución escrita de 1875. Esto revela nuevamente la gran flexibilidad de la Constitución actual de Francia. La reserva y la concisión de que dieron pruebas los constituyentes de 1875 hacen que la Constitución que elaboraron sea susceptible de adaptarse a muchas transformaciones, que sin duda no previeron, pero a las cuales puede decirse que dejaron ellos mismos la puerta abierta. 453 Es. sin duda, por este motivo, por lo que este régimen ha sido calificado como "semirepresentativo" más bien que como "semi-directo". Esta denominación no proviene solamente del hecho de que esta forma de gobierno tuvo su" origen en una alteración del régimen representativo primitivamente vigente, sino que quiere significar también que en el gobierno semi-representativo predominan siempre los principios del régimen representativo. Predominan en él por lo mismo que los ciudadanos no son admitidos a ejercer su influencia en la formación de las voluntades estatales sino por medio y en la medida de su potestad electoral. Resulta de ello, en efecto, entre la democracia directa y el régimen semi-representativo tal como tiene lugar actualmente en Francia, la gran diferencia de que en esta última forma de gobierno el pueblo apenas consigue determinar, mediante sus selecciones electorales, las direcciones y tendencias generales de las decisiones o de la política futuras, salvo la excepción del caso especial en que ha de proceder a elecciones de circunstancia a consecuencia de una disolución provocada por un debate referente a una cuestión particular y actual; en la democracia directa, por el contrario, el pueblo ha de ser
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se encuentra, por lo tanto, conservado en un punto esencial.454-455 En resumen, el régimen semi-representativo trata de apropiarse acumulativamente
consultado necesariamente para la adopción de cada decisión, al menos para la adopción definitiva de cada ley. Se dirá tal vez que esto sólo supone, en suma, entre ambos regímenes, una diferencia de grados en cuanto a la intensidad mayor o menor de la potestad concedida al pueblo, y que en los dos casos, bien sea que se manifieste por la vía de indicaciones generales y de una manera en cierto modo superficial, o bien se afirme de una manera minuciosa y detallada con ocasión de cada decisión particular, la voluntad popular sigue siendo, en el fondo, preponderante. Podría sentirse también la tentación de alegar, en favor del régimen semi-representativo, la consideración de que la voluntad de un grupo como el pueblo de un Estado no se obtiene por los mismos procedimientos que la voluntad del individuo. Esta se manifiesta directamente mediante indicaciones formales o actos jurídicos precisos, mandato otorgado previamente y acompañado de instrucciones imperativa», o ratificación que se produzca posteriormente. Hallándose constituida por elementos numerosos y diferentes, la voluntad de un pueblo es más confusa y no puede afirmarse por sí misma con entera claridad. Mediante una asamblea de elegidos en cuyas decisiones habrán de fundirse y unificarse las múltiples y diversas aspiraciones de los miembros del cuerpo electoral, se manifestará mejor que por estos mismos miembros cuando formulan, mediante votos especiales y renovados con frecuencia, su parecer individual. Así pues, tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista jurídico, podría decirse que la voluntad popular, para realizarse prácticamente, precisa de un órgano; y desde el momento en que este órgano está constituido por diputados elegidos por los ciudadanos y sometido a su control y reelección, parece evidente que estos diputados, en su conjunto, serán efectivamente intérpretes, no ya de su sola y propia voluntad, sino de la voluntad popular, que así llegará a ser superior a la suya. Estas diversas observaciones pueden contener gran parte de verdad; pero no se puede menos de reconocer, pensándolo bien, que entre la monarquía directa y el gobierno, representativo o incluso semi-representativo, subsiste una diferencia esencial, que puede resumirse jurídicamente en estos términos: en la democracia directa, la ley sólo se perfecciona mediante la adopción pronunciada por el pueblo, el cual aparece así como siendo él mismo, y sólo él, el órgano supremo; en el caso del régimen semirepresentativo, el pueblo ya no es órgano supremo, porque las decisiones legislativas o de otra clase, pueden convertirse en definitivas sin su concurso. Bien es verdad que en este régimen existen ciertas instituciones que implican que la Constitución, aparte de la asamblea electiva, reconoce una voluntad popular independiente a la que se propone asegurar cierta eficacia. Pero, como estas instituciones no llegan a hacer depender la formación de cada decisión estatal de una manifestación especial y expresa de la voluntad del pueblo, todo lo que de ello puede concluirse es que, en dicho régimen, el cuerpo electoral y el de los elegidos constituyen juntos una unidad orgánica (infra, no. 409), en el sentido de que las voluntades de estos dos cuerpos se influencian, se compenetran recíprocamente y se apoyan una en otra, pero sin que ninguna de las dos tenga, con respecto a la otra, una preponderancia absoluta, invariable y exclusiva.
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las respectivas ventajas de ambas formas de gobierno, entre las cuales ocupa el término medio;456 y para ello se esfuerza por conciliar y tener en
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En la Constitución francesa existe otra institución que implica la conservación del régimen representativo: se trata de la institución del Parlamento bicameral. Por su origen y su composición, el Senado y la Cámara de Diputados, tanto el uno como la otra, son emanaciones de la nación francesa considerada en su universalidad. No se comprendería su dualidad si la Constitución hubiera querido consagrar un sistema de gobierno en el que las decisiones que han de tomar los elegidos dependieran pura y simplemente de una voluntad ya formada y fijada en el cuerpo electoral; pues para obedecer a esta voluntad preexistente bastaría con una sola asamblea. La dualidad de las Cámaras francesas supone, o bien que ambas Cámaras Son llamadas, en principio, a querer por sí mismas para la nación, o por lo menos que tienen por cometido buscar y discernir por sí mismas decisiones o medidas que el conjunto del país pueda reconocer después como respondiendo a su propio sentir, es decir, como conformes a la voluntad que él mismo hubiera fijado si se le hubiera admitido a deliberar directamente sobre el asunto. Para esta búsqueda, a veces delicada, no son muchas dos Cámaras, pero también una búsqueda de este género, al realizarse en las condiciones que derivan del sistema bicameral, implica el que, según el concepto que inspiró la Constitución de 1875, sigan siendo las (amaras, en un amplio grado, un órgano de la voluntad nacional francesa, en el sentido que la palabra órgano adquiere en el puro régimen representativo. 455 Desde el punto de vista teórico, conviene, además, recordar (ver núms. 389 ss.) que la idea de una representación propiamente dicha del cuerpo electoral por el Parlamento, todavía hoy, no puede conciliarse con los principios en que se funda por el momento el sistema general del Estado. Esta idea de representación, en efecto, implicaría que el Parlamento y el cuerpo electoral constituyen dentro del Estado dos personas jurídicas, distintas de la persona estatal misma; ahora bien, según la teoría que ha prevalecido hasta ahora, el Estado y sus órganos sólo constituyen una persona única. El cuerpo electoral, por ejemplo, no es una persona susceptible de entrar en representación (ver n. 11, p. 925, supra). En estas condiciones, el concepto de una relación representativa propiamente dicha entre Parlamento y cuerpo electoral no puede construirse jurídicamente; y por consiguiente, se deduce de este punto de vista que, aun después de las transformaciones que experimentó desde sus orígenes, el régimen representativo no puede definirse como un régimen integral de representación electiva. La idea verdadera, a la que conviene adherirse, es la de órgano complejo, a la que ya se hizo alusión al final de la anterior n. 17, y a la cual nos referiremos de nuevo más adelante (n° 409). El cuerpo electoral y el Parlamento concurren entre los dos, para originar la voluntad de la persona estatal, una e indivisible. La relación que existe entre estos dos órganos es idéntica a la que se establece entre dos autoridades cuyas voluntades concordantes han de concurrir para la formación de un acto de potestad estatal, por ejemplo, en la relación que, en el sistema de las dos Cámaras, se establece entre ambas asambleas. Analizar en forma distinta la situación originada actualmente por la evolución del régimen representativo sería concederle al órgano electoral una personalidad especial que no siempre posee.
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equilibrio ciertas tendencias e instituciones propias de cada una de ellas. Por inestable que lógicamente pueda parecer semejante ensayo de equilibrio , el sistema constitucional a que responde, de hecho parece tener en Francia verdaderas oportunidades de duración. § 5. ORGANOS ACTUALES DE LA REPÚBLICA FRANCESA SEGÚN LA CONSTITUCIÓN DE 1875 401. Conviene averiguar ahora cuáles son, en el derecho francés actual, las autoridades que tienen el carácter de órganos estatales. Este es un punto sobre el que no están de acuerdo los autores. Por lo menos, la terminología de que hacen uso en esta materia carece de fijeza y de unidad. Esto se debe a que la palabra órgano puede emplearse en dos sentidos muy diferentes. En una primera y amplia acepción, que, ciertamente, no carece de todo fundamento jurídico, pero parece, al menos, no hallarse muy conforme con los conceptos especiales del derecho constitucional,457 designa este término a todas las personas o colegios que tienen el poder de hacer acto de voluntad en nombre y por cuenta de la colectividad; son los órganos de ésta, simplemente, en el sentido de que por ellos ejerce su actividad voluntaria. Así entendida, la calificación de órgano es aplicable, en lo que se refiere al Estado, no sólo a las autoridades dirigentes que expresan su voluntad primordial y superior, sino 456
Pero podría decirse también que este régimen acumula los inconvenientes de la democracia directa y del gobierno representativo, sin poseer suficientemente las ventajas de ninguno de ellos. Por una parte, en efecto, ocurre a veces que no siendo el Parlamento suficientemente independiente respecto de los electores, titubea y renuncia a adoptar determinadas medidas útiles, porque disgustaría a una fracción más o menos influyente del cuerpo electoral. Por otra parte, sin embargo, la voluntad del pueblo suele quedar eludida, bien sea porque las elecciones se hacen con cierta confusión, habiendo de pronunciarse en ellas los electores, mediante su voto único e indivisible, respecto de cuestiones múltiples y de orden muy diferente; bien sea porque estas cuestiones un siempre se formulan con suficiente claridad ante el cuerpo electoral, en el momento de la renovación de las asambleas; bien sea también porque sólo se suscitan durante el curso de la legislatura de una manera inesperada. En todos estos aspectos, la institución del referendum proporciona al pueblo un medio más preciso y eficaz de manifestar su verdadera voluntad, evitándole el riesgo de encontrarse, al final de la legislatura, frente a medidas ya tomadas, o sea frente a un hecho consumado que ya no puede deshacer ni impedir. Finalmente, con el régimen semi-representativo nadie tiene el sentimiento vivo de su responsabilidad en cuanto a las decisiones a tomar: ni el Parlamento, que al no ser enteramente libre se verá fácilmente llevado a atrincherarse detrás del pretexto de la voluntad popular y que, justamente, no dejará de invocar este pretexto en los casos en que más se haya esforzado en realizar sus propias voluntades; ni, por lo tanto, el cuerpo electoral, que no tiene conciencia de ser dueño de los asuntos del país, y que, en efecto, no lo es francamente. 457 En otra acepción, todavía más amplia y vulgar, la palabra órgano designa todos los agentes de ejercicio de una función cualquiera del Estado. En este caso responde a la idea trivial de que toda función supone un órgano. Así es como los autores hablan a veces de los órganos de la administración y de los órganos de la justicia. Este lenguaje carece de valor jurídico; todo lo más sirve para recordar que la actividad personal del agente se ejerce con. objeto de asegurar el funcionamiento del ser estatal mismo.
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también a las autoridades subalternas que tienen el poder de emitir en su nombre decisiones provistas
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de valor propio, incluso cuando esas decisiones no puedan ser tomadas sino bajo el imperio de las voluntadas enunciadas por los órganos estatales superiores. Colocándose en este punto de vista, Hauriou, en la 6ª ed. de su Précis (p. 62), pudo hablar de "órganos administrativos" que tienen el carácter de órganos "por cuanto poseen el ejercicio de los derechos y' toman al efecto decisiones ejecutivas".458 Berthélemy (Traite, 9ª ed., pp. 98 ss.) emplea la misma expresión, y bajo la rúbrica: "Los órganos administrativos" (lib. I, cap. II), clasifica juntos y estudia sucesivamente al jefe del Estado, los ministros, el Consejo de Estado, los prefectos, etc. Michoud, particularmente, se explica de la manera más precisa sobre este punto (op. cit., vol. II, p. 45; "De la responsabilité de l'État á raison des fautes de ses agents", Revue du droit public, vol. IV, p. 18). Partiendo de la distinción entre el órgano y el comisionado — e l cual, dice, no es más que un simple auxiliar, agente técnico de preparación o de ejecución, o también un empleado de oficina, en resumen, un "funcionario sin poder propio"—, declara que, en sentido inverso, cabe considerar como "órganos del Estado" no sólo a las Cámaras y al Presidente de la República, sino también a los ministros, los prefectos y subprefectos, y de un modo general, a todas aquellas autoridades administrativas, consejos o funcionarios, investidos, en cualquier materia, de un poder de decisión propio, y finalmente, a las autoridades judiciales. Según esto, el Estado se halla provisto de un número de órganos muy considerable.459
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Ver también 8ª ed., p. 117, donde Hauriou, a lo que él llama "órganos representativos", opone los "órganos simples agentes". En último lugar (9* ed., p. 140), dicho autor da también una definición muy amplia de los órganos administrativos: "Todos los agentes comisionados, o sea incorporados a la administración y apropiados por ésta, bien porque sus empleos estén erigidos a título de oficios o en puestos fijos, o bien porque correspondan a un cuadro regular do la jerarquía, son órganos. Por lo tanto, únicamente los simples encargados son agentes no comisionados." 459 Si se ha establecido la costumbre de dar el nombre de órgano a todo agente que tiene un poder de decisión propio, ello se debe sin duda, en parte, al hecho de que los agentes investidosde semejante poder, en las relaciones con terceros, están calificados para hablar o tratar al nombre de la colectividad y especialmente para obligar a la persona corporativa. Visto desde el exterior, el agente aparece, pues, a los ojos del público, como un órgano de la colectividad, y ello aunque, en sus relaciones internas con ésta, no llene las condiciones de las que depende la adquisición de la cualidad de órgano. Por ejemplo, en las sociedades anónimas los directores pueden haber recibido de los mismos estatutos el poder de realizar ciertas operaciones jurídicas con terceros por cuenta de la sociedad. Podría verse en ellos, por tal razón, órganos de la sociedad. Sin embargo, los directores no pueden pasar por un órgano propiamente dicho. Lo demuestra el hecho de que estos agentes no son necesariamente miembros de la sociedad, sino que de ordinario suelen ser terceros, llamados y empleados por ella en razón di- sus aptitudes técnicas, y en este caso es evidente que funcionan como sus encargados.
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Pero la palabra órgano tiene un segundo sentido, mucho más estrecho y, al parecer, más exacto. Designa aquí, no ya de un modo general a todos los funcionarios o autoridades que tienen poder de hacer acto de voluntad por cuenta del Estado, sino, entre estas autoridades, únicamente a aquellas que expresan la voluntad inicial del Estado, o mejor dicho, que le proporcionan su voluntad inicial mediante sus propias voluntades. En efecto, sólo semejantes voluntades presentan el carácter dominador que es el rasgo distintivo de la potestad del Estado mismo, y ello precisamente en razón de su alcance inicial, que es causa de que, en la esfera en que han de moverse, no están subordinadas a ninguna voluntad superior. Por lo tanto, hay que decir que los agentes ejecutivos, aun cuando tuvieran un poder de decisión propio, no pueden calificarse como órganos, pues las decisiones que emiten no son sino la aplicación de voluntades superiores que dominan y, en todo caso, condicionan por completo su actividad. En otros términos, el concepto del órgano así comprendido tiene su origen en un orden de ideas análogo a aquel de donde los constituyentes de 1791 dedujeron su distinción entre el representante y el funcionario. En este sentido, el órgano es una autoridad que "representa" a la nación, o sea que quiere libremente por ella. Adviértese inmediatamente que aquellas autoridades respecto de las cuales puede formularse la pregunta de saber si son órganos se encuentran reducidas a un número insignificante. Tal es el concepto que del órgano expone Duguit (Traite, vol. I, p. 424; L'État, vol. II, p. 362). A la doctrina de Hauriou y Michoud, que dividen a las autoridades estatales en órganos y en comisionados y que colocan entre los órganos a numerosos funcionarios, opone Duguit la distinción siguiente: 1? órganos que, según él, tienen "carácter de representantes", y a los que, por lo tanto, llama "órganos de representación" (Traite, vol. I, p. 346); 2" agentes, que carecen de este carácter representativo. O también, divide a las autoridades en gobernantes y agentes, lo cual, con otras palabras, es una distinción de la misma naturaleza que la anterior. Indudablemente reconoce la necesidad de establecer una subdivisión entre los agentes, pues hay agentes que son "funcionarios" propiamente dichos y otros que no son sino "empleados"; pero ni los primeros ni los segundos pueden aspirar a la condición jurídica de órganos del Estado. La doctrina y la terminología de Duguit sobre este punto son reproducidas por Jéze, Principes généraux du droit administratif, 1* ed., pp. 22 ss. y 2* ed., pp. 384 ss. He aquí, pues, entre los autores franceses, un señalado desacuerdo con respecto a la cuestión de saber quién es órgano; por lo menos, un desacuerdo en las palabras. Idénticas divergencias se manifiestan en la literatura alemana. Por ejemplo, G. Meyer (op. cit., 7* ed., pp. 269, 381,
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614) sostiene que los funcionarios (Beamte) tienen el carácter de órganos estatales, y ello porque actúan en nombre del Estado y ejercen los derechos de éste. Asimismo, Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 244 ss.) admite bajo el nombre de órganos mediatos a una categoría de órganos que —como lo observa Duguit (Traite, vol. I, p. 311)— son en realidad agentes.460 Laband, por el contrario (op. cit., ed. francesa, vol. II, § 39), al mismo tiempo que especifica (loe. cit., pp. 4 ss., 199) que las "autoridades" y los "funcionarios" del Imperio no ejercen derechos y poderes personales, sino derechos y poderes cuyo sujeto es el Estado, les niega formalmente a esta clase de agentes el carácter de órganos;461 estos agentes son calificados por él como "instrumentos", mediante los cuales el Estado ejerce su potestad. Según Laband, los órganos del Imperio, bajo la Constitución de 1871, eran exclusivamente el Emperador, el Bundesrat y el Reichstag (loe. cit., vol. I; ver especialmente pp. 345, 381, 446). Fuera de estos tres órganos, dicho autor sólo conocía autoridades (Beh'órden) y funcionarios (Beamte). En cierto sentido, los dos puntos de vista que acaban de exponerse son susceptibles de defensa, tanto el uno como el otro, con buenas razones. ¿Cuál de los dos, sin embargo, es el que debe prevalecer, y a quién conviene, en derecho francés especialmente, dar la denominación de órgano? 402. Para forjarse una opinión a este respecto importa no perder de vista que existe una estrecha relación entre el concepto del órgano propiamente dicho y el de la personalidad jurídica del Estado. Por una parte, este concepto de personalidad no es más que la expresión de la unidad a la que se encuentra jurídicamente reducida la colectividad estatizada por el hecho de su organización; y por consiguiente, la persona Estado sólo existe en virtud sus órganos. Por otra parte y recíprocamente, la moderna teoría del órgano se funda esencialmente en la observación, tomada del sistema del derecho público moderno, de que los diversas autoridades cuyo establecimiento por la Constitución realiza o constituye la organización y la personalidad del Estado, no ejercen la potestad estatal en calidad de personas distintas de la persona Estado, sino que, por el contrario, son partes integrantes y elementos constitutivos de esta última, en el sentido de que no forman con ella sino una persona única. La misma palabra órgano tiene por objeto recordar continuamente que los individuos que desempeñan este papel no poseen, con respecto al Estado, carác-
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As! es como, según la teoría de Jellinek (loe. cit., p. 247), el municipio —en tanto en cuanto es llamado por el art. 92 de la ley de 5 de abril de 1884 a ejercer mediante su órgano propio, el alcalde, y por cuenta del Estado, determinadas funciones que le son atribuidas ya por ese texto, ya por las leyes vigentes (cf. supra, pp. 179 ss.)— se convierte, a estos efectos, en un encano medidlo o indirecto del Estado. 461 Laband los caracterizaba como auxiliares del Emperador (loe. cit., pp. 10 ss.).
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ter subjetivo independiente, sino que sólo son miembros de la persona estatal investidos por el estatuto orgánico de ésta del poder de ejercer sus funciones y que forman cuerpo con ella; en este sentido se asemejan a los órganos de las personas físicas. Se desprende de esto que la calificación de órgano no puede hacerse extensiva indistintamente a todas las autoridades y a todos los agentes que, en cualquier medida, ejercen la potestad estatal. En su acepción precisa y racional debe reservarse esta palabra para designar únicamente a ciertas autoridades, a saber, aquellas cuyo concurso es indispensable al Estado para que sea una persona; por consiguiente, a aquellas que son elementos de su personalidad y sin las cuales desaparecería esta personalidad. Tal es también la idea esencial que implícitamente se halla contenida en la famosa distinción entre el representante y el funcionario, que los constituyentes de 1791 colocaron en la base de su sistema de derecho público. El representante, decían éstos (ver n° 363, supra), es aquel que se halla encargado de querer por la nación. En el fondo, esto significaba que el representante le proporciona a la nación una voluntad que no tendría sin él; y por tanto, realiza su personalidad estatal, pues ésta proviene ante todo de la organización que tiene por objeto producir en ella una voluntad regular y unificada. Por el contrario, el funcionario ya no es un creador de la voluntad nacional. Indudablemente, su actividad implica con frecuencia movimientos de voluntad, pero ya no trata de originar una voluntad inicial de la nación, sino que consiste únicamente en aplicar de modo subalterno voluntades ya formadas, y por consiguiente supone a la nación capaz ya de voluntad estatal, provista ya de organización, ya personalizada. Unicamente el "representante" es un órgano, en el sentido propio de la palabra. Análogos conceptos se encuentran hoy en los principales tratados de derecho público francés. Si bien los autores no están de acuerdo, como se vio anteriormente, sobre la nomenclatura de los actuales órganos del Estado francés, y si bien su terminología se resiente de las incertidumbres y divergencias que existen entre ellos a este respecto, al menos parece haberse logrado un acuerdo en cuanto al principio mismo de la distinción entre órganos y funcionarios. Según Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 402 y 445), la oposición entre estas dos clases de poseedores de la potestad pública consiste en que los primeros "son llamados a decidir arbitrariamente" y "quieren por la nación", mientras que los segundos tienen como "única misión el aplicar las reglas trazadas previamente y sólo realizan actos determinados previamente por reglas legales o instrucciones obligatorias". Duguit se adhiere a un criterio parecido. Fundándose en la distinción revolucionaria entre representantes y funciona-
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rios (Traite, vol. i, p. 347), coloca a un lado, bajo el nombre de órganos de representación o también de gobernantes, a las autoridades que "expresan la voluntad misma del Estado", que "se identifican con el Estado mismo", que "no tienen una personalidad distinta", que "quieren en lugar de la nación y cuya voluntad es como si emanara de la nación" y, por consiguiente, cuya "voluntad no puede controlarse por una voluntad superior" ; y por otra parte distingue a los agentes que "se encuentran bajo la autoridad y el control de los órganos de representación, que no expresan la voluntad de la nación", en el sentido, al menos,462 de que sólo pueden actuar "en los límites fijados por la voluntad nacional, expresada a través de los órganos de representación" (L'État, vol. II, pp. 362 ss., 367, 384; Traite, vol. i, p. 305; Manuel de droit constitutionnel, 1a. ed., pp. 170 y 413; ver en el mismo sentido a Jéze, op. cit., 2ª ed., pp. 385-386). Michoud propone una definición diferente en la forma, pero que, en el fondo, se inspira en los mismos conceptos. La característica del órgano, dice (Théorie de la personnalité moróle, vol. n, pp. 44-45), es que "ha sido concebido por los estatutos o la constitución del ser moral como una parte integrante de la persona moral" ; y a esta clase de autoridades estatales opone Michoud, bajo el nombre de comisionados, agentes que "que-
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Es exagerado decir, como lo hace Duguit (L'État, vol. II, p. 384; Traite, vol. i, p. 305), que los agentes únicamente expresan su voluntad propia. Tomada a la letra, esta fórmula vendría a significar que el agente no ejerce el poder del Estado, sino un poder subjetivo. Ahora bien, es evidente que lo mismo los funcionarios que los órganos, "actúan todos, no en virtud de un derecho propio, sino en nombre de la nación" (Esmein, Éléments, T ed., vol. I. p. 444). Unos y otros ejercen los derechos y expresan la voluntad estatal de la nación. Solamente que, a diferencia de lo que ocurre al órgano, la decisión del funcionario sólo vale como voluntad nacional mientras se conforma a las voluntades iniciales y superiores enunciadas por los órganos propiamente dichos. En este sentido cabe decir que el funcionario no puede querer por la nación. Si se excede en su competencia, que de todos modos es esencialmente limitada y subordinada, ya no realiza sino un acto de voluntad individual sin valor estatal. Por razones del mismo género, la jurisprudencia francesa ha podido distinguir, en cuanto a las responsabilidades susceptibles de originarse por actos del funcionario, entre el hecho personal de éste, que lo compromete más que a su responsabilidad propia, y la falta de servicio que puede implicar la responsabilidad del Estado. Si las decisiones o actos del funcionario fueran siempre la expresión de su voluntad propia, no se concebiría que, para algunos di- sus actos, el Estado sea el único responsable con respecto al particular lesionado. En realidad pues, la verdadera distinción que debe establecerse, a este respecto, entre órganos y funcionarios es la siguiente: el órgano ha sido habilitado, en cierta esfera de materias, para querer libremente por la nación, y así hizo suyas por anticipado y de un modo absoluto las Voluntades enunciadas por su órgano en esta esfera; en cuanto al funcionario, por el contrario la nación sólo hace suyas aquellas voluntades o decisiones que expresa como consecuencia de las del órgano y en ejecución de ellas. Cf. Hauriou, Précis, 9ª ed., p. 532: "Los agentes constituyen un todo con la persona moral, cuando actúan dentro de la órbita de su función. En efecto, su voluntad es la voluntad misma de la persona moral, pero únicamente cuando esta voluntad se coloca dentro de la linea de la órbita de la función administrativa..."
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darán siempre subordinados a los órganos, porque siempre quedarán reservadas a éstos las decisiones importantes que afectan a la vida de la asociación". Hauriou (Précis, 6ª ed., p. 62)463 expone, a propósito de los "agentes de las administraciones públicas", idéntico concepto. Los divide en dos categorías: por una parte los "órganos administrativos", que caracteriza diciendo que son "elementos de la personalidad de las administraciones públicas", y por otra parte "los simples funcionarios", los cuales "no son elementos de la personalidad administrativa, sino comisionados de ésta, una vez instituida". 403. Cualesquiera que sean los matices o diferencias que separan a estas diversas definiciones, existe entre todas ellas una relación evidente. Bien es verdad que unas se refieren con preferencia al papel desempeñado por el órgano en la formación de la voluntad estatal, mientras que las otras hacen resaltar su papel en la formación de la persona estatal; en el fondo, la idea común que se encuentra en cada una de ellas es que el Estado, como sujeto de voluntad, de poderes y de derechos, es decir, como ser jurídico, debe su existencia a sus órganos. De aquí que se vea claramente que el criterio que permite reconocer, entre las numerosas autoridades estatales, a los verdaderos órganos, se relaciona esencialmente con la cuestión de saber cuáles son, entre estas autoridades, aquellas con cuya ayuda se encuentra realizada, en principio, la personalidad del Estado. Es órgano toda autoridad cuya presencia y cuyo concurso son indispensables a la nación para que ésta adquiera y conserve la naturaleza y las propiedades de una persona estatal o — l o que viene a ser lo mismo— toda autoridad cuya desaparición no podría concebirse sin que al mismo tiempo la persona Estado se encontrase afectada y desapareciera en el acto. Por el contrario, las autoridades y agentes que no concurren a formar o perfeccionar la persona estatal, sino que —como tan propiamente dijo H a u r i o u— actúan en nombre de una persona Estado ya existente y suficientemente constituida, sólo serán simples funcionarios. Sin duda, estas autoridades forman parte también del organismo estatal y se puede sostener con fundamento que forman la prolongación y el desarrollo de la persona estatal, cuya capacidad jurídica ejercen; pero esta capacidad personal no se origina en ellas, sino que se limitan a aplicarla. Como lo expresa la palabra funcionario, estas autoridades no contienen en sí el principio de la potestad estatal, sino que sólo ejercen las funciones de una potestad ya constituida.464 463
Cf. 9' ed., p. 139: " E l órgano representativo de una administración pública es el agente cuya función es constitutiva de la persona moral misma. El comisionado o encargado es el agente que queda fuera de la persona moral." 464 La distinción propuesta anteriormente no es más que la reproducción de aquella que estableció la Asamblea nacional de 1789, especialmente en la sesión de 10 de agosto de 1791, entre poderes y funciones. Los poderes —decía Robespierre— deben distinguirse cuidadosamente de las funciones. Los poderes no son sino las diversas partes esenciales y constitutivas de la soberanía" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXIX , p. 326). La posesión de estos poderes implica en quienes se hallan investidos de los mismos la cualidad de representantes de Ia nación soberana. Por el contrario, las autoridades que sólo pueden decidir después del soberano y en ejecución de las voluntades de éste, no ejercen más que una función. Esto es lo que expresaba Barnave al decir que, a diferencia del representante, que "está encargado de querer por la nación", "el simple funcionario público no tiene nunca más encargo que el de actuar por ella" (ibid., p. 331). Partiendo de esto, Thouret distinguía en la potestad del
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Tales son las ideas directrices en las que hay que fijarse para distinguir a los órganos propiamente dichos. Y como la personalidad del Estado, sobre todo, resulta del hecho de que se halla organizado para querer, de las observaciones que preceden hay que deducir que si, en definitiva, la enumeración de los órganos se reduce a saber cuál es el momento a partir del cual £e encuentra el Estado provisto de la capacidad de querer, ¿a partir de qué momento existe en él una potestad de voluntad suficientemente organizada y suficientemente completa para que su personalidad se encuentre realizada y para que los actos que han de cumplirse posteriormente en su nombre deban considerarse como formando simplemente el desarrollo de una voluntad inicial preexistente y la manifestación de una personalidad ya constituida? Las autoridades que concurren a la formación de esta voluntad inicial y de la personalidad que a ella se refiere son órganos; las que intervienen después ya no son sino funcionarios. El signo exterior por el que se reconocen unas y otras consiste en que las primeras, dentro de la esfera de su competencia, tienen el poder de ejercer una voluntad libre e independiente;465 y las segundas sólo pueden querer de una manera subalterna. 404. Partiendo de estas nociones fundamentales, se llega inmediatamente a excluir de la lista de los órganos a las autoridades de todas clases que ejercen la potestad administrativa, pues en el sistema del derecho constitucional francés esta potestad no es sino una potestad de ejecución de las leyes. Los cuerpos y agentes administrativos sólo tienen
rey por una parte "poderes" y por otra "funciones"; y en consecuencia reconocía al rey el doble carácter de representante y funcionario (ibid., p. 329). Admitía Roederer, en el mismo sentido, la existencia de un "poder representativo", que es, decía, "igual al del pueblo, independiente como el suyo" (ibid., p. 324). Esta distinción pasó a la Constitución de 1791, que señala claramente la oposición entre los "poderes" (tít. ni, preámbulo, arts. 2 ss.) y las "funciones" (tít. III cap. IV, sección 2, art. 2) (cf. núms. 364 ss., supra). 465 Así es como, en un país de sanción monárquica, aunque las Cámaras estén incapacitada para hacer la ley por sí solas, son, propiamente hablando, un órgano de Estado; pues, por una parte, la ley no puede hacerse sin su voluntad, y esta voluntad es libre con respecto al monarca, que no puede obligarlas a consentir en un proyecto legislativo; y por otra parte, los poderes legislativos de que se hallan investidas, les son propios en el sentido de que no están llamadas a ejercerlos por delegación del rey ni en su nombre.
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poderes de funcionario. Esto no significa que sean terceros con respecto al Estado; sobre este punto no es posible aceptar la opinión de Hauriou466 y Michoud (loc. cit.), que parecen decir que todo agente que no tiene el carácter de órgano ejerce su misión como persona distinta del Estado. El segundo de estos autores, particularmente, parece no admitir categoría intermedia entre el órgano, que constituye un todo con la persona estatal, y el simple tercero, que actúa como comisionado o empleado del Estado. Pero los agentes administrativos que tienen poder de decisión propio, no ejercen este poder en su propio nombre y como personas distintas del Estado, pues la potestad de que se hallan investidos es la del Estado mismo y en su nombre deciden. En este sentido, hasta se puede decir que forman parte del organismo estatal.467 Y sin embargo, propiamente hablando, no son órganos, pues es evidente que la personalidad y la voluntad del Estado se encuentran completamente formadas antes de toda intervención de su actividad. El hecho mismo de que esta última se designe bajo el nombre de actividad ejecutiva es suficientemente demostrativo a este respecto, pues para que haya lugar a ejecución es necesario que exista ya en el Estado una voluntad que ejecutar. Por ejemplo, cuando se dice que el municipio ejerce alguna de sus ejecuciones como órgano del Estado (cf. supra, p. 179), este modo de hablar puede considerarse como jurídicamente exacto en la medida en que significa que las autorida-
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Hauriou modificó en este punto, en su 8ª ed. (pp. 117, 497, 620; ver también 9ª ed., pp. 140, 532), la doctrina que enseñaba anteriormente (6* ed., p. 62). Ya no admite para los agentes administrativos la calificación de encargados, distintos de la persona moral; sostiene que la voluntad y la actividad de estos agentes son voluntad y actividad de la misma persona moral. Pero ¿no cae en un exceso contrario cuando los asimila pura y simplemente a los órganos y cuando reúne en esta calificación idéntica de órganos a las "autoridades representativas" y a las que carecen de carácter representativo? Por lo menos, habría de señalarse entonces que las autoridades de esta segunda clase no son órganos en el mismo sentido ni en el mismo grado que las de la primera especie. Son órganos, en efecto, en el sentido de que, dentro de los límites de sus funciones, no actúan como personas distintas del Estado. Pero no lo son en el sentido de que tengan que proporcionar al Estado su voluntad primera e inicial. Por consiguiente, sólo llenan una de las dos condiciones esenciales que constituyen el órgano. Por ello, parece más correcto reservar el nombre de órganos a aquellas autoridades estatales que cumplen con esta doble condición; únicamente éstas son órganos propiamente dichos, en el pleno sentido de la palabra. 467 Tal es el concepto en que se inspiró la jurisprudencia para regular, por ejemplo, las cuestiones de responsabilidad con respecto a los administrados por razón de las faltas cometidas en el servicio por los agentes administrativos. Los actos de servicio, a este respecto, se tratan como actos estatales y no como actos personales del funcionario. La falta de servicio misma aparece, por consiguiente, como un accidente del servicio más bien que como un hecho imputable al agente. Así se explica que no sólo la jurisprudencia ponga la reparación de esta clase de faltas a cargo del servicio, o sea del Estado, sino también que, en cuanto al hecho de servicio, le niega a la víctima del perjuicio la posibilidad de poner en movimiento la responsabilidad del agente: sólo el Estado es obligado a reparar.
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des municipales actúan administrativamente por cuenta del Estado y ejercen derechos de los cuales es éste el único titular; pero, por lo demás, de ningún modo se puede pretender que el Estado deba su personalidad al municipio; a este último respecto, pues, el municipio sólo desempeña el papel de un funcionario. ¿Deben las autoridades jurisdiccionales colocarse dentro de la categoría de los órganos? En primer lugar, la cuestión puede parecer más delicada para ellas que para las autoridades administrativas. En efecto, el juez no se limita a aplicar, con un objeto ejecutivo, derecho legal ya elaborado, sino que su misión de apaciguamiento de los litigios le confiere también el poder, y hasta le impone el deber, de crear soluciones jurisdiccionales, en el caso en que la cuestión contenciosa que se le presenta no haya sido prevista y regulada por la Constitución vigente. En esta medida posee una potestad de la misma naturaleza que la del legislador; realiza obra de creación lo mismo que éste; contribuye a la formación de la voluntad inicial del Estado, y de ahí que parezca presentar los caracteres de un órgano de Estado, en el sentido integral y absoluto de esta palabra. Tal es, en efecto, la conclusión a que llegan numerosos autores. Saripolos (op. cit., vol. II, p. 90 n.) declara que " e l juez es un órgano directo del Estado", pues, "en cuanto suple las inevitables lagunas o vacíos de la ley en un asunto determinado, quiere por el Estado". Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. I, p. 402) expone la misma idea, apoyándola en la consideración de que los jueces interpretan la ley "por un acto libre de su inteligencia" , así como también aprecian las hechos de la causa "según su conciencia personal". Michoud (op. cit., vol. I I , p. 63) se limita a alegar, en el mismo sentido, que las autoridades jurisdiccionales tienen poder de decisión propio. Sin embargo, un examen más atento de la situación y de la potestad de estas autoridades lleva a negarles la cualidad de órganos. La razón de ello es que —como dice Hauriou (Principes de droit public, P ed., p. 450)468— no constituyen propiamente hablando un poder dentro del Estado. Bien es verdad que el juez tiene la facultad de crear derecho, pero este derecho sólo tiene el valor de una solución particular: constituye desde luego, ínter partes, la equivalencia de una regla legislativa, pero no se convierte en una regla para la colectividad, en un elemento del orden jurídico de esta última tomada en su conjunto. Más exactamente, el juez no desempeña aquí sino el papel de un arbitro de Estado, llamado a Intervenir en nombre de la potestad pública en un asunto que no por ello
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Los órganos jurisdiccionales no constituyen un poder. En efecto, no pueden detener ni al órgano ejecutivo ni al órgano legislativo". Cf. 2» ed., pp. 36 ss.: " E l poder de jurisdicción no es un poder político" (ver pp. 983 ss. supra).
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deja de ser un asunto privado. Al imponer a los tribunales la obligación de resolver, sin excepción alguna, todos los litigios entre particulares que pueda sometérseles, el art. 4 del Código civil no hace sino consagrar el principio de que los jueces no pueden rehusar su arbitraje a la parte demandante que invoca la ayuda jurisdiccional del Estado. He ahí el verdadero alcance del texto. Por otra parte, importa observar que este poder de crear derecho particular por vía de arbitraje judicial sólo puede ejercerse en los procesos que se suscitan entre particulares y que entrañan simples cuestiones de interés privado. Es éste un punto que se desprende claramente de las explicaciones proporcionadas por Portalis con respecto al art. 4 (ver supra, p. 668). En el transcurso de estas explicaciones, Portalis indica formalmente que la potestad creadora del juez sólo es llamada a intervenir "en las materias civiles", cuando "existe debate entre dos o más ciudadanos", cuando ese debate se refiere a "una cuestión de propiedad o alguna otra semejante". Si se trata, por el contrario, de la diferencia entre un ciudadano y el Estado, si se trata especialmente de apreciar la validez de actos de potestad estatal, en este caso la intervención del juez ya no puede reducirse a una idea de simple arbitraje de orden privado, y, por consiguiente, ya no corresponde a la autoridad jurisdiccional crear nuevo derecho por su propia iniciativa y praeter legem. En numerosas ocasiones se hizo esta observación a propósito de la evolución histórica del recurso por exceso de poder. Si, antes de 1872, pudo el Consejo de Estado multiplicar extensamente las causas de admisión de dicho recurso, la razón de ello fué que las decisiones emitidas en dicha materia por esta alta asamblea se fundaban, conforme a la ley de 7-14 de octubre de 1790, en el poder administrativo del jefe del Estado, "jefe de la administración general". Como dice Laferriére (Traite de la juridiction administrative, 2* ed., vol. II, p. 412), " e l Consejo de Estado tenía entonces mayor latitud que la que pudiese tener un tribunal administrativo, por muy alto que se encontrara, para crear, fuera de los textos, un control de la legalidad de los actos de los administradores". Y este mismo autor indica muy acertadamente que desde que la ley de 24 de mayo de 1872 le concedió jurisdicción propia, el Consejo de Estado hubo de moderar la audacia de sus iniciativas y mantener, en principio, su jurisprudencia dentro de los límites de la simple legalidad (cf. Hauriou, Précis, 8* ed., pp. 437 y 439; 10ª ed., pp. 24 ss., nn. 1 y 2 ) . En efecto, la potestad jurisdiccional en el sistema del derecho público francés no fué concebida originalmente como una potestad igual a la de los órganos capaces de querer por el Estado. El juez puede efectivamente innovar, para las necesidades de la solución de los litigios, mientras éstos no conciernan sino a l o s particulares, pero
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no le está permitido convertirse en el arbitro de las dificultades que suscita el ejercicio de la potestad pública o que comprometen directamente un interés del Estado; por lo menos, no puede resolverlas por su propia potestad y sin la ayuda de un texto legal, del cual su decisión sea la pura y simple explicación. Todas estas observaciones justifican la proposición, enunciada anteriormente, de que las autoridades jurisdiccionales no constituyen uno de los grandes poderes del Estado. En la esfera de las relaciones privadas tal vez puedan crear derecho, y desde luego, la sentencia del juez presenta indiscutiblemente, en este caso, el carácter de una decisión estatal, pero sólo se refiere a un asunto de orden privado. En la esfera del derecho público, las autoridades jurisdiccionales, por el contrario, estatuyen sobre asuntos que interesan al Estado mismo; pero aquí el juez no puede crear derecho, limitándose su papel a aplicar el derecho vigente. Así pues, en el primer caso la autoridad jurisdiccional no tiene que querer por el Estado;469 en el segundo caso quiere por el Estado, pero únicamente de un modo subalterno. Esto es tanto como decir que no es un órgano estatal. 405. Descartadas así las autoridades administrativas y jurisdiccionales, conviene examinar de un modo especial la situación del Presidente de la República. ¿Posee carácter de órgano conjuntamente con las Cámaras, o solamente les pertenece hoy ese carácter a estas últimas? Se ha visto anteriormente (pp. 790 ss.) que la unidad del Estado de ningún modo se opone a la pluralidad de sus órganos. Y de hecho esta pluralidad fue admitida por los primeros constituyentes: "Los representantes —decía la Constitución de 1791— son el cuerpo legislativo y el rey." ¿Ocurre lo mismo en la Constitución de 1875? La solución de esta cuestión depende, ante todo, del punto de saber si, según el derecho público actual, la Presidencia puede considerarse o no como uno de los elementos constitutivos de la personalidad del Estado francés. Dado el cometido que la Constitución asignó al Presidente, ¿concurre éste a la formación de la voluntad inicial del Estado y es, en este sentido, un órgano? ¿O resulta de la Constitución que la voluntad estatal de la nación tiene su residencia inicial en las Cámaras, apareciendo solamente el Presidente, por lo tanto, como el agente de ejercicio de una voluntad principal que ya se encuentra enteramente constituida por encima de él? Los términos mismos del problema así formulado parecen excluir en primer lugar la posibilidad de negarle al Presidente la cualidad de
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Aquí el juez quiere, verdaderamente, en nombre del Estado, pero no por el Estado, es decir, por un asunt que concierne al Estado mismo.
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órgano. ¿Podrá pretenderse, en efecto, que la organización estatal y la personalidad del Estado se encuentran íntegramente realizadas por medio de las Cámaras y únicamente por ellas? Esta tesis parece contraria a la Constitución. Según la Constitución, pertenece únicamente al Presidente el poder de representar a Francia en el exterior y de expresar su voluntad en las relaciones con los Estados extranjeros; aparece así el Presidente como el órgano de la nación con respecto al extranjero. Igualmente, en el interior, al mismo tiempo que subordina su actividad a habilitaciones legislativas, la Constitución lo convierte en el auxiliar indispensable de las Cámaras, por cuanto le confiere el poder de adoptar, como consecuencia de leyes y por la vía ejecutiva, todas aquellas decisiones o medidas que el cuerpo legislativo no quiere o no puede reservarse a sí mismo, y de ahí que la Constitución parezca erigir al jefe del Ejecutivo en órgano esencial del Estado, pues es evidente que las Cámaras no pueden bastar y proveer a todo por medio de sus propias leyes. Así, la Constitución contó con el Presidente para hacer reglamentos que complementan las leyes. Y es importante observar que estos reglamentos presidenciales, si bien no tienen el carácter estatutario de la ley, difieren, sin embargo, de las prescripciones reguladoras que emiten los jefes de servicio en el interior de los organismos administrativos; difieren de ellas en que tienen el carácter de reglas públicas de la comunidad nacional, mientras que las prescripciones de los jefes administrativos sólo tienen el valor de reglas de servicio interior que no conciernen más que a la actividad de los funcionarios (ver supra, núms. 224-225); por lo tanto, el poder reglamentario del Presidente parece implicar que éste es un órgano de la comunidad, tanto más cuanto que recibe'todo su poder reglamentario directamente de la Constitución y no de una delegación del legislador, aunque no pueda ejercerlo sino en la medida de las habilitaciones legislativas. Se ha emitido con frecuencia la idea, en efecto, de que las autoridades cuyos poderes instituye la misma Constitución, solamente por esto, deben considerarse como órganos. Por lo que concierne al Presidente, se ha alegado especialmente que, además de su poder de ejecución de las leyes, la Constitución de 1875 confirió a su función toda una serie de atribuciones y prerrogativas, como el derecho de disolución, el derecho de pedir una nueva deliberación de las leyes, etc., que implican que, frente a las Cámaras y fuera de ellas, existe a la cabeza del Ejecutivo una autoridad que, por su parte, tiene la potestad de querer y de tomar iniciativas por cuenta de la nación, y que, por consiguiente, implican también en la persona del jefe del Ejecutivo la cualidad y los poderes de un representante nacional, de un gobernante, en una palabra, de un órgano estatal. Esta conclusión parece reforzarse aún por las disposiciones de la Constitución, que al
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declarar al Presidente irresponsable aseguran su irrevocabilidad contra la asamblea y fundan así, en definitiva, en el Estado, un dualismo de poderes, y por consiguiente de órganos. Tal es también la opinión que profesan la mayor parte de los autores. Unos argumentan principalmente sobre la irrevocabilidad del Presidente. "Una vez elegido por las Cámaras —dice Lefebvre, Étude sur les lois constitutionnelles de 1875, p. 67— adquiere una situación que ya no está subordinada a éstas ni admite revocación. Su poder es distinto, independiente, como el de un rey o el del Presidente de 1848." Otros, además de esta irrevocabilidad, que según ellos bastaría ya para transformar al Presidente en el titular de un poder independiente (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 469 y 4 8 8 ) , invocan la institución de la disolución, la cual, dicen, es a la vez la garantía y la prueba aplastante de la independencia presidencial (ibid., pp. 160, 470, 489, vol. I I , pp. 167 ss.). Otros insisten en el hecho de que los constituyentes de 1875 trataron evidentemente de asegurar al Presidente la situación y los poderes de un gobernante y que incluso pretendieron crearle una posición igual a la del Parlamento, en el sentido de que, como este último, es un representante de la nación (Duguit, L'État, vol. II, pp. 329, 334, y Traite, vol. I, pp. 405, 121).470 Finalmente, algunos autores se apoyan en la observación de que el Presidente recibe sus poderes directamente de la Constitución; deducen de ello que es órgano directo del Estado (Saripolos, op. cit., vol. II, pp. 86-87; Jellinek, System der subjektiven óffentl. Rechte, 2a ed., pp. 155-156, v L'État moderne, ed. francesa, vol. n, pp. 290-291). 406. Ninguno de estos argumentos es decisivo. La irresponsabilidad o irrevocabilidad del Presidente de ningún modo significa que, en su esfera, sea titular de un poder independiente igual al de las Cámaras. Adquiriría este significado si, además, los ministros sólo fueran responables ante el jefe del Ejecutivo. En el sistema de gobierno de gabinete, la irresponsabilidad presidencial tiene un alcance muy distinto; como lo demuestra Esmein mismo (op. cit., 7ª ed., vol. II, p. 203), constituye mucho menos un privilegio establecido en favor del Presidente con objeto de asegurar su estabilidad y su independencia, que una garantía tomada contra él con objeto de excluir por su parte toda pretensión o tentativa de disponer de una acción gubernamental personal e independiente. En cuanto al argumento tomado de las intenciones de los constituyentes de 1875, se encuentra hoy abandonado por los mismos autores que primera-
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Cf. Joseph Barthélemy, Démocratic et politique étrangére, p. 201: "Es un error pensar que existe una representación general y completa del pueblo por el Parlamento... El Parlamento es el representante del pueblo, pero para la función legislativa; el Presidente de la República es su representante para la función gubernamental."
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mente lo habían alegado. Los primeros comentadores de la Constitución de 1875, deslumbrados por la riqueza y la variedad de las prerrogativas que adjudica al Presidente, empezaron por comparar a éste con un monarca constitucional. Después se volvieron atrás; pero, por lo menos, hubieron de conservar para el Presidente la calificación de "representante" (ver p. 823, supra). Actualmente, los autores hablan en forma distinta: suponiendo, dicen, que la Constitución de 1875 haya tratado de crear en el Ejecutivo una potestad de naturaleza representativa, es evidente que no consiguió su objeto. Duguit lo reconoce así formalmente: el Presidente, dice, que, según las leyes de 1875, debía ser, "lo mismo que el Parlamento, un órgano de representación", no es ya, de hecho, más que "un simple agente ejecutivo", "una autoridad administrativa"471 e incluso " un simple comisionado del Parlamento" (L'État, vol. I I , pp. 327- 328; Traite, vol. I, pp. 406, 4 21 , vol. n, pp. 452, 464). Jéze (op. cit., 1a ed., p. 25; cf. 2ª ed., p. 384) observa igualmente que hoy día "el poder político, en realidad, corresponde exclusivamente a dos órganos de representación, el Senado y la Cámara" (ver en el mismo sentido Redslob, Die parlamentarische Regierung, p. 139). Para que el Presidente aparezca realmente como un órgano de Estado no basta, en efecto, que reciba sus poderes directamente de la Constitución ni siquiera que haya recibido de ésta tal o cual facultad que, considerada en sí, se resuelva tal vez en un poder de querer por la nación. Sería necesario también, y además, que la Constitución lo haya colocado en posición de ejercer estas facultades de un modo libre e independiente, o más exactamente, sería preciso que le hubiese proporcionado al Ejecutivo el medio de mantener, en el campo de su competencia, una voluntad que, aunque fuese inferior en potestad a la del Parlamento, sea, por lo menos, capaz de determinarse por sí misma y no pudiese, en esta esfera propia, sufrir coacción ni impedimento alguno por parte de las asambleas. Ahora bien, precisamente esta independencia de voluntad es lo que le falta al Ejecutivo, según el derecho público francés actual. No hay duda de que el Presidente ha sido dotado ampliamente por la Constitución de 1875 de atribuciones de todas clases, pero ya se ha visto (núms. 300-301 y 309) que el régimen parlamentario, tal como fue establecido en 1875, supone un obstáculo a que, tanto el Presidente como los ministros, ejerzan ninguna de estas atribuciones por su sola y libre voluntad. En efecto, contrariamente a la doctrina de algunos autores, que, como Duguit y Esmein (ver no. 294, supra), pretenden que, en el régimen parla
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Este punto de vista se halla consagrado especialmente por la jurisprudencia actual del Consejo de Estado, que acabó reconociendo que el recurso por exceso de poder puede entablarse incluso en contra de los reglamentos de administración pública (ver supra, n° 207).
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mentario, el Parlamento y el Ejecutivo constituyen dos poderes distintos y son llamados, cada uno por su lado, a representar a la nación, se ha demostrado que el dualismo nominal que se desprende de la letra de los textos de 1875 sólo tiene un valor aparente y que en realidad no subsiste actualmente, en virtud de la Constitución misma de 1875, sino un solo órgano dotado de una verdadera potestad de "representación": el Parlamento. Evidentemente, en tesis general no existe ninguna imposibilidad de principio para que el Estado moderno se organice sobre la base del dualismo, bajo reserva únicamente de la necesidad de un órgano supremo (ver p. 790 y núms. 292 y 303, supra). Pero, en todo caso, no es en el sistema parlamentario francés donde se encuentra realizado este dualismo. Pues, si bien el dualismo no excluye la superioridad de un órgano preponderante y si, en particular, se concilia totalmente con la preponderancia que en las relaciones del Ejecutivo con el Parlamento se establece naturalmente, en provecho de este último, en razón de la superioridad de la potestad legislativa, por lo menos supone esencialmente el dualismo en dos órganos que tengan, tanto uno como otro, cierta independencia y cierto poder de l i b re voluntad, iniciativa y acción (cf. pp. 791 y 831, supra). Por ello no cabe calificar como dualista al régimen parlamentario, tal como se halla establecido actualmente en Francia. De una parte, las Cámaras pueden obligar al Ejecutivo a actuar o sea a hacer un uso determinado de sus atribuciones; les basta a tal fin darles a los ministros ciertas indicaciones que, en realidad, son órdenes para ellos (ver pp. 828 ss., supra); de otra parte y por el mismo procedimiento, pueden desviar o impedir al ministro que haga uso de los poderes que la Constitución le confirió. En suma, si bien las Cámaras no pueden ejercer por sí mismas la potestad o actividad ejecutiva, a ellas corresponde (ver la n. 66, p. 831, supra) la dirección de esta potestad y de esta actividad. No tienen, pues, únicamente el carácter de un órgano supremo, sino que, a decir verdad, son el órgano único del Estado. En cuanto al Ejecutivo, Presidente o ministerio, su voluntad sólo tiene valor mediante la aprobación de las Cámaras, y cualesquiera que sean la variedad y la importancia de sus atribuciones, sólo tiene un papel subalterno, ya que su voluntad se ludia dominada por la del Parlamento. Se ha dicho que en el régimen parlamentario debidamente practicado no se contenta el ministerio con seguir dócilmente a la mayoría, sino que debe esforzarse, por el contrario , a fin de convencerla, de guiarla, de hacerse seguir por ella; esto es muy cierto, pero esta misma observación prueba que, en definitiva, el Gobierno, en la práctica normal de este régimen, no puede ejercer las atribuciones o poderes que recibe de la Constitución, sino a condición de reunir v obtener i onlitiuamente los sufragios del Parlamento. Bien
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es verdad que algunas de estas atribuciones implican en él un verdadero poder de querer por la nación; solamente que no puede querer así sino en la medida en que su voluntad se conforme con la del Parlamento o, por lo menos, sea aprobada por él. Precisamente por esta última razón, el Ejecutivo ya no puede considerarse, hoy, como investido por la Constitución de un poder de órgano real y completo, pues el signo distintivo del órgano propiamente dicho es el de querer de una manera primordial por la colectividad; enuncia por cuenta de ésta una voluntad que jurídicamente se origina en él y no existe fuera de él. Ahora bien, en el estado actual del derecho público francés, considerado el Ejecutivo en la persona del jefe o de sus ministros, ya no tiene ese poder i n i c i a l , sino que sólo puede querer y actuar mientras posea, no sólo la confianza y el apoyo de las asambleas, sino también la aprobación de éstas, al menos de un modo tácito; su voluntad no puede moverse más que bajo el imperio de la voluntad del Parlamento. Incluso los actos que sólo él puede emprender y cumplir, como por ejemplo la negociación y la ratificación de los tratados (en cuanto a los tratados de orden exclusivamente político, ver sin embargo supra, pp. 490, 825), depende, en suma, de la aprobación de las Cámaras. Las atribuciones que parecen presentar en el más alto grado el carácter de prerrogativas personales propias del Presidente sólo pueden ejercerse bajo la responsabilidad parlamentaria del gabinete. En todo esto se observa desde luego que el Ejecutivo posee cierto poder de querer por la nación, pero, en definitiva, es preciso que la voluntad que emite por ella se halle conforme con una voluntad superior, que es la del Parlamento. En otros términos, el parlamentarismo actual presupone en las Cámaras la existencia de una voluntad, que es la voluntad dominadora, lo mismo en el orden ejecutivo que en el orden legislativo. De ahí que parezca que el Ejecutivo, propiamente hablando, no es el órgano de formación de una voluntad que sólo en él comienza, sino que su papel constitucional consiste en querer y actuar bajo el predominio de una voluntad ya formada.472 472
Poco importa que la Constitución haya colocado junto a las Cámaras un titular especial y distinto del poder ejecutivo y gubernamental y que haya reservado a este titular, Presidente y ministros —con exclusión de las Cámaras—, el derecho de ejercer directamente la acción ejecutiva. Desde el momento en que el ejercicio de esta acción queda sometido a la apreciación y a la influencia parlamentarias, es innegable que existe ya en el Parlamento una voluntad nacional que se refiere a los actos del poder ejecutivo y a los asuntos del gobierno, voluntad más alta que la de las autoridades encargadas de mantener la acción ejecutiva o gubernamental; y eso basta para que pueda afirmarse que la nación tiene en el Parlamento el órgano inicial de su voluntad gubernamental, aunque la Constitución no haya querido que las Cámaras gobiernen por sí mismas (cf. Duguit, Traite, vol. I, p. 300: "Llamamos agentes a los individuos que, bajo la autoridad o el simple control de los gobernantes, desempeñan determinadas funciones..."). También es cierto que el Ejecutivo es llamado, incluso en el estado actual de la organización constitucional, y tanto en lo que concierne a la administración interior como en cuanto a las relaciones con el extranjero, a tomar innumerables medidas o decisiones de orden técnico que dependen necesariamente de su propia competencia o iniciativa. Pero, así, la relación entre el Ejecutivo y la nación que quiere por las Cámaras —como se ha visto anteriormente (n. 66, p. 831, supra)— es comparable a la situación de un artesano o de un técnico que trabaja por cuenta de una persona que recurre a sus servicios. Naturalmente que este técnico ejecuta el trabajo que se le ha encargado según sus propios conocimientos; pero el objeto o fin que ha de alcanzar se determina por la voluntad de quien lo emplea, y la manera como
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En estas condiciones, el Presidente de la República, al que corresponde, por su condición de jefe nominal del poder ejecutivo, decretar, al menos en la forma, los actos más importantes de este poder, no es ya un órgano en la franca y pura acepción de la palabra, sino que en realidad el Parlamento queda como el único verdadero y perfecto órgano de la nación; que tiene en todas las cosas el poder de formular la suprema y definitiva voluntad nacional. En el pasado, la Constitución de 1791 pudo conferir al rey la cualidad de "representante", porque dicha Constitución, que se mantenía fuera de las instituciones del parlamentarismo, reservaba al rey la facultad de ejercer, por sí mismo y por ministros independientes del cuerpo legislativo, ciertas atribuciones que implicaban, en su beneficio, una verdadera potestad para tomar, en nombre de la nación, por lo menos ciertas iniciativas, bien sea en el orden de la legislación en el interior, bien en el orden de las relaciones con el exterior; iniciativas éstas que dependían puramente de su libre voluntad. Hoy, entre las iniciativas que la Constitución confiere al Ejecutivo, no existe ninguna que sea enteramente libre, pues mediante el juego de los medios de dominación que el parlamentarismo pone a disposición de las asambleas, el Ejecutivo puede ser obligado o impedido incluso en el ejercicio de aquellas facultades que, según los textos de 1875, en cuanto a su aplicación, parecen depender más directamente de su voluntad. Esto explica que aquellas de dichas facultades cuyo uso supone una resistencia formal opuesta a las Cámaras, tales como el derecho de pedirles una nueva deliberación de
se conforma a su quehacer es también apreciada y juzgada por esa misma persona que emplea, que pronuncia según su voluntad superior. El técnico o profesional no realiza un acto de potestad soberana, sino que sólo ejerce una función. Asimismo, en política interior y exterior existe toda una serie de operaciones gubernamentales cuya conducta hay que dejar evidentemente al Ejecutivo, y en particular al ministerio. Sólo que el ministerio realiza estas operaciones bajo el impulso y el control de las Cámaras, que con respecto a él son el órgano de voluntad nacional, y la característica del sistema parlamentario en este aspecto es que las Cámaras pueden imponerle orientaciones y sobre todo que siempre pueden detenerlo si no se encuentran satisfechas por sus procedimientos de acción gubernamental. En estas condiciones, aunque esté llamado a tomar iniciativas, el Ejecutivo, en suma, sólo ejerce una actividad subordinada, porque depende, en la persona de los ministros, de la voluntad preponderante del Parlamento. Precisamente para caracterizar esta especie de subordinación, los constituyentes de 1789-1791 precisaron el concepto de "funcionario" en oposición al de "representante' u "órgano' (ver núms. 364 ss., supra).
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las leyes o el derecho de disolución —salvo el caso de que ésta fuera deseada, bien por la mayoría de la Cámara de Diputados misma, bien al menos por el Senado, es decir, en ambos casos por la asamblea o al menos por una parte del Parlamento (ver p. 857, supra)—, hayan caído actualmente en desuso y parezcan destinadas a quedar sin empleo en adelante. La Constitución de 1875, en efecto, se puso en contradicción onsigo misma al conferir al Ejecutivo semejantes facultades de resistencia, cuando, por lo demás, le sometía de un modo general a la condición de no disponer, en el ejercicio de sus propias facultades, sino de una voluntad subordinada a la potestad superior del Parlamento; en esto puede
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decirse que la Constitución recogía con una mano lo que daba con la otra. 473 Si el Presidente de la República no posee efectivamente los poderes
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Ya se hizo una observación análoga (n" 178) a propósito de los tratados internacionales. El art. 8 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875. después de formular el principio de que "el Presidente de la República negocia y ratifica los tratados", enumera limitativamente cierto número de tratados que, en razón de su objeto, no pueden ser ratificados por el Presidente sino después de la votación de una ley de autorización por las Cámaras. Parece resultar por lo tanto de este texto que, para todos los objetos no reservados expresamente al conocimiento de las Cámaras, el Presidente tiene el libre poder de negociar y ratificar por sí solo. Pero el desarrollo natural del sistema general de organización de poderes establecido por la Constitución de 1875 tiene por efecto reducir notablemente esta libertad de acción del Presidente en materia de convenciones internacionales, y hoy puede decirse que las disposiciones del art. 8 son, en gran parte, no sólo superfluas, sino en realidad inexactas o inaplicables. Por una parte, el régimen parlamentario implica la extensión del control superior de las Cámaras a cualquier actividad ejercida por el gobierno en la esfera de los asuntos exteriores (ver sin embargo p. 825, supra). Por otra parte, y sobre todo, del sistema general de la Constitución resulta que el Presidente, en principio, no tiene más poder que el de ejecutar las leyes; y, por consiguiente, se ha observado anteriormente (pp. 491 ss.) que la obligación que tiene el Gobierno de obtener autorización legislativa para la ratificación de los tratados no se reduce a los objetos enumerados en forma excepcional por el art. 8. sino que se extiende necesariamente a la mayor parte de los tratados; de tal manera que la posibilidad para el Presidente de ratificar por su sola voluntad, en definitiva, llega a ser la excepción. As! pues, lo mismo en materia de tratados que en otra cualquiera, los constituyentes de 1875 se propasaron al atribuir al jefe del Ejecutivo poderes que los principios generales de la Constitución no le concedían la facultad de ejercer. Otras veces es la Constitución misma la que, después de haber otorgado al Presidente determinadas facultades que por su naturaleza parecen destinadas a fortalecer la situación el Ejecutivo, hace desaparecer estos poderes por las limitaciones voluntarias que para los mismos establece. Ejemplo bien claro de este método nos lo proporcionan los arts. 1° y 2° de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, en lo que Se refiere al régimen de las sesiones parlamentarias. " E l principio general admitido a este respecto —dice Esmein (Éléments, 7" ed., vol. II , p. 157— es que el derecho de convocar las Cámaras y de suspender sus sesiones corresponde al Presidente de la República." Así pues, en principio, la Constitución de 1875 ha excluido el sistema según el cual las Cámaras son dueñas de sus propias sesiones; partió de la idea de que corresponde al Presidente concederles o retirarles la palabra. Pero la consagración de este principio por las leyes constitucionales de 1875 sólo es nominal: no hay aquí sino una apariencia. En realidad, los arts. 1º y 2º anteriormente citados suponen para el principio en cuestión tales condiciones, y rodean la libertad de acción del Presidente, con relación a la apertura y al cierre de las sesiones, ordinarias o extraordinarias, de tales restricciones, que puede decirse que, en definitiva, no le queda al jefe del Ejecutivo, en esta materia, ningún poder verdadero. La Constitución de 1875 sólo pareció adoptar el sistema de las sesiones periódicas, que depende del Presidente, para llegar a un régimen que, en el fondo, equivale al de la
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de un órgano o —para emplear la terminología francesa— de un representante, esto no se debe únicamente a la razón política que indican ordinariamente los autores, o sea al hecho de que, como es elegido por los miembros de las Cámaras, no encarna ninguna fuerza política distinta de la que reside en las asambleas;474 sino que se explica también por la razón
permanencia de las asambleas. 474 No es fácil darse cuenta, en efecto, de dónde el Presidente, elegido por el personal de las Cámaras, y el ministerio, designado por la mayoría parlamentaria, podrían tomar la fuerza política que les permitiera emplear contra el Parlamento los medios de acción o de resistencia instituidos por la Constitución para su uso. Por lo que se refiere especialmente a la disolución, la utilización de ésta como arma destinada a servir propiamente al Gobierno es posible prácticamente en una monarquía, o también en un país cuya Cámara alta tiene un origen especial. En Francia, ni el gabinete, ni el Presidente representan una voluntad especial diferente del sufragio universal, y en caso de conflicto entre el Gobierno y la Cámara de Diputados parece tanto menos posible para el Ejecutivo recurrir al pueblo francés cuanto que éste demuestra mayor desconfianza hacia el Ejecutivo que hacia sus elegidos directos. La Constitución de 1875, es cierto, permite al Gobierno, en caso de conflicto con la Cámara de Diputados, apoyarse en el Senado con objeto de disolver la Cámara. Pero como el Senado, en el fondo, tiene idéntico origen que la Cámara de Diputados, sería difícil concebir que esta asamblea pudiese prestar su concurso y apoyo a una disolución emprendida con objeto de hacer prevalecer la voluntad política del Ejecutivo sobre la del Parlamento. En estas condiciones, casi no se ven las circunstancias en que el Gobierno podría ejercer su poder de disolución, fuera del caso en que dicha disolución es deseada por las mismas Cámaras (cf. Duguit, Traite, vol. I, pp. 421 ss., vol. I I , pp. 425, 4 2 8 ) . Pues, entiéndase bien, no puede mencionarse la hipótesis de que el Presidente llegara'a adquirir, gracias a su prestigio personal, suficiente fuerza como para poner en jaque la política parlamentaria e imponer su propia preponderancia en el país, por medio de una apelación al cuerpo electoral. En este caso, en efecto, saldríamos del régimen parlamentario para encaminarnos hacia el gobierno personal del jefe del Estado. En el sentido que acaba de indicarse, puede observarse que incluso aquellos autores que todavía creen en la posibilidad, para el Gobierno, de ejercer su poder de disolución, no consiguen citar sino un número muy limitado de casos en que la disolución, como arma del Ejecutivo, pueda hallar su "empleo normal" (ver a este respecto Matter, La dissolution des assemblées parlamentaires, pp. 104-105). Por lo demás, importa observar que, incluso en el caso de que tales hipótesis subsistiesen aún, no se podría deducir de ellas que el Presidente de la República, o el Ejecutivo en su conjunto, tenga en el sistema constitucional actual la situación y los poderes de un órgano; pues —y sin necesidad de tener que invocar el argumento que se deduce de la necesidad del asentimiento del Senado— basta con recordar (ver la n. 48, p. 813, supra) que la disolución —empleada de un modo "normal"— no implica para el Presidente ningún poder de decisión propio referente a la cuestión política que puede ser objeto de un conflicto más o menos grave entre el Gobierno y la Cámara de Diputados. La disolución sólo es una llamada, a lo más una incitación, dirigida al cuerpo de los electores. Unicamente éste, con su respuesta electoral, determina la solución del conflicto y la última decisión. También desde este punto de vista, el poder «le luí lar verdaderamente la voluntad nacional está fuera del Gobierno.
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jurídica de que, según la Constitución misma, el Presidente no es ya hoy, como el Ejecutivo entero, sino una simple autoridad estatal, un funcionario nacional.475
La disolución, en cuanto concede la palabra al cuerpo electoral, supone en el Ejecutivo cierta facultad de iniciativa o de resistencia; no es, propiamente hablando, un acto que implica un poder de órgano. Muy diferente era el caso del monarca de 1791 que oponía su veto suspensivo a los decretos legislativos de la asamblea. En esa época, el cuerpo electoral —como se vio anteriormente (n9 361)— no se consideraba llamado a mantener una voluntad propia sobre los asuntos a debatir por los representantes. La remisión de un decreto del cuerpo legislativo a la siguiente legislatura no podía considerarse, pues, como una llamada a la voluntad superior del pueblo (ver n. 8, p. 1065, supra). En estas condiciones, tomaba el carácter (al menos en la medida indicada anteriormente, nv 136) de una oposición suscitada por el rey, en nombre mismo de la nación soberana, en contra de la voluntad legislativa de la asamblea, y en este sentido constituía, por parte del monarca, el ejercicio de un poder especial y propio de representación nacional. De ahí que los constituyentes de entonces pudieran afirmar que el rey adquiría por este motivo la condición de representante. Hoy, la institución de la disolución no basta ya a justificar para el Presidente de la República el calificativo de órgano. 475 Es el caso de hablar aquí de esa '"lógica de las instituciones" que Esmein gustaba de invocar en muchas ocasiones. Cualesquiera que hayan sido las intenciones de los constituyentes de 1875, sean los que fueren los poderes que atribuyeron al Presidente de la República, las condiciones a que han sometido la aplicación de estos poderes, por la fuerza misma de las cosas, debían dar lugar a la subordinación del Ejecutivo con respecto a las Cámaras, y por consiguiente, a hacer depender el uso de las prerrogativas presidenciales de la voluntad superior del Parlamento. La evolución contemporánea del régimen parlamentario en Francia no ha sido, a este respecto, sino la consecuencia natural de los principios contenidos en los textos mismos de la Constitución de 1875. Hay que convenir, sin embargo, por lo que respecta a la disolución, en que los resultados a que ha llegado el régimen parlamentario se vuelven, en cierto modo, contra el objeto mismo hacia el que tiende dicho régimen. Al subordinar al Ejecutivo respecto de las asambleas electivas, en el fondo el parlamentarismo se propuso hacer depender toda la política nacional del sentir mismo del país. Y es también con este fin como fué creada la disolución por el régimen parlamentario. Como se observó antes (n' 398), la utilidad de la disolución en dicho régimen es proporcionar al cuerpo electoral un medio que, en caso de necesidad, le permita hacer que las Cámaras vuelvan a una línea de conducta conforme con la voluntad de la mayoría de los electores. En realidad, sin embargo, la superioridad de potestad conferida por el parlamentarismo a las Cámaras frente al Gobierno ha tenido por efecto despojar al Ejecutivo de la posibilidad de poner en movimiento por sí solo la institución de la disolución; la iniciativa de esta última depende hoy de las Cámaras mismas; tanto que, en definitiva, la potestad de las Cámaras, que en principio fué establecida en favor del cuerpo electoral, queda reforzada incluso contra este último, ya que, en la medida en que las Cámaras han llegado a ser dueñas de la disolución, el cuerpo electoral ha perdido a su vez, o por lo menos ha visto disminuir en detrimento suyo, el recurso de dar a conocer su sentir, durante el curso de las legislaturas, con
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Queda por examinar una última cuestión, la de saber qué lugar tiene dentro del Estado el cuerpo electoral y qué posición jurídica ocupa con relación a las diversas autoridades a que acabamos de referirnos; especialmente, ¿cuáles son sus relaciones constitucionales con las Cámaras electas? ¿Es el Parlamento, por sí solo, el órgano estatal, ya forme, por su parte y un órgano distinto, ya concurra a formar con el Parlamento el órgano único, pero complejo, del pueblo francés? El examen de esta cuestión encontrará su lugar natural al comienzo del capítulo siguiente, en el cual, para apreciar el sistema moderno del órgano de Estado en toda su amplitud, conviene abordar ahora el estudio del electorado.i
respecto a la política seguida por sus elegidos. Si es verdad que existe una "lógica de las instituciones", ¿no hay que reconocer que la lógica del parlamentarismo, sobre este punto, es errónea? Y la conclusión racional a que se ve uno reducido por estas observaciones podría ser que los colegios electorales mismos habrían de ser capacitados para promover, por su propia iniciativa, la disolución de la Cámara de Diputados cuando la política seguida por dicha asamblea no responde ya a los deseos del país. Los obstáculos i o n los cuales tropezaría, indudablemente, la realización de una reforma que tendiese a atribuir semejante arma directa al cuerpo electoral, hacen pensar que, pese a las alteraciones que en la época actual haya podido sufrir el régimen representativo, los conceptos en que se fundó dicho régimen después de 1789 conservan todavía hoy, en Francia, una fuerza considerable.
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CAPITULO III EL ELECTORADO § 1. EL CUERPO ELECTORAL EN GENERAL. SU COMETIDO Y SU PODER SEGÚN EL DERECHO PÚBLICO ACTUAL 407. En su acepción precisa, la palabra electorado designa una facultad individual: la facultad para el ciudadano-elector de participar, por medio de la emisión de su sufragio personal, en las operaciones mediante las cuales el cuerpo electoral procede al nombramiento de las autoridades por elegir. No obstante, como estas operaciones tienen necesariamente un carácter colectivo, para determinar el alcance individual del electorado y para apreciar la capacidad personal de los miembros del cuerpo electoral, hay que comenzar por comprobar cuál es el cometido constitucional de este cuerpo mismo tomado en su conjunto, y cuál es la naturaleza del poder que ha de ejercer en el Estado moderno. ¿Debe considerarse hoy, en derecho público francés, a este poder como propio de un órgano? ¿Aparece, por consiguiente, el cuerpo electoral como un órgano de Estado? Si así es, ¿en qué sentido puede considerársele como un órgano? Evidentemente, cabe aplicarle el calificativo de órgano si con ello se quiere indicar que, al conferir a sus elegidos la designación que los convierte en titulares de una función de potestad pública, los ciudadanos-electores no ejercen un poder subjetivo, sino una competencia estatal. En este sentido es en el que Jellinek (System der subjektiven óffentl. Rechte, 2a ed., p. 138; cf. G. Meyer, Das parlamentarische Wahlrecht, pp. 411 ss.) pudo decir que " e l elector no actúa como individualidad dotada de un poder autónomo, sino como órgano del Estado". Porque, añade este autor, "elegir es una función estatal", es decir, una función que no posee el elector como un derecho propio, sino que cumple en nombre del Estado y de la cual se halla investido en virtud de la voluntad de este último. Y en efecto, cuando se ha pronunciado el cuerpo electoral, su decisión no solamente vale como la expresión colectiva de voluntades individuales, sino que vale además como voluntad del Estado mismo. Pero, precisamente, la cuestión que se suscita aquí es la de saber
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en qué medida y hasta qué punto es llamado el cuerpo electoral a querer por cuenta del Estado, qué clase de voluntades estatales tiene encargo de enunciar y cuál es el grado de su potestad de querer. En ciertos aspectos es innegable que esta potestad es independiente, incondicionada, inicial; no solamente el cuerpo electoral es dueño de escoger libremente a sus elegidos, sino que también desempeña en el Estado un cometido primordial y capital, por cuanto su actividad es el elemento primitivo y generador del que depende esencialmente la formación de los órganos superiores por medio de los cuales el Estado se encontrará capacitado para tomar decisiones que implican el ejercicio de su más alta voluntad. Desde este punto de vista parecería legítimo considerar al cuerpo electoral como a un órgano verdadero y esencial, puesto que por él y a consecuencia de su intervención el Estado va a adquirir en toda su plenitud la posibilidad de querer de un modo supremo. Sin embargo, si el cuerpo electoral no tiene más función que la de nombrar a los órganos de voluntad estatal, no se puede decir que él mismo presente íntegramente todos los caracteres de un órgano de Estado, en la verdadera acepción de esta palabra, pues entonces la verdad es que se limita a preparar la formación de la voluntad estatal, no realizando directamente esta formación.476 Ahora bien, el concepto de órgano supone algo más que este simple procedimiento preparatorio, pues lo propio del órgano es proporcionar por sí mismo una voluntad, la voluntad más alta, al Estado, o sea crear de un modo inmediato esta voluntad. ¿Es el cuerpo electoral un órgano en este sentido? En otros términos, ¿debe admitirse .que, además de su función de nombramiento de las autoridades electivas, tiene también el poder de determinar por su propia voluntad las decisiones que dichas autoridades habrán de tomar por cuenta del Estado? Tal es el alcance preciso del problema que se formula con respecto a él. Este problema ha sido resuelto hoy por la generalidad de los autores en el sentido de que el cuerpo electoral es un órgano, e incluso el principal órgano del Estado. Así es como Duguit (Traite, vol. I, pp. 303-304, vol. II, p, 175) dice que "e l cuerpo de ciudadanos, llamado cuerpo electoral, expresa directamente la voluntad soberana de la nación"; y por este motivo, lo caracteriza como "el órgano directo supremo". Bien es verdad, dice este autor, que en el régimen representativo francés el cuerpo electoral se limita a designar los individuos que habrán de expresar "en su nombre" la voluntad nacional. Sin embargo, incluso en este régimen, "es
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En cierto sentido, el cuerpo electoral expresa una voluntad estatal, quiere por el Estado. Pero su voluntad, lo mismo que la del funcionario, no es una voluntad de órgano. El funcionario quiere de un modo Bubalterno, consecutivo a la voluntad suprema del Estado; el cuerpo electoral quiere de un modo preparatorio, anterior a la voluntad perfecta que enunciarán los órganos propiamente dichos.
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también el órgano supremo directo, porque en realidad todos los órganos del Estado derivan de é l " . Así pues, no duda Duguit en ver en los electores a los "gobernantes primarios" (L'État, vol. I I , p. 2 1 8 ) , y declara que "en nuestro país las fuerzas gobernantes residen, hoy, en el sufragio universal " (Traite, vol. i, pp. 83 ss., 296). Igualmente, Saripolos (op. cit., vol. II, pp. 83-84, 86-87, 92 ss.) afirma en varias ocasiones que "los electores constituyen, en su conjunto, el órgano central o soberano del Estado"; según este autor, en el cuerpo electoral es donde "se opera la concentración del poder supremo", él es quien "conserva más soberanía", y esto en el sentido de que, llamado a constituir todos los órganos del Estado, "gracias al nombramiento de las personas que componen estos órganos, tiene la dirección suprema del Estado". Todas estas fórmulas las toma Saripolos de Gierke; y la doctrina alemana, en efecto, se pronuncia .respecto de la situación del cuerpo electoral en el Estado del mismo modo que la doctrina francesa. Gierke especialmente declara (Genossenschaftsrecht, vol. I, p. 829) que " e l conjunto de ciudadanos es un órgano constitucional del Estado", e incluso " e l órgano supremo" (Genossenschaftstheorie, p. 687), por cuanto le corresponde elegir "a los órganos representativos que habrán de ejercer en su nombre los poderes supremos del Estado" (Jahrbuch für Gesetzgebung, Verwaltung, etc., 1883, p. 1145). Sostiene Jellinek —como se vio anteriormente (n9 385, supra)— análoga opinión. En sus primeras obras (Gesetz und Verordnung, p. 209), este autor dudaba en admitir que "en la democracia representativa, sea el pueblo el órgano soberano, que posee la potestad entera del Estado"; pues, decía, " e l pueblo, el conjunto de los ciudadanos, en esta forma de Estado, de ningún modo tiene la capacidad de enunciar una voluntad valedera". Pero en su Allg. Staatslehre (ed. francesa, vol. I I , pp. 278 ss., 481), desarrolla Jellinek otras ideas. Aquí, en efecto, determina el alcance jurídico del sistema representativo moderno diciendo que los representantes son los órganos secundarios del pueblo, con el cual constituyen orgánicamente una unidad, y que él mismo aparece así como un órgano primario del Estado. En esta cualidad de órgano primario, el pueblo, constituido en cuerpo electoral, elige sus representantes. En estas condiciones, declara Jellinek que hay que aprobar la doctrina, comúnmente admitida en Francia, que presenta la institución del sufragio universal como la base esencial de todo el sistema constitucional francés. Esta doctrina tiene su justificación en el hecho de que, según el derecho público francés, el pueblo adquiere su organización propia gracias a sus órganos representativos o secundarios y que "así organizado, posee y ejerce la más alta potestad en el Estado". 408. Es posible, en efecto, que el pueblo —o mejor dicho el cuerpo electoral constituido por los ciudadanos activos— posea hoy en Francia
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los caracteres y los poderes de un órgano estatal. Pero también hay que tener por cierto que en esto, el derecho francés actual se aleja mucho de las condiciones y tendencias especiales del régimen representativo propiamente dicho. Por ello, no puede aceptarse sin restricciones la teoría de Jellinek y de los diferentes autores que acabamos de citar. El error de estos autores 'es presentar como uno de los elementos constitutivos y una de las características del gobierno representativo aquello que, entre las instituciones actualmente en vigor, debe considerarse, por el contrario, como atentatorio a esta clase de gobierno. En el puro sistema representativo, tal como se concibió en 1789-1791, la elección no era sino un acto de nombramiento del representante. En dicha época, la Constituyente, al separar rigurosamente el derecho de elegir del derecho de deliberar, se esforzó por excluir toda intromisión de los colegios electorales en los asuntos que debía debatir la Asamblea legislativa. La potestad legislativa, en particular, sólo empezaba a existir en el cuerpo legislativo ya constituido y reunido (ver p. 963, supra). El cuerpo de los ciudadanos-electores, pues, en modo alguno formaba parte del órgano legislativo, sino que estaba encargado simplemente de designar a los legisladores. Sólo tenía una mera competencia electoral y no participaba en grado alguno en la potestad de tomar decisiones, legislativas o de otra clase, por cuenta de la nación. Más aún, el objeto mismo del régimen representativo era —como se vio anteriormente (no. 361) y como lo declararon formalmente sus fundadores— mantener a los ciudadanos apartados de la formación de la voluntad soberana. En este concepto originario, es evidente, pues, que el cuerpo electoral no era un órgano de decisión. Todo lo más, tal vez podría verse en él un "órgano de creación", o sea un órgano llamado a originar las autoridades representativas. Pero esta última calificación tampoco sería entera mente exacta, pues suscita dos objeciones. En primer lugar, se observó va (pp. 1014 s.) que la elección no es, propiamente hablando, un acto de Creación del órgano, como tampoco crea la función o los poderes que ésta entraña. La Constitución misma, y ella sola, es la que crea o instituye al órgano, al determinar, ya sea su modo de nombramiento, ya sus poderes; y lo que dicha Constitución reserva al cuerpo electoral es únicamente la designación de los individuos que habrán de desempeñar la función orgánica y llegarán a ser sucesivamente los titulares del poder de órgano. No puede decirse, pues, que el cuerpo electoral desempeñe en realidad un papel creador; el verdadero nombre que debería dársele, a este respecto, es el de órgano de nombramiento más bien que de creación. Pero entonces surge una segunda objeción. Si el cuerpo electoral no tiene otro oficio que el de nombrar a los órganos representativos, se hace imposible con
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siderarlo como un órgano, en el sentido absoluto de esta palabra. Poco importa que este poder de nombramiento permita a los electores ejercer elecciones de personas que podrán influir más o menos sensiblemente sobre las decisiones que habrán de tomar después los cuerpos electos. Esta influencia sólo es indirecta y no tiene más que una importancia secundaria. El punto principal que debe observarse es que, en principio, y según la Constitución, al cuerpo electoral no se le permite ejercer una voluntad propia con referencia a las decisiones que deban tomarse, sino solamente designar a aquellos que habrán de tomar esas decisiones. En estas condiciones, no es un órgano estatal. La razón precisa de ello es que, en este sistema constitucional, la presencia de un cuerpo electoral dentro del Estado no es suficiente para fundar enteramente su organización, su potestad de querer, en una palabra, su personalidad (ver no. 2, supra).477 El Estado que posee un cuerpo electoral no tiene aún su órgano de voluntad, y sólo empezará a tenerlo cuando posea, por encima de sus electores, un cuerpo de elegidos capaz de decidir; hasta entonces el Estado no está dotado de una voluntad completa; su personalidad no se encuentra aún plenamente realizada.478 Esto es lo que habían comprendido perfectamente 477
Ver, en el mismo sentido, lo que dice Hauriou del cuerpo electoral, Précis 6ª d., p. 62 n.: " E l cuerpo electoral de una circunscripción no es un órgano propio de la personalidad jurídica de ésta, sino únicamente un cuerpo intermedio destinado a constituir sus órganos. En realidad, este cuerpo intermedio, que nunca se supo con certeza en qué categoría había de colocarse, es el elemento institucional al que hemos llamado el país legal." Hauriou tiene razón al no tratar al cuerpo electoral como un órgano propiamente dicho. Pero, por otra parte, según los párrafos próximos al que acabamos de citar, este autor parece considerar al cuerpo electoral como algo exterior a la persona estatal. Esta última idea no sería exacta. Indudablemente, el cuerpo electoral no es un elemento directo de la personalidad del Estado en el régimen representativo, en el sentido de que no concurre a perfeccionarla; pero al menos es uno de los elementos que concurren a preparar su formación. Y además, los nombramientos hechos por el cuerpo electoral adquieren jurídicamente valor por el hecho de que la Constitución los trata como actos de voluntad de la persona Estado. 478 No es posible adoptar la opinión de Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. I I , p. 289), que pretende que, en el intervalo entre dos legislaturas y especialmente en el caso de disolución, el pueblo aún se encuentra organizado; pues en defecto de su órgano secundario, la asamblea de diputados, el pueblo conserva siempre su órgano primario, el cuerpo electoral, que se encuentra continuamente preparado para funcionar. Lo mismo para el pueblo que para el Estado, el cuerpo electoral no realiza una organización completa. Indudablemente, el Estado sigue siendo una personalidad jurídica organizada, incluso mientras la asamblea de los diputados se encuentra en estado de disolución. Pero esto no se debe al hecho de que el Estado posea en todo tiempo un órgano efectivo, permanente y completo en el cuerpo electoral; proviene de cinco desde antes del nombramiento de la asamblea electiva, el Estado posee, en virtud de la Constitución vigente, una organización virtual, todos los elementos generadores de la cual se encuentran constituidos desde luego y subsisten igualmente en el intervalo de las legislaturas. el cuerpo electoral es uno de esos elementos, y a este respecto puede decirse que es uno de los factores de la personalidad estatal. Pero, obsérvese bien, concurre en la formación de esta persona no va en cuanto es por sí mismo un órgano de voluntad o de decisión del Estado, sino únicamente por cuanto depende de él nombrar los miembros de la asamblea a elegir. Solamente ésta, en definitiva, es el elemento constitutivo, directo y efectivo, de la organización y de la personalidad estatales. Así ocurre, al menos, en el puro régimen representativo.
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los fundadores del régimen representativo. La Constitución de 1791 se guardó muy bien de hacer figurar al cuerpo electoral en la enumeración que daba de los representantes. En el concepto admitido en esa época, el nombre de "representante" —que tenía un significado equivalente al que se le da ahora al nombre de órgano— sólo se aplicaba a las personas o cuerpos 'que quieren por la nación. Ahora bien, los electores no hacían entonces sino elegir a los diputados que habían de querer por la nación; así pues, el cuerpo electoral no era representante ni órgano. 409. Tales fueron los comienzos del gobierno representativo. Pero hoy, teniendo en cuenta las transformaciones que ha sufrido entre tanto esta forma de gobierno, hay que reconocer que el régimen electoral ha adquirido un nuevo y muy diferente significado. Está constituido, actualmente, por el poder que tiene el cuerpo electoral de contribuir efectivamente a la formación de la voluntad del Estado, y esto en la medida en que el gobierno representativo ha evolucionado hacia el gobierno directo, o sea en la medida en que el sistema actual del derecho público francés implica la conformidad de la voluntad de los elegidos con la del cuerpo de electores. Evidentemente, no se ha convertido el cuerpo electoral, propiamente hablando, en un órgano de decisión, puesto que no ha adquirido más competencia que la de elegir. Bajo este aspecto, puede decirse que la Constitución francesa se atiene aún a las prácticas representativas. Pero así como el puro régimen representativo de 1791 excluía originariamente toda subordinación de los elegidos a los electores, este régimen se encuentra alterado hoy por la introducción de nuevas instituciones, entre las cuales figura en primera línea la disolución y que, como se vio anteriormente (no. 398), sólo pueden explicarse en realidad por la idea de cierta dependencia, de cierta concordancia necesaria entre la voluntad del cuerpo electo de los diputados y la del cuerpo electoral. Por ello, la institución de la disolución —cualesquiera que sean los obstáculos que haya podido hallar su ejercicio, de hecho, desde 1875— basta para demostrar que, en principio, la Constitución actual quiso reconocer a los electores el poder de disponer de una voluntad distinta y especial respecto a las cuestiones que se deliberan en las Cámaras y sobre las que ella incluso les ha reservado la posibilidad efectiva de dar a conocer a veces su voluntad y de hacerla prevalecer. De ahí que los electores aparezcan como constituyendo en su conjunto, y junto a las Cámaras, un órgano colegiado de constitución
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de la voluntad estatal, como un segundo órgano destinado a querer por el Estado. Más bien, la formula exacta a la que conviene atenerse es la siguiente: el cuerpo electoral y las Cámaras forman juntos un órgano único —y por consiguiente complejo— en el sentido de que la voluntad del Parlamento es considerada por la Constitución como debiendo conformarse con la del cuerpo de los ciudadanos, supuesta o manifiesta (al menos por la vía electoral).479 En este sentido es cierto afirmar con Jellinek (Allg. Staats-
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Esta fórmula recuerda en cierto modo la idea de Gierke, anteriormente citada (ver p. 993), de que el cuerpo de los diputados, como órgano, expresa una voluntad que va está contenida en el pueblo y que sólo pretende manifestarse al exterior. Sin embargo, ambos conceptos, el de Gierke y el antes indicado, no son idénticos. Según Gierke, sólo el cuerpo de los diputados es órgano. Según la fórmula propuesta anteriormente, el cuerpo electoral y el cuerpo de los elegidos concurren, entre los dos, a formar un órgano complejo. La idea que sirve de base a esta proposición, y que por otra parte se deduce del sistema "semi-representativo" del derecho positivo actual, es que, en el conjunto de los colegios electorales, hay ciertos comienzos de voluntad relativos a los asuntos del Estado, voluntades que, indudablemente, sólo se refieren a cuestiones especialmente importantes, que siguen siendo también algo vagas en el mentido de que sólo se manifiestan a veces bajo la forma de tendencias y que no se extienden hasta la reglamentación de los puntos de detalle, pero voluntades que, sin embargo, en esta medida, se afirman en el momento de las elecciones y que el régimen semirepresentativo quiere precisamente que se tengan en cuenta. El objeto de las asambleas electas es entonces extraer, de estas manifestaciones o indicaciones proporcionadas por las elecciones, una voluntad completa y definitiva, que será la resultante o el desarrollo de la del cuerpo electoral y que, en lodo caso, no podrá ser contraria a ésta. Existe, pues, un órgano complejo, en el sentido y a causa de que la concentración del cuerpo electoral traza a los elegidos la línea directriz que habrán de seguir para tomar sus decisiones superiores. En apoyo de este análisis es innecesario observar que el cuerpo electoral da a conocer ya su voluntad, o por lo menos sus sentimientos, en el momento de la elección, por la selección que hace de sus elegidos. En efecto, escoge a los hombres de los que puede esperar una política conforme a sus propios puntos de vista, y esta política se resiente forzosamente de las selecciones así realizadas. Hay aquí no solamente una indicación de votación popular, sino que puede decirse que, en la medida de esta influencia popular, el cuerpo de electores ejerce realmente un principio de participación en la formación de la voluntad nacional. La periodicidad de las elecciones, al renovarse en épocas relativamente cercanas, aparece también como una institución que tiene por objeto proporcionar a los ciudadanos un medio normal y preconcebido de pronunciar a Fecha fija la confirmación o la revocación de sus elegidos; y de aquí se deduce entonces una nueva ocasión para el cuerpo electoral de influir periódicamente sobre la política en curso. Por último, la influencia de los electores con respecto a sus diputados no sólo se ofrece de una manera intermitente, sino que no se agota después de cada una de las elecciones sucesivas, manteniéndose de una manera continua y permanente, ante el hecho de que el elegido, si aspira a obtener su reelección, durante la legislatura no podrá hacer abstracción del sentimiento de sus electores y habrá de evitar ponerse en desacuerdo con ellos. Esta última obligación del cuerpo de los diputados hallaría al menos su sanción en la institución de la disolución. En estos diversos aspectos parece evidente que el derecho público actual confiere al cuerpo electoral un conjunto de medios que habilitan a la masa para ejercer una acción apreciante sobre las decisiones mismas que habrán de tomar sus elegidos. Seguramente es imposible de terminar con precisión en
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lehre, 3ª ed., p. 583) que el cuerpo de ciudadanos y el Parlamento concurren para formar jurídicamente una unidad orgánica.480 Sólo que Jellinek pretende ver en este estado de cosas una consecuencia esencial del régimen representativo, y entonces no es posible seguirlo. Si la participación del pueblo en la formación de la voluntad estatal, después de haber consistido primeramente en un simple derecho de nombramiento de los diputados, se transformó después en un poder de influir en las decisiones por tomar.
qué medida electores y elegidos llegarán a influirse recíprocamente, así como la aprobación en que unos y otros contribuyen directamente a la formación de la voluntad nacional. Sin hablar de ciertas instituciones que son a propósito para fortificar el ascendiente de los electores sobre los elegidos, y tal es el caso de la representación proporcional, se observa que la parte de potestad del cuerpo electoral y de la asamblea elegida es susceptible de variación según las circunstancias, o también según el grado de habilidad política de los elegidos. Pero entre estas variaciones subsiste como punto esencial que los elegidos ya no son dueños por sí solos de las decisiones a tomar; fuera de ellos existe en el país una voluntad que es independiente de la suya y que no pueden dejar de tener en cuenta. Estas dos voluntades separadas son las que concurren, como resultante final, a engendrar la voluntad nacional o estatal misma. En esto, los elegidos por una parte y el cuerpo electoral por otra, constituyen en conjunto un órgano complejo. Podrá observarse, por lo demás, que esta especie de reparto o equilibrio que se establece entre el cuerpo electoral y el cuerpo de los elegidos se armoniza con el espíritu del sistema de la soberanía nacional, según el cual (cf. n. 2, p. 889, supra) el ejercicio de la potestad soberana no puede localizarse de un modo exclusivo y absoluto en el pueblo ni en las asambleas electivas. 480 Puede decirse, a este propósito, que el derecho público contemporáneo se ha desarrollado en un sentido diametralmente opuesto al que señaló Montesquieu en el capítulo De la Constituían d'Angleterre. Montesquieu no pensaba más que en separar las funciones y las autoridad es ; sólo distinguía las funciones para poder oponer mejor a las autoridades entre sí. Salvo en lo que se refiere a la función de juzgar y a las autoridades jurisdiccionales, el derecho público actual, por el contrario, tiende a aproximar a las autoridades en el ejercicio de tareas comunes y a coordinarlas con el fin de lograr su unión. ¿Podría ser de otro modo, sí el Estado moderno debe su existencia, ante todo, a las necesidades que han obligado a los pueblos a someterse a un régimen de unidad? A esta tendencia antiseparatista responde el parlamentarismo, aunque, .i decir verdad, el medio por el cual el parlamentarismo trata de buscar la unión entre el Gobierno y las Cámaras consiste en subordinar una de estas dos autoridades a la otra antes que criarlas de manera que se conviertan en un órgano complejo. Se encuentra un ejemplo bien claro de órgano complejo en las monarquías en que la confección de la ley depende a la vez de la adopción por el Parlamento y de la sanción por el monarca: la tendencia unitaria del derecho público actual se manifiesta aquí con una fuerza considerable, ya que en este caso la organización legislativa se obtiene, de un modo complejo, mediante el acoplamiento de dos autoridades que concurren a formar, entre las dos, un órgano estatal. El régimen representativo realiza boy un fenómeno análogo: la formación de la voluntad nacional depende en él concurrentemente del Parlamento y del cuerpo electoral; las relaciones entre ambos órganos, en verdad, quedan reguladas de tal forma que las decisiones del Parlamento se desarrollan en un sentido conforme con las indicaciones que trazan las consultas electorales. Es superfluo añadir que el sistema del órgano francés, cu cuanto hace depender la voluntad estatal del consentimiento de dos autoridades distintas, tiene por resultado moderar la potestad de cada una de ellas, pero la operación ya no
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éste no es el desarrollo normal del régimen representativo, sino, por el contrario, efecto de una evolución que tiende a transformar este régimen en un sistema de democracia directa o, por lo menos, a introducir en él instituciones y tendencias tomadas de esta última. 410. El significado particular que así tomaron en Francia las consultas al cuerpo electoral concede una importancia muy especial a la cuestión de saber cuál es, en el conjunto del cuerpo, la posición jurídica que se le asigna a sus miembros individuales y cuál es el papel que cada uno ha de desempeñar en ella. En otros términos, se trata de averiguar en quién reside actualmente la potestad de elegir con las consecuencias que acaban de serle atribuidas, y cuál es, propiamente hablando, el órgano electoral: ¿será el cuerpo entero de los ciudadanos activos considerado en su masa colectiva y actuando como asamblea colegiada o, por el contrario, estará individualizada la potestad electoral en los electores mismos, de tal modo que cada uno de ellos deba considerarse como teniendo un poder de órgano y constituyendo, por sí solo, un órgano de Estado? Un primer punto parece ser cierto: la condición de órgano debe serle negada a los colegios múltiples entre los cuales se halla dividido el cuerpo electoral. Bien es verdad que, de hecho, los diputados son los elegidos de estos colegios particulares; son circunscripciones parciales, secciones locales, las que realizan efectivamente cada elección. Pero, así, las circunscripciones electorales no realizan obra de decisión o de voluntad propia. Su situación, en este respecto, es muy diferente de la de los grupos electorales del antiguo régimen. Así como éstos, cada uno por su cuenta, poseían un derecho propio de representación y, por consiguiente, tenían también, con mayor razón, una potestad de elección propia, las circunscripciones actuales sólo proceden a cada elección particular en calidad de fracciones o subdivisiones de un cuerpo electoral único, que se compone de la totalidad uniforme de los ciudadanos activos y que es —por lo menos en este sentido— indivisible. El seccionamiento de este cuerpo en colegios múltiples de ningún modo se funda en el hecho de que la Constitución, en principio, hubiese pretendido erigir cada uno de estos colegios en un órgano especial encargado de ejercer respectiva y separadamente la potestad electoral, sino que dicho seccionamiento proviene exclusivamente de la imposibilidad material de reunir a todos los ciudadanos en un colegio único. Este es un punto que, desde él principio, fué claramente afirmado por los fundadores revolucionarios del derecho público francés. "Existe una base primera indiscutible —decía Thouret, en la sesión del 11 de agosto de 1791— y es que, cuando un pueblo no se reúne para elegir y es obligado a elegir por secciones, cada una de estas secciones, incluso eligiendo inmediatamente, no elige por sí misma, sino que elige por la
queda asegurada aquí por medios Separatistas, sino que, por el contrario, se obtiene fusionando dos órganos en uno solo (cf. pp. 764, 801-802, supra).
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nación entera" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXIX, p. 356). Y Barnave decía igualmente, en relación con la elección de los jueces: " La nación no hará otra cosa sino comunicar a secciones el poder que tiene de elegir a los jueces; no hará sino lo que hizo al dar a sus secciones el derecho de nombrar diputados para todo el reino" (6 de mayo de 1790, Archives parlementaires, vol. XV, p. 409). Las ideas expresadas por Thouret y Barnave hallan su consagración en el principio que formuló la Constitución de 1791 (tít. n. I, art. 1º): "La soberanía es una... Ninguna sección del pueblo puede atribuirse su ejercicio." La Constitución de 1793 (Declaración de derechos, art. 26) daba una fórmula más precisa aún: "Ninguna porción del pueblo puede ejercer la potestad del pueblo entero." De estos textos se desprende que, incluso desde el punto de vista de su ejercicio, el derecho a elegir no tiene por titular a la circunscripción electoral, de modo que ésta no puede considerarse en ningún sentido como el órgano electoral del Estado (cf. n° 356, supra). Tal es aún, actualmente, el concepto al que se adhieren todos los autores. "Nunca se ha propuesto en serio —dice Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. i, p. 3 1 0 )— transformar a la nación en un solo colegio electoral que eligiera a todos los diputados. Se tropezaría con obstáculos infranqueables. Es forzoso, pues, dividir al cuerpo electoral en gran número de colegios particulares... Pero, al proceder a estas elecciones separadas, cada colegio particular no actúa en virtud de un derecho propio ni realiza en su propio nombre un acto de soberanía." Saripolos (op. cit., vol. II, pp. 93-94, 129) dice asimismo: " E l elector es quien actúa en nombre de la nación, y no el supuesto grupo o colegio electoral de una circunscripción. La circunscripción no existe en derecho público puro; no es más que una medida administrativa." Y también: "El cuerpo legislativo es una verdadera colectividad, un órgano en el sentido orgánico de la palabra. La circunscripción electoral no es un ser colectivo, no constituye un órgano Colectivo del Estado, encargado de elegir a uno o más miembros del órgano legislativo... No es sino una simple división administrativa." El mismo Duguit, que insiste mucho sobre la observación de que, "de hecho, lazos particularmente estrechos unen a los diputados con sus circunscripciones", se ve obligado, por otra parte, a reconocer que "en derecho, las circunscripciones electorales no son nada" (Traite, vol. I, p. 3 4 1 ; cf. n. 11, p. 925, supra). 411. Descartada así la circunscripción electoral, sólo quedan en presencia, por una parte, el cuerpo electoral considerado en su integridad, y por otra, el elector considerado individualmente. ¿Cuál de los dos es propia y verdaderamente el órgano del Estado? ¿Reside la potestad constitucional de elegir en la colectividad o en cada uno de los ciudadanos? ¿Con
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qué carácter participan éstos en la elección? El interés que entrañan estas cuestiones es considerable; se trata nada menos que de determinar si las elecciones deben realizarse según el sistema mayoritario o según el régimen proporcional. Según considere la Constitución al derecho de sufragio como a una potestad colectiva o pretenda, por el contrario, hacer de él un poder individual, reservará a la colectividad misma de los electores, es decir, de hecho y forzosamente, a la mayoría la facultad jurídica de crear elegidos, o recíprocamente, habrá de asegurar a cada elector la posibilidad y hasta la certidumbre de poseer en la asamblea electiva un diputado a cuyo nombramiento haya contribuido efectivamente. No cabe sorprenderse, pues, de la importancia que en la literatura contemporánea ha adquirido el debate relativo a la naturaleza y a la consistencia del órgano electoral (Tecklenburg, Die Entwicklung des W ahXrechts in Frankreich seit 1789, ver especialmente pp. 218 ss.). En la literatura francesa, a Saripolos (op. cit., ver particularmente vol. n, pp. 113 ss.) corresponde sobre todo el mérito de haber formulado claramente el problema y de haber demostrado su gran alcance. Antes de abordar este problema conviene, sin embargo, fijarse en otra cuestión, que es más antigua y cuyo interés puede parecer disminuido hoy, por lo mucho que ha sido discutida, pero que no por ello deja de ser fundamental, y a la cual los tratados actuales de derecho público continúan consagrando amplio desarrollo, por más que se halle un poco relegada al segundo plano a causa de la creciente importancia del debate establecido sobre la elección proporcional o mayoritaria. Esta cuestión iniciales la del fundamento y la naturaleza del poder electoral que ejercen los ciudadanos. La forma clásica mediante la que se formula tradicionalmente por los autores es la siguiente: ¿El derecho de elección es un derecho o una función? (ver por ejemplo: Esmein, Éléments, G? ed., vol. i, pp. 354 ss.; Duguit, Traite, vol. I, pp. 313 ss.). Formulada así, esta cuestión puede tomarse en dos sentidos muy diferentes, pues bajo su aparente unidad es en realidad doble: Io ¿El derecho de elección es un derecho primitivo, innato en la persona de los ciudadanos y por consiguiente anterior a toda ley positiva o, por el contrario , una función estatal, conferida por la Constitución? ¿Se vota como hombre y en virtud de una vocación inherente a la personalidad humana, o, por lo menos, como ciudadano y en virtud de derechos esencialmente inherentes a la civitas?; 481 o, por el contrario, ¿se vota como elector llamado por la ley constitucional? En otros términos, ¿poseen todos los miembros de la nación, por esta sola cualidad y desde antes de toda reglamentación
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Sobre la distinción que puede establecerse entre los derechos del hombre y los del ciudadano, especialmente en la presente materia, ver Duguit, L'État, vol. II, pp. 83-84.
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cuestión del fundamento del derecho de sufragio, y es además —según los términos mismos en que acabamos de ver que la formulan los autores— una cuestión de "derecho natural". 2o Pero existe, en esta materia, otra cuestión, verdaderamente jurídica ésta, o sea que supone un orden jurídico preestablecido. Se formula de este modo: ya que la Constitución, de hecho, concedió al ciudadano el derecho de elección, ¿resulta de ello, para dicho elector, un derecho subjetivo o simplemente una función de potestad pública? Esta vez se trata de determinar la naturaleza del poder electoral. Y de ahí que esta segunda cuestión suponga también la de saber cuál es precisamente la extensión o el contenido de dicha potestad. ¿Qué debe entenderse exactamente por derecho de elección? ¿Se trata —como parece indicarlo la palabra— de un poder de elegir o únicamente de una facultad de voto y de sufragio? Hay que distinguir rigurosamente entre estas dos cosas: la una implicaría que todo "elector" es llamado necesaria y personalmente a constituir un elegido; la otra significa que, con su nombre de elector, el ciudadano activo- se l i m i t a a participar en las operaciones electorales, es decir, en la votación de la que habrán de salir los elegidos, pero sin que esta facultad de votación le proporcione la seguridad de que, entre esos elegidos, se hallará uno de los candidatos votados por él. Tales son los problemas que suscita el régimen electoral. Conviene examinarlos separadamente. § 2. EL DERECHO ELECTORAL COMO FUNCIÓN 472. Es conocida la contestación radical que dio Rousseau a la cuestión del fundamento del derecho de sufragio. Deriva directa y necesariamente de los principios mismos que establece el autor del Contrato social acerca de la naturaleza del Estado y de la soberanía. En efecto, parte Rousseau de la idea de que el Estado no es sino la suma numérica de los individuos que lo componen; por consiguiente, la soberanía estatal sólo se compone de las soberanías individuales de los ciudadanos, como lo dice expresamente el Contrato social (lib. III, cap. I) : "Supongamos que el Estado se componga de diez m i l ciudadanos... Cada miembro del Estado, por su lado, tiene la diezmilésima parte de la autoridad soberana." Así, si la soberanía es individual, es decir, si se contiene en cada uno de los individuos que componen el pueblo, resulta que todo ciudadano debe considerarse como teniendo el derecho absoluto de ejercer, en forma de voto, su parte v i r i l de poder soberano. Por idénticas razones, Rousseau sostiene que la voluntad general, con la cual, según su doctrina, se confunde la soberanía, tiene su consistencia en las voluntades individuales y
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sólo puede obtenerse por la numeración o adición de estas últimas. También desde este punto de vista es indispensable que cada ciudadano, expresando su voluntad particular por medio de su voto, concurra a la formación de la voluntad general. Finalmente, del hecho de que Rousseau considere a los miembros individuales de la nación como el origen y los autores de todos los poderes públicos, resulta que los titulares de estos poderes deberán haber recibido su delegación de la totalidad de los ciudadanos, lo que implica de nuevo el sufragio universal directo e igual. La conclusión que se deduce de todos estos razonamientos es que el derecho de sufragio, para todos los ciudadanos indistintamente, es un derecho, un derecho natural, inherente a la cualidad de miembro del Estado y anterior a cualquier Constitución estatal, un derecho que tiene su fundamento en la misma definición de la soberanía, un derecho en fin cuyo goce no puede quedar subordinado a ninguna condición restrictiva de cualquier naturaleza que ésta sea. Esto es, por lo demás, lo que el mismo Rousseau tiene buen cuidado de declarar: " El derecho de votar, dice, es un derecho que nada puede quitar a los ciudadanos" (op. cit., lib. IV, cap. I).482 La teoría que funda el derecho de elección en un concepto de soberanía individual ha sido sostenida con frecuencia en el transcurso de la Revolución. En 1789, muchos hombres políticos consideraban el derecho a elegir como un derecho original, innato en la persona del ciudadano. Como lo observa Gneist (Rechtsstaat, 2r ed., p. 163), esta forma de tratar al derecho de sufragio se explica tanto mejor, en dicha época, cuanto que hasta entonces la masa del pueblo había permanecido excluida de toda participación en la potestad del Estado, quedando reservada ésta a unos cuantos privilegiados, que obtenían su privilegio precisamente de su nacimieno. Era natural oponer a estos privilegios de nacimiento los derechos que todo hombre adquiere, al nacer, por el solo hecho de ser ciudadano.483 En virtud de estas ideas, decía Pétion ante la Constituyente, en la sesión de 5 de septiembre de 1789: "Todos los individuos que componen la asociación tienen el derecho inalienable y sagrado de concurrir a la formación de la ley... Nadie puede ser privado de este derecho bajo ningún pretexto." Y este orador decía también en el mismo sentido: " La representación es un derecho individual, he ahí el principio indiscutible" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. VIH, p. 582; vol. IX, p. 722; vol. X, p. 77) . En la sesión del 22 de octubre de 1789, refiriéndose Robespierre
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Montesquieu dice por su parte: "Todos los ciudadanos, en los diversos distritos, deben tener el derecho de dar su voto por el representante"; sólo exceptúa a aquellos que "se encuentran en tal estado de bajeza que se supone no tienen voluntad propia" (Esprit des lois. lib. XI, cap. VI ) . 483 Declaración de derechos del hombre y el ciudadano de 1789, art. 1°: "Los hombres nacen y viven libres e iguales en derechos."
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a la Declaración de derechos, que había formulado el principio (art. 6) de que todos los ciudadanos tienen igual derecho a participar en la formación de la ley por sí mismos o por sus representantes, sostenía asimismo que, según la Constitución, " l a soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo"; y deducía de ello la conclusión de que "todos los ciudadanos, quienesquiera que fuesen, tienen derecho a aspirar a todos los grados de representación", lo que implicaba también que cada uno de ellos es elector por derecho (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. IX, p. 479) . Ante la Convención, Condorcet, relator del primer comité de Constitución, oponía entre sí estos dos conceptos: uno que se refiere " al ejercicio de los derechos políticos como una especie de función pública" y el otro según el cual "los derechos políticos deben pertenecer a todos los individuos con entera igualdad". "El segundo ^ d e c í a Condorcet— nos parece más conforme a la razón y a la justicia" y calificaba este derecho individual como "derecho natural" (sesión del 23 de febrero de 1793; Moniteur, reimpresión, vol. xv, pp. 466 ss.). En el año III, Boissy d'Anglas sostenía también la misma tesis en su dictamen sobre el proyecto de Constitución: "No creemos posible restringir el derecho de ciudadanos... La sociedad se compone de miembros que son todos iguales; a ninguno se puede expulsar de su seno" (sesión del 23 de junio de 1795, Moniteur, reimpresión, vol. XXVI, pp. 81 ss.). Después de la Revolución, estas ideas, tomadas de las teorías de Rousseau, han sido reproducidas a menudo en Francia. Han tenido su expresión muy clara, especialmente en una de las proclamas dirigidas al pueblo francés por el gobierno provisional de 1848: "Todo francés en edad viril es ciudadano político. Todo ciudadano es elector. Todo elector es soberano. El derecho es igual y absoluto para todos" (16 de marzo de 1848). Todavía hoy, algunos autores (citados por Saripolos, op. cit., vol. II, p. 8, n.) continúan fundando el derecho electoral del ciudadano en el principio de que "la soberanía reside en cada uno de los individuos que componen el pueblo". 413. Se puede afirmar, no obstante, que la teoría que basa el derecho de sufragio en un derecho de soberanía individual está en la actualidad definitivamente excluida de la ciencia del derecho público. Suscita dos objeciones principales: En primer lugar, la idea de una soberanía individual del ciudadano es inconciliable con la realidad positiva, que exige que la voluntad de la minoría se sometía a la voluntad de la mayoría y sea jurídicamente ineficaz con respecto a esta última. Este es un punto que ha sido terminantemente establecido por Esmein especialmente (Eléments, 7ª ed., vol. I, p. 356) y también por Duguil (L'Etat, vol. n, pp. 85-86). Observan estos
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autores que el ciudadano no puede ser a la vez soberano y estar sometido a la voluntad de otros ciudadanos, aunque éstos estuviesen en mayoría. Estas dos proposiciones son, pues, antinómicas.484 Saripolos, que hace notar esta contradicción, añade con razón (loe. cit., pp. 11 ss.) que "la soberanía supone siempre un solo titular, una sola voluntad", es decir, una voluntad superior a las voluntades individuales. La idea de una soberanía individual e igual de todos los miembros del Estado es un contrasentido jurídico. El mismo Rousseau se dio cuenta perfectamente de este vicio de su sistema. Se ha visto anteriormente (núms. 321 y 323) por medio de qué esfuerzos de razonamiento trata de conciliar estos dos términos contrarios: la soberanía del ciudadano y su subordinación a la mayoría. Según Rousseau, el objeto de las consultas populares es establecer la "voluntad general". El procedimiento de determinación de esta voluntad consiste en un cálculo de mayoría de votos. Pero recurrir a este cálculo no significa que existan dos voluntades diferentes, de las cuales una de ellas, la de la mayoría, tenga primacía sobre la de los ciudadanos que quedaron en minoría. El resultado de la operación es hacer aparecer la voluntad general o voluntad de todos, y si la minoría queda mantenida en jaque, es únicamente porque se equivocó al estimarse como la voluntad general, sin serlo. Así pues, no puede quejarse la minoría de que su voluntad no se tenga en cuenta, pues en la voluntad general está comprendida su propia voluntad, su voluntad real, sobre la cual dicha minoría únicamente había cometido el error de equivocarse. Con esto Rousseau cree haber salvaguardado su principio de la soberanía individual. Pero los esfuerzos que realiza en este sentido son vanos. Un punto queda inexplicado en su construcción: ¿de dónde le viene a la mayoría la especial virtud de no equivocarse nunca acerca de la verdadera voluntad general? En realidad, y por mucha sutileza que emplee Rousseau para sortear esta objeción, la determinación de esta supuesta voluntad general sólo resulta de la fuerza del número, y con esta observación todo el valor del razonamiento de Rousseau se anula, pues, en definitiva, parece evidente que el parecer o más bien la voluntad de la mayoría tiene primacía sobre la voluntad de los opositores, lo que excluye la posibilidad de admitir una soberanía propia para cada ciudadano. En el fondo, y por más que diga Rousseau, la sumisión de la minoría a la mayoría no puede explicarse más que por
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Es superfluo hacer observar que esta objeción subsistiría incluso en el caso de que la Constitución consagrara el sistema de la elección proporcional; pues si, en este sistema, el ciudadano se sustrae al principio mayoritario en lo que se refiere a la elección de su diputado, vuelve a encontrarse sometido a este principio en lo que concierne a las decisiones a tomar por la asamblea de los elegidos, decisiones que quedan determinadas necesariamente por la voluntad de la mayoría.
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un solo motivo, a saber, que la soberanía reside en una persona colectiva superior a los miembros individuales, es decir, en el ser nacional considerado como indivisible; y tal es, en efecto, la conclusión a que llegan, acerca de la cuestión del fundamento jurídico del derecho electoral, la mayor parte de los autores contemporáneos (ver especialmente Duguit, loe. cit.,y Esmein, op. cit., 7- ed., vol. I, p. 367; cf. n° 326, supra). En segundo lugar, la doctrina que ve en el derecho de sufragio un derecho individual de soberanía comete un error fundamental con respecto a la naturaleza real y a los orígenes de la soberanía. Nadie, en el Estado, puede pretenderse soberano con anterioridad a la Constitución originaria que fija la organización estatal. La razón decisiva de ello es que la soberanía sólo se origina por efecto de esta organización. La soberanía no es un poder innato en los individuos, ni siquiera en el grupo. Ningún individuo considerado aisladamente tiene, por derecho, una potestad superior a sus vecinos. El grupo mismo tampoco tiene esta potestad de un modo primitivo. Una serie de hombres que no poseyeran órganos regulares provistos de poderes estables, en realidad no tendría soberanía sobre sus miembros. Se coincide en reconocer que esta colectividad inorgánica no sería soberana desde el punto de vista internacional; tampoco lo sería desde el punto de vista interno. La soberanía no es, pues, un derecho inicial, anterior a todo orden jurídico, sino que, propiamente hablando, es el producto de la organización estatutaria, que engendra en el seno del grupo una fuerza regular —y en este sentido, jurídica— de dominación, que no se encontraba en ella con anterioridad; más exactamente, resulta del hecho de que los miembros múltiples del grupo se encuentran constituidos orgánicamente y fundidos en una colectividad unificada. No es posible suponer con Rousseau, pues, que la soberanía pueda originarse para la nación, considerada en su conjunto, en sus miembros individuales. Muy al contrario, es la organización del grupo lo que origina, en la colectividad unificada, una potestad soberana que primeramente no existía en los induviduos. La soberanía reside en el todo, sin haber residido primero en las partes componentes. Y si, después, algunos ciudadanos, o incluso la generalidad de ellos, pueden llamarse soberanos es únicamente en tanto que la potestad colectiva, creada en la nación por la organización estatutaria, se haya comunicado, en cuanto a su ejercicio, de la nación a los miembros individuales. Estos sacan de esta misma organización una potestad que no tendrían sin ella. Por otra parte, el resultado de esta organización generadora de potestad es que cada miembro quedará sometido a las decisiones tomadas en nombre de la colectividad por sus órganos titulados: en esto mismo consiste finalmente la soberanía
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del grupo, y por ello se explica también fácilmente la subordinación de la minoría con respecto a la mayoría. 414. De estas observaciones se desprende que la capacidad electoral de los ciudadanos no puede provenir de un derecho individual, inherente a su cualidad de miembros de la nación y anterior a la legislación positiva. Tal concepto es inconciliable con la noción misma de soberanía. Sólo el Estado, es decir, el ser colectivo y nacional, es soberano. Los hombres que concurren en el Estado a la formación de la voluntad soberana, sean quienes fueren, sólo tienen el ejercicio de la soberanía y sólo en virtud del orden jurídico consagrado por la Constitución estatal pueden adquirir derechos propiamente dichos a este ejercicio. Tal es especialmente el caso de los ciudadanos-electores. Si en Francia y en otros países todos los ciudadanos, sin distinción y por el solo hecho de llenar ciertos requisitos de edad y domicilio, participan en la potestad de elegir los órganos estatales, este derecho de participación no puede originarse sino en una habilitación nacional, pues por la esencia misma del Estado su voluntad no puede expresarse, ni su actividad y sus poderes ejercerse, más que por las personas designadas a este efecto y autorizadas por su estatuto orgánico; con anterioridad a este estatuto, los miembros de la nación no pueden poseer, bajo ninguna forma ni en ningún grado, un derecho personal al ejercicio de la potestad estatal; ni en forma electoral, ni en forma de gobierno directo. En este sentido, conviene observar que si el derecho de elección se basara en un derecho primitivo de soberanía individual, habría que admitir inevitablemente que los ciudadanos poseen de igual modo el derecho absoluto de gobernarse por sí, pues las mismas razones que invocan los discípulos de Rousseau para fundar el derecho popular de elección implicarían para todos los miembros de la nación el indiscutible poder de ejercer directa e íntegramente por sí mismos su propia soberanía. Así pues, cuando se formula el problema del derecho electoral en el terreno de la teoría general del Estado, hay que reconocer que: 1º Los ciudadanos, como tales, no pueden tener parte en el ejercicio de la soberanía sino en virtud de la Constitución. Así, cuando el elector acude a votar, no lo hace como miembro del cuerpo nacional que por tal motivo tiene un derecho preexistente a la ley del Estado, sino que vota en virtud de una vocación que desciende de la Constitución, y por consiguiente en virtud de un título otorgado y derivado. Y en este sentido, el derecho de sufragio no es un derecho individual, ni tampoco cívico, sino una función constitucional. 2º Por los mismos motivos, el derecho de elección no es, para el ciudadano, el ejercicio de un poder propio, sino el ejercicio del poder de la colectividad. Y también en esto aparece como una función
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estatal. El ciudadano, al votar, no actúa por su cuenta particular, como persona distinta del Estado o anterior al Estado, sino que ejerce una actividad estatal en nombre y por cuenta del Estado. Así es como, en la democracia directa, el cuerpo de ciudadanos ejerce su potestad estatutaria como órgano supremo del Estado, no constituyendo más que una sola y misma persona con este último (ver sin embargo n. 19, p. 903, supra). Igualmente, en la democracia llamada representativa —suponiendo que el régimen electoral se conciba como un medio de hacer depender la voluntad de los elegidos de la del cuerpo electoral— no debe considerarse por ello a éste como dotado con respecto al Estado de una personalidad o soberanía especiales, sino como formando un órgano estatutario de la persona Estado, por la cual tiene el encargo de querer de una manera inicial. 3º Finalmente, del hecho de que el elector no tiene poder propio, sino únicamente una competencia constitucional, resulta que sólo puede ejercer esta competencia dentro de los límites y bajo las condiciones que la misma constitución ha determinado. A este respecto se puede invocar, en apoyo de la teoría sostenida anteriormente, la consideración de que, incluso en los países de sufragio universal o de democracia directa, la soberanía no se reduce a la voluntad bruta de los ciudadanos. Para probarlo bastará observar que, incluso si se supusiera teóricamente un acuerdo unánime de lodos los ciudadanos respecto de un punto determinado, este acuerdo no formaría jurídicamente una voluntad estatal si no se ha realizado y manifestado en las formas y condiciones previstas por la Constitución. Así pues, la voluntad de los miembros de la nación sólo es operante, como voluntad de órgano, en cuanto se ejerce de conformidad con el orden jurídico establecido en el Estado. 415. La doctrina que acaba de exponerse en el terreno de los principios generales del derecho estatal es también la que adoptaron los fundadores revolucionarios del derecho público francés. La dedujeron del principio mismo de la soberanía nacional, y aquí se encontrará una nueva ocasión de comprobar cuál era, en su pensamiento, el alcance de este principio. Se ha visto anteriormente (pp. 1110 s.) que las ideas de Rousseau relativas a la participación de los ciudadanos en la soberanía fueron reproducidas y defendidas en muchas ocasiones por algunos hombres de la Revolución. No obstante, el concepto que ve en el derecho de elección una consecuencia necesaria de un derecho natural de soberanía individual no ha prevalecido; los propósitos de la Constituyente, a este respecto, se fijaron, del modo más claro, en un sentido formalmente contrario a las teorías del Contrato social. Para comprender estos propósitos es útil recordar (núms. 354-356, supra) que en esta materia se produjeron durante
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la Revolución, y particularmente en el seno de la Constituyente, dos corrientes de ideas muy diferentes. Por una parte, la Constituyente partió de la idea de que la nación, en la que reside la soberanía, toma su consistencia exclusivamente de los individuos que la componen. Es una colectividad o una formación de individuos en el doble sentido de que no entraña más unidad o célula componente que los hombres, considerados individualmente, que se hallan reunidos en ella, y a la inversa, que cada uno de estos hombres debe considerarse como siendo indistinta e igualmente miembros del cuerpo nacional soberano. En este sentido, cada nacional posee la condición de ciudadano, es decir, participa en la civitas, y cada uno tiene derecho a que se reconozca en su persona individual esta condición cívica. Este es un derecho individual y al mismo tiempo común a todos, que deriva de la naturaleza misma de la nación, tal como la concibieron los constituyentes de 1789-1791, y que constituye — si se quiere— un derecho "natural" . De este concepto, conforme a las doctrinas de Rousseau, parece deber resultar entonces que todo nacional, puesto que es ciudadano, tiene también el derecho de participar individualmente en la actividad soberana de la nación. Pero aquí interviene la segunda idea establecida en esta época. Si, en efecto, todos los ciudadanos pueden aspirar indistintamente al título de miembros de la nación soberana, la Asamblea constituyente, por otra parte, consideró a la nación como una unidad, como una colectividad unificada de nacionales, y a este ser colectivo, considerado en su integridad indivisible, es a quien reconoció la condición especial de soberano. Por consiguiente, sólo la nación, en su conjunto, es soberana; los ciudadanos, aunque sean miembros constitutivos del cuerpo nacional, dejan de poseer individualmente la soberanía. La Constituyente se separó en esto de Rousseau, el cual, partiendo del hecho de que el ciudadano es miembro del soberano, dedujo que él mismo es soberano. Rousseau confundió, por lo tanto, la soberanía y la civitas, y del derecho a ser ciudadano dedujo el derecho a votar. La Constituyente distingue claramente entre ambos derechos, y no admite que el disfrute del uno entrañe necesariamente la posesión del otro. Todo miembro de la nación es desde luego ciudadano, pero todo ciudadano no es elector. Tal es el origen de la célebre distinción entre el ciudadano pasivo y el ciudadano activo. 416. Al establecer esta distinción, la Constitución de 1791 no hizo sino consagrar las consecuencias de las dos ideas que acabamos de recordar y, al mismo tiempo, asignó a cada una de ellas la parte que le correspondía, como tan claramente lo demostró Duguit (L'État, vol. i, pp. 91 ss.; Traite, vol. I, pp. 315-316; cf. Tecklenburg, op. cit., pp. 145-146). En
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primer lugar, la Constitución de 1791 especifica (tít. II, arts. 2 ss.) que todos los individuos que llenan las condiciones requeridas para ser franceses son al mismo tiempo, y sólo por esto, "ciudadanos". Según estos textos, las dos cualidades vanjuntas, y no pueden ni adquirirse ni perderse la una sin la otra. Todo francés posee, pues, en el orden político, determinado derecho: el derecho de ciudadano. Este derecho cívico no solamente implica, para cada uno de sus titulares, el igual disfrute de ciertas facultades eventuales, como, por ejemplo, la admisibilidad a los empleos públicos en las condiciones fijadas por las leyes, o también —y es importante observarlo— la admisibilidad igual al derecho de elección en las condiciones generales impuestas por la Constitución,485 sino que legitima también, en todo francés, la pretensión de ser, en cuanto ciudadano, reconocido y tratado como miembro o parte componente de la nación y por consiguiente del soberano. Este último punto lo expresa formalmente el art. 6 de la Declaración de derechos colocada al principio de la Constitución de 1791. Después de recordar que la ley, por definición, es " l a expresión de la voluntad general", dicho texto formula el principio de que "todos los ciudadanos tienen derecho a concurrir personalmente o por sus representantes a la formación de la misma". Se ha dicho (Tecklenburg, op. cit., p. 146) que esta afirmación del art. 6 era difícilmente conciliable con el régimen de limitación del derecho de elección que adoptó la Constitución de 1791. Pero conviene contestar con Duguit (loe. cit.) que el pensamiento que apunta en este texto y cuya manifestación fué intencionalmente mantenida en la Constitución de 1791, incluso después de las restricciones impuestas al derecho de sufragio, no está de ningún modo en contradicción con el régimen electoral de dicha época; el texto significa que, aunque no sea elegida por todos los ciudadanos, la asamblea que hace las leyes los representa a todos igualmente y sin excepción, puesto que tiene el encargo de legislar en nombre y por cuenta, o también, según el lenguaje de la época, por "delegación" de la nación, es decir, de una colectividad de la cual todos forman parte igualmente e incluso tienen "derecho" a llamarse miembros. En otros términos, el concepto, muy importante desde luego, que se encuentra implícitamente contenido en el art. 6, es que todos los ciudadanos, en principio, participan en la soberanía cuyo sujeto propio es la nación; y participan en ella en tanto en cuanto la nación
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En este sentido ver Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. i, p. 367: "Del principio mismo de la soberanía nacional resulta que todos los ciudadanos están naturalmente llamados a ejercer l a función fundamental [el derecho electoral]; pues restringir su ejercicio deliberadamente, en provecho de una clase particular de ciudadanos, equivaldría de hecho a concentrar la soberanía en esta clase privilegiada, Pero este ejercicio supone, en el ciudadano, suficiente capacidad; pues sin ella sería inconciliable con el interés general. En esta medida, por lo tanto, la ley puede determinar sn s condiciones."
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sólo está constituida por ciudadanos iguales entre sí. Indudablemente, al encontrarse la soberanía de una manera indivisible en el conjunto de la colectividad nacional, no pertenece personalmente a cada uno de los ciudadanos. Si éstos pueden llamarse soberanos, es únicamente como partes integrantes e inseparables del todo. La soberanía no comenzó por formarse en los nacionales antes de pertenecer a la nación, sino que, muy al contrario, nace en ésta, y de la nación se comunica a los ciudadanos, en cuanto éstos se encuentran confundidos y reunidos en ella. En esta medida, al menos, cada francés es parte constitutiva del soberano. Por consiguiente, aquello que hace la nación al actuar por medio de sus órganos, debe considerarse como obra de todos los ciudadanos. En este sentido, y por estas razones, el art. 6 anteriormente citado pudo decir que cada ciudadano —sea o no elector, sea miembro de la mayoría o de la minoría— está representado en el acto de la confección de las leyes; está representado en el acto, no ya en realidad como individualidad distinta y singular, sino como parte componente del todo indivisible nación. Y esto constituye para todo francés un derecho propiamente dicho que deriva de su condición de ciudadano (cf. supra, pp. 234 ss). 417. Pero este derecho de ciudadano no llega necesariamente hasta asegurar a cada francés una participación efectiva en el ejercicio de la soberanía. En efecto, si bien todos los ciudadanos concurren igualmente a formar el cuerpo nacional soberano, éste, una vez constituido, se convierte en sujeto único de la soberanía, que se encuentra así desprovisto de todo carácter individual y que hasta no aparece sino por la formación de todos los ciudadanos en este cuerpo unificado y por la subordinación de los mismos a su voluntad dominadora. En este sentido es como los constituyentes de 1789-1791 creyeron fundar el principio de la soberanía nacional: para ellos, ésta era nacional, no sólo en cuanto pertenecía al conjunto de todos los nacionales sin ningún privilegio particular para ninguno de ellos, sino también en el sentido de que había de pertenecer a este conjunto de una manera exclusiva, es decir, con exclusión de toda soberanía individual. En el sistema de la soberanía nacional, el ciudadano no tiene, pues, ni derecho innato de soberanía individual, ni tampoco derecho primitivo al ejercicio de la soberanía nacional (argumentos de la Declaración de derechos de 1789, art. 3', y de la Constitución de 1791, tít. III , preámbulo, art. 1º). Como única soberana, la nación, colectividad unificada de los nacionales, ejerce su potestad por medio de aquellos de sus miembros que ha constituido como órganos, y ningún ciudadano puede participar en dicho ejercicio sino en virtud de una "delegación" de este género. Esto ocurre, especialmente, en materia electoral. Sobre este punto, en
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particular, las más terminantes declaraciones fueron formuladas ante la Constituyente, en el transcurso mismo del debate referente al establecimiento del régimen de censo y del sufragio de dos grados. Para justificar la adopción de este régimen, Thouret, hablando en nombre del comité de Constitución, decía en la sesión de 11 de agosto de 1791: "Existe una primera' base indiscutible y es que, cuando un pueblo está obligado a elegir por secciones, cada una de estas secciones, incluso eligiendo de modo inmediato, no elige por sí misma, sino que elige por la nación entera... Entonces, la cualidad de elector se funda en una comisión pública, de la cual la potestad pública del país tiene derecho a regular la delegación." Barnave, inspirándose en las mismas ideas, podía a su vez caracterizar al poder electoral de la manera siguiente: "La cualidad de elector no es sino una función pública, a la que nadie tiene derecho, y que concede la sociedad en la forma que su interés se lo prescribe... Como cada uno elige por la sociedad entera, la sociedad en cuyo nombre y favor se elige tiene esencialmente el derecho de determinar las condiciones bajo las cuales quiere que se funden las elecciones que los individuos hacen por ella... La función de elector no es un derecho" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXIV, pp. 356 y 366). Tal es el punto de vista consagrado por los votos de la Asamblea,486 y ello a pesar de la insistencia de los autores anteriormente citados (pp. 1110 s.), que pretendían que el derecho electoral es un derecho absoluto del ciudadano. En suma, se ve que la Constituyente, colocándose en el terreno de la soberanía nacional, llegó a conclusiones enteramente acordes con las que se expusieron anteriormente partiendo de la noción del Estado. Dado el principio de la soberanía nacional, cualquier poder que se ejerza en el seno de la nación no puede ser otro sino el poder nacional mismo. Por consiguiente, cuando el ciudadano ejerce el poder nacional, este poder, en sus manos, debe considerarse como una dependencia o una emanación del poder mismo de la nación. Así el elector aparece como un funcionario nacional, como un agente de ejercicio del poder nacional. Por consiguiente también, la nación es dueña de determinar en su Constitución las condi-
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Cf. Redslob, Die Staatstheorien der franzósischen Nationalversammlung von 1789, pp, 133 ss. En 1793 prevaleció un punto de vista diferente. En esta época, el derecho a participar en la potestad estatal en la medida de las facultades reconocidas por la Constitución al conjunto de los ciudadanos se consideró como un derecho natural inherente a la cualidad de miembro de la comunidad nacional. Incluso el extranjero, si reúne ciertas condiciones, puede pretender su admisión en la comunidad y la adquisición de los derechos que derivan de la misma (Constitución de 24 de junio de 1793, art. 4 ) . Únicamente las "funciones públicas", que no corresponden a la generalidad de los ciudadanos, se consideran como cargas nacionales y por lo mismo Implican la idea de "deberes" (Declaración de derechos de 1793, art. 30) con exclusión de la de derecho individual o cívico.
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ciones bajo las cuales concede a sus miembros el poder de elegir por su cuerpo y en su nombre. 418. Así es como la Constitución de 1791, después de formular el principio de que todos los franceses son ciudadanos, llegó a distinguir entre ellos una categoría especial, la de los "ciudadanos activos", es decir, los ciudadanos que cumplen con las condiciones requeridas para participar en el nombramiento electivo de los diputados a la Asamblea legislativa (tít. III, cap. I, sección 2, arts. 1 y 2 ). Según estos textos, combinados con los arts. 2 ss., ya citados, del tít. II, existían, pues, en la nación dos clases de miembros: de una parte, aquellos que quedaban habilitados por la Constitución para tomar, bajo la forma electoral, parte efectiva en el ejercicio de la soberanía nacional, y que, por numerosos que sean de hecho, constituían una categoría particular; y de otra parte, la generalidad de los ciudadanos, que no teniendo papel político activo, recibieron entonces el nombre de ciudadanos "pasivos". Esta expresiva terminología tenía un sentido profundo. Ante todo, implicaba que todos los nacionales tienen igualmente la cualidad de miembros del soberano; en este aspecto, todos poseen el derecho de ciudadanos. Pero unos, reducidos a la civitas, en esta condición están simplemente representados (art. 6 de la Declaración de derechos)487 en la confección de las leyes y, en general, en el cumplimiento de los actos de soberanía; y de este modo, jurídicamente, sólo tienen una situación pasiva. Los otros, provistos además por el estatuto orgánico de la nación de un poder electoral, desempeñan un papel activo; sin embargo, ejercen este poder por cuenta de la colectividad compuesta de todos los ciudadanos, y, en este sentido, puede decirse que son, activamente ahora, representantes (Esmein, Éléments, 1ª ed., vol. I, p. 3 5 7 ).488 487
Entiéndase bien que la palabra representación no debe considerarse, en este texto, sino bajo las reservas que se hicieron sobre su exactitud durante el estudio del régimen llamado representativo (ver especialmente los núms. 371 y 372, supra). El art. 6 significa que la asamblea que hace las leyes para la nación es en esto el órgano de una colectividad que comprende a todos los nacionales sin excepción. 488 Hauriou, La souveraineté nationale, pp. 13-14, oscurece la distinción entre el ciudadano activo y el ciudadano pasivo cuando declara que "esta distinción es la de dos estados diferentes en los cuales puede encontrarse el mismo ciudadano": dice además: " E n realidad, se trata de dos cometidos del mismo ciudadano". En efecto, pretende que "el ciudadano pasivo es considerado como subdito del Estado y el ciudadano activo como miembro del gobierno del Estado: se trata del mismo ciudadano en el que alternan dos cometidos". Presentada así, la distinción de que se trata se reduciría simplemente a la alternativa indicada por Rousseau: "Con respecto a los asociados, se llaman ciudadanos, por participar en la autoridad soberana, y subditos, como sometidos a las leyes del Estado" (Contrat social, lib. I, cap. VI). Pero esta manera de presentar la distinción entre ciudadanos activos y pasivos no está de acuerdo, ni con mucho, con los propósitos de la Constituyente. Por una parte, esta distinción, en el pensamiento de los primeros constituyentes, se refería a la separación de dos categorías de ciudadanos dentro de la nación, activos los unos y pasivos los otros, y no, como dice Hauriou, al hecho de que "en el mismo individuo" la condición de ciudadano activo vendría "a sobreañadirse a la de ciudadano pasivo". Por otra parte el carácter de subdito del Estado no es especial al ciudadano pasivo; y, sobre todo, la denominación de ciudadano pasivo de ningún modo tenía por fin particular, en el concepto de 1789-1791, señalar esta sujeción. Muy al contrario, estaba destinada, a pesar del empleo de la palabra "pasivo", a señalar que todos los ciudadanos son
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Entre estas dos representaciones hay, por lo demás, la gran diferencia de que una de ellas, la representación pasiva, es un derecho absoluto, ya que todos son indistintamente miembros constitutivos del cuerpo soberano; por el contrario, la representación activa ya no es un derecho; por lo menos, no es un derecho primitivo del ciudadano, pues presupone una concesión de poder hecha por la Constitución: por ello se la caracterizó como una función nacional por los constituyentes de 1791, que fundaron así, en el derecho público francés, la distinción esencial entre el derecho de ciudadano y el poder de elector. En todo caso, los ciudadanos-electores no pueden considerarse, en este concepto, como ejerciendo su poder de sufragio en virtud de un derecho de soberanía individual, pues, como acertadamente observa Esmein (loe. cit., p. 367), la soberanía reside, después de todo lo que acaba de decirse, no sólo en aquellos nacionales que se hallan investidos de la función electoral, sino en la colectividad formada por todos los ciudadanos.489 Incluso esto es lo que da tan alta importancia al concepto revolucionario que quiere que todos los ciudadanos concurran a formar indivisiblemente el soberano. Se podría creer, a primera vista, que, con una Constitución que no les reconocía a todos el derecho de sufragio, este concepto sólo tenía un puro valor nominal; en realidad, sin embargo, incluso en esa Constitución, poseía una significación práctica muy importante, pues implica que los hombres, cualesquiera que sean, que ejercen una porción cualquiera de la soberanía nacional, poseen por ello
igualmente miembros del soberano y entran en la representación. Sólo que entran en ella en forma diferente: unos sólo participan en la representación nacional de un modo pasivo, ya que no concurren al nombramiento de los diputados que habrán de hablar en su nombre, es decir, en el de la colectividad global de la que son miembros componentes; otros, por el contrario, dada su función de electores, participan en ella de un modo activo. Pero, por lo demás, linos y otros se consideran como miembros del cuerpo soberano, y no como súbditos. La distinción entre el ciudadano pasivo y el ciudadano activo de ninguna manera se confunde, pues, con la establecida por Rousseau entre el ciudadano y el súbdito. No hay que tratar de tundir estas dos distinciones en una sola. 489 En este sentido, cabe recordar que la Constitución de 1791 (tít. III, cap. i, sección 1", art. 2 ver igualmente las Constituciones de 1793, art. 21 y del año III, art. 49) distribuía los diputados a elegir entre los departamentos según una proporción que no se sacaba del número de electores comprendidos en las diversas secciones electorales, sino de la cifra de población contenidas en cada departamento. Esta regla se halla vigente aún (ley de 12 de julio de 1919, art. 2: "Cada departamento elige tantos diputados como veces contiene 75,000 habitante-, nacionalidad francesa").
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no ya una potestad propia, sino un poder prestado, concedido y, por consiguiente, esencialmente sujeto a limitación. 419. El derecho electoral es, por lo tanto, una función. Este concepto, originario de los fundadores del derecho público francés, se encuentra, aun hoy, en la base de este derecho, como lo reconocen los autores más importantes (Esmein, Éléments, T ed., vol. i, pp. 367 ss.; Duguit, L'État, vol. i i , pp. 105 ss. y Traite, vol. I, p. 318; Saripolos, op. cit., vol. II, pp. 92 ss.). Abandonado durante algún tiempo por la Convención,490 que se aplicó, aquí como en todo, a dar forma práctica a las ideas de Rousseau, se le admitió de nuevo desde el año III491 y ha permanecido en vigor hasta en el derecho positivo actual. Es verdad que, desde el 5 de marzo de 1848, el pueblo francés se halla en posesión del sufragio universal; y de un modo general el fenómeno contemporáneo del acceso de la mayor parte de los Estados a esta modalidad del sufragio, que cada vez va siendo más amplio, podría sugerir la idea de que las Constituciones actuales hubieron de someterse, en definitiva, a la tesis que sitúa en los mismos ciudadanos el origen primero de la soberanía estatal, en cuyo caso el derecho de sufragio aparecería como un derecho absoluto para el ciudadano. Este punto de vista parecería justificado sobre todo en un país como Francia, donde, desde 1875, los titulares de todos los poderes públicos, hasta el Presidente de la República inclusive, proceden directa o indirectamente de la elección de los ciudadanos, y donde, además, el desarrollo del régimen parlamentario trata de hacer depender cada vez más la acción gubernamental de la opinión del cuerpo electoral. No obstante, esto no es sino una apariencia sobre la cual no hay que engañarse. Por una parte, en efecto, conviene observar que si las Constituciones hubieran considerado a los ciudadanos como titulares propios de la soberanía, habrían tenido que llegar al gobierno directo por el pueblo, y no hubieran podido detenerse en esta clase de gobierno indirecto que se ejerce por la acción electoral del pueblo y solamente en la medida de esta acción electoral; el hecho de que los ciudadanos no reciban de la Consti-
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Declaración de derechos de la Constitución girondina de 1793, art. 27: "Cada ciudadano tiene un derecho igual a concurrir al ejercicio de la soberanía." Constitución de 24 de junio de 1793, arts. 4 y 11 combinados: resulta de estos textos que todo francés mayor de 21 años queda admitido al ejercicio de los derechos de ciudadano, bajo una condición única de domicilio, es decir, admitido a formar parte de las asambleas primarias de cantón o colegios electorales de la época. 491 Constitución del año m, art. 8. Este texto subordina al pago de una contribución directa o personal no sólo la entrada en las asambleas primarias compuestas por los electores de primer grado, sino también —por cierta confusión entre el derecho de ciudadano y el poder electoral— la posesión de la cualidad de ciudadano.
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tución sino un poder electoral basta para probar que el sufragio sólo es una función constitucional. Idéntica prueba se desprende, por otra parte, de un segundo hecho — repetidamente invocado por los autores—: incluso las Constituciones eme establecen el sufragio llamado universal, están muy lejos de reconocer el derecho de voto a todos los ciudadanos. Si la terminología de 1791, que distinguía entre ciudadanos activos y ciudadanos no activos, no se ha conservado, esta distinción, en el fondo, sigue subsistiendo en el derecho positivo francés. Así es como la Constitución de 1848, después de formular en su art. 24 el principio de que " e l sufragio es universal", añadía en el art. 27 que " l a ley electoral determinará las causas que pueden privar a un francés del derecho a elegir" (Esmein, loe. cit., p. 368; Duguit, L'État, vol. II, p. 105). Y no sólo las Constituciones establecen la pérdida del derecho electoral, como dice el art. 27, sino que determinan las condiciones mismas de adquisición, es decir, de disfrute, o incluso de ejercicio, de ese derecho. En esta materia establecen ante todo distinciones personales, ya excluyendo sistemáticamente el sufragio femenino, ya descartando a perpetuidad o de un modo temporal, por indignos, a los ciudadanos que hayan sufrido una condena penal o incluso simplemente que hayan incurrido en motivo de desprestigio tal como la quiebra, ya suprimiendo el ejercicio del derecho de voto, por razones superiores de disciplina y de interés nacional, a todos los militares en servicio activo. Igualmente, las leyes electorales subordinan el ejercicio del sufragio, o incluso la capacidad para ese derecho, a condiciones restrictivas, como la edad, el domicilio o, por lo menos, cierto tiempo de residencia en el municipio, o la inscripción en una lista electoral especial. De hecho, el resultado de todas estas restricciones es reducir la composición del cuerpo electoral a diez millones de franceses aproximadamente, lo que constituye poco más de la cuarta parte del número total de nacionales. Desde el punto de vista jurídico, estas limitaciones o exclusiones son inconciliables con la teoría que ve en el derecho de elección un derecho inherente a la cualidad de ciudadano.492 No es permisible, pues, explicar por razones jurídicas tomadas de la naturaleza del Estado o de los derechos del ciudadano el fenómeno contemporáneo de la propagación y la expansión del sistema del sufragio universal, sino que este fenómeno se debe, puramente, a causas políticas. Se relaciona, en primer lugar, con el movimiento ascendente de las fuerzas y de las tendencias democráticas. Pero se explica también, y sobre
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Por lo que se refiere a las mujeres en particular, no es fácil hallar las razones jurídicas para explicar la exclusión que contra ellas se lia mantenido hasta ahora en Francia. Pero, por lo menos, esta exclusión proporciona de manera cierta, la prueba de que el derecho electoral se basa jurídicamente en una concesión consentida por la ley del Estado.
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todo, a causa de que, en el estado de cultura política de los pueblos modernos, las Constituciones consideran a los ciudadanos como más aptos cada vez para ejercer todos ellos la competencia electoral y participar, en la medida del derecho electoral, en la acción gubernamental. En la base del sufragio universal se haya, por lo tanto, una presunción constitucional de capacidad universal.493 § 3. ¿EN QUÉ SENTIDO POSEE EL ELECTOR UN DERECHO SUBJETIVO? 420. Se anunció anteriormente (p. 1108) que la cuestión de saber si la elección es un derecho o una función se plantea en un segundo sentido, claramente jurídico ahora, muy diferente del que acabamos de examinar. Si el derecho electoral no es un derecho individual anterior al orden estatutario establecido en el Estado, ¿no habrá de admitirse, al menos, que una vez consentida por la Constitución la concesión del poder electoral, origina un derecho propiamente dicho en la persona de los ciudadanos que ha investido de este poder? Bajo un primer aspecto, no cabe duda de que el derecho electoral ha de considerarse, incluso en este sentido, como una función nacional. En efecto, el elector no puede hacer uso de su poder electoral como lo haría de un derecho establecido en su exclusivo provecho o de una facultad cuyo ejercicio sólo le interesara a él. Así pues, el derecho de sufragio no podría cederse a un tercero, lo mismo que el elector no puede hacerse representar en la votación por un tercero en quien hubiese delegado el ejercicio de su poder, como tampoco podría, renunciando a su derecho, despojarse del mismo. El derecho electoral, pues, no se concibe por el derecho positivo como una pura prerrogativa personal de la que el ciudadano podría disponer a su antojo; pero, en este aspecto, queda una competencia o función nacional que han de cumplir los ciudadanos por cuenta de la nación, en interés de ésta y en las condiciones fijadas por la legislación nacional. El pleno desarrollo de esta idea conduce a admitir que, como toda función, el derecho electoral constituye a la vez un poder y
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Esta manera de ver se halla confirmada por las observaciones que antes hicimos sobre la naturaleza del sufragio universal. En efecto, se acaba de ver que esa clase de sufragio no implica —como por su nombre pudiera creerse— el derecho de voto para todos los ciudadanos. En realidad lo que se designa bajo ese nombre es simplemente el régimen en el cual el derecho electoral no está subordinado a ninguna condición especial de capacidad, es decir, ni a una condición de censo, ni a una condición de valor intelectual. Ver en este sentido los arts. 24 y 25 combinados de la Constitución de 1848. El art. 24 dice que "el sufragio es universal", y el alcance de este texto queda determinado por el art. 25, que especifica: "Son electores, sin condición de censo, todos los franceses..."
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una carga. Al habilitar al ciudadano para la elección, la Constitución no sólo le confiere la potestad de emitir un voto, sino que le impone también el deber de votar. El elector está obligado a votar, del mismo modo que el juez está obligado a juzgar o que el administrador está obligado a cumplir los actos de su función. Por consiguiente, cabe preguntarse si no convendría considerar la abstención no justificada del elector como una infracción a la ley constitucional, infracción que, por lo tanto, daría lugar a una sanción represiva. Cabe observar que, si el derecho de sufragio no fuera sino una facultad individual, esta cuestión ni siquiera podría formularse, pues el poseedor de semejante facultad es libre de ejercerla o no. Por el contrario, en la doctrina que le reconoce al derecho electoral, aunque sólo fuese parcialmente, los caracteres de una función pública, el principio del voto obligatorio se concibe muy bien; más aún, se impone lógicamente. De hecho, muchos autores proponen hoy que ese ejercicio se introduzca en el derecho positivo francés (ver especialmente en este sentido Duguit, L'État, vol. II, pp. 107, 122 ss., 129). También desde un segundo punto de vista hay que tener por cierto que el derecho electoral —suponiendo que constituya un derecho personal para el elector—, en todo caso, no podría constituir para él un derecho adquirido. El Estado siempre puede, por una nueva ley, retirar el derecho de sufragio a aquellos a quienes se lo confería una ley anterior. La ley de 31 de mayo de 1850, que de hecho retiraba a gran número de ciudadanos el ejercicio efectivo de su derecho de voto, podrá haber sido una ley impolítica, pero no era contraria a los principios del derecho público electoral (Duguit, loe. cit. pp. 112 y 130). Así pues, el elector no tiene un derecho oponible al Estado. Sólo posee una competencia que depende de las variaciones de las leyes constitucionales. Así se desprende necesariamente de las observaciones que se hicieron antes, a saber, que el sufragio no es sino una función que la Constitución confiere. 421. Hechas estas reservas previas, ¿puede admitirse la existencia, a consecuencia y en virtud de la ley constitucional, de un derecho personal de eleccióu? Una gran incertidumbre, acompañada de muy confusas discusiones, reina en la literatura sobre este punto. Muchos autores están dominados, en el examen de esta cuestión, por una consideración —desde luego muy grave— que se deduce de los conceptos generalmente admitidos en la época actual respecto de la naturaleza jurídica del órgano de Estado y concernientes a las relaciones de e s l e último con la persona estatal. En efecto, se vio antes (p. 1008, supra) que La potestad pública que ejerce el órgano no le pertenece a título de derecho subjetivo; más aún, el individuo órgano no tiene, en cuanto tal, personalidad distinta a la del Estado; no puede, por lo tanto, en esta cualidad
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llegar a ser un sujeto de derechos. Aplicando estas ideas al derecho electoral, numerosos autores declaran que éste no constituye un derecho subjetivo para los ciudadanos investidos del mismo, sino que es una función de potestad pública, es decir, un fragmento de la potestad del Estado, y por tanto, también un poder del que solamente es titular el Estado y que no puede convertirse en objeto de un derecho individual en provecho de los particulares. Laband se colocó en primer lugar entre los partidarios de esta doctrina. Alega (op. cit., ed. francesa, vol. I, p. 495) que el poder electoral no es una capacidad concedida al ciudadano intuitu personae, es decir, en su interés particular, y que, por lo tanto, constituiría un derecho atribuido a su persona. El derecho electoral no es sino la consecuencia de una organización constitucional que tiene por objeto realizar la formación de un Parlamento procedente de la elección popular. En estas condiciones, el poder que individualmente tienen los ciudadanos de cooperar a la creación del Parlamento no es un derecho subjetivo, sino simplemente un reflejo de las reglas constitucionales relativas al nombramiento de dicho cuerpo. De rechazo, el individuo se beneficia con una disposición constitucional concebida, en principio, no con objeto de conferirle un derecho, sino con el fin de organizar una asamblea en la que las aspiraciones populares podrán manifestarse en una medida y en una forma determinadas por el derecho positivo. Orlando ("Fondement de la représentation politique", Revue du droit public, vol. III, p. 21, y Principes de droit public et constitutionnel, ed. francesa, pp. 108 ss.) niega igualmente que tenga el elector, como tal, ningún derecho propio. Saripolos (op. cit., vol. II, pp. 97, 114-115) declara que "el derecho del elector no es un derecho subjetivo: el Estado es el único sujeto de este derecho; por Reflexwirkung los electores parecen tener semejante derecho". Michoud (op. cit., vol. I, p. 148) dice que "como regla general, el derecho que pueden invocar los individuos que tienen la condición de órgano no es un verdadero derecho subjetivo", y se apoya en la consideración de que "la condición de órgano se les concede no en su interés propio, sino en interés de la persona moral". 422. No puede negarse, sin embargo, que, según la acertada observación de Duguit (L'État, vol. n, p. 113), vaya esta doctrina contra una idea que, a la vez, se halla muy expandida y es muy sensata. Esta idea simple es que la capacidad de voto conferida por la ley positiva al ciudadano constituye para éste, indiscutiblemente, cierto poder jurídico y, en este sentido, un derecho. Por una parte, en efecto, no es totalmente exacto decir, como hace Laband, que la legislación electoral sólo trata de organizar al Estado
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o de darle a un pueblo, tomado en su conjunto, una asamblea vagamente representativa; tiene también por objeto, por cuanto instituye un Parlamento efectivo, crear una organización especial en la que el ciudadano elector es llamado a desempeñar individualmente un pape!, por lo menos en cuanto concurre con su personalidad a formar el cuerpo electoral. Entra, pues, en este procedimiento de formación del Parlamento, intuitus personae; la persona de cada ciudadano es tomada en él con cierta consideración, ya que cada cual es llamado a emitir un sufragio. Por otra parte, es indudable que el individuo investido del poder de votar recibe de la disposición legislativa que le aseguró ese poder una facultad personal que tiene la misma naturaleza que un derecho, ya que este individuo, en adelante, es jurídicamente autorizado para que se reconozca su calidad de elector e incluso para ejercer su poder electoral. Esto es tan cierto que incluso aquellos autores que niegan al elector todo derecho subjetivo, se ven obligados a reconocer que este elector tiene una "pretensión legal subjetiva" (Saripolos, loe. cit., p. 115) al ejercicio de su función; al hablar de pretensión legal, estos autores tratan de no Pronunciar la palabra "derecho subjetivo"; pero, en definitiva, las expresiones indirectas a que recurren implican que el elector tiene realmente un verdadero derecho a su función. Es conveniente añadir que, según la legislación francesa, esta pretensión o reivindicación se aplica por la vía de una acción de justicia propiamente dicha. Considerando que la inscripción en una lista electoral es condición del ejercicio del derecho de elección, el elector que se cree indebidamente omitido puede, en los términos de los arts. 19 ss. del decreto orgánico de 2 de febrero de 1852, reclamar su inscripción ante la comisión municipal de revisión de las listas electorales, que resuelve a título jurisdiccional494 y cuyos juicios pueden ser objeto de recurso ante el juez de paz, pudiendo las decisiones de este último recurrirse ante la Corte de casación. Así pues, el ciudadano puede acudir a la justicia para establecer su condición de elector y asegurar el ejercicio de la misma. Ahora bien, la sanción de la acción constituye normalmente el índice y el signo distintivo del derecho subjetivo. Las facultades individuales, que no son más que la consecuencia indirecta y el efecto simplemente reflejo de una disposición legal orientada hacia otro objeto, no están provistas de acción; el individuo que se encuentra en el caso de beneficiare de semejante reflejo del derecho objetivo bien puede, en esta ocasión, hacer u s o del poder que ello origina en su provecho, pero no tiene el medio
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Una decisión del tribunal de conflictos, de 22 de julio de 1905, incluso le reconoció el carácter de autoridad jurisdiccional de orden judicial (ver sobre este punto Jéze, Revue du droit public, 1905, pp, 758 ss.)
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jurídico que le permita reivindicar, en principio, el ejercicio de este poder. Así, desde el momento en que el elector tiene una acción, parece tener un derecho propiamente dicho a su función. Estas consideraciones han hecho dudar a cierto número de autores, los cuales, aun persistiendo en definir ante todo al derecho de elección como una función de potestad pública, han llegado a admitir que también constituye para el elector un derecho individual. Incluso puede decirse que esta segunda opinión es la que prevalece actualmente en la literatura francesa. Ha sido ampliamente expuesta y defendida por Duguit (l'Etat, vol. II, cap. I, §§ VII ss.; ver especialmente pp. 106-108, 120-121, 129 ss.), el cual declara categóricamente que "en el concepto francés, el elector es a la vez titular de un derecho y está investido de una función" (Traite, vol. I, pp. 318-319). Es desde luego un derecho, puesto que la legislación vigente pone a disposición del elector un procedimiento que le permite establecer su capacidad de voto y reivindicar su admisión a las operaciones electorales. Pero es también una función, y para demostrarlo, Duguit argumenta especialmente y con mucho acierto (Traite, vol. I I , pp. 211 ss.) que la reclamación que tiende a realizar la inscripción en la lista electoral, según los textos anteriormente citados del decreto de 1852, no sólo puede formularse por el elector interesado, sino también por el prefecto y el subprefecto y, además, por todo elector inscrito en una de las listas de la circunscripción electoral, y que el recurso ante el juez de paz, según la jurisprudencia, puede entablarse por cualquier elector de la circunscripción, haya sido o no el recurrente parte en el proceso seguido en primera instancia ante la comisión municipal. Todas estas particularidades sólo pueden explicarse por la idea de la elección-función; y en verdad demuestran que el legislador francés no sólo consideró el derecho de sufragio como una facultad individual concedida al ciudadano, sino que vio también en ella un cargo público, cuyo ejercicio interesa a la colectividad entera y al Estado mismo. Esta idea de que el derecho electoral implica a la vez un derecho y una función parece adoptada también por Esmein (Éléments, 7ª ed. vol. I, pp. 367 ss.). Por su parte, Michoud, después de haber denegado al individuo órgano, como principio general, todo derecho subjetivo, "por no ser el derecho del órgano sino un simple efecto reflejo del derecho de la persona moral misma" (op. cit., vol. I, pp.,147 ss.), admite sin embargo, en cuanto al elector, que la facultad de participar en el voto es para éste "un verdadero derecho personal", y alega, en apoyo de esta opinión, que el poder electoral se concede a los ciudadanos tanto en su interés como en interés de la colectividad"; se les atribuye este poder, en efecto, "para que puedan hacer triunfar sus ideas y sus deseos en el gobierno": es, pues,
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"un poder que se les concede para defender sus intereses" (ibid., pp. 150, 287291).495 423. Contra la teoría que acaba de exponerse se suscitan graves objeciones. Ante todo, y por lo que se refiere especialmente al fundamento del derecho subjetivo de elección, no parece muy posible aceptar los argumentos propuestos por Michoud. Conforme a su doctrina habitual, que consiste en basar los derechos sobre intereses, este autor pretende que el derecho de elección se concede a los ciudadanos "en su propio interés", es decir, en interés individual. Este es un punto de vista difícilmente conciliable con el concepto francés de la soberanía nacional que implica, por lo que a los intereses se refiere, la preponderancia evidente del interés nacional o general con respecto a los diversos intereses particulares. Desde el momento en que el diputado mismo queda constituido por el derecho positivo en "representante" de la nación entera, lo que excluye la representación particular de su colegio respectivo, no es de creerse que los electores que componen este colegio sean llamados a hacer la elección en su interés particular; esto sería razonablemente contradictorio e igualmente desprovisto de sentido en la práctica, ya que el diputado no representa a sus electores. La institución del sufragio universal se explica de otra manera. Descansa en la idea de que todo ciudadano debe ser admitido a emitir su parecer personal sobre los asuntos de interés nacional, y a ejercer, en la medida de su poder electoral, su parte de influencia personal en la formación de la voluntad nacional que corresponde a este interés. Invidentemente, de ello resulta para cada ciudadano elector una prerrogativa personal, aunque no un poder establecido especialmente en su favor y en su beneficio individual. El objeto del sufragio universal no es substituir la representación del interés general por la de los intereses particulares, haciendo prevalecer los últimos sobre el primero; su objeto es sencillamente asociar, de un modo desde luego indirecto y parcial, todos los ciudadanos convertidos en electores a la apreciación del interés general y a la determinación de las medidas que deben tomarse como consecuencia de esta apreciación.496 Y con esto se vuelve de nuevo precisamente a la con
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Jellinek, que también cree que "detrás del derecho electoral se encuentra un poderoso Interés individual" (System der subjektiven óffentl. Rechte, 2* ed., p. 140), da sin embargo una formula más reservada de dicho interés. No llega a decir que el derecho de voto se confiere a los ciudadanos "para defender sus intereses"; se limita a sostener que todo particular tiene gran interés personal en asociarse a la actividad que se ejerce en interés general (loe. cit., pp 139-141). 496 El mismo Michoud comprendió tan bien la imperfección de su doctrina sobre el objeto y eI Fundamento del sufragio universal, que llega a declarar que, en definitiva, "el interés de los electores no se distingue del interés de la colectividad misma" (loe. cit., p. 291). Esto puede ser verdad si se considera al conjunto de ciudadanos, abstracción hecha de las personas singulares; pero ya no es exacto si con ello quiere decirse (pie el interés privado de cada ciudadano siempre está de acuerdo con el interés general. Para establecer que el derecho electoral es un derecho subjetivo en el sentido en que lo entiende Michoud, habría que probar que el sufragio universal fué adoptado para permitir a cada ciudadano que, por medio de su papeleta de votación, hiciere valer su propio interés subjetivo e individual, aunque fuese contrario al interés colectivo. Esto es precisamente lo que no puede admitirse.
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clusión de que el derecho de elección, en principio, es una pura función, un poder que se ejerce por cuenta y en interés de la colectividad, y no un privilegio establecido en provecho del elector y susceptible de considerarse, por ello,497 como un derecho subjetivo. La doctrina de Duguit, que pretende que el derecho de sufragio es "a la vez" y " a l mismo tiempo" un derecho y una función, tampoco puede admitirse. No puede serlo por lo menos en los términos en que dicho autor la presenta, pues dichos términos son contradictorios. No es posible que, en el mismo instante, es decir, en el instante en que vota, el elector ejerza conjuntamente una función y un derecho. En materia de potestad estatal, la noción de función, en efecto, excluye la de derecho individual. Como su nombre lo indica, la potestad estatal tiene por carácter inicial el ser una potestad de la cual solamente el Estado puede concebirse como sujeto. El ejercicio de esta potestad no puede ser el de un derecho individual. Un derecho individual no puede tener como contenido potestad pública. Por consiguiente, en el momento en que se reconoce que el derecho de elección es una función, se hace imposible añadir que es "al mismo tiempo" un derecho. Como funcionario, el elector actúa por cuenta de la colectividad estatal; bajo la forma particular del voto, aplica un poder que reside en ella sola; la colectividad se sirve de él para hacer funcionar su propio poder. Puede decirse que con esto posee una competencia, pero precisamente la palabra competencia tiene por objeto indicar que el portador de la función ejerce un poder que no es el suyo propio y que tampoco es —como se vio antes (n° 380)— un poder delegado. Todo ello excluye la posibilidad de ver en el derecho de elección un derecho subjetivo al mismo tiempo que una función pública. Y no se diga que este concepto dualista es el del derecho positivo francés. Bien es verdad que, desde 1791, la Constitución estableció (ver pp. 1116 ss., supra) que el ciudadano elector o ciudadano activo posee, a la vez un derecho y una función. El mismo Duguit insiste, con mucha razón, en el punto de que, bien sea en el sistema de 1791, bien en el de las Constituciones posteriores y especialmente en la 1848, este derecho y esta función "tienen diferente contenido" (L'Etat. vol. H, p. 119): uno se refiere a la civitas, y en ella tiene cada francés un derecho propiamente dicho; el otro, la función, consiste en participar en la actividad electoral. El derecho de elección presupone evidentemente
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Para que pueda verse el carácter subjetivo del poder del elector hay que colocarse en otro punto de vista (ver p. 1140, infra).
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el derecho de ciudadano, por lo que el ciudadano activo tiene juntamente un derecho y una función; pero el derecho de elección no se confunde con el derecho de ciudadano, ya que no basta ser titular de la civitas para llegar a ser elector. Así pues, lejos de tratar al derecho de elección como una función y un derecho reunidos, la tradición francesa nacida después de 1789 separa, por el contrario, estos dos elementos: distingue, por una parte, el derecho cívico común a todos los franceses e independiente de la cualidad de elector, y por otra parte, el derecho de elección, que, una vez diferenciado del derecho de ciudadano, se presenta puramente como una función.498 424. ¿Significa esto que en el elector no debe verse sino a un funcionario desprovisto de todo derecho subjetivo? Semejante conclusión estaría en manifiesta oposición con el sistema positivo de la legislación francesa. En efecto, no se puede negar que el francés que cumple con las condiciones requeridas para el derecho de elección, jurídicamente puede aspirar al ejercicio de su poder de votar. Esta pretensión está sancionada por una acción: de ahí que presente los caracteres específicos de un derecho personal. Ahora bien, ¿cuáles son, en realidad, la naturaleza y el objeto de este derecho? ¿En qué medida, o, mejor aún, en qué momento el francés investido del derecho de elección aparece como titular de un derecho? Duguit, queriendo compartir las dos ideas que se hallan aquí en presencia, responde que el derecho de elección es al mismo tiempo derecho y función. Según su fórmula, el ciudadano, al votar, ejercería, pues, en el mismo instante, un derecho individual y una competencia estatal. Pero esta fórmula contiene una evidente contradicción, por excluirse recíprocamente los términos función y derecho. En tanto que el ciudadano elector actúa como funcionario, realiza un acto estatal; es el Estado el que actúa por él; su personalidad, así como la del individuo órgano, se absorbe en la del Estado; no es posible, pues, considerando al elector bajo este aspecto, decir que ejerce un derecho propio de su persona (cf. n. 6, p. 1081, supra). El voto sólo aparece aquí como el ejercicio de una competencia y el cumplimiento de una función. Pero, por otra parte, es esencial
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Por lo demás, la distinción revolucionaria entre el derecho de ciudadano y la función electoral no se refiere a la cuestión de saber si el ciudadano investido por la ley positiva del derecho electoral tiene, a consecuencia y en virtud de esta ley, un derecho subjetivo de sufragio. Significa simplemente que el derecho de ciudadano proveniente de la cualidad de francés no entraña por sí solo ni comprende en sí el poder electoral, y que éste sólo pertenece a aquellos ciudadanos a quienes la legislación positiva lo confiere especialmente a título de función nacional. En otros términos, el ciudadano, como tal, carece del derecho primitivo de elección, con anterioridad a la ley del Estado. Ahora bien, la cuestión antes debatida es muy diferente, y se presenta con posterioridad a la ley electoral. Para resolver esta cuestión, pues, no puede deducirse nada del hecho de que la Constitución de 1791 y la tradición francesa admitieran en la persona del (lector la doble existencia de un derecho y una función.
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observar que esta absorción sólo empieza a producirse en el instante del voto; así como el individuo órgano no confunde su personalidad con la del Estado, sino en la medida y en el tiempo en que realiza función de órgano estatal, así también el ciudadano elector conserva su carácter de persona distinta con respecto al Estado mientras no ejerce efectivamente su actividad electoral; hasta entonces, es susceptible de considerarse como un sujeto de derechos, y por consiguiente, en este momento especial, es decir, antes del voto y de su terminación, es donde hay que situarse para poder hablar de un derecho electoral del ciudadano. Se ve así la diferencia que se establece entre esta última manera de ver y la doctrina de Duguit. Según este autor, el elector, titular de un poder de doble aspecto, actúa al votar en una doble condición: hace, a la vez, acto de sujeto jurídico, que ejerce su derecho individual, y de funcionario, que ejerce una competencia nacional. Por el contrario, en la teoría que acaba de proponerse y que parte del reconocimiento de que ambas cualidades son incompatibles y en ningún momento pueden coexistir en un mismo titular, se llega a descomponer el derecho de elección distinguiendo en la situación del elector dos fases sucesivas. Mientras sólo se trata para el elector de hacerse admitir al voto haciendo reconocer su aptitud legal para votar, este elector aparece como invocando un derecho que recibe de la ley y como reivindicando el ejercicio de una facultad personal legal. En esta primera fase, el elector no es todavía órgano o funcionario, ya que no se halla aún en el ejercicio de su función; nada se opone, pues, a que se le considere como alegando un derecho subjetivo.499 Pero una vez que ha tenido lugar el voto, el elector debe considerarse como habiendo cumplido una función, pues por efecto del estatuto orgánico en vigor, la voluntad emitida por los electores vale como voluntad estatal; según ese estatuto, el Estado recoge esta voluntad por su cuenta y la hace suya; en razón de los efectos que produce y de la potestad que constitucionalmente entraña, la actividad electoral adquiere de inmediato los caracteres de una actividad estatal, y por consiguiente, el elector que se había presentado al voto en virtud de un derecho personal, aparece ahora como habiendo realizado acto de funcionario: en el instante mismo de la votación, su derecho se ha transformado en función. Así pues, no es posible admitir con Duguit que el derecho de elección sea simultáneamente un derecho y una función. Pero, en sentido inverso, tampoco cabe adherirse a las conclusiones de la numerosa escuela que en el carácter de función pública conferido al derecho electoral ve un
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No se objete —como hace Laband— que el derecho a una función, o sea a un poder que no es un derecho, no puede ser un derecho subjetivo: más adelante (pp. 1136 ss.) se responderá a esta objeción.
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argumento para sostener que el elector no tiene ningún derecho subjetivo. Indudablemente, el órgano o el funcionario carece de subjetividad propia en relación con el Estado, con el cual se confunde. Pero el error de esta escuela es olvidar que antes que el órgano existe el individuo. Lo que el Estado toma por órganos, son individuos, cuyas voluntades erigen su estatuto en Voluntades estatales. En el momento en que se ejerce la actividad orgánica, desaparece el individuo y sólo queda un acto de órgano. Pero antes de este acto, el individuo, que no se comportaba como un órgano y que sólo era aún un individuo, ya había recibido de la Constitución o de los sucedáneos de ésta el poder de ejercer en un momento dado una actividad destinada a valer como actividad estatal; poseía ya, en este sentido, el poder de ser órgano del Estado. En esta primera fase, y cualquiera que s e a el punto de vista desde donde se le examine, este poder sólo puede constituir un poder individual: es una facultad subjetiva asegurada por la ley del Estado a ciertos individuos. Así se explica que el derecho de elección pueda constituir, alternativamente, un derecho de la persona y una función del Estado. El individuo no llega a ser funcionario y el derecho no se convierte en función sino a partir del momento en que se ejerce la actividad electoral. 425. Todas estas ideas se aproximan notablemente a las que desarrolló Jellinek en el transcurso de su célebre teoría sobre la cuestión de la naturaleza subjetiva del derecho del elector: se apartan, sin embargo, en un punto esencial, como vamos a ver. Según Jellinek, el individuo que ejerce una función estatal no tiene, en su condición de órgano de Estado, un derecho subjetivo, sino solamente una competencia, la cual es siempre de derecho objetivo (System der subjektiven óffentl. Rechte, 2* ed., pp. 136 ss., 223 55.; ver especialmente pp. 138 y 2 2 7 ) . Así es como un monarca, un presidente electo, los propios miembros de una democracia directa, desempeñan sus funciones públicas como agentes de ejercicio de poderes cuyo titular es únicamente el Estado. No podrían, pues, ejercer estos poderes como derechos subjetivos. Pero, establecido este punto, Jellinek reconoce por otra parte que las leyes orgánicas que señalan y habilitan a ciertas personas para desempeñar el papel de lóganos, originan a favor de ellas un derecho a reivindicar y a hacer reconocer su condición y su capacidad de órganos del Estado. Bien es verdad que este derecho no se extiende hasta aquellos actos comprendidos en la I unción de órganos, pues las leyes que reglamentan la función determinándolos poderes o los actos que entraña, no fundan en ello sino puro derecho objetivo. No existe aquí, pues, un derecho de competencia, por no poder ésta, en ningún caso, ser objeto de un derecho subjetivo. Pero, al menos, el individuo que deriva del orden jurídico en vigor la vocación para
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ocupar la situación de un órgano, tiene derecho a esta situación; al establecer su vocación individual, puede hacerse reconocer como órgano. Una vez establecido este derecho subjetivo, el derecho objetivo se aplicará a su vez en el sentido de que el individuo reconocido como órgano podrá cumplirlos actos que objetivamente entraña la función. El reconocimiento de la cualidad de órgano, en efecto, tiene por consecuencia jurídica la admisión a los actos de la función. Puede decirse, pues, en cierto sentido, que la persona que aspira a la cualidad de órgano reivindica al mismo tiempo el ejercicio de la actividad estatal. Sin embargo, según Jellinek, importa darse cuenta de que el ejercicio de la función no constituye sino una continuación —motivada por el derecho objetivo— del reconocimiento delderecho subjetivo a la condición de órgano; por lo demás, este ejercicio no se halla comprendido en el derecho subjetivo de la persona órgano y no forma el contenido de la misma. La persona órgano, estrictamente, sólo tiene un derecho a la posición de órgano, y no un derecho a la función misma o a los actos y poderes que ésta contiene (ver sobre estos diversos puntos Jellinek, loe. cit., especialmente pp. 143, 146-147, y L'État moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 54 ss., 249 ss.; en el mismo sentido, G. Meyer, op.cit., 7ª ed., pp. 269-270). Se ve así el alcance preciso de la distinción esencial que Jellinek establece en esta materia entre el derecho individual y la función, o también entre la cualidad abstracta de órgano y los actos concretos que forman parte de la actividad funcional. El poder de realizar éstos tiene por exclusivo sujeto al Estado; únicamente la cualidad de órgano puede ser objeto del derecho subjetivo que pertenece al individuo constituido en órgano. Esta distinción capital, una vez expuesta en lo que se refiere al órgano en general, la aplica Jellinek a la cuestión del derecho de elección (System, 2a ed., pp. 138, 159 ss.; L'État moderne, ed. francesa, vol. n, pp. 54 ss., 250, 251). Jellinek distingue en el derecho de elección dos elementos, el derecho y la función, pero no en el sentido de que el ciudadano elector, como individuo, posea a la vez un derecho y una función, o más exactamente, que sea el titular subjetivo de esta última. Muy al contrario, Jellinek separa, de un modo completo, el derecho y la función. El elector, dice, en virtud de la ley electoral, tiene un derecho individual propiamente dicho, el derecho a que se le reconozca como elector, como teniendo personalmente el status de ciudadano activo; el reconocimiento de este derecho entraña para él la admisión al voto. Pero el voto mismo, el acto que consiste en emitir un sufragio, ya no es para el ciudadano el ejercicio de un derecho subjetivo. El voto es, en efecto, una actividad o función estatal cuyo sujeto jurídico es y no puede ser sino el Estado mismo. Al votar, el ciudadano no aplica su propio poder, sino la potestad estatal. Opera como
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órgano o funcionario del Estado, no como individualidad distinta. Así pues, concluye Jellinek, el contenido preciso del derecho subjetivo de elección no es de ningún modo el poder de votar, sino solamente la facultad para el ciudadano de afirmar su cualidad individual de elector, de hacerla reconocer por todos, incluso el Estado, y por lo tanto de hacerse admitir a la votación; prácticamente, el derecho personal del elector se reduce, pues, a la facultad de exigir su inscripción en las listas electorales, facultad que, en efecto, está garantizada por una acción judicial (System, 2ª ed., pp. 160-161). 426. En suma, Jellinek reconoce la existencia en el elector de cierto derecho individual: comprueba que el derecho de elección constituye alternativamente una facultad subjetiva y una competencia funcional, que por lo demás no son concurrentes, sino que se ejercen sucesiva y separadamente. Esta es la parte sana de su teoría, pues, por un lado, no puede menos de reconocerse que la habilitación para el voto que concede al ciudadano la ley positiva origina a su favor una pretensión legal, que tiene la naturaleza de un derecho; y por otro lado, es evidente también que el derecho y la función no pueden coexistir en el mismo instante. Pero, en cuanto a lo demás, Jellinek limita el alcance de este derecho subjetivo por medio de una distinción entre la condición de órgano o de funcionario y los actos realizados con esa condición; el elector tiene un derecho a la cualidad de votante, pero no tiene derecho al voto. Así, la teoría de Jellinek se aleja de la que antes se expuso (p. 1132) y suscita objeciones que la hacen inaceptable. Estas objeciones fueron especialmente formuladas por Laband (op. cit., ed. francesa, vol. i, p. 495 n.), cuya argumentación en esta materia adquirió igual notoriedad que la teoría de Jellinek. Se resumen en la observación de que, si el voto mismo no es el ejercicio de un derecho subjetivo, la pretensión a la cualidad de votante tampoco puede constituir para el elector semejante derecho. Esto es evidente. Para que el elector pueda considerarse como titular de un derecho verdadero no basta con demostrar que tiene el poder de reivindicar y exigir su admisión a la función de votar, sino que es necesario, además, que esta misma función le pertenezca y se ejerza por él a título de derecho personal. Ahora bien, Laband alega precisamente que, por confesión del propio Jellinek (System, 2ª ed., p. 160). eI poder de votar no es para el votante sino un reflejo del derecho objetivo y la aplicación de una potestad cuyo sujeto es únicamente el Estado. En estas condiciones, la pretensión del elector de hacer reconocer su cualidad de votante, como no es más que la reivindicación de un "derecho negativo", no puede tener por sí misma el valor de un derecho. En vano se esfuerza Jellinek por establecer u n a diferencia entre la posición o el status
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de órgano, que según él constituye el contenido del derecho subjetivo, y la actividad que se ejerce en v i r t u d de dicho status, la que no puede —él mismo lo reconoce— ser objeto de un derecho individual. Esta distinción peca de excesiva sutileza; pues, en realidad, la Constitución sólo confiere la condición de órgano a un individuo con objeto de habilitarlo para cumplir ciertos actos concretos. Y además, la distinción es inexacta en sí, pues no es posible diferenciar, en principio, el status de órgano y los poderes que entraña dicho status; el caso del derecho de elección proporciona precisamente la prueba de ello, como lo observa Michoud (op. cit., vol. i, p. 149): el elector, en efecto, sólo recibe la condición de órgano o de funcionario con vistas a una actividad única, el voto; es, pues, imposible separar aquí la cualidad abstracta de órgano del poder concreto de votar, por confundirse ambas capacidades y no formar sino una sola. Todo esto justifica los ataques de Laband, que saca la conclusión de que la aptitud para votar y la facultad para el elector de exigir su admisión al voto no pueden caracterizarse como un derecho subjetivo desde el momento en que el poder de realizar el acto consistente en votar se halla por su parte totalmente desprovisto de este carácter. Y de un modo general, la vocación para la situación de órgano no puede constituir un derecho para el individuo a que se refiere, puesto que la actividad ejercida por él en virtud de esta situación no es, por su parte, la aplicación de un derecho personal. 427. Esta argumentación de Laband, a pesar del intento de réplica de Jellinek (Allg. Staatslehre, 3ª ed., p. 422 n.), ha parecido decisiva a los autores franceses (Duguit, L'État, vol. II , pp. 116-117 y Traite, vol. I, p. 320; Michoud, op. cit., vol. i, p. 449). Es evidente, en efecto, que la doctrina de Jellinek resulta viciada por las contradicciones que contiene, pues decir que el elector tiene un derecho a la condición de votante y negarle, sin embargo, el derecho a votar, son proposiciones inconciliables. Pero, en vez de deducir de esto que Jellinek se equivocó al reconocer al elector un derecho subjetivo, se puede formular la pregunta de si no habría que invertir esta conclusión y si la verdad no será más bien que el derecho del elector se refiere, no sólo a la condición de votante, sino también al acto mismo del voto. En efecto, no faltan sólidas razones para inclinarse hacia este segundo modo de ver más bien que hacia aquel del que Laband se ha convertido en defensor. Es indudable que de la facultad electoral concedida por la ley al ciudadano se deriva para éste cierto derecho individual. Jellinek marchaba por buen camino al establecer este primer punto. Su error fué detenerse en su marcha, y esto es lo que pudo legitimar la crítica de Laband. Desde el momento en que el derecho electoral y el poder de votar son cosas inseparables, había que llegar a decir que el elector, en definitiva, tiene un derecho directo al voto mismo, y, por lo tanto, quedaba
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descartada la objeción especial que Laband dedujo de las contradicciones inherentes a la doctrina de Jellinek. Estas contradicciones provienen del hecho de que Jellinek, y con él todos los autores que le niegan al individuo órgano un derecho sobre los actos de su función, se dejaron i n f l u i r de manera excesiva por la idea, justa en sí, de que la competencia no es ni puede ser un derecho subjetivo. Indudablemente, el órgano carece de personalidad propia con respecto al Estado, así como tampoco la potestad de Estado puede ejercerse por él como derecho propio. Pero toda la cuestión consiste en saber —como ya se indicó anteriormente (pp. 1131 ss.)— cuál es, en caso de ejercicio de la actividad estatal, el momento preciso en que la potestad del Estado empieza a manifestarse y en que el individuo que actúa por el Estado empieza a adquirir el carácter de órgano. Por lo que concierne particularmente al derecho de elección, querer impugnar el carácter individual del acto mediante el cual emite su voto el ciudadano elector sería ir contra la evidencia de los hechos. En realidad, es un individuo que viene a votar, e incluso —hay que repetirlo con insistencia (ver pp. 1132 s., supra)— es a individuos a quienes la Constitución del Estado recurre para ejercer esta actividad electoral, a individuos es a quienes confiere la aptitud al voto. Y no sólo la Constitución les Confiere un derecho ideal de ciudadanía activa, permitiéndoles afirmar de manera nominal su condición de agentes electorales, sino que les atribuye Como propio y directamente el poder jurídico de concurrir a las operaciones electorales, haciendo acto positivo de votantes. A consecuencia de esta habilitación, el ciudadano posee, pues, no ya sólo, como dice Jellinek, un derecho subjetivo para que se reconozca su vocación electoral, sino un derecho propiamente dicho a comparecer como elector y a ejercer efectivamente la actividad que consiste en votar.500 Por consiguiente, cuando el ciudadano así habilitado por la ley del Estado se presenta y participa
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Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 496-497) objeta que el elector no puede exigir de las personas privadas de que depende, ni siquiera del Estado, el libre ejercicio de su facultad de voto. Por ello, el doméstico o el empleado no pueden exigir de su patrón una licencia para votar. Igualmente, el funcionario retenido por un deber de su cargo, el acusado detenido en prisión preventiva, el militar convocado para un período de servicio, no pueden exigir del Estado que les conceda la libertad de ir a votar. Todo esto, dice Laband, demuestra claramente que el elector no tiene en realidad un derecho de votación. Pero esta objeción en modo alguno es concluyente. Al conferir a los ciudadanos el derecho electoral, el Estado, naturalmente, no se promete a separar todos los obstáculos físicos o jurídicos que puedan impedir que algunos de ellos ejerzan su derecho a votar. Nadie pensó nunca en atribuir semejante significado a la doctrina que afirma el derecho subjetivo del elector. Esta doctrina significa simplemente que el elector que se presenta a votar ejerce así una capacidad personal que procede de la ley del Estado; pero de ningún modo significa que el Estado tenga que proporcionar a cada elector la posibilidad efectiva de participar en la votación y los medios necesarios a dicho efecto.
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en el escrutinio, ejerce evidentemente un poder conferido a su persona, y en este sentido, un derecho propio. Contrariamente a la afirmación paradójica de Jellinek (ver p. 1134, supra) el derecho individual de voto tiene realmente por contenido una facultad activa de votar. Y por otra parte, no podría concebirse razonablemente que ocurriese de otro modo, pues únicamente el acto del voto tiene valor, y el reconocimiento de un derecho subjetivo a la condición de elector carecería de sentido si este derecho no entrañara, para el sujeto del mismo, precisamente el poder de votar. En apoyo de estas observaciones, cabe argumentar a base de lo que el mismo Jellinek, en el transcurso de sus estudios sobre el Estado federal, dijo acerca de la condición en que los miembros confederados de ese Estado pueden aspirar a participar en el ejercicio de su potestad. Se ha observado con frecuencia que la situación de los Estados particulares en un Estado federal presenta, en lo que se refiere a esta participación, grandes analogías con la de los ciudadanos en un Estado democrático unitario. Ahora bien, Jellinek especifica que es en su condición misma de Estados en la que los Estados confederados se fundan para participar en el ejercicio de la potestad federal (L'État modeme, ed. francesa, vol. n, pp. 546 y 556). Es verdad que añade que en el ejercicio de esta potestad no actúan como Estados y en virtud de un derecho subjetivo, sino como órganos del Estado federal (loe. cit., y System der subjektiven óffentl. Rechte, 2ª ed., pp. 300 ss.). Sin embargo, esta segunda proposición no se concilia realmente con la anterior, pues si la participación en la potestad federal es un derecho para los Estados confederados, como tales Estados, parece imposible sustraerse a la conclusión de que el ejercicio de esta participación constituye, a su vez, el ejercicio de un derecho conferido por la Constitución federal a su condición misma de Estados miembros. Y por ello Jellinek se ve obligado a reconocer, entre otras cosas, que el nombramiento de la segunda Cámara federal, Senado en Estados Unidos, Consejo de los Estados en Suiza, constituye para los Estados confederados un derecho propiamente dicho (L'État moderne, ed. francesa, vol. II, p. 556). Hay que aplicar las mismas ideas a los ciudadanos a quienes la ley del Estado inviste del status de ciudadanía activa. Evidentemente, en calidad de miembros del Estado es como han sido investidos de poderes públicos tales como el derecho de elección. Pero, así como los Estados miembros de un Estado federal son llamados como personas estatales a tomar parle en la potestad federal y ejercen, por consiguiente, esta participación a título de derecho subjetivo, así también los ciudadanos revestidos del derecho de sufragio son llamados al mismo como sujetos jurídicos que poseen una personalidad distinta respecto del Estado del que son miembros (cf. n. 15, p. 1144, infra); y por consiguiente, en esta calidad subjetiva
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es como participan en el nombramiento de los diputados, o por lo menos en las operaciones electorales de las que surgirá dicho nombramiento. En esto ejercen, pues, un derecho legal individual. 428. Generalizando estas observaciones, hay que reconocer que el individuo órgano tiene un derecho personal,501 que no se reduce a la cualidad de órgano, sino que se extiende hasta los actos de la función. Pero ¿no ya esta conclusión contra todo lo que se dijo antes sobre la naturaleza y la condición jurídica del órgano de Estado? La teoría del órgano —decíase entonces (pp. 1008 ss.)— se basa esencialmente en la observación de que la potestad estatal reside exclusivamente en el Estado y no puede tener a individuos por sujetos; por ello, esta teoría se abstrae por completo de la personalidad de los individuos poseedores de las funciones de potestad pública y sólo ve en ellos a órganos de la persona Estado; de igual modo, e niega a tratar su competencia como una capacidad inherente a su persona, y no ve en ella sino una esfera de atribuciones, un círculo de actividad, la esfera en la que ciertas personas han de funcionar como órganos estatales, es decir, como instrumentos de la potestad de Estado. Después de esto ¿cómo podrá pretenderse que el individuo órgano aporte un derecho subjetivo al ejercicio de la actividad estatal?
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Cf. en este sentido Michoud, " L a personnalité et les droits subjectifs de l'État dans la doi nine frangaise contemporaine", Festschrift Otto Gierke, 1911, pp. 518-519: "Los miembros di una colectividad tienen, con respecto a la persona moral que encarna dicha colectividad, derechos y obligaciones, lo mismo que si fueran terceros..." Por lo tanto, según dicho autor, los nacionales del Estado, lo mismo que los terceros, pueden tener, respecto a él, derechos subjetivos. " Lo mismo ocurre con los derechos y obligaciones del Estado en relación con las personas físicas que funcionan en calidad de órganos con respecto a él. Nada se opone a que existan derechos y obligaciones recíprocos entre el Estado y dichas personas." Según esto, los ciudadanos que han de desempeñar el papel de órganos tienen a dicho efecto, en sus relaciones con eI Estado, un derecho subjetivo. Michoud añade únicamente que, junto a las personas físicas que encarnan el órgano y que quedan sujetas a cambios, existe también, en el órgano, "una Institución abstracta y permanente, que sobrevive a esas personas", institución a la que da el nombre de "órgano abstracto". De este órgano abstracto es cierto decir que "no puede considerarse como una persona jurídica frente al Estado" y que "carece de derecho subjetivo a su competencia". A este órgano abstracto es al que se aplica también una observación que se expuso antes (p. 1010), a saber, que los conflictos de competencia que puedan suscitarse entre dos autoridades estatales no constituyen conflictos entre personas distintas que alegan sus derechos subjetlvos, sino que simplemente ocasionan una regulación de competencias entre órganos diversos de una sola y misma persona, que es el Estado. Al expresar todas estas proposiciones. Michoud modifica y rectifica la opinión que había sostenido anteriormente (ver p. 1126, supra) en esta materia, consistente en negarle de un modo absoluto al individuo órgano todo derecho subjetivo (Thiorie de la personnalité morale, vol. i, pp. 147 ss.). Ver también Hauriou, Principes de droit public 2ª e d . , pp. 169 ss., 652-653, el cual, mediante razonamientos diferentes, se ve llevado a admitir q u e , respecto a la función de elector y, en general, respecto a las funciones estatales, “los individuos adquieren derechos reales, y estos derechos reales constituyen su estatuto indiviilual, estatuto de (doctor, estatuto de funcionario, estatuto de órgano".
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La respuesta a esta objeción debe buscarse en el orden de ideas al que ya antes se hizo alusión en estas últimas páginas y que consiste en considerar, en la formación de la voluntad estatal, dos elementos bien distintos: la actividad personal del individuo destinado a servir de órgano y la conmutación de esta actividad individual en actividad del Estado mismo. La doctrina corriente desconoce esta necesaria distinción. Se atiene a la idea de que los individuos que concurren a la formación de la voluntad estatal intervienen por el Estado en calidad de órganos y por consiguiente razona como si dichos individuos no tuvieran ningún cometido personal que desempeñar en el nacimiento de esta voluntad. Es éste un análisis incompleto que sólo considera uno de los aspectos de la situación que resulta de la organización estatal y que deja en la penumbra toda una importante parte de la realidad. La voluntad enunciada por cuenta del Estado por los hombres que le sirven de órganos en realidad empieza apareciendo como una voluntad de individuos. Antes de tratarla como voluntad estatal, no puede negarse que sea, ante todo y en sí misma, una voluntad humana. Así se desprende de la misma definición que, desde el principio, se ha dado del órgano (ver pp. 989 y 1007, supra). El órgano, se dijo entonces, es el individuo cuya voluntad, mediante el estatuto del grupo, vale como voluntad de éste. Los primeros constituyentes franceses decían igualmente: El órgano, o, en la terminología de la época, el representante, quiere por la nación. Estas definiciones señalan claramente que el individuo órgano tiene la facultad de querer por sí mismo por cuenta de la nación y de emitir su propia voluntad sobre los asuntos del Estado. Precisamente en esto consisten su cometido y su derecho subjetivos. Sin duda, las voluntades emitidas por él, a condición de referirse a los asuntos de su competencia y de haber sido enunciadas dentro de ciertas formas, adquieren el valor jurídico de voluntades estatales en virtud de la Constitución del Estado. No obstante, antes de referirlas al Estado hay que empezar por reconocer que emanan de ciertas personas que individualmente tienen aptitud para formularlas. En otros términos, si se quiere tener en cuenta todos los elementos que se encuentran en la base de la teoría del órgano, es conveniente distinguir en la formación de la voluntad estatal dos momentos lógicamente distintos: la emisión por el individuo órgano de su voluntad personal, y la apropiación constitucional de esta voluntad individual por el Estado. Por efecto de esta apropiación, lo que al principio sólo era una simple voluntad de individuos se convierte en voluntad estatal y adquiere, por este hecho, la fuerza especial que se desprende de la potestad de Estado. Esta fuerza superior no era inherente, desde el principio, a la decisión enunciada por el individuo órgano, ya que ésta no es en sí sino la expresión
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de una voluntad particular. El individuo órgano puede proporcionar al Estado el concurso de su voluntad, de su apreciación, de su decisión personal, pero no es él quien puede conferir a esta decisión el carácter y la virtud de un acto de potestad pública. La formación de la voluntad estatal constituye, pues, dos operaciones sucesivas: una decisión que es obra subjetiva de los individuos competentes, y, en segundo lugar, la atribución a este acto individual de la fuerza propia de la voluntad del Estado, la transformación, por consiguiente, del acto de voluntad individual en un acto de potestad estatal; y esto ya no es un efecto de la voluntad subjetiva del individuo órgano, sino la obra del estatuto orgánico del Estado, una consecuencia de la potestad contenida en el Estado. En este último aspecto, resulta ciertamente exacto decir que la competencia que corresponde al individuo órgano no constituye una capacidad asignada a su persona (ver |). 1009, supra). Ciertamente, ningún miembro de la nación puede llevar en sí, ni a título originario ni a título derivado, el poder de realizar un acto de potestad estatal. Pero, por lo menos, el Estado, para quien no es posible ejercer ninguna de sus funciones sin el concurso de actividades humanas, puede recurrir, a este efecto, a sus miembros individuales, puede atribuir a algunos de ellos un poder individual de querer por su cuenta; aquí es donde reaparece el derecho subjetivo del individuo órgano, derecho que seguramente no se extiende hasta la potestad pública misma, pero que tampoco se restringe a la cualidad abstracta de órgano. Es el derecho de hacer aquellos mismos actos que se refieren a los asuntos del Estado, debiendo la Constitución atribuir después a estos actos individuales el valor de actos estatales. No se objete a este análisis del papel del órgano que la Constitución, previamente, atribuyó semejante valor a la actividad de las personas a quienes ella llama a querer por el Estado, y que, por lo tanto, la doctrina que acaba de exponerse se reduce, en definitiva, a reconocerles la potestad pública misma como un derecho subjetivo. Esta objeción carece de fundamento. Bien es verdad que, por su Constitución, el Estado se apropia previamente las decisiones futuras de sus órganos, como ya se observó antes (p. 1007). Pero hay que "observar también que la disposición estatutaria que instituye un órgano comprende lógicamente dos prescripciones que, aunque ligadas una a otra, sin embargo deben distinguirse cuidadosamente. Por una parte, la Constitución declara que las voluntades emitidas por cuenta del Estado, dentro de ciertas condiciones de forma, sobre ciertos objetos, por ciertos "órganos", han de valer como voluntad del Estado mismo; organiza así al Estado de manera tal que le proporciona jurídicamente una voluntad de la que naturalmente carece. Pero, por otro lado, para asegurarle esta voluntad, la Constitución se ve obligada a recurrir
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a individuos, confiriéndoles una aptitud personal para determinar bajo su propia apreciación el contenido de la decisión que ha de formar posteriormente la expresión de la voluntad estatal. No sólo dichos individuos tienen así un papel personal que desempeñar, sino que también tienen en el ejercicio de dicho papel un poder personal que reciben de la Constitución. En suma, el individuo órgano actúa, pues, con una doble condición: Como individuo tiene el poder de emitir, sobre los asuntos del Estado, su propia voluntad, que se halla destinada a constituir el contenido de las decisiones estatales; a este respecto tiene el derecho subjetivo de cooperar a la formación de la voluntad pública dentro del Estado. Además, como órgano tiene el poder de hablar en nombre del Estado, en el sentido de que las decisiones que enuncia, según la Constitución, valen directamente como decisiones del Estado y toman de la potestad estatal su fuerza especial. Y ahora ya no puede tratarse de un derecho subjetivo del individuo, sino únicamente de una competencia del órgano y de un poder anejo a la función.502 Las observaciones que acabamos de formular permiten completar y precisar definitivamente la teoría del órgano anteriormente expuesta (núms. 373 ss.). Cuando se dice, en una fórmula algo elíptica, que es órgano —o representante (Constitución de 1791)— el que quiere por el Estado, no hay que entender esta definición en el sentido de que el individuo instituido como órgano pueda concentrar en sí, como un derecho personal, la potestad del Estado. Antes al contrario, cuando se declara que el órgano carece de personalidad propia y constituye un todo con el Estado, esto no puede significar tampoco que se deba hacer completa abstracción del individuo que desempeña el papel de órgano.503 Por delicada que pueda parecer esa distinción, en esta materia hay que separar lo que
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La distinción anteriormente establecida ofrece cierta analogía con la propuesta por Laband (ver n° 131, supra), en materia de elaboración de las leyes, entre la fijación del contenido de la ley y la emisión del mandamiento que confiere a dicho contenido su valor imperativo y que, según dicho autor (op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 267), es el único que constituye un acto de potestad legislativa. El papel de los agentes llamados a querer por el Estado es proporcionar el contenido de los actos de voluntad estatal; es, por lo tanto, un papel subjetivo. Pero el agente, por sí solo, no puede conferir a dichos actos su valor imperativo; es la Constitución la que confiere al acto la fuerza superior en virtud de la cual habrá de imponerse en adelante con los caracteres provenientes de la potestad propia del Estado. Esto ya no es una consecuencia de la voluntad subjetiva del agente, sino una consecuencia del orden estatutario establecido en el Estado. 503 Este punto queda claramente señalado por Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. II. p. 251), quien hace observar que " l a situación de órgano es soportada siempre por un individuo (Organtriiger)", el cual, añade, jamás se absorbe completamente en el órgano, ni siquiera desde el punto de vista jurídico. Por ello, dice Jellinek, "el Estado y el Organtriigrr son dos personalidades distintas, entre las cuales son posibles y necesarias relaciones jurídicas vanadas".
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Constituye el hecho personal o el derecho subjetivo del individuo y lo que, por el contrario, depende de la competencia del órgano. El individuo que, fundándose en la Constitución, pretende realizar determinados actos por cuenta del Estado, invoca así s u poder personal, s u derecho subjetivo, del mismo modo que la actividad que se prepara a ejercer presenta u n carácter individual. Pero a medida que esta actividad se desarrolla, y en cuanto se trata de los efectos que va a producir,504 las cosas cambian de aspecto. Consíderada posteriormente y en cuanto a sus efectos, aparece dicha actividad como emanando, no ya de tal o cual individuo, sino del Estado mismo. El autor del acto no lo cumplió como persona distinta sino como órgano.505 El poder que con anterioridad al acto invocaba como un derecho subjetivo ya no puede considerarse sino como una función. En una palabra, una vez realizado el acto, la personalidad del individuo órgano desaparece y se muestra plenamente la del Estado. Todo esto queda señalado de una manera particularmente clara en caso de elecciones. Los electores se presentan a la votación como ciudadanos nos vienen a ejercer cada u n o un derecho subjetivo. Después de la votación, sin embargo, el cuerpo electo de los diputados no es una asamblea de delegados de los electores, sino u n órgano del Estado; lo que implica que, al votar, el cuerpo electoral, por s u parte, ha hecho obra de órgano estatal. En último análisis, resulta de ello que, por mediación de los colegios electorales, es el Estado mismo el que ejerció su actividad y su potestad en lo que concierne al nombramiento del cuerpo de diputados. Hay que admitir, pues, que el derecho de elección es sucesivamente un derecho individual y u n a función estatal. Un derecho, en cuanto se trata
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Hasta puede pensarse que la voluntad expresada por los individuos órganos sólo adquiere plenamente el carácter de voluntad estatal a partir del momento en que su decisión ha llegado a ser jurídicamente perfecta y definitiva. Cuando la Constitución de 1791 confería al rey el poder de oponer su veto suspensivo a las leyes adoptadas por el cuerpo legislativo, no es fácil concebir que, con esto, le haya otorgado la potestad exorbitante de oponerse a la voluntad de la nación misma. El veto real sólo iba dirigido contra la voluntad de los diputados o de la mayoría de ellos; la voluntad legislativa de estos diputados sólo había de valer jurídicamente voluntad orgánica del Estado y la nación en el instante en que las facultades de resistencia del monarca estuviesen agotadas y en que todos los obstáculos que pudiesen oponerse a la entrada en ejecución de la ley estuviesen definitivamente retirados. 505 Ver en el mismo sentido el análisis que da Laband (op. cit., ed. francesa, vol. I, pp. 381-382) referente a la participación de los Estados alemanes en las decisiones que dependían de La compencia del Bundesrat: "Los derechos pertenecientes al Estado particular llegan hasta la Votación en el Bundesrat inclusive; hasta este momento la individualidad del Estado particular Conserva su importancia . Desde queel Bundesrat toma una decisión, se convierte inmediatamente en órgano de voluntad del Imperio y ejerce e l poder soberano y superior a los Estados del Imperio."
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para el elector de hacerse admitir a la votación y de participar en ella;506 una función, en cuanto se trata de los efectos que ha de producir el acto electoral una vez realizado; pues dicho acto, individual en sí, lo recoge por su cuenta el Estado y a él se lo atribuye la Constitución;507 por ello, produce los efectos y tiene la potestad de un acto estatal, aunque sea obra de individuos.508
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Puede decirse incluso que el derecho subjetivo de los electores llega hasta la designación de las personas que habrán de ser miembros del cuerpo de diputados, pues tal es el objeto preciso de la votación; esta última es un acto mediante el cual el cuerpo electoral escoge y nombra a sus elegidos. Los electores, en este sentido, tienen un derecho subjetivo de nombramiento. En cuanto al efecto de este nombramiento, es decir, en cuanto al poder que habrán de ejercer los diputados, una vez elegidos, procede, no ya de los electores, sino del Estado y de la Constitución. Todo esto ya se observó anteriormente (núms. 347, 369, 382) y se dedujo por otros argumentos. Cualquiera que sea el punto de vista desde el que se considere la cuestión del derecho electoral, siempre se llega a reconocer que en esta materia hay que distinguir entre la elección propiamente dicha, que sólo es una designación de personas y que es obra subjetiva de los electores, y la concesión a los diputados del ejercicio del poder estatal; esta última es obra de la ley del Estado. 507 Por las observaciones anteriormente recogidas se deduce el sentido preciso en el cual, en suma, hay que entender la proposición doctrinal anteriormente enunciada (n° 379) y según la cual el órgano, como tal, no tiene personalidad distinta de la del Estado. Evidentemente, esta proposición no puede tener por objeto negarle todo carácter personal a la actividad del individuo que interviene como órgano. Incluso colocándose en el punto de vista de que el órgano no tiene más misión que la de indagar y declarar una voluntad contenida en la colectividad, se está obligado a reconocer que el individuo órgano, en esta búsqueda o declaración, desempeña un papel de apreciación que implica por su parte una actividad personal. Pero la doctrina que le niega personalidad jurídica al órgano de Estado quiere significar así, ante todo, que, por su estatuto orgánico, el Estado se apropió previamente la actividad de los individuos que convirtió en sus órganos. Una vez realizado, el acto del individuo órgano, por lo tanto, vale constitucionalmente no como obra de la persona que lo ha realizado, sino únicamente como obra del Estado. En este sentido, pues, y a partir de la conclusión del acto, la personalidad del agente se esfuma y, desde el punto de vista jurídico, sólo queda en escena la personalidad del Estado por cuenta del cual obró el agente. 508 La teoría anteriormente expuesta se funda en una distinción entre el carácter en el que los electores son llamados a votar y la cualidad en que deben ser considerados por haber ejercido su actividad electoral, en cuanto se trata de caracterizar a ésta según sus efectos jurídicos. En virtud de una Cualidad individual y subjetiva, son llamados por la Constitución al derecho de votar; tratándolos como órganos, la Constitución reconoce a la asamblea de los elegidos designados por ellos el carácter y la potestad de una autoridad estatal. Igualmente, en el Estado federal, los Estados confederados, asociados por el estatuto federal al ejercicio de la potestad central, son llamados como Estados y funcionan como órganos. Son Estados desde el punto de vista de la naturaleza de su vocación; son órganos desde el punto de vista de los efectos de su participación. Contra esta distinción se ha elevado, sin embargo, una objeción. Incluso cuando sólo se considera el punto de vista de la vocación, es necesario observar, se ha dicho, lo mismo para los ciudadanos electores que para los Estados comprendidos en
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NATURALEZA Y CONTENIDO DEL DERECHO INDIVIDUAL DE SUFRAGIO 429. Acaba de verse que el derecho de sufragio, para el ciudadano habilitado para votar por la ley del Estado, es un derecho subjetivo y, en este sentido, un derecho individual. Pero ¿es también un derecho individual en el sentido de que cada votante se halle investido del poder de (incurrir personalmente al nombramiento efectivo de un diputado? ¿O el derecho a elegir reside en el conjunto del cuerpo electoral actuando por circunscripciones parciales, limitándose el derecho subjetivo electoral a la facultad para el elector de participar, emitiendo un sufragio, en las operaciones electorales de la sección de la cual es miembro? Se trata aquí como se anunció antes (pp. 1106 y 1 1 0 9 )— de saber cuál es, según su contenido, la naturaleza del derecho electoral. ¿Se trata de un derecho de elegir o simplemente de un derecho de voto? Si es un derecho de elegir, puede decirse que cada elector es individualmente un órgano del Estado, de modo que habría entonces tantos órganos electorales como ciudadanos llamados a votar por la Constitución. Si, por el contrario, la Constitución reservó el poder y la cualidad de órgano electoral al cuerpo entero de ciudadanos, en este caso ya no constituye cada votante, por sí sólo un órgano, sino que únicamente es miembro de un órgano colegiado por cuanto concurre a constituir el órgano encargado de elegir.
un Estado federal, que ante todo se les llama como miembros y partes componentes del Estado, Ahora bien, en cuanto miembros de la persona estatal, forman parte integrante de ésta; no se les puede considerar, pues, como terceros con relación a ella, ni como sujetos jurídicos distintos (ver núms. 4 y 82. supra). En esto precisamente es en lo que aparecen como simples órganos del Estado, desprovistos de personalidad independiente en el ejercicio de su función estatal y, por consiguiente, incapacitados para ser considerados como ejerciendo dicha función a título de derecho subjetivo. Pero a esta objeción puede responderse que la vocación electoral funda únicamente en la cualidad de miembro (ver núms. 416 ss., supra). Lo prueba el hecho de que esta cualidad, indudablemente necesaria, no es suficiente para asegurar al ciudadano del derecho electoral. El poder que la Constitución confiere al elector no se reconoce indistintamente a todos los miembros del Estado. Quienes son investidos por la ley del Estado de la función electoral, deben esta investidura al hecho de que, además de su cualidad de miembros llenan ciertas condiciones especiales o poseen ciertas cualidades subjetivas; así, no puede negarse la existencia de un aspecto subjetivo en el derecho electoral. Este aspecto subjetivo es más acentuado aún en las otras personas que desempeñan el papel de órganos; en razón misma de que su número, comparado al de los electores, es muy restringido, resulta evidente que su vocación no procede de su simple cualidad de miembros de la colectividad. Esta vocación es para ellos una prerrogativa particular, al menos en el sentido de que les corresponde por exclusión de los demás miembros del Estado, o sea de la gran mayoría. La potestad de prestar el concurso de su voluntad personal a la persona abstracta Estado les es conferida a título especial y porque únicamente ellos, entre los miembros de la nación, reúnen las condiciones personales exigidas a dicho efecto. Finalmente, en el Estado federal es cierto que a los estados confederados se les llama al ejercicio de su potestad como miembros de este Estado; hay que añadir, s i n embargo, q u e BU cualidad de miembros se mezcla con su condición De estados y depende de ella, y en esta última cualidad, francamente subjetiva, es en l a que adquieren sn vocación para intervenir en la formación de la voluntad federal.
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430. La primera de estas dos opiniones se sostuvo especialmente objeto de justificar la representación proporcional o de fundar algo equivalente a ésta. Saripolos (op. cit.) fué su principal defensor. Indudablemente, dice este autor (vol. II, p. 120), el poder electoral, en principio, como todo poder estatal, corresponde a la nación o al pueblo tomado en su unidad indivisible. Pero, en un Estado democrático, el ejercicio de dicho poder se halla individualizado por la Constitución en la persona de cada elector, y así es necesario que ocurra para que el régimen democrático se halle verdaderamente realizado. Indudablemente también, y por la misma fuerza de las cosas, es indispensable que los electores se reúnan y constituyan corporativamente para ejercer su derecho de elegir, pues la voluntad electoral de cada uno de ellos sólo es jurídicamente eficaz en cuanto hace número y concuerda con las voluntades individuales de otros electores; la actividad electoral, por su misma naturaleza, está sometida a la necesidad de ejercerse colectivamente. Pero si bien el derecho a elegir es forzosamente colectivo por lo que se refiere a su ejercicio, no deja de constituir, considerado en sí, un derecho individual en el sentido de que se atribuye por la ley electoral a cada ciudadano personalmente (loe. cit., pp. 118 ss.). En otros términos, si bien los electores han de constituir una formación colectiva para votar y elegir, no constituyen, propiamente hablando, un ser colectivo (pp. 93 y 126). Los grupos locales o circunscripciones electorales entre las cuales quedan repartidos esos electores no son los titulares propios del poder electoral, como lo era antiguamente la bailía, sino que dicho poder reside, en una forma individual, en cada elector. El mantenimiento del sistema mayoritario en cada una de estas circunscripciones es "un verdadero anacronismo"; es un vestigio de la antigua representación de las colectividades o corporaciones constituidas en personas jurídicas (p. 129). El procedimiento mayoritario se justificaría si el derecho a elegir correspondiera a la circunscripción misma; ésta actuaría entonces por mayoría de sus miembros. Pero es muy cierto que la circunscripción no es el sujeto especial de este derecho (ver n° 410, supra), e importa sobre todo observar que no puede serlo en un Estado democrático. En efecto, uno de los signos característicos de la democracia es realizar, para el ciudadano, "la alternativa del mando y de la obediencia" (Saripolos, op. cit., vol. II, pp. 65 y 122) , en el sentido de que el ciudadano no es únicamente en ella un "gobernado", obligado como tal a obedecer, sino que es también un "gobernante", que participa en la acción gubernamental (ibid., pp. 112 y 114) . Esto ocurre incluso en la democracia representativa: en ella, en realidad, los ciudadanos sólo participan en el gobierno dentro de la medida del derecho electoral, pero al menos,
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y en virtud misma del principio democrático, el derecho electoral les es conferido por la Constitución como un poder destinado a proporcionar a cada uno de ellos un medio efectivo de ejercer cierta influencia en la formación del Parlamento nacional (p. 119). Cada ciudadano tiene una "pretensión subjetiva" a concurrir personalmente al nombramiento de los representantes, o por lo menos de uno de ellos; y por consiguiente, cada ciudadano tiene un "derecho individualizado" para elegir por su parte al menos un diputado (pp. 114-115). Por lo tanto, este concepto democrático del derecho de elección implica necesariamente la exclusión del régimen mayoritario y la adopción de un sistema proporcionalista. En efecto, el espíritu de la democracia exige que todo elector tenga la seguridad de cooperar con su papeleta de votación al nombramiento efectivo de un diputado. Si así no fuera, los electores que forman parte de la minoría quedarían en la imposibilidad de ejercer su participación electoral en el gobierno, porque ¿qué es una función electoral que consiste en no nombrar a nadie, que está condenada de antemano, para los ciudadanos que constituyen la minoría, a ejercerse en vano y sin resultado posible? En realidad, en el sistema mayoritario, el régimen democrático del derecho de elección para todos queda completamente falseado, porque existe toda una numerosa categoría de ciudadanos que no ejerce su poder constitucional de elegir o, por lo menos, que sólo lo ejerce de una manera aparente e ilusoria (pp. 120 ss.). 431. Así justificado, el principio de la proporcionalidad se deduce de la misma naturaleza del derecho de elección en la democracia. La cuestión de la supuesta "representación proporcional", en estas condiciones, no es ya una cuestión de representación, sino una cuestión de régimen electoral. Saripolos insiste vivamente en este punto; se esfuerza por demostrar que su doctrina "no afecta de ningún modo a los principios y a la naturaleza del gobierno representativo, sino que sólo aporta modificaciones a los procedimientos y modos electorales" (loe. cit., p. 66). Esta doctrina no se funda en la idea de que cada elector tenga un derecho individual de representación y deba hallarse personalmente representado en la asamblea electiva por un diputado al que haya otorgado su voto. Semejante concepto iría directamente contra el régimen llamado representativo, pues conduciría lógica e inevitablemente a convertir al diputado en mandatario de los ciudadanos que representa, mientras que, según el derecho público en vigor, el cuerpo de diputados debe ser únicamente el órgano del ser colectivo nación. Así pues, no se trata de convertir a la asamblea de los diputados en una concentración del cuerpo electoral, una especie de Landsgemeinde reducida. Con mayor razón, Saripolos declara que su teoría no se basa en una idea de soberanía fraccionada
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o individual de los ciudadanos; esta teoría tampoco se refiere a las tendencias de numerosos proporcionalistas que pretendieron fundar la representación proporcional en la idea de que la asamblea de los diputados debe ser una representación tan exacta como sea posible, el espejo o el mapa reducido, del país o del cuerpo electoral considerado en los diversos grupos particulares que lo componen. Especialmente no significa que los partidos políticos hayan de encontrar en el Parlamento una representación proporcionada a su respectiva importancia numérica (ver sobre todos estos puntos op. cit., vol. II, cap. I) . En una palabra, en la doctrina que acaba de recordarse no se trata de modificar en lo más mínimo las reglas y el alcance del régimen llamado representativo. El único objeto de esta doctrina es realizar, conforme a los principios de la democracia, el sistema del sufragio universal, y ello asegurando a cada ciudadano, no ya sólo una papeleta de votación, sino una facultad efectiva de elección, de tal manera que todos —y no sólo los miembros de la mayoría— participen realmente, por ló menos en la medida del derecho electoral, en la acción gubernamental. Y para señalar claramente que todo esto de ningún modo es cosa de representación, sino únicamente de derecho electoral, se rechaza en esta teoría la expresión usual "representación proporcional", substituyéndola por la de "elección proporcional" (Saripolos, ver especialmente vol. II, pp. 65 y 132; cf. Duguit, Traite, vol. i, p. 377). En suma, la conclusión que se desprende de toda esta teoría es que cada ciudadano debe considerarse como constituyendo por sí solo un órgano individual. Desde el momento en que "el derecho electoral se detiene y se establece en los miembros del cuerpo electoral tomados individualmente" (Saripolos, loe. cit., p. 115), hay que admitir necesariamente que el órgano de elección no es el cuerpo de los electores ni su mayoría, sino cada uno de ellos en particular. El autor cuya tesis acabamos de recordar se explica categóricamente: "Los electores, dice (p. 92), son órganos directos del Estado, encargados de la función electoral de la nación", y esto en el sentido de que "el elector mismo es un órgano" (p. 94). En cuanto al cuerpo de ciudadanos, "jamás aparece como cuerpo, sino que sólo funciona mediante actos individuales de voluntad" (p. 93). "No hay órgano colectivo electoral, que actúe como colectividad; el cuerpo electoral no es un órgano" (p. 94), pues "jamás actúa como verdadero cuerpo" (p. 99). "Sólo sus miembros, considerados aisladamente, actúan a título de órganos" (p. 120). "A l actuar los electores como órganos de la nación, la elección no es la decisión de un ser colectivo" (p. 126). Michoud, sobre este último punto, sostuvo idénticas ideas: "En realidad, dice (op. cit., vol. i, p. 289, cf. p. 145), los electores, organizados cu colegios
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electorales, son los órganos del Estado... Ahora que la voluntad de cada uno de estos individuos sólo es susceptible de producir su efecto jurídico cuando concuerda con la voluntad individual de las demás personas que forman con ellos el colegio electoral. Es lo que se llama la organización colegiada del órgano" (cf. Duguit, UÉtat, vol. II, p. 148). 432. He aquí, pues, una nueva manera, muy especial, de llegar a resultados análogos a los que produciría el régimen de la representación proporcional. Consiste en referir estos resultados a un principio de derecho electoral personal y, por consiguiente, a transformar el régimen de la representación proporcional en un sistema de elección proporcional. Pero esta clase de justificación no es admisible. Pretender que la elección proporcional se impone porque la función electoral es una función individual, es invertir el orden lógico y natural del razonamiento. Por el contrario, la verdad es que el derecho de elección aparecería jurídicamente como una función individual si la Constitución hubiera admitido la representación o la elección proporcional. El hecho de que no haya consagrado una ni otra509 constituye, hasta nueva orden, un argumento
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Se sabe que, a pesar de su título, la ley de 12 de julio de 1919, que se presenta como "estableciendo el escrutinio de lista con representación proporcional", no ha realizado un régimen de verdadera proporcionalidad, ni en cuanto a la representación, ni en cuanto a la elección. Evidentemente, esta ley tiene una gran importancia política, por cuanto parece poder considerarse como el pródromo y el punto de partida de una evolución que, en lo venidero, conducirá a asegurar en Francia la franca realización del principio de la proporcionalidad. Pero, por el presente, la ley de 1919 sólo ha realizado de un modo completo la reforma que consiste en substituir la anterior práctica del escrutinio uninominal, llamado de distrito, por el sistema de "escrutinio de lista departamental" (art. 1"). En cuanto a la elección misma, es decir, en cuanto a la atribución de puestos y al nombramiento efectivo de los diputados, la ley de 1919 no introdujo en el estado de cosas anteriormente vigente más que modificaciones que sólo son parciales y que dejan subsistir el concepto según el cual el derecho electoral no implica necesariamente el derecho a elegir. En su art. 10 concede efectivamente determinada parte a la idea proporcionalista, en cuanto prescribe que "corresponden a cada lista tantos puestos como veces contiene su media el cociente electoral". Pero esta concesión proporcional queda subordinada por el art. 10 a una condición que domina todo el régimen electoral establecido en 1919, y que se enuncia, ante todo, por el primer párrafo del texto en estos términos: "Todo candidato que haya obtenido la mayoría absoluta, queda proclamado electo, dentro del límite de los puestos disponibles." As! pues, al proporcionalismo sólo subsidiariamente se le admite a funcionar; sólo se le aplica en la medida en que el número de candidatos que haya obtenido la mayoría sea inferior al número de los asientos disponibles. En otros términos, el sistema mayoritario subsiste siempre de un modo preponderante e incluso puede decirse que la votación de diputados queda sometida a la regla mayoritaria, pues la ley de 1919 no se resigna al proporcionalismo más que en el caso de que los electores no hayan conseguido crear una mayoría absoluta. El art. 10, además, consagra el concepto mayoritario —y ahora en favor de la misma mayoría relativa— al añadir que, en caso de atribución proporcional, los puestos restante*, si queda alguno, se atribuirán a la lista que obtuvo la media más alta. Finalmente, pues, puede ocurrir, aun hoy, que en algunas circunscripciones, aquellos ciudadanos cuyos sufragios sólo alcanzan un número inferior a la mitad de los votos, no consigan elegir a ningún diputado.
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decisivo para establecer que, en el derecho público vigente, el órgano electoral, o sea el titular efectivo o agente de ejercicio del poder de elección, no es el ciudadano que tiene el derecho a votar —pues este supuesto elector no tiene seguridad de elegir—, sino exclusivamente el cuerpo electoral pronunciándose en cada circunscripción por mayoría de los sufragios emitidos. A este respecto debe señalarse un rasgo de semejanza entre el cuerpo de los electores y el cuerpo de los diputados. Este último —como se ha visto (p. 1013, supra)— constituye también una unidad, en el sentido de que el órgano legislativo no es el diputado — aunque cada diputado concurra individualmente a constituir el Parlamento—, sino solamente el Parlamento, único que puede legislar por medio de su mayoría. Así, Saripolos incurre en una petición de principio al decir que, en una democracia como la que existe en Francia, el ciudadano tiene "un derecho individualizado a gobernar", al menos en la medida del derecho electoral y, por consiguiente, "una pretensión legal subjetiva a participar eficazmente en el nombramiento de los órganos del Estado", un "derecho a elegir diputados" (op. cit., vol. II, pp. 114-115, 119). Este autor razona como si hubiera demostrado previamente que la Constitución francesa quiso fundar y fundó realmente un régimen democrático. Pero, además de que el principio francés de la soberanía nacional, tal como fué concebido en 1789, no es muy favorable al desarrollo de la verdadera y absoluta democracia (ver n9 338, supra), el hecho de que el derecho público francés, hasta ahora, no haya realizado un franco régimen de elección proporcional, basta precisamente para probar que, desde este punto de vista, Francia no es una verdadera democracia. El mismo Saripolos tiene buen cuidado de señalar (loe. cit., pp. 115 y 123) que el ciudadano sólo puede adquirir derechos electorales por la voluntad del Estado y en virtud de la Constitución; luego es a la ley misma del Estado, y a ella sola, a la que hay que recurrir para comprobar si el derecho de elección, en Francia, posee el carácter democrático de un derecho individual de elegir. Hasta ahora carece de dicho carácter, y en este aspecto la democracia no se halla realizada. 433. Importa añadir que, en el momento en que el derecho de elección haya tomado semejante carácter, el régimen gubernamental que establecieron las sucesivas Constituciones de Francia y conservó la de 1875 se verá profundamente modificado y transformado. Esta es la segunda objeción que hacer a la tesis de Saripolos. Niega vivamente este autor proponerse realizar cambio alguno en las bases tradicionales del régimen
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representativo. Pretende que su doctrina tiene por objeto y por efecto introducir en el derecho público francés un sistema, no precisarnente de representación proporcional, sino únicamente de elección proporcional. La representación, después de la reforma electoral, quedaría como lo que siempre ha sido desde 1789, o sea nacional; solamente el derecho de elección »se convertiría en individual. Esta manera de presentar y legitimar la reforma proviene de una ilusión y al parecer constituye un error. Ante todo, es inexacto afirmar —como lo hace Saripolos (loe. cit., p. 126) — que "el ejercicio colectivo del derecho electoral no es más que 'una necesidad de hecho", que responde exclusivamente a la verdad elemental de que, para elegir, tienen que reunirse varios. Ya se observó, en contra de esta afirmación, que en el puro régimen representativo, la elección — incluso cuando no se resuelva, según el significado que le atribuye el propio Saripolos (loe. cit., pp. 111 y 131), en un puro procedimiento de selección y en una simple selección de capacidades (cf. p. 921, supra, pero ver también p. 931, n. 16)510 — es por lo menos un procedimiento fundado en la idea de que, entre varios candidatos, los más calificados para representar a la nación son aquellos que han
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Este punto de vista parece particularmente justificado en el régimen de escrutinio uninominal, que tiene por objeto fraccionar el cuerpo electoral en gran número de colegios, cada uno de los cuales sólo comprende una cantidad relativamente pequeña de electores. Desde que el elegido no queda sometido a un mandato de sus electores, la multiplicidad y la exigüidad de las circunscripciones electorales implican que la elección, ante todo, se concibe como una selección de personas, como una operación determinada por el intuitus personae. Si, por el contrario, las elecciones, en vez de realizarse sobre personas, se consideran como debiendo proporcionar al cuerpo de los ciudadanos la ocasión y el medio de dar a conocer su voluntad sobre un programa político general o sobre cuestiones determinadas, conviene lógicamente, para alcanzar este fin, instituir un modo de consulta electoral que permita deducir, de un modo tan exacto como sea posible, el sentimiento de la mayoría existente en el conjunto del país, y a este efecto se hace necesario disminuir el número de circunscripciones y agrupar a los electores en vastos colegios en cuyo seno las consideraciones locales de personas y de ambiente no puedan ejercer sino una influencia cada vez más reducida. Esto es tanto más necesario cuanto que la parcelación del colegio electoral en un gran número de colegios parciales aparece en la práctica como aportando a veces una grave alteración en la manifestación de la voluntad popular y falseando los resultados de la consulta, por cuanto que la mayoría de personas que, de hecho, se encuentra elegida por las diversas circunscripciones, no corresponde a la mayoría de opiniones y de votos que realmente se confirmó, en el transcurso de la consulta, referente a las cuestiones que motivaron la convocatoria de las elecciones. A este respecto, el restablecimiento del escrutinio de lista por la ley electoral de 1919 quitó gran parte de su fuerza a la argumentación de los partidarios de la doctrina que no quieren ver en las elecciones sino un procedimiento de selección fundado en consideraciones personales.
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sido designados por el mayor número de sufragios (ver p. 1062, supra). 511 Esto conduce naturalmente
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Durante el curso de las discusiones que tuvieron lugar sobre la cuestión del voto plural, se objetó en distintas ocasiones que esta institución quedaba excluida por el principio de la igualdad de los ciudadanos. A lo que puede replicarse que la igualdad de los derechos no se impone legítimamente más que cuando se trata únicamente del Ínteres individual de los ciudadanos; ya no constituye un argumento decisivo cuando se trata del interés de la nación misma. Es preciso que la nación pueda sacar partido de cada uno de sus miembros, según las facultades propias de cada uno de ellos. Si estuviese probado que el sistema del voto plural responde con mayor plenitud a las exigencias del interés general, el principio de la igualdad no sería suficiente para obstaculizar su adopción. La verdadera objeción que debe oponerse al voto plural es que en el régimen de elección mayoritaria, que ha prevalecido hasta hoy en Francia, se presume como más digno de ser elegido el que ha sido designado por el mayor número de votantes; desde este punto de vista, es el número de sufragios individuales, y no la cualidad respectiva de los electores, lo que debe decidir la elección.
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al sistema mayoritario y excluye tanto la elección proporcional como la representación proporcional. Tal parece haber sido la concepción de los constituyentes de 1791, los cuales, al mismo tiempo que adoptaban el régimen representativo y rechazaban el sistema democrático preconizado por Rousseau, tomaron de éste sus ideas acerca de la voluntad general y la potestad de la mayoría.512 Si los primeros constituyentes consideraron la elección como un acto esencialmente colectivo y no individual, no es, como dice Saripolos, porque no podían obrar de otro modo, sino porque no quisieron obrar de otro modo. En su concepción, no solamente era colectivo "el ejercicio del derecho electoral", por efecto de "una necesidad de hecho", sino que el derecho mismo de elegir presentaba este carácter colectivo, y lo presentaba esencialmente, ya que la designación de los representantes, por principio mismo, había de depender de la elección de la mayoría" (Constitución de 1791, lít. MI, cap. i, sección 3, art 2).513
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No debe perderse de vista que, a diferencia de lo que ocurrió en Inglaterra, donde el régimen parlamentario se fundó en la división del país en dos partidos opuestos y se desarrolló en el sentido del gobierno de partido, la Revolución francesa basó el derecho público que es obra suya en el concepto de la unidad indivisible del cuerpo de ciudadanos; y este concepto unitario dejó una huella profunda en el espíritu político y en las instituciones del pueblo francés. Así es como, hablando de "voluntad general" (Declaración de derechos de 1789, art. 6: de 1793, art. 4; del año m, art. 6), los textos revolucionarios reducen la voluntad de la nación a la unidad, a pesar de la diversidad de opiniones que puede existir entre los grupos y los partidos. Igualmente, el régimen electoral de la época revolucionaria se basa en la idea de que los diputados son los elegidos de la nación entera (ver las notas de las pp. 926, 933 s., 934 s., supra). Estas opiniones unitarias conducen lógicamente al régimen mayoritario y excluyen la elección proporcional. 513 Dado este concepto, se hace imposible tener en cuenta la consideración tantas veces invocada por los proporcionalistas, a saber, que el mérito de los candidatos escogidos como capaces por la mayoría no excluye el mérito de los candidatos designados, también como capaces, por la minoría. En efecto, el sistema mayoritario no se funda en la idea de que los candidatos que han obtenido mayor número de sufragios son los únicos capaces, sino en realidad en la presunción de que son los más calificados, y a este título es como han de triunfar sobre sus concurrentes. Por otra parte, esta manera de comprender el régimen mayoritario excluye uno de los argumentos que a veces se han presentado para su justificación. "Si —se ha dicho el poder legislativo estuviese ejercido directamente por el pueblo, únicamente la mayoría legislaría" (Esmein, Éléments, 7° ed., vol. I, p. 328). Del mismo modo, es natural que ella sola nombre a los representantes. Este argumento no es decisivo. En el caso del referendum, la aplicación del principio mayoritario constituye verdaderamente una necesidad de hecho. Por el contrario, en lo que concierne al nombramiento de los diputados, el procedimiento de la elección proporcional es perfectamente concebible y pratioable. Si, bajo el régimen mayoritario, la elección es como el voto directo sobre la adopción de la ley, tenida por indivisible, de ningún modo es porque sea indivisible en sí, sino que ello puede explicarse, entre otras causas, por el motivo, muy razonable, de que la elección hecha por la mayoría constituye un procedimiento de designación que se halla conforme con el espíritu del gobierno representativo.
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Es verdad que hoy se han realizado grandes cambios en el funcionamiento del régimen representativo. Mientras que, en su origen, a las elecciones se las concibió como un simple medio de que el pueblo disponía para elegir sus representantes, de hecho y especialmente bajo la influencia del parlamentarismo, para el cuerpo electoral han llegado a ser un medio > de gobernarse. Como se observó antes (núms. 397 ss.), sirven para que se conozca el sentimiento y hasta la voluntad de los electores, y permiten a éstos, en una medida más o menos amplia, ejercer una acción dirigente. En estas condiciones se ha podido sostener con razón que era lógico y hasta indispensable que todos los electores, o por lo menos todos los grupos de opinión que tuvieran cierta importancia numérica, estuviesen representados en el seno del Parlamento; pues desde el momento en que el régimen electoral tiene por objeto proporcionar a los ciudadanos el medio de expresar sus ideas propias y dejar sentir su influencia en la dirección de la política nacional, resulta difícil explicarse razonablemente que sólo la mayoría pueda y deba hacer triunfar a sus candidatos y que los de la minoría se encuentren destinados de antemano a un fracaso cierto.514 La adopción de la representación proporcional se hallaría de acuerdo, pues, con las nuevas tendencias del régimen representativo. Pero debe añadirse que, al orientarse en estas nuevas direcciones, el régimen llamado representativo se ha transformado profundamente, pues mientras que según su primera definición no entrañaba ninguna representación efectiva, actualmente
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Según Esmein, loe. cit., p. 310, la ley de la mayoría debe aceptarse de plano porque "no favorece a nadie de antemano y coloca a todos los^votantes al mismo nivel". Esta proposición es exacta si con ella quiere significarse que la mayoría se compone de ciudadanos que han votado en la misma calidad que los de la minoría; en este sentido es evidente que la ley de la mayoría no erra privilegio alguno comparable a aquellos que resultarían del nacimiento, la fortuna o el saber. Pero no por ello es menos cierto, por otra parte, que, desde antes de las elecciones, uno de los partidos entre los cuales se divide el cuerpo electoral, debido a su número, tiene la seguridad de ser el único que ejercerá la influencia del país en la legislatura venidera; y este monopolio, asegurado por anticipado a una de las fracciones del cuerpo electoral con exclusión de todas las demás, constituye un favor discutible en un régimen que pretende proporcionar al país, gracias a las elecciones, el medio de dar a conocer su sentir sobre la política en curso.
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aparece como implicando cierta representación, al menos parcial, de la voluntad superior del cuerpo electoral, y de ahí que se haya aproximado al gobierno directo popular. Como se vio antes (n9 400), va no es un régimen representativo integral, sino únicamente un régimen "semi-representativo". Sin embargo, esta última denominación da a entender que este régimen, hasta en la fase actual de su evolución, conservó ciertos rasgos de su primitiva fisonomía. La elección mayoritaria es precisamente uno de estos rasgos originales: es un vestigio del sistema que en la designación hecha por el mayor número veía un procedimiento de selección tendiente a hacer aparecer a los más dignos; o, por lo menos, constituye una forma de nombramiento muy apropiada al puro régimen representativo, por cuanto implica que el poder de elegir no reside, de una manera democrática, en la persona de cada elector considerado como ejerciendo así un derecho individual, sino en el cuerpo electoral, desempeñando una pura función nacional. Hoy se propone reemplazar este procedimiento mayoritario por un sistema proporcionalista. Esta substitución parece como la continuación del complemento natural de la evolución ya comenzada en esta materia. Pero de lo que importa darse cuenta es de que el establecimiento del sistema proporcionalista constituiría una nueva lesión a los principios del gobierno representativo y una nueva deformación de esta clase de gobierno. El reproche que puede dirigirse a la doctrina de Saripolos es precisamente el de haber desconocido este último punto. 434. Este autor no se presenta como adversario, sino, por el contrario, como defensor del régimen representativo, al que no pretende socavar, sino conservar intacto. A dicho efecto, declara que hay que repudiar la representación proporcional, la cual, dice, se inspira en las ideas mismas en que se basa el gobierno directo, y propone, como institución totalmente diferente, la elección proporcional, que, según su tesis, queda dentro de la lógica del régimen representativo, restableciendo al mismo tiempo la igualdad efectiva entre ciudadanos y la realidad del poder electoral. Representación proporcional o elección proporcional, ambas reformas son, pues, presentadas como esencialmente distintas: la una presupone en el ciudadano elector una verdadera potestad legislativa, que habría de ejercer mediante el representante de su elección, y por consiguiente, la introducción de semejante reforma alteraría el régimen llamado representativo; la otra sólo reconoce al ciudadano una pura potestad de elegir, y tiene por único objeto hacer efectiva esta potestad, no implicando, pues, sino una simple reforma electoral (ver especialmente vol. II, p. 132). Conviene replicar a esta argumentación que las dos reformas que
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se presentan como tan diferentes, en realidad no constituyen más que una sola. Una de dos: o el derecho de eligir, ya se le considere como una simple facultad de designar diputados, ya como una consecuencia del derecho a ser representado, tiene por titular el cuerpo de los ciudadanos activos tomado en su conjunto, y entonces el elector, miembro de una minoría que no consigue hacer triunfar a su candidato, no puede quejarse de que su derecho individual haya sido violado; o, por el contrario, cada elector tiene la seguridad, gracias a la elección proporcional, de contribuir al nombramiento efectivo de un candidato y, en la asamblea electa, de poseer un diputado a cuya elección haya cooperado individualmente. Pero, en este caso, el poder individual conferido y garantizado a cada uno de los electores sólo puede explicarse satisfactoriamente por la idea de que cada uno de ellos tiene personalmente un derecho a ser representado •—en el sentido propio de la palabra— en dicha asamblea, pues semejante poder individual implica necesariamente que la Constitución ha querido hacer depender las decisiones que adopte la asamblea de un procedimiento de formación en el cual cada elector habrá de ejercer, por medio de su propio diputado, determinada parte respectiva de influencia real. En vano se ha tratado de eludir esta conclusión alegando que la elección proporcional tiene por único objeto permitir que el elector elija y posea en el seno de la asamblea electa un diputado al que haya otorgado su confianza (Saripolos, op. cit., vol. II, p. 131). A decir verdad, los electores no tendrían interés en poseer cada uno de ellos un hombre de confianza en el Parlamento más que si para cada uno de ellos se tratara de ejercer en el mismo, por mediación de dicho elegido, una influencia personal. Si los elegidos hubieran de ser totalmente independientes de los electores y si éstos no pudiesen aspirar a más acción sobre el Parlamento que aquella que consiste en nombrarlo, no se ve por qué no sería suficiente la confianza electoral de la mayoría, ni por qué sería indispensable que a todo elector correspondiese un diputado investido de su especial confianza. En el fondo, hay que reconocerlo, el objeto principal de toda reforma concebida en el sentido del proporcionalismo es, al reforzar el número de los elegidos de la minoría, debilitar parejamente la potestad de la mayoría y obligarla a hacer concesiones a los demás partidos para poder llegar a una decisión. Indudablemente, la elección proporcional no puede garantizar a cada elector o a cada uno de los grupos de electores que su voluntad particular haya de ser tomada en consideración de una manera absoluta y respetada en el momento de emitir sus votos la asamblea electa. En ese momento, el principio mayoritario encontrará de nuevo
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forzosamente su aplicación. Pero, por lo menos, si la mayoría no tiene más que una superioridad numérica restringida, e incluso si a veces, en ese régimen, no puede ser más que una mayoría relativa, habrá de entenderse con los demás partidos y asegurarse el concurso y la adhesión de algunos de ellos y, a dicho efecto, aceptar algunas de sus condiciones; sólo a ese precio conseguirá convertirse en una mayoría suficientemente fuerte. Las decisiones legislativas o de otro género de la asamblea serán, pues, el producto de arreglos en los que todos los diputados, y a través de ellos todos los electores, habrán participado más o menos efectiva y ampliamente. Se comprende, por lo tanto, por qué es tan importante para cada categoría de electores poseer en el Parlamento sus hombres de confianza especiales. En definitiva, toda la combinación propuesta con el nombre de elección proporcional se reduce prácticamente a un resultado que no es sino la representación proporcional misma. Por ello, ambas reformas —diga lo que diga Saripolos— no constituyen realmente sino una sola:515 tanto una como otra, al tratar de proporcionar a cada elector su diputado, significan igualmente, en el fondo, que cada uno debe tener su representante en el Parlamento. Por ello también, puede aplicarse a la elección proporcional la objeción de principio
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Tal parece haber sido también el sentir de Saleilles (Nouvelle Revue historique, 1899, p. 604), el cual, después de analizar y aprobar la doctrina de Saripolos, acaba reconociendo que "en realidad, toda esta construcción científica conduce a un puro desiderátum psicológico: substituir en el espíritu de los electores y de los elegidos la idea de representación por la idea de elección propiamente dicha". Sólo sfe trata, pues, en suma, de producir en los electores un cambio de mentalidad. Espera dicho autor, sin embargo, que a causa de esta substitución, el elegido quedará más independiente con respecto a sus electores. Semejante esperanza no parece muy fundada. Un régimen electoral que se basa en el principio de que todo elector debe tener su propio diputado, lógicamente sólo puede fortalecer, en el cuerpo electoral, la creencia y la pretensión al derecho, a favor de los ciudadanos, de ser representados efectivamente por sus diputados personales. La elección proporcional es una institución esencialmente democrática, y que, por ello mismo, se conciba difícilmente con las tendencias casi aristocráticas que originariamente se hallaban contenidas en el régimen llamado representativo. Por su misma naturaleza, está destinada a evolucionar en el sentido de la democracia directa. Duguit, que se declara partidario de la elección proporcional (Traite, vol. I, p. 377), no disimula el verdadero fundamento y el alcance de esta institución: "E s necesario —dice (ibid., p. 298) — que el sistema electoral asegure una representación de todos los individuos que componen la colectividad representada. Por esta razón, el sistema mayoritario es absolutamente antinómico a la noción de la representación." Y también (p. 379) : "S i la nación misma expresara directamente su voluntad, nos hallaríamos ante la nación compuesta de sus diferentes partidos. Es necesario, pues, que el Parlamento se componga de los mismos elementos que la nación y que los partidos que existen en la nación se encuentren en el Parlamento." Estos son conceptos que pueden defenderse en muchos aspectos, pero que evidentemente no se relacionan con las tradiciones del régimen llamado representativo; y es evidente también que la elección proporcional, así motivada y orientada, se confunde con la representación proporcional.
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que Esmein (Éléments, 1^ ed., vol. i, p. 330) suscitó contra la representación proporcional: "La tesis de la representación proporcional, considerada como un derecho, sólo podría ser fundada si el derecho de representación fuera personal de los individuos". Por ello, finalmente, la elección proporcional, lejos de conciliarse con el régimen representativo o de rastablecerlo en su integridad, va directamente contra dicho régimen, y si llegara a adoptarse constituiría una nueva lesión a sus principios y a su espíritu. Mientras que en el puro régimen representativo se considera a los diputados como elegidos, no de un grupo, sino de la nación tomada en su conjunto, el sistema de la elección proporcional tiende a dar a cada categoría de electores, e incluso a cada votante personalmente, cierta potestad o acción individual en la formación del cuerpo de los diputados y, más allá de esta formación, en las deliberaciones mismas de la asamblea. Así, la elección proporcional lleva a los mismos resultados que la representación proporcional, de la que Esmein ha dicho y demostrado ("Deux formes de gouvernement", Revue du droit public, vol. I, pp. 24 y 36) que corresponde al régimen semi-representativo. En realidad se puede sostener con razón que en el régimen representativo tal como se comprende y practica actualmente las elecciones debieran realizarse según el modo proporcional, de manera que todos los miembros del cuerpo electoral sin distinción pudiesen ejercer sobre el Parlamento una influencia semejante a la que los electores que nombran a la mayoría son, actualmente, casi los únicos en ejercer. Pero la cuestión que aquí se examina no es la de saber cuáles puedan ser los motivos que militan en favor de la elección proporcional, sino que únicamente se trata de comprobar si, como pretende Saripolos, esta institución se armoniza con el concepto representativo que desde 1789 constituye la base del sistema gubernamental francés. Según dicho autor (loe. cit., p. 132), la representación proporcional sólo se excluiría por el régimen representativo. Pero, en realidad, la elección individual o proporcional es un procedimiento que implica ya representación proporcional o personal, pues sin esto carecería de sentido. Por ello, el puro régimen representativo repugna a la introducción tanto de la una como de la otra. Esta admisión, en suma, sería un nuevo paso hacia el gobierno directo. 435. Otra idea se ha presentado, sin embargo, para justificar esta admisión, armonizándola con el gobierno representativo. Con frecuencia se ha alegado que —a diferencia del gobierno directo, que asocia inmediatamente a los electores con las decisiones a tomar en el Estado y que incluso hace depender de la voluntad suprema del cuerpo electoral su perfección o formación definitiva— la representación proporcional, y con mayor razón la elección proporcional, de ningún modo confieren al pueblo un
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poder de decisión, sino que simplemente tienden a asociar a todos los grupos de ciudadanos e incluso a todos los electores a las deliberaciones que preceden, en la asamblea electa, a la votación de las decisiones; y esto en el sentido de que cada categoría de electores, en el curso de estas deliberaciones, podrá expresar, por medio de su respectivo diputado, su opinión particular, sus peticiones especiales, así como los motivos en que se funda. Al recoger así todos los pareceres, la asamblea estatuirá después y, sin dejar de tener en cuenta todas las consideraciones invocadas durante la discusión, decidirá finalmente por mayoría de votos. En el momento de la adopción de las decisiones, en efecto, se impone el procedimiento mayoritario, y entonces es inevitable que la minoría se someta a la voluntad del mayor número; así ocurre incluso en la democracia directa en el caso de referendum. Pero es necesario que dicha minoría haya sido consultada y que haya podido expresar su parecer. En el sistema de la representación mayoritaria se le niega incluso esta posibilidad. Unicamente el sistema de la representación o de la elección proporcional puede impedir esta exclusión total de la minoría y mantener la igualdad entre todas las fracciones del cuerpo electoral, y la mantiene asociándolas, por lo menos, a la deliberación. Por ello los proporcionalistas declaran que, si la ley de la mayoría es el principio de las decisiones, la proporcionalidad es el principio de las elecciones. De ahí la máxima tan frecuentemente repetida: La decisión para la mayoría; la elección para todos (Saripolos, op. cit., vol. n, pp. 126 ss.). Pero, a decir verdad, esta máxima no es sino la reproducción de una doctrina de la que ya se ha hablado y que pretende que la asamblea de los diputados tiene sucesivamente por función representar a los electores en el momento de la deliberación y decidir por cuenta de la nación en el momento de la votación. La falsedad de este concepto ha sido demostrada ya (ver n. 29, p. 1053). En el régimen llamado representativo, la asamblea electa no funciona de ningún modo como asamblea consultiva o representativa; en ningún momento tiene por misión propia averiguar cuáles son los elementos diversos y heterogéneos que constituyen la voluntad del cuerpo electoral; sino que, en el momento de su reunión, sólo puede concebirse, en este régimen, como un órgano de la nación, como el órgano exclusivo por el cual la nación puede querer regularmente. Por tanto, en ningún momento, ni siquiera en la época de las elecciones, cabe preocuparse de asegurar, en el seno de la asamblea, una representación de todas las opiniones o de todos los intereses. Tal vez sea demasiado absoluto decir que la asamblea "debe construirse y componerse según el principio mayoritario, para asegurar el derecho de decisión que corresponde a la mayoría" (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. I, p. 331); pues
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dicha fórmula, al mismo tiempo que parece hacer depender la voluntad nacional de una pura cuestión numérica, induce también a pensar que las elecciones constituyen ya, por parte del cuerpo electoral, un principio de decisión, puesto que son un principio de formación de la mayoría; semejante idea sería evidentemente contraria al espíritu del régimen representativo. Pero, en todo caso, si las elecciones, en este régimen, no tienen por objeto especial constituir una mayoría, tampoco están destinadas a proporcionar representantes o elegidos especiales de la minoría. Sólo constituyen una elección de personas. Estas personas son designadas para deliberar sobre los asuntos de la nación. Forman su opinión, no ya sobre la de sus electores respectivos, sino mediante un examen objetivo de los intereses nacionales que tienen a su cargo. Unicamente después de dicho examen se originarán una mayoría y una minoría. Por último, si el acontecimiento no justifica la confianza que los electores habían puesto en sus elegidos, el cuerpo electoral realizará otra selección cuando lleguen cambios de legislatura. Así es como ocurrirían las cosas si el gobierno representativo hubiera permanecido intacto. Pero hay que reconocer que, en este aspecto, la obra de la Revolución ha sido profundamente alterada y que, por consiguiente, los proporcionalistas tienen muy cumplidas razones para reclamar la elección proporcional. Solamente que no tienen fundamento para reclamarla en nombre del gobierno representativo. 436. El día en que esta reforma —ya iniciada en Francia por la ley de 12 de julio de 1919— haya sido totalmente realizada será cierto decir que cada elector es un órgano estatal,516 por lo menos en el sentido de que cada uno podrá elegir un diputado e influir así en las deliberaciones de que saldrán las decisiones de la asamblea electa. Pero, mientras las elecciones continúen haciéndose conforme a los principios del régimen representativo, es decir, según el procedimiento mayoritario —que se encuentra, en suma, mantenido por la ley de 1919, puesto que dicha ley asegura todavía su preponderancia—, será imposible considerar a cada elector individualmente como órgano. Pues en el actual estado de cosas, el derecho electoral sólo consiste, en principio, para el elector, en el poder de concurrir a constituir el cuerpo electoral y participar en la consulta general destinada a dar a conocer la voluntad de dicho cuerpo. El elector tiene un derecho subjetivo; pero lo que posee subjetivamente sólo es el derecho de voto y no el de elegir; este último, de un modo general, reside en el cuerpo de los ciudadanos activos, el cual, aunque dividido entre múltiples colegios, aparece por el momento como siendo única
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El cuerpo electoral, en el sistema de la elección proporcional, no sólo será ya un órgano colegiado, sino un órgano complejo, constituido por tantas unidades orgánicas como ciudadanos haya que tengan el derecho individual de elegir.
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mente, en su conjunto, el órgano electoral del Estado. En cuanto a los ciudadanos considerados separadamente, hasta ahora no han adquirido como propio este poder de voluntad primaria o dirigente, que ha hecho decir, en el régimen representativo deformado de la época actual, que el cuerpo electoral se ha convertido realmente en un órgano de voluntad estatal. El sufragio universal, que se califica generalmente como derecho igual para todos, sólo entraña realmente igualdad en lo que concierne a la aptitud al voto, pero no la entraña en cuanto a los efectos del voto, pues éstos pueden ser negativos para aquellos electores que constituyen la minoría. Por ello hay que detenerse, en esta materia, en una conclusión idéntica a la que admite la mayoría de los autores actuales acerca de la soberanía en general. En efecto, dado que, incluso en la democracia directa, ninguna decisión estatal exige la unanimidad de los votos de los ciudadanos y que, por el contrario, cada ciudadano se ve expuesto a la necesidad de someterse a una voluntad general superior y opuesta a la suya, si forma parte de la minoría, los autores concuerdan en reconocer que, en éstas condiciones, el soberano no es cada uno de los ciudadanos individualmente, sino únicamente su conjunto colectivo. Asimismo, en materia de derecho electoral y en razón de la preponderancia que conserva la aplicación del principio mayoritario, hay que reconocer que el titular especial —como órgano— del derecho de elegir, con las consecuencias que se derivan de este derecho en el régimen semi-representativo actualmente en vigor, es, hasta nueva orden, el cuerpo electoral y no sus miembros individuales.
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CAPITULO IV E L PODER CONSTITUYENTE SECCION I LA TEORIA DEL ORGANO DE ESTADO Y LA CUESTION DEL PODER CONSTITUYENTE 437. Para completar la teoría del órgano de Estado es indispensable abordar una última cuestión, que algunos autores (ver especialmente Duguit, UÉtat, vol. II, p. 52, y Traite, vol. I, p. 312) presentan como el problema capital del derecho público y a la cual, en efecto, los acontecimientos ocurridos desde 1789, durante mucho tiempo, le han dado una considerable importancia en Francia (ver no. 318, supra). Se trata de la cuestión del poder constituyente. He aquí cómo se plantea. Se vio antes que el órgano es un individuo o un colegio de individuos cuya voluntad se erige en voluntad del Estado por el estatuto orgánico de la colectividad nacional. Así, el órgano proviene esencialmente de la Constitución. En el sistema de la soberanía nacional, particularmente, toda persona llamada a concurrir a la formación de la voluntad estatal, desde el simple ciudadano-elector hasta el monarca constitucional, recibe su competencia funcional, no ya de un derecho personal, sino de una vocación creada por el estatuto de la nación. Y de un modo general, el órgano no ejerce un poder propio, sino la potestad de la nación estatizada. En principio, únicamente la nación, unificada y personificada en el Estado, es sujeto de la potestad pública; pero la Constitución es el conducto por el cual esta potestad, en lo que se refiere a su ejercicio, se comunica a los diversos órganos estatales. De hecho, y en derecho positivo, todo poder que se ejerce en el Estado tiene su origen en una devolución hecha por la Constitución. Pero entonces se suscita un nuevo problema, al que viene a afluir toda la teoría del órgano de Estado: ¿A quién corresponde elaborar la Constitución misma? ¿Quién estará calificado para determinar los órganos estatales y para repartir entre ellos el ejercicio de la potestad nacional? En otros términos, ¿en quién reside el poder constituyente? 438. Aquí es —declara Duguit (UÉtat, vol. II , pp. 51 55., 78-79)—
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donde se revela la insuficiencia, "el vicio irremediable" de la teoría del órgano de Estado. Esta teoría no puede aplicarse a la confección de la Constitución. En efecto, el órgano sólo existe por la Constitución. Por consiguiente, cuando se trata de fundar la Constitución misma, no puede recurrirse al órgano para este ejercicio del poder constituyente. El órgano supone la Constitución ya hecha, y no puede por lo tanto ser el autor de la Constitución. La teoría del órgano es una construcción jurídica que parece justificarse cuando se la considera con posterioridad a la Constitución, pero no puede intervenir anteriormente a la Constitución, a efecto de explicar cómo se ha constituido el poder constituyente mismo. Se desprende de ello, según Duguit, que la teoría del órgano no alcanza el fin esencial que se propusieron sus defensores. Este fin era establecer que el Estado, jurídicamente y como personificación de la colectividad nacional, tiene voluntad propia, voluntad que resulta de la organización constitucional de la colectividad. Ahora bien, el Estado carece de esta voluntad, precisamente en el momento en que se trata para él de realizar el acto primordial y supremo de potestad dominadora, es decir, en el momento de crear su orden jurídico constitucional. En vano se dirá que todo Estado regularmente organizado posee, por su organización misma, a la vez órganos constituidos y un órgano constituyente, creado éste por una Constitución anterior. Razonar así es alejar la dificultad, pero no resolverla; pues no por mucho remontarse de Constitución en Constitución dejará de llegarse siempre a un momento inicial en el que el Estado hubo de organizarse por vez primera, y en el que tuvo que darse su Constitución originaria. En ese momento, el Estado no poseía aún órganos; más todavía, ni siquiera existía como persona jurídica, pues la persona Estado sólo nace por la organización realizada de la colectividad nacional. Finalmente, se llega al reconocimiento inevitable de que la Constitución primitiva del Estado, aquella que lo originó, no pudo ser obra de sus órganos, sino que procede de una fuente situada fuera del Estado; y por consiguiente, este reconocimiento implica que en la base del Estado existe una voluntad y una potestad distintas de las del Estado mismo; voluntad o potestad que no pueden ser sino de individuos; voluntad generadora del Estado que aparece como anterior y superior a ella; voluntad constituyente, de la que la voluntad constituida del Estado no es sino un producto o un sucedáneo; voluntad, por lo tanto, que es la verdadera voluntad soberana, porque es la voluntad primaria constituyente. En una palabra, se llega a reconocer así que la soberanía propiamente dicha v en el sentido absoluto de la palabra está situada primitivamente fuera del Estado. Es necesario, por lo tanto, acabar siempre buscándola en los individuos.
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439. Una vez situada en este terreno, la cuestión del poder constituyente se resuelve, digámoslo así, por sí misma. En derecho privado, el estatuto corporativo de una asociación sólo puede ser obra de los individuos por los cuales y entre los cuales está fundada la asociación. Indudablemente, una vez constituidos en sociedad, los asociados, por el hecho de su organización corporativa, se encuentran reunidos en un grupo unificado que en adelante puede querer por sus órganos estatutarios y que se convierte así en un sujeto especial de voluntad y de derechos propios. Pero la organización estatutaria misma tiene por elemento generador, en sus comienzos, una voluntad anterior a la voluntad social y extrínseca a la persona social, que es la voluntad de los fundadores del grupo como individuos. Parece que los mismos conceptos deben admitirse en lo que concierne al Estado. El estatuto orgánico por el cual una pluralidad de hombres, que concurren a formar una misma nación, se constituyen en un cuerpo estatal unificado, debe lógicamente ser obra de estos mismos hombres. En otros términos, la soberanía primaria, el poder constituyente, reside esencialmente en el pueblo, en la totalidad y en cada uno de sus miembros. En esta teoría se reconocen los principios característicos de la doctrina del Contrato social. Y en efecto, la idea general que aparece en el fondo de toda esta argumentación es que la Constitución es el acto mediante el cual los ciudadanos convienen en fundar entre sí al Estado por medio de la creación de la organización nacional, y por tanto un acto contractual. Resulta también de esto que toda Constitución nueva constituye una especie de nuevo contrato social, contrato en cuya renovación es necesario que cada miembro de la nación intervenga de una manera efectiva, con el fin de operar, mediante el consentimiento de todos, la reorganización de la asociación nacional.517 Estas ideas de Rousseau ejercieron una gran influencia en los hombres de la Revolución; y aparecen sobre todo en ciertos discursos pronunciados en la Convención (Esmein, Éléments, 7a ed., vol. I, p. 412; Zweig, Die Lehre vom pouvoir constituant, p. 343). Al menos, según la doctrina expuesta ante la Convención por varios de sus miembros, la creación de la Constitución se suponía esencialmente la conclusión de un pacto social, pacto del que el acto constitucional, en efecto, no era sino su consecuencia y su aplicación. Este pacto sólo.
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Rousseau especifica que este consentimiento ha de ser unánime. Contrat social, lib. IV, cap. n: "Sólo existe una ley que, por su naturaleza, exija un consentimiento unánime: el pacto social. Considerations sur le gouvernement de Pologne, cap. ix: "L a unanimidad ha sido requerida por el derecho natural de las sociedades para la formación del cuerpo político y para las leyes fundamentales que dependen de su existencia... Ahora bien, la unanimidad requerida para establecer estas leyes debe serlo también para su derogación. Por lo tanto, he aquí puntos sobre los cuales el liberum veto puede seguir subsistiendo."
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podía producirse después de la Declaración de derechos, pues había de recibir su valor de los principios de derecho natural reconocidos por ésta; pero la formación de este pacto debía situarse antes de la fijación del acto constitucional, y esto era tanto más necesario cuanto que, para justificar la aplicación al acto constitucional del principio de la adopción por la mayoría, era necesario previamente un acuerdo tomado por unanimidad.518
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Ver, por ejemplo, el discurso del convencional Valdruchc (sesión del 15 de abril de 1793): "Antes de presentar al pueblo las consecuencias del contrato social, es decir, una Constitución, hemos de presentarle las bases de dicho contrato, decirle cuál será la cuota de libertad individual, la porción de sacrificios particulares que habrá de constituir la libertad política de Francia. Habéis de conceder esas bases al pueblo. En ellas solamente podrá reconocer y apreciar las ventajas del nuevo régimen, de las que no podría juzgar en la exposición metafísica de una Declaración de derechos. Pido que se trate inmediatamente de la redacción de las bases de un contrato social" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. LXII, p. 121). En la sesión de 17 de abril, Romme decía igualmente, al someter a la Convención un proyecto de Declaración de derechos, que cabe distinguir la Declaración, que "proclama los títulos del hombre al mejor modo de gozar de la vida", y la "constitución del cuerpo social", que es "el modo convenido para gozar de todos sus derechos; la expresión de la voluntad general para vivir socialmente de una manera determinada; las condiciones del pacto; un contrato por el cual cada uno se compromete hacia todos y todos hacia cada uno" (Archives parlementaires, loe. cit., p. 264). Estas ideas fueron precisadas y desarrolladas especialmente por Isnard que, en la sesión de 10 de mayo de 1793, estableció claramente la distinción que debe hacerse y el orden cronológico que debe seguirse entre la Declaración de derechos, el pacto social y el acto constitucional: "Debe reconocerse en primer lugar cuáles son los derechos naturales de todos y proclamarlos... Inmediatamente después de la Declaración de derechos, proceder a redactar la Constitución, decretándola por mayoría de votos, supone la violación de todos los derechos de los asociados-Para seguir el orden natural de la organización social, hay que proceder, antes de toda ley constitucional, a la redacción de un pacto social. Este acto debe ser intermedio entre la Declaración de derechos, que le sirve de base, y la Constitución, a la que sirve de barrera y regulador... Si el pacto social difiere de una simple Declaración de derechos, difiere más aún de un acto constitucional. Hacer un pacto social es redactar el instrumento mediante el cual cierto número de personas consienten en formar una asociación con tales o cuales condiciones previas. Hacer una Constitución, por el contrario, es únicamente determinar la forma de gobierno o el establecimiento público que ha de regir la sociedad constituida. El uno crea la sociedad, el otro la organiza. Finalmente, existe entre estos dos actos la diferencia de que la Constitución se decreta por simple mayoría de sufragios, y comprobada esta mayoría, se hace obligatoria para todos, mientras que el pacto social debe ser consentido por unanimidad de sufragios, es decir, que todos aquellos que reclamen no están comprometidos" (Archives parlementaires, vol. LXIV, pp. 417 ss.). En cuanto al carácter inicial y fundamental de la Declaración de derechos, idénticas ideas habían sido expuestas ante la Constituyente, por ejemplo por Desmeunier, que sostenía que "es necesario redactar previamente una Declaración de derechos, que precederá a la Constitución francesa, es decir, una declaración de los principios aplicables a todas las formas de gobierno", pues "la declaración —decía— contendrá los verdaderos principios del hombre y el ciudadano. Los artículos de la Constitución sólo serán las consecuencias naturales de ella" (Archives parlementaires, vol. vm, p. 334). Las mismas ideas defiende, todavía hoy,
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440. Pero, más que ninguno, el gran teorizante de la soberanía constituyente del pueblo, en esa época, fué Sieyés. Según Sieyés, la soberanía popular consiste esencialmente en el poder constituyente del pueblo. Por la Constitución, el pueblo delega efectivamente algunas partes de su potestad en las diversas autoridades constituidas, pero conserva siempre pata sí mismo el poder constituyente. Resulta de ello esta doble consecuencia: 1º si la soberanía, desde el punto de vista de su ejercicio, se divide y reparte separadamente entre las diversas autoridades constituidas, su unidad indivisible queda retenida originariamente en el pueblo, fuente constituyente única y común de todos los poderes públicos (ver n° 289, supra); 2º el pueblo, al conservar en sus manos el poder constituyente, no queda obligado por la Constitución: ésta podrá obligar a las autoridades constituidas, pero no puede encadenar al soberano mismo, o sea al pueblo, que siempre es dueño de cambiarla.519 Al mismo tiempo que colocaba así, a título inconmutable, el poder constituyente en el pueblo, Sieyés —que al espíritu de sistematización lógica propio de los hombres de la Revolución unía una visión muy clara de los problemas o de las necesidades políticas de aquella época y un sentido muy práctico de las soluciones útiles o de los paliativos que convenía introducir en ellas — admitía, incluso en materia constituyente, la aplicación del régimen representativo, al cual concedía amplio lugar en su plan de reorganización política y del que se convirtió en el defensor activo ante la Asamblea nacional de 1789. Mediante esta introducción del principio representativo en la obra constituyente, atenuaba notablemente el alcance de su sistema de soberanía popular. Evidentemente, conservaba la soberanía del pueblo, al pedir que el poder constituyente fuera ejercido por representantes especiales, diferentes de los representantes ordinarios.520 Duguit (Traite, vol. II, pp. 13 ss.), que sostiene que las Declaraciones de derechos, "en la doctrina individualista que se encuentra aún en la base de nuestro derecho positivo", deben tenerse por distintas de la Constitución a la que preceden y dominan. 519 Sieyés lo explica especialmente en la "Exposición razonada" que presentó al comité de Constitución, en 20 y 21 de julio de 1789, con objeto de justificar las bases de su proyecto de Declaración de derechos del hombre y el ciudadano: "L a Constitución comprende a la vez la formación y la organización interiores de los diferentes poderes públicos, su necesaria correspondencia y su independencia recíproca. Tal es el verdadero sentido de la palabra Constitución: se refiere al conjunto y a la separación de los poderes públicos. A'o es la nación la que se constituye, sino su establecimiento político. La nación es el conjunto de los asociados, iguales todos en derechos y libres en sus comunicaciones y en sus compromisos respectivos. Los gobernantes, por el contrario, constituyen, en este único aspecto, un cuerpo político de acción social. Ahora bien, todo cuerpo precisa organizarse, limitarse y. por consiguiente, constituirse. Así pues, y repitiéndolo una vez más, la Constitución de un pueblo no es ni puede ser más que la Constitución de su Gobierno y del poder encargado de dar leyes lo mismo al pueblo que al Gobierno. Los poderes comprendidos en el establecimiento público quedan todos sometidos a leyes, a reglas, a formas que no son dueños de variar" (Archives parlementaires, 1° serie, vol. vm , p. 259). Ver sobre la doctrina de Sieyés, n' 452, injra. 520 En la exposición que precede a su proyecto de Declaración de derechos, Sieyés decía a este respecto (21 de julio de 1789) : "No es necesario que los miembros de la sociedad ejerzan individualmente el poder constituyente, sino que pueden entregar su
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Pero, aparte esta reserva, la separación del poder constituyente y los poderes constituidos, según su doctrina, había de establecerse y funcionar en el cuadro y bajo el imperio del régimen representativo. No obstante, esta extensión de la representación a la labor constituyente era ilógica. Así, en el momento en que nos colocamos en el punto de vista indicado por Sieyés, nos vemos obligados a reconocer que el régimen representativo, si bien se concibe para los actos corrientes de la soberanía constituida, no puede adaptarse al acto fundamental de creación de la Constitución. Según la teoría de la soberanía popular, en efecto, por la Constitución es precisamente como el pueblo consiente en el régimen representativo y abandona el gobierno directo; por ella se da a sí mismo representantes, por ella declara someterse a la voluntad que habrá de ser enunciada por ellos en su nombre, por ella hace suyas previamente sus decisiones. La representación política deriva de la Constitución; por lo tanto la presupone, y por consiguiente, no puede servir para confeccionarla. Además, si bien es verdad que la confección de una nueva Constitución implica una renovación del contrato social, existe una razón decisiva que excluye toda posibilidad de representación del pueblo en este contrato: la de que el pueblo, en el momento de realizar semejante pacto, se encuentra en estado inorgánico y no posee representantes, porque nadie tiene aún cualidad para representarlo. Las Constituciones revolucionarias posteriores a la de 1791 lo comprendieron así, pues a diferencia de la Constitución de 1791, que concedía el poder constituyente, de manera exclusiva, a la legislatura renovada a dicho efecto, no se contentaban con atribuir este poder a representantes especiales, sino que, partiendo del principio de la soberanía popular, desde 1793 hasta el año VIII exigieron para la perfección de toda nueva Constitución una votación popular, o sea la sanción constituyente del pueblo. 441. ¿Qué debe pensarse de la teoría que parte de la idea de que la soberanía constituyente reside en principio en el pueblo? Para apreciar el valor de esta teoría conviene considerar, ante todo, la primera Constitución del Estado, aquella en la cual se originó. Acabamos de ver que existe, respecto de esta Constitución inicial, una doctrina muy extendida que se esfuerza en descubrirle una base jurídica y que pretende hallar dicha base en las voluntades individuales de los hombres que componen la nación. Pero esta doctrina se basa en un error fundamental, que es de idéntica naturaleza al que vicia la teoría del Contrato social. El error es, en efecto, creer que sea posible dar una construcción
confianza a representantes, que sólo se reunirán para dicho objeto, sin poder ejercer por sí mismos ninguno de los poderes constituidos (Archives parlementaires, eod. loe). Cf. Zweig, op. cit., p. 132.
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jurídica a los acontecimientos o a los actos que pudieron determinar la fundación del Estado y de su primera organización (ver n' 22, supra). Para que semejante construcción fuera posible, sería preciso que el derecho fuese anterior al Estado; y en este caso, el procedimiento creador de la organización originaria del Estado podría considerarse como regido por el orden- jurídico preexistente a él. Esta creencia en un derecho anterior al Estado constituye el fondo mismo de los conceptos emitidos en materia de organización estatal, desde el siglo XVI al XVIII, por los juristas y los filósofos de la escuela del derecho natural; inspiró igualmente a los hombres de la Revolución, pues, como se vio antes (n. 2, p. 1164), partiendo de la idea de un derecho natural es como llegaron a formular, en la base de su obra constituyente, esas Declaraciones de derechos que, en su pensamiento, debían a la vez preceder y condicionar el pacto social y el acto constitucional, al mismo tiempo que servirles a ambos de fundamento. Pero, si bien no es posible discutir la existencia de preceptos de moral o de justicia superiores a las leyes positivas, también es cierto que estos preceptos, por su sola virtud o superioridad —aunque ésta sea trascendente— no podían constituir reglas de derecho, pues el derecho, en el sentido propio de la palabra, no es sino el conjunto de las reglas impuestas a los hombres en un territorio determinado, por una autoridad superior, capaz de mandar con potestad efectiva de dominación y de coacción irresistible. Ahora bien, precisamente esta autoridad dominadora sólo existe en el Estado; esta potestad positiva de mando y de coacción es propiamente la potestad estatal. Por lo tanto, se ve que el derecho propiamente dicho sólo puede concebirse en el Estado una vez formado éste, y por consiguiente, es inútil buscar el fundamento o la génesis jurídicos del Estado. Por ser la fuente del derecho, el Estado, a su vez, no puede hallar en el derecho su propia fuente. 442. Resulta de esto que la formación inicial del Estado, así como su primera organización, no pueden considerarse sino como un puro hecho, no susceptible de clasificarse en ninguna categoría jurídica, pues ese hecho no está gobernado por principios de derecho. En el Estado ya constituido, la cuestión de la formación de las agrupaciones de derecho privado por crear entre sus miembros, o también la de la formación unificada de las colectividades públicas inferiores al Estado, es una cuestión perfectamente jurídica, porque dichas agrupaciones se forman bajo el imperio del derecho existente en el Estado, y se comprende entonces que su creación se rija por prescripciones jurídicas. Se comprende, por ejemplo, que la creación de una sociedad y de su estatuto orgánico exige por parte de los asociados fundadores un intercambio contractual de consentimientos individuales, que se produce en ciertas condiciones fijadas por la ley
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del Estado y hace de dicha creación un acto jurídico perfectamente caracterizado. Por el contrario, la formación del Estado no está mandada por ningún orden jurídico preexistente; es la condición del derecho y no está condicionada por el derecho. No puede afirmarse que el Estado sólo existirá a condición de haber sido engendrado por el consentimiento de todos los miembros de la nación o incluso de la mayoría de los mismos. Y hay ejemplos de que la formación del Estado ha sido el resultado de la fuerza, como lo declara Michoud (citado supra, n. 11, p. 74), quien observa que la organización del grupo puede ser impuesta a sus miembros tanto por la coacción como por la persuasión. Este autor se une también a Esmein para decir que la aparición del Estado y de su primer estatuto es puramente un "hecho natural" (ver supra, n. 8, p. 73). 521 En otros términos, en el origen del Estado sólo cabe el hecho, no el derecho. Lo más que puede hacer el jurista es reconocer que el Estado se encuentra constituido en el momento en que la colectividad nacional, fijada sobre un determinado territorio, posee de hecho órganos que expresan su voluntad, establecen su orden jurídico e imponen superiormente su potestad de mando. En cuanto a averiguar por qué processus jurídico fueron constituidos estos órganos primitivos, no sólo no constituye el problema capital de la ciencia del derecho público, sino que ni siquiera es un problema jurídico. La doctrina que, remontando el curso sucesivo de las Constituciones, pretende llegar a descubrir la fuente jurídica del Estado, se basa en un error completo. La fuente del Estado es un hecho; y a este hecho se adhiere ulteriormente el derecho (ver sobre estos diferentes extremos, supra, núms. 22 y 48).522 521
Ver en el mismo sentido las observaciones de Berthélemy en la Revue du droit public, W15, pp. 667-668, 675. Declara Berthélemy que, para discutir sobre "el fundamento de la autoridad política", no hay que remontarse a los períodos de formación originaria de esta autoridad, períodos que Berthélemy llama "épocas de confusión"; sino que hay que fijar el examen sobre "el Estado organizado provisto de un Gobierno reconocido". Sólo a partir de este momento puede el jurista empezar a examinar el Estado y a analizar su estatuto y su esencia jurídicos. Y ello porque, como dice también muy acertadamente Berthélemy, únicamente a partir de este momento es cuando el "estado de hecho" que llegó a establecerse en el momento de la organización inicial de la comunidad estatal y por efecto de su definitiva y duradera consagración constitucional, se encontró "transformado en estado de derecho". Es tanto como decir que el Estado, en su forma primera, no es una creación jurídica, no es el producto de un orden jurídico determinado. El derecho sólo se aplica al Estado, una vez creado éste, para sostener y proteger mediante contrafuertes la construcción estatal no edificada por él. 522 Entiéndase bien que la posibilidad de una organización estatal fundada en la fuerza o en una voluntad que no presentara el carácter de voluntad nacional, queda excluida en Francia, pues es inconciliable con el concepto de soberanía de la nación, que es la base de todo el derecho público francés. Cuando la Asamblea nacional de 1789 puso manos a la obra para dotar al pueblo francés de una Constitución, que adquiría en aquella época y que ha conservado desde entonces un carácter originario en el sentido de que esta Constitución renovaba totalmente la organización del Estado francés, ya se había admitido y formulado el principio de que, en Francia, la soberanía es un poder esencialmente nacional, que no puede residir en un individuo o en un grupo en particular. Este principio, proclamado previamente a toda Constitución positiva, debía constituir desde entonces el punto de partida de toda la organización constitucional por elaborar. Tanto en lo que concierne al poder constituyente como en lo que se refiere al orden de los poderes constituidos, excluía cualquier sistema orgánico que pudiera
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443. Por estas observaciones se ve que el reproche dirigido a la teoría del órgano de Estado de no poder explicar la formación del Estado y de su primera Constitución, carece de valor. Los autores que, al dirigirle ese reproche, creen descubrirle una falla, únicamente demuestran con ello que se equivocan acerca de su verdadero alcance. Nadie ha podido sostener" que el estatuto originario del Estado tenga que ser la obra jurídica de órganos regulares de la colectividad. Considerando, en efecto, que la aparición del Estado coincide con el hecho de su primera organización, es evidente que ésta no ha podido ser creada por órganos estatales preexistentes. Pero, por otra parte, como la primera Constitución del Estado no depende de ningún orden jurídico anterior ni de ninguna organización estatutaria preestablecida, es manifiesto también que no puede exigirse a la teoría del órgano, como tampoco a ninguna otra teoría jurídica, que explique con razones de derecho lo que no es ni puede ser sino simple hecho. La verdad es, por lo tanto, que la teoría del órgano nada tiene que ver con el establecimiento de la primitiva Constitución del Estado. En cambio, se debe reconocer que esta teoría se adapta perfectamente al ejercicio del poder constituyente y a las revisiones constitucionales, en el Estado ya formado. Si bien no existe derecho anterior al Estado, en sentido inverso, es esencial al Estado ya constituido poseer un orden jurídico, y especialmente un orden jurídico destinado a regular eventualmente la reforma de su organización. Ahora bien, el principio constante que domina todo este orden jurídico consiste en que, una vez estatizada, la colectividad nacional expresa su voluntad y ejerce su potestad mediante ciertas reglas, dentro de ciertas formas y sobre todo por ciertos órganos, determinados previamente por la Constitución. Las decisiones soberanas que han de tomarse
implicar un acaparamiento en provecho de algunos sobre la potestad de la que sólo es titular la universalidad nacional. Desde el punto de vista internacional, es decir, en el terreno de la teoría general del Estado, el derecho público francés se vio efectivamente obligado, a veces, a reconocer la existencia de Estados que debían a la fuerza su fundación; desde su propio punto de vista, el derecho público interno de Francia, desde sus orígenes modernos, condenó y repudió la fuerza como modo de formación de la nación y de su organización estatal. Según el principio de la soberanía nacional, los órganos estatales de toda clase, empezando por el órgano constituyente, deben tener el carácter de órganos nacionales, en el sentido de que, bien sea por efecto de sus relaciones con el cuerpo nacional, bien de su estructura o composición, las voluntades que expresen pueden considerarse como de la misma naturaleza que las que se deducirían del conjunto de la nación si ésta pudiese apreciar directamente sus intereses y formular consecuentemente sus voluntades.
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por cuenta de la colectividad ya no son, en el Estado, cuestión de voluntades individuales que se conciertan a dicho efecto, sino cuestión de voluntad unilateral del Estado, al querer éste por medio de sus órganos. Esto ocurre lo mismo en materia constituyente que en cualquier otra materia que dé lugar a decisiones soberanas. Y no debe decirse que cualquier cambio de Constitución supone un nuevo pacto social, es decir, un acto que tuviera por objeto renovar el Estado, pues, por una parte, la idea de contrato social, que es falsa en lo que se refiere a la formación de la Constitución inicial del Estado, tampoco podría admitirse con respecto a sus Constituciones posteriores. Por otra parte, el cambio de Constitución, aunque sea radical e integral, no indica ni una renovación de la persona jurídica Estado, ni tampoco una modificación esencial en la colectividad que en el Estado encuentra su personificación. Mediante el cambio de Constitución no se substituye un antiguo Estado por una nueva individualidad estatal.523 Una nueva Constitución tampoco tiene por efecto engendrar una nueva nación; por lo que concierne a la nación francesa en particular, resulta superfluo decir que su existencia, como cuerpo estatal, aparece como un hecho consumado, cuyo origen puede remontarse a una época más o menos antigua, pero que, en todo caso, ya no depende, desde hace tiempo, de la voluntad de la autoridad constituyente. Así pues, el poder constituyente no tiene por qué ejercerse aquí con objeto de fundar de nuevo la nación y el Estado, sino que simplemente se limita a darle a un Estado, cuya identidad no se modifica y cuya continuidad tampoco se interrumpió por ello, una nueva forma o estatutos nuevos (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. i, p. 412). Finalmente, se ve que en las colectividades erigidas en Estado, el poder constituyente de la colectividad, situado en el Estado por el hecho mismo de la organización de aquélla, habrá de explicarse por los órganos mismos que la Constitución, a dicho efecto, asigna al ser colectivo nacional. Estos órganos podrán ser, ya una asamblea especialmente elegida con ese fin, ya el cuerpo de los ciudadanos activos actuando por la vía del gobierno directo, ya también una o varias de las autoridades constituidas. Pero cualesquiera que sean las personas o las asambleas llamadas a ejercer la función constituyente, presentarán el carácter jurídico de órganos estatales, o también de "representantes" en el sentido en que se empleaba este término en 1791, órganos o representantes que son llamados o habilitados por la Constitución misma para expresar la voluntad constituyente estatal de la nación.
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Por ello “Haurioii, Principes de droit pablic, 1ª ed., pp. 120 ss.. hace observar que la misma Revolueión de 1789 de ningún modo "renovó" ni "interrumpió" la personalidad jurídica del Estado francés.
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La teoría del órgano de Estado, pues, debe hacerse extensiva al poder constituyente. Y sin embargo, ¿no suscitará esta extensión una última objeción? Cuando se trata de órganos constituidos, se concibe perfectamente que su título derive de la Constitución, ya que —como su nombre lo indica— son creados por ella. Aquí, por el contrario, ¿no es encerrarse en un círculo vicioso hacer depender de la Constitución la organización del funcionamiento del poder constituyente? Puesto que la Constitución está por hacer, ¿cómo puede regular su propia confección? La objeción sólo es aparente. Basta, para disiparla, examinar en qué condiciones, de hecho, es llamado a ejercerse el poder constituyente. A este respecto se observa que los cambios de Constitución pueden producirse en dos clases muy diferentes de circunstancias. 444. Existen en primer lugar cambios que se hacen de una manera violenta y que resultan de un golpe de fuerza, que se llama revolución o golpe de Estado, según tenga por autor al pueblo o a una de las autoridades constituidas. En Francia, la mayor parte de las Constituciones que se han sucedido de 1789 a 1875 han tenido este origen violento. Así es como las Constituciones del año m y de 1848 fueron derrocadas por los golpes de Estado del 18 brumario y del 12 de diciembre, de los que surgieron después las nuevas Constituciones del año vm y del 14 de enero de 1852. En el mismo orden de hechos conviene recordar que la Constitución vigente ha sido a veces violada gravemente por uno de los órganos que ella misma creara y que se hallaba obligado a respetarla. Un ejemplo notable de esto se encuentra en la jornada del 10 de agosto de 1792: en esa fecha, la Asamblea legislativa, sin dejar de protestar su fidelidad a la Constitución y negando cometer ninguna usurpación,524 se apoderó, en parte al menos, del poder constituyente, pues suspendió al rey y convocó una Convención nacional, a la que encargó de hacer una nueva Constitución, y para cuya elección modificó considerablemente las condiciones del régimen electoral entonces vigente, todo ello con evidente violación de la Constitución de 1791, que había organizado un procedimiento constituyente muy diferente. Por otra parte, fueron las revoluciones de julio de 1830 y de febrero de 1848 las que suprimieron las Cartas y provocaron, para reemplazarlas, la creación de nuevas Constituciones.525 En cuanto al 524
Decreto del 10 de agosto de 1792: "Considerando que el cuerpo legislativo no debe ni puede manchar su autoridad con ninguna usurpación; que, en las circunstancias extraordinarias en que lo han colocado acontecimientos imprevistos por todas las leyes, no puede conciliar lo que debe a su fidelidad inquebrantable a la Constitución, con su firme resolución de sepultarse bajo las ruinas del templo de la libertad antes que dejarla perecer..." 525 "En 1830 —dice Esmein, Éléments, 7" ed., vol. i, p. 579, n.— no se consideró que la Constitución se había derrumbado por completo: sólo el trono quedó vacante, y la Carta fué simplemente revisada." Esta apreciación es discutible. En realidad, la transformación constitucional que se operó en 1830 tuvo mayor alcance que una simple revisión. La Carta de 1814 se fundaba en un principio de soberanía monárquica, y desarrollaba las consecuencias de dicho principio. La Carta de 1830 restaura el sistema de la soberanía nacional, como se desprende de la Declaración votada por las dos Cámaras el día 7 de agosto. El mismo Esmein reconoce (loe. cit., p. 584) que se trataba de una "transformación radical". De la diferencia que separaba a las dos Cartas en cuanto a su fundamento respectivo resultaba, en efecto, que, incluso aquellas de sus disposiciones concebidas en términos idénticos, tomaban en cada una de ellas un significado muy diferente. Puede decirse, pues, que, con la Revolución de Julio, la Carta
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Segundo Imperio, se ha podido decir que se derrumbó bajo el peso de los acontecimientos de 1870, más bien que derribado por un movimiento popular. Los movimientos revolucionarios y los golpes de Estado ofrecen de común que tanto unos como otros constituyen actos de violencia y se realizan, por consiguiente, fuera del derecho establecido por la Constitución en vigor. Por lo tanto, sería pueril preguntarse, en semejante caso, a quién corresponderá el ejercicio legítimo del poder constituyente. Después del trastorno político resultante de semejantes acontecimientos no hay principios jurídicos ni reglas constitucionales; ya no nos encontramos aquí en el terreno del derecho, sino en presencia de la fuerza. El poder constituyente caerá en manos del más fuerte. Unas veces se verá a un dictador, al día siguiente de un golpe de Estado, imponer al país una Constitución que será su obra personal; de esta manera, después del 2 de diciembre, el príncipe Luis Napoleón hizo la Constitución de 14 de enero de 1852. Otras veces será una asamblea la que se adueñe del poder constituyente, y erigiéndose en Constituyente haga una nueva Constitución. En estas condiciones, en 1789, los Estados generales se transformaron en Asamblea constituyente. Así también fué como, en 1830, la Cámara de Diputados, que surgía victoriosa de las jornadas de julio, se adueñó del poder constituyente; el 7 de agosto revisó la Carta de 1814 por la vía y bajo la forma de una ley, que se aprobó el mismo día por la Cámara de los Pares y que luego aceptó y promulgó Luis Felipe como Carta nueva. En fin, frecuentemente las crisis revolucionarias originan un gobierno provisional y de ocasión, el cual, después de haber acumulado primeramente todos los poderes, incluso el de iniciativa constituyente, convoca en un momento dado a los electores con objeto de hacerles nombrar una asamblea constituyente que habrá de proceder al establecimiento de la nueva Constitución: así ocurrió en 1848 y en 1870-1871. En todas estas circunstancias, lo cierto es que la nueva Constitución no se confeccionará según el procedimiento, el modo constituyente y las formas que habían sido previstos y prescritos por la precedente. Al quedar ésta radicalmente destruida por efecto del golpe de Estado o de la revolución,
de 1814 había sido anulada totalmente.
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nada queda de ella (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. i, pp. 579 ss., vol. ii, pp. 3 ss.); y por consiguiente, no podrá proporcionar órganos para la confección de la Constitución futura. El pueblo ya no tiene "representantes" regulares. Así pues, entre la antigua Constitución, de la que se hizo tabla rasa, y la nueva Constitución, que hay que hacer por entero, ya no existe lazo jurídico alguno; antes al contrario, existe entre ambas una solución de continuidad, un interregno constitucional, un intervalo de crisis, durante el cual la potestad constituyente de la nación no tendrá más órganos que las personas o cuerpos que, a favor de las circunstancias, hayan conseguido apoderarse de ella. En suma, la cuestión del poder constituyente se presenta aquí en los mismos términos que en la época de la formación originaria del Estado: se reduce a una cuestión de hecho y deja de ser una cuestión de derecho. Hay que abandonar, pues, esta primera hipótesis, en la cual la devolución y el ejercicio del poder constituyente no están regidos por el derecho, pues en la ciencia del derecho público no hay lugar para un capítulo consagrado a una teoría jurídica de los golpes de Estado, de la revolución y de sus efectos.526 Y por consiguiente, conviene fijarse únicamente en un segundo caso, que es el de la reforma pacífica, regular, jurídica en una palabra, de la Constitución vigente. 445. Esta reforma puede ser más o menos extensa; puede tener por objeto, bien revisar la Constitución en algunos puntos limitados, bien derogarla y reemplazarla totalmente. Pero cualquiera que sea la importancia de este cambio constitucional, sea total o parcial, habrá de operarse según las reglas fijadas por la misma Constitución que se trata de modificar. Y en efecto, desde el momento en que se hace abstracción de la revolución y de los golpes de Estado, que son procedimientos constituyentes de orden extrajurídico, hay que reconocer que el principio de derecho que se impone en una nación organizada es que la creación de la nueva Constitución sólo puede ser regida por la Constitución antigua, la cual, en espera de su derogación, permanece aún vigente; de tal modo que la Constitución nueva nace en cierto modo de la antigua y la sucede, encadenándose con ella sin solución de continuidad.527 526
Rousseau (Contrato social, lib. II , cap. VIII) compara las revoluciones con "enfermedades", que "realizan con los pueblos lo que ciertas crisis realizan en los individuos". Ahora bien, el derecho, el orden jurídico, no puede aplicarse eficaz y útilmente más que en medios sanos y equilibrados. 527 Esto significa que —como se ha pretendido a veces (ver por ejemplo Burckhardt, Kommentar der schweiz. Bundesverfassung, 2' ed., p. 7) — la identidad del Estado sólo se conserva en tanto que su Constitución actual se derive de su Constitución anterior. Ya se observó antes (pp. 62 y 76, supra) que los cambios de Constitución no alteran esta identidad. Esta observación sigue siendo exacta incluso en el caso de que el cambio se haya operado por vía extrajurídica. Cualesquiera que sean las transformaciones producidas en la organización constitucional, cualesquiera que sean los medios por los que estas transformaciones se han realizado, la colectividad nacional, que por cierto sigue siendo la misma, continúa teniendo una organización unificante que asegura su unidad estatal; ahora bien, esta misma unidad constituye, por sí sola, el fundamento de la personalidad del Estado. Por ello, la persona Estado, sin ser afectada en su continuidad y su identidad, pasa por las revisiones en forma regular, así como por las revoluciones o crisis violentas que tienen por efecto modificar o alterar la Constitución del Estado.
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Tal es el principio consagrado por las Constituciones modernas. Tuvo en Francia su primera y feliz fórmula en la Constitución de 1791 (tít. VII, art. 1º), que después de haber declarado que "la nación tiene derecho a cambiar su Constitución", añadía en seguida que dicho cambio sólo puede efectuarse "por los medios previstos en la misma Constitución". Por ello, las Constituciones contemporáneas tienen sumo cuidado, generalmente, en prever y regular su propia revisión, es decir, determinan previamente las formas, condiciones y procedimiento de su revisión eventual; y sobre todo, cuidan de designar a los órganos que habrán de encargarse de emprender y perfeccionar dicha revisión. Así, cuando haya lugar a poner en movimiento al poder constituyente para modificar o derogar la Constitución en vigor, de ningún modo será indispensable recurrir al pueblo, convocar a todos los ciudadanos como si se tratara para ellos de fundar de nuevo, mediante una especie de contrato social, la nación y el Estado; tampoco será necesario proceder por vía revolucionaria, sino que bastará con hacer intervenir a aquellos órganos que la Constitución misma, la Constitución que ha de revisarse o reemplazarse, predispuso por anticipado al ejercicio regular y pacífico del poder constituyente de la nación.528 528
La cuestión de saber en qué medida puede o debe asociarse el pueblo al ejercicio del poder constituyente no es, pues, en sí una cuestión de orden jurídico, sino realmente de orden político. Esta cuestión tuvo en 1875 una solución negativa. La Constitución de 1875 no hace intervenir directamente a los ciudadanos en la obra constituyente de revisión, sino que se colocó en el punto de vista de que la intervención del pueblo en tal materia políticamente no se impone ni jurídicamente es indispensable. Los constituyentes de 1875 se dejaron influir evidentemente, a este respecto, por el mal recuerdo que en Francia dejaron los numerosos plebiscitos que se sucedieron desde 1793 a 1870. La institución del plebiscito lleva en sí un vicio particularmente grave cuando tiene por objeto, como en el sistema imperialista, delegar la soberanía en un hombre u obligar al pueblo a aceptar una Constitución que excluye después a los ciudadanos de la participación en el ejercicio de los poderes constituidos. En este caso, el plebiscito equivale a una abdicación del pueblo y no es sino un medio de confiscar la soberanía nacional. Además, el plebiscito tiene un inconveniente general, que resulta de que dicha forma de consulta se reduce a solicitar del pueblo un voto afirmativo o negativo, y ello en bloque, de un modo indivisible, sin enmienda posible. En estas condiciones, el voto popular ya no es suficientemente libre, porque el pueblo se encuentra en la alternativa de rechazar totalmente una Constitución, si le desagrada en un punto cualquiera, o de adoptarla por entero, a pesar tal vez de graves defectos. En Francia, por ejemplo, los nueve plebiscitos que se efectuaron antes de 1875, en general, tuvieron el carácter de aceptación forzada. En efecto, como no se ofrecía al pueblo elegir entre varias Constituciones, no tuvo más remedio, en cada cambio de régimen, que adoptar la única que se le presentaba, y ello quizás por temor a permanecer por más tiempo en la incertidumbre y el desorden constitucionales. Así se explica que el pueblo francés se haya apresurado siempre a adoptar, por enormes mayorías, las Constituciones que le fueron sometidas durante ese período de su historia. Pero la historia del plebiscito en Francia prueba también que allí esta institución casi no tiene valor, puesto que se han podido hacer ratificar de esta manera por el pueblo todas las Constituciones, por diversas y poco duraderas que fuesen. Es justo reconocer que estas críticas se refieren especialmente al plebiscito, pero no se extienden al referendum constituyente aplicado a la revisión de Constituciones estables, que no nacieron mediante golpes de Estado o acontecimientos desordenados, sino que fueron fundadas por la libre voluntad del pueblo y que de esta misma voluntad esperan su mejoramiento progresivo.
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En todos estos respectos se ve que, en definitiva, este ejercicio del poder constituyente entra pura y simplemente en el cuadro de la teoría general y normal del órgano de Estado. En el fondo, todas las observaciones que acabamos de hacer se reducen a la verdad, que tal vez parezca ingenua y que sin embargo es muy profunda, de que el derecho constitucional presupone siempre una Constitución en vigor. Por derecho constitucional hay que entender, no ya un derecho que tuviera por objeto constituir al Estado, sino un derecho que sólo existe en el Estado ya constituido y provisto de órganos regulares. El jurista no tiene que buscar principios constitucionales fuera de las Constituciones positivas. El argumento que consiste en hacer abstracción de todas las reglas constitucionales en vigor y en suponer una Constitución totalmente por crear es inconciliable con el concepto mismo de derecho constitucional. Pues esta clase de derecho sólo es concebible en el marco de una Constitución preexistente; y fuera de la Constitución no subsiste sino el hecho. Resulta de esto que los órganos llamados constituyentes, lo mismo que los órganos constituidos, no pueden tener poderes anteriores a la Constitución. Cualquier órgano, incluso el que está llamado a ejercer la potestad constituyente, proviene esencialmente de la Constitución y de ella recibe su capacidad. Desde este punto de vista, incluso puede decirse que, propiamente hablando, no existe órgano constituyente: en el Estado no hay más que órganos constituidos. 446. Así pues, el concepto jurídico de poder constituyente implica la preexistencia de cierto orden y de cierta organización constitucional. Este punto fué comprendido instintivamente por la primera Constituyente de 1789. Aunque esta asamblea estuviese decidida, desde el principio, a reorganizar la nación francesa sobre bases enteramente nuevas y a emanciparla completamente del orden jurídico anterior, sintió la necesidad de un título jurídico tomado del pasado, y se esforzó por creárselo a sí misma. En realidad no existía este título. Como dice Esmein, (Éléments, 1ª ed., vol. i, p. 582), en 1789 "no podía decirse que los Estados
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generales hubiesen sido elegidos expresa y regularmente como Convención nacional y para votar la Constitución francesa". Sin embargo, cuando dicha asamblea se erigió en Constituyente, de ningún modo pretendió, por su sola voluntad y gracias a su sola fuerza política, atribuirse un poder del cual carecía jurídicamente, sino que sostuvo, desde el principio, que en derecho poseía la potestad y hasta que tenía la obligación de dar una Constitución a la nación, y ello por el motivo jurídico de que había recibido de ésta un mandato a dicho efecto. Al actuar así, la Asamblea nacional se comportaba como si hubiera existido, desde antes de su reunión, una Constitución que le asegurara el poder constituyente en virtud de mandatos conferidos a sus miembros por los colegios electorales. En otros términos, lejos de tratar a la nación como inorganizada, partía de la idea de que la nación poseía ya cierta organización y, en este sentido, una Constitución; se constituía jurídicamente en órgano regular de la nación.529 Con ayuda de este razonamiento llegó, desde el 17 de junio de 1789, a pretender que "sólo a ella corresponde representar la voluntad general de la nación" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 127). En virtud de esta misma idea, en la sesión de 30 de agosto de 1791, rechazó la proposición, presentada por Malouet, de someter el acto constitucional a la ratificación del pueblo (Archives parlementaires, vol. XXX, p. 64). Esta tesis del mandato constituyente de la Asamblea nacional era singularmente frágil. Bien es verdad que todos los pliegos electorales que preveían la cuestión de la reforma constitucional se hallaban de acuerdo en admitir que la nación, reunida en sus tres órdenes o estados, poseía el derecho y debía tener la facultad de ejercer el poder constituyente. Entre estos pliegos, algunos, colocándose en el punto de vista de que la nación no poseía aún Constitución, confiaban a la asamblea el encargo de darle por primera vez una Constitución, que ellos consideraban como inexistente hasta entonces; otros se atenían a la idea de que existía ya en Francia una Constitución tradicional, y conferían simplemente a los diputados el poder de fijarla y de mejorarla. 530 Pero, en el fondo, los pliegos de esta segunda clase, lo mismo que los del primer grupo, suponían en la Asamblea nacional la posesión y el ejercicio de la potestad constituyente.531 En 529
Nótese en este sentido que Sieyés (Qu'est-ce que le Tiers-État, cap. v) califica expresamente a los Estados generales como "cuerpo constituido". Deduce de ello el argumento para sostener "que los Estados generales son incompetentes para decidir nada sobre la Constitución. Este derecho corresponde a la nación sola, independiente de cualquier forma y de cualquier condición" (ibid.). Ver, sobre este último punto, n' 452, infra. 530 Ver sobre este punto la memoria del conde de Clermont-Tonnerre, "conteniendo el resumen de los pliegos electorales en lo que se refiere a la Constitución" (sesión del 27 de julio de 1789, Archives parlementaires, vol. vm, p. 283). 531 Por esto, Mounier, al presentar el 9 de julio de 1789 su informe en nombre del comité encargado de los trabajos preparatorios de la Constitución, podía declarar que la discusión sobre la extensión de la misión constituyente de la Asamblea sólo era una disputa de palabras: "No vamos a perder un tiempo precioso en disputar sobre palabras, si todos están de acuerdo en las cosas. Los mismos que sostienen que tenemos una Constitución reconocen que hay que perfeccionarla y completarla. Lo que deseamos es una Constitución acertada... Fijemos finalmente la Constitución de Francia, y cuando los buenos ciudadanos queden satisfechos de ella, ¿qué importa que unos digan que es antigua y otros que es nueva, con tal de que, mediante el
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estas condiciones, los miembros de la Asamblea, pues, podían legítimamente pretender que habían recibido de sus comitentes una misión y un mandato constituyentes (Duguit, Traite, vol. n, p. 518; Aulard, Histoire politique de la Révolution Franqaise, p. 30; Zweig, op. cit., pp. 220 ss., 240 ss.). Así, en su proyecto "conteniendo los primeros artículos de la Constitución", leído en la sesión del 27 de julio de 1789, Mounier alegaba que los diputados estaban llamados a establecer la Constitución francesa "en virtud de poderes que les habían sido confiados por los ciudadanos de todas las clases".532 Asimismo, Thouret, en su "Análisis de las ideas principales sobre el reconocimiento de los derechos del hombre en sociedad y sobre las bases de la Constitución", presentado el 19 de agosto de 1789 al comité de Constitución, declaraba que "la nación puede ejercer el poder constituyente tanto por sus representantes como por sí misma", y añadía inmediatamente: "Los representantes actuales han recibido completamente este poder de sus comitentes" (Archives parlamentaires, vol. VIII, p. 236). El mismo Sieyés —sin dejar de afirmar que la Constitución que la Asamblea nacional iba a darle a Francia sólo podía tener un carácter provisional, porque esta asamblea, decía, "no ha sido formada por la generalidad de los ciudadanos, con esa igualdad y esa perfecta libertad que exige semejante naturaleza de poder [el poder constituyente]" (Archives parlementaires, vol. VIH, p. 422) — reconocía sin embargo que los miembros de la asamblea tenían por sus mandatos el encargo especial de regenerar la Constitución del Estado y que, por lo tanto, la Asamblea tenía capacidad para ejercer el poder constituyente.533 Conviene añadir
consentimiento general, adquiera un carácter sagrado?" (Archives parlementaires, vol. VIII, p. 215). 532 "Nosotros, representantes de la nación francesa, convocados por el Rey, reunidos en Asamblea nacional, en virtud de los poderes que nos fueron confiados por los ciudadanos de todas las clases y encargados especialmente por ellos de establecer la Constitución de Francia y de asegurar la prosperidad pública, declaramos y establecemos, por la autoridad de nuestros comitentes, como Constitución del Imperio francés, las máximas y reglas fundamentales y la forma de gobierno, tal como serán expresadas a continuación..." (Archives parlementaires, vol. VIII, p. 285; cf. p. 289) 533 "Los representantes de la nación francesa, reunidos en Asamblea nacional, reconocen que, por sus mandatos, tienen el encargo especial de regenerar la Constitución del Estado. "E n consecuencia, y con este título, van a ejercer el poder constituyente; y sin embargo, como la representación actual no está rigurosamente de acuerdo con lo que exige semejante género de poder, declaran que la Constitución que van a darle a la nación, aunque provisionalmente obligatoria para todos, no será definitiva sino después de que un nuevo poder constituyente, convocado extraordinariamente para este solo objeto, le haya otorgado un consentimiento que reclama el rigor de los principios. "Los representantes de la nación francesa, ejerciendo desde este momento las funciones del poder constituyente, consideran que..." (Reconocimiento y exposición razonada de los derechos del hombre y el ciudadano, leída el 20 de julio de 1789 en el comité de Constitución, Archives parlementaires, vol. vm , p. 256; cf. la Declaración de los derechos del hombre presentada por Sieyés el 12 de agosto de 1789, ibid., p. 422).
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que el rey, por su parte, al autorizar posteriormente, en el juramento del Juego de Pelota, la reunión del clero y de la nobleza con el Tercer Estado, había reconocido implícitamente el poder constituyente de la Asamblea nacional. Pero aun cuando los pliegos se hallaban de acuerdo en reclamar una Constitución y en confiar a los diputados electos la misión de establecer los principios de un nuevo orden constitucional, esto no bastaba para que la Asamblea pudiera, en derecho, pretenderse investida de un poder constituyente regular. Era indudable que los mandatos en que se basaba le habían conferido de hecho un poder político considerable, en especial frente a la realeza, pero en cuanto al argumento jurídico que Mounier, Thouret y otros sacaban de dichos mandatos, no era sino una pura petición de principio; pues a este respecto hubiera sido necesario, ante todo, demostrar que semejante mandato era válido y que los comitentes, en virtud del orden estatutario anterior a la Revolución, tenían competencia para dárselo a sus elegidos. Ahora bien, las mismas condiciones en las que se habían constituido los Estados generales de 1789 parecían excluir dicha competencia. Desde este punto de vista sobre todo, estaban justificadas las reservas de Sieyés respecto de la potestad constituyente de la asamblea, que antes citamos. La Asamblea misma adoptó, a propósito de los mandatos que había recibido cuando las elecciones, una actitud que revelaba suficientemente la fragilidad de la base en que pretendía fundar su potestad constituyente. Se apoyó en los pliegos electorales para erigirse en Constituyente; pero, por otra parte, desde que se manifestó la dificultad de conciliar entre sí las instrucciones divergentes y hasta contradictorias que contenían los citados pliegos, la mayoría de la asamblea resolvió prescindir de las trabas que suponían para ella estas instrucciones. Así pues, después de empezar invocando esos mandatos, la Asamblea había de llegar muy rápidamente a negar a los electores el derecho de dar instrucciones o poderes a sus elegidos. Menos de tres meses después de la transformación de los Estados generales en Asamblea nacional, "casi no se atrevía uno a apoyarse en los pliegos electorales en la tribuna", dice Aulard (op. cit., p. 58; cf. Jellinek, UÉtat moderne, ed. francesa, vol. II, pp. 269-270; Zweig, op.
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cit., p. 239). La ley de 22 de diciembre de 1789 vino a confirmar esta evolución, al formular el principio de que los diputados elegidos por los departamentos son los representantes de la nación entera (preámbulo, art. 8) y añadir que la libertad de sus sufragios no puede limitarse por ningún mandato particular (sección I, art. 34). Así, la Constituyente se elevaba al atrevido concepto que había de asegurar la plena independencia de su poder y, como se ha dicho, transformaba la representación del pueblo soberano en una representación soberana del pueblo. El solo hecho de haberse emancipado así de sus mandatos demuestra que éstos no tenían mucho valor jurídico a sus propios ojos y que no podían considerarse como la fuente legítima de su poder constituyente. La única conclusión que cabe sacar de estas observaciones es, pues, simplemente que la Constituyente, al invocar al principio las cláusulas de los pliegos relativas al establecimiento de la Constitución, comprendió la necesidad de establecer una base propiamente jurídica para sus pretensiones de orden constituyente. Había tratado de constituirse en órgano estatutario de una nación que aparecía, según este concepto, como ya constituida orgánicamente, y rendía homenaje así a la idea, anteriormente expuesta, de que el poder constituyente mismo sólo puede concebirse como un poder de esencia jurídica mientras tiene su fuente en un orden estatutario anterior y se ejerce conforme a ese orden preestablecido.534
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Esta verdad encuentra hoy su demostración en el hecho de que los tratados de derecho público —imitando en esto a la Constitución de 1791— sólo emprenden el estudio del poder constituyente en su último capítulo y después de haber expuesto la organización y el funcionamiento de todos los demás poderes públicos. Lejos, pues, de presentar la cuestión del poder constituyente como el problema fundamental y primordial del derecho constitucional, la relegan en cierto modo al último plano y sólo se ocupan de ella en último lugar, como si su solución hubiera de subordinarse a los principios establecidos previamente para todo el resto de la organización estatal. Los términos en que se formula esta cuestión son también muy significativos: en general se la trata, en la literatura actual, bajo el título "De la revisión de la Constitución" (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. n, p. 495; Duguit, Traite, vol. n, p. 515) ; los autores constitucionales señalan claramente con ello que el problema del poder constituyente, desde el punto de vista jurídico, no puede formularse sino bajo la forma de una cuestión de revisión de la Constitución vigente; supone, pues, una Constitución preexistente y debe resolverse según las reglas mismas que, con vistas a su revisión, formuló esta misma Constitución. Por último, es de notarse que —contrariamente a las teorías del siglo XVIII, que consideraban al poder constituyente como la fuente de todos los demás poderes y al órgano constituyente como el autor de todos los demás órganos estatales— los actuales tratados de derecho público invierten el orden de los poderes y de los órganos; y en lo que se refiere a las relaciones de la potestad legislativa con la potestad constituyente, por ejemplo, casi no muestran al Parlamento como la creación de un poder superior, el poder constituyente, sino que, en sentido inverso, empiezan exponiendo la organización del Parlamento y el funcionamiento de su potestad legislativa, y no es sino posteriormente cuando llegan a buscar en qué medida las leyes constitucionales de revisión difieren, en el fondo o en la forma, de las leyes ordinarias. Se verá más adelante que este método es también el que siguió la Constitución de 1875 para reglamentar el ejercicio del poder constituyente.
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SECCION II LA CUESTION DEL PODER CONSTITUYENTE EN SUS RELACIONES CON EL PRINCIPIO DE LA SOBERANIA NACIONAL. LA SEPARACION DEL PODER CONSTITUYENTE Y LOS PODERES CONSTITUIDOS 447. Se acaba de observar que, si bien no puede nadie, con anterioridad a la Constitución, invocar un derecho propiamente dicho al ejercicio del poder constituyente, en cambio, en el Estado ya constituido, este ejercicio corresponde a los órganos designados a dicho efecto por la Constitución vigente. ¿Significa esto que la Constitución pueda conferir a cualquier autoridad la función constituyente? Y especialmente ¿podría atribuirla a uno cualquiera de los órganos que ha destinado al ejercicio normal y habitual de las funciones del Estado? Aquí, según el derecho público francés, interviene otro principio, el de la soberanía nacional. En el concepto francés, que se opone a que la soberanía colectiva de la nación pueda inmovilizarse jamás en ningún hombre ni en ningún grupo de individuos, es evidente, ante todo, que la iniciativa o la perfección de la revisión no pueden depender de la voluntad de un órgano como el jefe del Estado, pues esto sería tanto como hacer de este personaje el jefe inconmutable de su función, y al mismo tiempo encadenar a la voluntad de un hombre la potestad constituyente de la nación, es decir, a sustraerle a esta última la posibilidad de cambiar su Constitución. Así es como la Constitución de 1791 —como se ha visto (p. 909) — especificaba, por una aplicación estrictamente lógica de la idea de la soberanía nacional, que los votos de revisión que emanaban del cuerpo legislativo no se someterían a la sanción real. Pero hay que ir más lejos, y cabe preguntarse, de un modo general, si en el sistema de la soberanía nacional la potestad constituyente puede atribuirse y reservarse a uno cualquiera de los órganos que la terminología usual designa con el nombre de órganos constituidos. Hay doble razón para dudar de ello. Por una parte, es difícil admitir que el título de estos órganos o la extensión de sus poderes sólo puedan modificarse con su consentimiento. La nación, en estas condiciones, ya no tiene plena libertad para modificar su Constitución, y su soberanía se convierte en objeto de apropiación para las autoridades constituidas, puesto que éstas no pueden ser despojadas de ella sino por su voluntad. Por otra parte, el principio de la soberanía
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nacional parece oponerse a que ningún órgano constituido pueda conferirse a sí mismo su propia potestad o acrecerla. Toda autoridad constituida ha de recibir sus poderes de una voluntad nacional superior a su voluntad particular. La cuestión del poder constituyente suscita, por lo tanto, en un país de sobe'ranía nacional, dificultades desconocidas en otras partes. En un estado monárquico, esta cuestión no se presenta, pues lo propio de la monarquía es, en efecto, que la Constitución sea obra del monarca y se base en su voluntad. Asimismo, la democracia propiamente dicha se caracteriza por el hecho de que el pueblo es el autor de la Constitución (ver pp. 900-901, supra). En el sistema de la soberanía nacional, por el contrario, donde ni el jefe del Estado ni los ciudadanos poseen derecho soberano alguno anterior a la Constitución, y donde los poseedores de los poderes constituidos, sean quienes fueren, no pueden hallar en sí mismos su competencia estatutaria, cabe preguntarse cuál será el órgano encargado de constituir los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. En efecto, no es suficiente ahora reconocer que este órgano constituyente debe haber sido designado por la Constitución, como se vio en las páginas precedentes; sino que el punto principal y delicado del asunto está en saber cómo la Constitución podrá conciliar la organización que habrá de darse al poder constituyente con las exigencias de la soberanía nacional. ¿A quién podrá conferir el papel de órgano constituyente? Así renace, bajo una nueva forma, la cuestión que antes se formuló (p. 1161) en estos términos: ¿quién está capacitado en el Estado para hacer o para modificar la Constitución? 448. Según los términos del art. 3 de la Declaración de derechos de 1789, "ningún cuerpo, ningún individuo, puede ejercer autoridad que no emane expresamente de la nación", ya que únicamente ésta es soberana. Igualmente, el preámbulo del tít. m de la Constitución de 1791, después de recordar que "la soberanía pertenece a la nación", declara en su art. 19 que nadie "puede atribuirse su ejercicio". Estos textos parecen excluir para todo órgano constituido la posibilidad de ser al mismo tiempo órgano constituyente. Todo individuo o cuerpo que pretenda ejercer una de las funciones de la soberanía debe haber recibido su potestad, para este efecto, de la nación misma, es decir, de un órgano superior que tiene jurídicamente el poder de formular sobre este punto la voluntad constituyente nacional. Así pues, el principio de la soberanía nacional implica lógicamente que el órgano constituyente ha de ser un órgano especial, diferente de los órganos constituidos. Tal es también la idea capital a la que se adhirieron la mayoría de las Constituciones francesas anteriores a 1875 para determinar el régimen de organización del poder constituyente aplicable a su revisión eventual.
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Según la Constitución de 1791 (tít. vil, arts. 4 ss.), cuando un voto de revisión ha sido emitido por tres legislaturas sucesivas, la revisión se emprende por la cuarta legislatura, aumentándose ésta, a dicho efecto, en 249 miembros y transformándose así, con el nombre de "Asamblea de revisión" en una Constituyente. La Constitución de 1793 (arts. 115-117) confiere el poder constituyente a una Convención, que era asimismo distinta del cuerpo legislativo. De igual modo, la Constituc'ón del año ni (arts. 338 ss.) confiere la función constituyente a una asamblea especial llamada "Asamblea de revisión", que se componía de dos miembros por departamento, elegidos del mismo modo que los miembros del cuerpo legislativo, pero que sin embargo difería de este último:535 la duración de esta asamblea en ningún caso podía exceder de tres meses, y le estaba prohibido ejercer cualquier otro poder fuera de la revisión. La Constitución del año III, así como la de 1793, exigían además que las decisiones de la Asamblea de revisión fuesen ratificadas por el pueblo. La Constitución del año VIII no se ocupaba de su revisión; pero creó un Senado conservador, al que encargaba especialmente velar por las instituciones constitucionales; desde entonces, y por una extensión inesperada de su papel conservador, se trató al Senado como a un órgano predispuesto para un oficio constituyente, y de él se sirvió el primer Cónsul para reformar la Constitución: el Consulado vitalicio en el año x, y el Imperio en el año XII, fueron establecidos mediante senadoconsultos.536 La Constitución del 14 de enero de 1852, volviendo a las tradiciones napoleónicas, instituía igualmente (arts. 25 ss.) un Senado "guardián del pacto fundamental" y que tenía el encargo, llegado el caso, de reformarlo. Según los términos del art. 31, "el Senado puede proponer modificaciones a la Constitución. Si la proposición es adoptada por el poder ejecutivo, queda estatuida mediante un senado-consulto". Se desprende de este texto que, tanto bajo el Segundo Imperio como bajo el Primero, la Constitución sólo podía modificarse por el Senado mediante la aprobación del jefe del Estado. Además, los cambios constitucionales quedaban sometidos, en esa doble época, a la condición de la ratificación popular.537 En este último
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Así se deduce especialmente del hecho de que, según el art. 345, "los ciudadanos que son miembros del cuerpo legislativo no pueden ser elegidos como miembros de la Asamblea de revisión". La Constitución de 1791 (tit. VII, art. 6) decia igualmente: "Los miembros de la tercera legislatura que haya pedido la modificación no podrán ser elegidos para la Asamblea de revisión". Cf. en sentido inverso el decreto de 16 de mayo de 1791, por el que la Constituyente decidió que ninguno de sus miembros pudiese ser elegido para la próxima Legislativa. 536 El senado-consulto orgánico del 16 termidor del año X (art. 54) cuidaba de especificar que "el Senado reglamenta mediante un senado-consulto orgánico todo lo que no ha sido previsto por la Constitución y es necesario a su funcionamiento". 537 El plebiscito que instituía el Consulado vitalicio precedió al senado-consulto del 14 termidor del año x, "que proclama a Napoleón Bonaparte como primer Cónsul vitalicio". El año XII, el plebiscito referente a "la herencia de la dignidad imperial" tuvo lugar después del senado-consulto del 28 floreal, que había establecido y organizado el Imperio.
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aspecto, el art. 32 de la Constitución de 1852 especificaba que "cualquier modificación en las bases fundamentales de la Constitución, tal como han sido adoptadas por el pueblo francés,538 se someterá al sufragio universal". En fin, la Constitución de 1848 (art. 111) confiaba el poder de hacer la revisión( a una Asamblea de revisión, elegida especialmente con este objeto por un período de tres meses y que sólo había de ocuparse de dicha revisión; se le permitía, sin embargo, en caso de urgencia, proveer a las necesidades legislativas. En cuanto a las Cartas, no determinaron autoridad competente para proceder a su revisión y ni siquiera previeron su posibilidad. 449. Sean las que fueren las diferencias que separan estos diversos sistemas constituyentes, se observa que entre todos ellos existe un rasgo común, una semejanza en un punto esencial. En efecto, con excepción de las Cartas, todas las Constituciones anteriormente citadas coinciden en hacer ejercer el poder constituyente, no al cuerpo legislativo ordinario, sino a una asamblea especial. Esta asamblea es el Senado en las épocas napoleónicas; bajo las Constituciones de 1791, de 1793, del año m y de 1848 es una asamblea que —cualquiera que sea el nombre que se le dé: convención, asamblea de revisión etc.— tiene por carácter esencial el ser una Constituyente, es decir, una asamblea especialmente llamada a ejercer el poder constituyente, formada por diputados que han sido elegidos por el pueblo para el cumplimiento especial de una labor constituyente y por último, que no tiene más función que la de efectuar la revisión para la que fué convocada, pues debe disolverse inmediatamente después de cumplida esta misión. Esta constante práctica de la especialidad del poder constituyente se funda en un principio que desde 1789 tuvo gran fuerza en Francia y que hasta 1875 pudo considerarse como una de las bases esenciales de todo el sistema constitucional francés.539 El principio consiste en distinguir lógicamente y separar orgánicamente, por una parte, el poder de hacer la
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Estas bases, propuestas en la proclama dirigida al pueblo francés el 2 de diciembre de 1851 por el presidente Luis Napoleón, fueron ratificadas por el sufragio universal consultado a dicho efecto los días 20 y 21 de diciembre de 1851. En la nueva proclama al pueblo del 14 de enero de 1852 decía a este respecto Luis. Napoleón: "E l Senado, de acuerdo con el Gobierno, puede modificar todo aquello que no es fundamental en la Constitución; pero, en cuanto a las modificaciones a introducir en las bases primeras, sancionadas por vuestros sufragios, sólo pueden convertirse en definitivas después de haber recibido vuestra ratificación." 539 Borgeaud, Établissement et revisión des Constitutions en Amérique et en Europe, p. 296, dice, habiendo de Francia: "Un principio fundamental se desprende claramente de los precedentes y de los textos: la Constitución sólo puede emanar de un poder constituyente superior B los poderes constituidos."
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Constitución, y por otra parte los poderes creados por la Constitución. A los poderes ordinarios, legislativo, ejecutivo y judicial, pues, se opone y se superpone un poder supremo y extraordinario, el cual, teniendo por objeto instituir todos los demás, los domina y debe, dícese, ser distinto de ellos. Es lo que se puede llamar el principio de la separación del poder constituyente y los poderes constituidos.540 ¿Cuál es su fundamento? Contra las afirmaciones de Sieyés, que en el año m sostenía que "la división del poder constituyente y los poderes constituidos se debe a
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Conviene observar, sin embargo, que, con excepción de la Constitución de 1793, que, en su art. 115, reconocía al cuerpo de los ciudadanos el poder de solicitar y promover la revisión del acto constitucional y que organizaba así la iniciativa constituyente popular, ninguna de las Constituciones francesas antes citadas admitió íntegramente ni realizó en toda su amplitud el sistema de la separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. En efecto, estas Constituciones hacen depender la apertura de la revisión de la iniciativa y de la voluntad de órganos constituidos. Así, la Constitución de 1791 (tít. VII , arts. 2 ss.) subordinaba la revisión a la condición de una votación repetida tres veces por tres legislaturas consecutivas. Según la Constitución del año m (art. 337 ss.), el derecho de proponer la revisión correspondía al Consejo de Ancianos; la proposición de los Ancianos había de ratificarse por el Consejo de los Quinientos; esta proposición y esa ratificación debían emitirse por tres veces, quedando separadas unas de otras por intervalos de tres años. Igualmente, la Constitución de 1848 (art. 111) reservaba la iniciativa de la revisión a la Asamblea legislativa, no pudiendo ésta hacer uso de dicho poder sino en el último año de la legislatura. Actualmente, a las Cámaras corresponde declarar que ha lugar a revisar las leyes constitucionales (ley constitucional de 25 de febrero de 1875, art. 8) . Se ha hecho observar en repetidas ocasiones que, reservando así el cuerpo legislativo la facultad de poner en movimiento el poder constituyente, las Constituciones desconocieron el principio de la soberanía nacional (Laboulaye, Questions constitutionnelles, pp. 136 55., 186 ss.). En su Analyse raisonnée de la Constilution jrancaise, publicado en 1791, Clermont-Tonnerre criticaba ya a este respecto el sistema constituyente establecido en esa época por el tít. vn de la Constitución. Este título, declaraba, presenta una singular inconsecuencia, ya que empieza por reconocer a la nación el derecho imprescindible de cambiar su Constitución y más adelante concede exclusivamente al cuerpo legislativo el poder de iniciar la revisión. "Es evidente —decía Clermont-Tonnerre— que si un solo poder recibiese el derecho de promover la revisión y de fijar sus puntos, sólo en su ventaja haría uso de él... La forma de revisión está combinada de manera que fortalezca la autoridad, tan imponente ya, del cuerpo legislativo; convierte en eternos todos aquellos vicios de los que no se quejará, y en precarios todos los artículos constitucionales que pueden retenerlo aún dentro de algunos límites... La Asamblea nacional eligió una forma de revisión que tiende a aumentar continuamente el poder excesivo de las legislaturas y que jamás reforma ni uno solo de los abusos de los cuales puede sacar ventaja" ((Euvres, París, 1791, vol. iv, p. 404). El régimen constituyente de 1791 se presta tanto más a la crítica cuanto que, según dicha Constitución (tít. VII, art. 7), la Asamblea de revisión había de limitarse a estatuir sobre aquellos objetos que le fueron sometidos por la votación uniforme de las tres Legislaturas precedentes (cf. Constitución del año ni, art. 342, y Constitución de 1848, art. 111). La Constitución de 1791, en efecto, no preveía ni autorizaba sino revisiones parciales y limitadas; excluía la posibilidad de una revisión total; por lo menos, retiraba a esta última la posibilidad de realizarse de manera regular, pacífica y jurídica (Laboulaye, op. cit., pp. 163 ss.; Zweig, op. cit., p. 305). Así se desprende del
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los franceses",541 esta distinción había sido concebida y aplicada en Estados Unidos desde antes de la Revolución francesa, como lo demuestran las Mémoires de La Fayette (París, 1838, vol. IV, pp. 35 ss.)542: en efecto, había sido consagrada tanto por las Constituciones particulares de los Estados como por la Constitución federal de 1787. El sistema de las Constituyentes o Convenciones cronológicamente no es, pues, de origen francés. No obstante, importa precisar las razones específicas que en Francia contribuyeron a introducir rápidamente y a hacer prevalecer este sistema en la época de la Revolución. 450. Se ha pretendido que la doctrina francesa de la separación del poder constituyente sólo tenía relaciones indirectas y lejanas con la doctrina de art. 7, antes citado, del tít. VII. No se contenta ese texto con restringir la competencia de las futuras asambleas de revisión a los objetos determinados por el voto de las legislaturas que a ellos se hayan referido, pues especifica que "los miembros de la Asamblea de revisión habrán de prestar individualmente el juramento de mantener, además, con todo su poder, la Constitución del Reino, decretada por la Asamblea nacional constituyente en los años de 1789-1791". Así pues, la extensión de la revisión había de depender de la voluntad de las legislaturas; y por lo demás, a las asambleas revisionistas venideras les era prohibido volver a ocuparse de la Constitución. Sobre este punto, el sistema constituyente adoptado por la Asamblea nacional de 1789-1791 se apartaba mucho de las ideas que primero se expusieron ante ella. Al comienzo, del principio de la soberanía nacional parecía resultar que la nación es siempre dueña de revisar y cambiar su Constitución, que no puede quedar ligada, en este respecto, a la voluntad de órganos constituidos y que, por consiguiente, el poder constituyente de la nación es a la vez superior y distinto a los poderes constituidos. Así es como, en su proyecto de Declaración de derechos, expuesto a la Asamblea nacional el 11 de julio de 1789, La Fayette establecía, como una de las bases del nuevo orden de cosas, el siguiente principio: "Como la introducción de abusos y el derecho de las generaciones que se suceden precisan de la revisión de todo establecimiento humano, debe ser posible para la nación disponer, en ciertos casos, de una convocatoria extraordinaria de diputados cuyo único objeto sea examinar y corregir los vicios de la Constitución, si ello fuere necesario" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. VIII, p. 222). Sieyés, por su parte, en su proyecto de Declaración de derechos (art. 42), presentado el 12 de agosto de 1789, decía: "Un pueblo siempre tiene el derecho de revisar y reformar la Constitución. Y hasta es conveniente determinar épocas fijas en que tendrá lugar dicha revisión" (Archives parlementaires, vol. VIII, p. 424). E n la Declaración de derechos que se adoptó efectivamente en agosto de 1789 ya habían desaparecido estas proposiciones. Cuando, en agosto y septiembre de 1791, después de terminadas todas las demás partes de la Constitución, se volvió sobre la cuestión de la revisión, la Asamblea tenía con respecto a esta cuestión, y así lo manifestó, ideas muy diferentes de las que prevalecieron en sus primeras deliberaciones. En ese momento final le preocupaban sobre todo los medios de hacer duradera su obra. Con ese objeto, algunos constituyentes proponían admitir que la Constitución no se podría revisar antes de 1821, y el proyecto del tít. VII incluso se concibió al principio en este sentido. Pero semejante prohibición se hubiera encontrado en evidente oposición con el principio —establecido igualmente en el proyecto— de que "la nación tiene el imprescriptible derecho de cambiar su Constitución". Para sustraerse a esta objeción, la Asamblea acabó adoptando un término medio que, en nombre de los comités, le había sido propuesto por Thouret. La combinación expuesta por Thouret consistía en distinguir entre la revisión parcial, que se refería solamente "a algunos artículos de detalle", y el cambio total de la Constitución. Según Thouret, bastaba con autorizar y organizar las revisiones parciales, para hacer superflua cualquier revisión general. "Lo esencial para la nación —decía— es poder rectificar los defectos de detalle de la Constitución." En cuanto a "prever la necesidad de una subversión total", ello era tanto
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Rousseau sobre la soberanía popular (Zweig, op.cit., pp. 73 ss.). Es verdad, en efecto, que a primera vista, la teoría de Rousseau parece excluir la posibilidad de una distinción precisa entre la función constituyente y la función legislativa. Según los conceptos expuestos en el Contrato social, la soberanía se absorbe en la potestad legislativa, la que consiste esencialmente en el poder que tiene el pueblo para enunciar imperativamente la voluntad general. Ahora bien, por una parte, la voluntad general, cualquiera que sea el objeto sobre el que se ejerza, organización constitucional o reglamentación legislativa cualquiera, presenta siempre los mismos caracteres específicos, en el sentido de que es la voluntad de todos, que se manifiesta mediante prescripciones aplicables a todos o que interesan a la comunidad en su universalidad. Ya desde este
más inútil cuanto que la Constitución creada por la Asamblea nacional era "fundamentalmente buena", puesto que "se fundaba en las bases inmutables de la justicia y en los eternos principios de la razón". Por consiguiente, Thouret concluía que no había lugar a reglamentar la revisión total ni a retrasar por treinta años la posibilidad de las revisiones venideras. Estas conclusiones fueron adoptadas inmediatamente por la Asamblea (sesión del 3 de septiembre de 1791, Archives parlementaires, vol. XXX, pp. 186 ss.; ver, sobre el discurso de Thouret y sobre los debates que lo precedieron. Laboulaye, loe. cit.). Al descartar así la revisión ilimitada y al no permitir en adelante sino revisiones parciales, limitadas por los votos de las Legislaturas (ver también la restricción impuesta a las dos próximas Legislaturas por el art. 3 del tít. vn) , la Constitución de 1791 se alejaba del principio de la separación y de la superioridad del poder constituyente. No obstante, si bien no respetaba íntegramente este principio, hay que reconocer que por otra parte lo consagraba en amplio grado, por cuanto instituía, para el ejercicio del poder revisionista, una "Legislatura" especial, compuesta de miembros diferentes a los de las Legislaturas anteriores, que no tenían más competencia que la relativa a la revisión, y que poseían, finalmente, esta competencia de manera exclusiva, como lo especificaba uno de los últimos textos de la Constitución de 1791, el cual, en efecto, cuidaba de manifestar que, fuera de la Asamblea de revisión, "ninguno de los poderes instituidos por la Constitución tiene el derecho de cambiarla en su conjunto ni en sus partes." Por diferente que fuese este régimen constituyente del que acababa de establecerse en Estados Unidos, no dejaba de ser un régimen de separación del poder constituyente. 541 Discurso de Sieyés en la Convención: "Un a idea sana y útil se estableció en 1788: la división entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Figurará entre los descubrimientos que hacen adelantar la ciencia; se debe a los franceses" (sesión del 2 termidor del año ni, Moniteur, reimpresión, vol. xxv, p. 293). Al invocar esta fecha de 1788, que era la de la composición de su obra sobre el Tercer Estado, Sieyés daba a entender claramente —como se ha observado repetidas veces— que él mismo era el francés a quien se debía ese descubrimiento. 542 La Fayette, en este mismo lugar, rechaza las pretensiones de Sieyés a la prioridad de su "descubrimiento". Sobre este punto, y también sobre la oposición de ideas que apareció en la Constituyente entre La Fayette y Sieyés a propósito del poder constituyente, ver Laboulaye, op. cit.. pp. 381 y 397.
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punto de vista, no hay lugar, en la soberanía tal como la concibe Rousseau, para un poder constituyente, esencialmente distinto del poder legislativo. Por otra parte, desde el punto de vista formal, en esta doctrina no cabe buscar fuera y por encima del legislador ordinario un órgano supremo encargado de constituir los demás órganos del Estado, pues el soberano mismo, fes decir, el pueblo que hace sus leyes, está siempre presente, reunido o dispuesto a reunirse para realizar labor constituyente, de la misma manera que realiza labor legislativa. En otros aspectos, además, la doctrina del Contrato social se opone a que pueda concebirse un poder constituyente superior al poder legislativo habitual. En efecto, lo propio de toda Constitución es obligar, si no a la nación o a la comunidad, al menos a los órganos constituidos. Ahora bien, en la teoría de Rousseau, la Constitución no puede adquirir ese efecto obligatorio con respecto al legislador, puesto que éste es en realidad el pueblo, o sea el soberano mismo. Por ello, Rousseau mismo declara que para el pueblo no puede existir ninguna ley fundamental que lo encadene, porque la voluntad general no puede obligarse a sí misma543 (cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. II, pp. 181-182, y Zweig, op. cit., pp. 78 ss.). Todo el derecho vigente, incluso el estatuto orgánico de la comunidad, queda sometido así al poder de libre e ilimitada disposición del legislador popular. Finalmente, en la doctrina del Contrato social, una de las principales utilidades de la distinción del poder constituyente desaparece, y por consiguiente, esta distinción pierde en gran parte su razón de ser. La finalidad práctica de la distinción es, en efecto, limitar la potestad del órgano legislativo, y especialmente limitarla en lo que se refiere a los derechos individuales de los particulares, en el sentido de que una vez determinados y garantizados estos derechos por el acto constitucional, ya no pueden restringirse ni retocarse por el legislador ordinario. A este respecto, la distinción de un poder constituyente superior al poder legislativo responde a la idea de que, en el Estado soberano, puede establecerse y reservarse jurídicamente, en provecho de los ciudadanos, una esfera de capacidad individual, un estatuto personal de libertad, que se sustrae a la potestad de las autoridades estatales constituidas; y este es en realidad uno de los conceptos esenciales que se encuentran realizados en el sistema jurídico
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Contrato social, lib. i, cap. vn: "Hay que observar que la deliberación pública, que puede obligar a todos los subditos con respecto al soberano, no puede obligar al soberano consigo mismo, y que, por consiguiente, es contrario a la naturaleza de! cuerpo jurídico que el soberano se imponga una ley que no pueda infringir. Al no poder considerarse sino bajo una misma y sola relación, queda entonces en el caso de un particular que contratara consigo mismo; por donde se ve que no existe ni puede existir ninguna especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera el contrato social."
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del Estado moderno. Ahora bien, se vio antes (n9 323) que la teoría del Contrato social excluye completamente el concepto de derechos individuales hechos intangibles contra el legislador, y ello por dos razones. Implica ante todo, en principio mismo y por efecto directo del contrato social, la completa absorción del individuo por la comunidad, ya que, como dice Rousseau, todo el contrato social se reduce a una sola cláusula, "la enajenación total de cada asociado, con todos sus derechos, en favor de toda la comunidad", y ya desde este punto de vista deja de concebirse el concepto de un derecho individual propiamente dicho. Pero, además, y aunque se supusiera, de hecho, al individuo provisto de semejante derecho por la ley del Estado, este derecho no tendría gran valor y la seguridad de los particulares sería nula, puesto que, en todo caso, la reglamentación de los derechos individuales y también su modificación extensiva o restrictiva dependen siempre del soberano, el cual, en la teoría de Rousseau, no es otro que el legislador. También bajo este aspecto, el derecho vigente, tanto el que concierne al individuo como el que se refiere al Estado y sus asuntos, depende uniformemente de la potestad legislativa, sin que, en esta teoría, quepa distinguir entre leyes constitucionales de una esencia superior y leyes ordinarias subordinadas a la Constitución y limitadas por ésta en su potestad. 451. Por lo tanto, parece que los orígenes de la teoría revolucionaria de la separación del poder constituyente habrán de buscarse en otra dirección; en efecto, se ha sostenido que esta teoría procede de las ideas de Montesquieu mucho más que de las de Rousseau (Zweig, op. cit., pp. 66 ss.). En un sentido, sin embargo, la idea de un poder constituyente, o sea de un poder inicial superior que es la fuente común de todos los poderes constituidos, parece, al primer golpe de vista, totalmente extraña a una doctrina como la de Montesquieu, que en principio admite la divisibilidad de la potestad estatal y que incluso exige la división de ésta. De hecho, Montesquieu —como se vio antes (núms. 278-279)—, ab initio, descompone esta potestad en tres poderes, sin que parezca preocuparse ni de la unidad estatal ni de la relación que debe mantenerse entre los tres poderes separados y la potestad una del Estado. Pero, por otra parte, la teoría de los tres poderes y de su reparto entre tres clases de órganos implicaba, en el fondo, y había de hacerla surgir necesariamente después, la teoría especial del poder constituyente, pues para explicar lógicamente semejante reparto era evidentemente necesario llegar a la idea de una autoridad primitiva y superior, que, incluso si no es el sujeto común de los tres poderes, quede colocada por encima de sus distintos titulares y establezca entre ellos la distribución de las competencias (cf. n. 20, p. 859, supra). Puede decirse, pues, que la teoría de la separación de poderes
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abría el camino a la del poder constituyente. El mismo Montesquieu da a entender que no basta tomar en consideración a los titulares efectivos de los tres poderes, sino que, para definir su cometido, hay que considerar también lo que pueda haber detrás de ellos, pues, al menos en cuanto a uno, el cuerpo de diputados, especifica que se trata de "un cuerpo erigido para representar al pueblo", en el sentido de que "el pueblo realiza por medio de sus representantes todo lo que no puede realizar por sí mismo' (Esprit des lois, lib. XI, cap. vi)544 Tal es también la base racional sobre la que construye Sieyés su doctrina de la separación del poder constituyente. Esta doctrina se relaciona en su pensamiento con el principio de la separación de poderes, tal como lo fundó Montesquieu. Así se desprende especialmente de su "Exposición razonada de los derechos del hombre", leída en el comité de Constitución el 20 de julio de 1789 (Archives parlementaires, P serie, vol. vm, pp. 256 ss.). Sieyés define allí a la Constitución diciendo que "la palabra Constitución se refiere al conjunto y a la separación de los poderes públicos". Mediante esta fórmula, señala inmediatamente que si el acto constitucional tiende a realizar la distribución de los poderes, se produce también por este acto una manifestación de la unidad del poder. Los poderes creados por la Constitución son poderes múltiples y divididos; pero, declara Sieyés, "todos, sin distinción, son emanación de la voluntad general; todos proceden del pueblo, es decir, de la nación". Emanan, pues, de un poder superior y único, por lo que Sieyés expone inmediatamente este concepto fundamental: "Una Constitución supone ante todo un poder constituyente." Así, del mismo concepto de Constitución llega directamente a la distinción entre lo que
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No por ello es menos cierto que la teoría de Montesquieu sobre los tres poderes, en ciertos aspectos, es una construcción en el aire. El capítulo "De la Constitution d'Angleterre" razona sobre los titulares de estos poderes, monarca, asamblea, tribunales, tomándolos tal como los encuentra constituidos históricamente. Pero, racionalmente, ¿de dónde sacan su potestad estas autoridades? ¿Cómo se opera entre ellas la atribución de los poderes por separar? Igualmente, ¿cómo es que la potestad legislativa —de la que Montesquieu dice que, en un Estado libre, parece deber corresponderle al pueblo como cuerpo— se ejerce, no ya por el pueblo, sino por sus representantes? Sobre todos estos puntos, el capítulo "De la Constitution d'Angleterre" suscita y formula a cada instante la cuestión del poder constituyente, pero no la resuelve y ni siquiera la aborda (cf. p. 869, supra y pp. 1211-1212, infra).
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llama el "poder constituyente"545 y los "poderes constituidos".546 Y de este modo restablece la unidad del poder soberano,
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Se observó que esta expresión era tomada de la terminología misma de Montesquieu. Sieyés habla de "poder" constituyente, así como Montesquieu hablaba de "poder" legislativo o de los tres "poderes" existentes en el Estado. La expresión de Sieyés, a este respecto, contribuye, pues, a marcar los lazos que se establecen entre su teoría y la del Espíritu de las leyes. 546 Esta misma distinción se formulaba, en la misma época, por otros eminentes miembros de la Asamblea nacional. Target, en su proyecto de Declaración, presentaba un artículo 31 redactado en esta forma: "L a Constitución difiere de la legislación. La Constitución sólo puede ser fijada, cambiada o modificada por el poder constituyente, es decir, por la nación misma o por el cuerpo de los representantes que ha encargado de ello mediante un mandato especial. La legislación se ejerce por el poder constituido, es decir, por los diputados que la nación nombra en el tiempo y según las formas que fijó la Constitución" (27 de julio de 1789, Archives parlementaires, vol. vm, p. 289). Igualmente, el proyecto de Declaración presentado por Mirabeau decia en su art. 3: "Todos los poderes a los cuales se somete una nación, emanan de esa misma nación; ningún cuerpo ni individuo puede tener autoridad que no derive expresamente de ella. Toda asociación política tiene el derecho inalienable de establecer, modificar o cambiar la Constitución, es decir, la forma de su gobierno y la distribución de los límites de los diferentes poderes que lo componen" (17 de agosto de 1789, Archives parlementaires, vol. vm, p. 439). Y con su habitual precisión, Thouret resumía estas ideas en su "Análisis de las principales ideas sobre el reconocimiento de los derechos del hombre", en estos términos: "Los poderes públicos emanan todos del pueblo; ni pueden constituirse por sí mismos, ni pueden cambiar la Constitución que han recibido. En la nación reside esencialmente el poder constituyente" (l 9 de agosto de 1789, Archives parlementaires, vol. yin, p. 326).
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que Montesquieu había comprometido y abandonado. La restablece situando el poder constituyente en el pueblo, del cual, dice, proceden todos los poderes constituidos. El principio de la soberanía popular aparece, pues, en esta doctrina, como el complemento lógico de la teoría de Montesquieu, o más bien como la idea principal y dominante sin la cual dicha teoría sería ininteligible e inaceptable. En este sentido se ha podido decir, para caracterizar la doctrina de Sieyés, que es una síntesis de la doctrina de Rousseau sobre la soberanía del pueblo y de la teoría de Montesquieu sobre la separación de poderes (Zweig, op. cit., p. 117; cf. Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 163).547 La doctrina de Sieyés sobre el poder constituyente deriva de una segunda fuente, y también en este sentido puede decirse que responde a las tendencias de Montesquieu más bien que a las de Rousseau. Las tendencias de Montesquieu son evidentemente liberales: toda su combinación separatista, como lo demuestra claramente (ver n' 272, supra), no tiene más finalidad que impedir la opresión de los ciudadanos y asegurar el respeto a sus derechos individuales, al menos en la medida en que éstos quedan determinados por las leyes. En el sistema del contrato social, por el contrario, el individuo sólo tiene derechos concedidos y precarios, que más que derechos subjetivos verdaderos, son un reflejo del derecho objetivo establecido por y para la comunidad. Esto excluye la idea de que puedan existir para el ciudadano derechos garantizados por la Constitución. Ahora bien, en 1789-1791, la separación del poder constituyente y la
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Se ve también con esto en qué sentido puede decirse que la teoría de Sieyés se relaciona con la de Montesquieu y es continuación de la misma. La verdad, sobre todo, es que la corregía y que llenaba los graves vacíos que presentaba, al hacer intervenir en ella un nuevo elemento —e l poder constituyente— en ausencia del cual el principio de la separación de poderes de Monstesquieu había sido hasta entonces una construcción sin fundamento (cf. n° 289, supra).
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Constitución misma fueron concebidas como medios destinados a proporcionar la garantía del derecho individual. Esta es la idea que desarrolla Sieyés ante el comité de Constitución en julio de 1789: "Toda unión social, y, por consiguiente, toda Constitución política, sólo puede tener por objeto manifestar, extender y asegurar los derechos del hombre y el ciudadano. Los representantes de la nación francesa deben tratar ante todo de reconocer estos derechos; la exposición razonada de los mismos ha de preceder al plan de la Constitución, como preliminar indispensable de la misma." Reconocer y exponer esos derechos "es presentar a todas las Constituciones políticas el objeto o el fin que todas ellas, sin distinción, deben tratar de alcanzar" (Archives parlementaires, vol. vm, p. 256). Esta idea ya se había manifestado en los pliegos electorales, un gran número de los cuales reclamaba una declaración de derechos, encargando a los diputados de establecerla. Se vuelve a encontrar igualmente en la Declaración de 1789 y al principio de la Constitución de 1791. El preámbulo de la Declaración recuerda que "la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los Gobiernos". El art. 2 especifica que "el objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión". Todo lo que sigue de la Declaración se inspira en estos principios. El art. 12 especialmente, para legitimar la existencia de "una fuerza pública", dice que es "la garantía de los derechos del hombre y el ciudadano" lo que la hace "necesaria". El art. 16 sienta la conclusión de que "toda sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos, no tiene Constitución". La Constitución de 1791, a su vez, no contentándose con haberse hecho preceder por la Declaración y los textos anteriormente citados, comienza advirtiendo que toda ella se establece sobre los principios que acaban de reconocerse en dicha Declaración. Así pues, según este concepto, la Constitución tiende esencialmente a procurar al derecho individual la seguridad que le es debida. La organización constitucional de los poderes públicos no tiene otro objeto. Como dice Thouret, "el medio de poner a la sociedad en condiciones de cumplir sus fines es organizar debidamente los poderes públicos"; y estos fines son, según Thouret, "la seguridad, la propiedad, la felicidad de la nación", fórmula que se refiere a derechos individuales (1° de agosto de 1789, Archives parlementaires, vol. VIH, p. 326). En estas condiciones, al tomar Sieyés abiertamente posición contra la doctrina de Rousseau (enajenación total de cada asociado con todos sus derechos), con razón podía sostener que, ya que "el objeto de la unión social es la felicidad
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de los asociados", esta unión es "una ventaja y no un sacrificio". En efecto, decía Sieyés: "el hombre no sacrifica una parte de su libertad al entrar en sociedad... Lejos de disminuir la libertad individual, el estado social extiende y asegura el uso de la misma... Luego el estado social no tiende a degradar ni a envilecer a los hombres, sino, por el contrario, a ennoblecerlos y a perfeccionarlos" (Archives parlementaires, ibid., p. 257).548 La separación del poder constituyente viene a ver el corolario lógico y necesario de estas ideas individualistas. Si, como dice Sieyés, "una Constitución supone ante todo un poder constituyente", es, entre otras razones, porque "sólo puede tener por objeto asegurar los derechos del hombre y el ciudadano"; pues uno de los medios esenciales de asegurar estos derechos individuales es el de fijar límites a la potestad de las autoridades constituidas, y especialmente a la potestad del legislador, imponiéndole, por medio del acto constitucional, reglas superiores de las que no pueda prescindir y a las que nada pueda cambiar por sí misma. Estas reglas limitativas, obra de una autoridad constituyente superior, constituirán la garantía de los particulares. Tal es el pensamiento que se deduce de la proposición enunciada por Sieyés en el art. 9 de su proyecto de Declaración: "La libertad, la propiedad y la seguridad de los ciudadanos deben basarse en una garantía social superior a todos los ataques" (Archives parlementaires, loe. cit., pp. 260 y 423). Evidentemente, en la doctrina de Sieyés, las facultades libres que se le deben asegurar al hombre son derechos naturales, como tales anteriores a toda "unión social" y a todo orden social, y por consiguiente, la Declaración de derechos que reconoce y consagra estas facultades no solamente limita el poder de las autoridades constituidas, sino que también obliga al poder constituyente. Pero, por una parte, antes de convertirse en lo sucesivo en un elemento de limitación del poder constituyente, esta declaración o reconocimiento sólo puede ser obra de la autoridad constituyente misma. Así es como, en 1789, no pareció dudoso que la Asamblea nacional, llamada a regenerar o a fundar la Constitución francesa, tuviera por tanto capacidad y competencia para establecer previamente una Declaración de derechos. En efecto, desde el momento en que el nuevo orden político había de basarse por enteró en el reconocimiento de los derechos naturales y superiores
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Zweig (op. cit., pp. 127 ss.) hace observar que, en su discurso ante la Convención del 2 termidor del año III , Sieyés extendía dicho razonamiento a la parte del establecimiento público y de la organización constitucional que se llama el régimen representativo. "E l sistema representativo —decía entonces— ha de conducirnos al mayor grado de libertad y de prosperidad de que sea posible gozar." Y fundaba esta afirmación en la idea de que aumenta uno su libertad haciendo trabajar a los demás por su cuenta y en su lugar (sobre el valor de este argumento, ver la n. 12, pp. 965 ss., supra).
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de los ciudadanos, la primera labor que incumbía a la Constituyente era determinar y proclamar estos derechos (Zweig, op. cit., pp. 240 ss.). Tal era también el sentir que manifestaban los pliegos electorales: si gran número de ellos encargaban a los elegidos que procedieran al establecimiento de una Declaración de derechos es porque consideraban a esta Declaración como el principio y la condición misma de toda Constitución.549 Por otra parte, incluso admitiendo que el poder constituyente quede limitado por la Declaración de derechos, siempre queda establecido, una vez emitida ésta, que a dicho poder corresponde la misión, antes señalada, de fijar las reglas de organización de los poderes que han de constituir la garantía y la salvaguardia de los derechos reconocidos a los ciudadanos; y para que la garantía se efectiva se precisa naturalmente que las reglas destinadas a dominar la actividad de las autoridades constituidas jamás puedan ser retocadas por estas últimas. Así pues, entre las medidas de organización constitucional propias para asegurar la protección del derecho individual, una de las más importantes es precisamente la separación del poder constituyente. El concepto de 1789, según el cual la Constitución entera se funda en el reconocimiento de los derechos del hombre y constituye su garantía, implica por necesidad esta separación. 452. Por último, la doctrina constituyente de Sieyès se refiere a una tercera idea, que ocupa gran extensión en su libro sobre el Tercer Estado, del que constituye casi todo el cap. V, y que reaparece también en sus discursos y proposiciones a la Asamblea nacional (ver p. 1165, supra). Esta idea es que la Constitución puede, en efecto, obligar a las autoridades constituidas, cuya potestad domina y limita, y que, por consiguiente, han de respetarla, pero que no puede obligar a la nación, de la cual es obra y que es siempre dueña de recoger y modificar su obra. Al formular esta idea, Sieyés no hacía sino trasladar a la nación, declarada soberana, la aplicación del principio, afirmado por Bodino y conservado en vigor hasta el fin de la antigua monarquía, según el cual el príncipe, como soberano, se halla supra leges y queda legibus solutus (Esmern, Élé ments,
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En su "Memoria conteniendo el resumen de los pliegos electorales en lo referente a la Constitución", Clermont-Tonnerre indica muy claramente este punto: "Todos nuestros comitentes quieren la regeneración del Estado. Pero unos la esperan de la simple reforma de los abusos y del restablecimiento de una Constitución que existe hace catorce siglos... Otros creen de tal manera viciado el régimen social existente que piden una nueva Constitución; todos os han dado los poderes necesarios para crear una Constitución. Aquellos creyeron que el primer capítulo de la Constitución debía contener la Declaración de derechos del hombre, de aquellos derechos imprescriptibles para el mantenimiento de los cuales fué establecida la sociedad. La demanda de esta Declaración, por decirlo así, es la única diferencia que existe entre los pliegos que desean una nueva Constitución y los que sólo piden el restablecimiento de lo que consideran como la Constitución existente" (27 de julio de 1789, Archives parlementaires, vol. VIII, p. 283).
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7a ed., vol. i, pp. 571 ss.; Zweig, op, cit., pp. 134 ss.). Pero, por otra parte, Sieyés combinaba esta idea con el concepto particular que se formaba de la nación, de su formación, de las condiciones en las cuales es apta para ejercer su potestad soberana. Este concepto consistía en extender a la nación misma la teoría del estado de naturaleza, tal como Rousseau la vulgarizó en cuanto a los individuos. "Débese —dice Sieyés (Quest-ce que le Tiers État?, cap. v) — concebir a las naciones en la tierra como individuos fuera del lazo social o, como suele decirse, en el estado de naturaleza." Y esto en razón de que, a diferencia del "Gobierno", que "sólo puede pertenecer al derecho positivo, la nación se forma por el solo derecho natural. Es todo lo que puede ser, solamente porque lo es". En efecto, "si hubiera tenido que esperar, para convertirse en nación, una manera de ser positiva, nunca hubiera existido". De estas ideas deduce Sieyés una doble consecuencia. En primer lugar, la nación no puede quedar sometida a ninguna Constitución, pues ello sería contrario a su misma esencia, ya que es una pura formación natural. "Que se nos diga —pregunta Sieyés (loe. cit.)— por qué interés se habría podido dar una Constitución a la nación misma. La nación existe antes que todo; es el origen de todo. Su voluntad siempre es legal; es la ley misma. Antes que ella y por encima de ella no existe más que el derecho natural." 550 En segundo lugar, la nación, que es soberanamente dueña de cambiar su Constitución, en el ejercicio de su poder constituyente no puede sujetarse a ninguna forma preestablecida; habrá de ejercer este poder comportándose como en el estado de naturaleza. Así lo declaraba expresamente Sieyés: "E l ejercicio de la voluntad de las naciones es libre e independiente de todas las formas civiles. Al no existir sino en el orden natural, su voluntad, para surtir todo su efecto, sólo precisa presentar los caracteres naturales de una voluntad. De cualquier manera que una nación quiera, basta con que quiera; todas las formas son buenas, y su voluntad siempre
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Y también (eod. loe): "E l Gobierno sólo ejerce un poder real mientras es constitucional; no es legal sino mientras permanece fiel a las leyes que le han sido impuestas. La voluntad nacional, por el contrario, sólo necesita su realidad para ser siempre legal-; es el origen de toda legalidad. Y no solamente la nación no está sometida a una Constitución, sino que no puede ni debe estarlo, lo que equivale también a decir que no lo está. ¿De quién pudo, en efecto, recibir una forma positiva? ¿Existe quizás una autoridad anterior que haya podido decirle a una multitud de individuos: os reúno bajo tales o cuales leyes, formaréis una nación con las condiciones que os prescribo?" Cf. Laboulaye, op. cit., p. 145: "No existen, para una nación, ni Constitución ni leyes fundamentales en el sentido de que dicha Constitución y dichas leyes puedan subsistir con independencia de su voluntad y dominarla. Se constituye un Gobierno, pero no se constituye una nación. La Constitución y las leyes fundamentales son simplemente las reglas a las que no pueden tocar los cuerpos constituidos que existen y actúan por ellas; pero sería absurdo suponer al país ligado por las formalidades a las que él mismo sujeta a sus agentes."
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será ley suprema. Una nación jamás sale del estado de naturaleza y nunca le sobran todas las maneras posibles de expresar su voluntad. No temamos repetirlo: una nación es independiente de toda forma, y de cualquier manera que quiera, basta que aparezca su voluntad para que cualquier derecho positivo desaparezca ante esa voluntad, como ante la fuente y el dueño supremo de todo derecho positivo." Así pues, la nación jamás puede despojarse de su libertad de querer. Mediante su Constitución, sólo constituye y obliga a sus gobernantes o autoridades constituidas, pero no se obliga ni se constituye a sí misma, pues no puede quedar encadenada en su voluntad por ninguna prescripción constitucional ni por ninguna forma constituida. Sieyés reproducirá estos principios con gran firmeza ante el comité de Constitución de la Asamblea nacional, en su "Exposición razonada" del 20 de julio de 1789: "Lo que se constituye no es la nación, sino su establecimiento político... La Constitución de un pueblo sólo puede ser la Constitución de su Gobierno... Los poderes comprendidos en el establecimiento público se hallan todos sometidos a leyes, a reglas, a formas, que no son dueños de cambiar. Así como no pudieron constituirse a sí mismos, tampoco pueden cambiar su Constitución, lo mismo que unos nada pueden en relación con la Constitución de los otros. El poder constituyente todo lo puede en este orden. No está sometido previamente a una Constitución dada. La nación, que entonces ejerce el más grande y el más importante de sus poderes, en esta función debe hallarse libre de toda coacción, de toda forma distinta de la que le place adoptar" (Archives parlementaires, vol. VIH, p. 259).551 551
Esmein (Éléments, V ed., vol. i, p. 570) refuta con una palabra todos estos sofismas, diciendo que la consecuencia de semejante doctrina "no es más que una acción revolucionaria reconocida como legítima y casi permanente". La Constitución de 1791, situándose en el terreno del orden jurídico, condenó igualmente la doctrina de Sieyés, al formular el principio (tít. VII , art. 1º) de que la nación sólo puede hacer uso del derecho absoluto de cambiar su Constitución "por los medios sacados de la Constitución misma" (ver p. 1174, supra). La teoría según la cual los cambios de Constitución no dependen de ninguna regla jurídica preestablecida ha sido recogida por algunos autores contemporáneos, que tratan de rejuvenecerla mediante argumentos nuevos. Tal es el caso de Burckhardt, por ejemplo (op. cit., 2* ed., pp. 6 ss), que después de recordar que la fundación de la Constitución originaría del Estado no es susceptible de construcción jurídica (ver núms. 441-442, supra), desarrolla la idea de que las revisiones constitucionales posteriores no pueden tampoco quedar subordinadas a una regla de derecho propiamente dicha y quedan necesariamente como res facti, non juris. El argumento capital que invoca Burckhardt con el fin de demostrar el carácter extrajurídico de la revisión se deduce del hecho de que, según dicho autor, los fundadores de una Constitución cualquiera no están calificados para reglamentar sus revisiones futuras. Para ello precisarían de un poder que no pueden conferirse a sí mismos. En efecto, así como, según un razonamiento recordado con frecuencia (ver p. 1207, infra), el órgano legislativo no puede atribuirse con sus propias leyes la potestad de legislar, y no puede adquirirla más que en virtud de un estatuto orgánico superior a las leyes ordinarias, así también —declara Burckhardt— las prescripciones que contiene una Constitución sobre su revisión eventual, para ser jurídicamente obligatorias, supondrían la existencia de un estatuto superior que hubiese atribuido a la autoridad de la cual emanan, el poder de regular el ejercicio futuro de la potestad constituyente misma. Ahora bien, fuera y por encima de la Constitución por revisar no existe ningún estatuto supremo que haya podido conferir a nadie dicho poder superconstituyente. A falta de ese estatuto supremo, el órgano que
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Todo esto no impedía que Sieyés admitiese, incluso en materia constituyente, la intervención del régimen representativo. "Representantes extraordinarios —dice (Qu'est-ce que le Tiers-État? cap. v; cf. Archives parlementaires, loe. cit.)— podrán tener tal o cual nuevo poder que a la nación le plazca darles. Puesto que una gran nación no puede reunirse por sí misma, en realidad, cada vez que circunstancias fuera del orden común pudieran exigirlo, es preciso que confíen a representantes extraordinarios los poderes necesarios para estas ocasiones... Un cuerpo de
realiza labor constituyente al crear una Constitución, no puede, pues, conferirse a sí mismo el poder de reglamentar las revisiones futuras. Es muy cierto que tampoco existía ningún estatuto primordial que haya conferido al creador de la Constitución primitiva del Estado el poder de fundar esa Constitución, sino que ésta saca su fuerza no ya de la regularidad jurídica de sus orígenes, sino simplemente de las circunstancias de hecho que permitieron a su creador imponerla como carta orgánica a la comunidad, y por consiguiente, bien puede decirse que ha sido creada en virtud de la potestad de hecho de la cual se halló investido su fundador. Pero precisamente porque la potestad constituyente sólo es una potestad de hecho, no puede aplicarse más que al hecho actual, es decir, a la Constitución actualmente establecida, y no podría erigirse en potestad de derecho al pretender fijar previamente, en forma jurídica, las reglas de revisión de las que dependerá la confección de las futuras Constituciones. Así pues, la potestad de hecho de los autores de una Constitución sólo subsiste mientras la Constitución que es su obra permanece a su vez en vigor, y se desvanecerá con esta misma Constitución, no pudiendo, por consiguiente, ejercerse en las Constituciones posteriores. Admitir que la validez de una Constitución nueva depende de las condiciones que para su propia revisión había prescrito la Constitución precedente, sería tanto como reconocer al órgano constituyente consagrado por la Constitución anterior un poder que conservaría su fuerza, de modo persistente, bajo el imperio de la nueva Constitución; ahora bien, esta persistencia del poder del autor de la antigua Constitución y de los efectos de ésta no puede concebirse, puesto que la antigua Constitución dejó de existir. Por otra parte, la experiencia enseña que los esfuerzos intentados para asegurar semejante persistencia habrían de ser vanos, pues para que una Constitución nuevamente introducida sea válida no es preciso que haya sido confeccionada según las reglas de derecho fijadas en otro tiempo, para la revisión, por su antecesora, sino que es suficiente que, de hecho, haya conseguido hacerse aceptar y respetar como Constitución regular desde el momento en que entró en vigor. Partiendo de estas observaciones, Burckhardt se ve llevado a sostener que, si bien en principio es legitimo determinar jurídicamente la naturaleza respectiva de cada Estado según las instituciones que forman su Constitución actual, en cambio no se puede pretender caracterizar a los Estados por las condiciones a las que eventualmente están subordinados la transformación de su Constitución presente y el nacimiento de su Constitución futura. En efecto, desde el momento en que la revisión no puede relacionarse jurídicamente con ninguna regla imperativa preestablecida, es evidente que las prescripciones relativas a la reforma de la Constitución no tienen el valor de verdaderas reglas de derecho y no deben tenerse en cuenta en la apreciación de los caracteres distintivos propios de cada Estado. En otros términos, la cuestión de saber a quién pertenecerá en el porvenir el poder constituyente y por qué vía deberá ejercerse pierde toda importancia para la calificación que haya de darse a los diversos Estados. Al establecer esta consecuencia, Burckhardt piensa principalmente en el caso de los Estados miembros de un Estado federal; y a ellos especialmente aplica su doctrina. Si la condición de los cantones suizos, dice (loe. cit., pp. 10, 16), hubiera de
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representantes extraordinarios suple a la asamblea de dicha nación. Precisa de un poder especial; pero reemplaza a la nación en su independencia de todas las formas constitucionales... Estos representantes toman el lugar de la nación misma cuando ésta tiene que regular su Constitución. Como ella, son independientes de dicha Constitución. Les basta con querer como quieren individuos en el estado de naturaleza; con tal de que no se pueda ignorar que actúan en virtud de una comisión extraordinaria de los pueblos, su voluntad común habrá de valer como la de la nación misma. Añade Sieyés: "No quiero decir que una nación no pueda otorgar a sus representantes ordinarios la nueva comisión (extraordinaria) de que aquí se trata"; admite, pues, que el poder constituyente podrá ejercerse incluso juzgarse según las transformaciones constitucionales que pueden afectarla en lo futuro, habría que negar a los cantones la naturaleza de Estados, pues las competencias estatales de que gozan en los términos de su estatuto constitucional actual pueden serles retiradas por revisiones futuras de la Constitución federal, revisiones que ninguno de ellos puede impedir por su sola voluntad. No puede afirmarse, por lo tanto, la autonomía estatal de las colectividades miembros de un Estado federal, sino a condición de atenerse a la situación constitucional de que actualmente gozan dichas colectividades, haciendo abstracción de las posibilidades de reducción a que quedan expuestas sus atribuciones en el porvenir; tal es también la opinión de Burckhardt. Por otra parte, cabe observar que el argumento formulado por este autor en favor del carácter estatal de los cantones suizos se vuelve en contra del Estado federal, pues conduce a negarle al Estado federal la condición de Estado soberano. En efecto, la afirmación de la soberanía de los Estados federales se funda en la observación de que el Estado federal, a falta de una competencia general actual, tiene la facultad de extender sus competencias de una manera ilimitada mediante revisiones eventuales, reduciendo en cambio, ilimitadamente también, las competencias de los Estados particulares. Por el contrario, si nos atenemos al estatuto constitucional actualmente vigente en el Estado federal, habrá de decirse que el reparto de las competencias estatales, que existe entre dicho Estado y los Estados miembros y que constituye uno de los rasgos esenciales de su mutua condición, excluye toda posibilidad de considerar como soberano al Estado federal. Indudablemente que por revisiones sucesivas puede el Estado federal conseguir reasumir en sí todas las competencias, despojando poco a poco a los Estados confederados de todas sus funciones. Pero importa observar primeramente que el día en que los Estados miembros se encontrasen despojados de toda competencia dejarían de presentar carácter estatal y, por lo tanto, el Estado federal perdería igualmente su carácter anterior, para transformarse en Estado unitario. Así pues, la doctrina de Burckhardt conduciría inevitablemente a la conclusión de que el Estado federal no puede definirse como soberano, pues cualesquiera que sean las perspectivas de revisión que se le ofrezcan en el futuro, en dicho Estado es esencial no poseer, en el presente, sino una competencia limitada por las competencias que corresponden a los Estados confederados. Mediante estas observaciones se ve el interés que .presenta la cuestión de conocer cuál es el momento en que hay que situarse para determinar la naturaleza de los Estados. Es indudable que la teoría que pretende caracterizar a cada Estado por las condiciones asignadas al ejercicio eventual del poder constituyente y al procedimiento de las revisiones futuras tropieza con una objeción. Esta objeción es que no se puede afirmar por anticipado, con certeza, que la revisión se efectuará efectivamente según la forma prevista y reglamentada por los textos constitucionales vigentes. Es posible que la próxima Constitución se cree en circunstancias y por medios muy diferentes de los que había previsto la Constitución actualmente existente. Esta es la parte de verdad que contiene la doctrina mantenida por Burckhardt. Ahora que conviene observar inmediatamente que esta doctrina, al querer tener en cuenta la hipótesis en
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por los representantes habituales. Pero, ordinarios o extraordinarios, estos representantes presentan necesariamente un doble carácter, en virtud del cual esta clase de representación, dice Sieyés, "no se parece a la legislatura ordinaria". Por una parte, es preciso que hayan recibido un poder especial con objeto de regular la Constitución en vez y lugar de la nación. Por otra parte, mientras que la legislatura sólo puede desenvolverse dentro de las formas y en las condiciones que le son impuestas, la representación de orden constituyente "no está sometida a ninguna forma en particular, sino que se reúne y delibera como lo haría la nación misma", es decir, que no depende de ningún estatuto positivo anterior. Precisamente que la Constitución habría de ser modificada mediante procedimientos contrarios al orden jurídico establecido actualmente, desconoce el punto de vista que es propiamente el de la ciencia del derecho. Una teoría jurídica del Estado sólo puede basarse en la hipótesis del mantenimiento del orden regular vigente; desde que se supone que este orden normal, en un momento dado, podría perder su eficacia, no cabe ninguna construcción de derecho público, pues en el caso en que las reglas de la Constitución no se tuvieran en cuenta, se entraría pura y simplemente en la esfera del acaso y de lo arbitrario. Si. como lo propone Burckhardt para la revisión, hubiese que negar el carácter de reglas de derecho a todas aquellas prescripciones constitucionales que corren el riesgo de ser consideradas un día como papel mojado, este criterio tendría por resultado socavar el valor jurídico de gran parte de las instituciones consagradas por la Constitución vigente. Queda por averiguar si, por su naturaleza intrínseca, las prescripciones relativas a la revisión forman parte del orden jurídico del Estado. Según Burckhardt, no pueden considerarse como elementos de derecho, por la razón de que el autor de la Constitución actual no pudo constituirse a sí mismo en regulador de las Constituciones futuras. Pero puede responderse que una vez establecida y vigente la Constitución, sería inexacto fundar sus disposiciones, las revisionistas o cualesquiera otras, en la sola voluntad de su fundador. Esta sería incapaz de mantener el orden constitucional que fué originariamente obra suya si dicho orden no tuviera su punto de apoyo y su equilibrio en el hecho de que responde, de un modo suficientemente adecuado, a las necesidades y conveniencias del medio en que ha de regir. A medida que la Constitución va pasando por la prueba del tiempo, van consolidándola los mismos acontecimientos que han permitido apreciar su vitalidad, tanto que, en definitiva, se la puede considerar menos como una creación voluntaria de sus fundadores que como la resultante y el producto de todas aquellas causas o fuerzas sociales y nacionales que contribuyeron a asegurar su duración. Por ello, es muy cierto afirmar que el autor mismo de la Constitución toma los poderes que pudo reservarse en ella, no ya de su propia potestad creadora, sino efectivamente del conjunto de circunstancias que proporcionan su estabilidad al orden constitucional vigente. Y esto es efectivamente también lo que la ciencia jurídica quiere dar a entender cuando asegura que, en resumen, toda potestad que pertenezca a los órganos estatales procede de la Constitución misma, cualesquiera que sean las condiciones de hecho en las que originariamente se les confirió dicha potestad. Finalmente, de esta estabilización es de donde nace el concepto de orden jurídico, que en el fondo no es sino la expresión de un régimen de regularidad, fundado en la preexistencia de cierta regla proporcionada por el pasado y destinado a procurar la conservación de dicha regla en el porvenir por el hecho mismo de su aplicación presente y repetida. Estas verdades naturales deben admitirse lo mismo en lo que concierne a las prescripciones constitucionales relativas a la revisión que en lo que se refiere a las demás partes de la Constitución. Poco importa que, según estas prescripciones, la revisión haya de depender del mismo autor de la Constitución a revisar; la doctrina que por este motivo les niega el valor de reglas de derecho obedece a una idea superficial.
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en esto consiste la separación del poder constituyente y los poderes constituidos.552 Fundamentada y definida así, la doctrina de Sieyés respecto al poder constituyente —por más que se haya dicho— acaba por presentar grandes afinidades con las teorías de Rousseau, en tanto que procede, ahora,*de la idea misma de la soberanía del pueblo. Y por este motivo, desde luego, dicha doctrina nunca recibió en Francia su completa consagración, pues, excepción hecha de la Constitución de 1793, que trató de poner en práctica las teorías del Contrato social, las Constituciones francesas, aunque frecuentemente hayan sido Las prescripciones que tienen por objeto la revisión toman su fuerza, en realidad, no ya de la pura voluntad de su autor, sino de su consagración por las circunstancias que hicieron que la Constitución en que se encuentran contenidas haya llegado a ser la regla estatutaria estabilizada del Estado. Más aún, estas prescripciones deben considerarse como el punto culminante del orden estatutario vigente, al menos en aquellos países que separan el poder constituyente del poder legislativo: en esos países, en efecto, la potestad constituyente aparece como la más alta potestad organizada del Estado. No puede sorprender, por lo tanto, que la generalidad de los autores, tomando esto como el contrapeso de la doctrina de Burckhardt, se acojan a la revisión para determinar la naturaleza jurídica de cada Estado. Es cierto que el examen de esta cuestión proporciona al jurista elementos de apreciación que son de importancia capital para la calificación de los Estados. Por ejemplo, el reconocimiento de que la revisión depende esencialmente en Francia de la voluntad parlamentaria o de que en Inglaterra el Parlamento es dueño de sus propias competencias, no puede menos de proyectar una viva claridad sobre todo el sistema orgánico y estatal del pueblo francés y del pueblo inglés. Igualmente, es explicable que los autores califiquen como soberano al Estado federal, precisamente porque su Constitución implica para él la facultad de desarrollar ilimitadamente sus competencias mediante revisiones futuras y a pesar de que dichas competencias se encuentren necesariamente limitadas, en la actualidad, por las de los Estados confederados. Por el contrario, a primera vista puede parecer sorprendente que los miembros confederados del Estad» federal se reconozcan como Estados siendo así que sus Constituciones respectivas pueden quedar modificadas por efecto de las revisiones referentes a la Constitución federal y sus competencias particulares están expuestas a reducciones provenientes del hecho de que una revisión realizada por el Estado federal viene a ensanchar la competencia de dicho Estado en detrimento de aquéllas. ¿No es contradictorio, por una parte, pretender definir al Estado federal por las posibilidades que le confieren sus revisiones futuras, y, por otro lado, hacer abstracción de estas mismas posibilidades cuando se trata de determinar la condición de los Estados miembros? Desde el momento en que estos Estados no son dueños de conservar su Constitución y su competencia presentes y estas últimas pueden serles arrebatadas contra su voluntad mediante revisiones federales, ¿cómo puede sostenerse que poseen una potestad fundada en su propia voluntad y que realizan así la condición esencial de autonomía que constituye el criterio del Estado? Antes bien, ¿no habrá de reconocerse que la competencia de los Estados confederados sólo debe su existencia a la tolerancia del Estado federal y que sólo subsiste, de un modo precario, mientras los órganos constituyentes del Estado federal no deciden otra cosa? Tal es, en efecto, la argumentación de Burckhardt. Pero, en realidad, no hay ninguna contradicción en caracterizar al Estado federal por sus competencias futuras y al Estado particular por sus competencias actuales. La diversidad de los procedimientos de apreciación empleados para estas dos clases de Estados se explica racionalmente por la misma diversidad de las cuestiones que se formulan para cada
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relacionadas, tanto por los publicistas como por los hombres políticos, al principio de la soberanía popular, en realidad han sido concebidas dentro del espíritu de la soberanía
uno de ellos: cuestión de soberanía en cuanto al Estado federal y cuestión de saber si son Estados en cuanto a los miembros confederados. Ahora bien, de las definiciones expuestas anteriormente, ya de la soberanía, ya de la potestad de Estado, se desprende que estas dos cuestiones entrañan muy diferentes procedimientos de investigación. La soberanía es la facultad, para un Estado, de extender ilimitadamente sus competencias (ver supra, pp. 131 ss., 172 ss.). Así pues, la soberanía no implica que el Estado soberano posea desde ahora todas las competencias imaginables, sino que sólo constituye una simple posibilidad orientada hacia el futuro. He aquí por qué al Estado federal se le juzga según sus facultades de revisión futura: aunque actualmente sus competencias sean necesariamente limitadas, se le declara soberano porque tiene una potestad ilimitada para ampliarlas por su propia voluntad constituyente; lo ilimitado en él no es su competencia presente, sino la facultad que conserva para ensanchar de continuo la esfera futura de dicha competencia. Si se trata, por el contrario, de comprobar el carácter estatal de los Estados confederados, conviene recordar que la cualidad de Estados se deduce esencialmente de las condiciones en que se originó la potestad estatal; una colectividad debe considerarse como un Estado cuando la potestad de que dispone tiene su fuente originaria en la propia fuerza de voluntad y de determinación de dicha colectividad (ver supra, pp. 159 ss.). Por consiguiente, para apreciar el carácter estatal de una colectividad no hay por qué orientarse hacia el futuro, sino que hay que interrogar el presente y aun el pasado. Así es como la cuestión de saber si los miembros confederados de un Estado federal son Estados se reduce a un examen de las condiciones en que se creó su potestad; y desde este punto de vista, esas colectividades aparecen efectivamente como Estados. Sus competencias presentes indudablemente no están a salvo de los cambios que puedan serles impuestos un día por la voluntad superior del Estado federal; pero, por lo menos, el punto capital a observar es que, por el momento, estas competencias tienen su origen en Constituciones o leyes que son propias de los Estados confederados y que se crearon por la voluntad propia de éstos. Además, si los Estados miembros están dispuestos a sufrir la repercusión de las revisiones federales, no hay que perder de vista que son dueños de revisar por si mismos sus Constituciones particulares y que también pueden, por vía de revisión, crearse nuevas competencias, a condición, sin embargo, de no usurpar el dominio reservado al Estado federal. De todas las observaciones que preceden se desprende que el examen de las condiciones en que la Constitución de los Estados es susceptible de sufrir modificaciones presenta, para la determinación de la categoría jurídica a que pertenece cada Estado, una importancia decisiva en la mayor parte de los casos: por ejemplo, para apreciar si el Estado es una monarquía, un Estado soberano, un Estado federal, etc. Pero existen, sin embargo, determinados problemas referentes a la naturaleza del Estado que no pueden resolverse con este criterio; tal es el caso de la determinación del carácter estatal de las colectividades confederadas en un Estado federal. Estas son Estados, aunque sus Constituciones puedan transformarse contra su voluntad. No obstante, es conveniente notar que, si bien la suerte futura de la Constitución del Estado confederado no depende exclusivamente de este Estado, al
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nacional, y orientadas en este sentido. De estos dos principios, muy diferentes en cuanto a su alcance, el primero ocupó frecuentemente, en las afirmaciones de escritores o de los oradores, un lugar nominal muy considerable. En el fondo, el segundo es el que generalmente se encuentra consagrado en la mayor parte de las instituciones adoptadas por las Constituciones positivas. Se verá más adelante (n9 456) el contraste que se establece entre estos dos principios, en cuanto a las consecuencias que respectivamente entrañan en materia de separación del poder constituyente. En lo que concierne al fundamento de esta separación, se acaba de observar ya que la doctrina de Sieyés se aproximaba a la de Rousseau en un menos dicha Constitución, considerada en su tenor actual, debe su existencia y su fuerza a la potestad autónoma de la colectividad confederada, que sin esto dejaría de ser un Estado. Esto prueba que, en último término, y contrariamente a la opinión profesada por Burckhardt, la cuestión del poder constituyente conserva siempre un papel primordial en la solución de los problemas relativos al Estado, a su formación y a sus caracteres especiales. No cabe extrañarse de que, para resolver los problemas de esta clase, sea invariablemente necesario, en una u otra forma, tomar en consideración dicha cuestión del poder constituyente, ya que evidentemente en los actos en virtud de los cuales el Estado se constituye sus cometidos, sus órganos y sus poderes, es donde se revelan en más alto grado los signos particulares de su potestad y, por consiguiente también, los rasgos distintivos de su misma naturaleza jurídica. 552 Se vio antes (n. 13, p. 1176) que, por las razones invocadas, Sieyés negaba a los Estados generales el derecho de "decidir algo con respecto a la Constitución" (cf. n. 17, p. 1177). Pero fundaba también esta negativa en otra consideración que presenta como "una prueba apremiante de la verdad de sus principios" relativos a la separación del poder constituyente. Para exponer esta prueba, dice, hasta examinar el caso en que "se suscitaran contradicciones entre partes de la Constitución", es decir, entre los diversos órganos constituidos. Si la nación no está por encima de su Constitución, si está "dispuesta de tal manera que no pueda actuar más que según la Constitución en disputa", ¿cómo resolver la controversia? "¿Quién será el juez supremo?" Vemos aquí una de las grandes preocupaciones de Sieyés, la que reaparecería nuevamente en su discurso del 2 termidor del año m en forma de proposición de un "jurado constitucional", y que, en el año VIII, acaba logrando satisfacción, en parte, conforme a sus ideas. En 1788-1789, Sieyés sostenía que, puesto que "las partes de lo que se cree la Constitución no están de acuerdo entre sí", a la nación misma corresponde decidir. En cuanto a los Estados generales, decía Sieyés, "a dicho cuerpo constituido no le corresponde pronunciarse sobre una controversia que se refiere a su Constitución, pues existiría en esto una petición de principio, un círculo vicioso" (op. cit., cap. v) . "U n cuerpo sometido a formas constitutivas —decía en efecto Sieyés (ibid.)— nada puede decidir sino según su Constitución. No puede darse otra. Deja de existir desde el momento en que se mueve, habla o actúa fuera de las formas que se le han impuesto. Los Estados generales son por lo tanto incompetentes para decidir nada respecto a la Constitución." Esta incompetencia provenía, además, según la doctrina de Sieyés, del motivo de que los Estados generales quedaban formados según la distinción de los órdenes o estados. Ahora bien, "una sociedad política sólo puede ser el conjunto de los asociados", y "las voluntades individuales son los únicos elementos de la voluntad común" (loe. cit.). Por lo tanto, Sieyés declara (cap. vi) que "sólo hay un orden, es decir, no hay ninguno, puesto que para la nación no puede existir más que la nación". Este orden único, que cesa de ser un orden para identificarse en adelante con la nación, es el tercero: "El Tercer Estado de la nación; con esta cualidad, sus representantes constituyen toda la Asamblea nacional." Así pues, la nación soberana, en la que reside el poder constituyente, se reduce al Tercer Estado, es decir, al conjunto de los ciudadanos considerados exclusivamente en los "intereses por los
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punto muy importante. Ambas sostienen que el pueblo o la nación no puede obligarse por ninguna Constitución. A este respecto Sieyés gira en el mismo orden de razonamientos que Rousseau (ver pp. 1186 ss., supra). Suponiendo, dice, que una nación, por un primer acto de su voluntad, incluso independiente de toda forma, se haya obligado a no querer en lo sucesivo sino de una manera determinada, semejante obligación carecería de valor, pues "¿con quién se habría obligado dicha nación? Concibo que pueda obligar a sus miembros, a sus mandatarios y todo lo que le pertenece; pero ¿cómo podrá, en ningún sentido, imponerse obligaciones a sí misma? ¿Qué cosa es un contrato consigo mismo?" (op. cit., cap. v). Aparece aquí la argumentación del Contrato social. Incluso se fijaba Sieyés, respecto de este punto, en conclusiones más absolutas que las de Rousseau, pues no introducía atenuación alguna a su sistema de soberanía constituyente incondicionada de la nación, y sostenía hasta el fin que el ejercicio del poder constituyente está emancipado de toda forma. Rousseau, por el contrario, después de formular el principio de que "no puede existir ninguna clase o especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo" (Contrat social, lib. I, cap. VII), se había alejado del rigor de dicho principio al conceder que la Constitución puede exigir para su reforma el empleo de las mismas formas que sirvieron para su confección. Así se desprende de unos párrafos frecuentemente citados de las Considérations sur le Gouvernement de Pologne, cap. IX: "Hay que pesar y meditar bien los puntos capitales que se habrán de establecer como leyes fundamentales, y sólo sobre esos puntos se hará gravitar la fuerza del liberum veto. De este modo, se hará a la Constitución sólida y a sus leyes irrevocables, tanto como puedan serlo, pues es contrario a la naturaleza del cuerpo social el imponerse leyes que no pueda revocar; pero ni a la naturaleza ni a la razón es contrario que no pueda revocar esas leyes sino con la misma solemnidad con que las estableció. Esta es toda la obligación que puede imponerse para lo sucesivo. Ello es suficiente
cuales se reúnen", intereses que son también "los únicos mediante los cuales pueden reclamar derechos políticos, y por consiguiente, los únicos que confieren al ciudadano la condición representable". En cuanto a los privilegiados, no son representables, al menos en esta condición, pues, como privilegiados, se salen de la clase común de los ciudadanos y dejan por lo tanto de poder considerarse como miembros del conjunto o asociados. Por ello, Sieyés concluye que "no pueden ser electores ni elegibles mientras duren sus odiosos privilegios" (ibid.).
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para fortalecer la Constitución..."553 Esta idea de Rousseau es la que fué recogida, ampliada y finalmente consagrada por la Constitución de 1791 (tít. vn, arts. 1" ss.), como se vio antes (p. 1174). Contrariamente a la tesis de Sieyés, la Constituyente admitió que la revisión habría de someterse a determinadas formas; incluso llegó más allá que Rousseau, al decidir que dichas formas no sólo serían aquellas que habían sido empleadas para la confección del acto constitucional inicial, sino que, de manera general, habían de ser las que previo y fijó la Constitución por revisar.554 Pero, sobre todo, la gran semejanza entre la doctrina de Rousseau y la de Sieyés, el rasgo capital por el que la segunda se relaciona con la primera, consiste en que ambas provienen de la idea de la soberanía del pueblo, y hasta de un concepto especial e idéntico de esta clase de soberanía. Es éste un punto en el que no hay más remedio que convenir, incluso cuando se ha llegado, en ciertos aspectos, a establecer una filiación entre las ideas de Sieyés y las teorías de Montesquieu. Así es, como Zweig (op. cit., p. 137), después de haber señalado ciertas aproximaciones entre los principios formulados en el Espíritu de las leyes y la doctrina de Sieyés, reconoce que, en el fondo, el poder constituyente, tal como lo entiende este último, toma su contenido de la teoría de Rousseau. Este uoder constituyente, en efecto, no es otra cosa que la soberanía popular
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Debe observarse que, en este pasaje, Rousseau se refiere especialmente a la Constitución, insistiendo en la idea de que cabe darle una solidez o firmeza particular. Establece, pues, de todos modos, cierta distinción entre esta ley fundamental y las leyes ordinarias, y en esto se observa, hasta en su teoría, un principio de separación entre el poder constituyente y el poder legislativo; pero también, en esto, Rousseau se contradice con la doctrina que él mismo sostuvo en el Contrato social y según la cual el pueblo de ningún modo puede obligarse ni siquiera por su Constitución. 554 El sistema de revisión adoptado por la Constituyente había sido propuesto en la sesión del 31 de agosto de 1791 por Frochot, quien, como Sieyés, invocaba el principio de la soberanía nacional en favor de su proposición, pero sacaba de este principio, con respecto a la cuestión del poder constituyente, conclusiones diametralmente opuestas a las que Sieyés había desarrollado en su obra sobre el Tercer Estado. Este decía que la nación, por ser soberana, conserva siempre su absoluta independencia en materia constituyente. Frochot, en cambio, se basa en la soberanía nacional para sostener que de la nación depende fijar para el porvenir el modo y el procedimiento según los cuales ejercerá su poder constituyente: "La soberanía nacional, se dice, no puede encadenarse; su determinación futura no puede interpretarse o preverse, ni someterse a formas ciertas, pues por su misma esencia puede lo que quiera y de la manera que quiera. Pues bien, precisamente por efecto de su omnipotencia, la nación quiere hoy, al consagrar su derecho, prescribirse a sí misma un medio legal y pacífico de ejercerlo, y lejos de hallar en este acto una enajenación de la soberanía nacional, encuentro en ello, por el contrario, uno de los más bellos monumentos a su fuerza y a su independencia... No hay una sola ley, desde el acto constitucional hasta el decreto de policía menos importante, por el que, en efecto, la soberanía nacional no se comprometa consigo misma a querer tal cosa de tal manera y no de ninguna otra" (Archives parlementaires, 1ª serie, vol. XXX, p. 96).
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de que se trata en el Contrato social. Existe sin duda, entre el sistema del Contrato social y el de Sieyés, la gran diferencia de que el primero se atiene exclusivamente a la idea de la soberanía del pueblo, mientras que el sistema de Sieyés se esfuerza por conciliar y combinar la soberanía popular con el régimen representativo, que declara indispensable. Y para asegurar esta conciliación es para lo que Sieyés construía su teoría de la "delegación" de los poderes, que tanta importancia tiene en su doctrina555 y según la cual el establecimiento de la Constitución consiste jurídicamente en una operación de mandato, en un acto mediante el cual el pueblo delega separadamente los diversos poderes en los "representantes".556 Pero, precisamente, esta idea de delegación sólo fué inspirada a Sieyés por su concepto de la soberanía popular; se relacionaba, en su pensamiento, con la idea previa de que el pueblo, en principio, posee y reúne en sí todos los poderes; tenía por objeto especial salvaguardar, hasta en el régimen representativo, la integridad de dicho principio.557 En esto es en lo que la doctrina de Sieyés se enlaza íntimamente con la de Rousseau, aunque éste no se haya ocupado mucho, directamente, del poder constituyente. De esta idea de la soberanía popular derivan consecuencias lógicas,
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Ver especialmente, entre los desarrollos del principio del cap. v de Quest-ce que le Tiers-État?: "Los aso'ciados son demasiado numerosos y están repartidos en una superficie demasiado extensa para ejercer fácilmente por sí mismos su voluntad común. ¿Qué hacen? Desprenden de ella todo lo que es necesario para velar por los cuidados políticos y proveer a ellos; y confían el ejercicio de esta porción de voluntad nacional y de poder a algunos de ellos. Estamos, pues, en la época de un gobierno ejercido por procuración. Observemos a este respecto algunas verdades: 1ª La comunidad no se despoja del derecho de querer; es su propiedad inalienable, sólo puede transmitir su ejercicio. 2º El cuerpo de los delegados ni siquiera puede tener la plenitud de este ejercicio. La comunidad sólo pudo confiarle aquella porción de su poder total que es necesaria para mantener el buen orden. No se da nada superfluo en esto. 3º No corresponde, pues, al cuerpo de delegados modificar los límites del poder que se le ha confiado. Es evidente que esta facultad sería contradictoria consigo misma." Y más adelante dice también Sieyés: "La s leyes constitucionales son llamadas fundamentales porque los cuerpos que existen y actúan por ellas no pueden modificarlas. En cada parte, la Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente. Ninguna especie de poder delegado puede cambiar nada en las condiciones de su delegación." 556 Se vio antes (pp. 915 ss.) que dicha idea de delegación pasó a la Constitución de 1791, donde ocupa todo el preámbulo del tít. ni (arts. 2-5). O mejor dicho, que ese preámbulo tomó de Sieyés la terminología sobre dicho punto; pues, en realidad, la Constitución de 1791 de ningún modo establecía un sistema de delegación de poderes, en el sentido propio de esta palabra. En lo que se refiere, por ejemplo, al poder legislativo, ya se demostró (pp. 999, 1001 ss.) que excluía totalmente la posibilidad de admitir que dicho poder hubiese correspondido al pueblo antes de ejercerse por el cuerpo de diputados. 557 La construcción de Sieyés, por otra parte, era totalmente equivocada y falsa, desde el punto de vista jurídico. Tal como lo demostró Rousseau, la soberanía del pueblo no es susceptible de delegarse o representarse, ni puede escapársele por vía de enajenación.
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que originan otras afinidades entre el sistema constituyente de Sieyés y las teorías del Contrato social. Desde el momento en que el pueblo contiene en sí primitivamente todos los poderes reunidos y desde que, además, en el ejercicio de su poder constituyente es independiente de toda reglamentación constitucional preexistente, se llega a admitir que el cuerpo de representantes, que, por mandato especial, habrá sido investido de la soberanía constituyente popular, poseerá también, en esta condición especial, todos los poderes indefinidamente. Es verdad que Sieyés dice (op. cit., cap. v) que "el cuerpo de representantes extraordinarios, que suple a la asamblea de la nación, no necesita quedar encargado de la plenitud de la voluntad nacional"; habla también, a propósito de la distinción entre las Asambleas constituyentes y las legislaturas ordinarias, de "procuraciones especiales", dadas respectivamente a unas y a otras y referentes a "poderes que, por su naturaleza, no deben confundirse" (eod. loe). Pero, por otra parte y en el mismo lugar, especifica que los representantes especiales encargados del poder constituyente "reemplazan a la nación misma" en el sentido de que son independientes como ella, de que como ella pueden querer de manera incondicionada y de que su voluntad habrá de valer como la voluntad de la nación. ¿Cómo, pues, podría discutirse a esta asamblea especial, emancipada de todo yugo constitucional, una potestad de voluntad ilimitada? Así pues, la teoría de Sieyés conducía fatalmente a la idea de que el órgano investido de la función constitucional lleva en sí la plenitud de potestad de la nación soberana, y de ahí que esta teoría se reduzca esencialmente, en definitiva, a la de Rousseau, que reunió en la misma mano el poder constituyente y el poder legislativo; pero también por eso se hallaba en último término comprometida y destruida la separación que, en principio, Sieyés había pretendido establecer entre la función constituyente y las funciones constituidas. Para probar que ese fué el alcance verdadero y el último significado de la teoría de Sieyés, basta recordar que, desde los principios de la Revolución y antes de la época de la Convención, esta teoría se comprendió e interpretó del modo que acaba de indicarse. Sobre este punto existe el testimonio de Mounier, el cual, en un informe dirigido en 1789 a sus comitentes, decía ya que, según la opinión extendida entre los diputados a la Asamblea nacional, la característica de las Constituyentes o Convenciones nacionales es reunir todos los poderes.558 La Fayette, que en sus Memorias
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El informe de Mounier a sus comitentes es reproducido por Thiers, Histoire de la Révolution franqaise, notas y documentos justificativos del vol. i. Los párrafos de dicho informe referentes al poder constituyente están redactados del modo siguiente: "Entendían [los diputados en cuestión] por Convenciones nacionales, asambleas a las cuales hubieran sido llevados todos los derechos de la nación; que hubiesen reunido todos los poderes, y en consecuencia hubieran anulado, por su sola presencia, la autoridad del monarca y de la legislatura ordinaria; que hubieran podido disponer arbitrariamente de todo género de autoridad, alterar a su gusto la Constitución, restablecer el despotismo o la anarquía. En resumen, se quería dejar en cierta forma la dictadura suprema a una sola asamblea, que hubiera llevado el nombre de Convención nacional."
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(París, 1838, vol. iv, pp. 201-202) se ocupa de esta opinión señalada por Mounier, demuestra que probaba "una gran ignorancia del principio norteamericano de las Convenciones", pues, decía, una Convención en el sentido norteamericano no es "n i una reunión del ejercicio de todos los poderes —ya que no ejerce ninguno—, ni una dictadura suprema"; sino que debe definirse únicamente como "una delegación de la soberanía nacional para examinar y modificar la Constitución". La noción que reproducía Mounier en cuanto al cometido y a la naturaleza del poder de las Constituyentes (combatía por cierto esta institución), pues, de ningún modo estaba conforme con el sistema norteamericano de la separación del poder constituyente, pero al menos Mounier decía la verdad cuando presentaba esta idea como corriente en Francia en tiempos de la Revolución. Y este concepto francés de las Constituyentes acumulando los poderes provenía directamente de la teoría del mismo Sieyés, que La Fayette critica vivamente (loe. cit., p. 36), diciendo que esta teoría "lejos de hacer dar un paso a la ciencia en este punto (como pretendía Sieyés en su discurso del 2 termidor del año m) , más bien la hizo retroceder por la mezcla de las funciones constituyente y legislativa en la Asamblea constituyente y en la Convención nacional, mientras que en Estados Unidos estas funciones siempre fueron distintas".559 453. Si este concepto erróneo de la potestad propia de las Constituyentes no llegó a prevalecer, como se vio antes en las Constituciones francesas, desde 1789 no cesó de hallar partidarios en Francia, ya entre los publicistas, ya en los medios políticos, y ha recibido, de hecho, múltiples aplicaciones, como consecuencia de las revoluciones y en espera de rehacer nuevas Constituciones destinadas a reemplazar las abolidas.560
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Idéntica crítica por parte de Laboulaye, op. cit., p. 381: "Con demasiada frecuencia la Asamblea constituyente [de 1789-1791] a las ideas norteamericanas prefirió las quimeras inventadas por los discípulos de Rousseau. Esto fué lo que ocurrió en la cuestión que nos ocupa. Sieyés pudo más que La Fayette, y al confundir el poder constituyente y el poder legislativo, lo embrolló y lo perdió todo." Ver también Zweig, op. cit., p. 137. 560 La doctrina de la separación del poder constituyente, entendida en el sentido de la omnipotencia de las Constituyentes, pudo considerarse con razón como la doctrina tradicional francesa. Sin embargo, se ha objetado que las Constituciones que consagraron en Francia la institución de las Constituyentes tuvieron especial cuidado en limitar rigurosamente los poderes de estas asambleas extraordinarias. Tal es el caso, por ejemplo, de las constituciones de 1791, del año m y de 1848. Pero, como lo observa Lefebvre (Étude sur les lois constitutionnelles de 1875, pp. 226 ss.), junto a esta tradición constitucional o jurídica, que está a favor de la limitación del poder de las Constituyentes, existe en Francia la tradición de hecho o histórica que resulta de que las diversas Constituyentes de 1789, 1793, 1848 y 1871, constituidas inmediatamente después de revueltas políticas y en medio del desorden constitucional, pudieron comportarse en la práctica como si hubieran estado investidas de plena e ilimitada soberanía. "Estos son —dice Lefebvre— nuestros verdaderos precedentes"; y esta tradición de hecho, originada por las circunstancias históricas, llegó a ser, antes de 1875, mucho más poderosa que la originada en textos que no tuvieron aplicación.
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Según los adeptos de esta doctrina, que ha llegado a ser tradicional desde los tiempos de Sieyés, el principio de la separación del poder constituyente se deduce ante todo del hecho de que sólo el pueblo es soberano. En el sistema de la soberanía popular, en efecto, está claro que el poder constituyente no puede ejercerse por las autoridades constituidas, y particularmente por la Asamblea ordinaria de los diputados; luego la Constitución no podrá hacerse o rehacerse sino por el pueblo mismo, o, todo lo más, por una asamblea especial, nombrada expresamente a dicho efecto por los ciudadanos y representando extraordinariamente al pueblo, o sea revestida por él de la soberanía constituyente. Para precisar más aún, los teorizantes de la soberanía popular hacen observar que el cuerpo legislativo ordinario sólo ha recibido de sus electores un simple mandato de legislación, pero carece de delegación de orden constituyente. Por tanto, dícese, la asamblea ordinaria de los diputados, en el transcurso de la legislatura, no puede emprender por sí misma la reforma de la Constitución. Esta sólo puede realizarse por una asamblea que haya recibido con ese fin una delegación extraordinaria del pueblo, por una Constituyente distinta del cuerpo legislativo, elegida especialmente para hacer la revisión y provista por los electores de un mandato especial constituyente con ese objeto. En apoyo de estas proposiciones se alega, además, la consideración general de que, en un régimen constitucional, los órganos constituidos no podrían ser autores de su propia potestad. Como constituidos, derivan del poder constituyente, están creados por la Constitución; luego, dícese, no pueden a la vez crear la Constitución y ser creados por ella. De aquí se saca la conclusión de que la misma autoridad no puede ser al mismo tiempo órgano constituido y órgano constituyente. La idea misma de Constitución exige que en el Estado haya una autoridad especial y superior, que, desempeñando el papel constituyente, esté encargada de fundar y organizar por debajo de ella los poderes constituidos. Lo más que puede concederse a los titulares de los poderes constituidos es la facultad de emitir votos de revisión y de poner en movimiento al poder constituyente. Una vez ejercida esta iniciativa, las autoridades constituidas deben hacerse de lado, y la labor constituyente comienza. Se desprende de aquí que el cuerpo legislativo especialmente es declarado impotente tanto para modificar como para crear las leyes constitucionales. Las asambleas legislativas, se ha dicho, no pueden tocar la Constitución, no pueden revisar el
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título constitutivo de su poder, pues por una parte, al derogar la Constitución existente, destruirían el fundamento mismo de su poder; y por otra parte, al rehacer una nueva Constitución, se conferirían a sí mismas su poder, lo cual se declara inadmisible.561 Partiendo de estos razonamientos, se ha llegado a sostener que existe una diferencia capital, en cuanto a su naturaleza intrínseca, entre las leyes ordinarias y la ley constitucional. La Constitución, en este concepto, es una ley de esencia superior, es la ley por excelencia, una ley inicial que instituye al mismo poder legislativo. De modo semejante, el acto constituyente, en esta doctrina, aparece como el acto primordial de soberanía, o sea como un acto superior y anterior a los actos de la soberanía ordinaria tal como ésta habrá de ejercerse, una vez fundada la Constitución, por las autoridades constituidas. De aquí se deduce que, para realizar este acto y esta ley extraordinarios, no puede ser competente el legislador habitual sino que hay que acudir necesariamente a un órgano constituyente, que domine a los órganos constituidos y sea distinto de ellos. En parte, por la aplicación de estas ideas, numerosas Constituciones modernas han sido llevadas a representarse el poder constituyente como debiendo quedar revestido de una majestad particular, y por consiguiente, han querido que las operaciones constituyentes se rodearan de una solemnidad y de formalidades excepcionales. En esta idea, ciertas Constituciones. para emprender su revisión, exigen la convocatoria de Constituyentes propiamente dichas, nacidas de elecciones especiales y que generalmente se componen de mayor número de miembros que el cuerpo legislativo ordinario. Otras Constituciones abandonan la función constituyente a las asambleas legislativas habituales; pero, por lo menos, estas asambleas deben renovarse enteramente por elección, para poder llegar a ser órganos constituyentes. O también las Constituciones que confían la revisión a las asambleas legislativas, exigen de éstas, para las votaciones constituyentes, una mayoría especialmente importante, que reúna los dos tercios o los tres cuartos de votantes; o finalmente, exigen que dichos votos sean renovados en diferentes y sucesivas ocasiones por legislaturas sucesivas. En una palabra, imponen al cuerpo legislativo un procedimiento constituyente diferente del procedimiento legislativo habitual (ver sobre estos diversos puntos Arnoult, De la revisión des Constitutions, pp. 462 ss., 503 ss.). 454. ¿Qué debe pensarse de los diversos razonamientos así producidos para justificar la separación del poder constituyente? La idea general contenida en el fondo de todos estos razonamientos
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Sobre la innegable parte de verdad que contiene esta última afirmación, ver. p. 1214, infra.
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es que, en definitiva, habría que distinguir en el Estado dos clases de soberanía: una de ellas, que es la soberanía primordial anterior a todos los poderes constituidos, encargada de darles vida, es, como se ha dicho, la soberanía de los grandes días, una soberanía extraordinaria que se ejerce al realizar labor constituyente; la otra, que es la soberanía corriente, una soberanía de esencia menor, la que se ejerce cada día por los poderes constituidos, es la soberanía constituida, es decir, derivada de la precedente, subordinada a ella y regulada por ella. Se realiza así una división, un desdoblamiento de la soberanía del Estado. Y luego, de esta distinción entre dos potestades soberanas, se deduce la distinción de los órganos. Pero precisamente esta descomposición de la ss ' ra nía es inadmisible. En principio, sólo puede concebirse, en el Estado, una soberanía única, que no es mayor en ciertos días y menor en otros, sino que permanece constantemente igual en sí misma. Esta soberanía, de manera uniforme e invariable, consiste en el poder que corresponde a la nación de expresar e imponer su voluntad por medio de sus órganos regulares, y esto cualquiera que sea el objeto que esta voluntad se proponga. Así pues, si nos colocamos en el punto de vista de la naturaleza de la soberanía, el problema de la organización del poder constituyente se reduce a hallar órganos que puedan expresar "representativamente" la voluntad constituyente nacional. Ahora bien, formulado en estos términos el problema se halla muy cerca de su solución. En efecto, de ningún modo es necesario crear por completo estos órganos nacionales en el momento de las revisiones constitucionales, pues existen ya; porque, en todo tiempo, la nación posee órganos titulados, que la "representan" y que tienen por misión formular su voluntad. Por lo tanto, y salvo aquellas Constituciones que, de hecho, adoptaron y consagraron un sistema de organización estatal en el que el pueblo queda instituido como órgano supremo, no se puede pretender de manera absoluta que para el ejercicio del poder constituyente sea indispensable recurrir a órganos extraordinarios, convocar una asamblea especial constituyente, sino que parece suficiente dirigirse a los órganos que expresan habitualmente la voluntad soberana de la nación. Entre estos órganos regulares del cuerpo nacional, existe especialmente uno que tiene por función formular las voluntades legislativas de la nación: es el órgano legislativo. Ahora bien, la Constitución, en muchos aspectos, sólo es una de las leyes que rigen al cuerpo nacional. Desde el punto de vista "material" en particular, no cabe pretender que exista una diferencia esencial entre la ley constitucional y las leyes ordinarias. Evidentemente, la Constitución se distingue de las leyes corrientes por su excepcional importancia, ya que es la ley fundamental del Estado, la primera de todas las leyes. Pero no es menos cierto que, por su objeto y por
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su contenido, es un acto de naturaleza legislativa; en efecto, concurre a la creación del orden jurídico del Estado en tanto que proporciona a este último su organización estatutaria. En este aspecto, la función constituyente aparece como una dependencia de la función general legislativa, y aunque hubiera de considerarse, por razón de su objeto, como una rama especial de la legislación, no se deduciría necesariamente que, por este solo motivo, hubiera de ejercerse por un órgano legislativo aparte. Semejante separación sólo se impondría rigurosamente, por las razones aducidas hasta ahora, si la soberanía del Estado hallara su origen y su consistencia primeros en la soberanía del pueblo, en el sentido en que lo enriende Rousseau; en este caso es cierto que las autoridades constituidas no podrían darse a sí mismas su propia investidura; entonces sería absolutamente necesario que se la pidieran a una autoridad constituyente superior que representara especialmente ad hoc al pueblo. Pero se ha visto, en el transcurso de los estudios que preceden, que, según el concepto estatal que prevaleció en Francia desde la Revolución, la soberanía no es, para el pueblo ni para sus miembros, un derecho primitivo anterior a las Constituciones; sólo les pertenece jurídicamente en la medida en que les ha sido efectivamente reconocida por la ley constitucional vigente. En el derecho constitucional francés, que no se fundó en la existencia reconocida de una soberanía popular, sino en una idea de soberanía nacional, no cabe sostener que el poder constituyente, en principio, esté contenido en los ciudadanos mismos, y por consiguiente no se advierte que las razones expuestas hasta ahora en favor de la separación del poder constituyente sean absolutamente un obstáculo a que la función consistente en revisar la Constitución se deje a las asambleas legislativas ordinarias. Si, después de estas observaciones jurídicas, se examina el sistema de las Constituyentes desde el punto de vista de su valor político, se observa que la convocatoria de esta clase de asambleas no carece de peligros. Una Constituyente tenderá naturalmente a formarse una idea exagerada de su potestad. En efecto, y por definición misma, al ser llamada a fundar todos los poderes, podrá sentir también la tentación de admitir que los contiene y los posee todos. Este es, desde luego, un concepto que, desde la Revolución, no ha dejado de defenderse por determinada escuela, y se ha sostenido con frecuencia que en toda Constituyente debe verse la imagen por excelencia de la soberanía popular. En efecto, dícese, el pueblo ha comunicado a la Constituyente su poder constituyente, o sea su poder en el más alto grado, un poder que, siendo capaz de crear todos los demás, los domina y los comprende en sí. Por lo tanto, ya no es solamente el poder de revisión el que va a ejercer esta asamblea, pues es de temer que, provisionalmente y en espera de rehacer la Constitución, pueda apoderarse
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también del poder legislativo e incluso de otros poderes, degenerando así en asamblea todopoderosa y despótica.562 Para prevenir este peligro, algunas Constituciones (ver especialmente Constitución del año m, arts. 342 y 347 y Constitución de 1848, art. 111) deciden que la Constituyente sólo sea nombrada por un tiempo muy breve y que sólo pueda ocuparse del proyecto de revisión propuesto por la legislatura que la convocó. No obstante, estas precauciones sólo ofrecen una garantía imperfecta; la experiencia realizada en 1793 tiende a probar que, una vez que las Constituyentes se lanzan por la vía de la omnipotencia, se hace difícil moderarlas. Este temor parece tanto más justificado cuanto que una Constituyente es por necesidad una asamblea única, y por tanto especialmente numerosa. No es sólo en materia legislativa donde el sistema de la unidad de asamblea presenta graves inconvenientes; también en materia constituyente, una asamblea única abandonada a sí misma, sin contrapesos, podrá dejarse llevar por muchos arrebatos, sorpresas o errores. Por último, subsiste en esta materia un argumento que, aunque ha llegado a ser trivial, no puede pasarse en silencio: proviene del clásico ejemplo de Inglaterra. El derecho público inglés no conoce poder constituyente. Puede decirse que en Inglaterra ni siquiera existe esta cuestión del poder constituyente que tantas discusiones suscitó en Francia. En Inglaterra, el Parlamento posee en toda su plenitud el ejercicio de la soberanía legislativa, tanto si se trata de leyes ordinarias como de leyes relativas a la organización de los poderes. Hay un dicho inglés que especifica, a este respecto, que "todo lo puede hacer el Parlamento", lo que significa, en particular, que las Cámaras, cuando actúan con la sanción del rey, pueden modificar las leyes concernientes a los poderes públicos, con el mismo título que una ley ordinaria. En efecto, los ingleses se han colocado en el punto de vista de que el Parlamento, en todo tiempo y en todas las cosas, es el órgano estatal que expresa la voluntad nacional. Por lo tanto, para exponer la voluntad de la nación en cuanto a su organización gubernamental, no piensan en recurrir a una autoridad extraordinaria, sino que admiten que en esta materia como en otra cualquiera dicha voluntad ha de ser formulada por los órganos titulados de la nación, o sea por los Comunes, los Lores y el Rey (Boutmy, Études de droit constitutionnel, 2ª ed., pp. 72 ss.).563 No significa esto que el Parlamento inglés, en la
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Contrato social, lib. III, cap. xiv: "E n el instante mismo en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del Gobierno, la potestad ejecutiva queda suspendida, porque... donde se encuentra el representado, ya no hay representante." 563 Conviene observar, sin embargo, que, según las tendencias políticas que predominan actualmente en Inglaterra, cualquier grave cuestión de legislación, presentada ante el Parlamento, cuando no ha sido prevista y formulada ante el pueblo en el momento de las últimas elecciones generales, debe someterse al cuerpo electoral: la disolución es el modo de llevarla ante éste.
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práctica, pueda trastornar por su sola voluntad las instituciones vigentes. En el orden de las reformas orgánicas, en particular, su omnipotencia queda limitada efectivamente por la fuerza de las tradiciones, sobre las cuales se basan, en gran parte, las instituciones de Inglaterra. Evidentemente, y en la medida en que no se halla escrita, la Constitución inglesa debe a su carácter consuetudinario el ser más flexible, más fácil de modificar que las Constituciones francesas, fijadas en textos rígidos. Mientras que en Francia los artículos constitucionales no pueden modificarse, en el más pequeño de sus detalles, sino por un acto expreso de soberanía y mediante un procedimiento formal que crea textos nuevos, en Inglaterra la Constitución se compone en gran parte de usos, que pueden substituirse con más facilidad por otros usos diferentes, sin formalidades especiales y por el solo efecto de la práctica. Pero, a la inversa, y precisamente por ser producto de una costumbre antigua, esta Constitución posee una estabilidad muy especial, que se opone a que el Parlamento, cualquiera que sea su potestad teórica, pueda adueñarse de ella, de hecho, y sea capaz de transformarla arbitrariamente. Como se ha dicho, la misión del Parlamento inglés en esta materia consiste simplemente en cuidar, reparar y mejorar el edificio constitucional. Corresponde a las Cámaras retocar por vía legislativa la Constitución existente, para acomodarla a aspiraciones o a necesidades nuevas, pero no pueden emprender esas modificaciones sino con la debida discreción y a condición de mantenerse de acuerdo con las tradiciones y con la opinión pública (Boutmy, loe. cit., pp. 221 ss.). La adopción del sistema inglés, consistente en que la revisión constitucional se lleve a efecto dentro de las formas de la legislación ordinaria,564 564
Este sistema se encuentra igualmente en varias Constituciones europeas. Lo establecieron de manera expresa algunas de ellas (ver, por ejemplo, la Constitución prusiana de 1850. art. 107). Queda establecido implícitamente por las Constituciones que, fuera de las asambleas legislativas, no organizan poder constituyente: tal es el caso, por ejemplo, del estatuto fundamental de 1848 en Italia y de la Constitución española de 1876. Este sistema tampoco es completamente ajeno al derecho público francés; al menos, cabe sostener que estuvo establecido implícitamente en Francia en 1814 y en 1830, en virtud del silencio que las dos Cartas guardaban con respecto a su revisión. No habiendo organizado las Cartas poder constituyente, cabía preguntarse a quién correspondería revisarlas en caso necesario. Esta cuestión se suscitó en diferentes ocasiones. En 1842, especialmente, con ocasión de la discusión de la ley sobre la regencia, dio lugar a importantes debates. Una primera opinión consistía en admitir que la Carta, como permanecía muda acerca del procedimiento y la posibilidad de su revisión, era por ello inconmutable. Esta opinión fué sostenida por el ponente de la Cámara de Diputados, Dupin; y la defendió igualmente Tocqueville (La démocratie en Amérique, ed. de 1850, vol. II, p. 308). En un segundo sistema se volvía a la doctrina tradicional francesa de la separación del poder constituyente, reclamándose el nombramiento de una asamblea especial para el ejercicio de dicho poder y, por consiguiente, la convocatoria de los colegios electorales. Esta tesis la llevó a la tribuna Ledru-Rollin y también la presentó Helio (Du régime constitutionnel, 3a ed., vol. n, p. 33). Pero Guizot y Thiers vinieron a afirmar con gran fuerza que, puesto que la Carta de 1830 no establecía órgano constituyente especial, la potestad constituyente, por ello, quedaba en los órganos habituales de la soberanía ordinaria, es decir, en el rey y las Cámaras. "S i se pretende —decía Guizot— que existen o deben existir dos poderes en el seno de la sociedad, uno de ellos ordinario y el otro extraordinario, uno constitucional y otro constituyente, se dice una insensatez, llena de peligros y fatal. El
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encontró en Francia antes de 1875 un obstáculo debido a la inestabilidad que, después de 1789, han sufrido las instituciones políticas del pueblo francés. Desde el comienzo de la Revolución hasta 1875, atravesaron por crisis demasiado frecuentes y sufrieron transformaciones demasiado bruscas y radicales para poder adquirir una estabilidad formal. De esta falta de estabilidad resultó que la noción de un poder constituyente que consistiese simplemente en introducir retoques parciales a una Constitución tradicional por medio del órgano permanente del Parlamento no pudo aclimatarse en Francia durante dicho período. Sólo se pudo concebir, en esas condiciones, un poder constituyente que se ejerza con intermitencia, en épocas revueltas y en circunstancias extraordinarias, poder confiado por lo tanto a un órgano extraordinario también, que tenga sesiones solemnes y que sea llamado a rehacer por completo una nueva Constitución o, por lo
gobierno constitucional es la soberanía social organizada... Estad tranquilos, señores; nosotros, los tres poderes constitucionales, somos los únicos órganos legítimos y regulares de la soberanía nacional. Fuera de nosotros no hay más que usurpación o revolución." Thiers decia asimismo: "El poder constituyente ha existido en varias épocas de nuestra historia... Ya no existe. Significaría la violación inmediata de la Carta... ¿Y qué debe presumirse en el caso de una Constitución en que no se ha distinguido entre el poder constituyente y el poder constituido? He aquí la presunción, según lo que ocurrió en Inglaterra y aquí. Cuando la Constitución no distingue entre un poder constituyente y un poder constituido y se trata de un acto importante, cualquiera que sea el carácter de éste, ¿a quién hay que dirigirse? A los tres poderes a los que la Constitución confirió la soberanía... Cualquiera que sea la naturaleza del acto que vais a realizar, os reto a que os dirijáis a otra cosa que no sean los poderes constituidos" (puede verse toda esta discusión en el Moniteur de agosto de 1842, pp. 1807 ss.). Asi pues, según esta tercera opinión, la revisión de la Constitución, en dicha época, debía asimilarse a la legislación ordinaria. Tal es también la idea que parece haber prevalecido durante la Restauración, y que ya se manifestó en la ordenanza real del 13 de julio de 1815: admitía esta ordenanza, en efecto, que "el poder legislativo en su conjunto estatuirá sobre los cambios por realizarse en la Carta", y en su art. 14 enumeraba inclusive toda una serie de artículos de la Carta, especificando que esos artículos "se someterán a la revisión del poder legislativo en la próxima sesión de las Cámaras". Ta l es, finalmente, el criterio que expresan en la actualidad la mayor parte de los autores, acerca de la cuestión del ejercicio del poder constituyente, durante el período que se extiende de 1814 a 1848; según la opinión común, la distinción entre leyes constitucionales y leyes ordinarias, durante este período, estuvo desvanecida (Esmein, Éléments, 7' ed., vol. I p. 574; Duguit, Traite, vol. II, pp. 520-521; Lefebvre, op. cit., pp. 197 ss.: Arnoult, op. cit., pp. 117 ss., 134 ss.; en sentido contrario: Joseph Barthélemy, "L a distinction des lois constitutionnelles et des lois ordinaires sous la Monarchie de Juillet", Revue du droit public, 1909, pp. 19 ss.).
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menos, a introducir profundos cambios en la Constitución existente. Se debe añadir, por lo demás, que en un país en que la Constitución estaba expuesta a frecuentes demandas de revisión, pudo parecer necesario sustraerla a la acción de las autoridades constituidas. En Francia, admitir que la Constitución podía revisarse del mismo modo que una ley cualquiera, hubiera sido hacerla todavía más móvil y más frágil. La revisión hubiera sido propuesta en cada momento y tal vez comenzada. Para dar a la Constitución alguna estabilidad era prudente encadenar respecto de ella a las autoridades constituidas, situándola fuera de su alcance. Bajo este aspecto, conviene reconocer que el concepto de un poder constituyente distinto de los poderes constituidos ofrece reales ventajas prácticas en los países atormentados por la manía constituyente. 455. Pero hay que ir más lejos aún. En Francia, la separación del poder constituyente no es sólo una precaución útil o una medida recomendable, sino que parece imponerse efectivamente como una consecuencia directa y necesaria del principio de la soberanía nacional. Bien es verdad que, hasta ahora, las observaciones presentadas a propósito de esta separación tendieron a combatir los argumentos en que pretenden basarla los teorizantes de la soberanía popular. Pero, frente a esta doctrina, hay otra, muy diferente, que funda la distinción entre el poder constituyente y los poderes constituidos, no ya en una idea de soberanía del pueblo, sino en el principio mismo de la soberanía exclusiva de la nación. El concepto francés de la soberanía nacional entraña la separación del poder constituyente, y ello por un triple motivo. En primer término, si la soberanía nacional, a decir verdad, no es un principio positivo, que implique que los ciudadanos habrán de ser ellos mismos el soberano (ver no 331, supra), supone al menos, de una manera negativa, que ningún miembro de la nación puede poseer un poder que se funde en su propia voluntad. En este punto, la Constitución de 1791 determinaba de la manera más clara el alcance del principio de la soberanía de la nación, al decir, al principio de su tít. m, que ningún individuo ni grupo puede atribuirse el ejercicio de la potestad nacional. Esto excluye, para cualquier titular del poder, la posibilidad de haberse conferido a sí mismo su potestad actual, e igualmente la posibilidad de desarrollar o de aumentar esta potestad en lo sucesivo por la fuerza de su sola voluntad. En segundo lugar, si el ejercicio del poder constituyente correspondiera a las autoridades constituidas, la competencia de éstas y la extensión de sus atribuciones sólo podrían cambiarse o restringirse mediante su consentimiento, y en estas condiciones la nación no conservaría ya la plena libertad de modificar su Constitución. Por último, la soberanía nacional sólo sería una palabra vana si cualquiera de las autoridades constituidas fuera efectivamente
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capaz de "hacerlo todo", como pretende la fórmula relativa al Parlamento inglés. En el sistema de la soberanía nacional sólo la nación, considerada en su conjunto orgánico, es soberana; uno de sus órganos, considerado separadamente, no puede por su parte poseer una potestad ilimitada. A este respecto, el principio de la soberanía exclusiva de la nación exige que la potestad de los órganos constituidos se halle determinada y limitada por una regla superior, que habrá de definir qué actos entran en su competencia, y que, en todo caso, impondrá a su actividad límites que no podrán traspasar. Esta regla limitativa se hallará contenida en la Constitución, ya que ésta es la obra de una autoridad superior a los órganos constituidos. Importa observar que esta cuestión de la limitación de los poderes constituidos por el poder constituyente presenta poco interés práctico, en Francia, por lo que se refiere a las autoridades ejecutivas y judiciales, ya que, tanto para unas como para otras, la ley desempeña el papel de un estatuto que no pueden transferir, y que hasta las autoridades ejecutivas, en principio, y además de su función de ejecución propiamente dicha de las leyes, no tienen más poderes que los que reciben mediante una habilitación legislativa. La cuestión, por el contrario, presenta un interés considerable en lo que se refiere al órgano legislativo: se trata de saber si, en en el Estado, existirán dos estatutos, de valor y fuerzas desiguales, uno de los cuales, el estatuto constitucional, considerado como superior al otro, al estatuto legislativo, obligará al legislador mismo. Es sabida la solución que se dio a esta cuestión en Estados Unidos. Contrariamente al sistema inglés, en el que el Parlamento se halla investido de una potestad indefinida, el principio de la separación del poder constituyente, que implica especialmente la distinción entre la ley constitucional y las leyes ordinarias, ha llegado a ser una de las bases esenciales del derecho público norteamericano. Es verdad que este principio se basa ante todo, en Estados Unidos, en la idea de que el pueblo es originariamente el soberano y que es la fuente y el creador de todos los poderes constituidos. Así se desprende del preámbulo de la Constitución federal de 1787, que presenta al pueblo como el autor especial de dicha Constitución;565 y así se desprende además de los enmiendas ix y x, que especifican
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Por consiguiente, en el primer artículo de cada uno de sus tres capítulos consagrados a los poderes legislativo, ejecutivo y judicial presenta esa Constitución a cada uno de estos poderes como concedido, confiado o conferido por el pueblo a su respectivo titular. El mismo concepto se trasluce en las Constituciones particulares de los Estados de la Unión. Por ejemplo: Constitución de Pensylvania, cuyo preámbulo está redactado en nombre del pueblo y cuya Declaración de derechos (art. 2) afirma que "todo poder es inherete al pueblo" y que "todo gobierno se funda en su autoridad"; Constitución de Virginia, cuya Declaración de derechos formula que todo poder emana del pueblo y que éste tiene el derecho absoluto de cambiar su Constitución; Constitución de Georgia, que, en su introducción, declara que todo poder tiene su origen en el pueblo, etc.
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que los derechos o poderes que no han sido "delegados" en los órganos constituidos, continúan perteneciendo al pueblo, como "reservados", lo cual demuestra efectivamente que la Constitución, en este concepto, constituye un acto de delegación de la soberanía popular, y que ésta, por lo tanto, no se comunicó a los órganos constituidos sino en la medida restringida en que les fué delegada. Así pues, las mismas asambleas legislativas sólo pueden ejercer su potestad de crear leyes dentro de los límites que la Constitución les asignó, y por consiguiente, la Constitución aparece, ya desde este primer punto de vista, como una ley suprema, que domina al legislador, a la cual está sujeto, y la que, por consiguiente, no puede menoscabar, ni causarle ninguna modificación. Pero la superioridad que de este modo se asegura al poder constituyente no debe referirse exclusivamente a la idea norteamericana de la soberanía popular. En los Estados Unidos, la institución de un órgano constituyente superior al legislador ordinario responde además al sentimiento, muy arraigado en el pueblo de dicho país, de que, en interés de la libertad pública individual, es necesario limitar con precisión la potestad de las legislaturas en particular, para preservarlas de la arbitrariedad legislativa. Especialmente en los Estados particulares de la Unión, donde la revisión de la Constitución, bien sea total o parcial, no puede realizarse sino con el concurso del pueblo y mediante su ratificación, este fin limitativo de la separación entre el poder constituyente y el poder legislativo se manifiesta con una evidencia muy especial: por la Constitución, que es obra suya y que no puede modificarse sin su consentimiento, no se limita el cuerpo de ciudadanos, en efecto, a llevar a cabo delegaciones de potestad, sino que determina superiormente por sí mismo, ya las instituciones que quiere colocar por encima de la voluntad de las legislaturas, ya también aquellos derechos individuales que tiene interés en asegurar a título de libertades intangibles. Estas instituciones o libertades se hallan así sustraídas a la acción de las legislaturas, y permanecen en poder del pueblo. Por otra parte, la acción de las asambleas legislativas se halla sometida a una estricta vigilancia, que se ejerce mediante las Cortes de justicia, que pueden negarse a aplicar las leyes que juzguen contrarias a la Constitución, en los casos especiales que se les presentan. En todos estos aspectos, la potestad legislativa, en Estados Unidos, no sólo se caracteriza como una potestad delegada a causa del principio de la soberanía popular, sino también como una potestad esencialmente restringida, y que sólo puede moverse en una esfera de competencia estrictamente limitada. Por este último rasgo, el sistema norteamericano de las Constituciones
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limitativas, completado y sancionado por la institución del control judicial de la constitucionalidad de las leyes, se acerca a los conceptos en que descansa el principio de la soberanía nacional. Estos, en efecto, conducen naturalmente a un régimen de limitación de los poderes que ejercen en nombre de la nación, única soberana, por sus diversos órganos; y especialmente implican la limitación de la potestad del cuerpo legislativo, cuando éste, según la Constitución vigente, constituye el órgano más poderoso. Así pues, en tanto que no admite la soberanía absoluta de ningún órgano, el principio de la soberanía nacional entraña como consecuencia necesaria la separación del poder constituyente. Esta necesidad se impone tanto más cuanto que no es posible —como se vio antes (núms. 280 ss.)— realizar la limitación de los poderes constituidos mediante una separación establecida entre ellos sobre la base propuesta por Montesquieu. Si la separación conforme al Espíritu de las leyes no es realizable y si es preciso que el Estado, incluso entre sus órganos constituidos (ver n° 290, supra), posea un órgano supremo en el cual se encuentre asegurada su unidad, por lo menos es indispensable, en un sistema de soberanía nacional, que la potestad de este órgano supremo se encuentre limitada y contenida por una Constitución que a su vez sea obra de una autoridad superior a todas las autoridades constituidas, y que haya fijado a éstas, y en particular a la más alta de ellas, ciertos límites infranqueables (cf. No. 314, supra). 456. Así, por esta conclusión, nos encontramos traídos de nuevo —al menos en aquellos Estados cuya Constitución no admite la intervención directa del pueblo en la obra de la revisión, como es actualmente el caso en Francia— al sistema de las Constituyentes, el cual, sin embargo, se presentó antes como poco recomendable en ciertos aspectos y hasta ofreciendo verdaderos peligros. Pero hay Constituyentes y Constituyentes. Las asambleas de esta clase son peligrosas cuando están fundadas en un principio de soberanía popular y poseen al mismo tiempo, por una aplicación muy poco lógica por cierto del régimen representativo, el poder de estatuir definitivamente por sí solas. Las Constituyentes de esta primera especie se presentan como conteniendo en sí toda la soberanía popular, y por esta razón se convierten fácilmente en omnipotentes. Otra cosa ocurre con las Constituyentes fundadas en un principio de soberanía nacional. Estas no pueden considerarse como conteniendo la potestad entera de la nación, pues aquí ninguna autoridad, por muy alta que se encuentre, puede pretender absorber la soberanía que sólo a la nación corresponde. Las Constituyentes de esta segunda especie sólo ejercen por la nación el poder de fundar las autoridades constituidas. Al no haber recibido de la Constitución nacional sino la función constituyente, no pueden pretender hacer
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nada por sí mismas en el orden de las funciones constituidas o por constituir. En el sistema de la soberanía nacional, el principio de la separación del poder constituyente no sólo significa que las asambleas legislativas no poseen la potestad constituyente, sino que también puede significar que la asamblea constituyente queda excluida de la potestad legislativa (cf. pp. 1002 5., texto y n., supra). La idea de que una Constituyente concentra en sí toda la soberanía y reúne todos los poderes, idea que ya se había propagado entre los constituyentes de 1789-1791 (ver pp. 1205-1206, supra), que triunfó sobre todo en la época de la Convención (Zweig, op. cit., pp. 342 ss.) y que, desde la Revolución, ha reaparecido en numerosas ocasiones en las teorías de la escuela dimanada de Rousseau,566 desde el punto de vista del principio de la soberanía nacional es uno de los mayores errores que se hayan cometido en Francia desde 1789. 567 Las Constituciones francesas se han guardado muy bien de caer en este error. Hasta las Constituciones republicanas o de tendencias democráticas de 1791 (tít. VII, arts. 7 y 8), del año m (art. 342) y de 1848 (art. 111), especificaban que las asambleas especiales elegidas para realizar la revisión y que por lo tanto tenían claramente el carácter de Constituyentes, no podrían
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Todavía hoy se la encuentra hasta en autores que no pertenecen a esta escuela. Así es como Duguit (Traite, vol. II, p. 527), al querer demostrar que, bajo el imperio de la Constitución de 1875, la Asamblea nacional "podría votar una ley ordinaria", halla un argumento en el hecho de que, según él, posee todos los caracteres de "una verdadera Constituyente". Ahora bien, dice, "las asambleas constituyentes siempre tuvieron el poder de hacer leyes ordinarias". 567 Incluso en los Estados Unidos, las Constituyentes, fundadas sin embargo en la idea de la soberanía popular, no podrían considerarse como asambleas soberanas. No sólo carecen del poder legislativo, sino que, incluso en el orden constituyente y según el derecho positivo actualmente establecido en los diversos Estados de la Unión, nada pueden decidir soberanamente: en efecto, sus decisiones quedan subordinadas a la ratificación del pueblo (cf. Laboulaye, op. cit., p. 391). Los norteamericanos supieron evitar el error capital que consiste, por culpa de una viciosa combinación del régimen representativo con el principio de la soberanía del pueblo, en identificar al pueblo con la Constituyente elegida por él. También desde este punto de vista advierte lo mal comprendido que había sido en Francia, en la época de la Constitución, el alcance del sistema norteamericano de la separación del poder constituyente. El mayor reproche que se puede hacer a la doctrina francesa de las Constituyentes omnipotentes es el de fundarse en la pretensión de combinar entre sí dos cosas contradictorias e inconciliables: la soberanía popular y la institución de las Constituyentes representativas. Por una parte, se sirve de la idea de la soberanía del pueblo para asegurar la omnipotencia de la Constituyente; pero, por otra parte, invoca los principios del régimen representativo para excluir, en materia constituyente, la intervención de los ciudadanos. Sin embargo, hay que optar entre estos dos términos: o bien la potestad que ejercen las Constituyentes tiene por sujeto propio al pueblo, y entonces estas asambleas no pueden ser representativas y todas sus decisiones sólo pueden valer por la adopción popular; o bien las Constituyentes no se hallan investidas especialmente de la soberanía del pueblo, y entonces ya no hay razón para reconocerles una potestad ilimitada. Tanto de un modo como del otro, la doctrina de la omnipotencia de las Constituyentes aparece como inaceptable.
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ejercer más poder que el de efectuar la revisión para cuyo objeto habían sido convocadas. Conviene establecer en esta materia, en efecto, una distinción bien clara entre la monarquía y la democracia propiamente dichas de una parte y el sistema de la soberanía nacional por otra. En el Estado puramente monárquico o democrático, el monarca o el cuerpo de ciudadanos, titular primordial de toda la potestad estatal, mediante el acto constitucional, delega los poderes legislativo, ejecutivo y judicial en las diversas autoridades que constituye; en el instante en que va a realizar la delegación, todos estos poderes se encuentran originariamente contenidos en él. En el Estado fundado en un concepto de soberanía nacional, el órgano constituyente no lleva en sí los poderes que constituye, sino que sólo posee el poder constituyente. No tiene, pues, sino una parte especial y restringida de la potestad estatal, la que consiste en crear los órganos y las competencias. Evidentemente, una Constituyente, en el sentido propio de la palabra, aparece como el órgano supremo del Estado, en tanto que no depende de ningún órgano superior a ella y es dueño de determinar la extensión de los límites de los poderes que reglamenta. Así, cabría calificarla como soberana. Pero hay que reconocer que no puede aplicar ninguno de los poderes que instituye. En cierto sentido, hasta se puede decir que no posee poder alguno, pues es incapaz de ejercer ni el poder legislativo, ni el ejecutivo, ni el judicial. Se limita a crear las autoridades que ejercerán activa y efectivamente estas diversas potestades; por esto debe desaparecer, cediéndoles su lugar, tan pronto como ha sido cumplida su misión constituyente.568 Tales son las consecuencias racionales del principio de la soberanía nacional; y aquí se descubre un nuevo motivo para afirmar que este principio no es, como han pretendido algunos autores, una vana fórmula o una ficción carente de significado propio (cf. núms. 333 ss., supra). En un país de soberanía nacional, únicamente la nación, actuando mediante el conjunto de sus órganos, es soberana; ninguno de los órganos, considerado en particular, ni aun el órgano constituyente, puede ser soberano. El órgano constituyente puede aparecer como el órgano supremo, en tanto que expresa la voluntad más alta en el Estado; no es, sin embargo, soberano, pues no posee un poder de voluntad ilimitada (cf. pp. 95-96, supra). La soberanía de la nación excluye la soberanía del
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Jellinek (op. cit., ed. francesa, vol. n, pp. 243-244; Gesetz und Verordnung, pp. 208209) hace observar, a este respecto, que la competencia correspondiente al órgano estatal supremo puede ser a veces muy reducida. Ta l es, dice, en ciertos países, el caso del órgano Constituyente. Sólo se recurre a éste en circunstancias extraordinarias. En el transcurso normal de la vida del Estado no tiene que enunciar voluntad alguna, e incluso cuando se recurre a él sólo tiene un poder único, el de revisar la Constitución. Es, sin embargo, el órgano supremo, por cuanto funda y organiza todos los poderes ordinarios.
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órgano. Por negativo que sea este significado del principio de la nación soberana, este principio no deja de ser susceptible de producir considerables efectos: uno de esos efectos es excluir el sistema de las Constituyentes omnipotentes (ver sin embargo lo que sobre este punto se dirá infra, n' 478, in fine). Se ve, en resumen, cuál es la diferencia entre los dos conceptos que fundan la especialidad del poder constituyente, el uno en la soberanía del pueblo y el otro en la idea de la soberanía nacional. Es verdad que ambos exigen que la potestad constituyente se ejerza por una autoridad distinta de las autoridades constituidas, pero esta separación tiene un alcance muy diferente según el concepto que le sirve de base. Si se funda en una teoría de la soberanía popular, sólo va dirigida, en este caso, contra las autoridades constituidas, y si, además, se comete el error de combinarlas con el régimen representativo, conduce al régimen de las Constituyentes de potestad ilimitada. Por el contrario, la separación que tiene su punto de partida en el principio de la soberanía nacional implica la limitación de las mismas Constituyentes, pues entonces se dirige a la vez contra el órgano constituyente y contra los órganos constituidos, y excluye el exceso de potestad de toda autoridad, cualquiera que sea ésta, incluso en el caso de ser las llamadas a constituir todas las demás. SECCION III EL SISTEMA CONSTITUYENTE ACTUALMENTE ESTABLECIDO EN FRANCIA. ¿EN QUE MEDIDA LA CONSTITUCION DE 1875 ASEGURA LA SEPARACION DEL PODER CONSTITUYENTE? § 1. LA ASAMBLEA NACIONAL COMO ÓRGANO CONSTITUYENTE 457. El concepto que, desde 1789, se ha acreditado en el espíritu del pueblo francés en cuanto a la naturaleza especial y al funcionamiento particular del poder constituyente, no podía dejar de ejercer cierta influencia en los autores de la Constitución de 1875. No obstante, la organización que dieron a este poder con vista a las futuras revisiones, en 1875 era una novedad, al menos en el derecho francés; difiere de todas las combinaciones de orden constituyente adoptadas por las Constituciones anteriores de Francia. Según el art. 8 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, a las Cámaras, deliberando separadamente, a iniciativa de sus miembros respectivos o a petición del Presidente de la República, es a
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quienes corresponde declarar, mediante resoluciones tomadas en cada una de ellas por mayoría absoluta de votos, si hay lugar a revisar las leyes constitucionales. En los términos de este mismo texto, cuando las Cámaras, cada una por su lado, han tomado esta resolución, se reúnen, para proceder a la revisión, en una asamblea única que lleva el nombre de Asamblea nacional. El art. 11 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 dice que la mesa de la Asamblea nacional está formada, en derecho, por los presidentes, vicepresidentes y secretarios del Senado. Esta Asamblea, mediante deliberaciones tomadas por mayoría absoluta de sus miembros, realiza la revisión. Al analizar este sistema constituyente, se observa en primer lugar que la Constitución de 1875 no reprodujo el principio que habían consagrado las Constituciones republicanas anteriores y según el cual toda revisión necesita la convocatoria de una Constituyente extraordinaria, formada por diputados especiales elegidos únicamente para realizar la labor constituyente. En efecto, del citado art. 8 resulta que el poder constituyente se ejerce en la actualidad por los mismos miembros que componen las dos Cámaras en el momento en que la revisión va a iniciarse. Así pues, esta revisión ya no presupone elecciones generales ni mandatos particulares de orden constituyente. Asimismo, los cambios introducidos en las leyes constitucionales por efecto de la revisión ya no quedan subordinados, para su adopción definitiva, a la condición de una ratificación popular. Bajo este doble aspecto, puede decirse, en suma, que la perfección de la revisión, así como su iniciativa, depende pura y simplemente de la voluntad parlamentaria. En esto, la Constitución de 1875 se acerca al sistema inglés, en el que corresponde al Parlamento expresar en todos los asuntos la voluntad nacional. Por otra parte, sin embargo, no se puede pretender de un modo absoluto que se haya adherido a dicho sistema inglés y que haya hecho desaparecer del todo la distinción entre el poder constituyente y el poder legislativo; pues, en definitiva, no son las Cámaras mismas, tomadas tal cual y en su consistencia ordinaria, las que hacen la revisión, sino que es una asamblea plenaria, constituida por la reunión y el congreso de los miembros de ambas Cámaras, constituyendo por lo tanto jurídicamente un órgano distinto, como se desprende, por lo demás, del hecho de que la Constitución le aplica una denominación especial, la de Asamblea nacional. En esta combinación existe un compromiso entre las prácticas seguidas en Inglaterra y los principios admitidos en Francia antes de 1875. Los autores de la Constitución de 1875 se inspiraron en el modelo ofrecido por Inglaterra, en tanto que confiaban el ejercicio del poder constituyente al personal parlamentario ordinario, tal como éste está compuesto
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en el momento de emprenderse la revisión. Pero también cedieron a la influencia de las ideas francesas, que exigen tradicionalmente que la revisión se lleve a efecto con un aparato solemne y por medio de un procedimiento diferente del que se considera suficiente para la legislación corriente. El art. 8 se conformó a esta tradición al reservar el poder constituyente a una asamblea que, obtenida mediante un procedimiento que dicho texto presenta como una fusión de las dos Cámaras, se distingue de ellas y constituye, en todo caso, un colegio que les es superior en número, majestad y potestad. En esta medida, parece obligado reconocer que la Constitución de 1875 mantuvo la separación del poder constituyente. 458. Para apreciar exactamente la medida en que se mantuvo esta separación, conviene no obstante indagar cuáles son, en derecho, las relaciones precisas que existen entre la Asamblea nacional y las Cámaras de las que toma sus elementos de formación. Que en ciertos aspectos sea un cuerpo distinto de las Cámaras no se puede discutir. Pero ¿debe considerársela, al menos, como una reunión de las Cámaras, que continuarían así subsistiendo en ella? ¿O es únicamente una reunión de los diputados y los senadores, y las Cámaras mismas, como cuerpos constituidos, de ningún modo entran en la estructura de la asamblea nacional, tomándoles ésta, únicamente, sus miembros, para convertirse después en un órgano completamente independiente? Tal es la cuestión que se formula, no sólo cuando la Asamblea nacional funciona como asamblea deliberante de revisión, sino también cuando se convoca como colegio electoral para el nombramiento del Presidente de la República. Esta cuestión no deja de ser muy delicada. En efecto, no es posible considerarla como plenamente resuelta por los términos de que se sirve la Constitución de 1875 para caracterizar el modo de formación de la Asamblea nacional. El citado art. 8 dice que "las dos Cámaras se reunirán en Asamblea nacional para proceder a la revisión". El art. 2 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 declara igualmente que la elección presidencial se efectúa "por el Senado y la Cámara de Diputados, reunidos en Asamblea nacional" (ver también el art. 7 de la misma ley y el art. 11 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, que se expresan en los mismos términos). Pero, incluso en el caso de que se estableciera que la Asamblea nacional se obtiene mediante la reunión de las dos Cámaras, los textos anteriormente citados siempre dejan subsistir la cuestión de saber si, después de haber operado su reunión, las Cámaras conservan aún, en el seno de dicha Asamblea, su propia individualidad, o si, por el contrario, se confunden en ella formando un colegio único e indivisible. Para percibir el alcance preciso y también el interés jurídico de esta
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cuestión, relativa a la consistencia de la Asamblea nacional, basta recordar que una de las Cámaras que componen esta asamblea se halla sujeta a disolución. En el curso de la revisión pueden surgir complicaciones políticas capaces de dar cierta utilidad al empleo de esta disolución. Puede suponerse, por ejemplo, que en la Asamblea nacional, una mayoría compuesta sobre todo de diputados pretenda imprimir a la revisión orientaciones determinadas o una amplitud que no hubiese previsto el Senado y que los miembros de éste no estén dispuestos a admitir, o también que esta misma mayoría pretenda prolongar indefinidamente las deliberaciones de la Asamblea y trate de establecer su omnipotencia. En tal caso, ¿dispondría el Presidente de la República del recurso de obligar a la Asamblea nacional g. separarse mediante una disolución de la Cámara de Diputados? Si esta Asamblea consiste en una simple reunión de las Cámaras y nada más, la disolución de uno de sus elementos constitutivos llevará consigo su propia disolución. Si, por el contrario, constituye un todo, el empleo de la disolución respecto a ella no puede concebirse, debiéndose considerar entonces, en sus relaciones con el Ejecutivo, como inconmutable. Los tratados de derecho constitucional no están de acuerdo sobre la solución que deba dársele a la importante cuestión que acabamos de formular. Una primera doctrina, cuyo representante más autorizado es hoy Duguit (Traite, vol. II, p. 527), sostiene que "la Asamblea nacional no es una reunión de la Cámara y el Senado, sino una nueva asamblea, totalmente distinta de la Cámara y del Senado, sólo que compuesta por los mismos individuos que ellos". Duguit funda su opinión en la observación de que los constituyentes de 1875, de hecho, "quisieron instituir una asamblea soberana que tuviera todos los poderes de una verdadera Constituyente" (eod. loe, y pp. 523 ss.). De ello deduce la conclusión de que, una vez formada esta Constituyente, "no hay Cámaras, sino que en cierto modo han sido absorbidas por la Asamblea nacional". De aquí se infiere, dice, que el Presidente de la República no puede ordenar la clausura de la sesión de dicha asamblea, ni ejercer frente a ella el derecho de aplazamiento que le pertenece con relación a las Cámaras, ni, sobre todo, impedir la continuación de sus labores, llevando a efecto la disolución de la Cámara de Diputados. En suma, pues, este primer sistema se resume esencialmente en la idea de que la formación de la Asamblea nacional tiene por efecto hacer desaparecer momentáneamente a las Cámaras; así es como, por ejemplo, no podrían las Cámaras, mientras dura la sesión de la Asamblea nacional, volver a constituirse separadamente para discutir y votar una ley ordinaria. Según una segunda opinión, enteramente opuesta, no sólo las Camaras
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ras siguen existiendo después de la constitución de la Asamblea nacional, sino que incluso subsisten en el seno de dicha Asamblea, pues "el Congreso no es otra cosa que una reunión plenaria y pasajera de ambas Cámaras", y no se podría pretender que éstas, "a l entrar en el Congreso, pierdan su existencia para no volver a renacer sino a su salida". La verdad es que, según la Constitución de 1875, "son las Cámaras legislativas por sí mismas y por sí solas las que hacen la revisión". Así se expresa Lefebvre en su Étude sur les lois constitutiormelles de 1875, pp. 235 ss.; y la consecuencia que de ello saca dicho autor es que el Presidente de la República conserva sobre las Cámaras reunidas en asamblea de revisión los poderes que respectivamente posee sobre cada una de ellas en tiempo normal. Puede, por lo tanto, a condición de haber obtenido previamente el asentimiento del Senado a dicho efecto, disolver la Cámara de Diputados, y por este medio suprimir la existencia de la misma Asamblea nacional, ya que ésta, privada de uno de sus elementos esenciales, se encuentra reducida a la nada (ver en el mismo sentido: Saint-Girons, Manuel de droit constitutionnel, pp. 63 y 491; Moreau, Précis de droit constitutionnel, 9ª ed., p. 453; Matter, La disolution des asseemblées parlementaires, p. 110). Más aún, en caso de disentimiento con la Cámara de Diputados sobre la extensión de la revisión a efectuar, el Senado no habría menester de la ayuda del Ejecutivo, sino que le bastaría retirarse de la Asamblea nacional para hacer imposibles sus sesiones, pues esta Asamblea no puede subsistir sin la presencia del Senado, como tampoco sin la de la Cámara de Diputados; y lo podría tanto menos cuanto que la retirada del Senado la privaría de su mesa regular (Lefebvre, op. cit., pp. 233 y 237). Ni una ni otra de las dos teorías que preceden parece ser exacta. No es cierto que la Asamblea nacional no sea más que la resultante de una simple conjunción de las Cámaras, uniéndose éstas para deliberar en común y adoptando así una formación especial distinta de su formación ordinaria. Pero, a la inversa, tampoco puede decirse que la consideración de las Cámaras no entre de algún modo en el plan de organización de la Asamblea nacional, y sobre todo, que las Cámaras dejen totalmente de existir mientras dicha Asamblea se halle reunida. 459. Para restablecer ante todo la verdad sobre el primero de estos dos puntos, conviene referirse previamente al sistema bicameral, tal como se encuentra actualmente establecido en el derecho público francés. La dualidad de las Cámaras no tiene en todas partes el mismo fundamento ni idéntica significación. En los Estados aristocráticos, la existencia de una Cámara señorial responde al hecho de haberse mantenido, en estos Estados, una clase privilegiada, a la que la Constitución asegura, frente a los diputados elegidos por los colegios ordinarios de ciudadanos, una
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parte especial de influencia y de acción en los asuntos públicos. Igualmente, en los Estados federales, la coexistencia, desde el punto de vista federal, de una Cámara nacional o popular y de una Cámara de los Estados es consecuencia necesaria del hecho de que el Estado federal se compone de miembros de dos clases, los ciudadanos que componen el pueblo federal de una parte y de otra los Estados confederados, y de que realiza a la vez la unidad de una colectividad de ciudadanos y la unidad de una colectividad de Estados. Así pues, la dualidad de las Cámaras federales corresponde al dualismo que existe en el Estado federal mismo, y se impone por el motivo de que una Cámara única, que sería elegida por el pueblo federal o por los Estados confederados, no tendría por sí sola aptitud para hablar en nombre del Estado federal entero. Por el contrario, en un Estado unitario e igualitario como Francia, donde la soberanía reside en forma una e indivisible en la universalidad de los ciudadanos, considerados iguales unos a otros, parece que los órganos estatales, en particular el Parlamento, deben presentar un carácter unitario, lo mismo que la nación cuya soberanía ejercen. En todo caso, se concebiría perfectamente que en Francia no existiera más que una sola asamblea, pues esta asamblea única bastaría, lo mismo hoy que en 1791 y en 1848, para expresar la voluntad nacional. Si la Constitución de 1875 ha consagrado el sistema bicameral, no es, como en los Estados aristocráticos y federales, por razones derivadas del hecho de que el Estado contiene miembros de diferente condición o porque posea una consistencia y una estructura dualistas, sino exclusivamente por motivos de utilidad práctica, que se relacionan con la preocupación de asegurar a la colectividad homogénea de los ciudadanos la organización parlamentaria más conforme al interés nacional. El sistema bicameral francés no está impuesto, por lo tanto, por una necesidad de orden jurídico, sino que ha sido establecido simplemente a causa de sus ventajas políticas. La diferencia que, en este aspecto, separa los Estados unitarios y los Estados dualistas, tales como el Estado federal, se pone en claro mediante la observación siguiente. Mientras que en Francia las razones que determinaron a la Constitución a crear dos Cámaras implican que estas dos asambleas no pueden ser copia una de otra y, por consiguiente, deben reclutarse mediante procedimientos diferentes, en los Estados federales, al contrario, donde la dualidad de Cámaras tiene ante todo por objeto mantener la igualdad entre los Estados confederados, se percibe perfectamente que los miembros de ambas Cámaras federales sean nombrados por los mismos lectores, y tal es, en efecto, el caso en muchos cantones suizos; lo esencial aquí es únicamente que los Estados confederados
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posean respectivamente, en la Cámara de los Estados, un número igual de elegidos. Por otra parte, sin embargo, también es cierto que en la concepción nacional y unitaria que forma la base del Estado francés, las dos Cámaras, incluso si se componen de miembros elegidos según modos diferentes, deben conservar uniformemente el mismo carácter nacional, en el sentido de que ninguna de ellas puede elegirse por colegios cuya composición implicara distinciones entre los miembros del Estado, sino que, por el contrario, deberán proceder, tanto una como otra, del conjunto de la nación. Sobre este punto, el derecho positivo emanado de la Constitución de 1875 no ha establecido un verdadero dualismo entre las Cámaras, pues al mismo tiempo que consagra notables diferencias entre diputados y senadores en cuanto al régimen de su elección y en cuanto a las condiciones de su elegibilidad, por lo demás se aplicó a mantener entre ambas asambleas una similitud lo más completa posible, desde el punto de vista de sus orígenes y de sus relaciones o vínculos con el cuerpo nacional. El Senado, en este último aspecto, tiene la misma naturaleza esencial que la Cámara de Diputados, pues si bien no se nombra directamente por los colegios ordinarios de electores, procede esencialmente, sin embargo, del sufragio universal. Los electores senatoriales son designados y llamados por el derecho en vigor, no fundándose en distinciones personales establecidas entre los ciudadanos, sino en virtud de un título que es, a su vez, puramente nacional y democrático. Suponiendo que las Cámaras hubieran de representar respectivamente a sus colegios electorales, podría decirse actualmente, en Francia, que no representan, en el país, a elementos diferentes. En una palabra, en este aspecto y a pesar de su división en dos asambleas, el Parlamento francés conserva un carácter unitario claramente conforme con el principio de unidad y soberanía nacional en que se basa la organización estatal de Francia. Las observaciones que preceden permiten deducir las profundas diferencias que separan al sistema bicameral francés del que se halla establecido en los Estados que tienen una consistencia dualista. Si se considera, especialmente, al Estado federal, se ve que en él el Parlamento no estaría completo si sólo existiera una asamblea, pues como las dos Cámaras federales corresponden separadamente a los dos elementos constitutivos del Estado federal —pueblo y Estados confederados—, no pueden formar cada una sino una fracción del órgano parlamentario federal; ninguna de ellas tendría capacidad, por sí sola, para formular una voluntad federal, legislativa o de cualquier otra clase. Es necesario, por lo tanto, que se sumen una a otra, es decir, que se completen mutuamente, para formar así, mediante su concurso, la asamblea federal en su
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integridad. Muy diferente es el alcance, en Francia, del sistema bicameral. El Senado y la Cámara de Diputados son, como lo da a entender el lenguaje usual, "las dos ramas de la legislatura", es decir, las dos partes constitutivas de un Parlamento que aparece así como un órgano complejo. Pero esta complejidad dualista del Parlamento francés ya no es de la misma naturaleza que la que se observó en el Estado federal. Puede decirse que en Francia cada una de las dos Cámaras constituye por sí misma un órgano completo, porque tanto una como otra tienen lógicamente calidad para hablar en nombre de la nación tomada en su conjunto y considerada en todos sus aspectos. En este sentido, el Senado y la Cámara de Diputados, a diferencia de las Cámaras de un Estado federal, aparecen como dos centros de voluntad estatal que se bastan cada uno a sí mismo, como dos factores semejantes a la voluntad del Estado, y por consiguiente también como constituyendo por partida doble órganos parlamentarios del Estado. En otros términos, el Senado y la Cámara de Diputados no están llamados, como en el Estado federal, a completarse para perfeccionar por su reunión un órgano que sea adecuado a la propia naturaleza del Estado francés, sino que la verdad es que estas dos Cámaras se doblan una a otra. Todas estas observaciones pueden resumirse diciendo que, en el caso de los Estados de consistencia dualista, hay un Parlamento que es un órgano único, formado por dos secciones o partes separadas; en Francia, por el contrario, el Parlamento está constituido por dos órganos paralelos e independientes. Pero también es esencial a las Cámaras francesas el no poder deliberar y estatuir sino separadamente. Desde el momento en que el sistema bicameral francés tiene como único objeto hacer pasar sucesivamente las deliberaciones parlamentarias por dos asambleas distintas, deja de concebirse cualquier reunión entre ellas, y por consiguiente, aparece claramente que las Cámaras pierden su carácter propio y su individualidad respectiva desde el momento en que sus miembros se hallan agrupados en una asamblea unificada. Por el contrario, en aquellos Estados en que la dualidad de las Cámaras se funda en la dualidad de los elementos que componen el Estado, se comprende que la Constitución tienda a tratar a las dos asambleas como secciones parciales, como dos mitades, destinadas naturalmente a reunirse una a otra para realizar entre ambas el conjunto total; y por lo tanto, vuelve a ser posible admitir entre ellas reuniones plenarias, que sean reuniones de las Cámaras mismas y no sólo de sus miembros particulares. Se ve, pues, en definitiva, que si en ciertos aspectos el Parlamento francés ofrece un carácter unitario, como se dijo antes (p. 1226), bajo otros aspectos el dualismo parlamentario es más profundo en Francia que en el Estado federal, puesto
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que implica esencialmente que las dos Cámaras han sido hechas para reunirse y deliberar cada una por su lado. 460. Las particularidades o diferencias que así separan a las dos clases de dualismos parlamentarios, encuentran su expresión suficientemente clara en el mismo texto de las Constituciones. Si nos referimos a Constituciones federales tales como las de Estados Unidos o Suiza, se observa que el Parlamento se presenta y designa en ellas, no ya bajo el aspecto de dos Cámaras separadas, sino bajo la forma y el nombre de un cuerpo u órgano único, el Congreso en Estados Unidos y la Asamblea federal en Suiza, órgano del que dicen después dichas Constituciones que está constituido por dos "Secciones", "Consejos" o "Cámaras".569 Así pues, estas Constituciones señalan de una manera principal la unidad del Congreso o de la Asamblea federal, aunque los divida de una manera secundaria en dos Cámaras distintas. La Constitución de 1875, en esta materia, adopta una posición muy diferente. No comienza nombrando a la Asamblea nacional, no presenta al Parlamento como un cuerpo único, dividido en dos Cámaras, sino que, desde luego, formula el principio de que "el poder legislativo se ejerce por dos Asambleas, la Cámara de Diputados y el Senado" (ley de 25 de febrero de 1875, art. 1º), y sólo posteriormente viene a crear, para las necesidades especiales de la elección presidencial y de la revisión, una Asamblea nacional, que sólo existe por instantes y que en esos momentos especiales está organizada por medio de una reunión de las dos Cámaras (según lo que dicen los textos). Pero entonces se advierte cuál es, en Francia, la naturaleza precisa de la Asamblea nacional con respecto a las Cámaras. En el sistema constitucional de 1875 no puede decirse que el Parlamento consista en una Asamblea nacional, que unas veces ejercería sus atribuciones en dos Cámaras separadas y otras en reunión plenaria. La Asamblea nacional por una parte, el Senado y la Cámara de Diputados por otra, no son únicamente dos formaciones variadas de un solo y mismo cuerpo, sino que la verdad es que existen aquí dos órganos claramente distintos: de una parte, el Parlamento, órgano complejo, formado por
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Constitución de Estados Unidos, art. I, sección 1': "Todos los poderes legislativos otorgados en la presente Constitución corresponderán a un Congreso de los Estados Unidos, que se compondrá de un Senado y una Cámara de Representantes". Cf. ibid., sección 8°, que al enumerar las atribuciones legislativas comunes a estas Cámaras, las atribuye al Congreso, diciendo: "E l Congreso tendrá el poder de..." Constitución federal de Suiza: "A reserva de los derechos del pueblo y de los cantones, la autoridad suprema de la Confederación se ejerce por la Asamblea nacional, que se compone de dos Secciones o Consejos..." (art 71). Cf. ibid., arts. 84 ss., que enumeran los poderes de los dos Consejos antes citados bajo la rúbrica: "Atribuciones de la Asamblea federal". Así pues, la Constitución federal se ve obligada a decir (art. 92) que, para cierto número de asuntos dependientes de la competencia de la Asamblea federal, "los dos Consejos se reúnen para deliberar en común".
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dos asambleas, que no son simplemente secciones de un solo y mismo colegio sino que se caracterizan, según la Constitución, como dos Cámaras independientes; de otra parte, la Asamblea nacional, órgano unificado y no complejo, que toma efectivamente de las Cámaras su personal, pero que, en derecho, es un órgano nuevo, totalmente distinto de las Cámaras, con su'estructura y su estatuto propios; en una palabra, un órgano que, aunque tome su formación, como lo dice la Constitución, de la reunión de las Cámaras, es cosa totalmente diferente de las Cámaras reunidas.570 No puede aceptarse en esta materia, pues, el punto de vista de los autores que declaran que en la -Asamblea nacional no debe "verse sino que una de las Cámaras se une a la otra para deliberar y votar con mayor solemnidad una revisión ya propuesta y decidida por ellas". Esta fórmula es la de Lefebvre (op. cit., p. 236, n.; cf. p. 207), que añade: "¿No es así como en ciertos días las cortes de justicia emiten sus resoluciones solemnes en salas reunidas?" Esta comparación no es ni con mucho exacta. Ya estatuya la Corte de casación por una de sus salas o con todas las salas reunidas, ya delibere el Consejo de Estado en sección, en asamblea de lo contencioso o en asamblea general, la decisión que resulte será siempre la de una sola y misma autoridad, Consejo de Estado o Corte de casación. Como dice Hauriou (Précis, 9ª ed., p. 272) a propósito del Consejo de Estado, sólo se trata de "formaciones" diversas de un cuerpo único. Por el contrario, cuando diputados y senadores se reúnen en Asamblea nacional, ambas Cámaras pierden su individualidad en dicha reunión, pues, según el estatuto que les asignaron las leyes de 1875, el Senado y la Cámara de Diputados tienen por carácter específico ser, no ya dos secciones de un mismo órgano, sino dos órganos separados; desde el momento en que sus miembros se mezclan, ya no existe, en la Asamblea nacional, Senado ni Cámara, sino que dicha asamblea es un cuerpo especial y distinto.571 Con mayor razón, definir la función de la Asamblea
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El art. 11 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875 parece ofrecer igualmente una indicación en este sentido. Este texto elude la declaración de que la Asamblea nacional tendrá como mesa la mesa del Senado: se limita a decir que la mesa de la Asamblea nacional se compondrá del presidente y de los vicepresidentes y secretarios del Senado. Existe aquí un matiz que no es indiferente. 571 Los autores saben reconocerlo, en ocasiones. Por ejemplo, lo reconocen cuando —a propósito de la cuestión de saber si las leyes revisadas deben ser objeto de una promulgación del Presidente de la República— hacen observar que dicha cuestión no se halla resuelta expresamente por la Constitución de 1875, puesto que los textos de 1875 (art. 3 de la ley de 25 de febrero y art. 7 de la ley de 16 de julio de 1875) que exigen la promulgación, dicen, sólo se refieren a las leyes "votadas por las dos Cámaras" o que hayan dado lugar a un voto de una y otra Cámara", expresiones, se añade, que no son aplicables a las leyes de revisión votadas por la Asamblea nacional (ver especialmente Bonnet, De la promulgation, tesis, Poitiers, 1908, p. 91; cf. n' 142, supra). El mismo argumento podría formularse con respecto al derecho de pedir una nueva deliberación: el art. 7, ya citado, sólo se refiere a peticiones de nueva deliberación dirigidas "a ambas Cámaras", lo que excluye las peticiones de este género dirigidas a la Asamblea nacional.
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nacional diciendo que dicha Asamblea sólo delibera de nuevo respecto de una revisión ya decidida por las Cámaras al estatuir separadamente es contrario al sistema de la Constitución. Es muy cierto que las deliberaciones de la Asamblea nacional no se reducen a una simple lectura nueva, en reunión plenaria de las Cámaras, de un proyecto de revisión ya adoptado por ellas, pues el poder de revisión constitucional, lo mismo en primero que en segundo término, reside exclusivamente en la Asamblea nacional, la cual, también en este nuevo aspecto, aparece como un órgano diferente del Senado y de la Cámara de Diputados. Esta parece ser también la opinión de Esmein (Éléments, 7* ed., vol. II, pp. 497 y 499). Al examinar en primer lugar las resoluciones mediante las cuales las Cámaras, deliberando separadamente, declaran que hay lugar a emprender la revisión, Esmein hace observar que "aquí, cada una de las dos Cámaras conserva su individualidad y su independencia". En cuanto a la asamblea que efectúa esta revisión, "desde luego, está compuesta —dice— de los mismos elementos que constituyen las dos Cámaras legislativas, pero constituye un cuerpo distinto en derecho". Y aquí, añade, "ambas Cámaras pierden momentáneamente su individualidad". Por lo menos, no la conservan en el seno de la Asamblea nacional. Debe deducirse de esto —aunque Esmein no lo explique formalmente— que una disolución de la Cámara de Diputados no podría afectar a la Asamblea nacional, ya que ésta "constituye un cuerpo distinto".572 461. Sobre este último punto podrían suscitarse sin embargo ciertas dudas. Si bien es verdad que la Cámara de Diputados no se encuentra en la Asamblea nacional y que no puede buscarla allí el Presidente de la República para disolverla, al menos parece indiscutible que en ella se encuentran los miembros individuales de ambas Cámaras, senadores y diputados. Esto es, en efecto, lo que Esmein se cuidaba de observar (loc. cit.): "Los senadores y los diputados —dice— adquieren momentáneamente una nueva cualidad complementaria, la de miembros de la Asamblea nacional. Resulta de ello que los miembros de la Asamblea nacional, al entrar en ésta, no pierden su cualidad de senador o de diputado." Ahora
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En Bélgica, donde, según el art. 71 de la Constitución, la revisión se hace por las Cámaras estatuyendo separadamente, parece por ello que, conforme al art. 71, la disolución sigue siéndoles aplicable, simultánea o separadamente, aun cuando las dos asambleas hayan sido ya especialmente renovadas con vistas a la revisión. Aunque renovadas, en efecto, no constituyen un órgano diferente del Parlamento ordinario, y por consiguiente, quedan sometidas a las reglas que habitualmente rigen las asambleas constitutivas del Parlamento (ver en este sentido Orban, Le droit constitutionnel de la Belgique, vol. II, n" 336).
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bien, la disolución es una medida que no sólo alcanza.a la Cámara de Diputados, como colegio y en su conjunto, sino que produce también su efecto respecto de los miembros individuales de esta Cámara, dando lugar a su revocación. Por lo tanto, la disolución de la Cámara de Diputados ¿no despoja a éstos de la posibilidad de participar en la Asamblea nacional, y no entraña indirectamente la disolución de dicha Asamblea misma, privada en adelante de la mayor parte de sus miembros? Esta objeción seguramente sería decisiva si los miembros de la Asamblea nacional, en el seno de ésta, conservaran su cualidad de diputados y de senadores; pero, a este respecto, hay que guardarse de un error que los autores no han sabido prevenir y disipar suficientemente. En efecto, no se ha observado bastante que en esta materia conviene establecer una distinción, tal vez delicada pero necesaria, entre el carácter con que los diputados o los senadores entran en la Asamblea nacional y el carácter con que participan en la misma, una vez constituida. Según la Constitución, que dice: "Las dos Cámaras se reunirán en Asamblea nacional...", evidentemente es como diputados y senadores como los miembros de ambas Cámaras son llamados a constituir, congregándose, la Asamblea nacional, colegio electoral o asamblea de revisión. Y por otra parte, también es muy cierto que la convocatoria de esta asamblea no les despoja de su anterior condición de miembros del Parlamento. La Asamblea nacional no es una reunión de exparlamentarios, sino que está constituida efectivamente por miembros que siguen siendo senadores o diputados. En este sentido, Esmein tiene razón al decir que los miembros de ambas Cámaras, en semejante caso, "adquieren una cualidad nueva y complementaria". Sólo que debe añadirse, en seguida, que no acumulan estas dos cualidades diferentes en el mismo recinto. Funcionan como diputados o senadores, durante la sesión de revisión, mientras se reúnen en sus Cámaras respectivas. En el seno de la Asamblea nacional misma ya no poseen sino un sólo carácter jurídico, el de miembros de esta Asamblea. Su condición de miembros de las Cámaras es el título que les aseguró el derecho a entrar en la Asamblea nacional; pero, lo mismo que esta Asamblea es un cuerpo distinto de las Cámaras, así también los miembros que la componen se mezclan entre sí y se confunden en ella; por consiguiente, una vez que entraron, se despojan de la cualidad especial por la que habían alcanzado la entrada, aunque conserven esta cualidad fuera de la citada Asamblea. No se reproche a esta distinción el ser excesivamente sutil o contradictoria. No es un fenómeno único en la esfera del derecho constitucional. A este respecto se puede invocar también el testimonio y la autoridad de Esmein. A propósito de la elección de los senadores, este
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autor observa que el Senado, aunque nombrado por los consejeros generales, los consejeros de distrito y los delegados de los consejos municipales, no es, en la Constitución de 1875, el elegido o la representación particular de los departamentos, distritos o municipios de Francia. Ocurriría así si, en los colegios de elecciones senatoriales, estos diversos grupos de electores votaran con la cualidad con que se les admitió en ellos. Por ejemplo, si los miembros de los consejos generales participaran en la elección de los senadores con esta cualidad especial, el Senado había de considerarse como siendo, al menos en parte, el elegido de dichos consejos, es decir, en definitiva, el elegido de los departamentos mismos, ya que el consejo general es un órgano del departamento. Pero, dice Esmein (Éléments, 7º ed., vol. II, pp. 341 ss.), los electores senatoriales, "en realidad no representan ni al municipio, ni al distrito, ni al departamento: representan a la soberanía nacional, de la que han recibido su misión y sus poderes". De aquí resulta que el mismo Senado "representa" exclusivamente a la nación. En otros términos, las diversas categorías de ciudadanos que componen el colegio de elección senatorial no ejercen su poder de voto con más carácter que el de funcionarios electorales, que actúan por cuenta de la nación. Evidentemente, la ley constitucional de 24 de febrero de 1875 y la ley orgánica de 9 de diciembre de 1884 han unido en esta materia el derecho electoral a un título público y hasta a una función pública anteriores: en razón de su función de diputados o de su título de miembros de determinados cuerpos administrativos, esos ciudadanos han sido llamados a elegir a los senadores. Pero no se trata aquí sino de un sistema de reclutamiento de los colegios de elecciones senatoriales; en estos colegios, una vez constituidos, los electores no representan a los cuerpos especiales de que forman parte respectivamente, sino que son puramente electores senatoriales. Hay que aplicar las mismas observaciones a los diputados y senadores reunidos en asamblea especial para la elección presidencial o para la revisión de la Constitución. Indiscutiblemente, como miembros de las Cámaras es como se les llama a componer la Asamblea nacional; y en este sentido cabe reconocer que la Constitución tomó a las Cámaras mismas en consideración para determinar la composición de dicha asamblea. Sin embargo, en la asamblea así constituida ya no tienen el carácter único de electores presidenciales o de miembros del cuerpo constituyente, pues no tienen por función representar allí a la voluntad propia de su Cámara especial, y no conservan en ella su individualidad de diputados o de senadores, como tampoco la conservan las Cámaras mismas.573
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Así, no sería rigurosamente exacto caracterizar a la Asamblea nacional como una formación especial del personal parlamentario. No sólo no es una formación de las Cámaras o del Parlamento, sino que tampoco puede decirse que el personal parlamentario adquiera en ella una formación especial, puesto que los miembros del Parlamento se despojan en esto asamblea, una vez dentro de ella, de la condición de diputados o senadores en virtud de la cual fueron llamados a ella.
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462. Hay que rechazar, por lo tanto, la doctrina que pretende reconocer y distinguir a cada una de las Cámaras dentro de la Asamblea nacional. Pero, por otra parte, no puede sacarse de ello la consecuencia de que la convocatoria de la Asamblea nacional hace desaparecer a las dos Cámaras. Las observaciones que preceden llevan a una conclusión totalmente opuesta. En efecto, así como acabamos de demostrar que la Asamblea nacional no está formada por las Cámaras mismas ni las ha absorbido en sí, también resulta que las Cámaras continúan existiendo fuera de ella, en su forma y con su competencia acostumbradas. La afirmación de Duguit, según la cual en cuanto la Asamblea nacional se halla reunida "ya no existen Cámaras", desconoce la distinción esencial que se estableció antes (pp. 1228 ss.) entre dicha asamblea y el Parlamento, pues siendo muy distinta del Parlamento, la Asamblea nacional deja a éste intacto. Así, no sólo no cabe apropiarse de la competencia que corresponde especialmente a las Cámaras, comportándose como órgano legislativo y creando leyes ordinarias, sino que tampoco el hecho de su convocatoria suspende los poderes legislativos de las Cámaras ni coloca a éstas fuera de función. Si las Cámaras, en la Asamblea nacional, pierden su individualidad, sobreviven fuera de ella y conservan así sus poderes (ver en este sentido Esmein, loe. cit.). En todos estos aspectos, debe concluirse, pues, que la Constitución de 1875, en cierta medida, separó el poder constituyente del poder legislativo.574 No obstante, desde otro punto de vista, debe observarse que esta separación orgánica es más teórica y nominal que real. Jurídicamente, ante todo, no es una separación absoluta, puesto que la Constitución ha unido a la condición misma de miembro de las Cámaras el derecho de formar parte de la Asamblea nacional. Además; y sobre todo, desde el
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De ello resulta que la función constituyente, bajo el imperio de la Constitución de 1875. debe considerarse como una función especial, distinta de las demás funciones estatales y especialmente de la función legislativa. Pero se verá más adelante (no. 465) que esta distinción, en el derecho actual, sólo tiene una base y un significado puramente formales. No se refiere a la naturaleza intrínseca de las materias que pueden tratarse por la vía legislativa o constituyente, sino que deriva únicamente del hecho de que las materias que fueron reglamentadas antes en forma constituyente, según el procedimiento y por el órgano constituyentes, no pueden tratarse de nuevo sino por el mismo órgano y del mismo modo. Ver especialmente en este sentido lo que se dirá más adelante (n" 466) sobre la organización del Senado, que desde 1875 ha sido sucesivamente materia constitucional y materia legislativa. En resumen, el acto de función constituyente se caracteriza, no ya por su contenido material, sino por el grado de potestad formal que le es propio y que procede sobre todo de la condición especial de su autor.
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punto de vista de las realidades, esto no supone una verdadera separación; pues si en la forma no son las Cámaras las que llevan a efecto la revisión, en el fondo dicha revisión siempre depende de la voluntad del personal parlamentario. Basta que, en una y otra Cámara, la mayoría esté decidida a reformar la Constitución en tal o cual punto o en tal o cual sentido, para que esta misma mayoría realice en Asamblea nacional la reforma que, mediante sus deliberaciones separadas, había resuelto previamente. En suma, la Constitución de 187 5 hizo dar al derecho público francés un gran paso hacia el sistema inglés que no distingue entre función constituyente y función legislativa, y se acercó a dicho sistema en la medida en que confirió el poder de revisión, si no al mismo Parlamento, por lo menos a una Asamblea compuesta por los miembros ordinarios de dicho Parlamento.575 § 2. EXTENSIÓN DE LA COMPETENCIA CONSTITUYENTE RESERVADA A LA ASAMBLEA NACIONAL 463. Acaba de observarse que, en el estado actual de la Constitución francesa, las revisiones constitucionales, en el fondo, dependen de la voluntad de la mayoría de ambas Cámaras. Desde otro punto de vista, se distingue, en el régimen constituyente establecido desde 1875 , un segundo rasgo de semejanza con el sistema del Parlamento capaz de "'hacerlo todo". Se trata de lo que concierne a la extensión de la esfera y a la enumeración de las materias que, según el derecho francés vigente, dependen de la competencia especial del órgano constituyente y se sustraen, por lo tanto, a la del legislador ordinario. De hecho, esta cuestión de la determinación de las materias que deben reservarse al poder constituyente ha recibido soluciones muy diferentes en las diversas Constituciones. En Francia, algunas Constituciones han presentado desarrollos considerables; tal es el caso, particularmente, de la Constitución del año III, cuyos 377 artículos se extendían en numerosos detalles referentes no sólo a la organización general del Estado y del gobierno, sino también a la reglamentación de las instituciones administrativas y judiciales, a la de los presupuestos, a la organización del ejército y de la instrucción pública, etc. Otras Constituciones, como la de 1852 , son de contenido relativamente breve. En el extranjero, se observa que en Suiza, por ejemplo, desde la revisión federal de 5 de julio de 189 1 (ver también la ley federal de 27
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Cf. Esmein, Éléments, 7' ed., vol. n, p. 189: "E l poder constituyente que organizan las leyes constitucionales de 1875 no difiere en sus elementos constitutivos del poder legislativo ordinario."
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de enero de 1892) , que introdujo en provecho del pueblo, por lo menos en materia de revisión parcial, un poderoso derecho de "iniciativa" constituyente, que se ejerce por vía de presentación y adopción directa de un proyecto completamente redactado,576 la Constitución federal se acrecentó con cierto número de nuevas disposiciones, que en sí no tenían ninguna relación con la organización estatutaria de los poderes públicos (ver por ejemplo: art. 25 bis, relativo al sacrificio del ganado, cuya adición fué votada por el pueblo el 20 de agosto de 1893 ; art. 32 ter, que prohibe la fabricación y venta del ajenjo, votado el 5 de julio de 1908) , pero que el pueblo hizo incorporar a ella en virtud de su poder constituyente. Este fenómeno se explica de una manera muy natural, por el hecho de que el pueblo suizo, hasta ahora, no posee la iniciativa legislativa, al menos en lo que a las leyes federales se refiere.577 En estas condiciones, cada vez que el pueblo quiso introducir por sí mismo una nueva regla, cualquiera que fuese el objeto de dicha innovación, se vio obligado a reclamar y a votar la inserción de la misma, a título de revisión parcial, en el texto de la Constitución. Por lo demás, en los Estados en que el pueblo está asociado a la labor constituyente sin estarlo a la legislación ordinaria, en general se observa una marcada tendencia a introducir en la Constitución todos aquellos objetos respecto de los cuales parece útil reservar al cuerpo de los ciudadanos un derecho de control y de voto. Así es como, en los Estados Unidos, se encuentran en las Constituciones particulares de la Unión numerosas disposiciones que, con independencia
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En lo que concierne a la revisión total de la Constitución federal, el pueblo, en cuanto a iniciativa, sólo posee el poder de promoverla. Los Consejos legislativos son los que, a consecuencia de esta iniciativa popular, son llamados a "trabajar en la revisión" (art. 120 de la Constitución de 1874). Por el contrario, en lo concerniente a la revisión parcial, que consiste ya en la adopción de un nuevo artículo constitucional, ya en la modificación o la derogación de artículos vigentes, el art. 121, tal como salió de la revisión de 1891, bajo el nombre de iniciativa, confiere al pueblo un poder constituyente completo, en el sentido de que, si la petición de revisión, autorizada con la firma de 50,000 ciudadanos, no está concebida en términos generales sino en forma de proyecto totalmente redactado, este proyecto se somete directamente a la aprobación o desaprobación del pueblo y de los cantones. En este caso, el pueblo realiza, pues, la revisión por sí mismo, desde el principio hasta el fin, y esto sin que la Asamblea federal pueda obstaculizar la voluntad constituyente popular, que aparece aquí como plenamente soberana. El único recurso de la Asamblea federal, en esta circunstancia y según el citado art. 121, es recomendar al pueblo la desaprobación o elaborar un contraproyecto que se someta a la votación popular al mismo tiempo que el emanado de la iniciativa de los ciudadanos (sobre estos puntos, ver Binet, L'initiative populaire en Suisse, tesis, Nancy, 1904). 577 Un proyecto que ampliaba a la legislación federal el derecho de iniciativa popular fué presentado al Consejo nacional por el Consejo federal en 1906. Esta reforma aún no ha sido realizada. En los cantones, la iniciativa legislativa del pueblo está generalmente establecida (Keller, Das Volksinitiativrecht nach den schweiz. Kantonsverfassungen, tesis, Zurich, 1889; Binet, op. cit., pp. 37 ss., 67 ss.)
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de toda cuestión de organización de los poderes, se refieren a ramas muy variadas del derecho y que imprimen así a dichas Constituciones la fisonomía y la consistencia de verdaderos códigos de legislación (Bryce, La République américaine, 2* ed. francesa, vol. n, pp. 37 ss.; Oberholtzer, The referendum in America, pp. 44 ss.; Borgeaud, op. cit., p. 223). El fin que persiguieron los Estados de la Unión al englobar estas materias dentro de sus Constituciones fué restringir la potestad de las legislaturas y, por el contrario, ensanchar el campo de la intervención popular. Por efecto de su incorporación en la Constitución, las reglas así formuladas ya no pueden retocarse sino bajo la condición de un referendum popular. (En cuanto a la extensión del referendum a la legislación ordinaria en los Estados de la Unión, ver Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 424 ss., y Bryce, loe. cit., pp. 87 ss.) Se produce así una notable ampliación de la idea de Constitución. En este concepto, la Constiución es el conjunto de las disposiciones que quedan sustraídas al legislador ordinario y que sólo pueden modificarse por el órgano constituyente, actuando éste sólo con el concurso y a reserva de la aprobación del pueblo. 464. En Francia, durante mucho tiempo, los autores se adhirieron a otro criterio para determinar el concepto de Constitución. Definían esta última, ratione materiae, no ya según el campo de las materias que le está efectivamente reservado por el derecho positivo vigente, sino según un concepto "material" de orden puramente racional. De aquí la trivial doctrina según la cual la Constitución, en el sentido esencial de la palabra, tiene por objeto propio crear los órganos que habrán de ejercer las diversas funciones de potestad estatal y fijar la extensión de la competencia de dichos órganos, ya en sus relaciones recíprocas, ya en sus relaciones con los gobernados (cf. Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, p. 1; Jellinek, Gesetz und Verordnung, pp. 262 ss. y UÉtat moderne, ed. francesa, vol. ii , p. 169). Tal es, se dijo, el campo propio de toda Constitución. Por otra parte, sin embargo, con frecuencia se emitió la idea de que, incluso en este terreno propio, las Constituciones, por regla general, deben tratar de ser tan breves como sea posible. Más exactamente, se declara que, incluso en lo que se refiere a la organización de los poderes públicos, la Constitución deberá concretarse a delimitar los principios esenciales, remitiendo a leyes ordinarias la regulación de los detalles. Las asambleas legislativas completarán entonces, mediante simples leyes, la obra constituyente, aplicándose sin embargo a dichas leyes el nombre de leyes orgánicas, precisamente porque concurren a organizar el funcionamiento de una institución cuyo principio formuló anteriormente la Constitución.
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El gran inconveniente de las Constituciones demasiado detalladas, al menos en aquellos países que separan los poderes constituyente y legislativo, es que, para modificar el menor detalle, hay que recurrir a un procedimiento completo de revisión. Ahora bien, si —para tratar debidamente la libertad de la nación soberana — es necesario que las revisiones no sean imposibles ni tampoco demasiado difíciles de emprender, importa igualmente que no lleguen a ser demasiado frecuentes y esto, especialmente, a causa de que una revisión fácilmente llega a ser causa de agitación política para el país. A este respecto, las leyes orgánicas presentan la ventaja de que, hallándose colocadas en manos del legislador ordinario, pueden modificarse en cualquier instante en la forma legislativa corriente, sin que a dicho efecto sea necesario poner en movimiento todo el aparato constituyente. Por ello parece preferible que la Constitución se contente con formular principios y que deje lo demás para las leyes orgánicas. Colocándose en este orden de ideas, gran número de autores declaran que la palabra Constitución es susceptible de adquirir un sentido doble. En su sentido material y esencial, es decir, en un sentido que se deduce de la idea puramente racional que generalmente los autores se forman de su contenido normal y de su objeto natural, la Constitución, dícese, lo mismo que el derecho constitucional, debe definirse como el conjunto de las reglas o prescripciones que se refieren a la organización y el funcionamiento de los poderes públicos, sin que haya que distinguir si esas reglas han sido dictadas por vía constituyente y en un acto concebido en forma de ley constitucional, o por vía simplemente legislativa y mediante una ley ordinaria. En su acepción formal, por el contrario, el nombre de Constitución queda reservado a la parte de las reglas de organización de los poderes que ha sido enunciada en forma constituyente y por el órgano constituyente, y que, por lo tanto, no puede modificarse sino mediante un acto de potestad constituyente y por medio de un procedimiento especial de revisión. En este segundo sentido, la Constitución no comprende ya, por lo tanto, todas las prescripciones que conciernen a los poderes públicos, sino únicamente las que dependen del órgano constituyente y las haya consagrado en el acto constitucional. Así pues, glas que, aunque de ningún modo se refieran a la organización del Estado ni tengan, por consiguiente, carácter alguno constitucional intrínseco, forman parte, sin embargo, de la Constitución formal; basta para ello, cualquiera que sea su objeto, que las haya establecido el órgano constituyente y los haya consagrado en el acto constitucional. Así pues, el concepto de Constitución formal, en ciertos aspectos, es más extenso
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y, en otros aspectos, menos amplio, que el de la Constitución material. 465. Esta distinción entre los dos conceptos, material y formal, de Constitución, se reproduce con frecuencia en los tratados de derecho público. Carece, sin embargo, de valor, al menos desde el punto de vista jurídico. En derecho, el criterio que permite distinguir las leyes constitucionales de las leyes ordinarias reside únicamente en un elemento de forma, pues el concepto de Constitución es puramente formal. Este es un punto que reconocen hoy numerosos autores. Duguit, especialmente (Traite, vol. II, pp. 515 ss.; cf. vol. I, p. 58), insiste en el punto de que lo que caracteriza a las leyes constitucionales es estar hechas, no "por el legislador, dentro de las formas ordinarias", sino "en condiciones y según formas determinadas"; y por consiguiente, este autor critica, como propensa a la confusión, la terminología corriente que aplica el nombre de constitucionales a todas las reglas de organización de los poderes, cualquiera que sea la forma en que hayan sido emitidas. En la literatura alemana, Laband (op. cit., ed. francesa, vol. II, p. 314; Archiv für óffentl. Recht, vol. ix, p. 273) indica igualmente que el signo distintivo de las leyes constitucionales reside exclusivamente en la superioridad de su fuerza reguladora normal, fuerza especial que proviene del hecho de que los principios que formulan no pueden modificarse sino por un procedimiento sujeto a condiciones más complicadas que el procedimiento legislativo ordinario. Jellinek, que sostiene el mismo punto de vista (UÉtat moderne, ed. francesa, vol. II, p. 211), acaba de precisar y modificar esta doctrina, alegando que el concepto de Constitución pierde todo significado positivo y, por consiguiente, toda razón de ser jurídica en los países en que las leyes relativas a la organización del Estado no están sometidas a ninguna formalidad particular para su confección o su modificación. Indudablemente, las instituciones que forman las bases principales de la organización estatal, incluso en esos países, poseen una importancia especialmente notable, que desde el punto de vista político les confiere más fuerza y más estabilidad de la que puedan adquirir los demás elementos del orden jurídico del Estado; pero en el terreno del derecho esta fuerza especial no existe de ningún modo, ya que no está garantizada por ninguna precaución jurídica.578 Así es como, en el derecho francés actual, no habría ningún interés práctico en calificar como constitucionales
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Esmein (Éléments, 7' ed., vol. I, p. 573) declara, a propósito de la distinción entre el poder legislativo y el poder constituyente, que "incluso cuando la Constitución confía la revisión constitucional a los mismos representantes que componen el cuerpo legislativo, esta distinción no por ello deja de subsistir". Pero se apresura a añadir que, si subsiste, sólo es mientras "estos representantes funcionan en otras circunstancias que para la votación de las leyes ordinarias"; esta es, en efecto, la mínima condición de la distinción.
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las reglas contenidas en la ley orgánica de 30 de noviembre de 1875 sobre la elección de los diputados, pues cualquiera que sea su importancia, estas reglas no difieren en nada de las que puede contener una ley cualquiera, ya que pueden ser, y de hecho lo han sido en diversas ocasiones, modificadas por la vía simplemente legislativa. Conviene añadir que este significado moderno del concepto de la Constitución ya fué plenamente advertido y claramente precisado por Sieyés, en una época en la que predominaban aún, sin embargo, y a este respecto, los conceptos de la escuela del derecho natural. Según la doctrina de dicha escuela, la Constitución debía considerarse como el estatuto fundamental del Estado, en el sentido y a causa de que la creación de dicho estatuto es la operación que da al Estado la vida misma, al mismo tiempo que funda en él los poderes constituidos. Este es un concepto esencialmente material de la ley constitucional, y se vio antes (n9 439) el lugar tan importante que dicha idea material ocupó en el pensamiento de los hombres de la Revolución. Partiendo de su sistema de separación del poder constituyente, Sieyés opondría a estas ideas una doctrina muy diferente. "Las leyes constitucionales —dice (Quest-ce que le Tiers-État?, cap. v) — se llaman fundamentales no precisamente en el sentido de que puedan convertirse en independientes de la voluntad nacional, sino porque los cuerpos que existen y actúan por ellas no pueden modificarlas. En cada parte, la Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente. Ninguna clase de poder delegado puede cambiar nada en las condiciones de su delegación." Y concluye Sieyés con esta afirmación categórica: "Por esto, y no por otra cosa, son fundamentales les leyes constitucionales." Se desprende de este pasaje, y sobre todo de su conclusión, que para exponer el concepto de Constitución, Sieyés se fija mucho menos en su contenido material que en su fuerza moral. Lo que la convierte en una ley fundamental no es solamente el hecho de que los cuerpos constituidos sólo existan y actúen por ella, sino que es también, y sobre todo, el hecho de que estos cuerpos no pueden alterar sus disposiciones. En este último sentido se convierte verdaderamente en ley fundamental. Y por consiguiente, Sieyés llega incluso a substituir, en cierto modo, el concepto de ley constitucional, que suscita ante todo la idea material de ley organizadora de los poderes, por el de ley fundamental, que contiene más bien la idea formal de una ley que tiene un valor más alto, un alcance estatutario superior. Se vio antes (núms. 114 55.) que toda regla dictada en forma de ley en cierto sentido es susceptible de considerarse como estatuto. Pero, según la doctrina que acabamos de exponer, cabe distinguir estatutos de dos clases: estatutos simplemente legislativos por una parte, y por otra el estatuto fundamental,
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que, a decir verdad, no se caracteriza por su contenido o su materia propia, sino por la circunstancia de estar dictado en forma constituyente, de depender de una autoridad especial superior al cuerpo legislativo y de poseer así una potestad reforzada; por lo demás, este estatuto fundamental puede tener por objeto no sólo la organización de los poderes, sino también la reglamentación de los derechos de los ciudadanos o de cualquier otra cuestión. Tal es la dirección en que se ha desarrollado, conforme al pensamiento de Sieyés y en contra de la escuela del derecho natural, el concepto jurídico de Constitución desde 1789.579 Aquí, como en todas partes, el punto de vista formal es el que se impuso y el que, en efecto, debe predominar en el terreno del derecho.580 579
Además de este primer elemento formal, es conveniente recordar que el concepto de Constitución presupone otro elemento, que, por lo demás, es también de orden formal. Un estatuto orgánico o fundamental no puede considerarse como una Constitución, en el sentido preciso e integral de esta palabra, sino cuando es obra de la colectividad misma para la cual se ha hecho, es decir, si su creación se basa en la potestad y la voluntad propias de esta colectividad. En este sentido se dijo antes (n" 58) que la posesión de una Constitución es un signo distintivo del Estado. En efecto, únicamente las colectividades estatales son capaces de otorgarse un estatuto fundamental por su libre y propia potestad. El estatuto orgánico de un municipio, de una provincia, no es, propiamente hablando, una Constitución, pues no tiene su origen en la propia fuerza de organización de estas colectividades territoriales subalternas, sino que está creado por las leyes del Estado del cual dependen, y sólo por éstas pueden modificarse. Así es romo la reciente Constitución dada a Alsacia-Lorena por la ley de 31 de mayo de 1911 — aunque fué calificada de Verfassung por los autores alemanes (Schulze, Die Verfassung und das Wahlgesetz fur Elsass-Lothringen; cf. Heim, Das els-tothringische Verfassungsgesetz v. 1911) y por la misma ley de 1911, que se titula Geselz iiber die Verfassung Elsass-Lothringens— no era una Constitución verdaderamente dijma de este nombre, pues no se derivaba de la potestad autónoma del país anexionado, sino que la ley de 31 de mayo de 1911, que la creó, era una ley imperial; y esta ley, en su art. 3, especificaba que las disposiciones que contenía no podrían derogarse o modificarse sino mediante una ley imperial. Indudablemente, bajo este último aspecto, la supuesta Constitución de Alsacia-Lorena presentaba el carácter de ley superior a las leyes ordinarias del país, las cuales dependían de la competencia del Landtag alsaciano-lorenés; y en esta medida aparecía como un estatuto fundamental, en el sentido formal de la palabra. Pero, por otra parte, no era la obra ni la propiedad de Alsacia-Lorena, la cual, como Reichsland, continuaba desprovista de toda potestad estatal y a. Como decía entonces Heitz (Le droit constitutionnel de V Alsace-Lorraine, p. 394), "lo mismo hoy que antes, no existe Constitución de AlsaciaLorena". Ver en el mismo sentido Redslob, Abhángige Ldnder, p. 129, quien hace resaltar que la ley de 31 de mayo de 1911, precisamente porque se presenta como ley imperial, indica de manera suficiente que no quiso crear una verdadera Constitución, pues, añade este autor, "las leyes nunca fundan una Constitución, sino que ellas mismas están fundadas en una Constitución anterior". 580 Sin embargo, siguen haciéndose tentativas con objeto de extender a la noción de Constitución la distinción tan difundida entre el punto de vista material y el punto de vista formal. Se ha hecho observar, por ejemplo (ver en este sentido Burckhardt, op. cit., 2ª ed., pp. 3 ss.), que hay reglas orgánicas que son necesariamente anteriores a toda ley y a toda reglamentación legislativa: las que crean la potestad y la organización legislativas mismas; y esto a causa de que el legislador no puede conferirse a sí mismo el poder de crear las leyes. Partiendo de esto, se ha sostenido que, por lo menos, el conjunto de reglas destinadas a fundar el órgano legislativo y a determinar la extensión de su competencia constituye esencialmente la materia reservada a la Constitución; de donde se infiere la existencia
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466. Si se toma la palabra Constitución en la acepción formal que es su acepción propia, puede decirse que la Constitución de 1875 es muy breve. Los constituyentes de 1875 sólo introdujeron lo estrictamente necesario en la Constitución que es su obra. Así pues, en primer lugar, en dicha Constitución no se encuentra ninguna de aquellas fórmulas generales que enunciaban muchas Constituciones anteriores acerca de la soberanía nacional, la separación de los poderes, la igualdad de los ciudadanos y otros principios abstractos del mismo género. Presupone estos principios, pero no los recuerda. En lo que concierne a la organización de los poderes públicos, lleva su laconismo al punto de pasar por alto completamente uno de ellos, el poder judicial, c- i que no dice ni una palabra. Y hasta en cuanto a los órganos y autoridades que instituye, Cámara de Diputados y Senado, Asamblea nacional, Presidente de la República, Ministros y Consejo de Ministros, se limita a establecer su forma de nombramiento y a regular a grandes rasgos sus atribuciones respectivas y sus relaciones recíprocas; y éste es, en suma, todo el contenido de las tres leyes constitucionales de 1875. Este método de brevedad se manifestó especialmente en relación con Ja Cámara de Diputarlos, de la cual únicamente dice el art. 19 de la ley de 25 de febrero de 1875 que "se nombra por sufragio universal". Con respecto a todo lo demás, es decir, a todo lo que se refiere a las condiciones del derecho de elección y de la elegibilidad, la determinación de las circunscripciones electorales y el número de diputados, la forma de escrutinio y las operaciones electorales, la duración de la legislatura y las condiciones de renovación de la asamblea, etc., el art. 19 remite a una "ley electoral", que fué la ley orgánica de 30 de noviembre de 1875, sobre la elección de los diputados. Así pues, todas estas materias, aunque evidentemente forman parte del estatuto orgánico del Estado lato sensu, han dejado de formar parte de la Constitución francesa propiamente dicha, es decir, del estatuto fundamental, en tanto que han sido sustraídas de la potestad constituyente y remitidas al poder legislativo. Y por otra parte, este método, desde 1875, ha sido generalmente aprobado; pues, se ha dicho, considerando que estas materias están sujetas a variaciones relativamente frecuentes, se ha creído oportuno sustraerlas a la
de un concepto material de Constitución, distinto del concepto de Constitución formal. Pero el ejemplo de la Constitución francesa actual prueba que la esfera de la Constitución material, incluso en lo que se refiere a la organización y la delimitación del poder legislativo, puede reducirse a muy poca cosa. En Inglaterra, del sistema de la potestad ilimitada del Parlamento resulta que esta clase dfl Constitución material, que se cree lógicamente indispensable, se reduce, en suma, a la nada.
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necesidad formalista de las revisiones. Gracias a esta combinación, las disposiciones de la ley de 30 de noviembre de 1875 pudieron modificarse en diversas ocasiones mediante simples leyes. Al disminuir así el campo de la competencia constituyente en favor de la competencia legislativa, la Constitución de 1875 se acercó, en una forma nueva, al sistema inglés que deja al legislador ordinario el cuidado de proveer en cuanto a la regulación de todas las cuestiones de organización de los poderes. Esta aproximación ha sido acentuada por la ley de revisión de 1884, en cuanto al Senado en este caso. Acerca del Senado, la Constitución de 1875 procedió de distinta forma que para la Cámara de Diputados. La ley constitucional de 24 de febrero de 1875, titulada "ley relativa a la organización del Senado", determinó constitucionalmente, en sus arts. 1 a 7, la composición del Senado, la forma de elección y las condiciones de elegibilidad de los senadores. Pero la ley de revisión de 14 de agosto de 1884 vino a desconstitucionalizar estos siete artículos; sin derogarlos, declaró, en el art. 3, que en adelante "ya no tendrán carácter constitucional". 581 Así, el órgano constituyente se retiraba a sí mismo todo lo relativo 581
Las expresiones de la ley de 14 de agosto de 1884 (art. 3) confirman de un modo impresionante el concepto puramente formal, que se expuso antes (n° 465), de la Constitifción, en el sentido jurídico moderno de esta palabra. Al declarar que subsisten las reglas relativas a la organización del Senado, aunque despojadas de su "carácter constitucional", la ley de 1884 señala claramente que este carácter se deduce no ya del hecho de que, por su contenido o su objeto, determinadas prescripciones constituirían ratione materiae, elementos naturales de la Constitución, sino únicamente del hecho de que estas prescripciones, por hallarse insertas en la Constitución formal, poseen la fuerza superior inherente al acto constituyente. La misma regla es así susceptible de convertirse en regla constitucional o en regla simplemente legislativa, según que haya sido emitida en forma constituyente o por la vía de la legislación ordinaria. Se ha dicho que, en 1884, la Asamblea nacional se excedió en sus poderes al conservar el carácter legislativo a textos a los que retiraba el valor constitucional. Como carecía de poder legislativo, en efecto, "era incompetente para conferirles naturaleza legislativa" (Moreau, Précis, 9ª ed., p. 451). A esta objeción puede responderse que la Asamblea nacional, al ser llamada en su condición de órgano constituyente a regular las competencias de los órganos constituidos, de ningún modo se extralimitaba en sus poderes al decidir que el legislador originario tendría, en adelante, competencia para establecer el estatuto orgánico del Senado y para dar a esta Cámara una nueva organización que sustituyese su organización vigente; la Asamblea nacional sólo se hubiera excedido en su poder y hubiera desconocido la separación entre el poder constituyente y el poder legislativo, si, en vez de limitarse a habilitar al legislador para hacer una ley nueva en esta materia, hubiera pretendido hacer por sí misma esta nueva ley. Conviene recordar aquí que el fenómeno de desconstitucionalización puede producirse en un segundo caso, muy diferente que, hizo resaltar, a propósito del art. 75 de la Constitución del año VIII, una resolución, frecuentemente citada, de la Corte de casación. Esta resolución, de fecha 30 de noviembre de 1821, decide que una disposición como la del art. 75, bajo la Carta, sobrevivía a la Constitución en la que había sido insertada, puesto que "se refería exclusivamente al orden administrativo, y de ningún modo al orden político". Entiéndase bien que las prescripciones de anteriores Constituciones, cuya supervivencia se reconocía así, sólo conservan el valor que corresponde a las disposiciones de las leyes ordinarias (cf. p. 335, n. 17, supra).
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a la organización del Senado, abandonándolo en adelante al legislador ordinario. Igualmente, la organización del Senado y la elección de los senadores pudieron regularse de nuevo mediante una simple ley orgánica, la de 9 de diciembre de 1884. Hoy, pues, sólo la existencia del Senado y sus atribuciones conservan el carácter de instituciones constitucionales.582 Finalmente, la ley de revisión de 1884 tuvo por resultado reducir más aún la Constitución. La redujo también al derogar el tercer párrafo del art. 1 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875. Por su parte, la ley de revisión de 21 de junio de 1879 la había aligerado al derogar el art. 9 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, relativo a la residencia del poder ejecutivo y de las Cámaras. 467. En suma, la separación del poder constituyente y el poder legislativo sólo subsiste ya en Francia en una medida muy restringida, y sólo se aplica actualmente a muy pequeño número de textos y materias. La esfera de competencia del legislador se encuentra aumentada en otro tanto. La potestad del Parlamento aparece hoy como especialmente fuerte en lo que se refiere a la reglamentación legislativa de los derechos individuales de los ciudadanos; hasta parece limitada a este respecto, considerando que las leyes constitucionales de 1875 —como su mismo título anuncia-— sólo se ocupan de la organización y de las relaciones de los poderes públicos y no formulan, en beneficio de los franceses, ninguna garantía jurídica ni siquiera alguna enumeración o declaración de sus derechos frente al Estado. De todas las lagunas que han podido reprocharse a la Constitución de 1875, ninguna es tan grave; y esta laguna es tanto más sorprendente cuanto que, desde 1789, todas las Constituciones francesas se creyeron en el deber de determinar, con más o menos precisión, los derechos públicos de los franceses. Unas lo hicieron mediante solemnes declaraciones de derechos, que encabezaban sus disposiciones. Es el caso de las Constituciones de 1791, de 1793, del año m y de 1848, que, además, a lo largo de su texto enumeraban los derechos que garantizaban a los ciudadanos. La Constitución del año VIII y las dos Cartas, sin presentar Declaración previa, indicaban por lo menos ciertos
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Esto permitió a las Cámaras, durante la guerra, suspender mediante leyes ordinarias (leyes de 24 de diciembre de 1914, 15 de abril de 1916, 14 de marzo de 1917) la renovación parcial del Senado y prolongar así la duración de los poderes de los senadores afectados por dicha renovación. Una ley de 22 de julio de 1893 ya pudo prolongar para la Cámara de Diputados la duración de la legislatura, pues ésta se hallaba regulada por la ley de 30 de noviembre de 1875 (art. 15). No obstante, esta medida legislativa excepcional no se refería a la legislatura en curso, sino a la siguiente.
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derechos asegurados a los ciudadanos y que constituían, según los términos de las Cartas, el "derecho público de los franceses". Por último, la Constitución de 1852 comenzaba anunciando, en forma breve pero formal, que "reconoce, confirma y garantiza los grandes principios proclamados en 1789" y que los adopta como "base del derecho público de los franceses" (art. 1º). La Constitución de 1875, por el contrario, guarda silencio a este respecto, y no contiene ni declaración o garantía de los derechos individuales, ni siquiera, como en 1852, una alusión a las Declaraciones anteriores. Se ha tratado, sin embargo, de suplir, en este punto, el silencio de la Constitución de 1875, alegando que la Declaración de derechos de 1789 continúa siempre en vigor y conserva, aun hoy, su carácter de ley fundamental superior a todas las leyes posteriores. Según esta doctrina, no habría que juzgar, pues, la extensión de la Constitución francesa por el texto de las leyes constitucionales de 1875. Si dichas leyes no confirmaron la Declaración de 1789, la razón de ello es que los constituyentes de 1875 consideraron los principios de 1789 como plenamente adquiridos e introducidos definitivamente en el derecho público francés. Por este motivo, la Constitución de 1852 pudo limitarse ya a recordarlos con una palabra; la Constitución de 1875, sin haber tenido siquiera necesidad de aludir a ellos, los presupone y sobreentiende.583 La actual Constitución de Francia no es, pues, tan reducida como pudieran hacerlo creer los textos de 1875, y la separación de los poderes legislativo y constituyente conserva así, por encima de dichos textos, una esfera de aplicación que comprende toda la materia de los derechos individuales. Tal es la tesis que desarrolla Duguit especialmente (Traite, vol. n, pp. 10 ss., vol. I, pp. 143-144; cf. UÉtat, vol. i, pp. 553 ss.). Dicho autor sostiene que "si el legislador hiciese hoy una ley que violara uno de los principios formulados en la Declaración de 1789, esta ley sería anticonstitucional". Más aún, "la Declaración de 1789 se impone al legislador constituyente" mismo; es superior, no solamente a las leyes ordinarias, sino también a las leyes constitucionales. Para justificar esta tesis, Duguit recuerda (ver pp. 1163 s., 1190 ss., supra) que, en el pensamiento de los hombres de la Revolución, la Declaración de derechos era la base primera y la condición previa de la Constitución, en el sentido de que esta última tenía por objeto fundar las instituciones destinadas a salvaguardar el derecho individual anteriormente reconocido y declarado; así pues, la Declaración de
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En la sesión de la Asamblea nacional de 1* de febrero de 1875, Lepére decía en este sentido: "Hemos dictado una serie de disposiciones constitucionales, sin empeñarnos en hacer promulgaciones de principios, ni tampoco en formular declaraciones filosóficas. Nuestros principios son conocidos. Son los principios de 1789, que han reconocido todos los Gobiernos que se han sucedido..." Cf. Esmein, Éléments, 7' ed., vol. I, p. 560.
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1789 no formaba parte de la Constitución de 1791, a la que precede, pero de la que es distinta, y por consiguiente, la derogación de dicha Constitución no supuso la de la Declaración de derechos, que conserva desde entonces su valor jurídico positivo. Pero puede objetarse a este razonamiento, en primer lugar, que la Declaración de 1789 fué substituida por las de 1793, del año m y de 1848, de las cuales a nadie se le ocurre decir que estén todavía hoy en vigor. Además, y sobre todo, el argumento deducido del carácter de anterioridad propio de las Declaraciones con respecto a la Constitución que condicionan, se vuelve contra la doctrina sostenida por Duguit. No es posible admitir concurrentemente que la Declaración de 1789 quedaba fuera de la Constitución de 1791 y que, sin embargo, posea todavía hoy la fuerza de ley constitucional y continúe constituyendo un elemento de la Constitución francesa. Una de dos: o formaba parte integrante de la Constitución de 1791, y en este caso desapareció con dicha Constitución; o, por el contrario, era distinta al acto constitucional de 1791 y sólo enunciaba las ideas esenciales y fundamentales que servirían de base a la futura Constitución. Pero entonces, sólo tenía el alcance dogmático de una Declaración de verdades filosóficas, como lo demuestra Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. i, pp. 553 ss.; ver, sin embargo, Redslob, Die Staaistheorien der franzósischen Nationalversammlung von 1789, pp. 99 ss); o más bien, se reducía al enunciado de conceptos de derecho natural que bien pudieron inspirar la Constitución de 1791 y cuya gran influencia en la formación del derecho público francés, a este respecto, es innegable, pero que no pueden considerase como prescripciones jurídicas con la eficacia de reglas de derecho positivo. Esta conclusión parece imponerse con tanta mayor fuerza cuanto que las Declaraciones de la época revolucionaria, particularmente la de 1789, sólo consistían en máximas abstractas o axiomas teóricos, que esperaban su aplicación de los textos constitucionales o legislativos por venir y que por sí mismos, desde el punto de vista práctico del derecho, se hallaban desprovistos de sanción. A diferencia de las garantías de derechos, que están incorporadas en la Constitución misma y que, por lo demás, no presentan utilidad jurídica positiva sino en cuanto determinan con precisión la extensión y las condiciones de ejercicio del derecho individual garantizado, la Declaración de 1789, como se ha observado en numerosas ocasiones, no es propiamente hablando una declaración de derechos, sino únicamente una declaración de principios:584 no formula reglas jurídicas que sean susceptibles de aplicación
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Los autores de la Declaración de 1789 la calificaron ellos mismos del siguiente modo: "L a Declaración —decía Desmeuniers, en la sesión del 3 de agosto de 1789— contendrá los verdaderos principios del hombre y el ciudadano." Será, añadía, "una declaración de dere chos, es decir, una declaración de los principios aplicables a todas las formas de gobierno" (Archives parlementaires, vol. vm, p. 534).
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práctica por un juez; no coloca a los ciudadanos en estado de alegar ante los tribunales tal o cual facultad individual claramente delimitada; las afirmaciones vagas y generales a que se reduce dejan intocada la cuestión de la reglamentación legislativa de los derechos individuales que pudo consagrar implícitamente, y por consiguiente, deja también sin tocar la potestad del legislador sobre esta reglamentación (Esmein, loe. cit., pp. 561 ss.; Hauriou, Précis, 6* ed., p. 319). De nada serviría, pues, demostrar que la Declaración de 1789 sigue en vigor;585 aunque se estableciera que sobrevive actualmente como ley superior al poder legislativo y al poder constituyente mismo, ello de ningún modo disminuiría la potestad incondicionada que, ante el silencio de la Constitución de 1875, corresponde a las Cámaras en lo que se refiere a los derechos individuales de los ciudadanos.586
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Se llegaría a idéntica conclusión si, en esta materia, se partiese de la idea —también muy extendida— de que los principios de 1789, aunque no hayan sido confirmados explícitamente en 1875, conservaron un valor constitucional implícito y usual, y ello en la medida en que, desde la Revolución, han formado parte constantemente del derecho público francés. En efecto, se ha dicho que al pasar de Constitución en Constitución, consagrados ya por Declaraciones, ya por garantías de derechos, estos principios adquirieron a la larga carácter tradicional y, en este sentido, definitivo, análogo al de las instituciones no escritas en Inglaterra. Esto puede ser verdad; sólo que no hay costumbre capaz de resistir a la potestad del legislador. Suponiendo que las disposiciones de la Declaración de 1789 conserven aún valor usual, de ningún modo constituirían reglas constitucionales ni podrían proporcionar elementos de separación entre los poderes constituyente y legislativo. La característica de la Constitución, en efecto —como se vio antes (n 465)— , es la de ser una ley que posee una potestad reforzada, en tanto que no puede ser modificada por una ley ordinaria y que limita así la competencia legislativa; el concepto de Constitución sólo se realiza, en derecho, con esta condición. Esta consideración, por sí sola, basta para excluir la posibilidad de un derecho constitucional usual. Los términos Constitución y costumbre son incompatibles, pues no siendo escrita la costumbre, para modificarla no se precisa procedimiento alguno de revisión. La costumbre no posee, pues, la fuerza superior que caracteriza al derecho verdaderamente constitucional; únicamente las reglas consagradas por una Constitución escrita aparecen revestidas de dicha fuerza especial. Resulta de aquí que, incluso si los principios de 1789 hubieran de considerarse hoy como conservando su existencia jurídica a título usual y tradicional, de todos modos no podrían calificarse como principios constitucionales, ni considerarse como elementos de la Constitución francesa propiamente dicha, ya que, a consecuencia de su mismo carácter usual, no se colocaron por encima de la potestad del legislador ordinario. El 21 de diciembre de 1909 fué presentada a la Cámara de Diputados una proposición tendiente a conferir carácter constitucional a la Declaración de derechos del hombre y el ciudadano (Revue du droit public, 1910, p. 132). 586 Hay que reconocer, sin embargo, que el poder de reglamentar los derechos individuales sólo corresponde al órgano legislativo. Así, si se admite que los principios contenidos en las Declaraciones de la época revolucionaria siguen siempre en vigor, y a pesar de reconocer (ver la nota anterior) que ya no poseen en el derecho actual valor constitucional, sino solamente un valor usual o legislativo, cabe observar que estos principios, incapaces de obligar a las Cámaras, al menos obligan a las autoridades administrativas, en el sentido de que éstas no podrían menoscabarlos, ni mediante prescripciones reglamentarias, ni por ninguna otra disposición particular. Ver a este respecto Jéze, "Valeur juridique des Déclarations des droits", Revue du droit public, 1913, pp. 685 ss.
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§ 3. CUESTIÓN DE LA REVISIÓN LIMITADA O ILIMITADA 468. Desde un tercer punto de vista, la Constitución de 1875 parece haberse(apartado de las consecuencias que deberían derivar normalmente de un sistema de separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. No obstante, se entra aquí en una esfera controvertida. Se trata de saber cuál es la extensión de los poderes de la Asamblea nacional en el estado actual del derecho público francés. La cuestión es clásica y su solución se discute vivamente. Hay que despejar sus principales elementos. Un primer punto parece cierto: la Asamblea nacional no se halla investida de toda la potestad estatal. Así, no posee el poder ejecutivo, pues éste, durante la labor de revisión, continúa perteneciendo al Presidente de la República. Se halla, pues, fuera de la Asamblea nacional. Igualmente, y en contra de la opinión de Duguit (Traite, vol. II, p. 527), que sostiene que nada se opone a que dicha Asamblea vote leyes ordinarias, se vio antes (n9 462) que no absorbe en sí ni a las Cámaras ni al poder legislativo. Si durante las labores de revisión hubiera urgencia en votar una ley, bastaría a los diputados y senadores interrumpir momentáneamente su congreso y reunirse en sus respectivas Cámaras, para que éstas, que no han perdido mientras tanto su existencia separada ni su competencia especial, puedan ponerse a funcionar de nuevo como órganos legislativos. Todo esto es tanto como decir que la entrada en escena del órgano constituyente no tiene por efecto suspender las autoridades y los poderes constituidos. Esto ocurriría incluso en el caso de que un procedimiento de revisión total pusiera en entredicho la existencia de la Constitución entera, ya que la Constitución sometida a revisión queda vigente y los órganos instituidos por ella conservan igualmente su ejercicio mientras no haya sido derogada y reemplazada por un nuevo acto constitucional (ver n9 445, supra). La Asamblea nacional sólo posee, pues, el poder constituyente. Pero, aun en materia constituyente, ¿hasta dónde alcanzan sus poderes, y en qué medida puede emprender la revisión de las leyes constitucionales? Para precisar el sentido de esta cuestión importa recordar que, según el art. 8 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, las deliberaciones de la Asamblea nacional pueden "suponer la revisión de las leyes constitucionales en todo o en parte". Así pues, en principio, la
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Constitución no es obstáculo para que se emprenda una revisión completa, y se sabe, por otra parte, cuáles fueron los móviles que determinaron a los constituyentes de 1875 a alejarse, en este punto, del sistema de las revisiones restringidas, que prevaleció en las Constituciones francesas de la época revolucionaria:587 la inserción en el art. 8 de una cláusula de revisión indefinida fué una concesión hecha a la fracción monárquica de la Asamblea constituyente de entonces; tenía por objeto reservar para en adelante la posibilidad de una revisión referente a la forma misma de gobierno. La ley de revisión de 14 de agosto de 1884 modificó, sin embargo, esa concesión; y completó el art. 8 mediante una disposición adicional, especificando que "la forma republicana de gobierno no podrá ser objeto de una propuesta de revisión". Bajo esta reserva, la Constitución actual continúa autorizando tanto las revisiones totales como las revisiones parciales. Pero, por otra parte, el art. 8 subordina la revisión a una resolución previa de ambas Cámaras. Puede suponerse, por lo tanto, que al declarar que hay lugar a revisar, las Cámaras, mediante sus resoluciones acordes, limitaron esta revisión a ciertos objetos o a ciertos artículos de'las leyes constitucionales. En otros términos, las Cámaras han decidido emprender una revisión parcial. ¿Cuáles serán, en este caso, los poderes de la Asamblea nacional? ¿Estará obligada y limitada por las resoluciones anteriores de las Cámaras? 0, por el contrario, ¿podrá, incluso en este caso, emprender, ya la revisión total, ya una revisión que se extienda a puntos y artículos distintos de los que precisan las declaraciones concordantes de las Cámaras? Tal es la cuestión sobre la que los autores han entablado una controversia que siempre se encuentra latente. 469. En un primer sistema se sostiene que la Asamblea nacional, en todos los casos, posee un poder de revisión ilimitado. Esta doctrina se funda en un argumento textual y en un argumento de principio. Desde el punto de vista de los textos, se pretende que en la Constitución de 1875 no existe ninguna disposición que restrinja las facultades constituyentes de la Asamblea nacional. Muy al contrario, el art. 8, que exige la declaración previa de las dos Cámaras, emplea a este respecto una fórmula muy amplia y muy vaga: dice solamente, en su primer párrafo, que corresponde a las Cámaras "declarar si ha lugar a revisar las leyes constitucionales". Después, en la continuación del texto, el párrafo tercero supone y admite que, con esta única declaración, la Asamblea nacional podrá revisar la Constitución "en todo o en parte". Por lo tanto, dícese,
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Constitución de 1791, tít. vn , art. 1 ss., 7. Constitución del año m, arts. 336 y 342. El art. 111 de la Constitución de 1848, por el contrario, permitía ya que "la Constitución se modifique en todo o en parte". Cf. Constitución de 1793 (art. 115), que prevé "la revisión del acto constitucional o el cambio de algunos de sus artículos".
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el papel de las Cámaras en esta materia consiste simplemente en promover la formación de la asamblea de revisión, la cual, una vez reunida, posee por sí misma un poder constituyente completo, es decir, ilimitado. Tal es, por lo demás, dícese, la solución indicada por los principios; pues en el concepto tradicional (ver n. 26, p. 1206, supra) francés de la separación del poder constituyente, se le considera como superior a los poderes constituidos. ¿Cómo, pues, podría quedar subordinado a éstos? No se comprendería que la Asamblea nacional pudiese quedar encadenada por una decisión de las Cámaras, dotadas sólo de una potestad subalterna, inferior al poder constituyente. Este es un argumento que los partidarios de la revisión ilimitada invocan como irresistible. Por lo demás, añaden, de nada serviría tratar de limitar los poderes de la Asamblea nacional. Aunque la Constitución hubiera tenido la intención de hacer depender el alcance de la revisión de las resoluciones previamente adoptadas por las Cámaras, las decisiones de la Asamblea nacional que fueran más allá de las previsiones de las Cámaras no dejarían de imponerse a todos los órganos constituidos, a causa de la fuerza superior inherente a la voluntad del órgano constituyente, y así, las limitaciones o prohibiciones dictadas por la Constitución quedarían, de hecho, desprovistas de sanción. Hasta tal punto es verdad que los poderes de una asamblea constituyente, por su misma naturaleza, no son susceptibles de limitación. El principal defensor del sistema de la revisión ilimitada es actualmente Duguit (Traite, vol. II , pp. 527, 529 ss.; cf. Moreau, Précis, 9* ed., p. 450, y SaintGirons, op. cit., pp. 63 ss.), quien sostiene que la Constitución de 1875 confirió a la Asamblea nacional todos los caracteres y también todos los poderes de una Constituyente propiamente dicha, es decir, un poder de revisión total e ilimitado. Además de los argumentos que acabamos de exponer en este sentido, dicho autor se apoya en la consideración de que la Asamblea nacional —como se vio antes (pp. 1228 ss.)— es un órgano absolutamente distinto de las Cámaras y de esencia muy diferente a ellas. Y sobre todo, aduce el argumento histórico deducido de las intenciones de los constituyentes de 1875, que —lejos de tratar de restringir las revisiones futuras; como las Constituciones de 1791 y del año m hicieron en otro tiempo, especialmente subordinando la extensión de los poderes de la asamblea revisionista a las iniciativas y resoluciones previas del cuerpo legislativo— quisieron, por el contrario, asegurar en adelante la posibilidad de un cambio completo de Constitución, y fueron llevadas, por ello, a reconocer a la Asamblea nacional una potestad de revisión ilimitada (cf. Borgeaud, op. cit., pp. 298 ss.). En razón de estas intenciones de los autores de la Constitución de 1875, Duguit se forma una idea tan absoluta de la potestad de la
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Asamblea nacional y lleva tan lejos las consecuencias de esta idea, que ni siquiera admite que esta potestad haya podido disminuirse o limitarse por la cláusula adicional que desde 1884 prohibió las propuestas de revisión referentes a la forma republicana de gobierno. Esta cláusula, dice (loe. cit. p. 530), pudo restringir, en este aspecto, los poderes de las Cámaras, en tanto que éstas proponen la revisión, pero "no tiene por efecto limitar los poderes del Congreso". Y en efecto, desde el momento en que se admite que la Asamblea nacional fué concebida y fundada originariamente en 1875 como una Constituyente provista de un poder ilimitado, sería contrario a la esencia misma de dicha Constituyente suponer que hoy pueda hallarse obligada y disminuida por la restricción incorporada después, en 1884. 470. Cabe responder a toda esta argumentación que incurre en el defecto de mezclar dos cuestiones que merecen ser distinguidas cuidadosamente. Una primera cuestión es la de saber si la Constitución actual autoriza las revisiones totales, y en este primer punto, ni el texto del art. 8 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, ni las intenciones manifestadas por los constituyentes de dicha época, pueden dejar subsistir ninguna duda. Aquí es donde Duguit tiene razón para afirmar que, a diferencia de las Constituciones revolucionarias, que sólo pensaban en asegurar su conservación futura, al menos en cuanto a sus principios e instituciones esenciales, la Constitución de 1875 se preocupó más bien de preparar y facilitar su revisión y hasta su derogación totales. El art. 8 lo explica formalmente, por cierto, pues especifica que la Asamblea nacional podrá efectuar la revisión "en todo o en parte". A reserva de la determinación del alcance de la restricción dictada en 1884 en cuanto a la forma de gobierno, es indiscutible, por lo tanto, que la Asamblea nacional, en este primer sentido, posee un poder de revisión ilimitada. Pero, una vez establecido este punto, subsiste otra cuestión, que queda planteada y que no ha sido resuelta —como parece creerlo Duguit— por el solo hecho de que la Constitución de 1875, en principio, admitiera la posibilidad completa de su revisión total. Esta segunda cuestión es la de saber cuáles son las condiciones a que la Constitución de 1875 sometió su revisión total o parcial. No se trata aquí ya de buscar los límites de la revisión desde el punto de vista de su -extensión eventual, sino desde el punto de vista de sus condiciones de iniciación. Del hecho de que la Constitución de 1875 quiso que la Asamblea nacional tuviese un poder de revisión ilimitado ¿ha de inferirse que también le haya reconocido este poder de una manera incondicionada? 471. Para resolver esta segunda cuestión es indispensable acudir de nuevo al texto del art. 8. En efecto, si existe una materia en la que las
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labores preparatorias y las intenciones del legislador no pueden poseer valor ni fuerza imperativos, es desde luego la del poder constituyente. Aquí, más que en ninguna otra parte, el alcance de los textos vigentes debe determinarse por el contenido de esos mismos textos (ver supra, no 237). De modo general, la extraordinaria importancia del estatuto fundamental del Estado se opone a que el sentido de dicho estatuto se encuentre fuera de las prescripciones formales que enuncia; y además, por lo que se refiere especialmente al ejercicio del poder constituyente, es difícil admitir que la actividad de una asamblea de revisión, sobre todo de una Constituyente propiamente dicha, puede regirse, fuera de los textos constitucionales existentes, por las intenciones más o menos ciertas de constituyentes anteriores; si así fuera, habría que decir también que la voluntad de dicha Constituyente puede ligarse y obstaculizarse por simples intenciones de dicha especie, lo cual realmente no es de creer. Luego, en la cuestión que acaba de formularse, conviene fijarse menos en las labores preparatorias de 1875 que en el sistema real positivamente contenido y consagrado en el art. 8 que constituye el fondo de la materia. Ahora bien, el sistema del art. 8 se constituye por dos elementos y ambos deben ser tomados en consideración. Por una parte, el texto prevé y autoriza ampliamente revisiones totales, es decir, ilimitadas en este sentido. Pero, por otra parte, el art. 8 subordina toda revisión, total o parcial, a una condición previa: la declaración de ambas Cámaras, deliberando separadamente, "de que ha lugar a revisar las leyes constitucionales". Esta condición, por sí sola, implica naturalmente que la Asamblea nacional sólo podrá reformar los puntos y artículos respecto de los cuales las dos Cámaras hayan decidido que ha lugar a emprender una revisión. En este sentido, se deduce directamente del art. 8 un argumento muy simple, pero —como lo han demostrado Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. II, pp. 501 ss.; cf. Arnoult, op. cit., pp. 283 ss., y E. Pierre, Traite de droit politique, electoral et parlementaire, 4* ed., pp. 27 ss.)— que parece decisivo. En efecto, el principio formulado por ese texto es que sólo puede comenzarse una revisión en virtud de una declaración preliminar, es decir, en virtud del consentimiento de las dos Cámaras. Ahora bien, si el consentimiento de las dos Cámaras es indispensable, se infiere que la revisión no puede realizarse sino en la medida en que ha sido concedido dicho consentimiento. Por lo tanto, cuando las Cámaras han decidido que ha lugar a revisar parcialmente uno o varios artículos determinados de la Constitución, la revisión sólo puede referirse a aquellos puntos designados por dicha resolución, pues fuera de ellos ya no existe el consentimiento de las Cámaras y, por lo tanto, falta la condición primera que da lugar
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a la revisión; luego dicha revisión es jurídicamente imposible fuera de ella.588 Esta es al parecer, la solución que se desprende, si no explícitamente, al menos necesariamente, del sistema constituyente establecido por el art. 8. Y entonces se ve cuál es, en definitiva, el alcance exacto de dicho sistema. El art. 8 admitió, en la forma más amplia, la posibilidad de revisiones de extensión ilimitada; pero resulta de dicho texto que la fijación de esa extensión no depende únicamente de la voluntad de la Asamblea nacional, sino que depende, ante todo, de las declaraciones de las Cámaras. La revisión ilimitada está permitida, pero con una condición: es preciso que haya sido querida por las dos Cámaras.589 Así pues, el papel de las Cámaras en esta materia no sólo consiste en promover la reunión de la asamblea de revisión, sino que, hasta cierto punto (cf. n9 475, infra), puede decirse que las Cámaras quedan asociadas a la revisión, por cuanto depende de ellas y de sus iniciativas determinar la esfera y el objeto de la misma. No es ya realmente que la Asamblea nacional reciba del Parlamento su potestad constituyente por vía de mandato o delegación, pues la tiene directamente de la Constitución (Arnoult, op. cit., pp. 332 ss.), sino que sólo puede ejercer su competencia propia cuando ésta ha sido puesta en movimiento por las Cámaras y en la medida en que las Cámaras lo determinaron, correspondiendo así a dichas Cámaras, en esta materia, un papel inicial de los más importantes. 472. Ahora bien, ¿cuál es la utilidad de este papel y cómo se justifica? Se ha emitido la opinión de que los constituyentes de 1875 no previeron la dificultad que ha originado el art. 8 con respecto a la extensión de los poderes de la Asamblea nacional, y de ello se ha deducido que, en la Constitución de 1875, "para resolver esta dificultad, no existe ninguna
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Cf. en este sentido Lefebvre, op. cit., pp. 217 ss., que reconoce que las Cámaras, mediante sus deliberaciones separadas, pueden indicar los puntos a revisar, pues, dice, nada se opone a ello en la Constitución; y este autor incluso deduce de esto, con toda lógica, que si las resoluciones de las dos Cámaras son disímiles y no concuerdan en los puntos a revisar, la revisión no podrá iniciarse. Pero, por otra parte, Lefebvre (pp. 223 ss.) declara que "no ve la posibilidad de establecer como punto cierto la obligación para el Congreso de detenerse en la discusión de los artículos aludidos en las resoluciones de ambas Cámaras". La doctrina de este autor sigue siendo, pues, en este punto, vacilante y contradictoria. 589 No es exacto, pues, caracterizar el alcance del art. 8, como se ha hecho a veces, diciendo que dicho texto consagra un sistema de revisión limitada. Por lo menos, dicha expresión es equívoca. Evidentemente, la Asamblea nacional no puede emprender la revisión sino en la medida que le asignan las resoluciones anteriores de las Cámaras; y a este respecto, sólo tiene una potestad constituyente limitada. Pero, por otra parte, y salvo la restricción relativa a la forma de gobierno, el art. 8 no limita la medida en que las Cámaras pueden iniciar la revisión. No puede decirse, pues, que dicho texto sólo fundó un régimen de revisión parcial y limitada.
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regla verdadera, susceptible de ser establecida como regla de derecho" (Lefebvre, op. cit., pp. 223-224; cf. Saint-Girons, op. cit., p. 63). Cabe pensar que la Constitución de 1875, por el contrario, contiene ciertos principios, referentes a la dificultad citada, que no deben perderse de vista en esta controversia; y conviene añadir que la doctrina que subordina la extensión de la revisión a las voluntades primeras de las Cámaras es la única que puede conciliarse con el espíritu y las tendencias de dicha Constitución. En efecto, si bien es cierto que los constituyentes de 1875, en el art. 8, trataron principalmente de asegurar a la Asamblea nacional amplias posibilidades de revisión general, es innegable también que tuvieron esencial empeño en establecer su sistema bicameral, no sólo sobre la base de la identidad de atribuciones, sino también de la igual potestad entre ambas: incluso es éste uno de los rasgos más conocidos e importantes de la Constitución de 1875. Ahora bien, es evidente que la solución que hace depender la extensión de la revisión de las declaraciones de las Cámaras es la única que respeta esta igualdad y es la única capaz de mantenerla. La mantiene porque implica forzosamente que la revisión sólo podrá referirse a aquellos puntos que hayan sido propuestos parejamente por una y otra Cámara. En efecto, si la fijación del programa de revisión depende de la voluntad de las Cámaras, de ello resulta que la revisión presupone también el acuerdo de las mismas, es decir, que presupone, por su parte, resoluciones conformes e idénticas en cuanto a los puntos que hayan de someterse a la'competencia especial de la Asamblea nacional. De ahí que el Senado se encuentre a salvo de los intentos que, sin esta condición de acuerdo previo, hubieran podido formarse inopinadamente contra él en el seno de la Asamblea nacional y contra los cuales su estado de inferioridad numérica en el congreso lo hubiera dejado sin defensa. Ya se ha expresado, a veces, cuánto es de sentir que, a causa de dicha insuficiencia numérica, la influencia del Senado quede disminuida en el transcurso de la elaboración de la revisión, es decir, en una circunstancia en la que sería particularmente útil que esta Cámara pudiese desempeñar su papel habitual de órgano ponderativo y moderador. Pero ¿cómo creer que la Constitución, además, haya expuesto a los senadores a verse dominados, una vez constituido el congreso, por una mayoría compuesta sobre todo de diputados, mayoría que podría amenazar de pronto al Senado en sus atribuciones y hasta en su existencia? Por vehemente que haya sido en los constituyentes de 1875 el deseo de dejar ampliamente abierta la puerta para las revisiones próximas, no se puede suponer, por otra parte, que hayan tenido la intención de abandonar al Senado, indefenso, a semejantes riesgos o aventuras. Existe en la Constitución, por lo demás, un texto que, según la acertada
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observación de Esmein (loe. cit:, p. 505), contiene por lo menos un indicio contrario de voluntad: es el art. 11 de la ley de 16 de julio de 1875. Al prescribir que la mesa de la Asamblea nacional habrá de formarse con los miembros de la mesa del Senado, dicho texto parece efectivamente como si tratara de restablecer en parte, en el congreso, la igualdad de las Cámaras, aun cuando la Asamblea nacional sea un órgano claramente distinto de las Cámaras reunidas. La disposición del art. 11 es una medida de protección instituida en favor del Senado especialmente, como dice Esmein, puesto que el presidente del Senado, convertido en presidente de la Asamblea nacional y encargado de dirigir sus debates, podrá hacer uso de su acción con objeto de "mantenerla dentro de los límites de sus derechos, si se produjesen en ella veleidades de usurpación". El art. 11 proporciona, pues, para la inteligencia del art. 8 de la ley de 25 de febrero de 1875, una indicación muy útil, pues demuestra en los autores de la Constitución la preocupación de mantener, todo lo posible, incluso en materia de revisión, la igualdad de las Cámaras, con las garantías que de ella derivan normalmente. En definitiva, si ambas Cámaras pierden en la Asamblea nacional su individualidad propia y su carácter dual, puede decirse, por lo menos, que el principio de su igualdad queda a salvo y sigue produciendo sus efectos hasta en el seno de esta Asamblea, en tanto que resulta de la Constitución que el programa y la amplitud de la revisión dependen de las resoluciones adoptadas anteriormente por el Senado y la Cámara de Diputados, deliberando separada y libremente en pie de igualdad. Gracias a esta combinación, aunque sus miembros hayan de estar en minoría en el congreso, el Senado podrá prestarse sin demasiado temor a una revisión cuyo alcance delimitó en parte; por el contrario, en el sistema de la potestad incondicional de la Asamblea nacional, el Senado no se hubiera mostrado fácilmente dispuesto a consentir en revisiones en las que una mayoría de diputados hubiera sido dueña de hacer extensivo el programa a objetos que la mayor parte de los senadores se había negado a incluir en él y que, por lo tanto, hubieran podido llegar a ser peligrosas para el Senado. 473. La ley de revisión de 14 de agosto de 1884, en el mismo sentido, introdujo otra indicación, más precisa y que hasta parece decisiva. Para impedir que la revisión se hiciera extensiva a la forma republicana de gobierno, la ley de 1884 se limitó a decir que este asunto "no puede ser objeto de una propuesta de revisión". De esta fórmula se desprende, en primer lugar, que las proposiciones hechas ante las Cámaras con objeto de obtener de ellas la declaración de que ha lugar a revisión no pueden concebirse en términos generales y abstractos, sino que deben
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determinar de manera precisa y concreta los puntos cuya revisión se solicita; por lo menos, esto ocurre cada vez que se trata de introducir una revisión que no se refiere a toda la Constitución. Además, los términos de la ley de 1884 implican que la revisión sólo puede ser comenzada y realizada por la Asamblea nacional en relación con los puntos que fueron objeto de una proposición en las Cámaras y en la medida en que dicha proposición fué adoptada por cada una de ellas. En otros términos, el texto añadido en 1884 al art. 8 consagra en la Constitución actual el principio de las revisiones subordinadas, en cuanto a su extensión y a su programa, a las iniciativas y decisiones previas de las Cámaras. Finalmente, este texto presenta, sobre un punto especial, la forma republicana de gobierno, una notable restricción al sistema de las revisiones ilimitadas que establece la Constitución de 1875 (Esmein, loe. cit., p. 503; en sentido contrario ver Duguit, op. cit., vol. II, pp. 529 ss.). Por lo demás, la doctrina que desde 1875 pretende revivir en la Asamblea nacional el tipo de las Constituyentes de potestad incondicionada tropieza con otra objeción. Si esta doctrina fuese exacta, habría que deducir de ella que, incluso en el caso de que se hubiese reunido únicamente para las necesidades de la elección del Presidente de la República, la Asamblea nacional, en virtud de su potestad, puede emprender una revisión. En efecto, no es posible admitir que, según que haya sido llamada para elegir al Presidente o para proceder a la revisión, la Asamblea nacional, como declara Esmein (loe. cit., p. 505), constituya "cuerpos absolutamente distintos en derecho". No puede decirse que existan aquí, según sea el objeto de la convocatoria, dos órganos diferentes; lo que difiere, según los casos, son únicamente los cometidos por desempeñar, las competencias por ejercer: en un caso competencia electoral, en otro competencia constituyente. Pero, en ambos, el órgano es idénticamente el mismo. Luego, si es cierto que la Asamblea nacional, constituida por la reunión de los senadores y los diputados, lleva en sí una potestad constituyente absoluta, de ello resulta que, cualquiera que sea el motivo por el cual ha sido convocada, esta Asamblea, una vez reunida, no encontrará obstáculo alguno que le impida emprender, si lo quiere, una revisión constitucional. Ningún autor ha llegado a emitir, sobre la potestad de la Asamblea nacional, semejante opinión. Y la razón jurídica que se opone a que dicha opinión sea concebible, al decir de todos los autores, es la que se deriva del art. 8, en cuyos términos no puede emprenderse la revisión sino después y en virtud de declaraciones con fines de revisión emanadas de las Cámaras. Convocada para una elección presidencial, la Asamblea nacional no puede dedicarse, por su sola iniciativa, a trabajos de revisión. Pero entonces, esta misma razón demuestra claramente que
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la Asamblea nacional no se halla investida de una potestad soberana para emprender la revisión y fijar su extensión, sino que la competencia constituyente que recibe, directamente desde luego, de la Constitución, sólo puede aplicarse bajo una condición cuyo cumplimiento depende de las voluntades separadas y concordes de las Cámaras. En otros términos, no basta que esta asamblea esté reunida para que su poder constituyente pueda ejercerse, sino que además es necesario que se halle promovida y autorizada por resoluciones de las Cámaras, que desempeñen así, frente a ella, el papel de habilitaciones. Más exactamente, la declaración, exigida por el art. 8, "de que ha lugar a revisar las leyes constitucionales" no sólo tiene por objeto promover una reunión de la Asamblea nacional, considerada ésta como en posesión de un poder constituyente inherente e incondicionado, sino que dicha declaración se concibe y exige como teniendo esencialmente el valor de un consentimiento otorgado previamente por las Cámaras para emprender la revisión proyectada. Esto implica que, en el concepto general al que se refiere el art. 8, la Asamblea nacional no posea, en el fondo, en materia constituyente, más competencia que la de laborar en revisiones cuya iniciativa haya sido tomada antes por las mismas Cámaras, al menos en cuanto a su programa y a su extensión. Y así volvemos a recaer en la conclusión expuesta antes, a saber, que dicha Asamblea no puede revisar más que las cuestiones y objetos que se le sometieron por las declaraciones previas de las Cámaras. 474. De esta conclusión, relativa a la posible extensión de la revisión, se desprende ahora una nueva razón para afirmar que la Constitución de 1875 no establece una verdadera separación entre el poder constituyente y los poderes constituidos. Por el solo hecho de que el art. 8 hace depender el objeto y la medida de la revisión de una decisión previa de las Cámaras, dicho texto somete el poder de la Asamblea nacional a una condición restrictiva, que es la negación misma de la doctrina radical de la omnipotencia constituyente. En el sistema del art. 8 ya no es enteramente posible afirmar que el órgano constituyente sea superior a los órganos constituidos, puesto que, por el contrario, queda sujeto a la voluntad de las Cámaras. Pero la verdad es que actualmente existe una relación de dependencia, de subordinación, entre el poder de que dispone la Asamblea nacional y las decisiones por medio de las cuales las Cámaras, de manera inicial, autorizaron la revisión y fijaron en principio su posible extensión. Así lo expresa Esmein (Éléments, 7ª ed., vol. n, p. 505) diciendo que "no debe creerse que la Asamblea nacional sea soberana". Lefebvre (op. cit., p. 218, n.) declara igualmente que "el sistema de las leyes de 1875 no implica la afirmación ni la organización de un verdadero poder constituyente, colocado fuera y por encima de los poderes
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legislativos".590 Y en efecto, el sistema del art. 8, en el fondo, significa que la revisión, aun siendo propiamente la obra de la Asamblea nacional, no depende exclusivamente de esta asamblea, considerada como el órgano único, 4ue sería por lo tanto su dueño absoluto, sino que depende de dos órganos distintos, el Parlamento por una parte y la Asamblea nacional por otra; e incluso depende, en primer término, del Parlamento, puesto que sólo puede emprenderse mediante el asentimiento de éste. 475. Partiendo de estas observaciones, a veces se ha expresado y resumido el sistema del art. 8 diciendo que dicho texto tiene por objeto y por efecto repartir el poder de efectuar la revisión entre la Asamblea nacional, órgano constituyente, y las Cámaras, órganos constituidos. "La constitución —dice Arnoult (op. cit., pp. 317 ss.)— dividió la función constituyente. A las Cámaras, separadas, les dio el derecho de autorizar el ejercicio del derecho de revisión; a la Asamblea nacional, el de efectuar la revisión. En estas condiciones, las Cámaras poseen ciertamente el poder constituyente, pues lo tienen por partes en lo que concierne a la iniciativa de la revisión." Pero esta manera de caracterizar al poder de las Cámaras en materia de revisión contiene una exageración que la hace realmente inaceptable. No es jurídicamente exacto decir que la potestad constituyente está repartida entre la Asamblea nacional y las asambleas legislativas. Evidentemente corresponde a las Cámaras promover la revisión e iniciarla; y en este sentido es realmente cierto que la revisión depende de ellas, de su iniciativa. Pero importa observar que esta iniciativa se ejerce en condiciones especiales que sólo le dejan un alcance restringido. Las Cámaras no pueden proponer la revisión en los términos en que sus miembros o el Gobierno podrían tomar la iniciativa de una ley ordinaria; según el art. 8, no tienen más competencia que la que consiste en declarar que ha lugar a revisar; no pueden, pues, someter a la Asamblea nacional un proyecto propiamente dicho, es decir, un proyecto redactado por ellas. Ya desde este punto de vista no puede decirse que participen realmente en la potestad constituyente. Por otra parte, el poder que tienen de fijar la consistencia eventual de la revisión en cuanto a su extensión no constituye tampoco para ellas una participación efectiva en la potestad revisionista. Sin duda les corresponde circunscribir esta
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En el mismo orden de ideas, se ha hecho observar (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. u, p. 507: Bonnet, op. cit., pp. 92 ss.) que, en un sistema de completa separación del poder constituyente, las leyes de revisión no deberían estar sometidas a la necesidad de una promulgación por el jefe del Ejecutivo. Hacer depender su ejecución de la promulgación por el Presidente de la República es subordinar las decisiones del órgano constituyente a la actividad de una autoridad constituida. Y sin embargo, los autores coinciden en decir que esta promulgación es indispensable, aunque no sea expresamente exigida por la Constitución de 1875 (ver supra, p. 396).
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extensión; y en este aspecto parece posible afirmar que la revisión depende de su consentimiento. Pero también aquí conviene observar que este poder de limitación, que les conserva la Constitución, es, por su naturaleza, puramente negativo. Corresponde efectivamente a las Cámaras fijar por vía de enumeración respectiva los puntos sobre los que podrá iniciarse la revisión; y así, de ellas depende determinar negativamente lo que no podrá hacer la Asamblea nacional; pero no depende de ellas fijar, de manera positiva, lo que habrá de hacer la Asamblea nacional, pues carecen del poder de estatuir sobre el contenido eventual de la ley de revisión. Su contenido consiste únicamente, al promover la revisión, en determinar los límites de la misma; por lo demás, el poder de decisión constituyente e incluso, en lo que concierne a la parte dispositiva de la ley de revisión, el poder de iniciativa, sólo residen en la Asamblea nacional (cf. p. 1230, supra).591 No es, pues, exacto presentar la intervención o la participación sucesiva de las Cámaras y de la Asamblea nacional en materia de revisión como un caso de Vereinbarung o Gesamtakt, como se ha dicho en algunas ocasiones (Zweig, op. cit., pp. 315 ss.). La Vereinbarung supone declaraciones de voluntad concordantes, que emanan paralelamente de personas o de cuerpos múltiples y distintos, pero cuyo contenido es completamente idéntico. Aquí, las declaraciones de voluntad de las Cámaras no tienen el mismo contenido que las de la Asamblea nacional, pues no se refieren a las disposiciones mismas de la ley de revisión venidera, sino solamente a la posibilidad y a la oportunidad, con respecto a ciertos puntos de la Constitución, de una revisión cuya contenido habrá de determinarse posteriormente. La adhesión dada por las Cámaras no es la adhesión a un contenido previamente determinado, sino que las Cámaras solamente dan su consentimiento para que tal o cual institución o tal o cual artículo constitucional se someta a un procedimiento de revisión y a una operación constituyente, cuyos resultados no tienen por qué prejuzgar. Así pues, entre las Cámaras y la Asamblea nacional no hay Vereinbarung más que sobre un punto, a saber, que ha lugar a revisar tal o cual parte de las leyes constitucionales. Esta doctrina es la única que puede conciliarse con la fórmula general e imprecisa de que se vale el art. 8 en su primer párrafo para definir el papel de las Cámaras en esta materia; según dicho texto, su papel se limita simplemente a declarar que ha lugar a revisión. En estas condiciones no existe tampoco fundamento para hablar de
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Borgeaud, op. cit., p. 306, resume estas observaciones muy exactamente al decir que "el Congreso queda sujeto por las decisiones de las Cámaras, pero únicamente en cuanto a la materia de sus deliberaciones".
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Gesamtakt. En su acepción precisa, el Gesamtakt es un acto complejo y sucesivo, que implica entre los participantes una acción común, en el sentido de que es la resultante de decisiones múltiples, ninguna de las cuales tendría eficacia por sí sola, pero de cuya reunión resulta en conjunto un efecto jurídico determinado. Ahora bien, en el sistema constituyente del art. 8 no puede decirse que la ley de revisión sea la conclusión de una serie de decisiones constituyentes, entre las cuales se colocaría el mismo voto inicial mediante el que las Cámaras emprendieron la revisión. Es muy cierto que las Cámaras autorizan la revisión; pero su voto sólo tiene el carácter de un acto previo a la revisión; no es un elemento directo y una parte integrante de esta última; no es, propiamente hablando, un acto constituyente. Su efecto es sencillamente sujetar a la Asamblea nacional, al fijar los límites de la revisión que autoriza, pero de ningún modo forma parte de la revisión misma. Según el art. 8, en lo que concierne a las operaciones que tienden a la revisión, hay que distinguir dos fases o etapas: la primera, que se desarrolla en las Cámaras, sólo es una fase preliminar y preparatoria; la segunda, que se inicia en la Asamblea nacional, es la revisión propiamente dicha. Las decisiones previas de las Cámaras carecen, pues, del carácter de decisiones de orden constituyente. En ciertos aspectos hasta puede decirse que no son realmente decisiones. En este sentido se observará que el art. 8 no las califica como decisiones; sólo habla de "declaración" y de "resolución", y reserva únicamente a la Asamblea nacional el poder de emitir las "disposiciones que suponen (realmente) la revisión". Y en efecto, aunque la declaración anterior de las Cámaras sea condición esencial de la revisión, no constituye una intervención efectiva en la obra constituyente; las Cámaras reconocen y declaran que ha lugar a efectuar una modificación en las leyes constitucionales, pero no tienen por qué emitir opinión alguna sobre la naturaleza de dicha modificación y no participan en la determinación de ésta. El acto mediante el cual la Asamblea nacional adopta las "disposiciones que suponen revisión" no es, pues, un Gesamtakt, que resume en sí un conjunto de decisiones y vivifica las decisiones anteriores de las Cámaras, a las cuales vendría a dar eficacia. Es un acto original y no complejo, que realiza la decisión por sí solo. Solamente que este acto queda condicionado, bien en cuanto a su actividad, bien en cuanto a los objetos a los que puede referirse, por las resoluciones previas de las Cámaras; y en esto el régimen actual de la revisión se aleja del principio de la separación del poder constituyente.592
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La idea de Vereinbarung, que acaba de excluirse en las relaciones de las Cámaras con la Asamblea nacional, podría hallar su justificación, por el contrario, en lo que se refiere a las declaraciones acordes que preceden a la apertura de la revisión. Pero lo que en todo caso resulta inexacto es hablar, en esta ocasión, de un contrato entre las Cámaras, como lo han hecho algunos autores. "E l Congreso —dice Lefebvre (op. cit., p. 220; cf. Arnoult, op. cit., pp. 338-342) sólo puede nacer de un contrato de revisión perfectamente concluido entre ambas Cámaras", contrato que resulta, según dichos autores, del hecho de que ambas Cámaras "se han puesto de acuerdo sobre su objeto y sobre sus cláusulas". La doctrina según la cual el acuerdo que se requiere a veces entre dos órganos de Estado para la formación de una decisión estatal, se resolvería en un contrato establecido entre esos órganos, es jurídicamente inaceptable; ya antes se demostró su falsedad (n 9 279).
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476. Se infiere de esto que las Cámaras, en sus resoluciones que suponen consentimiento a la iniciación de la revisión, no pueden ciertamente indicar la manera como entienden que se haga ésta. No sólo no podrían determinar previamente la nueva redacción de los textos constitucionales que someten al examen revisionista de la Asamblea nacional (Lefebvre, op. cit., p. 217), pues, como se dijo antes (p. 1230), las deliberaciones de dicha Asamblea no se reducen a la segunda lectura de un proyecto ya votado por las Cámaras, sino que además se excederían en la competencia que les atribuye el art. 8 si pretendiesen proponer de manera limitativa las diversas soluciones que la Asamblea nacional podrá dar a la cuestión sometida a revisión (Esmein, Éléments, 7* ed., vol. II, p. 506; Pierre, op. cit., 4? ed., p. 21); semejantes proposiciones o limitaciones no podrían obligar a la Asamblea nacional, ya que las Cámaras no poseen en esta materia un derecho de verdadera y completa iniciativa, sino que sólo pueden fijar el programa de la revisión y no tienen por qué fijar el sentido de ésta. No obstante, no deben exagerarse las consecuencias del sistema del art. 8. Del hecho de que este texto excluya a las Cámaras del poder constituyente, ciertos autores deducen que sus declaraciones previas sobre la revisión deben limitarse a designar aquellos artículos o partes de artículos de las leyes constitucionales que someten al examen de la Asamblea nacional, y estos autores añaden que las Cámaras usurparían los poderes reservados a la Asamblea nacional si pretendiesen especificar además las cuestiones a propósito de las cuales se propone la revisión para los artículos así designados. Esta doctrina la desarrolla especialmente Duguit (Traite, vol. II, p. 526), el cual, en esta ocasión, critica la parte dispositiva de la resolución adoptada el 29 de julio de 1884 por el Senado a propósito de la futura revisión de los artículos 1 a 7 de la ley de 24 de febrero de 1875, en tanto que dicha resolución especificaba que había lugar a revisar estos artículos "en lo que se refiere a la cuestión de saber si habrán de ser o no retirados de las leyes constitucionales". Sostiene Duguit que, al precisar y restringir de esta manera el alcance de la revisión que autorizaba para los artículos 1 a 7, el Senado se excedía realmente en sus poderes. Pero esta crítica no tiene fundamento. En 1884, el Senado actuaba
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de un modo regular y conforme al sistema constituyente del art. 8, cuando especificaba el punto sobre el cual los textos anteriormente citados de la ley de 24 de febrero de 1875 se remitían a la Asamblea nacional. Sólo existía en ello, en efecto, por parte del Senado, una limitación de orden puramente negativo de la próxima revisión, y no una iniciativa constituyente positiva. El Senado no hacía sino formular una cuestión: las palabras "en lo que se refiere..." aclaraban el punto sobre el cual se introducía y permitía la revisión, pero no indicaban en qué sentido debía hacerse. Desde el momento en que corresponde a las Cámaras trazar el programa de la revisión, como se dijo antes, también entra en la naturaleza de sus poderes el precisar, no solamente los textos que quedarán comprendidos en el procedimiento de revisión, sino .también las cuestiones respecto de las cuales dichos textos serán sometidos a ese procedimiento. En este sentido conviene invocar de nuevo el argumento que ya se dedujo (p. 1255, supra) de la cláusula del art. 8 que prohibe, desde 1884, toda "propuesta de revisión" que tenga por objeto la forma republicana de gobierno. Los mismos términos en que se formula esa prohibición suponen que las propuestas de revisión presentadas al Parlamento y las resoluciones de las Cámaras que de ellas se derivan, determinan específicamente las cuestiones que constituirán el programa de la revisión. Si las resoluciones preliminares e introductivas de las Cámaras, como dicen algunos autores, sólo hubieran de referirse a números de artículos constitucionales por revisar, la disposición adicional y positiva que en 1884 se incorporó al art. 8 ya no podría explicarse. § 4. APRECIACIÓN DEL SISTEMA CONSTITUYENTE ESTABLECIDO POR LA CONSTITUCIÓN DE 1875 DESDE EL PUNTO DE VISTA DE SU CONCILIACIÓN CON EL PRINCIPIO DE LA SOBERANÍA NACIONAL 477. Después de haber expuesto el mecanismo constituyente instituido en 1875, hay que volver ahora a la cuestión formulada al principio-de estos estudios sobre la revisión (pp. 1179 ss., 1214 ss.), y queda por examinar si el sistema de revisión actual se conforma suficientemente con el principio general de la soberanía nacional. En ciertos aspectos parece que la Constitución de 1875, en esta materia, haya dado real y entera satisfacción a este principio. Por una parte, se dio cuenta de que, en el sistema francés de soberanía de la nación, no podía conferir la potestad constituyente a las Cámaras mismas, por lo que la otorgó a una Asamblea nacional que —como se ha visto— constituye un órgano distinto del cuerpo legislativo. Las Cámaras no son, pues, soberanas, sino que su potestad queda subordinada a una ley
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superior cuya modificación no depende de ellas. Por otra parte, la Asamblea nacional, órgano constituyente y superior, tampoco es soberana, pues no sólo no posee otro poder que el de efectuar la revisión, sino que tampoco puede revisar la Constitución más que dentro de los límites trazados y permitidos por las Cámaras. En estas condiciones, se ha dicho, ningún órgano posee el poder constituyente en su soberana plenitud, ni el Parlamento, que autoriza la revisión sin poder realizarla, ni la Asamblea nacional, que es dueña de realizarla, pero cuya iniciativa constituyente queda limitada por las declaraciones anteriores de las Cámaras (ver en este sentido Arnoult, op. cit., p. 319). Todo esto, en apariencia, se halla conforme con la idea de la soberanía nacional. En realidad falta mucho para que estas supuestas limitaciones sean eficaces, y la verdad es que, en el estado actual de las cosas, ni la potestad constituyente de la Asamblea nacional, ni la potestad legislativa de las Cámaras, se hallan sujetas a condiciones restrictivas que basten para hacer de ellas, jurídicamente, potestades esencialmente limitadas. 478. En cuanto a la Asamblea nacional, en primer lugar, las restricciones que el art. 8 establece a sus poderes carecen de eficacia, pues en el sistema de dicho texto existe un grave vacío. Es muy cierto que la Constitución de 1875 repudió la idea de las Constituyentes omnipotentes; al menos tuvo esa intención, y en este sentido el art. 8 subordinó la potestad constituyente de la Asamblea nacional al programa de revisión previamente dispuesto por las declaraciones separadas de las Cámaras. Sólo que el art. 8 no organiza medios prácticos que permitan retener a la Asamblea nacional dentro de los límites fijados por esas declaraciones, en el caso de que intentara sobrepasarlos, o que permitan obstaculizar sus decisiones e impedir la ejecución de las mismas, en el caso de que efectivamente hubiere sobrepasado sus poderes regulares. Esta es una observación que no sólo se invoca, como un argumento poderoso, por los partidarios del sistema de la potestad ilimitada de la Asamblea nacional (Duguit, Traite, vol. n, p. 531), sino a la cual tampoco los partidarios del sistema adverso pueden sustraerse (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. II, pp. 506 ss.; Lefebvre, op. cit., pp. 223 ss., 229 ss.).593 Por lo tanto, hay que reconocer que el art. 8 no llena su objeto, o que, por lo menos, no lo cumple con seguridad, pues no consigue imponer realmente
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A este último autor, en tal caso, no se le ocurre emplear otro recurso constitucional contra la Asamblea nacional que la disolución de la Cámara de Diputados y el llamamiento al país, lo que supone que las tentativas hechas en el Congreso con el fin de ir más allá del programa de la revisión emanarían especialmente de una mayoría constituida por diputados, y, además, que el Senado y el Gobierno estarían de acuerdo para oponerse a ella. Pero ya se reconocieron antes (pp. 1223 ss.) las razones que obstaculizan en este caso el empleo de la disolución.
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a la Asamblea nacional, una vez reunida, el respeto aJas limitaciones que pretende asignarle. Es verdad que se ha tratado de sostener que, si de hecho, al extralimitarse en sus poderes, la Asamblea nacional hubiera hecho extensiva la revisión a puntos diferentes de aquellos que se le habían sometido, habría un medio jurídico que podría aplicarse contra la ley de revisión hecha en esas condiciones anticonstitucionales. Ese medio consistiría, por parte del Presidente de la República, en negarse a promulgar dicha ley, o por lo menos, y a causa de que ninguno de los textos constitucionales de 1875 fija un plazo preciso para la promulgación de las leyes de revisión,594 el Presidente podría "retardar" (Esmein, loe. cit., p. 509)595 indefinidamente dicha promulgación. Pero esta tesis es inconciliable con el sistema general y el espíritu de la Constitución de 1875. Ya en las relaciones del Presidente con las Cámaras, y en lo que se refiere a las leyes ordinarias, la promulgación no constituye, para el jefe del Ejecutivo, un arma y una potestad destinadas a proporcionarle un medio de acción sobre la legislación o de resistencia contra el Parlamento; sino que ha sido concebida, en el derecho público actual, como una obligación ejecutiva que se impone estrictamente al Presidente y que debe ser cumplida por él en plazo breve (ver supra, p. 416). Con mayor razón, en sus relaciones con la Asamblea nacional, de ningún modo está capacitado el Presidente para apreciar la validez intrínseca de las leyes de revisión, y no sería concebible que pudiese hacer uso de su poder de promulgación para oponer a dichas leyes una resistencia, de cualquier naturaleza que fuere. El hecho de que la Constitución no haya fijado el tiempo en el que deben promulgarse no se puede interpretar en el sentido de que el Presidente esté autorizado para diferir la promulgación de las mismas bajo su libre apreciación; por el contrario, sólo puede significar una cosa, y es que dicha promulgación debe realizarse sin demora, es decir, lo más pronto posible (Duguit, Traite, vol. II, p. 532). Y en efecto, sería inútil conceder al jefe del Ejecutivo un plazo cualquiera, ya que tampoco
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El art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875, en efecto, sólo parece referirse a la promulgación de las leyes ordinarias; en este sentido se ha alegado especialmente que dicho texto le reserva al Presidente, durante los plazos de la promulgación, la faculta de pedir nueva deliberación; pero esta facultad es evidentemente inaplicable a las leyes de revisión (ver sobre este punto n. 3, p. 1229, supra). 595 La opinión de Esmein es combatida especialmente por Pierre, op. cit., suplemento, n9 506, el cual, a este respecto, deduce un argumento sobre todo de la fórmula del art. 7 de la ley constitucional de 16 de julio de 1875: "E l Presidente promulga las leyes dentro del mes siguiente a la remisión al Gobierno de la ley definitivamente adoptada", y que sostiene que esta fórmula, por ser general, tiene el valor de una declaración de principio, que lo mismo puede aplicarse a las leyes de revisión que a las leyes ordinarias. Pero en la nota anterior se ha visto que este argumento, sacado del art. 7, carece de fundamento.
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los constituyentes de 1875 quisieron concederle, en esta materia, el derecho de pedir una nueva deliberación.596 En el estado actual de la Constitución semejante solicitud sería imposible, a causa de que ya no afectaría a la Asamblea nacional, puesto que ésta debe disolverse inmediatamente después de terminar su labor, mediante la votación de la ley de revisión. En este momento, pues, sólo le queda al Presidente promulgar; y, por consiguiente también, hay que concluir que, a falta de algún medio constitucional que pueda servir para mantener a la Asamblea nacional dentro de los límites de sus poderes, el respeto de dicha Asamblea a los citados límites sólo depende, en suma, de su buena intención. Así lo reconoce también Esmein (loe. cit., p. 506) cuando dice que, en esta materia, "hay que remitirse a la conciencia de los miembros de la Asamblea". Pero, por ello, este autor se ve llevado a añadir que, en esas condiciones, las prescripciones limitativas del art. 8 carecen de verdadera "sanción jurídica". Es evidente, en efecto, que una limitación constitucional cuya observancia depende de la buena voluntad del órgano al que se impone no tiene valor jurídico propiamente dicho. Aquí, en particular, la limitación es tanto menos eficaz cuanto que en caso de duda o de discusión sobre el alcance de su aplicación y sobre sus efectos, corresponde naturalmente a la Asamblea nacional, como órgano constituyente, e incluso sólo a ella corresponde, resolver estas dudas por su propia interpretación, ya que ella sola, en principio, está calificada para interpretar los textos constitucionales. Así pues, todas estas observaciones, en definitiva, conducen a una misma conclusión: que la potestad de la Asamblea nacional no se halla limitada seriamente. Por lo demás, no cabe extrañarse de las imperfecciones que puede presentar la Constitución en este aspecto; éste es también un punto que indica muy acertadamente Esmein (loe. cit.). Hablando de las limitaciones que el art. 8 se propuso asignar al poder de revisión de la Asamblea nacional, dicho autor declara que "parece imposible encontrar una sanción directa y jurídica"; 597 y en este sentido
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Ver, sin embargo, lo que se dijo supra, p. 400, n. 28. En la sesión del 24 de febrero de 1875 se había propuesto añadirle al art. 8 una disposición según la cual el Presidente, en forma particular, habría tenido, durante un mes, el derecho de presentar a la Asamblea nacional una solicitud de nueva deliberación. Esta proposición fué rechazada. 597 Solamente en este sentido, Duguit (Traite, vol. I, pp. 529-530) encuentra fundamento para sostener que la disposición del art. 8 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875, que prohibe las revisiones que se refieren a la forma republicana de gobierno, no obliga a la Asamblea nacional (ver p. 1250, supra). No es que, en el pensamiento de los autores de la ley de revisión del 14 de agosto de 1884, esta prohibición, como pretende Duguit, estuviera dirigida a las Cámaras; había de aplicarse igualmente a la Asamblea nacional y obligarla, porque dicha Asamblea no puede hacer recaer la revisión sino sobre aquellos puntos y artículos señalados por las declaraciones previas de las Cámaras. Pero de hecho la Asamblea nacional no queda sujeta, porque la prohibición carece, jurídicamente de sanción.
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recuerda que ya la Constitución de 1791 (tít. Vil, art. 7), para hacer respetar las limitaciones que pretendía imponer a las asambleas futuras de revisión, no encontró otro medio práctico que el juramento, que era exigido por ella a sus miembros desde el principio de su reunión. Es que, en efecto, las Constituciones que se inspiran en el principio de la soberanía nacional y repudian el sistema de la soberanía del pueblo, no tienen el recurso de hacer intervenir, como autoridad superior a las asambleas constituyentes, al cuerpo de ciudadanos. Estas asambleas se convierten así, no sólo en el órgano supremo, sino también en un órgano cuya potestad, aunque la Constitución la declare limitada en principio, de hecho no podría ser estrictamente paralizada por medios jurídicos plenamente eficaces. 479. Bien pensado, sin embargo, no puede decirse que esta ausencia de limitación efectiva de la potestad constituyente de la asamblea de revisión sea contraria al principio de la soberanía nacional. Todo lo contrario; en definitiva, hay que reconocer que la independencia del órgano constituyente con respecto a un órgano constituido tal como las Cámaras no supone en sí sino la realización de esa separación del poder constituyente que —como se vio antes, pp. 1214 ss.— parece imponerse necesariamente en un régimen fundado en una idea de soberanía de la nación. En efecto, si el principio de la soberanía nacional se opone a que la asamblea de revisión posea y ejerza toda la potestad soberana, al menos se ha demostrado (n. 6, p. 1184) que este principio implica que el órgano constituyente se mantendrá, en cuanto al cumplimiento de la revisión y en cuanto a la fijación de su extensión, independiente de la voluntad de las legislaturas ordinarias. A decir verdad, la idea de la soberanía nacional no exige de modo absoluto sino una sola cosa: que las Constituyentes no puedan ejercer por sí mismas los poderes que están encargadas de instituir (ver p. 1219, supra); cumplida esta condición,598 la soberanía de la nación no excluye rigurosamente la posibilidad de que las Constituyentes queden investidas de un poder ilimitado de revisión, y por consiguiente,
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Dicha condición queda evidentemente cumplida en la Constitución de 1875. En lo que se refiere especialmente al poder legislativo, no sólo la Constitución de 1875 lo reservó exclusivamente a las Cámaras (ley de 25 de febrero de 1875, art. 1'), sino que también existiría prácticamente un medio de obstaculizar las usurpaciones de potestad legislativa por la Asamblea nacional. En efecto, el Presidente de la República no estaría obligado a promulgar las decisiones adoptadas por la asamblea de revisión a título de ley, e incluso debería abstenerse de ello (cf. supra, p. 418). Los términos mismos de la fórmula promulgatoria, que suponen "una ley aprobada por el Senado y la Cámara de Diputados" (decreto de 6 de abril de 1876), bastarían para probar que la promulgación presidencial no es susceptible de aplicarse a una ley que emane de la Asamblea nacional.
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podría sostenerse, desde este punto de vista, que actualmente no es extraño que la Asamblea nacional, de hecho, se encuentre situada por encima de las limitaciones que pretendieran imponerle previamente las Cámaras. En cambio, lo que parece difícil de aceptar, lo que parece hasta inconcebible con el concepto de la soberanía nacional, es el hecho de que, en el sistema de la Constitución de 1875, el cumplimiento de la revisión, así como su iniciación, depende, en suma, esencial y exclusivamente, del Parlamento mismo. Este es un resultado innegable de la actual organización constituyente. En un sentido se demostró antes (n9 475) que las Cámaras, consideradas como tales, no tienen parte en la potestad constituyente; en este aspecto, su papel se limita a promover la revisión. En realidad, sin embargo, son prácticamente dueñas del poder constituyente. La razón de ello es que la Asamblea nacional, por medio de la cual se realiza la revisión, está constituida por los mismos miembros de las asambleas parlamentarias. En este punto, la Constitución de 1875 no reprodujo la prudente medida que habían adoptado, con objeto de poner a salvo la idea de la soberanía nacional, las Constituciones de 1791 (tít. VII, art. 6), del año m (art. 345) y de 1848 (art. 111). Si bien estas Constituciones anteriores no consiguieron limitar absolutamente la potestad de las Constituciones venideras, si además — con excepción de la del año ni — no subordinaban a la voluntad y a la ratificación popular la labor de las asambleas de revisión, por lo menos exigían elecciones especiales y nuevas para la formación de dichas asambleas, y así establecían cierta distinción entre estas asambleas y las legislaturas ordinarias; por tanto mantenían también, en esta medida, una efectiva separación entre el poder legislativo y el poder constituyente. La Constitución de 1875 no siguió esos precedentes, sino que coloco el poder constituyente y el poder legislativo en las mismas manos; es el mismo personal parlamentario el que, adoptando formaciones diferentes (ver sin embargo la reserva indicada en la n. 5, pp. 1232 s.J, hace y revisa tanto la Constitución como las leyes. La Constitución actual se aleja esencialmente en esto del sistema de la separación del poder constituyente. Además, excluye la influencia inmediata, o hasta simplemente próxima, del cuerpo electoral sobre las revisiones a emprender. Se ha dicho que los electores están prevenidos: "deben saber —dice Duguit (Traite, vol. ii, p. 533)— que al nombrar diputados y senadores, nombran quizás a los miembros de una asamblea constituyente". Pero, en muchos casos, la cuestión de la revisión no queda formulada en el momento de las elecciones legislativas; en ese momento sólo existe un vago "tal vez", una lejana e incierta eventualidad que, actualmente, no interesa a los electores en un grado suficiente
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para que influya en su elección.599 La verdad es, pues, que la revisión, según la Constitución, podrá ser a veces resuelta y realizada fuera de toda intervención del cuerpo electoral, y con plena independencia frente a este último. Por ello, la potestad parlamentaria se encuentra notablemente acrecentada. Encestas condiciones, en fin, las limitaciones que el art. 8 de la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 introdujo en el ejercicio del poder de revisión no tienen mucho valor. Según el art. 8, la extensión de la competencia revisionista de la Asamblea nacional se determina estrictamente por las declaraciones anteriores de las Cámaras. Esta disposición podría tener un efecto realmente útil, como medio de limitación de la potestad de revisión, si la Asamblea nacional estuviera compuesta por nuevos elegidos, diferentes de los diputados y los senadores. Pero, como dicha Asamblea está constituida por el mismo personal que las Cámaras, el sistema de limitación del art. 8, en todo caso, sólo constituye una precaución poco eficaz, puesto que el cuidado de establecer los límites de la revisión se abandona a los mismos hombres que van a componer la Asamblea nacional y a quienes ha de imponerse la limitación. En suma, la limitación de referencia sólo puede tener un significado: trata simplemente de mantener la igualdad entre las dos Cámaras, excluyendo del programa de revisión propuesto a la Asamblea nacional los puntos sobre los cuales el Senado y la Cámara de Diputados no hayan conseguido ponerse de acuerdo. Si, por el contrario, existió acuerdo entre el Senado y la Cámara de Diputados, en este caso la voluntad revisionista del Parlamento llega a ser todopoderosa, ya que ninguna limitación ni ningún obstáculo pueden oponérseles desde fuera. Resulta de esto que la potestad constituyente, que, en principio, queda reservada por la Constitución de 1875 a la Asamblea nacional, se comunica en definitiva a las Cámaras mismas, ya que, por una parte, el programa y la amplitud de la revisión dependen directamente de sus voluntades y declaraciones previas, a condición únicamente de que éstas sean concordantes, puesto que, por otra parte, las mismas mayorías que proyectaron la revisión en las Cámaras se encontrarán de nuevo, para realizarla, en la Asamblea nacional, donde tienen la seguridad previa de hacer triunfar sus voluntades constituyentes. El Parlamento, que es el más poderoso de los órganos constituidos, es por lo tanto, al mismo tiempo,
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Al tiempo de la revisión de agosto de 1884, las últimas elecciones generales para la renovación de la Cámara de Diputados se remontaban al 21 de agosto-4 de septiembre de 1881; y las elecciones para la renovación trienal del Senado se remontaban al 8 de enero de 1882. En cuanto a la revisión de junio de 1879, las últimas elecciones que la precedieron databan de enero de 1879 para el Senado y de octubre de 1877 para la Cámara de Diputados.
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dueño del poder constituyente. Parece que con esto queda comprometida la soberanía nacional. 480. Es cierto, efectivamente, que, en el sistema de la Constitución de 1875, el Parlamento se encuentra en posesión de una potestad casi dimitada. Desde luego, su potestad legislativa presenta carácter absoluto y casi soberano. Esto se debe especialmente a la extrema brevedad de la Constitución y al hecho de que las leyes fundamentales de 1875, muy diferentes en esto de las Constituciones americanas, sólo regularon muy pocas cosas por sí mismas y dejaron a las Cámaras el cuidado y el poder de estatuir por vía legislativa sobre la mayor parte de las cuestiones que se refieren a la fijación del orden jurídico del Estado, incluso cuando esas cuestiones atañen a la organización y el funcionamiento de los poderes públicos. Es este un punto que ha sido frecuentemente señalado por los autores. Así, Larnaude ("Étude sur les garanties judiciaires contre les actes du pouvoir legislatif", Bulletin de la Société de législation comparée, 1902, p. 222) califica la potestad de las Cámaras, en materia de leyes, de "omnipotencia legislativa", y ve en esa omnipotencia parlamentaria una "regla" del derecho francés actual. Asimismo, Esmein (Éléments, 7? ed., vol. i, p. 598) resume, a este respecto, el sistema de la Constitución de 1875 diciendo que "no ha limitado la esfera de acción del legislador". No la ha limitado, en primer término, por lo que concierne a la delimitación de las materias que dependen del poder de reglamentación respectiva del cuerpo legislativo o del Ejecutivo; se vio, en efecto (núms. 201 ss.), que la esfera de la competencia reglamentaria ejercida a título ejecutivo por el Presidente de la República queda determinada, y tal vez ampliamente desarrollada, por los actos legislativos del Parlamento, el cual, a este respecto, desempeña, frente al Ejecutivo, el papel de una autoridad constituyente. Asimismo, la Constitución de 1875 no limitó el campo de acción del legislador en sus relaciones con el poder constituyente; o, por lo menos, no enunció en la forma constituyente más que un número muy reducido de reglas relativas a la organización de los poderes, y, por lo demás, no reservó a la potestad constituyente ni sustrajo a la competencia legislativa ninguna materia especial. En particular, guarda un completo silencio sobre la cuestión de los derechos o libertades individuales referentes a los ciudadanos, en sus relaciones con las autoridades constituidas; y, por consiguiente, dejó al legislador una potestad ilimitada en lo que concierne a la reglamentación extensiva o restrictiva de esos derechos. 481. La insuficiencia del derecho público francés respecto de este último punto ha sido frecuentemente señalada y criticada desde 1875. En efecto, es indiscutible que la limitación de la potestad legislativa por
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la Constitución, en lo que se refiere a los derechos individuales, y la separación, en este punto y en este sentido, del poder constituyente y el poder legislativo, constituyen la garantía principal de estos derechos y hasta aparecen como la condición esencial de su garantía (cf. Esmein, loe. cit., pp. 577 y 586). Aplicada al estatuto de libertad individual del ciudadano, la separación del poder constituyente proporciona el ejemplo típico y constituye el modo normal de la autolimitación del Estado: el Estado se limita frente a sus subditos, en tanto que determina, por su Constitución misma, las libres facultades aseguradas a cada uno de ellos y que se prohibe a sí mismo restringir la extensión de las mismas o modificar sus condiciones de ejercicio por cualquier vía que no sea una revisión constitucional; y esta autolimitación es especialmente importante cuando, como en Estados Unidos, la revisión sólo puede llevarse a efecto con el concurso y mediante la aprobación del mismo cuerpo de ciudadanos. En Francia, toda garantía de este género les falta actualmente a los particulares, al menos en contra del cuerpo legislativo (ver no 467, supra ). La Constitución de 1875, a este respecto, no subordinó la potestad legislativa a la potestad constituyente; puede decirse, en un sentido, que, en esta materia capital, erigió al Parlamento mismo en órgano constituyente y, lo que es más, en órgano todopoderoso. Entre los remedios propuestos para este estado de cosas, conviene recordar, ante todo, el que consistiría en consagrar en la Constitución misma los derechos individuales de los franceses, y en consagrarlos en el sentido de que se encontrarían "no solamente asegurados, sino precisados en su existencia, en sus contornos jurídicos y en sus condiciones de aplicación" (Saleilles, Bulletin de la Société de législation comparée, 1902, p. 246). La ventaja de esta determinación detallada de los derechos individuales y de sus condiciones de ejercicio sería proporcionar a estos derechos la precisión y el alcance jurídicos que les faltaron en las Declaraciones de la época revolucionaria (ver p. 1245, supra). Y entonces, se dijo, esta misma precisión permitiría introducir en Francia y hacer funcionar útilmente una institución que, hasta ahora, no hubiera podido encontrarse allí: la institución norteamericana de la comprobación por los tribunales de la constitucionalidad de las leyes. Admitir, en interés de los ciudadanos, que, ante los tribunales en general y ante una Corte suprema cualquiera,600 podrán invocar la inconstitucionalidad de la ley para sustraerse a su aplicación, constituiría, en el estado actual del
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En el citado estudio de Larnaude "sobre las garantías judiciales existentes en ciertos países en favor de los particulares contra los actos del poder legislativo" (loe. cit., pp. 222 ss.) y en el Tratado de Duguit (vol. I, pp. 156-157) se hallará la indicación de las diversas proposiciones que han sido hechas en este sentido, bien por los autores, bien en el Parlamento.
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derecho público francés, una innovación superflua y estéril, y esto, bien sea porque la Constitución de 1875 de ningún modo garantizó derechos intangibles a los particulares601 o bien porque la Declaración de 1789 —s i es verdad que continúa siempre vigente— sólo dio, de los derechos individuales que proclama, una fórmula filosófica y doctrinal, que jurídicamente es demasiado vaga para sujetar realmente al legislador o para proporcionar al juez una base práctica y precisa de apreciación de la constitucionalidad de las leyes desde dicho punto de vista.602 Por el contrario, si esos derechos estuviesen contenidos en el acto constitucional y si, además, estuviesen enumerados en el mismo en términos que fijaran exactamente y en detalle su consistencia, sus efectos y sus condiciones de ejercicio, el legislador no podría restringirlos ni modificarlos, bajo el pretexto de reglamentar su funcionamiento; y por consiguiente, podría empezarse a concebir que, con ocasión de los casos litigiosos que se les sometan, los tribunales estarían en adelante autorizados para descartar
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Ver especialmente sobre este punto las explicaciones decisivas de Larnaude, loe. cit., pp. 219 y 256. Entre otras cosas, dice este autor: "L a Constitución de 1875 no creyó deber reproducir las Declaraciones de derechos que, como un frontispicio, decoran la mayor parte de nuestras Constituciones anteriores. Por lo tanto, ocurrirá muy rara vez que un particular pueda oponer ante un tribunal la excepción de inconstitucionalidad; pues ¿cómo podría invocarse un derecho lesionado por una ley que hubiese violado la Constitución, cuando dicha Constitución sólo se ocupa de la organización y de las relaciones de los poderes públicos?" En estas condiciones, la cuestión de saber si los tribunales tienen el poder de comprobar la regularidad constitucional de las leyes con respecto a los derechos individuales "tiene hoy muy poco interés en Francia". Y en este punto Larnaude opone a la Constitución francesa las Constituciones particulares de los Estados Unidos, en las cuales el poder que tienen los tribunales de justicia para negarse a aplicar las leyes tachadas de inconstitucionalidad halla su "fundamento jurídico, esencialmente, en el carácter limitado de los poderes de la legislatura, poder limitado que es a su vez consecuencia necesaria de la existencia de una Constitución escrita hecha por el pueblo, único soberano dentro del Estado" (ibid., pp. 206 ss.); poder cuya limitación en Estados Unidos se deriva sobre todo del hecho de que el pueblo, de un modo también esencial, quiso reservarse en su Constitución los derechos y las facultades que sentía necesidad de hacer intangibles en contra de las legislaturas. En Suiza es de notarse que algunas Constituciones cantonales (la de Unterwald-Nidwald, de 2 de abril de 1877, art. 43, y la de Uri, de 6 de mayo de 1888, art. 51) reservan al ciudadano que se cree lesionado en sus derechos privados por una decisión legislativa emanada de la Landsgemeinde, la facultad de recurrir ante el juez contra dicha decisión; y sin embargo, el pueblo, cuya reunión constituye la Landsgemeinde, es el órgano supremo del cantón, y en él reside el poder constituyente mismo. 602 La Constitución de 1791 (tít. i) decía: "E l poder legislativo no podrá hacer ninguna ley que lesione y obstaculice el ejercicio de los derechos naturales y civiles contenidos en el presente título y garantizados por la Constitución." Mucho se la ha elogiado por ello (Duguit, UÉtat, vol. I, p. 274). Pero, por una parte, no establecía sanción para esta prohibición, y por otra parte, es evidente que correspondía al legislador regular libremente el ejercicio de esos derechos, sobre todo porque la Constitución misma, al igual que la Declaración de 1789, no precisó su extensión y su modo de funcionamiento.
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la aplicación de las leyes que desconocieran un derecho categóricamente asegurado por la Constitución a los ciudadanos.603
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En el estado actual del derecho constitucional francés, los tribunales no tienen por qué comprobar la constitucionalidad de las leyes, y por consiguiente no pueden declarar su inaplicabilidad» por causa de inconstitucionalidad, ni de modo general, ni a título particular en un caso litigioso. Salvo algunas raras disidencias (Jéze, "Controle des délibérations des Assemblées deliberantes", Revue genérale d'Administration, 1895, vol. [I, p. 411; Signorel, "Du controle judiciaire des actes du pouvoir législatif", Revue politique et parlementaire, vol. XL, pp. 526 ss.), los autores están de acuerdo en negar a los jueces dicho poder (Larnaude, loe. cit., pp. 218 ss.; Esmein, Éléments, V ed., vol. i, pp. 592 ss.; Hauriou, Précis, 6» ed., p. 320 n.; Duguit, Traite, vol. i, p. 158; ver sin embargo ibid., p. 168 y Manuel, 3» ed., p. 305). La jurisprudencia fué establecida en el mismo sentido por una célebre resolución de la Corte de casación de 11 de mayo de 1833. Esta incompetencia de los tribunales no debe atribuirse al principio de la separación de poderes, el cual, antes bien, implicaría la igualdad ante la Constitución de la autoridad judicial y el cuerpo legislativo, y, por consiguiente, el derecho para el juez de controlar la validez constitucional de las leyes (ver sobre este punto y en este sentido: Duguit, loe. cit., pp. 158-159; Larnaude, loe. cit., pp. 216-217, y Revue des idees, 1905, pp. 336 ss.). Proviene esencialmente de la desconfianza tradicional existente en Francia en contra de los tribunales. La tradición, en este sentido, se remonta al antiguo régimen, y se formó en el transcurso de las luchas entre la realeza y los parlamentos, con ocasión de las resistencias opuestas por éstos a las reformas reales. Con mayor razón, las asambleas revolucionarias habían de temer que los cuerpos judiciales opusieran resistencias a las reformas radicales que se operaron en esta época; y sobre todo, se inspiraron en la intención claramente establecida de negar a los jueces cualquier competencia que pudiese permitirles "desempeñar un papel político" (Esmein, loe. cit., p. 594) en el Estado. Por eso la ley de 16-24 de agosto de 1790 funda el principio de la estricta subordinación de la autoridad judicial frente al cuerpo legislativo especialmente y frente a las leyes decretadas por éste, especificando (tít. II, art. 10) que "los tribunales no podrán tomar directa o indirectamente ninguna parte en el ejercicio del poder legislativo, ni impedir o suspender la ejecución de los decretos del cuerpo legislativo, sancionados por el rey, bajo pena de prevaricación". Dicho texto prohibe a los jueces cualquier tentativa de comprobación o apreciación de las leyes que pudiese obstaculizar o sólo retardar su ejecución; y el motivo de esta prohibición es que ello supondría, por parte de los jueces, una invasión, al menos indirecta, de la potestad legislativa. Desde el momento en que la ley ha sido decretada por el cuerpo legislativo y el rey la ha promulgado, los tribunales no tienen más que aplicarla. Esta prohibición fué renovada en la Constitución de 1791, tít. m, cap. v, art. 3 y en la Constitución del año ni, art. 203. Hoy tiene su fundamento en el art. 127-1' del Código penal, que reproduce literalmente las ideas y las tendencias de la Revolución sobre este punto, diciendo: "Serán culpables de prevaricación y castigados con degradación cívica los jueces que se inmiscuyan en el ejercicio del poder legislativo, ya suprimiendo o suspendiendo la ejecución de una o más leyes, ya deliberando sobre si las leyes serán o no ejecutadas". Estos textos han fijado el derecho público francés en el sentido de que los jueces quedan excluidos de
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482. No cabría negar que una reforma constitucional realizada en el sentido que acaba de recordarse podría dar lugar a cierta limitación en la potestad del cuerpo legislativo y a una mejora correspondiente en el estatuto individual de los ciudadanos. En efecto, si la reglamentación de los derechos individuales estuviese establecida, aunque sólo fuera en sus principios esenciales, por textos constitucionales, evidente-mente las Cámaras ya no podrían modificar dichos
toda facultad de apreciación del valor de las leyes o para rehusar su aplicación por cualquier motivo, incluso por causa de inconstitucionalidad. Todo lo más, se ha dicho, los tribunales podrían examinar la regularidad constitucional de la ley desde el punto de vista formal; y algunos autores sostienen, en efecto, que el juez tendría fundamento para negarse a aplicar una ley, incluso .una ley promulgada regularmente, si esta ley no llenase las condiciones requeridas para la formación de los actos legislativos, por ejemplo, si no hubiera obtenido mayoría de votos en una u otra Cámara (Larnaude, Bulletin de la Société de législation comparée, 1902, p. 220; Saleilles, loe. cit., p. 244; Duguit, Trqfté, vol. i, p. 160, ver sin embargo Manuel, 3" ed., p. 306: Nézard, en la 7" ed. de los Éléments de Esmein, vol. I, p. 598, n. 94). La razón que se da de ello es, dícese, que la ley sólo se impone al juez en tanto que realmente existe; ahora bien, para esto es necesario que haya sido adoptada regularmente. Los tribunales tendrían, pues, por misión natural, al menos, asegurarse de la existencia constitucional de las leyes antes de verse obligados a aplicarlas. Pero esta última doctrina es a su vez discutible. No corresponde a los tribunales la tarea de comprobar la existencia de la ley; esta función ha sido confiada por la Constitución al jefe del Ejecutivo y constituye el objeto especial y la razón de ser esencial de la promulgación. Por la promulgación queda atestiguada la existencia de la ley, así como el texto de la misma se halla desde entonces autentificado. A consecuencia de esta solemnis edilio legis, ya no corresponde averiguar si la ley ha sido o no hecha regularmente en cuanto a la forma. El juez debe remitirse para esto a la promulgación en cuanto a la forma, lo mismo que está obligado a someterse a la voluntad del cuerpo legislativo en cuanto al fondo. Lo mismo que usurparía la potestad legislativa si llegara a discutir el valor intrínseco de la ley, invadiría la competencia reservada al Ejecutivo si se mezclara en el examen de la formación de la ley, una vez regularmente promulgada ésta. En este sentido y por estos motivos ha podido decirse que la promulgación cubre los vicios formales de la ley (ver supra, no 151). En suma, de estas observaciones se desprende que, en el sistema actual del derecho público francés, las limitaciones que la Constitución puede imponer a la potestad legislativa no tienen mucha eficacia, puesto que los tribunales no pueden sustraerse a la aplicación de las leyes tachadas de inconstitucionalidad y al Ejecutivo mismo sólo se le permite controlar la regularidad de la ley, a fin de promulgarla, en lo que concierne al procedimiento de su formación. Por ello dice Barthélemy (Revue du droit public, 1904, p. 209) que "el respeto a la Constitución no tiene más sanción que la buena voluntad legislativa". También desde este punto de vista la potestad legislativa de las Cámaras aparece como ilimitada. Hauriou, que, en su 6' ed. (loe. cit.), decía que la autoridad judicial no tiene derecho a apreciar la constitucionalidad de las leyes, adopta hoy una opinión contraria (10' ed., p. 892) : "E n los países anglosajones, los jueces tienen derecho a no aplicar una ley que juzgan inconstitucional. No vemos por qué no podría reconocerse este poder a los jueces franceses." En su deseo de fortalecer la potestad de la autoridad jurisdiccional, Hauriou llega incluso a sostener (eod. loe.; ver también una nota de este autor en Sirey, 1913. 3, 137) que corresponde a dicha autoridad establecer categorías entre las
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principios, o derogarlos, por la vía simplemente legislativa; se haría indispensable un procedimiento de revisión para toda modificación de ese género. Esto constituiría, al parecer, un resultado considerable. Y sin embargo, hay que reconocer que, en el estado presente del régimen constituyente establecido «n Francia, esta reforma se hallaría aún muy lejos de adquirir toda la eficacia y de realizar todas las ventajas que se creyó poder esperar de ella. La razón de ello ha sido señalada ya en diversas ocasiones en el transcurso de estos estudios (pp. 860 y 1266 s.); una vez más hay que recordarla aquí: se deduce del hecho de que la Asamblea nacional no es sino una reunión plenaria de los miembros ordinarios del Parlamento, tomando éstos simplemente una formación especial para la revisión. Por lo tanto, no serviría de mucho detallar en el acto constitucional ciertas reglas orgánicas o reglamentar en él las condiciones de ejercicio de determinadas facultades individuales, con objeto de colocarlas por encima del legislador ordinario y de sustraerlas a su competencia. Una limitación de este género es de gran utilidad en América, porque allí el poder constituyente queda reservado a Convenciones, netamente distintas —especialmente por su composición— de las legislaturas ordinarias, y porque, además, no puede presentarse ninguna enmienda a la Constitución sin el asentimiento del pueblo. Idéntica limitación sólo ofrecería un mediocre interés en Francia, donde la revisión se lleva a cabo soberanamente por una asamblea compuesta por el personal parlamentario y donde, por consiguiente, en el fondo depende de la pura voluntad de las mismas Cámaras. En el sistema constituyente vigente desde 1875, basta que, en cada una de las Cámaras, la mayoría quiera una reforma constitucional para que esta misma mayoría vuelva a encontrarse en la Asamblea nacional y realice allí la reforma proyectada. Lo que la mayoría parlamentaria no podría hacer en sesión ordinaria de las Cámaras, logrará hacerlo, sin dificultad real, en sesión plenaria de la Asamblea nacional. Por ejemplo, desde 1875 se ha discutido en diferentes ocasiones sobre si las Cámaras pueden ordenar que tal o cual ley actualmente deliberada por ellas o, de un modo general, todas las leyes venideras, para su perfección, deberán someterse a una votación popular por vía de referendum (Signorel, Étude de législation comparée sur le referendum législatif, pp. 171 ss.). Algunos partidarios del referendum han sostenido que las Cámaras tienen el poder de introducir ese modo de consulta por una sencilla ley, y esto, se ha dicho, por la simple razón de que ningún texto de la Constitución lo excluye; ahora bien, lo que no
leyes que emanan del cuerpo legislativo y distinguir, dentro de la labor de este último', leyes que serían "fundamentales" y otras que sólo serían "leyes ordinarias"; el objeto de esta distinción es ampliar la teoría de la inconstitucionalidad, por cuanto dependería de los jueces descartar a veces determinadas aplicaciones de las leyes ordinarias, si les pareciese que se hallaban en contradicción con las prescripciones superiores de las leyes fundamentales. Esta doctrina de Hauriou ya fué examinada anteriormente (pp. 319 s., n. 8) : allí se encontrará la exposición de las razones que se oponen a su adopción.
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está prohibido queda jurídicamente permitido. La mayor parte de los autores constitucionales, por el contrario, estiman, con razón, que las Cámaras no pueden ordenar regularmente semejante medida. En efecto, la Constitución especificó, en el art. I9 de la ley de 25 de febrero de 1875, que el poder legislativo se ejerce por las dos asambleas formando el Parlamento, lo que excluye la posibilidad de hacerlo ejercer, a título de ratificación posterior o incluso de simple consulta previa, por el cuerpo de ciudadanos604 (Esmein, Éléments, 7ª ed., vol. I, pp. 443444; Duguit, Traite, vol. i, p. 334). Para introducir el referendum, ya en un caso particular, ya como procedimiento general de legislación, habría que recurrir, pues, a una revisión constitucional. Pero esta controversia, prácticamente al menos, sólo tiene un interés restringido. Pues si en una y otra Cámara llegara a constituirse una mayoría en favor del referendum, esta mayoría conseguiría fácilmente sus fines: sólo tendría que adoptar, en Asamblea nacional, la medida de consulta popular que la Constitución no le permite establecer por medio de una simple ley. 483. Las mismas observaciones deben hacerse extensivas a la cuestión de la garantía de los derechos individuales. Incluso si esos derechos se hallaren inscritos y precisados, desde el punto de vista de sus condiciones de ejercicio, en la Constitución, y aunque los tribunales recibiesen el poder de rechazar la aplicación de las leyes que hubieran vulnerado las disposiciones constitucionales que regulan el estatuto individual, la garantía que resultaría de esas medidas de protección en beneficio de los particulares sería relativamente débil y precaria, puesto que la mayoría parlamentaria conservaría siempre la facultad de modificar, mediante una revisión, las libertades constitucionales a las que no pudiese aportar restricciones con un simple acto legislativo. Indudablemente, en semejante estado de cosas los ciudadanos hallarían cierta garantía resultante del hecho de que un procedimiento de revisión es más complejo que un procedimiento legislativo; también es más solemne y atrae más la atención pública; y, por consiguiente, hay probabilidades de que se emprenda menos frecuente y fácilmente. No por ello es menos cierto que
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Conviene oponer la misma objeción a Borgeaud, quien pretende (op. cit., p. 306) que, en el caso de que las Cámaras decidan que ha lugar a emprender una revisión, pueden prescribir legitimamente que "la labor de revisión de la Asamblea nacional se someterá a la sanción del cuerpo electoral". Alega este autor que, en este sentido, si bien ninguna disposición de la Constitución actual previo una medida de este género, tampoco hay nada que la prohiba. Debe responderse a este argumento que el art. 8 de la ley de 25 de febrero de 1875, al atribuir especialmente el poder constituyente a un órgano cuya composición y naturaleza precisa, excluyó implícitamente por ello la posibilidad de que interviniese en la obra de revisión cualquier órgano distinto del designado por dicho texto. Unicamente la Asamblea nacional podría modificar en este punto el régimen constituyente actualmente en vigor.
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una mayoría parlamentaria claramente decidida se emanciparía sin gran trabajo de estos mediocres obstáculos; conseguiría seguramente anular o dejar sin efecto, de este modo, las tentativas de resistencia de los tribunales, y éstos, por lo tanto, por muy altos y fuertemente organizados que se les suponga, llegarían rápidamente a darse cuenta de su falta de verdadera autoridad frente a la voluntad soberana del Parlamento; así pues, los ciudadanos no podrían contar con una seria protección por parte de éstos en contra de los excesos de poder del cuerpo legislativo. Todos estos puntos fueron claramente puestos de manifiesto por Larnaude en el curso de su estudio sobre las garantías judiciales que en Estados Unidos existen contra los actos inconstitucionales de las legislaturas (loe. cit., pp. 224 ss., 256-257). Dicho autor demuestra efectivamente que los esfuerzos que pudieran emprenderse en Francia con objeto de desarrollar el contenido de la Constitución y de fortificarla por medio de la regla norteamericana de la comprobación judicial de la constitucionalidad de las leyes, serían inútiles, considerando que el personal parlamentario, desde 1875, es dueño efectivo de la revisión. Y nada puede revelar mejor la ilimitada extensión de la potestad que corresponde actualmente a las Cámaras francesas cuando se hallan de acuerdo. Larnaude declara inclusive que hay "imposibilidad para establecer igual regla en Francia" (loe. cit., p. 215; ver también el estudio de dicho autor sobre "La séparation des pouvoirs et la justice en France et aux États-Unis", Revue des idees, 1905, pp. 336 ss.). En efecto, la verdad es que, para alcanzar la limitación de la potestad de las Cámaras por su subordinación efectiva a la Constitución mediante el control de los tribunales en general o de una corte de justicia cualquiera, sería previamente necesario alterar todo el sistema constitucional de 1875 y cambiar ese sistema en su misma base, lo que supone la ausencia casi completa de limitación de la potestad del Parlamento. 484. En resumen, parece obligado reconocer que, bajo el imperio de la Constitución de 1875, el Parlamento es, no solamente órgano supremo, sino también, y propiamente hablando, órgano soberano (ver en este sentido Larnaude, Revue des idees, 1905, p. 339). Por una parte, tiene en sus manos el poder constituyente: sólo él puede autorizar la revisión, y una vez iniciada ésta, se realiza, si no por las Cámaras mismas, al menos por sus miembros, por las respectivas mayorías reunidas mediante su congreso en una mayoría única y todopoderosa.605 Parece que en todo esto la Constitución francesa desconoció el principio inicial de la soberanía nacional,
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Los autores extranjeros no vacilan al decir, en estas condiciones, que en Francia "el poder constituyente corresponde exclusivamente al Parlamento" (Jellinek, op. cit., ed. francesa, vol. n, p. 195). Algunos autores franceses han reprochado a la Constitución de 1875 que haya substituido la soberanía nacional por la soberanía parlamentaria.
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como también abandonó la verdadera separación del poder constituyente y los poderes constituidos. Porque la idea de la soberanía nacional implica dos cosas, que por cierto se relacionan íntimamente entre sí. Implica en primer lugar que el Parlamento no puede hacer por sí mismo la Constitución que ha de regirlo: no puede conferirse a sí mismo su potestad (ver pp. 1214 ss., supra). Los hombres de la Revolución lo comprendieron bien, al comienzo de la era moderna del derecho público francés, por lo que sus doctrinas constitucionales, como la de Sieyés, e igualmente sus Constituciones, como las de 1791 y del año HI, fundaron la distinción entre el poder constituyente y el poder legislativo, y, al menos, para el cumplimiento de la revisión, exigían la intervención de constituyentes distintas de las legislaturas corrientes. La idea de la soberanía nacional implica en segundo lugar que el Parlamento, dominado por una autoridad superior, se hallará también limitado por ésta; en otros términos, quiere que la Constitución contenga reglas que determinen y limiten la potestad de las asambleas constituidas. Ahora bien, se observó anteriormente que las leyes de 1875 no contienen reglas de esta naturaleza, y por otra parte, si las contuvieran, dependería aún de los miembros de las Cámaras, reunidos a dicho efecto en Asamblea nacional, es decir, en suma, de la voluntad parlamentaria misma, cambiarlas y prescindir de ellas. Hoy el verdadero órgano constituyente es el Parlamento. Su poder sólo puede modificarse por iniciativa suya y con su consentimiento; y además, sólo de él depende extender dicho poder de un modo ilimitado. ¿No habrá fundamento para concluir de esto que el principio de la soberanía nacional no recibe ya en Francia su aplicación verdadera e íntegra? Por otro lado, el pueblo francés y el Estado mismo ¿no se hallan expuestos así al peligro político que ya señalaba Montesquieu, al decir (Espirit des lois, lib. xi, cap. vi): "Si no existe algo que detenga las actividades del cuerpo legislativo, éste será despótico, pues, como podrá concederse todo el poder que pueda imaginar, anulará todas las demás potestades"? Finalmente, ¿cómo conciliar esta exorbitante potestad del Parlamento con los principios y tendencias de la democracia? "La República francesa —dice Borgeaud (op. cit., p. 408)— es el único Estado democrático de Europa cuya Constitución puede transformarse legalmente sin apelar al país" (cf. n. 7, p. 1267, supra). ¿Cómo comprender, desde este punto de vista, que los mismos hombres que componen las Cámaras puedan, en un momento dado, y por su propia y sola iniciativa, transformarse en autoridad constituyente, y que además sean admitidos, una vez hecha la revisión, a ejercer libremente toda la potestad que así se habrán otorgado soberanamente? En lo que se refiere a la soberanía nacional, con frecuencia se ha
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tratado de sostener que no es lesionada por el sistema actual, que abandona el poder constituyente a los miembros de las Cámaras, teniendo en cuenta, dícese, que éstos no poseen, como diputados o senadores, sino una función o potestad esencialmente temporal y momentánea. Hauriou, particularmente (La souveraineté nationale, p. 115), insistió sobre este punto. "Los'hombres que constituyen los órganos de gobierno son —dice— eminentemente intercambiables y renovables... Las funciones gubernamentales sólo se confían a un mismo individuo por un lapso de tiempo muy corto." La brevedad de la función se presenta así por dicho autor como un elemento importante del régimen de la soberanía nacional (cf. p. 861, supra). Pero puede contestarse que, si bien los hombres pasan, el espíritu que los anima persiste y se perpetúa en el transcurso de las sucesivas legislaturas. El hecho de que la Constitución no haya limitado la potestad parlamentaria sólo puede originar en el personal que compone las Cámaras, aunque éste cambie, un sentimiento muy absoluto de su potestad, lo que no armoniza precisamente con la idea de la soberanía de la nación. Por otra parte, y por breve que sea la función, siempre subsiste el hecho de que la Constitución dejó a los miembros del Parlamento la posibilidad jurídica de modificar, ya su estatuto particular o la extensión de la competencia de las asambleas elegidas, ya de modo general la organización de los poderes, mediante peticiones constituyentes y hasta simplemente legislativas, de las que ellos mismos, de improviso, tomarán la iniciativa, durante el período de la legislatura, y que se refieran tal vez a puntos que las últimas elecciones generales de ningún modo habían previsto ni sometido a discusión. En este aspecto hay que convenir en que la potestad de los elegidos tiene carácter de verdadera soberanía; y en esta medida parece que existe el derecho de afirmar que el pueblo francés está sometido a un régimen oligárquico. No bastando por sí sola la brevedad de las funciones de los miembros del Parlamento para modificar la potestad suprema de las Cámaras, resulta, pues, principalmente que los diputados y los senadores provienen de la elección y que sólo pueden conservar su función por medio de reelecciones periódicas, y ésta es, con el sistema bicameral, la única limitación verdadera y efectiva de los poderes parlamentarios, así como dicho modo de nombramiento y de renovación del órgano supremo constituye actualmente, en Francia, la única institución y garantía propiamente dicha por la que se halla salvaguardada y asegurada la soberanía nacional. En efecto, puede decirse que, en lo que concierne a la aplicación y el mantenimiento del principio de la soberanía de la nación, todo el régimen constitucional de 1875 se basa en la confianza que se depositó, entonces y desde entonces, en la virtud especial del sistema electivo.
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En este sentido cabe observar, por una parte y desde el punto de vista político, que el pueblo francés, en su conjunto, y hasta ahora, no ha aspirado a gobernarse directamente por sí mismo; no estaba inclinado a ello naturalmente; sintió las dificultades y los inconvenientes que podría presentar para Francia la democracia directa, sobre todo a causa de la situación internacional que crearon los acontecimientos de 1870. Se acomodó, pues, y se contentó con el gobierno representantivo. El punto esencial al que sus tendencias igualitarias lo ligaban más fuertemente era que ningún ciudadano pudiese elevarse al poder en virtud de un privilegio o mantenerse en él por razón de un derecho adquirido. En el régimen que hace depender de la elección el reclutamiento de los gobernantes, estas tendencias igualitarias encontraron suficiente satisfacción. Por lo demás, el pueblo francés se tuvo por satisfecho con la certeza de que, gracias a su poder de reelección, no podrían gobernar de un modo durable o total606 606
Se ha puesto de moda, en la literatura actual del derecho público, tratar de mitigar el principio de autoridad estatal inherente al régimen llamado representativo, intentando demostrar que los ciudadanos, considerados individualmente o en cuerpo, tienen una verdadera participación activa en la potestad que ejercen los gobernantes o agentes del Estado. Por ello, los autores administrativos se refieren a la colaboración de los administrados en la acción administrativa; igualmente, algunos constitucionalistas presentan la obra legislativa como la resultante compleja de la actividad del órgano legislativo, por una parte, y de la adhesión o adaptación del conjunto de los gobernados, por otra. Esta última manera de ver fué expuesta y« sostenida, en forma estrictamente jurídica, especialmente por Hauriou (La souveraineté nationale, pp. 116 ss.), que define el cometido respectivo del legislador y los gobernados, en el régimen representativo actual, como una "gestión de negocios" por parte del órgano legislativo y como una "ratificación por la voluntad general" de parte del país. Pero estas doctrinas sólo se fundan en ideas vagas, que responden a puntos de vista discutibles. Desde luego, si se quiere significar que la ley decretada por la autoridad competente, desde el punto de vista social y político, no es viable y no podrá ponerse completamente en ejecución, en la práctica, sino mientras se adapte, de manera oportuna, a las circunstancias y a las necesidades para cuyo objeto fué dictada, es una verdad indiscutible, verdad elemental, por lo demás, y que no podría considerarse como una novedad. Pero no debe sacarse de aquí la conclusión, desde el punto de vista jurídico, de que la organización constitucional actualmente establecida en Francia concede al pueblo un poder de ratificación sobre sus leyes. El mismo Hauriou se ve obligado a reconocerlo: cualesquiera que sean los medios de control de que hoy dispone el país con respecto a los actos de los gobernantes, y en particular del Parlamento, y cualquiera que sea también la influencia que el cuerpo electoral tiene sobre sus elegidos en el régimen representativo reformado de la época presente, "no hay que creer —dice dicho autor (loe. cit., p. 119) — que se pida a la voluntad general una adhesión formal y explícita"; y el motivo de no creerlo es que "una ratificación formal no puede ser recogida sin una organización" (ibid.); ahora bien, el derecho público francés no contiene organización alguna a dicho efecto. Según la Constitución, el cuerpo de ciudadanos no tiene sobre la legislación más medio jurídico de acción que el que resulta de su potestad electoral, que le permite, al expirar las legislaturas, no renovar los poderes de los legisladores anteriores. Y desde luego, este medio de acción tiene una eficacia relativamente considerable, en el sentido de que, si una de las leyes adoptadas en el transcurso de la última legislatura ha ofendido gravemente o ha dejado descontenta a la opinión pública, los electores podrán nombrar otros diputados, que modificarán la ley impopular. Sólo que, como el sufragio es indivisible, los electores no podrán señalar con su voto su aprobación o desaprobación con respecto a cada una de las leyes dictadas desde las últimas elecciones. Así pues, las elecciones
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en contra de su voluntad607 ni el Parlamento ni ninguna otra autoridad pública. Por otra parte y desde el punto de vista jurídico, la Constitución francesa parte de la idea de que la extensión dada a la potestad del Parlamento, por considerable que sea, no entraña la absorción, por éste, de la soberanía nacional. Aquí no se produce una apropiación de soberanía, como es el caso en provecho del jefe del Estado en el sistema monárquico, o en provecho de una clase privilegiada en el sistema de las Cámaras
actuales no pueden considerarse, de hecho ni de derecho, como una ratificación íntegra de la obra de la legislatura anterior. El hecho de que los electores reelijan a sus diputados no significa ni con mucho que aprueben todo lo que éstos pudieran hacer anteriormente; se explica muy a menudo a causa de que los electores, al no poder escindir su voto, se ven obligados a contentarse con elegidos que representan aproximadamente y en conjunto sus principales tendencias políticas, aun cuando en muchos puntos la comunidad de opiniones está muy lejos de existir realmente. En estas condiciones no es posible admitir que el régimen de las elecciones y reelecciones constituya una organización destinada a hacer depender jurídicamente la legislación de la ratificación propiamente dicha de la voluntad general. Lo cierto es que este régimen simplemente proporciona un elemento de limitación de la potestad del Parlamento, en el sentido de que excluye a éste de la posibilidad de desconocer la voluntad del cuerpo electoral por completo y por tiempo mayor que el de duración de una legislatura. No es necesario hacer notar que entre la idea de limitación y la de ratificación existe gran distancia. Asimismo, y contrariamente a las sugestiones de Hauriou (eod. loe.), no se puede establecer ninguna aproximación entre el sistema electoral del derecho francés y una institución como el referendum, desde el punto de vista de la participación del pueblo en la potestad legislativa. La característica del referendum es que proporciona a los ciudadanos la facultad de dar a conocer su opinión, no sólo de una manera indivisible y vaga sobre la obra global de la legislatura que expira o sobre la orientación general del programa que seguirá la legislatura por elegir, sino de manera precisa y concreta sobre una cuestión especial y actual o sobre una ley determinada. No hay más que un caso en el que las elecciones generales sean comparables a un referendum: cuando se verifiquen después de la disolución ocasionada por un conflicto o por vacilaciones sobre una cuestión determinada; en este caso, las elecciones se hacen especialmente sobre esta cuestión misma, y entonces resulta cierto que el cuerpo electoral se halla directamente asociado a la potestad legislativa o gubernamental. Cf. n. 18, p. 1028, supra. 607 Existe aquí algo análogo a lo que se ha observado ya antes (no 228) en las relaciones entre las Cámaras y el Ejecutivo, en lo que se refiere a las iniciativas que puede tomar este último. A propósito de los reglamentos presidenciales, por ejemplo, se vio que el Ejecutivo ejerce su potestad con una amplia libertad de acción, que llega incluso más allá de la medida íegular de sus poderes de ejecución de las leyes. Las Cámaras dejan hacer, bien porque encuentran en ello un alivio a su propia tarea, bien porque comprenden que esta especie de reglamentación puede ser en ciertos casos más ventajosa que una reglamentación legislativa, bien sobre todo porque saben que siempre les sería fácil detener semejantes iniciativas o modificar sus efectos si los juzgaran inoportunos o si desaprobaran las medidas tomadas por vía de decreto presidencial.
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altas reservadas a una casta especial. La apropiación se evita no sólo porque la función parlamentaria es pasajera y efímera, sino también y sobre todo porque es electiva y está subordinada a reelecciones. La nación es dueña de sus leyes fundamentales u ordinarias y de sus orientaciones gubernamentales, no ya sólo porque sus diputados no se hallan en el poder más que temporalmente •—pues durante ese tiempo su potestad es ilimitada—, sino, ante todo, porque conserva de continuo sobre ellos el medio de influencia y de limitación que resulta del hecho de que podrá, en las próximas elecciones, substituirlos por nuevos diputados mediante el órgano de su cuerpo electoral; cuerpo electoral cuyo ascendiente se halla así asegurado, más aún por la potestad que le queda reservada sobre las elecciones venideras que por la que haya podido ejercer anteriormente en el nombramiento de los elegidos actualmente en funciones. A este respecto cabe hacer notar una apreciable diferencia entre las opiniones de la época revolucionaria y las que predominan hoy. Para realizar su concepto de la soberanía nacional, los primeros constituyentes no sólo se apegaron a la idea de que la función de diputado debía ser breve (ver n. 28, p. 1052, supra), sino que, además, decidieron, con ese mismo designio, que los miembros del cuerpo legislativo, nombrados por dos años, no serían reelegibles sino una sola vez; así pues, las precauciones tomadas para salvaguardar los derechos soberanos de la nación se volvían, en dicha época, contra el cuerpo electoral, puesto que las trabas puestas a las reelecciones futuras conducían, en suma, a fortalecer la independencia de los elegidos con respecto a los electores. El crecimiento posterior de la fuerza política del cuerpo de ciudadanos determinó, en el derecho público actual, la formación de tendencias diferentes. Hoy, inspirándose en esto en el espíritu del régimen parlamentario, la Constitución francesa se coloca en el punto de vista de que la potestad de los elegidos halla su límite en la potestad de los electores, y lejos de hacerlos irreelegibles, tiene en cuenta las futuras votaciones, pensando que los miembros del Parlamento, órgano supremo y órgano dotado de una potestad cuasisoberana, se verán constantemente retenidos e influidos por la preocupación de su próxima reelección. Las elecciones más recientes sacan la mayor parte de su valor limitativo del hecho de que pronto habrán de repetirse. Así pues, la Constitución trata de mantener la soberanía nacional, no ya simplemente mediante la brevedad de una función no renovable, sino más bien por una combinación tendiente a colocar al personal parlamentario bajo la dependencia del cuerpo electoral. En este sistema, la voluntad nacional no se reduce exclusivamente a la voluntad del Parlamento, sino que es distinta de ella, en tanto que el cuerpo de electores no sólo es llamado a hacer oír periódicamente su voz en forma de nuevas elecciones y a hacer conocer de este
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modo su parecer sobre la labor de sus elegidos, sino también a ejercer de manera permanente, sobre éstos, su influencia durante el transcurso de su función pasajera. En este sentido especialmente se pudo decir antes (p. 862) que el derecho constitucional actual establece, entre el cuerpo electoral y el Parlamento, cierto reparto y equilibrio de potestad, sin que ni uno ni otro de ambos órganos llegue a ser, por sí solo y propiamente hablando, el soberano. El régimen de las elecciones y reelecciones periódicas, fortalecido mediante las instituciones de publicidad que, en el parlamentarismo moderno, tienden a asegurar el control continuo de los electores sobre los elegidos, proporciona, pues, una cierta y auténtica garantía de limitación de la potestad suprema del Parlamento. ¿Significa esto que la garantía sea perfecta? Su valor depende, ante todo, de la cultura y también de la conciencia política del cuerpo de ciudadanos. La garantía es, pues, variable y totalmente relativa; y a este respecto tal vez haya que reconocer, en definitiva, que, según la frase de Rousseau, la aplicación perfecta y la realización completa de la soberanía nacional exigirían también "un pueblo de dioses" (Contrat social, lib. m, cap. iv). Pero, dícese, fuera de las medidas o precauciones de orden orgánico y constitucional, existen también otras garantías de limitación de la potestad parlamentaria. "E l legislador —afirma Duguit (Traite, vol. I, p. 154) — está en todo limitado por un derecho superior a él. Incluso en Inglaterra, donde la omnipotencia del Parlamento se considera como un principio esencial, hay ciertas reglas superiores que la conciencia misma del pueblo inglés se niega a consentir que el Parlamento viole." Esto es muy cierto. Pero ya no se trata de garantías de orden jurídico, ni su estudio depende de la ciencia del derecho. Sin embargo, sería un error despreciarlas. Bien pesado todo, en materia constitucional, así como en otras muchas partes de la ciencia jurídica, hay que acabar reconociendo que no es sólo el derecho —en el sentido preciso y positivo de esta palabra— el que dirige todas las cosas en las relaciones recíprocas de los hombres o de los pueblos. Sus posibilidades y sus medios de acción son limitados. Las prescripciones o instituciones que lo constituyen no podrían bastar a preverlo todo, a ordenarlo todo, a impedirlo todo. Estas prescripciones pueden imprimir a ciertos preceptos de orden moral o a determinados postulados de orden social el carácter y la autoridad especial de reglas de derecho, en tanto que les confieren la fuerza y la virtud positivas que resultan de la estructura, de la armadura y de las sanciones, propias de las instituciones jurídicas; en cuanto a lo demás, hay que contar menos con el derecho mismo que con el valor intelectual
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y moral de los hombres que concurren a formar cada nación. 608 Y por otra parte, con las reglas de legislación positiva, por lo que se refiere a las naciones, ocurre como con las reglas de higiene en lo que concierne a los individuos: unas y otras sólo producen útilmente su efecto mientras se aplican a un cuerpo, social o humano, debidamente sano y equilibrado. Si el derecho propiamente dicho sólo puede nacer y realizarse mediante la intervención y con la ayuda de la potestad pública, su eficacia depende de condiciones morales y sociales previas, cuyo cumplimiento puede favorecer y mejorar el Estado por todos los medios de que dispone, haciendo que sea más completo y perfecto, pero a la ausencia de las cuales el hecho material de su potestad no puede suplir por sí solo. Estas conclusiones no pueden aspirar a la originalidad por triviales que puedan parecer; sin embargo, son la expresión de verdades profundas, que el jurista no debe perder de vista, a menos que quiera verse expuesto al error capital y a las decepciones de que son víctimas quienes piden al orden jurídico y esperan de él más beneficios de los que el derecho, sus instituciones y sus reglas son capaces de procurar por su sola y propia virtud.
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Siempre llega un momento en que el derecho es incapaz de asegurar por s! solo el bien de la comunidad y de sus miembros y en que la legislación positiva, al sentir que se acaba su poder, para conseguir sus fines tiene que recurrir a las leyes de orden moral y a la cultura moral de los ciudadanos. Por ejemplo, cuando la Constitución trata de obtener que las autoridades estatales sólo usen su potestad orgánica en interés general y nacional, puede poner en práctica, con este objeto, determinados medios jurídicos tales como los que consisten en prohibir el mandato imperativo o hacer al elegido irrevocable con respecto a sus electores. Estas precauciones, por útUes que sean, no pueden impedir por completo que los electores, al nombrar a sus diputados, o los elegidos, en el momento de tomar las decisiones, sacrifiquen los intereses superiores que tienen a su cargo ante opiniones de interés particular. La influencia del derecho, comparada con la de la moral, es, en definitiva, modesta. Estas verdades han sido repetidas tantas veces que parece pueril recordarlas. Sin embargo, hay que repetirlas, puesto que todavía hoy subsisten tantas dudas respecto a la distinción precisa que debe establecerse entre la regla de derecho y la regla de moral. La frase, que ya se ha hecho proverbial, "Quid leges sine moribus?" implica, sin embargo, en forma indudable, no sólo que el derecho es ineficaz si no lo secunda la moral, sino también que ambas clases de reglas son de naturaleza muy diferente. El derecho consiste en prescripciones susceptibles de ser ejecutadas por medios coercitivos; esto significa a la vez su superioridad y su debilidad, pues si su sanción coercitiva le dota de una fuerza particular, por el mismo motivo sólo es capaz de regir las acciones externas de los individuos. La moral se impone en el fuero interno y domina hasta los móviles de los actos humanos. Por eso, el derecho casi no puede actuar más que en la superficie; sólo asegura el orden formal y externo. Su concurso es ciertamente indispensable para la realización de muchos de los fines sociales, pero por sí solo no basta a asegurar esta realización plena y entera.
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INDICES
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INDICE DE MATERIAS Acto administrativo: su fuerza formal, 446; su subordinación a las leyes, 447 ss., 466 ss., 473 ss., 486; su diferencia del acto de gobierno, 481 ss., 486 ss.; según que implique decisión o disposición, 470 ss.; recursos contra él, 448 ss., 470 ss., 527; prohibición de su conocimiento por los tribunales judiciales, 349 ss. Acto jurisdiccional: su comparación con el acto legislativo, 675 ss., 680 ss.; id. con el acto administrativo, 690 ss., 694, 736 n. 32; sus signos distintivos, 714-715, 727 ss.; su fuerza formal, 713-714, 736-737. Acto legislativo: su diferencia de la regla legislativa, 267-269; ausencia de recurso contra él, 208, 214, 216 ss., 283, 349 s. Actos de gobierno: su diferencia de los actos de administración, 480 ss.; su fundamento, 482 s., 487 s.; su carácter ejecutivo, 487 s., 497 ss.; su subordinación a las leyes, 490 ss., 495-496; escapan a la necesidad de autorizaciones legislativas, 483 s., 487 ss.; límites de la facultad de realizarlos, 486 ss.; ausencia de vía jurisdiccional contra ellos, 486, 499501. Actos de poder y actos de gestión, 191 n. 1. Administración: su esfera material, 279, 289, 293, 309, 337 ss., 342 s., 435 ss.. 438 s., 446, 460-461; ilimitada extensión de su esfera, 442 ss., 534 ss.; su diferencia del gobierno, vid. Funciones del Estado; su diferencia de la jurisdicción, 684 ss., 690 ss., 694 ss., 706, 711-712, 715, 726 ss., 734 ss.
Administradores: no son representantes, 937, 979 ss.; no tienen el carácter de órganos, 1083 ss. Adopción de la ley por las Cámaras, 356, 418-419; mandato contenido en el acto de adopción, 364 ss., 383 ss., 389-390, 393-394, 410-411. Adopción de las leyes por el pueblo (Constitución de 1793), 375 n. 15. Alcalde: órgano del municipio, 177 ss.; agente del Estado, 178-179. Alsacia-Lorena, 25 n. 5, 107 n. 7, 127 n. 25, 163, 167. Alta Corte de Justicia, 716 ti. 23, 736 n. 32. Anexión, 25 n. 5. Asamblea nacional: órgano de revisión, 1220-1221; no es una reunión de las dos Cámaras, sino de sus miembros, 1223 ss.; no está sujeta a disolución, 1223-1224, 1230; carácter en que la integran y participan en ella los diputados y senadores, 1231 ss.; en cuanto órgano de revisión, sólo posee competencia constituyente, 12331234, 1247, 1265 re. 6; sus poderes revisionistas están limitados por las resoluciones previas de las Cámaras 1247 ss., 1254 ss.; las limitaciones impuestas a su potestad revisionista carecen de sanción, 1262 ss.
6 Austria, 166 n. 12, 352 re. 28, 562 re. 24.
Balanza de poderes (teoría de la), 747 748.
Comprobación de la constitucionalidad de las leyes: por el Presidente de la República en el momento de promulgarlas, 415 ss.; por los tribunales en el momento de aplicarlas, 319 re. 8, 415 ss.; imposibilidad de la última en el sistema constitucional de 1875, 217 ss., 553-554, 1269 55.
Bélgica, 348 re. 25, 352 re. 28, 598 re. 12.
Comprobación de las elecciones, 715 re. 22.
Cámara federal: popular, 114-116; de Estados, 116 as.
Confederación de Estados: en el régimen de mayorías, 882 ss.; su diferencia del Estado federal, 100 ss.; su naturaleza, 100 ss., 135 s.; su organización, 103 re. 3, 117.
Auto-limitación, 222 ss., 225 ss., 231 ss., 243-244. Autonomía, 168 ss., 172 ss. Auto-organización, 159 ss.
Cantones, 58 re. 38. Cartas de 1814 y de 1830: cuestión planteada por su revisión, 1212 re. 30. Casación: organización y función originarias del tribunal de, 661 ss.; función actual de la corte de, 664-665, 668 ss. Cesión territorial, 24 re. 5. Ciudadanos: activos y pasivos, 1116 ss., 1120 ss.; como elementos integrantes de la nación y el Estado, 31-32, 61 re. 40, 63 re. 43, 234 ss., 239-240, 242, 302 s., 333, 949 ss.; diferencia entre el ciudadano elector y el ciudadano legislador, 986; indivisibilidad de su representación, 951-952; se hallan representados en el ejercicio de la soberanía, 1117-1118, 1120-1121; su definición, 22, 949-951; su participación representativa en la formación de la voluntad del Estado, 234 ss.; sujetos pasivos de la potestad estatal, 237 ss.; teoría del ciudadano soberano y subdito, 876, 882 ss. Colegios electorales: no eligen en virtud de un derecho propio, 925 re. 11, 926 re. 12, 933 re. 19, 934 re. 20, 1106 ss. Competencia ("de la competencia"), 130 ss., 172 ss.
Consejo de Estado: generalidades, 322 re. 9,366, 708, 710; su intervención en la confección de los reglamentos de administración pública, 584 ss.; su función en materia contenciosa según la legislación del año VIII, 706 ss.; extensión de su poder jurisdiccional, 209, 217 re. 16; necesidad de una decisión previa para que pueda conocer de lo contencioso, 725 re. 28. Consejos de prefectura, 706 ss. Constitución: base del Estado, 68 re. 5, 75 ss., 100, 136 ss., 159 ss., 192; carácter formal de su concepto jurídico, 1234 ss., 1242 re. 6; como signo distintivo del Estado, 1240 re. 4; fuente de las limitaciones de la potestad del Estado, 223 ss.; fundamento del orden jurídico creado por la vigente, 1198 re.; génesis de la originaria del Estado, 7778, 138 ss., 1166 ss. Constitución de 1791: derechos naturales de los ciudadanos, 226; duración de las legislaturas, 1052 re. 28; elección departamental, 120 re. 18; enumeración de los representantes, 974 ss., 979 ss.; indisolubilidad del cuerpo legislativo, 1065; limitación de la reelegibilidad de los diputados, 1053 re., 1056 re. 1;
7 naturaleza de la monarquía en ella, 907 ss., 974 ss.; noción de la ley, 257-259; régimen electoral, 952 ss., 1116 55., 1120 ss., 1152; régimen representativo, 912913, 915-916, 933 ss., 952 ss., 967; revisión de la Constitución, 909, 1065 re. 8, 1174, 1184 re. 6; sanción real, 372 ss.; separación de poderes, 747 ss., 798; soberanía nacional, 91, 892 ss.; veto, 1096 re. Constitución del año III: separación de poderes, 774 ss. Constitución de 1875: su brevedad, 1241 ss.; vid. también passim. Constitucionalidad de las leyes, vid. Comprobación. Constituyentes o Convenciones: su definición, 1181 ss., 1206 ss.; doctrina sobre su omnipotencia, 1205-1206, 1210-1211, 1217 ss., 1248-1250, 12541256; sistema de las Convenciones reducidas a la competencia constituyente, 1217 ss., 1233, 1247. Consulta al legislador, 660-661, 665. Contencioso-administrativo: naturaleza de las decisiones relativas a él, 767768; id. bajo la Revolución, 731 ss.; necesidad de una decisión previa para su formación, 632, 725 re. 28; su diferencia de lo contencioso judicial, 349 re. 26, 840 re. 23; su diferencia de la nulidad y la reforma, 471-472, 736 re. 33; su esfera, 349. Contrato social (teoría del), 64 ss., 67 ss., 137, 875 ss., 882 ss., 1163 ss., 1186 ss. Contratos del Estado, 209 ss.
Corporación: generalidades, 21 s., 44, 63, 104 ss.; su distinción de la sociedad contractual, 46 ss.; el estatuto orgánico, base de ella, 47 ss.; territorial, 23 re. 4. Costumbre constitucional, 335 re. 17. 599, 621, 624, 1246 re. 10. Cuerpo electoral: generalidades, 1098 ss.; teoría que lo considera como el órgano supremo, 1099-1100; como simple órgano de nombramiento en el régimen representativo, 1100 ss.; en el régimen parlamentario se convierte en órgano de voluntad 1063 ss., 1103 ss.; con el Parlamento forma un órgano complejo, 1075 re. 19, 1103 ss.; con el Parlamento forma el órgano supremo, 814 re., 911 re. 29: por sí solo no es el soberano, 862: alcance de su intervención como consecuencia de la disolución de la Cámara de Diputados, 1067-1068; limita la potestad del Parlamento, 861 ss., 1278 ss.; como órgano colegiado, 1149 ss., 1159-1160; en Francia es el principal titular del poder de elegir, 1150, 1159-1160. Decisiones ejecutivas, 385 re. 10, 391 re. 18. Declaración de derechos de 1789; carácter filosófico de los principios formulados por ella, 1245; derechos naturales del hombre (art. 2), 226227; generalidad de la ley (art. 6), 234 ss., 237 re. 26, 258, 273, 284; hoy no tiene valor de ley constitucional, 1243 ss.; separación de poderes, 750751; soberanía nacional (art. 3), 91. 892, 894, Decretos: especiales y generales, 502; ¿deben promulgarse?, 396 s., 413 414, 421 ra. 52; conversión de los reglamentarios en leyes, 622 ra. 33; autorizados a reserva de su ratificación parlamentaria, 626-627.
8 Decretos-leyes, 324-325, 327-328, 549 re. 23. Delegación: de derechos de potestad, 179 ss., 186; teoría de la delegación de la potestad legislativa por el Parlamento en favor del Presidente de la República, 536 ss., 585, 590 $.; interés de esta teoría, 539; su refutación, 539 ss., 546 577-578; teoría francesa de la delegación de poder, 914 ss., 923-924; su crítica, 929 ss.; 1001 ss., 1009 s. Deliberación de las leyes, 355 s. Democracia: su definición, 901 ss.; naturaleza del Estado democrático, 903 re. 19; diferencia entre la democracia directa y la democracia representativa, 1047 ss.; examinada en sus relaciones: 1° con el principio de la soberanía nacional, 909 ss., 1044 ss.; 29 con la cuestión del poder constituyente, 901, 1219. Departamento (división administrativa), 58 re. 38. Departamentos ministeriales: no son personas jurídicas, 151 ra.; ¿pueden crearse por decreto?, 614 ss. Derecho (en el sentido positivo del término) : su fundamento, 68-69, 78, 204205, 229 s.; su creación por el Estado, 69 ra. 6, 78. 183 re. 25, 205, 229 ss.; su carácter imperativo, 190 ss., 203 ss., 229-230, 365 re. 7; su carácter formal, 57-58. 229, 231. 250 ra. 2: id. condicionado por la organización social, 68-69, 72-73; id. condicionado por la coacción. 69 re. 6, 203 55., 239 5., 250 re. 2: su esfera de aplicación y extensión de su concepto, 286 ss., 300 55., 333; su objeto y sus medios limitados, 203, 205, 232233, 250 ra. 2.
Derecho constitucional: generalidades, 21; presupone una Constitución vigente, 1175. Derecho de elección: ¿es un derecho o una función?, 1108 55., 1114 ss., 1118 55., 1124 55.; ¿es un poder de votar o de elegir?, 1109, 1145, 1149 ra. 1, 1150, 1160; ¿es un poder colectivo o individual?, 1107, 1146 5., 1159-1160; su fundamento, 1109 ss., 1122 ss.,considerado en 1791 como una función, 952 ss., 1115, 1118 ss.; distinción establecida en 1791 entre la condición de ciudadano y la de elector, 1116 ss., 1120 ss., 1131; teoría que niega al elector todo derecho subjetivo, 1125-1126; teoría que ve en él a la vez un derecho y una función, 1126 ss., 1132-1133; distinción en él entre el derecho subjetivo y la función estatal que sucesivamente ejerce el elector, 1131 ss., 1139 ss.; el ciudadano investido de él tiene derecho a hacer reconocer su condición de elector, 1127, 1133 ss.; su contenido como derecho subjetivo, 1133 ss., 1137-1138; teoría que ve un órgano en cada elector, 1149, 1159-1160. Derecho de resistencia: teoría del derecho de resistencia a la ley, 196197; carácter extrajurídico de esta teoría. 215216, 227-228. Derecho divino (teoría del), 872 ss. Derecho individual de los ciudadanos, 286 ss., 293 s., 301 ss., 304 ss Derecho natural, 65 ss., 69 ra. 6, 182 ss., 198 ss., 203 ss., 226 ss.
9 Derecho público, 21, 63-64, 304. Derechos individuales: actualmente carecen de garantía constitucional, 1213 ss., 1268 ss.; en cuanto a su reglamentación dependen del Parlamento^ 1243 ss., 1268 ss.; función del Estado en su consagración, 179180, 182-183, 229-230. Derechos propios: generalidades, 50 ss., 153 ss., 177 ss., 183 ss.; diferencia entre los del Estado y los de las derrás colectividades o de los individuos, 182184. Derechos subjetivos, 35 ra. 9, 133, 242 ss. Derogación de las leyes, 368-369, 574. Descentralización: su definición y sus rasgos característicos, 169 re. 14, 170 re. 15, 177; su diferencia del federalismo, 107 re. 6, 134-135, 149 ss., 172; id. y la autonomía, 168 ss. Desconstitucionalización: pérdida del rango constitucional de determinadas reglas, 1242; supervivencia de las reglas consagradas por Constituciones derogadas, 335 re. 17. Diputados: representan a la nación, 933 ss., 941, 969 ss., 974, 987-988; son los elegidos de la nación, 926 re. 12, 933 re. 19, 934 re. 20; caracteres de la función de diputado, 925 ss., 1053 re. 29. Disolución de la Cámara de Diputados: 812 ss., 857-858, 1065 ss., 1095 ra. 18, 1096 re. 19, 1223-1224. Elección proporcional: supuesta distinción entre ella y la representación proporcional, 1147 ss., 1154 ss.; examinada en sus relaciones con el gobierno representativo, 1150 ss., 1155 ss.
Elecciones: naturaleza jurídica de la relación entre electores y elegidos, 922 ss., 929 ss., 939-941, 961 ss., 10141015, 1020 ss., 1025 ss., 1034 ss., 1010 s., 1053 ra. 29, 1144 re. 13; distinción entre el carácter electivo y el carácter representativo, 970, 974 s. ; grado de influencia resultante para los electores del poder de elegir, 931-932, 940, 1037 re., 1051, 1056 ss., 1067-1068; su alcance: 1? en el régimen representativo, 922, 929 ss., 1100 ss., 1151 ss.; 2' en el régimen parlamentario, 1063-1064, 1067 s., 1072-1073, 1103 ss., 1153-1154; 3' en el régimen de elección proporcional, 1154 ss.; vid. Comprobación. Electorado, vid. Derecho de elección. Estado: distinción entre el Estado y sus elementos constitutivos, 27, 36, 61-62; órganos estatales en que se basan el Estado y su personalidad, 989-950, 991992, 1079 ss., vid. Personalidad; su concepto en el sistema de la soberanía nacional, 904; su continuidad, 61 ss., 1169 ss., 1173 ra. 11; su definición, 26 ss.; su génesis, 64 ss., 73 ss., 77 ss., 136 ss., 1167 ss.; su identidad con la nación, 30 ss., 889-890, 895, 904, 1030; su personalidad, 762 ss., 904, 991-992, 1079 ss., vid. Personalidad; su seguridad, 564-565; su signo distintivo, 82-83, 85 ss., 96 ss., 152 ss., 162 ss., 171 ss., 174 ss.; su teoría general, 21; su teoría realista, 34 ss.; su unidad, 761 ss., 786 ss., 791 ss., 835-837. 845846, vid. Unidad; su voluntad, vid. Voluntad; sus atribuciones o tareas, 250 ss.; sus elementos constitutivos, 22 ss.; sus fines, 150 ss.; sus funciones, vid. Funciones; vid. también passim.
10 "Estado de cultura", 249 ss. "Estado de derecho" (régimen del), 211212, 222 s., 243-244, 449 ss., 467, 471, 747.
Estados no soberanos: su distinción del Estado soberano, 86-87, 170, 172 ss.; su distinción de la provincia, la colonia y el municipio que se administran por sí mismos, 109 s., 149 ss., 159 ss., 166 n. 12, 168 ss., 174 ss., 183 ss.
"Estado de Estados", 104. Estados protegidos, 97. Estado federal: carácter estatal de las colectividades confederadas, 1195 n. 17; dualidad de órganos supremos, 119 n. 15, 123, 789 n. 33; la Cámara de los Estados, 925 n. 11, 932 n. 17, 934 n. 19, 1040 n.; los Estados miembros en cuanto órganos suyos, 1032 n. 19; participación de los Estados miembros en su potestad, 1138; sistema bicameral, 1224 ss.; su carácter unitario, vid. Unidad; su competencia, 110-111, 128-129, 131 ss., 173 n. 16; su definición, 98 ss., 124 ss.; su desaparición, 170; su dualismo propio, 126 ss., 147; su génesis, 136 ss.; su naturaleza, 109 s., 122 ss.; su soberanía, 128 ss., 162 n. 7, 1195 n. 17; su transformación en Estado unitario, 161; sus diferencias del Estado unitario, 109 ss., 123 ss., 134 ss., 147; sus órganos, 113 ss., 147. Estado legal, 279-280, 451 ss. Estado patrimonial, 24 n. 5, 88. Estados miembros de un Estado federal: su autonomía, 168 ss.; su carácter estatal, 102 ss., 127-128, 147, 168 ss., 185 ss.; su competencia, 109-110, 132, 140-141, 151, 160, 162, 173 n. 16; su falta de soberanía, 128 ss., 143; su participación en la potestad federal, 112 ss., 121 ss., 133; su comparación con la provincia del Estado unitario, 109 ss., 161-162, 170-171, 174 s.; sus relaciones con el Estado federal, 104 ss., 109 ss., 112 s., 122 s.; su constitución, 159 ss.
Estados semi-soberanos, 144. Estados generales: naturaleza de la representación, 942 ss.; carácter del diputado, 946 ss. Estados Unidos: poderes del Presidente, 374-375, 488 n., 798-799; separación de poderes, 759 n. 13, 772, 774 ss., 780781, 798-799; separación del poder constituyente, 787, 1215 ss.; sistema bicameral, 1228; sus órganos en cuanto Estado federal, 114 ss., 121 ss., 123. Estatuto legislativo, 318 ss., 326 ss., 330331, 333 ss. Fecha de las leyes, 421 ss. Federación australiana, 163, 165. Federalismo, 112 s., 120 n. 18, 125 n. 23, 126 ss., 135 n. 30, 148 n. 36. Fines (teoría de los), 46, 150 ss., 178, 252-254, 427-428, 445. Formación de las leyes, vid. Adopción, Deliberación, Fecha de las leyes, Iniciativa, Potestad legislativa (actos de), Promulgación, Publicación, Referendum, Sanción, Veto legislativo. Formas de gobierno, 7 ra. 6, 6.2, 74 ra. 11, 76. Fragmentos de Estado, 166 ra. 12. Fuerza ejecutiva: en general, 379, 386 ra. 13; de las leyes, 378 ss., 382 ss., 387 ss., 394, 411 ra. 42; de los decretos, 386 ra. 12, 397 n. 26, 413; de los juicios, 386 ra. 13, 388, 395 ra. 23, 413 ra. 46; de las leyes de revisión constitucional, 390.
11 Función administrativa: su concepto constitucional, 437 s., 444 s., 460461; alcance formal de su concepto según ej derecho constitucional francés, 446 ss., 459-460; su carácter ejecutivo, 299, 309, 338-339, 429 ss., 438 ss., 447 ss., 451, 453 ss., 456 ss., 475 ss., 489, 497 ss., 532 ss.; facultades de iniciativa y apreciación comprendidas en ella, 429 ss., 458 ra. 9, 461 ra. 11, 463 ss., 473 ss., 688-689; sus subdivisiones, 736 ra. 33; vid. también Administración, Función del Estado, Poder ejecutivo. Potestad administrativa. Función jurisdiccional: definición, 635 ss., 639, 725, 734; su naturaleza compleja, 680 ss.; su carácter habitualmente ejecutivo, 628 ss., 637-638, 652 ss., 682 ss.; base y significación formales de la distinción entre las funciones jurisdiccional y administrativa, 711-712, 715, 724-725, 730 ss., 735 ss.; ¿constituye un tercer poder?, 628 ss., 637, 653-654, 680 ss., 684 ss., 711-712, 734 ss.; ¿no se ejerce más que en caso de litigio?, 631 ss.; su objeto, 631 ss., 635 ss., 653 ss., 665 ss., 680, 687 ss., 712-713, 734 ra. 30; poder creador de soluciones jurídicas contenido en ella, 638 ss., 647 ss., 652-653, 665 ss., 673674, 680 ss.; limitaciones al poder creador contenido en ella, 672 ss., 678 ss.; sus relaciones con la ley, 639 s., 647 s., 652 s., 666 ss., 672 ss., 678, 688 ss.; concepto de la Asamblea nacional de 1789 relacionado con ella, 629, 653 ss., 660 ss.; no implica más que soluciones específicas, 675 s.; vid. también Acto jurisdiccional, Administración, Jueces, Separación de las funciones administrativa y judicial.
Función legislativa, vid. Ley, Potestad legislativa. Funcionarios: no actúan como personas distintas del Estado, 1081 ra. 6, 10831085; su concepto se opone al de órganos, 1078 ss., 1082 ss.; id. al de representantes, 970 ss., 975 ss.; su estatuto, 485 ra. 5, 616 ra. 27. Funciones del Estado: generalidades, 249 ss.; su distinción y clasificación, 252 ss., 628 ss., 680 ss., 693-694, 734 s., 742 ss., 767, 837 ss., 845 ss.; teoría de las funciones materiales y las funciones formales, 257 ss., 261 ss., 433 ss., 459460, 628, 683684, 738 ss.; doctrina de Montesquieu sobre las funciones del Estado consideradas desde el punto de vista material, 742, 745, 762 ss., 837; su separación o especialización, 765 ss., 776-777, 839 ss.; distinción entre legislación y administración, 254 s., 277278, 288-289, 308 s., 327 ss., 336 ss., 428 ss., 433 ss., 438, 446 s., 460-461, 488; id. entre administración y gobierno, 480 ss., 483 re. 4, 486 ss.; id. entre administración y jurisdicción, 252, 254, 427-428; su jerarquía, 783 ss., 838 ss., 845 ss.; vid. Administración. Gabinete ministerial: su posición frente a las Cámaras y al jefe del Ejecutivo en el régimen parlamentario, 802 ss., 806 ss., 822 ss., 831 re. 66, 1092 re. 16; su participación en el trabajo legislativo, 356. Gesamtakt, 72-73, 1258-1259. Gobernantes: doctrina que los identifica con el Estado, 36; su distinción con respecto al Estado, 61-62; fundamento de su potestad, 74 s., 191 ss., 195 ss.., 868 ss., 892; sólo tienen el ejercicio de la soberanía, 891; su distinción de los agentes, 1078, 1080.
12 Gobierno: formas de, 897 ss., 903 re. 19, 912-913. Gobierno popular directo, 918; vid. también Gobierno representativo. Gobierno representativo: generalidades, 918-919; su fundamento, 918 ss., 929, 937 re. 23, 965; doctrina de Rousseau, 918 ss.; doctrina de Montesquieu, 910 ss.; doctrina de Sieyés, 963 ss.; sus relaciones con el principio de la soberanía nacional, 912-913, 914 ss., 951-952, 1050 ss.; aplicado al ejercicio del poder constituyente, 116511C6, 1196 ss., 1217 ss.; su oposición a la democracia, 912-913, 963 ss., 1041 ss., 1044 a., 1073 re. 17; teoría que ve en él una forma de goLierno popular, 1020 ss., 1025 ss., 1041 ss.; no es un régimen de verdadera representación, 939 ss., 985 ss., 1037 re. 23, 1050-1051, 1075 re. 19; variaciones de la idea de representación, 1069 ss., 1072 ss.; su evolución histórica, 942 ss., 948-ss., 1055 ss., 1153-1154; influencia del régimen parlamentario sobre él, 1063 ss., 1069 ss.; su tendencia actual a convertirse en un régimen de representación efectivo, 1057 ss., 1069 ss.; el sistema bicameral en sus relaciones con él, 1074 re. 18; vid. también Elecciones, Representantes, Representación nacional. Gobierno semi-representativo, 1072 ss. Igualdad de las Cámaras, 370 re. 10, 425-426, 1253.
Imperio alemán: su naturaleza jurídica, 104 s., 107 re. 7; no es una monarquía, 112 re. 10, 359; el Bundesrat, su órgano supremo, 119, 359-360, 370371; función legislativa respectiva del Reichstag y el Bundesrat, 295, 359-360, 363 re. 5, 367 re. 8, 370-371; función del emperador en su legislación, 364 re. 6, 379, 403 n. 32, 415; sanción de las leyes, 359-360, 370371; promulgación y publicación de leyes y ordenanzas, 307, 363, 379, 415; comprobación judicial de la validez de las ordenanzas, 352 re.; función del emperador y de las asambleas con respecto a los tratados, 492-493 re. 9, 497 re.; fuerza obligatoria de los tratados, 238 re.; y la potestad de Estado, 1004 re. 7; y !a teoría del órgano de Estado, 10191020. Imperium, 382, 385 re. 11, 489 re. Impuesto: su anualidad, 335-336; ¿sólo puede ser establecido por una ley?, 571 ss. Inglaterra: poder legislativo del Parlamento, 362: promulgación de las leyes, 397 re. 27; tratados, 496 re. 11. Iniciativa de las leyes, 354-355, 355 re. 2, 375 re. 15, 767, 776. Instrucciones de servicio: su naturaleza y caracteres, 304, 605 ss.; fundamento del poder de dictarlas, 606; su diferencia jerárquica con respecto al reglamento administrativo, 607 ss.; sus efectos, 609610; vid. Ordenes de servicio. Interés colectivo, 38-39, 41-42. Interpretación: de las leyes, 476-477, 479; de los reglamentos adminisirativos por los tribunales judiciales, 503, 527; valor de los trabajos preparatorios y de las intenciones del legislador para la interpretación de las lsyes, 642 ss.; papel de la analogía en ella, 650 ss.; vid. Jueces.
13 Irrevocabilidad del Presidente de la república, 801, 830-831, 1087. Jueces: sus poderes con respecto a la interpretación de las leyes, 644 ss., 664665; su poder de injonction, 256 re. 7, 384 re. 9, 386 re. 13, 413 re. 46, 656 re. 14; su potestad creadora en caso de insuficiencia de las leyes, 638 ss., 652653, 665 ss.; límites de dicha potestad, 1086-1087; les está vedado conocer de los actos de administración, 349 ss., 702; independencia de los jueces frente al Ejecutivo, 697 ss.; no tienen el carácter de representantes nacionales, 655 ss., 983 ss.; no son órganos, 1085 ss. Juicios: mandato contenido en ellos, 384 re. 9, 413 re. 46, 656 n. 14. Jurisprudencia: sentimientos hostiles de la Asamblea nacional de 1789 frente a ella, 664; no es una fuente general de derecho, 675-676. Ley: sentido constitucional de la palabra, 257 s., 273, 290, 291, 294 ss.; A) teoría de la ley como regla, 262263, 323 re. 10. 352; id. como regla general. 275 ss., 306, 745, 765; id. como regla de derecho, 285 ss., 289 s., 293-294, 300 ss.; id. de la ley constituida por un doble elemento de forma y de fondo, 265-266, 267, 311 ss.; doctrina de Rousseau, 258, 265-266, 311-312; su concepto en las Constituciones de 1791 y del año III , 258259; B) distinción entre leyes formales y materiales, 263 s., 272 s., 278, 285, 287, 288, 293-294, 299300,
304 ss., 311 ss., 346 ss., 349 ss., 511 ss., 517 ss.; su fuerza formal, 268, 310 ss., 317-318, 326, 342-343, 344 ss., 347348, 351 ss., 549 re. 23; su fuerza material y sus efectos materiales, 268, 312, 316, 349 ss.; elemento formal indispensable en su concepto, 280-281, 311 ss., 325 ss., 344 ss., 504 re. 2; alcance formal de su concepto según el derecho constitucional francés, 257 ss., 298 ss., 309 ss., 325 ss., 339, 346 ss., 352-353, 444-447; potestad de iniciativa que le es propia, 336 s., 341-342, 347-348, 489; su alcance estatutario, 318 ss., 325 ss., 331, 333 ss., 347-348; C) su esfera material, 269-270, 285, 289 ss., 297 ss., 308 ss., 318-319, 330 ss., 336 ss., 340 ss., 347348, 511 ss., 547 ss.; ilimitada, extensión de su esfera, 309-310, 330 s., 489; D) fi jación de su contenido, 358 ss., 364 ss.; emisión del mandato que la crea, 358 ss., 364 ss., 378 ss., 382 ss., 389-390, 393-394; E) expresión de la voluntad más alta en el Estado, 320-321, 326, 329-330, 347; su forma (por oposición a la del simple consentimiento parlamentario), 345 ss.; mandato contenido en ella, 235 ss., 346 re. 21, 364 ss., 382 ss., 389-390, 393-394, 411; F) distinción entre leyes administrativas y leyes relativas al derecho, 255-256, 288 ss., 300 ss., 304 ss., 331 ss., 349 ss.; leyes que estatuyen sobre un caso particular, 265, 278 ss., 334 ss., 341 ss.; leyes que establecen medidas de administración, 259, 274, 341-342, 345, 349-350; leyes de interés local, 346;
14 leyes de duración limitada, 334 ss.; leyes producidas en ejecución de una ley anterior, 344; leyes que derogan las reglas generales en vigor, 268, 282 ss., 317, 342-343, 448-449, 452, 572 ss.; G) fundamento de su carácter imperativo, 69 re. 6, 199 ss., 202 n. 8, 202-203, 219220; valor del texto legislativo para la determinación del alcance de la ley, 642 ss.; irresponsabilidad del Estado con motivo de sus leyes, 207 ss., 214; su comparación con el reglamento, vid. Reglamento; vid. también Acto legislativo, Adopción, Comprobación de la constitucionalidad de las leyes, Deliberación, Derogación, Fecha de las ltíyes, Fuerza ejecutiva, Iniciativa, Interpretación, Potestad legislativa, Promulgación, Publicación, Sanción, Veto legislativo. Leyes constitucionales o de revisión: carácter distintivo de las mismas. 1238 55., 1246 n. 10; su diferencia de las leyes ordinarias, 484-485, 488 ss., 572-573, 1206 55., 1212 re. 30, 1215 55., 1241 ss.; su promulgación, 396, 418; su fuerza ejecutiva, 390. Leyes de hacienda, vid. Presupuesto. Leyes del reino (en la antigua Francia), 327-328. Leyes federales, 106, 129. Mandato: teoría del mandato electivo, 922 55., 929 55., 1058 re. 2; imperativo, 118, 927-928, 1061 re. 4; la cuestión de los mandatos imperativos en la Asamblea nacional de 1789, 956 55., 967-968, 1175 ss. Materias administrativas (por oposición a las llamadas de derecho), 435-436, 441442, 460-461, 472 55., 511 55., 532-533, 601-602.
Mediatización, 106. Ministerio, vid. Departamento ministerial, Gabinete. Ministros: su nombramiento y separación, 806 55., 822, 827-828; no son delegados del Presidente de la República, 614-615; su responsabilidad política y criminal, 716 re. 23; sus relaciones con las asambleas, 774 ss., 802 ss., 831 re. 66; la cuestión del ministro-juez, 706-707, 718 ss., 725 n. 28. Monarquía: sus condiciones esenciales, 898 ss.; naturaleza del Estado monárquico, 902, 903 re. 19, 907; su incompatibilidad con el Estado federal, 113 re. 10; extensión de los poderes del monarca, 297 ss.; potestad legislativa del monarca, 358 ss., 369 ss.; el monarca como órgano supremo, 369 ss., 796 ss., 854 ss., 898 ss.; poderes de gobierno del monarca, 488 re. 7; nacional y constitucional, 892, 907; limitada, 797, 854 ss., 899 rere. 14 y 16; en sus relaciones: 19 con el principio de la soberanía nacional, 906 ss., 1044 ss.; 2' con la separación de poderes, 755 ss., 796-797, 854 ss.; 3ª con la cuestión del poder constituyente, 900901, 1219; en la antigua Francia, 87-88; carácter representativo del rey en 1791, 974 ss. Montesquieu: su teoría sobre los tres poderes y su separación, 744 ss., 757758, 764 ss., 111 ss., 1188 ss.; su doctrina sobre el gobierno representativo, 920 ss., 973 re. 19. Municipio, 60 re. 38, 150 ss., 176 ss., 185 ss.
15 Nación: generalidades, 21-22, 28; sentido jurídico de la palabra, 22 re. 2, 3233, 57 re. 37; se halla constituida por los ciudadanos, 32, 234, 236 re. 25, 949 ss., 1115 ss.; su identidad con el Estado, 889-890, 895, 904, 1001 n. 4, 1030; su personificación por el Estado, 27, 29 ss.; su personalidad, 3031. 904 s., 936; su continuidad, 3839; su unidad e indivisibilidad, 892893, 935 ss., 951-952, 962-963, 1116, 1152 re. 4; su voluntad, 936, 938; su organización, 26, 32-33, 52 ss., 73, 79; federal, 110; su representación, vid. Representación nacional. Obediencia jerárquica: los funcionarios vienen obligados a ella, 472. Ordenanzas llamadas de necesidad (Notverordnungen), 556 re. 24, 620 re. 31, 622 re. 33. Ordenes de servicio, Instrucciones de servicio.
427;
vid.
Organización y funcionamiento de los servicios públicos: naturaleza de las reglas relativas a ella, 288 ss., 300 ss., 304 ss., 307 ss.; poderes del Presidente de la República en lo que concierne a ella, 599 ss. Organización unificante: como hecho generador de la personalidad del Estado y de la potestad del Estado, 26, 28, 46 ss., 51 re. 31, 52 ss., 57 ss., 75. 79. 139140, 245. Organo: diversos sentidos en que se emplea la palabra, 1076 ss.; orígenes de la teoría del órgano, 997 ss., 1041 re.; fundamento de la teoría jurídica del órgano, 990 s., 1001 ss.; objeto de la teoría del órgano, 763, 1006 ss., 1012 ss., 1038 ss. n. 23; interés de la teoría del órgano, 1010 1012; relaciones de la teoría del órgano: 19 con el concepto de personalidad colectiva, 989-990, 1079 ss.; 2' con la noción de la personalidad
del Estado, 244-245 ; 39 con los conceptos de potestad estatal y de soberanía nacional, 1009-1010, 1041 re.; su diferencia del representante, 938939, 990 ss., 992 ss., 1003 ss., 10101012, 1036 ss., 1050-1051; su diferencia del funcionario, 1078 ss., 1082 ss.; su carácter estatutario, 992; es miembro de la colectividad, 991, 996997, 1038 ss. re.; carece de personalidad distinta de la de la colectividad, 990 ss., 1001 re. 4, 1006 ss., 1142 ss.; medida en que la condición de órgano implica un derecho subjetivo para los individuos que están revestidos de ella, 1132 ss., 1139 ss.; contenido del derecho subjetivo perteneciente al individuo órgano, 1133 ss., 1139 ss.; función y poder del órgano, 993 ss., 1003-1004, 1006-1007, 1079 ss., 1139 ss.; diferencia entre el órgano y los individuos que se suceden en un puesto de órgano, 1013 ss.; jerarquía de los órganos, 783 ss., 788 ss., 838 ss., 845 ss.; fundamento de la potestad de los órganos, 867 ss.; teoría francesa del órgano nacional, 1016-1018, 1033, 1038 ss. re.; teoría alemana del órgano de Estado, 1018 ss., 1029-1030; teoría del órgano representativo secundario que representa a un órgano primario, 1020 ss.; teoría que distingue órganos representativos y órganos no representativos, 1023 ss., 1037 re. 23, 1050; ¿a quién corresponde el carácter de órgano de la República francesa según la Constitución de 1875?, 1087 ss.; complejo, 368, 764, 801-802, 1075 ra. 19, 1104-1105, 1159 ra. 8, 1227; primario, 120; supremo, 95, 119 ra. 15, 123, 164, 217 ss., 369 ss., 786 ss., 790 ss., 835-837, 853 ss.
16 Organos del Estado: generalidades, 32 ra. 6, 58 ra. 38, 60 ra. 39, 77-78, 122 re. 20, 133, 139, 146 ra. 34; como base del Estado y de su personalidad, 51 ss., 7374, 139-140; su jerarquía, 325 ss., 370.
244 ss.; utilidad del concepto, 36, 44-45, 63, 95, 221, 242 ss.; relaciones entre los ciudadanos y la personalidad del Estado, 31-32, 61 ra. 40, 63 ra. 43, 234 ss., 239240, 246, 302.
Organos legislativos, 354 ss., 369 ss., 386.
Personalidad jurídica:" en general, 38; de las colectividades, 32 ss., 38 ss., 43-44, 47 ss., 57 ss., 62-63, 75-76, 78.
Parlamento (en la Constitución de 1875) : teoría que ve en él un órgano especial del pueblo, 1020 ss., 1032, 1036 ss., 1050; su carácter unitario, 792-793, 1224 ss.; como único órgano primordial de voluntad, 1090 ss.; como órgano supremo, 224 ss., 534 ra. 9, 799-800, 827 ss., 831 ss., 839, 846 ss., 856 ss., 1268, 1275 ss.; parece ser omnipotente, 1266 ss., 12751276; extensión de su potestad legislativa, 207, 217 ss., 283284, 293, 309, 339, 342; límites de su potestad, 856 ss., 861 ss., 1276 ss.; carácter inicial de su potestad legislativa, 339 ss.; sólo él posee el carácter de órgano legislativo, 354 ss., 376, 386; órgano limitado por el cuerpo electoral, 219-220; su potestad en materia de organización de los poderes, 1241 ss.; sus poderes en la reglamentación de los derechos individuales, 1243 ss., 1268 ss.; su potestad en materia constituyente, 488 re. 7, 489 re., 1266 ss., 1273 ss.; su papel en lo que concierne a la fijación de la extensión de los poderes reglamentarios del Presidente de la República, 534 ss., 543-544, 546 ss., 549 ra. 23; su papel en materia de tratados, 490 ss., 495-496. Penas: ¿pueden ser creadas por medios distintos de la ley?, 571 ss. Personalidad del Estado: fundamento de su noción, 27, 38 ss., 46 ss., 50 ss., 53 ss., 61 ss.; alcance del concepto, 29 ss., 37, 43 sí., 60-61; carácter formal del concepto, 56 ss.; su realidad, 40 ss., 43 ss., 53 ss., 6162, 79; ataques dirigidos contra el concepto, 33 ss.; restricciones propuestas al concepto, 52 ra..33, 240 ss.,
Plebiscito, 1174 ra. 12. Poder constituyente: generalidades, 1161, 1179 ss., 1233 ra. 6; teoría norteamericana, 786 ss., 860, 1215 ss.; doctrina de Sieyés, 787-788, 1165 ss., 1189 ss., 1193 ss., 1201 ss., 12391240; teoría de la soberanía constituyente del pueblo, 1163 ss., 1203 ss., 1207, 12151216; cambinación del régimen representativo con el principio de la soberanía constituyente del pueblo, 1165-1166, 1196 ss., 1217 ss.; aplicación de la teoría del órgano, 1161 ss., 1169 ss., 1174-1175; circunstancias diversas en que es llamado a ejercerse, 1171 ss.; carácter jurídico de las prescripciones que regulan su ejercicio, 1195 ra. 17; de la Asamblea nacional de 1789, 1175 ss.; Constituciones que lo ignoran, 1211 ss.; sus relaciones: l9 con el principio de la soberanía nacional, 1179 ss., 1184 ra. 6, 1214 ss., 1217 ss., 1261 ss., 1265 ss.; 29 con el principio de la separación de poderes, 859 ra. 20, 1188 ss.; 3' con la garantía de los 'derechos individuales, 1190 ss., 1216, 1268 ss.; 49 con la determinación de la naturaleza propia de cada Estado, 1195 ra. 17; materias reservadas a él, 1234 ss.; no participación actual de las Cámaras en su ejercicio, 1257 ss.; vid. también Revisión, Separación del poder constituyente.
17 Poder de interesar una nueva deliberación de la ley, 373-374, 422, 425426. Poder disciplinario, 158. Poder ejecutivo: su naturaleza y extensión, 390-391, 392 ra. 21, 428 ss., 438 ss., 443, 453, 456 ss., 462 ss., 487 ss., 530 ss., 594 ra. 8, 685, 840, 845 ss. Poder judicial, 840 ss.
Potestad del Estado: generalidades, 22, 26, 27, 80-81; su legitimidad, 190191; su característica, 149 ss., 157 ss., 171 ss.; su indivisibilidad, 143 ss., 165 ss.; su diferencia de la soberanía, 81, 85-86, 89 ss., 95-96, 131, 157-158, 191 ss.; su mantenimiento en el derecho público actual, 205 ss., 215-216: su unidad, 757 ss., 845-846; sus limitaciones, 220 ss., 243-244; su sujetó activo, 240 ss.; su sujeto pasivo, 233 ss., 237 ss.; carácter subjetivo de la relación de potestad entre el Estado y los ciudadanos, 242 ss.
Poder legislativo, 839. Poder municipal, 180 ss., 184-185, 597. Poder reglamentario: su fundamento, 474, 477-478, 507 ss., 523 ss., 528 ss., 536 ss., 541 ss., 580 ss., 590; autoridades que lo poseen, 503, 607608; sus límites, 515 ss., 556 ra. 24; su diferencia del poder legislativo, 519 ss., 525 ss., 549 ra. 23; del Presidente de la República en tiempo de guerra, 622 ra. 33; vid. Reglamento administrativo. Policía: extensión de los poderes de, 463 ss.; reglamentos presidenciales de, 594 ss.; municipal, 177 ss., 466 ss. Potestad administrativa: su extensión en el interior del organismo administrativo, 473 ss., 510; vid. Función administrativa. Potestad de dominación: generalidades, 22, 26, 63 ra. 44, 104; su naturaleza, 154, 158-159, 235-236, 237 ss.; su fuente en la fuerza propia del Estado, 24 re. 5, 68 re. 5, 153 ss., 158159; como característica del Estado, 152 ss., 157 ss.; originariamente sólo puede pertenecer al Estado, 155-156, 158-159, 176, 177 ss., 184, 186-187.
Potestad jerárquica: de los jefes de servicio, 473 ss., 601-602, 606; sus efectos, 477, 510; sus límites, 479 ss., 616 re. 27; ¿es una fuente creadora del derecho?, 478 re. Potestad legislativa: característica del Estado, 166 re. 12, 172-173, 175, 186187; sentido constitucional del término, 258, 259 re. 10, 309; actos de, 354 ss., 359 ss., 364 ss., 372 ss., 377 ss., 424 ss.; su extensión, 207, 211 ss., 309-310, 330-331, 332; vid. también Parlamento. Potestad pública, 25, 26. Presidente de la República: carácter ejecutivo de sus poderes, 454 ss., 486 ss., 598, 605; carácter nominal de sus poderes, 813 re. 48, 820 ss., sus poderes como jefe de la admi
18 824 ss, 827 ss., 1088 ss., 1093 ss.: nistración, 533, 605, 611 ss., 617 ss.; poder de nombrar para los empleos, 615, 699-700; sus poderes en materia diplomática, 490 ss.; ¿tiene un poder general de policía?, 594 ss.; ¿es un representante de la nación?, 455-456, 613 re. 26; no es un representante ni un órgano, 1087 ss.; su irrevocabilidad, 801, 830-831, 1089; vid. también Régimen parlamentario. Presupuesto: naturaleza de la ley presupuestaria, 334 ss.; su anualidad. 335-336; su carácter estatutario, 336 337. Promulgación de las leyes: generalidades, 357, 376-377, 405 re. 37; su fórmula, 321, 362 n. 3, 363-364, 377, 394-395, 398-399, 402 re. 31, 403 n. 33, 404 n. 34; término para efectuarla, 377, 400 re. 28, 405 re. 37, 408- 409, 411; en la Constitución de 1793, 412 re. 45; en la Constitución del año vm, 402-403; sn la Constitución de 1852, 404; en las Cartas, 404; teorías que la presentan como un acto de potestad legislativa, 377; teoría que la relaciona con el sistema de la separación de poderes, 380381, 388 ss., 412 re. 44, 762; su carácter ejecutivo, 384 re. 8, 385 re. 10. 392 ss., 401-402; ¿contiene una orden de ejecución?, 378 ss., 382 ss., 387 ss., 394-395, 399, 402 ss.; relaciones entre ella y la fuerza ejecutiva de las leyes, 378 ss., 382 ss., 387 ss., 394, 399, 411 re. 42; no es un acto realizado públicamente, 407 ss.; publicación del decreto de, 408 ss.; ¿contiene una orden de publicación?, 409- 410, 414; su diferencia de la publicación, 399, 405 ss., 407 ss.; su objeto y utilidad, 395 ss., 398 ss., 401 ss., 407-408, 415 ss., 424; motivos por los que está confiada al jefe del Ejecutivo, 411 ss., 421; sus efectos, 409, 414 ss.; ¿cubre los vicios de inconstitucionalidad de la ley?, 415 ss.; ¿en qué medida presupone una comprobación de la regularidad de la formación de la ley?, 399 ss., 417 ss.;
promulgación de los decretos, vid. Decretos; promulgación de las leyes de revisión de la Constitución, 1262 ss., vid. Leyes constitucionales. Propiedad colectiva: su diferencia de la personalidad colectiva, 49-50. Propiedad comunal (Gesamthand), 49 50. Prusia y otros Estados alemanes, 117 re. 13, 119, 130 re. 27, 148 n. 37, 290291, 294 ss., 298-299, 352 re, 359 ss., 363, 598. Publicación de las leyes: su objeto y efectos, 378 re. 1, 394, 406 re. 38, 407; su diferencia de la promulgación, 399, 405 ss., 407 ss.; sus relaciones con la promulgación, 408 ss, Publicación de los reglamentos. 311, 606-607. Pueblo: teoría que lo presenta como el órgano primario del Estado en el régimen representativo, 1022 ss., 1031 ss., 1035 ss., 1051-1052. Ratificación: de los decretos reglamentarios dictados sin poderes, 622 re. 33; vid. también Tratados. Recurso por exceso de poder, 212, 284 re. 3, 302, 316, 349. 471, 609-611, 619, 704 re, 731. Referendum (en materia legislativa) : su diferencia del veto popular, 375 re. 15, 1043 re. 25.
19 Régimen parlamentario: generalidades, 615, 620 re. 31, 621 n. 32, 718 ss. re.; en él se asocian el Ejecutivo y las Cámaras, 782, 808-809; su concepción dualista, 800 ss.; 805 ss., 811 ss., 816 ss., 820 ss., 826 ss., 831 ss., 1090 ss.; posición constitucional del gabinete frente a las Cámaras y al jefe del Ejecutivo, 802 ss., 806 ss., 822 ss., 827 ss., 831 n. 66, 1092 re. 16; control de las Cámaras sobre la actividad ejecutiva, 810 re. 45, 831 re. 66; preponderancia del Parlamento sobre el Ejecutivo, 811 ss., 824 ss., 827 ss., 831 ss.; poderes que conserva el Presidente de la República, 813 re. 48, 820 ss., 824 ss., 827 ss., 1093 ss.; función del cuerpo electoral, 1063 ss., 1103 ss.; su diferencia del gobierno representativo, 1071 re. 13; su influencia sobre el gobierno representativo, 1063 ss., 1069 ss.; su fundamento jurídico, 806 re. 43, 819 re. 54, 830-831; vid. también Disolución, Separación de poderes. Regla: su concepto jurídico, 262-263, 281-282, 316, 333-334, 344 ss.; diferencia según que se la emita por vía legislativa o por vía reglamentaria, 318 ss.; diferencia entre sus efectos propios y los de la ley, 316317, 352. Regla de derecho: derivada de la solidaridad social, 196 ss., 226-227; por oposición a la regla de administración, 286 ss., 300 ss., 332-333; sus efectos, 268, 305 ss., 316 ss.; diferencia de la regla de moral, 69 re. 6, 204-205, 228 ss., 233 re. 20, 250 re. 2. Regla general: su definición, 275 ss.; ¿lo es siempre la ley?, 276 ss., 280 ss.; ¿lo es toda regla?, 281-282; deroga las reglas generales en vigor, 268, 317, 342-343.
Reglamento administrativo: generalidades, 313 ss., 321 ss., 502 ss.; teoría que ve en él una ley material, 278, 289, 349 ss., 517 ss., 525; su comparación con la ley, 313 ss., 317 ss., 322 ss., 327 ss., 518 ss.; sus diferencias de la ley, 519, 525 ss., 535536, 549 re. 23; fundamento de la diferencia jerárquica entre él y la ley, 323 ss., 329, 504 re. 2, 525 ss.; su carácter ejecutivo, 507, 515, 523 ss., 528 ss., 541 ss., 552 re, 589-590, 593-594, 623 ss.; naturaleza administrativa del acto que lo implica, 517 ss, 522 ss, 574 ss.; su fuerza formal, 526 ss, 552 re.; su subordinación a la ley, 317 ss, 519 ss, 526 ss, 530 ss, 549 re. 23, 589; su esfera material, 269-270, 290-291, 293, 313, 340, 511 ss, 528 ss, 534 ss, 542 re. 16, 545 ss, 570 ss, 595 ss, 599 ss, 611-612; extensión ilimitada de su esfera, 533 ss, 547 ss, 549 re. 23, 557 ss, 570 ss.; delimitación de las competencias respectivas de la ley y el reglamento administrativo, 546 ss, 604; diferencia entre los reglamentos que crean derecho y los que hacen administración, 289, 291, 307, 509 ss, 517-518, 529 re. 5, 532534, 602; aplicación e interpretación de los reglamentos por los tribunales judiciales, 349 ss, 503, 527; recurso contra él, 520521, 527-528, 538, 619; control de los tribunales judiciales sobre la validez de los reglamentos, 349 ss, 414 re. 47, 420 ss.; clasificación de los reglamentos, 580
20 ss, 584 ss., 589 ss.; reglamentos presidenciales espontáneos, 589 ss., 591 ss., 611 ss., 619 ss.; reglamentos complementarios, 591 ss.; diferencia entre los reglamentos según que se hagan para la aplicación o en ejecución de las leyes, 593-594; reglamentos de policía, 594 55.; reglamentos relativos a la organización y el funcionamiento de los servicios públicos, 599 ss., 611 ss., 617 ss.; reglamentos autorizados a reserva de su ratificación por las Cámaras, 626-627; vid. también Promulgación, Publicación, Ratificación.
Representación nacional: fundamento de su concepto, 914 ss., 951 ss., 982, 996, 1038 ss. re.; la regla "los diputados representan a la nación", 933 ss., 938 ss., 985 ss., 1016-1018, 1058, 1060, 1061; crítica de su idea, 941, 985 ss., 1001 ss.; su concepción individualista, 949 ss., 1110-1111; consiste en querer por la nación, 969 ss.; naturaleza de su poder, 971 ss., 10161018, 1053 re. 29; origen de su poder, 981-982, 1001 ss., 1014-1015, 1041; su indivisibilidad, 951 ss..; representación activa y pasiva. 1117-1118, 1120-1121.
Reglamento de administración pública: generalidades, 516-517, 538; su fundamento y naturaleza, 537 ss., 541 ss., 574 ss., 580 5i., 587 ss., 592-593; orígenes y evolución de la diferencia entre él y los demás reglamentos. 584 ss.; su carácter ejecutivo, 209 re. 11, 541 ss., 574 ss., 587 ss.; su esfera material, 538-539, 546 ss.; intervención del Consejo de Estado en su confección, 569, 584 ss.; su frecuencia, 569; recurso contra él, 212, 539, 552 ss., 575 ss;; su derogación o modificación, 580; decretos en forma de, 583.
Representación proporcional, 1061 ss., 1146 ss., 1149 re. 1, 1154 ss.
Reglamentos de las Cámaras, 419-420. Representación: sentido de la palabra en derecho público, 326 re. 25; de los Estados miembros de un Estado federal en la llamada Cámara de los Estados, 120 ss.; de los ciudadanos en la formación de las voluntades del Estado, 235 ss. Representación de intereses, 1060.
Representantes: su nombramiento, 930 ss., 1014-1015; ¿de quién ejercen la potestad?, 933 ss.; naturaleza de su poder, 964 ss., 969 ss., 1000-1001, 1003 ss.; su enumeración, 801-802, 823, 970 ss., 974 ss., 1013, 1016, 1076 ss.; su diferencia de los funcionarios, 970 ss, 975 ss, 1005 re. 8, 1080; vid. también Organo. Responsabilidad contractual del Estado (en caso de lesión de sus compromisos por una ley), 210 ss. Responsabilidad parlamentaria (de los ministros), 716 re. 23. Retroactividad de las leyes, 318 re. 6, 624. Revisión de la Constitución: en el Estado federal, 121-122, 131-132; reglamentada por la Constitución a revisar, 1173 ss, 1179 re. 18, 1195 re. 17; según las Constituciones francesas anteriores a 1875, 1181 ss.; según la Constitución de 1875, 1220 ss.; su posibilidad actual es ilimitada, 1247 ss, 1254 ss.; su extensión se halla subordinada a las resoluciones anteriores de las Cámaras, 1250 ss, 1254-1256; poderes y función de las
21 Cámaras: l9 en cuanto a su iniciación, 1220, 1251 ss, 1255 ss.; 29 en cuanto a la determinación de su extensión, 1247, 1251 ss, 1257 ss.; 39 en cuanto a la enunciación de su programa, 1260-1261; promulgación de las leyes de revisión, 1229 n. 3, 1262 ss.; vid. también Poder constituyente. Rousseau, J. J. (doctrina de) : contraria a la separación de los poderes, 748 ss.; sobre la soberanía popular, 875 ss, 882 ss, 1186 ss.; sobre la distinción entre el soberano y el gobierno, 920 re. 5, 971; sobre el gobierno representativo, 918 ss, 973 re. 19; sobre el derecho de voto, 1109. 1110; sobre el poder constituyente, 11861188, 1201 ss. Sanción de las leyes (en los Estados monárquicos) : su naturaleza y objeto, 356, 358 ss, 361 ss, 369 ss, 374 re. 14, 421 re. 53; su forma, 404; respectivas funciones legislativas de las Cámaras y el rey en el sistema de sanción de las leyes, 358 ss, 361 ss, 369 ss.; en la Constitución de 1791, 372-373; en las Cartas, 371372; su diferencia con respecto al veto, 372 ss, 375 re. 15; id. (en los Estados democráticos) : 375 re. 15; no existe en la Constitución de 1875, 370 re. 10. Selbstverwaltung, 169. Self-government, 168. Separación de las funciones administrativa y jurisdiccional, 694 ss, 704 re. 15, 705 ss, 735 ss.
Separación de poderes: generalidades. 326 ss, 355 re. 1, 373 re. 13, 380-381, 388 ss, 533 re. 8; orígenes modernos de la teoría, 741 ss.; teoría de Montesquieu, 744 ss, 757-758, 764 ss, 773, 777 ss, 841-842 re.; se opone a la doctrina de Rousseau, 748 ss.; interpretación que le dio la Revolución, 759-760, 772 ss.; descrédito actual del principio, 752 ss.; valor práctico del principio, 751-752, 754 re. 10; examen crítico del principio, 757 ss, 761 ss, 766 ss, 770 ss, 779 ss, 782 ss, 834 ss, 846 ss.; sus relaciones con el régimen parlamentario, 800 ss, 809, 815, 831 ss.; supone la separación del poder constituyente, 859 re. 20, 1188 ss.; hoy consiste en la gradación de los poderes, 838 ss.; sustituida por la limitación de los poderes, 851 ss.; su base formal actual, 839 ss.; en las Constituciones de 1791 y del año III, 774 ss, 797798; en Inglaterra, 772 ss.; en los Estados Unidos, 759 re. 13, 774 ss, 780-781, 787, 798-799; en las monarquías alemanas, 755 ss, 796797. Separación del poder constituyente y los poderes constituidos: generalidades, 489 re, 546, 572 ss, 575; su fundamento, 1183 ss, 1188 ss, 1201 ss, 1206 ss, 1213 ss.; en las Constituciones francesas anteriores a 1875, 1181 ss.; según la Constitución de 1875, 1220 ss, 1233, 1241 ss, 1256-1257, 1266 ss.; consecuencias de la teoría que la relaciona con una idea de soberanía popular, 1205 ss, 1217 ss.; sus consecuencias en el sistema de la soberanía nacional, 1217 ss.; su utilidad, 859 ss, 1215 ss. Separación entre las autoridades administrativas y las judiciales, 656 re. 14, 694 ss, 705 ss. Sesiones de las Cámaras, 1094 re. 17.
22 Sieyés (doctrina de) : sobre la nación y el ciudadano, 949-951; sobre el régimen representativo, 962; sobre el alcance de la elección de los diputados, 931 re. 16; sobre el poder constituyente, 1165 ss, 1189 ss., 1193 ss., 1201 ss., 1239-1240.
Soberanía popular, 92-93, 875 ss, 902 903. Subditos del Estado, 24 ra. 5, 81, 105 ss, 112 ra. 8, 233 ss, 237 ss. Sufragio universal, 1122 ss, 1129, 1160.
Sistema bicameral, 116 ss, 792-793, 858-859, 1074 re. 18, 1224 ss. Soberanía: su definición, 81 ss, 172 ss, 225; orígenes históricos de su concepto, 83 ss, 1113-1114, 1117; teorías sobre su sede primitiva, 869 ss.; diferentes sentidos de la palabra, 27, 88 ss, 141 ra. 32, 143 ss, 188 ss.; alcance negativo de su concepto, 81 ss, 85-86, 88, 152, 157158; su indivisibilidad, 142-143; su carácter extraindividual, 886-887, 891, 892894, 1111 ss.; no es susceptible de apropiación, 891; interna y externa, 81 ss, 88-89;: territorial, 22 ss.; ¿es un elemento esencial del Estado?, 82-83, 96 ss, 171 ss.; ¿es una potestad ilimitada?, 215, 220 ss, 231-232, 243-244; transformación de su concepto en 1789, 896-897. Soberanía del órgano, 87, 92 ss, 95. Soberanía nacional: generalidades, 31, 91, 95-96, 189, 219, 540; principio francés, 887 ss.; sus orígenes históricos, 889 ss.; su fundamento y su alcance, 888 ss, 904 ss, 936-937; reside indivisiblemente en la nación, 239-240, 892 ss, 936-937, 951-952, 1116, 1118; su diferencia de la soberanía popular, 894; su significación negativa, 96 ra. 4, 190 ra. 28, 888 ss, 894, 911 ra. 29, 1051 ss.; sus consecuencias, 897 ss, 907 ss, 1179 ss, 1214 ss, 1217 ss.; devolución de su ejercicio, 892; y las diversas formas de gobierno, 897 ss, 912913; relaciones entre este principio y el de la separación de poderes, 837, 852, 861862; vid. también Democracia, Monarquía, Poder constituyente.
Suiza: potestad estatal de los cantones, 92 ss.; derechos del pueblo y de los cantones, 556 ra. 24; órgano supremo de la Confederación, 119 ra. 15, 123; Consejo nacional, 115; Consejo de los Estados, 116, 925 ra. 11, 933 ra. 19; distinción entre las leyes territoriales y las resoluciones federales, 504 ra. 2, 564 re.; iniciativa popular, 355 re. 2, 376 re, 12341235; referendum, 375 re. 15, 504 re. 2, 548 ra. 20, 556 re. 24, 795, 1043 re. 25; promulgación de las leyes, 412; Consejo federal, 114 ss, 118; poderes del Consejo federal, 444 ra. 3, 455 ra. 7, 489 rara. 7 y 8; ordenanzas del Consejo federal, 529 ra. 5, 556 re. 24; recurso contra las ordenanzas o resoluciones del Consejo federal, 566 ss, 578 re. 36; tratados, 493 re. 9, 499 ra.; revisión de la Constitución federal, 122, 556 re. 24; relaciones entre la Asamblea federal y el Consejo federal, 794, 848 re. 11; carácter de la Asamblea federal en sus relaciones con el pueblo, 902 ra. 18; sistema bicameral, 1228. Territorio: generalidades, 21; naturaleza del poder del Estado sobre su territorio, 21 ss.; papel del territorio
23 como elemento constitutivo del Estado, 23 ra. 4, 27 re. 7; cesión territorial, 24 re. 5; federal, 105 ss, 107 re. 7, 110. Tratados: su iniciativa, 494 re.; su negociación y ratificación, 490 ss. 496 ra. 11; poderes del Presidente de la República en cuanto a ellos, 484, 535 ss.; papel de las Cámaras en materia de ratificación de los mismos, 490 ss, 495496; su carácter administrativo, 495 re. 10; efecto obligatorio de su ratificación, 236 re. 26; su papel en la génesis de los Estados federales, 137 ss.; su derogación, 368. Tribunal federal, 112, 129. Tribunales administrativos: su diferencia de los tribunales judiciales, 697-698, 701 ss.; su independencia frente al Ejecutivo, 701; tienen el carácter de autoridades administrativas, 701 ss.; límites de su potestad administrativa, 656 re. 14, 704 re. 15; su organización, 705 ss.; formas de ejercicio de la función jurisdiccional, 709-710.
Unidad de personas, 46 ss, 53. Unidad del Estado: generalidades, 26, 28, 46, 60-61; en la actualidad, 46 ss.; continua en el tiempo, 61 ss.; su fundamento, 46 ss, 64 ss.; su compatibilidad con la separación de poderes, 761 ss.; mantenida por la teoría del órgano, 245, 786 ss.; exige la unidad de órgano supremo, 217 ss, 791 ss, 798, 835-837, 845-846; en el Estado federal, 109 ss, 113 ss, 124 ss, 146. Vereinbarung, 72-73, 1258. Veto legislativo: en la Constitución de 1791, 372; popular, 375 re. 15; su diferencia con respecto a la sanción, 165 re. 10, 372 ss.; su diferencia con respecto al poder de interesar una nueva deliberación, 373 re. 13; y la potestad ejecutiva, 756 re. 12, 799. Voluntad: colectiva, 40-41, 43, 47; estatal, 26, 28, 38, 40, 43-44, 47, 50 ss, 59 re.; general, 876 ss, 936, 963, 987, 993 ss. Voto: obligatorio, 1124-1125; plural, 1151 re. 3.
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ÍNDICE GENERAL Prefacio………………………………………………………………………………......VII Bibliografía de Carré de Malberg…………………………………………………... XXII. Sumario…………………………………………………………………………………….3 Prólogo……………………………………………………………………………………..5 ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DEL ESTADO PRELIMINARES 1. Relaciones de la teoría general del Estado con el derecho público y el derecho constitucional 21 2. Diversos elementos del Estado: pueblo, territorio, potestad 21 21 3. Definición jurídica del Estado 26 CAPITULO I TEORIA DE LA PERSONALIDAD DEL ESTADO § 1. UNIDAD DEL ESTADO 4. El Estado como personificación de la nación 29 5. Teorías contemporáneas que niegan la personalidad del Estado 33 6. Estudio general de estas teorías 37 7. Teorías que atribuyen a la colectividad estatizada una personalidad real, anterior a su personalidad jurídica 38 8. Crítica y refutación de esas teorías: fundamento y significación puramente jurídica del concepto de personalidad estatal 41 9. Realidades jurídicas a las que responde el concepto de personalidad del Estado 44 10. La unidad del Estado como fundamento del concepto de personalidad estatal 46 11. A. El Estado es una unidad de personas 46 12. Organización corporativa que origina esta unidad 47 13. Unidad de voluntad estatal que resulta de esta organización unificadora 50 14. El concepto de personalidad, consecuencia y expresión de la unidad estatal 53 15. Carácter formal del concepto de personalidad estatal 56 16. Unidad de las personas colectivas 60 17. B. El Estado es una unidad en el tiempo 61 18. Importancia del concepto de la personalidad del Estado 63
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§ 2. FUNDAMENTO DE LA UNIDAD ESTATAL Y GÉNESIS DEL ESTADO 19. Teoría del contrato social 64 20. Teorías que hacen depender la formación del Estado de causas naturales, independientes de la voluntad humana 65 21. Crítica de las teorías citadas 67 22. Imposibilidad de reducir la fundación del Estado a un acto jurídico propiamente dicho 73 23. La Constitución como elemento generador del Estado 76 24. Relaciones de la organización estatal con la formación del Estado y de la personalidad de éste 78 CAPITULO II DE LA POTESTAD DEL ESTADO § 1. EL CONCEPTO FRANCÉS DEL ESTADO SOBERANO 25. El Estado se distingue de todas las demás personas colectivas por la potestad que le corresponde 80 26. Significación precisa de la palabra soberanía, particularmente en las expresiones soberanía interna y soberanía externa 81 27. Doctrina que define al Estado por su soberanía 82 28. Orígenes franceses del concepto de soberanía en la Edad Media 83 29. Confusión posterior entre la soberanía y la potestad del Estado e identificación de la soberanía del Estado con la del príncipe 86 30. Triple sentido que se da a la palabra soberanía en la terminología francesa contemporánea 88 31. Crítica de esta terminología confusa 94 § 2. ¿Es LA SOBERANÍA UN ELEMENTO ESENCIAL DE LA POTESTAD DE ESTADO? 32. La teoría del Estado soberano ¿es exacta para todos los Estados sin distinción? 96 33. El caso del Estado federal 98 34. Distinción entre la confederación de Estados y el Estado federal 100 35. Teoría que caracteriza al Estado federal como un Estado de Estados 103 36. Naturaleza compleja del Estado Federal 109 A. Grado de semejanza con un Estado unitario 109 109 37. B. Organización federativa propia del Estado federal y participación de los Estados confederados en el ejercicio de su potestad 112 38. a) Organos federales que no tienen enlaces especiales con los Estados confederados 113 39. b) Organos federales que, aun teniendo enlaces con los Estados confederados, no expresan la voluntad de éstos 116 40. c) Grado en que los Estados confederados aparecen como formando verdaderamente, en su conjunto, un órgano federal 121 41. Dualidad de miembros propia del Estado federal 122
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42. Definición del Estado federal. Característica esencial de esta clase de Estados 124 43. Carácter soberano del Estado federal; carácter no soberano de los Estados miembros 128 44. Del poder que tiene el Estado federal de extender indefinidamente su competencia, en particular 130 45. Imposibilidad de conciliar el sistema del Estado federal contemporáneo con la antigua doctrina del Estado soberano 134 46. a) Teoría que niega a los Estados confederados el carácter estatal y hace del Estado federal una variedad del Estado unitario 134 47. b) Teoría que niega al Estado federal el carácter estatal y convierte la unión de los Estados miembros en una simple Confederación 135 48. Cuestión de la génesis del Estado federal 136 49. c) Teoría que pretende que tanto el Estado federal como el Estado confederado son soberanos 140 50. Indivisibilidad de la soberanía 142 51. La potestad estatal es en sí misma indivisible 143 52. d) Teorías que, tratando de evitar las críticas a la división de la soberanía, llevan a la negación del Estado federal o de los Estados miembros 145 § 3. EL VERDADERO SIGNO DISTINTIVO DEL ESTADO Y DE SU POTESTAD 53. Distinción entre las colectividades territoriales que constituyen Esta, dos y aquellas que no son sino porciones descentralizadas de un Estado unitario 149 54. Teorías que hacen depender esta distinción de la diferencia de fines perseguidos por el Estado o por las colectividades inferiores 150 55. Teorías que buscan el criterio del Estado en la naturaleza de sus poderes 152 a) Teoría del derecho propio de dominación 152 56. b) Teoría del derecho incontrolable 156 57. c) Teoría de la autonomía o de la potestad originaria de dominación.. 157 58. Señales distintivas de la autonomía: el poder de auto-organización 159 59. Otras señales de la autonomía: en especial, necesidad para el Estado de poseer por completo todas las funciones de la potestad del Estado 164 66. Diferencia entre la autonomía, el self-government y la descentralización 168 61. Introducción en la literatura francesa de la teoría que busca el criterio del Estado fuera de la soberanía 171 62. ¿Cuál es la diferencia exacta que separa al Estado no soberano del Estado soberano? 172 63. Diferencia esencial entre la potestad del Estado no soberano y la potestad de la provincia o municipio que se administran por sí mismos 174 64. Aplicación a los poderes de policía municipal 177 65. La cuestión del poder municipal y de su naturaleza originaria 180 66. ¿Puede tratarse de un poder propio del municipio? 183 67. La soberanía como característica del Estado francés 188
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§ 4. FUNDAMENTO Y EXTENSIÓN DE LA POTESTAD DE ESTADO. SUJETO ACTIVO Y PASIVO DE DICHA POTESTAD 68. A. La cuestión del fundamento jurídico de la potestad del Estado 190 69. Examen y crítica de la teoría que funda esta potestad únicamente sobre la fuerza de los gobernantes 192 70. Tentativas hechas en la actualidad para eliminar de la teoría jurídica del Estado los conceptos de potestad y soberanía 195 71. Apreciación de estas tentativas 197 72. Fundamento del carácter imperativo de la ley y necesidad de admitir la existencia de una potestad positiva de mando en el legislador 199 73. Distinción entre la regla positiva de derecho y la regla ideal fundada en la justicia o la razón 201 74. ¿Es cierto que el principio de la soberanía del Estado se encuentra en vía de desaparición en Francia? 205 75. Aplicación a la cuestión de la responsabilidad que puede incumbirle al Estado en razón de sus leyes 207 76. Examen de algunas resoluciones de la jurisprudencia relativas a esta cuestión 209 77. Mantenimiento del concepto de soberanía en Francia en lo que concierne a la potestad legislativa del Estado 215 78. B. La soberanía no es un poder sin límites 220 79. Teoría de la auto-limitación: su fundamento y su alcance 222 80. Críticas formuladas a la teoría de la auto-limitación: su refutación 225 81. Imposibilidad de descubrir, para la limitación de la potestad estatal, medios positivos de orden jurídico que no deriven del derecho creado por el Estado 229 82. C. Sujeto activo y sujeto pasivo de la potestad del Estado. Dificultades que suscita la cuestión de saber cuál es el sujeto pasivo de dicha potestad 233 83. En qué sentido y en qué medida puede considerarse a los ciudadanos como sujetos pasivos de la potestad estatal 237 84. Sujeto activo de la potestad del Estado. Carácter subjetivo de la relación de potestad existente entre el Estado y los individuos sometidos a su dominio 240 85. Interés jurídico y práctico que presenta el reconocimiento de dicho carácter subjetivo de la potestad del Estado 242 86. Cómo se manifiesta la personalidad del Estado hasta en el sistema de su organización 244 FUNCIONES DEL ESTADO PRELIMINARES 87. Sentido jurídico de la expresión "funciones estatales" 249 88. Doctrina que diferencia a las funciones por sus fines 252 89. Doctrina que divide a las funciones en operaciones intelectuales y operaciones actuantes 254
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90. Sistema constitucional francés de calificación y clasificación formales de las funciones 257 91. Teoría basada en la distinción del punto de vista material y el punto de vista formal 261 92. Origen y alcance de las funciones materiales y formales 264 93. Interés jurídico de esta distinción 269 CAPITULO I LA FUNCION LEGISLATIVA SECCIÓN I DEFINICION DE LA LEY 94. ¿Cómo se formula la cuestión de la definición de la ley en el derecho constitucional actual? 272 § 1. TEORÍA DE LA GENERALIDAD DE LA LEY 95. ¿Qué se entiende por generalidad de la ley? 96. La teoría de la ley, regla general en la literatura contemporánea 97. Fundamento de esta teoría 98. Crítica y refutación de la teoría de la generalidad de la ley
275 276 278 280
§ 2. TEORÍA DE LA LEY COMO REGLA DE DERECHO 99. El concepto material de la ley en la doctrina alemana 285 100. ¿Qué debe entenderse por regla de derecho? 286 101. Distinción alemana entre leyes que crean derecho y leyes que forman administración 287 102. Orígenes políticos y constitucionales de la distinción alemana entre la regla de derecho y la regla administrativa: interés jurídico de esta distinción 289 103. Tentativas para aplicar esta distinción al derecho público francés 292 704. Examen de los argumentos constitucionales sobre los cuales basaron esta distinción los autores alemanes 293 105. ¿Tiene esta distinción algún punto de apoyo en los textos constitucionales franceses? 297 106. Error cometido por los autores franceses que han introducido en la doctrina francesa la distinción alemana entre leyes materiales y leyes formales 298 107. ¿Es verdad que el concepto de regla de derecho no puede concebirse sino respecto a las que atañen a las facultades jurídicas de los particulares? 300 108. Incertidumbre de la doctrina alemana en cuanto al punto de saber por qué signo se conoce que una regla lo es de derecho 304
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§ 3. EL VERDADERO CONCEPTO DE LA LEY SEGÚN EL DERECHO POSITIVO FRANCÉS 109. Caracteres constitucionales de la ley en el sentido constitucional de este vocablo 308 110. A. La ley no se caracteriza por su contenido, sino por su forma y por la fuerza inherente a esa forma. Imposibilidad de construir una teoría jurídica de la ley de la que quede excluido todo elemento formal 311 111. Comparación entre la ley y el reglamento: su importancia para la determinación del concepto constitucional de la ley 313 112. Semejanzas que pueden presentar, respecto de algunos de sus efectos, la ley y el reglamento: motivos de estas semejanzas 315 113. Diferencia esencial entre las reglas expedidas para regir como leyes y las expedidas para regir como reglamentos 317 114. Carácter estatutario de la regla legislativa 318 115. Fundamento jurídico del carácter estatutario de la ley 323 116. El carácter estatutario de la ley depende de la separación de los poderes, es decir, de la jerarquía de las autoridades 326 117. Fundamento político del carácter estatutario de la ley 329 118. Extensión ilimitada del campo material de la potestad legislativa considerada como origen de reglas estatutarias 330 119. Carácter estatutario de las leyes que formulan reglas relativas al funcionamiento interno de los servicios administrativos 331 120. Condiciones del carácter estatutario de la ley. Determinación del concepto de regla 333 121. B. La ley no se caracteriza por su materia especial, sino por la potestad de iniciativa que le es propia. ¿Existen en el derecho francés materias que sean administrativas en sí, frente a otras que dependan de la función legislativa? 336 122. Según el derecho francés, el campo material de la ley comprende todas aquellas decisiones o medidas que no se reducen a la ejecución de las leyes en vigor 337 123. Aplicación a las resoluciones que establecen reglas: campos respectivos de la ley y del reglamento 340 124. Aplicación a las resoluciones especiales que exceden de los poderes legales de la autoridad administrativa 341 125. Aplicación a las resoluciones que derogan excepcionalmente las reglas generales en vigor 342 126. Leves que se dictan en aplicación de una ley anterior 343 127. Valor especial que tiene indistintamente toda decisión o resolución particular tomada en forma legislativa 344 128. Conclusión. En el derecho francés no cabe distinguir entre leyes materiales y leyes formales 346 129. Distinción entre los efectos propios de la ley y los efectos comunes a toda regla, sea o no legislativa 348
31 SECCIÓN II
LA VIA DE LA LEGISLACION. LOS ACTOS DE LA POTESTAD LEGISLATIVA 130. Diversos actos u operaciones que se producen en vista o con ocasión de la creación de una ley. ¿Cuáles de ellos constituyen actos de potestad legislativa propiamente dicha? 353 § 1. LA SANCIÓN DE LAS LEYES
131. Teoría monárquica que en la elaboración de las leyes distingue entre la determinación del contenido de la ley y la emisión del mandato legislativo, reservando al monarca la última 358 132. Teoría según la cual las Cámaras no sólo otorgan su consentimiento al texto de la ley, sino que también autorizan el mandato por cuya virtud la sanciona el monarca 360 133. Razones históricas invocadas en Alemania en apoyo de estas teorías 361 134. Discusión y refutación de las teorías anteriores 363 135. Verdadera naturaleza de la sanción monárquica 369 136. La supuesta sanción de 1791 y el actual poder de pedir una nueva deliberación 372 § 2. PROMULGACIÓN DE LAS LEYES
137. Nociones generales relativas a la promulgación de las leyes en la Constitución de 1875 376 138. Diversas teorías sobre la naturaleza de la promulgación, que implican que ésta es un acto de potestad legislativa 377 139. ¿Es cierto que la ley obtiene su fuerza ejecutiva de la promulgación por el jefe del Ejecutivo? 382 140. Fuerza imperativa que poseen, con respecto a los agentes ejecutivos, las decisiones legislativas adoptadas por las Cámaras 387 141. La promulgación es un acto de naturaleza y potestad ejecutivas 392 142. Necesidad de una promulgación de las leyes 395 143. Objeto y significación precisa de la promulgación 398 144. Concepto que se acreditó, sobre el objeto de la promulgación, en la época de la confección del Código civil y después 401 145. Refutación de la teoría que ve en la promulgación un elemento de la publicación 405 146. Relaciones entre la promulgación y la publicación 407 147. ¿Por qué se pide al jefe del Ejecutivo, y no a los presidentes de las Cámaras, el acto de la promulgación, destinado a autentificar la ley? 411 148. Efectos de la promulgación 414 149. ¿Es cierto que la promulgación cubre los vicios de inconstitucionalidad de la ley? 415 150. ¿En qué medida el jefe del Ejecutivo debe comprobar la regularidad de la formación de la ley antes de promulgarla? 417 151. ¿Pueden los tribunales poner en tela de juicio la existencia de una ley debidamente promulgada? 420
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152. Cuestión de la fecha de las leyes 421 153. Razones por las que es conveniente designar las leyes por la fecha del decreto que las promulga 423 CAPITULO II LA FUNCION ADMINISTRATIVA SECCIÓN I DEFINICION DE LA ADMINISTRACION § 1. DIVERSAS TEORÍAS RESPECTO A LA FUNCIÓN ADMINISTRATIVA 154. Doctrinas que definen a la administración, ya por sus fines, ya por su carácter de función actuante 427 155. Doctrina que establece las respectivas definiciones de la legislación y la administración sobre la distinción de la voluntad y la ejecución 428 156. Doctrina que aplica a la función administrativa la distinción entre funciones materiales y formales 433 157. Doctrina que define a la administración por su propia materia 435 § 2. EL VERDADERO CONCEPTO DE LA ADMINISTRACIÓN SEGÚN EL DERECHO POSITIVO FRANCÉS 158. Elementos definitorios de la función administrativa que suministra la Constitución francesa 437 159. La función administrativa tiene por campo o materia propia la ejecución de las leyes 439 160. Este campo de ejecución es indefinido 442 161. La diferencia entre la legislación y la administración es de orden Jerárquico 444 162. El acto administrativo es inferior al acto legislativo en cuanto a la fuerza de sus efectos 446 163. En cuanto a su potestad de iniciativa, el acto administrativo está subordinado a las leyes 447 164. Distinción entre el sistema del Estado de derecho y el sistema del Estado legal en lo que concierne a la subordinación de la función administrativa respecto a las leyes 449 165. Concepto francés del poder ejecutivo 454 § 3. ¿EN QUÉ SENTIDO ES LA ADMINISTRACIÓN UNA FUNCIÓN DE EJECUCIÓN DE LAS LEYES? 166. Gradación de los poderes que pueden ser atribuidos a las autoridades ejecutivas por las leyes que regulan la actividad administrativa 462 167. Ejemplo de esta gradación que suministran las leyes de policía 463 168. Leyes que asignan a la autoridad administrativa ciertas funciones de policía sin precisar los medios por los que habrán de realizarse 466 769. Distinción entre el acto de decisión administrativa y el acto de disposición administrativa 470
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§ 4. LA FUNCIÓN ADMINISTRATIVA CONSIDERADA ESPECIALMENTE EN SU EJERCICIO EN EL INTERIOR DEL ORGANISMO ADMINISTRATIVO 170. Teoría según la cual la autoridad administrativa posee una potestad inicial e independiente de las leyes en cuanto a aquellos de sus actos o mandatos que no afectan a los administrados o que sólo se dirigen a los funcionarios 473 171. ¿Se conforma esta teoría a los principios del derecho público francés? 475 172. Naturaleza de la potestad jerárquica de los jefes de servicio: sus efectos sobre las relaciones entre los jefes y los agentes subalternos 476 173. Límites del deber de obediencia jerárquica de los funcionarios 479 SECCIÓN II LOS ACTOS DE GOBIERNO 174. Existencia, paralelamente a la función administrativa de ejecución, de una función de gobierno exenta de la necesidad de autorizaciones legislativas 480 175. Criterio de la distinción entre actos administrativos y actos de gobierno 482 176. Fundamento constitucional de los poderes gubernamentales de la autoridad ejecutiva 483 177. ¿Se opone la institución de los actos de gobierno al principio por el cual el Ejecutivo no puede actuar sino en virtud de poderes legales? 486 178. ¿Se halla exenta la actividad gubernamental del Ejecutivo del principio por el cual los actos de autoridad ejecutiva están subordinados a las leyes? Aplicación a los poderes propios del Presidente de la República relativos a la negociación y a la ratificación de los tratados 490 179. Ausencia de vía de recurso jurisdiccional contra los actos de gobierno 480 SECCIÓN II I REGLAMENTOS ADMINISTRATIVOS 180. Primeras nociones del reglamento y comparación entre el reglamento y la ley 502 § 1. DIVERSAS TEORÍAS RESPECTO AL FUNDAMENTO Y ALCANCE DEL PODER REGLAMENTARIO
181. A. Cuestión del fundamento del poder reglamentario. Doctrina que hace depender el poder reglamentario de la idea de ejecución de las leyes 507 182. Doctrina que funda el poder reglamentario en la potestad gubernamental del jefe del Estado 508 183. Distinción alemana entre ordenanzas que crean derecho y ordenanzas concernientes a la administración 509 184. B. Cuestión del campo del reglamento. Distinción alemana entre ordenanzas formales y ordenanzas materiales: materia propia de la ordenanza según esta teoría 511 185. Tentativas de algunos autores franceses para establecer la existencia de una esfera propia del reglamento 513
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186. Doctrina francesa según la cual el reglamento tiene por objeto la ejecución de las leyes 515 187. C. Cuestión de la naturaleza interna del reglamento. Solución conforme a la teoría alemana que distingue entre ordenanzas materiales y ordenanzas formales 517 188. Autores franceses que consideran el reglamento, en razón de su contenido, como un acto de naturaleza legislativa 518 189. Doctrina francesa común que caracteriza al reglamento como acto administrativo 519 § 2. VERDADERO CONCEPTO DEL REGLAMENTO ADMINISTRATIVO SEGÚN EL DERECHO POSITIVO FRANCÉS
190. Indicaciones que suministra la Constitución sobre la naturaleza de los reglamentos presidenciales 522 191. A. El reglamento entra en la categoría ordinaria de los actos administrativos 523 192. a) En cuanto a sus efectos no tiene la fuerza de la ley, pero sí la de los actos administrativos 525 193. b) En cuanto a sus iniciativas no tiene más fuerza que la de ejecución propia de los actos administrativos 526 194. c) A diferencia de la ley, está sujeto a recurso contencioso como los demás actos administrativos 527 195. B. El reglamento tiene por campo único la ejecución de las leyes 528 196. Extensión de este campo: su carácter ilimitado 530 197. C. Aplicación de los principios constitucionales que preceden a los reglamentos de administración pública. ¿Se reduce a una delegación de potestad legislativa la habilitación para hacer estos reglamentos? 536 198. Interés de la teoría de la delegación legislativa 538 199. Los principios generales del derecho público francés niegan a las Cámaras la posibilidad de delegar en el Ejecutivo la potestad legislativa 539 200. El Presidente de la República, sobre todo, de ningún modo necesita tal delegación para hacer un reglamento cualquiera: basta que este reglamento se produzca en ejecución de una ley 541 201. En el estado actual de la Constitución francesa el Parlamento es dueño de determinar por sus leyes la extensión de la competencia reglamentaria del Ejecutivo 545 202. Argumento deducido del hecho de que la Constitución no determina las materias especialmente reservadas a la ley por oposición al reglamento 546 203. Otro argumento deducido del hecho de que los tribunales no pueden apreciar la validez constitucional de las leyes que fijan la competencia reglamentaria 550 204. Amplio desarrollo actual de la práctica parlamentaria consistente en recurrir a reglamentos de administración pública 557 205. Medidas que pueden adoptarse por vía reglamentaria. ¿Puede el Presidente de la República ser habilitado por una ley para dictar penas, crear impuestos y modificar las leyes existentes? 570
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206. Por amplias que sean las habilitaciones de que procede, el reglamento de administración pública se reduce a un acto administrativo 574 207. Consecuencia de este carácter administrativo en cuanto a los recursos que pueden interponerse contra esta clase de reglamentos 575 208. Otra consecuencia en cuanto al poder de modificar estos reglamentos que tiene el Presidente de la República 579 § 3. DIVERSAS ESPECIES DE REGLAMENTOS PRESIDENCIALES
209. En cierto sentido no hay más que una sola clase de reglamentos: los que se hacen en virtud de la Constitución y aseguran la ejecución de las leyes 580 210. Distinción tradicional entre reglamentos de administración pública y reglamentos ordinarios 581 211. Desacuerdo que reina entre los autores sobre el alcance de esta distinción 582 212. Orígenes de la distinción establecida entre los reglamentos de administración pública y los demás reglamentos 584 213. Esta distinción ha perdido actualmente toda su antigua importancia 585 214. El reglamento de administración pública no difiere esencialmente de los reglamentos ordinarios 587 215. La principal distinción que debe establecerse en los reglamentos presidenciales es la de reglamentos espontáneos y reglamentos hechos en virtud de una ley 589 216 . Reglamentos espontáneos o hechos para la ejecución de las leyes en vigor: medidas que pueden establecer los reglamentos de esta clase. 591 217. Reglamentos hechos en virtud de una disposición legislativa formal o en ejecución de las leyes 593 218 . Reglamentos presidenciales de policía 594 219 . ¿Posee el Presidente de la República un poder de policía general que le habilite para dictar, en esta materia, reglamentos espontáneos fuera de toda habilitación legislativa especial? 596 220. Reglamentos relativos a la organización y el funcionamiento de los servicios públicos 599 221 . Doctrina que reconoce al Presidente de la República un poder propio y general de reglamentación interna de los servicios públicos 599 222 . Teoría alemana de las ordenanzas administrativas 601 223. Crítica y refutación de los argumentos invocados para fundar el poder general de reglamentación del Presidente en materia administrativa 604 224 . Necesidad de establecer a este respecto una distinción entre los reglamentos concernientes a los servicios públicos y las prescripciones de orden interior conocidas con el nombre de instrucciones de servicio 605 225 . Naturaleza especial y caracteres distintivos de la instrucción de servicio: diferencias de orden formal y jerárquico que la separan de los reglamentos 607 226. Principio constitucional que permite determinar la extensión de la competencia del Presidente de la República en cuanto a su poder de reglamentación espontánea de los servicios públicos 610
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227. Aplicación al caso de la creación de nuevos departamentos ministeriales por vía de decreto 614 228. Causas por las cuales el poder reglamentario del Presidente de la República se ha extendido de hecho más allá de los límites fijados en principio por la Constitución 617 CAPITULO III LA FUNCION JURISDICCIONAL 229. Cómo se plantea, a propósito de la función jurisdiccional, la cuestión del número de los poderes 628 § 1. DEFINICIÓ N DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL SEGÚN SU OBJETO
230. ¿En qué casos hay lugar a jurisdicción? 631 231. ¿Tiene la jurisdicción por materia propia el examen y la solución de cuestiones litigiosas? 632 232. ¿Qué significa "pronunciar el derecho"? 635 233. Examen de la doctrina tradicional sobre la naturaleza y el objeto de la potestad jurisdiccional 635 234. ¿No es la jurisdicción más que una función ejecutiva de aplicación de las leyes? 638 235. Caso en que el juez no encuentra ninguna ley aplicable al caso que examina 639 236. Extensión de la esfera de autonomía del juez 642 237. Sólo la fórmula de los textos legislativos posee el valor imperativo de ley y la fuerza de obligar al juez 643 238. ¿Puede decirse que la interpretación de los textos evolucionará al adaptarse a las circunstancias cambiantes? 647 239. La analogía: su papel en el ejercicio de la función jurisdiccional 650 240. Necesidad de admitir la existencia, en la función jurisdiccional, de cierta potestad creadora de soluciones de derecho 652 241. Concepción revolucionaria de la potestad judicial 653 242. Instituciones revolucionarias en las que se manifiesta especialmente esta concepción 660 243. Evolución del concepto de función jurisdiccional después de la Revolución 664 244. Poderes atribuidos al juez por el artículo 4 del Código civil 666 245. Intervención de la Corte de casación en las decisiones jurisdiccionales de las autoridades judiciales 668 246. Límites de la potestad creadora comprendida en la función jurisdiccional 672 247. Carácter relativo del derecho pronunciado en cada caso por el juez. ¿Es la jurisprudencia una fuente de orden jurídico general del Estado? 675 248. Límites que resultan de que la función jurisdiccional, como potencia subordinada a las leyes, no pueda ejercerse en sentido opuesto a la legislación vigente 678
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§ 2. DEFINICIÓN DE LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL SEGÚN SUS CONDICIONES DE EJERCICIO 249. Cuestión del número de los poderes 680 250. Caso en que la función jurisdiccional se acerca, desde el punto de vista material, a la función legislativa 680 251. Caso en que la función jurisdiccional no consiste más que en aplicar la ley: ¿en qué sentido esta función de aplicación constituye una tercera función distinta de la ejecutiva? 682 252. Teorías que pretenden establecer una distinción material entre la administración y la jurisdicción 683 253. Teoría que se funda en que el juicio es anterior a la ejecución 684 254. Teorías que diferencian la jurisdicción y la administración por los fines para los que respectivamente se ejercen 687 255. Fracaso de las teorías que han intentado establecer una distinción material entre la administración y la jurisdicción 690 256. Fundamento y carácter formales de la distinción entre la función jurisdiccional y la función administrativa 694 257. Separación orgánica entre la jurisdicción y la administración 697 258. Independencia de los tribunales judiciales respecto del Ejecutivo 697 259. Sistema de las dos justicias: tribunales administrativos, como autoridades administrativas, que desempeñan una función jurisdiccional 701 260. Organización especial que se da a las autoridades administrativas investidas del poder de estatuir a título jurisdiccional 705 261. La separación de la jurisdicción y la administración desde el punto de vista de sus formas de ejercicio 709 262. Distinción entre la vía administrativa y la vía jurisdiccional 711 263. Caso en que la autoridad jurisdiccional es llamada únicamente a comprobar la existencia de un hecho 712 264. Fuerza especial que se atribuye a las aseveraciones hechas por la vía jurisdiccional 713 265. Signos distintivos del acto jurisdiccional 714 266. Casos en los que la autoridad administrativa pronuncia el derecho sin realizar acto jurisdiccional. Cuestión del ministro-juez 716 267. Tendencia del Estado moderno a sustituir la vía administrativa por la vía jurisdiccional para un número cada vez mayor de asuntos 726 268. Por qué la jurisdicción debe ser considerada jurídicamente como un tercer poder 734 269. Conclusión sobre el carácter formal de la distinción de las funciones de potestad estatal 738 CAPITULO IV SEPARACION DE LAS FUNCIONES ENTRE ORGANOS DISTINTOS
§ 1. LA TEORÍA DE MONTESQUIEU SOBRE LOS TRES PODERES Y SU SEPARACIÓN 270. Precursores de Montesquieu 271. Originalidad de su teoría sobre la distinción y reparto de los poderes
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272. El principio de la separación de poderes según Montesquieu: su finalidad política 744 273. Constitución orgánica de tres grandes poderes en el Estado: sistema de frenos y contrapesos 747 274. Mantenimiento de la unidad de la potestad estatal en la doctrina de Rousseau 748 275. Prestigio que disfrutó en Francia la teoría de Montesquieu: su descrédito actual 750 276. Tentativas de ciertos autores alemanes para rehabilitar esta teoría 754 277. Examen crítico de la doctrina de Montesquieu 757 278. A. Pluralidad de poderes. División de la potestad estatal en tres potestades distintas y constitución orgánica en el Estado de tres poderes diferentes 757 279. ¿Es compatible con la unidad del Estado este fraccionamiento del Estado y de su potestad en tres poderes? 760 280. B. Separación de funciones. Punto de vista de Montesquieu sobre la distinción material de las funciones 764 281. Imposibilidad de realizar orgánicamente esta separación 766 282. C. Independencia de los órganos. Necesidad de una coordinación entre los órganos del Estado 770 283. Constituciones de fines del siglo XVII I que, aplicando la teoría de Montesquieu, pretendieron excluir las relaciones entre el cuerpo legislativo y el Ejecutivo 772 284. Montesquieu habla de relaciones que permiten a los órganos detenerse y paralizarse mutuamente; no habla de las que asegurarían su unión y su asociación 777 285. Es impracticable la separación de poderes con ausencia de relaciones entre los órganos 779 286. D. Igualdad de los órganos. ¿Existe en la realidad? ¿Es posible jurídicamente? 782 287. La jerarquía de las funciones lleva consigo la de los órganos 784 288. La necesaria unidad del Estado excluye la igualdad de los órganos. 786 289. Cómo restablecen esta unidad en el poder constituyente las Constituciones separatistas de fines del siglo XVIII 786 290. Igualdad de los órganos en el orden de los poderes constituidos 788 291. E n qué sentido es cierto que el Estado puede tener múltiples órganos? 790 292. Necesidad de un órgano supremo 791 293. Examen de las diversas formas gubernamentales de Estado desde este punto de vista 794 294. E. El régimen parlamentario considerado en sus relaciones con la separación de poderes. ¿Es un régimen de igualdad orgánica entre los poderes legislativo y ejecutivo? 800 295. Posición constitucional del ministerio en el régimen parlamentario. Doctrina que caracteriza al gabinete ministerial como un comité gubernamental del Parlamento 802 296. Doctrina según la cual el ministerio sirve de intermediario entre el Parlamento y el jefe del Ejecutivo, considerados como dos autoridades distintas e independientes, y depende a la vez de dichas autoridades 805
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297. ¿Hay en el actual sistema parlamentario francés un verdadero dualismo orgánico que resulte de un equilibrio de potestad entre las Cámaras y el Ejecutivo? 811 298. Dualismo originario sobre el que se construyó históricamente el régimen parlamentario 816 299. Persistentes manifestaciones de este dualismo en los textos constitucionales de 1875 820 300. ¿Qué queda hoy de ese dualismo primitivo? 822 301. Carácter simplemente nominal o aparente del dualismo en el régimen parlamentario actual 826 § 2. ¿CONSAGRA LA SEPARACIÓN DE PODERES EL DERECHO PÚBLICO FRANCÉS? 302. Rechazo de la doctrina de Montesquieu 834 303. La unidad del Estado y la idea del órgano supremo 835 304. Sistema jurídico francés que se refiere a las diversas potestades que respectivamente ejerce cada especie de órganos 837 305. A. La separación de poderes sustituida por la gradación de poderes 837 306. La Constitución francesa no establece separación de funciones materiales, sino sólo una separación que se refiere a los grados de potestad formal 838 307. Sistema de la jerarquía de poderes y autoridades 839 308. Este sistema mantiene la unidad del Estado: los diversos órganos ejercen la misma potestad en grados desiguales 845 309. Las Cámaras, órgano supremo de la República francesa 846 310. B. La separación de poderes sustituida por la limitación de poderes 851 311. Limitación de los poderes del órgano supremo en la monarquía 854 312. Limitación de los poderes del órgano supremo cuando éste es el Parlamento 856 313. División del Parlamento en dos Cámaras 858 314. Separación del poder constituyente y el poder legislativo 859 315. ¿Dónde hallar hoy la garantía de la libertad pública que Montesquieu trató de asegurar con su sistema de la separación de poderes? 861 ORGANOS DEL ESTADO PRELIMINARES
316. Problema que domina este estudio: su solución jurídica 867 317. Cuestión de la legitimidad de la potestad que ejercen los gobernantes: ¿en quién reside primitivamente la soberanía? 868 318. Forma francesa de esta cuestión: ¿en quién reside el poder constituyente? 870 CAPITULO I TEORIAS CONTEMPORANEAS SOBRE EL ORIGEN DE LA POTESTAD DE LOS ORGANOS DEL ESTADO 319. Doctrina del derecho divino
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§ 1. TEORÍA DE LA SOBERANÍA DEL PUEBLO 320. La teoría de la soberanía en el sistema del contrato social 875 321. Naturaleza de la voluntad general según Rousseau: supuesta conciliación entre la preponderancia de la voluntad general y la participación individual de los ciudadanos en la soberanía 877 322. Críticas de orden político y moral contra la teoría de'Rousseau. Doctrina de la soberanía de la justicia y de la razón 879 323. Críticas de orden jurídico. Imposibilidad de conciliar la soberanía individual con el sistema de la sumisión de los ciudadanos a la mayoría 882 324. ¿Descansa la dominación estatal en la aceptación consensual de los ciudadanos? 884 325. ¿Puede el contrato social originar en los ciudadanos un derecho de soberanía? 885 326. Carácter esencialmente extraindividual de la soberanía: sólo puede concebirse en el Estado 886 § 2. TEORÍA DE LA SOBERANÍA NACIONAL 327. Principio francés de la soberanía nacional: ¿cuál es la significación de este principio? 887 328. A. Doctrina que asimila la soberanía nacional a la soberanía popular 888 329. Determinación del alcance real del principio de la soberanía nacional según sus orígenes históricos 889 330. En 1789-1791, el principio se dirigía contra la potestad personal y absoluta del rey 890 331. Significación puramente negativa que este principio tenía en el pensamiento de sus fundadores: exclusión de toda soberanía individual 892 332. Consecuencias de este concepto negativo 896 333. B. Doctrina que sólo ve en la soberanía nacional un principio nominal desprovisto de efectos jurídicos 897 334. El principio de la soberanía nacional y las diversas formas gubernamentales del Estado 898 335. Esencia de la monarquía y de la democracia 902 336. El principio de la soberanía nacional se funda en la identificación de la nación con el Estado y tiene como fin esencial realizar desde el punto de vista orgánico las consecuencias de esta identidad 904 337. Consecuencias jurídicas efectivas del principio definido así 907 338. El principio de la soberanía nacional excluye la monarquía y la democracia propiamente dichas 909 CAPITULO II GOBIERNO REPRESENTATIVO § 1. FUNDAMENTO Y NATURALEZA DEL GOBIERNO REPRESENTATIVO 339. Vínculos que relacionan al gobierno representativo con el principio de la soberanía nacional 914
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340. Concepto político usual del gobierno representativo 916 341. Existencia de dos conceptos jurídicos uno amplio y otro restringido. que se refieren a la representación en derecho público 917 342. Doctrina de Rousseau sobre el régimen representativo 918 343. Fundamento de este régimen según Montesquieu 920 344. Naturaleza de la relación jurídica entre electores y elegidos que nace de la elección. Teoría del mandato representativo 922 345. Diferencias esenciales entre la situación del diputado electo y la de un mandatario 925 346. Caracteres de la función de diputado 929 347. Naturaleza y alcance verdaderos de la elección del diputado en el régimen representativo 929 348. La regla según la cual los diputados representan a la nación 933 349. Consecuencias de esta regla en cuanto a la determinación de la naturaleza del régimen representativo 936 350. ¿Es verdaderamente égimen de representación, en el sentido jurídico propio de la palabra, el régimen llamado representativo? 938 § 2. ORÍGENES REVOLUCIONARIOS DEL SISTEMA FRANCÉS DE LA REPRESENTACIÓN NACIONAL 351. Ojeada histórica sobre la representación en los Estados generales de la Francia antigua 942 352. Carácter verdaderamente representativo de la función del diputado antes de 1789 946 353. Principios esenciales del nuevo régimen representativo que fundó la Asamblea nacional de 1789 948 A. Los diputados representan a toda la nación 949 354. El ciudadano, elemento constitutivo de la nación. Concepción individualista de la representación 949 355. Combinación del concepto individualista con el de la indivisibilidad, ya sea de la nación, ya de la representación nacional 951 356. Consecuencias respectivas de estos dos conceptos combinados 952 357. B. Los diputados son independientes de sus colegios electorales 955 358. Cuestión de los mandatos imperativos ante la Asamblea nacional de 1789 956 359. Nulidad de los mandatos imperativos con respecto a la Asamblea 957 360. Nulidad de los mandatos con respecto a los propios diputados 961 361. La razón esencial de esta doble nulidad se deduce, según Sieyés, de la misma naturaleza del gobierno representativo tal como fué concebido en 17891791 963 362. Oposición que en esta época se estableció entre el gobierno representativo y la democracia propiamente dicha 967 363. C. El representante quiere por la nación 969 364. Distinción entre el representante y el funcionario 970 365. ¿Cuáles eran los representantes según la concepción de la Asamblea de 1789 en cuanto a la representación nacional ? 973
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366. Condición de representante que la Constitución de 1791 reconoció al rey 974 367. Fundamento del carácter representativo del rey en 1791 975 368. ¿Por qué negaba a los administradores la condición de representantes la Constitución de 1791? 979 369. La representación —poder objetivo y no cualidad subjetiva— es independiente de toda condición electiva 980 370. ¿Podía considerarse a los jueces como representantes en 1791? 982 § 3. ALCANCE JURÍDICO DEL CONCEPTO DE REPRESENTACIÓN EN EL DERECHO PÚBLICO MODERNO. TEORÍA DEL ÓRGANO DE ESTADO 377. En el régimen llamado representativo faltan todos los elementos indispensables para la construcción de la idea jurídica de representación 985 372. En el régimen llamado representativo, la verdadera calificación que debe darse a las autoridades encargadas de querer por la nación no es la de representante, sino la de órgano nacional 988 373. A. Concepto del órgano. Sus relaciones con el concepto de persona colectiva 989 374. Diferencias entre el representante y el órgano 990 a) El órgano, condición esencial de la personalidad de la colectividad, no forma con ésta más que una sola y misma persona 990 375. b) El órgano expresa por sí mismo la voluntad de la colectividad, que jurídicamente no puede querer más que por medio de él 992 376. B. Orígenes franceses de la teoría del órgano de Estado. Su desarrollo en la literatura alemana contemporánea 997 377. Germen de esta teoría en el concepto que admitió la Asamblea nacional de 1789 en cuanto a la representación de la nación 999 378. Crítica y rechazo de la terminología constitucional de 1791 que designaba con el término delegación el acto de la nación por el cual ésta, al organizarse, crea su potestad 1001 379. C. Justificación de la teoría del órgano de Estado 1006 a) Esta teoría tiene por objeto señalar que el individuo órgano, cual distinta de la del Estado 1006 380. El órgano ejerce un poder que corresponde exclusivamente al Estado 1009 381. Interés práctico de la teoría del órgano 1010 382. b) La palabra órgano se destina a señalar que el órgano no se confunde con las personas momentáneamente investidas de la función orgánica 1012 383. D. ¿De quién son órganos las autoridades investidas del poder de querer por la nación? Teoría francesa del órgano nacional 1016 384. Teoría alemana del órgano de Estado 1018 385. Teoría que, para caracterizar al régimen representativo, define al Parlamento como un órgano de voluntad del pueblo, que a su vez es órgano primario del Estado 1020 386. Distinción que esta última teoría establece entre órganos representativos o secundarios y órganos primarios no representativos 1023
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387. Teoría que en el régimen representativo ve un régimen de asociación particular entre electores y elegidos, destinado a asegurar la conformidad entre las voluntades de unos y otros 1025 388. Examen crítico de las teorías precedentes 1029 389. ¿Puede ser considerado el pueblo como un órgano estatal en el régimen representativo? ; 1031 396. ¿Es un órgano de voluntad del Estado el cuerpo electoral mismo en este régimen? 1033 397. El Parlamento no puede ser a la vez órgano y representante del pueblo, pues ambos términos se excluyen recíprocamente 1035 392. La teoría que caracteriza al Parlamento como el órgano representativo del pueblo lleva a confundir el gobierno representativo con la democracia directa 1041 393. Por fundarse en el principio de la soberanía nacional, el régimen representativo francés excluye a la vez a la monarquía y a la democracia propiamente dichas, e implica que todos los órganos estatales son indistintamente órganos de la nación 1044 § 4. EVOLUCIÓN DEL RÉGIMEN REPRESENTATIVO DESDE LA REVOLUCIÓN 394. Deformación del concepto originario de la representación nacional. 1054 395. Creciente influencia que los electores adquieren sobre sus elegidos 1056 396. Infiltración en el gobierno representativo de tendencias o instituciones que responden al espíritu del gobierno directo. Cuestión de la representación proporcional 1059 397. Combinación del régimen representativo y el régimen parlamentario: diferencias entre ambos regímenes 1063 398. La disolución como indicio de la diferencia entre el régimen representativo de 1791 y el régimen parlamentario actual 1065 399. El régimen representativo se ha convertido en parte en un régimen de representación efectiva 1069 400. El régimen semi-representativo 1072 § 5. ORGANOS ACTUALES DE LA REPÚBLICA FRANCESA SEGÚN LA CONSTITUCIÓN DE 1875 401. Desacuerdo de los autores en cuanto a la determinación de las autoridades estatales a quienes debe reservarse la calificación de órganos 1076 402. Vínculos entre la idea del órgano de Estado propiamente dicho y la de la personalidad jurídica del Estado 1079 403. Distinción entre los órganos que concurren a constituir la persona estatal y los funcionarios que actúan por esta persona ya constituida 1082 404. No son órganos propiamente dichos las autoridades administrativas ni las autoridades jurisdiccionales 1083 405. ¿Debe considerarse al Presidente de la República, bajo la Constitución de 1875, como un órgano o como un funcionario? 1087 406. Razones por las que las Cámaras son el único órgano de voluntad primordial del Estado en el parlamentarismo francés actual 1089
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CAPITULO III EL ELECTORADO § 1. EL CUERPO ELECTORAL EN GENERAL. SU COMETIDO Y SU PODER SEGÚN EL DERECHO PÚBLICO ACTUAL
407. ¿Debe considerarse al cuerpo electoral como un órgano de Estado? 1098 408.¿Es un poder de órgano el de nombramiento que corresponde al cuerpo electoral? 1100 409.¿En qué medida el cuerpo electoral es hoy órgano de voluntad del Estado? 1103 410. ¿Es un órgano electoral todo colegio de elección? 1106 411. Múltiples problemas que suscita la determinación de la condición individual de cada elector en el conjunto del cuerpo electoral 1107 § 2. EL DERECHO ELECTORAL COMO FUNCIÓN
412. Doctrina de Rousseau sobre el fundamento del derecho de sufragio 1109 413. Refutación de la teoría que basa el derecho electoral en un derecho de soberanía individual del ciudadano 1111 414. Examinado en su fundamento, el derecho electoral no es un derecho individual, sino una función estatal 1114 415. Cuestión del fundamento del derecho electoral en sus relaciones con el principio de la soberanía nacional: en este aspecto se manifestaron dos corrientes de ideas en la Asamblea nacional de 1789 1115 416. Distinción que estableció la Constituyente entre la condición de ciudadano y la condición de elector 1116 417. Concepto revolucionario del derecho electoral como función 1118 418. Distinción revolucionaria entre el ciudadano activo y el ciudadano Pasivo 1120 419. Mantenimiento del concepto en que descansa esta distinción en el derecho público actual 1122 § 3. ¿E N QUÉ SENTIDO POSEE EL ELECTOR UN DERECHO SUBJETIVO?
420. Reservas previas sobre esta cuestión 1124 421. Doctrina que niega al elector todo derecho subjetivo 1125 422. Doctrina según la cual el derecho electoral es a la vez un derecho y una función 1126 423. Imposibilidad de concebir que el derecho electoral sea simultáneamente derecho y función 1129 424. Necesidad de distinguir dos fases sucesivas en la situación del elector a fin de que aparezca el derecho subjetivo de elección 1131 425. Teoría según la cual el derecho electoral, en cuanto derecho subjetivo, no tiene como contenido el poder de votar, sino el derecho a que se reconozca la condición de elector 1133 426. Objeciones contra la teoría que pretende que el derecho electoral no es un derecho a votar 1135 427. Carácter subjetivo del poder que corresponde al individuo en cuanto órgano 1136
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428. Conciliación de dicho carácter subjetivo con el carácter impersonal del órgano: el acto estatal es sucesivamente acto de individuos en cuanto a su cumplimiento y acto de órgano de Estado en cuanto a la fuerza de sus efectos 1139 § 4. NATURALEZA Y CONTENIDO DEL DERECHO INDIVIDUAL DE SUFRAGIO 429. ¿Es el derecho electoral un derecho a elegir o sólo un derecho a votar? 1145 430. Teoría del derecho individual de elegir 1146 431. Sistema de elección proporcional 1147 432. ¿Cuál es el titular efectivo del poder de elegir en el estado actual del derecho público francés? 1149 433. Como la representación proporcional, la elección proporcional tampoco está de acuerdo con los principios del puro régimen representativo 1150 434. El sistema del derecho individual de elegir supone, en el fondo, el derecho de representación individual 1154 435. Máxima según la cual la decisión por mayoría es la elección de todos 1157 436. El cuerpo de los electores es el único órgano electoral en el sistema de la lección mayoritaria; los electores considerados individualmente no lo son 1159 CAPITULO IV EL PODER CONSTITUYENTE SECCIÓN I LA TEORIA DEL ORGANO DE ESTADO Y LA CUESTION DEL PODER CONSTITUYENTE 437. Relaciones entre la cuestión del poder constituyente y la teoría del órgano de Estado 1161 438. Objeciones que se dirigen contra la teoría del órgano de Estado a propósito de la creación de la Constitución 1161 439. Aplicación de la doctrina del contrato social a la cuestión del poder constituyente 1163 440. Doctrina de la soberanía constituyente del pueblo 1165 441. Sobre la Constitución primitiva de la que nació el Estado 1166 442. La cuestión del origen de esta primera Constitución no es de orden jurídico 1167 443. Justificación de la teoría del órgano de Estado en el dominio de la cuestión del poder constituyente 1169 444. Casos en que los cambios de Constitución no son regidos por el derecho 1171 445. Sistema jurídico de la revisión de la Constitución por el órgano regularmente designado para ello 1173 446. Fundamento de la misión constituyente de la Asamblea nacional de 1789 1175
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SECCION II LA CUESTION DEL PODER CONSTITUYENTE EN SUS RELACIONES CON EL PRINCIPIO DE LA SOBERANIA NACIONAL. LA SEPARACION DEL PODER CONSTITUYENTE Y LOS PODERES CONSTITUIDOS 447. Planteamiento de la cuestión 1179 448. El sistema de la especialidad del órgano constituyente en las Constituciones francesas anteriores a 1875 1181 449. Principio de la separación del poder constituyente y los poderes constituidos: sus orígenes 1183 450. ¿Tiene cabida este principio en la doctrina del contrato social? 1186 451. Teoría de Sieyés sobre el poder constituyente: sus relaciones con la doctrina de Montesquieu sobre la separación de los tres poderes constituidos 1188 452. Vínculos que relacionan de manera preponderante la teoría de Sieyés con las doctrinas de Rousseau 1193 453. La separación del poder constituyente en relación con la idea de la soberanía popular 1206 454. Crítica de dicha separación así entendida 1208 455. La separación del poder constituyente en relación con el principio de la soberanía nacional 1214 456. Consecuencias de dicha separación así justificada 1217 SECCIÓN III EL SISTEMA CONSTITUYENTE ACTUALMENTE ESTABLECIDO EN FRANCIA. ¿EN QUE MEDIDA LA CONSTITUCION DE 1875 ASEGURA LA SEPARACION DEL PODER CONSTITUYENTE? § 1. LA ASAMBLEA NACIONAL COMO ÓRGANO CONSTITUYENTE 457. Composición de la Asamblea nacional 1220 458. ¿Es la Asamblea nacional una reunión de las Cámaras o sólo de sus miembros? 1222 459. La Asamblea nacional y el sistema bicameral 1224 460. Relaciones de la Asamblea nacional con las Cámaras desde el punto de vista de, su estructura y de sus elementos constitutivos 1228 461. Carácter con que participan en la Asamblea nacional, una vez formada, los miembros de ambas Cámaras 1230 462. ¿Hace desaparecer a las Cámaras la formación de la Asamblea Nacional? 1233 § 2. EXTENSIÓN DE LA COMPETENCIA CONSTITUYENTE RESERVADA A LA ASAMBLEA NACIONAL 463. Contenido posible de las Constituciones. Materias que dependen del poder constituyente con exclusión del poder legislativo 1234 464. Doctrina que extiende al concepto de Constitución la distinción entre los puntos de vista material y formal 1236
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465. Significado puramente formal del concepto jurídico de Constitución 1238 466. Brevedad de la Constitución de 1875 1241 467. ¿Puede completarse la Constitución de 1875 con la Declaración de 1879 si a ésta se la considera todavía vigente? 1243 § 3. CUESTIÓN DE LA REVISIÓN LIMITADA O ILIMITADA 468. ¿Cómo se plantea esta cuestión? 1247 469. Doctrina que reconoce a la Asamblea nacional un poder ilimitado de revisión 1248 470. Distinción entre la cuestión de la posible extensión de la revisión y la de sus condiciones de iniciación 1250 471. La Constitución de 1875 subordina la revisión, total o parcial, a las resoluciones previas de ambas Cámaras 1250 472. La limitación de la potestad revisionista de la Asamblea nacional y el sistema de la igualdad de ambas Cámaras 1252 473. Otros argumentos que cabe invocar en favor de la teoría de la potestad limitada de la Asamblea nacional 1254 474. Consecuencias que se derivan de dicho régimen de limitación en cuanto a la cuestión de la separación del poder constituyente 1256 475. ¿Implica una participación de las Cámaras en el poder constituyente su facultad de fijar limitativamente la extensión de la revisión? 1257 476. Cometido preciso de las Cámaras en cuanto a la determinación del programa de la revisión 1260 § 4. APRECIACIÓN DEL SISTEMA CONSTITUYENTE ESTABLECIDO PORLA CONSTITUCIÓN DE 1875 DESDE EL PUNTO DE VISTA DE SUCONCILIACIÓN CON EL PRINCIPIO DE LA SOBERANÍA NACIONAL 477. ¿Limitó suficientemente la Constitución de 1875 la potestad de la Asamblea nacional y de las Cámaras? 1261 478. Falta de sanción e ineficacia de las limitaciones que la Constitución introduce en la potestad revisionista de la Asamblea nacional 1262 479. Tampoco está limitada la potestad de las Cámaras 1265 480. La Constitución de 1875 no asignó límites precisos al poder legislativo de las Cámaras 1268 487. Aplicación a la reglamentación de los derechos y libertades individuales 1268 482. En el fondo, las Cámaras son dueñas del poder constituyente 1272 483. La introducción en Francia de la institución norteamericana del control de la constitucionalidad de las leyes por los tribunales sería ineficaz 1274 484. Sin embargo, ¿en qué medida se encuentra salvaguardado el principio de la soberanía nacional en lo que concierne al Parlamento francés actual? 1275 Índices
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