Hegemon’a y Antagonismo: El imposible fin de lo pol’tico. (Conferencias de Ernesto Laclau en Chile, 1997)
Edici—n, introducci—n y notas por Sergio Villalobos-Ruminott.
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Indice.
Reconocimientos, 04. Presentaci—n: 10 notas sobre hegemon’a y la cuesti—n de lo pol’tico. Sergio Villalobos-Ruminott, 06. Bibliograf’a 1: La teor’a de la hegemon’a y sus objeciones, 23. Prefacio, 30. Conferencia 1, 47. Conferencia 2, 83. Conferencia 3, 118. Bibliograf’a 2: La cuesti—n de la pol’tica en post-dictadura, 161.
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Reconocimientos. Los textos reunidos ac‡ corresponden a tres conferencias dadas por Ernesto Laclau, el 22, 23 y 24 de octubre de 1997, en la Universidad ARCIS, Santiago de Chile, en el marco del Programa sobre Post-dictadura dirigido por Nelly Richard, con el patrocinio de la escuela de Filosof’a de la mencionada Universidad, la Fundaci—n La Morada y la Revista de Cr’tica Cultural, y con el financiamiento de la Fundaci—n Rockefeller, entre los a–os 1997 y 1999. TambiŽn, con la autorizaci—n de Ernesto Laclau, se presenta la versi—n traducida del pr—logo a la segunda edici—n de Hegemon’a y estrategia socialista (Verso, 2001, Inglaterra). Una bilbiograf’a representativa de las l’neas del debate estrucutrado en torno a los aportes de Ernesto Laclau, y una bilbiograf’a secundaria relativa al marco de discusi—n nacional sobre post-dictadura. La realizaci—n de este proyecto ha sido posible, primero y fundamentalmente, por la gratuidad y disposici—n del mismo Ernesto Laclau, quien siempre se ha mostrado conforme con el estatuto de este documento, cuya principal pretenci—n es dejar testimonio acadŽmico de su visita a Chile, as’ como tambiŽn de las discusiones que se estructuraron en torno a sus presentaciones. A la vez, la gesti—n de Nelly Richard, quien dirigiendo el Programa fue la responsable directa de la visita de Ernesto Laclau Ðy de otros mucho importantes intelectuales nacionales e internacionales- a la escena de discusi—n ac‡ presentada. Nelly Richard junto con Willy Thayer han estado constantemente interesados en esta publicaci—n y han sido uno de los mayores y mejores est’mulos para su realizaci—n. Menci—n debe ser hecha de los participantes del seminario quienes hicieron posible la discusi—n que se presenta al final de cada conferencia. Sin ellos, la riqueza de este documento perder’a su especificidad tem‡tica y conceptual. Una vez recogido el material que compone este libro, Tom‡s Moulian di— su apoyo y financiamiento para la transcripci—n del material grabado. Un viaje a Estados Unidos, pa’s en el que me encuentro desde 1999, hizo posible contar con el tiempo y los recursos bibliogr‡ficos que permitieron complementar y completar el libro. En Pittsburgh, he tenido la oportunidad de dialogar un par de ocaciones con Ernesto Laclau, lo que
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siempre ha resultado beneficioso. TambiŽn debo agradecer la disposici—n de John Beverley quien siempre se ha mostrado un partidario directo de Òfavorecer la teor’a y politizar la hegemon’aÓ. El momento final de ensamblaje y la œltima revisi—n se ha hecho enormemente gratificante gracias a una beca en el Instituto de Investigaciones Humanistas de la Universidad de California, en Irvine. Finalmente, y no menos importante, todo el trabajo ac‡ presentado ha sido evaluado, discutido, revisado y dialogado con Marlene Beiza, quien adem‡s ha ayudado con detalles bibliogr‡ficos, con la traducci—n del pr—logo y, simplemente, con su compa–’a, sin ella, no habr’a preguntas por la diferencia, y sin preguntas por la diferencia, no habr’a pol’tica (o amor). Mis m‡s sinceras gracias a todos los que participaron, de una u otra forma, en la concreci—n de este libro. Por supuesto que los errores que perseveran son de mi entera responsabilidad.
Sergio Villalobos-Ruminott. Irvine, California, 2002.
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Presentaci—n. 10 notas sobre hegemon’a y la cuesti—n de lo pol’tico 1. Sergio Villalobos-Ruminott. Las palabras no tienen semillas. ÀPara quŽ sirve el tiempo? ÀPara quŽ sirve el lenguaje? Los perros no tienen palabras, no tienen lenguaje, son hijos del tiempo. Los perros cantan. Rafael Courtoisie. Vida de perro.
1.- Describir la ruta te—rica del concepto de hegemon’a, por muy breve y suscinta que esta descripci—n sea, implica un proceso de inscripci—n y se–alamiento de los l’mites y campos conceptuales y de discusi—n a los que la cuesti—n de la hegemon’a, tal y como ha sido desarrollada recientemente por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, queda remitida. Es decir, cualquier referencia a la teor’a de la hegemon’a es, inmediatamente, un tener que ver con su operaci—n articulante; es, por de pronto, advertir la profunda relaci—n entre escritura, descripci—n e inscripci—n que constituye una de las particularidades del pensamiento pol’tico de Ernesto Laclau. Y ello no es una cuesti—n secundaria, precisamente porque la hegemon’a, no ya como teor’a sino como nombre de la misma pr‡ctica pol’tica, estar’a siempre habitando un precario equilibrio entre escritura e inscripci—n. A la vez, ello hace posible comprender la relaci—n fundante entre descripci—n y hegemon’a y de esta forma, la descripci—n quedar’a expuesta no como una operaci—n pre-pol’tica a partir de la cual es pensable un supesto comienzo de la pol’tica, sino que por el contrario, es evidenciada en su car‡cter estricta e intr’nsecamente pol’tico. No hay descripci—n de lo social, de los conflictos sociales, que no sea, en su simple 1
Los trabajos de Ernesto Laclau reunidos aqu’, tienen la particularidad de la sencillez y la consistencia, lo que hace un poco suplementario a–adir estas notas, sin embargo, este texto est‡ pensado como introducci—n tem‡tica a ellos. Se hacen pocas referencias bibliogr‡ficas puntuales al pie de p‡gina. Cuando se refiere a un autor entre parŽntesis, es posible consultar las conferencias, la bilbiografia 1 o la bibliograf’a 2, segœn sea el caso.
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operaci—n nominal, una articulaci—n pol’ticamente significante. La teor’a contempor‡nea de la hegemon’a es finalmente eso, un se–alamiento de la centralidad pol’tica de la problem‡tica del nombre. Por ello, la pol’tica aparece intr’nsecamente relacionada con la cuesti—n del nombre, y la teor’a de la hegemon’a, por otro lado, queda problematizada en su misma operaci—n argumental, pues no habr’a teor’a de la hegemon’a sin lectura, descripci—n y se–alamiento de unos ciertos campos de competencia y diferimiento te—rico; es decir, la misma teor’a de la hegemon’a supondr’a una lectura hegemonizante al interior, al menos, de un determinado campo de discusi—n. En otras palabras, el fundamento de esta teor’a de lo pol’tco no yace en un substrato ontol—gico pre-pol’tico, sino que queda expuesto en su misma operaci—n fundacional como un fundmento contingente y pol’tico Žl mismo. 2.- Laclau y Mouffe en su libro Hegemon’a y estrategia socialista operaron segœn un procedimento reconstructivo , en el que la historia del marxismo qued— convertida en la antesala de la noci—n misma de hegemon’a, tal y cual es presentada al final de dicho libro 2. Y, mediante la descripci—n de las problem‡ticas al interior de la tradici—n marxista, el concepto de hegemon’a apareci— coronando un desplazamiento ont—logico con respecto a la limitaci—n del marxismo occidental. Ello es lo que los autores llamaron post-marxismo , una categor’a que est‡ relacionada con procesos de reactivaci—n pol’tica de ciertas problem‡ticas marxistas, m‡s que con la negaci—n de la validez de dicha tradici—n. Y la noci—n de reactivaci—n apunta, m‡s all‡ de su sentido husserliano, a una re-escritura pol’tica de los conflictos sociales, en lo que, un tanto espureamente, llamamos mundo contempor‡neo. De ah’ que la fosilizaci—n de la tradici—n del marxismo occidental, y la sedimentaci—n de las precomprensiones del mundo (en Husserl), sean le’das en paralelo, y motiven un mismo procedimiento: reformular, re-escribir, reactivar. Entonces, la reconstrucci—n que Hegemon’a Ðel libro- opera, hace aparecer al concepto de hegemon’a como una consecuencia interna a la misma tradici—n marxista. Debe notarse, no obstante, que este procedimiento reconstructivo no es teleol—gico, cuesti—n que le permite escapar a la l—gica de la necesidad tan caracter’stica de las reconstrucciones en filosof’a de la historia y tambiŽn, a sus versiones vulgares que ven el 2
Aunque desde el comienzo los autores aluden a otros momentos centrales del pensamiento contempor‡neo: la filosof’a del lenguaje del segundo Wittgenstein, la cr’tica a la metaf’sica de Heidegger, la anal’tica foucaultinana y el psicoan‡lisis lacaniano.
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mundo actual como consecuencia necesaria de un proceso emancipatorio (del capital-ismo). Si el concepto de hegemon’a aparece vinculado a las discusiones del marxismo ruso a principios del siglo XX, a Rosa Luxemburgo y, fundamentalmente, a Antonio Gramsci, ello no significa que Ernesto Laclau (y Chantal Mouffe) estŽ presentando su versi—n del problema, como consecuencia l—gica, necesaria e inevitable de dicha tradici—n; significa, por el contrario, que el concepto de hegemon’a es un nombre, afortunado y pertinente, pero un nombre al fin, que permite comprender, no en progresi—n lineal, sino en concomitancia anal’tica, las incomodidades del pensamiento pol’tico para pensar su especificidad, sin ser sobre-determinado por l—gicas ajenas a su car‡cter instituyente. Sin embargo, al enfatizar, v’a hegemon’a, la centralidad de lo pol’tico como indeterminaci—n de lo social y apertura del universo de las significaciones sociales, pareciera que no solo el reduccionismo de clase queda abandonado, sino todo el an‡lisis relativo a la divisi—n del trabajo y las formas de acumulaci—n que, aparentemente, no tendr’an nada que decir respecto al orden aut—nomo y soberano de lo pol’tico. 3.- Para Mouffe y Laclau, este car‡cter instituyente est‡ asociado con la concepci—n de lo pol’tico como una pr‡ctica referida al lugar del fundamento, modernamente vaciado de la presencia del Soberano-Dios, es decir, como una pr‡ctica que simula un fundamento, precisamente, en tiempos en que ya no existir’a ningœn fundamento ajeno al orden social. Al menos, esta es la l’nea abierta por Claude Lefort (vŽase la intervenci—n de Federico Galende, tercera conferencia). Sin embargo, una diferencia entre esta consideraci—n de la pr‡ctica pol’tica como pr‡ctica instituyente y la concepci—n de Lefort, estar’a en el simple hecho de que las pr‡cticas pol’ticas que conforman la hegemon’a no est‡n referidas a ningœn lugar de manera privilegiada, a ningœn centro de lo pol’tico, aœn cuando este centro sea la imagen especular de un vac’o, de una falta de fundamento. Sin embargo, la cuesti—n de la falta misma, se mantiene en Laclau, gracias a su relaci—n con el psicoan‡lisis lacaniano, haciendo posible una cr’tica a los discursos de plenitud, sutura y total inscripci—n de lo Real, es decir, a los discursos de la total determinaci—n. Lo relevante entonces consiste en mostrar que: a.- Por un lado, la cuesti—n de la pr‡ctica pol’tica no est‡ referida a un lugar privilegiado, incluso, aunque s—lo sea de manera negativa. Y si es as’, entonces las mismas relaciones entre pol’tica y espacialidad se mueven m‡s all‡ de las coordenadas institucionales del poder modernamente entendido, algo que tiene relaci—n con la posibilidad de
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pensar la cuesti—n misma de la hegemon’a, m‡s all‡ de las instancias representacionales modernas (Estado, Parlamento, partidos pol’ticos, etc.). b.- Por otro lado, Ernesto Laclau tampoco aceptar’a una concepci—n que enfatizase la indeterminaci—n de las pr‡cticas pol’ticas que se multiplican aleatoria y serialmente, sin referencia a un plano de inscripci—n acotable pol’ticamente, pues su cometido se diferencia fuertemente de las teor’as de la diferencia qua diferencia, tratando de considerarlas y superarlas, en un segundo y m‡s elaborado momento articulatorio. De ah’ tambiŽn, su reserva con una anal’tica molecular tal cual podr’a ser pensada en Deleuze y Guattari 3. c.-Por œltimo, la cuesti—n misma de la falta, que hace de la teor’a de la hegemon’a no una teor’a de la clausura y la determinaci—n, y que la familiariza con las formulaciones contempor‡neas del lacanismo (y con una cierta noumenizaci—n de la pol’tica, ver !i"ek), permite ver esta pr‡ctica pol’tica instituyente, a la vez, como pr‡ctica constituyente. Sin 3
Yo, siguiendo a Miguel Vicu–a en las conferencias, pensar’a que este problema sigue esperando consideraci—n. Sobre todo porque el lugar expositivo de la teor’a de la hegemon’a, afecta la comprensi—n de su misma factualidad. No es posible comprender la cuesti—n pol’tica de la hegemon’a, mediante un modelo te—rico abstracto y particularizado. En concreto, hegemon’a es el nombre de una relaci—n conflcitiva o, para decirlo en tŽrminos nietzscheanos, m‡s importante que la hegemon’a, es la relaci—n hegem—nica (y las consiguientes instancias, contra y post-hegem—nicas). Pues bien, yo dir’a que s—lo en una anal’tica acotada a las especificidades de unas ciertas positividades (Foucault), es posible evaluar el peso y la importancia de la cuesti—n de las series, su irrupci—n y el efecto performativo, multiplicador que podr’a tener la irrupci—n serial. Dicho de otro modo, los ejemplos hist—ricos usados por Ernesto Laclau para explicar la operatoria hegem—nica, contienen junto con un enorme potencial aclaratorio, el riesgo de fosilizar las potencialidades de la misma cuesti—n de la pol’tica hegem—nica, toda vez que Žsta puede quedar referida a una suerte de archivo-a-mano de casos que prueban y matizan el modelo formal de la hegemon’a, precisamente porque como ejemplos, todos confirmar’an su pertinencia (lo que es, dem‡s decirlo, sospechoso). La apertura a nuevas positividades, aquellas que est‡n constituyŽndose en el mundo y en LatinoamŽrica (tranformaciones del Estado, de los medios de representaci—n, del trabajo, de la composici—n social del capital, discursos sobre la seguridad, el terrorismo, los problemas ind’genas contempor‡neos, la delincuencia, etcŽtera), permitir’a no s—lo confirmar o matizar la teor’a de la hegemon’a (lo que siempre supone una relaci—n demasiado instrumental entre saber y pol’tica), sino que practicarla. Esto, claramente, no es un reproche a Ernesto Laclau, sino una advertencia con cuidado de las formas de lectura universitaria. (Ver, The Making of Political Identities , por ejemplo).
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embargo, deber’a notarse la diferencia con los desarrollos te—ricos de Tony Negri y Michael Hardt, en cuanto la relaci—n entre pr‡ctica pol’tica y proceso de articulaci—n significante se mueve, m‡s bien, en un plano formal y anal’tico, evitando una cierta sustantivaci—n Ðyo dir’a neoantropologizante- que se deja ver en el paso desde la cuesti—n del poder constituyente y la ontolog’a pol’tica spinoziana, hacia la multitud como sujeto contra-imperial en tiempos de Imperio, en los otros autores se–alados4. 4.- En este mismo sentido, la especificidad de lo pol’tico no debe ser reducida ni remitida a las formulaciones contempor‡neas que, con este nombre, comprenden lo pol’tico ya alojado diferencialmente en una suerte de sub-sistema, con reglas y procedimientos espec’ficos, y con alcances limitados. No. Lo pol’tico, su especificidad, est‡ dada por dos elementos centrales: 1.- la relaci—n entre pol’tica y lenguaje. 2.- el car‡cter fundacional, ontol—gico, de la pol’tica misma, que en cuanto pr‡ctica, no opera en el llamado nivel super-estructural, sino que tiene un car‡cter de base, inmediatamente estructural. Aqu’ es donde habr’a que comenzar pues una revisi—n cr’tica de los presupuestos lingŸ’sticos que estructuran la teor’a de la hegemon’a, y aqu’ mismo es donde habr’a que pensar todo aquello que el car‡cter instrumental del lenguaje presente en la teor’a de las articulaciones no puede pensar. Siendo el lenguaje el campo por antonomasia abierto por el post-marsimo de Laclau, asombra ver que es lo menos problematizado. Sostener, sin embargo, que la pol’tica es fundante, no implica negar la efectividad de procesos econ—micos, hist—ricos e institucionales; sino que es comprender la complejidad misma de las relaciones entre lo pol’tico y sus condicionantes, m‡s alla del funcionalismo sociol—gico y del marxismo estructural, en el que mediante apelaciones a los medios simb—licos de intercambio, en un caso, o mediante la apelaci—n a la cuestion de la determinaci—n y la sobredeterminaci—n, en el otro caso, se resolv’a, aparentemente, el problema, con el artilugio de sustantivar relaciones entre dichas instancias o subsistemas o, de dialectizar la comprensi—n misma de las relaciones. Ah’ mismo, las reformulaciones conceptuales de la teor’a sociol—gica contempor‡nea, relativas a un cierto tipo de procesos de estructuraci—n intermedia (Giddens), adolescer’an del mismo problema.
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Para el caso acotado de esta traducci—n antropologizante, ver: Hardt, Michael; Negri, Antonio. Empire. Massachusetts: Harvard University Press, 2000.
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En el caso de las sociolog’as fucionalistas, la articulaci—n de los subsistemas se daba mediante instancias pre-establecidas normativamente, y precisamente por ello, naturalizadas (por lo mismo, siempre es demasiado notoria la relaci—n entre sociolog’a funcional, antropomorfismo y determinaci—n metaf’sica de la temporalidad). En el caso de las apelaciones a procesos de determinaci—n y subsunci—n de un nivel, el social o el pol’tico, a otro, el econ—mico, la sustantivaci—n de la relaci—n de determinaci—n llev— al antihegelianismo de esta postura, a las fronteras mismas del hegelianismo: a saber, dicha sustantivaci—n dejaba ingresar la noci—n de mediaci—n, toda vez que no lograba captar las relaciones como procesos de articulaci—n y, toda vez que segu’a presa de una cierta noci—n de expresi—n (de un nivel en otro). Un œltimo argumento debe ser hecho en oposici—n a las comprensiones sistŽmicas de lo pol’tico, m‡s asociadas a los desarrollos de la teor’a de sistemas y a la sociobiolog’a. Pues si estas comprensiones, como ellas mismas reivindican, han desplazado lo normativo y lo determinativo, en la comprensi—n de las relaciones entre los diversos subsistemas, y entre el sistema general y la naturaleza. Todav’a su apelaci—n a la noci—n de contingencia remite, demasiado dicot—micamente, a una noci—n de necesidad , donde el sistema mismo queda sustantivado como sujeto-plano-de-inscripci—n en el que ocurrir’a la contingencia ( qua accidente). Y no debe dejar de notarse la enorme complejidad y necesidad de pensar las diferencias entre esta noci—n accidental de contingencia, muy hermanable al pragmatismo de Richard Rorty, y la noci—n de contingencia que resulta capital al pensamiento pol’tico de Laclau, y de una serie de pensadores materialistas, preocupados de dicha cuesti—n: Arist—teles y la cuesti—n de la agencia material ( F’sica); Maquiavello y la virtud como evento (El Pr’ncipe); Nietzsche y lo intempestivo (Consideraciones...); Heidegger y el acontecimiento de apropiaci—n ( Vom Ereignis); Althusser y el materialismo de mœltiples encuentros ( Ecrits philosophiques et politiques); Deleuze y la trastocaci—n como interrupci—n serial (Logique du sens), entre varios. 5.- Aœn as’, la relaci—n entre pol’tica y lenguaje sigue siendo muy compleja. En este caso, la noci—n de lenguaje es usado con la intenci—n de abarcar tanto el plano discursivo que constituir’a una pol’tica hegem—nica, como tambiŽn para evitar la reducci—n de lo pol’tico a una noci—n de discurso empobrecida realistamente. Si la noci—n de articulaci—n (diferencial o equivalencial) es el quid de la pr‡ctica hegem—nica, es importante comprender que no estamos hablando de una noci—n contractual y pre-marxista de articulaci—n. Articulaci—n responde, m‡s bien, a un proceso de producci—n social de cadenas significantes en las que
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la misma expansi—n del discurso, mediante procesos de resignificaci—n pol’tica, hace posible deshechar la rigidez pre-pol’tica de los modelos sistŽmicos y estructurales antes mencionados. Entonces, en la misma relaci—n entre pol’tica y lenguaje es posible comprender la cuesti—n de la articulaci—n como un proceso permanente de politizaci—n: cada vez que un elemento diferencial es incorporado en una cadena significante, la pol’tica misma de ese acto permite comprender la reactivaci—n y la resignificaci—n como proceso de politizaci—n. A la vez, este proceso de politizaci—n, de articulaci—n, no debe ser le’do desde un punto de vista normativo. En concreto, politizaci—n es enunciaci—n, en el plexo de una cadena significante, de una particularidad que se encontraba privada de audibilidad y/o discurso (que implica visibilidad). Sin embargo, este mismo proceso de articulaci—n puede ser perfectamente comprendido como traducci—n; una traducci—n en la que el elemento diferencial pre-hegemonizado es dicho -traducido- segœn las coordenadas enunciativas de la cadena significante de la hegemon’a. Y ello es, obviamente un acto pol’tico no excento de violencia. Importa reparar entonces, en el car‡cter no normativo por dos razones: 1.- porque este acto traductivo-articulatorio no implica ninguna relaci—n necesaria con algœn horizonte val—rico preconstituido, asociado con el bien, los buenos o, digamos, la izquierda. En la articulaci—n de derechas, en incluso en el facismo, tambiŽn hay politizaci—n. Y 2.- la misma violencia de la traducci—n como articulaci—n debe ser le’da en ambas direcciones, no hay traducci—n que no sea performativa pol’ticamente, pero dicha performatividad (representaci—n) altera a la particularidad que est‡ articul‡ndose, como tambiŽn a la cadena siginificante que la est‡ articulando. No entender esto ser’a sostener la pre-existencia de ciertas identidades particulares, violentadas unilateralmente por la hegemon’a, ser’a comprender la articulaci—n en el plexo te—rico del contractualismo. De ah’ que Laclau tome distancia de toda filosof’a sacramental del nombre, de todo nominalismo virginal y originario, pero aqu’ est‡ tambiŽn, inevitablemente, su proximidad con el pragmatismo rostyano. Dicho de otro modo, esta noci—n de articulaci—n supone una cr’tica al contractualismo, precisamente porque lo articulado ac‡ no equivale a subjetividades pre-constituidas y voluntarias a la ÒfirmaÓ de una determinado pacto. Es en el acto mismo de articulaci—n, comprendido como proceso de significaci—n politizante, donde una cierta subjetividad se constituir’a, en cuanto posici—n relativa al discurso de la hegemon’a. Por ello mismo, es pertinente distinguir aqu’ una doble cr’tica a la cuesti—n del sujeto:
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a.- Una cr’tica general a la cuesti—n antropol—gica del sujeto, a su car‡cter fundacional y a la cuesti—n antropom—rfica del humanismo. b.- Una cr’tica a la comprensi—n de la relaci—n entre subjetividad y pol’tica, como relaci—n autom‡tica (clases sociales, actores, o cualquier categor’a que suponga una pre-existencia de los sujetos, a la hegemon’a). Es decir, a las pretenciones de una representaci—n transparencial de lo pol’tico Se trata entonces de una recuperaci—n de la diferencia entre sujeto del enunciado y sujeto de la enunciaci—n, con el interŽs de hacer ver, por un lado, la cuesti—n del sujeto como efecto de las articulaciones discursivas (posici—n de sujeto). Y, por otro lado, a pesar de la desconstrucci—n de la pretenciosa noci—n de sujeto, dejar una instancia de articulabilidad, de decisi—n y de diferenciaci—n que haga posible el precario equilibrio de la hegemon’a, pues sin ello, la contingencia de la decisi—n que es el sujeto , quedar’a convertida en pura accidentalidad, en puro azar im-pol’tico (respuesta de laclau a las obervaciones de Rorty). 6.- Una segunda dimensi—n de la relaci—n entre lenguaje y pol’tica est‡ asociada no a la anal’tica que se desprender’a de la cuesti—n del discurso, sino que a los fundamentos mismos de la teor’a de la hegemon’a. Ello nos permite comprender c—mo esta noci—n y el pensamiento de Ernesto Laclau en general se hace posible por una muy espec’fica (profunda, pero parcial) lectura de las problem‡ticas contempor‡neas relativas a la cuesti—n del lenguaje (desde los aspectos filos—ficos, pragm‡ticos y literarios envueltos aqu’). Ello, en cualquier caso, quedar‡ de sobra demostrado en la primera conferencia. Y, sin embargo, en la misma cuesti—n del lenguaje y la pol’tica, y en los alcances de Laclau a Paul de Man, todav’a se encierran importantes cuestiones por teorizar. Una de estas cuestiones Ðaunque s—lo puedo esbozarla en este momento- est‡ referida a la relaci—n entre universalidad y figuraci—n lingŸ’stica. Para Ernesto Laclau, la universaliadad no est‡ asociada ni a un horizonte pre-existente a la pol’tica, ni a un sujeto universal, ni a alguna esencia o determinaci—n de la raz—n, sino que por el contrario, la universalidad siempre es el efecto de pr‡cticas pol’ticas articulatorias y precisamente por ello, es siempre universalismo pol’tico, que pone en cuesti—n la universalidad f‡ctica y jur’dica del capitalismo mundial. Ello implica, en sentido maquiavelliano, una diferencia irrenunciable entre Žtica y pol’tica. Se trata de evitar la sobre-determinaci—n de la pr‡ctica pol’tica desde algœn horizonte Žtico, pre-existente y supuestamente universal. Por lo mismo, hegemon’a es un nombre de la pol’tica, en el que
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no es pensable una captura Žtica, comunitaria o antropom—rfica. Ni el cristianismo redivivo de un levinasianismo en boga, en el que la Žtica funge como filosof’a primera, refiriendo su operatoria a una cierta rostridad, demasiado atrapada en la tradici—n antropom—rfica de figuraci—n humanizante; ni mucho menos, la apelaci—n pragm‡tica a los criterios conversacionales de una comunidad auto-comprendida como universal (delatando un chovinismo patriotero) en el caso de Richard Rorty5 , sirven para pensar la compleja problem‡tica en la que habita Ernesto Laclau. Y sin embargo, a mi entender, dicha problem‡tica sigue abierta a una consideraci—n materialista del lenguaje, que pone en cuesti—n la relaci—n entre lenguaje y antropomorfismo. Por ejemplo, desde Walter Benjamin a Paul de Man, se ha venido desarrollando una portentosa cr’tica a la concepci—n comunicativa, mec‡nica y mercantil del lenguaje (Oyarzœn, ver bibliograf’a 2), concepci—n que hizo posible, mediante el artilugio de la traducci—n-en-reconocimiento , reducir toda problem‡tica pol’tica a una representaci—n estandarizada, euro-antropom—rfica y pretenciosamente universalista de lo humano. Y ello tiene importancia porque: a.- La cr’tica a la determinaci—n Žtica de la pol’tica, libera al lenguaje de la comprensi—n reduccionista que lo remite a un uso instumental-representacional, haciendo posible comprender los procesos de figuraci—n m‡s all‡ del abuso antropom—rfico que est‡ a la base de la fundamentaci—n jur’dica del universalismo f‡ctico contempor‡neo (los derechos humanos, europeos, en tiempos de globalizaci—n). Y ello implica ponerse m‡s all‡ de las formas institucionales del derecho internacional, y de los ideologemas legitimantes de tal universalidad: multiculturalismo, hibridez o mestizaci—n, entendidas teleol—gica y festivamente 6. A esto le llamar’a cr’tica al reduccionismo jur’dico. 5
Particularmente Rorty, Richard. Achieving Our Country: Leftist Thought in Twenty-Century America. Massachusetts: Harvard University Press, 1998. 6
Comprender la universalidad pol’ticamente es comprender su car‡cter postidentitario, es decir, en una determinada articulaci—n hegem—nica, la universalidad reivindicada por Žsta no tiene correlato sustantivo con alguna identidad plena; siempre es una particularidad la que, distanci‡ndose de los rasgos privativos qua particularidad, asume la representaci—n Ðde suyo imperfecta- de dicha universalidad. òltimamente ( Contingency, Hegemony, Universality ) Laclau pone m‡s Žnfasis en esta cuesti—n y utiliza la noci—n de contaminaci—n . Importa notar, al menos, que las celebradas l—gicas de la transculturaci—n y el mestizaje, pilares fundamentales de la interpelaci—n estatal y soporte de la naci—n como comunidad restrictivamente imaginada , en la misma
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b.- La posibilidad de una anal’tica materialista de los tropos y figuraciones lingu’sticas hace posible desbordar el estrecho criterio de la traducci—n metaf—rica y el desborde meton’mico de la articulaci—n pol’tica, dejando pasar al proceso de significaci—n, un tipo de figuraci—n lingŸ’stica, digamos, inhumano, si con ello apuntamos a la pŽrdida de referente narrativo, donde se sol’a hacer la valorizaci—n instrumental del discurso. Un buen ejemplo de tales posibilidades est‡ en los trabajos de Alberto Moreiras e Idelver Avelar sobre la cuesti—n de la alegor’a, el duelo y las post-dictaduras latinoamericanas (ver bibligreaf’a 2). A esto le llamo cr’tica a la interpelaci—n humanista.
c.- Y, por œltimo, esta cr’tica a las determinaciones normativas de la pol’tica, libera a la figuraci—n lingŸ’stica de su constante reducci—n a la condici—n de veh’culo de transmisi—n y producci—n cultural, en donde la cultura siempre es sedimentaci—n val—rica que asegura el stato quo. Dejar aprecer lo in-humano en el lenguaje7 , es ponerse m‡s all‡ de la tradici—n sociol—gica normativa (desde Durkheim a Habermas), en la que se piensa la pol’tica como un acto fundado en una suerte de tradici—n val—rica compartida colectivamente. Es, precisamente, romper con la concepci—n culturalista de la hegemon’a. Esto ser’a una cr’tica al culturalismo . 7.- Pero, si retornamos a la cuesti—n de la relaci—n hegem—nica, todav’a debe hacerse notar el Žnfasis que Ernesto Laclau (y Chantal Mouffe) colocan en la cuesti—n del conflicto. Al menos en dos dimensiones dicho Žnfasis resulta capital:
medida en que est‡n inscritas en la cuesti—n de la identidad, no escapan a lo que llamar’amos, para usar un tru’smo, metaf’sica de la presencia. La hip—tesis que quisiera adelantar, una vez asumido que la cuesti—n dicot—mica de la pregunta por la identidad/diferencia, no escapa a la comprensi—n metaf’sica de la identidad, ser’a pensar esta noci—n de contaminaci—n en relaci—n con procesos de lucha hegem—nica post-identitarios y post-Estado nacional (aunque en un sentido opuesto al patriotismo de la constituci—n y las identidaes jur’dicas postnacionales de Habermas). Desde aqu’, contaminar el enmarcado ( gestell) debate sobre identidades pol’ticas, minor’as y multiculturalismo, en tiempos de derecho mundial. En relaci—n a la cuesti—n de la dicotom’a identidad/diferencia como cuesti—n metaf’sica ver: Heidegger, Martin. Identity and Difference. (Traducci—n de Joan Stambaugh). New York: Harper & Row, 1969. 7 Ver: de Man, Paul. La resistencia a la teor’a. Madrid: Visor, 1990 (1986, edici—n en inglŽs por Wlad Godzich) Y del mismo autor: Aesthetic Ideology. (Edici—n e introducci—n de Andrzej Warminski). Minneapolis: University of Minnesota Press, 1996.
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a.- El conflicto constituir’a un irreductible material de esta teor’a de lo pol’tico, en cuanto no habr’a ni un momento sintŽtico definitivo, ni realizaci—n humana, ni dominaci—n total. La existencia del conflcito, en tal caso, asegura la posibilidad misma de la pol’tica. b.- Y, el conflicto en tanto que tal, no es el fruto de ningœn tipo de racionalidad o naturalidad que lo asegure de antemano. De hecho, esta es la autocr’tica que Laclau y Mouffe realizaron de Hegemon’a y estrategia socialista , por no haber sido suficientemente explicitos en la diferenciaci—n de las nociones de oposici—n, contradicci—n y antagonismo. Se trata del paso desde una concepci—n del conflicto que apelaba b‡sicamente a la noci—n dialŽctica de contradicci—n, hacia una especificaci—n de las diferencias entre contradicci—n (l—gica), oposici—n (real) y antagonismo (social). Con ello, nos encontramos de lleno con la pr‡ctica pol’tica, pues si el conflcito es el quid de la pol’tica; Žste, entendido como antagonismo, es el producto de unos determinados agenciamientos discursivos. Sin articulaci—n hegem—nica, sin audibilidad discursiva, las luchas sociales pueden escasamente existir, remitidas a un plano secundario con respecto a los limites enunciativos de la pol’tica. Dicho de otro modo, la enunciaci—n de un conflicto es ya su configuraci—n significante, y esto podr’a funcionar perfectamente como desactivaci—n de sus potencialidades de lucha, o bien, podr’a funcionar como producci—n de un antagonismo. En este œltimo caso, la simple irrupci—n de un evento dislocante para el orden del discurso, no constituye, necesariamente, su des-articulaci—n, y de producir una desarticulaci—n del orden discursivo hegem—nico, todav’a habr’a que destacar el rol fundamental que tiene la re-inscripci—n (discursiva, alternativa, contra-hegem—nica) de dicho evento. El paso de la dislocaci—n a la re-inscripci—n puede ser, precisamente, el momento de constituci—n del antagonismo, es decir, puede ser el momento de emergencia de la lucha contra-hegem—nica 8. 8
El conflicto Mapuche en Chile podr’a ilustrar esta cuesti—n. Precisamente porque nadie aceptar’a que este conflicto es reciente, por el contrario, el problema Mapuche constituye uno de los reveses de la legitimaci—n estatal en el pa’s y, sin embargo ÀQuŽ le da a este problema, su plena actualidad conflictiva? Una explicaci—n semi-estructural, y no necesariamente equivocada, pondr’a Žnfasis en el relajamiento del control militar, en tiempos de post-dictadura, y fundamentalmente, en el debilitamiento del mimso Estado, en tiempos de globalizaci—n. Sin embargo, sus expresiones actuales y su tendencia a perfilarse de manera cada vez m‡s antag—nica, exigen comprender: 1.- c—mo este conflicto, en cuanto conflicto y no en cuanto problema inscrito en la agenda gubernamental, ha sido y est‡ siendo enunciado en el debate pol’tico nacional (y
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8.- La cuesti—n de la dislocaci—n nos trae, moment‡neamente, a la escena nacional, precisamente porque es posible concebir la historia reciente del pa’s como una historia tensada entre momentos de cruenta irrupci—n dislocante y momentos de reinscripci—n hegem—nica. En tal sentido, y por ejemplo, leer el golpe de Estado de 1973 como dislocaci—n de un imaginario epocal no implica nada determinante en la comprensi—n del proceso dictatorial. En efecto, podr’a citarse para el caso, un conocido debate que se di— en el pa’s a fines de los 1970 acerca del car‡cter del rŽgimen militar Ðsi Žste era un tipo de rŽgimen fascista, autoritario burocr‡tico o simplemente se trataba de una dictadura salvaje. Sea cual sea la opci—n, lo cierto es que no debe obviarse el enorme potencial narrativo y de auto-legitimaci—n que dicho rŽgimen tuvo y que le permiti— inscribir el evento del golpe segœn una narrativa que lo determinaba como necesario y fundacional de un nuevo pa’s 9. La dictadura se perpetu—, incluso m‡s all‡ de las fechas oficiales (1973-1989), precisamente porque constituy— un sofisticado aparataje que le otorg— hegemon’a. Llegar a comprender este dispositivo es condici—n fundamental para llegar a comprender las limitaciones de la pol’tica en la dŽcada de los 90«, la llamada post-dictadura nacional. Y si es cierto, como se–al— tempranamente Carlos Ruiz (ver bibliograf’a 2), que una cierta l—gica diferenciadora y neocorporativa, limitar’a las posibilidades de la democracia en Chile, tambiŽn es cierto que no basta con pensar los procesos de politizaci—n, de articulaci—n hegem—nica, remitidos estrictamente al Estado nacional. De hecho, la misi—n distintivamente exitosa de la dictadura chilena fue la de hacer la transici—n del Estado nacional soberano al mercado global postsoberano (ver Thayer, bibliograf’a 2).
regional). 2.- Cu‡les son las estrategias que los actores vinculados al conflicto, est‡n siguiendo, en tŽrminos de la articulaci—n con otros sectores y, en tŽrminos de la identificaci—n de un adversario. Exige entender el liderazgo nuevo de los intelectuales y voceros mapuches en su novedad y en su potencial nominativo. 9 Ah’ mismo, si la dictadura comprend’a su ingener’a gubernamental como fundaci—n , la transici—n a la democracia se entendi— como recuperaci—n de una supuesta tradici—n nacional, democr‡tica. Con estas imposibles alternativas, los debates por la historia se vieron pronto manipulados por una muy dicot—mica comprensi—n de lo pol’tico. Y por ello mismo, sigue siendo importante la evidenciaci—n de los l’mites jur’dicos y oficiales de la memor’a nacional. La lucha hegem—nica tambiŽn puede, en su proceso de reactivaci—n, echar mano sobre historias en desuso (aunque echar mano abre, otra vez, el problema).
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Efectivamente, la elogiada estabilidad transicional chilena dependi— y aœn depende fuertemente de su obediente subordinaci—n a los criterios del orden pol’tico-econ—mico global, a diferencia de los dem‡s pa’ses del Cono Sur, que hicieron las llamadas reformas estructurales y los consiguientes ajustes neoliberales en tiempos de gobiernos transicionales (y por ello, la historia de estos gobiernos fue, al menos, inestable). Y es aqu’ donde debe situarse la profunda interdependencia que tienen los procesos jur’dicos (de impunidad, de restricci—n electoral, de reformulaci—n del c—digo laboral, etcŽtera); los procesos econ—micos (privatizaciones, disminuci—n de tasas arancelarias y liberalizaci—n general de la econom’a o desregulaci—n) y, los procesos pol’ticos (despolitizaci—n de la discusi—n nacional mediante el recurso al miedo y la amenaza de la polarizaci—n , desarticulaci—n de las alternativas pol’ticas, mediante el centrismo y la configuraci—n de bloques estabilizadores de lo pol’tico: concertaci—n, modernizaci—n del Estadol, etcŽtera). Y es aqu’ donde debe pensarse como la perpetuaci—n estratŽgica de la dictadura y su configuraci—n hegem—nica ha sido capaz de simentar los l’mites del espacio de lo pol’tico , mostrando que la impotencia de los sectores pol’ticos de la izquierda (concertacionista y extraconcertacionista), est‡ directamente relacionada con la imposibilidad de comprender este mismo redise–o de lo pol’tico10. Si la tesis de Thayer acerca de la dictadura como transici—n del Estado al mercado es pertinente, advirtamos de paso que la cuesti—n de la articulaci—n no es algo que escape a la racionalidad pol’tica transicional (los agentes dictatoriales y postdictatoriales, en otras palabras, sin ser lectores de Laclau y Mouffe, fueron y siguen siendo astutos intŽrpretes de su teor’a) Sin embargo, el problema comienza a hacerse obvio a la hora de 10
S—lo para dar un ejemplo pordemos mencionar la temprana y famosa Carta sobre la crisis moral chilena, emitida el 5 de octubre de 1991, por el entonces arzobispo de Santiago, Carlos Oviedo. La carta, en su condici—n de documento pœblico, independientemente de mostrar una preocupaci—n eclesi‡stica y pretendidamente privada en torno a ciertos problemas val—ricos, ejerc’a su influencia en el, tambiŽn por entonces, proceso de reconfiguraci—n del espacio pœblico pol’tico, en los comienzos del proceso transicional. Una carta que se–alaba, limitaba y configuraba fuertemente el espacio de discusi—n y las alternativas que durante los a–os 90 funcionaron como l’mites de los debates val—ricos en Chile. Es decir, una carta que re-dise–— -junto con otras intervenciones coordinadas por los sectores de derecha- el espacio pœblico y di— el tono de los debates post-dictatoriales. As’, la moralizaci—n de lo pol’tico prolong— la ausencia de debate y legislaci—n en cuestiones tan comunes como el divorcio, el aborto y la censura, o, criminaliz— las iniciativas gubernamentales de educaci—n sexual, prevenci—n y cuidado del Sida.
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confrontar el tru’smo de la articulaci—n, con la espacialidad a la que Žsta es remitida. Si la cuesti—n nacional (le’da como trauma melanc—lico, como memoria alternativa, como cuesti—n val—rica, en relaci—n a los derechos humanos, a la violencia militar, a la exclusi—n social, a la justicia, etcŽtera) no logra trascender su condici—n denunciante y reivindicativa, redise–ando el espacio de lo pol’tico11 , entonces, los procesos de articulaci—n hegem—nica, seguir‡n operando en apelaci—n y al interior de una institucionalidad estatal ya desplazada por la globalizaci—n. Esto implica llevar el pensamiento hegem—nico, m‡s all‡ de su inscripci—n nacional, hacia una post-hegemon’a con relaci—n a la hegem—nica relaci—n entre Estado, mercado y cultura (universidad), en la que habita la sociolog’a cultural y transicional chilena (ver bibliograf’a 2). 9.-Sin embargo, aclaremos que no se trata de desconsiderar ningœn microconflicto, de hecho y he aqu’ de nuevo el mismo problema, la noci—n de microf’sica (Foucault) o micropol’tica (Deleuze-Guattari), no debe ser remitida a representaciones vulgares del espacio (lo local como opuesto a lo universal, es un ejemplo cl‡sico). No se empieza una lucha por la determinaci—n de una nueva imagen del mundo , sino que mediante la enunciaci—n de conflcitos, su articulaci—n y su posicionamiento contrahegem—nico, antag—nico. Por otro lado, y volviendo a Laclau, el hecho de que toda dominaci—n implique interpelaci—n , esto es, implique configuraci—n hegem—nica, hace posible descartar ciertas teor’as catastrofistas acerca del capitalismo tard’o, el mercado mundial o la globalizaci—n No hay poder sin fisuras, y por ellas siempre es posible una pr‡ctica contra-hegem—nica. Sin embargo, esta cuesti—n corre el riesgo de ser una autoafirmaci—n insustancial, toda vez que se repite descuidadamente, sin precisar las condiciones mismas en que se dan las luchas sociales. 10.- Por œltimo, y en estricta relaci—n a nuestro œltimo problema, Miguel Vicu–a apelaba (ver tercera conferencia) a la necesidad de potenciar una anal’tica de los procesos dictatoriales y post-dictatoriales ocurridos en la regi—n, en los œltimos 30 — 40 a–os. Yo suscribo plenamente dicha 11
En rigor, se trata de pensar m‡s all‡ de la determinaci—n dicot—mica de la espacialidad de lo pol’tico. Chile es un pa’s que hace obvi— como los l’mites de lo pol’tico vienen dados por una determinada espacializaci—n de la temporalidad, en este caso, ejemplificada con la misma noci—n de transici—n y reforzada con la de modernizaci—n. Si no hay pol’tica sin espacializaci—n de la temporalidad, la noci—n misma de espacio ya ha sido espacializada segœn una muy especp’fica representaci—n del mundo. Por lo mismo, parte del problema consiste en repensar la cuesti—n misma del espacio: el habitar.
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demanda y entiendo la raz—n de este documento como una contribuci—n al desarrollo de dicha tarea. Se tratar’a en concreto, de precisar una anal’tica de las nuevas positividades que constituyen nuestro presente y, habr’a que notar que dicha anal’tica es, en la medida que est‡ orientada a la comprensi—n de estas nuevas positividades, totalmente diferente de la construcci—n acadŽmica o medi‡tica de un nuevo modo de representaci—n del mundo. Lo que necesitamos, lo que se echa en falta, m‡s all‡ de la noci—n de falta que amenza a la misma hegemon’a, es una consideraci—n de las pr‡cticas materiales de configuraci—n y transformaci—n de los marcos hist—ricos que han caracteizado la realidad pol’tica continental, un verdadero recomienzo del materialismo hist—rico. La anal’tica pol’tica de la que estamos hablando, no es una ÒnuevaÓ imagen del mundo (Heidegger), precisamente por lo que dec’amos al principio: la hegemon’a pone de manifiesto el car‡cter intr’nsecamente pol’tico de la escritura. Escribir y describir estas nuevas positividades nos llevar‡, sin duda, a relativizar a la misma teor’a de la hegemon’a, lo que junto con desplazarla, la confirmar‡ en su relevancia, una relevancia que no le pertenece, a menos que queramos privatizar el sentido pol’tico de la imaginaci—n social, pero eso nos lleva a otra serie de problemas que por ahora debemos dejar en suspenso. Quiz‡ lo que una intervenci—n tan clara y categ—rica como las conferencias de Ernesto Laclau en Chile nos deja como problema es precisamente eso, la necesidad de pensar m‡s all‡ de la hegemon’a.
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Bibliograf’a 1: La teor’a de la hegemon’a y sus objeciones. La siguiente bibliograf’a est‡ confeccionada con un doble objetivo. Por un lado, intenta mostrar la ruta de publicaciones que ha realizado Ernesto Laclau, por otro lado, intenta presentar una cierta escena de discusi—n, considerando art’culos referidos al trabajo de Ernesto Laclau, aparecidos en libros y revistas, generalmente en inglŽs. En los casos en que se cuenta con traducci—n al espa–ol se da el a–o de la publicaci—n en inglŽs entre parŽntesis. El criterio de ordenaci—n de la bibliograf’a ser‡ el siguiente: A.Libros de Ernesto Laclau. B.- Art’culos de Ernesto Laclau en libros. C.Art’culos de Ernesto Laclau en revistas. D.- Entrevistas de Ernesto Laclau. E.- Art’culos sobre Ernesto Laclau aparecidos en libros. F.- Art’culos sobre Ernesto Laclau aparecidos en revistas. Obviamente la cantidad de referencias vinculadas con las tem‡ticas trabajadas por Ernesto Laclau son infinitas, por tanto debe considerarse esta indicaci—n bibliogr‡fica como selectiva y, en ningœn caso completa. A la vez, es pertinente se–alar que la estrecha relaci—n te—rica y coautor’a que Laclau mantiene con Chantal Mouffe no debe llevarnos a confundir la especificidad de sus respectivos trabajos y esfuerzos te—ricos. Concretamente Chantal Mouffe requerir’a una consideraci—n aparte de la aqu’ presentada. A.- Libros . Laclau, Ernesto. Pol’tica e ideolog’a en la teor’a marxista: capitalismo, fascismo, populismo. Madrid: Siglo XXI Editores, 1978. Laclau, Ernesto and Mouffe, Chantal. Hegemon’a y estrategia socialista. Hacia una radicalizaci—n de la democracia. Madrid: Siglo XXI editores, 1987 (1985). Laclau, Ernesto. Nuevas reflexiones sobre la revoluci—n de nuestro tiempo . Argentina: Nueva Visi—n, 1993 (1990). Laclau, Ernesto (editor). The Making of political identities. London; New York: Verso, 1994.
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Laclau, Ernesto. Emancipaci—n y diferencia. Buenos Aires: Ariel editores, 1996 (1996). Laclau, Ernesto, Buttler, Judith y !i"ek, Slavoj. Contingency, Hegemony, Universality. Contemporary Dialogues on the Left. London: Editorial Verso, 2000. Laclau, Ernesto. The Populist Reason. London; New York: Verso, 2002 (por aparecer). B.- Art’culos en libros. Laclau, Ernesto. ÒTeor’as marxistas del Estado: debates y perspectivasÓ. En: Estado y pol’tica en AmŽrica Latina. Lechner, Norbert (edit). MŽxico: Siglo XXI editores, 1981 (25-59). Laclau, Ernesto. ÒMetaphor and Social AntagonismÓ. En: Marxism and the Interpretation of Culture . Nelson, Cary, Grossberg, Lawrence (comp). Illinois: University of Illinois Press, 1988 (249-257). Laclau, Ernesto. ÒPolitics and the Limits of ModernityÓ. En: Universal Abandon? The Politics of Postmodernism. Ross, Andrew (edit). Minnesota: University of Minnesota Press, 1988 (63-82). Laclau, Ernesto. ÒCommunity and Its Paradoxes: Richard RortyÕs ÒLiberal UtopiaÓÓ. En: Community at Loose Ends. Miami Theory Collective (edit). Minnesota: University of Minnesota Press, 1991. (83-98). Laclau, Ernesto. ÒPower and RepresentationÓ. En: Politics, theory and Contemporary Culture. Poster, Mark (edit). New York: Columbia University Press, 1993 (277-296). Laclau, Ernesto. ÒDiscourseÓ. En: A companion to contemporary political philosophy. Goodin, Robert and Pettit, Philip (comp). Oxford, UK; Cambridge, Mass.: Blackwell, 1993 (431-437). Laclau, Ernesto. ÒOn the Names of GodÓ. En: The Eight Technologies of othernessÓ. Golding, Sue (edit). London, New York: Routledge, 1997 (253264).
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Prefacio a la segunda edici—n de Hegemon’a y estrategia socialista12.
Hegemon’a y estrategia socialista fue originalmente publicado en 1985,
y desde entonces ha estado en el centro de varias importantes discusiones te—rico-pol’ticas, tanto en el mundo anglosaj—n como en otros lados. Varias cosas han cambiado en la escena contempor‡nea desde ese tiempo. Para referir s—lo los m‡s importantes desarrollos, es suficiente mencionar el fin de la Guerra Fr’a y la desintegraci—n del sistema SoviŽtico. A esto debemos agregar dr‡sticas transformaciones de la estructura social, las cuales est‡n a la base de nuevos paradigmas en la constituci—n de identidades sociales y pol’ticas. Para percibir la distancia epocal entre comienzos de los 1980s, cuando este libro fue originalmente escrito, y el presente, tenemos s—lo que recordar que, en ese tiempo, el eurocomunismo era aœn visto como un proyecto viable, yendo m‡s all‡ del leninismo y la social democracia; y que, desde entonces, los debates m‡s importantes que han absorbido la reflexi—n intelectual de la Izquierda han sido aquellos en torno a los nuevos movimientos sociales, multiculturalismo, la globalizaci—n y desterritorializaci—n de la econom’a y el conjunto de problemas relacionados a la cuesti—n de la postmodernidad. Podr’amos decir Ðparafraseando a Hobsbawm- que el Òcorto siglo veinteÓ termin— en algœn punto a comienzos de los 1990s, y que hoy d’a debemos encarar problemas sustancialmente nuevos. Dada la magnitud de estos cambios epocales, nosotros estabamos sorprendidos, yendo a travŽs de las p‡ginas de este no tan reciente libro, por lo poco que tenemos que cuestionar de la perspectiva intelectual y pol’tica desarrollada en Žl. Casi todo lo que ha ocurrido desde entonces, ha seguido cercanamente los patrones sugeridos en nuestro libro, y esos problemas que fueron centrales para nuestras preocupaciones en ese tiempo, han devenido aœn m‡s importantes en la discusi—n contempor‡nea. Podemos incluso decir que vemos la perspectiva te—rica desarrollada en el libro Ðbasada en la matriz gramsciana y en la centralidad de la categor’a de hegemon’a-- como un intento m‡s adecuado, para los problemas contempor‡neos, que el aparato intelectual que ha acompa–ado recientemente las discusiones sobre subjetividades pol’ticas, sobre democracia, y sobre las tendencias y consecuencias 12
Laclau, Eresto & Mouffe, Chantal. Hegemony and Socialist Strategy. London: Edit. Verso, 2001. Traducci—n de Marlene Beiza y Sergio Villalobos-Ruminott .
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pol’ticas de la econom’a globalizada. Es por esto que queremos resumir, como una forma de introducir esta segunda edici—n, algunos puntos centrales de nuestra intervenci—n te—rica, y contraponer algunas de sus conclusiones pol’ticas a las recientes tendencias en la discusi—n sobre democracia. Comencemos por decir algo sobre el proyecto intelectual de Hegemon’a y la perspectiva te—rica desde la que fue escrito. A mediados de los a–os 1970s, la teorizaci—n marxista hab’a llegado claramente a un impasse. DespuŽs de un excepcionalmente rico y creativo periodo en los a–os 1960s, los l’mites de esa expansi—n Ðlos cuales ten’an su epicentro en el althusserianismo, pero tambiŽn en un renovado interŽs en Gramsci y en los te—ricos de la escuela de Frankfurt- fueron totalmente visibles. Hab’a un claro desfase entre las realidades del capitalismo contempor‡neo y lo que el marxismo pod’a subsumir leg’timamente bajos sus propias categor’as. Es suficiente recordar las desesperadas contorsiones que tuvieron lugar alrededor de nociones tales como Òdeterminaci—n en œltima instanciaÓ y Òautonom’a relativaÓ. Esta situaci—n, en general, provoc— dos tipos de actitud: o negar los cambios, o retirarse, de manera no convincente, a un bunker ortodoxo; o agregar en forma ad hoc , an‡lisis descripctivos de las nuevas tendencias que fueron simplemente yuxtapuestos Ðsin integraci—nÑ a un cuerpo te—rico que se mantuvo totalmente inalterado. Nuestra forma de relacionarnos con la tradici—n marxista fue totalmente diferente y podr’a, quiz‡s, ser expresada en tŽrminos de la distinci—n husserliana entre Òsedimentaci—nÓ y Òreactivaci—nÓ. Categor’as te—ricas sedimentadas son aquellas que ocultan las acciones de su instituci—n original, mientras el momento reactivante las hace visibles otra vez. Para nosotros Ðopuestos en esto a HusserlÑla reactivaci—n ten’a que mostrar la contingencia original de la s’ntesis que esas categor’as marxianas intentaban establecer. En vez de relacionarnos con nociones tales como ÒclaseÓ, la triada de niveles (el econ—mico, el pol’tico y el ideol—gico) o la contradicci—n entre fuerzas y relaciones de producci—n, como fetiches sedimentados, nosotros tratamos de revivir las precondiciones que hicieron posible su operaci—n discursiva, y nos cuestionamos, preocupados, sobre su continuidad o discontinuidad en el capitalismo contempor‡neo. El resultado de este ejercicio fue el darnos cuenta que el campo de la teorizaci—n marxista hab’a sido, por mucho, m‡s ambivalente y diversificado que el travesti monol’tico que el marxismo-leninismo presentaba como la historia del marxismo. Esto tiene que ser establecido: el profundo efecto te—rico del leninismo ha sido un fatal empobrecimiento de la diversidad del marxismo. Mientras, a fines
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del periodo de la Segunda Internacional, los campos en los cuales la discursividad marxista operaba, estaban deviniendo crecientemente diversificados Ðalcanzando, especialmente en el austromarxismo, desde el problema de los intelectuales hasta la cuesti—n nacional, y desde las inconsistencias internas de la teor’a del valor-trabajo hasta la relaci—n entre socialismo y ŽticaÑ la divisi—n del movimiento internacional de trabajadores, y la reorganizaci—n de su ala revolucionaria en torno a la experiencia soviŽtica, trajo como consecuencia una discontinuidad en su proceso creativo. El patŽtico caso de Luk‡cs, quien contribuy—, con sus innegables mŽritos intelectuales, a la consolidaci—n de un horizonte te—rico-pol’tico que no trascendi— la total gama de asuntos de la Tercera Internacional, es un ejemplo extremo, pero no aislado. Es digno mencionar que algunos de los problemas confrontados por una estrategia socialista en las condiciones del capitalismo tard’o est‡n ya contenidas in nuce en la teorizaci—n del austromarxismo, pero tuvieron poca continuidad en el periodo de entre guerras. S—lo el aislado ejemplo de Gramsci, escribiendo desde las prisiones de Mussolini, puede ser citado como una nueva partida, produciendo un nuevo arsenal de conceptos Ð guerra de posiciones, bloque hist—rico, voluntad colectiva, hegemon’a, liderazgo intelectual y moralÑ que son el punto de arranque de nuestra reflexi—n en Hegemon’a y estrategia socialista. Revisitar (reactivamente) las categor’as marxistas, a la luz de estos nuevos problemas y desarrollos ten’a que llevarnos, necesariamente, a desconstruir el marxismo-leninismo Ðesto es, a desplazar algunas de sus condiciones de posibilidad y desarrollar nuevas alternativas que trascendieran cualquier cosa que pudiera ser caracterizado como la aplicaci—n de una categor’a. Sabemos desde Wittgenstein que no hay tal cosa como la Òaplicaci—n de una reglaÓÑ la instancia de aplicaci—n deviene parte de la regla misma. Releer la teor’a marxista a la luz de los problemas contempor‡neos necesariamente implica desconstruir las categor’as centrales de esa teor’a. Esto es lo que ha sido llamado nuestro Òpost-marxismoÓ. Nosotros no inventamos esta etiqueta Ðs—lo aparece marginalmente (no como etiqueta) en la introducci—n de nuestro libro. Pero desde entonces ha devenido generalizada para caracterizar nuestro trabajo, podemos decir que no nos oponemos en la medida en que sea adecuadamente comprendida: como el proceso de reapropiaci—n de una tradici—n intelectual, pero tambiŽn como un ir m‡s all‡ de ella. Y en el desarrollo de esta tarea, es importante establecer que tal apropiaci—n no puede ser concebida s—lo como una historia interna del marxismo. Varios antagonismos sociales, varios problemas que son cruciales para la comprensi—n de las sociedades contempor‡neas, pertenecen a campos discursivos que son externos al marxismo, y no pueden ser
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reconceptualizados en tŽrminos de categor’as marxistas Ðdado, precisamente, que su presencia es la que pone al marxismo, en tanto sistema te—rico cerrado, en cuesti—n, y nos llevan a la postulaci—n de nuevos puntos de partida para el an‡lisis social. Hay un aspecto en particular que queremos subrayar a este nivel. Cualquier cambio sustancial en el contenido —ntico de un campo de investigaci—n lleva tambiŽn a un nuevo paradigma ontol—gico. Althusser sol’a decir que tras la filosof’a de Plat—n, estaban las matem‡ticas griegas; detr‡s del racionalismo del siglo XVII, la f’sica galileana; y detr‡s de la filosof’a de Kant, la teor’a newtoneana. Para poner el argumento en una forma trascendental: la pregunta estrictamente ontol—gica inquiere c—mo tienen que ser las entidades y desde ah’ la objetividad de un campo en particular es posible. Hay un proceso de mutua retroalimentaci—n entre la incorporaci—n de nuevos objetos y las categor’as ontol—gicas generales que gobiernan, en un cierto momento, lo que es pensable dentro del campo general de objetividad. La ontolog’a impl’cita en el freudianismo, por ejemplo, es diferente e incompatible con un paradigma biologicista. Desde este punto de vista, se hace clara nuestra convicci—n que en la transici—n desde el marxismo al post-marxismo, el cambio no es s—lo —ntico sino ontol—gico. Los problemas de una sociedad globalizada y caracterizada por la importancia de la informaci—n, son impensables dentro de dos paradigmas ontol—gicos que gobiernan el campo de la discursividad marxista: primero el hegeliano, despuŽs el naturalista. Nuestro intento est‡ fundado en el privilegio del momento de articulaci—n pol’tica , y la categor’a central de an‡lisis pol’tico es, en nuestra perspectiva, hegemon’a. En ese caso, Àc—mo Ðpara repetir nuestra pregunta trascendentalÑ tiene que ser una relaci—n entre entidades, para que una relaci—n hegem—nica se haga posible? Su condici—n es que una fuerza social particular asuma la representaci—n de una totalidad que es radicalmente inconmensurable con ella. Tal forma de Òuniversalidad hegem—nicaÓ es la œnica que una comunidad pol’tica puede alcanzar. Desde este punto de vista, nuestro an‡lisis debe ser diferenciado desde los an‡lisis en los cuales la universalidad encuentra en el campo social una directa, no hegem—nicamente mediada expresi—n, y de aquellos en los cuales las particularidades son sumadas y pensadas sin ninguna mediaci—n entre ellas Ñcomo en algunas formas de post-modernismo. Pero si una relaci—n de representaci—n hegem—nica es posible, su estatus ontol—gico tiene que ser definido. Este es el lugar donde, para nuestro an‡lisis, la noci—n de lo social concebido como un espacio discursivo Ðesto es, haciendo posible relaciones de representaci—n estrictamente impensables dentro de un paradigma fisicalista o naturalistaÑ deviene de
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fundamental importancia. En otros trabajos, hemos mostrado que la categor’a de ÒdiscursoÓ tiene un alto pedigree en el pensamiento contempor‡neo, volviendo a las tres principales corrientes intelectuales del siglo XX: la filosof’a anal’tica, la fenomenolog’a y el estructuralismo. En las tres, el siglo comenz— con una ilusi—n de inmediatez, de un acceso no discursivamente mediado a las cosas mismas Ðel referente, el fen—meno y el signo, respectivamente. En todas ellas, como sea, esta ilusi—n de inmediatez se disolvi— en algœn punto y tuvo que ser reemplazada por una u otra forma de mediaci—n discursiva. Esto es lo que ocurri— en la filosof’a anal’tica con el trabajo del œltimo Wittgenstein, en la fenomenolog’a con la anal’tica existencial de Heidegger, y en el estructuralismo con la cr’tica post-estructuralista del signo. Esto es tambiŽn, en nuestra perspectiva, lo que ocurri— en epistemolog’a con las transiciones del verificacionismo ÐPopper ÐKuhn ÐFeyerabend, y en el marxismo con el trabajo de Gramsci, donde la plenitud de las identidades de clase del marxismo cl‡sico tiene que ser reemplazada por identidades hegem—nicas constituidas a travŽs de mediaciones no dialŽcticas. Todas estas corrientes han alimentado nuestro pensamiento hasta algœn nivel, pero el post-estructuralismo es el terreno donde nosotros hemos encontrado las principales fuentes de nuestra reflexi—n te—rica y, dentro del campo post-estructuralista, la deconstrucci—n y la teor’a lacaniana han tenido una importancia decisiva en nuestra concepci—n de hegemon’a. De la descontrucci—n, la noci—n de indecidibilidad ha sido crucial. Si es que, como se muestra en el trabajo de Derrida, lo indecidible permea el campo que antes ha sido concebido como gobernado por una determinaci—n estructural, entonces se puede ver la hegemon’a como una teor’a de la decisi—n tomada en un terreno indecidible. La hegemon’a requiere profundos niveles de contingencia ÐŽsta es un set de articulaciones contingentes, lo que es otra forma de decir que el momento de reactivaci—n no significa otra cosa que la recuperaci—n de un acto pol’tico instituyente que encuentra su fuente y motivaci—n aqu’ y ahora pero en s’ mismo. Por razones igualmente atingentes, la teor’a lacaniana contribuye con herramientas decisivas para la formulaci—n de una teor’a de la hegemon’a. Entonces, la categor’a de punto de acolchado -- point de capitonÑ (punto nodal, en nuestra terminolog’a) o significante-maestro envuelven la noci—n de un elemento particular asumiendo una funci—n estructurante ÒuniversalÓ dentro de un cierto campo discursivo Ð realmente, cualquier organizaci—n que ese campo tenga es s—lo el resultado de esa funci—nÑ sin que la particularidad de ese elemento per se predetermine tal funci—n. En una forma similar, la noci—n del sujeto ante la subjetivaci—n establece la centralidad de la categor’a de Òidentificaci—nÓ y hace posible, en ese sentido, pensar las transiciones hegem—nicas que
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dependen plenamente de articulaciones pol’ticas y no de entidades constitu’das fuera del campo pol’tico Ðtales como Òintereses de claseÓ. Ciertamente, las articulaciones pol’tico-hegem—nicas crean retroactivamente los intereses que ellas dicen representar. La Òhegemon’aÓ tiene sus precisas condiciones de posibilidad, tanto desde el punto de vista de lo que una relaci—n requiere para ser concebida como relaci—n hegem—nica, cuanto desde la perspectiva de la construcci—n de un sujeto hegem—nico. Para el primer aspecto, la ya mencionada dimensi—n de indecidibilidad estructural es la condici—n de la hegemon’a. Si es que la objetividad social, a travŽs de sus leyes internas determinara cualquier acuerdo estructural que existe (como en una concepci—n sociologista de la sociedad), no habr’a espacio para rearticulaciones hegem—nicas contingentes Ðni, ciertamente, para la pol’tica como una actividad aut—noma. Para hablar de hegemon’a, el requisito es que la propia naturaleza de los elementos no los predetermine a entrar en un tipo de acuerdos y no en otros, sin embargo, fundiŽndolos, como resultado de una pr‡ctica externa o articulatoria. La visibilidad de los actos de instituci—n originaria Ðen su espec’fica contingenciaÑ es, en este sentido, el requisito de cualquier formaci—n hegem—nica. Pero decir articulaci—n contingente es enunciar una dimensi—n central de la Òpol’ticaÓ. Este privilegio del momento pol’tico en la estructuraci—n de la sociedad es un aspecto esencial en nuestro enfoque. Nuestro libro muestra c—mo, hist—ricamente, la categor’a de hegemon’a fue elaborada originalmente en la social democracia rusa como un intento para dirigir las intervenciones pol’ticas aut—nomas que fueron posibles por la dislocaci—n estructural entre actores y tareas democr‡ticas, que fue a su vez, el resultado del tard’o desarrollo del capitalismo en Rusia; c—mo, despuŽs, la noci—n de Òdesarrollo desigual y combinadoÓ la extendi— a las condiciones generales de la pol’tica en la Žpoca imperialista; y c—mo, con Gramsci, esta dimensi—n hegem—nica se hizo constitutiva de la subjetividad de los actores hist—ricos (quienes por ello dejaron de ser meramente actores de clase). Podr’amos agregar que esta dimensi—n de contingencia, y la concominante autonomizaci—n de la pol’tica, son aœn m‡s visibles en el mundo contempor‡neo, en las condiciones del capitalismo avanzado, donde las rearticulaciones hegem—nicas est‡n mucho m‡s generalizadas de lo que estaban en el tiempo de Gramsci. En relaci—n a la subjetividad hegem—nicamente concebida, nuestro argumento encaja con el debate sobre la relaci—n entre universalismo y particularismo, el cual ha devenido totalmente central en los a–os recientes. Una relaci—n hegem—nica tiene, sin duda, una dimensi—n universalista, pero Žste es un universalismo de tipo muy particular cuyas
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principales caracter’sticas es importante establecer. No se trata del resultado de una decisi—n contractual, como en el caso del Leviathan de Hobbes, porque la relaci—n hegem—nica transforma la subjetividad de los sujetos implicados en ella. Y esta universalidad no est‡ necesariamente relacionada a un espacio pœblico, como en la noci—n de Òclase universalÓ de Hegel, porque las rearticulaciones hegem—nicas comienzan en el nivel de la sociedad civil. Y Žsta no es, finalmente, como la noci—n marxista de proletariado en tanto clase universal, porque esta universalidad no es el resultado de una definitiva reconciliaci—n humana, alcanzada mediante el inexorable retiro del Estado y el fin de la pol’tica; la relaci—n hegem—nica es, por el contrario, constitutivamente pol’tica. ÀCu‡l es, en este caso, la universalidad especificamente inherente a la hegemon’a? Esta resulta, como se argumenta en este texto, de una dialŽctica espec’fica entre lo que llamamos l—gicas de la diferencia y l—gicas de la equivalencia. Los actores sociales ocupan posiciones diferenciales dentro de los discursos que constituyen la producci—n de lo social. Por otro lado, hay antagonismos sociales que crean fronteras internas dentro de la sociedad. Vis ˆ vis fuerzas opresivas, por ejemplo, donde un conjunto de particularidades establece relaciones de equivalencia entre ellas mismas. Se hace necesario, como sea, representar la totalidad de la cadena, m‡s all‡ de las particulares direrencias de las relaciones equivalenciales. ÀCu‡les son los medios de representaci—n? Como nosotros argumentamos, s—lo una particularidad cuyo cuerpo est‡ escindido, pero sin cesar de ser su propia particularidad, transforma su cuerpo en la representaci—n de una universalidad que lo trasciende (la de una cadena equivalencial). Esta relaci—n, por la cual una cierta particularidad asume la representaci—n de una universalidad totalmente inconmensurable con ella, es lo que llamamos una relaci—n hegem—nica. Como resultado, su universalidad es una uiversalidad contaminada: (1) esta vive en la irresuleta tensi—n entre universalidad y particularidad; (2) su funci—n de universalidad hegem—nica no es adquirida definitivamente y es, por el contrario, siempre reversible. Aunque hemos, sin duda, radicalizado la intuici—n gramsciana en varios sentidos, pensamos que algo de esto est‡ impl’cito en la distinci—n de Gramsci entre clase coorporativa y clase hegem—nica. Aqu’ mismo, nuestra concepci—n de universalidad contaminada se diferencia de la concepci—n de Habermas, para quien la universalidad tiene un contenido que le es propio, independientemente de cualquier articulaci—n hegem—nica. Pero tambiŽn evita el otro extremo Ðrepresentado, quiza, en su pureza por el particularismo de Lyotard, cuya concepci—n de la sociedad consiste en una pluralidad de juegos de lenguaje inconmensurables y, cuyas articulaciones
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pueden ser concebidas s—lo de manera fortuita, haciendo imposible cualquier rearticulaci—n pol’tica. Como resultado, nuestro intento concibe la universalidad como universalidad pol’tica y, en ese sentido, como dependiente de fronteras internas a la sociedad. Esto nos lleva a lo que es, quiz‡s, el argumento central de nuestro libro, el cual est‡ relacionado a la noci—n de antagonismo. Ya hemos explicado porque, en nuestra visi—n, ni las oposiciones reales (las Realrepugnanz de Kant) ni la contradicci—n dialŽctica, pueden ser consideradas para la espec’fica relaci—n que llamamos Òantagonismo socialÓ. Nuestra tesis es que los antagonismos no son relaciones objetivas , sino relaciones que revelan los l’mites de toda objetividad. La sociedad est‡ constituida alrededor de estos l’mites, y ellos son l’mites antag—nicos. Y la noci—n de l’mite antag—nico tiene que ser concebida literalmente Ðes decir, no hay una Òastucia de la raz—nÓ que le permita a esta percatarse de s’ mismo, a travŽs de estas relaciones antag—nicas. Ni tampoco hay, una especie de metajuego que subordinar’a los antagonismos a su sistema de reglas. Es por esto que nosotros concebimos la pol’tica no como una superestructura, sino que ya teniendo el estatus de una ontolog’a de lo social. Desde este argumento se sigue que la divisi—n social es inherente a la posibilidad de la pol’tica, y Ðcomo argumentamos en la œltima parte del libroÑ lo es tambiŽn de la misma posibilidad de una pol’tica democr‡tica. Nos gustar’a enfatizar este punto. El antagonismo est‡, ciertamente, en el centro de la actual relevancia de nuestro enfoque, en ambos niveles, el te—rico y el pol’tico. Esto podr’a parecer parad—jico, considerando que una de las principales consecuencias de las profundas transformaciones que han tomado lugar en los quince a–os desde la publicaci—n de nuestro libro, ha sido precisamente que la noci—n de antagonismo ha sido borrada del discurso pol’tico de la Izquierda. Pero a diferencia de aquellos que ven esto como un progreso, nosotros creemos que es aqu’ donde se mantiene el principal problema. Examinemos c—mo y p—rque esto ocurri—. Se podr’a haber esperado que el colapso del modelo SoviŽtico diera un renovado ’mpetu a los partidos socialistas democr‡ticos, finalmente liberados de la imagen negativa del socialismo que sus viejos antagonistas presentaban. Como sea, con el fracaso de su variante comunista, fue la misma idea de socialismo la que devino desacreditada. Lejos de gozar de una nueva vida, la social democracia fue lanzada al desconcierto. En vez de la reformulaci—n del proyecto socialista, lo que hemos presenciado en las œltimas dŽcadas ha sido el triunfo del neo-liberalismo, cuya hegemon’a ha sido demasiado penetrante teniendo un profundo efecto sobre la
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identidad de la Izquierda. Puede incluso afirmarse que el proyecto de Izquierda est‡ hoy en una crisis m‡s profunda que cuando nosotros est‡bamos escribiendo este libro, a comienzos de los 1980s. Bajo el pretexto de la Òmodernizaci—nÓ, un creciente nœmero de partidos social dem—cratas han estado descartando su identidad de Izquierda, redefiniŽndose eufemistamente como Òcentro-IzquierdaÓ. Ellos alegan que las nociones de Izquierda y Derecha se han vuelto obsoletas y que lo necesario es una pol’tica de Òcentro radicalÓ. El principio b‡sico de lo que se presenta como Òtercera v’aÓ establece que con el fallecimiento del comunismo y las transformaciones socio-econ—micas relacionadas al advenimiento de la sociedad de la informaci—n y el proceso de globalizaci—n, los antagonismos han desaparecido. Ahora ser’a posible una pol’tica sin fronteras Ðuna pol’tica win-win (centro-centro) donde podr’an ser encontradas soluciones que favorezcan a todos y cada uno en la sociedad. Esto implica que la pol’tica no est‡ m‡s estructurada en la divisi—n social, y que los problemas pol’ticos se han vuelto meramente tŽcnicos. De acuerdo con Ulrich Beck y Anthony Giddens Ðlos te—ricos de esta nueva pol’ticaÑnosotros estamos viviendo ahora bajo las condiciones de la Òmodernizaci—n reflexivaÓ donde el modelo antag—nico de la pol’tica, de nosotros versus ellos, no se aplica m‡s. Ellos afirman que hemos entrado en una nueva era, en la cual la pol’tica necesita ser concebida en una forma completamente diferente. La pol’tica radical debe preocuparse de los problemas de la ÒvidaÓ y ser ÒgenerativaÓ, permitiendo a las personas y grupos hacer que las cosas ocurran; y la democracia debe ser concebida en la forma de un Òdi‡logoÓ, donde los problemas controversiales son resueltos escuch‡ndonos unos a otros. Mucho se dice hoy por hoy, acerca de la Òdemocratizaci—n de la democraciaÓ. No hay nada equ’voco, en principio, con tal perspectiva, y a primera vista, ella parece acordar con nuestra idea de una Òdemocracia radical y pluralÓ. Hay, sin embargo, una diferencia crucial porque nosotros nunca concebimos el proceso de radicalizaci—n de la democracia, que es central en nuestro enfoque, tomando lugar dentro de un terreno neutral, cuya topolog’a no ser’a afectada, sino como una profunda transformaci—n de las relaciones de poder. Para nosotros, el objetivo era el establecimiento de una nueva hegemon’a, la cual requiere la creaci—n de nuevas fronteras pol’ticas, no su desaparici—n. Sin duda es bueno que la Izquierda se haya, finalmente, percatado de la importancia del pluralismo y de las instituciones liberal-democr‡ticas, pero el problema es que esto ha sido acompa–ado por una err—nea creencia que lleva al abandono de cualquier intento de transformar el actual orden hegem—nico. De aqu’ la sacralizaci—n del consenso, el desdibujamiento de las fronteras entre Izquierda y Derecha, y la tendencia hacia el Centro.
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Pero esto es sacar equivocadas conclusiones de la ca’da del Comunismo. Ciertamente es importante comprender que la democracia liberal no es el enemigo a ser destruido en funci—n de crear, a travŽs de la revoluci—n, una sociedad completamente nueva. Esto es precisamente lo que nosotros estabamos argumentando en este libro cuando insist’amos en la necesidad de una redefinici—n del proyecto de Izquierda en tŽrminos de una Òradicalizaci—nÓ de la democracia. En nuestra visi—n, el problema con las democracias liberales Òrealmente existentesÓ no es con sus valores constitutivos cristalizados en los principios de libertad e igualdad para todos, sino con el sistema de poder que redefine y limita la operaci—n de esos valores. Es por esto que nuestro proyecto de Òdemocracia radical y pluralÓ fue concebido como una nueva etapa en la profundizaci—n de la Òrevoluci—n democr‡ticaÓ, como la extensi—n de las luchas democr‡ticas por la igualdad y la libertad a un m‡s amplio rango de relaciones sociales. Nosotros nunca pensamos, pues, que descartar el modelo pol’tico jacobino amigo/enemigo como un adecuado paradigma para las pol’ticas democr‡ticas, debiera llevar a la adopci—n de un modelo liberal, el cual concibe la democracia como una simple competici—n entre intereses que toman lugar en un terreno neutral Ðaun si es que el acento es puesto sobre la dimensi—n Òdial—gicaÓ. Esta, sin embargo, es precisamente la forma en la cual muchos partidos de Izquierda est‡n visualizando el proceso democr‡tico. Es por esto que ellos son incapaces de comprender la estructura de relaciones de poder, y aun comenzar a imaginar las posibilidad de establecer una nueva hegemon’a. Como consecuencia de esto, el elemento anticapitalista que siempre hab’a estado presente en la social democracia Ðtanto en su variantes de Derecha como de IzquierdaÑ ha sido ahora erradicado de su versi—n supuestamente modernizada. De aqu’ la falta en su discurso de cualquier referencia a una posible alternativa al orden econ—mico actual, el cual es visto como el œnico posible Ðcomo si reconocer el car‡cter ilusorio de un quiebre total con la econom’a de mercado necesariamente impidiera la posibilidad de modos diferentes de regulaci—n de las fuerzas de mercado, y significara que no hay alternativas a la total aceptaci—n de sus l—gicas. La justificaci—n comœn para el Òdogma de la no alternativaÓ es la globalizaci—n, y el argumento generalmente esgrimido contra las pol’ticas redistributivas social dem—cratas es que los limitados presupuestos fiscales alegados por los gobiernos, son la œnica posibilidad realista en un mundo donde el mercado mundial no permitir’a ninguna desviaci—n desde la ortodoxia neo-liberal. Este argumento queda subsumido en el terreno ideol—gico en el cual ha sido creado como resultado de a–os de
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hegemon’a neo-liberal, y transforma lo que es un estado de problemas coyunturales en una necesidad hist—rica. A la vez, las fuerzas de la globalizaci—n relacionadas exclusivamente a la revoluci—n inform‡tica, son apartadas de sus dimensiones pol’ticas y aparecen como un destino al cual todos debemos someternos. Entonces se nos dice que no hay m‡s pol’ticas econ—micas de Izquierda o de Derecha, s—lo buenas o malas! Pensar en tŽrminos de relaciones hegem—nicas es romper con tales falacias. Ciertamente, revisar el llamado Òmundo globalizadoÓ con la categor’a de hegemon’a elaborada en este libro, puede ayudarnos a comprender que la actual coyuntura, lejos de ser el œnico natural o posible orden social, es la expresi—n de una cierta configuraci—n de relaciones de poder. Este orden es el resultado de movimientos hegem—nicos por parte de fuerzas sociales espec’ficas que han sido capaces de implementar una profunda transformaci—n en las relaciones entre corporaciones capitalistas y Estados nacionales. Esta hegemon’a puede ser puesta en tela de juicio. La Izquierda debe comenzar elaborando una alternativa cre’ble al orden neo-liberal, en vez de simplemente tratar de manejarlo en una forma m‡s humana. Esto, por supuesto, requiere esbozar nuevas fronteras pol’ticas y reconocer que no puede haber una pol’tica radical sin la definici—n de un adversario. Es decir, requiere la aceptaci—n de la inerradicabilidad del antagonismo. Hay otra forma en la cual la perspectiva te—rica desarrollada en este libro puede contribuir a restaurar la centralidad de la pol’tica Ðdestacando los defectos de lo que es actualmente presentado como la m‡s prometedora y sofisticada visi—n de una pol’tica progresista: el modelo de la Òdemocracia deliberativaÓ la cual ha sido elaborada por Habermas y sus seguidores. Es œtil contrastar nuestro enfoque con el de ellos, porque existen realmente algunas similaridades entre la concepci—n de democracia radical que nosotros reivindicamos y la que ellos defienden. Como ellos, nosotros criticamos el modelo agregativo de la democracia, el cual reduce el proceso democr‡tico a los intereses y preferencias que son registradas en una votaci—n motivada por la selecci—n de l’deres que implementar‡n las pol’ticas elegidas. Como ellos, nosotros objetamos que esta es una concepci—n empobrecida de las pol’ticas democr‡ticas, que no reconoce la forma en la cual las identidades pol’ticas no est‡n pre-dadas sino que son constitu’das y reconstitu’das a travŽs del debate en la esfera pœblica. Las pol’ticas democr‡ticas, nosotros argumentamos, no consisten simplemente en registrar intereses ya existentes, sino que juegan un rol crucial en la formaci—n de los sujetos pol’ticos. Sobre estos t—picos, estamos de acuerdo con los habermasianos. Mas aœn, estamos de acuerdo con ellos en la necesidad de tomar en cuenta las diferentes voces que una
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sociedad democr‡tica abarca y en ampliar el campo de las luchas democr‡ticas. Hay, sin embargo, importantes puntos de divergencia entre nuestro enfoque y el de ellos, que dependen del marco te—rico que conforma nuestras respectivas concepciones. El rol central que la noci—n de antagonismo juega en nuestro trabajo, impide cualquier posibilidad de una reconciliaci—n final, de un tipo de consenso racional, de un plenamente inclusivo ÒnosotrosÓ. Desde nuestra perspectiva, una esfera pœblica de argumentaci—n racional no excluyente es una imposibilidad conceptual. conceptual. El conflicto y la divisi—n, en nuestra visi—n, no son ni alborotos que desafortunadamente no pueden ser eliminados, ni impedimentos emp’ricos que vuelven imposible la realizaci—n plena de una armon’a que no podemos alcanzar porque nunca seremos capaces de dejar nuestras particularidades completamente a un lado en funci—n de actuar de acuerdo con nuestro ser racional Ðuna armon’a que debe, sin embargo, constituir el ideal hacia el que nosotros debemos apuntar. Por el contrario, sostenemos que sin conflicto y divisi—n, una pol’tica democr‡tica pluralista ser’a imposible Ðaun si es que esta es vista como un intento asint—tico dirigido dirigido hacia la idea regulativa regulativa de consenso consenso racional-racional-- y lejos de proveer el horizonte necesario para el proyecto democr‡tico, m‡s bien lo pone en riesgo. Concebida en tal forma, la democracia pluralista deviene un Òideal auto-refutadoÓ, porque el momento de su realizaci—n coincide con su desintegraci—n. Es por esto que afirmamos que es vital para la pol’tica democr‡tica reconocer que cualquier forma de consenso es el resultado de una articulaci—n hegem—nica, y que esta siempre tiene un ÒafueraÓ que impide su plena realizaci—n. A diferencia de los habermaseanos, nosotros no vemos esto como algo que socava el proyecto democr‡tico, sino como su condici—n de posibilidad. Unas palabras finales sobre la forma en que nosotros concebimos las tareas m‡s urgentes para la Izquierda. Varias voces han sido recientemente escuchadas llamando: Òvuelta a la lucha de clasesÓ. Ellas reivindican que la Izquierda se ha identificado muy cercanamente con los problemas ÒculturalesÓ, y que ha abandonado la lucha contra las desigualdades econ—micas. Es tiempo, dicen ellas, de dejar a un lado la obsesi—n con las Òpol’ticas de identidadÓ, y escuchar de nuevo las demandas de la clase trabajadora. ÀQuŽ debemos hacer con tales cr’ticas? Àestamos hoy d’a en una coyuntura opuesta a aquella que provey— el fundamento de nuestra reflexi—n, basada en criticar a la Izquierda por no tomar en consideraci—n la lucha de los Ònuevos movimientosÓ? Es verdad que la evoluci—n de los partidos de Izquierda ha sido tal que ellos se han preocupado principalmente de la clase media, en detrimento de los
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trabajadores. Pero es debido a su incapacidad para concebir una alternativa al neo-liberalismo y su aceptaci—n acr’tica de los imperativos de ÒflexibilidadÓ, para no suponer un encaprichamiento con los problemas de la ÒidentidadÓ. La soluci—n no es abandonar la lucha ÒculturalÓ y volver a la pol’tica ÒrealÓ. Uno de los principios centrales de Hegemon’a y estrategia socialista es la necesidad de crear una cadena de equivalencias equivalencias entre varias luchas democr‡ticas contra diferentes formas de subordinaci—n. Nosotros argumentamos que las luchas contra el sexismo, el racismo, la discriminaci—n sexual, y la defensa del medio ambiente necesitan ser articuladas con las luchas de los trabajadores, en un nuevo proyecto hegem—nico de Izquierda. Para poner esto en una terminolog’a que se ha vuelto recientemente de moda, insistimos que la Izquierda necesita abordar tanto los problemas de la Òredistribuci—nÓ, como del ÒreconocimientoÓ. Esto es lo que entend’amos por Òdemocracia radical y pluralÓ. Hoy d’a, tal proyecto se mantiene tan pertinente como siempre Ðlo que no quiere decir que se ha hecho m‡s f‡cil realizarlo. Ciertamente a veces parece como si en vez de pensar en ÒradicalizarÓ la democracia, la primera prioridad sea defenderla de las fuerzas que insidiosamente la amenazan desde adentro. En vez de reforzar sus instituciones, el triunfo de la democracia sobre su adversario comunista parece haber contribuido a su debilitamiento. El desencanto con el proceso democr‡tico est‡ alcanzando proporciones preocupantes, y el cinismo de la clase pol’tica est‡ tan esparcido que est‡ socavando la confianza b‡sica de la ciudadan’a en el sistema parlamentario. Ciertamente no hay fundamento para regocijarse sobre el estado actual de la pol’tica en las sociedades liberaldemocr‡ticas. En algunos pa’ses, esta situaci—n est‡ siendo ingeniosamente explotada por demagogos populistas de derecha, y el triunfo de gente como Haider y Berlusconi testifica que tales ret—ricas pueden atraer una muy significativa cantidad de seguidores. En la medida en que la Izquierda renuncia a la lucha hegem—nica, e insiste en ocupar el centro, hay poca esperanza de que tal situaci—n pueda ser revertida. De seguro, hemos comenzado a ver la emergencia de una serie de resistencias a los intentos de las corporaciones transnacionales por imponer su poder sobre el planeta entero. Pero sin una visi—n sobre lo que podr’a ser una forma diferente de organizar las relaciones sociales, una que restaure la centralidad de la pol’tica sobre la tiran’a de las fuerzas de mercado, esos movimientos seguir‡n siendo de naturaleza defensiva. Si es que se est‡ a favor de construir una cadena de equivalencias equivalencias entre luchas democr‡ticas, democr‡ticas, se necesita establecer una frontera y definir un adversario, pero esto no es suficiente. TambiŽn se necesita saber por quŽ se est‡ peleando, quŽ tipo de sociedad se quiere establecer. Esto requiere una adecuada comprensi—n de
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la naturaleza de las relaciones de poder por parte de la Izquierda y de las din‡micas de la pol’tica. Requiere saber quŽ es de interŽs en la construcci—n de una nueva hegemon’a. Entonces nuestro motto es: Volver a la lucha hegem—nica. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe Noviembre, 2000.
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Primera conferencia: (22 de octubre de 1997).
Creo que se podr’a decir que la historia intelectual del siglo XX comenz— con tres ilusiones de inmediatez, es decir, de acceso directo a lo inmediato y estas tres ilusiones fueron: el referente , el fen—meno y el signo; cada una de ellas dio lugar a una tradici—n intelectual distinta. En el caso del referente se trata de la filosof’a anal’tica, en el caso del fen—meno de la fenomenolog’a y, en el caso del signo del estructuralismo. Ahora bien, la historia de estas tres tradiciones es sumamente similar, tienen un paralelismo notable. En cierto momento la ilusi—n de inmediatez se disuelve y entonces, cada una de estas tradiciones, de acuerdo a sus herramientas y a su estilo, tienen que pasar, de una u otra forma, a una teor’a del discurso, es decir, a una teor’a en la cual el momento de la mediaci—n resulta constitutivo y el acceso a lo inmediato est‡ postergado. En el caso de la filosof’a anal’tica esto ocurre con la obra del segundo Wittgenstein. ƒste hab’a representado en forma extrema, en el Tractatus Logico-Philosophicus13 , la orientaci—n segœn la cual pod’a haber un acceso directo al objeto y no solamente pod’a haberlo, sino que era un requerimiento l—gico en la estructuraci—n de todo lenguaje, es decir, que hab’a llevado a su extremo de formalizaci—n l—gica la tendencia que se hab’a iniciado con Rusell y Whitehead en el libro Principia Mathematica14. Pero en su segunda obra, Investigaciones Filos—ficas15 , Wittgenstein pone todo este argumento en cuesti—n y llega a la noci—n de Òjuegos de lenguajesÓ, como constitutivos de la experiencia social, por medio de los cuales, la ilusi—n del referente se disuelve definitivamente. En el caso de la fenomenolog’a, el lema de Husserl hab’a sido bien claro: Òa las cosas mismasÓ, y el tipo de tareas infinitas que Žl postulaba, era la apelaci—n a una descripci—n trascendental, en la cual todo presupuesto deb’a ser dejado de lado; Žsta es la tradici—n que se rompe con la anal’tica existencial de Heidegger y con la radicalizaci—n de la fenomenolog’a que va a tener lugar en clave heideggeriana. Finalmente, en el caso del estructuralismo, se part’a de una uni—n estricta entre el significante y el 13
Wittgenstein, Ludwig. Tratactus Logico-Filosophicus . Barcelona: Ediciones Altaya, 1997. 14 Whitehead, Alfred North. Principia Mathematica. Massachusetts:
Cambridge University Press, 1960. 15 Wittgenstein, Ludwig. Investigaciones filos—ficas. Barcelona: Editorial Cr’tica, 1988.
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significado, quedando para la cr’tica post-estructuralista del signo, el trabajo de poner en cuesti—n este tipo de relaci—n. De tal manera que la historia que tengo que contarles es una historia que nos va a llevar al concepto de hegemon’a , al concepto de democracia radical y a toda una serie de argumentaciones que voy a exponer en detalle en las pr—ximas dos sesiones; pero, habr’a que advertir que la historia que tengo que contarles puede plantearse en tŽrminos de cualquiera de estas tres tradiciones. Al final de la sesi—n, harŽ referencia a la discusi—n entre descriptivistas y antidescriptivistas, que ha tenido lugar en el campo de la filosof’a anal’tica, œltimamente. El grueso de mi presentaci—n se va a centrar en la tradici—n estructuralista, es decir, voy a tratar de mostrar c—mo el estructuralismo en sus formas cl‡sicas tiene -en cierto momento de su desarrollo- que ser deconstruido y, a partir de all’, voy a presentar mi forma personal de deconstrucci—n de esta tradici—n, que tiene lugar en torno a la noci—n de significantes vac’os. Entonces, podemos hablar de tres momentos en la tradici—n estructuralista: el primer momento, lo llamaremos Estructuralismo Modelo 1, que corresponde globalmente a la obra de Ferdinand de Saussure; el segundo, es el Estructuralismo Modelo 2, que va a radicalizar el formalismo de la construcci—n saussureana; y el tercero, es el momento del Post-estructuralismo. Este ser‡ el camino de nuestro trabajo de hoy. Como he dicho, el primer modelo de estructuralismo se constituye en Saussure y tiene un car‡cter casi exclusivamente lingŸ’stico. La construcci—n de Saussure se estructura en torno a tres distinciones y a dos principios, las tres distinciones son las siguientes: a) En primer lugar, la distinci—n entre Langue y Parole , que en espa–ol se ha traducido como la lengua y el habla. En el caso de la Langue, se trata del tesoro de todos los signos depositados en la mente del hablante; la Parole, es el uso que cada hablante individual hace de la Langue en un momento determinado del tiempo. Esto globalmente coincide -aunque no enteramente- con la distinci—n que en la lingŸ’stica chomskyana se hace entre Competence and Perfomance. b) La segunda distinci—n, es el eje alrededor del cual gira todo el sistema, se trata del signo concebido como la unidad entre el significante y el significado. En tal caso, el significante es una serie de sonidos que constituyen una palabra, mientras que el significado es el concepto que corresponde a la palabra; por ejemplo, a la palabra vaca como serie de sonidos le corresponde el concepto de un animal.
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c) La tercera distinci—n, que es muy importante para el an‡lisis del discurso, es la distinci—n entre paradigma y sintagma. Si por ejemplo digo: Òun vaso de lecheÓ, estas palabras se combinan entre s’ de acuerdo a reglas precisas, yo no puedo decir Òde un leche vasoÓ, esto es lo que constituye un sintagma: un conjunto definido de posiciones diferenciales. ÀQuŽ es lo que constituye un paradigma?, simplemente las relaciones de sustituci—n entre los tŽrminos. Por ejemplo, puedo reemplazar vaso por botella, por copa, etcŽtera. Por lo tanto, las dos œnicas propiedades que las unidades lingŸ’sticas presentan para Saussure son: la capacidad de combinaci—n y la capacidad de sustituci—n. Esto œltimo, cuando pasamos de la esfera estrictamente lingŸ’stica a la esfera del an‡lisis del discurso, del an‡lisis de las ideolog’as, tiene una gran importancia anal’tica. Por ejemplo, los discursos populistas que crean una dicotomizaci—n de lo social entre dos campos, tienden a tener s—lo dos posiciones sintagm‡ticas y a redistribuir alrededor de ellas, en cadenas paradigm‡ticas, la totalidad de lo social. Por el contrario, los discursos institucionalistas tienden a disminuir el momento sustitutivo paradigm‡tico y a expandir la cadena sintagm‡tica. Todo esto se relaciona, a la vez, con las nociones de equivalencia y diferencia que luego trabajaremos. Ahora, la pregunta es Àcu‡les son lingŸ’stica saussureana?:
los dos principios de la
1.-El primero establece que, en el lenguaje solamente hay diferencias, no hay tŽrminos positivos. Entender lo que significa un tŽrmino es saber c—mo distinguirlo de otro. Por ejemplo, si yo digo ÒpadreÓ, para entender el significado de ÒpadreÓ tengo que entender el significado de ÒmadreÓ e ÒhijoÓ, etcŽtera. Y todo el lenguaje se constituye de esta manera, es decir, en torno a diferencias. 2.-El segundo principio dice que el lenguaje es forma y no sustancia. ÀQuŽ significa esto?, significa que los œnicos rasgos diferenciales que cada tŽrmino presenta dependen de su capacidad de combinaci—n y de sustituci—n, y la sustancia de ellos no interviene para nada. Saussure da dos casos, el primero, se refiere a que en un juego de ajedrez yo puedo sustituir piezas de madera por piezas de m‡rmol o incluso por papelitos y puedo seguir jugando al ajedrez, en la medida en que las reglas formales del movimiento de las piezas sean las mismas, esto es, la forma es lo que cuenta para constituir el lenguaje, no la sustancia. El segundo caso que Saussure da es del expreso Ginebra-Par’s de las ocho y
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treinta de la ma–ana, si cambian al d’a siguiente todos los vagones de ese tren, sigue siendo de todos modos el mismo tren, en la medida que sea claramente diferenciado del expreso de las ocho de la ma–ana y del expreso de las nueve. As’, nos aproximamos a la estructura b‡sica del sistema saussureano, que a pesar de su importancia, presentaba dos dificultades mayores, a saber: a)La primera dificultad es que para Saussure, una lingŸ’stica del discurso era imposible, ÀporquŽ? Porque para Žl, el discurso era toda unidad de lenguaje m‡s extensa que la oraci—n. Por ejemplo, si yo digo Òtengo manteca, debo comprar lecheÓ, esto es un discurso porque consiste en la sucesi—n de dos oraciones, y Žl dec’a que se puede someter la oraci—n a un an‡lisis lingŸ’stico pero no se puede someter el discurso, que es una sucesi—n de oraciones, a ningœn an‡lisis lingŸ’stico, simplemente porque eso depende de los caprichos de quien habla. En eso se diferenciaba de lo que el estructuralismo iba a hacer despuŽs, para Žl la Langue se reduc’a claramente al sistema lingŸ’stico; el estructuralismo, en cambio, posteriormente va a ampliar la Langue hacia una lingŸ’stica del discurso. Ello est‡ relacionado con el presupuesto, ya hoy absolutamente conocido, de la existencia de una suerte de sujeto trascendental, en el sentido filos—fico cl‡sico, que aparec’a como due–o y fuente, a la vez, de todas sus decisiones, cuesti—n que eliminaba la posibilidad de un an‡lisis del discurso, puesto que ello aparec’a debilitando la autoconciencia atribu’da a dicho sujeto. b)La segunda dificultad era todav’a m‡s seria, porque implicaba que hab’a algo l—gicamente incoherente en la construcci—n saussureana. Para Saussure todo gira en torno a la distinci—n entre significante y significado, por lo que era posible establecer una relaci—n de uno a uno, es decir, por cada unidad del significante, por cada sucesi—n de sonidos constituyendo una palabra, corresponde un concepto y s—lo uno; vale decir, que hay un isomorfismo completo entre el orden del significante y el orden del significado. La dificultad aparece cuando Žl dice que el lenguaje es forma y no sustancia, en ese caso, se debe olvidar que una es sustancia conceptual y la otra sustancia f—nica. Pero entonces, si tengo que eliminar la sustancia del significante y del significado y hago un isomorfismo completo entre los dos, no es posible distinguir el orden del significante y el orden del significado, y con esto cae la noci—n de signo que era la base sobre la cual descansaba todo el sistema saussureano.
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ÀC—mo soluciona este problema Saussure? Simplemente de manera ad hoc , es decir, contrabandeando la sustancia en su definici—n del signo, aunque con esto todo su sistema estaba en una situaci—n incoherente y al mismo tiempo, los alcances de su construcci—n eran limitados. Incoherente porque afirmaba la eliminaci—n de la sustancia y volv’a a reintroducirla. Limitados porque si la sustancia jugaba este papel decisivo en la constituci—n de la categor’a de signo, en ese caso, todo aparec’a directamente ligado al an‡lisis meramente lingŸ’stico. Saussure hab’a hablado de la ciencia general de los signos en la sociedad, a la que llam— semiolog’a, pero esta semiolog’a claramente no pod’a desarrollarse sobre estas bases anal’ticas. Con esto pasamos al segundo modelo de estructuralismo que estuvo vinculado a la Escuela de Praga, a la obra de Roman Jakobson, pero sobre todo a la Escuela de Copenhague, que se reconoce por la llamada sem‡ntica de Hjelmslev. Hjelmslev va a tratar de resolver este problema del isomorfismo, sosteniendo que el an‡lisis tiene que ser estrictamente formal sin reintroducir la sustancia como en el caso de Saussure, pero al mismo tiempo, va a romper con la pretensi—n de isomorfismo, en cuanto origen de los problemas se–alados. ÀC—mo consigue hacer esto?, simplemente refiriŽndose a unidades menores que la palabra -menor que el signo en rigor-. ƒl dice: ÒvacaÓ est‡ compuesto por cuatro fonemas y se puede descomponer la categor’a de ÒvacaÓ de la misma manera en categor’as tales como animal, femenino, adulto, entre otros. Cada una de estas unidades es lo que Žl llamaba glosema, a diferencia de los fonemas que se refieren a los significantes. Entonces, est‡ claro que si el concepto de significante y el concepto de significado son tratados de este modo, ya no hay isomorfismo entre el nœmero de glosemas que constituyen el concepto y el nœmero de fonemas que constituyen el orden del significante. Luego, se rompe el isomorfismo entre el orden del significante y el orden del significado y, se puede dar una caracterizaci—n puramente formal de la distinci—n entre significante y significado. Las consecuencias hist—ricas de este formalismo del segundo modelo estructuralista van a ser inmensas, toda la semiolog’a al estilo Barthes, pero tambiŽn, todas las semiolog’as de los a–os 1950s y 1960s, tienen su ra’z en esta radicalizaci—n por parte de la Escuela de Copenhague del formalismo lingŸ’stico; pero al mismo tiempo, esto permit’a comenzar a romper con la otra limitaci—n de Saussure, es decir,
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con la idea de que no es posible un an‡lisis lingŸ’stico del discurso; ÀporquŽ? Porque si ahora tenemos un modelo estrictamente formal, en ese caso no hay ningœn motivo por el cual estos sistemas de relaciones tengan que aplicarse pura y simplemente a lo lingŸ’stico en el sentido restringido; cualquier relaci—n significante puede ser tratada de la misma manera. Por ejemplo, volviendo al caso anterior, si yo digo Òtengo manteca, debo comprar lecheÓ, esto tiene menos que ver con los caprichos individuales del hablante que con la forma en que ayuda a organizar la sociedad en que vivimos. Entonces, se puede empezar a construir toda una ret—rica de lo decible y lo no decible y de las combinaciones posibles, cuesti—n que empieza a penetrar todas las esferas de lo social. Como toda relaci—n social es una relaci—n de significaci—n, incluso dar una trompada a alguien en la calle, algo se significa a travŽs de este acto, el campo de la significaci—n y el campo de la sociedad pasan a ser tŽrminos equivalentes. Como se ve, esto no tiene nada que ver con una reducci—n de lo social al lenguaje, en el sentido estricto de lo escrito y de lo hablado, porque justamente esta expansi—n del modelo lingŸ’stico se produce en el momento en que lo lingŸ’stico como objeto espec’fico y separado, ya no puede continuar vigente, vale decir, el momento m‡ximo de influencia del modelo lingŸ’stico es exactamente el momento en que lo lingŸ’stico como objeto aut—nomo y espec’fico se va a perder. Ello implica que hay todo un cambio en la concepci—n de lo social que puede producirse en torno a esta nueva concepci—n de la lingŸ’stica. Pasemos ahora al tercer modelo del estructuralismo, cuando este esquema empieza a entrar en crisis. El problema decisivo es c—mo concebir el cambio en los sistemas de significaci—n. Saussure hab’a entendido muy bien que todo cambio lingŸ’stico no es simplemente un cambio a nivel del significante o a nivel del significado, sino que es un cambio en la relaci—n de significante y significado, Žl da un ejemplo: la palabra latina necare (matar), se transforma en la palabra francesa noyer que significa ahogar (inundar), es decir, que en este cambio lingŸ’stico, tanto el orden del significante como el orden del significado se ha desplazado. Pero Saussure consideraba que pod’a prescindir del aspecto relativo al cambio lingŸ’stico, por dos motivos. En primer lugar, porque para Žl la lengua cambia pero cambia muy lentamente a lo largo de los siglos, entonces para todos los efectos pr‡cticos se puede describir un estado de la lengua como si fuera algo est‡tico; y en segundo lugar, Žl dec’a que no hay ningœn interŽs en cambiar la lengua porque el signo es arbitrario; que yo llame a un animal ÒvacaÓ o que lo llame Òbu-bu-buÓ, es exactamente lo mismo en la medida que el tŽrmino se mantenga diferencialmente articulado en un forma idŽntica a los otros tŽrminos.
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Luego, nadie tiene interŽs en modificar este tipo de correlaci—n. Pero cuando pasamos a los sistemas m‡s amplios de significaci—n, a los sistemas del campo discursivo, estos dos presupuestos de Saussure no se verifican: primero porque a nivel discursivo, las reglas de una gram‡tica social que rigen a un determinado orden de discurso se alteran mucho m‡s r‡pidamente que el lenguaje en sentido estricto, o sea que no podemos prescindir tan f‡cilmente del cambio en los sistemas de significaci—n. En segundo lugar, el signo es arbitrario pero no azaroso, por tanto, el cambio de un signo convencional, en abstracto, es algo que a nadie preocupar’a, pero yo por ejemplo, tengo enorme interŽs en saber si el tŽrmino ÒmujerÓ se va a articular con grupos oprimidos, liberaci—n, etcŽtera, o se va a articular con familia, subordinaci—n al hombre. Vale decir que la motivaci—n para el cambio lingŸ’stico que pod’a ser puesta de lado enteramente por Saussure, no puede serlo de la misma manera cuando se trata del an‡lisis del discurso. En este contexto, el post-estructuralismo se va a constituir, en sus distintas tendencias, como una variedad de intentos de pensar los problemas internos que la noci—n de estructura cerrada presenta; es lo que ocurre por ejemplo en la obra del segundo Barthes, en ÒS/ZÓ16 , cuando se disloca enteramente la oposici—n entre connotaci—n y denotaci—n. Es lo que va a suceder en el psicoan‡lisis lacaniano con la concepci—n de la cadena significante y de significante vac’o y es lo que, finalmente, va a ocurrir en la deconstrucci—n , al mostrar que toda estructura lejos de ser una estructura cerrada, aparece, por razones esencialmente l—gicas, como constitutivamente descentrada. Con ello tenemos un panorama global. Ahora en la segunda parte de esta exposici—n quisiera hablar acerca de la forma en que he intentado operar deconstructivamente al interior del modelo saussureano, aplicado en su sentido discursivo m‡s amplio, cuesti—n que me va a llevar directamente a fundamentar la noci—n de hegemon’a. Partamos con una categor’a como la de significante vac’o. Esta categor’a es aparentemente una contradicci—n en sus tŽrminos, porque un significante vac’o tomado estrictamente, s—lo puede significar un significante sin significado, pero un significante que no est‡ ligado de ningœn modo a un significado es simplemente una serie de sonidos, de ruidos y una serie de sonidos no puede formar parte de un sistema de significaci—n. ÀQuŽ es lo que se necesita, por tanto, para que algo pueda ser un significante vac’o y, al mismo tiempo, pueda ser parte integrante de 16
Barthes, Roland. S/Z. Madrid: Editorial Siglo XXI, 1980.
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un sistema de significaci—n? Lo que se requiere es que, dentro de la noci—n misma de estructura significativa, haya una dificultad central que le impida a Žste constituirse plenamente y, esto nos lleva a la noci—n de vaciamiento del significado por parte del significante. Nosotros tenemos Ðpartiendo de la base saussureanaÑ al lenguaje como sistema de diferencias. Cada tŽrmino significa lo que significa por relaci—n a los otros tŽrminos y, en esa medida, la totalidad del lenguaje est‡ incluida en cada acto individual de significaci—n; pero, esto requiere que el sistema sea un sistema cerrado porque de no ser as’, la sistematicidad del sistema no estar’a ah’ como fundamento de todo el juego de las diferencias, el lenguaje se dispersar’a en un variedad de direcciones y ningœn momento de significaci—n podr’a ser posible. Es decir que la clausura del sistema, su cierre, es el requerimiento l—gico para que haya significaci—n en primer tŽrmino, pero esto significa que el momento de la sistematicidad del sistema, la sistematicidad del conjunto de las significaciones tiene que mostrar sus l’mites ÀQuŽ significa esto?, que si concibo algo como totalidad cerrada tengo que ver los l’mites de esa totalidad, pero ver los l’mites de esa totalidad Ðeste es un principio hegeliano cl‡sico-- implica ver lo que est‡ m‡s all‡ de esos l’mites; no puedo ver los l’mites de algo sin ver lo que est‡ m‡s all‡ de los l’mites. Ello nos crea una primera dificultad que es Žsta: lo que est‡ m‡s all‡ de los l’mites, solamente puede ser otra diferencia y si Žste es el sistema de todas las diferencias, es imposible decidir si esto que est‡ fuera del sistema es interior o exterior al sistema, por lo tanto, si hay un sistema de todas las diferencias, una diferencia m‡s all‡ del l’mite, tiene que ser interna y no externa al sistema, con lo cual todo el problema de los l’mites y la sistematicidad del sistema empieza a presentar cada vez m‡s dificultades. Solamente hay una posibilidad de que esta diferencia sea exterior al sistema y se mantenga como diferencia, y consiste en que se de como una relaci—n de exclusi—n, vale decir, se trata de una diferencia que si se realizara plenamente, pondr’a en cuesti—n la totalidad de ese sistema. Sobre la base de este momento de exclusi—n, la totalidad del sistema como sistema, aparece claramente ante la vista. Por ejemplo, durante la revoluci—n francesa Saint Just dijo: Òla unidad de la Repœblica es s—lo la destrucci—n de lo que se opone a ellaÓ, es decir, si aqu’ no existiera el complot aristocr‡tico como aquello que intenta destruir la Repœblica, el campo de lo republicano no podr’a constituirse como totalidad. Por lo tanto, en la medida en que tenemos una exclusi—n, este objeto elusivo y evanescente que es la sistematicidad del sistema, empieza a dibujarse en toda su nitidez.
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Con esto hemos solucionado aparentemente nuestro problema sobre la base de crear un problema mucho m‡s dif’cil, que es el siguiente: si estos elementos diferenciales constituyen una sistematicidad solamente en relaci—n a aquello que es excluido, en ese caso, estos elementos son equivalentes los unos respecto a los otros en relaci—n con el objeto excluido, pero una relaci—n de equivalencia es estrictamente lo opuesto a una relaci—n de diferencia; es decir, que aquello que hace posible las diferencias en tanto diferencias, es exactamente lo que comienza a socavar, a subvertir la noci—n misma de diferencia, y entonces all’ es donde nosotros encontramos que toda unidad lingŸ’stica aparece constituida Ð toda unidad significativa y discursiva tambiŽn-- exactamente en el punto de intersecci—n entre dos l—gicas, la l—gica de la equivalencia y la l—gica de la diferencia, que son incompatibles y que sin embargo, son igualmente necesarias para constituir el proceso de significaci—n. ÀCon quŽ nos enfrentamos en esta situaci—n? Si las l—gicas de la diferencia y de la equivalencia son l—gicas igualmente necesarias pero incompatibles la una con la otra, entonces ese momento de sistematicidad del sistema es algo que es necesario pero a la vez imposible y estas dos dimensiones, necesidad e imposibilidad, van a crear la posibilidad de un significante vac’o y la posibilidad Ðcomo veremos-- de una teor’a de la hegemon’a ÀCreen que haya algo en la tradici—n filos—fica, algunos objetos que presenten esta doble caracter’stica de ser necesarios e imposibles? Creo que s’, por ejemplo en el esquema kantiano pasa exactamente eso, pasa que un objeto que se muestra a travŽs de la imposibilidad de su representaci—n adecuada, es un objeto que es necesario, que hace su tarea dentro del conjunto del sistema kantiano, pero que es un objeto que escapa totalmente al campo de la representaci—n; lo Real en la teor’a lacaniana cumple tambiŽn esa funci—n, lo Real es algo que siempre vuelve pero que no tiene una forma propia de representaci—n. ÀY cu‡les entonces van a ser los medios de representaci—n de este objeto que es, a la vez, necesario e imposible? Los medios de representaci—n s—lo pueden ser en relaci—n a alguna diferencia espec’fica que en cierto momento se divide internamente y, aparte de su propia particularidad, asume la funci—n de representaci—n de esa totalidad imposible, de esa totalidad que carece de forma directa de representaci—n. Por ejemplo, en el an‡lisis cl‡sico de la forma del valor en el marxismo, se afirmaba que el valor como tal no tiene una forma directa de representaci—n, pero en un cierto momento, est‡ el oro que es una mercanc’a corriente como todas las dem‡s y que asume la funci—n de representaci—n de la totalidad del valor.
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Este tipo de relaci—n por la cual una particularidad asume la funci—n de representaci—n de una totalidad que es completamente inconmensurable con ella, es exactamente lo que hemos llamado una relaci—n hegem—nica. Hegemon’a quiere decir que una fuerza concreta, en cierto momento, no se limita a su propia concreci—n, sino que al mismo tiempo, representa el horizonte imaginario de toda una sociedad o de todo un campo de fuerzas; el objeto œltimo de esta representaci—n Ðla sistematicidad del sistemaÑ no tiene forma directa de expresi—n y es siempre una particularidad concreta la que lo va a encarnar. Esta relaci—n de encarnaci—n constituye la relaci—n hegem—nica. Demos un ejemplo: despuŽs de la primera guerra mundial en Italia, a principios de los a–os veinte, la gente dec’a con frecuencia Òlos fascistas han sido capaces de llevar a cabo la revoluci—n en la que los comunistas han fracasadoÓ. Aparentemente Žsto era un disparate, porque obviamente la revoluci—n comunista y la revoluci—n fascista iban a ser de naturaleza muy distinta; ÀquŽ es lo que creaba, sin embargo, la aceptabilidad de este tipo de expresi—n? Simplemente el hecho de que a fin de la primera guerra mundial se percib’a en Italia que el Estado que hab’a emergido del Ressorgimiento del siglo XIX, estaba en un proceso de r‡pida desintegraci—n y que era necesario una refundaci—n radical del Estado italiano; ahora, la palabra Òrevoluci—nÓ significaba, para la gente, ese acto de refundaci—n radical. C—mo se sabe muy bien, cuando una sociedad est‡ enfrentada con la posibilidad de un desorden total, la gente tiene necesidad de un orden y cual orden concreto este vaya a ser, es una consideraci—n que pasa a segundo plano. Entonces Òrevoluci—nÓ pasaba a ser un significante vac’o, ÀporquŽ vac’o? Porque era el significante de una falta, se necesitaba un orden social y ese orden estaba ausente, ese orden ausente se cristalizaba en la noci—n de revoluci—n que representaba este momento de la clausura, del cierre del orden constituido de lo social. El hecho de que los fascistas o los comunistas fueran los que encarnaran ese principio revolucionario de refundaci—n, era algo que ten’a una importancia relativamente secundaria; hubo muchos cambios personales en ese tiempo, gente que pas— del comunismo al fascismo, aunque desde el fascismo al comunismo menos, porque el fascismo estaba triunfando en un contexto totalmente complejo y ambiguo. Otro ejemplo interesante se da hoy en Francia, se aprecia que una buena parte del electorado, de los l’deres locales que hace cinco a–os votaban por el partido Comunista, est‡ votando en este momento a Le Pen, con relativamente pocas transiciones ideol—gicas. Simplemente, en una sociedad en la cual no hay oposici—n --no hay cambio radical-- la necesidad de un radicalismo es m‡s importante que la forma hist—rica,
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pol’tica concreta, en que este radicalismo se de y eso ha ocurrido frecuentemente en el Tercer Mundo, la historia del peronismo en Argentina puede ser vista y entendida desde esta perspectiva. Entonces, para resumir el argumento: Primero, la totalidad es imposible y necesaria; precisamente porque reœne estas dos caracter’sticas de imposibilidad y necesidad es porque un significante vac’o es posible. El significante vac’o no es simplemente un significante sin significado, sino que es un significante de la imposibilidad constitutiva de formaci—n del sistema. Es un vac’o dentro de la estructura y no simplemente una falta estructurada. En segundo lugar, por ser la totalidad a la vez necesaria e imposible, es que puede acceder de algœn modo al campo de la representaci—n. Los œnicos medios de representaci—n son las particularidades, que por consiguiente, van a hacer representaciones fundamentalmente inadecuadas pero, a la vez, las œnicas representaciones posibles, en tanto hay representaciones que no corresponden a un objeto y, sin embargo, lo representan. Toda la l—gica del freudismo se basa precisamente en ese tipo de argumento. Finalmente, el momento de representaci—n de ese objeto imposible por parte de una particularidad, es lo que constituye lo que llamamos hegemon’a. Ahora, para que todo esto sea œtil para el an‡lisis pol’tico, lo que debemos pensar es c—mo se estructuran estos dos momentos: el momento de la l—gica de la diferencia y el momento de la l—gica de la equivalencia. Vamos a dar dos ejemplos hist—ricos de c—mo estas l—gicas proceden, pero antes de eso, se–alemos un tercer caso que puede iluminar la naturaleza del problema que hemos planteado: En Hegemon’a y Estrategia Socialista , hemos se–alado que la constituci—n de las voluntades colectivas de masas en la obra de Rosa Luxemburgo, constituye un ejemplo. Rosa Luxemburgo dice que es absurdo discutir en abstracto si la lucha pol’tica tiene que ser prioritaria sobre la econ—mica o viceversa, porque la formaci—n de una voluntad revolucionaria procede de acuerdo a un proceso completamente distinto, que es algo as’ (los ejemplos no son de Rosa Luxemburgo, pero aclaran el argumento al que estamos refiriŽndonos): supongamos que tenemos bajo el zarismo una situaci—n de represi—n extrema. En una situaci—n de represi—n extrema, tiene lugar en una cierta localidad una huelga de obreros metalœrgicos por el alza de salarios, entonces Žsta es una movilizaci—n puntual Ðalza de salariosÑ pero en el contexto represivo del zarismo si alguien arma una huelga por cualquier motivo, es visto como un acto de oposici—n al rŽgimen, o sea que aparece inmediatamente
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desdoblado en una segunda significaci—n que es la de ser oposici—n al rŽgimen; por el hecho mismo de que esto se ha producido, puede alimentar luchas de tipo muy distinto. Luego, en otra localidad, los estudiantes entran en una movilizaci—n por un cambio en el plan de estudios y, naturalmente aqu’ tambiŽn aparecen como oposici—n al rŽgimen. En otra localidad, eso empieza a generar que los pol’ticos inicien una campa–a de banquetes por las libertades pœblicas y comienza a estructurarse, m‡s definitivamente, la oposici—n al rŽgimen. Con ello tenemos una cadena de equivalencias, en cuanto estas luchas son equivalentes unas a las otras, no desde el punto de vista de los objetivos concretos que cada una de ellas se propone, pues son objetivos diferenciados entre s’, sino que son equivalentes unas a las otras respecto de un elemento excluido que es el zarismo, y en esta medida la equivalencia puede llegar a constituirse. Con ello logramos un ejemplo hist—rico de lo que antes estaba planteado de manera m‡s abstracta; tenemos una l—gica de la diferencia que aparece interrumpida por una l—gica de la equivalencia y, esta l—gica de la equivalencia es el resultado de la exclusi—n de un elemento; finalmente, esta cadena de equivalencias tiene que encontrar un elemento, un tŽrmino que signifique la totalidad de la cadena y solamente puede ser una particularidad concreta, cualquiera de ellas. Por ejemplo, la lucha por las libertades pœblicas, que en cierto momento pasa a significar la totalidad y a constituirse de este modo en una fuerza hegem—nica. Y como hemos visto, esto conduce necesariamente al progresivo vaciamiento de este significante, porque cuanto m‡s elementos estŽn en la cadena de equivalencia, tanto m‡s las luchas sociales van a ser ricas y mœltiples; pero en la medida que cada una de ellas equivale a la otras, van a tener tambiŽn que abandonar rasgos privativos de cada una de ellas y concentrarse en lo que tienen en comœn con todas las otras; entonces, cuanto m‡s extendida la cadena, m‡s vac’o va a ser el significante que las unifica. Es una regla general de la pol’tica, que todos los tŽrminos que pol’ticamente son importantes tienen que ser tŽrminos vagos y ambiguos; la tan famosa vaguedad de los tŽrminos populistas a lo que est‡ haciendo alusi—n es, exactamente, a la importancia de estos temas en la circulaci—n general de la significaci—n. Pasemos ahora a otros dos ejemplos, uno que consiste en un movimiento general desde la l—gica de la diferencia a la l—gica de la equivalencia y el otro, que va a hacer el movimiento exactamente en la direcci—n contraria. Como ejemplo de ca’da progresiva de las diferencias, formaci—n de significantes vac’os y expansi—n de la cadena de
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equivalencia, voy a tomar al Peronismo de los a–os 1960s y comienzos de los 1970s. Como ejemplo opuesto, de derrota de las cadenas equivalenciales por algo que tendencialmente es una l—gica pura de la diferencia, voy a se–alar la crisis del Cartismo inglŽs en el siglo XIX. 1.- Caso del Peronismo: en 1955 se produce un golpe olig‡rquico en la Argentina y el rŽgimen popular peronista cae. El peronismo de todos modos segu’a constituyendo la fuerza pol’tica m‡s importante del pa’s y, el proyecto hegem—nico de los nuevos grupos en el poder, de la oligarqu’a restaurada y de todos los nuevos grupos econ—micos que se iban constituyendo, era muy simple: consist’a en que sobre la base de una expansi—n econ—mica fundada en el capital extranjero, se iban a poder absorber las demandas individuales de las masas y el peronismo se retraer’a al horizonte ideol—gico desarrollista y, finalmente, se disolver’a. Entonces, la apuesta era clara, si ellos ten’an Žxito en esa tarea de absorci—n diferencial de demandas, a travŽs de una progresiva institucionalizaci—n del rŽgimen, se iban a romper las cadenas equivalenciales entre estas diversas demandas; si no ten’an Žxito en estas tareas, lo que iba a ocurrir era la expansi—n creciente de reivindicaciones sociales insatisfechas y la presencia de un rŽgimen institucional que era incapaz de absorberlas diferencialmente. Lo que ocurri— Ðcomo se sabeÑ, fue lo segundo, durante los a–os 1960s notoriamente hay una expansi—n de demandas insatisfechas de diferentes grupos que van creando una anarqu’a en todo el conjunto del sistema institucional argentino. ÀY cu‡l pod’a ser, entonces, el significante vac’o que pudiera unir la totalidad de estas luchas en un imaginario coherente? Ese significante vac’o fue la reivindicaci—n del retorno de Per—n. Per—n estaba en una situaci—n ideal para llevar a cabo esta tarea, estaba en el exilio en Madrid, el peronismo no era un movimiento institucionalizado, org‡nico, era una pluralidad de grupos de opini—n, locales, que iban desde la extrema izquierda a la extrema derecha; hab’a fascistas-peronistas, maoistas-peronistas, trotskistas-peronistas. Entonces, en esta situaci—n, Per—n, no participando directamente en la vida pol’tica Argentina, pod’a transformarse en el significante vac’o para todos los grupos, y eso lo hizo de una manera muy h‡bil, utilizando una serie de instrumentos como el env’o de cartas durante ese periodo. Por ejemplo, a un grupo mao’sta le env’a una carta diciendo que Mao es el jefe de Asia, a otro grupo le manda una carta diciendo que Mussolinni es inimitable y as’ en general. En esos a–os, nadie le daba la menor importancia al contenido de las cartas de Per—n, lo que era importante era tener una carta para empezar a circular pol’ticamente y Žl mandaba cartas a much’simas personas, incluso, yo ten’a una carta de Per—n.
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En este caso, Per—n se daba cuenta muy bien a quiŽn le estaba escribiendo, se daba cuenta que yo era un izquierdista y dec’a que las revoluciones pasaban por tres etapas: la primera etapa es la preparaci—n ideol—gica ÐLenin-, la segunda etapa es la toma del poder ÐTrotsky-, la tercera etapa es la institucionalizaci—n de la revoluci—n ÐStalin-, y sobre ello dec’a que la revoluci—n peronista ten’a que pasar de la segunda a la tercera etapa, porque Žl ya ve’a lo que estaba ocurriendo dentro de su movimiento. Entonces, ÀquŽ es lo que empieza a ocurrir durante este per’odo? El cuerpo de Per—n como significante pasa a ser el significante de toda persona que quisiera lanzar una piedra contra el sistema, y a comienzos de los 1970s, decir Òviva Per—nÓ era decir justicia sin ningœn aditamento. Recuerdo en una revista de esos a–os un caso sobre una muchacha que hab’a ido al hospital para que le hicieran un aborto y se le hab’a negado el aborto, entonces sali— del hospital, agarr— una piedra, la tir— contra las vidrieras del hospital y grit— Òviva Per—nÓ. Sin embargo, cuando llegamos a 1973, se aclara que Per—n hab’a sido un aprendiz de brujo, porque estaba creando expectativas que estaban totalmente informalizadas, sin ninguna organizaci—n partidaria capaz de articularlas en un programa coherente, y ah’ empieza toda la debacle del movimiento, la l—gica salvaje del significante flotante se impone sobre todo intento institucional del rŽgimen, porque Per—n vuelve a la Argentina en 1973, pero ya no es un significante vac’o, es el presidente de la Repœblica y en ese momento, Žl no puede controlar todo esto. El pa’s entra progresivamente en una situaci—n de caos y las cosas, como se sabe, terminan mal. Ac‡ tenemos un ejemplo casi puro de una l—gica de equivalencias que se impone enteramente sobre una l—gica de la diferencia. 2.- Caso del Cartismo: al Cartismo inglŽs se lo percibe como el comienzo de una expresi—n aut—noma de la clase obrera, pero segœn los an‡lisis de Gareth Stedman Jones, en el momento en que surge el Cartismo hay una situaci—n de divisi—n radical en la sociedad que imped’a a nivel pr‡ctico la constituci—n de tal autonom’a. En ese momento, se estaba constituyendo una identidad social global, las demandas a nivel social, demandas pol’ticas, demandas econ—micas, republicanismo y todo esto constitu’an un referente generalizado. Por ello, cuando las demandas obreras empiezan a surgir en este clima, ellas no pueden constituirse en un discurso aut—nomo, ellas tienen que inscribirse como un eslab—n m‡s dentro de esta cadena equivalencial que estaba dividiendo en dos a la sociedad brit‡nica, alrededor del per’odo de la reforma electoral de 1832.
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La reacci—n de los Tories y la ideolog’a de Disraeli durante este per’odo, era simplemente decir, hay Òdos nacionesÓ. Recordemos que Disraeli era novelista adem‡s de pol’tico, y en su novela est‡ la concepci—n de las Òdos nacionesÓ, donde describe la situaci—n de polarizaci—n extrema en que est‡ la sociedad brit‡nica y afirma que si se continua de esa manera se va a terminar como Luis XVI; entonces, cu‡l tiene que ser la soluci—n: Òuna naci—nÓ, es decir, eliminar estos extremos de riqueza y de pobreza. Para tal efecto, era necesario desarticular la l—gica equivalencial del polo popular, a travŽs de la absorci—n diferencial de las demandas sociales. Si se tienen demandas al nivel de la vivienda, entonces deber‡ haber una instituci—n del Estado que se ocupe de estas demandas, haciendo clara la diferencia de naturalezas con el republicanismo; y de esta manera, se puede pasar a una sociedad en la cual la diferencialidad de las demandas y su institucionalizaci—n sustituye este momento de ruptura dicot—mica. Lo interesante es que cuando llegamos a mediados del per’odo victoriano esta pol’tica est‡ empezando a dar sus frutos; se ha disuelto toda la identidad popular radical de la primera mitad del siglo XIX, y es en este momento cuando emerge un discurso obrero aut—nomo, ÀporquŽ? Porque los obreros organizados en sindicatos empiezan a encontrar que pueden obtener concesiones del Estado si ellos se manejan como una diferencia m‡s, como una demanda corporativa m‡s, dentro de este tipo de sociedad. Es decir, aqu’ tenemos la situaci—n inversa de lo que hab’amos visto en nuestro ejemplo del peronismo. En el peronismo toda posibilidad de institucionalizaci—n diferencial se rompi— a travŽs de una l—gica de equivalencias, de producci—n de significantes vac’os que domin— casi enteramente. En el caso inglŽs, al contrario, hay una diferenciaci—n y una institucionalizaci—n progresiva del campo social que va haciendo pasar las fronteras del antagonismo a la periferia del imaginario social y finalmente, toda esa ideolog’a va a ser la ideolog’a de una sociedad capaz de absorber todas las demandas sociales, sin que el conflicto antag—nico se constituya como principio generador del cambio. Estas dos l—gicas operan inversamente, mientras que la l—gica de las equivalencias produce una simplificaci—n del espacio pol’tico, la l—gica de las diferencias produce una complejizaci—n, una expansi—n del mismo campo. Vamos a sacar ahora, una serie de conclusiones te—ricas y pol’ticas para matizar este an‡lisis, sobre la base de este primer panorama. Pero un œltimo ejemplo que podr’a agregar, es un caso intermedio: La forma de construcci—n, en la segunda post-guerra, de la hegemon’a del Partido Comunista Italiano. En el caso del Partido
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Comunista Italiano, hubo una discusi—n inmediatamente despuŽs de la guerra en que se perfilaron fundamentalmente dos grupos, un grupo que dec’a: nosotros somos el partido de la clase obrera, nosotros por tanto, somos los representantes de los intereses de la clase obrera, y como la clase obrera est‡ en el norte industrial, tenemos que tener un enclave obrero en el norte industrial. La otra tendencia era m‡s gramsciana y fue la que finalmente se impuso. Palmiro Togliati Ðque era el secretario del PartidoÑ dec’a: no, nosotros tenemos tambiŽn que crear el partido en el sur, a pesar de la debilidad estructural de la clase obrera en esta regi—n, y c—mo conseguirlo, transformando a los locales del partido y del sindicato -dŽbiles como son-- en los puntos de adiestramiento de una serie de luchas sociales: la lucha contra la mafia, la lucha por los problemas del agua, la construcci—n de cooperativas escolares, etcŽtera, de modo que al final, toda una serie de iniciativas sociales iban apareciendo ligadas al nombre comunismo y comunismo pasaba a querer decir simplemente justicia, no era mucho m‡s significativo que la vuelta de Per—n. Claro que la diferencia importante entre el caso del peronismo y el caso del Partido Comunista Italiano, es que el Partido Comunista Italiano estaba constituyendo una instituci—n, un partido, es decir, quien se afiliaba al Partido Comunista Italiano por cualquier raz—n, inmediatamente entraba en un campo discursivo que abarcaba desde la Guerra Fr’a, China, hasta los conflictos estructurales del capitalismo; entraba en toda una cultura en la cual la expansi—n de las cadenas de equivalencia iban siendo compensadas por un discurso altamente diferenciado que es lo que no se produc’a en el caso peronista; esto, como siempre ocurre, fue un arma de doble filo; primero, evit— que las luchas fueran m‡s all‡ de todo marco posible, y habr’a que decir que durante los a–os 1950s y comienzos de los 1960s, el Partido Comunista fue capaz de hegemonizar cada vez m‡s luchas democr‡ticas, pero cuando viene la ola de fines de los 1960s, aparece un tipo de demandas completamente nuevas y adem‡s se empieza a disolver la base hist—rica de la clase obrera, como en todos los pa’ses industriales. En esta situaci—n el Partido Comunista Italiano ya no dispone de un discurso alternativo que proponer, entre otras cosas, porque estaba demasiado institucionalizado en esa tradici—n que lo hab’a constituido. Siempre hay que observar que la hegemon’a es un arma de doble filo, si una particularidad asume la representaci—n de la totalidad, por un lado, eso le da hegemon’a a esta particularidad sobre todo el conjunto de las otras fuerzas, pero ese significante pasa a ser tambiŽn parte de una cadena total, expansiva, y ello, por otro lado, permite que la relaci—n entre
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ese significante y la particularidad originaria tienda a hacerse cada vez m‡s tenue. Podemos sacar una importante conclusi—n de esto: los tŽrminos adquieren relevancia pol’tica en el contexto de su significaci—n social. En el discurso socialista por ejemplo, cuando un socialista hablaba de la socializaci—n de los medios de producci—n, entonces, podemos acotar que socializaci—n de los medios de producci—n es simplemente una forma tŽcnica de organizar la econom’a, pero para Žl, socializaci—n de los medios de producci—n no significaba s—lo eso, significaba todos los eslabones de una emancipaci—n social, es decir que, de alguna forma, hab’a un vaciamiento del contenido de ese tŽrmino en la medida en que representaba algo que lo iba rebasando totalmente. Asimismo, cuando la gente hablaba en Europa Oriental despuŽs de 1989, del mercado, para ellos no era simplemente una forma de organizar la econom’a, era una forma de superar el burocratismo, superar la violencia pol’tica, los arrestos de distintos tipos, emparejarse con el Oeste. De alguna manera, el mercado era el s’mbolo de algo que lo superaba enteramente. Por ello, siempre hay pol’tica, precisamente porque existe este desajuste estructural, que como hemos visto, est‡ en la l—gica de toda tensi—n entre el objeto que se trata de constituir y la imposibilidad œltima de constituirlo. Nelly Richard: Creo que podr’amos aprovechar realmente la disposici—n y la competencia profesoral extraordinaria de Ernesto para hacerle preguntas, pero antes de ofrecer la palabra al pœblico, Ernesto va hacer un par de precisiones. Ernesto Laclau: No exactamente un par de precisiones, sino que quiero describir muy brevemente otro desarrollo te—rico para dar un ejemplo de c—mo dentro de la filosof’a anal’tica, tambiŽn algunas de estas cuestiones se plantean. Quiero referirme al debate que ha tenido lugar entre descriptivistas y antidescriptivistas. El debate est‡ en relaci—n a c—mo los nombres se refieren a la realidad, entonces la tesis cl‡sica es la descriptivista, tal como fue planteada, por ejemplo por Bertrand Rusell; la idea es que el nombre tiene a–adido a s’ una serie de rasgos descriptivos y que cuando esos rasgos descriptivos corresponden a un objeto real, se da un tipo de relaci—n referencial. Ahora, esa tesis ha sido impugnada en los œltimos 20 a–os por
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Saul Kripke en su libro Naming and Necessity17 , en el cual Žl ha desarrollado el punto de partida de la tesis antidescriptivista. Ellos sostienen que nombrar algo es un acto de Òbautismo primigenioÓ. Para darles una idea de este punto de vista, voy a referirme a un ejemplo; se dice que los nombres se aplican a los objetos sin tener en cuenta sus rasgos descriptivos, por ejemplo, nosotros sabemos a travŽs de Her—doto y de Arist—teles que Tales de Mileto fue el fil—sofo que dijo que todo era agua, entonces, supongamos que Her—doto y Arist—teles est‡n equivocados, que Tales de Mileto no era un fil—sofo sino un cavador de pozos, que un d’a dijo me gustar’a que todo fuera agua, de modo tal que ya no tuviera que seguir cavando estos pozos, entonces se har’a claro que el nombre Tales de Mileto, a pesar de que ninguno de los rasgos descriptivos corresponde a la noci—n originaria, se seguir’a aplicando al cavador de pozos; y por otro lado, supongamos que hay un fil—sofo totalmente desconocido que una vez dijo que todo era agua, est‡ claro que el nombre Tales de Mileto no se aplicar’a a esta persona. Luego, la idea es que los nombres, de alguna manera, se refieren a una X originaria, a una X concreta que hay en cada objeto y que no tiene nada que ver con sus rasgos descriptivos. Sin embargo, el problema que los fil—sofos antidescriptivistas no logran explicar bien es Àcu‡l es esta X misteriosa sobre la que el nombre es aplicado?, Àa quŽ se aplica exactamente el nombre? Aqu’ es interesante ver la forma en que el argumento antidescriptivista ha sido tomado por los fil—sofos lacanianos, especialmente por Slavoj !i"ek, quiŽn dice que simplemente no hay una X en el objeto al cual se aplica el nombre, sino que la unidad del objeto es el resultado retroactivo de la aplicaci—n del nombre; es decir, nombrar un objeto es de alguna manera constituirlo. Ahora, para una teor’a de la hegemon’a esta argumentaci—n es inmediatamente relevante, porque la teor’a de la hegemon’a supone, como hemos visto, desplazamientos entre diferencia y equivalencia, si aumenta la cadena de la equivalencia el efecto hegem—nico tambiŽn se ampl’a y, por tanto, si nosotros tuviŽramos un nombrar, un simbolizar en tŽrminos del descriptivismo cl‡sico, la hegemon’a ser’a impensable, pero s’ de otro lado, no hay rasgos descriptivos fijos y a priori , y por el contrario, hubiera expansi—n de una cadena indefinida de equivalencias, como nos dice !i"ek, donde la unidad del objeto es el resultado retroactivo del uso del 17
Kripke, Saul. Naming and Necessity. Massachusetts: Cambridge University Press, 1980.
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nombre, en ese caso, todos los aspectos del modelo que est‡ presentado aqu’, pueden ser todav’a mantenidos.
Preguntas: Sergio Villalobos-Ruminott: Hay una diferencia fundamental a nivel conceptual que est‡ en el libro Hegemon’a y estrategia socialista, que adem‡s es capital para la noci—n misma de hegemon’a; se trata de la diferencia entre la noci—n de mediaci—n y la noci—n de articulaci—n. Se podr’a pensar, precisamente, a partir de esa diferencia, que toda la descripci—n que tœ haces en la primera parte, tiene que ver con el momento de constituci—n de la hegemon’a, esto es, con el momento en que la hegemon’a m‡s que ser una especie de movimiento retotalizador, es fundamentalmente un movimiento de fuerzas, de luchas; entonces, ah’ efectivamente, bajo esa idea lo que aparece es la noci—n de hegemon’a determinada o condicionada fundamentalmente por las diferencias y no por las semejanzas. Precisamente porque si pensamos que la hegemon’a podr’a ser esta l—gica de puras semejanzas, entonces ella misma quedar’a apropiada por un momento retotalizante, que se manifestar’a de forma clausurante; en cambio, ah’ estableces una apertura constitutiva Ðque hace imposible la clausura definitiva de la hegemon’a, su dejar de ser din‡mica--, en tanto esta apertura es la imposibilidad œltima de una totalizaci—n. Se tratar’a, por ejemplo, de hiatos que se producen en el discurso o de acontecimientos pol’ticos, que tienden entonces a hacer de la noci—n de hegemon’a, no una noci—n un’voca sino que siempre est‡ en relaciones de antagonismo o en relaciones de dominaci—n y de subordinaci—n con otras pr‡cticas que tambiŽn podr’an ser hegem—nicas. Respecto de ello, entonces, el concepto delicado es el de articulaci—n. La pregunta es precisamente por esa noci—n, por su diferencia con la noci—n de mediaci—n, en tanto esta œltima noci—n tiene una larga tradici—n respecto de la cual es posible pensar en una l—gica de conversi—n de las diferencias en una totalidad expresiva, plena y absolutamente representativa, transparencial con cada uno de sus momentos, ahora internos. Me gustar’a que respecto de esa diferencia, pudieras ahondar. Ernesto Laclau: Si nosotros tom‡ramos mediaci—n en el sentido cl‡sico, no podr’amos tener una relaci—n de equivalencia, mediaci—n es un tŽrmino dialŽctico, es a travŽs de la mediaci—n justamente, que la dialŽctica se constituye y, la base de la mediaci—n en el sentido dialŽctico es la noci—n de negaci—n determinada. Ahora, si una negaci—n es
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determinada, eso significa que de un tŽrmino A solamente se puede pasar a otro tŽrmino B, lo que la noci—n de mediaci—n ah’ a–adir’a es que el tŽrmino B es simplemente el reverso negativo de A, pero no importa para el argumento, porque lo que es importante es que solamente se puede pasar de un tŽrmino a otro tŽrmino, es decir, no hay indeterminaci—n, en absoluto, en el pasaje y, si no hay indeterminaci—n en el pasaje, cada uno de los tŽrminos es lo que es en s’ mismo y ocupa en la cadena dialŽctica un lugar siempre determinado, o sea que una relaci—n de equivalencia all’ no podr’a existir. Para que haya la presencia simult‡nea de equivalencia y de diferencia, lo que es necesario es que haya una contingencia radical, ahora la contingencia radical est‡ excluida de una sucesi—n de car‡cter dialŽctico; respecto a la noci—n de articulaci—n, la articulaci—n precisamente procede de esta matriz. Establecer una relaci—n equivalencial es articular tanto como establecer una relaci—n diferencial; si por ejemplo Jesse Jackson est‡ tratando de unir las luchas de una serie de grupos concretos, digamos de los gay, de los afroamericanos, de los chicanos en California, Žl est‡ tratando de presentar a esas distintas luchas como equivalentes las unas a las otras, de modo que ser feminista implica, en cierta medida, ser antiracista o estar en contra de la homofobia, o cualquiera de estas variaciones. O sea que, una de las formas de articular, es establecer la equivalencia entre los dos tŽrminos, la otra forma de articular es la que tœ refieres, es decir la relaci—n de diferenciaci—n, si yo establezco dos tŽrminos como diferentes uno del otro, estoy estableciendo una relaci—n entre los dos porque una relaci—n de diferencias entre tŽrminos tambiŽn es una forma de relacionar esos dos tŽrminos. La diferenciaci—n entre la noci—n de articulaci—n y la noci—n de mediaci—n, en œltima instancia, es que la noci—n de mediaci—n solamente puede jugar con la noci—n de diferencia; mientras que la noci—n de articulaci—n tiene a la vez que jugar con la noci—n de diferencia y con la noci—n de equivalencia. Miguel Vicu–a Navarro: Precisamente en su trabajo en torno a la noci—n de discurso, de articulaci—n como una pr‡ctica que configura un orden, un espacio de ejercicio de unas posibles relaciones pol’ticas que pueden formularse en tŽrminos de hegemon’a, lo que aparece inmediatamente en relaci—n con esa noci—n de pr‡ctica, es una noci—n de serialidad, de unas series abiertas, eso es lo que se pone en juego particularmente en la noci—n de enunciados, tal como usted la trabaja a partir de Foucault, por ejemplo. En la presentaci—n que usted hizo ahora, me parece que se trata m‡s bien de una suerte de esquemas posibles del uso de la noci—n de hegemon’a y particularmente en torno a estas l—gicas de la diferencia o de la equivalencia, me parece que hay un supuesto que
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es contradictorio con esa serialidad de la pr‡ctica enunciativa, de la pr‡ctica articulatoria, a saber, la asunci—n de un sistema cerrado, es decir de la l—gica de la exclusi—n de la que hablaba usted con referencia a Saussure, es decir, una serie equivalente, es una serie que se sitœa en un sistema clausurado y que se define como equivalencia con respecto a un elemento externo, excluido, que necesita de una cierta noci—n de l’mite. Una l—gica de la diferencia en que una serie de tŽrminos aparecen tambiŽn como diferenciales, en cuanto hay una particularidad en cada miembro de la serie, igualmente se define por respecto a ese elemento diferencial excluido, una suerte de diferencia, dig‡moslo as’, absoluta o externa que tambiŽn se relaciona con la noci—n de l’mite. La distinci—n entre la l—gica de la equivalencia y la diferencia, depende del modo de administrar ese l’mite o esa diferencia absoluta, ese exterior excluido. Ahora, al referirse usted por ejemplo al tr‡nsito posible de una l—gica de equivalencia a la de la diferencia o viceversa, surge naturalmente la noci—n de hegemon’a, la posibilidad de unas relaciones de hegemon’a en relaci—n con la administraci—n de esa X vac’a o de esa diferencia absoluta, situada m‡s all‡ del l’mite. Como una administraci—n justamente, de ese l’mite, entonces emerge la hegemon’a, pero tambiŽn en la l—gica inversa, uno podr’a pensar en tŽrminos de absorci—n, de integraci—n, de uniformizaci—n por ejemplo o de totalitarismo. Ahora, la pregunta va en el siguiente sentido, ÀQuŽ ocurre si se abandona precisamente la condici—n de sistema cerrado que permite precisamente referir el significante vac’o como l’mite o como lo que est‡ m‡s all‡ de cierto l’mite a una determinada serie, como serie cerrada; quŽ ocurre si se asume precisamente la condici—n serial abierta de las pr‡cticas discursivas? ÀQuŽ diferencia podr’a haber entre esta idea presentada ac‡ y una noci—n de hegemon’a presentada desde la perspectiva de un sistema abierto, de una posible noci—n de hegemon’a elaborada, tal como usted lo hace por lo dem‡s en su libro, a partir de la noci—n de discurso y de pr‡ctica? Ernesto Laclau: No estoy planteando que la noci—n de sistema cerrado es una posibilidad, al contrario, lo que estoy tratando de plantear es que la noci—n de sistema cerrado es una imposibilidad, pero al mismo tiempo, es algo necesario para el proceso de significaci—n; si se parte de una concepci—n diferencial de toda identidad yo no creo que l—gicamente se pueda escapar a este tipo de dualidad. Lo que he tratado de plantear es justamente que el cierre no puede ser de ninguna manera logrado y que es l—gicamente imposible, pero al mismo tiempo una apertura total tampoco es posible, porque una apertura total significar’a la falta de toda significaci—n, una apertura total ser’a el universo del sic—tico. Pero, de alguna manera la hegemon’a o la significaci—n pasa en una zona intermedia entre el manicomio y el cementerio, entre el cierre total o la
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dispersi—n total de la significaci—n, o sea que, definitivamente no estoy manej‡ndome sobre la posibilidad de un sistema cerrado. Cuando hablemos de emancipaci—n en la tercera sesi—n, lo que voy a intentar mostrar es c—mo precisamente la idea de una sociedad totalmente reconciliada presupone un tipo de cierre que es imposible. Usted ha hablado, por ejemplo, de totalitarismo, el totalitarismo se puede considerar o bien como un proyecto real operante en la vida hist—rica o bien, como la posibilidad de lograr lo que el totalitarismo pretende lograr; lo que el totalitarismo pretende lograr es imposible naturalmente, es decir, un cierre total, por ello la pr‡ctica totalitaria es siempre, pese a s’ misma, una pr‡ctica hegem—nica, siempre teniendo que actuar sobre un exterior constitutivo. Para dar un ejemplo de la idea de cierre y como este no funciona referirŽ el siguiente caso: los althusserianos al momento de leer El Capital sosten’an ÐBalibar lo sostuvo en su momento y ahora obviamente Žl ya no piensa m‡s en esos tŽrminos-- que el modo de producci—n es una entidad spinoziana, ahora una entidad espinoziana significa algo cerrado que no se mueve en ninguna direcci—n que vaya m‡s all‡ de s’ mismo, pero Àc—mo se explica el paso de un modo de producci—n a otro modo de producci—n? Pues dentro de la l—gica de la entidad espinoziana no hay forma de pasaje; entonces Balibar dice que el pasaje se expresa por el desnivel introducido por la lucha de clases, pero de d—nde viene ese desnivel de la lucha de clases si la totalidad era spinoziana en primer tŽrmino, o sea que tiene que introducir un elemento de exterioridad. En relaci—n con ese an‡lisis, lo que yo estoy tratando de hacer es de no perder ninguna de las dos dimensiones, ni la dimensi—n de una fuga que es constitutiva, ni la dimensi—n de una l—gica del cierre, que tiene que ser hegem—nica porque s—lo hay cierres hegem—nicos, precisamente porque la apertura es constitutiva. En ese sentido, si uno piensa que la serialidad es la serialidad de las diferencias, tiene Ðme pareceÑ que reintroducir estas dos dimensiones. Pœblico: ÀQuŽ pasa si hay solamente ruidos, no hay significado o incluso, hay una proliferaci—n de significantes?, ÀporquŽ dices que cuando el significante es ruido no hay significado? Ernesto Laclau: Las nociones de significante y significado son nociones de la lingŸ’stica saussureana. S—lo hay signos cuando hay procesos de significaci—n, y la significaci—n se define como la relaci—n entre un significante y un significado. Por ejemplo, si yo hago ÒdodommmmÓ , eso puede ser llamado ruido pero incluso la misma denominaci—n de significante ser’a excesiva porque esto no est‡ formando
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parte Ðen teor’a al menosÑ de ninguna relaci—n de significaci—n, pero, por otro lado, hacer ese ruido puede ser, en ciertas circunstancias, parte de un proceso significativo. Lo que estoy tratando de hacer es mostrar c—mo puede haber un significante que funcione como vac’o y que sin embargo, sea parte del proceso de significaci—n, ese es el problema que me planteo y mi respuesta es que eso s—lo es posible en la medida en que, dentro del proceso de significaci—n, haya un cierto cortocircuito por el cual la unidad total entre significante y significado no pueda funcionar. Eso presenta adem‡s otro problema, hay una distinci—n que yo no he presentado por razones de tiempo y que es vital para Saussure, se trata de la distinci—n entre significaci—n y valor. La significaci—n es la unidad entre significante y significado y valor es la relaci—n entre distintos signos; ahora, como se sabe, ha habido toda una corriente en los sectores m‡s radicalizados de la lingŸ’stica post-saussureana, que ha tratado de mostrar que la noci—n de significaci—n, precisamente por este vaciamiento, tiene que ser dejada de lado y que s—lo la noci—n de valor, finalmente, operar’a. Tengo ciertas reservas frente a ese tipo de an‡lisis, por ejemplo, yo creo que el vaciamiento total que supondr’a un puro significante vac’o, como algunas corrientes lacanianas lo mantienen, no funciona en estos tŽrminos, entre otros motivos porque si funcionara exactamente en esos tŽrminos, lo que nosotros tendr’amos ser’a no una relaci—n de equivalencia, sino una relaci—n de total igualdad, es decir, si nosotros encontr‡ramos que la particularidad diferencial del signo es totalmente eliminada, que es lo que la noci—n de un significante totalmente vac’o implicar’a, en ese caso, la relaci—n ya no ser’a una relaci—n de equivalencia. Por ejemplo, hay ciertas pr‡cticas que sistem‡ticamente tratan de reducir la equivalencia a igualdad, es la pr‡ctica de los m’sticos; el misticismo trata de llegar a una intuici—n pura de Dios sobre la base de la aniquilaci—n de toda significaci—n diferencial. Creo haber probado en otro ensayo que incluso en las formas m‡s radicalizadas del misticismo, este efecto no es realmente posible y mucho menos cuando uno est‡ hablando de pr‡cticas pol’ticas, de pr‡cticas de tipo hegem—nico. Entonces, para resumir el argumento, lo que estoy tratando de decir es que siempre hay una posibilidad de resemantizaci—n, incluso del ruido, porque el ruido puede tener una serie de significados precisamente por ser ruido, en un cierto contexto discursivo, pero mi argumento no se refer’a a la posibilidad de resemantizaci—n del ruido, se refer’a a la posibilidad, en un contexto puramente lingŸ’stico, de tener la presencia de un significante vac’o y all’ es donde yo ve’a surgir el problema y ah’ es donde he tratado de dar la explicaci—n.
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Carlos PŽrez Villalobos: Yo creo que de alguna manera la respuesta que dio adelant— un poco mi pregunta, y en ese sentido, me hab’a estado preguntando por ese elemento de exclusi—n que se est‡ planteando, elemento de exclusi—n que entonces permitir’a esta ilusi—n de sistematicidad necesaria pero al mismo tiempo imposible. Yo me estaba preguntando de quŽ manera usted pensaba esta relaci—n entre el elemento excluido y ese vac’o necesario, que hay que pensar, que est‡ presente y que en todo caso es el fundamento de la imposibilidad en tŽrminos de sus efectos en la estructura. Lo he pensado un poco porque usted ha aludido tambiŽn al Real lacaniano, entonces pensando en el Real lacaniano este no solamente surte efectos, tiene efectos en la cadena y tiene una presencia en ella, entonces mi pregunta era Àc—mo pensar esos efectos o si solamente ellos se reducir’an a ofrecerse en lo simb—lico? Ernesto Laclau: Podr’a repetir el œltimo argumento. Carlos PŽrez Villalobos: S’. La idea es Àc—mo aparecer’a o cu‡les ser’an esos efectos que tendr’a este elemento excluido? Y mi pregunta hab’a terminado diciendo, es que acaso usted considera que este efecto o estos efectos en la estructura estar’an b‡sicamente circunscritos a ese lugar en lo simb—lico, como se dir’a desde el sicoan‡lisis lacaniano, ese lugar en lo simb—lico en el cual aparece lo Real, pues si bien lo Real es lo Real, su aparici—n est‡ delimitada en lo simb—lico y eso no quiere decir que sea aprehendido. Entonces, para esta idea de significante vac’o que usted est‡ manejando no se si es ah’ --en lo simb—lico-- donde se circunscribe la idea de lo excluido, o si hay otras maneras en que usted considera que este elemento excluido estar’a produciendo efectos en esta estructura discursiva. Ernesto Laclau: Como usted sabe para Lacan lo Real no es la realidad, la realidad ser’a lo simb—lico justamente. Lo Real es de alguna manera un agujero dentro de lo simb—lico, es la resistencia de algo que no es simbolizable y que, sin embargo, siempre retorna, es decir que lo Real es algo con lo cual uno choca de alguna manera como un l’mite, posteriormente me referirŽ a la categor’a de dislocaci—n y en ese momento, insistirŽ un poco sobre este aspecto de lo Real. Pero volviendo a la pregunta, lo Real aqu’, si usted quiere traducirlo a tŽrminos lacanianos, ser’a esta relaci—n de necesidad e imposibilidad, es exactamente all’ donde un objeto aparece aunque, sin embargo, no es representable. Ahora bien, lo Real Ðy esto es una especulaci—n apresurada, pero creo que no enteramente inadecuada-- es lo que ha estado presente en la tradici—n filos—fica desde Kant, porque el proyecto finalmente del racionalismo del Siglo XVII en Leibniz y Spinoza, era lograr una realidad enteramente
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suturada, es decir, con el dualismo kantiano empieza a emerger un Real que Žl no logra meditar en todas sus consecuencias. Finalmente, todo el intento del romanticismo fue a travŽs de la v’a estŽtica, desde la tercera cr’tica kantiana Ð Cr’tica de la facultad de juzgar18- expandida en varias direcciones, por ejemplo, Schiller en las Cartas sobre la educaci—n estŽtica del hombre19 , trata de transformar esta mediaci—n estŽtica en algo tan cerrado en s’ mismo, que finalmente logra el tipo de unidad que Kant era mucho m‡s cauto en atribuirle en la C r’tica de la facultad de juzgar. Entonces, lo que me parece central en lo Real, es que est‡ inscrito, que uno puede hacer varios discursos a partir de esta inscripci—n. Por ejemplo, se puede hacer un discurso genŽtico a partir del estadio del espejo y ver como lo Real est‡ desde el comienzo impl’cito en el hecho de que no hay identidad sino que hay identificaci—n; o bien, se puede hacer el an‡lisis de la realidad simb—lica, que es un an‡lisis m‡s bien de tipo l—gico, y mostrar las apor’as que se encuentran en la constituci—n de lo que he llamado aqu’ la sistematicidad del sistema. Obviamente, el discurso psicoanal’tico se interesa mucho m‡s en una trayectoria genŽtica pero finalmente llega a conclusiones muy similares, mientras que el an‡lisis que he presentado aqu’ es m‡s bien un an‡lisis l—gico. Finalmente, Lacan con los matemas estaba tambiŽn entrando en la direcci—n de un estudio sistem‡tico del mismo tipo, pero en todo caso, cualquiera sea la perspectiva que se tome, me parece que la categor’a de lo Real como la posibilidad de un imposible es lo que se trata de captar discursivamente. Willy Thayer: Voy a preguntar por la relaci—n entre el significante y la historicidad, o sea, si pudieras establecer una relaci—n entre el significante vac’o y la historicidad, la contingencia o el acontecimiento, en el siguiente sentido: por un lado, el significante vac’o lo has definido como necesario respecto del sistema en la medida que el sistema lo requiere para constituirse como tal, pero al mismo tiempo, imposible porque no puede ser reducido al sistema. Pensando justamente en el significante vac’o como aquello que tambiŽn muestra al sistema como completamente contingente, es decir, el mundo podr’a ser completamente otro, o el sistema podr’a ser completamente otro, ello se abre a una contingencia del sistema o por lo menos a una relaci—n intranquila, completamente
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Kant, Emmanuel. Critica de la facultad de juzgar . Caracas: Monte çvila editores, 1991. 19 Schiller, Friedrich. Cartas sobre la educaci—n estŽtica del hombre . Madrid: Editorial Antrophos, 1990.
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intranquila o a una indeterminaci—n del sistema. Entonces, no sŽ si podr’as vincular eso con la historicidad. Ernesto Laclau: QuŽ ser’a historicidad en el an‡lisis tuyo. Willy Thayer: Historicidad ser’a hacer ver la contingencia al mismo tiempo que el sistema. El significante vac’o no solamente ser’a necesario respecto del sistema, en la medida que lo constituye, sino que al mismo tiempo lo podr’a constituir y hacer visible como contingente. Ernesto Laclau: S’. Me parece que es necesario Ðen primer tŽrminoÑ aclarar el contenido de la categor’a de contingencia, que ha sido utilizada en algunas discusiones contempor‡neas en una forma un poco aleatoria. Por ejemplo, cuando Rorty usa el argumento en su libro Contingencia, Iron’a y Solidaridad20 , la noci—n de contingencia es pr‡cticamente equivalente a la noci—n de lo accidental. Ahora bien, a mi me parece que es necesario establecer ah’ una distinci—n muy b‡sica entre las dos categor’as; accidentalidad es una categor’a que viene de la Metaf’sica de Arist—teles y significa aquellos rasgos en un objeto que no modifican su esencia, es un accidente aquello que finalmente es ininteligible en el objeto porque no responde a ninguna captaci—n racional que es siempre una captaci—n de su esencia; ser un animal racional es parte de mi esencia, tener la nariz larga o corta es un accidente. La noci—n de contingencia aparece citada una vez en Arist—teles, en uno de sus escritos l—gicos y no juega ningœn papel en su sistema, es m‡s bien una noci—n que ha estado ligada a la tradici—n cristiana. Contingente es aquel ser cuya esencia no implica su existencia, por tanto, lo que a–ade la noci—n de contingencia es la idea de una existencia que no encuentra en s’ misma el principio de su necesidad. Luego, la noci—n de contingencia es distinta de la noci—n de accidentalidad. Una experiencia de la limitaci—n del ser est‡ ligada a la noci—n de contingencia, como la noci—n de facticidad en Heidegger y en relaci—n con la noci—n de empiricidad, la facticidad no es la empiricidad, porque la facticidad incluye toda una dimensi—n del ser arrojado que no aparece para nada en la noci—n de empiricidad. Entonces, yo creo que esta distinci—n es importante porque mediante la noci—n de contingencia nosotros podemos llegar a otras dos nociones que tœ acabas de se–alar. La noci—n de evento o de temporalidad como interrupci—n y dislocaci—n radical, que es lo que voy a explicar m‡s en detalle en nuestra segunda reuni—n. Por ello, dejo el tema ah’, simplemente anunciado. 20
Rorty, Richard. Contingency, Irony, and Solidarity . Cambridge: Cambridge University Press, 1989.
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Sin embargo, ese ser’a un aspecto, el otro aspecto es que si por historicidad se entiende una concepci—n teleol—gica de la historicidad, en ese caso, claramente la noci—n de contingencia va en contra de este tipo de visi—n, y la noci—n de significante vac’o es claramente incompatible con toda noci—n de teleolog’a hist—rica. La noci—n de evento que voy a tratar de fundamentar va precisamente en esa direcci—n, o sea que quiz‡s podemos volver al problema cuando estŽn todos los elementos sobre la mesa. Sergio Villalobos-Ruminott: Bueno, descontado que despuŽs tratar‡s el problema del acontecimiento, sin embargo, tu hiciste una precisi—n en la primera respuesta, en la que quiero insistir, sobre todo porque efectivamente no habr’a que entender como similares la noci—n de equivalencia con la noci—n de igualdad o de uniformidad. Eso hace posible, precisamente, comprender la hegemon’a como movimiento reactualizante. Pero tœ, ah’ mismo, instalas una noci—n que no me resulta muy expl’cita, respecto al problema de la temporalidad misma, que es la noci—n de contingencia radical. ÀQuŽ papel juega la noci—n de contingencia radical en esta l—gica de articulaciones hegem—nicas? Ernesto Laclau: Si nosotros tenemos una cadena de equivalencias ÀporquŽ nosotros no podemos tener una relaci—n de igualdad total? Porque para tener una relaci—n de igualdad total tendr’amos que haber aniquilado completamente el contenido diferencial de cada uno de estos elementos y como dije antes, esto es exactamente lo que el m’stico trata de hacer, llegar a una indiferencia total respecto a las diferencias. Lo que ocurre, generalmente, en una relaci—n de equivalencias, es que la tensi—n entre el elemento diferencial y el elemento equivalencial no puede ser borrado y eso explica porquŽ las cadenas de equivalencias no pueden ser infinitas; por ejemplo, supongamos que nosotros tenemos como un eslab—n en una cadena de equivalencias, los derechos de los individuos, que ocupan una cierta centralidad con respeto a tal cadena equivalencial, una vez que ese eslab—n ocupa una centralidad en la cadena equivalencial, es muy dif’cil que se pueda incorporar a la cadena la voluntad irrestricta del pueblo, porque va a chocar con esa otra significaci—n que ya est‡ sentada como central, o sea que siempre es posible, por supuesto, describir libertad individual de manera no contradictoria con voluntad irrestricta del pueblo, pero eso depende de operaciones hegem—nicas, equivalenciales y diferenciales mucho m‡s complejas, es todo un proceso de transformaciones hist—ricas, de ciertos discursos que muchas veces se logran producir, pero en la medida en que hay una cierta estabilidad de la cadena equivalencial, hay tambiŽn un cierto equilibrio, porque Žsta ya implica la presencia del elemento diferencial. Pero Àd—nde estar’a all’ la
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dimensi—n de contingencia? Yo creo que est‡ en varios puntos del argumento: en primer lugar, en el hecho de que la cadena equivalencial como tal es indefinida, es decir, pueden incorporarse muchos elementos y en esa medida la ligaz—n entre significante y significado est‡ siempre amenazada, o sea, ah’ hay un momento de contingencia. ÀQuŽ quiere decir contingencia radical?, contingencia radical quiere decir que no hay, finalmente, ningœn significado trascendental que asegure a la serie su necesidad espec’fica. Este es un asunto que fue interesante siempre en las discusiones que mantuvimos con Derrida, porque para su an‡lisis, la noci—n de contingencia no ha jugado un papel central, pero de todos modos, Žl tiene tŽrminos que de alguna manera sustituyen la noci—n. Por ejemplo, es mucho m‡s importante la diferencia contingencia-necesidad, que la noci—n de una contingencia pura o de una necesidad pura; uno siempre se maneja, se mueve dentro de un contexto y dentro de ese contexto hay cosas que son posibles y otras que no son posibles. Supongamos que tenemos una sociedad relativamente estructurada, ello no elimina del todo ciertos vac’os y, dentro de estos vac’os, hay discursos que van a ser contingentes en s’ mismos, en el sentido de que la mera presencia de un discurso y la ausencia de otros discursos, va a determinar c—mo se va a formar la cadena significante; pero si un discurso, de golpe, choca con formas discursivas que en esta sociedad no est‡n puestas en cuesti—n, ello no va a tener ningœn efecto hegem—nico. Ahora supongamos una sociedad tipo Òcrisis org‡nicaÓ en el sentido gramsciano, entonces lo que es posible de ser aceptado, en tŽrminos discursivos, es mucho m‡s y el elemento de necesidad aparece en este momento desplazado. Entonces, primero yo creo que la correlaci—n contingencianecesidad tiene que ser mantenida como m‡s fundamental que la noci—n de una pura contingencia y, segundo, contingencia radical significa que no hay ningœn contenido que considerado en s’ mismo y por s’ mismo, tenga una necesidad a priori , no significa m‡s que eso. Miguel Vicu–a Navarro: No sŽ si ser‡ quiz‡s abusivo insistir, pero justamente en la lectura del libro Hegemon’a y estrategia socialista, la oposici—n entre necesidad y contingencia y esta œltima como una forma de contingencia radical, sugiere, por lo menos filos—ficamente, una serie de operaciones que se han producido en el pensamiento contempor‡neo, a prop—sito de estas categor’as de la modalidad, es decir, contingencia y necesidad pertenecen a la modalidad y la contingencia es la negaci—n de la necesidad, estrictamente. Lo que no es necesario, lo que es posible de ser o no ser, lo que es contrariamente a la necesidad que es la imposibilidad de no ser, etc. Pero, suponiendo que ha habido un desplazamiento precisamente de estas categor’as, por ejemplo, en el pensamiento de
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Heidegger, en tanto que la categor’a de posibilidad o poder, el poder ser, queda puesta en el centro y se enlaza de una manera revolucionaria con la noci—n de existencia; entonces, en su libro hay constantemente una sugerencia de la forma como se articula discursivamente, a travŽs de ciertas pr‡cticas, un proceso de transformaci—n, de modificaci—n, de mutaci—n de la realidad pol’tica o de la realidad cultural. La expectativa es que esa noci—n de contingencia no sea una noci—n puramente domiciliada en la vieja tabla de categor’as de la modalidad de Kant, sino que pueda asumir una dimensi—n fuerte y m‡s all‡, en el sentido, por ejemplo, que usa la noci—n de contingencia Foucault, la contingencia como ruptura, como relaci—n con la alteridad, con el acontecimiento, que por lo dem‡s es lo que significa, en cuanto es lo mismo acontecimiento que contingencia. Entonces, yo he sentido que esa dimensi—n est‡ en sus textos, ese sentido de la noci—n de contingencia est‡ presente en sus textos, pero Àhasta quŽ grado ocurre eso? Ernesto Laclau: S’, aunque est‡ m‡s desarrollada no en Hegemon’a y estrategia socialista , sino en Nuevas reflexiones sobre la revoluci—n de nuestro tiempo , ah’ se hace una referencia expl’cita a la noci—n de contingencia y se la trata de diferenciar de la noci—n de accidentalidad, tal como la defin’amos antes. Claramente tambiŽn est‡, pero pensada de una manera distinta, en Foucault; finalmente el proyecto geneal—gico sin la idea de disoluci—n del objeto es algo que no es pensable sin una noci—n de contingencia en algœn respecto, aunque Žl no usa una categor’a de contingencia que lo ligue a la tradici—n filos—fica, por ejemplo no usa la categor’a Heideggeriana. Heidegger ha trabajado con la noci—n de contingencia y la ha desarrollado en una direcci—n en la cual yo me identifico bastante. Por ejemplo, una relaci—n de contingencia estar’a absolutamente excluida en un proyecto como el de Husserl, ah’ el Hombre de tareas infinitas , ser’a justamente aquel que es capaz, a travŽs de un proceso de reactivaci—n de las instituciones originarias, de reconstruir la totalidad del universo del sentido, o sea que, el dador de sentido en Husserl, justamente no ser’a un dador contingente, mientras que para Heidegger, el sentido est‡ ligado directamente al estado de ser arrojado, y all’ la noci—n de interpretaci—n est‡ dominada por la noci—n de contingencia. La forma espec’fica en que yo he tratado de usar el tŽrmino, prefiero presentarla en nuestra pr—xima reuni—n, a partir de un argumento integrado, pero de todos modos, veo hacia donde est‡ apuntando su pregunta y trataremos de desarrollar el argumento. Pœblico: Quer’a saber c—mo hac’as la diferencia y equivalencia entre ruido y residuo, como representaci—n para la comunicaci—n.
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Ernesto Laclau: Simplemente no trabajo en teor’a de la comunicaci—n. Pœblico: Bueno y dentro del lenguaje. La diferencia y la equivalencia entre ruido y residuo. Ernesto Laclau: Son exactamente lo opuesto en el tipo de an‡lisis que estoy haciendo. El residuo es el remanente de significado que es lo que impide que el significante se transforme, deje de ser un significante y pase a ser ruido, o sea que, los dos tŽrminos son opuestos. No creo que el ruido sea aquello que simplemente permanece, como es el caso en ciertas teor’as, ciertos esquemas cibernŽticos. Para mi el residuo es siempre un residuo de significado, y aqu’ est‡ tambiŽn mi diferencia con ciertas formas extremas del lacanismo, para las cuales es posible un significante sin residuo.
Segunda conferencia (23 de octubre de 1997)
Voy a iniciar la presentaci—n de hoy, tratando de volver al concepto de hegemon’a desde un an‡lisis te—rico distinto, referido a la relaci—n entre universalidad y particularidad, tal como ha sido presentada en la tradici—n filos—fica. Luego me referirŽ a la categor’a de negatividad y veremos c—mo su condici—n es inherente a una relaci—n hegem—nica y, por œltimo, voy a tratar la categor’a de indecidibilidad y la forma en que la deconstrucci—n plantea un punto de arranque nuevo para concebir las relaciones hegem—nicas. En la sesi—n de ma–ana, voy a presentar el argumento desde el punto de vista de la deconstrucci—n de la categor’a de emancipaci—n, tal como ha sido constituida en el discurso radical de Occidente y , al mismo tiempo, tratarŽ de derivar ciertas conclusiones respecto a las nociones de poder, de democracia y finalmente, de articulaci—n. Entonces, respecto a las nociones de universalidad y particularidad, quiero comenzar planteando cuatro momentos hist—ricos en la concepci—n de esta relaci—n. El primero de ellos, se refiere a la filosof’a antigua; el segundo, al cristianismo; el tercero, a la etapa de la modernidad racionalista; y el cuarto, a la crisis de la raz—n que ha acompa–ado la transici—n hacia aquello que se ha denominado de una manera muy vaga e imprecisa, postmodernidad, una categor’a con la cual tengo mis relaciones de amor y odio.
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Comencemos con la noci—n de universalidad que encontramos en la filosof’a antigua. El centro de la concepci—n de racionalidad est‡ dado por la distinci—n entre materia y forma, que implica, a su vez, la relaci—n entre universalidad y particularidad. Supongamos que yo tengo aqu’ una mesa, digo Òesto es una mesaÓ, pero una mesa es algo que se aplica a m‡s de un objeto; luego digo, Òes rectangularÓ y esto tambiŽn se aplica a m‡s de un objeto; a la vez, puedo decir Òes marr—nÓ y aœn as’, se aplica a m‡s de un objeto; cualquier cosa que yo pueda predicar de este objeto, incluso que es una mesa, es algo que va a referirse a m‡s de un objeto, es decir, todas las predicaciones posibles de este objeto constituyen un universal. Ahora, este universal que es inteligible, que es aprehensible por la raz—n, es exactamente lo que los fil—sofos griegos denominaron forma. Pero ustedes pueden preguntar por el esto ÒconcretoÓ que recibe todas estas predicaciones; evidentemente, si hay un esto concreto yo no puedo decir nada acerca de Žl, porque decir acerca de Žl significa subsumirlo bajo una categor’a y esta categor’a va a ser de tipo general, o sea que el ÒestoÓ es inaprensible por la raz—n, es, en ese sentido, irracional. Este œltimo reducto de individualidad en todo objeto, que no puede ser aprendido por la raz—n, es exactamente lo que los fil—sofos griegos llamaron materia; o sea que materia no es lo que entender’amos aludiendo a la madera, puesto que madera es una forma tanto como mesa, en cuanto se aplica a una pluralidad de objetos. El elemento materia es el componente individual que como tal, es refractario a la raz—n; es decir que en la noci—n de particularidad Ðentendida por supuesto no en el sentido hegeliano, sino que como estamos us‡ndola en este momentoÑ el residuo de particularidad es relegado a la esfera de lo irracional; todo aquello que es inteligible en un objeto, es universal, es forma. Por tanto, hay en el pensamiento griego una noci—n determinada de racionalidad, pero lo que nos interesa es darnos cuenta que este componente racional no constituye el fundamento de lo real. ÀPorquŽ? Porque lo real est‡ dividido entre materia y forma, y la materia, el componente material del objeto, no puede ser deducido de la raz—n. Hay entonces, una sucesi—n mediante la cual partimos de la materia completamente informe y, a travŽs de distintos principios de informaci—n, llegamos a un predominio cada vez m‡s alto de la forma sobre la materia, hasta llegar a Dios que es forma pura, forma sin materia. Por consiguiente, nosotros vemos en la filosof’a griega la emergencia de un principio de racionalidad, pero este principio no se constituye como fundamento de lo real; incluso para Plat—n, el demiurgo imprim’a las formas sobre una materia que era totalmente indeterminada, y por ello, para este tipo de pensamiento, por el mero hecho de que la
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forma no se impon’a necesariamente sobre la materia, el peligro m‡ximo era la corrupci—n del ser, porque no estaba asegurado que la forma predominar’a sobre la materia. Esto significa que la posibilidad de que la materia empezara a predominar sobre la forma estaba presente y, en este sentido, corrompiera lo real. Toda la noci—n de crisis en el mundo antiguo est‡ ligada a esta idea de corrupci—n, que es muy distinta de la idea del mal que m‡s tarde va a predominar con el cristianismo. En este tipo de pensamiento hay una denigraci—n de la particularidad, lo particular es ese residuo material, irracional, inaprehensible por el pensamiento que sin embargo, es un componente absolutamente real de las cosas. La idea de un fundamento œltimo y absoluto de todo lo existente, es una idea que va a provenir del cristianismo, porque en el cristianismo hay origen absoluto, que es la creaci—n (que era una categor’a enteramente desconocida por el pensamiento antiguo). La creaci—n desde la nada es el centro mismo de la reflexi—n cristiana. Es decir, por primera vez con el cristianismo encontramos la noci—n de que todo lo que existe se explica a partir de un principio œnico que constituye su fundamento, pero aqu’ entonces, encontramos como paradoja el hecho que ese fundamento no es racional, porque Dios que es la fuente absoluta de todo lo existente, es incognocible por el hombre. A travŽs de la revelaci—n, nosotros sabemos cu‡les son las etapas fundamentales por las que va a pasar la historia. Desde el comienzo del mundo hasta el juicio final, la historia es una historia escatol—gica, escandida en una serie de etapas previstas como por ejemplo, la sucesi—n de los imperios en el libro de Daniel; pero el ÒporquŽÓ de la historia como historia escandida, es algo que nosotros radicalmente ignoramos, no podemos conocer la esencia de Dios. Si en el pensamiento antiguo exist’a la noci—n de racionalidad, sin que Žsta se constituyera en fundamento, en el cristianismo tenemos lo opuesto, la noci—n de un fundamento que sin embargo, escapa a la raz—n. Ahora, Àc—mo podemos concebir la unidad entre el mundo emp’rico y el mundo escatol—gico?, simplemente a travŽs de un tipo de relaci—n que es importante para nuestro an‡lisis, porque en ella veremos la prefiguraci—n de lo que despuŽs vamos a llamar la relaci—n hegem—nica. El argumento es b‡sicamente el siguiente: tenemos por un lado, la serie escatol—gica desde el comienzo del mundo hasta el juicio final, dividida en un conjunto de etapas conocidas por la revelaci—n, pero por otro lado, tenemos una serie emp’rica de eventos en el mundo en que vivimos. Luego, Àc—mo se relaciona una serie con otra? De acuerdo a la concepci—n
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cristiana, la relaci—n entre las dos series es lo que se conoce como encarnaci—n; la figura cl‡sica de la encarnaci—n, por supuesto, es la llegada de Cristo a la tierra. Pero cada uno de los eventos del mundo natural debe tener su contrapartida escatol—gica en esta otra serie; entonces tenemos un tipo de explicaci—n que funciona as’ Ðy que es frecuente en las cr—nicas medievales-: est‡ un monje en su huerto y viene una tormenta que destruye el huerto, entonces tiene que preguntarse cu‡l es el significado de este hecho emp’rico, y lo que hace por supuesto, no es ninguna investigaci—n climatol—gica, lo que hace es abrir la Biblia y encontrar un pasaje en que se dice Òvientos vendr‡n que destruir‡n tus huertosÓ, entonces todo est‡ absolutamente claro, el hecho emp’rico encuentra su contrapartida escatol—gica. Esto por supuesto es muy absurdo, pero resabios de ese tipo de explicaciones escatol—gicas, en forma secularizada, la encontramos cada d’a en ciertos an‡lisis pol’ticos. Por ejemplo, en un tipo de preguntas como Àla revoluci—n brasile–a de 1930 fue o no fue la revoluci—n democr‡tico burguesa?, se busca exactamente un tipo de explicaci—n escatol—gica, aunque secularizada. Vale decir, hay un evento por el cual todas las sociedades deben pasar, que es la revoluci—n democr‡tico burguesa, y la tarea es identificar en la realidad emp’rica ese hecho que aparece completamente prefigurado. Vamos a analizar este tipo de relaci—n, porque es relevante para nuestro an‡lisis ulterior. En este tipo de relaci—n de encarnaci—n, una realidad supraemp’rica se encarna en un cierto hecho emp’rico. Demos otro ejemplo, la Òanunciaci—nÓ es una relaci—n de este tipo, no hay nada en el cuerpo emp’rico de Mar’a que lo prepare para ser la madre de Dios, esto porque la anunciaci—n es un hecho absoluto, en el cual Dios, por razones que desconocemos, elige este cuerpo concreto para representar esta funci—n encarnante; es decir, lo que reune a las dos series y lo que establece la unidad de todo el sistema, es esta mediaci—n divina y lo importante, desde nuestro punto de vista, es que esta funci—n divina pone juntos dos eventos manteniendo toda la riqueza de su particularidad concreta. El evento no es transformado en un significante vac’o porque en la serie escatol—gica, el hecho que va a ser encarnado, est‡ perfectamente definido y el hecho emp’rico tambiŽn lo est‡, y como no hay ninguna relaci—n de contaminaci—n, en el sentido derridiano, de un nivel por otro (dado que la mediaci—n de Dios juega este papel central) lo que vamos a encontrar es que esta mediaci—n, a la vez, vincula los dos momentos y mantiene con toda su fuerza la particularidad de ambos. En esta situaci—n, la particularidad es a la vez mantenida y negada, es mantenida en la medida en que la racionalidad de la relaci—n, el hecho de que no pasemos de un nivel al otro, excepto a travŽs de la intervenci—n
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de un tercer factor, mantiene la particularidad con todas sus fuerzas; pero por otro lado, es negada porque el hecho emp’rico s—lo existe a efectos de representar algo que lo trasciende. La realidad emp’rica, en el mismo momento en que resulta transparente a la dimensi—n escatol—gica, se niega a s’ misma como empiricidad; es decir, que por un camino distinto nos encontramos exactamente con la misma denigraci—n de lo particular que hab’amos visto en la filosof’a antigua. Este tipo de situaci—n se modificar‡ a comienzos del per’odo moderno, simplemente porque Dios desaparece del horizonte explicativo. Dios pasa a ser algo cuya intervenci—n es negada o, en el gran compromiso racionalista del siglo XVIII, se retrae del horizonte explicativo y toda explicaci—n pasa a ser intramundana; pero ah’ nos encontramos con el siguiente problema: si Dios ya no cumple ese rol de fundamento que ten’a en la cosmovisi—n anterior, tenemos una doble alternativa, o bien mantener que el plano emp’rico es lo œnico que existe y por ello, estamos enfrentados con una historia puramente contingente, que no puede apelar a ningœn principio œltimo de explicaci—n; o bien, tenemos que mantener la idea de fundamento, pero al hacerlo, este fundamento tendr‡ que ser enteramente intramundano, y si es as’, y ya no es inescrutable como lo era Dios, entonces ese fundamento tendr‡ que ser absolutamente racional. Este es el punto de partida de la modernidad. La idea de racionalidad del pensamiento antiguo y la idea cristiana de fundamento se unen, y por primera vez en la historia, la racionalidad cumple un papel de fundamento para el que nada, en todo el proceso anterior, la hab’a preparado. Esto es lo que ocurre a comienzos de la modernidad y el momento m‡s alto de su expresi—n va a ser, por un lado, el racionalismo del siglo XVIII y, por otro lado, la culminaci—n de dicho racionalismo en Hegel y Marx. El momento intermedio kantiano es, en realidad, el comienzo de la crisis del paradigma racionalista Ðcomo veremos luego--. Para Hegel todo lo que es real es racional, o sea que la dualidad entre las dos esferas desaparece. Se trata de una serie escatol—gica que ahora es enteramente racional y tiene, por tanto, que explicar tambiŽn en forma absolutamente racional, por quŽ se expresa a travŽs de esta serie emp’rica y no de otra. Por ello, aqu’ ya no hay denigraci—n de la particularidad, la particularidad simplemente se desvanece. La apariencia para Hegel pasa a ser un momento constitutivo de la esencia, y la historia se revela como racional desde el comienzo hasta el fin. Es en esta visi—n donde encontramos que la encarnaci—n, que supon’a una dualidad, es una relaci—n que tiene necesariamente que
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desaparecer, porque el evento escatol—gico se expresa de modo necesario a travŽs del evento concreto y, en ese caso, el evento concreto es tan racional como el evento escatol—gico. Ya no hay encarnaci—n de un nivel en otro, sino pasaje l—gico. Ahora, una vez en esta perspectiva, nos encontramos con varios problemas. El primero es que la historia en su totalidad tiene que ser un proceso racional, la historia no puede dar lugar a ninguna opacidad, y puede ser concebida desde su mismo comienzo en tŽrminos de un principio que explique la totalidad de sus cambios internos. El segundo problema es que toda forma de expresi—n, como dec’amos respecto a la encarnaci—n, va a ser una forma de expresi—n necesaria, la historia que est‡ ocurriendo es una historia que no podr’a haber sido de otro modo. Y un tercer problema es que ya no hay particularidad, la particularidad se ha evaporado, necesariamente. Este es el punto en el cual una l’nea contraria va a empezar a poner en cuesti—n la l—gica de la modernidad. Esto ocurre en primer lugar con el kantismo, el kantismo fue un estudio de los l’mites de la raz—n, es decir, el kantismo ubic— al hombre en un orden dual, en un orden natural por un lado y, en un reino de fines, por el otro. El kantismo afirm— que los postulados que no pueden constituir, en œltima instancia, un universo cognoscible, reaparecen como postulados de la raz—n pr‡ctica, pero el modo en que la raz—n te—rica y la raz—n pr‡ctica se van a relacionar, va a ser a travŽs de la mediaci—n de una por otra. Este horizonte problem‡tico qued— abierto y a partir de all’ comienza lo que hemos mencionado como an‡lisis de los l’mites de la raz—n. Ac‡ podemos retomar algo se–alado en nuestra primera conferencia: la crisis de la modernidad encuentra su comienzo y su cierre en el romanticismo, porque para el romanticismo que procede en buena medida del dualismo kantiano, el problema es c—mo establecer un puente que supere dicho dualismo. En Hegel, este puente fue un puente l—gico, por eso es que Hegel a pesar de provenir de la tradici—n kantiana puede ser visto en cierto sentido como la culminaci—n del racionalismo moderno. En otro sentido, sin embargo, hay una tendencia de car‡cter estŽtico al cierre. Algunos cr’ticos modernos, Paul de Man por ejemplo, han insistido en que Schiller da a la estŽtica un rol fundamentalmente racionalista y trata de establecer toda una genealog’a entre el juicio estŽtico, tal como est‡ presentado por Žl en su forma m‡s extrema, pero tambiŽn por Coleridge, y una cierta prefiguraci—n de la idea del estado estŽtico tal como va a ser formulada m‡s tarde, es decir, un estado en que la noci—n de fundamento aparece ya no ligada a una racionalidad en el sentido
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hegeliano, sino a una racionalidad de tipo distinto que es inherente a la naturaleza del hombre. Si el momento del romanticismo represent—, a la vez, la irrupci—n de aquello que trasciende a la raz—n y el esfuerzo por encontrar un principio de mediaci—n de todos estos elementos, podemos decir que, de alguna manera, lo que se llama la postmodernidad es una versi—n radicalizada de la antinomia rom‡ntica. En este sentido, la postmodernidad ser’a una problematizaci—n de la comprensi—n mediada de la historia, precisamente porque el momento de la particularidad y el momento de la diferencia, son momentos que trascienden toda posibilidad de mediaci—n, pero al mismo tiempo, dan lugar a la bœsqueda de formas de mediaci—n que ahora solamente pueden partir desde el punto de vista de la experiencia, de la fragmentaci—n y de la particularidad en las sociedades contempor‡neas, que son, claramente, mucho m‡s fragmentadas que aquellas con las que se enfrentaron las generaciones rom‡nticas. B‡sicamente, las relaciones entre Schiller y Hegel aparecen, en esta perspectiva, como estadios distintos en el mismo proceso. La teor’a de la mediaci—n no puede ser planteada actualmente como la hubiesen planteado ellos, sin embargo, el problema de la mediaci—n permanece como una pregunta vigente, ÀporquŽ? Existen, en el pensamiento contempor‡neo, una serie de tendencias que insisten en el momento de la dispersi—n. La dispersi—n, sin embargo, puede ser concebida de dos maneras, en primer lugar, puede ser concebida en una forma mon‡dica, donde no se piensa el espacio como espacio de dispersi—n, sino que se considera cada elemento cerrado en s’ mismo, se trata de una visi—n, en cierto sentido, leibniziana donde las m—nadas no tienen puertas ni ventanas, apareciendo autorreferidas. Pero el mismo Leibniz no pudo eliminar el momento de la relaci—n entre estos objetos Àc—mo es posible que una m—nada pueda estar coordinada con la otra, a pesar de que ninguna de las dos establece un v’nculo? Finalmente, la soluci—n leibniziana de la armon’a preestablecida, era una soluci—n que presupon’a una concepci—n de la totalidad tan estricta como la concepci—n spinoziana, que de alguna manera, era su opuesta. Traducido esto a los tŽrminos de la teor’a contempor‡nea, implica que un pensamiento de la particularidad que insiste solamente en la particularidad como dato positivo, cerrado y aislado, ser’a exactamente lo opuesto de la concepci—n que describ’amos antes, vale decir, nos deja con el problema de un fundamento totalizante.
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En segundo lugar, una concepci—n de la particularidad como diferencia positiva, tambiŽn presupone que las diferencias se constituyen como diferentes unas respecto a las otras, es decir, presupone una relaci—n diferencial en un espacio dentro del cual, la noci—n de totalidad sigue operando y no de cualquier forma; sigue operando en tŽrminos de fundamento, porque hay fundamento cuando se apela a un elemento positivo que servir’a para destacar las especificidades que integran un cierto complejo. Se trata de ver que la categor’a de totalidad es repetida exactamente como fundamento, tanto en las nociones atom’sticas de la dispersi—n, como en las teor’as diferenciales. Frente a esto, creo que la œnica conclusi—n posible es afirmar que la categor’a de totalidad es una categor’a de la que no se puede prescindir, pero con la cual, sin embargo, se pueden intentar juegos estratŽgicos e intelectuales de tipo distinto. Es aqu’ donde la noci—n de totalidad puede ser desplazada desde su condici—n de fundamento, a una condici—n de horizonte. ÀCu‡l es la diferencia entre fundamento y horizonte? El fundamento supone el principio de totalidad como objeto necesario. En cambio, el horizonte apela a una relaci—n con la totalidad donde Žsta aparece como necesaria pero, a la vez, como imposible. Con ello trabajamos en nuestra primera sesi—n, y a partir de all’ podemos pensar un nuevo tipo de articulaci—n entre particularidad y universalidad. ÀCu‡l ser’a esta relaci—n? Hemos visto varias formas de articulaci—n entre universalidad y particularidad en que las dos constituyen polos incompatibles dentro del mismo objeto; en la concepci—n antigua, las dos constituyen series distintas y una jerarquiza totalmente a la otra; en la concepci—n cristiana, ambas series aparecen unificadas por un tercer elemento incognocible. En la concepci—n racionalista moderna, uno de los niveles es totalmente absorbido dentro del otro. Por tanto, nosotros debemos pensar en una forma distinta de relaci—n entre particularidad y universalidad. Ya hemos establecido que si la universalidad, el momento de totalizaci—n o cierre de lo social, es necesario para constituir el sentido, es al mismo tiempo, imposible. En ese caso, las particularidades concretas van a asumir la funci—n de representaci—n de ese objeto imposible Ðla sociedadÑ y ah’ es donde introducimos la noci—n de articulaci—n hegem—nica. Es aqu’ que se puede ligar la noci—n de articulaci—n hegem—nica con la noci—n de relaci—n fantasm‡tica descrita por Derrida en Espectros de
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Marx21. ÀQuŽ es lo que una relaci—n hegem—nica y una relaci—n
fantasm‡tica, concebida en el sentido de Derrida, tienen en comœn? El hecho de que hay dos niveles que representan el uno al otro, que interactœan el uno con el otro, pero que ya no pueden apelar a este tercer elemento que establecer’a desde fuera las condiciones de su unidad; es decir que, si un cierto elemento va a representar un elemento distinto, esta relaci—n de representaci—n s—lo puede proceder a travŽs de la contaminaci—n de los contenidos de un elemento por el otro. En la relaci—n de espectralidad tal como la describe Derrida, se encuentra exactamente esto. ÀQuŽ es el espectro? El espectro, por un lado, no pertenece al mundo de los vivos, pertenece a otro orden, pero ese otro orden tiene que mantener una cierta presencia deformada en el cuerpo que lo est‡ encarnando, por el hecho mismo de que Dios Ðese tercer elemento ahora excluido-- no establece la positividad de los dos polos de la relaci—n de encarnaci—n, uno de los polos va a deste–ir la identidad del otro; es decir, la presencia del fantasma va a dar una cierta corporeidad al muerto, aquello que se expresa a travŽs de Žl. Pero por el otro lado, el hecho de que es un fantasma y no es simplemente un cuerpo, va a desdibujar la corporeidad que lo est‡ representando. Este mismo tipo de v’nculo es el que encontramos en una relaci—n hegem—nica, donde una cierta particularidad va a asumir la representaci—n de una universalidad inconmensurable consigo misma; en la medida en que esto ocurre, la particularidad va a desdibujarse como el cuerpo encarnante en el fantasma de Derrida, y ese debilitamiento de la particularidad se da a travŽs de una relaci—n de equivalencia por la cual la especificidad diferencial de cada uno de estos elementos, empieza a ser subvertida. A la vez, esta universalidad imposible va a existir de alguna manera, en el cuerpo encarnante. Entonces tenemos aqu’ una dialŽctica entre universalidad y particularidad, que establece la tensi—n entre las mismas, en tanto los dos polos son incompatibles, pero que sin embargo, a travŽs de este proceso de contaminaci—n, actœan el uno sobre el otro. Una vez que hemos llegado ac‡, me gustar’a ver c—mo el sujeto emerge en una relaci—n de negatividad. La cuesti—n de la negatividad nos permitir‡ retomar una pregunta que ha quedado pendiente sobre la relaci—n entre la negatividad dialŽctica y la negatividad que una teor’a de la hegemon’a presupone.
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Derrida, Jacques. Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional . Madrid: Edit Trotta, 1995.
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En primer lugar, voy a resumir brevemente la forma en que la noci—n de negatividad se liga a la noci—n de antagonismo, tal como est‡ planteada en Hegemon’a y estrategia socialista. En segundo lugar, voy a presentar mis autocr’ticas al argumento acerca del antagonismo, tal como estaba formulado en aquel libro, y voy a presentar brevemente el argumento distinto que aparece en Nuevas reflexiones sobre la revoluci—n de nuestro tiempo. A partir de all’, quisiera detenerme en el doble aspecto, de interioridad y de exterioridad, que una relaci—n antag—nica presupone. El argumento de Hegemon’a y estrategia socialista b‡sicamente comenzaba de una discusi—n que ocurri— en el marxismo italiano de los a–os 50 entre la escuela de Galvano de la Volpe y la escuela hegeliana m‡s cl‡sica. El argumento delavolpiano part’a de una distinci—n que establece Kant en algunos de los escritos precr’ticos como el ensayo sobre las cantidades negativas, sobre la œnica forma posible de la existencia de Dios, pero que desarrolla despuŽs en la Cr’tica de la raz—n pura22 , en el debate con Leibniz, en la secci—n sobre la anfibolog’a de los conceptos de la reflexi—n. B‡sicamente, el argumento de Kant establec’a que hay dos tipos de relaci—n de oposici—n diferentes: la contradicci—n y la oposici—n real; en el caso de la oposici—n real tengo una relaci—n entre A y B, por ejemplo el choque de dos autom—viles, cada uno de los autom—viles es algo distinto, independientemente del choque que experimentan el uno con el otro, la relaci—n por ser la de dos objetos diferenciados, no permite reducir uno a la oposici—n del otro. En cambio, en una relaci—n de contradicci—n, la relaci—n ser’a A y no A, aqu’ el ser no A se reduce a ser oposici—n de A y viceversa, es decir, la relaci—n es constitutiva de los tŽrminos. El argumento de los delavolpianos era que los marxistas hab’an estado equivocados al considerar que los antagonismos del mundo hist—rico pueden ser considerados como contradicciones; que Hegel, que era un fil—sofo idealista que reduc’a la realidad al concepto, pod’a considerar los antagonismo como contradicciones, pero que una filosof’a materialista como el marxismo, que afirma la prioridad de lo real sobre el pensamiento, no puede considerar los antagonismo como contradicciones. Entonces, el programa de ellos era transformar y repensar los antagonismos como oposiciones reales. Nosotros con Chantal Mouffe, estamos de acuerdo en Hegemon’a y estrategia socialista en la cr’tica delavolpiana de la noci—n de contradicci—n, en cuanto en un mundo hist—rico, la contradicci—n no tiene lugar alguno. Por otro lado, no est‡bamos de acuerdo con la concepci—n de la oposici—n real como figura que daba cuenta de los antagonismos sociales, ÀporquŽ? 22
Immanuel, Kant. Cr’tica de la raz—n pura. Madrid: Editorial Alfaguara, 1993.
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Porque en la oposici—n real no hay antagonismo ninguno, una relaci—n antag—nica es una relaci—n entre fuerzas enemigas, pero si hay un choque de dos piedras y una de las piedras se rompe, evidentemente all’ no hay ningœn antagonismo, a menos que viviŽramos en un universo completamente m’stico, es decir que la esencia de la piedra se expresa tanto por permanecer entera en ciertas circunstancias como por romperse en otras circunstancias, la esencia de la piedra no es negada de ninguna manera por el hecho de su choque y de su ruptura, o sea que ni la contradicci—n ni la oposici—n real son figuras que puedan dar cuenta del campo de los antagonismos sociales. Esto nos llev— a pensar si tal vez no hay en estos dos tipos de relaciones algo en comœn que los diferencia del antagonismo social y encontramos este algo en comœn, el hecho de que las dos son relaciones objetivas, entre objetos conceptuales en el primer caso y entre objetos reales, en el segundo caso. En Nuevas reflexiones sobre la revoluci—n de nuestro tiempo , avanzamos hacia un argumento Ðque gust— tanto a los lacanianos porque dijeron que est‡bamos redescubriendo, a travŽs de nuestra noci—n de antagonismo, la noci—n lacaniana de lo RealÑ que establec’a que los antagonismos no son relaciones objetivas, sino que son el l’mite de la objetividad social. Por ejemplo, si tenemos campesinos que son expulsados de la tierra por el terrateniente, generalmente las descripciones sociol—gicas o hist—ricas proceden explicando: Òlos terratenientes comenzaron a ver posibilidades de expandir la producci—n para el mercado mundial, para eso necesitaban ampliar el ‡rea de explotaci—n agr’cola, para eso necesitaban expulsar a los campesinos de la tierra, cosa que empezaron hacerÓ. Aqu’ es donde se interrumpe la explicaci—n hist—rica objetiva que se est‡ dando, porque inmediatamente se dice Òconfrontados con esa situaci—n, los campesinos s—lo pod’an reaccionar con violenciaÓ. ÀPorquŽ s—lo pod’an reaccionar con violencia?, es decir, la descripci—n objetiva que se nos da en el texto se interrumpe y apela a nuestro sentido comœn o a nuestra experiencia, para completar un texto que aparece esencialmente interrumpido. El texto se interrumpe porque realmente no hay nada objetivo en decir: Òdesde el punto de vista del campesino, la intervenci—n del terrateniente es la negaci—n de su identidad social, la negaci—n de su objetividad social y desde este punto de vista, su objetividad social encuentra un l’mite en el antagonismo; desde el punto de vista del terrateniente, la resistencia campesina es tambiŽn algo que pone en cuesti—n la l—gica social de la ganancia, por la cual se est‡ rigiendoÓ, o sea que, de nuevo se encuentra un soporte autom‡tico para pensar la objetividad de lo social.
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As’, nuestro argumento dec’a que hay una dislocaci—n que no se puede ligar a un proceso social m‡s profundo que la explique; hay una dislocaci—n radical y esa dislocaci—n se expresa a travŽs del antagonismo. Es por eso que afirm‡bamos que los antagonismos no son hechos sociales objetivos sino experiencias en la que se manifiestan los l’mites de la objetividad de lo social. Obviamente, aqu’ tenemos una noci—n de negatividad que no se relaciona con la dialŽctica. No es dialectizable porque para serlo tendr’amos que mostrar que hay una necesidad objetiva, interna en el evento de la dislocaci—n, que genera, necesariamente, una y s—lo una respuesta posible. Pero todav’a, en ese argumento, hab’a un resabio dialŽctico, que es el que tratŽ de eliminar en Nuevas reflexiones sobre la revoluci—n de nuestro tiempo. El resabio dialŽctico era la suposici—n que la dislocaci—n social era directamente un antagonismo, es decir que una vez que hay dislocaci—n social, Žsta va a ser vivida por los agentes sociales como relaci—n antag—nica, pero esto no es necesariamente el caso. De hecho, se puede experimentar una dislocaci—n en la experiencia y atribuirla a la ira de Dios, atribuirla al castigo de los pecados, atribuirla a la intervenci—n de algunos agentes misteriosos que est‡n operando en esa sociedad, atribuirla a los jud’os o a cualquier otro grupo victimizado. La idea de construir, de vivir esa experiencia de la dislocaci—n como antag—nica, sobre la base de la construcci—n de un enemigo, ya presupone un momento de construcci—n discursiva de la dislocaci—n, que permite dominarla, de alguna manera, en un sistema conceptual que est‡ a la base de cierta experiencia. Es decir, de alguna manera, se supon’a que la dislocaci—n llevaba, necesariamente, al antagonismo Ðese es el resabio dialŽctico-- y es lo que no puede aceptarse de ninguna manera como un hecho dado. Entonces fue en Nuevas reflexiones sobre la revoluci—n de nuestro tiempo , que intentŽ desarrollar una noci—n de negatividad sobre la base de profundizar el momento de dislocaci—n anterior a toda forma de organizaci—n discursiva, o de superaci—n discursiva, o de sutura discursiva de esa dislocaci—n. En tal caso, la noci—n de dislocaci—n aparece ligada a tres rasgos, que brevemente resumo: la dislocaci—n es a) la forma misma de la temporalidad, b) la forma misma de la posibilidad, c) la forma misma de la libertad. ÀQuŽ significa todo esto? Significa, en primer tŽrmino, que todo tipo de organizaci—n discursiva de una dislocaci—n es algo que espacializa la temporalidad, en el sentido de que la hace parte de una pluralidad de momentos coexistentes. Por ejemplo, si ustedes toman el For-da en Freud, el ni–o est‡ extendiendo un carretel con hilo y haciŽndolo volver constantemente, en el momento que lo lanza hacia delante dice For , en el momento que lo trae
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de vuelta dice da , que en alem‡n quiere decir hacia delante y helo aqu’, se va y est‡ aqu’. El argumento de Freud es que a travŽs de eso, el ni–o consigue superar el trauma de la ausencia de la madre, porque la madre est‡ ausente y ese es un evento traum‡tico, pero si la madre est‡ ausente y Žl sabe que va a volver, la ausencia es simplemente un preludio al retorno y, sobre la base de la representaci—n coet‡nea de estos dos momentos, el momento traum‡tico de la ausencia consigue ser dominado discursivamente. Una dislocaci—n por tanto, es una pura temporalidad en el sentido de que no hay esta pluralidad espacial de momentos que coexisten y que permiten organizar el significado de un evento en tŽrminos de esta pluralidad. Luego, la primera caracter’stica de una dislocaci—n es que es evento puro, temporalidad pura; una temporalidad que todav’a no ha sido hegemonizada discursivamente, por ningœn espacio de representaci—n. La segunda caracter’stica, que se desprende un poco de la primera, es que la dislocaci—n es la forma misma de la posibilidad. ÀQuŽ significa esto, c—mo pensar la posibilidad? Dentro de la filosof’a cl‡sica, la posibilidad era concebida teleol—gicamente, por ejemplo, la semilla es en acto una semilla y en potencia un ‡rbol. La posibilidad estaba siempre dominada por la simultaneidad en el campo de la representaci—n de aquello que ocurri— y lo que va a ocurrir ma–ana. Por ello, la teleolog’a es la forma de espacializar el tiempo, y lo que es posible, aparece dominado por una perspectiva de car‡cter teleol—gico. Si por el contrario, tenemos pura temporalidad, puro evento, en ese caso, la posibilidad es una posibilidad real, es un campo contingente que puede ir en cualquier direcci—n y este es el tipo de temporalidad que constituye la dislocaci—n. Por ello, la dislocaci—n es el momento en que la posibilidad no ha sido todav’a dominada por ninguna perspectiva teleol—gica. El tercer momento, es la dimensi—n de libertad. La libertad hab’a sido concebida tradicionalmente, por un lado, como la negaci—n total de la libertad, por ejemplo, la concepci—n espinoziana o hegeliana segœn la cual la libertad es simplemente ser conciencia de la necesidad, vale decir, para Hegel la libertad significa autodeterminaci—n, y la autodeterminaci—n significa que tengo en aquello que soy la totalidad de las determinaciones futuras de mi ser. Por otro lado, la concepci—n de la libertad en el existencialismo, es decir, yo soy absolutamente libre en el sentido que soy enteramente indeterminado, soy el sujeto de una elecci—n absoluta, pero se trata de un sujeto que no tiene ninguna raz—n para elegir.
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Entre estas dos situaciones, creo que es imposible mantener un argumento intermedio. Para salir m‡s all‡ de esta paradoja, supongamos que nosotros aceptamos enteramente la visi—n de una determinaci—n estructural completa, es decir, yo soy creado por las estructuras, no soy yo el que habla, las estructuras hablan a travŽs m’o (como los estructuralistas dec’an) y no tengo ningœn ser como agente que vaya m‡s all‡ de la estructura que me determina. Pero supongamos, a la vez, que esa estructura es incompleta, es decir que en ciertos momentos presenta ciertas fisuras constitutivas por las cuales mi conducta no puede ser determinada de una manera coherente, en ese caso yo soy libre, pero soy libre simplemente porque he sido arrojado m‡s all‡ del campo de la determinaci—n estructural al que yo pertenec’a. En esta medida entonces, la libertad empieza siendo un hecho traum‡tico, la libertad es potencializadora pero al mismo tiempo traum‡tica, porque es ausencia de determinaci—n y este momento traum‡tico de la libertad es exactamente lo que corresponde a la categor’a de dislocaci—n. La dislocaci—n es la libertad de una estructura que no logra constituirse como tal; el sujeto es Òsujeto de la faltaÓ --para usar la expresi—n lacaniana-- exactamente porque el sujeto deber’a haber sido totalmente determinado por la estructura pero, la estructura no logra constituirse, y no logra, por tanto, determinarlo. La tesis que he tratado de mantener es que el sujeto es la distancia entre la indecidibilidad de la estructura y la decisi—n, una concepci—n de decisi—n sobre la cual volveremos en el curso de estas discusiones. Con estas tres caracter’sticas, tenemos un momento de dislocaci—n radical, cuando algo es un puro evento, cuando es pura posibilidad que no es teleol—gicamente determinada y cuando es la libertad de un ser arrojado a travŽs del fracaso de la estructura, nosotros tenemos todas las dimensiones te—ricas para concebir la noci—n de dislocaci—n. ÀQue es entonces, hegemon’a? Hegemon’a representa, en estos tŽrminos, el momento de sutura, el momento de inscripci—n de esa dislocaci—n radical en un principio de lectura. Hegemonizar algo es proveer un lenguaje a travŽs del cual, algo que es un l’mite absoluto comienza a poder ser pensado en un campo discursivo nuevo. Nuevamente, el momento de universalidad que es el momento del objeto imposible, y sin embargo necesario, encuentra a travŽs de una particularidad, el principio de una inserci—n discursiva. Es decir, la misma radicalizaci—n de la noci—n de dislocaci—n nos lleva al momento de la recomposici—n hegem—nica, derivada, naturalmente, de la
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imposibilidad de la dislocaci—n por resolverse a s’ misma. Esta es una problem‡tica totalmente antihegeliana, porque lo que Hegel hubiera dicho es que el momento de la negaci—n conduce a una y s—lo a una forma de superaci—n de Žste; dicho momento aparece totalmente predeterminado, mientras que aqu’, en nuestra reflexi—n, hay una indeterminaci—n radical como condici—n de la articulaci—n hegem—nica. Un œltimo punto al que quisiera referirme es a la noci—n de negatividad. Los antagonismos tal cual los hemos descrito, y mucho m‡s las dislocaciones, como las hemos planteado, presuponen la total exterioridad entre la fuerza antag—nica y la fuerza antagonizada; si no hubiera una relaci—n de total exterioridad entre las dos, habr’a algo en la objetividad social que explicar’a el antagonismo como tal, y en ese caso, el antagonismo podr’a ser reducido a una relaci—n objetiva, pero esto es exactamente lo que no ocurre. ÀD—nde ocurren los antagonismos? Voy a dar un ejemplo: De acuerdo a la teor’a marxista cl‡sica, las relaciones de producci—n capitalista son relaciones antag—nicas. Ahora bien, segœn mi argumento esta es una visi—n err—nea, es decir, las relaciones de producci—n capitalista no son relaciones antag—nicas, sino que el antagonismo se entabla entre las relaciones de producci—n capitalista y algo que es exterior a ellas. Supongamos que tenemos la relaci—n trabajo asalariado y capital, segœn la lectura tradicional, Žsta es una relaci—n antag—nica porque el capital absorbe una parte de la plusval’a producida por el obrero, pero ah’ es donde tenemos que preguntarnos d—nde est‡ el antagonismo, para eso tenemos que recordar que de acuerdo al an‡lisis marxista, el capitalista es el que compra la fuerza de trabajo, apropi‡ndose del excedente productivo o plusvalor. A travŽs de la l—gica interna del capital, la fuerza de trabajo en condiciones capitalistas, produce m‡s valor de aquel que se le retribuye. Pero eso no es la descripci—n de un antagonismo, es la descripci—n de un proceso puramente formal, objetivo, a travŽs del cual se organiza la producci—n; la relaci—n antag—nica solamente existe si el trabajador resiste la absorci—n de plusval’a por parte del capitalista, pero si el trabajador en esta relaci—n de producci—n capitalista es simplemente el vendedor de la fuerza de trabajo, lo que tendr’amos que probar para mostrar que la relaci—n de producci—n como tal es antag—nica, es que del concepto de vendedor de fuerza de trabajo se deriva el concepto de resistencia a la absorci—n de plusval’a, y esa es una demostraci—n imposible, a menos que nosotros introduzcamos otras hip—tesis, por ejemplo, la hip—tesis del homus economicus de la econom’a cl‡sica, segœn la cual todo agente social tiende a la maximizaci—n de beneficios. Esta œltima es una concepci—n que, por buenas razones, el marxismo siempre ha
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criticado. En ese caso, sin embargo, hay antagonismo alrededor de las relaciones de producci—n, pero el antagonismo no es interno a ellas. ÀPorquŽ el obrero resiste la absorci—n de plusval’a? No porque es un maximizador en el mismo sentido que el capitalista, sino porque con un cierto nivel de salario no puede tener acceso a un nivel de consumo, no puede mandar los ni–os a la escuela, no puede hacer muchas cosas; es decir que, la resistencia no viene desde la categor’a Òvendedor de la fuerza de trabajoÓ como tal, sino de algo que el obrero es, independientemente de su inserci—n en las relaciones de producci—n capitalista. Vale decir, lo que est‡ antagonizando el capitalismo no es la categor’a abstracta Òvendedor de fuerza de trabajoÓ, sino el obrero concreto, pero en ese caso, el antagonismo no se establece al interior de la relaci—n de producci—n capitalista, sino entre la relaci—n de producci—n capitalista y algo externo a ella: la identidad del obrero como agente social global. Una vez que llegamos a esta conclusi—n, se percibe la exterioridad entre la relaci—n antagonizante y antagonizado, y por ello, no hay porquŽ pensar que el obrero es el centro antag—nico frente al capitalismo; precisamente, porque este mismo capitalismo puede antagonizar a una pluralidad de fuerzas, en una pluralidad de direcciones, tambiŽn. O sea, el problema del antagonismo entre el capitalismo y otras fuerzas sociales se plantea de una forma mucho m‡s global que la anterior idea de que el antagonismo era inherente a la misma relaci—n de producci—n. Lo que se quiere ilustrar es la externalidad entre estas dos fuerzas. Entonces, no es la objetividad social, la relaci—n de producci—n por ejemplo, la que explica el antagonismo, sino la relaci—n entre una objetividad social y otra objetividad social exterior a ella. El antagonismo realmente est‡ representando los l’mites de la objetividad social y, sin embargo, no se cierra en, ni expresa a una subjetividad social como tal.
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Preguntas: Willy Thayer: La pregunta ser’a Àc—mo mirar’as aquello que s—lo se convierte en hegemon’a en el momento de su lectura? En ese momento, uno podr’a decir, se cae en una cierta determinabilidad, pero es ese punto, justamente, el que se podr’a nombrar tambiŽn como el fin del pensar. Pensar significa tambiŽn, pensar lo que no se puede pensar; entonces la devoluci—n hacia el momento hegem—nico o de lectura, exigir’a, por decirlo as’, una poŽtica del acontecimiento, una escritura que justamente se instala como acontecimiento. Si se quiere, todas las veces que se nombra el l’mite, se nombra como indeterminable, impensable, irrepresentable, lo cual da la sensaci—n de que la concepci—n del pensar que hay ah’, es la de un pensar determinativo, o un tipo de reflexividad que, en œltima instancia, responde a una determinabilidad y no a una poŽtica, por ejemplo, de lo indeterminable. Ernesto Laclau: ÀTœ est‡s pensando en la distinci—n entre juicio determinativo y juicio reflexivo en la tercera cr’tica? Creo que estar’a de acuerdo contigo, o sea es un comentario lo que est‡s haciendo, no es una pregunta. Con el comentario estoy de acuerdo. Willy Thayer: La pregunta por la cuesti—n del pensar determinativo ser’a, a la vez, una pregunta por la pol’tica de la escritura hegem—nica, por su oferta de sentido y reinscripci—n de la desarticulaci—n ÀC—mo pensar all’, la cuesti—n heideggeriana del pensar, de la poŽtica?, en cuanto en la poes’a habr’a una problematizaci—n del pensar determinativo. ÀC—mo pensar tu misma operaci—n de escritura? Ernesto Laclau: Segœn Heidegger solamente la poes’a puede hacer eso. La cuesti—n es que si la poes’a es concebida de esa manera, la poes’a tambiŽn es una dimensi—n de toda escritura y todo discurso, en la medida en que de alguna manera representa lo irrepresentable, ser’a poŽtico en el sentido en que lo est‡s planteando. Por ejemplo, en el caso del juicio reflexivo, uno tendr’a que partir de lo particular para ir a lo general, pero ese acceso a lo general es un acceso que no es por supuesto inductivo, es un acceso que es creativo en el sentido m‡s estricto. En el juicio estŽtico es exactamente eso lo que ocurre. Acerca de mi escritura en particular, yo prefiero que otros opinen acerca de ello, m‡s que incurrir en un ejercicio de narcisismo.
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Nelly Richard: Quer’a referirme a un punto de la exposici—n de Ernesto, para instalar una pregunta por el mercado. Tœ te estabas refiriendo, en la discusi—n anterior, a la sistematicidad del sistema e insistiendo en el no cierre, en la ambigŸedad, en la incompletud, en la rotura, en las dislocaciones de cualquier figura sistematizadora del sistema. Hay una cierta tendencia, una especie de culminaci—n parox’stica en un pensamiento como el de Baudrillard por ejemplo, en cuanto a que la fuerza abstracta, semiœrgica del c—digo ya estar’a captada y radicalmente desvalorizada en la figura del mercado, o en la figura de lo que Guattari, por ejemplo, llam— el Capitalismo Mundial Integrado. Esa figura total estar’a imponiendo un intercambio regular que ya no habr’a c—mo desregular y que, en ese sentido, la producci—n de alteridades o la producci—n de diferencias no har’a sino reconfirmar esa figura apropiativa o asimilativa o hipertraductora del mercado. Entonces, la pregunta es simplemente Àc—mo ves tœ esa figura del mercado, en cuanto a la sistematicidad o no sistematicidad de una figura total? ÀSi la figura del mercado es destotalizable y cu‡les ser’an las zonas de fisuras, intersicios o brechas a travŽs de las cuales, hacer emerger una subjetividad cr’tica u oposicional? Ernesto Laclau: En primer lugar, yo no tengo mucha simpat’a, debo decir, por ese tipo de pensamiento como el de Braudillard, que presentan as’ los peligros o estrategias: dominaci—n absolutamente global o cosas de este tipo. Pensamiento de fatalidades. Por ello, yo nunca tuve ninguna simpat’a por el pesimismo de la Escuela de Frankfurt, y de alguna manera Baudrillard Ðque no es pesimista porque Žl no se identifica con aquello que est‡ siendo destruido como se identificaba AdornoÑ se maneja con el mismo tipo de categor’as totalistas. La noci—n del mercado como una influencia totalizante, creo que es Ðen buena medidaÑ exagerada porque parte de la idea de que el mercado cumple esas funciones totalizantes y unificantes. No creo que el mercado las cumpla. Para empezar, no hay un mercado, hay muchos mercados; hay competencias entre mercados, hay determinaci—n de los agentes en una pluralidad de formas. Tiendo a una visi—n m‡s optimista en el sentido de que hay m‡s lugar para la acci—n hist—rica que lo que un Baudrillard presupondr’a, y al mismo tiempo, ciertas figuras que Žl ha desarrollado, por ejemplo, la idea de simulaci—n, son categor’as que yo usar’a tambiŽn pero, las usar’a en un sentido positivo, como la noci—n de figuraci—n en Paul de Man. Vale decir, todo discurso presupone una desfiguraci—n ineludible, porque uno est‡ representando lo irrepresentable y de esa manera, traicion‡ndolo; pero precisamente, no veo ac‡ ningœn pesimismo, hay simulaci—n y no hay expresi—n de identidad y por eso es posible un
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juego dial—gico entre distintas simulaciones. Lo que estoy describiendo como hegemon’a es, por definici—n, la representaci—n deformada, si se quiere, de algo que carece de una forma espec’fica de representaci—n, pero eso para mi da lugar a una serie de alternativas hist—ricas. Si no hubiera la deformaci—n inherente a este tipo de representaci—n y a aquello que se llama el simulacro, tampoco ser’a posible que hubiera cambio hist—rico. La representaci—n tendr’a lugar de una manera directa. Detr‡s de ese pesimismo aœn hay una filosof’a de la autenticidad, algo que Baudrillard no aceptar’a. La autenticidad, de alguna manera, est‡ siendo ahogada por un universo total, pero la idea de una autenticidad expresada de esa manera, es una continuidad del discurso rom‡ntico. O sea que el mercado, para contestar concretamente a tu pregunta, lo veo como una realidad parcelada que s—lo muy limitadamente puede ejercer discursos totalizantes y, en segundo lugar, es a partir de ese parcelamiento que toda una serie de iniciativas hist—ricas son posibles. Carlos PŽrez Villalobos: Profesor, yo quisiera preguntar a prop—sito de la operaci—n que usted hizo en la exposici—n, o sea, c—mo ver desde su teor’a el dispositivo ocupado a la hora de pensar, por ejemplo, epocalmente, a partir de ciertos paradigmas que tendr’an su asiento en un monumento lingŸ’stico, en una obra fundamental. Estoy pensando, concretamente, ese pasaje de la antigŸedad al cristianismo, del cristianismo al racionalismo moderno, etcŽtera, a partir de ciertas obras, llamŽmosla fundamentales. O sea, Àc—mo pensar’a usted su propia operaci—n, en relaci—n a esos puntos? ÀHermenŽuticamente, geneal—gicamente, c—mo? Ernesto Laclau: Lo que har’a yo, mi tipo de intervenci—n Àes esa la pregunta? Recuerde usted lo que dije sobre dos momentos de declive de la modernidad: momentos de ruptura y de articulaci—n; uno, el momento rom‡ntico; otro, el momento actual; en los dos momentos se dieron discursos que pon’an Žnfasis en el momento de parcelaci—n y, al mismo tiempo, se dieron discursos cuyo Žnfasis estaba puesto en las estrategias de articulaci—n de tipo diferente al presentado por la modernidad racionalista. En los dos momentos hubo pensadores que insistieron exclusivamente en el momento de la parcelaci—n y otros que trataron de combinar esto con un concepto de articulaci—n de un tipo u otro. En un campo postmoderno, me ubicar’a entre aquellos que tratan de pensar las dos dimensiones a la vez. Habr’a que evitar producir articulaciones baratas --por articulaciones baratas quiero decir, que no tengan en cuenta la profundidad del momento de la fragmentaci—n y el parcelamiento-- pero eso pone un desaf’o al pensamiento de la
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articulaci—n en la medida en que se tienen que producir formas de articulaci—n cada vez m‡s refinadas. Trabajar en esa tarea es como veo mi tipo de intervenci—n. ÀEso es lo que me preguntaba o no? Carlos PŽrez Villalobos: La exposici—n que usted hizo, pasa por contar una buena pel’cula en relaci—n a la historia del pensamiento, una narrativa. Esa narrativa estar’a articulada en obras fundamentales, leer’amos epocalmente la historia a partir de leer momentos lingŸ’sticos decisivos. ÀC—mo usted pensar’a la emergencia de esos momentos lingŸ’sticos decisivos, desde la teor’a expuesta? Ernesto Laclau: La pregunta es si hay una teor’a de la emergencia de estos momentos. Bueno, s’. Ah’ yo tomar’a Ðpor el momento al menosÑ una posici—n semi foucaultiana, es decir, Foucault hablaba de la emergencia, de epistemes y luego de dispositivos, pero Žl no trataba de presentar este momento de emergencia como el resultado l—gico de ningœn pensamiento que le hubiera antecedido. Por ello, la historia intelectual ya evidentemente no se cuenta como una especie de narrativa continua, lo que hay es un Žnfasis en el momento de la discontinuidad y de la emergencia. Por ejemplo, he explicado quŽ ocurre con un cierto tipo de interpretaci—n teleol—gica, una vez que se produce la pŽrdida de Dios a comienzos de la modernidad, pero no he tratado de presentar esa pŽrdida de Dios como deriv‡ndose, necesariamente, de una crisis interna del modelo teleol—gico, hay muchos otros cambios hist—ricos que la explican. Luego, si se historiza una forma de pensamiento, incluso a nivel de la historia intelectual, uno tiene que profundizar cada vez m‡s, el momento de la emergencia pura, es decir, no explicar la emergencia sino hacer emerger toda explicaci—n de un fondo que es cada vez menos explicable en s’ mismo, de lo contrario, se termina finalmente en una historia de tipo teleol—gico. Pero no hay, hoy d’a, en tŽrminos de proyectos intelectuales, una teor’a compleja de la emergencia, m‡s bien hay solamente elementos. El libro de Blumenberg soble la legitimidad de la Edad Moderna23 , explica una serie de desplazamientos que se producen, en tŽrminos de su teor’a de la reocupaci—n, en un terreno teleol—gico medieval, y una serie de cambios hist—ricos al comienzo de la Žpoca moderna; pero Žl dice: esa reocupaci—n del terreno teol—gico medieval por un secularismo moderno, reproduce dentro de ese secularismo, una serie de elementos de car‡cter teol—gico. Hay all’, una compleja teor’a acerca de la emergencia, pero esa 23
Blumenberg, Hans. The Legitimacy of the Modern Age. Cambridge: MIT Press, 1983.
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teor’a no desemboca en una concepci—n œnica. Por el momento, la forma de hacer historia intelectual es la de presentar emergencias que no se hilvanan entre s’, en tŽrminos de una sucesi—n l—gicamente comprensible. Este mismo problema se puede presentar en clave hermeneœtica, porque la hermeneœtica ten’a, alrededor de la noci—n de interpretaci—n, toda una serie de procedimientos por los cuales manifestaciones simult‡neas eran vistas como constituyendo una cierta unidad, pero no hab’a una teor’a hermeneœtica de la sucesi—n. Hoy d’a por ejemplo, si revisamos lo que est‡ haciendo Ricoeur, se ve un pensamiento de la narrativa que viene de una ra’z hermenŽutica pero yo no estoy seguro que se le pueda seguir llamando hermenŽutica, lo que no es demasiado distinto con lo que yo estoy planteando con esta noci—n de interrupci—n. Un tipo de hermeneuticismo m‡s cl‡sico se puede encontrar en Habermas, creo. Puedo decir algo sobre deconstrucci—n pero si hay preguntas prefiero que nos concentremos en la discusi—n ahora. Pœblico: sencillamente, Àc—mo entiende usted la noci—n de lo pol’tico? Ernesto Laclau: Yo har’a una aclaraci—n. En este tipo de an‡lisis por Òlo pol’ticoÓ no se entiende la pol’tica en el sentido cl‡sico, vale decir, puede coincidir o no puede coincidir con la dimensi—n cl‡sica de la pol’tica. Pero hay una distinci—n que me importa hacer, la distinci—n entre lo pol’tico y lo social. Lo social son las formas sedimentadas de lo pol’tico. Recordando la vieja distinci—n de Husserl entre sedimentaci—n y reactivaci—n, y utiliz‡ndola de una manera un poco metaf—rica, yo dir’a que el momento de lo social es el momento de la sedimentaci—n; y el momento de la reactivaci—n ser’a el momento de mostrar la contingencia originaria, a travŽs de la cual, secciones de lo social se han constituido. La contingencia originaria se muestra, pienso, solamente cuando hay relaci—n entre fuerzas antag—nicas, por ello creo que hay pol’tica cuando hay dislocaci—n. M‡s precisamente, hay pol’tica cuando hay de un lado, dislocaci—n y, de otro lado, reinscripci—n, es decir, espacializaci—n o hegemonizaci—n de esa dislocaci—n. Podemos aœn, realizar algunas distinciones entre lo pol’tico y la pol’tica. Hay una distinci—n que se hace mucho en Francia, entre la pol’tica y lo pol’tico. La pol’tica es simplemente el campo de lo que tradicionalmente se ha llamado las instituciones pol’ticas; lo pol’tico ser’a un momento de desborde o desarticulaci—n de la pol’tica. Por ejemplo,
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Claude Lefort hablaba de lo pol’tico como el momento de instituci—n de lo social, lo que a–adir’a es que el momento de instituci—n de lo social no funciona a la Licurgo , es decir, a travŽs de un acto institutivo œnico; sino en la medida en que la instituci—n se hace posible a travŽs del choque entre fuerzas antag—nicas. Sergio Villalobos-Ruminott: Hemos estado durante este a–o, leyendo tus textos en un taller de profesores y estudiantes en Arcis 24 , y hemos debatido mucho acerca de cierta lectura de Hegel que hay en ellos. Uno de los ejes de tal dicusi—n ha estado en la noci—n hegeliana y marxista de producci—n. En atenci—n a ello te plantearŽ un problema. Necesito, para tal efecto, volver al pasaje entre Hegemon’a y estrategia socialista y Nuevas Reflexiones sobre la revoluci—n de nuestro tiempo, al pasaje que hay desde la dicotom’a que opera en el primer libro, entre contradicci—n y oposici—n, a la idea de antagonismo que aparece fuertemente en la primera parte del segundo texto Nuevas reflexiones sobre la revoluci—n de nuestro tiempo , precisamente porque ah’ lo que intentas es instalar dos lecturas posibles en Marx. Una primera, que estar’a relacionada con este car‡cter objetivista del conflicto, en la medida en que se trata de un conflicto entre relaciones de producci—n y fuerzas productivas, donde el texto central es el famoso Pr—logo a la contribuci—n de la econom’a pol’tica; y la segunda, de car‡cter subjetivo y que tiene que ver estrictamente con El manifiesto comunista. Estos ser’an los dos textos cl‡sicos y en los que mejor resulta tu lectura. En el primero, el conflicto est‡ presentado en tŽrminos de entidades abstractas y, en el segundo, en tŽrminos de subjetividades hist—ricas. Sin embargo, se podr’a porfiar aqu’ Ðy este es el argumento t’picamente hegelianoÑ se podr’a insistir, revisitando los textos posteriores e incluso, los textos m‡s primigenios de Marx, que precisamente la categor’a que desbarata la comprensi—n del conflicto en tŽrminos objetivos o subjetivos es la categor’a de producci—n. Sobre todo, en las cr’ticas de Marx referidas a Hegel y referidas a La cuesti—n jud’a , donde lo que perspectiva Marx es una categor’a de producci—n que deviene no en categor’a econ—mica sino en categor’a genŽrica, universal y a la vez, inmanente, respecto de la cual no ser’a posible entender dicot—micamente el conflicto, en tŽrminos objetivos y subjetivos. Ello supone una relectura de la producci—n en tŽrminos inmanentes, al estilo de la producci—n deseante en Deleuze y, por sobre todo, supone desde ya, dada su impredicibilidad, un campo de inmanencia con cruces y agenciamientos que hacen imposible la 24
Taller de Epistemolog’a, del Departamento de Filosof’a, Universidad Arcis, dirigido por Carlos PŽrez Soto.
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representaci—n objetualista de la sociedad, mostrando su imposible constituci—n, su imposible sutura, en tŽrminos conflictivos. En este plano, la contradicci—n no aparece como atributo l—gico de niguna conceptualidad, sino como contradicci—n material, en el plano de la producci—n hegem—nica de la sociedad capitalista, toda vez que Marx est‡ haciendo posible entender la producci—n como la categor’a central del proceso de autoproducci—n hist—rica. En este caso, producci—n genŽrica y universalidad, no resultan pre-establecidas como en el idealismo alem‡n, sino que materializadas, lo que equivale a pensar la diferencia entre universalidad hist—rica y totalidad, entre gŽnero y especie, o si se quiere, equivale a historizar a la misma historia como criterio de autocomprensi—n. Ernesto Laclau: Yo no estoy seguro, vamos a explorarlo un poco. Lo que, por ejemplo, Colletti o de la Volpe hubieran contestado a eso: Òestoy de acuerdo con ese concepto de producci—n pero ese concepto de producci—n no es contradictorioÓ, es decir, lo que est‡s describiendo es una oposici—n real, como el caso de todas las contradicciones escritas por Mao, el uno que se divide en dos y as’, pero la reducci—n de la oposici—n real a la contradicci—n llevaba a cosas como la dialŽctica a la naturaleza de Engels, en que se dec’a que la luna es la negaci—n de la tierra. De otro lado, no estoy seguro si en lo que tœ planteas estar’as de acuerdo con la idea de una noci—n de oposici—n real a la Colletti o de la Volpe, que presentar’a este proceso como oposici—n real o, si tienes un motivo distinto para pensar que la categor’a de contradicci—n en el sentido l—gico se puede aplicar, o alternativamente, si piensas que hay una cierta forma hist—rica de la contradicci—n que no se asimila ni con el modelo puramente logicista, ni con la oposici—n real, Àcu‡l ser’a? Sergio Villalobos-Ruminott: En realidad presentado as’ el argumento, la categor’a de producci—n puesta as’, deviene estrictamente inmanente al proceso hist—rico, por ello la producci—n es producci—n y autoproducci—n y no funciona como una categor’a trascendental, esto permite entonces entender que la operaci—n de Marx es una operaci—n que est‡ poniendo en escena dicha categor’a como la categor’a respecto de la cual se explicita todo el sistema capitalista y los posibles conflicitos que este encierra. Ello, precisamente por la inmanencia, no implica determinaci—n. La producci—n no es s—lo producci—n enajenada, es tambiŽn producci—n de lo social. Sin embargo, ello implica una decisi—n de lectura que es distinta a la que se hace en tus libros. Hasta aqu’ la escena del posible contraargumento, pero mi problema ser’a advertir que con tal noci—n de producci—n lo que hacemos es, por un lado, substancializar la misma producci—n, porque cerrar’amos efectivamente
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todo pensar pol’tico, en la medida que esto viene asegurado por la misma funci—n que la producci—n cumple, ahora como el œltimo criterio que explica todo. Pero por otro lado, esa categor’a podr’a funcionar en la medida en que puede ser semantizada pol’ticamente. En esta segunda perspectiva, la pol’tica no es un sistema institucional o de reglas que a priori determina el campo de lo real y lo posible, sino que es una pr‡ctica autoproductiva permanente. Ernesto Laclau: ÀSe puede hacer? Sergio Villalobos-Ruminott: la pregunta ser’a Àc—mo hacer de una oposici—n o de una contradicci—n supuesta, un antagonismo efectivo, expl’cito; c—mo transformar esta oposici—n o estas contradicciones supuestas, en un campo de disputa estrictamente pol’tico, expresado pol’ticamente, en la actualidad? Para eso, deber’amos pasar desde la noci—n de producci—n, aœn deseante, a una nueva teor’a del valor, donde sea comprensible el efecto pol’tico de los desplazamientos de significaci—n pol’tica. Ernesto Laclau: S’. Todo depende all’ de c—mo uno piense la categor’a de desplazamiento, quŽ significa desplazarla al campo de la pol’tica. Desplazarla al campo de la pol’tica puede ser, por ejemplo, tomar la estructura del s’ntoma en Freud, es decir que el campo de la pol’tica se transforma en el s’ntoma de una contradicci—n b‡sicamente constituida o de un antagonismo b‡sicamente constituido en otro campo. O bien, se puede considerar que a travŽs de ese desplazamiento la misma naturaleza de aquello de lo que algo es s’ntoma, se modifica, o sea que, a travŽs del proceso de representaci—n hay un cambio en la naturaleza de lo representado, eso tambiŽn es posible o, simplemente, puede ser una imagen ret—rica, el desplazamiento puede ser una metonimia, ni siquiera un s’ntoma, es decir, algo que se expresa en tŽrminos de una identidad diferente de s’ misma, por relaciones de continuidad, es algo que esencialmente pertenec’a a otro campo. Yo creo que para avanzar en el argumento, no lo podr’a hacer de una manera inmediata, me gustar’a entender un poco m‡s tu argumento, lo que es central es ver cu‡les son los juegos del lenguaje que uno puede desarrollar en torno a la noci—n de desplazamiento, pero que ciertamente desplazamiento de algœn tipo hay, estoy de acuerdo. Carlos PŽrez Soto: Usted contestaba la anterior intervenci—n, marcando la diferencia entre contradicci—n y oposici—n real. Yo quiero ir por ese lado, ÀporquŽ es necesario pensar la contradicci—n como oposici—n real?, Àes posible hacer eso?, esa es la duda que tengo. Porque a
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mi me llama la atenci—n la idea de que la posibilidad de la pol’tica se hace real cuando uno admite que hay una cierta exterioridad determinada en las fuerzas antag—nicas, unas respecto de otras. Las fuerzas antag—nicas tienen que ser antag—nicas en el sentido que son exteriores y que no est‡n totalizadas por un tercer tŽrmino, no son una diferencia interna de una totalidad. Eso tiene que ver con la dislocaci—n en el sentido de que lo que hace exterior a una fuerza antag—nica respecto de otra, ser’a la emergencia de la dislocaci—n, como una emergencia para la otra. Pero, Àdesde d—nde se dice la dislocaci—n? Porque hay el juego de dislocaci—n y recomposici—n de la hegemon’a o reinscripci—n hegem—nica, la dislocaci—n nunca se dice desde s’ misma, siempre es dicha desde una recomposici—n hegem—nica, es decir, la fuerza antag—nica dice de la otra que es su antag—nica, desde un discurso totalizante; cada una es totalizante respecto de la otra, en ese sentido, siempre que estamos en el discurso estamos, por decirlo as’, ya en la reinscripci—n hegem—nica, no en la dislocaci—n. Ernesto Laclau: La dislocaci—n ser’a ah’, justamente, la imposibilidad de esa totalizaci—n. Carlos PŽrez Soto: Muy bien, pero el punto es este: Àno ser‡ la dislocaci—n una pura hip—tesis ad hoc?, Àde d—nde sale la idea de que hay una exterioridad?, Àpuede para un discurso haber otro discurso realmente, puede para una fuerza haber otra fuerza, no es la otra fuerza lo que cada discurso pretende que es la otra? Lo que me llama la atenci—n es la noci—n de alteridad radical que se hace necesaria para la pol’tica, Àes concebible la alteridad radical, es pensable la alteridad radical o es una pura hip—tesis ad hoc? Porque se tratar’a de una alteridad indeterminada, se tratar’a de una alteridad fuera del discurso, se tratar’a de la posici—n de una alteridad que emerge pero, y esta es mi incomodidad, dicha alteridad ya emerge al interior de un discurso, porque es desde el discurso que decimos que hay dislocaci—n. Quiero relacionar eso con otra cosa, con la pregunta sobre el mercado. Esta idea de que no hay un mercado, de que hay muchos mercados; yo no sŽ si a lo mejor lo que pasa es que el mercado diferenciador nos hace caer en una ilusi—n muy hegem—nica de que hay muchos mercados; a lo mejor, la alteridad que nos presenta el mercado Ð hay esto, hay lo otro, hay lo otroÑ es ilusoria tanto como el modelo que est‡ en esta alteridad, no sŽ. Tengo la sospecha de que la noci—n de que hay una alteridad radical no sigue sino la experiencia de que en el mercado habr’a algo as’ como alteridad, cuando en el fondo no la hay.
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Ernesto Laclau: Voy al primer punto y despuŽs vuelvo a lo del mercado. Si un discurso desde el comienzo y espont‡neamente pudiera dar cuenta de todos los momentos antag—nicos en tŽrminos de sus propias categor’as, evidentemente no habr’a dislocaci—n, y toda fuerza tiende exactamente a conseguir eso, conseguir un tipo de lenguaje dentro del cual la totalidad de la experiencia sea representable, por ejemplo, en tŽrminos de la teor’a lacaniana, lograr un universo simb—lico en el cual lo Real, lo que resiste a la simbolizaci—n, hubiera sido enteramente absorbido. Pero eso es, justamente, lo que no ocurre, es decir, el momento dislocatorio es el momento en que se interrumpe la posibilidad de la simbolizaci—n. Hay una interrupci—n en las pr‡cticas cotidianas Ðhablando en tŽrminos sociol—gicosÑ por las cuales un momento de recomposici—n pasa a ser necesario. Para dar un ejemplo, a comienzos del siglo XX, se produce un proceso de r‡pida monopolizaci—n en el norte del Perœ, por parte de las haciendas azucareras; esas haciendas azucareras rompieron los circuitos de comercializaci—n, produciendo un r‡pido proceso de desurbanizaci—n e interrumpiendo las comunidades ind’genas. Como consecuencia de eso, se dio un r‡pido incremento de la marginalidad social. Todas estas personas estaban como con las ra’ces a la interperie, porque se les hab’a interrumpido su mundo y respecto a los cambios que estaban ocurriendo, ellos no ten’an un discurso alternativo; o sea, ah’ est‡n experimentando dislocaciones a todo nivel. Es cierto que en estos casos, ellos totalizan inmediata y autom‡ticamente, en tŽrminos de sus propias categor’as, lo que est‡ pasando, pero no saben lo que est‡ pasando y el momento de penetraci—n del discurso aprista en estas regiones, a lo que conduce justamente, es a proveer un lenguaje dentro del cual muchas situaciones que no eran simbolizables, pasan a ser simbolizables. La dislocaci—n ha sido tan profunda que tienen que reorganizar todo, desde los clubes de fœtbol hasta las bibliotecas populares, porque toda la vida de esta gente ha sido radicalmente interrumpida. Este es un caso extremo de dislocaci—n en la cual, el campo de lo pol’tico se constituye en el reconstructor de un tipo de discurso que da coherencia a un cierto mundo social. Pero, creo que en un sentido m‡s cotidiano, siempre se experimentan dislocaciones parciales en las cuales la producci—n de discursos alternativos es, cualquier cosa menos autom‡tica, y entre otras cosas, porque hemos hablado mucho de significantes vac’os y no hemos hablado de significantes flotantes; cuando hay varios discursos alternativos, hay varias estrategias de articulaci—n de ciertos significantes claves, la lucha hegem—nica toma el papel de una articulaci—n diferencial en la cual, el flotamiento de ciertos significantes es una pre-condici—n.
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Carlos PŽrez Soto: Sabe que eso me produce una dificultad l—gica con la noci—n de que se experimenta una dislocaci—n, porque Òse experimentaÓ alude a un experimentador que es experimentador de algo s—lo en el orden de un discurso, entonces se experimenta una dislcaci—n ser’a algo as’ como: no se es sujeto en un momento y, sin embargo, se experimenta el ser sujeto, ah’ la noci—n de Òse experimenta una dislocaci—nÓ me parece que trae algo extra–o desde un punto de vista l—gico. Porque lo que yo dir’a es que se experimenta s—lo a posteriori la dislocaci—n. Es desde el Apra que hubo una dislocaci—n ah’, la sensaci—n de indeterminaci—n que se tiene, en algœn momento, est‡ ya en un discurso, es para un discurso que hay indeterminaci—n, es para un discurso que esa indeterminaci—n queda determinada, porque se ha recompuesto la hegemon’a, entonces Àcu‡ndo hay la experiencia de la dislocaci—n? Ernesto Laclau: No, no. No podr’a estar m‡s en desacuerdo. La experiencia de la dislocaci—n es absolutamente primaria, se experimenta la dislocaci—n a partir de ciertos discursos, pero por ejemplo, una comunidad ind’gena que tiene una serie de pr‡cticas consuetudinarias y un sistema social de expectativas, experimenta la dislocaci—n cuando esas expectativas se rompen y ellos no tienen una respuesta para pensar el momento de la ruptura como tal. No hay experiencia sino a partir de un cierto discurso, en eso estar’a de acuerdo, pero no es cierto que el discurso que crea la experiencia de la dislocaci—n sea el discurso que la recompone. El discurso que experimenta la dislocaci—n es aquel que es interrumpido por la dislocaci—n. Me parece que esa es exactamente la secuencia l—gica del argumento, desde luego que yo rechazo la idea de una experiencia pura, que se diera al margen de todo discurso, porque entonces caer’amos en una visi—n empiricista donde la experiencia no tendr’a ninguna mediaci—n discursiva; pero aqu’ hay mediaciones discursivas que est‡n siendo interrumpidas. Carlos PŽrez Soto: Esa es justamente la dificultad l—gica, porque si hay mediaciones discursivas, entonces nunca hay el momento de la experiencia de la dislocaci—n, siempre hay el momento de la sutura de la dislocaci—n o, del relato de la dislocaci—n. Ernesto Laclau: No. Yo no veo ninguna dificultad l—gica all’, uno est‡ experimentando a travŽs de toda una serie de pr‡cticas discursivas un cierto ordenamiento del mundo que procede de acuerdo a ciertos par‡metros y un d’a esas expectativas, que constituyen el discurso que
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organiza una experiencia, se rompe por eventos exteriores que la hacen imposible, esa experiencia de dislocaci—n precede absolutamente al momento de su recomposici—n por discursos posteriores. Quiero volver a la cuesti—n del mercado. Cuando he hablado de una pluralidad de mercados, no he tratado de hablar de que hay muchos mercados unos separados de otros, lo que he querido decir es que la realidad del mercado es una realidad desnivelada, porque no hay algo as’ como el funcionamiento œnico, ni una œnica l—gica de mercado; la l—gica de mercado tiene que constituirse a partir de una pluralidad de l—gicas sociales, por ejemplo, determinar una inversi—n en condiciones de globalizaci—n requiere saber d—nde ciertos beneficios son obtenibles y d—nde no y esto depende de una pluralidad de factores. Hay discursos de la contabilidad que est‡n lejos de ser autom‡ticos, por las cuales la categor’a de ganancia, de beneficio, no es una categor’a unificada, se necesitan discursos de la informaci—n que de nuevo son hetereogŽneos y que determinan la viabilidad de una inversi—n. Hay l—gicas relativas al proceso de trabajo y c—mo este proceso de trabajo puede evolucionar en ciertas regiones, o sea que no hay algo as’ como un mercado œnico, sino que hay el desnivel de una pluralidad de pr‡cticas que constituyen efectos totales, que podemos llamar mercado; pero esos efectos totales no est‡n dominados por una l—gica œnica. Luego, mi argumento era que en muchas teor’as pesimistas Ðo teor’as no tan pesimistasÑ acerca del poder total del mercado, se asume muy f‡cilmente que este mercado constituye un mecanismo unificado y unificante, cuando en realidad es el lugar de una proliferaci—n de pr‡cticas que cambia todo el tiempo. Miguel Vicu–a Navarro: Yo quer’a hacer un comentario a la penœltima pregunta, es decir, el problema de la relaci—n entre discurso, dislocaci—n, acontecimiento, pues justamente me parece que el problema del enlace o de la relaci—n, no se da en el sentido de quŽ es anterior a quŽ, sino que m‡s bien, en el sentido de la pertenencia a la interioridad del discurso, a la condici—n misma del discurso en el momento de la dislocaci—n y la ruptura. La ruptura supone el l’mite que es una de las condiciones del discurso, el discurso no existe sin esa finitud, sin esa relaci—n con ese centro y margen a la vez. Ahora, aprovecho la apostilla para volver un poco a ciertas preguntas que est‡n en el aire, es decir, si las pr‡cticas son discursivas y es, en las pr‡cticas, donde se reconfigura y se reinscribe el acontecimiento y, ese es el territorio de lo pol’tico, entonces el reconocer esta condici—n significa transfigurar o transformar o, simplemente, hacer estallar la t—pica a la que hemos estado acostumbrados hasta ahora, significar’a, por ejemplo, que el reconocimiento de esta especificidad pol’tica de la hegemon’a o de la
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reinscripci—n hegem—nica, implicar’a algo as’ como una proliferaci—n podr’amos decir- de poŽticas o de configuraciones hegem—nicas que habr’an de distribuirse en forma radiante en el conjunto de este universo estallado, de modo que habr’a que pensar la especificidad de la pol’tica o de lo hegem—nico, como algo que no se produce en la vieja esfera de la pol’tica, sino que se produce en un conjunto de diversas esferas, de las diversas viejas esferas de la econom’a, del mercado, de la pol’tica, etcŽtera. Ernesto Laclau: Estoy totalmente de acuerdo. Es decir, el concepto de hegemon’a como articulaci—n, puede ser concebido de dos maneras: o bien, la hegemon’a es una forma de articulaci—n por la cual un cierto discurso adquiere una cierta centralidad, pero esto se da sin la presencia de conflictos o fuerzas antag—nicas; o bien, tenemos una hegemon’a que se logra a travŽs del enfrentamiento de fuerzas antag—nicas y en ese caso, es espec’ficamente pol’tica. Pero esa hegemon’a pol’tica puede tener lugar al interior de una f‡brica o de cualquier otro lugar. Gramsci, por ejemplo, dec’a que la hegemon’a se constituye en la sociedad burguesa b‡sicamente al interior de las f‡bricas y Žl hablaba de la guerra de posiciones, como un principio en el cual siempre hay m‡s de un centro hegem—nico en la sociedad y, hay relaciones de fuerza y de oposici—n entre campos diversos. O sea, estoy absolutamente de acuerdo.
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Tercera conferencia: (24 de octubre de 1997).
Entonces, de la misma manera que hemos empezado la primera sesi—n analizando la teor’a del signo; la segunda sesi—n sobre la base del an‡lisis de la universidad y la particularidad; hoy quisiera empezar hablando de la concepci—n cl‡sica de la emancipaci—n, es decir, voy a intentar una deconstrucci—n de esta perspectiva. La teor’a cl‡sica de la emancipaci—n se organiza alrededor de dos dimensiones b‡sicas y estas dimensiones son en realidad, como tratarŽ de mostrarlo, contradictorias, esto es, hay una contradicci—n inherente a la teor’a cl‡sica de la emancipaci—n, pero partiendo de esta contradicci—n podemos encontrar una serie de juegos de lenguaje complejos que nos permiten hacer de la emancipaci—n un concepto que, si bien est‡ penetrado por una antinomia b‡sica, sin embargo, sigue siendo operativo para el an‡lisis pol’tico. ÀCu‡les son las dimensiones b‡sicas de la teor’a de la emancipaci—n? En mi trabajo Emancipaci—n y Diferencia , he se–alado seis dimensiones de la emancipaci—n. Para los objetivos de este seminario, podemos resumirlas en dos y estas dos dimensiones son la dimensi—n dicot—mica y la dimensi—n de fundamentos. Las dos presuponen un cierto radicalismo y las dos, a pesar de este radicalismo, se mueven en direcciones contradictorias. La dimensi—n dicot—mica implica que si tenemos el curso del proceso hist—rico y en un momento dado acontece dentro de tal proceso, un hecho radical como es el hecho emancipatorio -el advenimiento de una sociedad reconciliada- esto significa que la totalidad de la racionalidad hist—rica se concentra en la sociedad post-emancipatoria, porque la sociedad post-emancipatoria es una sociedad que ha superado toda opacidad, todo antagonismo, en la determinaci—n de sus procesos b‡sicos, y ve a la sociedad anterior como una sociedad en la cual no hay una racionalidad inherente a su propia estructuraci—n. Por ejemplo, Voltaire dec’a que la historia previa al hecho racional de su organizaci—n definitiva, era el conjunto de los errores y las locuras de los hombres y, evidentemente, si la emancipaci—n es radical, si la totalidad de la racionalidad hist—rica se concentra en una sociedad emancipada, aquello que la precede tiene que ser necesariamente no racional. Es decir que desde el punto de vista de una dimensi—n dicot—mica, el proceso hist—rico se caracteriza por un antagonismo b‡sico.
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Si se quiere alguna ejemplificaci—n emp’rica, todo aquello que sea el rechazo Žtico a un cierto rŽgimen, supone que ese rŽgimen es totalmente irracional, pudiendo obedecer a la racionalidad y a motivaciones individuales de la gente, pero desde el punto de vista de la totalidad de la sociedad, es algo que no tiene, en s’ mismo, ninguna racionalidad interna que permita afirmar su necesidad. O sea, la dicotom’a afirma un antagonismo de tipo radical. La segunda dimensi—n esta referida a los fundamentos. Tal dimensi—n presupone que hay un fundamento de lo social en donde el hecho emancipatorio tiene lugar. Ello supone que la historia no es simplemente el corte entre la racionalidad social posterior al hecho emancipatorio y la irracionalidad social que representa toda la historia que lo ha precedido, sino que es un momento en el despliegue de una racionalidad hist—rica b‡sica. Pero, si hay un fundamento de la historia y el hecho emancipatorio viene a luz como un momento en el despliegue de este fundamento, en ese caso, las etapas que lo han precedido tambiŽn tienen que tener una racionalidad interna. Todo ello supone que desde el punto de vista de la dimensi—n dicot—mica, toda la racionalidad hist—rica se concentra en una sociedad emancipada y la sociedad que la precede es, esencialmente, opresiva, explotadora, irracional, etcŽtera. A la vez, desde el punto de vista de la otra dimensi—n, si hay un fundamento hist—rico por el cual el acto emancipatorio obedece al movimiento hist—rico de este fundamento, la sociedad que lo ha precedido tambiŽn tiene que ser racional. Esta contradicci—n es la que, b‡sicamente, penetra a todas las teor’as de la emancipaci—n y es en torno a ella que voy a tratar de organizar la primera parte de mi presentaci—n. Para ello daremos una cierta base hist—rica, para ver c—mo estas dos dimensiones se han articulado en los discursos emancipatorios cl‡sicos. ÀDe d—nde viene la idea de emancipaci—n que habita nuestro universo pol’tico? La primera forma hist—rica de la teor’a de la emancipaci—n fue la idea cristiana de salvaci—n. ÀQuŽ es lo que significa la salvaci—n? Significa que vamos a llegar a un tipo de sociedad, en el momento de la consumaci—n de los tiempos, en la cual todo antagonismo, toda contradicci—n, toda injusticia va a ser, radicalmente eliminada. En el designio de Dios, que va desde el comienzo del mundo hasta el juicio final, hay un momento en el cual una sociedad se hace absolutamente transparente, absolutamente reconciliada consigo misma; una sociedad de
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la cual el mal ha sido totalmente erradicado y, gracias a ese momento emancipatorio, va a advenir. Ahora bien, ah’ es donde comienzan los problemas, porque la teor’a cristiana de la salvaci—n estaba basada en una concepci—n teol—gica que presentaba un problema l—gico insoluble. El problema l—gico se puede plantear en estos tŽrminos -y como ustedes ver‡n es exactamente la reproducci—n en un lenguaje teol—gico de la dificultad te—rica que estamos hablando aqu’-, se dice: Dios es infinita bondad y al mismo tiempo Dios es todopoderoso, en ese caso Àc—mo explicamos la existencia del mal en el mundo? S’ Dios es infinita bondad, no puede ser responsable de la existencia del mal en el mundo, pero por ello mismo, no puede ser todopoderoso. Algo acontece en el mundo, de lo cual Žl no es responsable. Si de otro lado, se dice: Dios es responsable de la existencia del mal en el mundo, en ese caso es todopoderoso pero no puede ser absoluta bondad. Es decir que en tŽrminos teol—gicos vemos exactamente la reproducci—n de esta dificultad que se–alaba al comienzo, en el discurso emancipatorio. Si el mal es algo que est‡ radicalmente excluido de la realizaci—n de una sociedad plena, en ese caso, la dimensi—n dicot—mica es radical pero no hay un fundamento. Dios ser’a responsable de la segunda instancia, pero no de la primera parte de la historia. O, de otro lado, si Dios es responsable de la totalidad de la historia, en ese caso, todo lo que ocurre el mal inclusive- es racional y por ello, la dimensi—n dicot—mica aparece radicalmente excluida. Los padres de la Iglesia trataron de solucionar esta dificultad sin mayor Žxito. San Agust’n intent— dar tres soluciones a este problema y las tres soluciones son l—gicamente inadecuadas, de modo que al final dice: Òlo que pasa es que los designios de Dios son inescrutables y es incorrecto que nos planteemos este tipo de problemasÓ, que es como decir ÒdŽjense de hacer preguntas complicadasÓ. Es decir que no hay real soluci—n a esta dificultad. Entonces, Àc—mo se puede solucionar este problema? O bien, radicalizando la dimensi—n dicot—mica. O bien, radicalizando la dimensi—n de fundamentos, y la œnica respuesta con una cierta l—gica es la segunda. Por ejemplo, esta soluci—n fue insertada durante el Renacimiento Carolingio por Scotto de Erigena, y lo que Žl intentaba decir es que el mal es una apariencia de la historia, por lo cual, nosotros creemos que en la historia hay mal, pero esa es simplemente la versi—n deformada de los agentes que la est‡n viviendo, ya que vista desde el fin, desde una escatalog’a hist—rica, todo el mal que aparece en la historia se revela simplemente como una etapa necesaria que
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conduce a la perfecci—n divina y, en ese sentido, es claro que esto no tiene el menor resabio de una ortodoxia religiosa, aunque Scotto de Erigena no se da cuenta de los problemas de ortodoxia que esto plantea, porque eso significa que Dios no es perfecto desde el comienzo, sino que necesita llegar a la perfecci—n a travŽs de un proceso que implica el autodespliegue del mundo, de modo que llegamos a una soluci—n de tipo pante’sta, en la cual todas las etapas intermedias, necesariamente, tienen que ser vistas como contribuyendo a la perfecci—n divina. En realidad, la obra de Scotto de Erigena, escrita en el siglo X, es una obra que precede en mil a–os a la Fenomenolog’a del esp’ritu25 de Hegel, pero el tipo de argumentaci—n, en œltima instancia, no es necesariamente diferente. Toda la l—gica hegeliana del autodespliegue del absoluto hacia formas cada vez m‡s altas de perfecci—n, est‡ prefigurada en esta concepci—n. Este tipo de interpretaci—n va a tener una larga trayectoria durante la Edad Media, por ejemplo, la vemos expresada en el misticismo n—rdico. En la obra de Eckardt vemos una forma especialmente elaborada de este argumento en la cual, la noci—n hegeliana de negaci—n de la negaci—n, aparece prefigurada y despuŽs, pasando por Nicol‡s de Cussa y por Spinoza, va a llegar a sus formas m‡s altas de expresi—n en Hegel y en Marx. La versi—n hegeliana de este tipo de visi—n de la emancipaci—n, b‡sicamente establece que hay una astucia de la raz—n, que la historia aparece surcada por una serie de eventos que aparentemente son totalmente irracionales, pero que estos eventos son irracionales solamente para la conciencia de los agentes que la est‡n viviendo, puesto que al final del proceso, la historia va a revelar una ’ntima racionalidad que hab’a surcado todas sus etapas. Por ejemplo, al comienzo de las Lecciones sobre la filosof’a de la historia26 , Hegel va a decir: la historia universal no es el terreno de la racionalidad de los agentes que la viven, pero la racionalidad de la historia es independiente, completamente, de esa aparente irracionalidad. Y la versi—n marxista no es fundamentalmente diferente tampoco; en ella se dice: la sociedad primitiva, la sociedad comunista primitiva era una sociedad no antag—nica y, sin embargo, fue necesario pasar por todo el infierno de las sociedades antag—nicas para llegar a un tipo de comunismo en el cual, finalmente, todas las contradicciones van a ser resueltas; el desarrollo de las fuerzas productivas de la humanidad, requer’a el desarrollo de todas esas formas de antagonismos, de modo que vista desde la perspectiva de un comunismo final, esa historia se revela 25
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. Fenomenolog’a del Esp’ritu. Buenos Aires: Fondo de Cultura Econ—mica, 1992. 26 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich. Lecciones sobre la filosof’a de la historia , Madrid: Alianza Editorial, 1980.
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como racional, a travŽs de todas sus etapas. Y por ello, la dimensi—n dicot—mica, la dimensi—n radical del antagonismo y de un rechazo Žtico que no admite ninguna forma de recomposici—n l—gica, aparece claramente eliminada. Ahora bien, una vez que llegamos a esta situaci—n, vemos que la teor’a cl‡sica de la emancipaci—n es finalmente incoherente, porque afirma la dimensi—n de fundamento y al mismo tiempo, afirma la dimensi—n dicot—mica, y estas dos dimensiones no se pueden integrar en ninguna concepci—n coherente. El problema que tenemos que plantearnos es c—mo derivar una cierta productividad pol’tica de la existencia de estas dos dimensiones, que se requieren mutuamente y que, al mismo tiempo, se repelen mutuamente. Estamos exactamente en la situaci—n que hemos descrito previamente, de un objeto -el acto emancipatorio- que es a la vez, necesario e imposible. Ello implica que nosotros solamente podemos tener un contenido de fundamento en la medida en que ese fundamento asuma la dimensi—n dicot—mica, pero ah’ mismo, la socave. El marxismo es una concepci—n en la cual, claramente, ustedes ven la dualidad de estas dos visiones. Empieza afirmando que la historia aparece unificada por una l—gica fundante, que es la contradicci—n entre fuerzas productivas y relaciones de producci—n, la forma m‡s extrema de afirmaci—n de esta contradicci—n aparece en el Pr—logo de la contribuci—n a la Cr’tica de la Econom’a Pol’tica27 , ah’ se dice que toda la historia aparece unificada por esta l—gica y la lucha de clases aparece completamente ausente de ella, simplemente porque la lucha de clases presupone un antagonismo radical. Por ejemplo, se dice que no es posible juzgar a un hombre por lo que Žl piensa de s’ mismo, de la misma manera no se puede juzgar las acciones de los actores sociales por lo que ellos piensan que est‡n haciendo; hay un sentido profundo de la historia que solamente a la visi—n totalizante del estadio final, se le muestra de una manera clara. Es decir, por un lado, el marxismo es una teor’a objetivista de la evoluci—n de lo social y, por otro lado, hay numerosos textos marxistas en que la lucha de clases es presentada como el motor de la historia, y esta segunda visi—n, que es completamente incompatible con la primera, aparece expresada una y otra vez. 27
Marx, Karl. Pr—logo de la contribuci—n a la cr’tica de la econom’a pol’tica. Madrid: Editorial Sarpe, 1983.
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Lo que he intentado mostrar en mi ensayo que he llamado M‡s all‡ de la emancipaci—n28 , es que tanto la dicotom’a como el fundamento, son dimensiones cuya necesidad y cuya imposibilidad se requieren mutuamente y que, a partir de ella, se deriva una cierta productividad pol’tica. Por un lado, el fundamento es imposible, porque si hay fundamento no puede haber dicotom’a radical, pero al mismo tiempo, ese fundamento tiene que ser planteado hist—ricamente en una acci—n colectiva, pues en toda acci—n colectiva estamos postulando un cierto fundamento, un cierto principio del cambio, aœn cuando ese principio del cambio, ese fundamento, no pueda lograrse. Esto significa que, si admitimos el socavamiento de este fundamento por parte de la dimensi—n dicot—mica, este fundamento va a ser siempre un fundamento relativo, es decir que, este fundamento va a tener todas las caracter’sticas que hemos descrito en relaci—n a la hegemon’a. Un fundamento de horizonte, no un fundamento fundamental. Con ello, lo que estamos haciendo es afirmar y limitar la acci—n del fundamento. Y lo mismo acontece con la dimensi—n dicot—mica. Nosotros afirmamos una dicotom’a radical, pero estamos diciendo que esa dicotom’a radical no puede ser enteramente radical porque en ese caso tendr’amos una concentraci—n de la racionalidad hist—rica solamente en un punto, y esto, por las razones que acabo de presentar, es una visi—n claramente insuficiente. Si la racionalidad hist—rica circula en una forma relativa entre estos dos momentos, en tal caso, tenemos exactamente la noci—n de contingencia que hemos definido previamente y, las pr‡cticas hegem—nicas consisten en articular estas dos imposibilidades œltimas que son un fundamento total y una dicotom’a total. Si ustedes quieren, esto es lo mismo que decir que la dimensi—n de equivalencia y la dimensi—n de diferencia no pueden articularse definitivamente y, sin embargo, ambas son necesarias. O sea que, por el camino de las teor’as de la emancipaci—n, acabamos de llegar a un concepto de hegemon’a que es exactamente el mismo que hab’amos trazado a partir de la l—gica del significante vac’o y el an‡lisis de la relaci—n entre universalidad y particularidad. Antes que yo pase al punto siguiente, veamos si hay puntos de aclaraci—n en estos momentos, si la base de mi argumento est‡ claro o si necesito plantearlo nuevamente, o precisar algunos puntos. Pœblico: Puede ampliar m‡s el an‡lisis al concepto de hegemon’a... Ernesto Laclau: La idea de llegar a una sociedad totalmente reconciliada presupone que la totalidad del proceso hist—rico, encuentra 28
En Emancipations . Ver bibliograf’a de Ernesto Laclau.
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un momento de cierre en un tr‡nsito de la contingencia hist—rica a la necesidad hist—rica. Por ejemplo, en la dimensi—n dicot—mica todo lo que vendr’a antes ser’a el mundo de la contingencia, todo lo que viene despuŽs ser’a el mundo de la necesidad. Pero, el problema es ÀquŽ ocurre con el instante de transici—n de la contingencia a la necesidad? Ese momento de transici—n de la una a la otra es Ànecesario o contingente? Si es puramente contingente, en ese caso, la contingencia va a te–ir tambiŽn lo que ocurre despuŽs, porque si es s—lo contingencia quiere decir que el proceso es reversible y lo que vamos a tener no es necesidad hist—rica, despuŽs de y a pesar de todo, sino que vamos a tener arreglos contingentes de la sociedad. Si el punto de tr‡nsito de un mundo al otro es, por el contrario, necesario, en ese caso, lo que ven’a antes de ese proceso tiene que ser necesario tambiŽn y si es necesario, entonces no es cierto que la racionalidad hist—rica estŽ puramente concentrada en este punto; la racionalidad hist—rica se extiende tambiŽn a lo que ocurr’a antes y estar’amos de vuelta en la noci—n de fundamento. La idea de una dicotom’a radical presupone este tipo de dificultad, solamente puede haber dicotom’a radical en la medida en que la contingencia hist—rica es completamente aceptada, pero si la contingencia hist—rica es completamente aceptada, la dicotom’a puede ser esta dicotom’a o cualquiera otra dicotom’a, o sea que finalmente, la organizaci—n de la dicotom’a es puramente hegem—nica, no obedece a ninguna l—gica necesaria preexistente. El radicalismo del corte hegem—nico tambiŽn es puesto en cuesti—n. Miguel Vicu–a Navarro: Lo m’o es precisamente sobre lo que usted acaba de se–alar, el principio del corte dicot—mico, en un comienzo Àdistribuye estas dos dimensiones nodales de cualquier manera, de uno u otro modo, o distribuye siempre en un sentido: hay una orientaci—n de la contingencia de la necesidad o de la necesidad de la contingencia? En el œltimo caso, el problema que surge es que las nociones mismas de contingencia y necesidad empiezan a perder sentido. Ernesto Laclau: Bueno, es exactamente mi argumento... Miguel Vicu–a Navarro: Y eso ya est‡ contenido en la categor’a de modalidad cristiana, en la medida en que la categor’a de necesidad es una s’ntesis de las categor’as de la posibilidad y la existencia, entonces si decide procurarse la necesidad en tŽrminos de la negaci—n de la noci—n de posibilidad de existencia, si eso es la necesidad, entonces hay un intercambio en un sentido constante y aqu’ viene por lo tanto la necesidad de romper con ello. Justamente ac‡ aparece Heiddegger y como Žste pone
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al pensamiento en torno al acontecimiento, como una cuesti—n centralÉ.[fragmento inaudible]. Ernesto Laclau: S’, estoy de acuerdo. Es decir, la teor’a de la emancipaci—n en un sentido cl‡sico, juega con la necesidad y la contingencia en una forma que es contradictoria, que es exactamente lo que estoy tratando de demostrar. En la medida que este juego es contradictorio, sin embargo, no elimina la dualidad entre las dos categor’as, sino que simplemente las desplaza en tanto que contingencia y necesidad pasan a ser tŽrminos relativos de una serie, pero entonces la idea de una emancipaci—n radical tambiŽn est‡ puesta fundamentalmente en cuesti—n. S’, estoy de acuerdo con todo el argumento. Bueno, volvamos entonces. Con esto hemos llegado a un nuevo momento en el cual la noci—n de hegemon’a surge como resultado del colapso de la distinci—n entre lo necesario y lo contingente en un sentido absoluto, mientras que la separaci—n de todo plano era fundamental en la teor’a cl‡sica de la emancipaci—n. Entonces ahora voy a tomar la deconstrucci—n que es el punto que no llegamos a tratar la vez anterior. ÀQuŽ significa exactamente deconstrucci—n? Deconstruir un concepto no significa abandonar ese concepto, sino significa mostrar que ese concepto est‡ basado en ciertas antinomias, en ciertas ambigŸedades que, si son enteramente desplegadas, si son enteramente explicadas, permiten una serie de movimientos estratŽgicos dentro de Žl. ComenzarŽ esta explicaci—n con un an‡lisis, muy cl‡sico en los textos deconstructivos, que es el an‡lisis que Derrida hace en su libro La Voz y el Fen—meno29 , en el cual trata de mostrar como hay una indecidibilidad en la articulaci—n de categor’as l—gicas, en el an‡lisis husserliano. Derrida parte con el an‡lisis de Husserl acerca de la relaci—n entre sentido y conocimiento. B‡sicamente, el an‡lisis de Husserl establece que el sentido no puede reducirse al conocimiento, el conocimiento es siempre intuici—n, supone siempre intuici—n de un objeto. Supongamos que yo digo c’rculo cuadrado, esto, dice Husserl, es un concepto que no puede dar lugar a la intuici—n de ningœn objeto, yo no puedo tener un acceso v’a intuici—n a un c’rculo cuadrado, por otro lado, sin embargo, yo entiendo lo que c’rculo cuadrado quiere decir y es por eso que puedo decir que c’rculo cuadrado apunta a un objeto imposible, si yo no entendiera que este objeto es imposible, tampoco podr’a decir nada acerca de su posibilidad o de su imposibilidad. Es decir, sentido y conocimiento no son reducibles. 29
Derrida, Jacques. La voz y el fen—meno. Valencia: Editorial Pre-Textos, 1995.
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Si por ejemplo, tomando el libro de Tom‡s Moulian 30 , yo digo: Òmito un de anatom’a actual ChileÓ, eso no quiere decir absolutamente nada, es decir que aqu’ ni hay intuici—n de un objeto ni hay tampoco sentido, pero esto es totalmente distinto del caso del c’rculo cuadrado, entonces la conclusi—n de Husserl es que el conocimiento de un objeto no es necesario para la existencia de su sentido. En oposici—n a la vez, al pensamiento cl‡sico y todav’a a Bertrand Russel, quien dec’a que un objeto imposible es un objeto de no sentido; Husserl, al contrario, trata de separar el sentido de la intuici—n del objeto. El argumento de Derrida es: Husserl separa sentido de conocimiento, y en ese caso, un sentido que no presupone ningœn conocimiento es m‡s adecuado para llegar a la concepci—n del sentido, que un sentido en el cual, al mismo tiempo, hay intuici—n del objeto, porque es m‡s pura la experiencia del sentido cuando no hay intuici—n del objeto. Pero, Derrida dice inmediatamente: en este punto, sin embargo, Husserl toma lo que Žl llama una decisi—n Žtico-te—rica. La decisi—n Žtico-te—rica es decir: bueno a pesar de que la intuici—n del objeto no es necesaria para el sentido, el sentido solamente es un buen sentido cuando conduce a la intuici—n del objeto. Pero ello implica que, despuŽs de haber separado radicalmente sentido y conocimiento, Husserl vuelve a establecer, a travŽs de esta decisi—n que no es l—gicamente requerida por la relaci—n entre sentido y conocimiento, una subordinaci—n del uno al otro. Aqu’ Derrida establece que otras decisiones son posibles. Por ejemplo, James Joyce confrontado con el mismo problema, trataba, al contrario, de emancipar el sentido del conocimiento y de jugar con formas de sentido que eran totalmente independientes de la intuici—n de los objetos. Esto es importante para nuestro an‡lisis, porque como ustedes probablemente saben, muchas tonter’as se dicen sobre la deconstrucci—n: que la decontrucci—n no es pol’tica, que es un tipo de pensamiento postmodernista y todas esas pavadas. Pero justamente, la intervenci—n deconstructiva establece una indecidibilidad radical en la estructura, cuesti—n que ampl’a el lugar de la decisi—n y, la decisi—n, concebida como autogenerada, es exactamente atingente al campo de la hegemon’a. Nosotros hemos visto que la noci—n de hegemon’a surge cuando hay un ‡rea de ambigŸedad en los objetos, un ‡rea de contingencia en el cual una intervenci—n va en un sentido pero no es al mismo tiempo requerida por ese sentido. Y es all’ donde la deconstrucci—n, al mostrar ‡reas mucho m‡s 30
Moulian, Tom‡s. Chile actual. Anatom’a de un Mito . Santiago: Editorial ArcisLOM, 1997.
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radicales de indecidibilidad en la relaci—n entre objetos, empieza tambiŽn a ampliar el papel que el momento de la decisi—n, que es el momento espec’ficamente pol’tico, debe jugar. Esto es lo que se ha hecho posible por la intervenci—n Derridiana, pero al mismo tiempo, es el impensado en la reflexi—n de Derrida, porque Derrida crea todo el terreno para el cual la indecidibilidad estructural requiere una teor’a de la decisi—n y, sin embargo, no ha avanzado suficientemente, a mi modo de ver, en la elaboraci—n de una teor’a de la decisi—n; en sus œltimos escritos empieza a orientarse en esta direcci—n, aunque, por razones que no voy a elaborar aqu’, no me parece que sean realmente las mejores formas de abordar este problema. O sea que, el momento deconstructivo Ðy aqu’ nos encontramos de nuevo con la decisi—n hegem—nicaÑ es el momento en el cual la indecidibilidad de la estructura, requiere la contingencia de una decisi—n, y es absolutamente importante ver que es lo que est‡ impl’cito en la noci—n de decisi—n. A esto voy a dedicar los pr—ximos minutos. Veamos quŽ es una decisi—n radical, a travŽs del an‡lisis de lo que significa una elecci—n, ÀquŽ es lo que significa elegir? Usemos como punto de partida una decisi—n individual, supongamos que yo tengo que elegir y que estoy confrontado con dos o tres alternativas; pero supongamos que la decisi—n es una decisi—n algor’tmica, es decir, que confrontadas con estas tres alternativas, hay una y s—lo una que es la decisi—n correcta. En ese caso, es perfectamente claro que yo no estoy eligiendo nada, porque la estructura ha elegido por mi, antes de que yo intervenga en ella. La idea de libertad de elecci—n es incompatible con la idea de la organizaci—n algor’timica del campo de la decisi—n, esto es, en una estructura matem‡tica no tengo ninguna posibilidad de elecci—n. Esto equivale a decir que si hay posibilidad de elecci—n, hay libertad de elecci—n en sentido estricto, pues la libertad implica que yo tengo que enfrentarme con alternativas cuya elecci—n no sea algor’tmica. En œltima instancia, mi decisi—n va a ser una decisi—n arbitraria, porque no va a estar fundada en ninguna racionalidad a priori. O, para ser libre, mi decisi—n tiene que estar fundada en la arbitrariedad, pero de alguna manera, si yo estoy eligiendo arbitrariamente entre dos, tres o m‡s formas posibles de decisi—n, yo estoy reprimiendo los otros cursos de acci—n que hubiera podido elegir y que no estoy eligiendo; o sea, hay un elemento de represi—n, un elemento de poder en el mero hecho de tomar una decisi—n individual. Pasemos, a partir de all’, a las decisiones colectivas. Supongamos que un grupo de personas tiene que decidir acerca de un problema
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colectivo, si la decisi—n no es algor’tmica, necesariamente o muy probablemente, ciertos grupos de personas van a preferir una decisi—n y otros grupos van a preferir otro tipo de decisiones y, si finalmente un tipo de decisi—n se impone sobre los otros, esa decisi—n va a ser un acto de poder. Un acto de poder que puede fundarse en formas muy civilizadas, por ejemplo, una elecci—n en la cual la mayor’a impone sobre la minor’a cierta decisi—n, pero va a ser siempre un acto de poder, porque no va a haber una coincidencia racional en un œltimo acto, en el cual todos los actores sociales coinciden. Por consiguiente, el poder y la libertad son dos condiciones que se requieren mutuamente, y hablando de teor’as de la emancipaci—n nuevamente, vemos que las teor’as cl‡sicas de la emancipaci—n se basaban en una articulaci—n entre poder y libertad que era profundamente err—nea, porque de acuerdo a las teor’as cl‡sicas, si hay poder no hay libertad y viceversa, es decir, cuanto m‡s poder menos libertad. Si lo que estamos diciendo es correcto, si una decisi—n libremente tomada implica la afirmaci—n de un evento de car‡cter arbitrario, en ese caso, toda decisi—n, toda relaci—n de poder va a ser el fundamento mismo de una cierta libertad, porque soy libre solamente en la medida en que mi decisi—n no est‡ predeterminada por la estructura, de lo contrario, tendr’a solamente la libertad spinoziana que es ser consciente de la necesidad. En nuestro caso, libertad y poder son dos tŽrminos que se requieren mutuamente y, la teor’a de la emancipaci—n como el arribo a una sociedad de la cual toda relaci—n de poder habr’a sido eliminada, una sociedad reconciliada consigo misma, es lo mismo que el arribo a una situaci—n en la cual la libertad ya no existiera, porque en ese tipo de sociedad, todas las decisiones ser’an algor’tmicas, la racionalidad de los agentes ser’a una racionalidad que penetrar’a a todos los que participan en ella y en ese caso, la noci—n misma de libertad desaparecer’a. La consumaci—n final de la libertad y la privaci—n completa de la libertad son tŽrminos exactamente equivalentes el uno con el otro. Por ello, el momento de la decisi—n, es ese momento en que la arbitrariedad de la construcci—n social se muestra en s’ misma. ÀQuŽ es tomar una decisi—n? Tomar una decisi—n en primer lugar, significa algo que nos lleva m‡s all‡ de la categor’a de sujeto, les voy a contar un caso: hace un tiempo estaba leyendo una novela italiana, en la cual se relata la historia de una huelga que tiene lugar a principios de siglo en el norte de Italia y los trabajadores han estado en huelga por varios meses, sus medios financieros se han agotado totalmente, los patrones no dan ninguna muestra de querer ceder a ninguna de sus demandas y no saben quŽ hacer, no saben si seguir o no la huelga; entonces llaman a una
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asamblea del sindicato y est‡n Ðcomo ustedes ah’ sentados- y ac‡ Ðcomo yo- est‡ el pobre dirigente sindical, al cual todos miran porque ellos no saben quŽ decisi—n tienen que tomar y entonces est‡n transfiriendo la decisi—n al dirigente sindical, pero Žste no sabe realmente quŽ hacer, porque no tiene m‡s raz—n para seguir un curso de acci—n que otro, o sea que est‡ decidiendo en un sentido radical, sin motivo, no hay all’ algoritmo alguno que vaya a resolver el problema. ƒl est‡ mirando a la asamblea y de pronto una mosca viene y se posa en su frente y Žl dice ÁahÉ continuamos la huelga! Esto es decisi—n en sentido puro, pero como ustedes ven, es una decisi—n que, en primer tŽrmino, deconstruye la categor’a de sujeto, porque ÀquiŽn toma la decisi—n all’? Decir que la toma el dirigente sindical ser’a decir que por ser dirigente sindical Žl tiene una racionalidad interna por la cual la decisi—n va a ser tomada, esa es exactamente la categor’a cartesiana de sujeto, pero esto es lo que no ocurre; los otros que est‡n mirando al dirigente sindical, tampoco toman la decisi—n, aunque constituyen y acotan el terreno en la cual la decisi—n va a influir. ÁLa mosca toma la decisi—n! tampoco, evidentemente, la mosca est‡ tomando la decisi—n, aunque es un factor que interviene en el curso de la decisi—n. Por consiguiente, la decisi—n no es nunca la decisi—n de un sujeto, la decisi—n es un evento que ocurre en una situaci—n, sin que pueda ser referida a alguna racionalidad de cualquier car‡cter que la explique. En un art’culo reciente que produjo el nerviosismo de Richard Rorty, he dicho que tomar una decisi—n es lo mismo que maldecir a Dios, es decir, tomar una decisi—n es m‡s o menos como decirle a Dios: yo soy una criatura humilde, como todas las criaturas de tu creaci—n, estaba dispuesto a seguir todas tus instrucciones, a seguir todas tus normas, a comportarme como todo resto de los entes creados y sin embargo, en un determinado momento, tœ est‡s silencioso, no dices nada y entonces yo tengo que operar como si fuera tœ, tomando una decisi—n que te corresponder’a a ti, sin tener, sin embargo, la omnisciencia que tœ tienes. Por ello la arbitrariedad de mi decisi—n va a ser respuesta a la finitud de la situaci—n en que me encuentro y que me obliga a actuar como un ser divino sin en realidad serlo. Es decir, el momento de la arbitrariedad de la decisi—n es como el momento de la locura de lo social. En un momento dado Derrida dice, citando a Kierkegaard, que el momento de la decisi—n es el momento de la locura. La sociedad presenta una serie de normas por las cuales la locura va a ser siempre una locura regulada, pero el m‡ximo de racionalidad que la sociedad puede alcanzar es exactamente eso, ser una locura sometida a l’mites y sometida a normas.
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Creo que es alrededor de esta concepci—n de la decisi—n donde va a girar todo el conjunto de la teor’a social contempor‡nea, en los pr—ximos a–os. Creo que ha sido un error plantear en teor’a social esa oposici—n radical entre agencia y estructura que ha dominado el debate en la teor’a sociol—gica recientemente, porque tanto la noci—n de agente como la noci—n de estructura presuponen una identidad plenamente constituida a partir de la cual el todo social se explica. Hay, adem‡s, algunas teor’as que son metaf—ricas, por ejemplo Anthony Guiddens dice que para evitar caer en el extremo de las teor’as del agente o la estructura, se debe proponer un concepto tal como estructuraci—n, que es una especie de estructura de mediaci—n entre estructura y agente, pero estructuraci—n es, simplemente, el nombre de un problema, no es una soluci—n te—rica a la cuesti—n con la que estamos enfrentados. Entonces Àen quŽ medida deconstrucci—n, teor’a del sujeto y hegemon’a van juntos? Van juntos en el sentido de que si la deconstrucci—n muestra ‡reas de m‡s y m‡s radical indecidibilidad a nivel de los arreglos estructurales, el momento de la decisi—n pasa a ser central y, si la decisi—n no est‡ dictada por una racionalidad a priori, la decisi—n va a tener que ser hegem—nica. Preguntas: Pœblico: Perd—n, solamente una aclaraci—n, Àc—mo est‡ pensando la noci—n de decisi—n en relaci—n a la cuesti—n de la causa o motivo? Ernesto Laclau: La distinci—n que se ha hecho frecuentemente ha sido la distinci—n entre causa y motivo. Por ejemplo, se dice que el motivo de una decisi—n es el conjunto de factores racionales que est‡n implicados en la producci—n de un cierto efecto, la causa es algo que no requiere ningœn tipo de racionalidad. Rorty ha insistido mucho en la distinci—n entre causa y motivo de las decisiones. Ahora, a mi me parece que justamente, una vez que uno entra en el an‡lisis de la cuesti—n del motivo y de la causa, cada vez es m‡s dif’cil mantener la distinci—n entre los dos, si por ejemplo, en el caso de la mosca que mencionamos, que una cosa sea una causa y que una cosa sea un motivo es pr‡cticamente indecidible. A la vez, all’ creo que no hay una determinaci—n por un sujeto cartesiano, porque un sujeto cartesiano es un sujeto que procede a travŽs de una racionalidad total, es decir, la conclusi—n de que uno existe es el resultado de un razonamiento, y que de la existencia de uno pase primero a Dios y despuŽs al mundo, es algo que est‡ l—gicamente determinado en todas sus
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etapas. Concluyo que si yo existo, Dios tiene tambiŽn que existir y que si Dios existe, el mundo tiene tambiŽn que existir. El cogito es el resultado de un razonamiento y el movimiento del cogito a las cosas es tambiŽn el resultado de un proceso racional. Mientras que, en primer lugar, la decisi—n, en el sentido en que estamos planteandola aqu’, no es racional en cuanto no es el resultado de un tipo de argumentaci—n. Y en segundo lugar, no presupone siquiera un yo, al contrario, la decisi—n est‡ deconstruyendo al yo. La decisi—n es un advenimiento que no tiene un punto de partida totalmente fijable. Alguien planteaba ayer una relaci—n con la cuesti—n del evento, del puro evento y la cuesti—n de la historicidad, es decir, si nosotros encontramos un momento de decisi—n concebida en estos tŽrminos, encontramos un puro evento que no es reducible a una historicidad planteada a priori. Willy Thayer: Sin embargo, aœn se podr’a volver a DescartesÉLeer el sujeto cartesiano como efecto de la decisi—n, como efecto de un evento puro. ÀQuiŽn toma la decisi—n, si precisamente, no habr’a un momento anterior a ella? Y ello nos lleva la cuesti—n del origen, o a su diferencia con la emergencia, el principium , etcŽtera. Ernesto Laclau: Me parece que Descartes no hubiera estado de acuerdo con esto, pero es exactamente el argumento que estoy haciendo, el sujeto es creado por la decisi—n porque la decisi—n no procede del sujeto, pero tampoco procede de una estructura, la decisi—n es un evento puro. A la vez, yo no creo tener suficientemente claro, por ahora, todas las dimensiones de esta noci—n de evento puro, que es algo que el pensamiento contempor‡neo est‡ explorando y que, es una de las ‡reas m‡s complejas de reflexi—n hoy en d’a. Pero de todos modos estoy de acuerdo contigo, es exactamente el evento puro el que constituye al sujeto, el sujeto es creado por la decisi—n pero la decisi—n no es decisi—n de nadie; ah’ es donde, por ejemplo, me parece que los juegos de lenguaje en los que Derrida se ha lanzado en torno a la categor’a de sujeto, son insuficientes, porque lo que Derrida sostiene es que hay que abandonar completamente la categor’a de sujeto, lo que desde un punto de vista deconstruccionista siempre es un problema. ÀQuŽ quiere decir abandonar totalmente una categor’a? De todos modos, la raz—n que Žl tiene para abandonarla es que piensa que la categor’a de sujeto est‡ necesariamente ligada a la categor’a de sujeto trascendental, fuente de sentido, el sujeto dador de sentido en tŽrminos husserlianos. En cambio, desde mi perspectiva, en la medida en que estamos confrontados con el sujeto como lugar vac’o, como algo que la decisi—n presupone pero que en realidad la decisi—n construye, me parece que
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podemos llegar a una noci—n de sujeto que no tenga ninguno de los resabios del sujeto trascendental cl‡sico, porque yo no creo que la noci—n lacaniana de sujeto como sujeto de la falta, presuponga toda la visi—n del sujeto como sujeto trascendental. M‡s en general, lo que estoy tratando de decir Ðtu lo se–alas bienÑ es que nadie toma una decisi—n, la decisi—n es algo que adviene, con lo cual la idea de tomar una decisi—n es algo que solamente se puede utilizar en un sentido metaf—rico. Ah’ por ejemplo, Heidegger ten’a ese an‡lisis del archŽ (principium, ursprung). La decisi—n ser’a el momento del ursprung. La noci—n griega de archŽ ten’a las dos connotaciones: la connotaci—n de gobernar, a partir de un punto, lo que va a ocurrir despuŽs y, la noci—n de emergencia. DespuŽs, con la noci—n latina de principium , ese momento del gobernar a partir de un punto, pasa a dominar completamente. Por ejemplo, hay todo un an‡lisis en relaci—n con la filosof’a escol‡stica, en el cual se va mostrando como progresivamente Dios como el creador, va siendo sustituido por Dios como Pant—crato, es decir, como el gobernante universal. Y la idea de gobernar pasa a ser central, mientras que la idea de Ursprung en Heiddegger es, justamente, la idea de una emergencia que no tiene un principio, ni un principio œltimo de racionalidad, ni un principio œltimo a partir del cual se la explica, la cuesti—n de la emergencia es pura y la noci—n de decisi—n que estamos usando, creo que va exactamente en esa direcci—n. Es decir, estoy de acuerdo con la l’nea que abres. Carlos Ruiz: Una o dos preguntas, la primera sobre cu‡l es en tœ descripci—n Ðespecialmente estoy pensando en la descripci—n de democraciaÑ el estatuto de lo normativo, y eso porque Àc—mo pensar sino toda la cuesti—n de la democracia y de la expansi—n de la igualdad por ejemplo, o la cuesti—n de la equivalencia, sin de alguna manera contemplar algœn tipo de discurso normativo? Y si hay implicaciones normativas en eso, entonces no me queda claro Àc—mo articular una opci—n apoyada en algœn fundamento normativo con la cuesti—n de la decisi—n?, porque en la decisi—n pareciera excluida alguna orientaci—n normativa. Pœblico: Yo quiero volver a la mosca, pensaba justamente en el cuento El extranjero de CamŸs, el personaje que mata por calor, pero dejemos el motivo. Lo que quisiera justamente es preguntar por la relaci—n entre decisi—n y responsabilidad, si habr’a una, es decir, Àc—mo articular esto con una Žtica de la responsabilidad? Pues me da la impresi—n que es impensable.
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Elena çguila: Mi pregunta tal vez implique un cierto volver sobre cosas ya habladas, pero me gustar’a poder entender un poco m‡s una idea de emancipaci—n distinta de la emancipaci—n cl‡sica. Entiendo la cr’tica que se hace a las contradicciones l—gicas que presenta el concepto cl‡sico de emancipaci—n y, vislumbro algo as’ como pasar a hablar de emancipaciones, en plural. En definitiva, siento que no logro percibir bien en quŽ consistir’a, en forma m‡s concreta, Àc—mo se expresar’a una idea de emancipaci—n distinta a la idea de emancipaci—n cl‡sica? Iv‡n Trujillo: La pregunta ser’a la siguiente, si la deconstrucci—n consiste en un cierto trabajo con el concepto, en el supuesto que est‡ estructurado el concepto, hasta llevarlo al l’mite de una indecidibilidad, Àpodr’a la deconstrucci—n ser entendida como una estrategia de inducci—n te—rica, pol’tica, basada en una decisi—n como iniciativa? Ernesto Laclau: No entend’. Iv‡n Trujillo: Repito la pregunta, Àpodr’a ser entendida como una estrategia de inducci—n basada en una decisi—n como iniciativa? Ernesto Laclau: ÀQuŽ quiere decir una decisi—n como iniciativa? Iv‡n Trujillo: Es decir, digo algo as’ como tomar la iniciativa de hacer esta inducci—n. Ernesto Laclau: Pero Àcu‡l ser’a la inducci—n ah’? Iv‡n Trujillo: La inducci—n ser’a completarÉes decir, acabar el trabajo con el concepto, tal cual como fue mostrado en relaci—n con Husserl, a prop—sito de La voz y el fen—meno. Estoy pensando en algo as’ como una estrategia de inducci—n te—rica, pol’tica, basada en una decisi—n del deconstructor, de la deconstrucci—n como iniciativa te—rica, entonces digo, una decisi—n como iniciativa te—rica. Ernesto Laclau: Respecto al problema que Carlos ha planteado, yo responder’a en dos niveles. En primer lugar, la decisi—n es siempre una decisi—n en dos —rdenes. Voy a tratar de plantear los dos —rdenes y despuŽs me referirŽ a lo normativo y a los l’mites de lo normativo. El primer d’a est‡bamos citando el caso de una sociedad que aparece al borde de un desorden radical y que necesita algœn orden, se tiene necesidad de algœn orden y cu‡l vaya a ser concretamente Žste, es una cuesti—n relativamente secundaria. El extremo ser’a el Leviathan de
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Hobbes31 , es decir, se parte de una situaci—n de absoluta disoluci—n del tejido social que es el estado de naturaleza, y en esa situaci—n, cualquier persona que sea capaz de asegurar la vida de los dem‡s, a travŽs del contrato, tiene derecho a imponer su voluntad como soberano, independientemente del contenido de esa decisi—n. El problema de Hobbes no era el problema de Plat—n Ðque era pensar cual era la sociedad buenaÑ, sino que era el problema de c—mo una sociedad pasaba a ser posible. Entonces, quŽ ocurre con el problema normativo en este tipo de alternativas: o bien, el problema normativo se refiere a la opci—n abstracta entre ciertas normas y otras, en cuyo caso el problema de esta diferencia ontol—gica entre la necesidad de un orden y el orden concreto que es capaz de asegurarlo, desaparece y el contenido —ntico predomina sobre la necesidad ontol—gica del orden; o bien, la decisi—n ontol—gica de un cierto orden ya es considerado un orden normativo. Creo que casi todas las discusiones sobre Žtica aplicadas a la pol’tica, han desconocido esta dualidad y entonces el problema de la decisi—n Žtica ha sido planteado con mucha frecuencia en tŽrminos —nticos m‡s que en tŽrminos ontol—gicos. Por ejemplo, me acuerdo una vez estando en Inglaterra, con exiliados chilenos, en el a–o 1973 Ðen el peor momento, inmediatamente despuŽs del golpeÑ que algunas personas quer’an que ese rŽgimen derivara hacia el fascismo, porque si hab’a fascismo, al menos, iba a haber reglas; mientras que la situaci—n despuŽs del golpe era de represi—n completamente indiscriminada, o sea que hay momentos en los cuales la gente puede optar por el fascismo en preferencia a otras cosas. Yo no excluyo la dimensi—n de lo normativo, creo que lo normativo es simplemente un aspecto m‡s de un sistema de ordenamiento social. A la vez, no creo que se pueda establecer un tribunal de decisi—n normativa al margen de los contextos sociales en los cuales uno se est‡ moviendo; entonces, frente al problema de lo normativo tengo una actitud mucho m‡s pragm‡tica, lo cual me lleva a la cuesti—n de la responsabilidad al mismo tiempo. Toda decisi—n de alguna manera es una decisi—n responsable. El se–or de la mosca tomaba una decisi—n responsable simplemente porque se daba cuenta que hab’a que tomar una decisi—n, y lo que hubiera sido irresponsable era no tomar ninguna decisi—n y dejar que la organizaci—n obrera se disgregue. La decisi—n pod’a haber ido en sentido contrario, pero el momento de responsabilidad no est‡ en una decisi—n m‡s que en otra, sino en el hecho de tomar una decisi—n. Creo que la irresponsabilidad a nivel personal y a nivel social muchas veces viene no 31
Hobbes, Thomas. Leviat‡n. Madrid: Editorial Sarpe, 1984.
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por el hecho de que la decisi—n sea buena o mala, sino porque no se toma una decisi—n y, en el momento en que hay que intervenir, no se interviene. Por supuesto que hay otras circunstancias en las cuales la gente tiene sistemas normativos; no se est‡, necesariamente, en una posici—n hobbsiana, que de todos modos es una situaci—n l’mite, de reducci—n al absurdo. Se est‡, muchas veces, en una situaci—n en que la gente ya cree cierto tipo de cosas y una vez que la gente cree en un cierto tipo de cosas, en un contexto y a partir de esas creencias, se pueden hacer deducciones o se pueden hacer argumentos Žticos que sean v‡lidos. Pero no creo que se pueda hacer ningœn juicio normativo partiendo de un vac’o social total, o sea que mi respuesta es doble, en primer lugar, contextualizar la situaci—n en las cuales los juicios normativos operan; en segundo lugar, ver que la cuesti—n de la responsabilidad se mueve hacia el principio mismo de la decisi—n y no, necesariamente, al contenido de la decisi—n. Respecto a lo que Elena planteaba, una emancipaci—n distinta de la emancipaci—n cl‡sica es una emancipaci—n que no piensa que sus contenidos est‡n teleol—gicamente unidos por un objetivo final. Por ejemplo, si nosotros decimos que creemos en la libertad de prensa, creemos en una serie de contenidos que estuvieron ligados a la teor’a cl‡sica de la emancipaci—n: la eliminaci—n de la desigualdad, etcŽtera, pero, ÀquŽ es lo que pone juntos a todos estos contenidos? En la concepci—n cl‡sica lo que pon’a juntos a todo estos contenidos era un estado final de la humanidad a la cual cada una de estas luchas parciales se dirig’a, guiada por un principio teleol—gico. Hab’a una especie de idea regulativa que un’a todos estos conceptos en un estado final de lo social, que era la sociedad reconciliada. Me parece que hoy d’a, esa unidad teleol—gica es la que debe ser puesta en cuesti—n, porque hay muchas emancipaciones concretas por las que la gente est‡ luchando: emancipaci—n de las mujeres, emancipaci—n de los homosexuales, emancipaci—n econ—mica respecto a distintas formas de discriminaci—n, etcŽtera, y no hay que pensar que esos contenidos van a convergir naturalmente y por s’ mismos hacia un estado de unidad. Al contrario, si van a unirse, deber‡ ser a travŽs de una lucha hegem—nica. Ahora, en ese caso, lo que tenemos por un lado, es una pluralidad de emancipaciones y, por el otro lado, quiz‡s la sobredeterminaci—n de estos contenidos para producir un cierto cambio concreto. Por ejemplo, en Inglaterra hoy d’a hay muchas emancipaciones concretas que cristalizaron en el momento de la victoria laborista el 1¼ de mayo de este a–o (1997), pero hay otras que est‡n excluidas y ac‡ se nota que la unidad de los contenidos del proyecto emancipatorio, es una unidad mucho m‡s pragm‡tica, respecto a lo que la teor’a cl‡sica presupon’a. Yo no negar’a ninguno de los contenidos de la
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teor’a cl‡sica de la emancipaci—n, lo que niego es que la l—gica de su unidad sea tal como la teor’a cl‡sica estaba presuponiendo. Respecto al punto de Iv‡n, no estoy seguro si he entendido enteramente el punto. Por ejemplo, la noci—n de inducci—n es una noci—n que procede y que est‡ relacionada a la epistemolog’a; la deconstrucci—n, en cambio, no es una pr‡ctica epistemol—gica, la deconstrucci—n se dedica a mostrar antinomias y ambigŸedades en la articulaci—n de los conceptos, mientras que la inducci—n es el pasaje de un dato concreto a una cierta categor’a general; por ejemplo, la inducci—n est‡ ligada a una epistemolog’a empirista si se quiere, mientras que la deconstrucci—n es algo que tiene lugar dentro de categor’as conceptuales, ah’ es donde yo establecer’a la diferencia. Iv‡n Trujillo: Me quedŽ pensando en la inducci—n como iniciativa y estoy pensando tambiŽn en lo que acaba de mencionar, la deconstrucci—n como pr‡ctica, no en su dimensi—n epistemol—gica sino que como pr‡ctica, en algo as’ como lo que siempre Derrida Ð desmarc‡ndose un poco del tenor de la expresi—n deconstrucci—nÑ alude, diciendo que Žsta se convertir’a en una estrategia, y entendiendo la deconstrucci—n como estrategia, en este caso como una pr‡ctica, entonces ah’ si es que la categor’a inducci—n no es pertinente, yo dir’a iniciativa. La deconstrucci—n es una iniciativa, es una decisi—n que tiene la forma de una iniciativa que, en este caso, es mostrar al l’mite las posibilidades de un concepto, de modo tal que, por ejemplo, ese concepto sea indecidible a fin de que haya, aparezca o advenga otra decisi—n. Ernesto Laclau: S’, dir’a que la decontrucci—n procede l—gicamente en su vertiente negativa, en el momento reconstructivo que ser’a el momento estrictamente hegem—nico, en ese caso, presupone decisiones como las que tœ mencionas. Tomemos un ejemplo que no es de Derrida sino de Wittgenstein, pero me parece que se aplica bien. En el an‡lisis acerca de c—mo aplicar una regla, Žl dice: uno no puede aplicar una regla simplemente. ÀPorquŽ?, porque si voy a aplicar una regla a un caso particular, necesito tener una segunda regla para saber como la primera regla se aplica al caso particular, y necesito tener una tercera regla para saber como la segunda regla se aplica y as’ indefinidamente. Entonces, la conclusi—n que Žl extrae es que uno nunca aplica una regla sino que el caso es parte integrante de la regla misma, es decir que no hay reglas puras o abstractas; ahora, eso implica dos cosas: implica, por un lado, el reconocimiento de la incompletud de toda regla, y por otro lado, requiere el momento de aplicaci—n, en donde la decisi—n se hace necesaria. Si eso es lo que se entiende por inducci—n, estoy de acuerdo con el argumento.
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Carlos PŽrez Villalobos: Con relaci—n a la l—gica de la decisi—n, tengo la impresi—n que cuando usted la plante—, sac— de la decisi—n el concepto de sujeto, es decir, puso fuera toda posibilidad de sujeto en el ‡mbito mismo de la toma de una decisi—n, en este sentido segœn entend’, puso como determinante al evento puro Ðas’ lo denomin—- el evento puro que hace finalmente que se determine ah’ una decisi—n. En este sentido, yo puedo entender que la decisi—n o toda decisi—n ser’a arbitraria, pero la pregunta, rescatando algœn tipo de concepci—n de sujeto --usted lo esboz—- ser’a con relaci—n a quŽ ocurre si determinamos la diferencia que podr’a haber entre un sujeto del enunciado, es decir, el sujeto que habla, el sujeto yo, y el sujeto de la enunciaci—n; si sostenemos la hip—tesis que efectivamente podr’a haber un sujeto de la enunciaci—n, este evidentemente ser’a un sujeto inconsciente y que determinar’a al sujeto yo, al individuo, eso nos llevar’a a pensar por ejemplo, que la decisi—n efectivamente como usted dice, ser’a arbitraria pero no aleatoria; entonces yo quisiera, si pudiera plantear algo respecto a la concepci—n de sujeto que usted tiene. Pœblico: Perd—n, si puedo agregar Àen quŽ queda la responsabilidad entonces?, si responsabilidad es tomar una decisi—n pero nadie toma una decisi—n, quŽ pasa con la responsabilidad. Mart’n Hopenhayn: Siguiendo un poco la pregunta de Elena y tambiŽn una intervenci—n de Miguel Ðen la primera faseÑ quer’a hacer una pregunta que tiene que ver con el contenido de la emancipaci—n. Se trata de la l—gica de la emancipaci—n tal como la expusiste en el sentido de dicot—mica y continua, y la emancipaci—n como fundamento, pero donde siempre aparece la emancipaci—n como una instancia en la cual lo que es contingencia, azar, irracionalidad, etcŽtera, queda luego, a travŽs de un salto cualitativo, una inflexi—n o como quiera llamarse, revertido en una situaci—n de consistencia, de sistematicidad, de reconciliaci—n. A mi me da la sensaci—n, si un recorre un poco el esp’ritu de la modernidad Ðpor decirlo pomposamente- que hay otra vertiente asociada a la secularizaci—n en el contenido de la emancipaci—n, que es m‡s bien a la inversa, que es la idea de la emancipaci—n como extatizaci—n de la contingencia, un contingencialismo liberado del peso del fundamento, del peso del logos , del peso de la racionalizaci—n. Es decir, estoy pensando en el esfuerzo de Deleuze por escapar a Plat—n, o el esfuerzo de Foucault por escapar a Hegel, por llamarlo de alguna manera, o en como Marchall Berman recupera un concepto de modernismo a lo Baudrillard y un cierto Marx
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incluso; como Rorty en el libro Contingencia Iron’a y Solidaridad32 nos presenta a Nietzsche y a Freud en relaci—n a cierta capacidad para liberarse de relatos o de metarrelatos Ðcomo podr’amos llamarlos ahoraÑ y armar sus propios guiones de vida o sus propias biograf’as; o como incluso Vattimo recupera a Nietzsche, y habla incluso de la m‡scara o retoma el concepto de individuaci—n versus la ratio o versus la racionalizaci—n. Entonces, todo esto me hace pensar en quŽ medida, as’ como puede haber una tensi—n dentro de la matriz de emancipaci—n entre la emancipaci—n como quiebre absoluto versus la emancipaci—n como fundamento, Àen quŽ medida, la modernidad tambiŽn est‡ atravesada por dos conceptos que son muy tensionantes Ðincluso bastante dicot—micosÑ, uno la emancipaci—n entendida como racionalizaci—n y otro, la emancipaci—n entendida como esta experiencia de la liberaci—n? Ernesto Laclau: Bueno, voy a tratar de sintetizar un poco. En primer lugar, me parece muy pertinente la distinci—n que Carlos ha introducido en el argumento. Yo creo que es muy importante establecer la distinci—n entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciaci—n; esa vieja distinci—n de Benveniste, que despuŽs tom— Lacan y que jug— en el sistema lacaniano un papel tan considerable. Yo creo, por ejemplo, que si uno ve en Hegemon’a y estrategia socialista , la forma del sujeto que est‡ planteada all’, hay claramente una deficiencia, porque el sujeto en Hegemon’a y estrategia socialista aparece exclusivamente ligado a la idea de posiciones de sujeto. Es decir, de alguna manera est‡ reducida al campo de lo simb—lico, a pesar de que Slavoj !i"ek estaba tan a favor del libro, ese fue el punto cr’tico que Žl hizo y yo creo que ten’a raz—n. Entonces me parece necesario establecer la distinci—n entre sujeto y posici—n de sujeto. En un plano, el sujeto se mantiene barrado, sin constituirse plenamente. De otro lado, las posiciones de sujeto pertenecen al campo de lo simb—lico y son los puntos de identificaci—n, y la concepci—n de subjetividad tiene que darse en funci—n de esta dualidad. Si tuviŽramos solamente posiciones de sujeto, la teor’a del significante vac’o ser’a simplemente imposible, puede haber significantes vac’os precisamente porque el sujeto es el sujeto del significante, y en esta medida, es el punto de falta, de falla dentro de la estructura. En todo el an‡lisis que estoy tratando ahora de hacer Ðincluso en el campo de la pol’ticaÑ estoy trabajando precisamente sobre esa distinci—n, entre sujeto de la enunciaci—n y sujeto del enunciado, si uno se mantiene 32
Rorty, Richard. Contingency, Irony, and Solidarity . Cambridge: Cambridge University Press, 1989.
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solamente al nivel del sujeto del enunciado, uno est‡ en el campo del estructuralismo estructuralismo cl‡sico. Respecto al punto de Mart’n, tambiŽn estoy de acuerdo con el an‡lisis que hace, es decir, creo que el problema de la emancipaci—n ya no se da simplemente Ðcomo lo dec’amos hace un momento, en relaci—n con la pregunta de ElenaÑ como el problema de una emancipaci—n global, sino que se da en un mundo disperso, en un mundo fragmentado, a travŽs de una pluralidad de emancipaciones parciales, que ponen en cuesti—n a la racionalizaci—n o a Žsta entendida como l—gica secular de la historia. Raquel Olea: Yo quisiera quisiera preguntarle si usted usted piensa piensa que el feminismo estar’a dentro de las teor’as cl‡sicas de la emancipaci—n, sobre todo pensando en un feminismo post-discurso de la igualdad, que se centra en el extremo femenino de la oposici—n para pensar la diferencia femenina, pero si usted piensa que estar’a dentro de las teor’as cl‡sicas de la emancipaci—n Àcu‡les ser’an, a su juicio, su dimensi—n dicot—mica y su dimensi—n de fundamento? Y tengo otra pregunta pero no se si la hago despuŽs porque es distinta. Ernesto Laclau: No, Laclau: No, adelante. Raquel Olea: Olea: Cuando usted habl— de la deconstrucci—n se me ocurri— pensar en la transici—n como un concepto ambiguamente basado en la antinomia dictadura y democracia Àsi en ese sentido se la podr’a ver como un momento de indecidibilidad, donde la radicalidad de la estructura requerir’a requerir’a de la decisi—n decisi—n y c—mo c—mo ver’a usted la crisis de la izquierda dentro de ese momento? Ernesto Laclau: Respecto Laclau: Respecto al primer punto, no creo que el feminismo pueda ser visto entre las teor’as cl‡sicas de la emancipaci—n, porque las teor’as cl‡sicas de la emancipaci—n son s—lo eso, teor’a de una emancipaci—n. Yo no estoy cuestionando la noci—n de emancipaci—n en general, lo que digo es que hay emancipaciones, que todas esas emancipaciones no coinciden en un acto œnico que ser’a el acto emancipatorio. Por ejemplo, las teor’as feministas dir’an que si la emancipaci—n de las mujeres aparece subordinada a una emancipaci—n humana global, aœn no se entiende la especificidad de su lucha emancipatoria. Lo que trato de plantear en mi trabajo es que hay un arco de la revoluci—n democr‡tica, que es la penetraci—n de los discursos de la igualdad en ‡reas cada vez m‡s extendidas del tejido social; la revoluci—n democr‡tica empez— a fines del siglo XVIII con la Revoluci—n Francesa y con el principio de igualdad, solamente afectando al espacio pœblico de la
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ciudadan’a. Antes de eso, los hombres eran iguales ante Dios, el principio de igualdad no era un principio actuante en el imaginario social pero, con la revoluci—n francesa, comienza la idea de creaci—n de un espacio pœblico de igualdad de los hombres como ciudadanos. A la vez, esto coincide con la continuidad de todo tipo de desigualdad en la esfera privada, es decir, sigue habiendo una dicotom’a entre la esfera pœblica y la esfera privada que es el pivote de toda la ideolog’a liberal incipiente. Con los discursos socialistas, el principio principio de la igualdad, igualdad, en el siglo XIX, se extiende a la esfera econ—mica, y con todos los discursos de emancipaci—n de distintos grupos en el siglo XX, se extiende a ‡reas cada vez m‡s complejas del tejido social. Cuando las feministas dicen que lo personal es pol’tico, de alguna manera est‡n subvirtiendo toda la distinci—n tradicional entre el espacio pœblico y el espacio privado, o sea que, en esa medida hay una pluralizaci—n de las emancipaciones, pero esas emancipaciones ya no coinciden con el momento jacobino œnico, como un momento ruptural con consecuencias ilimitadas. El segundo punto se refer’a a la transici—n. Yo tengo muchos problemas con la noci—n de transici—n. Desde que yo tengo 20 a–os la gente se consuela pensando que est‡ viviendo transiciones de distintos tipos y, en mi experiencia personal, las transiciones han sido un proceso completamente completamente ingobernable. Me acuerdo de las discusiones aqu’ en Chile del a–o 1971, acerca de los modelos de transici—n y el caso yugoslavo. La actual transici—n que vivimos en Chile, que vivimos en LatinoamŽrica, transform— en completamente obsoletas esas discusiones. Yo creo que el concepto de transici—n es, justamente, el concepto que tiene que ser puesto en cuesti—n. Nosotros no podemos vivir la experiencia contempor‡nea en transici—n, en tŽrminos de una transici—n respecto a algo que estamos valorando como positivo. Lo que podemos hacer es impulsar luchas en una pluralidad de direcciones pero no pensando que esas luchas sean o constituyan modelos de transici—n. Esa es la categor’a que para mi hay que poner en cuesti—n. Pero de pronto me estabas preguntando algo distinto Raquel. Raquel Olea: Olea: S’, yo estaba pensando la transici—n como un concepto que tambiŽn contiene las antinomias de dictadura y democracia y, en ese sentido, si se podr’a ver ese momento de indecidibilidad del que tœ hablabas, y el lugar de la izquierda. Ernesto Laclau: Dejemos en ese caso, un poco de lado la categor’a de transici—n y pensemos en el proceso de c—mo llevar adelante una sociedad m‡s democr‡tica. Creo que de nuevo all’, no hay que pensar tanto en modelos, sino que hay que pensar en luchas concretas y c—mo las
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luchas concretas se articulan en la producci—n de ciertos efectos pol’ticos rupturales. Por ejemplo, en este momento en Argentina estamos enfrentando una elecci—n dentro de tres d’as, que es una elecci—n que puede ser una elecci—n enormemente importante para el futuro del pa’s; se ha formado la alianza entre el FREPASO y el Partido Radical, si esa alianza llega a ganar las legislativas y se pone en condiciones de ganar las pr—ximas elecciones presidenciales el 1999, muchas cosas van a pasar en estos dos a–os, pero todas esas cosas ya no pasan sobre la base de modelos, est‡n pasando sobre la base de la realimentaci—n entre s’ de una serie de movimientos pol’ticos democr‡ticos concretos. Hay movilizaciones en las provincias pobres, hay movilizaciones a escala municipal y de alguna manera hay que crear una sobredeterminaci—n de todas esas luchas, para la creaci—n de ciertos efectos pol’ticos. Por eso creo que la pol’tica de la izquierda en estas circunstancias es tratar de impulsar al m‡ximo todas estas movilizaciones con caracter’sticas aut—nomas, y no tiene que tratar de dominar las estructuras partidarias, tiene, al contrario, que insistir en su autonomizaci—n y presentar a los partidos como m‡quinas de ganar elecciones. En la medida en que todas estas formas de protesta social se desarrollen aut—nomamente, esas elecciones podr’an ser el punto de irrupci—n de nuevas fuerzas hist—ricas. Toda la idea de modelos est‡ muy ligada tambiŽn, a la idea del control del poder estatal, yo creo que si hay algo importante que est‡ pasando en AmŽrica Latina hoy d’a, es que la gente se est‡ dando cuenta que controlar el poder estatal es controlar muy poco. Un movimiento como el Zapatista en MŽxico, que para mi tiene una gran importancia a nivel del imaginario pol’tico latinoamericano, es un movimiento que no se dirige al control del poder del Estado, sino que por el contrario, est‡ desarrollando todo un nuevo imaginario pol’tico que impulsa una variedad de actividades, Àno sŽ si tu est‡s de acuerdo con esa perspectiva? Nelly Richard: Voy Richard: Voy hacer una pregunta que est‡ relacionada con la pregunta de Raquel Raquel y con la la respuesta de Ernesto. Tœ te refieres a los efectos pol’ticos rupturales y la pregunta m’a tendr’a que ver con la relaci—n entre el modelo te—rico que tœ desplegaste tan brillantemente aqu’ y, contexto, localidad, en este caso, post-dictadura. post-dictadura. Cuando tœ hablabas hablabas en la primera sesi—n de la cuesti—n de la hegemon’a te refer’as a las fuerzas de recomposici—n hegem—nica que se juegan en la tensi—n con el horizonte de un imaginario democr‡tico radicalizado. Estamos hablando de tensi—n, estamos hablando de tensionalidad que ser’a lo constitutivo de esa voluntad de lo pol’tico, y al hablar de tensionalidad tensionalidad estamos hablando de voluntad, de ganas, de deseos Ðll‡mese como se llame-. Si pensamos en el contexto de post-dictadura y si, por ejemplo, releemos lo que ha escrito
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al respecto nuestro amigo Alberto Moreiras 33 , Žl dice que una de las tonalidades afectivas de la post-dictadura ser’a un estado m‡s bien melanc—lico depresivo, que tendr’a que ver con mœltiples efectos de desintensificaci—n, desapasionamiento del sentido y de lo pol’tico. Si tomamos en cuenta el consenso y el mercado, por ejemplo, como m‡quinas que producen efectos m‡s bien de estandarizaci—n de las subjetividades, de domesticaci—n de las hablas, mœltiples efectos de desactivaci—n o desmovilizaci—n del deseo, de la pulsi—n de cambios, tomando en cuenta lo que podr’amos definir como una de los rasgos del contexto de post-dictadura, esa especie de desactivaci—n pulsional, Àc—mo poner en marcha Ðtœ hablas de lo social como conflictualidad dislocanteÑ esas energ’as cr’ticas oposicionales, en un contexto en donde aparentemente lo que estar’a fallando, precisamente, es la fuerza deseante o el enganche pasional de lo pol’tico? Ernesto Laclau: Yo Laclau: Yo creo que en todo proceso de post-dictadura, en todo proceso de derrota de un rŽgimen dictatorial, aparte de un primer momento de euforia viene despuŽs un momento de depresi—n, y eso es inevitable; es simplemente porque el momento previo a la ca’da de un rŽgimen ha sido un momento en que uno espera algo absolutamente fundacional a nivel de lo social, despuŽs se ve que lo que se puede conseguir a travŽs de la ruptura es una serie de cambios de tipo limitado, entonces, ah’ viene una especie de desiluci—n y eso lo he visto constantemente, constantemente, lo he visto en Grecia despuŽs de 1974, lo he visto tambiŽn despuŽs de 1974 en Portugal, lo he visto en Espa–a, es decir, hay siempre un momento de desencanto a este respecto. Probablemente el desencanto aqu’ en Chile pueda ser incluso mayor por el car‡cter limitado del proceso de ruptura. Aqu’ no se rompi— simb—licamente simb—licamente a todos lo niveles, sino que hubo de alguna manera un pacto que termin— una dictadura, pero la dictadura sigue operando ah’, controlando el Senado o cosas de ese estilo; o sea que el proceso que tœ est‡s describiendo me parece que es un proceso absolutamente general en todo proceso de post-dictadura, en todo cambio revolucionario, revolucionario, en todo cambio ruptural de un tipo o de otro. Pero, por eso mismo me parece que, si uno piensa desde una perspectiva de izquierda, uno tiene que pensar m‡s en lo que Gramsci llamaba guerra de posiciones, es decir, procesos moleculares de transformaci—n a largo plazo, m‡s que en todo ese imaginario jacobino del momento de ruptura total, porque siempre ese momento de ruptura total va ser limitado respecto a sus efectos, pero el cambio molecular de fuerzas que se da en una guerra de posici—n a largo plazo, eso es algo que puede cambiar las 33
Moreiras, Alberto. ÒPostdictadura y reforma del pensamientoÓ. Revista de Critica Cultural n¡ 7 (Santiago: 1993). Pp. 26-35.
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relaciones de la sociedad, aunque sea un proceso much’simo menos entusiasmante, desde el punto de vista de nuestros imaginarios de izquierda. Pero, Àhay algo m‡s? Nelly Richard: S’, la pregunta por el repliegue de la fuerza deseante, porque tu modelo supone, presupone una energ’a cr’tica y una pulsi—n de cambio, y cuando esa pulsi—n de cambio est‡ casi anestesiada, cabe la pregunta por la reactivaci—n. Ernesto Laclau: S’, me acuerdo de una frase de Unamuno. Unamuno dec’a, en una de sus novelas, del personaje que inmediatamente despuŽs de haberse casado tocaba el muslo de su mujer y sent’a una gran excitaci—n, unos cuantos a–os despuŽs tocaba el muslo de su mujer y no sent’a nada, pero si hubieran desgarrado ese muslo hubiera sido como si hubieran desgarrado su propio cuerpo, de alguna manera esa es la pol’tica tambiŽn. Carlos PŽrez Soto: Bueno, creo que lo m‡s importante para mi durante estos tres d’as ha sido escucharlo y lo primero que quiero decir es que tengo que agradecerle haber podido escuchar un discurso l—gico, de nivel filos—fico, claro y distinto; yo creo que es primera vez que escucho hablar de la deconstrucci—n en tŽrminos claros y eso es algo que no se usa mucho por ac‡. A mi me parece que eso es encomiable. He entendido muchos de los problemas que sospechaba porque ahora, claro, entiendo cu‡les eran las distinciones y creo que eso es muy œtil porque entonces uno reciŽn puede empezar a discutir. En seguida, aparte de eso, yo quiero hacer tres objeciones m‡s que tres preguntas. La primera objeci—n que es la menos relevante pero quiero dejarla consignada, tiene que ver con un trabajo previo que hemos hecho con textos suyos, sobre la cr’tica que hace en torno a Hegel, quiero dejar consignado nada m‡s, que hemos ido de sus textos a las fuentes, es decir, a Popper, a Colletti, a De la Volpe y no hemos encontrado nada que trascienda el universo de Arist—teles o de Kant. De tal manera que yo tengo la impresi—n que el fantasma hegeliano es un fantasma althuseriano que opera en la articulaci—n de su discurso y que, sin embargo, la imagen que usted hace de Hegel es producto de una serie de decisiones en el sentido fuerte, contingente y posibilista que acaba de describir, m‡s que un argumento n’tido que se siga de los textos de Hegel y no de los De la Volpe o Colletti. La segunda cuesti—n es una objeci—n un poco melanc—lica, yo tengo la impresi—n de que aqu’ hay un enorme trabajo intelectual, riguroso,
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detallado, que culmina en unas conclusiones que son extra–amente simples; trabajemos con la democracia que de hecho tenemos, hagamos lo mejor posible, lo mejor, lo que m‡s podamos por mejorarla. Yo no sŽ si era necesaria tanta l—gica para una cosa que, en principio, se ha dicho en todos los tonos y tiene que ver m‡s bien con la melancol’a de la derrota que con lo que se sigue de los argumentos. Esa segunda objeci—n, me permite volver sobre algo que ve’amos ayer, que es que la dislocaci—n siempre aparece al interior de un discurso. No hay -y usted dec’a y yo estoy muy de acuerdo con usted- la experiencia pura de la dislocaci—n, no, la dislocaci—n es relatada desde un discurso; entonces lo que a m’ me parece es que la dislocaci—n que aparece en su discurso contiene algo de trivialidad, algo de hip—tesis ad hoc en el siguiente sentido: por quŽ han cambiado nuestras vidas, por quŽ se han hecho inseguras, precarias, la respuesta es: hubo una dislocaci—n, entonces una contingencia pura; yo tengo la impresi—n de que eso traducido al castellano significa: pas— lo que pas—, no se pod’a saber lo que iba a pasar, nunca se puede saber lo que va a pasar. Tengo la impresi—n de que la dislocaci—n es la hip—tesis ad hoc que permite describir las rupturas, pero no es cualquier hip—tesis ad hoc , sino que es m‡s bien la que surge de la experiencia de la derrota, porque es para los derrotados que la ruptura es una dislocaci—n, los que ganaron siempre ven la ruptura como producto de una voluntad, ven las rupturas como llenas de sentido. Yo tengo la impresi—n de que son m‡s bien los derrotados los que ven la dislocaci—n como tal y la ven como una especie de evidencia de un sin sentido radical. Entonces, el asunto pol’tico es si vamos a darnos una teor’a que fue pensada para la experiencia de la derrota o una teor’a que abra las posibilidades de una victoria por dif’cil que sea. Me parece que la pol’tica que surge de la idea de la dislocaci—n, es una pol’tica en que la victoria es imposible, en que la pol’tica no es sino un campo permanente de negociaci—n de derrotas, y el asunto es si nuestra derrota genŽricamente, culturalmente, habr‡ sido tan impresionante, que nos obliga a pensar todo desde la derrota, es decir, desde la negociaci—n. Una idea de la pol’tica presidida por una especie de moral del por lo menos , por lo menos ganamos una plaza, por lo menos ganamos un colegio, por lo menos ya no es presidente, por lo menos ya no nos matan en la calle. Entonces, creo que es comprensible que queramos criticar al totalitarismo pol’tico de izquierda, aunque la mayor’a de nosotros no hemos vivido el totalitarismo pol’tico de izquierda, sino venimos la experiencia del totalitarismo de derecha; es comprensible que queramos criticar todo totalitarismo, pero no me parece razonable que para evitar el totalitarismo planteemos una pol’tica en que s—lo lo local es posible. Es cierto que en el planteamiento suyo se pone Žnfasis en el antagonismo, en la posibilidad de pensamiento estratŽgico, pero yo creo que a esa
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racionalidad acadŽmica le falta algo que es esencial a la pol’tica de izquierda y que es lo planteado por Nelly justamente, le falta Ðdig‡moslo as’- el entusiasmo de una voluntad que cree que el mundo puede ser cambiado globalmente, es decir, le falta la idea de la realizaci—n humana, de la que los intelectuales dudan tan rigurosamente, o le falta la noci—n de que un deseo que no es un deseo global, no es un deseo realmente. Entonces me desconcierta, para decirlo de otro modo, la desproporci—n que hay entre el enorme aparataje l—gico, filos—fico, argumental, y la conclusi—n tan trivialmente reformista, quiz‡s no era necesario rastrear toda la historia de la filosof’a para llegar a la conclusi—n de que s—lo se puede lo que se puede, de que de repente pas— lo que nadie esperaba, de que es preferible negociar en vez de abandonarse a la derrota. A mi me parece que, en cambio, esta es justamente la derrota, que el no poder pensar sino en funci—n de la derrota, es la derrota. Ernesto Laclau: Respecto a Hegel, este es un problema evidentemente de lectura. En Hegel hay una dualidad, por un lado, nosotros vemos el sometimiento de todo contenido concreto al principio de una racionalidad que lo funda, por otro lado, por el hecho mismo de que la racionalidad se extiende a tantos contenidos concretos, la racionalidad misma empieza a te–irse por contenidos, por la concreci—n de estos contenidos y empieza a hacer algo que va m‡s all‡ de s’ misma. Todas las lecturas de Hegel est‡n dominadas por una u otra de este tipo de lecturas, o bien se ve en Hegel el predecesor del marxismo y el predecesor de una concepci—n existencialista de la historia, o bien se ve en Hegel el primero de los post-marxistas. Yo he tomado una l’nea en mi lectura de Hegel, que tiende a subrayar el car‡cter racionalista del sistema hegeliano, llamado panlogicismo, hay otros autores, por ejemplo Slavoj !i"ek, que ven en Hegel una prefiguraci—n de Lacan y de el pensamiento del car‡cter indeterminado de las identidades. !i"ek que tiene una lectura muy inteligente de Hegel Ðaunque yo no la compartoÑ insiste todo el tiempo en se–alar aspectos de mi trabajo de los cuales Žl dice que son argumentos hegelianos, que yo no reconozco como tales. Lo œnico que puedo hacer Ða menos de dar todo un curso sobre Hegel, que ustedes ahora no me agradecer’an probablementeÑ ser’a decir que hagan ustedes su propia lectura y que vean, m‡s o menos, como orientarse respecto a los textos hegelianos. Los dos otros puntos los puedo contestar conjuntamente, en primer lugar, respecto a la dislocaci—n y la experiencia de la derrota, yo no creo que sea cierto que la dislocaci—n est‡ experimentada solamente por los que han sido derrotados, la dislocaci—n tambiŽn est‡ experimentada por los que ganan una guerra. Toda la experiencia de ganar una guerra es
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siempre la experiencia de que la identidad que inici— esa guerra ha sido perdida, porque ha tenido que articular fuerzas distintas, porque ha tenido que transformarse en un proceso de cambio y entonces, incluso las fuerzas victoriosas, experimentan siempre la dislocaci—n, o sea, la dislocaci—n es un fen—meno completamente ambigŸo; es por un lado, un fen—meno exhilarante, un fen—meno de exultaci—n, y por otro lado, es un fen—meno tambiŽn traum‡tico, y esta doble dimensi—n de la dislocaci—n est‡ presente en toda experiencia colectiva, tanto en los que ganan en un antagonismo, como los que son derrotados. Respecto a la simplicidad, ah’ yo podr’a contestar con una anŽcdota de V’ctor Hugo que al fin de su vida se le pregunt— cu‡l era la forma m‡s poŽtica de decir cielo azul, y Žl contest—: la forma m‡s poŽtica de decir cielo azul es decir cielo azul , pero para eso se necesita toda un vida. Se trata de una serie de discursos en los cuales una enorme complejidad Ðmuchas veces- oculta cosas muy elementales, y crear las condiciones para decir cosas tan elementales es, en s’ mismo, el resultado de un gran esfuerzo intelectual. Federico Galende: Yo quiero hacer una pregunta relacionada con el problema de la politicidad y el discurso del saber, en el contexto de la modernidad. Uno podr’a decir, segœn lo que yo he escuchado y, tomando cierto concepto de Lefort 34 , que la modernidad se inicia con la muerte de un fundamento exterior a todo el orden social, ahora la impresi—n que uno tiene es que, disipado ese fundamento, desplazado ese fundamento, un discurso del saber no es un discurso que encarna un fundamento de ninguna verdad, sino que tiene una politicidad, entendiendo como politicidad la posibilidad de crear o de construir un veros’mil que se vuelva socialmente cre’ble. Yo podr’a, por ejemplo, decirle despuŽs de haber escuchado su seminario: mi realidad no es completamente igual a la que hubiera tenido antes de escucharlo, es decir que hay una peque–a transformaci—n de mi realidad de reflexi—n a partir de lo que usted plantea, pero, sin embargo, podr’a decir a la vez, eso lo debo no a un fundamento que encarne alguna verdad, sino a una politicidad que construye un veros’mil que sin ese discurso no estar’a. Ahora querr’a citar el caso contrario, pensemos que en vez de estar aqu’, estuviŽramos en Alemania, y estuviera el profesor Hegel ah’ adelante, entonces, yo tambiŽn podr’a decir despuŽs de escuchar el discurso del profesor Hegel, que mi realidad tambiŽn tiene una 34
Ver, Lefort, Claude. La invensi—n democr‡tica. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visi—n, 1990.
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transformaci—n, pero esa transformaci—n yo no la podr’a devolver al fundamento que el discurso hegeliano encarnar’a, es decir, a que la raz—n y la totalidad podr’an coincidir en s’, sino a la construcci—n de un veros’mil producido por ese mismo discurso. Lo que planteo es que el problema de la muerte del fundamento exterior al orden social, hace que los discursos del saber se organicen no a partir de encarnar un fundamento, sino a partir de la politicidad que tienen para imponer un veros’mil. Luego, si esto es as’, estar’amos por lo tanto, frente a discursos en pugnas que est‡n ligados a la construcci—n de un veros’mil, entre los cuales su discurso ser’a simplemente un discurso de construcci—n de un veros’mil con el cual adem‡s estoy de acuerdo, siendo que no estoy de acuerdo con muchos otros discursos constructores de veros’mil. Se podr’a decir que el problema del totalitarismo supone fundamentalmente, no el retorno de un fundamento, que construya la idea de una sociedad que hace cuerpo consigo misma, de una sociedad completamente objetiva, sino la ilusi—n de un fundamento pol’ticamente construido. Y podr’a decirse contra eso, el imaginario democr‡tico o el concepto de indeterminaci—n de lo social, no estar’a sino sostenido tambiŽn en una politicidad capaz de construir esa idea. Ahora bien, voy a la œltima parte de la pregunta, si uno piensa lo anterior Àc—mo hacer una teor’a de la diferencia entre el totalitarismo y la democracia? De hecho no son lo mismo y, en este sentido, la respuesta pudiera ser: bueno no hay una teor’a de la diferencia entre el totalitarismo y la democracia, pero si no hay una teor’a de la diferencia entre el totalitarismo y democracia, lo que yo no entender’a de la exposici—n es ÀporquŽ la deconstrucci—n no opera sobre su propia teor’a? No sŽ si me entiende esta pregunta, es decir, ÀporquŽ la desconstrucci—n no opera sobre una teor’a que no pudiera hacerse cargo de la fundamentaci—n de la diferencia entre la encarnaci—n de un fundamento por parte del totalitarismo y el problema del imaginario democr‡tico? Miguel Vicu–a Navarro: Primero, del momento que adherimos en algœn grado, en alguna forma, bajo algunas condiciones a alguna cierta idea de emancipaci—n o de transformaci—n pol’tica o de acontecimiento de ruptura y de quiebre de las condiciones efectivamente existentes, desde ese momento, una teor’a de la pol’tica y de lo pol’tico como hegemon’a nos resulta muy atractiva y muy estimulante. Quiero dirigir la cuesti—n hacia un aspecto complementario de lo que podr’a ser la hegemon’a igual a como la explicaba usted, que es el momento de la anal’tica, desde ella adhiero a la cuesti—n de la contingencia y a asumir, puntualmente, como el espacio del discurso, de la pr‡ctica discursiva, en tanto territorio de lo
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pol’tico, es un momento abismante de esa pr‡ctica discursiva, que ha sido llamado dislocaci—n, evento, decisi—n o como se quiera. Pero, hay otro momento complementario a este de la construcci—n o reconstrucci—n de la hegemon’a o de la reconstrucci—n del concepto hegem—nico en Gramsci por ejemplo o desde Gramsci o desde la historia del concepto de hegemon’a o desde la historia del marxismo, que es el momento anal’tico, el momento del an‡lisis, de un an‡lisis hist—rico, del an‡lisis del acontecimiento o del evento o de la dislocaci—n, que tiene lugar, precisamente, en el espacio general de lo discursivo como territorio hist—rico. Indudablemente esa confrontaci—n solamente se puede producir en el terreno de la inscripci—n del evento en una forma de escritura, en una forma de hegemon’a; la experiencia de esas construcciones es la experiencia de una diversidad, de una serie diferenciada de hegemon’as o de posibles formaciones hegem—nicas, entonces de aqu’ derivo dos preguntas: una, Àcu‡l es el momento anal’tico de su trabajo te—rico, es efectivamente un momento deconstructivo, que ser’a pensable como un complemento de la reconstrucci—n de la hegemon’a?; segundo, Àdesde ese eventual elemento anal’tico, c—mo poder establecer una dislocaci—n de la dislocaci—n, quiero decir, un enfrentamiento, una confrontaci—n de discursos o de inscripciones diversas con respecto a un acontecimiento o al abismo, al abismo que no es uno sino que son muchos abismos porque cada abismo se escribe de distintas maneras, es decir, c—mo pensar las hegemon’as, no mi hegemon’a o la que yo estoy construyendo, o la que nosotros con mis amigos construimos, sino las otras hegemon’as, las hegemon’as de los enemigos o aquellas hegemon’as que odiamos? òltima pregunta, esto mismo dirigido un poco a la experiencia latinoamericana de los œltimos 30 a–os, es decir, particularmente a la experiencia que se llama dictadura militar desde los 60s en adelante, la experiencia de la transformaci—n radical de los Estados Nacionales Latinoamericanos, la experiencia de lo que se ha llamado transici—n pero que en realidad es una reestructuraci—n, que parece a una suerte de Perestroika, Àc—mo entender ese evento, ese acontecimiento que ha sido le’do de muchas maneras y, en que sentido, en quŽ medida una teor’a de la hegemon’a nos permite conducir la reconstrucci—n hegem—nica de la mano de un cierto an‡lisis desconstructivo que nos permita, a la vez, situarnos con respecto a esos acontecimientos, que desde la historia simple, comœn y corriente, se llaman como reestructuraci—n, dictadura militar? Ernesto Laclau: Con respecto a Federico, politicidad y verosimilitud: estoy de acuerdo con eso. La construcci—n de la verosimilitud de un argumento se da, exactamente, en el campo en que las pr‡cticas hegem—nicas tienen que operar, por eso es que la hegemon’a siempre es
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una hegemon’a ret—rica. Si nosotros estuviŽramos no en el campo de la verosimilitud, sino en el campo de la racionalidad pura entonces, en ese caso, no podr’a haber ninguna pr‡ctica que pudiŽramos llamar hegem—nica, pero hoy d’a hay much’simas tendencias que tratan de ampliar el campo de la ret—rica. La ret—rica ya no es un estudio parcial, limitado a los tropos, a los textos literarios, sino que la ret—rica es un tipo de argumentaci—n a travŽs de la cual se constituye el tejido social, de ah’ entonces que la categor’a de verosimilitud es absolutamente central. Ahora, respecto a la cuesti—n m‡s insidiosa sobre si la deconstrucci—n opera sobre su propia teor’a, para eso yo no tengo una respuesta excepto la respuesta de Heidegger. ƒl usaba la palabra destrucci—n ( destruktion), pero estaba referiŽndose al mismo tipo de argumentaci—n y, si uno socava los fundamentos de los argumentos sobre una base de tipo general, entonces, tus propios argumentos tienen que ser socavados, y en ese caso, ÀquŽ es lo que pasa? El punto de Heidegger no era probar que existe algœn tipo de argumento, de teor’a no deconstruible; simplemente era crear un escepticismo total respecto al conocimiento; o sea, uno tiene que moverse dentro del ‡mbito de esa contradicci—n que es insoslayable. De todos modos, ha habido recientemente muchos ensayos que tratan las consecuencias de ese tipo de reflexi—n. Por ejemplo, la deconstrucci—n de textos literarios respecto a la deconstrucci—n misma, ha sido muy central en los estudios de Paul de Man. Paul de Man ha tratado de crear condiciones de lectura de los textos que socavan la literalidad de estos, pero en ese caso, ÀquŽ pasa con mi propio texto? Mi texto tambiŽn tiene que ser socavado y, de tal modo, una cierta literalidad reemerger’a. Los demanianos han tratado de ver alguna serie de consecuencias ret—ricas, estratŽgicas, que se mueven en una direcci—n o en otra, pero es una cosa aœn en curso. Yo no he reflexionado a fondo m‡s all‡ de este punto sobre la cuesti—n. Simplemente no estoy seguro. No me reconozco como alguien que hace filosof’a, entre otras cosas, porque lo que yo hago no es exactamente filosof’a, sino que lo que estoy haciendo es pensar en el sentido en que Heidegger hablaba del fin de la filosof’a y el comienzo del pensamiento 35. Me parece que entre la cuesti—n de la teor’a y el pensamiento, la l’nea de demarcaci—n es muy dif’cil de establecer, porque uno puede decir: hubo un cierto pensamiento que se verificaba a travŽs de la teor’a y que, por consiguiente, se–alaba los l’mites a la aprehensi—n te—rica del pensamiento que se iba desarrollando ah’, pero eso es especulativo. 35
Heidegger, Mart’n. ÒEl final de la filosof’a y la tarea del pensarÓ. En: Tiempo y Ser. Madrid: TŽcnos, 2000.
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Finalmente, respecto al punto de Miguel, no estoy seguro si lo he entendido bien, pero yo dir’a lo siguiente: la dislocaci—n de la discolaci—n, por lo que entiendo, es la forma en que uno opera sobre el discurso hegem—nico del adversario, ese creo es el tema al cual te refer’as.... Miguel Vicu–a Navarro: No exactamente, sino que todo discurso como inscripci—n de la contingencia, del acontecimiento, se produce en una serie y en esa serie diferencial hay unas relaciones de dislocaci—n entre unas y otras. En ese sentido preguntaba. Ernesto Laclau: Estoy de acuerdo con eso, pero la pregunta cu‡l era. Miguel Vicu–a Navarro: La pregunta era la siguiente, suponiendo que hubiŽse algo as’ como dos vertientes en tu teor’a, en la elaboraci—n y en la reconstrucci—n del concepto de hegemon’a, una vertiente de reconstituci—n de un orden de lo pol’tico y, por otra parte, una vertiente anal’tica. Ernesto Laclau: ÀQuŽ entiendes por anal’tica, exactamente? Miguel Vicu–a Navarro: Por anal’tica entiendo una relaci—n determinada con la historia. El an‡lisis de la historia. El an‡lisis de unos ciertos eventos que tienen lugar en el discurso. Obviamente, hay una relaci—n anal’tica en una serie de trabajos tuyos, particularmente en Hegemon’a y estrategia socialista , cuando se trata del an‡lisis de la historia del marxismo; ahora, ese an‡lisis, aparentemente, tiene una relaci—n con la deconstrucci—n, la deconstrucci—n aparece como una dimensi—n anal’tica de este pensamiento sobre la hegemon’a. Esa era la primera pregunta, si efectivamente tœ reconocer’as en la deconstrucci—n un momento anal’tico complementario de todo el pensamiento de la hegemon’a. Ernesto Laclau: S’. La respuesta es, claramente, s’. Miguel Vicu–a Navarro: La segunda pregunta era la pregunta m‡s importante, Àc—mo, desde esa anal’tica, pensar la historia reciente de AmŽrica Latina, respecto de, particularmente, unos ciertos eventos que se nombran de cierta manera y que est‡n inscritos de cierta manera, precisamete por que se habla de dictadura, de transici—n, de reestructuraci—n de la econom’a, en fin, y puedes tener toda una serie larga y en la que se trata tambiŽn de configuraciones hegem—nicas, antag—nicas, diversas?
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Ernesto Laclau: Me vas a perdonar, Miguel, que no te responda, porque para eso tendr’a que hacer todo un seminario y me parece que eso no se puede responder en tres frases, ser’a hacer todo un an‡lisis de como se traduce una serie de categor’as respecto de la realidad Latinoamericana contempor‡nea y acepto que, simplemente, no sabr’a hacerlo, porque no tengo suficiente informaci—n, algunas otras cosas podr’a decir pero propongo que lo dejemos para una discusi—n futura. Sin embargo, de eso se trata. Willy Thayer: Retomando lo de Federico, voy a mencionar varios motivos, motivos que est‡n referidos a autores distintos. Benjamin por ejemplo: Ótrabajar con conceptos que no sean apropiables por el fascismoÓ. Adorno, Òtrabajar en una lengua que no sea instrumentalizableÓ. Artaud, Òponer en escena un cuerpo inorg‡nico como un virusÓ. Heidegger, Òla ciencia no piensaÓ, calcula, determina, etcŽtera. Y Òcomo no hablarÓ, para tomar ese motivo en Derrida. Podr’amos pensar en Borges finalmente, porque en todas estas instancias, en todos estos motivos, se podr’a ver una intencionalidad dislocante en la operaci—n de la escritura. La escritura como una dislocaci—n o como algo que deber’a escapar, por decirlo as’, a cualquier modo de apropiaci—n hist—rica. Con Borges, sin embargo, pareciera que ocurre algo distinto, que es ponerse como lector y jugar con los motivos diversamente, incluso la dislocaci—n se ejercer’a para todos lados. Entonces, la pregunta es por la relaci—n entre intervenci—n o dislocaci—n pol’tica y escritura, Àc—mo percibes all’ tu propia operaci—n? Ernesto Laclau: MmmÉ, en tŽrminos de todas esas comparaciones no sabr’a que decir. Tendr’a que pensar para ver diferencias. Por ejemplo, una cosa que me viene a la cabeza es que no creo que haya lenguaje que no sea apropiable por el fascismo. Justamente, una teor’a de la inscripci—n hegem—nica establece que no hay nada que sea un lenguaje absolutamente puro, que no pueda ser corrompido en su significaci—n, a travŽs de cadenas articulantes de distinto tipo y he visto este proceso ocurrir tantas veces que soy un poco escŽptico. Ahora, el problema que est‡s planteando ser’a si es que hay, en la inscripci—n hegem—nica, una cierta peculiaridad, una cierta especificidad te—rica, probablemente la hay, en relaci—n con tŽrminos que se plantear’an como relativamente equivalentes dentro de la filosof’a contempor‡nea. Willy Thayer: Tal vez especificarlo un poco m‡s. Los problemas pol’ticos se transformar’an en problemas de figuras, s—lo tengo problemas escriturarios.
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Ernesto Laclau: Todos los problemas pol’ticos son, finalmente, problemas de escritura, porque todos los problemas pol’ticos son problemas de inscripci—n. Willy Thayer: S’, pero hay una manera de entender esos problemas de escritura en relaci—n a una determinada conceptualidad y, hay otra manera de entender el problema pol’tico de la escritura, en relaci—n a sus motivos. Ernesto Laclau: S’, pero los motivos se determinan a travŽs de pr‡cticas de escrituras tambiŽn. Àc—mo se constituye un motivo? Este depende de una pluralidad de discursos, de inscripciones y, adem‡s, es siempre un motivo ambiguo, porque est‡ participando de discursos que lo contituyen. Es un problema muy interesante, pero es algo que hay que reflexionar. Una cosa m‡s que quisiera decir finalmente, en relaci—n tanto a lo de Willy como a lo de Federico, es que la cuesti—n de la distinci—n pensamiento-teor’a est‡ ligado a una cuesti—n de los gŽneros literarios a partir de los cuales el pensamiento tiene lugar, por ejemplo en Heidegger hubo la tendencia a pensar que es a travŽs de la poes’a que se tiene acceso a cierta forma de pensamiento que en la teor’a no se da. Pero, se puede ver tambiŽn la teor’a como una forma de poes’a. Es en lo que Paul de Man insist’a, que finalmente todo texto puede ser visto como un texto literario y en œltima instancia, poŽtico; que no hay, como pensaban los autores conocidos bajo el r—tulo de New Criticism , un lenguaje poŽtico que estar’a separado, estrictamente, del lenguaje discursivo. Si eso es as’, entonces el problema de la forma en que el pensamiento opera, a travŽs de quŽ medios, de quŽ superficies de inscripci—n, es un problema mucho m‡s complejo que una simple dicotom’a (teor’a, pensamiento), porque lo que empieza a deconstruirse es una noci—n de lo discursivo estrictamente opuesta a lo poŽtico. Y, aunque la teor’a se considere de acuerdo a lo que ella trata expl’citamente de hacer, se puede mostrar que ella, como tipo de lenguaje, est‡ haciendo muchas cosas diferentes de las que pretende hacer. De esa manera entonces, la teor’a tiene un poder mostrativo que va m‡s all‡ de lo que a nivel demostrativo consigue operar, y en ese mismo sentido, la teor’a puede ser pensamiento. Se pueden leer muchos textos filos—ficos de Heidegger como si fueran textos tan poŽticos como los de Hšlderlin. Nelly Richard: Bueno, si les parece, lo dejamos hasta aqu’ y agradecemos a Ernesto Laclau por su visita a Chile.
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Bibliograf’a 2: La cuesti—n de la pol’tica en Post-dictadura. Se presenta ac‡ una breve bibliograf’a sobre la cuesti—n de la pol’tica en post-dictaduira, es decir, una selecci—n sobre los textos centrales en la discusi—n sobre los procesos de transici—n a la democracia y democratizaci—n, acaecidos en Chile en los œltimos a–os. El objetivo de esta selecci—n no es agotar la diversidad de enfoques desarrollados en el pa’s, sino determinar algunos de los ejes de discusi—n, mediante la presentaci—n de los libros que habr’an constituido, al momento de su surgimiento, algœn tipo de conformaci—n del campo enunciativo de las respectivas discusiones que cruzan la escena nacional. Aœn as’, el criterio de ordenaci—n es estrictamente alfabŽtico. Omitimos referncia a muchos art’culos y discusiones relevantes que est‡n editados en los diferentes nœmeros de la Revista de Critica Cultural, precisamente porque esta revista surgida en 1990, ha sido plataforma de discusi—n y ha representado una muy marcada tendencia te—rica y cr’tica respecto del proceso chileno y de los debates te—ricos, nacionales o internacionales, vinculados con tal proceso. Avelar, Idelber. Alegro’as de la derrota: La ficci—n postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2000. Benjamin, Walter. La dialŽctica en suspenso: fragmentos sobre historia . (Traducci—n e introducci—n, Pablo Oyarzœn). Santiago: Editorial ARCISLOM, 1996. Brunner, JosŽ Joaqu’n. Un espejo trizado: ensayos sobre cultura y pol’ticas culturales. Santiago: Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, 1988. - Globalizaci—n cultural y postmodernidad. Santiago: Fondo de Cultura Econ—mica, 1998. Collingwood-Selby, Elizabeth. Walter Benjamin: la lengua del exilio. Santiago: LOM ediciones, 1997. Garret—n, Manuel Antonio. La faz sumergida del Iceberg: estudios sobre la transformaci—n cultural. Santiago: LOM: CESOC ediciones, 1993. - Hacia una nueva era pol’tica: estudios sobre las democratizaciones . MŽxico: Fondo de Cultura Econ—mica, 1995.
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